El monstruo
—Les monstres!… les monstres!… D’abord, il n’y a pas de monstres!… Ce que tu apelles des monstres ce sont les formes supérieres ou en dehors, simplement, de ta conception… Est-ce que les dieux ne sont pas des monstres?
OCTAVE Mirbeau.
Simón.
Elle a été THélléne des Troyens dont le poéte Stésiachore a maudit la mémoire. Elle a été Lucréce, la belle dame violée par les rois. Elle a été la Dalilah qui coupait les cheveux de Samson, elle a été cette filie des Juifs que s’écartait du camp pour se livrer aux boues et que les douze tribus ont lapidée. Elle a aimé la fornication, la mensonge, Tidolatrie et la sottise. Elle s’est dégradée, avilie dans toutes les miséres, prostituée a toutes les peuples, elle a chanté á touts les carrefours, elle a baisé touts les visages.
Gustave Flaubert.(La Tentation de Saint Antoine.)
La Famme Crepue.
Je suis l’Inmondicité, la déesse des caprices obscénes et des accouplements bestialitaires.
J’ai vu, dans les villes des fammes pales qui languissaient pour autres fammes, desenfants tout en pleurs parmi les caresse des viellards et des jeunes hommes qui marchaient comme des filies et qui souriaient aucoin des rúes. Cequ’il me faut, c’est la porte bien cióse, pour accomplir les lubricités. J’aime la bouffissure des tissus, les exagerations d’organes, les hermaphrodismes monstrueaux, la suer aigre, les dégóuts irritants.
Au delá des voluptés git la volupcé!… II est large le cercle des joies inconnues! Comme l’esprit la chair est infinie, et, dépuis qu’ils la creusent les fils d’Eve n’en ont pas trouvé le Fond!
Gustave Flaubert.(La Tentation de Saint Antoine.)
PRIMERA PARTE: EL LIBRO DE LA LUJURIA
I: EL CABALLERO DE LA ROSA AL PECHO
Tes yeux sont quémandeurs; dans un luche desir,
ils lisent ardenment une page vicíense;
tes paupiéres lisées out des rides neiveuses
un bleu violet poche leurs cernes de plaisirs.
(JANSAR: Les Luxures.)
Llenas de un encanto obsceno y pueril, las estampas iban desfilando como un museo de monstruosidades para uso de un niño enfermo de literatura. Sobre el fondo marfil del chinesco papel de arroz sucedíanse, con la nimia policroma que ponen en sus obras los hijos del Cielo, las figuras atrabiliarias de una ironía ambigua, balbuciente, muy cándida o muy perversa. En ellas no existía la gama de colores, sino que, en contraste bárbaro, saltábase del rojo bengala al verde esmeralda, y del amarillo siena al azul cobalto, formando un mosaico salvaje que daba la impresión de que, en vez de hecho con sedas de colores, había sido labrado con piedras preciosas.
Eran mandarines gordos y barrigudos como ídolos, que sonreían con la sonrisa estúpida de sus ojos inexpresivos, sentados en altos tronos de bambús y lacas, historiadas éstas de absurdos monstruos lampantes; y junto a ellos, frágiles y efímeras, con una gracia inquietante de flores de invernadero, erguíanse en la suntuosidad asiática de sus vestiduras, salpicadas de lotos y crisantemos y cruzadas de fantásticas cigüeñas, las musmés. Las había que se alzaban esbeltas como aroideas rojas en la pompa grana de los kimonos bordados de amarillo; las había como grandes liliums, envueltas en blancas vestiduras rieladas de plata e ilustradas de marfil; otras, en la pomposa pompa de las vagas telas enroscadas en torno de los pies inverosímiles, eran como grandes rosas que descendían por una gama infinita de matices, desde el rojo púrpura al amarillo pálido; otras, en fin, tendidas en una postura arbitraria, tenían, con las enormes mangas de sus vestidos, coloreados en tonos malva, metalizados de no sé qué inhallables reflejos, la gracia malsana de contrahechas orquídeas cogidas en el jardín de una reina de Oriente, envenenada de arte y de lujuria. Pero todas aquellas figuras, al parecer banales, adquirían, contempladas atentamente, una lubricidad sabia, quintaesenciada, una lubricidad casi dolorosa de ensueño de opio. Todo el atroz misterio del Oriente, todo el secreto lascivo, cruel y sanguinario que arrastrara a la reina de Saba hacia Salomón al través del desierto, que hizo tronar la maldición de Yoconan sobre la cabeza de Herodías, y llovió fuego sobre Sodoma, Gomorra, Segor, Adama y Scheboim; toda la lujuria hecha de ritos crueles y lubricidades monstruosas, la que vivió en los misteriosos templos de 1os bosques sagrados y se ha refugiado en las casetas de bambú del Asia y en los miserables prostíbulos de las urbes comerciales del Mediterráneo, retoñaba en aquellas páginas Y había cuerpos rígidos y articulados, como los de las marionetas, que se retorcían en atroces espasmos de agonía, y manos frágiles como viejas porcelanas, que eran garras de muerte, y bocas leves y ambiguas, que tenían voracidades vampirescas; y miembros desmesurados, informes; y ademanes inverosímiles, y contorsiones de posesión demoníaca, y gestos retorcidos e inarmónicos de aquelarre.
Golosamente, con el ansia curiosa de un chiquillo que acaba de descubrir un libro prohibido en el armario de su hermano mayor, Marcelo contemplaba las estampas. Al fin, detúvose en una más complicada y perversa que las otras y abismóse en su estudio. Era… En realidad, en el primer momento no se veía sino un cortejo aladinesco que conducía una princesa hacia un alcázar quimérico. Pero fijando la atención persistentemente, destacábase como un sutil incienso de lujuria, que iba envolviendo todas las figuras. Desde la princesa, que parecía agonizar en la apenas esquivada caricia de un mono atrozmente obsceno, hasta las columnas fálicas que sostenían el palacio, y las cigüeñas de forma y coloración equívoca que volaban sobre el fondo pálido del cielo, había en todo el cuadro una perversidad impalpable, saturadora, que daba la sensación inquietante de lúbrica pesadilla.
Como una bestezuela perezosa y lasciva, el chiquillo se estiró voluptuosamente sobre el diván de damasco azul, con elegancia salvaje de joven tigre prisionero. Después, uno de sus pies, calzados tan sólo del blanco calcetín de seda, rechazó, en un gesto de impaciencia que no intentó ocultar, a la ama dora que, apasionada enardecida, esquivaba una caricia, y tornó a estirarse con la misma equívoca gracia de felino. Sobre el gran diván que ocupaba uno de los ángulos del camarote, ondulaba, con una gracia de discóbolo griego, el cuerpo adolescente bajo el pyjama blanco rayado de amarillo. Y rematando la figura, sostenida por el cuello nervudo que emergía de la abierta camisa de seda blanca, de ancho escote, una cabeza que nada tenía de griega, una cabeza de bambino o de angelote muy Murillo, una cabeza de rasgos un poco confusos, de facciones en que las redondeces pueriles robaban energía a los trazos fisonómicos; un rostro casi imberbe, de blancura de nieve y tonos rosados de virgen; unos labios muy rojos, un poco gruesos, y unos ojos azules muy grandes, que se fruncían para mirar. Y todo ello cobijado por la exuberante frondosidad de la cabellera, de un rubio de mies.
Sentada en la pila de almohadones donde, resbalando del sofá, había ido a caer, envuelta en un a modo de ropón indio de crespón rojo, rayado de flores de oro, que la dejaba adivinar desnuda bajo sus pliegues en una carnosidad elástica, maciza y dura, muy excitante, los codos apoyados en el borde del diván, Helena le contemplaba envolviéndole en la llama de sus pupilas, guardadoras de no sé qué malsano maleficio. Tenía la hembra aquella una belleza extraña, una belleza de aventurera, de esas bellezas que en la feria del mundo nos inquietan un momento y dejan en nosotros un recuerdo confuso, ardiente y misterioso como una nostalgia inexplicada, algo que tiene de la evocación de un crepúsculo agosteño en la bahía de Nápoles o un amanecer de verano en el desierto.
Al fin, el chiquillo cansóse de su estudio, y dejando caer el libro, entre turbado, divertido y asqueado, murmuró:
—¡Qué porquería!
Apasionada, tierna y procaz a un tiempo, la mujer esquivó una caricia:
—¡Canallita! ¡Nene!
La rechazó aún más bruscamente que la primera vez, y con amargura real murmuró:
—¡Déjame! ¡Déjame! ¡Estoy harto de porquerías! —Y ocultó la cabeza entre los brazos cruzados.
Helena permaneció inmóvil contemplándolo inquieta, llena de un anhelo casi doloroso.
El camarote olía a ámbar, a incienso y a cigarrillos turcos. En la semipenumbra, el zócalo de palo de rosa con dorados adornos de talla, hacía resaltar aún más el brillante azul del damasco que cubría los muros, sirviendo de fondo a algunos aguasfuertes equívocas, y a dos o tres acuarelas malsanas de artistas desconocidos, que vivieron una hora de locura para caer luego en la muerte o el anónimo. —«Las tres Ciudades del Pecado» (Lesbos, Sodoma, París). «Los Efebos de Lorraine»; «Los Borgias».— Y en contraste con ellos, un retrato prodigioso del muchacho, pero no tal y como era, sino un Mar celo estilizado, un Marcelo vestido como un Príncipe de Van Dyck, denegro terciopelo y con una flor de púrpura destacándose sobre el sombrío jubón, un Marcelo convertido en el «Caballero de la Rosa al pecho». Algunos muebles —pocos— antiguos. Cómodas de Boule y lacas japonesas, y almohadones, muchos almohadones, de viejos brocados de iglesia, de estofas venecianas, de bordados chinos, de raros tejidos indios, de orientales muselinas recamadas de oro, plata y perlas, de estofas españolas del siglo xvi, completaban el decorado. Por las ventanas del camarote veíase un trozo de mar azul, que relucía cegador como inmenso zafiro.
Espantoso bochorno gravitaba sobre todas las cosas, envolviéndolas en una modorra de muerte; sólo sentíase el zumbido de un insecto que, en su loca ansia de libertad, azotaba los cristales buscando una salida. Era el tal un sonido monorrítmico que daba atroz sensación de monotonía, de acabamiento, de eternidad uniforme y gris; la sensación imposible de esos anocheceres de tormenta en que un firmamento de plomo —pardo y cobre— parece pronto a ahogarnos; un sonido que llegaba a aturdir más que el tronar de los cañones o el estruendo de una orquesta que tocara marchas sin fin.
Por tercera vez la faunesa inició una caricia. Ahora sus dedos hundiéronse, buscaron el sexo del adolescente. Más brusco aún, la rechazó.
—¡Déjame en paz! ¡Hace calor!
—¡Ya no me quieres! —suspiró ella. Luego, por poner fin al silencio que la inquietaba atirantando sus nervios, murmuró una interrogación:
—¿Te gusta el libro, di?
Como si le hubiesen pinchado, Marcelo se incorporó bruscamente, y, sentándose, habló agresivo, en absurdo intento de repeler no sé qué misteriosos ataques.
—¡No me gusta!, ¡no!, ¡no! ¡y no! ¡Son porquerías y estoy harto de vuestras porquerías! —Y apoyando los codos en las rodillas y el rostro en las palmas de las manos, permaneció inmóvil, sumido en recóndita desesperación.
Recogida sobre sí misma, en el impudor de aquel frondoso desnudo que se adivinaba entre los pliegues del moldeante atavío, Helena le contemplaba con arrobo. No era el suyo el tierno arrobo de los enamorados: era un arrobo acechador, arrobo de animal, de felino que se dispone a saltar sobre su presa, uno de esos arrobos que acaban en una pseudo-violacion que macera los cuerpos, en un beso bárbaro que muerde los labios hasta arrancarles sangre. Sus ojos grises, casi verdes, punteados de oro y púrpura, como los de las panteras, le contemplaban fascinadores, acechando en la sombra de la cabellera roja, que ceñía la cabeza clásica como un casco de cobre y oro labrado en diabólica fragua. Súbitamente volvió a hablar como si no le hubiese oído:
—Son bonitos los dibujos, ¿verdad?… Los de la Edad Media son bellos, pero demasiado torturados por inquietudes místicas; los del siglo xviii son libertinos, sencillamente indecentes, con una picardía que carece de complicaciones; y en cuanto a los modernos, participan de los dos defectos y se inclinan excesivamente o a un lado o al otro. En cambio, los japoneses y los chinos tienen una obscenidad sabia, la obscenidad cínica y magnífica de las viejas civilizaciones. Quisiera…, quisiera rehacer la ruta de la Lujuria en el mundo antiguo; vivir las horas atroces y suntuosas de las emperatrices legendarias, de las heroínas bíblicas. —Su voz era una voz blanca, sin matices ni tonalidades, una voz extraña de sonámbula, como si al hablar hiciese una interior evocación. Prosiguió—: Porque en Oriente, y pese a esta civilización estúpida, que ha hecho de nosotros unos pobres animales afectados y convencionales, que a falta de energías para domeñar sus impulsos han aprendido a contrahacerlos con una hipocresía malvada, bajo la que se esconden las peores aberraciones, porque en Oriente —repitió— viven todas las lujurias, todos los pecados magníficos y abominables que anatemizan las religiones. En las casas de bambú, sobre cuyos techos se posan las cigüeñas, a orillas de riachuelos de color de rosa, habitan unas mujercitas, quebradizas como figuras de porcelana, que en su candor de colegiala tienen la ciencia de la voluptuosidad. Y no es sólo en el imperio de los Hijos del Sol ni en el de los descendientes del Cielo… Hay montañas sagradas donde se adoran divinidades abominables, que no tienen más gloria que la de su generación monstruosa y deforme; y hay ciudades a orillas del Bósforo donde viven todos los pecados del Pentápolis, y albergues donde la voluptuosidad es sangre y cieno y sacrilegio. —La voz de la poseída se iba caldeando como un hierro sometido a las altas temperaturas de los hornos de fundición; se hacía más vibrante, más intensa, enrojecía, crepitaba.
Marcelo, con un gesto de desesperación, se cubrió los oídos.
—¡Calla!, ¡calla! ¡No quiero saber nada! ¡Déjame dormir!
Pero ella se hizo ondulante, acariciadora.
—¡Bebé! ¡Bebé! No seas tonto y no te descompongas así, que a las ocho nos esperan la Stokmman y Gino Monti.
Bebé se alzó, al parecer, en paroxismo de indignación.
—¡Yo no voy, ya lo sabes, no voy! ¡No quiero más excursiones como la de Venecia con esa gentuza!
Puesto en pie, la miraba frente a frente, desafiador. Ella, a su vez, se había erguido rígida, con un no sé qué de víbora que se apresta a acometer. La voluptuosa morbidez de su cuerpo había desaparecido, y tenía una enérgica escultura de estatua clásica. Y supremo, el rostro, como una mascarilla casta y resuelta de Minerva, una carátula de alabastro, de rara perfección, en que los ojos eran un vago reflejo de mar y los cabellos el broncíneo casco de la Hija de Júpiter. Y en aquel rostro los labios, muy finos, muy pálidos, tenían un rictus equívoco de lascivias crueles, algo inquietante y malsano, que daba la sensación de no sé qué protervos ritos de un culto satánico.
No era la primera vez que surgía aquella cuestión entre ellos. Desde la noche en que en una mesa del Palais de Glace de Bruselas, la mujer, obscena y fatal como una ramera de las Escrituras, le convenciera de que debía abandonarlo todo —patria, familia y nombre—, desertar del ejército y huir con ella para vivir la vida de los elegidos, para quienes el mundo es a modo de jardín de las Hespérides, aquel tema había sido el perenne tema de batalla.
Marcelo Edembroke no había nacido para la vida a que la frivolidad, ayudada por el azar, lo arrastrara. Era uno de esos chiquillos locos a quienes el tráfago de las grandes urbes permite vivir horas de placer en un mundo ambiguo, en que gentes salidas de ignorados lugares mézclanse con grandes nombres y grandes fortunas, y donde la juventud, la belleza o el ingenio abren innumerables puertas. Su existencia así, había sido lo que son todas esas existencias: un contraste amargo y cruel de las fastuosidades de la apariencia externa con la miseria ruin del vivir cuotidiano. Y, como sucede siempre, aquel contraste hizo germinar en el niño incompletos deseos que poco a poco se convirtieron en un ansia loca de gozar de verdad; de viajes fastuosos; de invernadas en la Corniche y el Cairo; de otoños en París; de autos, de casinos, de juego y de mujeres.
Cuando las cosas estaban maduras, surgió ella, y con el prestigio de su arte admirable, con su belleza quimérica, única, y con la leyenda fabulosa de sus millones, se le presentó como la encarnación de cuanto había ambicionado en el mundo. Así que cuando llegó la hora suprema de jugarse la vida a cara o cruz, se la jugó sin vacilar, y puesto en la disyuntiva de perderla, o desertar, rompiendo con su existencia pasada, optó por esto último, y en un momento de locura la siguió a París. Los primeros días fueron la realización de un sueño maravilloso; como por arte de encantamiento tuvo cuanto deseara en sus horas de locas ansiedades, y, convertido por magia de amor y arte de alquimia en hombre de mundo y en elegante dandy, comenzó a gozar. Y fueron días fáciles de Niza y Saint Moritz, de Dauville y Badén, horas de arte en Munich y Venecia y de pasajeros amoríos en Nápoles y Roma. Pero pronto surgió el desengaño en mil formas distintas. La primera que revistió fué el amor. Hasta entonces el amor, para su idiosincrasia, había sido de dos clases: una, los fáciles amores de la galantería y los juguetones amorcillos con modistillas y grisetas, en que todo era risa y broma y camaradería afectuosa; otra, el amor, el verdadero, el único, el que une a una mujer para toda la vida y hace de ella la madre de los hijos y el consuelo en las penas y el apoyo en los momentos de desfallecimiento… Y hete aquí que para aquellas gentes el amor era otra cosa: el amor era el pecado, algo horrendo y monstruoso, algo que torturaba el espíritu y la carne, una cosa contrahecha e inquietante. A noches de voluptuosidades feroces, en que quedaba el cerebro huero y el cuerpo aniquilado, sucedían días de una modorra gris y opresora, días en que un fatalismo anonadante, una melancolía sombría y lúgubre, hacían pensar en la locura y el suicidio. Luego, aquellas gentes, más que amarse, parecían aborrecerse; eran como fieras que se repelen y que, sin embargo, un instinto feroz arrastra a un coito espantoso, en que uñas y dientes se desgarran; como condenados de una dantesca mansión a quienes satánico poder une contra su deseo en rechinar de dientes y crujir de huesos. El segundo desengaño fué la alegría. Todo aquel falso júbilo, ruidoso y sensacional, que le tentara en los nocturnos restaurants de Bruselas y París, aquel contento ruidoso que hacía a los profanos envidiar la vida de los elegidos, era una máscara con que se disfrazaba un incurable espleen; eran tan sólo unas horas de diversión nerviosa, más teatral que real, un falso júbilo exaltado de champagne, de éter, cocaína y morfina; una alegría convencional y contrahecha que traía su cortejo de horas lúgubres, desesperadas, inacabables. Otro desengaño aún, fué la gloria; era la gloria, sí, pero una gloria impersonal que se alejaba, separada por un abismo infranqueable, de las personalidades reales; era una gloria pública que contrastaba extrañamente con el vilipendio de sus vidas íntimas, aún más miserables, infames y tristes en el contraste; una gloria inmarcesible ante la que las gentes se inclinaban como ante una abstracción, guardando el peso inmenso de sus desdenes y de su asco para la vida real. Desengaño también, y formidable, fué el bienestar, la abundancia de riquezas, la tranquilidad monetaria… Aquellas gentes nunca estaban sobradas de nada, siempre andaban en embrollos usurarios, en apuros absurdos, en locas negociaciones de compras y ventas desatentadas, sin pies ni cabeza, en líos sospechosos y dudosos negocios. Sus vidas eran simas sin fondo, donde el dinero desaparecía tragado por misteriosos gastos, de que sólo la noche y el pecado eran cómplices. Pero el principal desengaño, el grande, el que comprendía en sí todos los demás, era Helena. Toda aquella tierna dulzura, casi maternal, todo aquel cariño tibio y envolvente como un ouate, toda aquella delicadeza empleada en el ser amado como en un objeto precioso, habíase convertido en una pasión ardiente, cruel y exasperada, una pasión llena de sensuales perversidades y morbosidades morales. Porque Helena Fiorenzio, la Minerva clásica, la belleza única, excelsa como una diosa de Fidias, la artista maravillosa, creadora de una estética nueva, la que hizo temblar de horror y de emoción a tantas almas, era un monstruo.
Helena Fiorenzio, la admirable, la sola, cuando después del relámpago de su vida escénica caía en el misterio de la existencia íntima, convertíase en una bestia lasciva y triste, obsesionada por la lujuria, la sangre y la inmundicia. ¡Helena Fiorenzio! Ella misma ignoraba su vida. Como una de esas misteriosas fuerzas de la Naturaleza que súbitamente explotan, vibran, destruyen y crean; como una de esas montañas volcánicas, un día cubiertas de tropical vegetación, que súbitamente se rasgan para vomitar un torrente de fuego destructor y luego quedar yermas, áridas y baldías; era inmensa, absurda, maravillosa y horrenda.
De la primera parte de su vida no conservaba sino un recuerdo confuso, como el que guardamos de una pesadilla. Días de hambre y noches de frío; malos tratos, brutalidades y promiscuidades inmundas; barrios miserables y viviendas asquerosas; antros patibularios, tabernas zolescas, calles lúgubres y temerosas; acechos policíacos, huidas en las tinieblas, acosos terribles en que los hombres perseguidos se defendían como fieras, y escenas interminables de barbarie, de grosería y de concupiscencia. Dos imágenes perduraban más claras: una mujerona borracha y viciosa como una mona —¿su madre?— que salía a prostituirse a todos los viandantes, y un hombre soez, canalla y bestial— ¿su padre?— que les vapuleaba ferozmente. Y, cosa extraña: en aquella existencia atroz experimentaba un recóndito e inexplicable goce. Desde el rincón del chamizo donde, sobre un montón de paja, entre guiñapos, tiritaba de frío y se retorcía de hambre, contemplaba con malsana curiosidad los bárbaros ayuntamientos de las dos bestias, ayuntamientos en que los golpes alternaban con las rudimentarias caricias de animales en celo. Y creció, creció con esa belleza absurda que de vez en cuando brota del vicio y la miseria, como brotan flores admirables de la podredumbre de un cementerio. Y un día pasó un hombre, uno cualquiera, un chulo, un tahúr, y fué suya indiferente, fatal, convencida de que las mujeres, como las rosas, están para eso, para que las coja el primero que pase. Aquella unión duró poco, y no fué sino una reproducción de lo que viera en su primer albergue. Llegó el momento en que el hombre se hartó de ella, o necesitó dinero, y como una esclava de Oriente la vendió. Abúlica o fatalista, incapaz de una palabra de protesta o de un gesto de rebelión, le dejó hacer. Rodó por prostíbulos de baja estofa, conoció las brutalidades de los machos exasperados por el vino y la lujuria, vivió en todas las miserias, todas las porquerías y todas las inmundicias, conoció los amores malditos que anatematizaron los profetas, y vió correr los días entre hedores y perfumes baratos, entre golpes y caricias, y, como un cerdo de Epicúreo, halló un misterioso placer en revolcarse en la inmundicia. Inconscientemente, en su alma había un venenoso deleite por todo lo bajo, obsceno, hediondo y miserable; una delección morbosa hacíala temblar y palidecer hasta una agonía llena de espasmos de brutalidad ante las escenas de burdel, y su cuerpo divino, de traslucido alabastro, se arqueaba y vibraba al contacto de las manos brutales en que golpe y caricia amalgamábanse.
Al igual que un día un hombre la vendiera, otro día otro hombre la compró. Helena, indiferente, entregada siempre a su fatalismo desdeñoso, se dejó llevar. Era joven, artista y millonario, y la adoró desde el primer momento. Fué su obra, una obra maravillosa, que era aún más bella porque era efímera y podía desaparecer de un momento a otro. Debía ser actriz, una actriz clásica, de estatuarios ademanes, una actriz que guardase el ritmo sorprendente de mundo antiguo. Y fué actriz; su arte era una cosa admirable, pero fría, hierática, sin vida; era como un mármol animado, yerto, glacial… Para Helena aquel amor fué el río Alfeo que limpió el estercolero de su vida, y fué casta y altiva y supo morir con Lucrecia y Efiginia, Casandra y Antígona. Pero un día… el velo del templo se rasgó y otra vez el misterio de los ritos protervos atrájole como una sima sin fondo, donde dormía la diosa Astartea. Fué una noche cuando al concluir la función alguien propuso aquella correría por los suburbios donde vive la vida canalla y equívoca de las urbes populosas. Helena, al principio, negóse a ir. Un secreto instinto ponía en sus nervios la pavura de no sé qué misterioso peligro. Al fin cedió ante las insistentes súplicas de todos, y se dejó llevar. Empezaron la excursión corriendo tabernas y cabarets en busca del pintoresco más o menos contrahecho que se brinda a los extraños enamorados de lo imprevisto. La actriz, en un principio, parecía lejana, extraña a cuanto sucedía en derredor a ella, refugiada en el arte, como en una fortaleza inexpugnable, a las tentaciones, hablaba con un pintor adolescente de sus planes, de las creaciones que proyectaba, de escenografía y trajes… De pronto lo falso tornóse en real; una explosión de celos, un chulo que vapulea a una mujer, un rival que tira de cuchillo, un hombre moribundo, sangre, confusión, gritos lamentos, una mano audaz y brutal que inicia una caricia, y como por ensalmo de brujería la fortaleza se derrumbó y Helena fué cautiva nuevamente del demonio de las fornicaciones. Como una sonámbula, sin hacer caso ni de la desesperación de su amante ni del asombro de los unos, ni del aplauso irónico de los otros, que decían aquello muy chic, siguió a aquel hombre, desvergonzada y cínica como una meretriz.
Al día siguiente su amante se pegaba un tiro, dejándola por heredera de sus millones. Desde aquel momento su arte se animó con un soplo de fuego, y la estatua de mármol fué estatua de llama. La vida que faltaba en su obra surgió como por ensalmo; una ola de pasión, de vehemencia, de vesania, agitóla locamente. Y fué la Sulamita bella como Jerusalem, terrible y majestuosa como un ejército en orden de batalla; y fué Salomé, peor que las perras y que las rameras que salen a los caminos; y fué Aspasia y Mesalina y Lucrecia Borgia y la Brinvillers. Y, como la Sulamita, brindó al amado ese amor más sabroso que el más sabroso vino, y. como la hija de Herodías, danzó ante la cabeza del Bautista, y como la Reina de Bizancio se ofreció a su hijo; como las emperatrices remotas, fué cruel y atrabiliaria, y sanguinaria y lúbrica, y desfalleció ante la sangre y salió en las tinieblas de la noche a prostituirse a los mercenarios. Y monstruosa y divina, proterva y admirable, hizo palpitar el alma de las multitudes, y todos se inclinaron vencidos a su arte maravilloso.
Mientras, paralela a aquella vida de pública gloria, vivía otra vida miserable de abyecciones inmundas. Dejada a sí misma, arrastrada por todos los malos instintos, sintiendo la necesidad de enfangarse, de envilecerse, de mancharlo todo y profanarlo todo, arrancada a la ficción escénica, su existencia fué una pesadilla espantosa en que sólo el instinto tuvo realidad. Su vida, que hasta entonces había conservado una armonía extraña, se desbordaba en impetuosidades de catarata cuando conoció a Marcelo. Desde el primer momento sintió por él una misteriosa atracción, una ternura nueva, algo maternal, extraño e imprevisto, y al mismo tiempo la morbosa delección de enlodarlo todo, de pervertirlo todo, se adueñó de ella imperiosa, irresistible. Adivinó en el chiquillo, pese a su ostentada canallería, un candor muy pueril, muy blanco, y sin quererlo luchó por hacerle malo, por contagiarle de aquel veneno glacial y ardiente que corría en sus venas.
Por uno de esos raros fenómenos que se dan algunas veces, el contagio no se hizo. La misma crudeza de las cosas, chocando contra un fondo de aburguesa honradez, que formaba un sedimento en el carácter del muchacho, hízole reaccionar, y cuando ya era tarde, vió el abismo sin fondo en que había ido a caer. Cobarde para las resoluciones heroicas, incapaz de renunciar sin más ni más a la vida de fasto y comodidades, resignóse a todas las abyecciones, todas las cobardías y todos los renunciamientos. Sólo de tarde en tarde sentía un súbito impulso de rebeldía, y entonces, más que sacudir el yugo, parecía revolverse airado contra él. Justamente aquella tarde el calor, la pesadez de la hembra y la rijosa excitación que los álbums japoneses habían despertado en él, produjeron una de las pasajeras rebeldías. Así la cuestión iba en crescendo. Exasperado Marcelo, la flagelaba con atroces injurias.
—¡No quiero nada con ellos, ya lo oyes, no quiero nada con toda esa pandilla, donde el que no es un canalla es un sinvergüenza, y el que no, es un idiota!
Helena también se había puesto en pie, y sus ojos llameaban de ira:
—¡Te prohibo, oyes, te prohibo que hables así de mis amigos, que son más, infinitamente más que tú!
—¡Tus amigos! —rió él con cruel sarcasmo— ¡tus amigos!… ¡Un atajo de tías y de chulos! ¡Una gentuza sin ley ni fuero, que no quieren a nadie ni creen en nada!… ¡Tus amigos!… ¡Pero si ni tú misma sabes quiénes son, ni a dónde van, ni de dónde vienen!… ¡Tus amigos!… ¡Una gente que si los necesitases para comer no serían capaces de darte un pedazo de pan! No, esos no son amigos; eso es gente que acorralada, desdeñada por los demás, aislada como apestados por las personas honradas, se reúnen para divertirse, para huir de sí mismos, para darse una ilusión de sociedad. Tú y tus amigos sois peores que los miserables que imploran una caridad a la puerta de las iglesias… Ellos también son amigos, y cuando pasa alguien y les arroja unas monedas, se pegan, riñen, se desgarran…
Ante las feroces injurias, Helena se alzó vengadora; ahogándose de rabia apostrofó a su vez:
—¿Y tú qué eres, di, qué eres? ¡Un chulo, un maquereau, una porquería, un indecente a quien ningún caballero daría la mano por miedo a mancharse! Pero, ¿qué eras tu, miserable, cuando yo te saqué de la nada? ¡Sin mí, sin mi dinero, que ahora aparentas desdeñar tanto; sin mis amigos, que injurias como un canalla que eres, ahora te pudrirías en un cuartel o rabiarías de hambre por Bruselas! ¡Pero si cuando yo te conocí, cuando hice la tontería de recogerte por lástima, oyes, por lástima, ni aun sabías comer, ni hablar, ni presentarte ante la gente; si todo lo que eres y lo que has aprendido me lo debes a mí!
No se dió por vencido.
—¡Pues se ha acabado, oyes, se ha acabado! No quiero saber más, ni aprender más.
Rió ella sarcástica.
—¡Ja! ¡Ja! ¿Y qué vas a hacer, desdichado?
—¡Trabajaré!
Tornó ella a reir, aún más insultante.
—¡Ja! ¡Ja! ¿Y en qué, se puede saber en qué?
Por toda respuesta repitió:
—¡Trabajaré!
Sentíase casi vencido, y sus ojos de niño, llenos de angustia y de cobardía, iban a buscar un apoyo, una fuerza que a ellos les faltaba, en los ojos de Edhit, que, a su vez, se alzaban de tiempo en tiempo del libro donde permanecían fijos, vencidos, ausentes.
¡Edhit! En la suntuosidad ambigua del camarote, en contraste con las figuras casi artificiales de los dos interlocutores, era como nota opaca que pasaba desapercibida. Y, sin embargo, tratábase de una de esas criaturas, que cuando paramos la atención en ellas, cautivan, interesan, apasionan como una misteriosa interrogación espiritual. Instalada en una butaquita, vestida de negro con suma modestia, doblada en una postura que robaba nobleza a la figura, era al parecer insignificante. Pero fijándose en ella, los mismos detalles que en un principio semejaban feos, iban fundiéndose en misteriosa armonía, que le daba un extraño encanto. Pálida, las facciones irregulares, la frente abombada en una fuga de cabellos castaños que, peinados con absoluta sencillez, hacían de la suya una cabeza japonesa; tenía unos ojos bellísimos, ojos de luz. En el primer momento, semicerrados, vagamente oblicuos y con negrísimas y largas pestañas, contribuían al aspecto nipón de la airosa cabeza; pero cuando se abrían había en ellos una tal claridad, una serenidad tan grande, que involuntariamente daban la sensación de rara seguridad, de firmeza, de profunda y misteriosa fe en sí mismo. También las manos eran japonesas, unas manos admirables, de traslucido marfil, largas, afiladas y armoniosas como aquellas con que dotara Otzuni a la diosa Kawanon. Era huérfana; pobre y abandonada, vegetaba dando lecciones cuando el azar hízola encontrarse con la Fiorenzio, que buscaba una lectora que adormeciera sus horas de opio y éter con la canturria de sus autores favoritos. Un sueldo superior a cuanto podía esperar decidió a la muchacha a seguir a la aventurera a través de sus peregrinaciones por el mundo. Pronto el morboso prurito de profanarlo todo que poseía Helena, llevóla a querer incorporar su nueva sierva al pseudocortejo de su corte de decadencia; pero todos sus esfuerzos fueron vanos y se estrellaron contra la dignidad y la serenidad de la mujer guardadora de recóndito caudal de energías, que hacíala revestirse de una inercia respetuosa, pero inquebrantable, más resistente que todas las protestas y negativas. Para vengarse, la poseída, hacíala leer todo género de abominaciones, y pasaba las horas tratando de sorprender un gesto de sobresalto o de inquietud en el rostro de la mercenaria. Pero ésta permanecía impasible; no podía decirse si era inocencia o voluntad de ausencia; pero su voz era igual, monótona, sin matices ni coloraciones; leía como pudiese hacerlo una máquina, como si leyese con los ojos y la boca mientras su espíritu permaneciese ajeno por completo a aquellas imágenes que los libros evocaban.
Durante la cuestión, Edhit había estado inmóvil, las manos cruzadas sobre el libro, al parecer lejana, como siempre, a lo que pasaba en derredor a ella; pero los ojos, quede vez en cuando olvidaban el discreto entornado para fijarse luminosos en Marcelo, y los labios, que en una involuntaria crispación denunciaban cierta ansiedad en la espera de algunas respuestas del muchacho, dejaban ver que no era tan ajena a lo que allí sucedía.
Helena fué inexorable:
—¡No trabajarás, me oyes, no trabajarás! Rodarás por el mundo, y un día volverás aquí miserable, hambriento, destrozado, a pedirme perdón, y entonces te haré echar por mis criados como a un perro sarnoso.
Marcelo, los puños crispados, dió un paso hacia ella con ademán amenazador.
La hembra le esperó cruzada de brazos en actitud provocadora; relámpagos lívidos, no se sabía si de lujuria o de ira, alumbraban siniestramente sus pupilas, y al través de la rigidez altiva, su cuerpo temblaba como vibra un acero, mientras las puntas erectas de los senos parecían querer rasgar la tela del ropón.
Perdida toda continencia, el chiquillo, como un rufián que maltrata a una ramera, dió aún un paso más… En aquel momento sus ojos tropezaron con los de Edhit, que le miraban severos, y dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo mientras se sentaba sudoroso, jadeante.
Helena adivinó algo. Una rabia sorda, una ira reconcentrada contra la intrusa alzóse en su pecho como un huracán. Por un segundo estuvo a punto de dejarse arrastrar y expulsarla ignominiosamente; pero su sangre fría pudo más, y cruel, malévola, contentóse con arrojarla un puñado de lodo, y volviéndose hacia ella, ordenóle:
—Edhit, siga leyendo.
La muchacha obedeció, y lejana, ausente siempre, prosiguió la lectura de La Philosophie dans le Boudoir, del marqués de Sade.
EUGÉNIE.— Mais le inceste n’est-il pas une crime?…— DOMENCE.— Pourrait on regarder comme telle les plus douces unions de la Nature, celles qu’elle nous prescrit et nous conseille le mieux!
II: LA HIJA DEL REY DE YS
Tumulte, cris d’amour, cris, injures et cris,
Ráles, baisers furiifs, baisers longs par étreinte
Divagations raontant et sombrant dans le vin;
Brouilles et ris-chute dans des désires repris,
Les violons érnervés dans ses frissons de quinte
Laissent perler des sons plus que faus au matin.
(Jansar: Les Luxures.)
Como una urbe del Pentápolis, la ciudad entera ardía en el bárbaro incendio de la puesta solar. Al través de los callejones del puerto divisábase de vez en cuando, por entre los bosques de mástiles pintados de negro y rojo, el mar, un mar de cataclismo geológico, teñido de verde, sombrío por unos sitios hasta semejar de líquido basalto, purpúreo por otros como hecho de hirviente lava. En las callejuelas estrechas y laberínticas, los altos de las casas, resquebrajadas, descascarilladas, ruinosas, apoyadas unas en otras en inquietante equilibrio, como si un terremoto las hubiera arrancado de sus cimientos y sólo por absurdo milagro estuviesen en pie, pintadas de un modo atrabiliario, de rojo, de verde, de azul, de naranja, de amarillo, de gris pardo, incendiábanse también en prodigiosas llamaradas de hecatombe, mientras la parte baja hundíase en la sombra húmeda y viscosa de los pasadizos, mostrando los muros llenos de manchas de moho y porquerías, ilustrados de letreros obscenos y pinturas deshonestas y rasgados de vez en cuando por la lóbrega mancha de un portal de prostíbulo o la claridad blanquecina del gas o del acetileno que salía de una taberna, claridad aún más amarillenta por las nubes de humo y los vahos de guisos. Y en el polvillo que caía dorado de lo alto y se hacía plomizo a flor de tierra, pululaba, iba y venía, se empujaba atropellándose, repelíase brutal, grosera y atrabiliaria, una multitud absurda que reía, gritaba, se apostrofaba, como poseída de extraña vesania. Era sábado, y por momentos nuevas avalanchas de gente bajaban de las fábricas de la ciudad y subían de los barcos del puerto. Pescadores y demandaderos de los que vegetan en los muelles de las urbes mediterráneas, marineros de los barcos de guerra, obrerillos de los talleres, albañiles, labradores, mezclábanse con las taifas, zurcidoras de gustos, rufianes, chulos, camelots, tahúres, barateros, ladronzuelos, chirles y traspillados, habituales de aquellos barrios. Y todos ellos ebrios de alegría, de esa alegría grosera, bárbara de las gentes que, encerradas toda la semana tienen un caudal de energía animal para el día de asueto, chillaban, reían, cantaban a gritos, se insultaban o apostrofaban desde lejos, y con grandes gestos inútiles, celebraban lo imprevisto de previstos encuentros. De momento en momento la algarabía iba en aumento: las pescadoras que, chorreando agua, regresaban con las banastas llenas de sardinas sobre la cabeza, lanzaban a voz en cuello sus pregones; los vendedores de baratijas cantaban en pintorescos anuncios llenos de meridional e hiperbólica exuberancia sus quincallerías; del fondo de los chiscones salían arpegios de guitarra, coplas patrióticas o canallas, gritos, risas, juramentos. En la semipenumbra de algunas puertas de mancebía, en la vaguedad fantasmagórica del claro obscuro, aparecían figuras de mujer, convencionales, gordas o flacas, altas o bajas; pero todas con un extraño aire de familia bajo las batas abracadabrantes de tonos calientes —rosa china, verde lagarto, azul turquí, amarillo limón— y formas heteróclitas, y sus rostros de muñecas ordinarias, todos iguales, con las mismas manchas de bermellón, de blanquete, de corcho y de albayalde, sonreían bajo los mismos peinados rojos, negros o dorados. De vez en cuando, al paso de un transeúnte, tendían la mano o bisbisaban un extraño piropo o una hiperbólica promesa de placer. Y si por azar, él se detenía y entablaba conversación, la mujerona no sabía sino reir, reir y repetir los mismos extremos, subrayados por gestos inarmónicos, bruscos y contrahechos, como si una misteriosa mano buscase inútilmente los resortes de la grotesca marioneta. De vez en cuando transitaban grupos de soldados coloniales de los que estaban allí de paso para la guerra; eran gigantes negros con trajes de lienzo y rojos feces, que reían de todo mostrando el relámpago cegador de los dientes blanquísimos; marroquíes de tez olivácea y ralas barbas, vestidos de kaki con cinturones grana, que, cogidos de la mano, como niños chicos, simpatizaban con todo el mundo y eran amigos de todo el mundo, y no pensaban sino en sus fusiles y en que pronto iban a guerrear. También comenzaban a circular por las calles los zuavos de traza elegante, con su piel dorada y los rubios bigotes, que hacían más airosa la africana pompa del bombacho colorado y la chaquetilla azul con bordados carmesíes, y los spahis que, juveniles, graves y armoniosos en sus atavíos, muy orientales —púrpura y celeste— evocaban los guardianes de una Schezereda de ensueño. Y eran luego las dotaciones de los buques surtos en el puerto, trincas de marineros ingleses, altos, rubios y aniñados; americanos de broncínea tez; rusos muy pálidos, muy aristocráticos, que tenían gestos de gran señor, y españoles bullangueros y fanfarrones Y todas aquellas gentes entraban en las tabernas, vacilaban ante las casas de placer, atraídos por el canto de las sirenas ancladas a la puerta, y al fin decidíanse a entrar en grupos, con grandes zalagardas que disimulaban la turbación.
Al través de la multitud avanzaba la pandilla de la Fiorenzio. Delante iban Mario, que les servía de guía e introductor, y Gino Monti; después la Stokmman y Niño Bard, y por fin Helena y Marcelo Mario era marsellés, y como tal conocía a maravilla las vueltas y revueltas de la ciudad y el puerto. Pertenecía a la dotación del yacht, y su gracia, su verbosidad y su imaginación meridional habíanle captado las simpatías de la propietaria, que en las interminables horas de tedio de las largas navegaciones hacíale narrar historias, convirtiéndole en algo así como su esclavo favorito, humilde y familiar a un tiempo. Era un mocetón cuadrado, muy moreno, con el pelo crespo y rizado, de abierta fisonomía y ojos muy grandes, muy claros, no se sabía si azules o verdes, pero de una líquida transparencia de aguamarina; era tosco y, acostumbrado al traje de marinero, estallaba dentro del atavío marrón rabioso, que con la corbata verde y amarilla sostenida por enorme anilla de semilor, la leontina dé oro con una herradura de falsas pedrerías y los anillos de relumbrón que lucía en sus manos grandes y toscas, le daban un aire equívoco de maquereau. Junto a su persona ordinaria y pintoresca destacábase más aún la elegancia fin de raza de Gino Monti. Sólo en algunas estatuas de efebo griego o de dioses de la decadencia romana se podría encontrar aquella elegancia, aquella nobleza de ademanes, aquella gracia espontánea que caracterizaba al aventurero. Tenía el cabello negro, sedoso y vagamente ondulado; el perfil clásico, los labios finos y delgados y las pupilas de ese extraño verde que se halla únicamente en algunos bronces enterrados en la lava de Herculano o Pompeya. Era romano o napolitano, y sus orígenes, como el de los héroes o semidioses a que se parecía, oscuro y confuso. Tal vez rodó por los alrededores de la bahía de Nápoles, y desnudo en pleno sol sirvió de modelo a los turistas enamorados de lo pintoresco; tal vez vivió todas las malsanas promiscuidades de las villas italianas o hizo volatines ante los visitantes de la Villa Médicis o de los Jardines del Palatino. Ahora, muy elegante, muy ambiguo, con su traje gris perla, exageradísimo, en el entallado que la trabilla de la espalda hacía aún más notable, el cuello dorado emergiendo del amplio y abierto de la camisa de sport de seda azul, ponía una atención apasionada en las historias que Mario le contaba. Y el marinero, sintiéndose escuchado, dejaba volar la imaginación, y con cosas reales mezclaba los lances más extraños y peregrinos y describía con una pompa de poeta bárbaro, cosas y lugares nunca vistos, y con esa cálida y misteriosa sensualidad que colora las imágenes de los levantinos, describía voluptuosidades, desnudos, gestos y sensaciones. Detrás de ellos, Sofía Stokmman, casi desnuda en el liviano atavío de batista blanca, que se abría sobre el pecho, dejando al descubierto el cuello largo y fino, de que pendía un hilo de gruesas perlas, caminaba con ademán resuelto, muy amazona, muy valiente, hecha a tales aventuras. Era rusa, según ella, tal vez polaca o húngara, y tenía el tipo de belleza eslava. Muy blanca, con el pelo de ébano, que tras alzarse en sombrío casco descendía por las mejillas en dos curvos trazos de azabache, los ojos como dos traslucidas esmeraldas, y los labios rojos y húmedos, era más bien baja, de apretadas y firmes carnes y gestos varoniles, enérgicos. De ella contábanse cosas fantásticas, aventuras muy modern style; de cíase, por ejemplo, que en cierta ocasión, después de entregarse a un desconocido, y como éste se permitiese seguirla al día siguiente por la calle, detúvose, y sacando un minúsculo revólver, del amplio manguito de chinchilla, le amenazó: «¡como vuelva usted a hablarme, le pego un tiro!». Ahora, con palabras alentadoras, infundía seguridad a Niño Bard, que aunque había rodado (y no poco), era el menos valeroso de la expedición. Roto, descoyuntado, el pelo pintado de rubio, y los ojos realzados por el Kold y el Rimmel, caminaba con apariencias de muñeca grotesca y ademanes de bailarín. Era pintor, pero en vez de pintar bailaba en todos los estudios de pintores enfermos de literatura y en todos los apartements de poetas y novelistas enfermos de arte. Bailaba cosas atrabiliarias y absurdas —la «Danza de los Siete Pecados», la de «Las Cuarenta y nueve Lujurias», la de «Andrómeda Prisionera», la de «La Princesa Maleine», la de «Melisada», la de «Broncealinda y el Dragón», y otras no menos exotéricas y malsanas. Aunque hecho en el fondo a todas las violencias de las manos plebeyas, brutales y acariciadoras, temblaba avanzando con leves pasos de danzadera al través de la multitud, y se dejaba reconfortar por las varoniles razones de la rusa, que era su amigo, son petit mee cheri. Y por fin, Helena, aún más desnuda que la Stokmman, bajo la falda batista plegada en tablas y la blusa de muselina trasparente rasgada al cuello, dejando ver un hilo de perlas, éstas monstruosas, la cabellera oculta por un casco de paja negra, rodeado de poinsettias blancas, caminaba del brazo de Marcelo, que con el traje de calle perdía mucho de la nobleza de su figura para adquirir una elegancia muy de aventurero, de truqueur. La mujer iba muy pálida, con una palidez traslucida de estatua yacente; sus ojos brillaban enigmáticos, y los labios, por la presión de los dientes que se clavaban en ellos como en las convulsiones de un ataque de epilepsia, se ensangrentaban. Ansiosamente miraba a un lado y otro, y caída sobre el hombro de su amante parecía próxima a desfallecer. Cada vez que en el fondo de uno de aquellos sombríos pasadizos divisaba una escena malsana, una de aquellas escenas de bestialidad o de lujuria que se esfumaba como en los cristales de diabólica linterna mágica, temblorosa, vencida, en los preliminares del espasmo, se doblaba sobre el hombro de Marcelo y gemía con desvahido acento:
—Oh! Cheri! cheri!
Habían dejado a un lado las calles más frecuentadas, y caminaban ahora por sucias y malolientes travesías y callejuelas pobladas de sombras sospechosas. Gino Monti interrogó a Mario:
—¿Llegaremos pronto?
Mario afirmó:
—En seguida. Ahora vamos a un restaurant donde se comen mariscos riquísimos, y que además tiene una ventana sobre el mar, y luego, más tarde, al café de «Las Tres Sirenas», que es muy divertido.
Las calles estrechábanse hasta hacerse inverosímiles; el público, a su vez, parecía transformarse insensiblemente: había menos chulos, menos prostitutas y menos tipos ambiguos, y en cambio, aumentaban los grupos de gentes de mar, con sus ojos trasparentes, grises, verdes o azules, y sus recias aposturas de hércules toscos y plebeyos. Sólo de tarde en tarde veíase un pelotón de soldados retozando con una moza de partido o una pareja que, muy unida, confundida en una sola sombra, recatábanse en los rincones obscuros. Entonces Helena temblaba sobre el brazo del chiquillo, y gemía quedamente:
—Oh! Cheri! cheri!
Llegaban. Unas luces rojas alumbraban la muestra: «Al Áncora. Gran Casa de Comidas». Mario empujó la puerta y entraron.
Ahora, una neblina tenue parecía velar la ciudad dormida. Hacía un calor atroz. Tropical bochorno pesaba sobre todas las cosas, envolviéndolas en una torpeza anonadante y sensual. Sutil perfume afrodisíaco corría en leves ondas por las calles amodorradas, como corre un estremecimiento de voluptuosidad por el cuerpo de una mujer desnuda. Todas las cosas hablaban de amor. Era eso, el triunfo del amor en la noche; pero no el platónico amor de la vieja Grecia olímpica, ni el amor con brillantes armaduras y bordadas gualdrapas que se disputaban los caballeros en los torneos de la Edad Media, ni la poesía de Provenza, ni el de las patéticas noches de los románticos; era un amor sabático, manchado por todas las lujurias, envilecido por todas las miserias, mancillado por todas las inmundicias; un amor que tenía de los ritos nefandos de los aquelarres, de las abominables crueldades de los sádicos y de las deformidades malditas de la Biblia; amor trágico y caricaturesco, obsceno y libertino, triste y lúgubre; amor de brujas, de locos, de poseídas, de nigrománticos y de epilépticos.
Apenas quedaban gentes en las calles; de tarde en tarde pasaba un grupo de soldados borrachos que cantaban o reían a gritos, diciendo indecencias o porquerías, y luego se alejaban con gran estrépito de sables y espuelas, dejando la calle sumida en un silencio temeroso; entonces oíanse pasos furtivos, pasos de felino que camina recatándose en la noche, y veíase la silueta lamentable de una prostituta que iba a caza de clientes o la de un adolescente equívoco que súbitamente se perdía en las sombras de un portal seguido de un marinero. La mayoría de las puertas se habían cerrado, y tan sólo de tarde en tarde una taberna proyectaba sobre la calle sombría un cuadro de luz, o una casa de placer abría el misterioso túnel de su portal lóbrego y húmedo. En el fondo de los chiscones divisábase a la claridad amarillenta de los mecheros de gas, esfumados por las densas nubes de humo del tabaco y del aceite hervido, como en las confusas agua-fuertes de un artista enfermo de la voluntad, rostros extraños que contrastaban violentísimamente entre sí. Eran caras amarillentas, exangües, comidas de calentura, en que los ojos se abrían muy grandes, en un estupor que denunciaba la huella de todos los vicios, las noches misteriosas de Oriente y las enfermedades adquiridas a la sombra de los árboles maravillosos, donde cantan los pájaros de plumaje irisado de raras pedrerías; otros eran, bajo la cabellera de lino, anchos, redondos, rojos, con una puerilidad bárbara que tenía algo de bestial en las recias mandíbulas y de estúpido en los ojos demasiado claros; otros, en fin, eran aviesos aplastados por la frente estrecha y deprimida o truhanescos en la innoble majeza de los tufos Algunas veces veíase en medio de un corro atento, danzar a un marinero alguno de esos danzones de negros que bailan a bordo y que así en la neblinosidad del humo le daba el extraño aspecto de un muñeco movido por alambres.
Y Helena, vencida de no sé qué misteriosos anhelos, clavaba las uñas en el brazo de su amante y gemía desesperadamente:
—Oh! Cheri! cheri!
Proseguían su marcha. Ahora era la calle de los prostíbulos, un a modo de moderno Suburra en que los lupanares se alineaban miserables a ambos lados, brindando a los transeúntes no sé qué hiperbólicos placeres. Y según avanzaban, las escenas hacíanse más lúbricas, brutales y tristes. Veíanse, o por mejor decir, adivinábanse en el fondo de los repulsivos pasadizos, figuras convencionales de hembras de placer: rostros que, bajo los afeites, tenían la inexpresión idiota de las muñecas de cera que en una noche de horror y de locura hubiese animado un misterioso soplo de vida. Unas veces aparecían solas, tristes, macilentas, con una dejadez de bestias cansadas; otras, un galán hablaba con ellas, y se adivinaban caricias furtivas, brutalidades crueles, incitaciones a la lujuria o bruscas rebeldías, seguidas de represalias feroces. Al través de las ventanas, cubiertas por cortinas rojas o verdes, entreveíanse chinescas sombras que se retorcían, se descoyuntaban, vacilaban, caían, formando monstruos extraordinarios que evocaban los frescos de los templos en que se rindió culto a los dioses fálicos.
Y la Fiorenzio, vencida, loca, doblábase a cada paso sobre el hombro de Marcelo, y suspiraba:
—Oh! Cheri! cheri!
Llegaban. Mario habíase detenido al fondo de una callejuela, ante la puerta de un café, de donde salían gritos, risas aplausos, mezclados con las notas ásperas y discordantes de un ronco piano. Sobre el marco, y alumbrada por débil bombilla eléctrica, veíase la muestra: «A las Tres Sirenas», y encima, pintado por un artista primitivo, de exuberante inspiración, tres sirenas fantásticas, rollizas y sonrosadas, con amable aspecto de amas de cría, retorcían sus interminables colas.
Penetraron en el local. Al primer momento, la densa humareda no permitió a Helena darse cuenta de nada; pero una vez instalada ante una de las mesas, en el sitio que para los recién llegados hicieron a instancias de la dueña, que, altamente satisfecha de verse honrada con tan brillante clientela, se deshacía en reverencias dignas de la Galería de Espejos de Versalles, los otros consumidores, empezó a orientarse. El cuarto era grande tan bajo de techo, que una persona de regular estatura lo alcanzaba con la mano; las paredes estaban cubiertas con espejos apaisados, en que se anunciaba con tiza el orden del espectáculo; la iluminación era de gas, y lo blanquecino de la luz, junto con la densidad de la atmósfera y lo turbio de los espejos, que, entre la suciedad, los anuncios y otros letreros amatorios u obscenos con que les ilustrara la clientela de la casa, contribuía a dar una penosa sensación de tristeza Los bancos de madera alineábanse en filas, como los de un colegio, y las mesas toscas, llenas de grasa y manchas de vino, aparecían cubiertas de nombres y frases apasionadas, escritas a punta de navaja. Y en aquel fondo destacábase violentamente una multitud de peregrino cosmopolitismo que hacinábase prensándose y estrujándose en inverosímiles apreturas. Veíanse chulos de rostros angulosos, color malsano y rizados cabellos, que vestían con los jersey’s de sport o con camisas de franela, en que los pañolitos de seda roja o blanca sustituían al cuello; anchísimos pantalones de pana, estrechas vestas y gorras a cuadros, que ora se encasquetaban a la jockey, ora se ladeaban al desgaire, dejando al descubierto las ensortijadas pelambreras. Veíanse esos otros tipos de caballeros de industria que, por lo pálidos y enjutos, recordaban los príncipes españoles del siglo xvii. Y alternando con ellos, caras aniñadas en que el color sonrosado y la inocencia de las pupilas aumentaban la puerilidad antagónica de los nervudos cuellos de toro, y subrayaba el atavío de marinero; bronceadas caras de pescador; caras picaras de soldados aventureros y follones, y por último, los rostros oliváceos, cercados de ralas barbas y coronados de blancos turbantes, de los marroquíes, y las caras rientes, negras y brillantes, de ancha y achatada nariz y gruesos labios, rematadas por el rojo fez, de los negros senegaleses. Mezcladas con tanto hombre veíanse algunas mujeres. Eran trotacalles de ínfima estofa, rondadoras nocturnas, descuideras y mecheras, que trabajaban de acuerdo con sus amantes. Unas, encorsetadas, con talles inverosímiles, altísimo pecho, que se entrevía por el cuadrado escote de las corazas de paño o seda de tonos rabiosos, al cuello estrecha cinta de terciopelo negro, lazada a un lado con gracia acanallada, el pelo formando alto casco de cobre o ébano; otras, flojas, sueltas, dejando reposar los abultados senos sobre el vientre, pero también peinadas y repeinadas, tenían todas un mismo aspecto, un aire de familia, un no sé qué de desvalido, triste y enfermizo, que hacía pensar en la tisis o en la clorosis. Y por fin, completando la sala, allá al fondo, un escenario misérrimo con viejísimas cortinas de terciopelo, raídas y sucias, y en el tablado una mujer seca y chirriante como una espada oxidada, que, infamemente vestida de raso rojo, tan viejo que amarilleaba por algunos sitios, recamado de lentejuelas y adornado de sucios encajes, cantaba con gestos inarmónicos y voz agria y destemplada, cuplés indecentes o idiotas y canciones canallas:
Poco a poco iba formándose corro en derredor de los recién llegados. Mario, en sus glorias, reía, gritaba, repartía apretones de manos e iba presentando a sus amigos con hiperbólicos elogios, en que dejaba volar su fantasía meridional. «Fred, el Boxeador; Pedro, el Contramaestre; Carlos, el Moreno; Pablo, el Dandy». Y a sus vidas, ya de por sí harto accidentadas, añadía episodios extraordinarios, lances nunca vistos, aventuras extrañas, en que se mezclaba la canallería con una caballerosidad muy a lo bandolero romántico. El Boxeador había matado a un toro de un puñetazo; el Moreno, en una batalla campal con la policía, había tenido a raya veinte agentes; el Dandy se había batido a navajazos, por el amor de una mujer, sobre unas rocas en una noche de horrenda tempestad…
El círculo estrechábase cada vez más, y los anchos vasitos de aguardiente con guindas multiplicábanse de un modo imponente. Olmeido, irónico, felicitaba a aquellos señores por sus éxitos, su valor y su buena suerte; Gino Monti, entre encantado y temeroso, sonreía ambiguo y charlaba con sus vecinos; Niño Bard, mientras la Stokmman reía procaz, y procuraba excitar a sus rudos adoradores con sabios rodillazos y abandonos insinuantes, sentía el horror sagrado de las vírgenes guardadoras del fuego, que ven violada la santidad del templo, y desfallecía por momentos; Marcelo permanecía silencioso, tétrico y reconcentrado, y Helena… Helena sentía una sensación de placer, de voluptuosidad animal, un ansia vaga de entrega, de renunciamiento, de violencias groseras y deliciosas que fueran como esos martirios chinos en que con la voluptuosidad se da la muerte. Empujada, palpada, casi brutalizada, sintiendo el ardor de los alientos que olían a vino y a tabaco, y el fuerte hedor de macho que despedían los cuerpos sudorosos, en vez de asco o espanto, enseñoreábase de ella morbosa delectación.
El ama y directora del local se aproximaba a ellos llena de untuosa servicialidad. Era una mujerona alta y gorda, de senos ubérrimos y enormes caderas bovinas; tenía la cara atrozmente embadurnada de polvos; los ojos pintarreados con carbón, mellada la dentadura, que aparecía entre los labios chorreando pintura, y a más del artístico edificio capilar, infamemente teñido de negro y de las patillas que descendían por su rostro, ostentaba un frondoso lunar de pelo en la mejilla y un espeso bozo, que tiraba a bigote, sobre el labio. Vestía fantástica bata de percal blanco con ramos encarnados y multitud de collares y brazaletes de fastuosas cristalerías. Debía ser oranesa o tangerina, por cuanto hablaba un español absurdo, lleno de giros imprevistos.
Después de encargar buena educación a su habitual clientela, que le estaba avergonzando ante los nuevos, altos y magníficos huéspedes, pasó a exponer a éstos sus ofertas:
—¡Oh, si sus excelencias quisieran podían subir a los salones del piso alto y allí estarían más a gusto y menos agobiados de gente! Allí podían invitar a quien quisieran y proseguir la fiesta. Si a Monseñor —se encaraba con Olmeido— le pareciese bien…
A Monseñor todo le parecía bien, y realmente no servía para ejercer de censor de nadie. La Stokmman abierta, y Gino Monti disimuladamente, lo deseaban; Niño lanzaba gritos de espanto, pero no se oponía; sólo Marcelo puso el veto a su proyecto.
—Es muy tarde y más vale que lo dejemos para otro día.
Pero Helena, antes de que el gesto de desconsuelo de la dueña llegase a cristalizar, se revolvió iracunda, como una niña a quien intentan prohibir sus juegos.
—Tú podrás hacer lo que te dé la gana, pero nosotros vamos; ¡vaya si vamos! —Y poniéndose en pie cruzó el local seguida de sus amigos, entre la pública expectación, y encaramóse por la estrecha escalerilla de caracol que llevaba a las habitaciones superiores.
Habían corrido en abundancia los vinos: los generosos mostos españoles, que dan ensueños de voluptuosidad graves y armoniosos; el champaña dorado y burbujeante, que pone cosquilieos de alegría en los nervios y tiñe todas las imágenes de color de rosa; los licores fuertes, policromos y brillantes como gemas preciosas que producen los feroces delirios, semejantes a la locura. Las bebidas sucedían a los bebidas, y ahora las cabezas tenían esa pesadez de plomo, entreverada de relámpagos de alegría o ira, que sugieren las borracheras donde se mezclan gotas de éter en el champagne y se confunden la chartreusse, el kumel y curaçao con el coñac, la mandarinette y el ron.
Claro que aquellos señores eran incapaces de perder la cabeza por completo, y la embriaguez en ellos limitábase a subrayar hasta lo épico el natural de cada uno. Así, mientras la Stokmman redoblaba sus esfuerzos para conquistar a Marcelo, y la Fiorenzio, con un impudor de bacante, reclinábase sobre un sofá, mostrando en la violencia de la postura los senos duros y erectos, Olmeido, siempre conversador admirable, sentía, chisporrotear su ingenio en maravillosos fuegos de artificio.
Como todos los cuartos de burdel, aquél tenía una tristeza opresora, pese a las tres bombillas incandescentes que en dorada lámpara pendían del techo. La estancia era grande y hostil. Una cortina de percal a medio descorrer la separaba de una alcoba miserable, en que se destacaba la cama inmensa, Luis XV, de falso nogal. Las paredes adornábanse con cromos de frutas y flores, presididos por un espejo de áureo marco, envuelto en una gasa rosa donde las moscas habían dejado huellas de su paso; los muebles eran de madera pintada de negro y estaban forrados de reps rojo.
Habían hecho subir con ellos a la cantante afónica, que, aún más seca y sarmentosa vista de cerca, sentábase, alzando las faldas para no estropear sus misérrimas y marchitas galas, junto a Kart, mostrando siempre un pudor hostil a sus atrevidos avances; Fred, el Boxeador; un moro gran tañedor de cierta primitiva guitarra de tres cuerdas, y un soldado senegalés, Alí, negro y charolado, de hercúlea apostura, que sabía canturrear salmodias salvajes monótonas e interminables.
En honor de la verdad, la fusión de razas no había llegado a hacerse, pues, exceptuando a Marcelo, francamente hostil, a quien sólo la diplomacia de Olmeido había logrado contener en dos o tres ocasiones que estuvo a punto de estallar, los demás se mantenían en el papel de espectadores; la rusa flirteaba con el chiquillo; Olmeido ironizaba con curiosidad burlona, parapetado tras el monóculo; Gino Monti ponía una atención apasionada a las maravillosas historias que Mario, cada vez más poeta en el rielar de los licores, doraba con todos los oros y estriaba con todas las pedrerías. Karl no pensaba sino en el bello gesto. Sólo Helena vivía realmente las horas canallas y malsanas de aquella juerga.
Helena, sí; Helena, ardiente y glacial, abrasándose interiormente mientras sus manos tenían la atroz frialdad de un cadáver, vibraba toda en no sé qué horrendos deseos. En aquel momento mismo seguía con una atención fervorosa los menores movimientos de sus huéspedes.
Abdahlazis, el moro, tañía su monorrítmica tocata de fascinador de áspides, y Alí, a su lado, llevaba el compás con la cabeza, sin descomponer su perpetua sonrisa. Al fin, el marroquí, en el entusiasmo del arte, murmuró:
—¡Falta la mujer que baile!
Rápidamente la Fiorenzio se puso en pie.
—¡Yo! —ofreció resuelta.
Marcelo, exasperado, trató de oponerse:
—No… —pero adivinó un gesto burlón de los demás y acabó la frase de un modo banal—… tienes traje.
Ella se encogió de hombros:
—¡Bah! Ya me las arreglaré… —Y huyó a la habitación contigua.
Pasaron unos minutos. Al término oyóse la voz de la ausente que encargaba:
—¡Tapar la luz con un papel o un pañuelo rojo!
Karl, encantado de encontrar un pretexto con que huir a su amadora, apresuróse a obedecer; pero como no había papel rojo a mano, envolvió una de las bombillas en un papel verde que la dueña le brindara, y apagó las otras dos, quedando el cuarto sumido en una semipenumbra amarillenta. Súbitamente oyóse el chirrido de la cortina que se descorría, y apareció en el umbral Helena, toda desnuda, uno de los brazos en alto sosteniendo el percal, que así, en la penumbra, tenía la apariencia de un viejo damasco; el otro, pendiente a lo largo del cuerpo. Adquiría, en la claridad lívida, blancura traslucida, palidez extraña, sugeridora de mortuoria sensación, un tono verdoso, inquietante, que hacía pensar en la maravilla de un cuerpo bellísimo lleno de pus, de un vaso prodigioso de alabastro lleno de podredumbre.
Lentamente avanzó hasta el centro de la estancia, y ya allí comenzó a bailar. Danzaba en un lento ritmo que hacía oscilar en lascivos temblores todo su cuerpo; danzaba con extraños retorcimientos que desbarataban unas veces la armonía de su figura y otras convertíanle en una de esas imágenes eternas que son la Lujuria hecha idea. Era un animal blanco y obsceno, la bestia extraña que poblara las noches maceradas de ayuno y de cilicio de los Padres del yermo, la bestia con senos de Esfinge, ojos de Basilisco e inquieta movilidad de Quimera, que vivió en las nocturnas visiones de la Tebaida.
Y bailaba siempre en la exasperante monotonía de la canturria. Y era más elástica que el tigre, más ondulante que la víbora, más altiva que el cedro del Líbano, más blanca que las albas lises de pureza, más ardiente que la llama, más casta que la nieve y más hedioda que el lodo. Movíase en un compás imposible, y tenía armonías de cumbre y tenebrosidades de abismo. Y era la camelia del pecado y el lirio de las anunciaciones; y la rosa de Jericó y los lotos del imperio del Sol; y era pueril y nimia como una Reina de Saba nipona que caminase hacia la morada de Confucio. Y unas veces alzábase hierática y noble como las vírgenes, y otras se retorcía inmunda como una Princesa remota poseída por el demonio de las fornicaciones.
Danzaba desligada del tiempo y del espacio, en una intensidad calenturienta de vida interior, sin prestar sino vaga atención a sus amigos. Verdad que ellos tampoco atendíanla sino lo justo, lo preciso, para no pecar de descorteses. Gino Monti había desaparecido con Mario, y Kati, aburrido por la pesadez de su adoradora, daba cabezadas de sueño. Sofía hablaba con Olmeido, que, siempre mundano, correctísimo, charlaba como pudiera hacerlo en el más aristocrático de los salones. Sólo los orientales, sentados en el suelo, seguían con atención fervorosa las danzas. Ellos, sí; ellos, en las noches del desierto, cuando el arenal era como un tapiz de oro bajo el cielo cobalto, y en la cúpula atrozmente azul las estrellas brillaban como antorchas, y una luna inmensa y roja de augurio nefasto descendía por el firmamento, habían visto otras alimañas fantásticas —a veces las hienas y los chacales son de plata en la magia lunar— revolcarse por el candente lecho.
Ahora Helena bailaba para ellos. Trazaba círculos en derredor de los dos músicos, envolvíales en un aura de perfumes hecha de ámbar, de carne y de cinamomo, rozábase contra sus toscas personas con leves rozamientos de gata sensual y perezosa, huíales para presto volver a acercárseles, y, toda desnuda, en un impudor de faunesa, ofrecíaseles en imposibles abandonos.
Los dos salvajes habían dejado de tocar, y arrodillados, la contemplaban, reflejándose en sus ojos una llama azul de deseo.
Ella no parecía notar la ausencia de la música, y seguía, seguía siempre danzando en locas contorsiones y enfermizos desfallecimientos. Cada vez el círculo que trazaba era menor, y ya casi limitábase a retorcerse, descoyuntándose entre sus brazos, y desafiarles con su perenne sonrisa, mientras los ojos macerados de deseo parecían agonizar. Al fin, tras un violento crescendo, en que como un árbol azotado por el huracán, o una bestia feroz enloquecida por la calentura, tembló toda, huyó a la alcoba contigua, seguida de Abdahlazis y Alí.
Marcelo, exasperado, intentó ir tras ellos, pero la Stokmman le detuvo.
—¡Déjala! ¿Para qué vas a ir si no has de evitar nada? ¡Está loca!
Y el chiquillo, yerto de estupor, trepidando de ira, vió en el fondo de la misérrima estancia, en el claro obscuro de agua fuerte, como al través de una pesadilla espeluznante, el cuerpo blanco de magnolia retorciéndose epiléptico entre las garras de los dos tigres.
Horrorizado, hizo un esfuerzo, y libertándose de las manos de Sofía, huyó. Bajó las escaleras a saltos, corrió desolado por los laberínticos callejones del puerto, y al fin dejóse caer en el malecón, frente al mar bordado de espumas, y el cielo azul en que la luna florecía cual mística rosa de plata.
III: ASTÀRTÉ
La Débauche et la Mort sont deux aitnables filies,
Prodigues de baisers et riches de santé,
Dont le flanc toujours vierge et drapé de guenilles
Sous l’eternel labeur n’a jamáis enfanté.
(C. BAUDELAIRE: Fleurs du Mal.)
Como un bajel maravilloso, la terraza avanzaba sobre el mar. Detrás alzábase Villa Herculano, envuelta en las sombrías frondas del jardín, poblado ahora de misteriosos rumores. Abajo, en los acantilados de la costa, rompíase blandamente el mar con monótono murmurio de canción sagrada. A la izquierda veíase Biarritz en el chisporrotear de las luces, que tenían pompas de castillo de fuegos artificiales en el Boulant y el Municipal; a la derecha, frondas y más frondas, espesas arboledas que se tendían en semicírculo, con esa negrura misteriosa y profunda de las arboledas en la sombra nocturna. La noche era muy hermosa: una noche de verano, azul, serena y silenciosa, perfumada de acacias y bañada de luna. Como en los paisajes convencionales, el satélite trazaba una estela de plata sobre las aguas prodigiosamente tranquilas, y las estrellas, al mirarse en ellas, eran como un suave espolvoreado de oro.
Acodados al barandal de la Villa, Edhit y Marcelo permanecían silenciosos. Ella parecía perdida en un ensueño, mientras sus miradas, como gaviotas, vagaban sobre el agua, y sólo de tarde en tarde espiaba a su compañero disimuladamente. Él parecía cansado y triste: de vez en cuando se pasaba la mano por la frente con un gesto desesperado, como si quisiese alejar una visión que le obsesionase, y, sin querer, murmuraba en voz muy baja:
—¡Qué horror! ¡Qué horror!
Edhit, a su vez, suspiró:
—¡No sé cómo vive!
Con vago acaloramiento, aunque siempre en voz muy tenue, Marcelo protestó:
—¡Si no vive! ¡Es una cosa atroz!… ¡Qué sé yo! Como en esas historias en que embrujan a una persona y va adonde el embruja miento la lleva, sin que haya fuerza humana capaz de detenerla, a Helena le arrastra un poder mayor que su voluntad.
Hubo una pausa silenciosa, en que sólo hablaron el mar, el viento y el misterioso espíritu de las frondas. Al fin, Edhit, que se había vuelto a contemplarla, musitó:
—¡Parece muerta!
Al través de las puertas del boudoir, abiertas de par en par, y a la tenue claridad de una lámpara velada por chinesca pantalla negra, bordada de pájaros y flores, veíase tendida, o más bien caída, derrengada, deshecha sobre la chaisse longue, a Helena. Envuelta en los amplios pliegues de la bata de encajes blancos, perdida la energía que revestía de armonías clásicas la figura, distendidos los músculos, tenía algo de fofo, de desarticulado, de inerme, que le daba una inquietante apariencia de larva. Sobre el regazo, rotas, tronchadas, como dos amuletos de marfil enjoyados de esmeraldas, yacían las manos. Y el rostro… ¡Ah, el inexplicable horror de aquel rostro de mujer hermosa! Las mejillas lívidas, cerúleas, en su misteriosa transparencia; los ojos hundidos en violáceas cuencas; los párpados —unos párpados amoratados, estriados, de tenues pliegues y amarillentas venillas, con la apariencia de dos marchitos pétalos de rosa— cerrados; la frente, más ancha, surcada de arrugas, y en los labios, muy delgados, casi blancos, un rictus de amargura cruel y maligna: más que de muerte que ennoblece, parecía aquélla, mascarilla de persona que duerme uno de esos sueños reveladores en que el alma alienta a flor de piel.
Había vivido unas horas de horror sabático, unas horas de sangre, de lujuria y de muerte; unas horas dignas del alma atormentada de un Gilíes de Reis, de una Brinvillers, de un Sade o de una Mesalina. En ellas, desligada de todo lazo social, entregóse a la voluptuosidad y el dolor.
Desde que el Rolls partiera de Biarriz, llevándola en compañía de sus amigos a San Sebastián para pasar la noche y al día siguiente asistir a la corrida de toros, hasta que volvió e su Villa, inerme, medio muerta de fatiga, embrutecida por la cocaína y la morfina mediaron unas horas de vida tan atrozmente intensas, tan trágicas, tan escalofriantes, que bastaban para consumir una existencia entera, como esos filtros diabólicos que, a cambio de efímeros momentos de juventud y amor, traen la vejez y la muerte por cortejo.
Sus compañeros ahora no eran la Stokmman ni Gino Monti, sino gentes del mundo, más o menos locas, pero del mundo al fin y al cabo. Iban con ella, además de Marcelo, en el papel de amigo íntimo, Julito Calabrés, un elegante injerto en artista o viceversa, español, muy snob, muy posseur, afectadísimo, inventando indumentarias extravagantes y novelas malsanas y viviendo, según él, todas las vidas —menos la suya, que reservaba cuidadosamente—, y la condesa de Beaujardin, una americana loca, casada con un gran señor francés.
Titina Roldán era una cabeza a pájaros. Muy rica, con mucha, muchísima plata, caprichosa, mal educada, pero graciosa y simpatiquísima en sus mimos de niña atrabiliaria y despótica; habíase propuesto ser una celebridad mundana, y para ello no perdonaba ocasión ele darles un tiento a las repletas talegas heredadas. Muy fina, muy bonita, con una de esas bellezas frágiles que se marchitan prestamente, más bien siglo xviii que primer Imperio, había sacado, sin embargo, de no sé dónde, probablemente de las hiperbólicas alabanzas de alguno de sus adoradores (perfumado de una erudición muy álbum de estampas), que se parecía a madame de Recamier, y tomaba posturas lánguidas en sofás que hacía construir, copiando los que se ven en los retratos de la Lebrun. Pero como su naturaleza inquieta no se prestaba bien a aquella pose, y en el fondo no comprendía estar reclinada, como no fuese en los brazos de un galán, su afán de llamar la atención y de dar que hablar hacíale colocarse en situaciones de sainete. Y los sofás Imperio y el pseudo-helenismo napoleónico contrastaban con las aventuras más actuales. Su marido era un gran señor arruinado, un especie de San Clotario, rudo y montaraz, que no entendía sino de la caza, y como expansiones prohibidas, de tarde en tarde alguna borrachera épica, tal cual zagala forzada sobre los trigales o una partida de écarte en que perdía alguna de las escasas y pobres tierras que aún le quedaban, y a quien una pariente entrometida, metesillas y sacamuertos, había convencido que debía redorar los harto descascarillados cuarteles de su viejo blasón. De vez en cuando, Titina, que por lo común contentábase con hacer la loca, sentía el prurito de lucir y triunfar en el mundo (¡para eso le costaba su dinero!), y entonces discurría obsequiar en su palacio de la Avenida del Bosque a tal o cual Príncipe de paso en París, y enviaba emisarios que cazaran a su dulce esposo con lazo y le trajesen a hacer los honores con ella.
Salieron, pues, del pueblo francés bajo los mejores auspicios, entusiasmados por las ofertas de Julito, que les prometía veinticuatro horas muy españolas, con juerga a la andaluza y corrida de toros, y fiados en la palabra de su amigo, y enloquecidos con una España de pandereta, esperaban mil raras aventuras; y mientras que la Roldán se veía ya violada por un toreador valiente, que después de matar un bicho enorme, un especie de megaterio antediluviano con cuernos, iba a ofrecer a su amada, entre los vítores del público entusiasmado, la oreja, costumbre muy española, según Calabrés, la Fiorenzio soñaba con la fiesta bárbara de voluptuosidad y de sangre, la única fiesta en que aún hay una evocación del mundo remoto en que venció la lujuria y la muerte. Pero desde que entraron en el comedor del Cristina, un poco avanzada, destacándose del grupo, Helena, envuelta en blancos tules, a que, sin embargo, la coraza de nácar y astras daba cierto aspecto de atavío clásico, en la cabeza una ligera red de perlas rematada por enorme penacho de albas plumas; detrás Tirina, muy Recamier en el traje de crespón celeste, adornado de camafeos, junto a Julito, que había dejado el demode Alfred de Musset para vestirse muy sport —una toilette de sport para uso de acróbata— y por fin Marcelo, encantado del lujo, de la luz, de la alegría, olvidado en aquel ambiente de sus cuitas; la fatalidad les salió al encuentro en forma de una mirada.
No bien había dado Helena Fiorenzio los primeros pasos en la enorme sala pintada de blanco, adornada con columnas de mármol rosa y colgada de rojo damasco, que sus miradas escrutadoras, siempre alerta, tropezaron con unos ojos. Eran unas pupilas vulgares, y sin embargo, la Fiorenzio sintió el choque eléctrico de un algo misterioso que dormía en ellos, visión de sangre o de voluptuosidad. Si es cierto que el que comete un crimen o una heroicidad, el que ha vivido unas horas atroces de terror o de lascivia, conserva en la retina como en una cámara obscura la imagen del momento supremo, aquel hombre tenía que haber vivido un drama. Con la sensibilidad clarividente que dan las grandes tormentas de vicio, con esa sensibilidad de histeria que señala las más mínimas oscilaciones espirituales, Helena sintió en el hombre que comía tranquilamente en un rincón algo que le diferenciaba de los demás. Ya sentados, no dejó de observarle. Decididamente, no era ni una persona de sociedad ni un comerciante enriquecido; había en su aspecto un abandono, una pseudo-torpeza, y al mismo tiempo una seguridad denunciadoras de que no estaba hecho a aquel ambiente, y que, sin embargo, estaba habituado al triunfo, a la admiración, al entusiasmo de todos los demás. Él también la miraba con esa tranquilidad con que los hijos del pueblo miran a las mujeres guapas, tranquilidad en que hay mucho de la dominación con que, entre los animales, los machos miran a las hembras. Comía con dos amigos, dos hombres gordos y vulgares, pertenecientes a la fauna que rodea a los toreros de moda y que se llaman apoderados, cronistas taurinos, aficionados, etc., etc.; pero sus ojos, unos ojos garzos que se bañaban en un encanto triste de niño precoz, no se apartaban ya de la trágica.
Julito Calabrés, encantado de la coincidencia, y con deseos de sondear el corazón de su amiga, advirtió:
—¿Has visto a ese que esta comiendo ahí? Pues es tu héroe: Manuelito el Trueno.
Precisamente en aquel momento habían concluido de comer, y poniéndose de pie se encaminaban a la galería el torero y sus amigos, y Helena pudo contemplarle a sus anchas. No era ni el lidiador de Goya, ni el de Lucas, ni el de Fortuny, y sin embargo, era infinitamente clásico. Alto, tal vez demasiado, muy largo de piernas, delgado, nervioso, pálido, casi cetrino, el pelo ralo y rebelde, a pesar de la modernidad del cosmético, tenía, aun así, algo de gitano, que denunciaba al torero. Vestía de negro, camisa bordada, de matador, sin corbata y cerrada con gruesos brillantes, y las mismas piedras, pero enormes éstas, lucían en sus dedos. Tal vez no hubiera en él más que lo que la imaginación de Helena ponía, pero a ella dábale la impresión de una antigua estampa vista no sabía dónde. Desde que partiera, una prisa insólita acometió a la actriz, con gran asombro de sus amigos. Sólo Julito, adivinando, retrasaba todo lo posible el servicio; pedía cosas absurdas, cometía pifias e indiscreciones con el aire más inocente del mundo, y, en una palabra, hacía todo lo posible por exasperar a su compañera. Pero ella no hacía caso, y con aquella irritabilidad que en los momentos de anhelo la dominaba, preguntábase a sí misma: «¿Estará aún ahí? ¿Se habrá ido? ¿Dónde?». Al fin, la comida, que parecía interminable, dió fin, y a su vez salieron a la galería.
Allí estaba. Con mil pretextos capciosos —las corrientes de aire la música, la luz— Fiorenzio fué a sentarse a una mesa frente a la que el diestro ocupaba, y comenzó a flecharle con sus ojos de tigresa. Julito la preguntó a boca de jarro:
—¿Te gusta?
Cínica, respondió afirmativamente:
—Sí.
—¿Quieres que te le presente? —tornó a interrogar el otro.
—Luego, en el Casino.
—¿Y si no va?
—Irá —afirmó ella con extraña certeza—. Y en voz alta, lo suficiente para ser oída en el grupo de enfrente, interpeló a Titina:
—Iremos luego al Casino, ¿verdad?
La Roldán, asombrada por lo superfluo de la pregunta, comenzó a pensar en la decadencia del arte de conservadora de su amiga, que de tales recursos tenía que echar mano para sostener la charla, y respondió irónica:
—Sí, hija, ya estamos en ello.
Al entrar, una hora después, en las salas de juego, lo primero que buscaron sus ojos, ansiosamente, fué al torero. Los cuatro salones estaban de bote en bote. Mujeres honradas, que trataban de no parecerlo, y otras que, sin serlo, ponían de su parte cuanto podían por tener las apariencias de tales; jugadores oscuros y silenciosos que perdían y ganaban cantidades enormes con tranquilo recato, y gentes elegantes que por algunos cientos de pesetas de pérdidas o ganancias tenían en suspenso la atención de toda la sala; niños góticos que presumían de calaveras y hombres corridos que coqueteaban con las profesionales de amor; gentes ordinarias —hombres gordos y absurdos que con la cónyuge, no menos agarbanzada, al lado, tirándoles de la manga e indignándose de las pérdidas, jugaban congestionados; empresarios de toros, ganaderos, tratantes en caballos— profesionales del amor, del teatro y de la danza, aventureros, americanos del sur que no se sabía de dónde venían ni a dónde iban, pululaban allí. Y mezclados con ellos, unas cuantas figuras conocidas, de esas figuras mundiales, que encontramos en París los otoños, en Venecia, en Sevilla, en Dauville o en el Cairo, y que arrastran tras de sí la cadena de galeote de una historia lamentable, aventura equívoca, escándalo o tragedia. En una mesa jugaba Carolina Otero, fastuosa, en un chisporrotear de joyas dignas de una emperatriz legendaria, que iluminaban con sus luces la belleza admirable, trágica e inmutable como el Destino. A su lado una mujer muy inquietante, muy ambigua, con su rostro cetrino, su smoking varonil y el ojo impasible tras el monocle, fumaba cigarrillos turcos y hablaba con un hombre alto y pálido, de ademán cansado, aristocrático, y exageradísima indumentaria. Más allá, la condesa Baldasky, famosa por haberse visto envuelta en un proceso que evocaba los inquietantes misterios del de los Venenos; frágil, quebradiza, envolvía su gracia efímera de muñeca en pálidos crespones de color de rusa florecidos de plata, y reía de las cosas que le contaba al baroncito de Winterle un aristócrata inglés, errante por el mundo desde no sé qué frustrado intento de reconstrucción de las misas negras.
Pero Helena no veía a nadie más que a su víctima; sus ojos se habían clavado en el torero y no acertaban a separarse de él, que a su vez la flechaba insistentemente con las pupilas castañas, en que había vagos reflejos de oro. Hallábase el héroe rodeado de un grupo, del que formaban parte los sempiternos aficionados —gordos, ordinarios, chocarreros— y unos cuantos elegantes, pendientes en una atención entre entusiasta y benévola de las palabras de Manuelito, que sintiéndose escuchado, disertaba con esa verbosidad un poco incongruente de las gentes del pueblo cuando ponen cátedra.
El grupo de la Fiorenzio cruzó el salón entre la expectación de las gentes, y al llegar ante el que formaba el lidiador y sus amigos, hizo alto; Julito llamó al diestro:
—Manuelito, que te voy a presentar a estas señoras. —Y volviéndose a Helena—: Mi amigo Manuelito Díaz, el Trueno, el torero de más arte y vergüenza de toda la cristiandad.
El gitano sonrió y tendió la mano a la dama, que la estrechó largamente; luego ella dió un paso que les alejó del grupo lo suficiente para que no se oyese lo que hablaban:
—He venido de Biarritz nada más que a verle torear a usted.
Infinitamente halagado, dudó por fórmula:
—¡Ya será algo menos!
Siguieron hablando de toros unos momentos. La actriz se quejó del calor, e insensiblemente, con hábiles maniobras, se fué aproximando a las vidrieras que se abrían frente al mar, y ya allí, un elogio a la hermosura de la noche fué pretexto para salir fuera. En la terraza, Helena sentóse en una de las butaquitas de hierro, y el torero en el barandal, inclinado hacia ella. Los dos sentíanse violentamente turbados; la turbación de él era la del hombre primitivo a que una Eva ultramoderna envuelve en la tenue red de sus seducciones hecha de sonrisas, de perfumes, de leves rozamientos, de palabras armoniosas y de bellas frases que tienen un misterio casi cabalístico, más laberíntico ahora por el atrabiliario español que hablaba ella. Para la actriz era el encanto de lo nuevo, de lo desconocido, del secreto, que suponía fiero y bravio, de aquella naturaleza salvaje hecha a luchar con las fieras y a vivir de las pasiones. Su imaginación infinitamente plástica presentábaselo en una rara imagen en que se amalgamaban de una manera quimérica los viejos héroes de la antigüedad con la figura vista en los cuadros de Anclada o Zuloaga. Primero le habló acariciadora en susurrar, en que cada palabra era una promesa de recónditas y maravillosas voluptuosidades; los gestos eran leves, subrayadores de las palabras, mientras el cuerpo, que se envolvía en un aura de aromas, en que triunfaba el ámbar y las rosas, se inclinaba pensando vagamente sobre él, las manos blancas, raramente esteladas de joyeles, eran como dos palomas maravillosas escapadas del ara de sacrificio de un dios inexorable. Hablaba, y en su peregrino castellano entreverado de giros y voces francesas, que sin embargo era musical y admirablemente sonoro, le decía de su entusiasmo por España, la divina tierra del sol y del amor, de su adoración por Sevilla, de la magia infinita de la noches del Guadalquivir perfumadas de azahar y armonizadas por las melancólicas notas de la guitarra que acompañaba el trágico desgarrarse de una copla gitana. Hablaba de la voluptuosidad, de la pasión, de la lujuria y de la muerte. Y poco a poco, arrastrada por la extraña fiebre que como una calentura maléfica la poseía, monologueaba viviendo una de las misteriosas agua-fuertes que había en su cerebro alucinado. Y arrastrada por la hiperestésica imitación, vivía desligada del tiempo y del espacio una misteriosa existencia de hipnotismo, y como si en vez de una terraza frente al Cantábrico hallárase en un cuarto perfumado de jazmín en el fondo de morisco callejón sevillano o granadino, desgranaba las horas bochornosas y alucinantes de una noche de Oriente bañada de luna, de aromas, de arpegios y de lujuria.
Ajeno a aquellas sensaciones, pero sintiéndolas a su vez en el diapasón de su rudo natural, Manuelito, el Trueno, experimentába un deseo loco, una atracción formidable por la mujer, un ansia de estrecharla entre los brazos, de apretujarla, de ahogarla, de que la real gachí, el cacho de gloria, la jembra aquella de rescoldo ardiente, la gitana más bonita que la Santísima, fuese suya. Y balbuceaba frases incoherentes, piropos bárbaros, súplicas temblorosas; murmuraba mil cosas absurdas y magníficas, mil alabanzas hiperbólicas que eran como las flores inmensas, incongruentes y deslumbrantes de un jardín de hadas.
La trágica había abandonado una de sus manos entre las del lidiador, que la oprimía mientras se inclinaba hasta casi rozarle el rostro con los labios. En lo más interesante de la escena, la voz de Julito vino a interrumpir el idilio:
—¡Sabes, Helena, hay bacarrat y está la banca libre!
Atraída por otra de sus grandes pasiones, el juego, la Fiorenzio se puso en pie y, encarándose con el torero y tuteándole descaradamente, propuso:
—Ven; vamos a tallar una banca, y luego hablaremos. Y poniéndose en pie entró nuevamente en la sala seguida de los dos hombres.
Del grupo de aficionados destacóse uno que se acercó vivamente a Manuelito:
—Chaval, ¡tú estás malo de la chola! ¿Pero sabes, criatura, la hora que es? ¡La una menos diez, y mañana toreas tres miuras!
El torero pareció despertar de un sueño y por un momento viósele vacilar, como si buscase una excusa para despedirse; pero ella clavóle sus ojos dominadores, casi hipnóticos, y con voz entre dulce e imperativa, interrogó:
—¿No vienes a jugar?
Manuelito volvióse hacia su amigo, y, muy de prisa, azorado, abrazándole mitad para implorar disculpa, mitad para ocultar su cortedad, explicóle:
—¡Voy a jugar una mano, por complacer, y enseguidita nos largamos!
Desde aquel momento, un vértigo, un torbellino de locura arrastró a Helena. Sus dos grandes pasiones, la lujuria y el juego, como dos alados monstruos de fábula, la arrebataron, y ya no vivió sino para las violentas emociones, que la sacudían como corrientes eléctricas. Jugaba locamente, con una suerte absurda que indignaba a los demás puntos, y a ella le hacía reir en nerviosas sacudidas: ganaba, ganaba siempre, y el oro, los billetes, las fichas se amontonaban en la banca sin tregua. Y la Fiorenzio, perdida la noción del tiempo, seguía, seguía desafiando a la suerte a cansarse antes que ella. De vez en cuando apartaba la atención de las cartas para fijar los ojos en el torero, decirle algunas palabras amables o, con tranquilo impudor, esquivar una caricia.
Manuelito, a su vez, jugaba y ganaba también cantidades fabulosas, y vencido ya por el vértigo, olvidaba los toros, la corrida del siguiente día, los tres miuras, las esperanzas de sus entusiastas y los anhelos de fracaso de sus enemigos, el peligro, la gloria, la muerte, para dejarse arrebatar por aquella locura casi siniestra de juego, en que, como llamaradas lívidas, brillaban las miradas acariciadoras de la hembra de maleficio que deseaba con ardor.
Eran cerca de las cuatro de la madrugada, y las salas comenzaban a vaciarse; ya sólo en torno de la mesa en que jugaba la trágica agolpábase la gente, curiosa de aquel absurdo juego. En derredor del tapete verde, los rostros lívidos de los jugadores apiñábanse en extraños claro-obscuros de capricho goyesco: veíanse labios ensangrentados por la feroz presión de los dientes; otros, iívidos, temblorosos; ojos que parecían salirse de las órbitas o que se hundían en el negro abismo de unas ojeras inverosímiles; manos delgadas y rapaces, que jugaban nerviosamente con las fichas, y manos inertes, con la inercia imbécil de los muñecos de trapo. Y en torno, la atención idiota de los mirones, la codicia sin objeto de los que, sin arriesgar su dinero, anhelaban el triunfo de una carta, a la que ponían cantidades imaginarias, o simplemente el pasmo involuntario de esos seres a que el alcohol, las noches de crápula e insomnio han idiotizado. Al fin, la partida concluía, y Helena se puso en pie, y con ella el torero. Entonces volvió a acercársele su amigo, y, lleno de inquietud afectuosa, imploró:
—¡A ver si puede ser que te vayas a la cama! ¡Mira que mañana te juegas la vida, y tu pobre madre no tiene más que a ti!
Manuelito tuvo un momento de vacilación; pero ya los ojos fatales le envolvían en su sortilegio, mientras los labios sonreían irónicos, y una voz entre cruel y burlona, formulaba una vaga interrogación:
—¿Quedarás mal?
Sintióse revestido de valor sobrehumano; lleno de desdén por la muerte y de seguridad en sí mismo, y muy castizo, muy torero de espagnolade, respondió:
—¡Te miraré a ti, y quedaré como los mismos ángeles!
Pero la Fiorenzio era mundana, infinitamente mundana, y, llena de esa amabilidad superficial de las gentes hechas a tratar a todo el mundo, encaróse con los amigos de su nuevo amante:
—¿Vendrán ustedes a tomar una copa de champagne a… al…?
Julito remató:
—Al Colón.
—¿Es pintoresco? —y a un gesto afirmativo de los demás:— Pues al Colón.
Y hubo juerga. Y el vino corrió en ríos de oro y de rubí. Y unas mujeres pintarrajeadas, envueltas en la bárbara policroma de los mantones de Manila, bailaron cosas absurdas y abominables, que tenían de la euritmia de las Princesas legendarias poseídas del Malo y de la grosería burdelesca de las hembras de mancebía, retorciéndose borrachas. Y hubo coplas como puñaladas, y otras tan groseramente obscenas, que eran como injurias.
Y por último, ya de día, ebria de barbarie, de vino, de sacudidas nerviosas y de lubricidad, cayó en los brazos de Manuelito, y vivió aún unas horas tormentosas, en que el placer y el dolor les columpiaba sobre la locura; horas atroces, en que el demonio de las fornicaciones les envolvió en sus alas viscosas de murciélago, que tienen, como las de las mariposas, los siete prismas del Iris; en que los cuerpos se fundieron en abrazos feroces, las carnes se amorataron, las uñas se clavaron en la piel, desgarrándola, y los dientes se entrechocaron como los de los condenados. Horas trágicas, en que vivieron de esos instantes de placer que son como las frases que en el banquete de Nabucodonosor trazaron el camino fatal de la bestialidad y de la muerte.
Cuatro horas después, Helena Fiorenzio, con en los ojos ese deslumbramiento que sigue a las noches de insomnio, palidísima, a pesar de los afeites que se destacaban raramente sobre la transparencia alabastrina del cutis, pero erguida, rígida, sostenida como por lámina de acero por no sé qué misteriosa tensión nerviosa, elegantísima, vestida de Irlandas y coronada de gardenias, ocupaba, junto a sus amigos, un asiento de barrera. Aturdida por el sol, por el calor, por los gritos de la multitud, por los pregones de los vendedores y por el policrono aleteo de cientos de abanicos, sentía una angustia extraña, un sobresalto nervioso, mezclado con ansiedad incoherente. Al fin, sonó el toque clásico de clarín, y, en el serpentear de un río de oro, hicieron su entrada las cuadrillas. Delante venía Manuelito, altivo, sonriente. Así, por lo menos, lo vió ella; los aficionados, los que tienen el hábito de esas cosas, encontraron mucho de falso y teatral en su entrada. Parecía como si la energía admirable de aquellos músculos hubiese desaparecido de la noche a la mañana; como si el aplomo y naturalidad, que no se sabía por qué se habían evaporado, hubiesen sido sustituidos por una fanfarronería consciente que a cada momento le traicionara, dando la sensación de un hombre convertido por una hechicera en un muñeco fantasmón y vacío, Y empezó la lidia, una lidia absurda, en que a las flaquezas inexcusables sucedían momentos de valor ciego, temerario. Aquel no era el toreo de Manuelito; aquel no era el arte clásico y reposado, qué hacía del toro un juguete en sus manos; aquello no era más que un valor suicida con reminiscencias de un arte súbitamente olvidado. A las tempestades de aplausos sucedían huracanes de silbidos; a los gritos de victoria, atroces apostrofes y soeces insultos. La trágica, al través del dorado polvillo que lo envolvía todo, veía a su amante unas veces, cobarde, huir entre denuestos; otras, hurtarse a las acometidas del fiero bruto con lances y quiebros inverosímiles, que eran coreados por frenéticos aplausos. Y súbitamente, en un momento de horror inmarcesible y de belleza única —la belleza de horror de una hecatombe—, su espíritu y su cuerpo recorrieron todas las gamas infinitas del sufrimiento y del placer, y mientras sacudida, en un interminable espasmo agonizaba, vio algo espantoso, en que su vida se asomaba al abismo de la tragedia; vió a su amante como un pelele, vestido de oro y seda, volar por los aires, caer, alzarse lívido, ensangrentado, volver a volar, caer de nuevo y, por fin, desgarrado, inerte, el vientre partido por una cornada, los intestinos colgando, el pecho rasgado y el rostro verdeante, paseado por la arena, en que quedaba un reguero de sangre, pendiente de una de las astas del toro, que le zarandeaba en violentas sacudidas, mientras de los ámbitos todos de la plaza se alzaba un clamoreo de espanto.
Ahora, en la dulzura infinita de la noche, en el ritmo adormecedor del mar, la voz de Marcelo sonó como un leit-motiw obsesionante:
—¡Qué horror! ¡Qué horror!
Edhit, que parecía aislada en la contemplación de la estela de plata que trazaba la luna sobre el mar, alzó por primera vez los ojos y los fijó en él, serenos, resueltos, con no sé qué misteriosa firmeza.
—Si te parece tan horrible, ¿por qué vives así? —interrogó con su voz dulcísima, llena de energía.
—¡La fatalidad!… —murmuró él sombrío—. ¡La fatalidad, que nos arrastra, nos vence, juega con nosotros!
—¡Mentira! —protestó ella con vehemencia—. No eches a la fatalidad la culpa de tu abyección. Vives así por cobardía. ¡Porque eres un cobarde, Marcelo, un cobarde! Y tú, que no tienes miedo de una puñalada o de un tiro en esas absurdas aventuras nocturnas que corréis, tienes miedo de la pobreza, y del frío, y de la soledad y del trabajo. —Y nostálgica:— ¡Si yo fuese hombre!
A su vez la apostrofó él:
—Y tú, di, ¿por qué vives así?
—Yo soy mujer —comenzó ella—, y además, lazos irrompibles me atan a ella…
Marcelo interrumpió:
—También a mí me atan…
Con vivacidad cortó la frase:
—¡No, Marcelo, no; no te engañes a ti mismo tratando de engañarme a mí! Nuestro caso es muy distinto; yo estoy ligada por vínculos de agradecimiento, de bondades recibidas, mientras que tú… Ni siquiera puedes alegar la pasión o el vicio… Vives así por egoísmo, por cobardía, por pusilanimidad moral.
El chiquillo bajó la cabeza, agobiado. Como un niño perdido en la noche, gimió:
—¡Estoy solo! No tengo nadie que me sostenga… y para renunciar a todo, para afrontar la vida valientemente, hace falta un apoyo moral, alguien que nos ayude.
Ella fué rotunda. Con voz extraña, en que había no sé qué misteriosas promesas, formuló lentamente:
—¡Para encontrar esos apoyos morales que echas de menos, es preciso merecerlos!
—¿Y no los merezco?
Fué rotunda:
—¡No, no los mereces! Para merecerlos es preciso que, aunque hayamos caído muy bajo, a unos abismos de inmundicia muy hondos, viva en nosotros un anhelo de redención, un ansia de purificarnos, de ennoblecernos…
Con vehemencia aseguró él:
—¡Y yo la tengo! Mil veces el deseo de sentar plaza e irme a hacer matar en esa guerra que comienza y que nadie sabe cómo acabará, me acomete. ¡Ah cómo respiraría el día en que hubiese tenido fuerzas para romper todos los miserables nudos que me atan aquí!
—¿Y por qué no tenerlas? —interrogó ella.
—¡Porque no tengo un cariño que me aliente, un amor que sea como una esperanza redentora!… —Y súbitamente, con voz en que vibraba una misteriosa pasión—: ¡Si tú me quisieres! ¡Si pudiese tener la esperanza de que el día que me vieses digno de ti llegases a amarme!… ¡Ah, Edhit, si pudieras leer en el fondo de mi pobre corazón!
Ella miróle un instante con fijeza escrutadora, como si quisiera descifrar el enigma que estaba en el fondo de su alma, y luego cerró los ojos y su cabeza fuese doblando hasta reposar en el hombro del amado. Marcelo la contempló con infinito arrobo e instintivamente buscó sus labios.
Así permanecieron un momento; de improviso, una carcajada diabólica, estridente, bañada en hiel y en crueldad, les despertó de su ensueño.
En pie, en la puerta que comunicaba con el gabinete, apoyada una mano en la jamba, la otra pendiente a lo largo del cuerpo, estaba Helena. Lívida en la luz de la luna, los rojos cabellos despeinados y el cuerpo apenas moldeado en la bata de encajes, tenía, con los ojos duros, inmóviles, la boca crispada en un rictus de sarcasmo que mostraba los dientes, y la cérea palidez, el aspecto siniestro de una resucitada. Hubo un momento trágico. Edhit y Marcelo se habían separado y la contemplaban aterrados. Ella, a su vez, les miraba con esa amargura en que hay una complacencia de sarcasmo que parece recrearse en todo dolor, empezando por el que nos desgarra a nosotros mismos. Al fin habló cruel, despectiva, dura e implacable. Cada frase era un latigazo, cada palabra un salivazo en pleno rostro No había en ella ni piedad, ni dolor; no había sino una inexorabilidad y un desdén inmensos.
—¡Qué bonito! ¡Qué chic! ¡Aprovechar que estoy mala para seducir a mis criadas! —Y maligna, subrayaba el «mis criadas». Luego prosiguió—: No debía esperar menos de ti. El que sale del lodo, el lodo le llama siempre. ¡Pero se acabó! ¡No he nacido para ser el juguete de un aventurerillo de baja estofa! ¡Vete!
Marcelo comenzó, sin tratar de excusarse:
—Mañana…
Le interrumpió ella:
—¡No, no!… ¡Ahora mismo!… El maître d’hotel te dará mil francos para llegar a Madrid o Lisboa, y esta misma noche sales de mi casa. —Después encaróse con Edhit, y desmatizando la voz hasta hacerla blanca, impersonal—: Como no puedo dormir, hará usted el favor, Madamoiselle, de venir a leerme algo… ¡Ah, al pasar por la biblioteca coja cualquier cosa de Casanova o de Beaumarchais!…
Y seguida de su lectora, que sin proferir una palabra había presenciado la escena, salió lenta, hierática, hermética, como una aparición.
IV: EL AZOTE DE DIOS
… Mais je suis un enfant
éperdu devant la mort.
(Marié Leneru: Les Affranchis.)
En la plaza de la Bastilla dejaron el automóvil. Llegaban con tres cuartos de hora de retraso a la cita, pero desde la rué de la Frisandérie, en que estaba situado el hotelito, con pretensiones de oriental palacete, del conde Rolando d’Amáre, hasta allí, había un buen trecho, y, además, costárales Dios y ayuda escapar a la sobremesa con ínfulas de decadente cenáculo con que el conde gustaba de épater le bourgeois. En la atmósfera, un poco pasada de moda ya, muy Lorrain, de sexagenarias ninfómanas que, atrozmente pintadas, estucadas, enjalbegadas, adornadas y emperifolladas con demasiadas joyas, demasiadas plumas y demasiados encajes, se revolcaban por los divanes en compañía de pálidos adolescentes, o realmente enfermos de literatura, o simplemente viciosos a lo Marcel de Willy, Helena se aburría. Aquello, que pudiésemos llamar diletentismo del vicio, era para ella, que conocía los abismos de la degradación humana, cuando los hombres, crueles como dioses, aúllan como lobos, cosa banal y de juego, casi caricaturesca, con todo lo que tienen de doloroso y de grotesco tales caricaturas. A ellas, sin embargo, habíase acostumbrado, pues mirada por las viejas viciosas y los adolescentes pervertidos como una suma sacerdotisa del Pecado —así, con mayúscula y todo—, estaba harta de que la invitasen a estudios disfrazados de templos y garçonières convertidas en fumaderos de opio, donde se celebraban misas negras, que eran grotescas parodias, y orgías romanas con aventureros de baja estofa y mujerzuelas callejeras, que se mataban a fuerza de cocaína y éter. Gracias a que aquella noche tenía con ella a Margot, una actriz deliciosa, que sabía con una sola mirada hacer la crítica de la situación.
Margot no era ni guapa ni fea; era sencillamente chic. Ni tenía bonitos ojos, ni facciones armoniosas, ni líneas perfectas… y, sin embargo, daba como nadie la silueta de moda, el molde para la exhibición de los más atrabiliarios y raros atavíos; era una modelo, pero una modelo en que la muñeca se hacía carne animada por una llama de inteligencia vivísima. Viciosa como una mona, arrastrada de todas las curiosidades pecaminosas, poseía, sin embargo, un a modo de desdoblamiento espiritual que le hacía contemplar irónica aquellas cosas, encontrar el lado caricaturesco con una crueldad de humorista tocado de spleen.
Para la Fiorenzio, su compañía aquella noche había sido un gran recurso. La ironía cruel de su amiga, que sabía subrayar las cosas hasta lo épico, con un gesto o con una palabra; sus muecas, de fingido asombro o las exageraciones y disparates con que sabía trazar el camino para que desbarrasen a los demás, divertíanle, a pesar de todo sacudiendo por un momento la sombría tristeza que iba envolviendo su vida.
Desde la marcha de Marcelo, una melancolía plomiza caía inexorable sobre ella. ¿Tristeza de la ausencia? ¿Amor por el amante perdido?… Probablemente, ninguna de las dos cosas. Habíale dejado marchar sin una frase de cariño ni una palabra de aliento: como se deja marchar a un criado infiel. Marcelo había sido un episodio… Cuando un idilio acaba para nosotros, si luego somos felices, pasa a ser un recuerdo; pero si, por el contrario, somos desdichados, entonces atribuímos, con una vaga e inexplicable necesidad de ideal, al amor muerto virtudes maravillosas, y a su fin achacamos nuestro malestar. Recién partido el muchacho para la lejana guerra, la trágica siguió su vida, fatal y magnífica, como una fuerza de la Naturaleza; pero súbitamente la tristeza se adueñó de su espíritu. Fué una tristeza bíblica, la más atroz y horrenda de las tristezas, la que conturbó su ánimo. Era un tedio uniforme, gris, anonadante, que súbitamente tendía una sombra sobre todas las cosas.
No supo cómo había empezado aquello. Una mañana despertóse triste, atrozmente triste. Sensación de vencimiento, de pesadez, de inercia, de invencible aburrimiento la poseía; trató de sacudirla, de alejarla a fuerza de voluntad, y fué inútil. Como si en veinticuatro horas la existencia entera hubiese cambiado, veía todas las cosas de otro modo. Por vez primera el Dolor y la Muerte hiciéronla su salutación… ¿Marcelo?… No, no. Marcelo nada tenía que ver en aquello, y, sin embargo, su imagen la obsesionaba por un secreto egoísmo que le impelía, ya que ir en busca del placer era tan trabajoso, a desear verse rodeada de afectos. Porque, pese a la índole mercenaria del aventurero, adivinaba en él más corazón, más espíritu, una bondad congénita y que no la hubiese abandonado en el dolor. Días después sus males se agravaron; amaneció con pesadez de cabeza y violento dolor de los riñones. Al salir del baño vió sobre uno de sus senos pequeñas manchas rojizas que formaban a modo de extraña corona. Consultados los médicos, formularon un diagnóstico trivial: el mar… tal vez algún pescado que no estuviese muy fresco… un poco de cansancio, producido por la agitación de la vida que llevaba… Decidió volverse a París. Allí, en vez de mejorar, empeoró. Cierto que los dolores de cabeza y ríñones parecieron ceder, y que las manchas rojas hiciéronse aleonadas y luego grises; y cesando de ser dolorosas, insensibilizáronse; pero, en cambio, sentía un dolor sordo, que enseñoreábase de sus senos y de uno sus brazos, mientras las manchas corríanse a éste, y en los lugares donde habían estado antes, la piel rizábase y endurecíase en minúsculas escamas, que daban al tacto la sensación de la piel de un paquidermo. Y la tristeza, cada vez más profunda y abrumadora, la envolvía, la vencía, postrábale horas y horas sobre un diván. Por un milagro de su voluntad sobrepúsose a ella, y durante unos días buscó en bárbaras aventuras de amor y muerte el olvido. No lo halló. Ahora, sin que pudiese explicarse el por qué, ideas lúgubres, macabras, espantosas, le atormentaban; el miedo de pegajosos males, en que antes ni aun soñara, la perseguía en sus amorosas aventuras; contagios terribles, enfermedades asquerosas, podredumbres que convierten a los seres en vivientes cadáveres o en piltrafas humanas, alucinábanle; la idea aquella de la podredumbre era como sutil humo que envolvía todas las cosas… Entonces buscó en los venenos sabios el olvido. Y fueron las largas fumadas de opio, las noches impregnadas de éter, las horas de hatchis… Pero en los maravillosos ensueños de los narcóticos, en las misteriosas evocaciones de los jardines de maravilla y de los alcázares de ensueño, triunfaron también la miseria y la descomposición, y en los cálices de las flores vió larvas inmundas, y sobre los lechos vestidos de oro y púrpura de los palacios, los trágicos mendicantes, comidos de llagas.
Entonces abandonó los artificiales paraísos y volvió a la vida real, inmunda y magnífica. Pero todo se había modificado; todo cambiaba y se deshacía; sus ideas vacilaban, y en sus ojos y sus oídos había extrañas alucinaciones.
El amor seguía siendo para ella la misma cosa enervante, malsana, pesada y caliginosa, como el aire de un invernadero viciado por el paludismo de la tierra sembrada de portentosas plantas llenas de veneno. Era la misma sensación de anhelo y de vencimiento, de crueldad y de masochismo; una sed inextinguible de lascivia, una impresión ambigua, que ponía fuego en sus entrañas y hielo en su piel; una lubricidad obscena, desvergonzada y cínica, que necesitaba de groseras exhibiciones, de espectáculos inmundos y feroces, de caricias que eran flagelaciones, y bestialidades que eran caricias; una sensación que le mecía en los linderos de la vesania furiosa, hacía hervir su sangre y le helaba hasta la médula de los huesos, sacudiendo sus nervios, que vibraban como cuerdas demasiado tirantes de un arco. Era un anhelo de cosas bajas y abyectas, de infamias morales y groserías físicas, de suciedad y de miseria, de ordinariez y de infamia; un vago deseo de ser violada, pisoteada y maltratada, que le equiparaba a cualquier trotacalles miserable. Pero ahora la sensación de cansancio, de tristeza, de agonía que, como un obligado cortejo, venía tras de las horas de calentura, era aún más anonadante, plomiza y amarga. Y, además de aquellos momentos, cada vez más breves, había un elemento nuevo: la Muerte. La Muerte era un testigo irónico que, desde un rincón de las alcobas de lupanar o entre las suntuosas cortinas de brocado florecido de oro que cerraban su lecho, contemplábale siempre. Helena la sentía allí, respiraba su aliento de podredumbre, y veía la verdosa claridad de sus ojos vacíos fijos en ella. Por un raro fenómeno anímico había como un desdoblamiento de su personalidad, y cuando su carne, su carne miserable, volaba en los atroces torbellinos de la lujuria y temblaba de voluptuosidad, contemplábase en una lenta y espantosa descomposición, y veía verdear sus senos en un hediondo hervir de gusanos y rajarse su vientre para ofrecer banquete a inmundas alimañas. Aquella perenne visión de la muerte, de la podredumbre de los gusanos, ponía en el amor un elemento nuevo y atroz, y sentía el ansia de descender aún más, de prostituirse en plena calle a los miserables roídos de miseria, de revolcarse en el estercolero de Job y hacer su lecho de liviandades en el sepulcro de Lázaro.
La misteriosa enfermedad que, como un castigo de Dios, había caído sobre ella, seguía su curso, lenta e implacable. Ya no eran solamente los senos los que estaban invadidos; el cuello y uno de sus brazos cubríanse de menudos granos rojos y de minúsculas vetas, que tejían extrañas telas de araña sobre el nácar traslucido de la piel. No experimentaba dolor determinado, pero una misteriosa incomodidad enseñoreábase de su cuerpo, y de vez en cuando atroz jaqueca martilleaba en sus sienes. Además tenía frío, frío siempre, un frío interior que algunas veces hacíase doloroso como si con misteriosos instrumentos la raspasen los huesos.
Por eso aquella noche, y mientras su compañera apenas envolvíase en una de esas atrabiliarias capas de crespón, que son más decorativas que útiles, ella arropábase en amplio abrigo de chinchilla.
Cruzaron, pues, rápidamente la plaza de la Bastilla para reunirse a sus amigos, que debían esperarles en el café de «Los Tres Sargentos» (idea de Julito, que encontraba a aquello mucho carácter), y juntos recorrer las ferias.
La noche era azul, clara y serena, y por lo templada, más que de Noviembre, parecía de primeros de Octubre. La amplia plaza, profusamente iluminada, hallábase invadida por multitud de gentes que sorteaban los automóviles, autobús y coches circulantes en todas direcciones; a la derecha, como un camino de luz, abríase el boulevard, que reverberaba con las instalaciones de la feria.
Las dos damas, muy de prisa, un poco azoradas, aunque ni a sí mismas se lo confesasen, cruzaron entre los grupos, recibiendo el homenaje de admiración que su garbosa presencia merecía. Realmente eran una nota exótica en el popular festejo; y si Margot Deschamps, con su amplio albornoz de crespón gris plomo, que dejaba asomar por debajo la redonda saya de glacé pavo real, orlada con las plumas del fantástico pajarraco, en la cabeza minúsculo sombrerillo de terciopelo negro, coronado de miosottis, tenía la apariencia de cocotte de rumbo o aventurera elegante; Helena, envuelta en la pelliza de chinchilla, que cubría casi por completo la falda de gasa morada orlada de las mismas pieles, coronados los rojos cabellos por la toca, de piel también, enguirnaldada de pensamientos de terciopelo, parecía una princesa rusa corriendo aventuras escabrosas.
Divisaron a los demás, que les estaban esperando. Formaban grupo en la terraza del café, en medio de la expectación de los buenos burgueses y de los chulos aburridos, expuestos a la vergüenza (a la desvergüenza, decía Julito) pública. Entre las familias modestas que con su prole, después de visitar las instalaciones, descansaban tomando un refresco de grosella, y las parejas de enamorados, que se decían ternezas, el grupo cosmopolita era una nota atrozmente discordante. Destacábase en primer lugar el inevitable Julito Calabrés, que, pese a sus treinta y tres años, posaba de juvenil, ostentando a las once de la noche una indumentaria de hombre de sport, verde lagarto, que contrastaba con la pulsera y las sortijas de un orientalismo muy Argel o Tánger. Junto a él, rejuvenecida en treinta años (no representaba más que treinta y dos), con demasiadas perlas y demasiadas esmeraldas sobre el traje, con pretensiones de sencillo (cuatro mil francos en Bechof David), Madame Lipton coqueteaba de un modo desvergonzado con Cherí, un chiquillo rubio y blanco, que hacía profesión del amor. Era la dama millonaria y norteamericana, y tenía su leyenda. Según sus amigos, muy niña había ido a la India, donde fué la querida de no sé qué fastuoso Radjah; allí adquirió misteriosos vicios, que trajo luego a Europa en forma de enorme boa, con las que pasaba las noches en rara pagoda de Si va, que construyese en su hotel de Neuilly. Lo que pasaba en el misterio de su retiro nadie lo sabía; pero lo que sí era del dominio público eran sus correrías por tés y restaurants nocturnos, en busca de bambinos italianos, bailaores españoles, desertores belgas y hombres de boxe de todas las nacionalidades.
Formaban el resto de la pandilla Madame de Stonikoff, una rusa arbitraria, acusada de haber envenenado a su marido, porque no admiraba sus cuadros, de un cubismo rabioso, y que ahora, en pleno París, dedicábase con ensañamiento a la pintura, y la Princesa de Catamini, dama de la más rancia nobleza italiana (según ella), que se entregaba con fervor de prosélito al ocultismo y a la magia, y pasábase la mitad de su vida haciendo girar las mesas. Su indumenta denunciaba sus gustos y sus entusiasmos por Geocia, pues realmente el vestido de terciopelo negro, con misteriosos signos de plata, y el puntiagudo capirote amarillo que sostenía sobre sus cabellos, embadurnados de rubio, recordaba las elegantes modas que ostentaron brujas y endemoniadas, camino de las hogueras de la Inquisición. Y, por último, como elemento masculino, Mejías, un argentino que olía a cosas misteriosas, no siempre gratas, y poseía una voz de tenor que constituía una perenne cuestión de orden público.
Con grandes extremos de alegría acogieron tocios a los recién llegados, y ya juntos, emprendieron su paseo.
Una neblina tenue, esa neblina que se levanta en los sitios en que se aglomera una gran multitud, envolvía todo; a entrambos lados del andén central abríanse los puestos banales, con rifas, juegos de azar y de destreza, barracones de tiro al blanco, vendedores de golosinas, de muñecos y de otras chucherías y baratijas, todo ello muy engalanado de cadenetas de papel, de banderolas polleronas y de farolillos de colorines, y alumbrado por la antipática y maloliente luz del acetileno. Una multitud vulgar, compuesta en su mayoría de empleadillos, tenderos, criados y otros specimens, de esa seudoburguesía que domina en los espectáculos callejeros de la capital francesa, apretábase, estrujábase, deteníase ante los puestos, grosera, maloliente y antipática. Eran hombres que no tenían de personas educadas más que la indumentaria, llevando del brazo a sus mujeres, infectamente ataviadas, con sombreros de doce francos y presuntuosos abrigos de «Pigmalion» o de «La Belle Jardiniére», que a su vez conducía dos o tres vástagos, por lo común feos y desmirriados. Entre los burgueses, más sutiles y airosos, desfilaban los chulos, llevando con ellos a sus mujercitas, unas criaturas enfermizas, con alto casco de pelo negro o rojo, cuerpo delgadito bajo las livianas blusas de colorines chillones y las faldas de cuadros, sobre las que caían, para dar cierto recato, los negros delantalillos, y cuello tan quebradizo y flaco, que parecía pronto a romperse a cualquier gesto violento. Eran adolescentes de cara truhanesca, mal color, mentón enérgico y duros maxilares; unos, delgados y ágiles; otros, cuadrados y espesos; pero todos, a pesar del aire abandonado y del afectado desgarbo con que andaban —las piernas separadas, los hombros muy altos y las manos en los bolsillos—, y que constituía como un aire de familia, tenían un no sé qué de ondulante, ágil, de felino; vestían por lo común el mismo pantalón, amplísimo, de pana, y cubrían las cabezas, de cabellos amarillentos y desvaídos o negros y rizados, de iguales gorras a cuadros, de enorme visera, que disimulaba la malicia aviesa de los ojos. En contraste con ellos, los maquereaux, más hechos, con más años y menos elegancia en el ademán, permanecían sentados en las terrazas de los bistros, sin cuello que cubriera el suyo cuadrado y nervudo, y con las cabezas tocadas de los vulgares hongos, a que ellos daban, sin embargo, un cariz de canallería amazacotada, lejana de la felina picardía de los chulillos. De vez en cuando acercábaseles una hembra, casi siempre presuntuosamente puesta de sombrero; hablaba con ellos unos instantes, y luego se alejaba.
Según avanzaban, la muchedumbre hacíase más espesa; los gritos, las risas, los cantos y las músicas, más fuertes, agravados por los estrépitos de los «tíos-vivos», el horrísono trompeteo de los cinematógrafos, el alarido de los que anunciaban los espectáculos e invitaban al público a entrar. Había vaivenes absurdos, de esos que, sin saberse por qué, se producen súbitamente en las multitudes bullangueras; empujones, encontronazos, subrayados por risas en sordina, por chillidos, por chistes sucios o frases picantes. Ante una barraca de boxeadores, las gentes se arremolinaban, contemplando a dos zánganos, medio desnudos, que, calzados los guantes de lucha, servían de reclamo. Allí había menos burguesía, y, en cambio, el público de chulos y trotacalles era más alegre y bullicioso. Se pellizcaban, bromeaban, besándose con gracioso impudor.
El paso de la pandilla de los elegantes era triunfal. Unos las piropeaban, otros se reían de ellas; las mujeres hacían comentarios irónicos o envidiosos; algunas manos audaces llegaban hasta parchearlas suavemente.
Como borracha por un licor afrodisíaco, Helena sentíase revivir. Nerviosa alegría sacudía sus nervios como una corriente eléctrica. Olvidaba sus males, su tristeza, sus misteriosos temores, y sentíase más joven, más ágil, más alegre. Cada vez que uno de aquellos chulos envolvíale en los efluvios de su mirada, descarada, golosa y cruel, sentía un anhelo infinito, un ansia loca de entregarse, de ser una de aquellas mujerzuelas que públicamente podían restregar el hocico contra ellos y espachurrar sus labios contra los labios rojos y sangrientos, como un fruto reventado, que podían darse el goce supremo de pasearse impúdicas ante todo el mundo, refugiadas en sus brazos. Un fuego lúbrico corría por sus venas, humedecía sus ojos en absurda emoción y secaba sus labios con abrasadora sensación de calentura. Otra vez el alma remota, hecha de lascivia y de crueldad, de lujuria y de maceración, revivía triunfante en la mísera criatura civilizada y banal, y hacía de ella el monstruo de abominación y maravilla que danzara desnuda ante los salvajes e hiciera de su lecho de amor el túmulo mortuorio de un torero.
La feria se ensanchaba formando a modo de plazoleta donde se alzaban las mejores barracas —el «Gran Circo de Lucha», la «Jaula de Fieras», «El Domador de Áspides» y el «Palacio de Figuras de Cera»—, mezclados con unos extraños aparatos en que minúsculos columpios giraban vertiginosamente. Madame Stonikoff y la Catamini se alocaron en presencia del artefacto; ¡ellas querían subirse allí! La Lipton, para no desmentir su juventud, sintióse poseída del mismo prurito, y Jorge Robert, con aspavimentos de falso adolescente, lanzóse al asalto del artilugio; Helena se negó en absoluto. No, lo que es ella no se encaramaba en los incómodos asientos, y menos aún con aquella toilette. Julito, lleno de galantería, al parecer (en realidad porque prefería el espectáculo de su amiga en contacto con la canallería callejera —aquello era más pintoresco, y hasta puede que le suministrase asunto para una novela—), ofrecióse a acompañarla, y mientras los demás se embarcaban para Citerea, según ellos, para la Casa de Socorro, según Calabrés, los dos permanecieron contemplándoles. Era un torbellino ruidoso y mareante, en que las cadenas chirriaban y los asientos entrechocábanse, dando lugar a encontronazos, que provocaban agudos chillidos, protestas, risas, frases ingeniosas, todo ello acompañado de una música absurda, pero alegre y retozona, Helena murmuró:
—¡Qué mareo! Vámonos a dar una vuelta mientras estos locos acaban de desbarrar.
Julito aceptó encantado.
—Me parece de perlas. Esos no saben más que llamar la atención. No han aprendido a saborear el encanto acre y malsano que hay en estos festejos.
Miróle ella desconfiada, para ver si hablaba seriamente o si se trataba de una de sus habituales mixtificaciones para tirar a la gente de la lengua. Como la cara permanecía inalterable, y aquello podía interpretarse casi como el principio de una misteriosa confesión, habló ella a su vez, aunque con una ambigüedad que no dejaba traslucir el fondo de su espíritu.
—¡Hay tan pocos que saben saborear el atroz realismo de la vida!
—Pues aquí —afirmó Julito— se ve la vida muy de cerca. A las gentes no puede estudiárseles en su propio ambiente, porque entonces están como si dijésemos en escena. Hay que verles en las horas de alegría ruidosa, de borrachera o de lujuria, que es únicamente cuando dejan entrever algo de la verdad. Fíjate —prosiguió— en la cara de todos estos hombres que pasan a tu lado, que te rozan, que se detienen un momento junto a ti y te envuelven en una mirada extraña. Si leyeses atentamente, verías en unos el deseo, en otros una concupiscencia ambiciosa, hasta puede que en alguno una tentación de crimen, de crueldad inconsciente, absurda, instintiva.
Con lentitud habíanse ido alejando de los columpios, y estaban ahora ante el barracón de las figuras de cera. Era un recinto de tablas y cartón piedra que, en su presuntuosa traza, parodiaba un palacio oriental. Gallardetes y banderolas de colorines adornábanlo por todas partes. Tres escalones daban acceso al pórtico, en que una mujer, vestida de bayadera india y con un mono en brazos, paseábase. De vez en cuando la hembra besaba al animalito con grandes transportes de pasión, en que había algo de malsano; un payaso, vestido de negro, con tibias y calaveras blancas, destacándose sobre el traje y una careta de cera, de fealdad horrenda, tocaba una trompeta; grandes canelones anunciaban el espectáculo: «El Reino del Crimen», «El Reino del Tormento» y «El Reino de la Muerte».
Julito Calabrés propuso a su amiga:
—¿Quieres que entremos? Será hórrido y grotesco; pero ya sabes que en la uniformidad gris de la vida de Occidente, sólo en lo hórrido, lo grotesco y lo pasional del pueblo se encuentra algo del divino escalofrío de la voluptuosidad refinada y admirable, que es toda la vida de algunos países de Oriente.
Ella sonrió:
—Lo dices irónico, y, sin embargo, ¡no sabes cuán gran verdad estás diciendo! Yo algunas veces, en el último hampón, en el mas miserable de los miserables, en una escena de burdel de ínfimo orden o en una riña de borrachos de cualquier tabernucho de Argel. Nápoles o Barcelona, he visto lucir por un momento una crueldad tan sabia, tan sádica, tan quintaesenciada, que he creído asistir a la resurrección de toda la bárbara magnificencia de la vida remota, cuando aún el cristianismo no nos había hecho cobardes, hipócritas y miserables.
Él animó:
—¿Quieres que entremos?
—¡Vamos allá!
Penetraron en el recinto. El primer cuarto era grandón; el suelo de tablas; las paredes, cubiertas de percal rojo; luces de acetileno humeantes y pestilentas lo alumbraban. Y en la claridad lívida veíanse una serie de cabezas patibularias de aviesos ojos, mandíbulas prominentes y enmarañadas cabelleras. Así cortadas, separadas del tronco, tenían las testas, en la lividez de la cera, que amarilleaba con los años, y de los ojos de vidrio inmóviles en su torvo mirar, un horror macabro y alucinante, que ponía en el ánimo vaga sensación de inquietud.
Helena iba contemplándoles atentamente, con una fijeza apasionada. El sugeridor murmuró tras ella:
—¡Fíjate en éste! Mira qué frente tan estrecha, qué pelo lanoso, y sobre todo la crueldad lúbrica y triste de esos ojos y la ferocidad de la quijada, casi animal.
La cabeza era, efectivamente, atroz, y sugería no sé qué tenebrosos dramas de cosas abominables, en que la idiotez, la vesania, la lascivia y la locura debían de jugar activamente.
Calabrés leyó en el catálogo:
«Ruperto Bois, llamado el Tigre. Después de brutalizarla, asesinó a su madre para robar cien francos de la herencia paterna, y luego, borracho, confesó públicamente su crimen».
Siguieron pasando revista. Ante otra cabeza detuviéronse. No tenía el aspecto bestial de la anterior; pero, en cambio, había en toda ella una untuosidad aceitosa y escurridiza que daba la sensación fría, repulsiva, de un reptil. Tenía el pelo pegado y brillante, verdosa y luciente la piel, los ojos bajos, con no sé qué de hipócrita, la nariz larga y penduliforme y los labios descoloridos, gruesos y abultados.
Julito volvió a leer:
«Silvestre Comin, llamado la Hiena de Belfort. Desenterraba cadáveres para violarlos y apoderarse de sus preseas».
Había llegado ante el grupo central, que era la reconstrucción de un crimen: el asesinato de una vieja hechicera por dos bandidos. El lugar de la escena, una gruta convencional, que se suponía la habitación de la bruja. Retortas, alambiques, pieles de lagarto puestas a secar, una calavera, varios libros, una lechuza y un gato negro, daban color local. Mientras uno de los bandidos, vuelto de espaldas al público, revolvía un cofre, en busca del supuesto tesoro, el otro estrangulaba a la anciana en su cama. ¡Ah, el atroz, el horrendo, el escalofriante espanto de la escena! No podía decirse qué era más terrible, si la ferocidad de chacal del hombre o si el espanto grotesco de ella, que, con los ojos fuera de las órbitas, el rostro crispado, la boca desencajada y las manos retorcidas, trataba, en un esfuerzo pueril, de defenderse contra sus asesinos.
Y colocada junto al grupo, una mujer amarillenta, seca, de arrugada piel, rojos y escasos cabellos y pupilas verdes, que fosforescían como fuegos fatuos, contemplaba todo, con un gesto agrio, maligno, refocilada en un secreto instinto de crueldad.
Miraron la explicación:
«Dorotea Margarita Fuchón, profesora en partos, que hacía morir a sus clientes en los más espantosos sufrimientos, inoculándoles venenos de ella sólo conocidos».
Julito rió irónico:
—¡Realmente, en casa de esta buena señora se debía de comer casi tan mal como en casa de D’Amáre!
Helena no rió el chiste Por primera vez en su vida sentía ante todas aquellas cosas que le atrajesen siempre, con la misteriosa atracción de los abismos, una nerviosidad extraña, una inquietud casi física, la inquietud de ciertos animales dañinos ante la proximidad de un misterioso peligro que olfatean en el aire. Pese a lo burdo de las reproducciones, sobreponiéndose a lo trivial del lugar, algo más fuerte que su albedrío la turbaba y la hacía desear con una curiosidad calenturienta. Ahora quería ver más, más; pasar pronto por los suplicios y llegar al tenebroso palacio de la Muerte.
—¿Vamos? —apresuró—. Si nos entretenemos, esos acabarán con su dichoso columpio y no nos dejarán ver nada.
En los labios del sugestionador apareció una sonrisa levemente burlona:
—¿Verdad que, pese a lo chabacano y grosero de las reproducciones, hay en ellas algo de escalofriante? Es indudable que en estos ignorados artistas, que tal vez no son sino fracasados, que ahogaron sus amarguras en el alcohol y apagaron su sed de amar en los burdeles de baja estofa, hay un sadismo supremo, maravilloso. Parece que en cada estatua, en cada busto, en cada rostro, ha encarnado uno de los malos instintos que no tuvieron el valor de vivir…
Pero Helena quería ver y no oir. Todas las palabras que pudiese discursear junto a ella, no eran nada en comparación de las cosas vagas e informales que, como raros monstruos, flotaban en las tormentas interiores.
Pasaron al segundo cuarto. En él, las paredes hallábanse cubiertas de grandes cortinones de percal negro, que hacían resaltar más los instrumentos de la Inquisición española, que habían tomado como compendio de los suplicios. Realmente, eran espantosos y escalofriantes; pero hacía falta un mayor esfuerzo imaginativo en la composición de lugar para que hiciesen impresión. Además, las figuras eran más comunes, de un convencionalismo muy francés. Representaban viejos mendicantes castellanos, cubiertos de andrajos, que dejaban entrever las úlceras; sayones inquisitoriales, jueces severos encapuchados penitentes y verdugos de feroz presencia. Sólo una de las figuras estremeció a la actriz: era un hombre desnudo, las piernas y los brazos atrozmente estirados por el suplicio, y en los ojos una mirada vidriada, una mirada de espanto, de angustia, de sorpresa vesánica, la mirada de estupor del ser que, de improviso, se encuentra en presencia del sufrimiento y de la muerte.
¿Qué iba a ver ahora? ¿Qué nuevos espantos iba a contemplar? Como si fuese víctima de una pesadilla, la Fiorenzio vivía realmente todo aquello en absurda excitación nerviosa.
La tercera y última sala estaba pintada de blanco, con esa blancura brillante, fría y hostil de las salas de los hospitales. En derredor, estudiados en las figuras de cera, veíanse los más espantosos males, las lacras más terribles, las más odiosas deformidades, las plagas tremebundas que afligen a la Humanidad doliente. Desde los males que azotaron a los pueblos bíblicos en la antigüedad remota a los males ultramodernos; desde los que fueron castigo de Dios, hasta los que la Ciencia ha traído consigo; desde los que viven en los ardientes bosques y las altas cordilleras heladas de la India, hasta los que alientan en las malsanas promiscuidades de las urbes mediterráneas, todos, todos estaban allí, pregonando la miseria del hombre. Una serie de figuras de cera, colocadas en derredor del cuarto, reproducían los casos clínicos. Y era la viruela negra, y la tiña repugnante, y la atroz sífilis, los cánceres hediondos y la monstruosa elefantiasis. Veíanse cuerpos negruzcos e hinchados, como feroces caricaturas de seres humanos; cabezas con calvas, que daban una impresión escalofriante y litúrgica; rostros en que faltaba la nariz o en que los labios, comidos, fingían odiosas sonrisas; piernas o brazos cercenados por enormes tumores, y senos femeninos carcomidos y secos, como los de viejas estatuas roídas de humedad, y miembros enormes, hinchados, dilatados de un modo alucinante.
Y presidiendo todos aquellos espantos con que parecía que las furias del Infierno habíanse recreado en agobiar a los hombres, la enfermedad horrenda entre las más horrendas, el mal bíblico, misterioso y espantable con que Jehová castigara las traiciones de su pueblo: la lepra.
En los torsos desnudos de los muñecos iban viéndose los progresos del mal, sus fases, sus diferentes manifestaciones y los caracteres que en unos y otros casos iba revistiendo. Primero eran pequeñas manchas rojizas, grises, aleonadas… Después, superficies escamosas, hinchazones, pequeñas protuberancias tenues filigranas de rayitas rojas y sobresalientes, que estriaban la piel en todas direcciones… y, por fin, tumores, que se abrían en espantables llagas, atroces podredumbres, en que pululaban los gusanos como en un cuerpo muerto. Y eran piernas tumefactas, hinchadas y enormes, cubiertas de una piel áspera y gris, que les daban extraña semejanza con las de los elefantes; senos comidos de gangrena, en que pululaban inmundas larvas; manos cubiertas de granos y costras, en que se rasgaban purulentos abscesos, y rostros… ¡Ah!, ¡el supremo horror de aquellos rostros que fueron caras humanas, y que ahora habíanse convertido en cosas hediondas y miserables, que despreciarían las aves de rapiña! Los había atroces; tan feos, repulsivos y miserables, que harían temblar al más cruel y pondrían en su espíritu una rosa de misericordia. Unos, devoradas las mejillas por grandes costras, un agujero en el lugar de la nariz, tenían la boca hinchada en bufa parodia del hocico de un rumiante; a otros faltábanles los labios; en otros, el cuello, enormemente hinchado era mayor que la cabeza; otros, aun comidos de postemas, daban la sensación de una de esas alimañas que rondan en Africa los campos de batalla.
Helena los iba contemplando mientras su espíritu pasaba por una gama infinita de espantos. Sentía al mismo tiempo atracción y repulsión; esa misteriosa sensación que nos hace mirar mientras temblamos y nuestros cabellos blanquean. Como en un espejo embrujado veía allí cosas que no quería ver, que adivinaba y rechazaba, que eran un presentimiento y una certeza, que le daban la impresión de despertar encerrada en un féretro bajo tierra y en plena fermentación de gusanos.
Al fin llegaron ante la figura central, compendio o resumen de todas las demás. Era lo que las Escrituras llaman un Hombre de Plata, un caso de lepra blanca. El cuerpo todo cubierto de minúsculas escamas argentadas, en que había como un leve polvillo gris; el cuello hinchado y cubierto de llagas; la cara inflamada, en tan espantosa monstruosidad, que recordaba la de un león, rota en purulentos tumores; los ojos brillantes como de loco o de iluminado, y en la oreja, en plena putrefacción, un minúsculo gusano, era la imagen del espanto, la fusión de todas las angustias de la muerte con todos los horrores de la vida.
Fascinada, yerta, permanecía la Fiorenzio en contemplación de la figura turbadora, cuando la voz irónica de Margot sacóla de su abstracción.
—¿Estás estudiando medicina?
Anochecía. Tendida en el diván, Helena leía con apasionada atención. De vez en cuando una gota de glacial sudor perlábase en la raíz de sus cabellos y resbalaba por su frente. Una angustia agónica la estremecía, y cerraba los ojos como si no quisiese ver más.
Estaba toda desnuda bajo la bata india de crespón verde, rayada de oro y plata. La liviana estofa moldeaba la armonía suprema de las líneas elegantísimas, y alzábase en los senos erectos Uno de sus pies, calzado de chinesca sandalia, reposaba; el otro, desnudo por completo, oscilaba fuera de los almohadones de peregrinos brocados que formaban el diván. El rostro, muy pálido, parecía demacrado por la ansiedad y la noche de insomnio, y los ojos hundidos en profundas ojeras azules brillaban de fiebre. Los cabellos rojos, sin peinar, estaban echados hacia atrás y formaban grueso moño en la nuca.
Había pasado una noche terrible de insomnio, y en los momentos en que conseguía dormirse, presa de monstruosas pesadillas, que le representaban agonías terroríficas en que su cuerpo divino, blanco y escultural como el de clásica Minerva, fermentaba y se descomponía en vida. Apenas de día, habíase arrojado del lecho y corrido a contemplarse en el espejo, testigo tantas veces de sus liviandades.
¡Allí estaba! Ya no era solamente el seno el que las odiosas manchas profanaban; en la barbilla, siguiendo el óval del rostro hasta la oreja, una serie de pequeñas marcas rojizas mancillaban la pureza del alabastro Entonces, enloquecida de miedo, había enviado a comprar aquellos libros de medicina que trataban de los viejos males que fueron tributo de la humanidad paria. Por un momento pensó en llamar a los médicos, a los doctores más famosos de París; pero una aprensión superticiosa se lo impedía, y además una esperanza insensata de equivocarse, que caería al suelo a la primera palabra del galeno, sosteníale aún. ¡No! ¡no! ¡Los médicos de Europa, nunca! Con su estúpida ciencia harían de ella una pobre bestia enferma y lamentable, con la que habría que tomar precauciones de lazareto. ¡Nunca! ¡Nunca! Huiría a Oriente, a uno de esos viejos y maravillosos paraísos donde se muere entre flores y aves, donde los hombres no tienen miedo de la podredumbre, porque la podredumbre es voluptuosidad y la voluptuosidad es muerte.
Ni había comido ni reposado. Leyó todo el día con una ansiedad creciente hecha de espanto y de esperanza. Al fin dejó caer el libro, y poniéndose de un salto en pie, corrió al espejo. Allí, con gestos bruscos, arrancóse la túnica, y en la luz crepuscular contemplóse largamente.
El cuerpo era siempre la misma pagana escultura de belleza insuperable; pero en el vientre, en los senos en el cuello, las manchas purpúreas, aleonadas o cenicientas, trazaban los dibujos de una cábala, cuyo secreto era la Muerte.
Helena lanzó un grito agudo, estridente, un grito en que su vida entera plañía como las bestias del desierto al sentirse heridas:
—¡Lepra! ¡Tengo lepra!
Y extática, yerta, los ojos dilatados de espanto y el pecho jadeante, permaneció ante el espejo, que acababa de darle la solución al atroz jeroglífico.
SEGUNDA PARTE: EL LIBRO DE LA MUERTE
I: EL DRAGÓN AZUL
El primer preámbulo composición de lugar, que es aquí ver con la vista de la imaginación la largura, anchura y profundidad del infierno.
El esfuerzo de los remeros, libre ya de la lucha con la impetuosa corriente del río, hizóse más rítmico, pausado y estatuario. El junco deslizábase rápido sobre el verde tapiz de terciopelo tejido por los lotos; de trecho en trecho abríanse las anchas hojas formando amplio círculo, triángulo o cuadrilátero por donde veíanse las aguas con su quimérica transparencia de esmeralda ondulada por el nadar de estrafalarios peces irisados de raros metales, dando la misteriosa impresión de esos estanques abiertos en los parterres de los jardines o los mosaicos de los salones de los palacios aladinescos, y que sirven de espejo a las encantadas Princesas. A la izquierda, envuelta en los últimos fulgores del sol agonizante, purificada por la distancia del atroz hedor de podredumbre y de inmundicia, la ciudad arcaica reverberaba en bárbara apoteosis de lacas esmaltadas de rojo, negro y oro. Los tejados, en forma de nunca vistos esquifes, en que del negro basalto pendían las campanillas áureas, las pagodas revestidas de mármoles, de porcelanas y de bronces, y los peregrinos minaretes, tenían en las llamaradas del Poniente una magnificencia remota. Todo el pulular de miserias y porquerías borrábase con la distancia, y era un triunfo de dragones de oro rampantes sobre el tenebroso brillo de las lacas negras o el sangriento relucir de las lacas rojas, y de misteriosas aves de plumaje de iris, volando sobre las porcelanas blancas o azules. Ala derecha, en una claridad malva, bajo el cielo que se escalonaba en armoniosa gama desde el amarillo —pasando por el violeta— hasta un tono rosado muy pálido; era un bosquecillo de almendros en flor, todo rosa, el que limitaba el lago, Y por fin, al otro lado de la hirviente cascada, despeñada en un fragoroso nevar de espumas, desde las ensoñadoras cumbres de la montaña azul que, como en un tibor maravilloso, cerraba el horizonte, entre espesos bosques de magnolios y tamarindos, alzábase el viejo palacio de los virreyes. La distancia, bastante grande aún, dábale algo de irreal, de exotérico y misterioso, y más que la apariencia de antigua residencia señoril, tenía la de quimérico templo de Oriente. Entre el sombrío verde de los boscajes, que la perspectiva hacía negros —de un negro charolado y absurdo— veíanse las rampas de mármol blanco que ascendían a la cumbre del montecillo donde se sentaba la mansión principesca. Flanqueando a entrambos lados de la escalinata, extraños monstruos de piedra, bronce y porcelana, esfumábanse temerosos —guardianes de una mansión de encantamiento—. Y arriba veíanse muros de basalto, columnatas de mármol, plintos de verde malaquita, y por fin, coronando la laberíntica edificación, en la luz rosa y azul del crepúsculo, la cúpula revestida de lapislázuli y rematada por un dragón de oro.
Una luz tenue, nacarada, con maravillosas irisaciones de rosa, envolvíalo todo; la barca, sin una oscilación, sin una sacudida, deslizábase por el leve sendero de cristal que se abría en el prado de lotos; seis remeros, el torso y las piernas desnudas, amarillos, delgados, enjutos, con los músculos trazando enérgicos relieves bajo la piel dorada, como en esos viejos marfiles que se guardan en los museos de Europa, el vientre y los ríñones cubiertos por policrono bordado, daban dos pasos hacia adelante y dos pasos hacia atrás con una presteza, una armonía y una elegancia realmente estatuaria, acompañándose de arcaicas canciones que aumentaban la sensación de belleza antigua. Reclinado en unos almohadones, Marcelo creía soñar. La nerviosidad producida por el insomnio, la inquietud y la excitación de la muda pregunta que se formulaba a cada paso sin poder encontrar la respuesta, predisponíanle al estado anímico que fluctuaba entre la realidad y una doble vida atrabiliaria e inquietadora.
Aquella placidez, aquella serenidad maravillosa, contrastaba con el espectáculo repulsivo, alucinante y macabro contemplado un cuarto de hora antes a su paso por los muelles de la urbe china. Entonces un olor irresistible a inmundicias, a miseria y a podredumbre había estado a punto de asfixiarle, privándole del sentido, mientras que sus ojos dilatados de horror habían creído divisar, chapoteando en la repugnante suciedad de las aguas estancadas, mezcladas con inmundicias, seres humanos cubiertos de pestilentes andrajos y comidos de toda suerte de costras, úlceras y las más absurdas y monstruosas máculas, mezclados y confundidos con bestias tiñosas, escuálidas y sanguinolentas. Y hasta al rozar un muro entrevió cabezas humanas, separadas de los troncos y pendientes de unos clavos por largas trenzas de pelo, en que celebraban banquete los gusanos en espera a que, con la noche, viniesen los cuervos a reclamar su parte, mientras los canes famélicos aullasen en torno, haciendo grotescas e inútiles cabriolas.
¿Por qué estaba allí? ¿Por qué acabada la guerra, en vez de retornar a su país y a su casa para tratar de rehacer su vida, como tantas veces en horas de arrepentimiento se había prometido a sí mismo bogaba por un lago perdido en un rincón de China e iba al encuentro de aquella mujer que le inspiraba un horror casi supersticioso? Pero, ¿y aquellos dos años de vida de cuartel y de campaña que debían ser como una escuela de energía, no iban a servirle para nada? ¿Seguía siendo tan miserable, tan afeminado, tan pusilánime como antes? En el fondo, su energía no era sino la energía de los cobardes, que en la seguridad de la muerte saben encontrar una postura airosa, y en la vida continuaba poseído por el mismo pavor ante el trabajo, la lucha y las privaciones. Un gran esfuerzo aislado tal vez, sí; pero el esfuerzo cuotidiano, pequeño y doloroso, eso no era posible. Igual que antes ponía de pantalla al amor, ahora ocultaba sus verdaderos sentimientos tras la caridad, y sobre todo tras el cariño de Edhit. Frivolo y abúlico, débil y cobarde, dejábase llevar por el destino inexorable hacia aquella mujer con la misma pasividad con que antaño otros hombres primitivos se dejaban llevar hacia el ara del sacrificio en los templos de dioses sanguinarios y crueles.
Para infundirse valor sacó del bolsillo la carta y releyó algunos párrafos: «… Ven, Marcelo —decía la misiva, en que sobre el olor de rosas, de ámbar y de incienso triunfaba el perfume de yodoformo y de fenol—, ven, aunque no sea más que por misericordia… Si estuviésemos aún en nuestra vieja Europa te diría que había descendido a los infiernos y que todos los males y todos los espantos se cebaban en mí como manada de hienas; pero en este divino Oriente, donde las flores nacen de la podredumbre y tienen tan bellos nombres— «los brazos de mi amado», «los labios de mi elegido, bajo la luna», «la corona de la princesa que sueña», «la dulzura de la primera hora de amor», «el rubor de la virgen a la caricia del esposo»—; aquí donde de las inmundicias y las fermentaciones nacen flores maravillosas; donde las aguas tienen misterios de peridotas y el cielo glorias de anunciación, te puedo decir únicamente que vuelvo a las flores, a las aguas, a las mariposas y a las aves. ¡Ven, Marcelo! —imploraba con angustia— ven; ni aun a mi palacio te invito; te invito a mi panteón. No me verás ya, verás solamente mi estatua, y con las estatuas no hay peligro de contagio, ni físico ni moral. Es una moribunda, una pobre condenada en un infierno de horrores, que no puedes remotamente sospechar, la que te llama. Quiero que tú y Edhit os améis libremente ante mí y seáis felices; quiero que vosotros, a quienes quise tanto—como estas prodigiosas flores que encuentra en la podredumbre la maravilla de su hermosura—, encontréis en mí miseria la dicha. ¡Ya que tanto mal hice en el mundo, no me niegues el consuelo supremo de una vez, en la muerte, hacer el bien!».
«No creas que te vas a encontrar en un rincón salvaje —proseguía la carta—. Esto es un paraíso de ensueño (y perdona, Marcelo, si desconfío de tu abnegación; pero siempre te he conocido niño, y como niño, egoísta e inconscientemente cruel). Vivo en un viejo palacio; en medio de un jardín encantado a la sombra de alta montaña, que a la luz de la luna tiene transparencias de ópalo, junto a un lago verde y profundo. En el mío, como en el terrenal, hay cuatro ríos. No sé si son el Tigris, el Eufrates, el Ganges y el Indo, pero sé que tienen remansos profundos, donde parece dormir el misterio de la Lujuria y de la Muerte, y espumas blancas que nos dicen de la vanidad de la vida humana.
»Por otra parte, tu calvario durará poco. Me muero y en breve seréis libres y ricos… y tendréis el consuelo de haber realizado una buena obra…».
Una vez más la carta le inquietaba. Era una sensación extraña; aquellas raras palabras, en su espíritu, a fuerza de superficialidad sereno, hacían el efecto de una piedra que cayese en una laguna rompiendo en grandes círculos el espejo de las aguas.
Mas que por la carta, estaba allí por la postdata de Ediht, una postdata desesperada como una suprema imploración de auxilio. Y Marcelo, siempre atrozmente cobarde, sentía que necesitaba a aquella mujer, que era la única criatura capaz de sostenerle en sus vacilaciones e impedir que rodase al fondo del abismo. Por otra parte, ¿dónde volver los ojos? Si hubiera retornado a su casa vencedor, rico y floreciente, le hubiesen recibido con 1os brazos abiertos; pero pobre, vencido, todo serían reproches y quejas. Además, la idea de tener que rehacer su existencia le aterraba. Tenía menos ilusiones que antes. El entusiasmo que le llevó a la guerra se fué amenguando según en contacto con la vida real fuese dando cuenta de su inutilidad, y por fin una noche, en el silencio de su tienda de campaña, llegó a una conclusión atroz. «¡Soy un cobarde!» pensó.
Pero ahora temblaba ante el misterio hacia que se encaminaba ciegamente, y para fortalecerse leyó los párrafos de Edhit:
«¡Ven. por Dios, yo también lo imploro de ti! —decía la muchacha—. ¡No puedo más! ¡Todo el horror, toda la tristeza y todo el espanto están con nosotros! ¡Si es verdad lo que en tus cartas me has dicho, si es cierto que yo soy lo único que aprecias en el mundo, ven, pues sola soy incapaz de resistir, y resistir es mi deber!».
Llegaba. Iba atardeciendo; ya sólo en el horizonte una línea de oro muy pálido, que se apagaba lentamente, anunciaba la agonía del sol. El amarillo, el rosa y el azul, fundíanse en un tono violeta que cubría el cielo. A la luz malva, todas las cosas tenían vaguedades de ensueño, y mientras la montaña sagrada se hacía de amatista, las frondas cobraban una profundidad cárdena llena de misterio.
Ahora la barca rasgaba una alfombra de adelfas que fingían maravilloso mosaico y se aproximaba al vetusto embarcadero de piedra guardado por dos híbridos monstruos de rampantes garras y abiertas fauces. Las ninfeas y los nelumbos tenían arabescos rosados, verdes azules, malvas; pálidas glicíneas caían en cortinas de gasas hasta el agua, y con la tarde nevaban hojas de rosa. Al fin, tras un ligero choque, el junco arribó, y Marcelo fué ascendiendo por las desgastadas rampas de granito que servían de acceso al jardín.
Ya en él, y mientras dos fornidos esclavos semidesnudos, tocadas las cabezas por enormes sombreros cónicos de paja, ayudaban a los barqueros a descargar el equipaje, detúvose perplejo sin saber qué ruta tomar. A un lado veíanse macizos de prodigiosas orquídeas malvas, rosadas y verdes, con inquietantes apariencias de mariposas y reptiles, y surgiendo de ellos, raros templetes de porcelanas, enguirnaldados de amarantos de hojas moradas y purpúreas, y polleronas campanillas que la suave brisa del lago hacía temblar. Al otro lado dormía pequeño estanque cubierto de adelfas, en que grullas de rosadas patas bebían. Vio entonces Marcelo venir a su encuentro dos muchachas indígenas.
Eran como dos figuras de biombo, frágiles, quebradizas, que tenían una rigidez inquietante de marionetas. Sus rostros eran finos, un poco alargados, los ojos oblicuos, muy negros y brillantes, y las facciones menudas y graciosas, como de marfileñas muñequillas. Cubrían sus cuerpos unas a modo de túnicas de seda azul, recubiertas de otras más cortas de raso verde, prolijamente bordadas de pájaros y flores. Ante él inclináronse con graciosas reverencias, que evocaban los paisajes de abanico, y por fin, tras innumerables zalameas, los ojillos negros y los labios finos y pálidos, sonriendo en un gran prestigio cordial, invitáronle a seguirlas, y tras ellas comenzó Marcelo el ascenso hacia el palacio.
La escalera era de blanco mármol, vagamente dorado por el sol de muchos siglos; los peldaños, muy anchos, estaban desgastados y a trechos manchados por yerbas salvajes, que el abandono había dejado arraigar entre las junturas de la piedra; de tiempo en tiempo, animales fabulosos de granito, bronce y mármol daban guardia; eran alados dragones de escamosa cola, retorcidas sierpes, grifos de amenazadoras garras, y monstruosas alimañas, que sólo vivieron en la mente de los remotos artífices; eran las más absurdas hibridaciones, las fusiones más inquietantes que hacían nacer toda una fauna de calenturienta pesadilla en que triunfaban las fauces abiertas, las zarpas amenazadoras y las colas de inacabables anillos; tenían de los leones y de los búfalos, de los alacranes y de las bestias marinas. Por prodigioso fondo a los quiméticos engendros, las más varias, bellas y armoniosas especies de botánica. Peonías enormes, rojas, como grandes manchas de sangre, amarillas y anaranjadas, como llamas, azules y violadas; colosales iris; camelias de blancura mortuoria erguidas sobre sus altos troncos; dragoneros de finos tailos, blancas florecillas y anchas hojas de sangre; anochtochilus de áureas filamentas; peonías reales que, en sus misteriosos arabescos de un verde gris evocábanla rielante piel de los reptiles; farfugiums amarillos y verdosos como desaparecidos saurios, alelíes y gramíneas, tejían laberintos, y sobre ellos, irguiéndose hacia el cielo pálido, los cedros gigantes, los magnolios de venenosas flores de terciopelo y los enormes tamarindos. Y por doquiera, como en terrenal paraíso, las aves de más imprevistos y peregrinos plumajes —los faisanes dorados y plateados, los lofóforos vistosísimos, los faisanes de collar, los cucos de Kachmir— surgían de las espesuras. Pero, sobre todo, era un triunfo, una mágica apoteosis de pavos reales. Los había blancos, con rielante blancor de plata; negros, envueltos en un luto fastuoso, y tornasolados, como si un orfebre prodigioso hubiera labrado la maravilla de sus plumas con zafiros y esmeraldas. Posados sobre la cabeza de los pétreos monstruos o en los trozos de derruida balustrada, abrían el prodigio de sus colas en doble fila de abanicos de plumas que dábanla misteriosa y magnífica sensación del cortejo de una diosa oriental. Y todos aquellos bicharracos, al paso de Marcelo, como en un cuento de Schzereda, lanzaban agudos chillidos, alzaban dificultosamente el vuelo con rumor de plumas, para volver a caer algunos pasos más allá, chillando atrozmente cual si protestasen de la presencia del intruso en la encantada mansión. Había acabado la escalinata, y ahora era un jardín de hortensias rojas y azules, en cuyo centro se alzaba una fuente de mármoles y jaspes con campanillas de oro, que la brisa hacía tintinear suavemente. Un ave de ensueño, el cuerpo de metálico azul y la larga cola de vivísimo color amarillo, se paseaba lentamente en torno a la fontana. Al fin, precidido de sus acompañantas y guías, el muchacho penetró en la mansión.
Como si una princesa de Las mil y una noches le hubiese dado cita en el palacio de Aladino, Marcelo encontróse en una mansión de encantamiento. Pasado el umbral, la sensación de belleza arcaica, una sensación que arrebataba a todo lo presente y sumía en vaguedad ensoñadora y remota, era aún más intensa que en el chinesco paraíso que acababa de atravesar. Un aroma de humedad, una pátina de vejez que envolvía todas las cosas, aumentaba aún la impresión de vida pasada o fenecida, y era algo así como el subterráneo palacio de maravilla construido para sepulcro de una emperatriz Hoang-Ti, muerta dos mil setecientos años antes de Jesucristo y colocada por sus virtudes entre las deidades, o como el alcázar de una princesa enferma de lujurias, que los genios del mar sepultaran para siempre en el fondo de su reino.
Salas inmensas, cuyos techos sostenían cuadradas columnas de laca roja o negra, historiadas de dragones de oro, de lotos, de ramas de almendro; muros recubiertos de mármoles y maderas preciosas, en que retorcíanse los genios infernales —demonios inquietantes o grotescos—, que se confundían con híbridos engendros, con sierpes enfurecidas, con extraños perros, con felinos inclasificables, con una fauna quimérica y sobrecogedora, cuyas absurdas extorsiones habían reproducido a maravilla los ignorados artistas que antaño decoraron el palacio; techos teñidos de púrpura en que, junto a los dragones imperiales que sostenían entre sus garras el globo terráqueo, los fénixes de las emperatrices renacían de las llamas, formaban la regia pompa del palacio. Y por único adorno de las inmensas salas, grandes bloques de mármol o porcelana representando misteriosos monstruos, e inmensos tibores de jamás igualada policroma, en que vivían plantas de pesadilla de larguísimas hojas grises, manchadas de blanco, que pendían como dormidos reptiles. Según avanzaban, los cuartos eran más pequeños, al parecer más íntimos y habitables. Al fin, llegaron a una puerta, y las dos muñecas, apartándose a los lados, dejaron el paso libre al viajero.
Marcelo se detuvo instintivamente. Era una habitación pequeña y no muy alta de techo. Planchas de ébano esculpidas de genios diabólicos y horrendas alimañas, que tenían, sin embargo, una armonía bellamente espantosa, cubríanlos muros, alternando con un damasco malva muy pálido, vagamente rielado de lotos de plata; artesones de ébano revestían el plafón de sombríos engendros. Los muebles eran también de ébano, esculpidos con dragones de abiertas fauces y garras amenazadoras; velando las ventanas, cubiertas de pequeños cuadros de papel de arroz, cortinas de seda igual a la que decoraba las paredes, sumían la estancia en una semipenumbra misteriosa. Sobre la mesa, macetas de viejos esmaltes, de un arte y una prolijidad realmente orientales, conteniendo minúsculas plantas labradas en jaspe, ónice, alabastro, coralina, cristal de roca, ágata, lapislázuli y coral, que tenían la gracia frágil y suntuosa de los juguetes del tocador de una Dahagut de ensueño, aparecían bajo cuadradas vitrinas de cristal. Enroscadas sierpes sostenían pebeteros donde se quemaban los perfumes litúrgicos —el incienso, el cinamomo, el benjuí, el áloe y la mirra—; rosas admirables con obscenas coloraciones de torsos humanos y perfumes afrodisíacos de animales coitos, mezcladas con otras flores maravillosas, lúbricas y mortuorias, agonizaban en los inmensos tibores historiados de absurdos pajarracos y nunca vistos peces, entre los que, destacándose sobre el quimérico fondo de los paisajes convencionales, sonreían los personajes de un Liiiput chino. Pendientes del techo por cordones de seda morada, veíanse grandes bolas de marfil prolijamente esculpidas de monstruos, de contrahechas flores y de figuras humanas o diabólicas, que escondían misteriosos aromas desconocidos en Occidente.
Como cuando al salir de pleno el sol, entramos en un recinto obscuro y al primer momento no vemos nada, Marcelo se detuvo vacilante. Al través de la neblina que surgía en tenues espirales de los pebeteros, y lo en volvía todo en vaporosa gasa violeta, costábale trabajo darse cuenta. Vió otras dos muñequillas como las que le sirvieran de Ariadnas en su paso por los salones; pero éstas con un no sé qué de fúnebre en la pompa insólita de sus trajes de raso negro, cubiertos de argentados bordados; vió una criaturita andrógina, maravillosamente ataviada, que, como a una emperatriz legendaria, espantaba con un abanico de negras plumas los pesados insectos que volaban en derredor de la durmiente; y vió, por fin, tendida sobre un diván tallado en ébano con prodigiosa prolijidad, y recubierto de almohadones violetas, malvas y negros, a Helena.
¿Helena? Sintió intensa sensación de frío, que le helaba hasta la médula de los huesos, algo así como lo que debiera sentir aquel noble santo español al destapar el féretro de una emperatriz. ¿Era aquélla Helena? Ante él había una estatua absurda y maravillosa, engalanada como un ídolo, pero en quien sólo las pupilas parecían vivir. Una bata o vestidura flotante de encajes blancos de Malinas, medio cubierta por el kimono imperial amarillo bordado de fénixes azules, servíale de vestido; collares de prodigiosas esmeraldas cubrían el pecho en bárbara constelación zodiacal, y por fin, bajo la enorme mata de cabellos rojos, agobiada de orientales preseas de esmeraldas también, una careta de raso blanco cubría rostro cuello y pecho con su inmovilidad de mármol. Era atroz, horrenda, obsesionante la serenidad de aquella máscara, que tapaba no sé qué espantosas podredumbres. Porque, a pesar de los perfumes, triunfando sobre el aroma de las flores lúbricas y de las ofrendas litúrgicas, olía a éter, a yodoformo y a fenol; pero, sobre todo, olía a podredumbre, a muerte, a cuerpo en descomposición, a carne humana en plena fermentación de gusanos.
Instintivamente, el muchacho echóse hacia atrás; pero en aquel momento divisó tras la yacente estatua a Edhit, que, con un gesto supremo, le imploraba, y dominándose, dió un paso hacia su antigua amante.
Helena, con un ademán de su mano enguantada, le detuvo. Del misterioso fondo de la careta, que hacía pensar en no sé qué horrendos y misteriosos dramas de la Edad Media —en los enmascarados de hierro, en los fantasmas que poblaban los castillos donde la muerte había sentado sus reales, en las princesas devoradas de espantosos males y en las reinas enfermas de lujuria—, surgió una voz cristalina en que había la doliente tristeza de los poseídos de embrujamiento, una tristeza tal, tan honda y amarga, que escalofriaba al más valeroso, y oprimía el corazón de quien de piedra lo tuviese.
—No te acerques a mí, Marcelo. Gracias por haber venido hasta mi tumba. Con ello me has dado la única alegría que me podía quedar en la tierra. —Y con atroz amargura:
—¿Te acuerdas aún de cómo era yo antes? ¡Nunca, nunca más volverás a ver mi rostro! Vivirás junto a mí como vivirías junto al sepulcro de una persona que te amó…
La voz se desgarraba, rompíase como el chorro de cristal de una fontana; las manos habían recaído sobre el regazo, y Marcelo creyó ver tras la careta inalterable, las lágrimas que corrían por las llagas del rostro.
II: LA CORONA DE ESPINAS EN EL TEMPLO DEL DRAGÓN AZUL
… el que está en desolación, considere cómo el Señor le ha dejado en prueba, en sus potencias naturales, para que resista las varias agitaciones y tentaciones del enemigo.
Del zócalo de malaquita verde partían las lacas amarillas historiadas de rampantes dragones de oro y raros pajarracos. Formando friso, los monos orlaban el techo y extendíanse por la bóveda. Eran bestezuelas negras, atrozmente lúbricas, que se enlazaban con las más imprevistas y obscenas combinaciones, retorcíanse, descoyuntaban, convertidas en demonios burlescos e indecentes que reproducían atroces escenas de amor con esa prolija minuciosidad, que pusieron los viejos chinos en interpretar los lances de la vida sexual. Las ventanas abiertas de par en par dejaban ver los sombríos árboles del jardín destacando sus quiméricas siluetas de templos, minaretes, palacios, aves, peces o basiliscos sobre el cielo de una luminosidad de zafiro.
El cuarto que hacía las veces de comedor era enorme. La mesa, puesta a la moda europea, resultaba pobre y vulgar, pese a las rosas de te —tan bellas, tan doradas, que cada uno de los pétalos parecía hecho de tenue lámina de oro —que la adornaban y a las antiguas porcelanas chinas, de una belleza pueril y magnífica. Fuera de la mesa no había muebles, y sólo algunos bronces de una liviandad humorística decoraban la estancia. Por las ventanas abiertas de par en par entraba intenso aroma a savia creadora, a polen, olor casi humano que daba una sensación afrodisíaca. Todo allí hablaba de amor, de sensualidad, de espasmos eróticos, de voluptuosidades sabias y quintaesenciadas, de aproximaciones carnales y de fecundaciones absurdas. Y, sin embargo, en medio de aquella sinfonía sobre motivos carnales, Edhit, con su frente abombada, sus cabellos castaños sencillamente peinados, y sus ojos luminosos y serenos, permanecía ausente, lejana, casta sin quererlo, inabordable a las tentaciones de la carne. Mientras Marcelo, sentado frente a ella, comía, entre sorbos de te, algunas confituras— los pétalos de rosa revestidos de azúcar, las hojas de magnolia arrolladas como barquillos y envueltas en un baño de caramelo—, hablaba con las esclavas que servían el yantar. Eran cuatro frágiles y menudas como muñecas. Tenían el óvalo del rostro fino y armonioso; la piel amarilla, color de viejo marfil; los ojos oblicuos, negros y brillantes, como carbunclos, y los cabellos sombríos y relucientes como el azabache. Vestían con rara suntuosidad túnicas o kimonos azules y amarillos cubiertos de maravillosos bordados verdes, anaranjados y violetas. Llevaban nombres llenos de una poesía primitiva, bañados en ingenua gracia; se llamaban Flor que se abre a la caricia del Sol, Verso de Primavera, Serena Dulzura y Elegancia de Iris. Sus gestos eran graves, menudos y ceremoniosos, y a cada palabra se inclinaban en profundas reverencias y sonreían, sonreían…
Edhit volvióse a Marcelo:
—Me cuentan los horrores de la epidemia, los atroces estragos que está haciendo la peste en la ciudad. —Y a un gesto de inquieta interrogación del muchacho, prosiguió—: Dicen que es una cosa espantosa, nunca vista… Que mueren las gentes a cientos; que ni aun hay quien entierre los cadáveres; que los cuerpos abandonados son pasto de las aves de rapiña, de las hienas y chacales y de los perros hambrientos que merodean por allí…
Las muñecas seguían sonriendo con sus perpetuas sonrisas estereotipadas, como si se tratara de una bella narración o de un viejo verso de Li-Tai Pe. A ellas, como a todos los de su raza, la muerte no les parecía cosa horrenda, ni la podredumbre ponía escalofríos en sus espaldas; ¿acaso la podredumbre y la muerte no eran fuentes de belleza? ¿No nacían de la corrupción aquellas flores prodigiosas recreo de la vista y regalo del olfato? Para los nobles, para los caballeros, la muerte era algo maravilloso; para ellas, pobres almitas de mariposa, era refugiarse en el cáliz de una flor o flotar en las adelfas del lago.
Edhit volvió a dirigirles la palabra, y luego explicó a su amigo:
—Dicen también que el poblado está bajo la amenaza de los piratas T’Chus, los Caballeros de la Bandera Negra, que tienen asolada la provincia. Creo que son de una ferocidad cruel nunca vista; que roban, martirizan, incendian…
Y como viese al chiquillo cabizbajo, triste, propúsole:
—¿Vamos a dar una vuelta al jardín?
Salieron. La noche era de esas de maravillosa transparencia, en que los contornos tienen limpieza de dibujos. Todo el jardín vivía una magia de leyenda: los cedros gigantes, los tamarindos y los magnolios, formaban extraños macizos parodiadores de fabulosas urbes; plantas trepadoras subían hasta lo alto de algunos árboles, para caer en cortinas aterciopeladas de flores blancas o rojas, que eran los paños de púrpura o de lino tendidos al paso de los vencedores; albas rosas trazaban sobre los cuadros verdes raros arabescos.
Silenciosos vagaron por los laberintos.
Marcelo fué el primero en romper el mutismo.
—¡Es espantoso! ¡espantoso! ¡Aquí todo es contrahecho, obsesionante! Es como un sueño divino que siempre acabase por trocarse en una pesadilla. Desde Lis flores, tan bellas, tan fragantes, tan gratas, que llevan en sí todos los venenos, hasta el lago azul y transparente que exhálalos miasmas del paludismo, en todas partes acechan la enfermedad y la muerte, A lo mejor vemos un insecto prodigioso que titila al sol, y es Ella, la muerte, que nos viene en forma de voladora esmeralda o de flotante rubí. ¡La muerte, y siempre la muerte! Aquí, donde todo parece cantar la vida, la belleza, el amor, todo es la muerte, la muerte perennemente inclinada sobre nosotros.
La muchacha sonrió dulcemente:
—¡Parece mentira que hables así! ¿No vienes de la guerra? ¿Es que la guerra no es muerte?
Protestó Marcelo con vehemencia:
—Es muerte, sí; pero allí, la muerte es otra cosa. Aquí, la muerte es algo obsesionante, espantoso; las agonías son martirios tremendos; los cuerpos se descomponen, se deforman, se pudren en vida; males nunca vistos ni soñados caen sobre los hombres como maldiciones de Dios; tumores horrendos, enfermedades repugnantes, dolores cruentos, dolencias en que las carnes se rasgan, se gangrenan, fermentan y se descomponen… la lepra, la elefantiasis, la peste…
Ocultó el rostro entre las manos. Edhit le acarició como se acaricia a un niño:
—¡Chiquillo!… ¡La lepra! ¡la peste!… ¡No parece sino que en Europa no hubo lepra y peste en la Edad Media!
Arguyó él:
—Las hubo, sí; pero ahora parecen cosas lejanas imposibles…
Con voz reposada, llena de cariñoso deseo de convencer, le halagó:
—¡Que un valiente, casi un héroe, hable así!… ¿Pero es que no has visto en los campos de batalla en los hospitales, en los campamentos, cosas más terribles?
El burguesillo que había en él, hizo su aparición tímidamente:
—Sí, he visto cosas terribles; pero allí estaba uno sostenido por otras grandes y nobles: por la fe, por la idea de la patria, de la gloria… mientras que aquí no hay nada para sostenerle a uno, nada para alentarle… La vida se desliza en una vacuidad absoluta… la muerte es todo, y no es nada… Dios se ha ido, y vivimos como en un país de magia, donde todas las cosas tienen un misterio que no entiendo… Ella…
Habían llegado a una glorieta en cuyo centro alzábase chinesco templete todo dorado y colgado de tintineantes campanillas. Glicinias, rosas, azules, malvas, caían en derredor, formando raros cortinajes de un iris fragmentario y absurdo. Entraron; sobre un altar, un dios animal de una rijosidad de orangután, sonreía; en el sexo tenía enorme araña roja, y su frente estaba coronada de adelfas. Sentáronse en un banco frente a él.
—¿Ella? —era ahora Edhit la que hablaba—. No puedes figurarte nada más atroz, más escalofriante, más tremebundo.
Interrumpió Marcelo:
—¡Me la figuro! ¡me la figuro! ¿Acaso cabe algo más atroz que el misterio de esa careta blanca, detrás de la que, por lo mismo que no sabemos lo que hay, suponemos todos los espantos?
Habló la mujer con voz triste y grave, como sacerdotisa que revelase atroz secreto del culto de Hécate:
—Sí Marcelo, sí; hay algo aún más atroz y espantoso, y ese algo es la realidad. ¿Pero es que tú no has sentido, cuando entras en su cuarto, por encima de los perfumes, por encima del incienso, de las flores y de todos los aromas que arden allí, un hedor atroz a muerte, a descomposición, a podredumbre? Si la vieses como yo, si la vieses una vez, una tan sólo, su imagen bastaría para amargarte la vida para siempre.
Hubo una pausa; algo sobrenatural flotaba sobre ellos. Al fin, reanudó Edhit:
—¡Si la vieses, no podrías reconocerla! ¿Te acuerdas de aquella belleza serena, maravillosa, aquella carátula de Minerva o Diana?… Pues imagínatela convertida en objeto de horror, en la cosa más inmunda, asquerosa y repugnante que se puede imaginar; en un rostro hinchado, hipertrofiado, sanguinolento, cubierto de postemas, de úlceras, de llagas, que supuran una materia verdosa y mal oliente, en que alguna vez triunfan los gusanos; los labios están inflamados, rajados, llenos de costras; la nariz, medio comida; las orejas, enormes, grises, escamosas… ¡Y el cuerpo!… No tiene pechos; la carne se desprende a pedazos pegada a los vendajes y la piel, áspera, agrietada, se cubre de un polvo plateado que a la luz de la luna hace de ella uno de esos inquietantes ídolos que ves por aquí…
La voz era extraña y lejana; diríase una voz de Sibila profetizando la más espantosa de las hecatombes. Los ojos misteriosos tenían ahora no sé qué raras fosforescencias verdes, y las manos blanquísimas, finas y retorcidas como flores envenenadas eran casi obscenas sobre el traje negro, mientras que en los labios había algo de sensual y de cruel, algo como un reflejo de los genios infernales que llenaban el palacio. Era así, casta hasta la crueldad, sensual hasta la pureza, sobre todo enigmática y multiforme, camaleóntica y extraña. La luna hacía aún más pálida su frente y dejaba a las pupilas en la sombra arder en sus llamas azuladas.
Súbitamente, un alarido, un chillido agudo y estridente, rasgó la serenidad de la noche.
Como un niño que tiene miedo, Marcelo se apretó contra su compañera:
—¿Qué es? —interrogó temeroso.
Ella siguió callando aún más hermética que nunca.
Volvió a escucharse el aullido. Era como el lloro de una bestia de maleficio, como ese plañido que en las viejas leyendas anuncia la presencia de la Pálida.
Ansioso, atemorizado, volvió a interrogar él:
—¿Qué es? ¿Qué es, por Dios?
No respondió Edhit. El grito se repetía a intervalos; otro grito lejano respondió, y luego otro y otro.
Por tercera vez, tembloroso, suplicó una explicación:
—Di, Edhit, ¿qué es?
La voz lejana anunció cabalística:
—¿No comprendes? Son las hienas y los chacales, que al olor de cadáver vienen a ella…
El muchacho, tembloroso, lívido, apretóse contra la amada tapándose los oídos.
—¡Calla! ¡calla!
Entonces la mujer se inclinó, cogióle la cabeza entre las manos, le besó en los labios con un beso largo, húmedo, apasionado.
—¡Dios mío! ¡Dios mío, piedad!
Como todas las noches, los aullidos de las alimañas desenterradoras de cadáveres, habíanle arrancado del precario sueño y empezaba el tormento espeluznante en que sentía a los feroces carnívoros rondar el palacio como si fuese una sepultura. Una vez daba comienzo el lento desfile de horas interminables en que cien veces se creía ya muerta y se arrojaba del lecho en un loco paroxismo de horror para cerciorarse de que aún pertenecía al mundo de los vivos. Y aquella agonía hacíase aún más espantosa en la soledad del maravilloso paraíso que parecía creado para vivir en él una eternidad de delicias. Si no existiesen el frío, el dolor, las tristezas, las inquietudes, y sobre todo la enfermedad, la muerte sería aún más espantosa, más terrible, y nuestra rebeldía ante ella, inconmensurablemente mayor. Y aquel rincón, desligado del resto del mundo, aislado como maravilloso retiro, parecía libertado de las leyes de la vida universal.
Helena meditaba, en las interminables noches de insomnio, en las misteriosas razones que le llevaran a refugiarse allí. Al sentirse acometida del espantoso mal había pensado que en Europa aquellas máculas significaban el aislamiento, la soledad, el encierro. Veíase presa en la blanca glaciedad de las clínicas, en el martirio hostil, feo y vulgar, de las reglas de higiene, convertida lisa y llanamente en un caso. No podría tener pasiones, ni deseos, ni caprichos; la existencia deslizaríase en la monotonía de las cárceles y de los hospitales donde los seres humanos son un trozo de carne enferma que está en manos de los otros… Mientras que en Oriente… En Oriente viviría su vida aún; en Oriente, en un misterioso rincón de la vieja China, podría ser magnífica y atrabiliaria, cruel y apasionada. Allí las gentes tenían un estoicismo desdeñoso ante el tránsito; no se moría, se transformaba la materia en flores maravillosas y bestias abominables; la podredumbre y la muerte eran familiares…
Como en el libro de no sé qué otro santo español, fanático y guerrero, hizo la composición de lugar. Cielo azul, siempre azul, implacablemente azul; árboles, plantas y arbustos maravillosos; una pompa casi litúrgica que le permitiría ser remota y magnífica, y un desdén, o por mejor decir, una absoluta ignorancia de la muerte. Pero el sufrimiento es inexorable, y ante el sufrimiento todo aquel epicurismo moral se vino a tierra. Entonces comenzó a brillar en su espíritu una lucecita temblorosa que se fué convirtiendo en llama, y luego en hoguera que lo abrasaba todo. Y la infeliz volvió los ojos a la religión de la cobardía y del renunciamiento. Las palabras del Mártir Divino fueron bálsamo que refrescó sus llagas. De los labios y de las heridas del Divino Crucificado brotaban manantiales de paz. ¿No era más consolador, infinitamente más consolador, la idea de morir para resucitar luego, que aquel perpetuo vivir para pudrirse y volver a renacer? Recitó las palabras del credo… «Creo en la resurrección de la carne y en la vida perdurable». ¡Ah! ¿por qué no se había quedado en Occidente, en la blancura que ahora parecíale de suntuario, de las clínicas, cuidada por la abnegación maravillosa de las Hermanas de la Caridad? Un ansia infinita de renunciamento, de perdón y de sacrificio se apoderaba de ella. ¿Qué significaban todos los tormentos, todas las miserias, si la vida no es sino un segundo comparado con la eternidad? Todos los placeres, los deleites todos, eran la caída de una hoja ante el padecer eterno.
Leía a los viejos místicos:
«¿Qué puede importarte, miserable criatura, nacida para morir, revolearte en el estercolero, lleno de llagas, rascarte la miseria con una teja en los muladares? ¿Qué te importa que tus labios estén cubiertos de postemas y que la lepra roa tus carnes? Si sabes alabar y bendecir el nombre de Dios, serás más hermoso que toda la hermosura humana, porque la hermosura humana es cieno y podre y el amor de Dios es la luz eterna».
Entonces ansió olvidar el oriental paraíso, arrojar de su alma el estoicismo como se arroja a un can sarnoso, y sufrir y amar. Entonces nueva congoja asaltó su espíritu.
Al volver los ojos a Edhit presintió algo tremendo; aquel espíritu, a fuerza de casto, hacíase cruel, lascivo y triste. Cristo huía cubriéndose los ojos y el mono lúbrico y rojo se adueñaba de él. Era preciso el martirio para salvarla. Helena iba sintiendo un deseo de renunciamiento, de sufrir, de padecer las más terribles amarguras para redimirse en el dolor y volver a ser blanca y buena.
¡Marcelo! Quizás era la salvación. Él libertaría de maleficio a Edhit, y al mismo tiempo sería el tizón que purificaría su alma, tocada de pestilencia. Aquel amor sería su expiación. E hizo llamar al chiquillo.
Desde entonces, la vida de Helena fué un lento y atroz calvario, que valerosamente recorría paso a paso. El sufrimiento la purificaba y en aquel imposible dolor encontraba el secreto de no sospechadas abnegaciones. La Lujuria, como uno de esos monstruos que se aparecían a los santos penitentes del yermo, alejábase a su conjuro; la Muerte perdía mucho de su espanto, y era como un sueño, del que se despertaría en un lugar de delicias. Sin embargo, su antiguo ser vencía algunas veces, y al espectáculo del amor de los dos jóvenes, intensísimo padecimiento maceraba su espíritu. Pero con algo que era fe y también masoquismo moral, sabía hallar no sé qué acre y absurdo goce en el placer.
Otra vez los chacales aullaron en la noche.
Helena echóse del lecho y, envolviéndose en un kimono negro, bordado de dragones amarillos, acercóse a la ventana, abierta de par en par. Por un momento soñó ante el cielo intensamente azul, en que la luna brillaba como un disco de plata arrojado allí en sus juegos por un príncipe niño, un arcaico Emperador, nieto de los Ming.
Las lúgubres bestias habían callado en sus gritos, y la enferma sonrió. Súbitamente acertó a divisar en el kiosco de la glorieta a los dos enamorados. Anhelante, suspensa de sus menores gestos, siguió la escena. Entonces fué cuando vió cómo Edhit inclinábase sobre el amado y le besaba en los labios. Algo que era una rebeldía muy honda, muy cruel, muy amarga, alzóse en su alma como un alacrán que despertara. Por un segundo sintió deseos de no sé qué cosas bárbaras y crueles, que fuesen misteriosas represalias. Sin embargo, las palabras de los libros de santidad resplandecieron ante ella:
«Nada hay más grato a los ojos de Dios que saber vencer las tentaciones. Nuestras almas son como quietos estanques limpios y transparentes. La ira es el huracán que les enloda y hace turbias sus aguas. El albedrío es un gran bien que nos ha dado el Creador; con la ira lo perdemos, equiparándonos con las bestias».
Arrodillóse e imploró:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ten piedad de mí!
Pero una desesperación infinita caía sobre su espíritu como pedrisco en trigales maduros, arrasándolo todo. El Malo la tentaba con visiones deshonestas e impurezas abominables. Era una lava hirviente que corría por sus venas; todas las fornicaciones, todas las bestialidades, desfilaban inmundas y magníficas ante ella. Y eran los coitos absurdos de los tiempos de fábula, y las monstruosidades de la Biblia, y las degeneraciones de las modernas metrópolis del pecado. Cuadros de una lubricidad repugnante; escenas en que la Naturaleza se deformaba; cuerpos que no eran sino valvas inmensas y colosales falos; ayuntamientos de bestias; rameras inventoras de todos los placeres; labios colosales que sorbían el misterio de la vida; podredumbres y fermentaciones que se hacían voluptuosidad; ojos que languidecían; manos que temblaban; torsos descoyuntados; arañas que devoraban las partes sexuales; sierpes que se deslizaban entre las piernas, y animales peludos y salvajes que desfloraban a las vírgenes, formaban inacabables guirnaldas, que se enlazaban y desenlazaban ante ella.
Helena retorcíase, descoyuntábase, agonizaba en la adivinación de espantables caricias, y gemía siempre:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ten piedad de mí!
Con las uñas, con los dientes, desgarrábase las carnes, se azotaba, se martirizaba. La sangre, mezclada con el pus, salía de las heridas, y la mísera gemía, gemía siempre:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ten piedad de mí!
Poco a poco el ataque fuése calmando, las sacudidas hiciéronse menos frecuentes y violentas, y al fin, sollozante, deshecha, quedó inmóvil sobre los helados mármoles del suelo.
III: EL MONO EN EL CAMINO DEL CALVARIO
Oler con el olfato humo, piedra-azufre, sentina y cosas pútridas.
La pequeña caravana cruzó un puentecillo pintado de rabioso color rojo y lanzóse valientemente por la llanura, bajo la lluvia de derretido plomo que el sol inexorable enviaba sobre la tierra. Delante, llevado por los boys, iba el palanquín, revestido de lacas y colgado de bordados crespones, de Helena; después Edhit y Marcelo, y cerrando el cortejo de boys, más con los canastos de ropas, medicinas, y alimentos para los infestados.
Atrás quedaban los jardines de maravilla, las flores ardientes y magníficas, las deidades impúdicas y las aves de rara orfebrería. Como de un perdido Paraíso alejábanse del jardín quimérico donde vivían todos los venenos y todos los pecados. Al horizonte, incendiado en los reflejos solares, entre los altos cedros, los enormes tamarindos y los magnolios de cálices de alabastro, aparecía el palacio perdido en medio de los jardines poblados de monstruos de mármol, bronce y porcelana, de estanques misteriosos en que se bañaban las grullas de patas de color de rosa, y peregrinas fuentes de caprichosa arquitectura cuyas campanillas de oro y plata agitaba la brisa. Frente a ellos, la llanura rojiza, yerma, estéril, de una desolación infinita.
Como una Santa Isabel de Hungría, o una Santa Casilda, Helena descendía desde su mansión de ensueño hasta los miserables tugurios en que morían los apestados.
La epidemia, ayudada eficazmente por la suciedad, la pobreza y el abandono de las clases bajas y por la desidia de las autoridades, que parecían olvidar la existencia de la vieja urbe, como no fuese para agobiarla de tributos que contribuían a aumentar el malestar, había tomado proporciones de castigo del cielo.
Era aquello una ciudad muerta, de esas ciudades del sur de China que vegetan una existencia extraña, y olvidada como si en un raro cataclismo geológico hubiesen quedado separadas del resto del mundo, enterradas en la lava o hundidas en el fondo de misterioso lago de basalto. En poder de unos cuantos funcionarios de quienes la superioridad sólo de tarde en tarde se acordaba (y eso para pedirles dinero), vivía abandonada a su miseria pintoresca, su comercio primitivo y sus vicios admirables. Cuando la plaga hizo su aparición nadie se aterró. Recibiéronla con estoicismo tranquilo, con esa calma de los que saben que en una forma u otra la muerte siempre acaba por llegar. Resignáronse sin rebeldía como a algo natural, y ni siquiera intentaron luchar.
Hacía ahora un calor espantoso. La pequeña tropa avanzaba trabajosamente por polvoriento sendero que rasgaba el arenal. Ni Marcelo ni Edhit habían querido hacer uso de los palanquines, y marchaban sudorosos y jadeantes tras los boys que conducían a Helena. En cuanto a la trágica, sufría intensamente con el calor que pegaba las ropas en sus llagas y las hacía supurar. Algunos insectos, brillantes como aladas gemas, volaban en derredor de ella como en derredor de un cadáver en plena fermentación, y aquella obsesionante pesadez era un martirio más. Pero en el suplicio, su alma anhelante de mortificaciones, su alma que se abrasaba como un grano de incienso en litúrgico braserillo, hallaba deleites divinos. ¡Ah, el encanto de padecer todos los dolores, de seguir paso a paso al Mártir por el camino del Calvario! Los sufrimientos más espantosos, las penas más cruentas, eran como un rocío del cielo que refrescaba aquel otro íntimo y quemante dolor que noche y día torturábale. En asistir a los miserables, a los que eran sus hermanos en el sufrir, a los que como ella padecían todos los tormentos del infierno en vida, hallaba una gran consolación. Y por eso, como una Santa legendaria, descendía hacia el abismo de miseria de aquellos a que le unía una gran fraternidad en Cristo.
Según acercábanse a la ciudad, la magia escenográfica iba deshaciéndose y una serie de contrastes violentísimos ofreciéndose a sus ojos. Todo aquello, que visto en la bárbara magnificencia del sol o en la plateada dulzura de la luna, tenía una belleza de apoteosis remota o una poesía arcaica de vieja leyenda, según aproximábase a ello, iba convirtiéndose en una serie de contrastes absurdos, y lo que de lejos constituía un conjunto infinitamente armonioso, visto de cerca era una mezcolanza arbitraria de cosas magníficas y porquerías, de construcciones fantásticas y chozas que las alimañas salvajes desdeñarían para hacer su cubil. Otro río; éste era negro y fangoso; la corriente, fragorosa y turbia, arrastraba entre sus ondas espumeantes multitud de cosas heterogéneas y absurdas —restos de rotas embarcaciones, animales muertos, detritus, lotos que en el lodo habían perdido su belleza y grandes manchas aceitosas que no se sabía de dónde procedían (probablemente de las barcas que le surcaban día y noche)—. De sus aguas turbias y espesas salía un olor pestilente, que era como un heraldo de la miseria que triunfaba en la urbe próxima. Era un olor inconfundible de los poblados chinos, un hedor angustioso de cadáveres en descomposición, de agua estancada, de materias fecales, de alimentos putrefactos y de humedad enviciada. Y sobre el turbio espejo de las aguas, entre los juncos, las barcazas y otros extraños aparatos flotantes que movía un hombre con ayuda de dos pedales, oscilaban, mecidos por las olas que la corriente echaba sobre la orilla, los Barcos de Flores, los poéticos prostíbulos de las noches chinas, con esa fealdad triste y agresiva de las cosas teatrales vistas a plena luz. Los alcázares de amor, que entre las sombras nocherniegas enguirnaldados de flores, alegrados de policronos farolillos y vibrando a los ecos de orquestas y danzarinas eran como sonoras cajas de música, tenían ahora la hostilidad inhospitalaria de viejas carrozas de carnaval abandonadas a la intemperie. Los panzudos tañedores de flauta, tripones y joviales como muñecos de goma, las frágiles mujercitas adornadas de obscenas preseas, y hasta los animales familiares, todo había desaparecido y únicamente quedaban sobre cubierta unos cuantos marineros atrozmente delgados, de piel amarillenta y apergaminada, que los huesos parecían próximos a taladrar, trabajando en pleno sol, defendidos tan sólo por los cónicos sombreros de paja.
Cruzaron Helena y sus acompañantes el río por otro puente, charolado éste de furioso color verde, y encontráronse en los arrabales de la ciudad. Allí el espectáculo era extraño, arcaico y desconcertante, como si por obra de embrujamiento el tiempo hubiese retrocedido y se encontrara en una de esas maravillosas urbes, famosas en los fastos de la antigüedad. Largas calles abríanse ante ellos, sucias, atrabiliarias, desiguales. Casas miserables, de paredes agrieta das, manchadas de inmundicia y de humedad, sin ventanas y con las puertas tan bajas que un hombre pequeño necesitaría agachar se para poder penetrar en ellas, contrastaban violentamente con otras cuyas paredes revestidas de lacas policronas, historiadas de rampantes dragones, de aves y de peces, tenían la magnificencia de vetustos joyeles. Comercios humildísimos, que no eran sino apestosas covachuelas donde se expendían sucios despojos de bestias muertas, carnes en descomposición y pescados podridos, contrastaban con otros en cuyos escaparates, defendidos por gruesos barrotes, brillaban las telas maravillosas, las porcelanas únicas, los esmaltes policronos confundidos con marfiles maravillosamente esculpidos. Y, mezcladas con estos edificios destacábase de vez en cuando una pagoda. Eran admirables, labradas en bronce, en mármol, en jade y en ónix; enriquecidas de largos frisos, en que los genios infernales y las alimañas de la fábula, luchaban, se confundían, se entrelazaban en los más extraordinarios efectos. Sobre las gradas de los templos veíanse viejos mendicantes cubiertos de miseria y denigrados por las más absurdas e imprevistas lacras, que les convertían en inmundos monstruos. A\ paso de los expedicionarios gritaban, aullaban, gemían, apostrotábanles con los insultos más groseros, repugnantes y feroces que se podía soñar, entreverados de amenazas, de blasfemias, de maldiciones terribles… En los extremos de las rúas alzábanse altares cubiertos de tabletas de laca negra, con doradas inscripciones, dedicadas a las deidades protectoras.
Al pisar la ciudad, un grupo de pordioseros deformes, calenturientos y medio desnudos, habíanse impuesto, contra la voluntad de los recién llegados, la misión de ser sus guías. Eran, una mujer flaca, amarilla, alta y sarmentosa, que sostenía entre sus andrajos, atado a la espalda, un crío inmundo, con aspecto de feto o alimaña, sin cejas ni pestañas, los labios y la nariz cubiertos de costras; un viejo hidrópico con la cabeza enorme y los ojos extáticos, llenos de agua y pus, y dos chiquillos famélicos, de piernas de alambre y contrahechas cabezas.
Guiados por ellos, comenzó el éxodo al través del horrendo infierno. La primera casa que visitaron fué la de un esmaltador. Desde que entraron, el olor a tostado propio de la peste les salió a recibir con una náusea. Sin embargo, allí la suciedad no era muy grande. El marido, sobre la placa de metal que labraba, iba colocando los tenues hilos de plata u oro, formando peregrinos dibujos de flores y mariposas, que luego rellenaba con la pasta. En un lecho de esteras, ojos relucientes, las mejillas demacradísimas, deliraba a gritos, profiriendo cosas absurdas e incongruentes. Sin embargo, el espectáculo era llevadero, si se comparaba con los que les esperaban luego.
De allí pasaron a otra casa, y a otra después, y cada nuevo lugar era un paso dado hacia el horror y la muerte. Como si recorriesen los círculos de una mansión dantesca, de minuto en minuto el espanto se acrecentaba y el cuadro era más horrendo y monstruoso. Casas sórdidas, infectas, que más tenían de pocilgas para cerdos que de habitaciones humanas; olores pestilentes, fetideces atroces, corrupciones jamás vistas, iban desfilando. Las calles hacíanse más sucias, lóbregas y tortuosas; sucedíanse sin cesar cuadros de porquería repulsiva, escenas de barbarie y fanatismo, y tragedias espeluznantes… Por las entrevias corrían arroyos negros y pestilentes; recipientes de materias fétidas desbordábanse a la puerta de las moradas, yendo a engrosar las fétidas corrientes; por un canalillo de agua podrida nadaban toda suerte de objetos de uso, y apoyados en las paredes veíanse montones de inmundicias que esparcían miasmas virulentas; en los puentecillos, en las escaleras, que era preciso atravesar, los mendigos de recios olores de fiera interrumpían el tránsito tendiendo sus manos descarnadas, de largas uñas, que semejaban las garras de un ave de rapiña. En medio de una calle, una mujer sostenía en alto un niño que la llenaba de inmundicia sin que ella se moviese; unos perros hambrientos vagaban en derredor. Más allá, un pordiosero rascábase la miseria con un trozo de teja, como en las evocaciones de la Biblia.
Entraron en algunas casas. El cuadro cada vez era más tremebundo y repulsivo. En medio de una suciedad fermentada, que hacía revolotear moscas pegajosas, pesadas, obsesionantes, hacinábanse como bestias feroces las gentes; sobre el tufo acre a miseria, a podredumbre, a cuerpos nunca lavados, a restos de animales muertos y alimentos en descomposición, flotaba siempre el olor a corteza quemada de los apestados. Y veíanse sobre un fondo de espantosa miseria, hombres y mujeres que se retorcían entre horribles espasmos, gritos, delirios y bascas que les sacudían todo el cuerpo y les ponían a punto de morir. Horrendos abscesos abríanse en sus cuellos, formando purulentas llagas, en las que iban a posarse los voladores insectos; intensos escalofríos azotaban sus pobres cuerpos, de delgadez esquelética, que se alzaban en náuseas atroces para acabar vomitándose encima. Mientras, los sanos se amontonaban hambrientos, trabajaban en bordar telas o labrar marfiles, o simplemente permanecían inmóviles con los ojos en el espacio, sin sentir, sin pensar.
Y por todas partes era la muerte, la corrupción, la podredumbre: la muerte en el plomizo bochorno de la atmósfera, poblada de chupópteros, que se cebaban en los cadáveres y llevaban de un lado a otro los gérmenes de las enfermedades atroces; la muerte en los miasmas, que con el atardecer se alzaban del río; la muerte en los olores, que no eran sino una glosa irónica de la muerte misma. Ella estaba por doquiera: en las muecas trágico-grotescas de los agonizantes, en el fondo de las sucias carnicerías, y acechante tras de la magia de los bordados policronos. Cuantos desfilaban por las calles, cuantos agrupábanse en los sucios chiscones u oraban en las prodigiosas pagodas, llevaban su huella inconfundible impresa en el semblante.
Helena no aparentaba sentir ni asco ni cansancio, sino que, por el contrario, galvanizada, fortificada por el atroz espectáculo, parecía más joven, fuerte y serena. Había abandonado el palanquín, y caminaba ahora por su propio pie, ágil y resuelta. Vestida con un amplio traje de encajes blancos que borraba la línea, aún más confusa por la estola oriental, amarilla, bordada en negros pajarracos; sobre los cabellos un sombrero también de encajes, del que pendían espesos velos que hacían absolutamente imposible divisar las líneas de su rostro, era misteriosa y ambigua, y sólo por las inflexiones de la voz se hubiese podido leer algo de su sentir; pero el horrendo mal comenzaba a destruir las cuerdas de la garganta, y la voz era débil, bronca y opaca, y ella, sabiéndolo, hablaba muy bajo, en un tono grave, tan mesurado, que hacía de cada palabra un maravilloso esfuerzo de voluntad. En cuanto a su espíritu…
No existiría mago humano que por muy sutil y profundo que fuera pudiese leer en el fondo de aquel alma atormentada. Tempestades lúgubres de cruel misticismo, huracanes de pasión, terremotos sentimentales, asolaban el ánima conturbada de la infeliz. Sentía el horror de la muerte y el amor de la muerte; el espanto del pecado y la divina atracción del pecado; el horror del tormento y un misterioso amor al tormento mismo. ¿Qué era aquello? ¿Acaso no había olvidado ya? ¿No había, como el santo Job, vuelto los ojos desde su estercolero a la gloria infinita de Dios? Y era inútil que buscase en el yermo de su alma la dulzura de una fuente, inútil que pensase en la pequeñez y miseria de las cosas humanas comparadas con la grandeza del Hacedor y la inmensidad de su Reino. Ni una flor, ni una gota de rocío, nada que fuese a refrescarle en la región de tinieblas donde había ido a caer. Veía junto a sí a Marcelo y Edhit, que eran la redención y el sacrificio; contemplaba lo efímero y miserable del tránsito humano en las agonías de aquellos desdichados, y sin embargo…
En su alma había como un derrumbamiento, un trágico cataclismo que derruía los altares con tanto trabajo alzados. Y la fiera misteriosa y sanguinaria, como una bestia de Apocalipsis, el animal lúbrico y cruel como los dioses de aquel Oriente que adorara, volvían a triunfar. Pensaba que no había más que dos verdades: gozar y pudrirse. Que toda la eternidad no valía una de aquellas espantosas noches de voluptuosidad en que la carne era inmensa y tenía el secreto del supremo olvido, porque tenía el secreto del supremo goce.
¡Inútil luchar! Con un esfuerzo supremo de su voluntad, en una evocación completa del dejar de ser, vencióse por un momento, y para olvidar penetró, seguida de sus acompañantes, en otra casa.
Era ésta, si cabe, aún más miserable y triste que las anteriores. El olor agravábase por toda suerte de emanaciones de humedad, de suciedad y de miseria. El techo era tan bajo que apenas cabíase de pie; las paredes, de maderas podridas. Sobre un montón de guiñapos, la moribunda (esta vez era una mujer) ofrecía horroroso aspecto. Tan demacrada, que revestía apariencias de esqueleto, lívida, semiverdosa, la boca desencajada y los ojos hundidos de un modo inverosímil, tenía todo el cuello cubierto de enormes bubones que lo deformaban, dándole aspecto animal. Pero con ser todo esto terrible, no era aún lo peor. Lo más espantoso, lo escalofriante, lo que estremecía de angustia, era las bascas, las sacudidas, los adivinados anhelos, los infernales sufrimientos que le hacían revolverse como poseída de no sé qué genio malévolo. Los endemoniados que sufrieron el exorcismo debieron, en su lucha con el enemigo, de retorcer se así.
Contemplando la muerte con un estupor idiota, la familia permanecía inmóvil, extática. No se sabía si sufrían o si, desdeñosos e indiferentes ante lo supremo, aguardaban su llegada.
Y Helena, a la vista de tanta miseria que era miseria de miseria, porque era el fondo de la miseria humana, en vez de la Infinita piedad que naciera de su propia atrición, sentía derrumbarse las bambalinas de todo aquel falso cristianismo con que adornara su espíritu, y como una flor maldita que renace o un animal sanguinario que despierta, revivir su viejo ser.
No había piedad en su corazón ni temor en su espíritu. Una sensación morbosa que era deliquio, ansiedad, temor y voluptuosidad, la invadía toda y sentía rugir la bestia, enroscarse las sierpes y avivarse la llama. Para vencerse comenzó a hablar con palabras llenas de unción:
—No importa la muerte cuando nuestra vida ha sido una preparación para la otra. La muerte es dulce; es el reposo en nuestros trabajos, el consuelo en nuestras tribulaciones, es…
La voz se rompió súbitamente en un sonido bronco e inarticulado. Y Marcelo, que al oiría se había vuelto rápidamente, vió lucir en el fondo de las pupilas veladas por los tules una llama extraña, verdosa y temblante como un fuego fatuo. Y por primera vez sintió miedo, y como una bestezuela que adivina el peligro, tembló.
IV: EL DRAGÓN, DESPIERTA
De mes blasphémes rugis,Contre l’irremediableTu repris corp et surgís,O Diable!Jean Richepin.
Apenas salieron, creyendo dejarla dormida, Helena se incorporó. En la pompa casi mortuoria de los monstruos de ébano y los paños de brocado malva florecidos de plata, que la vacilante luz de la lamparilla hacía aún más fúnebres dando al recinto el aspecto de la cámara mortuoria de una Hija del Cielo, la mujer, convertida en montón de lacerias, escuchó.
Ante la puerta que acababa de cerrarse, Edhit y Marcelo hablaban en voz baja. Era ella la que decía:
—Creo que ha pasado el peligro, y podemos irnos a descansar.
No se oyó bien la repuesta de él. Sólo algunos fragmentos llegaron hasta la actriz:
—… estaremos seguros… Con los que guardan el jardín… Seis hombres… Además, ya…
Con mayor claridad sonaba la voz de Edhit:
—Si hubiesen venido, no era nada. Afortunadamente, los T’Chus parece que ni aun han reparado en el palacio.
Ahora la voz de Marcelo se timbraba de extraña ternura:
—¿Has tenido miedo?
Helena adivinó la respuesta de Edhit antes de que fuese formulada:
—He tenido miedo por ella… y por ti.
Vaga irritación matizaba ahora las palabras del chiquillo:
—Por ella, lo comprendo. Hubiese sido espantoso…
—¡Espantoso! —interrumpió Edhit—. ¿Tú te imaginas el horror de la pobre muerta (porque está muerta, Marcelo, muerta) en poder de esos bandidos, que son temidos en China (en China, el país de todas las crueldades) por crueles?
Él siguió su idea:
—Por ella, sí; pero ¿por mí?…
Como si los muros fuesen de cristal, Helena vió una sonrisa de ironía afectuosa en los labios de la mujer, y oyó una voz muy tenue que murmuraba:
—¡Si eres un niño, Marcelo!
Con fanfarronería pueril, que justificaba el juicio, interrogó él:
—¿No he estado en la guerra?
La enferma, que seguía viendo, adivinó ahora otra sonrisa casi compasiva en los labios de la mujer fuerte.
—La guerra es un juego en comparación de los crímenes y monstruosidades de los T’Chus ¿Tú sabes las cosas que cuentan los que se han refugiado aquí huyendo de ellos? Matan, roban, incendian… Pero, además, son de una ferocidad nunca vista: parece que se gozan en el sufrimiento de sus víctimas, que inventan suplicios atroces, martirios jamás soñados…
Él debió de murmurar algo que fuese a manera de lamentación, por cuanto ella hablóle, llena de una tierna persuasión:
—¿No me tienes a mí?… Es preciso que seas fuerte, que pienses que ahora hay dos obras de misericordia que cumplir: «cuidar al enfermo» y «enterrar a los muertos»… Después… después volveremos a Europa, y todo esto no habrá sido sino una pesadilla tremebunda.
Las voces bajaron de diapasón y se hicieron susurrantes. Tras una pausa, volvieron a elevarse:
—Ahora, adiós. Duerme si puedes.
—¡No podré!
—Piensa en mí.
—¡Adiós!
Helena creyó percibir el ruido de un beso, y luego hízose el silencio.
¿Odio? ¿pena? No sabía; únicamente experimentaba una extraña sensación de ligereza, de liberación, algo así como si, prisionera, acabase de romper las ligaduras, recobrando la agilidad de movimientos. Como se abren las esclusas de un río para dejar paso a las aguas, las esclusas de su alma se habían abierto, dejando paso al odio, al deseo, a la crueldad, a todas las pasiones bárbaras y magníficas que rugían contenidas por el falso misticismo que como camisa de fuerza la torturaba.
¡Vivir! ¡Ser fuerte y remota, magnífica y arbitraria, sanguinaria y lasciva! Saltó del lecho y corrió a la ventana. A lo lejos, en apoteosis de púrpuras, la ciudad ardía y las enormes llamaradas y las densas columnas de negro humo se reflejaban en la serena transparencia del lago. Hasta ella llegaba confusamente el rumor de luchas, de gritos, de lamentos…
Como poseída de un ataque de vesania, vibraba toda; sus narices dilatadas aspiraban con fruición el olor de pólvora, de chamusquina y de podredumbre que traía el viento.
Comenzó a arrancarse los vendajes, los algodones, las compresas; vistióse una de sus flotantes batas en encaje, semienvolvióse en bordado paño oriental y dirigióse a la puerta. Con precaución infinita, abrióla y miró a un lado y otro; nadie. Aventuróse en el pasillo y avanzó lentamente hasta las vidrieras del jardín. Sin que persona viviente lo notase, salió, y ocultándose en la sombra de los macizos de árboles y flores llegó hasta la verja de madera. Franqueóla, y ya libre, en pleno campo, echó a correr.
Detúvose un momento. El arenal era ocre y gris; tras ella, los jardines del palacio formaban una montaña negra; a la izquierda, el bosquecillo de almendros tomaba tonalidades moradas a la cárdena luz de la luna, una luna enorme, redonda y roja, de cataclismo geológico, que asomaba sobre él. En los embarcaderos divisábanse los juncos de los piratas, pintados de colorado, de negro, de amarillo y labrados en forma de tiburones, de sierpes, de animales fabulosos, que a la luz dei incendio cobraban apariencias de fantástica vida.
Helena cruzó el puentecillo, camino de los arrabales de la ciudad. Como esos reptiles que abandonan su piel, así ella había abandonado los contrahechos misticismos con que se engalanara, y el fondo de su alma, hecho de cieno y sangre, triunfaba sobre la abnegación, el renunciamiento y el sacrificio. Vivía desligada del tiempo y del lugar; era proterva y divina, despreciable y magnífica; era como una fiera a quien los hombres creen haber domesticado y que al olor de la sangre siente despertar sus dormidos instintos de ferocidad. Olvidada de sus males, de sus dolores, de su cobardía, caminaba ágil y resuelta, como si tras de largo éxodo volviera a su reino. Sentía una sensación de anhelo, una sed inextinguible, un ansia salvaje e inexplicable. No era Helena Fiorenzio, ni la trágica famosa, ni aun siquiera la prostituta de sus primeros tiempos; era la bestia, la alimaña cruel y feroz que vivía del dolor y de la voluptuosidad, el ser monstruoso como un símbolo de abominaciones, que ha ido marcando su estela a través de la historia de la humanidad. Un anhelo atroz de barbaries y crueldades, de cosas hediondas y asquerosas, de locuras sexuales que iban más allá del sadismo, más allá de los vicios anatemizados por la Iglesia, más allá que los engendros contrahechos de las imaginaciones enfermas, la arrastraba y hacía de ella el algo inconsciente y violento, el alud de la montaña o la ola que alza la tormenta.
La población ofrecía un aspecto lúgubre y desolado; por todas partes alzábanse columnas de humo o rojas llamaradas; presas del fuego las moradas miserables, las tiendas de los mercaderes y los chiscones que habitaban los pobres, la luz de los incendios alumbraba las pagodas y los palacios de mármol con exotérica pompa de evocación.
Las calles estaban desiertas y silenciosas; sólo de vez en cuando el aullido de las hienas o el grito de las aves de rapiña ponía una nota espeluznante; a veces llegaban lejanos sonidos de música, cantos, lloros, o lamentos de las gentes refugiadas en torno a la pagoda central. Helena avanzó; montones de cadáveres agrupábanse de trecho en trecho junto a los muros en ruinas, las paredes humeantes o los barrotes, retorcidos por el fuego, de los escaparates. Chacales, hienas, cuervos y vampiros celebraban banquetes en lo humanos despojos, y algunas veces veíase aparecer entre las plateadas pieles y los negros plumajes las manos crispadas de horror de algún agonizante que se agitaba en una imploración suprema. Un olor a carne descompuesta, a quemado y a toda clase de porquerías infestaba el aire de miasmas virulentas. De trecho en trecho un cuerpo pendía de un árbol; y eran horrendas y alucinantes la lengua negra y burlona de los ahorcados, la risa sarcástica de los despanzurrados y la galería infinita de muecas grotescas y trágicas de todos los que palpitaban en las espantosas agonías de los suplicios sabios.
La Fiorenzio, insensible a cuanto no fuera la misteriosa fuerza que le arrastraba, caminaba siempre. Violentos temblores de deseo la sacudían, y su vida entera parecía abrasarse en aquella única hora. Aproximábase al centro de la población. Grupos de gentes ebrias cantaban, bailaban, se querellaban, amaban y asesinaban, presas de un vértigo de locura. Las hembras de los barcos de flores, pintadas enjalbegadas, perfumadas y adornadas con obscenas preseas, mezclábanse con los bandidos de espantosas carátulas de demonios, de bestias ambiguas y de inclasificables pajarracos, que blandían los sables de laca y lanzaban agudos gritos, y con los apestados, que, desnudos, amarillos esqueléticos, malolientes y repulsivos como resucitados, saltaban con grandes brincos ridículos, lloraban, gritaban, pedían misericordia y corrían perseguidos por los canes famélicos y acechados por las bestias de rapiña. El amor y la muerte mezclábanse y confundíanse, y mientras caían las parejas en bestiales abrazos sobre los rescoldos ardientes aún, rodaban infelices con la cabeza tronchada o el vientre abierto, en tanto sus verdugos, borrachos de sangre, apresaban a las cortesanas ebrias y las poseían allí entre cadáveres, animales feroces y montones de miseria e inmundicia.
Llegaba a la plazoleta central. El ruido y la confusión eran espantosos. Una multitud enloquecida por el alcohol, la lujuria y la crueldad, chillaba, bramaba, aullaba, entonaba cánticos empujándose, atrepellándose, brutalizándose y pisoteándose mientras trataba de escalar el templo. De trecho en trecho, un viejo músico, tripudo y jovial, tañía una flauta, hasta que, por humorismo, un borracho le desfondaba la barriga o una muñequilla le clavaba larga aguja en las carnes. Entonces aullaba de dolor, y sus lamentos y extorsiones hacían reir a la multitud, que le arrojaba a tierra y entreteníanse en pisotearle.
Con infinito trabajo consiguió Helena llegar hasta las puertas de la pagoda, y allí se detuvo. El cuadro era aún más estrafalario y horrendo. Las danzarinas y cortesanas de las floridas mansiones de amor del río, desnudas entre los jirones de los portentosos trajes cubiertos de bordados, los ojos oblicuos y los cabellos de azabache sostenidos por extrañas horquillas de motivos fálicos, labradas en turquesas o creadas con contrahechas perlas, el cuello frágil y los brazos armoniosos, cubiertos de lascivas joyas, que reproducían cosas y posturas de misteriosa liviandad, danzaban enlazadas por los piratas borrachos o se prostituían a ellos allí mismo, a la vista de todos. Eran los tales piratas, hombres enjutos, pero grandes y fornidos; su piel amarilla brillaba curtida por el sol, y en sus labios delgados y sus brillantes pupilas negras había una gran ferocidad. Unos llevaban los rostros pintarrajeados, y otros espantosas máscaras, y no se sabía ciertamente cuáles eran más horrendos a la luz del incendio, cuyas llamaradas iluminaban intermitentemente el interior del templo.
Y en la claridad purpúrea vió Helena que habían desterrado al dulce Budha, y en su lugar, un dios espantoso, rojo y peludo, con los ojos de jaspe, mostraba con impudor un falo enorme.
Como faunesas ebrias, las mujeres danzaban en torno de la estatua, se retorcían, se descoyuntaban en espasmos que no se sabía si eran de placer o de dolor, cantaban, reían, arrojaban flores sobre el ídolo, y, presas de furiosa vesania, se prostituían a él.
Mientras, en inútil ferocidad, los bandidos, ayudados por los soldados, que habían hecho causa común con ellos, mataban, violaban, martirizaban, y el amor y el dolor, la sangre y la voluptuosidad, corrían juntos.
Helena sintióse arrastrada en el torbellino al jardín cercano, empujada, apretada, ahogada, acariciada, y de pronto, en el fiero impulso de un guerrero bárbaro con careta de demonio, rodó por tierra. Y fué un rosario de caricias crueles que le desgarraban y llevaban la muerte al fondo de sus entrañas. Al fin, quedó sola, vencida, rota, deshecha, y trató de incorporarse.
Entonces creyó ver la elegancia felina de una puma que brincaba al través de los boscajes, y sintió resbalar entre sus dedos la viscosa glaciedad de un reptil.
Epílogo: EPILOGO
Sintió extraño anhelo, la sensación de que uno de aquellos monstruos que habitaban en las lacas del palacio —dragón, grifo o basilisco— pasaba sobre él ahogándole. Después fué la angustia de enorme ventosa que le sorbía la vida en caricia húmeda y pegajosa, la repulsión atroz de uno de aquellos animales simbólicos— peluda araña roja que se paseaba por su cuerpo, pulpo de múltiples tentáculos, o colosal babosa— que le producía un estremecimiento de repugnancia infinita. Después fué un dolor agudo, la impresión fría y escurridiza de un reptil sobre los labios, seguida de un pinchazo agudo, como si le clavase el emponzoñado aguijón.
Despertóse, o por mejor decir, sacudió la obsesionante pesadilla, y se incorporó en el lecho.
Amanecía Por la ventana, abierta de par en par, entraba la claridad de la alborada. Era una luz verde muy limpia y clara, como filtrada al través de tenue vidriera de peridotas. En el cielo de malaquita, el sol sin rayos ni reverberaciones aún, era una bola naranja; el lago tenía glauca transparencia de esmeraldas, y todas las cosas bañábanse en una gama infinita de verdes y de rojos. Dentro de la habitación, al rielar en las lacas negras, historiadas de lotos de oro y de magníficos monstruos de purpúreas fauces entreabiertas, la luz hacíase más obscura en un contraste casi trágico de púrpuras, verdes y oros. Muebles de bambús rojos, con negros cojines de seda, aumentaban el aspecto nicromántico de la estancia, y por las pequeñas mesas de ébano, plata y marfil, florecían en los búcaros de viejas porcelanas admirables rosas de grana y sombrías orquídeas negras.
Mal despierto aún, Marcelo miro en derredor con ojos de asombro. No sabía si aún permanecía en las garras de la pesadilla o si los fantasmas por ella evocados habíanse hecho realidad Súbitamente sus pupilas asombradas tropezaron con una figura alucinante, y un largo escalofrío corrióle por las espaldas.
Era un monstruo de horror y de delirio el que se erguía ante él; era un ser híbrido y absurdo, la caricatura de una mujer hecha por la mano burlesca de la Muerte; un despojo sangriento, repugnante y hediondo; una piltrafa humana roída de gusanos, el asqueroso montón de inmundicias en que se convierte el cuerpo después del tránsito. Era la visión alucinante de los místicos medioevales; algo repugnante, turbador, una alucinación que obscurecía el cerebro y hacía temblar el cuerpo.
¿Helena?… ¡No! No era posible que la criatura toda belleza y armonía fuese aquel engendro infernal que se alzaba allí, que del cuerpo todo plasticidad hubiese hecho el mal aquel fantasma de no sé qué horripilantes putrefacciones de ultratumba, que la piel de magnolio fuese áspera y gris como la de los elefantes…
Marcelo no comprendía. Veía la aparición contemplarle con quemantes pupilas de carbunclo, oía la risa cruel y estridente, como la que debe de escucharse en el fondo del infierno; pero ¡no comprendía!
Súbitamente sintió humedad en el rostro y la sensación de dolor punzante en los labios. Llevóse las manos a la parte dolorida y lanzó un grito de espanto. ¡Sangre!
La claridad de un relámpago iluminó su pensamiento. ¡Ella! ¡Helena!
Semidesnuda, entre los restos del traje hecho jirones, más extraña en el exotismo bárbaro del kimono verde florecido de lotos rojos, quemado, desgarrado, cayéndose a pedazos; la cabellera roja como una sierpe de fuego flameando sobre sus espaldas; el cuerpo cubierto de abominables llagas; el rostro hinchado, enorme, comido de costras, de costurones, de abiertas heridas que manaban pus y sangre; la nariz deshecha, informe ya; las orejas monstruosas, Helena, en pie ante el lecho, le contemplaba y se reía. De improviso la hembra dió un salto y le enlazó entre sus brazos.
Otra vez sintió él la alimaña de pesadilla que le ahogaba mientras que los labios viscosos le cubrían de caricias y los dientes le desgarraban.
La voz de la ramera gemía:
—¡Marcelo! ¡Marcelo! ¡vida mía, amor mío!… ¡Nadie, nadie te robará a mí!… ¡Ni la Muerte, oyes, ni la Muerte!… ¡Te quiero, no comprendes, te quiero, y no serás de otra nunca ya!… ¿Verdad, Marcelo, amor mío?
Con un brusco esfuerzo rechazó a la enemiga, que rodó por el suelo, y allí siguió gimiendo como una bestia herida mortalmente. Luego, vencido de espanto y de asco, dejóse caer en el lecho nuevamente, y cobarde, deshecho, lloró sobre la ruina de su juventud, de su amor y de su fe; lloró ante el calvario de miseria que tenía que recorrer hasta la tumba.
Appendix A
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- José Calvo Tello
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- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. El monstruo. El monstruo. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2DC4-3