- I -
Tiene, al comenzar este verídico relato, diecisiete años. Su infancia ha sido la de casi todos los muchachos de pueblo. Nunca estuvo para él la fruta demasiado alta, ni logró su abuela esconder las golosinas en sitio que no descubriera, ni había en la comarca perro que no le temiese. A pedradas turbaba él sosiego de los pájaros ocultos en las frondas, y entre burlas y veras, con sus requiebros, traía desasosegados los corazones de las mozas. Más de una cuando él a la fuente se acercaba, fingió que no podía con el cántaro para que Juan la ayudase a levantarlo, mientras otra, dejándole ver los remangados brazos, alzaba vigorosamente el suyo, como dándole a entender cuán apretado lazo formaría con ellos en torno de su cuello.
Una, a quien hasta sus compañeras llamaban Luisa la bonita, llegó, por fin, a hacerse casi dueño de su alma, y desde entonces Juan, buscándola incesantemente, comenzó a descuidar la vigilancia de la hacienda de su padre. Por la mañana, muy temprano, se apostaba cerca de la casa de Luisa para verla cuando se asomaba a colgar de un clavo la jaula del pájaro que entretenía sus horas de costura; ya entrado el día, iba a esperarla en el arranque del camino de la fuente, y le hacía tomar el sendero más largo, obligándola a andarlo despacito; a la tarde, sin que el calor le arredrase, pasaba varias veces ante su puerta, para verla cosiendo ante el cancel o para oírla, si estaba más hacia dentro, cantar coplas que querían decirle «aquí me tienes». Después, al caer el día, hacían juntos el segundo viaje a la fuente, y al regresar envueltos entre sombras, ella le dejaba acercarse cuanto quería, más temerosa de la oscuridad que de los besos. Y luego, a la noche, cuando las gentes reposaban arrulladas por el airecillo que movía las ramas de los cercanos naranjales, él, apoyado en la reja y caído a sus pies el guitarro, le decía ternezas con los labios y cosas muy atrevidas con los ojos, mientras la chica, de rato en rato, le abandonaba las manos, ya que los maldecidos hierros les separaban las caras.
Así pasaron algunos meses, hasta que el padre de Juan, labrador de mediano caudal y ambicioso de buen porvenir para su hijo, quiso poner por obra el proyecto que de tiempo atrás acariciaba. El chico de su compadre estaba en Madrid estudiando hacía dos años; a Martín Gonzalete, hijo de un ricacho del pueblo, sólo le faltaba un año para graduarse de boticario, y cuando en las vacaciones venía a pasar el verano con su familia, era de ver el contraste que formaban su traje y sus maneras con la ropa y los modales de Juan. Hasta el tío Pipierno, chalán que se pasaba la vida recorriendo ferias para vender burros reumáticos y caballos gotosos, había mandado uno de sus hijos a la corte a seguir la carrera de agrimensor. De suerte, que el padre de Juan, ganoso de prosperidades soñadas y espoleado además por el pícaro amor propio, fue de día en día encariñándose con su propósito. Cada vez que oía a la mujer de Gonzalete decir: «Cuando Martín se desamine de últimas le compraremos la botica de don Rufino»; cada vez que el tío Pipierno se llenaba la boca, publicando que su chico estudiaba de pa engeniero der campo, al pobre viejo le acometían intenciones de precipitarlo todo, enviando a Juan inmediatamente a la corte; pero luego, por no separarse de él, iba retrasándolo, temerosos su buen sentido y su corazón amante de la larga ausencia que era precisa. Los amoríos de Juan acabaron de decidirle. La muchacha era hija de unos arrendatarios suyos, que a duras penas podían pagarle cuando vencían los plazos; y aquel hombre, que se casó con mujer pobre, asustado ante la idea de que su chico hiciera lo mismo, decidiose repentinamente, y de la noche a la mañana corrió por el pueblo la noticia de que Juan marchaba a Madrid. Gonzalete iba a tener botica, el joven Pipierno iba a ser engeniero... pues Juan sería abogado, y con esto más señor que ninguno de ellos.
Citando lo supo Luisa, el corazón comenzó a brincarle dentro del pecho como pájaro inquieto en jaula nueva, y aquella noche y las siguientes, hasta que Juan partió, el camino de la fuente y los hierros de la reja escucharon sonar más besos y oyeron más juramentos que tallos de hierba había en el campo.
Llegó por fin el día de la marcha.
Estaba la casa de los padres de Juan situada al borde del camino. Tenía los muros escrupulosamente enjalbegados, y las ventanas pintarrajeadas de colores chillones y llenas de macetas floridas. En el caballete del tejado se perseguían unas cuantas palomas, y volando rápidamente ante los nidos hechos entre las vigas del alero, pasaban piando las golondrinas. A lo lejos, perdidos entre los trigos, se oían de rato en rato el chirrido de una cigarra, el rechinar de un carro o el canto de un bracero. Las enormes pitas de hojas punzantes y anchas proyectaban sus sombras caprichosas y enérgicas sobre las tapias del corral, y un gigantesco grupo de palmeras de áspero tronco se cimbreaba suavemente a impulsos del viento, que gemía entre el enorme y frondoso ramo de sus copas. Una luz muy ardorosa y un ambiente muy seco lo envolvían todo. La llanura amarillenta del campo se confundía en el horizonte con el intenso azul del cielo. La tierra estaba grietada, sedienta; en los lechos de las corrientes exhaustas brillaban al sol los cantos como pulidos y lustrosos; el paso perezoso de una bestia cansada o el brincar de un chicuelo, bastaban para alzar del camino una nube de polvo.
-Desde aquí hasta el tren, vas en el potro, -había dicho a Juan su padre- allí lo dejas confiao al jefe, que ya nos conoce. Yo enviaré por la bestia.
En la puerta de la casa, cuyo ancho zaguán se veía hacia el fondo lleno de arreos de mula y aperos de labor, un mozo ataba a la silla del caballejo el maletín de Juan, mientras éste entre los brazos de su madre, por hacerse el fuerte, se tragaba las lágrimas. Ella lloraba poco y le apretaba mucho. La hermanilla pequeña sujetaba a duras penas con sus endebles manecitas la cabeza de un perro que ansiaba partir ladrando ante su amo; y apoyada en el quicio del portón, alguna de las que pusieron en Juan sus esperanzas le contemplaba tristemente, mientras él, ya desprendido de la madre, cambiaba abrazos y apretones de manos...
-Vete ya; -dijo por fin el padre- alguna vez has de empezar a ser hombre.
-Cuídate, no hagas barbaridades -añadió la madre.
Momentos después, la polvareda que iba levantando el primer trote del jaco ocultó a Juan en un recodo del camino. La madre agitó inútilmente su pañuelo, el viejo se frotó los ojos con el revés de la mano, y ambos se miraron calladamente. Hubo un momento en que la pena que debía unirles parecía un rencor que les separaba.
-¡Bah... sea lo que Dios quiera! -exclamó el padre- Tié que hacerse hombre... Ya gorverá, mujer, ya gorverá. ¿No han güerto los demás?
Y arrojándose uno en brazos de otro, lloraron juntos...
El caballejo siguió trotando. Juan, dominado antes que por sus propios pensamientos por la sorpresa de dejarse a la espalda con tal facilidad gentes y cosas tan queridas, miraba como embobado la blanca línea de la carretera, que parecía irse alargando ante sus ojos. De pronto, al llegar junto a la linde de un olivar, que distaba del pueblo más de media legua, vio destacarse un bulto de entre los troncos: alguien venía a su encuentro.
Era Luisilla, que ansiosa de despedirse de él sin testigos, había salido del pueblo antes que su novio y echando por un atajo le esperó a la sombra de unos olivos. Apeose el muchacho, ató el caballo a un árbol, y estrechando entre las suyas las manos de la niña, le dijo con amante enojo:
-¿Pa qué has venío? ¿No ves que er día echa lumbre?
-¡Quería decirte tantas cosas!...
-Dímelas toas; pero dime antes que has de quererme, aunque no me veas, lo mesmito que si nos hablásemos.
-Pá eso sólo no vendría. Quiero otra cosa... Ya sabes que sé leer yescrebir. Pues tú me has de escrebir, y yo a ti también... y como me orvides, como no me quieras... en fin, que hasta que pase mucho tiempo y vea yo que no me orvidas, ¡vaya una vidita que me espera!
-¡Si me quisieras de verdá!...
-Veremos quién lo prueba mejor. Yo de ti no sabré más que lo que tú me digas. Cuando guervas, te dirán si yo he procurao ná porque me mire dengún hombre. Te yevas mi corazón... Más aquejerada me dejas, que si me hubiesen de matar...- Y al mismo tiempo que le hablaba, involuntariamente, sin malicia, pero avara de caricias, le echó al cuello los brazos diciéndole: -¡No quieras nunca a otras!
-¡Nunca, mi vida, nunca!
-¿Por estas? -dijo ella entrelazando los dedos de las manos y formando cruces.
-Por esas... y por estos -replicó él estrechándole las manos y dándole dos besos largos y muy apretados en la boca.
-Juan, vete ya, por Dios, que estamos locos... anda, que de aquí a allá te quedan cuatro leguas. No pierdas el tren por culpa mía.
-¡Adiós, Luisa!
-¡Adiós, mi Juan!
Desató el jaco, sacole del olivar al camino y montó. Entonces ella, subida sobre un montón de guijo de lo que había junto a la carretera para rellenar los baches, le dijo con lágrimas en los ojos:
-Dame otro beso.
Un instante después quedó sola, mirando cómo a lo lejos iba él todavía volviendo la cabeza. Luego, el bulto formado por la bestia y el jinete fue haciéndose con la distancia cada vez más pequeño hasta que al fin desapareció tras el declive de una cuesta.
Volvióse ella triste y acongojada hacia el lugar, pero andando de prisa, porque no chocara su tardanza; y aquella tarde, para ocultar su pena, mientras tendía en el corral de su casa unas ropas recién lavadas, cantó las mismas coplas que cantaba cuando sabía que él pasaba ante su puerta.
- II -
Juan tenía más imaginación de la que conviene al hombre: la loca de la casa, dominaba imperiosamente en su espíritu. Nunca le parecieron, como a don Quijote, alcázares las ventas, ni tomó por princesas a las criadas de mesón; mas su fantasía, alterando las impresiones de la realidad, todo lo engrandecía y poetizaba. A cualquier mal hallaba remedio su esperanza; ningún bien era mezquino ante sus ojos; los ideales más lejanos le parecían fácilmente realizables; amaba el bien; y sentía la belleza por instinto; pero su imaginación se encargaba luego de exagerar lo bueno o agrandar lo bello; y su mente, considerándolo todo bajo el influjo de un optimismo engañador, se iba poblando de ideas falsas sobre el mundo y la vida. A todo pensamiento hermanaba algo de aspiración: el porvenir era para él un libro en que faltaba la palabra imposible.
Aquella predisposición a deleitarse fácilmente con lo hermoso y a sentirse atraído por lo bueno, se manifestó en Juan desde los primeros años de su juventud. En tanto que otros mozos del pueblo trabajaban con la frente sudorosa y la mano encallecida, él se abismaba contemplando los celajes de una puesta de sol, y a veces, más que el ver llenar las trojes de su padre, le entretenía observar si las enredaderas habían trepado bien en torno de una ventana.
Los grupos de gañanes y mozas que naturalmente se formaban en la recolección de la naranja, con sus fondos de boscaje verde y su brillante luz meridional, le encantaban por su aspecto artístico sin dejarle pensar cuánto producirla todo aquello; y si alguna vez oía de los sujetos al duro trabajo corporal una maldición o una queja, imaginaba que ha de venir un tiempo en que nadie reniegue de su suerte. Pero su fantasía, vigorosa al fingirse esperanzas, era indolente al concebir remedios; sin darse cuenta de ello, se asemejaba a esas plantas que viven del rocío y lo esperan lozanas, cual si estuviesen seguras de que no les ha de faltar nunca.
Aunque Madrid le puso luego más cerca del dolor, como tenía asegurada la existencia, fue en vano que sus ojos presenciaran lástimas y sus oídos escuchasen lamentos. Partió el tiempo entre el estudio y los placeres, y cuando su optimismo te ofreció en las ciencias alivio a todos los males de la tierra, hasta llegó a creer que el trabajo podría ser un goce. La humanidad le pareció la eterna desposada del progreso. Para él, existía entre el hombre y la esperanza un maridaje indisoluble.
A los tres años de haber salido del lugarejo en que nació creía tener ideas fijas.
Pasó en Madrid muchos meses sin contraer amistad con nadie. Sus paisanos, Martín Gonzalete y el hijo del tío Pipierno, llevaban una vida que hizo imposible toda intimidad. El primero estaba en amores con una mujer que no le dejaba nunca libre y el segundo pegado como un parásito a un señorito rico y muy bruto, que se aficionó a él por lo entendido en cosas de caballos. El señorito rico elegantizó al Pipierno, y éste instruyó en lo caballar a su protector.
Vino, por fin, una época en que Juan comenzó a tener amigos. Un día, en cátedra de derecho romano, como hubiese faltado dos mañanas a clase, se atrevió a pedir prestados los apuntes de la explicación al compañero que tenía al lado. En realidad, aunque necesitaba los apuntes, también le movió a pedírselos a aquel condiscípulo y no a otro de los que cerca de él se sentaban, el haber observado una cosa que no acertaba a explicarse. Pepe Villena, que este era su nombre, tomaba los apuntes escribiendo renglones muy estrechos, y Juan quería saber a qué obedecía tal rareza.
-Advierto a usted -le dijo Villena al darle el cuaderno- que aquí faltará mucho... Yo tomo los apuntes en verso.
Era verdad. La manumisión, las justas nupcias, el tratado de testamentos, la patria potestad, estaban puestos en romances y en redondillas. Pepe Villena no tenía afición a la carrera de Derecho; la seguía por dar gusto a su familia y procuraba de aquel modo distraerse en clase y ejercitarse en la versificación, para la cual mostraba, excepcionales condiciones.
Juan, que había ya leído a Espronceda, a Bécquer y a Bernardo López García, los tres poetas favoritos, y no sin razón, de los estudiantes españoles, formó excelente idea de Villena; y, sobre todo, cuando supo que publicaba poesías en varios semanarios y que habían admitido un drama suyo en el Teatro de la Risa, creyó tener un amigo ilustre. Púsole luego Villena en contacto con otros condiscípulos, y de allí a pocas semanas Juan dejó de andar solo por los claustros de la Universidad. Como no le faltaba ya con quién hablar, asistía más temprano a clase, para estarse un rato en la puerta de la calle Ancha charlando con los amigos y requebrando a las muchachas; al salir, solía ir con ellos a una pastelería de la calle del Pez, donde por turno se convidaban a bizcochos borrachos; y cuando había dinero para más, solían jugar al billar en la travesía de las Pozas.
Los amigos de Pepe Villena lo fueron siendo rápidamente de Juan y al llegar las últimas semanas de aquel curso, en esa época en que los estudiantes se emparejan para repasar juntos, resultó que era ya íntimo de media docena de compañeros.
A primera hora de la noche acudían a un café de la calle de la Luna, donde con la mayor tolerancia saboreaban el brebaje que les hacían tomar por moka: después se iban encerrando en sus casas de dos en dos, para dominar tal o cual asignatura con el programa a la vista; y ya muy tarde, unos se acostaban y otros se marchaban a sus pupilajes, hartos de leyes, fechas, nombres latinos y pareceres de comentaristas.
En el café citado costaba el brebaje real y medio, que con el medio de la propina ascendía a media peseta; pero era tan malo, que cada sorbo daba un disgusto. Pedro Urgell, el mejor amigo de cuantos tenía Villena, dijo varias veces:
-Esta pócima cuesta aquí lo mismo que en todos lados, pero es peor que en ninguna otra parte. Debemos pensar en favorecer a un establecimiento más digno de nosotros.
El grupo continuó, sin embargo, por rutina, yendo algunos meses al café de la calle de la Luna. A esto llamaba Luis Valgrana, que era en todo aficionado a novedades, la fuerza de la tradición. Por fin, los sucesos arreglaron las cosas de otro modo.
Uno de los que formaban el grupo, Paco Recilla, tuvo la desdicha de que su patrona, mujer entrada, no en años, sino en decenios, se enamorase de él, dando en la mala costumbre de ir todas las noches con una amiga y el sobrino de ésta al café de la calle de la Luna. Allí se sentaba a primera hora cerca de la mesa de los estudiantes, y hasta que se marchaban no dejaba de lanzar miradas incendiarias al pobre Paco, quien viéndose puesto en ridículo, rogó a sus compañeros que trasladaran la tertulia a otro café. Eligiose, por lo céntrico, el Suizo, y allí continuaron reuniéndose Juan Vulgar, Pepe Villena, Pedro Urgell, Luis Valgrana, Paco Recilla y otros cuyos nombres no pueden quedar en el olvido, como Juan Rejas y Félix Quemada.
Pronto reinó entre todos franca y verdadera intimidad. El prestarse apuntes, hacer novillos en cuadrilla, emparejarse para estudiar, ir al Retiro las mañanas de primavera y al paraíso del Real por las noches, fueron cosas que contribuyeron poderosamente a consolidar las amistades. En el paraíso del Real, sobre todo, se realizó la estrecha unión del grupo, quizá debida a la afición que los más de ellos tenían a la música. Paco Recilla y Pepe Villena, especialmente, no pensaban más que en el Real. El primero llevaba un cuaderno en el cual anotaba las óperas que oía, los cantantes que debutaban, las representaciones que lograba cada partitura y hasta las piezas que se repetían: el segundo era la desesperación de Paco, porque, presumiendo ambos de buena memoria musical, todos decían que éste tenía mejor oído. Lo cierto era que entre ambos retenían casi toda una ópera nueva la noche de su estreno y a la segunda salían tarareándola.
Al cabo de seis meses, no era ya aquel un grupo de amigos, sino una orden sin convento. Salvo el habitar cada uno en su casa, puede decirse que hacían vida común. Por la mañana se veían en clase, o mejor dicho, en la puerta de la Universidad, porque desde allí se iban de paseo, o a la parada. A la tarde se reunían ante la bola verde que había en el escaparate de una antigua botica de la Puerta del Sol, bien para merendar pasteles en el Suizo, bien para repetir los paseos de, la mañana o ir a ver cualquier novedad que en Madrid hubiese. Llegada la noche, vuelta al Suizo a tornar café antes de ir al Real y retorno al mismo sitio después de terminada la ópera. ¡Mil veces a la vez bendita y maldita mesa del Suizo! De las veinticuatro horas del día, los que componían el grupo, pasaban de codos en ella lo menos ocho. Cómo y cuándo estudiaban, nadie ha podido averiguarlo: lo cierto es que, a fin de curso ocurría aquello de intelectus apretatus discurrit qui rabiat, y era raro que hubiese entre ellos un suspenso.
Siendo todos muchachos de claro talento, buen natural y genio alegre, se llevaban perfectamente; y en juntándose dos o tres, el tiempo se deslizaba que era un gozo. Jamás reñían, ni aun por el gusto de hacer las paces. Han pasado bastantes años, y nunca ha habido entre ellos un enfado formal. Sin embargo, aquel apiñamiento de amistades les fue indudablemente perjudicial. Todavía se reúnen en la mesa del Suizo, la fraternidad que allí reina es la misma y a pesar de ella, todos comprenden que aquel mármol, donde tantas y tantas noches se han apoyado, ha influido poderosa y no benignamente en su vida. En fuerza de acostumbrarse a estar juntos, cobraron injusta antipatía a todo el que no formaba parte del grupo. Cuando se les acercaba un desconocido, enseguida se le estudiaba el lado flaco para ridiculizarle; si alguno venía acompañado de un extraño a éste, se le ponía mala cara y luego al íntimo que lo presentó se le increpaba duramente. La antigua preocupación romana, de que en todo extranjero hay un enemigo, llegó a ser para ellos artículo de fe.
Esta intransigencia y aquella concentración de afectos produjeron malos resultados. Ninguno frecuentó círculos, ni casas donde pudieran adquirir conocimiento del mundo; todos descuidaron las amistades que les legaron sus padres; todos tuvieron escasas aventuras amorosas, y todos llegaron a hombres con muy poca o ninguna experiencia de lo que es el corazón de la mujer. En cambio, no contrajeron relaciones peligrosas, no se entregaron a la vida frívola de bailes y tertulias, y lo que aún vale más, estudiándose unos a otros, viviendo casi en unidad de sentimientos e ideas, llegaron a apreciarse mutuamente con exactitud del valer de cada cual, y a conocerse a sí mismos. A ello contribuían por igual la ruda lealtad del aragonés, la finísima burla del criado en tierras andaluzas, la llaneza del castellano y el sentido práctico del catalán; porque entre los que formaban el grupo los habla de casi todas las regiones de España, como también de las más opuestas aptitudes. Las discusiones interminables, el choque de ideas, lo que los gustos de unos influían en los de otros, aquel roce moral, persistente y continuo, concluyeron por absorber parte de la actividad de todos, dándose el fenómeno de que estando juntos tuvieran más ingenio que separados, como si su entendimiento fuera un compuesto de partes que al disgregarse se debilitaban.
Finalmente, Juan, por completo consagrado a sus amigos, ni había adquirido en Madrid relaciones, ni trataba mujeres, ni tenía novia, ni puede decirse que personalidad independiente, ni se le alcanzaba del mundo sino aquello que en la mesa del Suizo se puso a discusión. Eso sí; la tal mesa era como un receptáculo donde venían a confundirse la ilustración, las lecturas y las reflexiones de cada uno para repartirse en provecho de todos. Hasta puede decirse que lo sabido por uno dejaba enseguida de ser ignorado por lo demás.
Así pasaba para Juan dulcemente el tiempo. Algunos años por Navidad y todos durante las vacaciones de verano, iba a su pueblo, donde enorgullecía a sus padres con el cambio que en él se operaba rápidamente. Entonces experimentaba una recrudescencia pasajera en su amor hacia Luisilla. Mientras estaba en Madrid, de cada cuatro cartas de ella, contestaba a dos; pero al llegar al pueblo la veía con gusto, sentíase halagado por la constancia de la chica y aunque sin fijar con la voluntad, término legítimo ni pecaminoso a sus amores, se complacía en ellos.
Quien no transigía con el noviazgo era su padre. Hasta tal punto llevó su empeño en cortarlo, que para ello dio en ventajoso arriendo al de Luisilla unas tierras distantes del pueblo, a fin de que fijara en ellas su residencia con la muchacha. El plan produjo el resultado apetecido y cuando al año siguiente volvió Juan, ya no vivía Luisilla en el lugar.
Ella, que confiadamente le dirigía las cartas a Madrid sin más que echarlas al correo, las suspendió, por no enviárselas a casa de su padre, hasta tener conocimiento de que hubiera regresado a la corte, y aquella tregua de todo un verano acostumbró insensiblemente a Juan a no sentir la falta de las ternezas que Luisa le escribía. Pero tornó a Madrid, pasado Agosto, y comenzaron a llegar a sus manos las cartas de la enamorada.
Ya era tarde. La primera le causó sorpresa. Se había creído olvidado, y hasta le fue indiferente el olvido. Al recibir la segunda, le molestó la duda de si contestaría o no. La tercera, y esto no le había ocurrido hasta entonces, le hizo reír por su carencia absoluta de comas y puntos, sus faltas de ortografía y sus giros vulgares. Al llegar la cuarta, estaba vistiéndose para ir al café, en que le esperaban los amigos una tarde que convinieron ir juntos de paseo, y, sin abrirla, la tiró dentro de un cajón donde se la encontró entre unas corbatas viejas a los ocho días. Mudose luego a otra casa de huéspedes, pero como no volvió a escribir a Luisa, ni dijo a la antigua patrona dónde iba a parar, las cartas de aquélla se perdieron durante meses enteros. Alguna vez pensaba: «¿Me habrá seguido escribiendo aquélla? Mañana iré a Correos...»
Aquel mañana no llegó nunca.
Luisa continuó todo un invierno escribiéndole con frecuencia, dejando de comprar flores para pagar sellos, hasta que al fin, suponiendo que Juan pudiera estar enfermo, fue una mañana de su cortijo al pueblo, averiguó que los padres del muchacho tenían carta segura un día sí y otro no, y entonces, desengañada y herida en su amor propio, cesó de escribirle.
Cuando tomó esta determinación hacia varios meses que la tenía él enteramente olvidada.
- III -
Entre asistir a la Universidad y reunirse con sus amigos pasaba Juan la vida, y entre el manejo de los libros y el roce con los compañeros, iba su entendimiento ilustrándose.
El rasgo distintivo y más notable de su inteligencia era una extraordinaria fuerza de asimilación. Lo que otros aprendían con esfuerzo, él lo dominaba casi fácilmente; por una sola manifestación, apreciaba la esencia de una idea: de cada hecho, de cada suceso, lo más importante, aunque fuese lo menos ostensible, era lo que mejor fijaba su atención; y así en sus estudios, como en el trato de las gentes, su talento consistía en saber distinguir y separar unas condiciones y unas cualidades de otras. Condensando sus impresiones en muy pocas palabras, y expresándolas sobria y enérgicamente, mostraba poseer juntamente aquel hermoso don de asimilarse el fruto del trabajo ajeno, y una aptitud envidiable para transformar en pensamientos propios las ideas que en su mente despertaban la reflexión, el estudio y el roce con los hombres. Pero junto a tales excelencias, faltábanle la constancia y el vigor intelectual que obrando a modo de fuerza de cohesión, confunden lo que se estudia y lo que se siente, para utilizarlos prudentemente. De aquí que no adquiriese en nada principios fijos, y que para él, aun las nociones más claras, fuesen como imágenes prontas a desvanecerse cediendo el puesto a otras distintas. Con la misma facilidad que aprendía, desvirtuaba lo aprendido; y al modo que un río ancho y sereno refleja sin detener su curso celajes infinitos, así su imaginación, impresionada un punto por lo que la hería, continuaba luego su carrera sin término.
En ninguno de sus diversos estudios logró dominar aquella movilidad de pensamiento esterilizadora de sus mejores facultades. Nunca supo escoger entre teorías y sistemas opuestos. Carecía de ese sentido práctico, especie de instinto, que hace al hombre atisbar lo mediano entre lo malo y lo mejor entre lo bueno. Lo claro de su entendimiento daba envidia; lo débil de su juicio inspiraba lástima, asombrando que pudieran en un mismo espíritu darse juntas tanta facilidad para convertir la observación en conocimiento, y tal falta de disposición para imprimir forma provechosa a la experiencia.
Era voluble al estudiar, como algunas mujeres al querer. Durante dos o tres inviernos, no hizo sino sorberse libros de derecho penal, afanándose en saber cuanto se había escrito y continuaba publicándose sobre el poder que tiene la sociedad contra el individuo que delinque. Otra larga temporada le dio por la economía política, y pasando de unas escuelas a otras, las estudió todas. Después, apartándose de lo peculiar de su carrera, comenzó a leer obras literarias y de crítica artística; y así, confundiendo unas materias con otras, gozando en conocer muchas sin sacar fruto de ninguna, fue dejando pasar inútilmente el tiempo. Ni de los libros ni de los años sacó cosa de provecho.
Pero, ¿qué podía importarle, si su imaginación no cesaba de fingirle sendas distintas y fáciles que conducían a un porvenir seguro? ¿Hablaban las revistas extranjeras de una obra histórica notable? Pues Juan, enseguida, enderezando el pensamiento por aquel camino, se decía: «¡Qué gran estudio podría hacerse, por ejemplo, con la Influencia del espíritu religioso en la decadencia española!» Y con tal vehemencia acariciaba la idea, que a poco de concebirla se le figuraba ver el libro recién salido de las prensas, todavía húmedas las páginas, oliendo a tinta de imprenta y ostentando en el lomo de la cubierta el nombre del autor en letras negrillas, muy visibles:¡¡¡Juan Vulgar!!! ¿Le prestaba un amigo un tratado de derecho político? Lo devoraba en horas, se empapaba bien de su espíritu y enseguida, dándose a pensar en el gobierno de los pueblos, llegaba a crear un sistema de política fundado en bases enteramente originales y nuevas, tan nuevas, que conseguía hermanar el espíritu de la tradición con la tendencia del progreso, o confundir el egoísmo del rentista con el hambre del proletario. ¿Iba con sus amigos al estreno de un drama? Pues apenas se apoderaba del asunto, tratado por el autor en la exposición del acto primero, él se forjaba otro drama, casi creía verlo en la escena, y cuando al final algún cómico salía a decir al público el nombre del autor, se le figuraba que las gentes acogían con una salva estrepitosa de aplausos su propio nombre, y que al poco rato todo Madrid hablaría del drama de Juan Vulgar...
Las quimeras y las ilusiones se sucedían continua e incesantemente en el ánimo de Juan, de suerte que a punto ya de terminar la carrera, no mostraba predilección por nada, ni a nada parecía mostrar afición resuelta. Vivía con el dinero que su padre le enviaba, sin gastar sino aquello de que podía disponer, sin contraer deudas, porque no era vicioso; estudiando infatigablemente y gozando en comunicar a los amigos el fruto de sus lecturas; pero sin darse a pensar nunca en lo que haría, ni qué camino debía seguir al llegar ese momento en que el hombre tiene que vivir por sí solo. Transcurrieron meses y meses; continuó haciendo la misma vida hasta el día de graduarse; diéronle su título, y excepto ir a la Universidad, prosiguió después sin alterar en nada las costumbres adquiridas, cual si estuviese cierto de que el momento menos pensado la fortuna llamando a sus puertas le diría: «Vengo a ser tuya, ¿qué quieres?»
Varios de sus compañeros soñaban con defender pleitos; otros tenían inclinación a la política; cuál fundaba su ambición en escribir para el teatro; quizá hubiera entre ellos quien pensase hacerse rico de cualquier modo, pero todos sabían lo que se habían propuesto.
El único que ignoraba lo que quería ser, era Juan. Creyéndose, tal vez, capaz de todo, nada acometía con empuje. Su voluntad, siempre indecisa, parecía la aguja de un barómetro descompuesto.
- IV -
Al año siguiente de haber concluido la carrera, citáronse una noche de verano a las ocho en el Suizo casi todos los amigos del grupo. Cuando los demás, cansados de esperarle, se habían marchado, llegó Juan, contra su costumbre muy elegante, con levita, sombrero de copa y corbata negra.
-Ya se han ido, señorito -le dijo el mozo, restregando con un paño sucio el mármol de la mesa.
-¿Sabes dónde?
-Pues... unos decían que al Circo de caballos, porque es día de moda, otros que al Retiro... de cierto no lo sé.
Juan tomó café; pasó unos momentos dudosos sobre lo que haría; casi estuvo a punto de quedarse allí toda la noche, como otras veces, leyendo El Correo, La Correspondencia, Le Temps y las Ilustraciones, todos los periódicos que hallase a mano; pero, por último, viéndose en un espejo con su levita negra y su camisa recién puesta, pensó: «No, hoy no me quedo sin ir a alguna parte».
A los dos minutos bajaba por la calle de Alcalá, codeándose con las gentes que, mostrándolo de antemano por el aspecto de sus ropas, unas más elegantes, otras más humildes, iban al Retiro o al Prado. Al llegar frente a la calle del Barquillo acortó el paso, como quien duda y luego se dijo: «Estarán en el Retiro» y siguió andando.
Era la noche calurosa, pero soplaban a ratos débiles ráfagas de aire fresco que anunciaban el templado otoño madrileño. El polvo flotaba en la atmósfera, envolviendo los faroles en un ambiente que parecía palpable; al ensordecedor trajín de los carruajes, se confundía el pesado rodar de los tranvías que, dominando con su pito los demás ruidos, bajaban con las plataformas llenas de gente; de las bocacalles estrechas afluían parejas y grupos ansiosos de respirar mejor en las vías anchas; por cima de la muchedumbre que con andares de tortuga cansada paseaba en el Prado, brillaban las luces de los faroles como puntos de fuego trazados sobre una niebla sucia, y en las cuestecillas del jardín del Ministerio de la Guerra lanzaban su fulgor intenso de intermitencias bruscas los focos eléctricos, envolviendo el alto edificio en una claridad vivísima que reverberaba en los vidrios de los balcones. Hacia la subida de la Puerta de Alcalá veíanse parados en apretada y doble fila los coches de la gente rica, mientras los lacayos, en alegres corros, murmuraban y maldecían de sus casas comentando las trampas de sus amos. En torno de los aguaduchos estaban sentadas las familias modestas, que se contentan con ver pasar a los que van a divertirse, y ante la puerta de los Jardines del Buen Retiro se apiñaban los curiosos y los que esperaban algo para decidirse a entrar: ya el señorito que aguardaba la llegada de la novia para seguirla de cerca, ya el que acechaba la entrada de uno que no pagase, para ver de penetrar con su auxilio.
Juan tomó su billete, lo entregó a los recibidores, y entró lentamente por el estrecho paseo de la derecha, en cuya arena las luces eléctricas proyectaban las sombras intensas del ramaje, semejantes a dibujos japoneses recortados y negros. Cuando llegó al centro, del jardín, había aún poca gente. En derredor del kiosko de la orquesta veíanse las sillas de enea, sucias y ennegrecidas por la lluvia, formadas en círculos concéntricos, vacías casi todas y tiradas algunas por el suelo. Frente al sitio por donde Juan había entrado, algunas familias charlaban reunidas en pequeños corros, los hombres mostrando a medio consumir el cigarro encendido de sobremesa, y ellas, vestidas con telas claras, abanicándose y arreglándose los pliegues de la falda. Por el ancho paseo circular daban vueltas, parándose de rato en rato, parejas de amigos engolfados en su conversación; algún pollo solo, con los brazos encogidos, el bastón sujeto por en medio, echada hacia adelante la cabeza iba mirando a los lados como quien busca lo que aguarda impaciente, y a la parte del restaurant oíanse de cuando en cuando chocar de platos y alegres risotadas.
Por ser noche de concierto y no de ópera estaban apagadas las luces del teatro, excepto las del proscenio, que alumbraban débilmente las letras multicolores, y enormes del telón de anuncios; y mientras el público iba llegando en oleadas negras, esmaltadas acá y allá por los brillantes tonos de las sedas, comenzaban a escucharse los desagradables sonidos de la orquesta, donde los músicos afinaban sus instrumentos.
Juan dio dos o tres vueltas buscando con afán a sus compañeros, y luego se sentó frente a la entrada, cerca de unos cuantos gomosos que hablaban como chulos, y al lado de una mamá con dos hijas cursis, pálidas y consumidas en la eterna espera de un novio quimérico.
Pronto fueron apareciendo cada instante en mayor número esos mil tipos madrileños que salen a luz los veranos, y que nadie vuelve a ver durante el invierno en ninguna parte: madres obesas con niñas espolvoreadas de arroz, vestidas con tres modas de retraso, y mostrando en sus pobres trajes la habilidad de sus manos junta con la escasez de sus recursos; papás que marchan a remolque echando de menos la tertulia del café donde hablan del entusiasmo político que había en 1840, y hermanos que acompañan a la hermana de mala gana mirando a la novia de reojo, como quien dice: «No lo he podido remediar». Luego llegaron los que habían comido tarde, trayendo todavía en la boca el puro de grande espectáculo y las damas que forman corrillos en los sitios menos visibles, para reír libremente los chistes de sus contertulios. Ya cerca de las diez, la muchedumbre compacta y apiñada empezó a dar vueltas por el paseo circular, cada vez más despacio, mientras los que permanecían sentados saboreaban ese placer propio del hijo de Madrid, que dispara una gracia contra cada uno de cuantos ve pasar.
Poco a poco, la animación había llegado a su apogeo. Los hombres miraban a las mujeres con descaro, y ellas sostenían la mirada, confiando a la ardiente expresión de sus ojos lo que debieran esperar de su recato; unas sonrientes como agradecidas, otras, irguiéndose desdeñosas. Cual plantas sanas y nocivas, crecidas en el mismo vivero, pasaban las buenas mezcladas con las malas, tal vez aquéllas envidiando las galas que éstas lucían. La casualidad, eterna creadora de contrastes, hacía que se codearan la niña honrada que sueña con los exámenes del muchacho a quien quiere, y la pecadora de oficio que suele, distraída, pronunciar en brazos de uno el nombre de otro: en el mismo grupo veíanse confundidas las señoritas ricas, elegantes, calzadas primorosamente, pero anémicas y ojerosas, y las muchachas de mal disimulada pobreza, hermosas con esa hermosura fresca y lozana que desconoce los insomnios de las grandes fiestas y los tormentos de la vanidad, y en cambio vestidas a fuerza de economía y de mafia, con las botas roídas por el uso.
Al paso de los hombres se escuchaban fragmentos de conversaciones, revelando a veces una sola palabra, un triunfo, un desengaño, una conquista; la grosera interjección de uno quedaba borrada por la frase de esperanza que decía el que iba detrás, y a los que acompañaban mujeres se les sorprendía la queja de los celos, la súplica impaciente o la cita para el día inmediato... Las harmonías de la música quedaban apagadas por el ruido de los pasos, el caer de las sillas, el crujir de las sedas, los murmullos de los corros y el airecillo de la noche, que agitaba las ramas de los árboles. El metal de la orquesta, sobreponiéndose de pronto a todos los demás rumores los apagaba con notas penetrantes; y luego, al llegar el canto dulce de una melodía llevada por la cuerda, tornaban a dominar el bullir de las conversaciones y el chocar de los pies sobre la arena. En los bancos cercanos al café, bajo las luces eléctricas que a ratos interrumpían bruscamente su fulgor, veíanse los grupos de políticos sentados en torno de algún personaje, y al pasar junto a ellos se escuchaba una frase de adulación, el nombre de un periódico o un juicio relacionado con el suceso del día. Al hablar el jefe todos enmudecían, haciendo signos de asentimiento y prestando mucha atención para repetir donde les conviniera lo que acababan de oír. En torno del kiosko correteaban jugando los niños, llevados por el egoísmo o el mimo de sus padres, causando la desesperación de los fanáticos por la música que les imponían silencio con chicheos y maldiciones; apoyada la silla en el tronco de un árbol, dormitaba alguna madre mientras la hija se hacía toda oídos para el galán que la cortejaba; de los corrillos aristocráticos se escapaban, quizá como comentario a un episodio de la crónica escandalosa, alegres carcajadas; y por el ancho paseo, donde la gente comenzaba a disminuir, iban en parejas, deprisa, mirando con descoco y llamativamente engalanadas las que, de no vender amor aquella noche, quizá no tuvieran qué comer al otro día...
Juan buscó inútilmente a sus amigos: no les halló en ningún corro, ni les vio pasar. Después de dar unos cuantos paseos, cansado, aburrido, pero sin querer volver al café, porque aun era temprano para su tertulia de última hora, compró un periódico y se sentó por segunda vez.
Muy cerca de él, y clarísimamente iluminadas por uno de los focos eléctricos, había dos señoras, madre e hija, a juzgar por la semejanza de sus rostros. Acreditábanlas de ricas una sencillez estudiada y una rara elegancia en los menores detalles de sus trajes: ambas eran hermosas; la hija, con la agradable viveza de la juventud; la madre, con el encanto poéticamente melancólico de una beldad que no se resigna a ser víctima de los años.
-Mira, mira -dijo la dama- allí va la de Rasete con su chica y el majadero del novio.
-¡Qué facha de tonto!, ¿eh?
-¡Jesús, Dios mío, para tenerlo así más vale que no lo tengas nunca!
Juan, al oírlas, volvió la cara y miró sin descaro, pero con curiosidad. ¿Quiénes serían?, ¡Qué hermosa era la niña!
Por bajo de la falda de una tela blanquecina y ligera, adornada de cintas y volante s de encaje, dejaba asomar los pies monísimos, calzados de zapatitos primorosamente hechos y finísimas medias encarnadas: llevaba un abrigo de tan flexible tejido, que revelaba la esbeltez del talle: su animado rostro, de boca chica, nariz graciosa y grandes ojos azules, aparecía sombreado por el ala de un enorme sombrero coquetamente puesto, pero sobrio en adornos, y sus manos pequeñas, que jugueteaban con un abanico enorme de flores japonesas, estaban cubiertas casi hasta el codo por guantes de seda de un tono muy oscuro, sobre el cual resaltaba el círculo mate de un ancho y sencillo brazalete de plata. Su fisonomía picaresca y toda su figura, tenían, contrastando con las galas que ostentaba, los rasgos propios de las hijas de nuestro pueblo bajo, en quienes la gracia absorbe los demás encantos; y sus gestos burlones, sus miradas maliciosas, bastaban para adivinar en ella a la madrileña neta que, aun extranjerizada por la educación y las modas, conserva castizo y puro un tipo nacional. Parecía un modelo de Goya vestido por una costurera de París.
A cada suelto y cada noticia que Juan leía, la dirigía una mirada. Por fin, dobló y guardó el periódico pero enseguida volvió a sacarlo y tornó a leer y a mirar cada vez con más insistencia. ¡Qué bonita le parecía! Ella, aunque sin corresponder a sus miradas, se sintió halagada; el aspecto varonil y elegante de Juan no le fue desagradable. Al cabo de un rato, cuando le creía más entregado a la lectura, miró también, y entonces, sorprendida por él, bajó los ojos, dejando caer lentamente los párpados. Juan desde aquel momento cesó de leer para fingir que leía; el periódico se trocó de distracción en pretexto; y sin pensar nada, sólo por placer de contemplarla, a cortos intervalos, siguió gozándose en mirarla a hurtadillas. Hubo un momento en que se fijó en los pies y sostuvo en ellos la mirada. Ella, a pesar de notarlo, no los ocultó.
«Es coqueta», pensó Juan.
Luego, imaginando, por la falta de costumbre en tales aventuras, que quizá pecaba de descarado, leyó sin alzar los ojos tres o cuatro sueltos muy largos y entonces advirtió que ella le miraba con disimulo.
De allí a un rato, sentose al lado de las damas un caballero entrado en años que las habló familiarmente; sé oyó a la niña decir varias veces «papá», y, poco después se levantaron. Juan las fue siguiendo con la vista hasta que se confundieron entre la gente, y al verlas desaparecer, se puso en pie.
Desde que estaba en Madrid, era la vez primera que se había fijado en una mujer para él desconocida.
«Estas son las consecuencias de venir solo», se dijo, como si hubiese hecho algo malo. Y echó a andar para ir al Suizo; mas dando la vuelta al paseo ancho en sentido opuesto a la dirección que tomaron las desconocidas, se halló de pronto frente a frente con ellas, cerca de la estrecha alameda de salida, donde la aglomeración de los que se marchaban hacía a todos acortar forzosamente el paso. Sus miradas y las de la niña volvieron a encontrarse, y en el rostro de ésta se dibujó una sonrisa ligerísima, apenas perceptible, que nadie pudiera tomar por signo de descaro ni aun medrosa señal de complacencia, pero que mostraba a las claras estar muy lejos de expresar enojo.
La escasa gente que en el jardín quedaba, tenía el hastío pintado en la cara. La orquesta había callado. A bastante distancia se oían las voces que daban unos cuantos hombres en los corrillos políticos; los gomosos, sintiéndose más libres, paraban a las pecadoras tuteándolas alto, para que les oyesen los que pasaban; alguna de ellas seguía dando vueltas llevando de la mano por fuerza, casi arrastrándole, a un niño de seis o siete años; otras continuaban sentadas bajo los faroles, contestando con dicharachos a las frases groseras y dando a los amigos de una noche golpecitos con el abanico...
Cuando quedaba ya muy poco público, sonó a lo lejos lentamente la campana de las monjas de San Pascual; los focos eléctricos comenzaron a apagarse, lanzando destellos y chisporroteos rojizos; y mientras, hacia la verja de salida, persistía el alegre rumor de los que se iban, en el sitio poco antes centro de tanta animación, sólo se escuchaban los pasos de algún vigilante o el ruido que producía un pobre viejo, cansado y soñoliento, al recoger los atriles de la orquesta.
Juan subió solo la calle de Alcalá, imaginando el modo de empezar su relación para referir a los amigos lo que le había ocurrido; porque aquello, para él, tenía todo el carácter de una verdadera aventura. Al llegar a la calle de Cedaceros, lo que le preocupaba, no era ya la manera de dar comienzo al relato, sino el recuerdo que dejó en su imaginación la figura de la señorita que le había mirado: «Si, es indudable; me ha mirado... ¡y qué bonita es!...» Después entró en el Suizo, y por un raro propósito de discreción instintiva, no obstante su primer impulso de ser comunicativo a nadie contó nada.
A la noche siguiente, fue uno de los primeros que llegaron al jardín del Buen Retiro.
- V -
A pesar de aquel rasgo de prudente reserva, no tenía Juan carácter para callar por mucho tiempo a sus compañeros lo que le ocurría. En un principio, temeroso de las bromas que pudieran gastarle, guardó silencio; hasta pensó que era gran mérito aquella discreción, que tanto trabajo le costaba; pero a poco más de un mes, la vanidad que su buena suerte le produjo despertó en él vivísimo deseo de buscar confidente y su fantasía, propensa a abultar los sucesos y desvirtuar los hechos, le pintó con alegres colores la perspectiva de referir pronto lo que le pasaba. El gozo no le cabía en el pecho; creyó amar, se supuso amado; todos los desvaríos de su imaginación, fundados en libros, teorías y estudios, cedieron el puesto a la que él se fingió pasión avasalladora; y, como cuando solía edificar castillos en el aire con el plan de una obra que había de hacerle inmortal, o a semejanza de los ratos en que sus lecturas le arrancaban a la realidad, empezó a cimentar desatinadas esperanzas sobre la incierta y movediza base del capricho de una niña bonita.
Muchas veces, paseando con cualquier amigo, estuvo a punto de revelarle su secreto. Había días en que el primero a quien encontraba le parecía capaz de comprender lo que él sentía: otras veces desconfiaba de todos, suponiéndolos indiferentes, fríos, egoístas. Hasta llegaba a creer que, hablándoles de su dicha, sólo despertaría en ellos envidia. Por fin, una noche salió del café con Pedro Urgell, el catalán razonador y frío, y dando vueltas por las calles, tras hablar de cosas indiferentes, se encontraron otra vez ante la puerta del Suizo.
-Chico -dijo Juan- tengo mucho calor, yo no me meto ahí.
-¿Pues qué hacemos? No sabe uno dónde ir.
-¿Seguimos paseando?
-Como quieras.
-Casi todas las noches nos sucede lo mismo.
-Como que estamos limitados a nuestro propio círculo; no vemos, no tratamos a nadie, ni vamos a ninguna parte...
-Os lo he dicho muchas veces -continuó Urgell- el café es para nosotros una calamidad: nos hemos enviciado en venir aquí todas las noches... y, además, nos falta un gran elemento, la mujer...
-Sí, porque a cierta edad -le interrumpió Juan, cual si fuese hombre experimentado, las que andan sueltas por ahí no le bastan a uno.
-Necesitamos otra cosa.
-Pero el tener novia también trae sus inconvenientes. Además, ya no podemos dedicarnos a recorrer tertulias cursis, ni enredarnos con la hija de la patrona.
-¡Sí, buenos calaveras estamos!
-¿Sabes cuál es el término de todo esto, de este desconocimiento en que estamos de lo que es la mujer?
-¿Cuál?
-Que caeremos con la primera que nos guste...
-Si nos hace caso.
-Eso no es tan difícil como supones. Lo malo es que no sabemos tratarlas y pensamos que van a reírse de nosotros... Es una tontería; porque, mira, otros que conocemos, sin que valgan más que nosotros, ¡tienen cada lío!... Por supuesto, que no son líos los que nos hacen falta... para eso cualquiera es buena.
-Lo que le halaga a uno es tener quien le quiera.
Juan no pudo ya contenerse y haciendo bruscamente la revelación, dijo:
-Sí; como me sucede a mí.
-¿A ti?
-Sí, hombre, a mí... ¿Qué tiene eso de extraño? ¿No me puede querer a mi una mujer?
-Cuenta, cuenta... ¡Qué callado lo tenías!
-No digas nada a esos, ¿eh? Ya sabes; luego empiezan las guasas, y esto no es cosa de juego, sino muy seria.
-¿Pero se trata de una señorita?
-Tan señorita... hasta tiene coche.
-¿Y te hace caso?
-Sí. No nos hemos hablado más que unas cuantas veces; pero me han ofrecido presentarme en su casa.
-Chico, te pescan.
-Hombre, tanto, tanto... en eso no hay que pensar por ahora.
-Pero, ¿cómo, dónde la has conocido?
Juan refirió a Urgell la aventura del Retiro, y luego prosiguió:
-Su padre fue hace muchos años subsecretario de Hacienda o director del Tesoro y dicen que robó. Están ricos, pero a mí eso no me importa.
-Nunca viene mal. Continúa.
-Volví al concierto cuatro o cinco noches seguidas, pero no las vi. Como ella me había mirado, sobre todo al marcharse, yo estaba deseando volver a encontrarlas, por ver lo que hacía. Además, te advierto que la chica es una monada... Por fin, al viernes siguiente, que era día de moda, las hallé sentadas en el mismo sitio y comencé el ataque.
-Pero, hombre, ¿tú?
-Sí, yo; lo mismo que un gomoso. Ella tomaba varas; me coloqué a corta distancia, y estuvimos así, timándonos, hasta que se levantaron. Al poco rato vi que las saludó Pepe Alones y a la otra vuelta le pregunté quiénes eran. Son las de Volandas y la chica se llama Mariquita; es una de las muchachas más elegantes de Madrid. La doncella me ha contado que les traen de París hasta las botas y los polvos de arroz.
¿De manera que te entiendes ya con la doncella?
-Es una mezcla de aya y de doncella. Como hace mucho tiempo que está en la casa y es inglesa, tienen en ella gran confianza. Esta confianza ha permitido que Mariquita y yo podamos hablarnos.
-¿Y cómo te has compuesto para ello?
-De un modo sencillo; bien es verdad que Mariquita lo facilitó mucho. Viven en la calle Ancha de San Bernardo, y un domingo que estaba yo esperando en la calle por si iban a misa, la vi salir sola con la inglesa. Puedes suponer que, por mucho que ella me había alentado mirándome en el Retiro y dos o tres noches en el Circo de Rivas, no me atreví a acercarme, pero la seguí hasta las Calatravas; luego fueron a comprar guantes y la chica, casi todo el rato que estuvieron en la tienda siguió mirando a través del cristal del escaparate... Ya ves si esto era significativo. ¡Ah!, además, después supe que tienen costumbre de ir a misa en carruaje y que aquel domingo fueron a pie, porque ella lo dispuso así para que yo pudiera seguirla.
-Nada, chico, la has flechado.
-Al volver de misa, cuando las dejé encerradas, me quedé en la acera de enfrente, por si se asomaba... y no se asomó; pero a los pocos minutos volvió a salir el aya sola.
-¡Te irías a ella como un león!
-En el modo de mirarme cuando pasó a mi lado, conocí que no había de pegarme un bufido... y, en fin, chico, la acompañé un rato, la llamé elegante, la dije que a cien leguas se descubría en ella a la persona fina, distinguida, y concluyó por acceder a que escribiese a la señorita, pero dirigiéndole a ella el sobre.
-¡Eres un pillín! ¡Bueno te van a poner esos!
-Por Dios te pido que no les digas una palabra... Entre nosotros todo es motivo de burla.
-Y, ¿habéis hablado mucho? ¿Sabe quién eres? Porque te advierto que nuestra situación y digo nuestra porque la tuya es poco más o menos la misma, no es muy a propósito para que la chica se ponga loca de alegría. Tenemos la carrera acabada... y nada más... Eres uno de los muchísimos abogados que andan por ahí sin tener a quien defender ¿Y el padre? ¿Te conoce? Porque tú no habrás dicho que tenías el oro y el moro.
-No, hombre, no. ¿Cómo había de mentir así? Pepe Alones, que es quien ha de presentarme, dirá la verdad: que soy abogado y que mis padres son propietarios andaluces...
-¿Propietarios? Dirás labradores... De fijo que no llegas a entrar en la casa.
-Labradores... propietarios... repuso Juan sin dejarle seguir -lo mismo da. Las tierras que tienen son suyas.
-No lo niego; pero cuando se dice propietario, parece que suena a rico; al que sólo tiene unos cuantos terrones, nadie le llama propietario. ¿A que no confiesas que pagas doce reales diarios a la patrona, y que cuando te marchas al pueblo los veranos vas en segunda?
-¡Qué cosas tienes!
-Chico, por tu bien te lo digo. No te forjes ilusiones. Rico no eres; haciendo de ese modo, par lo fino, el amor a una señorita, el día menos pensado te disparan la pregunta horrible de «¿cuándo se formaliza esto?» y, ¿qué contestas? Aun suponiendo que la niña te adore hasta el extremo de renunciar a las comodidades de su casa... pero ¡quiá!... ¿O crees tú que todavía hay muchachas de las de «contigo pan y cebolla»?
-¡Qué frío eres! Para animarle a uno, te pintas solo.
-¡No digas tontunas!
-Ella me quiere, -replicó Juan con aire de triunfo- me ama.
-Pues dejará de quererte en cuanto sepa quién eres, cómo vives y tu origen humilde y que tu padre es un rico... de pueblo. Sí; rico allí, pero aquí no. Tú mismo me has confesado que a veces te remuerde la conciencia cuando recibes el puñado de duros que te envían al mes.
-No se puede hablar contigo. No crees en nada. Para ti no hay amor.
-¡Otra majadería! Vaya, voy a convencerte de que estás haciendo una tontería. ¿Ha ido, por casualidad, el aya esa que dices a llevarte a tu casa algún recado? ¿Ha entrado en tu cuarto, donde todo lo que hay no vale una onza?
-Y los libros, ¿no valen nada?
-¡Qué libros ni qué niño muerto! ¡Si creerás tú que va la inglesa a fijarse en los libros! Sólo verá que no tienes ni aun percha, que cuelgas los pantalones de un clavo, y que en vez de zapatillas usas unas botas más viejas que las Partidas... Acuérdate de lo que te digo: si va el aya a tu casa y cuenta a su señorita lo que es aquella mansión de delicias, entonces se te caerá la venda.
-Si me hubiera figurado que ibas a hablarme así, no te cuento nada.
-Eso es: cierra los ojos a la realidad. ¿Hay desdoro en ser pobre?
-¿Pero le está vedado al hombre de posición modesta casarse con?... ¿Vas a sostener que sólo el rico puede ser feliz? Afortunadamente, ella tiene un corazón de oro; no es de esas niñas interesadas... abrasadas por la fiebre del lujo...
-¡Qué corazón de oro ni qué ocho cuartos! No niego que sea un ángel. Pero si le traen hasta las botas de París y ha sido su papá director del Tesoro y ha metido las uñas hasta el codo, ¿piensas que va a concederte la mano de su hija?... ¡Calla, hombre, no seas bolonio! ¡Qué te ha de conceder la mano!... ¡Ni siquiera un guante viejo para que limpies esa cadena de similor que compraste el otro día... ¡Calla! y ahora me explico la manía que te ha dado por vestir de moda, y las preguntas a Perico sobre cuánto le llevó el sastre por el frac... ¡Vamos, hombre, te digo que vas a tener un desengaño feroz!
Después de callejear mucho, llegaron otra vez a la puerta del Suizo.
-No hables de esto con esos -dijo Juan-. Me voy, porque tengo que escribirle. ¡Tú has perdido la fe en todo!
-Daría cualquier cosa por leer las cartas que os escribís. O tú, sin doblez, por esa desordenada imaginación que tienes, la estás engañando sin saberlo, o ella es tonta de capirote, o ¡qué sé yo! un pájaro raro...
-Tú lo has dicho-nigroque ciycno- añadió Juan, encajando uno de los poquísimos latines que sabía.
Urgell entró en el Suizo; Juan se marchó a su casa y por el camino, sin reparar en que tropezaba con las gentes que no querían dejarle la derecha, sin hacer caso de lo que le rodeaba, ni de los encontronazos que se daba hasta en los faroles, iba pensando: «Este cree que ya no hay amor en la tierra. ¡Pues no ha de haberlo! Las sociedades se fundan sobre el amor... esa eterna fuerza niveladora, democrática, incontrastable... ¿Qué tendrá que oponer a esto el padre de María? Hoy las clases sociales no están realmente separadas unas de otras... Quedan preocupaciones, pero han desaparecido los privilegios. Y, sobre todo, queriéndome ella... No soy rico; ¿y qué? Puede que llegue a serlo. Mi padre tiene tres naranjales, la naranja adquiere cada día precios más altos... Si yo fuera diputado, propondría que en toda la costa de Levante se crearan por el Estado colonias agrícolas y se plantaran muchos naranjos... Esto de las colonias agrícolas bajo la tutela oficial sería una gran cosa. ¡Qué hermoso discurso podría hacerse! «Sí, señores (ya se veía él en pleno parlamento); nuestro comercio se acrecentará considerablemente en esa parte del país, cuyas tierras se trocarán en encantadores paisajes; cada año exportaremos tantos o cuantos millones de cajas de naranjas. (Aquí ponía una cifra fabulosa.) ¡Ya veo, señores, aquellos campos, hoy incultos, poblados de frondosísimos y productivos huertos, sobre cuyo ramaje oscuro resaltan como esferillas de oro los preciosos frutos y las olorosísimas flores que son símbolo de la pureza!...» ¿Y que me contestaría el padre de María si yo le dijera: «Mire usted... tengo este proyecto... el Estado le da a usted tierras... o se compran, para, el caso es lo mismo... Usted pone su dinero, yo mi iniciativa. La iniciativa es un capital...»
Continuó andando, y al atravesar una plaza pasó junto a un grupo de gente arremolinada, de cuyo centro salían gritos y protestas. Acercose y vio que dos agentes de orden público maltrataban brutalmente a un borracho. Después siguió su camino; pero aquel espectáculo dio rumbo distinto a sus ideas: «¡Floja paliza les pego yo a ser el gobernador! Si la gente se les llegara a echar encima y les moliera a puñetazos, no faltaría quien dijese que quedaba hollado el principio de autoridad... En rigor, esto del principio de autoridad nunca ha estado muy claro para mí. Porque, vamos a ver: ¿qué derecho puede tener el Estado, por el mero hecho de ser una colectividad, contra el ciudadano, que es un solo individuo? Cuando el derecho de todos se opone a la autonomía personal, antes que derecho parece fuerza, la fuerza brutal del número. Y en otras esferas de la vida sucede lo mismo; todo fundamento de autoridad, es problemático, dudoso, contestable... Si Mariquita me quiere, aunque yo no tenga dinero, ¿qué autoridad, ni qué patria potestad, ni qué ley Moyano, ni qué diablos? ¡Vaya unas monsergas! Para vivir no hace falta tanto. Lo que se necesita es orden, método; la vida del hogar debe regularse calculándose de antemano como quien hace un presupuesto o redacta el programa de una asignatura... Y, a propósito... ¿por qué no he de hacer yo oposiciones a una cátedra vacante?... Podría decir a mi futuro suegro: «Soy del claustro de la Universidad de Madrid» o de otra parte; pero lo que más me convendría, sería quedarme en Madrid. ¿Que esto no es muy seguro? ¡Pues no ha de ser! Pronto vendrá un día en que la independencia del profesorado sea una verdad... La educación del pueblo es lo primero. No se verá entonces a los polizontes pegar a los borrachos, suponiendo que el que vi allá abajo fuese borracho... más parecía mendigo. ¡Cuántos hay! El pauperismo es una llaga social... ¡Ya se daría el Sr. Volandas con un canto en los pechos! De María estoy seguro; no es una mujer vulgar. De fijo que aprueba esto de las oposiciones... Cuando nos casemos dirá un periódico: «Ayer se verificó el enlace de nuestro querido y particular amigo el joven -porque soy joven- y distinguido, no, del ilustrado catedrático don Juan Vulgar con la bellísima señorita...»
Había llegado a la puerta de su casa. El sereno le abrió; pero cerró sin alumbrarle, porque Juan no le daba sino un par de perros grandes cada cuatro o seis días. Subió a oscuras, estuvo llamando largo rato en la puerta alta, hasta que la criada de la patrona salió gruñendo y restregándose los ojos a descorrer el cerrojo; entonces encendió un fósforo y fue a coger un quinqué que había en el pasillo sobre una cómoda arrinconada por vieja.
-¡No! -gritó la Maritornes-; ha dicho doña Rosa que gasta usted un litro cada noche; en la mesilla tiene usted un cabo. ¡Y no tire usted la ropa de golpe sobre el sofá, que he puesto allí las tres, es decir, todas las camisas recién planchadas.
Efectivamente, en la mesilla colocada junto a la cama, encima de un montoncillo de libros, cuyos lomos mostraban en extraño consorcio los nombres de Roeder, Galdós, Schopenhauer, Dickens, Arolas, Herbert-Spencer y Zola, había un cabo de bujía, pegado con la esperma derretida a una caja de fósforos mugrienta de puro sobada, y sobre el sofá cojo, de reps verde, había tres camisas cuyos puños parecían tener flecos en fuerza de estar deshilachados por el roce.
«Con esto -se dijo Juan aplicando el fósforo al cabo- no hay para leer un cuarto de hora. No importa: cuanto más lee uno menos sabe... Lo que siento es no poder ahora escribir a María... ¡Bah! madrugaré». Y se acostó.
Eran ya los primeros días del otoño. El balcón se había quedado entreabierto, el cuarto estaba frío y la ropa de la cama era escasa. Juan tuvo que levantarse para volver a ponerse los calzoncillos y echar sobre la colcha un gabancillo de verano.
A los pocos momentos se fue sosegando su alterado espíritu, dio al olvido la razonadora frialdad de su amigo Urgell, a quien suponía incapaz de comprenderle y se borraron de su mente los proyectos y las ideas que se le habían ocurrido por el camino: ni siquiera le desveló el recuerdo de María.
Los que sueñan despiertos suelen dormir profundamente, sin que nada altere su reposo; cual si su imaginación, harta de desvaríos y quimeras, se aquietase como niño rendido por el cansancio y hastiado de juguetes.
- VI -
¿Estaba Juan verdaderamente enamorado? Ni él mismo hubiera podido decirlo, a ser fácil que su fantasía le dejara razonar sin confundir la realidad con la ilusión. Lo único indudable era que María le gustaba mucho. Aquella señorita fina, instruida, si se la comparaba con las mujeres que trató hasta entonces; discreta, que escribía mezclando a su natural ingenio las reminiscencias de cien párrafos de novelas, y que parecía apreciar con regocijo la diferencia que notaba entre él y los insulsos mequetrefes que antes la cortejaron, causó en su ánimo una impresión muy honda y sincera, pero distinta del amor. Cualquier mujer, regularmente agraciada y de esfera superior a la suya, le hubiese producido igual efecto. Lo que supuso amor, no era sino la aspiración que siente todo hombre de instintos delicados a una pasión noble. Habíase ya olvidado por completo de la Luisilla del pueblo; y aunque la hubiese recordado, la muchacha lugareña, amante y cariñosa, habríale parecido zafia y tosca para el hombre habituado al refinamiento intelectual que en él se desarrolló por el estudio y la vida cortesana. De aquel idilio de aldea no quedaba en el ánimo de Juan sino la impresión vaga de una niñería: si acaso de tarde en tarde venía a su pensamiento el nombre de Luisa, se acordaba de ella como del huerto de sus padres o como de las tardes en que con los otros chicos del pueblo salía a cazar tordos en el olivar cercano; pero jamás, desde que arrojó al cajón de la cómoda, sin leerlas, las últimas cartas de la niña; volvió a traer amorosamente aquel nombre a su memoria.
Por otra parte, exceptuada Luisa, no había tenido amores con mujer alguna, ni conocía del amor sino esa satisfacción física, rápida y exenta de poesía, que proporciona el placer comprado. No era, pues, de extrañar que le halagase el suponerse querido por María; ni había tampoco nada extraordinario en que ésta, a su vez, aunque sin sentir por él pasión verdadera, prefiriese la hermosura varonil, la discreción y la elegancia natural de Juan a las figuras ridículas y enclenques de los caballeretes que frecuentaban su casa y sólo sabían decirle galanterías vulgares o hablarle de modas, como si fuesen mujercillas.
Hasta las dificultades con que ambos tropezaban para tratarse, servían a su amorío de acicate. Juan, al par privado y temeroso de frecuentar la casa de los padres de María, si quería verla tenía que seguirla en los paseos, cuando iba a misa o salía a tiendas.
La idea de penetrar en casa de su novia, casi le producía mareos. ¿Qué papel iba a hacer entre la aristocrática gente que asistía a aquellos ricos salones donde imaginaba que todo eran tapices, plantas raras, rasos, muebles, tallados y grandezas del lujo moderno? ¿Con quién podría hablar, si a nadie conocía, ni a quién tendría valor de acercarse? Todo esto, suponiendo que hiciese el sacrificio de encargarse frac. Varias veces María le había escrito y dicho que buscara quien le presentase a sus padres, pero, a él esto le daba miedo. Sabía que hablándola a solas o por cartas, no perdería, antes por el contrario, ganarla a sus ojos, y al mismo tiempo repugnaba verse expuesto, por falta de mundo, a caer en ridículo.
Entretanto, hablábanse gracias a un medio que, si pecaba de imprudente y a propósito para comprometer a María, daba a aquellas relaciones un tinte novelesco, que tenía encantado a Juan, y que si en ella era atrevidísimo recurso de arriscada niña madrileña, a él se le antojaba prueba de gran cariño.
Cuando algunas mañanas María salía sola con el aya, a tiendas o a misa, Juan las esperaba paseando a cierta distancia de la casa; al verlas echaba a andar precediéndolas, y ellas le seguían con precaución hasta una de las calles inmediatas, en la cual había un café pequeño donde nadie entraba de día y que seguramente no habían de frecuentar gentes que conocieran a los padres de la imprudente damisela. Entraban, él delante, ellas detrás; se sentaban en un rincón no muy claro, pedía Juan cualquier cosa, además de una botella de cerveza inglesa para el aya, a quien tenía la atención de llevar alguna de las novelas que continuamente le pedía prestadas, y mientras la poco rígida ciudadana de la Gran Bretaña hojeaba algún tomo de Javier de Montepín o Adolfo Belot, sus autores favoritos, los muchachos comenzaban a decirse ternezas.
Así pasaban media hora, a veces una; luego ellas tomaban un simón, hacían de prisa aquello a que habían salido, y dejando después el coche antes de llegar a la casa, entraban en ella renegando y maldiciendo de lo que las hicieron esperar en las tiendas, o quejándose de la lentitud con que el cura había dicho la misa.
En una de estas entrevistas, María, impulsada por la natural aspiración al temible sacramento, y Juan, dejándose llevar de su imaginación, hablaban de esta suerte:
-Así no podemos continuar; -decía María- el día menos pensado nos ve alguien, se descubre todo, y tengo un disgusto. ¿Por qué no buscas un amigo que te lleve a casa? Después... todo se andará.
-Tengo miedo a tus padres.
-¿Crees que te van a comer?
-No; pero conocerán que nos queremos, y en cuanto se convenzan de ello... se acabó todo. Tus padres no se resignarán nunca a que seas de un hombre que no tenga una gran fortuna, al menos una posición muy desahogada...
-Me quieren mucho, y no creas tampoco que son tan interesados. Además, aunque no seas rico, muy rico, algo tienes; tus padres están bien... Y, sobre todo, el primer día que vengas no han de hablar de esto, y luego... cuando vean que nos amamos... Dios dirá.
-Dios dirá lo que mejor le parezca, pero no me dará miles de duros.
-No seas descreído; dice papá que eso es de republicanos y de gentes que no tienen nada que perder.
-¡Ah! Tu padre llama perdidos a los republicanos, ¿Ves? Otro abismo nos separa.
-Bueno, eso a mí me es igual. Yo te quiero, y no me importa que pienses así.
-¿Me quieres mucho, de verdad?
-¡Más que a mi vida!
-¿Serías feliz, conmigo? ¿Tendrás valor para renunciar a la vida de Madrid y cuando yo sea catedrático venirte a una capital de provincia?
-Tener valor, sí que lo tengo; pero no habíamos de estar tan pobres. Viviendo aquí, con cierta economía... Tampoco será cosa de tener una que privarse de lo necesario.
-Para mí, lo necesario es tu cariño.
-Yo te quiero con toda mi alma.
-Pero estás educada entre grandezas; tu casa debe de ser un palacio; vives rodeada de comodidades, de lujo, de bienestar. Tus padres, por cariño mal entendido, por error propio de vuestra clase social, no te han criado para los dulces goces de un hogar modesto, sino para que brilles en los salones como una flor costosa en la atmósfera embalsamada y tibia de un invernadero. (Esta figura le pareció a Juan afortunadísima). Yo no soy más que un pobre catedrático (ya se creía catedrático), uno de tantos hijos de trabajo, a quienes la revolución no ha abierto aún camino a través de las preocupaciones tradicionales... tú eres la niña mimada de la fortuna. ¡Yo soy -añadió, recordando una escena del Ruy Blas, de Víctor Hugo- el gusano enamorado de una estrella! Pero vendrá un día en que las revoluciones...
-No seas simple. ¡Qué revoluciones, ni qué pamplinas! Mi papá también se metió en la revolución y hoy dice que fue una barbaridad. Lo que hace falta es que me quieras mucho.
Aquí llegaba el diálogo con honores de arrullo, cuando la inglesa, paladeando el último sorbo de cerveza, dijo a María de pronto y al oído:
-Vámonos, señorita: es domingo, se hace tarde, van a cerrar la tienda, y si no llegamos a tiempo puede que lleven otra vez la cuenta de los guantes... y con esta serán cinco.
La niña se levantó tendiendo la mano a Juan, que se la estrechó amorosa y largamente en actitud dramática. Un momento después salieron ellas del café y tomaron en la esquina más próxima el consabido simón, mientras él se quedaba pagando al mozo.
A los quince o veinte días de aquella entrevista, cuando después de otra parecida llegó Juan a su casa ebrio de alegría, encontró sobre la mesa de su cuarto la siguiente carta, tan pobre de ortografía como rica en ternura:
«Alhamiya del Arroyo 4 de,*** de 18***
Querido ijo juanito: Mealegraré que al resibo destas cortas lineas estes gueno, la nuestra es guena a Dios grasias ila familia tambien lo esta. sabras juanito de como tu madrey llo estamos mu tristes que es la primera bez de que estas al que no podemos mandarte los treinta duros sino una onza nada mas polque todo esta ma arrancao y er gobielno celo yeva too. ay ijo mio tu provesita madre que pena tiene deno podel mandaltelo too pero cada dia bamos a pior. y ayel degolvieron der tren los capachos del urtimo invio de narangas que dijo el contratista que no tomaba mas y asi vá too y nada temos querido icir hantes por no afligirte. en fin que como no eres gastoso menos mal digo yo que si pudieras, emplealte en argo polque si no nosotros no podemos como ban las cosas y sabe dios el mes que biene lo que cerá, pues cada semana etenido que despedil gente der trabajo y estamos toos tan tristes que parese que senos an caio los palos der sombrajo. adios ijo demi arma y resibe muchos besos de tu madre y espresiones de toos y el corazon de tu padre que lo es y berte desea
Antonio Vulgar y Oliva.
P. D. Como ya me afiguro que dempues der tiempo que a pasao que fué tu nobia y aunque lo sientas que le as de hacer. sabrás que la Luisilla que en paz descance murio ante aller en er pueblo que la abian traido ace un mes ya mu mala. don Roque el medico dijo ques taba tisis y o a sido la Misa.
¡Sus padres en situación angustiosa! ¡Luisilla muerta! Presa de una impresión tanto más fuerte cuanto más inesperada, Juan se dejó caer casi acongojado sobre una silla arrugando la carta entre las manos. La perspectiva de la pobreza apareció terrible y despiadada a los ojos del soñador. Su imaginación, acostumbrada a aumentarlo todo, se fingió los que tal vez fuesen apuros pasajeros como irremediable ruina. Casi le pareció contemplar el triste cuadro del caserón de sus padres con los pobres viejos sentados junto al hogar sin lumbre, en tanto que los árboles les negaban sus frutos y hasta el agua de las acequias se secaba sorbida por la tierra al cruzar las asoladas heredades. ¡Padres del alma! ¡Qué dolor para ellos mirar al pie de los troncos dañados la fruta perdida antes de su sazón y el huerto mudo de aquel alegre vocerío que alzaba de entre las ramas el regocijado cantar de los gañanes! En el fondo del arca donde el viejo guardaba el sobrante de los años buenos, estaría el taleguillo del ahorro vacío de monedas... Tal vez aquella onza que le enviaban sería la última. ¡Cómo debían de sufrir! ¡Cuánto tiempo haría que le tenían callada la ruina! Luego, desarrugando el papel, su vista se fijó en el nombre de Luisa. ¡Pobre muchacha! El recuerdo de su hermosura vigorosa y enérgica, pareció retoñar en su memoria. ¡Qué ojos tenía tan grandes y tan negros! Su voz, temblorosa de amor, ¡qué sonido tan dulce cuando él, camino de la fuente, le hablaba cariñoso!... Durante una larga temporada gastó un vestidillo de percal oscuro con pintitas rojas y al estrecharla el talle la tela cedía, dejándole sentir en los dedos el calor dulce de su cuerpo, que temblaba entre estremecido y pudoroso... Citas de amor, besos hurtados, frases de ternura, ¡cómo surgisteis en su corazón con forma de remordimientos! Vestido de pintitas rojas, pañoleta de crespón, que cubría su garganta, ¡cuántas veces os tocaron las atrevidas manos! ¡Todo resucitaba!...
La tarde que salió del pueblo, ella le fue a esperar medía legua más allá de las últimas casas, junto al olivar, y se dieron un beso largo, muy largo... ¿Cómo se había borrado aquel beso de sus labios? ¿Cómo después no le abrasaron la boca otros besos que había comprado algunas noches en cualquier callejuela asquerosa al retirarse a su casa? ¡Qué animal tan repugnante es el hombre! Se olvidó de ella, dejándola morir sin una palabra de consuelo... Porque a los ojos de Juan era ya indudable, que la había matado el dolor. «¡La tisis, -pensaba él- la enfermedad de las amantes abandonadas!» Casi creyó verla, desencajada y pálida, recorrer los sitios de las citas pasadas murmurando su nombre... Aun conservaba sin haberlas abierto sus últimas cartas. Sí; debían de estar en el fondo del baúl, donde las echó al sacarlas del cajón de la cómoda cuando se mudó de casa, entre calcetines que ya no se podían zurcir de puro agujereados y corbatas viejas. Las buscó febrilmente, con los ojos llenos de lágrimas, sin olvidar la miseria de sus padres, pero experimentando al mismo tiempo, a modo de amargo consuelo, un sentimiento extraño de vanidad satisfecha. Quedaban cuatro. En ellas se sucedían las quejas, los reproches y las reconvenciones, mezcladas con expresivas frases amorosas, pobres de artificio, pródigas de ternura. En una de ellas le recordaba sus besos, le pedía celos, maldecía a Madrid y después de decirle que ya no volvería a escribirle nunca, le pedía que la enviara sellos, porque sus padres no le daban cuartos.
Aquella noche apenas pudo pegar los ojos; no se acordó de María, y, al poco rato de un sueño intranquilo, despertó completamente desvelado y siguió saboreando sus penas como un enfermo que contara los latidos del dolor. Después, con esa ficticia y pasajera fuerza de voluntad que caracteriza a los débiles, procuró serenarse, tratando de convencerse por mil modos de que la situación de sus padres acaso no fuese desesperada, y diciéndose que quizá Luisilla le hubiera olvidado mucho antes de morir. Todo aquello del abandono acaso fuese mera exageración suya. Lo principal era pensar en sus padres, aliviarles, buscar una colocación y trabajar, trabajar pronto, y, ante todo, escribirles diciendo que no le enviaran dinero, que él viviría como pudiese. «En estas situaciones se conoce a los hombres. El que no mira cara a cara serenamente a la desgracia, es un cobarde. La voluntad lo es todo en el mundo. ¡Escasez, pobreza! ¡Sois obstáculos insuperables para el apocamiento, estímulos para el alma bien templada! Vivir teniendo el porvenir asegurado, no es vivir; el que no lucha... la lucha por la vida, eso es, la eterna lucha por la vida, struggle for life, como dicen los ingleses. Todo es pasar mal unos cuantos meses. Me encierro, en casita, me preparo bien, hago las oposiciones a una de las cátedras esas de que me hablaron el otro día... y si me la dan... ¡Qué mayor gloria que no deber a nadie nada! ¡Llegar a ser hombre sin apoyo, sin auxilio, sin protección!» La idea de la cátedra trajo entonces a su mente, el recuerdo de María. «Sí; al fin y al cabo, un catedrático no había de casarse con una chica de pueblo. ¡Pobre Luisa! Pero vaya usted el día menos pensado al extranjero a un congreso internacional teniendo por mujer una lugareña... Pero si le digo a mi padre que no me mande ya dinero... ¡Bah! dos meses, dos mesecitos más, y ni una peseta... ¡Yo seré quien les envíe la mitad del sueldo!»
Pasadas algunas horas, fue a echar al correo una larga carta para su padre, llena de tiernísimos consuelos, y por el camino, entre los proyectos y esperanzas que ya se iba forjando seguro de hallar remedio a todo, le asaltó la idea de que debía un tributo, alguna demostración de dolor a la memoria de la pobre Luisa. Lo primero que se le ocurrió fue enviar al pueblo, para que la colocasen en su sepulcro, una gran corona de pensamientos sin inscripción en las cintas; pero en la tienda donde entró le pidieron doce duros y tuvo que desistir. ¿Escribir a los padres de la chica? No entenderían su estilo. Por último decidió vestirse un mes de luto; y si alguien le preguntaba la causa, contestar que era por una tía segunda.
En cumplimiento de su resolución, comenzó a usar a diario la levita, el chaleco y el pantalón negros; mandó poner al sombrero una tira estrecha de gasa, y compró para el cuello un pañuelito de seda a listas blancas y negras.
A los pocos días, llevando ya en el bolsillo un número de la Gaceta en que acababa de leer la convocatoria a los ejercicios de oposición a dos cátedras vacantes en Valencia y Sevilla, decía para sus adentros, paseo arriba, paseo abajo por lo alto de la calle Ancha de San Bernardo, mientras esperaba que saliesen María y el aya: «Lo mismo me da; ahora, a Sevilla o Valencia; andando el tiempo, por concurso o por medio de otra oposición, a Madrid. Veremos qué tiene que pedir el gaznápiro de su padre. ¡Mucho hay que trabajar, pero no importa! ¡El trabajo... la gran palanca! ¡Mis padres... el deber! ¡María... la mujer amada! ¡Qué grandes estímulos!»
Cuando ella se le acercó, sus primeras palabras fueron estas: Creo que en mi casa sospechan algo; ahora te contaré. Pero, calla, ¡qué guapo estás con la ropa negra!
Y entonces él, involuntariamente, se acordó de Luisilla, quizá muerta por su culpa, enterrada en el miserable cementerio del pueblo y escarnecida con la farsa del luto.
Para su conciencia fue aquel un momento muy amargo. Por primera vez en la vida se vio ante sus propios ojos despreciable y ridículo.
- VII -
De las dos cátedras que había vacantes, una era de Historia de España, otra de Literatura Nacional. Juan comenzó a dudar por cuál de ambas se decidiría, pareciéndole que bastaba optar por una y prepararse bien para que lo demás marchase a medida de su deseo. El desequilibrio intelectual que sometía sus raciocinios a sus ilusiones; la imaginación, siempre dispuesta a desnaturalizar cosas, ideas y sucesos, que le hizo en otro tiempo creer que amaba a Luisa y que dio a su ánimo valor ficticio para luchar contra la adversidad; aquella misma acalorada fantasía, que pintaba a sus ojos como pasión incontrastable la inclinación que María despertó en él, le indujeron también a forjarse nuevas ilusiones, destinadas a resolverse en nuevos desengaños.
Explicar Historia de España le pareció tarea hermosísima y el prepararse bien para la oposición cosa no muy difícil en realidad. ¿Qué tenia que hacer? A juicio suyo, demostrar que conocía las glorias y las desdichas patrias contadas por ilustres escritores; compendiar en concisas frases y abarcar en grandes síntesis el carácter de cada época, la tendencia de cada período, la índole de cada personaje; y luego establecer unas a modo de reglas generales, convergentes todas al ideal del progreso, que llamarla leyes eternas de la historia. Esto, sazonado con toques de erudición inesperada. Citas, pocas, pero raras. No hablar casi de las obras muy conocidas: nada de don Modesto Lafuente, ni del Padre Mariana, ni de Prescott, ni de Solís; y en cambio sacar a relucir párrafos de crónicas olvidadas, de historiadores, de hechos aislados, de cronistas regionales, y buscar datos en documentos literarios, revelando por la apreciación de los hombres contemporáneos a cada suceso el alcance que se atribuyó a las revoluciones y las ideas en los tiempos pasados. Había que redactar el programa de la asignatura, pero esto tampoco le parecía difícil. «Época primitiva -se decía-: celtas, iberos, cántabros, Túbal, etc., etc., y luego fenicios, griegos, cartagineses, romanos, godos, árabes, la Reconquista, -allá iba todo de un golpe- la reunión de las dos coronas, la coronilla, la unidad nacional, la casa de Austria, la decadencia, los Borbones... y se acabó la historia de España.» Con la misma facilidad que hacía esta enumeración, pensaba poder escribir completísimamente el programa exigido. Y luego, cuando le tocase discutir con sus contrincantes, ¡vaya unos discursos que pronunciaría! ¡Pobre Felipe II! ¡Desgraciado siglo XVII! ¡Cómo iban a quedar! Pues, ¿y la resurrección nacional de 1808? ¡Hermoso cuadro! Llamaría sacratísimos a los escombros de Zaragoza y de Gerona; haría el elogio de los guerrilleros; ensalzaría el sentimiento popular de horror a la invasión, y procuraría justificar la tendencia revolucionaria e ilustrada que dominaba en los afrancesados. Esta le pareció una idea muy original: sí, era preciso fundir en un solo latido patriótico el horror al extranjero y el influjo de la Revolución francesa. Así le sucedía en todo: partiendo de ideas sensatas luego comenzaba su imaginación a desbarrar.
Pues ¿y la cátedra de literatura española? Tampoco había para qué asustarse. La única dificultad estribaba en saber demostrar al descuido mucha erudición y ser muy original en las apreciaciones. Lo primero era probar que conocía los críticos extranjeros; respecto a los orígenes del teatro, hablar de los contrafacedores, de las albas y pastoretas, sin olvidar la comedieta de Ponza; decir algo de los escritores arábigos, sacando a relucir que según algunos las coplas de Jorge Manrique son del Rey poeta Al-Motamid, de Sevilla; decir a este propósito algo de escritores moros, tan notables como Ibn-Chalikan, Makari y otros, en cuyas descripciones orientales parecen haberse inspirado nuestros mejores líricos; estudiar bien el Romancero y los cantos de gesta; suscitar la cuestión del naturalismo para probar que Quevedo ha dicho más porquerías, Cervantes más desvergüenzas y doña María de Zayas mayores inmoralidades que el mismísimo Zola; echar pestes, fáciles de justificar, contra el pseudo clasicismo a la francesa; y, sobre todo poner junto a las obscenidades de las guías de confesores la delicadeza y ternura de la poesía popular...
Entre apreciaciones exactas, vulgaridades y rarezas, cuanto había leído se le vino de un golpe a la Cabeza, como aluvión que arrastrara juntos grano y arena, escoria y oro: todas las ideas que se le ocurrieron en años enteros de estudio acudieron en tropel confuso y mal barajado a su memoria. «Es claro -pensaba-. Yo no tengo amor propio, ni pretensiones de erudito: pero sé mucho; con ordenarlo un poco, estoy al cabo de la calle.»
Después de largas cavilaciones, decidió hacer oposición a la cátedra de literatura; y expirado el término de la convocatoria, tras largos estudios, tan trabajosos como mal dirigidos y desordenados, hizo los ejercicios.
Llegó el día del fallo. Reuniéronse en un salón los señores que componían el tribunal. Entre ellos los había de varias clases; desde insufribles sabios de real orden hasta hombres modestos verdaderamente instruidos; y junto a éstos, otros de aquellos que se labran la reputación poniendo a todo mala cara, no riéndose nunca y escribiendo a obras ajenas prólogos vulgares. Adoptaron todos actitudes muy graves y muy serias, dejando hablar largamente al que tomó la palabra, para coordinar ellos mientras tanto en la memoria las recomendaciones recibidas y se prepararon a votar según su conciencia. Luego, gracias a que la votación era secreta, cada uno salió del paso como quiso. Uno solo hubo que, hablando de los demás opositores, nombró a Juan de pasada, sin intención de que nadie se fijara en él.
-Sí -le interrumpió otro de los individuos del tribunal- ese debe de haber leído bastante, pero no lo ha digerido bien.
Juan ni siquiera fue incluido en la terna.
El desengaño era tremendo. A juicio de Juan, la injusticia y su propia mala suerte habían sido causa de todo. Tenía convenido con María que el día que supiese el fallo del tribunal, si la noticia era buena, cruzaría a hora fija por delante de su casa, pasándose el pañuelo por la cara; pero al llegar el momento de la cita le faltó valor, sintió vergüenza y cuando iba ya a cruzar sin hacer la seña por frente al balcón, tras cuyos visillos ella le aguardaba, de pronto atravesó la calle, esquivando que la niña pudiera verle, y pegado a la fachada de la casa, siguió lentamente hasta escapar como huido por la primer bocacalle que encontró. Ella le aguardó en vano, y después, por conducto del aya, recibió una carta muy romántica, por mitad elegía del desengaño e himno al amor que le servía de consuelo, donde iban mezcladas las quejas de la decepción y las esperanzas del deseo.
«¡No importa! -terminaba la carta-. ¡Qué son los años cuando sé que al término de tantas luchas están tus brazos para recibirme!» Esto de los años dejó a María desconcertada; pero contestó con otra epístola no menos amante, llena de protestas de constancia y juramentos de fidelidad.
Al recibirla Juan, faltole poco para llorar de agradecimiento y ternura. Olvidó casi todas sus tristezas, y aquella noche, tras cubrir de besos el papel mensajero de tamaña dicha, lo guardó bajo la almohada y durmió tranquilo.
- VIII -
Cuando más en calma disfrutaba su amor la confiada pareja, si bien María empezaba ya a mirar con cierta repugnancia las excursiones al cafetín, el señor Volandas, sin llegar a enterarse de las escapatorias de su hija, supo que tenía novio.
El aya inglesa se había indispuesto con el ayuda de cámara, y por si ella contó o no contó a la señora, para que llegase a oídos del amo, cómo había desaparecido medio cajón de puros que se echó de menos, ello fue que el padre vino en conocimiento del noviazgo de su hija, y a la tarde siguiente la llamó cariñosamente a su despacho y le dijo, acercándola una butaca:
-Siéntate ahí, que tenemos que hablar de cosas serias.
El despacho del señor Volandas estaba en perfecta armonía con su personalidad. Todo revelaba allí mucho dinero, pero nada más. Alhajaban la habitación una alfombra espesísima, un papel cuajado de dibujos de oro en la pared, visillos de encaje en los balcones, una araña magnífica pendiente del techo, un armario negro muy chico, primorosamente tallado, con unas cuantas docenas de libros costosamente encuadernados, y una mesa con poquísimos pero muy ordenados papeles sobre la cual se alzaba una enorme escribanía de plata, que semejaba monumento de Semana Santa. Encima de un velador, junto a un cenicero de bronce, veíanse dos o tres periódicos conservadores, y tirada al descuido, en un sillón, alguna revista que tenía sin cortar las hojas.
-Siéntate, siéntate aquí, y vamos a ver si eres franca con tu padre. ¿No tienes nada grave que decirme? Este padre que satisface todos tus caprichos, ¿no merece un poco más de confianza? Vaya, clarito, clarito: ¿quién es ese muchacho? ¿Es verdad que la inglesa es quien lleva y trae las cartitas?
Entre severo y cariñoso arrancó a su hija la confesión de sus amores. Ella, excepto las citas en el café, todo lo contó, incluso el fracaso de las oposiciones; y al hablar de Juan, sincera, pero ruborosa, dijo que era guapo, que sus padres debían de tener algo en Andalucía, que sabía mucho, pero que tenía muy mala suerte, y cuanto le pudieron sugerir la afición que le había cobrado y el temor que en aquel instante la embargaba.
-Basta, hijita, basta -le interrumpió su padre-. Es preciso que tengas un poco de juicio. Ese muchacho será un chico de provecho, no lo niego, pero no es cosa de que pierdas el tiempo en niñerías. Maldito si tengo prisa encasarte, no; pero no quiero devaneos...
-No es un devaneo.
-¡Calle usted! ¿Piensas que te he educado yo para un cualquiera, por sabio que sea? ¡Qué catedrático ni qué niño muerto! ¡Pues no faltaba más! Cuando ha puesto en ti los ojos y no ha venido derechito a hablar conmigo, mala señal. Eso es, mucho libro, mucho Ateneo... será de los que hacen discursos sin tener sobre qué caerse muertos... luego se busca una niña bien acomodada, y negocio redondo. ¡Don Juan Vulgar! ¡Vaya usted a saber de quién será hijo el señor de Vulgar! Y sea quien fuere, por Dios, hija mía, ¿crees que una señorita como tú debe prestar oídos al primero que la corteja sin decir «soy tal cosa y tendré tanto o cuanto el día de mañana para mantener mis obligaciones?» ¡Pues en gracia de Dios que hace falta poco para vivir en Madrid como vivimos nosotros! ¿Sabes lo que llevamos gastado ya este invierno entre modistas, abonos y la tontuna esa de las sautteries que armáis los viernes? ¡Cinco mil duros¡ Sí, señora, cinco mil duros. Quisiera yo saber, acostumbrada a esta vida, qué podría darte ese señor Vulgar.
María, antes deseosa de desarmar a su padre que movida por verdadero dolor, comenzó a llorar y aquél prosiguió con entonación más dulce:
-No, pichona; no soy un tirano, ni te digo que te cases sólo por el dinero; pero..., en fin, lo primero es tener juicio. Además, ¿qué sabes todavía de esas cosas? Ya verás, ya verás. Por supuesto, se acabó todo, o vuelves al convento. ¡Si parece mentira! ¡La hija de un hombre como yo!... ¡Ah! Ya he dicho a tu madre que despida a la inglesa. Nada, nada, a la calle. ¿Quién habla de sospechar que tolerara eso una extranjera tan seria?... Decía que era irlandesa y católica... Probablemente será inglesa y protestante. Se acabó; no llores más. Ya sabes que tu papaíto hace lo que quieres, pero esto no puede ser. ¿Entiendes? Que no vuelva yo a saber una palabra.
La amenaza de volver al convento produjo en el ánimo de María verdadero temor y el miedo trajo como por la mano al arrepentimiento. Sin lucha, quedó Juan condenado a irremediable olvido. Además, comprendió que el cartearse con él y las citas eran ya de todo punto imposibles. Finalmente, cuando, pensó despacio en las imprudencias que había cometido, casi consideró milagroso que algún amigo de la casa no la hubiese sorprendido. ¡Qué vergüenza! ¡En un sitio tan miserable... hasta sucio! Y todo con el pretexto de ir a misa, es decir, cometiendo un gran pecado... Entonces las palabras más inocentemente dichas volvieron a su memoria horrorizándola como si fuesen blasfemias, y aquel rincón oscuro del café donde algunas veces se estremeció, conmovida al contacto involuntario de su pie con el pie de Juan, le pareció un rincón del infierno.
Si le hubiese querido, no habrían faltado a su ingenio recurso, o a su voluntad entereza para oponerse al deseo de su padre; pero el mero capricho de una niña bonita no podía engendrar un arranque de verdadera pasión; así que, al otro día, Juan recibió la siguiente carta, escrita a disgusto, casi con pena, pero desprovista de dolor sincero:
Querido Juan: En mi casa lo saben todo. Por Dios, no vuelvas a escribirme. Ya puedes figurarte lo que debo sufrir, pero me falta valor. ¿Qué he de hacer? No pases por la acera de enfrente, y que no te vean hablar con la inglesa. Adiós, acuérdate alguna vez de mí, como yo me acordaré de ti, pero es imposible que continúen nuestros amores. No dudes nunca de lo mucho que te ha querido tu -MARÍA.
Rompe todas mis cartas. No te pido el retrato, porque no lo han echado de menos en el álbum de donde lo quité. Adiós para siempre. M.
Cuatro borradores de respuesta, a cuál más largo, apasionado y exageradamente romántico, escribió Juan. Tras madura reflexión, decidió poner en limpio uno en que comenzaba llamándola ilusión acariciada, y concluía con esperanza desvanecida, citando entre medias aquella frase en que Hamlet dice que la fragilidad y la mentira tienen nombre de mujer, y extendiéndose en largos comentarios sobre la deletérea-influencia del oro; mas cuando quiso buscar al aya para que llevase la misiva, supo que la habían echado ya de la casa, y que ningún criado se atrevía a tomar recados para la señorita.
Ni aun entonces abrió los ojos a la realidad. Creyó que un padre tirano, dominado por los errores de toda una clase social, le arrebataba el amor de su María, como antes la injusticia de los hombres le había despojado de la cátedra; y una idea consoladora flotó sobre el pesar que aquella carta le produjo. La prueba de que María le amaba -pensó él- era que no le pedía ni las cartas que le había escrito, ni el retrato que le regaló.
- IX -
Mientras Juan se preparó a las oposiciones e hizo los ejercicios, no sólo transcurrieron los tres meses que se había impuesto como plazo para decir a su padre que no le enviase dinero, sino que las cartas de éste fueron siendo cada vez más desconsoladoras. El pobre viejo pedía ya claramente a su hijo que buscara una colocación, pues pronto llegaría el instante en que no le fuese posible mandarle una peseta; y, sobre todo, le aconsejaba en repetidos párrafos que, si la carrera no le era útil para nada, tornase al pueblo, donde, al menos, a él su compañía le serviría de algún alivio, y sufriendo juntos padecerían menos.
«No: volver al pueblo, es enterrarse en vida -pensaba Juan-. Me humilla ser empleado del gobierno o depender de un amo en una empresa particular. Las compañías modernas constituyen el feudalismo de nuestros días; pero, sino hay otro remedio, buscaré un destino. Todo consiste en hallar una buena recomendación.»
Entonces paró mientes en que todas sus relaciones se limitaban a los amigos del Suizo, y hacía ya tiempo que sólo les veía de tarde en tarde. El estrecho lazo que antes les uniera, no se había roto, pero estaba muy flojo. Aquel grupo de muchachos que iban juntos a todas partes, viviendo voluntariamente sometidos a un comunismo de ideas, sentimientos y gustos, se había dispersado por completo.
Pepe Villena, dedicado en cuerpo y alma a la literatura dramática, no salía de entre los bastidores de los teatros; Pedro Urgell ganó por oposición una plaza en la Dirección de los Registros del ministerio de Gracia y Justicia, y se le veía con escasa frecuencia, porque sus nuevos compañeros le distrajeron del trato de los antiguos; Paco Recilla se fue de fiscal a un pueblo de Andalucía; Luis Valgrana marchó a Ultramar después de haber pasado dos años en el bufete de un abogado acreditadísimo, que no accedió a darle más de veinte duros al mes; Juan Rejas era concejal en su pueblo donde vivía ya casado con una provinciana rica; Félix Quemada, el que más camino hizo, era diputado, porque un tío suyo, al ser nombrado senador vitalicio, le había cedido su distrito.
Al recordar el rumbo que cada cual tomara, cayó Juan en la cuenta de que a ninguno sonrió cariñosamente la fortuna. ¡Maldita mesa del Suizo! ¡Cuánto tiempo les había robado! ¡Cuanto ingenio desperdiciaron de codos sobre el mármol, contando chascarrillos y burlándose de los que asistían a bailes, frecuentaban tertulias y se casaban con mujeres ricas. «Eso es lo más repugnante de todo, venderse», imaginaba él. Pero era preciso aliviar la situación de su padre, buscar trabajo: por fin, decidió recurrir a Félix Quemada.
Al cabo de cinco días de ir a buscarle a su casa, donde nunca estaba y preguntar por él en el Congreso, donde los porteros no pasaban los recados, logró encontrarle, aguardándole en la calle, a la salida de una sesión, después de haberle esperado hora y media entre pretendientes desarrapados, lacayos y agentes de orden público.
-Chico -díjole Félix- estoy abrumado de compromisos. No sabes lo que es esto. Veremos, veremos. Además, como a nosotros el Gobierno nos tiene, o cree tenernos seguros, no hace caso más que de los diputados de oposición. ¿Tomaste el título al acabar la carrera?... sí, ya lo recuerdo. Según, esto, por la ley de empleados, pueden darte hasta un destino de doce mil reales; pero lo veo muy difícil. Si realmente estás tan apurado, por ahora... chico, déjate de exigencias: bien sé lo que vales; pero, ¿que hemos de hacer? Tomar lo que nos den.
Félix era un excelente muchacho y acogió con cariño a su antiguo compañero, tanto por bondad de carácter, cuanto por ese poquito de amor propio satisfecho que el hombre siente cuando puede dispensar un beneficio, demostrando que no le ha engreído el favor de la fortuna; pero Juan se separó de él haciendo tristes e infundadas consideraciones sobre la vanidad humana y el cómo se olvidan fácilmente los más puros afectos. «¡Los amigos!, -se decía, pensando despreciativamente en ellos-; ¡si creerá este majadero que me va a hacer feliz con un mal destino! ¡Verse un hombre como yo obligado a hacer antesalas! ¡Si no fuera por mis padres! Por supuesto, que no hará nada.
Muchos ofrecimientos, y nada más. ¡Doce mil reales! Y aunque me dieran doce mil reales, ¿cuántos empleados habrá que tengan la instrucción que yo? Y todo para enterrarse vivo en una oficina... Eso sí; en variando mi situación, le digo: «chico, ahí queda eso, que yo no sirvo para covachuelista».
Desde que Félix era diputado, ninguno de sus condiscípulos le pidió sino pequeñeces, como papeletas para las tribunas y alguna que otra cosa fácil de lograr; así que, deseoso de mostrar la buena voluntad que le animaba, procuró obtener una credencial para Juan, y fundándose en que éste era abogado, la pidió de doce mil reales al ministro a quien trataba con más confianza. El ministro era antiguo amigo del tío del novel diputado, trataba a éste como a un chico y sabiendo que no había de apartar en nada su conducta en el Congreso de lo que aquél hiciera en el Senado, libre por tanto, del temor de perder un voto el día que lo necesitara, apenas prestó oídos a la petición de Félix y sólo al cabo de muchas semanas, viéndose muy acosado por el muchacho, le dijo que cuanto podía hacer era dar a su recomendado una plaza de escribiente en la secretaría particular con seis mil reales de fondos del material. Más adelante, con ocasión del presupuesto próximo, se buscaría medio de darle los doce.
Cuando Juan lo supo, su primer impulso fue echar a Félix noramala, no volver a saludarle y entregarse a largas reflexiones sobre los vicios de la administración pública y el engreimiento de los hombres; pero haciendo de la necesidad virtud, aceptó los seis mil reales, y tomó posesión del empleo.
Después, como le agregaron al despacho del ministro para escribir cartas, una de las primeras cosas que hizo fue dirigir a su padre una muy larga, usando para ello tres plieguecillos de magnífico papel, cuyo membrete decía en bonitísimas letras: Ministerio de Gracia y Justicia. Gabinete particular. En ella le explicaba que había preferido un puesto debido a la amistad personal, e independiente, aunque modesto, a un destino mejor, pero que pudiera atarle las manos para el porvenir; con lo cual quedaba en libertad de decir que si fue secretario particular de un ministro, esto podía implicar un compromiso amistoso, pero nunca constituiría prueba de que hubiese hecho abdicación de sus ideas; añadiendo, además, que no había de costarle gran trabajo abrirse camino, «porque todos sus compañeros eran unos imbéciles, sostenidos allí por influencias de partido, a quienes la revolución barrería como la ráfaga de viento huracanado arranca las plantas parásitas que ciñen, ahogándolo, al poderoso tronco». En la postdata encargaba a su padre que no le enviase dinero, y terminaba con un largo párrafo afirmando que había llegado para él la hora de volar con sus propias alas...
Así, rebelde siempre su espíritu a las amarguras de la realidad, según iba concibiendo majaderías, iba prestándoles crédito, sin pensar que una crisis, un compromiso del ministro, cualquier cosa, podía dar al traste con lo que él llamaba pomposamente su nueva posición.
- X -
No pudiendo lucir sus conocimientos de otro modo, y ávido de mostrar la superioridad que tenía sobre los demás empleados de la secretaría particular de S. E., dio en la manía de redactar las cartas que le mandaban escribir en un castellano a su juicio puro, castizo y correctísimo, pero que al jefe le pareció insoportablemente ridículo. Nunca decía a veces, sino a las veces; escribía moharracho, por mamarracho; jamás puso me alegraré, sino holgareme; a la conversación llamaba plática; al dañar, empecer; al pensar, percatar; y dirigiéndose a cierta persona, a quien no se pudo complacer en el ministerio, porque tenía cuentas atrasadas con el ayuntamiento de su pueblo, le disparó un párrafo recomendándole que no insistiera en sus pretensiones en tanto no pagara los pechos que al común debía.
El resultado fue que le trasladaron al negociado de la prensa, donde no tenía más trabajo que cortar de los periódicos y pegar en grandes pliegos los sueltos y noticias que podían interesar al ministro.
Cerca de un año llevaba de cumplir tan trivial tarea, yendo diariamente a la oficina como el burro va al molino, cuando en un periódico leyó, con amarga sorpresa, el siguiente suelto:
«Mañana, a las ocho, se verificará en la capilla reservada de la parroquia de San Sebastián el enlace de la bellísima señorita doña María Volandas, hija del importante hombre público del mismo apellido, con nuestro querido y particular amigo don José Alones, tan conocido en los círculos de la buena sociedad. Serán padrinos los padres de la novia, y sólo asistirán al acto los íntimos de ambas familias. Los recién casados saldrán para el extranjero en el expreso de la tarde. Les deseamos una eterna luna de miel».
¡María casada! ¡Casada con Pepe Alones! La lectura de su sentencia de muerte no le hubiera causado efecto más horrible, ni pudo su imaginación hallar ocasión tan propicia para entregarse a tristes lamentaciones. ¡El hombre que le había prometido presentarle en casa de ella! ¡La mujer que tantas veces le juró amor eterno! ¡Infames! Aquella caricatura de pasión que el infeliz visionario creyó sentir en otro tiempo, resucitó haciéndole sufrir, o mejor dicho, dándole motivo para convencerse a sí mismo de que sufría mucho: «Estas son las mujeres, -pensaba, esforzándose por evocar recuerdos que aumentasen su desventura-; esta es la infame que jugó con mi albedrío como un niño con un gorrión. ¡Claro! ¿Qué era yo entonces para ella? Nada; un pobre catedrático, un miserable obrero de la civilización... Pero, ¿cómo habrá podido dar al olvido tantas promesas? ¿Cómo no se habrá acordado del café y de los juramentos que allí me hacía? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué drama se habrá desarrollado en aquella casa! Porque es indudable, entonces me quería; ¡vaya si me amaba! ¿La habrán obligado sus padres? ¡Parece imposible que los padres tengan, en pleno siglo diecinueve, derecho para estas barbaridades! ¿Cómo dudar que me ha querido? Estoy seguro de que mi recuerdo no se ha borrado de su corazón... Y si no, la última carta... aquella carta estaba impuesta por la violencia; sí, señor, debió de ser una imposición. Quizá la escribió con mano temblorosa... Decía que no le devolviese las cartas ni el retrato. ¿Qué mayor prueba? Apostaría el alma a que mis palabras de amor resuenan todavía en sus oídos... Pues qué, ¿no hay sino casar así a una mujer con un perdido, cuando está enamorada de otro? ¡María, María! Tú no me has olvidado, como yo no te he olvidado a ti. Apartados, lejos uno de otro, como esas palmeras cuyos amorosos efluvios junta el viento, habíamos nacido para... Esto es cosa de volverse loco. En tan poco tiempo, ¡qué mudanza! Si no me hubiese querido, no se habría arriesgado y comprometídose por mí, hasta venir a un cafetín inmundo para verme. Sí, me quería; me sacrificaba hasta el honor... porque si la llegan a ver... ¡Vaya una recompensa que me ha dado! ¡Sea usted constante, guarde usted fidelidad a una mujer! ¡Sí! ¡Yo la había levantado un altar en mi corazón, vivía por ella y para ella! ¡Qué desengaño tan horrible!»
Su ilusión convertí a los antojos en realidades, llevándole a hacerse éstas y análogas reflexiones, cual si fuera verdad que amase locamente a María, como si no hubiese cejado nunca en desearla. Aquello de que la señorita rica había despreciado al pobre catedrático, le parecía exactísimo; la indiferencia con que ella dejó de reclamarle las cartas y el retrato, fue a sus ojos prueba de amor; hasta imaginaba que desde el día de la ruptura no le habría olvidado un solo instante. «¡Yo -pensaba- que tantas noches he pasado en vela pronunciando su nombre!» Y lo creía como si fuese cierto.
Cuando le acometían estos estúpidos arrebatos, procuraba serenarse para convencerse de su propia fuerza de voluntad, y todo se le volvía monologar sobre el sacrificio, las resoluciones heroicas, la calma y otras cosas que no venían a cuento. De lo único que no se acordaba, era de la realidad y del sentido común.
En aquella ocasión, su desarreglada fantasía comenzó a forjarse una escena altamente novelesca. La mañana triste y muy fría; él, embozado en su capa, esperando apoyado en una puerta frente a la iglesia... Coches que se oyen acercarse rápidamente; convidados que van llegando; a lo lejos, el sonar de una murga que forma sarcástico contraste con el estado de su ánimo... y luego el carruaje de la novia, vestida de blanco... «No -se decía- toda de negro, porque su corazón está de duelo, pero con el ramo de azahar en el pecho». Entran en el templo (redobla la impresión de frío) dirigiéndose todos a una capilla, él les va siguiendo, ocultándose tras las columnas que sustentan la bóveda, ve a los novios acercarse al altar, aparece el sacerdote, y cuando éste, vestido con su feo traje de guardarropía sagrada, pregunta a la muchacha si quiere por esposo a don..., entonces él aparta las gentes, rompe el grupo, extiende las manos, tira al suelo la capa, como el tenor en el final del segundo acto de Lucía... y, ¡flojo escándalo es el que se arma! ¡Desacato, profanación, desmayo! ¿Quién sabe? Hasta un duelo podría resultar. «Pero, ¿qué me importa la muerte del cuerpo -murmuraba- si tengo el corazón destrozado?»
Cual, sin ser reales los tormentos de una pesadilla hacen realmente padecer al que sueña, así sufría Juan. Tales desatinos no podían, sin embargo, ocultarle que en un escándalo de aquella índole, quien saldría perdiendo era él, y ante la lucha con la fatalidad, adoptó el partido de la resignación. «¡Sí, moriré de amor! como...» (en aquel instante no se acordaba de ninguno que hubiese muerto de tal muerte). Mas antes era necesario apurar el cáliz hasta las heces. Madrugaría, iría a la puerta de la iglesia, vería entrar a su amada... Después, ¡Dios quisiera que supiese dominarse para no hacer una barbaridad!
Como había proyectado, fue a situarse en un portal frente a San Sebastián. El día era claro, pero en extremo desapacible. El sol brillaba con escasa fuerza, y las pocas nubes que surcaban el espacio volaban impelidas por el viento. No habían dado las nueve, y sólo circulaban por las calles cocineras con la cesta al brazo, soldados, asistentes, mozos de cordel, dependientes de tiendas y aguadores. En una esquina, sentada ante la mesilla recubierta de cinc y cargada de tortas y combros, había una buñolera arrebujada en su mantón, contando con los ojos, por no sacar las manos, unos cuantos ochavos que tenía desparramados entre el azúcar hecha polvo: a su lado, junto a otra mesa más alta, sobre la cual se erguía una cafetera monumental, veíase un expendedor de café de a cuarto, con mitones verdes y gran bufanda liada al cuello, a quien daban conversación tres o cuatro criadas y una pareja de agentes de orden público. Las campanas de San Sebastián y del oratorio del Olivar tañían lentamente, y hacia las puertas de ambos templos avanzaban varias viejas y algún que otro cura sucio y mal pergeñado. Los chicos, llevando al hombro la correa de los libros, se detenían ante los escaparates para disminuir con la tardanza el tiempo que habían de permanecer en la escuela; los repartidores de periódicos andaban deprisa con los paquetes de números bajo el brazo y con el callejero y la varita en la mano; las modistas se detenían con el novio a pocos pasos del taller, y a los puntos de espera comenzaban a llegar los coches de alquiler, mientras a los balcones se asomaba alguna que otra criada sacudiendo con robustas manos una alfombrilla que despedía hilachos, polvo y recortaduras de trapo. En las puertas de las tiendas formábanse corrillos, de los cuales, a cada instante, se escapaba una frase soez o salía huyendo una moza pellizcada por un Tenorio de mostrador, y sobre las blasfemias de unos y las carcajadas de otros, dominaba de cuando en cuando la voz aguardentosa y cascada de algún chulo que, limpiando con un plumero la mercancía de su ancha banasta, donde se veían revueltas las más vulgares baratijas, gritaba sin descanso:
-¡Ande el movimiento... a real y medio la pieza!
Harto de esperar y dado a todos los diablos estaba Juan, cuando por fin vio venir juntos dos coches, luego otros dos, y, por último, a cortísimos intervalos, alguno más. Apeáronse de ellos varios caballeros que entraron inmediatamente en la iglesia sin que él pudiese verles a su gusto, y, finalmente, llegó otro carruaje, del cual se bajó el señor Volandas, y tras él su esposa y su hija. Poco le faltó entonces para dar un grito espantoso, pero se contentó con decir amargamente un melancólico «¡Ella!» que espiró entre el embozo de la capa. Lo peor era que la novia no iba vestida de negro, como él supuso, ni triste, ni abatida, sino toda de raso blanco, y lo que era más amargo para el desdichado amador, alegre, sonriente, sin la menor señal de disgusto. «¡Cómo finge! imaginó él-. ¡Cuánto debe sufrir!»
Enseguida, con paso firme, llegó a la puerta del templo que da a la calle de Atocha, seguro ya de que no haría nada, pero forjándose todavía la ilusión de suponerse capaz de algo tremendo y espantable. De pronto se detuvo, vaciló un instante y al fin entró en la iglesia; pero al ver hacia un extremo, junto a la verja de una capilla, reunida toda la gente de la boda, entre cuya masa negra destacaba el vestido blanco de María, atravesó la nave pasando de largo, y saliendo por el atrio que da a la plaza del Ángel no paró hasta su casa, donde se dejó caer en una silla, exclamando:
¡Horrible, horrible, horrible!
De su amargo monólogo vino a sacarle a las once la voz de la criada:
-Señorito, el almuerzo. Luego ice usté que va tarde a la ofecina.
Juan la miró con profundo desprecio. ¿Acaso era capaz de comer en tales momentos? -«¡Qué dichosos -se dijo- son los pobres de espíritu!»- Se marchó sin almorzar, pero por la tarde, al volver del ministerio, como llevaba cerca de veinticuatro horas sin tomar bocado, experimentó una debilidad muy grande, y se sentó a la mesa murmurando entre dientes: «¡Las necesidades del cuerpo... la imposición de la vil materia!» Y comió como un lobo.
- XI -
Cuando Juan se acordaba de la infausta mañana, como dio en llamar al día de la boda de María, se tenía por el más infeliz de los mortales, y durante algunos meses la disposición de su ánimo llegó a ser tal, que los demás huéspedes de la casa comenzaron a gastarle bromitas sobre lo melancólico y cariacontecido que andaba, a las cuales él respondía con sonrisas tan forzadas como amargas, pero muy satisfecho de que todo el mundo adivinase la honda pena que le destrozaba el alma. Afortunadamente, esta pesadumbre no le hostigaba de continuo, sino sólo a ratos, cuando el nombre de María venía involuntariamente a su memoria; y a pesar de sufrir tanto, algunas veces cada dos o tres días, al retirarse por la noche, daba una acometida brusca a la criada de la patrona, moza frescota y nada arisca, que le servía para contentara lo que él llamaba la bestezuela de la carne. Por regla general, al desprenderse de los brazos de la Maritornes, era cuando más fuertes le daban los arrechuchos de amor platónico: entonces comparaba mentalmente aquellas caricias groseras, pero reales, con las que imaginó disfrutar siendo dueño de María, y satisfecha ya la animalidad, como si el amor físico no le importase nada, sacaba el retrato de la perjura y lo cubría de besos.
Otra manifestación de su melancolía fue la afición que en él se desarrolló a paseos largos hacia sitios poco frecuentados, optando siempre por los más solitarios. En un par de meses anduvo tanto como en todo el resto de su vida; ni las excursiones de cuando era estudiante y faltaba a clase podían compararse con las caminatas que emprendía. Unas tardes, al salir del ministerio, bajaba por la calle de los Reyes, el paseo de San Vicente, la Virgen del Puerto, las rondas de Toledo y de Segovia y volvía a entrar en Madrid por el portillo de Embajadores, atravesando calles y más calles hasta la del Nao, donde vivía: otras veces tomaba hacia los barrios altos, y por la plaza de Monteleón iba a dar con sus huesos en Chamberí para salir cerca del barrio de Salamanca, y durante todo el camino, a no ser que se distrajese con lo que hallaba al paso, iba saboreando su pasión de ánimo.
En un principio, estas expediciones le dejaban rendido; luego adquirió poco a poco una agilidad y una fuerza semejantes a las que gozó de muchacho; y últimamente se le desarrollaron unas ganas de comer, que aterraban a la patrona. Al salir del ministerio, andaba despacio y muy triste; pero al tornar a casa iba como disparado y con un hambre voraz. Por entonces, las noches de la Maritornes fueron bastante agitadas, y el retrato de María se quedó en la cómoda sin recibir los besos de costumbre, resultando de todo ello que entre los paseos, el apetito, y las amorosas condescendencias de la criada, fue Juan transigiendo lentamente con su dolor, de suerte que el recuerdo de la perjura sufrió una transformación notabilísima. En la época de las entrevistas del cafetín, María había sido para él una promesa embriagadora, una mezcla de Ofelia y Dulcinea; después una mujer traidora por debilidad en la cual pensaba, según su fraseología, con amoroso rencor; ahora era ya un recuerdo dulcísimo, un imposible para la realidad, una negación para la esperanza; pero tan querida, tan adorable, que en el amor que creía profesarla había algo de simbólico y emblemático. La amaba en espíritu como quien aspira a un ideal, con absoluta abstracción de los sentidos. Tanto se transformó su pasión, que sólo la recordaba cuando algo independiente de la voluntad se la traía a la memoria: ya las cartas arrugadas y partidas por los dobleces, que andaban traspapeladas en el cajón de la mesa; ya el retrato que surgía de pronto entre los guantes viejos, suscitando una evocación de lo pasado. Pero lo que con más frecuencia le hacía pensar en ella era lo atrasado de pagos que estaba con el sastre desde la temporada de las entrevistas en el café, porque como tenía que entregar al industrial, a cuenta de cuentas, cinco, duros mensuales, cada vez que el cobrador se presentaba con el recibo, el pobre soñador no podía menos de exclamar: «¡Parece increíble a qué abismos arrastra la pasión! El amor de una mujer basta para ocasionar la ruina de un hombre.¡Todo un drama!»
La primera vez que se le ocurrieron estas reflexiones, la palabra drama quedó grabada en su imaginación. «Sí, señor, todo un drama, -se dijo-, un drama muy hermoso. ¿Por qué no? ¿Ha de escribirlo alguien mejor que quien lo ha sentido?» Desde entonces la palabreja fatal fue enseñoreándose de su fantasía como una mancha que se extiende por un cuerpo poroso. «¿Qué duda cabe? -se repetía- un drama interesantísimo. La dificultad está en el desarrollo; pero, fuera de esto, la obra está hecha, no hay más que escribirla, lo cual para mí es cuestión de unas cuantas semanas. Claro que es necesario abultar las cosas. El padre... la inglesa... ella... su madre... el otro y yo; sobre todo yo, ¡qué gran tipo! Es decir, el hombre que lucha con la fatalidad, y en cuyo corazón, triturado por el dolor, queda siempre un rayo de esperanza, una aspiración indefinible. María será la mujer sacrificada a la vanidad paterna y a las preocupaciones sociales. La inglesa será el tipo cómico de la obra. Lo que siento es no poder presentar en la escena todo aquello del café; ¡qué lástima!; pero sería feo. El padre, muy odioso; ella, una víctima; el otro, un pillo... en el final del segundo acto, una situación que ponga los pelos como alambres, y luego la muerte de ella, o la mía, o la de los dos, echando demonios y maldiciones por la boca, porque hace falta algo muy vigoroso. ¡Vaya un drama! Si me atreviere, lo escribiría en verso. ¿Y por qué no? ¡Apenas he leído yo dramas antiguos y visto dramones modernos! El final del segundo acto debe ser el momento en que ella, dominada, tiranizada por su padre, me escribe la carta diciendo que todo acabó entre nosotros... Están en un gran baile, y el viejo la sienta por fuerza ante una mesa donde hay recado de escribir; luego ella, después de firmar, con las lágrimas en los ojos, contempla un instante la pluma y la arroja lejos de sí, diciendo:
¡Buena quintilla! Lo malo es que hoy no se escribe con plumas de ave; pero ya procuraremos justificar esto. Con hacer que el padre sea un señor chapado a la antigua, basta: sí, eso es, un hombre que hable de las tradiciones venerandas y tenga horror al telégrafo y las plumas de acero ¡Vaya un dramita que va a salir! De cuando en cuando un golpe de mucho efecto. Al saber él que ella le deja, puede decir, mirando al cielo cuando anochezca:
Esto de la agonía del sol con la antítesis de arriba yabajo, alegría ypavor, está muy bien. Lo que tengo que cuidar más es el desenlace. Ella muere maldiciéndole, pero amándole, y él se mata, diciendo antes una frase de rebeldía, cuatro versos desesperados, que levanten en vilo... Enseguida la madre se vuelve loca, y cae el telón. ¡Vaya un dramita!... ¡Imbécil de mí, que había nacido para esto! ¡Cuánto tiempo he perdido con la maldita carrera, y la filosofía y el ministerio! ¿Qué me importa tener ya cerca de veintiocho años? La verdad es que el genio se manifiesta cuando menos se piensa. ¿No he leído yo biografías de poetas célebres? Para uno que comienza a dar que hablar desde pequeño, hay ciento que no lo consiguen sino siendo ya muy hombres. ¡Claro! cuando la personalidad está enteramente formada. ¿Quién sabe aún lo que yo llevo aquí dentro?» Y se daba con la mano en la frente, como si todos aquellos delitos de leso sentido común fuesen verdaderas maravillas.
Sólo una semana tardó en escribir el primer acto, y ya se preparaba a comenzar el segundo, cuando la desgracia cortó de pronto el hilo de oro con que iba tejiendo sus quimeras. Un amigo le escribió desde el pueblo avisándole que su padre había enfermado grave y repentinamente. La misma noche del día en que recibió la triste nueva, salió de Madrid. El pobre viejo murió en sus brazos a los pocos días.
Pasaron un os cuantos meses.
María, el drama, Madrid, todo lo que a los ojos del soñador representaba amor y gloria, fue volviendo a ocupar su pensamiento. Pero, ¿cómo dejar a su pobre madre? ¿Cómo decirle que se iba?
-Ahora no te irás, ¿verdad hijo? -le preguntó ella un día.
Él, sin esfuerzo, sin lucha, sin pensarlo siquiera, como si fuese el corazón, y no los labios, el que hablase, repuso:
-Calle usted, madre; por Dios, ¿qué he de irme? ¡No faltaría más! yo no me voy de aquí; con usted, para siempre.
Pero era su sino quedar libre. Antes que expirase aquel mismo año, la orfandad de Juan fue completa. La infeliz viejecita, minada por el dolor y por la edad, siguió de cerca al compañero de su vida. Fueron ambos como esos troncos, de raíces quizá entrelazadas bajo tierra, que se nutren de los mismos jugos y mueren en el mismo invierno. Aun no se habían resignado el hijo ni la viuda a la falta del padre; aun parecía palpitar en las estancias de la humilde casa ese algo inefable que tras sí dejan los muertos a quienes se ha querido mucho, cuando Juan, viendo sacar en hombros la caja que encerraba el adorado cuerpo, exclamó tristemente:
-¡Solo! ¡Estoy solo!
Aquel fue el único grito de dolor sincero que le arrancaron las luchas de la vida. Aquella fue la primera vez que su imaginación no falseó ni pudo exagerar la realidad.
Transcurrido algún tiempo, intentó realizar la herencia de sus padres, para fijar su residencia en Madrid; pero no hallando comprador a las tierras, tuvo que arrendarlas. Por fin, terminadas las diligencias a que se vio obligado, regresó a la corte. Su renta ascendía, aproximadamente, a 5.500 reales, que con los 6.000 del destino arrojaban un total de 11.500 al año. «No soy rico -pensaba- pero puedo vivir. ¡Aurea mediocritas!... ¡Ahora, al drama!»
- XII -
Mientras Juan sólo tuvo para atender a sus gastos el mezquino sueldo del empleo, soportó con paciencia el trato que le daba la patrona; pero así que se vio con un poco de dinero, adoptó la resolución de buscar una casa de huéspedes algo mejor. Por otra parte, este era el único medio de librarse de la criada complaciente que, tornando ya por lo serio su papel de amante, le servía mal, dejando de limpiarle las botas, dándole el chocolate frío y procurándole un sinnúmero de molestias análogas. Hízolo como lo pensó, y del miserable pupilaje de la calle del Nao fue a dar con su cuerpo, sus escasas ropas y sus muchos libros en una nueva casa de huéspedes más tolerable que la primera y donde no había de pagar sino las mismas tres pesetas diarias. Multiplicando los doce reales por los trescientos sesenta y cinco días del año, averiguó que gastarla 4.380 reales en lo más necesario, casa y comida, quedándole para el vestir y otras atenciones 7.120 reales, es decir, más de lo que necesitaba: «¡Tengo hasta para vicios!» -se dijo, esperanzado con permitirse de cuando en cuando alguna aventurilla amorosa; y ordenando su existencia, volvió al ministerio y se puso a trabajar en el drama. Pasaba el día leyendo periódicos y pegando recortes para que los leyese S. E., y dedicaba la noche, después de dar un paseíto por las calles, a escribir aquella obra tan bien pensada, tan hondamente sentida, y que si no había de hacerle inmortal, al menos le entornaría la puerta del palacio de la fama. ¡Vaya si estaba bien sentido el dramita! ¡Como que había volcado en él las angustias y las esperanzas de su inextinguible pasión!
Con tener el pensamiento continuamente ocupado por las peripecias del drama, modificose en su ánimo notablemente el recuerdo de María. Al tipo real sustituyó poco a poco la figura dramática, y el amor que tuvo a la primera se transformó lentamente en el cariño, casi paternal, de autor, que cobró a la segunda: la María de su noviazgo, la perjura, trocose para él en un ser, de funesta influencia, que le recordaba un desengaño; la María, transfigurada por su fantasía iba, en cambio, a labrar su reputación, a ser una realidad gloriosa. A los ojos del soñador, la hija del señor Volandas, a la sazón señora de Alones, quedó convertida en un engendro romántico, algo así como la personificación de un ideal imposible o el recuerdo vago de un episodio de la juventud.
La oficina y el drama no le dejaban tiempo para nada; con los otros huéspedes sus compañeros, apenas tenía roce; sólo a las horas de comer les veía. Además, todos le fueron desde un principio antipáticos o indiferentes.
Estaba en las condiciones más favorables para trabajar, pues en la casa no había más mujeres que la patrona, respetable por su antigüedad, y dos criadas, a quienes ya escarmentado por lo pegajosa que fue la anterior Maritornes, se guardó de dirigir miradas atrevidas. Sin embargo, aquella falta constante de sexo débil le tenía tan aburrido, que varias veces se atrevió a decir a la patrona, en el lenguaje literario, a que se iba acostumbrando en fuerza de pensar como escritor:
-Señora, en su casa de usted no se está mal; pero aquí falta algo.
-¿Qué falta, don Juanito?
-El eterno femenino de Goethe.
-¿Y qué es eso?
-La mujer, la más hermosa mitad del género humano.
-Esa, búsquesela usted por fuera. Aquí... aunque hubiera faldas... esta es una casa decente.
-Llegó, por fin, una tarde en que, al sentarse Juan a la mesa para comer, vio con sorpresa enfrente de él dos mujeres, una casi vieja, otra casi niña, ambas acompañadas por un caballero de respetable aspecto. Lo que hablaron, y más aún los trajes de ellas, le hicieron comprender claramente que eran provincianos venidos a Madrid por poco tiempo.
-Sí -le dijo al otro día la patrona-. El papá viene a pretender no sé qué cosa en un ministerio, y ha traído a la mujer y la hija para que vean Madrid. No deben de estar mal; tienen bastante equipaje y no han ajustado todavía el cuarto.
-Esa es buena señal.
-¡Ah!, se me olvidaba. Por cierto que anoche, como le oyeron a usted hablar de la oficina, el papá me preguntó que si estaba usted empleado; yo le dije que sí, pero no supe explicarle lo que era usted ni qué hacía. Supongo que querrá hacerle alguna pregunta. Yo no me atreví...
-Pues dígale que estoy en la secretaría particular del ministerio de Gracia y Justicia -le interrumpió Juan muy satisfecho-. Y luego añadió: -Por mediar usted, si ese caballero desea cosa en que yo pueda servirle...
Indudablemente, algo hablaron después la patrona y el nuevo huésped, porque a los dos o tres días éste, acercándose a Juan de sobremesa, le dijo:
-Caballero, sé por la dueña de la casa que está usted en Gracia y Justicia. He venido a gestionar mi jubilación con los cuatro quintos; sólo deseo que el ministro me oiga; es cuestión de pedir una audiencia; si me escucha, es tan fuerte mi derecho, que doy la cosa por lograda. Pero como falto hace muchos años de Madrid y he perdido ya la costumbre de andar por los ministerios, desearía, si a usted no le fuera molestó, que me indicara lo que debía hacer para ver cuanto antes al ministro.
Juan, guiado de su buen natural y deseoso de mostrar alguna influencia, repuso:
-Complaceré a usted con mucho gusto. Todo se reduce a pedir la audiencia; yo me encargo de hacer que vea usted pronto aljefe... o, para abreviar, yo haré la petición desde luego, deme usted su tarjeta.
-Bien -añadió enseguida, tomándola de la mano del provinciano, y leyendo-: don Pedro Balduque; pues esté usted tranquilo, señor Balduque, quedará usted servido.
Interesando a un compañero de la oficina, logró Juan sin demora que el señor Balduque, viese al ministro; no satisfecho con esto, el día señalado para la audiencia, en vez de dejarle esperar confundido con el vulgo de los pretendientes, le hizo entrar al cuarto donde él trabajaba, obsequiole cuanto pudo, y llevando la amabilidad hasta lo increíble, como pidiese un vaso de agua, hizo que se lo sirviesen con azucarillo.
Por no ofrecer el asunto dificultad alguna, S. E. dejó complacido en el acto al señor Balduque, y éste salió contento del ministro, y agradecidísimo a Juan, de quien supuso que, no obstante lo modesto de su empleo, debía de estar bien relacionado cuando tan fácilmente consiguió lo que tal vez otro habría tardado en obtener. De aquí que entre el soñador y el provinciano se estableciese cierta amistad. Una noche fueron juntos al café, después pasearon varias tardes, y poco a poco, Juan, convertido en cicerone, se dedicó a enseñar a la esposa e hija del señor Balduque cuanto notable había en la corte, siendo de notar que quien más afectuosa se mostraba con él era la niña.
Tenía Pilar Balduque dieciocho años; y sin ser realmente bonita, era agradable, aunque un poco encogida, lo cual le prestaba cierto tinte de extremada modestia. Su rostro carecía de aquella expresión de inteligencia que vale acaso más que la belleza perfecta; pero en cambio era muy graciosa y simpática. Los que no desean en la mujer propia esa hermosura extraordinaria que supone un peligro constante, hubieran visto en ella un tipo digno de fijar su atención.
Como era natural, Juan prefirió hablar con Pilar a sostener la conversación con el señor, Balduque y consorte: ella, en un principio, estaba con él medrosa, como cortada, pero viendo que sus padres comenzaban a tratarle con confianza les imitó, y de insensible modo, hoy visitando la Historia Natural o el Museo del Prado, mañana dando un largo paseo, comiendo y almorzando juntos todos los días, llegó a establecerse entre ellos tan afectuosa intimidad, que Juan se aficionó a la chica, y ésta no dio señales de ponerle mala cara. Difícil sería averiguar si era el padre, la madre o la hija quien encauzaba los diálogos; pero ocurría que en ellos diariamente salían a plaza, más o menos justificada y oportunamente, las habilidades de la niña. ¿Se hablaba del lujo de las señoras de Madrid? Pues Pilarcita se cortaba todos sus vestidos; el ingenio le servía de modista y sus dedos eran sus costureras. ¿Salía mal la comida y se tocaba la cuestión de cocina? Aquí de los primores culinarios en que era maestra. ¿Costaban caras las diversiones? Pues jamás se dio el caso de que pidiera asistir a ellas. Con cualquier motivo demostraba su buen corazón: en el teatro lloraba, con facilidad suma y si leía un periódico, evitaba cuidadosamente la sección de tribunales y los sueltos de crímenes, que le ocasionaban terribles pesadillas.
Juan comenzó a galantearla sólo por el placer de decirle cosas agradables, como si tratase de ensayar en ella aquel lenguaje poético que ambicionaba para su drama, y Pilar, en un principio con exagerado apocamiento, después con modestia, por último, con una deliciosa mezcla de candoroso atrevimiento y picaresca coquetería, fue mostrándole visible inclinación. Ya procuraba diferir por las tardes la salida hasta la hora a que había de venir Juan del ministerio; ya se presentaba por la mañana en el comedor unos minutos antes del almuerzo, para cambiar con él algunas palabras; si salía sola con sus padres, ansiaba volver temprano, pero si él las acompañaba, no daba muestra de cansancio, por muy lejos que fuesen; y cuando alguna noche, por fatiga o economía, no salían después de comer, como Juan entrase en su habitación a hacerles compañía un rato, denotaba tan indudable aunque comedido regocijo, que él, al retirarse a su cuarto, no podía menos de decirse: «Esto es un crimen. Me parece que estoy jugando con el corazón de esa niña».
Así estaban las cosas cuando Juan recibió una carta de Pedro Urgell, ausente de Madrid hacía tiempo, y que nada supo hasta entonces de la muerte de los padres de su amigo: en ella le daba un sentido pésame, y, mostrándole sincero cariño, le preguntaba cuál era su vida, en qué trabajaba, si tenía amores o se había casado, y cuanto podía preguntar sin indiscreción persona que con tal y tan antigua confianza le trataba. Contestole Juan a los pocos días, y hablándole de su situación y del estado de su ánimo, le decía, entre otras cosas, reflejando en su estilo su manera de ser.
-«¡Qué razón tenías! Aquella mujer fue la sirena engañadora que en el mar de la ilusión me estrelló contra la roca del desengaño. No la he olvidado. Confieso que, de acercarme a ella, volvería a sentir, a modo de recrudecimiento malsano, la inquietud moral y el amor físico que me inspiró; sus miradas despertarían mi ambición, su belleza sería promesa de goces infinitos, poderosa a perturbar la paz de mis sentidos. Afortunadamente, de ella sólo queda en mi corazón, como en vaso que ha encerrado perfume, cierto recuerdo suave impregnado de vaga poesía. Pero la prueba de que aun pienso en ella, es que su falsedad y mi amor me han inspirado una obra -contigo puedo dejar a un lado la modestia- que quizá saque mi nombre de la oscuridad en que yace. Estoy haciendo un drama. En él verás chocar el carácter versátil de una frívola señorita, prototipo de la mujer que vende el corazón al dar la mano, y la noble pasión del hombre pobre que cree poder volar pidiendo a su ilusión alas de cera que ha luego de derretir el fuego del egoísmo social. Sí, chico, asombrate; un drama, un verdadero drama, vivificado por la savia de lo que yo mismo he sentido. Aun no sé si titularlo Hojas caídas (ya comprenderás que son las esperanzas) o Los juguetes del viento. Esto último me gusta mucho, pero tendré que intercalar un largo monólogo para justificarlo, sin recordar, por supuesto, aquello de las ilusiones perdidas juguete del viento, etc., que dijo Espronceda. En fin, de todo te pondré al corriente.
»Me preguntas si tengo amores. No sé cómo contestarte por temor de mentir involuntariamente. Lo cierto es que estoy preocupadísimo. A la casa en que habito vino ha poco a parar una familia provinciana, compuesta de un matrimonio, los señores de Balduque y su hija única. La protección que he dispensado al padre nos ha hecho amigos: he frecuentado su trato, y sin vanagloria -ya sabes que no me forjo ilusiones- se me figura que mis inocentes galanterías han impresionado profundamente a la niña. No es sólo mío el triunfo; las circunstancias han hecho mucho. Pilar vivía acostumbrada al trato de los señoritos de provincia, y de pronto ha visto en mí un hombre distinto, tal vez la personificación de esta vida cortesana, que deslumbra. Apenas la he galanteado, y tengo ya motivos para pensar que corresponde al amor que supone haberme inspirado. Su ingenuidad es encantadora; en su carencia de coquetería existen más escollos que en el pudor artificioso e incitante de una gran señora. Además, te confieso que hay en ella algo que atrae. A primera vista es una cursi, mas quien como yo sabe observar sin dejarse influir por la impresión primera, pronto descubre en su corazón un tesoro. Sí, Juan; de estas señoritas cursis, que sólo a la habilidad de sus manos deben las galas con que se adornan; de estas muchachas pobres, modestas, hacendosas, salen las verdaderas madres de familia, los ángeles del hogar, cuyos dedos cierran las llagas de los corazones que han sufrido tanto como el mío. No estoy loco por ella, ni ese es el camino; me gusta, y nada más. Pero, ¡qué tremenda responsabilidad para una conciencia honrada! ¡Yo he turbado la paz de su alma!¿Qué debo hacer? ¿Qué haré? La duda me inquieta horriblemente. También pienso que a mi edad tal vez fuera conveniente sentar la cabeza y dejarse de aventuras. Luego, estas casas de huéspedes son insoportables. En cuanto a sus padres, ven la cosa con buenos ojos: El señor Balduque arde en deseos de que el asunto se formalice. Debes suponer que seré cauto. Hoy por hoy, mi espíritu no está tranquilo. No la amo; pero, ¿acaso no soy culpable de haber despertado en ella esperanzas? ¿Y si yo trocase esas esperanzas en hermosas realidades que labraran mi dicha? ¡Tengo veintiocho años cumplidos... con la experiencia de cincuenta! En fin, adiós. Ya te escribiré más despacio. Tuyo siempre, JUAN.»
Así pensaba el soñador, creyendo de buena fe cuanto decía, a pesar de lo cual la realidad y su carta eran enteramente distintas. Si Pilar le mostró afición, no fue porque se enamorase espontáneamente de él, sino porque con imperdonable ligereza la cortejó desde que comenzó a tratarla: ni Juan despertó en el alma de la señorita de Balduque nada que estuviese dormido, ni era ella más inocente que la mayoría de las mujeres honestamente solteras. En cuanto a que el amorío no disgustase a los señores de Balduque, también estaba en un error. No sólo lo veían con buenos ojos sino con ojos de lince y astucia de raposo.
Apenas el padre advirtió lo que ocurría, comenzó a hacerse de cuando en cuando el distraído, sin dejar de ser cauto, a fin de que los chicos pudieran hablar a solas algunos ratos; continuó aprovechando cuantas ocasiones pudo para elogiar ingeniosamente las habilidades de Pilar, y fue retrasando de día en día el regreso a su provincia, seguro de que pocas semanas bastarían para comprometer a Juan. Después, según el cariz que tomaran las cosas, se opondría repentinamente a los amores para estimular al muchacho, le echaría en cara su proceder o adoptaría cualquier otro recurso que diera por resultado el matrimonio, pues era hombre que no se paraba en barras.
Siguieron por algún tiempo, Juan cada día más obcecado en aquello de su responsabilidad por haber despertado un alma, Pilar muy satisfecha de verse cortejada, y el señor Balduque aguzando el ingenio; hasta que obtenida la jubilación y harto de gastar en la corte más de lo que podía, determinó forzar los acontecimientos.
Una tarde volvió Juan del ministerio ya cerca la hora de la comida, y seguro de que Pilar sería la primera en llegar al comedor para poder hablar con él un ratito, fue a esperarla tosiendo al pasar ante el cuarto de los Balduque. El padre observó lo de la tos, vio enseguida a la niña salir del gabinete, y la dejó marchar como si nada hubiese advertido; pero a los cinco minutos, sin hacer ruido, se fue acercando al comedor y sorprendió a la pareja en la disposición siguiente.
Pilar, sentada junto al balcón en una butaca; Juan, frente a ella, en una silla baja, teniendo cogidas entre las suyas las manos de la niña, y ambos hablando muy bajito, casi a la vez, diciéndose en casa mirada un madrigal. Acercose cautelosamente el astuto padre, y cuando ya estaba junto a ellos, dando una palmada, con señal de sorpresa, pero sin el menor enfado, dijo, interrumpiendo su amoroso diálogo:
¡Miren los tortolitos qué callado lo tenían! ¡Ni que yo fuese una fiera! ¡Como si no supiese que don Juanito es todo un caballero! En ti, vamos, se comprende; al cabo eres una chica; pero usted, don Tenorio, debió ser más leal conmigo. En fin, ya ven ustedes que no me la han pegado. Vaya, vaya... ¿Os queréis? ¡Pues Dios os haga muy felices! ¿Qué más podía yo desear para mi hija que un hombre tan reflexivo y tan formal como usted?
Pilar estuvo a punto de llorar de gozo. Juan calló absorto, espantado de lo que oía, sin valor para decir palabra que implicara la menor resistencia. No pasó más. La escena fue de una rapidez aterradora.
Después, a solas, lejos de pensar que le habían cogido en un lazo, sólo se fijó en recordar la alegría que experimentó ella al oír las frases de su padre: «¡Es un ángel! -se decía-. ¡Qué cara ha puesto! ¡Y cómo me tenía cogidas las manos! Lo que yo siento no es amor, es decir, ¡quién sabe!; pero, ¿cómo abandono a esa chica? ¿Qué hago? Ademas, cuando un hombre encuentra una mujer que se enamora de él perdidamente, y por lo mismo puede hacerle feliz... Esto no tiene más arreglo que la solución clara, legítima, honrada... el deber es una línea recta, (¡Buena frase; la apuntaré para el drama!) Tampoco puedo resignarme a pasar la vida como un hongo... Pilar me ama... yo a ella todavía no... pues mejor; así mi serenidad aprovechará su pasión. Eso de casarse por amor, es tan desatinado como pensar sólo, en el dinero».
El señor Balduque, no contando con ver tan pronto satisfecho su deseo de jubilarse, había venido a la corte dispuesto a permanecer en ella hasta tres meses; pero logrado su objeto y puesta toda su atención en la boda de la niña, determinó no ausentarse de Madrid sin dejarla casada. Condújose, sin embargo, respecto de Juan, con tal prudencia, que a partir del día de la sorpresa, lejos de precipitar los sucesos, se limitó a gastarle bromitas hablando del asunto cómo de cosa asegurada y resuelta, por la cual no sentía impaciencia; antes al contrario, solía decirle, poniendo cara triste:
-Crea usted, Juanito, que va a sernos durísima esta separación. ¡Quién había de pensar que los pobres viejos se volverían solos! Lo que más siento es que hay que arreglar pronto las cosas... eso sí; no podemos ya permanecer aquí más tiempo. Madrid cuesta un ojo de la cara. ¡Picarón!... ¡pobrecita mía, tan mimada como la teníamos!...
-¡Por Dios, don Mateo! ¿Piensa usted que no sabré hacerla feliz?
-No, hijo mío, no; pero ya ves, al fin y al cabo soy padre, un padre amantísimo. Escucha lo que vamos a hacer a fin de poder estar juntos hasta el mismo instante de nuestra partida. Mi mujer y yo lo tendremos todo dispuesto para el viaje; os casáis al anochecer, comemos de fonda, luego volvemos a casa, cerramos los baúles, nos acompañáis a la estación, y cuando se vaya el tren, os marcháis a vuestra casita. ¿Qué te parece?
Este proyecto se realizó punto por punto. Hiciéronse las diligencias necesarias en la Vicaría; Juan concluyó de poner su casa, amueblándosela modestamente un tapicero que se avino a cobrar un tanto cada mes; y una tarde, ya casi puesto el sol, a esa hora triste en que la sombra se apodera del espacio perdido por la luz, los señores de Balduque, a un tiempo padres y padrinos, dos compañeros de la oficina del novio, éste y su prometida, llegaron a la puerta de la que llaman muchos todavía la casa del Señor.
Cruzaron todos la nave del templo, frío como alma de egoísta, y entraron en la sacristía, sala ancha, medrosa y sucia, de cuyos polvorientos muros pendían algunos cuadros viejos y mal cuidados. En un ángulo, al amor del rescoldo que quedaba en un enorme brasero, había dos curas un sacristán: al lado opuesto y un monaguillo, especie de Rinconete clerical, limpiaba unas vinajeras, frotándolas con una viejísima gamuza y cerca de él un compañero suyo menor, mas con iguales trazas de pillete, acariciaba, con la mano metida en el bolsillo, los cabos recién hurtados que pronto cambiaría el cerero por cuartos con que comprar un trompo. Arrinconados entre un armario y la pared, veíanse varios portacirios y un estandarte cubierto con un trozo de percalina negra, por cima del cual asomaba sus brazos una cruz de metal amarillento: bajo un mueble pesado y ancho, de profunda cajonería, estaban tirados en el suelo dos o tres candelabros de desecho, y colgado de una percha había un manteo raído que, por el bonete puesto encima, tomaba aspecto de espantajo. La estrechez de las ventanas, el expirar del día, el silencio, el olor de la cera quemada, la pavorosa negrura de cuanto allí miraban los ojos, parecía hecho adrede para infundir temor al ánimo. Hasta las dos raquíticas velas que alumbraban el crucifijo puesto en el centro de un pequeño altar, se consumían sin atreverse a brillar mucho, cual si todo lo que fuese luz y esplendor estuviese en contradicción con el ambiente de aquella estancia, que antes parecía guarida de alimañas que habitación de racionales.
Al acercarse la gente de la boda, el sacristán abarcó el grupo de una mirada y sonrió con desprecio. El cura preguntó, dirigiéndose a Juan y Pilar:
-¿Son ustedes los novios? ¿Están ustedes todos?
Enseguida se puso, el traje de precepto, y colocando delante de sí a los contrayentes y sus padrinos, leyó sin darles importancia los grandiosos versículos de la epístola de San Pablo, no hechos para tan ruines labios. Luego, juntándoles las manos, les bendijo y realizó aquel acto solemne y conmovedor con la más completa indiferencia.
Los Balduque, los recién casados y los dos amigos que les habían servido de testigos, comieron atropelladamente en una fonda de segundo orden; después tornaron a la casa de huéspedes, para que los viajeros se pusieran los trajes de camino, y a los pocos momentos, partieron a la estación: en un pesetero Juan y el señor Balduque, en otro Pilar con su madre, y en el tercero los testigos, que durante el camino fueron haciendo comentarios picantes sobre lo que le pasaría a la novia aquella noche. En la sala de espera, minutos antes de partir el tren, la madre llamó aparte a la hija para darle avisos o consejos que ella únicamente pudo oír, porque los demás, incluso Juan, se alejaron discretamente. Cambiáronse abrazos, besos, enhorabuenas, hasta hubo lágrimas, y al alejarse el tren, acallando con el penetrante silbido de la locomotora las últimas frases que cruzaron los padres con la hija, los dos amigos se despidieron de la feliz pareja.
Habían ya desaparecido entre las sombras de la noche los fuegos rojos del furgón de cola, y aun seguía Pilar inmóvil, como clavada en el suelo, pugnando por percibir el ruido, cada vez más débil, que producía el tren al alejarse. La anchurosa nave del andén quedó desierta. Entonces Juan, como creyese que aquel momento era adecuado para encajar una frase muy sentida, tomó del brazo a su legítima, y oprimiéndoselo dulcemente, dijo:
-¡Qué venturosa soledad!
Juan, ávido de disfrutar las delicias de su nuevo estado, sustituyó el tradicional viaje de novios con un recurso que le pareció ingeniosísimo. Pidió a sus jefes permiso para faltar ala oficina unos cuantos días, y pasó dos semanas sin más ocupación que acompañar a su mujercita y dar con ella largos paseos. Por las mañanas salían a comprar alguna de esas mil cosillas menudas del ajuar doméstico, que se adquieren según las necesidades diarias van haciéndolas indispensables; por las tardes iban a la Castellana o Recoletos, él de levita inglesa, ella con vestido negro, y después de comer a un teatrillo cualquiera, donde veían un par de piezas. Nadie ha podido averiguar quién disimulaba mejor el afán que ambos tenían por retirarse temprano; mas ello era de suerte que apenas llegaban a casa, Pilar, quejándose de cansancio, entraba en la alcoba y comenzaba a desnudarse. Juan, sentado en una butaca del gabinete, oía el ruido que producían al caer al suelo las almidonadas enaguas, el rápido resbalar de los cordones por los ojetes del corsé, el chocar de los zapatos contra las patas de la cama, y hasta el gemir del colchón de muelles cuando Pilar se apoyaba en el borde de la cama, para meterse entre las sábanas. Después, ¡cosa rara! aquella mujer, tan presurosa en desnudarse, no se atrevía a llamar a su marido, quien entretanto distraía su impaciencia con éstas o parecidas reflexiones: «¡Soy completamente feliz! ¡Pobrecilla! Todavía no tiene conmigo la confianza que debe existir entre marido y mujer; parece que está acobardada, ¡claro! como que la transición es muy brusca. Estas revelaciones del amor físico, son brutales. Pero, ¡qué diferencia entre... porque, vamos, una cosa es la mujer propia y otra las desdichadas que andan perdidas por esos mandos de Dios!... Parece respirarse aquí algo de santidad; quiero decir, que el amor toma otro carácter. No se bebe lo mismo al borde de un arroyo que en la copa de una orgía. La verdad es que yo... (En vano procuraba traer a la memoria más querida suya que la pegajosa y tosca Maritornes) yo sé lo que son mujeres, y, sin embargo, hasta ahora no podía figurarme las delicadezas de sensibilidad moral que... Es una lástima no poder sacar en el drama una figura así, una mujer tan sencilla, tan candorosa. ¡Qué contraste formaría con la otra! Por supuesto, de tonta no tiene nada; parece algo parada; le falta esa viveza, ese desparpajo propio de las madrileñas; pero ya se irá espabilando...» De repente partía de la alcoba una tosecita fingida que le arrancaba a sus cavilaciones.
Lo que Juan no notaba es que la tos se oía cada noche antes y el monólogo resultaba cada, vez más corto.
- XIII -
Pasó un año, durante el cual los esposos disfrutaron la más completa calma. No tuvieron una disputa, una riña, ni el menor altercado.
Juan no era, sin embargo, tan dichoso, como a primera vista parecía: a ser capaz de interrogarse con la razón serena, no le habría sido tan fácil determinar la causa del desasosiego moral que comenzaba a sentir; pero con frecuencia, ya camino del ministerio, ya entregado a su trabajo, en cualquier rato que se quedara solo, alzábase en su pensamiento una inquietud imposible de apaciguar, cada día más terca y más incómoda. Ni su inteligencia sabía escudriñar en la realidad para explicarse lo que le acontecía, ni su voluntad era bastante poderosa a sofocar los primeros síntomas del desencanto. Le faltaba o le sobraba algo, mas no sabía qué. En su vida presente, el bienestar físico, las comodidades, eran muy superiores a las que jamás disfrutó, y a pesar de todo!... Mirándose los puños de la bien planchada camisa, se acordaba de lo deshilachados que los llevó en otro tiempo; palpando los ojales de la levita, cuidadosamente recosidos, rendía un tributo de admiración a su mujer; la compañera de su vida era afable, cariñosa, y, sin embargo, la tristeza se iba enseñoreando de Juan, como si alguien para hacerle aborrecible la existencia murmurase continuamente junto a su oído que la felicidad no estriba en carecer de penas, sino en gozar alegrías. ¿Y cuáles tenía él? Ninguna.
«Mi vida -pensaba algunas veces- es como lo que los marinos llaman calma chicha; no me ahogo, pero no navego, es decir, no vivo. ¿Qué es esto? Ni un disgusto ni una contrariedad ¿pero las dichas, ¿dónde están? Pilar es buena, no puede ser mejor; ¡lástima que Dios no le haya dado más entendimiento!... Pero, vamos, yo quisiera que supiese comprenderme mejor; un hombre como yo necesitaba más viveza en ese cerebro, más penetración. A su juicio, lo que no es de la casa no es del mundo; para ella, el fuego más sagrado es del fogón... Ciertas cosas, ciertas ansias mías, no las comprenderá nunca. ¡Qué diablos! es mujer para el cuerpo, para la prosa del hogar; no es mujer para el espíritu. Ni por casualidad se le ha ocurrido la idea de coger una cuartilla del drama. El día de mi triunfo se quedará tan fresca. Y no es por tibieza de temperamento, ¡eso no! ¡Quiá! A las once, estemos donde estemos, a casita. Mal me vería yo como tuviera una querida... Antes, mientras se acostaba, me quedaba yo un ratito en el gabinete pensando, haciendo planes y proyectos; ahora, lo mismo es meterse en la cama que... «Juanito, pero hombre, ¿qué haces ahí?» Bonita, si es; cada día se va poniendo más guapa; ya lo sabe ella, ¡ya lo creo que lo sabe! ¡Es increíble hasta qué punto conoce su fuerza la mujer por muy honrada que sea! No, por falta de cariño, no puedo quejarme. Mimosa... zalamera... vehemente... apasionada... es decir, apasionada de cierto modo, porque fuera de la intimidad del matrimonio, ni le importa lo que hago ni es capaz de interesarse por nada. En la casa, orden y limpieza; conmigo, mucho amor; y aquí paz y después gloria; pero amor a su modo, a su manera; vaya, que no es mujer para el espíritu.
Tal era el estado del ánimo de Juan, cuando una tarde, oyendo hablar a dos compañeros del ministerio, supo que al día siguiente iría a la oficina un nuevo empleado.
-Pues creo -decía uno de los interlocutores- que le ponen aquí la mesa, junto a las nuestras.
-¿Y cómo se llama? -preguntó Juan.
-Don Fulano Pipierno. ¡Qué apellido tan raro!... Del nombre no me acuerdo. Dicen que es un perdido.
-¡Pipierno! -le interrumpió Juan-. ¡Ah, sí!, ya me acuerdo. Debe de ser un chico de mi pueblo.
No se había engañado: el nuevo funcionario era aquel muchacho, hijo del tío Pipierno, tratante en bestias del mismo lugarejo de Juan, que fue enviado por su padre a que estudiase en Madrid pa engeniero der campo, y el cual, en vez de dedicarse a lo que imaginaba el crédulo autor de sus días, se hizo maestro en el arte de vivir a costa del prójimo. Después de una larga y estrecha amistad con el gomoso fundador de La Nueva Hípica, que fue su introductor en ciertos círculos viciosos de la vida cortesana, pasó a ser compañero inseparable del hijo único de un marqués, muchacho muy rico y no menos zopenco, al cual prestó verdaderos servicios. Pipierno recibía las cartas de la querida que el marquesito tenía a escondidas de sus padres; iba a buscarle para comer los días que ella le citaba, dejándole discretamente en el portal de la favorecida; le buscaba dinero, a préstamo se entiende, en momentos de apuro; por muy tarde que se retirase no se despedía de él sino a última hora, acompañándole siempre hasta la misma puerta de su casa, y lo que aun le hacía más simpático a los ojos de su amigo, le reía como chistes ingeniosísimos todas sus estupideces y groserías, que eran muchas. A cambio de estas condescendencias, cuando el marquesito se hacía un traje, Pipierno, que constantemente le acompañaba para escoger telas y hechuras, se encargaba otro, que el sastre incluía en la cuenta del primero; cada préstamo que agenciaba solía dejarle algunos duros de ganancia; silban al teatro, nunca era él quien tomaba las butacas; y en el café, los mozos conocían tan a fondo la índole de aquella amistad, que aunque Pipierno palmotease tímidamente, no se acercaban a cobrar sino cuando el marquesito les llamaba. No faltó quien murmurase que en alguna época Pipierno rindió amoroso y no platónico tributo a la querida de su amigo, por supuesto, sin ofenderla con esas dádivas y regalos que roban al amor toda su poesía. Por último, sabíase que Pipierno, después de disfrutar la amistad del citado marquesito, entró en plena posesión de una señora rica, beldad físicamente arruinada, pero de esas que se obstinan en tener cortejo hasta poco antes de llevar mortaja.
No mintió quien tal dijo. Esta dama fue quien, obedeciendo a un plan sapientísimo, hizo que le dieran el empleo, pues así logró que pasando las noches con ella y los días en el ministerio, y teniendo poco dinero, no le quedaran tiempo ni metálico que consagrar a otras mujeres; a pesar de lo cual, como no podían entusiasmarle los decadentes encantos de su protectora, siempre andaba buscando querida más joven aunque no fuese tan espléndida.
Ignorando Juan estas andanzas de Pipierno, y siendo, además, paisanos y antiguos conocidos, claro es que apenas se vieron en el ministerio comenzaron a tratarse con bastante confianza.
-¿Te vienes a dar una vuelta? -le preguntó el nuevo funcionario una tarde de otoño, cuando estaban ya cogiendo los gabanes para salir del ministerio.
-Sí; un paseo higiénico. Mira, nos bajamos por el barrio de Argüelles a la cuesta de Areneros, y subimos luego por la calle de Segovia.
-Calla, hombre, ese es paseo de gente tronada: vamos al Retiro, donde van las personas decentes.
Al poco rato llegaban al paseo de coches del Retiro. La tarde era magnífica. El cielo iba tomando las tintas azuladas oscuras que son precursoras de la noche, y hacia la parte de Madrid, tras las torres de las iglesias, que destacaban puntiagudas y negras sobre un océano de oro, brillaban como ráfagas de fuego algunas nubes estrechas, largas y rojizas, en cuyos bordes parecían quebrarse los rayos del sol poniente. Un vientecillo fresco arrastraba por la arena de las alamedas la hojarasca amarillenta y seca formando remolinos en las socavas de los árboles; acá y allá, entre el ramaje casi desnudo de las acacias y los plátanos, se erguían lozanos y pomposos los pinos de verdura perenne; en los macizos de las praderitas que se extienden a la derecha de la ancha vía de carruajes quedaban aún las últimas flores que no abrasó el verano, y al lado opuesto la luz reverberaba en las ventanas del Observatorio viejo, tras el cual la noche venía tendiendo sus sombras por la extensión árida del campo. El enronquecido gemir del viento casi apagaba el rodar de los coches y los chasquidos de las fustas; los paseantes comenzaban a dar deprisa la última vuelta, y en las cercanías de los corrales inmediatos a la casa de fieras oíase a intervalos el ingrato graznido de algún pavo real que llamaba a su hembra para, acogerse a un cobertizo.
En el paseo quedaba muy poca gente. Juan y su amigo iban por junto a la línea de los coches entretenidos en mirar a las mujeres que cruzaban ante su vista, sin que la rapidez con que pasaban les permitiera fijarse bien en ellas, lo cual no impedía a Pipierno saludarlas a casi todas, diciendo enseguida un nombre, un título, a veces un diminutivo familiar que demostrase la intimidad con que las trataba.
De pronto, en dirección contraria a la suya, vieron acercarse una berlina que tirada por un soberbio caballo venía más despacio que los demás carruajes. Ambos amigos miraron. Juan necesitó violentarse para contener un grito de sorpresa. Hasta sus labios llegó, y en ellos quedó ahogado por la voluntad un nombre que en otro tiempo llenó su alma primero de esperanzas y luego de amarguras: María. Pero María elegantísima y mucho más hermosa que cuando estaba soltera.
Luego que hubo pasado, él se volvió para mirar hacia atrás, y vio que ella había sacado la cabeza por la ventanilla. «¡No cabe duda -pensó- me ha conocido!» Siguieron paseando, Pipierno prodigando saludos y Juan echando miradas hacia la fila de carruajes. A la siguiente vuelta tornó a pasar junto a ellos la berlina de María, y ésta, no sólo aproximó la cabeza a la ventanilla, sino que, además, dejó dibujarse en su rostro una sonrisa.
-¿Conoces a esa? -preguntó Juan impulsado por un deseo irresistible de hablar.
-De vista -respondió secamente Pipierno.
Se había ya marchado casi toda la gente de a pie, y aun continuaba la berlina dando vueltas. A Juan comenzó a latirle con violencia el corazón; a boca se le quedó seca; de todo su ser se apoderó una emoción que a duras penas podía disimular.
Por fin, el coche de María desapareció rápidamente en dirección a Madrid.
-¿Nos vamos? -preguntó Pipierno.
-Cuando quieras.
Aquella noche, mientras se desnudaba Pilar, su marido se quedó en la butaca del gabinete entregado a profundas cavilaciones, como en los comienzos de su matrimonio. Cuatro veces tuvo ella que llamarle para que fuese a acostarse.
Al día siguiente, Juan esperó que Pipierno le propusiese ir a paseo, antes que por gusto de acompañarle, por saber si podría marcharse solo al Retiro; pero la proposición no se hizo esperar.
-¿Te vienes?
-Bueno; ayer me sentó al pelo la vuelta que dimos.
-Pues andando.
Sucedió lo que la víspera. Al llegar ellos ya estaba allí María, pero no en berlina, sino en carruaje abierto. Juan pudo verla a sus anchas, porque la tarde era hermosísima y había tantos coches, que forzosamente andaban despacio los caballos. Ella, como el día anterior, sonrió al ver a los dos amigos; Juan observó de reojo a Pipierno, cuyo rostro permaneció impasible, y enseguida miró hacia atrás. María volvió también ligeramente la cabeza. «Mi sospecha, es fundada -imaginó Juan- la casaron por fuerza, y ¡claro! donde fuego se enciende... ¿Y qué hago ahora?»
Como el día anterior, el coche de María y los dos amigos fueron casi los últimos en retirarse del paseo, pero a cada vuelta, cada vez que se cruzaron, Juan dirigió a su antigua novia una mirada, y ella, aunque con gran disimulo, se la pagó con un movimiento de cabeza: al menos así creyó notario él.
-«¡Qué abismos hay en el corazón humano! -se decía Juan al volver hacia su casa-. Yo en santa paz con mi mujer, sin acordarme para nada de lo pasado... María casada también pero Dios sabe cómo se llevará con su marido. Es decir, lo sé yo también. Por fuerza es desgraciada: si no ¿cómo se explica lo que está haciendo? Ha debido de sufrir mucho... y ¡qué habrá experimentado al verme! Porque, es indudable, anteayer me conoció enseguida y me miró casi sin recatarse; hoy ha sido algo más prudente, pero harto he advertido sus miradas. ¿Y qué hago ahora? ¡Esto es horrible! Creí enteramente muerto mi amor, y me ha bastado volver a verla, sentirla pasar junto a mí, para que resuciten todos los deseos, todas las esperanzas... ¿Y Pilar, ¡pobrecilla! qué culpa tiene? No; sería una infamia... ¡Si la infeliz supiera! Pero, ¿quién se lo ha de decir? Y si yo tuviese ahora relaciones con María cuidaría mucho de que lo ignorase. Además, esto es más difícil de lo que parece: ¿cómo ni dónde podríamos vernos? ¿Acaso ella se prestaría?... Lo primero que hará será pedirme perdón... Hoy no son ya posibles entrevistas como aquellas del café; la, menor imprudencia nos costaría muy cara. Las mujeres son capaces de todo, y cuando se ciegan no hay riesgo que las detenga. ¡Pobre Pilar, si llegara a sospechar algo! Pero no; estaré con ella más cariñoso que nunca, ocultaré mis penas bajo la máscara del disimulo... El hombre es un cómico despreciable desde que nace hasta que muere. ¡Sentir amor y enmudecer! Sí; la honra de María, la paz de mi casa, la felicidad de Pilar, todo, todo está amenazado: lo único que no está amenazado, sino ya herido de muerte, es mi reposo, la tranquilidad de mi conciencia! ¡Qué días, qué luchas me esperan! Porque si me quiere, si procura que nos encontremos -y sí lo procurará- ¿qué hago? No puedo dejarla abandonada a su horrible situación; y si le consagro enteramente mi vida, entonces, ¡desdichada Pilar! ¡Que vengan los poetas a crear conflictos dramáticos! Por mucho que imaginemos, por mucho que echemos a volar el pensamiento, la realidad nos ofrecerá siempre situaciones mil veces más horribles que cuanto se pueda idear. ¡A qué espantoso abismo estoy asomado! Y afortunadamente no tengo hijos. María... tal vez, no sé; tampoco debe de tener hijos; si está igual que antes, no ha variado nada. Mi alma es la única, que ha envejecido aquí».
Aquella tarde había salido la criada, y Pilar fue quien le abrió la puerta.
Pero hombre, cada día tardas más; antes, del ministerio, enseguida a casita. ¿Qué es esto? ¡Parece que se acaba nuestra luna de miel! -Y echándole al cuello los brazos, le besó, con más pureza que quizá, le había besado nunca; pero él, sirviendo como siempre de juguete a su imaginación, vio en aquel halago una de tantas pruebas de la exagerada amatividad de Pilar, y se dijo: «Vaya, lo de costumbre está visto; aquí no hay mujer para el espíritu».
Mas por la noche, creyendo que debía comenzar a fingir, estuvo amantísimo con su mujer, y ésta le dijo cariñosa:
-Vamos, ya veo que aun no entramos en el cuarto menguante.
-Te quiero igual que siempre -repuso Juan.
Y luego, amargando voluntariamente sus goces y esforzándose en acibarar sus dichas, hasta que se durmió estuvo pensando en el momento, ya cercano, en que habría de amar a su mujer por lástima, por no hacerla desgraciada. «No hay remedio -le decía su fantasía, eterna creadora de pesares-: estamos, estoy en pleno adulterio moral; luego vendrá el inmoral reparto de caricias; saldré de los brazos de una para caer en los de otra, hasta que me hastíen las dos. Sí, me cansaré de ellas; esa es la naturaleza humana... Lo que ahora me inquieta, es lo que debo hacer con María. ¿Procuro acercarme a ella? ¿Cómo? Mal se portó conmigo; pero harto castigada está. Además, cuando una mujer hace la demostración que ella ha hecho, ¿qué amor propio no se da por desagraviado? Estoy seguro de que si una de estas tardes logro dar esquinazo a Pipierno, y voy solo al Retiro y me quedo allí hasta bastante tarde... de fijo, María procura estar dando vueltas y más vueltas en el coche y, así que se haya marchado toda la gente, me hace señal de que me acerque. ¡Sí, a esa hora, entre dos luces, casi a oscuras, porque allí no hay faroles, podremos hablar sin miedo, aunque sea sólo para cambiar cuatro frases. ¡María, María! ¿Quién nos lo había de decir? Los dos estamos sujetos por el lazo, ¡qué lazo! por el odioso nudo del vínculo indisoluble... ¿Pero quién reprime sus pasiones?»
Durante varios días seguidos, dominado por la idea de ir solo al Retiro, procuró salir de la oficina a distinta hora que Pipierno, sin lograrlo nunca, viéndose obligado todas las tardes a soportar tan enojosa compañía; su único consuelo era que María acudía diariamente al paseo, y nunca -según a él le parecía- dejaba de mirarle más o menos disimuladamente. Por fin, un domingo, pudo ir solo. «Es temprano -se dijo, observando que apenas había coches- aún no ha venido. Pero después de dar varias vueltas fijándose mucho en todos los carruajes, como no la viese aparecer, según fue cayendo la tarde concluyó por pensar: «Es domingo... y la gente rica tiene a menos venir... esto está hoy lleno de cursis. Lo que haré mañana será faltar a la oficina, para que aquél no me eche la garra a última hora, y por la tarde vengo solito: no saliendo conmigo del ministerio, puede que prescinda del paseo... y, sí, no cabe duda, en cuanto ella me vea solo, no para de dar vueltas en el coche hasta que anochezca; después me acerco, la saludo... ¿Qué será lo primero que deba decirla?»
Así lo hizo. Aquel lunes no fue a la oficina; salió a las cinco de su casa, diciendo a Pilar que iba a inscribirse en la lista puesta en el portal de un jefe que estaba enfermo, y echó a andar en dirección al Retiro.
Cuando llegó, las carretelas, berlinas y victorias llenaban ya en doble fila el ancho paseo; Juan, muy despacio y lo más cerca posible de la línea que seguían los carruajes, los fue examinando uno por uno.
Terminada la primera vuelta sin que descubriese a María, comenzó a dar la segunda todavía con mayor lentitud y mirando muy cuidadosamente. Trabajo inútil; María no llegaba. Tres, cuatro, cinco vueltas dio, más desazonado e inquieto a cada paso. «¡Maldita casualidad! El único día que vengo solo... Vaya, esto es que ha temido algo. ¿Si habré hecho estas tardes pasadas, sin saberlo, alguna imprudencia? Daré otra vuelta».
Acabó por perder la cuenta de las veces que llegó desde la casa defieras hasta el ángel caído y viceversa: por último, desesperanzado, rendido, pero mirando aún hacia los pocos coches que quedaban, emprendió la retirada. «¡Bah! -se decía- habrá tenido que recibir o hacer alguna visita, se habrá entretenido... No importa, es cuestión de paciencia. ¡Si yo pudiese el primer día que viniese hacerle alguna seña para que comprendiera mi intención de quedarme aquí hasta que se vaya todo el mundo!...»
-Pero, hombre, ¿cómo no vino usted ayer? -preguntó a Juan un compañero al día siguiente cuando entró en la oficina.
-Tuve un dolor de cabeza muy fuerte, y luego, ya tarde, salí a dar una vuelta porque no podía parar en casa.
-Vaya, vaya... ¿de modo que no sabrá usted lo de Pipierno?
-¿Pues qué le pasa?
-Pues, nada, una friolera; que le han limpiado el comedero, y según dicen por ahí se ha escapado con una mujer.
-No -interrumpió otro oficinista al que había tomado la palabra-. Cuente usted las cosas por su orden. Se ha escapado con una mujer, y a causa de esto le han dejado cesante.
-¿Que se ha escapado con una señora? ¿Y qué tiene que ver esto con la cesantía?
-Pues mire usted, don Juanito, nosotros creíamos que usted estaba en antecedentes. ¡Como parecían ustedes tan amigos! Pipierno estaba liado... vamos, más claro, mantenido por una señora de bastante edad; era un traviato, ¿estamos?, y, además, tenía relaciones con otra, mucho más joven, casada, que es con quien se ha escapado. La vieja lo supo aquella misma noche, fue a ver al jefe, y ¡paf! cesantía al canto... Como era ella la que había hecho que le emplearan... Pero, hombre, ¡si lo sabía todo Madrid! Era natural que ocurriese esto. Pepe Alones estaba enredado con una que fue doncella de su casa, y no hacía caso de su mujer para nada... ¡Bien merecido tiene lo que le sucede!
-Pero, ¿están ustedes seguros?: ¿era la mujer de Pepe Alones? -preguntó Juan, angustiado y pugnando por ocultar la emoción.
-La misma. ¿Cree usted que es él capaz de cargar con una pobre? Eran unas relaciones muy antiguas; como que empezaron a poco de casarse: ella es hija de aquel Volandas, que fue director del Tesoro o subsecretario de Hacienda.
Lo único que a Juan se le ocurrió como comentario a tan espantosa revelación, fue exclamar:
-¡Qué Madrid éste tan podrido!
Se puso a trabajar calladamente, haciéndose el distraído, procurando demostrar que nada le importaba lo que acababan de decirle; pero salió del ministerio tan confuso y abatido, que al llegar a su casa se fingió malo. Confesar la causa de su pesar, era imposible: no había otro medio de evitar que Pilar ignorase el verdadero origen de su aplanamiento.
De resultas de este desengaño mayúsculo, sufrió una crisis larga y angustiosa, tanto más terrible cuanto más halagüeñas habían sido las promesas que su imaginación le pintó como realidades prontas a embriagarle de felicidad. A un tiempo quedaron desvanecidas todas las ilusiones que se forjara; María le miró porque iba con Pipierno; o mejor dicho, a quien miró fue a Pipierno; el día que éste faltó al paseo, ella no fue tampoco... todo estaba claro; y lo que era peor, el ídolo, el símbolo de sus en sueños juveniles, la que adoró aun en aquellos días en que la llamó perjura, la niña cuyo corazón creía él haber abierto a las primeras impresiones del amor, quedó a sus ojos convertida en una mujer vulgar, capaz de enamorarse de un hombre como Pipierno y rebajarse a dar escándalo semejante.
«-¡He sido un necio! (quizá fue esta una de las pocas ocasiones en que su imaginación no le engañó), sí, un estúpido. Ni ahora me miraba, ni antes me quiso. Se casó como se casan muchas... ¡así sale ello! ¡Vergüenza siento al recordar que la he amado! ¡Y en el drama la he pintado como una víctima, como una inocente sacrificada!... ¡Aquí no hay más víctima que yo!»
- XIV -
Pilar fue desde que se casó, y continuaba siendo, en extremo dulce y cariñosa. Aquel exceso de amatividad, que a Juan pareció alguna vez prueba enfadosa de inmoderado afán por los goces menos puros del matrimonio, no era en su mujer consecuencia de la mera exaltación de los sentidos, sino resultado natural de juntarse en ella un entendimiento mediano y una exagerada vehemencia: amaba a Juan, pero sin que su educación ni su lenguaje pudieran ser intérpretes de lo que experimentaba; las pruebas amorosas de que era capaz resultaban siempre demasiado materiales. Cuidar la casa, darle bien de comer, tener siempre, minuciosamente repasada la ropa blanca, ¿qué era esto para un hombre que soñaba con hacer un drama que reflejase lo que él había sufrido? A Pilar no se le alcanzaba que pudiese existir más clara demostración de cariño que ser ordenada, limpia, económica, y cuando a la noche Juan se quedaba en la butaca del gabinete entregado a sus eternos desvaríos, todo lo que a la pobre se le ocurría era llamarle con la entonación más dulce que el amor podía prestar a sus palabras, diciéndole:
-¡Anda, rico, ven con tu mujercita!
Tanto esmero en atender a las necesidades de la vida práctica y tan extremada dulzura en la intimidad, no bastaron a que Juan pudiese apreciar la verdadera índole de su esposa, que continuó pareciéndole siempre un ser inferior, una mujer incapaz de comprender ciertas cosas. «Este materialismo instintivo -se decía cuando pensaba en ella- es asfixiante para el espíritu». Pilar, en cambio, sin más que la intuición exquisita de la mujer enamorada, atenta sólo a las duras pero claras advertencias de la realidad, comprendió que Juan echaba algo de menos, que en la existencia de su marido había un vacío que llenar, y que, o ella quedaba pronto vencedora en la lucha que iba a entablar contra el hastío, o tendría que resignarse a ser tratada con ese despego mal reprimido que imposibilita toda felicidad entre dos personas condenadas a vivir juntas.
¿Por qué recónditos caminos y ocultas sendas llegó aquella pobre muchacha a ver claro, como la luz del mediodía, que la dicha se le escapaba de entre las manos? ¿Qué esfuerzo de inteligencia hizo o qué auxilio pidió su sentimiento a su razón? Acaso el instinto que Juan tachaba de asfixiante para el espíritu, le sirvió a ella de escudo contra la amenaza del abandono moral que veía cercano; mas cuando la infeliz enderezaba el pensamiento a sus tristezas, ávida de remediarlas, toda la actividad de su ingenio consistía en preguntarse: «¿Qué voy a hacer para que este hombre no se canse de mí? ¿Cómo probarle que le quiero... que soy enteramente suya en cuerpo y alma, y que sus gustos son los míos?... Pero no, esto último no es tan verdad como mi cariño; yo únicamente gozo cuando imagino que soy amada, y él se distrae con cualquier cosa: lo que ve, lo que le cuentan, lo que lee, lo que escribe, sobre todo, le preocupa, le importa más que su mujer. En cuanto tiene un libro en la mano, ya no se acuerda de nada. A mí sólo él me interesa. ¡Si yo pudiera demostrarle afición hacia todo eso en que él pone tanto empeño! ¡Condenados libros, malditos papelotes! Siempre está a vueltas con las cuartillas... como si no trabajara bastante en la oficina. Lo mismo es llegar a casa que ponerse a escribir en esa cosa que está haciendo. Y no lo copia de ninguna parte, eso no, que lo saca de su cabeza; hay días en que habla solo. Dice que es un drama. ¡Señor, qué aburrimiento! La tal comedia parece su querida. Más enamorado está del drama que de mí. Un día lo voy a coger y... ¡Dios me libre! En cambio, si lo leyera y le hablase luego de ello... así, como si me gustase mucho... ¿qué diría? Sí, una tarde que no tenga ropa que zurcir, busco esos dos cuadernos que tiene ya concluídos, y cuando vuelva del ministerio me encuentra leyendo. A ver qué cara pone.»
Esta idea fue para su tristeza un rayo de esperanza.
En el reloj del gabinete de Pilar acababan de dar las once de la noche. Juan había salido después de comer, y, según su costumbre de retirarse temprano, no podía tardar mucho. «Ésta, ésta es la ocasión: vamos a ver qué impresión le causa, -pensó ella- y dirigiéndose al despacho de su marido, abrió un cajón que tenía la llave puesta, sacó dos cuadernos que ella misma había cosido, y leyendo en sus dos primeras hojas acto primero, acto segundo, se dijo: «Aquí está». Enseguida volvió al gabinete, puso la lámpara en un velador, y sentándose en una butaca pequeña, comenzó a pasar la vista por el manuscrito. Juan tenía; por fortuna, la letra clara. La luz, recogida por una pantalla de papel rizado, arrojaba hacia abajo toda la claridad, dejando en sombra la parte alta de la habitación: sólo en el techo brillaba un círculo, de tembloroso resplandor. El espejo, colocado sobre el mármol de la chimenea, reproducía, encerrándola en su marco de molduras doradas la figura de Pilar, que apoyada de codos en el velador leía lentamente. A sus pies, en una silla baja, estaban el cesto de la costura, momentáneamente olvidado, y un vestido a medio arreglar. Junto a la puerta de la alcoba, separada del gabinete por un modesto cortinaje de cretona con dibujos de pájaros y pastorcillos, veíanse, cuidadosamente colgados de un alzapaño, un chaleco con los botones recién asegurados y una levita con las bocamangas acabadas de recoser. El único libro que había sobre el velador, era la agenda en que anotaba el gasto diario.
No era posible a los ojos hallar allí detalle, por insignificante que fuese, que no revelara esmero grandísimo. El cobre de los tiradores de las puertas, de puro limpio y reluciente, parecía oro; en la alfombra no se veía una hilacha; las butacas tenían resguardado el respaldo con redondeles de crochet; los resquicios de los balcones estaban cubiertos con tiras de orillo de paño, y en la esquina de la chimenea más inmediata al sitio donde solía sentarse Juan, había una caja que fue de dulces, llena de cigarrillos de papel, con su cenicero y su fosforera al lado. Dos grabados adornaban las paredes: una Virgen del Carmen, comprada por Pilar en la puerta de un templo, y una reproducción del Testamento de Isabel la Católica, de Rosales, escogida por Juan. Sobre la chimenea, en marquitos baratos sostenidos en caballetes de pajas fuertemente engomadas por las habilidosas manos de Pilar, se erguían los retratos de los señores de Balduque, y entre éstos, apoyada contra el reloj, veíase una fotografía un poco mayor, que representaba a Juan con su mujer del brazo, vestidos ambos con las mismas ropas que estrenaron el día de la boda: ella, rico traje de seda negra muy recargado de adornos; dos pulseras anticuadas, regalo de su padre; al cuello el medallón con que él la obsequió, y en las manos su tarjetero y su abanico; Juan, con levita a la inglesa, un guante puesto y el otro arrugado en la mano izquierda.
Nada turbaba el silencio del gabinete, sino el ruido causado por Pilar al volver las fuertes hojas del drama, escrito en magnífico papel del ministerio. Tras las puertas cerradas escuchábase a ratos, debilitado por la distancia, el áspero canturreo de la criada en la cocina. Pilar seguía leyendo, pero cada momento más despacio, prestando oído hacia la calle cuidadosamente, ansiosa de oír la voz que todas las noches daba Juan desde una esquina próxima para llamar al sereno.
Al cabo de media hora de lectura, que a ella le pareció un siglo, se oyó aquella voz tan esperada. «No, pues no salgo a la puerta -se dijo- que me encuentre así». Se levantó precipitadamente, fue a tirar del cordón de la campanilla de la alcoba para que abriese la criada, y tornó a sentarse. Al entrar Juan no levantó la vista del drama, y como si el tiempo la hubiera parecido muy corto, le preguntó:
-¿Ya estás aquí? ¿Qué hora es?
-La de siempre, poco más o menos... Pero ¡calla, calla! ¿Qué lees? ¡Tu leyendo! ¿Qué milagro es éste?
-Déjame seguir.
Acercose a ella, vio el drama, y dulcemente impresionado, poseído de una emoción indefinible, en que se confundían lo agradable de la sorpresa y el amor propio satisfecho, le preguntó:
-¿Te gusta, pichona?
-¡Muchísimo!
-Bueno, mujer, me alegro; ya verás el final del segundo acto, cuando la casan por fuerza, qué bonito es; sobre todo, muy nuevo.
-Pero, ¡qué cosas tan raras se dicen estas gentes cuando hablan! Algunas palabras no las entiendo.
-Eso no te importe; es el lenguaje poético. Ahí te quedas; concluye, concluye. Voy al despacho a escribir dos cartas, y enseguida vuelvo.
Ni tenía que escribir, ni escribió tales cartas; lo que quería era dejarla sola para que terminara y fuese luego a buscarle al despacho. «Lo juzgará como el vulgo, por la impresión, -imaginaba Juan- pero conviene oír todas las opiniones; al fin y al cabo, para el público se escribe, y el público, como decía Chamfort, es la suma de imbéciles que tienen dinero para ir al teatro».
Haciéndose estas y parecidas reflexiones, pero satisfechísimo en realidad, fue al despacho, arregló los papeles que tenía encima de la mesa, ordenó los que guardaba en el cajón, e hizo cuanto pudo por dominar su impaciencia y dejar pasar un rato; pero llegó un momento en que, siéndole imposible contenerse, volvió de puntillas al gabinete, diciéndose: «Desde la puerta de la sala, como ella está sentada frente al espejo, voy a ver la cara que pone».
Fue aproximándose lentamente, tratando de sofocar el ruido de sus pasos; pero de pronto se volvió al despacho y comenzó otra vez a buscar manera de distraerse, esperando que Pilar, terminada la lectura, fuese a buscarle o le llamase. Lo primero que hizo para engañar el tiempo, fue dar cuerda al reloj; enseguida contó el dinero que llevaba en el bolsillo y el que tenía en la mesa disponible hasta concluir aquel mes; luego revisó a la ligera las últimas cuartillas del tercer acto del drama, y buscó en el Diccionario unas palabras de cuyo significado no estaba seguro.
Entretanto, ni Pilar le llamaba, ni venía a buscarle. «Es capaz de leérselo dos veces; -pensó- voy a ver si ha concluido». Ya iba a salir del despacho cuando, viendo en la pared el almanaque americano, que marcaba la fecha con dos o tres días de retraso, se acercó para arrancarle las hojas que sobraban, murmurando entre dientes: «¡Qué diablos de calendarios estos! siempre se olvida uno de arrancar los papelitos, y luego no hay medio de saber en qué día se vive. A ver, a ver: 26, 27; sí, hoy es 28; no, 27; sí, sí, 27, no cabe duda. ¡Parece mentira! ¡Cómo se me ha pasado el tiempo!¡Qué barbaridad! Pues no hay sino tener paciencia; ahora se lo diré a esa; de fijo que tampoco ella lo recuerda. ¡Hoy los cumplo; sí, señor, treinta, treinta, añitos, justos y cabales; eso es, 1853 y treinta, 1883. ¡Qué brutales son los números!» Y conservando arrugadas en la mano las hojas que había arrancado al calendario, fue acercándose despacio, despacito, a la puerta del gabinete; allí se detuvo y prestó oído... Dejó pasar unos cuantos segundos; pero no oyó nada, no percibió el más leve rumor, ni siquiera el ruido de volver las hojas. Todo en el gabinete estaba callado, mudo, sin la menor señal de vida, como si allí no hubiese nadie. Empujando suavemente la puerta, miró hacia el espejo: la pantalla de la lámpara ocultaba la cabeza de Pilar. Avanzó dos pasos más para poder verla, y de pronto permaneció, inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, y una expresión tal de doloroso asombro dibujada en el rostro que, a ver en el espejo su imagen, hubiera tenido miedo de sí mismo.
Pilar estaba con la cabeza apoyada en el respaldo de la butaca, con los brazos laxos, caídos a lo largo del cuerpo, y profundamente dormida.
Se había dormido leyendo la obra de su esposo al llegar al final del segundo acto, sin que lograra conmoverla, ni siquiera interesarla, aquel drama en que Juan imaginaba haber vertido su ser entero, el cual era reflejo de tantas ilusiones y desfallecimientos, suma de las vibraciones reunidas de todas las cuerdas de su alma; y, lo que aun era peor, base de sus esperanzas de gloria.
¡Sí! Allí estaba el drama, en el suelo, arrugadas las hojas por el golpe, abierto casualmente por donde más fuego y mayor sinceridad respiraban sus versos; mientras la agenda del gasto diario, aborrecible emblema de toda la prosa de la vida, descansaba cuidadosamente puesta sobre el tapete del velador.
Entonces Juan, callado y silencioso, como había venido, sin pararse siquiera a recoger del suelo el adorado manuscrito, se volvió al despacho oprimiendo con las manos crispadas las hojas del calendario, y dejándose caer de golpe en un sillón, agobiada el alma por el dolor, como bestia rendida a la pesadumbre de su carga, se arrojó de bruces sobre la mesa y murmuró llorando: «¡Dios mío! ¡Treinta años, treinta años! ¡La juventud perdida!»
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