PRÓLOGO: (QUE PUEDE SALTAR EL LECTOR DE NOVELAS)

«Tenía uno (hermano) casi de mi edad, que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí; juntábamonos entrambos a leer vidas de santos… Espantábanos mucho el decir en lo que leíamos que pena y gloria eran para siempre. Acaecíanos estar muchos ratos tratando desto, y gustábamos de decir muchas veces ¡para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido, me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad. De que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños, y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas poniendo unas piedrecillas, que luego se nos caían, y ansí no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa».

«Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos; como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre con muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con simpleza, que me ha valido, pues conocidamente he hallado a esta Virgen Soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí».

(Del capítulo I de la Vida de la santa Madre Teresa de Jesús, que escribió ella misma por mandado de su confesor).

«Sea Dios alabado por siempre, que tanta merced ha hecho a vuestra merced, pues le ha dado mujer, con quien pueda tener mucho descanso. Sea mucho de enhorabuena, que harto consuelo es para mí pensar que le tiene. A la señora doña María beso siempre las manos muchas veces; aquí tiene una capellana y muchas. Harto quisiéramos poderla gozar; mas si había de ser con los trabajos que por acá hay, más quiero que tenga allá sosiego, que verla acá padecer».

(De una carta que desde Ávila, a 15 de diciembre de 1581, dirigió la santa Madre, y Tía, Teresa de Jesús, a su sobrino don Lorenzo de Cepeda, que estaba en Indias, en el Perú, donde se casó con doña María de Hinojosa, que es la señora doña María de que se habla en ella).

En el capítulo II de la misma susomentada Vida, se dice de la santa Madre Teresa de Jesús que era moza «aficionada a leer libros de caballerías» —los suyos lo son, a lo divino— y en uno de los sonetos, de nuestro Rosario de ellos, la hemos llamado:

Quijotesa

a lo divino, que dejó asentada

nuestra España inmortal, cuya es la empresa:

«sólo existe lo eterno; ¡Dios o nada!»

Lo que acaso alguien crea que diferencia a santa Teresa de Don Quijote, es que este, el Caballero —y tío, tío de su inmortal sobrina—, se puso en ridículo y fue el ludibrio y juguete de padres y madres, de zánganos y de reinas; pero ¿es que santa Teresa escapó al ridículo? ¿Es que no se burlaron de ella? ¿Es que no se estima hoy por muchos quijotesco, o sea ridículo, su instituto, y aventurera, de caballería andante, su obra y su vida?

No crea el lector, por lo que precede, que el relato que se sigue y va a leer es, en modo alguno, un comentario a la vida de la santa española. ¡No, nada de esto! Ni pensábamos en Teresa de Jesús al emprenderlo y desarrollarlo; ni en Don Quijote. Ha sido después de haberlo terminado, cuando aun para nuestro ánimo, que lo concibió, resultó una novedad este parangón, cuando hemos descubierto las raíces de este relato novelesco. Nos fue oculto su más hondo sentido al emprenderlo. No hemos visto sino después, al hacer sobre él examen de conciencia de autor, sus raíces teresianas y quijotescas. Que son una misma raíz.

¿Es acaso este un libro de caballerías? Como el lector quiera tomarlo… Tal vez a alguno pueda parecerle una novela hagiográfica, de vida de santos. Es, de todos modos, una novela, podemos asegurarlo.

No se nos ocurrió a nosotros, sino que fue cosa de un amigo, francés por más señas, el notar que la inspiración —¡perdón!— de nuestra nivola Niebla era de la misma raíz que la de La vida es sueño, de Calderón. Mas en este otro caso ha sido cosa nuestra el descubrir, después de concluida esta novela que tienes a la vista, lector, sus raíces quijotescas y teresianas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que lo que aquí se cuenta no haya podido pasar fuera de España.

Antes de terminar este prólogo queremos hacer otra observación, que le podrá parecer a alguien quizá sutileza de lingüista y filólogo, y no lo es sino de psicología. Aunque ¿es la psicología algo más que lingüística y filología?

La observación es que así como tenemos la palabra paternal y paternidad que derivan de pater, padre, y maternal y rnaternidad, de mater, madre, y no es lo mismo, ni mucho menos, lo paternal y lo maternal, ni la paternidad y la maternidad, es extraño que junto a fraternal y fraternidad, de frater, hermano, no tengamos sororal y sororidad, de soror, hermana. En latín hay sorius, a, um, lo de la hermana, y el verbo sororiare, crecer por igual y juntamente.

Se nos dirá que la sororidad equivaldría a la fraternidad, mas no lo creemos así. Como si en latín tuviese la hija un apelativo de raíz distinta que el de hijo, valdría la pena de distinguir entre las dos filialidades.

Sororidad fue la de la admirable Antígona, esta santa del paganismo helénico, la hija de Edipo, que sufrió martirio por amor a su hermano Polinices, y por confesar su fe de que las leyes eternas de la conciencia, las que rigen en el eterno mundo de los muertos, en el mundo de la inmortalidad, no son las que forjan los déspotas y tiranos de la tierra, como era Creonte.

Cuando en la tragedia sofocleana Creonte le acusa a su sobrina Antígona de haber faltado a la ley, al mandato regio, rindiendo servicio fúnebre a su hermano, el fratricida, hay entre aquéllos este duelo de palabras:

«A.— No es nada feo honrar a los de la misma entraña.
»Cr.— ¿No era de tu sangre también el que murió contra él?
»A.— De la misma, por madre y padre…
»Cr.— ¿Y cómo rindes a este un honor impío?
»A.— No diría eso el muerto…
»Cr.— Pero es que le honras igual que al impío…
»A.— No murió su siervo, sino su hermano.
»Cr.— Asolando esta tierra, y el otro defendiéndola…
»A.— El otro mundo, sin embargo gusta de igualdad ante la ley.
»Cr.— ¿Cómo ha de ser igual para el vil que para el noble?
»A.— Quién sabe si estas máximas son santas allí abajo…».
(Antígona, versos 511-521).

¿Es que acaso lo que a Antígona le permitió descubrir esa ley eterna, apareciendo a los ojos de los ciudadanos de Tebas y de Creonte, su tío, como una anarquista, no fue el que era, por terrible decreto del Hado, hermana carnal de su propio padre, Edipo? Con el que había ejercido oficio de sororidad también.

El acto sororio de Antígona dando tierra al cadáver insepulto de su hermano y librándolo así del furor regio de su tío Creonte, parecióle a este un acto de anarquista. «¡No hay mal mayor que el de la anarquía!», declaraba el tirano. (Antígona, verso 672). ¿Anarquía? ¿Civilización?

Antígona, la anarquista según su tío, el tirano Creonte, modelo de virilidad, pero no de humanidad; Antígona, hermana de su padre Edipo y, por lo tanto, tía de su hermano Polinices, representa acaso la domesticidad religiosa, la religión doméstica, la del hogar, frente a la civilidad política y tiránica, a la tiranía civil, y acaso también la domesticación frente a la civilización. Aunque ¿es posible civilizarse sin haberse domesticado antes? ¿Caben civilidad y civilización donde no tienen como cimientos domesticidad y domesticación?

Hablamos de patrias y sobre ellas de fraternidad universal, pero no es una sutileza lingüística el sostener que no pueden prosperar sino sobre matrias y sororidad. Y habrá barbarie de guerras devastadoras, y otros estragos, mientras sean los zánganos, que revolotean en torno de la reina para fecundar y devorar la miel que no hicieron, los que rijan las colmenas.

¿Guerras? El primer acto guerrero fue, según lo que llamamos Historia Sagrada, la de la Biblia, el asesinato de Abel por su hermano Caín. Fue una muerte fraternal, entre hermanos; el primer acto de fraternidad. Y dice el Génesis que fue Caín, el fratricida, el que primero edificó una ciudad, a la que llamó del nombre de su hijo —habido en una hermana— Henoc. (Gén., IV, 17). Y en aqueIla ciudad, polis, debió empezar la vida civil, política, la civilidad y la civilización. Obra, como se ve, del fratricida. Y cuando siglos más tarde, nuestro Lucano, español, llamó a las guerras entre César y Pompeyo plusquam civilia, más que civiles —lo dice en el primer verso de su Pharsalia— quiere decir fraternales. Las guerras más que civiles son las fraternales.

Aristóteles le llamó al hombre zoon politicon, esto es, animal civil o ciudadano —no político, que esto es no traducir— animal que tiende a vivir en ciudades, en mazorcas de casas estadizas, arraigadas en tierra por cimientos, y ese es el hombre y, sobre todo, el varón. Animal civil, urbano, fraternal y… fratricida—. Pero ese animal civil, ¿no ha de depurarse por acción doméstica? Y el hogar, el verdadero hogar, ¿no ha de encontrarse lo mismo en la tienda del pastor errante que se planta al azar de los caminos? Y Antígona acompañó a su padre, ciego y errante, por los senderos del desierto, hasta que desapareció en Colono. ¡Pobre civilidad, fraternal, cainita, si no hubiera la domesticidad sororia!…

Va, pues, el fundamento de la civilidad, la domesticidad, de mano en mano, de hermanas, de tías. O de esposas de espíritu, castísimas, como aquella Abisag, la sunamita de que se nos habla en el capítulo I del libro I de los Reyes, aquella doncella que le llevaron al viejo rey David, ya cercano a su muerte, para que le mantuviese en la puesta de su vida, abrigándole y calentándole en la cama, mientras dormía. Y Abisag le sacrificó su maternidad, permaneció virgen por él —pues David no la conoció— y fue causa de que más luego Salomón, el hijo del pecado de David con la adúltera Betsabé, hiciese matar a Adonías, su hermanastro, hijo de David y de Hagit, porque pretendió para mujer a Abisag, la última reina con David, pensando así heredar a este su reino.

Pero a esta Abisag y a su suerte y a su sentido pensamos dedicar todo un libro que no será precisamente una novela. Ni una nivola.

Y ahora el lector que ha leído este prólogo —que no es necesario para inteligencia en lo que sigue— puede pasar a hacer conocimiento con la tía Tula, que si supo de santa Teresa y de Don Quijote, acaso no supo ni de Antígona la griega ni de Abisag la israelita.

En mi novela Abel Sánchez intenté escarbar en ciertos sótanos y escondrijos del corazón, en ciertas catacumbas del alma, adonde no gustan descender los más de los mortales. Creen que en esas catacumbas hay muertos, a los que lo mejor es no visitar, y esos muertos, sin embargo, nos gobiernan. Es la herencia de Caín. Y aquí, en esta novela, he intentado escarbar en otros sótanos y escondrijos. Y como no ha faltado quien me haya dicho que aquello era inhumano, no faltará quien me lo diga, aunque en otro sentido, de esto. Aquello pareció a alguien inhumano por viril, por fraternal; esto lo parecerá acaso por femenil, por sororio. Sin que quepa negar que el varón hereda feminidad de su madre y la mujer virilidad de su padre. ¿O es que el zángano no tiene algo de abeja y la abeja de zángano? O hay, si se quiere, abejos y zánganas.

Y nada más, que no debo hacer una novela sobre otra novela.

En Salamanca, ciudad, en el día de los Desposorios de Nuestra Señora del año de gracia milésimo novecentésimo y vigésimo.

I

Era a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con ella, a quien ceñían aquellas ansiosas miradas que les enderezaba Ramiro. O, por lo menos, así lo creían ambos, Ramiro y Rosa, al atraerse el uno al otro.

Formaban las dos hermanas, siempre juntas, aunque no por eso unidas siempre, una pareja al parecer indisoluble, y como un solo valor. Era la hermosura espléndida y algún tanto provocativa de Rosa, flor de carne que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento, la que llevaba de primera vez las miradas a la pareja; pero eran luego los ojos tenaces de Gertrudis los que sujetaban a los ojos que se habían fijado en ellos y los que a la par les ponían raya. Hubo quien al verlas pasar preparó algún chicoleo un poco más subido de tono; mas tuvo que contenerse al tropezar con el reproche de aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban mudamente de seriedad. «Con esta pareja no se juega», parecía decir con sus miradas silenciosas.

Y bien miradas y de cerca aún despertaba más Gertrudis el ansia de goce. Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y toda luz la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas.

Pero Ramiro, que llevaba el alma toda a flor de los ojos, no creyó ver más que a Rosa, y a Rosa se dirigió desde luego.

—¿Sabes que me ha escrito? —le dijo esta a su hermana.

—Sí, vi la carta.

—¿Cómo? ¿Que la viste? ¿Es que me espías?

—¿Podía dejar de haberla visto? No, yo no espío nunca, ya lo sabes, y has dicho eso no más que por decirlo…

—Tienes razón, Tula; perdónamelo.

—Sí, una vez más, porque tú eres así. Yo no espío, pero tampoco oculto nunca nada. Vi la carta.

—Ya lo sé; ya lo sé…

—He visto la carta y la esperaba.

—Y bien, ¿qué te parece —de Ramiro?

—No le conozco.

—Pero no hace falta conocer a un hombre para decir lo que le parece a una de él.

—A mí, sí.

—Pero lo que se ve, lo que está a la vista…

—Ni de eso puedo juzgar sin conocerle.

—¿Es que no tienes ojos en la cara?

—Acaso no los tenga así …; ya sabes que soy corta de vista.

—¡Pretextos! Pues mira, chica, es un guapo mozo.

—Así parece.

—Y simpático.

—Con que te lo sea a ti, basta.

—Pero ¿es que crees que le he dicho ya que sí?

—Sé que se lo dirás al cabo, y basta.

—No importa; hay que hacerle esperar y hasta rabiar un poco…

—¿Para qué?

—Hay que hacerse valer.

—Así no te haces valer, Rosa; y ese coqueteo es cosa muy fea.

—De modo que tú…

—A mí no se me ha dirigido.

—¿Y si se hubiera dirigido a ti?

—No sirve preguntar cosas sin sustancia.

—Pero tú, si a ti se te dirige, ¿qué le habrías contestado?

—Yo no he dicho que me parece un guapo mozo y que es simpático, y por eso me habría puesto a estudiarle…

—Y entretanto si iba a otra…

—Es lo más probable.

—Pues así, hija, ya puedes prepararte…

—Sí, a ser tía.

—¿Cómo tía?

—Tía de tus hijos, Rosa.

—¡Eh, qué cosas tienes! —y se quebró la voz.

—Vamos, Rosita, no te pongas así, y perdóname —le dijo dándole un beso.

—Pero si vuelves…

—¡No, no volveré!

—Y bien, ¿qué le digo?

—¡Dile que sí!

—Pero pensará que soy demasiado fácil…

—¡Entonces dile que no!

—Pero es que…

—Sí, que te parece un guapo mozo y simpático. Dile, pues, que sí y no andes con más coqueterías, que eso es feo. Dile que sí. Después de todo, no es fácil que se te presente mejor partido. Ramiro está muy bien, es hijo solo…

—Yo no he hablado de eso.

—Pero yo hablo de ello, Rosa, y es igual.

—¿Y no dirán, Tula, que tengo ganas de novio?

—Y dirán bien.

—¿Otra vez, Tula?

—Y ciento. Tienes ganas de novio y es natural que las tengas. ¿Para qué si no te hizo Dios tan guapa?

—¡Guasitas no! ,

—Ya sabes que yo no me guaseo. Parézcanos bien o mal, nuestra carrera es el matrimonio o el convento; tú no tienes vocación de monja; Dios te hizo para el mundo y el hogar…, vamos, para madre de familia… No vas a quedarte a vestir imágenes. Dile, pues, que sí.

—¿Y tú?

—¿Cómo yo?

—Que tú, luego…

—A mí déjame.

Al día siguiente de estas palabras estaban ya en lo que se llaman relaciones amorosas Rosa y Ramiro.

Lo que empezó a cuajar la soledad de Gertrudis.

Vivían las dos hermanas, huérfanas de padre y madre desde muy niñas, con un tío materno, sacerdote, que no las mantenía, pues ellas disfrutaban de un pequeño patrimonio que les permitía sostenerse en la holgura de la modestia, pero les daba buenos consejos a la hora de comer, en la mesa, dejándolas, por lo demás, a la guía de su buen natural. Los buenos consejos eran consejos de libros, los mismos que le servían a don Primitivo para formar sus escasos sermones.

«Además —se decía a sí mismo con muy buen acierto don Primitivo—, ¿para qué me voy a meter en sus inclinaciones y sentimientos íntimos? Lo mejor es no hablarlas mucho de eso, que se les abre demasiado los ojos. Aunque… ¿abrirles? ¡Bah!, bien abiertos los tienen, sobre todo las mujeres. Nosotros los hombres no sabemos una palabra de esas cosas. Y los curas, menos. Todo lo que nos dicen los libros son pataratas. ¡Y luego, me mete un miedo esa Tulilla…! Delante de ella no me atrevo…, no me atrevo… ¡Tiene unas preguntas la mocita! Y cuando me mira tan seria, tan seria…, con esos ojazos tristes —los de mi hermana, los de mi madre. ¡Dios las tenga en su santa gloria!—. ¡Esos ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón…! Muy serios, sí, pero riéndose con el rabillo. Parecen decirme: "¡No diga usted más bobadas, tío!" ¡El demonio de la chiquilla! ¡Todavía me acuerdo el día en que se empeñó en ir, con su hermana, a oírme aquel sermoncete; el rato que pasé, Jesús Santo! ¡Todo se me volvía apartar mis ojos de ella por no cortarme; pero nada, ella tirando de los míos! Lo mismo, lo mismito me pasaba con su santa madre, mi hermana, y con mi santa madre, Dios las tenga en su gloria. Jamás pude predicar a mis anchas delante de ellas, y por eso les tenía dicho que no fuesen a oírme. Madre iba, pero iba a hurtadillas, sin decírmelo, y se ponía detrás de la columna, donde yo no la viera, y luego no me decía nada de mi sermón. Y lo mismo hacía mi hermana. Pero yo sé lo que esta pensaba, aunque tan cristiana, lo sé. "¡Bobadas de hombres!" Y lo mismo piensa esta mocita, estoy de ello seguro. No, no, ¿delante de ella predicar? ¿Yo? ¿Darle consejos? Una vez se le escapó lo de ¡bobadas de hombres!, y no dirigiéndose a mí, no; pero yo le entiendo…».

El pobre señor tenía un profundísimo respeto, mezclado de admiración, por su sobrina Gertrudis. Tenía el sentimiento de que la sabiduría iba en su linaje por vía femenina, que su madre había sido la providencia inteligente de la casa en que se crio, que su hermana lo había sido en la suya, tan breve. Y en cuanto a su otra sobrina, a Rosa, le bastaba para protección y guía con su hermana. «Pero qué hermosa la ha hecho Dios, Dios sea alabado —se decía—; esta chica o hace un gran matrimonio, con quien ella quiera, o no tienen los mozos de hoy ojos en la cara».

Y un día fue Gertrudis la que, después que Rosa se levantó de la mesa fingiendo sentirse algo indispuesta, al quedarse a solas con su tío, le dijo:

—Tengo que decirle a usted, tío, una cosa muy grave.

—Muy grave…, muy grave… —y el pobre señor se azaró, creyendo observar que los rabillos de los ojazos tan serios de su sobrina reían maliciosamente.

—Sí, muy grave.

—Bueno, pues desembucha, hija, que aquí estamos los dos para tomar un consejo.

—El caso es que Rosa tiene ya novio.

—¿Y no es más que eso?

—Pero novio formal, ¿eh?, tío.

—Vamos, sí, para que yo los case.

—¡Naturalmente!

—Y a ti, ¿qué te parece de él?

—Aún no ha preguntado usted quién es…

—¿Y qué más da, si yo apenas conozco a nadie? A ti, ¿qué te parece de él?, contesta.

—Pues tampoco yo le conozco.

—Pero ¿no sabes quién es, tú?

—Sí, sé cómo se llama y de qué familia es y…

—¡Basta! ¿Qué te parece?

—Que es un buen partido para Rosa y que se querrán.

—Pero ¿es que no se quieren ya?

—Pero ¿cree usted, tío, que pueden empezar queriéndose?

—Pues así dicen, chiquilla, y hasta que eso viene como un rayo…

—Son decires, tío.

—Así será; basta que tú lo digas.

—Ramiro…, Ramiro Cuadrado…

—Pero ¿es el hijo de doña Venancia, la viuda? ¡Acabáramos! No hay más que hablar.

—A Ramiro, tío, se le ha metido Rosa por los ojos y cree estar enamorado de ella…

—Y lo estará, Tulilla, lo estará…

—Eso digo yo, tío, que lo estará. Porque como es hombre de vergüenza y de palabra, acabará por cobrar cariño a aquella con la que se ha comprometido ya. No le creo hombre de volver atrás.

—¿Y ella?

—¿Quién? ¿Mi hermana? A ella le pasará lo mismo.

—Sabes más que san Agustín, hija.

—Esto no se aprende, tío.

—¡Pues que se casen, los bendigo y sanseacabó!

—¡O sanseempezó! Pero hay que casarlos y pronto. Antes que él se vuelva…

—Pero ¿temes tú que él pueda volverse …?

—Yo siempre temo de los hombres, tío.

—¿Y de las mujeres no?

—Esos temores deben quedar para los hombres. Pero sin ánimo de ofender al sexo… fuerte, ¿no se dice así?, le digo que la constancia, que la fortaleza está más bien de parte nuestra…

—Si todas fueran como tú, chiquilla, lo creería así, pero…

—¿Pero qué?

—¡Que tú eres exceptional, Tulilla!

—Le he oído a usted más de una vez, tío, que las excepciones confirman la regla.

—Vamos, que me aturdes… Pues bien, los casaremos, no sea que se vuelva él… o ella…

Por los ojos de Gertrudis pasó como la sombra de una nube de borrasca, y si se hubiera podido oír el silencio habríanse oído que en las bóvedas de los sótanos de su alma resonaba como un eco repetido y que va perdiéndose a lo lejos aquello de «o ella …».

II

Pero ¿qué le pasaba a Ramiro, en relaciones ya, y en relaciones formales, con Rosa, y poco menos que entrando en la casa? ¿Qué dilaciones y qué frialdades eran aquéllas?

—Mira, Tula, yo no le entiendo; cada vez le entiendo menos. Parece que está siempre distraído y como si estuviese pensando en otra cosa —o en otra persona, ¡quién sabe!— o temiendo que alguien nos vaya a sorprender de pronto. Y cuando le tiro algún avance y le hablo, así como quien no quiere la cosa, del fin que deben tener nuestras relaciones, hace como que no oye y como si estuviera atendiendo a otra…

—Es porque le hablas como quien no quiere la cosa. Háblale como quien la quiere…

—¡Eso es, y que piense que tengo prisa por casarme!

—¡Pues que lo piense! ¿No es acaso así?

—Pero ¿crees tú, Tula, que yo estoy rabiando por casarme?

—¿Le quieres?

—Eso nada tiene que ver…

—¿Le quieres, di?

—Pues mira…

—¡Pues mira, no! ¿Le quieres? ¡Sí o no!

Rosa bajó la frente con los ojos, arrebolóse toda y llorándole la voz tartamudeó:

—Tienes unas cosas, Tula; ¡pareces un confesor!

Gertrudis tomó la mano de su hermana, con otra le hizo levantar la frente, le clavó los ojos en los ojos y le dijo:

—Vivimos solas, hermana…

—¿Y el tío?

—Vivimos solas, te he dicho. Las mujeres vivimos siempre solas. El pobre tío es un santo, pero un santo de libro, y aunque cura, al fin y al cabo hombre.

—Pero confiesa…

—Acaso por eso sabe menos. Además, se le olvida. Y así debe ser. Vivimos solas, te he dicho. Y ahora lo que debes hacer es confesarte aquí, pero confesarte a ti misma. ¿Le quieres?, repito.

La pobre Rosa se echó a llorar.

—¿Le quieres? —sonó la voz implacable.

Y Rosa llegó a fingirse que aquella pregunta, en una voz pastosa y solemne y que parecía venir de las lontananzas de la vida común de la pureza, era su propia voz, era acaso la de su madre común.

—Sí, creo que le querré… mucho…, mucho… —exclamó en voz baja y sollozando.

—¡Sí, le querrás mucho y él te querrá más aún!

—¿Y cómo lo sabes?

—Yo sé que te querrá.

—Entonces, ¿por qué está distraído?, ¿por qué rehúye el que abordemos lo del casorio?

—¡Yo le hablaré de eso, Rosa, déjalo de mi cuenta!

—¿Tú?

—¡Yo, sí! ¿Tiene algo de extraño?

—Pero…

—A mí no puede cohibirme el temor que a ti te cohíbe.

—Pero dirá que rabio por casarme.

—¡No, no dirá eso! Dirá, si quiere, que es a mí a quien me conviene que tú te cases para facilitar así el que se me pretenda o para quedarme a mandar aquí sola; y las dos cosas son, como sabes, dos disparates. Dirá lo que quiera, pero yo me las arreglaré.

Rosa cayó en brazos de su hermana, que le dijo al oído:

—Y luego, tienes que quererle mucho, ¿eh?

—¿Y por qué me dices tú eso, Tula?

—Porque es tu deber.

Y al otro día, al ir Ramiro a visitar a su novia, encontróse con la otra, con la hermana. Demudósele el semblante y se le vio vacilar. La seriedad de aquellos serenos ojazos de luto le concentró la sangre toda en el corazón.

—¿Y Rosa? —preguntó sin oírse.

—Rosa ha salido y soy yo quien tengo ahora que hablarte.

—¿Tú? —dijo con labios que le temblaban.

—¡Sí, yo!

—¡Grave te pones, chica! —y se esforzó en reírse.

—Nací con esa gravedad encima, dicen. El tío asegura que la heredé de mi madre, su hermana, y de mi abuela, su madre. No lo sé, ni me importa. Lo que sí sé es que me gustan las cosas sencillas y derechas y sin engaño.

—¿Por qué lo dices, Tula?

—¿Y por qué rehúyes hablar de vuestro casamiento a mi hermana? Vamos, dímelo, ¿por qué?

El pobre mozo inclinó la frente arrebolada de vergüenza. Sentíase herido por un golpe inesperado.

—Tú le pediste relaciones con buen fin, como dicen los inocentes.

—¡Tula!

—¡Nada de Tula! Tú te pusiste con ella en relaciones para hacerla tu mujer y madre de tus hijos…

—¡Pero qué de prisa vas…! —y volvió a esforzarse en reírse.

—Es que hay que ir de prisa, porque la vida es corta.

—¡La vida es corta!, ¡y lo dice a los veintidós años!

—Más corta aún. Pues bien, ¿piensas casarte con Rosa, sí o no?

—¡Pues qué duda cabe! —y al decirlo le temblaba el cuerpo todo.

—Pues si piensas casarte con ella, ¿por qué diferirlo así?

—Somos aún jóvenes…

—¡Mejor!

—Tenemos que probarnos…

—¿Qué, qué es eso?, ¿qué es eso de probaros? ¿Crees que la conocerás mejor dentro de un año? Peor, mucho peor…

—Y si luego…

—¡No pensaste en eso al pedir la entrada aquí!

—Pero, Tula…

—¡Nada de Tula! ¿La quieres, sí o no?

—¿Puedes dudarlo, Tula?

—¡Te he dicho que nada de Tula! ¿La quieres?

—¡Claro que la quiero!

—Pues la querrás más todavía. Será una buena mujer para ti. Haréis un buen matrimonio.

—Y con tu consejo…

—Nada de consejo. ¡Yo haré una buena tía, y basta!

Ramiro pareció luchar un breve rato consigo mismo y como si buscase algo, y al cabo, con un gesto de desesperada resolución, exclamó:

—¡Pues bien, Gertrudis, quiero decirte toda la verdad!

—No tienes que decirme más verdad —le atajó severamente—; me has dicho que quieres a Rosa y que estás resuelto a casarte con ella; todo lo demás de la verdad es a ella a quien se la tienes que decir luego que os caséis.

—Pero hay cosas…

—No, no hay cosas que no se deban decir a la mujer…

—¡Pero, Tula!

—Nada de Tula, te he dicho. Si la quieres, a casarte con ella, y si no la quieres, estás de más en esta casa.

Estas palabras le brotaron de los labios fríos y mientras se le paraba el corazón. Siguió a ellas un silencio de hielo, y durante él la sangre, antes represada y ahora suelta, le encendió la cara a la hermana. Y entonces, en el silencio agorero, podía oírsele el galope trepidante del corazón.

Al siguiente día se fijaba el de la boda.

III

Don Primitivo autorizó y bendijo la boda de Ramiro con Rosa. Y nadie estuvo en ella más alegre que lo estuvo Gertrudis. A tal punto, que su alegría sorprendió a cuantos la conocían, sin que faltara quien creyese que tenía muy poco de natural.

Fuéronse a su casa los recién casados, y Rosa reclamaba a ella de continuo la presencia de su hermana. Gertrudis le replicaba que a los novios les convenía soledad.

—Pero si es al contrario, hija, si nunca he sentido más tu falta; ahora es cuando comprendo lo que te quería.

Y poníase a abrazarla y besuquearla.

—Sí, sí —le replicaba Gertrudis sonriendo gravemente—; vuestra felicidad necesita de testigos; se os acrecienta la dicha sabiendo que otros se dan cuenta de ella.

Íbase, pues, de cuando en cuando a hacerles compañía; a comer con ellos alguna vez. Su hermana le hacía las más ostentosas demostraciones de cariño, y luego a su marido que, por su parte, aparecía como avergonzado ante su cuñada.

—Mira —llegó a decirle una vez Gertrudis a su hermana ante aquellas señales—, no te pongas así, tan babosa. No parece sino que has inventado lo del matrimonio.

Un día vio un perrito en la casa.

—Y esto ¿qué es?

—Un perro, chica, ¿no lo ves?

—¿Y cómo ha venido?

—Lo encontré ahí, en la calle, abandonado y medio muerto; me dio lástima, le traje, le di de comer, le curé y aquí le tengo —y lo acariciaba en su regazo y le daba besos en el hocico.

—Pues mira, Rosa, me parece que debes regalar el perrito, porque el que le mates me parece una crueldad.

—¿Regalarle? Y ¿por qué? Mira, Tití —y al decirlo apechugaba contra su seno al animalito—, me dicen que te eche. ¿Adónde irás tú, pobrecito?

—Vamos, vamos, no seas chiquilla y no lo tomes así. ¿A que tu marido es de mi opinión?

—¡Claro, en cuanto se lo digas! Como tú eres la sabia…

—Déjate de esas cosas y deja al perro.

—Pero ¿qué? ¿Crees que tendrá Ramiro celos?

—Nunca creí, Rosa, que el matrimonio pudiese entontecer así.

Cuando llegó Ramiro y se enteró de la pequeña disputa por lo del perro, no se atrevió a dar la razón ni a la una ni a la otra, declarando que la cosa no tenía importancia.

—No, nada la tiene y lo tiene todo, según —dijo Gertrudis—. Pero en eso hay algo de chiquillada, y aún más. Serás capaz, Rosa, de haberte traído aquella pepona que guardas desde que nos dieron dos, una a ti y a mí otra, siendo niñas, y serás capaz de haberla puesto ocupando su silla…

—Exacto; allí está, en la sala, con su mejor traje, ocupando toda una silla de respeto. ¿La quieres ver?

—Así es —asintió Ramiro.

—Bueno, ya la quitarás de allí…

—Quia, hija, la guardaré…

—Sí, para juguete de tus hijas…

—¡Qué cosas se te ocurren, Tula…! —y se arreboló.

—No, es a ti a quien se te ocurren cosas como la del perro.

—Y tú —exclamó Rosa, tratando de desasirse de aquella inquisitoria que le molestaba—, ¿no tienes también tu pepona? ¿La has dado, o deshecho acaso?

—No —respondióle resueltamente su hermana—, pero la tengo guardada.

—¡Y tan guardada que no se la he podido descubrir nunca…!

—Es que Gertrudis la guarda para sí sola —dijo Ramiro sin saber lo que decía.

—Dios sabe para qué la guardo. Es un talismán de mi niñez.

El que iba poco, poquísimo, por casa del nuevo matrimonio era el bueno de don Primitivo. «El onceno no estorbar», decía.

Corrían los días, todos iguales, en una y otra casa. Gertrudis se había propuesto visitar lo menos posible a su hermana, pero esta venía a buscarla en cuanto pasaba un par de días sin que se viesen. «¿Pero qué, estás mala, chica? ¿O te sigue estorbando el perro? Porque si es así, mira, le echaré. ¿Por qué me dejas así, sola?».

—¿Sola, Rosa? ¿Sola? ¿Y tu marido?

—Pero él se tiene que ir a sus asuntos…

—O los inventa…

—¿Qué, es que crees que me deja aposta? ¿Es que sabes algo? ¡Dilo, Tula, por lo que más quieras, por nuestra madre, dímelo!

—No; es que os aburrís de vuestra felicidad y de vuestra soledad. Ya le echarás el perro o si no te darán antojos, y será peor.

—No digas esas cosas.

—Te darán antojos —replicó con más firmeza.

Y cuando al fin fue un día a decirle que había regalado el perrito, Gertrudis, sonriendo gravemente y acariciándola como a una niña, le preguntó al oído: «Por miedo a los antojos, ¿eh?». Y al oír en respuesta un susurrado «¡sí!» , abrazó a su hermana con una efusión de que esta no la creía capaz.

—Ahora va de veras, Rosa; ahora no os aburriréis de la felicidad ni de la soledad y tendrá varios asuntos tu marido. Esto era lo que os faltaba…

—Y acaso lo que te faltaba… ¿No es así, hermanita?

—¿Y a ti quién te ha dicho eso?

—Mira, aunque soy tan tonta, como he vivido siempre contigo…

—¡Bueno, déjate de bromas!

Y desde entonces empezó Gertrudis a frecuentar más la casa de su hermana.

IV

En el parto de Rosa, que fue durísimo, nadie estuvo más serena y valerosa que Gertrudis. Creeríase que era una veterana en asistir a trances tales. Llegó a haber peligro de muerte para la madre o la cría que hubiera de salir, y el médico llegó a hablar de sacársela viva o muerta.

—¿Muerta? —exclamó Gertrudis—; ¡eso sí que no!

—¿Pero no ve usted —exclamó el médico— que aunque se muera el crío queda la madre para hacer otros, mientras que si se muere ella no es lo mismo?

Pasó rápidamente por el magín de Gertrudis replicarle que quedaban otras madres, pero se contuvo e insistió:

—Muerta, ¡no!, ¡nunca! Y hay, además, que salvar un alma.

La pobre parturienta ni se enteraba de cosa alguna. Hasta que, rendida al combate, dio a luz un niño.

Recogiólo Gertrudis con avidez, y como si nunca hubiera hecho otra cosa, lo lavó y envolvió en sus pañales.

—Es usted comadrona de nacimiento —le dijo el médico.

Tomó la criaturita y se la llevó a su padre, que en un rincón, aterrado y como contrito de una falta, aguardaba la noticia de la muerte de su mujer.

—¡Aquí tienes tu primer hijo, Ramiro; mírale qué hermoso!

Pero al levantar la vista el padre, libre del peso de su angustia, no vio sino los ojazos de su cuñada, que irradiaban una luz nueva, más negra, pero más brillante que la de antes. Y al ir a besar a aquel rollo de carne que le presentaban como su hijo, rozó su mejilla, encendida, con la de Gertrudis.

—Ahora —le dijo tranquilamente esta— ve a dar las gracias a tu mujer, a pedirle perdón y a animarla.

—¿A pedirle perdón?

—Sí, a pedirle perdón.

—¿Y por qué?

—Yo me entiendo y ella te entenderá. Y en cuanto a este —y al decirlo apretábalo contra su seno palpitante— corre ya de mi cuenta, y a poco he de poder o haré de él un hombre.

La casa le daba vueltas en derredor a Ramiro. Y del fondo de su alma salíale una voz diciendo: «¿Cuál es la madre?».

Poco después ponía Gertrudis cuidadosamente el niño al lado de la madre, que parecía dormir extenuada y con la cara blanca como la nieve. Pero Rosa entreabrió los ojos y se encontró con los de su hermana. Al ver a esta, una corriente de ánimo recorrió el cuerpo todo victorioso de la nueva madre.

—¡Tula! —gimió.

—Aquí estoy, Rosa, aquí estaré. Ahora descansa. Cuando sea, le das de mamar a este crío para que se calle. De todo lo demás no te preocupes.

—Creí morirme, Tula, aun ahora me parece que sueño muerta. Y me daba tanta pena de Ramiro…

—Cállate. El médico ha dicho que no hables mucho. El pobre Ramiro estaba más muerto que tú. ¡Ahora, ánimo, y a otra!

La enferma sonrió tristemente.

—Este se llamará Ramiro, como su padre —decretó luego Gertrudis en pequeño consejo de familia—, y la otra, porque la siguiente será niña, Gertrudis como yo.

—¿Pero ya estás pensando en otra ——exclamó don Primitivo— y tu pobre hermana de por poco se queda en el trance?

—¿Y qué hacer? —replicó ella—; ¿para qué se han casado si no? ¿No es así, Ramiro? —y le clavó los ojos.

—Ahora lo que importa es que se reponga —dijo el marido sobrecogiéndose bajo aquella mirada.

—¡Bah!, de estas dolencias se repone una mujer pronto.

—Bien dice el médico, sobrina, que parece como si hubieras nacido comadrona.

—Toda mujer nace madre, tío.

Y lo dijo con tan íntima solemnidad casera, que Ramiro se sintió presa de un indefinible desasosiego y de un extraño remordimiento. «¿Querré yo a mi mujer como se merece?», se decía.

—Y ahora, Ramiro —le dijo su cuñada—, ya puedes decir que tienes mujer.

Y a partir de entonces, no faltó Gertrudis un solo día de casa de su hermana. Ella era quien desnudaba y vestía y cuidaba al niño hasta que su madre pudiera hacerlo.

La cual se repuso muy pronto y su hermosura se redondeó más. A la vez extremó sus ternuras para con su marido y aun llegó a culparle de que se le mostraba esquivo.

—Temí por tu vida —le dijo su marido— y estaba aterrado. Aterrado y desesperado y lleno de remordimiento.

—Remordimiento, ¿por qué?

—¡Si llegas a morirte me pego un tiro!

—¡Quia!, ¿a qué? «Cosas de hombres», que diría Tula. Pero eso ya pasó y ya sé lo que es.

—¿Y no has quedado escarmentada, Rosa?

—¿Escarmentada? —y cogiendo a su marido, echándole los brazos al cuello, apechugándole fuertemente a sí, le dijo al oído con un aliento que se lo quemaba: ¡A otra, Ramiro, a otra! ¡Ahora sí que te quiero! ¡Y aunque me mates!

Gertrudis en tanto arrullaba al niño, celosa de que no se percatase —¡inocente!— de los ardores de sus padres.

Era como una preocupación en la tía de ir sustrayendo al niño, ya desde su más tierna edad de inconsciencia, de conocer, ni en las más leves y remotas señales, el amor de que había brotado. Colgóle al cuello, desde luego, una medalla de la Santísima Virgen, de la Virgen Madre, con su Niño en brazos.

Con frecuencia, cuando veía que su hermana, la madre, se impacientaba en acallar al niño o al envolverlo en sus pañales, le decía:

—Dámelo, Rosa, dámelo, y vete a entretener a tu marido.

—Pero, Tula…

—Sí, tú tienes que atender a los dos y yo sólo a este.

—Tienes, Tula, una manera de decir las cosas…

—No seas niña, ¡ea!, que eres ya toda una señora mamá. Y da gracias a Dios que podamos así repartirnos el trabajo.

—Tula… Tula…

—Ramiro… Ramiro… Rosa.

La madre se amoscaba, pero iba a su marido.

Y así pasaba el tiempo y llegó otra cría, una niña.

V

A poco de nacer la niña encontraron un día muerto al bueno de don Primitivo. Gertrudis le amortajó después de haberle lavado —quería que fuese limpio a la tumba— con el mismo esmero con que había envuelto en pañales a sus sobrinos recién nacidos. Y a solas en el cuarto con el cuerpo del buen anciano, le lloró como no se creyera capaz de hacerlo. «Nunca habría creído que le quisiese tanto —se dijo—; era un bendito; de poco llega a hacerme creer que soy un pozo de prudencia; ¡era sencillo!».

—Fue nuestro padre —le dijo a su hermana— y jamás le oímos una palabra más alta que otra.

—¡Claro! —exclamó Rosa—; como que siempre nos dejó hacer nuestra santísima voluntad.

—Porque sabía, Rosa, que su sola presencia santificaba nuestra voluntad. Fue nuestro padre; él nos educó. Y para educarnos le bastó la transparencia de su vida, tan sencilla, tan clara…

—Es verdad, sí —dijo Rosa con los ojos henchidos de lágrimas—; como sencillo no he conocido otro.

—Nos habría sido imposible, hermana, habernos criado en un hogar más limpio que este.

—¿Qué quieres decir con eso, Tula?

—Él nos llenó la vida casi silenciosamente, casi sin decirnos palabra, con el culto de la Santísima Virgen Madre y con el culto también de nuestra madre, su hermana, y de nuestra abuela, su madre. ¿Te acuerdas cuando por las noches nos hacía rezar el rosario, cómo le cambiaba la voz al llegar a aquel padrenuestro y avemaría por el eterno descanso del alma de nuestra madre, y luego aquellos otros por el de su madre, nuestra abuela, a las que no conocimos? En aquel rosario nos daba madre y en aquel rosario te enseñó a serlo.

—¡Y a ti, Tula, a ti! —exclamó entre sollozòs Rosa.

—¿A mí?

—¡A ti, sí, a ti! ¿Quién, si no, es la verdadera madre de mis hijos?

—Deja ahora eso. Y ahí le tienes, un santo silencioso. Me han dicho que las pobres beatas lloraban algunas veces al oírle predicar sin percibir ni una sola de sus palabras. Y lo comprendo. Su voz sola era un consejo de serenidad amorosa. ¡Y ahora, Rosa, el rosario!

Arrodilláronse las dos hermanas al pie del lecho mortuorio de su tío y rezaron el mismo rosario que con él habían rezado durante tantos años, con dos padrenuestros y avemarías por el eterno descanso de las almas de su madre y de la del que yacía allí muerto, a que añadieron otro padrenuestro y otra avemaría por el alma del recién bienaventurado. Y las lenguas de manso y dulce fuego de los dos cirios que ardían a un lado y otro del cadáver, haciendo brillar su frente, tan blanca como la cera de ellos, parecían, vibrando al compás del rezo, acompañar en sus oraciones a las dos hermanas. Una paz entrañable irradiaba de aquella muerte. Levantáronse del suelo las dos hermanas, la pareja; besaron, primero Gertrudis y Rosa después, la frente cérea del anciano y abrazáronse luego con los ojos ya enjutos.

—Y ahora —le dijo Gertrudis a su hermana al oído— a querer mucho a tu marido, a hacerle dichoso y… ¡a darnos muchos hijos!

—Y ahora —le respondió Rosa— te vendrás a vivir con nosotros, por supuesto.

—¡No, eso no! —exclamó súbitamente la otra.

—¿Cómo que no? Y lo dices de un modo…

—Sí, sí, hermana; perdóname la viveza, perdónamela, ¿me la perdonas? —e hizo mención, ante el cadáver, de volver a arrodillarse.

—Vaya, no te pongas así, Tula, que no es para tanto. Tienes unos prontos…

—Es verdad, pero me los perdonas, ¿no es verdad, Rosa?, me los perdonas.

—Eso ni se pregunta. Pero te vendrás con nosotros…

—No insistas, Rosa, no insistas…

—¿Qué? ¿No te vendrás? Dejarás a tus sobrinos, más bien tus hijos casi…

—Pero si no los he dejado un día…

—¿Te vendrás?

—Lo pensaré, Rosa, lo pensaré…

—Bueno, pues no insisto.

Pero a los pocos días insistió, y Gertrudis se defendía.

—No, no; no quiero estorbaros…

—¿Estorbamos? ¿Qué dices, Tula?

—Los casados casa quieren.

—¿Y no puede ser la tuya también?

—No, no; aunque tú no lo creas, yo os quitaría libertad. ¿No es así, Ramiro?

—No…, no veo… —balbuceó el marido, confuso, como casi siempre le ocurría ante la inesperada interpelación de su cuñada.

—Sí, Rosa; tu marido, aunque no lo dice, comprende que un matrimonio, y más un matrimonio joven como vosotros y en plena producción, necesita estar solo. Yo, la tía, vendré a mis horas a ir enseñando a vuestros hijos todo aquello en que no podáis ocuparos.

Y allá seguía yendo, a las veces desde muy temprano, encontrándose con el niño ya levantado, pero no así sus padres. «Cuando digo que hago yo aquí falta», se decía.

VI

Venía ya el tercer hijo al matrimonio. Rosa empezaba a quejarse de su fecundidad. «Vamos a cargamos de hijos», decía. A lo que su hermana: «¿Pues para qué os habéis casado?».

El embarazo fue molestísimo para la madre y tenía que descuidar más que antes a sus otros hijos, que así quedaban al cuidado de su tía, encantada de que se los dejasen. Y hasta consiguió llevárselos más de un día a su casa, a su solitario hogar de soltera, donde vivía con la vieja criada que fue de don Primitivo, y donde los retenía. Y los pequeñuelos se apegaban con ciego cariño a aquella mujer severa y grave.

Ramiro, malhumorado antes en los últimos meses de los embarazos de su mujer, malhumor que desasosegaba a Gertrudis, ahora lo estaba más.

—¡Qué pesado y molesto es esto! —decía.

—¿Para ti? —le preguntaba su cuñada sin levantar los ojos del sobrino o sobrina que de seguro tenía en el regazo.

—Para mí, sí. Vivo en perpetuo sobresalto, temiéndolo todo.

—¡Bah! No será al fin nada. La Naturaleza es sabia.

—Pero tantas veces va el cántaro a la fuente…

—¡Ay, hijo, todo tiene sus riesgos y todo estado sus contrariedades!

Ramiro se sobrecogía al oírse llamar hijo por su cuñada, que rehuía darle su nombre, mientras él, en cambio, se complacía en llamarla por el familiar Tula.

—¡Qué bien has hecho en no casarte, Tula!

—¿De veras? —y levantando los ojos se los clavó en los suyos.

—De veras, sí. Todo son trabajos y aun peligros…

—¿Y sabes tú acaso si no me he de casar todavía?

—Claro. ¡Lo que es por la edad!

—¿Pues por qué ha de quedar?

—Como no te veo con afición a ello…

—¿Afición a casarse? ¿Qué es eso?

—Bueno; es que…

—Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso?

—No, no es eso.

—Sí, eso es.

—Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrían faltado…

—Pero yo no puedo buscarlos. No soy hombre, y la mujer tiene que esperar y ser elegida. Y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser elegida.

—¿Qué es eso de que estáis hablando? —dijo Rosa acercándose y dejándose caer abatida en un sillón.

—Nada; discreteos de tu marido sobre las ventajas e inconvenientes del matrimonio.

—¡No hables de eso, Ramiro! Vosotros los hombres apenas sabéis de eso. Somos nosotras las que nos casamos, no vosotros.

—¡Pero, mujer!

—Anda, ven, sosténme, que apenas puedo tenerme en pie. Voy a echarme. Adiós, Tula. Ahí te los dejo.

Acercóse a ella su marido; le tomó del brazo con sus dos manos y se incorporó y levantó trabajosamente; luego, tendiéndole un brazo por el hombro, doblando su cabeza hasta casi darle en este con ella y cogiéndole con la otra mano, con la diestra de su diestra, se fue lentamente así apoyada en él y gimoteando. Gertrudis, teniendo a cada uno de sus sobrinos en sus rodillas, se quedó mirando la marcha trabajosa de su hermana, colgada de su marido como una enredadera de su rodrigón. Llenáronsele los grandes ojazos, aquellos ojos de luto, serenamente graves, gravemente serenos, de lágrimas, y apretando a su seno a los dos pequeños, apretó sus mejillas a cada una de las de ellos. Y el pequeñito, Ramirín, al ver llorar a su tía, la tita Tula, se echó a llorar también.

—Vamos, no llores; vamos a jugar.

De este tercer parto quedó quebrantadísima Rosa.

—Tengo malos presentimientos, Tula.

—No hagas caso de agüeros.

—No es agüero; es que siento que se me va la vida; he quedado sin sangre.

—Ella volverá.

—Por de pronto, ya no puedo criar este niño. Y eso de las amas, Tula, ¡eso me aterra!

Y así era, en verdad. En pocos días cambiaron tres. El padre estaba furioso y hablaba de tratarlas a latigazos. Y la madre decaía.

—¡Esto se va! —pronunció un día el médico.

Ramiro vagaba por la casa como atontado, presa de extraños remordimientos y de furias súbitas. Una tarde llegó a decir a su cuñada:

—Pero es que esta Rosa no hace nada por vivir; se le ha metido en la cabeza que tiene que morirse y ¡es claro!, se morirá. ¿Por qué no la animas y la convences a que viva?

—Eso tú, hijo; tú, su marido. Si tú no le infundes apetito de vivir, ¿quién va a infundírselo? Porque sí, no es lo peor lo débil y exangüe que está; lo peor es que no piensa sino en morirse. Ya ves, hasta los chicos la cansan pronto. Y apenas si pregunta por las cosas del alma.

Y era que la pobre Rosa vivía como en sueños, en un constante mareo, viéndolo todo como a través de una niebla.

Una tarde llamó a solas a su hermana y en frases entrecortadas, con un hilito de voz febril, le dijo cogiéndole la mano:

—Mira, Tula, yo me muero y me muero sin remedio. Ahí te dejo mis hijos, los pedazos de mi corazón, y ahí te dejo a Ramiro, que es como otro hijo. Créeme que es otro niño, un niño grande y antojadizo, pero bueno, más bueno que el pan. No me ha dado ni un solo disgusto. Ahí te los dejo, Tula.

—Descuida, Rosa; conozco mis deberes.

—Deberes… deberes…

—Sí, sé mis amores. A tus hijos no les faltará madre mientras yo viva.

—Gracias, Tula, gracias. Eso quería de ti.

—Pues no lo dudes.

—¡Es decir que mis hijos, los míos, los pedazos de mi corazón, no tendrán madrastra! .

—¿Qué quieres decir con eso, Rosa?

—Que como Ramiro volverá a pensar en casarse…, es lo natural…, tan joven… y yo sé que no podrá vivir sin mujer, lo sé… pues que…

—¿Qué quieres decir?

—Que serás tú su mujer, Tula.

—Yo no te he dicho eso, Rosa, y ahora, en este momento, no puedo, ni por piedad, mentir. Yo no te he dicho que me casaré con tu marido si tú le faltas; yo te he dicho que a tus hijos no les faltará madre…

—No, tú me has dicho que no tendrán madrastra.

—¡Pues bien, sí, no tendrán madrastra!

—Y eso no puede ser sino casándote tú con mi Ramiro, y mira, no tengo celos, no. ¡Si ha de ser de otra, que sea tuyo! Que sea tuyo. Acaso…

—¿Y por qué ha de volver a casarse?

—¡Ay, Tula, tú no conoces a los hombres! Tú no conoces a mi marido…

—No, no le conozco.

—¡Pues yo sí!

—Quién sabe…

—La pobre enferma se desvaneció.

Poco después llamaba a su marido. Y al salir este del cuarto iba desencajado y pálido como un cadáver.

La Muerte afilaba su guadaña en la piedra angular del hogar de Rosa y Ramiro, y mientras la vida de la joven madre se iba en rosario de gotas, destilando, había que andar a la busca de una nueva ama de cría para el pequeñito, que iba rindiéndose también de hambre. Y Gertrudis, dejando que su hermana se adormeciese en la cuna de una agonía lenta, no hacía sino agitarse en busca de un seno próvido para su sobrinito. Procuraba irle engañando el hambre, sosteniéndole a biberón.

—¿Y esa ama?

—¡Hasta mañana no podrá venir, señorita!

—Mira, Tula —empezó Ramiro.

—¡Déjame! ¡Déjame! ¡Vete al lado de tu mujer, que se muere de un momento a otro; vete que allí es tu puesto, y déjame con el niño!

—Pero, Tula…

—Déjame, te he dicho. Vete a verla morir; a que entre en la otra vida en tus brazos; ¡vete! ¡Déjame!

Ramiro se fue. Gertrudis tomó a su sobrinillo, que no hacía sino gemir; encerróse con él en un cuarto y sacando uno de sus pechos secos, uno de sus pechos de doncella, que arrebolado todo él le retemblaba como con fiebre. Le retemblaba por los latidos del corazón —era el derecho—, puso el botón de ese pecho en la flor sonrosada pálida de la boca del pequeñuelo. Y este gemía más estrujando entre sus pálidos labios el conmovido pezón seco.

—Un milagro, Virgen Santísima —gemía Gertrudis con los ojos velados por las lágrimas—; un milagro, y nadie lo sabrá, nadie.

Y apretaba como una loca al niño a su seno.

Oyó pasos y luego que intentaban abrir la puerta. Metióse el pecho, lo cubrió, se enjugó los ojos y salió a abrir. Era Ramiro, que le dijo:

—¡Ya acabó!

—Dios la tenga en su gloria. Y ahora, Ramiro, a cuidar de estos.

—¿A cuidar? Tú…, tú…, porque sin ti…

—Bueno; ahora a criarlos, te digo.

VII

Ahora, ahora que se había quedado viudo, era cuando Ramiro sentía todo lo que sin él siquiera sospecharlo había querido a Rosa, su mujer. Uno de sus consuelos, el mayor, era recogerse en aquella alcoba en que tanto habían vivido amándose y repasar su vida de matrimonio.

Primero el noviazgo, aquel noviazgo, aunque no muy prolongado, de lento reposo, en que Rosa parecía como que le hurtaba el fondo del alma siempre, y como si por acaso no la tuviese o haciéndole pensar que no la conocería hasta que fuese suya del todo y por entero; aquel noviazgo de recato y de reserva, bajo la mirada de Gertrudis, que era todo alma. Repasaba en su mente Ramiro, lo recordaba bien, cómo la presencia de Gertrudis, la tía Tula de sus hijos, le contenía y desasosegaba, cómo ante ella no se atrevía a soltar ninguna de esas obligadas bromas entre novios, sino a medir sus palabras.

Vino luego la boda y la embriaguez de los primeros meses, de las lunas de miel; Rosa iba abriéndole el espíritu, pero era este tan sencillo, tan transparente, que cayó en la cuenta Ramiro de que no le había velado ni recatado nada. Porque su mujer vivía con el corazón en la mano y extendía esta en gesto de oferta, y con las entrañas espirituales al aire del mundo, entregada por entero al cuidado del momento, como viven las rosas del campo y las alondras del cielo. Y era a la vez el espíritu de Rosa como un reflejo del de su hermana, como el agua corriente al sol de que aquel era el manantial cerrado.

Llegó, por fin, una mañana en que se le desprendieron a Ramiro las escamas de la vista y, purificada esta, vio claro con el corazón. Rosa no era una hermosura cual él se había creído y antojado, sino una figura vulgar, pero con todo el más dulce encanto de la vulgaridad recogida y mansa; era como el pan de cada día, como el pan casero y cotidiano, y no un raro manjar de turbadores jugos. Su mirada, que sembraba paz, su sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo sedante, sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta en la silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con los ojos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de planta en aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de continuo, momento tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida común ordinaria y en la dulce naturalidad con que abría sus perfumadas corolas.

¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y la perseguía él por la casa toda fingiendo un triunfo para cobrar como botín besos largos y apretados, boca a boca; aquel cogerle la cara con ambas manos y estarse en silencio mirándole el alma por los ojos y, sobre todo, cuando apoyaba el oído sobre el pecho de ella, ciñéndole con los brazos el talle, y escuchándole la marcha tranquila del corazón le decía: «¡Calla, déjale que hable!».

Y las visitas de Gertrudis, que con su cara grave y sus grandes ojazos de luto a que se asomaba un espíritu embozado, parecía decirles: «Sois unos chiquillos que cuando no os veo estáis jugando a marido y mujer; no es esa la manera de prepararse a criar hijos, pues el matrimonio se instituyó para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo».

¡Los hijos! Ellos fueron sus primeras grandes meditaciones. Porque pasó un mes y otro y algunos más, y al no notar señal ni indicio de que hubiese fructificado aquel amor, «¿tendría razón —decíase entonces— Gertrudis? ¿Sería verdad que no estaban sino jugando a marido y mujer y sin querer, con la fuerza toda de la fe en el deber, el fruto de la bendición del amor justo?». Pero lo que más le molestaba entonces, recordábalo bien ahora, era lo que pensarían los demás, pues acaso hubiese quien le creyera a él, por eso de no haber podido hacer hijos, menos hombre que otros. ¿Por qué no había de hacer él, y mejor, lo que cualquier mentecato, enclenque y apocado hace? Heríale en su amor propio; habría querido que su mujer hubiese dado a luz a los nueve meses justos y cabales de haberse ellos casado. Además, eso de tener hijos o no tenerlos debía de depender —decíase entonces— de la mayor o menor fuerza de cariño que los casados se tengan, aunque los hay enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros, ayuntados por conveniencias de fortuna y ventura, que se cargan de críos. Pero —y esto sí que lo recordaba bien ahora— para explicárselo había fraguado su teoría, y era que hay un amor aparente y consciente, de cabeza, que puede mostrarse muy grande y ser, sin embargo, infecundo, y otro sustancial y oculto, recatado aun al propio conocimiento de los mismos que lo alimentan, un amor del alma y el cuerpo enteros y justos, amor fecundo siempre. ¿No querría él lo bastante a Rosa o no le querría lo bastante Rosa a él? Y recordaba ahora cómo había tratado de descifrar el misterio mientras la envolvía en besos, a solas, en el silencio y oscuro de la noche y susurrándola una y otra vez al oído, en letanía, un rosario de: «¿Me quieres, me quieres, Rosa?» , mientras a ella se la escapaban síes desfallecidos. Aquello fue una locura, una necia locura, de la que se avergonzaba apenas veía entrar a Gertrudis derramando serena seriedad en torno, y de aquello le curó la sazón del amor cuando le fue anunciado el hijo. Fue un transporte loco… ¡había vencido! Y entonces fue cuando vino, con su primer fruto, el verdadero amor.

El amor, sí. ¿Amor? ¿Amor dicen? ¿Qué saben de él todos esos escritos amatorios, que no amorosos, que de él hablan y quieren excitarlo en quien los lee? ¿Qué saben de él los galeotos de las letras? ¿Amor? No amor, sino mejor cariño. Eso de amor —decíase Ramiro ahora— sabe a libro; sólo en el teatro y en las novelas se oye el yo te amo; en la vida de carne y sangre y hueso el entrañable ¡te quiero!, y el más entrañable aún callárselo. ¿Amor? No, ni cariño siquiera, sino algo sin nombre y que no se dice por confundirse ello con la vida misma. Los más de los cantores amatorios saben de amor lo que de oración los masculla-jaculatorias, traga-novenas y engulle-rosarios. No, la oración no es tanto algo que haya de cumplirse a tales o cuales horas, en sitio apartado y recogido y en postura compuesta, cuanto es un modo de hacerlo todo votivamente, con toda el alma y viviendo en Dios. Oración ha de ser el comer, y el beber, y el pasearse, y el jugar, y el leer, y el escribir, y el conversar, y hasta el dormir, y rezo todo, y nuestra vida un continuo y mudo «¡hágase tu voluntad!», y un incesante «¡venga a nos el tu reino!» , no ya pronunciados, mas ni aun pensados siquiera, sino vividos. Así oyó la oración una vez Ramiro a un santo varón religioso que pasaba por maestro de ella, y así lo aplicó él al amor luego. Pues el que profesara a su mujer y a ella le apegaba veía bien ahora en que ella se le fue, que se le llegó a fundir con el rutinero andar de la vida diaria, que lo había respirado en las mil naderías y frioleras del vivir doméstico, que le fue como el aire que se respira y al que no se le siente sino en momentos de angustioso ahogo, cuando nos falta. Y ahora ahogábase Ramiro, y la congoja de su viudez reciente le revelaba todo el poderío del amor pasado y vivido.

Al principio de su matrimonio fue, sí, el imperio del deseo; no podía juntar carne con carne sin que la suya se le encendiese y alborotase y empezara a martillarle el corazón, pero era porque la otra no era aún de veras y por entero suya también; pero luego, cuando ponía su mano sobre la carne desnuda de ella, era como si en la propia la hubiese puesto, tan tranquilo se quedaba; mas también si se la hubiesen cortado habríale dolido como si se la cortaran a él. ¿No sintió acaso en sus entrañas los dolores de los partos de su Rosa?

Cuando la vio gozar, sufriendo al darle su primer hijo, es cuando comprendió cómo es el amor más fuerte que la vida y que la muerte, y domina la discordia de estas; cómo el amor hace morirse a la vida y vivir la muerte; cómo él vivía ahora la muerte de su Rosa y se moría en su propia vida. Luego, al ver al niño dormido y sereno, con los labios en flor entreabiertos, vio al amor hecho carne que vive. Y allí, sobre la cuna, contemplando a su fruto, traía a sí a la madre, y mientras el niño sonreía en sueños palpitando sus labios, besaba él a Rosa en la corola de sus labios frescos y en la fuente de paz de sus ojos. Y le decía mostrándole dos dedos de la mano: «¡Otra vez, dos, dos…!». Y ella: «¡No, no, ya no más, uno y no más!». Y se reía. Y él: «¡Dos, dos, me ha entrado el capricho de que tengamos dos mellizos, una parejita, niño y niña!». Y cuando ella volvió a quedarse encinta, a cada paso y tropezón, él: «¡Qué cargado viene eso! ¡Qué granazón! ¡Me voy a salir con la mía; por lo menos dos!». «¡Uno, el último, y basta!», replicaba ella riendo. Y vino el segundo, la niña, Tulita, y luego que salió con vida, cuando descansaba la madre, la besó larga y apretadamente en la boca, como en premio, diciéndose: «¡Bien has trabajado, pobrecilla!»; mientras Rosa, vencedora de la muerte y de la vida, sonreía con los domésticos ojos apacibles.

¡Y murió!; aunque pareciese mentira, se murió. Vino la tarde terrible del combate último. Allí estuvo Gertrudis, mientras el cuidado de la pobrecita niña que desfallecía de hambre se lo permitió, sirviendo medicinas inútiles, componiendo la cama, animando a la enferma, encorazonando a todos. Tendida en el lecho que había sido campo de donde brotaron tres vidas, llegó a faltarle el habla y las fuerzas, y cogida de la mano a la mano de su hombre, del padre de sus hijos, mirábale como el navegante, al ir a perderse en el mar sin orillas, mira al lejano promontorio, lengua de la tierra nativa, que se va desvaneciendo en la lontananza y junto al cielo; en los trances del ahogo miraban sus ojos, desde el borde de la eternidad, a los ojos de su Ramiro. Y parecía aquella mirada una pregunta desesperada y suprema, como si a punto de partirse para nunca más volver a tierra, preguntase por el oculto sentido de la vida. Aquellas miradas de congoja reposada, de acongojado reposo, decían: «Tú, tú que eres mi vida, tú que conmigo has traído al mundo nuevos mortales, tú que me has sacado tres vidas, tú, mi hombre, dime, ¿esto qué es?». Fue una tarde abismática. En momentos de tregua, teniendo Rosa entre sus manos, húmedas y febriles, las manos temblorosas de Ramiro, clavados en los ojos de este sus ojos henchidos de cansancio de vida, sonreía tristemente, volviéndolos luego al niño, que dormía allí cerca, en su cunita, y decía con los ojos, y alguna vez con un hilito de voz: «¡No despertarle, no! ¡Que duerma, pobrecillo! ¡Que duerma…, que duerma hasta hartarse, que duerma!». Llególe por último el supremo trance, el del tránsito, y fue como si en el brocal de las eternas tinieblas, suspendida sobre el abismo, se aferrara a él, a su hombre, que vacilaba sintiéndose arrastrado. Quería abrirse con las uñas la garganta la pobre, mirábale despavorida, pidiéndole con los ojos aire; luego, con ellos le sondó el fondo del alma, y soltando su mano cayó en la cama donde había concebido y parido sus tres hijos. Descansaron los dos; Ramiro, aturdido, con el corazón acorchado, sumergido como en un sueño sin fondo y sin despertar, muerta el alma, mientras dormía el niño. Gertrudis fue quien, viniendo con la pequeñita al pecho, cerró luego los ojos a su hermana, la compuso un poco y fuese después a cubrir y arropar mejor al niño dormido, y trasladarle en un beso la tibieza que con otro recogió de la vida que aún tendía sus últimos jirones sobre la frente de la rendida madre.

Pero, ¿murió acaso Rosa? ¿Se murió de veras? ¿Podía haberse muerto viviendo él, Ramiro? No; en sus noches, ahora solitarias, mientras se dormía solo en aquella cama de la muerte y de la vida y del amor, sentía a su lado el ritmo de su respiración, su calor tibio, aunque con una congojosa sensación de vacío. Y tendía la mano, recorriendo con ella la otra mitad de la cama, apretándola algunas veces. Y era lo peor que, cuando recogiéndose se ponía a meditar en ella, no se le ocurrieran sino cosas de libro, cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le escocía que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su espíritu, no se le cuajara más que en abstractas lucubraciones. El dolor se le espiritualizaba, vale decir que se intelectualizaba, y sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando entraba Gertrudis. Y de todo esto sacábale una de aquellas vocecitas frescas que piaba: «¡Papá!». Ya estaba, pues, allí, ella, la muerta inmortal. Y luego, la misma vocecita: «¡Mamá!». Y la de Gertrudis, gravemente dulce, respondía: «¡Hijo!».

No, Rosa, su Rosa, no se había muerto, no era posible que se le hubiese muerto; la mujer estaba allí, tan viva como antes, y derramando vida en torno; la mujer no podía morir.

VIII

Gertrudis, que se había instalado en casa de su hermana desde que esta dio por última vez a luz y durante su enfermedad última, le dijo un día a su cuñado:

—Mira, voy a levantar mi casa.

El corazón de Ramiro se puso al galope.

—Sí —añadió ella—, tengo que venir a vivir con vosotros y a cuidar de los chicos. No se le puede, además, dejar aquí sola a esa buena pécora del ama.

—Dios te lo pague, Tula.

—Nada de Tula, ya te lo tengo dicho; para ti soy Gertrudis.

—¿Y qué más da?

—Yo lo sé.

—Mira, Gertrudis…

—Bueno, voy a ver qué hace el ama.

A la cual vigilaba sin descanso. No le dejaba dar el pecho al pequeñito delante del padre de este, y le regañaba por el poco recato y mucha desenvoltura con que se desabrochaba el seno.

—Si no hace falta que enseñes eso así; en el niño es en quien hay que ver si tienes o no leche abundante.

Ramiro sufría y Gertrudis le sentía sufrir.

—¡Pobre Rosa! —decía de continuo.

—Ahora los pobres son los niños y es en ellos en quienes hay que pensar…

—No basta, no. Apenas descanso. Sobre todo por las noches la soledad me pesa; las hay que las paso en vela.

—Sal después de cenar, como salías de casado últimamente, y no vuelvas a casa hasta que sientas sueño. Hay que acostarse con sueño.

—Pero es que siento un vacío…

—¿Vacío teniendo hijos?

—Pero ella es insustituible…

—Así lo creo… Aunque vosotros los hombres…

—No creí que la quería tanto…

—Así nos pasa de continuo. Así me pasó con mi tío y así me ha pasado con mi hermana, con tu Rosa. Hasta que ha muerto tampoco yo he sabido lo que la quería. Lo sé ahora en que cuido a sus hijos, a vuestros hijos. Y es que queremos a los muertos en los vivos…

—¿Y no, acaso, a los vivos en los muertos …?

—No sutilicemos.

Y por las mañanas, luego de haberse levantado Ramiro, iba su cuñada a la alcoba y abría de par en par las hojas del balcón diciéndose: «Para que se vaya el olor a hombre». Y evitaba luego encontrarse a solas con su cuñado, para lo cual llevaba siempre algún niño delante.

Sentada en la butaca en que solía sentarse la difunta, contemplaba los juegos de los pequeñuelos.

—Es que yo soy chico y tú no eres más que chica ——oyó que le decía un día, con su voz de trapo, Ramirín a su hermanita.

—Ramirín, Ramirín —le dijo la tía—, ¿qué es eso? ¿Ya empiezas a ser bruto, a ser hombre?

Un día llegó Ramiro, llamó a su cuñada y le dijo:

—He sorprendido tu secreto, Gertrudis.

—¿Qué secreto?

—Las relaciones que llevabas con Ricardo, mi primo.

—Pues bien, sí es cierto; se empeñó, me hostigó, no me dejaba en paz, y acabó por darme lástima.

—Y tan oculto que lo teníais…

—¿Para qué declararlo?

—Y sé más.

—¿Qué es lo que sabes?

—Que le has despedido.

—También es cierto.

—Me ha enseñado él mismo tu carta.

—¿Cómo? No le creía capaz de eso. Bien he hecho en dejarle: ¡hombre al fin!

Ramiro, en efecto, había visto una carta de su cuñada a Ricardo, que decía así:

«Mi querido Ricardo: No sabes bien qué días tan malos estoy pasando desde que murió la pobre Rosa. Estos últimos han sido terribles y no he cesado de pedir a la Virgen Santísima y a su Hijo que me diesen fuerzas para ver claro en mi porvenir. No sabes bien con cuánta pena te lo digo, pero no pueden continuar nuestras relaciones; no puedo casarme. Mi hermana me sigue rogando desde el otro mundo que no abandone a sus hijos y que les haga de madre. Y puesto que tengo estos hijos a que cuidar, no debo ya casarme. Perdóname, Ricardo, perdónamelo, por Dios, y mira bien por qué lo hago. Me cuesta mucha pena porque sé que habría llegado a quererte y, sobre todo, porque sé lo que me quieres y lo que sufrirás con esto. Siento en el alma causarte esta pena, pero tú, que eres bueno, comprenderás mis deberes y los motivos de mi resolución y encontrarás otra mujer que no tenga mis obligaciones sagradas y que te pueda hacer más feliz que yo habría podido hacerte. Adiós, Ricardo, que seas feliz y hagas felices a otros, y ten por seguro que nunca, nunca te olvidará

Gertrudis».

—Y ahora —añadió Ramiro—, a pesar de esto Ricardo quiere verte.

—¿Es que yo me oculto acaso?

—No, pero…

—Dile que venga cuando quiera a verme a esta nuestra casa.

—Nuestra casa, Gertrudis, nuestra…

—Nuestra, sí, y de nuestros hijos.

—Si tú quisieras…

—¡No hablemos de eso! —y se levantó.

Al siguiente día se le presentó Ricardo.

—Pero, por Dios, Tula.

—No hablemos más de eso, Ricardo, que es cosa hecha.

—Pero, por Dios —y se le quebró la voz.

—¡Sé hombre, Ricardo; sé fuerte!

—Pero es que ya tienen padre…

—No basta, no tienen madre…, es decir, sí la tienen.

—Puede él volver a casarse.

—¿Volverse a casar él? En ese caso los niños se irán conmigo. Le prometí a su madre, en su lecho de muerte, que no tendrían madrastra.

—¿Y si llegases a serlo tú, Tula?

—¿Cómo yo?

—Sí, tú; casándote con él, con Ramiro.

—¡Eso nunca!

—Pues yo sólo así me lo explico.

—Eso nunca, te he dicho; no me expondría a que unos míos, es decir, de mi vientre, pudiesen mermarme el cariño que a esos tengo. ¿Y más hijos, más? Eso nunca. Bastan estos para bien criarlos.

—Pues a nadie le convencerás, Tula, de que no te has venido a vivir aquí por eso.

—Yo no trato de convencer a nadie de nada. Y en cuanto a ti, basta que yo te lo diga.

Se separaron para siempre.

—¿Y qué? —le preguntó luego Ramiro.

—Que hemos acabado; no podía ser de otro modo.

—Y que has quedado libre…

—Libre estaba, libre estoy, libre pienso morirme.

—Gertrudis…, Gertrudis —y su voz temblaba de súplica.

—Le he despedido porque me debo, ya te lo dije, a tus hijos, a los hijos de Rosa…

—Y tuyos…, ¿no dices así?

—¡Y míos, sí!

—Pero si tú quisieras…

—No insistas; ya te tengo dicho que no debo casarme ni contigo ni con otro menos.

—¿Menos? —y se le abrió el pecho.

—Sí, menos.

—¿Y cómo no fuiste monja?

—No me gusta que me manden.

—Es que en el convento en que entrases serías tú la abadesa, la superiora.

—Menos me gusta mandar. ¡Ramirín!

El niño acudió al reclamo. Y cogiéndole su tía le dijo: «¡Vamos a jugar al escondite, rico!».

—Pero Tula…

—Te he dicho —y para decirle esto se le acercó, teniendo cogido de la mano al niño, y se lo dijo al oído que no me llames Tula, y menos delante de los niños. Ellos sí, pero tú no. Y ten respeto a los pequeños.

—¿En qué les falto al respeto?

—En dejar así al descubierto delante de ellos tus instintos…

—Pero si no comprenden…

—Los niños lo comprenden todo; más que nosotros. Y no olvidan nada. Y si ahora no lo comprenden, lo comprenderán mañana. Cada cosa de estas que ve u oye un niño es una semilla en su alma, que luego echa tallo y da fruto. ¡Y basta!

IX

Y empezó una vida de triste desasosiego, de interna lucha en aquel hogar. Ella defendíase con los niños, a los que siempre procuraba tener presentes, y le excitaba a él a que saliese a distraerse. Él, por su parte, extremaba sus caricias a los hijos y no hacía sino hablarles de su madre, de su pobre madre. Cogía a la niña y allí, delante de la tía, se la devoraba a besos.

—No tanto, hombre, no tanto, que así no haces sino molestar a la pobre criatura. Y eso, permíteme que te lo diga, no es natural. Bien está que hagas que me llamen tía y no mamá, pero no tanto; repórtate.

—¿Es que yo no he de tener el consuelo de mis hijos?

—Sí, hijo, sí; pero lo primero es educarlos bien.

—¿Y así?

—Hartándoles de besos y de golosinas se les hace débiles. Y mira que los niños adivinan…

—Y qué culpa tengo yo…

—¿Pero es que puede haber para unos niños, hombre de Dios, un hogar mejor que este? Tienen hogar, verdadero hogar, con padre y madre, y es un hogar limpio, castísimo, por todos cuyos rincones pueden andar a todas horas, un hogar donde nunca hay que cerrarles puerta alguna, un hogar sin misterios. ¿Quieres más?

Pero él buscaba acercarse a ella, hasta rozarla. Y alguna vez le tuvo que decir en la mesa:

—No me mires así, que los niños ven.

Por las noches solía hacerles rezar por mamá Rosa, por mamita, para que Dios la tuviese en su gloria. Y una noche, después de este rezo y hallándose presente el padre, añadió:

—Ahora, hijos míos, un padrenuestro y avemaría por papá también.

—Pero papá no se ha muerto, mamá Tula.

—No importa, porque se puede morir…

—Eso, también tú.

—Es verdad; otro padrenuestro y avemaría por mí entonces.

Y cuando los niños se hubieron acostado, volviéndose a su cuñado le dijo secamente:

—Esto no puede ser así. Si sigues sin reportarte tendré que marcharme de esta casa aunque Rosa no me lo perdone desde el cielo.

—Pero es que…

—Lo dicho; no quiero que ensucies así, ni con miradas, esta casa tan pura y donde mejor pueden criarse las almas de tus hijos. Acuérdate de Rosa.

—¿Pero de qué crees que somos los hombres?

—De carne y muy brutos.

—¿Y tú, no te has mirado nunca?

—¿Qué es eso? —y se le demudó el rostro sereno.

—Que aunque no fueses, como en realidad lo eres, su madre, ¿tienes derecho, Gertrudis, a perseguirme con tu presencia? ¿Es justo que me reproches y estés llenando la casa con tu persona, con el fuego de tus ojos, con el son de tu voz, con el imán de tu cuerpo lleno de alma, pero de un alma llena de cuerpo?

Gertrudis, toda encendida, bajaba la cabeza y se callaba, mientras le tocaba a rebato el corazón.

—¿Quién tiene la culpa de esto?, dime.

—Tienes razón, Ramiro, y si me fuese, los niños piarían por mí, porque me quieren…

—Más que a mí —dijo tristemente el padre.

—Es que yo no les besuqueo como tú ni les sobo, y cuando les beso, ellos sienten que mis besos son más puros, que son para ellos solos…

—Y bien, ¿quién tiene la culpa de esto?, repito.

—Bueno, pues. Espera un año, esperemos un año; déjame un año de plazo para que vea claro en mí, para que veas claro en ti mismo, para que te convenzas…

—Un año…, un año…

—¿Te parece mucho?

—¿Y luego, cuando se acabe?

—Entonces… veremos…

—Veremos…, veremos…

—Yo no te prometo más.

—Y si en este año…

—¿Qué? Si en este año haces alguna tontería…

—¿A qué llamas hacer una tontería?

—A enamorarte de otra y volverte a casar.

—Eso… ¡nunca!

—Qué pronto lo dijiste…

—Eso… ¡nunca!

—¡Bah!, juramentos de hombres…

—Y si así fuese, ¿quién tendrá la culpa?

—¿Culpa?

—¡Sí, la culpa!

—Eso sólo querría decir…

—¿Qué?

—Que no la quisiste, que no la quieres a tu Rosa como ella te quiso a ti, como ella te habría querido de haber sido ella la viuda.

—No, eso querría decir otra cosa, que no es…

—Bueno, basta. ¡Ramirín!, ¡ven acá, Ramirín! Anda, corre.

Y así se aplacó aquella lucha.

Y ella continuaba su labor de educar a sus sobrinos.

No quiso que a la niña se le ocupase demasiado en aprender costura y cosas así. «¿Labores de su sexo? —decía—, no, nada de labores de su sexo; el oficio de una mujer es hacer hombres y mujeres, y no vestirlos».

Un día que Ramirín soltó una expresión soez que había aprendido en la calle y su padre iba a reprenderle, interrumpióle Gertrudis, diciéndole bajo. «No, dejarlo; hay que hacer como si no se ha oído; debe de haber un mundo de que ni para condenarlo hay que hablar aquí».

Una vez que oyó decir de una que se quedaba soltera que quedaba para vestir santos, agregó: «¡O para vestir almas de niños!».

—Tulita es mi novia —dijo una vez Ramirín.

—No digas tonterías; Tulita es tu hermana.

—¿Y no puede ser novia y hermana?

—No.

—¿Y qué es ser hermana?

—¿Ser hermana? Ser hermana es…

—Vivir en la misma casa —acabó la niña.

Un día llegó la niña llorando y mostrando un dedo en que le había picado una abeja. Lo primero que se le ocurrió a la tía fue ver si con su boca, chupándoselo, podía extraerle el veneno como había leído que se hace con el de ciertas culebras. Luego declararon los niños, y se les unió el padre, que no dejarían viva a ninguna de las abejas que venían al jardín, que las perseguirían a muerte.

—No, eso sí que no —exclamó Gertrudis—; a las abejas no las toca nadie.

—¿Por qué? ¿Por la miel? —preguntó Ramiro.

—No las toca nadie, he dicho.

—Pero si no son madres, Gertrudis.

—Lo sé, lo sé bien. He leído en uno de esos libros tuyos lo que son las abejas, lo he leído. Sé lo que son las abejas estas, las que, pican y hacen la miel; sé lo que es la reina y sé también lo que son los zánganos.

—Los zánganos somos nosotros, los hombres.

—¡Claro está!

—Pues mira, voy a meterme en política; me van a presentar candidato a diputado provincial.

—¿De veras? —preguntó Gertrudis, sin poder disimular su alegría.

—¿Tanto te place?

—Todo lo que te distraiga.

—Faltan once meses, Gertrudis…

—¿Para qué?, ¿para la elección?

—¡Para la elección, sí!

X

Y era lo cierto que en el alma cerrada de Gertrudis se estaba desencadenando una brava galerna. Su cabeza reñía con su corazón, y ambos, corazón y cabeza, reñían en ella con algo más ahincado, más entrañado, más íntimo, con algo que era como el tuétano de los huesos de su espíritu.

A solas, cuando Ramiro estaba ausente del hogar, cogía al hijo de este y de Rosa, a Ramirín, al que llamaba su hijo, y se lo apretaba al seno virgen, palpitante de congoja y henchido de zozobra. Y otras veces se quedaba contemplando el retrato de la que fue, de la que era todavía su hermana y como interrogándole si había querido, de veras, que ella, que Gertrudis, le sucediese en Ramiro. «Sí, me dijo que yo habría de llegar a ser la mujer de su hombre, su otra mujer —se decía—, pero no pudo querer eso, no, no pudo quererlo…; yo, en su caso, al menos, no lo habría querido, no podría haberlo querido… ¿De otra? ¡No, de otra no! Ni después de mi muerte… Ni de mi hermana… ¡De otra, no! No se puede ser más que de una… No, no pudo querer eso; no pudo querer que entre él, entre su hombre, entre el padre de sus hijos y yo se interpusiese su sombra… No pudo querer eso. Porque cuando él estuviese a mi lado, arrimado a mí, carne a carne, ¿quién me dice que no estuviese pensando en ella? Yo no sería sino el recuerdo… ¡algo peor que el recuerdo de la otra! No, lo que me pidió es que impida que sus hijos tengan madrastra. ¡Y lo impediré! Y casándome con Ramiro, entregándole mi cuerpo, y no sólo mi alma, no lo impediría… Porque entonces sí que sería madrastra. Y más si llegaba a darme hijos de mi carne y de mi sangre…». Y esto de los hijos de la carne hacía palpitar de sagrado terror el tuétano de los huesos del alma de Gertrudis, que era toda maternidad, pero maternidad de espíritu.

Y encerrábase en su cuarto, en su recatada alcoba, a llorar al pie de una imagen de la Santísima Virgen Madre, a llorar mientras susurraba: «el fruto de tu vientre…».

Una vez que tenía apretado a su seno a Ramirín, este le dijo:

—¿Por qué lloras, mamita? —pues habíale enseñado a llamarla así.

—Si no lloro…

—Sí, lloras…

—¿Pero es que me ves llorar…?

—No, pero te siento que lloras… Estás llorando…

—Es que me acuerdo de tu madre…

—¿Pues no dices que lo eres tú…?

—Sí, pero de la otra, de mamá Rosa.

—¡Ah, sí!; la que se murió…, la de papá…

—¡Sí la de papá!

—¿Y por qué papá nos dice que no te llamemos mamá, sino tía, tiíta Tula, y tú nos dices que te llamemos mamá y no tía, tiíta Tula…?

—Pero ¿es que papá os dice eso?

—Sí, nos ha dicho que todavía no eras nuestra mamá, que todavía no eres más que nuestra tía…

—¿Todavía?

—Sí, nos ha dicho que todavía no eres nuestra mamá, pero que lo serás… Sí, que vas a ser nuestra mamá cuando pasen unos meses…

«Entonces sería vuestra madrastra», pensó Gertrudis, pero no se atrevió a desnudar este pensamiento pecaminoso ante el niño.

—Bueno, mira, no hagas caso de esas cosas, hijo mío…

Y cuando luego llegó Ramiro, el padre, le llamó aparte y severamente le dijo:

—No andes diciéndole al niño esas cosas. No le digas que yo no soy todavía más que su tía, la tía Tula, y que seré su mamá. Eso es corromperle, eso es abrirle los ojos sobre cosas que no debe ver. Y si lo haces por influir con él sobre mí, si lo haces por moverme…

—Me dijiste que te tomabas un plazo…

—Bueno, si lo haces por eso piensa en el papel que haces hacer a tu hijo, un papel de…

—¡Bueno, calla!

—Las palabras no me asustan, pero lo callaré. Y tú piensa en Rosa, recuerda a Rosa, ¡tu primer… amor!

—¡Tula!

—Basta. Y no busques madrastra para tus hijos, que tienen madre.

XI

«Esto necesita campo», se dijo Gertrudis, a indicó a Ramiro la conveniencia de que todos ellos se fuesen a veranear a un pueblecito costero que tuviese montaña, dominando al mar y por este dominada. Buscó un lugar que no fuese muy de moda, pero donde Ramiro pudiese encontrar compañeros de tresillo, pues tampoco le quería obligado a la continua compañía de los suyos. Era un género de soledad a que Gertrudis temía.

Allí todos los días salían de paseo, por la montaña, dando vistas al mar, entre madroñales, ellos dos, Gertrudis y Ramiro, y los tres niños: Ramirín, Rosita y Elvira. Jamás, ni aun allí donde no los conocían —es decir, allí menos—, se hubiese arriesgado Gertrudis a salir de paseo con su cuñado, solos los dos. Al llegar a un punto en que un tronco tendido en tierra, junto al sendero, ofrecía, a modo de banco rústico, asiento, sentábanse en él ellos dos, cara al mar, mientras los niños jugaban allí cerca, lo más cerca posible. Una vez en que Ramiro quiso que se sentaran en el suelo, sobre la yerba montañesa, Gertrudis le contestó: «¡No, en el suelo, no! Yo no me siento en el suelo, sobre la tierra, y menos junto a ti y ante los niños…». «Pero si el suelo está limpio… si hay yerba…». «¡Te he dicho que no me siento así!». «No, la postura no es cómoda…». «¡Peor que incómoda!».

Desde aquel tronco, mirando al mar, hablaban de mil nonadas, pues en cuanto el hombre deslizaba la conversación a senderos de lo por pacto tácito ya vedado de hablar entre ellos, la tía tenía en la boca un «¡Ramirín!» o «¡Rosita!» o «¡Elvira!». Le hablaba ella del mar y eran sus palabras, que le llegaban a él envueltas en el rumor no lejano de las olas, como la letra vaga de un canto de cuna para el alma. Gertrudis estaba brizando la pasión de Ramiro para adormecérsela. No le miraba casi nunca entonces, miraba al mar; pero en él, en el mar, veía reflejada por misterioso modo la mirada del hombre. El mar purísimo les unía las miradas y las almas.

Otras veces íbanse al bosque, a un castañar, y allí tenía ella que vigilarle, vigilarse y vigilar a los niños con más cuidado. Y también allí encontró el tronco derribado que le sirviese de asiento.

Quería atemperarle a una vida de familia purísima y campesina, hacer que se acostase cansado de luz y de aire libres, que se durmiese, oyendo fuera al grillo, para dormir sin ensueños, que le despertase el canto del gallo y el trajineo de los campesinos y los marineros.

Por las mañanas bajaban a una pequeña playa, donde se reunía la pequeña colonia veraniega. Los niños, descalzos, entreteníanse, después del baño, en desviar con los pies el curso de un pequeño arroyuelo vagabundo e indeciso que por la arena desaguaba en el mar. Ramiro se unió alguna vez a este juego de los niños.

Pero Gertrudis empezó a temer. Se había equivocado en sus precauciones. Ramiro huía del tresillo con sus compañeros de colonia veraniega y parecía espiar más que nunca la ocasión de hallarse a solas con su cuñada. La casita que habitaban tenía más de tienda de gitanos trashumantes que de otra cosa. El campo, en vez de adormecer, no la pasión, el deseo de Ramiro, parecía como si lo excitase más, y ella misma, Gertrudis, empezó a sentirse desasosegada. La vida se les ofrecía más al desnudo en aquellos campos, en el bosque, en los repliegues de la montaña. Y luego había los animales domésticos, los que cría el hombre, con los que era mayor allí la convivencia. Gertrudis sufría al ver la atención con que los pequeños, sus sobrinos, seguían los juegos del averío. No, el campo no rendía una lección de pureza. Lo puro allí era hundir la mirada en el mar. Y aun el mar… La brisa marina les llegaba como un aguijón.

—¡Mira qué hermosura! —exclamó Gertrudis una tarde, al ocaso, en que estaban sentados frente al mar.

Era la luna llena, roja sobre su palidez, que surgía de las olas como una flor gigantesca y solitaria en un yermo palpitante.

—¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas? —dijo Ramiro—; ¿por qué será la luz romántica y de los enamorados?

—No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque es una tierra… que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella… es lo inaccesible… El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz, pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo eternos, sin tormentas, pues no la vemos cambiar, pero sentimos que no se puede llegar a ella… Es lo intangible…

—Y siempre nos da la misma cara…, esa cara tan triste y tan seria…, es decir, siempre ¡no!, porque la va velando poco a poco y la oscurece del todo y otras veces parece una hoz…

—Sí —y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus propios pensamientos sin oír los de su compañero, aunque no era así—; siempre enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será por el otro lado…, cuál será su otra cara…

—Y eso añade a su misterio…

—Puede ser…, puede ser… Me explico que alguien anhele llegar a la luna…, ¡lo imposible!…, para ver cómo es por el otro lado…, para conocer y explorar su otra cara…

—La oscura…

—¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que esta que vemos está iluminada la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o cuando esta cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro, es luna llena de la otra parte…

—¿Para quién?

—¿Cómo para quién?

—Sí, que cuando el otro lado alumbra, ¿para quién?

—Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no más que para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que hablemos estas tonterías?

—Pues bien, mira, Tula…

—¡Rosita!

Y no le dejó comentar la intangibilidad y la plenitud de la luna.

Cuando ella habló de volver ya a la ciudad apresuróse él a aceptarlo. Aquella temporada en el campo, entre la montaña y el mar, había sido estéril para sus propósitos. «Me he equivocado —se decía también él—; aquí está más segura que allí, que en casa; aquí parece embozarse en la montaña, en el bosque, y como si el mar le sirviese de escudo; aquí es tan intangible como la luna, y entretanto este aire de salina filtrado por entre rayos de sol enciende la sangre… y ella me parece aquí fuera de su ámbito y como si temiese algo; vive alerta y diríase que no duerme…». Y ella a su vez se decía: «No, la pureza no es del campo, la pureza es de celda, de claustro y de ciudad; la pureza se desarrolla entre gentes que se unen en mazorcas de viviendas para mejor aislarse; la ciudad es monasterio, convento de solitarios; aquí la tierra, sobre que casi se acuestan, las une y los animales son otras tantas serpientes del paraíso… ¡A la ciudad, a la ciudad!».

En la ciudad estaba su convento, su hogar, y en él su celda. Y allí adormecería mejor a su cuñado. ¡Oh!, si pudiese decir de él —pensaba— lo que santa Teresa en una carta —Gertrudis leía mucho a santa Teresa— decía de su cuñado don Juan de Ovalle, marido de doña Juana de Ahumada. «Él es de condición en cosas muy aniñado…». ¿Cómo le aniñaría?

XII

Al fin Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su congoja al padre Alvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque esta mujer había rehuido siempre ser dirigida, y menos por un hombre. Sus normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las había formado ella con lo que oía a su alrededor y con lo que leía, pero las interpretaba a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la que admiraba. «Si te hicieses monja —solía decirle— llegarías a ser otra santa Teresa… Qué cosas se te ocurren, hija …». Y otras veces: «Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo sé…, no lo sé… porque no es posible que te inspire herejías el ángel de tu guarda, pero eso me suena así como a… qué sé yo …». Y ella le contestaba riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar». Pera ¿quién pone barreras al pensamiento?

Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan; pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. «¿No es esto orgullo?», se preguntaba.

No pudo al fin con esta soledad y decidió llevar a su confesor, al padre Álvarez, su congoja. Y le contó la declaración y proposición de Ramiro, y hasta lo que les había dicho a los niños de que no le llamasen a ella todavía madre, y las razones que tenía para mantener la pureza de aquel hogar y cómo no quería entregarse a hombre alguno, sino reservarse para mejor consagrarse a los hijos de Rosa.

—Pero lo de su cuñado lo encuentro muy natural —arguyó el buen padre de almas.

—Es que no se trata ahora de mi cuñado, padre, sino de mí; y no creo que haya acudido a usted también en busca de alianza…

—¡No, no, hija, no!

—Como dicen que en los confesonarios se confeccionan bodas y que ustedes, los padres, se dedican a casamenteros…

—Yo lo único que digo ahora, hija, es que es muy natural que su cuñado, viudo y joven y fuerte, quiera volver a casarse, y mas natural, y hasta santo, que busque otra madre para sus hijos…

—¿Otra? ¡Ya la tiene!

—Sí; pero… y si esta se va…

—¿Irme? ¿Yo? Estoy tan obligada a esos niños como estaría su madre de carne y sangre si viviese…

—Y luego eso da que hablar…

—De lo que hablen, padre, ya le he dicho que nada se me da…

—¿Y si lo hiciese precisamente por eso, porque hablen? Examínese y mire si no entra en ello un deseo de afrontar las preocupaciones ajenas, de desafiar la opinión pública…

—Y si así fuese, ¿qué?

—Que eso sí que es pecaminoso. Y después de todo, la cuestión es otra…

—¿Cuál es la cuestión?

—La cuestión es si usted le quiere o no. Esta es la cuestión. ¿Le quiere usted, sí o no?

—¡Para marido…, no!

—Pero ¿le rechaza?

—¡Rechazarle…, no!

—Si cuando se dirigió a su hermana, la difunta, se hubiera dirigido a usted…

—¡Padre! ¡Padre! —y su voz gemía.

—Sí, por ahí hay que verlo…

—¡Padre; que eso no es pecado…!

—Pero ahora se trata de dirección espiritual, de tomar consejo… Y sí, es pecado, es acaso pecado… Tal vez hay aquí unos viejos celos…

—¡Padre!

—Hay que ahondar en ello. Acaso no le ha perdonado aún…

—Le he dicho, padre, que le quiero; pero no para marido. Le quiero como a un hermano, como a un más que hermano, como al padre de mis hijos, porque estos, sus hijos, lo son míos de lo más dentro mío, de todo mi corazón; pero para marido, no. Yo no puedo ocupar en su cama el sitio que ocupó mi hermana… Y sobre todo, yo no quiero, no debo darles madrastra a mis hijos…

—¿Madrastra?

—Sí, madrastra. Si yo me caso con él, con el padre de los hijos de mi corazón, les daré madrastra a estos, y más si llego a tener hijos de carne y de sangre con él. Esto, ahora ya…, ¡nunca!

—Ahora ya…

—Sí, ahora que ya tengo a los de mi corazón…, mis hijos…

—Pero piense en él, en su cuñado, en su situación…

—¿Que piense…?

—¡Sí! ¿Y no tiene compasión de él? ,

—Sí que la tengo. Y por eso le ayudo y le sostengo. Es como otro hijo mío.

—Le ayuda…, le sostiene…

—Sí, le ayudo y le sostengo a ser padre…

—A ser padre…, a ser padre… Pero él es un hombre…

—¡Y yo una mujer!

—Es débil…

—¿Soy yo fuerte?

—Más de lo debido.

—¿Más de lo debido? ¿Y lo de la mujer fuerte?

—Es que esa fortaleza, hija mía, puede alguna vez ser dureza, ser crueldad. Y es dura con él, muy dura. ¿Que no le quiere como a marido? ¡Y qué importa! Ni hace falta eso para casarse con un hombre. Muchas veces tiene que casarse una mujer con un hombre por compasión, por no dejarle solo, por salvarle, por salvar su alma…

—Pero si no le dejo solo…

—Sí, sí, le deja solo. Y creo que me comprende sin que se lo explique más claro…

—Sí, sí que se lo comprendo, pero no quiero comprenderlo. No está solo. ¡Quien está sola soy yo! Sola…, sola…, siempre sola…

—Pero ya sabe aquello de «más vale casarse que abrasarse…».

—Pero si no me abraso…

—¿No se queja de su soledad?

—No es soledad de abrasarse; no es esa soledad a que usted, padre, alude. No, no es esa. No me abraso…

—¿Y si se abrasa él?

—Que se refresque en el cuidado y amor de sus hijos.

—Bueno, pero ya me entiende…

—Demasiado.

—Y por si no, le diré más claro aún que su cuñado corre peligro, y que si cae en él, le cabrá culpa.

—¿A mí?

—¡Claro está!

—No lo veo tan claro… Como no soy hombre…

—Me dijo que uno de sus temores de casarse con su cuñado era el de tener hijos con él, ¿no es así?

—Sí, así es. Si tuviéramos hijos llegaría yo a ser, quieras o no, madrastra de los que me dejó mi hermana.

—Pero el matrimonio no se instituyó sólo para hacer hijos…

—Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo.

—Dar gracia a los casados… ¿Lo entiende?

—Apenas…

—Que vivan en gracia, libres de pecado…

—Ahora lo entiendo menos.

—Bueno, pues que es un remedio contra la sensualidad.

—¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿Qué?

—Pero ¿por qué se pone así …? ¿Por qué se altera …?

—¿Qué es el remedio contra la sensualidad? ¿El matrimonio o la mujer?

—Los dos… La mujer… y… y el hombre.

—¡Pues, no, padre, no, no y no! Yo no puedo ser remedio contra nada. ¿Qué es eso de considerarme remedio? ¡Y remedio… contra eso! No, me estimo en más…

—Pero si es que…

—No, ya no sirve. Yo, si él no tuviera ya hijos de mi hermana, acaso me habría casado con él para tenerlos…, para tenerlos de él …; pero ¿remedio? ¿Y a eso? ¿Yo remedio? ¡No!

—Y si antes de haber solicitado a su hermana la hubiera solicitado…

—¿A mí? ¿Antes? ¿Cuando nos conoció? No hablemos ya más, padre, que no podemos entendernos, pues veo que hablamos lenguas diferentes. Ni yo sé la de usted ni usted sabe la mía.

Y dicho esto, se levantó de junto al confesonario. Le costaba andar; tan doloridas le habían quedado del arrodillamiento las rodillas. Y a la vez le dolían las articulaciones del alma y sentía su soledad más hondamente que nunca. «¡No, no me entiende —se decía—, no me entiende; hombre al fin! Pero ¿me entiendo yo misma? ¿Es que me entiendo? ¿Le quiero o no le quiero? ¿No es soberbia esto? ¿No es la triste pasión solitaria del armiño, que por no mancharse no se echa a nado en un lodazal a salvar a su compañero …? No lo sé… no lo sé…».

XIII

Y de pronto observó Gertrudis que su cuñado era otro hombre, que celaba algún secreto, que andaba caviloso y desconfiado, que salía mucho de casa. Pero aquellas más largas ausencias del hogar no le engañaron. El secreto estaba en él, en el hogar. Y a fuerza de paciente astucia logró sorprender miradas de conocimiento íntimo entre Ramiro y la criada de servicio.

Era Manuela una hospiciana de diecinueve años, enfermiza y pálida, de un brillo febril en los ojos, de maneras sumisas y mansas, de muy pocas palabras, triste casi siempre. A ella, a Gertrudis, ante quien sin saber por qué temblaba, llamábale «señora». Ramiro quiso hacer que le llamase «señorita».

—No, llámame así, señora; nada de señorita…

En general parecía como que la criada le temiera, como avergonzada o amedrentada en su presencia. Y a los niños los evitaba y apenas si les dirigía la palabra. Ellos, por su parte, sentían una indiferencia, rayana en despego, hacia la Manuela. Y hasta alguna vez se burlaban de ella, por ciertas maneras de hablar, lo que la ponía de grana. «Lo extraño es —pensaba Gertrudis— que a pesar de todo no quiera irse… Tiene algo de gata esta mozuela». Hasta que se percató de lo que podría haber escondido.

Un día logró sorprender a la pobre muchacha cuando salía del cuarto de Ramiro, del señorito —porque a este sí que le llamaba así— toda encendida y jadeante. Cruzáronse las miradas y la criada rindió la suya. Pero llegó otro en que el niño, Ramirín, se fue a su tía y le dijo:

—Dime, mamá Tula, ¿es Manuela también hermana nuestra?

—Ya te tengo dicho que todos los hombres y mujeres somos hermanos.

—Sí, pero como nosotros, los que vivimos juntos…

—No, porque aunque vive aquí esta no es su casa…

—¿Y cuál es su casa?

—¿Su casa? No lo quieras saber. ¿Y por qué preguntas eso?

—Porque le he visto a papá que la estaba besando…

Aquella noche, luego que hubieron acostado a los niños, dijo Gertrudis a Ramiro:

—Tenemos que hablar.

—Pero si aún faltan ocho meses…

—¿Ocho meses?

—¿No hace cuatro que me diste un año de plazo?

—No se trata de eso, hombre, sino de algo más serio.

A Ramiro se le paró el corazón y se puso pálido.

—¿Más serio?

—Más serio, sí. Se trata de tus hijos, de su buena crianza, y se trata de esa pobre hospiciana, de la que estoy segura que estás abusando.

—Y si así fuese, ¿quién tiene la culpa de eso?

—¿Y aún lo preguntas? ¿Aún querrás también culparme de ello?

—¡Claro que sí!

—Pues bien, Ramiro; se ha acabado ya aquello del año; no hay plazo ninguno; no puede ser, no puede ser. Y ahora sí que me voy, y, diga lo que dijere la ley, me llevaré a los niños conmigo, es decir, se irán conmigo.

—Pero ¿estás loca, Gertrudis?

—Quien está loco eres tú.

—Pero qué querías…

—Nada, o yo o ella. O me voy, o echas a esa criadita de casa.

Siguióse un congojoso silencio.

—No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar. ¿Adónde se va? ¿Al hospicio otra vez?

—A servir a otra casa.

—No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar —y el hombre rompió a llorar.

—¡Pobre hombre! —murmuró ella poniéndole la mano sobre la suya—. Me das pena.

—Ahora, ¿eh?, ¿ahora?

—Sí; me das lástima… Estoy ya dispuesta a todo…

—¡Gertrudis! ¡Tula!

—Pero has dicho que no la puedes echar…

—Es verdad; no la puedo echar —y volvió a abatirse.

—¿Qué, pues?, ¿que no va sola?

—No, no irá sola.

—Los ocho meses del plazo, ¿eh?

—Estoy perdido, Tula, estoy perdido.

—No, la que está perdida es ella, la huérfana, la hospiciana; la sin amparo.

—Es verdad, es verdad…

—Pero no te aflijas así, Ramiro, que la cosa tiene fácil remedio.

—¿Remedio? ¿Y fácil? —y se atrevió a mirarle a la cara.

—Sí; casarte con ella.

Un rayo que le hubiese herido no le habría dejado más deshecho que esas palabras sencillas.

—¡Que me case! ¡Que me case con la criada! ¿Que me case con una hospiciana? ¡Y me lo dices tú!…

—¡Y quién si no había de decírtelo! Yo, la verdadera madre hoy de tus hijos.

—¿Que les dé madrastra?

—¡No, eso no!, que aquí estoy yo para seguir siendo su madre. Pero que des padre al que haya de ser tu nuevo hijo, y que le des madre también. Esa hospiciana tiene derecho a ser madre, tiene ya el deber de serlo, tiene derecho a su hijo, y al padre de su hijo.

—Pero Gertrudis…

—Cásate con ella, te he dicho; y te lo dice Rosa. Sí —y su voz, serena y pastosa, resonó como una campana—. Rosa, tu mujer, te dice por mi boca que te cases con la hospiciana. ¡Manuela!

—¡Señora! —se oyó como un gemido, y la pobre muchacha, que acurrucada junto al fogón, en la cocina, había estado oyéndolo todo, no se movió de su sitio. Volvió a llamarla, y después de otro «¡Señora!», tampoco se movió.

—Ven acá, o iré a traerte.

—¡Por Dios! —suplicó Ramiro.

La muchacha apareció cubriéndose la llorosa cara con las manos.

—Descubre la cara y míranos.

—¡No, señora, no!

—Sí, míranos. Aquí tienes a tu amo, a Ramiro, que te pide perdón por lo que de ti ha hecho.

—Perdón, yo, señora, y a usted…

—No, te pide perdón y se casará contigo.

—¡Pero señora! —clamó Manuela a la vez que Ramiro clamaba: «¡Pero Gertrudis!».

—Lo he dicho, se casará contigo; así lo quiere Rosa. No es posible dejarte así. Porque tú estás ya…, ¿no es eso?

—Creo que sí, señora; pero yo…

—No llores así ni hagas juramentos; sé que no es tuya la culpa…

—Pero se podría arreglar…

—Bien sabe aquí Manuela —dijo Ramiro— que nunca he pensado en abandonarla… Yo le colocaría…

—Sí, señora, sí; yo me contento…

—No, tú no debes contentarte con eso que ibas a decir. O mejor, aquí Ramiro no puede contentarse con eso. Tú te has criado en el hospicio, ¿no es eso?

—Sí, señora.

—Pues tu hijo no se criará en él. Tiene derecho a tener padre, a su padre, y le tendrá. Y ahora vete…, vete a tu cuarto, y déjanos.

Y cuando quedaron Ramiro y ella a solas:

—Me parece que no dudarás ni un momento…

—¡Pero eso que pretendes es una locura, Gertrudis!

—La locura, peor que locura, la infamia, sería lo que pensabas.

—Consúltalo siquiera con el padre Álvarez.

—No lo necesito. Lo he consultado con Rosa.

—Pero si ella te dijo que no dieses madrastra a sus hijos…

—¿A sus hijos? ¡Y tuyos!

—Bueno, sí, a nuestros hijos…

—Y no les daré madrastra. De ellos, de los nuestros, seguiré siendo yo la madre, pero del de esa…

—Nadie le quitará de ser madre…

—Sí, tú si no te casas con ella. Eso no será ser madre…

—Pues ella…

—¿Y qué? ¿Porque ella no ha conocido a la suya pretendes tú que no lo sea como es debido?

—Pero fíjate en que esta chica…

—Tú eres quien debió fijarse…

—Es una locura…, una locura…

—La locura ha sido antes. Y ahora piénsalo, que si no haces lo que debes el escándalo le daré yo. Lo sabrá todo el mundo.

—¡Gertrudis!

—Cásate con ella, y se acabó.

XIV

Una profunda tristeza henchía aquel hogar después del matrimonio de Ramiro con la hospiciana. Y esta parecía aún más que antes la criada, la sirvienta, y más que nunca Gertrudis el ama de la casa. Y esforzábase esta más que nunca por mantener al nuevo matrimonio apartado de los niños, y que estos se percataran lo menos posible de aquella convivencia íntima. Mas hubo que tomar otra criada y explicar a los pequeños el caso.

Pero, ¿cómo explicarles el que la antigua criada se sentara a la mesa a comer a los de casa? Porque esto exigió Gertrudis.

—Por Dios, señora —suplicaba la Manuela—, no me avergüence así…, mire que me avergüenza… Hacerme que me siente a la mesa con los señores, y sobre todo con los niños…, y que hable de tú al señorito…, ¡eso nunca!

—Háblale como quieras, pero es menester que los niños, a los que tanto temes, sepan que eres de la familia. Y ahora, una vez arreglado esto, no podrán ya sorprender intimidades a hurtadillas. Ahora os recataréis mejor. Porque antes el querer ocultaros de ellos os delataba.

La preñez de Manuela fue, en tanto, molestísima. Su fragilísima fábrica de cuerpo la soportaba muy mal. Y Gertrudis, por su parte, le recomendaba que ocultase a los niños lo anormal de su estado.

Ramiro vivía sumido en una resignada desesperación y más entregado que nunca al albedrío de Gertrudis.

—Sí, sí, bien lo comprendo ahora —decía—, no ha habido más remedio, pero…

—¿Te pesa? —le preguntaba Gertrudis.

—De haberme casado, ¡no! De haber tenido que volverme a casar, ¡sí!

—Ahora no es ya tiempo de pensar en eso; ¡pecho a la vida!

—¡Ah, si tú hubieras querido, Tula!

—Te di un año de plazo; ¿has sabido guardarlo?

—¿Y si lo hubiese guardado como tú querías, al fin de él qué, dime? Porque no me prometiste nada.

—Aunque te hubiese prometido algo habría sido igual. No, habría sido peor aún. En nuestras circunstancias, el haberte hecho una promesa, el haberte sólo pedido una dilación para nuestro enlace, habría sido peor.

—Pero si hubiese guardado la tregua, como tú querías que la guardase, dime: ¿qué habrías hecho?

—No lo sé.

—Que no lo sabes…, Tula…, que no lo sabes…

—No, no lo sé; te digo que no lo sé.

—Pero tus sentimientos…

—Piensa ahora en tu mujer, que no sé si podrá soportar el trance en que la pusiste. ¡Es tan endeble la pobrecilla! Y está tan llena de miedo… Sigue asustada de ser tu mujer y ama de su casa.

Y cuando llegó el peligroso parto repitió Gertrudis las abnegaciones que en los partos de su hermana tuviera, y recogió al niño, una criatura menguada y debilísima, y fue quien lo enmantilló y quien se lo presentó a su padre.

—Aquí le tienes, hombre, aquí le tienes.

—¡Pobre criatura! —exclamó Ramiro, sintiendo que se le derretían de lástima las entrañas a la vista de aquel mezquino rollo de carne viviente y sufriente.

—Pues es tu hijo, un hijo más… Es un hijo más que nos llega.

—¿Nos llega? ¿También a ti?

—Sí, también a mí; no he de ser madrastra para él, yo que hago que no la tengan los otros.

Y así fue que no hizo distinción entre uno y otros.

—Eres una santa, Gertrudis —le decía Ramiro—, pero una santa que ha hecho pecadores.

—No digas eso; soy una pecadora que me esfuerzo por hacer santos, santos a tus hijos y a ti y a tu mujer.

—¡Mi mujer!…

—Tu mujer, sí; la madre de tu hijo. ¿Por qué le tratas con ese cariñoso despego y como a una carga?

—¿Y qué quieres que haga, que me enamore de ella?

—Pero ¿no lo estabas cuando la sedujiste?

—¿De quién? ¿De ella?

—Ya lo sé, ya sé que no; pero lo merece la pobre…

—¡Pero si es la menor cantidad de mujer posible, si no es nada!

—No, hombre, no; es más, es mucho más de lo que tú te crees. Aún no la has conocido.

—Si es una esclava…

—Puede ser, pero debes libertarla. La pobre está asustada…, nació asustada… Te aprovechaste de su susto…

—No sé, no sé cómo fue aquello…

—Así sois los hombres; no sabéis lo que hacéis ni pensáis en ello. Hacéis las cosas sin pensarlas…

—Peor es muchas veces pensarlas y no hacerlas…

—¿Por qué lo dices?

—No, nada; por nada…

—¿Tú crees sin duda que yo no hago más que pensar?

—No, no he dicho que crea eso…

—Sí, tú crees que yo no soy más que pensamiento…

XV

De nuevo la pobre Manuela, la hospiciana, la esclava, hallábase preñada. Y Ramiro muy malhumorado con ello.

—Como si uno no tuviese bastante con los otros… —decía.

—¡Y yo qué quieres que le haga! —exclamaba la víctima.

—Después de todo, tú lo has querido así —concluía Gertrudis.

Y luego, aparte, volvía a reprenderle por el trato de compasivo despego que daba a su mujer. La cual soportaba esta preñez aún peor que la otra.

—Me temo por la pobre muchacha —vaticinó don Juan, el médico, un viudo que menudeaba sus visitas.

—¿Cree usted que corre peligro? —le preguntó Gertrudis.

—Esta pobre chica está deshecha por dentro; es una tísica consumada y consumida. Resistirá, es lo más probable, hasta dar a luz, pues la Naturaleza, que es muy sabia…

—¡La Naturaleza, no! La Santísima Virgen Madre, don Juan —le interrumpió Gertrudis.

—Como usted quiera; me rindo, como siempre, a su superior parecer. Pues, como decía, la Naturaleza o la Virgen, que para mí es lo mismo…

—No, la Virgen es la Gracia…

—Bueno, pues la Naturaleza, la Virgen, la Gracia o lo que sea, hace que en estos casos la madre se defienda y resista hasta que dé a luz al nuevo ser. Ese inocente pequeñuelo le sirve a la pobre madre futura como escudo contra la muerte.

—¿Y luego?

—¿Luego? Que probablemente tendrá usted que criar sola, sirviéndose de un ama de cría, por supuesto, un crío más. Tiene ya cuatro; cargará con cinco.

—Con todos los que Dios me mande.

—Y que probablemente, no digo que seguramente, a no tardar mucho, don Ramiro volverá a quedar libre —y miró fijamente con sus ojillos grises a Gertrudis.

—Y dispuesto a casarse por tercera vez —agregó esta haciéndose la desentendida.

—¡Eso sería ya heroico!

—Y usted, puesto que permanece viudo, y viudo sin hijos, es que no tiene madera de héroe.

—¡Ah, doña Gertrudis, si yo pudiese hablar!

—¡Pues cállese usted!

—Me callo.

Le tomó la mano, reteniéndosela un rato, y dándole con la otra suya unos golpecitos añadió con un suspiro:

—Cada hombre es un mundo, Gertrudis.

—Y cada mujer, una luna, ¿no es eso, don Juan?

—Cada mujer puede ser un cielo.

«Este hombre me dedica un cortejo platónico» , se dijo Gertrudis.

Cuando en la casa temían por la pobre Manuela y todos los cuidados eran para ella, cayó de pronto en cama Ramiro, declarándosele desde luego una pulmonía. La pobre hospiciana quedóse como atontada.

—Déjame a mí, Manuela —le dijo Gerturdis—; tú cuidate y cuida a lo que llevas contigo. No te empeñes en atender a tu marido, que eso puede agravarte.

—Pero yo debo…

—Tú debes cuidar de lo tuyo.

—Y mi marido, ¿no es mío?

—No, ahora no; ahora es tuyo tu hijo que está por venir.

La enfermedad de Ramiro se agravaba.

—Temo complicaciones al corazón —sentenció don Juan—. Le tiene débil; claro, ¡los pesares y disgustos!

—Pero ¿se morirá, don Juan? —preguntó henchida de angustia Gertrudis.

—Todo pudiera ser…

—Sálvele, don Juan, sálvele, como sea…

—Qué más quisiera yo…

—¡Ah, qué desgracia! ¡Qué desgracia! —y por primera vez se le vio a aquella mujer tener que sentarse y sufrir un desvanecimiento.

—Es, en efecto, terrible —dijo el médico en cuanto Gertrudis se repuso— dejar así cuatro hijos, ¿qué digo cuatro?, cinco se puede decir, ¡y esa pobre viuda tal como está!…

—Eso es lo de menos, don Juan; para todo eso me basto y me sobro yo. ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Y el médico se fue diciéndose: «Está visto; esta cuñadita contaba con volver a tenerle libre a su cuñado. Cada persona es un mundo y algunos varios mundos. Pero ¡qué mujer! ¡Es toda una mujer! ¡Qué fortaleza! ¡Qué sagacidaz! ¡Y qué ojos! ¡Qué cuerpo!, ¡irradia fuego!».

Ramiro, una tarde en que la fiebre, remitiéndosele, habíale dejado algo más tranquilo, llamó a Gertrudis, le rogó que cerrara la puerta de la alcoba, y le dijo:

—Yo me muero, Tula, me muero sin remedio. Siento que el corazón no quiere ya marchar, a pesar de todas las inyecciones; yo me muero…

—No pienses en eso, Ramiro.

Pero ella también creía en aquella muerte.

—Me muero, y es hora, Tula, de decirte toda la verdad. Tú me casaste con Rosa.

—Como no te decidías y dabas largas…

—¿Y sabes por qué?

—Sí, lo sé, Ramiro.

—Al principio, al veros, al ver a la pareja, sólo reparé en Rosa; era a quien se le veía de lejos; pero al acercarme, al empezar a frecuentaros, sólo te vi a ti, pues eras la única a quien desde cerca se veía. De lejos te borraba ella; de cerca le borrabas tú.

—No hables así de mi hermana, de la madre de tus hijos.

—No; la madre de mis hijos eres tú, tú, tú.

—No pienses ahora sino en Rosa, Ramiro.

—A la que me juntaré pronto, ¿no es eso?

—¡Quién sabe …! Piensa en vivir, en tus hijos…

—A mis hijos les quedas tú, su madre.

—Y en Manuela, en la pobre Manuela…

—Aquel plazo, Tula, aquel plazo fatal.

Los ojos de Gertrudis se hinchieron de lágrimas.

—¡Tula! —gimió el enfermo abriendo los brazos.

—¡Sí, Ramiro, sí! —exclamó ella cayendo en ellos abrazándole.

Juntaron las bocas y así se estuvieron sollozando.

—¿Me perdonas todo, Tula?

—No, Ramiro, no; eres tú quien tienes que perdonarme.

—¿Yo?

—¡Tú! Una vez hablabas de santos que hacen pecadores. Acaso he tenido una idea inhumana de la virtud. Pero cuando lo primero, cuando te dirigiste a mi hermana, yo hice lo que debí hacer. Además, te lo confieso, el hombre, todo hombre, hasta tú, Ramiro, hasta tú, me ha dado miedo siempre; no he podido ver en él sino el bruto. Los niños, sí; pero el hombre… He huido del hombre.

—Tienes razón, Tula.

—Pero ahora descansa, que estas emociones así pueden dañarte.

Le hizo guardar los brazos bajo las mantas, le arropó, le dio un beso en la frente como se le da a un niño —y un niño era entonces para ella— y se fue. Mas al encontrarse sola se dijo: «¿Y si se repone y cura? ¿Si no se muere? ¿Ahora que ha acabado de romperse el secreto entre nosotros? ¿Y la pobre Manuela? ¡Tendré que marcharme! ¿Y adónde? ¿Y si Manuela se muere y vuelve él a quedarse libre?». Y fue a ver a Manuela, a la que encontró postradísima.

Al siguiente día llevó a los niños al lecho del padre, ya sacramentado y moribundo; los levantó uno a uno y les hizo que le besaran. Luego fue, apoyada en ella, en Gertrudis, Manuela, y de poco se muere de la congoja que le dio sobre el enfermo. Hubo que sacarla y acostarla. Y poco después, cogido de una mano a otra de Gertrudis, y susurrando: «¡Adiós, mi Tula!», rindió el espíritu con el último huelgo Ramiro. Y ella, la tía, vació su corazón en sollozos de congoja sobre el cuerpo exánime del padre de sus hijos, de su pobre Ramiro.

XVI

Apenas, fuera de la soberana, hubo abatimiento en aquel hogar, pues los niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado, y Manuela, la viuda casi sin saberlo, concentraba su vida y su ánimo todos en luchar, al modo de una planta, por la otra vida que llevaba en su seno y aun repitiendo, como un gemido de res herida, que se quería morir. Gertrudis proveía a todo.

Cerró los ojos al muerto, no sin decirse: «¿Me estará mirando todavía…?». Le amortajó como lo había hecho con su tío, cubriéndole con un hábito sobre la ropa con que murió, y sin quitarle esta, y luego, quebrantada pór un largo cansancio, por fatiga de años, juntó un momento su boca a la boca fría de Ramiro, y repasó sus vidas, que era su vida. Cuando el llanto de uno de los niños, del pequeñito, del hijo de la hospiciana, le hizo desprenderse del muerto a ir a coger y acallar y mimar al que vivía.

Manuela iba hundiéndose.

—Yo, señora, me muero; no voy a poder resistir esta vez; este parto me cuesta la vida.

Y así fue. Dio a luz una niña, pero se iba en sangre. La niña misma nació envuelta en sangre. Y Gertrudis tuvo que vencer la repugnancia que la sangre, sobre todo la negra cuajada, le producía. Siempre le costó una terrible brega consigo misma el vencer este asco. Cuando una vez, poco antes de morir, su hermana Rosa tuvo un vómito, Gertrudis huyó despavorida. Y no era miedo, no; era, sobre todo, asco.

Murió Manuela, clavados en los ojos de Gertrudis sus ojos, donde vagaban figuras de niebla sobre las sombras del hospicio.

—Por tus hijos no pases cuidado —le había dicho Gertrudis—, que yo he de vivir hasta dejarlos colocados y que se puedan valer por sí en el mundo, y si no les dejaré sus hermanos. Cuidaré sobre todo de esta última, ¡pobrecilla!, la que te cuesta la vida. Yo seré su madre y su padre.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Dios se lo pagará! ¡Es una santa!

Y quiso besarle la mano, pero Gertrudis se inclinó a ella, la besó en la frente y le puso su mejilla a que se la besase. Y esas expresiones de gratitud repetíalas la hospiciana como quien recita una lección aprendida desde niña. Y murió como había vivido, como una res sumisa y paciente, más bien como un enser.

Y fue esta muerte, tan natural, la que más ahondó en el ánimo de Gertrudis, que había asistido a otras tres ya. En esta creyó sentir mejor el sentido del enigma. Ni la de su tío, ni la de su hermana, ni la de Ramiro horadaron tan hondo el agujero que se iba abriendo en el centro de su alma. Era como si esta muerte confirmara las otras tres, como si las iluminara a la vez.

En sus solitarias cavilaciones se decía: «Los otros se murieron; ¡a esta la han matado…!, ¡la ha matado…!, ¡la hemos matado! ¿No la he matado yo más que nadie? ¿No la he traído yo a este trance? ¿Pero es que la pobre ha vivido? ¿Es que pudo vivir? ¿Es que nació acaso? Si fue expósita, ¿no ha sido exposición su muerte? ¿No lo fue su casamiento? ¿No la hemos echado en el torno de la eternidad para que entre al hospicio de la Gloria? ¿No será allí hospiciana también?». Y lo que más le acongojaba era el pensamiento tenaz que le perseguía de lo que sentiría Rosa al recibirla al lado suyo, al lado de Ramiro, y conocerla en el otro mundo. Su tío, el buen sacerdote que les crio, cumplió su misión de este mundo, protegió con su presencia la crianza de ellas; su hermana Rosa logró su deseo y gozó y dejó los hijos que había querido tener; Ramiro… ¿Ramiro? Sí, también Ramiro hizo su travesía, aunque a remo y de espaldas a la estrella que le marcaba rumbo, y sufrió, pero con noble sufrir, y pecó y purgó su pecado; pero, ¡y esta pobre que ni sufrió siquiera, que no pecó, sino se pecó en ella y murió huérfana!… «Huérfana también murió Eva…» , pensaba Gertrudis. Y luego: «¡No; tuvo a Dios padre! ¿Y madre? Eva no conoció madre… ¡Así se explica el pecado original…! ¡Eva murió huérfana de humanidad!». Y Eva le trajo el recuerdo del relato del Génesis, que había leído poco antes, y cómo el Señor alentó al hombre por la nariz soplo de vida, y se imaginó que se la quitase por manera análoga. Y luego se figuraba que a aquella pobre hospiciana, cuyo sentido de vida no comprendía, le quitó Dios la vida de un beso posando sus infinitos labios invisibles, los que se cierran formando el cielo azul, sobre los labios, azulados por la muerte, de la pobre muchacha, y sorbiéndole el aliento así.

Y ahora quedábase Gertrudis con sus cinco crías, y bregando, para la última, con amas.

El mayor, Ramirín, era la viva imagen de su padre, en figura y en gestos, y su tía proponíase combatir en él desde entonces, desde pequeño, aquellos rasgos a inclinaciones de aquel que, observando a este, había visto que más le perjudicaban. «Tengo que estar alerta —se decía Gertrudis— para cuando en él se despierte el hombre, el macho más bien, y educarle a que haga su elección con reposo y tiento». Lo malo era que su salud no fuese del todo buena y su desarrollo difícil y hasta doliente.

Y a todos había que sacarlos adelante en la vida y educarlos en el culto a sus padres perdidos.

¿Y los pobres niños de la hospiciana? «Esos también son míos —pensaba Gertrudis—; tan míos como los otros, como los de mi hermana, más míos aún. Porque estos son hijos de mi pecado. ¿Del mío? ¿No más bien el de él? ¡No, de mi pecado! ¡Son los hijos de mi pecado! ¡Sí, de mi pecado! ¡Pobre chica!». Y le preocupaba sobre todo la pequeñita.

XVII

Gertrudis, molesta por las insinuaciones de don Juan, el médico, que menudeaba las visitas para los niños, y aun pretendió verla a ella como enferma, cuando no sabía que adoleciese de cosa alguna, le anunció un día hallarse dispuesta a cambiar de médico.

—¿Cómo así, Gertrudis?

—Pues muy claro: le observo a usted singularidades que me hacen temer que está entrando en la chochera de una vejez prematura, y para médico necesitamos un hombre con el seso bien despejado y despierto.

—Muy bien; pues que ha llegado el momento, usted me permitirá que le hable claro.

—Diga lo que quiera, don Juan, mas en la inteligencia de que es lo último que dirá en esta casa.

—¡Quién sabe!…

—Diga.

—Yo soy viudo y sin hijos, como usted sabe, Gertrudis. Y adoro a los niños.

—Pues vuélvase usted a casar.

—A eso voy.

—¡Ah! ¿Y busca usted consejo de mí?

—Busco más que consejo.

—¿Que le encuentre yo novia?

—Yo soy médico, le digo, y no sólo no tuve hijos de mi mujer, que era viuda, y perdimos el que ella me trajo al matrimonio, ¡aún le lloro al pobrecillo!, sino que sé, sé positivamente, sé con toda seguridad, que no he de tener nunca hijos propios, que no puedo tenerlos. Aunque no por eso, claro está, me sienta menos hombre que otro cualquiera; ¿usted me entiende, Gertrudis?

—Quisiera no entenderle a usted, don Juan.

—Para acabar, yo creo que a estos niños, a estos sobrinos de usted y a los otros dos acaso…

—Son tan sobrinos para mí como los otros, más bien hijos.

—Bueno, pues que a estos hijos de usted, ya que por tales les tiene, no les vendría mal un padre, y un padre no mal acomodado y hasta regularmente rico.

—¿Y eso es todo?

—Sí, que yo creo que hasta necesitan padre.

—Les basta, don Juan, con el Padre nuestro que está en los cielos.

—Y como madre usted, que es la representante de la Madre Santísima, ¿no es eso?

—Usted lo ha dicho; don Juan, y por última vez en esta casa.

—¿De modo que…?

—Que toda esa historia de la necesidad que siente de tener hijos y de su incapacidad para tenerlos, ¿le he entendido bien, don Juan?

—Perfectamente, y esto último, por supuesto, quede entre los dos.

—No seré yo quien le estorbe otro matrimonio. Y esa historia, digo, no me ha convencido de que usted busque hijos que adoptar, que eso le será muy fácil y casándose, sino que me busca a mí y me buscaría aunque estuviese sola y hubiésemos de vivir solos y sin hijos; ¿le he entendido, don Juan? ¿Me entiende usted?

—Cierto es, Gertrudis, que si estuviese sola lo mismo me casaría con usted, si usted lo quisiera, ¡claro!, porque yo soy muy claro, muy claro, y es usted la que me atrae; pero en ese caso nos quedaba el adoptar hijos de cualquier modo, aunque fuese sacándolos del Hospicio. Pues ya he podido ver que usted, como yo, se muere por los niños y que los necesita y los busca y los adora.

—Pero ni usted ni nadie ha visto, don Juan, que yo haya sido y sea incapaz de hacerlos; nadie puede decir que yo sea estéril, y no vuelva a poner los pies en esta casa.

—¿Por qué, Gertrudis?

—¡Por puerco!

Y así se despidieron para siempre.

Mas luego que le hubo así despachado entróle una desdeñosa lástima, un lastimero desdén de aquel hombre. «¿No le he tratado con demasiada dureza? —se decía—. El hombre me sacaba de quicio, es cierto; sus miradas me herían más que sus palabras, pero debí tratarle de otro modo. El pobrecillo parece que necesita remedio, pero no el que él busca, sino otro, un remedio heroico y radical». Pero cuando supo que don Juan se remediaba empezó a pensar si era, en efecto, calor de hogar lo que buscaba, aunque bien pronto dio en otra sospecha que le sublevó aún más el corazón. «¡Ah —se dijo—, lo que necesita es un ama de casa, una que le cuide, que le ponga sobre la cama la ropa limpia, que haga que se le prepare el puchero…, peor, peor que el remedio, peor aún! ¡Cuando una no es remedio es animal doméstico, y la mayor parte de las veces ambas cosas a la vez! Estos hombes… ¡O porquería o poltronería! ¡Y aún dicen que el cristianismo redimió nuestra suerte, la de las mujeres!». Y al pensar esto, acordándose de su buen tío, se santiguó diciéndose: «¡No, no lo volveré a pensar…!».

Pero ¿quién enfrenaba a un pensamiento que mordía en el fruto de la ciencia del mal? «¡El cristianismo, al fin, y a pesar de la Magdalena, es religión de hombres —se decía Gertrudis—; masculinos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo …!». Pero ¿y la Madre? La religión de la Madre está en: «He aquí la criada del Señor; hágase en mí según tu palabra» y en pedir a su Hijo que provea de vino a unas bodas, de vino que embriaga y alegra y hace olvidar penas, y para que el Hijo le diga: «¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Aún no ha venido mi hora». ¿Qué tengo que ver contigo …? Y llamarle mujer y no madre… Y volvió a santiguarse, esta vez con verdadero temblor. Y es que el demonio de su guarda —así creía ella— le susurró: «¡Hombre al fin!».

XVIII

Corrieron unos años apacibles y serenos. La orfandad daba a aquel hogar, en el que de nada de bienestar se carecía, una íntima luz espiritual de serena calma. Apenas si había que pensar en el día de mañana. Y seguían en él viviendo, con más dulce imperio que cuando respirando llenaban con sus cuerpos sus sitios, los tres que le dieron a Gertrudis masa con qué fraguarlo, Ramiro y sus dos mujeres de carne y hueso. De continuo hablaba Gertrudis de ellos a sus hijos. «¡Mira que te está mirando tu madre!» o «¡Mira que te ve tu padre!». Eran sus dos más frecuentes amonestaciones. Y los retratos de los que se fuéron presidían el hogar de los tres.

Los niños, sin embargo, íbanlos olvidando. Para ellos no existían sino en las palabras de mamá Tula, que así la llamaban todos. Los recuerdos directos del mayorcito, de Ramirín, se iban perdiendo y fundiendo en los recuerdos de lo que de ellos oía contar a su tía. Sus padres eran ya para él una creación de esta.

Lo que más preocupaba a Gertrudis era evitar que entre ellos naciese la idea de una diferencia, de que había dos madres, de que no eran sino medio hermanos. Mas no podía evitarlo. Sufrió en un principio la tentación de decirles que las dos, Rosa y Manuela, eran, como ella misma, madres de todos ellos, pero vio la imposibilidad de mantener mucho tiempo el equívoco; y, sobre todo, el amor a la verdad, un amor en ella desenfrenado, le hizo rechazar tal tentación al punto.

Porque su amor a la verdad confundíase en ella con su amor a la pureza. Repugnábanle esas historietas corrientes con que se trata de engañar la inocencia de los niños, como la de decirles que los traen a este mundo desde París, donde los compran. «¡Buena gana de gastar el dinero en tonto!» , había dicho un niño que tenía varios hermanos y a quien le dijeron que a un amiguito suyo le iban a traer pronto un hermanito sus padres. «Buena gana de gastar mentiras en balde —se decía Gertrudis; añadiéndose—; toda mentira es, cuando menos, en balde».

—Me han dicho que soy hijo de una criada de mi padre; que mi mamá fue criada de la mamá de mis hermanos.

Así fue diciendo un día a casa el hijo de Manuela. Y la tía Tula, con su voz más seria y delante de todos, le contestó:

—Aquí todos sois hermanos, todos sois hijos de un mismo padre y de una misma madre, que soy yo.

—¿Pues no dices, mamaíta, que hemos tenido otra madre?

—La tuvísteis, pero ahora la madre soy yo; ya lo sabéis. ¡Y que no se vuelva a hablar de eso!

Mas no lograba evitar el que se transparentara que sentía preferencias. Y eran por el mayor, el primogénito, Ramirín, al que engendró su padre cuando aún tuviera reciente en el corazón el cardenal del golpe que le produjo el haber tenido que escoger entre las dos hermanas, o mejor el haber tenido que aceptar de mandato de Gertrudis a Rosa, y por la pequeñuela, por Manolita, pálido y frágil botoncito de rosa que hacía temer lo hiciese ajarse un frío o un ardor tempranos.

De Ramirín, del mayor, una voz muy queda, muy sumisa, pero de un susurro sibilante y diabólico, que Gertrudis solía oír que brotaba de un rincón de las entrañas de su espíritu —y al oírla se hacía, santiguándose, una cruz sobre la frente y otra sobre el pecho, ya que no pudiese taparse los oídos íntimos de aquella y de este—, de Ramirín decíale ese tentador susurro que acaso cuando le engendró su padre soñaba más en ella, en Gertrudis, que en Rosa. Y de Manolita, de la hija de la muerte de la hospiciana, se decía que sin su decisión de casar por segunda vez a Ramiro, sin aquél haberle obligado a redimir su pecado y a rescatar a la víctima de él, a la pobre Manuela, no viviría el pálido y frágil botoncito.

¡Y lo que le costó criarla! Porque el primer hijo de Ramiro y Manuela fue criado por esta, por su madre. La cual, sumisa siempre como una res, y ayudada a la vez por su natural instinto, no intentó siquiera rehusarlo a pesar de la endeblez de su carne, pero fue con el hombre, fue con el marido, con quien tuvo que bregar Gertrudis. Porque Ramiro, viendo la flaqueza de su pobre mujer, procuró buscar nodriza a su hijo. Y fue Gertrudis la que le obligó a casarse con aquélla, quien se plantó en firme en que había de ser la madre misma quien criara al hijo. «No hay leche como la de la madre» , repetía y al redargüir su cuñado: «Sí, pero es tan débil que corren peligro ella y el niño, y este se criará enclenque», replicaba implacable la soberana del hogar: «¡Pretextos y habladurías! Una mujer a la que se le puede alimentar, puede siempre criar y la naturaleza ayuda, y en cuanto al niño, te repito que la mejor leche es la de la madre, si no está envenenada». Y luego, bajando la voz, agregaba: «Y no creo que le hayas envenenado la sangre a tu mujer». Y Ramiro tenía que someterse. Y la querella terminó un día en que a nuevas instancias del hombre, que vio que su nueva mujer sufrió un vahído, para que le desahijaran el hijo, la soberana del hogar, cogiéndole aparte, le dijo: «¡Pero qué empeño, hombre! Cualquiera creería que te estorba el hijo…».

—¿Cómo que me estorba el hijo…? No lo comprendo…

—¿No lo comprendes? ¡Pues yo sí!

—Como no te expliques…

—¿Que me explique? ¿Te acuerdas de lo de aquel bárbaro de Pascualón, el guarda de tu cortijo de Majadalaprieta?

—¿Qué? ¿Aquello que comentamos de la insensibilidad con que recibió la muerte de su hijo…?

—Sí.

—¿Y qué tiene que ver esto con aquello? ¡Por Dios, Tula…!

—Que a mí aquello me llegó al fondo del alma, me hirió profundamente y quise averiguar la raíz del mal…

—Tu manía de siempre…

—Sí, ya me decía el pobre tío que yo era como Eva, empeñada en conocer la ciencia del bien y del mal.

—¿Y averiguaste…?

—Que a aquel… hombre…

—¿Ibas a decir…?

—Que a aquel hombre, digo, le estorbaba el niño para más cómodamente disponer de su mujer. ¿Lo entiendes?

—¡Qué barbaridad!

Pero ya Ramiro tuvo que darse por vencido y dejó que su Manuela criara al niño mientras Gertrudis lo dispusiese así.

Y ahora se encontraba ésta con que tenía que criar a la pequeñuela, a la hija de la muerte, y que forzosamente había de dársela a una madre de alquiler, buscándole un pecho mercenario. Y esto le horrorizaba. Horrorizábale porque temía que cualquier nodriza, y más si era soltera, pudiese tener envenenada, con la sangre, la leche, y abusase de su posición. «Si es soltera —se decía—, ¡malo! Hay que vigilarla para que no vuelva al novio o acaso a otro cualquiera, y si es casada, malo también, y peor aún si dejó al hijo propio para criar al ajeno». Porque esto era lo que sobre todo le repugnaba. Vender el jugo maternal de las propias entrañas para mantener mal, para dejarlos morir acaso de hambre, a los propios hijos, era algo que le causaba dolorosos retortijones en las entrañas maternales. Y así es cómo se vio desde un principio en conflicto con las amas de cría de la pobre criatura, y teniendo que cambiar de ellas cada cuatro días. ¡No poder criarle ella misma! Hasta que tuvo que acudir a la lactancia artificial.

Pero el artificio se hizo en ella arte, y luego poesía, y por fin más profunda naturaleza que la del instinto ciego. Fue un culto, un sacrificio, casi un sacramento. El biberón, ese artefacto industrial, llegó a ser para Gertrudis el símbolo y el instrumento de un rito religioso. Limpiaba los botellines, cocía los pisgos cada vez que los había empleado, preparaba y esterilizaba la leche con el ardor recatado y ansioso con que una sacerdotisa cumpliría un sacrificio ritual. Cuando ponía el pisgo de caucho en la boquita de la pobre criatura, sentía que le palpitaba y se le encendía la propia mama. La pobre criatura posaba alguna vez su manecita en la mano de Gertrudis, que sostenía el frasco.

Se acostaba con la niña, a la que daba calor con su cuerpo, y contra este guardaba el frasco de la leche por si de noche se despertaba aquélla pidiendo alimento. Y se le antojaba que el calor de su carne, enfebrecida a ratos por la fiebre de la maternidad virginal, de la virginidad maternal, daba a aquella leche industrial una virtud de vida materna y hasta que pasaba a ella, por misterioso modo, algo de los ensueños que habían florecido en aquella cama solitaria. Y al darle de mamar, en aquel artilugio, por la noche, a oscuras y a solas las dos, poníale a la criatura uno de sus pechos estériles, pero henchidos de sangre, al alcance de las manecitas para que siquiera las posase sobre él mientras chupaba el jugo de vida. Antojábasele que así una vaga y dulce ilusión animaría a la huérfana. Y era ella, Gertrudis, la que así soñaba. ¿Qué? Ni ella misma lo sabía bien.

Alguna vez la criatura se vomitó sobre aquella cama, limpia siempre hasta entonces como una patena, y de pronto sintió Gertrudis la punzada de la mancha. Su pasión morbosa por la pureza, de que procedía su culto místico a la limpieza, sufrió entonces, y tuvo que esforzarse para dominarse. Comprendía, sí, que no cabe vivir sin mancharse y que aquella mancha era inocentísima, pero los cimientos de su espíritu se conmovían dolorosamente con ello. Y luego le apretaba a la criaturita contra sus pechos pidiéndole perdón en silencio por aquella tentación de su pureza.

XIX

Fuera de este cuidado maternal por la pobre criaturita de la muerte de Manuela, cuidado que celaba una expiación y un culto místicos, y sin desatender a los otros y esforzándose por no mostrar preferencias a favor de los de su sangre, Gertrudis se preocupaba muy en especial de Ramirín y seguía su educación paso a paso, vigilando todo lo que en él pudiese recordar rasgos de su padre, a quien físicamente se parecía mucho. «Así sería a su edad», pensaba la tía y hasta buscó y llegó a encontrar entre los papeles de su cuñado retratos de cuando este era un chicuelo, y los miraba y remiraba para descubrir en ellos al hijo. Porque quería hacer de este lo que de aquel habría hecho a haberle conocido y podido tomar bajo su amparo y crianza cuando fue un mozuelo a quien se le abrían los caminos de la vida. «Que no se equivoque como él —se decía—, que aprenda a detenerse para elegir, que no encadene la voluntad antes de haberla asentado en su raíz viva, en el amor perfecto y bien alumbrado, a la luz que le sea propia». Porque ella creía que no era al suelo, sino al cielo, a lo que había que mirar antes de plantar un retoño; no al mantillo de la tierra, sino a las razas de lumbre que del sol le llegaran, y que crece mejor el arbolito que prende sobre una roca al solano dulce del mediodía que no el que sobre un mantillo vicioso y graso se alza a la umbría. La luz era la pureza.

Fue con Ramirín aprendiendo todo lo que él tenía que aprender, pues le tomaba a diario las lecciones. Y así satisfacía aquella ansia por saber que desde niña le había aquejado y que hizo que su tío le comparase alguna vez con Eva. Y de entre las cosas que aprendió con su sobrino y para enseñárselas, pocas le interesaron más que la geometría. ¡Nunca lo hubiese ella creído! Y es que en aquellas demostraciones de la geometría, ciencia árida y fría al sentir de los más, encontraba Gertrudis un no sabía qué de luminosidad y de pureza. Años después, ya mayor Ramirín, y cuando el polvo que fue la carne de su tía reposaba bajo tierra, sin luz de sol, recordaba el entusiasmo con que un día de radiante primavera le explicaba cómo no puede haber más que cinco y sólo cinco poliedros regulares; tres formados de triángulos: el tetraedro, de cuatro; el octaedro, de ocho, y el icosaedro, de veinte; uno de cuadrados: el cubo, de seis, y uno de pentágonos: el dodecaedro, de doce. «Pero ¿no ves qué claro?», me decía —contaba el sobrino—, «¿no lo ves?, sólo cinco y no más, ¡qué bonito! Y no puede ser de otro modo, tiene que ser así», y al decirlo me mostraba los cinco modelos en cartulina blanca, blanquísima, que ella misma había construido, con sus santas manos, que eran prodigiosas para toda labor, y parecía como si acabase de descubrir por sí misma la ley de los cinco poliedros regulares…, ¡pobre tía Tula! Y recuerdo que como a uno de aquellos modelos geométricos le cayera una mancha de grasa, hizo otro, porque decía que con la mancha no se veía bien la demostración. Para ella la geometría era luz y pureza.

En cambio huyó de enseñarle anatomía y fisiología. «Esas son porquerías —decía— y en que nada se sabe de cierto ni de claro».

Y lo que sobre todo acechaba era el alborear de la pubertad en su sobrino. Quería guiarle en sus primeros descubrimientos sentimentales y que fuese su amor primero el último y el único. «Pero ¿es que hay un primer amor?», se preguntaba a sí misma sin acertar a responderse.

Lo que más temía eran las soledades de su sobrino. La soledad, no siendo a toda luz, la temía. Para ella no había más soledad santa que la del sol y la de la Virgen de la Soledad cuando se quedó sin su Hijo, el Sol del Espíritu. «Que no se encierre en su cuarto —pensaba—, que no esté nunca, a poder ser, solo; hay soledad que es la peor compañía; que no lea mucho, sobre todo, que no lea mucho; y que no se esté mirando grabados». No temía tanto para su sobrino a lo vivo cuanto a lo muerto, a lo pintado. «La muerte viene por lo muerto», pensaba.

Confesábase Gertrudis con el confesor de Ramirín, y era para, dirigiendo al director del muchacho en la dirección de este, ser ella la que de veras le dirigiese. Y por eso en sus confesiones hablaba más que de sí misma de su hijo mayor, como le llamaba. «Pero es, señora, que usted viene aquí a confesar sus pecados y no los de otros», le tuvo que decir alguna vez el padre Álvarez, a lo que ella contestó: «Y si ese chico es mi pecado …».

Cuando una vez creyó observar en el muchacho inclinaciones ascéticas, acaso místicas, acudió alarmada al padre Alvarez.

—¡Eso no puede ser, padre!

—Y si Dios le llamase por ese camino…

—No, no le llama por ahí; lo sé, lo sé mejor que usted y desde luego mejor que él mismo; eso es… la sensualidad que se le despierta…

—Pero, señora…

—Sí, anda triste, y la tristeza no es señal de vocación religiosa. ¡Y remordimiento no puede ser! ¿De qué …?

—Los juicios de Dios, señora…

—Los juicios de Dios son claros. Y esto es oscuro. Quítele eso de la cabeza. ¡Él ha nacido para padre y yo para abuela!

—¡Ya salió aquello!

—¡Sí, ya salió aquello!

—¡Y cómo le pesa a usted eso! Líbrese de ese peso… Me ha dicho cien veces que había agotado ese mal pensamiento…

—¡No puedo, padre, no puedo! Que ellos, que mis hijos —porque son mis hijos, mis verdaderos hijos—, que ellos no lo sepan, que no lo sepan, padre, que no lo adivinen…

—Cálmese, señora, por Dios, cálmese… y deseche esas aprensiones… esas tentaciones del Demonio, se lo he dicho cien veces… Sea lo que es…, la tía Tula que todos conocemos y veneramos y admiramos …; sí, admiramos…

—¡No, padre, no! ¡Usted lo sabe! Por dentro soy otra…

—Pero hay que ocultarlo…

—Sí, hay que ocultarlo, sí; pero hay días en que siento ganas de reunir a sus hijos, a mis hijos…

—¡Sí, suyos, de usted!

—¡Sí, yo madre, como usted… padre!

—Deje eso, señora, deje eso…

—Sí, reunirles y decirles que toda mi vida ha sido una mentira, una equivocación, un fracaso…

—Usted se calumnia, señora. Esa no es usted, usted es la otra…, la que todos conocemos… la tía Tula…

—Yo le hice desgraciado, padre; yo le hice caer dos veces: una con mi hermana, otra vez con otra…

—¿Caer?

—¡Caer, sí! ¡Y fue por soberbia!

—No, fue por amor, por verdadero amor…

—Por amor propio, padre —y estalló a llorar.

XX

Logró sacar a su sobrino de aquellas veleidades ascéticás y se puso a vigilarle, a espiar la aparición del primer amor. «Fíjate bien, hijo —le decía—, y no te precipites, que una vez que hayas comprometido a una no debes dejarla…».

—Pero, mamá, si no se trata de compromisos… Primero hay que probar…

—No, nada de pruebas; nada de esos noviazgos; nada de eso de «hablo con Fulana». Todo seriamente…

En rigor la tía Tula había ya hecho, por su parte, su elección y se proponía ir llevando dulcemente a su Ramirín a aquella que le había escogido, a Caridad.

—Parece que te fijas en Carita —le dijo un día.

—¡Pse!

—Y ella en ti, si no me equivoco.

—Y tú en los dos, a lo que parece…

—¿Yo? Eso es cosa vuestra, hijo mío, cosa vuestra…

Pero les fue llevando el uno al otro, y consiguió su propósito. Y luego se propuso casarlos cuanto antes. «Y que venga acá —decía— y viviremos todos juntos, que hay sitio para todos… ¡Una hija más!».

Y cuando hubo llevado a Carita a su casa, como mujer de su sobrino, era con esta con la que tenía sus confidencias. Y era de quien trataba de sonsacar lo íntimo de su sobrino.

Le obligó, ya desde un principio, a que le tutease y le llamase madre. Y le recomendaba que cuidase sobre todo de la pequeñita, de la mansa, tranquila y medrosica Manolita.

—Mira, Caridad —le decía—, cuida sobre todo de esa pobrecita, que es lo más inocente y lo más quebradizo que hay y buena como el pan… Es mi obra…

—Pero si la pobrecita apenas levanta la voz…, si ni se la siente andar por la casa… Parece como que tuviera vergüenza hasta de presentarse…

—Sí, sí, es así… Harto he hecho por infundirle valor, pero en no estando arrimada a mí, cosida a mi falda, la pobrecita se encuentra como perdida. ¡Claro, como criada con biberón!

—El caso es que es laboriosa, obediente, servicial, pero ¡habla tan poco…! ¡Y luego no se la oye reír nunca…!

—Sólo alguna vez, cuando está a solas conmigo, porque entonces es otra cosa, es otra Manolita…, entonces resucita… Y trato de animarla, de consolarla, y me dice: «No te canses, mamita, que yo soy así…, y además, no estoy triste…».

—Pues lo parece…

—Lo parece, sí, pero he llegado a creer que no lo está. Porque yo, yo misma, ¿qué te parezco, Carita, triste o alegre?

—Usted, tía…

—¿Qué es eso de usted y de tía?

—Bueno, tú, mamá, tú…, pues no sé si eres triste o alegre, pero a mí me pareces alegre…

—¿Te parezco así? ¡Pues basta!

—Por lo menos a mí me alegras…

—Y es lo que nos manda Dios a este mundo, a alegrar a los demás.

—Pero para alegrar a los demás hay que estar alegre una…

—O no…

—¿Cómo no?

—Nada alegra más que un rayo de sol, sobre todo si da sobre la verdura del follaje de un árbol, y el rayo de sol no está ni alegre ni triste, y quién sabe… acaso su propio fuego le consume… El rayo de sol alegra porque está limpio; todo lo limpio alegra… Y esa pobre Manolita debe alegrarte, porque a limpia…

—¡Sí, eso sí! Y luego esos ojos que tiene, que parecen…

—Parecen dos estanques quietos entre verdura… Los he estado mirando muchas veces y desde cerca. Y no sé de dónde ha sacado esos ojos… No son de su madre, que tenía ojos de tísica, turbios de fiebre… ni son los de su padre, que eran…

—¿Sabes de quién parecen esos ojos?

—¿De quién? —y Gertrudis temblaba al preguntarlo.

—¡Pues son tus ojos …!

—Puede ser… puede ser.. No me los he mirado nunca de cerca ni puedo vérmelos desde dentro, pero puede ser… puede ser.. Al menos le he enseñado a mirar…

XXI

¿Qué le pasaba a la pobre Gertrudis que se sentía derretir por dentro? Sin duda había cumplido su misión en el mundo. Dejaba a su sobrino mayor, a su Ramiro, a su otro Ramiro, a cubierto de la peor tormenta, embarcado en su barca de por vida, y a los otros hijos al amparo de él; dejaba un hogar encendido y quien cuidase de su fuego. Y se sentía deshacer. Sufría frecuentes embaimientos, desmayos, y durante días enteros lo veía todo como en niebla, como si fuese bruma y humo todo. Y soñaba; soñaba como nunca había soñado. Soñaba lo que habría sido si Ramiro hubiese dejado por ella a Rosa. Y acababa diciéndose que no habrían sido de otro modo las cosas. Pero ella había pasado por el mundo fuera del mundo. El padre Alvarez creía que la pobre Gertrudis chocheaba antes de tiempo, que su robusta inteligencia flaqueaba y que flaqueaba el peso mismo de su robustez. Y tenía que defenderla de aquellas sus viejas tentaciones.

Cuando un día se le acercó Caridad y, al oído, le dijo: «¡Madre…!», al notarle el rubor que le encendía el rostro, exclamó: «¿Qué? ¿Ya?». «¡Sí, ya!», susurró la muchacha. «¿Estás segura?». «¡Segura; si no, no te lo habría dicho!». Y Gertrudis, en medio de su goce, sintió como si una espada de hielo le atravesase por medio el corazón. Ya no tenía que hacer en el mundo más que esperar al nieto, al nieto de los suyos, de su Ramiro y su Rosa, a su nieto, a ir luego a darles la buena nueva. Ya apenas se cuidaba más que de Caridad, que era quien para ella llenaba la casa. Hasta de Manolita, de su obra, se iba descuidando, y la pobre niña lo sentía; sentía que el esperado iba relegándole en la sombra.

—Ven acá —le decía Gertrudis a Caridad, cuando alguna vez se encontraban a solas, ocasión que acechaba—, ven acá, siéntate aquí, a mi lado… ¿Qué, le sientes, hija mía, le sientes?

—Algunas veces…

—¿No llama? ¿No tiene prisa por salir a la luz, a la luz del sol? Porque ahí dentro, a oscuras…, aunque esté ello tan tibio, tan sosegado… ¿No da empujoncitos? Si tarda no me va a ver…, no le voy a ven.. Es decir: ¡si tarda, no!, si me apresuro yo…

—Pero, madre, no diga esas cosas…

—¡No digas, hija! Pero me siento derretir…, ya no soy para nada… Veo todo como empañado… como en sueños… Si no lo supiera no podría ahora decir si tu pelo es rubio o moreno…

Y le acariciaba lentamente la espléndida cabellera rubia. Y como si viese con los dedos, añadía: «Rubia, rubia como el sol …».

—Si es chico, ya lo sabes, Ramiro, y si es chica… Rosa…

—No, madre, sino Gertrudis… Tula, mamá Tula.

—¡Tula…, bueno …! Y mejor si fuese una pareja, mellizos, pero chico y chica…

—¡Por Dios, madre!

—¿Qué? ¿Crees que no podrías con eso? ¿Te parece demasiado trabajo?

—Yo… no sé… no sé nada de eso, madre; pero…

—Sí, eso es lo perfecto, una parejita de gemelos… un chico y una chica que han estado abrazaditos cuando no sabían nada del mundo, cuando no sabían ni que existían; que han estado abrazaditos al calorcito del vientre materno… Algo así debe de ser el cielo…

—¡Qué cosas se te ocurren, mamá Tula!

—No ves que me he pasado la vida soñando…

Y en esto, mientras soñaba así y como para guardar en su pecho este último ensueño y llevarlo como viático al seno de la madre tierra, la pobre Manolita cayó gravemente enferma. «¡Ah, yo tengo la culpa —se dijo Gertrudis—, yo, que con esto de la parejita de mi ensueño me he descuidado de esa pobre avecilla…! Sin duda en un momento en que necesitaba de mi arrimo ha debido de coger algún frío …». Y sintió que le volvían las fuerzas, unas fuerzas como de milagro. Se le despejó la cabeza y se dispuso a cuidar a la enferma.

—Pero, madre —le decía Caridad—, déjeme que le cuide yo, que le cuidemos nosotras… Entre yo, Rosita y Elvira le cuidaremos.

—No; tú no puedes cuidarla como es debido, no debes cuidarla… Tú te debes al que llevas, a lo que llevas, y no es cosa de que por atender a esta malogres lo otro… Y en cuanto a Rosita y Elvira, sí, son sus hermanas, la quieren como tales, pero no entienden de eso, y además la pobre, aunque se aviene a todo, no se halla sin mí… Un simple vaso de agua que yo le sirva le hace más provecho que todo lo que los demás le podáis hacer. Yo sola sé arreglarle la almohada de modo que no le duela en ella la cabeza y que no tenga luego pesadillas…

—Sí, es verdad…

—¡Claro, yo la crie …! Y yo debo cuidarle.

Resucitó. Volvióle todo el luminoso y fuerte aplomo de sus días más heroicos. Ya no le temblaba el pulso ni le vacilaban las piernas. Y cuando teniendo el vaso con la pócima medicinal que a las veces tenía que darle, la pobre enferma le posaba las manos febriles en sus manos firmes y finas, pasaba sobre su enlace como el resplandor de un dulce recuerdo, casi borrado para la encamada. Y luego se sentaba la tía Tula junto a la cama de la enferma y se estaba allí, y esta no hacía sino mirarle en silencio.

—¿Me moriré, mamita? —preguntaba la niña.

—¿Morirte? ¡No, pobrecita alondra, no! Tú tienes que vivir…

—Mientras tú vivas…

—Y después…, y después…

—Después… no…, ¿para qué…?

—Pero las muchachas deben vivir…

—¿Para qué…?

—Pues… para vivir…, para casarse…, para criar familia…

—Pues tú no te casaste, mamita…

—No, yo no me casé; pero como si me hubiese casado… Y tú tienes que vivir para cuidar de tu hermano…

—Es verdad…, de mi hermano…, de mis hermanos…

—Sí, de todos ellos…

—Pero si dicen, mamita, que yo no sirvo para nada…

—¿Y quién dice eso, hija mía?

—No, no lo dicen…, no lo dicen…, pero lo piensan…

—¿Y cómo sabes tú lo que piensan?

—¡Pues… porque lo sé! Y además, porque es verdad…, porque yo no sirvo para nada, y después de que tú te me mueras yo nada tengo que hacer aquí… Si tú te murieras me moriría de frío…

—Vamos, vamos, arrópate bien y no digas esas cosas… Y voy a arreglarte esa medicina…

Y fue a ocultar sus lágrimas y a echarse a los pies de su imagen de la Virgen de la Soledad y a suplicarla: «¡Mi vida por la suya, Madre, mi vida por la suya! Siente que yo me voy, que me llaman mis muertos, y quiere irse conmigo; quiere arrimarse a mí, arropada por la tierra, allí abajo, donde no llega la luz, y que yo le preste no sé qué calor… ¡Mi vida por la suya, Madre, mi vida por la suya! Que no caiga tan pronto esa cortina de tierra de las tinieblas sobre esos ojos en que la luz no se quiebra, sobre esos ojos que dicen que son los míos, sobre esos ojos sin mancha que le di yo…, sí, yo… Que no se muera…, que no se muera… Sálvala, Madre, aunque tenga yo que irme sin ver al que ha de venir…».

Y se cumplió su ruego.

La pobre niña enferma fue recobrando vida; volvieron los colores de rosa a sus mejillas; volvió a mirar la luz del sol dando en el verdor de los árboles del jardincito de la casa, pero la tía Tula cayó con una bronconeumonía cogida durante la convalecencia de Manolita. Y entonces fue esta la que sintió que brotaba en sus entrañas un manadero de salud, pues tenía que cuidar a la que le había dado vida.

Toda la casa vio con asombro la revelación de aquella niña.

—Di a Manolita —decía Gertrudis a Caridad— que no se afane tanto, que aún estará débil… Tú tampoco, por supuesto; tú te debes a los tuyos, ya lo sabes… Con Rosita y Elvira basta… Además, como todo ha de ser inútil… Porque yo ya he cumplido…

—Pero, madre…

—Nada, lo dicho, y que esa palomita de Dios no se malgaste…

—Pero si se ha puesto tan fuerte… Jamás hubiese creído…

—Y ella que se quería morir y creía morirse… Y yo también lo temí… ¡Porque la pobre me parecía tan débil…! Claro, no conoció a su padre, que estaba ya herido de muerte cuando la engendró…, y en cuanto a su pobre madre, yo creo que siempre vivió medio muerta… ¡Pero esa chica ha resucitado!

—¡Sí, al verte en peligro ha resucitado!

—¡Claro, es mi hija!

—¿Más?

—¡Sí, más! Te lo quiero declarar ahora que estoy en el zaguán de la eternidad; sí, más. ¡Ella y tú!

—¿Ella y yo?

—¡Sí, ella y tú! Y porque no tenéis mi sangre. Ella y tú. Ella tiene la sangre de Ramiro, no la mía, pero la he hecho yo, ¡es obra mía! Y a ti yo te casé con mi hijo…

—Lo sé…

—Sí, como le casé a su padre con su madre, con mi hermana, y luego le volví a casar con la madre de Manolita…

—Lo sé… lo sé…

—Sé que lo sabes, pero no todo…

—No, todo no…

—Ni yo tampoco… O al menos no quiero saberlo. Quiero irme de este mundo sin saber muchas cosas… Porque hay cosas que el saberlas mancha. Eso es el pecado, original, y la Santísima Virgen Madre nació sin mancha de pecado original…

—Pues yo he oído decir que lo sabía todo…

—No, no lo sabía todo; no conocía la ciencia del mal… que es ciencia…

—Bueno, no hables tanto, madre, que te perjudica …

—Más me perjudica cavilar, y si me callo cavilo…, cavilo…

XXII

La tía Tula no podía ya más con su cuerpo. El alma le revoloteaba dentro de él, como un pájaro en una jaula que se desvencija, a la que deja con el dolor de quien le desollaran, pero ansiando volar por encima de las nubes. No llegaría a ver al nieto. ¿Lo sentía? «Allá arriba, estando con ellos —soñaba—, sabré cómo es, y si es niño o niña… o los dos… y lo sabré mejor que aquí, pues desde allí arriba se ve mejor y más limpio lo de aquí abajo».

La última fiebre teníala postrada en cama. Apenas si distinguía a sus sobrinos más que por el paso, sobre todo a Caridad y a Manolita. El paso de aquella, de Caridad, llegábale como el de una criatura cargada de fruto y hasta le parecía oler a sazón de madurez. Y el de Manolita era tan leve como el de un pajarito que no se sabe si corre o vuela a ras de tierra. «Cuando ella entra —se decía la tía—, siento rumor de alas caídas y quietas».

Quiso despedirse primero de esta, a solas, y aprovechó un momento en que vino a traerle la medicina. Sacó el brazo de la cama, lo alargó como para bendecirla, y poniéndole la mano sobre la cabeza, que ella inclinó con los claros ojos empañados, le dijo:

—¿Qué, palomita sin hiel, quieres todavía morirte…? ¡La verdad!

—Si con ello consiguiera…

—Que yo no me muera, ¿eh? No, no debes querer morirte… Tienes a tu hermano, a tus hermanos… Estuviste cerca de ello, pero me parece que la prueba te curó de esas cosas… ¿No es así? Dímelo como en confesión, que voy a contárselo a los nuestros…

—Sí, ya no se me ocurren aquellas tonterías…

—¿Tonterías? No, no eran tonterías. ¡Ah!, y ahora que dices eso de tonterías, tráeme tu muñeca, porque la guardas, ¿no es así? Sí, sé que la guardas… Tráeme aquella muñeca, ¿sabes? Quiero despedirme de ella también y que se despida de mí… ¿Te acuerdas? Vamos, ¿a que no te acuerdas?

—Sí, madre, me acuerdo.

—¿De qué te acuerdas?

—De cuando se me cayó en aquel patín de la huerta y Elvira me llamaba tonta porque lloraba tanto y me decía que de nada sirve llorar…

—Eso…, eso…, ¿y qué más? ¿Te acuerdas de más?

—Sí, del cuento que nos contaste entonces…

—A ver, ¿qué cuento?

—De la niña que se le cayó la muñeca en un pozo seco adonde no podía bajar a sacarla, y se puso a llorar, a llorar, a llorar, y lloró tanto que se llenó el pozo con sus lágrimas y salió flotando en ellas la muñeca…

—¿Y qué dijo Elvirita a eso? ¿Qué dijo? Que no me acuerdo…

—Sí, sí se acuerda, madre…

—Bueno, ¿pues qué dijo?

—Dijo que la niña se quedaría seca y muerta de haber llorado tanto…

—¿Y yo qué dije?

—Por Dios, madre…

—Bueno, no lo digas, pero no llores así, palomita, no llores así…, que por mucho que llores no se llenará con tus lágrimas el pozo en que voy cayendo y no saldré flotando.

—Si pudiera ser…

—¡Ah, sí! Si pudiera ser yo saldría a cogerte y llevarte conmigo… Pero hay que esperar la hora. Y cuida de tus hermanos. Te los entrego a ti, ¿sabes?, a ti. Haz que no se den cuenta de que me he muerto.

—Haré todo lo que pueda…

—Y yo te ayudaré desde arriba. Que no se enteren de que me he muerto…

—Te rezaré, madre…

—A la Virgen, hija, a la Virgen…

—Te rezaré, madre, todas las noches antes de acostarme…

—Bueno, no llores así…

—Pero si no lloro, ¿no ves que no lloro?

—Para lavar los ojos cuando han visto cosas feas no está mal; pero tú no has visto cosas feas, no puedes verlas…

—Y si es caso, cerrando los ojos…

—No, no, así se ven cosas más feas. Y pide por tu padre, por tu madre, por mí… No olvides a tu madre…

—Si no la olvido…

—Como no la conociste…

—¡Sí, la conozco!

—Pero a la otra, digo, a la que te trajo al mundo.

—¡Sí, gracias a ti la conozco; a aquella!

—¡Pobrecilla! Ella no había conocido a la suya…

—¡Su madre fuiste tú, lo sé bien!

—Bueno, pero no llores…

—¡Si no lloro! —y se enjugaba los ojos con el dorso de la mano izquierda mientras con la otra, temblorosa, sostenía el vaso de la medicina.

—Bueno, y ahora trae a la muñeca, que quiero verla. ¡Ah! ¡Y allí, en un rincón de aquella arquita mía que tú sabes… ahí está la llave… sí, esa, esa!… Allí donde nadie ha tocado más que yo, y tú alguna vez; allí, junto a aquellos retratos, ¿sabes?, hay otra muñeca…, la mía… la que yo tenía siendo niña…, mi primer cariño… ¿el primero?…, ¡bueno! Tráemela también… Pero que no se entere ninguna de esas, no digan que son tonterías nuestras, porque las tontas somos nosotras… Tráeme las dos muñecas, que me despida de ellas, y luego nos pondremos serias para despedimos de los otros… Vete, que me viene un mal pensamiento —y se santiguó.

El mal pensamiento era que el susurro diabólico allá, en el fondo de las entrañas doloridas con el dolor de la partida, le decía: «¡Muñecos todos!».

XXIII

Luego llamó a todos, y Caridad entre ellos.

—Esto es, hijos míos, la última fiebre, el principio de fuego del Purgatorio…

—Pero qué cosas dices, mamá…

—Sí; el fuego del Purgatorio, porque en el Infierno no hay fuego… el Infierno es de hielo y nada más que de hielo. Se me está quemando la carne… Y lo que siento es irme sin ver, sin conocer, al que ha de llegar…, o a la que ha de llegar…, o a los que han de llegar…

—Vamos, mamá…

—Bueno, tú, Cari, cállate y no nos vengas ahora con vergüenza… Porque yo querría contarles todo a los que me llaman… Vamos, no lloréis así… Allí están… los tres…

—Pero no digas esas cosas…

—¡Ah!, ¿queréis que os diga cosas de reír? Las tonterías ya nos las hemos dicho Manolita y yo, las dos tontas de la casa, y ahora hay que hacer esto como se hace en los libros…

—Bueno, ¡no hables tanto! El médico ha dicho que no se te deje hablar mucho.

—¿Ya estás ahí tú, Ramiro? ¡El hombre! ¿El médico, dices? ¿Y qué sabe el médico? No le hagáis caso… Y además es mejor vivir una hora hablando que dos días más en silencio. Ahora es cuando hay que hablar. Además, así me distraigo y no pienso en mis cosas…

—Pues ya sabes que el padre Álvarez te ha dicho que pienses ahora en tus cosas…

—¡Ah!, ¿ya estás ahí tú, Elvira, la juiciosa? Conque el padre Alvarez, ¿eh?…, el del remedio… ¿Y qué sabe el padre Álvarez? ¡Otro médico! ¡Otro hombre! Además, yo no tengo cosas mías en qué pensar…, yo no tengo mis cosas… Mis cosas son las vuestras… y las de ellos…, las de los que me llaman… Yo no estoy ni viva ni muerta…, no he estado nunca ni viva ni muerta… ¿Qué? ¿Qué dices tú ahí, Enriquín? Que estoy delirando…

—No, no digo eso…

—Sí, has dicho eso, te lo he oído bien…, se lo has dicho al oído a Rosita… No ves que siento hasta el roce en el aire de las alas quietas de Manolita. Pues si deliro…, ¿qué?

—Que debes descansar…

—Descansar…, descansar…, ¡tiempo me queda para descansar!

—Pero no te destapes así…

—Si es que me abraso… Y ya sabes, Caridad, Tula, Tula como yo…, y él, el otro, Ramiro… Sí, son dos, él y ella, que estarán ahora abrazaditos… al calorcito.

Callaron todos un momento. Y al oír la moribunda sollozos entrecortados y contenidos, añadió:

—Bueno, ¡hay que tener ánimo! Pensad bien, bien, muy bien, lo que hayáis de hacer, pensadlo muy bien…, que nunca tengáis que arrepentiros de haber hecho algo y menos de no haberlo hecho… Y si veis que el que queréis se ha caído en una laguna de fango y aunque sea en un pozo negro, en un albañal, echaos a salvarle, aun a riesgo de ahogaros, echaos a salvarle…, que no se ahogue él allí… o ahogaos juntos… en el albañal… Servidle de remedio…, sí, de remedio… ¿Que morís entre légamo y porquería?, no importa… Y no podréis ir a salvar al compañero volando sobre el ras del albañal porque no tenemos alas…, no, no tenemos alas… o son alas de gallina, de no volar…, y hasta las alas se mancharían con el fango que salpica el que se ahoga en él… No, no tenemos alas…, a lo más de gallina…; no somos ángeles…, lo seremos en la otra vida… ¡donde no hay fango… ni sangre! Fango hay en el Purgatorio, fango ardiente, que quema y limpia…, fango que limpia, sí… En el Purgatorio les queman a los que no quisieron lavarse con fango…, sí, con fango… Les queman con estiércol ardiente…, les lavan con porquería… Es lo último que os digo, no tengáis miedo a la podredumbre… Rogad por mí, y que la Virgen me perdone.

Le dio un desmayo. Al volver de él no coordinaba los pensamientos. Entró luego en una agonía dulce. Y se apagó como se apaga una tarde de otoño cuando las últimas razas del sol, filtradas por nubes sangrientas, se derriten en las aguas serenas de un remanso del río en que se reflejan los álamos —sanguíneo su follaje también— que velan a sus orillas.

XXIV

¿Murió la tía Tula? No, sino que empezó a vivir en la familia, a irradiando de ella, con una nueva vida más entrañada y más vivífica, con la vida eterna de la familiaridad inmortal. Ahora era ya para sus hijos, sus sobrinos, la Tía, no más que la Tía, ni madre ya ni mamá, ni aun tía Tula, sino sólo la Tía. Fue este nombre de invocación, de verdadera invocación religiosa, como el canonizamiento doméstico de una santidad de hogar. La misma Manolita, su más hija y la más heredera de su espíritu, la depositaria de su tradición, no le llamaba sino la Tía.

Mantenía la unidad y la unión de la familia, y si al morir ella afloraron a la vista de todos, haciéndose patentes, divisiones intestinas antes ocultas, alianzas defensivas y ofensivas entre los hermanos, fue porque esas divisiones brotaban de la vida misma familiar que ella creó. Su espíritu provocó tales disensiones y bajo de ellas y sobre ellas la unidad fundamental y culminante de la familia. La tía Tula era el cimiento y la techumbre de aquel hogar.

Formáronse en este dos grupos: de un lado, Rosita, la hija mayor de Rosa, aliada con Caridad, con su cuñada, y no con su hermano, no con Ramiro; de otro, Elvira, la segunda hija de Rosa, con Enrique, su hermanastro, el hijo de la hospiciana, y quedaban fuera Ramiro y Manolita.

Ramiro vivía, o más bien se dejaba vivir, atento a su hijo y al porvenir que podían depararle otros y a sus negocios civiles, y Manolita, atenta a mantener el culto de la Tía y la tradición del hogar.

Manolita se preparaba a ser el posible lazo entre cuatro probables familias venideras. Desde la muerte de la Tía habíase revelado. Guardaba todo su saber, todo su espíritu; las mismas frases recortadas y aceradas, a las veces repetición de las que oyó a la otra, la misma doctrina, el mismo estilo y hasta el mismo gesto. «¡Otra tía!» , exclamaban sus hermanos, y no siempre llevándoselo a bien. Ella guardaba el archivo y el tesoro de la otra; ella tenía la llave de los cajoncitos secretos de la que se fue en carne y sangre; ella guardaba, con su muñeca de cuando niña, la muñeca de la niñez de la Tía, y algunas cartas, y el devocionario y el breviario de don Primitivo; ella era en la familia quien sabía los dichos y hechos de los antepasados dentro de la memoria: de don Primitivo, que nada era de su sangre; de la madre del primer Ramiro; de Rosa; de su propia madre Manuela, la hospiciana —de esta no dichos ni hechos, sino silencios y pasiones—, ella era la historia doméstica; por ella se continuaba la eternidad espiritual de la familia. Ella heredó el alma de esta, espiritualizada en la Tía.

¿Herencia? Se transmite por herencia en una colmena el espíritu de las abejas, la tradición abejil, el arte de la melificación y de la fábrica del panal, la abejidad, y no se transmite, sin embargo, por carne y por jugos de ella. La carnalidad se perpetúa por zánganos y por reinas, y ni los zánganos ni las reinas trabajaron nunca, no supieron ni fabricar panales, ni hacer miel, ni cuidar larvas, y no sabiéndolo, no pudieron transmitir ese saber, con su carne y sus jugos, a sus crías. La tradición del arte de las abejas, de la fábrica del panal y el laboreo de la miel y la cera, es pues, colateral y no de transmisión de carne, sino de espíritu, y débese a las tías, a las abejas que ni fecundan huevecillos ni los ponen. Y todo esto lo sabía Manolita, a quien se lo había enseñado la Tía, que desde muy joven paró su atención en la vida de las abejas y la estudió y meditó, y hasta soñó sobre ella. Y una de las frases de íntimo sentido, casi esotérico, que aprendió Manolita de la Tía y que de vez en cuando aplicaba a sus hermanos, cuando dejaban muy al desnudo su masculinidad de instintos, era decirles: «¡Cállate, zángano!». Y zángano tenía para ella, como lo había tenido para la Tía, un sentido de largas y profundas resonancias. Sentido que sus hermanos adivinaban.

La alianza entre Elvira, la hija del primer Ramiro que le costó la vida a Rosa, su primera mujer, y Enrique, el hijo del pecado de aquel y de los hospicianos, era muy estrecha. Queríanse los hermanastros más que cualesquiera otros de los cinco entre sí. Siempre andaban en cuchicheos y en secretos. Y esta a modo de conjura desasosegábale a Manolita. No que le doliera que su hermano uterino, el salido del mismo vientre de donde ella salió, tuviese más apego a la hermana nacida de otra madre, no; sentía que a ella no había de apegársele ninguno de sus hermanos y complacíase en ello. Pero aquel afecto más que fraternal le era repulsivo.

—Ya estoy deseando —les dijo una vez— que uno de vosotros se enamore; que tú, Enrique, te eches novia, o que a esta, a ti, Elvira, te pretenda alguno…

—¿Y para qué? —preguntó esta.

—Para que dejéis de andar así, de bracete por la casa, y con cuentecitos al oído y carantoñas, arrumacos y lagoterías…

—Acaso entonces más… —dijo Enrique.

—¿Y cómo así?

—Porque esta vendrá a contarme los secretos de su novio, ¿verdad, Elvira?, y yo le contaré, ¡claro está!, los de mi novia…

—Sí, sí… —exclamó Elvira a punto de palmotear.

—Y os reiréis uno y otro del otro novio y de la otra novia, ¿no es así?…, ¡qué bonito!

—Bueno, ¿y qué diría a esto la Tía? —preguntó Elvira mirándole a Manolita a los ojos.

—Diría que no se debe jugar con las cosas santas y que sois unos chiquillos…

—Pues no repitas con la Tía —le arguyó Enrique— aquello del Evangelio de que hay que hacerse niño para entrar en el reino de los cielos…

—¡Niño, sí! ¡Chiquillo, no!

—¿Y en qué se le distingue al niño del chiquillo …?

—¿En qué? En la manera de jugar.

—¿Cómo juega el chiquillo?

—El chiquillo juega a persona mayor. Los niños no son, como los mayores, ni hombres ni mujeres, sino que son como los ángeles. Recuerdo haberle oído decir a la Tía que había oído que hay lenguas en que el niño no es ni masculino ni femenino, sino neutro.

—Sí —añadió Enrique—, en alemán. Y la señorita es neutro…

—Pues esta señorita —dijo Manolita, intentando, sin conseguirlo, teñir de una sonrisa estas palabras— no es neutra…

—¡Claro que no soy neutra; pues no faltaba más…!

—Pero ¡bueno, nada de chiquilladas!

—Chiquilladas, no; niñerías, eso, ¿no es eso?

—¡Eso es!

—Bueno, y ¿en qué las conoceremos?

—Basta, que no quiero deciros más. ¿Para qué? Porque hay cosas que al tratar de decirlas se ponen más oscuras…

—Bien, bien, tiíta —exclamó Elvira abrazándola y dándole un beso—, no te enfades así… ¿Verdad que no te enfadas, tiíta…?

—No; y menos porque me llames tiíta …

—Si lo hacía sin intención…

—Lo sé; pero eso es lo peligroso. Porque la intención viene después…

Enrique le hizo una carantoña a su hermana completa y cogiendo a la otra, a la hermanastra, por debajo de un brazo, se la llevó consigo.

Y Manolita, viéndoles alejarse, quedó diciéndose: «¿Chiquillos? ¡En efecto, chiquillos! Pero ¿he hecho bien en decirles lo que les he dicho? ¿He hecho bien, Tía? —e invocaba mentalmente a la Tía—. La intención viene después… ¿No soy yo la que con mis reconvenciones voy a darles una intención que les falta? Pero, ¡no, no! ¡Que no jueguen así! ¡Porque están jugando …! ¡Y ojalá les salga pronto el novio a ella y la novia a él!».

XXV

El otro grupo lo formaban en la familia, no Rosita y Ramiro, sino la mujer de este, Caridad, y aquella su cuñada. Aunque en rigor era Rosita la que buscaba a Caridad y le llevaba sus quejas, sus aprensiones, sus suspicacias. Porque iba, por lo común, a quejarse. Creíase, o al menos aparentaba creer, que era la desdeñada y la no comprendida. Poníase triste y como preocupada en espera de que le preguntasen qué era lo que tenía, y como nadie se lo preguntaba sufría con ello. Y menos que los otros hermanos se lo preguntaba Manolita, que se decía: «¡Si tiene algo de verdad y más que gana de mimo y de que nos ocupemos especialmente en ella, ya reventará!». Y la preocupada sufría con ello.

A su cuñada, a Caridad, le iba sobre todo con quejas de su marido; complacíase en acusar a este, a Ramiro, de egoísta. Y la mujer le oía pacientemente y sin saber qué decirle.

—Yo no sé, Manuela —le decía a esta Caridad, su cuñada—, qué hacer con Rosa… Siempre me está viniendo con quejas de Ramiro; que si es un orgulloso, que si un egoísta, que si un distraído…

—¡Llévale la hebra y dile que sí!

—Pero ¿cómo? ¿Voy a darle alas?

—No, sino a cortárselas.

—Pues no lo entiendo. Y además, eso no es verdad; ¡Ramiro no es así!…

—Lo sé, lo sé muy bien. Sé que Ramiro podrá tener, como todo hombre, sus defectos…

—Y como toda mujer.

—¡Claro, sí! Pero los de él son defectos de hombre…

—¡De zángano, vamos!

—Como quieras; los de Ramiro son defectos de hombre, o si quieres, pues que te empeñas, de zángano…

—¿Y los míos?

—¿Los tuyos, Caridad? Los tuyos… ¡de reina!

—¡Muy bien! ¡Ni la Tía…!

—Pero los defectos de Ramiro no son los que Rosa dice. Ni es orgulloso, ni es egoísta, ni es distraído…

—Y entonces ¿por qué voy a llevarle la hebra, como dices?

—Porque eso será llevarle la contraria. Lo sé muy bien. La conozco.

Cierta mañana, encontrándose las tres, Caridad, Manuela y Rosa, comenzó esta el ataque.

ROSA

¡Vaya unas horas de llegar anoche tu maridito!

Nunca hablando con su cuñada le llamaba a Ramiro «mi hermano», sino siempre: «tu marido».

CARIDAD

¿Y qué mal hay en ello?

MANUELA

Y tú, Rosa, estabas a esas horas despieta.

ROSA

Me despertó su llegada.

MANUELA

¿Sí, eh?

CARIDAD

Pues a mi apenas si me despertó…

ROSA

¡Vaya una calma!

MANUELA

Aquí Caridad duerme confiada y hace bien.

ROSA

¿Hace bien…? ¿Hace bien…? No lo comprendo.

MANUELA

Pues yo sí. Pero tú parece que te complaces en eso, que es un juego muy peligroso y muy feo…

CARIDAD

¡Por Dios, Manuela!

ROSA

Déjale, déjale a la tía…

MANUELA

Con el acento que ahora le pones, la tía aquí eres ahora tú…

ROSA

¿Yo? ¿Yo la tía?

MANUELA

Sí, tú, tú, Rosa. ¿A qué viene querer provocar celos en tu hermana?

CARIDAD

Pero si Rosa no quiere hacerme celosa, Manuela.

MANUELA

Yo sé lo que me digo, Caridad.

ROSA

Sí, aquí ella sabe lo que se dice…

MANUELA

Aquí sabemos todos lo que queremos decir y yo sé, además, lo que me digo, ¿me entiendes, Rosa?

ROSA

El estribillo de la Tía…

MANUELA

Sea. Y te digo que serías capaz de aceptar el peor novio que se te presente y casarte con él no más que para provocarle a que te diese celos, no a dárselos tú…

ROSA

¿Casarme yo? ¿Yo casarme? ¿Yo novio? ¡Las ganas…!

MANUELA

Sí, ya sé que dices, aunque no sé si lo piensas, que no te has de casar, que tú no quieres novio… Ya sé que andas en si te vas o no a meter monja.

CARIDAD

¿Y cómo lo has sabido, Manuela?

MANUELA

Ah, ¿pero vosotras creéis que no me percato de vuestros secretos? Precisamente por ser secretos…

ROSA

Bueno, y si pensara yo en meterme monja, ¿qué? ¿Qué mal hay en ello? ¿Qué mal hay en servir a Dios?

MANUELA

En servir a Dios, no, no hay mal ninguno… Pero es que si tú entrases monja no sería por servir a Dios…

ROSA

¿No? ¿Pues por qué?

MANUELA

Por no servir a los hombres… ni a las mujeres…

CARIDAD

Pero por Dios, Manuela, qué cosas tienes…

ROSA

Sí, ella tiene sus cosas y yo las mías… ¿Y quién te ha dicho, hermana, que desde el convento no se puede servir a los hombres…?

MANUELA

Sin duda, rezando por ellos…

ROSA

¡Pues claro está! Pidiendo a Dios que les libre de tentaciones…

MANUELA

Pero me parece que tú más que a rezar «no nos dejes caer en la tentación» vas a «no me dejes caer en la tentación…».

ROSA

Sí, que voy a que no me tienten…

MANUELA

¿Pues no has venido acá a tentar a Caridad, tu hermana? ¿O es que crees que no era tentación eso? ¿No venías a hacerle caer en la tentación?

CARIDAD

No, Manuela, no venía a eso. Y además sabe que no soy celosa, que no lo seré, que no puedo serlo…

ROSA

Déjale, déjale, Caridad, déjale a la abejita, que pique…, que pique…

MANUELA

Duele, ¿eh? Pues hija, rascarse…

ROSA

Hija ahora, ¿eh?

MANUELA

Y siempre, hermana.

ROSA

Y dime tú, hermanita, la abejita, ¿tú no has pensado nunca en meterte en un panal así, en una colmena…?

MANUELA

Se puede hacer miel y cera en el mundo…

ROSA

Y picar…

MANUELA

¡Y picar, exacto!

ROSA

Vamos, sí, que tú, como tía Tula, vas para tía…

MANUELA

Yo no sé para lo que voy, pero si siguiera el ejemplo de la Tía no habría de ir por mal camino. ¿O es que crees que marró ella el suyo? ¿Es que has olvidado sus enseñanzas? ¿Es que trató ella nunca a encismar a los de casa? ¿Es que habría ella nunca denunciado un acto de uno de sus hermanos?

CARIDAD

Por Dios, Manuela, por la memoria de tía Tula, cállate ya… Y tú, Rosa, no llores así…, vamos, levanta esa frente…, no te tapes así la cara con las manos…, no llores así, hija, no llores así…

Manuela le puso a su hermanastra la mano sobre el hombro y con una voz que parecía venir del otro mundo, del mundo eterno de la familia inmortal, le dijo:

—¡Perdóname, hermana, me he excedido…, pero tu conducta me ha herido en lo vivo de la familia y he hecho lo que creo que habría hecho la Tía en este caso…, perdónamelo!

Y Rosa, cayendo en sus brazos y ocultando su cabeza entre los pechos de su hermana, le dijo entre sollozos:

—¡Quien tiene que perdonarme eres tú, hermana, tú!… Pero hermana… no, sino madre…, ni madre… ¡Tía! ¡Tía!

—¡Es la Tía, la tía Tula, la que tiene que perdonarnos y unirnos y guiamos a todos! ——concluyó Manuela.

Appendix A COMO SE HACE: UNA NOVELA

Appendix A.1 COMO SE HACE UNA NOVELA

Héteme aquí ante estas blancas páginas —blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!— buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy, eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e inmortalidad no sean una sola y misma cosa. Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante. Trato, a la vez, de consolarme de mi destierro, del destierro de mi eternidad, de este destierro al que quiero llamar mi des-cielo.

¡El destierro!, ¡la proscripción!, y ¡qué de experiencias íntimas, hasta religiosas, le debo! Fue entonces allí, en aquella isla de Fuenteventura, a la que querré eternamente y desde el fondo de mis entrañas, en aquel asilo de Dios, y después aquí, en París, henchido y desbordante de historia humana, universal, donde he escrito mis sonetos, que alguien ha comparado, por el origen y la intención, a los Castigos escritos contra la tiranía de Napoleón el Pequeño por Víctor Hugo en su isla de Guernesey. Pero no me bastan, no estoy en ellos con todo mi yo del destierro, me parecen demasiado poca cosa para eternizarme en el presente fugitivo, en este espantoso presente histórico, ya que la historia es la posibilidad de los espantos.

Recibo a poca gente; paso la mayor parte de mis mañanas solo, en esta jaula cercana a la plaza de los Estados Unidos. Después del almuerzo voy a la Rotonda de Montparnasse, esquina del bulevar Raspail, donde tenemos una pequeña reunión de españoles, jóvenes estudiantes la mayoría y comentamos las raras noticias que nos llegan de España, de la nuestra y de la de los otros, y recomenzamos cada día a repetir las mismas cosas, levantando, como aquí se dice, castillos en Españas. A esa Rotonda se le sigue llamando acá por algunos la de Trotski, pues parece que allí acudía, cuando desterrado en París, ese caudillo ruso bolchevique.

¡Qué horrible vivir en la expectativa, imaginando cada día lo que puede ocurrir al siguiente! ¡Y lo que puede no ocurrir! Me paso horas enteras, solo, tendido sobre el lecho solitario de mi pequeño hotel —family house—, contemplando el techo de mi cuarto y no el cielo y soñando en el porvenir de España y en el mío. O deshaciéndolos. Y no me atrevo a emprender trabajo alguno por no saber si podré acabarlo en paz. Como no sé si este destierro durará todavía tres días, tres semanas, tres meses o tres años —iba a añadir tres siglos— no emprendo nada que pueda durar. Y, sin embargo, nada dura más que lo que se hace en el momento y para el momento. ¿He de repetir mi expresión favorita la eternización de la momentaneidad? Mi gusto innato —¡y tan español!— de las antítesis y del conceptismo me arrastraría a hablar de la momentaneización de la eternidad. ¡Clavar la rueda del tiempo!

(Hace ya dos años y cerca de medio más que escribí en París estas líneas y hoy las repaso aquí, en Hendaya, a la vista de mi España. ¡Dos años y medio más! Cuando cuitados españoles que vienen a verme me preguntan refiriéndose a la tiranía: «¿Cuánto durará esto?», les respondo: «lo que ustedes quieran».

Y si me dicen: «¡esto va a durar todavía mucho, por las trazas!» yo: «¿cuánto?, ¿cinco años más, veinte?, supongamos que veinte; tengo sesenta y tres, con veinte más, ochenta y tres; pienso vivir noventa; ¡por mucho que dure yo duraré más!». Y en tanto a la vista tantálica de mi España vasca, viendo salir y ponerse el sol por las montañas de mi tierra. Sale por ahí, ahora un poco a la izquierda de la Peña de Aya, las Tres Coronas y desde aquí, desde mi cuarto, contemplo en la falda sombrosa de esa montaña la cola de caballo, la cascada de Uramildea. ¡Con qué ansia lleno a la distancia mi vista con la frescura de ese torrente! En cuanto pueda volver a España iré, Tántalo libertado, a chapuzarme en esas aguas de consuelo.

Y veo ponerse el sol, ahora a principios de junio, sobre la estribación del Jaizquibel, encima del fuerte de Guadalupe, donde estuvo preso el pobre general don Dámaso Berenguer, el de las incertidumbres. Y al pie del Jaizquibel me tienta a diario la ciudad de Fuenterrabía —oleografía en la tapa de España— con las ruinas cubiertas de yedra, del castillo del Emperador Carlos I, el hijo de la Loca de Castilla y del Hermoso de Borgoña, el primer Habsburgo de España, con quien nos entró —fue la Contra Reforma— la tragedia en que aún vivimos. ¡Pobre príncipe Don Juan, el ex-futuro Don Juan III, con quien se extinguió la posibilidad de una dinastía española, castiza de verdad!

¡La Campana de Fuenterrabía! Cuando la oigo se me remejen las entrañas. Y así, como en Fuenteventura y en París me di a hacer sonetos, aquí en Hendaya, me ha dado, sobre todo, por hacer romances. Y uno de ellos a la campana de Fuenterrabía, a Fuenterrabía misma campana, que dice:

Si no has de volverme a España,
Dios de la única bondad,
si no has de acostarme en ella,
¡hágase tu voluntad!
Como en el cielo en la tierra
en la montaña y la mar,
Fuenterrabía
soñada, tu campana oigo sonar.
Es el llamado de Jaizquibel,
—sobre él pasa el huracán—
entraña de mi honda España,
te siento en mi palpitar.
Espejo del Bidasoa
que vas a perderte al mar
¡qué de ensueños te me llevas!
a Dios van a reposar.
Campana Fuenterrabía,
lengua de la eternidad,
me traes la voz redentora
de Dios, la única bondad.
¡Hazme, Señor, tu campana,
campana de tu verdad,
y la guerra de este siglo
me dé en tierra eterna paz!

Volvamos al relato).

En estas circunstancias y en tal estado de ánimo me dio la ocurrencia, hace ya algunos meses, después de haber leído la terrible Piel de zapa, de Balzac, cuyo argumento conocía y que devoré con angustia creciente, aquí en París y en el destierro, de ponerme en una novela que vendría a ser una autobiografía. Pero ¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas?

En estos días de mediados de julio de 1925 —ayer fue el 14 de julio— he leído las eternas cartas de amor que aquel otro proscrito que fue José Mazzini escribió a Judit Sidoli. Un proscrito italiano, Alcestes de Ambris, me las ha prestado; no sabe bien el servicio que con ello me ha rendido. En una de esas cartas, de octubre de 1834, Mazzini, respondiendo a su Judit que le pedía que escribiese una novela, le decía: «Me es imposible escribirla. Sabes muy bien que no podría separarme de ti y ponerme en un cuadro sin que se revelara mi amor… Y desde el momento en que pongo mi amor cerca de ti, la novela desaparece». Yo también he puesto a mi Concha, a la madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque es en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos. Y además, los repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque a) se nace vivo, b) se nace y se muere muerto, c) se nace vivo para morir muerto y d) se nace muerto para morir vivo.

Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si éste pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo. Los grandes historiadores son también autobiógrafos. Los tiranos que ha descrito Tácito son él mismo. Por el amor y la admiración que les ha consagrado —se admira y hasta se quiere aquello a que se execra y que se combate… ¡Ah, cómo quiso Sarmiento al tirano Rosas!— se los ha apropiado, se los ha hecho él mismo. Mentira la supuesta impersonalidad u objetividad de Flaubert. Todos los personajes poéticos de Flaubert son Flaubert y más que ningún otro Emma Bovary. Hasta Mr. Homais, que es Flaubert, y si Flaubert se burla de Mr. Homais es para burlarse de sí mismo, por compasión, es decir, por amor de sí mismo. ¡Pobre Bouvard! ¡Pobre Pécuchet!

Todas las criaturas son su creador. Y jamás se ha sentido Dios más creador, más padre, que cuando murió en Cristo, cuando en Él, en su Hijo, gustó la muerte.

He dicho que nosotros, los autores, los poetas, nos ponemos, nos creamos en todos los personajes poéticos que creamos, hasta cuando hacemos historia, cuando poetizamos, cuando creamos personas de que pensamos que existen en carne y hueso fuera de nosotros. ¿Es que mi Alfonso XIII de Borbón y Habsburgo-Lorena, mi Primo de Rivera, mi Martínez Anido, mi conde de Romanones, no son otras tantas creaciones mías, partes de mí tan mías como mi Augusto Pérez, mi Pachico Zabalbide, mi Alejandro Gómez y todas las demás criaturas de mis novelas? Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos. Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes, o más bien éste tanto como aquél. Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos. Y podemos decir que en el principio fue el Libro. O la Historia. Porque la Historia comienza con el Libro y no con la Palabra, y antes de la Historia, del Libro, no había conciencia, no había espejo, no había nada. La prehistoria es la inconciencia, es la nada.

(Dice el Génesis que Dios creó el Hombre a su imagen y semejanza. Es decir, que le creó espejo para verse en él, para conocerse, para crearse).

Mazzini es hoy para mí como Don Quijote; ni más ni menos. No existe menos que éste y por tanto no ha existido menos que él.

¡Vivir en la historia y vivir la historia! Y un modo de vivir la historia es contarla, crearla en libros. Tal historiador, poeta por su manera de contar, de crear, de inventar un suceso que los hombres creían que se había verificado objetivamente, fuera de sus conciencias, es decir, en la nada, ha provocado otros sucesos. Bien dicho está que ganar una batalla es hacer creer a los propios y a los ajenos, a los amigos y a los enemigos, que se la ha ganado. Hay una leyenda de la realidad que es la sustancia, la íntima realidad de la realidad misma. La esencia de un individuo y la de un pueblo es su historia, y la historia es lo que se llama la filosofía de la historia, es la reflexión que cada individuo o cada pueblo hacen de los que les sucede, de lo que se sucede en ellos. Con sucesos, sucedidos, se constituyen hechos, ideas hecha carne. Pero como lo que me propongo al presente es contar cómo se hace una novela y no filosofar o historiar, no debo distraerme ya más y dejo para otra ocasión el explicar la diferencia que va de suceso a hecho, de lo que sucede y pasa a lo que se hace y queda.

Se ha dicho de Lenin que en agosto de 1917, un poco antes de apoderarse del poder, dejó inacabado un folleto, muy mal escrito, sobre la Revolución y el Estado, porque creyó más útil y más oportuno experimentar la revolución que escribir sobre ella. Pero ¿es qué escribir de la revolución no es también hacer experiencias con ella? ¿Es que Carlos Marx no ha hecho la revolución rusa tanto si es que no más que Lenin? ¿Es que Rousseau no ha hecho la Revolución Francesa tanto como Mirabeau, Danton y Compañía? Son cosas que se han dicho miles de veces, pero hay que repetirlas otras millares para que continúen viviendo, ya que la conservación del universo es, según los teólogos, una creación continua.

(«Cuando Lenin resuelve un gran problema» —ha dicho Radek— «no piensa en abstractas categorías históricas, no cavila sobre la renta de la tierra o la plusvalía ni sobre el absolutismo o el liberalismo; piensa en los hombres vivos, en el aldeano Ssidor de Twer, en el obrero de las fábricas Putiloff o en el policía de la calle, y procura representarse cómo las decisiones que se tomen obrarán sobre el aldeano Ssidor o sobre el obrero Onufri». Lo que no quiere decir otra cosa sino que Lenin ha sido un historiador, un novelista, un poeta y no un sociólogo o un ideólogo, un estadista y no un mero político).

Vivir en la historia y vivir la historia, hacerme en la historia, en mi España, y hacer mi historia, mi España, y con ella mi universo, y mi eternidad, tal ha sido y sigue siempre siendo la trágica cuita de mi destierro. La historia es leyenda, ya lo consabemos —es consabido—, y esta leyenda, esta historia me devora y cuando ella acabe me acabaré yo con ella. Lo que es una tragedia más terrible que aquella de aquel trágico Valentín de La piel de zapa. Y no sólo mi tragedia, sino la de todos los que viven en la historia, por ella y de ella, la de todos los ciudadanos, es decir, de todos los hombres —animales políticos o civiles, que diría Aristóteles—, la de todos los que escribimos, la de todos los que leemos, la de todos los que lean esto. Y aquí estalla la universalidad, la omnipersonalidad y la todopersonalidad —omnis no es totus— no la impersonalidad de este relato. Que no el ejemplo de ego-ismo sino de nos-ismo.

¡Mi leyenda!, ¡mi novela! Es decir, la leyenda, la novela de mí, Miguel de Unamuno, al que llamamos así, hemos hecho conjuntamente los otros y yo, mis amigos y mis enemigos, y mi yo amigo y mi yo enemigo. Y he aquí por qué no puedo mirarme un rato al espejo, porque al punto se me van los ojos tras de mis ojos, tras su retrato, y desde que miro a mi mirada me siento vaciarme de mí mismo, perder mi historia, mi leyenda, mi novela, volver a la inconciencia, al pasado, a la nada. ¡Cómo si el porvenir no fuese también nada! Y, sin embargo, el porvenir es nuestro todo.

¡Mi novela!, ¡mi leyenda! El Unamuno de mi leyenda, de mi novela, el que hemos hechos juntos mi yo amigo y mi yo enemigo y los demás, mis amigos y mis enemigos, este Unamuno me da vida y muerte, me crea y me destruye, me sostiene y me ahoga. Es mi agonía. ¿Seré como me creo o como se me cree? Y he aquí cómo estas líneas se convierten en una confesión ante mi yo desconocido e inconocible; desconocido e inconocible para mí mismo. He aquí que hago la leyenda en que he de enterrarme. Pero voy al caso de mi novela.

Porque había imaginado, hace ya unos meses, hacer una novela en la que quería poner la más íntima experiencia de mi destierro, crearme, eternizarme bajo los rasgos de desterrado y de proscrito. Y ahora pienso que la mejor manera de hacer esa novela es contar cómo hay que hacerla. Es la novela de la novela, la creación de la creación. O Dios de Dios, Deus de Deo.

Habría que inventar, primero, un personaje central que sería, naturalmente, yo mismo. Y a ese personaje se empezaría por darle un nombre. Le llamaría U. Jugo de la Raza; U, es la inicial de mi apellido; Jugo el primero de mi abuelo materno y el del viejo caserío de Galdácano, en Vizcaya, de donde procedía; Lazarra es el nombre, vasco también —como Larra, Larrea, Larrazábal, Larramendi, Larraburu, Larraga, Larraeta… y tantos más— de mi abuela paterna. Lo escribo la Raza para hacer un juego de palabras —gusto conceptista— aunque Larraza signifique pasto. Y Jugo no sé bien qué, pero no lo que en español jugo.

U. Jugo de la Raza se aburre de una manera soberana —y, ¡qué aburrimiento el de un soberano!— porque no vive ya más que en sí mismo, en el pobre yo de bajo la historia, en el hombre triste que no se ha hecho novela. Y por eso le gustan las novelas. Le gustan y las busca para vivir en otro, para ser otro, para eternizarse en otro. Es por lo menos lo que él cree, pero en realidad busca las novelas a fin de descubrirse, a fin de vivir en sí, de ser él mismo. O más bien a fin de escapar de su yo desconocido e inconocible hasta para sí mismo.

U. Jugo de la Raza, errando por las orillas del Sena, a lo largo de los muelles, entre los puestos de librería de viejo, da con una novela que apenas ha comenzado a leerla antes de comprarla, le gana enormemente, le saca de sí, le introduce en el personaje de la novela —la novela de una confesión autobiográfico-romántica—, le identifica con aquel otro, le da una historia, en fin. El mundo grosero de la realidad del siglo desaparece a sus ojos. Cuando por un instante, separándolos de las páginas del libro, los fija en las aguas del Sena, paréceles que esas aguas no corren, que son las de un espejo inmóvil y aparta de ellas sus ojos horrorizados y los vuelve a las páginas del libro, de la novela, para encontrarse en ellas, para en ellas vivir. Y he aquí que da con un pasaje eterno, en que lee estas palabras proféticas: «Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo».

Entonces, Jugo de la Raza sintió que las letras del libro se le borraban de ante los ojos, como si se aniquilaran en las aguas del Sena, como si él mismo se aniquilara; sintió ardor en la nuca y frío en todo el cuerpo, le temblaron las piernas y apreciósele en el espíritu el espectro de la angina de pecho de que había estado obsesionado años antes. El libro le tembló en las manos, tuvo que apoyarse en el cajón del muelle y al cabo, dejando el volumen en el sitio de dónde lo tomó, se alejó, a lo largo del río, hacia su casa. Había sentido sobre su frente el soplo del aletazo del Angel de la Muerte. Llegó a casa, a la casa de pasaje, tendióse sobre la cama, se desvaneció, creyó morir y sufrió la más íntima congoja.

«No, no tocaré más a ese libro, no leeré en él, no lo compraré para terminarlo —se decía—. Sería mi muerte. Es una tontería, lo sé, fue un capricho macabro del autor el meter allí aquellas palabras, pero estuvieron a punto de matarme. Es más fuerte que yo. Y cuando para volver acá he atravesado el puente de Alma —¡el puente del alma!— he sentido ganas de arrojarme al Sena, al espejo. He tenido que agarrarme al parapeto. Y me he acordado de otras tentaciones parecidas, ahora ya viejas, y de aquella fantasía del suicida de nacimiento que imaginé que vivió cerca de ochenta años queriendo siempre suicidarse y matándose por el pensamiento día a día. ¿Es esto vida? No; no leeré más de ese libro… ni de ningún otro; no me pasearé por las orillas del Sena donde se venden libros».

Pero el pobre Jugo de la Raza no podía vivir sin el libro, sin aquel libro; su vida, su existencia íntima, su realidad, su verdadera realidad estaba ya definitiva e irrevocablemente unida a la del personaje de la novela. Si continuaba leyéndolo, viviéndolo, corría riesgo de morirse cuando se muriese el personaje novelesco; pero si no lo leía ya, si no vivía ya más el libro, ¿viviría? Y tras esto volvió a pasearse por las orillas del Sena, pasó una vez más ante el mismo puesto de libros, lanzó una mirada de inmenso amor y de horror inmenso al volumen fatídico, después contempló las aguas del Sena y… ¡venció! ¿O fue vencido? Pasó sin abrir el libro y diciéndose: «¿Cómo seguirá esa historia?, ¿cómo acabará?». Pero estaba convencido de que un día no sabría resistir y de que le sería menester tomar el libro y proseguir la lectura aunque tuviese que morirse al acabarla.

Así es como se desarrollaría la novela de mi Jugo de la Raza, mi novela de Jugo de la Raza. Y entre tanto yo, Miguel de Unamuno, novelesco también, apenas si escribía, apenas si obraba por miedo a ser devorado por mis actos. De tiempo en tiempo escribía cartas políticas contra Don Alfonso XIII, pero estas cartas que hacían historia en mi España, me devoraban. Y allá en mi España, mis amigos y mis enemigos decían que no soy un político, que no tengo temperamento de tal, y menos todavía de revolucionario, que debería consagrarme a escribir poemas y novelas y dejarme de políticas. ¡Cómo si hacer política fuese otra cosa que escribir poemas y como si escribir poemas no fuese otra manera de hacer política!

Pero lo más terrible es que no escribía gran cosa, que me hundía en una congojosa inacción de expectativa, pensando en lo que haría o diría o escribiría si sucediera esto o lo otro, soñando el porvenir, lo que equivale, lo tengo dicho, a deshacerlo. Y leía los libros que me caían al azar en las manos, sin plan ni concierto, para satisfacer ese terrible vicio de la lectura, el vicio impune de que habla Valéry Larbaud. Impune. ¡Vamos! ¡Y qué sabroso castigo! El vicio de la lectura lleva el castigo de muerte continua.

La mayor parte de mis proyectos —y entre ellos el de escribir esto que estoy escribiendo sobre la manera cómo se hace una novela— quedaban en suspenso. Había publicado mis sonetos aquí, en París, y en España se había publicado mi Teresa, escrita antes de que estallara el infamante golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, antes que hubiese comenzado mi historia del destierro, la historia de mi destierro. Y he aquí que me era preciso vivir en el otro sentido, ¡ganarme la vida escribiendo! Y aun así,… Crítica, el bravo diario de Buenos Aires, me había pedido una colaboración bien remunerada; no tengo dinero de sobra, sobre todo viviendo lejos de los míos, pero no lograba poner pluma en papel. Tenía y sigo teniendo en suspenso mi colaboración a Caras y caretas, semanario de Buenos Aires. En España no quería ni quiero escribir en periódico alguno ni en revistas.

(Y quiero contar un caso. Que fue que servía en cierto regimiento un mozo despierto y sagaz, avisado e irónico, de carrera civil y liberal, y de los que llamamos de cuota. El capitán de su compañía le temía y le repugnaba, procurando no producirse delante de él, pero una vez se vio llevado a soltar una de esas arengas patrióticas de ordenanza delante de él y de los demás soldados. El pobre capitán no podía apartar sus ojos de los ojos y de la boca del despierto mozo, espiando su gesto, ni ello le dejaba acertar con los lugares comunes de su arenga, hasta que al cabo, azarado y azorado, ya no dueño de sí, se dirigió al soldado diciéndole: «qué, ¿se sonríe usted?», y el mozo: «no, mi capitán, no me sonrío» y entonces el otro: «si ¡por dentro!».

Como aquí también, en la frontera, he podido enterarme de la perversión radical de la política y de lo que es este instituto de pinches de verdugos. Pero no quiero quemarme más la sangre escribiendo de ello y vuelvo al viejo relato).

Volvamos, pues, a la novela de Jugo de la Raza, a la novela de su lectura de la novela. Lo que habría que seguir era que un día el pobre Jugo de la Raza, no pudo ya resistir más, fue vencido por la historia, es decir, por la vida, o mejor por la muerte. Al pasar junto al puesto de libros, en los muelles del Sena, compró el libro, se lo metió en el bolsillo y se puso a correr a lo largo del río, hacia su casa, llevándose el libro como se lleva una cosa robada con miedo de que se la vuelvan a uno a robar. Iba tan de prisa que se le cortaba el aliento, le faltaba huelgo y veía reaparecer el viejo y ya casi extinguido espectro de la angina de pecho. Tuvo que detenerse y entonces, mirando a todos lados, a los que pasaban y mirando sobre todo a las aguas del Sena, el espejo fluido, abrió el libro y leyó algunas líneas. Pero volvió a cerrarlo al punto. Volvía a encontrar lo que, años antes, había llamado la disnea cerebral, acaso la enfermedad X de Mac Kenzie, y hasta creía sentir un cosquilleo fatídico a lo largo del brazo izquierdo y entre los dedos de la mano. En otros momentos se decía: «En llegando a aquel árbol me caeré muerto», y después que lo había pasado, una vocecita, desde el fondo del corazón, le decía: «acaso estás realmente muerto…». Y así llegó a casa.

Llegó a casa, comió tratando de prolongar la comida —prolongarla con prisa—, subió a su alcoba, se desnudó y se acostó como para dormir, como para morir. El corazón le latía a rebato. Tendido en la cama, recitó primero un padrenuestro y luego un avemaría, deteniéndose en: «hágase tu voluntad así en la tierra como el cielo» y en «Santa María madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte». Lo repitió tres veces, se santiguó y esperó, antes de abrir el libro, a que el corazón se le apaciguara. Sentía que el tiempo lo devoraba, que el porvenir de aquella ficción con que se había identificado; sentíase hundirse en sí mismo.

Un poco calmado abrió el libro y reanudó su lectura. Se olvidó de sí mismo por completo y entonces sí que pudo decir que se había muerto. Soñaba el otro, o más bien el otro era un sueño que se soñaba con él, una criatura de su soledad infinita. Al fin despertó con una terrible punzada en el corazón. El personaje del libro acaba de volver a decir: «Debo repetir a mi lector que se morirá conmigo». Y esta vez el efecto fue espantoso. El trágico lector perdió conocimiento en su lecho de agonía espiritual; dejó de soñar al otro y dejó de soñarse a sí mismo. Y cuando volvió en sí, arrojó el libro, apagó la luz y procuró, después de haberse santiguado de nuevo, dormirse, dejar de soñarse. ¡Imposible! De tiempo en tiempo tenía que levantarse a beber agua; se le ocurrió que bebía en el Sena, el espejo. «¿Estaré loco? —se repetía—, pero no, porque cuando se pregunta si está loco es que no lo está. Y, sin embargo…». Levantóse, prendió fuego en la chimenea y quemó el libro, volviendo en seguida a acostarse. Y consiguió al cabo dormirse.

El pasaje que había pensado para mi novela, en el caso de que la hubiera escrito, y en el que habría de mostrar al héroe quemando el libro, me recuerda lo que acabo de leer en la carta que Mazzini, el gran soñador, escribió desde Grenchèn a su Judit el 1º de mayo de 1835: «Si bajo a mi corazón encuentro allí cenizas y un hogar apagado. El volcán ha cumplido su incendio y no quedan de él más que el calor y la lava que se agitan en su superficie, y cuando todo se haya helado y las cosas se hayan cumplido, no quedará ya nada —un recuerdo indefinible como de algo que hubiera podido ser y no ha sido—, el recuerdo de los medios que deberían haberse empleado para la dicha y que se quedaron perdidos en la inercia de los deseos titánicos rechazados desde el interior sin haber podido tampoco haberse derramado hacia fuera, que han minado el alma de esperanzas, de ansiedades, de votos sin frutos… y después nada». Mazzini era un desterrado, un desterrado de la eternidad. (Como lo fue antes de él el Dante, el gran proscrito —y el gran desdeñoso; proscritos y desdeñosos también Moisés y San Pablo— y después de él Víctor Hugo. Y todos ellos, Moisés, San Pablo, el Dante, Mazzini, Víctor Hugo y tantos más aprendieron en la proscripción de su patria, o buscándola por el desierto, lo que es el destierro de la eternidad. Y fue desde el destierro de su Florencia desde donde pudo ver el Dante cómo Italia estaba sierva y era hostería del dolor:

Ai serva Italia di dolore ostello).

En cuanto a la idea de hacer decir a mi lector de la novela, a mi Jugo de la Raza: «¿estaré loco?», debo confesar que la mayor confianza que pueda tener en mi sano juicio me ha sido dada en los momentos en que observando lo que hacen los otros y lo que no hacen, escuchando lo que dicen y lo que callan, me ha surgido esta fugitiva sospecha de si estaré loco.

Estar loco se dice que es haber perdido la razón. La razón, pero no la verdad, porque hay locos que dicen las verdades que los demás callan por no ser racional ni razonable decirlas, y por eso se dicen que están locos. ¿Y qué es la razón? La razón es aquello en que estamos todos de acuerdo, todos o por lo menos la mayoría. La verdad es otra cosa, la razón es social; la verdad, de ordinario, es completamente individual, personal e incomunicable. La razón nos une y las verdades nos separan.

(Más ahora caigo en cuenta de que acaso es la verdad la que nos une y son las razones las que nos separan. Y de que toda esa turbia filosofía sobre la razón, la verdad y la locura obedecía a un estado de ánimo de que en momentos de mayor serenidad de espíritu me curo. Y aquí, en la frontera, a la vista de las montañas de mi tierra nativa, aunque mi pelea se ha exacerbado, se me ha serenado en el fondo el espíritu. Y ni un momento se me ocurre que esté loco. Porque si acometo, a riesgo tal vez de mi vida, a molinos de viento como si fuesen gigantes es a sabiendas de que son molinos de viento. Pero como los demás, los que se tienen por cuerdos, los creen gigantes hay que desengañarles de ello).

A las veces, en los instantes en que me creo criatura de ficción y hago mi novela, en que me represento a mí mismo, delante de mí mismo, me ha ocurrido soñar o bien que casi todos los demás, sobre todo en mi España, están locos o bien que yo lo estoy y puesto que no pueden estarlo todos los demás que lo estoy yo. Y oyendo los juicios que emiten sobre mis dichos, mis escritos y mis actos, pienso: «¿No será acaso que pronuncio otras palabras que las que me oigo pronunciar o que se me oye pronunciar otras que las que pronuncio?». Y no dejo entonces de acordarme de la figura de Don Quijote.

(Después de esto me ha ocurrido aquí, en Hendaya, encontrar con un pobre diablo que se acercó a saludarme, y que me dijo que en España se me tenía por loco. Resultó después que era policía, y él mismo me lo confesó, y que estaba borracho. Que no es precisamente estar loco).

Aquí debo repetir algo que creo haber dicho a propósito de nuestro señor Don Quijote, y es preguntar cuál habría sido su castigo si en vez de morir recobrada la razón, la de todo el mundo, perdiendo así su verdad, la suya, si en vez de morir como era necesario habría vivido algunos años más todavía. Y habría sido que todos los locos que había entonces en España —y debió haber habido muchos, porque acababa de traerse del Perú la enfermedad terrible— habrían acudido a él solicitando su ayuda, y al ver que se la rehusaba, le habrían abrumado de ultrajes y tratado de farsante, de traidor y de renegado. Porque hay una turba de locos que padecen de manía persecutoria, la que se convierte en manía perseguidora, y estos locos se ponen a perseguir a Don Quijote cuando éste no se presta a perseguir a sus supuestos perseguidores. Pero ¿qué es lo que habré hecho yo, Don Quijote mío, para haber llegado a ser así el imán de los locos que se creen perseguidos? ¿Por qué se acorren a mí?, ¿por qué me cubren de alabanzas si al fin han de cubrirme de injurias?

(A este mismo mi Quijote le ocurrió que después de haber libertado del poder de los cuadrilleros de la Santa Hermandad a los galeotes a quienes le llevaban presos, estos galeotes le apedrearon. Y aunque sepa yo que acaso un día los galeotes han de apedrearme, no por eso cejo en mi empeño de combatir contra el poderío de los cuadrilleros de la actual Santa Hermandad de mi España. No puedo tolerar, y aunque se me tome a locura, el que los verdugos se erijan en jueces y el que el fin de la autoridad, que es la justicia, se ahogue con lo que llaman el principio de la autoridad y es el principio del poder, o sea lo que llaman el orden. Ni puedo tolerar que un cuitada y menguada burguesía por miedo pánico —irreflexivo— al incendio comunista —pesadilla de locos de miedo— entregue su caso y su hacienda a los bomberos que se las destrozan más aún que el incendio mismo. Cuando no ocurre lo que ahora en España y es que son los bomberos los que provocan los incendios para vivir de extinguirlos).

Volvamos una vez más a la novela de Jugo de la Raza, a la novela de su lectura de la novela, a la novela del lector (del lector actor, del lector para quien leer es vivir lo que lee). Cuando se despertó a la mañana siguiente, en su lecho de agonía espiritual, encontrase encalmado, se levantó y contempló un momento las cenizas del libro fatídico de su vida. Y aquellas cenizas le parecieron, como las aguas del Sena, un nuevo espejo. Su tormento se renovó: ¿cómo acabaría la historia? Y se fue a los muelles del Sena a buscar otro ejemplar sabiendo que no lo encontraría y porque no había de encontrarlo. Y sufrió de no poder encontrarlo; sufrió a muerte. Decidió emprender un viaje por esos mundos de Dios; acaso Éste le olvidara, le dejara su historia. Y por el momento se fue al Louvre, a contemplar la Venus de Milo, a fin de librarse de aquella obsesión, pero la Venus de Milo le pareció como el Sena y como las cenizas del libro que había quemado, otro espejo. Decidió partir, irse a contemplar las montañas y la mar y cosas estáticas y arquitectónicas. Y en tanto se decía: «¿Cómo acabará esa historia?».

Es algo de lo que me decía cuando imaginaba ese pasaje de mi novela: «¿Cómo acabará esa historia del Directorio y cuál será la suerte de la monarquía española y de España?». Y devoraba —como sigo devorándolos— los periódicos, y aguardaba cartas de España. Y escribía aquellos versos del soneto LXXVIII de mi De Fuenteventura a París:

Que es la Revolución una comedia
que el señor ha inventado contra el tedio.

Porque ¿no está hecha de tedio la congoja de la historia? Y al mismo tiempo tenía el disgusto de mis compatriotas.

Me doy perfecta cuenta de los sentimientos que Mazzini expresaba en una carta desde Berna, dirigida a su Judit, del 2 de marzo de 1835: «Aplastaría con mi desprecio y mi mentis, si me dejara llevar de mi inclinación personal, a los hombres que hablan mi lengua, pero aplastaría con mi indignación y mi venganza al extranjero que se permitiese, delante de mí, adivinarlo». Concibo del todo su «rabioso despecho» contra los hombres, y sobre todo contra sus compatriotas, contra los que le comprendían y le juzgaban tan mal. ¡Qué grande era la verdad de aquella «alma desdeñosa», melliza de la del Dante, el otro gran proscrito, el otro gran desdeñoso!

No hay medio de adivinar, de vaticinar mejor, cómo acabará todo aquello, allá en mi España; nadie cree en lo que dice ser suyo; los socialistas no creen en el socialismo, ni en la lucha de clases, ni en la ley férrea del salario y otros simbolismos marxistas; los comunistas no creen en la comunidad (y menos en la comunión), los conservadores, en la conservación; ni los anarquistas, en la anarquía.

Volvamos a la novela de mi Jugo de la Raza, de mi lector a la novela de su lectura, de mi novela.

Pensaba hacerle emprender un viaje fuera de París, a la rebusca del olvido de la historia; habría andado errante, perseguido por las cenizas del libro que había quemado y deteniéndose para mirar las aguas de los ríos y hasta las de la mar. Pensaba hacerle pasearse, transido de angustia histórica, a lo largo de los canales de Gante y de Brujas, o en Ginebra, a lo largo del lago Leman y pasar, melancólico, aquel puente de Lucerna que pasé yo, hace treinta y seis años, cuando tenía veinticinco. Habría colocado en mi novela recuerdos de mis viajes, habría hablado de Gante y de Ginebra y de Venecia y de Florencia y… A su llegada a una de esas ciudades mi pobre Jugo de la Raza se habría acercado a un puesto de libros y se habría dado con otro ejemplar del libro fatídico, y todo tembloroso lo habría comprado y se lo habría llevado a París proponiéndose continuar la lectura hasta que su curiosidad se satisficiese, hasta que hubiese podido prever el fin sin llegar a él, hasta que hubiese podido decir: «Ahora ya se entrevé cómo va a acabar esto».

(Cuando en París escribía yo esto, hace ya cerca de dos años, no se me podía ocurrir hacerle pasearse a mi Jugo de la Raza más que por Gante y Ginebra y Lucerna y Venecia y Florencia… Hoy le haría pasearse por este idílico país vasco francés que a la dulzura de la dulce Francia une el dulcísimo agrete de su Vasconia. Iría bordeando las plácidas riberas del humilde Nivelle, entre mansas praderas de esmeralda, junto a Ascain, y al pie del Larrún —otro derivado de larra, pasto—, iría restregándose la mirada en la verdura apaciguadora del campo nativo, henchida de silenciosa tradición milenaria, y que trae el olvido de la engañosa historia, iría pasando junto a esos viejos caseríos que se miran en las aguas de un río quieto; iría oyendo el silencio de los abismos humanos.

Le haría llegar hasta San Juan Pie de Puerto, de donde fue aquel singular Huarte de San Juan el del Examen de Ingenios, a San Juan Pie de Puerto, de donde el Nive baja a San Juan de Luz. Y allí, en la vieja pequeña ciudad navarra en un tiempo española y hoy francesa, sentado en un banco de piedra en Eyalaberri, embozado por la paz ambiente, oiría el rumor eterno del Nive. E iría a verlo cuando pasa bajo el puente que lleva a la iglesia. Y el campo circunstante le hablaría en vascuence, en infantil eusquera, le hablaría infantilmente, en balbuceo de paz y de confianza. Y como se le hubiera descompuesto el reló iría a un relojero que al declarar que no sabía vascuence le diría que son las lenguas y las religiones las que separan a los hombres. Como si Cristo y Buda no hubieran dicho a Dios lo mismo, sólo que en dos lenguas diferentes.

Mi Jugo de la Raza vagaría pensativo por aquella calle de la Ciudadela que desde la iglesia sube al castillo, obra de Vauban, y la mayoría de cuyas casas son anteriores a la Revolución, aquellas casas en que han dormido tres siglos. Por aquella calle no pueden subir, gracias a Dios, los autos de los coleccionistas de kilómetros. Y allí, en aquella calle de paz y de retiro, visitaría la prison des evesques, la cárcel de los obispos de San Juan, la mazmorra de la Inquisición. Por detrás de ella, las viejas murallas que amparan pequeñas huertecillas enjauladas. Y la vieja cárcel está por detrás, envuelta en hiedra.

Luego mi pobre lector trágico iría a contemplar la cascada que forma el Nive y a sentir cómo aquellas aguas que no son ni un momento las mismas, hacen como un muro. Y un muro que no es un espejo. Y espejo histórico. Y seguiría, río abajo, hacia Uhartlize deteniéndose ante aquella casa en cuyo dintel se lee:

Appendix A.1.1

Vivons en paix

Pierre Ezpellet

et Jeanne Iribar

ne, Cons. Annee 8e

1800.

Y pensaría en la vida de paz —¡vivamos en paz!— de Pedro Ezpeleta y Juana Iribarne cuando Napoleón estaba llenando el mundo con el fragor de su historia.

Luego mi Jugo de la Raza, ansioso de beber con los ojos la verdura de las montañas de su patria, se iría hasta el puente de Arnegui, en la frontera entre Francia y España. Por allí, por aquel puente insignificante y pobre, pasó en el segundo día de Carnaval de 1875 el pretendiente don Carlos de Borbón y Este, para los carlistas Carlos VII, al acabarse la anterior guerra civil. Y a mí se me arrancó de mi casa para lanzarme al confinamiento de Fuerteventura en el día mismo, 21 de febrero de 1924, en que hacía cincuenta años había oído caer junto a mi casa natal de Bilbao una de las primeras bombas que los carlistas lanzaron sobre mi villa. Y allí, en el humilde puente de Arnegui, podría haberse percatado Jugo de la Raza de que los aldeanos que habitan aquel contorno nada saben ya de Carlos VII, el que pasó diciendo al volver la cara a España: «¡Volveré, volveré!».

Por allí, por aquel mismo puente o por cerca de él, debió haber pasado el Carlomagno de la leyenda; por allí se va al Roncescalles donde resonó la trompa de Rolando —que no era un Orlando furioso—, que hoy calla entre aquellas encañadas de sombra, de silencio y de paz. Y luego Jugo de la Raza uniría en su imaginación, en esa nuestra sagrada imaginación que funde siglos y vastedades de tierra, que hace de los tiempos eternidad y de los campos infinitud, uniría a Carlos VII y a Carlomango. Y con ellos al pobre Alfonso XIII y al primer Habsburgo de España, a Carlos I el Emperador, V de Alemania, recordando cuando él, Jugo, visitó Yuste y, a falta de otro espejo de aguas, contempló el estanque donde se dice que el emperador, desde un balcón, pescaba tencas. Y entre Carlos VII el Pretendiente y Carlomagno, Alfonso XIII y Carlos I, se le presentaría la pálida sombra enigmática del príncipe don Juan, muerto de tisis en Salamanca antes de haber podido subir al trono, el ex futuro don Juan III, hijo de los Reyes Católicos Fernando e Isabel. Y Jugo de la Raza, pensando en todo esto, camino del puente de Arnegui a San Juan Pie de Puerto, se diría: «¿Y cómo va a acabar todo esto?»).

Pero interrumpo esta novela para volver a la otra. Devoro aquí las noticias que me llegan de mi España, sobre todo las concernientes a la campaña de Marruecos, preguntándome si el resultado de ésta me permitirá volver a mi patria, hacer allí mi historia y la suya; ir a morirme allí. Morirme allí y ser enterrado en el desierto…

¿Y no tendrán algo de razón? ¿No estaré acaso a punto de sacrificar mi yo íntimo, divino, el que soy en Dios, el que debe ser, al otro, al yo histórico, al que se mueve en su historia y con su historia? ¿Por qué obstinarme en no volver a entrar en España? ¿No estoy en vena de hacerme mi leyenda, la que me entierra, además de la que los otros, amigos y enemigos, me hacen? Es que si no me hago mi leyenda me muero del todo. Y si me la hago, también.

Judit Sidoli, escribiendo a su José Mazzini, le hablaba de «sentimientos que se convierten en necesidades», de «trabajo por necesidad material de obra, por vanidad», y el gran proscrito se revolvía contra ese juicio. Poco después, en otra carta —de Grenchen, y del 14 de mayo de 1835—, le escribía: «Hay horas, horas solemnes, horas que me despiertan sobre diez años, en que nos veo; veo la vida, veo mi corazón y el de los otros, pero en seguida… vuelvo a las ilusiones de la poesía». La poesía de Mazzini era la historia, su historia, la de Italia, que era su madre y su hija.

¡Hipócrita! Porque yo que soy, de profesión, un ganapán helenista —es una cátedra de griego la que el Directorio hizo la comedia de quitarme reservándomela—, sé que hipócrita significa actor. ¿Hipócrita? ¡No! Mi papel es la verdad y debo vivir mi verdad, que es mi vida.

Ahora hago el papel de proscrito. Hasta el descuidado desaliño de mi persona, hasta mi terquedad en no cambiar de traje, en no hacérmelo nuevo, dependen en parte —con ayuda de cierta inclinación a la avaricia que me ha acompañado siempre y que cuando estoy solo, lejos de mi familia, no halla contrapeso— dependen del papel que represento. Cuando mi mujer vino a verme, con mis tres hijas, en febrero de 1925 se ocupó de mi ropa blanca, renovó mis vestidos, me proveyó de calcetines nuevos. Ahora están todos agujereados, deshechos, acaso para que pueda decirme lo que se dijo Don Quijote, mi Don Quijote, cuando vio que las mallas de sus medias se le habían roto, y fue: «¡Oh pobreza, pobreza!», con lo que sigue y comenté tan apasionadamente en mi Vida de Don Quijote y Sancho.

¿Es que represento una comedia, hasta para los míos? ¡Pero no!, es que mi vida y mi verdad son mi papel. Cuando se me desterró sin que se me hubiera dicho —y sigo ignorándolo— la causa o siquiera el pretexto de mi destierro, pedí a los míos, a mi familia, que ninguno de ellos me acompañara, que me dejasen partir solo.

Pedí que se me dejara solo, y comprendiéndome y queriéndome de veras —eran los míos al fin y yo de ellos— dejáronme solo. Y entonces al final de mi confinamiento en la isla, después que mi hijo mayor hubo venido con su mujer a juntárseme, presentóseme una dama —a la que acompañaba, para guardarla, acaso, su hija— que me había puesto casi fuera de mí con su persecución epistolar. Acaso quería darme a entender que llegaba a hacer conmigo lo que los míos, mi mujer y mis hijos no habían hecho. Esa dama es mujer de letras, y mi mujer, aunque escriba bien, no lo es. ¿Pero es que esa pobre mujer de letras, preocupada de su nombre y queriendo acaso unirlo al mío, me quiere más que mi Concha, la madre de mis ocho hijos y mi verdadera madre? Mi verdadera madre, sí. En un momento de suprema, de abismática congoja, cuando me vio en las garras del Ángel de la Nada, llorar con un llanto sobrehumano, me gritó desde el fondo de sus entrañas maternales, sobrehumanas, divinas, arrojándose en mis brazos: «¡hijo mío!». Entonces descubrí todo lo que Dios hizo por mí en esta mujer, la madre de mis hijos, mi virgen madre, que no tiene otra novela que mi novela, ella, mi espejo de santa inconciencia divina, de eternidad. Es por lo que me dejó solo en mi isla mientras que la otra, la mujer de letras, la de su novela y no la mía, fue a buscar a mi lado emociones y hasta películas de cine.

Pero la pobre mujer de letras buscaba lo que busco, lo que busca todo escritor, todo historiador, todo novelista, todo político, todo poeta: vivir en la duradera y permanente historia, no morir. En estos días he leído a Proust, prototipo de escritores y de solitarios y ¡qué tragedia la de su soledad! Lo que le acongoja, lo que le permite sondar los abismos de la tragedia es su sentimiento de la muerte, pero de la muerte de cada instante, es que siente morir momento a momento, que diseca el cadáver de su alma, y ¡con qué minuciosidad! ¡A la rebusca del tiempo perdido! Siempre que pierde el tiempo. Lo que se llama ganar tiempo es perderlo. El tiempo: he aquí la tragedia.

«Conozco esos dolores de artistas, tratados por artistas: con la sombra del dolor y no su cuerpo», escribía Mazzini a su Judit el 2 de marzo de 1835, Y Mazzini era un artista; ni más ni menos que un artista. Un poeta, y como político, un poeta, nada más que un poeta. Sombra de dolor y no cuerpo. Pero ahí está el fondo de la tragedia novelesca, de la novela trágica de la historia: el dolor es sombra y no cuerpo; el dolor más doloroso, el que nos arranca gritos y lágrimas de Dios es sombra del tedio: el tiempo no es corporal. Kant decía que es una forma a priori de la sensibilidad. ¡Qué sueño el de la vida…! ¿Sin despertar?

(Y leo ese número aquí, en mis montañas, que Góngora llamó «del Pirineo la ceniza verde». (Soledades, II, 759), y veo que esos jóvenes «mucho Océano y pocas aguas prenden» (II, 75). Y el océano sin aguas es acaso la poesía pura o culterana. Pero, en fin, «voces de sangre y sangre son del alma» (Soledades, II, 119) estas mis memorias, este mi relato de cómo se hace una novela.

Y ved cómo yo, que execro del gongorismo, que no encuentro poesías, esto es, creación, o sea acción, donde no hay pasión, donde no hay cuerpo y carne de dolor humano, donde no hay lágrimas de sangre, me dejo ganar de lo más terrible, de lo más antipoético del gongorismo que es la erudición. «No es sordo el mar; la erudición engaña» (Soledades, II, 172) escribió, no pensó, Góngora, y ahí se pinta. Era un erudito, un catedrático de poesía, aquel clérigo cordobés…, ¡maldito oficio!

Y a todo esto me ha traído lo de los dolores de artistas de Mazzini combinado con el homenaje de los jóvenes culteranos de España a Góngora. Pero Mazzini, el de ¡Dios y el Pueblo!, era un patriota, era un ciudadano, era un hombre civil; ¿lo son esos jóvenes culteranos? Y ahora me percato de nuestro grande error de haber puesto la cultura sobre la civilización, o mejor sobre la civilidad. ¡No, no, ante todo y sobre todo la civilidad!).

Y he aquí que por última vez volvemos a la historia de nuestro Jugo de la Raza.

El cual, así que yo le haría volver a París trayéndose el libro fatídico, se propondría el terrible problema de acabar de leer la novela que se había convertido en su vida y morir en acabándola o renunciar a leerla y vivir, vivir, y, por consiguiente, morirse también. Una u otra muerte; en la historia o fuera de la historia. Y yo le habría hecho decir estas cosas en monólogo que es una manera de darse vida:

«Pero esto no es más que una locura… El autor de esta novela se está burlando de mí… ¿O soy yo quien se está burlando de mí mismo? ¿Y por qué he de morirme cuando acabe de leer este libro y el personaje autobiográfico se muera? ¿Por qué no he de sobrevivirme a mí mismo? Sobrevivirme y examinar mi cadáver. Voy a continuar leyendo un poco hasta que al pobre diablo no le quede más que un poco de vida, y entonces cuando haya previsto el fin viviré pensando que le hago vivir. Cuando don Juan Valera, ya viejo, se quedó ciego, se negó a que le operasen y decía: "Si me operan, pueden dejarme ciego definitivamente para siempre, sin esperanza de recobrar la vista, mientras que si no me dejo operar podré vivir siempre con la esperanza de que una operación me curaría." No; no voy a continuar leyendo; voy a guardar el libro al alcance de la mano, a la cabecera de mi cama, mientras me duerma y pensaré que podría leerlo si quisiera, pero sin leerlo. ¿Podré vivir así? De todos modos, he de morirme, pues que todo el mundo se muere…». (La expresión popular española es que todo dios se muere…).

Y en tanto Jugo de la Raza habría recomenzado a leer el libro sin terminarlo, leyéndolo muy lentamente, muy lentamente, sílaba a sílaba, deletreándolo, deteniéndose cada vez una línea más adelante que en la precedente lectura y para recomenzarla de nuevo. Que es como avanzar cien pasos de tortuga y retroceder noventa y nueve, avanzar de nuevo y volver a retroceder en igual proporción y siempre con el espanto del último paso.

Estas palabras que habría puesto en la boca de mi Jugo de la Raza, a saber: que todo el mundo se muere (o en español popular, que todo dios se muere) son una de las más grandes vulgaridades que cabe decir, el más común de todos los lugares comunes, y, por tanto, la más paradójica de las paradojas. Cuando estudiábamos lógica, el ejemplo de los silogismos que se nos presentaba era: «Todos los hombres son mortales; Pedro es hombre, luego Pedro es mortal». Y había este antisilogismo, el ilógico: «Cristo es inmortal; Cristo es hombre, luego todo hombre es inmortal».

(Este antisilogísmo cuya premisa mayor es un término individual, no universal ni particular, pero que alcanza la máxima universalidad, pues si Cristo resucitó puede resucitar cualquier hombre, o como se diría en español popular, puede resucitar todo cristo, ese antisilogismo está en la base de lo que he llamado el sentimiento trágico de la vida y hace la esencia de la agonía del cristianismo. Todo lo cual constituye la divina tragedia.

¡La Divina Tragedia! Y no como el Dante, el creyente medieval, el proscrito gibelino, llamó a la suya: Divina Comedia. La del Dante era comedia, y no tragedia, porque había en ella esperanza. En el canto vigésimo del Paradiso hay un terceto que nos muestra la luz que brilla sobre esa comedia. Es donde dice que el reino de los cielos padece fuerza —según la sentencia evangélica— de cálido amor y de viva esperanza que vence a la divina voluntad:

Regnum coelorum violenza pate
da caldo amore, e da viva speranza,
che vince la divina volontate.

Y esto es más que poesía pura o que erudición culterana.

¡La viva esperanza vence a la divina voluntad! ¡Creer en esto sí que es fe y fe poética! El que espere firmemente, lleno de fe en su esperanza, no morirse, ¡no se morirá…! Y en todo caso los condenados del Dante viven en la historia, y así, su condenación no es trágica, no es de divina tragedia, sino cómica. Sobre ellos y a pesar de su condena se sonríe Dios…).

¡Una vulgaridad! Y, sin embargo, el pasaje más trágico de la trágica correspondencia de Mazzini, es aquel fechado en 30 de junio de 1835 en que dice: «Todo el mundo se muere; Romagnosi se ha muerto, se ha muerto Pecchio, y Vittorelli, a quien creía muerto hace tiempo, acaba de morirse». Y acaso Mazzini se dijo un día: «Yo, que me creía muerto, voy a morirme». Como Proust.

¿Qué voy a hacer de mi Jugo de la Raza? Como esto que escrito, lector, es una novela verdadera, un poema verdadero, una creación, y consiste en decirte cómo se hace y no cómo se cuenta una novela, una vida histórica, no tengo por qué satisfacer tu interés folletinesco y frívolo. Todo lector que leyendo una novela se preocupa de saber cómo acabarán los personajes de ella sin preocuparse de saber cómo acabará él, no merece que satisfaga su curiosidad.

En cuanto a mis dolores, acaso incomunicables, digo lo que Mazzini el 15 de julio de 1835 escribía desde Grenchen a su Judit: «Hoy debo decirte para que no digas, ya que mis dolores pertenecen a la poesía, como tú la llamas, que son tales realmente desde hace algún tiempo…». Y en otra carta, del 2 de junio del mismo año: «A todo lo que les es extraño le han llamado poesía; han llamado loco al poeta hasta volverle de veras loco; volvieron loco al Tasso, cometieron el suicidio de Chatterton y de otros; han llegado hasta ensañarse con los muertos, Byron, Foscolo y otros, porque no siguieron sus caminos. ¡Caiga el desprecio sobre ellos! Sufriré, pero no quiero renegar de mi alma, no quiero hacerme malo para complacerles, y me haría malo, muy malo, si se me arrancara lo que llaman poesía, puesto que, a fuerza de haber prostituido el nombre de poesía con hipocresía, se ha llegado a dudar de todo. Pero para mí, que veo y llamo a las cosas a mi manera, la poesía es la virtud, es el amor, la piedad, el afecto, el amor de la patria, el infortunio inmerecido, eres tú, es tu amor de madre, es todo lo que hay de sagrado en la tierra…». No puedo continuar escuchando a Mazzini. Al leer esto, el corazón del lector oye caer del cielo negro, de por encima de las nubes amontonadas en tormenta, los gritos de un águila herida en su vuelo cuando se bañaba en la luz de sol.

¡Poesía! ¡Divina poesía! ¡Consuelo que es toda la vida! Sí, la poesía es todo esto. Y es también la política. El otro gran poeta proscrito, el más grande sin duda de todos los ciudadanos proscritos, el gibelino Dante, fue y es y sigue siendo un muy alto y muy profundo, un soberano poeta y un político y un creyente. Política, religión y poesía fueron en él y para él una sola cosa, una íntima trinidad. Su ciudadanía, su fe y su fantasía le hicieron eterno.

(Y ahora, en el número de La Gaceta Literaria, en que los jóvenes culteranos de España rinden un homenaje a Góngora y que acabo de recibir y leer, uno de estos jóvenes, Benjamín Jarnés, en un articulito que se titula culteranamente «Oro trillado y néctar exprimido», nos dice que «Góngora no apela al fuego fatuo de la fantasía, ni a la llama oscilante de la pasión, sino a la perenne luz de la tranquila inteligencia». ¿Y a esto le llaman poesía esos intelectuales? ¿Poesía sin fuego de fantasía ni llama de pasión? ¡Pues que se alimente de pan hecho con ese oro trillado! Y luego añade que Góngora, no tanto se propuso repetir un cuento bello cuanto inventar un bello idioma. Pero ¿es que hay un idioma sin cuento ni belleza de idioma sin belleza de cuento?

Todo este homenaje a Góngora, por las circunstancias en que se ha rendido, por el estado actual de mi pobre patria, me parece un tácito homenaje de servidumbre a la tiranía, un acto servil y en algunos, no en todos, ¡claro!, un acto de pordiosería. Y toda esa poesía que celebran, no es más que mentira. ¡Mentira, mentira, mentira…! El mismo Góngora era un mentiroso. Oíd como empieza sus Soledades el que dijo que «la erudición engaña». Así:

Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa…

. ¡El mentido! ¿El mentido? ¿Por qué se creía obligado a decirnos que el robo de Europa por Júpiter convertido en toro es una mentira? ¿Por qué el erudito culterano se creía obligado a darnos a entender que eran mentiras sus ficciones? Mentiras y no ficciones. Y es que él, el artista culterano, que era clérigo, sacerdote de la Iglesia Católica Apostólica Romana, ¿creía en el Cristo a quien rendía culto público? ¿Es qué al consagrar en la sagrada misa no ejercía de culterano también? Me quedo con la fantasía y la pasión del Dante).

Existen desdichados que me aconsejan dejar la política. Lo que ellos con un gesto de fingido desdén, que no es más que miedo, miedo de eunucos o de impotentes o de muertos, llaman política y me aseguran que debería consagrarme a mis cátedras, a mis estudios, a mis novelas, a mis poemas, a mi vida. No quieren saber que mis cátedras, mis estudios, mis novelas, mis poemas son política. Que hoy, en mi patria, se trata de luchar por la libertad de la verdad, que es la suprema justicia, por libertar la verdad de la peor de las tiranías, la de la estupidez y la impotencia, de la fuerza pura y sin dirección. Mazzini, el hijo predilecto del Dante, hizo de su vida un poema, una novela mucho más poética que las de Manzoni, D'Azeglio, Grosi o Guerrazzi. Y la mayor parte y la mejor de las poesías de Lamartine y de Hugo vino de que eran tan poetas como eran políticos. ¿Y los poetas que no han hecho jamás política? Habría que verlo de cerca y en todo caso.

«non raggionam di lor, ma guarda e passa».

Y hay otros, los más viles, los intelectuales por antonomasia, los técnicos, los sabios, los filósofos. El 28 de junio de 1835, Mazzini escribía a su Judit: «En cuanto a mí, lo dejo todo y vuelvo a entrar en mi individualidad, henchido de amargura por todo lo que más quiero, de disgusto hacia los hombres, de desprecio para con aquellos que recogen la cobardía en los despojos de la filosofía, lleno de altanería frente a todos, pero de dolor y de indignación frente a mí mismo, y al presente y al porvenir. No volveré a levantar las manos fuera del fango de las doctrinas. ¡Qué la maldición de mi patria, de la que ha de surgir en el porvenir, caiga sobre ellos!».

¡Así sea! Así sea digno yo de los sabios, de los filósofos que se alimentan en España y de España, de los que no quieren gritos, de los que quieren que se reciba sonriendo los escupitajos de los viles, de los más que viles, de los que se preguntan qué es lo que se va a hacer de la libertad. ¿Ellos? Ellos…, venderla. ¡Prostitutos!

Voy a volver todavía, después de la última vez, después que dije que no volvería a ello, a mi Jugo de la Raza. Me preguntaba si consumido por su fatídica ansiedad, teniendo siempre ante los ojos y al alcance de la mano el agorero libro y no atreviéndose a abrirlo y a continuar en él la lectura para prolongar así la agonía que era su vida, me preguntaba si no le haría sufrir un ataque de hemiplejía o cualquier otro accidente de igual género. Si no le haría perder la voluntad y la memoria o en todo caso el apetito de vivir, de suerte que olvidara el libro, la novela, su propia vida y se olvidara de sí mismo. Otro modo de morir y antes de tiempo. Sí es que hay un tiempo para morirse y se pueda morir fuera de él.

Esta solución me ha sido sugerida por los últimos retratos que he visto del pobre Francos Rodríguez, periodista, antiguo republicano y después ministro de don Alfonso. Está hemipléjico. En uno de esos retratos aparece fotografiado al salir de Palacio en compañía de Horacio Echeverrieta, después de haber visto al rey para invitarle a poner la primera piedra de la Casa de la Prensa de cuya asociación es Francos presidente. Otro le representa durante la ceremonia a que asistía el rey y a su lado. Su rostro refleja el espanto vaciado en carne. Y me he acordado de aquel otro pobre don Gumersindo Azcárate, republicano también, a quien ya inválido y balbuciente se le transportaba a Palacio como un cadáver vivo. Y en la ceremonia de la primera piedra de la Casa de la Prensa, Primo de Rivera hizo el elogio de Pi y Margall, consecuente republicano de toda su vida, que murió en el pleno uso de sus facultades de ciudadano, que se murió cuando estaba vivo.

Pensando en esta solución que podría haber dado a la novela de mi Jugo de la Raza, si en lugar de hacerse ensayara contarla, he evocado a mi mujer y a mis hijos y he pensado que no he de morirme huérfano, que serán ellos, mis hijos, mis padres, y ellas, mis hijas, mis madres. Y si un día el espanto del porvenir se vacía en la carne de mi cara, si pierdo la voluntad y la memoria, no sufrirán ellos, mis hijos y mis hijas, mis padres y mis madres, que los otros me rindan el menor homenaje y ni que me perdonen vengativamente, no sufrirán que ese trágico botarate, que ese monstruo de frivolidad que escribió un día que me querría exento de pasión —es decir, peor que muerto— haga mi elogio. Y si esto es comedia, es, como la del Dante, divina comedia.

(Al releer, volviendo a escribirlo, esto, me doy cuenta, como lector de mí mismo, del deplorable efecto que ha de hacer eso de que no quiero que me perdonen. Es algo de una soberbia luzbelina y casi satánica, es algo que no se compadece con el «perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Porque si perdonamos a nuestros deudores, ¿por qué no han de perdonarnos aquellos a quienes debemos? Y que en el fragor de la pelea les he ofendido es innegable. Pero me ha envenenado el pan y el vino del alma el ver que imponen castigos injustos, inmerecidos, no más que en vista del indulto. Lo más repugnante de lo que llaman la regia prerrogativa del indulto es que más de una vez —de alguna tengo experiencia inmediata— el poder regio ha violentado a los tribunales de justicia, ha ejercido sobre ellos cohecho, para que condenaran injustamente al solo fin de poder luego infligir un rencoroso indulto. A lo que también obedece la absurda gravedad de la pena con que se agrava los supuestos delitos de injuria al rey, de lesa majestad).

Presumo que algún lector, al leer esta confesión cínica y a la que acaso repute de impúdica, esta confesión a lo Juan Jacobo, se revuelva contra mi doctrina de la divina comedia, o mejor de la divina tragedia y se indigne diciendo que no hago sino representar un papel, que no comprendo el patriotismo, que no ha sido seria la comedia de mi vida. Pero a este lector indignado lo que le indigna es que le muestro que él es, a su vez, un personaje cómico, novelesco y nada menos, un persona que quiero poner en medio del sueño de su vida. Que haga del sueño, de su sueño, vida y se habrá salvado. Y como no hay nada más que comedia y novela, que piense que lo que le parece realidad extraescénica es comedia de comedia, novela de novela, que el nóumeno inventado por Kant es lo de más fenomenal que puede darse y la sustancia lo que hay de más formal. El fondo de una cosa es superficie.

Y ahora ¿para qué acabar la novela de Jugo? Esta novela y por lo demás todas las que se hacen y no que se contenta uno con contarlas, en rigor no acaban. Lo acabado, lo perfecto, es la muerte y la vida no puede morirse. El lector que busque novelas acabadas no merece ser mi lector; él ya está acabado antes de haberme leído.

El lector aficionado a muertes extrañas, el sádico a la busca de eyaculaciones de la sensibilidad, el que leyendo La piel de zapa se siente desfallecer de espasmo voluptuoso cuando Rafael llama a Paulina: «Paulina, ¡ven!…, Paulina» —y más adelante: «Te quiero, te adoro, te deseo…»— y la ve rodar sobre su canapé medio desnuda, y la desea en su agonía, en su agonía que es su deseo mismo, a través de los sones estrangulados de su estertor agónico y que muerde a Paulina en el seno y que ella muere agarrada a él, ese lector querría que yo le diese de parecida manera el fin de la agonía de mi protagonista, pero si no ha sentido esa agonía en sí mismo, ¿para qué he de extenderme más? Además hay necesidades a que no quiero plegarme. ¡Que se las arregle solo, como pueda, solo y solitario!

A despecho de lo cual algún lector volverá a preguntarme: «Y bien, ¿cómo acaba este hombre?, ¿cómo le devora la historia?». ¿Y cómo acabarás tú, lector? Si no eres más que lector, al acabar tu lectura, y si eres hombre, hombre como yo, es decir, comediante y autor de ti mismo, entonces no debes leer por miedo de olvidarte a ti mismo.

Cuéntase de un actor que recogía grandes aplausos cada vez que se suicidaba hipócritamente y que una, la solo y última en que lo hizo teatralmente, pero verazmente, es decir, que no pudo ya volver a reanudar representación alguna, que se suicidó de veras, lo que se dice de veras, entonces fue silbado. Y habría sido más trágico aún si hubiera recogido risas o sonrisas. ¡La risa!, ¡la risa!, ¡la abismática pasión trágica de nuestro señor Don Quijote! Y la de Cristo. Hacer reír con una agonía «Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (Luc., XXIII, 37).

«Dios no es capaz de ironía, y el amor es una cosa demasiado santa, es demasiado la cosa más pura de nuestra naturaleza para que no nos venga de Él. Así, pues, negar a Dios, lo que es absurdo, o creer en la inmortalidad». Así escribía desde Londres a su madre —¡a su madre!— el agónico Mazzini —¡maravilloso agonista!— el 26 de junio de 1839, treinta y tres años antes de su definitiva muerte terrestre. ¿Y si la historia no fuese más que la risa de Dios? ¿Cada revolución una de sus carcajadas? Carcajadas que resuenan como truenos mientras los divinos ojos lagrimean de risa.

En todo caso y por lo demás no quiero morirme no más que para dar gusto a ciertos lectores inciertos. Y tú, lector, que has llegado hasta aquí, ¿es que vives?

Appendix A.1.1 CONTINUACIÓN:

Así acababa el relato de cómo se hace una novela que apareció en francés, en el número del 15 de mayo de 1926 del Mercure de France, relato escrito hace ya cerca de dos años. Y después ha continuado mi novela, historia, comedia o tragedia de mi España, y la de toda Europa y la de la humanidad entera. Y sobre la congoja del posible acabamiento de mi novela, sobre y bajo ella, sigue acongojándome la congoja del posible acabamiento de la novela de la humanidad. En lo que se incluye, como episodio, eso que llaman el ocaso de Occidente y el fin de nuestra civilización.

¿He de recordar una vez más el fin de la oda de Carducci «Sobre el monte Mario»? Cuando nos describe lo de que «hasta que sobre el Ecuador recogida, a las llamadas del calor que huye, la extenuada prole no tenga más que una sola mujer, un solo hombre, que erguidos en medio de ruinas de montes, entre muertos bosques, lívidos, con los ojos vítreos, te vean sobre el inmenso hielo, ¡Oh sol, ponerte!». Apocalíptica visión que me recuerda otra, por más cómica más terrible, que he leído en Courteline y que nos pinta el fin de los últimos hombres, recogidos en un buque, nueva arca de Noé, en un nuevo diluvio universal. Con los últimos hombres, con la última familia humana, va a bordo un loro: el buque empieza a hundirse, los hombres se ahogan, pero el loro trepa a lo más alto del maste mayor y cuando este último tope va a hundirse en las aguas el loro lanza al cielo un «Liberté, Egalité, Fraternité!». Y así se acaba la historia.

A esto suelen llamarle pesimismo. Pero no es el pesimismo a que suele referirse el todavía rey de España —hoy 4 de junio de 1927— don Alfonso XIII cuando dice que hay que aislar a los pesimistas. Y por eso me aislaron unos meses en la isla de Fuerteventura, para que no contaminase mi pesimismo paradójico a mis compatriotas. Se me indultó luego de aquel confinamiento o aislamiento, a que se me llevó sin habérseme dado todavía la razón o siquiera el pretexto; me vine a Francia sin hacer caso del indulto y me fijé en París, donde escribí el precedente relato, y a fines de agosto de 1925 me vine de París acá, a Hendaya, a continuar haciendo novela de vida. Y es esta parte de mi novela la que voy ahora, lector, a contarte para que sigas viendo cómo se hace una novela.

Escribí lo que precede hace doce días y todo este tiempo lo he pasado sin poner la pluma en estas cuartillas, rumiando el pensamiento de cómo habría de terminar la novela que se hace. Porque ahora quiero acabarla, quiero sacar a mi Jugo de la Raza de la tremenda pesadilla de la lectura del libro fatídico, quiero llegar al fin de su novela como Balzac llegó al fin de la novela de Rafael Valentín. Y creo poder llegar a él, creo poder acabar de hacer la novela gracias a veintidós meses de Hendaya.

Por debajo de estos incidentes de policía, a la que los tiranuelos rebajan y degradan la política, la santa política, he llevado y sigo llevando aquí, en mi destierro de Hendaya, en este fronterizo rincón de mi nativa tierra vasca, una vida íntima de política, una novela de eternidad histórica. Unas veces me voy a la playa de Ondarraitz, a bañar la niñez eterna de mi espíritu en la visión de la eterna niñez de la mar que nos habla de antes de la historia o mejor debajo de ella, de su sustancia divina, y otras veces, remontando el curso del Bidasoa lindero paso junto a la isleta de los Faisanes donde se concertó el casamiento de Luis XIV de Francia con la infanta de España María Teresa, hija de nuestro Felipe IV, el Habsburgo, y se firmó el pacto de Familia —«¡ya no hay Pirineos!», se dijo, como si con pactos así se abatieran montañas de roca milenaria—, y voy a la aldea de Biriatu, remanso de paz. Allí, en Biriatu, me siento un momento al pie de la iglesiuca, frente al caserío de Muniorte, donde la tradición local dice que viven descendientes bastardos de Ricardo Plantagenet, duque de Aquitania, que habría sido rey de Inglaterra, el famoso Príncipe Negro que fue a ayudar a don Pedro el Cruel de Castilla, y contemplo la encañada del Bidasoa, al pie del Choldocogaña, tan llena de recuerdos de nuestras contiendas civiles, por donde corre más historia que agua y envuelvo mis pensamientos de proscrito en el aire tamizado y húmedo de nuestras montañas maternales. Alguna vez me llego a Urruña, cuyo reló nos dice que todas las horas hieren y la última mata —vulnerant omnes, ultima necat— o más allá, a San Juan de la Luz, en cuya iglesia matriz se casó Luis XIV con la infanta de España, tapiándose luego la puerta por donde entraron a la boda y salieron de ella. Y otras veces me voy a Bayona, eternidad histórica, porque Bayona me trae la esencia de mi Bilbao de hace más de cincuenta años, del Bilbao que hizo mi niñez y al que mi niñez hizo. El contorno de la catedral de Bayona me vuelve a la basílica de Santiago de Bilbao, a mi basílica. ¡Hasta la fuente aquella monumental que tiene al lado! Y todo esto me ha llevado a ver el final de la novela de mi Jugo.

Mi Jugo se dejaría al cabo del libro, renunciaría al libro fatídico, a concluir de leerlo. En sus correrías por los mundos de Dios para escapar de la fatídica lectura iría a dar a su tierra natal, a la de su niñez misma, con su niñez eterna, con aquella edad en que aún no sabía leer, en que todavía no era hombre de libro. Y en esa niñez encontraría su hombre interior, el eso anthropos. Porque nos dice San Pablo en los versillos 14 y 15 de la epístola a los Efesios que, «por eso doblo mis rodillas ante Padre, por quien se nombra todo lo paterno» —podría sin gran violencia traducirse: «toda patria»— «en los cielos y en la tierra, para que os dé según la riqueza de su gloria el robusteceros con poder, por su espíritu, en el hombre de dentro…». Y este hombre de dentro se encuentra en su patria, en su eterna patria, en la patria de su eternidad, al encontrarse con su niñez, con su sentimiento —y más que sentimiento, con su esencia de filialidad—, al sentirse hijo y descubrir al padre. O sea sentir en sí al padre.

Precisamente en estos días ha caído en mis manos y como por divina, o sea paternal providencia, un librito de Juan Hessen, titulado «Filialidad de Dios» (Gottes Kindschaft), y en él he leído: «Debería por eso quedar bien en claro que es siempre y cada vez el niño quien en nosotros cree. Como el ver es una función de la vista, así el creer es una función del sentido infantil. Hay tanto potencia de creer en nosotros cuanta infantilidad tengamos». Y no deja Hessen, ¡claro está!, de recordarnos aquello del Evangelio de San Mateo (XVIII, 3) cuando el Cristo, el Hijo del Hombre, el Hijo del Padre, decía: «En verdad os digo que si no os volvéis y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos». «Si no os volvéis», dice. Y por eso le hago yo volverse a mi Jugo.

Y el niño, el hijo, descubre al padre. En los versillos 14 y 15 del capítulo VIII de la epístola a los Romanos —y tampoco deja de recordarlo Hessen— San Pablo nos dice que: «cuantos no recibiréis ya espíritus de servidumbre otra vez para temor, sino que recibiréis espíritu de ahijamiento en que clamemos: abbá, ¡padre!». O sea: ¡papá! Yo no recuerdo cuándo decía «¡papá!» antes de empezar a leer y escribir; es un momento de mi eternidad que se me pierde en la bruma oceánica de mi pasado. Murió mi padre cuando yo apenas había cumplido los seis años y toda imagen suya se me ha borrado de la memoria, sustituida —acaso borrada— por las imágenes artísticas o artificiales, las de retratos; entre otras, un daguerrotipo de cuando era un mozo, no más que hijo de él a su vez. Aunque no toda imagen suya se me ha borrado, sino que confusamente, en niebla oceánica, sin rasgos distintos, aún le columbro en un momento en que se me reveló, muy niño yo, el misterio del lenguaje. Era que había en mi casa paterna de Bilbao una sala de recibo, santuario litúrgico del hogar, a donde no se nos dejaba entrar a los niños, no fuéramos a manchar su suelo encerado o arrugar las fundas de los sillones. Del techo pendía un espejo de bola donde uno se veía pequeñito y deformado, y de las paredes colgaban unas litografías bíblicas, una de las cuales representaba —me parece estarla viendo— a Moisés sacando con una varita agua de la roca como yo ahora saco estos recuerdos de la roca de la eternidad de mi niñez. Junto a la sala, un cuarto oscuro donde se escondía la Marmota, ser misterioso y enigmático. Pues bien, un día en que logré yo entrar en la vedada y litúrgica sala de recibo, me encontré a mi padre —¡papá!—, que me acogió en sus brazos, sentado en uno de los sillones enfundados, frente a un francés, a un señor Legorgeux —a quien conocí luego— y hablando en francés. Y qué efecto pudo producir en mi infantil conciencia —no quiero decir sólo fantasía, aunque acaso fantasía y conciencia sean uno mismo— el oír a mi padre, a mi propio padre —¡papá!— hablar en una lengua que me sonaba a cosa extraña y como de otro mundo, que es aquella impresión la que ha quedado grabada, la del padre que habla una lengua misteriosa y enigmática. Que el francés era entonces para mí lengua de misterio.

Descubrí al padre —¡papá!— hablando una lengua de misterio y acaso acariciándome en la nuestra. Pero ¿descubre el hijo al padre? ¿O no es más bien el padre el que descubre al hijo? ¿Es la filialidad que llevamos en las entrañas la que nos descubre la paternidad, o no es más bien la paternidad de nuestras entrañas la que nos descubre nuestra filialidad? «El niño es el padre del hombre» ha cantado para siempre Wordsworth, pero ¿no es el sentimiento —¡que pobre palabra!— de paternidad, de perpetuidad hacia el porvenir, el que nos revela el sentimiento de filialidad, de perpetuidad hacia el pasado?, ¿no hay acaso un sentido oscuro de perpetuidad hacia el futuro, de per-existencia o sobre existencia? Y así se explicaría que entre los indios, pueblo infantil, filial, haya más que la creencia, la vivencia, la experiencia íntima de una vida —o mejor, una sucesión de vidas— prenatal, como entre nosotros, los occidentales, hay la creencia —en muchos la vivencia, la experiencia íntima, el deseo, la esperanza vital, la fe— en una vida de tras la muerte. Y ese nirvana a que los indios se encaminan —y no hay más que el camino—, ¿es algo distinto de la oscura vida natal intrauterina, del sueño sin ensueños, pero con inconsciente sentir de vida, de antes del nacimiento, pero después de la concepción? Y he aquí por qué cuando me pongo a soñar en una experiencia mística a contratiempo, o mejor a arredrotiempo, le llamo al morir desnacer, y la muerte es otro parto.

«¡Padre, en tus manos pongo mi espíritu!», clamó el Hijo (Lucas, XXIII, 46) al morirse, al desnacer, en el parto de la muerte. O según otro Evangelio (Juan XIX.30), clamó: ¡tetélestai! («¡queda cumplido!»)

«¡Queda cumplido!» suspiró, y doblando
la cabeza —follaje nazareno—
en las manos de Dios puso el espíritu;
lo dio a luz;
que así Cristo nació sobre la cruz,
y al nacer se soñaba a arredro tiempo
cuando sobre un pesebre
murió en Belén
allende todo mal y todo bien.

«¡Queda cumplido!», y «¡en tus manos pongo mi espíritu!». ¿Y qué es lo que así quedó cumplido?, ¿y qué fue ese espíritu que así puso en manos del Padre, en manos de Dios? Quedó cumplida su obra y su obra fue su espíritu. Nuestra obra es nuestro espíritu y mi obra soy yo mismo que me estoy haciendo día a día y siglo a siglo, como tu obra eres tú mismo, lector, que te estás haciendo momento a momento, ahora oyéndome como hablándote. Porque quiero creer que me oyes más que me lees, como yo te hablo más que te escribo. Somos nuestra propia obra. Cada uno es hijo de sus obras, quedó dicho, y lo repitió Cervantes, hijo del Quijote, pero ¿no es uno también padre de sus obras? Y Cervantes, padre del Quijote. De donde uno, sin conceptismo, es padre e hijo de sí mismo y su obra el espíritu santo. Dios mismo, para ser Padre, se nos enseña que tuvo que ser Hijo, y para sentirse nacer como Padre bajó a morir como Hijo. «Se va al Padre por el Hijo», se nos dice en el cuarto Evangelio (XIV, 6), y que quien ve al Hijo ve al Padre (XIV,8), y en Rusia se le llama al Hijo «nuestro padrecito Jesús».

De mí sé decir que no descubrí de veras mi esencia filial, mi eternidad de filialidad, hasta que no fui padre, hasta que no descubrí mi esencia paternal. Es cuando llegué al hombre de dentro, al eso anthropos, padre e hijo. Entonces me sentí hijo, hijo de mis hijos e hijo de la madre de mis hijos. Y éste es el eterno misterio de la vida. El terrible Rafael Valentín de La piel de zapa, de Balzac, se muere, consumido de deseos, en el seno de Paulina y estertorando, en las ansias de la agonía, «te quiero, te adoro, te deseo…», pero no desnace ni renace porque no es el seno de madre, de madre de sus hijos, de su madre, donde acaba la novela. ¿Y después de esto, en mi novela de Jugo le he de hacer acabarse en la experiencia de la paternidad filial, de la filialidad paternal?

Pero hay otro mundo, novelesco también; hay otra novela. No la de la carne, sino la de la palabra, la de la palabra hecha letra. Y ésta es propiamente con la letra, pues sin el esqueleto no se tiene pie en la carne. Y aquí entra lo de la acción y contemplación, la política y la novela. La acción es contemplativa, la contemplación es activa; la política es novelesca y la novela es política. Cuando mi pobre Jugo, errando por los bordes —no se les puede llamar riberas— del Sena, dio con el libro agorero y se puso a devorarlo y se ensimismó con él, convirtióse en un puro contemplador, en un mero lector, lo que es algo absurdo e inhumano; padecía la novela, pero no la hacía. Y yo quiero contarte, lector, cómo se hace una novela, cómo haces y has de hacer tú mismo tu propia novela. El hombre de dentro, el intra-hombre, cuando se hace lector, contemplador, si es viviente, ha de hacerse, lector, contemplador del personaje a quien va, a la vez que leyendo, haciendo, creando, contemplador de su propia obra. El hombre de dentro, el intra-hombre —y éste es más divino que el tras-hombre o sobre-hombre nietzscheniano— cuando se hace lector hácese por lo mismo autor, o sea, actor; cuando lee una novela se hace novelista, cuando lee historia, historiador. Y todo lector que sea hombre de dentro, humano, es, lector, autor de lo que lee y está leyendo. Esto que ahora lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si no es así es que ni lo lees. Por lo cual te pido perdón, lector mío, por aquella, más que impertinencia, insolencia que te solté de que no quería decirte cómo acababa la novela de mi Jugo, mi novela y tu novela. Y me pido perdón a mí mismo por ello.

¿Me has comprendido, lector? Y si te dirijo así esta pregunta es para poder colocar a seguida lo que acabo de leer en un libro filosófico italiano —una de mis lectura de azar— Le sorgenti irrazionali del pensiero, de Nicola Abbagnano, y es esto: «Comprender no quiere decir penetrar en la intimidad del pensamiento ajeno, sino tan sólo traducir en el propio pensamiento, en la propia verdad, la soterraña experiencia en que se funde la vida propia y la ajena». Pero ¿no es esto acaso penetrar en la entraña del pensamiento de otro? Si yo traduzco en mi propio pensamiento la soterraña experiencia en que se funden mi vida y tu vida, lector, o si tú la traduces en el propio tuyo, si nos llegamos a comprender mutuamente, a prendernos conjuntamente, ¿no es que he penetrado yo en la intimidad de tu pensamiento a la vez que penetras tú en la intimidad del tuyo y que no es ni mío ni tuyo, sino común de los dos? ¿No es acaso que mi hombre de dentro, mi intra-hombre, se toca y hasta se une con tu hombre de dentro, con tu intra-hombre, de modo que yo viva en ti y tú en mí?

Y no te sorprenda el que así te meta mis lecturas de azar y te meta en ellas. Gusto de las lecturas de azar, del azar de las lecturas, a las que caen, como gusto de jugar todas las tardes, después de comer, el café aquí, en el Grand Café de Hendaya, con otros tres compañeros, y al tute. ¡Gran maestro de vida de pensamiento el tute! Porque el problema de la vida consiste en saber aprovecharse del azar, en darse maña para que no le canten a uno las cuarenta, si es que no tute de reyes o de caballos, o en cantarlos uno cuando el azar se los trae. ¡Qué bien dice Montesinos en el Quijote: «paciencia y barajar»! ¡Profundísima sentencia de sabiduría quijotesca! ¡Paciencia y barajar! Y mano y vista prontas al azar que pasa. ¡Paciencia y barajar! Que es lo que hago aquí, en Hendaya, en la frontera, yo con la novela política de mi vida —y con la religiosa—: ¡paciencia y barajar! Tal es el problema.

Y no me saltes diciendo, lector mío —¡y yo mismo, como lector de mí mismo!— que en vez de contarte, según te prometí, como se hace una novela, te vengo planteando problemas, y lo que es más grave, problemas metapolíticos y religiosos. ¿Quieres que nos detengamos un momento en esto del problema? Dispensa a un filólogo helenista que te explique la novela, o sea la etimología, de la palabra problema. Que es el sustantivo que representa el resultado de la acción de un verbo, proballein, que significa echar o poner por delante, presentar algo, y equivale al latino projicere, proyectar, de donde problema viene a equivaler a proyecto. Y el problema, ¿proyecto de qué es? ¡De acción! El proyecto de un edificio es proyecto de construcción. Y un problema presupone no tanto una solución, en el sentido analítico, o disolutivo, cuanto una construcción, una creación. Se resuelve haciendo. O dicho en otros términos, un proyecto se resuelve en un trayecto, un problema en un metablema, en un cambio. Y sólo con la acción se resuelven problemas. Acción que es contemplativa como la contemplación es activa, pues creer que se puede hacer política sin novela o novela sin política es no saber lo que se quiere creer.

Gran político de acción, tan grande como Pericles, fue Tucídides, el maestro de Maquiavelo, el que nos dejó «para siempre» —«¡para siempre!»: es su frase y su sello— la historia de la guerra del Peloponeso.

Y así es, lector, como se hace para siempre una novela.

Terminado el viernes 17 de junio de 1927, en Hendaya, Bajos Pirineos, frontera entre Francia y España.

Appendix A.1.2 MARTES 21:

¿Terminado? ¡Qué pronto escribí eso! ¿Es que se puede terminar algo, aunque sólo sea una novela, de cómo se hace una novela? Hace ya años, en mi primera mocedad, oía hablar a mis amigos wagnerianos de melodía infinita. No sé bien lo que es esto, pero debe de ser como la vida y su novela, que nunca terminan. Y como la historia.

Porque hoy me llega un número de La Prensa, de Buenos Aires, el del 22 de mayo de este año, y en él un artículo de Azorín sobre Jacques de Lacretelle. Este envió a aquél un librito suyo titulado Aparte y Azorín lo comenta. «Se compone —nos dice éste hablándonos del librito de Lacretelle (no de De Lacretelle, amigos argentinos)— de una novelita titulada "Cólera", de un "Diario", en que el autor explica cómo ha compuesto dicha novela, y de unas páginas filosóficas, críticas, dedicadas a evocar la memoria de Juan Jacobo Rousseau en Ermenonville». No conozco el librito de J. De Lacretelle —o de Lacretelle— más que por este artículo de Azorín; pero encuentro profundamente significativo y simbólico el que un autor que escribe un «Diario» para explicar cómo ha compuesto una novela evoque la memoria de Rousseau, que se pasó la vida explicándonos cómo se hizo la novela de esa su vida, o sea su vida representativa, que fue una novela.

Añade luego Azorín:

«De todos estos trabajos, el más interesante, sin duda es el "Diario de cólera", es decir, las notas que, si no día por día, al menos muy frecuentemente, ha ido tomando el autor sobre el desenvolvimiento de la novela que llevaba entre manos. Ya se ha escrito, recientemente, otro diario de esta laya; me refiero al libro que el sutilísimo y elegante André Gide ha escrito para explicar la génesis y proceso de cierta novela suya. El género debiera propagarse. Todo novelista, con motivo de una novela suya, podría escribir otro libro —novela veraz, auténtica— para dar a conocer el mecanismo de su ficción. Cuando yo era niño —supongo que ahora pasa lo mismo— me interesaban mucho los relojes; mi padre o alguno de mis tíos solían enseñarme el suyo; yo lo examinaba con cuidado, con admiración; lo ponía junto a mi oído; escuchaba el precipitado y perseverante tictac; veía cómo el minutero avanzaba con mucha lentitud; finalmente, después de visto todo lo exterior de la muestra, mi padre o mi tío levantaba —con la uña o con un cortaplumas— la tapa posterior y me enseñaba el complicado y sutil organismo… Los novelistas que ahora hacen libros para explicar el mecanismo de su novela, para hacer ver cómo ellos proceden al escribir, lo que hacen sencillamente, es levantar la tapa del reló. El reló del señor Lacretelle es precioso; no sé cuántos rubíes tiene la maquinaria; pero todo ello es pulido, brillante. Contemplémosla y digamos algo de lo que hemos observado».

Lo que merece comentario:

Lo primero, que la comparación del reló está muy mal traída y responde a la idea del «mecanismo de su ficción». Una ficción de mecanismo, mecánica, no es ni puede ser novela. Una novela, para ser viva, para ser vida, tiene que ser, como la vida misma, organismo y no mecanismo. Y no sirve levantar la tapa del reló. Ante todo porque una verdadera novela, una novela viva, no tiene tapa, y luego porque no es maquinaria lo que hay que mostrar, sino entrañas palpitantes de vida, calientes de sangre. Y eso se ve fuera. Es como la cólera que se ve en la cara y en los ojos y sin necesidad de levantar tapa alguna.

El relojero, que es un mecánico, puede levantar la tapa del reló para que el cliente vea la maquinaria, pero el novelista no tiene que levantar nada para que el lector sienta la palpitación de las entrañas del organismo vivo de la novela, que son las entrañas mismas del novelista, del autor. Y las del lector identificado con él por la lectura.

Más, por otra parte, el relojero conoce reflexivamente, críticamente, el mecanismo del reló, pero el novelista, ¿conoce así el organismo de su novela? Si hay tapa en ésta, la hay para el novelista mismo. Los mejores novelistas no saben lo que han puesto en sus novelas. Y si se ponen a hacer un diario de cómo las han escrito es para descubrirse a sí mismos. Los hombres de diarios o autobiografías y confesiones, San Agustín, Rousseau, Amiel, se han pasado la vida buscándose a sí mismos —buscando a Dios en sí mismos—, y sus diarios, autobiografías o confesiones no han sido sino la experiencia de esa rebusca. Y esa experiencia no puede acabar sino con la vida.

¿Con su vida? ¡Ni con ella! Porque su vida íntima, entrañada, novelesca, se continúa en la de sus lectores. Así como empezó antes. Porque nuestra vida íntima, entrañada, novelesca, ¿empezó con cada uno de nosotros? Pero de esto ya he dicho algo y no es cosa de volver a lo dicho. Aunque, ¿por qué no? Es lo propio del hombre del diario, del que se confiesa, el repetirse. Cada día suyo es el mismo día.

Y ¡ojo con caer en el diario! El hombre que da en llevar un diario —como Amiel— se hace el hombre del diario, vive para él. Ya no apunta en su diario lo que a diario piensa, sino que lo piensa para apuntarlo. Y en el fondo, ¿no es lo mismo? Juega uno con eso del libro del hombre y el hombre del libro, pero ¿hay hombres que no sean de libro? Hasta los hay que no saben ni leer ni escribir. Todo hombre, verdaderamente hombre, es hijo de una leyenda, escrita u oral. Y no hay más que leyenda, o sea novela.

Quedamos, pues, en que el novelista que cuenta cómo se hace una novela cuenta cómo se hace un novelista, o sea cómo se hace un hombre. Y muestra sus entrañas humanas, eternas y universales, sin tener que levantar tapa alguna de reló. Esto de levantar tapas de reló se queda para literatos que no son precisamente novelistas.

¡Tapa de reló! Los niños despanzurran a un muñeco, y más si es de mecanismos, para verle las tripas, para ver lo que lleva dentro. Y, en efecto, para darse cuenta de cómo funciona un muñeco, un fantoche, un homunculus mecánico, hay que despanzurrarle, hay que levantar la tapa del reló. Pero ¿un hombre histórico?, ¿un hombre de verdad?, ¿un actor del drama de la vida?, ¿un sujeto de novela? Este lleva las entrañas en la cara. O dicho de otro modo, su entraña —intranea—, lo de dentro, es su extraña —extranea—, lo de fuera; su forma es su fondo. Y he aquí por qué toda expresión de un hombre histórico verdadera es autobiográfica. Y he aquí por qué un hombre histórico verdadero no tiene tapa. Aunque sea un hipócrita. Pues precisamente son los hipócritas los que más llevan las entrañas en la cara. Tienen tapa, pero es de cristal.

Appendix A.1.3 JUEVES 30-6

Acabo de leer que como Federico Lefreve, el de las conversaciones con hombres públicos para publicarlas en Les Nouvelles Littèraires —a mí me sometió a una—, le preguntara a Jorge Clemenceau, el mozo de ochenta y cinco años, si se decidiría a escribir sus Memorias, éste le contestó: «¡Jamás!, la vida está hecha para ser vivida y no para ser contada». Y, sin embargo, Clemenceau, en su larga vida quijotesca de guerrillero de la pluma no ha hecho sino contar su vida.

Contar la vida, ¿no es acaso un modo, y tal vez el más profundo, de vivirla? ¿No vivió Amiel su vida íntima contándola? ¿No es su Diario su vida? ¿Cuándo se acabará de comprender que la acción es contemplativa y la contemplación es activa?

Hay lo hecho y hay lo que se hace. Se llega a lo invisible de Dios por lo que está hecho —per ea quae facta sunt, según la versión latina canónica, no muy ceñida al original griego, de un pasaje de San Pablo (Romanos, I, 20)— pero ése es el camino de la naturaleza, y la naturaleza es muerta. Hay el camino de la historia, y la historia es viva; y el camino de la historia es llegar a lo invisible de Dios, a sus misterios, por lo que se está haciendo, per ea quae fiunt. No por poemas —que es la expresión precisa pauliniana—, sino por poesías; no por entendimiento, sino por intelección o mejor por intención —propiamente intensión—. (¿Por qué ya que tenemos extensión e intensidad, no hemos de tener intensión y extensidad?).

Vivo ahora y aquí mi vida contándola. Y ahora y aquí es de la actualidad, que sustenta y funde a la sucesión del tiempo así como la eternidad la envuelve y junta.

Appendix A.1.4 DOMINGO, 3-7

Leyendo hoy una historia de la mística filosófica de la Edad Media he vuelto a dar con aquella sentencia de San Agustín en sus Confesiones donde dice (lib.10,c.33,n.50) que se ha hecho problema en sí mismo mihi quaestio factus sum —porque creo que es por problema como hay que traducir quaestio—. Y yo me he hecho problema, cuestión, proyecto de mí mismo. ¿Cómo se resuelve esto? Haciendo del proyecto, trayecto del problema, metablema; luchando. Y así, luchando, civilmente, ahondando en mí mismo como problema, cuestión para mí, trascenderé de mí mismo, y hacia dentro, concentrándome para irradiarme, y llegaré al Dios actual, el de la historia.

Hugo de San Víctor, el místico del siglo XII, decía que subir a Dios es entrarse en sí mismo y no sólo entrar en sí, sino pasarse de sí mismo, en lo de más adentro —in intimis etiam seipsum transire— de cierto inefable modo, y que lo más íntimo es lo más cercano, lo supremo y eterno. Y a través de mí mismo, traspasándome, llego al Dios de mi España en esta experiencia del destierro.

Appendix A.1.5 LUNES, 4-7

Ahora que ha venido mi familia y me he establecido con ella, para los meses de verano, en una villa fuera del hotel, he vuelto a ciertos hábitos familiares y entre ellos a entretenerme haciendo, entre los míos, solitarios a la baraja, lo que aquí en Francia, llaman patience.

El solitario que más me gusta es uno que deja un cierto margen al cálculo del jugador, aunque no sea mucho. Se colocan los naipes en ocho filas de cinco en sentido vertical —o sea cinco filas de ocho en sentido horizontal— y se trata de sacar desde abajo los ases y los doses poniendo las 32 cartas que quedan en cuatro filas verticales de mayor a menor y sin que se sigan dos de un mismo palo, o sea, que a una sota de oros, por ejemplo, no debe seguir un siete de oros también, sino de cualquiera de los otros tres palos. El resultado depende en parte de cómo se empiece; hay que saber, pues, aprovechar el azar. Y no es otro el arte de la vida en la historia.

Mientras sigo el juego, ateniéndome a sus reglas, a sus normas, con la más escrupulosa conciencia normativa, con un vivo sentimiento del deber, de la obediencia a la ley que me he creado —el juego bien jugado es la fuente de la conciencia moral—, mientras sigo el juego es como si una música silenciosa brezara mis meditaciones de la historia que voy viviendo y haciendo.

Barajar los naipes es algo, en otro plano, como ver romperse las olas de la mar en la arena de la playa. Y ambas cosas nos hablan de la naturaleza en la historia, del azar en la libertad.

Y no me impaciento si la jugada tarda en resolverse y no hago trampas. Y ello me enseña a esperar que se resuelva la jugada histórica de mi España, a no impacientarme por su solución, a barajar y tener paciencia en este otro juego solitario y de paciencia. Los días vienen y se van como vienen y se van las olas de la mar; los hombres vienen y se van —a las veces se van y luego vienen— como vienen y se van los naipes, y este vaivén es la historia. Allá a lo lejos, sin que yo conscientemente lo oiga, resuena, en la playa, la música de la mar fronteriza. Rompen en ella las olas que han venido lamiendo costa de España.

¡Y qué de cosas me sugieren los cuatro reyes, con sus cuatro sotas, los de espadas, bastos, oros y copas, caudillos de las cuatro filas del orden vencedor! ¡El orden!

¡Paciencia, pues y barajar!

Appendix A.1.6 MARTES, 5-7

Sigo pensando en los solitarios, en la historia. El solitario es el juego del azar. Un buen matemático podría calcular la probabilidad que hay de que salga o no una jugada. Y si se ponen dos sujetos en competencia a resolverlas, lo natural es que en un mismo juego obtengan el mismo tanto por ciento de soluciones. Mas la competencia debe ser a quién resuelve más jugadas en igual tiempo. Y la ventaja del buen jugador de solitarios no que juegue más de prisa sino que abandone más jugadas apenas empezadas y en cuanto prevé que no tiene solución. En el arte supremo de aprovechar el azar, la superioridad del jugador consiste en resolverse a abandonar a tiempo la partida para poder empezar otra. Y lo mismo en política y en la vida.

Appendix A.1.7 MIERCOLES, 6-7

¿Es que voy a caer en aquello de nulla dies sine linea, ni un día sin escribir algo para los demás —ante todo para sí mismo— y para siempre? Para siempre de sí mismo, se entiende. Esto es caer en el hombre del diario. ¿Caer? ¿Y qué es caer? Lo sabrán esos que hablan de decadencia. Y de ocaso. Porque ocaso, ocasus, de occidere, morir, es un derivado de cadere, caer. Caer es morirse.

Lo que me recuerda aquellos dos inmortales héroes —¡héroes, sí!— del ocaso de Flaubert, modelo de novelistas —¡qué novela su «Correspondencia»!— los que le hicieron cuando decaía para siempre. Que fueron Bouvard y Pecuchet. Y Bouvard y Pecuchet, después de recorrer todos los rincones del espíritu universal acabaron en escribientes. ¿No sería lo mejor que acabase la novela de mi Jugo de la Raza haciéndole que, abandonada la lectura del libro fatídico, se dedique a hacer solitarios y haciendo solitarios esperar que se le acabe el libro de la vida? De la vida y de la vía, de la historia que es camino.

Vía y patria, que decían los místicos escolásticos, o sea: la historia y la visión beatífica. Pero, ¿son cosas distintas? ¿No es ya patria el camino? Y la patria, la celestial y eterna se entiende, la que no es de este mundo, el reino de Dios cuyo advenimiento pedimos a diario —los que pedimos—, esa patria ¿no seguirá siendo camino?

Mas, en fin, ¡hágase su voluntad así en la tierra como en el cielo!, o como cantó Dante, el gran proscrito:

In la sua volontade é nostra pace

(Paradiso, III, 91)

¡Epur si mouve! ¡Ay, que no hay paz sin guerra!

Appendix A.1.8 JUEVES, 7-7

El camino, sí, la vía, que es la vida y pasársela haciendo solitarios —tal la novela—. Pero los solitarios son solitarios, para uno mismo solo; no participan de ellos los demás. Y la patria que hay tras de ese camino de solitarios, una patria de soledad —de soledad y vacío—. Cómo se hace una novela, ¡bien!, pero ¿para qué se hace? Y el para qué es el porqué. ¿Por qué, o sea, para qué se hace una novela? Para hacerse el novelista. ¿Y para qué se hace el novelista? Para hacer al lector, para hacerse uno con el lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el lector de la novela se salvan ambos de su soledad radical. En cuanto se hacen uno se actualizan y actualizándose se eternizan.

Los místicos medievales, San Buenaventura, el franciscano, lo acentuó más que otro, distinguen entre lux, luz y lumen, lumbre. La luz queda en sí, la lumbre es la que se comunica. Y un hombre puede lucir —y lucirse—, alumbrar —y alumbrarse—.

Un espíritu luce, pero ¿cómo sabremos que luce si no nos alumbra? Y hay hombres que se lucen, como solemos decir. Y los que se lucen es con propia complacencia; se muestran para lucirse. ¿Se conoce a sí mismo el que se luce? Pocas veces. Pues como no se cuida de alumbrar a los demás, no se alumbra a sí mismo. Pero el que no sólo luce, sino que al lucir alumbra a los otros, se luce alumbrándose a sí mismo. Que nadie se conoce mejor a sí mismo que el que se cuida de conocer a los otros. Y puesto que conocer es amar, acaso convendría variar el divino precepto y decir: ámate a ti mismo como amas a tu prójimo.

¿De qué te serviría ganar el mundo si perdieras tu alma? Bien, pero y ¿de qué te servirá ganar tu alma si perdieras el mundo? Pongamos en vez de mundo la comunión humana, la comunidad humana, o sea la comunidad común.

Y he aquí cómo la religión y la política se hacen una en la novela de la vida actual. El reino de Dios —o como quería San Agustín, la ciudad de Dios— es, en cuanto ciudad, política, y en cuanto de Dios, religión.

Y yo estoy aquí, en el destierro, a la puerta de España y como su ujier, no para lucir y lucirme, sino para alumbrar y alumbrarme, para hacer nuestra novela, historia, la de nuestra España. Y al decir que estoy para alumbrarme, con este «me» no quiero referirme, lector mío, a mi yo solamente, sino a tu yo, a nuestros yos. Que no es lo mismo nosotros que yos.

Hendaya (julio) de 1927
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José Calvo Tello

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La tía Tula. La tía Tula. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2E60-3