Prefacio

Cuando me dijo Gabriel Miró que estaba escribiendo una novela, no hubo de parecerme extraño. Acometer las empresas difíciles, con esforzado ánimo y decidido propósito de alcanzar el lauro apetecido, es propio de quien, como Miró, aúna buena inteligencia y amor al estudio con el poderoso aliento de la sana juventud. En la noble aspiración del que escribe y quiere hacer algo, ese eterno algo que todos buscan por ser recabador de gloria, el primer vuelo de la fantasía por las regiones literarias de la novela, debe de ser recompensado con un aplauso. Para el que vence, será galardón de su triunfo; para el vencido, será fuerza nueva que le impulsará a seguir luchando.

No ha menester la novela de exordio alguno, ni van las presentes líneas a manera de prólogo; antes bien, es deber del que las escribe, hacer constar que forman a vanguardia de la obra, como nota de presentación al público lector. Éste es el crítico que, empíricamente o con fundamento científico, ha de juzgar. Y a tal juez he de advertir que el autor de La mujer de Ojeda cuenta veintidós años de edad, y que, lógicamente, a un autor novel no se le puede exigir lo que tenemos derecho a reclamar de un maestro.

Huir de la vulgaridad en la fábula y marcar buen gusto en la elección de los incidentes, amén de expresarse en neto castellano, son preceptos que, sin duda alguna, tuvo en cuenta Miró al componer su obra. Para lograr estilo, para ser personal, es necesario mucha práctica, ensayos repetidos. Para aumentar el poder inventivo y crear tramas originales con incidentes de interés, precisa la observación y larga experiencia. Cosas éstas que, según dicen, vienen con los años.

La novela es un género difícil. Marcar tendencia desde el punto de vista político o religioso, es defecto corriente en algunos grandes novelistas, que matan con él la atractiva originalidad. En otros, la desigualdad en el mérito de su producción es señalada con frecuencia. El polaco Sienkiewicz, pongo por caso, crea en Sin Dogma, hermosa psicología; pero en la novela histórica, desciende hasta ser un folletinista, a la manera y uso de Ponson o Montepin.

Desde Rusia van a todas partes invasoras corrientes literarias. Interesantísimo es el estudio de su novela: Gogol y Dostoyevski describen con tal realismo la vil esclavitud de ese gran pueblo, que hacen vibrar el alma de la Europa intelectual. El canto triste de la mísera vida del mujic, que dulce y resignado como un niño bueno, consume su existencia en el poema del trabajo, es nuestro también, porque llegando a sentirlo, lo recogimos en la gran obra de Turgueneff, envuelto en un espíritu cristiano impregnado de evangélicas esperanzas. Continúa la noble propaganda León Tolstoy, y cuando éste, por ley natural, va a desaparecer de la tierra, la Providencia, mantenedora de los grandes ideales de la humanidad, presenta como heredero de los dogmas de aquellos publicistas a joven Máximo Gorki (Maximovitch). El gran crítico francés Melchor de Vogüe hace alabanza de las obras de Gorki; aquí, en España, pronto las conoceremos, y de suponer es, quede en sus escritos algo que nos deleite, a pesar de dos destructoras traducciones.

Desde el cuento hasta la novela filosófica, el campo de acción para el novelista es extenso, y las dificultades que ha de vencer, muy complejas.

El admirable prosista D'Annunzio, patrocinador de brillante impresionismo, es premioso en el enredo de sus creaciones.

Francia es hoy la nación que impera literariamente. En España es punto menos que imposible nombrar un novelista completo; ninguna de nuestras novelas contemporáneas puede compararse a cualquiera de las de Flaubert. Galdós, nuestra gloria, que supo ver en Toledo lo que sólo viera el gran Bécquer, el alma de la imperial ciudad, en algunas obras es pesado y palabrero. ¡Qué duda cabe que Armando Palacio y Picón serían inapreciables si dejasen de ser frívolos!

Un novelista desconocido casi, existe, que ha escrito maravillosas páginas: Juan Bautista Amorós (Silverio Lanza). Lanza tiene mucho parecido con Stendhal; ni a uno ni a otro les han hecho justicia sus contemporáneos. Lanza tiene, en Artuña, por ejemplo, páginas de novela que envidiarían los más grandes maestros. En España no se ha hecho nada mejor. Entre los intelectuales nuevos, Lanza tiene gran prestigio; la gente joven comienza a rehabilitarlo.

Entre los jóvenes hay algunos cuentistas excelentes: Valle-Inclán, Manuel Bueno, Pío Baroja; este último, con su libro Vidas sombrías, que es una colección de cuentos magistrales, y La casa de Aizgorri, novela ejemplar por lo completa y definitiva, ha descollado poderosamente.

Para esa juventud es el porvenir, y entre ella seguramente ha de figurar Gabriel Miró. Tiene condiciones para llegar, porque es observador y sabe ver.

Y llegará, en cuanto la dolorosa práctica de la vida aumente el caudal de conocimientos que jamás encontrará en los libros.

L. Pérez Bueno

Alicante 20 octubre 1901.

Noticia preliminar

Buceando no ha mucho tiempo en las entrañas de antiguo y herrumbroso arcón, encontré un voluminoso legajo, cuidadosa y discretamente atado con descolorido balduque. Y como soy de curiosa condición, deshice las lazadas de la oficinesca cinta, rompí la envoltura y me dispuse a hojear su contenido.

Con sorpresa y regocijo, vi en la primera página un rótulo que decía: «Materiales para una novela». Con regocijo, sí, porque mi indiscreción iba a proporcionarme el solaz de novelesca lectura.

Cuyo era el mencionado legajo, no es indispensable que lo sepas, lector amable. Sólo te diré que la letra y la manera de exponer los hechos no me fueron desconocidas; y por éstas y otras razones, que también te oculto, conjeturo que el autor era un grande amigo mío, tan íntimo y cariñoso, como debió serlo Gazel Ben-Aly del que escribió Los eruditos a la violeta.

Digo que leí y repasé su contenido, y declaro con llaneza que, aunque humilde de forma y de escasos y sencillos pensamientos, me interesó y distrajo.

Ocurrióseme después aprovechar el hallazgo (que lo constituían veinte cartas, un cuaderno de memorias y algunas notas precisas para enlazar el hilo del relato). Y sin detenerme a reflexionar si mi imaginativa poseía la suficiente pujanza, ordené y pulí dichos papeles, y luego compuse este librito.

Convendríanme ahora ciertas frases en defensa de mi arrojo, pero me abstengo de prolongar esta Noticia, y termino ya, porque recuerdo aquel feliz consejo que así reza: «Sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo»; sesudas palabras dirigidas al prudente Sancho por el que fue flor y espuma de la andante caballería.

Primera parte

Carta primera

Majuelos 5 de junio.

«Querido Andrés:

Desde que llegué a este pueblecillo alegra, noto cierta calma aliviadora, que va neutralizando las ansias de mi espíritu enfermo.

Cuando hace tres meses me separé de ti, para venir a este grupo de casas, rompiendo el juramento que me hice, de no visitar más el lugar donde nací, creía que como perjuro, hallaría mi castigo; y me voy convenciendo de que la tranquilidad que me rodea y la atmósfera de lo pasado que me envuelve, me arroba y me deleita, hasta el punto de verlo todo con amor, el caserón que habito, el jardín desaliñado, la murmuradora fuente que hay en el centro de la solitaria plazuela y que tanto hastío me producía hace cuatro años.

Los pobres viejos que en unión de su hijo, mocetón vigoroso y coloradote, me asisten y cuidan, me parecen menos zafios y tontos que antes.

No un castigo, sino recompensa halagadora he encontrado aquí.

Por las tardes salgo al campo que es alegre, y, en algunos sitios, plátanos frondosos, copudos nogales y otros árboles que dan sabrosa y fragante fruta, forman deliciosas y frescas umbrías.

Estoy viendo la cara que pondrás de asombro cuando esto leas.

¡Cómo! -dirás-. ¿Tú tan amigo de mundanas fiestas y de ruidosas escenas, encuentras placer en esa tranquila vida de campo y te deleitas escuchando sólo la respiración suave y olorosa de esas feraces huertas?

Tú recordarás que cuando nos conocimos, mi alegría no era ingenua, ni franca, sino postiza; quería aturdirme en algazaras y fiestas, no porque padeciera de románticos amores, sino porque hacía mucho tiempo que sufría el más legítimo de los dolores y pesares: había perdido a mi madre, a la que yo quería como se quiere a las madres, y veneraba, como se reverencia a las víctimas. ¡Ya te conté que mi madre al darme la vida perdió la vista; la luz que yo vi al venir a este mundo, se la robé a ella!

Yo no supe que había sido la causa (aunque involuntaria) de su ceguera, hasta muy pocos días después de ocurrida su muerte, que me enteró de todo un fiel y antiguo criado.

Quedé huérfano. Mi padre había muerto tres años antes.

La soledad en que vivía desgarraba mi alma; desesperábame de insólita manera. El cielo y el campo coloreáronse para mí con tintas pálidas, angustiosas, tristes...

El médico, leal y viejo amigo de mi padre, me dijo que como representante de éste, me prohibía que residiese en este pueblecito, e instome a que buscara distracciones, alegrías.

Así lo hice y fui aturdido, y hasta llegué a creerme jovial y alegre.

Pero ahora que me encuentro lejos del bullicio, es cuando siento henchirse mi alma de dulce y sereno gozo. Hasta el cementerio es risueño; parece un vergel que de recreo y holganza sirva a los vivos y no para triste descanso de los muertos.

Nada de mármoles, jaspes, ni suntuosidades: flores y plantas trepadoras engalanan las sencillas sepulturas...

Ahora que mi madre goza de la Suprema vista, se recreará contemplando las lindas macetitas que adornan su sepulcro.

¡Yo las cuido, y si alguna noche oigo gemir al viento, tiemblo por los tiernos tallos de sus flores!

¡Nada hay tan sentido como el motivo que me obligó a dejar mi hogar: experimentaba algo parecido al remordimiento, viviendo aquí en medio de tantos recuerdos!

¡Nada tan prosaico como el asunto que me ha traído a estos campos en donde nací; tasar una extensión de terreno expropiado para una carretera!

Pero donde creí encontrar tristezas y prosa, hallo exquisita y regaladora poesía, y plácidamente discurren para mí las horas contemplando los apacibles y olorosos prados, las rumorosas y lozanas huertas...

Paso la mañana en una habitación grande que sirvió de despacho a mi padre; las paredes casi desaparecen detrás de grandes estantería repletas de libros. ¡Cómo disfrutarías con su lectura!, tú tan dado al saber y a quien tantas veces he oído repetir aquellas frases del jesuita aragonés Gracián: "¿Qué jardín del Abril? ¿Qué Aranjuez del Mayo como una librería selecta? ¿Qué convite más delicioso para el gusto de un discreto, como un culto museo donde se recrea el entendimiento, se enriquece la memoria, se alimenta la voluntad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? No hay lisonja para un ingenio como un libro nuevo cada día".

Pues en esta estancia, cuyo contenido querrías tú disfrutar, voy purificando mi inteligencia, harto necesitada de los finos alambiques del estudio.

No se te ocultarán los deseos vivísimos que tengo de que te decidas a venir y pasar conmigo una temporada larga.

Tú gozarías mucho; eres artista y tu inteligencia es clarísima e inagotable...; pero no, ni sigo, porque te veo poner fiera la cara y llamarme despreciativamente ¡adulador!

Hasta mi próxima.

No te olvida tu buen amigo,

Carlos».

Carta segunda

Majuelos 12 de junio.

«Mi buen Andrés:

En mi anterior te decía que una dulce alegría se ha apoderado de mí, desde que miro este cielo puro y sereno y contemplo este paisaje incomparable.

Cuanto veo, encierra para mí un recuerdo; ¡recuerdos que, hace dos años, herían y lastimaban mi alma, y ahora la llenan de un místico contento!

En vano trato de explicarme este fenómeno psicológico. ¿Por qué lo que debiera arrancarme lágrimas, me arranca sonrisas? Los muebles, mi cuarto, el despacho, el amplio comedor, la interminable alameda, todo, todo me sonríe, arroba gratamente y me distrae. Tú que profundizas tanto, pudieras ahondar en mi alma y sacarme de este atolladero.

En tu carta me dices que mi estado de ánimo es el mejor para saborear y compenetrarme de los místicos.

Antes de que tú me lo dijeras, una fuerza intuitiva habíamelo hecho comprender así.

Hace algunos días que me recreo y conforto con las páginas de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y de Granada, de Teresa de Jesús, de Padre Rivadeneira, Isla y otros sabios.

He llegado a retener en la memoria muchas estrofas del Cantar de los Cantares; como soy un poco músico, me acompaño al órgano algunos versos de Salomón, y con sinceridad he de decirte que el acento apasionado y tierno de la esposa se acrecienta con las armonías que a mi órgano saco.

Me he propuesto ponerle música a todo el libro de los "Cantares".

He de confesarte que el acompañamiento a las primeras palabras de la esposa, me parece sublime (no es inmodestia). Tengo por seguro que, sin recitar la letra, cualquiera que sienta la música y no desconozca el libro del sabio, apenas escuchara dicho acompañamiento, diría en seguida que se ajusta a aquella petición de enamorado: "Béseme de besos de su boca; porque buenos son tus amores, más que el vino".

Quiero que mi música sea expresiva; tú que tan buen gusto tienes y tan erudito en el arte lírico eres, me podrías dar atinados consejos.

No he podido sacar del teclado lo que desearía para aquello de "Morena yo, pero amable, hijas de Jerusalén, como las tiendas de Cédar, como las cortinas de Salomón".

Pero... no quiero distraerte más.

Siempre tuyo,

Carlos».

Carta tercera

Majuelos 18 de junio.

«¡Con cuánta razón, querido Andrés, te extrañas de la miopía de mi inteligencia!

"¡Cómo! -dices con tu inimitable estilo-. ¿No has hallado la solución al problema psicológico que en tu última me presentas, leyendo y estudiando (como dices que lo haces) a los místicos?

"¡Criatura ciega! Si en el Tratado de la Tribulación tienes suficiente y claramente explicado lo que para ti es asunto harto escabroso y obscuro. ¿Que por qué encuentras grato deleite en lo que debieras (según tú) hallar tan sólo amarguras y mortificaciones? Pues lee las primeras palabras de dicha obra y encontrarás la explicación.

"Cualquiera de nuestros sentidos y potencias se deleita con su objeto propio y proporcionado, y se entristece cuando el objeto le es contrario y desconveniente.

"Nada tan justo y conveniente a tu estado actual de ánimo, como la contemplación de todos los objetos que evocan pasadas épocas.

"Hace dos años, cuando saliste de ese pueblecito, el dolor era muy vivo para pararse a hacer consideraciones sobre él, y la revelación de aquel torpe criado fue la gota que hizo rebosar la copa: el dolor de tu alma era entonces como el sol, que no se puede mirar frente a frente.

"Ahora que tu alma está templada con las dulzuras de la resignación, tu dolor existe, sí, pero se le puede contemplar cara a cara como a la luna, que no hiere ni ciega.

"El dolor pasado tiene un sabor deliciosamente amargo como el ajenjo.

"Además, después de dos años de casi escandalosa vida, ese descanso físico y moral, forzosamente había de halagar tu cuerpo y regalar tu alma.

"La alegría es según el objeto que la produce. No sólo es alegría la que se manifiesta en ruidosas carcajadas, saltos y cabriolas: el bienestar íntimo por la visión de objetos queridos y que envuelven ciertos recuerdos, es una especie de alegría, quizás la que con más legitimidad puede llamarse así".

Todo eso me dices, mi sabio amigo, y comprendo tu sencilla y elocuente explicación, mas no llega a convencerme; pero la discusión la dejaremos para cuando te decidas a venir a este pintoresco pueblo.

Ahora tratemos de otra cosa.

Voy creyendo que tengo un talento musical atroz. (¡Ríete, ríete cuanto quieras!)

He encontrado en el registro de mi armonium los acentos conmovedores de cariñosa y amante exclamación.

Cuando el esposo dice: "¡Ay, cuán hermosa, amiga mía, eres tú; cuán hermosa! Tus ojos de paloma...". Todo mi ser se conmueve de entusiasmo, y las notas que a mi instrumento arranco, son varoniles y vibrantes.

Y luego sucede una armonía tímida, apasionada, que hace desfallecer y languidecer de amor; y la esposa contesta:

"¡Ay, cuán hermoso, amado mío, eres tú y cuán gracioso! Nuestro lecho está florido; las vigas de nuestra casa son de cedro; el techo de ciprés". Al llegar aquí, va palideciendo el sonido, y yo veo a la esposa desnuda, sobre el florido y perfumado lecho, mientras el esposo la unge los cabellos con bálsamos y ungüentos orientales y la besa en la boca, de mieles y de flores hecha...

Anoche, después de cenar, salí. La noche estaba tibia y perfumada; de cuando en cuando ligero vientecillo levantábase, llevando en su seno gérmenes de flores.

La respiración de Naturaleza era tranquila. ¡Tantos siglos de fatigosa vida, y, sin embargo, respiraba con la suavidad de un niño! En el obscuro éter parpadeaban las estrellas.

Al principio creí que sería el único apreciador de la belleza de la noche; pero me convencí pronto de mi error al entrar en la alameda, en cuyas frondosidades blandamente trinaban los ruiseñores. En uno de los bancos que al pie de los corpulentos álamos hay, distinguí dos bultos.

Pasaba por delante de ellos, cuando una voz de hombre me llamó, casi con intimidad. Me acerqué y entonces conocí a don Tomás Ojeda, rico propietario de este pueblo.

Con él estaba una mujer de graciosos y elegantes modales, esbelta y hermosa; belleza y donosura que, más que ver, adiviné en ella.

"Clara -dijo Ojeda- te presento a Carlos Osorio, hijo de un buen amigo mío. Osorio, ésta es mi mujer".

Ojeda debe tener mucha más edad que ésta.

Hecha la presentación, senteme al lado de Clara. Su marido comenzó a ensartar mil vulgaridades y demostrome ser un fatuo de cabeza huera. Eran bastos sus modales, fuerte su voz, y por cualquier puerilidad lanzaba risotadas que interrumpían la apacible calma y el grato silencio de la noche.

Ella pronunció pocas palabras, pero fueron suficientes para demostrar su inteligencia hermosa y cultivada.

¡Cómo me extrañaba verla casada con aquel hombre, y viviendo en este pueblecillo!

Pronto olvidé que Ojeda estaba con nosotros, y la hablé de los blandos y misteriosos ruidos de la noche, de la serenidad del cielo, luminosamente moteado; y tanto fuego en mi acento puse, que ella sintió conmigo las bellezas que yo cantaba, y en la obscuridad percibí dos ojos que acariciaron gratamente mi alma.

Yo los acompañé hasta su casa, en cuya puerta hay un rosal gigantesco de retorcidas y largas ramas como sarmientos; al pasar, una de ellas, cuajada de capullos y abiertas rosas, enredose en su negra y espléndida cabellera. Ella, con un mimo encantador, trató de librar sus cabellos de la espinosa y florida rama, mas como no lo consiguiera y Ojeda se hubiese quedado atrás, hablando con uno de sus labradores, me acerqué y cuidadosamente conseguí libertar su hermosa cabeza de diosa griega.

"Las flores buscan el más bello búcaro donde lucir sus colores y aromas", dije.

Ella agradeció con una sonrisa mis palabras.

En aquel momento se nos reunió Ojeda, y al despedirme, instáronme tanto a que frecuentase su casa, en donde Clara y yo haríamos música, y los tres hablaríamos, venciendo de este modo la soledad y el tedio de este pueblo, que accedí.

No temas, no, malicioso Andrés, nada de conquistas; la noche hermosa, la belleza de Clara y mi temperamento impresionable, fueron la causa de que aquella escena resultase algo animada.

Cuando me acosté, acordeme de ella y también de las palabras de San Mateo: "En verdad os digo, que cualquiera que mirara a una mujer para desearla, ha cometido en su corazón el adulterio".

Y... basta por hoy».

Carta cuarta

Majuelos 10 de julio.

«No te he olvidado, pero sí me ha faltado tiempo que consagrarte, Andrés amigo.

Antes de empezar esta carta han luchado mi corazón y mi cerebro, acerca del contenido de la misma. El primero se negaba a participarte lo que por mí pasa, mientras que mi yo racional, me imponía el deber de contártelo todo, todo, sin omitir un pensamiento, sin ocultar una palpitación, sin esconder un dictado de mi alma. Y he aquí que te confieso mi rebelión y pecado.

Tu sutilísimo entendimiento habrá ya adivinado a qué voy a referirme. Pero aunque carecieras de tal penetración, tengo por seguro que harías lo mismo, porque la última parte de mi pasada carta, era capaz de alarmar a cualquiera.

Todas las noches voy a visitar a Clara (no digo a los señores de Ojeda, porque por el marido no voy, sino por ella, sólo por ella). Estoy hasta las doce; mejor dicho, hasta que un criado de envoltura humana harto desabrida y basta, entra en la salita, en donde Clara y yo hablamos y hacemos música, y el señor Ojeda casi siempre duerme, con la punta del cigarro en el rincón izquierdo de sus gruesos labios, y las solapas de la americana manchadas de ceniza. Este criado (a quien sin duda se le pasó a Dios soplarle sobre la frente para infundirle el espíritu) se acerca a su amo y señor, y con voz, que más que voz es un ruido extraño, le despierta y pregunta: "¿A qué hora quiere que le llame mañana?".

El señor Ojeda se despereza ruidosamente y contesta: "Allá... a las siete".

Clara me mira entonces como pidiéndome indulgencia, por el desperezo de su marido, y luego, asomada a la abierta ventana, contempla la noche olorosa y tentadora. ¡Noche estival!

No soy fatuo ni tonto, porque crea que Clara me quiere. Lo encuentro muy natural. Hace cuatro años que no oye hablar más que de siembras, riegos, injertos, mulas, cosechas, etc., etc. Y al decirle yo ahora sentidas frases que invaden su alma y la conmueven, necesariamente ha de atraerla la mía.

El marido es de cráneo aplastado, de escaso pelo, y, todo él, áspero y vulgar. Clara es fina y delicada como la Venus afrodita.

Estoy seguro que las caricias conyugales procederán, no de una conversación apasionada, sino del relato de alguna operación agrícola, y las manos que tocaran su cuerpo de escultura griega, trascenderán a estiércol. Yo le hablo de arte y tengo exquisito cuidado en que mis galanterías no puedan ofenderla. En vano trata ella de disimular el afecto que yo le inspiro.

Todo cuanto se refiera a mí, le interesa. Anoche, en bromas, exigiome una cuenta detallada de la conducta observada por mí durante el día. Cuando le dije: "de diez a doce de la mañana componiendo mi libreto para el Cantar de los Cantares, me dijo con graciosa curiosidad infantil:

"¡A ver, a ver; dígame por donde va, que los versos que me recitó el otro día de ese libro, son muy bonitos!". Yo, entonces, aproveché la ocasión, y como sé de memoria casi todo el libro de Salomón, empecé a recitarle (por más que todavía no voy por allí) aquellas frases del esposo:

"¡Ay qué hermosa eres, amiga mía! ¡Ay, cuán hermosa! Tus ojos de paloma, entre tus guedejas, tu cabello como un rebaño de cabras que suben al monte Galaad.

"Tus dientes, como un rebaño de ovejas trasquiladas que salen de bañarse, todas ellas con sus crías; no hay machorra en ellas.

"Como hilo de carmesí tus labios, y el tu hablar pulido; como cacho de granada tus sienes entre tus guedejas.

"Como torre de David tu cuello, fundado en los collados; mil escudos cuelgan de ella, todos escudos de poderosos.

"Tus dos...", y al llegar aquí, el brutal criado apareció en el dintel de la puerta y llamó a su señor.

Clara se apercibió del fuego de mis ojos, y de la pasión con que yo decía las palabras del amante esposo. Me despedí; al salir a la calle, la noche me acogió con una oleada de perfumes del jardín de la casa de Clara.

¡Al pronto creí que era la respiración de ella!

Yo comprendo que obro mal; mi inteligencia me lo dice; pero mi voluntad me ordena que la quiera, y como Schopenhauer ha dicho, ésta obra con independencia de aquélla.

Espero pronto tu carta».

Carta quinta

Majuelos 21 de julio.

«¡Qué escena tan bellamente conmovedora la de anoche, Andrés!

Yo creo que gozo más recordándola, que cuando fui actor principal de ella.

Plácidamente se deleitó mi alma; nada de impurezas; la única impura y sensual era la noche: y, sin embargo, triunfé de ella, aunque ningún mérito en mí hubo, ni fuerza dominadora tuve que emplear para vencer a la carne.

Mi temperamento de artista se sobrepuso. Admiré la belleza y desprecié la materia.

El artista es casto, por vicioso que sea: llega un momento en que se olvida de que con aquel cuerpo que delante tiene, se puede gozar; se distrae..., se extasía...

¡Claro es que cuando pasa el éxtasis, algunos suelen obrar como hombres!

Cuando anoche fui a casa de los señores de Ojeda, me recibió el criado grotesco. Viéndolo se recuerda la frase de Baltasar Gracián: "Hay a veces, entre un hombre y otro, casi otra tanta distancia como entre el hombre y la bestia". Pues bien, el criado quiso decirme: "Los señores le esperan a usted en el jardín".

Allí me encaminé. La noche era obscura. Las plantas que durante el día lucen sus colores, eran manchas casi negras.

Entonces comprendí que la existencia de la belleza es una casualidad; porque ¡mira Andrés, que si a Dios se le hubiera olvidado hacer la luz, adiós hermosura, arte, todo! ¡Todo lo que es bello, no lo sería, si lo divinamente bello, que es la luz, no le prestara parte de sus encantos y hermosura, no ejerciera su bienhechora acción sobre todo lo creado!

Seguía andando y no encontraba a nadie; pero de pronto, una risa fresca, armoniosa, que denunciaba la belleza de la garganta donde se producía la divina risa de Clara, rompió el silencio de la noche; una oleada de gratísimo perfume, me envolvió. Eran las flores que respiraban con satisfacción al escuchar a Clara. Un ruiseñor cantó, tomando sin duda la risa de ella por los trinos de su enamorada hembra.

"Pero Carlos, Carlos. ¿No nos ve usted?" -dijo la hermosa.

Y el marido, con destemplada voz, agregó:

"Por aquí, hombre; a la derecha, no sea usted torpe".

¡Una melodía de arpa acompañada de timbal! ¡Horror!

Yo empecé a rogar devotísimamente al dios coronado de adormideras que cerrara los rojos párpados del señor Ojeda.

Clara estaba sentada en un rústico banco, y un jazminero le servía de albo dosel.

Cuando la ligera brisa cimbreaba al fragante arbusto, sus blancas florecillas caían sobre los hombros de ella, sobre su falda, sobre su cabecita de diosa; otras más atrevidas o felices, penetraban en su espalda, buscando sin duda el perfume de su carne.

Yo me senté en un silloncito de mimbres.

De pronto, un descomunal ronquido me anunció que el dios del sueño había escuchado mi plegaria. Un grillo empezó a chirriar.

Clara fue la primera que interrumpió el silencio para decirme: "¿Y de su amigo Andrés, qué sabe? ¿Se decide a venir? Quisiera conocerle. Por las dos cartas suyas que usted me ha leído, adivino en él un carácter original; debe de ser muy listo".

¡Andrés de mi alma! ¡Desde anoche eres un sabio! ¡Lo dijo ella!

Le interesas mucho, mejor dicho, le intereso yo; perdóname, pero creo que el interés que tú le inspiras, no es directo, sino reflejo del mío; es como la luz de la luna, que ha de recibirla antes del sol, para tenerla.

Hablamos mucho tiempo; ella se admiraba de todo cuanto de ti yo la contaba. La aventura aquella de la noble dama madrileña (no dije el nombre), tus excentricidades, tus éxitos literarios, todo, todo lo dije.

"¡Qué hombre tan extraño es su amigo! Además, usted lo cuenta todo tan bien, que le da más interés y lo engrandece!" -dijo ella.

¡Ay, Andrés; yo te hubiera besado; en ti me inspiré!

Después, se levantó, y al mirar al cielo, un jazmín cayó en su divina boca. Ella sonriendo lo tiró, y dijo: "¡Ay qué amargo! ¡Parece mentira, y tan bonito como es!".

Yo lo recogí, y te juro por mi vida que aquella flor destilaba mieles; ¡a ella le parecía amarga, a mí qué dulce!

"¡Carlos, Carlos! -gritó de pronto-. ¡Mire cuantos gusanitos de luz! ¿Vamos a coger?".

Yo me precipité, y, en un momento, cogí muchos, muchos, y sin pensar en lo que hacía, arrojé sobre su cabeza un puñado de luciérnagas, que parecían estrellitas caídas en el cielo negro de su cabello espléndido y hermoso.

¡Qué figura tan interesante la suya! Reían sus ojos al mirarme, y yo, silencioso, arrobado en la contemplación de su belleza dulcemente iluminada por la débil luz que empezaba a esparcir entonces un trozo de argentina luna, estuve no sé cuánto tiempo.

¡Ella sonreía... y... yo... no la besé!

Pero la voz desagradable del marido desvaneció mi éxtasis.

"¡Mira que es gusto ponerse esos bichos en el pelo!" -dijo el imbécil-. Y se levantó del ancho sillón de paja en que estaba arrellanado.

Juntos los tres nos dirigimos hacia la casa, y en la puerta me despedí».

Carta sexta

Majuelos 28 de julio.

«Por tu última carta infiero que juzgas desfavorablemente a Clara. No es ésta "la tienda del árabe que en este desierto del amor, brinda hospitalidad y acoge con regocijo encubierto primero, y desnudo y franco después, al viajero sediento de caricias", no; tu símil será bello, pero no aplicable.

¿Que cómo entonces afirmo que me quiera y se regale con mis palabras? Trataré de explicarme.

Comienzo por confesarte que soy ese viajero que busca el refugio de tu símil: pero ella no es la tienda, y si lo parece, es sin darse cuenta.

Yo no conozco la historia del matrimonio de Clara, pero no estaré muy lejos de la verdad, si creo que aquélla es parecida a ésas en que intervienen como personajes unos padres avarientos, un becerro de oro y una virgen deslumbrada por el brillo de las riquezas, sus magnificencias y suntuosidades. El cínico macho en posesión ya de la delicada hembra, la busca tan sólo en las horas de celo, y a ésta le repugnan las caricias brutales de aquél.

Tú bien sabes Andrés, que la mujer, más que los goces de la carne, apetece y anhela las caricias para el alma; y éstas se transmiten por medio de acciones delicadas y de sentidas palabras.

Pues bien, el espíritu de Clara, en vez de dulzuras de gratos efluvios de amor, ha experimentado tan sólo ásperas limaduras, producidas por los soeces actos y groseras palabras de su marido.

Nos conocimos y necesariamente había de establecer comparaciones entre los dos hombres que la trataban. Que yo he salido ventajoso en ese examen, es consecuencia harto sencilla en deducir para que pierda tiempo en ponerla de manifiesto y demostrarla.

Ahora diría un moralista austero: "Sí; pero esa mujer debiera ahogar la voz impura que la llama al pecado; huir de la tentación y no abandonarse impunemente en los brazos de la lisonja y del placer".

Pero poco a poco, señor Catón. Empiezo por negar que esa voz sea impura; nada tan natural, tan legítimo, como que el alma de Clara se estremezca de gozo al ponerse en contacto con la mía, que no diré yo que sea resplandeciente como las alitas de mofletudo ángel, ni libre de la escoria del pecado; pero ¡que siente tanto! Y que no tiene ni una pequeñísima doblez ni arruga en donde pueda esconderse nada. Además, ¿en dónde está el pecado? ¿En demostrarme el agrado con que me oye? Pero señor; ¿qué culpa tiene ella de que yo sea fino, galante y artista (no tengo abuela, ¿eh?) y de que su marido sea áspero y grotesco? ¿Que no debe establecer comparaciones entre el señor de Ojeda y yo? ¡Si esto es inevitable; si con el matrimonio no se extirpan del cerebro las facultades de conocer y apreciar, ni del alma las de sentir repulsión o agrado?

Yo nada he dicho a Clara del cariño que por ella siento; no negaré que pueda haberlo demostrado con mis ojos.

No tengo por vituperable que ella se abandone en brazos de la tentación (según el moralista que antes he fingido). Clara no puede huir de ella.

¿Qué ha de hacer la pluma impulsada por el viento, sino volar?

Clara es la pluma y yo la brisa que la recoge del suelo, y la levanta y la impulsa a volar por espacios bellos y bañados de luz.

Si estas cartas que te escribo las leyera otro que no fueras tú, que me conoces y comprendes tanto, juzgaría a su autor de memo y pasado de tiempo. ¿Cómo teniendo la seguridad de que a ella le agrado, no he intentado ya una solución?

Sí, esto dirían y esto harían ellos, pero yo, no; y no lo hago porque quiero que esta sinfonía de nuestro amor sea larga. ¡Gozo mucho! Porque no obstante mi creencia de ser amado, temo ver desvanecidas mis ilusiones y temo por ella, por mi Clara. ¿Qué le sucedería? ¿Qué nos sucedería a los dos?

Empiezo a sospechar que estoy enamorado como un tonto.

Aunque en tu carta me pides que te pinte más detalladamente el carácter del marido, hoy no lo hago. Después de hablar de Clara, escribir de Ojeda sería lo mismo que después de aspirar las mejores aromas, asomarse al más asqueroso muladar.

Te quiere siempre tu buen amigo

Carlos».

Carta séptima

Majuelos 31 de julio.

«Si como dijo un sabio, "la cabeza es el trono de la decencia", la testa de señor Ojeda, apenas si es una grotesca caricatura de tan preciado y acatado solio.

Su cráneo pequeño de angosta frente, los ojillos grises, casi ocultos por carnosos pabellones (que eso parecen sus párpados), la roja, ancha y reluciente cara de grotescos cambiantes, según los movimientos de su boca que está formada por cortos, gruesos y salientes labios, constituyen una fisonomía que Lavater no hubiera vacilado en atribuirla a un imbécil.

Tischbein, que juzgaba a los hombres por las semejanzas y analogías que les observaba con los animales, hubiera visto en la expresión de los ojillos del señor Ojeda, la astucia de la zorra, la voracidad del cachalote en su boca, y la fuerza del elefante en sus músculos.

Y yo veo en él la ignorancia más supina en materia delicada y difícil, la astucia más sutil, el acabado conocimiento en faenas agrícolas (soy imparcial, ¿eh?) y un hombre que para mí, y como dijo Aristóteles, "ha nacido para cosa y no para persona".

Ésta es la estampa, la cascarilla de don Tomás Ojeda. Y en Dios y en mi ánima te juro, Andrés amigo, que tal como la he visto le he pintado; si algo añadiera o suprimiese, culpa de mis ojos sería, que no de mi voluntad o picardía.

Ahora pretenderé explicarte algo acerca de su yo (que muchas veces llego a dudar de que lo tenga), auxiliándome, para realizar mi propósito, de murmuradoras lenguas, que serán para mí las fuentes históricas, y de mis observaciones que confío nos lleven al conocimiento de su carácter y modo de ser.

Cosa es ésta harto fácil de conseguir, porque estos seres de corteza tan abultada, generalmente nada esconden, como algunos frutos de gruesa piel, que mondos luego, apenas si tienen carne con que cubrir el hueso. Y si algo entrañan, casi siempre está en armonía con el continente.

Según el Registrador de la propiedad de esta villa, la obesa esposa del licenciado en Farmacia Trujillo, alma de la tertulia que en la trastienda de la botica tiene lugar todas las noches, el albéitar de esta reducida localidad y otros seres que, como éstos, pasan el tiempo husmeando y atisbando lo que al prójimo concierne, para luego propalarlo y trompetearlo ya comentado (aunque advirtiendo siempre que se trata de un secreto, y que ellos cuentan y narran, pero no critican), los padres del señor Ojeda, fueron unos míseros labradores que dejando dinero a rédito sobre hipotecas, llegaron a formar un capital respetable y a poseer grandes extensiones de terreno.

De este matrimonio nació el niño Tomás, cuya infancia pasola revolcándose sobre montones de estiércol, riñendo con los granujillas, arrojando piedras a ventanas y tejados, y algunas veces sobre algún pacífico majuelense, robando fruta de los vecinos árboles y en otras distracciones de este jaez.

Pero cuando el tío Pedro Ojeda fue señor Pedro, más tarde don Pedro y luego señor don Pedro Ojeda (a medida que en el Registro de la Propiedad se repetía la inscripción de su nombre), el oro, las propiedades, las lisonjas, las adulaciones, le cegaron hasta el punto de creer posible y fácil que el tosco tarugo de su hijo, pudiera cepillarse, adquirir gentileza y llegar a ser fino en modales y versado y entendido en letras; pues para él, no había mejor cepillo, hábil cincel, ni docto maestro, que el oro; sin pensar que con éste se alcanzan comodidades y lujos, pero no talento.

Se adquieren riquezas, se compran amigos y partidarios, imítase la belleza, y hasta al malvado se vuelve virtuoso, pero trocarse el necio en sabio, hízolo Dios imposible (e hizo muy bien).

Tomás Ojeda salió de Majuelos para Madrid a los 17 años, cuando apenas si sabía leer y escribir: hasta Villacuévanos (que es la próxima estación de ferrocarril), acompañole su padre. Pero el chico, al llegar a la coronada villa, aturdiose con la animación y ruido: aquella misma noche emprendió el regreso y a la mañana siguiente, en su hogar, entraba produciendo en los Ojedas y parásitos, que comentaban entonces la viveza del chico, sus buenas condiciones para todo y sus aires y desparpajo de gran señor, el mayor asombro y una expectación sin límites.

¡Figúrate, Andrés, el disgusto de los padres! Ellos veían a su Tomás envuelto en nubes de incienso que aquellos pretendientes a un préstamo o a la prórroga de algún plazo, habían formado con sus alabanzas, y el mismo héroe cantado por aquellas rústicas liras, el chico, venía a amargar el saboreo del orgullo paternal y a encender la burla en los ojos de aquellos sablistas e hinchar sus carrillos por irónica risa.

Don Pedro, cuyo rebelde hígado le hacía pronto súbdito y pechero de la señora cólera, dio orden de enganchar una descomunal galera, y sin permitir ni ligerísimo descanso a su retoño, a Villacuévanos fue con él a esperar el paso del primer tren para Madrid.

Pero esta vez acompañó a su hijo hasta la Corte, y para mayor seguridad, lo encerró en un Colegio de no sé qué orden religiosa, en donde con muchos «sobresalientes» y premios se hizo bachiller a los veintidós años.

Omito el relato de la alegría de los padres de Tomás, cuando éste venía durante las vacaciones luciendo el galoneado uniforme.

¡Pues y cuando fue bachiller! ¡No me detendré en contar los corderos que se sacrificaron, los cueros de vino Valdepeñas que se vaciaron y las enormes cogorzas que se recogieron! Hasta creo que hubo fuegos de artificio por la noche en la pelada era, mientras garridas mozas, defendidas por abultados refajos, entregábanse al solaz de la danza, recibiendo con orgullo en sus caprichosos peinados una lluvia de confites, que fornidos mocetones, recién afeitados, les arrojaban entre requiebros amasados con miel y mostaza...

El uniforme de paño azul fue substituido por otro traje de negro paño; la gorrita de colegial, por un sombrero de grandes alas y cónica copa, también negro, y todo flamante, las botas, la corbata, etc., etc.

Don Tomás iba a la siega, a la recolección de la aceituna, a la vendimia, a cuantas operaciones había de sufrir la tierra, y los padres contemplaban orgullosos las atinadas órdenes que el chico daba al ejército de vendimiadores o segadores. Algunas tardes iban paseando a los próximos bancales de doradas espigas que caían a los golpes de la reluciente hoz, y en medio de los campos de trigos, las mujeres con sus rojas faldas parecían enormes llamaradas de amapolas. Tomás salía al encuentro de sus padres y detallábalo todo. ¡Su inmenso talento les asombraba!

Y sin embargo de las disposiciones naturales que Tomás demostraba en la dirección de las faenas agrícolas, el Ojeda (padre) dispuso que su hijo emprendiera un viaje.

Esta decisión causó general extrañeza en el pueblo. Algunos creyeron ver en ella un medio que utilizaba don Pedro para evitar las represalias que pretendían tomar las madres de las vírgenes inmoladas por el excolegial sobre los rojos terrones de la tierra, en un ribazo, o bajo las frondosidades de algún retorcido y rugoso algarrobo.

Y para abreviar, Andrés amigo, te diré, que después de algunos meses de ausencia regresó Tomás, con empaque y fatuidad risibles y tan brutal como cuando de aquí salió.

Los padres murieron y Tomás se consagró de lleno a cuidar sus bienes, que eran numerosos, y acrecentarlos por medio de préstamos.

Seguía la estela marcada por sus mayores.

Y ahora te contaré, aunque a grandes rasgos para no fatigarte, la historia del matrimonio de Clara, que por fin he conseguido saber, aunque valiéndome de mil subterfugios, para no levantar sospechas ni despertar malicias.

Por entonces, vino a este pueblo un caballero extremeño de elegante porte; frisaría su edad en los cincuenta años. Y con él venía una niña delicadamente bella, cuya vida no excedería de dos lustros.

Estos dos personajes fueron el objeto de las miradas y conversaciones de todo Majuelos, hambriento siempre de nuevas caras y de no vistos tipos y cosas.

El mismo día de su llegada, el elegante señor visitó a don Tomás Ojeda.

¡Expectación en Majuelos, cuchicheos, visitas, abrumadora curiosidad!

¿Cómo se supo? Cualquiera lo averigua. Ello es que a los tres días de la llegada de los forasteros, la misma versión corría por estas empinadas callejuelas, entraba en la barbería, metíase en el Casino, para escurrirse luego por la farmacia y solapadamente colarse en la sacristía. Él era don Agustín de Granados, poseedor de una lejana finca, caída bajo las zarpas del señor Ojeda: quedábase a vivir aquí porque ya no le quedaba un céntimo; estaba arruinado. El objeto de la visita a don Tomás, había sido realizar otra hipoteca sobre una pequeña huerta que le quedaba allá lejos, pasado el sotillo de Villacuévanos.

Al mes de llegar, corrió la voz de que don Agustín se marchaba, pero era por pocos días; los precisos para acompañar a su hija a Málaga, en donde viviría con una hermana del padre, que estaba en mejor situación económica que él.

Paso por alto (por carecer de interés) lo ocurrido durante los cinco años siguientes.

Don Agustín era considerado como nacido en este pueblo. ¡Oh! los majuelenses son criticones, pero también expansivos y hospitalarios. Luego... él era tratable y cariñoso con todos, y esto era tanto más de agradecer, cuanto que su persona iba denunciando su distinguida prosapia: ahora, que si hubiera tenido dinero nadie sabe cual hubiese sido su carácter y modo de proceder. ¡Claro! -dirás tú-. ¡Como que nunca se le hubiera ocurrido visitar este tranquilo y apartado pueblecillo! ¡Quizás vino barrido por los mismos que antes lo explotaron!

Un día dijo el señor de Granados a sus amigos: "Abandono a ustedes por poco tiempo; mi hermana está gravísima, y si falta, habré de traerme a mi hija". Y así sucedió, y el padre y la hija entraron por segunda vez en Majuelos.

No era Clara la niña delicada de antes, sino (según versiones) la más espléndida belleza pagana; como Winkelmann dijo de Diana, pudo decirse de ella: "Dotada de todos los atractivos de su sexo, Clara parecía ignorar que era hermosa".

Poco dicen que ha cambiado; si cuando virgen la delicadeza de sus facciones, la arrogancia de sus formas y todo su ser embriagaba por su perfección, hoy ha adquirido otro encanto más, cierta tristeza que nubla bellamente su mirada. Unos ojos siempre alegres llegan a ser vulgares.

¡Si yo la hubiese conocido entonces, la venta de su cuerpo no se habría efectuado!

Me desespero ahora pensando en la repugnante escena, en que Ojeda y Granados trataron de levantar, el primero las hipotecas, y de entregarle el segundo a su hija.

¿Cómo sería la primera mirada que le dirigió el sátiro? ¡Debió ella sentir vergüenza ante aquellos ojos que hasta la desnudarían! ¿Y las primeras palabras? ¡Qué repulsión y asco producirían en aquella alma preparada tan sólo a recibir un amor profundo y elevado!

Yo que le hubiese dicho: "¡Ven, reina de mis amores, inspiradora de mis ideas, fragante y exquisita esencia del alma mía!".

¿Por qué esa hermosa Hesperia no encontró en el camino del altar una traidora serpiente que la hubiese muerto antes de sus bodas?

Termino ya, Andrés; no quiero, no puedo volver la vista a esos recuerdos; déjame que sólo me ocupe del presente; ahora estoy a su lado; se alimenta con mis palabras, y mis ojos la alientan y le prestan vida.

Para finalizar, te diré que el padre de Clara abandonó este pueblo tan pronto como su hija se casó, y él acopió dinero, y en Madrid ha muerto hace dos años.

Hasta aquí la parte histórica; viene ahora el examen que de Ojeda he hecho; pero lo dejaré para materia de mi próxima. Hoy te he dado buen hartazgo.

Adiós, Andrés».

Carta octava

Majuelos 3 de agosto.

«Así como en Tartarín se encerraban dos temperamentos: el soñador y épico del hidalgo manchego, y el reflexivo y prudente del escudero Sancho, así en el señor Ojeda, descubro yo dos maneras diferentes de ser; pero no es esta dualidad de carácter, tan admirable y noble como en el tarasconés cazador de leones.

Por ciertos rasgos y detalles que de Ojeda en mis pasadas cartas te he contado, fácilmente habrás colegido lo áspero de su naturaleza. Recordarás asimismo que te dije que cuando regresó de su último viaje, advirtiese en él cierto ridículo y enfadoso empaque y postizas maneras de gran señor.

La pureza y legitimidad del metal con que formó Dios a Clara, harto demostrada está por los continuos toques de prueba a que se halla sometida por el trato con ese hombre. El oro de su alma no ha perdido ni un solo quilate; pero el alma de su marido no se modifica, mejora, ni recoge la luz purísima que la de ella irradia: también su tosquedad es legítima y con firmeza cimentada...

Era brutal, pero le faltaba la fea nota de lo ridículo. ¡Inspirar despreciativa risa es lo más bajo y humillante! El hombre que inspira recelos, temores, odios, puede realizar un acto en el que exista tanta maldad, que resulte grande. La acción mala, perversa, llega al corazón del que la presencia y lo impresiona; la ridícula apenas si tiene impulso para dibujar en su boca una sonrisa.

Pero, ¿a qué santo te diré todo esto, si tú lo sabes mejor que yo y tanto profundizas? Tú que estudias más que en los libros en el hombre, que es el mejor volumen.

Yo no sé qué vería, ni de qué se impresionaría el señor Ojeda en su último viaje, lo cierto es que de él se apoderó una ardorosa sed de elegancia para su cuerpo y de buen ornato para su casa: lo primero no lo consiguió, y si ha realizado lo segundo, ha sido bajo la delicada dirección de Clara.

Ignoro por qué se me figura que los primeros días de matrimonio, Ojeda cuidaría de la limpieza y aliño de su cuerpo, pero no después, porque incapaz de apreciar las condiciones bellísimas de su adorable mujer, abandonaríase por falta de público.

Los que por natura son limpios y aseados, para nada necesitan de gente ante la cual lucir su curiosidad; lo hacen por ellos sólo, por satisfacer una necesidad fisiológica; no así los que buscan las miradas de los demás.

Mi llegada veríala él con alegría, porque se le presentaba ocasión de exhibir su lujo y recitar media docena de frases (que no ha digerido, y ni siquiera entiende) sobre arte. ¡Asómbrate, Andrés, sobre arte! ¡Nunca se encontró el pobre en peores manos! ¡Por doquiera surgen verdugos que lo martirizan y maltratan! Pero el pícaro arte se venga; porque si sublima y engrandece a aquellos que son merecedores de hablar de él y ejercitar sus ramas o manifestaciones, castiga a los necios y vulgares (que pretenden imitar a los primeros), poniendo de relieve su ridícula osadía.

La primera vez que hablé con Ojeda (después de muchos años que no le había visto por mi larga ausencia), comprendí al pobre fatuo. La fatuidad es como el jabón malo, que primero levanta espumas, pero luego muestra y denuncia más la suciedad.

El juicio que formé de don Tomás, no he tenido por qué modificarlo.

Cuando por la noche nos reunimos en una salita, cuyos muebles parecen conservar la caricia de la mano de Clara, casi siempre pronuncia Ojeda las mismas palabras: "Venga, venga música. ¡Oh! cómo me entusiasma".

Efectivamente; a los cinco minutos está durmiendo.

Noches hay que, desgraciadamente para mí, no le vence el sueño, y yo que le observo y estudio, noto en su mirada una estúpida distracción, una expresión muy lejos del entusiasmo y que pone de manifiesto la vulgaridad de sus ideas. Y sin embargo, apenas terminamos Clara y yo de interpretar una página musical, exclama él: "¡Qué hermoso! ¡Oh, es muy hermoso! ¿Qué mano izquierda! ¿Eh, Carlitos?".

Esta ruin máscara con que pretende disfrazar su modo de ser, llega a sacarme de quicio.

Clara parece no oírlo; cuando lo mira, veo apagados sus ojos; cuando los fija en los míos, creo verlos gozosamente iluminados.

Ahora preguntarás tú: ¿Y cómo no han estallado los celos en el grotesco don Tomás? Esta pregunta me hice yo, y la respuesta que me di, te daré.

La satisfacción que en Clara noto cuando a ella me acerco y la hablo, la veo yo, pero él es incapaz de penetrar en el espíritu de nadie, y la intención amorosa de mis palabras y acciones, tampoco a él le es dado descubrir.

Para un espíritu superficial como el señor Ojeda es, nada nuestra conducta dice, demuestra ni denuncia: más adelante no sé lo que sucederá; tampoco quiero pensarlo.

Los primeros días, para gozar y regalarme con la presencia de Clara, tenía antes que sufrir el infierno de la conversación del marido, porque me sublevaba ante su necedad y me herían sus vulgaridades. Muchas veces contestele con ira, y la disputa entre los dos surgía; disputa que luego, serena ya mi inteligencia, apréciame tristemente ridícula. Ahora lo desprecio piadosamente y guardo y practico aquel precepto del Sabio: Stulto juxta stultitiam suam, ne sibi sapiens esse videatur».

Carta novena

Majuelos 8 de agosto.

«No busques, no, querido Andrés en esta carta, algo que conmoverte de entusiasmo pueda. Son estas líneas tranquilas, apacibles como sonrisas de niño.

Fue el día de ayer para mí, fugaz, brevísimo, porque viví casi todas sus horas con mi Clara.

Salí muy temprano de casa. La mañana era seca, ardorosa, denunciadora del abrumador calor que luego agostaría el campo, enfurecería a la cigarra, despoblaría las calles y plazuelas...

Buscando parajes umbrosos, llegué a un bosquecillo de pomposas acacias, cuyas frondosísimas copas ocultan por completo la fachada posterior de la casa de Clara.

En este delicioso rincón fertilizado por las sobrantes aguas que del jardín proceden, evocador de aquellos risueños paisajes que Jorge de Montemayor en su Diana pinta; el matrimonio Ojeda y yo acostumbramos a pasar agradables horas de esparcimiento para el espíritu y de fresco y reparador alivio para el cuerpo.

Pues bien, apenas me había internado en tan lindo y apacible lugar, cuando llegaron a mis oídos alegres voces, prolongadas risas y el triste balar de las ovejas. Tamaña animación y algarabía interesáronme en sumo grado; así es que dirigiéndome hacia las tapias del huerto y valiéndome de las salientes piedras cual si peldaños fueran, subí por ellas, pero no tuve tiempo de ver lo que tras las paredes sucedía, porque muchas voces gritaron: "¡Ahí está don Carlos; miren al señor Carlos...!" y otras exclamaciones parecidas; y la robusta voz de Ojeda dijo: "Pase usted, hombre, y verá...".

No necesitaba yo muchos ruegos ni repetidos ofrecimientos e instancias para complacer a don Tomás.

Con ligereza di la vuelta a la casa, en cuyo zaguán encontré al marido de Clara, y mientras me acompañaba a un extenso corral, me dijo alegremente: "Ahora verá usted una escena animada; están desnudando a unas cuantas ovejas rezagadas del esquileo general".

¡Y razón tenía al encomiarme el espectáculo!

¡Qué pureza de color! ¡Qué riqueza de luz! ¡Qué bullicio tan intensamente alegre! Relucían las tijeras empuñadas por obscurísimos gitanos de rojas fajas; balaban dolientemente las ovejas, viéndose despojadas de sus blancos vellones que desprendíanse formando copos.

Allá... un gitanazo hercúleo, desnudo el ancho, moreno y velloso pechazo, sudorosa la cara, desgreñado, sucio, sujetaba a una bravía hembra para facilitar el esquileo de las nevadas lanas, a otro paria enclenque, viejo y cuya afeitada y rugosa cara hacía blanco al tabaco y pálido al café.

Acullá, apartadas de todos y disfrutando de la pequeña sombra prestada por un montón de leña, tres ovejitas graciosamente tendidas y ya desnudas de sus armiñados trajes, mirábanse con curiosidad y extrañeza. Mujeres de vistosas y arremangadas faldas, recogían las lanas que luego sumergían en anchurosa pila. Gritaban y reían los rapaces, daban órdenes los viejos, requebrábanse los mozos... Y aquella atmósfera tórrida hacíase irrespirable con las emanaciones del estiércol, olores de ganado, de sucias aguas, de sudor de esquiladores y velloneros...

Yo busqué ansiosamente a Clara, pero no estaba en aquella inmensa peluquería, y me disponía a preguntar por ella, cuando la oí exclamar desde un balcón: "¡Pero por Dios, que van a estrujar la patita a aquella oveja! ¡Vaya una manera de sujetar al pobre animalito!".

El corpudo gitano levantó la cabeza bañada por copioso sudor, y fijó su mirada en Clara que, vestida de blanquísima bata exornada de encajes y envuelta por el esplendoroso sol, parecía brotar de resplandecientes espumas.

Mirome luego, y sonriendo dijo: "Hoy es usted nuestro; no consentiremos que sea usted víctima de una insolación, que con seguridad cogería por esos campos al regresar a su casa".

"¡Es verdad; bien pensado!" -añadió su marido.

"Comeremos en aquella sombra del jardín" -agregó después ella...

Y era fresca y extensa la que daba una lozana parra que, descansando sobre unas enlazadas cañas, formaba delicioso y espeso toldo.

El anchuroso patio despedía ya fuego.

Ojeda y yo fuimos a reunirnos con Clara.

Era la enervante hora del mediodía. Sólo turbaba el silencioso reposo de las solitarias y soleadas huertas, el continuo canto de la ronca cigarra. Abajo, en el patio, reinaba también el silencio. Ya no se oían voces, risas, balidos, ni rechinamientos de tijeras. Sólo de cuando en cuando percibíase el quejumbroso cacarear de una gallina y el áspero batir de sus torpes alas. Sucios vellones habían quedado esparcidos en el ardoroso suelo.

Las agitadas y temblorosas aguas de la pila (cuyo caudal enriquecía un grueso y reluciente caño que de la pared brotaba), reflejaban mil rayos de oro.

Ojeda entornó los cenicientos maderos de la ventana (para aliviar a nuestros ojos del resplandor enérgico del sol), dejando sólo una línea de luz por donde entraban y salían zumbadoras moscas.

De pronto, una enorme moscarda penetró zumbando desaforadamente.

Persiguiola Ojeda auyentándola con el pañuelo, y el murmurador insecto, atontado por los golpes del improvisado mosqueador, pretendió refugiarse en la desnuda garganta de mi Clara; pero yo, ligerísimo Dafnis, la arrojé de aquella nevada carne antes de que pudiera internarse en el pecho de mi adorada Cloe...

"¡Bien por Carlos!" -gritó don Tomás.

Yo bendije agradecido a la moscarda, purificada ya por el momentáneo roce que había tenido con la desnuda y mórbida garganta de mi diosa.

Comentando la caza del pobre bichito, como dijo Clara, llegamos al jardín y nos dispusimos a comer bajo la trepadora, frondosa y hospitalaria vid.

A la mitad de la comida, el vino riojano había coloreado insolentemente los gruesos carrillos y ancha nariz de Ojeda.

En las postrimerías de la yanta, ofreciome Clara una manzana de encendido color; yo busqué la serpiente y vi a José, el criado cuyos chispeantes ojos devoraban el lindo cuello de la mujer de Ojeda.

¡Qué repulsión y odio sentí por ese hombre!

Volvime y observé que don Tomás miraba lascivamente las bastas y abultadas carnes de la zahareña sirviente.

¡Cuánto cieno en los ojos de esos dos seres!

Pero Clara prestome preciosísimo auxilio, diciendo: "Vamos arriba, que aquí ofende ya mucho el resol".

Al subir la escalera y verme solo con Clara, me acerqué y la dije violentamente, sin hacerme cargo de la osadía de mis palabras:

"¡Clara, por Dios, cúbrase esa garganta; la gente que en derredor de usted hay, es muy baja; son insectos muy más venenosos que aquél que mereció la muerte por rozar esa carne divina con sus alas; pero no, ahora no; ahora son mis ojos los que aprecian y adoran su belleza!". Ella me miró con estupor.

"¡El coñac!" -vociferó Ojeda.

"Vamos, Carlos, vamos -dijo entonces la hermosa-, que se impacienta Tomás. Hablaremos de su amigo Andrés...".

Y en una habitación, sumidos en deliciosa penumbra, y mientras el marido aletargábase envuelto por el azulado humo de aromático habano, Clara y yo hablamos de ti..., y perdóname si con escaso fervor y distraídamente lo hice...; pero junto a ella los recuerdos más queridos se esfuman, se alejan, se pierden...

Transcurrió la tarde apaciblemente y fulguraban inquietas las estrellas en el obscurísimo cielo, cuando regresaba a mi casa por el solitario campo. A mi paso enmudecían los grillos, quejábase alguna planta, rodaba un guijarro, saltaba un insecto...».

Carta décima

Majuelos 18 de agosto.

«¡Desde hace algunos días, odios y zozobras sufre mi pobre alma, y por la noche imágenes horribles me brinda el sueño!

¡No sé cómo calificar mi estado, y si justificada o no encontrarás mi intranquilidad; pero yo no gozo un momento de reparador descanso!

Para prestarme consolador alivio, por cierto tengo que cuando me contestes dirás que no te parece mi situación tan grave como yo la pinto. Además, repetidas veces me has dicho que mi temperamento es vehementísimo y pudieras creer que él hace que te exagere y aumente lo que para ti no tenga tan alarmantes proporciones. No te negaré esto; pero ¿acaso la gravedad de los sucesos no acrece o disminuye para el protagonista de los mismos, según su carácter apasionado, irreflexivo, ligero o frío, prudente, razonador y tranquilo? Y si lógica y cierta es esta consideración, pequeña sinuosidad podrá parecerte el profundo abismo que yo no sé cómo orillar.

¡Andrés, Andrés! ¡Un peligro inmenso, horrible, amenaza a Clara!

José la ama torpemente. Y me desespera y atemoriza tanto la bestial pasión que ese criado por mi Clara siente, porque tiénenlo por prudente, agradecido, leal, y esta injusta fama de que goza, le hace a él disfrutar de libertad ilimitada y ejercer sobre sus señores cierto ascendiente moral.

Algunas lúbricas miradas que en José he sorprendido desde los primeros días de frecuentar esta casa, débanme barruntos de lo que hoy tengo por seguro.

Lo he visto casi oculto por amplia cortina, devorando a Clara con sus ojos de fiera.

¡Qué respiración la suya mientras la miraba!

Yo estuve a punto de arrojarme sobre él; pero notó mi presencia e hizo como si limpiase un enorme aparador de nogal.

Ojeda no estaba en casa.

Clara, ajena a cuanto en su derredor acaecía, distraíase en una labor de encajes.

¡No comprendo cómo no sintió un malestar extraño siendo objeto de las miradas de ese salvaje!

Inquieto, agitado, la saludé; ella vio mi angustia y me preguntó cariñosamente la causa de mi desasosiego. Yo nada dije ni contesté.

Y pareciéndome que sobre mí pesaban miradas de odio, dirigime precipitadamente hacia la puerta; pero sólo percibí débiles pisadas que fueron extinguiéndose.

¡Era él; él que adivinó mis intenciones; él que huía...!

Volví a sentarme. Clara me miraba con temerosa extrañeza: yo no podía más; me ahogaba de rabia; y sin decir nada, sin despedirme siquiera, jadeante, loco, salí.

¿Qué pensaría ella de mí? ¿Qué pensaría...?

Ya en mi casa, torturome despiadadamente mi imaginación, representándome a Clara luchando por desprenderse de las zarpas de José, retorciéndose de dolor, mientras él, ebrio de lujuria y de rabia, maceraba aquellas delicadas carnes y pretendía manchar con sus avinados e inmundos labios la fresca y roja boca de mi Clara.

Se apoderó de mí un furor ciego; mis manos me pedían destrucción; mi corazón, sangre.

¡Hay que librar a Clara! -grité-. ¡Destruir, vencer pronto el peligro! Y loco, frenético, salí a la calle y me dirigí a casa de Ojeda; pero antes de llegar encontré a éste, que advirtió lo descompuesto de mi semblante y adivinó la tempestad de mi alma.

"¿Qué le sucede a usted? ¿Qué pasa?" -me preguntó alarmado.

"¡Nada, nada! ¿Dónde está su criado? ¿Dónde está José?" -grité furioso.

"Pero qué le sucede a usted, hombre de Dios?" -me preguntó de nuevo.

"¿Dónde está?" -bramé.

"Calma, calma. Tranquilícese, Osorio, por María Santísima" -dijo el pobre hombre, asustado de mi locura.

"Hace escasamente media hora -agregó- que José ha salido por orden mía para Villacuévanos; desde allí irá a la Palma, en donde ha de pagar a los operarios que han trabajado en la reparación de una de mis fincas; así es que tardará en venir algunos días. Pero, ¿se puede saber por qué me pregunta usted por él; por qué le busca de esa manera?".

Aquella excitación, aquel furor que me devoraba, no podía durar mucho; ya no tenía fuerzas; ¡tanto fatiga la cólera! Y poco a poco fui recuperando cierta lucidez y comprendí lo torpe de mis palabras y lo indiscreto de mi conducta.

Apenas si recuerdo la excusa que puse para justificar mis ansias por encontrar al criado. Creo que dije: "Que había recibido malas noticias de uno de mis campos, y deseaba que José me acompañase, porque en mi casa no había nadie entonces". Ya ves, Andrés, un pretexto ridículo, pero buena estaba mi inteligencia para construir lindezas.

Hasta hoy he sufrido horriblemente cuando Ojeda se acercaba a su mujer. Ahora no quisiera que se apartara de su lado.

¡Qué ironía tan humillante!

¡No poder confesar públicamente mi amor! ¡Confesar, y ni aun a ella se lo he dicho!

¡Qué importa que sospeche mi cariño! Es necesario decírselo.

¡También sabe la hermosa que lo es, y, sin embargo, goza más cuando se lo dicen y cantan su belleza, que cuando el espejo se lo confiesa!

¡Cómo gozaría ella si yo la hablase de mi cariño, yo que sé quererla tanto!

Hoy no te escribo más. ¡Ya no sé lo que digo!

No me olvides y escríbeme pronto.

Adiós, adiós».

Carta undécima

Majuelos 21 de agosto.

«No te negaré, Andrés querido, que pasados mis ímpetus y furores y serena ya mi inteligencia, paréceme mi estado menos grave, exagerados mis presentimientos e indiscreta mi conducta. Pero tampoco creas que de bienhechora calma gozo y de cuidados y temores véome libre.

Expuesta veo a Clara a un constante peligro; pero no tan irremediable como antes lo juzgaba.

Muchas veces pienso que acaso José es más desgraciado que yo; él no puede aspirar a ser amado y tiene el mismo derecho que yo a amar. Si la tolerancia tuviera color, de éste lo vería yo todo; pero mi imaginación se entretiene en atormentarme y me presenta el cuadro de José, consiguiendo sus brutales deseos, y entonces lo veo todo rojo, de color de sangre.

Comprendo que será ridícula esta preocupación mía. Con decírselo a Ojeda había puesto remedio. Pero pronto desecho esta idea, porque acudiendo a éste, ¿no se empequeñecería mi figura a los ojos de Clara? Ella no ignora mi cariño, y al ver que solicito el auxilio de su marido para destruir y vencer un peligro que yo solo he visto y descubierto, ¡qué pobre idea formaría de mí! ¡Qué raquítica y miserable le parecería mi alma! Y si cuando venga José, yo lo matara, ¿cómo justificaría entonces mi violenta conducta, sin que el nombre de ella no fuese mezclado con murmuraciones y comentarios perjudiciales a su decoro y honestidad? ¡Qué ludibrio harían de mí las gentes!

Figuraría entonces José como rival mío. ¡Como rival! ¡Si esto da asco! ¿No supondría alguien la posibilidad de que pudo aquél satisfacer en algo su brutal pasión, cuando yo tomaba tan sangrienta venganza?

Y si no lo matase, si de él exigiese que abandonase la casa de Ojeda, su lengua de hacha iría propalando mil especies injuriosas, y para sus amos sería él la víctima, el criado fiel y leal que, por guardar la honra de la casa, yo amante truhanesco, considerándolo como un estorbo para mis torpes planes, le amenazaba y exigía dejara de ser mantenedor valiente de los más finos intereses de sus señores.

José estará todavía un mes fuera de aquí. ¡Cuando venga no sé lo que haré! ¡Ignoro lo que me dictará la presencia del peligro!

Paso unos días crueles; ¡cuánto no daría yo porque ese torpe y grotesco criado se trocara en el más fino y apuesto hidalgo! Entonces no faltarían pretextos que justificaran un lance, sin que sonase para nada el nombre de mi Clara.

Pensando en esto, forjo mil estupendos planes. ¿Por qué no estamos en aquellos tiempos en que se armaban caballeros? (no te rías). Yo le daría el espaldarazo, con tal de cruzar con él luego mi acero.

¡Si estuvieras a mi lado!

¡Sólo tu presencia confortaría a mi cuitada alma!

Bien sé que si no vienes, es por el grave estado de tu hermano.

Espero tus noticias; yo muy pronto te las daré».

Carta duodécima

Majuelos 27 de agosto.

«Distraído con la tarea de hacer de mis cartas espejos en los que vieras reflejado el estado de mi ánimo, he descuidado lo que pudiera denominar parte narrativa de mis amores.

Trataré de enmendar mi yerro, y para ello sujetaré mi imaginación a lo acaecido después del encuentro de Ojeda, cuando frenético buscaba a José y luego, desolado, regresaba a mi casa.

En el discurso de aquel aciago día, no salí de mi cuarto de trabajo; y por la noche vinieron a visitarme Clara y su marido. En los ojos de ella leía yo una angustiosa y amorosísima curiosidad.

Ojeda, cual pardo nubarrón empezó a derramar sobre mí una verdadera lluvia de preguntas. Y como con el tono irónico de formularlas denunciase haber descubierto la falsedad de la excusa que aquella mañana a mi violento estado puse, juzgué oportuno y conveniente decir que todo lo sucedido obedecía a bromas gastadas por unos cuantos amigos míos que se encontraban cazando en aquella finca de la desgracia.

"Así acaba de comunicármelo un mensajero que me han enviado, a par que me ha anunciado la salida para Madrid de mis alegres amigos" -terminé diciendo.

A Ojeda pareció convencerle esta segunda mentira, a ella no; mientras yo hablaba no apartó su mirada de mis ojos: una mirada larga que me acariciaba y penetraba en mi alma, pero que también descubría mi invención. Cuando terminé, en su semblante pintose bellísimamente la duda y luego la incredulidad.

Sobre mi mesa de trabajo había varios periódicos y libros, entre ellos el último que has publicado; y en un periódico la crítica de la obra y tu retrato. Ella leyó atentamente lo que el crítico dice, y con detenimiento miró tu "imagen", y... alégrate, Andrés, enorgullécete; tu frente altiva, tu melena artística y la expresión soñadora de tus ojos, gustaron a Clara y merecieron de ella tan gratas frases, que a no ser tú el objeto de ellas, habrían levantado en mi alma los más atroces celos.

No sé por qué, pero híceme la reflexión de que no era tan grande el peligro que amenazaba a Clara, como lo había fabricado en mi imaginación. Hizo tal esfuerzo mi voluntad para creerlo así, que interiormente me calificaba de ridículo y reía de mis temores.

Sofocante y ardorosa era la noche; por los abiertos balcones penetraba la cálida respiración de la abrasada tierra. Ojeda, Clara y yo, nos asomamos a uno de ellos para contemplar el jardín que bañábalo de claridad discreta la blanquizca luna.

Yo miré a Clara que contemplábalo todo distraídamente sin fijeza, y nunca el éxtasis tuvo más bella representación. Pero noté que el marido se fijaba en mí y aparté mis ojos de ella.

Más tarde, y mientras los acompañaba hasta su casa, Clara me preguntó por ti. "¿Cómo siendo solo y libre no se decida a venir?". Y al decirme esto me acariciaba dulcemente con su mirada divina. Entonces yo le dije que no tu voluntad, sino la enfermedad de tu hermano te retenía en Madrid.

"¡Ah! ¿Tiene un hermano?" -dijo, y me miró de nuevo.

Al pasar por la farmacia, Ojeda entró a comprar no sé qué. Clara y yo nos quedamos en la puerta. El silencio nos envolvía; de pronto ella exclamó: "¿Pero qué le sucede a usted, Carlos?".

¡Qué feliz me sentí por esa pregunta que encerraba el más amoroso interés! La luna fue para mí el más radiante y esplendoroso sol, y armoniosos trinos el metálico chirriar de los grillos.

¡Ya ves con qué poco nos consideramos felices! ¡Se tiene equivocada idea de la felicidad!

¡Títulos, magníficos tesoros, aclamaciones, laureles, no sois nada: menos que polvo, menos que humo!

El dulzor de la felicidad se saborea cumplidamente en el momento en que se veía avanzar la ola amarga de la desdicha. ¡Cuando se temía al dolor, triunfa el placer! El placer tras el placer constituye una costumbre de gozo que enerva, llega a no conmover y hastía; el placer tras el dolor, es más grande, más intenso, más hermoso. ¡Por eso yo fui tan feliz! Miraba a Clara y sufría viéndola de otro, amenazada de peligro, y su pregunta fue para mi alma un rocío inefable y divino que hízome olvidarlo todo, y sólo pensé en ella, en ella que por mí se interesaba, y quizás con aquellas palabras me pedía amorosas confesiones.

Pero Ojeda salió y cesó el encanto, y fue claridad lunar la que alumbraba y monótonos chirridos los que antes creía melodiosos trinos.

Nada sucedió luego».

Carta decimotercera

Majuelos 4 de septiembre.

«Leída fríamente tu carta y pesando con sereno juicio los varios consejos que en ella me das, fácil es asentir a todo, declararse vencido ante la dialéctica que en ella luces, y seguir el camino que me trazas. Pero leída por mí, que, lejos de tener serenas las facultades mentales, téngalas turbulentas y constantemente fabricando espumas que todo lo ocultan, califico tu carta de amantísima y de vulgares tus consejos. Perdóname por mi manera descarnada y áspera de expresarme.

Dícesme en tu última, que terminados ya los asuntos que aquí me trajeron, haga mi equipaje, y sin despedirme de nadie, vaya a reunirme contigo.

Contéstote que no voy. Este romántico aspecto que mis amores tienen y que a ti casi te es risible, constituye para mi alma el encanto más preciado y la emoción más intensa. Yo he sido, yo, el que ha vestido estos amores con púdicas estolas; yo que, como tú, ha poco tiempo reíame de todo cuanto a romanticismo trascendiera, gozo y me regalo ahora con que Amor me asaetee y no me decido a aumentar la lista de mis amantes con el nombre de ella.

"Ven y tranquila deja a la enamorada deidad, que si al principio suspira por tu ausencia, suspirará luego de satisfacción al verse libre de tu amoroso cerco". Eso dices, y sufriendo pacientemente tu ironía, quédome aquí.

No condenaré a Clara a vivir desterrada sin un alma que la comprenda y con la suya sienta estos paisajes risueños, estas serenas noches; y cuando el estío pase y llegue el otoño con sus crepúsculos grises y el invierno con sus días tristes del sol raquítico, los árboles desnudos, yerma la roja tierra y gemidoras las noches con los aires que llevan la fría lluvia a los cristales de las ventanas, ¿quién le hablará de amor y narrará consejas que le quiten el tedio? ¿Quién la adorará si yo me voy?

Confesar que mi amor es absolutamente espiritual, sería ridículo. No te ocultaré que vivir con Clara sería para mí la delicia suma. ¡Pero para decirle que la quiero, para pedirle una caricia, necesito que me acompañe la ocasión hasta el escenario...!

A una mujer vulgar se le pueden decir ciertas cosas cuanto antes mejor, sin discreteos, porque se suele admirar la osadía.

Clara me despreciaría si en una de las veces que hemos estado solos, hubiese yo intentado besar sus manos.

No me asusta la idea de que Ojeda se entere de nuestros amores ideales. Pero si me espanta pensar lo que sufriría el delicado espíritu de Clara, viéndose considerada como una vulgar adúltera. ¡Cómo había de pesar sobre ella la constante murmuración de la gente!

Cuantos finales forjo a mis amores, los considero inadmisibles. Hacer de Clara un modelo para los novelistas, me repugna.

Dejo de escribirte porque acaban de anunciarme a Ojeda.

Hasta mi próxima».

Carta decimocuarta

Majuelos 10 de septiembre.

«Terminé mi anterior precipitadamente, por la visita de Ojeda.

¿Qué pasará? -me preguntaba a mí mismo con ansiedad-. Y como Ojeda es tardo en el decir algo y largo en palabras que nada expresen, ardía yo en amante curiosidad, por si en el objeto de su visita estaba interesada Clara.

Por fin me dijo que un asunto de vinos le obligaba a emprender un viaje por la región aragonesa, y como tengo algunas relaciones en algunos pueblos de Aragón, suplicome le recomendase a cierto personaje de por allí, cuya influencia pretende utilizar.

Después de hablar acerca de la proyectada excursión, preguntele yo si Clara le acompañaba, con el fin de hacer luego alguna escapatoria a delicioso puerto de mar donde respirar sus brisas y bañarse en sus aguas.

«No -me contestó-; mi mujer prefiere la tranquilidad de estas huertas, al bullicio de las ciudades; ya le he instado a que conmigo venga, pero no quiere».

Me admiro ahora de que Ojeda no sorprendiera la alegría que por las ventanas de mi cara debió asomar. Un malicioso podría creer que me regocijaba por la futura ausencia del marido.

No, Andrés, no. Inundose mi alma de puro gozo, porque Clara ama a este pueblecito donde yo estoy, más que a la ciudad elegante y tentadora; porque prefiere estos risueños y tranquilos campos con sus estrechas acequias ribeteadas de menuda hierba, a esos parques por donde desfilan damas y galanes ataviados con esplendidez; porque le agradan más las solitarias horas de paseo, bajo la bóveda de verdor que estos venerables álamos ofrecen, que las bulliciosas fiestas en teatrales bosques llenos de luminarias de mil colores; porque no quiere más esbeltas ni atrevidas torres, que la obscura y achatada de esta sombría Iglesia; porque apetece la plácida emoción que inspiran estas suaves horas crepusculares con el melancólico tañido de las vecinas campanas que piden una oración para los muertos; y no busca esos brillantes conciertos musicales donde los concurrentes, lejos de saborear las exquisitas melodías, preocúpanse de la diadema de aquélla, del traje de aquél, del excelente estuco de tal marquesa, de la mirada de una casada, del estudiado abandono de una soltera...

Además, no seré yo el don Juan callejero que burla al marido durante la ausencia; y sincero soy al confesarte que si sacrifico mis deseos, no es por respeto a Ojeda, sino por evitar el cieno con que mancharía la gente la limpia fama de Clara, al ver mis frecuentes visitas.

Aunque he pensado que sandio soy si no aprovecho la soledad de mi diosa, comprendo también que por amante vulgar ella me tomara, si me atreviera a lo que hasta aquí no he hecho.

Si yo tratase de conseguir, de conquistar (aplicando el usual vocablo) a Clara, por los mismos medios que los demás emplean, tengo por cierto que ella se consideraría ultrajada, más que por mi pretensión, por usas procedimientos gastados y soeces que pondrían de manifiesto nuestra vulgaridad y la ruindad y pobreza de ilusiones de mi amor.

Ya que dueño soy de su alma, no quiero perderla por la ambición de poseer también su cuerpo hermoso; éste ha de venir a mí sin que ella lo note. No será adúltera por pecar.

En mi carta anterior te decía que para que sea mía, me ha de ayudar hasta el escenario. Todo ha de pedir amor en ese momento, y nada ha de turbar nuestra amorosa plática, porque si un solo objeto le recordara a su marido patentizando así su falta, capaz sería de rechazarme con asco y ya siempre huiría de mí.

Clara no se parece a ninguna mujer.

Si peca será por ofrecer un cuadro digno a la Belleza. (No te rías si me has entendido).

Pero importunándote estoy con estas disquisiciones, que aunque no son inútiles, te resultarán enfadosas.

Ojeda se despidió de mí.

Hasta el día doce no emprenderá el viaje.

Esta noche irá a su casa, donde no he estado hace varios días».

Carta decimoquinta

Majuelos 12 de septiembre.

«¡No sé para qué te escribo: seguro estoy de que no podré reflejar fielmente lo que por mí pasa!

¡Si digo que estoy tranquilo, miento; si afirmo que una exaltación continua martiriza mi alma, no digo la verdad! A veces me doy a pensar mil cosas para llevar a mi ánimo la dulzura de la paz, pero apenas he probado ese azúcar, mil ideas horribles ponen en conmoción todo mi ser y mi alma se anega en un mar de vacilaciones, de odios y temores.

No espero poder decirte en mi próxima que he sentido las caricias del alivio; júzgalo todo irremediablemente; en vano trato de hallar bálsamos anodinos que curen o alivien mi cuitada alma.

Desconfiaría de tu talento y dudaría de tu amistad si creyeras exagerada también ahora mi situación. Pero... no. ¿Qué digo? ¡Si es tan natural que me tomes por un visionario! La distancia es engañosa hasta el punto de hacernos ver a cielo y tierra, confundidos allá en la lejanía.

¡También desde Madrid puedes verme menos infeliz de lo que soy. Pero ven, abárcalo todo, de todo compenétrate y verás muy alto el cielo y aquí abajo tan sólo podredumbre y abyección!

Tampoco se me oculta que el Bien y el Mal son apreciados distintamente por el hombre. Si yo me veo circundado de sombras y desgracias, otro más superficial y egoísta, en la misma situación que yo me encuentro, se consideraría quizás dichoso, y hasta llego a creer que en ciertos momentos prorrumpiría en risas y le embargaría un ruin orgullo.

¡Tantas veces como me he propuesto no someter mi alma a estos análisis, como en mis cartas hago, y sin darme cuenta y como si una fuerza irresistible me obligara, examino hasta la más fugaz y débil vibración de mi pensamiento!

Pero basta ya. Voy a contarte lo sucedido para justificar mis ayes.

Ojeda se marcha esta noche, y dentro de tres o cuatro días llega José por orden de aquél, para que Clara tenga a su lado al criado de confianza; pero no creas Andrés que la próxima llegada de este hombre es lo que me obliga a prorrumpir muchas veces en alaridos de rabia. Un peligro se puede vencer, pero al mal ya hecho no encuentro remedio. Lo que me llena de desesperación es la monstruosidad que supe anoche.

Todo el pueblo, todo este imbécil pueblo acogió mi presencia en casa de Clara con risas y murmuraciones desvergonzadas, y sobre mis frecuentes visitas hacen unos comentarios soeces. Creen a Clara mi querida. Me han enterado los pobres viejos que me cuidan.

Ahora me doy cuenta de ciertas risitas y cuchicheos que antes considerábamos casuales, y ni aun siquiera en ello me fijaba. ¡Dicen cosas asquerosas! ¡Es terrible toda la opinión de un pueblo! Por eso digo que no me asusta la presencia de José: es sólo un peligro, puedo vencerlo; es sólo un hombre, puedo matarlo.

Pero con esta calumniadora gente, ¿qué hago, Andrés? ¿Voy a matar a todos? ¡Voy a incendiar el pueblo?

¡Ah, quién fuera poderosísimo! ¡Más fuerte que todos! ¡Señor de todos! ¡Emperador del mundo! ¡Yo sería otro Nerón, destruiría estas casas por el fuego! ¡Cómo gozaría contemplando las retorceduras de los cuerpos, atormentados por las llamas!

¡Cómo les diría, llena mi alma de infernal gozo: F¡Vosotros la ultrajasteis, vuestras lenguas la mancharon, le escupisteis con calumniosa saliva, pues padeced, abrasaos, purificaos ahora! ¡Véalo yo todo asolado, destruido en escombros, que destruido y en ruinas habéis dejado el hermoso edificio de su purísima fama!

¡Cómo siento ahora no haber sido el amante de Clara, porque así llevarían razón en sus murmuraciones, en su conducta y no me inspirarían tanto odio! ¡Yo creo que aborrezco a la humanidad entera! ¡Hablan de los horrores, de los sufrimientos, de las víctimas inocentes, sí, sí; yo sí que comprendo todo lo grande, todo lo inmenso de su martirio!

¡No sé qué hacer! ¡Qué pequeños somos, que ruines, no poder aplastar un nido de víboras!

¡Cómo quema lo que dicen! ¿Sabes quienes son peores? Aquellos que tienen alguna cultura: la pobre gente campesina nada más que repite: pero los otros, ¡qué canallas son! ¡Cómo lo dicen todo! ¡Con medias palabras; dejan las oraciones sin terminar, para que la fantasía, no, la fantasía, no; la mala intención del oyente supla con largueza la palabra venenosa y torpe del que lo cuenta!

¡Clara; mi Clara sirviendo de chacota, de modelo de mujeres desenvueltas y rastreras! ¡Y cómo me miran! ¡Desde anoche, desde que lo supe, me hace daño la mirada del hombre! ¡Fijan en mí largamente sus ojos; se detienen mirándome; parece como que reconstruyen en su imaginación la escena del adulterio! ¡Con qué gusto los mataría, los haría un montón de piltrafas palpitantes! ¡Cómo inventan, manchan, escupen! ¡Cómo los ahogaría!

Forjan el modo cauteloso que empleo para introducirme de noche en casa de Clara, mientras Ojeda duerme ya: inventan escenas en el jardín, señas, palabras, miradas y mil especies calumniosas así, trompetean y pregonan.

¡Andrés, Andrés! ¡Tú que nada ignoras y me conoces íntimamente, comprenderás la inmensidad de mi dolor! ¡Tanto como la he respetado! ¡Ya ves, ni le he confesado mi pasión!

Clara, que era considerada como modelo de esposas y de mujeres honestas, yace ahora en el barro, como una estatua de diosa derribada por los mismos que antes la adoraron.

¡Canallas! ¡Canallas!».

Carta decimosexta

Majuelos 18 de septiembre.

«Propúseme defender mi alma con una fuerte coraza de paciencia (ya que no encontraba solución a mi conflicto), pero me siento desfallecer y por momentos noto abollada y maltrecha mi armadura y próximas a estallar mis iras.

No te extrañe, Andrés amigo, que en una de mis futuras cartas te dé la noticia de haber acometido a esta gente que pincha y envenena con sus lenguas.

Ayer tarde pretendí ver a Clara para comunicarle la desconfianza que José me ha inspirado. Y digo pretendí, porque no logré entrar en casa de Ojeda.

Verás la causa. Apenas la sucia calle había pisado, cuando la voz metálica del boticario llegó a mis oídos. Es el licenciado Trujillo, de estatura pequeña, mirar malicioso, semblante redondo y descolorido, calvo cráneo y por las cuevas de su nariz dos frondosísimos remolinos de grisiento vello se oponen misericordiosos a que la más débil mirada pueda penetrar hasta su cerebro, pues tal es de levantado y ancho el su aparato nasal. Y ya que de la corteza del «químico» algunos detalles te he dado, me arriesgaré también a transmitírtelos de la envoltura de don Fulgencio, el Cura Párroco que con aquél iba. Es el clérigo, flacucho, largo, de espesas cejas y extensa boca, cuyos pálidos y delgados labios parecen no haber besado nunca; la color de su faz es verdosa, diríase que es un reflejo de la de su sotana mugrienta y de lamparones de cera salpicada.

Intenté pasar sin ser visto, pero no lo conseguí: Trujillo llamome y procuré revestirme de paciencia.

"¿Dónde se va, buen mozo? ¡Caramba, caramba con Carlitos! Mira, hijo mío, yo soy enemigo de entremeterme en ajenos asuntos, pero llevado del cariño que me inspiras (¡figúrate, como que te he visto nacer!), ¡me atrevo a indicarte que el camino que sigues es muy malo; todo el pueblo está escandalizado! ¡Ay, si viviera tu pobre madre!" -dijo el hipócrita. Debí poner tan furioso gesto, que el cura apresurose a decir con voz meliflua y reposado acento:

"No; el señor don Carlos no es malo, no señor, es todo un caballero; y como no le falta talento y diéronle enseñanza religiosa, portarse sabrá como quien es". Pero antes que siguieran entretejiendo la espinosa corona, me separé de ellos sin despedirme siquiera.

Llegué a la plaza, y mi mala estrella me deparó a la señora del Registrador y a su sobrinita que de la Iglesia venían. Desaparecía la buena señora bajo un negro, tupido, extensísimo y repulgado manto, y con esa voz de gazmoña y entonación monótona, adquirida a fuerza de recitar en las capillas pater-nosters, oraciones sin fin y letanías, dijo: "Carlitos, Carlitos; tengo que hablar contigo, hijo mío, de un asunto muy serio. No, no pongas esa cara; yo tengo derecho a decirte todo lo que quiera. (¡También me había visto nacer! ¡Infeliz de mí!). Ven un ratito a casa y hablaremos, ¿eh? Mira, yo no creo eso que dicen por ahí. ¡Qué lenguas, hijo mío, qué lenguas! ¡Nuestra Señora de Guadalupe nos libre de ellas! Aunque muchas veces me hacen dudar. ¡Lo dicen tales personas, que... en fin, pobre Carlitos! ¡Si viviera tu santa madre!".

Volvime hacia la sobrina que púdicamente tenía en el suelo fija la mirada, pero vi tal estúpida hipocresía retratada en su cara vulgar, que todavía experimenté más asco que cuando a la Registradora escuchaba; y huí de ellas... maldiciendo mi ocurrencia de salir de día; los oídos me zumbaban como si dentro de ellos un enjambre de Registradoras me repitiera: "¡Si viviera tu pobre madre, tu santa madre!". ¡Ojalá, me dije; ella aliviaría con sus caricias puras mi dolorida alma!

Al entrar en la última calle del pueblo, que es empinada y larga, percibí sobre mi cabeza un cuchicheo extraño y oí una voz de mujer que decía: "Por ahí pasa, por ahí pasa". Alcé los ojos y vi en un balcón cinco o seis humanas víboras, que me miraban como se mira lo raro, lo terrible o ridículo. A mi paso se abrían puertas y ventanas, y asomábanse a ellas hombres, mujeres, niños; aquello era una estela de murmuraciones desvergonzadas.

Dedicome un perro sus más desaforados ladridos. ¡Vía dolorosa!

Me admiro de no haber notado antes esa asquerosa e impertinente curiosidad.

En la última casa y en una florida reja, distinguí una mujer que hablaba con su galán. Al acercarme reconocí al atildado Joaquinito Manzano, Doctor en ignorancia, amanerado en el habla, perseguidor del retruécano, un pobre ser, en fin, que de aplicado y listo goza aquí fama.

"Carlos, Carlos -gritó el necio-. ¿Va usted a poner los espartos engañosos para cazar alguna pajarita? Ja, ja".

"No -le contesté despreciativamente-. Pero si me hubiese propuesto matar urracas y cernícalos, llevaría la bandolera repleta, y a usted entre estos últimos". Mas Joaquinito quedó riendo su saladísima pregunta con su amada.

Por fin, distinguí la casa de Clara: reverberaba el sol en los cristales de sus ventanas; y al acercarme, un ligero vientecillo regalome con el perfume de los últimos jazmines de su jardín, arrullos de palomas y balidos de ovejas...

¡Cómo necesitaba mi alma esas caricias!

Ya todo vilo alegre y me sentí dichoso estando cerca de ella que todo lo embellece, viste y engalana con su mirada: el cielo, el camino estrecho y guijarroso, el jardín, el escuadrón de olivos que se extiende hasta perderse allá en la lejanía...

Antes, cuando iba a casa de Clara, estremecíase mi alma de plácido contento ante la próxima comunión con la suya; y si pensaba en su cuerpo era con tal delicadeza, que la más casta doncella hubiera podido leer mi pensamiento sin que sus mejillas se tiñeran con las delicadas rosas de la vergüenza.

Pero ayer tarde, cuando me acercaba a su puerta, trájome la memoria el recuerdo de lo que todo el pueblo de nosotros piensa y groseramente dice; y... me avergoncé de lo que sentí. ¡Hubo un momento en que la voz de mi alma fue ahogada por los groseros gritos de la carne que bullía y clamaba pidiendo su goce!

¡Ah, canallas, vosotros que recibisteis escándalo con mi noble conducta, habéis escandalizado, profanado mi amor con vuestra sucia baba! ¿Quién será responsable de mi falta?

La intranquilidad se apoderó de mí. Advertí que me observaban, que me espiaban, y, siendo inocente, considereme culpable.

¡Pensarán que voy a gozarla ahora! -me dije-. Y... no entré.

Por las afueras regresé a mi casa. No quería ver ni oír al Hombre.

El crepúsculo me pareció muy triste; árido el campo; el dorado horizonte, amarilla franja de dalmática fúnebre; incoloro el cielo, insufrible todo.

Ya en mi despacho no logré redactar una carta en la que sin levantar inquietudes ni sospechas en el ánimo de Clara, pudiera advertirla de mis temores y desconfianzas: cuantos borradores compuse, rompí.

Mi fámulo acaba de decirme que Trujillo, el Registrador y don Fulgencio desean hablarme.

No sé si podré sufrirlos.

Ya los oigo llegar. Adiós».

Carta decimoséptima

Majuelos 22 de septiembre.

«¡Soy bueno, Andrés, soy bueno! ¡Acabo de convencerme: desconfío tanto que hasta de mi alma ya dudaba; pero la envuelve ahora tal ternura, viendo sufrir al que hasta hace pocos momentos despreciaba! ¡Siento una congoja! Que un beso de Clara yo daría a cambio de regalar algún alivio a su marido.

Al final de mi pasada carta te decía que el Cura párroco, el Registrador y Trujillo, deseaban verme.

En sus semblantes noté que preparados venían a sorprender en mí el más mínimo gesto, a recoger mi más insignificante palabra, a espiarme, en fin, cómodamente, sin tener para qué valerse de tapujos, de sombras y escondites.

Tardos estuvieron en explicarme el objeto de su visita. Comenzaron por instarme a que ingresara en cierta sociedad que se ha constituido para la explotación de una mina de hierro. Mas como del trato y relación con algunos hombres sólo se aprende el ser desconfiado y malicioso, barrunté que lo de la mina un pretexto era, y que otro motivo les había obligado a conferencias conmigo.

Preparado estaba a sus preguntas, y por cierto tenía que todo cuanto de ellos viniere, ni grato sabor, ni halagüeña impresión había de producirme.

Por fin, el boticario abrumador, con sus frases melosas, y pesadas como sus jarabes, dijo aparentando sencillez:

"Esta noche, querido páter, nos quedamos sin partidita, porque nuestro Galeno no abandonará al paciente".

"¡Pues cómo! ¿Hay algún amigo enfermo?" -pregunté.

"Pero mi señor don Carlos, ¿ignora usted lo que sucede? -exclamó admiradísimo el cura, silbando al pronunciar las eses.

"¡Vaya, vaya, Carlitos! ¿Pretende usted hacernos creer que no sabe nada? -agregó el solapadísimo Registrador, al mismo tiempo que aspiraba un polvo que embadurnó de ocre su carnosa nariz.

"¡Inocentón!" -dijo el taimado químico, dándome unas cariñosas palmaditas en la cara.

"Señores -dije yo entonces no muy amable-, ¿quieren ustedes dejarse de reticencias y decir lo que sea? Y si es algún secreto, guárdenlo; y concédanme el obsequio de decirme en qué más puedo servirles".

"El mismo, el mismo geniecito de tu padre. Je, je: rabiosillos como gorriones, pero leales como caballos" -exclamó Trujillo.

"¡Asno argelino!" -estuve a punto de llamarle.

Don Fulgencio, más compasivo o más cruel que sus amigos, porque sus reposadas palabras y enojosos comentarios (de los que te haré gracia) martirizáronme largo rato hasta llegar a enterarme de todo, empezó diciendo:

"Mucho me extraña que, siendo usted un buen amigo de la casa, ignore lo que allí sucede. (La frase 'amigo de la casa' recalcola maliciosamente). Motivo para alarmarse sí lo hay, pero Dios nuestro señor que lo puede todo...".

"¡Siga, Padre, siga" -dije con ansiedad.

Continuó hablando el clérigo, sin decir nada, calmosamente, tosiendo con frecuencia, arreglando los pliegues de su verdinegra sotana, mirándonos a todos, desesperándome a mí.

Por fin, dijo: "No ha muchos días, como usted muy bien sabe, mi señor don Carlos, don Tomás Ojeda, nuestro común y respetado amigo, salió de aquí para Aragón; pues bien, todavía no ha transcurrido una hora que nos han dado la siguiente noticia: 'Don Tomás ha vuelto ya, pero enfermo y de cuidado'. ¿Cómo ha pillado la enfermedad? Según versiones, mi señor don Carlos, el señor Ojeda vio en el próximo apartadero de La Palma al arrendatario de una granja magnífica que por allí tiene, el cual le esperaba sabiendo su paso para Madrid; no sé qué le diría, pero ello es que nuestro amigo apeose del tren y marchó con el labriego a su finca. Muy cerca de ésta, hay unas lagunas pestilentes (que por cierto han empezado a trabajar en ellas no hace mucho tiempo, para desecarlas y sanear aquello); don Tomás debió acalorarse mucho y aspirar de muy cerca las venenosas charcas, y naturalmente, le ha asaltado un tifus, que si Dios, con su poder infinito, no lo remedia, le causará la muerte. Esto es todo; bien sé que usted, mi señor don Carlos, ha de sentirlo mucho, porque...".

No dejé terminar al clérigo, porque me levanté precipitadamente.

No puedo negarte, Andrés, que sentí un dulce alivio en mi alma; no era ella la que sufría.

El triunvirato majuelense esperaba que yo dijera algo. ¡Con qué caritativa intención diéronme la noticia!

Con ellos salí de casa y en la calle me despedí, dirigiéndome con ligero paso a la de Ojeda.

Cuanto me refirió el cura era cierto. Al entrar en la alcoba donde el enfermo estaba, me dijo tristemente Clara: "Carlos, mi marido está muy malo; ha sido una locura que haya venido: debió avisarme y hubiéramos ido a cuidarle. Ha llegado con una fiebre altísima. ¡Qué disparate, Señor, venir en ese estado!".

Me acerqué a la cama donde yacía Ojeda; la fiebre encendía aquella cara vulgar; tenía las facciones dolorosamente contraídas e hinchadas; y aquel montón de carne sudorosa y flácida llevó a mi alma una ternura infinita.

En la habitación contigua cuchicheaban algunas mujeres, produciendo un zumbido como el que se nota en las Iglesias al murmurar los fieles las plegarias. En un ángulo, y sumidos en las tinieblas, varios hombres fumaban y los puntos de luz de sus cigarrillos producían el mismo efecto que las luces de un pueblecito contemplado por la noche, desde lejos.

Clara salió de la alcoba, y yo, con la mirada, pregunté al Doctor por el estado de Ojeda.

El discípulo de Hipócrates me dijo: "Se va, se va; ya no sé qué recetarle; no comprendo cómo vive".

Toda la noche estuve en casa de Clara.

Amanecía cuando me retiraba a la mía.

Era un amanecer risueño».

Carta decimoctava

Majuelos 24 de septiembre.

«Ha muerto Ojeda.

Su agonía ha sido lenta y horrible.

Respiraba con ansia, movíase convulsivamente, parecía como si se rebelase al mandato de la muerte que impía se acercaba. Luego invadiole una postración grandísima. Tenía la cara obscura, los cabellos pegados a las sienes por copiosísimo sudor, entornados los ojos.

A un lado de la cama, el cura leía en su breviario la "recomendación del alma"; no percibiéndose del rezo más que las eses largas, estridentes, silbantes.

Clara miraba a su marido angustiosamente, le levantaba la cabeza y enjugaba el sudor viscoso, frío.

Yo contemplábalo todo con ansia, y todo tenía un sello de tristeza, de muerte.

Eran las cinco de la tarde; en la alcoba sólo se oía el rezo del cura, y la respiración de Ojeda que parecía un gemido extraño. La luz entraba tamizada por las caídas cortinas, y un rayo indiscreto caía sobre un dorado adorno de la cama, descomponiéndose en líneas y reflejos de oro: era la única nota alegre; todo lo demás quedaba envuelto en una semiobscuridad tristísima.

De pronto un ruido seco, duro, empezó a escaparse del pecho de Ojeda.

Clara se inclinó sobre él.

El cura levantose y comenzó a recitar más claramente la antiphona del Oficio de Difuntos: "Placebo Domino in regione vivorum", y luego el Salmo ciento catorce: "Dilexi quoniam, exaudiet Dominus; vocem orationis meae".

Encendí las bujías de un candelabro, porque ya el clérigo no veía bien.

Clara, con acento amargamente cariñoso, llamó a Ojeda repetidas veces; después me hizo una seña y entre los dos incorporamos al moribundo para facilitar su respiración, que por momentos hacíase más difícil, ruidosa, anhelante, que me llenaba de angustia y precipitaba la mía.

Por la puerta de la alcoba asomábase un racimo de cabezas que no perdían ni un movimiento nuestro: algunas veces se olvidaban de conservar el fingido dolor con que cubrían sus semblantes y la malicia pintábase en ellos.

¡El momento solemne, grandioso, de la separación del alma de la materia abyecta y deleznable, no lo comprendían ni sentían!

De repente, Ojeda dio un ronquido prolongado, que fue debilitándose; su boca hizo una mueca extraña; estremeciose todo su cuerpo y... casó el ruido que producía su pecho.

El sacerdote dejó de leer para fijar una mirada fría en aquel cuerpo; y luego continuó: "Dominus custodiat te ab omni malo; custodiat animam tuam Dominus".

Clara se arrodilló y besó una mano del muerto que, rígida, pendía fuera de la cama: la cabeza había quedado torcida.

Salí de la alcoba para echar a la manada de curiosa gente que había comenzado a entonar lamentaciones frías y lloros postizos, repulsivos.

Cuando entré en la fúnebre estancia, el cura decía: "A porta inferi; Ecce Domine animam eius: Requiescat in pace. Amen".

Había terminado el rezo.

Quise prestarle a Clara mi ayuda para vestir a Ojeda, pero supliconos que la dejásemos sola, y el clérigo y yo salimos.

Cuando penetré de nuevo, el muerto estaba solo; era una mancha negra. Clara habíalo cubierto de obscuras flores.

Por la abierta ventana penetraba la respiración apacible de la huerta saturada de olores, de vida, transmisora de misteriosos ruidos.

Un labriego entonó sentida copla, allá en la lejanía.

Continuamente asomábanse curiosas mujeres que impasiblemente lo miraban todo; al alejarse, volvíase a percibir el chisporroteo de las luces agitadas por una vivificante brisa que los dormidos campos enviaban.

Después entraron la Registradora y su sobrina hipócritamente entristecidas: por no hablarles, salí y bajé al huerto.

Todas las obscuras y alargadas manchas me parecían rígidos cuerpos; una fresca hoja de lirio rozó mi cara, y antojóseme la pegajosa y fría de Ojeda: los murmullos de la noche parecíanme ecos misteriosos que repetían el De profundis clamavit ad te Domine, entonado por seres que mi fantasía creaba.

Vemos y sentimos las cosas según el estado de nuestra alma; si tranquila y gozosa se halla, caricias nuestro cuerpo recibe; si triste e inquieta, todo nos martiriza y hace sufrir.

Pronto hube de abandonar el jardín, porque una humedad intensísima lo bañaba. Me refugié en el zaguán. Sentados en rústicos bancos, varios hombres pronunciaban el panegírico del difunto, pero de una manera fría, pálida; notábase el esfuerzo que hacían por recordar una acción que alabar. Terminaban los párrafos del mismo modo, recordando la buena salud y robustez de don Tomás.

"¡Corcho que juerza tenía!" -exclamó riendo uno de ellos.

"¡Pobre amo!" -añadió otro.

"¡Ei!" -gimió un viejo de boca desdentada.

"¡Pobre amo!" -repitieron todos como un inmenso eco.

Y la repetición constante de estas palabras formaba un murmullo pesadísimo.

Algunos, medio dormidos, rumiaban entre descomunales bostezos la misma exclamación.

Yo me alejé de aquel grupo de corazones fríos, egoístas; ¡corazones humanos!

Ya arrullaban enamoradas las palomas, palidecían las estrellas, iluminábase el Oriente, cuando me dirigí otra vez a la fúnebre estancia.

Clara rezaba. En un rincón dormitaba una criada vieja.

Como el negro paño que cubría la mesa sobre la que el muerto estaba había recibido una compacta lluvia de fundida cera, lo cambiamos por otro limpio: al levantar y colocar de nuevo el cuerpo de Ojeda, un hedor insoportable nos aturdió, y algunas gotas de negruzca sangre salieron por su nariz y oídos.

Continuamente rociábamos las paredes, el suelo, los muebles, con ácidos y esencias para purificar el ambiente; y los penetrantes olores de botica, mezclados con el de la cera y el que empezaba a exhalar aquel montón de carne, enervaban mis sentidos y producían una pesadez horrible en mi cabeza.

El médico, después de recomendarnos que no estuviésemos cerca del cadáver, me dijo en voz muy baja que la descomposición entraba por momentos en aquel cuerpo.

Pero ahora me fijo en la extensión y desaliño de esta carta.

Perdónalo todo, mi buen Andrés.

¡Qué cansancio siento!».

Carta decimonona

Majuelos 26 de septiembre.

«Acuérdate de tus postrimerías y nunca pecarás».

(Eclesiástico)

«Mi leal amigo:

¡He sentido las primeras tristezas del otoño!

Todavía los campos conservan sus verdores, pero sin esplendor y lozanía; son fondos de cuadros que piden personajes de semblantes pálidos y abatidas frentes.

Es un silencio angustioso el que se oye en la campaña.

Cesaron las alegres canciones de los vendimiadores, y la incertidumbre cruel vuelve a martirizar el ánimo del labrador. Se aproxima el austero invierno con sus lluvias tristes, sus terribles nevadas y devastadores vientos.

¿Germinará la semilla? se pregunta temerosamente el rústico, y su mirada se dirige a la tierra, que va perdiendo sus galas y entre sus girones muestra su faz amarilla y rugosa.

Bajo un cielo vestido de gris, y por el camino polvoriento, largo y estrecho como una blanca cinta, avanzaba lentamente el fúnebre cortejo, numeroso y compacto, parecido a una línea de hormigas.

Lucían todos flamantes trajes obscuros o negros, con las arrugas que la prisión del arca proporciona; las morenas caras de los trabajadores de la tierra hacían resaltar la blancura de sus limpias camisas de holgados cuellos.

A la salida del pueblo retardé mi paso y formé parte de la última fila de acompañantes.

Acentuábase la lentitud en la marcha, y por último detuviéronse todos.

Me adelanté para inquirir la causa de ello, y vi el féretro abandonado en medio del camino, y a los gañanes que hasta entonces lo habían llevado, que departían acaloradamente con don Fulgencio y Trujillo.

"Es un compromiso" -oí exclamar al Páter.

"Ei... ¿Qué quié usted?" -contestó un mocetón de rojo pelo y descomunales espaldas.

"¿Qué pasa?" -pregunté chillando cuanto pude.

"Pues na, don Carlos -dijeron varios a la vez-, que no podemos más; que el pobre amo huele que apesta...".

"Pero señores míos -agregó Trujillo-, la caridad cristiana mand...".

No pudo terminar la frase porque un rústico de avellanado rostro y mirada dura le interrumpió diciendo:

"Ta, ta, mire, mire, don Blas, usted ha sido el primero que, desde la salida de la casa, viene apartándose, apartándose y dejándonos solos adelante; ¡ea! Que no hay quien sufra esa peste".

La gente se había distribuido en espesos grupos: hablaban todos; condolíanse los menos; reían los más, y nadie se adelantó a empuñar un asa del ataúd, que continuaba allá en el centro de la carretera, ¡casi enjalbegado de sucio polvo...!

Por fin, los dueños de una cercana casa de labor prestaron un carro (el peor de todos), y en él fue echada brutalmente la caja.

Fue tan desconsiderado y violento el golpe, que la cabeza de Ojeda chocó secamente contra las tablas, como si protestase de aquella horrible crueldad.

Hubo un villano que exclamó entre carcajadas: "Aún está vivo, cuidiao con él!".

Llegamos, al cabo de largo rato, al reducido cementerio, sembrado de pequeñas cruces, de blando piso y ruinosas tapias.

Turbó aquel sereno silencio la voz del cura, que entonó un responso; atipladas voces contestaron desabridamente a la oración por la paz del muerto; y luego fue descolgada la negra caja en la húmeda cripta. Ya había desaparecido allá abajo en las lobregueces de la fosa, y mi imaginación abríala y veía el cuerpo de Ojeda hediondo, moviéndose a impulsos de la descomposición, retorciéndose; abríanse sus párpados cerrados poco tiempo antes piadosamente por la mano de Clara; abríanse empujados por la podrida materia de los reventados ojos, y la sangre negruzca que salía por su nariz y oídos iba cubriendo toda la cara y entrábale por la morada boca.

Sí, pensaba en lo repugnante de nuestra materia; detallábame la fealdad de la muerte, y necios y miserables me parecieron los goces mundanos, y un ansia de vivir sólo en espíritu invadiome; entonces recordé las sabias palabras del Eclesiastés, que me han servido de epígrafe.

Abandoné el triste retiro, y huyendo de la enojosa compañía del clérigo y Trujillo, me separé del camino oficial e interneme por el solitario campo. Vibraba en el espacio el trino de la parduzca alondra, y la melancolía de ese canto penetraba en mi alma y la entristecía más.

Dejé atrás bancales cubiertos de rastrojos y ocrosas estepas, largas calles de enanos olivos; salté acequias, por donde transcurrían murmuradoras las sucias aguas de la próxima alberca, y llegué por fin a casa de Clara.

Un enjambre de mujeres, vestidas de negro, repugnantes plañideras, hablaban en voz baja alrededor de la viuda.

La habitación transcendía a cera. La idea de la muerte llenaba mi cerebro. Contemplé a Clara y mi imaginación la vio muerta, pero al quitarle la vida, no pudo arrebatarle su belleza, sino diole carnes de nácar, la envolvió en amplia y alba túnica y coronó su encantadora cabeza de pálidas rosas, como si ataviase a helénica doncella para el sacrificio de olímpica divinidad.

¡Mi alma se abrasó en un amor infinito por la suya!

Era muy tarde cuando regresé a mi casa. Sobre mi mesa de trabajo he visto tu carta, cuyo contenido me ha llenado de alegría. ¿Por fin te decides a venir?

Gracias, Andrés, gracias mil veces; ¡me asustaba pensar en mi soledad durante el triste otoño y el largo, lluvioso y gemidor invierno!

En mis memorias escribiré hoy notas tristísimos primero, pero risueñas y alegres después».

Carta vigésima

Majuelos 8 de octubre.

«Aunque antes de expirar este displicente mes, serás conmigo en Majuelos, te escribo hoy para comunicarte un suceso que pudo ocasionar el infortunio de mi Clara.

Impresionado hondamente por la enfermedad y muerte del señor Ojeda, nada te he dicho de la llegada de José.

Cierto es que ningún temor abrigaba mi alma, porque Clara nunca quedaba sola.

También se me olvidó participarte que sin mostrar a ésta el verdadero color del peligro que le amenazaba, hícele notar la falsa mirada de José; y desde entonces desconfió de su lealtad, hasta el punto de ordenar que durante la noche se retirase a una habitación de la casa de labor, que está situada muy cerca de la ocupada por los señores.

Dos días después de acaecida la muerte de Ojeda, me dijo Clara que había decidido alejar de su lado al odioso criado, bien enviándole a trabajar en alguna de las fincas que en Villacuévanos posee, o expulsándolo totalmente de su servicio, según que su conducta fuera o no confirmadora de nuestras sospechas.

Clara y yo no hemos vuelto a tratar de este enojoso asunto hasta ayer mañana, cuando fui (como todos los días hago) a rendirle mi saludo (que es lo único susceptible de ofrecimiento diario, porque mi alma, y con ella mi vida, suya es ha tiempo).

Al verla, sorprendiome dolorosamente la expresión intranquila y temerosa de su semblante.

"¿Qué sucede, Clara?" -pregunté con ansiedad.

"No...; nada -contestó ella con acento tembloroso-; pero... José me infunde mucho miedo. Hace un momento ha venido, y para justificarse, me pidió la llavecita del mueble donde guardo las semillas de algunas flores, y al dársela, ha estrechado mi mano de una manera harto irrespetuosa, al mismo tiempo que me sonreía y miraba. ¡Pero qué expresión tan repugnante en sus ojos! No sé qué hacer; quisiera despedirle de mi servicio, pero en su mirada leo que sería capaz de vengarse...".

Asaltada mi alma por la ira, con ímpetu, exclamé:

"¡Expulse usted a ese hombre! Pero pronto, sin temores, no la detenga a usted nada; yo me encargaré de comunicar sus órdenes".

Y me disponía a realizar mis deseos; pero Clara me detuvo y dijo precipitadamente y casi con acento suplicante:

"No; no quiero escándalos; yo lo haré. ¿Ve usted? Ya nada temo".

Y dulcemente, balbuceó luego: "Gracias, amigo mío; qué cariñoso interés le inspiro, y cómo sé agradecérselo!".

¡Dime que cambie ese momento de mi vida (cuando ella pronunciaba las anteriores palabras) por la corona de Emperador del universo, y te llamaré ¡sacrílego e imbécil!

Momentos después marché a mi casa, de la que no salí en el resto del día.

El crepúsculo fue silencioso; no se percibían rumores en el pueblo, ni voces de labriegos, ruidos, ni trinos en el campo.

Poco a poco fue adquiriendo la luna más brillante color y envolvió en claridad tristísimo campos y casas.

Me separé de los cerrados balcones y salí.

Era húmeda la noche y silenciosa, sin un murmullo, sin un rumor, como el crepúsculo había sido.

Las calles del pueblo, de casas suciamente amarillentas unas y enjalbegadas otras, bañadas por claridad lunar, parecían callejones de viejos sepulcros ocrosos unos, blancos otros, sin una mancha de verdor.

Reinaba una quietud dulcísima en la dormida y pálida Naturaleza.

El más esplendoroso día no tiene los encantos que estas serenas noches poseen, cuya discreta claridad sólo denuncia la belleza y disimula y oculta lo feo, lo deforme, lo imperfecto...

Por un estrecho ribazo caminaba, aspirando con fruición mis ojos la plateada luz de las estrellas, cuando de pronto resbalé prosaicamente, vacilé y caí en el fangoso lecho de una acequia.

Con no poco trabajo conseguí verme sobre una de las resbaladizas orillas, y al tender la mirada por el campo, distinguí lejos de mí, y cerca, muy cerca de la casa de Clara, a un hombre que con ligero paso dirigíase hacia las tapias del huerto.

De pronto le vi detenerse y escalar después la débil pared.

Corrí, corrí rebosando furia, llena mi alma de angustias y temores.

Llegué por fin. La puerta principal de la casa estaba abierta, y en el zaguán, dos criadas y un labrador hablaban y reían.

Sin decir nada, entré y subí; pero... ¡oh rabia! la puerta de arriba estaba cerrada; precipitadamente, como un rayo, bajé, salí, y con agilidad que nunca creí poseer, salté las tapias, me abalancé por la escalerilla de servicio, atravesé corredores, habitaciones y, con frenética furia, entré donde estaba Clara.

Su desencajado semblante expresaba un infinito horror.

José, encendido de lujuria, la requebraba con asquerosa insolencia.

"¡Ah, gran canalla!" -grité colérico, y me abalancé sobre él, blandiendo mi cuchillo de monte; pero el miserable huyó, dejando caer los muebles a su paso, para entorpecer el mío; al ver su fuga, le arrojé mi cuchillo, que se clavó con fuerza en un tablero de la ventana, y corrí en su persecución, al mismo tiempo que Clara, temerosa y angustiosamente, me llamaba.

Cuando salté al campo, no distinguí al fugitivo, y viéndome desarmado en aquellas soledades, comprendí el riesgo que corría si aquél alevosamente me atacaba.

Clara, conmovida, pálida, llorosa, contábame luego su angustia, su insólito temor, cuando de pronto oyó ruido y vio luego a José que la sonreía asquerosamente, y lúbricamente la miraba.

"¿Qué quiere usted? ¿Por qué ha venido a estas horas, sin yo llamarle?" -le preguntó ella, entre airada y temerosa.

"Yo, como querer... no quiero nada... es decir, venía a ver si la señora... necesitaba algo... ¡como está ahora tan sola...!".

"Y mientras decía esto -me contaba mi Clara entre sollozos- me miraba de una manera que daba miedo y vergüenza y se me acercaba respirando muy fuerte...".

"¡Qué reguapa está usted, mi ama!" -exclamó luego el infame.

"No pude gritar; la impresión tan enorme que recibí al adivinar la pretensión de José, quitome hasta la voz. Llamaba mi corazón a Dios y Dios me ha enviado a usted para librarme de ese salvaje; gracias, Carlos, gracias... -y pretendió besar mis manos; pero fui yo el que cubrió las suyas de ardientes besos...".

José ha desaparecido del pueblo.

Nada más te digo.

Dentro de pocos días hablaremos extensamente de este suceso que califico de feliz, porque me trajo la ocasión de acariciar las manos de Clara con mi boca.

Adiós, mi buen Andrés».

Segunda parte

- I -

Terminada la ordenación de las anteriores cartas, creí encontrarme ya en la suave y amena pendiente por donde, con descanso y alborozo, pudiese caminar hasta llegar al término de mi tarea. Pero no bien hube leído tres capítulos de la segunda parte de esta historia, cuando empecé a sudar y trasudar de puro acobardado. Y fue la causa de mi temor, el hallarme con una gran cantidad de pliegos cuyo contenido, careciendo de enlace o harmonía en la forma, entorpece su corrección y arreglo. Páginas hay en el legajo, escritas en estilo de Memorias, y en las que se advierte y resplandece una ingenuidad que deleita y halaga; en otras, el autor narra o expone los hechos en forma dialogada, muy lejos de la personalísima o íntima, empleada en las primeras.

A punto estuve de abandonar la construcción de esta novela, porque ¿cómo el exprimido ingenio mío iba a crear tipos y escenas, él, que nunca logró componer o inventar una conseja? Pero la funesta osadía atropelló y venció al discreto temor, y decidime a proseguir la vida de Clara, que tan simpática había sido.

Propúseme primero arreglar toda la segunda parte en forma de Memorias, mas luego desistí por miedo a la penuria de mi fantasía y a la cortedad de mi entendimiento. Facilidad suma y envidiable maestría requiérese para escribir en el citado estilo íntimo o de Memorias, con soltura y sin causar enfado al que las lee.

Pensé después hacerlo o escribirlo todo a guisa de historiador; emplear siempre la fórmula de «sucedió esto; dijo fulano aquello», y no «me acaeció esto; dije tal cosa».

También deseché esta idea, temeroso de que, por mi comodidad y presunción, resultasen algunas escenas violentas o muy artificiosas.

Y por último, tuve por más conveniente y acertado emplear las dos formas o maneras de exposición, como hace el primitivo autor de esa novela.

En la parte sur del histórico Majuelos, álzase el antiguo y sombrío caserón de los Osorios, apellido querido y respetado en toda aquella fértil y risueña comarca.

Los apuntes que delante tengo, ningún detalle nos ofrecen de tan ilustre familia, y así habremos de contentarnos con lo que Carlos, en la primera carta, a su leal amigo Andrés le participa.

Huyendo del calificativo de enfadoso, me abstendré de analizar las prendas morales de Carlos; cuanto más, que de la lectura de las pasadas cartas se colige naturalmente lo artístico, galante, leal y apasionado de su condición.

Era el exterior de Carlos digno estuche de la meritísima joya de su alma; y había tal expresión en sus garzos ojos y en su pálida y despejada frente, que la mirada más curiosa deteníase atraída por la dulce majestad de esos reflejos del espíritu, y olvidábase de contemplar la restante gentileza de su cuerpo.

Cuenta el historiador que nuestro héroe, ora fuese por entretenimiento, bien por realizar un desahogo de su alma impetuosa, acostumbraba a escribir sus impresiones; y gracias a esto, no nos quedaremos en aquella tierna escena en la que, conmovido, besó Osorio las blancas y delicadas manos de la viuda de Ojeda.

El apasionado joven, como artista delicado que era, traslada al papel no sólo conversaciones y hechos, sino que también cuanto la contemplación de la Naturaleza le sugiere y dicta.

Quéjase, suave y blandamente, algunas veces; protesta otras con energía y fiereza; clama al cielo; maldice a la tierra; reniega de la humanidad; pide amores; solicita caricias; desea sangre y exterminio; goza con odios; sufre amarguras y malandanzas; cuando cree ser feliz, prueba el acíbar de la desdicha; tiénese por desgraciado y saborea las dulzuras y aspira las esencias finísimas del Bien; todo lo cuenta y detalla con un desaliño delicioso, aunque, algunas veces, esa falta de harmonía en la forma, esa carencia de trabazón o enlace en las ideas, le hace pecar de obscuro y difícil, para la intelección o comprensión de sus confesiones o intimidades.

En aquella antigua casa de severa fachada, de amplias y silenciosas habitaciones, cuyos enormes balcones recogen unos la luz y el aire de solitaria calle, de triste y reducida plazuela otros, y los más cuelgan atrevidos sobre frondoso huerto, cultivado sin delicadezas y mimos, donde crecen espléndidos macizos de arrayanes y viven las plantas sin preferencias y distinciones, enlazándose las finas y aristocráticas con las más vulgares y rastreras: el rojo geranio junto al pomposo begonio; las atrevidas campanillas (azules de puro envidiosas, al notar la fragancia de sus vecinas las aterciopeladas magnolias) trepando por elegantes y relucientes bambúes... y mil y mil plantas se confunden y abrazan artísticamente, reflejándose algunas en las apacibles aguas del pequeño estanque; en aquella casa, repito, vivía Carlos Osorio, en una atmósfera dulcísimo de recuerdos queridos y evocaciones gratas.

Pasaba las más de las horas leyendo, improvisando melodías, interpretando con arrobamiento las producciones de aquellos genios por la musa Euterpes acariciados, y escribiendo sus impresiones más pálidas. Mediaba la mañana cuando iba a visitar a Clara; y por la tarde salía al silencioso campo, y por él discurría hasta admirar esa hora en que la luz se apaga lentamente; árboles y casas se confunden; luce la primera estrella; todo enmudece; una calma tristísima se advierte en la Naturaleza, como si esperara algo grande, nuevo soplo divino, nuevos alientos de lo Increado, para continuar subsistiendo...

Era Carlos amado más por la gente campesina que por los altos y pudientes, los cuales veían con disgusto la indiferencia con que acogía Osorio sus falsas o cortesanas demostraciones de amistad. Así es que, en tertulias, paseos, Iglesia, visitas..., ellas y ellos tenían siempre dispuesta una frase mordaz para el orgulloso pianista, como, con despecho mal encubierto, le llamaban.

Era una contemplación continuada su vida. Un amor inmenso por lo bello conmovía dulcemente su alma.

Todo para él tenía un interés vivísimo: el vuelo del insecto, el rumor del agua, el gemido del aire, la voz de las selvas. El canto de un ave detenía su paso; el sereno espectáculo de una puesta de sol le abstraía; la suavidad, el silencio de un crepúsculo llevaba a su alma un enternecimiento intenso...

¡Qué Dios tan grande el suyo!

¡Él sí que sentía y veía el reflejo de la Divinidad en todo lo creado!

Huyó el verano, la época de la luz y los colores, empujado por el brumoso y ceniciento otoño.

Uno de los más desapacibles días de esta triste estación, escribía Carlos:

«12 de octubre.

...Acabo de ver a Clara. ¡Ella es para mí, más que la adorable carne, la representación, la forma de la idea por mí tan querida!

Es el símbolo de la Belleza toda.

F inmensidad de mi cariño, cuando a Clara me acerco, soy ruboroso y tímido como el más cándido y estúpido colegial...

Yo me esfuerzo en creer que esa cortedad, esa insuficiencia de mi carácter es un exceso de delicadeza, la cual me impide hable de amores a la que hace tan pocos días ha enviudado.

Pero, y cuando vivía Ojeda, ¿por qué me latía violentamente el corazón siempre que me asaltaba la idea de confesarle mi pasión o acariciar sus manos?

Aún recuerdo lo que sufrí una tarde que no pude vencer un deseo furioso de besar su cabello. Ella me hablaba de música, y yo, dominado por el ansia de besar su espléndida cabellera, no la escuchaba, y con tanto ahínco acariciaban mis ojos las sortijas que formaba su cabello, que Clara lo notó y dijo:

"Pero ¿qué tengo en el pelo, Carlos, qué tengo?".

Yo, entonces, contesté que me había parecido descubrir un gusanillo entre sus guedejas; y me acerqué a ella tembloroso; mis sienes parecían dos martillos, y, anhelante, frenético, sumí mis labios en sus rizos y trenzas, y aspiré con voluptuosidad el tibio perfume de su cabeza.

Después, sin despedirme, sin mirarla siquiera, me marché.

¿Por qué ese rubor, esa cortedad, ese miedo? ¿Temía al marido?

Un temor agitaba mi alma; pero no ese trivial y bajo, sino otro elevado y sin mezcla de ruindad: el mismo que hoy siento y se opone a que mi amor se desborde en frases de fuego y caricias dulces, violentas, embriagadoras... El temor de que entonces resultase a los ojos de Clara un burlador de maridos vulgar, truhanesco; el temor de que me considere hoy un amante ordinario e insípido; el temor de verme yo mismo como los demás...

Pero se confunden mis ideas. Estoy a punto de llamarme imbécil y me detengo, busco pretextos, algo que me justifique y disculpe. Señor, Señor, ¿pensaré elevadamente, o creyendo vivir en esferas sublimes, seré un pobre payaso condenado a dar ridículas piruetas en esta miserable pista que llaman mundo...?

Yo creo que los ojos de Clara me indican y trazan el camino que debo seguir; pero soy tan torpe que no comprendo su lenguaje, y ellos son tan hermosos, que me falta tiempo para gozar mirándolos...».

En el cuaderno de Memorias siguen dos hojas en blanco, y después, sin anteponer fecha alguna, continúa diciendo nuestro héroe:

«La dulce calma que me invadió en los primeros días de mi llegada a este pueblecito, sustituida luego por tristezas, desconfianzas, amarguras y odios, me ofrece de nuevo su delicioso sabor:

La melancolía de estos crepúsculos otoñales, penetra dulcemente en mi alma.

Pienso en las horas que he de pasar en animado coloquio con Andrés, y en apasionadas pláticas con mi Clara, cuando, mía ya, comentemos entre caricias las tristezas pasadas...; y el invierno lo espero sin temores, seguro de que risueñamente bello ha de ser para mí. No me asusta, no, la tristeza de su cielo y la desnudez de su paisaje; quizá me será más grato que la inmensa florescencia primaveral llena de gorjeos, que los dorados campos y la vestidura espléndida de los bosques en verano...; sí, lo triste me trae la dicha, y bajo floridas y dulces apariencias, me hirieron espinas y apuré hieles...».

- II -

De la torre de la Rectoral salieron cinco campanadas graves y largas, que se extinguieron perezosamente.

Dormía Majuelos, sumido en la obscuridad y en el silencio.

Sólo de tiempo en tiempo escapábase de algún tejado un débil y vergonzoso gorjeo, como la voz de un niño que protesta de la blanda sujeción de la cuna y pide luz y libertad... «Aún no es hora», parecía decir otro más severo piar; y ante la amonestación del padre o jefe de la casa, enmudecían todos los picos... Pero la quietud, el silencio fue breve. Vibró el enérgico canto de un gallo; contestó otro, y otro y otro, avisando sin duda que el alba, por sigilosa que fuese, no les sorprendería sobre el cortezoso listón del gallinero... Generalizáronse los llamamientos o saludos de estas madrugadoras aves, y ya los pajarillos, excusándose en ellas, piaron y piaron con furor primero, intermitentemente después.

Arrancó el tiempo otra campanada al bronce del reloj; pero su vibración no fue tan larga, tan duradera como las anteriores, porque luego la sofocaron ásperos gemidos de algunas puertas que se abrían, el traqueteo de un carro, la férrea pisada de una caballería, la soñolienta voz del gañán, el tañido de atiplada campana que convocaba a la primera misa...

De pronto, un desaforado estruendo, producido por la trepidación de un carruaje, ahogó los anteriores cantos y ruidos. Después de atravesar dos o tres calles, salió al campo, avanzando por la carretera de Villacuévanos. Como ya el piso era más suave y llano, disminuyó notablemente el estrépito de producían sus enormes ruedas, y oyese una voz que decía: «Más aprisa, más; que son las cinco y media, y el tren pasa a las seis».

Era Carlos Osorio el que así hablaba, y podemos creer, sin miedo a equivocarnos, que iba a la estación de Villacuévanos a esperar a Andrés, que de Madrid venía.

Aunque es débil la claridad que lucha con las sombras, distínguense del paisaje, por donde el carruaje marcha, obscuras manchas de vegetación, compactas primero, menos frecuentes después: hasta que por último, la vista sólo descubre calvas llanuras. Son los áridos alrededores de la estación: un edificio pequeño, aislado, silencioso, por cuyo tejado asoman las gigantescas copas de dos olorosos eucaliptos.

Apenas nuestro amigo había pisado el diminuto andén, cuando de allá lejos, de las azuladas sombras formadas por la agrupación de algunos árboles, brotó un doliente y prolongado silbo, como las quejas del viento, que se extendió por aquellas soledades, apenas acariciadas por la débil luz del crepúsculo.

Poco a poco fue percibiéndose con más claridad la trepidación del tren correo; sonó el timbre del telégrafo; oyose la voz del Jefe; crujió la grava del andén, bajo la planta del único mozo, y, por fin, la enorme masa negra charolada, con estrépito de topes, chirridos de rueda, escapes de vapor, rozaduras de hierro, llegó arrastrándose pesadamente, y detúvose ante la cenicienta fachada de la estación de Villacuévanos...

Carlos y el mocetón que le servía de cochero se acercaron a los vagones.

«¡Si se habrá dormido!» -exclamó Osorio, notando que nadie se apeaba; y con precipitación subía y bajaba de los estribos de los coches.

Por la ventanilla de un departamento asomó una enguantada mano que hizo girar el pestillo de la portezuela; abriose ésta, y saltó con ligereza un elegante joven, que dirigiéndose cautelosamente hacia donde estaba nuestro amigo, le abrazó por la espalda ruidosa y cariñosamente.

«¿Temías que no viniese?» -preguntó el viajero entre risas.

«Temía a tu sueño, porque el correo se detiene muy poco tiempo en este escrúpulo de estación» -respondió el majuelense.

Pronto fue bajado el equipaje, compuesto de dos maletas y un enorme baúl y tres cajas.

«¡No te asustes al ver mi impedimenta -exclamó el viajero-; casi la forman sólo libros, papeles y unas antigüedades que te traigo!».

«¡Asustarme! Calla, blasfemo, calla» -repuso Carlos.

Y con los brazos enlazados, abandonaron el andén y se acomodaron en el carruaje, que era una de esas pesadísimas y ruidosas galeras, arrastrada por dos poderosas mulas. (Y doy estos detalles ahora, porque ya la luz lo envuelve todo, aunque con timidez).

«Pero ¿Y Villacuévanos, con sus famosas cestas, dónde está?» -preguntó el recién llegado.

«¡Oh! la población dista del apeadero más de media hora; espera que dejemos éste a la izquierda, y descubriremos algunas casas» -contestó Osorio.

«Ahora -agregó después- mira; allí, sobre las haldas de aquella pelada colina, ¿no descubres unas casitas blancas? Son las últimas del pueblo; lo demás se esconde tras ese frondosísimo olivar. A la derecha de los olivos, ¿no ves una inmensa mancha verdosa? Pues ella es un espesísimo mimbreral, con cuyas flexibles y largas ramas se fabrican los cuévanos.

El camino cruza primero una llanura extensa, donde sólo las ortigas y aliagas viven y florecen; después se interna entre los fecundos y escalonados bancales de vides, que, cuando están vestidas, forman un inmenso y revuelto oleaje de pámpanos.

En todo el trayecto, desde el apeadero de Villacuévanos a Majuelos, la carretera es lisa y suave, exceptuando una corcova que el terreno ofrece a un kilómetro del pueblo, sobre la cual prominencia se eleva una cruz de obscura piedra, llamada La Cruz del Ahorcado, porque, según se dice, hace unos cuarenta años amaneció pendiente de uno de sus brazos, rígido y amoratado, el cadáver del alcalde, balanceado horriblemente por un furioso viento.

Desde este altillo, divisó Andrés el pueblo de su amigo, y, descubriéndose solemnemente, dijo con gravedad:

«Yo te saludo, escenario de los más castos amores».

Por fin, la galera rodó por la primera calle de Majuelos, cuyo infernal empedrado hacíala cojear atrozmente.

«¿Pasaremos por el templo de Afrodita?» -preguntó después.

«No, hijo, no; su casa está en el extremo opuesto» -contestó amargamente Carlos.

Y entre la curiosidad de los vecinos, que se asomaban a los postigos y ventanas, cruzó el coche dos o tres calles más, y, por fin, detúvose ante la vetusta casa de los Osorios.

- III -

«No vengo solo, Clara» -murmuró Osorio al entrar en la linda salita donde aquélla estaba, acompañada por una especie de dueña, cuyo nevado y sospechoso moño parecía peluca de macero.

La diosa estrechó la mano de nuestro amigo, y dijo fijando sus ojos en Andrés, que en aquel momento se inclinaba cortesanamente.

«No hace falta la presentación, porque adivino quién es el que con usted viene, y perdóneme esta rusticidad que el campo me ha prestado. A usted, Carlos, no le extrañará tanto esta completa ausencia de elegancia y distinción, como a su amigo».

«Lo que sí me sorprende (como sorprendió también a Carlos) es hallar tanta belleza y exquisita gracia en este pueblecito. En las cartas que Osorio me escribía, hablábame de usted, y la dotaba de la hermosura de Venus, de la inteligencia de Minerva, de la dulce elocuencia de Hipatia. Desde Madrid, tomaba esta pintura como hija de la imaginación exaltada del artista, pero ahora me deleito viendo confirmado con exceso cuanto su pluma trazaba...».

«Habló el poeta» -exclamó sonriendo la viuda de Ojeda.

«Sí, habló y ya enmudece; que en los templos, sólo a los sacerdotes les es dado hablar con los dioses» -contestó el forastero mirando a Carlos.

La dueña sin tocas, aburrida de ese preludio de conversación, salió de la estancia, sin dejar de tejer la blanca media.

Al escuchar Clara las últimas palabras de Andrés, había dirigido a Osorio una bella mirada fiscalizadora; después dijo:

«Pero no hablemos de nosotros; cuente usted a estos desterrados lo que en la Corte sucede».

«No se fíe usted del aspecto cortesano de mi amigo -rezó Osorio-; él es tan huraño como yo, y si alguna vez se mezcla en reuniones, es por egoísmo, por observar, por recoger algo para sus obras».

«Razón tiene Carlos -expuso el madrileño-; mi arisca condición me hace vivir en un apartamiento de amistades y reuniones: a muchos conozco; con pocos hablo; tengo por compañera la soledad, y...».

«¿La señora doña Clara me permite entrar?» -preguntó una figura opaca y larga, que surgió entre los cortinajes de la puerta.

«Es don Fulgencio» -exclamó Clara, saliendo al encuentro del clérigo.

Éste pasó, saludando a los dos artistas con una leve inclinación de cabeza: sentose luego, y dirigió una impertinente mirada a los dos amigos, que, comprendiendo su significación, dejaron solos a Clara y al recién llegado.

«Y bien, mi señora doña Clara: ya hace tiempo que no tengo el gusto de ver a usted por la casa de Dios» -empezó diciendo el hombre de la sucia sotana.

«Pues mire usted, don Fulgencio, no pierdo la primera misa de los días festivos».

«¡Oh! eso no basta, eso no basta. Desde la muerte de su excelente esposo (cuya alma Dios la tenga en su Reino), pocas veces he visto a usted en la Iglesia. Y lo que más me duele es notar que va usted olvidando el ejercicio de ciertos edificantes actos piadosos. Me asusta pensar en el tiempo que habrá transcurrido desde la última vez que se arrodillaría ante el confesor».

«Pero, Padre -expuso tímidamente Clara-, si no salgo de casa; y aquí, aisladamente, en el silencio, adoro a Dios».

«Me lo temía, me lo temía, señora; es la impiedad ponzoña que deleitando mata. ¡Dios hará que mi presencia sea oportuna!» y el clérigo elevó sus ojos al techo.

«Usted, señora -siguió diciendo melifluamente-, por desgracia para su alma, ha sido siempre poco aficionada a concurrir a ciertos actos de piedad; pero, no obstante, se la veía comulgar devotamente algunas veces, y escuchar la palabra de Dios; pero desde que concedió imprudentemente la entrada en su casa a cierto sujeto, he visto con dolor que se está usted alejando de nuestra Madre amorosísima la Iglesia Católica. No pasa día que mi alma no la recuerde a usted con pena, y hoy no he podido vencer mis deseos de hablarle, de procurar su reconciliación no sólo con Nuestro Señor, sino también con la sociedad; con la sociedad, sí, mi señora doña Clara, a la que usted, sin darse cuenta, está escandalizando con su conducta».

«¡Escandalizando! -exclamó la viuda de Ojeda-. Pero dígame, Padre, ¿qué he hecho yo? ¿Cuál es mi pecado?».

«Ay, hija mía, veo que es usted una inocente víctima. Es peligroso, es peligroso el tal señor Osorio; ha conseguido sembrar el mal en su corazón, sin darse usted cuenta. ¡Oh, pícara juventud!».

Pero Clara, trémula y sumamente pálida, se levantó y dijo con energía:

«¿Qué es lo que usted piensa? ¿Qué es lo que la gente cree de mí? ¿Qué...» -No pudo más, porque le sobrevino un copioso llanto, y dejose caer desfallecida en una butaca.

«He sido torpe, he sido torpe -dijo don Fulgencio-; me falta policía en la palabra y, sin darme cuenta, puedo haber ofendido... Aunque a mí nada me importa arrostrar antipatías y odios, si consigo salvar un alma».

Sucedió a estas palabras un momento de silencio, turbado únicamente por los sollozos de Clara.

El celoso predicador mirola fijamente primero; levantose después, y emprendió un paseo sereno. En sus ojos había una expresión de inmenso júbilo.

Poco a poco, su mirada posose de nuevo en la atribulada dama; acercose a ésta, y poniendo en sus palabras todo el almíbar posible, dijo calmosamente:

«Vamos, vamos, señora mía, tranquilícese. Ya verá usted como, con el auxilio de la Emperatriz de los cielos, se arreglará todo satisfactoriamente.

»¡Si es usted muy querida por todos estos sencillos y honrados majuelenses!

»Muy cierto es también que el aislamiento en que usted vive y la distinción de que es objeto el señor don Carlos, han sido causa de ciertas murmuraciones... pero todo pasará, ya verá usted. Cálmese, cálmese, que todavía tenemos que hablar mucho...».

Cada palabra del clérigo era una mortificación más para nuestra heroína, cuyos ojos reflejaban la dolorosa angustia de su alma.

Por fin, don Fulgencio, viendo que el llanto de Clara iba en aumento, dio una prueba de verdadera misericordia, disponiéndose a partir. Calose el enorme sombrero de teja, y murmuró, mientras arreglábase el manteo:

«Veo que es imposible continuar la conversación; tiene usted mucha pena, y de ello me regocijo, sí, señora mía. Esa humildad, esa compunción, ese rubor, indican un arrepentimiento sincero. ¡Oh, es muy hermoso ofrecerle a Dios lágrimas de dolor! Ya volveré, ya volveré, y cuando se tranquilice, el confesor la espera. Llore usted, hija mía, llore usted, hija mía, llore usted, eso le hará bien...».

Y repitiendo estas frases, abandonó lentamente la estancia.

«¡Si lloro de rabia! ¿De qué he de arrepentirme?» -gimió Clara.

Pero esta protesta no pudo ser oída por el cura, que ya bajaba la escalera.

Al llegar al zaguán, vio a la criada vieja, y en voz baja le dijo:

«Vaya, vaya arriba, y prepárele a la señora una tisana con azahar».

Embozose después, y salió a la calle.

- IV -

Aún brillaba el sol, cuando Clara, febril, y oprimido su pecho por cruel congoja, buscó en el lecho reparador descanso.

Su imaginación le trajo la figura sombría de don Fulgencio, y la memoria le repitió aquellas amonestaciones casi insolentes, revestidas de falsa y empalagosa dulzura, y proferidas con sibilante voz.

«...Pero ¿qué les he hecho yo para que así me traten, para que así hablen?» decía entre sollozos; e involuntariamente paladeaba el recuerdo de dos seres leales y superiores.

«¡Ellos, la música y mi huerto! -exclamó después-. Para los demás, el desprecio, el olvido».

Y por el lienzo más grande de pared, veía desfilar a todos sus conocidos, a todos los del pueblo, que la miraban sonriendo descaradamente, y la señalaban y llamaban con insolencia.

Como las situaciones tristes son las que traen los recuerdos con más riqueza de detalles, con más enérgica exactitud, nuestra heroína repasó en aquella larga noche la historia de su vida, envuelta por las brumas de los pesares. ¡Pocas veces habíase bañado en las ondas de luz de la alegría!

¡En qué fría soledad vivió los años infantiles!

Por las noches oía entrar a su padre, agitado siempre. Algunas veces, muy pocas, la besaba al pasar; y percibía cómo se alejaban y perdían sus pasos en aquellas inmensas habitaciones.

Durante el día, vagaba por aquel triste palacio, sin escuchar otras voces que las de los criados. Una mujer enlutada, flaca, de semblante adusto y descolorido, le hablaba alguna vez de su madre: había muerto muy joven, cuando ella apenas contaba dos años.

Y su imaginación era tan poderosa que fabricaba tiernas escenas, y le parecía sentir sobre su frente la húmeda caricia de un beso.

Un día dispuso su padre que, precipitadamente, arreglasen lo indispensable para emprender un viaje, y, solos los dos, marcharon a Majuelos. Aquella casa ya no les pertenecía.

Desde el apacible pueblecito, trasladáronse a Málaga, y allí la dejó su padre con una anciana tía, una señora muy huraña, de mirar duro, entregada siempre a sus rezos, y que tampoco le dedicó ni una frase de cariño.

Y su alma impresionable, ansiosa de caricias, de amor, de expansiones, de alegría, buscó y halló en la música un inmenso consuelo, y túvola por invisible Ser, que la acariciaba dulcemente con sus notas tímidas y la conmovía profundamente con sus torrentes de harmonía fiera, pero sublime.

Su fantasía, como esplendorosa linterna mágica, iba colocándole ante sus ojos los cristales donde veía reproducidas las escenas de su existencia, con todas sus tristezas, aflicciones y amarguras.

«¿Te has fijado -le preguntó una tarde su padre- en ese señor alto y grueso, que te miraba con tanta insistencia esta mañana? Es muy rico y necesito que te cases con él».

Y al poco tiempo se consumó la despiadada, la sacrílega entrega de su cuerpo a aquel hombre de aspecto brutal.

Desde Madrid escribía con frecuencia su padre. Pero cada carta traía un disgusto. En ellas pedía siempre dinero, a su hija unas veces, a su yerno otras; y éste, de condición avara y grosera, prorrumpía en maldiciones e insultos, que acrecentaban en Clara la repugnancia que por su marido sentía. En cierta ocasión, que no pudo sufrir ya en silencio los denuestos que Ojeda dedicaba a su padre, trató de protestar, de defenderle, y aquél, encolerizado, descargó su cerrada mano sobre la cabeza de Clara, y un hilo de sangre enrojeció su frente de azahar.

Aquella villanía la sufrió sin desplegar los labios.

Al abandonar la cama, después de un mes de dolorosa curación, le dijo Ojeda:

«Tu padre ha muerto hace dos días», y se alejó murmurando: «Ya era hora; por fin me dejará tranquilo el pesado viejo...».

Clara oyó este soez comentario, y toda su sangre se sublevó; sus ojos, fuentes de amargas lágrimas, trocáronse en terribles volcanes, que despidieron lavas de ira. Pero su alma no estaba hecha para abrigar la violencia, la ruindad, sino para sentir inmenso amor y esparcirlo en miradas bellas.

Viose más sola que siempre, y olvidó afrentas, y trató de modificar, de corregir a su esposo.

Aquella alma, llena de dulzuras y delicadezas y ferviente adoradora de todo lo bello y elevado, se estremeció plácidamente, se sintió gratamente arrullada en una serena noche de estío, por la palabra de un hombre que pintaba con elocuencia conmovedora todo lo que ella sentía; que la enternecía y revelaba que aún podía gozar y olvidar las negruras y mortificaciones pasadas.

«Así me hablaría mi madre, si viviera» -se dijo ella, conmovida por la voz de Osorio.

Este adorador de la belleza como Horacio, y cantor inspirado de lo sublime, le habló también de otro hombre de grandes concepciones, de audaz inteligencia; y le dio a leer sus obras, en las que palpitaba un corazón apasionado. Vio una noche su retrato, y siempre que recordaba su imagen, sentía hervir su sangre con impetuosidad desconocida hasta entonces.

Carlos era el valle tranquilo, tapizado de doradas flores, regado por plateadas linfas.

Andrés, el monte fragoso, imponente, que levanta sus gigantescas moles con orgullo desmedido. Subir, subir a su cima y descubrir horizontes nuevos y grandiosos, gozar lo desconocido: ése era el deseo de Clara.

Desaparecía esta cinta, este cristal que le hacía estremecer gratamente, y la mágica linterna enfocaba un terrible cuadro. Veía a su marido revolcándose de dolor, quemado por la fiebre, luchar contra la muerte primero, fijar después su mirada desesperante en la suya, agitarse, sucumbir, y ella lloraba ante el sufrimiento de aquel ser cuya mano rasgó su frente y cuya lengua martirizó su alma.

Borrábanse estos fúnebres recuerdos, y aparecía triunfante la imagen de Andrés, varonilmente hermoso; denunciadora su frente de sublimes ideas, acariciadores los ojos, tentadora su boca.

Pero, de repente, surgía de nuevo la negra figura de don Fulgencio, cuyas frases tenían la pegajosa frialdad de la serpiente.

«¡Mientras estuve sola y me abrumó la desgracia -decía suspirando Clara-, nadie vino a prestarme sus consuelos; ahora, que empiezo a ser feliz y tengo a mi lado a los que como yo se conmueven admirando una estrella, contemplando un paisaje... vienen a exhortarme, a atormentarme, a imponerme el arrepentimiento de una falta no cometida, a hacer fea la virtud...».

...Y entre estos soliloquios y evocaciones risueñas y tristes, pasó la viuda de Ojeda aquella noche pavorosa, en que el viento gemía como atribulada alma en el Infierno del Dante...

- V -

Desde las ocho de la noche hasta que se extinguía la mortecina luz esparcida por antiquísimo lampión, provisto de verde y rizada pantalla, reuníanse en la trastienda de la farmacia los vecinos más empingorotados del pueblo.

Me refiero a las tristes, frías y largas noches de invierno y a las desapacibles del otoño, que en las estivales, estas asambleas efectuábanse bajo la majestuosa bóveda estrellada. Pero desde la estación precursora de los fríos, retirábase la buena sociedad majuelense a la ya mencionada estancia, y en derredor de una amorosa mesa de brasero, se entregaba al honesto juego de la aduana, y al sabroso recreo de la murmuración y crítica.

El aprovechado estudiante de Derecho, Joaquinito Manzano, era el encargado de pregonar los pintados cartones, y hacíalo con tal arte, picardía y exuberancia de chistosas frases, que la concurrencia, conmovida, no podía menos que exclamar:

«¡Oh, qué chico éste! Llegará, llegará donde él quiera. Para político no tiene precio. ¡Qué lince para las trampas! ¡Qué hábil para el enredo!».

Pero los donaires de Joaquinito no producían en todos los contertulios la misma gratísima impresión.

Si sus citas traídas por los cabellos, sus rebuscadas e insubstanciales frases y violentísimos equívocos, eran exquisito almíbar para su feliz madre, y delicada ambrosía para la ojerosa y descolorida joven que al lado del travieso estudiante se sentaba; si su palabra encantaba a la mayoría de aquella murmuradora reunión, no menos cierto era que producían pésimo efecto en el ánimo del virtuoso don Fulgencio, amigo también de lucir su erudición y pronunciar afectadísimos discursos.

Manzano parecía congratularse de esa antipatía que inspiraba, y hasta holgábase en acrecentarla, no perdonando ocasión de interrumpir, irritar y contradecir al respetable sacerdote, y de robarle la atención de los oyentes.

«¡Atreverse con él un chiquillo!» -solía exclamar indignado el bueno de don Fulgencio.

¡Disputarle la palma de la sabiduría y elocuencia, al que era respetado en toda la Diócesis, y consultado y atendido por el mismísimo Prelado! ¡Qué osadía tan asquerosa!

Y el reverendo Rector proponíase todos los días despreciar a aquella sabandija. Pero no obstante estos diarios propósitos, y a pesar de cierto dominio que sobre sí tenía, exaltábase, bufaba de ira y la envidia brillaba en su mirada, siempre que escuchaba un aplauso tributado a su tierno émulo.

Mientras el cubilete de los dados pasaba de mano en mano, el licenciado Trujillo paseábase por delante del pequeño mostrador, engolfado en la lectura de terrorífica novela de Ponson du Terrail o de Xavier de Montepin.

De tiempo en tiempo, sonaba el timbre de la mampara; abríase ésta, y algún rústico entraba y pedía tal o cual simple, que Trujillo envolvía cuidadosamente en anunciador papel.

El mancebo no solía despachar a esas horas, y sentado junto a la esposa del farmacéutico, que era rica en carnes y en malicia (y, según malas lenguas, frenética adoradora de la palidez del joven ayudante), arriesgaba algunos céntimos, que después se reembolsaba con creces, gracias al desprendimiento y al mucho amor (así se decía) de su obesa amante.

«¿Ha venido Joaquinito?» -preguntaron a la vez el Registrador, su esposa y el albéitar, al empujar la puerta.

«No, señores míos, todavía no -contestó don Blas, cerrando un voluminoso libro, no sin poner antes, como señal, una hoja de almanaque-. Todavía no son las siete» -añadió, terminada la operación anterior y comenzando la difícil tarea de quitarse las gafas.

«Sí, sí, es muy temprano, pero necesitamos mucho tiempo, porque hay que hablar de algunas cositas...».

«Hola, hola -murmuró Trujillo, y después, con viveza, dijo-: pero pasen ustedes; voy a avisar a Vicente, que está dentro en el patio».

«¿Sola?» -preguntó el albéitar.

«No, no señor, con Antonio, con el mancebo; están limpiando y distribuyendo en paquetes una carga de bonísimas hierbas, que me han traído hace un momento -y mientras la registradora sonreía y su esposo y el albéitar cambiaron una significativa mirada, don Blas gritó-: Vicenta; Vicentaaa...».

Un momento después, el lampión de la rebotica alumbraba, y los congregados empezaban a criticar despiadadamente.

Vibró el timbre y abriose la mampara, que dio paso al orondo, rechoncho y sonrosado Joaquinito.

«¿Vino mamá?» -preguntó, sin pasar del umbral.

«Aún no, querido» -respondió el licenciado-portero.

«¿Y Amparín?» -volvió a decir el joven.

«Tampoco».

«¡Canario! me extraña; me dijeron que de la Rectoral vendrían aquí; y la Salve debe de haber terminado».

«Manzano, Manzano florido -gritaron desde la rebotica-, venga usted, entre».

Pasó el estudiante, que transcendía a delicada esencia de lila.

«¿Los ha visto usted?» -preguntaron a la vez las dos señoras.

«¿A quién?».

«Hombre, por Dios, a los artistas salvajes y a la interesante viudita: en el balcón estaban esta tarde. ¡Qué escándalo!» -dijo la esposa de don Blas.

Y la conversación iniciose en octava baja, continuadamente, sin descanso, sin pausas.

Poco a poco fueron llegando todos.

Don Fulgencio, después de saludar, paseó su mirada fría, su mirada gris por los concurrentes, y dijo con suavidad y calma:

«Mientras ustedes se entregan al inocente solaz de la aduana, yo iré a ver como sigue mi querida penitente. Es una difícil victoria espiritual, sí, señoras y señores míos, porque guardan y rodean a esa alma grandes y poderosos enemigos. Pero Dios me prestará su infinita gracia». Y el clérigo, envolviéndose en su balandrán, salió enfáticamente de aquel laboratorio de chismes, más que de drogas y compuestos químicos.

«No creo que nuestro Rector halle a esa... señora en buena disposición para escuchar la palabra evangélica, habiendo recibido esta tarde la visita de esos dos impíos» -expuso Trujillo, que únicamente leía cuando se jugaba, y no cuando su tertulia entregábase a la sabrosa murmuración.

«Dios hará que esa señora vuelva al aprisco» -dijo el Registrador, aficionado a metáforas gastadas e incompletas.

«Volverá, volverá -exclamó su esposa indulgentemente-; la palabra de don Fulgencio es irresistible, y su saber inmenso».

«¡Oh, sí, sí» -rezaron muchos.

Joaquinito, que sentía ya la asfixia en aquella atmósfera, cargada de sahumerios para el clérigo, no pudo contener en su pecho la efervescencia de la envidia, y levantándose, exclamó despreciativamente:

«No es muy difícil atraer o convertir a esos pecadores; y hablo en plural, porque refiérome también a Osorio y a su amigo, calificados por el rector de poderosos enemigos, cuando no son más que unos pobres seres que no viven en la realidad, unos visionarios; inteligencias exentas de doctrina y serios estudios. ¿Hay nada más insubstancial y huero que ese arte de que blasonan? Tocar el piano, escribir novelitas y versos, pintar cuadritos, modelar un busto... No diré que no sea bonito; bonito, sí, pero nada más.

»¿Qué han resuelto y conseguido músicos, poetas, pintores?...: distraer tan sólo.

»Me maravillo de que un hombre como Platón dijera, hablando de lo bello, «que es muy difícil decir cosas bellas». ¡Difícil! Ardua en extremo es la interpretación de la grandiosa y salvadora Ley; difíciles son los problemas jurídicos...; difícil..., pero, señores, perdónenme; estoy divagando, me he dejado llevar de mi entusiasmo por lo verdaderamente grande. Perdónenme...».

«Manzano, siga usted. ¡Oh! ¡Qué talento! ¡Qué elocuencia!» -gritaron las mujeres.

La mamá y la futura del orador se habían levantado y le instaban a que se sentara.

«Cálmate, hijo mío; estás muy acalorado» -le decía la primera.

«Sosiégate, Joaquín, no te fatigues; me entusiasmas, sí, pero me asustas también, tontito» -arrulló la segunda.

«¿Quiere usted un poquito de agua con jarabe de cidra? -preguntó la boticaria- eso le refrescará...».

El joven jurídico se había ya sentado, y sonreía con orgullo y protestaba tímidamente de las alabanzas y cuidados.

Disponíase a saborear el dulce licor, cuando abriose la avisadora puerta y don Fulgencio, con la mirada encendida por la ira, la cara demudada y más verde que de ordinario, suelto el abrigo, desabrochado el alzacuello, entró furiosamente.

«¿Qué le sucede a usted, qué le sucede?» -preguntaron todos ansiosamente.

«¡Eso es bochornoso! -gritó colérico el páter-. ¿Querrán ustedes creer que esa... escandalosa me ha dado con la puerta en las narices...? Que estaba enferma...; que no recibía a nadie...; y esta tarde la he visto en el balcón, acompañada de esos dos perdidos...; no recibirme...».

«¡Qué escándalo!» -gritaron todos, menos Manzano.

«Eso es insoportable; esa casa se ha convertido en una mancebía» -aulló el albéitar.

«Esa mujer es un peligro constante para nuestra tranquilidad, para nuestro bienestar» -dijo doña Vicenta, a pesar de no estar muy limpia de pecado.

«Tendremos que privarnos de pasar por allí, para que no se escandalicen nuestros hijos» -agregó la Registradora.

Joaquinito se bañaba en agua de rosas, viendo la derrota de don Fulgencio, y aprovechando un momento de relativa calma, dijo con cierta ironía:

«Querido don Fulgencio, no debe usted sublevarse de ese modo, sino aceptar las espinas que su delicado cargo consigo lleva, e insistir en esa conversión. Tranquilícese por Dios, que un malicioso podría atribuir esa... crisis nerviosa a un exceso de orgullo, a quejas del amor propio lastimado...».

«¡Cómo, insolente!» -interrumpió, silbando hasta la exageración, el clérigo, cuya cara tenía ya el color de la acelga cocida.

Levantáronse todos. La novia de Manzano, su madre y los futuros suegros del joven apoyaban a éste; los demás gritaban a favor del reverendo y ultrajado Rector.

Crecía la confusión, aumentaban las voces y subían de color las recriminaciones en aquella congregación de escrupulosos; hasta que, por último, fueron abandonando todos la farmacia.

El timbre de la puerta sonó, sonó muchas veces, hasta el punto de excitar la curiosidad de algunos vecinos, que se asomaron tras los cristales de sus balcones, extrañados y envidiosos de la enorme venta que aquella noche don Blas hacía...

- VI -

Sin anteponer ningún preámbulo que pueda distraer la atención del discreto lector y fatigar su ánimo, voy a copiar algunos trozos del «Diario» de Carlos.

«23 de octubre.

Ha llegado Andrés... y... no puedo confesar que me inunde y arrebata la alegría.

Según mi cerebro, debo sentirme alegre, conceptuarme dichoso, porque me rodean los seres que más amo, los que como yo piensan y sienten. Y, sin embargo, mi corazón se empeña en contradecir a mi cabeza.

Un alma impresionable, cultivada, de artista, es muy hermosa, sí; pero pocas veces feliz.

La visita que hemos hecho esta tarde a mi diosa, ha sido breve. Nos ha interrumpido don Fulgencio, cuya influencia en casa de Clara me es antipática, odiosa y hasta la tengo por perjudicial.

Podrá ser un hombre muy bueno, adornado de las más preciosísimas virtudes; pero bondad que araña y virtudes que punzan, no son halagadoras ni envidiables.

¡Cuánto no daría yo por expansionar mi alma en ciertos momentos de abrumadora tristeza, con un sacerdote afable, humilde y sabio!

Don Fulgencio se mezcla en reuniones donde la murmuración y la calumnia son alabadas y admitidas con regocijo; e intencionada o inadvertidamente es un divulgador de chismes y enredos. Su presencia asusta y enfada.

A no ser por él, la entrevista con Clara hubiera sido animada y larga; y a pesar de esto, no le guardo rencor, porque distraída ella con la novedad de la palabra y figura de Andrés, sólo a éste le hablaba y dirigía su mirada, su mirada divina.

Yo estaba nervioso, violento.

¡Cuánto egoísmo entraña el corazón del hombre!»

«30 de octubre.

Mortificábame antes que en nuestras pláticas Clara me hablase frecuentemente de la naturalísima acción por mí realizada para librarla del libidinoso José.

Desde que vino Andrés no volvió a nombrar este suceso. ¡Creí apagado su agradecimiento, y este olvido martirizábame más que cuando me llamaba, enternecida, su salvador, su ángel de la guarda...!

La natural condición de mis sentimientos, he comprendido y visto con el encuentro o lucha de los mismos.

No por humilde me pesaba que Clara agradeciese y alabase tanto mi conducta, sino porque el agua de sus lágrimas impedía que el fuego de la pasión se encendiera en sus ojos.

Ahora parecía olvidarlo todo y temía que Andrés, con los relatos de lo que en Madrid sucede, fuera la causa de ello; pero esta tarde Clara ha sacado, de lindo y antiguo mueble, un elegante estuche, en cuyo fondo, y descansando sobre rojo terciopelo, guarda el cuchillo que arrojé contra José: en primorosa cajita de cedro, y envuelta en plateado tisú, conserva también la pequeña astilla que al golpe del acero saltó de la madera.

Mientras nos enseñaba estos objetos, ha contado conmovida a mi amigo lo que éste sabía ya por mi última carta.

Al verme considerado por mi Clara delante de Andrés, como esforzado y valiente paladín, la felicidad ha henchido mi alma.

¡Comprendo la vanidad!».

«8 de noviembre.

Esta tarde he ido solo a visitar a Clara. Al entrar me ha preguntado con viveza:

"¿Y Andrés, por qué no ha venido?".

...¿No lo soy todo para ella? ¿Por qué entonces desea la presencia de otro?

¿Qué intención encerrarían sus palabras? No sé, pero en sus ojos, en su acento, he visto una ansiedad extraña.

Pero estas dudas son indignas de mi alma. Sólo yo debo interesarla.

Conceptúo su pregunta natural, dictada sólo por la cortesía; ¿pues a qué esta constante y martirizadora preocupación? ¡Sí, sí, esto mismo me he dicho muchas veces, y, sin embargo, no sé qué intranquilidad y extraña sensación experimento...!

Ha sido una herida que ha sufrido mi amor propio. Cuando una pequeña espina nos hiere, seguros estamos de la insignificancia del pinchazo, y no obstante el escozor, nos mortifica y obliga que fijemos nuestra atención en la parte dolorida. Así le sucede a mi alma, no le da importancia a la punzada que ha sentido, pero no puede evitar ese escozor, esa preocupación, esas dudas amargas...

Clara pronuncia mi nombre con tanta gracia y dulzura, que siento la impresión de una caricia cuando me oigo llamar o nombrar por ella. Y esta tarde, en el saludo, esperaba también esa deliciosa sensación...; pero no la gocé, porque no dijo Carlos, sino... Andrés...

¡Ah! la espina, la espina que vuelve a arañarme despiadadamente...».

- VII -

Era como una sonrisa del otoño aquella mañana espléndida de noviembre.

Prestaba el sol una agradable tibieza a la atmósfera e inundaba los campos de vivificante luz. Las obscuras ramas de los desnudos árboles recortábanse enérgicamente sobre el azul intensísimo de un cielo risueño y sereno.

Los majuelenses ricos salían de sus casas ansiosos de recibir las caricias de aquel sol alegre como el de primavera. Desde los primeros días de octubre que frecuentes celliscas y huracanados vientos habían impedido los paseos y holgorios campestres.

Así es que, en aquella hermosa mañana otoñal, las huertas y alamedas de los alrededores de Majuelos, se vieron pobladas de bulliciosos grupos, formados por jóvenes y viejos, deseosos todos de vengarse de la triste reclusión pasada.

Carlos y Andrés, después de haber discurrido por una de las huertas del primero, dirigiéronse a casa de Clara. Y como al llegar les dijera una rolliza criada que la señora estaba en el jardín, allí fueron los dos artistas.

«¿Dónde está la jardinera?» -gritó alegremente al entrar el literato.

«La enfermera, diría usted con más razón» -replicó Clara desde el invernadero, dando a su acento una seriedad encantadora.

Luego salió llevando una linda macetita en sus manos; y con graciosa entonación de niña siguió diciendo: «Estoy sacando a mis enfermitos de la estufa, para que gocen de la belleza del día: ya estaba yo enfadada, porque esos continuos y escandalosos vientos obligaban a mis pobrecitas plantas a vivir entre cristales, anémicas, casi sin luz. ¡Desde los balcones de la salita las contemplaba yo con una pena...! Pero hoy las acariciará el sol y respirarán con libertad el aire puro de la mañana...».

Los dos amigos escuchaban extasiados las donosas ocurrencias de la humana divinidad.

Ésta notó el arrobamiento de que era objeto, y exclamó fingiendo enojos:

«¿Pero qué hacen ustedes tan quietecitos? ¡Qué corazones de roca! ¿Cómo no acuden conmovidos en busca de esos pobres seres prisioneros, ávidos de luz, sedientos de las caricias de pintadas y brillantes mariposas...».

Después volvió a entrar y salir de la encristalada habitación sacando otra delicada planta, y añadió: «Ustedes, como artistas, deben de ser muy amantes de las flores, y, sin embargo, no he visto nunca que Carlos las luciera».

El aludido envolvió a Clara en una amorosísima mirada, y contestó sonriendo levemente:

«Es que las amo mucho; las flores viven en los jardines y lucen prendidas en el cabello de las mujeres o descansando sobre su pecho; pero que se engalane el hombre con ellas (que simbolizan la delicadeza), lo tengo por ridículo e impropio. Yo con mirarlas gozo. ¡Que si me gustan! ¡Que si las amo! Adoro, como usted sabe, lo delicado y bello. Muchas veces quisiera ser flor; otras estrella, aire, luz, nube que oculta la plateada luna...».

«¡Si le oyeran a usted ésos que le tienen por insociable y loco, cómo se reirían...!» -exclamó la hermosa.

«Loco, altanero y hasta salvaje, me creen muchos; no hablo, no, de mis paisanos; refiérome a otros que, fuera de aquí, he conocido. Soy para ellos soberbio y desdeñador de su trato: y no es cierto, porque no es el orgullo el que me veda que les hable y sea expansivo, sino el deseo de amarles, y al tratarlos, había de descubrir en ellos el fingimiento, la maldad, y, por tanto, me inspirarían desprecio y hasta aversión y odio.

»Antes de conocer a Andrés, y cuando ya me iba convenciendo de que ni las diversiones y el bullicio podrían modificar mi carácter y hacerme olvidar mis tristezas pasadas, busqué ansioso un ser de alma de artista que pensara y sintiera como yo pienso y siento. Logré hallar un joven pintor de espléndida fantasía, retraído y huraño también; pero me molestaba su afán por la predicación de doctrinas socialistas, por parecer irreverente; hasta jactábase de vicioso y en realidad no lo era».

«¿Tú le conociste, verdad, Andrés?».

«¡Si Andrés está allí, junto a la fuentecilla aquella! Parece que huya de nosotros, digo, de mí» -murmuró con cierta tristeza Clara.

Carlos fijó en ella una mirada escrutadora, y con acento no muy dulce, dijo: «Si se cansa usted de oírme, no sigo».

«Por Dios, Carlos, ¡qué he de cansarme! ¿Qué he dicho yo?» -contestó ella extrañada de la sequedad de Osorio.

«Nada, es verdad, perdóneme usted, pero lo que estoy contando no puede interesarle».

«Le exijo a usted que siga» -dijo riendo Clara.

«Pues obedezco, reina y señora mía» -añadió el otro esforzándose por sonreír.

»En el poco tiempo que el citado pintor y yo vivimos juntos, le oí exclamar muchas veces cuando veía a algunos de esos jóvenes de posición brillante guiar un tronco de briosos caballos, o lucir un frac en el foyer de un teatro.

»¡No puedo, no puedo con esta gente. Estoy seguro de que no conocen a Velázquez, que no lo han sentido nunca! ¡Que no se han conmovido ante los Cristos del Greco! ¡Yo no sé cómo pueden vivir de una manera tan vulgar, tan inferior...!

»Algún tiempo después, noté en este mi amigo cierta frialdad y alejamiento, y, por último, despidiose de mí y varió de domicilio.

»Al cabo de varios meses le vi una tarde, pero ya no era aquel bohemio, furioso enemigo de la burguesía: iba vestido con elegancia y enfáticamente recostado sobre los ricos cojines de elegante carretela. Al pasar junto a mí fingió no verme.

»Fácil me fue inquirir que aquel socialista se había casado con una viuda riquísima. ¡Desgraciado del que le propusiera entonces el reparto de bienes!

»A ese hombre, si sólo le hubiese conocido superficialmente, su talento hubiera despertado en mí la simpatía: intimé con él, descubrí el cieno, me inspiró desprecio. Y éste no es de los peores, no. Hay otras ruindades más asquerosas.

»Yo no quiero aborrecer, sólo deseo amar, amar mucho...».

«¿Y en Andrés qué ha descubierto usted?» -interrumpió la viuda de Ojeda.

«Infinidad de veces lo he dicho -contestó Carlos desabridamente-. Además, hablaba de mí, de mí».

«Sí, sí, ya lo sé, Osorio».

«¡Osorio! -exclamó éste-. ¡Me nombra usted ya por el apellido!».

«¡Ay, pero cómo está usted hoy!».

«Nervioso, insufrible, salvaje. Ya lo sé; pero me voy, me voy».

Y Carlos se alejó precipitadamente, murmurando: «¿Pero qué tiene ese hombre que tanto interés le inspira...?».

«¡Carlos, Carlos!» -gritó su amigo.

Y ella dijo: «Parece que no está bueno; me ha hablado de una manera...» -y sus ojos buscaron los de Andrés, que en aquel momento murmuraba-: «Es un carácter extraño».

«Hoy está desconocido» -dijo ella.

Después Miró al cielo y exclamó apasionadamente: «¡Qué brillante está; hoy se saborea la vida...!».

- VIII -

Una piedra caída en el fondo del más sereno y transparente lago, basta para ensuciar sus aguas con asqueroso cieno.

La certeza de que Clara prefería y amaba a Andrés, fue para Osorio la piedra que enturbió su espíritu con el limo repugnante de la rabia y envidia. Que toda conciencia por limpia de condición que sea y por mucho que la tribulación o desgracia la haya purificado, guarda gérmenes del mal.

Leal y generoso era el enamorado Carlos; pero amor que casi siempre engrandece, sublima y eleva el corazón del hombre, fue, para el de nuestro héroe, plomo cuyo peso abatió su vuelo, porque los crueles celos trajeron inevitable copia de iras y odios.

Si tristes dejos tienen las notas de su «Diario», en sangre y hiel parece mojada su pluma, desde la escena pintada en el anterior capítulo.

De los siguientes párrafos que copio del «Cuaderno de memorias» de Osorio, inferirá el lector es estado de su espíritu.

«18 de diciembre.

...¡Considerábame superior y con rabia noto que en lo profundo de mi ser se agita el asqueroso reptil de la envidia!

¡Hay momentos en que mi alma odia ferozmente a Andrés; otras veces lucha por olvidar las preferencias con que Clara le regala, y siento mucho amor por ese hombre (que empieza a parecerme funesto), me invade una onda de dulce arrepentimiento, hasta el punto que me arrojaría a sus pies y le pediría perdón!

¡Pero cuán presto me abandona esa rectitud, esa pureza, esa dulzura!

¡Con facilidad maldita, mi mente recuerda hasta el menor detalle de cuanto se habla, de cuanto acontece en las visitas a Clara!

¡Esas horas de sufrimientos horribles, ocultos, luchando porque mi boca sonría y mis ojos no me vendan... cuando la envidia y un desconsuelo amargo me torturan despiadadamente!

¡No poder enseñarles mi pobre alma! No poder gritarles: "¡Mirad que sufro mucho! ¡Que no puedo más! ¡Que me muero de rabia, de celos, de cólera!".

¡Soy tan ruin, que hasta busco con ansia una palabra, una acción, una mirada que pueda ridiculizar a Andrés! Y cuando me dispongo a realizar estos miserables dictados de mi alma, impídemelo, no un sentimiento honrado y generoso, sino el egoísmo de que puedan descubrir mi intención y ver el cieno de mi conciencia...

¡Yo he sido el cantor de las perfecciones de Andrés! ¡Con qué infernal placer sería ahora el verdugo de las mismas!

Clara me habla menos que antes, pero con igual ternura cuando lo hace, y él me llama cariñosamente su hermano. ¡Esto, esto es lo que me exaspera y subleva! Yo quisiera ver en ella esquiveces y escuchar de Andrés una frase injuriosa, algo que justificara un grito mío de guerra, una lucha cruel y... sangre... mucha sangre, para que en ella se anegasen amores, odios, envidias, venganzas, martirios...».

«15 de enero.

...¡Por fin voy notando en Andrés cierta frialdad! ¡En su alma crece el amor y la amistad amengua!

Antes me hablaba con frecuencia de Clara y celebraba sus encantos; ahora esquiva pronunciar su nombre.

¡Cómo teme el desleal que por su acento descubra lo que en su corazón pasa!

Yo trato de disfrazar mis sufrimientos.

¡Oh, si él supiera mi martirio! ¡Qué humillación, qué vergüenza!

Dicen que el amante sólo desea el bien para el objeto amado. ¡Mentira! Yo que amo a Clara con furioso delirio, gozaría más atormentando su alma, martirizando su cuerpo, que recibiendo sus caricias y prodigándole las mías.

¡Con cuánto amor la odio! ¡Con qué rabia la quiero!».

- IX -

Continúo copiando del «Cuaderno» de Osorio.

«24 de enero.

...¡Hace seis días que no he ido a casa de Clara, porque me avergüenzo de mis sufrimientos y me desespero con mi derrota!

...He gozado mucho con la tristeza de Andrés, con sus ansias por visitar a esa mujer.

Esta tarde no ha podido más y me ha preguntado si pensaba salir (salir significa verla).

"No salgo, no me encuentro bien; estoy influido de esa estúpida lluvia que casi oculta el paisaje de esa inmensa mancha gris" -he contestado.

"Pues yo me voy" -ha dicho él, y ha salido sin mirarme.

¡Dos días hace que no sale el sol! ¡En mi alma hace más tiempo que no luce...!

¡Qué expresión tan antipática la de ese cielo, ceniciento, llorón, sin nubes negras que se desgarren para dar paso al rayo destructor!

¡Esta lluvia calmosa, menuda, me entristece, crispa mis nervios; yo quisiera escuchar truenos horribles, y sentir cegados mis ojos por la trémula luz de la centella! ¡Algo grande, imponente, que sacudiera mi alma de entusiasmo o de terror, pero no este continuo gotear que cansa y desespera!

Rabiosos celos han invadido mi alma, desde que Andrés ha salido.

¡Al regresar he mirado con ansia su boca, sus ojos, sus manos, como si buscase algo denunciador de una caricia.

Cuatro o cinco veces he estado a punto de preguntarle: "¿Dónde has estado? di. ¿Has visto a Clara? ¿Qué os habéis dicho? ¿Ha preguntado por mí? ¿Desea verme?».

No sé si él habrá adivinado lo que pasaba en mi alma, porque me ha dicho:

"A Clara le extraña mucho tu alejamiento".

Yo no he contestado nada.

Los dos en silencio, sentados en sendas butacas, mirábamos a través de los mojados cristales el sombrío paisaje que esfumaba la lluvia.

Después de un silencio largo, violento, he dicho, fingiendo indiferencia, para instarle a hablar:

"¿Conque sí, eh? ¿Te ha preguntado por mí...?".

"Sí" -ha respondido Andrés.

Y otra vez el mismo silencio angustioso.

Yo me ahogaba de rabia, y, sin decir nada, me he levantado y encerrado en mi cuarto de trabajo...».

«20 de febrero.

Andrés y yo apenas nos hablamos.

Pasamos las horas en la sombría biblioteca silenciosos, y mientras me finjo engolfado en la lectura de un volumen, recorre él toda la estancia, deteniéndose a cada momento para leer el título de algún libro; luego vuelve a emprender su intermitente paseo.

Me molesta el ruido de sus pasos, me martiriza su presencia y soy tan hipócrita o... tan necio, que no le digo con franqueza y lealtad: "¡Vete, porque te odio!".

...Noto que algunas veces me mira, pero aparento no verlo; no quiero afrontar su mirada en la que había de leer cierta cariñosa compasión...

¡Ah, si yo supiese que había de sorprender en su retina el odio, la ira, no la esquivaría, no; pero huyo de la expresión que adivino en sus ojos, cariñosamente humillante para mí!

¡Qué transformaciones ha experimentado su carácter desde que ha venido!

Los primeros días de su llegada pareciome más jovial, expansivo y decidor que cuando estábamos en Madrid.

Poco a poco nos hemos ido alejando, hemos desconfiado mutuamente de nuestras almas.

¡Y ahora otra vez quiere acercarse a mí; pretende consolarme, le inspiro lástima!

¡Si yo no he pedido misericordia a nadie, ni aun al cielo!

Y si le dijera: "Quiero matarte porque me has robado a Clara, ¡ladrón!".

¡Qué ridícula le parecería mi furia!

Yo que en mis cartas le decía que natural encontraba que Clara me amase, y plácidamente pasara las horas junto a mí; ¡que mis palabras eran cánticos gratísimos que la enamoraban y deleitaban...! ¡Ahora lo recordará todo, e interiormente se reirá de mi inmensa fatuidad!

¡No he sido más que el intermediario de unos amores!

Conociome Clara, y cuando apenas en la suave cera de su alma empezó a grabarse mi imagen, la vehemente pintura que yo hacía de la gallardía de Andrés, de su originalísimo carácter, valor y peregrinas facultades, borraría la impresión que en ella pude hacer.

Clara creíame superior a los demás, pero al ver que yo quemaba mirra y prestaba homenaje a otro hombre, ardió en deseos vivísimos por conocerle, y su fantasía crearía la imagen de Andrés, como se finge la de Dios.

¡Más tarde se embriagó con sus obras tentadoras, y de bellísima forma, vio su retrato, y si lo ignorado tuvo para ella interés, lo que empezaba a conocer encendió en su alma un inmenso amor!

¿Fui ridículamente necio porque no la poseí? No. Aun ahora que se me aparece siempre sonriendo a Andrés, ofreciéndole su húmeda boca que pide besos..., ¡tengo por seguro que, lejos de haberla gozado, hubiese sido rechazado con desprecio!

Además, no era una querida lo que yo pretendía hacer de Clara; poseerla mientras que el marido durmiera, besarla entre inquietudes, y después, ante la gente, hablarle ridículamente de usted, hubiera sido tenerla, considerarla como vulgar amante. Es mi alma más grande; soy más soñador. Mi fantasía creaba escenas de un amor inmenso, con más fuego que posee el sol, con más melancólica dulzura que un cielo estrellado.

No dejé de advertir que ella me hablaba frecuentemente de Andrés; y si esto no me mortificó al principio, después nubló la confianza ciega que en su amor yo tenía, y propúseme escasear las alabanzas que antes con tanta vehemencia tributaba mi labio y mi alma a ese amigo; pero Clara, con sus preguntas, impidió que cumpliese mi propósito.

¡Yo fui el consuelo y sostén de su alma que sufría, que luchaba por librarse de las salpicaduras del barro que la rodeaba!

¡Dos amantes éramos, sí, pero no de nuestros cuerpos, sino del Arte!

Mis palabras la conmovían, y si le hablaba de los encantos del paisaje, de la dulce belleza del cielo, de las ansias de mi espíritu por ser perfecto, por vivir entre ondas de luz, sin impurezas, henchido de sabiduría, ella enternecida me escuchaba; si de música, de lo que ha sentido mi alma con las divinas creaciones de los grandes maestros, brillaba el entusiasmo en sus pupilas negras y acariciadoras. ¡Y yo tomaba esta adoración que sentía ella por la belleza, en el cielo, en la planta, en el sonido, como una respuesta que daba a mis amorosas miradas.

Su amor era de Andrés... yo sólo le inspiraba un cariñoso agradecimiento. ¡Oh rabia!»

«26 de febrero.

...Contemplaba yo esta tarde al agonizar la luz, la fría expresión del pelado campo, y el cielo densamente pálido, perlino, en el que se destacaba débilmente un trozo de amarillenta luna, cuando percibí pasos a mi espalda; volvime y entre las sombras distinguí otra más negra que lentamente se acercaba. A la triste luz del crepúsculo reconocí a Andrés.

"Qué parecido debe tener eso que miras con la nada!" -dijo.

Yo, sin contestar, y con lento paso, me separé de los balcones y echeme sobre un ancho sillón.

Andrés, apoyado sobre los cristales, era un bulto negro.

Después, para buscar un sitio cómodo donde sentarse, encendió una cerilla, a cuyo rápido y amarillento resplandor vi su semblante; estaba muy pálido y sus ojos piadosamente tristes.

En el momento en que brilló la luz, no sentí odios ni rencores y sí un principio de amor, viendo la noble expresión de su faz.

Apenas prevalecieron las tinieblas, vi a Clara en sus brazos, y la ira triunfó del puro sentimiento que relampagueó en mi alma.

Tras un rato de penoso silencio, me preguntó solícitamente:

"¿Estás enfermo, Carlos?".

"No, no tengo nada" -dije procurando suavizar todo lo posible mi acento, de por sí revelador de la cólera que en mi pecho arde.

Luego, dulcemente conmovido, añadió:

"Vamos, Carlos, ¿acaso crees que no he advertido la disminución de tu afecto hacia mí, que no he notado con dolor tu frialdad, que no sufro con tu martirio?

»¿Es propio de nuestra añeja amistad, de la elevación de tu alma, que finjamos y no nos declaremos mutuamente lo que pensamos y sentimos? Entre nosotros no deben existir rencores. ¡Ya verás como contándonoslo todo, nos parecen menos amargas las hieles de nuestros infortunios! ¿No me contestas, Carlos?" -y me llamaba amorosamente.

Yo no sabía qué pensar de ese hombre; y me retorcía de rabia, de vergüenza, sentíame inferior, fascinado por aquella voz, supeditado a esa mano que acariciaba las mías, mis ojos, mis cabellos; y luego, casi llorando, pretendió acercar sus labios a mi frente; pero yo no pude más y tragándome mis lágrimas, lágrimas de rabia, de odio, de amor, de ira, grité frenético: "¡No, tu boca no, canalla! ¡Yo quiero la de ella, que pensé siempre que fuese mía...! ¡Tu boca no, tus besos manchan!" -¡Y gritando sin saber lo que hacía, golpeaba los labios de Andrés, mientras él me colmaba de palabras cariñosas, y casi abrazados, llegamos a la ventana! Todo estaba envuelto por el luto de la noche; desesperado alcé mis ojos al cielo negro, esmaltado de puntos de luz.

...Después, cuando vio Andrés que yo recobraba la calma, dijo:

"Carlos, déjame que lo confiese todo, lo necesito: te lo suplico; tú me juzgarás...".

"¡No, no; calla! ¡No me hables de amores, que yo sólo sé aborrecer!" -le interrumpí con iracundo acento. Y, sin mirarlo, tropezando en todos los muebles, abandoné aquella estancia.

Como me ahogaba dentro de casa, salí y vagué por calles y plazuelas; y cuando aterido por el frío, rendido por el cansancio físico y la lucha moral, llegué a mis habitaciones, cerré precipitadamente la puerta temeroso de que Andrés viniese a buscarme: tenía miedo a las consecuencias de la entrevista, o en un momento de sentimentalismo (que hubiera maldecido más tarde) denigraba, rebajaba mi alma haciendo detalladas confesiones, o cegado por los celos, no sé lo que hubiera hecho con aquel usurpador de mis alegrías...

Me asomé al balcón; era obscura la noche y la hora pasaba de las doce, cuando oí unos golpecitos que en la puerta de mi cuarto daban.

No respondí.

Sonaron los golpes de nuevo, hasta que por fin Andrés (pues él era) dijo tímidamente:

"Carlos, Carlos, ¿no me contestas? ¿No abres? ¡Soy yo!".

Ya no pude dominar la ira y exclamé secamente:

"¡No te canses, porque no abro!".

"Por Dios, Carlos, abre, abre; te lo pido por... ¡por ella, por...!".

"¡No la nombres, infame -le interrumpí-; basta ya de hipocresías, de farsas! ¡Fuera, fuera de ahí; no quiero oírte; vete!".

Él no contestó, y sólo escuché sus pasos que poco a poco se fueron alejando.

Tengo un corazón tan estúpido, que se estremeció de lástima, que se condolió de su soledad, me reprochó mis bruscas palabras y dictome que abriera y lo llamara.

Pero vencí: sofoqué esos impulsos, esa debilidad, y no salí».

- X -

Dejo ya, lector amigo, el «Cuaderno de memorias» de Carlos, y con el auxilio preciosísimo de algunas notas, procuraré continuar este relato, cuyo fin se acerca, para felicidad tuya y descanso mío.

La noche de aquel día que describe Osorio en las anteriores páginas de sus apuntes, fue martirizadora para nuestro amigo.

Solo, en su cuarto, pasó las horas, sufriendo desgarraduras en el alma y atormentado por las excitaciones que su cerebro fabricaba...

Débil y turbia claridad iba trocando los disformes bultos del campo en árboles y casas, y penetrando por los empañados cristales de los balcones del gabinete de Osorio, aquí denunciaba un sillón, más allá un cuadro; escorzaba las aladas figurillas y otras filigranas que coronaban la enorme librería, y acusaba vergonzosamente el color de los tapices; amanecía con timidez el penúltimo día de febrero, pero con tal tristeza, que aquella indefinible luz parecía derramada por la misma melancolía convertida en astro.

Rendido Carlos de pasear agitadamente por la sombría estancia, acababa de sumirse en un descomunal sillón, cuando le pareció escuchar algunas voces que procedían del extremo opuesto de la casa.

Levantose súbitamente y se acercó a la puerta. Ya no percibió aquéllas, pero sí un ruido de perezosos pasos que fueron acercándose.

Sonaron dos golpes; repitiéronse luego con más energía.

«No abro a nadie» -gritó con acrimonia muestro amigo.

«¿Se ha despertado ya el señorito?» -preguntó la soñolienta voz del criado.

«¡Imbécil, pues no me oyes!» -exclamó el otro.

«Perdone el señorito -volvió a decir el rústico-; pero... es que don Andrés me ha dicho... dice: "Toma y llévale esto a tu amo". Y yo por eso he venido...».

«Pero ¿qué es lo que te ha dado?».

«No sé, no sé -replicó el sirviente-; yo no puedo decir más al señorito que lo que don Andrés me ha dicho».

«¡Calla!» -gritó fuera de sí Osorio, abriendo la puerta.

Entró el prudente criado, y sonriendo siempre, extrajo, de entre la faja y el vientre, una carta que entregó a Carlos, diciendo.

«¡Corcho! Aquí está; he cumplido lo que me han mandao. Me dijo don Andrés... dice: "Para tu amo; que no se te pierda". Y yo no he soltao prenda hasta que en sus mesmas manos he dejao el papel».

Y se marchó murmurando y riendo, mientras Carlos exclamaba:

«¡Dios mío, qué grande eres! ¡Tú, supremamente sabio, has podido crear la ignorancia suma!».

Después aproximose a la luz; rasgó nerviosamente el sobre, y leyó la carta, que decía así:

«¡Carlos, como no debemos matarnos, me voy!

»Harto sabes que no soy cobarde: tampoco desconozco lo arriesgado y valiente de tu condición. El cariño me impone esta separación que de descanso te servirá a ti, y a mí de desconsuelo amargo.

»Ayer pretendí acercar nuestras almas con la confesión de lo que tú tendrás por nefanda culpa, cuando sólo es un hecho fatal.

»Tu exaltadísimo y violento proceder (que comprendo y disculpo) se opuso al cumplimiento de mi amante deseo.

»Ahora te diré lo que ayer no pude, pero lacónicamente, que ni tu estado es a propósito para detenerte en la lectura de una extensa carta, ni yo tendía calma para redactarla.

»Oye, Carlos; la primera vez que vi a Clara, comprendí que fuera tan adorada por un hombre superior como tú. Admiré su belleza y sentime alegre, gozoso al verte feliz y considerar cercano el día en que se iba a engarzar al oro de tu talento, Clara, rica y preciosa piedra.

»No disfrutó mi espíritu de larga paz, porque en los ojos de ella noté mucho amor, amor que parecía brindarme.

»Yo, al principio, quería huir de la deliciosa impresión que su mirada produce. ¿Quién mejor que tú sabe lo que son sus ojos?

»En las primeras entrevistas que tuve con ella, solos los dos, me cercioré de que algo más que amistad por mí sentía. ¡Qué angustia me invadió!

»Por ti sufrí mucho y hacía violentos esfuerzos para no amarla, para no mirarla, para alejar su recuerdo.

»¡Su amor, su amor me cuesta muchos sufrimientos! ¡Te lo juro por mi madre! Me remordía la conciencia, como si fuese un ladrón rastrero.

»Y viendo que mi alma la adoraba con delirio, resolví hablarle de ti, convencerme si te había quitado su cariño o si por el contrario fue siempre mío; y por fin me confesó Clara que por ti sentía mucho amor, mucho, pero no el que tú deseas; te admira como genio, te quería como hermano, te veneraba como a su salvador, pero como amante, no; como futuro esposo, no; el elegido era yo hacía mucho tiempo; tú le enseñaste a quererme, Carlos mío, ella me lo dijo todo, mientras yo te bendecía ¡mártir sublime...!».

No pudo leer más.

«¡Mártir! ¡Me llama mártir! -bramó pálido de ira-. ¡No; yo quiero ser verdugo, inspirar terror, pero compasión, no! ¡Huía de un final trágico, pero se impone, lo necesito; ya no soy lo que fui!».

Y estrujó el papel maldito; lo mordió, lo pisoteó. ¡Con qué alegría hubiera hecho lo mismo con Andrés hasta verlo muerto, rígido, bajo sus plantas!

«¡Mi único amigo me roba mi mujer! ¡Qué canallada!» -gritó con furia.

Y delirando, frenético, sediento de venganza, abandonó aquel cuarto, atravesó silenciosas habitaciones y salió a la solitaria calle...

Conclusión

Desde el instante en que Clara confesó su amor a Andrés, sintió en su alma ese malestar, esa perturbación destructora de todo reposo del humano pecho que, en pos de sí, deja la falta cometida. Y al recordar con delicia cualquier frase o mirada de su amante, la memoria le traía también la imagen de Carlos, pálido y entristecido, llenos de fuego sus ojos: fuego cruel que los iba consumiendo lentamente hasta dejar las cuencas negras y vacías, pero negrura de abismo que atemoriza y expresa más que algunas claridades.

Era un suplicio inmenso el de su alma. Su fantasía se rebelaba cruelmente contra su voluntad. En vano se esforzaba por gozar con libertad la repetición imaginaria de escenas apasionadas con Andrés; al lado de éste surgía la figura de Carlos, fiero unas veces, humilde otras, enamorado siempre.

«¿Por qué estos remordimientos, estas zozobras? -solía preguntarse con ansiedad y miedo-. ¡Si me he esforzado por cambiar la condición de mis amores! He luchado por querer a Carlos como amo a Andrés.

»¿Soy responsable acaso de su martirio?

»Dios mío, que no sufra, que deje de quererme...; pero olvidarme del todo, no..., eso no...

»¡Ah, cuán grande es mi vanidad; qué inmenso mi egoísmo!

»¿Qué hago sino regocijarme con las torturas de aquella alma noble y elevada?».

Frecuentemente, las entrevistas de los dos amantes eran silenciosas y tristes.

Andrés sufría en silencio los gritos de su conciencia, que le acusaba y martirizaba, como deben hacerlo las de los adúlteros que roban las caricias de la mujer del amigo.

Adulterio espiritual había sido aquél.

Él necesitaba y ansiaba expansionarse con la víctima, contarle, detallarle su dolor con palabras conmovedoras que, al mismo tiempo que justificasen su proceder, tranquilizasen su espíritu.

El amor de Clara había sido para él licor dulcísimo vertido en amarga copa.

Con el gozo iba unido el sufrimiento.

Pero la expresión fría de Carlos era poderoso dique que se oponía al torrente de los deseos de Andrés. Y llegó el día en que no pudo dominar sus anhelos y fue al encuentro de Carlos; mas apenas pronunció las primeras frases, furioso Osorio, golpeó su boca y huyó, y encerrase obstinadamente en sus habitaciones.

Ya Andrés no podía continuar habitando aquella casa; pero antes de abandonarla, hizo el último esfuerzo, esfuerzo supremo para hablar con su amigo, y fue inútil; llamó, suplicó se le abriera aquella puerta; admitirle, escucharle, equivalía a regalar a su espíritu con las caricias de la tranquilidad.

Nosotros no ignoramos la respuesta que dio Osorio.

Entonces fue cuando tuvo que sujetar a la torpeza de la pluma y encerrar en el acartonado estilo de una carta, todo el desbordamiento de su alma, aquella plétora de ideas, aquel alud de frases suplicantes y enternecedoras...

Alejose del caserón sombrío. El silencio de aquel amanecer angustioso le aturdía. Tendió la mirada por las sombrías calles, y dirigiose con ligereza a casa de Clara.

«La señora duerme aún» -le dijeron.

«No importa, quiero y necesito verla, hablar con ella» -respondió.

Y se vieron, sí, porque Clara que no dormía, al percibir su voz, vistiese prontamente y salió a su encuentro.

«¿Qué es esto? ¿A qué vienes?» -preguntó ella con ansiedad.

«Allí no puedo estar. Decidámonos. Hollemos esas enojosas y rutinarias prescripciones sociales... En ti nadie domina; te ofrezco cuanto soy...».

Pero en aquel momento entró Carlos con la mirada resplandeciente de indignación y rabia.

Nunca la venganza tuvo imagen más verdadera y acabada.

Hubo un momento de terrible y expresivo silencio.

Andrés, ante Carlos, abatió su frente, su frente siempre altiva.

Clara miró a Osorio, y en su faz contraída por el dolor y odio, leyó lo inmenso del martirio de aquél. Lo vio grande, majestuoso, sublimemente realzado por el amor.

Fijó luego sus ojos en Andrés y encontrolo humillado y empequeñecido.

Entonces le asaltó una idea, con cuya manifestación había de medir y comparar el grado de pasión de los dos rivales; y estudiando con ansiedad en la retina de ellos el efecto de sus palabras, dijo amargamente y esforzándose por vencer la rebelión de su alma:

«Tranquilizaos, sí, que no seré de nadie. No soy digna de ese odio que os devora: de ese amor que con crueldad os maltrata. Os he ocultado una mancha asquerosa que me avergüenza y denigra...

»No habréis olvidado aquella noche en la que José asaltó fieramente esta casa; hasta hoy habéis creído que conseguí librarme de la brutalidad de aquel salvaje, pero sabed ya que el auxilio de Carlos llegó tarde, y que yo, amedrentada y vencida por las fuerzas de José, sucumbí a sus...».

«¡Mentira, mentira! -gritó terriblemente Carlos-. Tú hubieses muerto antes que recibir una de sus bestiales caricias».

«¿Pero es cierto?» -preguntó Andrés con inmensa extrañeza y manifiesta desconfianza.

«¡Soy un ser despreciable!» -murmuró ella dolorosamente.

«Pues aunque haya ocurrido lo que dices (que no lo creo, lo rechaza mi alma con energía), ¡bendita seas siempre!» -exclamó Osorio en un arranque de amor inmenso.

«¡Alma grande, genio sublime! -dijo entonces Clara con delirante entusiasmo-. Ahora he comprendido lo que es amor; en tus palabras y miradas lo he leído, mientras en las de Andrés sólo he descubierto dudas cobardes y una pasión egoísta.

»He mentido, he fingido ese baldón para probar la calidad de vuestro cariño...».

«¡Ah, mi Clara! -interrumpió Andrés-. ¡Qué torturas habrá sufrido tu espíritu, mientras te afanabas por enlodarte!».

Pero aquélla le dirigió una mirada fría y severa, y, con despecho, dijo:

«¿Ahora vuelve la pujanza a tu amor? Nunca ha desmayado el que por mí siente Carlos. Ya lo has visto».

Y tristemente murmuró luego:

«Tú no eres digno de mí; pero tampoco lo soy yo de Carlos... Me condenó la codicia de mi padre a ser de Ojeda, y ¡ojalá continuara siéndolo! En la desgracia los seres medianos parecen grandes y superiores».

«¡Para mí siempre has sido y serás hermosa y superior a todas las criaturas, Clara mía!» -gritó Osorio.

«Pero yo -replicó aquélla- no te comparo y confundo con el que fue mi esposo. Me uní a éste sin amor, obligada por mi padre. Hacer lo mismo contigo, ahora que soy libre, fuera sacrílego. Hoy te admiro con toda mi alma; y si algún día siento por ti, no cariño, sino la adoración que mereces... tú lo sabrás..., yo te lo juro...» -y los sollozos ahogaron su voz.

Momentos después, los dos rivales dejaron aquella casa, escenario otros tiempos de risueñas escenas, y al pisar la calle se separaron silenciosos.

Una ligera niebla envolvía el triste paisaje y las amarillentas casas.

De allá, de la espadaña de la Iglesia, escapábanse dolientes tañidos de campana; perdíase en el espacio gris la estridente voz del arrogante gallo; temblaba el empedrado de las calles bajo el peso de gigantescas y escandalosas carretas: quejábanse los herrumbrosos goznes de algunas puertas; por las sendas que conducían al campo, retozonas y apelotonadas iban las ovejas cuyos balidos tristes mezclábanse con los humildes sones de las esquilas; vibraciones, cantos, ruidos y sonidos que recordaron a Carlos aquella mañana otoñal, en la que henchida su alma de esperanzas y alegrías, marchaba a Villacuévanos, ansioso de abrazar al que fue luego segur que cortó sus ilusiones y usurpador de sus amores y venturas...

Appendix A

10 marzo-28 abril 1901.

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José Calvo Tello

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La mujer de Ojeda. La mujer de Ojeda. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2D3C-E