CLXVII
Abel Martín, poeta y filósofo. Nació en
Sevilla (1840). Murió en Madrid (1898)
LA OBRA
Abel Martín dejó una importante obra filosófica (Las cinco formas de la objetividad, De lo uno a lo otro, Lo Universal cualitativo, De la esencia heterogeneidad del ser) y una colección de poesías, publicada en 1884 con el título de Los complementarios.
Digamos algo de su filosofía, tal como aparece, más o menos explícita, en su obra poética, dejando para otros el análisis sistemático de sus tratados puramente doctrinales.
Su punto de partida está, acaso, en la filosofía de Leibnitz. Con Leibnitz concibe lo real, la substancia, como algo constantemente activo. Piensa Abel Martín la substancia corno energía, fuerza que puede engendrar el movimiento y es siempre su causa; pero que también subsiste sin él. El movimiento no es para Abel Martín nada esencial. La fuerza puede ser inmóvil —lo es en su estado de pureza—; mas no por ello deja de ser activa. La actividad de la fuerza pura o substancia se llama conciencia. Ahora bien, esta actividad consciente, por la cual se revela la pura substancia, no por ser inmóvil es inmutable y rígida, sino que se encuentra en perpetuo cambio… Abel Martín distingue el movimiento de la mutabilidad. El movimiento supone el espacio, es un cambio de lugar en él, que deja intacto el objeto móvil; no es un cambio real, sino aparente. «Sólo se mueven —dice Abel Martín— las cosas que no cambian». Es decir, que sólo podemos percibir el movimiento de las cosas en cuanto en dos puntos distintos del espacio permanecen iguales a si mismas. Su cambio real, íntimo, no puede ser percibido —ni pensado— como movimiento. La mutabilidad, o cambio substancial es, por el contrario, inespacial. Abel Martín confiesa que el cambio substancial no puede ser pensado conceptualmente —porque todo pensamiento conceptual supone el espacio, esquema de la movilidad de lo inmutable—; pero sí intuido como el hecho más inmediato por el cual la conciencia, o actividad pura de la substancia, se reconoce a sí misma. A la objeción del sentido común que afirma como necesario el movimiento donde cree percibir el cambio, contesta Abel Martín que el movimiento no ha sido pensado lógicamente, sin contradicción, por nadie; y que si es intuido, caso innegable, lo es siempre a condición de la inmutabilidad del objeto móvil. No hay, pues, razón para establecer relación alguna entre cambio y movimiento. El sentido común, o común sentir, puede ser en este caso, como en otros muchos, invocar su derecho a juzgar real lo aparente y afirmar, pues, la realidad del movimiento, pero nunca a sostener la identidad del movimiento y cambio substancial, es decir, del movimiento y cambio que no sea mero cambio de lugar.
No sigue Abel Martín a Leibnitz en la concepción de las mónadas como pluralidad de substancias. El concepto de pluralidad es inadecuado a la substancia. «Cuando Leibnitz —dice Abel Martín— supone multiplicidad de mónadas y pretende que cada una de ellas sea el espejo del universo entero, no piensa las mónadas como substancias, fuerzas activas conscientes, sino que se coloca fuera de ellas y se las representa como seres pasivos que forman por refracción, a la manera de los espejos, que nada tienen que ver con las conciencias, la imagen del universo». La mónada de Abel Martín, porque también Abel Martín habla de mónadas, no sería ni un espejo ni una representación del universo, sino el universo mismo como actividad consciente: el gran ojo que todo lo ve al verse a si mismo. Esta mónada puede ser pensada, por substracción, en cualquiera de los infinitos puntos de la total esfera que construye nuestra representación especial del universo (representación grosera y aparencial); pero en cada uno de ellos sería una autoconciencia integral del universo entero. El universo pensado como substancia, fuerza activa consciente, supone una sola y única mónada, que sería como el alma universal de Giordano Bruno. (Anima tota in toto et qualibet totius parte.)
En la primera página de su libro de poesías Los complementarios, dice Abel Martín:
En una nota, hace constar Abel Martín que fueron estos tres versos los primeros que compuso, y que los publica, no obstante su aparente trivialidad o su marcada perogrullez, porque de ellos sacó, más tarde, por reflexión y análisis, toda su metafísica.
La segunda composición del libro dice así:
Y añade, algunas páginas más adelante:
En las coplas de Abel Martín se adivina cómo, dada su concepción de la substancia, unitaria y mudable, quieta y activa, preocupan al poeta los problemas de las cuatro experiencias: el movimiento, la materia extensa, la limitación cognoscitiva y la multiplicidad de sujetos. Este último es para Abel Martín, poeta, el apasionante problema del amor.
Que fue Abel Martín hombre en extremo erótico lo sabemos por testimonio de cuantos le conocieron, y algo también por su propia lírica, donde abundan expresiones, más o menos hiperbólicas, de un apasionado culto a la mujer.
Ejemplos:
(Página 22.)
(Página 59.)
Sin mujer
no hay engendrar ni saber.
(Página 125.)
Y otras sentencias menos felices, aunque no menos interesantes, como ésta:
(Página 207.)
Que fue Abel Martín hombre mujeriego lo sabemos, y, acaso, también onanista; hombre, en suma, a quien la mujer inquieta y desazona por presencia o ausencia. Y fue, sin duda, el amor a mujer el que llevó a Abel Martín a formularse esta pregunta: ¿Cómo es posible el objeto erótico?
De las cinco formas de la objetividad que estudia Abel Martín en su obra más extensa de metafísica, a cuatro diputa aparenciales, es decir, apariencias de objetividad y, en realidad, actividades del sujeto mismo. Así, pues, la primera, en el orden de su estudio, la x constante del conocimiento considerado como problema infinito, sólo tiene de objetiva la pretensión de serlo. La segunda, el llamado mundo objetivo de la ciencia, descolorido y descualificado, mundo de puras relaciones cuantitativas, es el fruto de un trabajo de desubjetivación del sujeto sensible, que no llega —claro es— a plena realización y que, aunque a tal llegara, sólo conseguiría agotar el sujeto, pero nunca revelar objeto alguno, es decir, algo opuesto o distinto del sujeto. La tercera es el mundo de nuestra representación como vivos, el mundo fenoménico propiamente dicho. La cuarta forma de la objetividad corresponde al mundo que se representan otros sujetos vitales. «Éste —dice Abel Martín— aparece, en verdad, englobado en el mundo de mi representación; pero, dentro de él, se le reconoce por una vibración propia, por voces que pretendo distinguir de la mía. Estos dos mundos que tendemos a unificar en una representación homogénea, el niño los diferencia muy bien, antes de poseer el lenguaje. Mas esta cuarta forma la objetividad no es, en última instancia, objetiva tampoco, sino una aparente escisión del sujeto único que engendra, por intersección e interferencia, al par, todo el elemento tópico y conceptual de nuestra psique, la moneda de curso en cada grupo viviente».
Mas existe —según Abel Martín— una quinta forma de objetividad, mejor diremos una quinta pretensión a lo objetivo, que se da tan en las fronteras del sujeto mismo, que parece referirse a un otro real, objeto, no de conocimiento, sino de amor.
Vengamos a las rimas eróticas de Abel Martín.
El amor comienza a revelarse como un súbito incremento del caudal de la vida, sin que, en verdad, aparezca objeto concreto al cual tienda.
«La amada —dice Abel Martín— acompaña antes que aparezca o se oponga como objeto de amor; es, en cierto modo, una con el amante, no al término, como en los místicos, del proceso erótico, sino en su principio».
En un largo capítulo de su libro De lo uno a lo otro, dedicado al amor, desarrolla Abel Martín el contenido de este soneto. No hemos de seguirle en el camino de una pura especulación, que le lleva al fondo de su propia metafísica, allí donde pretende demostrar que es precisamente el amor la autorrevelación de la esencial heterogeneidad de la substancia única. Sigámoslo, por ahora, en sus rimas, tan sencillas en apariencia, y tan claras que, según nos confiesa el propio Martín, hasta las señoras de su tiempo creían comprenderlas mejor que él mismo las comprendía. Sigámosle también en las notas que acompañan a sus rimas eróticas.
En una de ellas dice Abel Martín: «Ya algunos pedagogos comienzan a comprender que los niños no deben ser educados como meros aprendices de hombres, que hay algo sagrado en la infancia para vivido plenamente por ella. Pero ¡qué lejos estamos todavía del respeto a lo sagrado juvenil! Se quiere a todo trance apartar a los jóvenes del amor. Se ignora o se aparenta ignorar que la castidad es, por excelencia, la virtud de los jóvenes, y la lujuria, siempre, cosa de viejos; y que ni la Naturaleza ni la vida social ofrecen los peligros que los pedagogos temen para sus educandos. Más perversos acaso, y más errados, sin duda, que los frailes y las beatas, pretenden hacer del joven un niño estúpido que juegue, no como el niño, para quien el juego es la vida misma, sino con la edad de quien cumple un rito solemne. Se quiere hacer de la fatiga muscular beleño adormecedor del sexo. Se aparta al joven de la galantería, a que es naturalmente inclinado, y se le lleva al deporte, al juego extemporáneo. Esto es perverso. Y no olvidemos —añade— que la pederastía, actividad erótica, desviada y superflua, es la compañera inseparable de la gimnástica».
(«Los complementarios», pág. 250.)
Abel Martín tiene muy escasa simpatía por el sentido erótico de nuestros místicos, a quienes llama frailecillos y monjucas tan inquietos como ignorantes. Comete en esto una grave injusticia, que acusa escasa comprensión de nuestra literatura mística, tal vez escaso trato con ella. Conviene, sin embargo, recordar, para explicarnos este desvío, que Abel Martín no cree que el espíritu avance un ápice en el camino de su perfección, ni que se adentre en lo esencial por apartamiento y eliminación del mundo sensible. Este, aunque pertenezca al sujeto, no por ello deja de ser una realidad firme e indestructible; sólo su objetividad es, a fin de cuentas, aparencial; pero, aun como forma de la objetividad —léase pretensión a lo objetivo—, es, por cercano al sujeto consciente, más sustancial que el mundo de la ciencia y de la teología de escuela; está más cerca que ellos del corazón de lo absoluto.
Pero sigamos con las rimas eróticas de Abel Martín.
«La amada —explica Abel Martín— no acude a la cita; es en la cita ausencia»… «No se interprete esto —añade— en un sentido literal». El poeta no alude a ninguna anécdota amorosa de pasión no correspondida o desdeñada. El amor mismo es aquí un sentimiento de ausencia. La amada no acompaña; es aquello que no se tiene y vanamente se espera. El poeta, al evocar su total historia emotiva, descubre la hora de la primera angustia erótica. Es un sentimiento de soledad o, mejor, de pérdida de una compañía, de ausencia inesperada en la cita que confiadamente se dio, lo que Abel Martín pretende expresar en este soneto de apariencia romántica. A partir de este momento, el amor comienza a ser consciente de sí mismo. Va a surgir el objeto erótico —la amada para el amante, o viceversa—, que se opone al amante.
así un imán que al atraer repele
que, lejos de fundirse con él, es siempre lo otro, lo inconfundible con el amante, lo impenetrable, no por definición, como la primera y segunda persona de la gramática, sino realmente. Empieza entonces para algunos —románticos— el calvario erótico; para otros, la guerra erótica, con todos sus encantos y peligros, y para Abel Martín, poeta hombre integral, todo ello reunido, más la sospecha de la esencial heterogeneidad de la substancia.
Debemos hacer constar que Abel Martín no es un erótico a la manera platónica. El Eros no tiene en Martín, como en Platón, su origen en la contemplación del cuerpo bello; no es, como en el gran ateniense, el movimiento que, partiendo del entusiasmo por la belleza del mancebo, le lleva a la contemplación de la belleza ideal. El amor dorio y toda homosexualidad son rechazados también por Abel Martín, y no por razones morales, sino metafísicas. El Eros martiniano sólo se inquieta por la contemplación del cuerpo femenino, y a causa precisamente de aquella diferencia irreductible, que en él se advierte. No es tampoco para Abel Martín la belleza el gran incentivo del amor, sino la sed metafísica de lo esencialmente otro.
El espejo de amor, se quebraría… Quiere decir Abel Martín que el amante renunciaría a cuanto es espejo en el amor, porque comenzaría a amar en la amada lo que, por esencia, no podrá nunca reflejar su propia imagen. Toda la metafísica y la fuerza trágica de aquel su insondable solear:
Gracias, Petenera mía:
en tus ojos me he perdido;
era lo que yo quería.
aparecen ahora transparentes o, al menos, traslúcidas.
Para comprender claramente el pensamiento de Martín en su lírica, donde se contiene su manifestación integral, es preciso tener en cuenta que el poeta pretende, según declaración propia, haber creado una forma lógica nueva, en la cual todo razonamiento debe adoptar la manera fluida de la intuición. No es posible —dice Martín— un pensamiento heraclitano dentro de una lógica eleática. De aquí las aparentes lagunas que alguien señaló en su expresión conceptual, la falta de congruencia entre las premisas y las consecuencias de sus razonamientos. En todo verdadero razonamiento no puede haber conclusiones que estén contenidas en las premisas. Cuando se fija el pensamiento por la palabra, hablada o escrita, debe cuidarse de indicar de alguna manera la imposibilidad de que las premisas sean válidas, permanezcan como tales, en el momento de la conclusión. La lógica real no admite supuestos, conceptos inmutables, sino realidades vivas, inmóviles, pero en perpetuo cambio. Los conceptos o formas captoras de lo real no pueden ser rígidos, si han de adaptarse a la constante mutabilidad de lo real. Que esto no tiene expresión posible en el lenguaje, lo sabe Abel Martín. Pero cree que el lenguaje poético puede sugerir la evolución de las premisas asentadas, mediante conclusiones lo bastante desviadas e incongruentes para que el lector o el oyente calcule los cambios que, por necesidad, han de experimentar aquéllas, desde el momento en que fueron fijadas hasta el de la conclusión para que vea claramente que las premisas inmediatas de sus aparentemente inadecuadas conclusiones no son, en realidad, las expresadas por el lenguaje, sino otras que se han producido en el constante mudar del pensamiento. A esto llama Abel Martín esquema externo de una lógica temporal en que A no es nunca A en dos momentos sucesivos. Abel Martín tiene —no obstante— una profunda admiración por la lógica de la identidad que, precisamente por no ser lógica de lo real, le parece una creación milagrosa de la mente humana.
Tras este rodeo, volvamos a la lírica erótica de Abel Martín.
«Psicológicamente considerado, el amor humano se diferencia del puramente animal —dice Abel Martín en su tratado de Lo universal cualitativo— por la exaltación constante de la facultad representativa, la cual, en casos extremos, convierte al cerebro superior, al que imagina y piensa, en órgano de excitación del cerebro animal. La desproporción entre el excitante, el harén mental del hombre moderno —en España, si existe, marcadamente onanista— y la energía sexual de que el individuo dispone, es causa de constante desequilibrio. Médicos, moralistas y pedagogos deben tener esto muy presente, sin olvidar que este desequilibrio es, hasta cierto grado, lo normal en el hombre. La imaginación pone mucho más en el coito humano que el mero contacto de los cuerpos. Y, acaso, conviene que así sea, porque, de otro modo, sólo se perpetuaría la animalidad. Pero es preciso poner freno, con la censura moral, a esta tendencia, natural en el hombre, a substituir el contacto y la imagen percibida por la imagen representada o, lo que es más peligroso y frecuente en cerebros superiores, por la imagen creada. No debe el hombre destruir su propia animalidad, y por ella han de velar médicos e higienistas».
Abel Martín no insiste demasiado sobre este tema: cuando a él alude, es siempre de vuelta de su propia metafísica. Los desarreglos de la sexualidad, según Abel Martín, no se originan —como supone la moderna psiquiatría— en las oscuras zonas de lo subsconsciente sino, por el contrario, en el más iluminado taller de la conciencia. El objeto erótico, última instancia de la objetividad, es también, en el plano inferior del amor, proyección subjetiva.
Copiemos ahora algunas coplas de Abel Martín, vagamente relacionadas con este tema. Abel Martín —conviene advertirlo— no pone nunca en verso sus ideas, pero éstas le acompañan siempre:
CONSEJOS, COPLAS, APUNTES
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
(«Los complementarios»)
«La conciencia —dice Abel Martín—, como reflexión o pretenso conocer del conocer, sería, sin el amor o impulso hacia lo otro, el anzuelo en constante espera de pescarse a sí mismo. Mas la conciencia existe, como actividad reflexiva, porque vuelve sobre sí misma, agotado su impulso por alcanzar el objeto trascendente. Entonces reconoce su limitación y se ve a sí misma, como tensión erótica, impulso hacia lo otro inasequible». Su reflexión es más aparente que real, porque en verdad, no vuelve sobre sí misma para captarse como pura actividad consciente, sino sobre la corriente erótica que brota con ella de las mismas entrañas del ser. Descubre el amor como su propia impureza, digámoslo así, como su otro inmanente, y se le revela la esencial heterogeneidad de la substancia. Porque Abel Martín no ha superado, ni por un momento, el subjetivismo de su tiempo, considera toda objetividad propiamente dicha como una apariencia, un vario espejismo, una varia proyección ilusoria del sujeto fuera de sí mismo. Pero apariencias, espejismos o proyecciones ilusorias, productos de un esfuerzo desesperado del ser o sujeto absoluto por rebasar su propia frontera, tienen un valor positivo, pues mediante ellos se alcanza conciencia en su sentido propio, sin saber o sospechar la propia heterogeneidad, a tener la visión analítica —separando por abstracción lógica lo en realidad inseparable— de la constante y quieta mutabilidad.
El gran ojo que todo lo ve al verse a sí mismo es, ciertamente, un ojo ante las ideas, en actitud teórica, de visión o distancia; pero las ideas no son sino el alfabeto o conjunto de signos homogéneos que representan las esencias que integran el ser. Las ideas no son, en efecto, las esencias mismas, sino su dibujo o contorno trazado sobre la negra pizarra del no ser. Hijas del amor y, en cierto modo, del gran fracaso del amor, nunca serían concebidas sin él, porque es el amor mismo o conato del ser por superar su propia limitación quien las proyecta sobre la nada o cero absoluto, que también llama el poeta cero divino, pues, como veremos después, Dios no es el creador del mundo —según Martín—, sino el creador de la nada. No tienen, pues, las ideas realidad esencial, per se, son meros trasuntos o copias descoloridas de las esencias reales que integran el ser. Las esencias reales son cualitivamente distintas y su proyección ideal tanto menos substancial y más alejada del ser cuanto más homogéneo. Estas esencias no pueden separarse en realidad, sino en su proyección ilusoria, ni cabe tampoco —según Martín— apetencia de las unas hacia las otras, sino que todas ellas aspiran conjunta e indivisiblemente, a lo otro, a un ser que sea lo contrario de lo que es, de lo que ellas son, en suma, a lo imposible. En la metafísica intrasubjetiva de Abel Martín fracasa el amor, pero no el conocimiento, o, mejor dicho, es el conocimiento el premio del amor. Pero el amor, como tal, no encuentra objeto; dicho líricamente: la amada es imposible.
(«Los complementarios»).
La ideología de Abel Martín es, a veces, oscura, lo inevitable en una metafísica del poeta, donde no se definen previamente los términos empleados. Así, por ejemplo, con la palabra esencia no siempre sabemos lo que quiere decir. Generalmente, pretende designar los absolutamente real que, en su metafísica, pertenece al sujeto mismo, puesto que más allá de él no hay nada. Y nunca emplea Martín este vocablo como término opuesto a lo existencial o realizado en espacio y tiempo. Para Martín esta distinción, en cuanto pretende señalar diversidad profunda, es artificial. Todo es por y en el sujeto, todo es actividad consciente, y para la conciencia integral nada es que no sea la conciencia misma. «Sólo lo absoluto —dice Martín— puede tener existencia, y todo lo existente es absolutamente en el sujeto consciente». El ser es pensado por Martín como conciencia activa, quieta y mudable, esencialmente heterogénea, siempre sujeto, nunca pasivo de energías extrañas. La substancia, el ser que todo lo es al serse a sí mismo, cambia en cuanto es actividad constante, y permanece inmóvil, porque no existe energía que no sea él mismo, que le sea externa y pueda moverle. «La concepción mecánica del mundo —añade Martín— es el ser pensado como pura inercia, el ser que no es por sí, inmutable y en constante movimiento, un torbellino de cenizas que agita, no sabemos por qué ni para qué, la mano de Dios». Cuando esta mano, patente aún en la chiquenaude cartesiana, no es tenida en cuenta, el ser es ya pensado como aquello que absolutamente no es. Los atributos de la substancia son ya, en Espinosa, los atributos de la pura nada. La conciencia llega, por ansia de lo otro, al límite de su esfuerzo, a pensarse a sí misma como objeto total, a pensarse como no es, a desearse. El trágico erotismo de Espinosa llevó a un límite infranqueable la desubjetivación del sujeto. «¿Y cómo no intentar —dice Martín— devolver a lo que es su propia intimidad?». Esta empresa fue iniciada por Leibnitz —filósofo del porvenir, añade Martín—; pero sólo puede ser consumada por la poesía, que define Martín como aspiración a conciencia integral. El poeta, como tal, no renuncia a nada, ni pretende degradar ninguna apariencia. Los colores del iris no son para él menos reales que las vibraciones del éter que paralelamente los acompañan, no son éstas menos suyas que aquellos, ni el acto de ver menos substancial que el de medir o contar los estremecimientos de la luz. Del mismo modo, la vida ascética, que pretende la perfección moral en el vacío o enrarecimiento de representaciones vitales, no es para Abel Martín camino que lleve a ninguna parte. El ethos no se purifica, sino que se empobrece por eliminación del pathos, y aunque el poeta debe saber distinguirlos, su misión es la reintegración de ambos a aquella zona de la conciencia en que se dan como inseparables.
En su Diálogo entre Dios y el Santo, dice este último: —Por amor de Ti he renunciado a todo, a todo lo que no eras Tú. Hice la noche en mi corazón para que sólo tu luz resplandezca.
Y Dios contesta:
—Gracias, hijo, porque también las luciérnagas son cosa mía.
Cuando se preguntaba a Martín si la poesía aspiraba a expresar lo inmediato psíquico, pues la conciencia, cogida en su propia fuente, sería, según su doctrina, conciencia integral, respondía: «Sí y no. Para el hombre, lo inmediato consciente es siempre cazado en el camino de vuelta. También la poesía es hija del gran fracaso del amor. La conciencia, en el hombre, comienza por ser vida, espontaneidad; en este primer grado, no puede darse en ella ningún fruto de la cultura, es actividad ciega, aunque no mecánica, sino animada, animalidad, si se quiere. En un segundo grado, comienza a verse a sí misma como un turbio río y pretende purificarse. Cree haber perdido la inocencia; mira como extraña su propia riqueza. Es el momento erótico, de honda inquietud, en que lo otro inmanente comienza a ser pensado como trascendente, como objeto de conocimiento y de amor. Ni Dios está en el mundo, ni la verdad en la conciencia del hombre. En el camino de la conciencia integral o autoconciencia, este momento de soledad y angustia es inevitable. Sólo después que el anhelo erótico ha creado las formas de la objetividad —Abel Martín cita cinco en su obra de metafísica De lo uno a lo otro, pero en sus últimos escritos señala hasta veintisiete— puede el hombre llegar a la visión real de la conciencia, reintegrando a la pura unidad heterogénea las citadas formas o reversos del ser, a verse, a vivirse, a serse en plena y fecunda intimidad. El pindárico sé él que eres es el término de este camino de vuelta, la meta que el poeta pretende alcanzar. «Mas nadie —dice Martín— logrará ser el que es, si antes no logra pensarse como no es.
* * *
De su libro de estética Lo universal cualitativo, entresacamos los párrafos siguientes:
«1. Problema de la lírica: La materia en que las artes trabajan, sin excluir del todo a la música, pero excluyendo a la poesía, es algo no configurado por el espíritu: piedra, bronce, substancias colorantes, aire que vibra, materia bruta, en suma, de cuyas leyes, que la ciencia investiga, el artista, como tal, nada entiende. También le es dado al poeta su material, el lenguaje, como al escultor el mármol o el bronce. En él ha de ver por de pronto, lo que aún no ha recibido forma, lo que va a ser, después de su labor, sus tentáculos de un mundo ideal. Pero mientras el artista de otras artes comienza venciendo resistencias de la materia bruta, el poeta lucha con una nueva clase de resistencias: las que ofrecen aquellos productos espirituales, las palabras, que constituyen su material. Las palabras, a diferencia de las piedras, o de las materias colorantes, o del aire en movimiento, son ya, por sí mismas, significación de lo humano, a las cuales ha de dar el poeta nueva significación. La palabra es, en parte, valor de cambio, producto social, instrumento de objetividad (objetividad en este caso significa convención entre sujetos), y el poeta pretende hacer de ellas medio expresivo de lo psíquico individual, objeto único, valor cualitativo. Entre la palabra usada por todos y la palabra lírica existe la diferencia que entre una moneda y una joya del mismo metal. El poeta hace joyel de la moneda. ¿Cómo? La respuesta es difícil. El aurífice puede deshacer la moneda y aun fundir el metal para darle después nueva forma, aunque no caprichosa y arbitraria. Pero al poeta no le es dado deshacer la moneda para labrar su joya. Su material de trabajo no es el elemento sensible en que el lenguaje se apoya (el sonido), sino aquellas significaciones de lo humano que la palabra, como tal, contiene. Trabaja el poeta con elementos ya estructurados por el espíritu, y aunque con ellos ha de realizar una nueva estructura, no puede desfigurarlos.
«2. Todas las formas de la objetividad, o apariencias de lo objetivo, son, con excepción del arte, productos de desubjetivación, tienden a formas espaciales y temporales puras: figuras, números, conceptos. Su objetividad quiere decir, ante todo, homogeneidad, descualificación de lo esencialmente cualitativo. Por eso, espacio y tiempo, límites del trabajo descualificador de lo sensible, son condiciones sine qua non de ellas, lógicamente previas o, como dice Kant, a prióri. Sólo a este precio se consigue en la ciencia la objetividad, la ilusión del objeto, del ser que no es. El impulso hacia lo otro inasequible realiza un trabajo homogeneizador, crea la sombra del ser. Pensar es, ahora, descualificar, homogeneizar. La materia pensada se resuelve en átomos; el cambio substancial, en movimientos de partículas inmutables en el espacio. El ser ha quedado atrás; sigue siendo el ojo que mira, y más allá están el tiempo y el espacio vacíos, la pizarra negra, la pura nada. Quien piensa el ser puro, el ser como es, piensa, en efecto, la pura nada; y quien piensa el tránsito del uno a la otra, piensa el puro devenir, tan huero como los elementos que lo integran. El pensamiento lógico sólo se da, en efecto, en el vacío insensible; y aunque es maravilloso este poder de inhibición del arte, de donde surge el palacio encantado de la lógica (la concepción mecánica del mundo, la critica de Kant, la metafísica de Leibnitz, por no citar sino ejemplos ingentes), con todo, el ser no es nunca pensado; contra la sentencia, el ser y el pensar (el pensar homogeneizador) no coinciden, ni por casualidad».
Pero el arte, y especialmente la poesía —añade Martín—, que adquiere tanta más importancia y responde a una necesidad tanto más imperiosa cuanto más ha avanzado el trabajo descualificador de la mente humana (esta importancia y esta necesidad son independientes del valor estético de las obras que en cada época se producen), no puede ser sino una actividad del sentido inverso al del pensamiento lógico. Ahora se trata (en poesía) de realizar nuevamente lo desrealizado; dicho de otro modo: una vez que el ser ha sido pensado como no es, es preciso pensarlo como es; urge devolverle su rica, inagotable heterogeneidad.
Este nuevo pensar, o pensar poético, es pensar cualificador. No es, ni mucho menos, un retorno al caos sensible de la animalidad; porque tiene sus normas, no menos rígidas que las del pensamiento homogeneizador, aunque son muy otras. Este pensar se da entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones, no entre conceptos. «El no ser es ya pensado como no ser y arrojado, por ende, a la espuerta de la basura». Quiere decir Martín que, una vez que han sido convictas de oquedad las formas de lo objetivo, no sirven ya para pensar lo que es. Pensando el ser cualitativamente, con extensión infinita, sin mengua alguna de lo infinito de su comprensión, no hay dialéctica humana ni divina que realice ya el tránsito de su concepto al de su contrario, porque, entre otras cosas, su contrario no existe.
Necesita, pues, el pensar poético una nueva dialéctica, sin negaciones ni contrarios, que Abel Martín llama lírica y, otras veces, mágica, la lógica del camino substancial o devenir inmóvil, del ser cambiando o el cambio siendo. Bajo esta idea, realmente paradójica y aparentemente absurda, está la más honda intuición que Abel Martín pretende haber alcanzado.
«Los eleáticos —dice Martín— no comprendieron que la única manera de probar la inmutabilidad del ser hubiera sido demostrar la realidad del movimiento, y que sus argumentos, en verdad sólidos, eran contraproducentes; que a los heraclitanos correspondía, a su vez, probar la irrealidad del movimiento para demostrar la mutabilidad del ser. Porque ¿cómo ocupará dos lugares distintos del espacio, en dos momentos sucesivos del tiempo, lo que constantemente cambia y no —¡cuidado!— para dejar de ser, sino para ser otra cosa? El cambio continuo es impensable como movimiento, pues el movimiento implica persistencia del móvil en lugares distintos y en momentos sucesivos; y un cambio discontinuo, con intervalos vacíos, que implican aniquilamiento del móvil, es impensable también. Del no ser al ser no hay tránsito posible, y la síntesis de ambos conceptos es inaceptable en toda lógica que pretenda ser, al par, ontología, porque no responde a realidad alguna».
No obstante, Abel Martín sostiene que, sin incurrir en contradicción, se puede afirmar que es el concepto del no ser la creación específicamente humana; y a él dedica un soneto con el cual cierra la primera sección de Los complementarios:
En la teología de Abel Martín es Dios definido como el ser absoluto, y, por ende, nada que sea puede ser su obra. Dios, como creador y conservador del mundo, le parece a Abel Martín una concepción judaica, tan sacrílega como absurda. La nada, en cambio, es, en cierto modo, una creación divina, un milagro del ser, obrado por éste para pensarse en su totalidad. Dicho de otro modo: Dios regala al hombre el gran cero, la nada o cero integral, es decir, el cero integrado por todas las negociaciones de cuanto es. Así, posee la mente humana un concepto de totalidad, la suma de cuanto no es, que sirva lógicamente de límite y frontera a la totalidad de cuanto es:
Fiat umbra! Brotó el pensar humano.
Entiéndase: el pensar homogeneizador —no el poético, que es ya pensamiento divino—; el pensar del mero bípedo racional, el que ni por casualidad puede coincidir con la pura heterogeneidad del ser; el pensar que necesita de la nada para pensar lo que es, porque, en realidad, lo piensa como no siendo.
Tras este soneto, no exento de énfasis, viene el canto de frontera, por soleares (cante hondo) a la muerte, al silencio y al olvido que constituye la segunda sección del libro Los complementarios. La tercera sección lleva, a guisa de prólogo, los siguientes versos:
CLXVIII
JUAN DE MAIRENA, poeta, filósofo, retórico e inventor de una Máquina de Cantar. Nació en Sevilla (1865). Murió en Casariego de Tapia (1909). Es autor de una Vida de Abel Martín, de un Arte poética, de una colección de poesías: Coplas mecánicas, y de un tratado de metafísica: Los siete reversos.
MAIRENA A MARTÍN, MUERTO
* * *
* * *
La composición continúa, algo enrevesada y difícil, con esa dificultad artificiosa del barroco conceptual, que el propio Mairena censura en su Arte poético. En las últimas estrofas, el sentimiento de piedad hacia el maestro parece enturbiarse con mezcla de ironía, rayana en sarcasmo. Y es que toda nueva generación ama y odia a su precedente. El elogio incondicional rara vez es sincero. Lo del logos variopinto no es, sin duda, expresión demasiado feliz para significar la facultad creadora de aquellos universales cualitativos que persiguió Martín. Y más que incomprensión parece acusar —en Mairena— una cierta malevolencia, que le lleva al sabotaje de las ideas del maestro. Lo del Amor bizco tiene una cuádruple significación: anecdótica, lógica, estética y metafísica. Una honda explicación de ello se encuentra en la Vida de Abel Martín.
EL «ARTE POÉTICA» DE JUAN DE MAIRENA
Juan de Mairena se llama a sí mismo el poeta del tiempo. Sostenía Mairena que la poesía era un arte temporal —lo que ya habían dicho muchos antes que él— y que la temporalidad propia de la lírica sólo podía encontrarse en sus versos, plenamente expresada. Esta jactancia, un tanto provinciana, es propia del novato que llega al mundo de las letras dispuesto a escribir por todos y para todos, y, en último término, contra todos. En su Arte poético no faltan párrafos violentos, en que Mairena se adelanta a decretar la estolidez de quienes pudieran sostener una tesis contraria a la suya. Los omitimos por vulgares, y pasamos a reproducir otros más modestos y de más substancia.
«Todas las artes —dice Juan de Mairena en la primera lección de su Arte poética— aspiran a productos permanentes, en realidad, a frutos intemporales. Las llamadas artes del tiempo, como la música y la poesía, no son excepción. El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar. El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica».
«Todos los medios de que se vale el poeta: cantidad, medida, acentuación, pausas, rima, las imágenes mismas, por su enunciación en serie, son elementos temporales. La temporalidad necesaria para que una estrofa tenga acusada la intención poética está al alcance de todo el mundo; se aprende en las más elementales Preceptivas. Pero una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos en don Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara vez en nuestros poetas del siglo de oro».
«Veamos —dice Mairena— una estrofa de don Jorge Manrique:
Si comparamos esta estrofa del gran lírico español —añade Mairena— con otra de nuestro barroco literario, en que se pretenda expresar un pensamiento análogo la fugacidad del tiempo y lo efímero de la vida humana, por ejemplo: el soneto A las flores, que pone Calderón en boca de su Príncipe Constante, veremos claramente la diferencia que media entre la lírica y la lógica rimada».
Recordemos el soneto de Calderón:
«Para alcanzar la finalidad intemporalizadora del arte, fuerza es reconocer que Calderón ha tomado un camino demasiado llano: el empleo de elementos de suyo intemporales. Conceptos e imágenes conceptuales —pensadas, no intuidas— están fuera del tiempo psíquico del poeta, de fluir de su propia conciencia. Al panta rhei de Heráclito sólo es excepción el pensamiento lógico. Conceptos e imágenes en función de conceptos —substantivos acompañados de adjetivos definidores, no cualificadores— tienen, por lo menos, esta pretensión: la de ser hoy lo que fueron ayer, y mañana lo que son hoy. El albor de la mañana vale para todos los amaneceres; la noche fría, en la intención del poeta, para todas las noches. Entre tales nociones definidas se establecen relaciones lógicas, no menos intemporales que ellas. Todo el encanto del soneto de Calderón —si alguno tiene— estriba en su corrección silogística. La poesía aquí no canta, razona, discurre en torno a unas cuantas definiciones. Es —como todo o casi todo nuestro barroco literario— escolástica rezagada».
«En la estrofa de Manrique nos encontramos en un clima espiritual muy otro, aunque para el somero análisis, que suele llamarse crítica literaria, la diferencia pase inadvertida. El poeta no comienza por asentar nociones que traducir en juicios analíticos, con los cuales construir razonamientos. El poeta no pretende saber nada; pregunta por damas, tocados, vestidos, olores, llamas, amantes… El ¿qué se hicieron?, el devenir en interrogante, individualiza ya estas nociones genéricas, las coloca en el tiempo, en un pasado vivo, donde el poeta pretende intuirlas, como objetos únicos, las rememora o evoca. No pueden ser ya cualesquiera damas, tocados, fragancias y vestidos, sino aquellos que, estampados en la placa del tiempo, conmueven —¡todavía!— el corazón del poeta. Y aquel trovar y el danzar aquel —aquellos y no otros— ¿qué se hicieron?, insiste en preguntar el poeta, hasta llegar a la maravilla de la estrofa: aquellas ropas chapadas, vistas en los giros de una danza, las que traían los caballeros de Aragón —o quienes fueren—, y que surgen ahora en el recuerdo, como escapadas de un sueño, actualizando, materializando casi el pasado, en una trivial anécdota indumentaria. Terminada la estrofa, queda toda ella vibrando en nuestra memoria como una melodía única, que no podrá repetirse ni imitarse, porque para ello sería preciso haberla vivido. La emoción del tiempo es todo en la estrofa de don Jorge; nada, o casi nada, en el soneto de Calderón. La diferencia es más profunda de lo que a primera vista parece. Ella sola explica por qué en don Jorge la lírica tiene todavía un porvenir, y en Calderón, nuestro gran barroco, un pasado abolido, definitivamente muerto».
Se extiende después Mairena en consideraciones sobre el barroco literario español. Para Mairena —conviene advertirlo—, el concepto de lo barroco dista mucho del que han puesto de moda los alemanes en nuestros días, y que -dicho sea de paso—, bien pudiera ser falso aunque nuestra crítica lo acepte, como siempre, sin crítica, por venir de FUERA.
«En poesía se define —habla Mairena— como un tránsito de lo vivo a lo artificial, de lo intuitivo a lo conceptual, de la temporalidad psíquica al plano temporal de la lógica, como un piétinement sur place del pensamiento que, incapaz de avanzar sobre intuiciones —en ninguno de los sentidos de esta palabra—, vuelve sobre sí mismo, y gira y deambula en torno a lo definido, creando enmarañados laberintos verbales; un metaforismo conceptual, ejercicio superfluo y pedante del pensar y del sentir, que pretende asombrar por lo difícil y cuya oquedad no advierten los papanatas».
El párrafo es violento, acaso injusto. Encierra, no obstante, alguna verdad. Porque Mairena vio claramente que el tan decantado dinamismo de lo barroco es más aparente que real, y más que la expresión de una fuerza actuante, el gesto hinchado, que sobrevive a un esfuerzo extinguido.
Acaso puede argüirse a Mairena que, bajo la denominación de barroco literario, comprende la corriente culterana y la conceptista, sin hacer de ambas suficiente distinción. Mairena, sin embargo, no las confunde, sino que las ataca en su raíz común. Fiel a su maestro, Abel Martín, Mairena no ve en las formas literarias sino contornos más o menos momentáneos de una materia en perpetuo cambio, y sostiene que es esta materia, este contenido, lo que, en primer término, conviene analizar. ¿En qué zona del espíritu del poeta ha sido engendrado el poema, y qué es lo que predominantemente contiene? Sigue un criterio opuesto al de la crítica de su tiempo, que sólo veía en las formas literarias moldes rígidos para rellenos de un mazacote cualquiera, y cuyo contenido, por ende, no interesa. Culteranismo y conceptismo son, pues, para Mairena dos expresiones de una misma oquedad y cuya concomitancia se explica por un creciente empobrecimiento del alma española. La misma inopia de intuiciones que, incapaz de elevarse a las ideas, lleva al pensamiento conceptista, y éste a la pura agudeza verbal, crea la metáfora culterana, no menos conceptual que el concepto conceptista, la seca y árida tropología gongorina, arduo trasiego de imágenes genéricas, en el fondo puras definiciones, a un ejercicio de mera lógica, que sólo una crítica inepta o un gusto depravado puede confundir con la poesía.
«Claro es —añade Mairena, en previsión de fáciles objeciones— que el talento poético de Góngora y el robusto ingenio de Quevedo, Gracián o Calderón, son tan patentes como la inanimidad estética del culteranismo y el conceptismo».
El barroco literario español, según Mairena, se caracteriza:
1.° Por una gran pobreza de intuición.— ¿En qué sentido? En el sentido de experiencia externa o contacto directo con el mundo sensible; en el sentido de experiencia interna o contacto con lo inmediato psíquico, estados únicos de conciencia; en el sentido teórico de enfrentamiento con las ideas, esencias, leyes y valores como objetos de visión mental; y en el resto de las acepciones de esta palabra. «Las imágenes del barroco expresan, disfrazan o decoran conceptos, pero no contienen intuiciones». «Con ellas —dice Mairena— se discurre o razona, aunque superflua y mecánicamente, pero de ningún modo se canta. Porque se puede razonar, en efecto, por medio de conceptos escuetamente lógicos, por medio de conceptos matemáticos —números y figuras— o por medio de imágenes, sin que el acto de razonar, discurrir entre lo definido, deje de ser el mismo: una función homogeneizadora del entendimiento que persigue igualdades —reales, o convenidas—, eliminando diferencias. El empleo de imágenes, más o menos coruscantes, no puede nunca trocar una función esencialmente lógica sin función estética, de sensibilidad. Si la lírica barroca, consecuente consigo misma, llegase a su realización perfecta, nos daría un álgebra de imágenes, fácilmente abarcable en un tratado al alcance de los estudiosos, y que tendría el mismo valor estético del álgebra propiamente dicha, es decir, un valor estéticamente nulo».
2.° Por su culto a lo artificioso y desdeñoso de lo natural.— «En las épocas en que el arte es realmente creador —dice Mairena— no vuelve nunca la espalda a la naturaleza, y entiende por naturaleza todo lo que aun no es arte, incluyendo en ello el propio corazón del poeta. Porque si el artista ha de crear, y no a la manera del dios bíblico, necesita una materia que informar o transformar, que no ha de ser —¡claro está!— el arte mismo. Porque existe, en verdad, una forma de apatía estética, que pretende substituir el arte por la naturaleza misma, se deduce, groserísimamente, que el artista puede ser creador prescindiendo ella. Esa abeja que liba en la miel y no en las flores más ajena a toda labor creadora que el humilde arrimador de documentos reales, o que el consabido espejo de lo real, que pretende darnos por arte la innecesaria réplica de cuanto lo es».
3.° Por su carencia de temporalidad.— En su análisis del verso barroco, señala Mairena la preponderancia del substantivo y su adjetivo definidor sobre las formas temporales del verbo; el empleo de la rima con carácter más ornamental que melódico y el total olvido de su valor mnemónico.
«La rima —dice Mairena— es el encuentro, más o menos reiterado, de un sonido con el recuerdo de otro. Su monotonía es más aparente que real, porque son elementos distintos, acaso heterogéneos, sensación y recuerdo, los que en la rima se conjugan; con ellos estamos dentro y fuera de nosotros mismos. Es la rima un buen artificio, aunque no el único, para poner la palabra en el tiempo. Pero cuando la rima se complica con excesivos entrecruzamientos y se distancia hasta tal punto que ya no se conjugan sensación y recuerdo, porque el recuerdo se ha extinguido cuando la sensación se repite, la rima es entonces un artificio superfluo. Y los que suprimen la rima —esa tardía invención de la métrica—, juzgándola innecesaria, suelen olvidar que lo esencial en ella es su función temporal, y que su ausencia les obliga a buscar algo que la substituya; que la poesía lleva muchos siglos cabalgando sobre asonancias y consonancias, no por capricho de la incultura medieval, sino porque el sentimiento del tiempo, que algunos llaman impropiamente sensación de tiempo, no contiene otros elementos que los señalados en la rima: sensación y recuerdo. Mas en el verso barroco la rima tiene, en efecto, un carácter ornamental. Su primitiva misión de conjugar sensación y recuerdo, para crear así la emoción del tiempo, queda olvidada. Y es que el verso barroco, culterano o conceptista, no contiene elementos temporales, puesto que conceptos e imágenes conceptuales son —habla siempre Mairena— esencialmente ácronos».
4.° Por su culto a lo difícil artificial y su ignorancia de las dificultades reales.— La dificultad no tiene por sí misma valor estético, ni de ninguna otra clase —dice Mairena—. Se aplaude con razón el acto de atacarla y vencerla; pero no es lícito crearla artificialmente para ufanarse de ella. Lo clásico, en verdad, es vencerla, eliminarla; lo barroco, exhibirla. Para el pensamiento barroco, esencialmente plebeyo, lo difícil es siempre precioso: un soneto valdrá más que una copla en asonante, y el acto de engendrar un chico, menos que el de romper un adoquín con los dientes.
5.° Por su culto a la expresión indirecta, perifrástica, como si ella tuviera por sí misma un valor estético.— Porque no existe perfecta conmensurabilidad —dice Mairena— entre el sentir y el hablar, el poeta ha acudido siempre a formas indirectas de expresión, que pretenden ser las que directamente expresen lo inefable. Es la manera más sencilla, más recta y más inmediata de rendir lo intuido en cada momento psíquico, lo que el poeta busca, porque todo lo demás tiene formas adecuadas de expresión en el lenguaje conceptual. Para ello acude siempre a imágenes singulares, o singularizadas, es decir, a imágenes que no puedan encerrar conceptos, sino intuiciones, entre las cuales establece relaciones capaces de crear a la postre nuevos conceptos. El poeta barroco, que ha visto el problema precisamente al revés, emplea las imágenes para adornar y disfrazar conceptos, y confunde la metáfora esencialmente poética con el eufemismo de negro catedrático. El oro cano, el pino cuadrado, la flecha alada, el áspid de metal, son, en efecto, maneras bien estúpidas de aludir a la plata, a la mesa, a la flecha y a la pistola.
6.° Por su carencia de gracia.— «La tensión barroca —dice Mairena— con su fría vehemencia, su aparato de fuerza y falso dinamismo, su torcer y desmesurar arbitrarios —sintaxis hiperbática e imaginería hiperbólica—, con su empeño de desnaturalizar una lengua viva para ajustarla bárbaramente a los esquemas más complicados de una lengua muerta, con su hinchazón y amaneramiento y superfluo artificio, podrá, en horas de agotamiento o perversión del gusto, producir un efecto que, mal analizado, se parezca a una emoción estética. Pero hay algo a que el barroco ha de renunciar, pues ni la mera apariencia le es dado contrahacer: la calidad de lo gracioso, que sólo se produce cuando el arte, de puro maestro, llega al olvido de sí mismo, y a hacerse perdonar su necesario apartamiento de la naturaleza».
7.° Por su culto supersticioso a lo aristocrático.— Hablando de Góngora, dice Juan de Mairena: «Cuanto hay en él apoyado en folklore tiende a ser, más que lo popular (tan finamente captado por Lope), lo apicarado y grosero. Sin embargo, lo verdaderamente plebeyo de Góngora es el gongorismo. Enfrente de Lope, tan íntegramente español como hombre de la corte, Góngora será siempre un pobre cura provinciano». Y en verdad que la «obsesión de lo distinguido y aristocrático no ha producido en arte más que ñoñeces». «El vulgo en arte, es decir, el vulgo a que suele aludir el artista, es, en cierto modo, una invención de los pedantes, mejor diré: un ente de ficción que el pedante fabrica con su propia substancia». «Ningún espíritu creador —añade Mairena— en sus momentos realmente creadores, pudo pensar más que en el hombre, en el hombre esencial que ve en sí mismo, y que supone en su vecino. Que existe una masa desatenta, incomprensiva, ignorante, ruda, el artista no lo ha ignorado nunca. Pero una de dos: o la obra del artista alcanza y penetra, en más o en menos, a esa misma masa bárbara, que deja de ser vulgo ipso jacto para convertirse en público de arte, o encuentra en ella una completa impermeabilidad, una total indiferencia. En este caso, el vulgo propiamente dicho no guarda ya relación alguna con la obra de arte y no puede ser objeto de obsesión para el artista. Pero el vulgo del culterano, del preciosista, del pedante, es una masa de papanatas, a la cual se asigna una función positiva: la de rendir al artista un tributo de asombro y de admiración incomprensiva».
En suma, Mairena no se chupa el dedo en su análisis del barroco literario español. Más adelante añade —en previsión de fáciles objeciones— que él no ignora cómo en toda época, de apogeo o decadencia, ascendente o declinante, lo que se produce es lo único que puede producirse, y que aun las más patentes perversiones del gusto, cuando son realmente actuales, tendrán siempre una sutil abogacía que defiende sus mayores desatinos. Y en verdad que esa abogacía no defiende, en el fondo, ni tales perversiones ni tales desatinos, sino a un espíritu incapaz de producir otra cosa. Lo más inepto contra el culteranismo lo hizo Quevedo, publicando los versos de fray Luis de León. Fray Luis de León fue todavía un poeta, pero el sentimiento místico, que alcanzó en él una admirable expresión de remanso, distaba ya tanto de Góngora como de Quevedo, era precisamente lo que ya no podía cantar, algo definitivamente muerto a manos del espíritu jesuítico imperante.
LA METAFÍSICA DE JUAN DE MAIRENA
«Todo poeta —dice Juan de Mairena— supone una metafísica; acaso cada poema debiera tener la suya —implícita—, claro está —nunca explícita—, y el poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos claros. La posibilidad de hacerlo distingue al verdadero poeta del mero señorito que compone versos». (Los siete reversos, pág. 192). Digamos algunas palabras sobre la metafísica de Juan de Mairena.
Su punto de partida está en un pensamiento de su maestro Abel Martín. Dios no es el creador del mundo, sino el ser absoluto, único y real, más allá del cual nada es. No hay problema genético de lo que es. El mundo es sólo un aspecto de la divinidad; de ningún modo una creación divina. Siendo el mundo real, y la realidad única y divina, hablar de una creación del mundo equivaldría a suponer que Dios se creaba a sí mismo. Tampoco el ser, la divinidad, plantea ningún problema metafísico. Cuanto es aparece; cuanto aparece es. Todo el trabajo de la ciencia —que Mairena admira y venera— consiste en descubrir nuevas apariencias; es decir, nuevas apariciones del ser; de ningún modo nos suministra razón alguna esencial para distinguir entre lo real y aparente. Si el trabajo de la ciencia es infinito y nunca puede llegar a un término, no es porque busque una realidad que huye y se oculta tras una apariencia, sino porque lo real es una apariencia infinita, una constante e inagotable posibilidad de aparecer.
No hay, pues, problema del ser, de lo que aparece. Sólo lo que no es, lo que no aparece, puede constituir problema. Pero este problema no interesa tanto al poeta como al filósofo propiamente dicho. Para el poeta, el no ser es la creación divina, el milagro del ser que se es, el fíat umbra! a que Martín alude en su soneto inmortal Al gran Cero, la palabra divina que al poeta asombra y cuya significación debe explicar el filósofo.
O como más tarde dijo Mairena, glosando a Martín:
Así simboliza Mairena, siguiendo a Martín, la creación divina, por un acto negativo de la divinidad, por un voluntario cegar del gran ojo, que todo lo ve al verse a sí mismo.
Se preguntará: ¿cómo, si no hay problema de lo que es, puesto que lo aparente y lo real son una y la misma cosa, o, dicho de otro modo, es lo real la suma de las apariciones del ser, puede haber una metafísica? A esta objeción respondía Mairena: «Precisamente la desproblematización del ser, que postula la absoluta realidad de lo aparente, pone ipso jacto sobre el tapete el problema del no ser, y éste es el tema de toda futura metafísica». Es decir, que la metafísica de Mairena será la ciencia del no ser, de la absoluta irrealidad, o, como decía Martín, de las varias formas del cero. Esta metafísica es ciencia de lo creado, de la obra divina, de la pura nada, a la cual se llega por análisis de conceptos; sólo contiene, como la metafísica de escuela, pensamiento puro; pero se diferencia de ella en que no pretende definir al ser (no es, pues, ontología), sino a su contrario. Y le cuadra, en verdad, el nombre de metafísica: ciencia de lo que está más allá del ser, es decir, más allá de la física.
Los siete reversos es el tratado filosófico en que Mairena pretende enseñarnos los siete caminos por donde puede el hombre llegar a comprender la obra divina: la pura nada. Partiendo del pensamiento mágico de Abel Martín, de la esencial heterogeneidad del ser, de la inmanente otredad del ser que se es, de la substancia única, quieta y en perpetuo cambio, de la conciencia integral, o gran ojo…, etc.; es decir, del pensamiento poético, que acepta como principio evidente la realidad de todo contenido de conciencia, intenta Mairena la génesis del pensamiento lógico, de las formas homogéneas del pensar: la pura substancia, el puro espacio, el puro tiempo, el puro movimiento, el puro reposo, el puro ser que no es y la pura nada.
El libro es extenso, contiene cerca de 500 páginas, en cuarto mayor. No fue leído en su tiempo. Ni aun lo cita Menéndez y Pelayo en su índice expurgatorio del pensamiento español. Su lectura, sin embargo, debe recomendarse a los estudiosos. Su análisis detallado nos apartaría mucho del poeta. Quede para otra ocasión y volvamos ahora a las poesías de Juan de Mairena.
Sostenía Mairena que sus Coplas mecánicas no eran realmente suyas, sino de la Máquina de Trovar, de Jorge Meneses. Es decir, que Mairena había imaginado un poeta, el cual, a su vez, había inventado un aparato, cuyas eran las coplas que daba a la estampa.
Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses.
¿Qué augura usted, amigo Meneses, del porvenir de la lírica?
Pronto el poeta no tendrá más recurso que enfundar su lira y dedicarse a otra cosa.
¿Piensa usted?…
Me refiero al poeta lírico. El sentimiento individual, mejor diré: el polo individual del sentimiento, que está en el corazón de cada hombre, empieza a no interesar, y cada día interesará menos. La lírica moderna, desde el declive romántico hasta nuestros días (los del simbolismo), es acaso un lujo, un tanto abusivo, del hombre manchesteriano, del individualismo burgués, basado en la propiedad privada. El poeta exhibe su corazón con la jactancia del burgués enriquecido que ostenta sus palacios, sus coches, sus caballos y sus queridas. El corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es casi un insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada por el trabajo mecánico. La poesía lírica se engendra siempre en la zona central de nuestra psique, que es la del sentimiento; no hay lírica que no sea sentimental. Pero el sentimiento ha de tener tanto de individual como de genérico, porque aunque no existe un corazón en general, que sienta por todos, sino que cada hombre lleva el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia valores universales, o que pretenden serlo. Cuando el sentimiento acorta su radio y no trasciende del yo aislado, acotado, vedado al prójimo, acaba por empobrecerse y, al fin, canta de falsete. Tal es el sentimiento burgués, que a mí me parece fracasado; tal es el fin de la sentimentalidad romántica. En suma, no hay sentimiento verdadero sin simpatía, el mero pathos no ejerce función cordial alguna, ni tampoco estética. Un corazón solitario —ha dicho no sé quién, acaso Pero Grullo— no es un corazón; porque nadie siente si no es capaz de sentir con otro, con otros…, ¿por qué no con todos?
¡Con todos! ¡Cuidado, Meneses!
Si, comprendo. Usted, como buen burgués tiene la superstición de lo selecto, que es la más plebeya de todas. Es usted un cursi.
Gracias.
Le parece a usted que sentir con todos es convertirse en multitud, en masa anónima. Es precisamente lo contrario. Pero no divaguemos. Hay una crisis sentimental que afectará a la lírica, y cuyas causas son muy complejas. El poeta pretende cantarse a sí mismo, porque no encuentra temas de comunión cordial, de verdadero sentimiento. Con la ruina de la ideología romántica, toda una sentimentalidad, concomitantemente, se viene abajo. Es muy difícil que una nueva generación siga escuchando nuestras canciones. Porque lo que a usted le pasa, en el rinconcito de su sentir, que empieza a no ser comunicable, acabará por no ser nada. Una nueva poesía supone una nueva sentimentalidad, y ésta, a su vez, nuevos valores. Un himno patriótico nos conmueve a condición de que la patria sea para nosotros algo valioso; en caso contrario, ese himno nos parecerá vacío, falso, trivial o ramplón. Comenzaremos a diputar insinceros a los románticos, declamatorios, hombres que simulan sentimientos, que, acaso, no experimentaban. Somos injustos. No es que ellos no sintieran; es, más bien, que nosotros no podemos sentir con ellos. No sé si esto lo comprende usted bien, amigo Mairena.
Sí, lo comprendo. Pero usted, ¿no cree en una posible lírica intelectual?
Me parece tan absurda como una geometría sentimental o un álgebra emotiva. Tal vez sea ésta la hazaña de los epígonos del simbolismo francés. Ya Mallarmée llevaba dentro el negro catedrático capaz de intentarla. Pero este camino no lleva a ninguna parte.
¿Qué hacer, Meneses?
Esperar a los nuevos valores. Entretanto, como pasatiempo, simple juguete, yo pongo en marcha mi aristón poético o máquina de trovar. Mi modesto aparato no pretende substituir ni suplantar al poeta (aunque puede con ventaja suplir al maestro de retórica), sino registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano, más o menos nutrido, como un termómetro registra la temperatura o un barómetro la presión atmosférica.
¿Cuantitativamente?
No. Mi artificio no registra en cifras, no traduce a lenguaje cuantitativo la lírica ambiente, sino que nos da su expresión objetiva, completamente desindividualizada, en un soneto, madrigal, jácara o letrilla que el aparato compone y recita con asombro y aplauso de la concurrencia. La canción que el aparato produce la reconocen por suya todos cuantos la escuchan, aunque ninguno, en verdad, hubiera sido capaz de componerla. Es la canción del grupo humano, ante el cual el aparato funciona. Por ejemplo, en una reunión de borrachos, aficionados al cante hondo, que corren una juerga de hombres solos, a la manera andaluza, un tanto sombría, el aparato registra la emoción dominante y la traduce en cuatro versos esenciales, que son su equivalente lírico. En una asamblea política, o de militares, o de usureros, o de profesores, o de sportsmen, produce otra canción, no menos esencial. Lo que nunca nos da el aparato es la canción individual, aunque el individuo esté caracterizado muy enérgicamente, por ejemplo: la canción del verdugo. Nos da, en cambio, si se quiere, la canción de los aficionados a ejecuciones capitales, etc.
¿Y en qué consiste el mecanismo de ese aristón poético o máquina de cantar?
Es muy complicado, y, sin auxilio gráfico, sería difícil de explicar. Además, es mi secreto. Bástele a usted, por ahora, conocer su función.
¿Y su manejo?
Su manejo es más sencillo que el de una máquina de escribir. Esta especie de piano-fonógrafo tiene un teclado dividido en tres sectores: el positivo, el negativo y el hipotético. Sus fonogramas no son letras, sino palabras. La concurrencia ante la cual funciona el aparato elige, por mayoría de votos, el substantivo que, en el momento de la experiencia, considera más esencial, por ejemplo: hombre, y su correlato lógico, biológico, emotivo, etc., por ejemplo: mujer. El verbo siempre en función en las tres zonas del aparato, salvo el caso de substitución por voluntad del manipulador, es el verbo objetivador, el verbo ser, en sus tres formas: ser, no ser, poder ser, o bien es, no es, puede ser, es decir, el verbo en sus formas positiva u ontológica, negativa o divina, e hipotética o humana. Ya contiene, pues, el aparato elementos muy esenciales para una copla: es hombre, no es hombre, puede ser hombre, es mujer, etc. Los vocablos lógicamente rimados son hombre y mujer; los de la rima propiamente dicha: mujer y (puede) ser. Sólo el substantivo hombre queda huérfano de rima sonora. El manipulador elige el fonograma lógicamente más afín, entre los consonantes a hombre, es decir, nombre. Con estos ingredientes el manipulador intenta una o varias coplas, procediendo por tanteos, en colaboración con su público. Y comienza así:
Dicen (el sujeto suele ser un impersonal) que el hombre no es hombre.
Esta proposición esencialmente contradictoria la da mecánicamente el tránsito del substantivo hombre de la primera a la segunda zona del aparato. Mi artificio no es, como el de Lulio, máquina de pensar, sino de anotar experiencias vitales, anhelos, sentimientos, y sus contradicciones no pueden resolverse lógica, sino psicológicamente. Por esta vía ha de resolverla el manipulador, y con los solos elementos de que aun dispone: nombre y mujer. Y es ahora el substantivo nombre el que entra en función. El manipulador ha de colocarlo en la relación más esencial con hombre y mujer, que puede ser una de estas dos: el nombre de un hombre pronunciado por una mujer, o el nombre de una mujer pronunciado por un hombre. Tenemos ya el esquema de dos coplas posibles para expresar un sentimiento elementalísimo en una tertulia masculina: el sentimiento de la ausencia de la mujer, que nos da la razón psicológica que explica la contradicción lógica del verso inicial. El hombre no es hombre (lo es insuficientemente) para un grupo humano que define la hombría en función del sexo, bien por carencia de un nombre de mujer, el de la amada, que cada hombre puede pronunciar bien por ausencia de mujer en cuyos labios suene el nombre de cada hombre.
Para abreviar, pongamos que el aristón nos da esta copla:
Dicen que el hombre no es hombre
mientras que no oye su nombre
de labios de una mujer.
Puede ser.
Este puede ser no es ripio, aditamento inútil o parte muerta de la copla. Está en la zona tercera del teclado, y el manipulador pudo omitirlo. Pero lo hace sonar, a instancias de la concurrencia, que encuentra en él la expresión de su propio sentir, tras un momento de reflexión autoinspectiva. Producida la copla, puede cantarse en coro.
* * *
En el prólogo a sus Coplas mecánicas hace Mairena el elogio del artificio de Meneses. Según Mairena, el aristón poético es un medio, entre otros, de racionalizar la lírica, sin incurrir en el barroco conceptual. La sentencia, reflexión o aforismo que sus coplas contienen van necesariamente adheridos a una emoción humana. El poeta, inventor y manipulador del artificio mecánico es un investigador y colector de sentimientos elementales; un folklorista, a su manera, y un creador impasible de canciones populares, sin incurrir nunca en el pastiche de lo popular. Prescinde de su propio sentir, pero anota el de su prójimo y lo reconoce en sí mismo como sentir humano (cuando lo advierte objetivado en su apartado), como expresión exacta del ambiente cordial que le rodea. Su aparato no ripia ni pedantea, y aun puede ser fecundo en sorpresas, registrar fenómenos emotivos extraños. Claro está que su valor, como el de otros inventos mecánicos, es más didáctico y pedagógico que estético. La Máquina de Trovar, en suma, puede entretener a las masas e iniciarlas en la expresión de su propio sentir, mientras llegan los nuevos poetas, los cantores de una nueva sentimentalidad.
CLXIX
* * *
CLXX
CLXXI
I
II
III
IV
V
VI
VII
CLXXII
(CANCIONERO APÓCRIFO)
I
II
III
IV
* * *
* * *
* * *
V
VI
VII
VIII
IX
* * *
X
* * *
XI
* * *
* * *
XII
CLXXIII
I
II
* * *
III
* * *
CLXXIV
I
* * *
* * *
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
* * *
CLXXV
Pensando que no veía
J. de MAIRENA: «Epigrama»
I
* * *
* * *
II
III
IV
V
CLXXVI
Appendix A
- Holder of rights
- José Calvo Tello
- Citation Suggestion for this Object
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. De un cancionero apócrifo. De un cancionero apócrifo. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2D29-3