TOMO SEGUNDO

PARTE PRIMERA: LA SEÑORA DE QUIRÓS

I. PROPAGANDA JESUÍTICA

En marzo de 1866, una de las notabilidades más de modas en Madrid era un reverendo padre jesuita que en las principales iglesias predicaba sermones conmovedores tomando por tema la aflictiva situación en que se hallaba el Papa y fustigando de paso con mano fuerte el espíritu del siglo que se alejaba rápidamente de la benéfica sombra de la Iglesia para arrojarse en el torrente de impiedad revolucionaria que inundaba al mundo.

Sus sermones valían tanto como las óperas del Teatro Real, y si para la alta sociedad era un sacrilegio no haber oído al tenor Tamberlich, no se creía menos censurable ser mujer a la moda, buena cristiana y amiga de las santas tradiciones, sin haber ido nunca a escuchar la ardiente palabra de aquel buen padre jesuita que sabía ensartar los más manoseados lugares comunes, poniendo los ojos en blanco y empleando todas las rebuscadas artes de un actor afeminado y dulzón.

La iglesia donde el jesuita dejaba oír su voz dos veces por semana, veíase completamente llena desde algunas horas antes de la anunciada para las conferencias; que tal título daba el buen jesuita a sus sermones.

El elocuente padre Luis vio desde su primer discurso acrecentarse rápidamente su fama oratoria, gracias al reclamo hábil que hacía fijarse en su persona la atención pública.

Era la mano del padre Claudio quien movía aquella máquina que hacía caer sobre la persona del orador de la Orden, una lluvia de aplausos y de gloria. Había que batir a la revolución que se mostraba ya próxima y amenazante, y para ello convenía excitar el fervor y la devoción en las clases poderosas y conservadoras por medio de tales predicaciones.

El padre Claudio lograba los fines que se había propuesto, pues los sermones de su subordinado alcanzaban un éxito colosal y aquel público elegante, perfumado y vestido de riguroso luto para dar más solemnidad al acto, salía del templo más dispuesto que nunca a resistir la impiedad defendiendo sus santos y tradicionales privilegios y pidiendo a los poderes públicos que no perdonaran ocasión alguna de zurrar al populacho, revolucionario e irrespetuoso con los que gozaban de todas las delicias del mundo sin deshonrarse con el trabajo.

La penúltima conferencia del padre Luis viose aún más concurrida que todas las anteriores, a pesar de que la tarde era muy lluviosa y soplaba un vientecillo helado que ponía en dispersión a los transeúntes.

A las tres el templo estaba lleno por completo. Desde el altar mayor al centro de la gran nave, estaba ese todo Madrid que los revisteros de salones consignan en sus artículos; conjunto de mujeres elegantes con título nobiliario o sin él, que antes de ir al templo del Señor pasábanse media hora en su tocador pensando qué traje negro favorecería mejor su hermosura y de qué modo sentaría bien a su rostro la clásica mantilla. El resto de la iglesia ocupábalo la beatería de baja estofa; viejas rozadoras, ancianos con facha de cura, obreros de rostro obtuso, infelices mujeres de aspecto resignado; toda esa demagogia fanática mil veces más terrible que las turbas revolucionarias y que vive a la sombra del clero, en la mayor miseria, mirando sin odio el lujo y el despilfarro de las clases elevadas, convencida por sus protestares de que hasta en el cielo hay jerarquías y de que eternamente han de asistir en el mundo, ahítos y hambrientos, señores y esclavos.

Habían ya comenzado los cánticos que precedían siempre a la conferencia, cuando entró en el templo una joven señora vestida de negro y con mantilla de blonda, llevando en sus manos devocionario y rosario de nácar y oro.

Para que no existiera en el templo una lamentable confusión de clases y evitar que el pueblo con su rudeza maloliente incomodara al público privilegiado, los padres de la Compañía, organizadores de aquellas fiestas, habían colocado en la puerta algunos devotos oficiosos, que con una gran medalla sobre el pecho y una pértiga rematada en cruz, iban a guisa de bastoneros de baile, de un extremo a otro de la iglesia, alineando a la gente y procurando embutirla en aquel espacio, que aunque grande resultaba mezquino para tal aglomeración.

Uno de estos sacros celadores, vejete sonriente y de cabeza blanca y sonrosada, salió al encuentro de la joven señora justamente cuando ésta, después de santiguarse junto a la pila del agua bendita, permanecía indecisa ante un grupo de mujeres del pueblo, no sabiendo cómo romper aquella apretada muralla de carne.

—Pase usted, señora —dijo el vejete—. Sígame que yo la conduciré al lugar de costumbre. Hoy se ha retrasado usted.

—Sí, señor —contestó la joven con voz queda, no atreviéndose a conducirse en el templo con la desenvoltura que al viejo devoto daba la costumbre—. He tardado un poco. Ocupaciones…

—¿Y la señora baronesa? ¿Cómo no ha venido?

—Está algo enferma. Por eso he tardado. Está muy disgustada por no poder oír esta vez al padre Luis.

—Lo comprendo. Es una señora modelo de cristianas. Yo me honro siendo amigo de ella. Hemos trabajado juntos en varios asuntos de cofradía.

Y el devoto, que mientras decía esto iba haciendo sonar su pértiga contra el suelo con aire de autoridad y repartiendo sendos empujones a diestro y siniestro, consiguió abrirse paso y conducir a la joven, a quien trataba con gran consideración, a un pequeño claro que existía entre aquellos grupos de aristocráticas damas esparcidos al pie del púlpito.

La señora, después de arrodillarse y rezar breve rato, sentóse en una silla que le buscó el oficioso viejo y una vez habituada a la difusa claridad que existía en el interior de la iglesia, paseó su mirada por las personas que la rodeaban y contestó con graciosas inclinaciones de cabeza al mudo y sonriente saludo de algunas caras conocidas.

Aquella aparición de la recién llegada parecía entretener e interesar mucho a las aristocráticas damas que sólo en fiestas como aquélla conseguían ver a la joven señora de Quirós.

Todas aquellas mujeres que mientras llegaba el instante de escuchar la palabra de Dios se entretenían en despellejarse unas a otras interiormente, examinando los trajes de las demás y buscándoles defectos, tenían idéntico pensamiento contemplando a hurtadillas a la recién llegada.

¡Pobrecilla! ¡Cuán cambiada estaba! Todavía era hermosa, eso sí, pero en ella no quedaba nada de aquella frescura juvenil, de aquella vivacidad graciosa que tan atractiva la hacían tres años antes.

Desde su casamiento, que tanto ruido produjo en la alta sociedad madrileña a causa de las circunstancias novelescas de que fue precedido, la vida de la señora de Quirós se había oscurecido, encerrándose en lo más sagrado del hogar. La hija del conde de Baselga procuraba el menor contacto posible con la sociedad, como si se sintiera avergonzada ante aquellas gentes que conocían el secreto de su vida.

Éste mismo rubor envalentonaba a todas aquellas damas que tenían en su vida faltas mayores que la cometida por Enriqueta, a pesar de lo cual elogiaban con aire de compasión a aquella infeliz (así la llamaban) que sufría el remordimiento producido por la ruidosa ligereza que la había conducido al matrimonio.

Para nadie era un secreto la existencia que hacía la señora de Quirós. Vivía separada por completo de su marido, que ya no era el alegre y servicial Joaquinito de otros tiempos, pues desde que tenía millones, las echaba de personaje grave, había fundado un periódico ultramontano y figuraba en las Cortes, entre la minoría reaccionaria con la que transigían todos los gobiernos así los presidiera O'Donell como Narváez, por saber éstos, que el tal grupo político estaba protegido por la gente de Palacio.

Enriqueta pasaba su existencia entregada al cuidado de su hija, la pequeña María, que ella criaba, a pesar de que su naturaleza se mostraba rebelde a cumplir las funciones de la maternidad.

Su cariño a aquella niña, prueba palpable del escándalo deshonroso que la había obligado a casarse con Quirós, rayaba en los límites de lo absurdo, y hacía creer a muchos que los incidentes novelescos de su vida le habían perturbado la razón. No se separaba un solo instante de su hija sin tomar antes grandes precauciones y reñía muchas veces con su hermana la baronesa cuando ésta mostraba empeño en acariciar a la niña o en conservarla en sus habitaciones.

Tenía Enriqueta, en concepto de aquellas elegantes señoras, la manía de las persecuciones, y por esto, sin duda, se mostraba tan recelosa al tratarse de su hija, y profería ciertas palabras que hacían pensar que la joven madre creía en alguna absurda conspiración fraguada para robarle aquel pedazo de sus entrañas.

La historia de la joven, su novelesco casamiento, la vida retirada y modesta que hacía a pesar de sus riquezas y sus continuas disensiones con la baronesa, aunque eran cosas que sólo incompletamente y desfiguradas por la murmuración conocían las gentes elegantes, hacían que Enriqueta fuera mirada con interés o más bien con curiosidad, siempre que se presentaba en público entre las personas de su clase.

Aquella curiosidad resultaba justificada por la conducta que observaba la joven. Si después de su casamiento hubiese vuelto a los dorados salones solicitando con una sonrisa alegre el olvido de todo lo anterior, Enriqueta hubiese sido una de tantas y el bullicio de la vida elegante, como onda de agua lustral, hubiese pasado sobre su vida borrándolo todo; pero era altiva, obstinada en no pedir clemencia a aquella sociedad hipócrita, deslumbrante por fuera y corrompida por dentro, que tan mal había hablado de ella, y esta soberbia era la principal causa de la despreciativa y curiosa compasión que la rodeaba, siempre que se confundía entre las gentes de su clase.

Aquellas mujeres, elegantes figuras de baile cuando solteras y ornato de los salones y consuelo de célibes hermosos cuando casadas, no podían comprender los sentimientos de una joven que por cuidar una niña, fruto de unos amores que tardaron en legalizarse más de lo conveniente, renunciaba a todos los placeres y atractivos de la vida elegante.

La curiosidad de aquellas damas, sus cuchicheos y miradas de inteligencia, no tardaron en extinguirse.

Habían terminado ya los cánticos en el coro y a los acordes misteriosos de un armónium que entonaba una dulce melodía, acababa de subir al púlpito el padre Luis, ni más ni menos que en pasaje culminante de una ópera, aparece el tenor acompañado por vigoroso y fantástico trémolo de violines.

¡Qué buena mano tenían los padres de la Compañía para revestir la devoción de un aparato poético y teatral!

Las elegantes damas fijaron enternecidas sus ojos en aquella figura cortesana, de rizado y albo sobrepelliz, que se erguía en el púlpito, mirando como un sublime inspirado el rayo de luz blanquecina y difusa que filtrándose por un ventanal, venía a caer sobre su cabeza rodeándola de una aureola brillante.

Guapo mozo era el tal padre Luis y razón tenían las aristocráticas devotas para dividirse en bandos al tratar de sus prendas físicas, disentiendo en los salones con gran calor qué era en él más notable, si sus ojos grandes y ardientes como los de un moro, su boca fresca y entreabierta como una rosa que en vez de perfumes exhalaba torrentes inagotables de mística elocuencia, o aquella apostura majestuosa que le hacía lucir la sotana con la misma majestad que un patricio romano ostentara su toga viril.

El padre Claudio había sabido escoger bien el hombre encargado de conducir al cielo a aquellas buenas y delicadas católicas, que no reconocían a Dios más que sentadas cómodamente en un templo bien iluminado que permitiera ver los trajes de las compañeras y al arrullo de una música de opereta.

La voz meliflua del padre Luis, que modulaba todos los sonidos de una de aquellas flautas pastoriles de los melodiosos idilios, sumió pronto al ilustrado concurso en un dulce estado de somnolencia, a través del cual llegaban las palabras del orador vagas y halagadoras como las notas sueltas de una sinfonía fantástica.

¡Qué elocuencia tan dulce! ¡Qué facilidad para convencer los ánimos más obstinados, haciéndoles comprender las ventajas de ser fieles a Dios y lo poco que cuesta estar en su gracia! Se necesitaba tener el corazón muy duro y estar poseído del demonio, para no cumplir lo mandado por el Señor y ganarse un puesto en el cielo.

El autor de todo lo creado, del que era en aquellos momentos fiel representante el padre Luis, no quería el castigo del pecado, sino su arrepentimiento; no era tan inexorable que por un crimen más o menos cerrara para siempre a una criatura la puerta de la misericordia; el Señor era iracundo, inflexible y justiciero algunas veces, pero sus cóleras sólo las guardaba para los impíos que le desconocían, yendo contra la Iglesia y contra sus ministros que eran los sacerdotes.

Poco importaba ser bueno si a esta condición no iba unida la de hijo fiel y sumiso de la Iglesia. Se podía ser un honrado padre de familia, un buen ciudadano, un hombre respetuoso con sus semejantes e incapaz de cometer contra éstos el menor atentado, y sin embargo caer de cabeza en el infierno por el horripilante delito de no creer en el dogma que enseña la Santa Madre Iglesia, y mirar con la mayor indiferencia la triste suerte del Papa y denigrar a los sacerdotes representantes del Altísimo; en cambio se podía arrastrar una vida digna de maldición, atentar contra todo lo humano, ser un peligro para la sociedad, y a pesar de esto no desconfiar de la eterna salvación. Al más criminal le bastaba para entrar en el cielo un acto de verdadera contrición, un arrepentimiento de última hora y sobre todo no haber atacado nunca la legitimidad de la Iglesia y sus sacrosantos derechos; con esto la salvación era segura, pues Dios es tan infinitamente misericordioso con el pecador que nunca duda de las buenas ideas que le inculcaron en su niñez, como inexorable con el impío, aunque éste no cometa en su vida ningún acto reprobable. Con el escándalo basta para que arda eternamente en las llamas del Infierno.

¡Pero qué bien hablaba el padre Luis! No había que dudar que en la Compañía de Jesús estaban los sacerdotes de mayor talento, santos varones que no contentos con salvar las almas, cubrían de blandas alfombras y de olorosas flores el camino del cielo, para que las gentes distinguidas pudieran hacer con más comodidad el viaje.

Una emoción enternecedora se difundía por todos aquellos aristocráticos pechos cubiertos de raso y terciopelo y las lágrimas velaban las dulces miradas que algunos cientos de ojos femeniles lanzaban al elocuente orador.

¡Oh, qué delicia! ¡Si Arturo, Pepito o algún otro pollo de sangre azul, en vez de hablar en el fondo de la alcoba, entre beso y beso, de la yegua recién comprada, o del traje que fulanita iba a estrenar en el próximo baile de la embajada, supieran expresarse con aquella dulce elocuencia que hacía amar más aún las cosas mundanas y reconciliaba con las divinas!

En cuanto a los hombres no se enternecían menos. Aquellos condes y marqueses que confundidos con banqueros y políticos de oficio y formando grupos en torno de las columnas o en el fondo de las capillas, escuchaban el sermón mirando a las mujeres entre las que estaban sus esposas e hijas, sentíanse invadidos por una seráfica tranquilidad oyendo las palabras del padre Luis. ¡Oh! ¡No debían ya tener miedo! Para ellos no estaban cerradas las puertas del cielo. Nunca se les había ocurrido dudar de lo que la Iglesia predica ni atacar a sus sacerdotes; les bastaba, pues, con arrepentirse a última hora, y entretanto podían con toda tranquilidad escarbar por hábiles medios la bolsa del prójimo, jurar en falso, mentir a todas horas y mirar sin cólera su casa convertida en un burdel, mientras ellos iban en busca de la mísera obrera para seducirla o robaban el pan a sus hijos para satisfacer los caprichos de una mundana. ¡Oh, cuán bueno era aquel Dios bonachón y sencillo que cerraba sus ojos a todos los crímenes de sus criaturas esperando pacientemente la hora de su arrepentimiento! ¡Qué divino consuelo proporcionaba al alma aquella santa doctrina! Que se presentaran allí esos impíos revolucionarios que en su afán demoledor quieren privar a las almas católicas de los consuelos que proporciona la religión.

Ni con los muchos millones que representaban unidas las fortunas de todos aquellos aristocráticos seres, podía pagarse la dulce emoción, el angélico placer producido por las palabras del orador de la Compañía.

¡Y qué sencillez la suya al señalar los vicios de la época, los escollos que levantaba el pecado para que naufragase toda virtud y de los cuales él rogaba a sus oyentes que se alejasen!

Huid, ¡oh cristianos!, del teatro, de ese centro de perversión y malas costumbres, donde se excitan las pasiones y se tienta de mil modos la carne siempre flaca; no presenciéis las representaciones de esas operetas francesas, obras inmorales y corruptoras, que bailando conducen a un hombre al infierno; no repitáis esas canciones infames que hacen asomar el rubor a las mejillas, ese ¡ay mamá que noche aquélla!… y otras que hacen pensar en cosas sucias y pecaminosas.

Y el elocuente jesuita, deseoso de dar color a su peroración, repetía las mismas canciones que anatematizaba, produciendo gran contento en sus oyentes.

Francia, la impía Francia, la nación que produjo al infernal Voltaire y a la horripilante Revolución del pasado siglo, era la culpable de aquella corrupción universal llevada a cabo por medio del can-can y de las inmorales canciones, y el predicador se deshacía en denuestos contra el pueblo galo, como si en él hubiese surgido espontáneamente tal podredumbre, guardándose de hacer caer la responsabilidad sobre el segundo imperio que era su verdadero autor y sobre aquel Napoleón III al que respetaba la Iglesia a pesar de todos sus crímenes, por ser el asesino de la segunda república francesa y el protector interesado de Pío IX.

Pero cuando el padre Luis se remontaba a las alturas de la sabiduría y hacía la crítica histérica de las naciones impías y de todas las religiones falsas, el auditorio sentíase conmovido y apreciaba una vez más la ciencia sublime de los padres de la Compañía.

¡Con qué sencillez y rápidos rasgos sabía retratar el elocuente jesuita todas las creencias que hacían la guerra al catolicismo! ¡Con qué sátira tan fina las ridiculizaba, desentrañando su verdadero significado! Para el padre Luis no existían problemas históricos y todas las creencias, a excepción de la suya, eran producto del egoísmo o de las más bajas pasiones.

La revolución religiosa del siglo XVI era para él la obra de un frailecillo ignorante llamado Lutero, gran aficionado al escándalo, que revolvió el mundo porque el Papa le había negado el monopolio de las indulgencias que producía muy buenos cuartos y porque estaba harto de ser célibe y buscaba casarse con una monja; el islamismo era una doctrina fantástica, inventada por un hombre sensual y lujurioso como un mico, que soñaba en huríes de eterna virginidad y quiso consagrar su insaciable apetito dándole un carácter religioso; los adoradores de Brahma eran unos indios imbéciles que se sentían poseídos de santo respeto en presencia de una vaca; y todos los sectarios, en fin, de todas las religiones conocidas, eran una turba de malvados o estúpidos a juzgar por las palabras del padre Luis, quien punzaba todos los dogmas con el fin de librarlos de la hinchazón del error y hacer que el catolicismo surgiera victorioso por encima de ellos.

Su crítica de las creencias impías que germinaban dentro de las naciones cristianas no era acogida por aquel auditorio con menos entusiasmo y respeto. ¡Qué inspirados acentos de indignación le arrancaba la Revolución Francesa, aquel nido de horribles ideas que como voraces serpientes se enroscaban a las más santas y tradicionales doctrinas, intentando exterminarlas con el veneno de la impiedad! El republicanismo, combatíalo él con una fiereza sin limites, demostrando hasta la saciedad, al honorable concurso que le escuchaba, cómo era imposible que las naciones subsistieran sin reyes que se encargaran de guiarlas como el pastor a sus rebaños.

¡La República! ¡Horror! Había que estremecerse ante tal nombre, pues recordaba el año 93 con todos sus crímenes.

La más cruel inflexibilidad no era aún suficiente para los que defendían tan absurda forma de gobierno; había que sellar para siempre sus bocas; había que exterminar a sus audaces propagandistas que no contentos con despreciar a los reyes, atacaban a los sacerdotes de Cristo, o de lo contrario se corría el peligro de que por arte del demonio triunfase tan horripilante doctrina algún día, viéndose obligadas a emigrar a Marruecos todas las personas decentes.

¿Y dónde estaba la causa infernal de aquella propaganda revolucionaría e impía que tanto agitaba a España?… ¿Dónde estaba?

Y el padre Luis, después de hacer estas preguntas con voz atronadora a su silencioso auditorio que le escuchaba cada vez más fervoroso y convencido, miraba la bóveda del templo, paseaba sus ojos de águila por aquel mar de cabezas que a impulsos de la emoción se agitaba bajo el púlpito, y por fin con la misma expresión de Arquímedes al hacer su inmortal descubrimiento, manifestaba que el motivo de todos los males de la patria residía en la masonería, institución infernal que vivía en la sombra, congregándose en lóbregos subterráneos y allí con el mismo aparato que las antiguas brujas en los aquelarres, en torno de una peluda efigie de Satanás, juraban puñal en mano todos los iniciados el exterminio de los buenos, la destrucción de la religión y hacer una guerra a muerte a Dios y a la virtud.

¡Qué imaginación la del padre Luis! ¡Con qué colores tan vivos sabía pintar todos los crímenes y desafueros de los masones! ¡Cuán listamente había procedido para enterarse de todos los misterios de la horrible sociedad secreta!

Lágrimas de triste emoción y suspiros angustiosos escapábanse a todas aquellas señoras oyendo al predicador y más de una condesa delicada hubiera dado algo por tener al alcance de sus uñas a uno de aquellos masones que se imponían la obligación de cometer un crimen todos los días, que deseaban triunfasen sus ideas para comerse a los curas y que en sus infernales francachelas aullaban de placer cuando en vez de vino bebían la sangre de algún acólito recién degollado o de un niño cristiano inmolado por saber al dedillo el catecismo.

¡Oh!, aquello era abominable y producía escalofríos de terror. Bien hacía el padre Luis en dolerse de que la impiedad del siglo hubiese suprimido la Inquisición y en pedir a Dios que iluminase a los monarcas cristianos impulsándolos a exterminar a tales monstruos.

La muchedumbre que llenaba el templo estaba agitada por la ebullición del entusiasmo. Nunca el sacro orador se había mostrado tan elocuente y entre él y los oyentes existía esa corriente simpática que hace que con la menor palabra se inflame el auditorio.

Podría ser momentáneo aquel entusiasmo, pero resultaba altamente consolador para todo buen católico. Aquellos ojos brillantes, aquel sordo rugido de indignación que se elevaba sobre la confusa masa y aquella voz meliflua en unos pasajes y en otros tronante como la trompeta del Juicio, recordaban a Pedro el Ermitaño, predicando la primera Cruzada.

Eran aquel tropel de hombres y mujeres los cruzados de las santas ideas prontos a caer sobre la impiedad para exterminarla a la voz de su tribuno; pero… ¡ay!, había algo en aquella muchedumbre que olía a muerto.

La fe se movía, se agitaba, pero con los inconvenientes y rígidos movimientos de un cadáver agonizando.

Tal vez entre aquella demagogia negra que estaba en último término, surgieran hombres ignorantes y rudos capaces de obedecer automáticamente a la Iglesia y de defender su religión con todas las intransigencias del fanatismo; pero bajo aquellas levitas próximas al púlpito, bajo aquellas blondas que se movían a impulsos de agitados pechos, no había un solo corazón que pudiera conservar mucho tiempo el entusiasmo que allí sentía.

Cuando aquel público elegante y sensible se viera en la calle, la insustancialidad de su existencia se encargaría de borrar las impresiones recibidas en el templo, y como único comentario, recordarían a la noche en los aristocráticos salones, el sermón del padre Luis, junto con el do de pecho de Tamberlich o la última estocada del Tato.

Sobre flojos cimientos elevaba la Compañía el edificio de la nueva fe.

En medio de aquel entusiasmo, de aquella santa agitación que predominaba en el templo, sólo una persona permanecía indiferente.

Era la señora de Quirós.

Gustábale a Enriqueta la oratoria del padre Luis; acudía a todas sus conferencias ansiosa de gozar cierta emoción artística y de ser acariciada por aquella elocuencia dulzona y pegajosa que le producía el efecto de una embriaguez de jarabe; pero en aquella tarde se sentía tan obsesionada por una idea, que apenas si atendía ni se daba cuenta del lugar donde estaba.

Las palabras del jesuita se estrellaban en sus oídos, pues el pensamiento se negaba a admitirlas ocupado como estaba en ciertas reflexiones.

Al salir Enriqueta de su casa y al ir a subir en su elegante berlina, había visto parado en la acera de enfrente un hombre que inmediatamente llamó su atención sin que ella pudiera explicarse la causa.

Nada tenía aquel hombre que excitase la curiosidad. Iba embozado en una capa con vueltas de grana y llevaba el sombrero hongo tan encasquetado que apenas si se le veían los ojos.

En una tarde tan fría, no era extraño ver a un hombre cubriéndose el rostro con tanto cuidado; pero a pesar de esto, Enriqueta lo miró varias veces antes de entrar en su carruaje.

Parecíale adivinar en aquella figura que se ocultaba bajo la nube de paño, algo que despertaba en ella antiguos y adormecidos pensamientos. Pero apenas estuvo algunos minutos en el interior abrigado de su berlina, que corría veloz por las calles de Madrid, se fue borrando aquella impresión.

¡Cuán loca estaba! ¡Pensar que aquel hombre pudiera ser…! ¡Bah!, aquello había sido un hermoso sueño de la juventud que se desvaneció para no reproducirse jamás.

¡Qué ideas tan extrañas le acometían en aquella tarde! Ya adivinaba lo que le ocurría. Eran los nervios excitados por la temperatura. Aquella lluvia incesante y el cielo oscuro y monótono la excitaban de un modo horrible. Pronto pasaría aquello; necesitaba distraerse y en la iglesia lograría calmarse.

Cuando ya estaba próxima a la iglesia, pasó rozando su berlina un veloz coche de alquiler a través de cuyos cristales empañados por el frío y la lluvia creyó distinguir la misma capa de embozos grana y algo más, que le produjo un repentino estremecimiento.

¿Todavía aquella absurda ilusión?

Pasó el carruaje como visión fantástica arrastrando lejos, muy lejos, los retazos de grana y aquellos ojos que ella había visto brillar por un instante, y cuando la joven señora, transcurridos algunos minutos, se apeó a la puerta de la iglesia, vio próximo a ésta, al mismo hombre de la capa, en igual posición que lo había mirado por primera vez en la calle de Atocha.

Enriqueta tuvo miedo al desconocido, y apresuradamente entró en el templo, temerosa de que aquél fuese tras sus pasos.

Creía ella que la fiesta religiosa y aquella oratoria que otras veces tanto la deleitaba, borrarían de su ánimo la extraña preocupación causada por tal encuentro, pero no pudo ni por un solo momento despojarse del recuerdo de aquel embozado que creía conocer.

¡Si fuera él!… Y Enriqueta, al formular tal pensamiento, estremecíase unas veces de alegría y otras de terror.

Parecíale grato el recordar aquella época pasada, que había sido la más feliz de su vida; pero al mismo tiempo experimentaba un interno terror, al imaginarse que se podía encontrar frente al hombre que tanto había amado.

Reconocíase débil para resistir la impresión que el antiguo amante causaría en ella, y su pudor sublevábase anticipadamente ante el peligro que pudiera correr su virtud.

«Por fortuna —decíase Enriqueta deseosa de aplacar aquella indignación de mujer honrada que se apoderaba de ella al pensar en la posibilidad de ser débil ante el amor—, por fortuna, todas estas ideas no son más que ilusiones absurdas. ¡Cuán loca estoy! ¿Por qué ha de ser él ese embozado desconocido que he visto? Algo hay en ese hombre que interesa mi corazón y lo hace latir como en presencia de un ser conocido. Pero no… esto son locuras; cosas de mis nervios, que están hoy más excitados que de costumbre. Aquél se halla muy lejos; nunca volverá, y tal vez a estas horas no se acuerde de que yo existo en el mundo».

Y Enriqueta se esforzaba en tranquilizarse, demostrando con valiosas razones a su exaltada imaginación lo infundadas que eran sus sospechas.

Preocupada con tales pensamientos, transcurrió para Enriqueta más de hora y media, que fue el tiempo que el padre Luis invirtió en su conferencia.

Por fin, el orador lanzó su párrafo final con los brazos extendidos y los ojos fijos en la bóveda, pidiendo a Dios el exterminio de la impiedad y que derramase su santa gracia sobre aquel cristiano auditorio, y sus últimas palabras fueron acogidas con un gigantesco murmullo de satisfacción que exhaló aquella multitud, libre ya del encanto que obraba sobre ella la elocuencia del jesuita.

Él público comenzó a desfilar, encaminándose a las puertas del templo, en las cuales se estrujaba la muchedumbre ansiosa por salir. Tras la gente menuda que ocupaba el fondo de la iglesia, salió el público elegante, no sin antes formar corrillos en la nave central en los que se cambiaban saludos y se daban citas para las diversiones de la noche.

Enriqueta seguía inmóvil y cabizbaja en su asiento, no habiéndose aún dado cuenta exacta del final del discurso.

El vacío que se fue extendiendo en torno de ella hízole salir de su abstracción, y al ver la iglesia desocupada y casi desierta, levantose de su asiento disponiéndose a salir.

Sólo quedaban algunos grupos de beatas que, arrodilladas cerca del altar mayor, rezaban las oraciones, y el sacristán que, seguido de sus acólitos, iba de una capilla a otra apagando las luces de las lámparas de cristal.

Enriqueta se arrodilló para rezar una corta oración, y una vez terminada ésta dirigiose a la puerta del templo.

—Es tarde —iba pensando—, Fernanda me esperará y además ¡Dios sabe cómo habrán cuidado a la niña!

El temor que le inspiraba su hermana, la baronesa, y sus alarmas maternales la hicieron olvidar la impresión producida por la presencia del desconocido.

Avanzó rápidamente y en la oscuridad proyectada por las dos columnas que orlaban la puerta interior, y al lado de la pila de agua bendita, vio marcarse la silueta confusa de un hombre.

Enriqueta se estremeció sintiendo que los anteriores terrores volvían a reaparecer; pero siguió adelante dirigiéndose a la pila bendita y procurando aparentar indiferencia.

Conforme se acercaba iba aumentando su alarma.

No había duda. Era él; el hombre cuya misteriosa presencia tanto la preocupaba aquella tarde y que aunque ahora, por hallarse dentro del templo tenía la cabeza descubierta, ocultaba su rostro inclinado, entre los embozos de su capa que sostenía con una mano.

La agitación de Enriqueta iba en aumento.

II. A LA PUERTA DE LA IGLESIA

Fingiendo la joven señora de Quirós una serenidad que no tenía y con la vista fija en el suelo para no ver a aquel hombre, llegó a la pila y al avanzar su mano para tomar agua, sintió en sus dedos el contacto de una mano ardiente.

Levantó la cabeza y a pesar de que después de las anteriores reflexiones se encontraba preparada para recibir la más inesperada emoción, no pudo contener un ligero grito de sorpresa ni evitar el retroceder algunos pasos.

Parecía fascinada por aquel hombre que había dejado caer el rojo embozo mostrando su rostro y figura.

Era él; era Esteban Álvarez, que aún conservaba en su rostro aquella belleza varonil que ahora parecía realzada por las huellas dolorosas que tremendas aventuras y luchas gigantescas habían impreso en su rostro.

Silencioso, inmóvil y erguido, miraba a Enriqueta fijamente sin que en sus ojos se notara el menor signo de reproche y la joven por su parte no se atrevía a moverse como si estuviera sugestionada por la inesperada aparición de aquel hombre.

Transcurrieron algunos momentos que parecieron interminables a Enriqueta y sólo recobró algo de su serenidad cuando Esteban le dirigió su palabra.

—Soy yo, Enriqueta. Comprendo tu sorpresa; no es fácil encontrar en una iglesia a un revolucionario emigrado sobre el que pesa una sentencia de muerte…

Tranquilízate, Enriqueta. No vengo a dar una escena. Quería verte… hablarte, nada más. Ahora mismo me iré.

La joven señora, aunque intranquila y temblorosa, había ido acercándose a su antiguo amante como cediendo a un poder irresistible que la empujaba.

A pesar de esto permanecía muda.

—Nada temas, Enriqueta, tranquilízate —continuó el conspirador—. ¿Crees acaso que voy ahora a recordarte tiempo pasados que son ya para nosotros como bellos sueños que se desvanecieron para no volver? No, demasiado comprendo nuestra respectiva situación. Tú eres la señora de Quirós, de un hombre respetable y digno y no puedes permitirte volver la vista atrás para contemplar, aunque sólo sea por una vez, el corazón que pisoteaste; y yo soy un desgraciado, un criminal fugitivo que se oculta al ir por las calles, con el que no se puede hablar so pena de comprometerse, y que no puede pedir cuentas a nadie de su conducta, pues se expone a ser conocido y a morir inmediatamente. Hoy ni tú ni yo somos ya los mismos. Tú eres un sol esplendoroso y yo un astro errante y muerto; nos hemos encontrado en nuestro camino, nos vemos, cruzamos un saludo y a seguir cada uno su ruta, para no volver a tropezamos en toda una eternidad. ¿Qué importa lo que entre nosotros pueda haber existido? ¿Qué importa lo que nos hayamos amado? Ya te he visto; ya he podido recordarte que existo aún. Era mi único deseo. Ahora… ¡adiós!

Y el desgraciado Álvarez no podía contener en su pecho la amargura que rebosaban sus palabras y sus ojos comenzaban a empañarse de lágrimas.

Iba ya a alejarse con paso lento, pero la miraba con indecisión como esperando una palabra, un suspiro, algo que le demostrase que su recuerdo no había muerto en la memoria de Enriqueta.

Ésta se sintió más conmovida por el desaliento de su amante que por la alarma que antes había experimentado.

Le pareció que en su interior se rompía algo inundando su pecho de súbita ternura; el pasado surgió con fuerza en su imaginación borrando el presente, se olvidó de su esposo y de la familia pensando únicamente en el desgraciado conspirador, y avanzando más cogió sus manos, diciendo con acento de fuego:

—No huya usted; antes tenemos que hablar.

Enriqueta notó el gesto de extrañeza que hizo su antiguo amante al oír un tratamiento tan ceremonioso. Como si temiera que se escapara, dijo instintivamente y sin comprender a lo mucho que se comprometía con tales palabras:

—¡Esteban!… ¡Esteban mío! Quédate; te lo ruego. No huyas de mí sin oírme antes.

El rostro de Álvarez se iluminó con una sonrisa de alegría.

También para él parecía haberse desvanecido el pasado y oprimiendo las manos de Enriqueta se creía aún en aquella feliz época en que ambos se sentían acariciados por las más risueñas ilusiones.

Transcurrieron algunos minutos sin que los dos se atrevieran a hablar Después de su separación habían ocurrido sucesos que ambos temían abordar aunque no por esto estaban menos deseosos de hablar de ellos.

La importuna presencia de dos beatas que cuchicheando y mirándolos maliciosamente se dirigían hacia la puerta, los obligó a retirarse al fondo de una capilla lateral, cuya oscuridad apenas si disipaba el rojo chisporroteo de una lámpara de aceite.

Álvarez fue el primero en romper aquel silencio que se hacía embarazoso.

—Somos unos niños al permanecer de este modo, mudos y temerosos sin atrevernos a hablar de lo que deseamos. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Es posible que tú creyeses que ya jamás volveríamos a encontrarnos en este mundo; pero la vida tiene sorpresas inesperadas y a lo mejor surge a nuestro paso la persona a quien creíamos haber perdido para siempre. Hace una semana estaba yo muy lejos de imaginarme que podría volver a verte como ahora te veo. ¡Si supieras cuánto he sufrido desde que nos separamos de un modo tan extraño en aquella aciaga noche!

Y el acento con que Álvarez decía estas palabras era todo un poema de tristeza. ¡Quién sabe las aventuras, las empresas abortadas con riesgo de la vida y las audaces comisiones, que habrían constituido la existencia azarosa y novelesca de Esteban Álvarez en aquellos años de ausencia!

—Tú, en cambio —continuó—, no debes haber sufrido. Te casaste y eres feliz porque de otro modo no comprendo cómo te decidiste a unirte con un hombre que no amabas. ¡Oh! No te alteres por esto que te digo; no vayas a llorar. Te engañas si crees que abrigo algún resentimiento contra ti. Todo pasó ya, y de las cosas que no tienen remedio lo mejor es no hablar.

Enriqueta lloraba al oír expresarse de tal modo a su antiguo amante.

—¡Oh! ¡Si supieras…! —murmuró—, ¡si supieras todo lo sucedido desde aquella noche en que me abandonaste para ponerte a salvo! ¡Si conocieras todos mis sufrimientos desde entonces!

—Enriqueta, yo lo sé todo.

—¿Tú? —preguntó con extrañeza la joven.

—Sí, yo. Allá en la triste emigración procuré enterarme de tu suerte y supe que ese… señor Quirós había fingido ser tu raptor logrando casarse mediante tan villana estratagema. Esto me hizo comprender tu conducta que no quiero calificar. Para que apareciera como tu raptor en aquella terrible noche, preciso es que tú accedieras a todo, que afirmaras cuanto él dijera y esto, Enriqueta, me ha producido aún mayor dolor que la consideración de que ahora eres de otro. Esto me ha enseñado para siempre la fuerza que el juramento tiene en labios de mujeres.

La joven, que de vez en cuando se llevaba su pañuelo a los ojos para secar las lágrimas, no protestó al escuchar las últimas palabras y únicamente dijo con ansiedad:

—¿Y no sabes más?

—Nada más. Sólo de tarde en tarde han llegado hasta mí noticias de tu vida y éstas siempre confusas. Estando en París, supe tu casamiento; que habías tenido una niña y que tu marido iba en camino de ser un personaje de estos que ahora se usan; pero éstas fueron las únicas noticias. Te escribí varias veces, y en vista de tu silencio, me decidí a hacer lo mismo. Aunque entonces todavía eras soltera comprendía que, o interceptaban las cartas o tú no querías saber más de mí. Esto último era lo más probable. Es poco grato amar a un hombre perseguido por el gobierno, sentenciado a muerte y que se halla en extranjero suelo.

Enriqueta lloraba más aún al escuchar estas palabras.

—¡Oh! ¡Si yo hubiese recibido esas cartas! Tal vez hubiese repetido el sobrehumano esfuerzo que me condujo hasta tu casa en aquella noche fatal. Yo no sabía nada de ti, Esteban. Puedes creerme. Ignoraba cuál era tu suerte, y hasta muchas veces llegaba a dudar si existías. Desde el instante en que me abandonaste he ignorado tu paradero, sin duda porque en torno de mi persona existían seres muy interesados en conservarme en tal ignorancia. ¡Ah! ¡Si conocieses mi historia!… ¡De qué distinto modo me juzgarías!…

Y Enriqueta, deseosa de justificarse ante aquel hombre del que le separaba su presente estado, pero al cual todavía amaba, púsose a relatar su vida desde el instante en que Álvarez la abandonó en la casa de huéspedes.

Ella se había confiado por completo a la caballerosidad de Quirós, había obedecido todas sus órdenes creyendo que así salvaba a su novio, como su acompañante le aseguraba, y únicamente cuando en la mañana siguiente en el despacho del gobernador de Madrid este funcionario le dirigió un largo sermón de moral reprochando la conducta que había observado huyendo de su casa con Quirós y explicándole las consecuencias que forzosamente había de tener tal fuga, fue cuando comenzó a comprender algo de aquella horrible trama de la que era víctima.

Las emociones sufridas en la noche anterior y el abatimiento moral que le producía el conocer, aunque vagamente, el conflicto en que había puesto a su honra por obedecer fielmente las indicaciones de Quirós, hiciéronla caer enferma en su lecho apenas llegó a su casa.

La fiel Tomasa, que en vano había estado aguardándola toda la noche a la puerta de la aristocrática vivienda, era la única persona que permanecía junto a su lecho prodigándole los más exquisitos cuidados y sin separarse de ella un solo instante.

¡Infeliz Enriqueta! Su único consuelo no tardó en serle arrebatado.

—Aquella misma tarde —siguió diciendo la joven señora de Quirós— unos hombres de aspecto horrible que, según supe después, eran de la policía, entraron en mi cuarto para arrebatarme casi a viva fuerza a la desgraciada Tomasa, que gritaba y se defendía como una loca.

—Conozco ese suceso —dijo Álvarez con voz temblorosa por la emoción.

—¡Cómo! ¿Sabes tú lo ocurrido?

—Mi fiel compañero, Perico, averiguó en la emigración todo lo ocurrido a su tía, y del mismo modo su triste fin. La pobre Tomasa llevaba mis papeles comprometedores ocultos en el pecho; la policía los encontró, sentenciola un consejo de guerra a reclusión perpetua como agente de nuestra conspiración, y la infeliz fue conducida a la cárcel-galera de Alcalá, donde murió al poco tiempo. La desgraciada, quebrantada por el dolor, falta ya de su primitiva energía, y agobiada por los achaques de la vejez, no podo resistir tan inmenso infortunio.

El recuerdo de su fiel doméstica, a la que consideraba como una segunda madre, sumió a Enriqueta en un doloroso silencio, del que le sacó la voz de su antiguo amante.

—Fue aquello un crimen a cuyo autor le ha de pesar algún día, pues hechos como éste no deben quedar sin venganza. Tú conoces al criminal más aún que yo, y acuérdate bien de lo que te digo: ese miserable será castigado.

—¿A quién te refieres? ¿De quién sospechas?

—De ese hombre que se llama tu esposo y cuyo repugnante nombre llevas. Quirós era el único que sabía dónde estaban mis papeles y cómo los guardaba Tomasa. El hecho de haber buscado al día siguiente la policía a la pobre vieja sabiendo ya que los papeles los ocultaba en el pecho, da a entender que tu marido fue quien hizo la delación.

—Tal vez sea así —dijo Enriqueta pensativa—. En ese hombre todo es creíble, pues está acostumbrado a la delación. Es un monstruo.

Y los dos, impresionados por el recuerdo de la infeliz vieja, quedaron en silencio algunos instantes hasta que por fin Enriqueta reanudó su relación.

Tardó mucho en salir de aquella enfermedad, que por ser más moral que física, los médicos no sabían cómo combatir.

Cuando entró en una penosa y difícil convalecencia, la baronesa y el padre Claudio fueron las únicas personas con las que pudo tratarse y que intentaban ejercer sobre ella una influencia sin límites.

Al principio le hablaron sencillamente de cosas religiosas, evitando el hacer la menor alusión a su huida que tantos y tan desfavorables comentarios había producido en el gran mundo; pero cuando ella estuvo ya completamente restablecida, los dos compadres religiosos acometieron francamente la realización de su plan, aconsejándole con acento dulce, pero imperioso, lo que debía hacer. Ella había agraviado mucho a Dios con aquella fuga impúdica, indigna de una joven cristiana y bien educada; por pecados menos importantes iba un alma al infierno por toda una eternidad, y para que ella alcanzase la salvación era preciso que expiase su crimen, cumpliendo por fin aquella vocación religiosa que tan general estimación le valía antes de que fuera tentada por el diablo e ingresando en un convento, como ya se lo había prometido al padre Claudio en el sagrado tribunal de la penitencia.

Enriqueta no opuso ninguna objeción. Estaba demasiado abatida su voluntad por las desgracias, para poder presentar una oposición enérgica, y además comprendía que estando completamente sola y a merced de la baronesa y su director sería inútil su resistencia.

Por esto se limitó a responder evasivamente a todas aquellas excitaciones, y con una astucia que sus dos consejeros no podían recelar en ella, dióles a entender que estaba dispuesta a abrazar la vida monástica, pero que deseaba un plazo para dedicarse a preparar su alma y fortificar su débil cuerpo.

Enriqueta hacía una vida casi claustral, pues su hermanastra era una especie de cancerbero que, interponiéndose entre ella y el mundo, impedía a la joven todo contacto con la sociedad.

Quirós no visitaba ya a la baronesa y sorprendió a ésta hablando un día con su poderoso director y aplicando los más denigrantes calificativos al escritor católico.

Dos meses después de aquella fatal noche, Enriqueta salió por fin a la calle acompañada de su hermanastra, la cual accedía por fin a los consejos del doctor Peláez que pedía para la joven muchos paseos y ejercicios corporales, so pena de que volviese a aparecer la enfermedad con más terrible carácter.

Enriqueta, a poco de entrar en el paseo de la Castellana, conoció su situación social. Sus antiguas amigas volvían el rostro por no saludarla, cientos de ojos se fijaban en ella insolentemente con maliciosa curiosidad y varias veces sorprendió a muchas personas señalándola con expresivo ademán que la llenaba de rubor. La presencia de Quirós, que con aire triunfal se paseaba a pie, siendo objeto de la curiosidad de la gente que ocupaba los coches, dio a entender a Enriqueta el significado de aquella general murmuración.

La virtuosa sociedad aristocrática, clase digna del mayor respeto por lo bien que sabe sofocar el escándalo poniendo a un lado el amante y al otro el confesor, señalaba a Enriqueta con el dedo como la amante de una noche del simpático Quirós, indignándose santamente al ver que su familia no se apresuraba a remediar por medio del matrimonio aquel suceso que redundaba en desprestigio de la privilegiada clase.

La joven, irritada por aquel engaño general, hubiese querido protestar; creía preciso decir que Quirós era un falsario y que el único hombre a quien ella había amado era el revolucionario Esteban Álvarez… pero ¿para qué? Nadie la creería; resultaban muy novelescos e inverosímiles los amoríos de una joven aristócrata con un conspirador que estaba sentenciado a muerte, y además era ya tarde para hacer tal declaración. Ella, vigilada por su hermana, no podía ir de una en otra persona dando explicaciones que nadie le pedía, y Quirós había sabido manejarse tan hábilmente, que era general y arraigada la opinión que le consideraba como raptor de Enriqueta.

Tan terrible fue la impresión que experimentó la joven que ya no quiso salir más a paseo y permaneció encastillada en su cuarto, evitando hasta el entrar en el salón de la baronesa como si las pocas personas que visitaban a ésta pudieran hacer al verla los mismos comentarios infamantes que le producían un terrible remordimiento.

Por entonces comenzó a experimentar con mayor fuerza ciertos síntomas que ya se habían marcado antes en su organismo aunque ella no les daba gran importancia.

Tuvo continuamente náuseas, vomitó con frecuencia y algunas noches sintió algo extraño y doloroso en sus entrañas.

Enriqueta no era tan inocente que no llegase a comprender lo que aquello significaba y por eso su terror fue inmenso cuando, a pesar de todas las precauciones martirizantes a que obligaba su cuerpo para ocultar su estado, doña Fernanda se enteró de lo que ocurría.

La ira de la baronesa no tuvo límites. Dio dos soberbias bofetadas a Enriqueta y en este mismo tono hubiera seguido a no ser porque la detuvo alguna oculta consideración. Pero de palabra supo desahogar su rabia.

—¡Ah, grandísima cochina! ¡En buena nos has metido! Ahora te salen a la cara tus porquerías con aquel pillete que debía estar en España para que le dieran garrote.

Así nombraba doña Fernanda al capitán Álvarez por primera vez, después de la célebre noche de la fuga.

Desde que la baronesa hizo tan fatal descubrimiento no hubo ya tranquilidad en aquella casa.

Sus conferencias con el padre Claudio fueron numerosas, y Enriqueta no tardó en notar que algo muy importante inquietaba al director y su penitenta.

Las desgracias y más que todo aquella existencia árida y monótona habían modificado el carácter de la joven haciéndola curiosa hasta la imprudencia. Por mil medios procuraba ella escuchar los diálogos entre el jesuita y la baronesa y así pudo saber lo que ocurría.

Aquel Quirós o era el mismo diablo o por lo menos tenía hecho pacto con Satanás, pues únicamente de este modo podía comprender doña Fernanda que sin entrar en la casa ni mantener con su persona la menor relación, tuviera conocimiento del estado en que se hallaba Enriqueta.

—Ese canalla —decía el padre Claudio a su penitenta refiriéndose a Quirós— se da buena maña en deshonrar a Enriqueta para conseguir sus fines. Ahora va proclamando por todas partes el estado en que se halla la niña y dice a cuantos le quieren oír que nosotros por nuestro egoísmo nos oponemos a que él y Enriqueta se casen a pesar de lo mucho que se aman.

La baronesa desesperábase al saber las tretas de su antiguo amigo que demostraba ser un perfecto aventurero.

Lo que más excitaba su rabia, era el reconocer que el padre Claudio se declaraba impotente para combatir a aquel travieso enemigo. Recordaba el jesuita lo mucho que el escritor católico podía decir contra la Orden y sus negocios, y esto hacía que se limitase a lamentarse de su audacia sin atreverse a poner en juego contra él su poderosa influencia.

La cínica propaganda de Quirós dio pronto sus resultados.

La baronesa apenas si podía salir de su casa sin verse obligada a tratar tan enojoso asunto, emprendiendo agrias discusiones con sus antiguas amigas, que en nombre de la moral y para evitar un escándalo deshonroso para la clase, le pedían que casase a la niña cuanto antes. En las juntas de cofradía veíase obligada a disputar muchas veces con beatas aristocráticas a las que consideraba como amigas inseparables, las cuales llevadas de esa falsa bondad que obliga a mezclarse en todos los negocios que nada importan, tomaban la defensa de Quirós, al cual elogiaban como buen muchacho y de sanos principios y dando por seguro que Enriqueta y él se amaban desde mucho tiempo antes, pedían a doña Fernanda que remediase el terrible escándalo e hiciese la felicidad de aquellos muchachos casándolos.

Bien había sabido urdir su plan aquel infame Joaquinito, impidiendo a la baronesa que lo deshiciera relatando la verdad de todo lo ocurrido.

Doña Fernanda, para desenmascarar a aquel farsante, podía decir que el verdadero amante de su hermana, el hombre tras el cual ésta había huido, era un pobre militar y por añadidura revolucionario; pero el orgullo de clase —circunstancia sabiamente prevista por Quirós— se rebelaba impidiendo a la baronesa hacer tal declaración, que atacaba el prestigio de la familia y su tradición religiosa y monárquica, y una vez que hablando con la más íntima de sus amigas se atrevió a iniciar algo de lo ocurrido, revelando el nombre del verdadero seductor, se detuvo al ver la sonrisa incrédula con que sus palabras eran acogidas.

Era inútil decir la verdad, pues aquel público preocupado de antemano y hábilmente influido por Quirós la acogería como una pura novela.

Conforme crecían el escándalo y la murmuración, la rabia del jesuita y su penitenta iban en aumento. Urgíales tomar una resolución para poner término a aquel estado de cosas que era el continuo tema de conversación en los salones.

Llevar a Enriqueta a un convento era imposible. La joven se resistía, y además, esto hubiera recrudecido la cruzada que Quirós levantaba contra la baronesa y su director, pintándolos como monstruos, que por egoísmo se oponían a la unión santa de dos jóvenes amantes.

Pero el padre Claudio, conforme aumentaban los obstáculos, se revolvía más furioso contra ellos y además le ponía fuera de sí el aire triunfal y la sonrisita de superioridad que Quirós ostentaba cada vez que lo encontraba a su paso.

No eran ya sus planes sobre el porvenir de Enriqueta lo que le hacía defenderse tercamente de las maniobras de aquel aventurero; era su orgullo herido, pues la consideración de que el maestro pudiera ser vencido por aquel intrigantuelo audaz, le ponía fuera de sí.

Casi al mismo tiempo se le ocurrió a él y a la baronesa idéntica idea. Llamaron al doctor Zarzoso, y el padre Claudio, con la gran confianza que le daba su superioridad sobre el protegido, ordenole sin duda el aborto; pero Enriqueta estaba sobre aviso. Palabras sueltas oídas al descuido, y su instinto de mujer que parecía haberse aguzado con tan continuas peripecias, la hacían presentir lo que contra ella se tramaba y por esto se negó rotundamente a tomar cuantas medicinas le ordenaba Zarzoso, ni a cumplir muchos de los mandatos de su hermanastra.

Hubo a diario escandalosos altercados y golpes a granel en la casa de Baselga; la servidumbre, siempre curiosa, se enteró de cuanto ocurría entre las dos hermanas, y aquel endiablado Quirós que estaba al corriente de todo lo que sucedía (como si algún duende en forma de doncella o de lacayo fuera a hablarle al oído a cambio de un billete de cinco duros), extremó más que nunca sus ataques contra la baronesa y su director diciendo que querían envenenar a la pobre Enriqueta, o por lo menos hacerla abortar para lo cual recibía los más bárbaros tratamientos.

Él daba detalles a cuantos se los pedían en los salones sobre los tormentos sufridos por Enriqueta y aseguraba que la infeliz cediendo a las amenazas de sus tiranos, tercos en su propósito de impedir el casamiento, aseguraba que no era con él con quien se había fugado sino con un capitán que ahora estaba emigrado. Y todos los oyentes de Quirós sonreían sarcásticamente al escuchar esto, confesando que la baronesa demostraba poca imaginación al inventar una historia tan ridícula e inverosímil como era la de los amores de su hermana con un revolucionario.

Por aquella afirmación que la infeliz Enriqueta hacía para contentar a su hermana, de que Quirós no había sido su raptor, permanecía inactivo el escritor católico y no solicitaba el auxilio de los tribunales; pero ya que le era imposible valerse de su derecho se defendería con la pluma, su única arma, y ya estaba preparando un folleto en el que relataría todo lo ocurrido demostrando quiénes eran la baronesa y su director.

Crecía con esto la importancia de Quirós, que considerado por muchos como un segundo Abelardo, separado violentamente de su Eloísa, paseaba por los salones su romántica aureola de amante desgraciado.

El padre Claudio rugía de furor contra aquel farsante que parecía gozarse en su desesperación.

Intentó poner en juego todos los ocultos resortes de que disponía para mover y transformar la opinión pública; pero fue en vano. Sus subordinados en los confesonarios, en las visitas y hasta en el púlpito, con alusiones bastante claras intentaron hacer saber toda la verdad al aristocrático público; pero el trabajo resultó infructuoso. Aquella sociedad elegante respetaba mucho al padre Claudio pero no tenía en menos aprecio el satisfacer su curiosidad maligna, hambrienta de escándalos, y entre el jesuita y el placer que le proporcionaba el comentar aquella lucha, despreciaba al primero y se ponía resueltamente al lado de Quirós.

Mientras tanto adelantaba el embarazo y aquel escándalo del cual Enriqueta apenas si tenía noticia, se hacía cada vez más intolerable para la baronesa que casi había roto las relaciones con todas sus amigas y evitaba el presentarse en público como si ella fuese la que se hallaba en un estado deshonroso.

Un día Enriqueta recibió del padre Claudio, y como a quemarropa, la proposición de casarse con Joaquinito Quirós.

Ella jamás supo la causa de aquella rápida transformación, ni la baronesa pudo explicarse claramente el rápido cambio que experimentó su director, antes tan tenaz en combatir a Quirós y «su infame canallada» como decía en sus momentos de desesperación impotente; pero todo se explicaba sabiéndose que Joaquinito había estado el día anterior en el despacho del padre Claudio.

Audaz era éste y sin embargo, quedó pasmado ante la insolencia de aquel mozo que, sin inmutarse al ver la acogida casi feroz que le hacía el jesuita le dijo así:

—Creo que ya nos hemos hecho bastante la guerra y que no es necesario pasemos adelante para saber quiénes son el vencedor y el vencido. ¿No es lástima, querido maestro, que dos hombres de nuestro valor se hagan la guerra y se destrocen para servir de diversión a toda esa gente aristocrática estúpida de nacimiento? Que esto cese y a ver si nos arreglamos. Yo lo necesito a usted para que me proteja y encumbre y a vuestra paternidad le resultan muy buenos mis servicios en ciertas ocasiones. Recuerde usted hace pocos meses lo bien que le serví en el asunto de Tomasa, aquella vieja gruñona. ¡Vaya, querido maestro! Nos acreditamos esta vez de imbéciles si no nos entendemos. Usted le busca a Enriqueta sus millones y yo también: en este punto estamos de perfecto acuerdo; a ver si nos ponemos del mismo modo en los demás. Usted tiene ya seguros los millones de Ricardito Baselga, a quien ya me parece estar viendo embutido en la sotana de la Compañía. Los de Enriqueta serán también de usted con el tiempo; pero cáseme usted con ella; déjeme que goce sus riquezas en usufructo y me proporcione otras con audaces especulaciones, que yo le aseguro seré su más fiel discípulo y antes que defraudarle cuidaré de administrar acertadamente los bienes de mi mujer. La fortuna de Enriqueta será de la Orden: todo consistirá en que ingrese en el tesoro de la Compañía algunos años después de lo que usted había pensado. ¡Qué!… ¿Estamos acordes, querido maestro? ¿Volvemos a ser otra vez buenos amigos?

Y el aventurero tendió su mano al poderoso jesuita.

Pudo ser convencimiento de la propia impotencia, simpatía por un discípulo tan hábil y aprovechado o ambas cosas a un mismo tiempo; pero lo cierto es que el padre Claudio cediendo repentinamente, estrechó la mano de Quirós y la unión entre ambos quedó pactada.

El resultado de esta escena, que quedó en secreto aun para la misma baronesa, fue que el jesuita se declarara partidario repentinamente de una solución antes tan odiada como era la de casar a Enriqueta con Quirós.

Doña Fernanda, acostumbrada a obedecer sin réplica a su poderoso director, ayudole en la tarea de convencer a Enriqueta y hasta el padre Felipe, el bonachón «caballo padre» de la Compañía que, como de costumbre, pegado a las faldas de la baronesa era el más sólido lazo que unía a ésta con la Orden, puso de su parte cuanto pudo para convencer a la joven de que debía dar su mano a un muchacho tan honrado y buen católico.

Enriqueta que, aunque no por completo, conocía algo del escándalo que hacía trizas su nombre y que sabía que el mundo la suponía enamorada de Quirós, odiaba a éste a pesar de que aún creía que en aquella noche fatal él había sido el salvador del capitán Álvarez.

La consideración de que aquel hombre aparecía a los ojos del mundo ocupando el lugar que únicamente correspondía a Álvarez, era suficiente para que ella lo mirase con marcada antipatía y por esto cuando el jesuita le propuso el casamiento con Quirós, contestó con una negativa rotunda.

Cuando Enriqueta en el fondo de la oscura capilla al relatar a su antiguo amante su vida durante tan larga ausencia, llegó al punto de su matrimonio con Quirós, su voz se hizo aún más débil y temblorosa y las lágrimas volvieron a correr por su rostro.

Ella sabía bien que no podía justificar la locura y la infidelidad con que había procedido al dar su mano a Quirós, pero quería demostrar que no era por completo culpable de tal veleidad y que a las circunstancias era a quien debía hacerse responsables antes que a ella.

El padre Claudio la asedió a todas horas con sus consejos, dichos en tono paternal, demostrándole bajo los más diversos aspectos que su casamiento con Quirós era lo único que podía poner a salvo su honra y la de la familia. Era inútil que ella se extremase en demostrar que el capitán Álvarez era su verdadero seductor y que en aquella noche infausta Quirós no había desempeñado otro papel que el de amigo oficioso. La sociedad creía tenazmente lo contrario y consideraba los amores de Enriqueta con un revolucionario como una fábula ridícula inventada por la baronesa y su director. Tomasa que era el único testigo que podía probar lo contrario había muerto.

Comprendía el jesuita que la resistencia de la joven descansaba principalmente en el amor que aún sentía por Álvarez y a combatir esta pasión dirigiéronse todos sus esfuerzos.

Con aquella facilidad de expresión que tan convincentes hacía sus palabras, el padre Claudio turbó la firmeza amorosa de la joven haciéndole ver que era una locura seguir adorando a un hombre que la abandonó en críticas circunstancias y que ahora viviendo en París, halagado por todas las impúdicas seducciones de la gran metrópoli, no se acordaba de ella.

Esto producía mucho daño a Enriqueta, la cual condoliéndose de que Álvarez no le hubiera escrito desde que huyó, se inclinaba a creer en aquel olvido que para martirizarla le recordaba el padre Claudio.

Ignoraba la infeliz que la baronesa llevaba ya quemadas unas cuantas cartas de Álvarez.

Conforme se desvanecía la fe de la joven, el jesuita redoblaba sus ataques pintando a Quirós como un dechado de perfecciones y de caballerosidad. El padre Claudio se enfadaba al notar la antipatía que la joven profesaba a Joaquinito. ¡Pobre muchacho! ¡Odiarlo justamente por una de sus más nobles acciones! Porque ahora resultaba, según las afirmaciones del jesuita, que si Quirós había mentido presentándose en público como el raptor de Enriqueta era tan sólo por salvar a ésta, a la que amaba en silencio desde mucho tiempo antes y evitar que fuese complicada en la causa que se había formado a Álvarez como conspirador.

Además, su abnegación era sublime y digna de las mayores consideraciones. Sólo un alma grande, un hombre verdaderamente enamorado era capaz de ofrecer su mano y su honor a una joven que casi había visto en los brazos de otro.

Todo esto impresionaba poco a Enriqueta, pero últimamente el jesuita la conmovió profundamente con una proposición que le hizo en nombre de la baronesa.

El honor de una familia tan ilustre no había de quedar por los suelos. O se casaba con Quirós, lo que haría terminar tan vergonzosa situación cortando de raíz las murmuraciones, o entraba inmediatamente en un convento para expiar su falta con continuas oraciones.

Enriqueta, al llegar a este punto de su relación, se detuvo como si la vergüenza le impidiera seguir adelante y al fin dijo con voz temblorosa:

—Fui débil y cedí. Los placeres del mundo me atraían aún y temblaba solamente al pensar que podía verme encerrada en un convento para siempre. Por otra parte me movía una consideración de faena irresistible. Sentía agitarse en mis entrañas un ser al que amaba con delirio antes de haberlo visto y con el cual conversaba como una loca en la soledad de mi cuarto. ¿Iba a ser por mi culpa un desgraciado, sin nombre y sin padres conocidos, al cual mirase la sociedad como un fruto de deshonra? Esto fue lo que me impulsó a ser perjura, a olvidarme de ti por el momento uniéndome a un hombre a quien aborrezco. Fui traidora, te ofendí del modo más villano pero todo lo hice con tal de borrar el deshonor de la frente de mi hija. Sacrifiqué tu amor a cambio de la felicidad de un ser que lleva tu sangre.

Esteban, impresionado por las últimas palabras, pareció olvidarse de todo lo dicho anteriormente por Enriqueta.

Parecía dudar ante una felicidad inesperada.

—¡Pero esa niña!… ¿Es realmente hija mía?

—Sí, Esteban. Mi María es tan hija tuya como mía. Te lo juro por la memoria de mi madre cuyo nombre lleva ella.

—¡Ah!, ¡hija mía! —murmuró Álvarez con acento inexplicable.

Y las lágrimas asomaron a los ojos de aquel hombre enérgico cuyo férreo carácter no habían logrado nunca enternecer las más supremas emociones.

III. EL PRESENTE DE ENRIQUETA

Quedaron silenciosos los dos antiguos amantes durante algunos minutos, como saboreando el placer que les producía pensar en el ser inocente venido al mundo, cual recuerdo de aquella noche de amor tan trágicamente interrumpida.

Enriqueta fue la primera en romper aquel silencio, pues sentía deseos de hacer olvidar el pasado a Álvarez hablando únicamente de su hija.

—¡Si vieras cuán hermosa es! Su parecido contigo es tan exacto, que hasta Fernanda, que te ha visto pocas veces, lo notó desde el primer instante. Bastaría que vieses a mi Marujita un solo momento para que inmediatamente te convencieras de que es tu hija. Hay algo en aquellos ojitos que es una chispa de la misma luz que brilla en los tuyos.

Álvarez seguía pensativo y de vez en cuando fruncía las cejas como agobiado por una idea penosa. Por fin habló para preguntar a Enriqueta con cierta rudeza:

—Y tú, ¿amas mucho a tu esposo?

—¡Quién!… ¿Yo? Lo aborrezco. Es un infame.

—Entonces serás muy desgraciada.

—Tengo a mi hija y esto me basta. Nunca he amado a Quirós. En los primeros días de nuestro matrimonio, le miraba con indiferencia benévola. Lo consideraba como una persona amable con la que estaba obligada a vivir, y procuraba tratarle con cierto afecto, aunque evitando siempre la menor intimidad

—¿Y las costumbres matrimoniales? —pregunta Álvarez con tono de incredulidad.

—No han existido nunca para nosotros. Cuando preparado ya el asunto por el padre Claudio vino Quirós a casa a pedir mi mano a Fernanda, yo le hablé con entera claridad, recordándole el amor que a ti te profesaba. Fingió él gran desesperación por mis palabras; pero con todo se conformó, con tal de ser mi esposo, diciendo que el tiempo se encargaría de hacerle justicia y de procurar que yo le amase aunque sólo fuese un poco. Las condiciones que entonces pactamos se han observado hasta hoy. A la vista de la sociedad somos un matrimonio cual todos, con nuestras alternativas de cariño y de enfado; pero en la intimidad dentro del hogar, Quirós y yo nos tratamos con toda la ceremoniosa frialdad de los príncipes que por razón de Estado, se unen para siempre. Mis habitaciones están a un extremo de la casa y las suyas al otro; pasan días sin que crucemos más palabras que las que nos obliga a fingir la presencia de algún extraño. Los dos tenemos muy diversas preocupaciones que nos obligan a no pensar en nuestra situación. Él sólo se ocupa de la política, de su periódico y de todos los medios propios para convertirse en un personaje importante, y yo dedico el día entero al cuidado de mi hija.

—¿Pero ese hombre nunca ha intentado hacer valer sus derechos de marido?

—Sí, hubo una época, a raíz de nuestro casamiento, en que emprendió la conquista de mi afecto en toda regla. Mostrábase amable hasta la impertinencia, y me asediaba de mil modos; pero de entonces data el odio que le profeso y que reemplazó a la antigua indiferencia con que le miraba. Un día, creyendo con ello halagarme y demostrar la intensidad de su amor, me hizo una confesión monstruosa, horrible. Desde entonces lo detesto considerándolo como un ser abyecto y repugnante.

—¿Qué te dijo? —se apresuró a preguntar Álvarez—. ¿Dudas decírmelo? ¿No tengo yo derecho para saber todas tus cosas?

Enriqueta no disputaba a su antiguo amante el derecho de saber cuanto le ocurría, aun aquello de carácter más íntimo pero se resistía a revelarle aquella declaración de Quirós, que ponía al descubierto toda la ruindad de su alma.

Ella no quería crear conflictos ni aumentar la desesperación de su antiguo amante. Aunque odiase a Quirós, al fin era su marido ante el mundo y no debía concitar contra él las iras de nadie.

Álvarez como si adivinase lo mucho que le importaba aquella declaración importunaba a Enriqueta para que hablase.

Rogó, amenazó, manifestose ofendido en su dignidad y al fin, después de muchas vacilaciones y de hacerle prometer que no intentaría nada contra Quirós, se decidió Enriqueta a hablar, vencida por la curiosa tenacidad de su amante.

—Pues bien, ese hombre que ahora se llama mi esposo es el autor de tu desgracia y por tanto de la mía. Él fue quien te delató al Gobierno como conspirador, facilitándote después la huida para apoderarse mejor de mí.

Álvarez no esperaba aquella revelación; así es que hizo un marcado ademán de sorpresa. Pero pronto la reflexión le hizo creer que era imposible aquello que Enriqueta le revelaba.

—Eso no puede ser —dijo—. Quirós no me conocía ni sabía que tú me amabas, y mal pudo averiguar mis compromisos políticos que yo ocultaba con tanto cuidado.

—Mi marido fue el delator. Es inútil que te empeñes en reflexionar sobre la certeza de lo que te digo. Él mismo me confesó su crimen un día que yo resistía como siempre a sus halagos amorosos. Me dijo entonces que me amaba desde el primer día que entró en casa haciéndose amigo de mi padre, y además, que conociendo mis relaciones contigo, y enloquecido por los celos, te había delatado con el deseo de que huyeses o perdieras la vida, pudiendo él entonces dedicarse con entera libertad a mi conquista. Él me hizo tan horrorosa confesión con el propósito de demostrarme la inmensidad de su amor, que le había conducido hasta el crimen; pero desde entones le odio y siento ante él la misma repugnancia que en presencia de una inmunda alimaña. Debe él haber conocido el horror que me inspira, por cuanto desde entonces ha cesado de importunarme con sus demandas amorosas y se dedica en absoluto a sus aficiones políticas.

Esteban estaba convencido de la maldad de Quirós. Aunque no podía comprender por qué medios el repugnante aventurero había averiguado sus compromisos revolucionarios, la declaración de Enriqueta borraba todas las dudas que pudieran ocurrírsele.

Él, durante la época de su emigración en París y recordando sus desgracias, había llegado a creer que el delator era el padre Claudio terriblemente ofendido y ansioso de venganza por la conferencia algo violenta que ambos habían tenido en la plaza de Oriente; pero ahora desechaba sus anteriores sospechas para hacer caer toda la responsabilidad sobre Quirós.

Ignoraba que el jesuita y su discípulo iban íntimamente unidos en el asunto de la delación.

Enriqueta, después de hacer aquella declaración, mostrábase arrepentida de su femenil ligereza y procuraba convencerse de que su antiguo amante no intentaría nada contra Quirós.

—No te preocupes tanto en favor de ese canalla —dijo Álvarez con rudeza—. Por más que te empeñes y ruegues en su favor, día ha de llegar en que yo le exija severas cuentas por su infame conducta. Mas por el momento permanece tranquila. Pesan sobre mí peligros muy terribles y tengo demasiado interés en permanecer oculto para que vaya yo a comprometerme y a poner en peligro una empresa casi santa presentándome ante ese miserable. Ya vendrá el tiempo en que a la luz del día podré retar a tu marido concediéndole la honra de morir como un caballero.

El interés que manifestaba Álvarez en permanecer oculto hizo pensar a Enriqueta en la situación aventurada que atravesaba su amante.

—Haces bien en ocultarte —le dijo—. Según he oído varias veces a mi hermana, una sentencia de muerte pesa sobre ti, y es realmente una imprudencia que te presentes en las calles en pleno día. ¿A qué has venido a Madrid?

Álvarez sonrió con expresión algo feroz.

—No tardarás en saberlo, y contigo todo Madrid. Mi presencia en España nada bueno indica para lo existente. Soy como esas aves funestas que vuelan delante de la tempestad anunciándola y pronto estallará el trueno sobre esas santas instituciones de que hablaba hace poco ese jesuita empalagoso que no sé cómo escuchas con calma. Ya veremos si todo ese público distinguido que tanto se entusiasmaba hace poco, sabe salir a la defensa de lo que va a perecer.

Enriqueta que, a pesar de todo su amor, estaba influida por las preocupaciones de clase, se estremeció al escuchar tales palabras y miró alarmada a Álvarez.

—Pero ¡Dios mío!, ¿qué vais a hacer?

Esteban no contestó, limitándose a sonreír del mismo modo que antes.

Quedaron silenciosos los dos amantes y oyeron sonar en el fondo de la iglesia un ruido de hierros que poco a poco iba acercándose.

Era el sacristán que, agitando un gran manojo de llaves, iba por las capillas diciendo en alta voz a las beatas rezagadas.

«Se va a cerrar. ¡A la calle, pronto, que voy a cerrar!». Nos echan de aquí —dijo Esteban.

—Sí, separémonos antes que nos vean juntos en esta capilla oscura. Adiós, Esteban.

—¡Eh!, aguarda. ¿Crees que podemos separarnos así? ¿No he de volver a verte? ¿O es que quieres que pase espiando unas cuantas tardes la puerta de tu casa aguardando con ansia una ocasión propicia para hablarte?

—No, Esteban; no conviene que nos veamos. En mi estado no son muy regulares estos encuentros, y aunque yo permanezca fiel a mis deberes como estoy dispuesta a hacerlo siempre, nuestras entrevistas serán conocidas y darán pábulo a la murmuración. Además, a ti te conviene permanecer oculto.

—¿Y mi hija? ¿Crees tú que podré yo permanecer tranquilo sabiendo que tengo una hija y sin haberla visto nunca? No, Enriqueta, es preciso que yo la vea, para besarla, para experimentar ese goce paternal que hasta ahora sólo conozco a medias. Enriqueta, ya sabes que yo nunca me detengo cuando me empeño en conseguir lo que deseo. Déjame ver a nuestra hija, o me siento capaz de entrar en tu casa a viva fuerza y hacer una locura, aunque esto me descubra y ponga en peligro mi vida.

Enriqueta sabía que Álvarez era capaz de cumplir sus promesas, y como al mismo tiempo viese en su rostro una expresión conmovedora de súplica, se decidió en favor de lo que le pedía.

—Bien; verás a María. No debíamos hablarnos más, pero que así te empeñas, volveremos a repetir nuestras conferencias aun cuando tengo la convicción de que esto ha de producirnos alguna desgracia.

—¿Cuándo veré a la niña?

—No puedo decírtelo; pero buscaré ocasión propicia para ello. Por de pronto, quedemos acordes sobre el punto donde volveremos a vernos.

—Aquí mismo: es el lugar más seguro para mí.

—Está bien. Pasado mañana dará el padre Luis su última conferencia. Espérame como hoy en este mismo sitio, y ya te diré entonces lo que hemos de hacer para que tú veas a nuestra hija.

—¡Señores! ¡Qué voy a cerrar! ¡Qué se va a cerrar! —gritó el sacristán próximo a la capilla, agitando sus llaves resonantes.

Los dos antiguos amantes se estrecharon las manos, dándose un mudo adiós.

Álvarez, conmovido sin duda por la dulce tibieza de aquellas finas manos, acercó su rostro al de Enriqueta, pero ésta se desasió, separándose rápidamente con las mejillas teñidas por el rubor.

—¡Aquí!… ¡oh, no! ¡Qué horror! Piensa en mi estado actual, y no intentes la menor cosa si quieres que sigamos viéndonos. Seremos dos buenos amigos, o de lo contrario, si eres malo te odiaré. ¡Adiós, Esteban!

Cuando el sacristán agitó sus llaves frente a la capilla, los dos amantes, uno en pos del otro, salían ya de la iglesia.

IV. RENUÉVANSE LAS RELACIONES

Poco a poco fue restableciéndose entre los dos antiguos amantes un afecto, que si no era igual a la pasada pasión, equivalía a algo más que a una intimidad amistosa.

El adormecido amor volvía renacer en Enriqueta y, aun cuando ella, en su interior, se dirigía a sí misma sermones morales recordando sus deberes y el peligro que corría cediendo a la pasión, lo cierto es que muchas veces se olvidaba de que a los ojos de la sociedad pertenecía a otro hombre, y se entregaba sin reserva al trato con Álvarez.

La vigilancia de la baronesa y el género de vida que hasta entonces había hecho, no le permitían salir con frecuencia de su casa completamente sola, pero aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para cambiar unas cuantas palabras con Álvarez, unas veces ante el escaparate de una tienda elegante, otras en las alamedas del Retiro, y las más en alguna iglesia donde no fuera muy grande la concurrencia de fieles.

Tanto atrajo a Enriqueta aquel hombre cuya presencia y palabras parecían transportarla a la época más feliz de su vida, que comenzaba a vigilar con menos cuidado a su idolatrada niña y a permitir que la baronesa la tuviera horas eternas en su salón, a pesar de que temía que aquel pequeño ser fuera víctima de alguna asechanza infame.

Enriqueta recordaba aún con horror aquel período de su embarazo durante el cual su hermana y el doctor habían empleado todos los medios para matar la criatura que llevaba en sus entrañas.

Aquella niña estorbaba a doña Fernanda, y como Enriqueta conociendo los sentimientos de su hermana, sabía de lo que era capaz, de ahí que temiera que con su hija se repitieran las mismas criminales tentativas que contra ella.

El vehemente deseo que Álvarez sentía de ver a su bija cumplióse por fin una tarde en que Enriqueta, aprovechando una ausencia de su hermana, salió en coche con la pasiega encargada del cuidado de la niña.

En el paseo, Álvarez, fingiendo ser un amigo íntimo de la familia para no excitar las sospechas de los cocheros y de la doméstica, saludó a Enriqueta y después de una conversación sin importancia, subió al carruaje, tomando en sus brazos la niña que contemplaba aquel rostro desconocido con marcada alarma.

¡Cuan dolorosos esfuerzos hubo de hacer aquel padre para ocultar sus impresiones y no derramar lágrimas de alegría al estrechar la niña en sus brazos!

Aunque muy torpemente, fingió esa indiferencia cariñosa propia de las personas que por cortesía acarician niños ajenos; pero cuando molestada por el roce de sus recios bigotes la niña rompió a gimotear agitándose furiosa en sus brazos, el infeliz padre estuvo próximo a llorar de pena.

Parecíale que su hija se negaba a reconocerle y sintió impulsos de decirle en acento de dulce reproche:

—¡Cállate, pequeñuela! ¿No sabes que soy tu padre?

Varias veces vio del mismo modo el emigrado a su hija y en todas ocasiones se separó entristecido, pues notaba en la pequeña María un desvío y una alarma que le causaban daño.

Durante el tiempo que se verificaron aquellas entrevistas, algunas de las cuales resultaban audaces, pues eran en puntos donde Enriqueta podía ser fácilmente conocida, la joven señora notó en su antiguo amante algo que, despertando sus preocupaciones de clase, la llenaba de terror.

Semanas enteras transcurrían a veces, sin que le viera Enriqueta, que salía muchas veces con la esperanza de que Álvarez, que siempre surgía a su paso como un personaje fantástico, apareciera por alguna parte.

Después Esteban durante muchos días volvía a rondar la calle, recatándose de ser visto y aprovechaba la menor ocasión para hablar con Enriqueta, y cuando ésta se atrevía a interrogarle sobre aquellas extrañas ausencias, el conspirador sonreía de un modo feroz y hablaba de tempestades que estaban próximas.

Enriqueta, a pesar de su inocencia en asuntos políticos, comprendía que algún suceso grave iba a verificarse, y al pensar en el peligro que iba a correr Álvarez, la figura de éste se agrandaba de un modo heroico en su imaginación.

Ella, que por haber oído muchas veces a la escogida sociedad que reunía su hermana, hablar de los furores de la demagogia y del salvajismo de las turbas, odiaba todo lo que significara revolución; no podía menos de alterarse al ver al hombre adorado expresándose de un modo tan terrible; pero la pasión hacía enmudecer todas sus preocupaciones y Álvarez era siempre para ella aquel ser que le había revelado la existencia del amor.

Podía ella, escudada en su estado y recordando sus deberes, oponerse con tenacidad indomable a aquellas pretensiones atrevidas que renacían en Álvarez como retoños de la antigua pasión y que la hacían acoger con expresión ceñuda todos sus osados avances; pero, a pesar de esto, el terrible conspirador era el único hombre que moralmente la poseía y cuya imagen ocupaba por completo su imaginación.

V. MAL ENCUENTRO

Se hallaba Esteban Álvarez hacía ya dos horas en la calle de Atocha espiando desde alguna distancia la casa de Enriqueta.

Era domingo, habían ya dado las diez de la mañana y Álvarez esperaba, confiando en que Enriqueta saldría a misa, sola como otras veces, y podría cambiar con ella algunas palabras a la puerta de la iglesia.

Paseaba el conspirador embozado en su capa para no llamar la atención, y en una de sus vueltas, que le alejó bastante de casa de Enriqueta, al desandar lo recorrido y volver hacia su punto de partida, o sea cerca de la casa de Baselga, vio a pocos pasos en el centro de la acera, a un caballero que envolvía en un rico gabán de pieles una obesidad extraña en un hombre joven.

A aquellas horas en que el Madrid elegante todavía estaba en la cama descansando de los placeres de la noche anterior, resultaba algo raro ver en la calle un personaje tan elegantemente vestido, y tal vez por esto Álvarez fijó en él su atención.

Parecióle en el primer momento al conspirador encontrar algo en aquel hombre que le era conocido y le recordaba algún suceso del pasado que él no podía explicarse tan de repente; pero pasado el efecto que le produjo la primera ojeada, aquella reminiscencia fue desvaneciéndose y, al cruzarse con el bien portado personaje, ya no notaba en él nada conocido.

No ocurría lo mismo a aquel caballero.

Cuando estaba aún separado de Álvarez por algunos pasos de distancia, mirábalo con indiferencia como a un transeúnte descontado, pero al encontrarse junto a él y fijarse en las facciones de Álvarez, que en aquel momento dejaba al descubierto el embozo, su rostro palideció y toda su persona agitose con esa conmoción que produce un encuentro inesperado.

Esta impresión no pasó desapercibida para Álvarez, que volvió a fijarse en el desconocido, haciendo esfuerzos mentales para recordar quién era.

Ya había pasado el caballero de las pieles y se alejaba volviéndole la espalda, a pesar de lo cual, todavía Álvarez, parado y con la mirada fija, siguió examinándolo.

Volvió la cabeza un poco el desconocido para ver si le miraba Álvarez, y entonces, al presentar su rostro de perfil, fue reconocido inmediatamente.

Los rasgos típicos de Quirós surgieron a los ojos de Álvarez destacándose de aquel rostro grasoso y prematuramente marchito.

Aquel descubrimiento conmovió profundamente al conspirador.

Era la primera vez que veía a aquel hombre después de la triste noche en que le conoció, y el recuerdo de su infame traición surgió inmediatamente en su cerebro.

Aquél era el hombre que le había robado la mujer amada; el cínico aventurero que ahora gozaba la opulencia conquistada por medio de sus infamias y que salía de su casa contento y satisfecho como un ciudadano que siente tranquila su conciencia.

Esteban experimentó una repentina indignación que rápidamente se apoderaba de él hasta embriagarlo de rabia, e instintivamente, sin darse cuenta de lo que hacía, siguió a Quirós, quien había apresurado el paso al notar que acababa de reconocerle aquel hombre a quien tanto temía.

En la plaza de Antón Martín fue alcanzado por Esteban, quien se colocó familiarmente a su lado.

Quirós temblaba al sentir a sus espaldas los pasos de aquel hombre que se acercaba rápidamente, pero al verle a su lado hizo, como vulgarmente se dice de tripas corazón, y asomó a sus labios la más amable de las sonrisas.

—¿Me conoce usted? —preguntó Álvarez con voz que enronquecía la ira.

—No tengo el honor… —contestó Quirós, siempre sonriente, y deseoso de prolongar aquella situación difícil con amables palabras.

—Pues soy Esteban Álvarez —le interrumpió el conspirador—. Ya sabe usted que tenemos una antigua cuentecita que saldar y aprovecho la ocasión de encontrarle. A un canalla como usted hay derecho de sobra para aplastarlo aquí mismo, pero soy generoso y le doy tiempo para morir como un caballero. ¿Cuándo estará usted dispuesto a romperse el bautismo conmigo?

—Pero ¡por Dios!, señor Álvarez. ¿Por qué hemos de reñir dos buenos amigos como nosotros lo somos? Usted está en un error, no conoce mis actos y me toma por algo que yo no soy. Comprendo que usted esté enfadado conmigo, pero esto es porque no conoce mi verdadera conducta. En el momento que usted sepa la verdad de cuanto yo hice, me lo agradecerá y hasta es posible que se convierta en mi mayor amigo.

Álvarez quedó pasmado ante el cinismo de aquel hombre.

—¡Cómo, miserable! —dijo indignado—. ¿Qué es lo que yo te he de agradecer? Me pasma tu sangre fría, ¡gran canalla! Basta de palabras. O te bates conmigo hoy mismo o te estrangulo inmediatamente.

—Pero, señor Álvarez, ¡por la sangre de Cristo! No se sulfure usted ni me trate de un modo que no merezco. Es cierto que yo soy hoy el esposo de la mujer que usted amaba, pero esto ha sido contra mi voluntad; a las circunstancias hay que culpar más que a mi persona. Por evitar compromisos a Enriqueta y buscando que no apareciera complicada en la causa que a usted le formaron, creí útil el fingir que era yo su raptor; esto sin ninguna intención malvada; después, el mundo, con sus murmuraciones, agravó lo que yo había hecho sin proponerme ningún fin determinado, y merced a las gestiones de respetables personas que querían evitar el escándalo, me vi en la precisión de optar entre la deshonra de Enriqueta o el darle mi mano. ¿Qué hubiera usted hecho en mi caso? Lo mismo que yo indudablemente. Había que salvar el honor de una mujer a quien usted no podía devolvérselo, y usted mismo debía agradecerme este noble sacrificio que hice.

—¡Mientes, miserable falsario! —rugió Álvarez cada vez más indignado por el cinismo de aquel hombre—. ¡Con qué facilidad sabes disimular tus repugnantes traiciones! ¡Cómo intentas justificar tus actos que excitan la cólera de toda persona honrada! Tú eras un aventurero hambriento de poder y de riquezas; pusiste tus ojos en Enriqueta y aprovechaste la ocasión para perderme a mí y apoderarte de una pobre joven para ser dueño de su fortuna. Te has valido de todo cuanto de malo existe en el mundo para realizar tus ambiciones. Has sido delator, cobarde, hipócrita y, sobre todo, embustero; pero te ha llegado ya tu hora, como les llega a todos los canallas y te las vas a ver conmigo que he sido la víctima de tus infamias. Admite este reto con que te honro o te aplasto aquí mismo.

—Repórtese usted, señor Álvarez; serénese usted y piense que estamos en la calle llamando la atención y que yo no tengo por qué ocultarme ni estoy interesado en que nadie me conozca.

—¡Aún me insultas! —dijo Álvarez acercando su rostro congestionado por la ira, al de Quirós, que estaba cada vez más pálido—. ¡Aún te atreves a hablar de mi desgraciada situación que me obliga a vivir oculto cuando tú eres el autor de mi infortunio!

—¿Yo, señor Álvarez? —exclamó Quirós abriendo sus ojos cuanto pudo para demostrar su extrañeza e inocencia—. ¿Yo el culpable de que usted, por revolucionario, se halle fugitivo y sentenciado a muerte?

—Sí, tú —afirmó Álvarez con energía—. Tú que fuiste quien me denunció; tú que entregaste a la infeliz Tomasa a la policía causando su muerte; que hiciste llegar a manos del gobierno mis papeles políticos, por los cuales muchas familias lloran hoy a sus padres que viven en presidio, y que has hecho caer sobre mí una sentencia de muerte.

Y Álvarez, al recordar el cúmulo de desgracias que había producido la traición de aquel hombre y al verlo ante él con la expresión de un hombre feliz y la prosopopeya de un personaje, sintió que su indignación llegaba al paroxismo y sin darse cuenta de lo que hacía, avanzó sus manos intentando estrujar aquel cuello grasoso y blanducho que se hundía en la solapa de ricas pieles.

Quirós se libró retrocediendo algunos pasos y en sus mejillas pálidas notose un temblor nervioso.

—Repórtese usted, señor Álvarez. Por interés a usted se lo advierto: estamos llamando la atención de la gente y a usted no le conviene un escándalo en medio de la calle.

El conspirador recobró un poco la calma con esta observación, y mirando a su alrededor vio parados a pocos pasos de distancia a algunos chicuelos y criadas de servicio que esperaban con plácida curiosidad que aquellos dos señoritos se dieran de mojicones.

Esta expectación le hacía correr el peligro de ser detenido por los agentes de la autoridad y tal pensamiento bastó para que inmediatamente fingiera una fría calma que estaba muy lejos de sentir.

—Es verdad —dijo el capitán—, estamos llamando la atención y esto no es conveniente. Acabemos pronto.

—Acabemos —dijo Quirós, que estaba más deseoso que nunca de terminar aquella situación saliendo escapado inmediatamente.

—¿Dónde ventilamos nuestro asunto?

—Ahora no puedo. Me esperan para una cuestión política de gran importancia.

—Siento que retardemos el placer que indudablemente ha de producirnos vernos los dos frente a frente. Sin embargo me hallo dispuesto a complacerle retardando el encuentro. Nos veremos esta noche. Señale usted punto y hora.

—Pero, señor Álvarez, esto es usurpar la misión de nuestros respectivos padrinos. Ellos se encargarán de arreglar todos estos detalles.

—¿Qué está usted diciendo? ¿Cree usted acaso que vamos a perder un tiempo precioso incomodando a cuatro amigos con el asunto de nuestras enemistades que a ellos nada les importan? Quédense los padrinos y las negociaciones de honor para aquellos lances que son susceptibles de arreglo; aquí no son necesarios tales preparativos. Uno de nosotros sobra en el mundo. El asunto no puede ser más sencillo; se trata de ver si un hombre honrado puede matar noblemente a un pillo a quien podía en este mismo momento estrangular. Tome usted un revólver esta noche y acuda al sitio que tenga a bien señalar.

—Pero… ¡don Esteban! ¡Eso es brutal!, ¡eso es salvaje! Los caballeros como nosotros deben arreglar sus cuestiones de un modo más distinguido. Dígame usted dónde vive y yo le enviaré mis padrinos.

—¡Ea, basta de farsas! ¿Cree usted que un hombre fugitivo como yo, y sentenciado a muerte, está en circunstancias para perder el tiempo y exhibirse en negociaciones que por más que ocultáramos no tardarían en ser públicas? Yo, fugitivo, oculto y comprometido en importantes empresas, no dispongo de amigos para mezclarlos en estos asuntos, ni puedo dar mis señas a un hombre acostumbrado a las delaciones policiacas. ¡Acabemos ya! O viene usted esta noche a matarse, o le abofeteo y le doy de puntapiés aquí mismo.

Y Álvarez se adelantaba hacia su enemigo, dispuesto a unir la acción a la palabra.

Quirós a pesar del miedo que experimentaba, sintió sublevarse su dignidad ante aquella agresión y cobrando valor contestó con cierta firmeza:

—Está bien. ¡Basta ya de insultos! Nos batiremos como a usted le parezca mejor. Estoy a sus órdenes esta noche.

—¿Punto y hora?

—Si le parece a usted podríamos reunimos a las nueve de esta noche frente a las Caballerizas Reales. De allí podemos dirigirnos a la Casa de Campo, y junto a sus tapias podremos cambiar algunos tiros, sin temor a que nadie nos estorbe.

—Conforme. Ahora sólo falta que usted me prometa no olvidar ese compromiso que ahora contrae.

—¡Caballero! ¿Cree usted que yo falto en asuntos de honor?

—Yo tengo derecho a esperarlo todo del hombre que me delató. ¡Júreme usted no faltar esta noche a la cita!

—Lo juro —dijo Quirós, que deseaba cuanto antes terminar aquella conversación, aunque para ello tuviera que aceptar las mayores humillaciones.

—Está bien. Por su interés le advierto que si usted falta a su juramento no será la última vez que nos veremos, y entonces seré más exigente. Buenos días.

Apenas Álvarez volvió la espalda, Quirós se apresuró a alejarse.

El diputado ultramontano estaba aún agitado por aquella débil indignación que le habían producido los insultos de Esteban Álvarez, pero conforme se iba alejando, se desvanecía la animación que le había sostenido momentos antes, y al llegar a la calle de Carretas, Quirós ya comenzaba a estremecerse pensando en lo prometido.

El esposo de Enriqueta aterrábase al imaginarse la posibilidad de que aquella misma noche, en la oscuridad, y junto a una tapia solitaria, se viera, revólver en mano, frente a Álvarez, que tenía para él la supremacía del hombre honrado sobre el canalla.

El miedo le aturdía de tal modo que le hacía discurrir torpemente.

Él no se batía de aquel modo tan brutal y desprovisto de probabilidades de arreglo, aunque una legión de hombres como Álvarez le pateasen las costillas en medio de la calle.

Ante el mundo tenía él, para poner a salvo su honor, el pretexto de que un personaje de su importancia no podía batirse con un revoltoso sentenciado a muerte. Esto encubriría perfectamente su cobardía, y aún añadiría a su persona una gran dosis de dignidad.

Pero apenas aceptaba la consoladora solución de no acudir a la cita, conmovíase pensando que al día siguiente, al salir de su casa, volvería a encontrar a aquel enemigo, más amenazante e inflexible que nunca.

¡Dios santo! ¿Qué iba a hacer? ¿Qué resolución sería la más acertada?

¡Ah!, ya lo tenía pensado. Iría inmediatamente a consultar con el padre Claudio, que estaba tan interesado como él en librarse de Álvarez, y entre los dos encontrarían el medio más adecuado de suprimir a tan tenaz e iracundo enemigo.

VI. EN DEMANDA DE AUXILIO

El padre Claudio estaba aquel día dado a todos los diablos, según se decía Quirós al salir de su despacho.

Apenas el diputado cambió con él las primeras palabras, conoció que algún asunto de gran importancia, y no muy grato, preocupaba al poderoso jesuita, hasta el punto de hacerle olvidar aquel disimulo sonriente que era en él característico.

El padre Claudio, contra su costumbre, se mostraba brusco y malhumorado, y tal era su distracción que se le habían de repetir muchas veces las mismas palabras para que llegase a fijarse en ellas.

Nunca había visto Quirós en tal estado al reverendo padre, y no podía comprender que existiesen en el mundo asuntos suficientemente graves para turbar de tal modo a aquel genio de la intriga, carácter férreo creado para salir invencible de las más difíciles luchas.

Sin embargo, aquel disgusto que experimentaba el poderoso jesuita, no podía ser más justificado.

Seguía dirigiendo los asuntos de la Orden en España; era poderoso en el Real Palacio, y ninguno de sus subordinados oponía la menor resistencia a su despótica autoridad; pero, a pesar de esto, el padre Claudio mostraba cierto azoramiento y miraba a todas partes con aire de alarma, presintiendo que en aquella atmósfera de tranquilidad y sumisión que le rodeaba, existía algo hostil y amenazante que no tardaría en condensarse sobre su cabeza como una nube tempestuosa.

Su fino oído creía percibir los sordos golpes de ocultos zapadores que lentamente iban minando su poder, para en un momento dado hacer que le faltase tierra bajo los pies; y hábil para adivinar de dónde procedía el peligro, así como enterado perfectamente de los procedimientos y costumbres de la Orden, miraba a Roma, cerebro y centro directivo del jesuitismo universal.

Allí estaba el peligro, al lado del general de la Compañía, y apenas se convencía una vez más de que en Roma dirigían aquellos subterráneos trabajos contra su autoridad, estremecíase de miedo con la certeza de que su ruina era segura teniendo enfrente tan poderosos enemigos.

El padre Claudio repasaba toda su vida deseoso de encontrar el motivo que concitaba contra él las superiores iras.

Él era en la Orden el personaje más apreciado por los valiosos trabajos que había llevado a cabo, y recordaba el recibimiento afectuoso con que siempre había sido acogido en sus viajes a Roma para conferenciar con el general. ¿Por qué, pues, aquella guerra sorda e inexorable que le hacían desde la capital del mundo católico? ¿Conocería acaso el general sus gigantescas ambiciones y sabría ya los trabajos llevados a cabo por él para acelerar su muerte y sucederle en la dirección de la Compañía?

Aquel bandido teocrático incapaz de conmoverse ante el crimen más horroroso, con tal que le sirviera para la consecución de sus fines, sentía un miedo sin límites al pensar que en Roma podían conocer sus planes y ocultas maquinaciones. Él había procedido con gran sigilo, hasta el punto de abandonar procedimientos muy útiles por temor a que se hicieran públicos; pero esto no le proporcionaba tranquilidad alguna. Había trabajado en el seno de la Compañía, y en ésta el espionaje y la delación constituyen las mayores virtudes. Sabía que la fidelidad y el cariño entre los jesuitas eran absurdos mitos y tenía el convencimiento de que su secretario, el padre Antonio, aquel jesuita al cual tanto había protegido, le haría traición apenas se le presentara una ocasión favorable.

De aquí su intranquilidad y que se considerase vendido a todas horas, sin otro apoyo que el que él mismo pudiera proporcionarse con su diabólico talento y a merced de las delaciones de aquellos mismos sacerdotes que comparecían ante él, humildes, con la frente inclinada y los ojos bajos.

El día en que Quirós, después de su encuentro con Álvarez, se presentó en el despacho del superior de la Orden en España, éste se encontraba más intranquilo y malhumorado que de costumbre.

Había llegado a Madrid, procedente de Roma, un jesuita italiano, el padre Tomás Ferrari, varón de aspecto sencillo y cándido, pero en quien el esparto ojo del padre Claudio adivinó inmediatamente lo que se llama un pájaro de cuenta.

Había estado ejerciendo sus funciones durante muchos años en la secretaría del generalato y llegaba a Madrid, según las órdenes del supremo director de la Orden, desterrado por ciertos pecadillos; pero el padre Claudio sabía bien el grado de credulidad con que debía acoger tales manifestaciones.

El jesuita italiano hablaba el español con bastante corrección y sin otro defecto que su acento; y Madrid no era el punto indicado para desterrar a un subordinado infiel. Pensando en esto, adivinaba a lo que aquel hombre venía a Madrid, y aunque lo trataba con paternal benignidad, no le perdía de vista y en la casa-residencia tenía algunos jesuitas fieles que lo vigilaban de cerca.

Pensaba el padre Claudio sondear hábilmente su ánimo con el intento de adivinar sus propósitos, pero por adelantado se prometía una derrota, pues comprendía que aquel italiano no era hombre capaz de dejarse sorprender.

El hábil intrigante reconocía a su cofrade bajo la máscara hipócrita de mansedumbre y humildad con que se ocultaba el taimado italiano.

Preocupado estaba el padre Claudio con las reflexiones que le sugería la inesperada llegada del padre Tomás a Madrid, cuando entró en su despacho su protegido Quirós.

Su aspecto azorado y la palidez de su rostro, llamó inmediatamente la atención del jesuita, quien con una mirada pareció preguntar a su discípulo lo que le ocurría.

—Reverendo padre —dijo el diputado con precipitación—, ya tenemos aquí otra vez a ése.

—¡Ah! —contestó el jesuita con displicencia—. ¿Y quién es ése?

—¿Quién ha de ser? Esteban Álvarez, ese descamisado, enemigo de Dios y de los reyes, que se encuentra en Madrid, sin temor a la sentencia terrible que pesa sobre él.

Quirós esperaba que aquella noticia produciría honda sensación en el padre Claudio, y por esto su sorpresa fue grande cuando vio que la recibía sin pestañear y con una desesperante frialdad.

—Bueno, pues que esté en Madrid cuanto guste —dijo el jesuita con acento despreciativo—. Poco me importa su suerte, y además, bastante le ha castigado Dios convirtiéndole en fugitivo sentenciado a muerte, para que nosotros volvamos a ocuparnos de él.

La llegada del padre Tomás era lo que ocupaba al jesuita, y pensando en sus asuntos íntimos, todo lo demás le tenía sin cuidado.

—¡Pero qué tranquilo está usted, reverendo padre! ¡Parece mentira que conserve esa flema! ¿No recuerda usted lo terrible que es el tal personaje, y el interés que usted tenía en otro tiempo en anularlo para siempre?

—Sí, sí, lo recuerdo —contestó el jesuita bastante distraído—. Pero ahora me tiene sin cuidado la tal persona. Vaya, Joaquinito, deje usted en paz a ese infeliz, y pasemos a hablar de otra cosa, si es que usted quiere algo de mí.

—¡Pero, reverendo padre! ¡Dejar en paz a ese demagogo! ¡A ese energúmeno! Yo bien lo dejaría tranquilo, pero sería con tal que él no se acordase de mí. Mas lo terrible es que él, a pesar de estar caído nos busca camorra, y dice que no ha de descansar hasta que consiga vengarse de los que le han conducido a tan triste situación. ¡Si usted supiera lo que acaba de sucederme! Lo encontré en la misma calle de Atocha, me abordó… y aquello fue escandaloso.

Y Quirós comenzó a relatar con lenguaje animado a su poderoso protector todo lo ocurrido, cuidando de disimular el miedo que sintió al hablar con Álvarez, y adornando con algunas mentiras su relación, con el objeto de hacer creer al jesuita en un valor que había estado muy lejos de demostrar.

El padre Claudio, al oír a Quirós se había interesado algo, desapareciendo en él la anterior distracción.

—En resumen —dijo cuando el diputado cesó de hablar—, que Álvarez desea vengarse de las perrerías que usted hizo para casarse con Enriqueta y que le esperará esta noche con la intención de meterle una bala en el cráneo.

—Eso es. ¿Qué le parece a usted que debo hacer?

—Asistir a la cita —contestó el padre Claudio con cierta sorna—. Es lo propio en un caballero.

—Pero, padre Claudio. ¿Cree usted que así puedo yo exponer mi vida, ni más ni menos que porque se le ocurra matarme a un demagogo, furioso por ciertos actos que ya no tienen remedio? Cualquiera al oírle hablar a usted de ese modo creería que tiene ganas de librarse de mí y que aprovecha la ocasión.

Quirós había adivinado el pensamiento del padre Claudio, y éste, que preocupado por sus asuntos dentro de la Orden olvidaba el disimulo, contestó con brutalidad:

—Tal vez acierta usted.

—Sí, ¿eh? —exclamó el diputado indignado por aquella ruda franqueza—, pues en justa reciprocidad, también se me puede ocurrir el librarme de un protector tan enojoso como lo es vuestra paternidad en ciertas ocasiones, y, para ello, tal vez no tenga más que decir a ese energúmeno toda la verdad, o sea, que si yo lo delaté al gobierno, fue por mandato del reverendo padre Claudio, de la Compañía de Jesús.

El jesuita no se inmutó, limitándose a contestar con desprecio:

—¡Bah! Estoy yo demasiado alto para que llegue hasta mí la mano vengativa de ese sujeto.

—No hay enemigo pequeño. Más altos que vuestra paternidad están los reyes y, sin embargo, muchas veces ha llegado hasta ellos la bala de una pistola.

El padre Claudio volvió a hacer un gesto de desprecio.

—No sea usted tan altivo y confiado —continuó Quirós—. Yo sé bien lo ocurrido entre usted y Álvarez, y tengo el convencimiento de que el hombre que en medio de la plaza de Oriente estuvo a punto de abofetearle no vacilará en tratarlo de un modo más terrible así que se convenza de que a usted debe todas sus desgracias y de que yo sólo he sido un ejecutor de todos sus mandatos. Si a usted le parece bien, haremos la prueba revelando yo al tal Álvarez la participación que usted tuvo en todo cuanto le ocurrió.

El padre Claudio permaneció en apariencia inmutable; pero Quirós comprendió que sus palabras le habían producido alguna mella cuando poco después le oyó expresarse de este modo, con acento fingidamente burlón:

—¡Pero qué farsante es usted! ¡Cómo exagera las cosas cuando se cree en peligro y ve en estado crítico la integridad de su persona! ¡A qué hablar tanto!, ¿tiene usted miedo a Álvarez? ¿Quiere usted no verse frente a él con una pistola en la mano? Conforme; por ahí debía haber empezado. Teme usted a ese enemigo y viene a buscar una ayuda que yo no le puedo negar.

Quirós, conociendo que el jesuita, por la solidaridad que entre ambos existía, estaba dispuesto a ayudarle y seguro ya de su valioso apoyo, intentó echarlas de valiente protestando contra aquella opinión de cobardía en que le tenía el padre Claudio; pero éste le impidió seguir adelante diciéndole con la misma brusquedad de antes:

—Tonterías aparte, amigo Quirós: tiene usted miedo y no es necesario que se extreme en demostrarme lo que no es verdad. Por eso mismo que lo veo tan apocado me decido a prestarle mi auxilio.

—Es que usted también está interesado en librarse de ese hombre.

El padre Claudio sonrió con expresión tan cínica como feroz.

—¡Bah! Si yo no vistiera esta sotana y fuese lo que usted es, ya sabría librarme por mi propia mano de un hombre que me estorbara, sin necesidad de implorar la ayuda de nadie.

Y al hablar así había tal expresión en el rostro del jesuita, que se adivinaba cómo a pesar de sus años era capaz aquel perfumado bandido de cometer los más horripilantes actos sin el menor remordimiento.

Quirós, que una vez más comprendía la superioridad de aquel hombre nacido para el mal, se abstuvo de reclamaciones y fingimientos.

—Tranquilícese usted —continuó el jesuita—, que yo lo libraré esta misma noche de ese enemigo que le ha salido. Además, prestaremos un gran servicio al gobierno y a la causa del orden. La aparición de ese hombre en Madrid nada bueno indica.

—Eso mismo he pensado yo. Álvarez debe haber entrado en España para hacer algún trabajo revolucionario.

—El general Prim, después del levantamiento fracasado que le obligó a refugiarse en Portugal, conspira desde París con los militares emigrados y nos prepara otra insurrección. El gobierno está sobre la pista, y prendiendo a un agente revolucionario tan acreditado como Álvarez, tal vez se descubra todo el plan.

—Haga usted, pues, que lo prendan, padre Claudio, y así me evitaré yo otro abordaje como el de hoy.

—Pero ¿dónde está, criatura? ¿Dónde está ese hombre para que la policía pueda echarle el guante? Usted no sabe dónde se oculta y hay que aprovechar la cita de esta noche para prenderle. Yo creo conocer su carácter y tengo la seguridad de que no deberá de acudir al punto citado y a la misma hora fijada por usted.

—¿Qué es, pues, lo que usted me aconseja que haga?

—Usted debe estar esta noche frente a las Caballerizas Reales a la hora indicada, y allí aguardar la llegada de Álvarez. Sin mostrar miedo alguno le recibirá usted, diciendo que está dispuesto a ir junto a las tapias de la Casa de Campo y ¡no tema usted!, pues antes de emprender la marcha ya caerá sobre él la policía, que estará oculta en las inmediaciones. Yo me encargo de que el gobernador envíe allí esta noche los más listos de sus agentes.

A Quirós no le agradaba la combinación.

—Mire usted, padre. Francamente, no me gusta eso de que tenga que desempeñar siempre los más odiosos papeles, y repugnante resulta el que en mis propias barbas prendan a un hombre que acude a un punto citado por mí. Esto es proceder del mismo modo que un traidor de melodrama.

—¡Vaya unos escrúpulos! Está usted hecho un diablo predicador, y desde que es rico y aspira a convertirse en personaje político, todo le parece denigrante y poco digno.

—Yo lo que quisiera es no mezclarme en el asunto, tanto más cuanto que mi presencia no es necesaria. ¿No podía estar la policía oculta y al ver llegar a Álvarez, buscándome en vano por el lugar indicado, arrojarse sobre él?

—Eso estaría muy bien si la policía conociera a Álvarez; pero aunque su nombre sea conocido por todos los agentes del gobernador como temible revolucionario, no hay uno solo que sepa cómo es él personalmente.

—Podría dar sus señas.

—Eso no basta, y con ellas podría la policía equivocarse y prender a otro individuo, el primer transeúnte que se le ocurriera detenerse en la calle de Bailen, frente a las Caballerizas. Total, que por necio escrúpulo de usted daríamos un golpe en vano del que mañana hablaría la prensa de oposición, y advertiríamos a Álvarez, el cual se pondría a salvo.

Quirós pareció convencido.

—¡Bien! ¡Conforme, reverendo padre! Lo que usted quiera. Vuestra reverencia siempre hace de mí lo que mejor le parece y me maneja como a un niño. Estaré en la calle de Bailén a la hora indicada. Usted se encargará de enviar la policía, ¿no es eso?

—Sí, señor. Esté usted tranquilo, que antes de que ustedes se dirijan hacia la Casa de Campo, apenas la policía vea a usted hablando con Álvarez, se arrojará sobre éste, maniatándolo para que no se escape ni se defienda.

El diputado ultramontano manifestose muy alegre por aquella solución que evitaba todo peligro para su vida y le libraba de un temible enemigo; pero de pronto sus ojuelos brillaron con cierta malicia y se rascó su colgante y grasosa sotabarba con expresión de incertidumbre.

Miró fijamente al padre Claudio y después dijo con lentitud:

—Reverendo padre, hablemos claro. ¿Es seguro que la policía vendrá esta noche?

El jesuita extrañó mucho la pregunta.

—¿Y por qué no ha de ir? Yo en persona iré a hablar con el gobernador. Me extrañan sus palabras.

—Tengo bastante memoria y recuerdo la franqueza con que me habló usted hace poco. A vuestra paternidad no le parecería mal el librarse de mí y sería una jugada bonita el dejarme solo esta noche en poder de ese bruto de Álvarez, para que me espachurrara sin compasión. Sería un golpe que haría honor a la travesura de vuestra reverencia.

—¡Bah! Es usted un malicioso sin objeto. Yo nunca empleo tales procedimientos para librarme de mis enemigos, y si usted me estorbase realmente crea que no me faltarían medios mejores para anularlo. Vaya usted tranquilo esta noche, que yo no faltaré. Lo que dije antes fue solamente un arranque propio del malhumor que hoy me domina. Aunque usted no quiera creerlo, lo aprecio a usted por lo mismo que lo necesito y aún podemos hacer muchas cosas juntos.

Poco después, Quirós, ya más tranquilizado, salía de la casa del padre Claudio.

Creía que éste cumpliría su palabra por estar tan interesado como él en librarse de Álvarez.

¿Y si lo engañaba? ¿Y si no acudía la policía, y él cumpliendo su palabra, se veía obligado a ir hasta la Casa de Campo para cambiar algunos tiros?

Todo menos eso. Estaba él dispuesto a todo antes que a ponerse en un apurado trance y con tal de no verse ante el revólver de Álvarez, se creía capaz de echar a correr así que se convenciera de que su protector no había preparado una policía providencial que cortase el lance, llevándose preso al temible revolucionario.

VII. LA ABNEGACIÓN DE PERICO

Comenzaba el crepúsculo a dejar flotante su manto de sombras y todavía don Esteban Álvarez, junto a la abierta ventana, escribía sobre una mesilla cuyo tablero estaba manchado de tinta y de grasa.

La habitación era tan modesta, que le faltaba poco para ser una mísera buhardilla.

No había encontrado el conspirador asilo más seguro que aquella habitación, perteneciente a la vivienda de un pobre obrero, entusiasta por las ideas avanzadas y comprometido en cuantos movimientos revolucionarios se preparaban en Madrid.

Aquel pobre carpintero y su familia, afanábanse por servir al fugitivo capitán y lo ocultaban con tanto cuidado como si se tratase de un tesoro.

Cada una de las salidas que hacía Álvarez, producía hondo disgusto al dueño de la casa, que temía fuese el militar reconocido por la policía. El entusiasta obrero hablaba de esto a Perico con la esperanza de que éste obligase a su amo a ser más prudente.

En dicha tarde, por ser día de fiesta, había salido el carpintero con su familia a dar un paseo, como la mayoría de los vecinos que ocupaban aquella casa de la Ronda, y Álvarez se había quedado en la casa acompañado de su fiel asistente.

Hacía ya más de una hora que escribía teniendo a la vista gran número de papeles, y Perico le contemplaba, observando un respetuoso silencio, pues conocía bien el significado de aquellos trabajos.

El antiguo asistente había cambiado mucho. Ya no era aquel mocetón aragonés tan rudo en el carácter como en presencia, pues su estancia en París había obrado en él grandes modificaciones.

En la gran metrópoli francesa habíase visto obligado a desempeñar varios oficios para atender a su subsistencia y muchas veces a la de su amo, y el trato continuo con gentes de esmerada cultura, había ido limando poco a poco las asperezas de su carácter, revestido de una virginal rudeza.

Hasta su exterior se había modificado mucho y en la actualidad era un muchacho de agradable aspecto, que vestía con esa distinción propia de los domésticos extranjeros. Su rostro, antes curtido y de rasgos sobradamente enérgicos, estaba ahora atenuado por las sombras de una barba fina y escrupulosamente cuidada.

Se encontraba, como ya hemos dicho, el fiel criado observando cómo su amo, a pesar de las sombras que invadían la habitación, seguía trabajando en aquellos papeles revolucionarios, y sentado en una silla desvencijada seguía atentamente todos los movimientos de su señor, con la misma fruición del que contempla el ser amado.

Al ver que la oscuridad se hacía cada vez más densa y que Álvarez seguía escribiendo casi a tientas, sin darse cuenta de lo que le rodeaba, salió Perico de la habitación y poco después volvió trayendo una palmatoria con una vela de sebo encendida, la cual colocó sobre la mesa, procurando no distraer a su amo.

El capitán pareció volver en sí al sentir el roce de su asistente y le habló con aquel acento breve e imperioso que le era peculiar y que al muchacho aragonés le parecía el más cariñoso del mundo:

—Perico, todos estos papeles los guardarás inmediatamente.

El aragonés pareció extrañar aquella orden. Claro era que debían guardarse con cuidado aquellos documentos tan comprometedores. Pero acostumbrado a obedecer ciegamente a su señor, se abstuvo de hacer la menor objeción.

—Los guardarás, como te digo —continuó Álvarez—, y por toda esta noche permanecerás en casa. Si mañana al amanecer no he vuelto, los llevarás a la redacción de La Iberia para entregarlos al director del periódico un señor cuyo apellido es Sagasta.

Perico acogía las órdenes de su superior con señales de obediencia; pero aquello de que su amo podía no volver a la mañana siguiente causábale cierta inquietud.

Deseaba hacer una pregunta para desentrañar aquel misterio; pero únicamente se atrevió a preguntar a su amo si deseaba alguna otra cosa.

—Nada más. Recoge estos papeles inmediatamente, guárdalos en lugar seguro, y ya sabes mis órdenes. Si mañana amanece sin que yo esté aquí, entrégalos al director de La Iberia, que es de la confianza del general Prim. Yo voy a marchar ahora mismo.

El asistente se mostró aún más alarmado e indeciso que antes, y por fin, haciendo un supremo esfuerzo como si rompiese una barrera gigantesca que se opusiera a su paso, preguntó a Álvarez con expresión humilde:

—Señor, ¿me permite usted una pregunta?

El capitán miró con sorpresa a su asistente al ver que por fin una vez se atrevía a preguntarle, y con un gesto le indicó que podía hablar.

—Ya sabe usted, mi capitán, que nunca me he tomado la menor libertad que pudiera interpretarse como falta de respeto, ni me he atrevido a preguntarle jamás lo que pensaba hacer. Me he limitado a obedecerle y a seguirle a todas partes y así seré en todas cuantas ocasiones se presenten.

—¡Bien!, ¡adelante! Haz la pregunta pronto y déjate de rodeos.

—Pues bien, mi capitán. Quisiera saber adónde va usted esta noche y por qué cree que es posible que mañana no se halle aquí. Esto no me parece muy tranquilizador, y como usted es la única persona que tengo en el mundo…

Y Perico, profundamente conmovido, terminaba su oración con un gesto de dulce humildad con el cual parecía pedir perdón por su atrevimiento y solicitar de su señor la revelación del peligro que indudablemente iba a arrostrar en aquella noche.

Álvarez, que al principio había escuchado con expresión ceñuda las palabras de su asistente, se humanizó al ver de un modo tan patente el inmenso cariño que le profesaba.

—No hay motivo para asustarse, muchacho —dijo el conspirador, intentando dar a sus palabras una expresión alegre—. Voy esta noche a cambiar unos cuantos tiros con un canalla y como uno de los dos ha de quedar allí y nadie está exento de sufrir una desgracia, de ahí que te haya hecho el anterior encargo.

No era la primera vez que Perico veía partir a su amo para ir a exponer su vida en un duelo; en dos distintas ocasiones había tenido Álvarez iguales lances en París; pero a pesar de esto, en la presente circunstancia, el fiel aragonés sentía mayor alarma, como si su instinto le anunciase un inmediato peligro

—Pero, mi capitán —dijo con tono de reconvención respetuoso—, ¿ha pensado usted en la situación en que estamos? Usted no se pertenece y tiene graves compromisos con el general, que está allá, confiando en sus servicios. Un hombre en la situación que usted se encuentra no debe mezclarse en esos llamados lances de honor.

—¡Bah! Saldré con fortuna de él como he salido de otros; tengo la seguridad de ello y sólo por una prudente medida de precaución te he hecho el encargo de antes.

Perico calló, pero aún manifestaba deseos de seguir preguntando, por lo que le habló así su amo, el cual se reía de su confusa actitud.

—¿Qué más quieres saber?

—Lo que quisiera es que usted me permitiese asistir a ese encuentro.

—¡Imposible! El lance ha de ser sin testigos. He sido yo mismo el que ha obligado a mi enemigo a aceptar esta condición.

—Pues al menos dígame usted quién es el hombre con el que va a luchar.

—¿Para qué quieres saberlo? Bástate saber que tú no eres ajeno a la cuestión y que al meterle a ese hombre una bala en la cabeza, tal vez te vengo a ti.

Perico quedó pensativo al escuchar estas palabras, y poco después sonrió con satisfecha expresión.

—Me parece que sé quién es ese hombre.

—¿De veras? Haría honor a tu penetración el haberlo adivinado.

—Indudablemente ha tenido usted una cuestión con aquel pillete que es causa de nuestras desgracias y de la muerte de mi pobre tía.

Álvarez no pudo desmentir la apreciación de su asistente y se limitó a decir:

—¿No te parece que tengo motivos de sobra para matar a ese pillete, como tú dices?

—Sí, mi capitán. Vaya usted a castigar a ese malvado y crea que siento no encontrarme en su situación para poder hacer lo mismo.

Después de una breve pausa, continuó el asistente:

—Tengo la seguridad de que volverá usted mañana antes del amanecer. Indudablemente debe existir algo de tejas arriba que castigue a los pillos y proteja a los hombres de bien, pues de lo contrario, sería imposible la vida en este mundo. No me cabe la menor duda; usted matará a ese canalla.

Estas palabras halagaban a Álvarez, quien, entretanto, arreglaba los papeles en un paquete para que los guardase su asistente, y después examinaba un revólver americano que había sacado del cajón de la mesilla.

—Permítame usted otra pregunta, capitán, ya que tan tolerante es conmigo. ¿Dónde va usted a encontrar a ese hombre?

—Frente a las Caballerizas Reales.

—No se batirán ustedes allí, por supuesto.

—No; iremos a matarnos junto a las tapias de la Casa de Campo. Así lo hemos convenido Quirós y yo.

—¿Y es ese señor quien ha marcado el punto y la hora?

—Sí, he dejado este asunto a su elección ¡Miserable canalla! ¡Y cuán cobarde es! Apenas si el temblor le dejaba hablar en mi presencia.

Perico quedóse pensativo y por fin dijo con convicción:

—Mi capitán, ríñame usted cuanto quiera, dígame bruto e imbécil, pero le aseguro a usted que hará muy mal si acude a esa cita.

—¿Y por qué no he de acudir? ¿Un hombre como yo va a dejar que un Quirós pueda el día de mañana tacharle de cobarde por no haber acudido a una cita?

—Ese Quirós es un pillo redomado que no debe tener muchas ganas de verse otra vez frente a usted, y que además está acostumbrado a librarse de un enemigo, por medio de la delación. ¿Qué cosa más fácil para él que librarse de un hombre que lo amenaza de muerte y que es buscado por la policía como prófugo y sentenciado a la última pena? Usted es muy cándido, mi capitán, y cree que todos proceden como usted, con idéntica nobleza. No me cabe duda alguna, me lo dicta el corazón. A estas horas ese Quirós le ha delatado a usted a la policía que tiene ya armada la trampa para cogerlo entre sus garras.

Estas afirmaciones de Perico produjeron gran confusión en el capitán.

Su carácter noble y resuelto, incapaz de imaginar la menor traición, no había podido abrigar tales sospechas; pero las palabras de su asistente tenían tal tinte de verosimilitud, que comenzó a recelar algo malo en aquella cita de honor a la que iba a asistir.

Pero no tardó su carácter caballeresco en rebelarse contra lo que le dictaba su instinto de conservación.

—Tal vez sea Quirós tan traidor como tú lo pintas; pero, a pesar de todo, no faltaré a la cita.

—Pero eso es una locura, mi capitán. No hay hombre en el mundo, por valiente que sea, que se presente solo y confiado en un punto donde sabe le aguarda la traición para hacerlo su víctima. Usted no debe asistir a la cita, y aunque me insulte y me golpee, yo me opondré a ello. ¡Don Esteban!, ¡señorito!, ¡amo mío!, máteme usted, acabe conmigo y únicamente así podrá conseguir que vaya a donde le ha citado ese granuja, digno de la horca.

Y el pobre muchacho decía estas palabras casi llorando y en actitud suplicante, avanzando sus manos como para impedir que se moviera su señor.

Perico agotó todos los argumentos que en poco rato pudo proporcionarle su cerebro, para decidir al capitán a que no acudiese a la cita.

La traición era clara. Aquel hombre infame le tenía miedo, y nada más fácil para uno de su clase que una delación, tanto más cuanto que sabía que Álvarez era muy buscado por la policía. Y si por un falso sentimiento de honor y presintiendo lo que iba a ocurrirle acudía a la cita y la policía le apresaba, ¿cuál iba a ser la suerte de los preparativos revolucionarios? ¿No produciría una terrible impresión en los conspiradores ver en poder de la autoridad al poseedor de todos los secretos de la insurrección? Además, el general Prim le había enviado a Madrid como hombre de confianza, para que preparase un movimiento revolucionario y no para comprometerse en asuntos particulares, dejándose arrastrar por una quijotada de su carácter, que podía terminar en desastrosa prisión primeramente, y después en el cadalso.

Álvarez mostrábase convencido de la verdad que encerraban las palabras de su asistente; pero a pesar de esto, seguía obsesionado por aquella idea que Perico calificaba de quijotesca.

—¿Y si no existiera esa traición que tú supones? ¿Y si Quirós asistiera a la cita completamente solo, y con la intención de batirse noblemente conmigo? Comprende en qué situación tan terriblemente desairada quedaría yo en tal caso… No te opongas, Perico. Forzosamente he de asistir a esa cita. Lo exige mi honor y no faltaré.

El asistente, que conocía perfectamente la tenacidad de su superior, al escuchar estas palabras se convenció de que era inútil insistir en impedirle la salida y mudó inmediatamente de actitud.

—Puesto que usted se empeña, acuda a la cita, aun sabiendo que va a ser víctima de la traición; pero al menos permítame señor que yo le acompañe.

—¿Para qué?

—Para evitar en lo posible las malas artes de ese canalla.

—Imposible. Quirós irá solo, y nadie, por tanto, debe acompañarme. El lance es entre los dos, ninguna persona extraña debe mezclarse, y si yo te llevara conmigo, es indudable que si por desgracia me tocara caer a mí, ese miserable tendría luego que batirse contigo, y eso no lo juzgo digno.

—Bien pudiera suceder así —dijo el asistente con malicia—, pero yo le prometo a usted no mezclarme para nada en el duelo. Yo solicito acompañarle con distinto objeto.

—¿Qué es lo que deseas?

—Quiero ir con usted, desempeñando el mismo papel que las descubiertas en campaña. Déjeme acompañarlo hasta el lugar donde lo espera ese hombre, y si allí me convenzo de que realmente es él sólo quien aguarda y de que no existe apostada gente dispuesta a caer sobre usted, entonces le prometo retirarme, esperando con la consiguiente intranquilidad el fin del lance.

Álvarez se mostraba indeciso.

—¿Me negará usted esto que le pido? —se apresuró a decir el fiel muchacho—. ¿No merezco por el interés y fidelidad con que siempre le he servido, que usted me permita el acompañarle?

Álvarez estaba conmovido por aquellas muestras de cariño que le daba su asistente, pero a pesar de esto, no pareció dispuesto a concederle el permiso solicitado con tanto ahínco.

—Pero muchacho —dijo el capitán—, tú estás loco y no piensas que si efectivamente ese hombre prepara una traición, el resultado será más desastroso acompañándome tú. Los dos seremos entonces cogidos por la policía y a la causa revolucionaria conviene que por lo menos quedes tú libre, pues de lo contrario se perderán estos papeles cuya importancia ya conoces.

El asistente sonrió con expresión de confianza.

—¡Quizá, mi capitán! Yendo yo con usted no hay cuidado de que a ninguno de los dos le agarre la policía. Déjeme usted que le acompañe, y aunque sólo sea por una vez, permítame que le ordene lo que debe hacerse. Yo salgo garante del éxito.

Transcurrió más de media hora importunando Perico con fervientes súplicas a su amo y éste sin querer ceder, hasta que por fin Álvarez, cansado sin duda de la tenacidad de su fiel sirviente, o pesaroso de negarle aquel favor que tan cariñosamente le pedía, se decidió a darle el anhelado permiso.

Perico dio muestras de la mayor satisfacción ante la conformidad de su amo.

—Ahora va usted seguro. Usted es demasiado valiente y confiado, y esto es lo que le pierde. Déjese guiar por mí, pues el mundo con todas sus perrerías me ha enseñado a ser malicioso, y tenga la seguridad de que si ese hombre le ha preparado alguna encerrona va a quedar chasqueado. Yo me encargo de ver por mí mismo lo que ese señor Quirós tenga dispuesto y le avisaré si existe algún peligro.

Álvarez guardó su revólver en un bolsillo del pantalón, envolviéndose después en su capa, y Perico se vistió un hermoso paletó azul, prenda que constituía su orgullo y que era producto de sus ahorros en París.

Poco después salieron amo y criado de la casa con gran alarma del obrero revolucionario y su familia, que, vueltos ya de su paseo, estaban en el taller situado en la planta baja.

VIII. EL FRACASO DE QUIRÓS

Aquella noche había gran función en el Teatro Real y por todas las calles principales afluían a la plaza de Oriente lujosos carruajes, en cuyo interior iban las más encopetadas familias de la aristocracia madrileña.

En las puertas del célebre coliseo agolpábase gran gentío y los agentes de policía se afanaban en establecer un turno riguroso en la numerosa fila de carruajes, que lentamente avanzaba hacia el vestíbulo para depositar en él sus elegantes cargamentos.

Contrastaba el bullicio, la animación y la luz que existían en los alrededores del aristocrático coliseo, con la soledad, la sombra y la quietud que reinaban en el resto de la plaza.

Alrededor del jardincillo y en torno del cinturón de estatuas, sólo se destacaba alguna que otra sombra que marchaba veloz hacia el teatro o permanecía inmóvil en actitud sospechosa; y frente al real palacio, bajo los grandes faroles, paseaban cadenciosamente y con el fusil al brazo, los centinelas y de vez en cuando haciendo retemblar el empedrado bajo las resonantes herraduras, transcurrían veloces los jinetes encargados de la ronda por las cercanías del regio alcázar.

La noche era bastante apacible para ser de invierno, y únicamente el vientecillo helado que enviaba el Guadarrama hacía incómodo el permanecer al raso paseando sobre aquel empedrado que parecía sudar frío.

A aquella hora llamaba la atención de los escasos transeúntes que pasaban por la calle de Bailen un caballero que paseaba con lentitud por la acera existente a lo largo de las reales Caballerizas.

Era el diputado don Joaquín Quirós.

Tan confiado estaba en la promesa del padre Claudio que no queriendo perder la función de aquella noche en el Real, se había vestido con traje de etiqueta que ocultaba su rico gabán de pieles.

El asunto para él era muy sencillo. Dentro de poco rato llegaría el temible Álvarez, le entretendría él diciendo que estaba dispuesto a ir al lugar del combate, aunque retardando en lo posible el momento de la partida; llegaría mientras tanto la policía, se apoderaría por sorpresa del conspirador y él iría tranquilamente a oír la ópera y a visitar en su palco a una duquesa muy religiosa y todavía apetecible, con la cual estaba próximo a entrar en relaciones.

Era tan cómodo y fácil aquel sistema de librarse de un temible enemigo, que apenas si impresionaba a Quirós el cual estaba esperando que llegase cuanto antes Álvarez para terminar el asunto y entrar en el teatro.

Cuando llegó a la plaza y comenzó a pasearse por el lugar que él mismo había indicado, no podo evitar una impresión de miedo al ver lo desierta que estaba la calle de Bailén y el trozo de plaza que desde ella se veía.

Quirós, predispuesto siempre a imaginarse lo más malo, no tardó en pensar que el padre Claudio se había olvidado de avisar a la policía o que intencionadamente le dejaba desamparado en aquel punto peligroso, para que Álvarez saciase en él su afán de venganza.

Esta última consideración le produjo tal pavor, que estuvo a punto de huir, como si ya viera apuntado a su pecho el revólver de Álvarez, pero afortunadamente para el prestigio valeroso del reaccionario diputado, pronto vio algo que fue devolviéndole una parte de su perdida tranquilidad.

Varias veces destacáronse en la embocadura de la calle por la parte de Palacio algunos hombres, que, por fin, desaparecieron como si se hubieran emboscado en la sombra que existía en las inmediaciones del regio alcázar.

Aquellos hombres debían ser la policía, y Quirós, seguro ya del auxilio, continuó su paseo con el aplomo y la confianza de un héroe, seguro de sus fuerzas.

Oyó pisadas tras él y se apartó apoyándose en la pared de las Caballerizas para dejar paso franco a un embozado, que llevaba sombrero de copa alta.

—Espere usted tranquilamente, don Joaquín —dijo el embozado sin detenerse—. Tengo ahí mi gente y no tardaremos en aparecer, así que el pájaro se presente.

Quirós reconoció en aquel hombre que se alejaba a un comisario de policía que gozaba de cierta celebridad, por ser el esbirro a quien todos los gobiernos reaccionarios encargaban la persecución de los delincuentes políticos.

La tranquilidad que desde entonces gozó el diputado fue completa, y a pesar de aquella soledad que le rodeaba se sintió seguro y omnipotente, como si en la sombra tuviera ejércitos enteros dispuestos a acudir en su auxilio al menor llamamiento.

Sonaron horas en el reloj de Palacio, y antes que Quirós acabara de contarlas se detuvo al ver que por el lado de la plaza de San Marcial avanzaba un hombre de buen aspecto que vestía un largo gabán.

Lo examinó atentamente el diputado y cuando lo tuvo cerca, convencióse de que no era Álvarez, por lo cual se apartó para dejarle franco el paso; pero con gran extrañeza vio que aquel desconocido se dirigía rectamente a él.

Quirós, temiendo que un importuno viniera a estorbar su asunto, intentó evadirse pasando a la otra acera, pero antes de que pusiera el pie en el arroyo ya tenía a su lado a aquel hombre.

Tuvo entonces que mirarlo y vio que era un hombre joven, de rostro enérgico, que acercó su boca para hablarle, lanzándole a las narices su resuello que olía a vino.

Parecióle a Quirós un extranjero importuno, perturbado por el alcohol madrileño y dispuesto a incomodar con sus palabras al primer transeúnte que encontrase.

—Cabagerro… —dijo tartamudeando y con pronunciación extranjera y dificultosa—. Decirme esté oú est la Port del Sol.

Quirós se impacientó al verse detenido por aquel francés borracho que le cortaba el paso y parecía dispuesto a entretenerle con su charla.

Su primer impulso fue enviar al extranjero enhoramala, pero aquel buen mozo parecía adivinar su pensamiento y se asía familiarmente a sus solapas de piel repitiendo siempre con aquella voz dificultosa que olía a vino:

—La Port du Sol, cabagerro… Diga osté oú est la Port du.

Quirós se sentía cada vez más impaciente por la pesadez de aquel borracho que no quería soltarle y que oía sus explicaciones sin comprenderlas, volviendo nuevamente a hacer la misma pregunta.

En vano le marcaba el diputado a aquel ebrio francés la ruta que debía seguir para llegar a aquella Port du Sol que repetía como un pesado estribillo, pues el maldito se empeñaba en no comprender, y siempre agarrado a las solapas del rico gabán, se estaba allí plantado, zarandeando a Quirós, que algunos momentos sintióse dominado por la cólera y estuvo próximo a dar una bofetada a aquel importuno.

Pero no…, ¿qué iba a hacer? Golpear a aquel hombre sería llamar inmediatamente la atención de la policía y espantar a Álvarez que iba a llegar de un momento a otro.

Esta consideración aturdía a Quirós más aún que las pegajosas libertades que se tomaba aquel borracho.

¿Y si llegaba Álvarez en aquel momento? ¡Maldito francés!, no poder librarse de el dándole dos buenos mojicones que le hiciesen medir el suelo.

¿Pero quién era aquél que se acercaba? Indudablemente Álvarez que llegaba en la peor ocasión… Pero no, le seguían de cerca cuatro hombres y otros surgían de las sombras de la plaza apostándose en la desembocadura de la calle.

¡Maldición! Era la policía que al ver a Quirós hablar acaloradamente con un hombre que, cogiéndole de las solapas lo zarandeaba, había creído que éste era el revolucionario Álvarez.

Condolíase Quirós interiormente de aquella torpeza que ponía al descubierto su plan, e intentaba alejar con señas a aquellos hombres que avanzaban cautelosamente a espaldas del extranjero; pero todo fue inútil.

El borracho se sintió de pronto cogido fuertemente por los brazos y una voz le dijo con acento imperioso:

—Dese usted preso. Si intenta resistirse es muerto.

Era el inspector quien hablaba así, asomando por bajo de la capa su diestra armada de un revólver.

Dos agentes tenían fuertemente agarrado al francés que miraba con estupefacción a Quirós y al comisario de policía.

El diputado estaba tan colérico que a pesar de toda su religiosidad lanzó una blasfemia.

—¿Qué es eso, don Joaquín?

—Que es usted un torpe, señor inspector. ¿Quién le mandaba usted venir tan pronto? ¡Buena la hemos hecho!

—¿Pero este señor no es…? —preguntó el policía con asombro

—Este señor —le interrumpió Quirós— es un borracho impertinente que ha venido a incomodarme y del que yo me hubiera librado sin necesidad de que ustedes se movieran.

El borracho afirmó y soltó otra vez su resuello vinoso, en el que iban envueltas palabras tan pronto españolas como francesas. Él pedía perdón una y mil veces al señor policía y a todos los presentes, pero él no era ningún criminal para que lo prendieran, era un súbdito francés como podía acreditarlo con su pasaporte y el certificado del cónsul, y se había permitido el preguntar a aquel caballero por dónde iría más pronto a la Puerta del Sol.

Tan marcada era la expresión de desaliento en el rostro del inspector y tan evidente la embriaguez e inocencia de aquel extranjero, que los dos agentes, sin esperar orden alguna, soltaron los brazos del detenido.

El comisario, furioso por la decepción sufrida, que le ponía en ridículo ante un personaje como Quirós, y deseoso de venganza, intentó dar un puntapié al francés, pero éste supo sortearlo hábilmente y miró a los dos agentes como para ponerse a cubierto de una lluvia de golpes.

—¡Eh, señor inspector! —dijo Quirós con acento áspero—. No vayamos a empeorar su desacierto dando un escándalo. Ese hombre aún no ha venido y aunque esto empieza mal podemos tener todavía alguna esperanza. Cada uno a su puesto y aguardemos.

El comisario aceptó sumiso la orden de Quirós y señalando imperiosamente el extremo de la calle, dijo al extranjero:

—¡Largo de aquí, borrachín!, o ¡por Cristo vivo!, que…

Y fue nuevamente a golpearle, pero el francés anduvo listo y salió escapado, marchando con dirección a la plaza de Oriente, con el paso vacilante propio de un hombre que, aunque ebrio, no tiene aún vencida completamente su energía por la fuerza del alcohol

Los policías, que estaban apostados al tramo de la calle, le dejaron escapar y vieron cómo aquel hombre pasaba junto a los carruajes que estaban a la puerta del Teatro Real, cómo contemplaba un buen rato con expresión estúpida la iluminada fachada y cómo, por fin, después de dudar un buen rato, cual hombre que no sabe el camino y teme preguntar, se entraba en la calle de Felipe V.

Nadie pensó en seguirlo y cuando el extranjero, guareciéndose tras la esquina del coliseo se convenció de que no iban tras sus pasos espiándole, dirigiose a la plaza de Isabel II con paso firme.

Apoyado en la verja del jardinillo y con el embozo de la capa subido hasta los ojos, estaba un hombre que al verlo se acercó a él poniéndose a su lado y marchando a su mismo paso.

—Perico —preguntó el embozado—, ¿aguarda solo ese hombre?

—¡Solo! Buena soledad nos dé Dios —dijo Perico con su acento natural—. Ese canalla tiene allí apostada toda la policía de Madrid. Acabo de verlo.

Y el fiel asistente, sin dejar de andar y remontando la calle del Arenal, relató en voz baja a su amo que marchaba a su lado, todo lo que acababa de ocurrirle.

—Pero ¿cómo te has hecho pasar por extranjero? ¿No te habrán conocido?

—¡Bah! Hablaba aquel francés pésimo que tanto hacía reír a usted cuando estábamos en París, y además había tenido la precaución de entrar en cuantas tabernas encontré al paso desde que nos separamos, enjuagándome la boca con un vaso de tinto. Olía a vino y chapurreaba como un diablo; ni más ni menos que uno de esos gabachos que vienen aquí y se entusiasman demasiado con el caldo del país.

—¿Y dices que me esperan aún?

—Sí, allí están aguardando que aparezca usted para echarle la zarpa. Puede creer que de buena se ha salvado siguiendo mi consejo.

—Gracias, Perico. No olvidaré que te debo la vida una vez más.

—¡Bah! Mucho he de hacer todavía para pagarle lo que por mí hizo en África.

—Yo buscaré a ese miserable —dijo el conspirador tras un largo silencio— y así que lo encuentre no le valdrán sus malas artes. Lo de esta noche es una traición más que he de añadir a la cuenta de sus infamias.

—Búsquele usted, mi capitán; estoy conforme en ello, pero no será por ahora. Con lo de esta noche la autoridad sabe ya que usted se halla en Madrid y redoblará las persecuciones. Debe usted reservarse para el asunto que más importa, lo demás todo se alcanzará. En resumen, amo mío, vámonos a casa, ocultémonos con más cuidado que antes y pise usted la calle únicamente en caso de necesidad, que el diablo anda suelto para nosotros en forma de policía.

IX. TRISTE AMANECER

Transcurrieron algunos meses y llegó el verano.

La vida de Enriqueta, que antes se deslizaba tranquila y monótona, dedicada por completo al cuidado de su hija, estaba ahora turbada por el recuerdo tan continuo que tomaba el carácter de una obsesión.

Mientras Esteban Álvarez le salía al encuentro y, conmovido por los recuerdos de la antigua pasión, intentaba recobrar la felicidad pasada, audacias que eran siempre mal recibidas y merecían enfados y reprimendas, Enriqueta sólo había sentido por aquel hombre una tierna simpatía y una imprescindible necesidad de hablar con él para recordar el período más dichoso de su vida; pero cuando de repente dejó de verlo, cuando transcurrieron semanas enteras sin que ella, desde la ventana de su gabinete o tras los vidrios de su berlina, columbrara la airosa capa con embozos de grana, comenzó a sentir un hondo malestar que la mortificaba a todas horas.

Ella era honrada, se había jurado no faltar nunca a sus deberes accediendo a aquellas súplicas apasionadas que continuamente le dirigía Esteban, no había pasado por su imaginación, ni aun remotamente, la idea del adulterio, comprendiendo que con esto se rebajaría al nivel de Quirós, perdiendo la superioridad moral que sobre éste tenía; pero Álvarez se había hecho necesario para ella, sentía hacia él el mismo atractivo que la beldad hacia el espejo que retrata su hermosura, pues hablando con él veía reflejarse en su imaginación su pasado amoroso con todas sus dulces impaciencias y sus placeres celestiales.

Era Enriqueta como una niña que estima poco el juguete cuando lo tiene en sus manos y lo trata a golpes, para llorar después con desconsuelo cuando lo ve perdido.

Conforme transcurría el tiempo sin que Esteban apareciera, Enriqueta sentía crecer el afecto hacia aquel hombre, y en sus horas de soledad su imaginación se forjaba las más absurdas suposiciones para explicarse tan extraña ausencia.

Salía de casa con una frecuencia que alarmaba a la baronesa, y el objeto de sus correrías por Madrid, que, aparentemente, eran con un fin devoto o para ir de compras, no tenían otro que el de encontrar a Álvarez y reanudar las relaciones amistosas interrumpidas tan extraña e inesperadamente.

Nunca se le ocurría a la joven señora de Quirós dudar de que Esteban se hallaba en Madrid.

Conocía ella, aunque superficialmente, el motivo que había llevado a Esteban a Madrid, haciéndole trocar las seguridades de la emigración por un continuo peligro, y esto mismo aumentaba las inquietudes de Enriqueta, que se imaginaba a Álvarez amenazado por los más terribles peligros.

Tales pensamientos sólo servían para aumentar el amor que sentía la joven. La figura del conspirador oculto y perseguido agrandábase ante sus ojos revestida de un ambiente de sublime heroísmo, y Enriqueta se sentía atraída por un sentimiento que no sabía si era amor o admiración.

Obsesionada por aquel afecto, no se daba ya cuenta exacta de sus sentidos, y muchas veces se creía juguete de absurdas ilusiones. Más de una vez, al entrar en una iglesia o al subir a su coche a la puerta de una tienda, había creído ver entre el gentío aquella capa que se le aparecía en sueños y los ojos de Álvarez fijos en ella; pero todo desaparecía inmediatamente y Enriqueta quedábase indecisa pensando si sería víctima de una ilusión o realmente Esteban, por el placer de verla, la seguía algunas veces de lejos recatándose para no llamar la atención de los que indudablemente le perseguían.

Así transcurrió para Enriqueta todo el resto del invierno y la primavera entera.

Su marido seguía siendo para ella un ser indiferente en unas ocasiones y antipático en otras, y Quirós podía hacer la vida que mejor le placiese sin miedo a recriminaciones de su esposa ni a tragedias conyugales.

No procedía de igual modo la baronesa. Entre ésta y Quirós se había efectuado una reconciliación que borró la malevolencia que a raíz del casamiento mostraba doña Fernanda contra su cuñado.

Cuando la aristocrática señora olvidó un poco la maquiavélica conducta observada por el aventurero para obtener la mano de Enriqueta y lo vio en camino de convertirse en un personaje importante de la buena causa, doña Fernanda sintió renacer la antigua simpatía y se propuso ser nuevamente su directora, llevada de su ambición devota.

En los salones hablábase alguna vez que otra de las brillantes defensas del catolicismo y las sanas ideas que el diputado Quirós hacía en el Congreso, y esto bastaba para trastornar los sentimientos de la baronesa que, ganosa siempre de figurar al lado de las personas que eran el núcleo del movimiento religioso en España, sentía una inmensa satisfacción al pensar que tenía en su casa un hombre destinado a ser, según decían las aristócratas beatas, el sucesor de Donoso Cortés y el rival de Aparici y Guijarro.

El orgullo más que el cariño, hizo que la baronesa buscase el reanudar su antigua amistad con Quirós, y en adelante los dos cuñados tratáronse como buenos camaradas, que de sobremesa hablaban del medio mejor para salvar al mundo volviéndolo como oveja descarriada al redil del catolicismo.

Doña Fernanda experimentaba una satisfacción sin límites al pensar que algunas de las ideas que ella emitía para hacer la felicidad de España, las podía repetir algún día en las Cortes el simpático Joaquinito, y tanto la dominaba la pasión que ahora sentía por él, que hasta trataba con menos cariño al padre Felipe, del que decía que era un santo varón muy ignorante, y no se afligía por las largas ausencias del padre Claudio.

Tanto era el cariño que sentía por Quirós que la irritaba la frialdad que Enriqueta mostraba a su marido, no pudiendo comprender cómo no se conmovía ante el saber, la elocuencia y la naciente fama del diputado ultramontano.

La fundación del periódico clerical que dirigía Quirós, fue idea de doña Fernanda, la cual todas las mañanas, al tomar el chocolate, gozaba lo que no es decible leyendo mientras se llevaba distraídamente las sopas a la boca, las mismas ideas vertidas por ella el día anterior, encerradas ahora bajo la berroqueña envoltura del estilo amanerado, convencional y soporífero propio del articulo doctrinal.

Unidos por esta fraternidad político-literaria los dos cuñados tratábanse del modo más cariñoso, y en la intimidad de aquella familia, lejos de las miradas de los intrusos, doña Fernanda más parecía la esposa de Quirós que aquella Enriqueta que miraba a su marido y a su hermana unas veces con frío desprecio y otras con ira, como si con su presencia turbasen su recogimiento interno, cuyo objeto era recordar aquel amor que constituía las páginas más felices de su pasada vida.

Quirós, por su parte, comprendiendo que la superioridad teníala en aquella casa la dominante baronesa, halagábale estar en tan buenas relaciones con ella, pues así tenía la seguridad de no ver turbada la tranquilidad de su vida.

Pero aquel afecto tenía también sus inconvenientes, y de éstos el más principal era que doña Fernanda, con su genio arrebatado, había venido a convertirse para él en una especie de amante moral, que se mostraba celosa y quería tenerlo a todas horas a su disposición.

La vida agitada que llevaba Quirós, entregado de lleno a la política y al periodismo, irritaba a la baronesa, que no podía acostumbrarse a la idea de que el elocuente diputado volviera a casa todas las madrugadas a las cuatro, por estar hasta tal hora en la redacción, después de la salida del teatro.

Además, pronto vinieron unas traidoras noticias a exacerbar la bilis de la baronesa. Interesábala tanto su cuñado, cada vez más reacio a conferenciar con ella y a pedirle humildemente consejos, que se dedicó a averiguar la vida que hacía y pronto supo por boca de unas amigas de la aristócrata, cosas que según ella decía poníanle los pelos de punta.

Quirós hacía el amor, o estaba en relaciones poco santas (existían diversos pareceres en las noticieras), con una duquesa vieja que gozaba de gran fama por su estrecha amistad con la reina y su gran prestigio político, y además pasaba algunas noches con algunos chicos de las principales familias, haciendo locuras en compañía de algunas coristas y bailarinas del Real.

Doña Fernanda sintió un santo horror al saber tales cosas, más no por esto el diputado de la buena causa perdió en su concepto, antes bien pareció que adquiría un nuevo prestigio a los ojos de la baronesa, pues en ésta, a pesar de toda su mojigatería, los calaveras siempre habían producido cierta atracción.

Pero a pesar de esta complacencia sentía amargo despecho al ver a Quirós en relaciones con una mujer como la duquesa dedicada a la política, y considerando que era su protección lo que buscaba en ella el diputado, experimentaba gran indignación al imaginarse que algún día Joaquinito llegaría a ser célebre, no por sus consejos, sino por la ayuda de aquella vieja rival.

Tan furiosa estaba doña Fernanda y tal deseo sentía de recobrar su superioridad sobre aquel futuro personaje, que ansiosa por hacerlo volver a la buena senda, llegó a cometer la tontería de revelárselo todo a Enriqueta.

Doña Fernanda, a pesar de su afición a curiosear y de su perspicacia, ignoraba el verdadero estado de los dos esposos.

Creía que éstos constituyen uno de los tantos matrimonios aristocráticos que se tratan con frialdad, pero estaba lejos de imaginarse que entre los dos no había mediado la menor intimidad cariñosa, y que el dormitorio de Enriqueta había sido siempre para Quirós una región desconocida.

En la creencia, pues, de que su hermana, aunque falta de amor hacia su esposo, no dejaría de irritarse por sus infidelidades y pondría en juego todos sus derechos para separarlo de la duquesa y volverlo a la vida del hogar, reveló a Enriqueta todo cuanto sabía, aunque dando a sus palabras un carácter desinteresado, propio de quien hace tan penosas declaraciones por el honor de la familia y por restablecer la paz y la moralidad en el seno de un matrimonio.

Fue aquello en la noche del 21 de junio; bien se acordaba la baronesa muchos años después.

Acababan de cenar las dos hermanas y estaban en el salón donde la baronesa acostumbraba a recibir las visitas.

Había poca luz y los balcones estaban abiertos para que el viento de la noche refrescase las caldeadas habitaciones.

Enriqueta había acostado a su hija dejándola al cuidado de una criada fiel, y sentada en una mecedora, junto al abierto balcón, contemplaba con expresión soñadora el trozo de cielo estrellado y límpido que quedaba visible entre las dos filas de tejados que formaban la calle.

Doña Fernanda abordó inmediatamente la cuestión.

Habló primero de lo agradable que era en verano la vida nocturna y esto fue como el exordio con que preparó la declaración de que Quirós volvía siempre a casa muy entrada la mañana.

Enriqueta hizo un gesto de desprecio para indicar lo indiferente que le era la conducta que pudiera seguir su marido, pero la baronesa para remover el fuego de los celos en aquello que ella creía frialdad aparente, añadió que Quirós, algunos meses antes volvía de la redacción a las tres de la madrugada, pero que ahora tocaban muchas veces las siete sin que él hubiese entrado en su cuarto.

Y puesta ya doña Fernanda en camino de hacer revelaciones, desembuchó todo cuanto sabía de las relaciones del periodista con la duquesa, no olvidando las bacanales famosas con las bailarinas del Real.

Enriqueta seguía mostrando la misma frialdad, y únicamente acogía algunas de aquellas revelaciones demasiado subidas de color, con gestos de asco.

Su indiferencia desesperaba a la baronesa, que aguardaba una ruidosa explosión de celos.

—Haces mal, hija mía —decía a su hermana—, en tomar las cosas con tanta calma. Yo bien sé que tú y Joaquinito no os queréis gran cosa; pero al fin tu marido es, llevas su nombre, y no es muy grato hacer un papel ridículo a los ojos de la sociedad, que conoce las locuras de tu señor marido. Tus amigas manifiestan lástima al hablar de ti; pero ten la seguridad de que en su interior se ríen del desairado papel que haces. Es necesario que evites este escándalo, sobre todo, porque como mil veces te he dicho, en nuestra esfera social es más preferible inspirar envidia que lástima.

Doña Fernanda, sin saberlo, había encontrado el medio de interesar a Enriqueta, cuyo carácter era muy sensible a las heridas del ridículo.

La joven señora de Quirós, a pesar de aquella indiferencia natural que sentía hacia su esposo y de que por nada del mundo hubiese consentido franquearle la entrada de su dormitorio, sentíase indignada por las revelaciones de su hermana y estremecíase de rabia al pensar los comentarios que ocasionaría en la alta sociedad aquella infidelidad conyugal.

Le causaba repugnancia aquel aventurero, que por medio de una maquiavélica trama había conseguido su mano; le era indiferente que se encenegase con otras mujeres a puerta cerrada, en todas las asquerosidades de una orgía sin término; pero lo que no podía consentir era el escándalo, eran aquellas relaciones con una vieja duquesa a la vista de todos, para hacerla a ella objeto de una compasión general que la irritaba.

Había heredado de su padre aquel carácter susceptible, que se descomponía a la menor suposición de hallarse en ridículo.

Además la irritaba el libertinaje de aquel hipócrita, que en público tenía siempre en sus labios las palabras religión y moral católica, tildando a todos sus enemigos de monstruos de impudicia y maldad, y sentía una secreta complacencia en poder arrojar al rostro de aquel antipático personaje toda la doblez de su conducta. Causábale náuseas la hipocresía de aquel campeón de la fe.

La baronesa adivinaba el efecto que sus palabras producían en su hermana y repetía las noticias que había adquirido, para convencer plenamente a Enriqueta de lo ciertas que eran las adúlteras relaciones.

Escuchándola, la señora de Quirós forjose rápidamente un plan. La halagaba el confundir a aquel miserable, sobre el cual le importaba mucho tener cierta superioridad, y por esto se determinó a esperar hasta la madrugada la vuelta de Quirós, para echarle en cara su conducta.

Adivinaba ella que su esposo podría excusar su libertinaje, fundándose en el desvío y alejamiento que ella mostraba; pero Enriqueta preparó su contestación.

Ella no se oponía a que su esposo fuese un libertino, un hipócrita, que en público predicase la moral católica y en la vida privada sirviera de perro de lanas a las bailarinas de la Ópera; lo que ella, como esposa, no podía consentir, es que la pusiera en ridículo con unos amores conocidos por todos y que tenían por ideal una duquesa vieja, una cortesana averiada por las lides del amor y que podía competir en impudicia con las más degradadas mujeres que surgen de las sombras nocturnas para pegarse al primer transeúnte desconocido.

Ese alarde de cinismo que Quirós hacía, sosteniendo tales relaciones, no lo consentiría ella, y así se lo manifestó a doña Fernanda con tono enérgico e imperioso. Aquella misma noche sabría su marido quién era ella.

La baronesa estaba muy satisfecha de la energía de su hermana. Conocía por experiencia los arranques tardos, pero violentos, de aquella mosquita muerta, como ella llamaba a Enriqueta. Estaba segura de que la reyerta conyugal sería tan grande como se la había imaginado, y sentíase halagada por la esperanza de que Quirós abandonaría sus relaciones con la duquesa, volviendo a ponerse bajo su protección y a seguir sus consejos.

Hasta después de medianoche acompañó la baronesa a su hermana, y cuando satisfecha de su triunfo se retiró a descansar, Enriqueta abandonó el salón, entrando en un lindo gabinete inmediato a la antecámara y que tenía ventana a la calle.

Estaba decidida a aguardar a su marido sin reparar en la hora a que volviese, y desde allí, aunque la rindiera el sueño oiría perfectamente el ruido producido por Quirós al abrir con su llavín la puerta de la escalera.

A la velada luz de una elegante lámpara, púsose a leer Los tres mosqueteros de Dumas padre, única novela con la que transigía su hermana, la devota baronesa, sin duda por su afición a las intrigas, y así permaneció algunas horas, procurando aturdirse en el torbellino de aquella acción interesante, y haciendo muchas veces involuntariamente internas comparaciones entre Athos y D'Artagnan y su amante de otros tiempos Esteban Álvarez. Donde no existían puntos de similitud, ella se encargaba de imaginarlos.

Cuando llevaba ya leída una tercera parte del volumen, la pesadez que sentía en su cerebro y el cansancio de sus ojos la obligaron a levantar la cabeza, y entonces notó que la lámpara alumbraba con débil luz.

Una claridad lívida se difundía por la estación y los vidrios de la ventana brillaban como láminas de pálido azul, dejando adivinar confusamente los perfiles de las casas fronterizas.

Era la luz del nuevo día.

Enriqueta, fatigada, entumecida y molesta en aquella habitación caldeada por la luz artificial, abrió la ventana para respirar la brisa matutina.

El fresco hálito de la mañana la serenó y sintió la misma impresión de una sonámbula que despierta de improviso y no puede explicarse cómo se halla fuera de su lecho.

¿Por qué estaba allí? Dirigióse esta pregunta, y entonces recordó su conversación con la baronesa en la noche anterior, arrepintiéndose de la resolución que había tomado. ¡Cuán tonta era! ¡Valiente cosa le importaba a ella la conducta de su marido!

Cierto era que le escocía un poco la ridícula situación en que la colocaba Quirós, pero al mismo tiempo, ruborizábase de vergüenza al pensar que aquel fatuo podía llegar de un momento a otro, y, al ver que le había estado aguardando toda la noche, creyese que se hallaba enamorada de él.

Era ya de día y Quirós todavía no había llegado. ¡Bueno estaría que aquel libertino hipócrita la viese a ella asomada a la ventana, lo mismo que una mujer enamorada que, tras larga noche de llanto e insomnio, aguarda ansiosa al esposo querido!

Ahora mismo me acuesto, se decía Enriqueta; pero permanecía inmóvil en la ventana, halagada por aquella frescura y el espectáculo del amanecer, completamente desconocido para una joven aristocrática que jamás se había levantado de la cama a tal hora.

¡Qué bonita estaba la calle completamente desierta, con sus dos filas de grandes casas, con sus puertas cerradas y sus ventanas de las cuales sólo la suya estaba abierta!

Tenía cierta sublime grandeza aquel silencio que se deslizaba majestuoso por entre las casas, que encerraban un tesoro de vida y animación, muerto ahora, y que, al resucitar pocas horas después se derramaría por todas partes como ola de agitación y de estruendo.

La luz perdía poco a poco sus tonos de azulada lividez, el cielo se aclaraba y unas nubecillas que asomaban poco antes pardas y feas sobre los lejanos tejados del tramo de la calle, tomaban ahora cierta transparencia de grana y oro. Era el sol que comenzaba a salir, embelleciéndolo todo con sus caricias de fuego.

Enriqueta, ante aquel silencio, sentía caprichos de niña y casi estuvo a punto de gritar, pero otros se encargaron de esto: los gorriones en alegres bandadas saltaban sobre los aleros de los tejados, aleteaban en las copas de los árboles y bajaban hasta el desierto pavimento de la calle, acompañando todas sus infantiles travesuras con un incesante piar en infinitos tonos. Eran los violines que preludiaban la gran sinfonía del amanecer.

Despertaba la vida con aquel toque de diana de la naturaleza, y Enriqueta veía ya por la parte de la plaza de Antón Martín pasar alguna que otra mujer con la cesta de buñuelos y el aguardiente en busca de parroquianos.

Una taberna de la calle acababa de abrir sus puertas pintadas de rojo, y el muchacho gallego, de gruesos zapatos y puntiagudos pelos, arreglaba en una mesilla las botellas de anisete y bala rasa, para tomar de mañana.

A Enriqueta le encantaba aquel espectáculo.

De pronto avanzó la cabeza con expresión de sorpresa y como queriendo oír mejor.

Habían sonado a lo lejos sordos estampidos, semejantes a descargas de fusilería. Esperó para convencerse de la realidad de aquellos ruidos y éstos no tardaron en repetirse.

Enriqueta no podía explicarse qué era aquello; pero, sin saber por qué, experimentó cierta inquietud y pensó en Esteban.

¿Qué haría a aquellas horas? ¿Estaría aún amenazado por terribles peligros y empeñado en sus difíciles empresas?

El recuerdo de Álvarez sumió a la joven en honda meditación, del que le sacó el estrépito producido en la desierta calle por varios soldados de caballería que en desorden y con visible azoramiento, iban a todo galope de su cabalgaduras.

Eran ordenanzas del Ministerio de la Guerra, y Enriqueta los siguió con la vista, hasta que al extremo de la calle perdiéronse en diversas direcciones.

La joven presentía algo terrible. Nada de extraño tenía ver a tales horas un pelotón de jinetes, pero aquellos soldados llevaban en sus rostros una marcada expresión de intranquilidad y marchaban con demasiada rapidez, como temerosos de llegar tarde a su destino o de que alguien les cortase el paso.

Poco después vio pasar uno tras otro a varios oficiales con el mismo aspecto de intranquilidad, llevando en sus rostros un gesto de inquietud y en sus ojos las señales del sueño recientemente interrumpido.

Marchaban apresuradamente, casi corrían, seguidos de sus asistentes y algunos de ellos todavía iban abrochándose el uniforme puesto con precipitación o ajustándose el cinturón de la espada.

Pronto comprendió Enriqueta lo que aquello significaba.

Por la plaza de Antón Martín entró en la calle un grupo de hombres armados. Eran en su mayoría obreros, llevaban al hombro viejos fusiles, escopetas de caza y algunos trabucos; y al frente, con el revólver en la mano, iba un joven de rostro simpático, adornado por bigote, perilla y melena romántica y que vestía levita y sombrero de copa. Tenía el tipo de un hombre dedicado a la literatura y parecía el jefe de aquel pelotón que marchaba bulliciosamente mirando a todas partes con expresión de triunfo.

Aquel grupo revolucionario al entrar en la dormida calle prorrumpió en gritos:

—¡Viva la libertad! ¡Viva Prim! ¡Muera Isabel II!

Y los más humildes del grupo, los que llevaban en su rostro las huellas del sufrimiento y en sus ropas los desgarrones de la miseria, intercalaban en dichos gritos otro que producía cierta alarma en aquellos del grupo que tenían cierto aspecto burgués.

—¡Viva la República!

El grupo pasó frente a la ventana que ocupaba Enriqueta la cual sentía miedo al ver algunos de aquellos rostros endurecidos por esa expresión feroz que da la miseria.

El jovenzuelo de aspecto romántico, al ver una mujer hermosa contemplando el paso del revolucionario pelotón, estirose con la petulancia de un mozo guapo y la saludó con una amable sonrisa, creyéndose un héroe.

Enriqueta pensaba en Álvarez y cuando el grupo se detuvo a la puerta de la taberna que estaba más abajo de su casa, fue fijándose uno por uno, en todos los hombres, como si esperase encontrar al capitán disfrazado y confundido entre aquellos revolucionarios.

En esto le distrajo la presencia de un hombre que venía indudablemente del Prado y subía la calle apresuradamente. Era un viejo general conocido de Enriqueta por haber sido amigo y compañero de armas de su padre, el conde de Baselga.

Acababa de ser despertado y aún iba por la calle abrochándose la galoneada levita, sin dejar de correr.

Al verle se produjo un terrible movimiento a la puerta de la taberna.

Muchos de aquellos hombres apuntaron con sus fusiles a la acera de enfrente por donde pasaba el general, y el anciano se detuvo, pálido y altivo, llevando instintivamente la mano a la empuñadura de la espada.

Fue una escena muda y terrible que angustió a Enriqueta, única espectadora, y que duró solamente algunos segundos.

El jefe del grupo, aquel joven de aspecto interesante, púsose ante los fusiles de los suyos, y gritó con una energía que no hacía esperar su delicadeza física.

—¿Qué vais a hacer? ¿Ahora que empieza la revolución vamos a deshonrarnos matando a un hombre que va solo? ¿Somos acaso asesinos? ¡Abajo las armas!

Y aquel dandy literario hablaba con tan imperiosa energía, que las armas asestadas contra el general se bajaron inmediatamente.

—Pase usted, general, y siga su camino —gritó el jovenzuelo—. De aquí a un rato nos combatiremos, pero ahora le respetamos a usted porque es un hombre que va a cumplir con su deber y nosotros no somos asesinos.

El general quedó indeciso y como confuso ante aquella inesperada nobleza y por fin quitose el galoneado ros, y sonriendo con paternal benevolencia les saludó diciendo:

—¡Gracias, señores! Son ustedes unos valientes dignos del nombre de españoles. ¡Que Dios les dé buena suerte!

Y saludando otra vez al grupo popular con visible enternecimiento, siguió su camino apresuradamente hasta que, al llegar al palacio de Baselga, se fijó en Enriqueta a la que conocía.

—¿Qué hace usted aquí, hija mía? —le gritó—, adentro en seguida, que va a haber tiros. Los artilleros del cuartel de San Gil se han sublevado contra la reina y Madrid está que arde. Escóndase, que la sarracina va a ser gorda.

Y el anciano fue a seguir su marcha, pero aún se detuvo, como cediendo a una necesidad interna de desahogar su pensamiento.

—¿Pero ha visto usted, Enriquetita lo que acaba de hacer esa gente? Al diablo con esos descamisados y los escritores boquirrubios que los levantan de cascos. ¡Lástima de valientes! Crea usted que me remuerde la conciencia de tener que ametrallar a una gente que así procede.

Sonaron a lo lejos nuevas y más fuertes descargas, y el general siguió su camino apresuradamente sin despedirse de Enriqueta.

Mientras tanto, el grupo revolucionario continuaba su marcha y las dormidas gentes despertaban con gritos inesperados.

—¡Abajo los Borbones! ¡Viva la libertad!

X. EL 22 DE JUNIO

Comenzaba a clarear el alba y los centinelas del cuartel de la Montaña pasaban por las terrazas para librarse del entumecimiento que produce el frío del amanecer.

En el vasto edificio militar reinaba un silencio absoluto y únicamente las ventanas del cuarto de banderas estaban iluminadas, sin duda porque en tal habitación se hallaban aún despiertos y vigilantes los oficiales de guardia.

Un hombre de rostro enérgico con gran barba, era el único ser que rondaba por las inmediaciones del cuartel, que a aquella hora estaban completamente desiertas.

Era don José Rivas Chaves, dueño de un acreditado establecimiento de lencería, y el principal hombre de acción del partido progresista. Su fortuna y los grandes sacrificios que había prestado en varias ocasiones a la causa revolucionaria dábanle gran prestigio entre la gente dispuesta a empuñar las armas, y como decidido propagandista en el elemento militar, era el agente encargado de sostener las relaciones de los organismos directores de la conspiración con los sargentos comprometidos.

Chaves, situándose a la espalda del cuartel de San Gil, agitó su pañuelo, y desde una de las ventanas altas del edificio le contestó un sargento de la artillería acuartelada, haciendo ondear una sábana. Era ésta la señal convenida.

Pasó después al cuartel de la Montaña y parándose junto a una reja cambió breves palabras con otro que estaba dentro, y al dirigirse al otro extremo del gran edificio tropezó con un centinela con el que entabló conversación ofreciéndole un cigarro, y mientras el soldado lo encendía, el conspirador sacudió su sombrero con el pañuelo, seña a la que alguien contestó también agitando un lienzo blanco en las ventanas altas.

El aviso había circulado ya; no había novedad alguna y el volcán revolucionario iba a estallar después de una preparación tan larga como lenta.

Los sargentos de los cuerpos de artillería acuartelados en San Gil iban por fin a ver satisfecha aquella impaciencia sediciosa que mostraban en todas las reuniones revolucionarias.

Chaves, satisfecho de la buena marcha que seguía la conspiración y agitado por esa emoción que siente todo hombre en un momento decisivo, sentóse al borde de un abrevadero que existía en la plaza de San Marcial, frente a la puerta del cuartel, esperando con nerviosa impaciencia los acontecimientos.

El gigantesco edificio permanecía silencioso y no se notaba en él ningún signo que denunciase interna agitación.

El conspirador miraba con ansiedad las largas filas de ventanas cerradas, de las cuales, las más bajas, estaban casi cubiertas por la hilera de árboles que rodeaban el edificio, y fijaba su vista en la cerrada puerta, a cuyos dos lados alzábanse solitarias y desiertas las blancas garitas de madera.

De pronto en aquellas ventanas comenzaron a verse soldados a medio vestir que se asomaban con aire risueño para volver a ocultarse, y de vez en cuando algún sargento ya uniformado y con armas, lanzaba una mirada de inquietud a la desierta plaza.

Reinaba en ésta la calma y la soledad propias del amanecer, y sólo un grupo de hombres del pueblo interrumpió con sus pasos aquel silencio matinal, bajando por la calle de Bailén.

Iban todos ellos armados, y al frente marchaba un caballero de rudo aspecto, con la capa terciada, quien los guió por la escalerita de la calle del Río.

—¡Allá va don Manuel Becerra con su gente! —murmuró Chávez viendo cómo desaparecía el armado grupo.

Transcurrieron algunos minutos, sonó en el interior del cuartel el toque de diana e inmediatamente se oyeron algunos tiros.

Se había iniciado ya la insurrección de los artilleros del cuartel de San Gil.

El gobierno, que hacía mucho tiempo sospechaba la conspiración existente en Madrid, había ordenado grandes precauciones militares, y entre éstas, la más importante era que una parte de la oficialidad de los regimientos durmiese en los cuarteles para evitar una insurrección.

Los oficiales de artillería habían pasado toda la noche en el cuarto de banderas jugando al tresillo, sin que les rindiera el sueño. Esperaban los sargentos comprometidos en el movimiento, sorprenderlos adormecidos a la madrugada; pero en vista de que era llegada la hora de iniciar la insurrección y los oficiales seguían entregados al juego, entraron los conspiradores en el cuarto de banderas, apuntándolos con sus carabinas e intimando la rendición.

No querían los sargentos derramar sangre; pero la voz imperiosa del deber inclinó a los oficiales a la resistencia y sobrevino la catástrofe.

Disparó un oficial su revólver e inmediatamente una descarga que mató o hirió a casi todos los jugadores.

Horroroso era el hecho; pero no cabía ya retroceder, y los sargentos, enardecidos por la vista de aquella sangre, se apresuraron a poner en práctica el plan revolucionario.

En pocos minutos cambió el aspecto del cuartel que, conmovido de arriba a abajo, comenzó a vomitar por sus puertas hombres, mulas y cañones.

Iban los sargentos al frente de los pelotones de los artilleros, revueltos por la indisciplina y la estupefacción que les producía ver el cadáver de un oficial tendido en la puerta del cuarto de banderas. El desorden era completo, y el entusiasmo que comenzaba a apoderarse de los soldados, excitados por la proximidad del combate, contribuía a que las órdenes de los sargentos apenas pudiesen ser oídas y que costase mucho el verlas ejecutadas.

Por fin los tiros de mulas fueron enganchados a los cañones contribuyendo a acelerar la operación la presencia del general Pierrad, jefe militar de la insurrección, quien arengó a los artilleros y las órdenes del capitán Hidalgo, único oficial de artillería comprometido en el alzamiento.

Momentos después, las calles de Madrid conmovíanse con el estruendo producido por los cañones que los artilleros sublevados llevaban de una parte a otra, sin saber qué hacer de ellos por falta de dirección.

La capital estaba ya en plena insurrección, y grupos de paisanos armados aparecían en todas las calles, saludando con vivas a aquellos soldados, que rojos por el entusiasmo, inclinados sobre el cuello de sus mulas y dejando flotar los encarnados cordones de sus roses, galopaban arrastrando las temibles bocas de hierro, cuyas ruedas botaban sobre el empedrado produciendo un sordo estremecimiento, semejante a una lejana tempestad.

Surgían de todas partes los hombres armados; el entusiasmo era general; había en la atmósfera esa agitación nerviosa propia de las grandes revoluciones; veíanse esas caras feroces y extrañas cataduras que sólo aparecen en los días de gran tormenta, cuando la espátula revolucionaria revuelve hasta las últimas heces del líquido social; adivinábanse en un rasgo, en una palabra, héroes y mártires entre aquella entusiasmada muchedumbre, que con una pistola vieja o un trabuco, se sentían capaces de luchar contra toda la guarnición de Madrid; pero se notaba algo, por fortuna todavía oculto, y que de ser conocido podía producir inmediatamente el desaliento: la falta de un plan bien ejecutado, la carencia de una dirección rápida y acertada.

Muchos de los regimientos comprometidos, acuartelados en diferentes puntos de la capital, no podían unirse a los insurrectos por estar ya sus sargentos arrestados y tener al frente a sus jefes fieles al gobierno.

Los oficiales designados por el Comité revolucionario para ir a ponerse al frente de dichos cuerpos, habían esperado en vano la orden; y cuando por fin, cansados de aguardar, fueron a los cuarteles, los soldados, a la voz de sus jefes que habían sido más activos, recibieron a tiros a los mismos que hubieran aclamado y seguido de llegar algunos minutos antes.

Fue aquella revolución la más anárquica de cuantas han ocurrido en España. Todos mandaban y ninguno obedecía. Los artilleros emplazaban sus cañones donde mejor les parecía, y el pueblo levantaba barricadas sin aguardar órdenes, con ese instinto estratégico que la masa revolucionaria desarrollaba en los momentos difíciles.

Se sabía a la media hora de haberse iniciado la revolución que ésta no podía contar ya con más faena que la artillería de San Gil y se tenía la certeza de que toda la guarnición iba a caer sobre los sublevados; pero esto no lograba amilanar a ninguno de aquellos combatientes por la libertad.

El pueblo no retrocede una vez iniciada una revolución, aun teniendo conciencia de su derrota; y los sublevados del 22 de junio únicamente experimentaban una amarga decepción al ver aquella artillería que como ruidoso meteoro de hierro y fuego, iba de un punto a otro sin saber qué hacer ni en qué emplearse, por falta de dirección.

Mientras tanto el gobierno organizaba certeramente la resistencia y tomaba con rapidez la ofensiva.

El aviso de lo ocurrido en el cuartel de San Gil llegó a la presidencia del gobierno cuando O'Donell, después de pasar la noche en vela, disponíase a acostarse. El caudillo de África montó inmediatamente a caballo y con un batallón de ingenieros se dirigió a la Puerta del Sol, de la cual habían intentado apoderarse los revolucionarios sin éxito alguno.

Desde allí dirigiose a Palacio para poner a la reina a cubierto de un golpe de mano, pero ya se le había adelantado su eterno rival, el general Narváez, quien llegó al regio alcázar casi a medio vestir, organizando inmediatamente la resistencia y ametrallando con dos cañones emplazados en la calle de Bailén, la fachada del cuartel de la Montaña.

El héroe de Arlaban y verdugo de sus compatriotas, excitado por el grandioso espectáculo de aquella revolución, que él mismo calificaba de la más terrible que había conocido, recobró el valor ciego, impetuoso y temerario de su juventud y fue a colocarse en los puntos de mayor peligro, sin temor al fuego que hacía el paisanaje desde las calles inmediatas.

Una bala perdida derribó a Narváez del caballo, causándole una herida de poca gravedad, pero la débil senectud reapareció en el veterano al verse bañado en su propia sangre, y el general fue conducido a Palacio, exánime con la creencia de una próxima muerte.

La reina, consternada y temerosa de una insurrección que estallaba casi a las mismas puertas de su alcázar, se encargó del cuidado de aquel antiguo amigo y defensor, que pálido, exánime y cubierto de sangre, aparecía a sus ojos con todo el prestigio de un héroe de la causa monárquica.

Narváez estaba alejado algunos años del poder por el triunfo de la Unión Liberal, cada vez más omnipotente, pero a pesar de esto las gentes de Palacio no se equivocaron.

—He aquí una bala —dijo un cortesano— que ha dado en el general Narváez y ha matado al general O'Donell.

La profecía fue exacta. Pocos días después la reina destituía a O'Donell y la reacción, simbolizada por Narváez, volvía a ocupar el poder.

En el primer momento el gobierno no supo cómo combatir aquella insurrección, que a pesar de sus escasas fuerzas militares se presentaba imponente y magnífica.

El pueblo de Madrid se mostraba tan belicoso y dispuesto al heroísmo que únicamente podía ser comparada su insurrección con aquella otra que inmortalizó la fecha del 2 de mayo.

El cuartel de San Gil habíase convertido en una fortaleza, para cuya conquista se necesitaba derramar mucha sangre, y en el barrio del norte y sur de la capital, miles de combatientes acosaban por todas partes a las tropas del gobierno, las cuales, después de sostener terribles combates, donde creían encontrar vencidos, tropezaban con nuevos y tenaces obstáculos.

Nada significaba que el coronel Camino se hubiese apoderado de algunas piezas de artillería de los insurrectos, deshaciendo muchas barricadas; nuevos baluartes amasados con piedras, tierra y muebles, volvían a cortar las calles y desde balcones y ventanas se hacía sobre los asaltantes un fuego mortífero.

El ejército se revolvía como el león acosado por infinito enjambre de avispas, que mientras destruye un venenoso insecto con su robusta zarpa, recibe las picaduras de mil.

Pero a las pocas horas de lucha, O'Donell había adivinado ya el punto flaco de aquella imponente insurrección. La falta de relaciones entre unos puntos y otros, la carencia de dirección y la nulidad de los jefes revolucionarios, saltó inmediatamente a su vista y se propuso ahogar la rebelión por partes, dirigiendo todas las fuerzas sucesivamente sobre las diversas zonas donde se había localizado la resistencia.

El cuartel de San Gil era el más temible núcleo revolucionario y contra él se dirigió el primer ataque de la mayor parte de las fuerzas. Los artilleros insurrectos habían cometido la torpeza de encastillarse en el cuartel, a excepción de las fuerzas que habían salido en el primer momento a recorrer las calles, y pronto se vieron bloqueados por las fuerzas del gobierno y cortadas todas sus comunicaciones con los revolucionarios que se batían en el resto de Madrid.

El general Serrano había salvado al gobierno y decidido la victoria con un rasgo de temerario valor. La actitud de la infantería acuartelada en la Montaña, junto al cuartel de San Gil, era enigmática para el gobierno, y para convencerse de su fidelidad o en caso contrario decidir a los batallones en favor de la reina, Serrano salió de Madrid, dio un rodeo hasta encontrarse frente al cuartel de la Montaña, y subiendo con gran trabajo por una pendiente casi vertical, se introdujo en el edificio, siendo recibido por los cuerpos con vivas al gobierno.

Esta hazaña fue la señal de derrota para los sublevados de San Gil, que se vieron atacados por el frente por las tropas que mandaba Zabala, teniendo a la espalda a Serrano con toda la infantería del inmediato cuartel.

Aquellos insurrectos, cogidos entre dos fuegos, despreciaron todas las intimidaciones que se les hicieron, y supieron resistirse y perecer con esa sublime tenacidad que desarrolla el soldado español cuando se ve frente a frente con la muerte.

Cañones y fusiles cruzaban en el espacio una granizada de plomo; el rugido de las descargas ensordecía a los combatientes, en las bocacalles inmediatas, así como en las ventanas del cuartel, flotaban girones de blanco humo, que parecían vellones arrancados a las nubecillas que adornaban un cielo hermoso y esplendente propio de un día de verano.

Hacía abominar de la humanidad ver cómo ante la divina sonrisa de la naturaleza en todo su esplendor, se exterminaban centenares de hombres por los intereses de un grupo de tiranos, degradados y repugnantes.

Un batallón de zapadores, desafiando la fusilería y la metralla, echó abajo la puerta del cuartel y por aquella brecha arrojose la infantería con bayoneta calada a apoderarse del edificio.

La lucha tomó entonces un carácter horrible. Callaron los cañones, cediendo el puesto al fusil y al machete, a la bayoneta y al sable.

Combatíase cuerpo a cuerpo, hacíase fuego a quemarropa y el instinto de conservación, unido a la rabiosa sed de venganza, utilizaba como baluarte y fortaleza el quicio de una puerta, el saliente de una columna, la revuelta de un corredor, localizando el combate en estos detalles arquitectónicos.

Cada habitación del piso bajo costaba ríos de sangre, y los asaltantes atravesaban un umbral, esperando la descarga a quemarropa que aclaraba las filas o el salvaje machetazo que hendía el cráneo.

Las oficinas, los armeros, los almacenes, eran teatro de las más horrorosas escenas, y en las desiertas cuadras, chocando contra los vacíos pesebres y tropezando con los montones de paja, se buscaban los hombres con ciego furor, se herían con bárbara complacencia y, muchas veces, rotas las armas o perdidas, caían fuertemente abrazados y mordiéndose en el rostro se revolcaban a los pies de alguna mula vieja o caballo abandonado, pobres bestias que amedrentadas por la tempestad que rugía fuera, miraban con ojos melancólicos aquellas escenas de horror, no pudiendo comprender sin duda las locuras de una raza superior que del asesinato en masa hace un título de gloria.

Los asaltantes se hicieron por fin dueños del piso bajo, pero la resistencia continuó arriba en los pisos superiores, en aquellos vastos dormitorios cuyas paredes estaban acribilladas por los metrallazos que enviaban las baterías sitiadoras y de cuyas ventanas no quedaban más vestigios que 105 rotos goznes y algunos jirones de madera que se bamboleaban al estrépito de cada descarga.

Las escaleras fueron cráteres de volcanes invertidos, que despedían el fuego hacia abajo y los peldaños desaparecieron bajo los cadáveres El humo cegaba a los asaltantes; las paredes trepidaban con el ruido de las descargas, las voces de mando apenas sí se oían en aquella confusión, y los asaltantes, cegados por el picante hálito de la pólvora, rabiosos por aquella resistencia y enloquecidos por el peligro a que les empujaban sus jefes, subían como una marea de agudas bayonetas, sin fijarse en lo que ocurría a su lado, destrozando al muerto con sus pies y desoyendo al compañero herido que exhalaba alaridos de dolor.

Ya estaban las tropas del gobierno en el primer piso, ya cargaban a la bayoneta por los dormitorios y los horribles detalles de una lucha marcial volvían a reproducirse.

Las bayonetas hurgaban furiosas bajo las camas de donde salían tiros de revólver, el soldado recibía moribundo sobre su pecho al compañero que le precedía al atravesar una puerta, y sobre las revueltas sábanas y los rotos jergones, caía fusilado el mocetón que, machete en mano, se defendía como una fiera acorralada.

Costó mucho a las tropas del gobierno apoderarse del cuartel de San Gil.

En cada piso fue necesario primero un asalto para llegar a él, y después una batalla para apoderarse de sus acribilladas habitaciones.

En el segundo piso defendiéronse los artilleros con igual fiereza que en el primero, y cuando se vieron desalojados de él, aún quedaron trescientos desesperados que se fortificaron en las buhardillas, causando gran daño a los sitiadores.

Por fin las tropas del gobierno se hicieron dueñas del edificio y los insurrectos que sobrevivieron a la lucha quedaron desarmados y prisioneros.

O'Donell respiró al ver vencida la insurrección militar y antes de dirigirse contra los elementos civiles que sostenían la bandera revolucionaria, encaminóse a Palacio para tranquilizar a Isabel II y a su pusilánime y afeminado esposo don Francisco de Asís que temblaba como una damisela, a pesar de su categoría de capitán general del ejército.

La reina dio las gracias a O'Donell por el servicio que acababa de prestarle y le excitó a que cuanto antes exterminase al paisanaje que en los barrios populares defendía su terrible red de barricadas. Hablando así aquella mujer pensaba ya en destituir a O'Donell que por ella exponía la vida, sustituyéndolo por Narváez. Tan perfectamente sabía mentir Isabel II, que nadie podía dudar que era legítima hija de Fernando VII.

El duque de Tetuán dirigió el grueso de sus tropas contra los barrios del norte de Madrid, y tras un combate de muchas horas consiguió vencer las fuerzas populares que mandaba Contreras.

En el sur de la capital la lucha se desarrolló en las últimas horas de la tarde, y al anochecer era tomada por las tropas la barricada de la plaza de Antón Martín, último baluarte de los revolucionarios.

Así terminó la insurrección popular más heroica y entusiasta y peor dirigida que ha existido en España.

Las tropas, enfurecidas por aquel combate tenaz que diezmaba sus filas, fusilaron al pie de las destruidas barricadas a todos aquellos prisioneros cuyo aspecto denunciaba el carácter de jefes revolucionarios y O'Donell aún permaneció algunos días en el poder para encargarse de la deshonrosa misión de escarmentar a los revolucionarios ejecutando sesenta y seis sargentos y cabos.

Después de esta hecatombe, la reacción, como el bandido que luego de cometido el crimen arroja lejos de sí el puñal ensangrentado, derribó a O'Donell del poder, lanzándolo al olvido y acelerando con sus desdenes el fin de su existencia.

XI. LA BARRICADA DE LA PLAZA DE ANTÓN MARTÍN

Era el más terrible de todos aquellos confusos amontonamientos de adoquines, tierra, carruajes y muebles que la revolución había hecho surgir, soplando sobre las calles de Madrid.

Sus diferentes baluartes, que por lo irregularmente construidos parecían montones de basura hacinados por colosal escobazo, cerrando las diferentes entradas a la plaza, convertían a ésta en una ciudadela, en cuyo interior estaba todo lo más granado de Madrid en cuanto a guapeza revolucionaria y entusiasmo político a prueba de decepciones.

Allí estaba la representación genuina de aquella edad heroica de la democracia en sus diversas y conmovedoras manifestaciones.

El viejo menestral, que aún guardaba en su casa el morrión de miliciano, de tiempos de la regencia de Espartero, y que hablaba como si fuesen sucesos del día anterior de las tres jornadas del 54 y de la protesta armada del 56; el agitador de levita raída que se había tuteado con Sixto Cámara; el tendero, fervoroso progresista que ponía a todos sus hijos el nombre de Baldomero, y en la anaquelería de su tienda, tras las piezas de tela o las cajas de azúcar, ocultaba las armas pertenecientes al club del barrio; el obrero que pasaba las veladas con su familia haciendo cartuchos, y al acostarse ocultaban los paquetes de pólvora entre los colchones para igualarse con esto al gobierno que a todas horas dormía sobre un volcán; el escritor bohemio de mísero pelaje que no sabía ya qué decir a la libertad, cuya figura había ensalzado en cien odas, y que estaba ansioso de que los suyos tuviesen pronto poder para mudar de vida, el aprendiz entusiasta, gran aficionado al barbero de su barrio a quien oía leer los periódicos de oposiciones y le preguntaba cuándo llegaba la gorda; todos, en fin, los entusiastas y los ilusos, los héroes y los desesperados, representando la parte del pueblo español que aún le quedaban fuerzas y energía para atacar a una reacción que llevaba uncida a la nación al carro de sus vicios y sus crímenes, hallábanse allí en aquella barricada, sin saber qué hacer, ni cuál era la suerte de sus compañeros en los restantes distritos de Madrid, pero dispuestos a resistir mientras les quedase un cartucho.

Los barrios populares de los que era puerta la célebre plaza habían arrojado en tal punto su gente de más valía que acudía al olor de la pólvora, los más de ellos instintivamente y sin aviso alguno.

Predominaba en aquella barricada el elemento avanzado. Eran pocos los progresistas y muchos los demócratas; y allí, con el fusil en la mano, figuraban todos los entusiastas que más gritaban y aplaudían en las reuniones públicas del partido, cuando Orense, a quien llamaban por antonomasia El marqués soltaba alguna de sus agudas chuscadas, o Pi y Margall y Castelar pronunciaban sus magníficos discursos.

El triunfo no era seguro, mas no por esto decrecía el entusiasmo; además, aquellos revolucionarios confiaban en una providencia extraña y tenían la convicción de que permaneciendo ellos a pie firme resistiendo los ataques de la tropa, no faltaría alguien que a sus espaldas decidiría la victoria.

Desde las primeras horas de la mañana estaba levantada aquella barricada, y sin embargo hasta muy entrada la tarde no recibió ninguna embestida formal.

No por esto los que la defendían permanecían en la inacción.

Algunos pelotones de Guardia Civil la tiroteaban desde puntos lejanos y los insurrectos apenas sí contestaban con alguno que otro disparo, comprendiendo sin duda que necesitaban las municiones para más adelante.

Durante horas enteras cesaban estas débiles agresiones, pero en cambio los insurrectos estuvieron oyendo durante toda la mañana un continuo y apagado estruendo, semejante al de una lejana tempestad.

—Se baten en la Montaña —decían los defensores de la barricada en las primeras horas de la insurrección.

Después el estruendo cesaba de sonar en el mismo punto trasladándose a otro lugar.

Esto hacía torcer el gesto a muchos, pues indicaba que un foco de la revolución había sido extinguido y comenzaba a combatirse a otro.

—Ahora deben estar batiéndose por la parte de Fuencarral.

Y así era, pues el gobierno se hallaba dedicado a atacar la revolución en el norte de Madrid.

Aquella lucha lejana excitaba a muchos de los defensores de la barricada que irritados de permanecer inactivos mientras allá abajo mataban a sus hermanos, saltaban aquellos hacinamientos confusos que constituían los baluartes, y con el fusil al hombro perdíanse en las vecinas calles, siempre con dirección al punto donde sonaban las descargas.

Era expuesto y difícil querer pasar de un extremo a otro de Madrid, y además la plaza de Antón Martín era el punto avanzado de la insurrección en el sur, y más allá de sus barricadas resultaba lo más probable recibir un traidor balazo o encontrarse con una patrulla de la Guardia Civil que prendía a los transeúntes sospechosos conduciéndolos a los sótanos del Ministerio de la Gobernación.

Estos avances, hijos de la impaciencia y el entusiasmo, disminuían el número de defensores; pero la calma que a pesar de los preparativos insurreccionales reinaba en la calle de Atocha, difundía cierta confianza en el vecindario de los pisos bajos, y algunos establecimientos de comidas y bebidas decidíanse a abrir sus puertas a los revolucionarios.

Reinaba tal calma en aquella parte de Madrid, y con tanta tranquilidad se paseaban los insurrectos por la plaza, que a no ser por el silbido de alguna bala que de vez en cuando enviaban los guardias posicionados por la parte de la plaza de Santa Cruz, se hubiera creído que la revolución había terminado y que el pueblo era el vencedor.

En las primeras horas de la tarde cambió por completo la situación.

Viéronse llegar a todo correr algunos de los hombres que antes habían abandonado la barricada, los cuales mostraban una expresión de alarma a la que se unía cierta alegría feroz.

—¡Ya están ahí! —gritaban—. ¡Ya tenemos encima a la tropa!

Y a estas palabras aquel hacinamiento confuso, levantado por el huracán revolucionario, conmovíase y parecía adquirir vida.

Los revolucionarios preparaban sus armas y escogían a su gusto el lugar de la barricada desde donde habían de hacer fuego a los asaltantes, y había quien buscaba estar lo más cómodamente posible tomando asiento en un montón de piedras y apoyando la carabina en algún saliente de la dentada barricada.

Un grupo de jóvenes obreros que a causa del calor se habían quitado sus chaquetas e iban de un lado a otro en cuerpo de camisa con la carabina al hombro, saltaron fuera de la barricada, pues les parecía poco digno batirse tras aquellos obstáculos y no dar francamente su pecho al enemigo.

Reinaba en la plaza la misma animación que en la cubierta de un buque cuando está próxima la tempestad, sólo que allí cada uno se movía por impulso propio y eran muy pocos los que obedecían las órdenes de los jefes revolucionarios.

Entre los hombres que en revuelto grupo habían asaltado la barricada anunciando la proximidad de la tropa, llamó la atención un caballero de arrogante figura al que saludaron con afectuosidad los más caracterizados de los insurrectos.

Los defensores de la plaza de Antón Martín tenían por principales jefes a don Nicolás María Rivero y al abogado valenciano don José Cristóbal Sorní, hombres importantes del partido democrático, y políticos de acción, que revólver en mano iban rectamente al peligro para poner en práctica lo que mil veces habían predicado en el club.

Bastó que los dos y algunos otros revolucionarios de prestigio cambiasen un apretón de manos con el recién llegado, para que al momento todos los insurrectos lo calificasen de personaje de importancia y se mostrasen dispuestos a obedecerle.

Era Esteban Álvarez que, seguido de su fiel asistente, estaba desde las primeras horas de la mañana en los puntos de mayor peligro dando muestras del más temerario valor, y librándose milagrosamente de la muerte.

Había estado con otros oficiales expulsados del ejército por conspiradores, aguardando al amanecer la orden del Comité revolucionario, para ir a los cuarteles de infantería a sacar las fuerzas; y cuando en vista de la fatal tardanza se decidió a no esperar más, trasladándose a los puntos indicados, encontrose con que los jefes afectos al gobierno habían sido más activos, llegando antes que él.

Desesperado por el mal sesgo que tomaba el movimiento, había intentado llegar al cuartel de San Gil para ponerse al frente de la artillería y organizar la defensa, pero era tarde ya también, pues O'Donell tenía bloqueado el edificio, y al fin el conspirador hubo de resignarse a batirse como un simple soldado, pues en las barricadas reinaba tal confusión que nadie obedecía sus indicaciones acertadas, hijas de un genio militar.

Estaba convencido del fracaso de aquella insurrección, pero ni un solo instante pensó en retirarse, y durante todo el día estuvo en los puntos de mayor peligro.

Batióse en la plaza de Santo Domingo, donde vio caer del caballo y quedar herido al general Pierrad, arrostró el fuego en la calle de Hortaleza, y estuvo próximo a quedar prisionero en la puerta de Bilbao, donde el general Contreras, con algunos centenares de paisanos y dos cañones, se defendió con gran bizarría, y al fin, cuando vio vencida la insurrección en el norte de Madrid, intentó pasar al sur, para unirse a los elementos democráticos, temibles y valerosos, que a las órdenes de Rivero y Sorní, prolongaban aquella resistencia desesperada, extendiendo su línea de combate desde la plaza de Antón Martin a la calle de Segovia.

Era dificilísimo pasar de un extremo a otro de Madrid, y sin embargo lográronlo Álvarez y su asistente después de arrostrar muchos peligros.

El centro de la capital estaba ocupado por las tropas, que impedían la circulación; pero Álvarez se dirigió al sur por la Ronda, unas veces ocultándose al paso de una patrulla de caballería y otras sintiendo silbar junto a su cabeza las balas que dirigían a los escasos transeúntes los pelotones de la Guardia Civil posicionados en varios edificios fuertes, el militar revolucionario pudo llegar al punto donde se proponía, y después de una hora de continuos peligros, encontrose en la barriada de la plaza de Antón Martín.

Él y Perico habían tirado sus armas en la última barricada que defendieron, para no hacerse sospechosos al transitar por la Ronda, y únicamente Álvarez conservaba su revólver que llevaba escondido en el bolsillo del pantalón.

El asistente no tardó en proporcionarse un viejo fusil y se colocó respetuosamente a corta distancia de su amo, que subido en lo más alto de la barricada que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, contemplaba la casa de Enriqueta.

A Álvarez conmovido todavía por las terribles escenas de que había sido actor en aquella mañana y zumbándole aún los oídos con el estruendo de la fusilería, parecíale muy extraño encontrarse sano y libre cerca de la casa habitada por la mujer querida.

Un presentimiento triste se revolvía en su interior. ¿Habríase salvado de tantos peligros para venir a morir allí, a la vista de aquellos balcones que otras veces había espiado, con la esperanza de contemplar un solo instante el rostro de Enriqueta? ¿Sería su destino agonizar sobre aquella acera por la que tantas veces había paseado imaginándose las más risueñas esperanzas de amor?

Negra tristeza invadía el ánimo de Álvarez, quien, sintiendo por primera vez en su vida tan extraño malestar, creyó ser víctima del miedo.

Esto le avergonzó, y como si tuviera el convencimiento de que la vista de aquella casa era lo que desvanecía todo su valor bajó de la barricada, y confundiéndose en la plaza con los grupos revolucionarios, dijo a su asistente que le seguía silencioso:

—Ánimo, Perico; aquí dispararemos el último tiro por la revolución y ¡quién sabe si en esta parte de Madrid seremos más afortunados que en la otra!

El pobre muchacho, que estaba de mal humor por haberse rasgado en las barricadas un traje de verano comprado días antes, no participaba de ese forzado optimismo.

Bien conocía él que aquello no marchaba regularmente y que la tropa iba a zurrarles la badana, como él decía; pero ciego observador de su deber, permanecía al lado de su amo, sin atreverse a decirle que él pensaba que, puesto que la revolución había perdido la partida, lo más prudente era ocultarse en cualquier parte sin arrostrar nuevas aventuras.

Pero con Álvarez no valían tales razonamientos, y buena prueba de ello era el ardor con que se dedicaba a organizar la defensa de la plaza.

Él fue quien, saltando fuera de la barricada obligó a entrar en ésta a los audaces obreros que pretendían batirse a cuerpo descubierto.

El baluarte que cerraba la calle de Atocha, por la parte que conducía a la plaza Mayor, estaba erizado de cañones de fusil que apuntaban a aquella desierta vía.

Esperábase por tal parte el ataque, y reinaba en la barricada el silencio que precede siempre a las grandes catástrofes.

Aquellos patriotas armados, que tan audaces se mostraban momentos antes, sentían en su mayoría una impresión semejante al miedo que se experimenta ante lo desconocido. La mayoría de ellos no se habían batido nunca y empuñaban un fusil por primera vez, pero a pesar de su emoción, tenían conciencia del sublime deber que cumplían, y estaban inmóviles y firmes en sus puestos, sin pensar en retroceder, y procurando cada uno ocultar sus sentimientos para no excitar las burlas de los compañeros.

Álvarez, con el revólver en la mano, iba de un punto a otro, para aconsejar con su larga práctica de soldado, y como un padre cariñoso cuidaba de los inexpertos, alejándolos de los puntos donde quedaban al descubierto, y colocándolos en otros para que pudiesen hacer fuego ocultándose a las balas enemigas.

Todos, con el fusil apuntando, miraban aquella larga y desierta calle, que con sus casas cerradas e iluminada por los pálidos rayos de un sol que estaba ya en el ocaso, tenía el mismo aspecto de una avenida de elegante cementerio.

El silencio que reinaba en la calle fue turbado por un rumor sordo e imponente que resonó al extremo de ella. Nada se veía, pero Álvarez adivinó lo que era aquello.

—Atención, ciudadanos —gritó con su poderosa voz—. La tropa está tomando posiciones, y va a atacarnos.

Así era. Algunas compañías ocupaban las casas de posición estratégica, desde las cuales había disparado antes la Guardia Civil, y al extremo de la calle apareció la cabeza de una columna, brillando vivamente los fusiles y los uniformes a la luz del sol.

Los insurrectos no llegaron a darse cuenta de cómo empezó aquello.

Apenas aparecieron los soldados, una mano impaciente disparó un tiro desde la barricada, e inmediatamente el revolucionario baluarte se coronó de humo, y estalló un trueno sordo y prolongado como si se rasgase una colosal pieza de tela.

El combate se generalizó, y desde el fondo de la calle salió una descarga, y después otras sin interrupción.

En un breve momento de calma, se oyó en la barricada la voz de Álvarez que decía:

—Nos honran mucho, ciudadanos. Tenemos enfrente tres regimientos por lo menos.

En ninguna barricada se había hecho un fuego tan horroroso.

Las tropas del gobierno, deseosas de terminar aquella revolución que se prolongaba demasiado, y comprendiendo que ésta podía revivir si llegaba a la noche sin ser extinguida, tramaban su ataque de tal modo que arrojaban sobre aquella barricada último baluarte de la insurrección, un verdadero diluvio de plomo, antes de decidirse a tomarla a la bayoneta.

Por su parte los insurrectos contestaban a la agresión de los sitiadores con un fuego incesante.

La vista de algunos compañeros que habían caído a las primeras descargas manchando con su sangre los montones de adoquines, las balas que zumbaban como abejas junto a sus oídos, enloquecían a aquellos bisoños de la revolución, que, aturdidos por la rabia y el peligro, tiraban a ciegas, y con fiera tenacidad, buscando el olvidar el peligro, embriagándose con el estampido y el humo de la pólvora.

Tan continuas eran las descargas y tantos disparos se cruzaban entre ambas partes, que la calle parecía combatida por un huracán de granizo.

Las balas llegaban a todas partes. Chocaban contra la barricada, levantando la tierra y haciendo saltar a esquirlas el borde de los adoquines; acribillaban las paredes de las casas y rompían los cristales de los balcones, que se venían abajo con argentino estruendo e hiriendo con sus fragmentos a algunos de los insurrectos.

A pesar del cuidado con que éstos se ocultaban tras las desigualdades de la cresta de la barricada las bajas eran ya muchas, a los pocos momentos de combate; pues aquel aguacero de plomo se introducía por todas partes, y las balas lo mismo rozaban el dentellado borde del baluarte que penetraban por todas las rendijas y claros que los revolucionarios utilizaban como aspilleras.

Álvarez que tan cuidadoso se mostraba por la vida de sus compañeros procurando ponerlos a cubierto del fuego enemigo, se olvidaba de su propia existencia, y atento a los movimientos del enemigo, estaba en el punto más elevado de la barricada exponiéndose a ser blanco de algún certero tirador.

—Pero, mi capitán —decía con acento angustiado su fiel asistente que hacía fuego al lado de él—. Baje usted de ahí; ocúltese, sino es muerto.

—¡Bah! —contestaba con desprecio Álvarez que tenía las supersticiones propias de los soldados—. Si allá abajo está en alguna cartuchera la bala que ha de matarme, lo mismo me alcanzará ocultándome que estando al descubierto.

El capitán, al hablar así, miraba en derredor, y el espectáculo no podía ser más horrible.

En el centro de la plaza, tendido de espaldas y con los brazos en cruz, desabrochada la levita y el sombrero de copa caído a alguna distancia, estaba el cadáver de un jovencillo melenudo con bigote y perilla. Sobre el pecho tenía una gran mancha de sangre. Tal vez era el mismo que aquella mañana había visto pasar Enriqueta al frente del primer grupo revolucionario. Lo más probable es que a aquellas horas, una madre allá en una alejada provincia, pensase con fruición en el hijo que tenía en Madrid, escribiendo en los papeles públicos, y en camino de convertirse en un gran hombre; y que una señorita de aldea releyese las cartas ilustradas con versos que de vez en cuando le enviaba el futuro personaje.

A los pies de Álvarez un viejo obrero había caído con la boca deshecha de un balazo, cuando apuntaba su fusil tras la estrecha aspillera; y un chicuelo con blusa, en el suelo, agarrándose el vientre con ambas manos y dejando tras sí un reguero de sangre.

Pero eran pocos los que tales horrores veían. Los más hacían fuego como unos autómatas, y cediendo a una interna e imperiosa necesidad de expansión, gritaban como unos condenados, acompañando cada disparo con vivas a Prim y a la Libertad, y maldiciones a la p… de la reina.

En medio de aquella confusión, cuando en la barricada estaba en su período álgido la rabia popular, fue cuando Álvarez gritó con voz de trueno:

—¡Atención! Van a atacarnos a la bayoneta. No hagáis fuego. Esperad a que estén cerca.

Fuese instintiva obediencia de los insurrectos o prontitud de los jefes revolucionarios en imponer esta orden, lo cierto es que la barricada cesó de disparar quedando muda y silenciosa bajo aquel torbellino de plomo que los sitiadores le enviaban con mayor furia.

Al amparo de este fuego, dos columnas avanzaban por ambas aceras a todo correr con las bayonetas bajas, como toros que al embestir humillaban sus terribles cuernos, mientras que por el centro de la ancha vía una batería que acababa de ser emplazada, enviaba algunos proyectiles.

Álvarez era el único que, despreciando el fuego y asomando su cabeza por encima de las barricadas, espiaba en conjunto aquel avance, al mismo tiempo que hablaba a los compañeros que tenía abajo.

—No disparéis hasta que yo os lo diga. Conviene dejarlos que se acerquen.

Y cuando las cabezas de las dos columnas estaban a unos cincuenta pasos de la barricada, y los jefes, agitando sus sables daban ya la voz de asalto, Álvarez gritó con energía:

—¡Fuego! —y disparó su revólver apuntando al coronel, que con la espada desnuda, iba al frente de los asaltantes.

Vomitó la barricada toda la ira y la muerte que había estado conteniendo durante algunos minutos, y el efecto fue terrible.

Cuando se hubo extinguido el último, eco del horroroso trueno y se disipó la nube de humo, vieron los insurrectos muchos soldados tendidos sobre las aceras y a las dos columnas que revueltas y confusas retrocedían hasta el extremo de la calle, donde se detenían para hacer nuevamente un fuego graneado contra la barricada.

Los trabucos de que se servían algunos insurrectos y que hasta entonces en el fuego a regular distancia sólo habían servido para aumentar el estruendo, eran los que más daño causaron a los asaltantes, disparando sobre ellos a boca de jarro su terrible metralla.

Después de este asalto frustrado, las tropas cesaron en sus hostilidades, y hasta los destacamentos que ocupaban las lejanas casas y que apoyaban con su fuego a los asaltantes, continuaron el tiroteo muy débilmente.

Algunos insurrectos entusiastas, llevados de su inexperiencia, creíanse ya vencedores y hablaban de salir en persecución de las tropas que indudablemente se retiraban.

Álvarez sonreía ante tanta candidez.

—No os hagáis ilusiones y preparaos, que ahora viene lo bueno —decía a todos aquellos entusiastas que admirados por su sereno valor le miraban con respeto—. Yo me engaño pocas veces en asuntos de esta clase, y tengo la seguridad de que si han cesado de hacer fuego, es porque se preparan a atacarnos por varios puntos a la vez.

Y Álvarez, a quien todos obedecían, colocó una parte de los defensores en la barricada que cerraba la entrada de la calle de León, donde hasta entonces sólo habían estado dos centinelas.

Ya no alumbraba el sol, y comenzaba uno de esos lentos y claros crepúsculos del verano.

Álvarez, seguido de Perico, se trasladó a la tercera barricada que era la que cerraba la calle de Atocha por la parte del Prado, y que por ser la más grande y tener los sublevados escasos materiales para su construcción, resultaba la más difícil de defender.

El capitán, teniendo al lado a su asistente, exploraba con la vista aquel hermoso trozo de calle, con sus edificios cerrados y sus dos filas de árboles con las ramas desgajadas por las balas perdidas que hasta ellos habían llegado.

Algunas casas de aquella parte, a pesar de que aún no había llegado hasta allí el combate, tenían en sus puertas y persianas visibles huellas del fuego enemigo; pero el palacio de Enriqueta desviado un poco del otro trozo de calle, no había sufrido ningún desperfecto.

Esto alegraba a Álvarez, para el cual el choque de una bala en aquellas paredes, tras las cuales se ocultaba el ser querido, hubiera sido tan sensible como si la hubiera recibido él mismo.

Para aquel hombre calenturiento por la lucha, agitado por las terribles escenas de las que había sido actor y que sentía desordenadas por las circunstancias sus facultades mentales, el vasto y aristocrático edificio cerrado y silencioso, era como la imagen de Enriqueta que muda y melancólica estaba allí para recibirle en sus brazos si moría.

Un hombre vino a turbar la soledad que reinaba en la calle.

Era un caballero obeso que caminaba pegado a la pared por la acera de enfrente a la casa de Enriqueta y que al llegar ante el aristocrático edificio miró con terror a la barricada y, por fin, como quien cede a una fuerza superior, atravesó a saltos la calle, yendo a llamar en la gran puerta con repetidos golpes de aldabón, al mismo tiempo que gritaba algunas palabras y deba patadas en el postigo para decidir a los de dentro a que abriesen.

Álvarez y su asistente se miraron con sorpresa y en sus ojos leyose el mismo pensamiento.

Habían conocido a aquel hombre que tan angustiosamente llamaba. Era Quirós.

XII. EL ÚLTIMO DÍA DE QUIRÓS

Después de cenar a la salida del Casino, en un gabinete reservado del café de Fornos, don Joaquín Quirós acompañó a su casa a Lolita Pérez, una muchacha andaluza algo averiada pero muy graciosa, que durante el invierno servía de figuranta en el Real, en el verano se quedaba en Madrid o iba a San Sebastián, según la situación financiera, y en todo tiempo se dedicaba a buscar un protector, porque según ella, a una artista le era imposible prosperar sin tener un arrimo.

Habían estado de francachela con dos amigos de Quirós acompañados también de otras prójimas de la misma clase, y disuelta la reunión a más de las tres de la madrugada, el diputado, como hombre de orden, fuese con su querida a casa, mientras que las otras dos parejas, trastornadas por el champaña, cantando y besuqueándose en medio de la calle de Alcalá, dirigíanse hacia el Retiro pausadamente, para ver amanecer y tomar un vaso de leche.

La figuranta vivía en la calle de Hortaleza, en un segundo piso cucamente amueblado a expensas de Quirós, quien dejaba tragarse a la graciosa andaluza gran parte de los fondos destinados al periódico.

Aquel aventurero, a quien la obesidad había quitado algo de su antigua travesura, gustaba de ser acariciado, mimado y engañado como un pachá, por aquella odalisca de guardarropa.

Después de sus entrevistas con la duquesa influyente, ambicioso demonio con faldas que conservaba una ternura diplomática en medio de los transportes de amor y que entre beso y beso hablaba del estado de la política y de lo que pensaba la reina, gustábale a Quirós el amor de aquella muchacha, viva como una ardilla y que con las ajadas mejillas embadurnadas de polvos y colorete y los ojos pintados de negro, armaba escándalos fenomenales en los restaurantes, rompía los platos, pellizcaba a los camareros y acababa por bailar el zapateado a los postres sobre la blanca mesa, todo para volver a recobrar su aspecto de sencillez y humildad, apenas ponía los pies en la calle.

A Quirós, hipócrita en política y religión, gustábale extraordinariamente la falsía de aquella muchacha.

Cogidos del brazo, con paso reposado y todo el aspecto de un matrimonio honrado y feliz que se retiraba tarde a casa, aquel par de buenas piezas llegaron a la calle de Hortaleza y se metieron en su habitación.

Reinaba en las calles la calma propia de las últimas horas de la noche y Quirós pensó quedarse allí hasta las siete de la mañana, como lo hacía otros días, para irse a tal hora a su casa y abrir con su llavín sin que la baronesa ni Enriqueta se apercibieran de nada, como ya venía ocurriendo hacía mucho tiempo.

Acostáronse en la magnífica cama, capricho de la niña que el diputado había comprado en el principal almacén de muebles de Madrid, disputándosela a una rica condesa; y transcurridas unas dos horas, cuando ya había amanecido y el sol se filtraba por las rendijas de la cercana ventana, Quirós oyó algo que le hizo saltar de los mullidos colchones.

Era que empezaba la revolución, y que allá lejos, por la parte del cuartel de San Gil, sonaban las primeras descargas.

El diputado, a pesar de las súplicas vehementes de la andaluza, que por su salusita le pedía que permaneciese quieto, abrió la ventana para enterarse de lo que ocurría y vio la calle ocupada por varios grupos armados que con febril actividad estaban levantando barricadas.

En aquel mismo momento unos cuantos artilleros, dando vivas a la libertad, colocaban un cañón al extremo de la calle, apuntando a la Puerta del Sol.

Quirós palideció, experimentando mayor susto que la andaluza que por la Virgen de la Soledá le pedía que cerrara pronto.

Ya estaba en pie la canalla; ya había salido de su cubil el monstruo revolucionario, aquella hidra que tanto manoseaba en sus discursos, cuando amenazaba al gobierno con el diluvio final si no extremaba las medidas revolucionarias y volvía España a aquellos felices tiempos en que todo lo arreglaban y dirigían los frailes y jesuitas.

Él, que con tan soberano desprecio hablaba desde su asiento en el Congreso de la canalla revolucionaria; él, que conmovía a las damas católicas de la tribuna, irguiéndose con audacia sublime a la mitad de sus discursos para desafiar las iras de la chusma masónica y avanzada, enemiga de los reyes y los sacerdotes; ahora que tenía ante sus ojos a aquel enemigo, tantas veces despreciado cuando lo veía lejos, sentíase agitado por tal miedo que se apresuró a seguir los consejos de su querida y cerró la ventana.

Tan importante y temible se creía, que llegó a pensar que alguno de aquellos andrajosos podía conocerle y caer en la tentación de subir hasta allí para degollarlo a él y a su Lolita, y hacer morcillas con sus sangres. Todo podía esperarse de gentes sin religión y sin moral.

Temblando de miedo volvió a meterse en la cama, y oprimido por los brazos de la andaluza y sudando con el calor y la angustia, pensó en aquel suceso, cuya importancia se agrandaba en su imaginación.

La presencia de aquellos artilleros entre los sublevados, hacíale creer que toda la guarnición de Madrid se había adherido al movimiento, y al imaginarse la posibilidad de que la revolución triunfase, el diputado ultramontano estremecíase de horror, viendo ya a las turbas sin freno armadas de latas de petróleo y a él buscando un medio para escapar y refugiarse en el extranjero, como si fuese un terrible personaje sobre el que iban a descargar las cóleras populares.

Transcurrió una media hora que a Quirós le pareció un siglo, entregado como estaba a tan terroríficos pensamientos, y de pronto retumbó la calle con una horrorosa descarga que hizo temblar al diputado y prorrumpir a la andaluza en una serie interminable de invocaciones a todas las vírgenes conocidas.

Comenzaba el ataque a las barricadas y ninguno de los dos se atrevía a moverse de la cama, como si temiesen que una bala llegase hasta ellos y tuvieran a la sábana que los cubría como un blindaje impenetrable.

Estrechamente abrazados, con las cabezas escondidas bajo las almohadas y temblando a cada descarga, pasaron los dos las largas horas de la mañana, que en aquella parte de Madrid fueron de continua lucha.

A mediodía cesó el combate; los insurrectos se desbandaron y las tropas del gobierno ocuparon las barricadas de aquel distrito.

Quirós, a pesar del pavor que lo dominaba comprendió lo que ocurría, y cuando después de vestirse y de tomar grandes precauciones se asomó tímidamente a la ventana, respiró ruidosamente al ver en la calle los rojos pantalones de la infantería.

Se había salvado la causa del orden, la revolución estaba agonizante y el diputado se sintió convertido en otro hombre.

Recobró su habitual insolencia, avergonzose al pensar que había tenido miedo, se demostró a sí mismo que era una locura el creer en la posibilidad del triunfo de la revolución y que forzosamente había de salir siempre victorioso el gobierno, y ansioso por gozar de tan consolador espectáculo, se despidió de Lolita y salió a la calle.

Pensaba él que a su prestigio de hombre político convenía que le viesen en las calles cuando aún estaba reciente la lucha; esto sería motivo para que al día siguiente hablase la prensa de él, pintándolo como un hombre de acción que aunque no estaba conforme con la marcha del gobierno, sabía acudir al puesto de honor cuando estaban en peligro la monarquía y el orden.

Las angustias y temblores que había experimentado en casa de su querida eran detalles sin importancia que quedarían en el tintero.

Discutiendo con los jefes de los destacamentos que ocupaban las calles, rogando a unos y dándose a conocer a otros, llegó hasta la Puerta del Sol y tuvo buen cuidado en hacerse visible ante varios generales que estaban reunidos en el portal del Ministerio de la Gobernación y a los cuales conocía, relatándoles proezas aisladas y que él había llevado a cabo en varios puntos, y no teniendo el honor de que ninguno de ellos escuchase sus sandeces y mentiras.

La insurrección continuaba aún en el más apartado extremo de los barrios del norte, y Quirós, entretenido en presenciar las disposiciones militares y deseoso de que le vieran los generales y los altos políticos que continuamente llegaban al Ministerio de la Gobernación permaneció en la Puerta del Sol hasta bien entrada la tarde.

Hasta entonces, la excitación producida por el espectáculo revolucionario y la magnífica cena de la madrugada anterior, le habían sostenido, no dejándole sentir necesidad alguna; pero a tal hora comenzó a experimentar desfallecimiento y verse en su casa, en su lujoso comedor y ante una mesa bien servida. Además, el cansancio producido por una noche en vela aturdía a aquel hombre a quien una obesidad cada vez más creciente había hecho egoísta, y que no podía permanecer tranquilo así que le faltaba alguna de sus habituales comodidades.

Sintió el deseo de verse cuanto antes en su casa, y únicamente le detuvo la idea de que su distrito era el último refugio de la insurrección, y que allí todavía estaban los revolucionarios dispuestos a resistir al gobierno.

Pero tan vehemente era la necesidad que sentía por verse en su domicilio, que casi estaba dispuesto a arrostrar los peligros que podía correr al atravesar la última zona de la insurrección.

Además, según los informes que le daban, los revolucionarios sólo ocupaban la plaza de Antón Martin, dejando libre la calle de Atocha hasta el Prado, y él, bajando hasta la plaza de las Cortes y siguiendo la calle de San Agustín y la Costanilla de los Desamparados, podía llegar casi al frente de su casa sin tener que atravesar ninguna barricada.

Este plan que acababa de aconsejarle un oficial de Estado Mayor conocedor de la topografía de la insurrección parecíale a Quirós muy acertado, pero todavía dudaba, pensando en la posibilidad de ser alcanzado por una bala perdida o de tropezar con algún aislado grupo de revolucionarios que reconociéndole, hiciesen con él una herejía.

Pronto le sacó de su incertidumbre el movimiento que se notó en la Puerta del Sol. Las tropas, que habían descansado ya de la refriega en el norte de la capital, se disponían a emprender marcha hacia el sur para batir los últimos baluartes de los insurrectos.

Según las noticias que llegaban, ya había comenzado el fuego en dichos puntos y los revolucionarios presentaban tal resistencia, que era muy posible que la lucha se formalizase de un modo terrible, prolongándose hasta la noche.

Quirós, que comenzaba a experimentar un creciente aturdimiento, sólo sabía pensar en la necesidad de llegar a su casa cuanto antes, y sin darse cuenta exacta de lo que hacia, salió de la Puerta del Sol siguiendo el itinerario que le había marcado su amigo, el oficial de Estado Mayor.

Mientras andaba instintivamente, pensaba en la conveniencia del acto audaz que realizaba marchando hacia el punto donde aún estaba en pie la insurrección y donde los hombres se exterminaban.

Pero… había que ser atrevido y llegar a casa antes que, avanzando todas las tropas sobre el sur de Madrid, cortasen las comunicaciones y se viese él obligado a pasar la noche al raso.

Cuando Quirós llegó a la calle de San Agustín, sonaron las primeras descargas de la tropa que atacaba la barricada de la plaza de Antón Martin, y se detuvo horrorizado al escuchar tan terrible estruendo.

Refugiado en el quicio de una puerta, como si temiese que hasta allí llegase el plomo del combate, permaneció Quirós todo el tiempo que duró la lucha, hasta que por fin, al restablecerse el silencio, se decidió a salir de aquel escondite.

Ya no tenía duda alguna. Aquella calma demostraba que la insurrección había sido vencida y que las fuerzas del gobierno ocupaban victoriosas las posiciones del enemigo.

Bajó corriendo la Costanilla de los Desamparados y entró en la calle de Atocha.

¡Ah!… ¡Por fin!, allí estaba su casa, aquella casa tan deseada durante todo el día.

Pero la calma que reinaba en la calle le produjo inmenso pavor. No veía los rojos pantalones de la tropa que eran garantía de seguridad para él, y en cambio ante sus recelosas miradas, aparecía la barricada en pie, y sobre ella dos hombres en los que no se fijó a causa de la precipitación pavorosa que le embargaba.

La convicción de que los insurrectos estaban aún triunfantes a poca distancia de él y que podían enviarle un balazo a guisa de saludo, dio fuerzas a sus temblorosas piernas para pasar rápidamente de una acera a otra; y agarrando el aldabón de su casa, dio furiosos golpes en la puerta.

¡Cuánto tardaban en abrir! ¡Y el terrible enemigo allí, a su vista, y pudiendo hacer fuego sobre él, que estaba por completo al descubierto!

Esto aumentaba su miedo y hacía que golpease con sus pies la puerta, al mismo tiempo que mirando arriba, a los cerrados balcones, gritaba con angustia:

—¡Enriqueta!… ¡Abre, Enriqueta!…

Si Quirós hubiese sabido quiénes eran aquellos dos hombres que le miraban desde lo alto de la barricada de seguro que el pavor le hubiese hecho caer al suelo.

Álvarez y su criado le habían reconocido instantáneamente y así se lo dieron a entender con la mirada que cambiaron.

El capitán, a la vista de aquel cobarde enemigo, sintió que una oleada de furor invadía su cerebro e inmediatamente fue a saltar desde lo alto de la barricada para correr al encuentro de Quirós; pero en el mismo instante sus oídos se ensordecieron con una detonación que estalló junto a ellos, y sintió un ligero zumbido en el espacio, al mismo tiempo que veía pasar ante sus ojos una nubecilla de humo.

Perico acababa de disparar su fusil y el diputado, dando un salto prodigioso, había caído de bruces sobre la acera.

Álvarez se quedó estupefacto ante aquel suceso.

Después miró a su asistente con aire de reconvención, y vio que Perico, con una calma feroz, volvía a cargar su fusil.

—Perdone usted, mi capitán —dijo el aragonés con calma—. Ese canalla también tenía cuentas conmigo; no podía yo olvidar lo que hizo con mi pobre tía. Ahora ya está todo pagado. El tiro ha sido bueno.

Álvarez no se atrevió a decir nada a su asistente, y con un gesto de resignación murmuró:

—Así había de ser.

El día había sido certero y el enorme cuerpo de Quirós, tendido con el rostro sobre la acera, permanecía inmóvil al pie de un árbol.

Álvarez estuvo contemplándolo durante algunos minutos con estúpida fijeza, pero pronto le sacó de su abstracción una nutrida descarga, a la que contestaron con otra los insurrectos.

La barricada era atacada por dos puntos, y las tropas iban a entablar el ataque decisivo.

XIII. LA ÚLTIMA ESCENA DE LA REVOLUCIÓN

Reinó durante todo aquel día en el palacio de Baselga la consternación y la alarma propia de las circunstancias.

Los criados, reunidos en la antecámara, hacían animados comentarios sobre lo que ocurría en las calles o se manifestaban dominados por un cómico terror, y las señoras de la casa estaban en una habitación apartada, evitando el peligro de alguna bala que atravesase los cerrados balcones.

La baronesa sufría una terrible excitación nerviosa. El ruido de las descargas producíale grandes estremecimientos, y su doncella había de frotarle las sienes con éter, para evitar los desmayos.

Ella, tan animosa siempre que se trataba en teoría de combatir a la impía revolución, y que se desataba en denuestos contra los picaros descamisados, había perdido en aquel día todo su valor, y tan grande era su carencia de fe, que daba ya por seguro el triunfo de la insurrección diciendo que Dios o se había olvidado de España o quería hacerla pasar por las más duras pruebas.

Si la revolución triunfaba, ¿qué iba a ser del desgraciado país dominado por la impiedad y el ateísmo?

Estas lamentaciones de la baronesa eran la única distracción de Enriqueta, que estaba junto a su hermana, en aquella apartada habitación, con el oído atento para escuchar lo que ocurría en la calle.

Sentía una curiosidad tan grande, que varias veces había querido dirigirse a las habitaciones que daban a la calle para ver lo que ocurría en la cercana plaza; pero las aisladas detonaciones que durante toda la mañana estuvieron sonando y el lejano fragor de la lucha entablada al otro extremo de Madrid, aterrorizaron de tal modo a la baronesa, que se opuso tenazmente al capricho de su hermana.

Esta no experimentaba inquietud alguna por la ausencia de su esposo.

A pesar de que en un momento de excitación de su amor propio se había mostrado ofendida por la conducta de Quirós, ahora le era indiferente la suerte de este hombre. Su pensamiento estaba fijo en Álvarez que en aquellos instantes debía estar en verdadero peligro, exponiendo su vida en defensa de sus ideales.

Agitada por tales pensamientos, pasó Enriqueta casi todo el día al lado de su hermana o en la habitación donde estaba al cuidado de la nodriza su hija, la pequeña María, que escuchaba con infantil curiosidad el estrépito de la lejana lucha.

Cuando fue atacada la plaza de Antón Martín, las descargas de fusilería y el fuego del cañón hicieron llegar al período álgido el terror que experimentaban todos los habitantes de aquella casa.

Enriqueta cuyo carácter desplegaba en los momentos supremos toda la energía de su padre, era la que mayor serenidad mostraba, y con varonil curiosidad llegó hasta las cerradas habitaciones que daban a la calle, para escuchar mejor los terribles incidentes de la lucha.

Despreciando los consejos de su servidumbre que le rogaba no permaneciera en unas habitaciones donde podían entrar los proyectiles se mantuvo en aquella parte de la casa oyendo las descargas y los vivas que daban los insurrectos en los momentos que el fuego se debilitaba.

El silencio que se estableció después y que sólo fue interrumpido por aclamaciones a la libertad, le dio a entender el triunfo momentáneo de los revolucionarios.

Ella, impulsada por su educación y las ideas que le habían inculcado, estremecíase de horror al escuchar los gritos revolucionarios, y sin embargo no podía evitar cierto instintivo movimiento de gozo ante aquella ventaja que acababa de alcanzar la insurrección.

Era que el amor borraba las preocupaciones de clase y que había en ella un poderoso instinto que le anunciaba cómo entre aquellos vencedores hallábase Esteban Álvarez.

Pensaba Enriqueta en lo raro de aquellos sentimientos que la dominaban, cuando el aldabón de la calle sonó con ruidosa precipitación, acompañando a sus golpes furiosas patadas dadas en la puerta.

La joven señora de Quirós pensó inmediatamente en Esteban, sin que se le ocurriera imaginar que quien llamaba pudiera ser el aventurero odioso que a los ojos del mundo era su marido.

—¡Enriqueta!… ¡Abre, Enriqueta!

Así gritaba una voz que ella no podía conocer a causa de que el miedo la desfiguraba haciéndola temblona e insegura.

Dirigíase ella a un balcón para abrirlo y ver quién llamaba, cuando sonó un tiro y el aldabón cesó de tocar.

Enriqueta retrocedió adivinando el crimen que acababa de perpetrarse, pero se repuso prontamente y volvió de nuevo hacia el balcón; pero en el mismo instante el trueno de la fusilería volvió a sonar más horroroso que antes.

Imposible asomarse. La barricada era atacada por segunda vez, y el combate, a juzgar por el estrépito, era más tenaz y empeñado que el anterior.

Sin saber qué resolución tomar, como un ser imbécil, y oyendo sin inmutarse el continuo estampido, que escuchado en el centro de aquella sala cerrada y oscura, semejaba el fragor de una horrorosa tempestad que descargaba sobre Madrid, permaneció Enriqueta más de un cuarto de hora, que fue el tiempo que duró el decisivo combate.

La idea de que aquella voz desfigurada por el miedo podía ser la de Álvarez que en un momento de peligro para su vida no había vacilado en pedir su auxilio, martirizaba a Enriqueta de tal modo que a no ser porque el instinto de conservación, alarmado ante aquella horrorosa lucha, aprisionaba sus miembros y le impedía moverse, hubiera corrido a aquel balcón para ver quién era el desgraciado que acababa de caer muerto.

Cuando cesaron las descargas, Enriqueta, como una loca, y cediendo a un impulso instintivo, corrió al balcón, abrió sus maderas y asomó todo su busto sin miedo a un disparo traidor.

En lo alto de la barricada aparecían los rojos pantalones de la tropa, y algunos hombres del pueblo, con la camisa rota, sudorosos, ennegrecidos por la pólvora y en el último paroxismo del furor, disputaban el terreno palmo a palmo a los vencedores.

Enriqueta vio el cadáver tendido ante la puerta, y al reconocer a Quirós no pudo evitar un grito de dolorosa sorpresa.

El triste fin de aquel miserable borraba todo resentimiento, y lo hacía simpático a los ojos de la mujer que tanto lo había despreciado.

Enriqueta, anonadada por aquella emoción terrible, sintió que las piernas le flaqueaban y se agarró a la balaustrada del balcón para no caer.

¿Fue visión o realidad lo que entonces pasó ante sus ojos anublados por las sombras del desmayo?

Dos hombres bajaban corriendo la calle. Enriqueta los reconoció: eran Álvarez y su asistente; pero ajados por la lucha, tiznados por el humo y con las ropas en desorden.

Los soldados, desde lo alto de la conquistada barricada, hacían fuego sobre los fugitivos; y el revolucionario capitán, al ver a su amada en el balcón, se detuvo un instante para saludarla con un desesperado ademán de despedida.

Fueron los dos, amo y criado, a escapar por una callejuela que desembocaba en la calle de Atocha, pero en el mismo instante un pelotón de la Guardia Civil, dobló la esquina, y los fugitivos viéronse envueltos y cogidos.

Enriqueta heló un grito de horror, y fue ya muy poco lo que vio.

Con la vaguedad incierta y fantástica de un sueño, le pareció ver que los guardias colocaban apoyados en la pared a Álvarez y su asistente, siempre erguidos y serenos, y que, retirándose algunos pasos, una fila de fusiles apuntaba a sus pechos.

Después creyó distinguir que una compañía de infantería entraba por la misma callejuela y que el oficial que la mandaba, haciendo un movimiento de sorpresa, se arrojaba sobre el terrible grupo…

Y ya no vio más. Sus piernas se doblaron, su cabeza se inclinó sobre el pecho como si dentro sintiera un peso inmenso, sus ojos se cerraron, sintió una suprema y avasalladora necesidad de descanso, y cayó, chocando su cráneo contra los hierros del balcón.

PARTE SEGUNDA: DE COMO SE FABRICA UN JESUITA

I. RICARDITO BASELGA

Entre el centenar de alumnos con que contaba el colegio establecido por los jesuitas en Madrid, el primogénito del conde de Baselga era el que merecía mayores distinciones.

Aquel niño pálido y enclenque, de ojazos soñadores y de expresión dulce y humilde, era el predilecto de los padres maestros, y el encargado de desempeñar todos los papeles distinguidos dentro del colegio.

Cuando el padre Claudio visitaba el establecimiento, Ricardito Baselga era el colegial que merecía todas sus atenciones, y esta predilección bastaba para que en aquella casa, dominada por el más abyecto servilismo, adquiriese el aristocrático niño todos los honores de un reyecillo en pequeño.

No abusaba mucho el colegial de las preeminencias que le concedían.

Era humilde hasta la exageración, y cada una de aquellas atenciones le sonrojaba como si fuese un honor irónico y mortificante que le dispensaban.

Huía de intimar con sus compañeros, a los que trataba siempre con dulzura huraña; gustaba mucho de la soledad y si alguna vez sentía deseos de espontanearse, iba en busca de los más viejos maestros, a los que apreciaba como santos, dignos de la consideración más idolátrica.

En su primera época de colegial, cuando hacía poco tiempo que había ingresado en el santo establecimiento, y durante las vacaciones, cuando se trasladaba a casa de sus padres y jugaba con su hermana Enriqueta u oía los cuentos de la vieja Tomasa, el niño al volver, mostraba cierta precoz malicia y gustaba de todos los enredos del colegio y de las intrigas tramadas por los alumnos más revoltosos; pero poco a poco su carácter se había modificado por completo y en él iba borrándose aquella viveza e impetuosidad que apenas había llegado a iniciarse.

La tutela que su hermana, la baronesa de Carrillo, ejercía sobre aquel niño tímido y melancólico, no podía ser de más visibles afectos.

El único ser de la familia que lograba despertar algún cariño en doña Fernanda era Ricardito, quien permanecía horas enteras sentado a los pies de su hermanastra, oyéndola relatar vidas de santos en las que lo absurdo y maravilloso constituían los principales hechos.

La baronesa, con su carácter imperioso y dominante, ejercía gran influencia sobre el débil niño y tenía el poder de ir modelando a su gusto sus aficiones y tendencias.

Cuando juntándose con otros colegiales hablaban todos de lo que pretendían ser cuando fuesen hombres, el hijo del conde de Baselga manifestaba siempre idéntica aspiración.

Sus compañeros querían ser en el porvenir generales, embajadores, almirantes, todos los cargos, en fin, ruidosos y brillantes a los que la sociedad presta homenaje; Ricardito, con su sencillez y modestia, contestaba siempre lo mismo al ser interrogado: él quería ser santo.

Y en esta opinión le tenía todo el colegio en vista de su vida y costumbres; y cada vez que manifestaba el niño tal opinión en presencia de la baronesa, ésta se conmovía experimentando una satisfacción sin límites.

El padre Claudio mostraba especial interés en fomentar las aficiones seráficas de aquel niño y los maestros del colegio secundaban admirablemente los propósitos de su superior.

Aprovechábanse de las más leves faltas del niño para recordarle la misión a que Dios le llamaba y crear en él lo que pudiera llamarse orgullo de clase.

La educación jesuítica tan dulce en la forma como defectuosa e irritante en el fondo, fundábase principalmente en la odiosa división de castas.

Para combatir los defectos no se acude a la moral ni se recuerdan las leyes naturales, sino que se hace uso de cuanto puede afectar al orgullo y la soberbia o herir el amor propio.

Cuando alguno de aquellos colegiales pertenecientes a las más encumbradas familias cometía alguna falta, no se le reprendía echándole en cara lo que ésta significaba, sino que el padre jesuita se limitaba a decir:

—¡Parece mentira que un noble perteneciente a una de las más ilustres familias, haga tal cosa! Se pone usted a nivel de un muchacho del pueblo.

Esto fomentaba la división en la sociedad del porvenir y ahondaba la diferencia entre los privilegiados de la fortuna y los desheredados; pero en cambio, impresionaba mucho a aquellos muchachillos de sangre azul, que estaban convencidos de que hasta en el cielo hay jerarquías, y de que Dios creó con la mano derecha a los nobles y a los ricos para que brillasen y viviesen sin trabajar y con la izquierda al pueblo para que sufriera y diese de comer a los demás.

Con Ricardito Baselga cambiaban de táctica los buenos padres.

Pertenecía el muchacho a una ilustre familia y podían también interesar su amor propio; pero siguiendo las instrucciones de su superior, cuando habían de reprender al niño, se limitaban a decir:

—¡Parece imposible que un santito a quien tanto quiere Dios pueda cometer semejante falta!

De este modo el muchacho se iba convenciendo de que era un elegido de Dios, un predestinado a quien asistía la divina gracia, y se entregaba a las aficiones místicas que sus maestros tenían buen cuidado en fomentar.

A la edad en que todos los niños aman la agitación y el bullicio y se entregan a los más violentos juegos, él se mostraba grave y reservado, y las horas de recreo las pasaba en un rincón del patio cuando no escapaba para entrar en la desierta capilla, donde quedaba estático ante la más bella imagen de la Virgen.

A causa de estas aficiones, mientras los otros colegiales respiraban vida y vigor, él estaba pálido, enjuto y enfermizo, hasta el punto que, algunas veces, sus maestros habían de reprenderle por la inercia en que tenía su cuerpo y le excitaban a que jugase con sus compañeros, orden que el muchacho, siempre obediente, cumplía con forzosa pasividad.

Ricardito iba convirtiéndose poco a poco en un objeto de admiración que ostentaba con orgullo el santo establecimiento.

Los colegiales, obedeciendo a sus maestros, miraban al niño como un ser superior y privilegiado, digno de supersticioso respeto; y entre ellos se hablaba como de una cosa rara de su humildad a toda prueba, de la gran resistencia que tenía para permanecer horas enteras de rodillas en el oratorio y de la entonación dulce y conmovedora con que rezaba sus oraciones en alta voz.

No visitaba el colegio una familia distinguida sin que dejasen los jesuitas al punto de presentar como la mayor curiosidad de la casa, a aquel santito de cara dulce y melancólica, que se presentaba con la mayor modestia, ruborizándose al más leve cumplido.

El niño era, sin saberlo, un prospecto viviente que utilizaban los jesuitas para demostrar la santa educación que se daba en aquel establecimiento, y los maestros hablaban a las madres y hermanas de los demás colegiales, del santo entusiasmo de Ricardito, que en las noches más crudas de invierno le hacía saltar de la abrigada cama para arrodillarse desnudo sobre el frío suelo y rezar a la Virgen que se le aparecía en sueños.

La fama de aquella infantil santidad atravesaba los muros del colegio para esparcirse en el gran mundo, y la baronesa de Carrillo recibía a cada instante felicitaciones por haberle Dios deparado un hermano que sería la honra de la familia y le abriría las puertas del cielo.

Esto causaba en doña Fernanda una emoción de celestial gozo, y cuando hablaba con sus amigas decía siempre con cierta satisfacción:

—Me envanezco con mi hermano como si fuese obra mía. Yo he guiado sus primeros pasos por la senda de la devoción y le he enseñado a amar a Dios. ¡Ay!, ¿qué sería de él si yo lo hubiese abandonado al cuidado de mi padre? Es el único que honrará a la familia. Enriqueta es una casquivana de la que nunca conseguiré hacer una santa.

II. SAN LUIS GONZAGA

A los once años, le fue permitido al hijo del conde de Baselga leer en otros libros que en los de estudio.

Ricardito no se distinguía por su afición a la lectura. Los santos, por lo regular, prefieren la meditación a la ciencia.

En concepto del padre Claudio, convenía aficionar al niño a la lectura para que abandonase un tanto su tendencia estática, y por esto los maestros pusieron en sus manos varios libros cuidadosamente escogidos y que trataban de los santos pertenecientes a la Compañía de Jesús.

Convenía distraer al niño, pero no era menos importante aumentar sus aficiones místicas, excitándolas con la lectura de obras escritas con el estilo empalagoso y dulzón propio de las obras jesuíticas.

De todas aquellas obras, la vida de San Luis Gonzaga era la que más impresión le producía.

Leía las vidas de una innumerable serie de santos, los más de la primera época del cristianismo, y aunque se conmovía considerando los horribles tormentos sufridos en las arenas del Circo romano, aunque derramaba lágrimas al ver pasar ante su imaginación las ensangrentadas figuras de aquellos mártires que morían poseídos del sublime delirio de la fe, su emoción en tales instantes no podía compararse con la que experimentaba al pasar su vista por la crónica de aquel príncipe italiano, que pálido, demacrado, privándose de hasta las más insignificantes satisfacciones, y atormentado por los más nimios escrúpulos, vivió alejado de las grandezas y esplendores entre las cuales había nacido.

Había en San Luis Gonzaga algo de sus propios sentimientos, y el pequeño Baselga, al leer su vida, le parecía en ciertos instantes estar contemplando su propio rostro en un espejo.

Una simpatía inmensa, una ternura casi femenil, profesaba Ricardito a aquella figura de penitente aristocrático, que atormentada por el ayuno tenía la piel transparente y pegada al desmayado esqueleto.

Reunía San Luis muchas condiciones para ser el favorito del santito y el que éste tomara como modelo para su vida futura.

El penitente italiano procedía de una noble y encumbrada familia, y esto era algo para el joven Baselga, que muchas veces había oído expresarse a la baronesa sobre el origen casi divino de la división de clases sociales.

Había pertenecido a la Compañía de Jesús, y esto era mucho para aquel alumno de los jesuitas, convencido tenazmente de que fuera de la Orden no podía existir verdadera virtud, sabiduría, ni santidad.

Además, al carácter delicado y casi femenil de aquel niño, criado entre mujeres y poseído de una timidez ilimitada, gustábale más aquel santo que se dedicaba a martirizarse a sí mismo, y que enamorado místicamente de la belleza de la Virgen pasaba días enteros de hinojos ante ella, que toda la innumerable caterva de mártires de la edad heroica del cristianismo, que demostraban la verdad de su doctrina buscando que les desgarrasen los músculos o regando con su sangre las arenas del Circo.

¡Qué tierna emoción le producía siempre su lectura favorita! ¡Cómo su imaginación, despertada por aquella crónica de santidad, encontraba puntos de comparación entre la vida de San Luis y la suya!

El santo italiano había sido hijo de un marqués, soldado de gran valor; él tenía por padre a un conde que se había distinguido mucho en los campos de batalla.

El seráfico Luis tenía desde los siete años tan arraigadas todas sus devociones, que jamás había faltado a ellas; y él se encontraba en igual caso, pues no recordaba haber olvidado ninguna de las santas obligaciones que se había impuesto, que eran oír todas las mañanas la misa de rodillas y sin hacer el menor movimiento, rezar tres rosarios cada día, decir la salve cada hora y recitar sus oraciones todas las noches al acostarse, sin perjuicio de saltar de la cama para arrodillarse sobre el frío pavimento cada vez que algún ensueño celestial se dignaba turbar su reposo.

Otro punto de comparación existía entre su vida y la de San Luis; pero éste, en vez de causarle una gozosa satisfacción, le llenaba de confusión y tenía su alma constantemente alarmada.

El santo, en su niñez, mezclándose en el trato de los soldados que mandaba su padre, había aprendido palabras demasiado libres, que repetía sin comprender su significado, y que después fueron para él causa de continuo remordimiento, llorándolas toda su vida y haciendo rigurosas e interminables penitencias para purificarse de ellas.

Ricardo, ansioso de encontrar similitud entre las dos existencias, buscó en la suya, y también halló en su niñez algo terrible y horroroso de qué arrepentirse.

¡Cuántas veces había escuchado con maliciosa alegría a Tomasa, la aragonesa doméstica, espíritu volteriano, sin ella darse cuenta, que con gracia inimitable relataba a Ricardo y a Enriqueta, cuando la importunaban pidiéndola un cuento, relaciones algo libres en que frailes y monjes jugaban un papel que no dejaba en buen lugar la moral del claustro!

Este recuerdo de la vida pasada producía en el niño terrible impresión; y aunque él sólo era culpable de haber escuchado con cierto gozo los chascarrillos algo libres contra la gente monástica, reprochábase el gozo que había experimentado oyéndolos, y esto constituía para él un terrible remordimiento.

Acudía a las mortificaciones, a las penitencias abrumadoras, a todos cuantos santos tormentos le sugería su imaginación librarse de tan incesantes preocupaciones y recobrar su tranquilidad, lo que sería signo de que Dios le perdonaba la ofensa que le había hecho escuchando tales abominaciones; pero por más que extremaba sus tormentos físicos y morales, siempre el maldito remordimiento volvía a anidar en su conciencia produciéndole un martirio interminable.

Ahora comprendía el porqué en sus delirios místicos no era tan favorecido por la corte celestial como aquel santo al que tomaba por modelo.

A San Luis, mientras estaba en oración, hablábale la Virgen, y sentía su pecho invadido de celeste dulzura, mientras que él, por más que llamaba a las puertas del cielo, las encontraba siempre cerradas. Los santos estaban mudos para él, y en vano derramaba lágrimas, pues no lograba ablandar a Dios, encolerizado a causa de los pecados que había cometido Ricardo escuchando las libres relaciones de aquella impía doméstica.

Por esto la lectura de la vida de San Luis, al par que servía para aumentar cada vez más su devoción, causábale un continuo desasosiego y una febril agitación que hacía peligrar su salud.

Aquel niño tímido, dulce y asustadizo, a la edad en que todos cometen mil diabluras con encantadora gracia y nunca piensan en las consecuencias de sus actos, mostrábase sombrío y meditabundo, experimentando tantos remordimientos como el más terrible criminal.

Privábase de comer con la esperanza de alcanzar por medio de ayunos el perdón de aquella culpa, que a él se le figuraba horripilante; no dormía porque en su estado de perpetua agitación era imposible conciliar el sueño, y su débil organismo languidecía rápidamente combatido por tantas privaciones.

Hízose aún más misántropo, fue reservado con sus maestros, experimentando un miedo terrible cuando pensaba que éstos podían descubrir sus pecados de antaño, y contestaba con evasivas a la solicitud de los jesuitas a quienes el padre Claudio tanto recomendaba su cuidado.

Mientras los demás colegiales sólo pensaban en aprovecharse de un descuido para ponerle mazas en el rabo al gato del portero, o en cometer un sinfín de inocentes locuras, aquel niño vivía agitado por una idea eterna.

—¡Si Dios me perdonara mis pecados…! ¡Si la Virgen me hablase como a San Luis…! ¿Cómo he de llegar yo a ser santo?

III. DE CÓMO HABLÓ LA VIRGEN A RICARDO

La exagerada devoción del colegial le hacía mirar con más simpatía el establecimiento donde se educaba que la casa de su padre; y por esto, muy al contrario de todos sus compañeros, miraba con santo horror las vacaciones, porque éstas le arrancaban de aquel vasto edificio en cuyos largos corredores se explayaba su imaginación forjando las más absurdas quimeras y en cuya capilla se entregaba a raptos de desesperación, en vista de que sus delirios místicos no producían eco en el cielo.

El hijo del conde de Baselga iba por buen camino para llegar a santo, y prueba de ello era que comenzaba a adquirir ese horror a la propia familia, ese desprecio a los seres queridos que caracteriza en sus vidas a todos los elegidos de Dios.

Para servir bien al Señor había que abandonar a los padres y hermanos, había que romper todos los lazos terrenales, despreciar los más sagrados afectos; y el niño hizo todo esto, recordando la existencia de muchos de aquellos santos cuyas vidas había leído y de los cuales el detalle más saliente era haber olvidado a los que les dieron el ser para amar únicamente a Dios.

Esta repugnante ingratitud le resultaba al niño una acción honrosísima, sin duda por las muchas veces que había oído a los predicadores de la Compañía ensalzarla como el acto más sublime.

Además, Ricardo, no experimentaba ningún afecto natural e irresistible hacia su familia.

Su padre, el conde de Baselga, era para él un señor taciturno y terrible que le miraba siempre con fúnebre gravedad, y sólo de tarde en tarde le acariciaba fríamente. Ignoraba el niño que su presencia evocaba siempre en la mente del conde los más terribles recuerdos, y que él, al entrar en el mundo, había producido la muerte de su madre, mujer angelical, cuya memoria había de acompañar siempre a Baselga.

Ricardo sólo había sabido temer a su padre, aunque éste jamás llegó a dirigirle una palabra dura.

Había amado algo a Enriqueta, aquella hermana mayor que él, que jugando abusaba de su superioridad y lo manejaba como un bebé; pero este afecto puro y natural había ido desapareciendo conforme se desarrollaban sus aficiones a la santidad.

Llevado de la manía de imitar a su santo patrón, Ricardo, que seguía escrupulosamente cuanto leía en la vida de San Luis, se propuso hacer voto de castidad, sin saber a ciencia cierta a lo que se obligaba; y arrodillado ante aquella Virgen rizada, hermosa y con los ojos en blanco por el dulce éxtasis, imagen que era la depositaría de todos sus remordimientos e inquietudes, juró no presentar sus carnes al desnudo a las miradas de sus compañeros, como antes lo hacía al acostarse, y no mirar nunca a una mujer en el rostro.

Desde entonces tomó Ricardo la costumbre de presentarse ante las damas que visitaban el colegio con la cabeza baja y los ojos casi cerrados para no ver ninguna de aquellas gracias femeniles que podían turbar su voto.

El joven devoto se anticipaba a la naturaleza y huía de la mujer en la época que ésta no podía aún despertar en él ningún desconocido sentimiento.

Cuando en la época de vacaciones veíase obligado en la casa paterna a tratarse con su hermana Enriqueta, mostrábase tímido y receloso, procurando evitar el roce de aquellas faldas como si fuesen siniestra deuda bajo la cual acampaba una legión de diablos. La devoción, trastornando aquel cerebro infantil, hacía surgir en él horrendos pensamientos y suposiciones monstruosas.

Con su otra hermana, la vieja y religiosa baronesa, el aspirante a santo sentíase menos intranquilo; pero respondía con igual cortedad a todas sus preguntas y procuraba apartarse de ella cuanto antes para entregarse a sus devociones.

La vista de Tomasa, aquella relatadora de cuentos impíos, llenaba de santo terror a Ricardo, que huía de ella como del pecado mortal, mientras la franca aragonesa echaba pestes contra los picaros jesuitas y doña Fernanda, que le habían mareado al niño hasta el punto de hacerle odiar a la que podía llamarse su segunda madre.

Cuando algunos días después de haber despedido el conde a la vieja doméstica fue Ricardo a pasar un domingo a casa de su padre, el muchacho experimentó una gran tranquilidad al saber que no volvería a encontrarse con la maliciosa aragonesa.

La casa parecía haber cambiado radicalmente con aquella marcha.

El conde acarició a su hijo, mostró por él gran interés, y sin perder su tétrica gravedad, le preguntó por sus estudios y aficiones excitándolo cariñosamente a que no fuese un fanático y se preparara a ser un hombre útil a su familia y a la patria.

En cuanto a Enriqueta, manifestose a su hermano más alegre y locuaz de lo que comúnmente estaba, y sin hacer caso de su desvío huraño, le dijo que papá era muy bueno y ella muy feliz; que ahora la llevaba al Teatro Real y a los grandes bailes, que la dejaba en libertad para vestir con elegancia y que él mismo se mostraba muy alegre y decidido a gozar de la vida. Y Enriqueta, creyendo que con sus palabras despertaba un sentimiento de envidia a su hermano, que manifestaba honda tristeza, hablábale de que pronto saldría él del colegio y sería un pollo elegante que brillaría en sociedad y tendría una novia hermosa y distinguida.

El santito volvió al colegio escandalizado por el lenguaje de su hermana y dispuesto a no cruzar más su palabra con aquella que insultaba con tales suposiciones su dignidad de elegido de Dios.

Aquel fue el último día que el muchacho pasó en el seno de su familia. Apenas se vio en los sombríos corredores del colegio, aspirando aquella atmósfera mística que le enloquecía, desvanecióse la débil impresión de cariño causada por el cambio de carácter que había notado en su padre.

Ricardo volvió a engolfarse en aquella devoción que tanto le trastornaba, convirtiéndole en un niño nervioso, visionario y casi demente.

El deseo de ser santo, que aún se excitaba más con la reputación que de tal tenía en el colegio, dominábale a todas horas.

La vida de San Luis era su continua lectura, y todos los días juraba ante la Virgen imitar al santo Gonzaga en todos sus actos.

Él sería jesuita como el santo italiano, vestiría la sotana de la Orden, y olvidando que había nacido rico haría voto de perpetua pobreza entregando su fortuna a la Compañía para que la distribuyese entre los necesitados.

Este rasgo sabía él que sublimaría toda su existencia y le daría el verdadero carácter de santo.

Muchas veces el padre Claudio había dicho en su presencia que nada era tan grato a los ojos de Dios como el sacrificio que hacen los potentados que entran en la Orden despojándose de sus riquezas.

Cuando llegase el tiempo oportuno, cuando por la edad pudiese disponer del inmenso caudal que le correspondía como heredero de su madre, él sabría llevar a cabo tal rasgo de desprendimiento y se haría célebre en los santos falsos de la Compañía por su santidad, entregando antes todas sus riquezas al padre Claudio, para que éste fuese el administrador de los pobres.

Ricardo estaba resuelto a ser jesuita; pero una duda cruel martirizaba su cerebro. ¿Le llamaba Dios por tal camino? ¿Merecía él, como el seráfico Luis, vestir la sotana de los hijos de San Ignacio?

Al santo Gonzaga, el cielo se había dignado manifestarle que era su voluntad que entrase en la célebre Orden.

Estando en Madrid, en la corte de Felipe II (según rezaba la vida de San Luis, escrita por el jesuita Croisset), y cuando aún era un niño, el santo, una mañana, arrodillado ante la Virgen del Buen Consejo, escuchó cómo ésta le intimaba con frases cariñosas a que entrase en la Compañía.

Aquél era un elegido de Dios, ya que la celeste madre se dignaba darle consejos; pero él se tenía por un réprobo, por un ser maldito a causa de sus pecadillos de la primera edad, ya que no escuchaba voces sobrehumanas, ni la dulzura de la Virgen venía a calmar sus terribles zozobras.

Un día notó que dos jesuitas viejos, que entre las gentes del colegio tenían renombre de sabios, a la hora de recreo, en que todos los alumnos se entregaban a los más ruidosos juegos, le contemplaban desde un ángulo del patio con expresión marcada de lástima, y conversaban después animadamente.

Aquella misma noche vio repetirse iguales gestos en la servidumbre del colegio y en algunos de los alumnos mayores, pero el niño era tan tímido y tenía tal empeño en contrariar todos sus deseos para santificarse, que por no pecar de curioso evitó hacer la más leve pregunta.

A la mañana siguiente, el padre encargado de la dirección del colegio, y en el cual el padre Claudio parecía tener una absoluta confianza, se encargó de aclarar aquel misterio.

Cuando el muchacho estuvo en el despacho del director, este jesuita usó de mil rodeos para decirle la noticia que le había encargado su superior; habló de la voluntad inflexible de Dios, del destino de la criatura que está de antemano trazado por el Eterno y que nadie puede variar; del deber en que está todo buen cristiano de resistir los rudos golpes del destino; y cuando el muchacho, embelesado por una plática que tanto halagaba sus inclinaciones, oía con el más santo gozo aquel sermón, el jesuita soltó la noticia que hacía ya más de una hora estaba adornando del mejor modo posible para ocultar su carácter horrible.

El conde de Baselga había muerto dos días antes. El director del colegio guardose de decir que el desgraciado se había suicidado en una casa de locos, y relató al hijo la muerte del padre, asegurando que era a causa de un descuido que había tenido éste examinando una pistola cargada.

Ricardo quedó aturdido por aquella noticia.

No lloró porque los santos sólo lloran cuando recuerdan los fabulosos dolores sufridos por Dios bajo la forma de hombre; hizo esfuerzos por mostrar el estoicismo de los predestinados a la santidad, pero en lo más hondo de su pecho le pareció sentir un rudo golpe que conmovía todas las fibras de su corazón.

Aquella sequedad de su alma desapareció al desvanecerse la sorpresa causada por la noticia; y cuando el muchacho salió del despacho y se vio solo en medio de un desierto corredor, experimentó la necesidad de ir en busca de aquella devoción que en todas las circunstancias críticas de la vida lograba endulzar sus penas.

Entró en la capilla del colegio y fue a ponerse de hinojos ante el altar, donde dulce y sonriente se alzaba la imagen de una de esas Vírgenes creadas por la elegante piedad jesuita, y que tienen el aspecto de una tiple de ópera, perfumada y lánguida, que al compás de las notas pone en blanco los olas.

Un rayo de sol, filtrándose por un prolongado ventanal con vidrieras de colores, cruzaba la sombría capilla e iba a enredarse en la rubia cabellera de la Virgen, circuyéndola de una aureola en que titilaban todas las brillantes tintas del iris.

Aquellos ojos de cristal, brillando sobre las facciones de arrebolada cera como gotas de lluvia posadas en los pétalos de una flor, parecían mirar fijamente al niño, quien, poseído de una mística emoción, dio suelta a las lágrimas que antes había retenido al saber la muerte de su padre.

Era muy desgraciado, pero no se quejaba, pues aquel terrible suceso lo consideraba como un favor de Dios, que quería poner a prueba su resignación y que lo llamaba por el camino de su santidad.

Ya era completamente huérfano, y en adelante la Virgen sería su madre, su protectora, que le llevaría rectamente al cielo.

Aquél era el momento de decidir su porvenir. Desligado de todo lazo mundanal, encontrábase desnudo de terrenas preocupaciones a la puerta de la santidad, dispuesto a ponerse eternamente al servicio de Dios si éste le llamaba.

¿Por qué no había de realizarse un milagro en su favor? ¿Por qué la Virgen no había de aconsejarle que abrazase la vida religiosa, como ya lo había hecho con el seráfico Gonzaga?

Un milagro era lo que él pedía, una muestra leve que indicase cómo la madre de Dios se interesaba en su porvenir, y ansioso por alcanzar tal distinción, Ricardo miraba a la risueña imagen cuyos ojos seguían fijos en él con inanimada insistencia.

El rayo de sol iba desviándose conforme transcurría el tiempo, y se apartaba con lentitud de aquel rostro que iba hundiéndose en la sombra.

Entonces le pareció a Ricardo que aquellas sonrosadas facciones se animaban con una sonrisa de infinita benevolencia, y poseído de una exaltación frenética, se arrojó al suelo, cubriéndose los ojos con las manos, como si temiese cegar ante un esplendor deslumbrante.

Por fin llegaba el momento deseado. La Virgen le hablaba, aconsejándole lo que él tenía desde mucho tiempo antes en el pensamiento.

Sentía sonar su voz en lo más íntimo de su cerebro, y hasta le parecía que las paredes de la capilla retumbaban con el estrépito de la angélica trompetería.

Ya estaba decidido; abandonaría el mundo y abrazaría la vida religiosa. La Virgen se lo ordenaba.

Y el muchacho, a pesar de que tenía los ojos cubiertos por sus manos y el rostro sobre las frías baldosas, veía un inmenso horizonte de luz, y en el centro una brillante escalera vaga y tenue como si estuviese formada por suspiros y vibraciones de arpas. A los lados estaban los ángeles con cabelleras de sol y diáfanas vestiduras, y en lo último, llenándolo todo con su majestuosa silueta, Dios, coronado por el simbólico triángulo, que fijaba en él sus ojos y que por entre su blanca barba, que se confundía con las nubes, dejaba escapar la inmortal sonrisa, suprema felicidad de los bienaventurados.

Dos horas después, la servidumbre del colegio recogía el desfallecido cuerpo de Ricardo para conducirlo a la enfermería.

Fue aquello un accidente pasajero del que no tardó en reponerse; pero el director del colegio, que en la intimidad daba a entender, cómo bajo una sotana jesuítica puede ocultarse un espíritu volteriano, dijo, hablando de Ricardo con otro padre de la Compañía:

—La falta de alimentación le hará ver las más estupendas visiones. Carne y más carne. Éste es el mejor remedio contra las visiones celestes.

IV. EL CORAZÓN DE JESÚS, BUZÓN DE CORREO

Una duda que asaltó a Ricardo pocos días después de haberse decidido por consejo de la Virgen a abrazar la vida religiosa, fue si debía preferir la Compañía de Jesús a cualquiera de las otras Ordenes protegidas por la Iglesia.

La regla de San Francisco y la de otros santos fundadores había contado muchos bienaventurados en su seno, y no era por tanto condición precisa, para ser favorito de Dios, el pertenecer al instituto de San Ignacio; pero pronto se desvaneció tal duda en el joven por medio de aquella vida del celestial Gonzaga, cuya lectura constituía todo su recreo.

San Luis, al decidirse por el servicio de Dios, había dudado sobre el instituto religioso que debía escoger, pero al fin se había decidido en favor de la Compañía de Jesús, por varias razones que el padre Croisset tenía buen cuidado de consignar en la vida del santo.

Ricardo reproducía en su memoria todos estos motivos y los encontraba en extremo ciertos.

Él, del mismo modo que el santo italiano, entraría en la Compañía de Jesús, porque en ella reinaba la humildad, ya que se hacía voto de no admitir dignidades eclesiásticas. Y el joven creía que este rasgo de la Orden era sublime, no parándose a considerar que mal podían apetecer los jesuitas, obispados y cardenalatos, cuando son el oculto nervio de la Iglesia, que mueven a ésta a su sabor y que dominan desde el Papa hasta el último sacristán.

Gustábale además la Compañía como al seráfico Gonzaga, porque «en ella se enseña a la juventud virtud y letras»; pero Ricardo no pensaba en que esta juventud que recibía la instrucción de los jesuitas era sólo la juventud privilegiada, la perteneciente a la clase acomodada y aristocrática y que en cambio nunca la Orden loyolesca se había preocupado de educar al pueblo, interesándose porque éste permaneciese siempre en la ignorancia, medio seguro para que jamás saliese de la abyección.

Otra de las razones que atraía las simpatías del joven fanático hacia la Compañía de Jesús, era que ésta «se dedicaba a la conversión de los herejes y los gentiles, en todas las partes del mundo». Para un joven ignorante, esta misión era sublime y en alto grado civilizadora, y así lo creía él, por haberlo oído varias veces a los padres maestros del colegio, que hablaban, con entonación lírica, de las grandes conquistas llevadas a cabo por la Compañía en el mundo de la barbarie, y de las conversiones en masa, que los misioneros de la Orden habían hecho en la India y el Japón.

Podía hablarse así, con la seguridad de no ser desmentido, a una juventud ignorante que no conocía otra historia que la enseñada en los colegios de la Compañía, y que por tanto no tenía la menor duda sobre la milagrosa elocuencia de San Francisco Javier, el cual, desconociendo la lengua de los indios y por medio de la mímica, convirtió miles de indígenas. Además, era muy extraño que después de estar la Compañía de Jesús más de tres siglos predicando la buena nueva en la China y en el Japón, no hubiese conseguido la cristianización de tales pueblos, limitando todas sus conquistas al bautismo de algunas familias de naturales pobres y envilecidos, que adoraban a los misioneros más que por sus doctrinas por los puñados de arroz que les repartían en las épocas de carestía.

Pero para Ricardo era artículo de fe que la Compañía había convertido al catolicismo a casi toda Asia y a sus ojos aparecía la Orden como un instituto sublime, cuyos misioneros poseían las lenguas de fuego de los apóstoles y enternecían a los pueblos en masa, haciéndoles abrazar la doctrina del Evangelio.

Él quería ser de aquella milicia heroica. Deseaba ser soldado de aquella legión fuerte e inquebrantable cual la verdadera fe, y como todos los misioneros célebres de la Compañía, pensaba en atravesar los bosques de Asia, sin otras armas que el Evangelio ni otro equipaje que su sotana, quebrantado por el ayuno y roído interiormente por la enfermedad, siempre en busca de nuevos gentiles que convertir y dispuesto a pagar con los más horrorosos martirios su santa audacia.

Aspiraba Ricardo a desempeñar este hermoso papel de héroe santo, creado por la leyenda jesuítica, y estaba lejos de imaginarse que tales misioneros, audaces hasta la demencia y ascetas hasta la total extenuación, eran infelices autómatas que la Orden creaba para revestir sus fines de una atmósfera simpática, de grandeza y desinterés, y que sus esfuerzos por introducir el cristianismo en las naciones idólatras, sólo servían para que después los verdaderos directores de la Compañía, aprovechándose de la audacia de sus fanáticos instrumentos, estableciesen compañías de comercio en los citados países, negociando con sus productos que cambiaban por los de Europa.

De este modo el Instituto de San Ignacio de Loyola reunía en su tesoro más millones que todos los grandes banqueros juntos, y así se hacia dueño de importantes lineas férreas y tenía, con nombre supuesto, numerosas flotas de vapores en todos los mares del globo.

Decidido, Ricardo Baselga, a entrar en la Compañía, ansiaba que llegase el instante de ser admitido en su seno, y tan vehemente era su deseo, que hasta temía que los buenos padres se negaran a darle entrada en la Orden.

Desde el día en que la Virgen le habló y Dios, rodeado de su deslumbrante corte, pasó ante sus ojos como una visión fugaz, el joven no tuvo otra aspiración que la de entrar cuanto antes en la Compañía. Pero siempre que intentaba formular su deseo, sentíase cohibido y dominado por una timidez que le impedía manifestar su pensamiento.

Por fortuna para él, pronto se le presentó una ocasión para manifestar su deseo sin que hubiera de ruborizarse ni tartamudear, pensando que su demanda podía ser desechada.

La educación jesuítica aspira a conocer hasta los más íntimos pensamientos de aquellos que están sujetos a ella, y de aquí que busque los más extraños medios para penetrar hasta en lo más recóndito de las aficiones de sus alumnos.

Tienen los padres de Jesús establecido en sus colegios el espionaje en grande escala, así como entre los individuos de la Orden; a cada alumno se le inspira la idea de que es un deber sagrado celar los actos del compañero; la delación se considera por los maestros como un acto meritorio, y la benevolencia con las faltas ajenas se castiga como un grave delito contra la disciplina que debe reinar en las casas de la Compañía.

Pero esto no basta a los jesuitas para apoderarse por completo del cerebro de sus educandos y conocer los más íntimos secretos.

Necesitan saber sus más dominantes aficiones para, en consecuencia, dirigir y amoldar a placer los caracteres de sus discípulos, y para que este régimen policiaco fuera completo, el astuto padre Claudio había establecido en el colegio de Madrid la fiesta del Corazón de Jesús, invención de los jesuitas franceses, muy dados a espectáculos teatrales.

Una vez al año verificábase esta ceremonia, y los alumnos mayores, después de una gran fiesta religiosa, dirigíanse de rodillas al altar mayor, y al llegar ante una imagen del Corazón de Jesús, tendíanse cuan largos eran, y con el humillado rostro sobre las desnudas baldosas, permanecían mucho tiempo entregados a mística meditación.

Después se levantaban, y sacando un papel escrito en la noche anterior, después de largas horas de rezo y de meditación, lo introducían en una hendidura que existía en aquel corazón rojo y flameante que la imagen ostentaba sobre el pecho.

Era ridículo y sacrílego convertir el Corazón de Jesús en buzón postal, pero los jesuitas, por tal medio, conseguían conocer las verdaderas aficiones de sus discípulos, y bien sabido es que su educación consiste, no en contrariar las aspiraciones naturales de aquéllos a quienes dirigen, sino en fomentarlas y en dirigirlas con arreglo al interés de la Compañía, buscando que ésta tenga en todas partes buenos y leales servidores.

No temían los jesuitas que sus alumnos mintieran al hacer tales confidencias al Corazón de Jesús. Habíanles hecho creer que aquellas demandas escritas a la divinidad las acogía ésta con benevolencia, y que todos los deseos consignados en ellas realizábanse inmediatamente si es que así convenía al porvenir de los solicitantes. De aquí que todos los alumnos se apresurasen a estampar en el papel su más ferviente deseo, y que los padres maestros, por medio de tal estratagema, tuviesen exacto conocimiento del pensamiento dominante en sus educandos.

Llegó el día de la fiesta del Sagrado Corazón, y Ricardo Baselga, sin duda por indicaciones superiores, fue admitido en el grupo de colegiales mayores que iba a depositar su papel en el pecho de la sacra imagen.

Durante la fiesta religiosa, el joven sintió una emoción cada vez más creciente que conmovía todo su cuerpo.

Con ansiosa mirada contemplaba, a través de las azuladas nubes de incienso, aquella imagen de Jesús, sonriente y dulce, y al mismo tiempo estrujaba en su bolsillo el billete escrito en la noche anterior, después de algunas horas de oración.

Ricardo estaba tan absorto en la contemplación de aquella imagen, que no se daba cuenta de lo que le rodeaba y los alborozados cánticos del órgano sonaban en sus oídos como un zumbido molesto.

Miraba el joven a Jesús con la misma expresión humilde y resignada del pretendiente que entrega un memorial al poderoso y teme ser molesto. Se estremecía Ricardo, pensando que era indigno de pedir a la divinidad un señalado favor, y temía que la Santa imagen rechazase su súplica.

Llegó el momento de la ceremonia, y el grupo de educandos avanzó hacia el altar mayor formado en fila.

Ricardo anduvo instintivamente, y al llegar cerca de la imagen, rodeado de los principales maestros, vio al padre Claudio, que, aunque grave y meditabundo cual lo exigía la solemnidad, le contemplaba con expresión de paternal benevolencia.

Iban uno tras otro los colegiales arrojando sus respectivos billetes en la hendidura de aquel corazón rojo y deslumbrante, y por fin Ricardo quedó frente a la imagen, sin tener compañero alguno delante de él.

Arrodillose entonces, trémulo y palpitante, lanzando al Corazón de Jesús una mirada de supremo amor; arrojose después de bruces al suelo, donde permaneció algunos segundos, como si anonadado quisiera desaparecer confundiéndose con la tierra; y después, irguiéndose con timidez, adelantó una mano, en la que sostenía el papel escrito en la noche anterior.

Aquel acto le costó un esfuerzo supremo.

Así que terminó la fiesta, el padre Claudio, en la celda del director del colegio, revolvía los billetes que los colegiales habían depositado en el Sagrado Corazón, y que estaban aún sobre una mesa.

Buscaba el de Ricardo, y lo encontró; pues aunque todos los billetes iban sin firma, él conocía la letra del joven Baselga.

El jesuita, al leer sonreía con la expresión del que se convence de no haberse equivocado.

«¡Oh, Jesús mío! ¡Oh, dulce Señor! Mi deseo más ferviente, mi única aspiración, es serviros mientras viva; es pelear y morir por vuestra doctrina. Quiero ser un misionero de la fe. Haced que entre en vuestra Santa Compañía que fundó nuestro gran padre San Ignacio».

Después de la fiesta hubo gran banquete en el colegio, y por la tarde, cuando todos los alumnos se entregaban a ruidosos juegos, el padre Claudio llamó aparte a Ricardo, y poniéndole una mano sobre la cabeza, díjole con expresión paternal y solemne.

—El Sagrado Corazón no olvida nunca a sus devotos. Él ha oído tus súplicas; y yo, como mensajero de su divina voluntad, te manifiesto que la Compañía te abre sus brazos. En la semana próxima irás a comenzar tus ejercicios en la casa de novicios que tenemos en Loyola. Mañana mismo hablaré con tu santa hermana la baronesa, que acogerá tu vocación como un favor del cielo.

V. EL NOVICIADO

Salió Ricardo de Madrid, sin despedirse de la baronesa ni de Enriqueta, pues para ser buen jesuita, habíase propuesto olvidar que tenía una familia en el mundo.

Apenas entró en el colegio de Loyola, experimentó una satisfacción sin límites.

El padre director, jesuita adusto, de facciones demacradas y ojos feroces, que parecían trasparentar el chisporroteo de un oculto fuego, le ordenó que se despojara de su traje y le hizo vestir el hábito talar.

Aquella fue la mayor alegría que el joven experimentó en su vida.

Rapado a punta de tijera: embutido en una sotana estrecha, raída y de un negro amarillento; con medias de estambre y gruesos zapatos, Ricardo se confundió entre un centenar de jóvenes, pálidos, demacrados, de aspecto receloso y mirada hipócrita, que eran los novicios que en aquel establecimiento se preparaban a ingresar en la Compañía.

El hijo del conde de Baselga se oyó llamar hermano por primera vez y esto le produjo inmensa satisfacción. Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.

Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.

En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.

Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.

El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios, y de las mortificaciones absurdas, abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.

Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo, y tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.

Dos años había de durar el noviciado según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.

Aquel aislamiento semejante al de la tumba constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.

Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.

Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.

Arrastrado por un anhelo noble buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas, matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han retratado con estas palabras: Tanquam ac cadaver.

El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres ejercicios.

Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.

Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.

Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página veintinueve de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:

«Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, yo tengo padres, o yo tengo hermanos, sino yo tenía padres, yo tenía hermanos».

Estas palabras infames que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanle sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:

—Yo tenía hermanos; yo tenía familia.

Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración sufriendo terribles privaciones.

La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones, impresionaba mucho a los demás novicios procedentes de clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.

En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.

La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores, para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.

Llegó a decirse en aquella santa casa, que el joven hacía milagros y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el santito; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto a pesar de ser el principal interesado.

Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.

Ricardo tenía su consultor como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.

Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético, superior al de los padres más exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.

Lo que más repugnaba a Ricardo, eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.

El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.

El maestro de Ricardo, mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.

La mirada era la principal preocupación del viejo jesuita a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.

—No debes mirar así —decía a Ricardo—. En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.

Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuita.

Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos y evitar ante todo los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuita debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad, para que sean instrumentos de sus planes.

La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.

—Nuestro santo padre San Ignacio —decía el maestro de novicios—, ya lo ordenó así, porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.

Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos; y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.

Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.

La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gustaba vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante, la piadosa doña Fernanda, el más absoluto silencio.

La única noticia que recibió el joven de su familia, diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.

El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuita al darla.

Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.

De estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.

En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.

Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuitas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.

Aquella misma noche Ricardo fue llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.

Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.

Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.

—¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? —preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.

—Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.

—¿Y no pensabas nada más?

—Nada más.

—¿Al sentir el contacto de su mano no te asaltó algún deseo?

Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.

—¡Deseo!… ¿de qué?

Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.

Aún le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.

Ricardo ruborizose ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.

Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo las monstruosidades de la pasión.

A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella falta que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.

Esta humillación, que dolió mucho al joven a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuita profeso.

Por motivos igualmente insignificantes, vio a jesuitas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.

La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.

Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres, y el escándalo producido por un simple apretón de manos.

El deseo de conservar incólume el voto de castidad, ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.

La amistad íntima entre dos religiosos considérase como amicitiam male olentem (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: «huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo».

El padre Claudio Aquaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó, en las reglas de la Compañía, que ningún jesuita pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y los gatos.

El joven jesuita, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiolas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.

VI. LA ENTRADA EN LA ORDEN

Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fue llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.

No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.

Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa residencia de Madrid.

Era un espectáculo edificante y conmovedor que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas, vistiendo la raída sotana de jesuita, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.

Aquel novicio noble y en camino de ser santo, aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.

La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.

La baronesa de Carrillo fue felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuitas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro, a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.

Llegó por fin el momento de prestar los votos, y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.

Su primer voto fue el de castidad, y verdaderamente, el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo, la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.

Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo, podía dar al traste con su voto de castidad.

El segundo voto fue el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído al prestar dicho juramento.

¿Dónde estaba la pobreza dentro de la Orden? ¿Dónde las privaciones que aquélla impone? El jesuita es pobre, nada propio posee; pero la Compañía es inmensamente rica, y tan perfecta es su organización, que ninguno de sus individuos deja de gozar las más envidiables comodidades. El voto de pobreza reducíase a no tener ahorradas algunas monedas en el bolsillo, pero en cambio tampoco había que preocuparse de las necesidades de la vida, pues la administración jesuítica todo lo preparaba y lo tenía previsto. Bastaba ser obediente y sumiso a las órdenes de los superiores; que éstos ya se encargaban de proporcionar todo lo necesario.

Nada importaba no tener dinero propio, pues esto aún ahorraba preocupaciones y disgustos. Cuando sintiera hambre, encontraría siempre una mesa, cubierta de las viandas más suculentas y de las frutas más exóticas; en todos los puntos del globo hallaría un techo propio bajo el cual guarecerse, y si sus superiores le ordenaban un viaje, no le faltarían los medios para hacerlo con la mayor comodidad, pues nunca se encuentra a un padre jesuita en un vagón de tercera clase.

El tercer voto fue de obediencia, y Ricardo lo prestó aún con mayor entusiasmo que los otros dos.

Ser soldado fiel de la Iglesia y del Papado le entusiasmaba, y su misma excitación no le dejaba pensar en la falsedad de tal voto. Aquella obediencia no era eterna, pues la Compañía le podía expulsar de su seno cuando lo creyese conveniente, o él, salir de ella, si tenía razones graves en que fundarse.

El voto resultaba innecesario, tanto más, cuanto que ya se sabía que dentro de la Orden había que obedecer forzosamente pero a pesar de esto Ricardo hizo su juramento sin que decayera su entusiasmo.

Terminada aquella especie de iniciación, Ricardo se sintió otro hombre.

Ya era jesuita, ya pertenecía a aquella santa Compañía que se le había aparecido siempre como una asociación de bienaventurados que tenía en su poder las llaves del cielo

Siguiendo lo dispuesto en las Constituciones de la Orden, Ricardo, después de sus dos años de noviciado pasados en prácticas devotas, había de dedicarse otros dos años a estudios literarios para descansar un tanto el ánimo perturbado por el ascetismo y poner la ilustración como contrapeso a una exagerada piedad.

El joven Baselga dedicose al estudio de la retórica con el entusiasmo que manifestaba por todo aquello que le ordenaban sus superiores, y experimentó gran placer con la lectura de los clásicos cuyas obras resultaban para él tesoros de desconocida hermosura.

La revolución del 22 de junio le sorprendió en Madrid, y encerrado en la casa de la Orden, estuvo escuchando el horroroso estruendo de aquella lucha, sin que él, en su ignorancia de las cosas del mundo, supiera explicarse el porqué de tan general matanza.

Al día siguiente supo que su cuñado Quirós, al que apenas conocía, pero a quien respetaba mucho por las brillantes defensas que hacía de la religión, había sido muerto de un balazo a la puerta de su casa, y que su hermana Enriqueta estaba tan impresionada por el suceso, que se temía perdiese la razón.

Ricardo, a pesar de su frialdad de santo, experimentó cierto trastorno moral al saber el estado de su hermana, y por primera vez se preocupó de su familia mostrando espontáneos deseos de verla.

Acompañado del padre Claudio fue a su casa, y faltándole aquella fuerza de voluntad que le hacia mirar con indiferencia las miserias de la vida, se impresionó ante el espectáculo que ofrecía la infeliz Enriqueta, demacrada, casi ciega, tendida en el lecho, encerrada en el más desesperante mutismo, y tarda en reconocer las personas que la rodeaban.

Doña Fernanda tenía el firme convencimiento de que aquello era el castigo que Dios imponía a su hermana por haberse enamorado de un pillete republicano y haber huido con él de la casa paterna, y creía también que Enriqueta cayó en tal estado de imbecilidad así que vio el cadáver de Quirós tendido en el arroyo.

Ignoraba la devota baronesa que la verdadera causa de encontrar a su hermana, en aquel día fatal, inerte en el balcón y con una herida en la cabeza producida al desmayarse, consistía en que Enriqueta había visto huir de la cercana barricada al bandido descamisado (como decía doña Fernanda), y caer después en poder de una patrulla que iba a fusilarlo.

El joven jesuita, con el corazón oprimido y haciendo esfuerzos para no llorar, contempló a su infeliz hermana.

En aquella triste ocasión vio por primera vez a su sobrina María, a la que no se atrevió a tomar en brazos por temor a faltar a su voto de castidad.

Aquellas mejillas cubiertas por las tintas rosadas de la niñez, aquellos ojos de inocente y cándida fijeza, daban miedo al fanático, que apartó prontamente sus ojos del rostro que le sonreía con infantil gracia.

Aquella visita fue lo único que turbó la vida religiosa del joven. En adelante siguió como siempre sujeto a las reglas de la Orden, no permitiéndose otro recreo que el concedido por sus superiores, y paseando siempre en unión de otros dos compañeros que le espiaban y a los que él espiaba, so pena de faltar a la santa doctrina de la Compañía.

Algún tiempo después de tal visita, que fue la última que hizo a su hermana, Ricardo tuvo una importante conferencia con el padre Claudio.

Salía el joven jesuita de la clase de retórica y se dirigió a su cuarto para esperar, estudiando, la hora de refectorio, cuando un hermano lego le anunció que el padre Claudio, que acababa de entrar en la santa casa, le estaba esperando en su despacho.

Era muy raro que el poderoso jesuita, en aquellas horas de la mañana, visitase la casa residencia, a no tener que resolver en ella algún negocio importante.

Ricardo sabía algo de las costumbres del superior, y no dejaba de causarle extrañeza aquel llamamiento. El padre Claudio hacía por la tarde todas sus visitas de inspección a la casa jesuítica, pues pasaba la mañana en la casa donde de antiguo tenía su archivo y su despacho, entregado al estudio de los importantes negocios de la Orden.

La rareza de aquella visita no podía menos de excitar su curiosidad; pero Ricardo, recordando que el principal deber de un jesuita es obedecer las órdenes de sus superiores sin pararse a comentarlas, cumplió inmediatamente el mandato y se dirigió a la habitación que servía de despacho al padre Claudio cuando éste se hallaba en la casa de la Compañía.

VII. EL GOLPE ANHELADO

Era en una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.

El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjabelgadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, un balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.

El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándolo en completa libertad; los labios se habían hundido a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían, con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.

La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel dandy de sotana.

Se inclinó reverentemente al entrar, el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.

Este honor conmovía al joven a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.

El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas y con voz lenta y melodiosa comenzó a hablarle.

—Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.

El joven fanático, al oír estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del Infierno.

—No temas: aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma, no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.

—Reverendo padre —dijo—, no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.

—Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.

El joven jesuita reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:

—Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.

—Te engañas, infeliz: tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.

Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente como el que se ve calumniado y ansia justificarse; así es que se apresuró a contestar:

—Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…

—¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma, pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.

Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:

—Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiere darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.

—¡Ah, infeliz! ¡Cuán alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan gran fortuna, faltas al voto de pobreza.

Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.

Costole algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que de aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitose a decir, afectando una completa indiferencia:

—Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición, y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser siempre y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!

El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.

—No tan aprisa, querido hijo, alabo ese santo desprendimiento; ese deseo de arrojar lejos de sí la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.

—Haré lo que me mande vuestra paternidad.

—Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entretanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que de haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.

Y el redomado jesuita fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.

Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.

A Ricardo le faltaba poco para romper a llorar.

—¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes sociales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.

—No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.

Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.

—¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?

El ladino jesuita fingía meditar profundamente y por fin dijo con expresión victoriosa:

—Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayor edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos lo que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.

—Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En que forma he de comprometerme a ceder mis bienes?

—Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.

—¿A favor de los pobres?

—No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.

—Haga vuestra paternidad lo que le parezca más conveniente.

—Ya que tan dispuesto estás a hacerte simpático a los ojos de Dios renunciando a tus bienes, justo es que te capacites de la grandeza de tu sacrificio conociendo a cuánto asciende tu fortuna.

Ricardo hizo un gesto de desprecio e indiferencia.

—No, hijo mío —continuó el Padre Claudio cada vez con acento más bondadoso—. Quiero que recuentes tus riquezas, y si después de saber que por tu nacimiento eres un potentado, te radicas en tu resolución, entonces tu sacrificio será más hermoso y mi conciencia experimentará mayor tranquilidad. No quiero que el día de mañana, si esta conversación llega a traslucirse, digan los enemigos de la Compañía que yo te he engañado, abusando de la ignorancia en que estás respecto a tu posición.

El joven jesuita intentó protestar contra tal idea, pero el padre Claudio continuó hablando:

—Poseéis tú y tu hermana, como herederos de vuestra madre doña María Avellaneda, una fortuna que primeramente era de quince millones de francos, pero que con el transcurso del tiempo ha aumentado bastante. Tu padre, el difunto conde de Baselga, que en santa gloria esté, sólo fue despilfarrador cuando vivía tu madre y los dos con su lujo imponían la moda en Madrid, pero después su vida apartada y modesta, y su carácter misantrópico, le hicieron económico forzosamente, y el capital ha aumentado bajo su administración. En resumen, que la fortuna de tu casa es grande, y que divididos a la mayor edad todos estos bienes entre tú y Enriqueta en partes iguales, serás dueño absoluto de más de ocho millones de pesetas, cantidad enorme y suficiente para que se pierda un alma, y que es de todo punto incompatible con la santidad. Recuerda lo que dijo el Divino Maestro: Más fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrará en el cielo.

Ricardo demostró con unas cuantas inclinaciones de cabeza, lo convencido que estaba de la incompatibilidad existente entre la santidad y la riqueza.

—Yo conozco —continuó el superior—, el modo como está colocada tu fortuna. Tu hermana la baronesa, que como tú sabes me honra consultándome en todos sus asuntos, me ha hecho conocer en qué consiste vuestro capital. Una gran parte de éste se halla en el Banco de Francia; otra, ha sido empleada en títulos de la Deuda Española, y además tenéis grandes posesiones en Castilla la Vieja que el difunto conde compró cerca de su casa solariega con dinero de tu madre, y que tuvo la atención de poner a nombre de ésta. La mitad de esa gran fortuna te pertenece. Eres rico y estás a tiempo de librarte de una vida de perpetua pobreza. Si vuelves al mundo, perderás seguramente tu vida por una eternidad, pero podrás gozar con tu dinero todos los mundanales placeres inventados por el diablo. ¿Qué decides?

Y el padre Claudio, esperaba sonriente aquella contestación que él mismo preparaba, anatematizando las riquezas.

La contestación no se hizo esperar, y Ricardo dijo con firme convicción:

—Quiero ser pobre y que mis bienes pasen a poder de los necesitados.

El superior mostróse dulcemente conmovido por aquellas palabras.

—No esperaba menos de ti. Te conozco, hijo mío; hace mucho tiempo que aprecio tu corazón de oro y veo claramente que Dios te llama por el camino de la santidad. Tan convencido estaba de que entre Dios y el diablo escogerías siempre al primero, que aquí tengo preparado el documento en el cual renunciarás a todas tus riquezas.

Y el padre Claudio señalaba un gran pliego escrito que tenía sobre la mesa, sin cuidarse de que el joven pudiera sospechar algo malo en vista de la previa preparación de aquel golpe. El superior estaba seguro de la fe de su subordinado, a prueba de toda sospecha.

—Sólo falta —continuó—, que tú pongas la firma en este documento para que la cesión de bienes se verifique y tu voto de pobreza sea una verdad. Lee ese papel.

Ricardo se negó a enterarse del documento, considerando que de lo contrario faltaba al respeto debido a un superior.

—Puesto que tu delicadeza te obliga a no enterarte del documento voy yo a explicarte lo que en él se dice. Ante todo, debo advertirte que su fecha no es la del año actual, sino la de 1871, o sea cuando tú estarás ya en la mayor edad y será válida la cesión de tus bienes. Es un pequeño engaño que me he visto obligado a hacer para que tu voto de pobreza sea verdadero. Una nueva falta cae sobre mi conciencia, pero eso más tendrás que agradecerme.

Ricardo se sentía enternecido por la abnegación de aquel superior que le quería hasta el punto de cometer pecados por su culpa. Los esfuerzos del padre Claudio por librarle de sus millones, conmovían al infeliz, haciéndole sentir una profunda gratitud.

—Este documento, cediendo tus bienes, está redactado en forma de escritura pública y lo suscribirá un notario, persona muy devota y católica, que está por completo a nuestras órdenes. Esta es la ventaja que proporciona el tener amigos en todas las clases sociales. En tal forma, puedes estar seguro de que ya nunca podrá inquietarte el pensamiento de que eres rico.

—¿Pero mis bienes serán repartidos inmediatamente a los pobres?

—No podemos hacerlo hasta el momento en que tú llegues a la mayor edad; pero entretanto, tampoco serás tú el dueño, y esto te basta para tener tranquila la conciencia.

—¿Y a nombre de quién hago la cesión de los bienes?

—No lo sé. ¿Tienes tú en el pensamiento alguna persona de confianza?

—Sí, padre mío: nadie mejor que vuestra reverencia para encargarse de tales riquezas hasta mi mayor edad y repartirlas entonces entre los pobres.

—Así debía ser; pero tú ignoras seguramente que el maldito espíritu revolucionario que impera en este siglo nos persigue de tal modo a los hijos de San Ignacio, que para adquirir algo necesitamos valemos de tercera persona. Yo me encargaré de tus riquezas, ya que ésta es tu voluntad, pero dejaremos en blanco el nombre de la persona a quien tú has de cederlas aparentemente. Buscaremos para el caso un testaferro. Cualquier amigo nuestro se prestará a hacer este servicio que redunda en beneficio de Dios y de los pobres. ¿Estás conforme en esto?

Ricardo hizo una señal de asentimiento, y entonces el padre Claudio puso el documento delante del joven, y dándole una pluma, dijo mirándole con tierna expresión:

—Firma, hijo mío, que Dios premiará esta prueba de abnegación que le das, cediendo tus bienes a la Compañía para que ésta los entregue a los pobres.

Ricardo, que se había levantado de su asiento, firmó sin vacilar, y el padre Claudio, después de examinar rápidamente el pliego, lo guardó en el cajón de la mesa.

Después se levantó del sillón, y avanzando con impetuosidad cariñosa, abrazó al joven casi llorando.

—¡Oh, hijo mío! ¡Qué gran acción has hecho! Pocas veces me he sentido tan conmovido como ahora. De seguro que tu hermana la baronesa, cuando sepa lo ocurrido, llorará poseída de igual entusiasmo. Sólo un santo como tú es capaz de tal rasgo de abnegación. Los pobres socorridos por ti te bendecirán siempre y la Compañía se considerará muy honrada con tener en su seno un joven que a tan sublime altura lleva su caridad. Ahora eres realmente un hijo de San Ignacio. Quedas pobre después de firmar ese documento, pero la Compañía no te abandonará nunca y mientras vivas encontrarás en todas partes hermanos dispuestos a ayudarte. Acabas de abrirte las puertas del cielo.

El joven estaba conmovido y ruborizado por aquellos elogios que creía no merecer. Para aquel fanático, cuya lectura favorita consistía en las mil mortificaciones horrorosas y absurdas de los ascetas, no significaba nada el despojarse voluntariamente de ocho millones de francos sin saber ciertamente a qué manos irían a parar.

Permaneció algunos segundos con la cabeza sobre el pecho de su poderoso superior que amorosamente le abrazaba y después salió de la habitación para volver a sus ocupaciones, frío e indiferente como si nada le hubiese ocurrido. Nadie hubiera adivinado en él que acababa de arrojar una fortuna.

El padre Claudio, al quedarse solo, frotose las manos con expresión de gozo. Su rostro tomó un gesto grave y pensativo y sentándose otra vez ante la mesa sacó del cajón el documento firmado por Ricardo y estuvo examinándolo largo rato.

Su pensamiento recitaba un monólogo mudo.

Todo estaba conforme y el golpe tanto tiempo preparado acababa de darse sin fracaso alguno.

La mitad de la fortuna de Baselga, por tan diversos medios perseguida, estaba ya en poder de la Compañía.

Si aquello no era un buen golpe, que bajara Dios y lo hiciese mejor.

¡Ocho millones de francos! ¿Qué dirían en Roma, cuando él enviase el documento, y tanto el general como el tesorero mayor de la Orden, viesen en sus manos aquella promesa de ocho millones que ingresarían en las cajas de la Compañía al cumplirse el plazo de cinco años?

El padre Claudio, como el artista que después de concluida una obra se preocupa del efecto que causará, sólo pensaba en lo que dirían en Roma al conocer su negocio.

Aquello era un excelente preparativo para que triunfasen sus planes ambiciosos.

Tenía en Roma un compinche de confianza encargado de acelerar la poca vida que le quedaba al general de la Orden y a la muerte de éste pensaba explotar el prestigio que le daría en la Compañía sus maquinaciones contra la fortuna de los Baselgas, para que lo elevasen al último y más supremo cargo que le faltaba desempeñar.

Tan preocupado estaba con el efecto que en Roma podía causar la noticia de aquel feliz negocio que en alta voz manifestaba sus pensamientos.

—¿Qué dirán en el Gesú? ¿Qué impresión causará en mis amigos de allá abajo este golpe de mano tan feliz? Siento una impaciencia inmensa al ver que transcurren los meses sin que nada me digan de allá. ¿Conocerá el general mis intenciones? ¿Serán ciertas mis sospechas? Tal vez este negocio lo arregle todo.

Y sumido en sus reflexiones sólo murmuró ya con voz confusa:

—¿Qué dirán allá abajo?

El padre Claudio, de pie tras el abierto balcón, miraba allá abajo con estúpida fijeza, como si más allá del jardín de la casa, y de la monótona llanura de los alrededores de Madrid, sobre las blancas nubes que se apretaban en la línea del horizonte, se alzase Roma con su sombrío palacio del Gesú, Vaticano del más horrible fanatismo, donde se asienta en trono universal el sucesor de San Ignacio, ese Papa Negro que no en balde se llama general, pues dirige el sombrío ejército jesuítico acampado sobre toda la tierra.

El padre Claudio soñaba ocupar algún día el centro de la inmensa telaraña extendida sobre el globo y que entre sus mallas tantas conciencias tiene aprisionadas.

VIII. EL GRAN DESCUBRIMIENTO DE LA ORDEN

Las tardes en que hacía buen tiempo y el padre Claudio no tenía ningún asunto urgente de que ocuparse, acostumbraba ir a pasear en el vasto jardín que tenía la casa residencia situada en las afueras de Madrid.

En nada conocía el poderoso jesuita que se hacía viejo como en la necesidad que sentía de ejercicios higiénicos y en su debilidad cada vez mayor para el trabajo.

Aquel hombre de hierro, que veinte años antes permanecía dieciocho horas diarias escribiendo y papeleando sin experimentar cansancio alguno y que en cierta ocasión aguantó dos días, con sus noches, entregado a un trabajo urgente y sin descansar más que el tiempo necesario para alimentarse, ahora se sentía débil y no podía estar dos horas en su despacho ocupándose de los negocios, sin que al punto no experimentara vahídos y se sintiera invadido por un creciente desfallecimiento.

Por lo mismo que necesitaba de higiénico ejercicio, huía de los paseos públicos, donde, a causa de ser muy conocido, se veía molestado por la compañía de gentes conocidas que le asediaban a preguntas, y que sabiendo su gran influencia en Palacio, le exponían disparatados planes políticos para amordazar la hidra revolucionaria y salvar la religión y la monarquía amenazadas.

Prefería pasear por el jardín de la casa de la Orden con entera independencia y conversar con los novicios y los padres de poca edad. Aquel ambiente de juventud le remozaba y además experimentaba gran placer sondeando sus ánimos con conversaciones en las cuales, a pesar de su tono amistoso, no se perdía nunca el respeto profundo y adulador que las constituciones de la Orden han establecido entre las diversas jerarquías.

Pocas veces paseaba solo el poderoso jesuita. El padre Antonio, su antiguo secretario, que estaba ya tan viejo como él, aunque más fuerte, seguía siempre sentado y papeleando en aquella gran mesa a la que parecía encadenado, y no podía acompañarle; pero en cambio no dejaba a sol ni a sombra al padre Claudio aquel jesuita italiano cuya presencia en Madrid tantas sospechas había excitado en el vicario general de la Orden en España.

El padre Tomás era el socius del poderoso jesuita al poco tiempo de residir en Madrid. No gustaba el padre Claudio de la compañía de aquel padre ladino y redomado a quien hacía más terrible su exterior sencillo e inocente y aquel carácter adulador hasta la bajeza, pero obedeciendo órdenes superiores, veíase forzado a conservarlo cerca de él, llevándolo a todas partes como si fuese su propia sombra a pesar de hallarse convencido de que le espiaba.

Un mes después de la llegada del padre Tomás a Madrid, recibió el padre Claudio un despacho cifrado del general de la Orden, lacónico e imperioso, como eran siempre tales documentos.

En él se le recomendaba que espiase al padre Tomás, desterrado a Madrid por ser presunto autor de intrigas poderosas que hubieran puesto en peligro la disciplina de la Orden.

El general deseaba un espionaje hábil y disimulado, por tratarse, según decía, de un hombre muy astuto que sabía ponerse a cubierto de toda investigación, y por esto recomendaba al padre Claudio, cuyo talento le era bien conocido, que se encargase personalmente de vigilar al desterrado, para lo cual convenía que se constituyera en su eterno acompañante haciéndole su socius.

El padre Claudio no cayó en el lazo, pues adivinó inmediatamente lo que tal mandato significaba.

El espiado iba a ser él, y no el padre Tomás, pues indudablemente lo que quería el general era colocar al lado del superior de la Orden en España un hombre astuto que vigilase sus actos.

Comprendió el poderoso jesuita que sus ambiciosas maquinaciones, a pesar de su carácter secreto, se habían traslucido y que en Roma sospechaban de él, y proponiéndose en adelante ser más cauto y reservado, obedeció las órdenes del general.

El padre Tomás fue desde entonces su socius y los dos se trataron y vivieron juntos en adelante, sonriéndose siempre, a pesar de que ambos tenían el convencimiento del papel que desempeñaban y estaban prontos a delatarse mutuamente.

El padre Claudio con un exterior indiferente y con palabras que demostraban su inextinguible amor al general y su deseo de que gozase larga vida, se abroqueló contra aquel espionaje continuo, y por su parte el padre Tomás, comprendiendo el juego, esperó pacientemente un momento de arrebato o un descuido cualquiera que le permitiese leer claramente en el pensamiento de su compañero y apreciar cuáles eran sus intenciones.

Sólo en la Compañía de Jesús pueden verse espectáculos tan raros como son vivir en estrecha comunidad hombres que se odian, que se espían mutuamente para perderse y que sin embargo se hablan siempre sonriéndose y se dirigen a todas horas palabras de cariño.

El padre Claudio al sentirse vigilado tan de cerca, había empleado iguales armas contra el enemigo y hacía que el padre Tomás fuese espiado en aquellas horas que no permanecía al lado suyo.

Así fue adquiriendo cada vez más el convencimiento de que su socius era un agente del general, que dudaba de su adhesión; y supo que diariamente escribía a Roma, sin duda para dar cuenta de sus investigaciones.

No adelantaba gran cosa el jesuita italiano en su misión. Había dado con un enemigo digno de él, que sabía salirle al paso y atajarlo apenas intentaba el más pequeño avance.

En varias conversaciones, el padre Tomás, con una naturalidad que hacía honor a su astucia, había hecho la apología de las sobresalientes cualidades que adornaban al padre Claudio, apuntando la idea de que, a la muerte del general, la Compañía se honraría nombrándole su sucesor; pero el jesuita español conoció siempre el juego y supo salirse protestando con calor contra tales suposiciones y asegurando que sentiría el fallecimiento del Jefe de la Compañía, como si se tratase de su padre.

No había medio de sorprender a aquel hombre astuto, siempre en guardia, y el padre Tomás, con la cachazuda confianza del general que tiene bloqueada una plaza y confía en el tiempo como principal auxiliar, aguardaba que las circunstancias produjesen un descuido en su enemigo, y entretanto vivía íntimamente unido a él, como si fuese su propia sombra.

Por las mañanas, el socius, entraba en el despacho de su compañero y allí permanecía horas enteras con las manos plegadas y los ojos distraídos, como si no viese ni oyese nada y enterándose de todo perfectamente. El padre Claudio y su secretario el padre Antonio prescindían de él, y se ocupaban tanto de su persona como de un mueble cualquiera del despacho; pero en realidad los dos espiaban a aquel testaferro, todo ojos y oídos, que el general había puesto allí para enterarse de cuanto hacían aquella pareja de antiguos compinches.

Por las tardes, si paseaba el padre Claudio, su eterno acompañante era el italiano, y había de sufrir el tormento de sostener conversación con él, siempre con el cuidado de que no se le escapara una palabra sospechosa, pues ésta sería comunicada inmediatamente a Roma.

Una tarde de principios de septiembre, paseaban los dos poderosos jesuitas por el jardín de la residencia a la hora en que gozaban de asueto todos los padres y novicios y en que discurrían por las frescas alamedas formando grupos de tres.

No adornaban estatuas las encrucijadas de aquel vasto jardín pero en los puntos más frecuentados y sobre algunos zócalos de piedra, veíanse, arrodillados y con los brazos en cruz algunos jesuitas de diversas edades que estaban allí puestos a la vergüenza, en castigo de pequeñas faltas. Aquel sistema de castigar, decían que excitaba el hermoso sentimiento de la humildad.

Permanecían inmóviles aquellos hombres, con las rodillas doloridas por la dura piedra y sofocados por la violenta posición de sus brazos, y pasaban sus compañeros ante ellos con la vista baja y afectando una compasión sin límites, cuando entre ellos estaban los que les habían delatado a las iras de los superiores.

Faltas insignificantes y ridículas eran suficientes para que un hombre de cabellos blancos fuese condenado a castigo tan degradante. Así se conservaba la disciplina en la Compañía y se evitaban murmuraciones sobre los defectos de los superiores.

En aquella tarde, el número de castigados era mayor que otros días, y el padre Claudio y su socius, por evitarse tal espectáculo después de recorrer todo el jardín, sentáronse en un banco de piedra.

El padre Claudio, que a la vejez, cuando no podía ya estropearse aquella hermosa dentadura de que tanto se envanecía antes, habíase aficionado al tabaco, fumaba cigarrillos perfumados con vainilla, y el padre Tomás, de vez en cuando, sacaba de la manga una caja mugrienta y aspiraba un polvo de rapé.

Los grupos de paseantes ensotanados, al llegar al punto donde se encontraban los dos padres, pasaban todo lo alejados que les permitía la anchura de la avenida, y les saludaban con profundas reverencias.

El superior de la Orden en España estaba de muy buen humor aquella tarde, y contemplando el aspecto que presentaba el jardín, aspiraba con placer la brisa fresca de la tarde.

Sus ojos seguían, con expresión cariñosa, los grupos de novicios que, con la vista baja y el aspecto humilde y encogido, pasaban ante él. Pensaba en algo muy agradable, y como si necesitase exteriorizar sus ideas, dijo a su socius, sin volver la cabeza ni dejar de mirar a los paseantes:

—Es cosa que consuela y alegra el ánimo ver a esta juventud. Para ella es el mundo. Yo soy un viejo, padre Tomás, y a nada puedo ya aspirar, pero me cabe la satisfacción de haber trabajado para esta generación entusiasta y briosa que tal vez acabe nuestra obra. A los veteranos les anima ver cómo acuden los reclutas a docenas para llenar los huecos que el tiempo abre en las filas.

—Efectivamente consuela mucho este espectáculo reverendo padre. El joven refuerzo que incesantemente recibe nuestra Compañía demuestra cuán equivocada anda esa impía revolución que cree destruirnos con un golpe de fuerza cada cincuenta años.

—¡Bah! La impiedad revolucionaria es fatua y presuntuosa. Nuestra Compañía es un Fénix que renace siempre sobre la hoguera de las persecuciones, y por mucho que luchen los amigos de la libertad no acabarán nunca con nosotros. Los reyes nos necesitan.

—Eso es, reverendo padre; y reyes siempre los habrá y de aquí que la Compañía será eterna y poco a poco se hará dueña del mundo, todo para la mayor gloria de Dios.

—Cuando más lo pienso más me convenzo de que la monarquía no puede pasarse sin nosotros. Somos el más firme apoyo de los tronos y si nosotros dejásemos de sostenerlos, la avalancha revolucionaria los arrastraría inmediatamente. Ahí está como ejemplo el pasado siglo, ese siglo de filósofos y enciclopedistas en el cual los reyes, echándoselas de discípulos de cuatro emborronadores de papel, nos volvieron las espaldas. El diabólico Voltaire, aquel maldito hurón que en su niñez fue educado por nosotros, y que después tan poco honró a sus maestros, a fuerza de hacer contra la Compañía una infernal propaganda, consiguió que todas las naciones nos odiasen y que los monarcas nos arrojaran de su territorio. ¿Y qué ocurrió después? Ahí está la historia, que demuestra posiblemente las terribles consecuencias de la expulsión de los jesuitas. En Francia estalló la más terrible de las revoluciones y nació esa anarquía espeluznante que se llama República; la impiedad se extendió por todas partes, los pueblos se negaron a dar más dinero a la Iglesia, y merced a esos maldecidos Derechos del Hombre que la Convención puso tan altos, el zapatero, por el hecho de ser hombre, se creyó igual al marqués. En España no hubo jesuitas hasta el año quince de este siglo, y ya sabéis también lo que ocurrió. Cuatro escritores y abogadillos se reunieron en Cádiz y atentaron contra los derechos del trono y el altar, formando la infausta Constitución de 1812, ese libraco por el cual tantas veces han ido a tiros los españoles. Hay que hablar con franqueza, padre Tomás, y decir bien alto que los pueblos son niños a los que conviene no dejar de la mano, y cuando se enfurruñan engañarlos con unas cuantas mentiras bonitas, que les obliguen a encontrar deliciosa su falta de libertad. Esto únicamente sabe hacerlo la Compañía, y si los reyes prescinden de nosotros, ¡adiós sus coronas!

—Afortunadamente, hoy la monarquía española nos halaga y nos protege.

—Si; no se porta mal doña Isabel II, pero estoy seguro de que, si en ella consistiese, nos daría a nosotros las riendas del Gobierno. Y ahora somos nosotros más necesarios que nunca, pues la revolución se muestra cada día más imponente. ¡Majaderos! ¡Creen posible exterminar nuestra Compañía! A esos republicanos que predican la extinción del jesuitismo, les enseñaría yo esta juventud que viste nuestra sotana, para demostrarles que no es posible suprimirnos, y que antes al contrario, nuestra Orden es cada vez más numerosa.

—Tenéis razón, reverendo padre. Nuestra Orden es inmortal, pero esto no evita que la revolución sea hoy temible en toda Europa. En Francia, el trono imperial de Napoleón III se tambalea; en Italia, el impío Víctor Manuel hace del Papa un prisionero, y aquí, en España, el levantamiento de Prim y la última jornada de junio dan a entender que existe en el pueblo una amenaza latente que no tardará en estallar bajo las más terribles formas.

—¡Bah! No ocurrirá esto mientras yo vaya a Palacio todas las mañanas y la reina me oiga. Si estalla una revolución que eche abajo el trono, será porque yo no viviré o porque el Gobierno no seguirá mis consejos.

—Sin embargo, si ocurren pronunciamientos como el del día 22…

—No ocurrirán, padre Tomás, mientras en la casa grande me atiendan a mí. La algarada del otro día fue por culpa de O'Donell, ese cazurro sanguinario que sólo sabe fusilar cuando ya ha pasado todo, y que en cambio, nunca supo prevenir el peligro con medidas enérgicas. Ahora con Narváez ya es otra cosa, y tanto él como el señor González Bravo, encuentran muy razonable todo lo que les dice el padre Claudio. Mi sistema de gobernar es siempre el mismo. Más vale prevenir que reprimir. ¿Hay síntomas revolucionarios?…, pues gente a presidio. Mientras se hagan cuerdas y más cuerdas y se envíen todas las semanas a los presidios de África o a las Marianas, a unos cuantos centenares de esos periodistas que tanto chillan, y de esos obreros ilusos, que se acuestan abrazados al trabuco, no hay cuidado que sobrevenga la revolución. En países donde la gente piensa en libertad, el palo es la única salvación, y, además, también estamos nosotros aquí, para por medio de intrigas y sobornos, esparcir la discordia y el desaliento en los partidos avanzados. Si el Gobierno sigue aconsejándose de mí unos cuantos años, no sólo se salvará la monarquía, sino que morirá el régimen constitucional y doña Isabel volverá a gozar la realeza absoluta como su padre don Fernando, a quien le fue muy bien siguiendo mis instrucciones.

—Grandes cosas puede hacer la Compañía. Hay en nosotros un espíritu que nos hace indestructibles. Sin duda es la protección de Dios.

El padre Claudio sonrió con expresión escéptica al oír las últimas palabras.

—Es otra cosa lo que nos salva y nos hace fuertes. Dejad a Dios querido padre Tomás, y tened el convencimiento de que si nuestros enemigos tuviesen la misma organización que nosotros, de seguro que nos derrotarían. Organización…, ésa es la palabra; eso es lo que nos salva y nos mantendrá incólumes y fuertes a través de todas las tempestades que la revolución desate contra nosotros.

El padre Tomás no se mostraba muy convencido de lo que afirmaba su superior.

—Buena es nuestra organización, reverendo padre, pero tan excelente como la nuestra la tienen otras órdenes religiosas, y sin embargo, no han prosperado ni llegarán nunca a la misma altura que la Compañía de Jesús. Esto demuestra que nuestra prosperidad procede de Dios que nos protege como objeto predilecto de su celestial cariño.

El padre Claudio sonreía escépticamente.

—¡Bah! Le repito a usted que deje quieto a Dios. No ha entendido usted lo que yo quise expresar al decir organización. Hablaré más claro. La gran fuerza de la Compañía consiste en que sabe estudiar al hombre, adivina sus facultades, y sólo lo dedica para aquello que sirve. Además, nuestra Orden tiene la gran virtud de barrer para adentro y admitir a cuantos se presentan de buena voluntad, segura siempre de que no hay hombre que no sirva para algo.

El padre Tomás, bien fuera por espíritu de adulación o porque realmente le chocara la explicación del padre Claudio, mostrábase sorprendido.

—No había yo pensado en eso, reverendo padre.

—El mayor mérito de la Compañía de Jesús ha consistido en proceder al revés que la sociedad, demostrando en esto gran sabiduría. La mitad de los males sociales proceden de que la mayoría de los humanos se dedican por lo general a las ocupaciones menos apropiadas a sus facultades, y de que el resto se pasa la vida sin hacer nada por no haber quien se dedique a estudiarlos indicándoles para lo que sirven. ¿Qué se ve todos los días en el mundo? ¿No se ha reído usted nunca al ver generales que rezan en latín y ayudan misa como el mejor acólito, y curas que a la menor revuelta agarran el trabuco y marchan al punto para resultar grandes soldados? ¿No ha encontrado usted nunca ingenieros que no sirven para peones; obreros que estudiando podían resultar grandes inventores, y gentes que pasan la vida afanándose por ser artistas y que gastan en ello su vida y su fortuna, cuando podían resultar muy útiles a la sociedad siendo unos buenos zapateros o albañiles? No lo dude usted, el desbarajuste social consiste principalmente en que nadie se dedica a aquello para lo que sirve y en que no hay una inteligencia superior que sepa utilizar para un fin determinado, las buenas o las malas cualidades de cada uno.

—Reconozco, padre, que mucho de eso existe en la sociedad.

—Pues bien, nada de esto ocurre en nuestra Compañía. Los santos fundadores diéronle un talismán para que su vida fuese eterna y su poder inextinguible, y este medio consiste únicamente en que la Orden procura estudiar para lo que sirve cada uno de sus individuos y para aquello lo dedica. Sobre todo, barremos para adentro y en esto estriba nuestra salvación. Imbéciles o sabios, pecadores o virtuosos, todos sirven, todos hacen su papel y contribuyen a la gran obra para mayor gloria de Dios.

—Sin embargo, no todos son buenos para vestir nuestra sotana. La Compañía de Jesús ha sido siempre una asociación de grandes inteligencias, una aristocracia del talento que San Ignacio estableció dentro de la Iglesia.

El padre Claudio lanzó una alegre carcajada.

—Me hace gracia esa afirmación. Mucho hubiese medrado la Compañía a ser cierto lo que usted dice. Si todos los jesuitas fuesen hombres de gran talento, la Orden no hubiese llegado a vivir un siglo. ¿Ha visto usted algo tan ridículo e inestable como una asociación de grandes inteligencias? Donde hay sabios, la envidia no tarda en surgir; el interés individual se sobrepone siempre al colectivo y con tal de aparecer algunos dedos por encima de los demás, se da al traste con todo lo que a los antecesores les ha costado mucho de organizar. Si aquí, en esta casa, fuésemos todos sabios, tenga usted el convencimiento de que nadie obedecería, y cada uno echaría por donde le aconsejase su voluntad. Eso de la sabiduría de los jesuitas es una frase hecha por el vulgo y que explotamos en provecho de nuestro prestigio. A los esclavos les consuela siempre suponer grandes talentos en el señor que los explota y los castiga. Esto hace más tolerable la servidumbre, y disminuye la propia degradación.

—¿Pues entonces —preguntó el italiano algo amostazado—, qué cree vuestra paternidad que es la Compañía de Jesús?

—Pues una asociación de hombres ni más sabios ni más ignorantes que todos los demás, pero admirablemente organizados, moviéndose todos al impulso de una voluntad única y universal, y dirigiendo sus esfuerzos siempre al mismo fin. Esta organización es admirable como antes decía, porque descansa en la infinita variedad de las aptitudes humanas, y porque cada uno de sus individuos sabe para lo que sirve y únicamente a ello se dedica. De aquí que los jesuitas desempeñen siempre tan a la perfección cuantos papeles se les encargan. ¿Qué diría usted si para construir un palacio se contara únicamente con los arquitectos que piensan, despreciando a los albañiles que ejecutan? En el mundo, es tan necesaria y preciosa la cabeza como el brazo, y es una estupidez despreciar a ningún hombre, pues repito que todos sirven para algo. No hay rueda inútil en la sociedad; si algunas están paradas y enmohecidas, es porque falta el artífice inteligente que las monte y las haga funcionar. Gran cosa es ser sabio, pero hay circunstancias en la vida, de las que sale un imbécil más airoso, y siempre será vencedor el organismo que en su mano tenga gente de todas clases; para unas ocasiones un hombre de talento, y para otras, un estúpido hábil. Todo consiste en saber estudiar a los hombres y adivinar para lo que valen.

Y el padre Claudio desarrollando su teoría, se animaba por grados y se erguía sobre el banco de piedra, lanzando omnipotentes miradas a aquellos grupos de subordinados que discurrían por el jardín.

—¿Ve usted toda esa gente? —continuó señalando a los novicios y padres que paseaban por las inmediatas alamedas—. Todos contribuirán a nuestra grande obra, todos aportarán su grano de arena al grandioso altar que en el porvenir levantaremos a Dios cuando por conducto de nuestra Orden reine sobre el universo entero; todos son buenos, todos sirven; ninguno dejará de ser un campeón aguerrido de la buena causa, y, sin embargo, los hay entre ellos que serían expulsados inmediatamente de otras órdenes religiosas, o que de vivir en el mundo, serían unos parásitos inútiles incapaces de hacer la menor cosa. Nosotros sabemos adivinar el diamante a través de las capas petrificadas que lo convierten en un guijarro, por esto todo hombre sirve para algo en nuestra Orden ya que no nos equivocamos acerca de sus facultades. Todo es cuestión de tener buen ojo y en la Compañía, justo es decirlo, cuando se llega a desempeñar alguna autoridad, es porque ya se ha aprendido a conocer lo que cada uno vale.

Calló el padre Claudio pero tan animado estaba, que no tardó en seguir desarrollando su tema favorito.

—¿Ve usted aquel muchacho de sonrisa afectada, regordete, que ahora conversa tan atentamente con el padre prefecto?

—Sí; creo que es el hermano López, un joven que da muchos disgustos a los maestros y que raro es el día en que deja de ser castigado.

—Eso es. El tal López de haber ingresado en otra orden religiosa hace ya tiempo que estaría en la calle. Es enredador e intrigante como él solo, miente con una facilidad pasmosa, y tal es su don de convicción, que si se empeñase ahora en hacernos creer que es de noche casi lo lograría. En esta casa nadie está tranquilo cuando él se lo propone; calumnia con la mayor frescura al más virtuoso, indispone entre sí a los padres más respetables con sus diabólicos chismes, y los más crueles castigos no logran modificar su carácter. ¿No es verdad que resulta difícil hacer un hombre de provecho de tal mozo?

—Así es, reverendo padre.

—Pues se engaña usted. El hermano López ha de ser una gloria de la Compañía y de seguro que será más útil a nuestros intereses, que muchos de esos santos y futuros sabios que hoy educamos. Hace tiempo que estudio a ese diabólico muchacho, y me afirmo cada vez más en mi convicción de que será un magnífico confesor de personas reales. Cuando se ordene de sacerdote y haya adquirido un aspecto respetable, lo destinaremos a confesor de alguna reina o princesa, y le aseguro a usted que ya le ha caído la lotería a la corte donde él desempeñe sus sagradas funciones. Aconsejará de un modo sublime haciendo que sus regios penitentes acojan como axiomas sus más leves palabras: intrigará en los salones, y con chismes por bajo cuerda, destrozará cuantas coaliciones formen contra él los cortesanos envidiosos de su poder. La nación a cuyos reyes confiese, cuente usted que ya es nuestra. Vea, pues, padre Tomás, cómo sirve para mucho ese individuo a quien otros hubiesen arrojado por inútil.

Y el padre Claudio miraba con expresión triunfante a su compañero.

—Muy bien —dijo el italiano—. Reconozco que pueda sacarse algún provecho de ese muchacho enredador, ¿pero querrá decirme vuestra paternidad que provecho dará a la Orden en el porvenir ese hermano Pezuela, el mismo que está allá abajo arrodillado y con los brazos en cruz castigado por sus picardías? Para algo debe servir también, ya que vuestra paternidad se ha opuesto siempre a que lo arrojase de la Orden y ha disculpado sus groserías.

—Le tiene usted ojeriza a ese pobre muchacho, y no hay para tanto. Sé que en varias ocasiones se ha burlado de usted graciosamente, remedándole cuando habla en italiano con sus compatriotas, pero más enojado debiera mostrarme yo contra quien escribió unos versos haciendo comparaciones poco gratas de mi figura y mi carácter. ¡Si viera usted qué salados eran los tales versos!…

Y el padre Claudio se reía bondadosamente recordando la sátira de aquel jesuita joven.

—¿Le hacen a usted gracia tales descaros? Pues si yo fuese un superior tan poderoso como usted lo es, no permitiría tales desvergüenzas dentro de la Compañía Eso sólo sirve para acabar con la disciplina de la Orden, y nunca podrá usted demostrarme en qué puede ser útil a la Compañía un trasto así, como no sea para deshonrarnos.

—¿Conque no puede sernos útil el hermano Pezuela? ¡Ah, padre Tomás! ¡Cuán mal dirigiría usted los intereses de nuestra Orden! Es usted un hombre de talento, pero no entiende gran cosa de adivinar lo que valen los demás. Ese hermano Pezuela será a la Compañía tan útil como pueda serlo López. Es un bicho de mala baba, tiene verdadera manía por burlarse de todo y de todos, con tal de decir un chiste sangriento no le importa que lo castiguen ocho días; posee el valor de la desvergüenza, trata con la misma facilidad la prosa y el verso, y al hombre más respetable sabe encontrarle inmediatamente el punto flaco para convertir su figura en caricatura. ¿Qué es un canalla? Conforme. ¿Qué no tiene conciencia ni cree en nada? Muchos podría yo señalar dentro de la Orden que son aún más escépticos. Pero en cambio, ese muchacho, para ser un Voltaire del catolicismo, sólo necesita que le pongamos una pluma en la mano y le mandemos escribir. El día en que nuestra Compañía cansada de sufrir los ataques de los escritores revolucionarios, quiera defenderse, Pezuela los abrumará a insultos y desvergüenzas, y de seguro que usted será el primero que se alegrará de tener entre los suyos uno que sepa tan acertadamente zurrarles la badana a los enemigos. Váyase usted convenciendo de que todos sirven y que hay que conservarlos.

—Bueno; me conformo también con la utilidad de Pezuela, pero creo que la teoría de vuestra paternidad sería como todas las reglas que tienen sus excepciones.

—Aquí no las hay. Todos sirven, absolutamente todos. Señáleme usted uno sólo de los que por ahí se pasean, y a ver si no le demuestro a usted que la Compañía tiene interés en conservarlo por los servicios que puede prestar.

—Conozco poco a los que viven en esta casa, pero alguno encontraré, reverendo padre.

Y el jesuita italiano, después de reflexionar por un breve rato, dijo, señalando a uno de los castigados que desde aquel banco se distinguían:

—¿Y para qué puede servir aquel bestia de cara cerril que está allá arrodillado y en cruz con una gran piedra en cada mano para que su castigo sea más cruel? Es un barbarote que sirve más para carretero que para jesuita. Por la cosa más insignificante da de bofetadas a sus compañeros, y aunque es dócil con sus superiores como un perro, y les obedece sin chistar, algunas veces se ha rebelado contra sus maestros intentando golpearles. ¿Para qué puede servir un animal así? ¿Es que vuestra reverencia va a encargarle que confiese reinas o quiere hacer de él un Voltaire católico?

—Hace usted mal en burlarse, querido colega —contestó el padre Claudio con aire de superioridad—. Ese muchachote dócil pero brutal puede servir para lo que nunca hemos servido usted ni yo, ni la mayoría de los padres de la Compañía. Si el día de mañana surge una revolución en sentido avanzado, convendría a los intereses de la Orden, el deshonrarla con demasías y crímenes para que las clases conservadoras, asustadas, adquiriesen nuevo valor y acelerar de este modo la reacción. Para este encargo sólo sirven hombres como ése, pues la mayoría de los que estamos aquí no servimos para héroes de barricada ni tenemos serenidad en los difíciles momentos de una revolución. Si algún día el pueblo español derribara el trono, vestiríamos a ese muchacho con la blusa y la gorra del obrero; a fuerza de andar a golpes y de hacer heroicidades en las barricadas, conseguiría inmenso prestigio en el populacho y tendríamos un agente fiel y animoso a quien aconsejaríamos todas las barbaridades que fuesen necesarias para deshonrar la naciente revolución

—¿Y si lo mataban antes de hacerse popular?

—Entonces otro al puesto y la Compañía no perdía gran cosa con su muerte. Lo que debe usted hacer es convencerse de que ese majadero es tan necesario como todos. No hay hombre inútil y el que uno sea un héroe o un papanatas sólo depende de las circunstancias.

—Admito también la utilidad de ese valentón de sotana, pero por mucho que usted se esfuerce, no podrá hacerme ver para lo que sirve ese jovencillo melifluo y rubito a quien sorprenden muchas veces mirándose en una vidriera y recitando los parlamentos más amorosos que encuentra en las comedias de Calderón y Lope. Me han dicho que fuera de la declamación, para la cual tiene facultades, manifiesta un entendimiento romo, y no creo que vuestra paternidad piense organizar con el tiempo una compañía dramática entre los padres jesuitas.

—Ese joven declamador tiene un gran porvenir. Da a su voz, cuando quiere, una dulzura celestial, las más vulgares palabras las emite con entonaciones angelicales, y luego, sus ademanes seducen por su majestad graciosa y sencilla. Mientras viva ha de gozar tanta fama como Bossuet, y seguramente eclipsará a nuestro padre Luis que tanta gloria alcanzó este año con sus sermones, escuchados por lo más selecto de Madrid.

—¡Cómo! ¿Quiere hacer vuestra paternidad un predicador de ese mequetrefe? ¿Y el talento? Si dicen que no es capaz de encontrar una idea durante un año entero. ¿Cómo va a ser un orador?

—Le escribirán los sermones y él los aprenderá con la misma facilidad que ahora retiene en la memoria una comedia entera después de leerla dos veces. Podrá no improvisar y verse obligado a decir lo que otro le dicte; pero en cambio ¡cuán hermosamente recitará su sermón! Con voz de enamorado, de trovador que entona una serenata, dirigirá las más bellas frases a la Virgen y su sermón parecerá una declaración de místico amor. Auguro un éxito completo. Desengáñese usted: han pasado los tiempos de la devoción sombría y horripilante; de los templos lóbregos, de las imágenes sanguinolentas y de los predicadores apocalípticos que hacían erizar el pelo a los oyentes. Hoy el catolicismo, educado por nosotros, gusta de la devoción dulce y sólo acude con placer a nuestras iglesias bonitas que parecen un lindo juguete al lado de los templos góticos. Causan muy buena impresión nuestras capillas alumbradas con gas, nuestros órganos con su musiquita ligera y casi bailable y, sobre todo, nuestros predicadores que hablan a un auditorio elegante con la delicadeza de un galán de comedia. Con este sistema de devoción, aristocrático y distinguido, se conquista a la mujer, y quien tiene hoy a las mujeres, querido padre, es dueño ya de todo el mundo. Le aseguro a usted que ese muchacho el día en que recite su primer sermón aprendidito de memoria, causará una revolución entre las devotas elegantes, y más de una Magdalena aristocrática, conmovida por aquella cara de niño Jesús y aquella voz tan dulce, llorará sus pasados errores y vendrá a arrojarse a los pies de la Compañía.

En aquel momento, tres hermanos profesos con la cabeza inclinada, los ojos mirando al suelo y los brazos en una santa inercia pasaron por delante de los dos padres.

El jesuita italiano los siguió con la vista, y volviéndose de pronto a su superior, dijo con expresión triunfante:

—Ahí va uno que de seguro será la excepción, pues en el porvenir es difícil que preste a la Compañía ninguna utilidad.

—¿Quién dice usted?

—El que va en medio de los otros dos: el hermano Baselga.

—¡Ah! ¿Ricardo? Pues se engaña usted también.

—No lo creo. Ese joven podrá habernos sido útil al pronunciar sus votos, si es que ha renunciado sus bienes en favor de la Compañía como es costumbre; pero en adelante no sé para qué puede servirnos. No está comprendido en esa utilidad práctica, que vuestra reverencia tiene por norma, y apurado se verá usted para darle una ocupación en la que pueda servir.

—¡Oh! Pues ese joven ha de ser célebre y honrará mucho a la Compañía. Leo en su porvenir. Nos hará ganar mucho dinero y fama.

—¿Cómo será eso, reverendo padre? —dijo escandalizado el jesuita italiano—. ¿Qué prestigio puede dar a la Compañía ese joven ignorante y perezoso que no muestra la menor afición? Mire vuestra reverencia que yo estoy enterado de las condiciones del hermano Baselga, por haber hablado de él con sus maestros. Por más que se esfuerza en estudiar, la ciencia no entra en él, es tardo en la palabra, dificultoso en la expresión y tan distraído se muestra siempre, que parece un cuerpo muerto, cuyo espíritu vuela lejos de este mundo. Sólo tiene afición a leer vidas de santos y a imitar sus ayunos y penitencias. ¿Qué piensa vuestra reverencia hacer de un mozo así?

Se detuvo el italiano como si le asaltase un extraño pensamiento, y añadió, sonriendo con cinismo:

—A no ser que vuestra paternidad quiera hacer del tal muchacho un Sor Patrocinio con sus llagas y sus estupendos milagros…

—¡Bah! Eso es procedimiento anticuado que ya no da resultados en estos tiempos. El hermano Baselga no será un santo de mentirijillas; llegará a algo más y la Compañía ganará mucho con ello. Cuando sea mayor de edad, la Orden le permitirá que cumpla una de sus más vehementes aspiraciones, enviándolo al Japón a convertir infieles. Es indudable que su exagerada fe, y su afán de imitar a los primeros mártires del Cristianismo, le impulsarán a cometer algún atentado contra la religión de aquellos indígenas y ya podéis suponer lo demás.

—Sí, le cortarán la cabeza… ¿y qué?

—Pues que tendremos un mártir más, y esto por su propia voluntad y sin que nadie le aconseje directamente tal sacrificio. Los periódicos y revistas que subvencionamos relatarán en todos los tonos la muerte sublime del joven jesuita; los predicadores ensalzarán la memoria de este héroe de la fe y hasta nuestros mayores enemigos, que a veces son cándidos hasta la estupidez, reconocerán que aunque enredamos en Europa, prestamos un gran servicio a la civilización, sacrificándonos por introducir la cultura en pueblos apartados. En resumen, ahí tenéis los resultados prácticos. Tendremos para más de diez años un nombre célebre que explotar, un mártir que será como el prospecto de nuestro heroísmo y abnegación, y de todas partes, el entusiasmo católico hará llover raudales de dinero dentro de nuestras cajas para que fomentemos las misiones en Asia. Esto sin contar con que tal vez aumentemos el prestigio religioso de la Orden, haciendo que con el tiempo figure en los altares San Ricardo Baselga, de la Compañía de Jesús.

El italiano estaba aturdido por las demostraciones del padre Claudio o al menos así lo fingía admirablemente.

Mostrábase poseído de entusiasmo, y abandonando su exterior frío y dulce, dijo con fogosidad:

—Es verdad cuanto dice vuestra reverencia. Barrer para adentro y admitir a todos para explotar a cada uno en aquello que valga; he ahí el gran secreto de la Compañía.

—Lo que la hará invencible e inmortal, padre Tomás.

El jesuita italiano movió la cabeza con desaliento y murmuró, como si estuviera solo:

—¡Qué gran desgracia que el padre Claudio no sea el general de la Compañía! Hombres como él hacen falta al frente de la Orden.

Estas palabras fueron un rudo pinchazo para el poderoso superior. Entusiasmado en la exposición de sus ideas, había llegado a olvidarse de la clase de hombre con quien hablaba; la confianza llegó a dominarle, y cuando menos lo esperaba, aquellas palabras venían a recordarle que tenía a su lado al espía de Roma, al esbirro encargado de adivinar sus pensamientos y sondear su comarca.

El padre Claudio reconoció que había sido sobradamente cándido y que su astuto socius, con su fingido entusiasmo, había intentado adormecerlo y arrastrarle a amigables confidencias.

Todo el abandono a que se había entregado el poderoso jesuita desapareció; púsose en guardia inmediatamente, y lanzando una mirada de indignación al padre Tomás, díjole con acento irritado:

—Le prohíbo a usted que use de mi nombre para desearme cosas a las que yo nunca he aspirado. Sólo quiero estar bien con Dios, y los honores del mundo me importan poco.

Luego sonrió, y dijo con una expresión de desaliento tan espontánea y natural, que hacía honor a su arte de fingir:

—Soy ya muy viejo. La tumba se abre bajo mis pies y mal puedo pensar en subir más, yo, que nunca he sido ambicioso y que, sin embargo, he llegado a mayor altura que mis merecimientos.

El padre Tomás se decía, mientras tanto, que aquel hombre era invulnerable y que resultaba imposible sorprenderlo.

IX. LA TEMPESTAD SE APROXIMA

A pesar de que el padre Claudio sabía defenderse bien de cuantos avances intentaba el astuto jesuita italiano, estaba cada vez más intranquilo.

Presentía que en torno de su persona se forjaba la tempestad que había de arruinarle y adivinaba las maquinaciones del padre Tomás, que, desesperado de arrancarle aquella confidencia por tantos medios solicitada, iba tejiendo la red que había de envolverle arrastrándolo a una eterna perdición.

Entre los dos jesuitas no existía ya la fría y recelosa separación, propia del espía y del que es vigilado. Aquellos dos atletas de la astucia, al tratarse, habían reconocido sus fuerzas y sé odiaban ya con todo el terrible encono que existe entre rivales.

El padre Claudio no podía perdonar al italiano la tenacidad con que le asediaba para adivinar su pensamiento, y por su parte, el padre Tomás, estaba lejos de olvidar que aquél era el primer hombre que había sabido burlar su astucia y sustraerse a sus pérfidas palabras.

El poderoso jesuita español, tan hábil y pronto en adivinar lo que pensaban los demás, notaba en el italiano la expresión del sabueso que ha descubierto un rastro y lo sigue con cautela para no espantar la pieza.

Esto le hacía redoblar las precauciones y vivir en continua zozobra.

Hacía que sus novicios favoritos, en los que tenía una confianza ciega, vigilasen de cerca al padre Tomás, pero este sistema apenas si le daba resultado.

El italiano vivía bastante alejado de todos los jesuitas que residían en Madrid, y únicamente demostraba sentir algún afecto por el padre Antonio, el antiguo secretario de su reverencia, con el cual sostenía largas conferencias en el célebre despacho, siempre que el superior estaba ausente.

Esta noticia alarmó al padre Claudio.

Tenía motivos sobrados para esperar gratitud y adhesión de su secretario, que debía a su protección cuanto era en el mundo y en la Orden. Pero el padre Claudio no era muy inclinado a bellos optimismos. Sabía de lo que era capaz un jesuita y estaba convencido de que no podía esperarse mucho de un ambicioso como el padre Antonio, que además era fanático por la disciplina y por la más extremada obediencia a la suprema autoridad de la Compañía.

El padre Claudio adivinó inmediatamente dónde estaba el peligro y de qué procedimiento se valía su enemigo para averiguar lo que él tan astutamente sabía ocultarle.

El italiano, convencido ya de que era imposible sondear el pensamiento de su colega, había puesto sus ojos en el secretario y le asediaba con sus preguntas, aprovechando todas las ausencias del padre Claudio.

Arrancar la verdad al padre Antonio era confesarle a él mismo, pues el secretario poseía todos sus secretos y no había asunto en que no lo hubiese hecho figurar como su alter ego.

Había que evitar que el padre Antonio se dejase sorprender por el astuto italiano, o cuando menos, saber a ciencia cierta si el ambicioso secretario estaba dispuesto a seguir siendo fiel a su superior.

Difícil fue para el padre Claudio el hablar a solas con su secretario, pues el maldito socius, como si adivinase su intención, no los dejaba nunca solos; pero por fin encontró un momento propicio para manifestar al padre Antonio las sospechas que abrigaba contra su fidelidad.

El secretario protestó; puso a Dios por testigo de sus sentimientos, recordó los motivos que tenía para ser eternamente fiel a su superior y habló con un lenguaje franco y conmovedor; pero a pesar de todo esto, el padre Claudio, que era muy ducho en el conocimiento de los hombres, no quedó satisfecho.

Cuando se separó de su dependiente, el padre Claudio se decía que allí había gato encerrado y que indudablemente el padre Antonio estaba en tratos con el italiano.

Desde aquel día, el célebre jesuita, más receloso que nunca, acometió la pesada tarea de vigilar a su secretario y a su socius.

Nunca en su larga vida de hábil intrigante, tuvo el padre Claudio tarea tan abrumadora como la de espiar a aquellos dos hombres astutos, cuyos rostros petrificados no dejaban adivinar la menor intención.

Todas las estratagemas del viejo jesuita se estrellaban en aquel exterior siempre frío e indiferente, a través del cual, sólo un hombre como el padre Claudio podía adivinar ocultas inteligencias y terribles planes.

Aquel blindaje de hielo en que se envolvían el socius y el secretario, exasperaba al padre Claudio que llegó a perder la calma terrible, que antes era el principal motivo de todos sus triunfos.

Transcurrían los días sin que apenas saliese de su despacho por miedo a que el italiano quedase solo con el secretario, y si por algún asunto político de importancia era llamado a Palacio, procuraba abreviar la conferencia y volvía apresuradamente a su casa.

En una de estas breves excursiones, el padre Claudio, que obraba ya como el más vil espía, volvió a su casa a pie para que el padre Antonio no se apercibiese de su llegada por el ruido del carruaje, y andando de puntillas se acercó al despacho.

El socius estaba allí como siempre y hablaba en voz muy baja con el secretario.

Debían tener muy finos los oídos aquellos dos sujetos pues callaron apercibiéndose de que alguien se acercaba, pero el padre Claudio aún pudo oír estas palabras de su secretario:

—Inútil es que lo repita. Ya sabe usted que yo sólo obedezco al general, que es para mí la única autoridad de la Compañía.

Aquello demostraba al padre Claudio que estaba vendido, y que su secretario, aquel protegido que tanto agradecimiento le debía, haríale traición así que se le antojase al general.

Entró en el despacho el padre Claudio y encontró a los dos jesuitas con su eterno gesto de seres automáticos y sin voluntad. No cuidó en esta ocasión de ocultar sus pensamientos; el padre Claudio miró con ira a los dos compinches, y después instintivamente fijó sus ojos en las estanterías cargadas de carpetas.

Otro hombre hubiera encontrado aquel archivo enteramente igual a como lo había dejado, pero él, con su mirada experta, adivinó que durante su ausencia se había verificado un registro en aquellos papeles.

Aquel día fue, para el padre Claudio, el más cruel que tuvo en su existencia.

Cuando más exasperado estaba por la calma de aquellos dos miserables, que después de revolverle el archivo y de conspirar indudablemente contra él, se estaban allí inmóviles y abstraídos como santos en oración; cuando se sentía con deseos de lanzarse sobre ellos para estrangularlos y lamentaba interiormente el ser tan viejo y no encontrarse, como en otros tiempos, capaz de dar de puñaladas a un enemigo, entró en el despacho su criado de confianza que se limitó a hacer un signo misterioso, saliendo inmediatamente.

El padre Claudio le siguió, y en un pequeño gabinete, donde recibía a los visitantes en secreto, entregole el criado una carta con sello de Italia, y que iba dirigida a un nombre desconocido.

Aparte del correo normal para todos los asuntos de la Compañía, el padre Claudio tenía en Madrid a un infeliz que protegía y a cuyo nombre iban dirigidas todas aquellas cartas, que por tratar de asuntos particulares, convenía al jesuita que fuesen directamente a sus manos. Una crucecita trazada en un ángulo del sobre, daba a entender a aquel pobre diablo que la carta era para su poderoso protector.

—Acaban de traerla ahora mismo, reverendo padre —dijo el criado—. El protegido de usted quería entrar, como otras veces, a depositarla en sus propias manos, pero he logrado que se fuera, diciéndole que vuestra reverencia estaba muy ocupado.

Cuando el padre Claudio quedó solo en el gabinete, procedió a rasgar el sobre sin poder dominar su creciente agitación.

Por fin tenía noticias de Roma, y podría saber cómo iban sus asuntos en el Gesú la residencia del poderoso general.

La carta constaba de tres pliegos, cubiertos de renglones apretados, de una letra pequeña y compacta.

Antes de leer miró la firma y no pudo evitar un gesto de extrañeza. ¿Quién era aquel sacerdote Dom Vicenzo Novelli, que firmaba? No recordaba conocer persona alguna de tal nombre, y aguijoneado por una curiosidad creciente, se apresuró a leer aquella carta, tan rápidamente como se lo permitía la letra microscópica y su conocimiento del idioma italiano.

Al concluir el primer párrafo exhaló un grito que expresaba terror y sorpresa.

El padre Corsi, su amigo íntimo, su agente en el Gesú, el que le preparaba su elección de general, procurando acortar la vida del que desempeñaba actualmente tan alta autoridad, había tenido un fin trágico y acababa de morir entre horribles dolores en casa de un pobre sacerdote romano, que era el mismo Dom Vicenzo Novelli que escribía al padre Claudio.

La carta contenía una historia horrible, que el padre Claudio leyó varias veces como si no pudiera convencerse de su verosimilitud.

Era aquello el aviso que un moribundo, por conducto de un amigo fiel, enviaba a su colega para que se salvara si aún era tiempo.

X. LA JUSTICIA JESUÍTICA

El padre Corsi dormía en su celda del Gesú de Roma, cuando le despertó repentinamente una ruda impresión.

En el corredor inmediato sonaban los pasos recatados de varias personas y por las rendijas de la puerta filtrábase dentro de la celda una luz rojiza y vacilante.

El jesuita se incorporó en el mismo instante que el reloj de la casa daba la una de la madrugada y se abría la puerta de la celda, que según disponía la regla de la Orden, no podía cerrarse durante la noche.

Dos hermanos robustos y feroces, procedentes del fanático barrio de Transtevere y que desempeñaban en la casa las funciones de ayudantes de cocina, entraron en la celda y en la puerta se quedaron inmóviles y como para cerrar la salida con sus cuerpos, otros dos de igual clase, que alumbraban con grandes cirios.

El padre Corsi se incorporó despavorido, presintiendo que aquella extraña visita tendría un resultado fatal.

Conocía los misterios de la Compañía, los golpes de Estado y las venganzas que ocurrían en su misterioso seno, sin trascender al exterior, y al ver todo aquel aparato, no dudó que se acercaba su fin.

Dispuesto a defender su vida con palabras y rotundas negativas, como buen jesuita, saltó del lecho y se vistió la sotana, obedeciendo a uno de aquellos fornidos hermanos, que manifestaba con la mayor cortesía al reverendo padre cómo el general estaba aguardándole hacía rato.

El padre Corsi salió de su celda rodeado por aquellos cuatro esbirros del general.

Varias veces pensó en escapar, adivinando lo que iba a sucederle en la próxima entrevista; pero el aspecto de aquellos cuatro colosos, con sus puños descomunales, causaba gran pavor al intrigante padre, que era pequeño de cuerpo y de fuerzas débiles.

Bien adivinaba el jesuita lo que aquello podía significar. Toda su astucia y su recato habían resultado inútiles en aquel Gesú, donde hasta las paredes oyen y ven; el más fino espionaje había seguido todos sus pasos y sin duda el general conocía perfectamente sus relaciones con el padre Claudio y las tramas que había preparado para acelerar la vida de aquella autoridad y proporcionarle pronto un sucesor.

Conforme avanzaba el extraño grupo por los solitarios y oscuros corredores, el padre Corsi convencíase más de que aquella conferencia con el general iba a ser terrible.

Había oído hablar de cierta sala subterránea, donde se castigaba a los traidores a la Compañía y a los que intentaban perturbarla, y comprendía que a ella le conducían sus guardianes, en vista de que bajaron la gran escalera sin detenerse en el primer piso, donde estaban las habitaciones del general.

Llegó el grupo a los claustros del piso bajo y se encaminó hacia el extremo, donde estaban los almacenes destinados a guardar los muebles viejos.

Una puerta, en la que nunca se había fijado el padre Corsi, por creer que estaba condenada, aparecía abierta, y por ella penetraron los dos guardianes que le precedían y que eran los que llevaban los cirios.

El aterrorizado jesuita se detuvo. Aún era tiempo de resistir. Podía gritar y tal vez el escándalo que sus voces produjeran en el Gesú, detendrían a aquellos hombres que llevaban en sus rostros una expresión feroz.

Pero apenas se detuvo, formulando en su interior tal pensamiento, se sintió cogido por los brazos y empujado rudamente por los otros dos hermanos que le seguían.

—Adelante, reverendo padre —dijo con voz ronca uno de ellos, mientras el otro cerraba de golpe la puerta.

Atravesó el grupo varias habitaciones tenebrosas y desamuebladas, cuyo ambiente húmedo, polvoriento y oscuro, apenas disipaban los cirios que formaban en el espacio dos rojas manchas, y de repente el jesuita notó que bajaba por una rápida pendiente, viscosa y resbaladiza, al final de la cual abríase una puerta de arco irregular, que en aquellas tinieblas se destacaba como una dentada mancha de luz.

Los cuatro esbirros agrupáronse en la puerta y el padre Corsi fue empujado al interior de una vasta sala cuyos muros estaban formados por grandes piedras sillares, que tenían el tinte negruzco de la antigüedad.

Frente a la puerta, un Cristo horripilante, de doble tamaño natural, extendía sus descarnados y gigantescos brazos sobre el muro, y al pie de esta figura, sentados tras una mesa con negro tapete, inmóviles, pálidos y fríos como cadáveres, estaban el general y seis jesuitas de los más ancianos de la Orden, que vivían en el Gesú, como en un cuartel de inválidos. Dos candelabros cargados de cirios y puestos sobre la mesa alumbraban aquel tribunal de ultratumba, que horrorizaba antes de hablar.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase aquel silencio absoluto, propio de una habitación situada doce metros más abajo del nivel del suelo.

El padre Corsi miró, con ojos extraviados por el terror, aquella sala horrible, aquel mudo tribunal, y se sintió próximo a desfallecer. La intensidad de su miedo prodújole una idea consoladora. Aquello no podía ser real. Sin duda estaba soñando y era víctima de una cruel pesadilla de la que se reiría al día siguiente.

Tan horrible escena no podía ser cierta. Él había oído hablar de una sala de tormento dentro del Gesú y de horrorosos castigos; pero esto debían ser invenciones de los enemigos de la Compañía y lo que él estaba viendo, era producto de una pesadilla que no tardaría en desvanecerse.

Pero a pesar de estas ilusiones que se hacía mentalmente, el silencio de aquel tribunal le helaba la sangre de espanto. Sentíase anonadado por aquella amenazante frialdad y deseaba que hablase el general y los suyos cuanto antes. Así al menos podría él contestar, defenderse, y se convencería de si aquello era sueño o realidad.

El padre Corsi, que era tan cobarde físicamente como audaz y arrebatado en sus intrigas, estremecíase al pensar que pudiera resultar cierta aquella oscura leyenda que se relataba en el Gesú, sobre la cámara del tormento.

¿Dónde estaban los instrumentos de tortura? Miraba a todas partes y no veía potros ni garruchas; pero en un extremo de la vasta cámara sonaba una sorda crepitación, y fijándose bien, distinguió un gran brasero cargado de fuego, del cual saltaban algunas chispas y cuyas brasas iban inflamándose al contacto de la columna de aire fresco que entraba por la puerta.

Aquel fuego en pleno verano horrorizó al padre Corsi; pero pronto una voz vino a impedirle que pensase en lo que el brasero podía significar.

Era el general quien le hablaba, fijando en él sus ojos brillantes e irritados, que eran el único detalle de vida que se notaba en su rostro inalterable como el de una momia.

—¿Sois el padre Luis Corsi, profeso de los cuatro votos de la Compañía de Jesús y residente en Roma por estar al servicio de la alta dirección de la Orden?

El interpelado, a quien el terror había anudado la garganta, hizo un signo afirmativo con la cabeza.

Estaba a un extremo de la mesa un jesuita joven, de rostro repulsivo, que hacía las veces de secretario, y que comenzó a escribir encabezando el acta con el nombre y condiciones del procesado.

El jesuita mientras tanto se dirigió a sus compañeros de tribunal, que permanecían impasibles.

—Reverendos padres; por pertenecer al alto grado de la Compañía, lo mismo que ese desventurado que ante vosotros se encuentra, conocéis el reglamento secreto por que se rigen los iniciados que dirigen la Orden, y que es un misterio hasta para aquellos hijos de Loyola que no han sido iniciados en el grado supremo. A pesar de esto, voy a leeros todos los artículos de nuestra Constitución secreta concernientes al caso, porque así me está prescrito.

Los seis jueces permanecieron inmóviles y el general tomó de encima de la mesa un viejo cuaderno manuscrito, que trataba del gobierno secreto de la Compañía de Jesús. Estaba redactado en latín, como todos los documentos de la Orden. Lo hojeó el general, y al llegar al título IV, comenzó a leer, sin despojarse ni un solo instante de su impasibilidad:

Art. 1.° —Si quis superioris gradûs Pater fuerit traditor, al que sinu Societatis rebellis ac fautor discordiae reperiatur, pereat.

Art. 2.° —Secretior tribunal judicet illum, ubi sex sedeant Patres superioris gradûs a sorti designati, praesidente Prefecto.

Art. 3.° —Sententia nisi sex Patrum judicum, Patrisque Praefecti Generalis unanimi suffragio, non pronuntietur.

Art. 4.° —Reus in ergastulo apparitorum mana recludator.

El padre Corsi, en su calidad de jesuita del alto grado, iniciado en los más importantes misterios de la Orden, conocía aquel terrible código en todas sus partes; pero a pesar de esto la lectura de tales artículos prodújole una recrudescencia en el horror que experimentaba desde que entró allí. Reinó un largo silencio después de la lectura de los artículos. El general parecía meditar, y por fin, levantando su cabeza dijo a los otros jueces:

—Padres: el hombre que tenéis ahí está comprometido en el primero de los artículos citados y debe morir. No ha perturbado directamente la organización de la Compañía, pero ha hecho algo más, pues ha intentado asesinar al que es legítimo y supremo representante de la Orden; a mí, que soy el general de la Sociedad de Jesús. No necesito explicaros la gran trascendencia de tales maquinaciones y el gran peligro que correría la Orden si un hecho tan criminal quedara sin castigo. ¿Creéis reverendos padres, que quien atenta contra la vida del general de la Compañía merece la muerte? Los seis jueces que seguían inmóviles y mudos contestaron quitándose los bonetes.

—Ya lo veis, padre Corsi. El supremo tribunal de la Compañía opina que quien atenta contra la vida del general debe perecer. Ahora únicamente se trata de saber si vos, en combinación con otros padres de la Compañía que se hallan muy lejos, habéis intentado asesinarme. Contestad padre Corsi. Se os acusa de haber maquinado mi muerte por envenenamiento. ¿Qué decís a esto?

El padre Corsi deseaba defenderse y a pesar de aquel terror que anudaba la voz en su garganta, se apresuró a contestar.

—Niego. Y fue a pronunciar una larga defensa pero el general le interrumpió:

—Callaos, padre. Negáis y ya no es necesario que habléis más. Oíd al padre secretario que va a leeros la acusación.

El jovenzuelo antipático dejó de escribir y tomando un papel de encima de la mesa comenzó a leer con entonación monótona.

Aquella acusación terrible hizo llegar a su más alto grado el terror del padre Corsi.

Sabía que el espionaje había llegado en los jesuitas al mayor perfeccionamiento, pero nunca había llegado a imaginarse que le pudieran vigilar dentro del Gesú, hasta el punto de conocer sus más insignificantes actos.

Cuanto había hecho el jesuita desde muchos meses antes, constaba en aquella acta acusadora, confundiendo al infeliz reo. Sabíase que todas las semanas sostenía correspondencia con un sujeto de Madrid, recatándose para ello y llevando por sí mismo las cartas al correo para evitar que se extraviaran; suponíase que esta correspondencia, aunque con nombre supuesto, iba dirigida al padre Claudio superior de la Orden en España; citábanse numerosos detalles que demostraban las subversivas y criminales intenciones del padre Corsi, y al final del documento, como golpe de gracia para el infeliz acusado, figuraba una declaración del hermano encargado de la cocina, el cual juraba por Dios, que el citado padre, después de dedicarse durante algunos meses a captarse su voluntad, le había propuesto envenenar al General, a lo que él accedió inmediatamente, sin perjuicio de ir acto seguido a revelar a su superior cuanto ocurría, descubriéndose de este modo la odiosa trama.

El padre Corsi estaba horrorizado. Su vida de mucho tiempo aparecía allí consignada día por día, y aunque el acusador no presentaba pruebas resultábale imposible al reo el justificarse.

Cuando el acusador terminó su lectura, y se restableció el glacial silencio, el General, levantando su cabeza que tenía inclinada sobre el pecho, preguntó al acusado:

—¿Tenéis que decir algo contra esa acusación?

—Toda ella es falsa —contestó con voz ahogada el infeliz—. Es sin duda obra de algún enemigo que quiere perderme. Yo nunca he intentado nada contra mi General.

Y luego, con la tenacidad de un náufrago que intenta alcanzar el madero que ha de salvarle, dijo con más energía:

—¡Pruebas…! ¡Vengan las pruebas de mi crimen! Seguramente que nada podrá presentarse contra mí.

—Se presentarán las pruebas a su debido tiempo —contestó el General con frialdad—. Mientras tanto, contestad breve y verídicamente a cuanto se os pregunte. ¿Acostumbráis a escribir mucho en vuestra celda?

—Algunas veces escribo a varios amigos que tengo en las ciudades de Italia, donde he residido; pero esto, con poca frecuencia.

—¿Cuando escribís, secáis vuestras cartas con arenilla?

El padre Corsi reflexionó antes de contestar. Siempre había usado, al escribir, el papel secante, pero creyó mejor el negarlo, por este instinto de falsedad que siente todo acusado de conciencia intranquila, y afirmó:

—Sí reverendo padre; gasto arenilla.

—¿Y no hacéis nunca uso del secante?

El General miró de un modo tan terrible al acusado, que éste balbuceó:

—Sí; creo recordar que también lo he usado algunas veces.

—Acercaos a la mesa, padre Corsi, y ved si reconocéis la hoja de secante que el padre secretario tiene en sus manos.

El acusado obedeció, fijando sus ojos con expresión estúpida, en aquella hoja de secante que le enseñaba el jesuita. Era blanca y estaba manchada por algunos borrones y garabatos ininteligibles. Eran, sin duda, las huellas que en la hoja habían dejado los renglones secados.

—Este papel —continuó el General—, ha sido encontrado en vuestra celda. ¿Negáis que os pertenezca?

El padre Corsi pensó que negar empeoraría su situación. Miró el papel, en el que nada sospechoso se leía, y dijo después:

—Aunque no recuerdo si este papel ha sido mío, bien pudiera haberme pertenecido. Ni niego ni afirmo.

—Está bien: padre secretario, haced delante del acusado la prueba que antes habéis mostrado al tribunal.

El joven secretario sacó de bajo el montón de papeles un pequeño espejo y colocó ante el cristal el pedazo de secante.

—Padre Corsi —continuó el General—, mirad ese espejo y ved si podéis leer algo.

El acusado comprendió inmediatamente lo que significaba aquella orden y se estremeció de espanto. Estaba ya cogido en la red.

Las huellas que en aquel papel había dejado el escrito secado, parecían garabatos ininteligibles miradas directamente, pues el orden de letras en las palabras estaba invertido; pero puestas ante el espejo, recobraban su primitiva posición, ya no estaban al revés, y se reflejaban en el cristal de modo que la lectura era fácil.

Todo el contenido de la página secada surgía en el espejo, y aunque algunas palabras donde la pluma no habla apretado mucho aparecían borrosas, el conjunto era perfectamente legible.

El padre Corsi, ante aquel descubrimiento inesperado, se sintió desfallecer y sus rodillas se doblaron, cayendo de hinojos el infeliz.

—¡Perdón, padre mío! ¡Misericordia! Ha sido una tentación del diablo. Perdonadme, que nunca más me sentiré acometido por tan malos pensamientos.

Las quejas y sollozos de aquel desventurado no causaron efecto en el tribunal.

—Padres —dijo el presidente—, la prueba es completa. Antes de sentenciar invoquemos, según costumbre, a la gracia divina para que nos ilumine.

Todos los jueces, con la cabeza descubierta, se arrodillaron y los cuatro legos que obstruían la puerta hicieron lo mismo.

Durante algunos minutos aquel augusto silencio sólo fue turbado por el murmullo que producía el Veni Sancte Spiritus que rezaban y los sollozos del reo que, con la cabeza sobre las baldosas, lloraba como un niño. El tribunal terminó su rezo y volvió a ocupar sus asientos.

—Padres, ya conocéis la fórmula de sentenciar, pero la costumbre me ordena que os la advierta. Si creéis que basta con expulsar de la Orden al reo, contestad a mi pregunta ¡Expellatur!, si le creéis digno de absolución, decid ¡Insons!, pero si le consideráis merecedor de la muerte, contestad ¡Pereat! ¿Estáis prontos a sentenciar?

Los seis jueces inclinaron sus cabezas.

Comenzó el terrible acto, y el infeliz reo, que seguía con el rostro sobre el suelo, oyó por seis veces la palabra ¡Pereat!, dicha por diversas voces, pero siempre con igual energía. Su muerte estaba ya acordada.

—¡Levantad al padre Corsi! —gritó el General.

Inmediatamente los mocetones que ocupaban la puerta se abalanzaron sobre el reo, lo pusieron en pie y siguieron sujetándolo, pues el desdichado no podía sostenerse.

—¿No hay misericordia para mí? —decía suspirando, y el tribunal seguía siempre mostrando su fría serenidad.

El padre Corsi, en un rapto de desesperación, cambió por completo de aspecto. La proximidad de la muerte le dio una repentina serenidad y no quiso seguir mostrándose débil.

Ya que iba a morir, quería al menos no proporcionar al General, a quien odiaba por causas particulares desde mucho tiempo antes, una satisfacción, cual era el espectáculo que él ofrecía llorando y gimiendo como una mujer.

—Soltadme, hermanos —dijo a los que le sujetaban—. Puedo aún sostenerme y no se dirá de mí que no sé morir con dignidad. ¿Dónde está el calabozo en que seré enterrado vivo? Deseo entrar en él cuanto antes, para librarme de vuestra odiosa presencia, padre General.

Y aquel hombrecillo antes tan débil, enloquecido ahora por el terror, mostraba una serenidad heroica y erguía su cuerpo mirando con desprecio al tribunal.

—No tengáis prisa, padre Corsi —contestó el General, sonriendo por primera vez de un modo que daba miedo—; tiempo os quedará para aburriros de estar solo en vuestro calabozo. Nuestras leyes os conceden que antes de encerraros os pongáis bien con Dios. Podéis confesaros vuestras culpas con el padre que os dignéis escoger de cuantos están aquí.

El reo prorrumpió en una carcajada estridente.

—¿Con vosotros?… ¿Confesarme con vosotros? Muchas gracias, padre General. Conozco demasiado a todos cuantos aquí están, para ir a revelarles secretos que sólo a mí importan. Además estoy próximo a la muerte y ante la tumba el hombre no miente. Basta ya de farsas. Yo no creo en muchas cosas que vosotros, al salir de aquí, fingiréis tenerlas como ciertas. No me confieso. A nadie le importan mis secretos. Ya que muero quiero que ciertas cosas me acompañen a la tumba… Se acabaron los fingimientos y las comedias de fe.

El tribunal había salido de su impasibilidad para interrumpir varias veces al sentenciado.

—¡Impío!… ¡Blasfemo!…

El padre Corsi era el que ahora permanecía impasible gozándose interiormente con la irritación que sus palabras producían en sus jueces

El General fue el primero en serenarse.

—Padres míos, os recomiendo la calma. El sentenciado quiere llevarse a la tumba secretos de gran importancia para la Compañía. Tenía cómplices de su crimen y esto es lo que importa averiguar. Escribía con frecuencia a Madrid, y aunque presumimos quién podía ser la persona con quien se comunicaba, no tenemos de ello una certeza absoluta. Los renglones impresos en ese secante y que habéis leído antes por medio del espejo, son fragmentos de una carta en la que él hablaba de sus preparativos para dar fin a mi vida. Se dirige en ella a una persona de su confianza, un amigo a quien promete un gran porvenir cuando yo muera, pero su nombre no figura allí y esto es lo que nos importa saber. ¿Creéis, padres, que tenemos derecho a que el sentenciado nos revele ese nombre antes de ser encerrado en el calabozo?

Los seis jueces hicieron signos de asentimiento.

—Ya lo oís, padre Corsi; estáis en el deber de revelarnos ese nombre. Hablad pues.

—No quiero, General asesino; no hablaré. Se trata de un amigo, de un buen compañero, que ha sido bondadoso para mí y me ha dispensado siempre tantos favores como tú perjuicios. No diré su nombre; puede hacer el tribunal lo que guste.

—¡Oh! Hablaréis, padre Corsi —dijo el General, reproduciendo su horripilante sonrisa—. Algo que no esperáis os hará decir la verdad. Creed, desgraciado padre, que sentimos en el alma amargar con crueles tormentos el poco tiempo que os queda de vida.

—¡Miserable! —dijo el sentenciado por toda contestación—. En ti está la crueldad hermanada con la más dulce hipocresía. Mereces ser General de la Compañía.

—Por última vez: ¿declaráis el nombre de vuestro cómplice? ¿Es el padre Claudio? Reparad que estamos convencidos de ello. Y que únicamente queremos vuestra declaración para ratificarnos.

—No, —dijo con energía el sentenciado—. No es el padre Claudio, al que apenas conozco. Es otro, pero nunca diré su nombre.

—Hermanos, cumplid vuestra misión.

A esta orden, dada con indiferencia, dos de los robustos legos dejaron de sujetar al padre Corsi y se dirigieron al rincón donde estaba el descomunal brasero.

Cogieron del suelo un gran fuelle, avivaron el montón de rojos carbones y después, valiéndose de su fuerza hercúlea, arrastraron el brasero al centro de la sala.

El padre Corsi no había presenciado esta operación por verificarse a sus espaldas, pero de pronto sintió una impresión de calor y volviéndose vio aquel montón de fuego que lucía de un modo horrible en la penumbra.

Aquello desvaneció la serenidad que había mostrado momentos antes.

Al ver el fuego dio un salto atrás e intentó librarse de aquellos dos legos que le sujetaban con sus robustos brazos, pero repuestos los guardianes de la sorpresa que en el primer instante les produjo el repentino movimiento, lo aprisionaron con más fuerza.

El padre Corsi, como un mísero ratoncillo entre las zarpas de dos gatazos, se revolvía furioso y desesperado; pero a los pocos instantes fue derribado al suelo y allí, con la sotana desgarrada y el rostro arañado, permaneció inmóvil.

Sintió cómo bruscamente y a tirones le arrancaban los zapatos y las medias y así que quedó descalzo, la voz del General volvió a sonar aunque con tono marcadamente sardónico.

—Nuevamente os lo ruego, querido padre Corsi. Decidnos quién era vuestro cómplice y no nos deis el disgusto de obligarnos a atormentaros.

El desgraciado, indignado por aquel ruego hipócrita contestó con un juramento indecente y acto seguido sintióse levantado del suelo, en posición horizontal por ocho robustos brazos.

Un rugido horrible, espeluznante, retumbó en la sala.

Los pies del padre Corsi acababan de descansar sobre aquel montón de fuego. Intentó el infeliz contraer las piernas para escapar de aquel tormento pero uno de los cuatro sayones se las sujetaba con hercúlea fuerza, haciendo que los pies quedasen inertes sobre el brasero.

Rugía el infeliz con voz que no parecía humana y se agitaba en agónicas convulsiones entre aquellos brazos que le tenían agarrotado.

El fúnebre silencio que reinaba en aquella sala era turbado por los mugidos de dolor que exhalaba el sentenciado, víctima de los más horribles dolores.

Chisporroteaba el fuego con más fuerza que antes y un humo espeso, de olor grasiento y nauseabundo esparcíase por la sala.

Los pies del padre Corsi se carbonizaban envueltos en las ardientes grasas. Era imposible resistir más y el jesuita iba a desmayarse.

—¡Misericordia, asesinos! —dijo con voz débil—. ¡Tened piedad de mí!

—Hablad —contestó el General, que seguía tan frío como de costumbre ante aquel horrible espectáculo—. Decid lo que os preguntamos.

El reo hizo una señal afirmativa, y los cuatro hermanos le retiraron del tormento y lo pusieron en posición horizontal, aunque sosteniéndolo para que no tocase el suelo, pues sus pies eran dos informes muñones, chamuscados y sangrientos que esparcían un hedor insoportable.

—Padre secretario, escribid —dijo el General—, que el padre Corsi va a revelarnos quién era su cómplice. ¿Era el padre Claudio?

El infeliz mutilado, en medio de su cruel situación, aún intentó resistir, pero la vista del brasero, la terrible mirada del General y aquel dolor horrible que le producía espeluznantes convulsiones, dieron al traste con su valor que renacía, y en voz baja, como si se avergonzara de su debilidad, contestó:

—Sí, era el padre Claudio.

Aún le hizo el General numerosas preguntas sobre el fin que perseguían con sus maquinaciones, contestando el padre Corsi con desmayados monosílabos.

Cuando quedó claro y palpable que el padre Claudio, por medio de su amigo Corsi, había intentado escalar la suprema autoridad de la Compañía envenenando al General, éste se dio por satisfecho.

—Terminado el juicio, padres míos —dijo a los demás jueces, la acta en que se consigna cuanto aquí ha ocurrido, una vez escrita con arreglo a nuestra clave secreta, quedará en el archivo secreto de la Compañía. Ahora sólo falta que se cumpla la sentencia.

—Hermanos —continuó dirigiéndose a los cuatro legos—, conducid al padre Corsi a su última morada.

El infeliz, desalentado y poseído ya del vértigo que le producía su horrible situación y sus heridas, apenas se sintió conducido por los brazos de aquellos hombres.

Abrióse una pequeña puerta en un extremo de la subterránea sala y el fúnebre grupo bajó unos cuantos escalones, dejando al sentenciado sobre el húmedo suelo.

La impresión de frescura que aquellas losas produjeron en los abrasados pies del padre Corsi le reanimaron momentáneamente haciéndole abrir los ojos.

Una densa oscuridad le envolvía. La puerta del calabozo acababa de cerrarse con gran ruido de hierros, y allá arriba sonaban los pasos de los jueces al retirarse.

El padre Corsi lloró en aquel supremo instante, como un niño.

¡Ya había muerto! Los hombres le abandonaban para siempre, y aquel resto de vida que le dejaban, era para que gustase todas las amarguras horripilantes de la tumba.

El sacerdote, Dom Vicenzo Novelli decía en su carta al padre Claudio que no sabía ciertamente del modo como su amigo Corsi había salido de aquel in pace.

En las primeras horas de la madrugada, un hombre desconocido y de atlética figura había llamado a la puerta de su casa y apenas entró en ella, dejó sobre una silla al padre Corsi que estaba en un estado deplorable.

El desdichado jesuita, a fuerza de cuidados, aún vivió dos días, y aprovechando los momentos en que sus dolores no le privaban del conocimiento, relató a su amigo el sacerdote romano, cuanto le había ocurrido en el subterráneo del Gesú, encargándole encarecidamente que pusiera todo el suceso en conocimiento del padre Claudio para que éste, una vez advertido, pudiera librarse de la venganza del General que iba a caer sobre él.

En cuanto a su evasión del in pace, el padre Corsi guardó un profundo silencio. Había jurado al que le salvó sacándole de allí, guardar el secreto, pues de lo contrario podía ser víctima de la venganza jesuítica.

Nada cierto sabía Dom Vicenzo, pero por algunas palabras que se le escaparon a su amigo, tenía la sospecha de que el misterioso salvador que en la misma noche del suplicio le había sacado del calabozo, era el cocinero, que después de delatarlo al General se había arrepentido de su vileza y había procurado borrarla librando a su víctima de la muerte. Cuando el padre Corsi mostraba tanto empeño en ocultar el nombre de su salvador, era porque éste dependía del General y podría ser víctima de una venganza.

El sacerdote romano terminaba su carta manifestando que nunca más volvería a relatar a nadie la historia de aquel infeliz amigo que había muerto en su casa, víctima de espantosas quemaduras.

No quería que el General de los jesuitas supiera que él era depositario de su secreto y que había recibido en casa a su mutilado enemigo.

«Conozco demasiado —decía—, el poder de la Compañía y la facilidad y prontitud con que sabe librarse de aquellos que le estorban. A pesar de que los conozco, reverendo padre, siento hacia vos una viva lástima. Sé quién es el padre General y hasta dónde llega su carácter iracundo y vengativo. Si queréis seguir el consejo de un hombre anciano y experimentado, creedme; apenas leáis esta carta salid de la Compañía y poneos en salvo. El rayo de Roma no tardará en caer sobre vuestra cabeza».

XI. HUMILLACIÓN

El padre Claudio, después de leer la carta varias veces, cayó en un estado de profundo desaliento.

Era tan terrible aquella noticia y llegaba tan inesperadamente, que al audaz jesuita le faltaba el valor indomable que había demostrado en otras ocasiones.

Su situación acababa de ser despejada de un modo terrible. Los altos poderes de la Compañía tenían ya certeza de su traición y no tardaría en sufrir él una muerte igual a la del padre Corsi.

No había que esperar misericordia. Él, que conocía como nadie de lo que era capaz el Gobierno de la Orden, comprendía la certeza de aquellos consejos que le daba el sacerdote Novelli en su carta, y pensaba que lo más acertado era huir y sustraerse a la venganza de la Compañía, ya que todavía era tiempo.

¡Huir!… conforme con ello; pero ¿a dónde dirigirse?, ¿qué hacer, viejo ya y abandonado de todos?

Y mientras pensaba en lo difícil e incierto de su situación, el padre Claudio murmuraba con estúpida terquedad:

—¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!

Así permaneció más de una hora, hasta que por fin una sonrisa iluminó su rostro y levantó la frente, antes abatida con expresión de triunfo.

Tenía adoptada su resolución. No huiría, pues huir era para un hombre como él, cien veces peor que la más horrible muerte. El campeón de la Compañía que se había distinguido siempre por su valor moral a toda prueba, no podía escapar como un cobarde al saber que su perdición estaba decretada en Roma. Combatiría, ya que éste parecía ser su destino, y a pie firme sin salirse de la Orden, esperaría los ataques de sus enemigos, seguro de que éstos tendrían que bregar mucho antes de derribarle.

Además había reflexionado mucho sobre su situación y no la encontraba desesperada. Era amigo de la reina y de los principales políticos, poseía secretos que le hacían muy respetable para el Gobierno, y cuando se viera perdido dentro de la Compañía, con salirse de ella ya estaba libre, pues la venganza de Roma no iría a buscarle en el seno de la sociedad civil donde contaba con buenos amigos.

Tenía, pues, la retirada cubierta y mientras tanto podría desesperar a sus enemigos desafiándolos con su insolente permanencia en la Compañía, sin negar las maquinaciones que había organizado en combinación con el padre Corsi.

Aquella resolución audaz, hizo recobrar al padre Claudio su antiguo valor, y sintió impaciencia por demostrar a sus enemigos de Roma que no les temía y que tampoco ignoraba sus intenciones respecto a él.

El padre Tomás, aquel jesuita solapado que sobornaba a su secretario e iba poco a poco labrando su perdición, era el representante de sus enemigos, y contra él se propuso romper las hostilidades.

Quería ser el primero en atacar, para que en Roma se convencieran una vez más de su valor.

Tan seguro estaba el padre Claudio de su poder, que se permitía risueñas ilusiones.

No; sus enemigos no se atreverían a intentar nada contra él. El general había osado acabar con el padre Corsi, porque éste era un jesuita de escasa importancia, y además lo tenía en el Gesú al alcance de su mano; pero tratándose de todo un padre Claudio consejero privado de personas reales, sostenedor de gobiernos, y además residente en España lejos del Gobierno central de la Compañía sus enemigos de Roma ya se cuidarían de intentar hostilidad alguna y lo respetarían aunque en adelante lo tratasen con frialdad.

Él era inviolable; para esto había trabajado tantos años en favor de los intereses de la Orden.

Animado por tales ideas, el padre Claudio, después de ocultar cuidadosamente la fúnebre carta en un bolsillo interior de su sotana, salió del gabinete y se dirigió a su despacho.

El padre Antonio escribía como siempre en su gran mesa, y el italiano seguía inmóvil en su asiento mostrando su rostro impasible, cuyos ojos de búho triste parecían no fijarse en nada, y lo veían todo.

La presencia de aquel espía de Roma indignó al padre Claudio. Hasta poco antes había podido sufrir, aunque con bastante impaciencia, la intimidad de aquel hombre que tan descaradamente le vigilaba; pero ahora al verle, el recuerdo del padre Corsi martirizado y muerto por ser amigo suyo, surgía en su imaginación y sentíase acometido de furor contra aquel espía que representaba a los sacrificadores.

El padre Claudio era poco susceptible de impresionarse por la suerte de ningún amigo, pero el suplicio de Corsi le hería de un modo más íntimo, pues sublevaba su orgullo. Él hubiera deseado que por el hecho de ser el reo amigo suyo, el General no se hubiese atrevido a llevar tan lejos su venganza, y al pensar en el martirio de Corsi le parecía que era él mismo quien había sido chamuscado en el brasero del subterráneo del Gesú.

No se sentó el padre Claudio, al entrar en su despacho, y sin cuidarse de ocultar su sorda irritación, varias veces pasó entre aquellos dos hombres silenciosos que seguían indiferentes y con los ojos bajos, como si nadie hubiese entrado en la habitación.

El enfurecido jesuita dio algunos bufidos como para desahogar su pecho oprimido por la rabia, y al fin, plantándose frente al padre Tomás, le dijo con acento reconcentrado.

—Oiga usted. ¿Sabe usted bien quién soy yo?

Levantó el rostro el italiano sin que en él se mostrase la menor emoción por tan extraña pregunta.

—Creo que sí, reverendo padre —contestó con su eterna calma—. El nombre del padre Claudio es conocido allá donde se encuentre a un hijo de San Ignacio, pues todos saben los grandes servicios que ha prestado a la Compañía.

—Así es, señor italiano. Todos saben lo que yo valgo y merezco, todos menos esa gente de Roma que le ha enviado a usted aquí.

Se coloreó la desmayada faz del padre Tomás, pero no de aquí la emoción ni intentó contestar, pues la regla de la Compañía le impedía toda respuesta si su superior no le preguntaba.

—Oiga usted bien, padre Tomás, oiga lo que yo soy, para que me conozca perfectamente y pueda decir a esos que le envían el respeto que merezco. Cuando yo ingresé en la Compañía en Roma, tenía quince años y su situación no podía ser más deplorable. Las ideas revolucionarias del pasado siglo habían barrido al jesuitismo de todas las naciones. La Orden estaba casi en la agonía por culpa de toda esa cáfila de filósofos que tanto escribieron en el siglo XVIII contra nosotros. Nos habían arrojado de España, Portugal, Francia, de casi toda América; en una palabra, de todos los sitios donde nos convenía estar. La Compañía estaba reducida a Roma, donde vivía a la sombra del papado como un arbolillo mustio y enfermizo. Al morir la revolución con su último propagandista el tirano Bonaparte y al restablecerse en España el absolutismo, Fernando VII nos abrió las puertas de esta nación y yo vine aquí con unos cuantos viejos imbéciles que procedían de la expulsión verificada en el siglo anterior por Carlos III. ¡Bien hubiese marchado la Compañía de estar encargados los tales vejetes de su dirección! Por fortuna se me hizo justicia, y aunque yo era entonces un mozuelo, fui puesto al frente de la Compañía de Jesús en España. Soy modesto y no quiero entonar mis propias alabanzas, que por más que parezcan exageradas, serán siempre merecidas. Pero tengo que hacer constar que fui el peor enemigo que la revolución podía haber encontrado. Fomenté como nadie los sentimientos realistas y fanáticos del pueblo español; organicé las terribles persecuciones que sufrieron los realistas en el trienio constitucional del 20; la revolución pacífica y progresiva no pudo desarrollarse porque yo lo impedí fomentando algaradas y motines a diario; yo di el primer impulso a la guerra carlista, y cuando comprendí que el pretendiente no podía triunfar salvé a tiempo los intereses de la Compañía volviendo al lado de la reina Isabel, para evitar que ésta fuese dirigida por los progresistas; nuestra Orden ha crecido y sido omnipotente en España más que en otra nación; hoy manda en este país como pueda mandar en el Gesú de Roma, y todo gracias a mí, que no he descansado nunca ni sé lo que es gozar de la vida; que he expuesto mil veces mi existencia en los períodos de agitación; que formando la asociación de El Ángel Exterminador, atraje sobre mi cabeza las venganzas de numerosas familias afligidas por nuestras persecuciones, y que con tal de mantener el prestigio de la Orden, he desempeñado el más vil de los papeles, el de alcahuete regio, ofreciendo mujeres a Fernando VII y presentando hombres a su augusta hija. Ahora bien, padre Tomás, ¿qué le parece a usted de todo esto? El que ha arraigado de nuevo la Orden en España, de un modo que la revolución tendrá que bregar mucho para derribarla ¿no merece que le respeten esas gentes de Roma que están allá muy tranquilas gozando de ese poderío que nosotros les conquistamos aquí a costa de grandes esfuerzos?

El padre Tomás hizo un gesto de ambigua adhesión; pero el padre Claudio estaba demasiado exaltado para fijarse en la frialdad del italiano.

—Y no quedan reducidos sólo a esto mis trabajos —continuó—: ahí está mi secretario y eterno compañero, el padre Antonio, y allá en Roma está el registro central de la Compañía para atestiguar lo que yo he trabajado con el objeto de arraigar el poderío de nuestra Orden en todas las conciencias. Gracias a mí, se han fundado numerosos colegios donde la juventud más distinguida se educa tal como queremos; la aristocracia española está por completo a la voluntad de cuanto se piensa en este despacho, y a las arcas de Roma he enviado yo cuarenta millones de pesetas; esto sin contar ocho más que acabo de conquistar. Grande es nuestra asociación; no hay punto del globo donde no tengamos representantes; pero a pesar de ser tantos los jesuitas de seguro que no saldrá uno solo que pueda alegar más méritos que yo. ¿Es verdad o no, esto que le digo, padre Tomás?

Y esta vez se plantó ante el italiano y le miró fijamente con expresión iracunda, esperando su contestación.

—Así es, reverendo padre —dijo con su calma que contrastaba con el furor reconcentrado del padre Claudio—. Ya he dicho antes a vuestra reverencia que en todas partes donde hay jesuitas se le respeta en lo que vale.

—En todas partes menos en Roma; y si no vamos a cuentas. ¿A qué ha venido usted a Madrid?

—Yo no he venido por mi propia voluntad. He cumplido un voto que hice al entrar en la Compañía; el voto de obediencia. Me han ordenado mis superiores que viniese aquí y he obedecido.

El italiano dijo estas palabras con tanta modestia y sencillez, que el padre Claudio quedó desconcertado. No podía seguir atacando en tal terreno al italiano, pues éste le opondría sus votos.

Mudó de táctica y dijo al padre Tomás, como si olvidara lo anteriormente expuesto:

—No quiero investigar los motivos que le han traído a usted a Madrid. Lo que le digo a usted, es que no conviene a los intereses de la Orden que permanezca aquí inactivo y ocioso, dando un mal ejemplo a los demás padres, que se afanan y trabajan en bien de la Compañía de Jesús.

—Reverendo padre; si no hago nada aquí, es porque vuestra reverencia no me da ocupación.

—Trabajará usted y muy pronto. No se quejará usted en adelante de que lo olvido. Mañana mismo saldrá usted para nuestra casa de Valencia.

—Eso es imposible reverendo padre.

—¡Imposible!… Quisiera saber por qué. Usted ha prestado voto de obediencia y debe acatar las órdenes de los superiores

El padre Claudio, movido por la indignación hablaba con una expresión furiosa que contrastaba con la frialdad del italiano.

—Yo siempre obedezco a mis superiores —dijo el padre Tomás—, y por esto mismo permanezco aquí, cumpliendo las órdenes del padre General, que es el único que me puede mandar. Vuestra reverencia olvida sin duda que yo soy padre de alto grado y que no estando inscrito entre los individuos de la Compañía que prestan sus servicios en España, sólo a la autoridad de Roma debo obedecer y seguir las órdenes que me dicte el padre General, Vuestra reverencia no tiene en esta ocasión ningún poder sobre mi humille persona. El General me ha enviado aquí, y aquí me quedo.

El padre Claudio quedó aturdido ante la fría firmeza con que el jesuita decía estas palabras.

Pero pronto se repuso de su sorpresa. Hacía cuarenta años que estaba acostumbrado a que la Compañía en España se pusiera en movimiento al más leve de sus gestos; nunca hombre alguno vestido con la sotana jesuítica había intentado desobedecerle y el ejemplo de aquel italiano, que osaba rebelársele, le produjo una irritación sin límites.

Su abotagado rostro cubrióse de mortal palidez, chispearon sus ojos, sus labios temblaron con el tic nervioso del furor y se sintió próximo a enloquecer por la afrenta que intentaban hacerle, ante aquel secretario que en su juventud consideraba a su maestro como un semi Dios.

¡Poder de la indignación! Hasta le pareció al jesuita que el padre Antonio, sin levantar la cabeza de los papeles, sonreía maliciosamente, gozando mucho en presencia de aquella humillación que sufría su soberbio superior.

Había que confundir al insolente italiano, y encarándose con él, le dijo sordamente:

—¡Basta ya de farsas y fingimientos, señor italiano! Su presencia aquí me es odiosa… ¿Lo quiere usted más claro? Mañana mismo saldrá usted de Madrid, pues me estorba y me irrita ese espionaje de que continuamente soy objeto. Cuando yo era joven, fingía tan bien como cualquier otro, pero ahora que soy viejo y célebre, y tengo, por tanto, derecho a que me respeten, no quiero mentir y doy a las cosas su verdadero nombre. Sé que usted es un espía del General y conozco tan bien como usted lo que ha ocurrido en Roma y cuál ha sido la suerte del padre Corsi, pobre amigo mío, sacrificado por el espíritu de venganza que allá sienten contra mí. No quiero tener a mi lado a uno de los asesinos de mi amigo Corsi. ¿Está usted enterado? Márchese cuanto antes y dé gracias porque yo soy ahora un viejo, que de lo contrario, no guardaría usted buenos recuerdos de su espionaje.

Y el viejo jesuita, tembloroso por el furor, pálido, rugiente y magnífico en su indignación señalaba la puerta con ademán imperativo, indicando al italiano que saliera cuanto antes.

El padre Tomás permanecía en su actitud impasible, con la mirada fija en el superior, y gozando internamente al ver su extremada irritación.

—¡Márchese usted! —gritaba el padre Claudio—. ¡Qué no le vea a usted más!

—Me iré cuando me lo mande el General.

—Aquí no hay más General ni más voluntad que la mía. Le arrojo a usted de aquí y puede marcharse al infierno si quiere. Hoy mismo daré órdenes para que no le admitan en la casa residencia, y que pongan en medio del arroyo todo su equipaje. Y ahora salga usted inmediatamente de este despacho o de lo contrario llamaré a los criados para que le arrojen.

El italiano no se inmutaba con aquellas amenazas. Continuaba impasible, y se limitó a decir con su eterna frialdad:

—Eso que hace vuestra reverencia es un verdadero golpe de Estado. Es desconocer la autoridad del General, es rebelarse contra la autoridad suprema de la Compañía, y caer de lleno en el artículo I del título IV de nuestro reglamento secreto. ¿Conoce usted el artículo?

—Sí; lo conozco. Valiéndose de él dieron muerte a mi amigo Corsi. ¿Aún te atreves a recordarlo, esbirro del demonio?… Yo soy el padre Claudio, el restaurador de la Compañía en España, y cuando se me falta al respeto y a la obediencia que merezco, paso por encima del General, del reglamento secreto y de cuanto se me ponga por delante. ¡A la calle, italiano!, ¡a la calle!

—Piense vuestra reverencia en lo que hace.

—¡Qué pesadez! ¡Y que no tenga yo puños suficientes para poner en la puerta a este miserable espía!

Y se abalanzó al cordón de la campanilla para llamar a los criados.

—Un momento —dijo el padre Tomás levantándose de su silla, mientras que el iracundo jesuita se detenía al ver este movimiento de su enemigo—. Puesto que usted, padre Claudio, se empeña en expulsarme y falta a las reglas de la Compañía, despreciando al General y pronunciando frases ofensivas al espíritu de la Orden, ha llegado el momento de que se aclare la situación. Lea usted.

Y el italiano, hasta entonces humilde y rastrero, se irguió con altanera frialdad, e introduciendo su diestra en el bolsillo de la sotana, sacó un papel doblado que entregó al padre Claudio.

Apenas éste posó sus ojos por él, sintió un escalofrío de terror.

Estaba escrito el papel en la misteriosa taquigrafía que los jesuitas emplean en sus comunicaciones secretas y que sólo conocen los padres iniciados en el alto grado, y al pie del documento figuraba el garabato que era la firma simbólica del general.

El documento no podía ser más auténtico, y el padre Claudio habituado a leer durante muchos años tal clase de comunicaciones, la descifró de corrido.

Su contenido no podía ser más fatal.

La autoridad suprema le ordenaba, bajo la pena de pasar como traidor a la Compañía en caso de desobediencia, que inmediatamente que leyese aquella comunicación, se pusiera bajo las órdenes del padre Tomás Ferrari, que en adelante sería el vicario general de la sociedad de Jesús en España.

El viejo jesuita se estremeció desde la cabeza a los pies, pareciéndole que la habitación entera se desplomaba sobre él, y hubo de apoyarse en la mesa para no caer.

Verse despojado en la vejez de la autoridad que había ejercido toda su vida; contemplarse súbdito de un desconocido, él, que estaba habituado, desde su juventud, al mando absoluto, era un golpe tan terrible, que le faltó poco para llorar.

Encontró, sin embargo, en su debilidad, fuerza para reponerse y ya que se consideraba caído, quiso al menos acabar con dignidad y que sus enemigos no se gozaran en su dolor.

Serenose y se dispuso a contestar. La resistencia era inútil, pues conocía la especial organización de la Orden en que la autoridad lo es todo, y el afecto nada, y sabía que sus mayores protegidos se revolverían contra él a la menor indicación del General, estando, como estaba, despojado del poder.

Inclinose ante su nuevo amo, y devolviéndole el papel, dijo al padre Tomás con acento humilde:

—Espero las órdenes de vuestra reverencia.

El padre Antonio, mudo espectador de aquella escena, había dejado de escribir, pero seguía con la cabeza baja, muy atento a todo cuanto ocurría. No se notaba en él la menor señal de extrañeza. Sin duda el secretario sabía con anticipación cuanto iba a ocurrir, y conocía antes que el padre Claudio aquella orden del general.

No se impresionaba gran cosa por aquel cambio de situación tan rápido. Cambiaba de amo en apariencia, pero siempre seguía unido a aquella Compañía a la que amaba con el fiero cariño del lobezno a la loba. Además, no dejaba de hacerle gracia la caída estrepitosa de su antiguo amo, que tan soberbio y déspota se mostraba. Aquello le hacia admirar aún más a la igualitaria Compañía que encumbra o arruina a los individuos con igual indiferencia, sin consideración de ninguna clase y como si se tratara de autómatas y no de hombres. Acariciaba la esperanza de que si el padre Claudio bajaba ahora, algún día le tocaría a él el turno de subir.

El jesuita italiano contempló algunos instantes a su rival humillado, y después dijo con lentitud majestuosa:

—Padre Claudio mis órdenes son que usted, de esa puerta para afuera, siga figurando como director de la Orden en España. Conviene por ahora a nuestros intereses que aparentemente continúe la misma situación. Pero aquí, dentro de este despacho, se restablecerá la verdad, y usted será sencillamente mi amanuense, estando para todos los asuntos de oficina a las órdenes del padre Antonio, que seguirá desempeñando el cargo de secretario. Ya conoce usted mis órdenes.

El padre Claudio temblaba y hacía esfuerzos para no llorar de rabia. ¡Oh! Aquello era demasiado fuerte para sufrirlo con calma. La humillación iba más allá de lo que él había podido imaginarse.

Si después de su caída le hubiesen castigado colocándolo de portero en la casa residencia, obligándole a barrer la cocina o a desempeñar los más bajos servicios, al menos su ruina hubiese tenido cierta grandeza. A los que le habían conocido poderoso y omnipotente, les hubiese inspirado una respetuosa y tierna simpatía, semejante a la que se siente ante Napoleón, hambriento y enfermizo, remendándose su uniforme en Santa Elena; pero obligarle a fingir en público una autoridad que no tenía, y dentro de aquel despacho ser el escribiente de su antiguo secretario, era privarle del amargo placer de una caída estrepitosa, y envolverle en la humillación de una ruina secreta sin grandeza alguna.

En su porvenir había algo del suplicio de Tántalo. Viviría en adelante allí, corroído por la envidia, contemplando de cerca y a todas horas el poder que había perdido y que jamás recobraría.

La voz del nuevo superior le sacó de sus negras reflexiones:

—Padre Claudio comience a ejercer sus nuevas funciones. Siéntese usted, y prepárese a escribir.

El viejo obedeció con la pasividad de un autómata. Su obesidad no le permitía estar inclinado mucho tiempo y sufría al doblarse sobre el borde de aquella antigua mesa, frente al secretario, que seguía papeleando, impasible, como si realmente fuese un escribiente oscuro, su nuevo compañero de trabajo.

—Va usted a escribir —dijo el superior—, una comunicación a Roma, anunciando al General que el hermano Ricardo Baselga ha cedido a la Compañía toda su fortuna. Ponga usted la comunicación de modo que sea yo quien la firme.

Luego continuó, dirigiéndose al secretario:

—Padre Antonio, saque usted la escritura de cesión de bienes que firmó el hermano Baselga. La enviaremos a Roma junto con la comunicación, para que la guarden en el archivo central. Allí estará más seguro el documento.

El padre Claudio creía soñar, y cuando vio que el secretado sacaba el atado documento de un cajón de la mesa, no pudo reprimir una exclamación.

Todo lo comprendía. Días antes había entregado al padre Antonio aquel documento, para que lo enviase a Roma, con una comunicación en que se marcaran los grandes trabajos que había tenido que hacer el padre Claudio para alcanzar tal triunfo. El secretario le había hecho traición, guardándose el documento para no darle curso. Estaba, sin duda, en combinación con el italiano desde mucho antes, y ahora, al remitir la escritura a Roma, el padre Tomás se atribuía un servicio de gran importancia para la Orden, y aparecía como autor del negocio que él había venido preparando tan cuidadosamente a costa de mucho tiempo, y no menos paciencia.

Aquello fue el golpe de gracia para el humillado viejo.

No podía ya con el peso de tanto infortunio, y aquel hombre para quien la debilidad había sido siempre desconocida, al pensar que había estado trabajando tantos años en el interior de la familia Baselga, para que un advenedizo gozase el fruto de sus fatigas y se cubriera de gloria en Roma, sintió que una oleada ardiente subía de su pecho a la cabeza oprimiéndole la garganta.

Sollozó con fuerza el viejo, y sus lágrimas cayeron sobre el papel sin que cuidara ya de ocultarlas.

El padre Tomás, de pie junto a la mesa, sonreía diabólicamente y hasta el secretario esta vez creyó del caso el levantar la cabeza y hacer un gesto de admiración.

¡Lloraba el terrible jesuita! Bien valía la pena aquel espectáculo.

XII. LA ÚLTIMA MISA

Nadie se apercibió de aquel golpe de Estado perpetrado en el mayor secreto, como todos los actos que se llevan a cabo en el seno de la Compañía.

Los padres jesuitas residentes en Madrid siguieron considerando al padre Claudio como el vicario general de la Orden en España, en vista de que éste desempeñaba, como de costumbre, sus altas funciones.

El exterior macilento y el aire desalentado del padre Claudio no llamaba la atención de nadie.

Se presentaba como siempre en público acompañado de su socius el padre Tomás, y nadie a la vista del aspecto encogido y humilde de éste, hubiese sospechado que era el verdadero amo, y que cuando los dos se encerraban en el despacho, el padre Claudio le servía de escribiente y tenía que sufrir rudas reprimendas por su forma de letra, su lentitud en escribir y aquel cansancio que a causa de la edad le acometía, entorpeciendo su cabeza y sus miembros.

En la Compañía de Jesús no han sido nunca raros espectáculos de esta clase. El padre Claudio sabía que muchísimas veces el que había aparecido como director no era más que el criado del más humilde jesuita; pero esto no le hacía sufrir con paciencia tales humillaciones y juzgaba insoportable por más tiempo la comedia que venía representando.

No transcurría día sin que sufriera los más agudos tormentos morales. Cada vez que algún inferior venía a consultarle, o que recibía las muestras de cariño y respeto propias de su cargo, no podía evitar el volverse con movimiento instintivo a su terrible socius, que contemplaba sin inmutarse aquella farsa por él ordenada.

El pensamiento del padre Claudio siempre era el mismo. ¡Cómo se reiría el maldito, al considerar la irrisoria autoridad de aquel que momentos después le servía de escribiente! ¡Qué carcajadas sonarían en el interior del padre Tomás al ver a su amanuense dar órdenes y amonestar a los inferiores, fingiendo una autoridad que ya había huido de él para siempre!

La eterna presencia del italiano, que ahora no le dejaba solo ni un momento, era para el padre Claudio el peor de los tormentos, por lo mismo que equivalía a una burla perpetua. Aquello era querer que hiciese reír a sabiendas, el mismo hombre cuyo fruncimiento de cejas aterrorizaba algunos días antes.

Si iba por la calle, importantes personajes saludaban al padre Claudio con todo el respeto rastrero que los políticos de oficio demuestran a los que tienen el favor real. A veces, al ocurrir esto, el padre Claudio a pesar de su dolor, no podía evitar una sonrisa de amarga ironía. Él había derribado ministerios, creado personajes de la nada; el mundo le tenía aún por muy poderoso, y sin embargo, la víspera, por ejemplo, el padre Tomás, en su despacho, le había llamado canalla y miserable por haber empezado tres veces la misma comunicación a causa de su falta de pulso.

Si sus enemigos se habían propuesto castigarlo sometiéndolo a un martirio lento e inacabable, sabían bien lo que se hacían, pues era imposible tortura mayor que la que sufría.

Su punto vulnerable era el orgullo y éste era el sentimiento que más sufría en aquella extraña situación.

Tan intensa era su tortura, que varias veces estuvo próximo a humillarse a su verdugo, suplicándole que le castigara con mayor rudeza, pero que le librara de aquella parodia de autoridad, mas un resto de orgullo le contuvo y siguió sufriendo en silencio, procurando conservar en su caída la mayor dignidad posible.

Una incertidumbre cruel le agitaba en sus instantes de desaliento.

A pesar del desprecio con que le trataba el padre Tomás, obedeciendo sin duda las órdenes que de Roma le llegaban, él no podía creer que parase ahí la venganza del General.

Grande era la humillación que le hacían sufrir; pero un hombre como él, a pesar de su mísero estado, todavía era temible y el General no debía contentarse con saber que su rival había sido convertido en escribiente.

Aquella humillación la consideraba el padre Claudio como un refinamiento de crueldad del verdugo antes de decidirse a sacrificar su víctima.

La misma mano que había aniquilado al padre Corsi no tardaría en caer sobre él, inexorable y aplastante, acabando con su existencia.

Conocía él los procedimientos a que más afición mostraba la Compañía para acabar con sus enemigos y seguro de que el puñal no lo esgrimían los jesuitas en este siglo, procuraba guardarse de los venenos; de aquella aqua toffana que la Compañía había hecho célebre.

Su apariencia de autoridad le hacía ser respetado por todos los individuos de la Orden y de aquí que pudiera vivir con relativa tranquilidad, confiando en la adhesión del hermano cocinero, que preparaba la comida de su reverencia por sus propias manos.

Por esta parte estaba seguro el padre Claudio de no ser víctima de un envenenamiento; pero la actitud siempre reservada y fría del padre Tomás le causaba verdadero miedo. Algo ideaba en silencio aquel terrible enemigo, y el padre Claudio le acechaba, intentando adivinar sus secretas ideas.

Así transcurrió algún tiempo, hasta que llegó el día en que la Compañía acostumbraba a celebrar su fiesta anual, en honor de la fundación de la Sociedad de Jesús.

Revestía tal acto gran solemnidad. En dicho día la casa residencia, siempre tan tétrica, animábase con una alegría reposada y meliflua y una de las fiestas más notables era la gran misa que se celebraba en la iglesia perteneciente a la Compañía.

Era el superior de la Orden el encargado de oficiar en dicho acto, y el padre Claudio, que por espacio de cuarenta años dijo la misa en tal día, gozaba mucho con esto, pues podía apreciar cuán inmenso era su poder, viendo reunidos en la iglesia todos los padres y novicios que estaban por completo a sus órdenes.

Temía que el padre Tomás escogiese dicho día para humillarlo, prohibiéndole que dijese la misa y demostrando de este modo que era fingida la autoridad que aún ostentaba. Por eso su alegría fue grande cuando el italiano le dijo, en el despacho, la víspera de la fiesta, que al día siguiente se encargase de celebrar la solemnidad acostumbrada.

A las nueve de la mañana estaba ya el padre Claudio en la sacristía de la iglesia, dejándose despojar con sonrisa bonachona de su hopalanda y su bonete, por dos acólitos serviciales que se mostraban impresionados ante aquel hombre que creían terriblemente poderoso.

Llegaban hasta allí, amortiguados, por puertas y cortinajes, el sonido del órgano y los cantos de los tiples en la cercana iglesia; y dentro de la sacristía, el sacristán y sus ayudantes corrían de un lado a otro y se afanaban por arreglar todos los preparativos de la misa.

Dos padres jesuitas charlaban sentados en un rincón, el uno vestido de sotana y el otro con dalmática mientras que un tercero de pie, junto a la gran mesa de la sacristía, revestíase y se disponía a cubrirse con otra capa de igual clase, extremadamente pesada por la calidad de la tela y el grueso de los deslumbrantes bordados.

Eran los dos diáconos que habían de ayudar al padre Claudio en la misa mayor.

El viejo jesuita, instintivamente e impulsado por la fuerza de la costumbre, miró a todos lados para ver si los preparativos estaban corrientes.

Encima de la mesa y junto al grande y antiguo espejo con marco de oro ensuciado por las moscas y estrecho y largo hasta llegar al techo, estaba en cuidadoso montón toda la ropa sagrada de la misa. El cáliz de oro fino estaba a poca distancia, con su purificador, su patena y su hostia, cubierto todo por el cuadrado de tela igual a la casulla, y ésta acababa de ser tendida por el sacristán sobre la misma mesa, deslumbrando con sus bordados que representaban varios atributos de la Pasión de Cristo.

El padre Claudio, satisfecho de aquella inspección, se encaminó a una fuentecilla que estaba junto a la puerta de entrada de la sacristía y comenzó a lavarse las manos en aquel sonoro hilillo de agua. Estaba aquel día de buen humor, pues la fiesta que tan buenos recuerdos le había dejado siempre, conseguía disipar por primera vez aquella terrible tristeza que le había acometido desde su ruina.

Un jesuita entró en la sacristía.

Era el padre Felipe, aquel robusto confesor de la baronesa de Carrillo, que cada vez estaba más fornido y más imbécil.

—¡Hola, padre Felipe! —dijo el padre Claudio con la benevolencia que desde su caída demostraba a todos los humildes—. ¿Cómo está la iglesia?

—¡Ah, reverendo padre! Presenta un golpe de vista encantador. Está en ella lo más selecto de Madrid. Yo he conocido entre las señoras varias damas de Palacio y más de treinta condesas y marquesas. Es una fiesta que dará que hablar y demostrará que todo el mundo está con nosotros.

—¿Está también doña Fernanda, la baronesa?

—Sí; en primera fila la he visto, junto al presbiterio. Su hermana Enriqueta no ha podido venir; la pobrecilla cada vez se halla peor.

El padre Claudio había acabado mientras tanto de secarse las manos, y mascullando una oración se dirigió a la mesa donde estaban las sagradas vestiduras para comenzar a revestirse. Los dos acólitos pusiéronse a su lado para ayudarle y el sacristán mayor algo apartado, vigilaba con mirada atenta aquella operación.

El padre Felipe fue a conversar con los otros dos jesuitas que estaban sentados a un extremo de la sacristía, y el celebrante comenzó a vestirse.

Cogió el amito y después de besar la cruz bordada en su centro púsose el tiento sobre la cabeza y deslizándolo por la espalda hasta rodear el cuello de su sotana, se ató sus cordones a la cintura, después de lo cual vistióse el alba, signo de pureza, teniendo buen cuidado de introducírsela por el brazo derecho

Los acólitos daban vueltas en torno del sacerdote, agachándose, tirando de la alba para que cayese en pliegues naturales y procurando que no estuviera en unos puntos más alta que en otros.

Iba a ceñirse el cordón que le presentaba el sacristán y que es recuerdo de la cuerda con que Jesús fue torturado en su Pasión, cuando fijando sus ojos en el gran espejo que delante tenía, vio como entraba con su habitual cautela el padre Tomás.

La presencia de aquel hombre turbó la alegría del padre Claudio. Mostrábase el italiano como siempre sonriente y humilde, pero el viejo creyó ver en él una expresión diabólica de gozo que no había notado en los otros días.

El padre Tomás fingía admirablemente en público una subordinación absoluta a aquel hombre que sólo era su escribiente.

—Reverendo padre, —dijo acercándose al padre Claudio—. El templo está hermosísimo. Pocas veces he visto una fiesta tan deslumbrante. Puede usted estar orgulloso de oficiar ante un concurso de fieles tan distinguidos. Crea que le envidio el papel que va a desempeñar.

—Eso mismo pienso yo, padre Tomás —dijo mezclándose oficiosamente en la conversación el padre Felipe—. Vale la pena oficiar ante gente tan notable.

Y el sencillote jesuita, sin fijarse en que el padre Claudio estaba murmurando las oraciones propias del acto de revestirse, púsose a reseñarle por sus nombres todas las damas distinguidas que estaban en la iglesia y varias veces le distrajo con su charla.

Entró otro jesuita, que era el padre Luis, el famoso orador sagrado, encargado de pronunciar el sermón en aquella festividad.

El orador, convencido de su valía y de su gloria, mostraba en su conversación bastante petulancia, y trataba a todos con dulce benevolencia y cierto aire protector.

No tenía prisa, pues aún tardaría el momento de subir al púlpito, pero venía a ver cómo se revestía el padre Claudio su maestro y protector bondadoso, y a fumar un cigarrillo. El predicador no podía callarse, y pegándose al padre Claudio con la misma familiaridad que si estuviese en su despacho, le anunciaba de antemano el éxito que iba a alcanzar con el sermón, y recitaba por adelantado algunos de sus fragmentos al mismo tiempo que guiñaba un ojo o se interrumpía, diciendo:

—¡Eh, reverendo padre! ¿Qué le parece a usted este parrafito? ¡Cómo se quedarán esas tortolitas místicas que vienen a escucharme! ¿Pues y este parrafillo en que les doy de firme a los picaros revolucionarios?

Mientras el predicador iba anticipando a entregas su sermón y el simple padre Felipe le oía con aire embobado, el padre Tomás abordaba en un extremo de la habitación, al atribulado sacristán, que aturdido por aquellos preparativos extraordinarios iba de un punto a otro sin saber qué hacerse.

—¡Qué, querido hermano! ¿Está ya todo corriente?

—Creo que sí, padre Tomás. ¡Si usted supiera cómo tengo la cabeza…! Esto es cosa de volverse loco. Yo creo que está todo… ¿a ver? El altar mayor lo han encendido hace ya rato, el misal lo acaban de llevar los muchachos, los dos ayudantes se han revestido ya, el reverendo padre lo está haciendo ahora; ahí está el cáliz, ahora… ¿qué más puede faltar?

El padre Tomás sonrió con cierta sorna.

—¿Y las vinagreras, desgraciado? ¿Y las vinagreras?

El sacristán hizo un movimiento de retroceso y se golpeó la frente con las dos manos, con la misma expresión de desaliento del inventor que descubre un defecto capital en la obra que creía perfecta.

—¡Virgen santísima! —balbuceó quedo, como si no quisiera que nadie se enterara de su descuido—. Es verdad. ¡He olvidado las vinagreras! ¡Qué descuido! Gracias, padre Tomás; muchas gracias. A no ser por usted, hubiese cometido una majadería.

Y se abalanzó a un pequeño armario de donde sacó unas vinagreras de rico cristal tallado, montadas sobre un armazón de plata antigua artísticamente labrada.

Llenó una en el hilillo de agua de la fuente; destapó después una gran botella que estaba en el mismo armario, y vertió en la otra redomilla un chorro de vino que se transparentaba con reflejos opalinos, y caía produciendo un delicioso glu-glu. Sacó de un cajón un lavamanos limpio y cuidadosamente planchado, púsolo entre las vinagreras y fue a salir por el oscuro pasadizo que desde la sacristía conducía al altar mayor.

El padre Tomás detuvo por la manga al azorado sacristán.

—¿Adónde va usted, hermano? Quédese aquí donde es necesaria su presencia, casi nadie reparará en su olvido. Yo me encargaré de llevar las vinagreras al altar.

El sacristán no sabiendo cómo agradecer al italiano su bondad lanzole una tierna mirada, y el padre Tomás desapareció en el oscuro corredor llevando las vinagreras.

Nadie se apercibió de aquello en la sacristía. Los dos ayudantes de la misa y el otro jesuita discutían en el extremo opuesto, de espaldas al lugar donde habían hablado el italiano y el sacristán, y en cuanto al padre Claudio no había visto nada, ocupado como estaba en arreglarse la pesada casulla, y en escuchar al padre Luis, cada una de cuyas palabras asombraba y enternecía al robusto padre Felipe.

Llegó el momento de comenzar la misa, y el celebrante y sus dos ayudantes entraron uno tras otro en el oscuro pasadizo precedidos del sacristán y los acólitos. El padre Claudio sujetando el cáliz con la mano izquierda y apoyando en la tapa del mismo su derecha, iba rezando oraciones.

El padre Felipe se quedó en la sacristía para acompañar al vivaracho orador que seguía fumando su cigarrillo y haciendo comentarios sobre el efecto que iba a causar su sermón.

Aparecieron el celebrante y sus dos ayudantes al son de una marcha triunfal que entonaba el órgano, y en la vasta nave conmovióse aquella grey devota y aristocrática que sudando, cuchicheando a media voz y agitando el abanico, aguardaba con la misma curiosidad expectante que en el teatro Real las noches de debut.

Comenzó la misa, y los fieles se mostraron muy atentos a los cantos que salían del coro, reconociendo interiormente que los jesuitas sabían hacer las cosas muy bien y que aquella capilla de música era de lo más notable que podía oírse en Madrid.

El sagrado simulacro del drama en que Jesús fue protagonista deslizose sin incidente alguno hasta que llegó el momento del sermón.

Los tres oficiantes sentáronse en ricos sillones, e inmediatamente la música rompió a tocar una graciosa marcha, que hacía mover instintivamente los lindos pies a la mayor parte de las aristocráticas damas que ocupaban la nave.

Era la señal de que el predicador iba a salir, y no tardó en aparecer en el altar mayor el padre Luis, con roquete de deslumbrante blancura, graciosamente rizado y encañonado.

Avanzó el orador con el aspecto meditabundo y teatral, propio de esos retratos en que se representa a los grandes artistas en el momento de recibir la inspiración; se arrodilló a los pies del padre Claudio para que lo bendijese e inmediatamente desapareció precedido de acólitos y sacristanes para surgir al poco rato sobre el púlpito, siempre al son de la misma musiquilla.

El público no había cesado de moverse. Las señoras se acomodaban en sus asientos para oír mejor; los hombres se agolpaban en los puntos de la iglesia que tenían condiciones acústicas favorables, y todos se preparaban a gozar con la palabra divina de aquel jesuita, a quien los periódicos del gremio llamaban el San Bernardo de la época.

Cesó la música, y el orador, después de algunas actitudes teatrales que tenían por objeto poner de relieve el perfil de su cabeza artística, comenzó a hablar.

Bien conocía el padre Luis a su público, y no se equivocaba al anunciar que obtendría un éxito. Su sermón hizo delirar de entusiasmo, durante una hora, a todos los oyentes, que por poco no aplaudieron la mayor parte de sus pasajes.

La oración se circunscribió a la festividad que se conmemoraba, pero sólo el padre Luis era capaz de sacar tanto jugo al tema. Habló haciendo párrafos inmensos que redondeaba con atropelladas imágenes, tan ruidosas, esplendentes y vacías, como los cohetes voladores que deslumbraban durante un instante y se remontaban para caer después chamuscados e inertes.

Los oyentes sacaban de todo el discurso la lógica consecuencia de que San Ignacio había sido el hombre más eminente del mundo, y la Compañía de Jesús la institución más benéfica y útil a la Humanidad que habían podido soñar los hombres.

San Ignacio, como santo, era el que seguía a Jesús en la corte celestial, y aún hacía el orador ciertas reservas y apartes que daban a entender su convencimiento íntimo de que por el tiempo, el de Loyola, podía muy bien ocupar el puesto de Dios hijo. Como a hombre, el fundador de la Compañía de Jesús, era, según el orador, el cerebro más potente, el sabio más asombroso que había surgido en la Humanidad desde que existía el mundo.

A su lado, desde Aristóteles y Arquímedes hasta Franklin y el contemporáneo Edisson, todos los sabios resultaban niños de teta y no había uno que pudiera compararse con el que había ideado la negra milicia de Jesús.

Y después de la apología del santo, del relato de sus aventuras y de sus locuras de caballero andante, ¡qué pintura tan conmovedora de la fundación y vicisitudes de la Compañía! La comunión de Montmartre, aquella mañana en que, Ignacio, tan desconocido como sus humildes compañeros, de rodillas en la cima del monte que domina a París, juraban ante la Virgen constituir la sociedad de Jesús; el rápido crecimiento de la Orden; los grandes servicios que prestó aconsejando a los reyes de Francia el degüello de la noche de San Bartolomé y a los de España que favoreciesen la Inquisición, para que ésta quemase a muchos herejes; la paternal autoridad de los jesuitas en América, que convertían el Paraguay en un paraíso; la ruda campaña de los filósofos enciclopedistas contra la Compañía; la ceguera de ciertos monarcas al expulsar a los hijos de Loyola de sus dominios; la resurrección vigorosa y esplendente de la Orden a principios de siglo y su brillante situación actual, todo surgía admirablemente descrito en aquel discurso, envuelto en dorada vestidura de arrebatadoras imágenes y matizado con inflexiones de voz y ademanes elegantes, que conmovían hasta en lo más recóndito las entrañas de aquellas devotas.

Luego vino la parte de actualidad que aún resultaba más agradable para aquel concurso privilegiado. ¡Oh! El infierno iba suelto por el mundo; el diablo hacía de las suyas; la revolución rugía, amenazando destruir todo lo existente; pero no había que temer mientras la Compañía de Jesús permaneciese en pie. La milicia de Cristo sería el baluarte donde se estrellarían todas las impiedades del siglo, pero para que el éxito fuese completo, había que ayudar a la Orden en su resistencia. Y el orador, dando esto por sentado, excitaba a aquel auditorio rico y poderoso con frases indirectas, cuyo verdadero significado era: «Obedecednos, servidnos como instrumentos, y no nos escaseéis vuestro dinero, que todo será para la mayor gloria de Dios y para evitar que el pueblo, despertándose reconozca la farsa y acabe con vosotros».

El auditorio iba ascendiendo rápidamente la escala del entusiasmo, y con los ojos fijos en el orador y la expresión de anhelante curiosidad, le seguía en la carrera de su discurso, accidentada, pero siempre florida.

En cuanto a los jesuitas que ocupaban el presbiterio, formando un apretado haz de negras sotanas, no le oían con tan extremada expresión de entusiasmo, pero tenían en sus labios una angelical sonrisa y acariciaban con su mirada al compañero, que tan hábil era, para conmover a aquella clase que el padre Claudio, en la intimidad y en sus momentos de buen humor, llamaba siempre papanatas aristocráticos.

El viejo jesuita, ocupando con su desbordada obesidad todo el sillón, y muy molestado por el peso de aquella rica casulla que le hacía sudar, escuchaba el sermón con cierta complacencia. Todas las frases del orador le resultaban lugares comunes sin ningún interés, pero le complacía el considerar que aquel hombre admirado era su discípulo, y que algunas de las palabras que más efecto causaban, las había aprendido el predicador de su antiguo maestro.

Aquel sermón era para el padre Claudio como un lindo espejo en el cual se contemplaba, encontrándose rejuvenecido.

A pesar de esto, fastidiábase en algunos momentos de la longitud del sermón que tanto gustaba al público, y molestado, además, por las vestiduras y el calor, buscaba el entretenerse paseando su vista por aquella concurrencia, en la que encontraba un sinnúmero de caras conocidas.

Vio en primera fila a la baronesa de Carrillo, llorosa y conmovida, por la elocuencia del predicador, como la mayor parte de las damas, que tenían vueltos los ojos al púlpito.

Todos miraban al padre Luis, cada vez más magnífico y arrebatador; todos… menos el padre Tomás, pues el viejo jesuita, al fijar varias veces su mirada en el grupo que formaban los padres más importantes, vio siempre que el italiano tenía puestos los ojos en él, con una expresión que al padre Claudio sin saber por qué, le parecía poco tranquilizadora.

Ya no atendió el celebrante al sermón, preocupado por aquellas extrañas miradas del italiano, y entregado a conjeturas y sospechas, pasó el tiempo hasta que el padre Luis terminó su discurso.

Cuando se apagó el murmullo de las tres avemarías que los oyentes rezaron a la Virgen por consejo del predicador, reanudose la misa con gran contentamiento del padre Claudio, que derecho y moviéndose, no sufría tantas molestias como en el mullido sillón.

La capilla de música volvió a llenar el espacio del templo con celestiales armonías, y el público, fatigado por el excesivo entusiasmo que el sermón le había producido, seguía ahora la marcha de la misa con completo recogimiento.

Llegó el instante recordatorio de la consumación del divino sacrificio y el padre Claudio elevó la hostia a los acordes de la Marcha Real. El cáliz de oro había sido llenado a su tiempo con el contenido de las vinagreras, por el encargado de todo el servicio de la mesa.

El celebrante bebió en tres veces la preciosa sangre que contenía la áurea copa, sin apartar los labios del borde y cuidándose, como es regla, de consumir hasta la última gota del líquido.

Al beber, el padre Claudio no pudo evitar un pequeño gesto de repugnancia. Su fino paladar encontraba algo de extraño y acre en aquel vino sagrado, que él cuidaba siempre que fuese de agradable gusto, pues no era muy aficionado a bebidas alcohólicas.

Pero esta impresión pasó inmediatamente. El padre Claudio justificaba la extrañeza de su paladar. Acostumbrado a no beber vino en las comidas, y como por sus importantes negocios le había dispensado el Papa de decir misa obligatoriamente, hacía mucho tiempo que no consumaba el divino sacrificio, y había, por tanto, perdido la costumbre.

Poco faltaba ya para que la misa terminase, de lo que se alegraba bastante el viejo jesuita.

No estaba él ya para fiestas como aquélla. La rica casulla le molestaba con su peso, y el calor y el humo de los cirios le mareaban hasta producirle náuseas.

Era, sin duda, por el afán de terminar, por lo que el padre Claudio se sentía más ligero y vigoroso conforme avanzaba el tiempo.

Parecía circular por sus venas una sangre nueva y extremadamente ardiente, y al mismo tiempo que se sentía con mayor vigor, comenzaba a experimentar amagos de vahídos y le parecía que el altar, los que le rodeaban y el inmenso auditorio, iban de un momento a otro a agitarse en fantástica contradanza.

El padre Claudio también se explicaba aquello y se decía: —Estoy ebrio. Ese vinillo es demasiado fuerte y se me ha subido a la cabeza.

Y ebrio debía estar, pues en ciertos momentos se tambaleaba ligeramente, y a pesar del excesivo calor que sentía en su cuerpo, las piernas se negaban a obedecerle.

Hacía esfuerzos para que nadie notara su estado y recitaba con voz confusa procurando que no se fijaran en su lengua, cada vez más torpe y estropajosa.

A costa de grandes esfuerzos llegó al final de la misa, y cuando volviéndose a los fieles hubo de entonar el Ite, misa est salió de su garganta una voz ronca, tan estridente y extraña, que él mismo se asustó.

Sólo con gran esfuerzo de los pulmones, pudo entonar tales palabras y aquella violencia que hizo, le perdió.

Apenas se había extinguido en las bóvedas el eco de su voz, el padre Claudio tornose densamente pálido, Llevose las manos al pecho, arañando la rica casulla, y se tambaleó próximo a caer al suelo.

Por fortuna, acudieron los más cercanos a él y lo sostuvieron en sus brazos.

El anciano, con las facciones desencajadas, agitábase en espantosas contracciones y abría la boca con angustia, como si le faltara aire para respirar.

Una ola ardiente subía por su garganta, ahogándole, y al fin su boca arrojó un gran golpe de sangre negra e infecta, que cayó sobre la rica casulla, manchando los relucientes bordados con repugnantes arabescos.

El público se arremolinaba en la nave, presa de la mayor curiosidad, y preguntando a voces qué era aquello.

El padre Tomás se confundió en el grupo que, con expresión desolada, rodeaba al padre Claudio.

—Es un ataque —dijo el italiano a los demás jesuitas—. Esto era de esperar. Su reverencia está demasiado gordo para su edad. Que lo lleven a la cama. Cójanlo ustedes y sáquenlo por aquí.

Y el padre Tomás, abriendo camino a los que conducían en brazos al enfermo, salió con tanta violencia de aquel apretado grupo, que dio con el codo a las vinagreras, colocadas en una mesa accesoria del altar, y las derribó al suelo.

Las dos ricas ampollas se hicieron añicos, y el líquido que contenían se esparció por el suelo, no dejando en él más que una pequeña mancha.

XIII. LA AGONÍA DEL PADRE CLAUDIO

El padre Claudio se moría. De esto se hallaban convencidas ya todas las aristocráticas devotas, que, dejando en la puerta una larga fila de carruajes entraban en la portería de la residencia a enterarse del estado de reverendo padre, e igual certidumbre abrigaban todos los individuos de la Orden, que, con aquel inesperado accidente, veían turbada la fiesta solemne, en la que pensaban los novicios durante todo el año.

Reinaba en la casa de la Orden ese mismo silencio de las viviendas donde lucha con la muerte alguna persona importante.

Los novicios y los hermanos permanecían en sus celdas, y si se veían obligados a salir de ellas, iban por los corredores con paso precipitado y leve, deslizándose como fantasmas. Las campanas del templo no volteaban alegremente como en otros años para conmemorar la festividad, y los padres de importancia, entre los cuales se hallaba el padre Tomás, estaban reunidos en una aula, comentando el suceso, y haciendo votos para que recobrase la salud el reverendo padre, a quien todos manifestaban un cariño sin límites, desde que lo veían próximo a la tumba.

La noticia de lo ocurrido había circulado rápidamente por Madrid, y toda la aristocracia mostrábase conmovida por la próxima muerte de aquel hombre, que, durante cuarenta años, la había dirigido con sus consejos, siendo en unas ocasiones adusto amigo y en otras bondadoso protector.

Las clases privilegiadas hacían una verdadera manifestación con motivo del triste suceso, yendo en persona a enterarse del estado del enfermo o enviando a sus criados, y hasta el gentilhombre de servicio en Palacio entró en la portería de la residencia para preguntar en nombre de SS. MM., cómo seguía el enfermo.

No podía quejarse el padre Claudio. Moría envenenado, vencido por sus enemigos y con la rabia que le producía el pensar que el crimen quedaría en el más absoluto secreto, pero al menos podía servirle de consuelo aquel aparato de dolor público que rodeaba sus últimas horas, y que proporcionaba a la Compañía el placer de apreciar, por sus propios ojos, el gran prestigio que tenía aún sobre la clase aristocrática.

Triste caída la del padre Claudio, a pesar de tantos honores. Nunca había llegado a imaginarse él, aun en los instantes de mayor pesimismo, que pudiera perecer de un modo tan sencillo y traicionero.

Morir en medio de una conmoción popular, sacrificado por el odio de los enemigos de la Compañía, le hubiera gustado en su vejez, pues así, abandonaba el mundo rodeado de la aureola del martirio y dando a su nombre cierta notoriedad; pero caer en la tumba, víctima, en apariencia, de una lesión interior y en realidad asesinado por el padre Tomás, agente de sus mortales contrarios de Roma, amargaba los últimos momentos de su existencia con la más iracunda de las indignaciones.

Lo que hacía llegar su ira al período álgido eran las precauciones de que le rodeaban los asesinos para evitar que el crimen pudiera traslucirse.

Desde que le condujeron del altar mayor a una de las mejores celdas de la casa, no se había apartado de su lado el padre Antonio, aquel miserable ingrato que abandonaba al caído para convertirse en esclavo del victorioso, y que, a merced por completo del italiano, estaba allí, a pocos pasos de él, sentado junto a la cama procurando con la excusa de cuidarle, que nadie se acercara al enfermo ni recogiera las confidencias que pudiera hacer.

El padre Claudio tendido en aquella gran cama desesperábase al pensar en su situación. Sentía en todos sus miembros una terrible languidez que iba en aumento y que apenas le permitía moverse. Su lengua, aunque torpe todavía, estaba expedita para hablar; pero ¿de qué podía servirle esto, si sus asesinos habían hecho el vacío en torno de él y sólo entraban en la celda aquellos que por hechos pasados le odiaban, y a los que seguramente tenía ya el padre Tomás a merced de su voluntad?

La habilidad que sus enemigos habían demostrado para librarse de él y amargar sus últimos instantes con un completo aislamiento, aún contribuía a aumentar su desesperación. Reconocía, mal de su grado, que eran más astutos que él, y este convencimiento de su superioridad le empequeñecía y degradaba, hiriendo su orgullo.

Convencido de su debilidad y de que era inútil toda defensa, el padre Claudio se había dispuesto a morir con el estoicismo de uno de aquellos romanos que al ver levantada la espada homicida, se cubrían la cabeza con el manto. Tenía cerrados los ojos, y si alguna vez los abría, era para lanzar una mirada de fiero odio al padre Antonio, que en vista de la inutilidad de sus cariñosas e hipócritas palabras, leía atentamente en un pequeño libro, interminables oraciones en bien del alma del enfermo.

Una sola esperanza había acariciado el padre Claudio desde que se hallaba tendido en aquella cama. Al oír que iban a llamar al doctor Peláez, el médico a quien tanto había protegido, experimentó gran alegría. Aquel hombre le salvaría de la muerte si aún era tiempo, o cuando no, sería depositario de su secreto; pues a él podría revelarle que había sido envenenado con el vino de la misa, cuyo sabor desagradable ya le causó bastante extrañeza.

Pero apenas el doctor entró en la celda desvaneciéronse las esperanzas del padre Claudio.

Poseía éste el arte de adivinar al primer golpe de vista los pensamientos de los hombres que le eran familiares, y acertó en esta ocasión.

El doctor Peláez, antes de entrar en la celda, había hablado largamente con el padre Tomás y sabía que éste era la única autoridad, y que a él sólo debía obedecer.

No necesitaba saber más el doctor Peláez para ser en adelante un autómata del italiano, como ya lo había sido del padre Claudio.

El enfermo se abstuvo de hacerle ninguna revelación. ¿Para qué? Estaba ya juzgada la honradez de un médico que le examinaba con fingida atención y que decía que aquella enfermedad era un derrame interno, producido a consecuencia de un violento esfuerzo.

Intentó el padre Claudio darle a entender con expresiones indirectas, que bien podía ser víctima de un envenenamiento, y el doctor miró al padre Antonio de un modo, que parecía decir:

—El padre Claudio está delirando.

Después de esta terrible decepción, al viejo sólo le restaba entregarse a sus desesperados pensamientos, y morir.

Una resignación horrible se apoderaba de él.

—Muere —se decía—. Muérete como un perro viejo. Tus enemigos han sido más listos que tú. Les retastes sin medir bien tus fuerzas; sufre ahora las consecuencias. Cuando se es ya una ruina como yo lo soy, resulta una petulancia desafiar a gente vigorosa. He sido siempre muy afortunado; alguna vez había de perder. ¡A morir, viejo! A morir, abandonado de todos, rabiando, y sin tener el consuelo de vengarse de los enemigos. Vamos hacia la tumba, para dar gusto al padre General.

Y el enfermo, convencido de su debilidad, hacía esfuerzos para resignarse con su suerte.

No era él como la mayoría de los enfermos, que, asustados por la proximidad de la muerte, no creen en ella y se hacen ilusiones sobre un próximo restablecimiento.

Él sabía que iba a morir. Sentía que el veneno minaba rápidamente su organismo, y, aunque no experimentaba los dolores y las espantosas convulsiones del primer momento, notaba que su fin era inmediato.

Al anochecer, su dolencia se agravaba, y el enfermo veía ya inmediato el fin de su existencia.

Por un fenómeno extraño, el padre Claudio gozaba de gran lucidez para recordar su vida pasada, y todos los hechos principales, surgían en su memoria claros y precisos, hasta el punto de causarle agudos tormentos morales.

Las familias que había trastornado con sus intrigas; las persecuciones políticas que había organizado; los hombres que estaban en presidio o en la tumba por su culpa; y sobre todo el infeliz conde de Baselga, su última víctima, desfilaba por su memoria, causándole una tortura moral mil veces peor que aquellos espantosos dolores que la intoxicación le produjo en los primeros momentos.

Y no es que el padre Claudio estuviera arrepentido sinceramente de sus hazañas, por lo que éstas tenían de perversidad. Hombres como él no se arrepentían ni deploraban los hechos que ya estaban consumados; pero sentía una rabia sin límites al pensar que había causado tanto daño en el mundo, que había atraído sobre su cabeza tantos odios y tantos crímenes, todo en provecho de aquella Compañía y de aquel hombre que estaba en Roma, y que pagaba sus servicios con un poco de veneno.

El enfermo sentía la decepción horrible y desconsoladora del enamorado de la gloria, que pasa trabajando toda su existencia, y en los últimos instantes se convence de que su actividad ha sido inútil y de que su nombre se hunde en el mayor olvido.

Pero cuando el padre Claudio pensaba así, una idea, hija de su orgullo, venía a consolarle.

Le temían mucho los ambiciosos de la Orden: el padre General y los suyos le tenían miedo, y buena prueba de ello era que habían aprovechado la primera ocasión propicia para librarse de él.

Su vida les estorbaba, y habían de procurar extinguirla cuanto antes, robándola hasta los últimos minutos. ¡Ah! ¡Si se pusiera al alcance de sus uñas aquel sicario italiano, enviado por el General para acabar con su vida!

Tan convencido estaba el padre Claudio de que sus enemigos tenían impaciencia por deshacerse de él, que hasta llegó a pensar que el veneno que circulaba por su cuerpo les parecería escaso, y que todavía, por medio del engaño, procurarían hacerle tragar nuevas dosis.

Por esto se negó a tomar las medicinas que por pura fórmula había recetado el doctor Peláez. Éste era ya un autómata del padre Tomás, y podía haber recetado algo que acelerase aún más la marcha de aquella vida que se escapaba.

El padre Claudio apretando los dientes y adelantando sus trémulas y vacilantes manos, se opuso a tomar los líquidos que le ofrecía su antiguo secretario, al que miraba con ojos que causaban gran turbación en el padre Antonio, no obstante su impasibilidad característica.

A pesar de que avanzaba la destrucción que el veneno iba operando en aquel organismo, eran menos frecuentes los vómitos de sangre, que dificultaban el que al enfermo pudieran darle la comunión.

Esto era lo que discutían con gran calor en el aula donde se hallaban reunidos los padres más graves de la Compañía.

El padre Claudio no podía irse al otro mundo como un pagano, sin los últimos consuelos de la religión proporcionados con todo el aparato que exigía su elevada personalidad.

Los frecuentes vómitos dificultaban la administración del Viático al enfermo, y por esto aquel consejo de respetables jesuitas, esperaba que cediese un tanto el derrame sanguíneo, para proporcionar al doliente aquel último consuelo.

Como si aquellos jesuitas tuviesen el instinto de adivinar de parte de quién estaba la autoridad, desde que el padre Claudio había caído enfermo, todos respetaban y obedecían a su socius el padre Tomás, quien daba órdenes con una expresión que no permitía la menor réplica.

A él fue quien envió el padre Antonio el recado de que el enfermo acababa de experimentar una momentánea mejoría y que ya no arrojaba sangre, e inmediatamente se dispuso el Viático con todo el aparato que se reservaba para los padres de importancia.

Era el anochecer. El horizonte estaba teñido por las últimas fajas amarillentas y rojizas de la puesta del sol y las sombras del crepúsculo iban invadiendo la tierra envolviéndolo todo en fúnebre melancolía.

Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar con toques lentos y tristes y en el interior de la residencia circularon órdenes que pusieron a toda la comunidad en movimiento.

Novicios y padres abandonaron sus celdas para bajar a la iglesia, y en la sacristía invadida por las sombras, comenzaron a chisporrotear los blandones encendidos que se repartían entre los dispuestos a formar la comitiva.

El padre Claudio no tardó en apercibirse de este movimiento.

Dominado por la rabia que le producía aquel fúnebre desenlace, estaba inerte en el lecho como si ya hubiese muerto.

La presencia de su antiguo secretario agravaba su malestar, y, sin duda, por esto, gustábale permanecer envuelto en la espesa oscuridad que el crepúsculo esparcía por la habitación.

La sombra, privándole de la vista, parecía calmarle; pero ni aun este consuelo pudo gozar, pues el padre Antonio encendió dos velas ante un crucifijo que estaba inmediato a la cama.

—Reverendo padre —le dijo el secretario con tono hipócrita mientras encendía las velas—. Aunque no está usted próximo a la muerte y hay esperanzas de salvación, la comunidad ha dispuesto administrarle el Viático con toda la pompa que usted merece. Un buen cristiano debe estar dispuesto a recibir al Señor aun en las más leves enfermedades. Conviene precaverse para un caso inesperado.

El padre Claudio no contestó, pero hizo un gesto de desesperación, al mismo tiempo que se decía interiormente:

—Un tormento más.

Y bien fuese por esta contrariedad, o porque el tóxico obrara con más fuerza, sintió que volvían a martirizar su pecho aquellos agudos y espeluznantes dolores experimentados en el primer instante del envenenamiento.

Aquella recrudescencia del dolor contrariaba al padre Claudio. Él quería vivir aunque sólo fuese por unas cuantas horas; ansiaba conservar limpia su inteligencia y expedita su palabra para romper el espantoso vacío en que sus enemigos le habían arrojado después del crimen. Subiría la comunidad a aquella habitación acompañando al sacerdote encargado de administrarle el Viático y entonces él haría revelaciones en voz alta y acusaría al padre Tomás y a su antiguo secretario del envenenamiento de que era víctima.

Sabía que esto no llegaría a producir ningún resultado, y que los criminales quedarían sin castigo, pues la revelación se guardaría en secreto en la comunidad, no trascendiendo fuera de ella, pero al menos él experimentaría el consuelo de morir, después de hacer saber a todos los de la casa, grandes y pequeños, padres y novicios, que no moría por muerte natural, sino envenenado por gentes que le temían, sin duda a causa de su grandeza y su poder.

No encontraba el enfermo ningún inconveniente para hacer tal revelación. El padre Tomás se quedaría confundido entre la comunidad, pues aunque el padre Claudio le tenía por un bandido sin conciencia, no le creía capaz de ponerse en presencia de su víctima.

Ansiaba el enfermo que llegase el momento del Viático y su deseo no tardó en realizarse.

Las campanas comenzaron a sonar con mayor insistencia que antes, y sus sones melancólicos llegaban tan amortiguados a la fúnebre habitación, que parecían salir de un campanario de ultratumba.

El padre Antonio seguía leyendo a la luz de los cirios en su libro de oraciones, y únicamente se distrajo al oír, aunque lejano, el ruido producido por un tropel de gente que caminaba lenta y acompasadamente.

La ventana de la celda, situada en el primer piso, daba al gran patio de la residencia donde estaban los claustros, y sus cristales reflejaron un sinnúmero de cirios que iban pasando con mucha lentitud.

Era la procesión que comenzaba a salir de la iglesia por la bóveda que ponía en comunicación el templo y la residencia.

Una campanilla de argentina voz sonó tres veces e inmediatamente estalló un concierto de voces varoniles, foscas, compungidas y quejumbrosas, que recordaban las procesiones de esqueletos de las leyendas fantásticas.

El canto se arrastraba lento, monótono y con una expresión fúnebre que infundía pavor.

—Miserere mei Deus secumdum magnam misericordiam tuam.

El padre Claudio conocía bien aquel canto, lo había entonado muchas veces con bastante indiferencia, marchando al frente de toda la comunidad hacia la celda de algún compañero moribundo; pero en circunstancias tan terribles como las presentes, con aquel acompañamiento de lejanas y plañideras campanas, próximo a una muerte a que le habían arrojado traidoramente y sin esperanza de ser vengado, aquellas voces le produjeron un escalofrío de terror.

Quiso evitarse aquel espectáculo fúnebre, sintió tentaciones de escapar de allí y aún intentó incorporarse en la cama; pero fue inútil, pues su cuerpo era ya un tronco inerte que no podía hacer el menor movimiento.

El padre Claudio enclavado en aquel lecho de dolor había de apurar todo el cáliz de amarguras y sufrir el tormento de escuchar, hasta en sus menores detalles, la lenta marcha hacia su cama de aquella fúnebre comitiva que venía a anunciarle cómo la tumba estaba ya abierta.

La escalera se hallaba próxima a la celda y desde la cama oíase el rumor de pasos de toda aquella gente que comenzaba a subir con desesperante lentitud.

Otra vez estalló el mortuorio canto, otra vez las agudas y desagradables voces de los novicios y las roncas y graves de los padres, conmovieron el espacio con los sonoros y desgarradores versículos.

—El secundum multitudinem míserationum tuarum de le inquitatem meam.

El padre Claudio estaba anonadado por aquel canto. ¡Oh! Sí que sabían, en aquella casa, hacer las cosas con aparato; pero al enfermo no le hacían gracia los últimos honores que le rendían, y más hubiera apreciado que le dejasen morir en un rincón, con el rostro vuelto a la pared, pero al menos tranquilo y entregado a sus pensamientos.

Lo único que le consolaba era que pronto tendría ocasión de desenmascarar a sus asesinos en presencia de toda la comunidad, y por eso aún le desesperaba más aquella lentitud y los cantos que entonaba la comitiva deteniendo la marcha.

Aún resonaron en la escalera varias estrofas, hasta que por fin sonaron los primeros pasos de la comitiva en la galería, en cuyo fondo estaba la puerta de la habitación.

Ésta se hallaba cerrada y por bajo de ella, iba marcándose una ancha línea roja, producida por el tropel de luces que lentamente iba acercándose.

La cama estaba colocada frente a la puerta, y el padre Claudio, con la mirada estúpidamente fija en aquella línea de luz, iba viendo cómo aumentaba en intensidad, conforme se oían más cercanos los innumerables pasos de la procesión.

Se abrió la puerta, y lo primero que entró por ella junto con un torrente de roja y humosa luz, fue el lúgubre campaneo de la torre y otro estallido de horripilantes voces que cantaban la última estrofa.

—No projicias me a facie tua: et spiritum sanctum tuum ne anferas a me.

El padre Claudio levantó cuanto pudo la cabeza y miró.

Desde la puerta al extremo de la galería, extendíase en dos grandes filas con blandones en las manos toda la comunidad, con las cabezas bajas, el aspecto encogido rebosando un dolor hipócrita y el labio agitado por el terrible canto.

En el fondo y casi confundido por el humo de los cirios, erguíase un sacerdote que llevaba en la mano el santo copón y a su lado otro sacerdote con el hisopo, la campanilla y todos los demás útiles necesarios para el acto.

Sobre el fondo oscuro de la galería, aquellos blandones que llenaban el espacio de más humo que luz colorando con tintas rojizas la doble fila de sotanas y aquellos rostros desmayados e inmóviles con los ojos fijos en el suelo, daban a la escena el aspecto interesante y aterrador de un drama inquisitorial.

El padre Antonio se dirigió a la puerta, y el enfermo, al ver lo que hacía, no pudo reprimir un movimiento de indignación y sorpresa. ¡Ah traidor! Recomendaba a los jesuitas más próximos a la puerta, que no entrasen en la habitación, pues con el humo de sus hachones podían causar molestias al enfermo.

Aquel miserable parecía haber adivinado la intención del padre Claudio, y sabía evitar sus revelaciones comprometedoras.

Otra sorpresa más dolorosa le faltaba aún experimentar al enfermo.

Las dos filas de sotanas pusiéronse de rodillas y el sacerdote encargado del Viático avanzó seguido del que le servía de sacristán.

¡Maldición! Estaba aún lejos de la puerta, cuando ya el padre Claudio había adivinado en él, por su alta estatura y su modo de andar, al terrible italiano. No quería sin duda abandonar a su víctima hasta el último instante, y sabía evitar su comunicación con los extraños al terrible negocio. Quien le servía de sacristán era el padre Felipe, aquel imbécil incapaz de discernimiento, y que además guardaba cierto rencor al enfermo por la falta de miramientos con que siempre le había tratado.

El padre Claudio perdió la esperanza, contemplando aquellas dos filas de autómatas arrodillados en la galería. En aquellos momentos encontraba demasiado perfectas la organización y la disciplina de la Compañía. Era inútil que hablase. Aquellos hombres tenían oídos pero no oirían; porque el secreto que iba a revelarles era demasiado grave, y en la Compañía se prefiere ser sordo, mudo o imbécil, a poseer historias que molesten a los superiores en su prestigio.

Además, el enfermo no se sentía con fuerzas para dar un escándalo. La audacia y la habilidad de sus enemigos, que parecían adivinar todos sus cálculos, habían llegado a intimidarle, y hacían aún mayor su debilidad.

El enfermo estaba ya resuelto a morir, pero como última protesta se propuso no tomar la hostia de tales manos. Discurría con torpeza, pero pensaba que la hostia bien podía ser un nuevo veneno que le daban para acelerar su muerte. ¡Creía el infeliz que no era suficiente el tóxico que circulaba por sus venas y que iba extinguiendo rápidamente su fuerza vital!

Entró el padre Tomás en la celda, y tomando el hisopo de manos de su compañero, roció el lecho con agua bendita murmurando el Asperges me Domine, hissopo, et mundabor, etc.

Después el italiano se colocó cerca de la cabeza del enfermo y a su lado el padre Antonio, formando con sus cuerpos una muralla que impedía a los que estaban fuera el ver al enfermo.

Querían aislar al padre Claudio por si intentaba hacer alguna protesta; pero el infeliz no se sentía con fuerzas para hablar, y se limitó a lanzar una intensa mirada al padre Tomás.

Sus ojos de moribundo claváronse con tal expresión en el rostro del italiano, que éste, a pesar de su cínica serenidad, no pudo menos de inmutarse, y volvió la cabeza huyendo de aquella mirada que le perseguía.

El odio más feroz, la rabia más inmensa, asomábanse como una extraña luz a aquellos ojos que comenzaba ya a empañar la muerte.

El padre Tomás sentía deseos de acabar, mas para recobrar su serenidad, dijo con su habitual audacia:

—¿Cómo se siente usted, reverendo padre? Ánimo, que esto no es nada.

El padre Claudio se asombró oyendo aquellas cínicas palabras y en el primer instante intentó protestar.

—¡Ca… na… llas!… —balbuceó con dificultad.

Y como desesperado por la torpeza de su lengua y la audacia de sus enemigos, hizo un esfuerzo supremo y girando sobre un costado, volvió el rostro a la pared.

No quería ver a sus asesinos y en señal de odio y de desprecio, les volvía las espaldas.

El padre Tomás no se desconcertó. Convenía seguir el acto antes de que se apercibieran los que estaban arrodillados fuera de la celda, y sacando del copón una hostia, la elevó a la altura de sus ojos y comenzó a murmurar la fórmula:

Ecce agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi, etc.

El padre Claudio seguía presentando las espaldas y con el rostro vuelto a la pared, sin hacer caso de las palabras del sacerdote, que anunciaban la administración del Viático.

El padre Antonio estaba consternado.

—¿Qué hacemos, reverendo padre? —preguntó al padre Tomás.

—Haga usted que vuelva el rostro el enfermo.

El secretario, empujando dulcemente a su antiguo superior, intentó hacerle cambiar de posición.

El enfermo contestó con un rugido.

—Dejadme tranquilo… ¿Queréis envenenarme otra vez?

El padre Tomás palideció al escuchar estas palabras.

—Es preciso que el enfermo comulgue —dijo con energía—. El padre Claudio ha perdido seguramente la razón. A ver: vuélvanlo ustedes, aunque sea a la fuerza.

El secretario y el atlético padre Felipe se abalanzaron entonces sobre la cama y con grandes esfuerzos consiguieron cambiar de posición aquella masa de carne, que aunque inerte e incapaz de resistencia, pesaba mucho por su volumen grasoso.

El padre Claudio, sujeto por los brazos de los dos jesuitas quedó en el lecho tendido de espaldas con la mirada fija en el padre Tomás.

En su rostro, desfigurado por grandes manchas violáceas, que a cada instante se hacían más visibles, destacábanse los ojos, que lucían con brillo de intensa cólera.

El padre Tomás no se sentía capaz de mirar frente a frente a aquel moribundo, que parecía querer asesinarle con sus ojos. Había que apresurar el acto y con la hostia en la mano, inclinó el cuerpo, poniéndola a poca distancia de la boca del enfermo.

—Accipe frater Viaticum Corporis Domini nostri Jesu Christi, qui te custodiat ab hoste maligno et perducat in vitam aeternam. Amen.

Y estas palabras eran interrumpidas por la débil voz del padre Claudio, que tenazmente balbuceaba:

—¡Queréis envenenarme! ¡No me engañaréis!

El padre Tomás miró a su víctima, la vio inmóvil a pesar de sus protestas, y avanzó la hostia hacia su boca, murmurando la acostumbrada fórmula: Corpus Domini nostri, etc.

Pero no pudo terminar, pues ocurrió un suceso inesperado.

Al sentir el moribundo, en sus contraídos labios, el contacto de la sagrada forma, se estremeció de pies a cabeza, y haciendo un esfuerzo para resistir, agitó los brazos desesperadamente.

—¡M… da!, ¡m… da! —gritó con voz que parecía salir de la tumba, y que produjo un movimiento de escándalo y extrañeza en todos los que estaban arrodillados en la galería.

Y con su nervioso braceo dio un golpe en la mano del padre Tomás, y la hostia cayó rota sobre las ropas de la cama.

Oyose un ruido seco semejante al que produce el tapón al saltar de la botella, y un vómito de sangre negra y pestilente se derramó sobre la cama, cubriendo los fragmentos de la hostia que acababa de caer.

Después la cabeza del padre Claudio quedó inerte sobre la almohada.

Había muerto, y en sus labios contraídos y manchados por la inmundicia, parecía leerse su última palabra, sucia como sus vómitos y soez como el alma de quien la había dicho.

Era el adiós más propio del padre Claudio al dejar el mundo.

PARTE TERCERA: MARUJITA QUIRÓS

I. LA BARONESA Y LA REVOLUCIÓN

El día en que se esparció por Madrid la noticia de la batalla de Alcolea, la baronesa de Carrillo creyó morir de indignación y de miedo.

Indignación contra el destino, contra la Providencia Divina, si necesario era, pues existiendo un Señor Todopoderoso en el cielo, no podía ella comprender cómo consentía que el trono de los reyes fuese destruido por las turbas revolucionarias, enemigas de Dios y de los santos.

Miedo, porque bien debía sentirlo una dama de Palacio, aristócrata de nacimiento y bastarda real, viendo pasar por la calle aquellas bandas de hombres armados, terribles revolucionarios que comenzaban a jugar a la milicia nacional, y daban a entender su ferocidad sin límites, destruyendo las coronas grabadas en los escudos o en las puertas de ciertos establecimientos.

Aquel cataclismo era suficiente para aterrar a la más valiente baronesa. Pero ¡Dios mío!, ¿qué iba a ser de España sin reyes? ¿Qué sucedería cuando la revolución expulsase a los padres jesuitas? ¿Podría salirse a la calle cuando mandase ese Prim, que aclamaban las masas o cuando fuese un hecho la República a la que daban vivas?

La revolución sumía a doña Fernanda en un mar de confusiones, y no sabía si quedarse en su casa, tranquila como si nada ocurriese, o huir para no ser víctima del canibalismo revolucionario, el día en que las trompetas de los descamisados tocasen a comerse curas y baronesas.

Ella había vivido hasta entonces muy tranquila, sin acordarse de que aquella gente que no tenía un título, ni iba a los bailes de Palacio, podía aspirar a gobernarse por sí misma; pero ahora, en vista del resultado, se confesaba que forzosamente había de ocurrir aquello más tarde o más pronto.

Los intereses de la monarquía y de la religión habían sido mal cuidados en concepto suyo. ¡Ah! ¡Si hubiera vivido el padre Claudio!

Después de los dos años transcurridos desde la muerte del poderoso jesuita, doña Fernanda era la única admiradora que se conservaba fiel a su memoria.

Ella no era enemiga de su sucesor, el padre Tomás. Admiraba la sagacidad y la astucia del italiano, pero no encontraba en él el encanto del padre Claudio, y se decía que a no haber muerto éste y de seguir aconsejando a la reina y a los gobernantes, no hubiese triunfado la revolución, ni las personas decentes pasarían tan malos ratos como proporcionaba la vista del pueblo armado en las calles.

Tan grande era el susto de la baronesa, que de buen grado hubiese seguido en su emigración a la reina y a sus queridos padres jesuitas. No podía acostumbrarse a vivir sin su antiguo amigo, el padre Felipe, aquel confesor insustituible, que continuaba siendo un modelo de brutalidades y fortaleza, y tampoco podía transigir con aquella vida de manifestaciones a diario, y motines cada semana, propia de los períodos agitados.

Por desgracia, la situación de la baronesa, no le permitía obrar con entera libertad ni cumplir sus gustos.

Ella, que tanto había buscado el matrimonio en su juventud, viéndose condenada por su fealdad y su carácter a un forzoso celibato, encontrábase ahora convertida en verdadera madre de una niña de cinco años, que alegraba, con su presencia y sus juegos, aquella casa de la calle de Atocha sobre la cual parecía pesar una maldición desde el trágico fin del conde de Baselga.

Era su sobrina María, la hija de Enriqueta, que llevaba el apellido de Quirós.

La baronesa, cuando ocurrió aquel cambio político que tanto pavor le produjo, llevaba todavía el luto por la muerte de su hermana.

¡Infeliz Enriqueta! Después de la terrible escena que presenció desde su balcón en las últimas horas del 22 de junio, todavía vivió más de un año, si es que podía llamarse vida a aquella existencia enfermiza de la que ella misma no se deba cuenta.

En un estado rayano a la idiotez, ciega y sin reconocer a su hija, a la que tanto adoraba antes, estuvo la pobre joven hasta el instante de la muerte. Algunas veces surgían los recuerdos como fugaces chispazos en su memoria, y entonces hablaba cosas ignoradas por la baronesa y que a ésta le causaban gran impresión.

De este modo supo doña Fernanda que la enfermedad de su hermana, que ella creía a consecuencia de haber visto muerto a su esposo sobre la acera, provenía en realidad de que vio a su antiguo amante, a aquel pillete republicano detenido por las tropas del Gobierno y próximo a ser fusilado.

Aquella noticia causó gran alegría a la baronesa, que odiaba intensamente al capitán Álvarez, y para comprobar si el hecho era cierto o si resultaba un delirio de la infeliz enferma, encargó a varios amigos de influencia que se enterasen en los centros oficiales de si un insurrecto, ex-oficial del ejército, llamado Álvarez, había sido fusilado en la calle de Atocha.

Tales gestiones no dieron resultado alguno, pues en ningún centro constaba la ejecución de un insurrecto de tal nombre. Además, Álvarez era muy conocido como conspirador y su nombre era imposible que pasara desapercibido para las autoridades.

Doña Fernanda se quedó dudando sobre la certeza de aquel suceso y no supo si creer muerto o vivo al revolucionario que tan antipático le era. En vista de la ignorancia de los centros oficiales se inclinaba a creer que el tal fusilamiento era una visión de Enriqueta, delirante al ver el cadáver de su esposo; pero cuando hablaba con su hermana, en los rápidos momentos de lucidez que tenía ésta, asombrábase y se inclinaba a creerla, viendo la serenidad con que le relataba, con gran abundancia de detalles, la fuga de Álvarez y su asistente por la calle de Atocha abajo y el encuentro con la patrulla que los fusiló.

Lo del fusilamiento nunca llegó a creerlo doña Fernanda; pero tuvo por indudable que su antipático enemigo había estado en la barricada de la plaza de Antón Martín, y como no le dolía atribuir a Esteban Álvarez cuanto de malo podía imaginar, tuvo por indiscutible que él era quien había enviado el balazo mortal al infeliz Quirós.

Enriqueta, debilitándose lentamente y corroída por una enfermedad que era más moral que física, agonizó cerca de dos años, hasta que por fin murió a principios del sesenta y ocho.

La baronesa quedó como madre de aquella niña, a la cual, a pesar de su aversión a los niños, quiso un poco más que a Enriqueta en su infancia.

La fanática señora habíase creado en torno de su persona el vacío. Ricardo estaba en la Compañía de Jesús; exaltado cada vez más por sus aficiones místicas y aspirando al supremo grado de santidad, no quería sostener relación alguna con su familia. El padre Claudio, que era su más adorado ídolo, había muerto.

Quedábale el padre Felipe, aquel atleta que parecía insensible al curso de los años, pues se conservaba con su aspecto de eterna y zafia juventud; pero la vejez había apagado en doña Fernanda sus furores insaciables, y poseída ya del frío y de la indiferencia propia de su edad, comenzaba a sentirse molestada en presencia de su confesor, cuya rusticidad y grosería reconocía ahora que sus ojos estaban libres del velo amoroso.

Aquella soledad extremose al sobrevenir la revolución. Algunas de las damas con quienes estaba más en relaciones marcháronse a Francia para ponerse al lado de la destronada reina y comer con ella las trufas de la emigración llorando en París, con sus millones, las penas de un voluntario destierro; la mayor parte de las cofradías dejaron de funcionar momentáneamente, hasta ver en qué paraba aquello; la juventud dorada de los salones, que se burlaba del pueblo y leía al padre Claret después de salir de los burdeles, se ocultó, no se sabe dónde, y la baronesa encontrose sin amigas, sin entretenimiento, sin contertulios, y lo que es peor, sin poder seguir a los que se iban; pues por el momento no se decidía, a causa de aquella niña, cuya salud era delicada y a la que se había propuesto cuidar por sí misma.

Los jesuitas huyeron. La baronesa vio al padre Tomás el mismo día de la revolución, y le pareció muy trastornado a pesar de la serenidad que se esforzaba en fingir. Dijo que tras aquellos tiempos calamitosos no tardarían en sobrevenir otros mejores, pero al día siguiente, con toda la comunidad formada en grupos sueltos, tomó en camino de Francia, no parando hasta Bayona. A dicho punto fue también el novicio Ricardo Baselga, a quien la Compañía, cada vez tenía más empeño en presentar como futuro santo.

Doña Fernanda quedó sola en Madrid, y tan aislada como si de golpe hubiese trasladado su casa a la capital de Rusia.

Parecía que le habían arrojado de un empujón en un mundo nuevo, y su vida era un continuo gesto de extrañeza.

Leía los periódicos reaccionarios, aquellos que antes la entusiasmaban con sus artículos, en favor de la intolerancia religiosa y de los privilegios, y los encontraba ahora partidarios incondicionales de la revolución victoriosa, encomendándose a cada paso a la trinidad del día: Prim, Serrano y Topete.

Los nombres de políticos nuevos que surgían con una fecundidad alarmante no la extrañaban menos. ¿Quiénes eran aquellos señores que constituían la Junta revolucionaria de Madrid? ¿De dónde salían aquellas gentes a las que ahora daban vivas y que ella nunca había oído nombrar? Dos o tres años antes, en su tertulia, hablábase de un tal Castelar, que hacía discursos en el Ateneo, y de otro tal Pi y Margall, que escribía en La Discusión artículos socialistas que espeluznaban a las personas decentes; pero ella siempre había tenido a estos hombres y a otros como míseros pelagatos, que el Gobierno debía enviar a Ceuta, y por esto no podía comprender las aclamaciones de que constantemente eran objeto en las calles de Madrid, y lo mucho que de ellos hablaban los periódicos.

Había que huir de un país en que tales absurdos ocurrían. De aquello a degollar una mañana a todas las personas que en Madrid llevaban camisa limpia, no había más que un paso.

Cada una de las manifestaciones que hacía el pueblo de Madrid, costaba un susto a la baronesa.

Apenas oía vivas en la calle y rumor de gente que con banderas bajaban hacia la estación de Mediodía para recibir a algún personaje de la situación, la baronesa palidecía y temblaba, y si no corría a esconderse en el último rincón de la casa, era por la dignidad de clase, pues en su predisposición a imaginarse peligros y enemigos, creía que los criados eran terribles descamisados, que aunque la servían con el mismo respeto de siempre, fraguaban en su interior horrorosos planes de venganza: si ella demostraba poca entereza y falta absoluta de valor, eran capaces de degollarla una noche en la cama y poner en práctica la liquidación social, repartiéndose su dinero y alhajas.

Doña Fernanda vivía en perpetua alarma; no salía a la calle ni aun para ir a la iglesia y se estremecía de horror sólo al oír los títulos que voceaban los vendedores de impresos, y las canciones de los chiquillos.

Todos tenían en aquella época algo que escribir o que cantar contra la p… de Isabel y sus compinches, el padre Claret y Sor Patrocinio; y cuando la baronesa pensaba que por sus venas corría algo de la sangre de aquélla, y que al mismo tiempo había sido gran amiga del cura palaciego y de la monja milagrera, estremecíase de horror creyendo que sus relaciones con aquellos caídos no podían conservarse en el secreto.

Para colmo de desdichas, el tabernero que vivía enfrente se tragaba todas las noches el contenido de las hojas y folletos que publicaba el ciudadano Roque Barcia y otros escritores de menos nombre, y ansioso de hacer algo contra aquellos nobles y privilegiados que tan furibundos anatemas merecían a las plumas democráticas, había fijado su ojos en la baronesa santurrona que tenía por vecina, y aunque el pobre hombre no era capaz de hacer daño a una mosca, poníase rojo de satisfacción cuando todas las mañanas detenía en la acera a la chismosa doncella de doña Fernanda, para decirle, ahuecando la voz, que pronto se vería un 93, y que todas las algaradas presentes, no eran más que preludios de la gran cuelga en los faroles que iba a hacerse de cuantos nobles y curas se encontrasen a mano.

Estas expresiones del sanguinario tabernero las transmitía textualmente la doncella y el portero a su atribulada señora, la cual se estremecía de horror cada vez que atisbando tras los visillos del balcón veía tras el mostrador el mofletudo y bondadoso rostro del tabernero, incapaz de otros crímenes que no fuesen el aguar el vino de sus toneles.

Por fortuna, para la atribulada baronesa, a los dos meses de agitación comenzó a cansarse el pueblo de tanta bullanga sin objeto y la revolución «entró en caja», como decían los periódicos sensatos. Con esto, doña Fernanda gozó de una relativa tranquilidad.

La nación se pasaba sin reyes, y no temblaba la tierra ni se venía abajo el cielo: funcionaba ya un Gobierno presidido por Serrano, al que la baronesa conocía de la época, en que joven, gallardo y con el apodo de El general bonito, disponía como dueño en Palacio y era el único que tenía imperio sobre la caprichosa Isabelita.

Dona Fernanda comenzó a encontrar más tolerable la situación y hasta reanudó su vida de antes, consolándose, con frecuentes visitas a las iglesias, de la fuga de sus amados padres jesuitas. Las cofradías comenzaban a funcionar y los antiguos compañeros de asociación volvían a encontrarse y a reunirse, para echar sendos párrafos sobre la impiedad de los tiempos y las desgracias de España, desde que en ella no reinaban los Borbones.

Ya comenzaba a encontrar la baronesa algo tolerable aquella vida en período revolucionario, cuando un suceso vino a sumirla nuevamente en la intranquilidad.

Desde que Paco Serrano reinaba, con el título de jefe del Gobierno Provisional, se sentía más sosegada, confiando en su protección, y de aquí que ya no le importasen gran cosa las amenazas del descamisado tabernero, ni procurara atisbar tras los balcones las actitudes de aquel Nerón, enemigo irreconciliable… del vino puro. Pero una mañana en que levantó el cortinaje de una ventana para ver qué tiempo hacía y decidirse a salir a pie o en carruaje, inmutose al ver un hombre parado en la acera de enfrente y mirando con fijeza la fachada de la casa.

Era un militar que en su bocamanga llevaba los galones de comandante y que a pesar de ser joven, tenía en su bigote y en la cabeza algunas manchas de canas.

Doña Fernanda creyó reconocerlo más con el corazón que con los ojos, pero se detuvo, no queriendo admitir una idea absurda.

¡Dios mío! ¡Qué ilusión más completa! Parecía el mismo; pero no, no podía ser. Aquel otro había muerto fusilado casi en aquel mismo sitio, según el testimonio de la pobre Enriqueta

La baronesa, embargada por la emoción del que ve levantarse un muerto de la tumba, intentaba convencerse de que era absurda su suposición, y buscaba en aquel militar algún rasgo que le demostrase cómo no era el mismo que ella se imaginaba.

Pero resultaba inútil. Las canas y ciertas arrugas prematuras eran lo único de nuevo que encontraba en aquel rostro; en lo demás, la misma expresión e idénticos ademanes.

Doña Fernanda iba ya creyendo que aquello era una aparición de ultratumba, una visión fantástica que surgía ante sus ojos en pleno sol y en medio de una calle grande y transitada, cuando el militar, que permanecía inmóvil y con la mirada fija enfrente, abandonó su actitud para alejarse calle arriba con lento paso.

Doña Fernanda, al verle moverse y codearse con los transeúntes que venían en dirección contraria, ya no dudó más.

No era una aparición. Aquel militar era Esteban Álvarez, el antiguo amante de Enriqueta, el verdadero padre de María… el fusilado el día 22 de junio.

II. LO QUE FUE DEL REVOLUCIONARIO ÁLVAREZ

Cuando el ex-capitán Álvarez, sentado en el café de Madrid, sito en el boulevard Montmartre y el más frecuentado por los españoles residentes en París, contaba, a sus compañeros de emigración, sus hazañas del 22 de junio, lo que más excitaba la atención y torturaba la curiosidad de todos, era la última parte de la jornada o sea lo que le ocurrió después de disparar el último tiro en la barricada de la plaza de Antón Martín.

¡Oh! ¡Qué gran cosa resulta la amistad cuando es verdadera! ¡Cuán poco debe uno guiarse por las apariencias! Muchas veces el amigo que se desprecia y que en menos se tiene es el que presta el servicio supremo que con más emoción se recuerda durante toda la vida.

Huían Álvarez y su asistente de la barricada que acababa de tomar la tropa, cuando al pasar por frente a la casa de Enriqueta, detúvose sorprendido viendo a ésta en un balcón. Hízola una señal de adiós, y apremiado por el peligro, volvió a emprender su precipitada carrera; pero ya era tarde para salvarse.

Al pasar frente a una bocacalle, los dos fugitivos viéronse envueltos por un grupo de guardias civiles y les fue imposible resistir. Para escapar con más ligereza habían arrojado las armas y era inútil que intentasen resistir a aquella docena de guardias que les apuntaban con sus fusiles.

Dejáronse, pues, conducir por aquellos hombres que en lo ceñudo de sus rostros y en sus miradas iracundas daban a entender propósitos poco tranquilizadores.

Álvarez y su asistente, ennegrecidos por el humo del combate, con las ropas rotas y en desorden y sin sombreros, tenían un aspecto poco distinguido, y sin duda por esto, los guardias se abstenían de hacerles preguntas, tomándolos por dos revolucionarios vulgares y únicamente les dirigieron la palabra para llamarlos bandidos y canallas con otras lindezas por el mismo estilo.

Amo y criado habían sido arrojados contra una pared, y allí, cogidos de la mano, y erguidos con sublime jactancia, aguardaban la descarga con que les amenazaban una docena de fusiles apuntados a sus pechos.

Álvarez, próximo a recibir la fatal caricia del plomo, miró a aquel balcón en el que había visto a Enriqueta como una aparición momentánea. Allí estaba ella aún, casi doblada sobre la balaustrada y próxima a desvanecerse, y Álvarez la vio caer, al fin, pesadamente y golpeando su cabeza en los hierros.

El amante apenas se impresionó, pues en aquel día los sucesos terribles se seguían con una rapidez tan asombrosa que abrumaban su pensamiento.

Iba a morir, y preocupado por esta idea, sólo atendió al presente. Por un rasgo de coquetería varonil, semejante al que sentía Mural cuando al ser fusilado gritaba: ¡No tiréis a la cara!, Álvarez se cubrió el rostro con un brazo y esperó la descarga.

Álvarez oyó los pasos de mucha gente, voces imperiosas, y quitando el brazo de sus ojos vio a un pelotón de soldados de infantería que desembocaba por la misma bocacalle.

Un teniente joven, con el sable en la mano, cuestionaba con el sargento que mandaba el pelotón de guardias civiles:

—¡Se están ustedes deshonrando! —gritaba el joven militar—. No son ustedes nadie para fusilar a los prisioneros. Para eso están los consejos de guerra.

Los guardias estaban furiosos contra los revolucionarios. Muchos de los suyos habían caído atravesados por los certeros tiros de las barricadas y ansiaban vengarse con esa vehemencia rabiosa de los soldados viejos, entre los cuales el compañerismo es el mayor de los deberes.

El sargento intentó resistirse al mandato del oficial, pero éste se le impuso con el prestigio que la superioridad proporciona entre las gentes de armas.

La guardia civil bajó sus fusiles, y los dos prisioneros pasaron a poder del teniente que se comprometió a conducirlos al Principal, donde iban amontonándose los insurgentes cogidos con las armas en la mano.

Álvarez experimentó verdadera rabia al enterarse de aquel suceso. Sabía lo que significaba el ser conducido al Principal. Su persona sería identificada, tendría que comparecer ante un consejo de guerra que le aburriría con sus preguntas, y al fin sería fusilado, ni más, ni menos, que como ya iba a serlo por las armas de aquellos guardias.

Ganaba algunas horas más de vida, pero también se prolongaba su agonía y tenía que luchar con sus negros recuerdos.

Irritado contra el oficial que le había arrancado de manos de los guardias, lanzole una mirada que demostraba su falta de agradecimiento. El militar no se fijaba en él y le volvía la espalda con ese desprecio que el vencedor siente hacia el caído.

Aquella rápida mirada sirvió a Esteban para hacer un descubrimiento. En el cuello de los soldados que le rodeaban, ostentábase el mismo número del regimiento a que él había pertenecido. Una nueva desgracia que caía sobre él. Sus guardianes no tardarían en reconocerlo a él y a su antiguo asistente, y sería imposible el impedir la identificación de personalidad que tan terrible había de serle.

A Álvarez le pareció adivinar en aquellos soldados ennegrecidos y transfigurados por el combate, algunos de los individuos de su antiguo batallón, y aunque ahora se fijó más atentamente en el oficial que los mandaba, le fue imposible reconocerlo, pues marchando al frente del destacamento le presentaba la espalda.

Una gran parte de aquella compañía, de la que estaba encargado el teniente por haber muerto el capitán en aquella mañana, siguió por la calle de Atocha arriba, para reunirse con las demás fuerzas que ocupaban la barricada de la plaza de Antón Martin; la guardia civil quedó detenida en la esquina y el joven oficial, con unos veinte soldados que llevaban entre sus bayonetas a los dos prisioneros, emprendieron la marcha por la calle del Fúcar.

Anochecía, y como en aquella zona de Madrid no era posible encender el alumbrado público hasta que se recompusieran los destrozos causados en las cañerías de gas por los insurrectos al levantar las barricadas, en las calles estrechas reinaba una oscuridad que hacía caminar a los soldados con bastante precaución.

El oficial, que iba al frente, fue acortando su paso, hasta quedar al nivel de los prisioneros y colocarse al lado de Álvarez.

Seguía en su actitud indiferente y desdeñosa y entonaba, entre dientes, los toques de corneta que había estado oyendo durante todo el día. Álvarez, a pesar de su triste situación, sentíase muy molestado por la petulancia de aquel oficialito, que pegado a él, parecía hacerle fisga con su monótono canturreo.

De pronto se estremeció al oír, entre un toque a la bayoneta y otro de alto el fuego, una voz conocida que le hablaba muy bajo.

—Te he conocido en seguida, querido Séneca. Ya me figuraba yo que era muy posible el encontrarte metido en esta zambra… ¡Eh! ¡No te inmutes! No me hables: podían apercibirse estos muchachos y lo echaríamos todo a perder.

Álvarez no volvió la cabeza e hizo esfuerzos para que no se conociera la sorpresa que experimentaba. Había reconocido al oficial; era su antiguo amigo, el vizconde del Pinar, aquél a quien llamaban en el regimiento el alférez Lindoro, y que durante la emigración de Álvarez había ascendido.

Perico, que marchaba a la derecha de su amo, casi pegado a él, oía perfectamente tales palabras y más sereno que aquél, no hizo el menor gesto de sorpresa. Él había reconocido al teniente desde que se puso al lado de los prisioneros, pero se callaba aguardando algo bueno de aquel encuentro.

El vizconde seguía hablando, aunque miraba a otra parte, sin mover los labios y como si tal cosa no hiciera; habilidad que había adquirido en los salones para decir cuanto quería, sin que se apercibiera otra persona que la interesada, y de la que él se mostraba siempre muy orgulloso.

—¡Buen día nos habéis dado con vuestra maldita revolución! Te digo que aquellos guardias tenían motivos de sobra para haberos fusilado. ¡Diablo!, y si no llego yo, de seguro que os despachan a ti y a tu asistente. Te he conocido en seguida a pesar de que te tapabas la cara… ¡Bien!, ¿y ahora qué?… La verdad es que no hemos adelantado gran cosa librándote yo de los fusiles de aquellos energúmenos. Vas a ser fusilado, querido Séneca, a pesar de toda tu filosofía, y lo mismo le ocurrirá a ese bruto de Perico, que comete la locura de seguirte a todas partes. Mi deber es conducirte al Principal, allí no faltará alguien que te reconozca, y no te digo si tendrán ganas de meterle plomo en el cuerpo a un conspirador como tú, que lleva revuelto el ejército arreglando pronunciamientos. Pero… ¡con mil demonios!, estate quieto. ¡Anda como si nada te dijera! No vuelvas la cara ni intentes hablarme… Ya veremos de arreglar esto en el camino.

Y aquel buen muchacho inclinó la cabeza ocupado en pensar cuál sería el medio más seguro y acertado para salvar a su amigo.

Reflexionó largamente, y la única consecuencia que pudo sacar es que se había metido en un lío terrible, y que no le quedaba otro remedio que comprometerse gravemente o llevar a su amigo al degolladero.

El vizconde sentía que algo que dormía en el fondo de su vano cerebro se sublevaba ante la idea de que Álvarez fuera entregado por él mismo en el Principal, de donde saldría para ser fusilado con otros muchos prisioneros. No; esto no ocurriría, pues sería para él un eterno remordimiento.

«Yo creo en la Providencia —pensaba— y ¡qué diablo!… cuando las cosas han venido de modo que siendo tan grande Madrid, he sido yo el destinado a hacer a Álvarez prisionero, es que la suerte me designa para que sea su salvador. Y le salvaré… ¡sí, señor!, le salvaré».

El teniente, convencido por esta lógica, de que estaba en el deber de salvar a su amigo, aunque faltara a la disciplina y expusiera su vida, ocupábase en imaginar los medios de evasión, y de vez en cuando miraba con ojos recelosos a todos los soldados, que con el fusil al brazo y la bayoneta calada, marchaban detrás de los prisioneros. Aquel examen le tranquilizaba poco.

—Mira, Esteban —siguió diciendo a su amigo del mismo modo que antes—, veo muy difícil que tú te puedas escapar. Si fueras un desconocido, aún podría yo intentar algo con esos muchachos, diciéndoles que eres un honrado padre de familia, y que resultaría un crimen el fusilarte. Pero te conocen, Séneca, te conocen. Muchos de ellos son quintos del año pasado; pero vienen aquí dos gastadores de la época en que tú estabas en el regimiento, y hace rato que no te quitan la mirada de encima. Esos saben quién eres y las ganas que el Gobierno tiene de echarte la mano. Si te escapas de seguro que te disparan, y lo peor es que no errarán, pues son buenos tiradores. Pero… ¡con mil demonios! ¿Qué es lo que voy a hacer?

Álvarez no pudo contenerse esta vez, y a pesar de la oposición del teniente, habló con voz apenas perceptible.

—Llévame al Principal; es lo más fácil. Me importa poco vivir después de lo ocurrido.

—Por fin has hablado para decir una barbaridad. ¿Te parece, alma de cántaro, que yo, sin remordimiento de conciencia, puedo entregarte en manos de los que te han de dar la muerte?… Y el caso es —continuó con visible vacilación— que no es cosa fácil salvarte. Es fácil que un preso se escape, pero aquí sois dos y la cosa no resulta ya tan sencilla. ¿Qué haremos?

Y el teniente, que caminaba cada vez más lentamente, volvió a sumirse en una profunda meditación.

La oscuridad era cada vez mayor en las calles; la mayor parte de las casas tenían cerradas sus puertas y no se veía un transeúnte por parte alguna. Parecían las calles de una ciudad abandonada. El vecindario, aterrorizado por los combates que durante toda la tarde se habían sostenido en aquella zona de Madrid, sentía aún en los oídos el zumbido de las últimas descargas y no se atrevía a dejar libre la más pequeña rendija de su domicilio. La llegada de la noche y la carencia de alumbrado aumentaba aún más el terror.

La escolta y sus prisioneros estaban ya en la calle de Jesús, próximos a la plaza del mismo nombre, cuando el vizconde tocó con el codo a su amigo Álvarez.

—Oye, Esteban: he pensado bien lo que va a ocurrir y veo que no te queda más recurso que la fuga. Puede ser que alguno de éstos, al verte correr, te acierte y te meta una bala en el cuerpo; pero si llegas al Principal tu ruina es cierta, y muerte por muerte, más vale que tientes fortuna. Tal vez logres escapar sano. De dos hombres que huyen en distinta dirección, por lo menos uno, puede salvarse. ¿Nos oyes tú, muchacho?

Perico dio con el codo un suave golpe a su señor para indicarle que escuchaba las palabras del teniente, y Álvarez, por su parte, contestó afirmativamente a su amigo con idéntica señal.

—Está bien. Pues así que lleguemos a la entrada de la plaza, tú huyes por un lado de la calle de Lope de Vega, y Perico, por el otro. El lado de la derecha es el malo, pues conduce al Prado, donde es muy difícil sustraerse a la persecución; el de la izquierda es el mejor, pues por él puedes encontrar en las calles vecinas alguna casa abierta donde esconderte. Los dos lados son igualmente malos, si estos chicos que nos siguen tienen buen ojo y os aciertan en la oscuridad. Es inútil que os dé consejos, pues los dos sois veteranos. No hagáis caso de los tiros; la cabeza baja y a correr. Ya estamos cerca de la plaza. Séneca dame la mano sin que nadie se aperciba; así; aprieta fuerte y si te salvas, no seas tonto y no te metas en otro fandango como éste. Yo ya veré cómo salvo mi responsabilidad… ¡Créeme Esteban! El horno no está para tortas, y como esto no cambie, perderéis siempre los revolucionarios.

La escolta estaba ya en la entrada de la plaza de Jesús, cortando la calle de Lope de Vega. No había allí nadie, la oscuridad era densa, la soledad repercutía con eco agigantado las pisadas, y en las negras líneas que formaban las fachadas de las casas, brillaba luz alguna.

Perico caminaba cada vez más unido a su amo, y al llegar a tal punto, díjole al oído con acento imperioso:

—Usted por la izquierda.

Esteban se sintió violentamente empujado, y en el mismo momento, vio arremolinarse toda la escolta echándose los fusiles a la cara.

Era que el fiel muchacho, después de empujar a su amo hacia la izquierda, se había arrojado con velocidad aplastante sobre el soldado que iba a la derecha, y arrojándolo al suelo, huía por la calle de Lope de Vega con dirección al Prado.

Produjose en la oscuridad un desorden espantoso. El teniente gritó con indignación tan espontánea, que daba honor a su disimulo y los soldados apuntaron sus fusiles e hicieron una descarga cerrada sobre aquella parte de la calle.

—Creo que va herido —gritó uno de los soldados que pasaba por tener una vista portentosa; e inmediatamente más de la mitad de la escolta se lanzó en la oscura calle en persecución de Perico.

Todo esto había pasado como una exhalación a los ojos de Álvarez. El estampido de la descarga le sacó de la estupefacción profunda por la rápida fuga de su asistente; vio a los soldados de espaldas a él haciendo fuego y al mismo tiempo el vizconde mientras gritaba animando a sus soldados a la persecución, le largó un sablazo de plano, como indicándole que huyera en seguida antes que la escolta volviera de su sorpresa.

El revolucionario escapó por la izquierda de la calle corriendo junto a la pared, con la cabeza baja y el cuerpo encogido, para presentar escaso blanco por si le hacían una descarga.

Estaba ya cerca de la calle de San Agustín, cuando un soldado bisoño se apercibió de la fuga de Álvarez.

—¡Qué se escapa el otro! —gritó; y a esta voz, los pocos soldados que quedaban al lado del teniente, volvieron la cabeza hacia la izquierda de la calle. Parecíales distinguir la sombra que proyectaba en la oscuridad el fugitivo, pero ninguno pudo hacerle fuego por haber disparado poco antes sus fusiles.

Dos gastadores, los mismos que habían reconocido a Álvarez, según aseguraba el vizconde, fueron los que salieron en su persecución.

—¡No es necesario que carguéis! —dijo uno de ellos a los compañeros—. Nosotros tenemos buenas piernas y lo traeremos aquí.

Y los dos muchachotes, con el fusil colgando del hombro, salieron al escape de sus veloces alpargatas, y en la sombra se perdió el retintín que producían sus armas al agitarse con la violencia de la carrera.

Al teniente le disgustó que fueran aquellos dos hombres los que salieran en persecución de Álvarez. Sabían seguramente quién era, y por el afán de ser premiados, no dejarían de hacer los más grandes esfuerzos para apresarle.

Los dos gastadores, con su excelente vista de labriegos acostumbrados a ver en la oscuridad, distinguieron cómo el fugitivo doblaba la esquina de la calle de San Agustín.

Cuando ellos entraron en dicha calle la abarcaron en una mirada, y desde su entrada a la plaza de las Cortes, no vieron persona alguna.

Por mucho que corriera el fugitivo, y con la escasa ventaja que les llevaba, era imposible que hubiese atravesado toda la calle. En ella, pues, debía estar, y los dos la recorrieron despacio, fijándose en todas las puertas.

Una sola encontraron abierta, perteneciente a una casa antigua, de modesta apariencia, y cuyo portal era tan reducido, que la escalera comenzaba muy cerca del umbral.

Los dos muchachos se miraron sonriendo.

—Aquí está —dijo con acento de certeza uno de ellos.

—No es difícil adivinarlo; es el único refugio que ha podido encontrar. Tal vez nos estará oyendo metido entre la puerta y la pared. ¿Qué hacemos, Juanito?

—¡Bah! A éste lo fusilan si nosotros lo llevamos allá. ¿Te parece bien que maten como a un cualquiera a un hombre del que contaban tantas proezas en el regimiento? ¡Si allá en África dice que le llamaban Matamoros! Además, era el más fino de todos los oficiales cuando estaba en el regimiento, y yo le oí decir al sargento de la escuadra, que sabía más que un cura. Mira chiquio, lo que a él le pasa son desgracias que le pueden ocurrir a cualquier hombre, y esto son cosas de política en que no debemos mezclarnos. Dejémoslo en paz; para eso nos hemos encargado de seguirlo.

El llamado Juanito tenía gran ascendiente sobre su compañero pues éste se limitó a levantar los hombros en señal de conformidad.

—Vámonos… pero no, aguárdate un poco. Que conste esto que hacemos, pues ese señor de seguro que está ahí.

Y Juanito se acercó a la entreabierta puerta y la golpeó con la culata de su fusil.

—Mi capitán —dijo con voz leve acercando su cabeza al espacio que la puerta dejaba libre—. Sabemos que está usted ahí, pero no pase cuidado. Comprendemos lo que son estas cosas y para nosotros, un hombre, es un hombre.

El gastador iba a retirarse después de este rasgo de elocuencia, en que condensaba todos sus sentimientos, cuando creyó prudente añadir para que el servicio no quedase en el misterio:

—Yo soy Juan Cuesta, y mi compañero Pablo García, de la escuadra del segundo batallón, la que manda el cabo Rabiando. Somos de Belchite. Usted de seguro no tendrá el honor de conocernos, pero nosotros nos acordamos de cuando usted mandó, por una temporada, nuestra compañía. Aún me acuerdo de las dos guantadas que le atizó usted al cabo Solimán, aquel que tantas palizas les largaba a los reclutas. Parece que lo estoy viendo… ¡Qué buenos puños tiene usted!

Y el muchachote, como si temiera enfrascarse en aquellos recuerdos que le hacían sonreír, se apartó un poco disponiéndose a retirarse.

—Vaya ¡adiós, mi capitán!… Ese que iba con usted no se qué suerte habrá tenido. Creo que alguna de las chinas le habrá alcanzado. Que tenga usted mejor fortuna Capitán; procure que no le coja la policía o la guardia civil, que ahora mismo irán a la husma de los fugitivos.

Y el soldado aragonés se retiró, pero cuando ya estaba al lado de su compañero, volvió sobre sus pasos como si hubiese olvidado algo importante.

Le repugnaba retirarse sin tener una muestra de agradecimiento del perseguido, y acercando su cabeza a la entreabierta puerta, volvió a hablar:

—Mi capitán; ya que tal vez no nos veamos más, haga el favor de darme la mano. Soy un buen muchacho y tengo gusto en estrechar la mano de un valiente.

El gastador vio asomar por el borde de la puerta una mano varonil que apretó con toda la rudeza de un vehemente sentimiento.

—Bien, mi capitán; es usted todo un hombre. Da gusto hacer bien a valientes como usted. No se mueva; ahora mismo me voy.

Y volviéndose a su camarada, le llamó con un ligero siseo. —¡Eh, tú! ¡Pablico! Ven aquí, que el capitán quiere darte la mano.

El otro aragonés acudió solícito a estrechar aquella mano que surgía de la oscuridad como la de una aparición fantástica, y los dos soldados, después de sonreír estúpidamente por aquel honor, se retiraron no sin antes decir el más avispado:

—Guárdese bien, mi capitán; que no lo cojan, y si algún día cambian los tiempos y usted es algo, acuérdese de estos pobres. No lo olvide, somos de Belchite.

Los dos gastadores se alejaron, y en su apostura notábase la interna satisfacción que experimentaban.

—Ves —decía Juanico—, da gusto hacer favores a hombres que son hombres. Te digo que el dar la mano al capitán me ha puesto más contento que cuando la Pepa me regala un real para vino. ¿No piensas tú así?

El compañero afirmó con una cabezada.

—Ahora —continuó el gastador aragonés— mucho mutis. Hemos hecho lo suficiente para ir al Fijo de Ceuta. Aunque Dios baje del cielo a preguntarte, cuidado con mover la lengua.

Cuando los dos llegaron a la entrada de la plaza de Jesús, vieron reunida ya a toda la escolta, y sentado sobre un fusil que sostenían por ambos extremos dos soldados, al desgraciado Perico, que había sido herido en una pierna al escapar hacia el Prado.

Los soldados, al recogerle del suelo bañado en sangre, aplacaron su furor, y perdonándole la carrera y la alarma que les había proporcionado, le trataban con bastante consideración

La escolta púsose en marcha, y los dos gastadores, en el silencio con que el teniente acogió su declaración de no haber alcanzado al fugitivo, comprendieron que no habían obrado del todo mal.

Cuando Álvarez, oculto en aquel portal oscuro, oyó alejarse a los dos soldados, empujó la puerta tras la cual se guarecía y la cerró suavemente.

Ya estaba a salvo, aunque sólo fuera momentáneamente. Sentado en los primeros peldaños de la escalera, envuelto en aquella densa oscuridad y oyendo de vez en cuando sordos ruidos que provenían de los habitantes de los pisos superiores, pasó Álvarez gran parte de la noche, considerando aquel refugio incómodo y peligroso, como un lugar de delicioso descanso, después de las terribles aventadas de aquel día.

De vez en cuando sonaba a lo lejos el galopar de algún pelotón de caballería, y en la misma calle, se oyeron varias veces los pasos de patrullas que marchaban lentamente recorriendo la ciudad para efectuar registros en las casas sospechosas y detener a cuantos transeúntes de aspecto equívoco encontraban.

Álvarez, sumido en aquella oscuridad, presa de cruel incertidumbre sobre su porvenir, y a merced del primero que llamase a la puerta o bajase la escalera, sentía desvanecerse por momentos su presencia de ánimo.

Su situación no podía ser más crítica. Mientras había durado en él la excitación del combate, los peligros le habían parecido sin importancia; no había sentido la menor conmoción en las barricadas, ni al ver cerca de la casa de Enriqueta los fusiles de la guardia civil apuntados a su pecho: estos sucesos, así como la reciente fuga, recordábalos con toda la vaguedad de un sueño, pero ahora, al considerar fríamente su situación, sentía miedo y deseaba salir cuanto antes de tan angustioso estado.

Permaneciendo allí, estaba a merced del primero que lo encontrase en la escalera, y esta consideración le impulsó varias veces a subir para pedir a los vecinos de las habitaciones superiores que le auxiliasen; pero siempre se detuvo. Los habitantes de aquella casa, a juzgar por el portal reducido, mísero y sin portería, debían ser gentes pobres; pero aunque esto alentaba al fugitivo, por otra parte, atemorizábale la idea de encontrar arriba alguna mujer que, asustada por su presencia, diese voces que pusieran en alarma a toda la calle.

Álvarez, prefirió permanecer quieto, y allí estuvo muchas horas sentado en el duro peldaño y martirizado por la carencia de tabaco y fósforos.

De poder fumar, se hubiera distraído y alejado de sí aquella idea cruel y obsesionante de comparar su situación a la de un muerto y creerse en el fondo de una tumba, a causa de la densa oscuridad y del absoluto silencio.

Desesperado por la seguridad de que allí permanecería toda la noche y que al día siguiente sería descubierto y preso, entreteníase en contar las horas que iban sonando en todos los relojes del barrio. Así oyó desde las nueve hasta la una de la madrugada.

Daban aún tal hora los relojes más atrasados del barrio, cuando en la calle, por la que hacía mucho tiempo ya no transitaba nadie, sonaron las pisadas de una persona que se detuvo ante la puerta. Aquello hizo levantar de un salto a Álvarez, y su alarma aún subió de punto, al oír que introducían una llave en la cerradura.

Escondióse en el espacio que quedaba entre la pared y la puerta al abrirse ésta y 8oprimiéndose contra el muro, esperó.

Abrióse la puerta lentamente y un hombre entró en el oscuro portal, cerrándola tras sí. Después, en la oscuridad, el chasquido de un fósforo al ser raspado y encenderse, y una claridad rojiza se esparció por aquel reducido espacio.

Álvarez, al cerrarse la puerta, había quedado al descubierto, así es que vio inmediatamente al recién llegado y fue visto por éste.

Era un hombrecillo de enjuta y mísera figura, que tenía como rasgos más salientes en su aspecto, una nariz más que regular y una chistera mugrienta, cuyas alas daban sombra a una melena, lacia y canosa, que bajaba a cubrir de mugre el cuello de la camisa. Su levita raída a fuerza de cepillo, pregonaba una pobreza extremada pero digna, y todo en aquel vejete delataba al desgraciado que sabe llevar con nobleza su miseria y que aun la anima con algo de esa alegría serena y dulce, patrimonio de los hombres bondadosos.

Al ver a Álvarez, que sin sombrero, con las ropas rotas y el rostro ahumado, nada tenía de tranquilizador, el viejo experimentó gran sorpresa y se hizo atrás instintivamente, pero pronto se repuso y con ademán que pugnaba por ser imponente, se acercó al desconocido y empinándose sobre las puntas de los pies, al mismo tiempo que se afirmaba las gafas sobre el extremado caballete de su nariz, preguntó con voz hueca:

—¿Qué hace usted aquí, caballero?

El fugitivo contestó con voz trémula y con una dignidad que no pasó desapercibida para el viejo. Pedíale auxilio, que lo ocultase en su casa para librarse de una muerte cierta.

—¡Ah! Todo lo comprendo, caballero. Usted es sin duda de los comprometidos en esa jarana que ha aterrado a Madrid durante todo el día. Muy bien, caballero; está muy bien.

Y se quedó pensativo por algunos instantes. Álvarez no esperaba nada bueno de aquellas reflexiones y aguardaba el momento en que el vejete le ordenase salir de allí, insultándole por meterse en las casas y comprometer a las personas honradas.

Por esto su sorpresa fue grande cuando el hombrecillo señaló la escalera y con entonación propia de un personaje de drama, le dijo:

—Sígame usted, caballero. Arriba hablaremos.

Procurando hacer el menor ruido al subir los peldaños, iba el vejete delante encendiendo fósforos y casi pegado a su levita seguíale el fugitivo Álvarez, a quien después de lo ocurrido, le parecía aquel hombre la figura más simpática que había encontrado en su vida.

Vivía en el cuarto piso, en una habitación que tenía el aspecto de un desván y que ofrecía un golpe de vista raro. Había en ella más libros que muebles y más papeles que libros. El único adorno de la pared era un gran retrato al óleo de una mujer bastante fea, con soberbio marco dorado, que estaba pregonando su procedencia de la época en que el dueño de la casa había gozado de mejor posición social.

El viejo, después de enterarse de quién era Álvarez, sentía verdadero afán por corresponderle relatándole su propia vida. Aquel retrato era el de su difunta Ramona, el único ser que en este mundo le había comprendido, y había hecho justicia a sus méritos, desconocidos por el vulgo.

Él también había sido revolucionario… ¡je!, ¡je!… y miliciano nacional, aún debía tener en la cómoda como recuerdo los botones del uniforme. Las prendas las había gastado para ir por casa. ¡Jo!, ¡jo!… Y el viejo reía recordando el año 54, cuando él, en su evolución mil y tantas acerca de la utilidad de sus facultades, había pensado dedicarse a político. En el bienio progresista había perorado en los clubs, y hasta llegó a sargento furriel de una compañía del batallón de Ligeros que mandaba Sixto Cámara; pero no le llamaba Dios por el camino de la política, y la dejó para dedicarse a inventar el movimiento continuo.

Aquel D. Pedro Corrales —éste era su nombre— resultaba un ejemplar precioso de este tipo que tanto abunda en nuestra sociedad, del hombre listo que sirve para todo, que no encuentra asunto que no crea profundizar y dominar, y que, al fin, muere en la miseria sin haber hecho nada, ni servir en lo más mínimo a la sociedad.

A la muerte de sus padres era rico, y ahora estaba en la miseria. No era vicioso, ignoraba lo que eran locuras, y a pesar de esto, el dinero se le fue de entre las manos como si fuera azogue. No siguió carrera alguna porque se sentía poeta, y el genio no puede encadenarse a la monotonía universitaria. Amigo de todos los grandes hombres del período romántico, para revolucionar el teatro se metió a empresario, y perdió media fortuna; fue después editor, y su bolsa experimentó una segunda derrota; metióse en empresas industriales y acabó con su fortuna, sin que las desgracias lograsen quitarle aquella manía de hombre extraordinario llamado a transformar cuanto tocaba.

La miseria y el olvido no habían desvanecido ninguna de sus ilusiones, y oyéndole hablar se esperaba de un momento a otro que se golpease la frente y como Andrés Chenier, exclamase:

—¡Aquí hay algo!

En medio de la lástima que inspiraba a Álvarez oyéndole contar su vida tan llena de ilusiones, el revolucionario sentía por el viejo una viva simpatía cada vez que éste cortaba su relación, y mirando aquella cara fea del retrato decía con visible ternura:

—¡Oh! ¡Si viviera mi Ramona! Ésa me comprendía y sabía animarme. Sin ella me siento incapaz para todo.

El presente del buen viejo era bastante triste, pero a pesar de esto, aún hacía sonreír a aquel niño de cabellos blancos, destinado a bajar a la tumba con la virginal corona de sus primeras ilusiones. Ganábase la vida con un puesto de memorialista situado en la plaza de Isabel II, y según aseguraba, sonriendo irónicamente, no podía quejarse de su suerte; los del oficio le tenían envidia en secreto por su gran clientela, y muchas criadas iban a buscarle desde el otro extremo de Madrid, conociendo su buena mano para inventarse cartas amorosas en verso. Además, en los ratos desocupados escribía piececitas para el teatro infantil, único coliseo donde había logrado ver admitidas sus producciones. Le quedaba aún mucho de su antigua afición.

Y el vejete enumeraba las ventajas de su vida, con la misma entonación que un galán de comedia recita un parlamento.

—En fin, caballero; que lo paso ricamente, y sería un crimen quejarme de mi fortuna. Otros lo pasan peor y han tenido principios superiores a los míos. Hoy, a pesar de que la sarracina comenzó muy de mañana, he querido ir a mi cajón de memorialista, porque la puntualidad en el ejercicio de la profesión, es la base del crédito. Como hasta allí llegaban las balas, me he metido en el bodegón donde me dan de comer, y he estado en él hasta al anochecer en que he ido al café donde todas las noches me reúno con algunos amigos. No he encontrado a ninguno de ellos, el café estaba casi vacío, pero yo he pasado la noche hablando con el camarero, y no me he retirado hasta la hora de costumbre. La puntualidad; siempre verá usted en mí lo mismo, caballero.

Álvarez oía al viejo, ocupado en roer una libreta de pan bastante dura, que el viejo había encontrado registrando toda su habitación, y la mojaba en un vaso de vino rancio. El único sibaritismo de don Pedro, al hacerse viejo, había consistido en tener siempre en su casa algunas botellas del añejo que compraba en el bodegón.

El revolucionario, después de aquel día de terribles emociones, en el que apenas había comido, sentía ahora un hambre nerviosa, y procuraba aplacarla con aquellas sopas de vino.

De buena gana se hubiese tendido en la cama, que estaba en un extremo de la habitación, pues el cansancio, propio de una jornada tan agitada, entumecía sus miembros; pero el viejo, desde que sabía que su protegido era un antiguo capitán, y por añadidura ayudante de Prim, no quería que le tomase a él por un cualquiera, y hablaba sin descanso, relatando todos los incidentes de su vida. El mutismo a que le obligaba habitualmente la soledad de su vivienda, hacíale, en la presente ocasión, ser charlatán hasta el aburrimiento.

Y, aunque ahora era un pobre memorialista, había sido el amigo y el protector de todos los grandes hombres. ¡Cuánto le quería Pepe Espronceda! ¿Pues y Marianito Larra? Mayores favores le debía Pepe Zorrilla, el autor del Tenorio, y no es que él se quejase de ingratitud; pero como el otro estaba ya tan alto y él tan bajo, siempre que lo veía de lejos, don Pedro se avergonzaba y escurría el bulto, pues su timidez sublevábase con la más leve suposición de ser molesto a un amigo que podía sentir repugnancia ante su miseria.

Y el anciano seguía enumerando todos los amigos, grandes y medianos, que había tenido en su juventud, y alcanzado alguna notoriedad.

—¡Y pensar que yo que he sido dueño del teatro Español, que he tenido en la calle de la Montera la más hermosa casa editorial que se ha conocido, y que en Chamberí levanté una fábrica que asombró a cuantos la vieron, vivo en esta casa pobre y abandonado, sufriendo las impertinencias de soeces vecinos! ¡Qué vueltas da el mundo!, ¿eh, caballero capitán?

Álvarez, rendido de cansancio, y arrullado por la voz dulce de don Pedro, estaba próximo a dormirse; y si aún conservaba los ojos abiertos y contestaba con signos a la palabras del viejo, era porque tenía empeño en acabar de ablandar con vino el último pedazo de aquella libreta que tan rebelde se mostraba entre sus dientes.

Lo que mejor comprendió el capitán, es que hubiera corrido un gran peligro, si en vez de permanecer inmóvil en el patio, hubiese llamado en los pisos superiores demandando protección. ¡De buena se había salvado! En el primer piso vivía una vieja prestamista, de conciencia intranquila, gruñona, y que le bastaba oír el ruido de un ratón, para imaginarse que los ladrones forzaban su puerta y pedir socorro a los vecinos. Si Álvarez hubiese llamado a su puerta, de seguro que la vieja usurera hubiera contestado con chillidos suficientes para poner en alarma toda la calle.

En el segundo vivía una buena moza, querida de un cabo de policía, sujeto de malas entrañas, del que había que guardarse en adelante, pues era dedicado en especial a la persecución de los delincuentes políticos. La moza no era de mejores sentimientos que su amante, y de haber llamado Álvarez a su puerta, diciendo quién era, de seguro que la policía no hubiese tardado en echarle la mano.

—De todos modos, señor de Álvarez —decía el viejo con su entonación dramática y caballeresca—, más vale que tengamos vecinos de tal clase. Usted estará aquí muy seguro solamente con que tenga prudencia y no se deje ver, pues a nadie se le ocurrirá venir a registrar una casa donde vive el sabueso más listo de la policía. ¡Vaya por Dios! Alguna vez debía servir para algo esa vecindad soez que tantos disgustos me proporciona.

Y el pobre anciano, por el modo de decir estas palabras, daba a entender la repugnancia que le producía el trato con esas gentes incultas, que guardaban todos sus sarcasmos y desprecios para los pobres de levita que se ven obligados a vivir entre ellas, y a los que odian por su superioridad de educación.

La sencillez con que don Pedro se comprometía a tenerle en su casa por un plazo indeterminado, hasta que pudiera salvarse, conmovió a Álvarez hasta el punto de desvanecer la somnolencia en que estaba.

Dióle las gracias con un vigoroso apretón de manos y después sacó del bolsillo interior de su levita una abultada cartera. Tenía allí más de tres mil pesetas que eran el sobrante de los fondos que la Junta revolucionaria le había entregado para la preparación de una parte del levantamiento.

Quiso que don Pedro tomase la cantidad que juzgara necesaria para atender a los gastos que pudiera proporcionarle, pero el viejo rehusó con un gesto imponente que recordaba a los héroes de tragedia, rechazando la ciencia mortal.

—No; sería la primera vez que tomaría dinero a cambio de un favor. Guárdese sus billetes, señor de Álvarez. Aunque soy pobre, aún tengo algunos duros en esa cómoda y puedo hacer mi santa voluntad sin que nadie me ayude.

Álvarez no insistió, pues había conocido el verdadero carácter de aquel hombre.

Eran ya las tres de la madrugada, y don Pedro, excitado por aquella charla extraordinaria, no pensaba en dormir. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y hacía que el capitán bebiera copitas del añejo, según él decía, para que se le pasasen los muchos sustos que habría experimentado durante el día anterior.

A las cuatro, cuando ya comenzaba a romper el día se decidió a dormir, pero antes, aún quiso mostrar a su huésped lo que él llamaba el museo retrospectivo, y de dentro de un cofre viejo sacó un grueso manojo de anuncios de teatro y algunas docenas de pequeños volúmenes, encuadernados en pasta.

Los primeros eran los prospectos teatrales de cuando él era empresario y estrenaba dramas propios que vivían en el cartel una sola noche. Los libros constituían la biblioteca que él había publicado en pleno furor romántico, con el titulo de Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas, colección de novelas con más prodigios que una comedia de magia y en las cuales las protagonistas ostentaban puñales y botes de veneno como quien lleva el abanico, y todos los héroes eran melenudos, de ojos satánicos y con palidez verdosa, como si todas las mañanas se desayunasen con vinagre.

La excitación de la charla y un par de copitas habían puesto a don Pedro en una situación tal, que, al contemplar aquellos recuerdos de gloria, se enterneció hasta el punto de que le saltaron las lágrimas por bajo de las gafas.

—¡Ah, caballero! —gimoteaba el viejo—; aquella fue mi grande época. Tenía dinero en abundancia, era respetado y querido por todos, se me consideraba como hombre llamado a hacer grandes cosas y sobre todo tenía a ésa —señalando al retrato—, a mi Ramona que era un dechado de perfecciones. Yo la maté, señor de Álvarez; no quiero ocultarlo, yo fui quien la maté, con mi afán de actividad y de especulaciones atrevidas. La pobrecita no pudo sufrir la ruina ni familiarizarse con la miseria. Había nacido en la opulencia y murió en el hospital. El primer día en que ella me vio en el cajón de memorialista, esperando a criadas y aguadores que entonces no venían, la infeliz cayó enferma. Era demasiado señora para sufrir aquello. Crea usted, que estos recuerdos son lo único que en esta vida me pone triste.

El anciano encerró los libros y papeles en el cofre y se dirigió a la cama, no sin beber antes otra copita, para olvidar aquello que tanto le afligía.

Los dos iban a acostarse en la misma cama, y cuando estaban ya en ropas menores, y don Pedro, dejando las gafas sobre la mesa iba a apagar el humoso quinqué, dijo al militar:

—Antes de dormir arreglemos nuestra vida, señor de Álvarez. Mientras yo esté, como de costumbre, en el cajón, usted permanecerá quietecito aquí cuidando de no cometer imprudencia alguna para que no se aperciban las gentes de abajo. Puede usted entretenerse leyendo los libros que hay esparramados por ahí; además le dejaré mi Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas; se la recomiendo, hay en ella cosas muy buenas. El orden de las comidas lo arreglaremos en la siguiente forma. Yo almorzaré a las doce, en el cajón según costumbre; usted hará lo mismo con fiambres que ya le traeré a usted mañana. A las seis volveré a casa y como es la hora más a propósito para que ningún vecino curiosee, subiré yo mismo un pucherete con algo más que nos guisarán en una taberna de esta misma calle. ¿Está usted conforme?

Álvarez sonreía enternecido por la bondad de aquel viejo, que socorriendo a un desgraciado, parecía poseído de un gozo infantil.

Don Pedro apagó el quinqué, y buscando a tientas la cama, fue a acostarse al lado del revolucionario.

—Ahora a dormir —dijo con voz queda—. Estará usted mucho tiempo aquí como prisionero. Esto le será molesto, pero ¡qué diablo!, lo importante es librar la piel y aguardar que vengan tiempos mejores. Ya veremos de salir de este paso.

Calló el viejo, pero al poco rato en la oscuridad su risita infantil.

—¿Sabe usted por qué río, señor de Álvarez? Me hace mucha gracia el engañar al Gobierno teniéndole a usted aquí. ¡Ji!, ¡ji! ¡Cuánto me reiré cada vez que vea a ese groserote policía que vive abajo!

Al capitán le causaba cierto remordimiento la alegría del sencillo anciano.

—Piense usted bien lo que hace, don Pedro, socorriendo a un revolucionario. Estos gobiernos son capaces de fusilar a un viejo por haber ocultado a un desgraciado.

Reinó el silencio, pero al poco rato contestó el anciano, con voz grave:

—Me importa poco lo que pueda sucederme por hacer bien a un semejante. Aunque soy viejo, no me asusta la muerte. ¿Cree usted que si yo tuviera valor no hubiese ido hace ya tiempo a reunirme con Ramona?

Álvarez se estremeció escuchando aquellas palabras sencillas, que delataban una desesperación tranquila y un amor póstumo a toda prueba.

Los dos no tardaron en rendirse al sueño, y aquella noche Álvarez soñó que era pequeño, muy pequeño y que dormía abrazado a su padre, del cual apenas si se había acordado en mucho tiempo.

Más de un mes permaneció Álvarez en aquel escondite, haciendo la vida ordenada por don Pedro.

Éste no sólo le llevaba la comida a su huésped, sino que abandonaba su cajón y corría todo Madrid para cumplir los encargos que le hacía Álvarez.

A pesar de las precauciones que tomaban los vencidos, ocultos en Madrid, don Pedro, siguiendo las indicaciones del capitán, pudo ir enterándose de cuál había sido la suerte de cada uno.

Álvarez, seguro en su escondite, no tenía prisa en huir, convencido de que cuanto más tardase a salir de Madrid, menos obstáculos tendría que salvar en su fuga.

El embajador de Inglaterra, que había ya arreglado la escapatoria a los principales comprometidos en la revolución, era el encargado de facilitarle los medios de huida.

La policía andaba muy escamada, según decía don Pedro, que ahora hablaba más frecuentemente con el vecino polizonte, y había que esperar a que se presentase una ocasión oportuna.

Una dama inglesa, que había venido a España muy recomendada al embajador, con el solo objeto de ver corridas de toros y pintar en su cuaderno de acuarelas algunas cabezas de gitanos, fue la que se encargó de salvar al revolucionario.

Propúsole el embajador a la romántica miss, que al regresar a Inglaterra llevara hasta la frontera de Francia, en calidad de criado, a un capitán español condenado a muerte, y la descendiente de Ofelia aceptó, encontrando la aventura muy novelesca y propia para causar sensación en los salones de Londres.

Don Pedro, que servía para todo, afeitó a su protegido concienzudamente, le ayudó a vestirse un traje que había comprado el día antes, y Álvarez quedó convertido en el tipo perfecto de esos criados elegantes y respetables que constituyen la aristocracia de la domesticidad.

Aquella misma noche, a final del mes de agosto, el revolucionario llevando el saco de noche de la enjuta y huesuda miss que le precedía, atravesó el salón de espera y el andén de la estación del Norte, pasando por entre la policía que vigilaba atentamente a los viajeros.

Don Pedro, sonriendo como un ángel, contemplaba la escena desde un extremo de la estación y cuando el tren partió, lanzó un suspiro de satisfacción acompañado de unas cuantas carcajadas.

¡Je!, ¡je! ¡Cómo se la habían pegado al Gobierno y a su vecino el cabo de policía!

De este modo salió Esteban Álvarez de aquel levantamiento tan heroico como infortunado.

Al llegar a París se despidió de su protectora inglesa, que en todo el viaje no le había dirigido media docena de palabras, limitándose a mirarle descaradamente a través de su monóculo, con la misma insistencia que si fuese un bicho raro.

Los primeros días de estancia en París fueron insoportables para el emigrado. Se hallaba completamente solo y todo traía a su memoria el recuerdo de su asistente, de su fiel Perico, que había sido en aquellos lugares su inseparable compañero.

Ignoraba cuál había sido su suerte desde que el pobre muchacho le abandonó en la calle de Lope de Vega para hacer más fácil la huida de su amo.

Creía unas veces que estaría sano y salvo en Francia y hacía pesquisas para encontrarlo, pero ningún compañero de emigración había oído hablar de él y se ignoraba cuál había sido su suerte

Al mes de emigración la ansiedad experimentada por el capitán era tan grande, que resolvió escribir a su amigo, el vizconde, preguntándole por Perico. Envió la carta al Casino donde pasaba la vida el vizconde y no puso su firma, pues sabía que el Gobierno era maestro en el arte de leer la correspondencia sospechosa, sin detenerla, y él no quería comprometer a su amigo. Limitábase a preguntar qué era de Perico, y consignaba la dirección que debía dar a su respuesta.

El vizconde reconoció la forma de letra de su amigo y contestó a vuelta de correo lacónicamente, para evitarse compromisos.

Perico estaba actualmente en Melilla. Una bala le había roto una pierna en su huida. Después había sido conducido al Hospital Militar, y si no le habían fusilado, lo debía a estar herido, a las influencias que el vizconde puso en juego, y más que todo, a la serenidad que demostró negando su personalidad.

El valiente muchacho dijo en todas sus declaraciones que era francés y que tan sólo arrastrado de origen por una curiosidad imprudente había ido a las barricadas, mezclándose en la lucha. Un certificado del consulado francés que le encontraron en un bolsillo del traje, fue lo único que le salvó de ser pasado por las armas, pero esto no le evitó al supuesto francés el ser condenado a veinte años de cadena en los presidios de África, y apenas estuvo convaleciente de su herida, salió para su destino formando parte de una de aquellas famosas cuerdas en que iban a la deportación mezclados con los más abyectos criminales, algunos centenares de ciudadanos honrados, arrancados a sus familias por el delito de amar mucho a su patria.

Aquella carta conmovió al revolucionario y le hizo odiar aún con más fuerza el régimen político contra el cual conspiraba.

III. Álvarez después de la revolución

Al triunfar la revolución en septiembre de 1868, Álvarez vino a España, entrando por Cataluña con algunos generales emigrados. En Barcelona se reunió con Prim, que hacía su viaje insurreccional por las costas del Mediterráneo, y entró en Madrid formando parte del Estado mayor del célebre general, que fue acogido en la capital de España con la ovación más delirante que se recuerda.

Álvarez no olvidó a su asistente, quien a los pocos días entró también en Madrid, completamente convertido, pues a pesar de su sencillez, no dejaba de darse alguna importancia en vista de las atenciones recibidas en el camino.

Había desembarcado en Málaga con otros deportados políticos, y desde allí hasta la corte, su viaje había sido una serie de ovaciones tributadas por el pueblo a los que se habían sacrificado por su libertad. Perico quería seguir siendo para su amo un fiel asistente, pero para los demás aspiraba a los honores de personaje, y muchas noches, mientras Álvarez estaba ausente, iba él a alguno de los clubs populares que entonces comenzaban a formarse y recibía allí de los oradores los elogios destinados a los mártires, conmoviéndose hasta el punto de derramar lágrimas.

Uno de los más fervientes deseos de Álvarez era encontrar a D. Pedro Corrales, aquel inesperado y extraño protector que le había salvado la vida. Fue a la calle de San Agustín, y nadie, en aquella vieja casa, pudo contestar a sus preguntas. El policía y su moza no vivían ya allí; la vieja prestamista aún ocupaba el primer piso, pero en las conferencias que a través del ventanillo de su puerta sostuvo con el militar, no le dio noticia alguna.

Don Pedro se había trasladado hacía más de un año, no se sabe dónde. A esto quedaban reducidas todas las noticias.

Buscó Álvarez por todos lados, ganoso de encontrar a su protector, pero sus gestiones fueron inútiles. Su cajón de memorialista no existía ya.

El agitado océano de Madrid se había tragado a aquel náufrago social que con tanta dignidad y santa sencillez sabía mantenerse en su infortunio.

¿Había muerto víctima de la miseria? ¿Había cambiado su fortuna en aquellos dos años? ¿Habría encontrado por fin el valor que le faltaba para reunirse con su Ramona?

Álvarez no supo nunca nada de aquel hombre, cuyo recuerdo quedó fijo por siempre en su memoria.

Su encuentro con aquel viejo había sido de esos que ocurren en la vida, y que, a pesar de pasar fugaces, impresionan más que las amistades eternas.

El memorialista era para la vida de Álvarez un demente necesario. Le había encontrado en el momento preciso, y después el destino le hizo desaparecer. Los dos habían sido como los buques que se encuentran en los desiertos mares; se prestan auxilio, se expone al peligro el uno por el otro, y después se alejan con igual indiferencia para no encontrarse jamás.

Álvarez sólo fue ascendido a comandante, mientras que oficiales que habían permanecido en España, no atreviéndose a desenvainar nunca la espada por la revolución, saltaban ayudados por el favor, y de un solo golpe, dos o tres empleos.

Había en el infatigable conspirador; en el héroe del 22 de junio, algo que le hacía poco simpático a los ojos de aquella brillante pléyade militar que se reunía en los salones del ministerio de la Guerra, donde Prim daba audiencia a sus cortesanos de espada.

El comandante Álvarez era republicano, y a tal punto llevaba su fe política entre todos aquellos soldados de fortuna, que eran partidarios de la revolución porque a la sombra de ésta se alcanzaban entorchados, que no vacilaba en manifestar su pensamiento ante el mismo Prim, que tan justa fama tenía de poco sufrido.

Las manifestaciones monárquicas que había hecho el general al desembarcar en Barcelona le habían descorazonado. ¡Adiós, ídolo! Prim, que hasta entonces había sido para él un ser sobrenatural, un patriota sin precedentes en la historia de España, convertíase ahora ante sus ojos, en un político doctrinario incapaz de romper los moldes forjados por sus antecesores, y ansioso únicamente de ser la espada protectora, el factotum de una monarquía con ciertos visos de democracia.

Álvarez no vaciló en decir al marqués de los Castillejos la opinión que le merecía, y de aquí que las recompensas revolucionarias fuesen tan parcas para él, como exorbitantes para otros.

Prim apreciaba mucho a su antiguo agente; sabía de lo que era capaz y tenía interés en conservarlo a su lado, por lo que intentó atraerlo a sus planes políticos favorables a una monarquía democrática. Prometióle el mando de un regimiento y el fajín de allí a poco tiempo, si se declaraba adicto a la monarquía que soñaba en fundar, pero todas sus seducciones se estrellaron contra el austero republicanismo del comandante.

Él había trabajado por la revolución, y expuesto mil veces su vida en la creencia de que aquélla era para arrojar para siempre a los reyes de España; con esta idea había militado a las órdenes de Prim, pero ahora que éste se decidía en favor de la institución monárquica, él le abandonaba, y aunque la disciplina militar obligábale a ser fiel al Gobierno provisional, su corazón estaba de parte de la República federativa, de aquella República que Pi y Margall, Castelar, Orense, Garrido y otros iban predicando por todas las provincias de España.

Entre el progresismo triunfante que le ofrecía todos los honores y grandezas de la victoria, y el evangelio republicano que comenzaba a conquistar el corazón de las masas humildes y necesitadas, estaba con el último, así como unos cuantos meses antes estaba por los derechos del pueblo, contra la tiranía de los Borbones.

Álvarez rompió abiertamente con Prim.

—Ese chico es un loco —decía el general en su tertulia—. Siento que se aleje, porque es un buen amigo. Veremos qué le dan esos republicanos, a cambio del sacrificio que hace alejándose de mí.

Álvarez quedó en Madrid, aunque sin incorporarse a cuerpo alguno.

Libre de aquellas ocupaciones políticas que tanto tiempo le habían absorbido, dedicose a cumplir un deseo que hacía tiempo le agitaba.

En la emigración había sabido la muerte de Enriqueta. Leía los periódicos españoles, y especialmente de Madrid, para estar al tanto de los acontecimientos políticos ocurridos en su patria, y muchas veces tropezaban sus ojos con el nombre de la baronesa de Carrillo, eterna presidenta de cuantas cofradías celebraban fiestas religiosas u organizaban cuestaciones caritativas. A pesar del odio que profesaba a doña Fernanda, alegrábase cada vez que encontraba su nombre, pues esto parecíale que le aproximaba a la mujer amada.

Quiso enterarse varias veces de la suerte de Enriqueta y de su viudez, en la que tanta participación había tenido Perico; y aunque pensó en escribirla, nunca llegó a atreverse.

Por un periodista que fue a Amberes, donde él se encontraba con Prim, supo que Enriqueta se hallaba enferma, pero no llegó a persuadirse de la verdad de esta noticia, pues el que la daba hablábale con el tono vago e indeciso del que no se entera de cosas que le son indiferentes.

Un día leyendo en el café de Madrid, en pleno boulevard Montmartre, un número de La Época, encontrose con una esquela mortuoria que le hizo palidecer. Era la de Enriqueta. En un suelto de regulares dimensiones que el cronista del mundo elegante dedicaba a la finada, que ésta había sufrido una larga enfermedad que la tenía privada de conocimiento a consecuencia de la sorpresa que experimentó el 22 de junio, al ver a su querido esposo muerto a las puertas de su casa. El revistero aristocrático aprovechaba la ocasión para anatematizar a los feroces revolucionarios, y hacer la apología de la reina y de la nobleza de sangre. A Álvarez le hizo aquello mucho daño. Ignoraba la verdadera causa de aquella enfermedad de Enriqueta; no sabía que ésta le creía fusilado, y al leer lo que el revistero decía sobre el inmenso cariño que la señora de Quirós había profesado a su esposo, pasión que se acrecentó después de la muerte, experimentó terribles celos y se dijo con ferocidad de amante ofendido, como si la infeliz todavía viviera:

—¡Fíese usted de las mujeres! ¡Tanto como parecía quererme, y ahora resulta que muere enamorada del pillete de su marido!

La imagen de Enriqueta ya no ocupó desde aquel día el lugar preferente en la memoria de Álvarez, pero cuando éste se vio en Madrid después de triunfar la revolución, uno de sus más vehementes deseos fue el ver a su hija, a la pequeña María, que sólo había contemplado furtivamente en aquellas tardes que Enriqueta, esposa ya de Quirós, acudía a sus inocentes citas.

El comandante volvió a rondar como en otros tiempos el palacio de Baselga, pero ahora era con más aplomo y convencido de su derecho.

No iba en busca de amores; era un padre que quería ver a su hija.

Entonces fue cuando la baronesa de Carrillo le vio un día desde un balcón, y si la devota señora experimentó gran susto al creerle un aparecido, no fue menor la alarma que sintió cuando llegó a convencerse de que era un hombre de carne y hueso, o más bien dicho, que era aquel mismo pillete republicano que tantos disgustos le había proporcionado y que tan antipático le resultaba siempre.

La baronesa, con su fino olfato de beata, adivinó inmediatamente lo que significaban aquellos paseos del militar.

¡Oh! ¡No cabía el dudarlo! Álvarez era el verdadero padre de Marujita, y sin duda, sentía el deseo de verla y estrecharla entre sus brazos.

¡Y pensar que aquel miserable había mezclado su sangre plebeya con la de una familia tan aristocrática!

Pero a la baronesa no le duró mucho tiempo la indignación que le producían tales consideraciones.

Pensó en su situación actual, en la revolución que tanto horror le causaba, y en que aquel hombre odiado era de los victoriosos y debía disponer de las masas que aterrorizaban a la baronesa, con su aspecto poco distinguido.

Había que ser prudente y no hacer, como en pasadas épocas, demostraciones de desprecio a aquel ogro que la maldita revolución ponía nuevamente ante ella.

IV. Un revolucionario y una beata

En toda la noche no pudo dormir la baronesa, agitada por los pensamientos que le producían el haber visto a Álvarez la mañana anterior.

A la madrugada, cuando ya sonaba en las calles el campanilleo de las burras de leche y el cencerro de las vacas, pudo atrapar al sueño, pero no gozó de tal dicha por muchas horas.

Eran las once cuando entró su lenguaraz doncella a avisarle, con tono de alarma, que había estado a visitarla un comandante, anunciando que volvería a la una, pues tenía que hablar con urgencia a la señora.

El modo con que la doncella decía estas palabras, acabó de disipar la torpeza que invadía a doña Fernanda, bruscamente sacada de su sueño.

Adivinábase que aquella muchacha conocía a Álvarez y no ignoraba la importancia que tenía la visita.

La baronesa así lo comprendía. ¡Dios sabe de cuántas murmuraciones habría sido objeto su difunta hermana por parte de la servidumbre, gente respetuosa e inmóvil que parece no fijarse en nada, y, sin embargo lo ve todo!

Doña Fernanda, herida por la audacia que demostraba Álvarez presentándose en su casa, saltó inmediatamente del lecho y comenzó a vestirse

¡Dios mío! ¿Qué quería aquel hombre? ¿Cómo se atrevía a poner los pies en aquella casa? ¿Con qué derecho quería hablar nada menos que a una baronesa muy católica y no menos ilustre? Que se fuera a sus centros, a sus clubs, a sus logias horripilantes, donde se pisoteaba a Cristo, se cometían los mayores sacrilegios y se pronunciaban terribles palabras que mataban a una persona sólo con oírlas. ¡Mire usted que era audacia la del aquel demagogo!

Lo único que la consolaba es que ella hablaría con Paco Serrano, que la estimaba mucho, y sabría meter en vereda al audaz comandante.

Estaba resuelta a no dejarse imponer por el descamisado y dio orden terminante a la doncella para que no le permitiera la entrada.

Pero no tardó en cambiar de opinión. Parecióle sin duda indigno de ella el evadir la presencia de Álvarez, y bien fuese por imposición de su dignidad, o por no tener un enemigo en un hombre que figuraba entre los revolucionarios a quienes ella tanto temía, lo cierto es, que dio contraorden a su doncella, la cual fue autorizada para hacer entrar al comandante en el salón, así que se presentara.

Una hora después, Álvarez, vestido de uniforme, entraba en el salón de la baronesa. Ésta le hizo aguardar mucho rato, y, por fin, se presentó, vestida de negro, con rostro austero y todo el aspecto de una reina viuda.

Al ver al comandante, que se puso en pie respetuosamente, hizo doña Fernanda uno de esos gestos de extrañeza cortés que se reservan para las personas desconocidas cuyas intenciones son un problema.

Cuando los dos estuvieron sentados, el comandante comenzó a hablar a la baronesa que le escuchaba con gesto altivo y casi impertinente.

—Señora: no sé si usted me conocerá… ¿Que no? No lo extraño. Hace ya mucho tiempo que no nos hemos visto, y las circunstancias de la vida me han envejecido bastante. Sin embargo, tal vez haga usted memoria cuando sepa mi nombre. Yo soy Esteban Álvarez.

Doña Fernanda volvió a hacer con su cabeza signos negativos.

—A pesar de esto, usted me conoce, señora. Nunca nos hemos hablado, pero tengo las seguridad de que yo no soy para usted un desconocido.

Tal vez recuerde usted mejor cuando yo le diga que fui novio de su difunta hermana Enriqueta. Creo que algunas veces he tenido la desgracia de incurrir en la muda indignación de usted.

Y Álvarez dijo estas palabras sonriendo discretamente.

La baronesa ya no pudo seguir negando y acogió aquellas palabras con la expresión del que recuerda una cosa que le interesa poco.

—¡Ah!, sí, caballero. Me parece recordar que mi hermana tenía un capitán que parecía algo enamorado de ella… ¿Era usted mismo, caballero? Vaya, pues, lo celebro mucho. Ya sabrá usted que la pobrecita murió.

Y doña Fernanda sonreía desdeñosamente, envuelta en su superioridad de raza y esforzándose en darle a entender con su actitud, que el haber tenido relaciones amorosas con su hermana, no autorizaba a ningún plebeyo, y por añadidura revolucionario, para inmiscuirse en el seno de una familia de antigua nobleza.

—Sí, señora. Sé que murió Enriqueta y éste es el mayor infortunio de cuantos he experimentado. Ha sido mi único amor.

—Veo que es usted constante, caballero —dijo la baronesa con acento sarcástico—. No podría decir lo mismo mi pobre hermana si viviese, pues ya sabrá usted que ella contrajo matrimonio después de sus galanteos con usted. Se casó con un hombre distinguido y de gran talento, que murió heroicamente peleando en favor de las doctrinas de sus mayores y de los intereses del orden y de la familia. Desgraciadamente, hoy no están en moda tales esfuerzos, pues nos han salido otros héroes de nueva clase.

La baronesa profesaba gran simpatía a su cuñado Quirós, aun después de muerto, y como si no conociera las circunstancias de su desgraciado fin, complacíase en forjarse una novela sobre sus últimos instantes y en tenerlo como un héroe, que, consecuente con los principios que siempre predicaba, habíase batido el 22 de junio como un león, siendo mártir de la monarquía y del catolicismo. En todas partes hablaba de su cuñado, llamándole héroe y mártir sublime, y la sociedad que la rodeaba, creíala o fingía creerla, pues a todos interesaba el formarse dentro de su clase un grande hombre.

Por los labios de Álvarez vagó una débil sonrisa al encontrarse convertido en héroe al despreciable Quirós, pero se abstuvo de todo comentario sobre esta creencia, así como sobre las últimas palabras de la baronesa, que eran una sátira contra la revolución, y siguió como si no se hubiera fijado en tales expresiones.

—Conozco, señora, el matrimonio de su hermana, lo que esto significaba, y de igual modo, hasta qué punto era su esposo ese señor Quirós, de quien usted habla. Sólo conociendo estas cosas, como las conozco, es como yo me he limitado a callar hasta el presente y no he hecho uso de un derecho que tengo, si no valedero ante la sociedad, legítimo como el que más a los ojos de la naturaleza.

—¡Dios mío! ¡Caballero! —dijo con fina sonrisa la aristócrata—. Habla usted de un modo tan imponente, que siguiendo así llegará a aterrorizarme. Además, no sé qué derechos pudiera usted tener sobre mi hermana. ¿Qué era novia de usted? Conforme. ¿Qué se escribían cartitas y algunas mañanas se veían en el Retiro? No lo sé cierto, pero algo he oído decir y no quiero ponerlo en duda. Pero esto, señor mío, no autoriza a nada. ¿Quién no sabe lo que son amoríos a los veinte años? ¿Tienen esta clase de relaciones alguna importancia, para crear esos derechos de que usted habla en tono tan formal? Si todas las muchachas tuvieran que quedar ligadas eternamente con aquellos hombres a los que hubiesen dado palabra de fidelidad a los veinte años, le aseguro a usted que el amor, y hasta la vida, serían imposibles. Crea usted, caballero, que no entiendo lo que usted dice.

La baronesa fingíase con habilidad completamente ignorante de cuanto había existido entre Enriqueta y Álvarez, y aunque no se sentía muy tranquila en presencia de aquel hombre, empujaba hábilmente la conversación hacia un punto que excitaba su interés y que era lo que principalmente había motivado su repentina decisión de admitir al revolucionario en su casa.

Deseaba saber la verdad de las relaciones entre su hermana y Álvarez. Durante la enfermedad de Enriqueta, ésta, con palabras sueltas, le había dado a entender algo que pudo añadir a lo mucho que ya sabía sobre la aventura de su hermana y el modo con que Quirós había logrado explotarla, pero le faltaba conocer la historia con todos sus detalles, y por esto impulsaba hábilmente a aquel enemigo a que saciase su curiosidad.

Álvarez, al notar el desprecio cortés con que le trataba la baronesa y la certeza con que le negaba todo derecho sobre Enriqueta, queriendo hacerlo pasar como a un extraño, indignóse, y aunque con bastante discreción, para no herir de lleno la honra de su difunta amante, comenzó a relatar todo lo ocurrido desde el día en que la hija del conde de Baselga huyó de su casa para ir a buscarle a él en su modesta vivienda.

La baronesa le escuchaba atentamente a pesar de que fingía incredulidad conforme avanzaba la relación. En vez de indignarse, al saber la estratagema villana de que se había valido Quirós para comprometer a Enriqueta, encontró que tenía mucha gracia la intriga y ratificó interiormente el concepto de hombre de talento en que tenía a su cuñado. Lo que más estupefacción le produjo, fue la noticia de que Quirós sólo era marido de Enriqueta en apariencia, pues ésta, fiel siempre al recuerdo del que era padre de su hija, no había concedido la menor confianza al aventurero que por tan villanos medios consiguió su mano.

A pesar de la impresión que le produjo esta noticia, la baronesa protestó inmediatamente.

—Caballero; eso que usted me cuenta es abominable. Además, fácilmente se conoce que todo es pura fábula. ¿Cómo puede usted estar tan enterado, de lo que, según afirma, ocurría en esta casa? ¿Cómo conoce usted esa frialdad que supone en las relaciones de los dos difuntos esposos?

—Señora —contestó el capitán con dignidad—. Yo no miento nunca. Le juro a usted, por mi honor de soldado, que esto que le digo, lo sé por la misma Enriqueta. Ella me lo dijo al justificar su conducta cuando yo le pregunté sobre su casamiento.

—¿Y cuándo pudo usted verla? —observó con incredulidad la baronesa. Según usted acaba de decirme huyó de Madrid perseguido por las autoridades la misma noche en que mi hermana con una ligereza inconcebible, abandonó esta casa. No creo que usted haya vuelto por España, hasta ahora, estando como estaba sentenciado a muerte.

—Pues volví, señora; vine aquí para tomar parte en el movimiento del 22 de junio, algunos meses antes.

La baronesa, a pesar de que sabía muy bien que Álvarez había estado en Madrid después de su primera fuga y que en la calle de Atocha lo había visto su hermana, próximo a ser fusilado, hizo un gesto de extrañeza y luego preguntó con marcada incredulidad:

—¿Y cómo hablaba usted entonces con Enriqueta? Le advierto a usted que mi hermana ha vivido siempre muy unida a mí, y que son pocas las cosas que ha hecho, de las cuales no me haya yo enterado inmediatamente.

—¿Duda usted, señora, que yo hablase con Enriqueta después que volví ocultamente de mi primera emigración? Pues yo le daré detalles que le probarán cuanto digo. Hablé por primera vez con Enriqueta en una iglesia, cuyo nombre no recuerdo en este instante, pero en la cual predicaba entonces un jesuita llamado el padre Luis, cuyos sermones causaban verdadero furor. Era una tarde en que usted estaba enferma y Enriqueta fue sola al templo. Al terminar el acto hablamos largamente, y sin que yo la obligase a ello, me relató la vida que hacía con su esposo. Desde entonces nos vimos con gran frecuencia aprovechando todas las tardes en que usted no acompañaba a su hermana. Le juro a usted que Enriqueta supo respetar la nueva posición que ante el mundo tenía y no me permitió nunca la menor libertad en nuestras sucesivas entrevistas. Ya ve usted, señora, que doy bastantes detalles para ser creído.

La baronesa estaba convencida interiormente de la veracidad de cuanto decía Álvarez.

Sabía por las palabras que se habían escapado a Enriqueta, que su hija lo era de Álvarez, y ahora, recordando la frialdad con que su hermana había tratado siempre a Quirós, convencíase de que no era menos cierta aquella separación absoluta que en secreto observaba el matrimonio.

Pero a pesar de esto, la baronesa no estaba dispuesta a aceptar como buenas tales explicaciones. Sublevábanse sus preocupaciones de aristócrata ante la posibilidad de reconocer como pariente a un hombre como Álvarez, y acogió todas sus palabras con gesto de superioridad desdeñosa.

—Podrá ser verdad cuanto usted afirma; pero ¡Dios mío! ¡Resulta todo eso tan extraño…! Parece un capítulo de novela.

El comandante palideció al escuchar estas palabras, que equivalían a un insulto, pero se contuvo y supo dominar su cólera, limitándose a contestar que él respetaba a las señoras lo suficiente para no sentirse molestado por sus expresiones.

—Y en resumen, caballero —continuó doña Fernanda—, ¿qué es lo que usted desea? No creo que haya venido a esta casa con el solo objeto de desenterrar moralmente a mi pobre hermana, contándome una historia, que, en realidad, me ha interesado poco.

—Señora, he venido aquí impulsado por unos sentimientos que apreciaría usted mejor si fuese madre. Vengo a ver a mi hija. No tengo familia en el mundo ni seres que me amen, y esa niña constituye toda mi ilusión. Quiero ver a Marujita.

La baronesa, a pesar de que estaba preparada, y sabía que el visitante expondría tal demanda, no pudo evitar un movimiento que mostraba su intranquilidad.

—¡Oh! No se asuste usted, señora —se apresuró a decir el comandante con extremada dulzura—. No pretendo arrebatarle a usted esa niña, a la que, según tengo entendido, cuida usted como una madre. Nunca he tenido tal intención, además, me sería imposible encargarme de ella, pues mi profesión, y mi modo de vivir, me imposibilita de tener niños a mi cuidado. Usted la tendrá siempre, señora; usted la conservará a su lado: yo únicamente le pido un favor pequeño, insignificante. Sólo quiero tener libre la entrada aquí, para venir de vez en cuando a dar un beso a mi hija.

Se detuvo el comandante y después dijo con la indecisión y la timidez del que solicita una cosa indispensable y teme no se la concedan:

—¿No podría yo verla ahora mismo?

La baronesa creció en orgullo al verse solicitada tan humildemente y contestó con una mentira:

—No; ahora es imposible. La niña ha salido a pasear, en compañía de su aya. El médico ha ordenado para ella los paseos matinales.

Álvarez hizo un gesto de resignación: otra vez sería más afortunado.

Reinó un largo silencio que la baronesa empleó en preparar una pregunta que hacía rato escarabajeaba en su lengua. Desde que ella supo que Álvarez había tomado parte en la jornada del 22 de junio, con todos los demás sucesos que Enriqueta, durante su enfermedad, relataba con bastante incoherencia, la baronesa había adquirido la convicción de que aquel hombre odiado era el autor de la muerte de Quirós. No tenía más certidumbre que la que proporcionaba su antipatía, pero para ella era indiscutible que estando Álvarez en aquella revolución, forzosamente había de ser el matador de su cuñado.

Deseaba afirmarse en su creencia y por esto buscaba el medio de abordar a Álvarez, de modo que le sorprendiera, arrancándole la verdad.

Por fin, rompió aquel largo y embarazoso silencio del cual no sabía cómo salir su interlocutor.

—Diga usted, caballero. Usted debió encontrarse en la barricada que el 22 de junio levantaron ahí en la cercana plaza. Enriqueta me dijo que lo vio a usted escapar.

—¡Ah…! ¿Le dijo a usted Enriqueta que me había visto próximo a ser fusilado?

La baronesa comprendió que daba un paso en falso para su orgullo, si revelaba a aquel hombre que el espectáculo de su próxima muerte había sido causa de la enfermedad de su hermana.

Esto equivalía a darle a entender que Enriqueta le había amado hasta la muerte.

—¡Bah! Enriqueta nada vio, o al menos, nada me dijo. La pobrecita estaba impresionada por la vista del cadáver de su esposo, al que amaba mucho, aunque usted se empeñe en afirmar lo contrario. Esto fue lo que le produjo su lenta agonía. Pero conteste usted, caballero: ¿Estaba usted en la barricada de la plaza de Antón Martín?

El comandante contestó afirmativamente.

—Pues entonces usted sabrá quién mató a mi cuñado. Nadie lo vería mejor que usted.

La baronesa recalcó mucho estas palabras y Álvarez, incapaz de fingimiento, y creyendo que ella conocía la participación que su Perico había tenido en el suceso, se inmutó hasta el punto de palidecer y balbucear con visible una débil excusa.

—No, señora; no vi nada. No sé quién pudo ser el matador.

—¡Oh! —afirmó doña Fernanda con vehemencia varonil—. Lo sabe usted perfectamente. El rostro le hace traición; está usted turbado y se delata como asesino del pobre Quirós. Ya estaba yo convencida de que el matador no podía ser otro que usted.

Álvarez, absorto ante aquella acusación inesperada, sólo supo levantarse del sillón, exclamando con una extrañeza que acreditaba su inocencia.

—¡Yo, señora! ¡Yo asesino…! Usted no me conoce.

—Sí; usted —gritó doña Fernanda con la faz rubicunda por la cólera y poniéndose en pie—. Salga usted inmediatamente de aquí.

Y serenándose inmediatamente, dijo con una ironía cruel:

—A menos que en los presentes tiempos revolucionarios, los hombres como usted estén autorizados para venir a turbar la paz de una casa honrada y para insultar con su presencia a una dama respetable.

Álvarez cerró los ojos con nerviosa contracción como si acabase de recibir un latigazo en pleno rostro y apretó convulsivamente sus puños. ¡Ira de Dios! ¡Por qué aquel marimacho no había de cambiarse en hombre para tener él el gusto de pulverizarlo a golpes!

La lengua de la baronesa era demasiado expedita y sus insultos sobradamente crueles para sufrirlos con calma; pero a pesar de esto, aún hizo Álvarez un esfuerzo y se dominó, consolándose con la idea de que se sacrificaba por su hija.

—Señora, le ruego que se calme, por lo que usted más quiera. Yo no he sido nunca asesino. Profesaba a Quirós un justo odio, pero para vengarme de él, acudí a medios nobles y leales, como él podría atestiguarlo si viviese.

—¡Salga usted! ¡Salga usted ahora mismo! —repetía con tenacidad la baronesa, que deseaba aprovechar la ocasión para librarse de su enemigo.

Sabía ya de Álvarez cuanto deseaba, y ahora quería separarse cuanto antes de un hombre que le era odioso.

—¡Eh! Señora. Yo he venido aquí por un asunto que usted seguramente olvida. Quiero ver a mi hija, necesito darle un beso, después de tan larga separación. Es un consuelo que reclama un padre.

—Pues puede usted prepararse a consolarse por sí mismo —repuso con insolencia la baronesa—, pues la niña no la verá usted nunca. Salga usted… pero con la convicción de que ya nunca volverá a entrar aquí.

—¡Me arroja usted de esta casa!

—Sí, señor. Le arrojo, y si tarda usted en salir, llamaré a los criados.

—Sería inútil su auxilio si yo me empeñase —dijo Álvarez con convicción de su superioridad—. No llame usted para hacerme salir de aquí, pues les sería difícil despacharme a viva fuerza; pero tranquilícese usted; me voy, por mi propia voluntad.

Y Álvarez, tembloroso por aquel ultraje, buscó el ros que había dejado en el sofá, casi a tientas pues el furor le cegaba.

Cuando ya estaba en la puerta del salón volvióse a mirar a la baronesa, que tras una butaca y apoyando las manos en el respaldo, se erguía enorgullecida por su triunfo. Aún sabían imponerse las gentes privilegiadas a la canalla triunfante.

—Hace usted mal, señora, en ultrajarme de tal modo. Soy un hombre honrado, pero cuando me tratan tan injustamente, me siento capaz de todo. Hoy no estamos en la misma situación que hace algunos meses, y yo no tengo ya por qué ocultarme. Para algo hemos barrido la inmundicia que ustedes habían arrojado sobre la nación. Quiero lo que es mío; quiero a mi hija. Allá veremos quién gana al fin.

La baronesa torció ligeramente la boca con un gesto de desdén.

—¿Amenazas también…? No temo nada, caballero. Tengo amigos en la presente situación. Hablaré con alguien que meta a usted en cintura.

Aquello dio al traste con la forzada paciencia que se imponía el capitán. Sintió necesidad de contestar al desdén con el insulto, y sonrió cínicamente.

—Nos veremos; hija… de Fernando VII.

El origen bastardo que enorgullecía a doña Fernanda, lo recibió en esta ocasión en su verdadero valor: como un insulto; e iracunda cual una furia avanzó algunos pasos, señalando la puerta con su rígido e imperioso brazo.

—¡A la calle…! ¡Descamisado!

¡Oh! Ella también había encontrado el insulto supremo.

Durante algunas horas paladeó con fruición su victoria, pero por la tarde estaba ya arrepentida de haber excitado la cólera del revolucionario.

V. La resolución de la baronesa

La baronesa, cada vez más arrepentida de haber excitado con su altivez la cólera del comandante Álvarez, buscaba el medio de librarse de los peligros que sospechaba próximos.

El revolucionario se vengaría de ella; esto era indudable para la baronesa.

Al principio pensó avistarse con Serrano, aquel amigo Paco, que era para ella el ángel de salvación en la tormenta revolucionaria que forzosamente atravesaba; impetraría su auxilio, pidiéndole que el gobernador de Madrid cuidase de vigilar a Álvarez para evitar que robase a la niña.

Pero pronto se convenció de que esto era imposible. A un hombre como Álvarez, que tantos servicios había prestado a la revolución y que era amigo de Prim, resultaba imposible hacerle vigilar en aquella situación, y menos aún que la autoridad intentase contra él una arbitrariedad.

Nada podía hacer su poderoso amigo para salvarla de la venganza de Álvarez. Si éste le arrebataba la niña, entonces todo lo más que la autoridad podría hacer en su obsequio, sería cumplir la ley, saliendo en persecución del raptor que públicamente no tenía derecho alguno sobre la que realmente era su hija.

A doña Fernanda no le cabía duda alguna de que el militar procuraría arrebatarle la niña, aunque fuese a viva fuerza, y al mismo tiempo estaba convencida de que para nada podían servirle sus valiosas relaciones. ¡Oh! ¡Si aquello le hubiese sucedido antes de la revolución! ¡Si algunos meses antes, aquel mismo Álvarez hubiese osado insultarla, amenazándola con su venganza! Entonces le hubiese bastado una visita al Ministerio, tal vez una simple tarjeta, para que al momento, y sin alegar motivo alguno, hubiese sido arrestado el hombre que la estorbaba y conducido después a Chafarinas o Fernando Poo, en las famosas cuerdas.

¡Qué tiempos tan villanos aquellos de la revolución! Una persona distinguida quedaba al nivel de las de más baja estofa y de nada le servían las relaciones que antes le daban la omnipotencia.

Convencida la baronesa de que le era imposible luchar con aquel hombre, que tanto había despreciado, y que ahora la odiaba por recientes ultrajes, buscó un medio de salir del atolladero.

Ella no se dejaba arrebatar la niña. Antes al contrario, parecía que la quería más desde que el descamisado pretendía aparecer como su padre y participar de su cariño.

La baronesa, sola en aquella casa, que tantos recuerdos de familia tenía para ella; sin otros acompañantes que la servidumbre; alejados sus queridos consejeros, los padres jesuitas, y separada de su Ricardo, aquel futuro santo que la enorgullecía como la honra de su familia, sentía imperiosamente la necesidad de amar. Su carácter seco y áspero en la juventud habíase modificado con la edad, como esas piedras bastas y angulosas que el tiempo va puliendo hasta darles una fina tersura, y ahora, teniendo en sus brazos aquella niña de hermosa cabecita y escuchando su seductora charla infantil, sentíase arrastrada por arrebatos desconocidos y por nuevas emociones, que le hacían presentir los goces de la maternidad.

Pasó una noche terrible, agitándose nerviosamente en su lecho, cada vez que pensaba en la posibilidad de que su Marujita le fuese arrebatada, y a la mañana siguiente había ya adoptado una resolución.

Saldría aquel mismo día de Madrid y pondría a la niña en un lugar seguro y a cubierto de cuanto pudiese intentar su padre para apoderarse de ella.

Recordaba que el padre Claudio en sus últimos años de gobernar la Compañía, deseoso de abrazar por completo la educación de la juventud aristocrática, había fundado en varios puntos de España grandes colegios de niñas, que dirigían religiosas francesas, peritas en esa educación insustancial, meliflua y pedantesca, que constituye la cultura de las hermosas elegantes que bailan en los salones.

El colegio, establecido en Valencia bajo la advocación de Nuestra Señora de la Saletta, era el montado más escrupulosamente y el más estimado por el padre Claudio. La baronesa había conocido a la directora en uno de los viajes que ésta hizo a Madrid para consultar al superior de la Compañía, y a dicho colegio se propuso llevar a María.

Allí la educarían y la tendrían a cubierto de una asechanza de Álvarez, si éste llegaba a descubrir su paradero.

Además, el clima siempre benigno de Valencia sería de buen efecto para su enfermiza sobrina, y ella, libre ya de su cuidado absorbente, volvería a ser dueña de sus acciones, y cuando no le conviniera vivir en aquel Madrid perturbado por la revolución marcharía a Francia para confundirse con las personas distinguidas que estaban al lado de la reina destronada, y volvería a tratarse íntimamente con sus queridos padres jesuitas, los más principales de los cuales estaban establecidos en Bayona.

A la baronesa le pareció inmejorable su idea, e inmediatamente la puso en práctica.

A la caída de la tarde, acompañada de su sobrina, y con poco equipaje, salió de casa en el más modesto de sus coches, y se trasladó a la estación del Mediodía.

Había tomado con anticipación un reservado de primera clase, y en él se colocó, extasiándose en la contemplación del asombro que producía en la niña aquel viaje que era el primero que realizaba.

Cuando la pequeña María se cansó de mirar a través del cristal de las ventanillas, la oscura masa de los campos agujereada de trecho en trecho por alguna lejana luz, y hubo agotado toda la curiosidad que le producía la tibieza que se escapaba de los caloríferos del departamento, sentóse en las rodillas de su tía, que pasaba el tiempo rezando oraciones.

La baronesa pasó su descarnada mano por aquella cabeza ensortijada, y como si cediese a una necesidad interior comenzó a hablarla de lo que pensaba, sin fijarse en que se dirigía a una niña de cuatro años.

¿Sabía por qué viajaban las dos así tan apresuradamente? Pues era por librarla del coco, de un hombre malo que se llamaba Esteban Álvarez, y que quería agarrarla a ella, para llevársela al infierno.

La niña se estremecía abriendo con espanto sus ojazos, y con esa mezcla de curiosidad y miedo que sienten los niños por los cuentos fantásticos que les atemorizan y los deleitan, fue escuchando cuanto decía la baronesa.

Nunca se le olvidó a la niña lo que oyó aquella noche en el interior de un tren, que iluminando el espacio con sus bufidos de fuego, iba arrastrándose por las áridas llanuras de la Mancha.

—¿No olvidarás nunca su nombre? ¿Verdad, cariño mío? Se llama Esteban Álvarez. Cuídate de ese hombre; es el coco.

Claro que la niña haría esfuerzos para no olvidarse de tal nombre, y propósitos de librarse de él en todas ocasiones. ¡Flojo bandido sería aquel sujeto del que su tía hablaba con tanto terror! Aquella revelación fue la primera impresión fuerte que María recibió en su vida, y en su memoria infantil quedaron perfectamente grabadas todas las palabras.

Aquel coco era perseguidor de la familia, algo semejante a aquellos diablos disfrazados de hombres vulgares que asediaban a los santos y los martirizaban con los tormentos más crueles. Al difunto abuelito, el conde de Baselga, le había acarreado la muerte (primer movimiento de espanto de la niña); al papá lo había muerto de un tiro en medio de la calle, cuando ella aún casi estaba en la cuna (nuevo terror de María que se sentía próxima a llorar); y había sido después el verdugo de la mamá Enriqueta, pues ésta había perecido víctima del terror que le inspiraba aquel ser infernal.

La niña se abrazaba a su tía furiosamente, como si sintiera a sus espaldas las manos del monstruo, ansioso de apoderarse de ella, y tanto era su terror, que ni aun se atrevía a llorar como si presumiera que sus suspiros podían atraer al cruel perseguidor.

Pero su miedo aún iba en aumento escuchando a la tía que no parecía cansarse en inculcar en aquella criatura el odio y la repugnancia a Álvarez.

Iba a llevarla a un lugar donde estaría cuidada por unas buenas señoras, unas santas, y donde tendría por compañeras a muchas niñas elegantes y bien educadas, que la querrían mucho. Allí viviría muy bien; sería feliz, y su única preocupación debía ser guardarse mucho de aquel monstruo horrible, que tal vez fuese a buscarla en el mismo colegio, intentando apoderarse de ella.

María se durmió pensando en aquel colegio donde su vida iba a deslizarse tan feliz. Pero su sueño fue intranquilo, pues varias veces se agitó convulsa, con suspiros de terror, creyendo ver a aquel hombre terrible, a quien no conocía, y que se imaginaba con la misma horrorosa y repugnante catadura de los diablos pintados en las estampas de San Antonio.

El mismo día de su llegada a Valencia, la niña entró en el colegio de Nuestra Señora de la Saletta y aún permaneció la baronesa más de una semana en la ciudad, ocupada en arreglar a María el equipaje de colegiala.

Las buenas madres recibieron a la baronesa con grandes muestras de cariño. Sabían el aprecio en que la tenía la alta dirección de la Orden por sus servicios, y acosábanla a todas horas con esa cortesía pegajosa que las gentes religiosas tributan a los poderosos.

La niña no tenía la edad reglamentaria para ser admitida en el colegio, pero su ingreso fue asunto indiscutible, en gracia a los méritos de su tía, lo que llenó a ésta de gran satisfacción.

Doña Fernanda no ocultó a las religiosas el motivo que la obligaba a llevar su sobrina a aquel retiro, y las fue enterando minuciosamente de la historia de Álvarez y Enriqueta hablando con tanta franqueza como si se estuviera confesando con su director espiritual, y no experimentando ningún rubor en darlas a entender, aunque con términos velados, aquella debilidad de su hermana, que hubiera ella misma desmentido enérgicamente de oírla en boca de otro. La fanática señora sentía tal atracción en presencia de toda persona dedicada a la religión, y en especial, si pertenecía a la Compañía de Jesús, que no vacilaba en revelar los mismos secretos que después la ruborizaban o lastimaban su orgullo al recordarlo a solas.

Ella les decía todo aquello a las buenas madres para que viviesen prevenidas y alerta, no dejándose sorprender por el infame Álvarez. No sabían ellas bien qué clase de hombre era éste. Si llegaba a apercibirse de que la niña estaba allí, era aquel descamisado muy capaz de pegarle fuego al colegio para robar a María.

Y la baronesa iba amontonando cuantos detalles horribles le sugerían su imaginación, para hacer el retrato de su enemigo, asustando al mismo tiempo a aquellas religiosas francesas, que se figuraban al revolucionario como un monstruo apocalíptico, capaz de engullírselas a todas.

La niña, con todo el valioso y abundante ajuar comprado por la baronesa, quedó mezclada entre más de cien niñas, y encerrada en aquel gran caserón de bonitas rejas y muros de un gris claro, que estaba al extremo de la ciudad en el barrio más tranquilo y aristocrático, con una de sus fachadas próximas al río, y la otra, más pequeña y humilde, que servía de entrada, al extremo de un solitario callejón que parecía aislar el establecimiento del ruido del mundo.

María, encantada por la animación infantil del colegio, y recordando con cierto horror la quietud monástica de su casa de Madrid, no mostró gran pesar cuando la baronesa se despidió de ella.

Ya estaba libre doña Fernanda, ya no se vería obligada a vivir en Madrid tragando bilis con la indignación que le producían las manifestaciones del populacho, ni tendría que sufrir más visitas de aquel audaz militar que la había insultado en vistas de su insolente altivez.

Al prestigio religioso y político de la baronesa no le venía mal desempeñar, aunque sólo fuera por poco tiempo y de mentirijillas, el papel de víctima de la grosería revolucionaria, y con este objeto marchó a París a presentarse en el palacio Basilescki, donde vivía la desterrada Isabel II. Adhirióse a aquella mezquina corte de agradecidos, que se disgregaba y empequeñecía conforme se alejaba la posibilidad de una restauración, y tuvo ocasión de lamentarse, como los otros, de la maldad triunfante, pintándose poco menos que una María Estuardo, fugitiva, por no sufrir la venganza de la canalla revolucionaria, que conocía bien su entusiasmo monárquico y religioso.

Viviendo unas veces en París al lado de la reina destronada y otras en Bayona reanimando su trato con los principales jesuitas españoles, pasó doña Fernanda más de un año. Su hermano Ricardo apenas si la veía, cada vez más entregado a su vida de aislamiento ascético y de piadosas extravagancias, y el padre Tomás permanecía en Roma largas temporadas o entraba en España con todo el aspecto de un sacerdote pobre y vulgar, para hacer excursiones, especialmente por Navarra y las Vascongadas. El objeto de estos viajes era un secreto hasta para los individuos de la Orden; pero la baronesa esperaba muy buenas cosas de ellos, al ver cómo sonreían maliciosamente los más altos jesuitas al hablar de su superior ausente.

En cuanto al padre Felipe, su antiguo director espiritual, encontrábalo la baronesa poco menos que desconocido. El pobre no podía amoldarse a aquella emigración forzosa que le tenía oscurecido y anulado. El recuerdo de sus buenos tiempos de Madrid, cuando se lo disputaban las más aristocráticas beatas, y la indiferencia y frialdad que le rodeaba ahora en Bayona, donde la amistad le era imposible a causa del irreconciliable odio que se tenían él y la lengua francesa, habían dado al traste con su buen humor de bruto feliz, y el robusto padre languidecía y se adelgazaba, no quedándole bríos más que para maldecir a aquella cochina revolución que le había abierto la tumba, obligándolo a abandonar el campo de sus glorias.

Doña Fernanda permaneció en Francia hasta el asesinato de Prim y la entrada de Amadeo de Saboya en España.

Estos sucesos causaron en ella bastante impresión. Muerto Prim y sentado en el trono de España un rey, aunque no legítimo para ella, parecíale, con sobrada razón, a la fanática baronesa, que el espíritu revolucionario se había extinguido en gran parte y que ya podían volver a su patria las personas decentes a quienes aterraba el despertar del pueblo.

La baronesa volvió a Madrid, y tuvo la satisfacción de ser recibida por sus amigos y cofrades como un personaje político de gran importancia. Venía de París, había vivido al lado de la reina, y esto era suficiente para que la recibiesen con el respeto que se tributaba al depositario de importantes secretos, toda aquella aristocracia que por odio a la revolución de la que se reían ya como de un león con las garras cortadas y los dientes arrancados, hacían manifestaciones de chulería, que ellos creían españolismo, para amedrentar a la dinastía saboyana sostenida por los progresistas.

Doña Fernanda, aunque su carácter y aficiones la alejaban de manifestaciones bulliciosas ideadas por la juventud, tomó una parte importantísima en organizar la protesta pacífica y desdeñosa que la aristocracia hizo en el paseo de la Castellana, presentándose las damas con la tradicional mantilla blanca y la manolesca peineta, para echar en cara a la reina Victoria su condición de extranjera. La baronesa fue también de las manifestantes, pues rompiendo con sus costumbres devotas, enemigas de mundana ostentación, presentóse en elegante carruaje, y hecha un mamarracho, con la deslumbrante mantilla sombreando su rubicundo rostro y acompañada de dos jovencitas, hijas de un magistrado del Supremo, que por ser viudo y gran amigo de doña Fernanda rogaba a ésta muchas veces que se encargara de la dirección de las niñas.

Pero esta clase de manifestaciones políticas, que a pesar de su inocencia preocupaban algo al sencillote gobierno de Amadeo de Saboya, sólo apartaron por pocos días a la baronesa de sus favoritas ocupaciones. Las asociaciones piadosas habían vuelto a ponerse tan en auge como en tiempos de los Borbones; todos los enemigos de la situación se agrupaban en las cofradías para hacer algo contra lo existente, aunque sin comprometerse mucho, y la baronesa se sentía feliz al ser considerada como un personaje importante, como una madama Roland de la buena causa en aquellas juntas de la sociedad de San Vicente de Paul, donde se veían pocas sotanas, a pesar de lo cual respirábase en el ambiente un marcado olor a jesuitismo.

Nunca tuvo en su vida la baronesa época de más actividad y satisfacciones que aquélla. Su nombre rodaba incesantemente por los periódicos al antiguo régimen; toda la aristocracia femenina la consideraba como su jefe natural e indiscutible; los hombres importantes de la pasada situación, los generales isabelinos por una parte, y por otra, los diputados carlistas, la trataban casi como un colega; el padre Tomás unas veces desde Roma, y otras oculto en Madrid, en ignorado lugar, la escribía dándole instrucciones y consejos, y hasta un día, su satisfacción llegó al colmo, recibiendo un autógrafo de doña Isabel, en el cual daba las gracias a su querida Fernandita por los grandes y valiosos servicios que estaba prestando a la causa de la restauración.

La baronesa, halagada por el incienso que le atribuían los suyos, y ebria por el orgullo que le producían tantas distinciones, llegó a ilusionarse sobre su propio poder y hasta se avergonzó del miedo que en otro tiempo le habían producido las turbas populares. ¡Valiente tropel de piojosos!

Ahora todo estaba tranquilo aunque sólo fuera en apariencia. Los republicanos se agitaban sordamente y querían derribar aquel trono ocupado por un advenedizo, pero los progresistas, convertidos en perfectos gubernamentales, no se permitían el menor desahogo y la reacción iba levantando la cabeza al no ver triunfantes y libres aquellas masas que tanto miedo le inspiraban.

Cuando doña Fernanda volvió de Francia aún le inspiraba algún cuidado la posibilidad de encontrar en Madrid a Esteban Álvarez, aquel monstruo descamisado, como ella decía, sin duda para no confundirle con los monstruos de la naturaleza que deben vivir abundantes en cuanto a ropa interior.

Pasó el tiempo sin que encontrase en parte alguna al odiado perseguidor y esto en vez de tranquilizarla excitó su curiosidad, por lo que hizo cuanto pudo para enterarse de la suerte de Álvarez.

No tardó en saber la verdad. Éste, cada vez más divorciado con los que monopolizaban la revolución y más afecto al partido republicano, había tomado parte activa en la preparación del alzamiento federal de 1869. Al dirigirse a una provincia de Castilla la Vieja para sublevarla, había sido detenido, y estuvo preso algunos meses, hasta que por fin, Prim, pocos días antes de morir, lo había puesto en libertad volviendo a ingresarlo en el ejército. El célebre general no podía olvidar los servicios que le había prestado y aunque hablaba en público pestes de aquel iluso demagogo, complacíase en favorecerle secretamente, aunque cuidando de que el interesado no se enterase de dónde procedía tal protección.

Él fue también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Álvarez, sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del periodista y conspirador.

La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase, al odio político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual aparecía en su concepto, inspirado por el diablo según la actividad que desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto representaba el mundo viejo.

Un día leía la reseña de un meeting que Álvarez había organizado en provincias, para protestar contra lo existente, y a la semana siguiente tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Álvarez como sospechoso de conspiración o andaba en su busca.

Algunas veces era en el mismo Madrid, donde brillaba el revolucionario con su propaganda intransigente, y una tarde, el carruaje de la baronesa hubo de detenerse en la calle de Alcalá, para dejar pasar a una inmensa masa que salía de un meeting republicano, y al frente de la cual iba Álvarez casi llevado en triunfo.

Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer sobre aquellas masas a las que ella en algunos momentos despreciaba pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que Álvarez no haría carrera. ¡Bah!… Aquel bandido tenía que pensar al fin en ser fusilado.

Además, alegrábase pensando que mientras Álvarez estuviese envuelto en el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones, marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas madres si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su propaganda anti-católica.

Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de su hermana y mezclado su sangre con la de la familia, aquel demagogo del que oía hablar con horror en los salones… ¡Un hombre que predicaba la guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!

Aquel Álvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble familia de la baronesa. ¡Aunque cualquier día lo fusilarían!

La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los republicanos, como si presintieran que Amadeo iba a abandonar el trono de España y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un pronunciamiento nacional, que, por falta de organización, habíase reducido al levantamiento de numerosas partidas.

Álvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número, seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en cuando a sus enemigos.

La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la prensa noticias en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y al fin, supo con dolor, que aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la baronesa dejándose fusilar.

Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Álvarez. Sólo en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de revolucionarios, y algunas veces, la prensa gubernamental dedicaba gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que Álvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.

Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se esperaba.

Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamaba en la noche del 11 de febrero.

¡La República en España…! ¡El gobierno de los descamisados en la nación de San Fernando y de otros reyes más o menos celestiales! Aquello sí que era cosa de echar a correr.

Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde estaba la legitimidad representada por la reina destronada.

No quería permanecer en Madrid, a merced de Álvarez que ahora sería omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel malvado!

Álvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.

Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase mayores aire de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel Álvarez del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio que le tenía.

Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que iban ocupando la presidencia del gobierno, simbolizábase en la persona de Álvarez sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que le sugerían su odio particular, y su indignación de monárquica ferviente.

En su concepto, Álvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y un día leyó en la prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo, que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de salivazos.

Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la escasa representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el ministerio de Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni entraba a formar parte de la gobernación de la República.

Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio a causa de la atención con que seguía en la prensa la marcha del nuevo Gobierno.

Álvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas y de su parsimonia en cuanto a medidas revolucionarias. Federal, antes que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con sus timideces inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba con el Gobierno, al que combatía por su prudencia hija de la falta de valor.

Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la escandalizada baronesa.

¿Tenía ya su República… y aún quería más aquel feroz descansado?

¡Dios mío…! Parecerle aún conservadora aquella República de gentes que no creían en Dios… ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario el antiguo amante de su hermana!

Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al lado de ella.

De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus anchas después de beberse una ración de sangre azul.

VI. El colegio de Nuestra Señora de la Saletta

A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia, encontraba muy agradable su nueva vida.

Ella, que se pasaba horas enteras al lado de su aya, en la casa de Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se deslizaba en perpetua animación en continuo bullicio en medio de un centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran predilección que la tenían las buenas madres, tratábanla como el bebé de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.

María encontraba muy hermosa su vida. Levantábanse a las seis en verano y a las siete en invierno, bajaban a la capilla a oír misa y rezar a coro las oraciones, tomaban el eterno desayuno de chocolate con migas; entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas, formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables, salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.

La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan inmenso, que no se atrevía moverse del punto donde la dejaban sus maestras, como si creyera perderse en aquellas habitaciones, que le parecían inmensas, y que apenas si se decidía a recorrer con su paso vacilante, que le valía entre sus compañeras el inocente apodo de patito gracioso.

Pero poco a poco fue creciendo en audacia hasta convertirse en la más correntona del colegio. Aquel edificio era para ella un mundo desconocido, que necesitaba de continua y arriesgada exploración; y la niña, aprovechándose de la libertad en que la dejaban a causa de su pequeñez, y valiéndose de su inocencia graciosa que la libraba de castigos, se escapaba de la sala de estudios o de la de labores al primer descuido de la buena madre, que la tenía cerca de ella, acariciándola; y después que la mayor parte del personal del colegio poníase en movimiento para buscarla, encontrábanla en la terraza del edificio jugando con las flores de las enredaderas o en las más apartadas habitaciones del piso bajo que servían de guardamuebles, escondida tras un rollo de esteras, o alineando cacharros viejos con una fijeza de muchacha terca.

Aquella vida común con niñas de su misma edad había dejado al descubierto el carácter de María. Era enérgica, voluntariosa y de genio independiente; sentía animadversión a toda clase de trabas y le gustaba desobedecer a las buenas madres. Su tía era la única persona a quien temía, y en ausencia de ella le gustaba hacer por completo su voluntad.

Sus travesuras, sus infantiles rebeliones, en vez de ofender a las buenas madres, hacían gracia a todo el colegio. María era la niña mimada de aquella infantil comunidad.

Todas las colegialas la trataban con igual predilección, disputándosela como un objeto precioso. Las de once o doce años, muchachitas altas y pálidas por un repentino crecimiento, con un metro de piernas y un palmo de cintura, que movían sus faldas como si éstas vistiesen a un palo, se pasaban a Marujita de mano en mano en las horas de recreo, meciéndola y arreglando sus ropas cual si fuese un bebé automático, de los que gritan papá y mamá; las señoritas, a las que sólo les faltaba un año para salir del colegio y aborrecían de muerte el uniforme que las ponía feas, borrando sus nacientes y seductoras curvas, reíanse con ella al oírla repetir con aplomo imperturbable las malicias que le decían al oído; y en cuanto a las pequeñas, las de ocho o nueve años, constituían la eterna corte de aquel monigote adorado, que parecía llenar todo el colegio. Estas mujercillas en miniatura, mofletudas, con formas esféricas, que hacían reír, y con la boca todavía arruinada por la caída de los primeros dientes, quitaban golosinas de la cocina para dárselas, llamábanla aparte para hacerle regalo de sus tesoros, algunos botones y retales de seda recogidos en sus casas en los días de salida, o se disputaban por vestirla y desnudarla en el dormitorio, cuya mejor cama ocupaba siempre María. Hasta había una de aquellas colegialitas que se envanecía con la misión de saltar de su cama, en las noches más frías, para darle el orinal a la maliciosa mocosuela, que correspondía a tantos mimos con caprichos y rabietas de reina absoluta.

Aquella adoración continua de que era objeto la niña resultaba hija del cariño que le tenían; pero entraba también por mucho la consideración de que por el tiempo sería condesa y brillaría entre la aristocracia de Madrid; perspectiva que turbaba y envanecía a aquellas niñas, pertenecientes en su mayor parte a esa burguesía que constituye la aristocracia del dinero y que a pesar de sarcasmos y humillaciones, encuentra muy grato rozarse con la misma nobleza que antes ha criticado. Por más que resulte extraño, las preocupaciones sociales alcanzan hasta la niñez, y no son esos pequeños seres tan candorosos e inocentes, en muchas cosas, los que más exentos están de la influencia de la vanidad.

Fue creciendo la niña, encerrada en aquel colegio, y aumentando su travesura, que causaba siempre muy buen efecto en las tolerantes religiosas.

Cuando en las tardes de los jueves y domingos, María salía a paseo en la sección de las pequeñas, como éstas iban formadas por orden de estaturas, ella marchaba al frente, en el centro de la primera pareja, llamando la atención por su pequeñez y por aquel aire decidido y gracioso con que miraba a los transeúntes. Muchas veces tenían que reprenderla por sus travesuras las religiosas encargadas de la vigilancia; pero una sonrisa de la niña lograba desarmar inmediatamente su indignación.

Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel diablillo imponiéndole un poco de calma.

Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las maestras, bastaba llamarla y decirle al oído que iban a llamar a Álvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán por agitarse y molestar a los demás.

Aquello suponía para la niña la llegada del coco, y tanto era el miedo que profesaba al Álvarez desconocido, que muchas veces permanecía quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que tanto temía la baronesa.

La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don Esteban Álvarez estremecíase de horror como el preso que piensa en la posibilidad de ser condenado a muerte.

No; ella no encontraría a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda, que apartasen siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería atendida.

Esto era lo único que la consolaba, produciéndole gran tranquilidad.

Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de otros puntos de España.

La vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus familias no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María que no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de la Saletta.

La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a considerar al coco de Álvarez como un ser fantástico inventado por la baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontrose con aquel hombre terrible en el despacho de la directora.

VII. La primera época de colegiala

Ya sabemos de qué modo Esteban Álvarez vio a su hija en el convento de Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.

Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel compañero de aventuras políticas, fue al colegio a ver a aquella niña, cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.

Sabía de mucho tiempo antes el lugar a donde la baronesa había llevado a su sobrina para evitar que él pudiese verla, desde entonces había formado el proyecto de ir en busca de María; pero la vida de continua agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir este deseo que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos podían cebarse.

Terribles impresiones había experimentado Álvarez en su vida agitada y aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el fin de la vida; pero a pesar de esto, llegó al súmum del dolor cuando contempló a su hija asustada en su presencia como si estuviera enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.

Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fue menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.

A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y de relieve en su memoria durante mucho tiempo.

Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo le causaba a su tía la baronesa.

Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se estremecía comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían tener a aquel gran diablazo enemigo de Dios.

Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y le hacía dudar sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que le había demostrado.

Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento visible… pero ¡bah!; ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos del colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles donde perpetraba seguramente toda clase de maldades. Pero… había hecho algo más que ella ya no podía explicarse tan fácilmente.

Aquellas miradas tristes que Álvarez le dirigió al verse obligado a retirarse; sus palabras, que demostraban un cariño melancólico y profundo; su sincero dolor, al despedirse sin atreverse a darle un beso en vista de su resistencia, eran recuerdos que conmovían a la niña sumiéndola en dudas interminables.

Además ¿por qué la había llamado tantas veces ¡hija mía!? ¿Por qué le había dicho que era su padre en presencia de la directora y del sacerdote que callaban en aquel instante?

La niña tuvo motivo para entregarse a vastas e interminables reflexiones.

Después del suceso, las más principales de sus maestras le habían hablado de aquella escena, procurando excitar en la niña la animadversión al monstruo que venía a perseguirla hasta en aquel santo lugar de recogimiento.

María oía y callaba, como poseída todavía del pavor experimentado al verse frente a aquel hombre; pero en realidad, su silencio obedecía a la confusión que en su cerebro infantil producía la gran discordancia por ella notada, entre el exterior simpático de Álvarez demostrando un dolor sincero al verse rechazado por la niña, y los horrores que a ella le habían contado de tal hombre.

Un auxiliar de las religiosas, en la tarea de ennegrecer el recuerdo del hombre que había pasado por el colegio como una tempestad de ternura y justa indignación, fue el padre Tomás, aquel sacerdote humilde y siempre sonriente, que en ciertas épocas aparecía ante los ojos de la colegiala para desaparecer inesperadamente, dejando vacía la sala que ocupaba en el establecimiento, contigua a las habitaciones de la directora.

La época revolucionaria, el tiempo transcurrido entre la revolución de septiembre y la caída de la República, fue para el poderoso jesuita el período de más agitación en su vida. Nunca había trabajado tanto en favor de los intereses políticos, a cuya sombra podía volver la Compañía a gozar su antigua omnipotencia.

Entraba el padre Tomás de incógnito en España, afectando el exterior humilde y encogido de un sacerdote pobre. Se le vio en las provincias del Norte poco antes del levantamiento carlista; viajaba después por el antiguo reino de Aragón, teniendo su cuartel general en Valencia, desde donde escribía a los caudillos de las hordas absolutistas que pululaban por el centro, y algunas veces iba a Madrid, aun a riesgo de ser conocido, para fomentar con consejos y grandes cantidades de dinero, las tentativas liberticidas que se preparaban contra la República, y que fracasaban sin que el jesuita experimentara gran contrariedad. El fruto, en su opinión, no estaba maduro todavía, pero no tardaría mucho en caer.

Jugaba con dos barajas el poderoso jesuita, según su propia expresión; y al mismo tiempo que favorecía a los carlistas, alentaba a los elementos que conspiraban contra la República, para restaurar en el trono a la dinastía caída, en la persona del hijo de Isabel II.

Había apoyado con sus poderosos medios el levantamiento carlista en su primera época, ganoso de crear obstáculos a la revolución y debilitarla con una continua lucha; pero al caer la República, después del golpe del 3 de enero, ya no era de la misma opinión, y empleaba la fuerza de la Compañía en proteger la restauración alfonsina, pues a su fino olfato jesuítico no se escapaba que por esta parte avanzaban la fortuna y el éxito.

De aquí que la noticia del golpe de Estado del 3 de enero, al sorprenderle en Valencia, le proporcionara una inmensa alegría. Ya comenzaban a marchar bien los negocios de la Orden. Ahora, que triunfase don Carlos o quedara victoriosa la restauración alfonsina que todos veían próxima, la Compañía de Jesús resultaría siempre gananciosa, pues podría regresar a España con la faz descubierta a reanudar sus antiguos negocios.

La presencia de Álvarez en el colegio de la Saletta no logró turbar su gozo, pero le hizo recordar el importantísimo negocio planteado por su antecesor, el padre Claudio. Había que terminar su obra, apoderándose de la mitad de la fortuna de Baselga, de que era poseedora aquella niña.

Ahora que la Compañía, en virtud de los sucesos políticos, iba a entrar otra vez de lleno en el goce de su antiguo poder, convenía conquistar aquellos millones que eran el complemento de la gran cantidad cedida a la Orden por el fanático padre Ricardo, el tío de María.

El único obstáculo que en el porvenir podía ofrecerse a la realización de tal plan era Esteban Álvarez, aquel hombre que conocía el móvil que guiaba a la Compañía al inmiscuirse de tal modo en los asuntos de la familia Baselga, y que algún día podía llegar hasta María para convencerla de que era su padre, y librarla, con sus consejos y su apoyo, de las pérfidas seducciones de los jesuitas.

Sabía el padre Tomás que Álvarez no podría nunca volver a España, pues la Orden se encargaría de hacer imposible su regreso sacando del olvido los procesos que se le habían formado por ciertos actos de necesaria violencia cometidos en su época de guerrillero republicano; pero cauto y previsor siempre el poderoso jesuita por si acaso el emigrado, en un rasgo de audacia, se presentaba ante su hija, procuró aumentar en ésta el odio a su padre, y ayudó a las religiosas en la tarea de pintar a Álvarez como un horrendo monstruo.

María se vio por algunos días tratada con gran amabilidad por el padre Tomás, que hasta entonces sólo había acogido a la colegialita con frías sonrisas.

La sermoneó, pintándola con negros colores el carácter de aquel hombre que, arrastrado por una locura criminal, decía ser su padre, y la perseguía; y cuando la niña mostraba más terror, él la tranquilizó asegurándole que en todas ocasiones le tendría a él y a su tía la baronesa, para protegerla.

No tardó María en olvidar aquella escena. La dulce monotonía de colegio era como una esponja que, pasando sobre su memoria, borraba todos los recuerdos no relacionados con la vida íntima del establecimiento.

La niña creció, marcándose cada vez más en ella un carácter voluntarioso y enérgico y un afán de movimiento y de bullicio propios de un cuerpo henchido de vida y por el cual circulaba una sangre rica y fuerte.

Aquel diablillo con faldas, al crecer, había adquirido gustos de muchacho, y estaba reñida eternamente con la tranquilidad y el recogimiento.

No podía permanecer quieta en la sala de estudios, y apenas la hermana vigilante dejaba de tener en ella fijos los ojos, cazaba moscas para dejarlas volar, después de colocarles en la parte posterior trompetillas de papel, o se escurría bajo los bancos para pellizcarle las pantorrillas a alguna compañera que gozaba fama de tonta y paciente. En la sala de labores, al menor descuido, escondía los trabajos de una o deshacía los bordados de otras, y hasta un día, en unión de dos amiguitas, que constituían con ella la banda de las traviesas, se atrevió a poner alfileres de punta en el sillón que solía ocupar la segunda directora, cuando vigilaba personalmente los trabajos de las alumnas.

Sus libros eran siempre los más sucios y rotos que se veían en el colegio; sus manos estaban siempre afeadas por cortes y rasguños que se hacía introduciéndose en los más oscuros rincones del edificio o intentado subir a los desvanes; y, a pesar de que la baronesa era en extremo generosa, y con frecuencia enviaba dinero a la directora para que repusiera el ajuar de su sobrina, ésta se presentaba siempre rota, polvorienta y como haciendo gala de su desprecio hacia los trapos que tanto cuidaban las compañeras.

Un vestido le duraba una semana; profesaba un horror sagrado al coser y demás labores de su sexo; las hermanas vigilantes habían de sostener con ella diarias batallas para obligarla a que peinase sus hermosos cabellos, siempre abandonados y flotantes; y muchas veces encontraban que su cama no había sido removida en una semana, pues mientras sus compañeras al despertarse, cumpliendo el reglamento, levantaban sus lechos, ella se entretenía en empujarlas para hacerlas caer, o les daba baños de impresión con el agua de palanganas.

A los once años, aquel diablazo, demasiado alto y robusto para su edad, era el bandido del colegio, y tenía su cuadrillita de amigas que, obedeciéndola ciegamente e imitándola por admiración, iban como ella con la cabeza greñuda, el vestido rasgado y las botinas rotas, aprovechando todas las ocasiones para aturdir el colegio con infernal gritería.

Las religiosas ya no podían tratar con su antigua benignidad a la revoltosa muchacha, y creían intimidarla con severos castigos; pero la niña tomaba a broma todas las medidas de rigor, y seguía en sus costumbres con la pisada indiferencia de los cerebros aturdidos.

Si la ponían de rodillas en el centro de la clase, encontraba medios de provocar la risa en todas las compañeras; si la sentaban en el deshonroso banco de las pigres, no demostraba el menor pesar, y aun burlábase con graciosos gestos a espaldas de la maestra; y una vez que, como castigo supremo y casi desconocido en el colegio, la encerraron en un cuarto oscuro del piso bajo, donde guardaban tinajas y vasijas de metal, hubieron de ponerla en libertad a las pocas horas, a causa del infernal ruido que movía haciendo rodar sobre el pavimento aquellos objetos.

Las buenas madres hablaban con cierto terror de aquella muchacha que parecía tener los demonios en el cuerpo y que revolucionaba al colegio con su carácter cada vez más revoltoso y maligno.

La directora comprendía ahora la certeza de las afirmaciones de Álvarez. Aquella niña, famosamente, había de ser hija suya. Demostraba tener en su sangre inquieta algo del espíritu diabólico que animaba al terrible revolucionario.

Pero las religiosas, a pesar de los continuos disgustos que les producía la niña, respetábanla pues en especial la directora y las madres de alguna importancia, conocían las altas miras que en ella había puesto la Compañía.

Además, María, en medio de todas sus travesuras y de su espíritu perturbador, se hacía querer por ciertos rasgos. Los días en que accedía por capricho a ser buena, entusiasmaba a las buenas madres. Su precoz talento y su facilidad para el estudio asombraba a sus maestras, que la veían, durante las cortas rachas de laboriosidad y calma, permanecer horas enteras sobre sus libros rotos y manchados aprendiendo en un solo día lo que durante muchos meses había despreciado.

Aparte de esto, tenía rasgos de nobleza que la hacían ser perdonada por todas sus anteriores faltas.

En medio de aquella graciosa y seductora tribu de colegialas, ella, imponiéndose por su carácter turbulento y el prestigio de su nombre, administraba justicia con toda la bárbara e impetuosa rectitud de un caciquillo indio.

Odiaba a las muchachas presumidas, pertenecientes a la encopetada y orgullosa aristocracia del dinero y las perseguía con crueles burlas; mediaba en todas las desavenencias que surgían a la hora de recreo, imponiéndose con su descaro y audacia hasta a las señoritas de último curso que estaban ya próximas a salir del colegio y pretendían abusar de su superioridad; no había niña tímida y humilde que, al quejarse de ser martirizada por sus compañeras, dejase de encontrar en ella decidida y valerosa protección.

Las buenas madres confiaban que la edad modificaría el carácter varonil de la niña; pero sus deseos no se cumplían, y María, a los doce años, seguía siendo aún un muchacho con faldas, que lo mismo se reía de los sermones de las religiosas que de aquellas cartas amenazantes y terroríficas que le enviaba su tía, al tener noticia de sus travesuras.

En cuanto al padre Tomás, hacía ya mucho tiempo que las religiosas no podían valerse de su auxilio, pues la restauración borbónica, por mediación del omnipotente Cánovas, había abierto a la Compañía las puertas de España, y el poderoso jesuita se hallaba en Madrid sobradamente ocupado en los negocios de la Orden, para fijarse en las travesuras de María.

Ésta, al tener doce años, fue cuando se encontró en la plenitud de aquel poder absoluto que ejercía sobre todas sus compañeras. Era la reina del colegio, y nadie osaba protestar contra su despotismo. En las horas de recreo era cuando podía gozar apreciando por sus propios ojos la grandeza de su absoluto poder.

Al terminar la hora de la comida, el silencioso patio del colegio, con uno de sus extremos bañado por el dulce sol de la tarde y el resto envuelto en la fresca y húmeda sombra que proyectaban los altos y verdosos muros, conmovíase por el pataleo y los gritos de aquel rebaño de caras sonrosadas y faldas flotantes que lo invadían.

Los gorriones, que picoteaban en las desiertas baldosas llamándose con sus piidos, retirábanse discretamente a lo alto de los muros, apenas oían a lo lejos el rumor de la invasión; pues conocían, por experiencia, la malignidad graciosa, mas no por esto menos terrible, de aquellos diablillos, ansiosos de vengarse con desenfrenados cánticos, furiosos pataleos y convulsas manotadas de las largas horas, de meditación, rezo y ojos bajos, a que obligaban las costumbres del colegio.

Apenas María, rodeada de su banda de admiradoras obedientes, aparecía en lo alto de la escalera, el recreo tomaba el aspecto de infantil aquelarre. Ella era la inventora de las más extrañas diversiones; la introductora de cuantos juegos violentos veía a los muchachos de las calles los días en que salían a pasear por la ciudad.

No parecía contenta, hasta que ella con su banda, turbaba los juegos de las demás niñas, y experimentaba cierto gozo maligno cuando alguna amiga torpe, queriendo imitarla en sus arriesgados saltos, caía de bruces y se contusionaba el rostro hasta hacerse sangre.

Ella fue la inventora de la sencilla diversión de dejarse resbalar a horcajadas por al pasamano de la gran escalera de piedra a una altura de más de quince metros, temeridad en la que muy pocas la quisieron seguir; y cuando la segunda directora, sorprendiéndola en tan peligrosa ocupación, le quitó las ganas de repetir con unos cuantos tirones de oreja, entonces dedicose a huronear por los alrededores de la habitación del portero, a quien ponía en cuidado la picardía del gracioso bandido, pues apenas se alejaba el hermano José un momento, se encontraba al volver rasgadas las estampas con que adornaba su cuarto, sufriendo con esto un cruel berrinche, pues amaba a aquellas imágenes como si fueran individuos de su propia familia.

Un día llevó la niña su audacia, hasta el punto de, al atravesar el viejo portero el patio a la hora de recreo, saltar a su espalda y dejar al descubierto su pelado y puntiagudo cráneo, arrebatándole el mugriento gorro de terciopelo que de mano en mano, como una pelota, fue de un extremo a otro. A cada una de estas hazañas conmovíase todo el personal del colegio, bramaba la austera subdirectora, miraban al cielo con aire de escandalizadas las otras hermanas, y la directora llamaba a su despacho a la terrible niña, consiguiendo con todos sus sermones que se repitiera siempre la misma escena.

María no negaba, pues era incapaz de mentir. Sí; ella había hecho aquello de que le acusaban. ¿Y por qué? ¿Por qué había cometido tal monstruosidad? A esta pregunta siempre contestaba lo mismo, con encogimiento de hombros y sonrisas picarescas. Ella no sabía explicar, aunque quisiera, el móvil de sus travesuras. Hacía aquello, no porque gozase en hacer mal, sino porque sentía en su interior un impulso irresistible a moverse y a provocar ruido, y porque en ella la acción seguía rápida e irreflexivamente al pensamiento.

No lo volvería a hacer; lo prometía formalmente a la directora y ella, en su interior, estaba dispuesta a cumplirlo; pero apenas salía del despacho con los ojos bajos y el exterior compungido, sentíase asaltada por el demonio del escándalo (como decían las religiosas), y si encontraba al paso un mueble que volcar con estruendoso ruido o una buena madre a quien clavar en el sayal un alfiler con una maza de papeles, hacíalo con tanta rapidez como lo había pensado.

Convenciéronse, por fin, la directora y sus subordinadas, de que era imposible dominar aquella travesura natural, que llegaba hasta el extremo de atar los orinales a la cola de los gatos y azuzar después a éstos para que entrasen corriendo en la capilla a la hora del rezo; y se propusieron armarse de paciencia para sufrir todas las ruidosas bromas de aquella niña.

Justamente, entonces fue cuando María experimentó un brusco cambio en su organismo que modificó su carácter.

Estaba próxima a los trece años, cuando comenzó a sentir un sordo malestar, una agitación nerviosa que la turbaba, impidiéndole hacer las locuras de siempre.

Sus ágiles miembros mostrábanse torpes como si comenzasen a experimentar una interna petrificación, y los ejercicios violentos conmovíanla hasta el punto de hacerle sufrir vahídos y bruscas alternativas de asfixiante malestar.

Quejábase de violentos dolores en las caderas que le obligaban a inclinarse como si no pudiera resistir el peso de su cuerpo, y tan visible era su fiebre, que las buenas madres la llevaron a presencia del médico del colegio a la hora en que éste hacía su diaria visita.

El médico interrogó con cierta discreción a aquella niña que le miraba descaradamente con sus hermosos ojazos, y sonrió finalmente al escuchar las respuestas, haciendo un guiño singular a la directora que estaba presente.

¡Oh! Aquello no era nada. Exceso de salud y vida; lo de siempre: la crisis que todas forzosamente habían de pasar al llegar a cierta edad.

La fiebre hizo dormir a María durante toda la noche con intranquilo sueño, y al despertarse a la mañana siguiente, incorporose en su cama con nerviosa inquietud, llevando en su pálido rostro y en sus ojos asombrados una expresión de terror.

Sentía algo extraño bajo el vientre, y todo su organismo estaba dominado por una languidez que le robaba las fuerzas.

Parecíale que durante el sueño había sido herida por una mano brutal, y notaba que la parte alta de sus piernas descansaba sobre una pegajosa humedad.

Alarmada y con miedo palpó bajo las sábanas, y, al sacar su mano manchada de sangre rojiza y oscura, púsose densamente pálida, agitó su cabeza como si el terror no le dejara aire que respirar, y lanzó un grito de angustia que resonó en todo el dormitorio.

Acudieron las buenas madres, y el miedo de la colegiala trocose en sorpresa y estupefacción, al ver que las religiosas, al enterarse de lo ocurrido, permanecían silenciosas, con los ojos bajos y ruborizadas, mientras que en los labios de algunas de ellas vagaba una débil sonrisa.

Era aquello el despertar de la pubertad, la revelación del sexo, la dolorosa y molesta iniciación de la niña que pasaba a ser mujer.

María tardó mucho tiempo en convencerse de lo que aquello significaba, y aun así, sólo adivinó a medias la importancia de la revolución que se había operado en su organismo; pues las religiosas procuraban conservar a sus educandas en la más absoluta ignorancia respecto a las funciones de la naturaleza, llegando a tal extremo de pudibundez, que prohibían a las niñas, bajo las más severas penas, el llamar por su nombre a los objetos de íntimo uso, y ponían de rodillas a la que, hablando de su camisa, le daba tal nombre, en vez de llamarla la indispensable.

Las consecuencias que tuvo para María aquel suceso, fue abandonar en el mismo día el dormitorio de las medianas para pasar al de las señoritas mayores y transformar su vestido, añadiendo algunas pulgadas más de tela a la falda de su uniforme.

VIII. Sinfonía de colores

Al sentirse María tocada por la mano de la Naturaleza fue cuando cambió por completo de carácter.

La pubertad parecía haber limpiado obstruidos canales de su organismo por donde ahora circulaban nuevos torrentes de vital energía, y se despertaban en ella sensibilidades desconocidas que le hacían percibir cosas hasta entonces nunca imaginadas. Parecía que su piel se había adelgazado para ser más sensible a todas las impresiones externas; que sus ojos habían estado empañados hasta entonces y ahora lo veían todo en un nuevo aspecto y con asombrosa claridad; y que sus miembros, antes enjutos, ágiles y nerviosos como los tentáculos de un insecto, al henchirse en el presente con esa fuerza vital que hace estallar el capullo y esparce en el espacio un tropel de colores y perfumes, adquirían nueva fuerza, y lo que perdían en ligereza ganábanlo en solidez siendo como raíces que la unían a la vida.

Aquella revelación de la pubertad que tanto alarmó su ignorancia, cambió por completo sus gustos y aficiones.

Huyó de las diversiones ruidosas; en el patio del recreo miró con gesto desdeñoso los juegos inocentes a que se entregaban sus compañeras menores; acogió con la irritación del que le proponen una cosa indigna, las excitaciones de su banda para que volviese a reanudar las antiguas diabluras; y gustó de permanecer en las horas de apuramiento, sentada en un rincón del patio, con el aire enfurruñado del que está descontento de sí mismo, y mirando a todas partes con ojos interrogadores, como si quisiera encontrar el poder que la había herido en su organismo produciendo aquel cambio que en ciertos momentos la irritaba.

A pesar de aquellas fieras melancolías y de los vagos deseos de venganza sin objeto, su varonil carácter iba cediendo el paso a nuevas aficiones y desaparecían en ella rápidamente todos los gustos que le hacían semejante a un muchacho con faldas.

Ella, tan rebelde siempre a toda clase de labores femeniles, se aficionó de repente a los trabajos delicados y aunque era visible su torpeza para esta clase de faenas, pues únicamente tenía facilidad asombrosa para el estudio, llegó a ser una de las mejores alumnas de la subdirectora, si no por su habilidad, por su tenaz perseverancia.

En las horas de recreo, colocábase en el banco del patio al lado de algunas señoritas mayores que ella, que llamaban la atención por su exaltada sensatez, y allí permanecía mucho tiempo entregada de lleno a sus labores de punto, con los ojos bajos y fijos tenazmente en sus móviles dedos y sin dar otras señales de vida que las oleadas de sangre comprimida y violentada por tal quietismo que, subiendo atropelladamente a su cabeza, la inundaban de púrpura el semblante.

Pero aquel carácter, que a pesar del cambio experimentado conservaba movible e inquieto, no podía ceñirse mucho tiempo a una vida de continua inmovilidad y fijeza.

Su cuerpo no deseaba el movimiento, pero en cambio, el espíritu, que había permanecido como muerto durante aquella alborotada niñez, reclamaba ahora su parte de agitación y esparcimiento y se desesperaba aturdido por la monotonía de las laboriosas distracciones a que se entregaba la joven.

De repente dejó de bajar al patio a las horas de recreo, y cuando las buenas madres, alarmadas por las desapariciones de aquella niña terrible que las tenía en perpetua alarma, fueron en su busca, encontrábanla siempre en la azotea del colegio, vasta planicie de ladrillo que, por su altura, permitía gozar de un magnífico panorama y que estaba cubierta por una celosía de alambre a la cual se enroscaban centenares de plantas trepadoras formando una hermosa bóveda de verdura.

Como María era siempre sorprendida por las religiosas, inmóvil en la azotea, mirando con soñolienta vaguedad a lo lejos, y no se notaba el menor desperfecto en las plantas, las buenas madres prefirieron dejarla allí a que siguiese bajando al patio, donde un día u otro podrían volver a despertarse sus instintos varoniles y perturbar de nuevo la quietud del colegio. María se consideró feliz con aquella tolerancia que le permitía permanecer en la azotea hasta la hora en que la campana del colegio, con sus repiqueteos, le indicaban que era llegado el momento de volver al trabajo.

El espectáculo que desde allí se gozaba, llenaba por completo la aspiración que sentía su alma, por todo lo grande, lo inmenso. Además, en aquel ambiente de libertad, limitado por el infinito, se respiraba mejor que en el interior del colegio, entre las oscuras paredes, desnudas y frías, con el efecto mercenario de las buenas madres.

¡Dios mío! ¡Qué hermoso era aquello! María nunca se cansaba de contemplarlo y el panorama producíale una dulce somnolencia en la cual transcurrían las horas con vertiginosa rapidez.

Lo primero con que tropezaban sus ojos al subir, era con la imponente torre del Miguelete, que parecía abrumar el espacio con su pesada masa octogonal y que remontaba sus ocho caras de piedra tostada, compacta y desnuda de todo adorno; para coronarse al final con una cabellera incompleta de floridos adornos góticos, a los que sirve, como de sombrero, el feo remate postizo que remedia el defecto de la obra sin terminar.

El coloso de piedra hundía su base en la vieja catedral erizada de pequeñas cúpulas, entre las que campea la gótica linterna; y a su alrededor, como las escamas de una inmensa concha de galápago, extendíanse un mar de tejados, rojizos o negruzcos, empavesados por las ristras de blanca y flotante ropa puesta a secar y cortados a trechos por las moles pesadas e imponentes de los edificios públicos o por los innumerables campanarios, esbeltos, casi aéreos, remontándose en el espacio con la graciosa audacia de los minaretes de las mezquitas.

Y cuando la niña cansábase de mirar a la ciudad, sumida en la modorra propia de las primeras horas de la tarde bajo un sol siempre ardiente; cuando se sentía aturdida por el cachazudo y discreto campaneo que llamaba a los canónigos al coro, o por el zumbido de colmena que salía de las calles ocultas a su vista pero marcadas por las desigualdades de los tejados y por los trozos de fachada que quedaban al descubierto con sus alegres balcones cargados de plantas y sus cortinas listadas flotantes a la brisa, no tenía más que girar sobre sus talones, para sumergirse en una contemplación de distinto carácter y sentirse envuelta en esa somnolencia ideal que produce la naturaleza exuberante, envuelta en esos esplendores que son la desesperación del arte y que el hombre no llegará nunca a reproducir.

Delante, casi a sus pies, el río con su gigantesco cauce seco y pedregoso, bateado aquí y allí por corrientes de agua mansa, que se deslizaban indecisas y formando grandes curvas como para llegar más tarde al mar que ha de tragarlas; las lavanderas tendiendo sus montones de ropa entre los altos olmos, alineados a lo largo de los pretiles y con sus raíces hundidas en el fango de las avenidas; los antiguos puentes de roja piedra, albergando bajo sus chatos ojos tribus enteras de gitanos con su acompañamiento de niños sucios, voceadores y en camisa, revueltos con asnos consumidos por el hambre, y adornándose en su parte superior con santos berroqueños, mancos, sin narices y picados por las irreverentes pedradas de innumerables generaciones de muchachos; y, juntos a los más apartados riachuelos, las manadas de toros destinados a la matanza, paseando su gravedad de raza y su aplomada estampa, y mirando con expresión de hartura los bullones de hierba fresca arreglados por el pastor.

Más allá del río, el espectáculo se agrandaba, se extendía hasta el infinito, con interminable variedad de colores y de luces.

El Hospital Militar con sus cuadradas torres; las grandes fábricas con sus chimeneas humosas; las frondosidades de la alameda en las que lucía el tono verde con todas sus infinitas variedades y sobre las cuales se elevaban como dos toscos ídolos chinos, las torrecillas de los guardias vestidas con pétreos escudos y cubiertas con caperuzas de barnizadas tejas; todo esto formaba el marco de la opuesta orilla del río, y tras aquella línea extensa y profunda de edificios y vegetación, esparcíase la huerta, perdiéndose por un lado en el lejano horizonte y muriendo al pie de las montañas.

Aquel espectáculo causaba a la vista el efecto de un licor fuerte, pues los ojos se embriagaban y aturdían, al abarcar de un golpe el desordenado tropel de colores.

Era aquello como un mosaico caprichoso, como un chal indio de extraños y vistosos colores tendido desde la ciudad al mar.

La nota verde predominaba en aquella grandiosa sinfonía de colores; era la nota obligada, el eterno tema, sólo que subía y bajaba, se adelgazaba como un suspiro o se abría como una frase grave, tomando todas las gradaciones y tonalidades de que es susceptible un color.

El verde oscuro de las arboledas resaltaba sobre el blanquecino de los campos de hortalizas; el amarillento de los trigos hacía contraste con el lustroso y barnizado de los naranjos y los pinares, allá, en último término, destacaban las negruzcas curvas de sus copas, sobre el fondo que formaban las primeras colinas rojizas, que acariciadas por el sol, tomaban un tinte violeta.

Y aparte de los colores ¡cuán bellos aspectos presentaban vistas desde aquella altura, todas las obras del hombre, todos los signos de vida que se destacaban sobre aquella naturaleza esplendente!

Como los caprichosos veteados de un inmenso bloque de mármol, extendíanse tortuosas fajas rojizas y blanquecinas, que eran otros tantos caminos, formando intrincada red, y perdiéndose a lo lejos, matizados por puntos negros en los que apenas si por el tamaño se adivinaban a hombres y vehículos. Las innumerables acequias, recuerdo fiel de la civilización sarracena, confundíanse y se enmarañaban en intrincadas revueltas, como montón de plateadas anguilas sobre un lecho de verdes hojas, y por todas partes donde se dirigía la mirada, confundidos hasta el punto de parecer que sólo mediaban algunos pasos de unos a otros, veíanse pequeños pueblecitos, grupos de casas, grandiosas alquerías; manchas, en fin, de esplendorosa blancura, que bien podían ser comparadas por un poeta con un tropel de gaviotas descansando sobre un mar de esmeraldas.

La vega tenía sus límites.

A un extremo, cerrando el horizonte y recortando sobre él su desdentada crestería, surgía la audaz cordillera que iba a hundirse en el Mediterráneo en rápido descenso de cumbres, sustentando en la última de éstas el histórico castillo de Sagunto, cuyas largas cortinas e innumerables baluartes, parecían vistos desde Valencia, las revueltas de una sierpecilla cenicienta, encogida y dormitando al cariño del sol; y a partir de tal punto, el mar, orlando toda la huerta a lo largo con su recta y azulada faja, llanura inmensa en la que blancas velas se movían como triscadores corderillos.

Todo era animación allá donde se fijaban los ojos. La vida se desbordaba lo mismo en las obras de la naturaleza que en las del hombre, y como manadas de oscuros pulgones, veíanse esparcidos por los campos centenares de puntos negros, sobre los cuales una vista poderosa distinguía el brillo de veloces relámpagos. Las herramientas agrícolas volteando sobre la cabeza del jornalero, caían y arañaban las entrañas de la tierra, removiéndolas sin piedad para acelerar el parto de su producción preciosa. La madre común era forzada brutalmente a crear, para dar el sustento a sus hijos que no le permitían el menor descanso.

Pero aquel detalle de fatiga y laboriosidad humana pasaba casi desaparecido para la soñadora niña y desaparecía absorbido por el imponente espectáculo que presentaba el conjunto

María, acostumbrada a ver todos los días y a las mismas horas aquel paisaje encantador, estaba familiarizada con él, y a pesar de esto nunca se cansaba de admirarlo, ni lo encontraba monótono.

Se sentía feliz allí. Era un atracón de libertad y de espacio infinito que se daba la púber al mismo tiempo que sentía correr por sus venas torrentes de sangre ardiente y atropellada, comparables a las impetuosas corrientes de savia que animaban aquel mar de verdura; era una borrachera de luz y color que reanimaba a la fogosa niña y le daba fuerzas y resignación para resistir el monótono y frío interior del colegio, con las austeridades de su educación monjil.

La niña, obsesionada por aquel espectáculo, tenía ideas muy extrañas. Primero creyó ver en aquel dilatado panorama las más estrambóticas imágenes; algo semejante a un aquelarre de figuras monstruosas, esbozos grotescos y formas de embrión. Había oscuros cañares que, moviendo los blancos plumajes de sus alturas, parecíanle negruzcos dragones tendidos y agitando con nerviosos estremecimientos su manchado dorso; hablaba y hacía muecas a su chino, que era una torrecilla lejana cuyas dos ventanas le parecían ojos desmesuradamente abiertos, bajo la puntiaguda techumbre de tejas que tenía gran semejanza con la montera de un mandarín del celeste Imperio; y las lejanas montañas, se presentaban a su vista revistiendo las más extrañas formas animadas: unas eran cúpulas de catedral, otras sombreros de ridículas formas, y hasta en un pico lejano de perfil encorvado y en las grandes manchas formadas por hondonadas y barrancos, parecía encontrar cierto parecido con el rostro del hermano José, el portero del colegio, con su picuda nariz y su mirada maliciosa.

Pronto su imaginación soñadora, abismándose en la contemplación diaria de un panorama al que amaba con creciente cariño, cansose de buscar en él extravagantes semejanzas y de adivinar fantásticas formas. Familiarizándose cada vez más con el paisaje, encontraba una sorprendente novedad que al principio le hizo sonreír.

¡Qué locura! ¿Pues no le parecía que cantaba aquella vasta y deslumbrante llanura, entonando un himno vago que no producía en sus oídos conmoción alguna, pero que veía vibrar en el espacio?

Era aquello un terrible despropósito; mas no por esto resultaba menos cierto que la risueña vega, con sus azuladas montañas de tonos violáceos y su mar que se confundía con el azul del cielo, entonaba una sinfonía muda, una música de la que gozaban los ojos en vez de los oídos y en la cual cada color representaba una nota, un instrumento que interpretaba su parte con nimia exactitud, sin desentonar en el armonioso conjunto.

María recordaba las fiestas del colegio, aquellas representaciones teatrales en honor de la santa patrona del establecimiento; la comedia mística desempeñada por las más avispadas colegialas y en la que ella, por su desenvoltura, se encargaba siempre del papel de graciosa: entonces, durante los entreactos, alegraba con sus risueños sones las desiertas salas del edificio, una orquesta formada por los músicos más viejos de la ciudad, que asistían a los entierros y a las funciones religiosas.

La joven había oído en tales ocasiones interminables sinfonías de carácter clásico y ahora encontraba que era muy semejante aquella maravillosa sucesión de colores, con el engarce de notas de las grandes piezas musicales.

Dudó al principio; pero al fin se dio por convencida. ¡Oh…! ¡Maravilloso…! ¡Divino! El campo entonaba su sinfonía ni más ni menos que como salía de los instrumentos de todos aquellos profesores viejos, la mayor parte con peluca, que alegraban el colegio en la fiesta anual.

Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran aquellas manchas verdes y aisladas de los árboles del río, las masas rojizas de los puentes y edificios, las mil formas que se veían recortadas, separadas e individuales a causa de su proximidad; y tras esta incoherencia de colores, que por estar próximos al espectador no podían confundirse y armonizarse, tras esta breve y fugaz introducción, entraba la sinfonía, brillante, deslumbradora, atronándolo todo con su grandiosidad de conjunto, sin perder por esto el gracioso contorno de los detalles.

Los cabrilleos de las temblonas aguas de acequias y riachuelos heridas por la luz, eran el trino dulce y tímido de los melancólicos violones destacándose sobre la masa de los demás tonos; los campos de verde apagado, hacían valer su color, como suspiros tiernos de clarinetes, esos instrumentos que según Berlioz «son las mujeres amadas»; los agitados cañares con sus amarillentas entonaciones esparcidos a trechos, parecían formar el acompañamiento; los trozos de frescas hortalizas, con sus tonos claros y esplendentes, como charcos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto cual apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases de violoncelo; y en el fondo, aquella inmensa faja de mar con su tono azul espumado, semejaba la nota prolongada del metal que a la sordina lanzaba un suspiro sin límites.

Sí; María se afirmaba cada vez más en su idea. Era aquello una sintonía clásica, en la que el tema fundamental se repetía hasta lo infinito.

El tema era la nota verde, que tan pronto se abría esparciéndose para tomar un tono blanquecino, como se condensaba y oscurecía hasta convertirse en azul violáceo.

Semejante al pasaje fundamental, que salía de un atril a otro, para ser repetido por los diversos instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en el paisaje, subía y bajaba perdiendo o ganando en intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los quejidos de la cuerda; se tendía sobre los campos desperezándose con movimientos voluptuosos y dulzones como las melodías de los instrumentos de madera; se extendía azulándose sobre el mar con prolongación indefinida, como el soberbio bramido del metal; y para completar más el conjunto, cual el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol arrojaba brutalmente a puñados sus tesoros de luz sobre aquella inmensidad, haciendo resaltar con la brillantez del oro unas partes, y dejando envueltas otras en la penumbra del claro oscuro.

Y la soñadora niña, con su exaltada fantasía, seguía la marcha de aquella sintonía muda, que por partes iba desarrollando ante sus ojos, sus sublimes grandiosidades.

La blancura de los caminos eran cortos intervalos de silencio en aquel gigantesco concierto, el cual, una vez salvados tales obstáculos, seguía desarrollándose con todas las reglas de la sublimidad artística. El tema crecía en intensidad y brillantez conforme iba alejándose y adquiriendo un tono oscuro; en las orillas del mar llegaba al período esplendente, a la cúspide de la sinfonía y desde allí comenzaba a descender, buscando el final, las postreras notas. Corría así el colorido del tema sobre el mar, esfumándose en el horizonte y adquiriendo la suavidad indecisa de las medias tintas; encaramábase por las lejanas montañas, cuya pálida silueta casi confundía sus contornos con el espacio; y desde aquellas alturas, arrojábase en pleno cielo y marchaba velozmente hacia el final, como los instrumentos que entran ya en los últimos compases de la sinfonía. Una vez allí, lo que en el suelo y a corta distancia era verde brillante, se difuminaba en tonos débilmente azules hasta ser blanquecinos, como el tema sinfónico que después de ser brillante y ensordecedor, al ser repetido por última vez, adquiere la vaguedad indecisa del sueño; y al fin se confundía en el horizonte, indeterminable, pálido, extinguido, sin extremo visible, como el último quejido de los violones que se prolonga mientras queda una pulgada de arco y que adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible vibración, no puede darse cuenta el que escucha de en qué instante cesa realmente de sonar.

Podía ser aquello una locura, pero María oía cantar a los campos y al espacio, y gozaba en la muda sinfonía de la Naturaleza, en aquella obra musical silenciosa y extraña, que comenzaba con lentas palpitaciones de tintas campestres; que se iba agrandando hasta el punto de que las diversas tonalidades de color se sofocasen entre sí, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante y desordenado, sofoca las solemnes preces de los peregrinos en la obertura del Tannhauser, y que terminaba por fin, perdiendo su intensidad, palideciendo, como debilitada por aquella orgía de tintas y esparciéndose en el infinito espacio cual el fatigado espíritu que en loca aspiración intenta en vano sorprender el misterio de la inmensidad.

Todas las tardes, apenas la campana del colegio daba el toque del recreo, la niña, cada vez más soñadora, se lanzaba a subir a la azotea, con todo el apresuramiento febril de la joven que se dispone a ir al teatro, donde sus padres sólo la llevan de tarde en tarde.

Ella llamaba su palco a aquella azotea, y el espectáculo que desde allí gozaba, parecíale de inacabable novedad, pues nunca llegaba a fastidiarse dejándose absorber por la grandiosa monotonía de la Naturaleza.

Tan atraída se sentía por la azotea del colegio, que muchas tardes, a la hora en que repasaba su lecciones de solfeo, pretextaba necesidades apremiantes o burlaba la vigilancia de la madre inspectora, para subir a aquel punto del edificio, alcázar dorado de sus ensueños, donde hubiera querido vivir a todas horas.

Las puestas de sol la conmovían hasta el punto de arrancarle gritos y contraer su rostro con un gesto de estupidez contemplativa.

Aquel espectáculo era aún más hermoso que la sinfonía de color, y cada día se presentaba bajo una nueva forma, prolongándose sus radicales variedades hasta lo infinito.

¡Cuán hermosa resultaba la agonía de la tarde!

En los días tranquilos, el cielo era una inmensa pieza de seda azul, por la que rodaba lentamente, sin quemarla, el sol, como una bola de fuego, y cuando en su descenso majestuoso se acercaba al límite del horizonte, formábase como un lago de sangre, en el cual se sumergía el astro, tomando un tinte violáceo.

Otras veces, en las tardes nubladas, la apoteosis final del día verificábase en medio de un tropel de vapores, y entonces el espectáculo adquiría imponente grandiosidad. Parecía el horizonte maravillosa decoración de melodrama mágico, sometido a rápidas mutaciones. Las nubes, que momentos antes semejaban gigantescos copos de blanco algodón, heridos ahora por los últimos rayos de luz, chisporroteaban como un mar de azufre; veíanse allí formas extrañas, cambiando al menor soplo del viento; lo que parecía una torre, adquiría de pronto el perfil de una roca batida por olas de fuego; las siluetas de monstruo, trocábanse en flotantes vestiduras de ángel, y muchas veces el sol en sus últimos estremecimientos, rompía el murallón de cárdenas nubes, y a través de tal brecha, lanzaba horizontalmente sus postreros rayos, como una lluvia de flechas de oro que cruzando veloces el espacio venían a herir la retina del espectador.

Cuando caía el crepúsculo y tenues gasas parecían arrollarse lentamente a todos los objetos, María, con los ojos todavía deslumbrados y suspirando con inexplicable melancolía descendía al interior del edificio más feo y triste que de costumbre.

Sus ojos, conmovidos aún por aquella borrachera de luz y de color, no podían habituarse a la negra y desierta sombra que iba apoderándose de aquellas habitaciones.

En su cerebro iba germinando una idea que se imponía con la fuerza irresistible del deseo. Salir de allí cuanto antes, vivir envuelta en aquellos esplendores que la deslumbraban; ser libre, completamente libre, como las brisas, como los colores que ella veía con un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.

La continua contemplación de la Naturaleza despertaba en ella un anhelo inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.

Deseaba algo que no podía determinar. Ansiaba salir de allí, para vivir sola y libre como un pajarillo, de los que ella veía saltar en los árboles; como una de las flores que matizaban la sinfonía de colores; pero… no estaba muy segura de si esto le bastaría.

Un suceso inesperado revolucionó su existencia y vino a arrancarla de sus fantásticas contemplaciones.

IX. Se oye un violín

Una tarde, estaba tendida sobre el vientre y con la barba apoyada en las manos, soñolienta y amodorrada por los golpes de sol que pasaban a través de la bóveda de enredaderas.

Había llegado la primavera; el vivificante abril abría los pétalos de la flor del naranjo, impregnando la atmósfera con el punzante perfume del azahar, y al respirar, aspirábanse esos efluvios de amor y de bellos sueños que trae consigo la más hermosa de las estaciones.

María no se abismaba, como de costumbre, en la contemplación del paisaje. Tenía sus asuntos serios en que pensar y que por cierto le preocupaban bastante.

En primer lugar, sólo faltaban dos meses para los exámenes y el reparto de premios que se verificaban en el colegio al llegar el verano, y aunque ella por ser con el consentimiento general, una de las más desaplicadas, estaba exenta de aspirar a los honores destinados a la laboriosidad, habíasele metido en la cabeza el conseguir lo que alcanzaban aquellas compañeras remilgadas e hipócritas. Hasta entonces sólo había alcanzado premios en la clase de gimnasia, donde brillaba acometiendo las más audaces diabluras; pero aquella mañana había tenido una pelea con una burguesilla pedante, que hablaba de gramática y aritmética a las que sólo se ocupaban de vestidos; la sabidilla la había llamado ignorante, y este insulto había hecho germinar en ella el deseo de disputarla uno de los premios literarios. En verdad que nada sabía, que sus libros rotos y manchados a fuerza de arrojarlos al suelo, estaban olvidados en el fondo del pupitre; pero esto no doblegaba su firme voluntad, ni la hacía retroceder en el propósito de alcanzar el premio anhelado.

Otro asunto aún más importante ocupaba su pensamiento.

Su tía, la baronesa de Carrillo, no tardaría en sacarla de allí. También en aquella misma mañana lo había oído de labios de la subdirectora, sorprendiendo su conversación con otra religiosa.

La baronesa, desde que había sabido que su sobrina no era ya tan traviesa y que en vez de alborotar el colegio, se mostraba formal como una mujercita, sentía deseos de tenerla a su lado, y había escrito en este sentido a la directora, prometiendo que sacaría a María del colegio apenas sus ocupaciones le permitieran abandonar Madrid por unos días, lo que ocurriría indefectiblemente a principios del verano.

La joven a pesar de sus deseos de libertad, estaba acostumbrada a la vida del colegio, y tan extraña a su persona le resultaba ahora doña Fernanda, a la que había visto pocas veces desde que estaba allí, que no sabía si alegrarse o entristecerse por la nueva existencia que llevaría en Madrid.

Seducíala la perspectiva de brillar en un mundo de elegancia y riqueza, que sólo de oídas conocía; pero al mismo tiempo, desde que tenía la certeza de abandonar en breve aquel edificio, escenario de su niñez, presentábasele con cierto encanto y se sentía como atraída por sus paredes.

Entregada a estas reflexiones, y sin saber cómo acoger la idea de su próxima marcha, permaneció María por mucho tiempo tendida sobre el embaldosado de la azotea que la comunicaba grata frescura.

De pronto se incorporó, avanzando la cabeza como para oír mejor.

Sobre el ruido que producían los carruajes pasando por las cercanas calles y por la avenida existente entre el colegio y el pretil del río, destacábase un sonido agradable y continuo, que por su novedad alarmó a la niña.

¿De dónde procedía aquello? Era la primera vez que escuchaba aquel sonido que a ella le parecía dulcísimo, y que cesaba de vez en cuando para volver a reanudarse con mayor fuerza.

María se levantó, poniendo en el oído toda su voluntad, para que el ruido de las calles no sofocara tales armonías.

Era el sonido de un violín: pero lo notable consistía en que las armonías no subían de la calle, sino que parecían salir a través de la pared que María tenía a su derecha.

Aquel pequeño muro, blanqueado y cubierto de enredaderas, había sido levantado para aislar la azotea del colegio de una casita pequeña y humilde, pegada como una molesta verruga, al grandioso edificio que ocupaba el resto de la manzana.

María sintió el impulso de una curiosidad irresistible, y pensando en qué medio emplearía para ver quién tocaba el violín al otro lado de la pared, quedó extática y meditabunda escuchando las melodías del instrumento.

Aquella música le parecía deliciosa a la joven; lo que no impedía que fuese obra de una mano inexperta y torpe que cometía un desacierto a cada compás.

El tema de El Carnaval de Venecia, esa cancioncilla insufrible por lo vulgar, que repiten desde los profesores de café hasta los clowns en el circo, era lo que tocaba aquel violín, con la desesperante monotonía del principiante tenaz. El arco, en algunos pasajes, arrancaba a las cuerdas sonidos bastante limpios y agradables; pero de vez en cuando, se le iba la mano al ejecutante, y el aire se poblaba de estridentes chirridos, como si un nido de ratas acabase de caer bajo la zarpa del gato.

Con aquella musiquilla de principiante había suficiente para crispar los nervios del más pacienzudo; pero a María, influenciada por el ambiente poético en que se sumía apenas entraba en la azotea, parecíale la cancioncilla una fantástica serenata que un genio misterioso, oculto tras aquella pared, daba en su honor.

Ella sentía vehementes deseos de enterarse de aquel misterio, de conocer al incógnito artista, y se arrancó de su expectación extática para escalar la pared, a cuyo borde casi llegaba con las puntas de sus dedos.

Amontonó algunos tiestos de flores sobre un fuerte banquillo de madera, y así logró encaramarse con relativa comodidad, hasta asomar su despeinada cabeza al borde del muro.

Ansiosa por satisfacer su curiosidad, miró abajo, y vio como a unos tres metros, un tejado mohoso, antiguo y con la mayor parte de sus tejas rotas, y en el centro de su declive, una pequeña azotea que tenía a uno de sus extremos una garita casi derruida por donde desembocaba la escalera. Además, entre la azotea y la parte más alta del tejado que daba a la calle, levantábase una casucha de yeso y madera, agrietada por sus cuatro caras, que parecía haber servido de palomar o conejera en otros tiempos.

De allí salían los sonidos del violín. La puerta, construida con maderas de cajón que aún llevaban la marca de fábrica, estaba abierta, dejando al descubierto el interior de aquella construcción rara. Algunos libros estaban esparcidos por el suelo o amontonados sobre una tabla sin cepillar, pendiente del techo con cordeles. No se veía al que tocaba el violín… pero ¡detalle horrible!, sobre aquella tabla que servía de biblioteca, vio un cráneo, limpio, lustroso, con ese color amarillento de mármol viejo que el tiempo da a los huesos humanos.

Aquel cráneo era grotesco hasta lo horrible. Una mano irrespetuosa lo había cubierto con una gorrita vieja, y en sus cuencas negruzcas y vacías parecía brillar una imaginaria mirada de terrorífica malicia; así como en su mandíbula superior, desdentada a trechos, vagaba una sonrisa que daba frío.

María, aterrorizada, estuvo a punto de dejarse caer, y hasta le pareció que la musiquilla producíala algún fúnebre compañero del sardónico cráneo que la espantaba con su sonrisa; pero la curiosidad pudo en ella más que el terror y permaneció inmóvil con la esperanza de conocer al artista.

Permaneció mucho tiempo en su incómoda atalaya, escuchando con algunos intervalos de silencio y repeticiones hijas de la torpeza, aquellas interminables variaciones sobre el tema de El Carnaval de Venecia, que parecían constituir todo el repertorio del artista.

Por fin cesó la musiquilla y entonces María vio asomarse a alguien a aquella puerta, a la que no miraba ya, por miedo de que sus ojos tropezasen con la burlona calavera.

Primero asomó una cabeza de muchacho, pálida, con el cabello al rape, orejas algo salientes y las mejillas sombreadas por esa pelusa de membrillo que enorgullece a la pubertad como aviso de próxima barba; después fue apareciendo el resto del cuerpo, delgaducho, pero con cierta gallardía y cubierto con un traje que resultaba corto y ridículo a causa del rápido crecimiento de su dueño.

Aquel muchacho parecía tener unos quince años, y en su rostro descolorido se estaba verificando esa revolución de facciones que se experimenta al salir de la pubertad y que fija para siempre los rasgos típicos de cada hombre. Estaba algo feo y ridículo, con su cabeza redonda y rapada, sus orejas salientes que clareaban al sol cual si fuesen de cera y sus pómulos pronunciados; pero en su rostro quedaban rasgos permanentes que anunciaban una futura distinción, y además sus ojos tenían una luz dulce y tranquila que parecía derramar un ambiente simpático sobre toda la cara.

Llevaba en sus manos el violín y el arco, y jugueteando con ellos mientras descansaba, mostraba intención de entrar pronto en la casilla a continuar su cencerrada de aprendiz.

Como María estaba tan alta y el muchacho miraba a lo lejos, no pudo conocer inmediatamente que era espiado; pero por ese desconocido fenómeno que hace que las personas nerviosas se inquieten y aperciban, así que otra persona fija en ellas sus ojos, el violinista sintió como el peso de las miradas que desde lo alto le lanzaba la colegiala, y levantando su cabeza, vio a la curiosa.

Fijose en la cabeza maliciosilla y hermosa, coronada por una diadema de desordenados y rizosos cabellos, y por algunos instantes no pudo apartar su vista de aquellos ojos insolentes que se clavaban en él con una expresión mezclada de insolencia y afecto.

El muchacho enrojeció como una doncella sorprendida en un baño por la ardiente mirada de la curiosidad lúbrica; sintió, al par que el rubor, una impresión de ridículo y de vergüenza, y rápidamente se refugió en el fondo de su madriguera.

La niña quedó asombrada por esta brusca desaparición.

—¡Pero, Dios mío! ¡Cuán tonto es ese muchacho!

A pesar de toda su tontería, María encontrábalo altamente simpático, y en medio de su despecho, congratulábase de que el colegio tuviese tales vecinos.

Deseosa de verlo otra vez, y como retenida por una fuerza superior a su voluntad, permaneció en su observatorio esperando otra aparición del violinista. La asquerosa calavera ya no le causaba tanto pavor desde que conocía a su simpático compañero de habitación.

Varias veces le pareció ver a través de una ancha grieta de la pared, el brillo de unos ojos fijos en ella: sin duda el tímido muchacho la espiaba, deseando que ella se ausentase para volver a ensayar en el violín.

María, comprendiéndolo así, se agachó tras el muro y esperó.

A los pocos instantes volvieron a sonar las tan sobadas notas de El Carnaval de Venecia, y cuando ya María iba a hacer de nuevo su aparición sobre el muro, repiqueteó la campana del colegio, indicando que la hora de recreo había concluido, y la niña, contrariada, tuvo que abandonar su observatorio.

X. Amor en torno a un violín

Al día siguiente apenas sonó la hora del recreo, ya estaba María en la terraza del colegio, y colocando de nuevo todos aquellos tiestos que le servían de escalera, se encaramaba sobre el muro.

El descubrimiento del día anterior había causado tal impresión en su vida monótona de colegiala, que turbó su sueño, y durante toda la noche estuvo sonando en su oído el chillón violín. Además, varias veces vio en sueños a aquel muchacho con sus claras orejas, su cabeza pelada, sus ojos hermosos y dulces y aquel rubor de señorita que le resultaba tan chusco a la traviesa María.

Cuando ésta se asomó a su atalaya vio la puerta del casucho abierta y el horripilante cráneo sobre su pedestal libro. El muchacho debía haber subido ya a su tugurio, pues ella, por ciertos ruidos que sonaban en su interior, adivinaba la presencia del violinista.

Temerosa de espantar con su presencia al tímido aficionado, se ocultó en el mismo instante que el muchacho asomaba la cabeza por la puerta del tugurio.

Bien fuese que hubiera reflexionado sobre su timidez del día anterior y se sintiera avergonzado, o que le diese ánimos el ver cómo se ocultaba la niña, lo cierto es que no mostró su acostumbrada cortedad ni se ruborizó, y agarrando su violín púsose a tocar la eterna canción sin retirarse al fondo de la casucha.

María le oyó, al principio agachada y oculta tras el muro; pero aquellos chillidos de las cuerdas que la conmovían profundamente, parecían atraerla con fuerza irresistible, y poco a poco fue irguiéndose hasta apoyar sus codos en el borde de la pared, como si fuese el antepecho de un palco.

El muchacho, de pie, en el centro de la puerta, tocaba su violín adoptando una actitud artística, y en sus gestos se notaba el convencimiento de que estaba haciendo una gran cosa y que para él eran prodigios de arte los discordantes chillidos del instrumento.

Cuando cesó de mover el arco, dejando a la mitad la variación mil y tantas, María palmoteó, moviendo como una loca su rizada cabecita, y dijo con entusiasmo:

—¡Bravo! Muy bien. Toca usted de un modo admirable.

Y así lo creía ella con toda su alma.

El muchacho parecía muy satisfecho por tales palabras, y se excusó con la modestia de un gran artista que desfallece bajo el peso de los laureles.

—¡Oh! Es usted muy amable. Toco por afición, y todavía sé poquito.

Con esto se agotó todo su caudal de palabras, y ambos muchachos se quedaron mirándose fijamente y sin hacer otra cosa que sonreír estúpidamente.

Transcurrió mucho tiempo sin que se atrevieran a romper el silencio. María en lo alto, con cierto aire de superioridad varonil y con expresión maligna y sonriente; el muchacho abajo, confuso, aunque muy contento por la amistad que comenzaba a contraer, y haciendo esfuerzos por manifestarse tranquilo y no ser huraño como en el día anterior.

Como María era la que conservaba su serenidad, ella fue la que reanudó la conversación.

—¿Y no toca usted otras cosas? Vamos, sea usted amable; hágame oír otra canción. Yo toco el piano aunque poquito, y tengo afición a la música.

Aquel diablillo malicioso sonreía de un modo tan encantador, que el muchacho se sintió subyugado, y aunque confusamente, conoció que acababa de encontrar un ser con tal imperio sobre él que era muy capaz, si quería, de hacerle cometer las mayores locuras.

El joven obedeció, y henchido de satisfacción por tales deferencias, al mismo tiempo que deseoso de demostrar su superioridad, agotó todo su repertorio: cuatro valsecillos ligeros con una interpretación de aficionado tan detestable como la de El Carnaval.

María le escuchó encantada, y tan feliz se sintió oyendo la musiquilla y contemplando de cerca y fijamente la cabeza del artista, que cuando sonó la campana del colegio, parecióle que el tiempo había transcurrido con mágica rapidez.

Pesarosa y con el aspecto de quien acaba de ser despertado en lo mejor de un hermoso sueño, hizo, con su mano, una señal de despedida al músico, y desapareció.

La colegiala pasó todo el resto del día como una sonámbula, abstraída por sus pensamientos y sin poder fijar la atención en sus ocupaciones.

Aquel musiquillo llenaba por completo su imaginación y sentía hacia él un afecto mayor que el que la habían inspirado sus famosas compañeras que, en tiempos anteriores, habían constituido la banda alborotadora del colegio.

Después de conocerlo, de hablar con él, sentía una viva ansiedad por enterarse de su historia, de su familia y de su clase de vida, reprochándose su descuido al no acordarse de preguntarle cuál era su nombre.

Toda la noche la pasó soñando en el tocador de violín, oyendo vagamente sus incorrectas armonías y las palabras que le había dirigido, y a la mañana siguiente levantose febril e impaciente, deseando que las horas transcurrieran veloces y que llegase pronto el anhelado momento del recreo para dirigirse a la azotea.

Cuando María, tras largas crisis de impaciencia y después de mostrarse en el comedor, contra su costumbre, completamente inapetente, vio llegado el momento de subir a la azotea, corrió a ella y se encaramó en su observatorio, encontrando que el joven la esperaba ya, aunque afectando una profunda distracción y apoyado en la puerta de la casucha con estudiada postura.

María, al dirigir la primera ojeada, notó en su indumentaria grandes cambios. ¡Ah, el grandísimo coquetón! Como tenía la seguridad de que ella subiría a verlo, se había puesto la ropa de los domingos, un chaqué pelado que sin duda su mamá había sacado a luz reduciendo una pieza mayor, y además el nudo de su corbatita azul, con su seductora cuquería, delataba por lo menos media hora pasada ante el espejo, desechando formas incorrectas y buscando una nueva que fuese el desideratum de la sencillez y la elegancia.

Aquellas novedades, que demostraban claramente el deseo de agradar, enorgullecieron a la maliciosa coquetuela que ahora comprendía su importancia.

El muchacho, al ver a María, la saludó con una sonrisa ingenua, y a pesar de que se proponía ser fuerte y mostrarse impasible, no pudo menos de ruborizarse.

—¡Buenas tardes! —dijo María con su hermosa voz de contralto—. ¿Es que hoy no está usted por hacer música?

—No, señorita —contestó el muchacho con acento algo temblón—. El violín lo tengo ahí dentro y yo no me siento con ganas de tocarlo.

Se detuvo algunos instantes y después haciendo un esfuerzo como para tragar algo que le obstruía la garganta; añadió con voz que apenas si el temblor dejaban oír:

—Me gusta más hablar con usted que tocar el violín.

María prorrumpió en alegres carcajadas y batió palmas. Le resultaban muy graciosas las palabras del muchacho. Ella también gustaba mucho de hablar con él, y por esto, con acento de ingenuidad, exclamó:

—¡Oh!, sí; tiene usted razón, hablemos. Esto es más divertido.

Y añadió inmediatamente con marcado apresuramiento, como si le quemase la lengua una pensada pregunta que deseara arrojar lejos de sí:

—Ante todo, yo me llamo María Quirós de Baselga, y según dicen las buenas madres, soy condesa: ¿cuáles el nombre de usted?

El muchacho quedó como espantado al saber que aquella linda cabecita erizada de desordenados bucles era la de una condesa. Por esto manifestó cierto reparo en contestar, y fue preciso que María le volviera a repetir con impaciencia:

—¿Cuál es el nombre de usted?

—Me llamo Juan.

—Me gusta el nombre: Juanito.

Y quedó silenciosa como paladeando aquel nombre que decía gustarle. —¿Juanito a secas?— añadió con curiosidad creciente.

—Juanito Zarzoso.

—¿Es usted de Valencia?

—Sí, señora. Vivo en esta casa con mi mamá.

—¡Ah! ¡Tiene usted madre! —dijo María con la dolorosa extrañeza del que carece de una cosa que poseen la generalidad de los que le rodean.

—Sí; tengo mamá. La pobrecita está casi ciega y sólo sale a paseo cuando yo la acompaño. Papá era magistrado y murió siendo yo muy niño.

Estas palabras conmovían a la niña sin que ella pudiera explicarse la causa. Aquella señora casi ciega, que salía a paseo apoyada en su hijo, a pesar de que era para ella un ser desconocido, casi le hacía llorar.

Parecíale más interesante el muchacho desde el momento que había comenzado a decir quién era.

María, cada vez más animada por la curiosidad, esforzábase en recitar la charla del muchacho para de ese modo conocer por completo su historia.

Juanito hablaba con ingenua franqueza. El papá, hombre modesto y muy pobre de espíritu, había encanecido en la judicatura; había sido durante muchos años una rueda inconsciente y metódica de la administración de justicia, y su amor a la imparcialidad, así como su repugnancia por la política, sólo le habían servido para hacer una carrera lenta y penosa y luchar continuamente con las estrecheces de una posición social en la que los gastos eran tan grandes e imprescindibles, como exiguos los ingresos.

Hijo de una familia de labriegos y casado con una mujer modesta, hacendosa y sufrida, descendiente de pobres industriales, el juez se consideró feliz cuando ya con su cabeza blanca, consiguió llegar a la magistratura. Pero este bienestar, que él llamaba felicidad, fue muy breve; pues murió casi al año de su ascenso, como si el Estado, al concederle la ambicionada toga, le hubiese regalado la mortaja.

La madre y el hijo habíanse quedado en Valencia; pero abandonaron su antigua habitación por razones de economía, yendo a habitar aquella casa vieja, pegada al colegio y cuyo piso bajo ocupaba un carpintero, antiguo dependiente del abuelo de Juanito y que había conocido desde niña a su madre.

La viuda vivía y educaba a su hijo con la modesta pensión que le daba el Estado, y cuando no encontraba lo suficiente en sus propios recursos, sólo tenía que escribir cuatro letras a Madrid para recibir a vuelta de correo la cantidad necesaria; ventaja preciosa de la que nunca abusó, y que únicamente hacía valer en circunstancias extremas.

Y aquí entraba la parte risueña; el capítulo de esperanzas e ilusiones, en aquella historia vulgar y triste.

La vida actual de Juanito no era muy hermosa; pero ¡qué diablo!, tampoco había para desesperar, pues si el presente estaba negro, el porvenir era rosado como una alborada de abril.

Su miseria actual no era como esos callejones sucios e infectos que hace aún más horrible el no tener salida; él entraba en la vida por una calle estrecha y sin otro adorno que la fría limpieza y la dignidad de la miseria resignada, pero en cambio no encontraba obstáculo alguno ante su paso, y siguiendo tranquilamente y sin impaciencias su camino, estaba seguro de salir en breve tiempo a campo raso, gozando de los horizontes sin límites de una posición social digna y elevada. Todo consistía en ser bueno y aplicado.

Él se veía ahora obligado a distraerse en la azotea como un gato, tomando el sol y tocando el violín, mientras sus compañeros de clase iban a los cafés y se pasaban las horas jugando al billar, había de contentarse con los trajes de su padre, arreglados y reducidos casi a tientas por su habilidosa mamá; no había puesto los pies en el teatro desde que quedó huérfano, y todas sus diversiones estaban reducidas a los paseos que daba en las tardes de los domingos, por los alrededores más solitarios de la ciudad llevando a su madre del brazo; la miseria digna y altiva del pobrecillo de levita había anulado la fresca alegría de su juventud, haciéndole grave y reflexivo como un viejo; pero a cambio de tantas penalidades, poseía la envidiable felicidad de tener en el porvenir una confianza sin límites.

Esta confianza simbolizábase en la persona de un hermano de su padre que vivía en Madrid, y era quien socorría a la viuda en sus apremiantes necesidades de dinero.

¡Qué fervor el de Juanito al hablar de su tío, a quien sólo había visto dos veces! El acento de admiración supersticiosa y de terror con que el fanático habla de milagrosas imágenes, resultaba pálido al lado de la veneración con que se expresaba el muchacho al tratar dicho asunto. Su tío resultaba un personaje dotado de misterioso poder; un semidiós que vivía allá lejos, y parecía envuelto en sagrados velos para no cegar al mundo con el esplendor de su grandeza.

Y el muchacho, al par que hablaba con cierta conmoción de miedo, mostraba también legítimo orgullo por ser pariente de aquel gran hombre que honraba el apellido de familia.

María escuchaba con creciente interés las palabras de su simpático amigo y en su imaginación iba agrandándose la figura del tío de Juanito, tomando los contornos de un gigante. ¡Dios mío! ¿Quién sería aquel hombre del cual su sobrino hablaba con tan religiosa admiración? Por esto su desilusión fue grande, cuando en el curso del relato, el misterioso y colosal personaje, quedó reducido a un médico famoso, a una celebridad en el ramo de enfermedades mentales y nerviosas, del que hablaban con justa admiración todas las publicaciones facultativas.

Sí; el tío de Juanito era don Pedro Zarzoso, el famoso médico alienista, no menos célebre por sus extremadas y revolucionarias teorías científicas y religiosas que levantaban tempestades cada vez que las exponía en la cátedra y en la prensa.

Aquel sabio solterón y de carácter rudo y arisco, sólo había tenido en la vida una pasión que trastornase su carácter férreo e impasible de batallador: el cariño a su hermano. Amaba como a una novia a aquel hermanillo, fino y delicado cual una señorita: le admiraba sin darse cuenta de ello, tal vez; porque encontraba en él facultades que desconocía, cual eran la imaginación y el gusto por las artes, que el rudo doctor miraba sin entenderlas, completamente ciego para todo lo que no fuese raciocinio y experimentos. Él fue quien, con los primeros ahorros de la profesión, hizo seguir una carrera a su hermano, el cual, por su delicadeza física, se había ya arrancado de la vida de los campos, dedicándose desde niño a la existencia oficinesca; y él también, el que violentando su carácter con penosas ductilidades, intrigó y rogó en Madrid en busca del favor oficial para que su niño querido pudiese entrar en la judicatura a ganarse el pan.

Aquel hermano fue la eterna pasión, el constante pensamiento del doctor Zarzoso. Nadie, al ver a aquel gigantazo de la ciencia, rudo y anguloso como una montaña, que acompañaba con puñetazos las explicaciones científicas, y apenas entraba en los hospitales con un bufido de malhumor ponía en conmoción a todo el personal, nadie hubiese sospechado que aquel ogro de la medicina era capaz de dejarse guiar como un niño y de estarse con aire embobado como esperando órdenes, en presencia de un juececillo, falto de salud y pobre de espíritu, que desconocido y mísero administraba justicia allá en un rincón de España, en un apartado distrito de la provincia de Valencia.

Cada vez que el famoso doctor alcanzaba un triunfo, su pensamiento volaba al punto donde se hallaba su hermano. En vez de producirle sus victorias un sentimiento de justa satisfacción, apesadumbrábanle, como si al dejar que su nombre fuese repetido por la publicidad de la fama, cometiese una mala acción contra su hermano. ¡Él, tan célebre mimado por la fortuna, y en cambio el pobre juez olvidado en un mísero distrito y arrastrando una existencia estúpida y monótona! Olvidaba el doctor su talento, sus largos estudios, aquellas interminables bregas a puñetazo limpio con la ciencia, para obligarla a que le mostrase sus más recónditos secretos; hacía caso omiso de lo que valía, y experimentaba remordimientos al contemplarse rodeado de todas las distinciones que constituyen la felicidad de los hombres y ver a su hermano tan humillado.

Sublevábale aquella diferencia y parecíale injusta la sociedad al olvidar a un hermano mientras elevaba a otro.

Al doctor Zarzoso parecíale que el juez tenía más derecho que él a la celebridad. Bastaba que él lo adorase considerándolo superior, para que toda la sociedad tuviese el deber de imitarle en el fraternal culto. Si le hubiesen preguntado al sabio cuáles eran los méritos de su hermano para ser admirado universalmente, seguramente que no habría sabido responder; pero se le había encasquetado la idea de que el juez, por el hecho de ser su hermano, era también un hombre superior, y que ya que de pequeño en la miserable barraca de sus padres había compartido con él, el pan, la cama y hasta el mugriento abecedario en que aprendieron a leer, debía ahora compartir igualmente la gloria; y esta desigualdad de suerte exasperaba muchas veces aquel genio de todos los diablos que usaba el doctor.

La muerte del magistrado fue como un violento mazazo descargado sobre su brava cerviz. Él, que con su genialidad hacía temblar a cuantos le rodeaban, lloró como un niño al saber la fúnebre noticia, maldiciendo a la indecente materia, que no sabía vivir unida formando un ser más que por espacio de algunos años, y que siempre se disgregaba para dejar paso franco a la muerte.

Fue a Valencia para arreglar los intereses de su hermano, y entonces, a la vista del pequeño Juanito, sintió renacer en él, el cariño que había profesado a su difunto padre.

Hubiera sido una gran satisfacción para el doctor poder llevarse el niño a Madrid y gozar las delicias de una paternidad fingida, dedicándose a su educación; pero la madre se opuso, dando esto lugar a algunas disputas entre los dos cuñados.

Ya que la viuda se empeñaba en pasar en Valencia los últimos años de su vida, él se conformaba; pero para que no creyera nadie que olvidaba a su hermano al dejar éste de existir, manifestó repetidas veces a la esposa y al huérfano, que no se privasen de nada y que le pidieran cuanto necesitasen, pues al fin y al cabo él era hombre de pocas necesidades y aunque no buscaba utilidad en la ciencia, ésta hacía entrar el oro a raudales por la puerta de su clínica; tanto que, a pesar de repartir a manos llena entre los necesitados, aún le quedaba lo suficiente para considerarse rico.

La viuda, mujer tan tímida y apocada como su esposo, no abusaba de estos ofrecimientos, y muchas veces había de sufrir las iracundas cartas de su cuñado, indignado por aquella cortedad que se limitaba a pedir en un gran apuro, veinte duros, cuando él estaba dispuesto a enviar miles de pesetas.

El doctor Zarzoso estaba cada vez más entusiasmado con su sobrino, y aunque por carácter se mostraba seco y huraño en las cartas que le escribía, es lo cierto que le proporcionaba una semana de felicidad cada noticia que recibía sobre la aplicación del chico y los premios que alcanzaba en las asignaturas del bachillerato.

Siempre decía lo mismo a su cuñada en sus breves cartas. El muchacho no estaba desamparado; otros querrían llorar con los mismos ojos que él. Que estudiase y fuese un chico de provecho, que allí tenía a su tío para darle la mano y guiar los primeros pasos, que son los más difíciles, por un camino llano y cómodo que a él le había costado muchos esfuerzos el abrir.

Lo que más entusiasmaba al buen doctor, era el entusiasmo que su sobrino manifestaba por la medicina. Bien fuese que en el muchacho hubiesen causado impresión las palabras del padre, que desde su niñez le había repetido que había de ser médico como su tío, o que realmente tuviese afición a esta ciencia, lo cierto es Juanito mostraba gran entusiasmo por la carrera que iba a emprender.

En la actualidad estaba en el último curso del bachillerato y de todas las asignaturas, la Fisiología era la que ejercía sobre él una seducción mágica.

Se había procurado aquel cráneo que tanto horror inspiraba a María, y lo había colocado en el lugar preferente de su casuchita a la que él llamaba pomposamente su cuarto de estudio, pareciéndole que tal adorno daba a la desmantelada pieza el carácter de un gabinete de sabio. Además, su ardor científico era tan intenso, que había esparcido el terror en todos los gatos, ratones y sabandijas de la vecindad, pues no caía bicho de aquellos tejados en sus manos, sin que al momento le abriese las entrañas con un mal cortaplumas, con el intento de ir iniciándose en los misterios de la vivisección.

Aquel muchacho, como aprendiz de médico, era tan terrible como aficionado al violín.

Se sentía dominado por el afán de ser un médico célebre, tanto por no dar un disgusto a su tío, del cual, a pesar de su franca y vehemente bondad, recordaba el terrible ceño y los puños de gigante, como por el deseo de sucederle un día sin visible decadencia, en el servicio de su distinguida clientela y en el cuidado de los manicomios puestos bajo su dirección.

María oía como encantada lo dicho por el muchacho.

Gustábale aquella historia, y además sentía crecer el interés que le inspiraba su nuevo amigo Juanito.

Entonces se enteraba de que al otro extremo de la ciudad había un colegio grande, muy grande, que llamaban el Instituto, al cual acudían centenares de muchachos; y con maligna curiosidad hacía preguntas, para saber si entre la bulliciosa tropa masculina había gentecilla revoltosa y levantisca que diese disgustos a los profesores, como ella se los daba a las buenas madres.

Cada vez más ansiosa de penetrar en la interesante vida íntima del muchacho, molíalo a preguntas, indiscretas unas, inocentes otras, que Juanito recibía con sonrisa de ingenuidad.

—¿Y cuándo estudia usted?

¡Oh! Él estudiaba bastante. Todas las tardes, después de tocar un rato el violín, entregábase al estudio, y además, por las noches, abajo en su habitación, y cerca de la alcoba de su madre, pasaba las horas agarrado a los libros del actual curso, y repasando el texto de las asignaturas anteriores, pues de allí a dos meses, en junio, después de aprobar las últimas asignaturas, iba a hacer los ejercicios del bachillerato, y si no los ganaba con premio, le daría a su tío un serio disgusto. Todo antes que esto… Él gozaba estudiando, pero el caso era… Al llegar aquí el muchacho, se ruborizaba; pero ¡adelante, qué diablo!; el caso era que desde que la había visto se sentía falto de aquel ardor que le permitía pasarse las horas enteras inclinado sobre los libros, y así que ella al oír la campana del colegio, desaparecía, él quedaba muy triste, esperando con ansiedad el día siguiente.

María acogía con sus locas carcajadas estas palabras. ¡Ay, qué chusco era aquello! ¡Qué gracia tenía! Pero a pesar de su ingenuidad salvaje, se guardaba de decir que la gracia para ella consistía en que también experimentaba idéntica ansiedad, y esperaba con igual impaciencia la llegada de la tarde siguiente, con una nueva entrevista.

Los dos jóvenes se sentían atraídos por una espontánea y dulce simpatía.

A la media hora de conversación, hablábanse ya sin rubores ni reservas, como si toda la vida se hubiesen conocido.

Por esto mismo su tristeza fue grande cuando sonó la campana del colegio. Aquel repiqueteo les pareció un toque lúgubre, y los dos se quedaron inmóviles a mitad de la conversación, y sintiendo que aún les quedaban muchas cosas por decir.

—Adiós, Juanito. Me voy antes que vengan a buscarme. Mañana a la misma hora nos veremos y hablaremos más.

Juanito bajó la cabeza como un personaje melodramático que cede a la fatalidad irresistible; pero un débil ruido que le alarmó, hízole levantar prontamente los ojos, para ruborizarse nuevamente como un imbécil.

María, llevándose una mano a la boca, le enviaba un beso con las puntas de los dedos.

Después, al notar el rubor de señorita que invadía el rostro de aquel grandullón, lanzó al viento su carcajada de alegre locuela, y desapareció saludándole.

—¡Ay qué majadero!

XI. Dúo de amor en el tejado

Desde entonces ni una sola tarde dejaron de verse los dos jóvenes. A la hora en que la ciudad parecía dormir la siesta al arrullo del ardiente sol, y en que los calientes tonos de luz hacían resaltar los colores del bello paisaje, los dos muchachos subían al tejado para venir a encontrarse en aquella pared que separaba sus respectivas viviendas. María, en lo alto, como una dama feudal asomada al borde de robusto torreón, y Juanito, al pie, con su actitud de trovador enamorado, lanzando a su dama platónicos floreos. Faltaba la dorada guzla y las vestiduras brillantes y caprichosas, para que aquello fuese igual a uno de aquellos paisajes de abanico que tanto gustaban a la niña.

En los dos, aquellas diarias entrevistas, eran ya una necesidad, sufrían un disgusto sin limites, un desaliento mortal, cuando en las tardes lluviosas la colegiala no subía a la azotea, por miedo a excitar las sospechas de las buenas madres.

Poco a poco su amistad se iba estrechando tan íntimamente, que aquel muchacho, antes tan ruboroso y reservado, se abandonaba ahora a la confianza, y le hacía confidencias cariñosas sobre su porvenir y sus propósitos.

María se sentía feliz escuchándole, y únicamente experimentaba cierto malestar, cuando su amigo interrumpíase a lo mejor de una conversación y se ruborizaba, como arrepentido de algún mal pensamiento que repentinamente había surgido en su cerebro.

¡Pero qué tímido era aquel muchacho! Su indecisión irritaba a María, tanto más cuanto que ésta, adivinaba desde mucho tiempo antes lo que su amigo quería decirle y que siempre se le atragantaba, produciéndole palideces de miedo y nerviosos temblores.

Todo cuanto les rodeaba en las vespertinas confidencias, parecía animar a Juanito; y sin embargo, el gran pazguato permanecía indeciso y dominado por la timidez hereditaria, agitado por el deseo de hablar, y sin atreverse nunca a soltar la lengua.

Los cercanos campos, henchidos de la lujuriosa savia de primavera, enviábanles bocanadas de excitantes y voluptuosos perfumes; las blancas campanillas de la azotea del colegio, formando un regio dosel sobre la cabecita de María balanceábanse en brazos del libertino airecillo con amorosos estremecimientos; los palomos de un palomar vecino, venían a arrullarse a pocos pasos de ellos, sobre el borde del tejado, conmoviéndolos con el susurro de un diálogo monótono, eterno y excitante; y a pesar de que lo mismo los campos, que las flores y las aves, entonaban el aleluya del amor, aquel marmolillo permanecía inmóvil y frío como un copo de nieve, sin que pareciera darse cuenta de que en su interior sentía el fuego de la pasión.

Lo que más indignaba a María era que transcurrían los días sin que su amigo dijese lo que ella esperaba y que se exponía a que las conferencias fuesen interrumpidas por la vigilancia de las buenas madres, pues ya la subdirectora había subido varias veces a la azotea, muy intrigada por aquella afición a la soledad que manifestaba la colegiala, aunque ésta había tenido siempre la buena suerte de retirarse a tiempo de su atalaya.

Por el momento nadie sospechaba en el colegio la amistad de María con un vecino; pero la niña se desesperaba, pensando en la posibilidad de que la subdirectora sorprendiera, a lo mejor, sus conferencias.

Y en vano empleaba ella todos los recursos para animar al tímido muchacho. Cuando él, colorado como un pavo, se detenía en el momento mismo que iba a lanzar la anhelada palabra, María intentaba darle nueva fuerza con una benévola sonrisa y tenía especial cuidado en guiar la conversación de modo que fuese a parar siempre al mismo tema. ¡Oh! Debía ser muy hermoso el convertirse en marido y mujercita como las personas mayores… A ella le hubiese gustado mucho transformarse en una paloma, como cualquiera de las que revoloteaban por allí cerca, y pasarse la vida en perpetuo arrullo al borde de un tejado… se encontraba muy mal en el interior del colegio, rodeada de niñas que la querían poco y las monjas que tenían gusto en castigarla; necesitaba de alguien que la quisiese, pero… ¡ira de Dios!, aquel muchacho era un poste; la escuchaba con la mayor complacencia, conmovíase al saber que ella tenía necesidad de amar, pero no se lanzaba nunca a decir esta boca es mía.

Esto desesperaba a María; pero al mismo tiempo producíala cierta complacencia. Le resultaba graciosa la cortedad de aquel muchacho, pues al notar su femenil timidez, ella se engreía con aquel carácter varonil de que tan orgullosa estaba. Aquel trueque de papeles, le recordaba las aleluyas de El mundo al revés, uno de los clásicos ilustrados que con entusiasmo leían las colegialas en las horas de recreo.

Por fin, un día se lanzó el muchacho, y su resolución resultó tan ridícula como todas las que toman los caracteres tímidos después de innumerables vacilaciones.

Fue a la mitad de una conversación interesante, sobre el importantísimo tema de que, en verano hace más calor que en invierno, conversación que María seguía con cierta sorna y no menos despecho, cuando Juanito, comprendiendo que la timidez le hacía decir innumerables necedades, se detuvo en seco, y después, cerrando los ojos como un desesperado que se arroja a un precipicio, dijo con acento imperioso:

—Yo tengo que decir a usted una cosa.

María sonrió picarescamente. ¡Oh! ¡Por fin!…

—Hable usted. Diga cuanto quiera, Juanito.

Y este Juanito fue pronunciado con una ondulante suavidad de terciopelo. Era como una promesa cierta de que la demanda sería fallada favorablemente.

—Es que… francamente; es que no me atrevo a decirlo de palabra. María comenzó a impacientarse. Ya surgía de nuevo aquella maldita timidez que aguaba todas sus alegrías.

—Pero criatura, ¿cómo va usted a decirme esa cosa si no quiere hablar?

—Yo traigo aquí una cartita, que quiero lea usted después que se marche.

Aquel chico no tenía apaño: tarde y mal; pero en fin, más valía la carta que un absoluto silencio.

—A ver; venga ese memorial —dijo la traviesa niña riéndose de aquel modo de declararse, que buscaba los procedimientos más tortuosos, teniendo expeditos los más fáciles.

Juanito sacó de su bolsillo una pequeña carta, obra maestra de su ingenio, para la cual había hecho veinte borradores distintos y roto una docena de pliegos satinados por descuidos caligráficos más o menos importantes.

Tuvo un verdadero disgusto al ver arrugada horriblemente una de las puntas del sobre, pero aún aumentó su pesar, al tropezar con los inconvenientes que se oponían a la transmisión de la carta.

¿Ella no tenía un hilo? Pues él tampoco. Y el desgraciado muchacho, después de algunos cabildeos, se resignó a meter dentro del sobre dos yesones de la pared, y probó a tirarla arriba con tal lastre.

Las tentativas fueron otros tantos fracasos, y María pataleaba de impaciencia, comprendiendo que aquello era ridículo.

—Mire usted, Juanito; guárdese la carta. Es inútil cuanto hace.

—¡Cómo!… ¡Qué! —exclamó con terror el pobrecillo como si oyera su sentencia de muerte—. ¿No quiere usted mi carta?

—No. ¿Para qué? Adivino perfectamente cuanto en ella dice. ¿Por qué no repite usted lo mismo de palabra? ¿Le doy yo miedo?

El muchacho quedó avergonzado y permaneció algunos minutos con la cabeza baja, pero por fin la levantó con repentina resolución. ¿A qué tanto miedo? ¡Adelante!

—Y si usted conoce lo que la carta dice, ¿qué es lo que contesta?

El rostro de María se animó con un rubor ligerísimo, y desde su altura lanzole una mirada de indefinible seducción.

—¿Yo?…, pues que sí.

—¿Que sí?… ¿Qué es a lo que usted dice que sí?

María se indignó ante tal torpeza.

—¡Hombre, no sea usted majadero! Digo que sí le amo, y que quiero que los dos, ya que somos amigos, seamos también iguales a esas palomas que se buscan, se quieren y se arrullan como unos angelitos. Usted será en adelante mi maridito, y yo su mujercita.

En este ideal inocente encerraba la niña todo el concepto que tenía formado del amor.

Juanito vio el cielo abierto, y miró ya aquella linda cabecita como cosa propia, tanto, que cuando la campana del colegio y la niña hubo de retirarse, el muchacho sintió celos como si María le abandonase para acudir al llamamiento de un rival, y de buena gana, a tenerlo a las manos, la hubiese emprendido a puñetazos con aquel impertinente artefacto de cascado bronce.

Desde la famosa tarde de la declaración, comenzó a desarrollarse entre los dos jóvenes la pasión que había de constituir su primera novela amorosa.

María puntualmente subía a la azotea a hablar con su maridito, y el inocente matrimonio, para estar más en contacto, había establecido un sistema de comunicación que consistía en un largo bramante a cuyo extremo iba atada una diminuta cesta. María, al retirarse, escondía tras los tiestos de flora esta prueba de delito con la que hacia subir las flores, las lindas estampas y todos los objetos que la regalaba su apasionado adorador.

¡Cuán veloces transcurrían entonces las horas en que podían verse los pequeños amantes!

Sus conversaciones eran triviales, inocentes, sosas; María, más viva y despierta en materias de amor, reconocía en su novio una candidez que le hacía reír, pero a pesar de esto, tenían gran encanto aquellas pláticas cuyo continuo tema era la promesa de amarse eternamente sin dejar nunca que el olvido o la frialdad se introdujeran en sus relaciones.

—¡Oh!, sí, Marujita mía; te amaré siempre, te seré fiel hasta la muerte como lo son esas palomas que todas las tardes vienen a arrullarse en este tejado.

—¿Que si te quiero? Más que a mi vida. Ahora tengo más ganas que nunca de ser hombre para hacerme rico y célebre y llegar a ser tu maridito de verdad.

Y estas apasionadas expresiones y juramentos de amor, acompañadas con otras cursilerías por el estilo, eran el eterno tema de todas sus conversaciones.

Aquel par de muchachos no se daban nunca por vencidos en punto a decirse ternezas interminables; siempre, al separarse, se encontraban con que no lo habían dicho todo, pero sí que se cansaban de estar siempre separados por aquel muro y además le parecía que era muy breve el tiempo de la entrevista.

Verse de cerca, estrecharse las manos, hablarse con las bocas casi juntas y mirar su propia imagen en los ojos del otro, era un deseo que les roía la imaginación a los dos.

A María fue a quien primero se le ocurrió aquella idea y aunque arriesgada fue muy natural.

Cuando después se le ocurrió a Juanito, desechola inmediatamente, juzgándola como un deseo extravagante.

Pero, como si aquellos dos pensamientos iguales se atrajeran por su misma identidad, el asunto no tardó a surgir en la conversación

Juanito hablaba de verse de noche en aquel mismo sitio, con la misma vaguedad y aire de duda que un visionario habla de un viaje al sol; pero su mujercita seguía encontrando muy natural al proyecto y esto fue suficiente para que el muchacho lo diese por realizable, temiendo atraerse, con una vacilación, las burlas de la chiquilla varonil y audaz.

Con el misterio y la alarma de los conspiradores que fraguan su plan, los dos fueron acordando todos los detalles de aquella entrevista arriesgada.

Ella, a las once en punto, hora en que todo el colegio estaba abismado en el primer sueño abandonaría el dormitorio de las mayores, que estaba en el último piso, cerca de la escalera de la azotea, y se deslizaría hasta el lugar de la cita. Esto tenía la ventaja de no hacer ya necesarias aquellas subidas en plena tarde que habían alarmado el fino olfato de la subdirectora. María había de luchar con el terrible inconveniente que ofrecían los chirridos de los cerrojos de la puerta de la azotea al descorrerse, pero ella contaba con el auxilio del aceite y más aún con su maña.

En cuanto a Juanito, se comprometió a tener, para la noche siguiente, una cuerda con garfio de hierro, que María se encargaría de sujetar a las columnillas de hierro que sostenían la bóveda de enredaderas. La mamá se acostaba invariablemente a las nueve, todas las noches; tenía el sueño pesado y además no era fácil que extrañase su ausencia, pues él, con la cafetera al lado, se pasaba las horas estudiando muchas veces hasta la madrugada. La cuerda necesaria, se la proporcionaría un trapecio que tenía abajo en su cuarto para desempalagarse con algunas volteretas, cuando el continuado estudio venía a fijarle en la frente un clavo de dolor.

Con absoluto misterio fueron forjando su plan los dos muchachos.

A la noche siguiente sería la nocturna cita, y esta proximidad los llenaba a los dos de zozobra e intranquilidad, al par que de alegría. ¡Si aquello llegaba a descubrirse!

Además, sentían ambos un remordimiento, comprendiendo que la nueva clase de entrevistas vendrían a trastornarles más, impidiéndoles el cumplimiento de su deber.

Ella consideraba ya como de imposible realización, sus propósitos de disputar el premio mayor del colegio a aquella marisabidilla a quien odiaba; él pensaba con verdadero dolor que el mes de mayo tocaba ya a su fin, que dentro de pocos días tendría que sufrir el terrible examen y que aún le quedaban algunas lecciones importantes por estudiar.

Pero aquello sólo fue un débil relampagueo del deber; un fugaz remordimiento que pasó sin dejar huella ni aminorar con su roce el deseo vehemente de estar en el silencio de la noche, juntos, hablándose quedo, con ese dulce abandono que proporciona la seguridad de no ser sorprendidos.

Hacía ya más de un mes que eran novios y ¡qué diablo!, ya era hora de verse próximos y no pasar el tiempo en violenta posición con la cabeza inclinada y siempre de pie.

Se buscaban, querían aproximarse arrastrados por el ciego impulso del amor; pero al mismo tiempo, aunque de ello no se daban cuenta, eran impulsados por el egoísmo de la comodidad.

XII. Mecidos por la brisa

La grave campana de la Catedral dio las once de la noche, con tan calmosa prosopopeya, que parecía que allá, en lo alto, sobre un púlpito de piedra de cincuenta metros, un panzudo canónigo de bronca voz, comenzaba a predicar su sermón.

María se incorporó cuidadosamente en su lecho; oyó cómo por espacio de algunos minutos se iban pasando la hora todos los grandes relojes de la ciudad, poblando con fuertes campanadas el desierto y oscuro espacio, y cuando se restableció en el dormitorio aquel silencio, únicamente turbado por las tranquilas y acompasadas respiraciones de las compañeras que dormían, la colegiala entreabrió las cortinas de su cama y se deslizó sin hacer ruido.

Habíase metido su falda antes de bajar del lecho y el cuerpo lo llevaba encerrado en una chambra que dejaba al descubierto el nacimiento de su cuello virginal, que comenzaba a dibujarse con la seductora y voluptuosa curva de la mujer hermosa.

Cogió sus botas que estaban al pie de la cama; y agachada, en actitud expectante, permaneció algunos minutos para convencerse de que nadie iba a apercibirse de su salida.

Nada; la calma más absoluta reinaba en toda la piara. La velada luz que la alumbraba, en sus continuas palpitaciones, hacia bailotear un sinfín de sombras sobre las colgaduras de los alineados lechos, y en aquella pared de enfrente, desnuda y blanqueada, rota a trechos por la línea de cerradas ventanas, entre las cuales estaban los lavabos de las colegialas con sus toallas, limpias y rígidas por el planchado, que vistas en la movediza penumbra, parecían mortajas de virgen colgadas como exvotos.

Del interior de aquellos lechos, circuidos de blancas cortinas rosadas por la luz, salían las acompasadas respiraciones del sueño. Nadie la vería marchar. Sólo tres camas la separaban de la puerta de salida y en la última dormía la hermana inspectora, encargada de la vigilancia de la pieza.

Lo más importante era pasar ante su lecho sin que se apercibiera la vieja religiosa, que por cierto era enemiga feroz de María, por lo mucho que ésta la había molestado en otro tiempo con sus travesuras.

Apenas avanzó algunos pasos con la silenciosa cautela de un gato en acecho, la joven se tranquilizó oyendo un sordo y estridente ronquido que recorría toda la escala del fagot. En aquel dormitorio de lindas y espirituales señoritas sólo la hermana Circuncisión podía roncar así.

Dormía… pues ¡andante! Y María, con los pies descalzos y las botas en la mano, salió ligeramente de la habitación, hundiéndose en la densa sombra del vecino corredor.

Conocía palmo a palmo todas las revueltas del edificio, así es que aunque cautelosamente y evitando hacer ruido, avanzaba con gran seguridad.

Varias veces se detuvo asustada al escuchar esos pequeños ruidos propios de la noche y que el silencio agranda considerablemente. El débil crujido de una madera, el chasquido de un granito de polvo bajo el peso de sus pies desnudos, y el lejano rumor que producía la respiración de tantos seres encerrados en aquel edificio y entregados al sueño, asustábanla, hacían afluir apresuradamente toda su sangre al corazón y la obligaban a permanecer inmóvil, alarmada y temblorosa durante mucho tiempo.

Nunca había recorrido ella de noche aquel edificio, teatro de sus diabluras, y la novedad de la correría, la oscuridad absoluta y el misterioso silencio, la impresionaban hasta el punto de mostrarse algo arrepentida de su temeridad al arreglar la cita.

Avanzaba lentamente, a tientas, extendiendo sus manos para no tropezar, y la picara imaginación se divertía con ella, agrandando las más horribles visiones, conforme María sentía decaer su valor.

La memoria le jugó una mala partida, recordando la horrible calavera que Juanito tenía sobre sus libros y que a ella tanto horror le había causado.

Parecíale que en el denso velo que ante sus ojos se extendía, iba marcándose como una mancha blancuzca que al momento tomaba el contorno del cráneo horrible; y hasta creía distinguir la mirada indefinible de sus vacías cuencas y la sonrisa espeluznante de las desdentadas mandíbulas.

Toda la virilidad de carácter que demostraba en pleno día cuando se hallaba rodeada por sus compañeras, aquel arrojo que la hacía ir a trompis con todas como si fuese un muchacho, había desaparecido en tal situación, y su imaginación, excitada por la sombra y el misterio, apoderábase cada vez más de ella y la arrastraba por donde quería, como un caballo desbocado que no siente ya el freno y desprecia al jinete.

Ahora avanzaba las manos con temor, pues le parecía que de un momento a otro sus dedos iban a tropezar con la superficie pelada y brillante del horroroso cráneo.

El miedo la hacía temblar; teniendo sus desnudos pies sobre el frío suelo, su frente era surcada por gotas de sudor, y al tropezar con una escoba que habían dejado olvidada en la escalera de la azotea, le faltó muy poco para huir despavorida con dirección a su dormitorio pidiendo a voces socorro; pero por fortuna para ella pudo dominarse, y llegó a la puerta del tejado poniendo sus manos en el gran cerrojo.

Aquella tarde había tomado ella sus precauciones para que el cerrojo corriese sin ninguna dificultad ni delatores chirridos, y así ocurrió felizmente.

Al encontrarse María en el centro de la azotea, aquel lugar que tan familiar y querido le era, un suspiro de satisfacción ensanchó su oprimido pecho.

Por fin ya estaba a gusto, como en su propia casa, y no sólo experimentaba esta tranquilidad, sino que había recobrado su valor, y ahora le parecía una soberana ridiculez el miedo experimentado momentos antes.

La noche era oscura; el cielo, aunque despejado, tenía un tinte azul negruzco que no lograban aclarar los luminosos parpadeos de las vigilantes estrellas; pero María, habituada a la densa sombra de abajo, encontraba excesiva luz y veía claramente cuanto la rodeaba.

Allí estaban sus queridas plantas; aquel tupido follaje que le servía de dosel en las horas de sol, y hasta distinguía las blancas y gentiles campanillas que se desperezaban entre las hojas y reanimadas por el fresco de la noche, abrían sus boquitas de fino raso enviándola su aliento de perfumes.

La luz de las estrellas sólo sacaba muy débilmente de la oscuridad los contornos de aquel paisaje conocido, y María, por la fuerza de la costumbre, lanzó una ojeada al horizonte en el que apenas si se marcaba el perfil de los edificios y las arboledas.

Buscó tras los tiestos de flores el bramante y la pequeña cesta que le servían para subir los regalos de Juanito, y una vez los encontró, con el corazón palpitante de emoción, subiose a su observatorio.

Por fin iba a saber lo que era el amor de cerca; iba a ser igual a una de aquellas señoritas pintadas en los abanicos que, apoyadas en una almena, reciben con los brazos abiertos al mancebo que sube por la consabida escala de seda.

Apenas se asomó al borde del muro, vio rebullirse a una sombra en la oscuridad de abajo.

—¿Estás ahí, Juanito?

—Sí, vidita mía. Échame el cestillo y subirás la cuerda.

María arrojó el bramante y poco después lo recogía, llevando agarrada a su extremo una cuerda gruesa con un garfio de hierro.

Ya tenía la niña la cuerda en la mano y se disponía a agarrar el garfio de una columnilla de hierro, cuando se detuvo para hacer otra cosa. Sus pies descalzos se lastimaban sobre aquellos ásperos tiestos.

Un ligero siseo la hizo asomar de nuevo la cabera.

—¿Pero qué haces? ¿Es que no encuentras dónde fijar la cuerda?

—Espérate; no seas impaciente, que ahora mismo subirás. Me estoy poniendo las botinas.

Poco después el muchacho tiraba del extremo de la cuerda al oír: «Ya está», y encontrándola firme comenzó a ascender por ella con ágil rapidez.

Para él resultaba un juego aquella ascensión, y con unas cuantas contracciones llegó a la azotea, dentro de la cual saltó con sobrada brusquedad.

—¡Chist!… ¡demonio! No andes de ese modo, que el dormitorio está abajo y nos pueden oír.

Juanito quedó inmóvil y como embobado ante esta repulsa de su mujercita.

María experimentaba cierta decepción. Ella esperaba otra cosa como principio de la entrevista. Los trovadores como aquél, al subir hasta donde estaba su dama, debían arrodillarse y besarla la mano, o cuando no, algo parecido que ella no sabía explicarse; y aquel gran pazguato, en vez de hacer esto, entraba en la azotea como un salvaje, moviendo gran ruido con su pesado salto y exponiéndose a que las monjas se apercibieran de que alguien andaba por el tejado.

Era la primera vez que el muchacho entraba en la azotea de la cual sólo veía desde abajo el follaje; así es que lanzó una mirada de curiosidad a su alrededor y cuyo significado comprendió María.

—¡Eh, qué te parece! Es bonito esto, ¿no es verdad? Mira qué plantas tan hermosas; qué campanillas tan perfumadas.

Y la colegialita, con el aire de una señora mayor que hace los honores de la casa y llevando agarrado a su novio de un brazo, fue enseñándole todas las preciosidades de la azotea; las guirnaldas de verdura que, como serpientes de hojas, subían enfoscándose a las columnas de hierro y los grupos de flores que se erguían sobre las filas de escalonados tiestos.

Juanito encontraba aquello muy hermoso; pero pronto dejó de mirar las flores para fijar sus ojos en su novia, de la cual se veía cerca por primera vez.

Hubiese querido el joven hacer salir el sol en plena noche, un sol que sólo alumbrase aquel rincón de la azotea, para ver de cerca a María y contemplar su cabecita vivaracha que tanto le impresionaba los otros días asomándose al borde de la tapia. Sus ojos se acercaban a ella haciendo esfuerzos por atravesar la semioscuridad que los rodeaba y se entregaban a un dulce éxtasis, contemplando aquellas facciones que vagamente marcaban sus hermosos perfiles en la sombra y la mirada brillante con una luz que a él le parecía superior al latido de las estrellas que parpadeaban sobre sus cabezas.

No supieron ellos cómo fue aquello, pero de pronto se encontraron sentados en una fila de tiestos, sin compasión a las flores que aplastaban y mirándose fijamente, mientras sus cerebros parecían sumidos en lánguido sopor.

Un lúgubre campaneo fue lo que les sacó de aquella contemplación tan estúpida como dulce. Sonaban las doce; ya había transcurrido una hora. ¡Demonio! ¡Y cómo pasaba el tiempo!…

Los dos novios permanecían inmóviles, como absorbiéndose el alma con sus miradas, y sólo de vez en cuando cruzaban algunas palabras vagas, incoherentes como las frases de un sueño o las exclamaciones de un ebrio.

En verdad, que para aquello no valía la pena de haberse desollado las manos subiendo por una cuerda y exponiéndose a caer; esto podía pensarlo un espíritu escéptico, pero aquellas dos almas puras e inocentes de niños grandes, gozaban una felicidad sin límites, dejando transcurrir el tiempo, inmóviles, juntitos, con marcada inconsciencia de sus actos y embriagándose en ese ambiente seductor y fantástico que siempre nos parece percibir en torno de la persona amada.

Ni la más leve sombra de impureza venía a turbar el pensamiento de los dos jóvenes, que se sentían satisfechos, dichosos y como ahítos de felicidad, con sólo hablarse de cerca al oído, sintiendo el contacto de sus ropas y confundiendo sus alientos.

María recordaba con la vaguedad de un sueño un atrevimiento único de su amante. Al sentarse en aquellos tiestos había sentido en sus labios el contacto de los de Juanito que le daban un beso; pero aquel beso era de castidad apasionada, beso desmayado de felicidad, sin el chasquido ruidoso de la caricia voluptuosa, ni el fuego de la voracidad apasionada y que iba dirigido más al alma que a la carne. Era aquel beso del tímido muchacho, como una toma de posesión de su amada, a la que por primera vez tenía al alcance de sus labios; pero con él no buscaba apoderarse de la carne, ciego instrumento de pasión, no pretendía despertar a la sensualidad dormida, sino que se hacía dueño de la seductora mirada, de la dulce y graciosa sonrisa, de la boca que le enloquecía con sus palabras de amor, de todo cuanto tenía María de espiritual y etéreo.

Y no era que en los dos jóvenes no existiesen esas violentas pasiones, esos irresistibles impulsos que oscurecen el cerebro, anulan toda percepción y convierten al ser humano en bestia insaciable de los lúbricos estremecimientos de la carne que hacen vibrar la red nerviosa como las cuerdas de una arpa eolia.

En ellos el sexo se había revelado hacía poco tiempo pero se encontraban, como el que despierta atolondrado de un profundo sueño y aunque ve perfectamente las cosas que le rodean, no comprende para lo que sirven ni se da cuenta exacta de su importancia.

Tal vez al repetirse tales entrevistas en la sombra y en aquel ambiente silencioso y perfumado que excitaba los nervios, el demonio de la lubricidad, soplando sobre los muchachos su aliento de carnales deseos, empañara la tranquila inocencia, la dulce castidad de aquella primera cita; pero en aquella noche, la novedad de verse tan de cerca, la dulce timidez que aún les embargaba y cierto miedo que les causaba su audacia de verse allí, impedíales caer en los malos pensamientos.

Eran dos niños que juegan a maridito y mujer: aún no habían llegado a convertirse en novios apasionados y anhelantes que no sacian nunca su sed de amor y que de beso en beso van recorriendo toda la escala de sucesivos atrevimientos e involuntarias concesiones, hasta caer de lleno en la impureza.

Aún su inocencia estaba incólume: la novedad de la entrevista era en aquella noche el mejor guardián de su castidad.

Él se consideraba ya satisfecho, sólo con tenerla cerca, apoyada en un hombro, aspirando su aliento, sintiendo el roce de un pico de su falda sobre la rodilla y acariciando su dedo meñique cuando no pasaba su mano por su ensortijada cabellera. Hubo un momento en que el muchacho, oyendo el rumorcillo que producía una flor caída, al ser volteada por la brisa sobre el suelo, bajó su mano sin darse cuenta de adonde la dirigía, y tropezó con una cosa satinada, dura como el vigor muscular y con ligero espeluznamiento producido por el contacto. Era la pantorrilla de su novia, que la desordenada falda dejaba algo al descubierto: las medias habían quedado abajo en el dormitorio y sus desnudos pies hundíanse en las botas, que no había tenido tiempo de abrochar.

Juanito, estremeciéndose como el creyente que contra su voluntad va a cometer un sacrilegio, retiró enseguida la mano y por algunos minutos permaneció avergonzado pensando con terror en la posibilidad de que María tuviese aquel acto por intencionado.

En cuanto a ella estaba como anonadada por la vaga felicidad que sentía. Su carácter malicioso, burlón y algo dominante, se había evaporado al tibio contacto de aquel muchacho que la contemplaba con el mismo aire de embobada y fanática adoración con que un rústico mira al patrono de su lugar.

El ambiente masculino del joven la embriagaba, turbando su cerebro y desvaneciendo su virilidad de carácter. Apoyábase con abandono en el hombro de Juanito, y en su inmovilidad desmayada, en su rostro animado por una soñolienta dulzura, leíase la resolución de entregarse sin resistencia, de dejarse arrastrar por donde ordenase la voluntad del hombre amado. La embriaguez de amor no había dejado en ella el más leve resto de firmeza: en manos de otro hombre aquella noche lo hubiese sido de deshonor para María.

De vez en cuando, estremecíase como si despertase, y lanzaba extrañas miradas a su novio, tan embriagado como ella por el dulce contacto. Notábase algo de alarma y de ansiedad que desaparecía ante la actitud tranquila de Juanito. ¿Adivinaba algo de lo que podía suceder así que se desvaneciera la novedad de la primera entrevista? ¿Es que, a pesar de todas las precauciones de las monjes, sabía ella lo que el hombre significaba y presentía la natural y última tendencia del amor? Seguramente ella sabía lo que sus compañeras, las colegialas mayores; algo que se susurra misteriosamente al oído; algo que se colige de palabras sueltas sorprendidas al vuelo, en las visitas o en la calle; pero imposible determinar hasta qué punto llegaba su conocimiento del misterio del amor; pues toda mujer, aun la más desgraciada a quien el vicio lleva al último límite de la degradación, guarda como un recuerdo sagrado e inviolable el concepto que en su pubertad tenía del hombre y cómo se imaginaba la vivificante confusión de los sexos. Tal vez callan las mujeres y guardan tal fondo, como avergonzadas de que su imaginación de púber concibiera esas cosas bajo formas ideales y divinas que después han destruido las sucias brutalidades de la realidad.

Cuando los dos novios salían de su mutua contemplación, era para estrecharse con mayor fuerza y dirigirse una de esas frases vulgares hasta la imbecilidad que son de ritual en toda conversación amorosa; frase que ya los amantes prehistóricos debieron decirlas en las primeras épocas del mundo, allá en el fondo de horribles cavernas; pero que sin embargo suenan como música original y armoniosa cuando salen de unos labios que no pueden mirarse sin besarlos.

—¿Me quieres?

—Con toda mi alma.

Y los relojes de la ciudad, como envidiosos de tanta dicha, parecían acelerar exageradamente el movimiento de sus ruedas para triturar entre ellas más rápidamente el tiempo.

¡La una!… ¡la una y media!

Los dos novios, a pesar de su embriaguez de amor, experimentaban gran extrañeza al oír las campanas de los relojes. ¿Pero es que estaban locos? ¿O es que la noche, ebria como ellos por los punzantes perfumes de la primavera, corría desbocada, furiosa, como una bacante en delirio?

Reservábales aquella noche fugitiva un espectáculo sublime, que venía a ser como una escena de apoteosis para su amor.

—Mira, Marujita mía; mira allá abajo… ¡qué hermoso!

En el horizonte, sobre el límite del mar, marcábase una nubecilla de luz tenue, una mancha de color lechoso que iba agrandándose rápidamente, tomando reflejos rosados, hasta convertirse en roja claridad de incendio.

Algo asomaba entre aquellas nubes de fuego que parecían reflejar un subterráneo incendio.

Primero fue como una cúpula fantástica de hierro candente, como una media naranja de vivo fuego que parecía flotar sobre el mar, invadiendo las aguas con fosforescentes resplandores, y poco a poco, como si el horizonte sufriera un parto laborioso, fue saliendo toda la esfera deslumbrante de la luna, que comenzó a remontarse lentamente como «la hostia santa» a que la compara Núñez de Arce.

Como si el azulado éter que surcaba, la limpiase de las sangres e impurezas que habían cubierto al astro al salir del vientre del infinito, la luna, conforme ascendía, iba perdiendo su rojizo color y recobraba su poética palidez, esa blancura deslumbrante y luminosa, que acaricia los ojos como una sonrisa de amor.

Todo se conmovía; todo cambió de color y forma con la aparición del astro, eterna musa de los poetas soñadores. El espacio fue invadido por un polvillo luminoso, ante el cual parecía palidecer el brillo de las titilantes estrellas; la silenciosa vega, antes hundida en el misterio de la oscuridad, cobró nueva vida, surgiendo sus mil contornos de la sombra y animándose con el fantástico vigor del dormido esqueleto que resalta de la tumba para dar cabriolas en la danza macabra; brillaron como hojas de espada perdidas en la hierba, las acequias y remansos de la dilatada llanura; las lejanas montañas parecieron sacudir sus vetustas cabezas y erguirlas en aquel espacio que acababa de alumbrarse; y el mar reflejó con incesante centelleo la lechosa claridad del melancólico astro, como un inmenso mostrador de joyería sobre el cual se hubieran arrojado las joyas a puñados, o como si en sus aguas nadase una numerosa banda de peces de plata, que, rebullentes e inquietos, marchaban formando un triángulo, cuyo vértice estaba en el límite del horizonte y cuya indeterminable base venía a morir en el límite de la playa, donde las ligeras ondas se desplomaban desmayadas.

Todo parecía animarse a la tibia mirada de la luna. Las charcas del vecino río que por la mañana eran deshonradas con los picantes espumarajos del jabón de las lavanderas, vestíanse ahora de deslumbrante plata; brillaban las hojas de los árboles, sacudiendo a impulsos de la brisa el sucio polvo que oscurecía su fino barniz, y el vientecillo de la noche parecía hacerse más fresco y susurrador, desde que por entre él, flotaba aquella gigantesca vejiga de luz, escoltada por tenues nubecillas que a su esplendor irisado, tomaban todos los resplandores del nácar.

—¡Qué bonito!… ¡Pero qué bonito es esto!…

Y los dos jóvenes, admirando aquella nueva decoración de la vasta escena de la Naturaleza, se acercaban cada vez más, se oprimían para comunicarse mutuamente su calor y defenderse de la brisa, que era agradable pero con cierta picante frialdad.

Ahora sí que se hallaban bien. Gustábales más el espacio alumbrado por la luna, que la misteriosa oscuridad de antes; ya no tenían rubores ni timideces que ocultar en la sombra y a aquella luz vaga y misteriosa, luz fabricada de encargo por la Naturaleza para las inocentes entrevistas de amor, los dos jóvenes podían contemplarse a su gusto y mirarse fijamente en los ojos para sentir estremecimientos de pasión indefinible.

Aquella tibia claridad que bruscamente lo había invadido todo, aunque acrecentaba el encanto de la entrevista, había reanimado sus lánguidos nervios disipando la absorbente embriaguez.

Ahora hablaban más aunque sin dejar por esto de mirarse y de permanecer estrechamente agarrados por la cintura.

Su conversación se basaba sobre ilusiones; resultaba inocente, pueril; pero sus balbuceantes palabras tenían el poder de abrir nuevos horizontes a las imaginaciones excitadas por el amor.

Cuando fueran mayores y casaditos de verdad, harían esto y aquello; y aquí enjaretaban todos sus deseos inocentes, todas sus aspiraciones, propias de almas puras, que hubiesen hecho lanzar a un escéptico una carcajada digna de Mefistófeles.

Los dos arreglaban su porvenir de un modo hermoso; y con ese egoísmo propio de los enamorados, no vacilaban en desearle la muerte a medio género humano con tal de arreglar su felicidad. Ya vería Juanito cómo los dos serían muy dichosos. Él llegaría dentro de pocos años a ser en Madrid un médico famoso, moriría su tío legándole la clientela y la celebridad, y entonces se casarían y vivirían juntitos con la mamá, aquella pobre señora ciega a la que amaba la colegiala sin conocerla. En cuanto a su tía la baronesa, también se moriría como el doctor Zarzoso y de este modo, in mente, los dos muchachos iban matando a todos los seres importunos que con su presencia podían turbar su dicha.

Y mientras se entregaban a esta destructora tarea, los relojes iban que volaban, hasta el punto de que a los dos les parecía que entre las horas y los cuartos sólo mediaba un silencio de algunos segundos. El tiempo es enemigo del hombre y se goza en contrariar sus deseos; pasa veloz, como una bocanada de aire, en la primera cita de amor, y transcurre con la desesperante lentitud de la tortuga, en los momentos de cruel pesar, de dolorosa incertidumbre.

Los dos jóvenes ya no atendían a los relojes. Se hallaban allí muy bien y mientras fuese de noche no tenían prisa. Las otras entrevistas serían más breves, pero en ésta, en la primera, había que apurar la novedad, el placer de verse de cerca, de hablarse con las bocas casi pegadas, de estremecerse con rápidos contactos hasta que el alma, hábitat de efluvios amorosos, gritase ¡basta!

No sabían ellos que este instante de fastidio nunca llegaría en aquella noche.

Sus palabras eran cada vez más lentas, más vaporosas; parecían nacidas de un sonambulismo amoroso, y en su tono débil adivinábase que no tardarían a extinguirse. Los nervios puestos en excitante tensión durante muchas horas, languidecían ahora buscando el descanso.

María, sin notarlo, fue reclinando la cabeza sobre el hombro de su novio; su voz se fue extinguiendo lentamente y al fin su respiración, queda y regular, indicó que acababa de dormirse.

Juanito seguía dominado por aquella dulce embriaguez que le producía el perfume de la joven. Su brazo arrollado al hermoso busto de María, percibía la vibración de su pecho al respirar y hasta el débil tic-tac de su corazón que se agitaba como un pajarillo en la jaula.

¡Cuán bella la encontraba entregándose confiadamente a él, durmiendo sobre su hombro con el abandono de un niño en el regazo de su madre!

—¡Oh, Marujita! ¡Vida mía!… Te amo.

Y conmovido por la pasión inclinó su rostro sobre la cabeza de María, hundiendo su nariz en aquellos ensortijados cabellos que tanto le gustaba acariciar.

Apretándola cada vez más entre sus brazos, dulcemente acariciado por el tibio calor de su cuerpo, sintiendo en su nuca el frío beso de la brisa y mareado por el perfume de aquella cabellera, el muchacho sintió cómo su cuerpo era invadido por una creciente languidez.

Iba a dormirse y ni por un instante se le ocurrió que era peligroso permanecer en aquel sitio. El punzante olor de las campanillas que impregnaba el suave ambiente parecía anonadarle empujándolo al sueño.

No supo él darse cuenta exacta de si levantó la cabeza; pero así como en sueños, le pareció ver que la luna palidecía, que allá en el horizonte se extendía una ancha faja de blanquecina claridad, que el espacio comenzaba a impregnarse de una luz azulada, y hasta en sus oídos, como ecos lejanos, sonaron el rumor de los carros al ir al mercado, las canciones de los huertanos y las sonoras campanadas del toque del alba.

Era el hermoso momento en que Romeo y Julieta, en el famoso drama, discuten sobre el canto de la alondra y el ruiseñor.

Era la alondra, era la mañana.

Sintió frío, mucho frío; le pareció que la brisa del amanecer le mordía con sus helados besos; y como si fuera víctima de imantada atracción, volvió a pegar su rostro a la cabellera de María y el sueño se apoderó de él por completo.

XIII. Una carta

Jesús, María y José.

Señora baronesa: Con el corazón profundamente apenado tomo la pluma para escribir a usted. Bien quisiera evitarle este disgusto, pero mis ideas religiosas y mis deberes como directora de este colegio, me obligan a dar un paso del que me consuelo, más que todo, considerando el dolor que causarán mis palabras en una persona tan respetable y querida como usted lo es para mí.

Ya conoce usted las travesuras de María, que tanto han alborotado este colegio, con gran disgusto mío y de las demás hermanas que prestan sus servicios en este establecimiento. Teníamos a la niña por traviesa e incorregible, como dominada por el espíritu diabólico que nunca deja en paz a ciertas almas; pero jamás creíamos que en su afán de escándalo llegase tan adelante.

Esta mañana, ¡oh, dulce Corazón de Jesús!, me aterro al intentar escribir lo sucedido: hace muy pocas horas, las hermanas encargadas de la limpieza del establecimiento han encontrado a su señora sobrina en la azotea del colegio… ¡oh, Dios!, ¿me atreveré a decirlo?, durmiendo, con las ropas en desorden, y estrechamente abrazada a un hombre desconocido que dormía también sobre su seno.

Señora, desde aquí veo la dolorosa sorpresa que causará en usted esta revelación y creo oír los tristes sollozos que arrancará a su pecho la perversa conducta de su sobrina.

Figúrese usted lo que habrá sucedido en esa azotea en la oscuridad, tratándose de una niña que no manifiesta el más leve temor a Dios y de un hombre desconocido.

La hermana que hizo el descubrimiento bajó a darme cuenta del terrible suceso inmediatamente, y cuando yo subí, encontré a María sola. El seductor había huido; pero por una cuerda encontrada en la azotea y por otros indicios, he venido en conocimiento de que el tal sujeto es un estudiantillo que vive al lado del colegio.

No pienso intentar por mi parte nada contra ese muchacho. Hacer intervenir en el asunto a la autoridad sería dar un escándalo que redundaría en desprestigio de este santo establecimiento. Lo tengo bien pensado y no intentaré nada contra ese pecador que inspirado por el demonio ha violado el sagrado aislamiento de esta casa.

Señora baronesa, bien sabe usted el respetuoso afecto que le profeso. La admiro y reverencio por los grandes servicios que presta a la buena causa de Dios; conozco el justo aprecio en que la tienen los buenos padres de la Compañía, y aunque poco valgo a los ojos del Señor, tengo siempre especial cuidado en encomendarla al Altísimo en mis oraciones.

Por esto siento más aún el paso que me veo obligada a dar. Señora baronesa, aunque con gran dolor de mi alma, le pido que saque cuanto antes a su sobrina de esta santa casa. Por el honor de su noble familia y por el prestigio del colegio, he procurado rodear el asunto del más absoluto secreto; pero si la niña permanece aquí, las más leve indiscreción puede hacer que renazca la verdad y entonces el escándalo haría que ninguna madre quisiera enviar sus hijas a una casa en la cual una educanda ha cometido tales horrores.

Ruégole, pues, en nombre del dulce Jesús y de su Santísima Madre, a los que usted tanto ama, que apenas reciba la presente me comunique sus órdenes para la salida de María de esta santa casa.

Si usted no puede venir, la niña será entregada a la persona que usted designe.

Señora baronesa, repito a usted mi sentimiento por tener que comunicarle tan fatales noticias, e inútil es que le manifieste una vez más que me tiene siempre a sus pies, como admiradora, sierva y humilde hermana en Cristo.

Sor Luisa de Loreto

Directora del Colegio de Nuestra Señora de la Saletta

PARTE CUARTA: JUVENTUD A LA SOMBRA DE LA VEJEZ

I. LA VIUDA DE LÓPEZ

A las ocho de la mañana estaba ya vestida, encorsetada y tomando su chocolate, junto al velo y los negros guantes colocados sobre la mesa del comedor indicando una próxima partida, la señora doña Esperanza Mora, viuda de López, ministro del Tribunal de Cuentas, según rezaban sus tarjetas de visita, de las cuales, raro era no encontrar un ejemplar en todas las antesalas de la aristocracia rancia y linajuda, aferrada al pasado y refractaria a todas las locura de la elegancia moderna.

Era doña Esperanza una buena moza a pesar de hallarse próxima a los cincuenta, y aunque según confesión propia se había dejado caer y no observaba con su persona otro cuidado que el de apretarse el talle, sin duda para que resaltase más la curva de su prominente seno, todavía sus hermosos cabellos rubios en los que las canas se disimulaban, sus ojos lánguidos que la edad no empañaba, y su perfil arrogante, le daban cierto aire bizarro de diosa destronada que en sus ratos de melancolía aún podía paladear muy dulces recuerdos.

Mientras tomaba el chocolate, ajustaba cuentas con la criada, que acababa de llegar del mercado, y daba sus disposiciones como dueña de casa hacendosa y económica. Vendría a comer a las seis; ya sabía pues a qué hora debía poner el puchero al fuego. ¡Ah! Se le olvidaba advertirle que tuviese más cuidado al limpiar el salón. Acababa de notar que la urna de San Ignacio estaba muy sucia de moscas y esto era una vergüenza en casa de una señora como ella, que en la época en que vivía su marido gozaba justa fama por su curiosidad.

¡La curiosidad! Ésta era la eterna manía de doña Esperanza, la palabra que pendía eternamente de sus labios, y a pesar de esto, su casa era la imagen del desorden a causa de que era para ella como un mesón, como un punto de parada, en el que sólo se la podía encontrar a las horas de dormir, pues aun en las de comer muchas veces estaba ausente, ya que nunca rehusaba las invitaciones de sus amigas y protectoras en cuyas mesas aparecía algo mejor que el clásico y empalagoso puchero.

La vida que llevaba desde que enviudó, sus aficiones predilectas, su afán de servir a todas sus numerosas amigas y su prestigio como hábil agente en todas cuantas obras de carácter religioso emprendía la aristocracia de Madrid, le absorbían todo su tiempo y convertían su existencia en un perpetuo movimiento, del que ella jamás se fatigaba; antes bien mostrábase muy gustosa y satisfecha de ser como la indispensable para todas aquellas encopetadas señoras.

Desde la mañana hasta la noche estaba agobiada por ocupaciones tan insignificantes como precisas y resultaba en Madrid un tipo muy conocido; pues se la veía en las calles a todas horas con su velo de viuda y sus andares de buena moza; tan pronto en un coche de punto atestado de compras que le encargaban sus amigas, como en las sacristías, hablando confidencialmente con los sacerdotes más conocidos, y con la misma familiaridad entraba en un establecimiento de ropas a hacer compras de lienzo barato en representación de cualquiera de las sociedades benéficas de que era secretaria, como en una agencia de domésticas, para encargar una doncella de confianza con destino a alguna de sus aristocráticas amigas.

Ninguna de éstas había oído jamás a la viuda de López la palabra no, y la elogiaban y querían por lo mismo que les resultaba como una sirvienta, bien educada, inteligente y cariñosa, que estaba por completo a sus órdenes. No había comisión por molesta que fuese que no aceptase, ni gestión humillante que se negara a desempeñar, con tal que se le pidiera sonriendo y como haciendo justicia a sus merecimientos.

De este modo la viuda, que de ser hombre hubiese resultado un reporter inimitable, pues tenía el afán de la noticia y del chisme para divulgarlos inmediatamente esparciéndolos a todos los vientos, iba adquiriendo gran importancia en la alta sociedad devota, y no perdía con esto nada; pues a lo que le daba el Estado en concepto de viudedad, podía añadir las migajas que le arrojaba la amistad de sus benévolas protectoras, que no eran pocas.

Nadie recordaba cómo aquella mujer de la clase media, casada con un político de última fila, que a fuerza de humillaciones en los despachos ministeriales alcanzó la entrada en el Tribunal de Cuentas, había logrado introducirse en el alto y privilegiado círculo de una aristocracia meticulosa que no admitía a otros plebeyos que los que vestían sotana.

Tal vez fue la protección oculta de algún sacerdote poderoso o el afecto que supo captarse de los padres jesuitas, lo que le abrió el camino o también pudieron ser sus propios méritos reconocidos por alguna persona inteligente; pero lo cierto era que se encontraba entre la clase encopetada como en su elemento natural y que por momentos iba aumentando en prestigio y utilidades.

Aquella mañana tenía doña Esperanza muchas ocupaciones, según costumbre.

Acabó de tomarse el chocolate, su criadita le ayudó a ponerse el velo, calzose los guantes y se fue a la calle pensando en escalonar sabiamente los diversos quehaceres que tenía y cuidando de no olvidar ninguno.

Ante todo debía ir a San José a oír la misa de nueve, que decía invariablemente el padre Bernardo, un sacerdote íntimo amigo suyo, que por su pobreza y humildad le era muy simpático y al que ella protegía dándole todas las misas en sufragio de almas que le encargaban sus amigas.

Después de santificar de este modo su día y rogar a Dios que le saliera todo bien, iría desempeñando todas sus comisiones. Lo primero que había de hacer era pasarse por la Librería Católica a ajustar cuentas.

Doña Esperanza era publicista, aunque publicista en pequeño, como ella decía modestamente y procurando ruborizarse; lo que no impedía que cuando alguna revistilla devota le dedicaba un bombo, preguntase a sus amigas con aire escandalizado qué les parecía aquello, y que por la noche leyese el laudatorio suelto a su criadita para que así la respetase más y se convenciera de que tenía el honor de servir a una persona notable.

La viuda de López tenía una gran facilidad de asimilación. Sin darse cuenta de ello, imitaba perfectamente todas las exterioridades de estilo de lo último que acababa de leer y además era notable por su facilidad de palabra y su desparpajo, lo que le hacía pasar por indiscutible oradora en las Juntas Benéficas de señoras, donde con ademán olímpico dejaba caer su voz sobre unas cuantas docenas de cabezas rellenas de crepé por fuera y tal vez por dentro.

Doña Esperanza tenía su ambición, que consistía en brillar como una eminencia sin rival en un género de literatura extravagante, fundado en un simbolismo tan loco como ridículo, y que tenía por objeto la salvación de las almas por medio de una predicación estrambótica.

Ella era la autora de unas hojitas tamañas como la mano, que se vendían a gruesas en las librerías religiosas a las personas que deseaban propagar la santa verdad, repartiendo tales esperpentos literarios. Algunas de aquellas diminutas obras habían alcanzado gran fama en los conventos y asilos y se la llamaba ya por antonomasia en los periódicos del gremio «la ilustre autora de la Receta para confitar almas», hojita notabilísima en la cual se marcaba el medio de llegar al cielo, con procedimientos de confitería.

Aquello de decir que se cogiera una calderita de purísima conciencia, y si estaba empañada, se le echase un poco de vinagre y sal de propio conocimiento, y con un estropajito de diligente examen se limpiase con la gracia sacramental, resultaba para las monjas y beatas que leían la colección de «Hojas Místicas», publicadas por doña Esperanza, sublimes rasgos de ingenio, inspiraciones casi divinas para la salvación de los humanos; y la admiración del crédulo público aun iba en aumento cuando leía el resto de la obra, o sea, todos los elementos que entraban en la célebre receta para confitar almas. En ella figuraban artísticamente combinados el azúcar de la confianza en la bondad de Dios; la mansedumbre que podía ser comprada en abundancia en la droguería de Vita Christi; el agua de doloroso llanto; las parrillas de prudente disimulo; el fuego del amor de Dios; la ceniza de verdadera humildad para envolver las brasas; la cucharadita de virtuosos afectos; la espumilla moteada de la presunción; el lienzo de rectísima intención; las cuñitas de madera de negación del propio juicio y de negación de la propia voluntad; y así, en espantoso galimatías, la autora de la Receta iba amontonando imbecilidades, hasta que al final, decía textualmente hablando del alma que quería someterse a las prescripciones de tal confitado:

«Todo esto hecho, póngase sobre la calderita una cobertera de oportuno silencio; y déjese que vaya hirviendo al fuego de las tribulaciones de esta presente vida, y que poco a poco se vaya apaciguando, dulcificando y confitando, hasta que tenga un punto de perfección tal, que agrade al Dueño que la ha de comer».

Y esta obra maestra, de la inteligente viuda de López, habíale valido a su autora, que modestamente se ocultaba tras el incógnito, los más apasionados elogios de parte de la prensa católica y de los padres jesuitas, y sus ejemplares, comprados a miles por las damas benéficas, eran repartidos como cédulas de salvación en las escuelas y colegios, y en las viviendas de los pobres, a quienes se daban bonos de pan, a cambio de cumplir escrupulosamente las exterioridades del Catolicismo.

Pero doña Esperanza no era un talento de esos que sólo por una vez inflama la inspiración. La Receta no era su única obra maestra. Habíanle rogado encarecidamente sus encopetadas amigas y los sabios padres jesuitas que no dejase dormir la brillante pluma destinada a hacer en las clases ignorantes una propaganda salvadora, y ella había vuelto inmediatamente a la tarea, animada por la sobrehumana fe de aquellos Santos Padres, a quienes el mismo Espíritu Santo en persona les ordenaba que escribiesen.

Su segunda obra maestra fue, ¡quién lo pensara!, una tarifa de ferrocarriles; sólo que esta tarifa no era de aplicación a ninguna de las vías férreas de España. Su título era Ferrocarriles de Ultra-Tumba. Lineas del Paraíso y del Infierno en combinación con las de la muerte y del juicio. Indicaciones para los viajeros de ambas líneas. Y a continuación, con una seriedad sublime, iba marcando los precios del pasaje en las líneas del Paraíso y del Infierno, haciendo distinción entre primera, segunda y tercera clase.

¡Oh! ¡Sublime! ¡Hermosísimo! Toda aquella tarifa, con sus numerosas advertencias, tanto en una línea como en otra, resultaba muy ingeniosa y hacía sonreír de gusto, lo mismo a las monjas, que la leían en el fondo de sus celdas, que a los sacristanes, que la comentaban, encontrándola muy chusca. Sólo un ligero defecto tenía la obra: un pequeño descuido, que pasó desapercibido para la inspirada autora, y que le hizo notar la inocente malicia de un acólito. El precio del ferrocarril del Infierno, en primera clase, era la impiedad, y en tercera, el indiferentismo; y, según afirmaba el inocente comentador, convenía más ser impío que indiferente, pues de este modo, en el viaje al lugar del eterno tormento, se iba en clase más distinguida y se gozaban de mayores comodidades.

Pero las tales «Hojas Místicas», a pesar de las sangrientas burlas con que las acogían los periódicos avanzados, propagandistas de doctrinas infernales, proporcionaron a su autora, si no grandes ganancias a causa de lo insignificante de su precio, sí inmensa consideración entre aquella gente ilustre que la protegía, y el desempeño de ciertos cargos, en los cuales, según ella decía, a la par que iba poniendo piedrecitas al camino que la conduciría al cielo, sacaba también para los garbanzos.

Únicamente por el prestigio que le daban sus obras, había conseguido ser secretaria de casi todas aquellas sociedades piadosas y benéficas, de las cuales era presidenta perpetua la baronesa de Carrillo, y figurar como elemento indispensable en las colectas y fiestas de beneficencia, cuyos productos, al pasar por sus manos, siempre dejaban escurrir algún ochavo en su bolsillo.

¡Ay, si su pobre marido, aquel señor infatuado y pedante que la miraba a ella como un ser inferior, incapaz de comprenderle, levantase ahora la cabeza! De seguro que quedaría asombrado al ver que su Esperanza servía para algo más que para ir a los Ministerios, como en su juventud, a alcanzar los ascensos del marido con graciosas sonrisas y lánguidas miradas de promesa. Desde que era viuda y podía agitarse libremente y por su cuenta, se sentía grande, ilustre, y en camino de llegar a inmensa altura. Bien era verdad que las amigas aristocráticas le hacían pagar su protección con humillantes servicios y la mandaban como a una criada bien vestida, sin consideración a sus glorias de publicista; pero estaba en su carácter entrometido y servicial, aquello de hacer servicios siempre que se le pedían como favores, y además, le consolaba en esta degradación el pensar que los más eminentes escritores del siglo de oro habían tenido a mucha honra el llamarse en las dedicatorias de sus libros, criados de tal o cual grande, que eran sus mecenas.

Además, su instinto servicial y su facilidad para adaptarse a todo, le valía el agradecimiento pródigo de aquellas ilustres gentes criadas en la abundancia, y ella, que a pesar de su visible carácter generoso e ideal, era en el fondo terriblemente avara, sabía explotar a sus amigas, y en su afán de pedigüeña, cuando no sacaba dinero, les arrancaba con graciosas sonrisas los vestidos pasados de moda, los abanicos ligeramente ajados, y otras prendas de más valor, que, después, como conocedora de estas industrias ocultas que, alimentadas por el espíritu de imitación y de falsa opulencia, existen en el seno de la sociedad, lograba revender hábilmente.

De este modo, según ella murmuraba, iba preparándose una vejez digna y tranquila.

Todavía encontraban sus cabellos rubicanos y su perfil de diosa, ojos que los mirasen con marcada codicia; aún la seguía alguno por las calles como en sus buenos tiempos, admirando aquel talle sólido y airoso, y aquellas caderas movidas por antigua costumbre, con airoso contoneo; era «una jamona que estaba muy fresca», según decían sus propias amigas; pero a pesar de estos homenajes tributados a su belleza en decadencia, fuertemente excitante, y con un esplendor sobradamente vivo, como los últimos rayos del sol que muere, doña Esperanza se mostraba sorda a todos los requiebros y las proposiciones que al paso le salían.

Su corazón era cruel para cuantos pantalones intentaban cerrarle la marcha en los salones y en las calles. Sabía ella demasiado para comprometer su porvenir y su prestigio con una tontería, como la más inexperta de las pollas.

Aborrecía los pantalones, y sin duda por esto sólo se mostraba alegre y comunicativa con los amigos que tenía en el clero, y que eran casi todos los sacerdotes de Madrid.

De ella eran estas palabras:

—¡Oh! ¡Los hombres! Hay que temer su lengua más que la de las mujeres. Los triunfos de amor les amargan si no pueden publicarlos, y una mujer que se estime no puede ser amable sin temor a comprometerse. Si tomaran ejemplo de los curas que callan por propia conveniencia, entonces yo sería más generosa.

Su esquivez inquebrantable con los pantalones y de la cual no sabemos si se libraban las sotanas, valíale el aprecio de todas sus protectoras que la tenían en elevado concepto de virtud. Esto hacía que la viuda, a pesar de sus genialidades de publicista y de su carácter risueño y decidido, fuese recibida con entera confianza aun en el seno de aquellas familias rancias y vetustas como sus pergaminos, y que en su horror al siglo sólo abrían las puertas de sus casas a contadísimas personas.

Doña Esperanza, al par que la agente de todos los negocios de dichas familias, era la depositarla de todos sus secretos, la que daba el consejo decisivo en las situaciones apuradas y la que mejor se captaba el afecto de las hijas de la casa (si es que las había), seduciéndolas con su graciosa charla, y halagando sus pasioncillas.

De aquí que tanta atención, tanto encargo, tan abrumadoras y continuas muestras de confianza, la trajesen muy atareada absorbiéndola todas las horas del día sin dejarla un momento de descanso.

Aquella mañana no era su tarea más sencilla que en los otros días.

Después de oír misa en San José y de arreglarle las cuentas al librero católico, se hundió de lleno en la confusa red de una interminable serie de visitas y de correteos por las calles de Madrid, yendo muchas veces de un extremo a otro de la capital para cumplir un pequeño encargo. Subía en los tranvías con una ligereza extraña en sus años y en sus carnes; tomaba un coche de punto cuando la carrera por lo larga bien se merecía el gasto de una peseta, y en cuantos vehículos ocupaba hacía siempre la misma operación. Del gran limosnero de cuero negro que llevaba pendiente del puño, sacaba disimuladamente algunas hojitas de papel impreso y las dejaba sobre los bancos del tranvía o los raídos almohadones del simón. Eran ejemplares de Ferrocarriles de Ultratumba. Ella aprovechaba todas las ocasiones favorables para repartir su obra, tanto por el afán de hacerla popular, como para lograr por tales medios la salvación de las almas y el arrepentimiento de los pecadores.

Tenía ya completado su plan para aquella mañana. Cuando terminase sus encargos, o sea allá a la una, iría a visitar a su gran protectora, la baronesa de Carrillo, en cuya casa entraba casi con tanta franqueza como en la suya propia.

La eterna presidenta apreciaba mucho a la perpetua secretaria, que no perdía ocasión para adularla del modo más rastrero. Doña Esperanza a cambio de esta humildad, tenía al palacio de la calle de Atocha como su propia casa, y comía allí cuando le parecía, encontrando siempre abierta la bolsa de doña Fernanda.

Junto a esta diosa de la beatería, que daba el tono a toda la aristocracia piadosa, la viuda de López desempeñaba el papel de favorita, y no acudía la baronesa a fiesta o reunión de cofradía, sin que llevase al lado a su inseparable doña Esperanza.

Ahora era más necesaria que nunca la presencia de la secretaría al lado de la presidenta que estaba desconsoladísima.

Dos días antes había recibido la baronesa la noticia de que su hermano, el padre Ricardo, de la Compañía de Jesús, joven sacerdote que prometía ser la honra de la familia, había muerto.

¡Pobre padre Ricardo! El tierno corazón de doña Esperanza quedaba oprimido y las lágrimas asomaban a sus ojos, cuando recordaba lo mucho que en aquellos días hablaban los periódicos sobre el triste fin del joven sacerdote, víctima de sus santos deberes.

Desde que se había ordenado, sus superiores esforzáronse en reprimir y contener aquella santa vocación que le impulsaba al martirio.

Pero no había para esto medios humanos. Dios le llamaba, sentíase con vocación de santo y su afán era corresponder a la predilección del Altísimo, haciendo en su honor el sacrificio de la vida.

¡Con qué entusiasmo relataban los periodistas católicos la vida de aquel santo joven, que reproducía en pleno siglo XIX siglo de descreimiento e impiedad, la firmeza heroica de los primeros cristianos! ¿Y aún decían los impías que la Compañía de Jesús no servía para nada? ¿Aún negaban que de ella podían salir héroes sublimes, los cuales, yendo a difundir la verdad y la civilización por países apartados, alcanzasen la palma del martirio?

Todos los hechos del padre Ricardo Baselga eran repetidos por cuantos periódicos católicos existían en la tierra, y los creyentes de todos los países estaban ya tan enterados de su vida como la misma baronesa. Triste era su muerte, pero ¡oh, qué honor para la familia! De aquella fama, a figurar en los altares, solo había un paso que la Compañía ya se encargaría de salvar, por el egoísmo de añadir un nombre más a la lista de sus santos.

De niño, en el colegio del noviciado, había hecho milagros; después, en un rasgo de sublime humildad, regaló su enorme fortuna a los pobres (aquí los periódicos callaban que el único pobre que participó de tal largueza había sido la Compañía), y por fin, al ordenarse sacerdote y faltando muchas veces por su exagerado celo religioso a la obediencia prescrita en la Orden, pedía a sus superiores con lágrimas en los ojos que lo enviasen, como al heroico Javier, a los países infieles, a predicar la verdad evangélica entre los indígenas y a ofrecer su sangre en prueba de la verdad de la doctrina. Por fin, los superiores cedieron, y el padre Ricardo Baselga fue al Japón, a aquel país terrible, donde otros misioneros, tan entusiastas como él, habían encontrado la muerte.

Los apologistas del reciente mártir no decían que aquellos superiores, al dar su bendición al joven catequista, sabían perfectamente que iba como una res al degolladero, e igualmente callaban, tal vez por no saberlo, que esos mismos superiores eran los que por medios torcidos e indirectos, habían hecho germinar en su inteligencia la idea de ser misionero, deseando convertir en un mártir sublime a un fanático que para nada les servía y proponiéndose por este medio aumentar el prestigio de la Sociedad de Jesús.

Desembarcó el joven padre en el Japón y a los dos meses escasos, los fanáticos del país lo hacían trizas con sus sables a las puertas del templo de uno de sus más queridos ídolos. La santa audacia de aquel iluminado era la principal causa de su muerte.

Los que cantaban las glorias del joven mártir indignábanse y arrojaban las más terribles maldiciones sobre aquellos diabólicos japoneses que tan bárbaramente trataban a los enviados de Dios; pero al hablar así no pensaban que no lo pasaría muy bien un brahaman indio que entrando en una aldeílla vascongada derribase al suelo y patease el santo patrono del lugar. El fanatismo es lógico en todas partes, y lo que harían los fanáticos españoles con cualquier sacerdote de una religión extraña, que viniera a turbar su culto, lo hicieron los fanáticos japoneses con el joven jesuita que entró en un santuario a insultar y golpear su ídolo, para demostrarles con el ejemplo que aquel monigote carecía de todo poder sobrenatural.

Dona Fernanda estaba inconsolable por la pérdida trágica del hermano, que era el único ser de su familia al que había profesado verdadero cariño.

Sentía un vehemente y franco dolor; pero al mismo tiempo, por un extraño fenómeno propio del humano carácter, a su pesar se asociaba cierta satisfacción íntima y profunda, por el prestigio que daba a la familia el haber producido un mártir y futuro santo.

Pero a los ojos de la sociedad, doña Fernanda estaba inconsolable, y por esto la viuda de López tenía verdadera prisa en llegar a casa de su presidenta, para animarla un poco con aquella elocuencia sentimental que todos le reconocían.

Además no tenía en el estómago otra cosa que el chocolate de la mañana e iba pensando en que, llegando a la hora del almuerzo, no le faltaría un asiento en aquella mesa bien servida, propia de una solterona vieja, a la que no le era lícito otro placer que el de la gula.

II. EL SOBRINO EN LA CALLE Y EL TÍO EN LA CASA

Cuando el carruaje de alquiler que conducía a doña Esperanza llegó a la calle de Atocha, tuvo que detenerse antes de llegar a la puerta de casa de doña Fernanda, pues una elegante berlina con ruedas amarillas le cerraba el paso.

La viuda, al bajar de su carruaje, vióse envuelta por un tropel de estudiantes de Medicina que salían de las clases, y subían calle arriba, con la algazara propia del que se ha librado, por el resto del día, de una esclavitud enojosa.

Aguantando miradas de insolente fijeza y oyendo con frialdad los floreos que le dirigía aquella juventud bulliciosa que pasaba por su lado, doña Esperanza ajustó su cuenta con el cochero y como propina le entregó algunos papelillos de los que almacenaba su limosnero. El auriga quedóse cómicamente sorprendido y con las hojas místicas en la mano, y al enterarse de lo que eran, él, que esperaba por lo menos un real de propina, correspondió al regalo con unos cuantos juramentos que hicieron apresurar el paso a la viuda de López. Buen modo de hacer propaganda.

Rompiendo con trabajo la contraria corriente de estudiantes, fue avanzando doña Esperanza, y al llegar a la gran puerta de casa de la baronesa, se detuvo para lanzar una mirada de curiosidad a la berlina detenida a pocos pasos.

La conocía bien: era la del doctor. Sin duda doña Fernanda había vuelto a experimentar sus terribles ataques de nervios.

Entrábase ya la viuda por el portal, cuando llamó su atención un joven, parado en la acera de enfrente, y que medio escondido tras el tronco de un árbol cambiaba señas con alguien que estaba en el interior de casa de la baronesa.

Era un muchacho bien vestido que parecía ser estudiante, y llevaba en la mano un grueso cuaderno de notas.

Doña Esperanza le miró fijamente, intentando en vano conocerle, y después levantó sus ojos a la fachada para ver quién era la persona que correspondía a las señas del estudiante.

No vio nada, pues todos los balcones tenían cerradas las vidrieras, y sin duda la persona a quien dirigía el joven sus señas estaba medio oculta tras algún cortinaje.

Subió doña Esperanza la ancha escalera de mármol; en la antecámara vio pendiente del perchero la chistera del doctor, y entró en un gabinete, el mismo donde la difunta Enriqueta había pasado la noche anterior al 22 de junio.

Estaba ya sentada en una otomana, esperando que volviese la doncella encargada de noticiar su llegada a la baronesa, cuando se percibió de que no estaba sola en aquella habitación.

Vio moverse uno de los ricos cortinajes de la ventana y adivinó la presencia de una persona que, oculta por aquéllos, miraba a la calle. A los pocos momentos asomó una linda cabeza que exclama con hermosa voz de soprano:

—¡Ah! ¿Es usted, doña Esperanza?

Y la sobrina de la baronesa, la pollita de la casa, como llamaba la viuda a María Quirós, avanzó al centro del gabinete procurando ocultar su turbación.

Doña Esperanza sonrió con la maternal benevolencia que tan simpática la hacía a los ojos de todas las jóvenes cuyas casas frecuentaba.

Ya había aclarado el misterio y esto la llenaba de gozo, pues lo que más le placía era poseer secretos ajenos. María tenía amoríos con un estudiante de la inmediata escuela de Medicina. Esto, a primera vista, carecía de importancia; relaciones inocentes, galanteos de balcón a calle, homenajes, en fin, insustanciales que desean todas las jóvenes y que son muy pocas las que dejan de conseguirlo; pero tratándose de una sobrina de doña Fernanda de Carrillo, la cosa variaba de aspecto y aumentaba en importancia, pues la devota señora era capaz de indignarse de un modo terrible, al saber que María andaba en amoríos con un estudiante.

La viuda de López se fijó con insistencia en la hermosa muchacha que tenía delante.

¡Mire usted que no haberse fijado hasta entonces en aquella belleza picaresca y graciosa, que forzosamente había de trastornar a los hombres! ¿Qué de extraño tenía, que a una joven con un palmito así, le hiciesen el amor a pesar de que la mayor parte de los días los pasaba en la iglesia o encerrada en casa? Por algo decían que el buen paño hasta en el arca se vende, y lo que es la muchacha había que confesar que era paño amoroso, del mejor y más fino, capaz de secar las lágrimas del mayor desesperado del mundo.

Ningún día la encontró doña Esperanza tan bonita como entonces, y mirando aquel cuerpo hermoso en el cual dieciocho primaveras habían aglomerado todas sus suavidades, sus perfumes y sus colores delicados, y aquella cabeza de un perfil correcto y gracioso como un camafeo griego, animada por dos ojazos de mirada atrevida y terminada por un moñete lindo, en el que todos los peines no lograban domar la subversiva protesta de un rizado natural, encontraba que nada tenía de extraño que se enamorasen de una joven así y hasta que llegasen a hacer por ella verdaderas locuras.

Doña Esperanza se ratificaba ahora en sus anteriores predicciones. ¡Oh! Aquella muchacha, lista, algo insurgente, que tenía su alma en su armario y cuando le parecía contestaba a los sesudos consejos con alguna fina impertinencia, daría mucho que hacer a la santurrona de su tía, que hubo un tiempo en que pensó hacerla monja.

¡Vaya una monjita! Bien se acordaba doña Esperanza de aquello del colegio… de aquello de la azotea con el vecinito de al lado; y no quería decirse más a sí propia, pues no le gustaba murmurar de nadie ni aun interiormente.

Lo que ella aseguraba, era que la tal niña se casaría, o de lo contrario daría muchos disgustos a la baronesa.

Tenía la publicista católica una razón de peso para creerlo así.

«Es de mala sangre —se decía interiormente—. Forzosamente ha de parecerse a su padre, aquel revolucionario infernal cuya historia tantas veces me ha contado la baronesa. Hará muchas cosas sólo para justificar que lleva la sangre de su padre».

Ella, como depositaría de los secretos de su presidenta, estaba al tanto del origen de María, y tenía el convencimiento de que ésta, aunque muy linda, había de dar poco de sí en punto a fervor religioso.

—¡Vaya, polla! ¿Qué hacíamos en la ventana?

María había recobrado su serenidad, y al ver la sonrisa maliciosa de doña Esperanza, le contestó con aquel gestecillo impertinente que sabía usar cuando le hacían preguntas inoportunas.

—Nada. Me divertía mirando la calle.

—Yo también he mirado bien antes de subir aquí. Sobre todo a la acera de enfrente.

—¡Sí!, ¿eh? Pues me alegro mucho.

—Vamos, picaruela; no te hagas la desentendida con ese gesto de inocencia, que parece que en la vida has roto un plato.

—Doña Esperanza; no la entiendo a usted.

—Vamos, no tengas reparo en hablarme. Lo sé todo.

—¿Sí? ¿Y qué sabe usted?

—Lo que he visto. Que un joven que parece estudiante de San Carlos te hace el amor desde la acera de enfrente.

—¡Oh! ¡Hay tantos que me hacen el amor!…

Y la joven dijo estas palabras con tan graciosa petulancia, que la viuda no pudo menos que acogerlas con una sonrisa.

—¡Qué picara eres, Maruja! No es extraño que desde aquí, encerradita en casa y burlando la vigilancia de tu tía, vuelvas locos a los hombres. Además, cada día te encuentro más guapa.

—Muchas gracias, doña Esperanza. Pero usted también es guapa.

—¡Quién!, ¿yo?… Lo era, hija mía; lo fui en otros tiempos, pero ahora sólo quedan los restos. ¡Ay, quién tuviera tu edad!

Y la viuda lanzó un suspiro de jamona sensible que llora los pasados tiempos, y en la frialdad de su situación, todavía se conmueve viendo los ardores de la juventud.

—Vamos, niña; cuéntamelo todo. Me gusta ayudar a la juventud en sus asuntos, y gozo viendo cosas que me recuerdan mis tiempos de polla. No tengas cuidado; habla.

—¡Quia! Buena consejera está usted. Es amiga íntima de mi tía, y por lo tanto de las que creen que la felicidad de las chicas es meterlas monjas.

—Eso es; ¡buena monja estarías tú! Nunca he creído que llegaras a serlo, y en cambio, tengo la firme esperanza de comer los dulces de tu boda. Vamos, dime, ¿quién es ese muchacho que te hace señas?

—Un hombre.

—¡Ah picarilla! Te pregunto por su nombre, por su posición.

María quedó por algunos instantes como perpleja y, por fin, dijo con repentina resolución:

—Mire usted, doña Esperanza. Se lo diría a usted todo, pero como es tan amiga de mi tía, temo que llegue a oídos de ésta, y la verdad, me asusta solamente al pensar que ella pueda saber algún día mis secretillos.

—¿Por quién me tomas, mujer? ¿Crees tú que voy yo a delatarte?

Y la viuda se deshizo en excusas, para demostrarle que ella no revelaría el secreto de la joven. La quería mucho y deseaba servirla, porque ella les tenía mucha ley a las muchachas y sentía un gran placer en ayudarlas, sin duda porque esto le recordaba sus buenos tiempos.

María llegó a tranquilizarse con estas muestras de adhesión y por fin se decidió a espontanearse.

—Pues bien, doña Esperanza; ese muchacho es un estudiante de Medicina y se llama Juan Zarzoso.

—¿Es pariente acaso del célebre doctor que visita a tu tía?

—Sobrino carnal.

—¡Tiene esto gracia! De modo que mientras el tío está aquí dentro, el sobrino hace el amor desde la calle. ¿Sabe algo el doctor de estas relaciones?

—Nada. El buen señor, según cuentan, tiene el genio algo rudo y no consiente a su sobrino la menor distracción en los estudios. Juanito teme al doctor tanto como yo a mi tía.

—¿Y está muy adelantado en su carrera ese joven?

—Termina en el año próximo. Tiene un brillante porvenir, pues sucederá a su tío en el ejercicio de la profesión. Será un sabio como el doctor Zarzoso.

—¡Vaya, hija mía! Da ganas de reír ese tonillo de mujercita juiciosa con que hablas. ¿Qué sabes tú lo que significa un brillante porvenir? Distráete dejando que ese muchacho te haga el amor, pero no adoptes el aspecto de mujer enamorada, pues algún día tendrás forzosamente que olvidarle.

—¡Olvidarle… imposible! He de ser su esposa.

—¡Quién!…, ¿tú? Vamos, niña; estás loca. ¿Te parece que una sobrina de la baronesa de Carrillo, la bella condesita de Baselga, millonaria y perteneciente a la más distinguida nobleza, puede ser la esposa de un médico, por más célebre que éste sea? Tú no conoces lo que es la sociedad ni te has parado a pensar en la desigualdad de clases. De modo que a pesar de ser tú condesa y millonaria, bastaría que cualquiera, yo misma por ejemplo, me sintiera algo enferma, para arrebatarte inmediatamente al esposo que tendrías a tu lado. Piensa bien en lo extraño que esto resulta.

Y María, efectivamente, se abismaba en profunda reflexión, como si por primera vez tropezase con inconvenientes que hasta entonces no había visto.

—Sí, es verdad —dijo por fin a la viuda—; pero todos estos inconvenientes están resueltos sencillamente con que Juanito no ejerza su profesión y se dedique a ser sabio y a escribir libros de ciencia. De este modo podré casarme con él.

—¡Bah, hija mía! Tú estás reservada para algo más que ser la esposa de un rebuscador de librotes. Cuando tu tía se convenza de que eres una joven como las demás, para lo cual falta poco, y de que deseas casarte, ya te buscará un marido que esté en consonancia con tus merecimientos y tu alcurnia.

—Pero yo quiero casarme con Juanito —dijo María con sonsonete de niño mimado.

—Pues no lo lograrás, hija mía. Procura no forjarte esas ilusiones. ¡Buena se pondría tu tía si llegara a conocer tus amoríos con el sobrino de don Pedro!

Iba María a contestar, pero un ruido le llamó la atención y dijo a doña Esperanza:

—Es el doctor que se marcha…

E inmediatamente se dirigió a la antesala seguida de la locuaz viuda.

El doctor Zarzoso era para ella una persona muy simpática, sencillamente por ser tío de su novio. El afecto que profesaba a Juanito venía a reflejarse en aquel hombre rudo, que se esforzaba en ser amable con aquella joven que le trataba con un cariño que él no sabía a qué atribuir.

En la antesala fue donde encontraron al doctor Zarzoso, tomando del perchero su chistera y el bastón.

La edad no había conseguido debilitar aquel corpachón de combatiente, y únicamente como para dejar recuerdo de su paso, el tiempo arañó su rostro, haciendo más profundas las arrugas del entrecejo, que delataban una característica terquedad.

María, al acercarse a él, le preguntó cómo encontraba a su tía.

—No está grave. Le dura la agitación nerviosa producida por la noticia de la muerte de su hermano. La cosa es natural, pues también cuesta disgustillos una honra tan grande como es tener santos mártires en la familia.

Y don Pedro decía estas palabras sin el menor acento de zumba, pero miraba a doña Esperanza, la beata intrigante a quien él conocía bastante, como mujer que se mezclaba en todo.

La viuda de López adivinaba la ironía en aquellas palabras. ¡Ah, maldito ateo! ¡Y pensar que siendo tan pecador era tan sabio, que hasta las personas más creyentes no podían prescindir de él en caso de enfermedad!

El doctor enumeró a María todas las precauciones que se debían tomar con la baronesa, para combatir y evitar los ataques de nervios que en tan espantoso estado la ponían.

Doña Fernanda, mientras tanto, estaba en el fondo de su gabinete, donde se pasaba las horas envuelta en un grueso chal, no saliendo más que para ir al comedor cuando el ataque no la retenía en la habitación.

El doctor se despidió, dando antes su mano a María con una afabilidad extraña en él y que hubiese asombrado a los practicantes de San Carlos.

A doña Esperanza sólo la saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Decididamente le cargaba aquella jamona, explotadora de la piedad, e intrigante y aduladora de un modo que al doctor le causaba náuseas.

—Dime —exclamó la viuda cuando don Pedro estaba ya en la escalera—. Ahora va a encontrarse en la calle con su sobrino, y es capaz, si adivina lo que hay, de dar un escándalo y hasta de pegarle con el bastón. ¡Oh! Conozco mucho a ese tío.

—No lo encontrará. Se iba ya Juanito cuando notó que usted se hallaba en el gabinete.

—Bueno, querida: vamos a ver a tu tía, que estará solita. Ella no saldrá hoy al comedor, ¿verdad? Pues me quedo a almorzar contigo: no quiero que estés sola y fastidiada, pichoncita mía.

Y la gorrona viuda se entró salas adentro, con la misma confianza que si fuese la dueña de la casa.

III. LO QUE FUE DE MARÍA AL SALIR DEL COLEGIO

Fácil es imaginar el recibimiento que la baronesa de Carrillo haría a su sobrina, cuando ésta, recién salida del colegio, llegó a Madrid.

Doña Fernanda no quiso ir a por ella. La carta de Sor Luisa de Loreto le produjo una impresión terrible. Después de furiosos transportes de indignación, sintióse avergonzada como si ella misma fuese la sorprendida en la azotea del colegio en brazos de un muchacho, y no se decidió a ir ella misma en persona a buscar a su sobrina, como si temiese que las monjas fuesen a echarle una reprimenda por ser la tía de María.

Fue a por ésta un viejo criado de la baronesa, especie de administrador con aspecto de sacristán, que los padres jesuitas le habían recomendado como hombre en quien podía depositar toda su confianza.

María, a pesar de todos sus bríos de muchacho con faldas, entró temblando en la casa de la calle de Atocha, que le pareció más lóbrega aún y fatídica que el colegio de Nuestra Señora de la Saletta.

Contra todo lo que ella esperaba, la cólera de la baronesa no se desbordó como terrible tempestad. Limitóse a dirigirle unos cuantos insultos, y después, con aire de verdugo, afirmó que no tardaría ella en arrepentirse de aquella ligereza que había deshonrado a la familia.

La vida que desde entonces hubo de hacer María fue horripilante para un carácter como el suyo, siempre dispuesto al bullicio y a la agitación.

Ya no pudo, como en el colegio, corretear por todas las habitaciones de la casa; allí no había una azotea donde entregarse a melancólica contemplación, dejando pasar rápidas las horas, y se veía obligada a permanecer durante todo el día como pegada a las faldas de su tía.

Por las mañanas, vestida con una modestia que casi rayaba en tacañería, iba con la baronesa, unas veces a pie y otras en el más pobre carruaje de la casa, a oír misa en la iglesia donde oficiaban los padres jesuitas, y allí permanecía en su asiento, aburrida por la monotonía del espectáculo, más de dos horas, hasta que por fin la tía se decidía a volver a casa. Inmediatamente había de agarrar las labores en que tan torpe se mostraba, y hasta la hora del almuerzo permanecer al lado de la baronesa, con las manos en continuo movimiento, la vista baja, el aspecto encogido, siempre dispuesta a ser advertida en la menor distracción, con un tirón de oreja de su enojada tía, que se había propuesto martirizarla, contrariando todos los naturales impulsos de su carácter, incompatible con la inercia.

Por la tarde comenzaban las visitas, si es que doña Fernanda no tenía que asistir a alguna junta de cofradía.

La tertulia de la baronesa no había variado. Eran los mismos visitantes que en tiempo de Enriqueta, aunque todos más maltratados por la edad; como aquel gran salón que en conjunto era también el mismo de antes, aunque bastante ajado por el polvo de los años, que despertado y barrido por los diligentes plumeros de los criados, volaba a refugiarse en las cornisas y molduras del techo, formando una espesa pátina sobre los grupos mitológicos que el conde de Baselga hizo pintar cuando estaba en la luna de miel.

Al principio, aquellas tertulias de la tarde distrajeron algo a María. No era muy agradable la conversación, pero al menos veía gente y se animaba algo la soledad monástica en que parecía envuelta aquella casa.

Variaba poco el personal. Regularmente y con ciertas intermitencias en la asiduidad de los visitantes, la tertulia se reducía a una media docena de condesas y marquesas, que habían sido amigas de doña Fernanda cuando eran jóvenes y ahora estaban tan arrugadas y malhumoradas como ésta; y a otros tantos caballeros, pertenecientes a la más rancia nobleza y que usaban los trajes cortados a la moda de veinte años atrás, con ricos chalecos de colores vivos e irguiendo el cuello apergaminado y tendonoso, sobre grandes corbatas con alfiler de perlas. La intrigante y aduladora viuda de López no faltaba nunca a la tertulia, pues por muy ocupada que estuviese, siempre tenía tiempo para asomarse y echar un vistazo, muy oronda y satisfecha por tratarse con aquellas momias que olían a agua bendita y que eran la quinta esencia, el extracto de la alta sociedad creyente y partidaria de la buena causa. Algunas veces aparecía también en el salón el padre Tomás; pero sus visitas eran muy raras a pesar del inmenso agasajo con que se le recibía, de las deferencias de que era objeto, y de la revolución que producía con su presencia.

A María, maliciosilla y burlona, le divertían tales fachas cuyo exterior anacrónico no se escapaba a su buen sentido. No; aquellas gentes de seguro que no eran como las demás; parecía como que olían a muerto, eran nadadores testarudos que se empeñaban en ir contra la corriente social, y agarrados al peñasco de la intransigencia, resistían el oleaje continuo, protestando y quejándose a cada onda que batía sus cuerpos e intentaba arrastrarles.

Reinaba en el salón de la baronesa de Carrillo una intransigencia política y religiosa que llegaba hasta la ferocidad; a esto iba unido una educación y una pulcritud de las que parecían enamorados los mismos actores, pero que, seguramente, habría hecho reír al primer transeúnte que se hubiese colado de rondón en aquel santuario de las veneradas tradiciones, donde nunca se apagaba, como fuego sagrado, el amor al tiempo que pasó.

Cristalizados en un momento de su vida, o sea en el de la juventud, cuando aún eran respetadas e imperaban las ideas que consideraban santas, para aquellas personas no había transcurrido el tiempo, y se trataban del mismo modo que si aún tuvieran veinte años.

María hacía esfuerzos para no reírse cada vez que a la hora de tomar el tradicional chocolate, costumbre que se conservaba en la casa como todas las antiguas, veía cambiarse dengues y monadas entre las viejas marquesas y los pollos del año treinta y tantos. Un día la baronesa púsose roja de indignación, al ver que su sobrina contenía una carcajada, porque uno de aquellos respetables señores la llamaba Fernandita, como en sus buenos tiempos.

Para aquella tertulia de reaccionarios biliosos, cuyo bello ideal hubiese sido parar todos los relojes, volviendo las manecillas hacia atrás, el progreso no existía ni aun dentro de su clase, y con el furor de la imbecilidad pretenciosa que no consiente a su alrededor nada que la sobrepuje, odiaban a todos los que, participando de sus ideas, transigían con el espíritu del siglo.

Trataban con el mayor desprecio en aquella tertulia, a sus parientes y amigos que pertenecían a la aristocracia en activo; a ésa que brilla, se divierte, es religiosa sólo porque esto resulta de buen tono, y aturde al mundo con sus ruidosas fiestas.

Todo se acababa; hasta la fe y la dignidad de clase. ¡Qué gente, Señor! ¡Qué tiempos! Y la tradicionalista tertulia hablaba con horror de los grandes de España que hacían política y figuraban en partidos llamados liberales, aunque con el aditamento de conservadores; de las familias que no tenían otra religión que la moda y ponían en práctica todas las extravagancias llegadas de París, sin temor al escándalo, no asistiendo a los templos más que en las grandes solemnidades, cuando se hacía buena música, o había un predicador que llamaba la atención; y no trataba con mayores consideraciones a los descendientes de los héroes de la Reconquista, que después de vender a los anticuarios los espadones y las armaduras de sus gloriosos antepasados, para pagar sus deudas en la ruleta del Casino o ir de juergas flamencas con los toreros, se casaban con la hija de un bolsista enriquecido a fuerza de pilladas, o con la viuda de un contratista del Estado, dando sus inmaculados pergaminos a cambio de algunos millones, adquiridos Dios sabe cómo.

¡Qué tiempos, Señor; qué tiempos! Había para morir de pesar. Si de tal modo se envilecía la aristocracia, ¿qué iba a quedar después? Y aquellas momias, que en el semioscuro salón se movían como esfinges que encerraban todas las putrefactas grandezas del pasado, envolvían en las maldiciones que arrojaban resignadamente al progreso y a la civilización, a sus mismos parientes, a sus familias, que transigían e iban mezclando su sangre con clases más inferiores, a las cuales la revolución había elevado, recibiendo sus desprecios como única recompensa.

Aquel sanedrín odiaba la fama y el prestigio que proporciona la inteligencia, como algo que oliese a demagogia. Ser célebre, era para tales personas igualarse a los oradores revolucionarios, a los generales de pronunciamientos, a los rojos de club. Hablar de una persona los periódicos que no eran de la comunión de los fieles, equivalía para la tertulia de la baronesa a un certificado de impiedad y progresismo.

Despreciaban a cuantos se distinguían en algo y metían ruido, y de aquí que mirasen con desvío, u olvidasen por completo a los mismos que más se habían esforzado en defender los ideales a que la tertulia rendía ferviente adoración.

Aparici y Guijarro era, para aquellas gentes, casi un revolucionario, que por el hecho de haber disentido en las Cortes con los liberales se había infeccionado forzosamente con su virus de impiedad; el canónigo Manterola inspiraba poca confianza, pues en su concepto debía haber permanecido en su cabildo sin meterse a vociferar en un Congreso revolucionario; y en cuanto a Donoso Cortés, sólo lo conocía y se acordaba de él uno de aquellos señores que tenía sus puntos y ribetes de literato.

Nada encontraban bien; todo se habla maleado, en su concepto, al contacto del siglo; hasta la monarquía. ¿Ir a Palacio, ellos, que eran fieles representantes de un pasado tan lleno de grandezas como de ceremonias? ¡Imposible! La aristocracia que sabía respetarse no podía asistir a las fiestas de un Palacio contaminado por los vientos revolucionarios, hasta el punto de que los reyes, salidos de la Restauración de Sagunto, habían abolido la moruna costumbre de tutear a todos sus súbditos, y hablaban con más amabilidad a un Cánovas o a Martínez Campos, plebeyos elevados por la fortuna, que a un Grande de España, cuyos blasones se perdían en las tinieblas del pasado.

¡Aquellos tiempos de Isabel II! Cuando en Palacio se trabajaba por revestir la vida del mismo aparato que en el anterior siglo, y cuando la reina trataba a todos con tan despótica familiaridad, como si fuesen lacayos. Aquello ensanchaba el alma y daba claras muestras de que la monarquía vivía por sus propias fuerzas, y no por las concesiones del espíritu revolucionario.

Al principio de la restauración, a aquella tertulia de ultrarrealistas les quedaba alguna esperanza, simbolizada en la persona del pretendiente Don Carlos; pero poco a poco fueron desvaneciéndose sus ilusiones. También el representante de la buena causa, del sano y respetable pasado, se contaminaba del espíritu moderno, y daba al traste con la tiesura tradicional de la majestad. A sus oídos llegaban noticias sobre la vida del pretendiente en París y sus calaveradas, hijas de un espíritu ligero, que sólo a la fuerza se amolda a las ceremonias de su rango.

Y luego aquellas aventuras escandalosas; los derroches de dinero, las fiestas de húngaras: cosas eran todas éstas sobradamente importantes para horripilar a tanta persona grave, que aunque en su juventud no habían hecho vida muy santa, por esto mismo la vejez les había blindado con la más austera virtud, y la más asustadiza hipocresía.

En fin, que aquella tertulia era una verdadera reunión de demagogos blancos, que en nombre del pasado pedían la completa destrucción de lo existente, que nada encontraban bueno, y que como astros muertos bogaban por el ambiente social de su época, repelidos de todas partes, y sin sentir la menor atracción de simpatía.

Eran revolucionarios a su manera, y de seguro que al tener en sus manos un poder irresistible, hubiesen destruido toda la obra del siglo. Por aquello de que los extremos se tocan, miraban con lástima y horror a los hombres de ideas avanzadas, pero no pasaban de ahí; y en cambio guardaban todo su odio, su desprecio sin límites, para los llamados monárquicos liberales que, transigiendo eternamente, y escépticos en el fondo, pretendían amalgamar el pasado con el porvenir.

Aquella tertulia era invariable e indestructible. Eran muy pocos los neófitos que lograban introducirse en ella, y menos aún los que desertaban. Permanecía inmóvil, con la inercia de una momia, que tenía fijos sus muertos ojos en el pasado.

Al entrar en el salón y contemplar los rostros apergaminados, contraídos ligeramente por una sonrisa de aristocrático desdén, podía decirse, como Hamlet: Algo hay aquí que huele a muerto

Era aquello una charca inmóvil, en cuyo fondo dormían todos los putrefactos ídolos del pasado.

Tan firmemente estaba convencida la tertulia de la baronesa de sus creencias, tan intransigente era con su época, tan alejada se hallaba de lo existente, que la sorprendía de un modo terrible alguna palabra del padre Tomás, de su ídolo; palabra que como piedra veloz caía en el pantano ultrarrealista, produciendo ondulaciones de asombro que duraban muchos días.

La sorpresa conmovía a las momias hasta el punto de que a sus deslustrados ojos casi asomaban las lágrimas.

¡Oh Dios! Hasta la Compañía de Jesús comenzaba a abandonar la buena causa para transigir con el siglo. El padre Tomás, aquel hombre que en casa de la baronesa resultaba una divinidad, sólo aparecía de tarde en tarde en la majestuosa tertulia, y en cambio, visitaba a la aristocracia a la moda, a las familias que, renegando de su pasado, se mezclaban en el movimiento de la época. ¡Qué más!… Hasta recomendaba la tolerancia con lo existente, y el afecto a la nueva situación política, diciendo que era necesario transigir para salvar los intereses de la religión.

Esta conducta asombraba a los ultrarrealistas; pero acostumbrados a acoger con la mansedumbre del esclavo todas las palabras del padre Tomás, no osaban en su presencia hacer la menor objeción, limitándose a lamentarse en su interior de aquella presunta defección que les hería en sus sentimientos.

Rodeada de este ambiente que olía a tumba, era como María pasaba todas las tardes del año.

Sentada al lado de su tía tiesa como una vieja con alto corsé, y con los ojos fijos en el suelo, que sólo se atrevía a levantar muy contadas veces, había de permanecer unas cuantas horas aburrida por una charla ceremoniosa y lenta, cuyas lamentaciones no entendía.

Este quietismo después de la bulliciosa movilidad del colegio, atormentábale de un modo horrible y sentía impulsos de levantarse de su asiento y cometer alguna diablura; pero las frías miradas de su tía la tenían como clavada en la silla.

Algunas veces aquel señor que hablaba de Donoso Cortés, en un rapto de genialidad, se atrevía a hablar de las cosas de la Corte de Fernando VII, cuando estaba en Aranjuez, y aunque comenzaba por vía de exordio, con palabras confusas y guiños que sustituían a las palabras, no tardaba en oírse la voz de la baronesa diciendo con acento imperioso:

—Niña; vete fuera.

Y María salía del salón sin sentir curiosidad alguna. ¡Valiente cosa le importaban las anécdotas de aquel señor!

Siempre relataba las mismas, y ella las había oído la primera vez que fue despedida de la tertulia, quedándose escondida tras los cortinajes de la puerta.

Pero esta indiferencia ante los chistes del viejo y aristocrático narrador no impedía que ella se alegrara mucho así que comenzaba a iniciar sus trasnochadas relaciones. De este modo se veía libre de la engorrosa tertulia y podía pasar las horas que transcurrían hasta el final de la tertulia charlando con la doncella de su tía, o mirando a la calle y buscando en esto distracción, como ya en otro tiempo lo había hecho su madre.

Aquella casa, construida por el conde de Baselga para nido de sus amores, era la cárcel en que había languidecido la juventud de su hija y la de su nieta, bajo la austera y rabiosa vigilancia de la baronesa de Carrillo.

Por las noches María rezaba con su tía un rosario interminable, pues a él se unían oraciones y jaculatorias para casi todos los santos del almanaque, y a las diez ya estaba en la cama, martirizándola el sordo ruido que producían los coches en el pavimento de la calle, y que por un salto propio de su imaginación viva, evocaban ante los ojos de su espíritu un tropel de hermosas jóvenes vestidas de brillantes colores, y saliendo del fondo de confortables berlinas para entrar en el teatro, pasando por entre los grupos de elegantes que les enviaban saludos y frases galantes.

La cruel realidad que había sucedido a sus ilusiones de colegiala producíala un furor, propio de su carácter varonil, cuando se encontraba a solas en su cuarto.

Para ser un adorno mudo de las vetustas tertulias de su tía, para convertirse en un monigote que sólo podía hablar cuando su tía le concediera permiso, bien estaba allá en el colegio donde al menos tenía una relativa libertad. Ahora no podía menos de reírse amargamente de las ilusiones que en el colegio se había hecho acerca de la vida que llevaría en Madrid.

Así transcurrieron los dos primeros años de su estancia al lado de la baronesa.

Por fortuna, pasado este tiempo comenzó a notar en su tía alguna variación. Se había amortiguado en la baronesa el recuerdo de la aventura que había ocasionado la salida de su sobrina del colegio y conforme se desvanecía la memoria de un suceso que a ella le resultaba horripilante, María gozaba de mayor libertad y su tía la trataba con más consideración.

Conocíase en doña Fernanda el propósito de hacerse agradable a su sobrina y de captarse su voluntad y hacerse obedecer más por la simpatía que por el terror.

Adivinábase que en su pensamiento germinaba una idea que iba a exponer de un momento a otro y que sólo era una preparación hábil aquella amabilidad realmente extraña en ser bilioso y atrabiliario como doña Fernanda.

Pronto se despejó la incógnita. La baronesa no renunciaba a la idea de tener una monja en su familia. Ya que ésta contaba con un futuro santo como Ricardo, no era justo que la línea femenina se excluyera de la sublime misión de dar al cielo bienaventurados.

Asunto era éste del que hablaba con el padre Tomás siempre que podía encontrarlo, pues el poderoso italiano, aunque seguía interesándose bastante por la familia Baselga, se sentía atraído a otros círculos sociales por la necesidad de las circunstancias.

Además, el astuto jesuita no se mostraba tan seguro como doña Fernanda de la facilidad con que la joven abrazaría el estado monástico.

En sus visitas a la baronesa había tenido ocasión para estudiar con ojo certero el carácter de María, y además sus hazañas de la niñez, de las que estaba enterado por las religiosas del colegio de Valencia, le daban a entender cuál era el verdadero temperamento moral de la joven; pero resultaba en doña Fernanda una preocupación tradicional el creer que bastaba que a ella se le ocurriera una cosa para que inmediatamente pensasen lo mismo los individuos de su familia.

Ella deseaba que María fuese monja y no había ya más que hablar; María lo sería.

Pronto experimentó una decepción. María tenía en sus venas la sangre del belicoso Álvarez y su carácter varonil no se doblegaba con momentáneas concesiones como el de la infortunada Enriqueta.

La baronesa creíase segura con aquellos dos años de reclusión y obediencia automática a que había castigado a su sobrina.

—No dude usted, padre Tomás —decía siempre al italiano—, que María me obedecerá. Es toda una jaquita brava; más bien dicho, lo era, pues antes resultaba idéntica al bandido de su verdadero padre; pero ahora, desde que yo la he sometido al régimen del silencio y de la obediencia, es mansa como una cordera y hará cuanto yo le diga.

Y la baronesa así lo creía, viendo aquella niña tímida en apariencia, que acogía todas sus palabras con los ojos bajos y el aspecto encogido.

Por esto su asombro fue inmenso cuando, a las primeras indicaciones que le hizo acerca de las bondades de la vida monástica, María, como el que abandona un disfraz se despojó de aquel exterior de mansedumbre y dijo con resolución:

—No, tía. Está usted muy engañada. Yo no seré nunca monja y si usted cree que va a hacer conmigo lo que con mi pobre madre, está en un error muy grande. ¡No, no y siempre no!

Y dijo estas palabras con una energía, cuya fuerza ya se notaba en sus ojos brillantes y fijos en los de su tía, con insolencia de reto.

Sin duda en sus conversaciones con la lenguaraz y antigua doncella de la baronesa, había llegado a conocer algo de la historia de su madre y de las desavenencias entre ésta y su hermanastra, cuando doña Fernanda se empeñaba también en meterla en un convento.

La enérgica resolución de la joven despertó las crueldades de carácter de la baronesa, y las escenas violentas de otros tiempos volvieron a ocurrir en el palacio de Baselga. Pero esta vez doña Fernanda tenía que habérselas con un carácter de hierro, que no mostraba el menor temor ante sus violencias y que a los golpes y a los insultos contestaba con el estoicismo propio de un carácter vigoroso o con miradas de ira, que algunas veces lograban detener el brazo de la baronesa.

Duró esta situación violenta cerca de un año. Empleó la tía cuantos medios se le ocurrieron para domar la enérgica resistencia de María; pero todo fue en vano, pues la joven oponía siempre su varonil protesta. Esta situación de continua violencia había hecho perder también bastante terreno a la tía; pues desde el momento en que la joven, para resistir y protestar, había tenido que despojarse de su actitud sumisa y su aspecto gazmoño, ya no quiso recobrar la máscara hipócrita y se tomaba libertades dentro de su casa sin que le intimidasen en lo más mínimo las furibundas miradas de la baronesa.

La represión de ésta y sus violencias estaban en razón directa de las insolencias de María, que se hacía más atrevida conforme su tía se indignaba y apelaba cada vez con más tenacidad a los procedimientos enérgicos.

Doña Fernanda casi se confesaba vencida en presencia de sus íntimos.

—Pero esa niña es el mismo diablo, padre Tomás. ¡Cómo se conoce de quién es hija! De tal palo, tal astilla. Es imposible hacer de ella nada bueno, como Dios no obre un milagro.

—Calma, señora baronesa —contestaba siempre el italiano—. No hay realmente prisa en decidir sobre el porvenir de la niña. Si ella no quiere ser monja ya buscaremos el medio de que salve su alma sin violentar su voluntad ni obligarla a entrar en un convento.

Y era que el padre Tomás, menos dispuesto que su antecesor el padre Claudio a acudir a medidas decisivas ni a violentar la marcha de los acontecimientos buscaba ya en su astucia, y creía haberlo encontrado, un medio que asegurase el ingreso en la caja de la Orden de los millones que restaban de la herencia de Avellaneda.

En cuanto a la viuda de López, siempre que era consultada por doña Fernanda sobre el porvenir de María, contestaba de idéntico modo:

—Señora baronesa, no logrará usted su deseo. Me basta mirar a una persona para conocerla; me precio de ello, y le aseguro que a esa niña lo que le atrae es el matrimonio y no las tocas monjiles. Además, sus antecedentes no son los más propios para que se sienta inclinada a la vida del claustro; acuérdese usted de aquello del colegio que varias veces me ha relatado.

Y al decir esto, callaban las dos viejas, dejando que en su imaginación se amontonase un cúmulo de maliciosas suposiciones.

Todas las perversidades de la pasión las admitían antes que la verdad de lo ocurrido.

Su malicia de beatas no podía conformarse con la ingenua inocencia de aquella velada en la azotea del colegio.

IV. REANÚDANSE LOS AMORES

Algunos meses antes de recibirse la noticia del martirio del padre Ricardo, experimentó María una gran sorpresa.

Por las mañanas, aprovechando los descuidos de su tía o sus salidas de casa por asuntos de devoción, una de sus más predilectas distracciones era mirar a la calle en las horas que los estudiantes de Medicina entraban o salían en el inmediato Hospital de San Carlos.

Así vio un día a Juanito Zarzoso, del cual, aunque se acordaba algunas veces, no guardaba ya más que un recuerdo lejano y borroso, como amortiguado por el tiempo y por aquel régimen austero a que la sometía su tía y que parecía influir en su parte moral…

Cuando ella vio a un joven vestido de luto, parado en la acera y mirando con insistencia al balcón, sin hacer caso de las pullas de los compañeros que seguían adelante, sintióse molestada por la curiosidad de aquel importuno y casi estuvo tentada a retirarse; pero de repente encontró en aquella figura algo que parecía serle conocido y que atraía sus ojos, y entregándose entonces a un fijo examen, no tardó en reconocer a su tímido novio de la época de colegiala.

Estaba tan desfigurado el estudiante que era difícil conocerlo. Había crecido mucho, aunque perdiendo bastante de su primitiva robustez; sus facciones habíanse fijado definitivamente, formando un rostro inteligente y simpático, y una barba corrida y fuerte daba aspecto varonil a aquella cara de niño. Sus ojos, cuya luz parecía amortiguada por el estudio, brillaban tras unas gafas de oro.

María permaneció inmóvil, como asustada por la aparición, y en su aturdimiento, únicamente supo contestar con sonrisas ingenuas, que demostraban su placer, a los saludos que le dirigía el estudiante.

Desde entonces, todas las mañanas los dos jóvenes, aprovechando el uno los intervalos entre dos clases, y valiéndose la otra de los descuidos y ocupaciones de la tía, se veían de lejos, cambiaban saludos y se sonreían con esa plácida estupidez de las personas que se consideran felices únicamente con contemplarse.

Pronto no les bastó con esto y ambos experimentaron la necesidad de una comunicación más expresiva y amplia que las miradas que se lanzaban de lejos, bien a través de los vidrios del balcón, o en las calles cuando María salía en compañía de la baronesa.

La intrigante doncella de ésta fue la que, por puro amor al arte de chismear y por el placer de jugar una treta a su señora, a la que odiaba en el fondo, a pesar de muchos años de servicio, se encargó de poner en comunicación a los dos antiguos novios.

Ella fue la que entregó a María la primera carta de Juanito y así supo la joven que la madre de su novio, aquella infeliz señora casi ciega a la que, sin conocer, amaba con respetuosa simpatía, había muerto algunos meses antes y que al ocurrir esta desgracia, el doctor Zarzoso había ido a Valencia para llevarse a su sobrino a Madrid, trasladando su matrícula a la escuela de San Carlos.

Juanito manifestaba además, con una satisfacción casi infantil, sus notables progresos en la carrera, los premios que había alcanzado y lo contento que estaba su tío al ver que iba a tener un sucesor digno de su fama.

Desde entonces se entabló una correspondencia continua y apasionada entre los dos novios, volviendo a renacer aquel amor que, aunque veloz como una ráfaga, les había unido durante algunos días, allá en los tejados de Valencia.

María pasaba las angustias de un ladrón que intenta hacer invisible el fruto de sus rapiñas, para ocultar las plumas y el papel que le servían para escribir a Juanito, y no contentos los dos con cambiar una carta diaria, todavía aprovechaban cuantas ocasiones se presentaban para comunicarse, con señas, de balcón a calle, todas las mañanas.

Nadie notaba las relaciones amorosas sostenidas por los dos jóvenes.

La baronesa, a pesar de su astucia, no llegaba a recelar de la conducta de su sobrina, y en cuanto al doctor Zarzoso, aunque notaba que Juanito no estudiaba tanto como los primeros meses de su estancia en Madrid y que salía con más frecuencia de casa, atribuía esto a la atracción que produce una ciudad desconocida y a las necesidades de la juventud.

El doctor sonreía con malicia. Ya sabía él lo que aquello significaba: algún amorcillo. Y al decirse esto guiñaba el ojo, afectando conocer muy bien tales deslices, como si olvidase la salvaje virginidad de su juventud, ignorante para todo aquello que no fuese la lucha con la ciencia.

Los amoríos que suponía el doctor Zarzoso eran pasioncillas de un día, correrías a ciegas en busca de unas faldas para acallar los hambrientos bostezos de la carne, y de seguro que si al ser llamado a casa de la baronesa de Carrillo, para curar a ésta sus ataques de nervios, hubiese sabido que en tal vivienda estaba la mujer amada, y que ésta era aquella sobrinilla aristocrática, no hubiese manifestado tanta bondad.

El endiablado sabio, plebeyote hasta la médula de los huesos y orgulloso de su origen, estremecíase de horror ante la posibilidad de unirse por lazo alguno con cualquiera de aquellas familias elevadas, corroídas por dolencias extrañas y hereditarias, a las que él visitaba, y su indignación inmensa sólo podía compararse a la que experimentaría una princesa de las que figuran en el almanaque de Ghota, al proponerle que diera su mano a un barrendero.

Profesaba a sus distinguidos clientes el horror que siente una persona sana, robusta y egoísta, ante los apestados que pueden contaminarle.

Su frase favorita era: La aristocracia es un pudridero; y hablaba con gran elocuencia del inmenso caudal de enfermedades y gérmenes de locuras que el aislamiento de clase y el horror a cruzarse con gentes más humildes y vigorosas, había ido amontonando en aquellas familias, desde los tiempos de las extravagancias feudales y de la barbarie guerrera divinizada.

—Por algo dicen esas gentes que tienen la sangre azul. Es pura porquería lo que circula por sus venas; virus que infecciona de una a otra generación y que en nada se parece a la sangre de los demás seres. Si yo tuviera un hijo —sólo al hablar de esto pensaba el doctor en los hijos—, juro que primero lo ahorcaba que le permitía el casarse con una mujer de cuyo vientre forzosamente habían de salir generaciones de escrofulosos o de locos.

Afortunadamente, el doctor Zarzoso, para el cual su sobrino era un verdadero hijo, ignoraba qué clase de amorcillos eran los que turbaban la tranquilidad del joven estudiante.

Cuando al recibir la noticia de la muerte trágica del padre Ricardo, la baronesa sufrió una espantosa crisis nerviosa, el doctor Zarzoso fue llamado para su curación. Este suceso produjo en el estudiante gran alegría. Sería ridícula la idea, pero a él le producía cierto placer el que su tío entrase en aquella casa, frente a la cual tantas veces paseaba él, y hasta le parecía que en torno de la ruda figura del doctor, quedaba adherido algo del ambiente que creemos percibir rodeando a la mujer amada.

El suceso no causó menos impresión en María. Al saber que su tío había muerto como un mártir, a manos de los fanáticos japoneses, lloró cuanto pudo para no resultar una nota disonante en el concierto de dolor que estalló en la casa; pero, a pesar de esto, su desconsuelo fue más aparente y ceremonioso que real. No tenía grandes motivos para llorar la muerte del tío jesuita. No lo había visto jamás, y juzgando por los apasionados elogios de la baronesa y sus amigos, imaginábaselo como un hombre huraño, misterioso, desligado por completo de todo vínculo terrestre y propio para inspirar más miedo que amor.

La enfermedad de su tía sirvióle para poder dedicarse con más libertad a hacer telégrafos a Juanito con sus vivaces manos tras los vidrios del balcón.

Además, en tal circunstancia, conoció personalmente al tío de su novio, aquel personaje terrible del cual se había hablado con expresión de miedo en las tertulias de su tía, y que a ella, a pesar de tales prejuicios, le resultaba un buen señor.

El famoso sabio, con toda su ciencia y aquel conocimiento del mundo y de las personas que afectaba su fingida malicia, no podía explicarse la causa de la exagerada amabilidad con que le trataba la niña de la casa. Era un secreto para él el porqué de las sonrisas graciosas y la expresión de alegría con que le recibía la sobrina de la baronesa; pero ¡ah cándido doctor!, si no hubiese siempre marchado con la cabeza baja y preocupado por sus ideotas luminosas, de seguro que al salir de la casa se lo hubiera explicado todo al ver a su sobrino alejarse rápidamente, o esconderse en algún portal, al notar la presencia del tío.

María era la única de aquellas señoritas aristocráticas a la que no miraba con expresión de lástima y asco; no era un gatito desollado, como él llamaba a las otras.

Conocía bien la historia de la familia. Bastante le había dado que hacer la muerte del conde de Baselga en el manicomio que él dirigió en otros tiempos, y aunque estaba convencido de su locura, no dejó de preocuparle el tiro de pistola que el infeliz demente se disparó en su celda. Aquella arma fatal hacía presentir al doctor la existencia de una diabólica intención, que había intervenido en el arreglo de la tragedia. Y como era en él característico atribuir todos los males a la gente de sotana, no vacilaba en tener por culpable de cuanto había ocurrido a aquel padre Claudio, de quien ya casi nadie se acordaba en Madrid.

Además conocía algo de la historia de María, y esto amenguaba un tanto la extrañeza que le producía notar en ella un vigor y una energía serena, impropia de la familia. Él recordaba haber escuchado ciertas murmuraciones, de las cuales no salía muy bien librada la virtud de la madre ni la dignidad del padre; murmuraciones en las que danzaba el nombre de cierto célebre revolucionario.

Pero todas estas ideas sólo podían preocupar por poco tiempo a un hombre como el doctor, obsesionado por los oscuros problemas de la ciencia; así es que, apenas hubo dejado de visitar a doña Fernanda, repuesta ya de sus ataques nerviosos, olvidó por completo a la tía y la sobrina.

Los amores del estudiante y María seguían, entretanto, su curso, fortalecidos ahora por la protección de la viuda de López.

La explicación surgida entre doña Esperanza y la sobrina de la baronesa había servido para que la viuda, arrastrada por su afición a los enredos y por el afán de hacer favores, se pusiera a las órdenes de los novios.

Ya se sobreentendía que ella hacía esto únicamente porque la niña se divirtiera, porque, al fin, había que dar a la juventud lo que era suyo, y dejar que gozara cuando le llegaba su tiempo; mas no por esto creía ella que tales amoríos podían terminar en un casamiento.

Unos amores inocentes y nada más. Cosas de muchachos. ¿Qué pecado se cometía dejando que María tuviera un novio, como todas las de su edad? Más adelante ya entraría en ella la reflexión, y cuando su tía se convenciera de que la muchacha nunca llegaría a ser monja, ya le arreglarían un matrimonio digno de su posición y de su nombre.

Apoyándose en tales reflexiones, con el objeto de afrontar mentalmente el peligro que suponía para ella el ser infiel a su presidenta, la viuda de López protegía a los dos jóvenes, mesurándose muy contenta en ser su mediadora bondadosa, y dándose ciertos aires de maternidad.

Hablaba en la calle con Juanito, al que encontraba muy simpático, a pesar de la repugnancia que en las primeras entrevistas sentía al pensar que era el sobrino de un empedernido ateo, y que tal vez participase de sus doctrinas. Cada vez que el estudiante solicitaba de ella un favor, la viuda no podía menos de sentirse satisfecha, pues aquel muchacho sabía rogar de un modo que llegaba al alma, y ante el más pequeño servicio manifestaba un agradecimiento conmovedor.

Doña Fernanda, como si se hallara quebrantada por su reciente enfermedad y la muerte de su santo hermano hubiese cercenado su antigua energía y movediza actividad, mostrábase reacia a salir de su casa, y muchas veces, por no moverse de su asiento, ahogaba su curiosidad y no iba en seguimiento de María para averiguar la causa de que ésta permaneciera tanto tiempo atisbando a través de los balcones.

Este atado de doña Fernanda ocasionaba también un aumento de atribuciones y libertades en la intrigante viuda de López, del cual se aprovechaban los dos novios.

Doña Esperanza, con su bondad sin límites, era la que se encargaba de sacar a paseo a la niña y de acompañarla a las funciones religiosas cuando la tía no se sentía con ánimo para salir de casa.

De estas circunstancias se aprovechaba Juanito para hablar con María, siempre bajo la vigilancia de doña Esperanza, que se mezclaba en la conversación apenas ésta tomaba un carácter marcadamente amoroso.

La viuda de López estaba lejos de imaginarse que aquel estudiante era el mismo muchacho con quien habían sorprendido a María en la azotea del colegio. Los dos novios guardaban instintivamente su secreto, ante la indiscreta curiosidad de la viuda.

Procuraban las dos mujeres el salir a pie, pues de este modo podía unirse a ellas el enamorado estudiante. Doña Esperanza adoptaba un aire de mamá complaciente que va acompañando a su hija y al novio, y así iban los tres a la iglesia o a alguna solitaria alameda del Retiro.

Transcurrieron de este modo muchos meses, sin que nunca llegase a oídos de la baronesa la menor noticia de la traición que le hacía su secretaria.

Juanito, como si calmasen su sed amorosa aquellas conversaciones que sostenía con María, coreadas por la complaciente viuda, había recobrado su tranquilidad y volvía a dedicarse al estudio con el mismo ardor que antes.

Estaba próximo ya al término de su carrera, y veía cercano el día en que alcanzaría su título de doctor en brillante oposición, dando fin de este modo a sus estudios que le acreditaban en San Carlos como el alumno más aprovechado y que con mayor rapidez había seguido sus cursos.

La proximidad de aquel suceso, tantas veces soñado por el estudiante, llenaba de alegría a los dos novios. ¡Oh, qué dicha! Apenas tuviera su título de doctor, era preciso buscar ya una fórmula para hacer públicas sus relaciones y decidir al doctor Zarzoso a que pidiese a la baronesa la mano de María.

Todo les parecía muy fácil a los dos jóvenes, y encontrándose cada vez más fuera de la realidad, juzgaban como pequeños inconvenientes el carácter iracundo de la baronesa con sus preocupaciones religiosas y la terquedad ruda del doctor.

A doña Esperanza comenzaban a asustarle aquellos amores. Comprendía, aunque demasiado tarde, que había estado jugando con fuego y que aquellos galanteos no eran relaciones ligeras para divertirse que fácilmente podían ser rotas, pues tenían ya todo el carácter de una pasión firme e indestructible.

Conocía bien a María, y estaba convencida de que opondría una resistencia terrible cuando la despertasen del dulce ensueño de amor satisfecho en que estaba sumida.

¿Qué diría doña Fernanda cuando supiera que su fiel secretaria había sido la mediadora en tales amores?

Doña Esperanza, tan confiada y satisfecha por costumbre, mostrábase ahora temerosa y asustada al pensar en la posibilidad de que la baronesa llegase a saberlo todo. Y lo que más le desconcertaba era que tal descubrimiento, un día u otro, había de ocurrir, pues nunca faltan gentes chismosas y noticieras; o cuando no, aquellos dos jóvenes, engañados por sus ilusiones, eran capaces de cometer una barrabasada declarando a sus tíos que se amaban hacía ya mucho tiempo y que deseaban casarse.

Alguna tranquilidad le proporcionaba el saber, por declaración del mismo estudiante, que así que terminase su carrera, el doctor Zarzoso pensaba enviarlo por una regular temporada a París a perfeccionar sus estudios como ayudante de los más célebres profesores.

Si esto llegaba a ocurrir, confiaba doña Esperanza en una larga ausencia como remedio contra una pasión sobradamente viva. Pero a pesar de esta confianza, no lograba tranquilizarse.

Conocía que voluntariamente, e impulsada por su eterna manía de servir a todo el mundo, se había metido en un atolladero y buscaba un auxilio para salir de él.

El padre Tomás fue la primera persona que se le ocurrió para el caso.

V. EN EL DESPACHO DEL PADRE TOMÁS

El poderoso jesuita había recibido a doña Esperanza con una forzada sonrisa de resignación.

Aquella lagartona, con sus confidencias, sus intrigas y sus hojitas piadosas que sometía a su examen antes de darlas a la imprenta, le tenía fastidiado a pesar de lo convencido que estaba de la utilidad que prestaba a la Orden.

El padre Tomás había indicado al mandadero que le servía de ayuda de cámara, que no dejase entrar a doña Esperanza en el despacho, pues temía la conversación interminable de la locuaz jamona que venía a turbar sus ocupaciones; pero en aquel día, la viuda de López manifestó tal urgencia y tantas veces pidió que la dejasen pasar, que al fin el lego, con el permiso de su superior, permitióle la entrada.

Tan largo fue el preámbulo que la locuaz señora puso a las revelaciones que pensaba hacer, que el jesuita comenzó a arquear las cejas y a mover los dedos en señal de impaciencia, convenciéndose de que doña Esperanza, en aquella ocasión, como en las otras, iba sólo a estorbarle.

Pero pronto cambió de posición al notar que la viuda, atolondrada por tales muestras de impaciencia, entraba en lo más interesante de su consulta.

Nada calló la buena de doña Esperanza, y procurando excusar su ligereza en aquel buen deseo que le animaba y le hacía servir a todos, fue relatando cómo había tenido conocimiento de los amoríos de María y cómo también se había prestado ella a desempeñar el papel de mediadora.

El jesuita escuchaba inmóvil y silencioso, sin que en su rostro de marmórea fijeza se notase la menor expresión que delatase sus internas impresiones, y sólo cuando la viuda se detenía como indecisa y temerosa del efecto que sus palabras podían causar en el padre Tomás, éste salía de su mutismo para murmurar:

—¡Adelante!… ¿Y qué más pasó?

Doña Esperanza no se detenía e iba relatando cuanto había llegado a saber y algo más que inventaba por propia cuenta.

En resumen; que los chicos se amaban mucho, que la cosa era más seria de lo que ella en el primer momento había podido imaginarse, y que temblaba solamente al pensar que la baronesa podía saber algún día la participación que su secretaria tenía en tales relaciones. Por esto acudía en demanda de auxilio y le rogaba al padre Tomás que no la abandonase en situación tan apurada y que hiciese lo posible por remediar su ligereza. Bien sabía ella el noble interés que la Orden sentía por la familia Baselga, que tan ligada estaba por su piedad a la Compañía de Jesús, y por esto acudía al padre Tomás en demanda de saludable consejo.

El jesuita quedó silencioso y reflexionando por largo rato. Conocíase, a pesar de su frialdad exterior, que le había impresionado bastante la noticia.

Tenía sobre María formado un concepto muy distinto del de la baronesa, pero no esperaba encontrar a la joven comprometida por una pasión tan vehemente.

Por fin rompió el silencio para asegurarse de la formalidad de tales relaciones.

—¿Y dice usted, doña Esperanza, que son serios esos amores?

—¡Oh, reverendo padre! Esos muchachos se quieren de un modo que a mí me causa miedo. Es empresa difícil el separarlos, y crea usted que la baronesa tendrá que bregar mucho si quiere combatir esa pasión. Parece, al verlos tan dominados por el amor, que se conocen desde la niñez y que sólo la muerte podrá separarlos. ¡Ah, reverendo padre! ¡Si usted encontrase en su sabiduría un medio para desbaratar esa pasión que yo misma he fomentado con mi ligereza!

El padre Tomás preguntó, tras un largo silencio y con la expresión del que resuelve un problema:

—¿Sabe ese joven que María fue expulsada del colegio de Valencia por cierta aventurilla que usted creo ya conoce?

—No, reverendo padre; seguramente no tiene noticia de aquello.

Y la viuda afirmaba sus palabras con movimientos de cabeza, muy convencida de la certeza de cuanto decía. Ella estaba muy lejos de imaginarse que el protagonista de aquella aventura en los tejados, a la cual daba su malicia una importancia que no tenía, era el mismo Juanito Zarzoso, al que creía ignorante por completo de tal suceso.

El jesuita, al oír las afirmaciones de la viuda, sonrió triunfalmente.

Ahí estaba la solución; el medio de enfriar aquel amor que asustaba a doña Esperanza, después de haberlo fomentado.

Ella sería la encargada de revelar al novio la aventura de María en el colegio de la Saletta, y el jesuita tenía la certeza de que por este medio surgirían los celos y sobrevendría el rompimiento.

—Así lo haré, reverendo padre. Tan pronto como vea a ese pollo, le diré cuanto recuerdo de aquella travesura de María y no he de cejar hasta que logre que la desprecie.

El jesuita se mostraba pensativo.

Lo importante —murmuró—, es que baste esto para que abandone a la niña.

—¡Oh! Bastará, reverendo padre. Es un joven que parece muy pundonoroso, y no le creo capaz de seguir amando a una mujer después de convencerse de que en su niñez andaba por los tejados y la encontraban dormida en brazos de un muchachuelo.

—¿Conoce usted bien el carácter de ese joven?

—Creo que sí. He hablado con él muchas veces; se expresa con franqueza, y le aseguro que a mí me parece mentira que sea sobrino de un impío como el doctor Zarzoso.

—Seguramente tendrá las mismas ideas que su tío.

—Me parece que sí; aunque en mi presencia procura contenerse y no enseñar el rabo del diabólico librepensamiento. ¡Buena soy yo para sufrir impiedades!

—¿Y no le cree usted capaz, al saber la aventurilla de María, de seguir por interés haciéndole el amor?

—No entiendo a usted, reverendo padre —dijo la viuda con perplejidad.

—Quiero suponer que ese joven, después de convencerse del pasado de María, podía seguir fingiendo que la amaba, tan sólo por atrapar sus millones. Ya sabe usted que la sobrina de la baronesa es muy rica, tanto que casi toda la fortuna de que hoy goza doña Fernanda le pertenece a ella.

—En ese punto defiendo yo al sobrino del doctor Zarzoso. Podrá ser un impío, un ateo; pero gracias a Dios, las infernales doctrinas no han llegado a corromper del todo su alma y aún queda en él un gran caudal de buenos sentimientos. No, él no ama a María por sus millones, y si llega a aborrecerla la abandonará sin pensar en la riqueza.

—Le defiende usted con gran calor, doña Esperanza. ¿En qué se funda usted para tener tal seguridad?

—En lo que mil veces le he oído decir cuando hablaba con María. A ese muchachuelo republicano y librepensador le estorba que su novia sea noble, tenga un título ilustre y posea una gran fortuna. Yo misma le he oído decir, pero de un modo que no daba lugar a duda, que sería más feliz si María se convirtiera en una pobre modistilla, pues así nadie podría atribuirle en tal amor la menor sombra de egoísmo ni de ambición. Y ¡qué más!… Hasta la misma María está contaminada por tales ideas, y muchas veces he reído escuchando cómo la heredera de muchos millones hablaba con gran seriedad de los adelantos científicos de su novio y cifraba su felicidad en que éste fuese con el tiempo un médico afamado que tuviese como clientela a la gente más selecta de Madrid. Tan enamorados están esos muchachos, que han perdido ya toda noción sobre el significado de un título nobiliario y de una gran fortuna, y para ellos no hay más dinero que el que uno mismo pueda ganarse. No, reverendo padre; no es posible que ese joven ame a María con el único objeto de hacerse dueño de sus millones. En este punto le defiendo, no es de tal clase de hombres.

—Mucho mejor —dijo el jesuita, que había escuchado atentamente a la viuda—. Es más favorable para nosotros que en tales relaciones sólo haya amor sin sombra de mezquino interés. Así romperemos más fácilmente los vínculos que los unen: basta con que introduzcamos entre ellos la desconfianza.

—Lo que yo deseo, reverendo padre, es que terminen estos amoríos antes que la baronesa pueda apercibirse de ellos.

El jesuita reflexionaba.

—¡La baronesa! —murmuró—. Esa señora cree conocer muy bien a las personas y empieza por no formarse concepto exacto de los seres que la rodean, de los individuos de su propia familia. Quiere hacer monjas a todas las mujeres de su raza, sin llegar a convencerse nunca de que han nacido para casarse, como seres vulgares, y de que aun ella misma no serviría para vivir en un convento.

—Tiene un genio en extremo dominante.

—Eso la pierde, amiga mía; y lo peor es que cree que basta que ella quiera una cosa para que ésta sea inmediatamente. Se empeñó en que su hermana fuese monja, y ya sabe usted lo que ocurrió poco después de haberse suicidado el conde de Baselga; ahora quiere meter en un convento a su sobrina, y ya acaba usted de decirme el camino que ella sigue y que no puede ser más distinto del que le señala su tía.

—Efectivamente, doña Fernanda es tan ciega como tiránica.

Dijo la viuda estas palabras con la expresión de gozo del inferior que al fin encuentra ocasión para hablar mal del mismo a quien adula y sirve; pero este tono, que no pasó desapercibido para el padre Tomás, la volvió a la realidad.

Era imprudente hablar de tal modo en presencia de mujer tan chismosa e intrigante como doña Esperanza, de la baronesa de Carrillo, que al fin había sido uno de los principales apoyos de la Compañía en Madrid y en quien basaba el jesuita grandes esperanzas para el porvenir. Por esto se apresuró a hablar con el propósito de deshacer el efecto de sus anteriores palabras.

—Hay que reconocer que el deseo de la baronesa no puede ser más santo y sublime. ¿Qué mejor destino puede ambicionar para su sobrina, que hacerla esposa del Señor? Lo difícil en este asunto es que la niña no se ajusta a las exigencias de su tía, y por carácter huye de la vida tranquila y santa del convento.

—Eso es, reverendo padre. María no será monja aunque la martirice su tía. Hace ya mucho tiempo que estoy convencida de ello.

—Y yo también. Esa joven quiere casarse, siente la necesidad de amor, y si nosotros logramos que rompa sus relaciones con el doctor Zarzoso, así que se desvanezca el pesar que esto le cause, no tardará en fijar sus ojos en otro hombre. ¿No lo cree usted así, amiga mía?

—Así lo creo; hace un instante que pensaba en lo mismo.

—Hay, pues, que ser cautos en este asunto; y ya que la niña va por el camino del matrimonio, procurar que no se extravíe en él como su madre. La baronesa, empeñándose en hacer de María una monja y cerrando los ojos para todo lo que no sea esto, corre el peligro de que su sobrina caiga en manos de un hombre que en modo alguno convenga a la familia y que sea enemigo de esa religiosidad respetable que siempre ha residido en la casa de Baselga. Ya que ella, por su desmedido amor a la religión, es ciega en este asunto, nosotros seremos cautos y procuraremos salvar a María del peligro que la amenaza.

—Según eso, reverendo padre, ¿cree usted que María debe casarse?

—Así lo he creído siempre, amiga mía.

—Haría usted, pues, un gran favor a la pobre niña disuadiendo a su tía de los planes que abriga acerca de su porvenir y demostrándole que la felicidad de su sobrina no consiste en que entre en un convento.

—Así pienso hacerlo, y tenga usted la seguridad de que María se casará. Aquí lo que importa es que no venga a caer en manos de un impío como ese Zarzoso, que seguramente la apartaría de la religión. Ya nos encargaremos, cuando sea tiempo oportuno, de buscarle un marido que le convenga.

—Y mientras llega esa oportunidad, ¿qué hago yo, reverendo padre?

—Procurar que se desunan los dos amantes, valiéndose de la revelación que antes hemos acordado.

—¿Y si este recurso no produjera efecto?

—¡Oh! Seguramente lo producirá. No conozco a ese muchacho, pero por la descripción que usted me ha hecho de su carácter, adivino que forzosamente ha de producir en él un efecto terrible el saber esa aventura de María.

—¿Y si tanto le cegase el amor, que sobreponiéndose a los celos y al despecho, siguiese adorándola?

—Entonces todavía nos quedaría un medio seguro.

—¿Cuál, reverendo padre?

—¿No dice usted que el doctor Zarzoso muestra empeño en enviar a su sobrino a París? ¿Tardará mucho en verificarse este viaje?

—Antes de tres meses. Juanito terminará su carrera dentro de pocos días, y el doctor no tardará en enviarlo a París.

—Pues bien, la ausencia es el medio más favorable para combatir el amor. Ensaye usted el efecto de esa revelación que hemos acordado, y si el novio resiste, ya aprovecharemos su ausencia para convencer a María de que debe olvidar tales amores. La joven es altiva y tiene un amor propio excesivo e irritable; como logremos herirla en este punto vulnerable, seguramente que hará cuanto le digamos.

—Perfectamente. Sé ya cuál es mi obligación. Primero abrir los ojos a ese joven con la aventurilla de Valencia, y si esto no resulta, esperar a que se vaya a París dejando entonces a vuestra paternidad que obre como lo crea más conveniente.

—Otra cosa ha de hacer usted. Yo creo que no me costará mucho convencer a la baronesa de que debe resignarse al casamiento de su sobrina. En tal caso buscaré entre los jóvenes que conozco y que aman a la Compañía como una santa institución, uno que, por su nacimiento, su educación y su religiosidad, sea digno de alcanzar la mano de María.

—Eso es lo que yo había pensado muchas veces, reverendo padre. A María le conviene un esposo así, y nadie como usted puede proporcionárselo.

—Lo introduciré en casa de la baronesa sin darle otro carácter que el de amigo. Conviene que así que lo vea usted en aquel salón trabaje en su favor, es decir, que lo apoye en todos sus avances, haciendo de él grandes elogios y procurando inclinar de su lado el ánimo de María.

La viuda de López así lo prometió, y segura ya, en vista del giro que tomaba el asunto, comenzó a charlar alegremente de todos los negocios devotos por ella emprendidos con la cooperación más o menos directa de la Orden.

Acababa de librarse de aquel gran peso que gravitaba sobre su ánimo. Ya no temía a aquella baronesa en el caso de que se descubriera la participación que ella había tomado en los amoríos de la sobrina. El padre Tomás era ahora su consejero, obraría por su mandato y podía escudarse bajo su inmenso poder, si se desataba contra ella la furia de doña Fernanda.

Cansose pronto el jesuita de la charla de doña Esperanza, que ya no le interesaba, y con muestras de marcada impaciencia, le dio a entender que era llegado el momento de retirarse.

Cuando la viuda salió del despacho, el padre Tomás frotose alegremente las manos. Estaba solo, pues el padre Antonio, su antiguo secretario y cómplice, había muerto en Francia durante el período de emigración, y el astuto y desconfiado italiano comprendía las desventajas de tener siempre presente un compañero que aunque adicto, podía llegar algún día a la infidelidad. Recordaba mucho la caída espantosa que él hizo sufrir al padre Claudio, para que pudiese llegar a fiarse de autómatas que, al fin y al cabo, eran hombres.

Como estaba solo, no creyó ya preciso el disimulo, y sonriendo picarescamente, murmuró:

—Ya es hora de que volvamos a ocuparnos de la familia Baselga. Los millones esperan que vayamos a por ellos. Lo que el padre Claudio comenzó, yo lo acabaré más hábilmente. Nada de violencias… ¿Quiere casarse la niña? Pues bien, la casaremos; y por este medio, lo mismo que si entrase en un convento, su fortuna vendrá a nuestras manos.

Púsose grave el rostro del jesuita, y tras una profunda meditación, murmuró:

—Somos invencibles; cada vez me convenzo más de ello. Donde uno de nosotros cae, se levanta al punto un nuevo hermano con mayores fuerzas, y siempre avanzamos impertérritos, sin vacilar un instante, hasta que conseguimos lo que nos proponemos.

VI. CAMBIO DE DECORACIÓN EN CASA DE LA BARONESA

Llegó el momento fatal en que Juanito Zarzoso, con su título de doctor en Medicina, alcanzado con gran brillantez, obedeciendo las órdenes de su tío, al que temía tanto como amaba, hubo de separarse de María para trasladarse a París.

En los tres meses que transcurrieron, desde la conferencia con el padre Tomás hasta el día en que partió el joven médico, doña Esperanza no había logrado aminorar el cariño de los novios ni enturbiar la confianza que mutuamente se tenían.

Un día en que el estudiante esperó a la viuda en uno de los puntos que ella frecuentaba, para darle una carta con destino a María, doña Esperanza aprovechó la ocasión para abrirle los ojos, según decía.

Con afectada inocencia llevó la conversación al terreno que ella deseaba; habló de la niñez de María, de su carácter ligero, de sus atrevimientos hombrunos en el colegio, y como digno final de tanta preparación, como el que cierra los ojos para disparar el trueno gordo, sin hilación alguna… ¡paf!, la viuda espetó al estudiante la relación de cuanto ella suponía ocurrido en aquella noche célebre, cuando las monjas encontraron a la joven en el tejado, durmiendo en los brazos de un muchacho.

Al ver la viuda que Juanito se ruborizaba intensamente escuchando sus palabras, creyó que el joven iba a estallar en indignación; pero se quedó fría, cuando en vez de la emoción terrible que esperaba, púsose a reír el joven, diciendo que nunca había él llegado a imaginarse que doña Esperanza supiera tales cosas.

La intrigante viuda, que pensaba sorprender al estudiante, resultó la sorprendida, y su asombro fue sin límites cuando Juanito le dijo que aquel muchacho que amaneció en la azotea del colegio era él mismo.

El golpe había fracasado, y en vez de desunir a los novios aquella revelación, sólo había servido para convencer a la viuda de que tal amor, por lo mismo que antiguo y nacido en el dulce despertar de la pubertad, había de ser forzosamente de larga duración.

Apresuróse doña Esperanza a llevar la noticia al padre Tomás, quien, al saberla, no mostró su acostumbrada y fría indiferencia.

—Ahora resulta —dijo— más preciso que nunca apartar cuanto antes a esos dos jóvenes. Veo que la tarea va a ser más difícil de lo que al principio creíamos; pero con tal de que él marche pronto a París, todo se logrará. Es simplemente cuestión de tiempo y de paciencia.

—¿Y qué me aconseja usted, reverendo padre? —dijo la viuda—. ¿Debo seguir siendo medianera en estos amores?

—Sí, continúe usted hasta que ese joven se vaya a París. Nada adelantaríamos con que usted se negase a facilitar sus entrevistas y a llevarles sus cartas: encontrarían otro medio para cumplir sus deseos. Ya daremos el golpe cuando estén separados.

Desde que el padre Tomás supo los amoríos de María, visitó con más asiduidad la casa de la baronesa.

La tertulia de momias realistas alegrábase por esta distinción que le dispensaba el padre Tomás. Aquello era, para los visitantes de doña Fernanda, como un halagador holocausto a su terquedad reaccionaria y una demostración de que el poderoso jesuita, reconociendo que en la aristocracia transigente con el siglo sólo se encontraba miseria e impiedad, volvía al seno de sus antiguos amigos, los puros, los integristas, los que protestaban contra todo lo que no oliese al polvo del pasado.

Lejos estaban aquellos seres de adivinar el verdadero motivo que impulsaba al padre Tomás a visitar con tanta frecuencia la casa de la baronesa.

Doña Fernanda no era la que se sentía menos ufana por aquella asiduidad del poderoso jesuita. El más grave pesar, a la muerte del padre Claudio, lo había experimentado pensando que el nuevo jefe de la Orden en España no visitaría ya su casa con tanta frecuencia, y así ocurrió; por esto al ver ahora al padre Tomás casi todas las tardes en su salón, confundido entre sus habituales tertulianos y hablándole con gran dulzura, el orgullo y el amor propio satisfecho coloreaban su rostro con el rubor de la felicidad, y se sentía dichosa como pocas veces.

Su satisfacción era inmensa al pensar que en los elegantes hoteles de la Castellana, donde residía aquella aristocracia moderna, a la que odiaba secretamente, se notaría la ausencia del padre Tomás, a quien ella contaba ya como uno de sus acostumbrados tertulianos y, ganosa de retenerle, lo asediaba con toda clase de consideraciones y se mostraba dispuesta a obedecer su más leve indicación.

No le costó, pues, gran trabajo al jesuita, el inculcarle sus deseos.

Doña Fernanda, a pesar de tener su director espiritual, que era un individuo de la Compañía, quiso confesarse con el padre Tomás, arrastrada por el deseo de aparecer públicamente como penitente del célebre jesuita, que sólo se sentaba en el confesonario en muy contadas ocasiones.

Durante la tal confesión, fue cuando el padre Tomás convenció a la baronesa de que debía consentir en que su sobrina contrajera matrimonio, no violentando su carácter y las tendencias de su temperamento.

Doña Fernanda oyó con recogimiento casi religioso las palabras del jesuita, e inmediatamente se propuso obedecerle como un autómata.

Tan grande era el poder que sobre ella ejercía el padre Tomás, que sus indicaciones bastaron para derrumbar las ilusiones que la baronesa se forjaba hacía ya muchos años.

No; María no sería monja, ya que así se lo aconsejaba un sacerdote tan ilustre y digno de respeto. Ella había soñado en hacer de María una santa como su tío Ricardo; quería meter a su sobrina en un convento, creyendo que esta resolución sería muy grata a los ojos de Dios y que resultaría del gusto de los padres jesuitas, a los que ella consideraba como legítimos representantes del Señor; pero ya que un sacerdote tan respetable le aconsejaba todo lo contrario, ella estaba dispuesta a obedecer inmediatamente.

Y doña Fernanda, al decir estas palabras, extremaba el gesto y los ademanes, intentando demostrar de este modo que su sumisión a las órdenes del jesuita era inmensa.

Lo que ella pedía únicamente, lo que solicitaba a cambio de su obediencia, era que, ya que María debía casarse, fuese el mismo padre Tomás quien se encargase de buscarle un marido propio de su condición social, con la seguridad de que la elección sería acertada.

Nadie como él conocía a los jóvenes de la aristocracia. Habíanse educado todos ellos en el colegio de los jesuitas, a los más principales los dirigía el padre Tomás en los momentos difíciles de su vida y, merced al espionaje perfecto de la Compañía, conocía hasta en sus menores detalles la vida y las costumbres de cada uno.

—Casar a María —decía doña Fernanda en la rejilla del confesionario—, es un asunto tan difícil, que yo misma no me atrevo a encargarme de ello, y preferiría que usted, reverendo padre, llevado del cariño con que siempre ha distinguido a nuestra familia, se encargase del asunto. Mi sobrina es riquísima, como usted ya sabe; el título de condesa de Baselga a ella le pertenece, y ya ve usted que una joven que tales condiciones reúne, bien merece que se fije toda la atención al buscarle un esposo. ¡Oh, reverendo padre! ¡Si usted fuese tan bueno que accediera a encargarse de este asunto! Ya que María ha de tener marido, viviré ya tranquila si éste es del gusto de usted.

Y el padre Tomás fue tan bueno, que, después de exponer algunos escrúpulos sobre la incompatibilidad que existía entre su augusto ministerio y el ser agente de matrimonios, accedió por fin a encargarse de buscar un esposo para María.

Para esto era necesario, según consejo del jesuita, que doña Fernanda cambiase algo su sistema de vida, que olvidase un poco la exagerada devoción y se acordara algo más del mundo; en una palabra, que ella y su sobrina ocupasen el lugar que les correspondía por su rango, en este mundo elegante que brilla, se agita y se divierte.

Fiel doña Fernanda a los consejos de su director, desde aquel día cambió por completo de vida.

Los rancios tertulianos de la baronesa vieron con asombro que su amiga deponía una parte de su intransigencia con el mundo, y que en aquel retorno a la vida de la juventud, arrastraba a su sobrina, con gran contento de ésta.

El palacete de la calle de Atocha perdió rápidamente aquel sello conventual que lo distinguía. Parecía como que, abiertos los balcones, el viento de la calle había penetrado arrollándolo todo y desvaneciendo aquella atmósfera pesada que olía a incienso.

Los carruajes de forma antigua y modesta que usaba la baronesa para ir a la iglesia fueron cambiados por elegantes landós; los salones perdieron su aspecto conventual y sombrío, siendo adornados con nuevos muebles, y en las personas de doña Fernanda y su sobrina operose igual cambio, pues sus antiguos vestidos oscuros y de corte casi monjil, fueron reemplazados por trajes de última moda.

María se dejaba llevar dulcemente por aquella tendencia que su tía manifestaba a favor de las costumbres que poco antes anatematizaba con severo lenguaje.

Tan vehemente era el deseo de entrar de lleno en la vida de gente experimentado por doña Fernanda, que muchas veces reñía a su sobrina cuando ésta se mostraba reacia a asistir a las diversiones, sin duda porque la falta de costumbre influía en su carácter.

—Mujer, eres un hurón —decía su tía—. Es preciso que te acostumbres a esta vida agitada y de continuo goce. Por ti, hago yo también esta vida. Se acabaron ya nuestras costumbres de antaño, y es preciso que vivamos a la moderna. Otras muchachas se darían por muy contentas con tener una tía tan amable y complaciente como yo lo soy para ti, y tú parece que no quieras agradecerme lo que por ti hago. ¿No te negabas a ser monja? Pues bien, no lo serás; yo no quiero violentar a nadie que no se sienta con vocación suficiente para abrazar la vida de santidad. Ya que tu carácter te aleja del claustro, serás mujer elegante, dama del gran mundo y te casarás con un hombre que sea digno de ti. Ya ves que no puedo ser más complaciente. A ver si tienes talento para brillar en sociedad y distinguirte entre las jóvenes de tu clase.

María, con el cambio que la baronesa hacía en su modo de vivir, veía realizado aquel bello ideal que ocupaba su imaginación en Valencia, cuando soñaba en ser una señorita del gran mundo y asistir a las suntuosas fiestas, que sólo de oídas conocía, o por las relaciones de las pocas novelas que a hurtadillas leía en el colegio.

Ya figuraba en aquella sociedad tan acariciada por su pensamiento; ya asistía todas las noches a las óperas del Real en una platea de las más elegantes; paseaba por la Castellana, contestando a numerosos saludos, y hasta un día había figurado su nombre con los adjetivos de hermosa y distinguida, en una reseña que del baile de la embajada francesa hizo un periódico de gran circulación; pero estas satisfacciones, que en otra época hubiesen constituido su felicidad, no bastaban ahora para amortiguar el dolor que sufría, justamente en los días en que verificaba su iniciación en la vida elegante.

Juanito estaba ya próximo a partir.

El doctor Zarzoso lo apremiaba para que cuanto antes fuese a París, pues ya había escrito recomendándolo a los más famosos profesores de Francia, y el pobre muchacho no sabía qué excusa inventarse para prolongar algunos días más su estancia en Madrid.

El pesar que a ambos amantes producía la próxima separación era lo que hacía que María se mostrase huraña a los halagos de su tía, y asistiese a todas las diversiones con el ánimo preocupado por tristes ideas.

En el teatro, en el paseo, en las reuniones elegantes, en las suntuosas funciones religiosas, en todos los puntos de distracción donde se encontraba, la idea de que Juanito iba a partir enturbiaba todas sus alegrías.

Contribuía a hacer aún más penosa su situación, la circunstancia de que la baronesa, con su nuevo género de vida, hacía menos frecuentes las ocasiones en que María podía hablar con su novio.

La joven rara vez lograba ir de paseo acompañada únicamente por doña Esperanza, pues así que manifestaba deseos de salir, la baronesa se prestaba a acompañarla.

Fueron, pues, poco frecuentes las entrevistas de los novios en los últimos días que pasó el joven médico en Madrid, y forzosamente hubieron de contentarse con verse de lejos, como en los primeros tiempos de sus amores, y cambiar apasionadas cartas, que doña Esperanza, siempre complaciente, llevaba de uno a otro, cada vez más amable y satisfecha, conforme se acercaba el momento de partida para Juanito.

La última vez que los novios se hablaron fue en el Retiro, una mañana en que María consiguió salir a pie, en compañía de la viuda de López.

La escena fue sencilla y conmovedora, tanto que impresionó un poco a doña Esperanza. ¡Ay, Dios! Así se despedía ella de su difunto marido, cuando aún era su novio, cada vez que abandonaba el pueblo para ir a estudiar a Madrid.

Hablaron poco los dos amantes; parecía que cada palabra que salía de sus labios iba a provocar una explosión de sollozos, y se limitaban a mirarse con expresión compungida, estrechándose las manos nerviosamente.

Convinieron en la forma que debían adoptar para cartearse, sin que se apercibiera la baronesa.

Él dirigiría las cartas a doña Esperanza, que se encargaría de entregarlas a María, y recoger las de ésta, remitiéndolas a París.

Despidiéronse veinte veces, para volver otra vez a entablar una conversación incoherente y temblorosa, en la cual, las miradas significaban más que las palabras, y al fin se separaron, no sin volver a cada paso la cabeza para verse por última vez.

Al día siguiente, cuando comenzaba a cerrar la noche, María contemplaba melancólicamente el reloj de su gabinete.

Era la hora en que el exprés salía para Francia. En él se alejaba Juanito.

María creía percibir en torno de ella un espantoso vacío, que por momentos se agrandaba, y se sintió próxima a llorar.

Pero la voz de su tía vino a sacarla de esta estupefacción dolorosa.

Había que prepararse para ir aquella noche al Real. Era noche de debut; un célebre tenor cantaba Los Hugonotes, y todo el mundo elegante se había dado cita en el aristocrático coliseo para tomar parte en aquella fiesta, que iba a ser una de las grandes solemnidades de la temporada.

La baronesa callaba el interés que tenía en asistir a dicha función.

Uno de los más respetables individuos de su tertulia le había pedido permiso para presentarle en un entreacto a Paco Ordóñez, muchacho distinguido, e hijo segundo del difunto duque de Vegaverde.

VII. EN EL TEATRO REAL

Cuando la baronesa y su sobrina entraron en su platea, la representación de Los Hugonotes había comenzado ya.

El debutante, un Raúl algo aviejado, con tipo de mozo de cuerda y un poco patizambo, que según era fama le costaba a la empresa seis mil francos por noche, estaba en aquel momento lanzándole al público, ensimismado y silencioso, el famoso raconto, describiendo un primero y novelesco encuentro con la gentil Valentina.

La media voz del tenor, subiendo y bajando siempre igual, sin perder en intensidad como deslumbrante hilillo con que se tejiera una tela de plata, resonaba en medio del profundo silencio que reinaba en el gigantesco teatro, y las dos damas hubieron de entrar en un palco, casi de puntillas, por no turbar la profunda atención del público.

No les gustaban a la baronesa ni a su sobrina esos arranques de distinción de muchas de aquellas damas que estaban en los otros palcos, las cuales tomaban asiento después de producir algún estrépito para llamar la atención, atrayéndose con esto los feroces siseos de los dilletantis fanáticos que estaban en las alturas.

María, al tomar asiento, apoyó un codo en la barandilla del palco, y cogiendo sus gemelos de nácar y oro, paseó su mirada por todo el coliseo.

Presentaba el vasto teatro el mismo aspecto deslumbrador y lujoso de todas las noches, sólo que en aquélla era más perceptible el recogimiento, la expectación de un público deseoso de juzgar por sí mismo a una notabilidad, que llega precedida por el ruido de las ovaciones recibidas en los primeros coliseos del mundo.

Los palcos estaban deslumbrantes, como doble fila de dorados canastillos, dentro de los cuales brillaban montones de joyas sobre rizadas cabezas y hombros esculturales de nítida blancura; al agitarse algún torneado y desnudo brazo, dejaba tras sí el reguero de azuladas chispas que la luz arrancaba a las pulseras de brillantes; y semejantes a estrellas parpadeando en blanquecino cielo, en el centro de tersas pecheras, tiesas y crujientes como corazas, titilaban gruesos diamantes envueltos en irisados resplandores. Todo el Madrid elegante se amontonaba en aquellos palcos, y desbordado, se extendía por las infinitas butacas del patio, donde los vistosos uniformes militares y los alegres trajes de las señoras matizaban con vivos colores la sombría monotonía del frac negro.

María paseó sus gemelos por encima del patio, vasto mar de cabezas peinadas, las más en correcta raya desde la nuca a la frente, y erizadas las otras de airosas plumas y cabellos rizados que dejaban en el ambiente un grato perfume femenil.

Para completar María su examen, apuntó sus gemelos a lo alto, y entonces fue viendo los palquitos superiores para hombres solos, donde se agrupaban como pollada recién salida del cascarón, los socios de los clubs elegantes, los gomosos que a aquellas horas comenzaban su existencia diaria hasta las primeras horas de la mañana; y más arriba aún, el populacho, según decía doña Fernanda, el público anónimo, la gente sin gusto, que iba allí a oír la ópera con el silencioso recogimiento del fanatismo musical, sin fijarse para nada en aquel derroche de suntuosidad y elegancia que tenían a sus pies.

María miró al palco de la familia real y lo vio vacío, lo que no le extrañó. Sabía por las murmuraciones de salón, que para el rey Alfonso la música era el ruido que menos le incomodaba, y que cuando asistía a la ópera estaba siempre próximo a dormirse si es que no le entretenían hablándole de corridas de toros, o de juergas en las posesiones reales.

El acto primero tocaba a su fin. El tenor al terminar su raconto había recibido ya una ovación, aunque ésta había sido recelosa y en gran parte obra de la claque, como si el público no estuviera del todo convencido de la eminencia del artista y reservase su opinión para más adelante.

La baronesa, después de contestar a varios saludos que le dirigieron de los palcos vecinos, curioseaba con sus gemelos de un modo impertinente, sin fijarse para nada en el escenario, al cual volvía la espalda.

María, por su parte, después de examinar el teatro, que todas las noches le causaba idéntica impresión de deslumbramiento, miraba a la escena deseosa de distraerse y olvidar aquella idea fija que la martirizaba.

¡Ay, Dios! Aquel Raúl, que tan melancólicamente expresaba su tristeza al no ver a la mujer que se había apoderado de su corazón, a pesar de que físicamente, con su abdomen algo hinchado y su aspecto maduro, no tenía la menor semejanza con Zarzoso, forzosamente le hacía recordar al joven médico, que a aquellas horas, mientras ella encontrábase en un lugar de diversión, era arrebatado por el veloz exprés, y en el interior del vagón iba sin duda llorando, desalentado por la larga ausencia que vela en su porvenir.

Y luego aquella música de Meyerbeer, que como ninguna sabe interpretar con exacta verdad los diversos estados del alma humana, en vez de producirle placer, causaba en su corazón el efecto de una lluvia de fuego que todavía aumentaba sus sufrimientos.

La joven se sentía molesta, y casi deseaba que dejase de sonar cuanto antes aquella música que, sin que ella pudiera explicarse la causa, la entristecía hasta el punto que en los pasajes más vivos y alegres, la acometían deseos de llorar.

Cuando terminó el acto no faltaron visitantes en el palco.

La platea de la baronesa era una de las mejores del teatro, y doña Fernanda, para adquirirla, había tenido que dar una prima de algunos miles de pesetas a sus anteriores poseedores que tenían prioridad en el abono. Esto parecía dar alguna distinción a la actual dueña del palco y a los que la visitaban, lo que, unido a la hermosura de María y a su fama de millonaria, hacía que se considerase como un gran honor el ser admitido en la tertulia del palco, y el que fuesen muchos los que durante los entreactos dirigían a él los gemelos con insistencia.

El primero que entró aquella noche fue el viejo señor que en la vetusta tertulia de la baronesa hablaba de Donoso Cortés y el cual, entre la aristocracia anticuada, era respetado como un genio literario, porque en su juventud había escrito dos sonetos y cinco romances, méritos, que con el de tener un título de marqués, habían sido considerados suficientes para hacerle sentar en un sillón de la Academia Española.

El aristocrático académico, que para sostener su fama de poeta creía necesario mostrarse galanteador y pegajoso como un cadete, dirigió algunos floreos a Fernanda, asegurando, bajo palabra de honor, que la encontraba cada vez más joven y distinguida (afirmación que repetía todas las noches) y después le disparó a María unos cuantos requiebros mitológicos, mostrando al hablar así, la facha más deplorable, con su tupé teñido, su dentadura postiza que le hacía cecear y su chaleco bordado, de moda veinte años antes, y que no quería abandonar, porque, según afirmación propia, le sentaba muy bien.

Él fue quien se encargó de toda la conversación, pues su charla incesante nunca dejaba meter baza, y comenzó a hablar del tenor, repitiendo su biografía y sus anécdotas que ya conocían todos por haberlas publicado la prensa días antes.

La conversación duró hasta que los timbres eléctricos dieron la señal de que iba a comenzar el acto segundo.

El académico se levantó dando su mano a tía y sobrina, con el mismo extravagante ademán de los gomosos, cuyas costumbres imitaba.

—Adiós, baronesa; vuelvo a mi butaca. Hasta luego.

—Adiós, marqués; y no olvide usted el presentarme a ese joven de quien me habló. Tendré mucho gusto en que sea nuestro amigo: basta que sea presentado por usted.

—Paco Ordóñez también tiene deseos de conocer a ustedes. En el otro entreacto vendremos.

Y el aristocrático poeta, al ver que comenzaba el acto, salió del palco con toda la ligereza que le permitían sus gotosas piernas.

Transcurrió el segundo acto sin incidentes. El tenor hacía esfuerzos por agradar al público que le aplaudía, pero a pesar de las demostraciones de agrado con que era acogido su canto, notábase en el entusiasmo general cierto fondo de frialdad; era el convencimiento de que aquello no valía seis mil francos, reflexión justísima que acomete al público en presencia de todos esos hijos del arte, que al par son hijos mimados de la fortuna.

En el otro entreacto se presentó en el palco el marqués académico, seguido de un joven alto, enjuto de carnes, con una fisonomía a primera vista agradable, y que llevaba con una soltura sobradamente graciosa para no ser estudiada, su frac cortado tan mezquinamente como aconsejaba el último figurín.

—Baronesa. Presento a usted a mi amigo don Francisco Ordóñez, hermano del senador del reino, duque de Vegaverde.

El presentado se inclinó haciendo una reverencia ceremoniosa, copiada sin duda de algún galán amanerado de comedia.

María le examinó con esa curiosidad pronta e instintiva de las mujeres, que con una sola mirada aprecian a un individuo desde la cabeza hasta los pies.

No era mal mozo, pero encontraba en él algo que le desagradaba. Parecíale algo fatuo, y además demasiado aviejado para los treinta años que representaba. Iba peinado según la moda favorita de los gomosos, y su cabeza relamida y charolada tenía algo de bebé. Olía toda su persona a tonta insustancialidad, pero a su rostro asomaba en ciertos momentos una expresión maliciosa que le hacía antipático.

Había algo en aquellos ojos negros, moteados de pintas doradas, que no era una expresión de astucia, sino de despreocupación canallesca, y en sus facciones cuidadas y un poco embadurnadas por afeites de tocador mujeril, notábanse ciertas placas violáceas que eran como el indeleble sello de placeres buscados en los postreros estertores de la orgía y en las últimas capas del vicio.

María no comprendía el verdadero significado del exterior de aquel hombre, pero adivinaba en él algo repugnante y le resultaba antipática su presencia.

Atraída por la fuerza del contraste, hizo mentalmente un parangón entre aquel hombre, fiel representación de la juventud aristocrática, y el que a aquellas horas marchaba en el exprés de Francia y se sintió próxima a maldecir en voz alta a la fatalidad, que dejaba a su lado tipos como Ordóñez, mientras alejaba al joven doctor Zarzoso.

El hijo segundo del difunto duque de Vegaverde era bien conocido por toda la aristocracia de Madrid.

Su hermano mayor, el heredero del título de la casa, prócer sesudo, que en el Senado llamaba la atención por la manera de decir si o no en las votaciones y que desde niño había sentado plaza de hombre tan formal como imbécil, demostraba cierto rastro de buen sentido, despreciando a su hermano menor y diciendo en todas partes que era un perdido, que deshonraba a la familia; pero la sociedad elegante no le hacía coro, antes bien, encontraba que Paco era un muchacho distinguido, ligero, eso sí, pero con mucho chic.

A los veinticinco años, cuando entró en posesión de su herencia, ésta quedó entre las uñas de prestamistas y usureros, a causa de los enormes anticipos aumentados por intereses bárbaros que se le habían hecho antes de ser dueño de su fortuna.

El elegante Ordóñez se encontró arruinado y casi en la miseria, justamente cuando más agradable comenzaba a encontrar la existencia, pero no era él (según decía) mozo capaz de ahogarse en tan poca agua y siguió adelante en su vida de despilfarros y locuras, sin fijarse en el presente, ni importarle gran cosa el porvenir.

Las grandes fortunas son como esos navíos colosales, que al ser tragados por el mar, dejan sobre la superficie innumerables objetos que sobrenadan y son todavía utilizados. Ordóñez, a pesar de su total ruina y de que su fortuna entera había quedado en manos de los usureros, todavía gozaba de recursos que sobrevivían a su empobrecimiento y el principal era el crédito que le daba su apellido y sus relaciones sociales.

El hijo del duque de Vegaverde fue el tipo perfecto del aventurero aristocrático, que explota su nacimiento y vive a costa de los que le rodean, explotándolos con gran frescura como quien hace uso de un derecho y tiene por feudataria a toda la sociedad. Dio sablazos de miles de pesetas; vendió fincas que ya no le pertenecían; tomó cantidades a préstamo que nunca debía devolver, firmando para ello escrituras de depósito; importunó a todos sus amigos que él creía ricos e imbéciles, pidiéndoles favores pecuniarios con diversos pretextos; llegó hasta la estafa, y todo esto lo hizo con la mayor sangre fría, con la más asombrosa indiferencia, con una ligereza insolente y sin arrepentirse de sus acciones ni temer las consecuencias, pues, según él decía, los presidios se habían hecho únicamente para gentes sin distinción, y era imposible que llegase a entrar en ellos un individuo cuyos antecesores gozaban de la grandeza de España desde muchos siglos antes, y que, además, tenía un hermano senador por derecho propio.

Por dos veces había estado próximo a ser expulsado del Casino a causa de sus trampas en el juego; gozaba, entre la juventud elegante una fama poco envidiable; pero, a pesar de esto, ninguno se negaba a estrechar su mano y era frase corriente al hablar de él, exclamar:

—¿Quién? ¿Paco Ordóñez? ¡Lástima de chico! Tiene mala cabeza, pero en el fondo es un corazón de oro. Su defecto más capital es no tener un céntimo.

El corazón de oro consistía en que Ordóñez, en su época de opulencia, había derramado el dinero con loca prodigalidad, dejando tras sí muchos estómagos agradecidos, y en que gozaba fama de espadachín, habiendo muchas veces pagado a algún acreedor de los que se creaba en torno de la mesa de juego, primero con insultos y después con una estocada.

Además, entre la balumba de necios con quienes vivía en intimidad en el Casino, y en todos los puntos de reunión de la juventud elegante, tenía sus admiradores y llamaba la atención por la originalidad de sus maneras y la extremada novedad de sus trajes. Sus reverencias y saludos, copiados de actores, eran imitadas por su corte de gomosos, que también en el vestir se regían por aquel aventurero, que tenía, como acreedores, a los principales sastres y sombrereros de Madrid.

Ordóñez vivía en grande, gastaba como un potentado, era uno de los árbitros de la moda, ocupaba un lindo entresuelo en la calle de Alcalá, y él mismo no sabía explicarse cómo verificaba el milagro de gastar cual un potentado, sin otras rentas que el dinero ganado en la ruleta alguna noche de buena suerte.

Era muy inteligente en materia de caballos; asistía todas las noches a la Ópera sin que sus conocimientos artísticos fuesen más allá de saber que la tiple tenía buenos brazos y conocer algunas obscenas anécdotas de bastidores; y en las corridas de toros, distinguíase como furibundo aficionado, tuteándose con todos los toreros de renombre, a los cuales consideraba como compañeros de juerga.

Su mala fama no era un secreto para nadie. Sus canalladas trascendían, y aumentadas por la voz pública, eran conocidas por todas las pudibundas señoritas y severas señoras de la alta sociedad; pero a pesar de esto, no se le cerraba la puerta de casa alguna, antes bien, en las fiestas aristocráticas era muy apreciado como un hábil organizador de cotillones.

Ordóñez era hombre de suerte. También, entre las mujeres, se había fabricado una frase en honor de él y las mamás se decían:

—¡Oh! ¡Ordóñez! Un buen muchacho; algo ligero de cascos ¡eso sí!, pero muy distinguido, muy chic, y además, ya sentará la cabeza cuando se case. Esos que son tan calaveras en la juventud, después resultan maridos modelos. Lástima que esté arruinado.

Y el aventurero, con su cabeza charolada, su bigotillo erizado y su fría sonrisa de hombre audaz y fatuo seguro de su cinismo, exhibíase en todas partes, siempre distinguido y correcto, con su frac a la última moda, la camelia en el ojal y el claque apoyado en el muslo.

Las jóvenes casaderas, con el instinto propio de las mujeres, leían en su cerebro. Bailaban con él, admitían con gusto los obsequios de un hombre de moda, pero no hacían el menor esfuerzo para retenerle. Todas decían lo mismo:

—¡Oh! Ése no sirve; no hay que poner en él esperanzas. Ése busca una buena dote.

Cinco años de aquella vida de despilfarro, sin una base firme, comenzaban a agotar su ingenio y a gastar rápidamente sus hábiles procedimientos de elegante estafador. El número de acreedores era tan inmenso que le aplastaba como una inmensa mole y todas las fuentes de dinero comenzaba a encontrarlas cegadas.

Había contado, como un protector seguro, al padre Tomás de la Compañía de Jesús, que era antiguo amigo de su familia por ser el difunto duque uno de los hermanos laicos de la Orden.

El poderoso jesuita le había protegido en varias ocasiones. Nunca le pidió dinero, porque sabía el aventurero que a los hijos de Loyola los distribuyen desde Roma, sobre las diversas naciones, para que chupen el jugo de éstas, afectando siempre la mayor pobreza para ponerse a cubierto de toda clase de demandas; pero en cambio Ordóñez solicitó del jesuita lo único que éste podía hacer, que eran favores.

Cuando se veía asediado por los acreedores y su ingenio agotado no le proporcionaba recursos para salir del paso, cuando contemplaba próxima una causa criminal por sus ligerezas en tomar dinero, entonces acudía a impetrar el auxilio del padre Tomás, y el amigo del difunto duque, tocando los ocultos resortes que constituían su poder, hablando a unos y mandando a otros, lograba alejar por algún tiempo la nube amenazadora que se cernía sobre la frente del calavera.

Esta amistad con el padre Tomás, servía también al joven para dar a su persona cierto tinte de religiosidad, que no sentaba mal en los salones que frecuentaba. Podía ser calavera, tener costumbres canallescas, cometer ligerezas penadas en el Código, pero cuando en las tertulias elegantes se hablaba de religión, Ordóñez sabía ponerse serio, y con la gravedad del hombre sesudo, declaraba, cerrando los ojos, que era preciso creer en algo y de paso ensartaba cuatro lugares comunes que había leído en cualquier periódico conservador y que recordaba por casualidad.

El padre Tomás, que era quien conocía mejor su vida y sus enredos, apreciábale a pesar de esto. La audacia y el cinismo del aventurero de frac gustábanle al aventurero de sotana, y el poderoso jesuita sentía por Ordóñez la misma simpatía que en otros tiempos había profesado el padre Claudio a Quirós.

Ordóñez sentíase próximo a la ruina en la época que fue presentado a la baronesa de Carrillo y su sobrina.

Su amigo, el poderoso jesuita, no quería ya sacarle a flote en sus enredos, o no podía alcanzar nada de los acreedores para desenmarañar la situación del aventurero, y éste, a pesar de su serenidad, comenzaba a desconfiar sobre su porvenir.

Un matrimonio de negocio era su única esperanza; pero lo juzgaba irrealizable, pues las herederas ricas eran cada vez más raras, y él ofrecía pocos alicientes para encontrar una que le concediese su mano.

En esta situación fue cuando el marqués académico, otro de sus protectores a quien hacía blanco de sus aceradas burlas, sin duda despechado por lo poco que le servía, le propuso presentarlo a la baronesa de Carrillo, que era para Ordóñez casi desconocida. La casa de la baronesa, con aquel aspecto claustral que hasta entonces había tenido y la beatería que en ella se reunía ofrecía pocos alicientes para un aventurero que iba siempre en busca de gente que pudiera serle útil y a esto era debido que desconociese la existencia de tal familia; él, que se trataba con toda la alta sociedad.

La sobrina de la baronesa era una estrella mate que tímidamente se había presentado en el cielo de la elegancia y en la cual apenas se fijó Ordóñez hasta entonces. Pero cuando el académico, con ciertas palabras indiscretas que se le escaparon, dio a entender que su presentación a tal familia le había sido recomendada por una persona importante, Ordóñez pensó que ésta no podía ser otra que el padre Tomás, y esta circunstancia le interesó bastante.

Puesto que el poderoso jesuita descendía a ocuparse de un asunto tan baladí como era su presentación, resultaba indudable que sentía interés por el porvenir de su joven protegido.

Ordóñez no tardó en suponer el significado de aquel acto.

«Sin duda —se dijo—, el padre Tomás, compadecido de mí, al verme en situación tan apurada, piensa en mi porvenir y me pone en camino de hacer fortuna. Algo significa el querer que me presenten a la baronesa de Carrillo, cuya sobrina es millonaria. ¡Adelante, amigo mío! No hay que desconfiar del éxito; pues en este asunto, el reverendo padre trabajará en la sombra como él sólo sabe hacerlo».

Y Ordóñez se dejó presentar.

La baronesa le recibió con gran amabilidad. Sabía muy poco de su vida y costumbres, y el padre Tomás le había hablado con grandes elogios de aquel muchacho, que aunque algo calavera, tenía muy buen fondo, y prometía ser un hombre de provecho el día en que la edad le hiciese sentar la cabeza. Además, doña Fernanda, como la mayoría de las devotas viejas, sentía cierta inclinación en favor de los calaveras.

A invitación de la baronesa, sentóse Ordóñez entre ella y su sobrina; el académico quedó en pie apoyándose en un sillón y adoptando esa actitud rebuscada de personaje de cromo, que a él le parecía el colmo de la elegancia espiritual, y entre los cuatro entablóse una conversación animada sobre el asunto de la noche, o sea la ópera y sus intérpretes.

La baronesa experimentó gran satisfacción al ver que el joven se adhería en todo a la opinión que ella manifestaba. ¡Cuán pronto se conoce la buena y sana educación! ¡Cómo se daba a entender que aquel joven había sido educado por los padres jesuitas!

Doña Fernanda lanzaba dulces miradas a Ordóñez, cada vez que éste se manifestaba de su misma opinión, y rebuscando palabras, alambicando conceptos, ni más ni menos que si estuviera presidiendo una junta de cofradía, hablaba de la ópera y del debutante, que era el tema de conversación en todos los palcos, alternado con las noticias del día y la crítica del vestido y de las joyas de la que se sentaba en el compartimiento inmediato.

¡El tenor!… ¡Pchs! No le parecía mal a la baronesa: además ella, según confesión propia, no entendía gran cosa en apreciar el mérito de las voces. Pero… la ópera que se cantaba aquella noche, Los Hugonotes, no le merecía igual indiferencia desdeñosa.

Era un atentado contra la moral y las buenas costumbres que se permitiera la representación de óperas como aquella. No negaba ella que la música era buena, así lo afirmaban los que lo entendían, y además a ella le parecía muy bien, sobre todo, en los bailables.

Pero la baronesa de Carrillo fijaba por completo su atención en el libreto, en el argumento, y al llegar aquí se mostraba iracunda e inexorable. ¿No era una vergüenza que en un país tan eminentemente católico como España, asistiera la gente más distinguida a una representación, en la cual los protestantes desempeñaban la parte más noble y simpática, y los representantes de la buena causa, los defensores de la Iglesia y del Papa aparecían como verdugos alevosos, como asesinos dominados por el salvajismo? Aquello era inicuo y parecía imposible que un público tan distinguido no silbase a Meyerbeer, que creaba un Raúl simpático, a pesar de ser protestante, y un Saint-Bris torvo y sanguinario, sin tener en cuenta que era un señor católico.

Y luego aquel Marcelo, grosero soldadote, que siempre tiene en los labios la monótona canción del maldito Lutero; y aquella Valentina, mozuela correntona y desobediente, que a pesar de ser educada por su señor padre en los sanos principios católicos, se hace hugonote por seguir al boquirrubio de Raúl, eran personajes que irritaban a la baronesa, quien, hablando sobre la obra de Meyerbeer, resumía su opinión con estas desdeñosas palabras:

—Al fin y al cabo, la obra de un judío. A mí en óperas me gusta tanto como el Poliuto.

El académico, para dejar bien sentado su prestigio de poeta y volver por el honor de los de la clase, protestaba débilmente, limitándose a formular una sentencia tan profunda como ésta:

—Baronesa, es usted muy injusta. El arte es el arte.

Y aquí se atascaba su luminosa inteligencia no encontrando mejores argumentos.

Ordóñez acogía las palabras de la baronesa con sendas inclinaciones de cabeza, y hacía esfuerzos para demostrarle que era en un todo de su opinión.

¡Oh! Él también pensaba así. La ópera era inmoral; iba contra el catolicismo, y esto no podía consentirse, porque era preciso confesar que había algo. Y esto lo decía con tono sentencioso, mirando arriba, y con la expresión de un hombre que, tras profundísimas reflexiones, ha llegado a adivinar la existencia de la divinidad.

Además, él, arrastrado por el deseo de agradar a la baronesa, llegaba hasta la exageración, y no se contentaba con criticar Los Hugonotes, sino que encontraba la ópera en general digna de ser suprimida, como atentatoria a la moral y a las buenas costumbres. Y daba pruebas de ello. En La Africana, poníase en ridículo a la respetable clase de obispos; en La Hebrea, un cardenal resultaba padre de una judía, y así casi todas; y cuando no resultaban tales obras encaminadas a escarnecer la religión, aún era peor, pues hacían ruborizar con sus bailes inmorales y sus dúos de amor, en que faltaba poco para que el tenor y la tiple se comieran a besos a la vista del público.

Y aquel granuja a quien tuteaban todas las bailarinas del Real y que en cierta ocasión galanteó a una tiple para empeñarle los brillantes, hablaba de la inmoralidad de la ópera con un santo horror de capuchino que impresionaba a la baronesa.

Doña Fernanda, oyéndole, se afirmaba en su primitivo pensamiento. ¡Qué gran cosa era la educación de los jesuitas, cuando aquel joven, después de su borrascosa vida de calavera, todavía conservaba tan buenas ideas, tan sanos principios!

Pero el académico, más sencillo o menos crédulo, contemplaba a Ordóñez con mirada fija, y pensando en las mil perrerías que cometía todos los días, se decía interiormente, poseído de cierta admiración:

«¡Ah, redomado hipócrita! ¡Ah, grandísimo tuno! ¡Cómo mientes!».

María sólo atendía a ratos a la conversación. Ordóñez le resultaba antipático y adivinaba algo de la falsedad que encerraban sus palabras.

La proximidad de aquel hombre había servido para excitar en ella el recuerdo de Juanito Zarzoso, y la tristeza la invadía de tal modo, que, para disimularla, miraba a todas partes con sus gemelos, sin fijarse en nada.

El acto tercero había comenzado y los dos hombres seguían en el palco, pues la baronesa los había invitado a quedarse.

Doña Fernanda y Ordóñez seguían conversando sobre el tema religioso; el académico miraba a todos los palcos con expresión aburrida y María fijaba toda su atención en la escena, buscando en las sensaciones artísticas un medio para olvidar momentáneamente su dolor.

Estaba de espaldas a Ordóñez, y dos o tres veces que éste, aprovechando momentos de silencio con la tía, intentó dirigirle la palabra y hacerla sonreír con alguno de sus chistes mordaces que tanto efecto lograban entre las damas, quedó desconcertado ante la frialdad con que le contestó la joven.

María estaba conmovida. Conocía muy bien la ópera, pero en aquella noche las diversas escenas le impresionaban más que de costumbre, sin duda a causa del estado de su alma. Aquella Valentina que con el velo de desposada se escapaba de la iglesia e iba en la oscuridad nocturna buscando a su Raúl, parecíale que era ella misma, que marchaba desolada en busca de su novio, huyendo de la baronesa, que quería casarla con otro hombre; por ejemplo, con el majadero pretencioso e hipócrita que tenía al lado.

Y esta novela que rápidamente se forjaba en su imaginación, la hacía mirar con odio a aquel Ordóñez que se mesuraba obsequioso y galante de un modo que desesperaba.

Terminó el acto, y los dos hombres se levantaron para retirarse.

La baronesa ofreció a Ordóñez su casa. Ella no tenía muchos amigos, ni las reuniones en su casa ofrecían gran atracción; allí sólo entraban personas sesudas y de sanos principios, y por esto mismo tendría mucho gusto en recibir a un joven tan sensato, que por sus ideas y su modo de ver las cosas, tenía alguna antología con su difunto cuñado Quirós, el padre de María, el héroe de la causa santa en el 22 de junio, y del cual la sociedad ingrata y olvidadiza no se acordaba para nada.

Ordóñez considerose muy honrado por tal invitación y se retiró.

El académico, que se quedó en el palco, siguió hablando con la baronesa y contestando a las preguntas que ésta le hacía sobre Ordóñez.

Iba a comenzar el acto cuarto, cuando la baronesa se levantó. Estaba muy excitada por la conversación que había sostenido con el joven.

—¿Nos vamos ya, tía? —preguntó con extrañeza María.

—Sí, hijita. No me siento con fuerzas para ver ese acto, que siempre me ha repugnado; y esta noche más aún. No quiero presenciar esa infernal conjura, en la que salen revueltos frailes y monjas con el puñal en la mano. Detesto ese acto.

—¡Pero Fernandita! —exclamó escandalizado el académico—. ¡Si es lo mejor de la obra!… Además, todos esperan en el gran dúo al tenor, creyendo que en él hará prodigios. ¡Vamos, quédense ustedes!

—¡Que no! No quiero tragar bilis viendo tales impiedades en escena. Niña, ponte el abrigo.

Y las dos mujeres salieron del teatro. El académico las acompañó hasta el vestíbulo, y tía y sobrina subieron en su carruaje.

María se felicitaba de la resolución de la baronesa. Aquel dúo de amor, con sus gritos de suprema pasión y su penosa despedida, le hubiese causado mucho daño, y tal vez, haciendo estallar su comprimido llanto, habría revelado el dolor que la dominaba por la marcha de su novio. Bien había hecho la baronesa en retirarse.

Rodaba el elegante carruaje con dirección a la calle de Atocha, y las dos mujeres guardaban el más absoluto silencio.

María iba ensimismada, hasta el punto de no darse cuenta exacta de dónde estaba. La voz de la baronesa la sacó de tal situación.

—Di, niña, ¿qué te ha parecido ese joven?

—¿Quién? —preguntó azorada la joven, que aún no había salido de la sorpresa producida por tan repentina pregunta.

—¿Quién ha de ser, tonta? Paco Ordóñez, ese muchacho que nos ha presentado el marqués.

María tardó en responder, y por fin dijo con indiferencia:

—Pues me ha parecido un hombre insignificante.

Y reclinándose otra vez en el fondo del coche, cerró los ojos y volvió a entregarse de lleno a sus pensamientos, que le arrastraban lejos, muy lejos, a la infinita cinta de hierro, por donde, rugiendo y exhalando bufidos de fuego, volaba el tren que le arrebataba a su novio.

VIII. Trato cerrado

El hermano que desempeñaba junto al padre Tomás el cargo de doméstico de confianza, dijo al elegante joven que esperaba en la antecámara:

—Señor Ordóñez, el reverendo padre dice que ya puede usted pasar.

Paco Ordóñez entró en el despacho del poderoso jesuita con el mismo aplomo que si estuviera en su propia casa.

Siempre que entraba allí, su ojo certero de inteligente en materias de lujo y confort, no podía menos de irritarse a la vista de aquellas paredes polvorientas, con el papel rasgado en flotantes jirones, los muebles viejos, construidos con arreglo a la moda de principios de siglo, y aquellos innumerables armarios atestados de panzudas carpetas verdes, que apenas si lograban contener tan inmensa cantidad de papeles.

—Percibíase allí ese olor húmedo y pegajoso de sacristía que forma el ambiente de todas las habitaciones cuyos balcones se abren muy de tarde en tarde, para dejar franco el paso al aire exterior.

Ordóñez, por el instintivo impulso de la costumbre, lanzó una mirada a la larga fila de armarios que rozaba al pasar. Los estantes, arqueados por un peso que soportaban tantos años, parecían próximos a romperse, como si no pudieran sufrir por más tiempo la inmensa carga de papeles, rotulada y numerada.

«¡Diablo! —se dijo el joven—. Conozco bien lo que este archivo significa. Aquí está, como en conserva, la conciencia de media humanidad».

El padre Tomás, sentado a la gran mesa de roble, seguía escribiendo, sin levantar la cabeza, como si no se hubiera apercibido de la presencia de Ordóñez, y únicamente cuando éste, plantándose a pocos pasos de él, obstruyó con su cuerpo la luz que caía sobre los papeles en que escribía el jesuita, sin salir de su mutismo, hizo un gesto como indicándole que se sentara y esperase en silencio.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase la calma sepulcral de aquel vasto edificio, en el que se adivinaba la existencia de una omnipotente voluntad, que gobernaba sin trabas y era obedecida automáticamente.

Por fin, el padre Tomás dejó de escribir, y fijando su aguda mirada en Ordóñez, que seguía contemplando con ojos burlones el aparato anticuado y polvoriento de aquella gran sala, comenzó la conversación.

—¿Cómo va, pollo? ¿Qué tal la situación que atravesamos?

—Mal, muy mal, reverendo padre; y de seguro que si usted no viene en mi auxilio, como otras veces, y me salva del naufragio, soy hombre perdido por completo. Por eso me he apresurado a venir a verle apenas recibí su aviso, esperando que usted, con ese talento y esa bondad que nadie como yo le reconoce, sabrá salvarme.

—Lo que hoy te sucede es la consecuencia lógica de esa vida de escándalo y despilfarro que tanto amargó en los últimos años la vida de tu difunto padre. Paco, has sido muy calavera.

—Me ha gustado divertirme, no lo niego.

—Has derrochado una gran fortuna.

—Hoy, en cambio, vivo sin rentas, conservando el mismo boato que cuando era rico. Ya ve vuestra paternidad que para esto se necesita algún ingenio.

—Tienes más acreedores que todos los calaveras de Madrid juntos.

—Tampoco lo niego; pero cuento con la protección de usted, que es para mí un padre cariñoso, y que con su influencia sabe sacarme de todas las situaciones difíciles. Sin usted, ¿dónde estaría yo a estas horas?

—En presidio; no lo dudes, joven atolondrado. Has cometido verdaderas locuras; con tal de adquirir dinero, no has vacilado en firmar cuantos papeles te han presentado, sin fijarte las más de las veces en su contenido; y si yo he podido salvarte hasta ahora de la deshonra, no sé si en adelante seré tan afortunado. Por esto creo que ya es tiempo de que pensemos en tu porvenir. Ya ves que no puedo interesarme más de lo que lo hago, en beneficio de un joven pervertido, y que ningún honor proporciona al que lo protege. Este interés que me tomo, no es porque tú lo merezcas, sino porque pienso en tu padre, que fue gran amigo mío, y quiero rendir tal tributo a su memoria.

Ordóñez, que era un hábil farsante, al oír el nombre de su padre, creyó del caso conmoverse afectando profunda confusión; pero pronto recobró su aspecto natural, al ver que el jesuita no hacía caso de sus gestos forzados que fingían contener unas lágrimas imaginarias.

—Reverendo padre; yo, por mi propio interés, deseo regenerarme y encontrar un medio para salir de esta situación en que me encuentro. Estoy cansado de la agitada vida de calavera, y crea usted que con mucho gusto me convertiría en hombre honrado y de costumbres tranquilas, si es que encontrara una ocasión favorable para cambiar de estado. A mí me convendría casarme.

Dijo estas últimas palabras Ordóñez, bajando los ojos con modestia y afectando la sencillez del que habla sobre un acto que cree irrealizable; pero el padre Tomás clavó inmediatamente en él su aguda mirada, diciéndose interiormente que aquel grandísimo tuno le había adivinado y tenía prisa en llevar la conversación al terreno de su conveniencia.

El jesuita, al convencerse de que su protegido había adivinado ya parte de sus planes, no quiso divagar más tiempo, y bruscamente le preguntó:

—Y bien, ¿cómo están en casa de la baronesa de Carrillo? ¿Vas por allí con mucha frecuencia?

Ordóñez sonrió con ingenuidad y contestó con expresión intencionada:

—Desde que tanto empeño se mostró en presentarme a la baronesa, comprendí que algo bueno para mi porvenir podría encontrar en aquella casa, y desde entonces la visito con asiduidad, y encuentro que allí se pasan las horas muy agradablemente. Hay sin duda una providencia, a la que estoy muy agradecido porque vela por mí, y me señala los puntos donde puedo encontrar la salvación para mi porvenir.

Y al decir esto, el joven sonreía intencionadamente, y miraba con fijeza al jesuita, el cual, con su rostro impasible demostraba no darse por aludido.

—¿Resultas muy simpático en aquella casa? —dijo el padre Tomás—. A mí la baronesa me habló el otro día muy bien de ti.

—¡Oh! En cuanto a la baronesa todo va perfectamente. Demuestra tenerme mucha afición, y me oye con gusto. La sobrina es la que no me distingue tanto. No creo que llegue hasta serle antipático, pero por lo menos le resulto un tipo indiferente.

—Pues es un mal, querido Paco

—Así lo creo yo también. Esa indiferencia puede dar al traste con mi porvenir, con esa regeneración que usted, como protector bondadoso, ha soñado para mí. ¿No es esto, reverendo padre?

El jesuita sonrió bondadosamente.

—¡Ay qué diablo de muchacho! —exclamó—. ¡Cuán listo eres! Inútil es ya ocultarte mi pensamiento, puesto que lo has comprendido en seguida. Yo pensaba casarte con María Quirós, una buena muchacha, un ángel, al lado de la cual, forzosamente habrías de regenerarte. Además, con esta unión salvarías tu porvenir, pues la sobrina de la baronesa es muy rica; tiene una fortuna de más de nueve millones de pesetas. Por esto hice que te presentaran en la casa, y ahora que hace ya más de cinco meses que la frecuentas, deseaba enterarme por ti de los progresos que has hecho en ella. Pero veo con pesar que has adelantado poco. No me extraña. Vosotros, los calaveras, acostumbrados a las conquistas fáciles, aficionados a los amores impúdicos que nacen, crecen y mueren en el espacio de un día no sabéis interesar el corazón de una joven honrada y sencilla. Estáis corrompidos, y vuestro hábito parece como que avisa a la mujer inocente a quien os dirigís.

Ordóñez reía cínicamente al escuchar estas últimas palabras.

—¡Bah! ¡Bah! —dijo interrumpiendo sus carcajadas—. Parece, reverendo padre, que esté usted predicando un sermón. Tiene gracia eso del hábito corrompido… A un hombre como yo, le es fácil conquistar una joven como la sobrina de la baronesa. Más difíciles que ella han caído. Lo que hay, cuando me mira con tanta indiferencia a pesar de mis obsequios e insinuaciones, es que su corazón debe estar ocupado por algún otro hombre más feliz.

—Bien pudiera ser —dijo sonriendo el jesuita—. Veo que sabes apreciar las mujeres.

—Hace tiempo que estoy convencido de la existencia de un rival, y lo que me desespera es no poder adivinar quién sea éste. No hay que pensar en los otros hombres que entran en la casa, colección de vejestorios que van a hacer la tertulia a doña Fernanda. El hombre amado debe estar fuera de la casa, y yo por más que busco no puedo saber quién es. No sé por qué, me dice el corazón que esa lagartona de doña Esperanza es la que lo sabe todo; pero por más que me protege y parece estar a mi favor, no quiere hablar.

—Y no hablará, tenlo por seguro, no hablará a pesar de su locuacidad característica, hasta que se le dé permiso para ello.

—También lo creo yo así y estoy convencido de que ella sólo dirá lo que vuestra paternidad quiera, pues usted seguramente es el que sabe quién es el incógnito novio de María y el que puede lograr que yo sea el marido de la sobrina de la baronesa.

El jesuita quedó silencioso y reflexionando, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y tras una larga pausa comenzó a hablar sin levantar los ojos:

—Mira, Paco; ha llegado ya el momento de que hablemos claro y pensemos francamente en tu porvenir. Voy a decirte cuál es mi pensamiento. Como te quiero y veo que es imposible sostenerte por más tiempo en esa vida de trampas y aventuras que llevas, pensé salvar tu situación buscando una heredera rica con quien casarte y fijé mis ojos en María Quirós. Sabía bien, al hacerte que te presentasen a la familia, que no conseguirías interesar el corazón de la joven. Ésta hace tiempo que ama a un hombre a quien conoció siendo niña, allá en un colegio de Valencia, y no era lógico esperar que abandonase su primer amor para ir a encapricharse de ti, joven gastado, de mala fama y que hasta en el rostro llevas las marcas de tus desórdenes.

Ordóñez hizo un movimiento de sorpresa y torció el gesto como ofendido por tan rudas palabras, pues tenía pretensiones de belleza y creía que ciertos afeites ocultaban en su rostro las huellas que había dejado la lepra del vicio. El jesuita no hizo caso de este movimiento y continuó:

—Mi intención al pedir que te presentasen a la familia era únicamente lograr que te hicieses simpático a la baronesa, lo cual no era difícil, y al mismo tiempo que adquirieses cierta amistad con la sobrina, mostrándote a sus ojos como un hombre enamorado hasta la locura, que a pesar de todos los desprecios y frialdades sigue resignadamente adorando el objeto de su pasión.

—Ésa es precisamente mi situación actual. La tía me adora y en cuanto a la sobrina, me considera como un ser insignificante: aunque bien considerado, allá en el fondo de su corazón, debe profesarme esa gratitud que toda mujer siente por el hombre que la ama, aunque no esté dispuesta a aceptar su pasión.

—Me alegro que así sea. Ha llegado el momento, querido Paco, de que nos entendamos. Tú serás el marido de esa joven si es que yo quiero.

—Siempre lo he creído así. Conozco el poder de vuestra paternidad y la influencia que tiene en aquella casa y sé que si se empeña, antes de unos cuantos meses habrán terminado los amoríos de María con su desconocido novio y yo podré casarme con ella. Ahora, reverendo padre, sólo faltan las condiciones, pues cuando usted plantea de tal modo la cuestión, seguramente que algunas quiere imponerme.

—Tienes el raro don de adivinar lo que uno piensa. Efectivamente, quiero imponerte condiciones, pues un hombre como yo, un sacerdote que por mi augusto ministerio estoy encargado de velar por la virtud, no puede consentir que un calavera como tú, que aunque ahora manifiestas propósito de enmienda, puedes recaer en tus antiguas locuras, se apodere de la fortuna de una joven inocente y la derroche como derrochaste el caudal que te dejaron tus padres. Mis condiciones son éstas: Al casarte con María gozarás las rentas de su colosal fortuna, y además, yo me encargaré antes de que contraigas matrimonio de poner en claro tu situación pagando a tus numerosos acreedores. Serás rico, vivirás en la opulencia, pero te guardarás muy bien de inducir a María a que retire la más pequeña parte de los millones que tiene depositados en el Banco. Mientras viva ella serás millonario y si por desgracia muriese antes que tú, entonces no has de oponerte a que su fortuna pase toda a manos de la baronesa.

—¿Y si tengo hijos? —preguntó con curiosidad Ordóñez.

—¡Bah! —contestó el jesuita con escéptica sonrisa—. Hombres tan gastados y corrompidos como tú no tienen hijos y si por un capricho de la Naturaleza llegan a tenerlos, la sangre que llevan en sus venas es suficiente para envenenar su breve existencia; quedamos, pues, en que hay que descartar esta circunstancia. ¿Aceptas mis condiciones?

El joven calavera parecía dudar, y el jesuita continuó, sin esperar su contestación:

—Hago todo esto en interés tuyo. Si no contraes este matrimonio dentro de poco, la inmensa balumba de acreedores caerá sobre ti, y tienen motivo más que suficiente para conducirte a la cárcel. Si aceptas, puedes salvar tu nombre de la deshonra y al mismo tiempo vivir con ese boato que tanto te place, gozando una posición sólida y segura. No te puedo prometer más. Sería un crimen injustificable a los ojos de Dios, el que yo no te impusiera estas condiciones, pues mi conciencia tendría que dar estrecha cuenta, después de haber entregado una joven honrada y rica, en manos de un calavera capaz, si no se le pone freno, de devorar las mayores fortunas del mundo. No puedo hacer más por ti. Piensa bien que nada pierdes al aceptar estas condiciones y que ganas mucho saliendo de tu actual situación y asegurándote el vivir en adelante en medio de la mayor opulencia. Además, si muriera María, y su fortuna pasase a manos de la baronesa, tú no te hallarías desamparado, para siempre me encontrarías a mí y a la Compañía dispuestos a protegerte. Conque decídete. ¿Aceptas?

El joven aún reflexionó largo rato. Repugnábale el aceptar de un modo tan condicional aquella fortuna, lo que equivalía a tener perpetuamente como vigilante administrador al padre Tomás; pero pensó al mismo tiempo en su situación apurada, en aquel tropel de acreedores rabiosos con que le amenazaba el jesuita, en la cárcel que podía tragarle para siempre, y deseoso de seguir gozando el halago de la riqueza, sin el cual no comprendía la vida, se decidió a aceptar, violentando su voluntad, y con la misma decisión del fugitivo que con tal de librarse de sus perseguidores se lanza en un precipicio cuyo fondo ignora.

—Acepto, reverendo padre. Queda cerrado el trato.

El jesuita estaba seguro de esta determinación, así es que no hizo el menor movimiento al ver aceptada su propuesta.

—Te casarás con María —dijo con la rígida frialdad del que está seguro de su poder—. Yo lograré romper esos amores que tanto preocupan ahora a esa joven, y poco he de poder, o también he de alcanzar que ella te ame. Quiero que seáis felices, y mi conciencia gozará de dulce tranquilidad al ver realizada una obra tan hermosa, como es regenerar a un pervertido como tú, creando al mismo tiempo una familia cristiana. Únicamente he de advertirte que estás muy equivocado si piensas engañarme en lo futuro.

—¡Yo, reverendo padre! —exclamó el joven ruborizándose, como si el jesuita hubiese adivinado su pensamiento.

—Tal vez hayas creído posible engañar mi santa previsión el día en que te encuentres casado. Entonces, aprovechando un descuido mío, podías inducir a tu esposa a que enajenase una parte de su fortuna para tus locos despilfarros, y como yo no soy miembro de la familia, ni tengo realmente ningún derecho para intervenir en estas cuestiones íntimas, gozarías de completa impunidad y volverías a repetir el juego cuantas veces lo permitiese la inexperiencia y la buena fe de María. Pero vas equivocado si crees posible tales desmanes; por tu propia conveniencia te advierto que te tendré cogido seguro y fuertemente. Conozco todas tus trampas, tus sucios negocios. Antes de un mes habré pagado a tus acreedores, pero será con la condición de utilizarlos contra ti cuando yo quiera. Has tomado dinero firmando escrituras de depósito, has percibido préstamos sobre fincas que ya no eran tuyas, has cometido toda clase de repugnantes estafas que no quiero repetir ahora por no avergonzarte, y en una palabra, con menos motivos que tú hay muchos centenares de hombres en presidio. El día en que faltes a lo convenido aquí, el día en que me irrites con nuevas canalladas, ten la seguridad de que inmediatamente lloverán en los tribunales muchas denuncias contra ti, por estafador y falsario y no confíes en el auxilio de la influencia que puedas tener por tus amigos, pues contra la Compañía de Jesús no valen recomendaciones, y si la rectitud de la justicia ha de torcerse, seguramente que será en favor de la Orden y nunca en contra. Piensa, pues, bien a lo que te expones no obedeciéndome. Si eres fiel a mis órdenes, vivirás feliz y en la opulencia; si te rebelas morirás en un presidio. Ya conoces mi carácter y sabes que cumplo cuanto digo.

Ordóñez había escuchado con marcado sobresalto estas amenazas que profería el terrible jesuita sin que se descompusiera en lo más mínimo la impasibilidad de su rostro.

Estaba en lo cierto el padre Tomás al decir que le tenía cogido fuerte y seguramente. Era imposible el ser ingrato y faltar a los compromisos después del casamiento, y forzosamente había de marchar unido a la pesada protección del padre Tomás.

Pero esto no le hizo cambiar de propósitos, pues en su situación era imposible rebelarse. Estaba decidido a casarse con María y a no faltar a las condiciones que le exigía el padre Tomás.

—¡Oh, reverendo padre! Hace usted mal en dudar de mí. Estoy demasiado agradecido a su benévola protección para que intente serle infiel. Mándeme como guste, que obedeceré inmediatamente.

Después de estas seguridades que el joven dio al jesuita, extremándose en demostrar su desinterés ya que le era imposible engañarlo, los dos siguieron conversando sobre el asunto que tanto les interesaba, o sea el lograr que María abandonase a su antiguo novio para admitir el amor de Ordóñez.

Al cuarto de hora de conversación, el joven calavera comprendió que estaba estorbando en sus ocupaciones al poderoso jesuita y se apresuró a retirarse.

—Conque quedamos, reverendo padre —dijo Ordóñez—, solucionando el estorbo de ese amante desconocido.

—Eso es. Permanece tranquilo que no tardaremos en vernos libres de ese obstáculo.

—¿Y yo qué hago entretanto?

—Seguir visitando a la baronesa y haciendo el amor a María. Ten calma, que tal vez llegue un momento en que despechada y herida en su amor propio esa joven, te recuerde tus anteriores declaraciones de amor y solicite que la hagas tu esposa.

—¡Je, je! Tendría gracia verme solicitado por una señorita. Sería el mundo al revés. Y todo es posible si usted se empeña; le reconozco poder para eso y mucho más.

—Lo importante es que al casarte no olvides que tú sólo eres un usufructuario de la fortuna de tu mujer y que si ésta muere sus millones deben pasar a la tía. Ya sabes por dónde te tengo cogido. O la obediencia ciega, o el presidio.

Ordóñez hizo un signo de afirmación, como dando a entender que estaba sobradamente convencido de que el padre Tomás era hombre que cumplía sus amenazas.

—Seré fiel a la palabra que doy, reverendo padre. Creo que no tendrá usted el menor motivo de descontento.

—Ten calma y confianza. La viuda de López te ayudará en el asunto, y además, aquí estoy yo.

Después sonrió amablemente el jesuita como si nada hubiese ocurrido, y tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión.

—Estamos ya entendidos… ¿Trato hecho?

—Trato cerrado, reverendo padre.

IX. El vicario de España al padre general

Gustábale al padre Tomás despachar por sí mismo todos los asuntos importantes, temiendo la traición y el espionaje, bases de la organización de la Compañía de Jesús y que se encierran siempre en la persona del socius, del individuo más allegado y querido.

No quería él tener a todas horas en su despacho subordinados que en apariencia eran autómatas, pero que sin abandonar su actitud impasible, lo veían y recordaban todo, y por esto mismo procuraba, al trabajar, el aislarse por completo en el fondo de su sombrío despacho.

Pero las grandes necesidades que en sí llevaba la administración de la Orden, la inmensa correspondencia que había que sostener con la oficina central de Roma, dando cuenta al general de cuantos trabajos había realizado la Compañía durante el mes, y las apremiantes necesidades de aquel archivo secreto, en el que había que almacenar hasta el más pequeño dato de las personas que por algún concepto eran interesantes para la Orden, obligaban al padre Tomás a tener empleados más de una docena de jesuitas jóvenes, hábiles e infatigables para el trabajo de pluma; los cuales, si no le merecían una confianza completa, al menos le proporcionaban cierta seguridad relativa, a causa de la reserva de su carácter y de que se profesaban un odio mutuo, lo que impedía toda clase de inteligencia en contra del superior.

Esta oficina de escribientes con sotana funcionaba lejos del despacho del jefe, al otro extremo del viejo edificio, y el más hábil de todos los funcionarios, un joven vascongado que era quien mejor merecía la recelosa confianza del padre Tomás, estaba encargado de la correspondencia con Roma, siendo el único que, por especial favor, conocía la clave misteriosa que usaban los altos padres de la Compañía para comunicarse.

Este funcionario fue el que pocos días después de la conferencia habida entre el padre Tomás y Ordóñez, recibió de su superior el encargo de poner en cifra una larga comunicación que le entregó, dirigida al padre general, encargándole de que apenas terminase la traducción del documento, lo remitiera a Roma.

El documento decía así:

A. M. D. G.

Negocio Baselga-Avellaneda.— Recordaréis respetable padre, que desde que ingresó en nuestra Orden nuestro bienaventurado mártir, el padre Ricardo Baselga, que hizo donación a la Compañía de toda su importante fortuna, quedó pendiente de resolución el hacer que llegase a nuestras manos el resto de la herencia Baselga, empresa que ya inició en sus tiempos el difunto padre Claudio, a quien la Orden castigó por traidor.

Hace ya muchos años que yo tenía puestos los ojos en tal negocio, pues creo que la Compañía no debe iniciar nada sin acabarlo, pero permanecía inactivo comprendiendo que las circunstancias no eran propicias para reanudar el asunto.

Hoy ha cambiado la situación y creo que es llegado el momento de dar el golpe, por lo que he dado principio a las negociaciones.

Los nueve millones de pesetas que restan de la fortuna de Avellaneda, corresponden a la joven María Quirós de Baselga, nieta del difunto conde, heredera de su título y biznieta del afrancesado don Ricardo Avellaneda.

Administra actualmente esta fortuna la baronesa de Carrillo, tía de la poseedora y cuyos informes secretos obran en la sección española de ese archivo central. La baronesa es buena cristiana, muy afecta a la Compañía, y, además obediente a nuestros mandatos; y tanto se interesa por la Orden que motu proprio quiso obligar a su sobrina a que entrase en un convento haciendo antes donación de sus bienes terrenales en favor nuestro.

Pero el carácter de la joven se aviene mal con la vida religiosa, según he podido apreciar yo mismo en un estudio detenido que he hecho de su parte moral, y según consta también en los informes que sobre ella existen en ese archivo.

Como la Compañía, en los presentes tiempos, al realizar sus negocios no debe usar de violencias, como muchas veces lo ha recomendado así esa suprema dirección, aconsejando que, para provecho de la Orden, supiéramos explotar las aficiones y tendencias de cada individuo, yo no he creído prudente oponerme a los deseos de la joven María Quirós, que en vez de entrar en un convento quería casarse, y he procurado utilizar en provecho de nuestros intereses, esa tendencia que ella manifiesta en favor del matrimonio.

Nuestro negocio sería casarla con un hombre que estuviera por completo a merced de la Compañía, y de este modo, aunque tardáramos en percibir su fortuna, ésta estaría en seguridad, y en plazo más o menos largo, vendríamos a ser dueños de ella.

El plan que expongo a la aprobación del reverendo padre general, consiste en lo siguiente: Casar a María Quirós con Francisco Ordóñez, el hijo segundo de nuestro difunto amigo el duque de Vegaverde. Por los informes que de él existen en ese archivo, puede conocer el padre general sus malos antecedentes y lo obligado que está a obedecer a la Compañía en todo aquello que le mande. El se compromete, al contraer este matrimonio, a gozar únicamente las rentas de la fortuna de su esposa, sin inducirla nunca a que haga la menor enajenación, consintiendo en que si muere su esposa, la fortuna pase íntegra a manos de la baronesa, la cual, haría inmediatamente donación en favor nuestro.

Como en estos negocios conviene siempre partir de una base firme, y Ordóñez, por su carácter y sus costumbres, no presenta la menor seguridad de que una vez realizado su matrimonio cumpla lo que ha prometido, conviene sepa esa dirección que poseo el medio de tener perpetuamente asegurada la obediencia de dicho joven, pues existen numerosos acreedores que pueden entablar contra él una acción criminal por manifiestas estafas. Como la mayor parte de estos acreedores son afectos a la Compañía, ya buscaremos el medio de ajustar con ellos un arreglo ventajoso, reservándonos el derecho de perseguir a Ordóñez, si es que llegara a faltar a sus compromisos.

Este plan ofrece a primera vista el inconveniente de que el matrimonio puede tener hijos, circunstancia que desbarataría toda nuestra combinación; pero no es verosímil que un hombre gastado y corrompido por los placeres llegue a tener prole, y si la tuviera, ésta, por un vicio de origen, no alcanzaría larga vida, tanto más, cuanto que nosotros nos encargaríamos de su educación y no nos faltaría un medio hábil y disimulado para suprimir tales estorbos.

El inconveniente más serio con que actualmente tropieza este plan es que María Quirós no siente la menor simpatía por Ordóñez, y, en cambio, está enamorada de un joven médico llamado Juan Zarzoso, sobrino del famoso doctor Zarzoso, sabio de reputación universal y librepensador furibundo, cuyos antecedentes figurarán indudablemente en ese archivo, en la sección de «Enemigos temibles de la Compañía».

Este inconveniente sería fácil de destruir, si es que a vos, padre general, os parece aceptable mi plan.

El joven Zarzoso se encuentra en París perfeccionando sus estudios por mandato de su tío, y escribe cartas a María, enviándoselas por conducto de la viuda de López, a quien creo habréis oído nombrar alguna vez, pues es una publicista devota, cuya pluma y actividad emplea la Compañía para ciertos actos de propaganda.

Dicha señora, que por una imprudencia censurable propia de su carácter intrigante, protegió en un principio los amores de estos jóvenes, está hoy por completo a nuestra voluntad y hará cuanto yo le diga.

He comenzado por ordenarle que rompa cuantas cartas le envíe desde París el joven Zarzoso para su amada, y que haga lo mismo con las que le entregue María destinadas a aquél. El silencio que por este medio se establecerá entre los dos amantes, excitará su desconfianza y les hará pensar en una traición amorosa, especialmente a María, que es muy susceptible, y cuyo amor propio resulta irritable en sumo grado: antes de un mes las sospechas de infidelidad habrán acabado con la fe amorosa que ambos pudieran profesarse, y entonces será el momento oportuno para dar un golpe decisivo que acabe con ese amor.

Si a vuestra paternidad le gusta mi plan, puede encargar a cualquier hermano hábil, de los residentes en París, ese golpe decisivo en que cifro mis esperanzas.

París es la ciudad del placer, de las locas seducciones. Zarzoso es joven, y, según mis informes, inocente e inexperto en materias amorosas como hombre que ha pasado su adolescencia entregado al estudio. No sería difícil lanzarle al paso una de esas arañas de París, que le enloqueciera, arrancándole una prueba de amor, un objeto que demostrara su infidelidad y que pudiéramos aquí enseñar a María.

Esta es impresionable y susceptible, y como por otra parte se sentiría irritada por el inconcebible silencio de su novio, cuyas cartas no recibirá de hoy en adelante, es indudable que, despechada, olvidaría su amor, y en justa venganza daría su mano al primero que se presentara; a Ordóñez, por ejemplo.

Espero, reverendo padre, que os dignéis manifestar el concepto que merece mi plan.

Por si os parece propio el intentar la seducción de ese joven médico que ahora hace vida de estudiante en el Barrio Latino, os daré sus señas para que las comuniquéis a vuestros subordinados en París.

Llámase Juan Zarzoso, hace próximamente medio año que se encuentra en la gran ciudad, habita en el número 9 de la plaza del Pantheón, y asiste a la clínica del doctor Charcot, en la Salpetriere, para estudiar las enfermedades nerviosas, que es la especialidad en que tanto se ha distinguido su tío. Al mismo tiempo, por sus propias aficiones, se dedica al estudio de las dolencias de los niños, y asiste a varios hospitales.

Aguardo con verdadera impaciencia vuestras órdenes, padre general.

No sé si os agradará mi plan, pero si éste es desacertado, que conste, una vez más, mi vehemente deseo de allegar recursos para esa gran empresa que la Compañía llevará a feliz término para mayor gloria de Dios.

Vuestro siervo que os pide la bendición,

P. Tomas Ferrari

Vicario general de la Compañía de Jesús en la provincia de España

PARTE QUINTA: EN PARÍS

I. LA ORILLA IZQUIERDA DEL SENA

En los pasados siglos, París era comparado a un navío, a causa de la forma que afecta la isla de la Cité, pequeño territorio que era lo que abarcaba entonces el perímetro de la ciudad, y que hoy no llega a constituir uno de sus barrios. Este barco simbólico lo adoptó la municipalidad como escudo de la gran villa, y aún sigue siendo París la ciudad del navío, a pesar de que la Babilonia moderna en la actualidad, con su monstruosa grandeza y sus barreras que avanzan cada diez años amenazando tragarse la campiña, no conserva nada de su antigua forma.

Si hoy se tratase de buscar una figura que simbolizase París, únicamente podría buscarse en la sirena, animal fabuloso, compuesto de dos formas tan distintas como son un hermoso busto de mujer junto a una horrible cola de monstruo.

París es hoy un nuevo Jano de doble faz, que ofrece una sonrisa, una caricia, un halago, para cada uno de los gustos.

Una de sus caras tiene la alegre contracción de la sonrisa del vicio voluptuoso y atractivo; la otra cara lleva impresa el gesto sublime del genio en el momento de recibir el beso de la inspiración.

Los dos grandes genios de Francia parecen ser los santos patronos de la gran ciudad; los que se la han repartido amigablemente, organizando cada uno sus dominios con arreglo a su carácter y a sus ideas.

A un lado, Rabelais, con su guasona sonrisa, su panza de vividor y su mirada de escéptico, cantando la vida en lo que tiene de agradable y sensual, idealizando los placeres groseros y diciendo a la humanidad: «Ama, bebe y danza, que ésa es la felicidad». Al otro lado, Víctor Hugo, con su serenidad olímpica y su frente de dios en la que se refleja el iris de la inmortalidad, dejando caer de sus tranquilos labios las perdurables estrofas que hacen tener fe en el porvenir, que elevan el ánimo a las regiones de lo infinito y hacen creer en un más allá que es la regeneración de la humanidad libre y dichosa: y corriendo entre los dos, manso y tranquilo, para marcar y diferenciar los diversos campos, el Sena, el histórico Sena, que divide la ciudad, empujando y aglomerando en su orilla derecha a todo lo que brilla, a todo lo que seduce a Europa y la corrompe al mismo tiempo, y guardando en la orilla izquierda el pensamiento que alumbra al mundo, la gente que estudia, que piensa y que trabaja.

Teniendo en cuenta este doble carácter de la gran ciudad, esta diferencia tan completa en sus gustos y aficiones, es cómo se comprenden los radicales cambios que París sufre en su fisonomía y que lo convierten en una antinomia viviente.

Es la ciudad de los cafés cantantes y de las sublimes discusiones políticas; de los desvergonzados couplets y de la divina marsellesa; baila una danza de monos que llama can-can, y eriza sus calles de barricadas apenas la libertad está en peligro; sostiene unas veces a una raza de aventureros dementes con el nombre de Bonaparte, y otras conmueve al mundo elevando entre general clamoreo la majestuosa imagen de la República; admira lo mismo a la cocotte de gracia felina que en una noche devora una fortuna, que al sabio que, con una teoría, asombra al Universo; y considera tan hijos suyos al patriota como al vividor audaz, al libro como al escándalo, a la nueva forma política que regenera la humanidad como la postrera extravagancia que se llama última moda.

¿En qué consiste esa terrible y continua contradicción? Es que, para producir tan diversos resultados, basta sencillamente que se agite una u otra orilla del Sena.

El aspecto que presentan esos dos trozos de la gran ciudad separados por el río, es lo que manifiesta más claramente su diverso carácter.

En la orilla derecha, los Ministerios, los grandes almacenes, los bulevares, la vida moderna en todo lo que tiene de más atractivo y seductor, y el vicio convertido en primer medio de explotación, casi elevado a la categoría de un culto; y en la orilla izquierda, los grandes centros de enseñanza, los faros que proyectan su luz vivificante sobre el Universo entero, el Instituto, la Sorbona, el Colegio de Francia, la Escuela de Medicina, y una población laboriosa, ilustrada, que vive en perpetuo abrazo con el cuerpo siempre joven y fecundo de la Ciencia, y que piensa y estudia para media Europa.

La orilla derecha del Sena es la cortesana de gastada hermosura que se cubre de afeites y apela a diabólicos excitantes para seducir ruidosamente, la Cleopatra que lleva tras sí un tocador inmenso y cifra su gloria en la fugaz conquista de los más groseros sentidos; la orilla izquierda es la hermosura tranquila y natural, la belleza que brilla por su propia fuerza retirada y oculta como la violeta tras el follaje; la Margarita de Goethe, que pasa los días inclinada sobre el laborioso torno, sin pensar que esto puede ajar su belleza y que vive sin darse cuenta de su valer y sin preguntarse si son ciertos los floreos que le dirigen.

El París de la derecha tiene los más suntuosos edificios, los templos de la burocracia, del dinero y del vicio; pero frente al Pantheón, que se levanta majestuoso en la orilla izquierda, elevando las nubes la gloria de Francia, sólo puede presentar el Folies Bergere, que, en sus salones, resume toda la aspiración, todo el ideal de tal parte de París.

El hombre instruido y serio que no se deja seducir por el falso oropel del vicio, al atravesar el París de la derecha, esplendoroso, retocado y lleno de mejunjes como una cortesana vieja, siente la tentación de gritar, como el dulce poeta François Copée:

—¡Viva la antigua ribera izquierda, en la cual el transeúnte lleva casi siempre un libro debajo del brazo y un pensamiento o un ensueño en la mirada!

La orilla derecha tiene, en sus majestuosas calles, en sus deslumbrantes edificios, algo de la atmósfera de la orgía. Allí se agolpa el bandidaje de frac; el canallesco arte del vividor, elevado a la categoría de ciencia; y precisamente ese París es el que seduce y admira el mundo, el que atrae las miradas de todas las naciones, el que devora a cuantos viajeros penetran en la gran ciudad por los cuatro puntos cardinales. Es como el espejuelo giratorio que atrae las alondras de todas partes, y en sus tiendas de lujo, santuarios elevados a la divinidad del dinero, y que sobrepujan en fausto y majestad a los más grandiosos templos de todas las religiones, se agita un confuso cosmopolitismo y allí se codea el ruso con el brasileño y el árabe con el yanki.

Ése es el París de los cafés, el París de los teatrillos desvergonzados, de las bandadas de cocottes, de los restaurants que admirarían a Gargantúa; el París que dice al mundo entero con acento dictatorial cómo ha de ser la forma de los sombreros y los trajes, y que en el último arrebato de su extravagancia ha puesto en moda la danza del vientre.

La mayor parte de los viajeros que llegan a París desde los más apartados rincones del mundo, no pasan nunca el Sena, desconocen por completo la orilla izquierda, y al volver a su país, viviendo tal vez en la opulencia, recuerdan con fruición la gran ciudad, con su restaurante, en que les envenenaban lentamente, y sus mujeres embadurnadas de blanquete que adoran por una noche al mejor postor, a tanto la caricia.

La orilla izquierda del Sena, tal vez porque no es frecuentada por esa horda de viajeros con el bolsillo repleto y el apetito hambriento de toda clase de pasiones, es lo más notable que tiene París, lo que guarda mejor el carácter de esa primacía intelectual que distinguió a la gran ciudad en los pasados siglos y aún la distingue hoy.

En esa orilla izquierda, el centro, el corazón, lo más selecto y atrayente es el Barrio Latino, nombre que hace palpitar de emoción el pecho de toda persona que haya visitado la metrópoli francesa con el deseo de estudiar.

Ese barrio es la representación del gran París antiguo; el París que guarda la Sorbona, antorcha de la ciencia, que disipaba las tinieblas universales de la Edad Media y atraía a los hombres eminentes de todo el mundo, los cuales, al abandonar la Universidad madre, volvían a sus respectivas naciones a difundir los conocimientos que habían adquirido.

Las calles que componen este barrio de París son, sin disputa, las más importantes del mundo, pues en ellas han vivido y viven los primeros genios de Francia, juntos con hombres eminentes de todas las naciones que fueron a establecerse en el distrito de la ciencia, empujados por persecuciones políticas o por el deseo de estudiar.

El viajero ilustrado, al transitar por las calles del Barrio Latino, no puede impedir el sentirse dominado por espontánea emoción. En los sitios que le sirven de paseo, en los cafés donde descansa, y tal vez en el mismo hotel que le alberga, han vivido los grandes hombres, cuyas obras son el encanto de la generación presente.

Si todavía quedan en las viejas casas del barrio recuerdos de la juventud de Voltaire y Crebillon cuando eran pasantes de un curial, mejor se conserva aún la memoria de personajes contemporáneos que asombran al mundo con su gloria, y que en la pobre pero brillante cuna del cuartel Latino, nacieron y crecieron. Aún quedan en él viejos dueños de hotel o encargados de restaurante que recuerdan cómo alborotaba durante el imperio de Napoleón III los cafés del barrio, con sus discursos republicanos dichos con voz de trueno, un estudiantote tuerto y de figura atlética, gran perseguidor de caras bonitas, y que llevaba el nombre entonces desconocido de León Gambetta; aún se conserva fresca en la memoria de algunos la imagen de un muchacho tímido y enteco, con melenas merovingias y las manos ocupadas siempre por paquetes de libros, el cual respondía al nombre de Alfonso Daudet; conocido fue también en el bulevar Saint-Michel, principal arteria del Barrio Latino, un tal Emilio Zola, que era entonces dependiente en una librería; y remontándose a muchos años antes, queda memoria de que en un mal figón inmediato a la Sorbona, comía a franco el cubierto un joven pequeñito, de raída levita, cuyos bolsillos estaban atestados de libros y notas, y el cual tenía de apellido Thiers.

En ese barrio han llorado y han reído, cuando muchachos, todos los hombres que estaban destinados a dar a Francia esa hegemonía intelectual que tiene sobre el resto del mundo; en él han sufrido hambre y frío, solos y desconocidos, los que después han ganado millones con su pluma o han ascendido a la primera magistratura del país, y en él también han tenido sus primeros amores los genios a quienes la admiración universal ha colocado en la categoría de semidioses.

Muchachas del Barrio Latino, pizpiretas, sonrientes, maliciosas como duendes y aturdidas como chorlitos, eran las Zoraidas y las Fátimas para quienes escribía sus primeras Orientales, allá por 1825, un jovenzuelo melancólico y pobre que se llamaba Víctor Hugo.

Y así como se encuentran en tal barrio los vestigios que han dejado de su paso hombres eminentísimos, se halla también el café donde lucía su imaginación inmensa y su fatuidad innata un joven mulato llamado Alejandro Dumas, que era entonces empleado en la administración del duque de Orleáns, y no pensaba todavía en escribir novelas; la cervecería donde Alfredo de Musset recitaba sus escépticas poesías a una turba de admirados estudiantes, que inocentemente hacían gala de un cinismo afectado; la taberna donde Enrique Murger, ahumando a todos con su pipa, predicaba con el ejemplo las dulzuras de aquella vida bohemia que después imitó la juventud literaria e ilusa de todos los países; y la tasca miserable del tío Anteojos, donde se reunían los principales ladrones y asesinos de París, y a la cual asistió muchas noches Eugenio Sue, con el príncipe heredero de Suecia, disfrazados ambos de granujas; el uno para estudiar del natural los tipos de Los Misterios de París, y el otro en busca de sensaciones fuertes.

Así como de la orilla izquierda del Sena han salido todos los grandes hombres de Francia, en ella han vivido los políticos extranjeros en sus épocas de emigración, atraídos por la vecindad de las mejores bibliotecas del mundo, y de las cátedras, donde dejan oír su voz los sabios que forman en la vanguardia del ejército de la ciencia.

El aspecto que presenta el Barrio Latino es el más propio del lugar donde tiene su nido la ciencia y la ilustración.

En cualquiera de sus grandes calles hay más estatuas que en uno de los barrios de la orilla derecha, con la diferencia de que estos monumentos no están destinados, como los que existen en el resto de París, a inmortalizar guerreros más o menos heroicos o políticos mejor o peor reputados, sino a eternizar la memoria de grandes hombres en ciencia y literatura, que han influido notablemente en el progreso humano. Homero, con la frente arrugada por la contracción del pensamiento gigantesco, pulsa su lira de mármol en el peristilo de la nueva Sorbona; y Dante y Claudio Bernard, los dos grandes descriptores del infierno y del cuerpo humano, yerguen su figura de bronce en el centro de un jardincillo a las puertas del Colegio de Francia. Esteban Dolet, el librero y filósofo del siglo XVI, eleva al cielo, sobre grandioso pedestal, su frente de mártir en el mismo lugar donde se encendió, para consumirle, la hoguera inquisitorial; a corta distancia, Broca, el padre de la antropología, aparece con un cráneo en la mano, libro infalible, en el que fundó toda su doctrina; y, a pocos pasos, como un inmenso bloque de bronce, fundido por la tempestad y cincelado por los rayos, remóntase en el espacio la figura del gran Danton, en el momento que con su voz de trueno gritaba a la Francia amenazada por toda la Europa monárquica: «¡Audacia, audacia, siempre audacia, y salvaremos la República!».

En el Luxemburgo, a la fresca sombra de árboles seculares, alinéanse innumerables filas de estatuas de mármol, y el gran pintor Delacroix, al susurro de los surtidores de artística fuente, muestra al porvenir su rostro de bronce, aplaudido por Apolo, y sintiendo cerca de su frente los laureles con que va a coronarle la Fama, levantada por los brazos del Tiempo.

En el Barrio Latino agólpanse todos los célebres establecimientos de enseñanza, a los que no sólo acude la juventud francesa, sino los estudiantes de todas las naciones. La Sorbona es el centro; y a mayor o menor distancia de ella, álzanse los suntuosos edificios de las Escuelas de Derecho, Medicina, Ingeniería, Química, Politécnica, Bellas Artes, y además, la Biblioteca de Santa Genoveva, soberbio palacio atestado de miles de libros escritos en todos los idiomas.

Como si Francia concediera al barrio que ha sido el alma mater de su ciencia, el honroso encargo de velar el eterno sueño de sus hijos ilustres, en el centro de él, sobre el lugar más eminente, hundiendo sus cimientos en la antigua colina de Santa Genoveva, álzase el Pantheón, en cuyo frontispicio, cincelado por David D'Angers, brilla en letras de oro el reconocimiento de la patria, y cuya gigantesca cúpula, apoyándose en aérea columnata, escala el cielo hasta hundir en las nubes su cruz, en torno de la cual revolotean las aves, reinas del espacio. En lo profundo de este grandioso edificio, que, con la monotonía colosal de sus paredes de sillares no rasgadas por ventana alguna, y su ambiente misterioso recuerda las faraónicas pirámides, duermen envueltos en la oscuridad de la sepulcral cripta Voltaire y Rousseau, campeones de la libertad teórica, junto a los paladines de la República Marceau y Latour d'Auvergne, que dieron su sangre por implantar las doctrinas de aquéllos; y encerrado en su féretro de metal cuajado de estrellas, bajo un monte de flores y laureles, descansa Víctor Hugo, quien, como si adivinara el sitio donde sus huesos irían a reposar, al escribir su Oda a los muertos en la revolución de Julio, dedicaba a ese mismo Pantheón una estrofa grandiosa:

¡Para estas caras sombras lanza y sube,

Hasta la parda nube,

El Pantheón su columnata bella:

Y cada día al asomar la aurora,

Nuevamente la dora,

Y el gran París corónase con ella!

En el lugar más visible del Barrio Latino, a la orilla del bulevar San Miguel, álzase, entre ruinosas arcadas mordidas por la dentellada del tiempo y bóvedas que se sostienen milagrosamente, el Museo de Cluny, viviente recuerdo de aquel París, que se llamaba Lutecia en remotos siglos, y que comenzó como edificio por servir de Thermas y palacio a Juliano el apóstata.

Todas las épocas han venido a depositar su gusto artístico, sus caprichos arquitectónicos en este edificio de corte extraño y original. Los sólidos muros de argamasa romana, agujereados por esbeltas ojivas góticas de afiligranados remates, vístense con lápidas de inscripciones en idiomas casi desconocidos, o se erizan, lanzando en el espacio gesticulantes gimios o mascarones de piedra, tan horribles y epilépticos como los podían concebir las extraviadas imaginaciones de los artistas de la Edad Media; y los tonos sombríos y negruzcos del viejo edificio, alégranse y cobran un agradable claro oscuro, con las verdes culebras de hiedra, que, enroscándose a los salientes, suben hasta lo más alto de almenas y torrecillas. En el interior del histórico edificio agólpase la historia de la humanidad descrita por los mismos productos de los pueblos. Allí figura desde el hacha de piedra de los tiempos prehistóricos hasta el sutil espadín del pasado siglo; lo mismo el extravagante zapato de la castellana medievica, que el microscópico chapín de la incroyable: en una misma estancia amontónanse armaduras de todos los tiempos, trajes de todas las épocas y carruajes de todas formas, desde el trineo del esquimal a las casas con ruedas que llamaban carrozas; y sólo algunos metros separan el yatagán del sarraceno del lecho del rey gótico; la férrea corona del duque feudal, de la diadema de un emperador romano; y un primoroso cincelado de Benvenutto Cellini, del férreo cinturón de castidad que el señor feudal cerraba sobre las caderas de su esposa antes de partir a las guerras de las Cruzadas.

El jardín que rodea al edificio es tan notable por su carácter romántico, que podría servir de decoración para el cuadro fantástico de Roberto il Diabolo.

Entre los altos árboles, álzanse fragmentos de arcadas góticas y ásperas piedras sepulcrales, con borrosas inscripciones; estatuas de obispos lacios consumidos, en actitud de bendecir; grifos quiméricos y bustos griegos, todo ello roído por los dientes del tiempo, gastado por los vientos y las lluvias, devorado por las plantas trepadoras que se empeñan en encerrarlo en un estuche de hojas, pero en pie, a pesar de tales enemigos, y pareciendo entonar, en nombre de los siglos pasados, un himno mudo de interminable protesta contra los faros de luz eléctrica que por la noche envían sus rayos desde el vecino bulevar; contra el vapor que brama en los barcos del cercano Sena; y contra el Gobierno, que les hace permanecer en una gran ciudad moderna, al lado de una calle populosa, y en un jardín donde muchas veces sirven de ridícula diversión a imbéciles y a niños.

Este jardín guarda todo un mundo de recuerdos. En él fue proclamado Juliano el apóstata emperador de los romanos por los legionarios de las Galias, y a la sombra de sus árboles paseó en otro tiempo un monje alemán llamado Hildebrando, que después debía tomar el nombre de Gregorio VII, para asombrar al mundo con su audaz tentativa de monarquía universal en favor del Papado; y este escenario de tantas grandezas y tan gigantescas y prematuras ambiciones, ¡oh poder del tiempo!, hoy sólo se ve frecuentado por unas cuantas viejas, que, sentadas en los verdes bancos, hacen calceta hablando de los tiempos en que ellas eran jóvenes y había reyes en Francia, o por turbas de chiquillos que se meten en la yerba, para contemplar de cerca, y con cierto temor, al dragón de piedra que tiene eternamente abiertas sus amenazantes fauces, o hacerle muecas a la estatua de algún preste barbudo, que envuelto en su capa pluvial, mira al cielo desesperadamente con sus huecos ojos.

Tan notable y original como el Barrio Latino resultan sus habitantes. Es el único punto de París donde, en el tropel de los transeúntes, se puede ver una cara dos veces en un mismo día, pues su población está alejada del contacto de los grandes bulevares y no se mezcla en ella ese incesante torrente de gente que Europa entera hace desfilar por las grandes arterias del París lujoso.

En las calles del Barrio Latino se ven siempre los mismos rostros e idénticos tipos, a causa de que tiene una población propia que no se renueva más que muy de tarde en tarde.

Los estudiantes, que constituyen su vecindario, guardan aún cierto espíritu de clase y se agrupan para hacer la vida en común, y resistirse contra la tendencia igualitaria que reina en la sociedad presente y que destruye todas las asociaciones tradicionales.

En París, como en Alemania e Inglaterra, la clase escolar se resiste al nivelador rasero de los tiempos presentes, y si no conserva todas sus costumbres antiguas goza aún de existencia especial que la distingue. Alemania tiene sus masonerías escolares con sus grotescas y muchas veces terribles ceremonias; Inglaterra conserva sus universidades rivales de Oxford y Cambridge con sus eternas y originales luchas; y Francia posee el Barrio Latino con sus costumbres extravagantes y su aspecto cosmopolita.

El distrito parisiense, que tiene por corazón la Sorbona, es en realidad una aglomeración de representantes de todos los pueblos. En sus calles suenan las voces de todos los idiomas conocidos, pues a más de una verdadera nube de estudiantes negros, americanos y rusos, los hay chinos, japoneses, egipcios y árabes.

En el reducido espacio de un café del Barrio Latino, suenan confundidos los más raros y difíciles idiomas. En cada mesilla se habla una lengua diferente y muchas veces estudiantes de la misma nación se separan para charlar en el dialecto de su provincia.

La misma confusión que reina en el Barrio Latino, en cuanto a idiomas, impera también en cuestión de trajes. El centro de la orilla izquierda del Sena vive en perpetuo carnaval, y de seguro que los vestidos que allí pasan sin extrañeza provocarían una carcajada al exhibirse en la orilla opuesta.

Confundidos con los alumnos de la escuela de Derecho o de la de Ingenieros, que van siempre correctamente vestidos con arreglo a la última novedad, lo que les vale cierto desprecio de los otros compañeros, pululan los estudiantes de Medicina con sus descomunales boinas de terciopelo negro o sus chisteras de alas planas, que sirven de coronamiento a unas hirsutas melenas que siempre rebasan los hombros; los cursantes de Bellas Artes, imitando en sus trajes las modas de pasadas épocas, con su capa española o italiana y un chambergo romántico que pide a voces una tiesa pluma de gallo; las estudiantes, en su mayoría procedentes de Rusia, feas como muchachos, con el pelo cortado, unas gafas sobre la chata nariz, y por toda indumentaria un largo pardesú, una gorra de astracán y una descomunal cartera de cuero para meter los libros y papeles; y los alumnos de la escuela Politécnica con su vistoso uniforme negro y dorado, su airoso sombrero de picos, su ferreruelo impermeable y su espada rabitiesa, atalaje que visto de lejos, les da el aspecto de pájaros exóticos.

Singular vida la de los estudiantes de París. Entre ellos es rara la desaplicación, y son muy contados los que pierden los cursos, pero a pesar de esto, se les ve de continuo en las calles con una muchacha del brazo, alborotando como energúmenos, o dedicándose a ejercicios de fuerza o de destreza.

Como aquella juventud española de los pasados siglos que se agrupaba en las aulas de la inmortal universidad de Salamanca, y que se hizo célebre por su carácter bullicioso y audaz, la juventud escolar francesa es enérgica y aventurera; animada por su notable robustez, ama la esgrima y la gimnasia, y en sus clubs de recreo, se fortalece los brazos levantando pesos enormes, o pasa horas enteras tirando a la espada y contándose los botones a estocadas, cual aquellos licenciados de Salamanca de que hablaba Cervantes.

El Barrio Latino, a principios de siglo, cuando sus principales vías eran míseras callejuelas, cometía tan estupendas extravagancias que forzosamente la policía había de intervenir en ellas; hoy no conserva del pasado tormentoso más que una orgía anual, que consiste en el baile que dan a sus compañeros los estudiantes que terminan su carrera.

Confundidos con esa población joven, bulliciosa e ilustrada, que es el porvenir de Francia, figuran los hombres graves del barrio, los escritores que viven en él, y los catedráticos, graves, melenudos y distraídos como el célebre doctor Miravel, que salen por la mañana de la Sorbona o del Colegio de Francia después de haber explicado su lección, puestos de frac y corbata blanca, traje oficial de los profesores franceses, y marchan por la calle tan abstraídos con la lectura de una revista científica, que se meten en el arroyo o están próximos a ser aplastados por un carruaje.

La orilla izquierda del Sena tiene tal atractivo para la juventud estudiosa y al mismo tiempo tan alegre, que ésta vive siempre encerrada en los límites del Barrio Latino, bastándose a sí misma, y encontrando vulgar y burgués, como ella dice en su jerga, todo lo que ocurre en la orilla opuesta.

Como dice Julio Simón, el estudiante del Barrio Latino, sólo cuando se siente empujado de esa fiebre por lo desconocido que acometen los más heroicos viajeros, es cuando se atreve a pasar el Sena, y así y todo, a costa de un esfuerzo supremo, llega hasta la calle de Rívoli.

El escolar que esto hace, es un Stanley que pronto se arrepiente de su heroicidad, y fastidiado por el París comercial y elegante de la ribera derecha, vuelve a su querido Barrio Latino en el que no hay fábricas ruidosas, sino silenciosas bibliotecas; en el que la amistad y el compañerismo son algo más que palabras, en el que las mujeres se entregan por amor, y pudiendo hacer fortuna a la otra parte del río, prefieren compartir el mísero cuarto y la menguada comida con el estudiante que habla de cosas que ellas no entienden y que en un rapto de locura amorosa, no contento con dar su juventud vigorosa e incansable, llega a regalarles un ramo de violetas de a cinco céntimos.

A este distrito de París, al célebre Barrio Latino, fue a establecerse Juanito Zarzoso, apenas llegó a la gran metrópoli.

II. EL PRIMER AMIGO

Alquiló el joven médico un cuarto en el segundo piso de un hotel de estudiantes de la plaza del Pantheón.

Conocía, por referencias de algunos de sus condiscípulos de Madrid, la vida del estudiante parisiense en el Barrio Latino. Se abonó por meses en un restaurante de los más concurridos, adonde acudían las notabilidades del porvenir a nutrirse con elementos tan problemáticos que, según afirmaban los estudiantes, las chuletas eran de caballo enfermo y las tortillas se componían de los más absurdos ingredientes.

El doctor Zarzoso, que era espléndido por carácter, y más aún tratándose de su sobrino, no quería que éste hiciese en París una vida miserable, y le había dado letra abierta para el banquero a quien iba recomendado; pero el muchacho, acostumbrado a una existencia modesta y con poca afición al lujo y los placeres, no pensaba abusar de la magnanimidad de su tío, y se proponía seguir las costumbres de un estudiante pobre.

Al día siguiente de su llegada, se apresuró a presentarse a los célebres profesores a quienes iba recomendado y que le recibieron muy bien, e inmediatamente entró como alumno en aquellas famosas clínicas de las que salen los más portentosos descubrimientos de la ciencia médica.

Zarzoso oyó con profundo respeto, como si se hallase en presencia de seres sobrenaturales, las profundas observaciones de Charcot y las elocuentes explicaciones de Tillot en el anfiteatro de la Escuela de Medicina; asistió con fruición sin límites a las operaciones de Pean y del modesto Championet, y estos espectáculos científicos, reavivando su amor a la ciencia, le hicieron entregarse de nuevo en cuerpo y alma al estudio.

Esto le hizo experimentar un gran consuelo. El panorama grandioso que desarrolla París a los ojos del viajero que le visita por primera vez, sólo llegó a distraer a Zarzoso por muy pocos días.

Así que se desvaneció la primera impresión de sorpresa, el recuerdo de María, de aquella mujer adorada de la que ahora estaba separado por tantas leguas de distancia, volvió a obsesionarle, ocupando por completo su imaginación.

No podía admirar cualquiera de las cosas sorprendentes que encierra la gran ciudad, sin que al momento dejase de ocurrírsele la misma idea:

—¡Oh, si se hallase aquí María! ¡Cómo se alegraría de ver esto!

Por otra parte, causábale cruel martirio el ver continuamente en el Barrio Latino amorosas parejas que, acariciándose con sus miradas casi tanto como con sus palabras, iban por las aceras cogidas del brazo haciendo descarado alarde de su juventud y su dicha. Pocos eran los estudiantes que no tenían por compañera una cabeza picaresca coronada de cabellos rubios.

Este continuo alarde de amor en las calles, esta felicidad juvenil que no cabía en las estudiantiles buhardillas y se esparcía por las aceras, irritaba a Zarzoso al par que le hacía sentir amarga envidia.

La soledad en que vivía agravaba aún más su situación. Nunca se había agitado en un vacío tan absoluto. Primero con su madre, después con su tío, siempre había vivido en familia; y ahora, al encerrarse en su cuarto y pasar la noche completamente solo, al pasear por las calles sin encontrar una cara amiga, parecíale que le habían arrancado de la tierra donde tenía sus afecciones, para arrojarle en un mundo desconocido y extraño.

En las clínicas, donde asistía diariamente, habíase formado amistades con otros médicos extranjeros que estaban en París para estudiar una especialidad; pero estas relaciones no tenían otro carácter que el de compañerismo, y Zarzoso no quería intimar con aquellos hombres austeros, dedicados de lleno a la ciencia, y en los que no adivinaba afecto alguno.

El primer mes de su estancia en París, lo pasó Zarzoso en la más absoluta soledad. Por las mañanas asistía a las clínicas; por las tardes, después del almuerzo, paseaba por el Luxemburgo, el gran pulmón del Barrio Latino, o visitaba los Museos, y la noche pasábala en su cuarto, si es que no se sentía con fuerzas para atravesar los puentes y entrar en un gran teatro.

Detestaba los cafés ruidosos del bulevar Saint-Michel con sus orquestas ratoneras y sus pendencias de estudiantes, y se aburría en el tempestuoso baile de Bullier, donde solía ver a alguno de sus compañeros valsando con la misma muchacha a la que meses antes había hecho el diagnóstico en el hospital.

Su único placer en tal época de aislamiento era escribir a María, y permanecía horas enteras trazando largas cartas, en las que amontonaba las exclamaciones propias de una pasión excitada por la ausencia y la distancia.

En aquella vida de aislamiento y de continua monotonía que obligaba al joven a refugiarse en el estudio como único medio de olvido, también experimentaba inquietudes y alegrías producidas por las cartas de María, que doña Esperanza se encargaba de remitirle desde Madrid.

Bastaba que se retrasase unos cuantos días la contestación de la joven a cualquiera de sus cartas, para que inmediatamente Zarzoso se mostrase inquieto, y una triste y continua preocupación le embargase aun en los momentos que dedicaba al estudio.

Su imaginación, alarmada por tal silencio, volaba hasta Madrid, forjándose las más absurdas suposiciones; en la clínica se distraía y cometía torpezas, inexplicables en un alumno de tan reconocida aplicación, y se mostraba meditabundo y como obsesionado por aquella carta que tanto esperaba, sin llegar nunca.

Todo lo más extraño, novelesco y excepcional que pueda existir en el mundo, lo imaginaba Zarzoso, antes que pensar en explicarse la tardanza por una circunstancia tan sencilla como era la de no haber podido María entregar su carta a la viuda de López, a causa de la vigilancia de su tía.

Por las noches, cuando el joven médico se retiraba a su casa, pensando en la posibilidad de encontrar en ella la ansiada carta, andaba lentamente, como si temiese llegar demasiado pronto y que una cruel desilusión viniera a desvanecer la vaga esperanza que le alentaba.

Con tardo paso, como si quisiera prolongar aquella dulce ilusión, subía Zarzoso la ancha calle de Soufilot, y al entrar en la plaza del Pantheón, iba a detenerse al pie de la estatua de Juan Jacobo, donde permanecía algunos minutos calculando mentalmente, y por centésima vez en aquel día, el tiempo que había transcurrido desde que María recibió su última carta, y lo extraño que resultaba el que no le hubiese contestado.

Por fin, en un rapto de heroica resolución, se decidía a entrar en el hotel, y temblando de incertidumbre acercábase al casillero de madera que había en la portería, donde colgaban las llaves de los diferentes cuartos y dejaba el conserje la correspondencia de cada huésped. Si Zarzoso contemplaba negra y vacía la casilla marcada con el número de su cuarto, inclinaba la cabeza con desaliento, y encendiendo su bujía en el mechero de gas, subía la escalera con la resignación del reo a quien llevan al cadalso, y en toda la noche no lograba conciliar el sueño; pero si veía blanquear la esperada carta junto a la colgante llave, experimentaba un sacudimiento de pies a cabeza, salvaba los peldaños con loca precipitación, y allá arriba, en la soledad de su cuarto, gozaba una felicidad sin límites, leyendo y releyendo la esperada carta. Todas las sospechas y las suposiciones trágicas que le habían estado agitando durante algunos días, desvanecíanse inmediatamente a la vista de aquella letrita angulosa y elegante que evocaba en su imaginación el recuerdo de los finos dedos y los graciosos hoyuelos de la mano que la había trazado; y cuando se cansaba de leer, besaba con pasión aquellos períodos más apasionados de la carta, y al dormirse, estrujaba aún amorosamente entre sus manos el papel que de tan lejos le traía la felicidad, y en el que percibía el mismo perfume que le había acariciado cuando se hallaba cerca de la mujer amada.

De este modo transcurrió para Zarzoso el primer mes de su estancia en París; siempre solo, unas veces agitado por la duda y la incertidumbre, otras poseído por una vaga felicidad, y siempre con el pensamiento fijo en Madrid, donde se hallaba aquella mujer, cuyo recuerdo le hacía encontrar horribles a todas las muchachas parisienses que encontraba a su paso.

El joven médico entraba y salía como un autómata en su restaurante del bulevar Saint-Michel, sin fijarse en ninguno de aquellos rostros alegres y vivarachos que se le aparecían en la nube formada por el vaho de los calientes platos, y el humo de las pipas.

Comía el joven español con silencioso recogimiento, con la cabeza baja, sin fijarse en nada de lo que ocurría a su alrededor. Fastidiábanle los desplantes graciosos de muchos de los parroquianos; entristecíale el aspecto de todas aquellas muchachuelas de cabello rubio, que solas o acompañadas comían apresuradamente para comenzar cuanto antes su noche de aventuras; y sentía una sorda irritación contra las risotadas brutales y los cínicos chistes que se cruzaban de una a otra mesa.

Zarzoso era para todas las gentes que se veían diariamente en aquel lugar casi a la misma hora, un parroquiano insignificante, que al entrar y al salir les arrancaba un ceremonioso saludo; y únicamente le merecía cierta estimación cariñosa a la gruesa señora encargada del mostrador, la cual simpatizaba con el joven español por su seriedad y buen porte.

Una tarde, a la hora de la comida, Zarzoso tuvo un encuentro en dicho restaurante. Ocupó al entrar una pequeña mesa que vio desierta, y cuando acababa de comer su sopa, entró otro joven, que vino a sentarse frente a él, y que le saludó con un desenfadado movimiento de cabeza.

Zarzoso contestó fríamente al saludo, y como al mismo tiempo estallase un concierto de chillidos al extremo del comedor en una gran mesa ocupada por varias parejas de las más revoltosas del barrio, el recién venido volvió la cabeza, y con sorpresa para Zarzoso, murmuró en español, con acentuación muy marcada:

—¡Rediós! ¡Cómo escandalizan esos marranos!

Era un compatriota, y esta circunstancia hizo que Zarzoso, siempre tan retraído y ensimismado, fijase en él la atención con curiosidad, y lo encontrara muy simpático desde el primer momento.

Aparentaba tener la misma edad que el joven médico, y era robusto y sonrosado como un tudesco, luciendo en su rostro una barba tan espesa y peinada melodramáticamente, que se le comía más de la mitad de la cara. Su cabeza greñuda y cierto desaliño en el vestir, delataban el afectado empeño de adquirir un aspecto terrorífico y siniestro, que era contradecido inmediatamente por la expresión atrayente de sus miradas dulces y cándidas. Adivinábase en él al buen muchacho de simpático carácter, sencillos sentimientos y entusiasmos ruidosos, empeñado en falsificarse, fingiéndose peligroso y terrible. Era, en una palabra, uno de esos ilusos agitados por el amor al renombre y capaces de arrancarse la existencia con tal de llamar la atención. Su levita raída, brillante por los codos, y con el galón deshilachado, formaba un rudo contraste con un gran chambergo blanco que se echaba sobre las cejas, adquiriendo con esto el aire de uno de esos terribles dinamiteros que tanto pasto dan a la caricatura.

Sin fijarse gran cosa en la curiosidad que su presencia había despertado en el compañero de mesa, comenzó a examinar la carta del restaurante frunciendo el ceño y murmurando con enfado:

—Siempre dan los mismos platos. Esta cocina es insufrible. Me…

Y acompañó sus quejas con una serie de votos y blasfemias que soltaba con la mayor facilidad, como si la costumbre no le permitiese apreciar el valor de las palabras.

Zarzoso se sentía atraído por aquel individuo que le resultaba original en extremo, y sin proponérselo, como si una fuerza oculta le impulsase, le dirigió la palabra en castellano.

—¿Es usted español?

El interrogado levantó con viveza la frente, y un flujo de palabras desbordose ante aquella pregunta. ¡Vaya si era español!, y por añadidura catalán, de la misma Barcelona; y después de decir su nombre, que era el de José Agramunt, comenzó con el mayor desenfado a moler a preguntas a su interlocutor, enterándose a los pocos minutos de quién era, cómo le llamaban, dónde había nacido, a qué familia pertenecía y qué era lo que iba a hacer en París.

El catalán, animado por aquel encuentro que parecía encantarle, dejaba suelta su locuacidad a toda prueba.

Mientras el camarero le iba sirviendo, él preguntaba a Zarzoso, y cuando se creyó ya bien enterado de quién era, entonces comenzó a hablar de sí mismo, con un descuido tal, con una franqueza tan absoluta, que al mismo tiempo que se hacía simpático ponía toda su existencia de cuerpo presente.

Era hijo de un fabricante arruinado de Sabadell; huérfano desde su infancia, había estado al cuidado de unos tíos que ejercían una pequeña industria en Barcelona. A causa de su precoz inteligencia, de su vivacidad de carácter y de aquella audacia infortunada que había adquirido de su difunto padre, en vez de ser dedicado al comercio, sus parientes le hicieron entrar en la Universidad, donde cursó la carrera de leyes, adquiriendo el título de abogado; un papelote, según él decía, que para nada podía servirle.

Odiaba a la monarquía como puede odiarla un muchacho que se dormía todas las noches teniendo a la cabecera de la cama los libros más populares sobre la Revolución Francesa, soñaba en la grandeza de los héroes republicanos y en su sublime austeridad, como apasionado lector de Los Girondinos de Lamartine y sabía de memoria cuantos apóstrofes elocuentes y períodos de oratoria tempestuosa se habían pronunciado en la Convención. Para él, Danton era el primer hombre del mundo, y al tratar de la política española, creía en que Ruiz Zorrilla era el llamado a representar idéntico papel en nuestra patria.

Había sido periodista en Cataluña; orador de plantilla en cuantas manifestaciones republicanas se organizaban; peatón encargado de dar recados insignificantes en varias conspiraciones fracasadas; y tanto empeño puso en el ejercicio de estos cargos, que haciéndose sospechoso unas veces a la policía y procesado otras muchas, a causa de las embestidas de su entusiasmo, que no respetaba cosa alguna, y lo mismo atacaba en un meeting a la persona del rey que en un artículo se burlaba graciosamente de la Santísima Trinidad, llegó a excitar tantas iras con su conducta y a atraerse tan enconada persecución, que al fin, para no ingresar en presidio, tuvo que pasar de ocultis la frontera, estableciéndose en París, donde estaba a las órdenes del que él llamaba siempre don Manuel, o el hombre, con una expresión de familiaridad respetuosa y admirativa.

Zarzoso escuchaba con mucho agrado la interminable relación de aquel locuaz compatriota y lo encontraba cada vez más simpático.

Aquel fanatismo político rudamente intransigente que demostraba; aquella fe en el éxito de la revolución y en el ídolo a quien seguía, hacíale gracia al joven médico, quien, por otra parte, sentía hacia el nuevo amigo la atracción que produce la comunidad de doctrinas.

—¡Usted también será republicano! —decía sonriendo el simpático catalán.

Zarzoso hacía signos afirmativos.

—Indudablemente también querrá poco a los curas, o de lo contrario no sería sobrino del eminente doctor Zarzoso.

El médico volvía a contestar afirmativamente y el joven revolucionario seguía preguntando:

—¿Y no ha sido usted en España republicano militante?

—¡Oh!, no, señor —contestó con modestia Zarzoso—. Yo, hasta ahora, sólo me he dedicado a la ciencia y no he tenido tiempo para meterme en belenes políticos.

—Eso es cuestión de carácter —declaró Agramunt con expresión doctoral—. El ser revolucionario está en la masa de la sangre.

Y con un salto inesperado e incoherente propio de una imaginación sobradamente viva, el joven catalán pasó de repente a hablar de su vida en París. Vivía en un sucio hotel de la calle de las Escuelas, en el último piso, y no contaba con otros medios de subsistencia que el producto de ciertas crónicas de París que enviaba a los principales periódicos de Cataluña y el jornal de tres francos que le daban en una gran casa editorial del barrio por traducir, en compañía de otros españoles emigrados, un gran Diccionario enciclopédico destinado a las naciones de la América latina.

En la actualidad vivía contento y satisfecho y únicamente amargaba su existencia lo mucho que don Manuel tardaba en hacer la revolución, y las innumerables porquerías que se cometían en el hotel de la calle de las Escuelas.

Zarzoso sonreía encantado, al escuchar la relación que hacía el joven emigrado de las angustias e irritaciones que todas las noches había de sufrir en su casa. Era aquél un hotel de mala fama, una hospedería sospechosa, un edificio de entrada lóbrega y disimulada, que por esto mismo era el escenario de todos los rendez vous que se daban en el barrio las personas que por su posición tenían interés en ocultar sus amoríos.

Eran muchos los vecinos de la casa que no vivían solos; las paredes parecían de papel, según la facilidad con que dejaban pasar los sonidos; y Agramunt no podía dormir por las noches, ni escribir de día, pues le distraían de un modo horrible todos aquellos roces sospechosos.

—Le aseguro a usted, paisano —decía a Zarzoso—, que aquello es el acabóse. Las paredes son horriblemente indiscretas y dicen todo cuanto presencian; las camas chillan y crujen como una locomotora vieja a la que se hace andar demasiado aprisa: en fin, que aquello es un burdel; que ya me voy cansando de tales serenatas, y que el mejor día agarro mi busto de la República y me mudo de casa.

Y el muchacho daba otro salto en su conversación y se ponía a describir, con caluroso entusiasmo, el tesoro que poseía, consistente en un busto de la República hecho en yeso, que había comprado por tres francos a un saboyano que colocaba su museo barato sobre el pretil del puente del Chatelet.

Aquel busto tenía una historia bastante accidentada, pues le había ocasionado al joven más de un disgusto. Por él había reñido con una muchacha del barrio, que iba a hacerle compañía, por las tardes, mientras escribía, y que, furibunda realista como la mayor parte de las señoritas de vida aventurera, tenía la costumbre de colocar su sombrero de vistosas flores sobre el gorro simbólico de la severa matrona, desacato que la rigidez republicana del joven no podía consentir.

Y Zarzoso seguía riendo, al decirle Agramunt que era ya popular en casi todos los hoteles baratos del barrio a causa de que cada dos meses mudaba de habitación, y al hacer el traslado dejaba que el mozo de cuerda se encargase del equipaje, presentándose él después, abrazando amorosamente el busto, con el mismo cuidado de un sacerdote que no quiere dejar la sagrada imagen confiada a manos sacrílegas.

Agramunt enterábase de las condiciones del hotel de la plaza del Pantheón, que habitaba Zarzoso; preguntaba si el servicio era bueno, si el garçón charolaba bien las botas que se dejaban por la noche a las puertas de los cuartos, y comenzaba ya a sentir la comezón de la novedad, que le obligaba cada dos meses a mudar de casa.

—Nada, paisano; que cualquier día le doy una sorpresa mudándome a su casa. Estoy ya harto de las cochinadas de mi hotel.

Zarzoso no experimentaba ninguna sorpresa con la familiaridad insinuante de aquel joven que aún no hacía media hora le había conocido y ya hablaba de irse a vivir con él. Había algo en su persona que inspiraba completa confianza, y por otra parte su buen humor, su natural franqueza, le recomendaban como a buen compañero.

Terminaron la comida los dos jóvenes con tanta familiaridad y confianza como si se hubiesen conocido toda la vida. Zarzoso comprendía que al lado de aquel nuevo amigo no podría experimentar las largas horas de cruel nostalgia, de las que era la principal causa la absoluta soledad en que vivía, y tal satisfacción experimentaba por el hallazgo de este compañero, que en vez de retirarse inmediatamente a casa, como lo hacía siempre, le propuso acabar la noche en el teatro.

Agramunt aceptó con verdadero entusiasmo, pero con una desenvoltura adorable puso la condición de que fuese Zarzoso quien pagase, pues él se hallaba en aquellos días en las últimas, esperando que llegara el primer día del próximo mes para cobrar en la casa editorial.

Por exigencias de él, la noche se pasó en la Ópera cómica, único teatro que, con la Grande Ópera, merecía la aprobación de Agramunt, furibundo filarmónico como buen catalán, y muy versado, según él mismo afirmaba inmodestamente, en toda clase de asuntos musicales.

De sus aficiones artísticas podían hablar, mejor que nadie, los habitantes de su hotel, pues continuamente les aturdía los oídos cantando a toda voz los motivos más principales de todas las óperas conocidas.

A la salida del teatro, Agramunt se empeñó en acompañar a su nuevo amigo hasta la puerta de su casa, y a la una de la madrugada aún estaban los dos jóvenes a un extremo de la desierta plaza del Pantheón, al pie de la estatua de Juan Jacobo, hablando con entusiasmo y cambiando con la mayor facilidad de tema en su conversación.

Aquel mes de aislamiento y de continua soledad en que había vivido Zarzoso, parecía haber amontonado en su interior un inmenso caudal de palabras, que ahora salían atropelladamente de sus labios, compitiendo en locuacidad con el verboso Agramunt.

Los dos jóvenes, poseídos de una confianza sin límites, se tuteaban ya, y al despedirse Agramunt lanzó una mirada escudriñadora al silencioso hotel.

—¡Chico, no tiene mal aspecto tu casa! ¿Hay en ella cuartos baratos? ¿Me dejarían estar en el último piso por veinte francos al mes?… ¿Sí? Pues me parece que mañana mismo te doy una sorpresa.

Y, efectivamente, al día siguiente, cerrada ya la noche, cuando Zarzoso bajaba la escalera dirigiéndose al restaurante, tuvo que apartarse para dejar franco el paso a un mozo de cuerda, cargado con un enorme cofre.

Detrás vio aparecer la greñuda cabeza de Agramunt, quien en una mano llevaba su tesoro, su sagrado busto de la República, y en la otra un quinqué encendido. A la luz de éste había hecho todos los preparativos de mudanza en la calle de las Escuelas, y por no tomarse el trabajo de apagarlo, lo habría llevado encendido por todo el bulevar Saint-Michel sin producir movimiento alguno de extrañeza, en aquella población de muchachuelos y estudiantes habituada a las más estupendas extravagancias.

III. LA VEJEZ DEL REVOLUCIONARIO

Los dos jóvenes españoles vivían en el hotel del Pantheón, con la más amigable familiaridad.

Agramunt se mostraba encantado por la mudanza, tachándose a sí mismo de estúpido por no habérsele ocurrido hasta entonces trasladarse a una plaza donde, según él decía, se gozaba el honor de tener tan ilustres vecinos.

Todas las mañanas, al levantarse, abría su ventana del último piso y, mirando la inmensa mole del Pantheón, que extendía su cruz de ciclópeos muros en el centro de la gigantesca plaza, saludábala moviendo sus manos, y como si le pudieran oír en el fondo de la cripta del monumento, gritaba:

—¡Buenos días, Voltaire!

Otras veces el saludado era Rousseau, o cualquiera de los demás hombres ilustres, que tenían sus huesos en las entrañas del grandioso monumento.

El hotel estaba algo movido por la aparición de aquel nuevo huésped, que en pocos días se habla hecho amigo de todos los jóvenes que en él vivían, y que eran estudiantes procedentes de los más distintos países. No había en la casa un solo huésped francés; en cambio sus cuartos eran un viviente cosmopolitismo, pues se albergaban en ellos lo mismo griegos que yanquis, e ingleses que árabes.

En la tablilla indicadora de los vecinos, que figuraba en la portería, veíanse confundidos los nombres más extravagantes, los apellidos más impronunciables, y en los pasillos sonaba tal confusión de lenguas extrañas que, según afirmaba Agramunt, aquella casa era una verdadera pajarera.

A pesar de esta confusión de lenguas, con todos se entendía él y entablaba largas conversaciones, valiéndose del francés, que conocía muy a fondo, pero que destrozaba al hablar, con su pronunciación marcada, que hacía sufrir igual suerte al castellano.

Cuando él se levantaba por las mañanas, Zarzoso ya había marchado a la clínica, y para pasar el tiempo, si es que no tenía que hacer algún trabajo urgente para su editor, canturreaba sus fragmentos de ópera favoritos por los pasillos del hotel, o entraba en el cuarto de alguno de sus nuevos amigotes, para preguntar a un griego o a un rumano, si en su país había muchos republicanos, y enterarse del carácter que allí tenía la Prensa.

Bromeaba campechanamente con los garçones del hotel, llevándolos en sus días de opulencia a la taberna vecina para tomar la absenta, o salía a dar una vuelta por el bulevar hasta la hora del almuerzo, en que se reunía con Zarzoso, el cual, según la expresión del periodista, entraba en el restaurante oliendo todavía el ácido fénico de la clínica.

Por las tardes iban los dos amigos al café de Cluny, que era el establecimiento que gozaba en el barrio de mayor fama de seriedad, por no permitirse en él la entrada a las alegres muchachuelas que pululaban por el vecino bulevar.

Zarzoso veía siempre en dicho café el mismo público: burgueses de la vecindad, graves y sesudos, que leían los más antiguos periódicos de París; señoras viejas que escribían cartas, y algún par de profesores que, tomando su taza de café, discutían pausadamente sobre los sistemas de enseñanza.

Los dos jóvenes no acudían a dicho establecimiento por su carácter serio y tranquilo, sino porque en él tenía Agramunt antiguos amigos que acudían diariamente al café de Cluny, desde puntos muy lejanos.

A un extremo del café, entre aquel público silencioso, mesurado y prudente, agrupábanse unos cuantos parroquianos que no hablaban en francés, que no sabían decir nada en voz baja, y que sus ruidosas palabras las acompañaban siempre con fuertes puñetazos sobre el mármol de las mesas: eran españoles, procedentes de las emigraciones republicana y carlista, los cuales, a pesar de su radical divergencia en punto a doctrina, reuníanse amigablemente sintiéndose atraídos por ese espíritu de nacionalidad que tan imperiosamente se experimenta cuando se está fuera de la patria.

La tertulia era, por lo general, pacífica, pero muchas veces, olvidando la mutua conveniencia y reapareciendo antiguos odios, salían a plaza las ideas políticas de cada uno, y entonces eran de ver los rostros escandalizados de los tranquilos parroquianos del café, ante aquellas discusiones tormentosas, en las que se sucedían sin interrupción los puñetazos sobre la mesa, y las vociferaciones matizadas por palabras tan enérgicas como poco cultas.

Zarzoso, a pesar de aquellas disputas que diariamente surgían, encontraba muy agradable la tertulia porque en ella podía hablar la lengua de su patria, y, además, reía con las ocurrencias ingeniosas de algunos de aquellos desgraciados que paseaban su hambre y su levita raída por todo París, con una altivez digna del carácter español.

El joven médico tenía grandes deseos de conocer al que era como el jefe de aquel ruidoso cenáculo, personaje de importancia, del que le hablaba Agramunt con mucho respeto.

—Ya verás cuando venga don Esteban —decía Agramunt—, cómo te resultará muy simpático. Es todo un hombre, y yo estoy seguro de que si en su esfuerzo consistiera, hace ya tiempo que habríamos triunfado. Tiene una historia heroica; se ha batido un sinnúmero de veces en favor de la República, y en el año 73, si no hubiese sido tan modesto, hubiese llegado a hacer grandes cosas. En fin, tú ya conoces de nombre a don Esteban Álvarez. Aquí lo pasa bastante estrechamente; trabaja para el mismo editor que yo, y ahora está en Caen, a donde le ha enviado la casa para ciertos asuntos, pues tiene en él absoluta confianza. Lo que yo más siento es que goza de poca salud y cualquier día nos va a dar un disgusto.

Zarzoso, que continuamente oía hablar de aquel señor, tanto a su amigo como a los demás emigrados que acudían al café, sentía grandes deseos de conocerle.

Por fin, una tarde logró ver en el café de Cluny a aquel hombre que por su historia política tan accidentada y aventurera le había resultado siempre interesante.

Al entrar él con Agramunt, fijáronse en las mesas que solía ocupar la reunión de emigrados.

La tarde era muy desapacible. Caía una de esas lluvias torrenciales propias del otoño parisiense y tal vez por esto la concurrencia era escasa, pues muchos de los emigrados vivían en barrios que estaban a algunos kilómetros de distancia.

Sólo dos hombres ocupaban las mesas de la tertulia, y Zarzoso se fijó inmediatamente en uno de ellos, al mismo tiempo que Agramunt, tocándole con el codo, murmuraba:

—¡Mírale! ¡Allí está!

Zarzoso había visto muchas veces en periódicos republicanos el retrato de Esteban Álvarez, tal como era en el año 73, pero esto sólo le sirvió para experimentar una gran extrañeza, al ver los estragos que una vejez prematura había hecho en el famoso revolucionario.

De su época pasada de juventud, bríos y marcial presencia, sólo le quedaba su bigote, aquel hermoso bigote que era el encanto de todo el regimiento en sus tiempos de militar, y que ahora caía lacio, desmayado y horriblemente canoso sobre unos labios contraídos por amarga expresión de desaliento y de dolor.

Álvarez había engordado mucho al hallarse cercano a la vejez, pero su obesidad era floja y malsana; era la transformación en grasa de aquellos músculos de acero.

Su rostro abotagado y de una palidez verdosa estaba surcado por arrugas profundas, y lo único que en él quedaba de su antiguo esplendor eran los ojos, que, bajo unas espesas y salientes cejas grises, brillaban con todo el fuego y la audacia de la juventud.

Acercáronse los dos jóvenes a la mesa que ocupaba Álvarez, e inmediatamente Agramunt hizo la presentación de su amigo.

El revolucionario sonrió con amabilidad, y tendiendo su mano amigablemente a Zarzoso, le hizo tomar asiento a su lado. Él conocía el nombre de su tío, el célebre doctor, y se enteraba con mucho interés del objeto que había llevado al joven a París.

—Celebro mucho —decía con su voz cansada— que un joven como usted venga aquí a ser de los nuestros. Seremos amigos; aunque esto, bien mirado, poco puede halagarle a usted, que es joven y tiene ante su paso un brillante porvenir. Yo, hijo mío, ya no soy más que una ruina, un andrajo que para nada sirve. Mi misión ha terminado ya en el mundo y ahora sólo me queda el morir aquí olvidado de todos.

Y bajaba tristemente la cabeza, como un reo que está seguro de su próximo fin.

Zarzoso se sentía conmovido por la expresión desalentada de aquel hombre, en otros tiempos todo vigor y energía y que ahora, con las fuerzas agotadas por una vida de infortunios, aventuras y terribles agitaciones, hacía recordar al limón mustio, blanducho y despanzurrado después que le han exprimido todo el jugo.

Mientras tanto, Agramunt daba palmaditas amistosas en la espalda a un sujeto morenote, forrado, con la cara afeitada a excepción de unas patillejas y que de vez en cuando lanzaba a don Esteban miradas cariñosas como las de un perro fiel.

El joven catalán le preguntaba cómo iban sus asuntos, pues hacía ya algún tiempo que no le había visto.

—Van bien, no puedo quejarme —contestaba aquel hombre que no era otro que Perico, el antiguo asistente de Álvarez—. En el almacén me tratan con bastante consideración, sólo que el trabajo es mucho y no puedo venir por aquí con tanta frecuencia como deseo. La dirección de la casa es muy rígida en cuanto a las obligaciones. Hoy he logrado alcanzar un permiso para ir a recibir a mi amo a la estación, y por eso puedo estar en el café. ¿No es verdad que don Esteban ha venido más fuerte de Caen? Le han probado los aires de por allá; lo que siento es lo mucho que habrá sufrido al no tenerme por la noche cerca de él para que le cuidase.

Y el fiel criado a quien el tiempo y los infortunios habían elevado a la categoría de compañero y primer amigo de su señor, le dirigía miradas que demostraban la faena de aquel cariño indestructible que tanto tiempo existía entre el comandante y su asistente.

Álvarez, entretanto, como si le molestasen las muestras de mudo cariño que le daba su criado, aparentaba no fijarse en ellas y hablaba a Zarzoso de su viaje a Caen.

Había ido allá con el único objeto de arreglar ciertos asuntos de su editor, que le apreciaba mucho y tenía en él una completa confianza. Y hablando de esto el revolucionario pasó insensiblemente a tratar de su situación.

No se quejaba de la suerte. La casa editorial pagaba de un modo harto modesto, pero al fin le distinguía retribuyendo sus trabajos mejor que a los otros emigrados que para ella traducían.

Su tarea no era para matarse de fatiga.

Traducía cuentecillos de los más célebres escritores franceses, y, cuando no, escribía libros de texto para la niñez; obrillas insustanciales formadas por retazos que tomaba aquí y allá, y que el editor enviaba a miles al otro continente para que sirviesen de pasto intelectual a la juventud de las escuelas americanas.

El emigrado, al dar cuenta de sus trabajos a su nuevo amigo, sonreía amargamente como si todavía no se hubiese desvanecido el asombro que le causaba el verse, en su vejez, dedicado a tan nimias tareas después de haber sido un verdadero héroe revolucionario y haber gozado de poder suficiente para trastornar a cualquier hora el orden de su país.

Aquella tarde la pasaron por completo en el café los dos jóvenes, hablando con don Esteban y su criado sobre la política española, las costumbres de la patria que tan hermosas resultan cuando se vive en extranjero suelo, y las probabilidades de éxito que podía tener en aquellos instantes una intentona revolucionaria. Hablando acaloradamente, forjándose ilusiones y demostrando a ratos gran confianza en el porvenir, transcurrieron las horas de la tarde para aquellos hombres agrupados en un rincón del café, mientras fuera seguía lloviendo cada vez con más fuerza, y por encima de las blancas cortinillas de las vidrieras desfilaba un inacabable ejército de paraguas, goteando por todas sus varillas.

La sombra del crepúsculo comenzaba ya a invadir las calles, en las que brillaban los primeros reverberos, pero el grupo de emigrados, animado por el recuerdo de la patria y fiando cándidamente en el porvenir, parecía como que recibía en sus ardientes cerebros un cálido rayo del sol de España.

Llegó la hora de retirarse y entonces don Esteban, levantándose trabajosamente de su banqueta, tendió la mano a Zarzoso.

—Seremos grandes amigos —dijo con su voz que revelaba franqueza—. Yo tengo mucho gusto en tratarme con la juventud ilustrada y valerosa, que es la que ha de regenerar a España. Venga usted a verme cuando tenga un rato libre. Vivo en la calle del Sena; cerca de aquí. Ya le acompañará Agramunt cuando usted se digne visitarme.

Los dos jóvenes fuéronse al restaurante, y allí, mientras comían, Agramunt fue relatando a Zarzoso todo cuanto sabía de la vida de don Esteban Álvarez.

Después de la caída de la República española, el famoso revolucionario había huido de España, a la que ya no debía volver más.

Había sido sentenciado a muchos años de presidio por varios procesos que se le habían formado a consecuencia de ciertos actos violentos, pero propios de las circunstancias, que había llevado a cabo en tiempos de don Amadeo de Saboya, cuando mandaba partidas republicanas.

En opinión de Agramunt, debía existir algún poder oculto que trabajaba ferozmente contra don Esteban, pues las sentencias habían caído sobre éste, por actos que a otros no les habían causado la menor inquietud.

No había esperanza de que ningún indulto le permitiese regresar a España, donde sin duda estorbaba su presencia, y, don Esteban, por otra parte, no mostraba el menor deseo de volver a la patria, si esto había de costarle alguna humillación, pues aun en los momentos de mayor desgracia, seguía mostrando su intransigencia sin límites contra aquellos enemigos políticos a los que tantas veces había combatido.

Agramunt explicaba así la vida de Álvarez, desde que dejamos a éste, en el momento que abandonó Valencia, después de su dramática visita al colegio de Nuestra Señora de la Saletta.

Se había establecido en París en compañía de Perico, su antiguo asistente y fiel acompañante, que no le abandonaba aun en las circunstancias más difíciles.

La primera época de su estancia en la gran ciudad fue terrible y penosa, pues Álvarez, a pesar de haber desempeñado grandes cargos durante el período de la República, se hallaba tan falto de recursos como antes. Por otra parte, el estado de la emigración había variado mucho.

Ya no ocurría como antes del 68, en aquella época en que era capitaneado por un Prim el grupo de la emigración, en el cual figuraban los hombres más ilustres de España. Entonces la revolución tenía dinero, y ayudándose unos a otros con fraternal compañerismo, la vida resultaba fácil; pero ahora veíase Álvarez casi solo en París y sin otros medios de subsistencia que los que él mismo pudiera proporcionarse.

Buscó trabajo como escritor, y los principios fueron dificilísimos, pues sólo encontraba traducciones baratas y esto con poca frecuencia.

En un período tal de miseria y horrible penuria, fue cuando se reveló en toda su sublime grandeza el carácter de Perico, aquel servidor fiel que consideraba a su señor como un padre y un hermano. Sin que don Esteban llegase a enterarse, hizo los mayores sacrificios para que nunca faltase la comida a su mesa, ni el portero pudiera ponerlos en la calle por falta de pago.

Fue toda una epopeya de sufrimientos, de titánicos esfuerzos de recursos heroicos para la conquista de un franco, la vida que arrastró el fiel aragonés durante el primer año de estancia en París. Conocedor de las costumbres de la gran ciudad por la vida que en ella hizo durante la primera emigración, encontró el medio de dedicarse a un sinnúmero de bajas ocupaciones, mientras buscaba trabajo más lucrativo. Fue mozo de cuerda, revendedor de contraseñas en los teatros, cargador en los muelles, y hasta pidió limosna en las calles más concurridas, exponiéndose a ser arrestado por la policía; todo para ganar dos o tres francos diarios que entregaba a su señor, el cual estaba desesperado por la inercia forzosa a que le obligaba su falta de ocupación.

Afortunadamente, la vida de los dos desgraciados varió por completo así que hubo transcurrido un año.

El aragonés logró una colocación de mozo en uno de los grandes almacenes de novedades, con cuatro francos diarios, y casi al mismo tiempo don Esteban entró en relaciones con la casa editorial, para la cual trabajaba actualmente, y que le proporcionó un trabajo medianamente retribuido, pero continuo.

Entonces fue cuando se trasladaron a la calle del Sena, a una casa vieja y sombría, pero de desahogadas piezas, y cuando normalizaron su vida azarosa y llena de privaciones.

Perico permanecía en el almacén desde las siete de la mañana hasta igual hora de la tarde; pero apenas quedaba libre de sus ocupaciones, corría a reunirse con su amo, el cual permanecía trabajando casi todo el día en su casa, a excepción de las pocas horas que pasaba en el café de Cluny para leer los periódicos españoles y charlar con los otros emigrados, única distracción que gozaba en su existencia de continuo trabajo.

La vieja portera de su casa era la encargada de guisarles, y por la noche, amo y criado, sentábanse amigablemente a la mesa; distinción que enorgullecía a Perico, y al mismo tiempo le hacía comer con escasa tranquilidad, pues bastaba que don Esteban hiciese el menor movimiento buscando algo, para que inmediatamente se pusiera él en pie, ansioso de servirle.

Los domingos paseaban los dos por algún bosque de las inmediaciones de París, y este día de descanso y holganza les ponía alegres para toda la semana, como colegiales que se desquitan en alegre gira del quietismo y de la falta de luz que sufren en su vivienda.

Agramunt le estaba muy agradecido a Álvarez y hablaba de él siempre, tributándole los mayores elogios.

Solamente en un punto se mostraba contrario a don Esteban, y era en la frialdad que éste demostraba por su ídolo.

Álvarez, a pesar de su carácter de emigrado y de su historia política, iba poco a casa de don Manuel, como le llamaba por antonomasia Agramunt, y sonreía con cierta frialdad siempre que oía hablar de aquel hombre ilustre.

Subsistía aún en don Esteban su antiguo fanatismo federal, que le hacía intransigente dentro del republicanismo, y esta conducta excitaba la indignación del catalán, que no consentía en nadie la frialdad y la indiferencia al tratarse del que él titulaba el Danton español.

Variando Agramunt su conversación sobre Álvarez, con uno de aquellos saltos de imaginación que tan característicos le eran, hablaba de su vida privada con el respeto instintivo y la admiración que todo joven siente ante un hombre afortunado en materia de amores.

Él no conocía a fondo la vida privada de Álvarez, pero había oído en el grupo de los emigrados y la misma vaguedad de sus noticias contribuía a agrandar en su imaginación la figura de don Esteban, al que consideraba ya como un antiguo Tenorio de irresistible seducción.

—Tú no puedes imaginarte —decía a Zarzoso— lo que ese hombre ha sido de joven. Yo no sé ni la mitad de sus aventuras, pero lo cierto es que, ahí donde lo ves ahora, con su facha de desaliento y su triste sonrisa, ha sido en su juventud un conquistador terrible que ha rendido a docenas las mujeres, sin pararse a distinguir en punto a condición social. Cuando era militar tenía fama de guapo mozo, y mira si picaba alto que, según me han dicho, estuvo próximo a casarse con una condesa muy guapa. La cosa tuvo consecuencias, pues según mis noticias hay en el mundo una hija como resultado de aquellos amoríos.

IV. EL PADRE DE MARÍA

Todas las mañanas, al levantarse de su cama, Agramunt alzaba la blanca cortina de su ventana y, mirando el vasto horizonte que dejaba visible la anchura de la plaza del Pantheón, murmuraba con desaliento:

—Definitivamente, el sol ha muerto.

Había cerrado ya el invierno; una luz mortecina y sucia se filtraba por los vidrios, entristeciéndolo todo, y dando al modesto cuarto del periodista un tinte fúnebre. París hacía cerca de un mes que tenía sobre sus tejados un cielo ceniciento, monótono y tétrico, y si alguna vez por casualidad el sol, con un coletazo de su flamígero manto desgarraba las plomizas nubes, asomaba tan sólo un rostro pálido que daba lástima, y se retiraba inmediatamente, dejando que las nubes descargasen torrenciales chaparrones sobre la gran ciudad, acostumbrada a sufrir estas injurias del cielo.

Zarzoso, criado en el templado clima de Valencia, y poco acostumbrado al invierno de Madrid, aún encontraba más intolerable el frío parisiense, y muchas mañanas, al levantarse y ver las calles cubiertas de nieve, sentíase acobardado, y en vez de ir a la clínica, subíase al último piso del hotel y entraba en el cuarto de Agramunt, para hablar con él, junto a la chimenea recién encendida que les halagaba con su cálida caricia.

Agramunt hablaba del invierno parisiense como si fuese un personaje que seis meses al año abandonaba su veraniega mansión del Polo y venía a establecerse en París, envuelta la plomiza cara en un cuello de diluviadoras nubes, y con unas patas de hielo que enfriaban la tierra hasta cubrirla de escarcha congelada.

Aquella estación, que venía a aumentar su presupuesto de gastos con el combustible que consumía en la chimenea, y que le causaba mil molestias por no estar muy sobrado de ropa de abrigo, le tenía furioso, y frotándose las manos para hacerlas entrar en reacción, prorrumpía en invectivas contra el invierno.

—Aborrezco a ese canalla —decía a Zarzoso con tono melodramático—; tiene instintos de bandido y gustos de niño mal criado. Se pasea por esas calles con aire de señor absoluto, y mientras que al banquero o a la gran dama que van reclinados en el fondo de su acolchado carruaje sólo les envía un helado suspirillo a través de los vidrios de las portezuelas que aún les da placer y les hace gozar con más delicia del calor que les rodea, tiene la cruel satisfacción de helarle las piernas al albañil, que por dar sustento a su familia trabaja en el alto andamio, y aún le empuja con su aliento huracanado, por ver si cae y se rompe la cabeza contra los adoquines; cubre de sabañones las manos de la pobre obrerita que llena su estómago en relación con la prontitud con que maneja su aguja; sopla en la boca de la infeliz mujer que, metida en el Sena hasta las rodillas, lava la ropa de su familia, y, el ¡gran canalla!, desliza la pulmonía al fondo de su pecho; regala con horrible esplendidez a su querida, que es la Muerte, cuantos desgraciados encuentra debilitados por el hambre o corroídos por las enfermedades de la miseria, y si en sus paseos nocturnos pilla dormido en los muelles del río a alguno de esos muchachuelos, que parecen hijos del barro de París y que están lejos de creer que alguna vez han tenido madre…, ¡paf!, de una patada lo deja yerto, da a su cuerpo la frialdad de la nieve y, metiéndose la inocente alma bajo el brazo, la lleva a la eternidad, muy satisfecho de haber dado materia a los periódicos, para que al día siguiente publiquen una triste gacetilla.

Zarzoso miraba fijamente a Agramunt, que se paseaba de un extremo a otro del cuarto gesticulando y adoptando aires de orador, como si se hallara en uno de los meetings que le habían llevado a la emigración, y como si aquel invierno odiado fuese la monarquía.

El joven médico encontraba a su extravagante amigo poseído de la fiebre de la elocuencia y le oía con gusto; así es que se alegró cuando Agramunt volvió a reanudar la apasionada peroración que parecía dirigir a la revuelta cama, las cuatro sillas desvencijadas, el estante de libros y el mármol de la chimenea, sobre el cual se erguía el severo busto de la República, entre dos pastorcillos italianos de barro cocido, el uno manco y el otro falto de narices.

—Cuando ese gran ladrón no se siente poseído por tan crueles instintos, se divierte con bromas pesadas, propias de un muchacho que falta a la escuela. ¡Ah, cochino invierno! Así que hiciste tu aparición en París, te dio la manía por subirte a los árboles y robarles las hojas, despojando de toda belleza al campo y a los paseos. Los árboles se han dejado arrebatar la vestimenta, sin otra protesta que su acompasado balanceo, y hoy presentan el aspecto ridículo y triste del hombre que, a las dos de la mañana, se ve asaltado por audaces ladrones en cualquier calle de París, y se presenta sin pantalones, y en camisa, en el primer puesto de policía. ¿Cómo has dejado el Bosque de Bolonia? ¿Y el de Saint Cloud? Da lástima verlos. Los poéticos lugares cubiertos por bóvedas de verdura han desaparecido con la misma facilidad que se desvanecen las aéreas ojivas y las fantásticas arcadas que traza en el espacio el humo del cigarro: no has dejado en los bosques ni un mal rincón discretamente cubierto por una cortina de matorrales, donde puedan darse cita la modistilla, que para llevar un traje a dos pasos de su taller emplea toda una tarde, y el muchacho a quien el severo papá haciendo cuentas tras el mostrador, supone a tales horas enterándose en el aula de las profundidades jurídicas de Justiniano, o revolviendo humanos despojos en el anfiteatro anatómico.

Detúvose el declamador y, pasándose la mano por la frente con expresión trágica, añadió con el mismo acento del poeta que llora la ruina de bellezas muertas ya:

—En aquellos lugares de delicia en el verano, donde la vista se ahitaba en una orgía de verde y el oído se complacía con un interminable gorjeo, no quedan ahora otras cosas que una gruesa alfombra de hojas secas y millares de colosales escobas que con los rabos hincados en la tierra y chorreando humedad elevan su ramaje al cielo, suplicando al sol que les haga una visita de atención, a lo menos dos veces por semana, y que empeñe su valiosa influencia con la lluvia para que no sea tan inoportuna… La belleza ha muerto por unos cuantos meses y tú eres su asesino, cruel invierno.

Zarzoso seguía mirando con creciente extrañeza a su amigo. ¿Se había vuelto loco aquel muchacho?

Pero pronto comprendió la verdadera causa de tales lirismos.

Agramunt iba a verse obligado en adelante a salir de casa todos los días para ganarse el pan. Su editor, ocupado siempre en el profundo estudio de adquirir la mayor cantidad posible de cuartillas, dando poco dinero, y encontrando que la traducción española de su famoso Diccionario le resultaba cara, se había decidido por el trabajo en comunidad y obligado a todos los que trabajaban en la citada obra a que acudiesen a su casa donde, en una gran sala y bajo la vigilancia de un dependiente antiguo, habían de trabajar por horas.

Le era forzoso, pues, acudir diariamente a la oficina como un empleadillo, abdicar por completo de aquella libertad que le permitía fijar a su gusto las horas de trabajo, escribir bajo la vigilancia del perro de presa del amo, como si fuese un muchacho en la escuela, e ir en aquellas crudas mañanas de invierno pisando la nieve de las calles.

¡Oh! Aquello era cosa de desesperar y de maldecir al invierno, al editor que planteaba tan peregrinas ocurrencias y a la picara necesidad que le obligaba a sufrir tantas molestias, todo para ganar cuatro o cinco francos traduciendo barbaridades, según él decía.

Aquella misma mañana iba a comenzar la traducción en comunidad y Agramunt se desesperaba pensando que en adelante tendría que levantarse puntualmente como un colegial y permanecer encerrado hasta el anochecer, almorzando en la misma casa del editor. Tan continua reclusión ¡a él!, que era un bohemio por vocación y que encontraba agradable la vida de París por lo libre que resultaba.

Desde aquel día los amigos, a excepción de los domingos, sólo pudieron verse al anochecer, cuando se reunían en el restaurante a la hora de la comida.

Pasaban alegremente la noche, eso sí, y se resarcían de aquella separación que les resultaba violenta después de tres meses de amistad, en que sus respectivos caracteres se habían compenetrado de un modo absoluto.

Zarzoso fue quien más sufrió, en los primeros días, por la ausencia de su amigo. Las mañanas pasábalas bastante distraído en la clínica, estudiando ese inmenso caudal de enfermedades y de casos curiosos que únicamente se presentan en los hospitales de París, pero por las tardes, así que quedaba libre, acometíale un fastidio sin límites.

Algunas veces se entretenía escribiendo a María o releyendo sus cartas, pero esto, a lo más, le ocupaba un par de horas e inmediatamente el fastidio volvía a aparecer.

Sentía nuevamente en su existencia aquel vacío del primer mes de estancia en París y era que el maldito catalán le había acostumbrado de tal modo a sus genialidades y a su movediza actividad, que no podía vivir apartado de él. Su carácter, reposado y grave, necesitaba por la ley del contraste el tener cerca aquella imaginación exaltada y extravagante que empollaba a centenares las más atrevidas paradojas.

Por las noches, después de comer, los dos, agarrados del brazo, conversaban amigablemente paseando por el bulevar, iban a la Ópera o se metían en Bullier, el tradicional lugar de la borrascosa alegría del Barrio Latino, y allí veían bailar el can-can por todo lo alto y convidaban a cerveza a unas cuantas señoritas, sin querer llegar hasta las últimas consecuencias de tales encuentros. Agramunt era despreocupado en materia amorosa, y su compañero hacía la vista gorda cuando le veía arrastrar tras sí a alguna antigua amiga a altas horas de la noche, invitándola a que subiera a ver su nuevo cuarto. En cuanto a Zarzoso era inflexible en esta cuestión y Agramunt nada le decía, pues tenía noticias de los amores con aquella joven de Madrid cuyas cartas recibía, y él, además, no gustaba de desempeñar el papel de tentador.

Pero todas las diversiones nocturnas no impedían que Zarzoso se fastidiase horriblemente por las tardes.

Gustaba de entregarse a una profunda meditación, recordando sus entrevistas con María, aquellos paseos por el Prado y las calles de Madrid; pero esto no siempre conseguía endulzar sus horas de tedio.

La vida de París había penetrado insensiblemente en sus costumbres; sentía esa atracción que por el bulevar experimentan los parisienses, y en vez de permanecer como antes encerrado en su cuarto, tomaba el sombrero y, pretextándose a sí mismo la necesidad de hacer una compra cualquiera al otro lado del Sena pasaba los puentes e iba a callejear en los grandes bulevares centrales, cuyo ruido y animación le encantaban.

En las tardes que hacía buen tiempo paseaba por el Luxemburgo, alrededor del kiosko de la música, y cuando no se sentía con ánimo para ir hasta el centro de París entraba en el café de Cluny para charlar un rato con el grupo de emigrados, que había disminuido considerablemente, tanto porque la mayoría de ellos trabajaba a aquellas horas con Agramunt en la casa editorial, como porque don Esteban Álvarez prefería quedarse en casa escribiendo a salir a la calle, donde las nieves o las lluvias eran casi continuas en tal época.

Una tarde, a las cinco, cuando ya comenzaba a anochecer, Zarzoso, cansado de hojear libros nuevos en los puestos de venta establecidos en las galerías del Odeón, dirigiose al bulevar Saint Germain con la intención de bajar por tan largo paseo hasta la plaza de la Concordia. Acababa de entrar en la citada calle, cuando las nubes comenzaron a descargar un fuerte chaparrón. Zarzoso no llevaba paraguas y se refugió en un portal, donde ya se habían agolpado algunas gentes.

El bulevar, casi desierto por aquella brusca acometida del cielo, dejaba barrer sus anchas aceras por los turbiones de agua al mismo tiempo que sus árboles se inclinaban a impulsos del huracán.

Zarzoso veía frente a él extenderse la recta calle del Sena, e inmediatamente pensó en su viejo amigo que vivía en ella. Aquélla era la ocasión más apropiada para hacerle una visita, y apenas formuló tal pensamiento, sosteniéndose con ambas manos el sombrero de copa que quería arrebatarle el viento, atravesó corriendo el bulevar y, mojado de cabeza a pies, se metió en la calle del Sena.

Sabía dónde estaba la casa de Álvarez, por habérsela mostrado Agramunt un día que pasaron por dicha calle. Se entraba por un pasillo estrecho, húmedo y tenebroso, que se abría entre una rotissene y una tienda de libros viejos, y que al final se ensanchaba formando un patio cuadrado, con una bomba de agua en el centro, y un pavimento mugroso y húmedo al cual nunca había bajado un rayo de sol.

La portera estaba encendiendo el farolucho que alumbraba el estrecho pasillo, cuando entró Zarzoso sacudiéndose el agua como un perro recién salido del baño.

—¿El señor Álvarez? —preguntó a la mujer del conserje.

—Primera escalera, piso segundo, segunda puerta —contestó con laconismo la vieja.

El joven médico comenzó a subir los peldaños de madera, fijándose en los rótulos que tenían las puertas de las habitaciones, y en los cuales se marcaba el nombre del inquilino y su profesión.

En el piso segundo detúvose ante una puerta que ostentaba una pequeña tarjeta de visita clavada con cuatro tachuelas y en la que se leía el nombre del que buscaba.

Llamó y vino a abrir el mismo Álvarez, que parecía haber sido interrumpido en su trabajo, pues aún conservaba la pluma en la mano.

—Siento haber venido a incomodarlo a usted. Es mala hora ésta para visitas.

—¡Ah! ¿Es usted, joven? Hace tiempo que deseaba esta visita. El otro día pensaba en usted. Adelante, pase usted adelante sin cumplimientos.

Y Álvarez, con su simpática franqueza de viejo militar, empujaba a su joven amigo hacia el salón en el que ardía un gran fuego en espaciosa chimenea.

Aquella habitación tenía mejor aspecto que la casa vista desde la calle. Constaba de un pequeño comedor, un gran salón y dos dormitorios, todo esto con proporciones desahogadas, techos altos y sin ese raquitismo de las modernas construcciones en que se utiliza hasta el más pequeño rincón.

Zarzoso, cariñosamente empujado por Álvarez, tuvo que ir a sentarse ante el gran fuego que ardía en la chimenea del salón, y allí estuvo secándose, mientras que el dueño de la casa permanecía en pie junto a él sonriendo paternalmente.

El joven mientras se calentaba lanzó una mirada curiosa a todo el salón, que aparecía iluminado por el rojizo reflejo de la chimenea y la luz de una gran lámpara puesta sobre una mesa escritorio, entre un revuelto montón de libros y cuartillas.

Estaba amueblada aquella vasta pieza con modestia no exenta de comodidad, y sus sillones panzudos, sus sillas de estilo Imperio y su alfombra con una escena mitológica ya casi borrada, daban a entender que procedían del Hotel de Ventas, siendo su adquisición en alguna subasta del mobiliario del antiguo palacio. Las paredes cubiertas de oscuro papel estaban adornadas a trechos por algunos cuadros, uno de los cuales era una litografía que representaba al general Prim en su traje de campaña de la guerra de África, y que tenía al pie una larga dedicatoria. Los demás cuadros eran cromos baratos, láminas de periódicos ilustrados, a excepción de uno al óleo que ocupaba el puesto preferente sobre la chimenea. El rojizo vaho de ésta dando de lleno en la pintura parecía animar con palpitaciones de vida aquel retrato de mujer.

Zarzoso, para disimular su atención, lo miraba con el rabillo del ojo, al mismo tiempo que se imaginaba toda una novela sobre aquel retrato. La mujer que el cuadro representaba debía ser una de las conquistas que le había relatado Agramunt; tal vez aquella condesa que tan enamorada había estado del célebre revolucionario.

Este curioso examen que el joven hizo del salón, sólo duró algunos instantes, pues comprendía que era forzoso entablar conversación con su viejo amigo.

—¿Se trabaja mucho? —dijo el joven, no encontrando otra palabra vulgar para comenzar su conversación.

Inmediatamente comenzó ésta, pues Álvarez púsose a lamentarse de aquella necesidad imperiosa en que se veía de trabajar todos los días para ganarse la subsistencia. Y cuando se hubo quejado bastante de su situación preguntó con interés al joven sobre sus ocupaciones actuales y los progresos que hacía en la vida de París.

Álvarez volvía a sus lamentaciones de hombre desalentado al hablar de los placeres y distracciones que proporciona la gran ciudad.

—Yo soy aquí un hurón —decía sonriendo con amargura—. Me siento viejo y cansado, y vivo en París como podría vivir en Alcobendas; metido en mi casa sin ver apenas a nadie, ni tener otra distracción que mis conversaciones con Perico y con esos buenos compañeros que se reúnen en el café de Cluny. En otros tiempos le hubiera podido ser a usted de alguna utilidad en esta Babilonia, acompañándole a todas partes; pero hoy soy viejo, y ya que no puedo entretener mis horas de fastidio rezando el rosario como los imbéciles, me distraigo dando vueltas a esa noria literaria a la que estoy amarrado. Mi vida es escribir cuartillas y más cuartillas y hablar con mi fiel compañero sobre cosas que estén al alcance de su pobre imaginación. Es un porvenir bien triste, pero hay que resignarse a él… ¡Y pensar que hubo una época en mi juventud en que yo imaginé llegar a ser célebre y alcanzar una vejez hermoseada por los laureles de la gloria!

Y Álvarez decía estas palabras con expresión tan amarga, que el mismo Zarzoso se sentía conmovido.

Miraba el viejo al suelo, y al joven médico le parecía ver sobre la desteñida alfombra, despedazadas y muertas, todas las ilusiones de aquel hombre que había sido famoso durante unos pocos años, para caer después en el más absoluto olvido y vegetar lejos de la patria. ¡Si la fatalidad le reservara igual suerte a él, que también se forjaba ilusiones sobre el porvenir y pensaba en la celebridad!

—Hoy —continuó el emigrado— no tengo más esperanza de dicha que la que me proporcione el inalterable descanso de la tumba. No puedo siquiera volver a ver el sol de España, aquel cielo hermoso que aún me parece más esplendente cuando el cruel invierno cae sobre Paris. En mi primera emigración todo me resultaba fácil y hermoso; el suelo extranjero me parecía igual al de la patria. Era joven, sentía entusiasmo, tenía fe en el porvenir y con estas condiciones se está bien en todas partes. Pero hoy que soy viejo y que no me quedan en el mundo seres que me aman a excepción de ese pobre muchacho que es el fiel compañero de mi existencia, me parece la vida tan aborrecible que de buena gana me libraría de ella en algunos instantes. ¡Ah! ¡Soy un cobarde! A mí me sucede como a un buen anciano que conocí en cierto momento de mi vida y el cual confesaba que si permanecía en el mundo era por falta de valor.

Se detuvo Álvarez algunos instantes mirando con extraña fijeza a Zarzoso, y por fin, dijo haciendo con su cabeza un movimiento de decisión:

—A usted se lo digo todo. Es usted más serio que ese aturdido de Agramunt, y además, hay en este mundo ciertas caras que basta verlas una sola vez para que inspiren inmediatamente confianza. Sépalo usted, joven. Siento un violento deseo de acabar con mi existencia, y parece que hay algo dentro de mí que me insulta porque no me meto inmediatamente entre los bastidores de la muerte y permanezco en escena haciendo reír al mundo. Varias veces he tenido el revólver en la sien, pero siempre me ha hecho bajar la mano la maldita idea que me recordaba el profundo pesar, la desesperación que este acto causaría a ese pobre muchacho, a ese Perico que es toda mi familia. Sería un crimen, una infamia incalificable el que yo pagase con un disgusto desesperante toda una vida de abnegación y de inmensos sacrificios. Y esto es lo que me detiene, esto es lo que me hace subsistir sufriendo a todas horas pues no hay nada tan horrible como vivir desesperado, sin ilusiones y convencido hasta la saciedad de que en la vida el mal es lo seguro, lo generalizado, lo vulgar; mientras que el bien y la virtud son raras excepciones, fenómenos que únicamente se presentan por una equivocación de la naturaleza. Hoy soy un escéptico; no creo ni aun en la República, que en mi juventud me merecía una adoración fanática.

Sólo esos muchachos de la emigración pueden tener fe en el triunfo de la libertad y de la justicia. Locos como Agramunt son los que sirven para el caso; yo soy demasiado viejo, y estoy convencido de que el país, que después de lo del 68 y del 73 admite y sostiene la restauración de los Borbones, es una nación perdida, un pueblo que no merece que nadie se sacrifique por él.

Zarzoso escuchaba con asombro al viejo revolucionario que se expresaba con un escepticismo tan desconsolador, y su sorpresa aún fue en aumento cuando le oyó decir con una frialdad que espantaba:

—Lo único que me consuela es que la muerte viéndome tan cobarde viene en mi auxilio. No tengo valor para acabar con mi vida, pero llevo dentro de mí el medio que ha de librarme de esta existencia que me pesa. Los médicos dicen que tengo un aneurisma, regalo que me han proporcionado los muchos sustos y zozobras que he sufrido en esta vida, por cosas que miro ahora con la mayor frialdad. Usted, como médico, sabe mejor que yo lo que es eso. El mejor día… ¡crac!, estalla algo aquí dentro del pecho y me retiro discretamente de la vida sin que nadie pueda motejarme de suicida, ni me maldiga por mi desesperada resolución. Crea usted que estoy muy agradecido a la naturaleza por haber inventado enfermedades tan cómodas que le permiten a uno retirarse a la nada sin escándalo y sin convulsiones que afean y atormentan.

Zarzoso, a pesar de estar junto al fuego, sentía escalofríos al oír hablar a aquel hombre con tal naturalidad sobre el próximo fin que tanto deseaba y debió ser visible su inquietud por cuanto Álvarez cambió inmediatamente la expresión de su rostro y sonriendo con amabilidad exclamó:

—¡Pero bravas cosas le estoy diciendo a usted para entretenerle! ¡Vaya un modo de recibir las visitas! Dispense usted a la vejez, amigo Zarzoso, que siempre tiene rarezas. Ya procuraré otra vez no dejarme llevar por tan tristes pensamientos, y ahora voy a ver si ese muchacho ha dejado por ahí algo que sirva para hacer a usted los honores de la casa.

Y Álvarez se levantó y con expresión alegre, como si él no fuese el mismo que había hablado momentos antes, dirigiose al comedor y momentos después volvió a entrar llevando sobre una bandeja una botella de coñac y dos copitas azules.

—Bebamos un poco —dijo dejando la bandeja sobre un velador—. Se ha secado usted ya, pero no le vendrá mal una copita después de la mojadura que ha sufrido para llegar aquí. En la campaña de África el coñac era muchas veces el capote impermeable que nos servía para defendernos de las inclemencias del tiempo.

Los dos bebieron y encendiendo sus cigarros tomaron la actitud de dos amigos que se disponen a conversar familiarmente.

Álvarez, como si tuviera empeño en alegrarse y olvidar sus melancólicas ideas de momentos antes, parecía un muchacho con su rostro animado y los ojos brillantes que miraban a Zarzoso con simpatía.

—Vamos a ver, amigo mío, con franqueza —le preguntó—. ¿Cómo vamos de conquistas en París? Usted debe ser muy afortunado con las bellezas del Barrio Latino.

Zarzoso protestó ruborizándose ante tan inesperada pregunta. No, él no; eso de las conquistas quedaba para el buena pieza de Agramunt que se trataba con casi todas las muchachas del barrio y las hacía desfilar por su nuevo cuarto, procurando que no se enfriasen antiguas relaciones.

Zarzoso manifestaba su situación a su viejo amigo con entera franqueza.

No es que él sintiese la aspiración de ser un asceta, ni que se considerase más virtuoso que los demás, él era un hombre como todos, pero resultaba que en más de cuatro meses de residencia que llevaba en París, no se le había ocurrido tener relaciones con aquellas mundanas callejeras que continuamente le codeaban en el bulevar y en los bailes, que alguna conversación alegre en torno de los bocks de cerveza a que las habían convidado Agramunt o él.

Álvarez hizo un guiño malicioso al escuchar estas explicaciones.

—Vamos, ya comprendo. Usted tiene sus amores en España. Ha dejado allá en Madrid alguna cara bonita, cuyo recuerdo le obsesiona y hace que le parezcan horribles todas las mujeres de por aquí. Es usted un enamorado que vive de ilusión.

—Efectivamente, algo hay de eso —contestó sonriendo Zarzoso, que veía de este modo descubierto su secreto.

—¡Oh! Yo conozco perfectamente esas cosas. Aunque ahora soy viejo, también he tenido mi época, pero sería una enorme mentira el querer hacerme pasar por calavera. He hecho lo que todos; he tenido mis trapicheos y sobre todo un amor serio, que como a usted me hacía mirar a las demás mujeres con indiferencia.

Zarzoso, cediendo a un movimiento instintivo y sin considerar que cometía una inconveniencia, fijó su mirada en el gran retrato que estaba sobre la chimenea.

Entonces fue Álvarez quien se inmutó, ruborizándose un poco.

—Ha adivinado usted. Ese fue mi amor serio, lo que llenó mi existencia y por esto ese cuadro me acompaña y me da cierta alegría, aunque en realidad sólo despierta en mí recuerdos tristes. Como obra artística el cuadro es malo, pero lo aprecio porque el parecido es exacto. Lo hizo un pintor español que vivía en el barrio, copiándolo de una fotografía que yo conservaba.

Y Álvarez, como si sintiera arrepentimiento por haber entrado a hablar de tal asunto, callose y permaneció algunos minutos con la frente inclinada.

Zarzoso no sabía qué decir y la situación iba haciéndose violenta; pero su viejo amigo volvió a hablar, pues sentía un vehemente deseo de comunicarle sus penas como poco antes.

—Le deseo a usted, querido amigo, que no sea en cuestión de amor tan desgraciado como yo. Amé a una mujer, fue mía y, sin embargo, no pude hacerla mi esposa, porque parece que me persigue la fatalidad en todos los actos de mi vida. ¡Oh! He sido muy desgraciado, créalo usted, Zarzoso. Mi vida ha sido semejante a la de esos personajes fantásticos de las leyendas sobre los que pesa una maldición y que no pueden hacer nada sin tropezar al momento con la desgracia.

Quedó silencioso y absorto, pero a los pocos instantes, como cediendo a una necesidad imperiosa de hablar, murmuró con la vista en el suelo, vagamente, como un sonámbulo:

—Y la verdad es que fui amado de veras. Una mujer que por su nacimiento había sido colocada por la sociedad a más altura que yo descendió hasta mí, endulzando mi existencia con su amor espontáneo y desinteresado. ¿Pero a qué recordar tales cosas? Aquello fue un chispazo fugaz de felicidad; un momento de dicha que pasó muy pronto, dejando tras sí como maldecida estela, un sinnúmero de desgracias… ¡Cuánto he sufrido! Usted, amigo mío, es muy joven, entra ahora en la vida y no puede comprender ciertas cosas. Pero el día en que usted sea padre apreciará en toda su horrible grandeza el pesar que experimenta un hombre al tener una hija, que es sangre de su sangre y que sin embargo desconoce al que le dio el ser y le odia como a un monstruo. Hay para desesperarse, para adoptar esa resolución de la que hablaba antes y de la cual no me siento capaz. Vivir solo, aislado, con la muerte en perspectiva, y saber sin embargo que tengo en el mundo una hija que ignora mi existencia, que no sabe el derecho que sobre ella poseo y que no acude a velar por mí en los pocos años que me quedan de vida, es el más horroroso de los tormentos.

—¡Tiene usted una hija! —exclamó Zarzoso deseoso de desviar la conversación para evitar a su viejo amigo que volviese a caer en aquella melancolía que le hacía pensar en el suicidio—. ¿Y no la ha visto usted nunca?

—De pequeña, cuando aún estaba en la lactancia, la vi varias veces, siempre ocultándome como hombre que comete una acción ilegal y teme dejarse llevar por sus sentimientos más íntimos. Ella llevaba el apellido de otro y yo no tenía derecho alguno a los ojos de la sociedad. Después la vi una vez… ¡pero, en qué circunstancias! Más me hubiera convenido no verla, pues así me habría evitado un doloroso recuerdo que aún hoy, después de muchos años, renace en mi memoria y me hace derramar lágrimas de desesperación… Pero no pensemos en el pasado.

Y Álvarez volvió a sumirse en el silencio.

El joven médico se sentía molesto y no sabía ya de qué hablar para que aquel hombre, desesperado de la vida y con la memoria acribillada de dolorosos recuerdos, no volviese a recaer en su negra melancolía.

Creía importunar a don Esteban con su presencia y por esto pensaba en retirarse, no atreviéndose a hacerlo por no encontrar ocasión oportuna para ello.

Tardó poco Álvarez en volver a reanudar su conversación. Era en punto a su triste pasado, como esos enamorados que sufren con resignación los desdenes de la mujer amada y gozan cierto doloroso placer al recordarlos y por esto, a pesar de la pena que lo afligía, volvió a hablar de su hija.

—Crea usted, joven, que lo único que me falta para morir tranquilo es volver a ver mi hija. Si ella me reconociese por padre, si se convenciera de que me debe el ser y que yo fui el verdadero esposo de su infeliz madre, entonces moriría de felicidad. A mí me falta para expirar con la sonrisa en los labios un solo beso de María.

—¡Ah! ¡Se llama María! —exclamó Zarzoso apenas oyó las últimas palabras de su amigo.

—Sí, ése es su nombre. Hace ya muchos años que no la he visto pero según los informes que han dado varios amigos que la vieron en Madrid, es tan hermosa y agraciada como su difunta madre. Y eso que la pobre Enriqueta era bella como pocas. Mire usted bien el retrato de la mujer que amé.

Y don Esteban fue a su mesa de trabajo, cogió la lámpara y levantándola más arriba de su cabeza hizo que su luz diese de lleno en el retrato que estaba sobre la chimenea.

Aquel busto de beldad sólo lo había entrevisto Zarzoso en la penumbra rojiza que antes lo bañaba y que aunque pareciera comunicarle vitales palpitaciones confundía su contorno y sus rasgos más característicos. Ahora, con aquella clara luz, pudo apreciarlo detenidamente, pero al primer golpe de vista no pudo evitar un rudo movimiento de sorpresa.

Creía tener delante el retrato de María; pero algo había en aquella mujer sonriente y púdicamente escotada que la diferenciaba de la sobrina de la baronesa de Carrillo.

La mujer del retrato era más distinguida, más espiritual, como dicen en la jerga de los salones; notábase en ella cierta anemia aristocrática y la ausencia de aquella robustez sanguínea que a María había dado el oculto entroncamiento con la sana raza plebeya; pero en lo demás la semejanza era exacta: las mismas facciones, idéntico aire de familia y los mismos ojos que miraban con graciosa e intensa dulzura.

A Zarzoso le pareció, ante aquel retrato, ver a su novia asomada a una ventana, de dorado marco y engalanada con las modas de veinte años antes.

Su movimiento de sorpresa no pasó desapercibido para Álvarez.

—¡Eh! ¿Qué es eso, amigo Zarzoso? ¿Es que acaso la conoció usted?… No puede ser, es usted demasiado joven. Su tío, el doctor, sí que la conocería, pues en cierta ocasión visitó al padre de Enriqueta.

Zarzoso no contestaba, pues la sorpresa parecía haberle paralizado. Seguía mirando con ávidos ojos el retrato y su estupefacción no le dejaba razonar sobre tan inesperada sorpresa. Lo único que se le ocurría era que aquella escena resultaba dramática; una casualidad de esas que sólo se encuentran en las novelas de interés y que algunas veces se reproducen en la vulgaridad de la vida.

Álvarez se alarmaba ante la sorpresa de su joven amigo y no sabía cómo explicársela.

—Pero, vamos a ver, amigo Zarzoso; ¿es que acaso la ha conocido? Vaya, no permanezca usted de ese modo, explíquese con mil demonios.

Don Esteban había perdido la paciencia, pues deseaba que cuanto antes se explicase el joven, comprendiendo que en su extrañeza se ocultaba algo interesante.

Zarzoso salió de su estupefacción.

—Señor Álvarez, ¿dice usted que esa señora se llamaba Enriqueta?

—Sí, amigo mío.

—¿Y cuál era su apellido?

—Baselga. Era la hija del conde de Baselga a quien su tío conoció en circunstancias bien críticas.

—¿Y la hija de esa señora lo es de usted?…

El joven hizo de un modo esta pregunta que Álvarez sintió en su cerebro como un rayo de luz que aclaraba todo el misterio.

—De modo que mi hija, que mi María es…

Y no dijo más, pero Zarzoso habla hecho con su cabeza una señal afirmativa.

Entonces fue a Álvarez a quien le tocó sorprenderse.

¡Oh, poder de la casualidad! El novio de su hija era aquel muchacho que tanto amaba, pues momentos antes había manifestado, como bajo la influencia de su recuerdo, se mantenía puro en el lodazal vicioso de París.

No se dieron cuenta de cómo fue aquello, pero los dos hombres se encontraron abrazados y casi próximos a llorar.

—¡Ah, hijo mío! —dijo Álvarez con voz temblorosa por la emoción—. El corazón habla muchas veces, aunque los materialistas no quieran creerlo, y por eso me fue usted tan simpático desde el primer día en que le vi. Algo encontraba en usted que me atraía y me inspiraba confianza, hasta el punto de que hace pocos instantes me impulsaba a decirle cosas que jamás he revelado ni aun al más amigo.

Los dos hombres, pasado aquel primer momento de emoción y ya más tranquilos, volvieron a ocupar sus asientos.

—¡Oh! Hablemos, hablemos —dijo con expresión de felicidad el viejo revolucionario—. Crea usted que este momento no lo cambio yo por el placer más grande que un hombre pueda experimentar. Esto alarga mi vida unos cuantos años… Diga usted, ¿cómo es mi hija? ¿Cómo comenzaron sus amores? ¿Qué vida hace ahora María? Hable usted con entera franqueza, no escasee detalles. Las cosas más insignificantes resultan de gran interés cuando se trata de un ser querido.

Y Zarzoso animado por la viva mirada de aquel hombre envejecido, que le escuchaba con un interés que emocionaba al par que producía lástima, fue relatando toda la historia de sus amores con María desde que la conoció en el colegio de Valencia, hasta que la vio por última vez en el Retiro, pocos días antes de marchar a París.

Las travesuras de María alegrábanle tanto como le indignaban las imposiciones tiránicas de la baronesa.

¡Oh!, aquel vejestorio de devota tenía una perversidad sin límites y bastante le había hecho sufrir a él en esta vida. Ella y sus amigotes, los padres jesuitas, eran los autores de todas las desgracias que habían afligido al pobre Álvarez, y de ellos forzosamente había de proceder cuanto de malo ocurría a la familia Baselga.

—¿No es verdad, hijo mío —decía don Esteban—, que usted nota en la familia de María un poder oculto que se parece a la mano de la fatalidad? Pues yo creo que esa maldición que sobre ella parece pesar existe únicamente por la baronesa y sus amigos los jesuitas, que deben tener cierto oculto interés en mezclarse en los asuntos de la familia. Los millones a que asciende su fortuna son un cebo más que suficiente para atraer a todos esos monstruos de sotana negra que no reparan en los medios para cumplir su fin. A todos nos han ido devorando. Primero al conde de Baselga, de cuya trágica muerte estoy seguro que ellos fueron los autores, después a la pobre Enriqueta y a mí, cuyos amores voy a relatarle; y últimamente a ese infeliz Ricardo, el fanático hermano de mi amada, al que enviaron a morir al Japón, después de robarle la fortuna. Ahora conviene que esté usted en guardia y no se deje sorprender, pues le perseguirán, ya que la respetable fortuna que aún posee María es más que suficiente para tentar su codicia de bandidos. ¿Duda usted de lo que le digo? ¿Cree usted que estas persecuciones de que hablo son simplemente manías nacidas de la imaginación de un viejo? Si su tío, el doctor, estuviese aquí, él afirmaría, seguramente, lo que yo le digo; pero para que se convenza, basta que yo le cuente la historia de mis amores con mi Enriqueta.

Y don Esteban comenzó a relatar al joven la dramática historia de sus amores, que parecía toda una novela y que causó honda sorpresa en Zarzoso. La figura de Enriqueta, que veía surgir de la relación, dulce e interesante, perseguida y esclavizada siempre por su hermanastra la baronesa, resultábale muy simpática, y sentía por ella un espontáneo afecto, tanto por las penas que había sufrido como por ser la madre de María.

Cerca de una hora duró la relación de Álvarez, y a pesar de esto a Zarzoso le pareció que sólo habían transcurrido algunos minutos, pues escuchaba con tanta atención al padre de María que sus sentidos estaban muertos para todo cuanto le rodeaba.

Al terminar, daban las siete en un antiguo reloj de tallada caja, que ocupaba un ángulo del salón.

A Zarzoso no le cabía ya la menor duda de que don Esteban Álvarez era el padre de María. Lo que sí le causaba profunda extrañeza era que su novia ignorase que existía en el mundo el ser que le había dado la vida y siguiese creyéndose hija de aquel hombre indigno cuyo apellido llevaba.

Ahora recordaba Zarzoso, con la vaguedad del que piensa en un ensueño, que María le había hablado de un hombre que fue a buscarla al colegio y que, en su concepto, era el perseguidor de la familia.

Esto coincidía con las revelaciones de don Esteban Álvarez y sublevaba el ánimo de Zarzoso, que no podía transigir con una infamia tan grande, como era ignorar una hija la existencia de su padre y vivir éste devorado por el vehemente deseo de conocerla.

—¡Oh! Es una feliz casualidad que nos hayamos conocido —dijo Zarzoso—. Siento indignación ante esa trama oculta que ha hecho que una hija desconozca a su padre, y he de procurar por todos los medios hacer que María sepa su origen. Esta noche misma le escribiré todo cuanto ocurre, y ella me creerá, pues tiene en mí la inmensa confianza que proporciona el amor. Ánimo, don Esteban; tal vez no muera usted ya sin recibir ese beso de su hija que tanto anhela.

Álvarez hizo un gesto negativo, como dando a entender que no creía en que un desgraciado como él, perseguido por la fatalidad, pudiese llegar a sentir tan inmensa dicha.

—¡Oh, sí!, dijo con entusiasmo—. Escríbale usted. Dígale que yo soy su padre, que bastará que me oiga para convencerse de ello; pero no tarde usted en hacer tales revelaciones, pues a pesar de que he esperado tanto tiempo me parece que me faltará ahora para experimentar tanta felicidad y que voy a morir antes de sentir tan inmensa dicha.

Después añadió con el acento del que advierte una cosa importante:

—Sobre todo que la baronesa no se aperciba de nada de esto. Ese vejestorio podría estorbar la santa obra de reconciliación que va usted a emprender.

—No se apercibirá de nada, yo se lo aseguro. Tengo el medio de comunicarme directamente con María sin que se aperciba la baronesa. Hay una buena persona que se encarga de proteger nuestra correspondencia.

Álvarez, dominado por aquella emoción que humedecía sus ojos, hacía signos afirmativos con su cabeza, sin saber por qué.

—También le ruego —dijo— que no comunique nada de lo que hemos hablado a ese loco de Agramunt. Para él conviene que sigamos siendo dos buenos amigos y nada más. Es un atolondrado que si llegara a saber que mi hija es la misma mujer a quien usted ama, encontraría el caso muy novelesco y no contento con relatarlo a todos los emigrados, sería capaz de repetirlo en alta voz, en pleno bulevar, para que lo supiera París entero.

Zarzoso sonrió ante aquella exageración.

—No es charlatán hasta ese punto —dijo—, pero hace usted bien en no tener gran confianza en su lengua. Nada le diré.

—Haremos una excepción en favor de Perico. Ese muchacho, a fuerza de sacrificarse por mí, ha llegado a serme tan indispensable que no puedo guardar con él el menor secreto.

—Sin embargo, no creo que usted le haya hecho saber esa tendencia al suicidio que tanto le agitaba.

Álvarez contestó con un gesto de alegre extrañeza:

—¡Eh! ¿Quién piensa en eso? Esas ideas fúnebres eran las de un padre que se veía alejado para siempre de su hija; pero ahora la cosa ha variado por completo y me siento feliz. Sí, señor, estoy contento como si hubiese encontrado a mi hija después de tenerla perdida cerca de veinte años.

La campanilla de la puerta, que sonó discretamente por tres veces, dio fin a la conversación.

—Es Perico que vuelve del almacén —dijo don Esteban—. De seguro que antes de subir ha conferenciado con la mujer del conserje para enterarse de cómo andaba la comida.

Álvarez fue a abrir y momentos después entró en el salón, mientras que su fiel criado iba y venía por el comedor, dando a entender, con el choque de platos y el retintín de cristales, que se ocupaba en poner la mesa.

Zarzoso se levantó para irse. Quiso detenerlo Álvarez invitándole a que comiese con él para solemnizar su extraño reconocimiento, pero el joven se excusó alegando que Agramunt le esperaba ya a aquellas horas a la puerta del restaurante, y que era hombre capaz de no entrar a comer mientras él no llegase.

Por fin el joven salió de la casa acompañándole hasta la escalera el mismo Álvarez, que parecía remozado con su brillante mirada y su apostura marcial de otros tiempo.

Al pasar por el comedor pellizcó alegremente en un brazo a su criado, diciéndole al oído con risueño misterio:

—¡Ah, Perico! ¡Si supieras!… ¡Si supieras!…

En el rellano de la escalera se despidió de Zarzoso con un fuerte abrazo, y por fin lo dejó ir con la condición de que al día siguiente vendría a comer con él y de que no faltaría ninguna tarde para charlar una horita sobre un tema tan grato como era María; aquella joven en la que se confundían los cariños de los dos: el del padre y el del novio,

En la misma noche, mientras Agramunt se iba a bailar a Bullier, Zarzoso se encerró en su cuarto y escribió a María una abultada carta de ocho pliegos, en la cual, con todas las salvedades que deben emplearse al hacer ciertas revelaciones a una joven soltera, le relataba por completo la historia de su madre, los amores de que ella era hija, y al mismo tiempo hacía una pintura conmovedora del estado de abandono y desesperación en que vivía su verdadero padre, héroe caído, patriota infeliz que languidecía en extranjero suelo, agobiado por la desesperación de tener una hija que no le reconocía, y antes bien le consideraba como a un monstruo.

El joven quedó satisfecho de su obra y al poner su firma murmuró con convicción:

—Seguramente que María dará crédito a cuanto le digo y reconocerá a su padre como a tal. Sería necesario tener un corazón tan duro como el de la fanática baronesa de Carrillo, para no conmoverse ante el espectáculo que ofrece ese hombre infeliz, solo en el mundo y desconocido por el único ser al cual tiene derecho a exigir un poco de cariño. María contestará inmediatamente a esta carta, y tal vez pueda dar al pobre don Esteban un motivo de verdadera satisfacción, una alegría suprema.

Zarzoso fue a comer al día siguiente con Álvarez y desde entonces no dejó de ir todas las tardes a hacerle la visita, en la cual la conversación versaba siempre sobre el mismo sujeto, o sea sobre María.

—¿No ha contestado todavía a su carta? —preguntaba con avidez el infeliz padre.

—Pero ¡por Cristo! Si anteayer salió la carta y aún tal vez no la haya leído María. No sea usted impudente, y ya que tantos años ha esperado, tenga calma por unos cuantos días.

Álvarez bajaba la cabeza con resignación. Era verdad. Su cariño de padre, su ansia por saber el concepto que merecía a su hija, hacíale ser impaciente y ridículo.

De los tres hombres que se reunían en aquella habitación de la calle del Sena, Perico era el único a quien no entusiasmaba gran cosa la joven de la que tanto hablaban el amo y su joven amigo.

Él respetaba mucho a aquella señorita María, a la que nunca había visto. Bastaba para ello que fuese hija del hombre al que adoraba como a un ídolo; pero le profesaba poca simpatía por el hecho de pertenecer a una familia de aristócratas que parecía maldita, pues acarreaba desgracias a todos cuantos la trataban.

Por culpa de aquellos Baselgas había muerto su tía en la cárcel; por ellos también su señorito había pasado por apurados trances y se veía ahora fuera de la patria, y como si no hubiera bastante, ahora salía a plaza aquella María, otra Baselga que renegaba de su padre y le sorbía los sesos a un buen muchacho que prometía ser un gran médico.

Y el rudo ex-asistente, al hablar así, miraba con expresión de lástima a Zarzoso.

¡Pobrete! También sacaría su astilla de mal, ya que había cometido la torpeza de enamorarse de una mujer perteneciente a aquella familia santurrona que parecía dada al diablo, según la facilidad con que sembraba la desgracia a su alrededor.

V. LAS HIJAS DE LA NOCHE

Empiezan a hacerse más densas y oscuras las sombrías gasas que el crepúsculo extiende sobre las calles de París; comienzan a brillar inquietas las lenguas de fuego del gas, dentro de los faroles o a centellear los blancos focos eléctricos, semejantes a las pupilas de un albino; termina en los cafés la hora de la absenta; empieza el trabajo en los restaurantes, y apenas tal sucede, sobre el asfalto de los bulevares, sentadas a las mesas de los comedores públicos o contemplando con fingido interés los escaparates, mientras miran al mismo tiempo con el rabillo del ojo a los que están detrás aparecen un sinnúmero de mujeres que van solas o formando parejas, mujeres que tienen una existencia particular y rara, a quienes jamás se ve durante el día y que semejantes a las aves nocturnas, como si el sol les incomodara, aguardan las primeras sombras para salir de su madriguera.

París, en las primeras horas de la noche, parece una ciudad invadida por inmenso ejército femenino. Doquiera se dirigen los pasos se encuentran siempre los mismos tipos, aunque presentados en diversas formas. Unas, las de clase más modesta, vestidas extravagantemente con ropa que a la legua delata su procedencia de desecho, se paran en las esquinas devorando el pedazo de pan y de carne que acaban de comprar en la cremerie y que tal vez constituye su única comida diaria; otras que apenas si parecen llegadas a la pubertad, pequeñas, entecas y vistiendo todavía como niñas, saltan y corren por las aceras con grande algazara, gozando en empujar rudamente al pacífico transeúnte que nada les dice; muchas pasan andando con gravedad soberana, vestidas con arreglo al último figurín y dejando tras sí una estela de punzantes perfumes; pero todas ellas miran de igual modo y llevan idéntica expresión en el rostro, lo mismo la que viste de negro con cierto aire monjil y lleva la cabeza descubierta, que la que ostenta el ancho sombrero de alas serpenteadas y ondulantes plumas.

La virtuosa madre de familia, la joven honrada, no se atreven a salir así que cierra la noche, sino del brazo del esposo o del hermano, porque muchas veces las identidades en el vestir producen gran confusión y tremendas equivocaciones.

Esa invasión que nocturnamente sufre la gran ciudad es lo que la deshonra a los ojos del mundo; es la que hace aparecer como centro, únicamente de placeres y vicios, a una población cuyo vecindario en su gran mayoría es honrado, trabajador y virtuoso.

Pero el inmenso número de seres que alberga París, pertenecientes a la clase antes descrita, es suficiente para dar a una capital un carácter poco honroso, que realmente no tiene.

¿Cuántas son las mujeres que en las primeras horas de la noche salen a las calles de París a buscar el sustento a cambio del honor?

Primeramente se imagina que son algunos miles, pero cuando se acaba por ver que apenas hay calle ni establecimiento de recreo de la inmensa ciudad donde ellas no envíen su representación, no se puede menos de creer que, semejantes a los descendientes de Abraham, su número es tan inmenso como las estrellas del cielo o las arenas del mar.

Su cifra espanta y hace pensar con tristeza en que otras tantas son las madres honradas que ha perdido la sociedad.

Este inmenso ejército del vicio se ve diariamente combatido con gran rudeza por la miseria y las enfermedades; en él, la muerte se ceba con una insistencia feroz que no guarda para otras clases, y a pesar de esto, sus filas no se aclaran y en el hueco que deja una que cae para siempre aparece inmediatamente otra que trae todavía en las mejillas el color de melocotón sazonado, signo de salud y robustez que no tardará mucho en perder

Para que tan incesante reemplazo se verifique en su ejército, el vicio tiene especiales y activos reclutadores, y el más principal de éstos es la atmósfera de corrupción de las grandes ciudades.

Según las observaciones de uno de esos sabios parisienses que se dedican a estudios en la apariencia algo fútiles, pero que en el fondo tienen trascendencia social, de cada diez mil muchachas que anualmente llegan del fondo de los departamentos a la gran ciudad para dedicarse al servicio doméstico, mil vuelven a sus pueblos a los pocos meses por no ser aptas para tal profesión o sentir demasiado la nostalgia de la patria; otras tantas consiguen a fuerza de sisas y economías, por espacio de cuatro o cinco años, reunir tres mil francos con los que compran un marido, garçon de hotel o simplemente visitante de tabernas; unas diez o doce se arrojan al Sena, pues cometen —como diría un parisiense— la insigne tontería de tomar el amor en serio; y las restantes, maleadas por el ambiente de la ciudad, con la conciencia corrompida por los ejemplos que continuamente se presentan a sus ojos, desesperadas de poder reunir la cantidad de dinero que necesita en Francia una mujer para casarse, y seducidas por el espectáculo de algunas que, meses anta, fregaban platos como ellas y en la actualidad visten mejor que sus antiguas señoritas y gastan a todas horas traje de alquiler, se deciden a hacer un cambio radical en su vida y conducta, pasan el Rubicón, que en estas circunstancias representa el honor, y van a engrosar aquellas mesnadas femeninas que atraen la presencia en París de toda la gente rica y corrompida de las cinco partes del mundo.

¡Qué triste historia sintetiza cada una de esas infelices que pasa la vida riendo por las calles y cafés de París! Muchas veces la más descocada e insolente que remedando los ademanes que veía hacer a sus antiguas señoritas ha conseguido darse cierto aire de distinción, y hace creer a sus imbéciles amigos que es hija de un banquero arruinado, de un general perdido por la política, etcétera, es causa de que dos pobres ancianos, allá en lo más ignorado del último departamento y en su miserable choza, lloren noche y día creyendo muerta la hija que salió del pueblo cuando muchacha para ir a servir a París, con las mejillas rojas por el rubor, los ojos bajos y el aire tímido e inocente. Los infelices padres recibían antes todos los meses una carta garrapateada, en la que la niña les decía que su salud era buena y les contaba las cosas de sus amos; pero llegó un mes en que la carta faltó, al siguiente tampoco vino y así fue sucediendo durante mucho tiempo, hasta que al fin los dos viejos fueron a París a buscar a su única hija; pero su intento resultó vano y a los pocos días, asustados del ruido de la gran ciudad, se volvieron a casa para llorar a la muchacha que, según sus deducciones, habría sido aplastada por un coche o se habría ahogado en el Sena. Aquellos infelices lloran sin tregua… y con motivo, pues se conduelen de la muerte de la hija honrada e inocente, y ésta no existe puesto que los virtuosos ancianos nunca querrían reconocer a su hija de ayer en la mundana desenvuelta de hoy.

Historias como éstas hay muchas en la gran ciudad, pues se encargan de formarlas la mayor parte de esas jóvenes que llegan a París cubiertas con ridículas cofias y mirando a todos con aire cerril y salvaje, para al cabo de un año ir por las calles llevándose tras sí centenares de miradas, cubiertas de las más costosas galas que constituyen la última moda y muchas veces salpicando de barro, con las ruedas de su carruaje, a las mismas familias a quienes meses antes les servían la sopa todas las tardes a las seis en punto.

Muchas veces esas mujeres que tal salto han dado en su existencia, rodando de brazo en brazo, encuentran algún poeta que les cante, porque la lira de la juventud, que sólo quiere entonar himnos a la belleza, es poco escrupulosa en cuanto a moralidad, e indudablemente entre las Ninon, las Ninettes y las Lilis a quienes dedicaba sus originales sonetos Alfredo de Musset, el poeta más dulce y más cínico a la par que ha tenido Francia; entre aquellas mujeres que merecían tan hermosas frases y tan aéreos conceptos, las había que poco tiempo antes barrían las escaleras, se llamaban Paulas o Mauricias y no conocían más versos que los estúpidos de los couplets populares.

¡Es triste cosa que un par de trajes elegantes y cuatro ademanes imitados basten para trastornar el seso de un gran poeta, y que su lira rompa deshonrosamente a cantar el vicio y la corrupción!

Pero no es solamente la clase antes indicada la que contribuye a que el vicio tenga siempre un sacerdocio en París, pues éste se ve también engrosado por otros elementos.

Acuden a la gran ciudad, como mariposas atraídas por fuerte luz, desdichadas de todos los países; lo mismo de las risueñas campiñas andaluzas que de los campamentos cosacos; igual de las Repúblicas americanas que de las posesiones europeas de África, y ellas hacen desfilar por frente a esos millonarios que durante el invierno sientan sus reales en los bulevares, todos los tipos, colores y configuraciones de los diversos pueblos de la tierra.

Junto a todas éstas, descuella y se da inmediatamente a conocer la indígena o propiamente parisiense, la que si ha salido más allá de las barreras sólo ha sido para llegar hasta Versalles o Suressnes, y que cree que el centro del universo, a cuyo alrededor giran el sol y todos los planetas, es el bulevar de los Italianos; mujer original y rara a quien gusta todo lo extravagante y que tiene la ágil perversidad del mono, la fatuidad y los discordes chillidos del pavo real y las marrullerías y malas intenciones de un gato viejo.

El tipo de la alegre parisiense es un ejemplar repetido hasta lo infinito, pero siempre con el mismo texto. Su historia es siempre idéntica. Nacen y crecen en una portería o en un sotabanco. La madre vende flores o frutas en un carretoncillo por las calles, el padre trabaja tres días a la semana y en la noche del sábado, después de andar a puñetazos con su mujer por cuestión de mejor derecho para guardar los ochavos, se mete en la taberna, de donde sale el miércoles casi a gatas. La niña, como ya es grande, trabaja en un taller tranquilamente hasta que un día la compañera la tienta a ir por la noche a un baile cualquiera, y allí con un muchacho que empieza su conquista regalándole un ramo de violetas de cinco céntimos y convidándola a un bock, y acaba por enamorarse de aquel tipo delicioso que sabe ponerse el sombrero de canto sobre la nariz, que imita el canto del gallo con exactitud sorprendente, que baila la cuadrilla haciendo el pajarito y que tiene un sinfín de hermosas habilidades, aunque desconoce la más principal, o sea, la del trabajo, pues no falta quien le asegura a ella que el tal ente vive de poner contribución a los afectos de sus enamoradas.

Desde aquel día la muchacha no vuelve a su casa; el padre, entre vaso de vino y copa de kirskic, jura a sus compañeros de la taberna que donde la pille la va a matar; la madre llora y cuenta sus penas a la vecina, y así pasan los meses, hasta que un día la encuentran en el bulevar los autores de sus días, elegantemente vestida, del brazo de un caballero, y… no sucede absolutamente nada, pues al marido le parece muy agradable tener una hija que siempre que le encuentra le da un par de francos para beber y la mujer casi se alegra de que la niña no haya venido a casarse al fin con cualquier muchacho del barrio, que la haga desfallecer de hambre y le administre una paliza semanal.

¡Especial modo de ser el de gran parte de las familias parisienses! Las honradas familias españolas jamás podrán comprender, para fortuna nuestra y de la moral, esa indiferencia afrentosa que se manifiesta aquí entre ciertas clases ante la pérdida del honor.

El espectáculo que ofrecen esas infelices jóvenes, entregadas a una incesante crápula, en la edad de los ensueños y de las ilusiones, no puede ser más triste y desconsolador. Se ven entre ellas rostros francos y hermosos que a primera vista parecen frescos e inocentes, pero que mirados con más detención delatan una fatiga inmensa propia del abuso de la vida; y aquellas bocas, muchas veces plegadas por angelicales sonrisas, se abren para dejar oír voces roncas por el alcohol, que profieren las más soeces frases o los más tremendos juramentos, con una naturalidad abrumadora.

La vida nocturna de esas infelices está de continuo llena de sobresaltos y peligros, pues cuando no las incomoda el vicio con sus más hediondas formas, las persigue la sociedad, que tiene más cuidado en sacar provecho de los seres que viven fuera del mundo de la moral, que en redimirlos de tan degradante esclavitud.

Muchas veces, el transeúnte, de rostro bondadoso, que pasea su bonhomía por las calles durante la noche, se ve de repente agarrado del brazo por una mujer que empieza a marchar junto a él con naturalidad de antiguos amigos. Él, sorprendido, intenta preguntar, pero ella hace que calle, y así andan un poco, hasta que al llegar a cualquier esquina el hombre, que ya empieza a interesarse por adivinar en qué parará aquello, ve que su pareja le abandona y desaparece.

Es que aquella infeliz va perseguida por la policía, que siempre se muestra cruel con el vicio que no da parte de sus rendimientos al Estado, y para salvarse se agarra al brazo del primer hombre que encuentra, lo que la pone a cubierto.

Tan inmensa falange de víctimas de la concupiscencia de una gran ciudad aumenta todos los días. Raro es aquél en que las oficinas de la policía no reciben reclamaciones de dos o tres familias para que busquen otras tantas jóvenes fugitivas del hogar doméstico; pero como no andaría muy medrada la institución que vela por la seguridad pública si tuviera que atender a tan continuas demandas, son pocas las diligencias que se hacen para buscarlas, y a las muchachas emancipadas de la tutela paternal para ser víctimas de las pasiones, les basta mudarse a un barrio de París, algo distante del que ocupan sus parientes, para que éstos no las encuentren en años.

El antimoral ejército que pulula por París tiene dos tremendos enemigos que ametrallan de continuo sus filas, causando muchas bajas: el hambre y las enfermedades.

Cuando el vicio forma las legiones que sostienen su bandera y pasa revista, encuentra muchos huecos en aquéllas. ¿Qué se ha hecho de Tilín, Odilia, Shara, Iseult y Mimí?

Que se lo pregunten al Hospital o al Sena. Las más han perecido a manos de la miseria y sus cuerpos figuran en las mesas de disección de la Escuela de Medicina, y las otras se han suicidado arrojándose al río, porque estaban cansadas de vivir… a los veinte años.

VI. JUDITH LA RUBIA

Seguía Zarzoso el bulevar Saint-Germain en dirección contraria al Sena a la hora en que los reverberos de las calles acababan de encenderse y en que las tiendas comenzaban a iluminar sus escaparates ante los cuales se detenían los curiosos.

El cielo ceniciento, que como sucia cortina se extendía sobre los tejados, estaba empapado aún con el último y moribundo reflejo del crepúsculo.

El joven médico parecía muy preocupado. Hacía un frío molesto por lo punzante; soplaba un cierzo que parecía herir el cutis como sutil cuchilla; todos los transeúntes andaban apresuradamente con las manos metidas en los bolsillos y arrebujados en sus abrigos y a pesar de esto Zarzoso, como si fuera insensible a los rigores de la estación, caminaba con lentitud, con el gabán desabrochado, el cuello bajo, los brazos cruzados sobre la espalda sosteniendo con desmayo el bastón y la cabeza inclinada, cual si no pudiera resistir la pesadumbre de la inmensa balumba de pensamientos que se agitaba en su cerebro.

Acababa de salir de la calle del Sena, donde había pasado una hora en conversación con Álvarez, si es que conversación podía llamarse a la repetición infinita de una misma pregunta, bajo diferentes formas.

—¿Todavía nada? —preguntaba con ansiedad el infeliz padre.

—Nada —contestaba con lacónico desaliento el novio de María.

Y los dos hombres quedaban silenciosos, mirándose con expresión dolorosa, combatidos por diversos pensamientos, hasta que transcurridos muchos minutos se atrevían a volver a hablar:

—Es extraño ese silencio, hijo mío. —Realmente es muy extraño, don Esteban.

Y así seguía la conferencia de los dos hombres todas las tardes, hasta que por fin, Zarzoso, cansado de la incertidumbre de Álvarez que aumentaba la suya propia, le daba las buenas noches y lo abandonaba.

El joven médico, al salir aquella tarde de la calle del Sena y remontar con aspecto desalentado el bulevar Saint-Germain, iba pensando en que justamente aquel mismo día hacía un mes que había escrito a María la carta en que le notificaba el encuentro casual con el que era su verdadero padre.

Esperó seis días confiando en que, transcurrido este plazo, que era el que necesitaban sus cartas para alcanzar contestación, María le escribiría como siempre; pero pasó el tiempo y la carta no llegó.

Zarzoso sospechaba de la Administración de Correos; creía ocurridos los más absurdos incidentes en el viaje de la correspondencia para explicarse de este modo la desaparición de su carta; de todos pensaba mal menos de María, y volvió a escribir y a esperar otros seis días mortales, siendo acogida esta segunda tentativa con el mismo absoluto silencio.

Aquello era absurdo, le resultaba imposible, y tanta fe tenía en María, que hasta en algunos instantes creyó que soñaba.

La sospecha de que sus cartas se hubiesen perdido resultaba inadmisible, pues en tal caso María, alarmada por este silencio, se hubiese apresurado a escribirle pidiéndole explicaciones.

Fue aquel mes la época más terrible que en su vida tuvo Zarzoso. Acosó a preguntas al conserje de su hotel y casi lo sometió a un interrogatorio, como si temiera que ocultase las cartas recibidas, bajó al portal a las horas en que solía llegar el cartero para hostigarle con reclamaciones que estaban próximas a originar una pendencia, hasta llegó a ir con Agramunt a la Administración Central de Correos para enterarse de las probabilidades de extravío que tenía una carta de Madrid a París; pero toda su nerviosa inquietud, toda su irritada movilidad, no le sirvió más que para convencerse de que nadie le escribía y que aquel silencio postal tenía su principal motivo en Madrid y no en los encargados de transmitir la correspondencia.

Zarzoso presentía en este silencio un hostil misterio, un poder oculto que había descubierto su amor y trabajaba contra él; pero estaba lejos de adivinar su verdadero significado y de dónde procedía.

El joven, desesperado ya, en vez de dirigirse a su novia, escribió a doña Esperanza, la viuda de López, que era a quien enviaba siempre las cartas. Pidiole explicaciones sobre aquel silencio inesperado, pero éste continuó y su novia no le escribía, tampoco la viuda se dignó darle contestación.

Entonces Zarzoso llegó a desesperarse de un modo que inspiró inquietudes a Agramunt.

Roído por la incertidumbre y agitado por las sospechas, Zarzoso, a los veinte días de aquel silencio, apeló a los medios más extremos.

Con la desesperación del náufrago que se agarra al más insignificante objeto confiando que va a salvarle, creyó que apelando al telégrafo adquiriría mejor resultado que valiéndose del correo, y envió telegramas urgentes, con la contestación pagada, a la viuda de López, sin que por esto lograse romper aquel silencio absoluto y desesperante que le salía al paso apenas intentaba comunicarse con Madrid.

Zarzoso no sabía ya qué hacer para explicarse la causa de aquel silencio.

No había que pensar en la posibilidad de que María no contestase por hallarse enferma. En un número de La Época que leyó en el café de Cluny, encontrose con una reseña de un gran baile, en la que se dirigían elogios a la sobrina de la baronesa de Carrillo, haciendo una descripción dulzona de su hermosura, su gracia y su elegancia.

Además, Zarzoso había pedido noticias a un amigo de Madrid, antiguo condiscípulo de la escuela de San Carlos, en el que tenía absoluta confianza, y éste, que contestó inmediatamente, le dijo haber visto a María en los paseos con el aspecto de siempre, y que en cuanto a la viuda López estaba bien de salud y habitaba la misma casa, que era donde Zarzoso dirigía toda su correspondencia amorosa.

Esta noticia hizo llegar al período álgido el asombro y la desesperación del joven.

No estaban enfermas María y su acompañante doña Esperanza; no había ocurrido nada de particular en su existencia, ¿por qué guardaban, pues, tan inexplicable silencio?

Zarzoso, del abatimiento y de la tristeza comenzó a pasar a la violencia. Escribió cartas en estilo amargo, irónico, casi insultante y las envió a Madrid, sin ser por esto más afortunado ni lograr romper aquel silencio.

Hubo momentos en que acarició la idea de abandonar París y presentarse en Madrid inesperadamente, con el propósito de pedir cuentas a María de su inexplicable conducta; pero el joven experimentaba un pavor infantil al pensar en su tío, y la consideración de que éste podría enterarse de tan extraño viaje era más que suficiente para hacerle desistir.

Enclavado en París, y en aquel aislamiento desesperante en que le dejaba la mujer querida, Zarzoso permaneció un mes entero, experimentando en los últimos días una gran indignación que trocaba su antiguo amor en irritación sorda y terrible contra María.

El joven creía ya haber encontrado, en los últimos días de aquel mes de espera e incertidumbre, la clave que explicaba tan misterioso silencio.

¡Ah, la miserable! ¡La orgullosa aristócrata! La extensa carta que le había enviado su novio dándole cuenta del encuentro con el que resultaba su verdadero padre era el único motivo de aquel silencio absurdo. La condesita se avergonzaba sin duda de su origen; irritábase indudablemente contra su adorador, por haber éste descubierto el misterio de su nacimiento y a ello era debido que, deseando romper unas relaciones que le resultaban ya molestas, se negara a contestar a las cartas de Zarzoso, acabando los amores con tan villano procedimiento.

Así se explicaba Zarzoso el silencio de María, y como cada vez se sentía más atraído por esta solución que había imaginado, comenzaba a considerar con cierto desprecio a su antigua novia, teniéndola por una mujer vulgar, fatua y preocupada por las ideas rancias de su clase.

En esto iba pensando aquella tarde al salir de la casa de la calle del Sena, y se ratificaba cada vez más en sus ideas al notar que don Esteban participaba de ellas, aunque no se atrevía a manifestarlo por miedo a aumentar el desaliento que experimentaba el joven médico.

Cuando éste, dejando el bulevar Saint-Germain, entró en el de Saint-Michel, iba tan preocupado con sus pensamientos que monologaba en voz baja, gesticulando hasta el punto de llamar la atención de los transeúntes más próximos.

—¡Qué engañado estaba! Quien mejor conoce a esa familia es Perico, el antiguo criado de don Esteban. ¡Raza de orgullosos, en la que sólo se encuentran amores nocivos! Ahora veo claro: María es igual a todas las mujeres de su familia, tan orgullosa y falta de sentimientos como su tía la baronesa, sólo que con su carita de ángel y su aparente bondad sabe engañar mejor y ocultar la ruindad de su fondo. ¡Vive Dios! ¡Y que no pueda yo dejar de amarla!… ¡Que no tenga yo la fuerza suficiente para olvidar y permanecer indiferente ante ese silencio abrumador!

Y el joven, a pesar de sus quejas, de sus recriminaciones contra María, reconocíase impotente para combatir aquel amor, que según su expresión había penetrado en él hasta los tuétanos, y tanta necesidad sentía de ser correspondido, que cual el desesperado que no pierde la esperanza de salvarse hasta en los últimos instantes, en su cerebro acababa de surgir la halagadora idea de que María tal vez le habría contestado y a aquellas horas la carta estaba esperándole en el casillero de la portería de su hotel.

Cuando Zarzoso formuló este pensamiento, se encontraba casi a la puerta de su restaurante, situado frente al Luxemburgo.

Dudó algunos instantes. ¿Qué hacer?

Era absurda la esperanza de que le aguardase en el hotel la anhelada contestación de María. En las horas que había permanecido fuera de casa sólo había un reparto de cartas, y en éste rara vez entraba la correspondencia española; por esta misma inverosimilitud de su esperanza el joven se sentía atraído por ella, y al fin se decidió a remontar la calle Soufflot y entrar en su hotel para convencerse de si había adivinado la llegada de la carta. No quería comer agitado por la incertidumbre o halagado por absurdas esperanzas.

Cuando el joven; atravesando la plaza del Pantheón fue a entrar en su hotel, apenas si se fijó en una mujer joven, vestida con bastante elegancia y que estaba parada cerca de la puerta, al pie de un reverbero, y teniendo a pocos pasos un perrillo lanudo y feo que jugueteaba con un pedazo de periódico.

Zarzoso penetró en la portería y lanzó al casillero una ansiosa mirada. La mayor parte de las casillas de los otros huéspedes tenían cartas o periódicos con fajas selladas que demostraban su lejana procedencia; pero en la suya nada absolutamente, la llave nada más colgando con tristeza del clavo, como si sintiera desaliento al verse en tal soledad.

Haciendo un gesto de resignación salió de la portería y al volverse de espaldas para cerrar la mampara de cristales, tropezó con una mujer que entraba resueltamente en el portal. El joven la miró, balbuceando una excusa y llevándose la mano al sombrero.

La reconoció inmediatamente. Era la joven que momentos antes se hallaba al pie del farol de gas y su perro estaba ahora allí, junto a ella, apretándose contra sus faldas como si sintiera temor al penetrar en una casa desconocida.

Era de mediana estatura, de un cutis blanco de transparencia lechosa y lo que en ella llamaba la atención, más que las facciones y las formas de su cuerpo erguido con petulancia, eran los cabellos y los ojos ofreciendo un rudo contraste que inmediatamente saltaba a la vista. La cabellera era rubia, pero de un rubio dorado, oscuro, brillante, que parecía irradiar luz; y los ojos, por un contrasentido de la naturaleza, aparecían negros, rasgados, agrandados aún más por ciertas líneas y sombras del lápiz de tocador, y haciendo recordar los de las circasianas encerradas en el fondo del harem, adivinábase una inmensa malicia: lo mismo sabrían fingir la cándida mirada de la inocencia y del asombro, que animarse y chispear con la excitación brutal de la orgía.

En toda su persona perfumada, que esparcía un ambiente de dulce olor de violeta, notábase algo de original, cierto corte bohemio que la elevaba sobre la vulgaridad de la cocotte.

Vestía con elegancia y, sin embargo, en toda su persona, que respiraba originalidad, notábase la tendencia a huir de la última moda vulgar, de combatir el último figurín, que es siempre artículo de fe para las mujeres parisienses. Su traje de raso, de color malva, transigía un poco con la moda; pero en la cabeza llevaba un artístico chambergo erizado de ondulantes y largas plumas, y los hombros estaban cubiertos por una capa de seda negra que le bajaba hasta los pies en pliegues estatuarios. Adivinábase en aquella mujer, con su aspecto ligero y un tanto fatuo, el fanatismo del arte que absorbe todos los sentimientos y comprendíase que el modelo de sus trajes, en vez de copiarlo de los periódicos de modas, los sacaba de los hermosos retratos de marquesas y duquesas del pasado siglo, que existían en el museo del Louvre.

Como para completar aquel atavío artístico, que resultaba algo extravagante, su cabellera luminosa caía suelta en bucles sobre el cuello de su capa y en la mano llevaba un latiguillo de correa que le servía algunas veces para atar a su perro, pero que casi siempre empuñaba, chasqueándolo con aire de amazona.

Zarzoso, a pesar de su preocupación, no pudo menos de quedarse sorprendido, mirando a aquella mujer tan extraña y hermosa que resultaba original aun en el Barrio Latino, cuna de tanta extravagancia.

—Señora, dispense usted —dijo llevándose la mano al sombrero.

—Gracias, señor —dijo con una voz que por su timbre grave desdecía algo de su tipo de belleza—. Es usted muy amable.

Y la hermosa rubia, sin moverse de la pared, parecía sentir deseos de entablar conversación; pero Zarzoso, poco acostumbrado a tratarse con las mujeres del barrio, seguía sintiendo miedo y por esto se apresuró a saludar, saliendo inmediatamente del hotel.

Estaba el joven a la mitad de la calle Soufflot cuando ya había olvidado a la gentil rubia. La inquietud producida por el silencio de María había vuelto a reaparecer y el joven pensaba nuevamente en su novia, sintiéndose desalentado.

Cuando llegó al restaurante encontró a Agramunt sentado ya a la mesa y hablando amigablemente con un grupo de estudiantes que comían en la mesa inmediata.

—Oye, Juanillo —dijo el catalán cuando el joven médico se sentó a su lado—. Esta noche hay baile de moda en Bullier. Ya sabes, concurrencia distinguidísima. Las cocottes con más chic del otro lado del río pasarán esta noche los puentes para asistir a la fiesta y bailar la cuadrilla. Además se dispararán fuegos de artificio, habrá sorpresas; en fin, un gran programa, según me acaban de decir esos chicos que están en la mesa de al lado. El placer armonizado con la economía; entrada, dos francos para los caballeros y gratis para las señoras. ¿Vienes?

—No voy —contestó Zarzoso con mal humor.

—Pues harás mal. Necesitas divertirte para que se te vaya esa melancolía cruel que te devora por momentos. Tampoco hoy hemos recibido carta, ¿eh?… Me lo figuraba; ni al mismo diablo se le ocurre enamorarse de una condesita orgullosa que te ha hecho caso mientras estuviste en Madrid y la divertías con tus miradas lánguidas y tus suspiros, pero que te ha olvidado apenas has vivido algunos meses lejos de ella. Dios sabe cuántos novios tendrá a estas horas la niña. Debes creerme a mí y dejarte guiar por mis consejos, pues aunque no soy viejo tengo experiencia. Diviértete, goza todo lo que puedas y piensa como lo que eres; como un joven de talento que tiene muchos años de vida por delante, y no como un viejo que anhela casarse y constituir una familia. ¿A quién diablos se le ocurre a tu edad tener novias en serio y tomarse tantos disgustos por si ha venido o no una carta de Madrid? ¿Quién te ha de escribir esa carta? ¿Una mujer hermosa? Pues aquí, sin salir del barrio, las encontrarás a docenas y de seguro mejores que aquellas sosas de allá; pues yo, querido, aunque pase por mal patriota, prefiero la mujer francesa. Además, los amores de aquí son algo más sustanciosos y divertidos que los noviazgos de allá, limitados siempre a palabritas dulces, miraditas tiernas y un sinnúmero de señas con las manos desde el balcón a la calle. Créeme, Juanillo, no seas inocente; ven esta noche a Bullier y yo me comprometo a buscarte media docena de novias, superiores a esa que tienes en Madrid y que tan mal se porta contigo.

Zarzoso comía con la cabeza baja, ocultando la sorda irritación que le producían las atrevidas comparaciones de Agramunt, el cual no cesaba de animarle a su modo, intentando decidirle a que fuese al baile de Bullier.

De este modo transcurrió la comida y cuando los dos jóvenes se levantaron de la mesa, Agramunt, con expresión marrullera de cariño, cuyo verdadero significado adivinaba Zarzoso, enlazó su brazo con el de éste y le dijo, con expresión fraternal:

—Vamos, Juanillo, decídete… ¿vienes?

—No, no voy. No seas pesado —dijo Zarzoso con voz en que se notaba la ira.

—Bueno, pues no reñiremos por eso. Te acompañaré a dar unas cuantas vueltas por el bulevar y a las diez te dejaré para que te vayas a casa, a llorar tus desdichas. Yo me iré al baile… ¡Ah!, y ahora recuerdo. Harás el favor de prestarme diez francos por si tengo algún compromiso en el baile. Ya ves, siempre saltan al paso antiguos conocimientos.

Zarzoso sonrió a pesar de la irritación que sentía. Ya había salido al exterior la verdadera causa de aquella expresión cariñosa que momentos antes había mostrado Agramunt. Siempre que su amigo le hablaba en aquel tono era signo de próximo sablazo, cuyo importe le era después devuelto con más o menos retraso cuando el escritor cobraba en la casa editorial.

Zarzoso dio a su amigo medio luis y ambos, encendiendo sus cigarros en el mechero del mostrador, salieron del restaurante.

Bajaron por la ancha acera del bulevar para ir, como de costumbre, a tomar café a Cluny y a los pocos pasos, ante un gran escaparate de camisas y corbatas, vieron a una mujer que parecía mirar con gran atención los géneros expuestos, pero que al hallarse próximos los dos jóvenes, volvió rápidamente la cabeza y se quedó con los ojos fijos en ellos.

Zarzoso hizo un movimiento de sorpresa, sin poderse explicar la causa de ello.

Era la misma mujer de poco antes, la hermosa rubia que había encontrado en el portal de su hotel.

Agramunt tardó más en apercibirse y cuando ya estaba junto a ella fue cuando se fijó, haciendo también un movimiento de sorpresa.

—¡Calla!… ¡Es Judith la rubia!

La joven sonreía como encantada por aquella sorpresa, y al mismo tiempo movía con mano varonil su latiguillo.

—Si, soy yo, ya hace tiempo que no nos veíamos.

Y luego, tendiendo su mano con cierto aire soldadesco, dijo al escritor:

—¿Cómo estás tú, buena pieza?

VII. LA PRIMERA NOCHE

El reconocimiento fue afectuosísimo. Judith parecía encantada por aquel encuentro, y hasta su perrucho, como si participase de la alegría de su ama, rabitieso y con las orejas rectas, hacía la rosca en torno de los dos jóvenes.

¡Vaya un encuentro!

—¿Y qué es de ti ahora? —preguntaba con curiosidad Agramunt—. ¿Cómo has estado tanto tiempo alejada del barrio?

Y Judith, con su voz hombruna, dando palmadas de compañero en los hombros del escritor y hurgándole en el vientre con el puño de su látigo, siempre que se permitía alguna observación subida de color, iba relatando, con frases incoherentes cortadas por ruidosas carcajadas, la historia de su desaparición del barrio.

—El amor, chico, el amor: esa maldita afición a los artistas pobres y de talento que ha de ser mi perdición, y no me deja hacer carrera como a otras.

Y matizando su puro lenguaje francés con palabras sacadas del caló del Barrio Latino y del de los arrabales, fue relatando su viaje por Bélgica e Inglaterra, que había durado más de ocho meses.

Se había ido de París con un dibujante de Le Monde Ilustré que emprendió una excursión artística por orden de sus editores. El viaje había sido feliz, se arrullaban como dos tórtolas, se amaban con el fuego indestructible de las grandes pasiones, llamaban la atención en los hoteles y hasta en los trenes por aquel amor público que no se recataba y que iban paseando de país en país; pero en Londres surgió la primera nubecilla con motivo de ciertas sospechas de infidelidad que Judith inspiró a su amante con su ligero carácter. Aquella escena de celos fue decisiva.

Chico, aquello fue todo un quinto acto de los melodramas que representan en la Port Saint-Martin. Yo, cansada de sus lamentaciones, le di con este látigo; él me tiró su caja de dibujo a la cabeza; estuvimos pegándonos hasta que entraron a separarnos los criados del hotel, y avergonzada de aquella escena, porque ya sabes que yo soy muy señora y no me gustan los escándalos como a ciertas mujercillas, pasé el canal, y al día siguiente estaba ya en París, con mi Nemo, el fiel amigo de Judith.

El perro, al ser aludido, ladró alegremente, poniendo las patas en las faldas de su ama, la que le contestó con un latigazo.

Zarzoso, a pesar de sus preocupaciones, miraba con creciente curiosidad a aquella mujer original, extraña e incoherente, que interpolaba los más sucios y canallescos vocablos en un elegante lenguaje que parecía de una actriz de la Comedia Francesa, y que, estrambótica en todo, ponía a su perro el nombre del misterioso personaje submarino imaginado por Julio Verne.

Judith afectaba no fijarse en Zarzoso y continuaba su conversación con Agramunt, el cual, dominado por cierta curiosidad, seguía preguntándole:

—Y ahora, ¿estás con Luigi, el modelo italiano?

Esta pregunta pareció contrariar a la joven; pero se repuso y contestó con resolución:

—Con ése siempre. Es otra de mis debilidades. Cuando nadie me quiere voy a buscarle. Pero ahora no estoy con él.

—¿Y qué hacías ante ese escaparate?

—Nada, me distraía. No sé dónde ir: te digo que empiezo a encontrar ya insulso este barrio y si supiera dónde existe una población en que pueda una divertirse más que en París, allá me iría inmediatamente. Estoy aburrida de la vida y el día menos pensado me arrojo al Sena.

—¿Por tercera vez? —dijo con acento burlesco Agramunt

—No, por cuarta —contestó con gravedad Judith—. Figuro ya por tres veces en el registro de la policía, como salvada por esos cochinos que se arrojan al río para ganar la prima de veinticinco francos e impedir que una mujer se ahogue cuando le dé la gana… Sólo que entonces —añadió con expresión melancólica— era yo tan imbécil que intentaba suicidarme por amor, enloquecida con las perrerías que hacían mis amantes. ¡Qué tiempo aquél, tan feliz y tan estúpido! Ahora que voy siendo vieja, pues tengo veintidós años, mi paladar está tan gastado que ya no encuentro nada que me interese. Podría rodar de brazo en brazo por entre todos los muchachos del barrio, sin encontrar uno que lograse conmoverme.

—¿Y yo? —dijo enfáticamente Agramunt, estirándose el chaleco.

—¡Bah!… ¡Tú! Ni me acuerdo de cómo te conocí. Eres un buen muchacho, pero todos sois iguales. Adoráis por egoísmo una sola noche y después… muchas gracias si os dignáis conocerla a una en la calle. Yo no soy de las que me hago ilusiones ni creo en la felicidad del porvenir. He tenido amantes a docenas; he perdido la cuenta de las camas en que he dormido; en casi todos los hoteles del barrio he dispuesto de un adorador; he tenido a la otra orilla del río hotel y criados; por mí se batieron dos imbéciles americanos que no llegaron a comprender que de ambos me reía; ahí enfrente, en el Luxemburgo, en las tardes de concierto, le han hecho estruendosas ovaciones a Judith la rubia, faltando poco para que la llevasen en triunfo; sé cómo hacen el amor los hombres de casi todos los países; tuve un amante negro que era príncipe heredero en África; en cierta época un vizconde me ponía las medias por las mañanas y un duque viejo me pagaba una suntuosa habitación, con doncella de servicio y groom, sólo porque le consintiera ciertas porquerías que me hacían reír; han hablado de mí los periódicos, y hay un libro muy leído que trata de mujeres galantes y que lleva mi retrato y mi biografía; y sin embargo tengo la seguridad de que el día en que sea vieja, dentro de unos cuantos años, y tenga que vender periódicos en el bulevar, como otras muchas que en su juventud fueron tanto o más que yo, ninguno de vosotros vendrá a darme un sueldo, y hasta tal vez os deis el gusto de saludarme con la punta del pie, como a un perro sarnoso. ¡Ah, cochina vida! ¡Qué harta estoy de ti! Antes que se acabe mi belleza y se vuelvan blancos estos cabellos rubios a los cuales les han dedicado resmas de sonetos los muchachos del barrio, le doy vuelta a la llave de la estufa de mi casa, tapo bien las rendijas de la puerta y muero por asfixia. Lo único que me detiene es que así mueren la mayor parte de las heroínas de folletín y a mí me parece muy burgués eso de insultar a los demás.

Zarzoso oía con asombro a aquella joven hermosa y en apariencia feliz, que hablaba con tanta tranquilidad de su sombrío porvenir y demostraba conocer exactamente su actual situación. Oír a Judith era ser arrastrado por un torbellino loco e ir saltando de sorpresa en sorpresa.

Agramunt no se inmutaba y seguía contemplando a la rubia con cínica sonrisa.

—Estás esta noche muy fúnebre —dijo a la joven—. ¿Es que acaso sientes próximo uno de esos ataques de nervios que te convierten en una loca?

—¡Bah! Déjate de tonterías. Estoy triste y nada más. Esta mañana me he peleado con Luigi y aún me dura la excitación. Pero bien mirado soy una tonta al decir todas estas cosas, pues a nadie le importan mis penas.

Y cambiando rápidamente, su fisonomía volvió a adquirir su sonrisa petulante, insolente y protectora.

—¡Qué!, ¿adónde vais esta noche?

—Yo a Bullier, hija mía. Creo que tú también irás al baile.

—¿Y este señor que tan silencioso está?

Y al decir esto la hermosa rubia se fijó en Zarzoso, al cual hasta entonces había afectado no ver.

—¡Calla! ¡Yo creo haber visto a este caballero alguna vez! ¡Ah, sí! Fue hace poco rato, en el hotel de la plaza del Pantheón, donde entré a hacer una pregunta. Di tú, furibundo descamisado, ¿este señor es amigo tuyo? ¿Es español también?

Agramunt, aludido de este modo, creyó del caso dar a conocer a su amigo, y con exagerada y cómica expresión de gravedad, presentó a Judith al joven doctor Zarzoso, lumbrera científica de la escuela de Madrid y que en la actualidad vivía en París para perfeccionar sus estudios al lado de los más famosos sabios.

Judith, mientras escuchaba las hipérboles de aquel tronera de Agramunt, sonreía a Zarzoso, envolviéndole en una mirada protectora que tenía una expresión casi maternal.

—¡Ah! ¡El señor es médico! Lo celebro mucho. A mí me han gustado bastante los médicos: tuve un amante que lo era.

—Sí, conozco la historia —dijo Agramunt—, aquel que conociste en el Hotel Dieu, cuando intentaste envenenarte.

—¡Bah! No hablemos de cosas tristes. ¿Ibais a alguna parte?… ¿Dices que al café de Cluny? Pues vamos allá. Es un café que no me place, pues sólo van a él burgueses y viejos imbéciles. No es chic el tal establecimiento; pero en fin, nunca viene mal, en medio de las locuras del barrio, darse cierto barniz de seriedad.

Los tres emprendieron la marcha bulevar abajo; pero a los pocos pasos se detuvo ella y dijo con gravedad, afectando los ademanes de una persona sesuda:

—Mirad, hijos míos. Pasaremos la noche juntos hasta la hora de retirarse; pero nada de locuras, ¿eh? Mucha seriedad que es lo que da distinción a una persona. Iremos al café y después al baile con toda la prosopopeya y la sensatez de una familia burguesa. Yo seré la mamá y vosotros los niños. Andad pues, hijos míos.

Agramunt reía como un loco. ¡Oh! ¡Oué gracia tenía aquello!

—¡Mamá! ¡Mamá mía! —dijo dando saltos como un niño en torno de la hermosa rubia y le plantó un sonoro beso en los labios enrojecidos por el bermellón.

Judith, afectando cómica indignación, le contestó con un latigazo en las piernas y los transeúntes se detuvieron riéndose y encontrando que aquella rubia tenía mucho chic.

—Vamos, hijos míos: adelante y cuidado con hacer otra travesura, porque la mamá es muy mala cuando se lo propone. Con este descamisado es imposible la seriedad. Vamos, doctor, usted que es más formal, deme usted el brazo.

Los tres bajaron al bulevar sin que ocurriera ya ningún incidente.

Agramunt abría la marcha moviendo su bastón para hacer saltar al lanudo Nemo y detrás marchaban Zarzoso y Judith sin cambiar una sola palabra. La rubia, erguida, insolente, lanzando a todos lados miradas de soberana, y el joven cohibido, casi avergonzado por aquel encuentro que le obligaba a pasear por el bulevar a una mujer tan llamativa, y asustado por las demostraciones que ésta arrancaba al pasar frente a las puertas de los cafés o junto a las cuadrillas de estudiantes que se paseaban cogidos del brazo.

A los oídos de Zarzoso llegaban un sinnúmero de exclamaciones, que sonaban a sus espaldas, producidas por el paso de la pareja.

—¡Mira, es Judith!

—¡Judith la rubia!

—¿De dónde habrá salido ésa?

—¿Será ése su nuevo arreglo?

—Debe haber pillado algún marqués español.

Y algunos, al verla pasar, canturreaban una canción de indecentes elogios que un coupletista del barrio había compuesto en honor de Judith la rubia.

Esta explosión de popularidad parecía satisfacer mucho a la joven, la cual miraba a todas partes con el aire de una soberana que se pasea entre sus vasallos.

El Barrio Latino era su reino. Allí la conocían todos; la apreciaban, pues raro era el que no había sido agraciado con sus favores, y la joven tenía derecho a exigir aquel homenaje del distrito literario, pues le había sido siempre fiel, negándose a pasar al otro lado del río, donde encontraba siempre la fortuna.

Entraron los tres en el café de Cluny y apenas hubieron tomado asiento en una mesa, Judith se levantó dejando su látigo en el asiento.

—Vuelvo en seguida, hijos míos. Tú, Nemo, quédate aquí.

Y mientras el perro, como si comprendiese su lenguaje, saltaba sobre la banqueta de terciopelo, quedándose en actitud correcta y mirando con gravedad a sus dos nuevos amigos, la joven, dejando flotar su capa de seda y sus cabellos rubios en el aire que producía su ligero paso, salió del café, contenta y sonriente, como satisfecha del asombro que producía en los tranquilos parroquianos de las vecinas mesas, los cuales la miraban escandalizados.

—¿Adónde va ésa? —preguntó Zarzoso, que aún parecía no haber salido del asombro que le produjo aquel encuentro, y de la mala impresión causada por los comentarios que Judith había producido a su paso por el bulevar.

—No lo sé ciertamente —contestó Agramunt—. Pero apostaría cualquier cosa a que se ha metido en ese kiosko de gabinetes de necesidad que existe a pocos pasos de aquí, en el bulevar Saint-Germain. Es una de las rarezas más características de Judith. Pero no vayas por esto a hacer comentarios desfavorables para la chica; no creas que está atacada de continua disentería. Es que en esos kioskos hay siempre un tocadorcillo donde por veinticinco céntimos se encuentran polvos, bermellón y demás artículos de embellecimiento, y Judith es una persona que no puede pasar cinco minutos sin contemplarse a sí misma, para reparar el menor desorden en su belleza. No existe en el mundo idolatría más fanática que la que esa chica se profesa a sí misma. Es un Narciso con faldas; está enamorada de su cuerpo tan por completo que si pudiera les levantaría un altar a sus pechos o a sus muslos. Y se comprende ese cariño, ese amor vehemente a sus propias formas, porque has de saber, querido, que de ellas come en la temporada que está aburrida de los hombres, y no quiere comprometerse con ningún amante, pues entonces se la disputan los pintores y los escultores, que la consideran como la primera modelo de París. ¡Oh! ¡Qué muchacha ésa! ¡Qué Judith! Estoy seguro de que la Saffo que describe Daudet, no era tan notable como ésta.

—Pero ¿quién es ella? —preguntó Zarzoso con curiosidad que pretendía ocultar—. ¿Conoces tú algo de su vida?

Agramunt hizo un gesto de asombro.

¿Quién no sabía en el Barrio Latino la biografía de Judith la rubia? ¡Si hasta figuraba en ciertos libros! Ante todo, había que advertir que la muchacha era judía, como lo indicaba su nombre, y que no había nacido en Francia, pues sus padres eran unos judíos húngaros que habían venido a París a probar fortuna, trayendo consigo a la niña, que tenía entonces seis años. Los padres murieron a los pocos meses de su llegada a la gran ciudad, y la pequeña Judith fue recogida por un matrimonio de obreros que aún vivían en Batignolles y a los cuales iba a ver ahora de vez en cuando aquella bohemia extravagante, pues al encontrarse cansada, tras algunos meses de existencia aventurera, sentía renacer en su pecho un fugaz chispazo de cariño filial.

La muchacha creció terca, voluntariosa y con caprichos que demostraban una imaginación fantástica y desordenada. En cuanto a diversiones, gustaba únicamente de los violentos juegos de los muchachos; odiaba todas las labores femeniles, fueron vanos los esfuerzos de sus padres adoptivos para hacerle aprender un oficio, y a los catorce años, formada, desarrollada y hermosa, con esa precocidad propia de su raza, apareció en el Circo Hipódromo, como ecuyere de última fila en las pantomimas ecuestres.

Pronto su luminosa cabellera flotante al viento, sus hermosas piernas que oprimían nerviosamente el vientre del caballo y sus temeridades propias de muchacho travieso, despertaron una tempestad de hambrientos deseos en los abonados de primera fila, y a la puerta del zaquizamí donde ella se vestía, alineáronse los nuevos fracs, esperando permiso para entrar y ofrecer a la figuranta costosos bouquets de rosas acompañados de proposiciones deslumbrantes.

Los elegantes lobos del Hipódromo, entre el montón de carne gastada del grupo de figurantas habían olido la carne fresca, la virginidad bravía y al mismo tiempo maliciosa de aquel gracioso diablejo de rubia cabellera, y la subasta se acaloraba, los postones empeñábanse en una batalla en que los ofrecimientos subían rápidamente empujados por la competencia, hasta que por fin, una noche, después de una cena en la Maisson Doré, en la que el champaña corrió a torrentes, Judith cayó en brazos de un conde ruso millonario y gastado.

Ya no volvió más al Hipódromo; tuvo un piso en la calzada de Autin, con la servidumbre correspondiente; pero al mes se aburría en aquel gabinete acolchado y mono como una bombonera, y una tarde se fue al Barrio Latino para no volver a salir más de él. Allí estaba en su elemento. Iba a empujones con la juventud vigorosa, brutal e insaciable, que no retrocedía ante las más estrambóticas locuras, y además, en aquella atmósfera de continua crápula al aire libre, se encontraba algo del ambiente científico y artístico que traía consigo la juventud escolar, y que agradecía mucho a la imaginación ardiente de Judith y a su inteligencia de una precocidad asombrosa.

En aquel barrio, haciendo locuras en la calle, rompiendo servicios en los cafés y siendo conducida casi todas las semanas a los cuartelillos de la policía por haberse mezclado, a puñetazo limpio, en las peleas de los estudiantes, Judith fue bien pronto celebre, gozando de una popularidad que la convertía en la primera mujer del barrio, y que hizo que en varias ocasiones de jarana estudiantil la muchedumbre escolar la llevase en triunfo sobre sus hombros por el bulevar Saint-Michel.

Al mismo tiempo que de tal modo labraba su reputación tormentosa en el barrio, adquiría una ilustración tan incoherente como enciclopédica, oyéndosela hablar de los misterios más recónditos de una ciencia, al mismo tiempo que daba a entender que desconocía lo más rudimentario y vulgar de ella. Contábase que cuando cualquiera de sus amantes permanecía en casa estudiando, por hallarse próxima la época de los exámenes, ella le acompañaba, entreteniéndose con gran ahinco en la lectura de los libros de texto, que muchas veces no entendía.

A fuerza de acostarse con los estudiantes de Derecho, hablaba de Justiniano y Papiniano con la misma franqueza que si se tratara de algunos señores que la habían convidado a un bock en el café Vachette; de los estudiantes de Medicina había sacado un incompleto conocimiento del cuerpo humano, que la autorizaba a hablar con tono doctoral sobre las más difíciles enfermedades; mezclaba en su conversación citas históricas, problemas matemáticos y términos de ingeniería; pero su afición predominante, su cuerda sensible, su capricho de todas horas eran los artistas, el arte, y aquella Ecole de Beaux-Art, de la que hablaba con respetuosa admiración.

En este centro de enseñanza, adonde acudían los pintores y escultores del porvenir, Judith era popular, pues no había uno solo de aquellos muchachos melenudos y audaces que no tuviera derecho a su intimidad.

Desde el principio de su estancia en el barrio, le habían enamorado los alumnos de Bellas Artes por su existencia aventurera y su carácter extravagante que tanto armonizaba con el suyo, y esta continua intimidad con pintores y escultores, la habían llevado insensiblemente a convertirse en modelo, profesión que aunque incómoda le gustaba, pues era como un homenaje tributado a su cuerpo, que ella misma tanto idolatraba. Además, necesitaba los quince francos que le daban por sesión, pues una de las rarezas más notables de aquella mujer tan extraordinaria era no admitir de sus amantes otra cosa que el cuarto y la comida.

Recibía como una ofensa el dinero de sus amigos, pues ella se entregaba siempre por amor, y miraba con mayor simpatía a los más pobres entre sus allegados.

Sus caprichos de mujer histérica hacían furor en el barrio.

En una ocasión se enamoró de la antigua estatua del Gladiador que existe en el jardín de Luxemburgo, y pasaba las horas enteras sentada ante ella, contemplando con mirada extraviada por el deseo la potente y armoniosa musculatura.

Un día que en casa de un ropavejero encontró una hermosa copia en yeso de la célebre estatua, la compró por treinta francos y la metió en su cama, pasando la noche entre espantosas convulsiones y rugidos, que asustaron a los vecinos e hicieron que al día siguiente los amigos de Judith rompiesen a patadas el insensible cuerpo del infeliz Gladiador.

Aquella brutal afición al arte, aquella adoración al desnudo y a las correctas y armoniosas líneas del cuerpo humano fueron siempre la perdición de Judith. Pasaba indiferente de unos brazos a otros, sin llegar a preguntarse nunca si estaba realmente enamorada de alguno; se entregaba a todos, porque esto le daba ocasión para lucir la esplendidez de su cuerpo, para enorgullecerse con la admiración que inspiraba y los elogios que le dirigían, y justamente por esto prefería a los pintores, que eran los que mejor sabían apreciar las ondulantes líneas de sus formas.

Rodando de estudio en estudio, conoció al signor Luigi, modelo italiano, avariento, villano y rufián, que se hacía pagar muy bien las sesiones en que mostraba ante el artista su musculatura, que parecía modelada sobre una de las estatuas sublimes de la Grecia clásica.

Aquel bandido napolitano, con su pelo a la romana y su sombrerito calabrés graciosamente abollado, a pesar de que gozaba fama de corresponder a la pasión de las mujeres, sacándoles el dinero y golpeándolas, fue quien logró interesar el corazón de Judith que se fue a vivir con él, y le perseguía agitada por celos furiosos, recibiendo todos sus desdenes y sus injurias brutales con la pasividad que el esclavo demuestra ante el señor absoluto.

La misma mujer, que de vez en cuando, al sentirse aburrida por las agitaciones del Barrio Latino, pasaba al otro lado del Sena para distraerse con la vida elegante, y era la querida desdeñosa de millonarios y altos personajes, tenía su corazón a merced de un tipo despreciable, que con sus golpes, sus latrocinios y sus desprecios vengaba sin saberlo los disgustos que Judith causaba a sus adoradores más distinguidos.

Transcurría a veces un año sin que la joven volviera a juntarse con el modelo italiano, pero siempre le amaba y le buscaba, solicitándolo con aquella loca pasión de la forma artística que en ella era ya una manía. Acogía los desdenes de Luigi con una resignación sin limites; una mirada benévola de él la hacía sonreír, y la menor de sus palabras era para ella como una orden imperiosa.

Agramunt, después de relatar estos amores de Judith con el italiano, se reconocía ya impotente para reseñar lo restante de su vida.

—Mira, chico —decía a Zarzoso—. Yo creo que ni ella misma sabe el número de amantes que ha tenido en esta vida. Muchos la han poseído sin que ella, en la loca prodigalidad de su cuerpo llegara a apercibirse. Yo mismo la tuve en mis brazos después de una noche en que paseamos por el barrio con el estruendo propio de una tempestad, y de seguro que si se lo pregunto dirá que no se acuerda de nada. Ha tenido amores, creo que en todos los distritos de París, y lo más notable, lo sorprendente, es que no obstante siete años de una vida tan agitada y de continuas caricias, su cuerpo está tan fresco como cuando era ecuyere en el Hipódromo; sus formas artísticas de Venus clásica consérvanse intactas a pesar de la continua caricia del vicio, y no parece sino que ese cuerpo de juventud milagrosamente eterna, ha sido bañado en la Estigia para permanecer insensible a las injurias del tiempo y a los contagios de la crápula… ¡Ah, querido! —continuó Agramunt—, si ese perro que está ahí sentado con la gravedad de un senador pudiera hablar, de seguro que nos contaría cosas muy lindas.

Zarzoso escuchaba con atención aquella historia aventurera que le relataba su amigo, y experimentaba tan pronto una impresión de asombro como de asco.

¡Vaya un pingajo la tal Judith, pasada de mano en mano, como un objeto de risa, a lo largo de una cadena de hombres que se perdía en el infinito!

Pero al mismo tiempo causábale cierta impresión atractiva aquella existencia bohemia, y especialmente la extraña dignidad que la obligaba a no recibir dinero de sus amantes.

A pesar de todo esto, Zarzoso no parecía sentir la admiración que demostraba Agramunt al hablar de aquella aventurera.

Él la tenía por un tipo algo interesante, por una mujer estrambótica que únicamente podía vivir tranquila en medio de las locuras del Barrio Latino pero cuya amistad debía evitarse por toda persona seria que deseara entregarse al estudio.

Él tenía ya formado su plan para aquella noche. Permanecería con Agramunt y Judith hasta media hora después, que era cuando comenzaba el baile, y entonces los dejaría, yéndose rápidamente a su casa para entregarse a la lectura de un libro recién publicado.

¡Bien estaría que él pasase la noche haciendo locuras, justamente cuando estaba furioso por aquel silencio incomprensible que guardaba María! No quería exponerse otra vez a la molesta atención de todos, pasando con Judith del brazo por el bulevar Saint-Michel.

Zarzoso reflexionaba, y Agramunt entreteníase en hacer cosquillas a Nemo para obligarle a gruñir, cuando en la puerta del café apareció la ondulante capa de seda y la suelta cabellera de Judith, provocando un nuevo movimiento de curiosidad en los escandalizados parroquianos y furibundas miradas en la empleada que ocupaba el mostrador.

A las diez salieron del café, Judith en medio de los dos amigos y el perro abriendo la marcha.

Zarzoso estaba decidido a despedirse así que llegasen a la esquina de la calle de Souflot y, mientras tanto, marchando a paso lento, escuchaba a la rubia, que con entonación juiciosa y aire tranquilo hablaba de las grandezas del arte, de los pintores Carolus Durán y Bonnat, del escultor Falguieres y de otras eminencias del arte, a los que conocía por su oficio de modelo.

Al llegar frente a la calle que conducía a la plaza del Pantheón, Zarzoso intentó despedirse, provocando con esto un estallido de protestas en sus dos acompañantes.

—¿Eh? ¿Qué es esto? —le dijo Agramunt en español—. ¿Quieres burlarte de nosotros? ¿Te parece que podemos consentir que vayas a aburrirte en el hotel mientras nosotros nos divertimos? Vente a Bullier. Me parece que este encuentro que hemos tenido bien vale la pena de que hagas este sacrificio.

Y al decir esto, agarraba a Zarzoso de un brazo, mientras éste intentaba desasirse, sonriendo ante aquella importunidad.

Judith intervino con la mayor finura:

—Caballero, sea usted amable y acceda a los deseos de su amigo; acompáñenos usted, yo se lo ruego. —Y al decir esto ponía su manecita enguantada en un hombro de Zarzoso y se acercaba tanto a él que le rozaba el chaleco con su pecho recto, firme y turgente, que no llevaba encerrado en las ballenas del corsé, pues ella, satisfecha de su belleza, no usaba nunca esta prenda por estar convencida de que deformaba el cuerpo.

Zarzoso se estremeció de pies a cabera con aquel contacto; pero a pesar de esto volvió a negarse a ir al baile.

—Pues al menos —dijo la joven—, ya que es usted tan testarudo que no quiere entrar en Bullier, acompáñenos hasta la puerta y allí le dejaremos. Vamos; en marcha.

Y enlazando su brazo con el del médico, le empujó con una rudeza que demostraba la fuerza de una antigua ecuyere.

Zarzoso se dejó llevar por Judith, andando ambos con lento paso, mientras que Agramunt iba delante, echando ojeadas a todas las muchachas que pasaban solas, con el deseo de formar una pareja que armonizase con la que marchaba detrás de él.

El escritor no se hacía ilusiones aquella noche acerca de Judith.

Adivinaba que ésta sentía cierto interés por Zarzoso, y él se proponía dejar el campo libre. Le halagaba la idea de que su amigo, a pesar de toda su gravedad, fuese también de los que aquella muchacha arrastrase en su torbellino. ¡Tendría gracia ver a un chico tan preocupado por el silencio que guardaba su novia de Madrid, enamorarse de aquella carne milagrosamente intacta, a pesar del tiempo y del continuo roce y que ningún hombre podía mirar sin sentirse brutalmente atraído!

Él no haría nada por su parte para que Zarzoso cayera en la tentación; pero… ¡allá él!, si es que era débil y la caprichosa Judith tenía deseo de saber cómo resultaba en la intimidad un muchacho austero, casi virgen, dedicado por completo al estudio, con rostro de persona grave y gafas de sabio.

Cuando llegaron a la terminación de la avenida del Observatorio, vieron que la concurrencia en el bulevar iba engrosando y que todos marchaban en la misma dirección.

Al volver un ángulo, apareció Bullier, con su fachada árabe alumbrada por hileras de llameante gas, encerrado en vasos de colores que afectaban la forma de flores exóticas.

Los carruajes de alquiler llegando en veloz carrera deteníanse ante el dentado arco de la puerta, donde la policía iba de un lado a otro para impedir la aglomeración de gente. La turba de ramilleteras y de pequeños vendedores de toda clase de artículos pululaban en torno de la estatua del bravo mariscal Ney, deteniendo a los transeúntes para ofrecer su género.

Zarzoso, al verse junto a la puerta del baile y confundido ya en aquella multitud que pugnaba por entrar, hizo un movimiento de retroceso e intentó desasir su brazo del de Judith, interrumpiendo a ésta en lo mejor de su conversación seria y elevada sobre el arte.

—¡Cómo! ¿Se va usted?

—Sí, señorita. Sólo he prometido acompañarla hasta el baile, y ahora permítame que me retire.

—¡Qué desgraciada soy! —murmuró la rubia—. A mí me gusta mucho el conversar con un señor serio e instruido como usted lo es, y a usted por lo visto no le resulta muy simpático mi trato.

Zarzoso se hacía el sordo y miraba a todas partes, buscando con los ojos a Agramunt, pero no lograba verlo entre aquella multitud. Sin duda el escritor, para complicar más la situación de su amigo, se había escabullido voluntariamente.

—Pero ¿dónde estará ese pillo? —murmuraba Zarzoso.

—¡Oh! Adivino la causa de su desaparición. Sin duda habrá encontrado alguna antigua amiga, y confiando en que usted me serviría de caballero esta noche, nos ha dejado plantados. Esto está muy mal hecho, sí, señor, muy mal hecho; es dejar a una mujer en un compromiso que avergüenza. ¿Cómo voy a entrar en el baile, sola, con aspecto de abandonada y sin un amigo que me dé el brazo?

Lanzó al joven una mirada, de aquellas que se habían hecho célebres en el barrio, por su voluptuosidad irresistible, y con acento mimoso de niña mal criada, murmuró junto a su oído:

—¡Ah! ¡Si usted fuese tan amable que se prestara a ser mi caballero, aunque sólo fuera para entrar en el salón!… ¡Si llevase su condescendencia hasta ese punto!…

Zarzoso intentó resistirse, pero aquel diablejo dorado, que parecía adivinar el punto vulnerable en su armadura de castidad, suplicándole con los ojos, se rozaba marrulleramente contra el chaleco del joven y éste, al sentir el contacto de aquellos pechos duros y vírgenes, iba debilitando su tenaz negativa.

Le pareció que Judith le miraba con cierto desprecio, como si se hallara en presencia de un tacaño que por no gastar dinero en el baile se negaba a acompañarla. Esto dio al traste con toda su austeridad. ¡Qué diablo! Él no era ninguna doncellita pudorosa que por entrar en Bullier perdería su prestigio virtuoso, y además, bien podía meterse llevando una mujer del brazo, pues otros lo hacían valiendo tanto como él.

Estaba decidido, adentro pues; al fin y al cabo aquella noche de loca diversión le serviría para olvidar el silencio de su novia, que tan apenado lo tenía.

Remolcando a Judith, la cual, por su parte, se abría paso con sus puños de acero, atravesaron la muchedumbre que se agolpaba en el despacho de billetes y en el guardarropa, y bajaron la ancha escalinata que conducía al gigantesco salón de baile.

La bulliciosa juventud del barrio se había posesionado de aquel encerado pavimento, obligando a refugiarse en las tribunas a gran parte del elemento elegante y correcto que había venido de la otra orilla del Sena.

Lo que se había anunciado como una fiesta chic, a la que concurrirían los elegantes del centro de París y las princesas de los grandes bulevares, iba a terminar en una fiesta de estudiantes, con todas sus locuras y sus grotescos desvaríos.

El salón de baile, al entrar Zarzoso, presentaba un aspecto grotesco y casi infernal. Aquello era un sábado de la Edad Media, con sus danzas diabólicas y su música discordante. La orquesta sólo tocaba cuadrillas, con gran acompañamiento de timbales y platillos, y un inmenso pataleo conmovía el pavimento y hacía trepidar el techo, hasta el punto de que oscilasen los faros de luz eléctrica.

La danza Macabra resultaba tranquila en comparación con la de aquella masa de estudiantes y muchachas, que se agitaban con el deseo de producir un escándalo mayúsculo que espantase a las gentes correctas del otro lado de París que habían acudido a invadir el barrio. Bailaban sin ajustarse a reglas de ninguna clase. Hombres y mujeres se agarraban del brazo y, formando corro, pateaban como locos y echaban las piernas al aire, hasta que por fin llegaba el monomio, nombre que los estudiantes dan a la serpenteante fila que forman agarrándose unos a otros de los hombros, y con sus vertiginosas evoluciones barría el salón hasta en sus últimos extremos, arrojando al suelo a los danzarines.

Zarzoso se detuvo indeciso al pie de la escalinata mirando con cierta inquietud aquel ruidoso aquelarre, mientras que Judith sonreía encantada por aquel desorden para ella embriagador, y dilataba ansiosamente las alillas de su nariz aspirando placenteramente la pesada atmósfera que levantaba el gigantesco pataleo.

A pesar de esto, no tardó en sentir alguna inquietud al ver que muchos de aquellos alborotadores fijaban en ella su mirada de antiguos amigos, y deseosa de no ser arrastrada por el bullicioso torrente y para evitar una ovación de aquella masa que la desconceptuara a los ojos de Zarzoso, le dijo a éste:

—Vamos a las tribunas. Esos locos me conocen y si me ven son capaces de cometer una tontería.

Ya eran varias las muchachas que sobresalían en aquel mar de cabezas y que pasaban de hombro en hombro empujadas por rudas manos, entre ruidosas carcajadas, y mostrando en el aire desnudeces que provocaban comentarios cínicos. Zarzoso reconoció también en el tumulto el blanco chambergo y las melenas de Agramunt, que en aquel oleaje de cabezas iban de un punto a otro. El escándalo y el estruendo eran los elementos favoritos de aquel mala cabeza.

Judith y Zarzoso ocuparon un velador en una de las tribunas y, bebiendo cerveza tranquilamente, vieron cómo entraba un pelotón de guardia republicana, llamado por los inspectores del baile, que se reconocían impotentes para restablecer el orden.

Los alborotadores fueron expulsados, disolvióse el tempestuoso grupo y media hora después se había restablecido la calma y bajaban a danzar o a pasearse sobre el encerado pavimento las cocottes del barrio de Europa o del de Nuestra Señora de Loreto, con los gomosos flamantes, de camelia en el ojal y monóculo en el ojo.

El joven médico bajó también llevando del brazo a su compañera.

La atmósfera voluptuosa del baile se había apoderado de Zarzoso, que estaba completamente aturdido, hasta el punto de no pensar en nada. Judith le hablaba al oído, mareándole con su perfume y diciéndole cosas picantes que le hacían sonreír con expresión de estúpida bondad, y por otra parte aquella orquesta ruidosa, infernal, atronadora, tocando siempre aires canallescos, le atontaba y producía en su cuerpo un deseo de movimiento, de agitación y de escándalo.

Dos horas pasaron vagando por aquel salón que parecía un mundo.

A instigación de Judith, paráronse ante todos los puestos de venta de champaña, donde unas cuantas cocottes retiradas despachaban sus botellas a fuerza de sonrisas, de miradas y de besos, y en cada una de las mesillas apuraron unas cuantas copas de ese vino enloquecedor, suave y fantástico, que es el principal adorno del vicio.

Zarzoso estaba alegre a los pocos paseos por el salón; Judith reía a carcajadas como una loca y únicamente conservaba su serenidad para evitar las miradas y los saludos de los muchos amigos que tenía en el baile.

Preludió la orquesta un vals de Metra, de esos que hacen que los pies se muevan instintivamente, y Zarzoso no supo cómo pasó aquello, pero lo cierto fue que él, que no había bailado nunca, se encontró de repente dando vertiginosas vueltas sobre aquel resbaladizo pavimento y llevando cogida por la cintura a Judith, que era la que, más diestra en la danza, le remolcaba a él.

El joven pensaba, a pesar de las espesas sombras que comenzaban a envolver su cerebro, en que Bullier era un punto bastante divertido y que había sido antes un imbécil al negarse a entrar con tanta tenacidad.

Tenía entre sus brazos aquel cuerpo joven, fresco y erguido que esparcía en torno al ambiente propio de la hermosura, y a pesar de que el champaña embotaba algo sus sentidos, estremecíase al contacto de aquella cintura cimbreante y libre de ballenas que abarcaba con el brazo, y de aquella carne que aplastaba su dureza elástica sobre su chaleco.

Dieron vueltas vertiginosas mientras duró el vals, sin fijarse en que Agramunt, ocultándose tras las columnas, y esquivando su encuentro, reía ruidosamente con la estúpida carcajada de la embriaguez de vino y escándalo, al ver a su amigo el doctor, siempre tan grave y austero, dando vueltas como una peonza, arrastrado por los forzudos brazos de Judith.

Ésta sentíase acometida de todos los caprichos, y llevaba tras sí a Zarzoso, que mareado por el champaña y por el contacto de aquella carne que a tanta gente había enloquecido, la obedecía como un colegial.

Al terminar el vals, la rubia compró cuantas chucherías se vendían en el baile, jugó en el billar romano y en cuantos aparatos se habían colocado en el salón para arrancar el dinero a los concurrentes, y Zarzoso a cada punto tenía que sacar su portamonedas sosteniendo verdaderas batallas con Judith, que ya le tuteaba y se empeñaba en pagar ella misma, siempre fiel a su decisión de no tomar el dinero de sus amantes.

La orquesta preludió la última cuadrilla del baile, que es siempre la más tempestuosa, y Zarzoso, llevando agarrada de la cintura a su compañera, colocose en un corro en el centro del cual iban a bailar las cuatro cancanistas más famosas en la opuesta orilla del Sena. Eran muchachas de aspecto agranujado, que parecían conservar aún en sus personas el ambiente de los mercados o de la portería donde habían pasado su niñez, pero que se presentaban con costosos sombreros, cubiertas de seda y haciendo centellear a cada uno de sus movimientos el irisado reflejo de numerosos brillantes.

Nunca había visto Zarzoso bailar la cuadrilla con tanto cinismo, con tan tranquila desvergüenza. A los pocos compases, de entre las blancas nubes de almidonadas enaguas, surgían las veloces pantorrillas cubiertas con medias negras cuya seda marcaba el suave y abultado contorno de los músculos de las bailarinas: pero aquello fue sólo el preludio, pues conforme la atropellada música aumentaba en viveza extremábanse las actitudes del baile, hacíanse más cínicos y descocados los movimientos y las faldas moviéndose de un lado para otro, arremolinándose como el empuje del torbellino de aquella tempestad musical, dejaban al descubierto los pantalones de encaje de traidora sutilidad, mil veces más inmoral que el franco desnudo, pues aumentaban la excitación y el deseo, con la rosada carne que transparentaban y las sombras que dejaban entrever.

Aquel descocado espectáculo era para Zarzoso como la chispa que hacía estallar la mina de su continencia. Los deseos, dormidos durante tanto tiempo dedicado a la ciencia y a un amor puro y espiritual, despertaban ahora hambrientos y poseídos de salvaje furia, reclamando su parte por el tiempo que habían permanecido inactivos y como muertos. Experimentaba el joven escalofríos extraños y oprimía convulsamente la cintura de Judith, crispando su mano sobre la tela, como si pretendiera rasgarla para llegar a la carne anhelada.

La rubia le miraba fijamente, sonriendo con malicia, y fingiendo cómica extrañeza, exclamaba:

—Pero ¿qué es eso, niño? ¿Qué atrevimientos son éstos? ¿No hemos quedado antes en que yo era la mamá?

—¡Vámonos! ¡Vámonos pronto de aquí! —contestaba Zarzoso con acento de ardiente súplica y con una voz que apenas se le oía, pues tenía la boca seca y parecía que la lengua iba a pegársele al paladar.

Terminó el baile y la gente comenzó a salir del salón. En el guardarropa, mientras Zarzoso se ponía su gabán y ayudaba a Judith a colocarse la capa de seda, apareció Agramunt, que se mostraba furioso por habérsele escapado una conquista que creía ya realizada.

Los tres salieron a la calle y allí no tardó en reunírseles Nemo, perro discreto y bien educado, que de antiguo tenía la costumbre de esperar a su ama a la puerta de Bullier en las noches de baile.

El fresco de la noche pareció disipar un tanto la embriaguez de los tres; pero esto no les impidió seguir haciendo locuras, pues la fiesta iniciada en Bullier continuaba sobre las aceras del bulevar. Los grupos de hombres y mujeres cogidos del brazo y en fila, andaban a saltos, cantando a grito pelado a pesar de las reconvenciones de las parejas de policía, y de una a otra acera cruzábase un tiroteo de chistes y de insultos, dichos sin dejar de reírse y con voz atronadora que despertaba a los vecinos pacíficos.

Judith estaba encantada por aquella noche que le resultaba muy divertida. Reía, cantaba couplets y lanzaba el grito de moda en el barrio a los que iban por la acera opuesta; pero no soltaba el brazo de Zarzoso, al que dirigía voluptuosas miradas, y dos o tres veces que Agramunt se atrevió a pellizcarla con disimulo, le contestó con un latigazo.

Al llegar a la entrada de la calle Soufflot, reuniéronse los tres para celebrar consejo. Judith hablaba de irse sola a su casa para dormir, pero lo decía de un modo tan débil y vago que daba a entender que en lo que menos pensaba era en esto.

Agramunt, que tratándose de fiestas y de jolgorio era un atroz e incansable apuracabos, habló de comprar una botella de un Marssala notable que vendían en una taberna del barrio y algunos pasteles, para ir a acabar la jornada en el hotel de la plaza del Pantheón.

Judith, que hablaba de retirarse, aceptó inmediatamente.

—Bueno, hijos míos, iremos a vuestra casa; pero por una hora nada más. Así que toquen las dos me voy a mi casa. Hay que tener buena conducta, pues esto da distinción… ¡Tú, descamisado! —continuó dirigiéndose a Agramunt—. No me pellizques las piernas o de lo contrario te cruzo la cara con el látigo.

Agramunt se fue a comprar la botella y los pasteles, diciendo que ya los alcanzaría a los dos, y la pareja, precedida por el perro, comenzó a subir con lento paso la calle Soufflot.

Zarzoso parecía un imbécil, pues demostraba no darse cuenta de lo que le sucedía. Caminaba al lado de Judith llevándola siempre agarrada por la cintura, y el perfume de la hermosa rubia y sus miradas de fuego parecían aumentar la ebullición del champaña que tenía en el estómago, y cuyo humo se le subía a la cabeza.

En aquella embriaguez de deseo, apenas si se había enterado del plan propuesto por Agramunt, y lo único que sabía es que iban al hotel. Esto le hacía reflexionar en su excepcional estado, mientras que Judith caminaba canturreando, apoyada la cabeza en su hombro y rozándole la nariz con las plumas de su sombrero.

¿Iban al hotel? No tenía inconveniente en ello; pero la fiesta no sería en su cuarto, sino en el de Agramunt. Sobrevivía en el joven, a pesar de su embriaguez, un resto de pudor, de consideración para sus antiguos amores y no quería que sirviese para una escena de crápula aquel cuarto donde tan puramente había soñado y donde gozó inefable placer escribiendo a María y leyendo las cartas de ésta.

Pasaron la parte de la calle de Soufflot ocupada por los ruidosos cafés estudiantiles, y al llegar a aquella donde los gigantescos y cerrados edificios oficiales proyectaban densa sombra, Judith inclinose con mayor desmayo sobre el hombro de su joven acompañante, esperando que la oscuridad alentara a éste para un atrevimiento cualquiera.

Zarzoso seguía caminando como un sonámbulo y, obsesionado por la misma idea fija, con la tenacidad de un beodo.

No, aquella fiesta de última hora no sería en su cuarto. Ya que Agramunt era quien la había propuesto debían reunirse en su habitación, en aquella buhardilla donde no existían recuerdos sagrados y por donde había desfilado toda la carne femenil, gastada y en venta, que existía en el barrio.

Pero sintió en sus labios un suave roce que le hizo volver en sí, abandonando sus pensamientos. Era que Judith, cansada de esperar un beso que no llegaba, había tomado la ofensiva y removía la sangre de aquel pazguato con sus caricias de fuego, que parecía imposible fuesen fingidas.

Zarzoso sintió, como si en su interior se rompiera algo y un torrente de lava inundara sus venas, y trémulo por la pasión buscó entonces la boca de Judith.

Fue aquello como un tiroteo de besos. Se olvidaron de que estaban en la calle, y que aún había en ella transeúntes, y con las bocas pegadas como si no pudieran separarse, pasaron ante el cuartelillo de policía, sin fijarse en las risas de los agentes, y cruzaron la plaza del Pantheón sin mirar la estatua de Juan Jacobo el filósofo que en su juventud había tenido muchas escenas semejantes a aquélla.

En la puerta del hotel se les reunió Agramunt, que llegaba apresuradamente con la botella y los pasteles. Hubo discusión entre los dos amigos sobre el cuarto donde sería la fiesta, y Agramunt, apoyado por Judith, y fundándose en que la habitación de Zarzoso era más grande y confortable, decidió no pasar del segundo piso.

Subieron la escalera cautelosamente, con paso de ladrón, para no despertar a los vecinos, pues Zarzoso, en un resto de su austera dignidad, no quería que en el hotel se apercibiesen de que por la noche tenía mujeres en su cuarto.

Al entrar en éste, Judith arrojó su sombrero sobre la cama, y Nemo, con impasibilidad filosófica, se introdujo bajo de ella, como perro de pocos escrúpulos y acostumbrado a tales escenas.

Agramunt colocó sus provisiones sobre la mesa, y, mientras tanto, la rubia curioseaba, mirándolo y tocándolo todo, y buscando sorpresas hasta en el último de los rincones.

Después se sentó entre los dos amigos, y atacó un pastel con la furia de una niña golosa, tomando cuantas copas le ofrecían sus compañeros. Zarzoso, por espíritu de imitación o instintivamente, buscaba también a cada momento la botella, y de esto resultaba que el más sereno de los tres era Agramunt, quien, por su parte, no se sentía muy seguro sobre los pies.

Judith sonreía con aire bondadoso, y hablaba del amor y de la amistad, conmoviéndose a sí misma hasta el punto de que los ojos se le empañaban de lágrimas.

A cada instante decía que iba a irse, pero no se movía del asiento; antes bien, aseguraba que en aquel cuarto se estaba perfectamente y avanzaba su cabeza hacia Zarzoso, con aire de gata enamorada, para que continuase la, interrumpida serie de besos.

De pronto se levantó de un salto y fue a colocarse ante la clara luna del armario-espejo, encendiendo las dos bujías de sus ángulos y acercando el quinqué para que su luz diese de lleno.

Parecía abstraída, ensimismada en su propia contemplación; no oía lo que le decían, y se fijaba en sus facciones con tenacidad, como si pretendiera encontrar en ellas un nuevo encanto. Se arreglaba los rizos de su cabellera, cruzaba los brazos sobre su nuca desperezándose y tomando graciosas actitudes de estatua, e iba ensayando todos sus gestos de modelo, sonriendo una veces maliciosamente, como un tipo de elegante acuarela, y mirando otras al cielo con la mística expresión de un personaje de pintura sagrada.

Agramunt reía por lo bajo, sabiendo por experiencia lo que iba a ocurrir, y tocando con su codo a Zarzoso, que estaba abstraído en la contemplación de aquel hermoso cuerpo, en tan diversas actitudes, le dijo por lo bajo:

—Pronto vendrá lo bueno. Esa chica, con su manía de contemplarse y adorarse a sí misma, no puede ver un espejo sin que se plante inmediatamente ante él. Ahora ensaya los gestos y las actitudes, pero antes de cinco minutos ya se habrá desnudado para contemplarse las carnes.

Y así ocurrió efectivamente. Judith, sin dejar de mirar el espejo, como si estuviera hipnotizada por aquella luna brillante con el reflejo de tanta luz, comenzó a desabrochar su corpiño con cierta inconsciencia, cual si cediera a la fuerza de un deseo supremo.

La chaqueta y la chambra cayeron al suelo; desabrochó las hombreras de su camisa, aflojáronse las ataduras de su talle, y de repente, con un movimiento instintivo, como una náyade que al alcanzar la playa se sacude el manto de espumas y de algas, todas aquellas ropas se deslizaron a lo largo de sus piernas, deteniéndose en las rodillas, y salió a la luz aquella carne maciza, viciosa y que sin embargo suavizada por las líneas de correcta ondulación y por las tintas lechosas y sonrosadas, despertaba más la adoración artística que el vehemente deseo sensual.

Un bucle de sus cabellos, semejante a una serpiente de oro, saltaba sobre los hombros para descansar sobre aquellos pechos turgentes y reducidos que se erguían con cierta fiereza; la espalda sólo se veía a trechos, cubierta en parte por la revuelta madeja de brillantes cabellos, y el vientre, pequeño y deslumbrante por su blancura, lucía como una luna de hermosura, surgiendo sobre una mancha de sombra y las revueltas nubes de tela que envolvían las piernas de la modelo.

La luz, corriendo a torrentes sobre aquella piel de raso, daba al cuerpo de Judith todas las entonaciones del blanco; desde el blanco lechoso y sólido de la flor de almendro, hasta el blanco dorado de la camelia.

Judith parecía embriagada en su contemplación y por sus labios entreabiertos vagaba una sonrisa de triunfo, de orgullo y de majestad.

Se creía Venus surgiendo de las espumas del Océano, y el satén de su cutis erizábase con ligeros escalofríos, como si sintiera la fría caricia de las gotas del agua salada.

Era aquello una borrachera de orgullo al verse tan hermosa; una profunda satisfacción al pensar en las miradas ávidas que tenía a sus espaldas, contemplándola con apetito salvaje, y, al mismo tiempo, como todo era extraño en aquella extravagante criatura, a su fatuidad de cocotte, uníase el entusiasmo artístico, la ansia vehemente de ser útil al genio; y contemplando con mirada amorosa sus pechos semejantes a cerradas magnolias, su vientre de suave curva y el hermoso rubio de su pelo que brillaba con más intenso fulgor entre tanta blancura, murmuraba melancólicamente:

—¡Rubens! ¡Oh Rubens!… ¡Si me hubieses conocido!

Pero la cruel realidad vino a sacarla muy pronto de su entusiasmo artístico.

Agramunt la pellizcó suavemente más abajo de la espalda y ella se volvió sonriente, creyendo encontrarse con la mano de Zarzoso; pero al ver que era el periodista el autor de la broma, púsose furiosa y le gritó:

—¡Tú, pequeño Marat! Márchate a dormir a tu cuarto. Aquí estorbas. No permito bromas esta noche más que a ése, que es para quien me desnudo. ¡Largo! ¡A la calle en seguida!

Agramunt acogía con risotadas la indignación de aquella muchacha que, desnuda, iba de un lado a otro buscando el látigo para despedirle a golpes; pero comprendiendo que era muy cierto aquello de que estorbaba, cogió su palmatoria, y después de dar una vuelta por el cuarto canturreando la marcha nupcial del tercer acto de Lohengrin y de desear a los dos muy felices noches, salió al pasillo y emprendió su ascensión al último piso, mientras que Judith, abalanzándose a la puerta, corría el cerrojillo.

Zarzoso no se había movido de su asiento; estaba asombrado, con la mirada vaga, como si todo aquello fuese un sueño que se desvanecería apenas despertase.

VIII. NUEVAS CAÍDAS

Cuando los relojes de la quinta Alcaldía de París y de la iglesia de San Esteban del Monte lanzaron en el ancho espacio de la plaza del Pantheón las campanadas que anunciaban las ocho de la mañana, Zarzoso, que no estaba ni dormido ni despierto, pues se hallaba bajo la influencia de una pesada modorra, se incorporó con violento impulso, y una vez sentado en la cama, lanzó una mirada de asombro a su cuarto, que no le parecía ya el mismo.

Sentía un violento dolor de cabeza, como si sobre su cerebro gravitase la gigantesca masa del vecino Pantheón, notaba cierta torpeza en los ojos, viéndolo todo turbio, y su lengua, inflamada y pastosa, parecía estorbarle dentro de la boca, seca a consecuencia de lo mucho que había bebido la noche anterior.

Tardó bastante tiempo en darse cuenta del lugar donde estaba, pues su cerebro, entorpecido por los excesos, discurría con dificultad.

Parecíale al joven que acababa de despertar de un sueño cataléptico que había durado algunos meses a juzgar por la dificultad que encontraba en ir recordando lo ocurrido antes de acostarse.

Un ruido que sonó dentro del cuarto le trajo a la realidad.

Junto a la ventana, por entre cuyas cortinas se filtraba el sol trazando arabescos de oro sobre la charolada madera del pavimento, un perro feo y lanudo jugueteaba con un zapato. La vista de aquel animal trajo rápidamente a Zarzoso a la realidad. Entonces fue cuando se dio cuenta de que sus piernas, bajo las revueltas sábanas, rozaban algo que despedía suave calor, y volviéndose contempló la misma cabeza que creía haber visto en sueños, y que estaba allí, sobre la almohada, menos hermosa que la noche anterior; con el cabello en enmarañada madeja, las correctas facciones contraídas por el estertor de un brutal ronquido, los polvos de arroz apegotados en un extremo de sus mejillas, y el bermellón de sus labios extendiéndose más allá de las comisuras de su boca.

Zarzoso experimentó una inmensa decepción. Parecíale que desde muy alto caía y caía hasta hundirse en el cieno de un charco sin fondo, y sintió tentaciones de llorar como una virgen deshonrada, al ver que de un modo tan estúpido, en una noche de embriaguez, había perdido su prestigio de amante casto y de joven de costumbres austeras, encanallándose con aquel pingajo de carne hermosa, que había rodado durante siete años por todas las camas del Barrio Latino.

Sintió rabia contra su propia debilidad, indignose por lo fácilmente que había caído y murmuró, bajando su frente, en la que se extendía el rubor al pensar en Madrid y en aquella mujer sencilla y pura, a la que todavía amaba:

—¡Muy bien, señor Zarzoso! Puede usted estar satisfecho de su conducta. En vez de estar triste y desalentado por el silencio de María, pasa usted la noche emborrachándose como un pillete, y por añadidura se entrega en brazos de la primera perdida que le sale al encuentro.

Y como si le produjera inmenso asco el contacto de aquel cuerpo de raso que calentaba toda la cama, saltó inmediatamente de ésta y resumió todo el furor que sentía contra sí mismo, con estas amargas palabras:

—Ya no eres el mismo de ayer. Ahora eres un canalla.

El despertar de aquella noche de amor fue terrible. Entre los dos amantes existía un visible despego, una falta de franqueza que hacía la situación pesadamente embarazosa

Judith, después de saltar de la cama, iba de un punto a otro del cuarto, canturreando y afectando alegría, mientras hacía su toilette.

El joven, molestado por la presencia de aquella mujer, que evocaba en él impulsos brutales, y a la que hubiese dado golpes de muy buena gana por vengarse de la caída que le había hecho sufrir, fumaba en un rincón del cuarto, acogiendo con sonrisas que daban miedo cada una de las caricias y los mimos que Judith pretendía hacerle.

Ésta se vistió con gran prontitud, pues, según manifestaba, la estaría esperando un artista, con el que se había comprometido a servirle de modelo en un cuadro que representaba a Clemencia Isaura, en su poética corte de amor; pero no debía tener gran prisa en acudir a la cita, por cuanto rogó a Zarzoso que la convidase a almorzar.

El joven accedió de mala gana, pues le resultaba pesada en extremo aquella aventura y deseaba separarse de Judith cuanto antes.

Salieron del hotel cogidos del brazo, y las miradas de asombro de la dueña del establecimiento, que estaba en su despacho en la portería, atormentaron a Zarzoso que veía en una noche destruida su fama de hombre serio y de costumbres arregladas.

Al atravesar la plaza del Pantheón, los carruajes engalanados de un cortejo nupcial deteníanse ante el palacio de la Alcaldía del quinto distrito.

Judith sonrió maliciosamente, y haciendo un gesto de asombro afectado, exclamó:

—¿Y aún hay quien se casa?… ¡Qué asco!

Estas palabras aún la hicieron más antipática a los ojos de Zarzoso.

El almuerzo resultó muy violento para el joven. Entraron en el mejor restaurante del bulevar Saint-Michel; un establecimiento serio, en el que no dejó de causar cierto escándalo el subversivo aspecto de Judith, la cual, sin fijarse en el efecto que causaba, hizo toda clase de habilidades para llamar la atención de los parroquianos y de la servidumbre.

Zarzoso estaba avergonzado por una compañía tan ruidosa, así es que vio el cielo abierto cuando llegó la hora de pagar y de despedirse sobre la acera del bulevar.

Judith se alejó de él enviándole besos con sus dedos, lo que hacía detener a los transeúntes, y aun retrocedió varias veces para rogarle que no faltase aquella tarde, a las seis, en el café Vachette, donde volverían a reunirse para pasar una noche tan alegre como la anterior.

—Puedes esperarme sentada —decía Zarzoso al alejarse—. Una vez y no más. Bastante siento la infame caída de esta noche.

Zarzoso pasó todo el día melancólico, malhumorado y sin saber qué hacer, pues no se sentía con la suficiente fuerza para ir a la clínica. Paseó en el Luxemburgo hasta las cinco, y como ya anochecía, viendo que en el vecino bulevar los cafés comenzaban a poblarse de gente que tomaba la absenta, temió que Judith surgiera a su paso para atraparle, y se dirigió a casa de Álvarez con el intento de pasar allí unas cuantas horas, proponiéndose después el ir a comer y acabar la noche al otro lado del río, donde tenía la certeza de no encontrar a aquella sirena del vicio.

Zarzoso, desde su caída, parecía que llevaba dentro de sí un principio fatal que envenenaba su existencia, le hacía estar violento en todas partes y no le permitía hablar con la misma franqueza e ingenuidad de antes.

Su visita a don Esteban resultó muy dolorosa para el joven.

Estremecíase de miedo y sentía inmensa vergüenza al pensar lo que diría aquel hombre envejecido, si supiera que un joven que parecía tan enamorado de su hija María, pasaba la noche como un libertino y metía en su mismo cuarto una mujer que escandalizaba el barrio.

Por una coincidencia, pero que hizo aumentar más aún la turbación de Zarzoso, Álvarez, que estaba apenado por el silencio de su hija, comenzó a hablar mal de ésta, al mismo tiempo que hacía la apología de su joven amigo.

—Sí, señor. Es una infamia eso de dejar sin respuesta las cartas de usted, rompiendo de un modo tan villano unas relaciones de amor que parecían tan fuertes. ¿Quién podía esperar tal cosa de mi hija? ¡Cuán pronto olvidan las mujeres sus juramentos de amor! Por eso exclama con razón Shakespeare: «¡Fragilidad!, tú tienes nombre de mujer». ¡Abandonarlo a usted, de ese modo; a usted, que es un joven honrado, probo y de costumbres puras, condición que hoy es casi ya imposible de encontrar!…

Zarzoso, alarmado por estas palabras que resultaban un sarcasmo en tal situación, miraba fijamente al padre de María, sospechando si éste se burlaba de él. Pero no tardó en convencerse de que Álvarez hablaba con franqueza, pues siguió diciendo así, con acento de desesperación:

—Y lo más triste es que yo soy el autor de ese infortunio que usted sufre. ¡Qué mala idea tuve yo al rogarle que manifestase a María su origen y quién era su padre! De seguro que su silencio no reconoce otra causa que esta indiscreción. ¡Oh! Es muy amargo el decirlo; pero para las jóvenes que al tener uso de razón se encuentran en alta esfera, resulta muy difícil el reconocer su verdadero origen y al que les dio el ser, si es que éstos son humildes. Tales descubrimientos, que hieren su amor propio, las sublevan, las indignan y son más que suficientes para que el cariño se trueque en odio. Sí, vuelvo a repetirlo: María le ha abandonado a usted por haberle dicho que yo soy su padre, y que usted es amigo mío. Hay para desesperarse al considerar que uno hace el mal sin saberlo, y que, viejo ya, solo e inútil, todavía sirve para matar la felicidad de un joven como usted, para labrar su infortunio.

Álvarez demostraba tal sentimiento por la culpabilidad de que se hallaba convencido; era tan vehemente su desesperación que conmovido Zarzoso, estuvo varias veces próximo a interrumpirle, para contarle todo lo que ocurría.

El autor del rompimiento amoroso era ahora él mismo. Ya no podía exigir explicaciones a María por su conducta, pues se sentía manchado y tenía, en su conciencia de hombre puro, un remordimiento que le hacía reconocerse como indigno para aspirar a la mano de una señorita honrada.

Pero Zarzoso no se sentía capaz de tan suprema franqueza y calló, dejando que Álvarez se sumergiera en la desesperación que le causaba el haber intervenido indirectamente en los amoríos de los dos jóvenes.

Cada uno de los elogios que don Esteban hacía de su joven amigo era para éste como una puñalada en la conciencia, y por esto, no pudiendo sufrir tan incesantes tormentos, se apresuró a despedirse, y marchando a la casa editorial donde trabajaba Agramunt pasaron ambos amigos el río y fueron a terminar la noche en la Grande Ópera.

El catalán se reía del temor que Zarzoso mostraba al pensar que podían encontrarse con Judith, y con su ductibilidad de buen amigo se prestaba a encargarse de romper aquellas relaciones de una sola noche.

Transcurrieron cuatro días sin que el joven médico, que no salió del Barrio Latino, viera por parte alguna la rubia cabellera de Judith. Esta ausencia le tranquilizaba: Judith no era importuna, y además debía haber comprendido que no tenía en él un adorador loco, y tal vez por estas mismas consideraciones, por la seguridad que comenzaba a abrigar de que la rubia no iría en su persecución, pensaba en ella más de lo que le convenía, y a pesar de todos sus esfuerzos mentales, no podía desechar de su memoria el recuerdo de aquella noche tormentosa, con sus placeres delirantes que recordaba con la misma vaguedad que las escenas de un ensueño.

Aquel encuentro vicioso había dejado en él una levadura de brutalidad lasciva, y a esto atribuía Zarzoso el raro fenómeno que experimentaba, pues a pesar de odiar a la hermosa rubia y de estremecerse al pensar que ésta podía volver a su cuarto, complacíase sin embargo en ir recordando las escenas de tal noche, y su carne se estremecía de placer al pensar que podía repetirse la embriaguez amorosa.

Estaba Zarzoso ocupado en leer un libro nuevo que le había prestado un compañero y distraído pensaba al mismo tiempo, con una confusión de recuerdo que le avergonzaba, en su antigua novia que no le escribía, y en Judith, cuyo recuerdo le obsesionaba, cuando sonaron algunos leves golpes en la entreabierta puerta de la habitación.

—Soy yo —dijo una voz que hizo estremecer a Zarzoso.

E inmediatamente entró en la habitación, sonriendo y con paso ligero, la rubia Judith, que no conservaba de su aspecto de algunas noches antes más que el látigo de cuero y Nemo, que marchaba siempre pegado a sus faldas, como si fuese un adorno de éstas.

Llevaba un traje de la misma pana con que los artistas se hacían sus chaquetones para trabajar en el taller e ir por el barrio, y la rubia cabellera, arreglada ahora en forma de peinado griego, cubríala con una gorrita cosaca de velludo astracán, de la que caía un blanco velillo sobre el rostro.

El joven médico, a pesar de que momentos antes pensaba involuntariamente en ella, al verla no pudo reprimir un movimiento de contrariedad.

Judith, afectando no ver aquel gesto, tomó asiento y comenzó a hablar con tranquilidad.

No había venido a estorbarle. La visita era casual; pasaba por allí de vuelta de un taller, donde había estado todo el día sirviendo de modelo, y se decidió a subir en confianza, sin ir antes a su casita de la calle Monge, a quitarse aquel traje que era el del trabajo.

Judith hablaba con naturalidad, sin afectación alguna, como si estuviera en presencia de una amiga de confianza, y sin hacer la menor alusión a aquella cita en el café Vachette, a la que había faltado Zarzoso.

Éste, en vista de la tranquilidad y prudencia que demostraba la joven, había vuelto a recobrar su confianza, y alegremente se afirmaba en su idea de que todo había terminado entre los dos y que las escenas de aquella noche eran locuras sin consecuencias que ya no volverían a repetirse.

Judith había tomado un cigarrillo de encima de la mesa, y con una pierna montada en el brazo del sillón, hablaba calmosamente, mirando las aéreas espirales de humo que bogaban tranquilamente hacia la abierta ventana donde el viento iba arremolinándolas.

Zarzoso, ante la cordura de la joven, se espontaneaba como con un compañero, y hablaba con el mismo abandono que si su interlocutor fuese Agramunt.

¿Cómo fue aquella segunda caída? Zarzoso no pudo darse cuenta de ella; obró más instintivamente y ciegamente que la primera vez, con el agravante de que en esta ocasión la caída fue fría, sin arrebatos de pasión, como si se sintiera empalado por una ruda e irresistible fatalidad.

A las siete, hora de la comida, salieron los dos del hotel cogidos del brazo. Zarzoso demostraba la mayor indiferencia ¿Qué le importaba ya que le vieran en tal compañía? ¿A que fingir hipócritamente una virtud que estaba lejos de tener? Era un miserable, un cobarde, sin energía ni dignidad, que se sentía enloquecido ante una corrupción porque era hermosa, y que no tenía voluntad para resistir la más leve de las pérfidas insinuaciones de aquella mujer que llevaba al lado.

Judith le había aprisionado, le había convertido en un esclavo de su lascivia, y él se resignaba al considerar que eran de rosas las cadenas que le aprisionaban.

Agramunt quedó asombrado al ver de qué modo se había apoderado Judith del ánimo de Zarzoso, el cual, después de su segunda caída, estaba desalentado y se mostraba impotente para luchar.

El escritor había tenido siempre a Judith en concepto de mujer terrible, pero no creía a Zarzoso capaz de rendirse con tanta facilidad; su asombro se trocó en temor cuando aquella noche les oyó hablar a los dos amantes de su futura vida, arreglando la existencia que llevarían desde aquella noche.

Ella se mostraría seria, evitaría el trato con sus antiguos amigos del barrio y vivirían con la tranquilidad de burgueses unidos por el lazo del matrimonio. Judith miraba con ojos de ternura a Zarzoso y aseguraba a Agramunt único espectador de la escena, que jamás había amado a ningún hombre como a aquel pequeño doctor.

Ella no abandonaría su linda habitación de la calle Monge, que jamás había dejado a pesar de todos sus galanteos y en la que nunca permitió la entrada a sus amigos. Allí tendría su vestuarios sus secretos, los objetos de su intimidad, pero aparte de esto, dormiría en el hotel de la plaza del Pantheón, comería con Zarzoso.

Pasearía con él y mientras éste estuviera en las clínicas, ella se ocuparía en sus visitas y quehaceres.

Habló de seguir sirviendo de modelo para ayudar a los gastos de la nueva existencia, pero Zarzoso protestó con una energía tan rotunda que en ella se notaba un principio de celos.

Agramunt estaba admirado. ¿Qué le había dado la gran perdida a aquel muchacho tan sensato para volverle de tal modo el juicio y convertirlo en un estúpido?

A medianoche, mientras Judith, con aire de señora absoluta, se acostaba en la cama de Zarzoso, éste y Agramunt tuvieron una explicación en los pasillos del hotel.

—Pero, hombre —decía el periodista—. ¿Te parece sensato eso que haces? Yo quería que te divirtieras, que no vivieras como un topo melancólico metido entre estas paredes; pero de eso a que te líes seriamente con una mujerzuela como Judith hay una distancia inmensa. Esto que haces me repugna. No puedo ver con calma que estés tan encaprichado por una perdida que es popular en todo el barrio. ¿Has pensado bien el papel ridículo que vas a hacer? Y lo que más me indigna es que parece que estás enamorado de ese harapo. Antes, en el café, me deban ganas de reír, y al mismo tiempo sentía deseos de llorar de rabia al ver con qué energía de hombre celoso te oponías a que Judith siguiera visitando los estudios como modelo. ¡Celoso tú! ¿Celoso de una mujer que hasta ha dormido con los garçons de los hoteles?

Zarzoso parecía muy contrariado por la justa reprimenda de su amigo, pero aún tuvo energía para contestar:

—Su pasado nada importa para el presente. El que antes haya sido de todos no impedirá que ahora sea únicamente mía. Ya que estoy loco, ya que por ella me encanallo y me pierdo, quiero ser el único dueño de su cuerpo.

—¡Pero si es un pingajo que se ha tendido sobre todas las camas del barrio!

—Sí, pero es muy hermosa —contestó Zarzoso con acento que demostraba una estúpida testarudez—. Una copa de oro cincelada por Benvenuto Cellini, aunque en ella hayan puesto los labios un sinnúmero de generaciones, no por esto resulta menos hermosa.

Agramunt lanzó una sonora carcajada, y tan grande fue su acceso de risa, que sofocado y jadeante se hundía los puños en el vientre, haciendo ridículas contorsiones.

—¡Oh!…, ¡famoso!, ¡divino! —balbuceaba entre carcajadas—. Ya se te va pegando algo de ella. Ya la imitas en lo de sentencias artísticas, y sabes de memoria sus frasecillas aprendidas en el taller.

Zarzoso mostrábase hosco y malhumorado con su amigo, y afortunadamente hizo terminar la conferencia la voz de Judith que le llamaba impaciente desde su cuarto.

Así comenzó la falsa vida marital; aquel amancebamiento repugnante y penoso que fue una mancha en la existencia del joven médico.

Éste parecía más absorbido cada vez por el carácter dominador, caprichoso y fantástico de Judith.

Faltaba Zarzoso muchos días a la clínica, por estar hasta muy tarde en la cama fumando cigarrillos y disputando con Judith sobre cuestiones sin importancia; hacía una vida imbécil que transcurría por las tardes en el Luxemburgo y por las noches en los cafés y en los bailes; y tan grande era el aislamiento a que le sometía tal amor que muchos días sólo veía a Agramunt durante algunos minutos, cambiando con él insignificantes palabras. Parecía estorbarle la presencia del joven escritor, como si éste, mudamente, le echase en cara su envilecimiento; y en cuanto a don Esteban Álvarez, hacía ya más de dos semanas que no le había visto, tanto porque las exigencias de Judith no le dejaban un momento libre, como porque temía hallarse en presencia de aquel infeliz señor que le abrumaba con los elogios a su virtud.

Todo lo que le recordaba su pasado lo avergonzaba, y cuando surgía en su memoria algún recuerdo de su amores con María, el joven estremecíase con instintivo terror y se ruborizaba intensamente.

Judith, para atraer mejor a su nuevo amante, y demostrar las ventajas del amancebamiento, dábase aires de mujer hacendosa, y al mismo tiempo que reñía al garçon del hotel porque según ella, no hacía dignamente el arreglo del cuarto, andaba siempre a vueltas con la ropa blanca de Zarzoso, y armada de dedal y aguja pretendía hacer zurcidos, con puntarracos disformes que demostraban que nunca habían sido su fuerte las labores femeniles.

Justamente en el armario-espejo, que era donde estaba la ropa blanca, tenía oculta Zarzoso una cajita de laca que contenía las cartas escritas por María, y un sinnúmero de objetos insignificantes, pero queridos, que le recordaban aquella pasión terminada de tan inexplicable modo.

La cajita estaba oculta bajo un montón de ropa blanca que no parecía había sido tocada por Judith, pero a pesar de esto el joven temblaba cada vez que la rubia metía sus manos revolvedoras en el armario.

Una tarde en que Zarzoso estaba solo, se resolvió a sacar de allí la cajita para ponerla en punto más seguro, como era el cajón de la mesa de escribir, cuya llave llevaba siempre consigo.

Sería para él un tormento horrible que Judith, con sus manos pecadoras, cogiera tales recuerdos de su amor, y que les dirigiera alguno de aquellos chistes cínicos que constituían su repertorio gracioso, burlándose de María, de la mujer dulce y virtuosa, cuya imagen, a pesar de todos sus encanallamientos, estaba en pie en lo más íntimo de su ser, como la imagen en el fondo del sagrado santuario.

Él quería evitar tan terrible escena, porque si Judith, al descubrir algún día sus antiguos amores, era capaz de burlarse de la mujer amada como si se tratase de una compañera, sería posible que él, cegado por la rabia, estrangulase a su querida.

Sacó la cajita del armario, y con temblorosa emoción, como si llevase en sus manos un objeto sagrado, la dejó sobre la mesa y permaneció mucho tiempo con los ojos fijos en la charolada tapa. ¡Qué de recuerdos acudían a su memoria!

Un deseo vehemente se apoderó de él. Parecíale que dentro de aquella caja se agitaba comprimida una atmósfera de casta pasión, un ambiente de virtud, y el desgraciado sentía deseos de abrirla, como si de ella fuese a surgir un purificante Jordán en el que podría lavar las suciedades de su degradación y su encanallamiento.

Con mano trémula e instintivamente abrió la caja y lo primero con que tropezaron sus ojos fue con el rostro hermoso, tranquilo y feliz de María, que sonreía desde el fondo de la caja, sobre un lecho formado por el paquete de antiguas cartas.

Aquella aparición pareció romper el encanto fatal y corruptor a que estaba sometido Zarzoso desde que conoció a Judith. Ésta le parecía ahora un monstruo repugnante, un amasijo de corrupción y de vicios, modelado artísticamente por la experta mano del diablo, y contemplando el sereno rostro de María dábase cuenta exacta de su situación, y lloraba desconsolado, como pudiera hacerlo el doctor Fausto cuando, después de dormir con Elena, la prostituta de los siglos, pensara en la dulce y sencilla Margarita.

Permaneció mucho tiempo el joven inclinado sobre aquella caja de la que parecían salir efluvios consoladores que refrescaban su espíritu angustiado. Las campanadas de los relojes de la vecina plaza le volvieron a la realidad. No tardaría en llegar Judith, y el joven se apresuró a esconder la cajita en su mesa, con la misma zozobra del ladrón que teme ser sorprendido en su infame tarea.

Pero antes de ocultarla quiso apreciar por última vez, en todos sus detalles, aquel tesoro amoroso, y hundió sus dedos en la cajita.

Allí estaban sus cartas, tal como él las había atado, con una cinta de color rosa; allí el retrato de María, y debajo un pañuelo de mano, que cariñosamente le había arrebatado una mañana que paseaban por el Retiro… Pero ¡Dios mío! ¡Algo faltaba allí!… ¿Qué era? ¡Qué era!… Y el pensamiento del joven, con la velocidad de un relámpago, recordó cuanto le había entregado María como prueba de amor.

¡Ah!, ya sabía lo que faltaba allí. El recuerdo de María más íntimo y más personal: un rizo de sus cabellos que le había entregado, en presencia de doña Esperanza, la víspera de su partida a París.

El joven lo había sacado de su cajita muchas veces, en aquellas noches de insomnio y de desesperación que le causaba el silencio de María, y recordaba cómo aquel rizo estaba envuelto en un papel finísimo, sobre el cual la adorable mano de la joven había escrito con su correcta letra inglesa, y algunas adorables faltas de ortografía: A mi Juan: en prueba del eterno amor de su María.

Aquella falta, tan repentinamente notada, aturdió al joven, sumiéndolo en una confusión enloquecedora.

Con mano ansiosa revolvió la cajita, buscó hasta en el interior del paquete de cartas y… nada, el rizo con el papel que lo envolvía no aparecía en parte alguna.

Aquel recuerdo resultaba el más querido para Zarzoso, pues era la primera y única concesión que María había hecho a su amor, ya que a fuerza de ruegos había conseguido que la joven le diese un rizo de su cabellera. Además ¡qué de recuerdos tenía para él esta prenda de amor!, ¡cuántas noches había pasado besando y suspirando, con aquel recuerdo de la mujer amada junto a sus labios!

En el aturdido cerebro de Zarzoso, surgía un mundo de atropellados y contradictorios pensamientos.

La posibilidad de que en una de aquellas noches de desesperación amorosa hubiese dejado olvidado sobre la mesa el recuerdo de María, y a la mañana siguiente el criado del hotel lo hubiese hecho desaparecer en su indiferente limpieza, lo desesperaba; pero esta explicación no le parecía convincente y acariciaba con mayor predilección una sospecha, que poco a poco iba agrandándose en su pensamiento.

¿Sería Judith quien, aprovechando una de sus ausencias, le arrebató aquella prenda de amor, por lo que de íntima tenía, para hacer burla después con sus amigas de aquella pura pasión? No resultaba muy verosímil esta sospecha, pues parecía que Judith no se había apercibido de la existencia de la caja; pero por otra parte el joven desconfiaba de su querida, cuyo carácter astuto y maligno le era bien conocido.

Sí, ella debía ser la autora de la sustracción, y Zarzoso, enfurecido por el fatal descubrimiento, se proponía interrogarla apenas se presentase, y se sentía capaz de todas las brutalidades, si es que llegaba a convencerse de la culpabilidad de su querida.

Acababa de ocultar la cajita en el cajón de su mesa, cuando entró Judith vestida con un traje de colores llamativos y demostrando mayor descoco que de costumbre. Ya no era la muchacha hábil que sabía fingir ternura y apasionamiento, era algo más que la cocotte cínica y descocada, era la loca del barrio, la muchacha excéntrica y depravada que no tenía noción alguna de la moral, que pisoteaba las más rudimentarias conveniencias sociales y que creía que la virtud, el amor y la decencia, eran defectos que afeaban a las personas honradas y tranquilas, que ella desdeñosamente llamaba burgueses.

Zarzoso quedó frío ante aquella ruidosa entrada. Entre la Judith que él momentos antes, allá en su imaginación, se proponía interrogar, y la Judith que ahora tenía delante, existía una inmensa diferencia.

¿Cómo iba a hablar a aquella perdida de su antigua pasión y de sus recuerdos de amor tan sagrados? ¿Y si ella no era la autora de la sustracción, ni se había apercibido de nada, y resultaba que él le abría los ojos, facilitándole el que se burlara de su antiguo amor?

Zarzoso decidióse repentinamente a no decir nada, proponiéndose obrar con cautela y espiar a su querida, para de este modo convencerse de si era cierta su culpabilidad.

Además Judith lo aturdió con sus palabras, pues riendo ruidosamente, comenzó a relatarle una aventura muy chistosa que le había ocurrido a una de sus amigas.

El único rastro aparente que dejó tras sí el penoso descubrimiento hecho por el joven fue la melancolía y la irascibilidad que parecía dominar al joven.

Así vivieron tres semanas más, completamente aislados hasta que Agramunt, que según él manifestaba, no quería entrar en el cuarto de los amantes, pues al verlos le deban tentaciones de empezar a bofetadas con los dos; a él por bruto, y a ella por… (y aquí el republicano, encajaba un calificativo tan franco como genuinamente español).

Algunas veces Agramunt, al encontrar a Zarzoso en la escalera del hotel o en el restaurante, lo detenía para decirle con hostil seriedad:

—El pobre don Esteban está muy desmejorado; me pregunta por ti siempre que le veo y yo le digo que no vas a visitarle porque estás muy ocupado en tus clínicas. Esta mentira es lo mejor que puedo decirle al pobre señor.

Zarzoso experimentaba honda pena cada vez que le recordaban de este modo al infeliz Álvarez. ¡Pobre señor! Grande sería su decepción si llegaba a enterarse del género de vida que hacía el joven amigo, al que consideraba como un modelo de constancia amorosa y de buenas costumbres.

Conforme transcurría el tiempo, Zarzoso encontraba que iban haciéndose pesadas sus relaciones con Judith.

Había pasado ya el primer arrebato de pasión; estaba desvanecida la embriaguez artística que causaba en Zarzoso la contemplación de aquel lindo cuerpo de estatua, y en cambio la intimidad, el trato continuo y franco, ponían al descubierto la mala educación de Judith, sus groserías aprendidas en el taller y sus costumbres incoherentes y extrañas de muchacha aventurera, que con la misma indiferencia había dormido en un gabinete lujoso que en una zahurda.

La mala educación de la rubia, sus groserías a todo pasto y sus respuestas insolentes, eran motivos de continua querella entre los dos amantes, y Zarzoso sentía tal aburrimiento cuando pasaba solo con Judith algunas horas; se hartaba de tal modo de aquella atmósfera canallesca que parecía flotar en torno de ella, que acogía hasta con gusto las visitas que venían a turbar una conversación monótona, que siempre versaba sobre el mismo tema: los vestidos con chic artístico, los pintores, sus bromas pesadas y toda la chismografía que se aprende en los talleres.

Como Judith, con su carácter imperioso, dominaba a su amante, y en el hotel, como en todas partes, dábase aires de señora absoluta, sus amistades femeninas iban a visitarla, y por las tardes, en aquella habitación antes tan tranquila, reuníase una alborotada tertulia de muchachuelas insignificantes, viciosas, que giraban atraídas en torno de Judith como astros menores de la sensualidad y que adoraban a ésta cual una mujer superior.

Zarzoso, el sabio, la esperanza legítima de la ciencia médica, se agarraba a aquellas chicuelas como a una tabla de salvación contra el fastidio, y conversaba con ellas horas enteras, sin notar que poco a poco se hundía en una intimidad viciosa. Aquel trato con Judith y su corte le hizo adivinar terribles monstruosidades. Sospechó de la intimidad de la rubia y sus amigas, de sus explosiones de celo y del afán con que se disputaban la predilección de la diosa; adivinó cosas ocultas y asquerosas, locuras de organismos gastados y ahítos de vicio; pero cerró los ojos voluntariamente, y prefirió no ver para evitarse la náusea de lo repugnante.

El joven, dominado por Judith, se agitaba como un sonámbulo en aquella atmósfera fétida; había perdido por completo su voluntad, y obedecía en todo a los caprichos de su querida, sin permitirse la menor observación.

Él, que al principio de su nueva vida tenía reparo y mostraba cierto rubor en acompañar a Judith por la calle, salía ahora con la mayor impasibilidad al lado de su querida y dos o tres de aquellas amigas a las que conocía el barrio entero, y algunas de las cuales, por sus embriagueces y sus escándalos en la vía pública, habían visitado más de una vez la comisaría de policía del barrio.

Zarzoso, con su aspecto de hombre de ciencia, con aquellas gafas que le daban un aire de profesor de la Sorbona, marchaba erguido e impávido en el centro del revoltoso grupo formado por tales mujerzuelas que dejaban tras sí una atmósfera de escándalo y de indignados comentarios.

El infeliz Zarzoso nunca llegó a apercibirse del concepto en que le tenían en el barrio y de las apreciaciones que sobre él hacían, cuando en tal compañía pasaba ante alguno de los cafés del bulevar Saint-Michel.

Había quien, a pesar de su aspecto honrado, le creía un ser envilecido que comía de las más inmundas mujeres, a cambio de servirles de caballero acompañante. Agramunt, que sabía toda la verdad y conocía los comentarios del barrio, estaba furioso contra su amigo por su estúpida pasividad, y llegaba hasta evitar su saludo.

Fue una tarde a las siete cuando ocurrió el encuentro que tanto temía Zarzoso.

El joven había ido a la otra orilla del Sena, acompañando a Judith y a dos amigas para hacer unas compras en los almacenes del Louvre, y después había entrado en la cervecería de La Paleta de Oro, en la calle de Rívoli, pues la rubia era muy pródiga con sus amigas y siempre que salían las convidaba con el dinero de su amante.

Al regreso, cuando ya los reverberos de las calles estaban encendidos, subía el alegre grupo por el bulevar Saint-Michel, demostrando con sus carcajadas, sus saltos y las insolentes palabras que dirigían a los transeúntes, la fuerza alcohólica de la buena cerveza negra de Estrasburgo.

Fue cerca de la esquina del Café de Cluny, donde Judith, con su voz de carretero y ademanes de cargador borracho, tuvo un altercado con una mujer que pasaba y que en su concepto había hecho burla de ella.

La proximidad de una pareja de guardias de la Paz, hizo terminar el conflicto, pero no impidió que los transeúntes se detuvieran, fijándose en el grupo que formaban las tres mujeres y Zarzoso.

Éste, avergonzado por el incidente, pugnaba por llevarse a Judith, y por eso no se fijó en un hombre que acababa de salir del café y que se acercó al grupo, demostrando primero una fría curiosidad y después profundo asombro.

Era don Esteban Álvarez, que en unas cuantas semanas se había aviejado de un modo alarmante y que tenía un aspecto tal de decaimiento, que inspiraba compasión.

Al reconocer a Zarzoso en el acompañante de las tres perdidas y ver la intimidad casi desdeñosa con que éstas le trataban, el pobre enfermo experimentó una ruda impresión.

Por fortuna para el joven médico, estaba de espaldas y no pudo ver el triste gesto de dolorosa sorpresa que hizo su viejo amigo.

Cuando el grupo se alejó, Álvarez estuvo aún algunos minutos inmóvil en la acera, como si todavía no hubiese vuelto en sí después de la sorpresa experimentada.

¡Oh! ¡Qué frío sentía en el corazón! Su culpabilidad, aquella culpabilidad imaginaria con la que se atormentaba, volvía a atenazar su conciencia.

Se alejó lentamente con dirección a la calle del Sena, marchando con paso inseguro, al mismo tiempo que murmuraba:

—¡Esto me mata! Yo soy el autor del infortunio de ese joven. Queriendo acercarme a mi hija, hice sin saberlo, que él fuera abandonado por su novia, y ahora ese joven bueno, sencillo y virtuoso, se ha perdido… ¡se ha perdido por mi culpa! ¡Qué terrible remordimiento!… Desesperado de reconquistar un amor puro, se ha entregado en brazos del vicio para olvidar. ¡Y yo tengo la culpa de todo! Esto me mata; hoy termina mi vida: como si lo viera. ¿Qué fatalidad arrastró a ese muchacho hasta hacerle mi amigo? ¿Qué fatalidad hay en mí que hiere a cuantos seres se me aproximan y me aman?…

IX. EL ENTIERRO DE ÁLVAREZ

Estaba Zarzoso leyendo la sección de noticias de un periódico de la noche, y se disponía ya a acostarse, en vista de que los relojes de la plaza del Pantheón acababan de dar la una de la madrugada.

Las caídas cortinas del lecho ocultaban a Judith, que roncaba con bastante estrépito y la luz del quinqué crepitaba de un modo alarmante, dando a entender que estaba próxima a apagarse por falta de petróleo que alimentase su llama.

Sonaron atropellados pasos en el pasadizo que conducía a la habitación y Zarzoso, sin poder explicarse el motivo, sintió cierto sobresalto, pues sus nervios se hallaban muy excitados a causa de una reyerta que había tenido con la hermosa rubia antes de acostarse ésta.

Llamaron a la puerta con dos suaves golpes, y el joven se apresuró a abrir, presintiendo que algo grave ocurría. En la penumbra del pasillo percibió a Agramunt, que parecía haberse vestido apresuradamente momentos antes, pues todavía se estaba abrochando el chaleco, y llevaba la corbata sin anudar. Tras él aparecía un viejo de aspecto ordinario, que mostraba ser por su aire un portero de casa pobre.

Agramunt hablaba con voz queda y acento misterioso.

—¿Estás solo, Juanito? —preguntó—. ¿Duerme Judith?

Zarzoso contestó con un gesto afirmativo, y entonces su amigo se apresuró a decir:

—Toma el sombrero y vámonos inmediatamente. Ocurre una cosa grave, una desgracia.

—¿Qué es? —se apresuró a preguntar Zarzoso.

—Vámonos en seguida, ya te lo contaré por el camino.

Y mientras Zarzoso, de puntillas para no despertar a su querida, buscaba el sombrero y el gabán, Agramunt le decía en voz baja:

—Acaba de venir a buscarme este buen hombre, el portero de la calle del Sena. Don Esteban está gravísimo: una dolencia mortal. Creo que ya debe haber expirado hace rato.

Y el joven escritor decía esto convencido de que su viejo amigo hacía ya mucho tiempo que había muerto, pues conocía el carácter de Perico, su antiguo criado, y comprendía que muy terrible debía ser el suceso para que se decidiera a avisar a los amigos.

Zarzoso acabó de arreglarse y de puntillas salió de la habitación, sin que se apercibiera de su marcha Judith, que seguía roncando.

Los tres hombres, al estar en la calle, apresuraron la marcha como si alguien les persiguiera, y jadeantes y sudorosos llegaron a la casa de la calle del Sena, en la que reinaba gran agitación.

En la escalera tropezaron con el comisario de policía del distrito y sus empleados, a los que había ido a llamar la mujer del conserje en vista de lo repentino de aquel fallecimiento.

Perico estaba desolado, y con ese gesto de estupidez que proporciona una desgracia tan abrumadora como inesperada, iba de un lado a otro, con la inconsciencia del loco, por todas las habitaciones de la casa, dando de vez en cuando lastimeros mugidos para desahogar su pecho de hércules, agitado por torrentes de llanto que pugnaban por salir y no podían.

Casi en el centro del salón, frente a la chimenea donde humeaban algunos tizones y de aquel retrato de la mujer adorada, yacía el cadáver de Álvarez como enorme masa, que sólo alumbraba en parte la luz del quinqué puesto sobre la mesa de trabajo.

Estaba tendido de espaldas, con los brazos casi en cruz, y en su rostro, que rápidamente iba adquiriendo un tono violáceo, brillaban sus ojos, desmesuradamente abiertos, como si aún persistiera en el cadáver la sorpresa que le causó sentir una muerte que llegaba rápida e instantánea como el rayo.

Perico, que se había colocado junto a los dos amigos, hablaba lentamente, cortando sus palabras con suspiros penosos, y rehuía la vista del cuerpo de su señor como si temiera caer en un nuevo acceso de desesperación a la vista de aquel cadáver que en vida fue lo que él más quiso.

¿Quién iba a esperar aquello? El señor, antes de comer, había ido al café de Cluny a pasar un rato y volvió cerca de las ocho, cuando él ya estaba arreglando la mesa.

Parecía más decaído y triste que de costumbre; comió silenciosamente, dando de vez en cuando suspiros que alarmaban a Perico, y después de levantado el mantel, comenzó a hablar del pasado a su sirviente y de la posibilidad de que él muriera en plazo breve y cuando menos lo esperase.

Recordó con dolorosa amargura a la hija que tenía en Madrid; habló de su ingratitud, a pesar de la cual la amaba cada vez más, y como consecuencia de todo lo que habló, le dijo así a su antiguo asistente:

—Mira, muchacho; mi hija me odia, buena prueba de ello es que ha roto sus relaciones con ese buen chico de Zarzoso, sólo por saber que es amigo mío; pero al fin y al cabo es mi hija y no puedo dejarla desamparada, pues sé que a pesar de que tiene familia, se halla rodeada de enemigos que conspiran contra ella. Si yo pudiera volver a España, velaría por María, aunque ella me pagase con la más repugnante ingratitud; pero si yo muero y tú quedas libre para volver a la patria, has de jurarme que vivirás cerca de ella, que velarás por su tranquilidad y que la defenderás en cuantos peligros pueda correr. ¿Lo juras así?

Perico prometió todo cuanto su amo quiso exigirle. Él estaba dispuesto a obedecer a don Esteban más allá de la tumba, y muerto su señor quedaba libre y podía abandonar París para cumplir esta última voluntad; pero lo que él no sospechaba es que el fin de la existencia de su amo estuviera tan próximo como éste lo presentía.

Don Esteban tuvo frío y se sentó junto a la chimenea, permaneciendo allí hasta cerca de medianoche. Su criado, que estaba en el comedor, le oyó varias veces suspirar, murmurando palabras que él no comprendía.

—¡Yo soy el responsable de ese rompimiento! —decía con acento quejumbroso—. ¡Yo soy el autor de la degradación de ese joven!

Era ya cerca de medianoche, cuando sonó en el salón un suspiro sordo, pero tan angustioso, que a Perico, según propia expresión, le puso los cabellos de punta.

Entró apresuradamente en la gran sala, y aún pudo ver a su señor que acababa de levantarse del sillón y que, tambaleándose, con las manos puestas en el pecho como si pretendiera abrírselo en un fiero arranque de angustia, anduvo dos o tres pasos para caer después desplomado.

Cuando Perico, a pesar de su dolorosa sorpresa, se convenció de que su señor había muerto, pidió socorro a los porteros; y mientras el marido iba en busca de los dos amigos del difunto que vivían más próximos, la mujer se dirigió a la Comisaria del barrio, para que se instruyeran las diligencias propias del caso. El médico oficial, que debía volver al día siguiente a practicar la autopsia, manifestó que don Esteban había muerto a consecuencia de la ruptura de un aneurisma que se le había formado hacía ya mucho tiempo.

Los dos amigos, en vista del aturdimiento de Perico, se encargaron de todas las gestiones que era necesario hacer en tales circunstancias.

Agramunt redactó unas cuantas líneas para los periódicos de la mañana, anunciando la muerte de aquel emigrado que había perecido en la oscuridad, a pesar de haber desempeñado altos cargos; y mientras el portero iba a llevarlas a las redacciones, él impulsado por su actividad de buen muchacho servicial, salió para ir a una agencia de pompas fúnebres a arreglar lo concerniente al entierro, que se había de verificar al día siguiente a las tres de la tarde.

Zarzoso se quedó solo en el salón, frente al abandonado cadáver de Álvarez, mientras Perico, fuera, en el comedor, disputaba con la vieja portera, que en vista de su angustia quería hacerle tragar algunas tisanas para calmarle.

El médico miraba con terror el cadáver de su viejo amigo.

Aquellas frases incoherentes que Álvarez había pronunciado antes de morir y que resultaban ininteligibles para su criado, las comprendía él fácilmente, y sentía por ello intenso remordimiento.

Aquel hombre desgraciado había fallecido víctima de la preocupación dolorosa que en él produjo la creencia de que involuntariamente había sido la causa del rompimiento de relaciones entre Zarzoso y María.

Lo que más entristecía al joven y le avergonzaba era la injusta opinión de virtud en que le tenía Álvarez; y al mismo tiempo, le aterraba la sospecha de que éste, antes de morir, podía haberse convencido casualmente de la degradación en que estaba el mismo a quien él creía un joven de buenas costumbres.

Cuando volvió Agramunt, después de cumplidas sus comisiones, los dos jóvenes, ayudados por Perico, levantaron de la alfombra el cadáver de don Esteban, y a fuerza de puños lo llevaron hasta la cama, donde cayó sordamente, con el peso abrumador de la muerte, y haciendo rechinar los hierros del lecho.

La mañana siguiente la pasó Agramunt corriendo París, para avisar a todos los compañeros de emigración y a cuantos españoles conocía, y ultimar los preparativos del entierro, que había de ser lo que la gente llama bastante correcto, pues el editor para el que trabajaban los emigrados se había brindado a pagar todos los gastos.

Zarzoso tuvo que sostener una ruda pelea con Judith, que por uno de los caprichos de su extraño carácter se empeñaba en ir a ver al muerto, proposición absurda para el joven, que pensaba que aquello equivaldría a un insulto póstumo.

Zarzoso y Agramunt juntaron sus ahorros para comprar una corona, y el primero, vestido correctamente de luto, llegaba a la calle del Sena poco antes de las tres.

Un coche fúnebre, de buen aspecto, estaba parado junto a la casa mortuoria, y su presencia había hecho salir a las puertas, impulsados por la curiosidad, a todos los industriales, porteros y comadres de las casas inmediatas.

En el portal estaban agrupados unos cuantos españoles, demostrando con sus diversos trajes y sus gestos más o menos tranquilos, las veleidades de la fortuna, que mientras acaricia a unos trata a otros a bofetadas.

Llegaban de los extremos de París los náufragos de las borrascas revolucionarias que la persecución había barrido más allá de los Pirineos, todos con el gesto avinagrado, la mirada altiva, el traje raído y un mundo de absurdas esperanzas en la imaginación.

Aquel suceso servía para agrupar a la desbandada colonia de emigrados que, esparcidos por los cuatro extremos de París y entregados a diversas ocupaciones, pasaban meses enteros sin verse, y aprovechaban la ocasión para estrecharse la mano y hablarse amigablemente como compañeros de desgracia, esto sin perjuicio de separarse de allí a dos horas, para no volver a encontrarse hasta de allí a medio año.

Parecían muy impresionados por la muerte de Álvarez y sentían una espontánea emoción; pero a pesar de esto, reunidos en grupos en aquel portal, departían sobre su tema favorito y fundándose en el triste fin del difunto que había muerto pobre, abandonado y lejos de la patria, cosa que les podía ocurrir muy bien a ellos, hablaban egoístamente de la necesidad de hacer la revolución cuanto antes, para que terminase su violenta situación de emigrados.

Bajaron el cadáver encerrado en un sencillo y elegante féretro, sobre el cual se amontonaban más de una docena de coronas, dos o tres de artísticas flores, y las demás de perlas de vidrio, formando inscripciones de pacotilla, de esas que tienen preparadas en todos los almacenes de París.

El cortejo se puso en marcha, y el cielo, que estaba todo el día encapotado y amenazante, comenzó a despedir entonces una lluvia sutil y fría.

Iba delante el coche fúnebre, con su féretro y sus coronas, llevando al lado al triste Perico, que marchaba encorvado como un viejo, con los ojos enrojecidos, recibiendo las salpicaduras de barro de las ruedas, y atento, con estúpida fijeza, a que no cayera ninguno de aquellos adornos del ataúd. Detrás marchaba el cortejo fúnebre: los dos amigos, sombrero en mano, presidían el duelo, llevando en medio al editor, un viejo de cabeza cuadrada y mirada sórdida, que había llegado a París con zuecos, vendiendo coplas, y que ahora tenía más de cincuenta millones; y seguían todos los invitados, aquel rebaño de la emigración, siempre guiado por el resplandor de las ilusiones, que marchaba en grupos, dividido por el recelo y la envidia, y resguardándose de la lluvia con paraguas abierto, aquel que lo tenía. Cerraban la marcha el coche del editor, y dos ómnibus del servicio fúnebre.

Aquel entierro produjo bastante impresión en la calle del Sena. Álvarez era muy apreciado por los vecinos, aunque no tuviera con ellos trato alguno, y además su entierro puramente civil, causaba bastante impresión en las porteras, gente beata abonada a diario a los sermones en San Sulpicio o a las fiestas con orquesta en San Germán de los Prados.

Cuando el entierro salió de la calle del Sena, ya no recibió más homenaje que esa compasión oficial de la educación francesa, que consiste en quitarse el sombrero ante el primer muerto que pasa.

La lluvia arreciaba, el coche fúnebre iba acelerando su marcha, y el cortejo caminaba con paso apresurado, a pesar de lo cual eran muchos los que se rezagaban y no pocos los que escurrían el bulto, huyendo disimuladamente por la primera callejuela que encontraban.

Tardó cerca de media hora en salir el cortejo del recinto de París, y al llegar a las barreras, cuando la lluvia arreciaba más, se detuvo para continuar el viaje con mayor comodidad hasta el cementerio de Bagniores.

El editor, hablando de sus numerosas ocupaciones, se despidió cediendo su carruaje a los dos jóvenes, y en cuanto a los invitados, quedaban tan pocos que cupieron desahogadamente en los dos ómnibus.

El cortejo emprendió la marcha por un camino que la lluvia convertía en barrizal casi intransitable, y el coche fúnebre, dando tumbos a cada bache, caminaba rozando las tapias de ambos lados que cercaban grandes solares.

Perico no quiso acceder a los ruegos de los dos jóvenes, y como si tuviera por una infidelidad el abandonar el cadáver un solo instante, marchaba agarrado al carro fúnebre, exponiéndose muchas veces a ser aplastado por las ruedas.

Zarzoso y Agramunt iban en la berlina del editor, tristes, silenciosos y como sumidos en tétricos pensamientos.

La pobreza de aquel entierro, la falta de verdaderos afectos que en él se notaba y el desorden y la deserción que la lluvia había producido en él, les impresionaba de un modo desconsolador, y al mismo tiempo aquel cielo plomizo, sucio y diluviador, influía en ellos dando un carácter tétrico a sus ideas.

Zarzoso, mirando la caja que contenía el cadáver de aquel amigo que tanto le amaba y que iba saltando violentamente dentro del carruaje cada vez que éste se inclinaba en un bache, sentíase atenazado por un vivo dolor y los remordimientos de la noche anterior volvían a asaltarle.

En cuanto a Agramunt evitaba el fijarse en aquel féretro, como si quisiera rehuir las tétricas ideas que le inspiraba, y dejando vagar sus ojos por aquella campiña triste y desolada, en la que sólo se veían yermos solares, negruzcos hornos de cal y alguno que otro hotel cerrado y de aspecto fúnebre, preguntábase si valía la pena ser patriota, revolucionario, mártir de una idea, aspirar a la gloria y al aplauso popular, sacrificarse por la libertad de los demás, para venir al fin de la jornada a morir desconocido y casi solo, en una ciudad indiferente y ser conducido a la tumba seguido de dos docenas de amigos, de los cuales apenas si más de tres lloraban verdaderamente su muerte.

El joven revolucionario sentíase dominado por un cruel escepticismo. La realidad había venido a rasgar la venda de sus ilusiones e inexorable, con sonrisa cruel, le mostraba el porvenir.

A la media hora de marcha comenzaron a surgir casas de aspecto mísero a ambos lados del camino. Eran tabernas y almacenes de objetos fúnebres, industrias nacidas en torno del cementerio, como los hongos en el tronco del árbol viejo y carcomido, y que vivían del dolor más o menos fingido de los numerosos cortejos que diariamente pasaban por allí.

Entraron en el cementerio casi al mismo tiempo que por distinto camino llegaba otro convoy fúnebre, con gran aparato de coches enlutados, en el primero de los cuales iba un cura con sus monaguillos para rezar las últimas preces.

Echaron pie a tierra los invitados de ambos cortejos, y aquella gente desconocida, enguantada, correcta y elegante lanzó miradas de desprecio al raído grupo de emigrados, demostrando que las preocupaciones sociales llegan hasta la tumba.

El cura y sus acólitos miraron con hostilidad aquel entierro puramente civil, que además tenía la agravante de ser pobre.

El editor había comprado para el cadáver de don Esteban una sepultura en el suelo por cinco años, y el féretro, en hombros de los sepultureros, comenzó a avanzar por las espaciosas y frías avenidas hacia el extremo donde descansaban los cadáveres ambiguos, de los que, por su posición social, si tenían dinero para librarse de ir a la fosa común, no poseían el suficiente para dormir eternamente en las sepulturas a perpetuidad, reservadas a la gente rica.

El cementerio de Bagnoires es un cementerio moderno, democrático, con las avenidas tiradas a cordel, una vegetación raquítica y enana, y todo el aspecto de un horrible tablero de ajedrez. No hay panteones, mármoles artísticos, ni umbrías solitarias y románticas como las de las tumbas descritas en las novelas. Es el cementerio moderno de la gran ciudad, e imita por completo las costumbres de ese París cuyos hijos se traga.

En él se duerme el sueño de la muerte tan aprisa como se vive en la metrópoli; las tumbas, en su mayoría, sólo son compradas por cierto número de años no muy grande; el tiempo necesario para que la carne se disuelva, los huesos queden pelados y blancos y la tierra se beba los jugos de la vida, e inmediatamente las tumbas son removidas, los despojos van a un rincón, el terreno alisado y arreglado y… ¡venga más gente!

El féretro de Álvarez tenía que atravesar todo el cementerio, y mientras el pequeño cortejo le seguía por aquellas avenidas de acacias raquíticas y enfermizos rosales que apenas levantaban un palmo del suelo, Agramunt iba fijándose en los campos plantados de cruces y cubiertos de coronas, que en su mayoría eran de perlas de vidrio, género de pacotilla que por su baratura es de moda en París, para los desahogos fúnebres de dolor más o menos auténtico.

Por todas partes se veían coronas y a la luz gris e indecisa de aquel crepúsculo lluvioso, parecía el fúnebre campo cubierto por cristalizado rocío.

Detúvose el cortejo ante una gran fosa abierta en un espacio libre de cruces y de coronas.

Aquellas dos docenas de hombres se detuvieron y agruparon en torno del féretro que estaba ya en tierra, mirándose con cierta complacencia y como satisfechos de que la ceremonia fuera a terminar.

Les resultaba ya pesado aquel entierro, que duraba más de una hora y les obligaba a ir pisando barro, recibiendo en sus espaldas una lluvia sutil y traidora que le empapaba las ropas.

Agramunt, al borde de la abierta fosa, experimentaba una tristeza inmensa.

¿Iba a salir del mundo de los vivos tan fría e indiferentemente aquel amigo a quien consideraba como un héroe?

El joven sintió en su interior aquella emoción nerviosa que le hacía perorar en los meetings de España y ser aplaudido; experimentó la necesidad de hablar, de decir algo, sin fijarse en lo reducido del auditorio, pues de estar solo lo mismo hubiese hablado dirigiéndose a los árboles, a las cruces y a los sepultureros.

Ya que en la muerte de aquel héroe desgraciado, de aquel caído campeón de una causa que era la del porvenir, no había descargas de honor, ni músicas ni cantos, al menos que sobre su féretro sonaran algunas palabras españolas pronunciadas por una voz amiga, y que hiciesen justicia al mérito del difunto, despidiéndole al borde de la tumba, con la seguridad de que el porvenir le haría justicia y de que sus esfuerzos no serían infructuosos, a pesar de que ahora parecían caídos en el vacío.

El joven, ensimismado, dominado por los pensamientos que fluían a su cerebro, con la impasibilidad de un sonámbulo, subió sobre un montón de tierra, en la que asomaban algunos huesos su blanca desnudez, y con la cabeza descubierta, sin fijarse en la lluvia que le empapaba, pronunció un corto discurso, con una elocuencia espontánea y conmovedora que salía del alma. Al principio le oyeron con extrañeza aquellos hombres que se agrupaban en torno del féretro; pero poco a poco les impresionó la temblorosa voz del joven, y a los ojos de algunos hasta asomaron las lágrimas.

Agramunt hablaba a un público que era el único que podía realmente comprenderle; cada una de sus palabras causaba hondo eco en aquellos corazones, y al describir la ingratitud de la patria, la cruel indiferencia del pueblo español que dejaba morir en oscura y mísera emigración a los que habían expuesto su vida y sacrificado su reposo por defender la dignidad nacional, la libertad y la moralidad política, todos ellos se agitaron con nervioso movimiento y con sus gestos parecían decir:

—Es verdad, moriremos aquí porque el pueblo es un ingrato y olvida a los que le han defendido.

Y después, cuando Agramunt trazó con arrebatada palabra el cuadro del porvenir; cuando habló de la revolución que se acercaba a pasos de gigante, del próximo triunfo y del esplendor de la futura República, todos los rostros se animaron, las ilusiones, aquellas malditas ilusiones que los habían arrastrado a la desgracia y la miseria en extranjero suelo, volvieron a renacer más fuertes y vigorosas que nunca, y todos miraban ya el triunfo como un suceso del día siguiente, como cosa segura, que famosamente había de ocurrir en plazo breve, aunque los hombres no quisieran y por una ley fatal de la historia.

Aquel grupo de infortunados llenos de fe y de esperanza estaba entusiasmado al pronunciar Agramunt las últimas palabras, y cuando éste terminó, despidiéndose del campeón caído que estaba en el féretro, con un ¡viva la República!, todos contestaron al unísono, con voz que era grave y sombría, en atención al lugar donde se hallaban.

El ataúd fue descendido a la fosa y uno tras otro fueron todos los acompañantes arrojando sobre él una paletada de tierra, y estrechando la mano de Perico, que lloraba al despedirse definitivamente de su amo, y que estaba conmovido por el discurso de Agramunt.

El regreso a París fue más triste aún que la marcha al cementerio.

Los individuos del cortejo, una vez desvanecida la impresión que les había causado el discurso, entablaron en el interior de los dos ómnibus violentas discusiones sobre el porvenir, o se enzarzaron en la apreciación de hechos pasados, hasta el punto de levantar la voz, no importándoles dejar al descubierto sus malas pasiones y mostrando sus envidias o sus rencores, sin acordarse de que habían ido a enterrar a un amigo, y que demostraban haberlo ya olvidado. En cuanto entraron en la gran ciudad se separaron casi sin saludarse, y cada uno se fue por su lado, para no verse más hasta que la muerte de cualquiera de ellos volviera a reunirles.

Zarzoso y Agramunt hicieron subir en su berlina al desconsolado Perico y fueron todo el camino sin despegar los labios.

Una vez enterrado el pobre don Esteban, cuya muerte había aproximado a los dos huéspedes del hotel de la plaza del Pantheón, la antigua frialdad había vuelto a separarles. Existía entre los dos el vicioso cuerpo de Judith, que impedía el renacimiento de aquella franca amistad que tan felices les había hecho.

Al llegar el carruaje al bulevar Saint-Germain, era ya de noche. Agramunt iba a la calle del Sena con Perico, para hablar los dos solos sobre el porvenir de éste, y hacer un inventario de lo que dejaba don Esteban.

Zarzoso, comprendiendo que estorbaba con su presencia a aquellos dos hombres y ofendido por la frialdad que le mostraba Agramunt, se apresuró a echar pie a tierra, y abriendo su paraguas, pues la lluvia arreciaba conforme iba avanzando la noche, se metió por la calle de la Escuela de Medicina, con dirección a su hotel donde ya Judith le estaba aguardando impaciente.

X. SE ACLARA EL MISTERIO

Al entrar Zarzoso en su hotel y pasar frente a la portería, lanzó una mirada distraída al casillero donde se depositaba la correspondencia para los huéspedes, e inmediatamente experimentó una ruda impresión de sorpresa.

En la casilla marcada con el número de su cuarto, sobre la oscura madera, destacábase el blanco sobre de una carta que inmediatamente hirió los ojos del joven médico.

El portero, que lo había visto a través de los cristales, salió apresuradamente y entregó la carta a Zarzoso, que permanecía sorprendido al pie de la escalera.

—Carta de España —dijo sonriendo intencionadamente el conserje, pues sabía la gran impaciencia que por más de dos meses había devorado al joven, esperando una carta que nunca llegaba.

El asombro de Zarzoso fue en aumento, cuando al mirar el sobre reconoció la letra fina y elegante de María.

Aquella carta, por tanto tiempo esperada y que llegaba cuando menos podía aguardarla el joven, causábale cierto terror, y por esto la revolvía entre sus manos, sin atreverse a abrirla.

¿Por qué había callado María mientras él fue un amante consecuente y puro? ¿Por qué le escribía ahora que se hallaba sumido en la mayor de las degradaciones?

Zarzoso no sabía contestar a ninguna de las preguntas que mentalmente se hacía, pero continuaba impresionado por aquella carta que no se atrevía a abrir, presintiendo tal vez que en su interior se encerraba algo que forzosamente había de serle fatal.

En aquella situación degradante a que le había arrastrado un amor impuro, la carta de María equivalía un remordimiento que surgía ante su vista.

Subió la escalera lentamente, mirando con fijeza estúpida la cerrada carta que tenía en sus manos, y al llegar al rellano del piso en que vivía y detenerse bajo un mechero de gas, no pudo contener un instintivo impulso y rasgó el sobre para enterarse inmediatamente del contenido.

A pocos pasos de allí, en su cuarto, le aguardaba Judith, la mujer aborrecida, a la que sin embargo estaba encadenado por la pasión carnal, y hubiese resultado un sacrilegio el ir a abrir la carta en presencia de aquel ser impúdico que aprovechaba todas las ocasiones para fisgarse de las mujeres honradas.

Sacó del abierto sobre un pliego de papel de cartas, dentro del cual se notaba la presencia de otro papel.

Zarzoso leyó apresuradamente las pocas lineas que contenía, y tuvo que volver a releerlas varias veces, para darse cuenta exacta de su contenido, pues la sorpresa parecía haberle arrojado en un estado de imbecilidad.

La carta decía así:

«Le devuelvo este recuerdo de un amor que ha muerto, segura de que si usted conserva su antigua dignidad, la vista de ese papel le producirá eterno remordimiento. No me creía merecedora de que usted olvidase sus antiguos juramentos uniéndose a esa mujer perdida, con quien vive.

»En el primer momento me hizo mucho daño el saber su degradación; pero hoy, afortunadamente, estoy ya curada de tales impresiones. Todo ha concluido entre nosotros. Cuando usted lea esta carta, tal vez seré ya la esposa de otro».

Aquí terminaba lo escrito en el pliego. No había firma al pie ni signo de clase alguna; pero Zarzoso no dudaba, pues conocía bien aquella letra fina, y que en algunas palabras aparecía temblorosa y exageradamente rasgada, como obra de una mano agitada por la indignación o por el dolor.

Zarzoso, temblando y como asustado al ver que su situación era conocida por María, y que todo el edificio de su antigua dicha caía estrepitosamente al suelo, se apresuró a sacar del interior del pliego aquel papel oculto que sentía al tacto y que era una finísima hoja arrugada y amarillenta, en la que también había algo escrito.

Zarzoso, conmovido, con la vista turbia por la emoción, fue leyendo con lentitud:

«A mi Juan: En prueba del eterno amor que…».

El joven no quiso leer más. Con terror reconoció que aquel papel era el mismo que le había dado María, envolviendo un bucle de su cabellera, y cuya desaparición había notado dos semanas antes al examinar la cajita que guardaba sus recuerdos de amor.

Por si podía ocurrirle aún alguna duda, encontró todavía pegados al papel dos o tres cabellos sutiles como la seda, que habían quedado allí adheridos al retirar los restantes.

Aquella sorpresa dejó absorto y como aplastado al joven médico. Únicamente tenía presencia de ánimo para hacerse mentalmente una pregunta: ¡Gran Dios! ¿Cómo podía haber llegado aquel objeto a manos de María? ¿Quién se había encargado de robarle tal recuerdo de amor?

No había acabado de leer aquella inscripción trazada por la mano de María, pues sabía de memoria su contenido; pero le llamó la atención algunas palabras que vio de repente, escritas más abajo con una letra irregular, caprichosa y de contorno dentellado, que también le era conocida.

Aquellas pocas palabras eran un alarde de cínico imputar, un comentario sucio y canallesco sobre la procedencia de los cabellos que envolvía el papel, y más abajo, con un descoco repugnante, figuraba la firma de Judith suscribiendo tan villano insulto.

Zarzoso miró aquello fijamente, como si no se atreviera a dar crédito a una revelación tan repentina que ponía en claro la misteriosa desaparición de su recuerdo de amor; pero, de repente, como si despertara de un sueño, exhaló un sordo rugido, y ciego e impetuoso como una bomba, se arrojó en el pasadizo, abriendo con una furiosa patada la entornada puerta de su cuarto.

Judith, que estaba leyendo a la luz del quinqué el último número del Diario Alegre, levantó sorprendida la cabeza ante aquella entrada tempestuosa de su amante, el cual, poniéndole el papel delator ante los ojos, rugió, mezclando en su furia palabras españolas con las francesas:

—¡Ah, grandísima zorra! ¡Miserable ladrona! ¿Conoces esto?

Y le metía el papel por los ojos, mientras levantaba la diestra amenazante.

Judith estaba asustada ante la cólera de aquél, a quien ella tenía por un tímido gozquecillo; pero en un arranque de su fiero carácter, intentó la resistencia y, saltando de su silla, agarró el látigo de cuero que estaba sobre la repisa de la chimenea y púsose bravamente a la defensiva, insultando con su insolente mirada al indignado joven. Esta actitud de Judith acabó de excitar al enfurecido Zarzoso. Así la quería ver para desahogar su rabia. Era villano pegar a una mujer débil e indefensa; pero con un marimacho así, que tenía músculos de acero y que se había mezclado en todas las peleas estudiantiles, bien podía medirse un hombre como con uno de su sexo.

Al avanzar sobre ella, recibió un latigazo en el cuello que acabó de cegarle, y embistiendo a la amazona le arrancó la fusta de la mano, la tiró a un rincón y de la primera bofetada la hizo caer de rodillas.

Fue aquello una escena violenta, repugnante y breve. Nadie oía el ruido de aquella lucha, pues como era la hora de comer, los cuartos inmediatos estaban vacíos.

Zarzoso pegaba sin consideración a aquella mujer que tenía bajo sus rodillas, y sus puños ciegos e inflexibles martilleaban el hermoso rostro y las blancas desnudeces que habían quedado al descubierto, amoratándolas a cada golpe. En su furor acompañaba los puñetazos con injurias e insultos, y su boca parecía la abierta y negra garganta de un retrete, rebosando la inmundicia del lenguaje.

Judith, que había recibido los primeros golpes con protestas y chillidos, callaba ahora y ofrecía con tranquila pasividad su bello cuerpo a los furores de aquel energúmeno, y mirando amorosamente a Zarzoso agitábase con voluptuosidad a cada uno de sus golpes.

Aquella loca, en su depravación, gustaba de que sus amantes la vapuleasen, y ésta era la causa principal de que estuviera tan enamorada del modelo italiano a quien obedecía.

Cansose antes Zarzoso de pegar que ella de recibir los golpes, y cuando el joven se incorporó, sudoroso y jadeante, ella, sin levantarse del suelo, sonriendo insolentemente como de costumbre, y echándose atrás su cabellera de leona, exclamó:

—Y bien: ¿ya estás satisfecho? Podías pegarme un rato más. A mí me ha gustado siempre que los hombres me zurrasen, pues esto es una prueba de amor. Antes no te quería, te miraba como un ser insignificante y ridículo; pero ahora empiezo a tenerte cariño en vista de que son fuertes tus puños.

Zarzoso pareció no oír estas cínicas declaraciones, y señalando el delator papel que estaba sobre la mesa, le dijo con entonación de juez que interroga:

—¿Por qué has hecho eso? ¡Habla pronto o te mato!

Judith contestó con una alegre carcajada:

—Mira, voy a serte franca, ya que ha llegado la hora de decírtelo todo. Yo soy una buena muchacha, tengo un gran corazón, y me gusta hacer favores cuando se trata del reposo y de la felicidad de las familias.

Zarzoso creyó que Judith se burlaba otra vez de él y estuvo a punto de emprenderla a golpes, pero ella explicó sus palabras haciendo una revelación importantísima.

Antes de que conociera a Zarzoso, cuando ella acababa de llegar a París, reciente su rompimiento con aquel dibujante que la llevó hasta Londres, le rogaron que prestase el gran favor de enamorar a Zarzoso, diciéndole que éste estaba encaprichado con una chiquilla de Madrid, una cualquiera, sin fortuna y sin nombre, que no convenía a la familia del joven, por lo que era preciso impedir su casamiento haciéndole contraer otro tipo de relaciones. Judith intentó resistirse, encontrando que el papel que iba a desempeñar no era muy agradable; pero la persona que le encomendaba el servicio tenía gran poder sobre ella, disponía de muy contundentes medios para convencerla y al fin aceptó, marchando a la noche siguiente al encuentro de Zarzoso, para hacerse su querida, empleando todos los medios de seducción.

—Lo que pasó después —añadió Judith— lo sabes tú perfectamente.

—¿Pero quién fue el hombre que te indujo a tomar parte en tan repugnante intriga?

La joven intentó resistirse a contestar; pero cuando Zarzoso nombró al modelo italiano, ella, turbada por las amenazas de muerte, contestó con un signo afirmativo.

—Ya le ajustaré yo las cuentas a ese bandido napolitano. ¿Pero qué interés puede tener ese hombre que no me conoce en labrar mi perdición?

—Eso es lo que yo me he preguntado muchas veces, sin poder darme una contestación definitiva. Él no te conoce, es verdad, y por esto mismo no he podido nunca comprender por qué trabajaba contra ti.

La modelo quedó silenciosa por algunos instantes y después añadió con tono sentencioso:

—Mira, querido; tú por algún oculto motivo debes serle odioso a los curas de tu país.

—¿Por qué dices eso?

—Porque Luigi es protegido desde su niñez por los padres jesuitas, a quienes servía ya cuando estaba en Nápoles. Ellos fueron los que le salvaron cuando le iban buscando por dos o tres puñaladas que dio allá, y los que le trajeron a París poniéndole en camino para que fuese un buen modelo. Es el perro de los jesuitas; hace cuanto le dicen, y si le mandan morder, muerde. En este asunto deben tener mucha participación los protectores de Luigi: esto es lo que yo he creído siempre.

Zarzoso hizo un gesto que indicaba su inmensa sorpresa y quedó pensativo, mientras que Judith seguía hablando, deseosa de sincerarse ante aquel muchacho, al que había cobrado cariño desde que apreció la fuerza de sus puños.

Al faltar Zarzoso a la primera cita que le dio Judith, recomendáronla a ésta que fuese a encontrarle, y cuando hacía ya con él vida marital, le ordenaron que buscara entre los efectos de su nuevo amante una cajita en que guardaba todos los recuerdos de su antiguo amor. Judith debía robar uno de éstos, que, según le decía Luigi, era para enviarlo a Madrid, con el propósito de que la novia de Zarzoso se convenciera de que éste ya no la amaba y romper de este modo completamente unas relaciones que estorbaban a la familia.

La rubia, al revolver aquella caja de recuerdos, escogió el papel con el rizo que contenía, y por indicación del mismo modelo italiano puso allí la primera grosería que se le ocurrió para desesperar a la desconocida muchacha de Madrid.

—Ahí tienes cuanto ha ocurrido, vida mía —decía la rubia fijando una mirada amorosa en el indignado Zarzoso—. He sido ligera, lo sé: he obrado como siempre, con aturdimiento; pero al fin y al cabo lo hacía por tu bien, creyendo librarte de un matrimonio que no te convenía, y espero que me perdonarás. Además, te quiero mucho, te amo desde que me he convencido que eres todo un hombre.

Y ya levantada del suelo, avanzaba con los brazos abiertos hacia Zarzoso para darle un estrecho abrazo.

El joven la rechazó con un violento empujón que la hizo chocar las espaldas contra la pared, y señalando la puerta dijo con acento imperioso:

—¡Márchate en seguida, perra inmunda! Me has hecho mucho daño, y si no te vas pronto tal vez me acometa el furor y sea capaz de convertirme en asesino.

Y diciendo esto, contemplaba con torva mirada un cajón de su mesa de escribir, en el que tenía una gran navaja jerezana, comprada en París, más por españolismo que porque necesitase de ella.

Aquella mirada dejó fría a Judith y le produjo mayor terror que los golpes de antes. Como la mayoría de las mujeres de su clase, tenía un miedo casi supersticioso a las armas blancas, y siempre lanzaba exclamaciones de terror cuando Zarzoso, al revolver sus papeles, se le ocurría abrir la navaja.

La posibilidad de que el joven sacase del cajón la terrible arma la impresionó de tal modo que, pálida, silenciosa y con actitud sumisa, púsose su sombrero y su abrigo y llamó a Nemo, perro discreto y bien educado, que había presenciado filosóficamente desde un rincón la anterior paliza, como acostumbrado a que a su ama le hiciesen tal clase de caricias.

Cuando Judith, siempre bajo la amenazante mirada de Zarzoso, hubo acabado de arreglarse y salió del cuarto, se detuvo en el pasillo, pensando que una mujer como ella no podía retirarse así, sumisa y atemorizada como una cualquiera. Llamó en su auxilio a su bravía altivez, hizo asomar a sus labios la sonrisa cínica que la caracterizaba y, con voz irónica, que parecía el silbido de una víbora, dijo, inclinando el cuerpo como dispuesta a huir:

—Mira, niño; si no me despacharas, yo te hubiera dado pelo igual al que tenías de esa muchacha. ¡Pobre chica, ir a darse un tijeretazo tan lejos de la cabeza! Lo que yo he escrito en ese papel es la pura verdad.

Aún quiso Judith desahogar su despecho con mayores indecencias, pero el latigazo que aquella perdida descargaba sobre la honra de María enfureció nuevamente a Zarzoso, el cual se abalanzó al pasillo con propósito de estrangular a la infame; pero cuando llegó allí, ya la rubia, seguida de su perro, bajaba apresuradamente la escalera del hotel.

En el portal tropezó violentamente con un hombre que entraba sacudiéndose la lluvia.

Era Agramunt, que acababa de dejar, en la calle del Sena, al desconsolado criado de don Esteban y que volvía al hotel a despojarse de su traje negro de ceremonia antes de ir al restaurante.

Fijose en Judith, que pasó lanzándole iracundas miradas. En su rostro desordenado y marcado por las huellas de los golpes adivinó que había pasado algo grave entre los dos amantes, y vio cómo la rubia, andando con paso inseguro y sin hacer caso de la lluvia, se hundía en la húmeda oscuridad de la plaza, cuyos reverberos alumbraban inciertamente a causa de las ráfagas del huracán.

Agramunt, alarmado por aquel encuentro, subió rápidamente al segundo piso.

Al entrar en el cuarto de Zarzoso vio algunas sillas voleadas, una cortina rota y una porción de desperfectos que indicaban una reciente lucha. Zarzoso estaba doblado al borde de la cama con la cabeza entre las manos.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? —gritó asustado el buen muchacho.

Zarzoso levantó su cabeza, en la que se retrataba el más terrible asombro, y se abalanzó a su amigo, exclamando con voz conmovida por penoso estertor:

—¡Ay Pepe! ¡Pepe mío! Soy muy desgraciado.

Y como el niño enfermo que cree huir del dolor arrojándose en brazos de su madre, Juanito Zarzoso dejó caer su cabeza sobre un hombro de Agramunt, y después de agitarse su pecho con un supremo estertor, rompió a llorar copiosamente.

PARTE SEXTA: EL CASAMIENTO DE MARÍA

I. SOSPECHAS

Hacia más de un mes que María Quirós se mostraba triste y preocupada por alguna oculta idea que en vano intentaba descubrir su tía, doña Fernanda.

La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía, no lograba adivinar la causa de aquella continua preocupación. Ella, siguiendo los consejos del padre Tomás, se desvivía por hacer agradable la vida de su sobrina, y a pesar de que comenzaba a cansarle aquel renacimiento de su existencia elegante, no perdonaba fiesta alguna y asistía con María a todos los bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales teatros.

Su sobrina se dejaba arrastrar a todas las fiestas, demostrando que eran impotentes tales diversiones para devolverle la perdida alegría, y doña Fernanda, con no poca sorpresa, vio varias veces en sus ojos la señal de haber llorado cuando se encerraba en su cuarto.

Esta conducta era incomprensible para doña Fernanda, tanto más cuanto que habituada de antiguo al espionaje y al registro, por más pesquisas que hizo en el cuarto de María cuando ésta se hallaba ausente, no podo encontrar nada que pusiera en claro aquel misterio.

María era más hábil que su madre para ocultar sus cartas de amor.

La negativa con que la joven contestaba a todas las preguntas de su tía, excitaba la curiosidad de ésta y la hacía acariciar las más absurdas ideas.

Hubo un momento en que llegó a creer que María estaba tan triste porque se hallaba enamorada de Ordóñez, aquel joven simpático que ahora las visitaba tan asiduamente; pero esta suposición se desvaneció en vista de que su sobrina acogía con el mayor desapego todas las galanterías que le dirigía el elegante.

La baronesa, viendo que la persona de confianza de María era la viuda de López, intentó sondear a ésta; pero doña Esperanza, con una sencillez ingenua y seráfica, le manifestó que nada sabía; entonces doña Fernanda acudió al padre Tomás, varón tan santo como amable, y que ahora era uno de los más asiduos concurrentes a su tertulia.

El poderoso jesuita manifestó que tampoco sabía nada, pero en gracia siempre a aquel interés noble y generoso que le había inspirado en todas ocasiones la familia Baselga, y que la baronesa no sabía cómo agradecerle, prometió sondear hábilmente el ánimo de María, y enterarse de aquel oculto pesar que venía afligiéndola.

Se equivocaba la baronesa al buscar en torno de ella la causa del anormal estado en que se hallaba su sobrina. Dicha causa no estaba en Madrid, sino lejos, mucho más lejos; en aquel París que guardaba al hombre amado y que permanecía silencioso sin enviar nunca la carta esperada.

Todo lo que Zarzoso allá, en la plaza del Pantheón, sufría por entonces a causa del silencio de su amada, lo sufría María al ver que ninguna de sus apasionadas cartas merecía contestación.

Aquel infame aislamiento en las comunicaciones entre los dos amantes, ideado por el diabólico padre Tomás, se había realizado hacía ya más de un mes.

El mismo día en que se decidió el jesuita a poner en práctica su plan, en vista de la aprobación que había dado a éste la superioridad de Roma, fue a buscarle en su despacho la intrigante viuda de López, llevando una carta que acababa de recibir de Zarzoso para entregarla a María.

Doña Esperanza no se había atrevido a abrirla; pero como le llamaba su atención lo voluminoso de su contenido, se apresuró a presentarla al padre Tomás para que éste ordenase lo que debía hacerse con ella y acabar de tal modo con su indecisión.

El jesuita, sin mostrar el menor escrúpulo, rompió el sobre y comenzó a leer los ocho pliegos de que se componía la carta; pero antes de llegar al segundo, en su cara de mármol se retrató una sorpresa inmensa, y no pudo menos de exclamar.

—¡Diablo! Buena la hubiéramos hecho si usted llega a entregar esta carta a María. Con ser tan grande París, se han encontrado allí y trabado relaciones de amistad los dos hombres que más fatalmente pueden influir en el porvenir de María. Ese Zarzoso se ha hecho amigo de Esteban Álvarez, aquel bandido republicano y ateo que tantos pesares dio a la señora baronesa y que en su juventud tuvo amoríos con Enriqueta Baselga. Ese mediquillo, lisa y llanamente le cuenta a su novia cuanto sabe sobre su nacimiento, y además le asegura que su padre es el tal Álvarez. ¡Buena complicación nos hubiese traído el que María leyese esta carta, teniendo tanta fe como tiene en las palabras de su novio! ¡Al fuego estos papeles!, y desde hoy, doña Esperanza, sépalo usted; el servicio de correos queda interceptado entre los dos novios.

La viuda de López obedeció ciegamente y fue rasgando cuantas cartas recibía de París y las que María le entregaba para ponerlas en el correo.

La situación de la joven, en vista de este silencio, era aún más insostenible y penosa que la de Zarzoso. Éste al menos podía lamentarse sin temor a ser espiado; podía desahogar su pena, lo mismo en su cuarto que paseando por las calles de la gran ciudad; pero María había de fingir continuamente una serenidad que no tenía y ahogar en lo más hondo de su pecho, la zozobra que la dominaba y que le hacía concebir las más violentas sospechas.

Siempre que tenía ocasión en su casa para hablar a doña Esperanza sin testigos, la llevaba a un rincón, preguntándole con ansiedad:

—¿No ha llegado nada?

—Nada —contestaba imperturbable la viuda.

—Le he escrito quejándome de ese silencio incomprensible. ¿Ha tirado usted misma la carta al correo?

—Sí, hija mía. Yo misma, pues no me gusta encargar estas comisiones a personas extrañas.

—Pues entonces, indudablemente, dentro de pocos días tendré la contestación. Es muy extraño lo que sucede. Antes me escribía puntualmente, sin que sus contestaciones se retrasaran un solo día.

—¡Ay, hija mía! —contestaba doña Esperanza con sonrisa escéptica como persona muy conocedora de las debilidades del mundo—. Acuérdate del refrán: «Cántaro nuevo, hace el agua fresca». Todos los hombres son iguales; al principio aman hasta ser empalagosos, y después olvidan con una facilidad que asombra ¡Dios sabe en lo que pensará ahora ese señor Zarzoso!

Y la viuda iba excitando hábilmente las sospechas en la joven, que parecía aturdida por aquel silencio inexplicable.

María, deseosa de justificar en su pensamiento al hombre que tanto amaba, imaginábase que Zarzoso se hallaba enfermo de alguna gravedad; pero inmediatamente apresurábase la maléfica viuda a desvanecer esta idea que equivalía a una esperanza, asegurando que Juanito gozaba de buena salud, y escribía regularmente a su tío, el doctor Zarzoso, lo que en el fondo era verdad.

¡Infeliz María! Cada una de las insinuaciones de aquella intrigante jamona, producíale una nueva decepción o un aumento en su tristeza, y sin embargo, si hubiese podido registrar los bolsillos a aquella confidenta que tenía toda su confianza, tal vez hubiese encontrado en ellos alguna de las cartas de Zarzoso, esperadas con tanto anhelo, y que la viuda le ocultaba.

Llegó un momento en que la joven no quiso escribir más, en vista de que sus cartas eran acogidas siempre con el mismo desesperante silencio, y comenzó a apuntar en ella aquel exagerado amor propio que era la nota más saliente de su carácter, y que doña Esperanza procuraba excitar.

—Haces bien, hija mía —decía la intrigante viuda—, en no escribir más a ese ingrato, indigno de ti. Eso sería rebajarte, y tú, por tu nacimiento, por tu hermosura y por tu riqueza, estás para que los hombres se arrastren a tus pies, solicitando una palabra de benevolencia, y no para humillarte a un mediquillo olvidadizo, a un chisgarabís sin importancia, que tal vez a estas horas se divierte bailando el can-can, con esas perdidas de París, que se llaman cocottes. No creas que esto es una exageración; yo soy ya vieja, he visto mucho, y sé de lo que son capaces estos jóvenes de ahora, que como no tienen religión viven al día, y con tal de divertirse pisotean los más sagrados e íntimos sentimientos.

La joven, cuando de este modo excitaban su amor propio, sabía resistirse al infortunio y olvidar por algunas horas al injustificado silencio de su novio; pero no tardaba en sobrevenir la reacción, el antiguo apasionamiento volvía a aparecer, y María experimentaba aún con mayor fuerza el pesar producido por aquel silencio de Zarzoso, cuyo verdadero significado estaba muy lejos de adivinar.

Nunca se le ocurrió el tener la menor duda sobre la fidelidad de doña Esperanza, pues ésta sabía interesarse por su dolor y fingir una indignación sin límites al hablar de lo que ella llamaba la ingratitud de Zarzoso.

En una de estas crisis de apasionamiento amoroso, en que reaparecía intensamente el dolor causado por el olvido en que la tenía su novio, fue cuando María abordó resueltamente a doña Esperanza, exponiéndole un deseo que hasta entonces no se había atrevido a manifestarle.

—Estoy convencida —dijo— de que ese hombre me ha olvidado. Yo creo, que hasta en esto que hoy siento por él, hay más odio que amor; pero quisiera, ya que soy villanamente abandonada, convencerme de mi desgracia en toda su extensión, y saber por qué causa ha faltado Juanito a sus juramentos de amor. Diga usted, doña Esperanza: ¿usted que tiene tantas amistades, no encontraría un medio para que nos enteráramos con exactitud de lo que Juanito hace en París?

La viuda hacía ya mucho tiempo que esperaba esta petición y sobre ella había hablado extensamente con el padre Tomás; pero a pesar de esto, fingió, como lo tenía por costumbre, y en el primer instante manifestó no encontrar lo que María deseaba.

Después pareció como que vislumbrara el auxilio apetecido.

—Creo que he encontrado lo que tú deseas. Enterarse de la vida que Zarzoso hace en París, de sus locuras y depravaciones, si es que realmente ha caído en ellas, nadie puede hacerlo mejor que el padre Tomás, ese santo varón que viene aquí casi todas las tardes y que tiene en París fieles amigos que pondrán en su conocimiento todo cuanto ocurra. Antes de diez días, si tú quieres, sabremos toda la verdad.

María intentó resistirse. Le causaba cierto temor el hablar de sus amores a aquel sacerdote que, a pesar de su característica amabilidad, le resultaba austero e imponente; pero doña Esperanza logró convencerla.

—No seas tonta, niña. Es fácil hablar de asuntos como éste a un padre jesuita. Ellos, a pesar de su santidad, se mezclan en los negocios mundanos para bien nuestro; además, el reverendo padre, que es antiguo amigo de tu familia, te quiere mucho y no vacilará en prestarte este servicio. Él es tu director espiritual, lo mismo que de tu tía; yo, en tu nombre, solicitaré una conferencia, y para hacer menos penosa tu petición, me adelantaré a decirle algo de lo que ocurre. Vamos, no seas niña y acepta.

María acabó por decir que sí a todo cuanto le proponía doña Esperanza, y al día siguiente por la tarde, estando la baronesa y su sobrina en el gabinete próximo al salón, entró el padre Tomás.

Las miradas significativas que se cruzaron entre el jesuita y la aristocrática beata, daban a entender la inteligencia que existía entre los dos.

Por la mañana se habían visto la baronesa y el padre Tomás y éste había rogado a la entusiasta penitente que en su visita de la tarde procurase dejarle solo con su sobrina, pues creía llegado el momento de averiguar la oculta pena que agobiaba a la joven.

Por esto, apenas se cambiaron algunas palabras entre los tres, la baronesa, pretextando una ocupación, salió del gabinete, dejando solos al jesuita y a la joven.

El padre Tomás miró a la puerta con cierta alarma, pues sabía que la baronesa era muy capaz de quedarse tras un cortinaje, escuchando y por esto se acercó más a María, a la que comenzó a hablar en voz muy baja.

—Hija mía, sé algo de lo que te sucede y comprendo que en esta situación angustiosa necesitas el auxilio de personas sensatas y de sereno juicio que te aconsejen. Habla con entera franqueza; no te intimide lo sagrado e imponente de mi ministerio. En este momento, no es el sacerdote quien te escucha, sino el antiguo amigo de tu familia, el que te profesa un cariño tan puro como si fueses su hija. Nosotros, los padres jesuitas, tenemos una gran ventaja sobre los demás sacerdotes. No nos limitamos a auxiliar a la humana criatura en sus necesidades religiosas; comprendemos que muchas veces necesita apoyo en su vida social y por esto sacrificamos nuestro reposo hasta el punto de intervenir en asuntos que no son de nuestro ministerio; habla, hija mía, habla con entera franqueza. Nuestros penitentes son nuestros hijos y ¿qué no hará un padre cuando se trata de la felicidad y del sosiego de los que son pedazos de su alma?

Estas dulces palabras tranquilizaron a María y le hicieron tener absoluta confianza en el poderoso jesuita, que ya no le resultaba austero e imponente, sino cariñoso y benigno.

La joven, tranquilizada ya, relató concisamente al jesuita la historia de aquellas relaciones que él conocía perfectamente desde mucho tiempo antes y a continuación formuló la súplica de que se interesara en averiguar cuál era la conducta de Zarzoso en París y el porqué de aquel silencio inexplicable que había venido a romper tan inesperadamente sus amores.

El padre Tomás, aquel santo varón que quería a sus penitentes como si fuesen hijos y se desvivía por su felicidad, aceptó inmediatamente el encargo.

Sí, él lograría saber punto por punto lo que Zarzoso hacía en París, y con entera imparcialidad se lo revelaría a María, pues en tal clase de asuntos no le gustaba engañar ni mantener ilusiones que no eran ciertas.

Aquel mismo día escribiría a sus amigos de Francia, rogándoles, en nombre de los intereses de la Orden, que procurasen averiguar todo lo concerniente a la existencia actual de Zarzoso, y se comprometía a dar respuesta a la joven en el plazo de diez días.

El jesuita iba ya a terminar la conferencia y a llamar a la baronesa, cuando añadió, como sabrosa posdata:

—Te advierto, hija mía, que no debes hacerte ilusiones sobre la contestación que recibiremos. No sé por qué, me anuncia el corazón que será poco grata. Ignoro qué clase de vida hará ese señor Zarzoso; pero París es un foco de corrupción donde no entra un joven que deje de perder sus más nobles cualidades. Ya ves tú ¿qué otra cosa puede esperarse de una ciudad republicana que inicia todas las revoluciones, y de la cual el impío Gambetta ha expulsado a los hijos de San Ignacio, viéndose obligados los padres de la Compañía a vivir ocultos?

María, a pesar de esta seguridad que el padre Tomás manifestaba por adelantado sobre la corrupción de Juanito, sentía cierta esperanza y aguardaba impaciente que transcurriese aquel plazo de diez días, fijado por el jesuita, para saber toda la verdad.

En estos días, a la incertidumbre de María, vino a unirse otra incomodidad.

El elegante Ordóñez, que era el tertuliano más asiduo de la baronesa, aprovechaba todas las ocasiones para repetir a la joven sus declaraciones de amor, y raro era el día en que no le hablaba de lo feliz que se consideraría si llegaba a alcanzar su mano.

Para colmo de desdichas, la baronesa habló una tarde a su sobrina del porvenir de la mujer: dijo que ella debía ir pensando en casarse ya que siempre había manifestado cierta tendencia en favor del matrimonio, y terminó indicándole que no vería con disgusto que el pretendiente preferido fuese el hijo del duque de Vegaverde.

II. AMOR PROPIO HERIDO

Era la hora en que la tertulia vespertina de la baronesa de Carrillo estaba en su período más brillante y animado.

No faltaba ninguna de las antiguas realistas que desde hacía muchos años acudían puntualmente a hacerle la corte a Fernandita, en quien reconocían cierta superioridad, y allí estaban todos, graves y correctos, en aquel rejuvenecido salón en el cual brillaba siempre, por su reconocido talento, el marqués académico, Mentor del Telémaco Ordóñez, que estaba siempre entre él y la baronesa.

Doña Esperanza, a pesar de su carácter intrigante y movedizo, estaba en un rincón afectando insignificancia y procurando, con su silencio, que nadie se fijase en su persona, mientras ella contemplaba a todos con curiosidad, y especialmente a María, que también formaba parte de la tertulia.

En aquella tarde espiraba el plazo que había fijado el padre Tomás, y ella aguardaba aquellas noticias de París tan ansiadas.

Hacía ya algunos días que el poderoso jesuita no visitaba la casa y esta misma ausencia le hacía esperar que el padre Tomás no faltaría a la reunión de la tarde, tal como lo había prometido diez días antes.

Hablaban los tertulianos justamente de aquella ausencia del poderoso jesuita, cuando un criado le anunció, entrando poco después el padre Tomás, quien dio su mano a besar a unos, estrechó las de otros y esparció sus amables sonrisas por toda la tertulia.

Una rápida mirada, que el reverendo padre dirigió a la joven, dio a entender a ésta que traía las ansiadas noticias.

María sufría una horrible incertidumbre al ver que el padre Tomás no se apresuraba a hablarle y se enfrascaba en insustanciales conversaciones, con aquellos vejestorios de la tertulia.

Ordóñez, que se acercó a la joven para dispararle su cotidiana declaración, fue recibido con una frialdad que rayaba en grosería.

Llegó la hora en que, según antigua costumbre de la casa, entraron los criados con el tradicional chocolate, que reemplazaba al lunch de la alta sociedad montada a la moderna. Las ricas salvillas de plata circularon de mano en mano, y entonces fue cuando el padre Tomás, después de haber hablado algunas palabras al oído de la baronesa, se dirigió con cautela al inmediato gabinete, indicando a María con un ademán que podía seguirle.

Los tertulianos, animados por el soconusco, hablaban con más calor, formando amigables grupos, y a excepción de Ordóñez y doña Esperanza, no parecieron fijarse en aquella desaparición de María y el jesuita.

Cuando los dos estuvieron en el gabinete, María interrogó con una ávida mirada al padre Tomás.

—Calma, mucha calma, hija mía —dijo el jesuita sentándose—. Las noticias que traigo son muy graves, y es preciso que te armes de valor para oírlas. Los jóvenes dais vuestro corazón al primero que se os presenta y os resulta agradable; no buscáis el sano consejo de la experiencia y después os veis obligadas a llorar una terrible decepción y a desconfiar de la misericordia de Dios, cometiendo con ello gravísimo pecado.

María estaba para oír noticias y no consejos, así es que interrumpió al jesuita:

—Pero ¿qué es lo que hay?… Hable usted pronto, padre, pues me resulta imposible contener la impaciencia. ¡Oh!, ¡respóndame por Dios! ¿Me ha olvidado Juan?

El jesuita contestó inclinando afirmativamente su cabeza y María quedó silenciosa durante algunos minutos, como abrumada por la fatal revelación.

—¡Oh, padre mío! Dígame usted pronto cómo ha sido eso. Necesito saber por qué causa me ha olvidado un hombre que juraba amarme tanto.

—Recuerda, hija mía, lo que te dije sobre París la última vez que nos vimos. Es la ciudad del diablo. La sentina de corrupción donde no puede entrar un alma sin corromperse. Yo no culpo a ese joven, pues lo que le ocurre, forzosamente había de sucederle. Educado por su tío, hombre ateo y de reconocida impiedad, tiene la desgracia de carecer de toda clase de sentimientos religiosos, y a esto se debe que haya caído con tanta facilidad en el pecado, al verse rodeado por las seducciones de esa Babilonia moderna.

—Pero, en fin, padre Tomás —dijo impaciente la joven—. ¿Qué es lo que le ocurre a Juanito? Necesito que me lo diga usted sin más preámbulos, pues siento una atormentadora impaciencia. No tenga miedo de hablar, soy fuerte y sabré resistir la pena por grande que ésta sea. ¿Es que acaso ama hoy a otra mujer?

—Tú lo has dicho —contestó con entonación bíblica el jesuita—. Ese ingrato te ha olvidado hasta el punto de enamorarse de la primera mujer que ha encontrado al paso en las calles de París.

—¿Y quién es ella? —preguntó María con dolorosa curiosidad.

—Hija mía —contestó el jesuita con pudorosa expresión y fijando su mirada en el suelo—. Eres una señorita cristiana, bien educada y virtuosa, y por lo tanto, siento hablarte de ciertas miserias humanas que tal vez ignores; pero es preciso que descendamos a ciertas podredumbres de la sociedad para que comprendas mejor cuál es tu situación y la del que fue tu novio. Juanito ama a una mujer depravada, a una perdida de esas que venden su amor y pasan con la mayor desvergüenza de los brazos de un hombre a los de otro. Ya ves cuán terrible es su ingratitud al abandonarte así, repentinamente, por un pingajo del vicio.

—¿Y es hermosa?

—¡Oh!, en cuanto a eso mis informes son muy favorables. Esa mujer tiene una diabólica belleza, como todas las de su raza, pues has de saber que es judía y se llama Judith, teniendo el apodo de la Rubia por su blonda y espléndida cabellera. Esto hace más abominable e infame la falta de Zarzoso. ¡Ya ves tú!, abandonar a una señorita virtuosa y católica por una perdida que, además de sus vicios, tiene la mancha de pertenecer a una raza infame que crucificó a Nuestro Señor Jesucristo.

A María no parecía preocuparle mucho que la amante de Zarzoso fuese hebrea y estuviese por tanto contaminada con la mancha del deicidio; lo que sí excitaba su rabia era que fuese tan hermosa la mujer que le había robado su amor.

Quería ella tener pleno conocimiento de su infortunio, enterarse detenidamente de aquellos amores impuros que la atormentaban, y por esto rogó al padre Tomás que, sin más preámbulos ni preparaciones, le relatara cuanto supiese sobre la vida de Zarzoso en París.

El jesuita, haciendo uso de su extremada habilidad, habló de modo que cada una de sus palabras fue una puñalada para María. El joven médico no escribía porque estaba enamorado como un loco de Judith, viviendo con ella maritalmente y supeditado por completo a su voluntad, como si fuese un esclavo o más bien un ser automático.

—Según eso, reverendo padre —dijo María con ansiedad—, ese hombre ya no se acordará de mí.

—¡Ay!, hija mía, ojalá fuese así.

—¡Me asusta usted, padre mío! ¿Qué quiere usted decir con eso?

El jesuita, silencioso e inmóvil, se gozó durante algunos instantes en contemplar la dolorosa zozobra de la joven, y al fin dijo, con lentitud:

—Ese hombre, para tu desgracia, se acuerda mucho de ti y se complace villanamente en burlarse de tu amor y en ostentar impúdicamente, a la vista de todos, los recuerdos más íntimos de tu pasión.

María parecía aterrada por tales noticias, y mientras tanto el jesuita, con mefistofélica calma, seguía relatando la historia infame que anticipadamente se había forjado.

Le era muy penoso, según él decía, hacer tales revelaciones a una joven pura y honrada, que tal vez no pudiera resistir tan fatal información; pero era preciso decir la verdad, pues de lo contrario María, al no tener pleno conocimiento de su infortunio, podría algún día caer en la tentación de perdonar al que tanto la había ofendido. Zarzoso, según afirmaba el jesuita, al enamorarse de aquella perdida, había tenido el especial gusto de burlarse de su antiguo amor, e impúdicamente enseñaba a su banda de amigos y amigas, gentecilla perdida del Barrio Latino, todos cuantos recuerdos conservaba de María.

—¿No tenía él —continuó el jesuita— un cofrecillo de laca en el que guardaba todas tus cartas y algunos objetos que eran como prendas de amor? Pues bien, hija mía, me cuesta mucho el decírtelo, pues sé que esto te producirá inmenso dolor, pero ese tesoro de cariño, ese montón de sagrados objetos que debía inspirar a Zarzoso una adoración casi santa, por proceder de quien proceden, sirve de objeto de befa a toda la gentecilla depravada que vive en el Barrio Latino. Judith, esa perdida que tiene esclavizado a tu antiguo novio, mete sin compasión sus impuras manos en la cajita y revuelve tus cartas, tu retrato, tus pañuelos y una trenza de cabello, mostrando todo esto a sus impuras amigas para que saluden tu nombre con groseras carcajadas en presencia de ese mismo Zarzoso, que muchas veces se une al coro de indecentes chistes y obscenos comentarios que tu recuerdo provoca. Ya ves que conozco bien el contenido de esa cajita de laca, lo que demuestra que mis informes no pueden ser más ciertos.

María escuchaba pálida, aterrada, con los ojos desmesuradamente abiertos, como si no pudiera creer en aquella infamia, que por lo inmensa nunca había llegado a imaginar.

No era la decepción amorosa lo que la hacía sufrir en aquel momento, no sentía el dolor de la enamorada y tierna doncella que se contempla olvidada con desprecio, en ella se había despertado la susceptibilidad terrible y arrolladora; aquel amor propio que caracterizaba a la familia de Baselga, y que prefería la muerte antes que quedar en ridículo.

La joven estaba abrumada por tan terribles revelaciones, y en su imaginación veíase ella misma desnudada por el mismo Zarzoso, expuesta a las miradas injuriosas e insultantes de una juventud ebria y corrompida, la cual, entre carcajadas y groseros chistes, iba arrancándole a jirones su propia piel. Este tormento era igual, en concepto de la joven, al que le hacía sufrir Zarzoso entregando a la publicidad sus recuerdos de amor, y haciendo que circulasen de mano en mano, entre mujeres, impuras, aquellas prendas queridas que ella había entregado en un momento de pasión.

Era tan enorme esta ingratitud de Zarzoso, resultaba tan inverosímil el ser tratada así por un hombre al que no había dado el menor motivo de queja, que María levantó con arrogancia su frente, y clavando su fija mirada en el jesuita, exclamó:

—¡Pero Dios mío! No es posible tanta infamia. Aunque Zarzoso me haya olvidado por otra, no es natural que se complazca en insultarme de un modo tan infame. Esto sería propio de una cruel venganza y yo no he dado a mi novio el menor motivo de queja. ¡No, no es posible lo que usted dice! Necesito pruebas para creerlo, ¿lo oye usted, padre Tomás? Necesito pruebas.

Y al decir esto miraba al jesuita con recelo, como si comenzara a adivinar que todo aquello era un miserable tejido de falsedades.

El reverendo padre sonrió con frialdad y dijo con la misma expresión que si compadeciera a María por su ceguedad amorosa.

—¿Te convencerías de lo que te digo si te enseñara alguna de esas prendas de amor que entregaste a Zarzoso y que éste tenía la obligación de guardar?

—¿Y cómo puede usted haber adquirido esa prueba?

—Ya te dije que entre los amigos de Zarzoso circulan tus recuerdos de amor como objetos de risa. Hoy se han cansado ya de burlarse de ti y por esto no le ha sido difícil adquirir uno de ellos al amigo a quien yo encargué, cediendo a tus ruegos, que se enterase de la existencia de Zarzoso en París. Tengo en mi poder un objeto que te pertenece, y sépaslo, desgraciada, mi amigo lo adquirió de manos de la misma Judith a cambio de unos cuantos francos.

María, pálida y como si la emoción no le permitiese hablar, se limitó a hacer un gesto imperioso, indicando que quería ver cuanto antes aquella prueba fatal.

—Antes de verla —continuó el jesuita— conviene que recuerdes bien, para que así sea más completa la identificación. ¿Antes de marchar Zarzoso a París no le entregaste tú, una mañana en el Retiro y en presencia de doña Esperanza, un bucle de tu cabellera envuelto en un papel en el que habías escrito algo?

María contestó moviendo afirmativamente la cabeza.

—Pues bien, desgraciada; mira esto y veas si lo reconoces.

Y el jesuita, introduciendo una mano en el bolsillo de su sotana, sacó el objeto que Judith había robado a su amante.

María, apenas tuvo en su mano aquel papel, reconoció su letra, y abriéndolo vio que era el mismo rizo que ella había cortado de su caballera. No cabía ya la duda, y abrumada por una infamia tan evidente, no tuvo fuerzas ni para lanzar la dolorosa exclamación de sorpresa que subió hasta su garganta.

—¡Oh, qué infamia! ¿Qué he hecho yo para merecer tanta maldad? —y murmurando estas palabras con quejumbroso acento, dejóse caer en el sillón inmediato, pugnando por ahogar el llanto que hacía agitar su pecho con movimientos de estertor.

El jesuita permanecía impasible, como hombre incapaz de conmoverse por la desesperación que producían sus mentiras y tuvo especial cuidado en aumentar el dolor de su víctima, diciendo con amable expresión:

—Aún no lo has visto todo, hija mía. Fíjate bien en ese papel, que en él hallarás la prueba de la repugnante burla de que has sido objeto.

María volvió a fijar nuevamente sus ojos en el papel de la envoltura, y entonces vio la frase cínica, inmunda y repugnante, que Judith había estampado con su firma al pie de la tierna dedicatoria que ella había escrito allí, al entregar su recuerdo a Juanito.

Aquellas palabras de infame indecencia la anonadaron momentáneamente y retorciéndose en su asiento con suprema expresión de dolor, grito sin cuidarse de que la podían oír en el inmediato salón: —¡Oh, Dios mío! Esto es demasiado, no se puede sufrir. E inmediatamente experimentó una reacción propia de su carácter varonil y su desaliento doloroso trocose en furor e indignación.

Consideraba como un rasgo de imbecilidad el llorar y el desesperarse por la expresión infame de una mujerzuela corrompida. No, ella no lloraría; no daría gusto a aquel canalla que estaba en París, manifestando dolor por haber sido abandonada; lo que ella sentía era odio, inmensos deseos de destrucción; lo que ella deseaba era vengarse de tales infamias, demostrarles que en nada le habían impresionado sus canallescas burlas.

Y manifestando estos pensamientos con entrecortadas palabras, iba de un extremo a otro del gabinete, gesticulando como una loca y moviendo sus crispadas manos en el vacío, como si buscara en él invisibles seres para estrangularlos.

Aquella cara de mármol que se erguía impasible sobre el cuello de la sotana sonreía sin duda interiormente, y mientras tanto, con acento paternal, aprobaba cuanto decía la joven.

—No es muy buena la venganza, hija mía; la Iglesia la prohíbe; pero hay ciertos momentos en la vida en que conviene no recibir las ofensas con evangélica mansedumbre. Tú puedes vengarte, hija mía: debes demostrar a esos infames que de ti se han burlado, que no te impresionan gran cosa sus insultos y sus injurias. Debes negar con un acto de enérgica resolución ese amor del que se ha valido Zarzoso para ponerte en ridículo.

Y hablando así, el jesuita señalaba con un gesto expresivo el inmediato salón. María lo comprendió inmediatamente. Sí, allí estaba la venganza, allí la satisfacción del amor propio herido.

Guardó apresuradamente aquel papel que había derrumbado con rapidez el aéreo palacio de sus ilusiones y seguida del jesuita, entró rápidamente en el salón.

Los tertulianos, después de tomar su chocolate, seguían agrupados en corrillos conversando con animación, mientras la baronesa iba de unos a otros, procurando ocultar la inquietud de su curiosidad excitada, por aquella conferencia entre su sobrina y el jesuita.

Apenas entró María en el salón, el elegante Ordóñez, como si presintiera lo que iba a ocurrir, fue inmediatamente al encuentro de ella, que aún mostraba en su rostro la anterior agitación.

—Señor Ordóñez —dijo María volviendo su vista a otra parte, como si temiera que en sus ojos pudiera leerse lo que pensaba—. He tenido el honor de que usted solicitara mi mano repetidas veces, atención que le agradezco mucho. Entonces no podía responder; pero hoy, por circunstancias que no son del caso relatar, me considero libre y me complazco en decirle que acepto. Hable usted con mi tía, a quien considero como si fuese mi madre. Le advierto que por hoy no siento hacia usted más que un sencillo afecto amistoso; pero tal vez con el tiempo llegue a amarle si su conducta es como yo espero.

Ordóñez estaba asombrado, más que por la resolución de María, por el modo como se expresaba. Nunca había creído él a aquella muñeca capaz de hablar con tanta serenidad y con un acento tan enérgico y decidido.

El joven se inclinó saludando profundamente, y mientras María se retiraba del salón, el elegante se dirigió a la baronesa para pedirle la mano de su sobrina, manifestando la conformidad de ésta, y añadiendo que en caso de aceptarse su demanda iría al día siguiente su hermano mayor el duque de Vegaverde, como jefe de la familia, a formular la petición oficialmente.

Mientras la baronesa consultaba con una rápida mirada al padre Tomás, los tertulianos se apercibieron de la significación de aquella escena, así es que cesaron todas las conversaciones y aguardaron silenciosamente la respuesta de doña Fernanda.

—Ya que la niña está conforme —dijo la baronesa—, por mí no hay inconveniente. Creo que usted, al abandonar su vida de soltero, será un marido virtuoso y cristiano que hará feliz a mi María.

Los tertulianos, se manifestaron muy sorprendidos y contentos, por aquel inesperado suceso que venía a turbar la monotonía de la reunión.

Menudearon los plácemes, quiso llamarse a la niña para felicitarla, pero algunos, más considerados, se opusieron, teniendo en cuenta el rubor, propio del caso.

El marqués académico, que era, de todos los presentes el que se creía con mayor competencia en asuntos de amor, charlaba por los codos, y parándose ante cada grupo, exclamaba con la satisfacción del que dice una gran cosa:

—¡Carape! Esto ha sido sorprendente; sí, señor, muy sorprendente. Lo mismo que en las comedias, donde al finalizar el acto, se casan los que menos se imagina el espectador.

Mientras tanto, el héroe de la fiesta, o sea Ordóñez, había cogido al padre Tomás de un brazo, y llevándoselo junto a un balcón, lo contemplaba admirado.

—¡Oh, reverendo padre! —le decía con acento respetuoso—, ahora estoy más convencido que nunca de que es usted un grande hombre que alcanza cuanto se propone. Me dijo usted que la misma María, a pesar de todos sus desdenes, vendría a buscarme, y así ha sucedido. ¿De qué misterioso poder dispone usted, padre Tomás? Me parece que después de esto, ya puede usted hacerle la competencia al diablo, seguro de ganarle.

El jesuita parecía muy halagado por estas últimas palabras, que le hacían sonreír con complacencia.

Mientras en la tertulia era todo agitación y gozo, María, encerrada en su cuarto, daba por fin rienda suelta al tropel de lágrimas que antes había contenido.

¡Adiós muertas ilusiones! ¡Adiós risueñas esperanzas de amor! Todo había acabado para ella, y ahora marchaba rectamente a un porvenir monótono y triste, unida a un hombre a quien no amaba y que casi le resultaba odioso.

Sentía ya arrepentimiento por su desesperada resolución de momentos antes; pero al convencerse de que todavía amaba a Juanito, volvía a surgir en ella la indignación y el deseo de venganza que pedía a voces el amor propio herido.

¿Por qué la había abandonado de un modo tan infame? No le amaría más, aunque para ello tuviese que batallar con aquel corazón débil que se empeñaba en seguir considerando cariñosamente al que tanto la había ofendido.

Su amor propio y su altivez de raza eran incompatibles con la injusta bondad y no le permitían desempeñar el papel de víctima resignada.

No se arrepentía de lo hecho, y si no hubiese encontrado a Ordóñez para casarse, hubiera ofrecido su mano al primero que pasara por la calle.

Aquel papel que tenía entre sus manos, aquella inscripción insultante de una meretriz impúdica, era suficiente para mantenerla en su furor y hacer que, impulsada por el odio, se limpiase las lágrimas como avergonzada de tal debilidad y se revolviera en su cuarto cual una leona herida, derribando al paso cuantos muebles encontraba.

III. UNA RESPUESTA DEL DOCTOR ZARZOSO

Apenas la mano de María fue pedida oficialmente por el duque de Vegaverde, aquel senador sesudo que consideraba con el mayor desprecio a su hermano calavera, la baronesa y el novio, aconsejados por su irreemplazable oráculo, el padre Tomás, comenzaron a arreglar todos los preparativos de la boda.

Doña Fernanda, no se sabe si por propia inspiración o por ajeno consejo, se mostraba muy radical en todos estos preparativos.

—Yo no soy partidaria de los noviazgos largos —decía continuamente a sus amigos—. Me gusta que lo que tenga que ser, sea pronto.

Y por esto la boda de María marchaba con gran rapidez a su desenlace.

El suceso era muy comentado en la alta sociedad, pues llamaba la atención, tanto la respetable fortuna de María como los antecedentes del novio, que no podían ser más públicos.

Ordóñez, tal vez porque envidiaban muchos su buena suerte, era objeto de numerosos e irónicos comentarios.

—Ese ya ha encontrado lo que quería —decían sus amigos en el Casino—. Una mujer millonaria y además beata y algo tonta según aseguran los que la conocen. Es de esperar que antes de dos años, Ordóñez se le haya comido la fortuna.

El padre Tomás había fijado la boda para dos semanas después del día en que María aceptó la declaración de Ordóñez, y como hombre poderoso en todos los asuntos concernientes a la Iglesia, se había encargado del arreglo de los documentos y demás formalidades necesarias para que el matrimonio canónico se efectuara en el plazo marcado.

María asistía como una sonámbula a todos aquellos preparativos de boda, que parecían destinados a otra mujer, según la impasibilidad con que los acogía.

Recibía, al lado de su tía, las visitas íntimas, acogiendo sus felicitaciones con estúpidas sonrisas; y experimentaba alegrías de niña mimada, al ver los regalos con que la obsequiaban los numerosos amigos de la casa y las principales familias de la nobleza, unidas a los Baselgas, con lazos de parentesco más o menos lejano.

Muchas veces en aquella calma insensible en que parecía sumida, surgían relampagueos de odio que le hacían recordar su exacta situación. Era entonces cuando menos arrepentida se mostraba del matrimonio que iba a contraer, y experimentaba una alegría amarga y punzante, pensando que todo aquello le serviría para vengarse del hombre que tan injustamente la había despreciado.

Abrigaba la esperanza de que Zarzoso no era capaz de olvidarla repentinamente tan por completo y creía que el día en que tuviese noticia de su casamiento, el joven médico sentiría renacer su antigua pasión y experimentaría un remordimiento sin límites.

En esto cifraba María su venganza, y por ello cada vez que recibía un regalo de bodas, o su futuro esposo le dirigía una galantería amorosa, pensaba con fruición en que si Zarzoso estuviera allí, todo aquello sería para él un motivo de terrible desesperación.

Se aproximaba el día señalado para la boda, y la baronesa mostrábase muy complacida en arreglar las cosas con solemnidad. Quería que todo se hiciese en grande, como correspondía a la clase social de los novios y además, por su afición tradicional, odiaba las costumbres de la moderna aristocracia que efectúa los casamientos con sencillez, casi ocultándose, como si se avergonzase de un acto tan solemne.

Ella quería que el matrimonio de su sobrina fuese bien público, a la luz del día, con aparato casi regio; y en esto la apoyaba Ordóñez, a quien no le venía mal que moviese mucho ruido su boda con una millonaria, en aquella sociedad que, aunque le halagaba, le tenía por un estafador y un aventurero de mala ley.

El padre Tomás dispensaría a los novios el alto honor de darles su bendición. Al acto que se verificaría en la capilla de la casa, acudiría lo más selecto de todo Madrid, y la misa sería amenizada por una gran orquesta y los principales cantantes del Teatro Real. En fin, que la baronesa, ya que no había conseguido que su sobrina fuese monja, quería al menos que su casamiento metiese ruido en el gran mundo, y no reparaba en gastar miles de duros, aunque esto le atrajera el dictado de cursi.

Terminada la ceremonia, los novios saldrían de Madrid para efectuar el largo viaje que es de rúbrica y cuyo itinerario se discutió bastante, pues María no transigía con entrar en París aunque sólo fuera de paso. A pesar del ansia de venganza que sentía y de su vehemente deseo de mortificar a Zarzoso, estremecíase solamente al imaginar que podía encontrarse en los bulevares con el joven médico, yendo ella del brazo con Ordóñez.

La proximidad de su matrimonio no evitaba que pensase en su antiguo amor, y la víspera misma de la ceremonia, fue cuando envió a París el papel que envolvía sus cabellos, con una carta sin firma, en la que daba cuenta de su casamiento, experimentando, al pensar lo que sufriría Zarzoso al recibirla, la amarga complacencia del desesperado que muere matando.

Cuando entregó la carta a doña Esperanza, que esta vez fue fiel y la puso en el correo, experimentó cierto vacío, como si con aquella prueba fatal que tanto excitaba su odio, desapareciera el vehemente deseo de venganza.

Mostrábase arrepentida de su violenta resolución que la empujaba a un matrimonio poco grato, y para hacer más doloroso su estado, la víspera misma de la boda, doña Fernanda sufrió un accidente que puso en conmoción a toda la casa.

No se supo si fue a consecuencia de la agitación producida por los preparativos de la boda o por el berrinche que le causaron las murmuraciones de ciertas amigas suyas que la criticaban por lo ostentoso de la boda, tachándola de cursi y de persona de mal gusto; pero lo cierto resultó que en aquella mañana doña Fernanda tuvo un ataque de nervios, asustando a toda la servidumbre, pues desde la muerte de su hermano, el padre Ricardo, no la habían visto en un estado tan alarmante.

Fueron a buscar en seguida al viejo doctor Zarzoso, y como si su presencia ejerciera cierto influjo sobre el excitado ánimo de la baronesa, ésta se calmó apenas el doctor estuvo algunos minutos a su lado.

María experimentaba gran complacencia al ver en su casa, y en la víspera misma de su boda, al tío del hombre odiado, y se mostraba amable en extremo, enseñándole sus regalos de boda y abrumándole a fuerza de atenciones, con el loco intento de mortificarle, como si el pobre señor hubiese alguna vez tenido noticias de que Juanito era dueño de aquella beldad.

El doctor, como un oso domesticado a medias, refunfuñando y visiblemente molestado, se dejaba llevar por la joven, no pudiendo comprender el motivo de tanta amabilidad. Siempre le había llamado la atención la inexplicable benevolencia de aquella joven sonriente, a la que él, por otra parte, consideraba con alguna simpatía, pues en su concepto era la única sangre algo pura que había en la familia.

Miraba con poca atención todos los valiosos objetos que le enseñaba la joven y que para él eran chucherías sin importancia, dijes propios del afeminamiento que existía en la sociedad; pero en cambio, no quitaba sus ojos del novio, de aquel Ordóñez al que miraba con la misma atención que el naturalista contempla a un bicho raro.

¡Vaya un tipo el de aquel elegante, enjuto, extenuado y que con gestos de soberano desdén, ocultaba el aire de cansancio de la vida que se notaba en su rostro! El doctor admiraba a este representante de la degeneración aristocrática, que era un tipo acabado de esa degradación hereditaria de las altas familias, que tiene su principio en la glotonería y en la lujuria y su fin en el raquitismo y la imbecilidad.

No pasaban desapercibidas para el doctor las señales exteriores que en aquel mozo había dejado su anterior vida de crápula, y se fijaba con una insistencia que no pasaba desapercibida para Ordóñez, en las manchas de su rostro, que delataban un emponzoñamiento de la sangre por la lepra del vicio.

La mirada del viejo Zarzoso iba desde Ordóñez a aquella joven robusta, fresca y alegre, a la que quería por no pertenecer físicamente a la raza aristocrática y degenerada que tales censuras le merecía; y al pensar que iban a unirse en íntimo contacto dos organismos tan distintos, sintió tentaciones de protestar en nombre de la salud y de la naturaleza, amenazando, en caso contrario, con un contagio terrible que desharía rápidamente la lozanía y el vigor de una joven tan sana, fuerte y hermosa.

Pero el doctor se abstuvo de hablar en presencia de toda aquella gente aristocrática, que podía considerarse aludida por sus apreciaciones, y se despidió de todos dando las gracias a María por su amabilidad y a la baronesa por su invitación a que asistiera a la fiesta del día siguiente. Doña Fernanda, en vista de la negativa del doctor y de que ella no se sentía aun muy segura de sus nervios, le arrancó la promesa de que al menos al día siguiente iría a visitarla después que hubiese terminado la ceremonia.

Cuando el viejo Zarzoso salió a la calle iba refunfuñando:

—Ese casamiento es un asesinato que se lleva a cabo en presencia de la sociedad entera y sin que ninguna ley lo castigue. Ni al mismo diablo se le ocurre casar una muchacha sana y robusta con un hombre que en las venas debe tener pus en vez de sangre. ¡Bueno está el tal mocito! De seguro que tiene la tuberculosis y no tardará en contagiar al organismo puro de su mujer. ¡Buenos hijos producirá el tal matrimonio! Las leyes de hoy son una farsa, pues sólo tratan de cosas que únicamente debían ser de la competencia de los médicos alienistas, y en cambio no se preocupan del porvenir de la humanidad. ¡Ni una sola disposición para fomentar el vigor y la salud de las generaciones venideras! Si estos gobiernos tuvieran sentido común, ordenarían el examen médico antes de todo matrimonio; así se evitarían muchas desgracias y podríamos librarnos de que antes de un par de siglos la humanidad sea un vasto hospital y un gigantesco manicomio.

Al día siguiente verificose el acto del que tanto se hablaba en la alta sociedad.

María y Ordóñez se casaron con todas las solemnidades deseadas por doña Fernanda, y después de despedirse de aquel público brillante y privilegiado que había asistido a la ceremonia, salieron para el extranjero.

La baronesa se despidió de ellos en el mismo andén de la estación, y cuando volvió a su casa, recibió al poco rato la visita del doctor Zarzoso.

—¡Ay, querido doctor! —le dijo la baronesa—. ¡Qué sola me encuentro desde que ha partido la niña! Parece como que la casa esté deshabitada. Y sin embargo estoy contenta, sí señor, muy contenta. La ceremonia del matrimonio ha sido una fiesta solemnísima, como en muchos años no se había visto en Madrid. Además, María será muy feliz, tendrá un esposo modelo.

Debió traslucirse en el rostro del doctor el mal efecto que le causaban estas palabras, por cuanto la baronesa se apresuró a añadir:

—¿No piensa usted lo mismo que yo? ¿Cree usted que este matrimonio resultará desgraciado? Vamos a ver, hable usted con entera franqueza. ¿Qué opina usted del casamiento de mi sobrina?

El doctor saludó y dijo con su rudez que no admitía réplica:

—Señora, opino que ese casamiento ha sido un crimen.

PARTE SÉPTIMA: PAQUITO ORDÓÑEZ

I. LA CLÍNICA DE LOS NIÑOS

Todas las mañanas, a las once, el portero de aquella gran casa de la Carrera de San Jerónimo experimentaba una sorda desesperación que se conocía en su rostro, al ver subir por la escalera de deslumbrante mármol, adornada en el centro por una ancha faja de fieltro rojo sujeta con doradas varillas, a toda una procesión de gente pobre, sucia y desharrapada, en su mayoría mujeres de los barrios bajos, llevando al brazo o cogidos de la mano una turba de chiquillos voceadores y mugrientos, que al mismo tiempo que ensuciaban los brillantes peldaños promovían al subir, temerosos y azorados, una verdadera tempestad de protestas, lloros y aullidos.

Era la hora en que se abría la clínica gratuita para enfermedades de niños en el segundo piso, donde vivían, instalados con gran lujo, el viejo doctor Zarzoso, catedrático jubilado de la Escuela de San Carlos y que ya no quería visitar, y su sobrino don Juan Zarzoso, médico de gran fama a pesar de su juventud, tanto por numerosas curas casi milagrosas que había realizado, como por haber permanecido cinco años en París estudiando la especialidad de enfermedades infantiles, circunstancia que no era la que menos impresión causaba en la generalidad del vulgo, que mira con cierto respeto supersticioso la ciencia que procede del extranjero.

El joven doctor era muy apreciado entre las clases elevadas de Madrid; pero este afecto no tenía comparación con la popularidad que gozaba entre la gente humilde, a causa de aquella consulta gratuita que abría todas las mañanas en su propia casa, y en la cual no sólo recetaba, sino que muchas veces, cuando se hallaba en presencia de la verdadera miseria, proporcionaba a los enfermos medios de subsistencia y de higiene.

Aquella sucia oleada de pobreza que todos los días invadía la hermosa escalera produciendo sordo rumor, malhumoraba al rígido portero y a los inquilinos de las otras habitaciones. Hasta el mismo doctor Zarzoso, el viejo, encontraba que iba haciéndose abusiva aquella clientela que aumentaba rápidamente; pero en el fondo agradábanle mucho la delicadeza y paciencia de su sobrino al socorrer a la humanidad doliente. Complacíase en reconocer que Juanito no era rudo y atrabiliario como él, que, según decían en el hospital, siempre había hecho el bien a puñetazos.

El joven Zarzoso tenía una popularidad tan grande que, de haberse presentado alguna vez en los barrios bajos solicitando algo de sus clientes, es indudable que todas las madres le hubiesen llevado en triunfo dejándose matar por él.

Su nombre corría de boca en boca por los barrios obreros, y no caía enfermo un pequeñuelo sin que faltase al momento la amiga oficiosa que se encargase de decir a la desconsolada madre que aquello no sería nada, pues bastaba que al día siguiente fuese con el pedazo de sus entrañas a casa del médico joven, como le llamaban por antonomasia; un señor muy amable, muy fino y mu cabayero, que no sólo se abstenía de sacarles pesetas a los pobres, sino que, si les faltaba algo para poner el puchero, se rascaba el bolsillo en obsequio al pobre enfermito.

La fama de aquel bienhechor corría de un extremo a otro de Madrid, y las horas de consulta gratuita eran muchas veces insuficientes para la inmensa concurrencia de madres y padres con sus correspondientes pequeñuelos, que no encontrando sitio en las antesalas ni aun para permanecer en pie, acampaban en la escalera y tomaban asiento en los peldaños de mármol, con gran desesperación del portero, que veía aumentar con esto sus tareas de limpieza.

A la gratitud vehemente y conmovedora de aquella clientela miserable, uníase cierta satisfacción de amor propio halagado, al saber que el mismo médico que curaba gratis a la gente pobre era muy apreciado entre las clases acaudaladas, a las cuales hacía pagar las visitas con bastante esplendidez.

Esto contribuía a aumentar su popularidad entre los miserables.

—Es un gran hombre —decían algunos de los filósofos con gorra de seda y blusa blanca, de los barrios bajos—. Ese cabayero sabría arreglar perfectamente la cuestión social. Les saca a los ricos cuanto puede para dárnoslo a los pobres.

Hasta las once de la mañana el portero tenía orden de no permitir la entrada a las mujeres y niños, que iban deteniéndose en la acera, y entablando conversaciones sobre las enfermedades que les obligaban a ir en busca del bondadoso médico; pero apenas sonaba dicha hora, el rebaño de la miseria asaltaba la escalera, anunciando su presencia con un confuso pataleo, y pugnando todas las madres por llegar las primeras y coger buen número, entraban en los lujosos salones de espera, donde los criados iban estableciendo el turno entre aquella pobre gente, que por su escasa educación provocaba cada instante ruidosos altercados.

Zarzoso, con algunos ayudantes jóvenes como él, y que le admiraban cual a maestro, ocupaba un gabinete por el que iban desfilando todos los niños, con el acompañamiento de sus familias, las cuales contestaban a coro a todas las preguntas del doctor y muchas veces se enzarzaban en grotesca discusión antes de dar una respuesta.

Necesitábase toda la paciencia del joven doctor y su sonriente calma para sufrir diariamente aquella consulta de algunas horas que fatigaba a sus ayudantes. Las madres, al hablar al doctor, lloriqueaban como si viesen ya a sus hijuelos camino del cementerio; los niños, temerosos y asustados al fijarse en los aparatos y objetos científicos que estaban en el gabinete, aullaban apenas el doctor les ponía la mano encima, como si temiesen que cada uno de sus dedos fuera a convertirse en un cuchillete que practicara en su cuerpo las más dolorosas operaciones; y fuera del local de la consulta, en aquellos dos vastos salones de espera, sonaba un murmullo de gigantesca colmena, producido por la impaciencia de la gente que deseaba entrar.

Algunas veces el viejo doctor Zarzoso salía de sus habitaciones y se encaminaba al gabinete de consultas, pasando por entre aquella multitud, a cuyos saludos contestaba refunfuñando, y repartiendo algunos tirones de oreja entre los chicuelos, que jugueteaban con la misma confianza que si estuvieran en la Ronda o se escondían tras los muebles.

A pesar de que le satisfacía el inmenso y conmovedor servicio que prestaba su sobrino, el viejo doctor refunfuñaba por costumbre.

—Esto es intolerable —le decía a Juan—. Has convertido nuestra casa en una prolongación de la calle. ¡Vaya una confianza la de esa gente que hace aquí lo mismo que si estuviera en su casa! Yo no critico el que cures a toda esa gente; lo que sí encuentro mal es que tengas tus habitaciones particulares tan mal arregladas, y en cambio te hayas gastado tantos miles de pesetas en amueblar esos salones que sólo sirven para que esperen en ellos las gentes más piojosas de Madrid. Ya que tienes ese capricho, al menos procura rociar con ácido fénico todos los muebles. Los criados dicen que después que se va esa gente, necesitan tener abiertos los balcones más de dos horas para que se aireen las habitaciones, y aun así, todavía queda olor. ¡Vaya una gente curiosa! Hay ahí una caterva de chicuelos tiñosos que se restregan la cabeza contra el respaldo de los sillones, y el otro día agarré a un pillete en el acto de limpiarse los mocos con una cortina de terciopelo. ¡Flojo fue el cachete que se llevó!

Y así seguía el viejo enumerando todos los abusos de aquella gente, sin que en el fondo los sintiera gran cosa, pues únicamente le servían para refunfuñar y desahogar su rudo carácter que todo lo encontraba mal.

El joven Zarzoso limitábase a sonreír en contestación a todas las quejas que con agrio acento formulaba su tío.

—Hay que dejar a los pobres —decía a sus ayudantes— que gocen de algunas comodidades, aunque sólo sea por unas cuantas horas. Es criminal y egoísta el reservarse para uno solo las ventajas que le produce su posición social.

Y con cierta coquetería de bienhechor satisfecho de sus actos, atendía al embellecimiento de aquellos salones, por los que desfilaba todo el Madrid miserable, sin fijarse en que este capricho le costaba mucho dinero.

Las respetuosas indicaciones de sus criados merecían siempre idéntica contestación.

—Señor, la alfombra del salón número 1 está ya muy ajada. La compró el señor este mismo año y sin embargo está quemada y rota.

—Avisa al tapicero y que ponga otra.

—Si me lo permite el señor, le indicaré que hay unas alfombras de fieltro más baratas y más fuertes. Así me lo ha dicho el tapicero.

—Haz lo que te digo, y que la alfombra sea de igual clase que la rota.

Y a este tenor eran todas las conversaciones entre Zarzoso y sus criados. La seda de los sillones habían de cambiarla cada tres meses, a causa de los desahogos naturales de los niños y del pringue que en ella dejaban las faldas de las madres; y no todo eran suciedades de la miseria, pues también el irritante abuso y la costumbre del delito pasaban por allí, dejando sus huellas, sin tener en cuenta la misión sagrada y santa que en aquella casa se cumplía.

Las flores de las doradas jardineras, las estatuillas puestas encima de las chimeneas y los bibelots que adornaban los rincones eran hurtados diestramente, a pesar de la vigilancia de la servidumbre.

Había entre aquella gente desharrapada muchos seres que, por costumbre o por manía, sentían removerse en su interior el instinto del robo a la vista de tales preciosidades; y a pesar de que esto era una confirmación práctica de las teorías que sustentaba el viejo doctor Zarzoso, éste juraba como un condenado cada vez que desaparecía un objeto, y afirmaba que cualquier día iba a ponerle una carta al gobernador, pidiendo que considerara aquellos salones como vía pública y estableciera en ellos un retén de policía.

La benévola calma del joven doctor era inalterable, y en vez de ofenderse con unos robos que tanta ingratitud denotaban, aún se esforzaba en excusar a los autores fundándose en su escasa educación, en el ambiente en que vivían, etcétera.

—Señor, los libros y los álbumes artísticos que puso usted en los veladores de los salones han desaparecido en su mayor parte, y los que quedan están faltos de hojas y les han arrancado las mejores láminas.

—Está bien —contestaba sonriendo— me gusta la noticia. Eso demuestra que esa pobre gente siente el afán de ilustrarse, y para aprender a salir de la ignorancia apela hasta al robo. Mañana pondremos más libros.

Y de este modo, aquel joven bienhechor que se esforzaba en servir a sus semejantes sin hacer ostentación de su virtud y sin fijarse casi en sus actos seguía acogiendo pacientemente, todos los días, a aquella turba de desgraciados, atento únicamente a hacer el bien y sin fijarse en los desmanes que pudieran cometer en su propia casa.

Era rico; los niños nacidos en elegantes alcobas y criados entre los esplendores del lujo se encargaban de proporcionarle, con sus dolencias hereditarias, cuanto dinero necesitaba para sus filantrópicos despilfarros, y bien podía él darse el gusto de derrochar miles de duros auxiliando a la clase obrera y desheredada, siendo el protector de aquellos otros niños que no sólo carecían de comodidades sino que muchas veces su enfermedad procedía de la falta de nutrición.

Su clientela pobre y el estudio de los últimos adelantos científicos constituían sus únicos placeres, y a pesar de la riqueza y del lujo que le rodeaban, hacía una vida casi austera que alarmaba a su tío, a pesar de que éste, entregado de lleno a la ciencia, no había gustado gran cosa de los placeres de la vida.

El viejo doctor tenía a veces ideas muy originales, según afirmaba su sobrino. Cada vez que se enfurecía con los desacatos de aquella clientela pobre, terminaba sus recriminaciones siempre con la misma pregunta:

—Oye, Juan; ¿por qué no te casas? La presencia de una mujer aquí pondría orden y haría que acabasen todos esos abusos que me irritan.

—¿Y usted, por qué no se ha casado, tío? —decía el joven, eludiendo la respuesta.

—Porque nunca he tenido tiempo para pensar en eso y porque no había a mi lado una persona que me lo recordase. Pero tú, que me tienes a mí, debes seguir mí consejo, y si te decides a casarte yo me encargo de buscar una mujer, que a más de las condiciones de su sexo tenga la salud necesaria y un gran equilibrio orgánico, para que vuestros hijos no sean micos como la mayor parte de los productos de la generación actual. Vamos, sobrino, decídete: me gustaría eso de tener nietos sin haber sido padre.

Pero el joven no se dejaba convencer por las palabras de su tío, a las que respondía siempre con una enigmática sonrisa.

Él ya estaba casado. Había contraído matrimonio con toda la pobreza de Madrid, y le sería fiel mientras viviese.

Esta resolución le resultaba muy extraña al tío, quien llegó a creer en ciertos momentos que su sobrino tenía amores ocultos; alguna querida a quien visitaba en secreto; pero no tardó en convencerse de la falsedad de tales suposiciones.

La ciencia y el bien de sus semejantes eran las únicas pasiones del joven doctor.

Una mañana en que caía uno de esos terribles aguaceros que convierten las calles en arroyos y dispersan rápidamente a los transeúntes que se guarecen en los portales temiendo por la integridad de sus paraguas, Zarzoso abrió, como de costumbre, su clínica a las once.

Era poca la gente que esperaba, en proporción a la de los otros días, pues sólo en uno de los salones se agrupaban algunas mujeres con sus niños.

La lluvia había acobardado, indudablemente, a muchos de los que asistían diariamente a la clínica

Fueron desfilando por la puerta del gabinete aquellos grupos de desgraciados, dejando sobre las ricas alfombras sucias manchas con sus embarrados pies, y cuando ya no quedaban esperando más que dos o tres familias, entró apresuradamente en el primer salón de espera un hombre moreno, fornido y con patillas a la inglesa, que vestía una lujosa librea.

Preguntó apresuradamente por el doctor a uno de sus criados, que le trataba con gran atención, ateniéndose a que aquel servidor, por su traje y por sus maneras, debía pertenecer a una gran casa.

Quería ver al doctor inmediatamente, y cuando el criado de éste le dijo que su señor no estaría libre hasta que terminase la consulta, el recién llegado manifestó gran alarma.

—Es un caso de urgencia —decía en voz alta, sin fijarse en la curiosidad con que le oían las gentes que aún estaban en el salón de espera—. El señorito se muere y la señora condesa espera al doctor como si esperase a Dios. Vaya, amigo —continuó dirigiéndose al criado—, haga, por Dios, el favor de decirle al señor Zarzoso que me deje entrar en su gabinete, para rogarle que venga en seguida.

Él criado entró en la habitación donde estaba su señor y momentos después volvió a salir, dejando franca la puerta al recién llegado.

Éste, cuando se halló en presencia de Zarzoso y sus ayudantes, le rogó con entrecortadas frases que le siguiera sin pérdida de tiempo.

—Tengo abajo el carruaje, señor doctor. Venga usted cuanto antes, pues la señora condesa está muy asustada en vista de la enfermedad de su hijo.

Zarzoso estaba muy habituado a aquella clase de entradas rápidas e inesperadas, en las cuales se pintaba la zozobra y la alarma, y por esto preguntó con el tono frío e indiferente del que cumple un acto de su profesión:

—¿Dónde vive la señora de usted?

—En el Paseo de la Castellana. Mi señora es la condesa de Baselga.

Zarzoso, a pesar de su carácter frío e impasible, y del gran dominio que tenía sobre sus nervios, no pudo evitar un instintivo movimiento que aquel criado tomó por una negativa.

—¡Qué!, ¿no quiere el señor venir?

Zarzoso parecía dudar y por fin contestó:

—Iré después, cuando termine la consulta.

—¡Por Dios, señor doctor! Ese retardo sería fatal; el señorito está muy enfermo y su madre, la condesa, es capaz de morirse de desesperación si usted tarda en presentarse.

—¿Es el hijo de la condesa el enfermo?

—Sí, señor doctor; su hijo, su hijo único; un niño que siempre está enfermo. La señora condesa tiene en usted gran confianza y me ha encargado que no volviera sin que usted viniese conmigo. El señor doctor comprenderá que cuando la condesa se decide a llamarle, el caso debe ser muy urgente.

A Zarzoso le pareció que el criado decía estas últimas palabras con cierta intención y hasta creyó ver en sus ojos una expresión maliciosa que subrayaba lo anteriormente dicho.

¿Llamarle a él María? ¿Pedirle que fuese a su casa para que salvase a su hijo, a aquel fruto de una unión que tanto le atormentaba? ¡Qué cosas tan extrañas ofrece la vida!

Aquella frialdad de carácter, aquel tenaz empeño de olvidar el pasado, aquella vida ascética que había caído como una losa sobre sus recuerdos, permitiéndole vivir tranquilo durante cinco años, todo se desvaneció rápidamente, y los antiguos sentimientos volvieron a reaparecer.

Zarzoso creyó sentir sobre su rostro la caricia del pasado y que un ambiente de nueva juventud le rodeaba, y hasta se creyó igual, momentáneamente, a aquellos tiempos en que todavía estudiante, iba a la calle de Atocha a esperar una ocasión favorable para ver un instante a María asomada tras los vidrios de un balcón.

—Vamos allá —fue todo lo que dijo al criado, y pidiendo a uno de su servidumbre el sombrero y el gabán salió por entre aquella clientela que miraba hostilmente al hombretón que había venido a arrebatarles su médico.

Los ayudantes de Zarzoso quedaron encargados de la clínica como era costumbre cuando éste tenía que ausentarse.

Frente a la puerta de la casa estaba parada una elegante berlina con soberbio tronco, cuyos cocheros aguantaban impávidos e inmóviles el diluvio que les caía encima

El médico y el criado atravesaron rápidamente la acera bajo aquel torbellino de agua, y Zarzoso tomó asiento en el interior de la berlina mientras su acompañante gritaba al cochero: «¡A casa!», y se colocaba después frente al doctor.

El carruaje emprendió una desesperada carrera por las calles casi solitarias, arrastrado por aquel par de fogosas bestias, a quienes cegaba la lluvia que el viento empujaba hacia sus ojos.

En el interior de la berlina el criado, con su galoneada gorra en la mano, pues no quería cubrirse en presencia del doctor, miraba a éste con sonriente fijeza.

Su voz vino a sacar de pronto al doctor de las reflexiones en que parecía sumido, mientras miraba distraídamente las gotas de lluvia que se deslizaban por los vidrios de las portezuelas.

—Creo, señor doctor, que usted no me ha conocido.

Zarzoso le miró por algunos momentos y después hizo un gesto negativo.

—Sin embargo —continuó el criado—, hace ya mucho tiempo que nos conocemos, sólo que este traje que ahora visto y los modales propios de la profesión desfiguran mucho al hombre. Míreme usted bien. ¿De veras que no me conoce?

Zarzoso volvió a hacer otro ademán negativo, y entonces el criado dijo alegremente y con expresión de confianza:

—Pues bien, don Juan; yo soy Pedro Martínez, el antiguo asistente de don Esteban Álvarez, aquel Perico que usted conoció allá en París, en la calle del Sena.

II. ¡LA FAMILIA ESTÁ COMPLETA!

Aquella mañana era de sorpresas para el doctor Zarzoso. Le llamaba la mujer a quien tanto había amado y después reconocía a un antiguo amigo en el criado que había ido a avisarle.

No le cupo duda alguna al joven doctor de que aquel hombre era el antiguo y fiel compañero de don Esteban Álvarez. Era verdad que la librea le desfiguraba mucho, pero a pesar de esto, su rostro, aunque algo modificado por el tiempo, tenía aún aquellas facciones rudas y enérgicas que, según el mismo interesado, eran el distintivo de todos los brutos que habían tenido la honra de nacer en la parroquia de San Pablo, de Zaragoza.

Zarzoso había perdido de vista al fiel Perico poco después de la muerte de su señor. Sin despedirse de otra persona que de Agramunt, desapareció de París sin decir adonde iba, y ahora se lo encontraba Zarzoso convertido en criado de una gran casa y siendo sin duda el servidor de confianza de María.

El joven doctor estrechó la mano que le tendía su antiguo y rudo amigo, el cual, comprendiendo que Zarzoso deseaba conocer la causa de aquel cambio, habló así:

—Apenas me vi solo en París, me propuse cumplir sin pérdida de tiempo el ruego que mi difunto señor el buen don Esteban me había hecho poco antes de su muerte. Prometí yo pasar el resto de mi vida al lado de su hija doña María, velando por ella y dispuesto a toda clase de sacrificios si se encontraba en un peligro, y pocos meses después de la muerte de mi señor, me vine a Madrid con la intención de cumplir lo prometido. La condesa de Baselga había vuelto ya de su viaje de novios, y su marido, que es un antiguo calavera, y que aquí entre los dos lo considero como un pillete, capaz, si le dejaran, de comerse en cuatro días la fortuna de su mujer, se estaba ocupando entonces en montar su casa al estilo más moderno y elegante. El palacio de la calle de Atocha, con ser hermosísimo y estar dispuesto con las mayores comodidades, no le parecía bien al señor, por resultar, según él decía, anticuado y sombrío, y no paró hasta convencer a su esposa y a la tía de que dicha finca debía venderse, comprando con el producto de esta venta un magnífico hotel con jardín en el Paseo de la Castellana. Así se hizo, y al mismo tiempo que mudaron de domicilio reemplazaron la servidumbre; y todos aquellos criados de la baronesa que tenían aire de mandaderos de monjas fueron despedidos y reemplazados por nuevos domésticos. Entonces entré yo en la casa sin encontrar obstáculo alguno, pues bastó presentar mis certificados acreditando que había servido mucho tiempo en París y demostrar que conocía con alguna perfección el francés, para que inmediatamente me admitiesen, pues la gente aristocrática, con su habitual extravagancia, prefiere siempre los criados extranjeros a los del país. Hace ya mucho tiempo que estoy en la casa y todo va en ella con bastante regularidad. La señora, a pesar de que ignora la sagrada misión que me he impuesto de velar por ella, me trata con gran amabilidad, y soy de todos los criados el que mejor merece su confianza. Parece que lea en mis ojos el interés que me inspira. Yo soy el hombre a quien ella acude en todos sus momentos de tribulación, y aunque nunca olvida su rango y me habla siempre con cierta altivez natural, no por esto ha dejado, en algunas ocasiones, de escapársele ciertas palabras, que demuestran su situación y el poco afecto que existe entre ella y su esposo.

—¿Cuál es la conducta de Ordóñez? —preguntó Zarzoso con marcado interés.

—El señor sigue siendo tan calavera como antes de su matrimonio. En los primeros meses se contuvo y mostraba cierto empeño en agradar a su esposa; pero desde que tuvieron el hijo y la señora estuvo muy enferma, volvió a sus antiguas costumbres, y creo que desde entonces se ocupa en derrochar las rentas de la colosal fortuna de su mujer. Como sus calaveradas en Madrid son inmediatamente del dominio público y hacen que tanto la baronesa como su inseparable consejero, el padre Tomás, le citen a capítulo y le endilguen severas reflexiones, él ha encontrado ahora el medio de ponerse a salvo de tales censuras, emprendiendo continuos viajes, con excusa de su afición a las carreras de caballos. Ahora está en Londres por un asunto de sport, y como también la baronesa se halla ausente por haber ido a ciertos famosos ejercicios en un convento que los jesuitas tienen en el Norte, de aquí que la señora, al verse sola en casa y con el niño enfermo de tanta gravedad, haya perdido la cabeza hasta el punto de llamarle a usted. Crea, señor doctor, que para la condesa supone un inmenso sacrificio eso de llamarle a usted a su casa. Se conoce que le quiere a usted muy mal. Como yo sabía sus antiguas relaciones, varias veces en la conversación he procurado sacar a plaza el nombre de usted, con la idea de ver qué efecto le producía saber la fama y la justa popularidad que usted goza en Madrid por sus beneficios; pero siempre ha puesto mal gesto y con acento enojado ha procurado desviar la conversación.

A Zarzoso producíale un efecto fatal el saber que María le odiaba, guardándole aún rencor por aquella traidora caída que ocultos enemigos le habían hecho sufrir en París, y mientras él reflexionaba sobre sus antiguos y desgraciados amores, el sencillo Pedro añadió:

—Y sin embargo, la condesa hubiese sido muy feliz casándose con usted, que de seguro no la haría sufrir como el granuja de su marido. Pero todas las mujeres son ciegas cuando se trata de su porvenir, y más aun las pertenecientes a la familia Baselga, gente altiva y orgullosa, que por escrúpulos de nacimiento abandonan siempre a los hombres que las quieren, para casarse después con verdaderos perdidos.

La veloz berlina, pasando como un rayo la calle de Alcalá, había entrado en el Paseo de la Castellana, y atravesando una magnífica verja con remates dorados, rodó por la enarenada avenida, hasta detenerse bajo una gran marquesina de cristales, en la que caía la lluvia con incesante murmullo.

El doctor y el criado saltaron a tierra y entraron en un elegante hotel construido con arreglo al arte francés del pasado siglo, sin ninguna originalidad y con esa monotonía de los edificios de moda que parecen producto de una arquitectura de pacotilla.

En el primer piso, Zarzoso se encontró frente a frente con María.

Esperaba el doctor que aquel reconocimiento tras cinco años de ausencia iba a ser terrible, y se engañó por completo.

Después de su regreso de París, Zarzoso, para conservar su tranquilidad estoica, había procurado evitar un encuentro con María y por esto huyó de todos aquellos puntos donde asistía el mundo elegante.

Creía el doctor que aquel encuentro con su antigua novia en circunstancias tan especiales le produciría una impresión profunda que vendría a reavivar el ya muerto amor; pero la entrevista sólo despertó en él una viva curiosidad no exenta de lástima.

María estaba desconocida. El dolor y la zozobra que le causaba el estado de su hijo producía algún desorden en su rostro, pero además de esto, Zarzoso notó en ella algo que forzosamente debía llamar la atención del golpe de vista de un buen médico.

Había perdido la joven aquel aspecto de salud y frescura que tanto la hermoseaba antes. Aún era bella, y sus ojos, que parecían haberse agrandado, brillaban con mayor fuego; pero, en cambio había adelgazado, perdiendo la vigorosa robustez que tan atractiva la hacía antes; su piel, que había adquirido un color densamente pálido, caía desmayada sobre el hueso, marcando rudamente todas las sinuosidades del cráneo, y la nariz, muy afilada, destacábase mucho sobre su rostro.

Zarzoso, al encontrarla tan cambiada, no pensó en su antigua pasión. Su carácter de médico se sobrepuso al amor, y lo único que se le ocurrió pensar al verla fue que María estaba muy enferma y que él tenía el deber de combatir aquella dolencia aún desconocida, que indudablemente se ocultaba en el interior de la joven y que poco a poco iba minando su organismo.

Fue realmente frío el encuentro de los dos antiguos novios.

María, por su parte, preocupada por el estado de su hijo, sólo tuvo para él una mirada de curiosidad. Le vio casi igual al último día en que entre suspiros y lágrimas se había despedido de él en el Retiro; los años transcurridos habían aumentado su aspecto de hombre grave y estudioso, y María, al verle así, dudó un momento de que aquel joven de aspecto sesudo y frío hubiese sido en París un calavera sin conciencia, que se entregaba a todas las locuras de la crápula.

Hubo un instante en que, contemplando a aquel hombre que había sido dueño de su corazón, el recuerdo de la antigua dicha surgió en ella con todos sus risueños atractivos; pero inmediatamente sobrevino en su memoria la burla que de ella habían hecho en París y el pensamiento de que su hijo estaba a pocos pasos de allí, delirando con la fiebre; y esto fue suficiente para que se repusiera y, con marcada frialdad, como si se tratara de un extraño recién llegado, dijera a Zarzoso:

—Pase usted adelante, doctor. Mi hijo está muy enfermo y toda mi esperanza la pongo en usted, que tanta fama tiene.

Zarzoso encontró al hijo de Ordóñez y de su antigua novia agitándose en su camita, víctima de una fiebre espantosa y balbuceando con la incoherencia propia del delirio.

A la vista de aquel pobre niño que tanto sufría, Zarzoso olvidó su anterior preocupación que le hacía mirar con odio al hijo de Ordóñez, y no pensó más que en ser médico y cumplir su santa misión.

En cuanto a la pobre madre, todo lo olvidó: su antigua pasión, la presencia de aquel médico a quien tanto había amado y los comentarios maliciosos que la vida podía suscitar en las personas enteradas del pasado. Comenzó a llorar silenciosamente y pugnando por ahogar sus sollozos, como si pudiera oírla aquel pobre niño enloquecido por la fiebre, y olvidada de todo, con esa suprema desesperación de la madre, capaz de las mayores locuras cuando ve próximo a perecer el pedazo de sus entrañas, sin darse cuenta exacta de lo que hacía, puso su mano en un hombro de Zarzoso y, con el mismo misterio que cuando le hablaba de amor, murmuró junto a su oído:

—¡Por Dios, Juan, sálvale! Tú sabes mucho, tú lo puedes todo; se cuentan de ti cosas milagrosas. Olvídate del pasado y piensa únicamente en mi hijo; piensa en mí, que moriré de pena si mi hijo llega a perecer.

Y poco después añadió, como si hubiese leído en el pensamiento del doctor:

—Olvida quién es su padre. Piensa únicamente en que yo soy su madre y quiero que viva. ¿Lo oyes bien, Juan? Quiero que viva; soy yo quien te lo ordeno.

Zarzoso estaba habituado a los lamentos de las madres y a sus accesos de desesperación, así es que, a pesar del tuteamiento de María y de sus súplicas ardientes, en aquel momento supremo no perdió la serenidad y procedió inmediatamente al examen del enfermito.

No necesitó hacer numerosas preguntas a la madre ni mirar mucho tiempo al hijo para convencerse de la clase de enfermedad de éste.

La hinchazón desmesurada de aquella cabeza que asomaba entre las sábanas, la terrible fiebre que consumía al raquítico cuerpecillo y un sello especial en aquellas facciones infantiles, le reveló la existencia de una meningitis aguda que había de combatir inmediatamente, pues la inflamación de las envolturas del cerebro amenazaba con un desenlace mortal.

Aquel descubrimiento sirvió a Zarzoso para ir encadenando una serie de observaciones hasta llegar a una conclusión fatal.

Miró a la madre, que ya al entrar le había parecido muy enferma, aunque se mantenía firme por un vigor nervioso, y haciendo un esfuerzo de imaginación, recordó el tipo físico de Ordóñez, a quien había visto varias veces en la calle; esto, unido al conocimiento de su vida de depravado, vino a convencerle de que la terrible tuberculosis se había apoderado de la familia.

El placer desordenado, los brutales excesos y la lepra del vicio, habían hecho nacer el terrible germen en el organismo del padre, donde, por un capricho de la naturaleza, tenía un carácter benigno que prometía largos años de lento desarrollo. Valiéndose del beso de amor, la tuberculosis habíase transmitido a la madre, donde se desarrollaba con mayor rapidez, como en un campo virgen dispuesto a acoger todos los cultivos y a desarrollarlos con inmensa fuerza, y de esta unión de seres emponzoñados por la enfermedad había nacido aquel pobre niño, organismo contagiado en el mismo vientre de su madre y que venía al mundo con el único destino de luchar algunos años contra una dolencia que al fin había de acabar con él.

Zarzoso seguía mentalmente la historia y el desarrollo de este contagio, transmitiéndose de unos organismos a otros, e inconscientemente, sin reparar en la presencia de María, murmuró, mirando la hinchada cabeza del niño:

—No hay duda, ahí se halla el terrible monstruo microscópico que tantas vidas acaba. ¡Oh! No ha sido muy escrupuloso en sus conquistas. La familia está completa.

María se alarmó al oír hablar de este modo a Zarzoso, y éste, apercibiéndose de su imprudencia, quiso remediarla, dando a la madre alguna esperanzas.

Se le había avisado muy tarde, pero aun así, tal vez se podría salvar al pequeño enfermo.

Preguntó después sobre los remedios que se habían dado al niño, y supo con sorpresa que el médico de la casa era un amigo, un protegido del padre Tomás, que parecía no dar importancia a la enfermedad, por lo cual la madre, desesperada y olvidando todo lo pasado, se había decidido a llamar al notable especialista de los niños.

Zarzoso experimentó gran sorpresa al ver que también en aquel asunto se mezclaban los jesuitas, de los cuales tan fatal memoria conservaba, desde que Judith le hizo aquellas revelaciones la misma noche en que la despidió.

El joven doctor, pasando a la habitación que servía a Ordóñez de despacho, extendió una receta, mientras que María, de pie a espaldas de él, le contemplaba fijamente.

La pobre madre, tranquilizada por las esperanzas que le daba el doctor, había recobrado la calma y ya no le tuteaba, volviendo a hablarle con la frialdad del primer momento

—Tome usted, señora —dijo el doctor ceremoniosamente, entregando la receta a su antigua novia—. Que vayan en seguida con esto a la botica.

—¿Cuándo volverá usted, doctor? —preguntó con ansiedad María, pues la presencia de aquel hombre parecía devolverle la calma.

—Antes de tres horas estaré aquí y le aseguro que no me retiraré hasta que por el momento hayamos vencido la enfermedad.

Zarzoso volvió al hotel, tal como lo había prometido, y pasó toda la noche a la cabecera del enfermito, poniendo en juego cuantos recursos le proporcionaba su ciencia y batallando con la terrible meningitis que parecía empeñada en arrojar al niño en brazos de la muerte.

María y el doctor pasaron la noche a ambos lados de la cama sin que se cruzaran entre ellos más palabras que las que arrancaban las diversas alternativas por que pasaba el enfermo.

De vez en cuando, en los momentos en que el niño parecía entrar en el período de favorable reacción, sus miradas se encontraban sin darse cuenta de ello y Zarzoso veía desaparecer poco a poco en los ojos de su antigua novia la fría hostilidad con que le había recibido aquella mañana.

Al amanecer, Zarzoso, mirando al niño, lanzó un suspiro de satisfacción. Estaba ya seguro del éxito; y la madre, adivinando en el rostro del médico tan grata noticia, volvió a llorar, pero esta vez fue de alegría.

La fiebre descendía rápidamente, el delirio había desaparecido ya, y el pobre niño, extenuado por tantas horas de atroz calentura y con cierta expresión de imbecilidad que aún hacía más conmovedora su mirada, fijaba los ojos en la pobre madre, que, enloquecida por la alegría, se inclinaba sobre el lecho abrazando a su hijo convulsamente.

Zarzoso se retiró a descansar, asegurando que volvería aquella misma tarde a las dos, y salió del hotel acompañándole Pedro hasta su casa, muy satisfecho de que la enfermedad del niño hubiese servido para que se formara cierta débil amistad entre dos seres que antes se habían amado tanto.

Aquella misma mañana, a las diez, entraba en el hotel el padre Tomás y se detenía a hablar con el portero, un guipuzcoano que él había introducido en la servidumbre de la casa, con el objeto de que le diera exacta cuenta de todas las visitas y al mismo tiempo le enterara de los secretos de la familia.

El poderoso jesuita había sabido, casualmente en la misma mañana, el estado desesperado del niño Paquito Ordóñez y acudía presuroso a enterarse por sí mismo de lo que ocurría.

Aquel niño era el ser que tal vez le interesaba más en todo Madrid y su nacimiento le había producido un verdadero acceso de furor. ¿Quién diablos iba a figurarse que un hombre corrompido como Ordóñez llegara a tener hijos? Aquel nacimiento había sido un obstáculo inesperado, un accidente con el que no había contado el padre Tomás al forjar su plan y que venía a impedir la realización de todas las esperanzas que el jesuita se forjaba acerca de la colosal fortuna de María. Por fortuna para él, el niño era digno hijo de su padre, y el médico de la casa, que estaba por completo a merced de la Compañía, aseguraba que no viviría mucho tiempo el triste retoño de un árbol podrido.

Estas seguridades eran lo único que alentaba al poderoso jesuita, el cual no perdía la confianza de que muriera de un momento a otro aquel niño a quien la medicina dosificaba con el título de candidato a la tuberculosis y cuyo organismo estaba predispuesto a adquirir las más terribles enfermedades.

Por esto, cuando en aquella mañana le dijeron el grave estado del niño, acudió presuroso al hotel con la infame esperanza de encontrar un cadáver.

—¡Qué! ¿Ha muerto ya? —preguntó ansiosamente al portero.

—No, reverendo padre. El señorito está mejor desde esta madrugada y se da ya por seguro su restablecimiento. La señora condesa ha pasado toda la noche en vela en compañía de Pedro, viendo las cosas extraordinarias que hacía para salvar al niño ese médico tan famoso que vive en la Carrera de San Jerónimo y que cura gratis a los pobres.

—¿Qué médico es ese? ¿Es que no han llamado al de la casa?

—¡Quiá! La señora condesa dice que para curar a los niños no hay nadie como el doctor Zarzoso.

El padre Tomás retrocedió un paso y se quedó mirando con asombro al portero, como si dudase de sus palabras.

—¿Dices que el doctor Zarzoso ha estado aquí?

—Sí, reverendo padre: aquí ha estado hasta esta madrugada y él es quien ha sacado al señorito de las garras de la muerte. Le he visto yo mismo: es un joven delgado, con gafas, muy serio y muy afable y simpático.

El jesuita quedó reflexionando por algunos minutos y dijo después:

—¿Ha quedado en volver hoy por aquí?

—Sí, reverendo padre; vendrá esta tarde a las dos.

—Pues bien —dijo el jesuita con acento imperioso, después de una pequeña vacilación—, cuando venga, lo haces entrar en el salón del piso bajo, diciéndole que espere un momento hasta que la señora se prepare para recibirle; yo estaré allí.

—Está bien, padre Tomás.

—Hasta luego, hijo mío; ahora tengo que despachar algunos asuntos.

Y el jesuita se alejó del hotel, sin que María se apercibiera de su llegada, pues la pobre madre, a pesar del sueño y del cansancio, no quería separarse un solo instante de la cama de su hijo.

III. LA BOFETADA

El corpulento portero se inclinó al paso del doctor Zarzoso, diciéndole con expresión respetuosa:

—La señora condesa no está visible en este momento, y me ha encargado ruegue a usted que tenga la bondad de esperarla algunos minutos.

Y diciendo esto, el criado condujo al doctor a un elegante salón del piso bajo, y después de volver a saludarle con la misma ceremonia se retiró.

Zarzoso, al verse solo, púsose a examinar aquella pieza, amueblada con exquisito gusto, ocupación que le era muy grata, pues a pesar de sus austeridades de hombre de ciencia gustábanle mucho los esplendores del lujo y los objetos elegantes que tenían cierto aspecto artístico.

Pasó algunos minutos ocupado en apreciar los originales dibujos de los cortinajes, la forma de los muebles y el mérito de las acuarelas y estatuillas que adornaban el salón, y cuando más ocupado estaba en admirar un gracioso barro de Benlliure, sintió a sus espaldas un ruido producido como por el roce de una persona que pisaba cautelosamente la alfombra.

Volvió rápidamente la cabeza creyendo encontrarse con María, y vio un sacerdote con el sombrero en la mano que, después de saludarle con exagerada finura, fue a sentarse en un sillón a corta distancia de donde se hallaba Zarzoso.

Púsose de espaldas a la luz, que entraba por las dos ventanas del salón; pero el doctor tuvo tiempo para apreciar aquel rostro anguloso y picudo que recordaba el hambriento perfil de las aves de rapiña.

No conocía personalmente al padre Tomás Ferrari, del que había oído hablar mucho; pero instintivamente, sin poder explicarse la verdadera causa, pensó que aquel cura debía ser el famoso padre de la Compañía.

El jesuita sonreía bondadosamente, fijando su mirada sencilla en el joven, y después de algunas tosecitas, como si quisiera entrar en conversación sin saber cómo, dijo al médico, que interiormente se sentía alarmado, aunque procuraba permanecer impasible:

—La señora condesa debe estar descansando, ya que nos hace esperar. ¡Pobrecita! ¡Cuán angustiosa es su situación! Sólo una madre puede resistir tantas fatigas sin decaer un solo instante.

Zarzoso se limitó a hacer un signo afirmativo, evadiendo la conversación que el sacerdote quería entablar.

—Ha sido muy notable el que Paquito se haya salvado tan rápidamente y que ahora se encuentre fuera de peligro. Ese doctor Zarzoso que le cura ha demostrado que es digno de la gran fama que goza en Madrid.

El médico, a pesar de su convencimiento de que el padre Tomás buscaba el entablar conversación con él, creyó del caso corresponder a estas últimas palabras inclinándose, al mismo tiempo que decía:

—Muchas gracias, señor.

—¡Ah! ¿Es usted el doctor Zarzoso? No tenía el honor de conocerle, aunque hace tiempo que le admiraba por los grandes servicios que presta a los desgraciados.

—Cumplo con mi deber y nada más.

—Tenía verdaderos deseos de conocerle a usted y de ser su amigo, aunque, en verdad, un hombre como usted no debe tener en mucho el afecto de uno de mi clase.

—¿Por qué, señor?

—Porque para nadie son un misterio las ideas que usted profesa ¡Lástima que un hombre tan caritativo tenga ideas tan contrarias a los dogmas religiosos!

—¡Bah! Yo soy amigo de todos sin fijarme en sus ideas religiosas. Me basta que los hombres sean honrados y probos.

Estas palabras las dijo Zarzoso con una intención que no pasó desapercibida para el jesuita y que le dio a entender que el médico le había reconocido.

—Usted me dispensará, señor Zarzoso, si me tomo ciertas libertades, pero, francamente, me apena ver a un hombre del criterio de usted alejado del gremio de la Iglesia, y desvaneciendo con su impiedad esos grandes méritos que contrae a los ojos del Señor, sacrificándose por la gente desheredada y miserable. ¡Ah, señor Zarzoso! Usted sería un santo, usted iría al cielo, si creyese algo más en Dios.

—No hago el bien con la esperanza de una recompensa futura. Para estar satisfecho de mis trabajos, me basta el agradecimiento de toda esa pobre gente cuyas enfermedades curo. La gratitud de las madres vale más, para mí, que todas las recompensas que pudiera encontrar más allá de la tumba, si es que realmente después de la muerte hay algo.

El médico dijo estas palabras con sencillez y convicción, por lo que el padre Tomás, que no quería entablar una discusión que le alejase de su objetivo, hizo caso omiso de las afirmaciones antirreligiosas del joven, y dijo variando repentinamente el tema de la conversación:

—La señora condesa debe estar muy agradecida a usted por el grande servicio que la ha prestado salvando a su hijo. Fue una resolución acertada la suya, al mandarle llamar.

Zarzoso callaba, no sabiendo adónde iría a parar el jesuita.

—Lo que extraño —continuó el padre Tomás— es que la señora condesa haya prescindido del médico de la casa, del cual no creo que tenga queja alguna. ¿No le parece a usted así?

Zarzoso hizo un gesto de irritación e impaciencia, y contestó de mal talante:

—Nada me importa eso que usted dice.

El jesuita calló durante algunos minutos y, por fin, dijo con resolución, afectando una franqueza ruda:

—Señor Zarzoso, me ha dado usted a conocer, hace poco, su nombre, y justo es que corresponda a tal franqueza. Yo soy el padre Tomás Ferrari, de la Compañía de Jesús.

—Le conozco a usted —dijo intencionadamente el médico.

—No es extraño. Aunque Dios no me ha favorecido con grandes cualidades, trabajo en su favor cuanto puedo, y mis servicios al Altísimo me han dado cierto renombre. Conozco el concepto en que ustedes, los enemigos de la Iglesia, nos tienen a los hijos de San Ignacio. En su concepto somos avariciosos, falsarios, maquiavélicos y hasta asesinos; pero esto no hace decaer nuestro ánimo, ni nos quita nuestra cristiana fe. También calumniaron al dulcísimo Jesús, y cuando el hijo de Dios sufrió pacientemente las injurias, bien podemos aguantarlas nosotros, que somos representantes indignos del Altísimo.

Zarzoso encogió los hombros con visibles muestras de impaciencia y como dando a entender que nada le importaba aquello, y el jesuita continuó:

—Yo soy un antiguo amigo de esta casa. La familia Baselga ha sido siempre muy afecta a la Compañía de Jesús, y en cuanto a Ordóñez, el marido de la condesa, soy para él como un segundo padre. No extrañe, pues, que me interese mucho por los asuntos de esta casa y que procure el velar en ella por la tranquilidad y la virtud que debe existir siempre en el seno de toda familia cristiana.

El padre Tomás, al hablar así, miraba fijamente a Zarzoso, y éste, impacientado ya, no pudiendo sufrir por más tiempo aquellas manifestaciones cuyo sentido no comprendía, pero en las que adivinaba cierta intención de molestarle, le interrumpió diciendo con expresión hostil:

—¡Bien! ¡Y qué! ¿Qué me importa a mí todo eso que usted me dice mirándome fijamente como si debiera darme por aludido? ¿Tengo yo algo que ver con las cuestiones internas de esta familia a la que visité ayer por primera vez? Yo me limito a ser médico y a prestar mis servicios cuando me llaman, dejando a usted la misión de arreglar las familias, o, lo que es más probable, de desarreglarlas.

Zarzoso estaba irritado, y como no creía necesario el fingirse amable con aquel inesperado visitante, le miraba con franca hostilidad.

—Hace usted mal en irritarse —dijo el jesuita cada vez con mayor calma, conforme se endurecía el joven—. Me he tomado la libertad de decirle las anteriores palabras, justamente porque estoy convencido de que de usted depende la futura tranquilidad de esta casa; solamente que muchas veces hacemos el mal sin saberlo, y cuando se nos reprende por ello, no podemos menos de extrañarnos.

Esto, que equivalía a una acusación, acabó de indignar a Zarzoso, quien, sin embargo, procuró contenerse, y dijo con frialdad amenazadora:

—Explíquese usted, caballero.

El padre Tomás parecía gozar viendo la creciente indignación del joven y, después de una breve pausa, se expresó así:

—Lo que usted ha hecho acudiendo a esta casa donde un pobre niño necesitaba los auxilios de su ciencia es muy santo y muy bueno; pero no lo sera tanto si usted sigue viniendo por aquí, ahora que el enfermito está ya fuera de peligro. ¿No le parece a usted que la gente podrá hacer comentarios muy desfavorables al ver que usted viene con mucha frecuencia a esta casa?

—¡Caballero! O usted no tiene muy firme la razón —dijo Zarzoso con voz temblona por la ira—, o quiere divertirse conmigo, cosa que no le permitiré. ¡Es donosa la ocurrencia! ¿Puede acaso llamar la atención de nadie el que un médico visite la casa de un enfermo? Entonces la calumnia se cebaría continuamente en nosotros los médicos, pues en un mismo día entramos en diferentes casas para cumplir nuestra sagrada misión.

El padre Tomás, sonriéndose, acercó su sillón al asiento del joven y le dijo confidencialmente:

—Eso que dice usted es verdad; pero aquí, en la presente ocasión, aunque usted se resista a creerlo, sus visitas pueden originar comentarios muy desfavorables. El pasado no es para todos un secreto.

—¿Qué quiere decir usted con eso?

—Que hay quien sabe que no es la primera vez que la condesa de Baselga y el doctor Zarzoso se encuentran, y como usted comprenderá, esto puede dar lugar a comentarios muy desfavorables. ¿Se altera usted, doctor? ¿Se ofende acaso por mis palabras?… Conozco que no es muy grato cuanto le digo, pero mi carácter de antiguo amigo de la casa me obliga a ser franco hasta la rudeza. Aún estamos a tiempo de evitar el mal; aún podemos lograr que la gente no murmure. Si usted siente algún interés por la condesa, si en algo estima su prestigio de mujer honrada, debe agradecerme lo que yo hago en estos momentos y ayudarme a evitar murmuraciones escandalosas. Señor Zarzoso, créame usted: debe alejarse usted de esta casa bien convencido de que con ello presta un gran servicio a la condesa.

—¿Le ha encargado a usted ella misma que me dijera tales palabras? —preguntó con amargura el joven.

—No. La condesa ignora que en estos momentos los dos nos hallamos aquí. Esta resolución, que usted juzgará como crea más conveniente, es mía absolutamente y está inspirada en el santo deseo de conservar la paz en una familia cristiana. Estoy plenamente convencido de que usted, señor Zarzoso, a pesar de sus ideas antirreligiosas, es un hombre honrado; pero no puedo permitir que algún malicioso, conocedor del pasado, en vista de las frecuentes visitas de usted a esta casa, dude del honor de María.

Y el jesuita se expresaba con tanta sencillez y con tal aire de hombre honrado, que el doctor iba perdiendo terreno y hasta se convencía de que algo había de cierto y prudente en los temores que manifestaba. Sin embargo, sintió la necesidad de sondear a aquel hombre terrible para saber hasta dónde llegaban sus designios.

—Algo hay de cierto en cuanto usted supone y prometo dejar de visitar esta casa apenas el niño entre francamente en la convalecencia; pero… ¿qué es eso del pasado que usted nombra?, ¿qué sabe usted de mi vida, para afirmar que mis visitas a la condesa pueden dar lugar a comentarios?

—Señor Zarzoso, lo que en este mundo se hace nunca queda en el misterio. Yo sé que usted y María se amaron hace algunos años y por esto me temo que la antigua pasión vuelva a renacer con el continuo trato.

Zarzoso, a pesar de que estaba en guardia contra la astucia del jesuita, no esperaba que éste tuviera conocimiento de sus antiguos amores, así es que quedó muy sorprendido al oír las últimas palabras del padre Tomás.

—Pero ¿cómo sabe usted eso? —preguntó el médico con extrañeza.

—¡Oh, señor Zarzoso! Nosotros, por razón del cargo de que estamos investidos, sabemos muchas cosas que los interesados creen guardadas por el más absoluto secreto. Yo conozco toda la historia de los amores entre usted y María, y por lo mismo, puedo apreciar con imparcialidad el carácter de ambos y tener el convencimiento de que es conveniente que ustedes no se vean con frecuencia. Se han amado demasiado en otros tiempos para que puedan tratarse ahora con esa tranquilidad de ánimo que es la fiel compañera de la virtud.

Y el jesuita sonreía con expresión triunfante al ver desconcertado y confuso al médico por la inesperada revelación.

Zarzoso, con la frente inclinada y muy extrañado de que el padre Tomás se atreviera a hacer tales manifestaciones, reflexionaba intentando adivinar la verdadera intención del jesuita al decir tales palabras.

—Es muy extraño —dijo Zarzoso con irónico acento— que usted, por su afecto a esta familia, se tome tanto interés en averiguar el pasado. Oyéndole es como he comprendido, hace pocos momentos, ciertas cosas que en mi época de enamorado no podía explicarme. Yo he sido muy combatido por enemigos desconocidos que se ocultaban en la sombra; yo he tenido que luchar con terribles maquinaciones cuya procedencia ignoraba, pero que ahora veo claramente. Padre Tomás Ferrari, ya que usted se ha descubierto voluntariamente, yo voy a ser también muy franco. Ya no somos aquí el sacerdote y el médico; somos dos seres iguales, dos hombres que únicamente estamos separados por una diferencia que consiste en que el uno hace todo el bien que puede y ése soy yo, y el otro se ha pasado la vida produciendo el mal, y ése es usted. Vamos a hablar con entera franqueza. ¿Tenía usted conocimiento de mis amores cuando yo aún era dueño del corazón de María?

—No acostumbro nunca a negar mis actos, y por esto no vacilo en decirle, que antes de que usted marchara a París, ya sabía yo sus relaciones con María.

Zarzoso iba contrayendo su rostro con un gesto de hostilidad, que aún resultaba más terrible en un joven que siempre se mostraba frío y correcto. La franqueza del padre Tomás le irritaba más que si hubiese mentido, pues creía ver en aquélla, como un reto a su indignación y un desprecio a su persona.

—¿Y fue usted —preguntó con voz temblona por la ira— quien hizo terminar aquellos amores?

El jesuita sonrió con expresión de mansedumbre, como despreciando las furibundas miradas que le dirigía el joven, y contestó con calma:

—Sí, yo fui.

Zarzoso, nervioso y conmovido, saltó de su asiento abalanzándose sobre el jesuita; pero la calma de éste le desconcertaba a pesar suyo, y en vez de golpearle, como era su primer deseo, se limitó a exclamar con asombro:

—¡Y tiene usted el valor de confesarlo!

—Señor Zarzoso, el hombre debe siempre decir la verdad, y si confiesa sus malas acciones, ¿con cuánta más razón debe hacer alarde de sus buenos actos? Usted no tendrá por acción meritoria el hacer que terminasen aquellos amores; esto es simplemente cuestión de apreciación, pues yo en cambio creo que presté un servicio inmenso rompiendo las relaciones que existían entre usted y María. La condesa es cristiana, pertenece a una familia que siempre se ha distinguido por su puro catolicismo y su amor a las sanas doctrinas, y yo, como servidor fiel de los intereses de Dios, no podía consentir que una joven así se uniera eternamente con un impío que podría ser muy honrado, no lo dudo, pero que es enemigo de Dios, que escandaliza a la sociedad con sus infernales doctrinas, y sobre el cual, más o menos, pronto caerá la cólera del Altísimo. Como usted comprenderá yo, que tanto amo a María, no podía permanecer tranquilo al verla marchar rectamente a su perdición.

—No está mal, jesuita —contestó el joven con acento seráfico—. No está mal hilvanada esa excusa. No quiso usted permitir que María se uniese a un hombre que no es católico porque esto podía traerle la desgracia, y en cambio la casó usted con un pillete a quien conoce todo Madrid, con un aventurero de la peor especie, a quien ninguna persona honrada puede dar la mano sin sentir rubor.

El jesuita afectaba escandalizarse por estas enérgicas palabras.

—Señor Zarzoso, piense usted bien eso que dice contra Ordóñez, pues sentiría que esta conversación fuese causa de un incidente desagradable. Ordóñez no es ningún pícaro. Ha tenido sus cosillas, propias de un joven atolondrado y rico, pero no ha traspasado los limites de la honradez y se ha portado siempre con la decencia propia de un joven que ha sido discípulo mío. Además está usted en su casa y no creo muy correcto eso de insultar al dueño que se halla ausente.

Zarzoso estaba demasiado irritado para hacer caso de las indicaciones del jesuita. Las insolentes declaraciones de éste habían enfurecido al joven, y bien sabido es cuán terribles son los hombres fríos y tranquilos cuando llegan a encolerizarse.

—Yo diré cuanto quiera —rugió Zarzoso— y no será usted quien me lo impida. ¿Cree usted acaso que me atemoriza la idea de que Ordóñez me pida cuenta de mis palabras? Yo soy un hombre que no busco las reyertas, pero que tampoco las rehusó cuando llega la ocasión, y experimentaría un placer sin límites si algún día me viera frente a frente de ese antiguo aventurero a quien odio. Lo digo y no me retractaré nunca pues estoy bien convencido de ello. Ordóñez es un canalla aristocrático que ha buscado una mujer inocente y sencilla para explotarla, y usted un miserable calumniador, que no vaciló en atacar mi dicha por los más infames medios, indudablemente con la intención de apoderarse de la colosal fortuna de María. Conozco mucho a los jesuitas y sé cuál es la principal norma de todos sus actos.

El médico se detuvo mirando fijamente al padre Tomás para apreciar el efecto que le causaban sus palabras; pero su indignación fue en aumento al ver que el jesuita permanecía callado, afectando la santa resignación del justo que se ve calumniado.

Zarzoso, a pesar de la rabia que le producían aquellas declaraciones del jesuita, quiso saber toda la verdad y siguió preguntando.

—¿Usted, indudablemente, me seguiría también con su astuta mirada hasta en París, buscando una ocasión para desconceptuarme a los ojos de María? ¿No es eso, padre Ferrari?

—Señor Zarzoso, ¿a qué seguir hablando, si esto no ha de producirle a usted más que indignación ahora y reyertas después? Somos dos caracteres distintos, dos hombres de diversas ideas que no podremos llegar nunca a comprendernos y por más que yo me esfuerce, nunca sabrá usted apreciar en lo que vale la bondad de esa conducta que le parece infame. Sí usted amaba a María, yo la quiero como a una hija y no podía permitir que perdiera su alma por toda una eternidad, uniéndose a un impío que la contaminaría con sus ideas infernales. Inútil es que usted me pregunte más. Bástele saber que he hecho cuanto he sabido y podido para romper las relaciones entre usted y María y que la muerte de su amor debe atribuirla exclusivamente a mí. Después de esto, y en pago de mi franqueza, sólo le pido que se retire cuanto antes de esta casa donde su presencia resulta fatal.

—¡Me iré, sí, me iré! —dijo Zarzoso con furor—. No quiero permanecer en una casa donde es fácil codearse con canallas como Ordóñez y su maestro y protector el padre Tomás. ¡Pobre María! ¡De qué gente estás rodeada! Pero antes de marcharme, quiero conocer en toda su extensión la vil trama de que fui objeto. Padre jesuita, conteste usted con claridad. Tenga usted el valor de los grandes bandidos que se envanecen de confesar sus fechorías. ¿Fue usted quien hizo que allá en París, una mujer fatal se apoderara de mí, con el único objeto de proporcionarse un recuerdo de mi amor con María, que sirviera para enemistarme con ésta?

—Sí, yo fui —contestó con cínica audacia el jesuita—. De seguro que usted considerará el acto como poco correcto; pero todos los medios son buenos cuando con ellos se trata de salvar un alma. El Señor escoge muchas veces los caminos más apartados para hacer el bien y por esto aquella mujerzuela de París sirvió para librar a María de la perdición eterna.

Zarzoso, que estaba en pie y a corta distancia del jesuita, habló, gesticulando como un loco, al escuchar estas últimas palabras:

—¡Ah, miserable hipócrita! ¡Reptil con sotana! ¿Conque tantos males ha hecho usted con el único objeto de salvar el alma de María? Lo que la Compañía ha buscado siempre, al vivir tan unida a la familia Baselga, ha sido apoderarse de sus millones, casando a las mujeres de esas familias con hombres miserables y sin conciencia que sirvieran al jesuitismo de instrumento. Por eso la Compañía ha perseguido a todos los que por amor han intentado unirse a las hembras de la estirpe de los Baselgas; por eso fue acosado hasta morir en extranjero suelo aquel infeliz mártir que se llamaba don Esteban Álvarez, y por eso yo también he sido víctima de traidores maquinaciones. ¡Ah, infames! Conozco la significación que en labios de un jesuita tiene esa frase de salvar un alma. Vosotros sólo salváis almas que tengan millones.

El padre Tomás no se inmutaba ante aquella indignación creciente del joven, que hacía que las manos de éste se agitasen cerca del rostro del jesuita, y aun en su cínica audacia tuvo valor para decir:

—Según lo enterado que usted se muestra de la gran fortuna que posee María, no parece sino que su indignación reconozca por causa el haber perdido la ocasión de un matrimonio que le hubiera hecho dueño de tantos millones. Siento, en verdad, haberle estorbado tan bonito negocio.

Este insultó causó tal efecto en el joven, que el jesuita se arrepintió inmediatamente de haberlo pronunciado, y se levantó con rapidez de su asiento. Pero Zarzoso, que estaba ciego por el furor y temblaba de ira, cayó sobre el padre Tomás antes que éste llegara a enderezarse, y dio al jesuita una terrible bofetada.

Recibió éste el golpe y en sus ojos brilló una iracunda expresión de furor reconcentrado, propia para infundir miedo al que supiera de lo que era capaz aquel hombre; pero inmediatamente se repuso, y apoyando en un hombro la mejilla enrojecida por la bofetada, presentó la otra al joven, diciendo con evangélica resignación:

—Siga usted pegando. Mayores humillaciones sufrió Dios por hacer el bien. Pegue usted, joven, que yo le perdono.

—¡Ah, hipócrita! ¡Hipócrita! —rugió Zarzoso con la mano todavía levantada.

Pero el aspecto de aquel hombre, que afectando humildad y resignación aguardaba el golpe sin conmoverse, le desarmó en seguida, haciéndole bajar la mano. Él no podía seguir desahogando su justo furor, a pesar de que estaba convencido de que aquella resignación era pura farsa.

Irritado porque el enemigo, a quien odiaba, no era tan audaz en sus actos como en sus palabras, y comprendiendo que de seguir allí cometería la infamia de ensañarse con un hombre que no quería defenderse, se apresuró a salir de la casa.

No quería ver más a María, y maldecía en aquel momento la hora en que a ésta se le había ocurrido llamarle, sacándole de la plácida tranquilidad en que vivía.

Marchó de espaldas hacia la puerta, lanzando iracundas miradas al jesuita, que seguía con la cabeza baja, afectando humildad; y cuando llegó a la puerta, dijo con resolución:

—Se cumplirán los deseos de usted; no volveré más por aquí, pero conste que el niño que está arriba se halla ya fuera de peligro, y si es que hay malvados que le hacen sufrir una mortal recaída, aquí estoy yo que sabré exigir responsabilidad a los culpables. Adiós, jesuita. Estamos en paz: mucho daño me has hecho, grandes dolores me has obligado a sufrir, pero al menos acabas de proporcionarme la satisfacción de que abofetee ese rostro, inmunda máscara tras la cual se oculta la doblez y la mentira.

Salió el médico de la habitación, y al quedarse solo el jesuita, permaneció algunos minutos inmóvil y ensimismado.

Después rascose la mejilla, enrojecida por la bofetada, y dijo con calma, sonriendo con expresión diabólica:

—¡Ah doctorzuelo! Caro te ha de costar este desahogo.

Inmediatamente salió del hotel, sin que la desconsolada condesa, siempre al lado de la cama de su hijo, llegase a apercibirse de lo que había ocurrido en el piso bajo, y media hora después el jesuita estaba en su despacho escribiendo un papel, que luego entregó a uno de sus secretarios, encargando que inmediatamente lo llevasen a su destino.

Era un telegrama:

Londres

Fleet Street, 5. Hotel Hig-Liffe

Francisco Ordóñez

Ven inmediatamente; asunto de honor urgentísimo. Te necesito.

Tomás Ferrari.

IV. La mansedumbre del padre Tomás

Cuatro días después, estaba ya en Madrid el elegante Ordóñez.

Había sido muy oportuno para él el telegrama del padre Tomás.

Las grandes corridas de caballos de la ciudad de Londres habían sido muy funestas para Ordóñez, pues perdió todas las apuestas que hizo, y éstas eran tan considerables que no sólo se quedó sin dinero, sino que tuvo que recurrir a pedir prestados algunos centenares de libras esterlinas a los amigos que tenía en la alta sociedad londinense.

El telegrama del jesuita sirvió a Ordóñez de pretexto para huir, antes de que terminasen las carreras, sin que sus amigos pudieran achacar este acto al temor de seguir perdiendo; e inmediatamente salió para Madrid, pensando de dónde sacaría los seis o siete mil duros que debía entregar sin pérdida de tiempo a sus aristocráticos acreedores.

Ordóñez, que nunca se había preocupado por las deudas, sentía ahora la impaciencia de pagar cuanto antes, para no sufrir menoscabo alguno en su fama de hombre opulento, pues sus amigos de Londres le creían dueño absoluto de la presente fortuna que pertenecía a su mujer.

Ordóñez tenía puestos sus ojos en el padre Tomás, proponiéndose que fuese éste quien se encargara de satisfacer la presente deuda como ya lo había hecho con otras.

¿No le llamaba con gran urgencia diciendo que necesitaba de él? Pues bien, ya que con tanto imperio le mandaba, al menos que pagase la exacta obediencia, encargándose de extraer, del peculio de María, la cantidad que el esposo necesitaba para pagar sus deudas.

Deseoso Ordóñez de arreglar cuanto antes aquel asuntillo, y de mostrarse obediente y respetuoso con el padre Tomás, fue a buscar a éste en su despacho el mismo día de su llegada.

El jesuita le recibió con la misma cordialidad fría y calmosa que si le hubiese visto el día anterior.

—¡Hola, perdido! —le dijo con benevolencia—. Por fin te has decidido a venir, abandonando ese maldito sport, que ha de ser tu ruina. ¿No has sabido la peligrosa enfermedad de tu hijo?

—Sí, un día antes de recibir el telegrama de usted me telegrafió María, y yo me disponía ya a venir, cuando recibí la orden de vuestra paternidad que sirvió para acelerar aun más mi marcha.

Ordóñez mentía, pues la enfermedad de su hijo, aunque le causó cierta impresión, no le había decidido a regresar rápidamente a Madrid. Al recibir el telegrama de María le quedaba todavía algún dinero y confiaba desquitarse en las corridas que aún habían de verificarse.

«¡Bah! —se dijo el amable vividor al recibir el aviso de su desolada esposa—. Porque yo vaya allá, Paquito no se pondrá mejor; además, las madres exageran siempre mucho. Esto no pasará de ser una enfermedad propia de la niñez y que todos hemos sufrido; el sarampión, por ejemplo. La semana que viene me iré…».

Y Ordóñez se olvidó por completo de su hijo, lo que no impedía que ahora, en presencia de su temible protector, se esforzase en demostrar que le había herido en el alma la noticia de la enfermedad del niño, y que experimentó una alegría inmensa a su llegada, al saber que Paquito estaba ya fuera de peligro.

—Vaya, no te esfuerces tanto en demostrarme lo que no sientes —dijo el jesuita, que conocía bien a su discípulo—. No niego que querrás a tu hijo, pero estoy convencido de que entre él y el Gladiateur, el Vincitor o cualquier otro caballejo de esos que corren en las carreras, te vas con los últimos.

—¡Oh, padre Tomás! ¡Qué bromas tiene usted!

—Vamos a ver. ¿Cómo te ha ido en las carreras?

Ordóñez se animó con esta pregunta. Antes de entrar en aquel despacho, estaba muy preocupado buscando el medio de abordar al jesuita para suplicarle que le librase de tan afrentosas deudas, y ahora, he aquí que era el mismo padre Tomás quien inesperadamente le ponía en camino de hacer la petición.

El aristocrático calavera adoptó un gesto de compunción y murmuró:

—Mal; muy mal, reverendo padre. He sido muy desgraciado, y la fortuna se ha burlado de mí todo lo que ha querido. No sólo perdí cuanto dinero llevaba, sino que además he contraído algunas deudas con mis amigos del Genthleleman-Club de Londres. Esto es terrible; deudas que no pueden ser más sagradas y que hay que pagar apenas llega uno a su casa, así tenga que vender hasta su última camisa.

Ordóñez se detuvo, pues como la costumbre siempre que le iba con tales demandas al jesuita, éste ponía la cara fosca, preparándose a anonadarle con un terrible sermón; pero con gran sorpresa del calavera, el padre Tomás no sólo impasible, sino que hasta le pareció a él que por sus labios vagaba una tenue sonrisa.

Buen signo era aquél. Ordóñez sintió renacer su ánimo, y su osadía aún fue en aumento, cuando el jesuita, sin hacer comentario alguno, le preguntó sencillamente:

—¿Y cuánto es lo que debes?

—Veinte mil duros —contestó sin vacilar Ordóñez y sin importarle mentir otra vez.

Veía tan bien dispuesto al padre Tomás y tan animado por una inesperada benevolencia, que juzgó muy prudente el aprovecharse de la ocasión para adquirir dinero. El jesuita, al conocer la cantidad hizo un gesto de desagrado y Ordóñez creyó que en vez de pagar sus deudas, lo que iba a hacer el jesuita, era dirigirle uno de sus terribles sermones; pero pronto se tranquilizó al oírle hablar.

—Mucho dinero es ése, y de seguro que a seguir en tu desordenada vida, pronto serán insuficientes para tus gastos las cuantiosas rentas de tu mujer.

Pero el padre Tomás pareció arrepentirse del tono con que hablaba a Ordóñez, y añadió después benévolamente:

—Pero en fin, hijo mío, ya que has contraído tales deudas, preciso es pagarlas, y no seré yo quien me oponga a ello. Al hacer aquel trato que tú recordarás, te prometí mi consentimiento para que gastases cuanto quisieras de las rentas de tu esposa, y no he de faltar a mi palabra a pesar de que noto que abusas demasiado de mi permiso. Mañana mismo hablaré con el administrador de tu esposa, y aunque creo que no anda muy sobrado de fondos, arreglaremos el asunto para que tengas cuanto antes los veinte mil duros.

Ordóñez estaba encantado por la servicial benevolencia del padre Tomás.

Ni aun influido por el mayor optimismo, podía él imaginarse que iba a serle tan fácil el adquirir la exagerada cantidad en que había fijado sus deudas.

El elegante manifestó su agradecimiento con las más expresivas palabras que encontró; pero se detuvo de pronto, y afectando gravedad, dijo a su protector:

—Perdone usted mi aturdimiento, padre Tomás. Ocupado en mis asuntos, he olvidado que usted me necesita y que por esto me envió el telegrama a Londres. ¿En qué puedo yo servirle? Mande, que inmediatamente obedeceré.

El padre Tomás puso también un gesto de gravedad y entró de lleno en el asunto que a él le resultaba más importante.

—Es verdad que hablando de tus deudas hemos olvidado el asunto principal. Te he mandado llamar porque en tu pronta venida consistía que tu honor quedase a salvo.

—¡Mi honor! —exclamó Ordóñez, que, como perfecto aventurero de la clase elevada, era capaz de cometer las mayores estafas, sin que por esto dejase de palidecer apenas se ponía en duda lo que él llamaba su honor.

—Sí, tu honor, hijo mío —continuó el padre Tomás con la expresión del que hace revelaciones importantísimas—. Durante tu ausencia han ocurrido en tu casa algunas cosas que hacían necesaria tu pronta llegada aquí.

—Hable usted, padre Tomás. Espero con impaciencia esas revelaciones importantes.

—¿Recuerdas que María, antes de concederte tu mano se mostraba preocupada y desdeñosa, hasta el punto de que tú creías que tenía ciertos amores en secreto?

Ordóñez contestó con un signo afirmativo.

—Pues bien: lo que tú sospechabas era la verdad. María amaba con delirio a un joven médico que estaba haciendo sus estudios en París, y que ahora es un doctor célebre a quien conoce todo Madrid.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó con impaciencia Ordóñez.

—El doctor don Juan Zarzoso. Es especialista en enfermedades de niños y tiene gran fama por sus asombrosas curaciones. ¿Lo conoces?

—No lo he visto nunca; pero he leído muchas veces su nombre en los periódicos.

—Pues bien; ese hombre fue novio de María, y sus amores no eran una niñada para pasar el tiempo, pues te puedo asegurar que María lo amó como una loca y tal vez hoy la imagen de Zarzoso aún ocupa en su corazón un lugar preferente. Si la que es hoy tu mujer accedió a darte su mano, fue porque en aquel momento estaba irritadísima por una infidelidad, más o menos cierta, del hombre amado. Sé que María, por su educación y por su carácter excesivamente pundonoroso, es incapaz de faltar a sus deberes conyugales; pero tengo la certeza de que en el fondo ama más a su antiguo novio que a su marido.

Ordóñez se había preocupado pocas veces del amor de su esposa. Seguía, como antes, entreteniendo a bailarinas y disputando la posesión de las mundanas más famosas a sus compañeros en calaveradas, pero a pesar de la indiferencia con que siempre había mirado a su esposa, no pudo evitar un movimiento de despecho al oír tales revelaciones. Aquello no eran celos, sino una irritación del amor propio herido.

Con una mirada hostil, dio a entender al jesuita el efecto que le causaban sus revelaciones, y éste continuó, bastante satisfecho del resultado de sus palabras:

—Pues bien, hijo mío; ese hombre que en realidad es el dueño del corazón de tu esposa, ha entrado estos días en tu casa y ha permanecido allí una noche entera.

—¡Eh! ¿Qué es lo que usted dice, padre Tomás? —exclamó furioso y alarmado Ordóñez por aquellas palabras dichas con tan marcado deseo de molestarle.

—¡Calma, hijo mío, calma! No hagas todavía suposiciones, y espera que acabe de hablarte. María te es fiel, no ha faltado a sus deberes, pues Zarzoso entró en tu hotel llamado como médico y no como antiguo amante. Tu hijo estaba gravemente enfermo de un ataque de meningitis aguda, y María, no sabemos si aturdida o con otra intención, en vez de llamarme a mí y al médico de la casa, solicitó el auxilio de Zarzoso, el cual, justo es confesarlo, salvó al pobre Paquito después de pasar una noche entera a la cabecera de su cama luchando con la terrible enfermedad.

Ordóñez se había tranquilizado al ver el giro que tomaba la revelación, y dijo sonriendo:

—Según esto, no veo que la cosa sea tan grave. Es verdad que María ha obrado ligeramente al llamar a casa a su antiguo novio, pero una madre no repara en nada cuando se trata de salvar a su hijo que está en peligro.

—Es verdad —dijo el jesuita contrariado por la benevolencia que mostraba Ordóñez— que hasta aquí la cosa nada tiene de grave; pero ahora verás cómo cambia de aspecto. Yo fui a tu casa apenas supe el estado de tu hijo; allí me encontré casualmente con el doctor Zarzoso y supe con asombro, que él era quien curaba al niño y que por esto pasaba gran parte del día en el hotel. Ya puedes imaginarte lo que pensaría yo en presencia de aquel hombre, cuyos antiguos amores sabía. Comprendí que de conocer alguien, que no fuera yo, la historia de los pasados amores, no tardarían en surgir desfavorables comentarios en vista de la asiduidad con que Zarzoso entraba en tu casa, y por otra parte, me asustó la natural idea de que rozándose dos seres que se habían adorado tanto, no tardaría en despertar el adormecido amor, y entonces María sería capaz de olvidar sus deberes y serte infiel. ¿Pensaba bien o no? ¿Qué te parece, hijo mío?

Ordóñez contestó afirmativamente, y dio a entender al jesuita que esperaba con impaciencia el resto de sus revelaciones.

—Movido por el deseo de impedir ese peligro que veía tan próximo, hablé a Zarzoso rogándole en nombre del cielo, que no volviese más por aquella casa, con lo cual dejaría tranquila una familia y se portaría como un caballero. ¿Y cuál crees tú que fue su contestación?

El jesuita se detuvo como gozándose en la perplejidad y la impaciencia de su protegido, y añadió después:

—Debo advertirte que el tal Zarzoso es un impío, un ateo, un defensor de doctrinas infernales, que tal vez hace todos esos actos de caridad que tanto prestigio le dan, con el único objeto de engañar y seducir a la gente sencilla. ¡Qué diferencia entre ese joven y los que, como tú, habéis sido educados por la Santa Compañía en los sanos principios religiosos! En vez de respetar mis años y estos sagrados hábitos que llevo, contestó a mis cariñosas palabras, a mis mansas exhortaciones, con insultos y amenazas, acabando por darme una bofetada.

—¡Le abofeteó a usted!… ¡Y en mi casa! —exclamó Ordóñez con asombro.

—Sí, me golpeó villanamente en esta mejilla, y como si esto no le bastara para desahogar su rabia, te insultó a ti que estabas ausente, diciendo que deseaba matarte, porque en su concepto eres un canalla que le has robado a la mujer amada, añadiendo que te conocía muy bien, que eres un estafador, y qué sé yo cuántas cosas más.

Ordóñez se había levantado de su asiento, pálido, tembloroso y con el bigotillo erizado por un gesto de ira.

Revivía en él el antiguo espadachín, que valido de su superioridad en las armas, quería siempre tener razón y a los que le acusaban por sus estafas o por sus fullerías en el juego, les contestaba con estocadas.

El jesuita, aunque permanecía exteriormente impasible, debía sentir en su interior gran satisfacción, al ver el coraje que tales palabras producían en su discípulo.

—Yo no siento la bofetada —dijo con expresión de mansedumbre—. Sacerdote soy del Hijo de Dios, que recibía con la más sublime paciencia las más terribles injurias, y tengo la obligación santa de perdonar a los que me maltraten. Pero yo, hijo mío, permanecería impasible y aún daría gracias a Dios, porque así pone a prueba mi paciencia, si el que me abofeteó fuese uno de los nuestros, un buen católico que en un rapto de furor hubiese cometido tal atentado; a ése le perdonaría; pero no puedo transigir con el hecho de haber sido abofeteado por un impío, por un ateo a quien inspira el diablo. Esto es para mí intolerable, pues tengo la convicción de que ese desgraciado obró así con el afán de humillar a nuestras divinas creencias, y que al golpearme a mí no pensó en insultar al sacerdote, sino a la Iglesia entera.

Se detuvo el jesuita para apreciar el efecto de sus palabras, y viendo a Ordóñez cada vez más conmovido por una sorda irritación, continuó:

—¡Abofetear a la Iglesia!… ¿Crees tú, hijo mío, que tal atentado puede quedar impune? Yo, como campeón de Dios, no puedo transigir con la idea de que triunfe el Infierno y la Iglesia quede humillada, cosa que sucederá si ese hombre terrible no sufre un castigo digno de él. ¡Ah! ¡Si yo no vistiese estos hábitos!… ¡Si no fuese tan viejo! Mi situación es igual a la del anciano padre del Cid, después de recibir la bofetada del conde Lozano; pero en vano busco a mi alrededor quién ha de vengarme, pues no encuentro un Rodrigo dispuesto a desenvainar su espada por mí.

Ordóñez le interrumpió, como ya lo esperaba el jesuita:

—Yo seré ese vengador que vuestra reverencia necesita. Odio a ese joven, tanto por el atentado de que le ha hecho a usted víctima como por sus antiguas relaciones con María. Además, los insultos que según usted afirma me dirigió, y el haber ocurrido en mi casa la violenta escena, me autorizan para retar a ese caballero y para matarle después; pues ya sabe usted que hay pocos tan hábiles como yo en el manejo de las armas.

El padre Tomás afectaba estar conmovido por aquel rasgo que calificaba de sublime y decía con expresión de júbilo:

—Acepto tu generoso ofrecimiento, tengo la seguridad de que Dios te premiará este servicio que vas a prestar a su causa. Admito tu ofrecimiento principalmente porque estoy convencido de que saldrás victorioso. Tienes gran fama de tirador.

—¿Y ese médico no es experto en el uso de armas? —preguntó con cierta inquietud el elegante.

—No creo que sepa manejar otro acero que el del bisturí. Toda su vida la ha empleado en aprender infamias científicas, para negar a Dios y a la religión.

—Esta misma tarde le enviaré mis padrinos. Voy a ir, sin pérdida de tiempo, en busca de dos amigos de confianza. Los pillaré en casa antes de que salgan.

—Espero, hijo mío, que para nada figurará mi nombre en este asunto.

—Pierda usted cuidado, padre Tomás. Conozco de sobra lo que son estas cosas. Mi reto estará fundado en el disgusto producido por ciertas violencias que Zarzoso se ha permitido en mi casa y por los insultos que me dirigió estando yo ausente.

—¡Bravo! Eso es. Que no se mencione para nada la bofetada que me dio.

—Así se hará; tanto más, cuanto que él, como persona inteligente, podrá adivinar de dónde viene el golpe y cuál es la verdadera causa del reto.

Aún hablaron durante algunos minutos el padre Tomás y aquel protegido a quien él llamaba pomposamente el campeón de Dios, a causa de la venganza de que se había encargado.

El reloj del despacho dio las once y Ordóñez se apresuró a marcharse.

—Buena hora —dijo alegremente— para pillar a mis dos amigos en la cama. De seguro que ninguno de los dos se ha levantado todavía. Hasta mañana, padre Tomás. Antes de veinticuatro horas ese mocito habrá llevado su merecido.

Estaba ya Ordóñez junto a la puerta cuando le llamó el jesuita, diciéndole con acento bondadoso:

—Escucha, atolondrado. El que nos ocupemos de mis asuntos no es motivo para que olvidemos los tuyos. Hablaré esta tarde al administrador de la condesa para que te entregue lo que necesitas y puedas pagar tus deudas. Y mira, he pensado que en tu situación, esos veinte mil duros no te sacan de penas, pues como son para pagar deudas, te quedarás inmediatamente sin un céntimo. Lo he pensado bien, y creo que será mejor hacer un empréstito para ti de veinticinco mil duros; medio millón de reales, así la cuenta resulta más redonda.

—¡Oh, reverendo padre! Tantas bondades me confunden y no sé cómo agradecerlas. Gracias, muchas gracias; se necesita ser un impío dejado de la mano de Dios para abofetear a un hombre tan bondadoso y tan bueno.

Y Ordóñez, besando la mano de su protector, salió del despacho con aire de satisfacción y alegría.

El padre Tomás, al quedar solo, agitó su mano con expresión amenazante, como si se dirigiera a algún ser invisible que estuviese en la habitación, y murmuró:

—¡Ah, doctorcillo! Me parece que de ésta ya no darás más bofetadas.

Mientras tanto, Ordóñez bajaba la escalera de aquella antigua casa, diciéndose interiormente:

—La verdad es que el servicio no puede estar mejor pagado y que la proposición ha sido hecha del modo más correcto y diplomático, sin que pueda considerarse herida mí susceptibilidad. Veinticinco mil duros si matas a ese caballerete que me ha abofeteado; esto es en el fondo la proposición con toda su crudeza. No se puede negar que el padre Tomás se porta como hombre espléndido cuando trata de librarse de un enemigo… Pero ¡qué demonio!, si ese dinero que me va a dar es mío, puesto que pertenece a mi esposa… Reconozco en este golpe a los jesuitas. Siempre se muestran generosos y pródigos cuando disponen del bolsillo ajeno.

V. Asesinato legal

Cuando el doctor Zarzoso recibió la visita de los padrinos de Ordóñez, no experimentó gran extrañeza.

Al disiparse la ira que le había dominado durante su violenta conferencia con el padre Tomás, pensó fríamente en su situación, adivinando que un hombre tan terrible y maligno como lo era aquel jesuita, no tardaría en tomar venganza. En su concepto abofetear al jefe del jesuitismo en España era exponerse a mil iras vengadoras ocultas en la sombra y por esto se extrañaba al ver que transcurrían unos cuantos días sin notar la persecución del ofendido padre Tomás.

Los padrinos de Ordóñez era un coronel más conocido por sus jugadas en el Casino que por sus campañas, y un marqués que tenía reputación de ser el primer tirador de armas de España, y cuya intervención resultaba imprescindible en todos los duelos que se concertaban en Madrid.

Llegaron a casa del doctor a las dos de la tarde, cuando éste acababa de terminar su diaria consulta para los pobres, y después de enseñarle una carta de Ordóñez en que les facultaba para representarle en el lance, diéronle otra del mismo individuo, la cual produjo en el doctor terrible efecto.

Ordóñez exigíale una satisfacción por lo ocurrido en su casa; pero el estilo de la carta era tan despreciativo y abundaban tanto en ella las palabras irónicas y mortificantes, que Zarzoso, pálido por la ira, arrojó el papel con visibles muestras de desprecio.

—Señores —dijo a aquellos dos espadachines elegantes—, soy un hombre de ciencia y como ocupado en el estudio no he tenido tiempo para enterarme de ciertas cosas, ignoro lo que se hace en casos como el presente. Dispensen ustedes mi ignorancia; pero si yo me niego a dar esas satisfacciones humillantes que pide ese señor, ¿qué ocurrirá entonces?

—Tendrá usted que batirse con nuestro apadrinado —contestó el coronel.

Y el marqués añadió con entonación campanuda, como si hablase de una cosa santa:

—Así lo exige el código del honor.

—Perfectamente —dijo con ironía Zarzoso—. ¿Y qué más ceremonias exige ese sagrado código?

—Debe usted nombrar dos padrinos para que se entiendan con nosotros y concertar entre los cuatro las condiciones del combate. Esto se sobreentiende que será si usted se niega a dar explicaciones.

—Me niego, sí, señor. No conozco a ese caballero a quien ustedes representan, pero no sé por qué, me halaga la idea de romperme la cabeza con él. Voy a presentarles a ustedes mis padrinos.

Y el joven doctor se dirigió a su gabinete de operaciones donde aún estaban los ayudantes, esperando las órdenes del maestro, antes de retirarse hasta el día siguiente.

Escogió dos de los que le inspiraban más confianza y los presentó a los padrinos de Ordóñez, quienes los saludaron con una ceremonia grave y casi fúnebre, invitándoles a reunirse de allí a media hora en el domicilio del marqués, para concertar el duelo.

Cuando Zarzoso quedó solo en su salón, reflexionando sobre aquel suceso, vio entrar a su tío, el viejo doctor, con una expresión ceñuda y volviéndose a todos lados como si quisiera husmear algo extraño en la atmósfera.

Paseando por el salón, miraba de vez en cuando a su sobrino y gruñía sordamente, hasta que por fin se plantó ante el joven y le dijo con expresión de juez que interroga:

—Oye, hace un momento he visto salir de aquí a dos caballeros a quienes conozco. Les llamo caballeros porque esto no significa nada, pero en realidad son dos perdidos, dos tahures espadachines de esos que pululan en la alta sociedad y que sólo sirven para hacer daño a las personas honradas. ¿Qué querían esos individuos? De seguro que no venían a buscarte como médico.

El joven permaneció indeciso por algunos momentos, no sabiendo qué contestar; pero al fin se decidió a decir la verdad y habló a su tío del lance que tenía próximo, aunque procurando ocultar su verdadera causa y diciendo que consistía en ciertas palabras que se le habían escapado hablando con algunos amigos sobre un hombre muy conocido en la alta sociedad y cuyo nombre no quería revelar.

—¿Y qué es lo que dijiste de él? —preguntó el tío.

—Dije que era un canalla, un estafador y un tahúr que había apelado siempre a los más reprobados medios para ganar dinero en el juego.

—¿Y es esto verdad? ¿Tienes pruebas de ello?

—¡Bah! ¡Si esto lo sabe todo Madrid! El tal sujeto, cuyo nombre no quiero revelar, tiene la fama tan bien sentada, que no hay persona alguna que no le considere como a un pillete.

El buen sentido del viejo doctor, su lógica de hombre rudo, pero recto, sublevábase al oír estas palabras.

—¿Y vas a batirte con un hombre así? Te digo que no comprendo estas cosas y que me parece que el mundo no es ya más que una vasta jaula de locos. Comprendo que un hombre quiera matar a otro cuando éste lo insulta, atribuyéndole cosas que no ha hecho; pero hablar del honor, de la dignidad y de satisfacciones por haber sido llamado tal como se merece uno me resulta la mayor de las demencias. El pillete siempre será pillete, aunque lleve en el bolsillo un código del honor y sepa tirar a todas las armas para asesinar a los que lo llaman con el nombre que merece, y el hombre honrado será un jumento, si por respeto a esas farsas que se llaman conveniencias sociales accede a exponer su vida riñendo con aquel a quien ha insultado dándole los calificativos que merece por su infame conducta. La cosa es clara. Si esos espadachines aristocráticos que viven en sociedad como en país conquistado, no quieren verse ofendidos a cada punto en lo que ellos llaman su honor, que lleven mejor vida y sean más virtuosos y dignos, pues así se evitarán que el hombre honrado les diga la verdad. Tú le has dicho canalla a ese individuo, cuyo nombre no quieres revelarme; ahora lo que a él le toca, a los ojos de la sana razón, es demostrar que no merece tal calificativo y hacer, enseñándote pruebas, que tú lo confieses así. Conque ya lo sabes; te prohíbo que te batas. Me avergonzaría de tener en mi familia un imbécil que por lo que podrán decir cuatro desocupados, fuese a matarse con un hombre que no merece ni su estimación ni su respeto, a causa de su falta de vergüenza.

Zarzoso oía a su tío sin que sus palabras le produjeran efecto alguno. Había ya adoptado una resolución y se batiría con Ordóñez, pues odiaba a este hombre. El viejo doctor debió adivinar en la mirada de su sobrino algo de lo que éste pensaba, y para disuadirle de su tenaz propósito, se apresuró a añadir:

—Además, es una solemne barbaridad, una locura inconcebible, el batirse con un hombre acostumbrado al manejo de las armas. Eso equivale a un suicidio, a dejarse asesinar voluntariamente. ¿Eres tú acaso espadachín? ¿Has perdido mucho tiempo ejercitándote en el uso del sable y de la pistola? No, tú eres hombre de ciencia, te has dedicado a saber curar las heridas y no a abrirlas, y entre ser aprendiz de sabio o aprendiz de asesino, has preferido lo primero. En cambio, ese caballerete que te reta debe ser un consumado espadachín, pues así lo da a entender la calidad de los amigos que te ha enviado. Si es que tiene interés en librarse de ti, para que no le censures más tiempo diciéndole lo que se merece, te ensartará como un pajarillo o te meterá una bala en la cabeza. ¿Y crees tú, que tiene sentido común el marchar a la muerte voluntariamente y por un mal entendido amor propio? ¿Qué dirías tú de un hombre que débil y desarmado se metiera voluntariamente en una calle donde supiera que le aguardaba emboscado un asesino para matarle? Si ese enemigo tuyo fuese un hombre de ciencia que, como tú, se hubiese pasado la vida entregado al estudio, sin conocer el manejo de arma alguna, entonces se podría transigir con el lance, pues al menos existiría entre los dos cierta igualdad; pero ir a ponerse enfrente de uno de esos perdidos aristocráticos que apenas saben leer y que cifran todos sus conocimientos en bailar bien y tirar a las armas, es una locura que yo no puedo consentir a un sobrino mío.

Se detuvo el doctor para apreciar el efecto que causaba en el joven todo cuanto iba diciendo, y como conforme hablaba, entusiasmábase el viejo con el desarrollo de aquel tema, se apresuró a añadir:

—Tú bien sabes que la mayor de las inconsecuencias en que puede caer un hombre sabio es arrebatarle la vida a un semejante. Tú que eres médico contesta. ¿No te parece que bastantes auxiliares tiene la muerte, con esas innumerables y terribles dolencias que la Naturaleza descarga sobre la humanidad? ¿No se desangra bastante la especie humana con esas guerras que provocan los reyes y que muchas veces tienen por fundamento una ridícula cuestión de cortesía? Yo bien sé que los hombres tenemos algo de fiera y que muchas veces, alterándose nuestro sistema nervioso, se oscurece la razón y apelamos a los puños como supremo argumento. Eso está muy bien, ¡qué demonio!, y no seré yo quien pretenda corregir la plana a la Naturaleza. ¿Se insultan dos hombres? ¿Se odian por motivos particulares? Pues bien, comprendo que al encontrarse desahoguen su furor dándose unos cuantos puñetazos y hasta me parece lógico que en un arranque de su brutalidad excitada, lleguen hasta matarse. Pero lo que no comprendo lo que no concibo como la ley no lo castiga con las más terribles penas, es que dos hombres, algunos días después de haberse insultado vayan con la mayor sangre fría, casi sin odio, a matarse en el campo que llaman del honor, rodeando el crimen de un aparato ceremonioso y ridículo, propio de costumbres bárbaras, que afortunadamente pasaron para no volver. Me tiene sin cuidado que esos tontos de la aristocracia y una turba de imbéciles que quieren imitarles, cometan estas sangrientas estupideces; pero no puedo consentir que un sobrino mío, que además es sabio, caiga en un ridículo tan deshonroso.

Calló el viejo doctor y dio algunos pasos por la habitación, hasta que poco después volvió a detenerse ante el joven, e irguiendo su corpachón, dijo con cierto orgullo:

—Aquí tienes a tu tío que nunca ha llegado a caer en tales ridiculeces y, sin embargo, me tengo por más valiente que todos esos señores que palidecen de ira a la menor palabra y que hablan de acudir inmediatamente al campo del honor. A ellos, que son tan valientes, les hubiera querido ver yo bregando con los locos y quitándoles muchas veces las armas de las manos, Pues bien, yo, que no sé lo que es miedo, nunca he admitido esos ridículos, desafíos, en los que se escuda, las más de las veces, la gente que no tiene razón. Una vez, cierto doctor que tenía reputación de espadachín, ofendido por algunas expresiones que se me escaparon en el calor de una discusión científica, me envió sus padrinos diciendo que no podía vivir tranquilo mientras que yo no le diese una reparación en el terreno de las armas. Despedí a los padrinos a cajas destempladas, diciendo que si mi enemigo no podía vivir sin vengarse de mí, que viniera a buscarme solo, pues tenía un buen garrote para darle la contestación, y ésta es la hora en que todavía no lo he visto. Otra vez, un cliente me dio su tarjeta en señal de reto, y yo le contesté con unos cuantos mojicones, y por esto ha transcurrido el tiempo sin que nadie se atreviera a irle con más farsas de éstas al doctor Zarzoso. Créeme, Juanito, eso de los desafíos es un procedimiento inventado por ciertas gentes que no sirven para nada, con el fin de conservar por el terror su supremacía en la sociedad. Si todos tuviesen sentido común e hiciesen lo que yo, despreciando tan ridículas preocupaciones, ten por seguro que pronto terminaría esa ridícula costumbre apadrinada por la fatuidad francesa y que hace revivir la Edad Media en pleno siglo XIX. Conque contesta, muchacho: ¿Estás dispuesto a obrar como cualquiera de esos cabezas de chorlito que pululan en la sociedad, imponiéndole sus ridículas costumbres?

Zarzoso, mientras hablaba su tío, habíase formado su plan. Sabía que el viejo doctor no era capaz de transigir con el duelo y le impediría por todos los medios el que llegara a batirse.

El joven comprendía también la verdad que encerraban las palabras de su tío, pero aquella carta de Ordóñez que él veía blanquear en el rincón adonde la había arrojado, conmovíale y le hacía pensar con fruición en la delicia que experimentaría al verse frente al marido de la condesa con un arma en la mano. Estaba decidido a no retroceder, encontrándose, como se encontraban tan adelantados los preparativos del duelo. Adivinaba la inmensa ventaja que llevaría Ordóñez sobre un hombre que no conocía el manejo de las armas, pero al mismo tiempo pensaba que era más preferible morir, que dar lugar a que aquel hombre tan odiado se jactase ante María de haber inspirado miedo a su antiguo novio.

Esto era lo que más decidía a Zarzoso a dejar que la aventura siguiese su curso. Estaba decidido: antes morir que dar pretexto para que María le tuviese por un cobarde.

El joven, deseoso de librarse de su tío, dio a éste toda clase de seguridades. No se batiría ya que así se lo mandaba él, y prometió al mismo tiempo tenerle al corriente de cuanto ocurriera en aquel asunto.

El viejo doctor, a quien nunca había engañado su sobrino, se tranquilizó con tales promesas, y poco después lo dejó solo para ir a dar un paseo con otros dos profesores jubilados, que eran sus únicos amigos, por lo mismo que en genio rudo y en opiniones intransigentes casi llegaban a su misma altura. Los diarios paseos de aquellos tres sabios, con sus incesantes discusiones, equivalían a una continua tempestad científica.

El joven doctor permaneció en el salón reflexionando sobre la aventura de que iba a ser protagonista y ensimismado en sus ideas, pasó para él tan velozmente el tiempo, que habían transcurrido ya dos horas y comenzaba a anochecer, cuando él creía que sólo habían pasado algunos minutos.

Al volver los dos ayudantes designados por él como padrinos, encontráronlo tendido en un diván, con la mirada fija en el techo y la expresión del que sueña despierto.

Los dos jóvenes le enteraron de las condiciones concertadas con los otros padrinos.

La discusión había versado principalmente sobre la gran desigualdad que existiría entre los combatientes a causa de que el doctor era inhábil en el manejo de toda clase de armas. La pistola había resultado inadmisible a causa de que Ordóñez pasaba por uno de los mejores tiradores de Madrid, y al fin, como se había de optar por alguna arma, los cuatro padrinos decidiéronse por el sable, aunque en su manejo también se distinguía el marido de la condesa.

A Zarzoso le pareció todo muy bien, y cuando uno de sus ayudantes le propuso ir al salón de armas del Zuavo a que éste le diese algunas lecciones, el joven doctor contestó con un gesto de indiferencia.

¿Para qué? Estaba convencido de que una lección de unas cuantas horas sólo serviría para fatigarle sin proporcionar ninguna superioridad sobre el enemigo. Además, sus ayudantes le decían que en las luchas a sable, lo principal era tener coraje abrumando a golpes al enemigo, y él pensaba que si le mataba Ordóñez no perdía gran cosa, pues estaba cansado de la vida y ésta no tenía para él atractivo alguno desde que María resultaba imposible para él.

Tan indiferente le era la existencia a Zarzoso, que durmió aquella noche con bastante tranquilidad y únicamente se preocupó de que su tío no se apercibiera de que el lance iba a verificarse a la mañana siguiente.

Habían convenido los padrinos que el encuentro fuese en una posesión que el marqués, amigo de Ordóñez, tenía en las inmediaciones de Madrid, y allá fue donde Zarzoso, a las seis de la mañana, se dirigió en un carruaje acompañado de sus dos ayudantes.

En una enarenada plazoleta del jardín, que se extendía a espaldas de la villa del marqués, fue donde se encontraron aquellos dos hombres que no se conocían, y sin embargo se buscaban con el propósito de matarse.

Zarzoso sólo había visto algunas veces a Ordóñez de lejos en las calles de Madrid, y el marido de la condesa contempló por primera vez al hombre a quien aborrecía y cuya muerte le había sido pagada con tanta generosidad por el jesuita.

Los cuatro padrinos prepararon la lucha con toda la ceremoniosa liturgia propia de tales casos, y sobre la arena pusieron los sables con que aquellos hombres debían herirse.

Ordóñez y sus padrinos, aunque afectando seriedad, mostraban estar acostumbrados a actos como aquél. Zarzoso permanecía indiferente, y en cuanto a sus dos ayudantes, parecían asombrados de que con tanta frialdad se preparase la muerte de un hombre.

Después de los saludos, de señalar el puesto de los combatientes y de dejar ultimados todos los preparativos, Zarzoso y Ordóñez despojáronse de la levita y el chaleco, arremangáronse el brazo derecho y cogieron sus sables.

El joven doctor estaba decidido a no dejarse matar y a causar a su enemigo todo el daño que pudiera; pero cuando los padrinos dieron la voz de ¡en guardia!, él notó en los labios de Ordóñez una sonrisa desdeñosa y en el rostro de sus padrinos un gesto de asombro.

—Esto va a resultar un crimen —murmuraba el coronel, padrino de Ordóñez—. Ese muchacho no sabe lo que tiene en la mano y se va a dejar mechar inmediatamente.

Así era, pues Zarzoso, con el sable en la mano hacía la figura más ridícula, demostrando desconocer hasta las más rudimentarias reglas de la esgrima.

El sol de la mañana, filtrándose a través de las vecinas arboledas, iluminaba aquella plazoleta, bañando en luz el sombrío grupo de los padrinos y haciendo centellear las hojas de los sables.

Reinaba un fúnebre silencio, únicamente interrumpido por los rumores de los árboles, y en aquella augusta y silenciosa majestad de la Naturaleza, iban a exponer su vida dos hombres: el uno por el qué dirán de la sociedad, que hace cometer las mayores tonterías, y el otro obedeciendo a la sugestión de un superior y obrando como un asesino pagado.

Apenas comenzó el combate, Zarzoso avanzó sobre Ordóñez dirigiéndole golpes a diestro y siniestro, sin regla ni concierto alguno.

El joven doctor tenía buen brazo, estaba excitado por el coraje que sentía, y Ordóñez, a pesar de ser un experto tirador, hubo de retroceder en el primer instante algunos pasos para librarse de aquella lluvia de cuchilladas.

Esta impetuosidad en el ataque y tan hostil desorden en la agresión, hubiesen servido de mucho a Zarzoso tratándose de un enemigo tan inexperto como él; pero Ordóñez no tardó en reponerse, y notando que su contrario siempre le dirigía los golpes a la cabeza, limitose a ponerse a la defensiva, sonriendo con desdén.

El coronel seguía murmurando, a pesar de que su compañero el marqués le tocaba con el codo para que callase.

—Ese muchacho tiene bríos. ¡Lástima que no sepa absolutamente nada de esgrima! Ordóñez se está divirtiendo con él y así que quiera lo despachará a su gusto. Él mismo será el encargado de matarse.

Aún duró el combate unos cinco minutos.

Zarzoso, jadeante e irritado, se movía de un lado a otro, saltaba, buscando atacar a su enemigo por todos lados; pero siempre le salía al encuentro el sable de Ordóñez, parando con exactitud sus más furibundas cuchilladas.

Aquella defensa pasiva y desdeñosa irritaba aun más a Zarzoso, quien, ciego de furor, deseaba que su enemigo tomase la ofensiva y lo rematara de un golpe, pues así al menos no le serviría de objeto de diversión.

Tuvo un momento de descuido Ordóñez, en que el sable del doctor silbó cerca de una de sus orejas y entonces el rostro del elegante perdió su desdeñoso gesto para tomar un aire de ferocidad.

Los padrinos adivinaron que llegaba ya el momento supremo.

Zarzoso, más confiado y ensoberbecido por aquella cuchillada que tan cerca había pasado de su enemigo, levantó el sable, y audazmente, a cuerpo descubierto, avanzó un paso; pero en el mismo momento, rápido como un relámpago extendió Ordóñez su brazo, con el sable horizontal y rígido, y al acercarse impetuosamente el doctor, se lo clavó él mismo en el pecho.

Zarzoso, pálido y con la mirada extraviada, cayó de rodillas, al mismo tiempo que un grueso chorro de sangre manchaba su blanca camisa y caía goteando en la arena de la plazoleta.

Los dos ayudantes que se abalanzaron a sostenerle en sus brazos, al ver el sitio donde estaba la herida y la gran cantidad de sangre que manaba, cambiaron entre sí una mirada de horrible desconsuelo.

Buena mano tenía el tal Ordóñez. No era necesario que ellos abriesen su botiquín para hacer la cura. La punta del sable le había atravesado el corazón y aquellas convulsiones del infeliz médico eran el estertor de la agonía.

Cuando una hora después los dos ayudantes, auxiliados por el portero, subían el cadáver todavía caliente de Zarzoso por la lujosa escalera de su casa, la primera persona que encontraron al llegar al rellano del segundo piso, fue al viejo doctor. Estaba muy desfigurado y su rostro rudo y siempre cejijunto, parecía el de un león con fiebre.

Al levantarse aquella mañana y no encontrar a su sobrino, había adivinado toda la verdad, y furioso contra Juanito, por haberle engañado, ocultándole lo que ocurría, iba de un punto a otro de la casa, rugiendo, insultando a su ausente sobrino por lo que él llamaba su doblez y desahogando su cólera dando patadas a los muebles y a cuantos criados encontraba al paso.

Cuando vio el cadáver de su sobrino no experimentó gran emoción aparentemente. Hacía ya rato que esperaba aquello.

—¡Ah imbécil! —exclamó dirigiéndose al inanimado cuerpo—. Al fin te has salido con la tuya. Era preciso que cuatro estúpidos que ni te conocían ni te apreciaban no pudieran decir que el doctor don Juan Zarzoso no era hombre de honor, y para esto nada más sencillo que dejarse matar por un cualquiera, sin importarte gran cosa que después tu tío reviente de pena. ¡Ah pillete! ¡Ah gran infame! Ya estarás satisfecho: a ti te han matado y yo no tardaré en seguirte. Puedes estar contento de tu hazaña. Dejándote asesinar has salido del mundo con muchísimo honor, como un completo caballero a los ojos de la estupidez y como un bestia para mí.

Y el pobre viejo hablaba con voz ronca, gesticulando y braceando como un loco.

Los ayudantes y el portero permanecían inmóviles, sosteniendo el cadáver ante aquel hombre imponente en su dolor, que parecía cerrarles el paso; y como uno de ellos, en su aturdimiento, soltase la cabeza del muerto, que pesadamente hacia atrás, el viejo exclamó con ira:

—¡Tened más cuidado, animales! ¿No veis que le estáis haciendo daño? Esperad, que allá voy yo.

Y al sostener entre sus manos la helada cabeza del joven, toda su ira desapareció, e inclinándose sobre ella, estampó un beso en aquella boca lívida a la que asomaba una espuma sanguinolenta.

—¡Pobrecito! ¡Chiquitín mío! —gritó con una voz que parecía un aullido doloroso y que causó escalofríos de terror en los hombres que estaban presentes—. ¿Por qué me has engañado? ¿Por qué fuiste a morir sin acordarte de mí, que soy tu padre? ¡Ay! ¿Qué haré yo ahora, solo en el mundo, sin este muchacho que era toda mi familia?

Miró con ojos de idiota a aquellos tres hombres, como si no los reconociera, y les dijo:

—Ustedes no saben quién era mi Juanito. ¡Qué han de saber ustedes hasta dónde llegaba esta cabeza que tengo entre mis manos! De estudiante, asombraba a los profesores de San Carlos por su aplicación y su portentosa inteligencia; yo, estaba tan orgulloso que hasta me hacía la ilusión de que lo había parido; después, en París, se mostró como un portento, y si quisiera les enseñaría a ustedes cartas de Charcot y de otros sabios, en que hablan de mi niño como de un compañero, y luego aquí ha hecho curas tan grandes, que yo mismo me consideraba a su lado como un discípulo ignorante. Además… ¡tan bueno!, ¡tan sencillo!, siendo el consuelo de los enfermos pobres y el salvador de todos esos chicuelos haraposos que vienen aquí por las mañanas… Respondan ustedes: ¿Había alguien mejor que él?… Nadie; no hay en todo Madrid quien pudiera descalzarle. ¡Vaya un suceso divertido! ¡Y luego aún hay imbéciles que se empeñan en hacernos creer que existe Dios, la Providencia Divina y todas esas zarandajas, buenas para engañar a los tontos!…

El viejo miró arriba, y rechinando los dientes, rugió:

—¡Baja, bandido!…, ¡baja si te atreves, y me explicarás el porqué de esa inmensa sabiduría, que mientras consiente la muerte de un hombre benéfico y virtuoso, deja en pie a un canalla y hiere mortalmente a un pobre anciano!

El doctor seguía a aquellos hombres que iban empujando el cadáver dentro de la habitación. No soltaba la cabeza de su sobrino, y cuando al atravesar uno de los salones de espera la luz de un balcón dio de lleno en aquel rostro de lívida palidez, el viejo, con un rugido, hizo detener a los conductores.

—Mirad, mirad bien esa cara: es la misma de mi pobre hermano. Esto es intolerable, esto es inhumano; parece imposible que en una nación que se llama civilizada, los pobres viejos tengan que pasar por tan terribles agonías. Críe usted hijos, haga usted de ellos unos sabios, enorgullézcase con sus triunfos, que la ley del honor ya se encargará de enviarle un espadachín que a la primera cuchillada derrumbe todas sus ilusiones al suelo… ¡Oh, Juanito! ¡Hijo mío!

Y el viejo pudo por fin dar libre expansión a aquel dolor comprimido en su pecho, y derramando abundantes lágrimas, cayó de rodillas, descansando su blanca cabeza sobre la lívida faz del muerto.

VI. EL PORVENIR DE LA FAMILIA ORDÓÑEZ

La trágica muerte del doctor Zarzoso produjo gran impresión en Madrid.

Los periódicos se ocuparon del suceso, aprovechando la ocasión para declamar contra la bárbara costumbre del duelo y al entierro del doctor acudió toda la aristocracia de la ciencia en unión de aquella clientela pobre que adoraba a Zarzoso como un ser casi sobrenatural, a causa de sus bondades sin límites.

Durante algunos días la muerte del doctor fue el tema de todas las conversaciones en Madrid; pero al domingo siguiente, Frascuelo tuvo una cogida, y el público novelero no tardó en olvidarse del trágico desafío para ocuparse únicamente de la salud del diestro.

Dos semanas después, eran ya muy pocos los que se acordaban de la triste suerte del doctor Zarzoso, la excitación pública desvanecióse, y así no resultó difícil que Ordóñez fuese condenado únicamente a dos años de destierro, juntando con este castigo la esperanza de que el gobierno le indultaría de la pena así que, transcurridos algunos meses, se hubiese olvidado por completo el trágico suceso.

Ordóñez acogió con satisfacción aquella sentencia que le daba un pretexto para satisfacer su afición a vivir en el extranjero, y salió inmediatamente para Londres, después que el padre Tomás, muy satisfecho de su comportamiento, le prometió interponer su valiosa influencia, para que el administrador de la condesa atendiese a todas sus necesidades con frecuentes envíos de dinero.

Quedó, pues, María completamente sola en su hotel, al cuidado de su enfermo hijo, pues su tía, la baronesa, había olvidado por completo las costumbres de mujer elegante que observaba antes del matrimonio de su sobrina y en los primeros tiempos de éste, y había vuelto a sus aficiones devotas, pasando la mayor parte del año fuera de Madrid, visitando conventos y tomando parte en ejercicios religiosos y romerías que organizaban los jesuitas para levantar el espíritu católico, que, según ellos, estaba muy decaído. La viuda de López ya no ejercía de confidente de la baronesa y de María. Doña Fernanda había perdido toda su confianza en la intrigante viuda, y ésta, por su parte, cansada de servir a sus aristocráticas amigas, y habiendo ganado con sus complacencias lo que creía necesario para el resto de su vida, habíase retirado a Andalucía, dedicándose a negociar con sus ahorros en Sevilla, donde prestaba al treinta por ciento a las gentes más necesitadas.

Fue para María una época muy triste los dos años que permaneció sola en su hotel, sin otra distracción que el cuidado de su enfermizo hijo, ni otras visitas que las del padre Tomás y el médico de la casa.

Algunas veces doña Fernanda, fatigada por las correrías religiosas que le hacían viajar por todas las provincias de España, permanecía algunas semanas en el hotel; pero aquella quietud en una casa que tenía algo de hospital y cuyo ambiente apestaba con el acre olor de las medicinas, no agradaba a una mujer que era inquieta y movediza, por el instinto de la propaganda y la organización, e inmediatamente la vieja paloma mística levantaba el vuelo para continuar aquella obra que tan grata les era a los padres de la Compañía.

Mientras la baronesa permanecía en Madrid, María abandonaba su pasiva existencia de mujer resignada y triste, y obedeciendo a su tía, la acompañaba a las iglesias o a las reuniones piadosas, mostrándose entonces a los ojos de las gentes de su clase, que la creían enferma al no verla en los paseos y en los demás puntos de reunión donde se codeaban las clases privilegiadas.

La joven condesa de Baselga, por más que transcurría el tiempo, no lograba reponerse de la dolorosa sorpresa, del inmenso pesar que le produjo la noticia del triste fin del doctor Zarzoso.

Adivinaba que ella había intervenido indirectamente en aquella espantosa tragedia, en la cual su marido había desempeñado el papel más odioso, quedando su antiguo adorador con el prestigio sublime del hombre de corazón que se deja matar por haber amado mucho.

Antes de aquel duelo, miraba con indiferencia a Ordóñez, pero ahora lo odiaba, viendo en él al asesino de Zarzoso, y se sentía satisfecha por vivir alejada de su marido, pues hubiese sido un tormento horrible el tener que estar a todas horas junto al hombre que aborrecía.

El recuerdo de aquel trágico suceso producíale una melancolía incurable, y prefería permanecer encerrada en el fondo de su hotel a tomar parte en las diversiones de la vida elegante o a mostrarse simplemente en público.

Por otra parte, la continua e interminable dolencia que debilitaba a su hijo, obligábala a permanecer siempre encerrada, adivinando muchas veces que no era Paquito el único enfermo, pues ella sentía la falta de salud, y en su rostro marcábanse cada vez más aquellos signos que alarmaron a Zarzoso la primera vez que entró en el hotel y que le hicieron sospechar que la tuberculosis del padre había contagiado a toda la familia.

Cada vez que ella se quejaba de su falta de salud, presintiendo que existía en su organismo un principio de terrible enfermedad, el médico de la casa y el padre Tomás bromeaban sobre lo que ellos llamaban escrúpulos y manías de la condesa.

En concepto de dicho médico, lo que sentía María era el cansancio producido por las muchas noches en vela y la angustia que le causaba el estado de su hijo, al cual prometía él curar en plazo muy breve, a pesar de cuyas promesas la enfermedad de Paquito no dejaba de ir en aumento rápidamente.

El terrible hidrocéfalo no podía ser más visible. La cabeza del niño había ido desarrollando exageradamente su volumen de un modo lento y progresivo. La frente se había extendido, elevándose y avanzando hacia los ojos, de un modo que éstos estaban dirigidos hacia abajo y recubiertos por el párpado inferior hasta el centro de la pupila. La cabeza tomaba la forma de una pirámide con la base hacia arriba; la cara se achicaba, haciéndose pálida y huesuda; el cuero cabelludo sólo estaba cubierto por muy escasos y finos cabellos, y las venas subcutáneas de las sienes y de la frente, hinchábanse destacándose bajo la piel con marcado relieve.

A pesar de unos signos tan característicos, el doctor protegido por el padre Tomás, negaba siempre que aquello pudiera ser el hidrocéfalo y atribuía tales síntomas a todas las enfermedades, antes que a una tuberculosis encefálica.

El padre Tomás, al hablar de la enfermedad de Paquito, atribuíala siempre al exagerado cuidado de su madre y a la anormal temperatura de Madrid, asegurando que el niño se curaría así que estuviera en condiciones para entrar en cualquiera de los colegios de educación que la Compañía tenía establecidos en provincias y en el cual, con un clima saludable y un régimen reglamentario e higiénico, no tardaría en desaparecer la hinchazón del cráneo que tanto alarmaba a María.

Transcurridos los dos años de destierro a que habían condenado a Ordóñez, éste volvió a Madrid con el único fin de avistarse con sus amigos, pues le gustaba más la vida de París o de Londres que la de Madrid. En cuanto a su mujer y a su hijo apenas sí se acordaba de ellos, pues sólo de tarde en tarde había enviado a María una breve carta por pura cortesía, preguntando con marcada negligencia por la salud de Paquito.

Cuando la condesa vio de vuelta a su marido, experimentó un gran disgusto. Le era muy grato vivir sola en su hotel, sin otra compañía que la de su hijo, pues así su imaginación excitada se hacía la ilusión de que era una viuda y que su esposo había sido aquel infeliz doctor, al cual amaba ahora sin sombra alguna del antiguo despecho, desde que lo había visto morir a causa del amor que le había profesado Ordóñez, como si adivinara cuáles eran los sentimientos de su esposa, no intentó con ella la menor intimidad. Además, el aventurero sin corazón que explotaba de tal modo a su esposa, como había estado tanto tiempo ausente, notó al primer golpe de vista lo envejecida que se hallaba por las penas, y la interna destrucción que en su organismo iba operando la enfermedad, y esto era más que suficiente para que aquel hombre corrompido y sin sentimiento, que en cuanto a amor no había ido más allá de una carnívora brutalidad, rehuyese todo contacto con la esposa honrada, que por ser madre, había perdido una gran parte de su frescura y de su belleza.

La fría indiferencia entre los dos cónyuges era visible para todos cuantos entraban en la casa, y apenas sí al sentarse a la mesa, los pocos días en que Ordóñez comía en casa, dirigía éste algunas palabras a su esposa, la cual, por su parte, tampoco tenía gran interés en tratarse con un hombre a quien odiaba.

Un día Ordóñez se mostró con su esposa más insinuante y cariñoso que de costumbre.

Después del almuerzo, en vez de salir apresuradamente como lo hacía siempre para acudir a las mil citas de amigos y amigas que le asediaba desde que había llegado a Madrid, Ordóñez permaneció sentado, mostrando deseos de entablar conversación con María, a la cual inquietaba algo tan inesperada solicitud.

Hablaron primeramente del estado de su hijo, que en aquellos días parecía experimentar cierta mejoría y correteaba por la casa sin pesadez y sin mostrar esa manifiesta imbecilidad que produce el hidrocéfalo en los niños.

—Tú verás —decía Ordóñez a su esposa— como al fin no resulta nada la enfermedad de nuestro hijo. Son dolencias ésas, que cuando niños todos hemos pasado y que desaparecen al robustecerse el cuerpo y salir de la infancia. Como esa enfermedad se hará más grave, será, si tú te empeñas en tener siempre a Paquito cosido a tus faldas y rodeado de los más nimios y escrupulosos cuidados. Eso sólo servirá para que su dolencia se agrave y tú te pongas más enferma, porque ¡mira, hija mía!, voy a serte franco; tú no estás muy bien y de seguro que si te empeñas en sacrificarte tanto para cuidar a tu hijo no tardarás en morirte. Me parece muy bien que una madre cuide a su hijo sin reparar en fatigas; lo mismo hacía la mía; pero esto no impide que uno se cuide a sí mismo. Yo también estoy muy delicado y, sin embargo, me hago la cuenta de vivir muchos años, porque me preocupo mucho de lo que puede hacer daño a mi salud y procuro cambiar de aires con frecuencia, pues esto siempre es bueno. Dirás que soy muy egoísta; conforme, no lo discuto; pero con egoísmo se vive y si yo muriera, nadie de este mundo se encargaría de resucitarme. Los muchachos, ¡qué demonio!, deben acostumbrarse a vivir libres de cuidados; esto los robustece y a Paquito lo que le conviene es estar una buena temporada lejos de ti, rodeado de otros chicos que le animen y sometido a un régimen sin contemplaciones que excite su energía.

María se asustó al oír estas palabras y adivinó ya lo que su esposo iba a decirle.

—Yo he hablado del asunto con el padre Tomás y éste que, como ya sabes, es persona de mucha ciencia, cree lo mismo que yo y aconseja que enviemos a Paquito a uno de los colegios que la Compañía tiene en provincias; al de Valencia, por ejemplo, asegurando que allí sabrán robustecerlo y librarlo de toda enfermedad, hasta el punto de que antes de un año estará rollizo y sonrosado como un tudesco. Yo también pasé mis primeros años en un colegio de jesuitas y te aseguro que allí no nos iba mal, pues me crié perfectamente, y al mismo tiempo que me fortalecí supe muchas cosas que jamás hubiese aprendido metidito entre las faldas de mi señora madre. Conque ya lo sabes, María: como quiero mucho a mi hijo, por más que tú creas lo contrario, quiero que ingrese pronto en un colegio donde aprenderá a ser hombre.

Desde aquel día el porvenir de Paquito fue el motivo de todas las conversaciones que se entablaban entre los dos esposos.

María resistíase con energía a acceder a aquella separación; pero la asediaban continuamente con sus palabras, a más de su esposo, el padre Tomás y el médico de la casa, el cual hablaba de los grandes peligros del clima de Madrid, que amenazaba continuamente con una pulmonía al organismo débil y delicado del niño.

Un nuevo refuerzo tuvieron los que atacaban la resistencia maternal de María con la llegada de la baronesa de Carrillo, que vino a descansar un mes de sus tareas de propaganda y a saludar a Ordóñez, su tunante sobrino, a quien seguía profesando gran simpatía, porque sus calaveradas le hacían mucha gracia.

Doña Fernanda después de escuchar reverentemente la autorizada voz del padre Tomás, mostróse decidida partidaria de que el niño fuese al colegio.

Con su carácter dominante e irascible, atacó la resistencia de su sobrina, y llevada de la indignación que le producía tanta tenacidad, llegó a decir con imponente voz:

—Si se muere el niño, tú serás la culpable, pues te empeñas en retenerlo aquí con gran peligro de su vida, y no quieres enviarlo donde indudablemente adquirirá la robustez que le falta. Amas mucho a tu hijo, pero esto no impide que seas una mala madre.

Llegó la infeliz a imaginarse que podían ser ciertas tales palabras, y con el deseo de no causar el más leve mal a su hijo, accedió a consentir tal separación, aunque estaba segura de que esto le produciría un disgusto sin límites.

Quedó acordado que el niño iría a educarse al colegio de los jesuitas de Valencia, por ser el clima templado de esta ciudad el que más convenía al enfermizo niño.

María, deseosa de separarse de su hijo lo más tarde posible, se encargó de ser ella quien lo condujese a Valencia, y la baronesa, que cada vez estaba más dominada por su manía de viajar, prestose a acompañarla.

La joven condesa llegó hasta proyectar el traslado de su domicilio a Valencia, para vivir de este modo más cerca de su hijo, pero tuvo que desistir de tal idea ante la rotunda negativa de su esposo.

El antiguo calavera, que, según decía, comenzaba a sentirse viejo y se hallaba algo cansado de ser simplemente en sociedad un aturdido, quería adquirir el prestigio de hombre serio y distinguido, y pensaba, aprovechando la ausencia de su hijo, en arrastrar a María a las fiestas del gran mundo y presentarse en bailes y recepciones, grave y estirado con su esposa del brazo, como convenía a un hombre que aspiraba a solicitar a la primera ocasión oportuna una embajada en cualquier nación de segundo orden.

La misma noche en que María, ante su familia y sus amigos se decidió a permitir que la separasen de su hijo, llevando éste al colegio de Valencia, el padre Tomás y el médico de la casa, al salir del hotel y subir al carruaje, que les esperaba, entablaron inmediatamente conversación sobre la salud del hijo de la condesa de Baselga.

—¿Cree usted, doctor, que ese niño puede gozar larga vida?

—Lo que me extraña, reverendo padre, es que no haya muerto ya. La tuberculosis del padre contaminando a la madre, ha producido en el hijo ese hidrocéfalo tan marcado, que seguramente llevará al niño a la tumba.

—¿Y tardará mucho en morir?

—No puedo asegurarlo, pero un tuberculoso es un campo abonado para toda clase de enfermedades. Bastaría que en el colegio sufriese un ligero enfriamiento, que se expusiera a una corriente de aire después de la agitación propia de la hora de recreo en que juegan los alumnos, para que inmediatamente se declarase en él una pulmonía, que en pocas horas le produciría la muerte.

El padre Tomás sonrió en la oscuridad que envolvía el interior del carruaje.

—¿Y la condesa? —preguntó el jesuita—. ¿Cree usted que será muy larga su vida?

—También está amenazada de muerte, pues la tuberculosis hace en ella rápidos estragos. Tal vez no tarde mucho a declararse en ella la tisis.

—Pues entonces tampoco a Ordóñez le quedan muchos años de divertirse, ya que él ha sido el foco de la enfermedad que ha contaminado a toda la familia.

—¡Oh! Tal vez viva ese más años que nosotros. La tuberculosis se presenta en él en forma muy benigna. Esto le parecerá extraño a vuestra reverencia, pero las enfermedades tienen sus rarezas, lo mismo que los seres humanos. Hay quien esparce la muerte en derredor suyo y sin embargo vive muchos años gozando una relativa salud.

Callaron los dos hombres y permanecieron inmóviles en la oscuridad del carruaje, hasta que por fin la voz melosa e hipócrita del jesuita dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¡Cuan triste es el porvenir de esa familia! Crea usted, doctor, que siento haberla conocido y que si hubiese llegado a adivinar que Ordóñez no era hombre de completa salud, me hubiese opuesto a su casamiento con la condesa.

VII. UN TELEGRAMA

Aquella mañana el padre Tomás esperaba en su despacho la visita de uno de sus subordinados, perteneciente a la casa-residencia de Sevilla y el cual había sido llamado a Madrid por orden de su superior.

El jesuita italiano, llevado siempre de su idea de hacer las cosas por sí mismo, cuando estaba disgustado de alguno de sus subordinados, no quería valerse de intermediarios para formular sus repulsas y les hacía presentarse en Madrid, donde podía vigilarlos de cerca.

El jesuita que había incurrido en su desagrado y a quien él esperaba aquella mañana para desahogar en su persona su mal humor, era un jesuita andaluz, el padre Palomo, que gozaba de cierto renombre a causa de sus aficiones literarias y de los artículos y novelas que publicaba en todo periodiquillos y revistas, más o menos subvencionado por la Compañía de Jesús.

Poco después de las once entró su criado de confianza a anunciar la llegada del padre Palomo y pasados algunos segundos, presentóse en el despacho el jesuita andaluz, al que examinó el padre Tomás con una mirada.

Era un hombre de mediana estatura, de aspecto enfermizo y de frente espaciosa y pronunciada, bajo la cual brillaban unos ojos que aunque fijos en el suelo, con la tenacidad de la costumbre, chispeaban de vez en cuando con la llamarada propia del hombre observador y de inteligencia despierta.

El padre Tomás, al notar en la figura del recién llegado cierta delicadeza de modales y un asomo de indolencia aristocrática, recordaba con su prodigiosa memoria la historia de aquel padre de la Compañía.

Su juventud había transcurrido en los salones, siendo un hombre en moda, disputado por las damas y a quien el amor había reservado grandes triunfos. Su existencia alegre y aventurera le hizo arrostrar grandes peligros, y al verse en cierta ocasión próximo a la muerte y salvar inesperadamente la vida, su imaginación de poeta excitada por el riesgo que había corrido, vio en aquella aventura la milagrosa protección de Dios y abandonó el mundo, ingresando en la Compañía de Jesús, poseído de la mayor fe.

Los jesuitas fomentaron sus aficiones literarias comprendiendo que podían proporcionar algún honor a la Compañía, que siempre muestra empeño en presentar como eminencias a aquellos de sus individuos que no pasan de ser medianías, y consiguió el padre Palomo ser en breve un escritor a quien todos los afectos a la Orden consideraban como un portento literario.

El padre Tomás tenía motivos para estar quejoso de aquel jesuita que, aunque proporcionaba cierto honor a la Compañía, hacíase objeto de censuras por la altivez con que acogía las órdenes de sus superiores y el orgullo que parecía poseerle desde que la Orden había hecho de él una eminencia.

Al entrar el padre Palomo en aquel despacho y verse en presencia del hombre poderoso que dirigía los negocios de la Orden en toda España, bajó sus ojos con la humilde expresión del esclavo y arrodillándose a los pies del padre Tomás, le besó reverentemente la mano.

El italiano mostró entonces en su rostro impasible una expresión de superioridad, y con severo acento comenzó a hablar al padre Palomo, que había vuelto a ponerse en pie:

—¿Sabe usted por qué he mandado llamarle?

—No, reverendo padre.

—El superior de nuestra residencia en Sevilla me ha dado sus quejas por la conducta de usted. El demonio del orgullo le domina a usted, reverendo padre, desde que se ve aplaudido por esa gente estólida que lee novelas; y porque sus libros han tenido alguna aceptación, que, dicho sea de paso, es debida principalmente a nuestros reclamos, se cree usted ya con suficiente mérito para despreciar a sus superiores naturales, a los que debe exacta obediencia. ¿Cree usted que los éxitos que en el mundo alcanza un jesuita corresponden a él únicamente?

—No, reverendo padre.

—Celebro que así lo reconozca usted. La gloria de un jesuita es la gloria de la Compañía entera, y si usted ha alcanzado éxito en sus libros, ese éxito es de la Compañía. El autor no es más que un simple instrumento que produce, para que todos sus hermanos gocen por igual de la gloria.

El padre Palomo, con su pasividad y su silencio, daba a entender que nada tenía que objetar contra aquella teoría puramente jesuítica que anulaba lo más notable y digno de cada individuo.

—Ha sido usted muy culpable, padre Palomo —continuó el jesuita con creciente severidad—. Merece usted un cruel y saludable castigo que le libre de ese orgullo que parece dominarle, y no sé cómo me detengo y dejo de ordenarle que vaya unos cuantos años a Filipinas a vivir entre los igorrotes, para olvidar de este modo esas aficiones literarias que han despertado su fatuidad.

El jesuita escritor permaneció inmóvil ante tal amenaza, pero con su aspecto resignado demostraba que estaba dispuesto a sufrir cuantos castigos le impusiera su superior.

—Aquí —continuó éste con visible irritación— no hacemos las reputaciones de los individuos de la Compañía para que éstos se enorgullezcan, y queremos que por encima de todas las satisfacciones que a un jesuita puedan producirle los aplausos del mundo, exista el respeto y la sumisión a todo aquel que sea superior en rango. Aquí me tiene usted a mí —continuó con creciente exaltación—, que soy el superior de la Orden en toda España y que tengo en mi vida militante hechos suficientes para mostrarme orgulloso y satisfecho de mí mismo; pues bien, si ahora entrase por esa puerta el general de la Compañía, me vería usted inmediatamente postrarme de hinojos a sus pies, y si me ordenaba él arrojarme por ese balcón, no tardaría un segundo en tirarme de cabeza. Sólo con una obediencia ciega e inflexible es como podemos realizar nuestra grande obra: la conquista del mundo para Dios.

Al padre Palomo le impresionaba algo la inquebrantable fe que demostraba su superior, y le parecía sublime en un hombre tan poderoso, aquella obediencia ciega y aquella confianza tan absoluta en todo superior.

El italiano comprendió el efecto que sus palabras producían en el literato, y como tenía sus miras acerca de éste, se apresuró a terminar la parte severa y dura de tal conferencia, para entrar después en otra más agradable y útil.

—Vamos a ver, padre Palomo: yo no tengo gusto en castigar a un individuo de la Compañía, y cuando tomo severas disposiciones con alguno, sufro tanto como el mismo interesado. ¿Está usted arrepentido de sus faltas de respeto y sus altiveces con el padre superior de Sevilla?

—Sí, reverendo padre.

—Pues bien, yo le perdono su falta, aunque con la condición de que nunca ha de volver a incurrir en desobediencia. De rodillas, padre Palomo, y solicite usted su perdón.

El escritor estaba demasiado acostumbrado a las prácticas humillantes e infantiles del jesuitismo para intentar la menor resistencia; así es que se apresuró a ponerse de rodillas, y viose entonces al mismo hombre de quien la crítica literaria hacía grandes elogios y que gozaba del favor del público, decir humildemente, arrodillado y con los brazos en cruz:

—Pido a Dios y a mi superior, el reverendo padre Tomás Ferrari, que me perdone mi soberbia, mi orgullo y mi desobediencia.

Con estas prácticas degradantes, que matan en el hombre el sentimiento de la dignidad convirtiéndolo en un autómata inconsciente, es como el jesuitismo sostiene la ruda y perfecta disciplina de sus huestes.

—Levántese usted, padre Palomo. Dios le perdona, pero para que acabe de ser vencido ese demonio del orgullo que tanto le ha dominado, es preciso que durante siete días, a la hora de comer, se arrodille usted en el refectorio de la casa-residencia y repita esas mismas palabras ante los demás padres. Es una santa humillación que conseguirá alejar del todo al espíritu malo.

El escritor elevó sus ojos con expresión de santa mansedumbre y dijo con místico acento:

—Así lo haré, reverendo padre. No me duele esa humillación, porque me la ordenan mis superiores y es beneficiosa para mi alma.

—Ahora que ya hemos hablado de asuntos particulares —dijo el padre Tomás con entonación más amable, aunque sin perder su gesto de superior—, conviene que hablemos de otros asuntos que serán beneficiosos para la Compañía. Ante todo advierto a usted, padre Palomo, que va a quedarse en Madrid.

—Haré lo que mis superiores me manden.

—Seguirá usted dedicado a sus tareas literarias, pues conviene a la Compañía, en las presentes circunstancias, el emplear las facultades que Dios le ha dado a usted, aunque advirtiéndole que no por esto debe volver a caer en su antiguo orgullo.

—Seré humilde como un buen soldado de Jesús.

—Soldado; ésa es la palabra. Va a ser usted combatiente en favor de nuestra gran causa. Hasta ahora sólo ha escrito usted novelas de puro entretenimiento, ¿no es esto?

—Sí; pero todas ellas tienen su fin: el de demostrar que la Compañía de Jesús es la institución más santa, y que todos deben ponerse bajo su dirección.

—Sí; lo sé. He leído algunas de esas obras, pero no basta eso. La Compañía necesita un libro de batalla que mueva ruido y que escandalice. ¿Antes de entrar en la Orden no pertenecía usted a esa juventud elegante que penetra hasta en lo más recóndito de las alcobas de las grandes damas, y conoce todas las miserias de la alta sociedad?

—Sí, reverendo padre. Vi el gran mundo de cerca, aprecié todas sus miserias y por esto mismo, desengañado de la existencia terrenal, entré en la Compañía.

—Pues bien, aproveche usted todos sus recuerdos, sus antiguas observaciones, para escribir un libro que sea como una sátira sangrienta contra la aristocracia. Nada de escrúpulos ni vacilaciones. Palo seco con todos, y mucha verdad en la descripción, sin temor a incurrir en una crudeza impropia de un sacerdote: ahora está en moda el naturalismo.

Calló el padre Tomás, pero como su subordinado daba a entender con su silencio que no había comprendido del todo lo que deseaba su superior, éste añadió:

—Para que usted se capacite de lo que tal obra debe ser, le explicaré el objeto que la Compañía se propone. Hoy la aristocracia, a fuerza de imitar la elegancia francesa, se ha contaminado de cierto volterianismo, y no viene ya a buscarnos como en otros tiempos, solicitando nuestra dirección. Piense usted, padre Palomo, lo que sería de nuestra Compañía, si la gente de dinero nos fuera infiel separándose para siempre de nosotros. Yo, después de varias tentativas, me he convencido de que es imposible atraer a esa aristocracia veleidosa e ingrata por medio de la persuasión y la dulzura, y no nos queda más recurso para encadenarla a nuestra dirección que apelar al terror, atemorizándola con un soberbio varapalo. Para eso quiero el libro de usted. Éste es el objeto que ha de llenar. Pondremos a la aristocracia en ridículo, describiendo todos sus vicios y miserias, y esto, al mismo tiempo que hará volver al redil a los ingratos, nos proporcionará la adhesión de la clase media, que odia a la gente privilegiada, y tal vez hará que por espíritu de partido nos miren con menos hostilidad los hombres que son nuestros irreconciliables enemigos. ¿Ha comprendido usted ya la tendencia del libro en cuestión?

El padre Palomo había ido entusiasmándose conforme su superior le exponía el espíritu de la obra, y en sus facciones coloreadas por la animación notábase el satisfecho gesto del escritor que encuentra un tema de su gusto.

—¡Muy bien! ¡Eso es! —decía el jesuita andaluz, despojándose de su actitud humilde y encogida—. La idea es magnífica y digna de vuestra paternidad. Fustigaremos a la aristocracia, que es la clase que mejor conozco, y yo le aseguro a vuestra reverencia que con las anécdotas que recuerdo y los escándalos que he presenciado en mi época de hombre de mundo, hay más que suficiente para formar una novela que mueva ruido. La titularemos Miserias, si a vuestra paternidad le parece bien.

—Me gusta el título. ¿Cuándo va usted a ponerse a trabajar?

—Mañana mismo; así que descanse de las fatigas del viaje, comenzaré a hacer mis apuntes y a clasificar mis recuerdos.

—Está bien. Vivirá usted en nuestra casa-residencia, y yo daré orden de que nadie le incomode en sus trabajos.

Hablaron aún los dos jesuitas un buen rato sobre la futura obra, oyendo el escritor con gran respeto las indicaciones del padre Tomás, y cuando el padre Palomo salía del despacho satisfecho del resultado de una conferencia que tanto había temido, entró uno de los secretarios del italiano, mudo e impasible como una estatua, según era costumbre en todos los que trabajaban en la casa, y le entregó un telegrama que acababa de llegar.

El padre Tomás rasgó la cubierta y, al leerlo, una ligera sonrisa de satisfacción vagó por sus labios.

Era el padre director del colegio de Valencia quien le telegrafiaba, manifestándole que el niño Paquito Ordóñez estaba gravemente enfermo, a consecuencia de una pulmonía.

No había resultado deficiente la gestión del padre Tomás desde Madrid, y la enfermedad llegaba con tanta precisión como él la había previsto.

Por fin, el heredero que tantos cuidados inspiraba ya no estorbaría más los planes de la Compañía.

Es preciso —se dijo el jesuita—, avisar a los padres de este triste suceso. No sé si Ordóñez estará en Madrid. El otro día me dijo que pronto iba a salir con algunos amigos a cazar en un coto de Extremadura. Vamos allá: siempre encontraré a María, y ésta es la única a quien podrá impresionar la noticia; conozco bien a toda aquella gente.

Así fue. María prorrumpió en alaridos al saber que su pobre hijo estaba enfermo de gravedad.

Medio año hacía que Paquito estaba en el colegio de Valencia, y a pesar de que el director del establecimiento le escribía frecuentemente dando noticias de su salud, la pobre madre no podía contener su impaciencia, y dos veces había tomado el tren, sufriendo las fatigas del viaje, tan sólo para estar en Valencia algunas horas al lado de su hijo, y regresar inmediatamente a Madrid.

La segunda de aquellas entrevistas le había proporcionado un inmenso placer, pues vio a su hijo con aspecto menos enfermizo, notando también que había disminuido algo el volumen de su cabeza. Esto le hizo creer en la bondad de aquellos consejos del padre Tomás y en que realmente sería beneficiosa para Paquito la estancia en el colegio, y cuando más ilusionada estaba, venía una noticia tan fatal y urgente a sumirla en la desesperación.

La pobre madre releía sin cesar aquel telegrama, como si en su conciso lenguaje pudiera encontrarse la certeza del porvenir del niño, y por más esfuerzos que hacía el padre Tomás para convencerla de que el niño podía salvarse, como ya había ocurrido cuando dos años antes tuvo el ataque de meningitis, María no se tranquilizaba, y aturdida por el dolor, sólo contestaba con gemidos y frases incoherentes.

No lograría tranquilizarla el reverendo padre. Le decía el corazón que su niño estaba enfermo, muy enfermo, y aun podía ser que a aquellas horas hubiese muerto ya.

La pobre madre desesperábase por no tener alas para volar hasta donde agonizaba su hijo, y pensaba con terror que aún habían de transcurrir algunas horas hasta el anochecer, que era cuando salía el tren correo de Valencia.

Aquella ciudad, en la que había pasado su infancia soñando tanto, y teniendo en ella sus primeros amores, y en la que ahora agonizaba el pedazo de sus entrañas, era el lugar que llenaba en tales instantes su imaginación, y por encontrarse en ella hubiese dado en dicho momento su fortuna y hasta su vida.

Estaba resuelta a salir en el correo de aquella noche, y el padre Tomás, por una complacencia instintiva o por un refinamiento de artista que desea ver su obra acabada para convencerse de su perfección, se prestó a acompañarla.

Como la baronesa estaba ausente, María, al abandonar su casa, dio sus instrucciones al criado Pedro, que era quien merecía toda su confianza.

A las siete de la tarde la condesa y el anciano jesuita subían a un reservado de primera clase en el tren que iba a salir de la estación del Mediodía.

La joven madre cubría con un velo aquel rostro antes tan fresco y hermoso y que ahora estaba consumido por la enfermedad y desencajado por el dolor.

De vez en cuando una tosecilla seca y violenta agitaba el extremo del velillo.

—Hasta las once de la mañana no llegaremos a Valencia. ¿No es eso, padre Tomás?

—Sí, hija mía.

—¡Oh, Dios misericordioso! ¡Qué noche me espera! La impaciencia de llegar es más terrible que mi dolor. Cada minuto es un siglo y únicamente me sostiene el deseo de ver a mi Paquito, a mi hijo, que tal vez esté muriendo en este mismo momento.

La pobre madre, asustada por sus propias palabras, rompió a llorar, dejando caer su cabeza sobre los grises almohadones que manchaba con sus lágrimas.

Al otro extremo del departamento iba, inmóvil e impasible, el padre Tomás, que movía sus labios como si rezase y miraba fijamente la luz del farol que oscilaba con la trepidación del tren en marcha.

VIII. LA MUERTE DEL NIÑO

A través de las vidrieras que cerraban herméticamente las ventanas de la enfermería, entraban en ésta los alegres rayos de sol, después de juguetear entre el ramaje del inmediato jardín, donde un tropel de pájaros piaba en las alturas y más de un centenar de muchachos correteaban abajo, por las enarenadas avenidas, divirtiéndose con juegos ruidosos que producían explosiones de risas y de gritos.

La animación y el ruido del jardín contrastaba con la soledad y el silencio de aquella habitación con cuatro ventanas que servía de enfermería.

Doce pequeñas camas de hierro con ropas de deslumbrante blancura alineábanse a lo largo de la pared, enfrente de las ventanas, y todas ellas estaban vacías, a excepción de la primera, sobre cuya almohada destacábase una cabeza que, por lo abultada, parecía pertenecer a otro cuerpo que a aquel pequeño tronco raquítico y menguado, que apenas si se destacaba con las convulsiones de una respiración jadeante bajo los pliegues de la cubierta.

Era el hijo de la condesa de Baselga el único enfermo que ocupaba aquel departamento del colegio.

Acababa de ausentarse el hermano lego, encargado de la enfermería, mocetón de anchas mandíbulas y aspecto de imbécil, que manifestaba gran cariño a los niños y entretenía al enfermito con cuentos milagrosos.

El niño sentíase abrumado por la espantosa soledad en que vivía.

La tuberculosis, que paralizaba en parte su cerebro, no había logrado borrar la precocidad de pensamiento que distinguía a Paquito y que parecía agrandarse conforme avanzaba el curso de su enfermedad.

Más que su dolencia, más que aquella terrible opresión en el pecho, que le hacía respirar penosamente, conmovía al niño la soledad en que vivía y el cariño frío y mercenario que le rodeaba.

Al pasear su debilitada vista por aquella vasta pieza silenciosa y fría, el niño se acordaba con dolor y envidia de la casa paterna, donde él reinaba en absoluto; de aquel elegante y confortable hotel donde vivía entre plumas y abrigos, rodeado de cuantas comodidades puede proporcionar una gigantesca fortuna y un solícito cariño.

Pero más aún que el lujo y el bienestar, lo que el pobre enfermito echaba de menos en su actual situación era su madre, aquella hermosa señora con los ojos siempre empañados por las lágrimas, que cuando él despertaba veía siempre a la cabecera de la cama, triste y llorosa como las Vírgenes que tantas veces había contemplado en la semioscuridad de las capillas.

No podía quejarse de la solicitud de que era objeto en el colegio; pero el niño, con su pasmosa precocidad, adivinaba lo mercenario de aquel cariño que cuidaba por obligación y trataba a cada uno según su riqueza y rango social.

Bien le cuidaba el mozo de la enfermería, pero sus manos rudas no podían ser comparadas con aquellas finas y suaves que allá en Madrid le manejaban con tanta delicadeza, como si su cuerpo fuese un copo de algodón. Todos los padres profesores del colegio entraban diariamente en la estancia a preguntar al niño por el estado de su salud, pero en su frías palabras y en sus impasibles rostros no se notaba el menor asomo de aquel cariño vehemente, de aquel doloroso anhelo, que la pobre madre llevaba impreso en todo su ser.

Aquel abandono moral en que le tenían, aquella frialdad que le rodeaba, era lo que entristecía al pobre niño y le hacía sumirse en un decaimiento absoluto, que favorecía el progreso de la enfermedad.

Él, que pertenecía a una poderosa familia, que no había ni aun sospechado la verdadera significación de la palabra miseria, que había vivido rodeado siempre de la riqueza, el fausto y la comodidad, y que al experimentar el menor dolor había visto inmediatamente en torno de su lecho a un gran número de solícitos sirvientes, pensaba ahora, con envidia, en los hijos del conserje de su hotel, en aquellos pobrecillos, tímidos y mal abrigados, que subían algunas veces a su cuarto para entretenerle con sus juegos.

¡Cuán felices eran aquellos miserables! ¡Cómo les envidiaba su suerte! Ellos, al menos, si caían enfermos, tendrían a su lado una madre que los cuidase, con ese cariño infatigable y heroico del que únicamente es susceptible el corazón de la mujer; y no había miedo de que se viesen como él, que por ser rico e hijo de una gran familia, se encontraba ahora en un lugar extraño, en una pobre cama, y sin ver otros seres que el rudo criado, el médico de la casa y media docena de hombres negros, cuyo rostro impasible parecía de bronce, y que a sus terribles dolores sólo sabían contestar con frías palabras, en las que no se notaba el menor asomo de afecto.

Paquito lloraba silenciosamente y sus lágrimas iban a caer sobre el embozo de su cama, que movía con vaivén de oleaje la respiración jadeante de sus congestionados pulmones.

Un pensamiento cruel obsesionaba el cerebro del niño. ¿Es que sus padres no le amaban ya y por esto habían mostrado tanta prisa en alejarlo de su presencia? El pobre niño no podía creer que dejase de amarle aquella mujer que tanto cariño le había demostrado allá en Madrid y que por dos veces, llorando de emoción, había venido a verle en el colegio; pero al mismo tiempo pensaba con amargura que los padres que quieren a sus hijos hacían como el conserje de su hotel y otras gentes humildes que él había conocido y que por todo el oro del mundo no consentían en separarse un solo día de los que eran pedazos de sus entrañas.

El infeliz ignoraba la existencia de inhumanas costumbres que la sociedad ha establecido con el carácter de suprema distinción y que hacen que los padres abandonen a sus hijos en la infancia para entregarlos a manos extrañas, justamente en la época en que más necesitan de los cuidados del verdadero cariño.

No era que el niño pudiera quejarse de haber sufrido violencias ni desprecios en aquel colegio, especie de convento de la infancia a que sus padres le habían enviado. La servidumbre le trataba con más cariño que a los otros alumnos; algunos de éstos, malignos e insolentes, que se burlaron de su timidez y de su abultada cabeza, fueron castigados rigurosamente por el director; los padres maestros le trataban siempre con las mayores consideraciones; pero a pesar de tantas atenciones el niño, criado al calor de una maternidad cuidadosa y solícita, no podía avenirse con la fría reglamentación de aquella casa y con los cuidados mercenarios de que era objeto y en los que se notaba más el impulso de la obligación que el del afecto.

No; por más que hicieran aquellos hombres para serle agradables, no podían llenar en su corazón el vacío que había dejado la ausencia de la madre.

Paquito notaba en el cariño de todos ellos algo que para él era digno de censura, por más que se fundara en la reglamentación del colegio y en la necesidad de considerar iguales a todos los alumnos.

¿Por qué en la sala de estudios habían destinado para él aquel pupitre cercano a la puerta, donde llegaban frías corrientes de aire cada vez que alguien abría la mampara de cristales y levantaba el cortinaje? ¿Por qué en el dormitorio, con el pretexto de que era el último alumno que había ingresado, ocupaba la cama más inmediata al corredor, lo que le hacía pasar las noches con el cuerpo entumecido y tosiendo dolorosamente? De seguro que, de estar allí su madre, no hubiese vivido él tan desprovisto de cuidados y la enfermedad no hubiera hecho de su cuerpo una víctima, oprimiendo con mano de hierro sus débiles pulmones.

Y mientras el niño pensaba con dolor en su desgracia al ser conducido a aquel establecimiento, escuchaba con marcada expresión de envidia el rumor que producían sus compañeros jugando en el inmediato jardín, en aquella hermosa arboleda que era la única parte del colegio a la que profesaba algún cariño.

Su madre era el recuerdo que ocupaba por completo su memoria, y pensaba en ella con la desesperación del desgraciado que ha perdido el protector en quien cifra todas sus esperanzas.

¡Oh, si ella llegase! ¡Si ella apareciese de repente en la enfermería, extendiéndole sus brazos con loco arrebato de pasión y gritando «hijo mío», con esa voz que sale del alma!

Dos días hacía que el pobre niño se hallaba enfermo en aquel lecho, y cada vez que pensaba en la posibilidad de que su madre apareciese en aquel lugar, la esperanza le reanimaba, dándole nuevas fuerzas, y hasta le parecía que, de realizarse tal milagro, no tardaría en desvanecerse la terrible opresión que agobiaba sus pulmones.

Paquito creía en la posibilidad de que su madre viniese a verle y confiaba en que, antes de morir, podría contemplar aquel dulce rostro que tantas veces había distinguido al borde de su cuna, como si fuera la buena hada de sus sueños. ¿No había ido a visitarle cuando gozaba de relativa salud? ¿Por qué había de abandonar ahora a su pobre hijo que se sentía morir?

Para el niño, era Valencia una ciudad que le recordaba su madre. Cuando le acompañó desde Madrid para que ingresara en el establecimiento de los jesuitas, la condesa, con la emoción del que recuerda los mejores años de su vida, había mostrado a su hijo la fachada del colegio de Nuestra Señora de la Saletta, en cuya terraza había experimentado las más gratas emociones de su existencia.

La idea de que su madre había respirado aquel mismo ambiente de perfumes, teniendo casi la misma edad que él, y que sobre el mismo suelo había estado sometida a una existencia reglamentada como la suya, producíale al niño una placentera emoción y afirmábale en su confianza de que, en un país que tales recuerdos guardaba, no podía menos de surgir por arte mágico la dulce figura de la condesa.

El anhelo por ver a su madre y la incertidumbre que le acometía después de permanecer algunos instantes con esta esperanza fatigaban al pobre niño y, en su enfermizo cuerpo, sólo quedaba ya vigor para pensar.

Poco a poco su cerebro fue debilitándose; una soñolencia abrumadora se apoderó de él y se cerraron aquellos ojos macilentos, que hasta entonces con tanta codicia habían contemplado los rayos de sol que se filtraban por las ventanas.

Según el testimonio del encargado de la enfermería que entró varias veces a verle, el niño deliraba llamando a su madre y pidiéndole con voz quejumbrosa que lo sacara de allí.

Así transcurrieron más de tres horas y por fin cedió un tanto el delirio y se abrieron los ojos del enfermito, justamente en el instante en que sonaba un tropel de pasos en el inmediato corredor.

Abrióse la entornada puerta y lo primero que vio el pobre niño fue al administrador del establecimiento y a un sacerdote viejo, de elevada estatura, cuyo rostro impasible y austero creyó reconocer, aunque no pudo darse exacta cuenta de quién era. Tras ellos entraban el encargado de la enfermería con su azul delantal y otro criado que le servía de ayudante; y en el centro del grupo marchaba una mujer, de la cual, por su baja estatura, sólo se veía el plumaje de la capota.

El anciano jesuita, extendiendo su brazo hacia atrás, parecía contener a aquella señora.

—Calma, condesa, mucha calma —decía con su fría voz—; una impresión demasiado fuerte podría hacerle daño.

Pero la mujer, con un violento empujón, salió del grupo y se abalanzó a la cama, arrojando atrás el velillo de su sombrero.

El pobre niño exhaló un grito ante tan súbita aparición. ¡Ya se había realizado el milagro! ¡Ya estaba allí su buena hada, con el rostro dulce, lloroso y conmovido, de virgen dolorosa!

—¡Mamá! ¡Mamá mía! —gritó el pobre enfermito, con su voz débil, pero de expresión indefinible.

Y no pudo decir más, pues ahogó su pobre voz, aquel rostro que derramando lágrimas se pegó a sus demacradas facciones cubriéndolas de besos.

La madre y el hijo parecieron formar una sola masa que exhalaba tristes gemidos, mientras que el grupo de hombres que estaba en la puerta permanecía impasible, como gente que al entrar en la asociación jesuítica había renunciado a los afectos de la familia y no podía conmoverse ante tales escenas. El padre Tomás miraba con sus fríos ojos de acero a la madre y al hijo, y mientras pensaba sin duda en que pronto iba a verse libre de aquellos dos estorbos, cruzaba las manos sobre su vientre y hacía juguetear distraídamente a sus pulgares.

Aquella emoción producida por la llegada de la madre aceleró el triste desenlace que el médico del colegio había anunciado ocurriría fatalmente en aquella misma mañana.

Sólo dos horas vivió el infeliz niño.

Su agonía fue terrible, y el padre Tomás, ayudado por otros jesuitas, tuvo que arrancar a viva fuerza a la enloquecida madre, que con la cabeza de su hijo entre sus manos y su boca pegada a la del enfermo parecía aspirar con delicia el hálito de la agonía.

La condesa dando alaridos de dolor fue conducida a las habitaciones de la dirección, cuando ya el niño se agitaba en las últimas convulsiones, buscando un aire vivificante que se negaba a entrar en su pecho.

El padre Tomás conservó su presencia de ánimo y cuando el cuerpo de Paquito era ya un cadáver comenzó a dictar todas las disposiciones propias del caso y ordenó el entierro, que había de ser digno, por su aparato, de la familia a que pertenecía el finado y del establecimiento en que había muerto.

No se separó un solo instante de la cama en que tan larga agonía había sufrido el infeliz niño, y hubo un momento en que quedó completamente solo en la vasta habitación. Los criados habían salido buscando el uniforme de Paquito para amortajarle.

El terrible jesuita, puesto en pie junto al lecho mortuorio, estuvo contemplando fijamente la deforme cabeza de aquel niño que aún parecía más horrible con el tinte violáceo de la muerte.

—Dios te tenga en su santa gloria —murmuró el padre Tomás—. La verdad es que, para ser hijo de un padre tan corrompido, has sabido resistir bravamente a la muerte. Te ha costado el caer.

Después se separó del lecho, comenzando a pasearse por la enfermería con cierto aire de satisfacción.

Llegaban hasta allí, amortiguados por la distancia, estridentes alaridos de dolor que no parecían salir de una garganta humana.

Era la infeliz madre que, abajo, en el despacho del director, entregábase a transportes de pena, rodeada de casi toda la servidumbre del colegio, que la sujetaba temiendo que se causase algún daño en una de aquellas convulsiones de loco dolor.

El padre Tomás escuchó durante algunos instantes, sin que en su impasible rostro se notara la menor emoción, y lentamente se dirigió a la puerta. Pero antes de salir lanzó una postrera mirada al cadáver y murmuró con voz casi imperceptible:

—¡Adiós, heredero!… Ya hemos enmendado el único error que tenía mi plan.

PARTE OCTAVA: DONDE ACABA DE CUMPLIRSE EL PLAN DEL PADRE TOMÁS

I. SEÑORA Y CRIADO

Reinaba una calma dulce e inalterable en aquel lujoso y elegante gabinete, de alfombras mullidas y paredes acolchadas de raso azul, adornado con todos los objetos superfluos y hermosos que produce la moda.

Sillones de curvo perfil que parecían convidar al sueño, sillas doradas con bordados asientos, taburetes de rameado terciopelo con rapacejos que arrastraban por la alfombra, y almohadones de deslumbrantes colores estaban esparcidos con aparente y artístico desorden por aquella aristocrática habitación, cuyos ángulos estaban ocupados por vistosas plantas artificiales en macetas gigantescas de chinesca porcelana, y aparadores de ébano poblados por todo un mundo de bibelots, estatuillas de biscuit en las más graciosas posiciones y jarrones vetustos que demostraban la superioridad de la antigua cerámica.

En un extremo, ocupando uno de los ángulos del gabinete, había un lecho sencillo, que entre aquellos esplendores de un lujo soberbio parecía simbolizar la imagen de la modestia.

Tan elegante estancia producía en los ojos como una embriaguez de colores escalonados armoniosamente; pero existía algo en la atmósfera que destruía inmediatamente el efecto del brillante golpe de vista. Entre tanto esplendor, algo había que olía a enfermo.

No era olor punzante de medicinas lo que allí se notaba, sino ese ambiente indefinible que parece existir doquiera se encuentra una persona debilitada por esas enfermedades terribles que son lentas y mortales.

La tenue claridad de la tarde, que se filtraba a través de las cortinas de blonda que dejaban en parte al descubierto los abullonados cortinajes de terciopelo, conservaba la habitación en una agradable penumbra, propia de una persona que, hallándose enferma, temía la caricia demasiado fuerte del sol de la tarde.

Sentada en un gran sillón de forma antigua y elevado respaldo estaba, junto a una de las semiveladas ventanas, la dueña de aquel elegante gabinete, la enferma que parecía empapar el ambiente de la habitación con el hálito de su dolor.

Vuelta de espaldas a la puerta de entrada, el respaldo del alto sillón sólo dejaba al descubierto el remate de una linda cofia de encajes que se agitaba de vez en cuando movida por una tosecilla seca y significativa que hubiera hecho fruncir el ceño al médico menos experto.

Era María, la condesa de Baselga, que pasaba casi todo el día sentada en aquel sillón, dominada por una inercia que se iba apoderando rápidamente de su organismo, y sin otra diversión que contemplar con ojos distraídos, a través de los resquicios que dejaban las corridas cortinas, los vistosos trenes de lujo y los grupos elegantes que pasaban ante su hotel por el espacioso Paseo de la Castellana.

Desde que murió su hijo, cinco meses antes, la salud de la condesa había empeorado visiblemente, tomando un carácter más alarmante aquella tosecilla seca, cuyos progresos seguía con mirada atenta el padre Tomás.

El médico de la casa y la misma baronesa de Carrillo manifestaban gran confianza acerca de la suerte de la joven. Doña Fernanda se mostraba optimista en extremo. Ya desaparecería aquel malestar que, en su concepto, sólo era el resultado del disgusto terrible que había producido en su sobrina la muerte del niño.

Ordóñez también se mostraba igualmente confiado, y mientras tanto la enfermedad hacía rápidos progresos, y como si dentro del delicado cuerpo de la condesa existiese una voraz hoguera que consumía sus músculos y tejidos, iba demacrándose rápidamente todo su organismo, hasta el punto de que su rostro, antes tan hermoso, presentase ahora el aspecto de un cráneo pelado, cubierto por una piel terrosa que se pegaba a todas sus sinuosidades; y de que por entre las mangas de su peinador de blonda asomasen unas manos enjutas y afiladas, que parecían un manojo de látigos al extremo de un brazo blanco y descarnado como un hueso.

La pobre enferma vivía en el mayor abandono, pues su tía y su esposo, amparándose siempre en la consabida frase de que aquello no era nada, seguían entregados a sus gustos y aficiones sin preocuparse de la infeliz María ni atender a su curación. La baronesa seguía dedicada a sus asuntos devotos, que ocupaban todo su tiempo, y en cuanto a Ordóñez, éste continuaba su vida elegante, con el mismo abandono que si fuese un soltero, y cuando le preguntaban en los salones por su esposa, entonces se acordaba de que era casado y solía responder con expresión indolente:

—No es cosa grave lo que tiene María: la emoción que le ha producido a la pobre la muerte de nuestro hijo. Así que olvide un poco el triste suceso, de seguro que se pondrá tan sana y robusta como antes.

Y así seguía viviendo la infeliz María, en medio del mayor abandono y siempre con el pensamiento puesto en su hijo.

La persona que más la visitaba era el padre Tomás, que intentaba animarla con frases hechas sobre la bondad de Dios y la posibilidad de que cuanto antes recobrase su salud, si es que el Altísimo así lo disponía; pero a la enferma gustábanle poco estas visitas, pues con ese instinto especial de las mujeres adivinaba algo funesto y terrible en aquel poderoso jesuita que tanto había intervenido en su vida.

La fría mirada del padre Tomás tropezaba siempre, al entrar allí, con los grandes ojos de María, que la enfermedad había hecho más vivos y brillantes, y que mirándole fijamente parecían interrogarle, buscando una coyuntura para penetrar en lo más hondo de aquel tétrico personaje cuyas intenciones eran un misterio.

De todas cuantas personas rodeaban a María, sólo una le inspiraba simpatía y confianza, por el franco cariño y los cuidados que le prodigaba, sin afectación ni deseo de hacerse agradable. Era el criado Pedro, aquel doméstico callado, atento e inteligente que parecía adivinar sus deseos y que acudía inmediatamente a todos sus llamamientos, sin demostrar la menor contrariedad ante los caprichos y las nerviosidades propias de una enferma.

Desde que María quedó como abandonada en el fondo de su lujoso hotel, sin recibir otras visitas que las del padre Tomás por la mañana y las de Ordóñez y la baronesa antes de acostarse, el fiel criado se había constituido en su perpetuo auxilio, y cuando no estaba dentro de aquel gabinete-dormitorio, rondaba por cerca de la puerta, para acudir al primer llamamiento.

Parecía adivinar los menores deseos de su señora, y ésta, muchas veces, al volver rápidamente la cabeza, sorprendía en él una mirada de intensa ternura.

Era que el antiguo asistente de Álvarez se reprochaba el haber creído un monstruo de orgullo y altivez a aquella joven, víctima de oculta fatalidad, que abandonada villanamente por los suyos sabía sostener su desgracia con tanta mansedumbre y dulzura.

Por las tardes nadie visitaba a María, pues ésta, reconociéndose sin fuerzas para recibir a las numerosas personas de la alta sociedad, que por pura cortesía y sin afecto alguno entraban en el hotel a preguntar por su salud, había dado orden de que no estaba visible para nadie, y las gentes aristocráticas, muy satisfechas de esta disposición, que las libraba de ver a un enfermo, retirábanse después de dejar sus tarjetas al conserje.

Las horas de la tarde eran, pues, las que pasaba María en la más absoluta soledad y toda su ocupación consistía en contemplar un gran retrato de su hijo muerto, que tenía en lugar preferente del gabinete, o en besar, llorando, un gran medallón que contenía los cabellos de Paquito.

Estos desahogos de fúnebre cariño, que le costaban raudales de lágrimas, agravaban terriblemente su enfermedad, y aun después de haberse serenado, su tos era más seca y dolorosa; como si a cada uno de sus accesos se desgarraran sus pulmones.

Algunas veces, cuando mirando el retrato de su hijo asaltábanle aquellos pensamientos que la enloquecían, temía entregarse a su fúnebre dolor y entonces era cuando llamaba a su criado Pedro, haciéndole sentar en su presencia y entablando conversación con él, pues parecía que la presencia y las palabras de aquel hombre, a quien la domesticidad no había quitado cierta altivez franca y simpática, disipaban momentáneamente su dolor y la hacían olvidar su triste situación.

Esto mismo ocurrió en la tarde en que María, sentada cerca de una ventana, miraba por entre las cortinas la gente que pasaba ante su hotel.

La vista de algunos niños que sus madres, con expresión de gozo, llevaban cogidos de la mano, evocó en la condesa el recuerdo de su hijo, y tan triste se sintió que hubo de acudir inmediatamente a su recurso extremo, cual era buscar compañía que la distrajese.

Tocó un timbre que estaba en una mesilla inmediata, y aún sonaban en el espacio las últimas vibraciones, cuando se presentó en la puerta el criado Pedro, vistiendo el uniforme flamante y de vivos colores, que Ordóñez había puesto a toda su servidumbre masculina.

—¿Manda algo la señora? —dijo el criado, cuadrándose con su antiguo aire de militar.

—Entre usted, Pedro. Me siento muy triste y le ruego que haga el favor de acompañarme por algún rato. Me distrae mucho su conversación y le pido por favor que me dispense las molestias que le causo.

Cada vez que la aristocrática señora le hablaba con tanta dulzura y sencillez, el criado enrojecía de satisfacción y no sabía cómo contestar a tanta amabilidad.

Avanzó tímidamente entre aquellos muebles esparcidos por el gabinete y al fin se detuvo indeciso ante una silla, colocada a pocos pasos de la condesa.

—Siéntese usted, Pedro —insistió María—. Deseche usted esa cortedad: estoy tan sola y me manifiesta usted tanto cariño y respetuosa solicitud, que no es posible que yo lo trate como a un criado cualquiera. Hablemos como amigos.

Pedro se sentó ruborizado por la satisfacción que le causaba el oír que la condesa lo llamaba amigo, y descansando en el borde de la silla en actitud respetuosa y pronto a ponerse en pie a la menor orden, esperó que hablase su señora.

—Vamos a ver, Pedro. Cuénteme usted algo que me distraiga; es una obra de caridad entretener a los pobres enfermos, para que olviden sus dolores. Usted debe saber cosas muy interesantes, porque ha corrido algo el mundo y ha vivido mucho tiempo en Francia. Además, el otro día, creo que usted me dijo que había sido soldado. ¿No es eso?

—Sí, señora condesa —dijo el criado con cierta satisfacción—. He sido soldado y me he batido en la campaña de África.

—¿Y qué motivo le llevó a usted a París donde vivió tantos años? Varias veces he pensado en esto y como no puedo evitar el ser curiosa con las personas que me interesan, tenía grandes deseos de preguntárselo.

—Señora, he estado emigrado por cuestiones políticas.

—¡Ah! —exclamó María con extrañeza—. ¡Se ha mezclado usted en política! ¿Es que era usted carlista?

—No, señora; estuve emigrado por republicano.

La condesa hizo un mohín de disgusto, por lo que el criado se apresuró a añadir:

—Yo, señora, aunque odio la tiranía, realmente no me he metido por mi voluntad en los asuntos políticos. Como hombre de pocos alcances, no entiendo mucho de estas cosas; pero servía a un comandante del que había sido asistente y como éste era un temible revolucionario, le acompañé a la emigración y a su lado estuve hasta que murió. Le quería como si fuese mi padre y no me remuerde la conciencia el haberle sido infiel en ninguna ocasión.

—¿Y no ha servido usted a otras personas?

—No, señora condesa —dijo Pedro con intencionada expresión—. En toda mi vida, sólo he tenido un amo y muerto él sólo podía servir a usted.

—¿A mí? —exclamó con extrañeza la condesa no comprendiendo aquellas palabras—. ¿Y por qué no a otras personas?

—Es verdad, señora; no he sabido explicarme bien —contestó el criado comprendiendo que había estado próximo a descubrirse y queriendo enmendar su descuido—. Quería decir que después de estar acostumbrado a un amo a quien servía más por cariño que por obligación, sólo podía prestar mis servicios a una persona tan digna de ser amada como la señora condesa.

Por el pálido y enjuto rostro de aquella infeliz enferma vagó una triste sonrisa al escuchar el alarde de cortesanía del criado.

Durante algunos minutos el silencio fue absoluto, hasta que María, deseosa de reanudar la conversación, preguntó:

—¿Y era buena persona ese comandante?

—Un ángel, señora condesa. Muchos hombres he tratado en esta vida, y sin embargo no he encontrado uno solo que pudiera ser comparado con él. Era muy bueno, noble y valiente, al mismo tiempo que sencillo y crédulo, y por esto fue muy infeliz en esta vida, y murió, sin duda, abrumado por antiguos disgustos.

Calló Pedro, y en su frente contraída, adivinábase el esfuerzo mental que estaba haciendo para encontrar palabras y comparaciones que retratasen fielmente lo que en la vida había sido su antiguo amo.

—¿La señora condesa ha leído Los Tres Mosqueteros?

Hay que advertir, que la célebre novela de Dumas, era para el antiguo asistente, la mejor de las obras conocidas, la producción maestra de la inteligencia humana, pues experimentaba goces infinitos enterándose de las intrigas y contando las estocadas y estupendas pendencias de que se componía el libro.

Por esto, cuando la condesa contestó afirmativamente a su pregunta, se apresuró a añadir con satisfacción:

—Pues bien, señora condesa, mi amo era una exacta copia de aquel caballero Athos que aparece en dicho libro. Era valiente, noble y sabio como él y quería a su asistente con delirio; pues yo, más que un criado era un respetuoso amigo, un fiel acompañante en toda clase de aventuras. Nos queríamos mucho, señora condesa; como tal vez nunca en la vida se hayan querido dos hombres.

Detúvose Pedro, y después de lanzar una rápida mirada a su señora, añadió bajando los ojos.

—Tengo la seguridad de que si la señora condesa hubiese llegado a conocerlo, también le hubiese concedido su amistad. ¡Qué hombre aquél! —continuó el criado en un rapto de entusiasmo y animándose su voz y sus gestos—. ¡Cómo exponía su vida para salvar a un amigo!… ¡Aún recuerdo, como si acabase de suceder, lo que nos ocurrió en África!

—¿Y qué fue ello? —preguntó María, que ansiosa por distraerse, deseaba que su criado le contase algo que despertara su curiosidad.

—No fue ningún asunto de verdadero interés, que pueda entretener agradablemente a la señora condesa. Nada… un lance de los muchos que tiene la guerra. ¿Se empeña la señora condesa en que lo cuente?… Pues fue que yendo con mi amo, en la compañía de guías que se habían formado por orden del general Prim una mañana marchamos a la descubierta, delante de la vanguardia del ejército. Componíase la compañía de gente muy distinguida: licenciados de presidio, aventureros de mala especie, gente, en fin, de pelo en pecho, de cuyo mando se había encargado mi amo, ganoso siempre de estar en el puesto de mayor peligro, donde se conquistara la gloria a fuerza de balazos y cuchilladas. Como gente valiente, y por tanto confiada, nos adelantamos demasiado a la vanguardia, el ejército nos perdió de vista, y en esta disposición, abandonados de todos, sin más auxilio que el de Dios, cincuenta hombres que éramos, caímos en una emboscada y de repente resonó un infernal griterío y nos vimos rodeados por centenares de moros harapientos, feos como demonios. No había salvación para nosotros.

La pobre enferma atendía con la expresión propia del interés poderosamente excitado, y al ver que el criado se detenía como para coordinar mejor sus recuerdos, preguntó con impaciencia:

—¿Y qué ocurrió después?

—A la primera descarga que hicieron los moros yo caí al suelo. Una bala perdida, después de chocar contra una piedra, vino a darme aquí, en la sien, donde todavía tengo una cicatriz, y me derribó, aunque sin hacerme perder el sentido. Al ver que tenía la cabeza manchada de sangre, creyéronme muerto, además de que la situación no era la más propia para atender a los que caían. La compañía, formando un apretado pelotón, comenzó a retirarse, haciendo un fuego horroroso, que no lograba tener a raya a aquel enjambre de moros. Yo, como ya he dicho, no había perdido el conocimiento y me daba cuenta exacta de mi situación. Tendido en el suelo, y con todo el aspecto de un muerto, pues aquella bala parecía haberme anonadado con su golpe, vi cómo retrocedían mis compañeros, y al mismo tiempo, cómo algunos moros, al avanzar, iban rematando con sus gumías a los que habíamos caído. ¡Aún me horrorizo cuando recuerdo aquello! Un negrete que parecía un gigante se acercó a mí con su yatagán desenvainado, para cortarme la cabeza, como ya lo había hecho con otros, pero en el mismo instante que su cuchilla brillaba sobre mis ojos, le vi caer exhalando un rugido de muerte, e inmediatamente me sentí cogido por los sobacos y levantado en alto. Era mi amo, que al verme próximo a perecer, había abandonado el pelotón que mandaba, y despreciando las balas y riñendo cuerpo a cuerpo con los más audaces enemigos, había llegado donde yo estaba, matando al negrazo de un tiro de revólver. Sosteniéndome con uno de sus hercúleos brazos, mientras con el otro se defendía jugando magistralmente su sable, intentó llegar a donde estaban nuestros compañeros, cada vez más abrumados por la superioridad del número, pero le fue imposible, pues un grupo de moros nos cerró el paso. Mi amo apoyó sus espaldas en una roca, y esperó valientemente, con la desesperación del que va a morir.

—¿Y cómo se salvaron los dos? —interrumpió la interesada condesa.

—Yo no sé cómo fue aquello; pero apenas mi amo, echando mano al revólver, contra los que nos cercaban sus dos últimos tiros y cuando ya sus espingardas y sus yataganes se dirigían a nuestros pechos, les vimos huir perseguidos por un tropel de jinetes que pasaron a galope tendido, con las lanzas en ristre y gritando ¡viva España! Eran dos escuadrones de lanceros que Prim había enviado para salvarnos.

—¡Ah!… ¡Por fin! —exclamó María con la expresión del que se libra de un pensamiento angustioso.

—Sí, nos salvamos en tan difícil situación; pero yo, antes de que llegase nuestra caballería a sacarnos de tan apurado trance, cuando la muerte nos acechaba a pocos pasos, pronta a caer sobre nosotros, experimenté la más grata satisfacción que he sentido en mi vida. Miraba aquellas armas enemigas prontas a destrozarnos, y sin embargo me sentía feliz.

—¿Cómo pudo ser eso?

—Cuando mi amo se consideró perdido, viendo el círculo de enemigos que nos estrechaba, dispúsose a morir, pero antes… ¡ah, señora condesa!, ¡todavía me conmuevo al recordar tal escena! El capitán me sostenía con su brazo izquierdo, y antes de defenderse a sablazos de los ataques de la morisma, me miró con unos ojos que aún parece estoy viendo; me contemplaba como mi pobre padre cuando yo era niño, y él, que era todo un caballero, un grande hombre, un portento de valor y de sabiduría, me dio un beso en la ensangrentada frente, diciéndome con un acento que me llegó al alma: —«¡Adiós, Perico! ¡Hermano mío! ¡Hasta que nos veamos en la eternidad!»—. Yo no contesté, pues el golpe de la bala me había privado de mis facultades; pero aquella voz aún parece que la tengo en los oídos.

El criado quedó silencioso y meditabundo un buen rato, abismado en sus conmovedores recuerdos.

—Ya ve usted, señora condesa —continuó—, que actos como los de mi pobre amo no se olvidan con facilidad.

—Sí que era un hombre notable el señor a quien usted servía. ¿Y murió en París?

—Sí, señora. Murió allá cansado de la vida, hastiado del mundo y abrumado por los desengaños y pesadumbres que habían llovido sobre él sin compasión alguna. Aquí en Madrid había desempeñado muy altos cargos cuando mandaba la República: en el Ministerio de la Guerra fue el dueño absoluto durante mucho tiempo, y sin embargo murió pobre; y él y yo, señora condesa, no siento rubor al confesarlo, hemos sufrido mucha hambre en París.

—¿No tenía familia ese señor?

—La tenía, pero nunca quiso ésta reconocerle. Yo fui para él toda su familia y quien se encargó de cerrarle los ojos, después de ser su fiel compañero durante treinta años.

—¿Y cómo era que los suyos no le reconocían?

—¡Ah, señora condesa! Es una historia muy triste la de mi pobre amo; una relación que parece propiamente una novela.

—Ante todo, mi amo, siendo capitán y poco después de llegar de África, cometió la tontería de enamorarse locamente de una mujer perteneciente a una clase muy superior a la suya.

—¿Era noble y rica?

—Era la hija de un conde millonario; una señorita muy hermosa que parecía corresponder al amor de mi amo; pero que al fin se portó con él con la mayor ingratitud.

—¿Le abandonó?

—Sí. Mi pobre amo, estando en la emigración por primera vez, triste y en la miseria, supo que la mujer amada, aquélla en la que él tenía una absoluta confianza, había dado su mano a otro hombre que por sus antecedentes y por su carácter era indigno de merecer tal honor.

—¿Y qué hizo entonces el amo de usted?

—Mi señor debía haber olvidado a la mujer ingrata; pero no lo hizo así, porque la amaba mucho, y por algo dicen que el amor es ciego. Además, aquellos amores sostenidos en secreto habían dado su fruto, y mi señor tenía una hija, una niña encantadora que constituyó en adelante su eterno pensamiento, su constante ilusión.

—¿Y qué es de esa hermosa condesa? ¿Vive todavía?

—No, señora. Murió hace ya muchos años.

—¿Y la hija?

—La hija vive y es una de las más elevadas damas de Madrid

—¿Y conoció a su padre? —preguntó la condesa, que se iba interesando rápidamente por aquella historia, en la que adivinaba algo muy importante.

—Señora condesa —contestó Pedro, que temía decir demasiado pronto la verdad—, mi amo no sólo fue desgraciado como amante, sino que como padre sufrió las mayores amarguras. Fue una historia muy triste la de sus relaciones con su hija, y francamente, como la señora condesa ha sido tan buena madre, y aún está conmovida por el recuerdo de su hijo, temo entristecerla con la relación de los sufrimientos de un padre infeliz.

—No, Pedro; hable usted sin cuidado. Me interesa mucho esa historia.

—Pues bien, señora condesa, mi amo ha muerto antes de conseguir que su hija le reconociera como a padre. Había nacido cuando su madre estaba ya unida a otro hombre y ella creía y sigue aún creyendo de buena fe que éste último, de quien lleva su apellido, es su verdadero padre.

—¿Y no consiguió nunca ese pobre señor acercarse a su hija revelándole de viva voz el secreto de su nacimiento?

—Sí que lo intentó, pero sus gestiones resultaron siempre infructuosas. Hay que advertir, señora condesa, que sobre la familia de aquella otra condesa parecía pesar una terrible fatalidad. Un jesuita ambicioso dirigía los asuntos de la familia para llevar poco a poco a todos sus individuos a la perdición, y éste es el que hizo una cruda guerra a mi amo, comprendiendo que podía estorbarle sus planes. Tenía ciertas miras sobre la niña, una de las cuales era sin duda el arrebatarle su colosal fortuna, y por esto le interesaba que la hija no llegase nunca a conocer a su padre y que siguiese sola y abandonada, sometida a las órdenes que él quisiera dar y a la vigilancia de parientes fanáticos.

María se estremeció mirando fijamente el respetuoso rostro de su criado, para ver si adivinaba en él alguna intención determinada al decir tales palabras. Llamábale la atención el sorprendente parecido que comenzaba a encontrar entre aquella historia y la suya propia.

—¿Y murió ese señor sin haber logrado que su hija le reconociera y sin que en el último instante de su vida recibiera de ella una frase de consuelo?

—Nada de esto. Mi infeliz amo murió en la más espantosa soledad, como antes he dicho, y puedo añadir que la ingratitud, que el desvío de su hija, fueron la principal causa de su muerte. Mi pobre viejo se imaginaba que el silencio de su hija obedecía al orgullo y al desprecio, y yo creo ahora que aquel silencio sólo era debido a que la hija desconocía la existencia de su verdadero padre. El comandante tenía, sobre todo, clavado en el alma, un recuerdo cruel que acibaraba su existencia. Esa gente diabólica que por su interés tenía moralmente secuestrada a la pobre señorita, no se contentó con impedir que el padre llegase a ser reconocido por su hija, sino que hizo creer a ésta que aquel hombre a quien debía la vida sin que ella lo supiera era un ser horrible, una especie de bandido monstruoso, que por un odio tradicional era el perseguidor de la familia, de generación en generación.

—¡Ah! —exclamó la condesa con asombro al encontrar una circunstancia que aún hacía mayor la identidad entre aquella historia y la suya propia.

—¿Y qué escena fue esa de que usted hablaba? —preguntó después la condesa con ansiedad que era ya visible.

El criado calló, mostrando una expresión indecisa, como si no se atreviera a decir a su señora las últimas palabras, que serían la solución decisiva del misterio, la revelación de toda la verdad; pero al fin se determinó a hablar, con un violento esfuerzo de su voluntad.

—Señora, esa escena fue terrible, según la relataba mi pobre amo. Al caer la República, no quiso marchar a la emigración sin antes ver a su hija, y se dirigió a Valencia para visitar a la niña que estaba en un colegio dirigido por monjas. Aquel hombre, tan dulce como enérgico, después de algunos años de continua agitación en que había expuesto cien veces su vida y derrochado la fuerza de su inteligencia, quería, antes de sumirse en la calma y la miseria de la emigración, dar un beso a su hija, oír de sus labios una palabra cariñosa, y con esto se conceptuaba ya con fuerzas suficientes para arrostrar todas las contrariedades y las tristezas del proscrito.

—¿Y qué colegio era ése a donde se dirigió su antiguo amo? ¿Cuál era su título?

—Creo que se llamaba de Nuestra Señora de la Saletta. El pobre comandante fue allá; preguntó por su hija y no quisieron reconocerle, y cuando a fuerza de ruegos y amenazas, consiguió que se la mostraran, entonces no sé cómo su corazón no se rompió en pedazos. La niña no sólo no quiso reconocerle, sino que al oír su nombre se estremeció de horror, pues como antes he dicho, los enemigos que querían monopolizar su suerte le habían hecho creer que mi amo era un bandido, un perseguidor tenaz y sanguinario que acosaba a su familia. Yo creo que desde aquel día mi pobre señor adquirió la enfermedad que le llevó a la tumba.

La condesa, a pesar de que su rostro estaba siempre pálido por la enfermedad, aún perdió algo de color al oír estas palabras, y se agitó nerviosamente en su asiento. ¡Gran Dios! No cabía ya la duda: aquella historia era la suya propia.

—Pero…, ¿qué nombre era el de ese señor? —preguntó con ansiedad—. ¿Cuál era su nombre?

—Se llamaba don Esteban Álvarez.

María, a pesar de sus años y de su posición, sentía aún tan latentes los recuerdos de su niñez que no pudo menos de estremecerse de horror al oír el nombre que tanto miedo le había causado cuando niña.

Pedro la contemplaba con mirada fija, y al ver en su señora tan marcada expresión de terror, dijo con acento triste:

—Veo que aún duran en el ánimo de la señora condesa las huellas de las infames calumnias con que la engañaron cuando era niña. La señora puede odiar todo cuanto quiera el recuerdo de aquel pobre mártir, pero tenga la seguridad de que no ha existido en el mundo mujer alguna a quien haya amado su padre con más vehemente cariño.

La condesa estaba asombrada y aturdida ante el tono sincero con que el criado decía sus palabras.

Reinó un largo silencio, durante el cual la señora y el criado parecían reflexionar, y por fin Pedro continuó:

—¿Quiere la señora condesa que le diga cuáles fueron las últimas palabras que me dirigió al morir ese monstruo terrible, ese perseguidor horripilante? Pues bien, ese hombre, a pesar de la ingratitud y olvidando antiguos pesares, sólo tuvo fuerzas para recomendarme y hacerme jurar por el honor, que nunca abandonaría a su hija y que buscaría el medio de vivir junto a ella velando por su vida, obedeciendo todos sus mandatos y haciendo por ella cuantos sacrificios fuesen necesarios. La señora condesa —añadió el criado con sencillez—, puede decir si yo he cumplido mi juramento.

Por fin conocía María la verdadera causa del cariño que le demostraba su criado y de aquellas miradas de paternal afecto que había sorprendido muchas veces en sus ojos.

—¿De modo que usted —preguntó María asombrada por tanta abnegación—, ha entrado aquí con el único objeto…?

—Señora —le interrumpió el criado con sencillez, no exenta de noble altanería—, he servido durante treinta años a un hombre demasiado grande para que yo pudiera conformarme ahora a recibir las órdenes de ningún otro. Soy soldado y no criado, y si he llegado a vestir este traje, ha sido por cumplir el sagrado juramento que le hice a un pobre moribundo, a quien quería como a mi padre. Puede pensar la señora condesa lo que aquel hombre la amaría, cuando en la hora de la muerte, su último pensamiento era para ella y me obligaba a mí a dedicar toda la existencia al cuidado de su hija. Señora, tal vez resulte insolente y atrevido, pero en este momento, puesto ya a decirlo todo, creo que me ahogaría si llegase a callar alguna verdad. Mucho ha querido la señora condesa a su pobre hijo, pero su amor no puede ser comparado ni remotamente con el que el pobre don Esteban le profesaba a su hija, a pesar de que la creía ingrata y orgullosa.

La pobre enferma estaba aturdida y asombrada por aquella revelación que la sorprendía casi a las puertas de la muerte y que tan radicalmente venía a trastornar su pasado.

Parecíale extraña y novelesca tal historia, pero al mismo tiempo abonaba su veracidad, el aspecto sencillo y franco del criado y aquel cariño inexplicable que le había demostrado en todas ocasiones.

Además, ¿qué interés podía tener aquel hombre en suponerla hija de un pobre señor que ya había muerto?

Aparte de esto, ella recordaba la escena ocurrida en su niñez allá en el colegio de Valencia y que siempre le había parecido muy extraña, recordando todavía que don Esteban Álvarez la había llamado ¡hija mía!, varias veces, con una expresión tan dulce y melancólica que a ella le había impresionado a pesar de que le decían que aquel hombre era un monstruo.

Ahora comenzaba a comprender algo de aquella expresión misteriosa y solapada que había creído adivinar en el padre Tomás, cuyos actos le inspiraban ya mucha desconfianza.

—¡Pero Dios mío! —dijo al criado que la contemplaba atentamente para apreciar el efecto que le había producido sus revelaciones—. ¡Yo pierdo la cabeza al pensar en estas cosas tan extrañas! ¿Qué misterios son éstos? ¿Cómo puede usted explicarme que ese señor me creyera su hija, cuando mi padre fue don Joaquín Quirós, al que yo no conocí, pues murió siendo yo muy niña, pero de quien habla muchas veces mi tía?

El criado vio llegado el instante de relatar toda la verdad, para acabar de conquistar la confianza de aquella mujer, y volviendo a sentarse respetuosamente, comenzó la relación de la vida de Álvarez, de sus amores con Enriqueta, de aquella fuga de la casa paterna que acabó en noche de bodas, de la emigración forzosa que sobrevino inmediatamente; y terminó haciendo una pintura exacta del carácter y la moral de Quirós.

El criado guardose de decir quién era el que había disparado el tiro desde la barricada de la plaza de Antón Martín, pero tan hábilmente supo describir al hombre que en apariencia era el padre de María que ésta se lo imaginó inmediatamente como un sujeto igual a su marido, y sintió una profunda compasión por su pobre madre que habría sido tan desgraciada como ella con Ordóñez.

Pedro contó a la condesa cuanto sabía del que era su verdadero padre y que tanto había sufrido por ella, y al hablar de su vida oscura y penosa en París deslizó hábilmente en la conversación el nombre del doctor don Juan Zarzoso.

María se incorporó en su asiento con las mejillas coloreadas por un fugaz rubor.

—¡Ah! —exclamó sorprendida—. ¿También ha conocido usted a ese señor?

—Vivía con nosotros en París, y el pobre don Esteban le amaba como un hijo al saber que era el hombre que poseía el cariño de su hija.

La condesa mostraba deseos de hacer nuevas preguntas sobre aquel hombre, cuyo recuerdo compartía en su memoria en lugar preferente con el del infeliz niño Paquito; pero el criado deseaba que toda la conversación versara sobre su amo, y por esto se apresuró a añadir:

—Ya hablaremos después del señor Zarzoso y se convencerá la señora de que no era tan malo como ella creía en cierta época. Pero ahora hablemos de mi pobre amo; hablemos del padre de la señora condesa.

Y Pedro continuó la apasionada y conmovedora descripción de los sufrimientos de aquel pobre padre, que sin más familia ni seres queridos que su hija, veíase desconocido por ella.

—Aquel hombre fue muy desgraciado. La señora condesa, que hoy se halla enferma y llora continuamente recordando a su hijo que murió, es un ser feliz comparada con aquel desgraciado que no tenía ni un retrato de su hija para contemplarlo.

María hizo un movimiento de extrañeza y asombro al oír hablar de su felicidad.

—Si, señora condesa; me afirmo en lo que digo. Si la señora llora hoy la muerte del señorito, al menos tuvo una época feliz en que se estremecía de placer al sentir su cabecita apoyada en sus rodillas, y en que gozaba una satisfacción sin limites, convirtiéndose en su enfermera y pasando las noches en vela a la cabecera de su cama. Podía besar a su hijo, oír su encantador y balbuciente lenguaje, y esto es siempre una felicidad, un recuerdo que llena el alma de dulce melancolía, aunque después venga la muerte a amargar tanta dicha. Pero ¿y mi pobre amo? ¿Y aquel desgraciado don Esteban que por ser hombre tenía que avergonzarse del llanto y muchas veces se tragaba las ardientes lágrimas que le quemaban los ojos? Él estaba convencido de que tenía una hija y, sin embargo, murió abandonado de ella, soñando siempre en una felicidad que nunca llegaba y que para él consistía en que una voz pura y argentina, que yo he oído mil veces, le llamase ¡padre mío! Esa situación sí que es horrible; es, como él decía, el suplicio de Tántalo; ¡tener casi a la vista una hija querida, un ser que hasta en su rostro lleva algo del que le dio la vida, y sin embargo no poder acercarse a ella, no poder abrazarla derramando sobre su frente lágrimas de dulce emoción!

La condesa se había cubierto el rostro con las manos y lloraba silenciosamente, sin que Pedro pudiese asegurarse de si aquellas lágrimas procedían del recuerdo de su hijo o de la emoción que le causaban las penalidades de aquel pobre padre al que reconocía por fin.

El criado quiso excitar más aún aquella emoción.

—Hay para espantarse al considerar la desgracia de aquel hombre, sostenida con heroico valor por espacio de más de veinte años. La señora condesa, que es madre, podrá apreciar mejor que yo hasta dónde llegó el infortunio del pobre don Esteban. ¿Qué hubiese hecho la señora, que tanto amaba a su hijo, si éste no la hubiese querido nunca reconocer como madre? ¡Cuán inmenso dolor hubiese experimentado si cuando iba a verlo en el colegio de Valencia, el señorito, en vez de recibirla con los brazos abiertos, hubiese huido de su madre como si fuese un monstruo! ¿No es verdad que la señora hubiese muerto entonces de pena? ¿No se hubiera roto su corazón en mil pedazos? Pues bien, el pobre don Esteban sufrió todas estas pruebas terribles, y sin embargo aún quedó en pie durante muchos años para vivir agonizando. Juzgue la señora condesa si la vida de su padre no fue un verdadero infierno.

María seguía llorando, pero sus suspiros eran ya cada vez más ruidosos, y con acento entrecortado murmuraba cariñosas exclamaciones.

—¡Oh, padre!… ¡Padre mío!

El criado, apenas le pareció oír estas palabras, dichas con voz casi imperceptible, buscó apresuradamente algo en los bolsillos de su casaca.

Mientras tanto María, convencida por sentimiento de que aquel Álvarez que tanto la había horrorizado era su padre, y recordando algunas palabras sin sentido que había sorprendido a su tía y al padre Tomás y que ahora se explicaba perfectamente, lloraba conmovida por el recuerdo de aquel pobre mártir que tanto la había adorado.

La voz de Pedro le hizo apartar las manos de los ojos y levantar su cabeza.

—¡Aquí está! ¡Contemple la señora condesa!

Era que el criado le mostraba un sencillo marquito de latón, a través de cuyo cristal se veía una fotografía iluminada, que representaba, de medio cuerpo, a don Esteban Álvarez cuando todavía era capitán y acababa de regresar de África.

El fiel asistente, como si aquel recuerdo de su amo fuese un poderoso talismán, lo llevaba siempre consigo.

María contempló con fruición aquella cabeza vigorosa, de enérgica hermosura, y en la que se veía retratada la fiera altivez y la mirada pensadora, de un hombre nacido para la guerra al mismo tiempo que para el estudio. Sustituyendo el poncho del uniforme por una gola de hierro y un coleto de ante, aquella cabeza podía confundirse con la de los ínclitos soldados del siglo XVI, que sojuzgaban Flandes o conquistaban imperios como Méjico o el Perú.

La condesa, con el escuálido rostro animado por el rubor de la emoción, examinó atentamente aquel retrato, encontrando inmediatamente su parecido con ella, en la época que aún era hermosa y la enfermedad no había consumido su organismo.

Todavía en sus ojos quedaba algo de aquella mirada brillante y avasalladora que en los momentos de indignación llegaba a imponer.

María no dudó más sobre la verdad de cuanto le había dicho su criado.

No razonó, pues en tales momentos de emoción la razón se anula dejando su puesto al sentimiento.

La condesa se dejó llevar de su instinto; de un impulso vehementísimo e irresistible que la empujaba, y llevándose el retrato a sus labios, al mismo tiempo que volvía a derramar lágrimas, murmuró con un acento que equivalía a un reproche a sí misma por su indiferencia:

—¡Oh, padre!, ¡padre mío! Si me oyes, perdóname.

II. LA ÚLTIMA ADVERTENCIA

Cuatro días después de aquella tarde en que Pedro hizo su revelación a la condesa, en el momento en que los relojes del hotel daban las ocho de la noche, bajaban la pequeña escalinata del edificio el elegante Ordóñez y el padre Tomás, conversando amigablemente.

El jesuita tenía el mismo aspecto de siempre, y en cuanto al marido de la condesa, su sombrero de clac y el gabán abrochado para ocultar el traje de etiqueta, daban a entender que pensaba pasar la noche en alguna fiesta del gran mundo.

Los dos hombres siguieron la ancha avenida que, partiendo el jardín del hotel conducía a la verja, fuera de la cual esperaban dos carruajes, y al llegar a un espacio donde no alcanzaban las luces de las dos farolas que adornaban la puerta del edificio, el jesuita se detuvo, cogiendo suavemente a su protegido por un brazo.

—Mira, Paco —le dijo con entonación de consejero bondadoso—, harías muy bien en no salir esta noche de casa o al menos en volver cuanto antes. No sé por qué, me parece que esta noche va a ocurrir lo que tanto tememos y que tu esposa no verá el sol de mañana. Ya ves que, al menos, por el buen parecer y para que no murmure la gente, conviene que tú permanezcas esta noche al lado de María cumpliendo tu deber de buen esposo.

—Pero, padre, ¡si María no morirá esta noche! Hace usted mal en alarmarse tanto. Los enfermos de tisis son como esas luces que se apagan lentamente y cuando uno cree que ya están extinguidas, vuelve a surgir la llama y aún alumbra trémula y vacilante por mucho rato.

—¿Qué ha dicho el médico esta tarde?

—La verdad es que la ha dado ya por muerta y ha dicho que de un momento a otro sobrevendría el fin.

—¿Ves como debes quedarte?

—Sí, pero tengo la confianza de que María ha de llegar a mañana, aunque sólo sea para desmentir al médico. La tisis tiene sus bromas.

—Pues ten la seguridad de que esas bromas las reserva para ti, que tan convencido pareces de que tu esposa llegará a mañana. Créeme, Paco: quédate esta noche en casa, o si es que tienes verdadera precisión de salir, regresa pronto, para que la gente murmuradora no pueda decir nada contra ti.

—Volveré a las dos de la mañana; antes me es imposible. Tengo precisión de asistir esta noche al baile de la embajada francesa.

—¡Desgraciado! ¿Teniendo a tu esposa tan grave te atreves a ir a un baile? ¿No comprendes que la sociedad murmurará con sobrada razón y que tú perderás con ello el escaso prestigio que te queda?

—¡Bah! La gente está ya acostumbrada a verme en todas partes teniendo a mi mujer enferma, y no se fijará esta noche en mí, pues todos ignoran que María se halle tan grave. En las enfermedades lentas, la gente se cansa de preguntar y acaba por olvidarse del paciente. Además, reverendo padre, es un compromiso de honor el que yo acuda esta noche a ese baile.

—Lo sé, desgraciado; lo sé todo. No creas que ignoro que en la actualidad haces el amor a la esposa de uno de los empleados de la embajada; una francesa que te sorberá el poco seso que te queda.

Ordóñez, a pesar de su ligereza fría y aristocrática, que se cifraba especialmente en no asombrarse de nada, no pudo evitar un gesto de extrañeza al oír tales palabras.

—¿Cómo sabe usted eso, padre Tomás?

—¡Bah! No te creía capaz de asombrarte por tan poco. Yo sé todo lo que hacen mis amigos. Ya sabes que mi despacho es como un fonógrafo, que me repite todas las palabras y hasta los actos de cuantos amigos tengo esparcidos por el mundo. Hay pocas cosas que yo no sepa.

Los dos hombres quedaron silenciosos y avanzaron algunos pasos con dirección a la verja.

Ordóñez se detuvo al ver que el jesuita se plantaba mirándole con sus ojos fríos e interrogadores que parecían llegar al alma.

—Mira, muchacho —dijo con severa superioridad—. No sólo conozco a fondo la vida de mis amigos, sino que leo en su pensamiento y adivino todo cuanto se proponen hacer en contra mía. Ha llegado el momento de que hablemos claro: ninguna ocasión mejor que ésta.

—Diga usted, reverendo padre —murmuró Ordóñez, algo alarmado al notar el giro que tomaba la conversación.

—Pues bien, te hablaré claro. Tu esposa va a morir y ha llegado el momento de que se cumpla el pacto que hicimos antes de que te casases.

—¡El pacto!… ¿Qué pacto es ése, padre Tomás? —dijo Ordóñez con expresión distraída, como si fuese en busca de un recuerdo que se le escapaba.

—Eso es; hazte el olvidadizo. ¿No te acuerdas ya, angelito? —contestó el jesuita con sarcástica ironía—. Veo que eres muy desmemoriado; pero afortunadamente yo, como te decía, leo en el pensamiento de los amigos y te ayudaré a recordar, diciéndote que a la hora en que me dé la gana, a pesar de tu lujo, de tus brillantes relaciones y de fama de hombre elegante y calavera, puedo enviarte a presidio. ¿Te acuerdas ahora?

—Vuestra paternidad tiene un modo terrible de recordar las cosas.

—Es porque tu memoria resulta como uno de esos caballos maliciosos que remolonamente se niegan a andar. Conviene darle algún latigazo para que se avive.

—Bien, padre Tomás; me acuerdo del pacto, ¿qué quiere usted de mí?

—Sabes que con arreglo al último Código Civil, tus derechos de marido te hacen heredero en usufructo de la mitad de la fortuna de tu mujer.

—Ya sé, reverendo padre; ¿qué es lo que usted quiere advertirme?

—Conforme al trato que hicimos los dos, antes de que tú te casases con María debías limitarte a gastar sus rentas, y te quedaba prohibido inducir a tu esposa a que enajenase la más mínima parte de su capital.

—Así lo he hecho, reverendo padre. No tendrá usted queja de mí en este punto y creo estará satisfecho.

—No del todo, pero en ciertas ocasiones has gastado algo más que las rentas, embrollando con esto la administración de tu casa; pero no me quejo de estos pequeños excesos. Al fin, así y todo, te has portado con bastante prudencia si se tienen en cuenta tus antecedentes de hombre desordenado.

—¿Y qué es lo que usted quiere ahora?

—Que se cumpla lo convenido en nuestro pacto, renunciando tú a la parte que corresponde en la herencia de tu mujer.

Ordóñez se atusó el erizado bigotillo con marcado aire de decisión.

—Padre Tomás, eso es muy duro. No resulta razonable tal exigencia.

—Pues así ha de ser.

—Fíjese vuestra reverencia en que sólo se trata de un usufructo. El día menos pensado me ataca una pulmonía o me dan una estocada en un desafío, y entonces esa parte de la fortuna de mi mujer irá a parar, sana y sin detrimento alguno, a manos de quien corresponda.

—La baronesa de Carrillo es vieja y además no está para esperar a que tú mueras.

—¡Ah! ¿Conque es doña Fernanda la que ha de heredar toda la fortuna de mi mujer? —preguntó el elegante, con una expresión de incredulidad que no procuró disimular.

—Sí, la baronesa heredará a su sobrina, y ya que pareces dudar de mis palabras, para que no creas que aquí se encierra algún misterio o alguna negociación censurable, te diré toda la verdad. La virtud no necesita recatarse de nadie. La baronesa heredará a tu mujer e inmediatamente traspasará la fortuna a manos de nuestra santa Compañía, para que ésta la emplee en obras de caridad y en hacer propaganda para la mayor gloria de Dios. Es una promesa que doña Fernanda ha hecho al Altísimo. Ya comprenderás que en un asunto tan sagrado y que directamente interesa a Dios, tú, pobre criatura humana, no debes oponer tu mezquina voluntad.

Ordóñez, a pesar de que hacía esfuerzos por conservar su exterior indiferente y desdeñoso de hombre elegante y despreocupado, que tantos triunfos le valía en la alta sociedad, sentía hervir en su interior el fuego de la ira.

—Pero eso es robarme mis derechos de marido —dijo, no pudiendo contenerse.

—¿Robar? —contestó el padre Tomás con su imperturbable frialdad—. Dura es la palabreja, pero ya que la has dicho, la acepto y te contesto que antes has robado tú a otros con escrituras falsas y firmas falsificadas. Por esto mismo puedo enviarte a presidio a la hora que quiera, y esta hora llegará inmediatamente si te niegas a obedecer mis órdenes.

Ordóñez conocía perfectamente a su protector, y sabía que era imposible que éste retrocediese así que adoptaba una resolución. Además, el elegante, viviendo con lo que le proporcionaban las rentas de su esposa, había perdido su ductilidad de aventurero y no era capaz de humillarse pidiendo misericordia a aquel hombre terrible, que se mostraba sordo a los ruegos que le contrariaban.

El aristócrata resistió su desgracia con dignidad, y únicamente se dignó hablar de su porvenir.

—Y si yo renuncio a mis derechos, ¿qué será de mí, padre Tomás?

—Permanece tranquilo, que renunciando a la herencia sirves a la Compañía y ésta jamás olvida a los que le son fieles. Aquí estoy para protegerte. No vivirás con el mismo esplendor que ahora, pero te sostendré en una posición que corresponda a tu rango, y ¿quién sabe si encontraré para ti otra mujer con algunos millones de dote?

Estas palabras no parecían tranquilizar mucho a Ordóñez, y por esto el jesuita se apresuró a añadir:

—No puedes quejarte de mi protección. Antes de casarte vivías entrampado, sin tranquilidad alguna y próximo a caer en la deshonra. Te tendí la mano, te libré del precipicio, has vivido algunos años derrochando como un potentado, y ahora, al morir tu mujer quedarás en la misma situación de antes, aunque con la ventaja de no tener deudas y de contar con mi protección, que será más eficaz y segura. ¿De qué te quejas pues?, ¿has hecho acaso un mal negocio?… Cree que me irrita tu ingratitud.

El jesuita dijo estas últimas palabras con expresión de disgusto, y durante largo rato permanecieron silenciosos el protector y su protegido.

—Vamos a ver —dijo el padre Tomás, cansado por aquel silencio—. Decidámonos pronto. ¿Renuncias a la herencia? ¿Cumples la palabra que me diste?

Ordóñez hacía un gesto de desesperación en la sombra. ¡Siempre cogido!, ¡siempre a merced de aquel hombre, a pesar de la fama de listo que a él le concedían en la alta sociedad!

Había que conformarse forzosamente, y Ordóñez tendió su mano al jesuita en muestra de aprobación, y murmuró:

—De usted es toda la fortuna de María.

—Conforme. Quedo agradecido a tu desprendimiento, y te prometo no abandonarte nunca. Ahora vámonos, pues se hace tarde y los dos tenemos ocupaciones apremiantes. Procura volver pronto a casa, pues esta noche ocurrirá el suceso que esperamos.

Los dos hombres atravesaron la verja, y después de estrecharse la mano, subieron a sus respectivos carruajes; el uno para dar un vistazo al Casino, antes de ir al baile, y el otro para volver a trabajar en aquel despacho, que era como el centro del horrible embudo formado por la telaraña jesuítica que envolvía a toda la península.

Ninguno de los dos miserables que con tanta frialdad habían estado hablando sobre la próxima muerte de María, volvieron la cabeza para lanzar una mirada de compasión a aquella ventana, que sobre la oscura fachada del hotel destacábase débilmente, bañada en una luz pálida, velada e indecisa. Los millones de la agonizante era lo único que ocupaba su pensamiento.

Los dos carruajes se alejaron en distintas direcciones separando a aquellos dos compadres de crimen que se aborrecían mutuamente.

—¡Vive Dios! —decía Ordóñez en voz alta y rugiente, que tal vez era oída por sus cocheros—. Ese tío es un ladrón que me tiene cogido por las orejas.

Si algún día se me presenta ocasión le había de meter un palmo de acero en el vientre.

Mientras tanto el padre Tomás murmuraba en el interior de su berlina, con acento de hipócrita escandalizado:

—Abandona a su mujer para ir a hacerle la corte a otra, y tal vez la pobre condesa haya entrado ya en el período de agonía. Siempre le he tenido por un canalla, pero no me imaginaba que su cinismo fuese tanto.

III. LA MUERTE DE MARÍA

La condesa moría lentamente en aquel gabinete elegante, donde había pasado toda su enfermedad.

Se veía casi abandonada de los suyos, mas no por esto se consideraba sola, pues la rodeaban hermosos recuerdos que parecían endulzar sus últimos instantes.

Las sombras de su hijo, don Esteban Álvarez y del infortunado Zarzoso, aquellos tres seres queridos a los que pensaba encontrar más allá de los umbrales de la muerte, parecían rodear su lecho y animarla con invisibles sonrisas en tan supremo trance.

María sabía ya toda la verdad sobre su pasado.

El fiel Pedro, no sólo había relatado la historia de su padre, sino que justificó a Zarzoso, haciéndole saber la repugnante maquinación que contra él se había urdido allá en París, para lograr que María le aborreciese por su infidelidad manifiesta, que era más obra de las circunstancias y de pérfidas intrigas que de su propia voluntad.

La condesa, gracias a las revelaciones de su criado, conocía ya la terrible participación que los jesuitas, y en especial el padre Tomás, habían tomado en los asuntos de su familia, y por esto miraba con franco horror al reverendo padre y no ocultó la repugnancia que sentía cuando éste se aproximaba a su lecho.

La pobre joven, extenuada por la terrible enfermedad, cansada de un mundo que sólo le había proporcionado dolores y tristezas, y deseosa de sumirse cuanto antes en la sombra eterna con esperanza de encontrar allí a su padre y a su antiguo adorador, con los cuales había sido injusta aunque sin voluntad para ello, caía impasible y sumisa, sin el menor intento de rebelión y limitándose a compadecer aquellos hombres negros que tanto daño le habían causado.

—¡Les perdono! —murmuraba la pobre mártir—. Perdono a todos a pesar de mis desgracias. Ellos también han de morir; ellos también se verán en el mismo trance que yo, y entonces de seguro que no experimentarán esta santa tranquilidad que ahora siento.

Y la infeliz perdonaba también mentalmente a aquel esposo ligero e infame que era el autor de su infortunio, que había envenenado su sangre pura con los gérmenes de una terrible enfermedad adquirida en el vicio, y que en el momento supremo no se cuidaba ni aun de fingir un dolor propio de las circunstancias y la abandonaba para ir a una fiesta donde indudablemente haría el amor a otra mujer.

Sí, ella perdonaba a Ordóñez, a pesar de todas sus infamias y no le causaba impresión alguna la cínica serenidad de aquel hombre sin conciencia, pues su pensamiento, su corazón, estaban puestos en aquellos tres seres queridos, cuyas sombras parecíale ver vagar en torno de su lecho, para ayudarla a bien morir y escoltar después su espíritu por las infinitas regiones de lo desconocido.

La condesa perdonaba también a su tía, aquella mujer irascible, fanática e hipócrita, que le había martirizado cuando niña, y que después, obedeciendo automáticamente órdenes superiores, la había entregado en brazos de un hombre corrompido, cuyos besos resultaban contagiosos y mortales.

Aquella misma baronesa, que estaba muy lejos de recelar lo que pensaba su sobrina, se hallaba en tales momentos cerca de su cama, sentada junto a una mesa sobre la que se erguía un hermoso crucifijo entre un par de cirios.

Doña Fernanda, arrastrada por sus preocupaciones devotas, no había tenido inconveniente alguno en amargar los últimos momentos de la enferma, aterrándola con todo el imponente aparato que el fanatismo guarda para tales casos.

María, que al fin había conocido quiénes eran los sacerdotes que la habían rodeado desde la niñez, aunque sin abandonar por esto las creencias religiosas en que la habían educado, se negó en absoluto a confesarse con el padre Tomás, desobedeciendo con ello las recomendaciones de la baronesa.

Ésta se hallaba escandalizada por la tenaz negativa de su sobrina, y deseosa de que la próxima conquista de la muerte no careciese del refrendo de la religión, había montado un altar sobre una de las mesitas del gabinete, y sentada al lado de él, leía en voz baja un grueso libro de oraciones, mirando de vez en cuanto a la enferma, que inmóvil y respirante penosamente, fijaba sus ojos en el techo como absorta en sus pensamientos.

A pesar de que, con esa falsa esperanza que nunca abandona a los tísicos, María aún creía que su fin estaba lejano, no quería mirar todo aquel aparato religioso montado por su tía, pues la horrorizaba, al par que le producía cierto despecho la falta de consideración que mostraba la baronesa.

El silencio era absoluto en aquella habitación: una lámpara velada y las llamas de los dos cirios alumbraban el gabinete, formando en su centro un círculo de luz, más allá del cual, todo quedaba en una densa penumbra.

Junto a la puerta, erguido e inmóvil cual una estatua, estaba el fiel Pedro esperando órdenes, La oscuridad que le envolvía no permitía a la baronesa el ver el gesto extraño, mezcla de compasión y de ira, que contraía el rostro del criado al contemplar a la pobre enferma.

Pedro se sentía con deseos de estrangular aquella vieja bruja, como él llamaba a la baronesa, la cual, después de desatender a su sobrina en la época que su enfermedad todavía era susceptible de curación, permanecía ahora a su lado, para amargar sus últimos instantes con terroríficas muestras de devoción, impidiendo de paso que pudiera acercarse a la enferma, él, que era el único ser de aquella casa que sentía por la desgraciada algún interés.

La condesa pareció salir de su profunda meditación cuando uno de los relojes de la casa dio las diez.

—¡Pedro! —dijo la enferma con voz débil.

Y al acercarse el criado, dióle a entender con un gesto lo que deseaba.

Aquél le trajo una rica capa forrada de pieles y la puso sobre los hombros de la condesa que se había incorporado.

Después la enferma, mostrando sus extremidades devoradas por la consunción y que parecían los huesos de un esqueleto, bajó de la cama ayudada por los robustos brazos del criado, y apoyándose en él, llegó penosamente hasta un gran sillón que estaba colocado de espaldas al Cristo y a las dos luces de la baronesa.

María experimentaba la necesidad, que todos los tísicos sienten de morir erguidos y fuera de la cama, que parece causarles horror.

Pedro, sin abandonar su actitud respetuosa, miraba fijamente a su ama y no podía ocultar la impresión de desconsuelo que le producía aquel rostro terroso, enjuto y consumido por la enfermedad. Veíanse en él los signos de una próxima muerte y sobre sus facciones parecía extenderse un denso velo que las ennegrecía.

Pedro recordaba lo que aquella tarde había dicho el médico sobre el próximo fin de la enferma, y se afirmaba en la creencia de que la condesa moriría aquella misma noche. Extinguíase la vida en el interior de aquel organismo anonadado y ya no quedaba en él más que un débil soplo vital que le permitía hablar, aunque con voz tan tenue que sólo podía oírse en aquel absoluto silencio.

—Pero tía —dijo débilmente dirigiéndose a la baronesa que estaba a sus espaldas—, ¿es que tiene usted deseos de que yo muera pronto y por eso me aturde con esas oraciones que murmura?

Este reproche dicho de un modo dulce hizo que la baronesa levantase su cabeza, en la que se marcaba un gesto de indignaciones.

—Mira, María —contestó con una severidad impropia de las circunstancias—. No quiero que una persona de mi familia vaya al infierno, y como tú te niegas a ponerte bien con Dios yo me encargo de subsanar esta falta y le ruego al Señor que te reciba en su santa gloria, si no por tus méritos, al menos por los de otras personas de tu familia.

La enferma estuvo callada durante algunos minutos y después dijo con dulzura:

—Yo no necesito confesarme. He sido muy desgraciada en este mundo y no recuerdo haber hecho daño a nadie. He obedecido siempre a las personas que me han rodeado, creyendo firmemente cuanto me decían.

Calló la enferma breves instantes y añadió después con marcada intención, volviendo la cabeza y buscando con la mirada a su tía:

—¡Ojalá no hubiera sido tan crédula y obediente! No hubiese sido tan desgraciada y tal vez ahora me vería en diferente situación.

La baronesa no contestó, pues adivinaba un gran cambio en el carácter y las ideas de su sobrina, y no quería exponerse a que ésta, con la franqueza del que va a abandonar la vida, le dijese algunas verdades que forzosamente habían de resultar amargas.

Volvió doña Fernanda a abismarse en la lectura de sus oraciones, afirmando los lentes de oro sobre su picuda nariz, y mientras tanto, la enferma, después de lanzar una mirada de gratitud a aquel criado, modelo de fidelidad y de abnegación, que parecía consternado al contemplar a su señora, volvió sus ojos al rincón más oscuro de su gabinete, y así permaneció impasible e inmóvil.

Transcurría el tiempo en aquella inercia silenciosa, que sólo turbaba el murmullo de los rezos de la baronesa y las llamas crepitantes de los cirios.

Los relojes del hotel daban sus campanadas para marcar el paso del tiempo y a aquellas tres personas les parecía cosa de milagro la rapidez con que se sucedían las horas, pues absortas en sus pensamientos, creían que las horas se confundían unas con otras según la frecuencia con que las escuchaban.

Pasaba el tiempo velozmente, y era ya más de medianoche cuando la enferma pareció volver en sí de sus tristes reflexiones y dirigió la palabra a su fiel criado, que seguía de pie, sin que la fatiga consiguiera rendirle.

En el rostro de la condesa veíase una expresión más animada que parecía presagiar el principio de un restablecimiento. Su cutis, antes tan pálido, estaba ligeramente coloreado, y su voz había adquirido nueva potencia.

La baronesa miraba a su sobrina con cierto asombro, no pudiendo explicarse cómo aquel cuerpo tan débil, todavía tenía fuerzas para resistir la enfermedad; pero el criado se entristeció al notar aquella mejoría.

Sabía bien lo que significaba. El médico le había dicho que momentos antes de morir, los que estaban enfermos de la misma dolencia que la condesa experimentaban una rápida y fugaz mejoría.

Pedro, pues, veía próxima la muerte de su señora; muerte dulce y casi insensible, como la de todos los tísicos, y cual convenía a aquella pobre mártir que tanto había sufrido en vida.

Acababa de dar el reloj del gabinete la una de la madrugada cuando María se incorporó sobre los almohadones que Pedro había colocado en su sillón, y tendió sus brazos al fiel criado, agarrándose a sus hombros con la intención de levantarse y respirar mejor puesta en pie.

La capa se deslizó a lo largo del escuálido cuerpo y la enferma quedó en ropas menores, mostrando sus brazos enjutos y consumidos, capaces de inspirar lástima al más indiferente.

La condesa sosteníase agarrada a su criado, sin dar ninguna orden ni atreverse a andar. Su cuerpo se agitaba con un débil estremecimiento, y sus ojos, desmesuradamente abiertos y con expresión de angustia, miraban a aquel rincón oscuro, como si en él viera impalpables imágenes que en aquellos instantes atraían toda su atención.

—¡Ah! ¿Estáis ahí? —murmuró con voz tan queda y débil como un suspiro—. ¡Hijo mío! ¡Juanito! ¡Papá! Allá voy.

Y sus manos soltaron los hombros del criado, mientras su cuerpo caía inerte en el sillón.

La baronesa se levantó de un salto, y el criado, tosca pero cariñosamente, agarró entre sus manos aquella cabeza que caía inerte sobre uno de los enflaquecidos y angulosos hombros.

No era posible dudar: la condesa había muerto.

Pedro contempló aquellos ojos desmesuradamente abiertos, vidriosos y empañados, que miraban todavía al oscuro rincón; la nariz, que adquiría un tinte negruzco, y aquella boca entreabierta y todavía contraída por una sonrisa sobrehumana, como si hubiese sido provocada por una visión hermosa, por la vista de la felicidad existente más allá de la tumba.

El aspecto horrible de aquel cadáver, miserable manojo de huesos y piel, al que faltaba ya la misteriosa esencia que lo hacía atractivo y aquel calor vital que rápidamente se iba desvaneciendo dejando al cuerpo cada vez más frío, trajeron a la realidad al pobre criado, que rugiendo de dolor, para desahogar su oprimido pecho, se arrojó a los pies del sillón y comenzó a besar, con la furia de un loco, una de las manos amarillentas y descarnadas.

—¡Señorita!…, ¡señorita! —gritaba el pobre hombre conmovido por aquel suceso, a pesar de que lo esperaba hacía ya mucho tiempo; y trastornado por su desesperación, echábase en cara el no haber salvado a la infeliz hija de su antiguo amo, el no haber velado por su vida tal como lo prometió en París, como si el desdichado tuviera poder para combatir a la más terrible de las enfermedades.

Permaneció así postrado, el infeliz Pedro, mientras tuvo fuerzas para llorar, y por fin, extenuado, debilitado y recordando que su deber le exigía algo más que entregarse al llanto, se levantó, abandonando aquella fría mano inerte sobre el brazo del sillón.

Cuando Pedro, puesto en pie, miró con extrañeza a su alrededor, vio agrupados en la puerta a la baronesa y a Ordóñez, mirando con espanto casi supersticioso aquel cadáver hundido en el sillón, que parecía aún más repugnante por las desnudeces descarnadas y angulosas que dejaba al descubierto.

El marido de la condesa conservaba todavía su traje de etiqueta, pues acababa de llegar del baile.

Había vuelto una hora antes de lo que había prometido. No se diría que era un esposo incorrecto y desatento con su mujer. Aún había llegado a tiempo para ver el cadáver de su esposa, y… ¡Dios mío!, ¡cuán fea era la muerta! Ver aquellos hombros que con sus rígidas puntas parecían romper la piel, cuando aún los ojos guardaban el recuerdo de los hermosos escotes contemplados en el baile, resultaba un contraste extraño, una visión dolorosa que él sufría como buen marido, aunque convencido de que nadie le agradecería tan terrible sacrificio.

En cuanto a la baronesa, estaba también conmovida por la fealdad de la muerte. Era ya vieja, su fin estaba próximo, y aunque por sus aficiones devotas estaba en relación amistosa con Dios y los bienaventurados, contando como seguro su ingreso en la corte celestial, no por esto dejaba de producirle una impresión anonadadora el espectáculo de la muerte.

Además, sus gustos y sus delicadezas de persona distinguida sublevábanse a la vista de un cadáver, y comenzaba a encontrar que en aquel gabinete existía un olor especial que hería e irritaba su aristocrático olfato.

El rudo y fiel criado, a quien la reciente desgracia había hecho olvidar lo que él era y representaba en aquella casa, lanzó una mirada altiva e interrogadora a la baronesa y a Ordóñez, esperando que éstos se acercasen al cadáver; pero al ver que permanecían inmóviles, levantó los hombros con expresión desdeñosa y de desprecio, y agarró el inanimado cuerpo para conducirlo a la cama.

Anduvo algunos pasos cargado con aquel cadáver que pesaba menos que un niño, oprimiéndolo contra su pecho con expresión cariñosa y paternal y procurando que la inanimada cabeza descansase sobre su hombro. Los caídos brazos golpeaban suavemente sus rodillas como si la muerta acariciase cariñosamente al único ser que había hermoseado los últimos días de su existencia con un poco de amor y abnegación.

Al llegar cerca de la cama, el criado volvió la cabeza con instintivo impulso, y al ver a los que estaban en la puerta, no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.

La baronesa de Carrillo aspiraba con codicia el contenido de un bote de perfume, mientras que en honor a las circunstancias hacía esfuerzos porque asomasen algunas lágrimas a sus ojos; y el lindo Ordóñez, se tapaba la cara con las manos para llorar, pero lo que agitaba su cuello no era el estertor del llanto, sino el escalofrío de la repugnancia y de la náusea.

El honrado Pedro sintió que en su interior despertaba una indignación feroz y que, a no tener sus brazos ocupados en el cadáver, le hubiese arrastrado al homicidio. Pensó en el pasado, en que aquella vieja aristócrata y aquel aventurero distinguido eran los principales causantes de la muerte de María, de aquella joven infortunada nacida bajo el peso de una fatalidad y que había atravesado la vida pagando cada minuto feliz con interminables años de dolor; y olvidando su condición de criado, pensando únicamente en que en tal momento representaba al pobre padre muerto allá en París y a todos los Baselgas caídos uno tras otro en la inmensa red de la negra araña jesuítica, fijó sus ojos centelleantes en la tía y el sobrino, y con voz ruda, atronadora, como si saliese de la boca de un dios vengador, les apostrofó diciendo:

—¡Canallas! ¡Tienen asco!

EPÍLOGO

Eran las cinco de la tarde y la calle de Alcalá presentaba el brillante aspecto, propio de la principal arteria de una gran ciudad, a la hora en que la aristocracia comienza su día y tumbada en el fondo de sus carruajes se deja conducir con el suave balanceo de los muelles, al paseo, donde se saludan y se dirigen sonrisas las gentes que se ven diariamente en todos los puntos de diversión y apuramiento.

La tarde era espléndida. El sol de la primavera campeaba en un cielo azul medrado por jirones de blancos vapores, y la hermosura de la tarde parecía comunicarse al alma de las gentes que discurrían por las aceras con cierta expresión satisfecha mirando los carruajes que pasaban veloces por el centro de la calle.

Era el primer día que el antiguo asistente de don Esteban Álvarez se sentía un tanto alegre después de la muerte de la condesa de Baselga, ocurrida ocho meses antes.

Esta desgracia le había sumido en una melancolía horrible, y cuando volvió del cementerio, después que el féretro fue sepultado en el panteón de los Baselga, aquel pobre hombre se juzgó ya solo en el mundo, y sin un ser que le conociese.

El cuidado de la infeliz enferma fue su última ocupación grata; después de esto, su corazón quedaba muerto, y cayendo en una espantosa misantropía, el infeliz se creyó en un desierto donde era imposible que encontrase más seres que excitasen su cariño y que no correspondieran a su afecto con una terrible indiferencia.

La indignación que había mostrado junto al cadáver todavía caliente de María, y las sordas amenazas que profirió contra la baronesa y Ordóñez, hicieron que el mismo día del entierro fuese despedido de la casa.

El pobre Pedro vivió miserablemente con sus escasos ahorros durante un par de meses, y al fin pudo encontrar una colocación modesta, que apenas sí le daba para comer.

Aquel hombre sencillo y leal, al considerarse tan completamente solo en el mundo, acogía la vida como una carga pesada que había que sobrellevar forzosamente.

No podía acostumbrarse a vivir en tan completa soledad, pues hacía ya muchos años que su existencia se deslizaba siempre al lado de un ser querido. Primero tenía a don Esteban Álvarez, que era el objeto de todas sus atenciones; después le habían ocupado los cuidados que debía dedicar a aquella infeliz joven, cuyo organismo estaba minado por la tisis; y ahora, al contemplarse solo, sin otra ocupación que la de ganarse el pan, y arrojado en el seno de una sociedad indiferente, el desgraciado Pedro a pesar de que gozaba de absoluta libertad, se creía aun en la época de su juventud, en que por salvar a su amo, fue herido, hecho prisionero y conducido a Ceuta, donde se vio en absoluto aislamiento.

El antiguo asistente tuvo noticia de cuanto ocurrió en la familia a quien servía, después de la muerte de la condesa.

La baronesa de Carrillo, que heredó toda la fortuna de su sobrina, habíala cedido a los padres jesuitas, quienes se apresuraron a vender el hotel del Paseo de la Castellana y los demás inmuebles de que constaba la herencia, y a realizar los títulos que representaban el resto de aquel respetable capital.

Doña Fernanda, limitada a la pequeña fortuna que había heredado de su madre, la intrigante Pepita Carrillo, y que era suficiente para sus modestas necesidades, dedicábase ahora con más entusiasmo que nunca a su propaganda devota, y pasaba la mayor parte del año fuera de Madrid, visitando conventos y organizando en provincias cofradías de damas aristocráticas.

En cuanto a Ordóñez, sin otro auxilio ya que la protección del padre Tomás, hacía su vida de soltero y ocupaba un lindo entresuelo, gastando con la prodigalidad de siempre el producto de lo que había podido sustraer a la voracidad de los jesuitas, así como lo que le proporcionaba su antiguo crédito, pues no había perdido la costumbre de contraer deudas.

Pensando en la rapidez con que se había deshecho tan grande fortuna entre las manos de los jesuitas, subía Pedro la calle de Alcalá, con paso lento, pues aún le quedaba tiempo para acudir a su cita.

Dos días antes había experimentado una inmensa alegría, que rompió la abrumante soledad que le rodeaba, demostrándole que aún quedaban en el mundo seres que le reconocían y que le daban el titulo de amigo. A la puerta de un café, le detuvo un caballero joven, echándole los brazos al cuello y celebrando con ruidosas carcajadas el inesperado encuentro.

Era Agramunt, el revolucionario Agramunt, que había regresado a España en virtud de una ley de amnistía que acababa de dar el gobierno, y que antes de volver a Barcelona, deteníase en Madrid algunos días para cumplir ciertos encargos políticos.

Aquellos antiguos amigos que tantas cosas tenían que contarse, pasaron horas muy felices recordando el pasado, y apenas terminaban sus ocupaciones iban a buscarse inmediatamente para pasar la noche juntos, hablando de Zarzoso, de Álvarez, de su desgraciada hija, y de todas cuantas personas conocían, aunque sólo fuera de oídas por haber intervenido ellos en tan triste historia.

Como Agramunt tenía dinero, convidaba generosamente a su antiguo amigo, y aquella tarde Pedro iba en su busca para dar un paseo juntos, antes de ir a comer en Fornos.

En la esquina del Suizo se encontraron los dos amigos y cogiéndose familiarmente del brazo, emprendieron la marcha hacia el tiro.

A los pocos pasos, llamoles la atención un hombre de aspecto elegante, que pasó galopando sobre un hermoso caballo inglés y mirando a todas partes con expresión de superioridad insolente y desdeñosa.

—Mire usted, Agramunt —dijo Pedro, tocando con el codo a su amigo—. ¿No quería usted conocer a Ordóñez? Pues, ése es.

—¡Ah bandido! —exclamó el joven escritor con amargura.

Ahí va orgulloso como un rey, saludando a las gentes que se apresuran a contestarle, y sin embargo, muchos asesinos mueren en el patíbulo con menos causa que él. ¡Qué sociedad ésta!

Los dos amigos, al llegar frente a la iglesia de San José, se detuvieron, pues Pedro, que tenía muy buena vista, señalaba con un gesto a una señora vestida de negro, que bajando de una modesta berlina se disponía a entrar en el templo.

—Aquélla es la baronesa. Es tan mala como ese Ordóñez, pero al menos por pudor sabe fingir y aún lleva luto por la muerte de su sobrina. No es como el botarate del marido, que un mes después de fallecer la condesa, ya se presentaba en público, divirtiéndose sin escrúpulo alguno y haciendo el amor a cuantas mujeres le gustaban. A pesar de esto, si me diesen a escoger entre la baronesa y el sobrino…

—No te quedarías con ninguno —interrumpió Agramunt—, y comprendo que tal hicieras, pues la vieja beata debe ser más terrible que el botarate de Ordóñez, porque según tengo entendido ella es el mejor agente que tienen los jesuitas.

Los dos amigos estaban de espaldas a la acera y al volverse rápidamente tropezaron con un anciano, que con el sombrero de copa hundido hasta las cejas, la cabeza baja, moviendo el bastón de un modo extravagante y murmurando incoherentes palabras, marchaba con lento paso.

El viejo contestó con un gruñido feroz y una mirada irritada al empujón de aquellos dos hombres, y siguió su camino lentamente, mientras que Pedro se estremecía diciendo al oído de su amigo con voz ansiosa:

—Mírele usted bien. ¿Le conoce?, ¿le conoce?

—¿Quién es? —contestó con extrañeza Agramunt.

—El viejo doctor Zarzoso; el tío de nuestro desgraciado amigo don Juan.

—Hablémosle. Tal vez se alegre ese pobre viejo de conocer a quien fue tan amigo de su sobrino.

—No —contestó Pedro con acento triste—. Tal vez nos arrepentiríamos de revivir en el anciano penosos recuerdos. El pobre doctor, desde aquella mañana en que le llevaron a su casa el cuerpo de su sobrino asesinado por Ordóñez, perdió casi por completo la razón, y si en la actualidad no lo tienen encerrado en el mismo manicomio que él fundó, es porque su locura es pacífica y no da a nadie el menor motivo de queja. Va por todas partes lo mismo que usted lo ve ahora, y si alguien le habla, él contesta incoherentemente; su manía es que las leyes deben reformarse, y que es un absurdo que la sociedad, mientras castiga al hombre de blusa, que ebrio y rabioso mata a la puerta de una taberna, tiende su mano protectora sobre el hombre distinguido que ante cuatro amigos atraviesa de una estocada a un semejante.

—Pues no discurre mal el viejo doctor —dijo Agramunt—. Me parece que él es cuerdo y que los locos son los que se burlan de sus palabras.

—Ha perdido por completo la memoria —continuó Pedro—. Cuando le hablan de su sobrino escucha con gran extrañeza, y en vez de contestar ríe de un modo que causa miedo. ¡Ay, amigo Agramunt! ¡Si usted viera qué pena causa en todos los que tratan al doctor, ese estado de imbecilidad en que ha caído un hombre tan sabio y tan ilustre!

Los dos amigos permanecieron inmóviles durante mucho rato siguiendo con la vista al pobre loco que se alejaba lentamente, y cuando éste se confundió con los demás transeúntes, ellos volvieron a emprender la marcha, cabizbajos y visiblemente emocionados por aquel doloroso encuentro.

Agramunt pensaba en las crueldades de la fatalidad que ocasiona a los humanos tan terribles tristezas.

Estaban ya frente al Ministerio de la Guerra y junto al palacio del Banco de España, todavía en construcción, cuando les hizo detener el paso de un grupo de curiosos, en el centro del cual se movían los kepis de los guardias del Orden público.

—¿Qué es eso? —preguntó Agramunt a su compañero que se había adelantado para enterarse de lo que ocurría.

—Poca cosa. Han prendido a un ladrón que intentaba robarle el reloj a un caballero; ahora lo están atando… ¡Ya se lo llevan!

Y abriéndose el curioso grupo, apareció un hombre mal vestido, pálido, con el pelo pegado a la frente por el sudor y con las señales de haberse resistido fieramente antes de entregarse en manos de la policía. Llevaba los brazos atados por detrás, y los guardias, enfurecidos sin duda por la anterior resistencia, le empujaban rudamente.

Aquella escena vino a aumentar aún la triste impresión que experimentaban los dos amigos, y doblando la esquina entraron en el Prado, al mismo tiempo que viniendo en dirección contraria se cruzaban con ellos dos sacerdotes: uno joven y de rostro insignificante que miraba humildemente al suelo, y el otro que a su derecha, viejo y erguido, fijaba en todos los transeúntes sus ojos curiosos e investigadores.

—¡Vive Dios!, exclamó Pedro—. Esta tarde abundan los encuentros. Ahí tiene usted al padre Tomás Ferrari.

Agramunt contempló con curiosidad no exenta de ira al viejo jesuita, que se alejaba majestuosamente convencido de su inmenso poder, y contestando con sonrisas protectoras a los saludos respetuosos que le dirigían algunos transeúntes.

Agramunt sonreía con amargura, avanzando con su amigo por el centro del Prado.

—Ahí tienes lo que es el mundo, amigo Pedro. La sociedad acosa como a una fiera al ladrón que roba un reloj tal vez por hambre, y en cambio saluda y presta homenaje a otro ladrón que ha estado preparando un robo de millones durante muchos años y que para realizar su plan no ha vacilado en premeditar asesinatos y en realizarlos con irritante alevosía.

El joven dio algunos pasos, sumido en el silencio propio de un hombre que reflexiona, y añadió después:

—Verdaderamente resultan admirables por lo grandes esos bandidos negros. ¡Qué sublimidad para el mal tiene el jesuitismo! Para los obreros de la sagrada Compañía, la palabra imposible carece de sentido. El desaliento es cosa desconocida entre ellos y con tal de realizar sus planes a la sordina y sin escándalo, disponen de los años y de los siglos con la misma indiferencia que nosotros disponemos de los minutos. Su fuerza es siempre igual, y si cae uno en sus filas, no tarda en ocupar otro su puesto. El mundo está en peligro: la libertad y el progreso serán palabras vanas que representarán cosas inestables, mientras siga en pie esa sombría institución que dispone de los primeros tesoros del mundo, aumentándolos cada vez más, y de hombres sumisos e inconscientes que se mueven como máquinas y marchan rectamente a su fin, seguros de que a la corta o a la larga han de lograr su objeto. La tiranía imperante los protege; no contentos con disponer de las clases privilegiadas, intentan hoy seducir al pueblo, y si esto continúa por algunos años, llegará el momento en que la libertad caerá anonadada, y cual otro Juliano el Apóstata, dirá con desaliento al hombre que en la historia simboliza la reacción: «¡Venciste, Loyola!».

Calló el escritor, y agarrando de un brazo a su amigo, detúvose sin darse cuenta exacta de lo que hacía.

Sus ojos, con cierta expresión propia de un inspirado, miraron al horizonte cubierto de vapores, que adquirían un dote rojo, bañados por los últimos rayos del sol.

Aquel resplandor de incendio de que parecía empapado el horizonte, entusiasmaba al revolucionario.

—Mira, Pedro, mira bien. Ese incendio del cielo es la imagen del porvenir. El fuego todo lo purifica, y en la actualidad resulta el único remedio. Sé muy bien que Torquemada sentía estas ideas y las aplicaba en favor de la reacción. Pues bien, el mundo necesita hoy un Torquemada en sentido inverso, que queme al presente, no en nombre del pasado, sino en el del porvenir. Mira bien, ¡qué alegre resplandor! Un fuego que todo lo devore, una inquisición que respete a las personas, pero que convierta en cenizas todas las instituciones caducas del presente… ¡he ahí el más bello porvenir para la humanidad!

Y el joven revolucionario, como si le asaltase la idea de que aún estaba lejos aquella solución anhelada y esto despertase su ira, cerró los puños convulsivamente y miró otra vez al cielo, murmurando con voz anhelante, como si hablase con un ser invisible:

—Pero ¿cuándo te decidirás a barrer tanta podredumbre? ¿Cuándo darás el gran escobazo?

Appendix A

FIN DE LA OBRA

Appendix B APÉNDICE

Para que el lector acabe de capacitarse de lo que es la Compañía de Jesús y de los peligros que ofrece su existencia dentro de la actual sociedad, nada nos parece tan útil como reproducir su Mónita Secreta, o sea, las instrucciones reservadas por que se rigen los más importantes individuos de la tenebrosa Orden.

Léanse con detenimiento todos sus capítulos, y en ellos se verá claramente el fin a que aspira la temible Sociedad y los medios hábiles y diabólicos de que se vale para alcanzarlo.

La Mónita es la obra de un gran talento infernal puesto al servicio de la más repugnante y temible de las causas. Es una ganzúa de ladrón experto, con la cual se pueden abrir todas las cajas y todas las conciencias.

Como la publicidad de la Mónita es poner al descubierto la verdadera esencia del jesuitismo, mostrándolo en toda su repugnante desnudez, inútil es decir que la famosa Compañía ha negado siempre la autenticidad de dicha obra; ardid que no ha surtido efecto alguno, pues lo que en tal reglamento se dice se acopla exactamente a cuantos actos realiza la Orden, además de que en el Prefacio se recomienda a todos los individuos de la Sociedad que nieguen siempre la existencia de tales instrucciones.

El descubrimiento de la Mónita Secreta tiene su historia, pues bien sabido es el exquisito cuidado con que la Compañía guarda todos los documentos que pueden comprometerla.

En 1661 publicose en Paderborn dicho reglamento escrito en latín, y por más de un siglo permaneció secreto, hasta que antes de la Revolución Francesa se encontró entre los papeles del padre Brothier, último bibliotecario de la Compañía en París. Existe, además, un manuscrito de dicha obra, de indiscutible autenticidad, en el archivo de Bélgica, establecido en el Palacio de Justicia de Bruselas, y que lleva por título: Secreta Monitae, ou Advis Secrets de la Societé de Jesús.

Se han hecho traducciones en todas las lenguas de esta obra maestra de la falsedad y de la astucia, y el eminente escritor democrático don Fernando Garrido fue el primero que la tradujo al español.

Entérese el lector de la famosa Mónita y se convencerá de lo que es capaz la Compañía para apoderarse del dinero ajeno y de la conciencia de imbéciles y fanáticos:

Appendix B.1 «MONITA SECRETA» O INSTRUCCIONES RESERVADAS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Appendix B.1.1 PREFACIO

Los Superiores deben guardar entre sus manos cuidadosamente estas instrucciones particulares, y no deben comunicarlas más que a algunos profesos, instruyendo solamente a algunos de los no profesos, cuando lo exija la conveniencia de la Sociedad; y esto se hará bajo el sello del silencio, y no como si se hubiesen escrito por otro, sino cual si fuesen producto de la experiencia del que las da. Como muchos profesos conocen estos secretos, la Sociedad arregló desde su origen que los que los sepan no puedan pasar a otras Ordenes, a no ser a la de los Cartujos, por el retiro y silencio en que viven, y el Papa nos lo concedió.

Hay que poner sumo cuidado en que estas advertencias no caigan en manos de extraños, porque les darán una interpretación siniestra por envidia a nuestra Institución. Si esto sucediera, lo que Dios no quiera, debe negarse que son tales los sentimientos de la Sociedad, haciendo que así lo aseguren los que a ciencia cierta se sabe que lo ignoran, y oponiéndoles nuestras instrucciones generales y reglas, impresas o manuscritas.

Los Superiores deben siempre investigar cuidadosamente, y con prudencia si alguno de los nuestros ha descubierto a extraños estas instrucciones secretas; y a nadie se tolerará que las copie, ni para sí ni para otro, sin consentimiento del General, o al menos del Provincial; y si se duda de que alguien no sea capaz de guardar secretos tan grandes, se le despedirá.

Appendix B.1.2 CAPITULO I

DE QUE MODO DEBE CONDUCIRSE LA SOCIEDAD CUANDO COMIENZA UNA FUNDACIÓN

Para hacerse agradables a los vecinos del pueblo, importa mucho explicarles el objeto de la Sociedad, tal como está prescrito en las reglas, donde se dice que la Sociedad debe aplicarse con tanto afán a la salvación del prójimo como a la suya propia. Para esto deben desempeñarse en los hospitales las funciones más humildes, visitar a los pobres, a los afligidos y a los presos. Es preciso oír las confesiones con benevolencia, y ser con los pecadores muy indulgentes, a fin de que las personas más importantes admiren a los nuestros y los amen, tanto por la caridad que muestren para todos, como por la novedad de su blandura.

Que todos tengan presente que deben pedir modesta y religiosamente los medios de ejercer los ministerios de la Sociedad y tratar de alcanzar la benevolencia, principalmente de los eclesiásticos y de los seglares que ejercen autoridad, a los que algún día podrán necesitar.

También deberá irse a los lugares apartados, en los que se recibirán las limosnas que quieran dar, por pequeñas que sean, después de hacer presente la necesidad que de ellas tienen los nuestros. Luego deberá darse limosna a los pobres, a fin de hacer formar buena opinión de la Sociedad a los que aún no la conocen, y de que sean con nosotros muy generosos.

Que todos parezcan estar inspirados por el mismo espíritu, y que aprendan a tener las mismas maneras, para que la uniformidad en tan gran número de personas los haga simpáticos y respetables. A los que así no lo hagan, despedirlos por perjudiciales.

Al principio, los nuestros deben guardarse bien de comprar propiedades; pero si juzgan necesario comprarlas, que lo hagan en nombre de amigos fieles que den la cara y que guarden el secreto. Para que nuestra pobreza se vea mejor, conviene que las tierras que se posean junto a un colegio se asignen a otros que estén lejanos, lo que impedirá que príncipes y magistrados sepan a cuánto ascienden las rentas de la Sociedad.

Que no se establezcan colegios más que en las ciudades ricas.

A las viejas viudas hay que encarecerles nuestra extrema pobreza, para sacarles el dinero que se pueda.

Que solo el provincial sepa en cada provincia a cuánto ascienden nuestras rentas; que a lo que asciende el tesoro de la Compañía sea un misterio sagrado.

Que los nuestros prediquen, y digan en sus conversaciones, que han ido a enseñar a los niños y a socorrer a los pobres gratuitamente, y sin distinción de personas, que no somos una carga para los pueblos, cual las otras órdenes.

Appendix B.1.3 CAPITULO II

DE QUE MANERA LOS PADRES DE LA SOCIEDAD PODRÁN ADQUIRIR Y CONSERVAR FAMILIARIDAD CON LOS PRÍNCIPES, LOS GRANDES Y PERSONAJES IMPORTANTES

Es preciso consagrar nuestros esfuerzos a ganar la simpatía y el ánimo de los príncipes y de las personas más importantes, a fin de que nadie se atreva con nosotros, sino que, al contrario, todos se vean obligados a depender de nosotros.

Como la experiencia nos enseña que los príncipes y los grandes señores son particularmente aficionados a los eclesiásticos cuando estos ocultan sus acciones odiosas y las interpretan favorablemente, como se ve en los casamientos que contraen con sus parientas o aliadas, o en cosas semejantes, es preciso alentarles a contraer esas alianzas, haciéndoles esperar que por nuestra mediación obtendrán del Papa las licencias o perdones necesarios si se le explican los motivos, si les presentan casos análogos y si le hacen presentes los sentimientos que los recomiendan, bajo pretexto del bien común y de la mayor gloria de Dios, objeto principal de la Sociedad.

Lo mismo debe hacerse si el príncipe emprende algo que no sea agradable a todos los grandes señores. Debe animársele, empujarle, e inducir a los otros a convenirse con el príncipe y a no contradecirle; pero sin llegar nunca a singularizarse, porque si no sale bien el negocio no se lo imputen a la Sociedad; y que si el propósito del príncipe fuese desaprobado, y la Sociedad acusada de instigadora, pueda emplearse la autoridad de algunos padres que no conozcan estas instrucciones, a fin de que puedan afirmar con juramento que calumnian a la Sociedad, a propósito de lo que le imputan.

Para hacerse dueños del espíritu de los príncipes, será útil que los nuestros se insinúen diestramente, y por medio de otras personas, para desempeñar por ellos embajadas honrosas cerca de los otros príncipes y reyes, y, sobre todo, con el Papa y los grandes monarcas. Con tal ocasión podrán recomendarse a sí propios y a la Sociedad, por lo cual no deberán destinarse a esto más que personas llenas de celo, y muy enteradas en las cosas de nuestro Instituto.

La experiencia nos ha enseñado cuántas ventajas ha sacado la Sociedad de mezclarse en los casamientos de los príncipes de la casa de Austria y de los que se han hecho en otros reinos en Francia, en Polonia, etc., y en diversos ducados; por eso hay que proponer partidos ventajosos, escogidos, que se admitan, y que sean familiares a los parientes, y a nosotros y a nuestros amigos.

A las princesas se las ganará fácilmente por sus doncellas; y para esto es preciso ganar la amistad de estas, que es el medio de entrar en todas partes, y de conocer los asuntos más secretos de las familias.

En la dirección de la conciencia de los grandes señores, nuestros confesores seguirán las máximas de los autores que dejan más libertad a la conciencia contra la de los otros religiosos, a fin de que los abandonen, prefiriendo nuestra dirección y consejo.

Es preciso dar a conocer los méritos de nuestra Sociedad a príncipes y prelados y a todos los que puedan favorecerla extraordinariamente, después de mostrarles la importancia de este gran privilegio.

También hay que insinuar, con habilidad y prudencia, el amplísimo poder que tiene la Sociedad para absolver hasta los casos reservados, tan superior al de los otros pastores y religiosos; y para conceder a los jóvenes dispensas de los deberes que deban dar o pedir, de los impedimentos de matrimonio y otros. Esto hará que muchos recurran a nosotros y nos queden obligados.

Es preciso invitarles a los sermones, a las conferencias, arengas y declamaciones, etc., y honrarlos con tesis y con poesías, y, si es útil, darles banquetes y adularlos.

Será necesario procurar la reconciliación de los grandes en sus amistades y disensiones, porque así, poco a poco, conoceremos a los que les son familiares, y sus secretos, y unos u otros nos servirán.

Que si alguno que no ame nuestra Sociedad sirve a príncipe o monarca, se trabaje por los nuestros, o mejor, por medio de otros, en que se haga nuestro amigo y familiar de la Sociedad, con promesas y favores, y procurando que el príncipe o monarca a quien sirve mejore su estado.

Que todos se guarden de recomendar a nadie o de procurar ventajas a los que salieron de la Sociedad, por cualquier causa, y principalmente a los que salieron por su voluntad, porque, digan lo que quieran, alimentan contra esta un odio irreconciliable.

Por último, que cada uno haga cuanto pueda para obtener el favor de los príncipes, grandes y magistrados, a fin de que, cuando la ocasión se presente, obren vigorosa y fielmente por nosotros, aunque sea contra sus parientes, aliados y amigos.

Appendix B.1.4 CAPITULO III

COMO DEBE LA SOCIEDAD CONDUCIRSE CON LOS QUE EJERCEN GRAN AUTORIDAD EN EL ESTADO, Y QUE, AUNQUE NO SEAN RICOS, PUEDEN PRESTAR OTROS SERVICIOS

Además de las cosas que acaban de decirse, y que con discernimiento pueden aplicarse casi todas, es preciso cuidar de atraerse su favor contra nuestros enemigos.

Es preciso servirse de su autoridad, de su prudencia y de su consejo para que la comunidad adquiera bienes y obtenga empleos que puedan ser ejercidos por los nuestros, sirviéndose en secreto de sus nombres para la adquisición de bienes temporales, si se cree que se pueda fiar de ellos.

Es preciso servirse también de esos personajes para ablandar a la gente vil y al populacho, contrario a nuestra Sociedad.

Deberá exigirse lo que sea posible de obispos, prelados y otros superiores eclesiásticos, según la diversidad de razones y la inclinación que sientan por nosotros.

En algunos sitios bastará obtener que los prelados y los párrocos hagan que sus subordinados respeten la Sociedad y que no impidan nuestras funciones en los países en que tienen más influencia, como en Alemania, en Polonia, etc. Será preciso tributarles grandes respetos, a fin de que por su autoridad y por la de los príncipes, los monasterios, las parroquias, los prioratos, los patronatos, las fundaciones de misas, los edificios consagrados al culto, puedan caer en nuestras manos, lo que no será difícil donde los católicos están mezclados con cismáticos y herejes. Debe también hacerse comprender a esos prelados la utilidad y mérito que hay en cambios semejantes, y que no pueden esperarse del clero secular o de los frailes. Si lo hacen, como deseamos, debe alabarse públicamente su celo, hasta por escrito, y hacer eterna la memoria de su acción.

Para esto debe procurarse que esos prelados se sirvan de los nuestros, así para las confesiones como para el consejo, y que si aspiran a más altas dignidades, en la corte romana, les ayudemos con todas nuestras fuerzas por medio de amigos.

Que los nuestros obtengan de obispos y de príncipes que cuando funden colegios e iglesias parroquiales la Sociedad pueda poner vicario con cura de almas, y que el superior sea el cura, a fin de que el gobierno de esas iglesias nos pertenezca, y que los feligreses estén sometidos a la Sociedad, que obtendrá de ellos cuanto pueda.

Donde las academias nos sean contrarías, o donde los católicos o los herejes impidan nuestras fundaciones, es preciso servirse de los prelados, y ocupar las primeras cátedras, porque así la Sociedad hará conocer sus necesidades.

También deberá influirse en los prelados cuando se trate de la beatificación o canonización de los nuestros, y obtener, de cualquier manera que sea, cartas de los grandes señores y de los príncipes que influyan favorablemente cerca de la Sede Apostólica.

Si los prelados o los grandes señores van de embajadores, convendrá impedir que se sirvan de otros religiosos, de los que están mal con nosotros, a fin de que no les inculquen su odio, y los lleven a las provincias y ciudades donde estamos establecidos. Y si estos embajadores pasan por las ciudades en que la Sociedad tiene colegios, debe recibírseles con honores y afección, y regalarles lo que permita la modestia religiosa.

Appendix B.1.5 CAPITULO IV

LO QUE DEBE RECOMENDARSE A LOS PREDICADORES Y A LOS CONFESORES DE LOS GRANDES

Que los nuestros dirijan a los príncipes y a los hombres ilustres, de suerte que parezca que solo tienden a la mayor gloria de Dios y a la austeridad de conciencia que los príncipes consientan en ceder, porque la manera de dirigirlos no debe atender al principio, sino, insensiblemente, al gobierno exterior y político.

Por esto deben con frecuencia advertir que la distribución de los honores y de las dignidades en la república pertenece a la justicia, y que los príncipes ofenden gravemente a Dios cuando proceden apasionadamente. Que protesten con frecuencia y seriedad de que no quieren mezclarse en la administración del Estado, y que si hablan es por deber y a pesar suyo. Cuando los príncipes hayan bien comprendido esto, debe explicárseles las virtudes que necesitan tener los escogidos para las dignidades y cargos públicos, y procurar que nombren para ellos a los amigos sinceros de la Sociedad.

Sin embargo, esto no debe hacerse inmediatamente por los nuestros, sino por los que son familiares del príncipe, a menos que este no lo exija.

Por eso los confesores y predicadores nuestros deben estar informados de quiénes son propios para desempeñar los cargos, y, sobre todo, liberales con la Sociedad, a fin de que insinúen sus nombres a los príncipes, por sí mismos o por medio de otros.

Que los confesores y predicadores recuerden que han de tratar a los príncipes con dulzura y acariciándolos, y no chocar con ellos en los sermones ni en las conversaciones particulares, apartando de su ánimo todo temor, y exhortándoles principalmente a la fe, a la esperanza y a la justicia política.

Casi nunca deben recibir regalitos para su uso particular, pero sí recomendar la necesidad pública de la provincia o del colegio; y deben contentarse en la casa con una habitación sencillamente amueblada, no vestirse con mucho esmero y acudir prontamente a ayudar y consolar a las gentes más viles del palacio, para que no se crea que solo están prontos a servir a los grandes.

Cuando muera algún dependiente deben no descuidarse en hablar de sustituirle con amigos de la Sociedad; pero evitando sospecha de que pretendan arrancar el gobierno de entre las manos del príncipe. Por esto, no deben mezclarse inmediatamente, sino servirse de amigos fieles y poderosos capaces de arrostrar el odio si lo hubiera.

Appendix B.1.6 CAPITULO V

COMO CONVIENE CONDUCIRSE CON LOS OTROS RELIGIOSOS QUE DESEMPEÑAN EN LA IGLESIA FUNCIONES SEMEJANTES A LAS NUESTRAS

Es preciso soportar con valor esta especie de gente, y dejar entender a propósito de ella a los príncipes y a los que ejercen autoridad, y que nos son adictos, que nuestra Sociedad contiene la perfección de todas las otras órdenes, excepto el canto y la austeridad exterior en la manera de vivir y de vestirse; y que si los otros religiosos sobresalen en algo, nuestra Sociedad brilla eminente en la Iglesia de Dios.

Conviene buscar y poner de relieve los defectos de los otros religiosos, y después de haberlos descubierto y publicado con prudencia, y como deplorándolos, a nuestros fieles amigos, hay que demostrar que tampoco son afortunados en el desempeño de las funciones que nos son comunes. Hay que oponerse esforzadamente a los que quieran establecer escuelas para enseñar a la juventud, donde quiera que los nuestros enseñen con honra y provecho. A príncipes y magistrados debe hacérseles creer que esas gentes causarán turbulencia y sediciones en el Estado, si no se les impide establecer sus escuelas, y que los disturbios comenzarán por los niños diversamente educados; y, en fin, que la Sociedad basta para instruir a la juventud; y si otros religiosos han obtenido autorización del Papa o recomendaciones de los cardenales, que los nuestros procedan contra ellos, sirviéndose de los príncipes y de los grandes, quienes informarán al Papa de los méritos de la Sociedad y de su suficiencia para instruir a la juventud en paz y que procuren obtener y hacer valer el testimonio de los magistrados, tocante a su buena conducta y excelente instrucción.

No obstante, los nuestros deben esforzarse en dar muestras particulares de virtud y de erudición, ejercitando a los discípulos en los estudios, y en juegos escolásticos, delante de los grandes y del público, para que los admiren.

Appendix B.1.7 CAPITULO VI

DE LA MANERA DE CONQUISTAR A LAS VIUDAS RICAS

Que se escojan para ello padres avanzados en años, que sean de complexión viva y de agradable conversación. Que visiten a esas viudas, y que tan luego como vean en ellas algún afecto hacia la Sociedad, que les ofrezcan las obras, y que les hagan presentes los méritos de la Institución. Y si las aceptaren y visitaren nuestras iglesias, que se les provea de un confesor que las dirija bien, con el objeto de conservarlas en el estado de viudez, hablándoles de sus ventajas y ponderándoles la felicidad que tendrán: prometiéndoles como cierto, y hasta respondiéndoles, de que así merecían la bienaventuranza y se librarán de las penas del purgatorio.

Que el confesor haga de manera que se entretengan en adornar una capilla o un oratorio en su casa, en el que puedan entregarse a meditaciones u otros ejercicios espirituales, a fin de que se alejen de la conversación y de las visitas de los que las puedan buscar; y a pesar de que tengan un capellán, que los nuestros no dejen de ir a decirles misa, y particularmente a consolarlas, procurando dominar al capellán.

Hay que cambiar con prudencia e insensiblemente lo que concierne a la dirección de la casa, de modo que se atienda a la persona, al sitio, a sus aficiones y a su devoción.

Aunque poco a poco, hay que alejar a los domésticos que no estén en buenas relaciones con la Sociedad, y recomendar para reemplazarlos a gentes que dependan o que quieran depender de los nuestros, para que nos informen de lo que pase en la familia.

El confesor, no debe tener más objeto que inducir a la viuda a seguir en todo su consejo, y le debe demostrar, cuando haya ocasión, que esta obediencia es la condición única de su perfección espiritual.

Debe aconsejarle el uso frecuente de los Sacramentos, sobre todo el de la penitencia, en que ella descubrirá sus más secretos pensamientos, y sus tentaciones, con mucha libertad. Deberá comulgar con frecuencia e ir a escuchar a su confesor, para lo que debe invitársela, prometiéndole oraciones particulares. También se hará que recite las letanías y que haga examen de conciencia.

Una confesión general reiterada, aunque antes la hiciera con otro, no servirá poco para conocer bien sus inclinaciones.

Se le mostrarán todas las ventajas del estado de viudez, y las incomodidades del matrimonio: los peligros en que se metería, y principalmente los que la conciernen.

Puede también proponérsele de cuando en cuando, con destreza, uniones a las que se sepa que siente repugnancia; y si se cree que hay alguna que le agrada, debe representársele que es persona de malas costumbres, a fin de que sienta disgusto por las segundas nupcias.

Cuando haya seguridad de que está dispuesta a conservar la viudez, debe recomendársele la vida espiritual, pero no la religiosa, cuyas incomodidades habrá que mostrarle.

El confesor hará de suerte que haga pronto voto de castidad por dos o tres años al menos, a fin de que cierre por completo la puerta a las segundas nupcias; hecho esto, debe impedírsele el trato con hombres, y que no goce ni con sus parientes ni con sus amigos, so pretexto de unirla a Dios más estrechamente. Respecto a los eclesiásticos que visiten la viuda o que ella visite, si no se les puede excluir a todos, debe tratarse de que los reciba por recomendación de los nuestros o por los que de estos dependen.

Si llegara este caso, deberá inclinarse suavemente a la viuda a que haga buenas obras, y sobre todo dé limosnas, aunque siempre bajo la dirección de su padre espiritual, porque importa que se aproveche discretamente el talento espiritual; las limosnas mal empleadas suelen ser causa de diversos pecados, o los alimentan, de suerte que se saca de ellas poco fruto.

Appendix B.1.8 CAPITULO VII

COMO DEBE ENTRETENERSE A LAS VIUDAS, Y DISPONER DE SUS BIENES

Que se insista incesantemente en que continúen en su devoción y buenas obras, de suerte que no se pase semana sin que reduzcan sus gastos superfluos, en honor de Jesús y de la Virgen, o del santo de su devoción, dándolo a los pobres o para ornamento de la iglesia, hasta que se les despoje enteramente de las primicias o de las ollas de Egipto.

Si además de mostrar afección general continúan siendo liberales con nuestra Sociedad, déseles parte en todos los méritos de esta, con indulgencias del provincial, y hasta del General, si son damas de elevada categoría.

Si han hecho voto de castidad, hacer que lo renueven dos veces al año, concediéndoles ese día un honesto recreo con los nuestros.

Hay que visitarlas con frecuencia, entreteniéndolas agradablemente y regocijándolas con historias espirituales y chanzonetas, según la inclinación de cada una.

No se las debe tratar con mucho rigor en la confesión, por no aburrirlas, a menos que se tema perder su favor, que otros hayan ganado.

Esto hay que juzgarlo con mucho discernimiento, vista la inconstancia de las mujeres.

Impídaseles diestramente que visiten otras iglesias y que asistan a fiestas religiosas, principalmente a las de los frailes, repitiéndoles con frecuencia que todas las indulgencias concedidas a otras órdenes están acumuladas en nuestra Sociedad.

Si están obligadas a vestir de luto, conviene concederles que se ajusten bien, que tengan buen aspecto y que sientan a un tiempo algo de espiritual y de mundano, a fin de que no crean que están dirigidas por un hombre enteramente espiritual. En fin, con tal que no haya peligro de inconstancia por su parte, si son siempre fíeles y liberales para la Sociedad, que se les conceda, con moderación y sin escándalo, lo que pidan para satisfacer la sensualidad.

Hay que llevar a casa de las viudas muchachas honradas y nacidas de parientes ricos y nobles, para que se vayan acostumbrando a nuestra dirección y manera de vivir, procurándoles una aya escogida por el confesor de la familia y someterlas a todas las censuras y a todas las costumbres de la Sociedad. Las que no quieran someterse se devolverán a sus parientes o a las personas que las trajeron, presentándolas como extravagantes y de mal carácter.

No deberá cuidarse menos su salud y su recreo que la salvación de sus almas; por esto, si se quejan de sufrir indisposiciones se les prohibirán los ayunos, los cilicios, las disciplinas corporales y hasta el ir a la iglesia; pero se las gobernará en la casa con secreto y precaución. Hay que dejarlas entrar en el jardín y en el colegio, a condición de que sea secretamente, permitiéndoles recrearse con los que más les agraden.

A fin de que una viuda disponga de sus rentas en favor de la Sociedad, le propondrán la perfección del estado de los santos varones que, habiendo renunciado al mundo, a sus familias y bienes, se han consagrado al servicio de Dios, con gran resignación y gozo, explicándoles con este objeto lo que dice nuestra Constitución, y el examen de la Sociedad, referente a la renuncia de todas las cosas humanas. Muéstreseles el ejemplo de las viudas que, en poco tiempo, han llegado así a ser santas, y hágaseles esperar que serán canonizadas si perseveran hasta el fin, haciéndoles ver que nuestra influencia con el Papa no les faltará.

Es preciso infundir profundamente en su espíritu que si quieren gozar del más perfecto reposo de su conciencia deben seguir sin murmurar, sin aburrirse ni sentir repugnancia interior, tanto en las cosas temporales como en las espirituales, la dirección de su confesor, destinado particularmente por Dios para dirigirlas.

Hay que instruirlas también oportunamente en que si la limosna que hacen a los eclesiásticos, y sobre todo a los religiosos de vida ejemplar, es conveniente, no deben hacerla sin aprobación de su confesor.

Los confesores tendrán el mayor cuidado en que esta clase de viudas, sus penitentes, no visiten a otros religiosos bajo ningún pretexto, ni que se familiaricen con ellos. Para impedirlo elogiarán la Sociedad, como más excelente que las otras, más útil en la Iglesia, de más autoridad cerca del Papa y de todos los príncipes, perfectísima en sí misma, porque despide a los que son perjudiciales y poco escrupulosos, y porque en ella no se admite ni espuma ni hez, cosas que tanto abundan entre los frailes, que suelen ser ignorantes, perezosos, glotones y negligentes, en lo referente a su salvación.

Los confesores deben proponerles y persuadirlas a que paguen pensiones ordinarias y tributos todos los años, para ayudar a sostener los colegios y casas de profesos, sobre todo la casa de Roma… y que no olviden los ornamentos de los templos, la cera, el vino, etc., necesarios para decir misa.

Si una viuda no da todos sus bienes en vida a la Sociedad, debe buscarse ocasión, sobre todo cuando esté enferma o tenga la vida en peligro, para hacerle presente la pobreza de nuestros colegios y los muchos que están por fundar, induciéndola con dulzura, pero con fuerza, a hacer estos gastos, sobre los que fundará su gloria eterna.

Lo mismo hay que hacer con los príncipes y otros bienhechores. Se les debe persuadir a que hagan fundaciones perpetuas en este mundo, para que Dios les conceda la gloría eterna en el otro. Si algunos malévolos alegan el ejemplo de Jesucristo, que no tuvo dónde reposar la cabeza, y quieren que la Compañía de Jesús sea también muy pobre, hay que demostrar a todos, hasta hacerlo penetrar en su espíritu, que la Iglesia de Dios, al presente, ha cambiado llegando a ser una monarquía, que debe sostenerse por la autoridad y gran poder contra sus enemigos, que son poderosos, puesto que ella fue la piedrecilla partida, y es ya la grandísima montaña, predicha por el Profeta.

Muéstrese con frecuencia a las que se han dedicado a hacer limosnas y a decorar las iglesias que la soberana perfección consiste en que, despojándose del amor de las cosas terrestres, entren en posesión de Jesucristo y de sus compañeros.

Como hay menos que esperar de las viudas que educan sus hijos para el mundo, procurar que los dediquen a la Iglesia.

Appendix B.1.9 CAPITULO VIII

LO QUE DEBE HACERSE PARA QUE LOS HIJOS DE LAS VIUDAS ABRACEN EL ESTADO RELIGIOSO DE DEVOCIÓN

Como se necesita que las madres obren con vigor, los nuestros deben conducirse con dulzura en estas ocasiones. Hay que inducir a las madres a disgustar a sus hijos desde la más tierna infancia, con censuras y reprimendas, etc.; y principalmente cuando sus hijas son ya talluditas, a que se nieguen a darles adornos, y a que deseen con frecuencia para ellas y pidan a Dios, que aspiren a ser religiosas, prometiéndoles una gran dote si quieren hacerse monjas. Para esto deben recordarles los inconvenientes comunes a todos los matrimonios, y además los que sufrieron en el suyo, mostrando su dolor por no haber preferido el celibato al matrimonio. Conviene que se conduzcan de manera que sus hijas, aburridas de la vida a que las sujetan sus madres, piensen en hacerse religiosas.

Los nuestros conversarán familiarmente con los hijos, y, si les parecen útiles para nuestra Compañía, los introducirán a propósito en el colegio, mostrándoles cuanto pueda agradarles, de cualquier modo que sea, para incitarles a quedarse; sobre todo, se les llevará a los jardines, viñas y casas de campo y haciendas, a las que van los nuestros a divertirse. Se les hablará de los viajes que hacemos a diversos reinos, de las relaciones que tenemos con los príncipes y de cuanto pueda regocijar a la juventud. Debe llamarse su atención sobre la limpieza del refectorio y de las habitaciones, sobre las agradables conversaciones que los nuestros tienen entre ellos, sobre lo fácil de nuestra regla, a la que, sin embargo, va unida la gloria de Dios, y sobre la preeminencia de nuestra Orden, superior a todas; y, por último, las conversaciones serán alegres tanto como piadosas.

Se les exhortará como por revelación a la religión en general, insinuándoles diestramente la perfección y la comodidad de nuestro Instituto, a todos superior.

En las exhortaciones públicas, y en las conversaciones privadas, se les dirá cuán grande es el pecado de los que se rebelan contra la vocación divina, y, por último, se les comprometerá a hacer ejercicios espirituales, para que se decidan acerca del estado de vida que quieren escoger.

Los nuestros harán que los jóvenes tengan preceptores ligados a la Sociedad, que los vigilen y que los exhorten.

Pero si se resisten habrá que privarles de diversas cosas, para que la vida les disguste; su madre les mostrará los inconvenientes de la familia; por último, si no se les puede hacer entrar de buen grado en nuestra Sociedad, se les enviará a colegios lejanos, so pretexto de estudiar, cuidando que sus madres no les halaguen, lo que harán los nuestros adulándolos para ganar su afecto.

Appendix B.1.10 CAPITULO IX

DEL AUMENTO DE LAS RENTAS DE LOS COLEGIOS

En tanto que sea posible no debe admitirse a hacer el último voto a quien se sepa que espera una herencia, a menos que no tenga ya un hermano más joven que él en la Sociedad, o por otras razones graves. Sobre todo, hay que trabajar en el acrecentamiento de la Sociedad, conforme a los fines conocidos por los superiores, que deben estar de acuerdo en que, a la mayor gloria de Dios, la Iglesia recobre su primitivo brillo, de suerte que no haya más que un solo espíritu en todo el clero. Por esto es preciso repetir y publicar con frecuencia que la Sociedad se compone en parte de profesos tan pobres que carecerían de todo sin las liberalidades cotidianas de los fieles, y en parte de otros padres, pobres también, que poseen bienes inmuebles, para no estar a expensas del pueblo mientras desempeñan sus funciones, como los otros mendicantes. Los confesores de príncipes, grandes, viudas y otros personajes, de quienes nuestra Compañía puede esperar mucho, harán saber a estos seriamente que, ya que les dan las cosas espirituales y eternas, deben dar en cambio las terrestres y temporales; y cuando les ofrezcan algo, no desperdiciarán la ocasión de tomarlo. Si les han hecho promesas y tardan en cumplirlas, hay que recordarlas con prudencia, disimulando cuanto se pueda el deseo de ser rico. Si algún confesor de los grandes o de otros no parece bastante diestro para practicar todo esto, debe quitársele el empleo en tiempo oportuno, poniendo otro en su lugar; y si fuere necesario, para dar amplia satisfacción a los penitentes, se le relegará a los colegios lejanos, diciendo que la Sociedad necesita su persona y talento en aquellos sitios. Hacemos estas advertencias porque hemos sabido, no hace mucho tiempo, que viudas jóvenes al morir no habían legado a nuestras iglesias muebles preciosos, por la negligencia de los nuestros, que no los aceptaron a tiempo. Para aceptar cosas semejantes todos los tiempos son buenos, si no es mala la voluntad del penitente.

Debe emplearse variedad de industrias para atraer a los prelados, canónigos y pastores, y otros eclesiásticos ricos, a la práctica y servicios espirituales, y paulatinamente, por medio de la afección que tienen a las cosas espirituales, conquistarlos para la Sociedad, y prever después su liberalidad.

Los confesores no descuidarán el preguntar a sus penitentes, en tiempo oportuno, su nombre, familia, parientes, amigos y bienes de fortuna; y después se informarán de su estado, sucesores y propósitos; y si todavía no han tomado resolución definitiva convendrá influir en que la que tomen sea favorable a la Sociedad. Si se empieza por esperar algún provecho, que todo no se debe pedir a un tiempo, se les ordenará, sea para descargar su conciencia, sea a título de ejercicio de penitencia, que se confiesen todas las semanas, y el confesor les preguntará buenamente hasta saber lo que no pudo en una sola vez. Si esto da resultado, y se trata de una mujer, hay que inducirlos por todos los medios a confesarse y a ir a la iglesia con frecuencia; y si es hombrera frecuentar la Compañía y a familiarizarse con los nuestros.

Lo que se ha dicho sobre las viudas, debe hacerse con los mercaderes, con los ricos casados y sin hijos, a quienes la Sociedad queda heredera, si con prudencia se emplean las prácticas indicadas. Sobre todo deben observarse con los devotos ricos a quienes los nuestros frecuenten, aunque el vulgo murmure si no son personas de calidad.

Los rectores de los colegios tratarán de conocer las casas, jardines, haciendas, viñas, aldeas y otros bienes poseídos por la principal nobleza, por los mercaderes y otras personas; y, si es posible, averiguarán los intereses y réditos que paguen. Esto se hará con astucia, pero con eficacia, en la confesión, particularmente, y en conversaciones privadas. Cuando un confesor encuentre un penitente rico, advertirá primero al rector, y deberá conservarle por todos los medios posibles.

Todo el negocio consiste en que nuestra gente sepa ganar la benevolencia de sus penitentes y de aquellos con quienes conversan, acomodándose a la inclinación de cada cual. Para esto, los provinciales enviarán a muchos de los nuestros a los lugares habitados por ricos y nobles; a fin de que los provinciales puedan hacerlo con prudencia y felizmente, los rectores cuidarán de informarles de la cosecha que pueden coger.

Para saber si podrán atraerse los contratos y las posesiones que los niños tengan, al recibirlos en los colegios, se informarán diestramente, procurando descubrir si cederán algunos de sus bienes al colegio, sea por contrato, alquilándolos o de otra manera, o si al cabo de cierto tiempo pertenecerán a la Sociedad. Para lograr este fin, se hará conocer, principalmente a los grandes y a los ricos, las necesidades de la Sociedad y las deudas que sobre ella pesan.

Si los viudos o las viudas ricas adeptos a la Compañía tienen hijas y no hijos, los nuestros los predispondrán suavemente a elegir la vida devota o religiosa, para que, dejándoles alguna dote, el resto de sus bienes pase poco a poco a la Sociedad. Si tienen hijos convenientes para la Compañía, los atraerán, y a los que no lo sean se les inducirá a entrar en otras religiones, prometiéndoles algo; pero si no tienen más que un hijo, se le atraerá a cualquier precio, librándole del temor de sus parientes, inculcándole la vocación de Jesucristo y mostrándole que hará un sacrificio agradable a Dios, si, a pesar de su padre y de su madre, huye de ellos para entrar en la Sociedad. Si esto se logra, se le mandará a un noviciado lejano, después de advertir al General. Si tienen hijas, las dispondrán de antemano a la vida devota, y se hará entrar a los hijos en la Compañía, y con ellos, sus herencias.

Los superiores advertirán eficazmente, aunque con suavidad, a los confesores de esas gentes, viudas o casadas, a fin de que sirvan útilmente a la Sociedad, según sus instrucciones. Y si no lo hacen, se les reemplazará con otros, mandándolos lejos, a fin de que no tengan más relaciones con la familia que confesaron.

A las viudas y otras personas devotas, que aspiran con ardor a la perfección, hay que inducirlas a ceder todos sus bienes a la Sociedad, que les pagará por ellos una renta perpetua, con lo que podrán servir a Dios más libremente, y alcanzar la perfección suprema, sin los cuidados ni inquietudes que les causa la administración de su hacienda.

Para persuadir más eficazmente al mundo de la pobreza de la Sociedad, los superiores tomarán dinero prestado a las personas ricas que nos son adictas, firmando billetes cuyo pago podrá retardarse.

Después, sobre todo si se ve atacado de una enfermedad grave, se visitará con frecuencia al prestamista, y se empleará toda suerte de razonamientos para comprometerle a que devuelva el billete, porque así no se mencionará a los nuestros en el testamento, y ganaremos sin que nos odien sus herederos.

También será conveniente tomar dinero prestado a interés anual, y colocarlo en otra parte a mayor rédito, compensando así con usura el que se paga, pudiendo también suceder que los amigos que nos presten dinero nos tengan lástima, y no nos cobren interés, ya declarándolo en testamento, ya cual donación entre vivos, al ver que lo empleamos en fundar colegios y construir iglesias.

También podrá la Compañía negociar con provecho, sirviéndose de la firma de comerciantes ricos que le sean adeptos; pero en este caso habrá que asegurar un lucro cierto y copioso, aunque sea en las Indias, que hasta ahora, con la ayuda de Dios, no solo han producido almas para la fe, sino también grandes riquezas para la Sociedad.

Los nuestros deben procurarse un médico fiel a la Compañía, donde quiera que residan, a quien recomendarán a los enfermos, presentándole como muy superior a todos los otros, a fin de que él a su turno recomiende a los nuestros, colocándoles muy por encima de los religiosos de las otras órdenes, y haciendo de modo que seamos los llamados por las personas principales cuando estén enfermas, y sobre todo moribundas.

Los confesores visitarán a los enfermos asiduamente, sobre todo cuando están en peligro; y para eliminar a los otros eclesiásticos, los superiores harán que cuando un confesor tenga que separarse del enfermo, otro lo reemplace, a fin de conservarle en sus buenas intenciones. Aunque con prudencia, hay que infundirle miedo al infierno, o cuando menos al purgatorio, haciéndole presente que, así como el agua apaga el fuego, la limosna apaga el pecado, y que no se puede emplear mejor la limosna que en alimentar y vestir a las personas que, por su vocación, están consagradas a alcanzar la salvación del prójimo, y que así el enfermo tendrá parte en sus méritos, y encontrará satisfacción para sus propios pecados, porque la caridad limpia de muchos de estos. También puede pintársele la caridad como el vestido nupcial, sin el que nadie podrá sentarse a la mesa del Paraíso. En fin, deberá alegar los pasajes de la Escritura y de los Santos Padres que, teniendo en cuenta la capacidad y hábitos del enfermo, sean más eficaces para conmoverle.

A las mujeres que se quejen de los vicios de sus maridos y de los disgustos que les causan, les enseñarán que pueden secretamente tomarles algún dinero, para expiar los pecados de sus maridos y obtener su salvación.

Appendix B.1.11 CAPITULO X

DEL RIGOR PARTICULAR DE LA DISCIPLINA EN LA SOCIEDAD

Debe expulsarse, bajo un pretexto cualquiera, por enemigo de la Sociedad, sin tener en cuenta condición ni edad, al que aparte a los devotos y devotas de nuestras iglesias o del trato con los nuestros, o que a las limosnas les haga tomar el camino de otras iglesias y de otros religiosos, o que haya disuadido a algún hombre opulento, bien dispuesto a favorecer la Sociedad, de que le ayude. Lo mismo debe hacerse con el que, al disponer de sus bienes, manifieste más afecto a sus parientes que a la Sociedad, porque esto prueba que su espíritu no está mortificado, y es preciso que los profesos lo estén por completo. También será expulsado el que dé a sus parientes pobres las limosnas de los penitentes o de los amigos de la Sociedad. Para que no se quejen de la causa de su expulsión, no se les despedirá en seguida; primero se les impedirá confesar, se les mortificará y fatigará, haciéndoles desempeñar las faenas más viles; se les obligará además cada día a hacer las cosas que les causen más repugnancia. Se les apartará de los estudios elevados y de los cargos honrosos, se les reprenderá en los capítulos y en censuras públicas; se les excluirá de las diversiones y del trato con extraños; se suprimirá en sus vestidos y en cuanto usan todo lo que no sea absolutamente necesario, hasta que se aburran, murmuren y se impacienten; entonces se les despedirá, como a gente poco sufrida y que puede ser perniciosa a los otros por su mal ejemplo. Si hay que dar cuenta a los parientes y a los prelados de la Iglesia del porqué se les ha expulsado, se dirá que no hubo medio de inculcarles el espíritu de la Sociedad.

También se deberá expulsar a los que tengan escrúpulo de adquirir bienes para la Sociedad, y que sean demasiado adictos a su propio criterio.

Si estos quieren explicar su acción ante los provinciales no se les debe escuchar, sino recordarles la regla, que a todos obliga a obedecer ciegamente.

Hay que considerar desde el principio quiénes son los que sienten mayor afecto por la Sociedad; y en los que se vea que lo tienen por otras órdenes religiosas, o por los pobres o por sus parientes, se les considerará inútiles, y se les preparará lentamente para expulsarlos del modo dicho.

Appendix B.1.12 CAPITULO XI

COMO SE CONDUCIRÁN LOS NUESTROS DE COMÚN ACUERDO CON LOS EXPULSADOS DE LA SOCIEDAD

Como los expulsados sabrán algunos de nuestros secretos, podrán perjudicar a la Compañía, y habrá que contrarrestarlos del siguiente modo: antes de expulsarles se les obligará a prometer por escrito, y a jurar que no dirán ni escribirán nunca nada perjudicial a la Compañía. Los superiores conservarán, escritas por los mismos culpables, sus malas inclinaciones, sus defectos y vicios, confesados en descargo de su conciencia, según costumbre de la Sociedad, y de los que en caso de necesidad los superiores se servirán revelándolos a los grandes y a los prelados para que no los asciendan.

A todos los colegios deberá escribirse inmediatamente, anunciándoles las expulsiones, exagerando las razones que las han motivado, particularmente la insumisión de su espíritu, la desobediencia, la terquedad, etc., previniendo a todos los otros que no tengan relaciones con ellos, y si hablan de ellos con extraños, que todos estén de acuerdo, diciendo en todas partes que la Sociedad no expulsa a nadie sin razones poderosas; que cual la mar, arroja los cadáveres, insinuando las causas que los hacen odiosos, para que su expulsión parezca ostensible.

En las exhortaciones domésticas tratarán de convencer a todos de que los expulsados son gente inquieta, que quisieran volver a la Sociedad, exagerando los infortunios de los que perecieron miserablemente por haber salido de la Sociedad.

También habrá que anticiparse a las acusaciones que puedan hacernos los expulsados, sirviéndose de la autoridad de personas graves, que digan que la Sociedad no expulsa a nadie sino por causas gravísimas, que no rechaza a miembros sanos, lo que puede probarse por el celo con que procura la salvación de las almas de los que no son miembros de ella, y que por lo mismo más se preocupará de la salvación de los suyos.

Después, la Sociedad debe prevenir y obligar, por todos los medios, a los grandes y prelados con quienes los expulsados adquieran gran autoridad o crédito, haciéndoles comprender que el bien de una Orden tan célebre como útil a la Iglesia debe merecerles más consideración que un simple individuo, sea el que fuere. Si todavía conservan algún afecto para el expulsado, se les dirán las razones que motivaron su expulsión, exagerándolas, aunque no sean ciertas, con tal de obtener resultados.

De todos modos habrá que impedir que los que por su voluntad se salen de la Sociedad no adelanten en cargos ni dignidades en la Iglesia, a menos que no se sometan, y den cuanto tengan a la Sociedad, y que todo el mundo sepa que ellos mismos han querido volver a ella.

Debe procurarse desde luego que no adquieran cargos importantes en la Iglesia, como son las facultades de predicar, de confesar, de publicar libros, etc., para evitar que se atraigan la simpatía y el aplauso del pueblo. Para esto hay que investigar mañosamente su vida y costumbres, las compañías que frecuentan, sus ocupaciones, etc., y descubrir sus intenciones, para lo que será conveniente ponerse en relaciones con alguno de la familia con quien vivan después de ser expulsados. Cuando se descubra algo indigno y censurable en su conducta, deberá publicarse por medio de gentes de menor categoría, para que llegue a oídos de los grandes y prelados, favorecedores de los expulsados, a fin de que estos lo repudien, temerosos de que su infamia recaiga sobre ellos. Si no hacen nada censurable, y antes bien se conducen honradamente, habrá que atenuar con sutilezas y palabras ambiguas las virtudes y acciones suyas que son alabadas, para menguar, hasta donde se pueda, el afecto y la confianza que inspiren. Porque importa mucho a la Sociedad que los que expulsa, y sobre todo los que voluntariamente la abandonan, sean del todo suprimidos.

Hay que divulgar sin descanso los siniestros accidentes que les sucedan, sin por eso dejar de implorar para ellos las plegarias de los devotos, para que no se crea que los nuestros obran apasionadamente; pero en nuestras casas hay que exagerar mucho las desgracias de los que nos abandonan, para retener a los otros.

Appendix B.1.13 CAPITULO XII

A QUIENES DEBE CONSERVARSE EN LA SOCIEDAD

Los buenos trabajadores deben ocupar el mejor puesto, y estos son: los que aumentan tanto el bien temporal como espiritual de la Sociedad, y casi siempre son los confesores de príncipes, de grandes, de viudas y devotos ricos, predicadores y confesores, y los sabedores de estos secretos.

A los que faltos de fuerza y por la vejez abrumados, hubieran empleado su talento en pro de los bienes temporales de la Sociedad, se les tendrá consideración por las pasadas cosechas, y porque aún son aptos para denunciar a los superiores los defectos que observen en los nuestros, pues siempre están en casa, y no se les debe expulsar en cuanto sea posible, para que la Sociedad no adquiera por su abandono mala reputación.

Además deberá favorecerse a los que sobresalgan por el talento, por la nobleza y las riquezas, sobre todo si tienen parientes y amigos adeptos a la Sociedad, y poderosos, y si ellos mismos muestran por ella sincera afección. A esos hay que mandarlos a Roma, y a las más célebres Universidades a estudiar; y si hubieren hecho sus estudios en alguna provincia, es necesario que los profesores los impulsen con afecto y favor particulares. Hasta que cedan a la Sociedad sus bienes no se les debe castigar; pero cuando lo hagan, se les mortificará como a los otros, aunque con más consideración.

Los superiores tendrán también consideraciones especiales con los que traigan a la Sociedad a algunos jóvenes escogidos, puesto que así manifiestan su afición por ella; y mientras estos no profesen, hay que tener con ellos mucha indulgencia, no sea que aquellos se los lleven.

Appendix B.1.14 CAPITULO XIII

DE LA ELECCIÓN QUE DEBE HACERSE DE LOS JÓVENES PARA ADMITIRLOS EN LA SOCIEDAD, Y DEL MODO DE RETENERLOS EN ELLA

Hay que trabajar con mucha cautela en la elección de los jóvenes de talento, hermosos, nobles o que sobresalgan.

Para atraerlos más fácilmente es preciso que mientras hacen sus estudios, los rectores y los maestros les muestren particular afecto, y fuera de clase les hagan comprender cuán agradable es a Dios que se consagren a él con cuanto posean, y particularmente en la Compañía de su Hijo.

Cuando la ocasión sea propicia, se les paseará por el colegio, por el jardín, y algunas veces por la casa de campo, mezclándose con los nuestros, para que insensiblemente se vayan familiarizando con ellos, cuidando, no obstante, de que la familiaridad no genere en desprecio.

Estará prohibido a los nuestros castigarlos, ni hacerles seguir la misma disciplina que a los demás discípulos.

Hay que halagarlos con varios regalitos, y con privilegios, conforme a su edad, y animarles en conversaciones espirituales.

Se les debe hacer comprender que, solo por gracia manifiesta de la Providencia, ellos son los escogidos entre cuantos frecuentan el colegio.

En otras ocasiones, sobre todo en las exhortaciones, se les debe espantar, amenazándoles con eterna condenación, si no obedecen a la vocación divina.

Si piden con instancia entrar en la Sociedad, se diferirá la admisión mientras se les vea constantes; pero si parecen vacilantes, hay que inducirles a que entren pronto.

Hay que advertirles eficazmente que no descubran su vocación a ninguno de sus amigos, ni siquiera a sus padres, antes de que sean admitidos, porque si les viene alguna tentación de desdecirse, la Sociedad y ellos estarán en estado de hacer lo que les plazca; y si se logra pasar por encima de la tentación, se tendrá siempre ocasión para animarles, recordándoles lo que se les dijo durante el noviciado, o después de los votos.

Siendo la mayor dificultad el atraer a los hijos de los grandes, de los nobles y de los senadores, mientras vivan con sus parientes, si los educan con el propósito de que les sucedan en sus empleos, habrá que persuadir a los parientes, por medio de amigos de la Sociedad, que los envíen a otras provincias y Universidades lejanas, donde nuestros maestros enseñen, después de mandarles instrucciones tocante a su calidad y condición, a fin de que ganen su afecto hacia la Sociedad con más facilidad.

Cuando tengan más edad habrá que inducirles a que hagan ejercicios espirituales, de los que se obtiene éxito, sobre todo con alemanes y polacos.

Habrá que consolarles en sus aflicciones, según la calidad y condición de cada uno, empleando reprimendas y exhortaciones sobre el mal uso de las riquezas, y aconsejándoles que no desprecien la felicidad de una vocación, so pena de ir al infierno.

A fin de que condesciendan más fácilmente a los deseos de sus hijos de entrar en la Sociedad, se mostrarán a los padres las excelencias del Instituto, comparado a las otras órdenes; la santidad y sabiduría de nuestros padres, su reputación en el mundo, el honor y aplauso universal que obtienen de grandes y pequeños. Se les dirá cuántos príncipes y grandes, con mucha satisfacción propia, han vivido en la Compañía de Jesús, los que en ella han muerto y los que aún viven, y se les mostrará cuán agradable es a Dios que los jóvenes se consagren a Él, sobre todo en la Compañía de su Hijo, y cuán bueno es el haber llevado un hombre el yugo del Señor en su juventud. Si encuentran alguna dificultad en sus pocos años, se les mostrará la suavidad de nuestro Instituto, que nada tiene de enfadoso, excepto los tres votos, y, cosa notable, que no hay ninguna regla que obligue so pena de pecado venial.

Appendix B.1.15 CAPITULO XIV

DE LOS CASOS RESERVADOS Y DE LAS CAUSAS POR QUE SE DEBE EXPULSAR A LOS MIEMBROS DE LA SOCIEDAD

Además de los casos expuestos en las constituciones, y de los cuales el superior solo, o el confesor ordinario con su permiso, podrá absolver, hay la dosomía, la holgazanería, la fornicación, el adulterio, los tocamientos impúdicos de un varón con una hembra y, sobre todo, el que alguno, bajo cualquier pretexto, por celo o de otro modo, haga algo grave contra la Sociedad, su honor o su provecho; estas son causas justas de expulsión.

Si alguien declara en confesión algo semejante, no se le deberá dar la absolución antes de que prometa revelarlo al superior fuera de la confesión, por sí mismo o por su confesor. Entonces el superior hará lo que mejor le parezca en interés de la Sociedad. Si se tiene alguna esperanza de poder cubrir el crimen, habrá que imponer al culpable la penitencia conveniente; de otro modo se le despedirá. Sin embargo, que el confesor se guarde bien de decir a un penitente que está en peligro de ser expulsado.

Si alguno de nuestros confesores ha oído decir a persona extraña que hizo algo vergonzoso con alguno de los nuestros, que no le absuelva antes de que le haya dicho, fuera de la confesión, el nombre del otro pecador. Si lo declara, se le hará jurar que no se lo revelará sin consentimiento especial.

Si dos de los nuestros pecaran casualmente, al que lo confiese el primero se le retendrá en la Sociedad, y el otro será expulsado; pero al que se quede, se le mortificará y maltratará, hasta que, aburrido e impaciente, dé pretexto a que se le eche.

Siendo la Compañía en la iglesia un cuerpo noble y excelente, podrá separar de sí a los que no le parezcan propios para el servicio de su Instituto, a pesar que estuviera al principio satisfecha de ellos, y se hallará con facilidad ocasión para hacerlo si se les maltrata constantemente y se hace todo contra su inclinación, sometiéndoles a superiores severos, que los alejen de los estudios y funciones más honoríficas, hasta que se disgusten y murmuren.

De ninguna manera debe conservarse a los que abiertamente hablen contra los superiores, o que de estos se quejen pública o secretamente a los compañeros, y a los extraños sobre todo, ni tampoco a los que entre los nuestros o los extraños condenen la conducta de la Sociedad, en lo que se refiera a la adquisición o conservación o administración de los bienes temporales, o a su modo de obrar; como, por ejemplo, el deprimir u oprimir a los que no la quieren bien, o que ella arrojó de su seno; tampoco conservará a los que sufran que en su presencia se defienda a los venecianos, a los franceses u otros de los que han expulsado de su país a la Compañía o le han inferido perjuicios.

Antes de expulsar a cualquiera debe maltratársele, apartándole de las funciones a que está acostumbrado, y haciéndole ocuparse en las cosas más diversas. Aunque las haga bien, hay que censurarle, y bajo este pretexto, aplicarle a otras. Por la más pequeña falta se le impondrán rudos castigos, avergonzándole en público, hasta que se impaciente; y se le expulsará por perjudicial en la ocasión en que él lo espere menos.

Si alguno de los nuestros tiene seguridad de obtener un obispado u otra dignidad eclesiástica, además de los votos ordinarios, se le obligará a que haga otro, consistente en que tendrá siempre buenos sentimientos para la Sociedad, que hablará bien de ella, que será jesuita su confesor, y que no hará nada importante sino después de oír la opinión de la Sociedad.

Appendix B.1.16 CAPITULO XV

COMO HAY QUE CONDUCIRSE CON LAS DEVOTAS Y LAS RELIGIOSAS

Confesores y predicadores se guardarán de ofender a las religiosas y de tentarlas contra su vocación; antes bien, ganarán el afecto de las superioras, y harán lo posible para recibir sus confesiones extraordinarias, y les dirán sermones, si esperan recibir muestras de su reconocimiento, porque las abadesas, principalmente las ricas y nobles, pueden servir de mucho a la Sociedad, por sí mismas y por medio de sus parientes y amigos; así es cómo, introduciéndose en los monasterios, la Sociedad puede obtener la amistad de los habitantes de la ciudad.

No obstante, convendrá prohibir a nuestras devotas que frecuenten los conventos de mujeres, por si acaso aquel género de vida les agradara, y la Sociedad se viera frustrada en su esperanza de heredar sus bienes.

Debe instárseles a que hagan voto de castidad y de obediencia, en manos de sus confesores, mostrándoles que este método de vida está muy conforme con las costumbres de la Iglesia primitiva, puesto que así brilla la mujer en la casa, en lugar de estar oculta en el claustro, dejando a oscuras las almas; además, que a ejemplo de las viudas del Evangelio, harán bien a Jesús haciéndolo a sus compañeros. En fin, deberán decirles cuanto puede decirse contra la vida claustral: se darán estas instrucciones en secreto, no sea que lleguen a oídos de las monjas.

Appendix B.1.17 CAPITULO XVI

DE LA MANERA DE PROFESAR EL DESPRECIO DE LAS RIQUEZAS

Para que los clérigos seculares no puedan atribuirnos pasión por las riquezas, convendrá rehusar algunas veces las limosnas de poca importancia, ofrecidas cual recompensa de servicios prestados por la Sociedad, aunque se acepten otras menores, para que no se nos acuse de avaricia si solo recibimos las más considerables.

A las personas oscuras se les negará sepultura en nuestras iglesias, aunque hubieran sido muy partidarias de la Sociedad, para que no se crea que buscamos las riquezas en la multitud de los muertos, y que no vean los beneficios que obtenemos.

Con las viudas y otras personas que hayan dado sus bienes, se procederá resueltamente, y en igualdad de circunstancias más vigorosamente que con los otros, por temor de que no parezca que por consideración de los bienes temporales, favorecemos a unos más que a otros. Con los que están dentro de la Sociedad debe procederse del mismo modo, después que nos hayan entregado sus bienes; en este caso se les expulsará de la Sociedad, con mucha discreción, a fin de que dejen en nuestras manos parte de lo que tienen, o nos lo dejen por testamento.

Appendix B.1.18 CAPITULO XVII

DE LOS MEDIOS DE HACER PROSPERAR LA SOCIEDAD

Que todos traten principalmente, hasta en lo que parezca insignificante, de mostrar los mismos sentimientos, o al menos que lo aparenten, porque de este modo, a pesar de las turbulencias que agitan el mundo, la Sociedad aumentará y se consolidará.

Todos deben esforzarse en brillar por su saber y por su buen ejemplo, hasta sobrepujar a los otros religiosos, y especialmente a los pastores, etc., para que el vulgo prefiera que los nuestros lo hagan todo. Hasta en público debe decirse que no se necesita que los párrocos sepan tanto, con tal que cumplan bien sus deberes, porque pueden aprovechar los consejos de la Sociedad, que, a causa de esto, debe sobresalir en los estudios.

Hay que hacer que a reyes y príncipes agrade esta doctrina, convenciéndoles de que la fe católica no puede subsistir sin la política en el presente estado de cosas. Mas para esto hay que proceder con discreción. Así los nuestros serán agradables a los grandes, y oídos en los consejos más secretos.

Se conservará su benevolencia escribiéndoles, de todas partes, noticias escogidas y seguras.

No será pequeña la ventaja que se obtendrá alimentando secretamente, y con prudencia, las discordias de los grandes, aunque arruinando el poder de las partes contendientes. Si se notan probabilidades de reconciliación, la Sociedad tratará el ser la primera en ponerlas de acuerdo, por temor de que otros se le anticipen.

Habrá que persuadir por cualquier medio a los grandes, y al vulgo principalmente, de que la Compañía se ha establecido por una providencia distinta, particular, conforme a las profecías del abad Joaquín, a fin de que la Iglesia se levante de la humillación que le hacen sufrir los hexejes.

Después de poner de nuestra parte el favor de los grandes y obispos, habrá que apoderarse de los curatos y de las canonjías, para reformar más eficazmente el clero, que vivía en otros tiempos bajo cierta regla con sus obispos, y tendía a la perfección. En fin, será preciso aspirar a las abadías y a las prelaturas cuando estén vacantes, lo que será fácil de obtener considerada la holgazanería y estupidez de los frailes. La Iglesia ganaría mucho en que los obispados fuesen regidos por jesuitas, y lo mismo la Sede Apostólica, sobre todo si el Papa se hiciese príncipe temporal de todos los bienes, por lo que paulatinamente, y con prudencia y recelo, hay que extender lo temporal de la Sociedad, y no hay duda de que, cuando esto suceda, se alcanzará el Siglo de Oro, y gozaremos entonces paz perpetua y universal, y, por consiguiente, la bendición divina acompañará a la Iglesia.

Si no se puede llegar a tanto, puesto que necesariamente ocurrirán escándalos, habrá que cambiar de política, según los tiempos, y excitar a todos los príncipes, amigos nuestros, a hacerse mutuamente guerras terribles, a fin de que, implorando por todas partes el socorro de la Sociedad, esta pueda emplearse en la reconciliación pública, conducta que no dejarán los príncipes de recompensar con los principales beneficios y dignidades.

En fin, la Sociedad, después de obtener el favor y la autoridad de los príncipes, hará por ser al menos temida de los que la quieren mal.

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José Calvo Tello

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La araña negra. La araña negra. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2425-0