PRELIMINAR
Escribí este diálogo en Barcelona, dos semanas antes de la insurrección de mayo de 1937. Los cuatro días de asedio deparados por el suceso, me entretuve en dictar el texto definitivo, sacándolo de borrador. Lo publico (no ha podido ser antes) sin añadirle una sílaba. Si el curso ulterior de la historia corrobora o desmiente los puntos de vista declarados en el diálogo, importa poco. No es el fruto de un arrebato fatídico. No era un vaticinio. Es una demostración. Exhibe agrupadas, en formación polémica, algunas opiniones muy pregonadas durante la guerra española, y otras, difícilmente audibles en el estruendo de la batalla, pero existentes, y con profunda raíz. Sería trabajo inútil querer desenmascarar a los interlocutores, pensando encontrar, debajo de su máscara, rostros populares. Los personajes son inventados. Las opiniones, y, como se dice, el «estado de espíritu» revelado por ellas, rigurosamente auténticos, todavía comparables, si valiese la pena. Todas concurren a mostrar una fase del drama español, mucho más duradero y profundo que la atroz peripecia de la guerra. En tiempos venideros, variados los nombres de las cosas, esquilmados muchos conceptos, los españoles comprenderán mal por qué sus antepasados se han batido entre sí más de dos años; pero el drama subsistirá, si el carácter español conserva entonces su trágica capacidad de violencia apasionada. Percibirlo así, una vez más, en la plenitud de la furia fraticida, ha llevado el ánimo de algunas personas a tocar desesperadamente en el fondo de la nada. Por otra parte, es muy dudoso que, después de este viaje, corto en el tiempo, demasiado largo por sus borrascas, la razón y el seso de muchos hayan madurado. Más valor tiene, pues, el que algunos hayan mantenido, en las jornadas frenéticas, su independencia de espíritu. Desde el punto de vista humano, es un consuelo. Desde el punto de vista español, una esperanza.
DIÁLOGO
Hablan en el diálogo:
La velada
(El auto del doctor Lluch devora la distancia entre Barcelona y Benicarló. En el morro del coche se despliega un banderín gualda, y en la mirilla trasera, «Metge», dice un letrero blanco anegado en polvo. La profesión, los servicios de Lluch le habían valido conservar el disfrute del coche, último resto de sus comodidades de burgués: guiándolo, introduce en su estado presente una punta sarcástica, recuerdo de su antigua condición de dueño. Junto a Lluch viaja Miguel Rivera, diputado, joven aún y, hasta seis meses antes, millonario. Dentro, el comandante Blanchart, un oficial de aviación, Laredo, convaleciente de heridas atroces y la Paquita Vargas, artista de zarzuela. Necesitados de viajar por motivos diferentes, Rivera había obtenido de su amigo Lluch que admitiera en su coche a los dos militares y a la Paquita, hasta Valencia. Declinante un día de marzo, cortan la campiña del Panados, la tierra fragosa, poblada de olivos y algarrobos, que vomita turbiones en el mar, las vegas de Tortosa, y desembocan en la Plana, llameantes los ocres de la costa sobre el agua azul, anegada en tintas de violeta la hosquedad confusa del Maestrazgo. Ningún tropiezo. A medio camino, un entierro. Cipreses verdinegros, sobredorados por el ocaso, cobijan el cementerio contiguo a la carretera. Lluch detiene el coche. Sobre el féretro, una bandera roja y negra; detrás, el pueblo entero, alineado, y una música en silencio. Al paso del féretro, Lluch levanta el puño. Inquietud de Rivera. Otros del cortejo, contestan. Se oye el arrastrar de pies por la carretera. Algunos ojos escrutan el interior del coche, atraídos por los uniformes. Más lejos, una patrulla.
—¡Alto! ¡Los papeles!
Lluch exhibe un pliego lacerado por las firmas, rúbricas, sellos, contraseñas y marcas bastantes a acreditar su lealtad. El cabo de la patrulla parece horadar el papel con la mirada. Lluch se impacienta.
—Menos prisa, camarada. Hay que enterarse.
—Te enterarías antes, camarada, si leyeras el papel al derecho.
Se lo devolvieron.
—Podéis seguir. ¡Salud!
—Salud… y supervivencia —exclama Lluch al poner el coche en marcha. Susto de Rivera: «Van a pegarnos un tiro». «¡Bah! No son tan ingratos».
Lluch se place en la rápida carrera, en la paz de los campos, traídos a tal galanura y fecundidad por un trabajo de siglos. Masías blancas entre parcelas cobrizas recién labradas y siembras lozanas, brillante el verde jugoso de las mieses nuevas. Carros de labrador, de toldo alto, guarnecidos los arneses de las mulas con mucha clavazón dorada. Algún viñador poda las últimas cepas. La pincelada milagrosa de las flores parece soltarse de los frutales tempranos y volar, en la fuga del coche, al horizonte de sierras encanecidas.
—Lo arrasarán todo. Ni casas ni árboles quedarán en pie. Los hombres fusilados. ¿Por qué no las mujeres y los niños? ¿No los vemos ya hechos pedazos? Nos llegará el tumo… —murmura Lluch.
El impresionable Rivera solía fluctuar a merced de las opiniones ajenas, sobre todo de los vaticinios pavorosos, por su experiencia personal reciente, muy siniestra. En ella quería fundar, sin embargo, una mayor confianza en la suerte, como si hubiese agotado las probabilidades adversas.
—He salvado la piel de tantos peligros que me creo destinado a sobrevivir.
—La conservación de la vida no se asegura de una vez para siempre. No confunda usted las aventuras novelescas de su evasión con la realidad del peligro mismo. No le añaden nada. El destino no se presenta siempre con apariencias tan notables. Se muere tontamente, sin saber porqué. Hace meses se encontraba uno en las cunetas de este camino a los muertos rebozados en su propia sangre. De sobremesa o en mitad del sueño les habían pegado cuatro tiros. ¿Quién? ¿Por qué? Cuando nos toque a nosotros, seremos dos números en la estadística. Sin ninguna razón explicativa de nuestro destino. O admite usted la mía: que a los hombres como nosotros se les acaba el mundo. Sobramos en todas partes. El proceso eliminatorio se cumplirá, poco importa el modo. ¿Ley de la historia? Bueno. La historia es una acción estúpida. Ajena, cuando no contraria a la inteligencia humana. El hombre lo comprueba, lo padece y no puede más. Tal es la grandeza de su destino, según dicen. Eso nos diferencia de una caña. Envidio a la caña. Como no hay remedio, me forjo una moral adecuada a la quiebra de mi humanidad y recito mi papel hasta la última sílaba.
Anochecido, rinden viaje en el albergue ribereño del mar. Las brasas del poniente se enfrían, dejan nubes de ceniza. Témpanos blancos en el caserío del pueblo. Entre huerto y jardín, unos olivos. La silueta abrupta de Peñíscola, desgajada de tierra. Calma chicha. Las piedras de la orilla paladean un rizo transparente que se explaya sin ruido ni espuma. Otros viajeros, en el albergue, reciben con asombro y alborozo a Miguel Rivera. El coloquio se prolonga durante la cena y la sobremesa).
¿De dónde sale usted?
De la sepultura.
Es para creerlo. Todos le daban por muerto.
No miento. Al pie de la letra, vengo de la sepultura. Estaba de paso en Logroño, para visitar a mis hermanos, cuando empezó la rebelión. Si el pueblo hubiese tenido armas habría vencido. Con una sangría suelta, la resistencia cedió. ¡Qué de suplicios! A mi hermano, el capitán de Artillería le fusilaron; y al otro, ingeniero, le asesinaron en el camino de Zaragoza, porque eran republicanos. Antes de matarlo le arrancaron unos dientes de oro. Pude esconderme. Pasé cuatro meses en la choza de un pastor, en plena sierra. Mientras, me juzgaron en rebeldía, me condenaron a muerte, confiscaron todos nuestros bienes, incluso los de mi madre, que a sus ochenta años vive de limosna. Una partida descubrió mi escondite. Creí llegada mi última hora. Eran amigos, obreros de Haro, fugitivos. Contaron las hecatombes de La Rioja. ¡Asombroso! En los pueblos más señalados fusilaron los censos enteros. Me di a conocer y unimos nuestra suerte. Me pusieron en relación con un conductor. Encerrado en el maletón de un coche me llevó a Pamplona. Al hombre no se le ocurrió otra cosa que esconderme en el cementerio. «Tengo aquí un buen amigo», me dijo. Muchos tenía yo, pero muertos. En Navarra apenas había más que carlistas, nacionalistas y católicos. En las elecciones, la coalición republicana no pasó de treinta y seis mil votos. Pues han fusilado a unas quince mil personas. Si la proporción es igual en toda España, hagan ustedes la cuenta… El conductor tenía, en efecto, un amigo camposantero. Pasé veinticuatro días metido en un nicho. No había peligro de que los vecinos me denunciaran. Por las noches salía a estirar las piernas y a recoger un poco de pan y un jarro de agua. Mi protector me preparó la fuga. Llegué a la raya a pie, en hábito de fraile, y di con mis huesos en Arlegui. Huesos, porque no tenía más debajo del hábito, y el pellejo. Nunca hubiese creído que por salvarlo se padeciera tanto. Me socorrieron. Tardé unas semanas en recobrarme. Quise volver a España…
Extraño caso.
Ya me he dado cuenta. Con recursos prestados llegué a La Junquera. Me detuvieron por sospechoso. No tenía papeles. Alegué mi condición de diputado y lo puse peor.
Lo de ser diputado estaba casi tan malo como ser general, obispo o patrono. Aunque no tan malo como ser ministro.
Preso en una barraca, amenazado de muerte, logré enviar a Barcelona un recado telefónico. De allí me reclamaron con urgencia. Persuadidos de que iba al suplicio, unos sicarios accedieron a llevarme, maniatado en un coche, rozándome la nuca el cañón de una pistola. Estuve veinticuatro horas de pie en una mazmorra, apretujado entre gentes de quien no llegué a ver con claridad las facciones. El mismo valimiento que me salvó en la frontera, obtuvo mi libertad. Todo mi haber consistía en los andrajos que llevaba puestos. Gracias, al doctor Lluch salí de apuros y con devolverme la salud he recobrado la calma e incluso la esperanza.
No tenía usted nada grave. Digamos hambre atrasada y una excitación nerviosa que se corrigió pronto. En cuanto se aclimató a la vida nueva. Al principio no se daba usted cuenta de dónde estaba. Como si cayera de la luna.
En casi medio año no supe de España sino que en La Rioja y Navarra fusilaban a millares de hombres y mujeres. De lo restante, nada. Llegué a Barcelona creyéndome el protagonista de un drama excepcional. Hambre atrasada… sin duda. Pero créanme ustedes, más que comer y asearme, necesitaba aliviar mis pesadumbres, siquiera contándolas. Encontrar algún calor, un afecto compasivo. La impresión era glacial. No me daba cuenta, es cierto, de lo que ustedes habían pasado día por día, ni de que a nadie le quedaba lugar para el asombro o la conmiseración. Caí en una ciudad nueva. Salvado de la muerte, entraba en una sociedad que tenía también la pistola en la nuca. No se me ha borrado la extraña impresión de nuestra primera entrevista, Lluch. ¡Cuántas cosas pensaba contarle! Me recibió usted con estas palabras: «¡Hola, Rivera! ¿Qué le trae por Barcelona?». Me quedé cortado. Y sin transición, añadió usted: «¿Ahora se deja usted barba?». Recuérdelo y ríase de mí como yo me río. Al entrar en su habitación, pensé que entraba un personaje de tragedia. En realidad, entró un señorito mal afeitado. De pronto, cuanto quería contarle me pareció ridículo.
Me preguntó usted por el perro y al saber que lo había matado un automóvil, rompió usted a gritar: «¡También el perro, también el perro!». Entonces pensé, se lo confieso, que no estaba usted en sus cabales.
La atonía de usted y de otros me desconcertaba, por ignorancia. Verdad es que desde el paso de la frontera debía darme por advertido. Había algo peor: la envidia de algunos, por haber estado en el extranjero, mezclada con la lástima que les despertaba mi regreso. Yo había vuelto a España por un movimiento natural, sin proponerme sobre ello ninguna duda. Un conocido me dijo en Barcelona: «¡Cómo! ¿Estaba usted en Francia y ha vuelto? ¡Cualquier día hubiese vuelto yo!». ¡Qué rabia! Tras de conducirme como debía, me tomaban el pelo. Fuese rabia o miedo contagiado o deseo de no pasar por tonto, llegué a dudar si me marcharía. Lluch me disuadió.
No. Las cosas en su punto. Siempre me he guardado de decir a nadie lo que se debe hacer, como no sea a mis enfermos, y aun eso, barruntando que no lo harán. Le dije a usted, porque me lo preguntó, que no le creía expuesto a ninguna amenaza especial. No había usted salvado la vida a ningún arzobispo, a ningún monje. No tiene nada que ver con los enredos políticos y sociales de Cataluña, ni ha hecho bien ni mal a nadie en mi tierra. Pero no le dije que se fuera ni que se quedara. Me resisto a ser agente del destino cerca de nadie.
Lo mismo puede usted serlo dando un consejo, que absteniéndose.
Cierto. Pero a más que la omisión o la inacción no se puede llegar.
Hay quien piensa y escribe que, en su poca disimulada fuga, presta servicios de mucha cuantía.
Lo he oído. El tino, el buen gusto, están mal repartidos. El prurito de agradar siempre, a que lleva el ansia de popularidad, obliga a confeccionar argumentos para los crédulos papanatas. Héroes, a su modo, los que prefieren pasar hambre a pasar miedo. Acaso acierten, porque el hambre enflaquece y el miedo enloquece. El hambre puede incitar a un delito, el miedo a una bajeza. El peor negocio es pasar hambre después de haberse doblegado al miedo. A mí no me importa.
No juzguemos con tanto rigor. Mirándolo fuera del tiempo presente, esos hombres, apartados de estos hechos horribles, serán una reserva para el día de la paz.
Me parece que los oigo hablar. Hace dos meses el Gobierno me envió a comprar material sanitario en París. Tropecé con un amigo barcelonés, un pez gordo de la policía catalana, emigrado de los primeros días. «¿Cómo os va con la FAI?», me soltó de buenas a primeras. «Aguardamos tu regreso para acabar con ella», le contesté. Me descubrió el proyecto a que usted alude. En España, dos bandos feroces tratan de destruirse. Ninguno puede dominar al otro. Cuando se reconozca así y se acabe la guerra, los que se mantienen lejos de ella y reprueban a los dos bandos, se encargarán de gobernar al país. No disimulo mi horror por tantas cosas como suceden, acá y allá. Al oír esas vanidades, siento que me penetra el espíritu intransigente del miliciano.
Por mi cuenta hay ya cuatro Españas. Nada menos. En París se había formado una tercera España, con los designios que usted le oyó a su amigo barcelonés. Pero ha surgido la cuarta España, con soluciones mucho mejores. Ahora falta que entren en guerra civil, dentro de París, como lo están las dos primeras en la Península. En realidad, todos esos miembros pasivos del Comité de No-Intervención, tienen mala suerte. Si la guerra se hubiese acabado en septiembre con la destrucción de la República, siempre habrían quedado deslucidos, pero cómodos. «¿Ven ustedes? ¡Todo estaba perdido! ¿Qué íbamos a hacer allí?». Prolongarse la guerra indecisamente, tiene que disgustarles aunque no quieran, porque los deja en mala postura sin disculpa posible. Aunque se callen (no todos se callan), su sola presencia daña. Y cuando hablan… lo más inocente es justificarse arbitrando planes políticos para personas superiores y finas.
Que son finos, superiores a nosotros, verdaderos cafres que aguantamos los bombardeos, se les nota cuando por accidente vienen a España. Uno estuvo en Valencia cuatro días. Muy enojado porque el Gobierno no se apresura a editarle su obra sobre Recesvinto… ¡Ya ven ustedes, Recesvinto! Me habló del Foreing Office, del Quai d'Orsay, del Gentlemens agreement, del Covenant, de la seguridad colectiva, del asentamiento de campesinos asirios, de la Conferencia de los Nueve, del Comité de los Veintitrés… Precaviéndose contra un reproche que nunca pensé hacerle, afectaba una distinción lánguida. Leía en sus ojos cierta protección distante, compasiva. Aquella noche sufrimos un ataque aéreo. Mucho ruido. Algunos muertos. El hombre se presentó en mi casa a pedirme que obtuviese de Prieto un permiso para salir en el primer avión. No le di de bofetadas. Ha repasado los Pirineos. Mis carcajadas lo acompañan.
Se han dado por vencidos. Con esa moral ¿qué podía esperarse?
¿Vencidos? No será en la guerra. Está la pelota en el tejado.
Vencidos por el cataclismo social.
Tampoco se ha concluido la sociedad española. Admitamos que cambiará. ¿Habremos dejado usted y yo de pertenecer a ella?
Nadie puede formarse una moral apropiada a las circunstancias, deduciéndola de su caso particular. Tanto da una moral de derrota como de victoria. Una moral de vencidos es inútil no ya para vencer sino para soportar el vencimiento. No sirve para mucho más la moral basada en la seguridad de la victoria. Si la victoria, por fin, no llega, se derrumba la moral, el hombre se degrada en su cobardía; y aunque llegue, tampoco esa moral sirve para afrontar la victoria, que por otro estilo relaja y corrompe tanto como la derrota. Es impropio de hombres avisados quedarse, valga la expresión, a medio camino y suspender el espíritu ante las realidades exteriores, por ruidosas, exorbitantes y terribles que sean, como la revolución y la guerra. Para adquirir una disciplina, no admito la zozobra del ánimo entre dos accidentes: derrota o victoria. Ha de ser obra de la inteligencia más que de la entereza, y sobreponerse a esos dos accidentes y a otros. Ganar o perder la guerra es muy importante, pero el fenómeno que padecemos no se cifra en eso. Ni siquiera desde el punto de vista de la razón política. ¡Y no hay que decir, en el orden moral de cada uno!
Amigo mío, es usted un emigrado en canuto.
Me maltrata usted, como siempre.
Mil perdones. Quise decir que no estoy conforme.
Me atrevo a confesar que yo lo estoy, si he comprendido a derechas. Por lo menos en cuanto al método… Procuro superar los accidentes. No fundo mi moral, como ustedes dicen, en preferencias personales, ni en el aspecto primero de estos sucesos, ni en su conclusión, deseada o temida. No he corrido aventuras semejantes; a las de nuestro amigo Rivera. Apenas llego a creer que me haya visto en peligro de muerte. He presenciado la de muchos otros. Soy médico. Sirvo, porque estoy obligado a remediar miserias. Un hospital de campaña es una escuela que inculca nociones desusadas. Inaplicables después; lo temo. Pero ese es otro cantar. Estoy contento de servir. Como hombre, procuro entrever el destino que me aguarda y Io recibo impasible. Me satisface comprenderlo, y, si puedo, darle un nombre. No acierto a encontrar el más expresivo. Oigo hablar de generales traidores, de anarquistas homicidas, de falangistas sanguinarios… Todo es verdad, pero anecdótico.
¡Qué blasfemia!
No. La fiebre es una incomodidad o un peligro en la vida del febril, no un desorden en la naturaleza. Lo que sucede, no cabe en los conceptos de la razón política. ¿O admite usted que la libertad, el orden social, la justicia, etcétera, tienen por premisa o llevan por fruto una degollina universal? Arrincone usted lo político. El hombre es una bestia más inteligente que el perro o el mono, pero una bestia. El hombre no apetece la libertad. La vida humana no se roza con la justicia. El orden, o sea la tranquilidad de los venturosos, se funda en la desventura de los miserables. Vituperamos la opresión, nos escandaliza la miseria, en cuanto nos dejamos deslumbrar por la idea de la justicia. ¿Pero qué es la justicia, nunca lograda en la historia? Parto del ingenio humano. El hombre engalana su horripilante bestialidad con inventos ingeniosos. El pesimismo radical de la religión cristiana es irrefutable. Pone la justicia en otro mundo, ¡sarcasmo gigantesco! Atravesamos una fase de destrucción acelerada. Es recaída normal, pero no desorden. Me quedo solo con mi juicio ante la materia bruta y rechazo el aparato dialéctico que pretende clasificar los hechos encerrándolos en un sistema que sea mañana el sistema de la historia política. ¿O en busca de una explicación y hasta de una justificación, vamos a discurrir por conceptos inadecuados, o por imágenes falsas? A una peste, a una invasión, se les llamaba en otro tiempo azotes de Dios. Los hombres son tan malos —venía a ser la explicación— que es justo aniquilarlos —justicia del otro mundo—, siguiendo el precedente del diluvio sin más acepción de la del involuntario delito de haber nacido. ¿La dialéctica de ustedes les lleva a insertar aquí un concepto de justicia, terrena o sobrenatural? Ni los arzobispos españoles han dicho todavía que esta calamidad sea castigo del cielo.
Pero invocan a Dios en ayuda de los rebeldes.
Eso es política.
Sarcasmo y muy amargo, el de usted.
Me he quitado de él, radicalmente, como del tabaco. Al principio, me defendía de los sinsabores causados por la estupidez o la maldad refugiándome en un desprecio burlón que ya saboreaba el placer del desquite. Un día comprendí que habría ido demasiado lejos por ese camino y he puesto el esfuerzo mayor en desandarlo. Mi defensa valía tanto como tomar morfina o emborracharme. Desde que volví del frente, trabajo en un hospital de Barcelona, bajo la inspección de un comité de funcionarios subalternos del mismo establecimiento. No he llegado a saber si en el comité tienen delegación los enfermos. Después de todo, ¡quién con más derecho! Estaba muy reciente mi tropiezo con un operado desaprensivo y me daba risa, una risa mala, considerar los resultados posibles de cualquier decisión profesional. Si alguna vez me equivoco —pensaba—, si un enfermo se me muere en las manos, dirán que soy traidor, que le he quitado a la República un soldado. Sería prudente someter a votación del comité la necesidad de amputar una pierna. Cuando esta reflexión saltó en mi espíritu, caí en la cuenta de que iba mal. En fuerza de querer preservar la lucidez estaba perdiéndola. Eso, más que ira, era una mueca. Para curarme, rompí las ligaduras con los accidentes de cada día, no leo periódicos, no oigo la radio, no me informo de la política ni de la guerra. Trabajo como un buey. En eso no hay engaño posible. Así he recobrado poco a poco mi verdadera libertad interior y he trazado el simple esquema de nuestro destino. Veo a los hombres abandonados, cientos de miles de hombres, convertidos en sus propios verdugos, empujados a la muerte. Veo el naufragio de agresores y agredidos. La misma resaca se los lleva a todos. Cadáveres, muchos cadáveres en olas de sangre. Tal veo en lo más profundo de mi ser de hombre. Si el navío en alta mar rompe de pronto a arder por las dos puntas y no hay socorro posible ¿qué es enloquecerse, en busca de salvamento?
Pasará la tormenta, saldrá el sol y tanto duelo no habrá sido inútil.
Ustedes discurren en la oficina, en el periódico, en la tribuna. Yo vengo del hospital y de la guerra. Aquí hay otros que, por las señas, vienen de los mismos sitios. Pero su juicio no vale más que el mío. No lo llevan mal. Son militares y están enseñados en otros deberes. No soy soldado. Soy un hombre perdido en el sufrimiento de los demás. ¡Utilidad de la matanza! Parecen ustedes secuaces del Dios hebraico que, para su gloria, espachurra a los hombres como el pisador espachurra las uvas, y la sangre le salpica los muslos. Vista la prisa que se dan a matar, busco el punto en que podrá cesar la matanza, lograda la utilidad o la gloria que se espera de ella. No lo encuentro. En los primeros años de este siglo, un autor escribía que para remedio de España era menester un metro de sangre. ¿Un metro? Más tendrán. Si el autor acertaba, España se remediará. El autor ha muerto sin haberse desangrado sobre el suelo español. Estará contento en su fosa, bien seca. Me inclino a pensar que esta sangría no es la que auguraba aquel autor: el país no saldrá remediado. He desechado el sarcasmo, la ironía, la burla, el desprecio. Tampoco sería exacta llamar resignación a este coraje desesperado que me levanta, por dos motivos, sobre el horror del destino: el primero, lo irremisible del fallo: tanto da que se cumpla hoy o mañana; el segundo, por el alcance de la suerte común, igual en todos. Es inútil considerar el caso personal, mío o ajeno. Tal es la razón de la fría naturalidad con que le recibí a usted, Rivera. En una masa encaminada al suplicio, nosotros dos y todos perdemos el nombre y la faz.
Cuente usted a estos señores; lo que pasó con el operado desaprensivo.
Uno de tantos casos. Hace seis o siete años operé a un trabajador en el Clínico. Una extirpación difícil. Salvó la vida, pero quedó inútil. No había vuelto a saber de aquel sujeto. Pocos días después de la sublevación se me presento con arreos marciales, fusil, pistola y un gorro bicolor. Me pidió una indemnización de veinticinco mil duros, porque mi impericia le había estropeado. Hice mal en tomarlo a broma. «Si todos los clientes descontentos —pensaba— hacen lo mismo, la profesión será muy incómoda. ¡Quién sabe! A lo mejor, eso es la justicia y se nos hace cuesta arriba por falta de hábito». No tardaron en visitarme otras máscaras y, quieras que no, me llevaron a un convento, mudado en cárcel. El inválido escribió una petición y yo quedé en rehenes. Más tarde he averiguado que mi hermano menor, también médico, fue a la prisión y pidió mi libertad. «Aquí no hay ningún Lluch», contestaron. Recorrió todas las cárceles, antiguas o improvisadas. No daban razón. Parlamentó con las autoridades. «Todo se arreglará». «¿Pero dónde está?». Lo han matado. «Quieren dinero, y si lo matan no lo tendrán». Mi hermano creyó que me habían muerto, se aturdió, quiso fugarse. Trató de ganar la frontera por caminos extraviados, le echaron el alto, corrió… Le mataron a tiros. En tanto, las autoridades se desvelaban por salvarme. Un pariente del jefe de policía, bienquisto de la organización que patrocinaba al demandante, arbitró el pleito: con cinco mil duros quedaría todo arreglado y yo libre: «Pagaré, si los hay todavía en mi cuenta corriente». El mediador fue lo bastante benigno y hábil para persuadir a los secuestradores que no llevasen adelante la calaverada. Pagué y volví a mi casa. Tardé algunas semanas en averiguar la triste suerte que había corrido mi hermano.
¿En qué frentes ha trabajado usted?
Siempre en el Alto Aragón. Me sacaron de Barcelona para utilizar mis servicios, y de paso, protegerme. Me vino bien, porque me libré de los enredos de la Universidad. Se había transformado en Universidad de Cataluña. Así lo reza un letrero en la fachada. Ahora somos más nacionalistas que nunca. Funcionó un comité de bedeles y empleados subalternos bajo la presidencia nominal del rector, encargados de depurar el profesorado. Me desagradaba meterme en eso. Perdieron su plaza algunos catedráticos desafectos al régimen, quedaron otros desafectos a la ciencia. La plantilla de subalternos y administrativos de la Universidad, que por añadidura está cerrada, ha crecido hasta ciento treinta funcionarios. Muchos más que catedráticos. Bueno. El caso es que me zafé de aquellos enredos. Por cierto que ahora resucitan. La primera depuración no era perfecta, hay que depurar más, quieren nombrarme a mí para entender en ello. Denuncias: don fulano dijo esto o lo otro, el bedel mengano se guardó unas propinas, tenía en su casa un retrato… ¡Se estaba mejor en el frente! Organicé unos hospitalitos de campaña, trabajé en ellos una temporada. Después me trasladaron a otro, más a retaguardia, en una ciudad pequeña, fea y bárbara, asolada por la guerra y la revolución. Lo menos lastimoso, la sala del hospital. ¡Qué extraña experiencia!
¿Funcionaba el comunismo libertario?
Mientras yo estuve allí, no, señor. Hubiese sido bueno que funcionase algo. Mucha gente había desaparecido, el dinero totalmente. Los víveres se repartían con desigualdad tradicional, pero ahora estaban en turno otras personas. Gran confusión, voluntad excelente, miedo avasallador. Donde antes había una persona para desempeñar un servicio medianamente, cuando no mal, encontré siete, doce o veinte, convencidas de hacerlo todo muy bien a fuerza de discusiones. Quienes no tenían aún motivos para asustarse, parecían petulantes, autoritarios, ufanos como chicos con zapatos nuevos. Por ensalmo habían puesto la mano en el ápice del mundo y se disponían a cambiar su ruta. La población exhibía la uniformidad nueva del desaliño, la suciedad y el harapo. La raza parecía más morena, porque los jóvenes guerreros se dejaban la barba, casi siempre negra, y los rostros se ensombrecían. Largas melenas, pechos velludos descotados, fusiles en bandolera, reminiscencias de un siglo atrás, locuras románticas, barricadas revolucionarias. Mucha gente incurría en la uniformidad del andrajo por miedo de parecer acomodada, sobre todo si lo era aún o lo había sido. Ningún sombrero, boina cuando más. Cuello en la camisa, nunca. La corbata habría sido un reto insolente. Conservar mi vestimenta de siempre, parecía un rasgo de valor. «Estas modas se implantan aquí con más entusiasmo que en Barcelona», pensé, recordando el aspecto de las Ramblas desde el día en que la capital se encasquetó la boina y pareció toda ella vestida en almacén. Los soldados del antiguo ejército conservaban alguna prenda reglamentaria descabalada. Los oficiales, ahorcado el uniforme, lucían prendas de cuero, cierres de cremallera, cadenillas y preseas de fantasía, en lo que apuntaban ya el lujo, la elegancia… Difícil situación la de los oficiales, más penosa cuanto más probada su lealtad. Hallé un hospital junto a una cuadra de animales. En largos coloquios con los mandones del lugar, obtuve un caserón para albergar heridos, inmediato al cementerio. «Será por la escasez de transportes», me dije, cediendo al mal humor. El hospital nuevo funcionó pronto. Casi todas las noches a las altas horas, sonaban en el cementerio descargas de fusilería. La primera vez pregunté: «¿Qué disparos son esos?». Tres sujetos estaban conmigo. El uno, muy ceñudo, no contestó. Otro, sonriéndome con sonrisa de connivencia, repuso: «¿Qué ha de ser?», sin más. El tercero me dijo: «Fusilan en el cementerio», como podía haber dicho: «Está lloviendo». Una noche, a fines de agosto, mientras de codos en la ventana de mi cuarto tomaba el fresco, sonaron en el cementerio tres descargas. Después, silencio. ¿Qué pasaba por mí? ¡No sé! Me parecía ver la escena, como si el cementerio, rodeado de tiniebla, se hubiese iluminado. No podía quitarme de la ventana. De allí a poco, se oyó un gemido. Escuché. El gemido se repitió, más recio, creció hasta ser alarido, intermitente, desgarrador… Aquella oscuridad, el silencio… Nadie respondía. El casi muerto, en el montón de los ya muertos, gritaba de espanto, devuelto a un poco de vida, más horrible que su muerte frustrada. El grito venía en derechura disparado contra mí. Traje a la ventana a unos empleados del hospital. «¡Vamos a buscarlo, quizá se salve!». Rehusaron, porfié, me lo prohibieron. ¡Quién se mezcla en tales asuntos! Todo lo más, enviar un recado a la alcaldía. Se envió el recado. Pasó tiempo. ¡Tac, tac! Dos tiros en el cementerio. Dejó de oírse el gemido.
Es el cuadro de toda España.
Con una diferencia importante. En esta zona, las atrocidades cometidas, en represalia de la sublevación, o aprovechándola para venganzas innobles, ocurrían a pesar del Gobierno, inerme e impotente, como nadie ignora, a causa de la rebelión misma. En la España dominada por los rebeldes y los extranjeros, los crímenes, parte de un plan político de regeneración nacional, se cometían y se cometen con aprobación de las autoridades.
La observación es acertada. Pero a mí, que nunca he tenido mando ni responsabilidad en parte alguna, no me consuela.
¿Por qué encuentra usted penosa la situación de los oficiales?
En general, despiertan sospechas. Buen pretexto para sustraerse a la disciplina, tan pesada. Me pregunto si no será también muy pesada para quien ha de imponerla. El caso es que lo oficiales, amenazados, alejan las sospechas o se cubren contra ellas dejando hacer. Siguen la corriente. No ejercen el mando. Mandan los comités. Se ha descubierto una nueva disciplina militar, que consiste en no tenerla… Si no han descubierto además otro modo de hacer la guerra, vamos buenos. Pero yo no entiendo. Usted sabe y habrá visto más cosas y podrá decir si estoy en lo firme.
Algunas he observado. No tantas como usted supone. Mis observaciones se limitan a Barcelona. Desde el comienzo de la guerra no he conseguido mandar tropas. Estoy arrinconado en una oficina.
Es raro, con la escasez de jefes…
Sería grave explicarlo… De mi lealtad a la República es imposible dudar. Usted sabe, Rivera, que incluso bajo los Gobiernos republicanos han sufrido vejaciones porque los capitostes del Estado Mayor Central me tildaban de comunista. A todos los oficiales republicanos, los jefes de la rebelión actual nos llamaban comunistas. No lo era, no lo soy. Aunque lo hubiese sido entonces, no daba motivo para molestarme. Cumplía y cumplo mi deber a rajatabla, hago que los demás cumplan. ¡Estaría bueno dudar de mí, cuando se fían de otros, agazapados hasta saber qué pasa!
¿Ese género existe?
¡Cómo! No quiero nombrarlos. Se columpian, como decimos, mientras la guerra está indecisa y en espera de lo que pueda ocurrir entre la Generalidad de Cataluña y el Gobierno de la República. Mi conducta es otra. Soy catalán por los cuatro costados, republicano y militar español. De ahí no salgo. Por eso no gusto. Era comandante en un regimiento de la guarnición de Madrid. En julio vine con licencia a mi pueblo, San Felíu de Llobregat, que ahora, indispuestos con la corte celestial y para hacer rabiar al santo, se llama Rosas de Llobregat. Es bonito… El día de los sucesos fui a Barcelona en cuanto pude y me presenté al Presidente de la Generalidad: «Soy jefe del ejército y como vuestra excelencia es representante en Cataluña del Gobierno de la República vengo a ponerme a su disposición». Aceptaron mis servicios… Ocho meses en una oficina. No es mi carrera. Sobrados oficinistas hay en la Consejería de defensa de la Generalidad: setecientos funcionarios para organizar y administrar una fuerza que en el papel no llega a cuarenta mil hombres. He porfiado mucho. Ahora voy a Valencia con buenas esperanzas de obtener un mando en campaña.
Va usted en busca de una situación difícil, como la pinta Lluch.
No debiera serlo. Si lo es, habrá que corregirla. La conducta de gran parte de la oficialidad disculpa, o, si ustedes quieren, justifica que se nos mire de reojo. Ha pasado tiempo, se ha podido averiguar quién es cada uno, para qué sirve, cómo ha servido. También han podido comprobarse las necesidades verdaderas de la guerra. ¿Repudiaban una fuerza militar, abrigaban la esperanza de que la revolución, místicamente, proveería a unas muchedumbres mal armadas y peor mandadas del poder suficiente para batirse con un ejército? Haberlo dicho, con todas sus consecuencias. Formar columnas de paisanos, sin instrucción, armamento ni disciplina, exaltar su espíritu político, copiar en ellas la fisonomía y la jerarquía de los partidos, y al mismo tiempo pretender que funcionen como un ejército, es enorme dislate. Ha producido desastres. Si querían un ejército combatiente, debíamos organizarlo nosotros, los militares, y mandarlo ateniéndonos al único modo de hacerlo. No se puede ser más o menos militar. No se es militar a medias. En cuanto se pierde la forma, se es cualquier cosa menos militar verdadero. Me ve usted de uniforme. Soy el único que se lo pone en Barcelona. No me lo he quitado nunca desde el 19 de julio, aunque no estuviese de servicio. Los demás lo han entendido de otra manera. Si al primer oficial que abandonó el traje reglamentario le hubiesen sentado la mano, se habrían evitado muchas aberraciones. No son nimiedades ordenancistas. Los signos exteriores de la disciplina importan mucho. En el ejército, la disciplina se había reducido a una cortecita. Los unos la pisotearon sublevándose. Otros, mal avenidos también con ella, han arrojado su parte de corteza, se quitan el uniforme. No soy el único oficial republicano que piensa así. Hay otros, muy buenos, de quienes nadie habla, cuyos servicios no quieren aprovecharse. Si fuese el único, también tendría razón. Sería, además, el último. Ahora estamos conociendo muchas últimas cosas, últimos modos y tipos. Me cuento entre ellos.
La situación excepcional exigía aprovechar el celo y el entusiasmo de todos.
No lo niego. Aprovecharlo, requiere precisamente averiguar para qué sirve el más celoso. Una guerra campal no es tomar las barricadas de una calle o el cuartel de la Montaña. Dirigir una fuerza armada requiere enseñanzas previas. Cuando faltan cuadros de mando (es lo peor que nos sucede) será ineludible improvisarlos. Pero no debe adaptarse la improvisación como método permanente y, sobre todo, no debe creerse que se ha logrado improvisar nada útil cubriendo los mandos con personas señaladas en la acción política, ignorantes de los rudimentos del oficio. Ellos mismos, cegados por su improvisación personal, se niegan a aprender. Un acto revolucionario, una resolución oportuna y útil, no califican para mandar. Si el ranchero impide que su batallón se subleve o el buzo de un acorazado logra que la oficialidad no se pase al enemigo con el barco, déseles un premio, pero no me hagan coronel al ranchero ni almirante al buzo. No sabrán serlo. Perderemos el batallón y el barco.
Serán casos aislados. No los conozco.
Ni los busque. Hablo de la tendencia dominante, no me atrevo a decir el sistema, porque no hay ninguno, no siendo el de renegar de verdades palmarias, sin hallar otras que las reemplacen. Republicanos, monárquicos o anarquistas, los españoles hacemos siempre las mismas tonterías. Con el sistema que digo se incuba una pollada de caudillitos irresponsables, a quienes les corresponderá sublevarse contra lo que sobreviva de la República después de la guerra. Desde 1923 estamos renovando en España la experiencia del siglo pasado sobre lo que dan de sí las carreras militares rápidas. En nuestro país, violento, intolerante, sin disciplina, los generales menores de sesenta años son un peligro nacional.
Muchos oficiales de mérito, adaptados a la situación, prestan buenos servicios y se los hacen prestar a su gente, aunque mal preparada.
¿Adaptados? De todo hay. Y según lo que llame usted adaptarse. Sé de un capitán del ejército, a las órdenes de un rústico analfabeto, improvisado jefe de unidad, que le dice: «Vamos a tomar aquella loma». «Imposible». «Ordeno que se tome». «Nos quedaremos todos en el camino». «Lo que tú tienes es miedo». El capitán dispone el ataque. No se toma la posición. El fracaso cuesta mil ochocientos muertos, entre ellos el capitán. ¿Es adaptarse? Un jefe de columna del frente aragonés me asegura que, en cuantas operaciones ha participado, siempre ha habido como objetivos la posición militar y la posición política. En otros casos, los comisarios políticos se han abstenido de dar órdenes, convirtiéndose en lo que llamaríamos el capitán ayudante del jefe de la columna. ¡Adaptarse! ¡Ya lo creo! La adaptación de algunos oficiales ha sido profunda, hasta ponerse al servicio, no de su función de guerra, sino de los designios políticos de un grupo. La popularidad los ha acariciado. Más o menos pronto, el desengaño ha sido terrible. Un militar, por mucho que transija, no podrá acomodarse a lo que profesional mente es absurdo. Entonces la popularidad se trueca en desconfianza, los aplausos, en amenazas. Algunos se han escondido en Barcelona, temiendo la venganza del poder anónimo a quien se habían imaginado amansar sometiéndose.
¿Con ese ánimo va usted a mandar, en condiciones que le repugnan?
¡Pues sí! Antes que pudrirme entre papeles, cualquier cosa… Mi adhesión a la República no ha menguado, al contrario. Quiero servirla, por vocación y por deber, como mejor pueda. ¿Y qué hago yo, fuera de lo militar? Sé mandar un batallón y llevarlo al combate. A eso voy. Siempre he tenido amor a mi carrera. No fundaba en ella esperanzas de gloria, ni para mí, ni para el ejército, ni para España, como podía soñarlo en la adolescencia. Conozco la historia de nuestro país, su pobreza, su atraso. Los años me han enseñado que no debe fundarse nada sobre la gloria militar. Con todo, siempre he creído posible aplicarme, dentro de mi profesión, para prestar un trabajo útil, cuando hiciese falta. Esta es la ocasión. Preferiría otra menos triste. ¡Qué le voy a hacer! Me duele que no se hayan acordado de mí en tantos meses. Como hay guerra, guerra contra la República y guerra de invasión, quiero participar en ella; es lo normal, aunque no soy belicoso. Me gusta la carrera, pero nunca he deseado convertir mi despacho de oficial en patente de corso. Encerrarse en los límites de la profesión, requiere ser modesto en las ambiciones, y hasta un poco limitado de espíritu. Yo lo soy, sin duda. De Cataluña salimos pocos militares; la juventud elige profesiones independientes, lucrativas. Soy militar porque lo fue mi padre, que se alistó para combatir a los carlistas y llegó a coronel. Veinte años en el ejército me han quitado muchas ilusiones. No obstante, en la profesión he encontrado el eje de mi vida moral: estímulo de buena conducta, correctivo de mi inclinación díscola, cebo de mi capacidad de trabajo. Tengo fama de autoritario, de intransigente. Me ponen motes porque hago servir a otros, porque no tolero que de servir se pase a servilismo. De ahí mis antiguas tachas, al parecer indelebles, vista la tardanza en emplearme.
Es usted un caso raro.
No tanto. El fanatismo político no me domina, como a otros. Quizás sean hoy la mayoría en los dos campos, por efecto de la guerra. Cuantos conservan un poco de buen juicio, estorban. Habrá quien no habiéndolo perdido, disimule por ahora que lo conserva. En el campo rebelde hay gente como yo. A veces pienso en ellos. ¿Qué dirían si la rebelión triunfase con sus medios actuales? Tienen ejércitos alemanes e italianos, sin contar los marroquíes. Cuando esta gente, supliendo la impotencia de la rebelión, se apodere del territorio español, los generales extranjeros se despedirán de los generales españoles: «Ahí hemos conquistado para vosotros la Península. Tomadla. Ya podéis mandar y triunfar en ella. Buen provecho». Antes de que cobren la factura alguno de mis antiguos compañeros irá a reunirse conmigo en el rincón donde entierren a los que se mueren de vergüenza.
Nada de lo que usted piensa ni todo ello junto es motivo para creerse inadaptado. Al contrario. Hemos padecido experiencias muy costosas, innecesarias en buena doctrina, porque ciertas verdades son conocidas desde hace siglos. Pero una es la doctrina y otra los hechos: en la fractura de los miembros del Estado, empezando por el ejército, han jugado las leyes del choque. Todo va recomponiéndose, y lo que usted mantiene prevalecerá antes que en ninguna otra cosa en lo militar.
¡Si no es demasiado tarde! En Málaga he visto un caso muy grave de esa adaptación excesiva a que usted se refiere, mi comandante.
¡Ah! ¡Usted ha estado en Málaga!
Hasta cuatro días antes de perderse la ciudad. Me tocó un chinazo. Nada, quince días de hospital… Por suerte, me evacuaron. Allí tuvimos hasta hace poco un comandante militar extraordinario: «Yo no hago fortificaciones —decía—. Yo siembro revolución. Si entran los facciosos, la revolución se los tragará». Con esta moral se pretendía preparar la resistencia de una ciudad floja y revuelta de por sí. Asombra que no la tomasen antes. Bocado fácil. Desembarcar en Estepona no les costó nada. ¿Qué íbamos a oponerles? Revolución solamente. En Málaga disponíamos de seis piezas y de siete u ocho mil fusiles para cubrir un frente de unos cincuenta kilómetros. Por qué no había más, es otro cuento. Se habla mucho… Seguramente el Gobierno no disponía de tropas ni de material. ¡Y Málaga cae tan lejos! Otro botón. Allí había depositados muchos miles de toneladas de aceite que valían buenos millones. El Gobierno quiso sacarlo. ¿Qué comité, qué responsable, qué gobernador, o qué junta de defensa se negó a obedecer? El aceite cayó en poder de los italianos.
¿Aquel comandante inverosímil era un jefe del ejército?
Lo es todavía.
Hombres así han hecho mucho daño. ¡La popularidad a cualquier precio! Han acreditado entre las masas que ésa es la buena manera de ser soldado de la República o de la revolución.
Se equivoca usted. El pueblo pide solamente lealtad. Otra cosa es que algunos farsantes hayan querido hacer clientela a fuerza de publicidad y de contorsiones. ¿Le ha molestado a usted el pueblo, le ha perseguido?
Me ha molestado el desdén del Gobierno.
Es distinto, Precisamente yo presencié la escena de que usted fue actor en un café de Barcelona.
Actor involuntario.
Gracias a eso significa más. Estaba yo en el café con Paquita y otros amigos, cerca de la ventana. Se paró en la puerta un Cadillac abanderado de rojo y negro, pintadas en las portezuelas las iniciales de la FAI Se apearon cinco mocetones. Calzón, leggis, chaqueta y gorra de cuero, pistolas, fusiles… Ocuparon una mesa sin llamar la atención. Más tarde vimos venir a Blanchart, que acompañaba a Laredo, todavía colgado de las muletas. Al acercarse a la cancela, una mujer que vendía periódicos se adelantó. ¿Recuerda usted lo que les dijo, Blanchart?
Nos dijo: «Tengo el gusto de abrir la puerta a dos militares leales».
Eso es. Cuando, en el café, se rebullían ustedes entre las mesas buscándonos, muchas conversaciones cesaron, un sujeto se levantó y saludó, alzando el puño. Otros le imitaron y en pocos segundos la concurrencia estaba de pie, menos los mocetones armados, que aparentaban no darse cuenta de la entrada de los militares.
Prestigio del aviador herido.
Gravemente, por lo visto.
Un accidente como otro cualquiera.
No le haga usted caso. El pobre, tan estropeado, tenía que ir a pie, y aquellos sinvergüenzas del Cadillac derrochando gasolina.
Dentro de un mes podré volar.
(A Lluch). ¿Qué hay entre esos dos?
(A Marón). Por de pronto, desahucio de Rivera. Después, ya se adivina.
¿Desde cuándo están en Barcelona?
Hace tres meses. En Madrid, un bombardeo nos quemó el teatro. ¡Horroroso! Unos amigos me llevaron a Barcelona. Me apunté en la CNT y tengo trabajo.
Visión de un poeta romántico.
Paquita no es gitana.
¿Yo? ¡Vamos!
Ni baila fandangos.
Entonces fallan todos los supuestos de la copla.
¿Ya no tienes contrato?
¡Si eso es un contrato!… ¡Qué remedio! Todos; iguales, a tres duros, el tramoyista y la primera tiple. Teatro lleno, pero tres duros. Es que estamos colectivizados. Recaudan en teatros y cines más de veinte mil duros diarios y a nosotros no nos dan nada. Nadie rechista. Una noche hubo escándalo porque me negué a repetir mi numerito. ¡Qué lo repita el tramoyista! ¿No ganamos lo mismo? Pero todos se aguantan. ¿Has visto en un cine del Paseo de San Juan El vagabundo millonario? Es de actualidad.
He visto Vidas en peligro, que no lo es menos,
Soy muy republicana, pero estas cosas…
¡Qué has de ser republicana! Eres cosa mejor. Por ti me hago yo… fascista.
¡Idiota! Por supuesto, fascista hay que ser para sacar tajada… En Barcelona están la Teresita San Juan y su marido. No trabajan. Andan buscando que la Generalidad los embarque para América y los subvencione. De lo más carca. Nunca han podido ver a la República. Cursis del Blanco y Negro… Ahora hacen la rosca a los que mandan. Como la Soledad Martínez. La embarcaron aquí, después de darle dinero y cuanto quiso. ¿Qué ha dicho en la Habana? Horrores. Lo mismo sucederá con la Teresita. No escarmientan. Con ella está Antonia de Gracia… Tú la conoces, Miguel. ¡Hay que oírla! ¡Cómo os pone! Parece una marquesa a quien le han quitado el oratorio y los olivares. ¿Por qué no se lo dices al Gobierno?
Si no tienen dinero o les sobra miedo, ¿por qué no han de marcharse, como los ex ministros? Vayan en hora buena. ¡Con tal que la revolución no llegue a tanto como a obligarme a verlos hacer comedias!
Así sois todos. Unos pánfilos. No te quiero nada, Miguel.
¡Intransigencia de mujer!
Fuerza temible. Si Paquita se empeña en que denuncie usted a la Vargas, la denunciará usted. ¡Ah! No se enoje conmigo, Paquita. Es un modo de decir… En lo que ha contado usted tiene razón, sin duda. Quería hablar en general. ¿Han calculado ustedes la parte de las mujeres en el origen de esta guerra, es decir, de la rebelión? Las mujeres sienten con más violencia todavía que los hombres las pasiones políticas. Se refrenan menos porque están peor enseñadas aún. Desconocen la responsabilidad. En 1931 una señora de la clase media decía: «Las mujeres debemos estarle agradecidas a la República, porque al concedernos el voto nos ha convertido de cosas en ciudadanas». Opinión rara entre las señoras. Utilizaron el voto, con pleno derecho. Hubiéramos querido para la marcha regular de la política española que el encono contra la República se desfogara votando. Pero a las señoras no les importa el voto, lo desprecian, no lo necesitan y en ciertos respectos no les conviene. Una señora percibe que numéricamente su voto siempre pesará menos que el de sus criadas. Sabe de sobra que su acción se ejerce con más fuerza en la familia, en el ambiente social. El influjo de la mujer en la vida pública española ha sido muy poderoso, sin parecerlo. Tanto, que de reducirse al sufragio, habría salido perdiendo. No hablo especialmente de las cacicas, algunas muy célebres, que en la monarquía y en la República han gobernado desde el hogar a sus importantes maridos. En general, dentro de la zona burguesa, que profesaba, por lo menos de labios afuera, un liberalismo mitigado, el dominio de la mujer era enorme, decisivo en ocasiones, porque en esas zonas de la sociedad española se reclutaba el personal de gobierno. Mi experiencia de abogado me ha hecho conocer muchas interioridades de familia y he visto casos que por su misma abundancia dejan de ser extraordinarios. Muchos varones españoles no han llegado a darse cuenta cabal de su posición como cabezas de familia. Abundan los mantenedores de una autoridad marital moruna. Se creen los amos. En un pie de igualdad se tendrían por deshonrados. «¡Cómo se entiende que la mujer…!». «¡Qué iba yo a tolerar…!». Con relegarla aparentemente a los cuidados del hogar y envanecerse de ella cuando es bonita, mantienen una tradición que llaman española. A las mujeres mismas no les desagrada, sobre todo a las de clase burguesa, pequeña o grande, donde la libertad de trato está más cohibida y el temor al escándalo es mayor que en la clase alta. De una situación tan desigual se desquitan las mujeres con paciencia perseverante en cuantas cosas les importan de verdad, que no son, salvo casos de estúpida frivolidad, los trapos, las diversiones. Cuando los sentimientos religiosos, o las preferencias políticas de marido y mujer difieren (caso frecuentísimo en la clase media), la paz del hogar se funda en la transigencia del marido, por muy alto que lleve el cogote calderoniano. Por eso afirmo paradójicamente que la igualdad de derechos para hombres y mujeres, o, como suele decirse, «la emancipación legal y política de la mujer», produciría a la larga el fruto inesperado de asegurar al marido una independencia, una libertad que con demasiada frecuencia no ejerce. Habiendo hijos, el dominio de la mujer se dilata en el porvenir. El amor maternal le presta mayor ardimiento para preservar a sus hijos de los peligros que la estremecen. Se imagina que la sociedad de su país debe ser la proyección agrandada del hogar doméstico. La conexión con la política es aquí inmediata, visible. El agnosticismo en que ordinariamente concluyen los católicos que pierden la fe, combinado con la necesidad de paz doméstica aumenta la influencia de la mujer. Los hijos de los volterianos son alumnos de los jesuitas. Es uno de los motivos por los que la burguesía española, nacida de la revolución liberal del siglo pasado, no ha llegado a formar un gran tronco social, ni a poseer a fondo el gobierno, ni a gobernar con doctrina y miras propias, ni a sobreponerse a los poderes contra los que originariamente se rebeló y cuyo quebranto y sumisión eran el primer artículo de su dominio: la corona, el ejército y la tutela política de Roma. Muchos no han dejado de ser monárquicos, aunque sea su afán menor; ceden fácilmente a la dictadura y entre ellos están los que han hecho del catolicismo un programa político… ¡Gigantesco dislate! Como burgués y católico lo repruebo. Amparar con la bandera de la religión una contienda rigurosamente política y social, es malo para la burguesía misma, que se desgarra, y para la religión, que se desacredita. El acento de cruzada religiosa que muchos enemigos de la República ponen sobre esta guerra se debe a las mujeres. Primero, porque tal es su sentimiento propio. Las más de ellas no ven otra cosa en la guerra: segundo, como un obsequio que se les hace, para tenerlas propicias.
Después de todo eso ¿cuál es la parte de las mujeres en el origen de la rebelión?
Es verdad. Se me ha ido el santo al cielo. Han contribuido a crear el ambiente propicio a un golpe de fuerza. Muchas no se recataban para instigar personalmente a los encargados de realizado. Los votos no bastaban para derrocar la República. Cuando los acontecimientos políticos las irritaban (en eso mantenían su derecho, porque las opiniones son libres), he oído yo mismo a demasiadas señoras decirles a los militares: «¿Ustedes toleran esto? ¿Qué hace el ejército? ¿Cuándo se lanza?». No se daban cuenta de la gravedad de su propaganda. Las más de ellas habrán olvidado sus palabras imprudentes o estarán arrepentidas, como padecen en los mismos afectos que deseaban preservar. Sin advertirlo, lanzaron a la muerte a sus maridos, a sus hijos. No las recrimino, las compadezco. Sírvales de excusa su ignorancia. Un acto de fuerza les parecía fácil, inofensivo, brillante como una revista militar.
Tal vez estemos equivocados sobre los verdaderos sentimientos de la mujer en esta guerra. En todo caso me parece injusto, o, si usted lo prefiere, inexacto achacar en general ciertos enconos a una pasioncilla irritada ni a la simple ignorancia. He tratado en Valencia a una señora de gran posición, muy bondadosa, incapaz de hacer daño a una mosca. Comentando en su presencia las atrocidades que los rebeldes han hecho en Sevilla, la señora, compungida, decía: «Si, sí. Ha habido que castigar mucho».
¿Y no la denunció usted?
¡Estaría bueno!
A quien hablase así de nosotros en la otra banda le fusilarían.
No lo niego, pero nosotros, yo cuando menos, no estamos en la otra banda. Cito el caso porque, en mi opinión, el ánimo de las mujeres a que usted se ha referido viene muy del fondo, de un sistema menos analizado quizá en el corazón femenino y menos político que en el caletre del hombre, pero más duro de roer por el razonamiento y la prudencia. Las mujeres de ese temple podrán callarse si las circunstancias se lo imponen, pero no espere usted que cedan a ninguna reflexión. Más fácil le sería a usted convencer a cualquier general rebelde. En las pasiones que han dado pábulo a esta guerra advierto una terquedad exasperada, una algarabía frenética, un resentimiento irreconciliable puramente femeninos. Será que algunos rasgos del carácter español se han refugiado intactos en la mujer y los representa mejor que el varón. «Más papista que el papa… La soga tras el caldero… Sostenella y no enmendalla…». Estas expresiones de tan diverso origen, acuñada alguna de ellas para significar la hombría, reveladoras de que falta medida y sobra orgullo en la acción, las entiende y aplica la mujer más llanamente que el hombre. Creeremos con Marón que la voluntad femenina no está limada por la experiencia. De todos los presentes, nadie es más… ¿cómo diré? Más enérgico que nuestra amable Paquita.
Poco hace falta para eso.
A las mujeres, que, según usted, daban calor a la rebelión militar ¿de qué les disculpa su ignorancia?
De haber incitado a un hecho cruel. El triunfo parecía instantáneo y fácil. La perspectiva de una guerra civil atroz, las hubiese contenido. Como a muchos. Déjeme usted esta ilusión.
Nadie podía dejar de prever la crueldad de la represión para después del triunfo instantáneo y hasta incruento, si hubiera sido posible, como el de 1923. Crueldad rigurosamente previsible, según la practican incluso en las provincias donde la rebelión no encontró resistencia. Preverla, debió bastar para moderarse. ¿O es que la guerra civil espanta porque azota por igual a todos, pero no espantaba la represión, que había de recaer solamente sobre enemigos?
Es caprichoso clasificar los sentimientos políticos según la diferencia de sexo. ¿Por qué le preocupan a usted especialmente las mujeres? En cada bando hay varones y hembras de muy diversa calidad de sentimientos. Los matices habría que graduarlos sobre la totalidad de cada una de las masas en pugna, pero no agrupando a un lado las tiples, a otro los barítonos o los bajos, como en un orfeón.
El temple de alma poco o nada tiene que ver con el sexo. En realidad, el hecho político de la rebelión se ha incubado al calor del miedo. El coco de la revolución social, manejado por los propagandistas de la dictadura, le quitaba el sueño a mucha gente pacífica. Un coco, en efecto, pero la mente política de los españoles tiene algo de infantil. Ha estado mal tomar a broma los efectos desmoralizantes de una aprensión tan fuerte, por infundada que fuese. Añada usted, sobre todo en lo que concierne a las mujeres, el horror a las leyes laicas. Les habían hecho creer, en el exterminio de la religión, en el reino del anticristo. Creencia compartida, autorizada, por algunos varones de talla, enfermos de ansiedad. Aunque los creyentes seguían oyendo misa, recibiendo los sacramentos y frecuentando los actos del culto; aunque el clero disfrutaba de libertad para atacar a los poderes públicos (la monarquía no se lo hubiera consentido), muchos, las mujeres especialmente, daban más crédito al hechizo de su fanatismo que a la experiencia personal de cada día. Así somos. Percibir exactamente lo que ocurre en torno nuestro, es virtud personal rara. Las muchedumbres no la conocen. En nuestro clima de visionarios, aquella virtud personal deja de parecerlo y se convierte tal vez en un estorbo, cuando no en un defecto injurioso. Mi comprobada ineptitud política se engendra de atenerme con rigor a lo demostrable. Un cartelón truculento es más poderoso que un raciocinio.
Visionarios eran los que dentro y fuera de España creyeron en el triunfo instantáneo de la rebelión.
En los militares, efecto de la deformación profesional. Se imaginan que su silencio benévolo dependía de la vida de la República. Hablando el ejército a cañonazos ¿quién podría oponérsele? En los militares mismos y en quienes los han tomado de instrumento, ignorancia de la situación del país. Que la rebelión fracasara en Madrid y en la zona adonde pudo llegar la irradiación de la capital; que fracasara en Cataluña, en Levante hasta Málaga y en el norte, no fue pura casualidad. Sin los errores de ciertas personas, también habría fracasado en Zaragoza y Oviedo. En caso tal, con moros y sin moros, el movimiento estaba perdido.
Sobre eso es vano disputar.
En todo caso, un hecho es innegable: si no bastaban los votos para derrocar la República, tampoco han bastado las armas de sus enemigos españoles, nada menos que la insurrección casi total del ejército, de la Guardia civil, de la Armada y de otras fuerzas. La República había arraigado más de lo que parecía.
También creían en la llaneza del triunfo las potencias que mantienen a costa de España la rebelión.
No es seguro eso. Hay que discurrir conjeturas. Observe usted que el auxilio militar extranjero, buscado de antemano por los insurrectos, como resguardo o fianza de su empresa, otorgado con alegría por Italia y Alemania, a quienes gratuitamente se les venía a la mano una carta inesperada para su juego europeo, indica que unos y otros admitían la posibilidad de necesitarlo. En qué cuantía, es otra cuestión. Que las fuerzas auxiliares se hayan convertido en fuerza principal y la triste rebelión, protegida desde fuera, en una guerra de conquista a cargo de los protectores, les habrá sorprendido. Si los rebeldes españoles conocían mal la situación del país y lo que podía valer la resistencia de la República, los déspotas extranjeros desconocían, además de todo eso, la fuerza cabal de los insurrectos. Al parecer, el Gobierno italiano estaba mejor informado sobre la eventual política británica en el caso de España misma. Por eso ha jugado con menos riesgo en Londres que en la Península. A Italia y Alemania les han faltado esta vez buenos traductores de las cosas españolas. ¡Sí, sí: buenos traductores! Las cosas españolas no quedan bien traducidas a una lengua extranjera, ni pueden, por tanto, entenderse rectamente con la simple traducción literal de los nombres. Así, siendo equivalentes las palabras, no denotan lo mismo. Traducidas al idioma de cualquier gran país, ciertas palabras, por ejemplo: regimiento, universidad, obispo, escuadra, catolicismo, masonería, ametralladora, general, escuela, reforma agraria, etc., la representación de lo español que adquiere el extranjero mediante la versión de tales palabras, es falsa. No me sorprende que si un día les presentaron a los Gobiernos de Italia y Alemania el alarde de fuerzas que manejarían los rebeldes (es decir, la traducción de una lista de nombres), discurriesen por comparación con sus países: «A eso no hay quien resista», y se resolvieron a comanditar un negocio malo o dudoso. Sorpresa de la resistencia, fallas del negocio. Ahora han de continuarlo por su cuenta para salvar la puesta o en espera de traspasar la comandita. Que el costo y los riesgos hayan sido muy superiores a sus cálculos no es motivo para creer que de todos modos no lo hubiesen emprendido. Los sucesos me inducen a suponer que sí, porque no es cuestión de más o de menos. Habiendo algo que temer, tan peligroso era tentar el hierro como tirarse a fondo. Su exquisita información de los fines y medios de otros Gobiernos les ha permitido desafiar a los impotentes y ensordecer la cuadra con relinchos a que nadie responde. No obstante, en el capítulo de la facilidad y la tolerancia, la realidad ha sobrepujado a sus deseos. Podían confiar en la impotencia de sus rivales ¡pero en la complicidad…! Pues hasta eso tienen.
Es lo principal. Enumerados por orden de su importancia, de mayor a menor, los enemigos de la República son: la política franco–inglesa; la intervención armada de Italia y Alemania; los desmanes, la indisciplina y los fines subalternos que han menoscabado la reputación de la República y la autoridad del Gobierno; por último, las fuerzas propias de los rebeldes. ¿Dónde estarían ahora los sublevados de julio, si las otras tres causas, singularmente la primera, no hubiesen obrado a su favor?
Si la República pereciese y España recayera en un despotismo de militares y clérigos, se lo deberíamos a esa farsa de Ginebra, que nos pareció el escudo de los pueblos débiles, y en último término, a las grandes impotencias democráticas, no por rehusarnos el auxilio que nadie les pediría, sino por prohibir el ejercicio de sus derechos más claros a un Gobierno reconocido, con quien mantienen amistad oficial. ¡Inicuo! Ya lo pagarán.
No se deje usted llevar del resentimiento. Nuestra desventura es tal, que si los pueblos en que usted piensa pagaran su yerro, perderíamos más aún, en el presente y en el futuro. Somos demasiado débiles y eso determina la iniquidad.
Inicuo sería si las relaciones entre Estados se gobernasen por un sistema de derechos u obligaciones. Estamos lejos de llegar a tanto. Pisotear el poderoso los derechos del débil no es más inicuo que tragarse el pez gordo al pez chico. Claro: nuestro conflicto ocurre entre hombres que tienen conciencia y pensamiento. Poseemos desde hace siglos la idea de justicia. Por eso hablamos de derechos. Es una perspectiva, una contemplación del espíritu. No más.
La Sociedad de Naciones nació para realizar el derecho internacional.
¿Pero llegó siquiera a formarse? Que los Estados del mundo, abstracción hecha del poder y las conveniencias de cada uno, estableciesen una especie de república igualitaria, bajo el rasero del derecho, fue ilusión de profesor, alentada por el espíritu de guerra aliadófilo. Aleteó en el optimismo esparcido al disiparse la pesadilla de la guerra. Usted sabe que duró poco, De hecho, la sociedad universal de las naciones nunca estuvo completa. Respecto de Europa, al hundirse la escuadra alemana en Scapa Flow, cambiaron las miras de la política británica sobre el continente. No pareció mal suscitar estorbos a la preponderancia francesa. Se volvió a la política de contrapesos, de equilibrio. Todos saldremos perdiendo. La conducta seguida con España aplica ese sistema. Tampoco están muy en su punto los aspavientos ante la indiferencia o la hostilidad poco disimulada de las grandes democracias. Es mucha tosquedad representarse las relaciones entre Estados como si la semejanza o la diferencia de sus regímenes políticos las determinasen o debieran determinarlas. Sería disparatado encarrilar de esa manera la acción exterior de un país. A Francia, a Inglaterra, les importa que el Gobierno español les sea amigo, aliado o servicial. El color político del Gobierno queda en segundo término. Más aún: en ambos países muchos demócratas creen buena la democracia para ellos, pero impropia de España, demasiado bárbara todavía…
A veces nuestra conducta no los desmiente.
… Me dirán que de una democracia española sería más verosímil esperar una conducta amistosa. Pero el espacio entre lo probable y lo seguro está dominado por las circunstancias. Ahora mismo sufrimos la contraprueba: nuestra democracia no ha sido más aliciente que nuestro derecho para atraer, no ya el auxilio, pero ni la benevolencia de la política franco–británica. A lo mejor, en situación inversa, a todos nos parecería muy cuerdo observar esa misma conducta. Ya sucedió en 1914. ¿No estaremos ahora pagando el precio de aquella neutralidad? El vulgo se las traga como puños, pero guardémonos nosotros de caer en la trampa de las «ideologías» y de reclamar o reprochar nada en su nombre. En paz y en guerra los Estados se agrupan por otros motivos. Estoy lejos de censurarlo. Es indudable que el triunfo del pangermanismo en 1914 habría sido una desgracia. ¿Íbamos, a pesar de eso, a tener al zar o al mikado como auténticos soldados de la libertad y de la emancipación de los pueblos? Si la República Española hubiese tendido la mano a la Italia fascista y entrado en su sistema para favorecer a costa de Francia las pretensiones a una hegemonía sobre el Mediterráneo que nunca ha de venir a nuestras manos, el duce habría proclamado que la República Española era un arquetipo platónico. ¿Despropósito? No. El despropósito es que hayamos dejado de hacerlo… gratis.
¡Pobre del que lo hubiera propuesto!
No lo niego. Algún barrunto tengo de eso. Ejemplo de extravío vulgar, dentro y fuera de España, sobre los móviles de una política exterior, es el aprecio en que se tiene el auxilio de la URSS. Ha venido a ocupar la URSS en la contienda de España el lugar que otros han dejado vacante. Es normal que el sentimiento popular, lastimado por ciertas sequedades, se haya corrido hacia esa parte y vea en la URSS nuestra salvaguardia. Si Francia e Inglaterra nos hubieran respetado el derecho de comprar armas en sus mercados, el papel militar y político de la URSS habría sido aquí igual a cero. ¿De qué se quejan? Es notable que la propaganda italiana y alemana, la que fabrican los rebeldes en sus territorios, el señoritismo de algunos emigrados, los papanatas de todos los países, unidos naturalmente sin recomendación de nadie, y una parte de nuestra propia opinión, coincidan en falsificar la conducta URSS, achacándola a proselitismo comunista. Todos engañan y casi todos se engañan. Casi todos, porque los directores de la política alemana e italiana, enterados de la realidad, no pueden engañarse. Siendo las demás circunstancias iguales, la URSS habría vendido armas al Gobierno de la República aunque en España no hubiese habido un solo comunista. Los burgueses de Francia firman con la URSS un pacto cuya utilidad depende del auxilio militar que la Unión Soviética podría prestarles, pero se asustan cuando su aliada comunista nos provee de material para defendernos de aquellas mismas potencias que amenazan a Francia, contra las cuales se dirige el pacto. La cantinela de las «ideologías» es engañabobos. Están en litigio intereses nacionales, está en litigio la seguridad de unos, la preponderancia de otros. Si la República Española pereciese a manos de los extranjeros, Inglaterra y Francia (sobre todo Francia), habrían perdido la primera campaña de la guerra futura.
Nunca les faltarían arbitrios para entenderse con el vencedor.
Sobre todo que, si ganaran los rebeldes, no podrán ser ingratos con Inglaterra.
Con eso tejerán los doctos un capítulo de la historia política de Europa no más negro que cualquiera. No desconozco su importancia. Admito, incluso, que la decisión de nuestro drama se pronunciará más allá de las fronteras. A pesar de eso, el tema que me apasiona, el enigma que me confunde es otro. Mi punto de vista español está más alto, lo digo sin rodeos, que el resultado mismo de la guerra. Ganaremos, perderemos… Bien. ¿Porqué ha sido necesario que ganemos o perdamos una guerra los unos o los otros? ¿Qué padecen los españoles para lanzarse a esta locura? No hablen ustedes de la política de las derechas o de las izquierdas… No me basta. ¿Qué aberración fascinante arrastra a los promotores de este crimen contra la nación y a quienes les secundan? El hecho escandaloso, el más demostrativo, es la invasión extranjera. Ejércitos italianos y alemanes conquistan la Península para decidir en provecho de sus países nuestra guerra civil. Ustedes barajan este suceso con los datos de la política europea. Tampoco basta. La invasión extranjera es un hecho español. No lo olvidemos. Una porción de españoles ha pedido y admitido la entrada de los ejércitos extranjeros. De otra manera, no habría invasión. Con tal de reventar a los demás compatriotas, entregan la Península a un conquistador. Fuera de España, el caso no tiene semejanza en la historia contemporánea. Recuerda algunas intervenciones en las guerras de religión, cuando el sentimiento nacional y la moral del patriotismo no estaban en el mismo punto que hoy. ¿Qué regresión monstruosa padece nuestro país? ¿O no hay regresión, y nos habíamos engañado acerca de su progreso?
La frontera social y la religiosa les importan más que la frontera nacional.
Entonces, la nación no existe.
Será que el patriotismo nacional ha agotado su fuerza de cohesión. Otros impulsos más apremiantes producen agrupaciones nuevas, por encima de las fronteras. El patriotismo puede esperar.
Habló el socialista.
Socialista y cuanto usted quiera, nunca he dejado de ser español. Desde esta guerra, lo soy a rabiar. Pero no me negará usted que la Internacional de los proletarios es acaso la menos fuerte de todas.
En nuestra guerra, las tesis del patriotismo nacional, que pretende integrar en una expresión común intereses y clases divergentes, son las de la República, sostenida por burgueses y proletarios. Por su parte, la rebelión que se llama nacionalista y exalta el españolismo, provoca y utiliza la violación de las fronteras para aniquilar a la fracción más numerosa del país, como si todo lo que representan el liberalismo burgués y el obrerismo no fuese también nacional.
¡El diablo que entienda a este país!
La sociedad española busca, hace más de cien años, un asentamiento firme. No lo encuentra. No sabe construirlo. La expresión política de este desbarajuste se halla en los golpes de Estado, pronunciamientos, dictaduras, guerras civiles, destronamientos y restauraciones de nuestro siglo xix. La guerra presente, en lo que tiene de conflicto interno español, es una peripecia grandiosa de aquella historia. No será la última. En su corta vida, la República no ha inventado ni suscitado las fuerzas que la destrozan. Durante años, ingentes realidades españolas estaban como sofocadas o retenidas. En todo caso, se aparentaba desconocerlas. La República, al romper una ficción, las ha sacado a luz. No ha podido ni dominarlas ni atraérselas, y desde el comienzo la han atenazado. Quisiéralo o no, la República había de ser una solución de término medio. He oído decir que la República, como régimen nacional, no podría fundarse en ningún extremismo. Evidente. Lo malo es que el acuerdo sobre el punto medio no se logra. Aquellas realidades españolas, al arrojarse unas contra otras para aniquilarse, rompen el equilibrio que les brindaba la República y la hacen astillas. En cierta ocasión escribí que entre los valedores de la República debía establecerse un convenio, un pacto como aquel que se atribuyó a los valedores de la Restauración. No me hicieron caso, es claro. ¿Por qué habían de hacérmelo? Hemos visto ya desde 1932 a ciertos republicanos conspirar con los militares; y a otros (los menos) desfogar su impotente ambición personal en una demagogia descabezada. Pero un régimen que aspire a durar necesita una táctica basada en un sistema de convenciones. Más lo necesitaba la República, recién nacida, sin larga preparación política, entre el estupor pasajero de sus enemigos tradicionales y la aquiescencia condicional, reticente, amenazadora, de algunas masas. Tenía que esquivar la anarquía y la dictadura, que crecen sin cultivo en España. Conocida la realidad, era indispensable el convenio táctico. No quiere decir engaño ni farsa. Por lo visto, nuestro clima no es favorable a la sabiduría política. La República, dando bandazos, ha venido a estrellarse en los abruptos contrastes del país.
Desconfío de las síntesis históricas, sobre todo cuando tienden a probar que la batalla de Lérida no debió perderse. Usted no está al corriente de lo que ha pasado, ni del valor de ciertas acciones personales en tal o cual coyuntura. La realidad ha sido más sencilla y tal vez más lamentable.
Como sea, no tiene remedio. Borrón y cuenta nueva. Nos han traído a esta situación. La aprovecharemos para un ajuste definitivo.
¡Borrón y cuenta nueva! ¡Qué candor! ¿Por qué da usted ese tajo en la experiencia? Todo esto existía ayer, cargado de todo esto nacerá el mañana. Pensar otra cosa es una simpleza de programa político.
Gracias. Yo le aseguro a usted que la guerra y la revolución acabarán con esas realidades españolas que la República no ha podido dominar.
¿Va usted a matar a todos sus enemigos?
No quiero matar a nadie. Pero la revolución y la guerra en que nos han metido los destruirán.
Por su parte, ellos, en el terreno que dominan, predican con el ejemplo.
¿Así, la mitad de España pasará a cuchillo a la otra mitad?
Ninguna política puede fundarse en la decisión de exterminar al adversario. Es locura, y en todo caso irrealizable. No hablo de su ilicitud, porque en tal estado de frenesí nadie admite una calificación moral. Millares de personas pueden perecer, pero no el sentimiento que las anima. Me dirán que exterminados cuantos sienten de cierta manera, tal sentimiento desaparecerá, no habiendo más personas para llevarlo. Pero el aniquilamiento es imposible y el hecho mismo de acometerlo propala lo que se pretende desarraigar. La compasión por las víctimas, el furor, la venganza, favorecen el contagio en almas nuevas. El sacrificio cruel suscita una emulación simpática que puede no ser puramente vengativa y de desquite, sino elevada, noble. La persecución produce vértigo, atrae como el abismo. Él riesgo es tentador. Mucho puede el terror, pero su falla consiste en que él mismo «engendra la fuerza que lo aniquile y al oprimirla multiplica» su poder expansivo.
La posesión del poder es para aprovecharla a fondo contra el enemigo.
El mayor dislate que puede cometerse en la acción es conducirla como si se tuviera la omnipotencia en la mano y la eternidad por delante. Todo es limitado, temporal, a la medida del hombre. Nada lo es tanto como el poder. Esta convicción opera en el fondo de mi alma como freno invisible, yo mismo no percibo su presencia, y modera todos mis actos. Efecto durable de mi antigua hechura intelectual y moral. En el orden de los negocios humanos, esta cordura reemplaza a las nociones cristianas de responsabilidad, de rendición de cuentas y expiación. Es la moral de Segismundo, que le decidió a ser prudente, no fuese a despertar de nuevo en la torre.
Todo eso es cálculo frío del moderantismo. No resiste la prueba de la realidad.
Cálculo, es decir, razón. ¿Por qué no? La razón no es fría ni caliente. Eso se queda para las entrañas. Lo que usted llama la realidad, solamente puede ser conocido, pensado y organizado en orden a la conducta, mediante la razón. Habla usted de moderantismo, dando al vocablo una significación baja, despectiva, como si la moderación fuese mero empirismo, que recorta por timidez las alas de la novedad. No es eso. La moderación, la cordura, la prudencia de que yo hablo, estrictamente razonables, se fundan en el conocimiento de la realidad, es decir, en la exactitud. Estoy persuadido de que el caletre español es incompatible con la exactitud: mis observaciones de esta temporada lo comprueban. Nos conducimos como gente sin razón, sin caletre. ¿Es preferible conducirse como toros bravos y arrojarse a ojos cerrados sobre el engaño? Si el toro tuviese uso de razón no habría corridas.
Pero se admite que los toreros y el público tienen uso de razón y organizan corridas.
Porque van a triunfar del que no la tiene.
A veces el toro, irracional, mata al torero. Quiero decir, que la cordura, la razón, la exactitud no sirven de nada delante de la violencia tumultuosa.
Entonces se necesitan como nunca. En una borrasca deshecha ¿qué hará el piloto? ¿Embriagarse o poner a contribución su arte para salvar el navío?
La imagen no sirve, no demuestra nada. Se trata de borrascas en el seno de una sociedad, no de temporales en la mar. El piloto no puede pasarse, como si dijéramos, al partido de las olas, ni puede juzgarlas. Son una fuerza natural, desprovista de intenciones. La tormenta que estamos corriendo no es alboroto momentáneo, pasajero, sin objeto. Se propone construir, destruir, declara unos propósitos, buenos o malos. La violencia, el terror, le sirven de instrumentos. El terror es condenable, pero importa más saber quién tiene razón. Lo otro es secundario. Como usted advierte, me aproximo a su punto de vista.
De ningún modo. La cuestión no se plantea por averiguar quién de los bandos españoles tiene más derecho a dirigir el país. Surge de haberse apelado a la violencia, al terror, para imponer a los contrarios la razón que se cree tener, y para exterminarlos si fuese posible. Y del hecho de haber los agredidos apelado también al terror para defenderse. Es un despropósito inmoral y un dislate político separar la intención de una causa de los medios empleados para su triunfo. El terror es innecesario para el logro de lo duradero, y más que ayudarlo lo compromete. Es inútil para el logro de lo imposible. Lo que se obtiene o se funda a fuerza de salvajadas, dura poco, y como no pueden ser permanentes, en cuanto las salvajadas cesan, lo inventado a su sombra siniestra se extingue como lumbre de paja. Los rebeldes han fusilado en Sevilla y su provincia unos cuantos millares de personas. Los necios se echarán esta cuenta: «Otros tantos anarquistas menos». Su sorpresa será terrible cuando adviertan que los millares de muertos producen miles de revolucionarios más. La observación vale para todos.
Usted se cierne en las alturas y pretende juzgar a los vivos y a los muertos como ser superior.
No juzgo. Discuta mis razones si quiere, refútelas, pero no me haga reproches.
De refutarlas se encargan las circunstancias. Lo que usted piensa no sirve para nada. Nadie le escucha. En el otro bando le aborrecen por estar con nosotros, y en éste le volverán la espalda porque no se entrega a fondo.
Tal es el rigor de mi destino. Lo conozco bien.
A lo mejor le halaga a usted la soberbia el verse solo, creyendo acertar contra todos y lo prefiere a compartir un sentimiento general.
No. En la razón política no veo un placer estético, sino la utilidad. Quisiera verla esparcida. Es también dudoso que esté solo. Mucha más gente de la que usted supone comparte mi parecer. Si yo fuese hombre de acción se lo probaría rápidamente. No siéndolo, me contento con mi discurso personal. Andando el tiempo, cuando el estrépito y el estrago sean confusas memorias, quizás haya alguna persona inteligente para decir que yo tenía razón, si se produce el fenómeno de que mis opiniones sean conocidas. Para entonces ya se habrá obtenido la resultante de este choque y también se habrá hecho el descubrimiento de que hemos dado un rodeo pavoroso, para obtener lo que estaba al alcance de la mano. Y que nos hemos degollado y arruinado estúpidamente.
Nos batimos por la libertad, por la vida y el pan de millones de seres, por la justicia, por la revolución.
Vamos por partes. En primer lugar sacaré de ese plural «nos batimos» a mi humilde persona y a la de usted. Ninguno de nosotros dos se bate, a no ser con palabras, que no matan. Y segundo y principal, digo que usted confunde la peripecia presente en que nos va todo eso y mucho más, pero que es accidente y fugaz, con el resultado duradero del conflicto. ¡La justicia, la libertad, el pan!… Sin duda. Pero lo angustioso de este drama sin desenlace consiste en que cuando parezca acabado no tendremos más justicia, más libertad ni más pan que antes.
Entonces, para ser lógicos, cuando se sublevaron los militares, debimos someternos a su tiranía.
Admito que no tiene usted intención de insultarme. ¿Someterse? De ninguna manera. La ley, el derecho, el orden estaban de nuestra parte. Cuanto he dicho denota el valor que tienen para mí esas palabras. Había que resistir y vencer. Esta necesidad, este deber constituye de por sí una desgracia irreparable, correspondiente a lo monstruoso del atentado. Lo más grave del crimen de la rebelión es que ha creado un enredo inextricable, sin salida satisfactoria, ni provecho posible para el país, en ningún orden. En esto pensaba al decirle que no confundiera la peripecia actual con el valor duradero del resultado. Ahora, es claro, se ventila la suerte de millones de seres. Si triunfasen los rebeldes, a los miles que han fusilado añadirían otros tantos; casi ninguno de los aquí presentes se libraría de la muerte. Si triunfa el Gobierno, el estrago popular, ingobernable, será tremendo. Formado un Himalaya de cadáveres, cuando nada quede por quemar ni matar, si triunfamos nosotros, no tendremos más libertad, ni mejor justicia, ni más riqueza, sino un poco peor y un poco menos de todo eso. ¡Y no le digo a usted si triunfasen los rebeldes! Tampoco ellos gozarían de más autoridad ni de más respeto ni de más orden que antes. Reconózcame usted el derecho de entristecerme humildemente.
Pero usted se olvida de la revolución. Existe para que nuestra indudable victoria no sea estéril, y acaso lo fuese en las condiciones que usted pinta. El pueblo se encargará de que la victoria fructifique. No se combate solamente para derrotar a los rebeldes, sino para sacar adelante la revolución.
Por excusar enojos me abstengo de analizar el contenido, el pensamiento, los hechos que usted comprende en ese nombre. Me limito a recordarle que, al convocarnos para la resistencia, un Gobierno republicano nos convocaba a defender la República, sus leyes, su legitimidad, etcétera. Todos cabíamos en el llamamiento. Los hechos a cuyo conjunto llama usted revolución, han ido produciéndose como abundancia de desorden. Ahora usted y muchos proclaman que ha de defenderse su obra. Será una consigna oficiosa, pero no es la verdad oficial y más vale, porque adoptada oficialmente engendraría una posición desastrosa. Se lo demuestra a usted la contraprueba: Nosotros podemos acusar a los rebeldes de haber desconocido y atropellado la legalidad republicana, y formarles proceso sobre ello. Pero sería absurdo acusarles de desacatar la revolución que nadie había implantado ni nadie ha legalizado ni reconocido. Mientras mantengamos contra los rebeldes la República legal, todos los yerros estarán de su parte. Si nos empeñásemos en mantener contra ellos y hacerles acatar ahora una revolución, su culpa original subsistiría, agravada por el estallido revolucionario que han provocado, pero tendrían derecho a desconocerla y no servirla. Si obligados a pedir la paz, hubieran de someterse a la justicia, la que se les hiciera, para ser limpia, tendría que hacérseles en nombre de la ley de la República, no en nombre de la revolución. Por fortuna, no son bastante listos para aprovecharse de una posible suplantación de la legalidad, pero fuera de España, quienes no son los rebeldes perciben la importancia del caso y cuando nosotros invocamos con razón nuestra legalidad podrían preguntarnos, y acaso nos preguntan, en qué legalidad vivimos. El daño es inmensurable.
Una transformación social en España era inevitable y dentro de ciertos límites, provechosa, justa. La República quiso emprenderla por sus medios. El intento y la estúpida leyenda de la amenaza comunista, han dado pretexto y temas a la rebelión militar. Producido el alzamiento, era fatal la repercusión en el otro lado. La indisciplina militar sirvió de acicate a otras disciplinas. El rio se ha desbordado por ambas márgenes. La República flota todavía en medio de la corriente. Empeñarse en remontarla habría sido naufragio seguro, perdiéndose todo, lo legal y lo revolucionario. Que existe de hecho una revolución, no lo desconocerá usted. Tampoco niego que será menester ordenarla, consolidarla. A su sombra se han cometido desmanes y crímenes. Siempre pasa lo mismo en la revolución.
En efecto, siempre pasa lo mismo, no solamente en materia de crímenes, sino en la totalidad del curso revolucionario y en su desenlace. Lo importante en una revolución es su contenido político, su pensamiento, su autoridad, su capacidad organizadora y su eficacia con respecto de los fines que la desatan. En todos estos capítulos, el haber de lo que ustedes llaman revolución, viene a ser cero, como no presente todavía un desfalco. Si ustedes se empeñan en poner en la cuenta de la revolución los crímenes cometidos, le hacen ustedes un flaco servicio, porque en su haber no hay apenas otra cosa. Más valiera reconocer la verdad y declarar que no son obra de la revolución, sino de la criminalidad latente, desatada por la venganza, la codicia, el odio, la impunidad y la simple lujuria de la sangre. Es estúpido decir que en las revoluciones siempre hay crímenes. Aunque los haya siempre, no dejan de ser odiosos. Soy más generoso que ustedes con la revolución, abortada y descabezada, y los quito de su cuenta. El odio inextinguible azota a los españoles. Es falso llamarlo odio de clases. Dentro de cada clase el odio hace estragos. Ahí están las sindicales asesinándose guapamente, y los burgueses de la rebelión fusilan en racimos a los burgueses del frente popular. Los rebeldes pretenden restaurar el principio de autoridad, basado en la obediencia ciega y en suprimir la libertad de opinión. El principio de autoridad así entendido padece sed de sangre. La autoridad se atribuye la potestad de disponer de la vida de los súbditos. Los rebeldes se conducen como si discurriesen así: Cuantas más gentes matemos, mayor será nuestra autoridad. El móvil del odio se enmascara de un propósito político y obra maravillas. De este lado la ferocidad del odio parecía colorearse de un razonamiento vicioso: En todas las revoluciones hay crímenes. Como ahora hay crímenes, es que estamos en revolución. O más aún: A fuerza de crímenes, habrá revolución.
El derramamiento de sangre nos repugna a todos. A usted, la repugnancia le ofusca y no comprende el momento revolucionario que vivimos.
Seguramente. Nadie hay menos sujeto que yo al momento, sea o no revolucionario. Procuro no someterme, en cuanto de mi depende. Nadie menos «momentáneo», si puedo decirlo así. Creo obligatorio salirse de esos límites y ver más lejos, en el pasado y en el futuro. Cuando no se haga así ¿qué tendremos? Aturdimiento, puerilidad, novatadas y fracaso.
En suma, si nuestro amigo no se enfada, me atreveré a decir que es usted un caso de arcaísmo político. Está usted dominado por el sentimentalismo liberal del siglo xix que no se lleva en nuestra edad de hierro.
Eso mismo dicen los rebeldes de algunos de nosotros, queriendo ponemos en ridículo por no ser tan modernos como ellos. La validez de un criterio político no depende de su ranciedad o novedad. ¡Cosa más antigua que el imponerse a estacazos! Si le parezco a usted arcaico no me sitúe en el siglo diecinueve. El fondo de mi pensamiento data del siglo iv antes de Jesucristo… ¡Soy veintitrés siglos más viejo! Quien está metido en el siglo diecinueve hasta la coronilla son ustedes, lo mismo en los temas capitales de su posición que en los accidentes pintorescos. El propósito político y social de la República era de aquel siglo. Se quería hacer un poco de revolución francesa, combinada con la economía dirigida y el estatismo…
Era inexcusable por nuestro retraso político. En España no se había consumado la revolución liberal.
No lo discuto. Digo que es así. La Internacional y todo el marxismo de ustedes ¿qué edad tienen? El anarquismo, de cuya importancia en España acabo de oír elogios inesperados en boca de un estadista republicano, es de la misma data. El nacionalismo en que se inspira modernamente el inveterado sentimiento localista español procede de la revolución. La desastrosa consigna de que esta guerra es contra el fascismo internacional parece lejano remedo de la legendaria «guerra a los reyes» de 1792. La impotencia para organizar una guerra de Estado, una disciplina de Estado, nace de una comprensión monstruosa de la soberanía popular. El militarismo demagógico, de que ha hablado recientemente el Presidente de la República, no se ha cuajado todavía en cesarismo porque nos falta el caudillo militar que obtenga la victoria o la personifique. Esta podría ser una de las salidas de la situación presente, yendo bien las cosas. Si fuesen mal y la guerra se perdiera, tendríamos una Commune en Barcelona, en Valencia, no sé dónde. En suma: Estamos enredados en una maraña muy siglo xix. El siglo xix político no encaja en los términos estrictos del calendario. Empezó en 1789 y concluyó en 1914. A nosotros nos toca desollar el rabito. Será por nuestro atraso político, como dice usted.
¡Discursos! Sea del 19 o del 25, España alumbra una nueva civilización. Es un hecho grandioso.
Es un parto distócico en que nos falta el tocólogo. Sobran comadronas y vecinas oficiosas.
Usted no cree en la potencia creadora del pueblo.
¡1848! Palabras, palabras. El pueblo no sabe regular el tiro de la artillería, ni fabricar un avión, ni negociar alianzas.
Usted es, con su lógica, más anarquista que la FAI, un disolvente, un derrotista.
Mientras no me llamen ustedes faccioso, todo va bien. No me enojo. Si le hago a usted una cuenta y la suma le espanta ¿qué culpa tengo? ¿Puede usted rectificar alguno de los sumandos? Seguramente, no.
Entonces todo es locura, idiotez, crimen. ¿Para usted no hay nada respetable en nuestra causa?
¡Cómo! Hay dos cosas respetables y si me atreviera a emplear vocablos pomposos, diría que sagradas: una es la causa misma de la República, su derecho; otra es el sacrificio de los combatientes, que arrostran la muerte o la padecen abnegadamente. Lo demás está sujeto a las disputas de los hombres. No pretendo disputar. Me permito opinar como cualquier otro.
Pero en las opiniones de usted hay no sé qué de acerbo, de hostil, que no parece de un amigo.
Pues me callo. La discusión me ha llevado a confesar mi descorazonamiento por el futuro de España. Estoy desolado por el fracaso de la República y sus consecuencias. La amargura se filtra en mis palabras y les presta un sabor que puede engañar. Para concluir amistosamente, lo resumo en un emblema de España. ¿Quieren ustedes oírlo? Ahí va: ustedes conocen, de nombre por lo menos, un pueblecito cercano de Madrid: Ciempozuelos. Hay en él o había dos manicomios. Al producirse el ataque a Madrid, Ciempozuelos quedó entre las dos líneas, sin que los unos pudieran conservado ni los otros ocuparlo. No era de nadie. Ignoro si continúa lo mismo. Un conocido mío, destinado en las inmediaciones, acertó a introducirse solo en Ciempozuelos. Todo el vecindario había huido. El pueblo estaba desierto, salvo que los locos, quebrantadas las puertas de su encierro, campaban por sus respetos. Solamente los locos. Me parece innecesario explicarles a ustedes, rasgo por rasgo, la exactitud de este problema español. Si quieren prolongarlo con la fantasía, veamos cómo tratará cada banda el caso de Ciempozuelos. Si entran los autoritarios, los rebeldes, fusilarán a la mitad más uno de los locos, que no habrán dejado de decir palabras imprudentes acerca de la libertad, y a los restantes los encerrarán a viva fuerza. Si entran los del Gobierno, convocarán a los locos, y un representante del Frente Popular les pronunciará un discurso, inculcándoles que se dejen encerrar. No se dejarán. Entonces se nombrará un comité mixto en el que tendrán representación los locos, y por transacción se acordará encerrar al 25% de ellos. Los otros permanecerán sueltos, y para garantía, los locos tendrán dos puestos en el nuevo Ayuntamiento. Cuando se trate de elegir alcalde, reñirán todos, y los locos se retirarán dignamente del comité mixto y del Ayuntamiento. No hay más.
Es una caricatura cruel.
No lo niego. Las caricaturas crueles revelan mucho. ¿Ha probado usted a conocer su semblante mirando las que le hacen?
De cuanto ha dicho este amigo lo más frágil es oponer a la violencia de la revolución el valor de ciertas normas de pensamiento y de acción que el movimiento revolucionario pisotea. Puede aspirarse a que la revolución misma las rehabilite, se las apropie y entre en ellas, infundiéndoles nuevo contenido. Es el caso de la revolución triunfante. Pero mientras no triunfa, su marcha parece escandalosa y ruinosa.
De lo que acaba usted de decir deduzco que la revolución no ha triunfado todavía. Si tampoco ha sido vencida ni ha abortado, es que sigue su curso ascendente. En ese estado, una revolución va contra algo, pugna por algo. El gobierno ¿dirige la revolución?
En modo alguno.
¿Va contra el Gobierno?
Abiertamente, no.
¿Contra qué?
Contra la clase burguesa y el orden capitalista.
Pero esa clase, ese orden ¿por quién están representados? ¿En quién se concentra el ataque o la defensa, si el Gobierno responsable no defiende al atacado ni tampoco recibe inmediatamente el ataque?
La revolución progresa por acción directa contra las instituciones, las personas y los bienes de la burguesía.
¿De todos los burgueses? Veo muchos al lado de la revolución y a otros tranquilos en su burguesía.
Señaladamente contra los burgueses fascistas, para arrancarles su poder económico.
En una revolución social me sorprende esa salvedad. ¡Contra los fascistas! De hecho, usted sabe que no siempre ni siquiera en la mayoría de los casos es así. Vamos a lo que importa. Por rechazo de la insurrección militar, hallándose el Gobierno sin medios coactivos, se produce un levantamiento proletario, que no se dirige contra el Gobierno mismo. Secuestran bienes y personas, muchas perecen sin pasar ante ningún tribunal, se expulsa o se mata a los patronos, a los técnicos que no inspiran confianza, y los sindicatos, radios, grupos libertarios y hasta partidos políticos se apoderan de inmuebles, de explotaciones industriales y comerciales, de periódicos, cuentas corrientes, valores, etcétera. Llamamos a todo esto revolución, porque es demasiado vasto y grave para dejarlo en motín. Ahora bien: una revolución necesita apoderarse del mando, instalarse en el Gobierno, dirigir el país según sus miras. No lo han hecho. ¿Por qué? ¿Falta de fuerza, de plan político, de hombres con autoridad? ¿Presentimiento de que un golpe de mano sobre el poder, aun victorioso, derrumbaría la resistencia, nos pondría enfrente de todo el mundo y se perdería la guerra? ¿O el cálculo de crear clandestinamente, por abuso de fuerza, sin responsabilidad y bajo la cobertura de Gobiernos inermes, situaciones de hecho, para mantenerlas después e imponerse al Estado cuando quiera salir de su letargo? De todo habrá. La obra revolucionaria comenzó bajo un Gobierno republicano que no quería ni podía patrocinarla. Los excesos comenzaron a salir a luz ante los ojos estupefactos de los ministros. Recíprocamente al propósito de la revolución, el del Gobierno no podía ser más que adoptarla o reprimirla. Menos aún que adoptarla podía reprimirla. Es dudoso que contara con fuerzas para ello. Seguro estoy de que no las tenía. Aun teniéndolas, su empleo habría encendido otra guerra civil. Cundía y se tomaba en serio la amenaza de abandonar el frente. ¿Cómo se llama una situación causada por un alzamiento que empieza y no acaba, que infringe todas las leyes y no derriba al Gobierno para sustituirse a él, coronada por un Gobierno que aborrece y condena los acontecimientos y no puede reprimirlos ni impedirlos? Se llama indisciplina, anarquía, desorden. El orden antiguo pudo ser reemplazado por otro, revolucionario. No lo fue. Así no hubo más que impotencia y barullo. El Gobierno republicano se retiró, porque los proletarios, incluso los más moderados, no le secundaban. Se pensó que un Gobierno de proletarios, partidos políticos y sindicales, mezclados con los republicanos, tendría más autoridad. Pero la actitud del Gobierno nuevo respecto de la revolución no varió. Algunos de los que entraban a mandar habían en parte aprobado o promovido los movimientos de la revolución. Se encontraron en la necesidad de decir que su política consistía en ganar la guerra, como la del Gobierno republicano. No pudieron adoptar la revolución, siguieron condenados a padecerla, a contemporizar, a aguantarla, como si esperasen su fin, por cansancio o descrédito. El Jefe del Gobierno ha hablado de que ya se han hecho bastantes ensayos, en lo que apunta la persuasión del descrédito y la realidad del cansancio. Incluso el Gobierno formado en noviembre, con la CNT y los anarquistas, en las penosas condiciones que aún no se han hecho públicas, no ha podido prohijar la revolución. Desde antes, los comunistas vienen diciendo que en España debe subsistir la república democrática parlamentaria. Creo en su sinceridad porque tal es la consigna de Stalin. Los confederales y anarquistas del Gobierno no hacen más ni menos que los otros ministros. La CNT continúa su invasión social; sus ministros no la contienen ni la suscitan. Su presencia en el Gobierno, para ese efecto, es anodina. Incluso pronuncian discursos o escriben artículos en contra de la táctica de los sindicatos y de sus improvisaciones más dañosas. Tampoco eso vale mucho. Los ministros que se moderan, caen en el descrédito y sus antiguos camaradas, después de silbarlos, les vuelven la espalda. El Gobierno, con pocos medios para imponer su autoridad y con floja voluntad de usarlos, comprueba que en cada coyuntura de los servicios públicos, sean o no de guerra, se ha producido un derrame sindical, paralizante como un derrame sinovial. Tal es hasta ahora el fruto de la revolución: desbarajuste, despilfarro de tiempo, de energía y de recursos, y un Gobierno paralítico. Para la guerra, desastroso.
Con relación a la guerra, el movimiento revolucionario ha sido útil porque asocia a ella el interés de clase del proletariado y vigoriza su acción.
A mi juicio, en la guerra no son posibles sin grave daño los fines subalternos, parciales, acomodados al interés o a la ambición de quienes toman parte en ella. El fin de la guerra es rechazar la dictadura militar y la tiranía, mantener en España la libertad, la de todos los españoles y la de la nación en conjunto. Es muy bastante para conseguir el concurso de todos, sin exceptuar al proletariado. Si me apura usted, le demostraré que al proletariado le importa todavía más que a los burgueses liberales, dado el programa de los rebeldes. Cuando al fin primordial de la guerra se adhieren fines parásitos, importantes para un grupo sólo, su aportación a la guerra se debilita, pues depende de la utilidad que de la campaña piensa extraer ese grupo. Si en el propósito de los caudillos revolucionarios la guerra ha de servir para implantar, por ejemplo, el sindicalismo, sus actos no se dirigirán puramente a resolver el estricto problema militar de vencer a los rebeldes. Si la guerra se utiliza para abonar el terreno del nacionalismo catalán y prepararle una gran cosecha, la participación en la guerra se subordinará al interés del nacionalismo. Este segundo propósito se basa en un cálculo erróneo, porque si la debilidad de la resistencia, resultante de la dispersión del esfuerzo, lleva a perder la guerra, los grupos que en ella colaboran con reservas mentales perderían lo que ya tienen, lo que esperan ganar y lo que tuvieron antes. Esta observación es incontestable. Con serlo, no basta a destruir aquel cálculo, agazapado en el fondo de las intenciones. El resultado es que, perdiendo de vista la urgencia de acudir a la guerra según las necesidades terminantes del problema militar, cada cual se preocupa ante todo de tomar posiciones para ser el más fuerte el día de la paz e imponerse a los demás y al Estado. Para que semejante conducta no parezca traición, se adelanta como postulado que exime de culpa la seguridad de la victoria. «Se ganará la guerra», dicen. ¿De qué modo? No lo sé, pues cuanto hacen va en derechura a destruir el postulado. Así se comprueba una vez más el efecto paralizante de la revolución respecto de la guerra.
Voto con usted. Lo singular de nuestro caso no es la simultaneidad de la revolución y la guerra, sino la permanencia en plena guerra de un conato revolucionario, que no habiendo podido o querido triunfar de lleno, dura como desorden y amarra al Gobierno, que no representa a la revolución, ni se la incorpora ni la somete. No es caso nuevo la amalgama de la guerra y la revolución. Sea que un movimiento revolucionario victorioso provoque la guerra, sea que la guerra misma desencadene la revolución, se ha visto muchas veces a un país en plena fiebre revolucionaria, ganar una guerra. Siempre bajo la condición de que el ímpetu revolucionario sea efectivo, su autoridad imponente, la disciplina de acero y que de grado o por fuerza aune el trabajo de todos y los arrebate hasta el sacrificio. En suma: la revolución frente a la guerra debe constituirse en un haz irrompible. Aquí cada vareta anda suelta. Por eso creo como usted que la revolución abortada es puro desorden, y si fuese como pretenden, le echaríamos la culpa de perder la guerra.
El Gobierno de Cataluña ha adoptado la revolución, la proclama y pretende ordenarla.
Otra vareta que anda suelta y no de las menores. El caso de Cataluña es complejo, pero no más tranquilizador. La relación del Gobierno de Cataluña con la guerra es la misma que la de toda España. El Gobierno de Cataluña no es más fuerte ante sus administrados que el de la República en las provincias de su mando. Pero, al mismo tiempo, el Gobierno de Cataluña, por su debilidad y por los fines secundarios que favorece al amparo de la guerra, es la más poderosa rémora de nuestra acción militar. La Generalidad funciona insurreccionada contra el Gobierno. Mientras dicen privadamente que las cuestiones catalanistas han pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en extremar el catalanismo, la Generalidad asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho. Legisla en lo que no le compete, administra lo que no le pertenece. En muchos asaltos contra el Estado toman por escudo a la FAI. Se apoderan del Banco de España para que no se apodere de él la FAI Se apoderan de las aduanas, de la policía de fronteras, de la dirección de la guerra en Cataluña, etcétera. Cubiertos con el miserable pretexto de impedir abusos de las sindicales para despojar al Estado, se quejan de que el Estado no les ayuda, y ellos mismos caen prisioneros de la sindical. El Gobierno de Cataluña existe de nombre. Las representaciones de los sindicatos en el Gobierno significan poco o nada; sus camaradas no los obedecen ni cumplen los acuerdos penosamente elaborados en consejo. Se aprobó el decreto de colectivización de la industria, como parte de una componenda, a cambio de que los sindicatos aceptaran los decretos de movilización y militarización. Se cumple el primero, pero no los otros. Cuando el Gobierno de la Generalidad lanzó de una vez cincuenta y ocho decretos, cada uno de los cuales era una transgresión legal, no ha obtenido la observancia de ninguno, porque a los sindicatos no les gustan. Con eso disfrutamos la doble ganancia de entrometerse la Generalidad en lo que no le compete y una desobediencia anárquica. Ya se está viendo la repercusión en la guerra. Un país rico, populoso, trabajador, con poder industrial, está como amortizado para la acción militar. Mientras otros se baten y mueren, Cataluña hace política. En el frente no hay casi nadie. Que los rebeldes no hayan tratado de romperlo, da que pensar. Si quisieran, llegarían a Lérida. A los ocho meses de guerra, en Cataluña no han organizado una fuerza útil, después de oponerse a que la organizase y mandase el Gobierno de la República. Ahora que empiezan todos a clamar por un ejército, tocarán las ventajas de haber quemado los registros de movilización, de haber hecho hogueras con los equipos y las monturas, de haber dejado que la FAI se apoderase de los cuarteles y ahuyentase a los reclutas. Los periódicos, e incluso los hombres de la Generalidad, hablan a diario de la revolución y de ganar la guerra. Hablan de que en ella interviene Cataluña no como provincia sino como nación. Como nación neutral, observan algunos. Hablan de la guerra en Iberia. ¿Iberia? ¿Eso qué es? Un antiguo país del Cáucaso… Estando la guerra en Iberia puede tomarse con calma. A este paso, si ganamos, el resultado será que el Estado le deba dinero a Cataluña. Los asuntos catalanes durante la República han suscitado más que ningunos otros la hostilidad de los militares contra el régimen. Durante la guerra, de Cataluña ha salido la peste de la anarquía. Cataluña ha sustraído una fuerza enorme a la resistencia contra los rebeldes y al empuje militar de la República.
¿Pero quiénes son los directores de Cataluña? Está por ver. El verdadero pueblo catalán no está con ellos.
Las ambiciones, divergencias, rivalidades, conflictos e indisciplina que tenían atascado al Frente Popular, lejos de suspenderse durante la guerra, se han centuplicado. Todo el mundo ha creído que merced a la guerra, obtendría por acción directa lo que no hubiera obtenido normalmente de los Gobiernos. La granada se ha roto en mil pedazos, precisamente por donde estaban marcadas las fisuras. El caso de Cataluña es uno más en el panorama general. Así, la rebelión militar produjo, quedándose el Estado inerme, el alzamiento y el desorden de que ustedes hablan; efecto fácil de prever y que había sido previsto y advertido. Si la rebelión militar hubiese durado ocho días, los resultados de su vencimiento habrían sido exclusivamente políticos, la República se habría afianzado. Las obras sociales que inevitablemente habían de cumplirse, las hubiera hecho el Estado. La rebelión, al tomar la forma crónica de guerra civil, ha dado tiempo y aliento para el embate proletario, en todas sus formas, en las que son justas y razonables y en las que son desatinadas y perniciosas. Un fenómeno análogo se dibuja ya localmente en el campo de la República y por iguales principios de mecánica social: a la Generalidad, insubordinada contra el Gobierno, se le insubordinan las sindicales, la tienen sumergida y obediente. Al borde se forma una reacción: hay barruntos de revuelta entre las fuerzas de orden público contra los sindicatos; esta vez con la simpatía general de las gentes pacíficas.
A pesar de tantos errores, que no disculpo, esta guerra demuestra una vez más la comunidad de intereses de todos los españoles y reforzará el sentimiento de solidaridad nacional.
¿Dónde está la solidaridad nacional? No se ha visto por parte alguna. La casa comenzó a arder por el tejado, y los vecinos, en lugar de acudir todos a apagar el fuego, se han dedicado a saquearse los unos a los otros y a llevarse cada cual lo que podía. Una de las cosas más miserables de estos sucesos ha sido la disociación general, el asalto al Estado, y la disputa por sus despojos. Clase contra clase, partido contra partido, región contra región, regiones contra el Estado. El cabildismo racial de los hispanos ha estallado con más fuerza que la rebelión misma, con tanta fuerza que, durante muchos meses, no los ha dejado tener miedo de los rebeldes y se han empleado en saciar ansias reprimidas. Un instinto de rapacidad egoísta se ha sublevado, agarrando lo que tenía más a mano, si representaba o prometía algún valor económico o político o simplemente de ostentación y aparato. Las patrullas que abren un piso y se llevan los muebles no son de distinta calaña que los secuestradores de empresas o incautadores de teatros y cines o usurpadores de funciones del Estado. Apetito rapaz, guarnecido a veces de la irritante petulancia de creerse en posesión de mejores luces, de mayor pericia, o de méritos hasta ahora desconocidos. Cada cual ha querido llevarse la mayor parte del queso, de un queso que tiene entre sus dientes el zorro enemigo. Cuando empezó la guerra, cada ciudad, cada provincia quiso hacer su guerra particular. Barcelona quiso conquistar las Baleares y Aragón, para formar con la gloria de la conquista, como si operase sobre territorio extranjero, la gran Cataluña. Vasconia quería conquistar Navarra; Oviedo, León. Málaga y Almería quisieron conquistar Granada. Valencia, Teruel, Cartagena, Córdoba. Y así otros. Los diputados iban al Ministerio de la Guerra a pedir un avión para su distrito, «que estaba muy abandonado», como antes pedían una estafeta o una escuela. ¡Y a veces se lo daban! En el fondo, provincianismo fatuo, ignorancia, frivolidad de mente española, sin excluir en ciertos casos doblez, codicia, deslealtad, cobarde altanería delante del Estado inerme, inconsciencia, traición. La Generalidad se ha alzado con todo. El improvisado Gobierno vasco hace política internacional. En Valencia, comistrajos y enjuagues de todos conocidos partearon un gobiernito. En Aragón surge otro, y en Santander, con Ministro de Asuntos Exteriores y todo… ¡Pues si es en el ejército! Nadie quería rehacerlo, excepto unas cuantas personas, que no fueron oídas. Cada partido, cada provincia, cada sindical, ha querido tener su ejército. En las columnas de combatientes, los batallones de un grupo no congeniaban con los de otro, se hacían daño, se arrebataban los víveres, las municiones… Tenían tan poco conocimiento que, cuando se habló de reorganizar un ejército, lo rechazaron, porque sería «el ejército de la contrarrevolución». ¡Ya se repartían la piel del oso! Cruel destino: los mismos piden ahora a gritos un ejército. Cada cual ha pensado en su salvación propia sin considerar la obra común. Preferencias políticas y de afecto estuvieron mermando los recursos de Madrid para volcarlos sobre Oviedo, cuando el engreimiento de los aficionados les hacía decir y tal vez creer que Oviedo caía en cuarenta y ocho horas. En Valencia, todos los pueblos armados montaban grandes guardias, entorpecían el tránsito, consumían paellas, pero los hombres con fusil no iban al frente cuando estaba a quinientos kilómetros. Se reservaban para defender su tierra. Los catalanes en Aragón han hecho estragos. Peticiones de Aragón han llegado al gobierno para que se lleve de allí las columnas catalanas. He oído decir, a uno de los improvisados representantes aragoneses, que no estaba dispuesto a consentir que Aragón fuese «presa de guerra». Una imposición de la escuadra determinó el abandono de la loca empresa sobre Mallorca, abandono que no había podido conseguirse con órdenes ni razones. En los talleres, incluso en los de guerra, predomina el espíritu sindical. Prieto ha hecho público que, mientras en Madrid no había aviones de caza, los obreros del taller de reparaciones de los Alcázares se negaban a prolongar la jornada y a trabajar los domingos. En Cartagena, después de los bombardeos, los obreros abandonan el trabajo y la ciudad en hora temprana, para esquivar el peligro. Después del cañoneo sobre Elizalde, en Barcelona, no quieren trabajar de noche. Valencia estuvo a punto de recibir a tiros al Gobierno, cuando se fue de Madrid. Les molestaba su presencia porque temían que atrajese los bombardeos. Hasta entonces no habían sentido la guerra. Reciben mal a los refugiados porque consumen víveres. No piensan que están en pie gracias a Madrid. En fin, un lazo de unión de todos, resultado de la lucha por la causa común, no ha podido establecerse.
Les encuentro a ustedes en un estado de postración lastimosa, cercano al coma. ¿Quieren ustedes ganar la guerra, gobernar la República, sin creer en la victoria ni en el porvenir de la República? Siendo laicos, no puedo aconsejarles que se retiren a un convento; además, no los hay por ahora. Retírense a llorar su falta de fe. Todo ese análisis será muy certero, las cosas irán tan mal como dicen. A pesar de todo, se ganará la guerra. España dará ejemplo y normas al mundo.
¿En qué se funda usted, aparte de la fe?
Como ustedes no creen en la Providencia, diré que en la lógica de la historia. Sí: todo lo hacemos mal: la guerra, la política, la propaganda… somos locos e ignorantes, bárbaros, niños… con todo, saldremos adelante. ¿Cómo? No lo sé. Se ganará la batalla de Madrid, se ganarán otras batallas, derrotaremos a los indígenas y a los extranjeros. ¿La sociedad de Naciones no nos ampara? Peor para la Sociedad de Naciones. Vergüenza suya será. Francia se cohíbe, Inglaterra nos ahoga suavemente. Pues un día saldrán de su indecisión y de sus taimados regateos: el día que nuestro derecho brille como el sol, porque hayamos dominado la invasión extranjera. Desde que la invasión se ha pronunciado, creo como nunca en el triunfo. La lógica de la historia tiene caracteres de necesidad. Es imposible que todo un pueblo quede sometido por la fuerza si no le da la gana de someterse. Imposible. Eso es todo. Tratándose de España, se ha de contar siempre con lo extraordinario, lo inesperado, lo sorprendente.
O sea con lo ilógico. Usted lo es bastante.
No. Ilógico si nos atenemos a los datos superficiales y se prescinde del fondo de la cuestión. El pueblo español crece. Han querido ponerle un aparato que se lo impida. El pueblo ha dado un estirón más violento y ha roto el aparato. Saldrá del trance engrandecido y maduro. Está en la línea lógica de nuestra historia.
¿Entonces la rebelión es un hecho providencial?
¿Por qué no?
Se dice que los caminos de la Providencia son oscuros. Convengamos en que éste de ahora es pura tiniebla. Dispuesta a favorecernos para llevar al pueblo español a su mayor edad, pudo encontrar otro arte menos costoso y azariento.
No me atribuya usted la idea de que un dedo sobrenatural empuja o desvía las acciones de los hombres. Lo providencial, para mí, envuelve un concepto menos grosero, menos pueril. Yo no afirmo que la rebelión la haya suscitado el Dios providente. Afirmo que las libres acciones de los hombres brindan la ocasión de satisfacer el sentimiento de la justicia, chispa de los divino en nuestra alma. La rebelión es una iniquidad, el proceso inflamatorio de iniquidades acumuladas. Lo demás que ocurre en España es la reivindicación de la justicia.
Lo mismo dicen los rebeldes. Sólo que, para ellos, la iniquidad somos nosotros y ellos la justicia.
Nada importa lo que ellos digan ni lo que digamos nosotros. El suceso es más grande que nuestras opiniones. Nos domina a todos. La conclusión de cuanto ustedes dicen y sienten parece clara: Los hombres no están, no estamos a la altura del caso. Lo admito, lo deploro, pero no me espanta. No somos gigantes. ¿Podía esperarse que lo fuésemos? ¿Es lícito reprocharle a nadie que lo sea? Cuando se gane la guerra, tal vez lleguemos a creer que lo hemos sido. Guardémonos de ellos desde ahora. Me consuelo con facilidad de las menguas personales, de las fallas del talento, porque las fuerzas de salvación no esperan nuestros aciertos.
No sé qué perderíamos con tener buenos ministros, buenos generales, buenos administradores…
No perderíamos nada. Sin tenerlos, también venceremos. Ustedes discurren como si la guerra se hiciese contra un Gobierno, de cuya permanencia y de cuyo tino dependiese todo, o contra un ejército regular, que es derrotado y la guerra perdida. Es falso. El no percibirlo, prueba nuestra medianía. La guerra no va contra el Gobierno, ni contra el Estado, sino contra el pueblo entero. El Gobierno, éste u otro, está en su papel resignándose a representar lo que no puede dirigir. Desde el comienzo de la guerra no hemos sufrido más que derrotas, bastantes para haber desmoralizado y destruido el mayor ejército profesional. Pues ya ve usted: seguimos tan campantes, y cada vez que los rebeldes se han apoderado de una provincia no han adelantado un paso hacia la solución.
Temo que si continúan apoderándose de provincias enteras, una tras otra nos las quiten todas y tendremos que defendernos en la luna.
No nos las quitarán.
Más vale. Mientras, podemos seguir discutiendo. Usted dice que la iniquidad de la rebelión ha originado un gran movimiento vindicativo. Para mí, la vindicación no podía consistir más que en derrotar a los rebeldes y castigar a los culpables. Admito, admiro y agradezco el alzamiento popular en defensa de la República. Pero usted no ignora que dentro de él han ocurrido abusos monstruosos. La crueldad, la venganza, hijas del miedo y de la cobardía me avergüenzan.
Mayores atrocidades cometen los rebeldes.
Lo sabemos. Nadie monopoliza la barbarie ni el desmán. Incluso han sido y son en número inmensamente mayor los asesinatos cometidos por los rebeldes y en circunstancias atroces. No es la menor, como ya decían ustedes antes, que tantos millares de ejecuciones se hagan por plan político y con orden de los jefes. Pero esto no es una compensación. Ellos son la negación de la ley, nosotros somos el Gobierno, la legitimidad, la República. Una conducta noble, sin otro rigor que el de la justicia, habría robustecido la autoridad de nuestra causa. Yo estaba en Madrid la terrible noche de agosto en que fue asaltada la cárcel y asesinadas por una turba furiosa algunas personas conocidas. Yo también hubiese querido morirme aquella noche, o que me mataran. La desesperación no me enloqueció… ¡Ingrata fortaleza! El Presidente del Consejo lloraba lágrimas de horror. Razón le sobraba. Este camino, recorrido después hasta el cabo ¿forma parte del plan providencial, es un fuego de la chispa divina de la justicia?
No se empeñe en ponerme entre la espada y la pared, sacando a relucir esas y otras barbaridades. La revolución entera, lo bueno (porque tiene mucho de bueno), lo malo, lo abominable y lo ridículo de ella, me es ajeno. No he lanzado la revolución, ni la patrocino, ni me aprovecho de sus actos. A quien debe pedírsele cuentas de ella y de sus excesos es al campo rebelde. Si no hubiese habido rebelión, las personas asesinadas en la cárcel de Madrid ese día de agosto, y otras muchas, estarían tranquilamente en sus casas, en sus destinos, en las Cortes, en sus tribunales y oficinas, en los regimientos, echando cuentas y planes contra la República y calculando las probabilidades de un movimiento en que los asesinados serían ustedes. No se olvide del 19 de julio. Si hubiesen dominado en Madrid (no dominaron por su torpeza… providencial), todos ustedes, desde el Presidente de la República hasta el último conserje del más humilde centro republicano o socialista, habrían sido fusilados en montón. Si las víctimas hubieran sido ustedes, ninguno de los que después vinieron a morir en agosto habría movido un dedo para salvarlos. Nada menos que en ese juego se habían metido por propia voluntad. El pueblo lo percibía. La ira, la crueldad, la insurrección, obrando por cuenta propia, hicieron lo restante. No justifico nada, explico. Usted y yo somos incapaces de hacer tales cosas, de aconsejarlas, de aprobarlas. Pero note usted que la rebelión fracasada, sus planes homicidas, realizados donde les ha sido posible, el espíritu de venganza, la indignación resultante y la crueldad sanguinaria azuzada por el fácil desquite, forman un sistema de acciones y reacciones del que no es posible quitar ninguna pieza. Me dicen que don fulano, don mengano y perengano han sido asesinados… Lo siento. Pero está en la lógica de la historia.
¿También?
Más que nada. Las víctimas señaladas apoyaban una política que dos años antes sembraba el crimen, fusilando a mansalva en Asturias, atormentando a los presos, prevaricando en tribunales y juzgados, sin excepción de los más altos, forjando calumnias miserables para acabar con republicanos y socialistas, tramaba conjuras para asesinar a fulano o a mengano con ayuda de la policía… Cuando en tan corto plazo los veo caer, víctimas de su propia obra, me digo: lógica de la historia.
Expresión vacía. De esa manera nuestra historia será un flujo y reflujo de crímenes. Cuando a ellos les toque matar, dirán también: lógica de la historia. No acepto el sistema. Del crimen me defiendo con la ley, o como puedo; pero no replico con el crimen. De haber sabido que tales personas estaban en peligro, las hubiera amparado en mi propia casa. A más de una he podido salvarle la vida a la callada, por lo menos salvada del asesinato, aunque eran enemigos de la República y no tenían conmigo relación personal, como no fuese la de haber querido asesinarme a mí en otro tiempo.
Es una pifia.
Me admiro de oírselo decir a usted y no acabo de entender por dónde ha venido usted a un conformismo tan completo con lo presente. ¡Usted, conservador, hombre de ley, que se ha pasado la vida abogando porque se mantenga el derecho, sale ahora allanándose con tanta naturalidad a violaciones monstruosas, no ya de la ley, de la piedad humana, del respeto a la vida! No sé qué pensar de su antiguo conservadurismo. ¿Qué era? ¿Una forma de vivir en sociedad? ¿Los valores que proclamaba, no contenían nada? ¿O era yo, que pasaba a los ojos de usted y de otros como un terrible revolucionario, era yo el engañado cuando tornaba en serio el derecho a la vida y me angustiaba pensar que hubiera de cumplirse una sentencia de muerte, por legal que fuese? ¿Qué hay entonces detrás del legalismo? ¿Nada? ¿No está hecho para defender un profundo sentimiento humano, un derecho vivo, perenne? Lo derriba usted de un papirotazo y en su área se instala la violencia irresponsable, Es absurdo. He visto a mucha gente desconcertada por los acontecimientos. Su moral y lo que podía pasar por un pensamiento político se han venido abajo como castillos de naipes. He visto a «izquierdistas» famosos arrojarse de cabeza al callejón, para luego salir diciendo: «Nos hemos equivocado. El país no está maduro para la democracia, hay que gobernarlo a palos». He visto a moderados, que todavía hace año y medio se enojaban si les incluían entre las izquierdas, declararse furibundos revolucionarios, y a quienes no querían votar el Estatuto de Cataluña convertirse en federalistas anarquizantes, enarbolando el derecho de los pueblos españoles (o ibéricos) a la «autodeterminación»… He visto muchos casos lamentables, sin contar los de cuquería. Cada cual ha transigido con su miedo, su conveniencia, su ambición. Mi postura es la más incómoda. Ninguno de los valores que formaron mi persona moral se ha derrumbado. Lo que antes me parecía justo, sigue pareciéndomelo. Lo odioso, también. No me he puesto una máscara, ni me he quitado ninguna, porque no la tenía. Aguanto la guerra con espíritu de paz y las ráfagas de insania con mi razón entera. Causa de mayores tormentos, porque rechazo toda anestesia. No quiero ni puedo dejar de ser lo que soy. Preferiría que los demás hiciesen lo mismo.
Me agraviaría que usted me creyese resellado. Le he dicho que no acepto la revolución en bloque. Soy conservador. Usted ignora el valor de esa palabra cuando se aplica a mi temperamento político. El conservadurismo me opone al desorden, no tan sólo ni siquiera principalmente al alboroto callejero y motinesco, sino al desorden contra el derecho. ¿Siendo conservador, iba yo a ponerme del lado de los rebeldes porque representan intereses de las clases pudientes, llamadas conservadoras? De ningún modo. Quienes apoyan a los rebeldes y los rebeldes mismos han renegado del derecho que tenían a influir normalmente en la dirección de la sociedad española, por los medios pacíficos que les brindaba el régimen republicano. Patean la ley para sustituirla con su capricho despótico. Es el mayor desorden posible, lo más anárquico. No puedo aceptarlo. Estoy enfrente. Mi conservadurismo no significa tampoco la defensa de los pudientes. Al contrario. He propagado ideas de justicia social, pensando contribuir a la paz y a la conservación del orden. Ahora, en la disolución que padecemos, estoy con la República, porque además de representar originalmente la legalidad y el derecho, detrás de la República está casi todo el pueblo, y agotados los antiguos veneros de la ley hay que alumbrar los nuevos en el pueblo. La masa puede y debe forjar la legitimidad futura. Luchan dos modos distintos de entender la vida. Se forja una nueva civilización. Afirmo el poder creador del pueblo.
Luchan dos modos distintos de repartirse la riqueza, si concluimos por admitir que la pugna es entre revolución y rebelión; pero ni siquiera tanto, si la pugna es entre la República, entre la democracia liberal teñida de intervencionismo y agrarismo, y los absolutistas de rancio abolengo español. De eso, a dos modos diferentes de entender la vida, hay gran trecho. La vida es más amplia que el régimen de la propiedad, y la actitud característica de un pueblo ante la vida pende de fermentos rancios incorporados a sus hábitos, a su moral, de cualidades de la sangre, que no se modifican por socializar las dehesas en unas cuantas provincias ni porque los ferrocarriles los gobierne un comité de obreros en lugar de un comité de banqueros. ¿Forjar una nueva civilización? ¡Déjeme usted reír! ¡No hemos conseguido asimilarnos plenamente la actual y vamos a inventar otra! Justamente, siempre me ha asustado en España el peligro de involución, de regreso, en que vivíamos. Cierto, en el alma española, aún en lugares muy atrasados, se hallan vetas civilizadas, notables en sentimientos de hospitalidad, de cortesía, de buen juicio, por mucho que los estrague la vileza del ruralismo. Los debemos a veinte siglos de romanismo y cristianismo. La lengua, el derecho, la religión, nos han incorporado a lo que llaman civilización occidental. Harto se nota la falla en las comarcas españolas más débilmente romanizadas o cristianizadas. Pero debajo de todo, subsiste la roca primitiva, no quebrantada por las intemperies. Siempre me parecía inminente el retroceso, expuestos a estrellarnos en la roca con todo nuestro aparato político y social. Fuera de las grandes ciudades, la contextura de nuestra civilización es débil. A dos kilómetros del asfalto de la Castellana, reaparece el siglo ix. En las mismas grandes ciudades hay núcleos importantes de barbarie; peor aún, de civilizados anacrónicos, resistentes a toda penetración. El suceso de la guerra, en su origen, en sus propósitos, en los fenómenos concomitantes, es un caso gigantesco de retroceso, de involución, pese a los motes de aparente modernidad adoptados por la estéril pedantería imitativa. Hace veinte años, pensando en el incansable tirón hacia atrás de la sociedad española, me divertí escribiendo la historia de una nueva invasión árabe en España. Conté la gran batalla de los Carabancheles, perdida contra los agarenos. No creí acertar tanto. He llegado a imaginar la posibilidad, en este desandar de los siglos, de recibir un día la noticia de una nueva sublevación de los vascones contra Augusto. Ahí los tiene usted peleando por sus leyes propias, no por España, contra Mussolini, empeñado en representar a Octavio. ¿Un pueblo en tal estado inventará una civilización, como si descifrase un jeroglífico? De creerle a usted, estaríamos pletóricos de ideas propias, de originalidad pujante, trabajados por una profunda labor de la mente especulativa o por una crisis moral nueva, e iríamos a extraer de todo ello una norma valedera para España y los demás pueblos de igual tronco. Porque la esperanza de usted no se limitará a la Península, o quizá menos. No. Seamos modestos. Deje usted en paz a la civilización, rúbrica demasiado amplia en el tiempo, demasiado alta sobre nuestras cabezas, para cambiarla a nuestro modo con esta guerra de generalitos y de comités. Que vamos a inventar ninguna me suena a vaciedad, como el pregonado propósito de los rebeldes de salvar en Occidente la civilización cristiana.
¿A qué reduce usted entonces el problema?
A un problema de libertad, de razón, de dignidad humana. A implantar un régimen tolerable, tolerante, manifiesto en un Estado más inteligente, más próximo a la moral social de nuestro tiempo, que aproveche mejor el valor de los hombres y respete la independencia del juicio. Es punto esencial. Confío en que acabada la trifulca reaparezca la libertad de opinión. Ahora no existe en ninguna de las dos Españas. En la nuestra, la renuncia parece menos forzada, pero es muy general, tal vez por dictamen del miedo. En cambio, entre los administradores de la ortodoxia vigente, aparecen brutales licencias de opinión. Aspiro a que después no haya ortodoxia alguna. Supriman el dinero, la propiedad, la familia… Pero déjenme decir mi pensamiento. Veo a muchos jóvenes, en general desprovistos de primeras letras, lanzarse a oprimir el juicio ajeno, como si hubieran descubierto razones desconocidas por el Santo Oficio. Se engañan. Pero si hemos de padecer tamaña calamidad, confesemos que la lógica de la historia nos lleva al embrutecimiento. No lo soportaré. En tal estado, hecha la paz, me iré de España. No hemos sacudido los anatemas del Concilio de Trento para respetar los de la Confederación o los de otro colegio por el estilo.
Reduce usted demasiado el valor de los sucesos y el de sus consecuencias, cualquiera que sea el final. Tan violenta conmoción no puede ser estéril. De experiencias terribles saldrán energías nuevas. Veremos otro horizonte.
Veremos miseria, hambre, decadencia.
Nosotros, ya en la madurez, recibimos únicamente sinsabores. Tenemos formados o encarrilados los gustos, los hábitos, la ambición. Trastornarse todo, nos deja abandonados en el camino, no sabemos qué hacer. En el fondo de muchas repulsas late el despecho del egoísmo y un poco de miedo.
Las epopeyas no son para vistas de cerca, en la realidad de su desarrollo, con espíritu crítico de observador, sino para leídas en la historia, cuando ya sus frutos son parte de la experiencia, o para gustadas cuando la poesía las transfigura y engrandece. Los sitiadores de Troya serían unos «incontrolados». No obstante, la elaboración artística del suceso, sin sujetarse al valor propio del suceso mismo, ha sido uno de los sillares de la cultura europea. ¡Quién sabe si de esta sacudida, de esta proeza, sacará algún día la mente española un ejemplo, un estímulo nacional! Nuestra guerra civil de ocho siglos, llamada vulgarmente la «Reconquista», ha sido gran cantera para la poesía y la política. No parece agotada. La presencia de los moros lo prueba. Y más aún, cuanto dicen los rebeldes para justificar su auxilio y nosotros para reprobado. También se pretende ahora expulsar nuevamente de España a los judíos, número del antiguo programa. El cual llevaría más adelante a expulsar también de nuevo a los moros que se queden en la Península y encasten. Nuevo ejemplo de reversión, como decían ustedes. A lo que iba: ¿No seremos capaces de elaborar sobre la epopeya presente un monumento poético y político?
En el cual los republicanos y socialistas corremos el peligro de cargar con un baldón legendario.
El resultado final, calificará en última instancia la conducta. Si perdemos, una propaganda perdurable hará creer a todos nuestros sucesores que nuestra conducta ha sido criminal, insensata, torpe; que hemos tenido la culpa de la rebelión, acaso que la hemos comenzado nosotros, hez de España y la humanidad. Si ganamos, todo lo ocurrido será pedestal de gloria, resplandor, heroísmo, no ya en la opinión común sino en la de cada uno de nosotros. Las dudas, los pesares, los terrores, los desengaños se borrarán, sin que podamos revivir tales sentimientos. Nuestra conducta nos parecerá una línea bella, trazada con inteligencia, mantenida con valor, y que nunca hemos hecho más que fabricar la victoria.
Para mí, nunca seré de ese momento.
¿Por qué motivo?
Sea cualquiera el curso de los sucesos, lo más claro hasta ahora es el hundimiento de la República. Sucumbió en las últimas semanas de julio, cuando no pudo reducir en pocos días la rebelión y para salvarse y salvarnos de la tiranía militar, abrió las compuertas, o soportó que fuesen derribadas, al ímpetu desordenado del pueblo, reconociendo con eso mismo su impotencia. La corriente inspiradora de la República ha quedado desviada o enturbiada. Ahora me doy cuenta de que muy pocos bebían en ella, si no era por frivolidad o por conveniencia de adaptarse. Todavía la recuerdan o la invocan algunos, cada vez menos, y aunque oficialmente no se ha renegado de ella, solamente un tonto dejará de advertir en esa reserva la capa de la astucia. Lo harán en el momento oportuno. No me refiero, como creerán muchos, al llamado «desbordamiento» político y social. La tolerancia religiosa introducida por fuerza de ley en un país de intolerantes, la libertad de conciencia y de cultos, se han anegado en la matanza de curas, en la quema de iglesias, en convertir en almacenes las catedrales, de una parte; y de otra, en fusilar masones, protestantes y ateos. Así en los restantes temas adoptados por la República en su acción inmediata. Pero no me refiero a ello. Pienso en la zona templada del espíritu, donde no se aclimatan la mística ni el fanatismo políticos, de donde está excluida toda aspiración a lo absoluto. En esta zona, donde la razón y la experiencia incuban la sabiduría, había yo asentado para mí la República. La República no tenía por qué embargar la totalidad del alma de cada español, ni siquiera la mayor parte de ella, para los fines de la vida nacional y del Estado. Al contrario: había de desembargar muchas partes de la vida intelectual y moral, indebidamente embargadas, y oponerse a otros embargos de igual índole, pedidos con ahínco por los banderizos. Durante seis años, esa convicción ha estado latente en todos mis juicios sobre el porvenir de la República. No todos lo han entendido. Lo pensaba así, en nombre de la fecundidad de la vida del espíritu, único y verdadero fundamento de la civilización. Si la República no había venido a adelantar la civilización en España ¿para qué la queríamos? De ahí el segundo término de mi pensamiento: sacar a luz, poner en primera línea lo valioso en el orden intelectual y moral. Quienes han creído, o aparentado creer, que la República era antiborbonismo, anticlericalismo, anticentralismo, son unos majaderos o unos bribones. En otros tiempos, el Estado o la Iglesia han embargado la totalidad del alma del hombre. El sistema reaparece en nuestros días bajo emblemas diversos, que se hostilizan entre sí, aunque en realidad no son tan diferentes como aparentan. Surgen emperadores demagógicos, emperadores del orden público, remedos de los emperadores de espadón y degollina en la decadencia del mundo antiguo. En España sufrimos el mismo fenómeno, reducido a las proporciones personales y locales inherentes a la condición de nuestro país: Si imperase el orden de la espada, en España no habría un emperador, sino un legado de emperadores extraños. Frente a eso, podrá prevalecer cualquier cosa, bajo cualquier nombre, menos la República inspirada en el pensamiento capital que he descrito. Arruinada, no puedo ser útil a ninguna otra empresa. Nada tengo que hacer en la vida pública. No es desengaño: De nada tenía que desengañarme. Me reconozco ajeno a este tiempo. Los hombres como yo hemos venido demasiado pronto o demasiado tarde. A no ser que nuestra inutilidad pertenezca a todos los tiempos, a todas las situaciones. Cuanto habrá de hacerse en España de ahora en adelante, pisotea mis complacencias, contradice mis inclinaciones, mis gustos. Quiere decirse que en vez de auxiliar, estorbaría, pese a mi buena voluntad. No crea usted que estoy fanatizado por el espíritu liberal. Con los incontables casos de gran ambición política, establezco dos únicas series respetables, encabezadas por Pericles y Trajano. Detrás de cada uno, ponga usted a quien le plazca. En medio no hay sino charlatanes, bebedores de sangre, locos… En las condiciones de la vida moderna no puede repetirse el milagro ateniense. Para hacer el Trajano no basta ceñir la coraza y empuñar el gladio del andaluz romano. Se necesita un grande hombre… Inútil será buscarlo en los alrededores de Hispalis. Si lo hubiese, me ofrecería de secretario para poner sus proclamas en este latín estropeado que escribimos los españoles. Las imitaciones geniales, pero extemporáneas, suelen ser ridículas y de seguro lastimosas. La más ilustre de todas en los tiempos modernos es la imitación de Carlomagno. Bonaparte ganó cien batallas y con su locura y su gloria dio e hizo dar a su país un batacazo sin ejemplo. ¿Conocen ustedes en España a alguien que haya ganado siquiera la batalla de Marengo?
No niego que su tristeza esté justificada. Pero es indispensable como nunca no someterse al abatimiento moral. Ahora, bajo la impresión de la desgracia, haremos deducciones palmarias y seríamos capaces de elaborar una doctrina conducente al renunciamiento, al pesimismo, etcétera. Nadie dejaría de decir que eran fruto de la adversidad. Tendrían razón. No por eso valdrían menos, ni más. En cambio, los triunfadores sentirán en su fuero interno las caricias del buen éxito y proclamarán a grandes voces su confianza en la vida, etcétera. Todos verán que es fruto del triunfo. Ni nosotros seríamos el primer ejemplo de un infortunio ilustre, ni ellos el de una audacia criminal victoriosa. Las acepciones morales que todavía hoy hacemos sobre la conducta de los hombres, actores en este drama, se borrarán pronto, quizá antes de desaparecer los hombres mismos. Quedará para la historia el hecho bruto y sus resultados. Ni de nuestras reflexiones desengañadas, ni de las confiadas del triunfador, puede nadie elevarse a deducir una doctrina valedera para tasar las acciones humanas ni esclarecer el secreto de los dramas políticos. Siempre hubo vencedores y vencidos, agraviados y ofensores. Al fin todos se mueren y a nadie le importa, o mejor, nadie se representa sus tristezas y sus alegrías. Es una pulsación de la historia que por habernos tocado sufrirla con tal violencia nos parece de infinita profundidad y significación. No lo crea. No hemos enseñado ni hemos aprendido nada nuevo. Creo que ni viejo tampoco. No se aprende nada. Lo que se cree haber aprendido no sirve de escarmiento, ni para conducirse en la vida.
Hemos aprendido cosas terribles sobre nuestro pueblo.
Más vale abstenerse de hacer juicios temerarios sobre el pueblo español. De otra manera, van ustedes a calumniarlo. Es ilícito fallar sobre la contextura moral de un pueblo viejo, basándose en observaciones recogidas durante siete u ocho meses de guerra y trastornos. Dirán que estas convulsiones ponen al descubierto el fondo del alma. ¿Por qué precisamente el fondo? Quisiera saber cuántas y cuáles observaciones ha catalogado usted. Los hechos siniestros, solamente. ¿Ha pensado usted siquiera en los hechos laudables, en las muestras de abnegación, de heroísmo, de piedad, de simpatía con el dolor, de ayuda a los desvalidos, prodigadas a toda hora? La suma de los ejércitos combatientes alcanza a unos centenares de mil. Los partidos, los sindicatos ¿cuánto suman? ¿Un millón, dos millones? Supongámoslos a todos activos y no simples conducidos. De los restantes españoles, quién más, participa en la guerra y en la revolución con el deseo. Pero todos son unos para sufrirlas sumisamente. Veinte o veintidós millones de españoles inermes soportan que sobre sus costillas se degüellen los armados, y tal vez los degüellen a ellos. No se altera el significado de este hecho con regatear las cifras de mi hipótesis. En estas circunstancias más aún que en tiempos normales, una minoría asume la representación de todo el pueblo. Dentro de ella los insolentes, los rapaces o los criminales también son los menos. ¿Podrán colorear a todo el país? En el campo de batalla abundan los actos de valor. ¿Digamos por eso que España es un pueblo de héroes? No. ¿Hemos de admitir que sea un pueblo de estragados criminales?
No lo admito yo. Padecemos un estallido de odio, de crueldad. En él se complacen más gentes de las que usted enumera. Los retraídos de la guerra o de la revolución por indiferencia, tibieza, miedo o imposibilidad, participan con el deseo, usted lo ha dicho. A estas fechas no queda un solo español ni española que no haya suspirado mil veces un «¡ojalá!» cargado de amenazas y de esperanzas. ¿Adónde se dirigen? Repártalas usted a su gusto. La inmensa mayoría de la nación descansa en el esfuerzo de un corto número y le confiere, no siempre a la callada, el logro de sus deseos. Tal es el hecho. Estos hojalateros son los más crueles porque gozan con el mal ajeno, sin el riesgo de cometerlo, sin necesidad de vencer la repugnancia o el miedo que acaso les paralizase si hubieran de realizarlo personalmente.
¡Eso lo descubre usted ahora! ¿No creía usted a los españoles capaces de llevar las pasiones políticas hasta hacerse unos a otros esta guerra exterminadora?
Creyéndolo o no, me parece advertir que esa capacidad le desconcierta y le aflige, aunque se permita usted a veces alabar como virtudes los defectos más atroces de nuestro pueblo.
No formo de él mejor ni peor opinión que de otros europeos. En veinte siglos hemos hecho todos aproximadamente las mismas cosas, incurrido en iguales errores y crímenes, sacado a luz con trabajo algunas virtudes. A los españoles mismos no tengo bastante caridad para amarlos a todos en Cristo como prójimos, según manda la doctrina, inadecuada en ese particular, y en todos, a la diferencia entre nacionales y extranjeros. Fuera de lo cristiano, si considero al español en su humanidad, lastimosa en todos los pueblos, no aporta nada de exclusivamente propio. La crueldad, el orgullo, la cobardía, la ambición son prendas de la especie. La civilización, que no consiste en fabricar tractores sino en cultivar los sentimientos y domesticar los impulsos feroces, se esfuerza en apartarnos del impulso natural humano. Los grandes sistemas que se han disputado o se disputan la educación moral del mundo, no han podido variar nuestra índole, pero autorizan su norma con el ejemplo de algunos testigos, y se propagan, se imponen, se mantienen por el prestigio, la coacción y el hábito. Un nuevo tema civilizador no brota de la espontaneidad turbulenta. Se condensa y declara en el ápice mental de algún sujeto insólito, de donde recae como la lluvia y la luz. Penetra hasta donde puede. El mar resplandece en la superficie y es oscuro, sordo, en el fondo. Más aún: ningún sistema civilizador ha dejado de adoptar, incorporándolas a su conducta por insuficiencia o por transigencia, normas y usos repugnantes, crueles, o tenidos por tales desde otro sistema competidor o desde la razón universal, de la cual tampoco fío, porque es aberrante y no puede exceder de los datos de su experiencia. Los sistemas compiten. Pese a su noble inspiración original, el hombre los convierte en instrumentos de muerte. ¿Cuántas provincias no han sido asoladas, cuántos millones de vidas inmoladas por si el Hijo emana del Padre o ha sido creado de la nada, por si Nuestro Señor está o no presente en la Eucaristía? Los inventos útiles para la vida, desde el hacha de pedernal hasta el avión, han aumentado el poder dañino del hombre contra el hombre. Pues más aún se han utilizado para eso los primores del progreso moral. ¡Dichoso el animal carnicero cuando se imagina justificar su ferocidad en nombre de la causa que defiende! Reflexión aplicable a todos. Gran simpleza, salir renegando del nombre de español, avergonzándose de él porque en una guerra civil, que ya es harta barbarie, se cometen atrocidades. ¿Renegaríamos de ser hombres? Palabras vanas, porque no podemos ser otra cosa.
Viniendo en el tren desde Toulouse, un francés que comentaba conmigo los sucesos de España, me dijo: Vous eres de petits sauvages. Me sonrojé, porque tenía razón.
Ahora estamos nosotros de turno. Podía usted haberle preguntado qué fue la jacquerie, o qué hicieron los chauffeurs, o los septembristas durante la revolución. Francia era el país más civilizado del mundo. O en tiempo más próximo, qué hicieron en París los comunistas desesperados, qué hicieron con los comunistas los versalleses. Si el viajero hubiese sido ruso, alemán, italiano, podía usted haberle preguntado… Lo mejor es no preguntarles nada. Cosa necia, cuando a nuestro país se le carga una reputación de violencia y salvajismo, replicar que los otros no lo son menos, ya nos lo impute un filósofo, un estadista o un viajero de Toulouse. La sensibilidad española no ha sido nunca inferior a la de otros pueblos civilizados, en cada época: ha sido notoriamente superior a la de algunos, ahora en cabeza de la civilización. El estallido atroz que despedaza a España y sus ejemplos de crueldad son frutos del contagio venido de fuera. Desde la guerra de 1914, oleadas de barbarie y violencia sumergen a Europa. Ya la guerra fue de por sí gran demostración de crueldad. Desangrar un continente, arruinarlo, no parece síntoma de civilización refinada, de sentimientos suaves. Hacer todo eso o soportarlo en nombre del orgullo nacional, de la grandeza del Estado, de la libertad de comercio, de la autonomía de los pueblos, no lo mejora, pues admitido que hay propósitos o fines bastantes a justificar el destrozo universal, será difícil rechazar que otros fines, otros propósitos posean o se atribuyan la misma virtud justificativa. Cuanto el fanatismo patriótico glorifica ¿no podrá justificarse en nombre del fanatismo religioso o del social? En 1914, el pueblo español adormecido, derrotado, acobardado, parecía harto de tragedias y sangre. Recuerde usted la oposición a la guerra en Marruecos y el apego a la neutralidad. Este pueblo parecía curado de su humor pendenciero. Nuestras discordias internas difícilmente cobraban violencia, fuera de lo verbal. La revolución de Barcelona de 1909 fue popular porque se hacía contra la guerra. La violencia desencadenada desde 1914 ha perturbado el sentido moral de los europeos. No más derechos, no más ley. Confianza en la acción directa, apelación a la ametralladora. La plaga recorre todos los pueblos, triunfa en bastantes, con dificultad se defienden de ella los más escarmentados. En España ha sido prodigiosa la propaganda por el ejemplo triunfante en Alemania, en Italia, en Rusia, en Austria. La dictadura de Primo de Rivera, lección de ilegalidad victoriosa, de intimidación, causó estragos. Una generación se ha criado en el desprecio de la inteligencia, en el olvido del estudio, del trabajo, en el cultivo de la fuerza física, de la insolencia personal. Los planes políticos se tiraban sobre la perspectiva del choque. Algunos reprochan a los republicanos el no haber asesinado en una noche a los generales conspiradores, como se hizo en Alemania con los desafectos al régimen nazi. Por su parte los generales se prometieron realizar esa operación a costa de los republicanos. En fin, ahora contemplamos las obras de la barbarie, procuradas, enseñadas durante quince años. Alcanzamos el nivel moral de gran parte de Europa. Nunca hemos sido más puntuales en seguir la moda.
Por desgracia, superamos a todos en el humor suicida de nuestra cólera. Otros pueblos ambiciosos o semibárbaros dirigen su furor contra el extranjero. España es el único país que se clava su propio aguijón. Quizá el enemigo de un español es siempre otro español. Se salta un ojo con tal de cegar a su enemigo. La humildad de los rebeldes con los extranjeros denota que no somos xenófobos. La propaganda contra masones y judíos (¡contra los judíos, cuya sangre nos inunda!), pretextando que no comparten el sentimiento nacional, necia adaptación de barbaridades extrañas, cruzada contra fantasmas, no parecía cosa seria, hasta que ha servido para armar los fusiles y asesinar a millares de personas inofensivas. ¿Compartirán mejor el sentimiento nacional los batallones extranjeros que unos españoles se imaginan haber alquilado para matar a otros españoles? Porque los alquilados, en rigor, no son los ejércitos extranjeros, sino los españoles mismos que los han traído. «Nosotros no damos abasto —dijeron. ¡Hay tantos españoles que matar! Vengan y ayúdennos en la matanza». Cuando los extranjeros bombardean, incendian, ametrallan, y nuestros compatriotas sucumben a miles, los alquilados aplauden en nombre de la patria. Hemos pasado muchas décadas haciendo en política internacional el papel del villano en su rincón. El país no soportaba siquiera que se le hablase de la conveniencia de emprender otro camino. Una política exterior activa podía comprometer a España en guerras de poco interés para nosotros. El país tenía miedo de vivir en peligro. Ante todo, paz… Los demás pueblos se darán de las astas, si les place. Los horrores de la guerra europea y las ventajas sonantes de la neutralidad española, remacharon la convicción común. De pronto, esa prudencia, esa paz, que solían ser dogmas del patriotismo, no impiden a unos españoles desencadenar sobre su pueblo el mayor infortunio padecido desde hace siglos. Las vidas ahorradas a fuerza de renunciar, las derrochamos por centenas de miles en destruirnos. Las ciudades, las riquezas acumuladas, las obras del trabajo que pensábamos conservar viviendo neutrales, se disipan en humo. Hemos pasado veinte años montando la guardia en torno de un tesoro que Felipe II habría envidiado, sin querer aprovecharlo en mejorar la nación. Nos damos tal maña que el tesoro se vuelve ceniza al calor de esta fiebre… ¿No es singular?
Mi tesis se confirma: España es un gran país estropeado por sus moradores.
¿Cuándo habrá sido un gran país, si sus pobladores no han variado de condición?
No digo que lo haya sido, solamente. Lo es siempre. Lo es ahora. El español destruye con una mano lo que construye con la otra, y para destruirlo se ayuda de los pies. El español patea su propia obra, los títulos plásticos de su presencia en la civilización, cuanto le da ser y apellido nacionales. Las provincias más ilustres están sembradas de ruinas, obra nuestra casi todas. No cuento los lugares donde han desaparecido hasta las ruinas. Genio sombrío. Cree poco o nada, comúnmente. Se lanza a creer, y aspira a lo absoluto.
Hemos prometido no hacer juicios temerarios sobre España. Vendrán, de todos modos. Acabada la guerra sufriremos los saetazos del análisis, lloverán trataditos que investiguen nuestra índole. Así ocurría después del 98. A fuerza de cavilar, se logró entonces poner en claro dos hechos graves: en España escasea la sangre aria; llueve poco. Me resigno y doblo la hoja.
El humor belicoso de los españoles no parece hoy más vivo que hace un año, ni más débil la antipatía del país a una política de aventuras. La planta monstruosa de guerra y destrucción ha crecido hasta este punto con asombro de todos. Su germen no parecía contenerla. Del lado rebelde, la guerra se mantiene por los extranjeros. En nuestro campo, nadie ignora cuánto trabajo, cuántos desastres ha costado persuadir a los combatientes mismos que la guerra debía tomarse en serio. Uno es el entusiasmo por la causa y otro el entusiasmo por la guerra. La guerra se acepta, se padece; pero entre nosotros a pocos les gusta. La guerra contiene hoy y aspira a resolver cuestiones mucho más profundas y complejas que las determinantes de la rebelión militar, problemas derivados del hecho mismo de la rebelión, de su tenacidad, tal vez no previstos por los iniciadores. Poco a poco se ha formado esta maraña inmensa. Hemos concluido por comprometer en la guerra o por comprobar que está comprometido en ella mucho más de cuanto se pensaba. Sobre eso, la diferencia entre leales y rebeldes es casi nula. No son menester agudos análisis ni explorar los arcanos de la filosofía de la historia para comprender que los españoles arriesguen en esta ocasión las ventajas, comodidades y bienes más de su apego. Cualquier pueblo, sin exceptuar el nuestro, desea conservarlos. En circunstancias iguales, otro país habría hecho también lo mismo. Lo que mucho vale, mucho cuesta. Mucho debe de valer lo que defienden los españoles cuando tanto lo aman.
Ahí comienzan mis dudas, o francamente, mi oposición. Por de pronto, el violento amor a una cosa no prueba nada acerca de su mérito, sea en el orden personal de las preferencias íntimas o en el de la vida pública y de los movimientos populares. Hasta donde debe llegar merecidamente el sacrificio por alcanzar una cosa, no debe tasarse según el ánimo de quien la ambiciona, aunque la procure o la busque heroicamente. Sobre todo, si la busca o la procura heroicamente, porque el ánimo heroico, admirable y útil, es posterior al juicio. Es también claro que los bienes de cierto orden, llamémoslos morales, carecen de equivalencia directa, no son valuables en bienes de los que llaman materiales o positivos. Sería absurdo preguntar: ¿cuánto vale la república, cuánto vale la monarquía?, o sea: ¿qué sacrificios y de qué importancia pueden lícitamente consentirse por la república o la monarquía? En esos términos el problema no existe, porque carecen de rigor. Habríamos de librarlo al aprecio personal de los partidarios, variable según su temple. Pero es un deber averiguar la proporción exacta entre el objeto y el sacrificio para conseguirlo, escrutinio resuelto fácilmente por nuestro amigo con lo de: «Mucho cuesta lo que mucho vale», apoyándose para estimar la valía en la fragilísima base del amor suscitado por el objeto. Averiguada, no habremos conseguido sino añadir dolor a nuestra alma, vista la impotencia personal ante el destino. Me adelanto a declararlo. Pero es obligatorio arrostrar la verdad, aunque después no podamos arreglar nuestra conducta según el juicio de la razón. Tal es nuestro terrible caso.
Sospecho adonde va usted a parar.
Le sacaré a usted de dudas, empezando por el corolario: Ni la monarquía ni la República, con cuantas zonas y tierras intermedias pueda usted imaginar entre esos dos polos de nuestro orbe político, valen lo que ya cuestan, no a los republicanos o a los monárquicos, sino a España. O sea (desde nuestro punto de vista republicano): la República no puede acarrear bienes bastantes a compensar los desastres actuales, ni la monarquía, en otros cien años, produciría tantos males que, por no padecerlos, hayamos de dar por bienvenido este azote. Cualquiera persona sensata del campo rebelde podría hacer suyo mi enunciado, poniendo monarquía donde yo pongo república y a la inversa. En suma: no vale mucho lo que mucho cuesta. Hemos pagado más del justo preció y no en partes alícuotas: carga entero sobre la nación.
Usted, en el fondo, no es republicano.
Podrá ser. Pero reconozca usted que la forma ha sido impecable. Usted era director general con la monarquía y diputado del Partido Conservador (¡no hace tantos años!) mientras yo vivía de mi pluma independiente propagando las doctrinas republicanas. No he promiscuado con el monarquismo, ni siquiera a favor de aquélla simpleza de la posible democratización de la dinastía, ni me he tomado las licencias, que, a título de intelectuales superiores, otros se han tomado para pisotear las normas más sencillas del decoro político. Esperaba y deseaba la República como instrumento de civilización en España, no por arrebato místico. Con todo: si el año 30 o 31, en los preliminares de la República, su advenimiento hubiese dependido de mí, a condición de sumergir a España en una guerra espantosa, me habría resignado a no ver la República en toda mi vida.
De esa manera allana usted el camino a los matones. Le bastaría a un grupo fuerte la amenaza de desatar un estrago, o la posibilidad de desatarlo, para forzarnos a renunciar a lo más justo. Gran negocio para todos los sediciosos. Extraña aplicación de la no resistencia al mal.
La no resistencia al mal es caso distinto de la responsabilidad de desatarlo. Ahora resistimos al mal oponiéndonos a la rebelión, a la dictadura militar. Es nuestro deber.
¿De dónde saca usted fuerza para cumplirlo? Mejor dicho: ¿en qué razón se funda para admitirlo como tal deber? Coopera usted a la resistencia, se asocia a ella, la aprueba y contribuye a prolongar la guerra, el destrozo, y a encarecer un precio que, según usted, ni la monarquía ni la república valen.
Si me acosan, me callaré… O admiten ustedes, sin escandalizarse, una confesión. Hablamos aquí con libertad. Después de oír opiniones muy crudas, me atrevo a descubrir las mías. Nadie las tachará de crudeza. Corresponden a una angustia imposible de vencer. En todo caso, no se irriten conmigo. Una noche, en Valencia, los periódicos contaban que los aviones facciosos habían abrasado el Museo del Prado. No recuerdo haber recibido en la vida golpe tan fuerte ni padecimiento comparable. ¿Qué era? Un sentimiento de desamparo y perdición. Quise huir de la noticia, no hablar de ella, no pensarla. En el fondo de mi horror, pugnaba por declararse una protesta, una queja que ahora formularía así: «Es demasiado. A tal precio, no». Por suerte, el fondo de la noticia era falso. Los cuadros se salvaron, aunque los aviones tiraron sañudamente contra el Museo. Mi trastorno personal sirvió de primera intención para demostrar la eficacia de las barbaridades intimidantes. Enseñanza alemana, según dicen. Ese día, mi moral de guerra se quebrantó y no se ha repuesto. De haber dirigido yo la guerra, habría propuesto algo… No sé… digamos la inmunidad de lo bello y lo histórico. «Matémonos si queréis, pero salvemos de acuerdo nuestras obras de civilizados». Devanando mi emoción atroz, llego al resultado que antes dije: ni la república ni la monarquía valen para España lo que ya le cuestan. ¿Ustedes 1o niegan? Admitirán siquiera la posibilidad de un destrozo tan enorme que mi tesis se imponga. Es, pues, asunto de más o de menos, de pasar el límite a no pasarlo. A mi juicio lo hemos pasado. Al de ustedes, no. No pueden negar la existencia del límite. ¿Cuándo, a su parecer, lo habremos tocado o rebasado?
¡Nunca! La causa de España, la causa del pueblo justifica todos los sacrificios.
Sálvense los principios y perezca la nación. ¿No es eso?
Más triste será la probable salida intermedia, sin lograrse ninguno de los dos extremos: no se salvarán los principios, no perecerá la nación, vivirá muriendo, que es peor.
Yo mismo pegaría fuego a los cuadros de Velázquez si con quemarlos se aseguraba el triunfo de la República.
¿Por qué entonces escribió usted un artículo llamando bárbaros a los facciosos a cuenta del incendio del Museo? Hicieron lo mismo que usted haría pensando en favorecer su triunfo.
Nuestra causa es legítima, la suya no. Me irrita oír que se comparan.
Es indudable. No las comparto, mejor dicho, no las equiparo. No estoy contrastando el valor de ambas causas. Examino un problema de conducta, igual para cuantos militan en uno u otro campo. No me propongo disculpar un sentimiento personal, quiero convencerles de la necesidad de justipreciar los bienes esperados de esta guerra. Es inexcusable no rebasar el justiprecio y, si no somos dueños de limitarnos, saber al menos que lo hemos rebasado y por qué. Lo reclama el propio interés nacional en cuyo nombre hacemos la guerra. No en vano son ustedes hombres cultivados. Ante la cuestión que les propongo cierran los ojos, se niegan a considerarla, de puro espanto, como yo al recibir la noticia del incendio del Museo. No hay escape. ¿Admitirían ustedes que veinte millones de españoles muriesen para asegurar la victoria? Seguramente, no. Usted, capaz de pegar fuego a los Velázquez, ¿daría muerte u ordenaría que se la diesen a veinte millones de compatriotas, si un dios sanguinario le revelase que de ello depende el triunfo de la República? Tampoco. Ignoro si los rebeldes serán capaces de pensado. El aire que traen los aproxima indefinidamente a un suplicio colectivo sin semejanza, pero uno de sus grandes corifeos ha dicho que España se arreglaría matando a trescientas mil personas… solamente. Otro ha prohibido que se fusile a los menores de quince años. Ya ven ustedes: admiten un límite. Aunque lo rebasen, no lo confesarán. ¿Consentirían ustedes, si fuese necesario para el triunfo, que todas las fábricas y talleres de España desapareciesen, ardieran todos los bosques, las tierras quedasen yermas y se perdieran todas las herramientas en que entre algún metal, volviendo a la edad de la piedra pulimentada? Pues en otro orden, las destrucciones serían más graves, y por supuesto, son ya más verosímiles y hacederas que mis dos ejemplos anteriores. ¿Consentiríamos nosotros para asentar la República, consentirían los rebeldes para asentar su monarquía, que España perdiera no ya el Museo del Prado, sino todos, que sus catedrales se hundieran y se redujeran a escombros sus ciudades nobles, Toledo, Burgos, Granada, Salamanca, Santiago… y tantas otras; que no quedase en España una estatua, un palacio, un arco, un libro, para que la bandera tricolor o la otra ondease sobre montañas de cenizas…? Pues ese es nuestro imperio verdadero, tan frágil en cada una de sus obras, en cuya permanencia nuestro espíritu descansa, se recobra… ¿Habré de explicarles cómo?
Hipótesis monstruosa. ¿Qué funda usted en ella? La realidad la desmiente.
No tanto. Vea usted Mérida, Toledo, Madrid… el camino está empezado. La hipótesis es lícita para fundar la discusión. El valor de una hipótesis consiste en su virtud explicativa. Observando los sucesos afirmo: las cosas pasan como si los españoles prefiriesen la destrucción de su país al triunfo de su hermano enemigo: y en el caso específico, como si no les importara arrasar su patrimonio espiritual, superior a todas las contiendas políticas, con tal de…
¡Alto! ¿Quién ha dicho que no nos importe? Usted escamotea las palabras. Nos aflige a todos. El que no por su sensibilidad personal, lo siente por prestigio de la cultura. ¿No ha visto usted en Madrid las colecciones de Liria bombardeadas por los señoritos facciosos, custodiadas por obreros comunistas, cuando todos o los más de ellos no eran capaces de conocer el mérito de lo que guardaban? Nos duele, sí. ¡Pero qué remedio!
¿Se resigna usted a que España sea una civilización desaparecida, de la que vengan a buscar vestigios entre montones de arena y ceniza los sabios de algún instituto extranjero?
No me resigno. Por no resignarme, ayudo cuanto puedo a ganar la guerra, único modo de contener el estrago. La civilización española no desaparecerá. Si sus obras están en peligro o se menoscaban, la culpa no es nuestra.
No averiguo culpas, ya demostradas. Deje usted ahora ese estribillo que no hace al caso.
¡Cómo que no! Es capital. Aceptada la cuestión como usted la plantea, en vías de consumarse irremediablemente una gran desventura, nos quedaría el repartir a quien corresponda su responsabilidad. Hacerlo así, además de salvarnos a nosotros, porción de España, del estigma que usted y alguien más nos pondrían, salva la llama misma de la sensibilidad española. Punto de gran cuantía. Será desgarrador perder los monumentos de nuestra civilización, no por históricos sino por actuales, operantes en nuestro espíritu. Aunque la experiencia correspondiera sin falta a la hipótesis delirante concebida por usted, pensaríamos en medio de nuestro duelo que es más valioso conservar el aliento original, y mejor que emprender restauraciones, suplirlas con otras creaciones. Me place como a usted reposar en las obras nobles de nuestro pasado. Si no puedo admirarlas, ni reconocerme en ellas porque las destruyen, todavía podemos unirnos a su genio por otros hallazgos del espíritu creador antes que por la admiración.
Si usted declama en vez de razonar, estoy vencido.
Sentimientos lastimados de un artista. Los comprendo, hasta donde puedo los comparto. No son lo principal. En el mundo hay más.
La cualidad de artista, si no la limita usted al oficio, descubre las verdaderas jerarquías nobles, por las cuales han de juzgarse la vida y los empeños de un pueblo. La jerarquía es obra del pensamiento, no del vocinglerismo político y periodístico. La nación que ha de sufrir el contraste de las jerarquías, es también para pensarla como ser diferente de los individuos que la forman. No es la suma aritmética de tantos millones de nacionales. El espíritu nacional no es el espíritu municipal o local elevado a la enésima potencia. Hay que reconocer en la filiación nacional una raíz propia. El hombre hace u omite, en cuanto se piensa en el grupo nacional, algo que no hará u omitirá cuando se piense en otro grupo: la familia, el sindicato, el partido, la creencia religiosa. De comparar la existencia de la nación así pensada, con la de los individuos que en un momento dado la componen, salta a la vista la diferencia de duración. La nación permanece, fluye sin término. Los individuos perecen y la nación no varía. El indiferente reemplazo de unos hombres por otros, muestra hasta qué punto su presencia personal, tomándolos uno a uno, es insignificante para la hechura y valor del conjunto. Ahora bien: en cuanto salimos de los rasgos comunes a la condición humana, lo primero que distingue a un hombre de otro, o los aproxima, es el espíritu nacional. De un ser así pensado, la nación, con vida distinta, y si ustedes lo admiten, superior a la vida de sus nacionales, está permitido afirmar que posee fines y derechos, o que la atosigan necesidades y conflictos, o que necesita una moral y medios distintos, cuando no contrarios, de los pertenecientes a sus miembros. En nombre de tales fines, de esa moral, sostengo que cuanto ocurre en España es ventajoso o satisfactorio para unos (y en igual medida desastroso y penoso para otros), pero nocivo, mortífero para el ser nacional. Si no abuso de su cortés paciencia, quiero aclararlo más. Adopto el punto de vista de nuestra nación, porque no hay otro adecuado al conflicto. El criterio nacional puede superarse, y se ha intentado superarlo, por lo menos doctrinalmente, aunque sin frutos maduros. Sea como quiera, la superación es inaplicable a nuestra contienda. Tampoco desconozco que la nación no es criterio valedero frente a todas las cosas y acciones: respecto de algunas porque las desvirtúa, las desconoce o las atropella; el ser nacional padece también de egoísmo; respecto de otras, porque es inoperante, no prende en ellas por falta de una dimensión común. En fin, tampoco es la pulpa nutritiva de un Estado feroz. Sigo siendo liberal, lo habrán advertido ustedes. Menos aún me cuento entre quienes rebajan el espíritu nacional a cierta virtud cuasi zoológica y pretenden determinarlo por las voces de la tierra y de los muertos. Esa monserga ha tenido y tiene adaptadores españoles. De la tierra, cuando es bella o se resigna a aceptar lo que yo le presto, extraigo emociones estéticas. Me guardo muy bien de embarullarlas con el orden moral. Los muertos no chistan. A nadie le han dicho nada. ¿Dónde están los muertos? Se han convertido en polvo. Cuanto hemos aprendido de ellos, nos lo enseñaron en vida, antes de alcanzar la imperiosa autoridad de muertos, o sea cuando eran como nosotros, o peores. Puestos a imaginar su humanidad, es lícito creer que la proporción de sinvergüenzas, tontos, miserables, perversos, etcétera, no fue entre los que ya vivieron menor que entre los vivientes de hoy, cuyo papel más difícil no consiste tanto en inventar como en obtener la enmienda de errores y atrocidades antiguas, así como nosotros dejaremos a quien nos suceda un lucido programa de rectificaciones. Con tantas salvedades, y otras que omito, mantengo mi juicio: vencedores o vencidos, con república o monarquía, la nación sale ya perdiendo. Paga por su contextura política un precio descomunal, irrescatable. Lo digo sin rencor, ni despecho. Si la serenidad de mis palabras se altera es por amargura. Les hago a ustedes la justicia de creer que también la saborean.
La nación pensada por usted, de tal manera se aparta de la humanidad palpitante que solemos ver en ella, que a fuerza de querer reconocerla un ser propio desprendido de la duración de otros seres, no la eterniza usted ni la espiritualiza: la convierte en una forma vacía. De ella no podremos sacar nada, sin devolverle cuanto usted ha comenzado por abstraer. Le recuerdo a usted la máxima de la escuela: no hay que multiplicar los entes sin necesidad. Además de innecesario, inventa usted uno inservible. ¿Qué es España? Cuatrocientos mil kilómetros cuadrados de territorio y veintitantos millones de hombres viviendo en él. Fíjese usted: viviendo, con cuanto de penoso y terrible o de grande y admirable comporta la función de vivir. El nombre de España es la expresión abreviada de la parte de humanidad incluida en el signo. No hay un ser, España, diferente de la suma de los españoles. Cuando hablamos de una desgracia o de una ventura nacionales, nos referimos a los seres innumerables que la soportan o la disfrutan. Decíamos: el hambre en Rusia, no de Rusia, porque no se morían de hambre una matrona emblemática, ni siquiera la nación misma, sino millones de súbditos del zar Nicolás o del zar Stalin. Francia ha ganado la batalla del Marne. ¿Quién, Francia? Unos cuantos miles de franceses la ganaron para Francia, es decir, para tantos millones de compatriotas. La nación es un fenómeno vital, inseparable del de la masa de pobladores. Que el nombre de masa no le haga a usted pensar en una degradación. Lo nacional es, en último extremo, un modo de ser. El cual se conoce, se nombra, se opone a otros modos, cuando a fuerza de tiempo, ciertos rasgos, que reaparecen invariables, prueban su permanencia típica. Todo proviene de la conducta de la masa, que al revelarse puede ser pensada en la categoría de lo nacional. Ella misma es la nación. Labra su propio destino, lo soporta. El famoso espíritu nacional a que usted apela en demanda de normas decisorias, no es llama procedente de la combustión de aromas exquisitos; arden también materiales repulsivos. Rechazo igualmente la opinión de usted (aquí nos limitamos a opinar, pero el mundo se divide y gobierna por opiniones), sobre la raíz propia de lo nacional en el ser de cada individuo. Del individuo solo a lo nacional no hay tránsito directo. El individuo solo, podrá ser un anacoreta, un salvaje, un primo carnal del gorila. La comunión nacional se establece, no a pesar, sino a través precisamente de otros grupos y situaciones que según usted, la embarazan: A través de la familia, la religión, la profesión, el partido, el sindicato… sí, el sindicato ¿por qué no? Aunque usted se anticipe a pensar la nación como una forma de la que provisionalmente se abstrae todo contenido, signo de un valor x (el interés nacional), no averiguado todavía, el concepto de nación no cuelga del cuello de cada español como una cápsula vacía, en memoria de una razón desinteresada cuya autoridad sirva para conjurar o resolver los conflictos de intereses particulares. No lo digo para mostrar la ineficacia del interés nacional como dirimente de nuestro conflicto, el hecho está a la vista, sino para encontrar el motivo de la ineficacia. El conflicto mismo nace de haberse embotado la facultad de percibir el valor nacional. O de haberse dividido su aprecio irrevocablemente, porque la nación es inseparable de sus componentes. Invocarlo, es una petición de principio. Lo cual autoriza la consecuencia extrema de que la nación española, cuando menos pasajeramente, ha dejado de existir. Admito ¡quién lo duda! Un valor, llamado, según la frase que ostenta, espíritu nacional o interés nacional. Obra en dos maneras principales. Se denota en los hábitos, en los gustos, en las efusiones sentimentales, en los cálculos del egoísmo, sea inadvertidamente, con la espontaneidad inveterada que imprime carácter, sea adrede, por afán de imitar, o en formas de estilo apuradas con pedantería. A usted le importa más la otra manera, objeto de mis observaciones. Consiste en deducir de muchas experiencias acumuladas, una suerte de código breve, de pocas y sencillas normas, sobre las cuales se admite que toda la nación estará de acuerdo y las respetará. Nadie las infringiría sin apostatar de la nación. Sería muy bueno que ese código existiera. Mas su existencia, su vigencia, dependen del asentimiento común, si no unánime, por lo menos tan amplio y fuerte que cualquiera disentimiento no pase de extravagancia fútil. Cuando no existe, porque los mismos cuyo asenso se postula para mantenerlo, lo destruyen, usted y yo perdemos el tiempo al empeñarnos en ponerlo de nuevo en pie. La virtud normativa del espíritu nacional se pierde en cuanto todos no están de acuerdo sobre lo que aconseja, o moralmente impone (el Estado presta su coacción a ese deber moral, porque lo esencial de esa norma, deducida de un valor único más alto que las preferencias discordantes de los nacionales, es producir la cohesión, la unidad. Unidad de conducta delante de ciertos temas, no otra. Sabemos de sobra que el interés nacional se invoca a tontas y a locas, por erupción del sentimentalismo inepto, o arteramente, con palabras que solapan un interés no siempre ilegítimo, pero particular. Cualquier industria reclama privilegios del Estado en nombre del interés nacional. El exportador de frutos, el importador de máquinas, quieren que la política exterior de España cambie, en nombre del interés nacional, si sus mercancías no les ganan bastante dinero. Pero ninguna persona avisada se dejará engañar. En otro orden, la confusión es más fácil y peligrosa. Los partidos políticos invocan el interés nacional que pretenden traducir en sus doctrinas. Lo mismo hacen algunas religiones, no en lo doctrinal sino en la recluta de prosélitos. Alguien no tendrá razón en sus pretensiones; hasta es posible que nadie la tenga, porque el verdadero interés nacional no se roce con tales disputas o sea inmune a sus consecuencias. Todo es confuso y difícil en la materia, pero se admite comúnmente que en ciertos momentos, delante de ciertos asuntos, todas las diferencias deben cesar Y plegarse las banderas. Como si en la baraúnda de las controversias apareciese de pronto una verdad axiomática ante la cual es forzoso rendirse. Verdades de tanto poder, han de ser pocas. Pongamos por ejemplo la paz. ¿Se identifica la paz con el interés nacional y es posible en su nombre que un pueblo rehaga su cohesión y unifique su conducta? En términos generales, nadie le dirá a usted que la paz sea contraria al interés nacional. Pero no ha habido una sola guerra en que el agresor y el agredido hayan dejado de invocar el interés nacional para sostenerla, y una gran parte de la nación haya dejado de admitirlo, de creerlo. ¿La paz interior, la conservación del patrimonio material y espiritual? Parece aún más claro. Sin embargo, ahí tiene usted a la nación desgarrándose las entrañas y a los tres o cuatro Gobiernos que de hecho o de derecho existen en España, invocando, con aplauso de sus secuaces, el interés nacional. Lo cual significa, y es lo importante para mi tesis, que ni siquiera el mantenimiento de la paz interior, postulado fulgurante, al parecer, del interés común, disciplina a la nación y la agrupa en torno de su objeto. ¿Cuál será entonces el dictado del interés nacional, bastante a obtener al asenso de todos? ¿La independencia? Si no lo es, no queda ninguno. El modo propio de afirmarse la nación, es oponerse al extranjero: delante de él, los miembros más dislocados parece que han de articularse de nuevo y volver a su sitio. Pues ahí tenemos a España surcada por ejércitos extraños, venidos para satisfacer fines propios de sus respectivos países, y no solamente no tropiezan con la repulsa unánime de nuestro espíritu nacional, sino que encuentran fracciones importantes para llamarlos y ponerse a su servicio. No es la vez primera ni la segunda, ni la tercera… Vuelva la vista atrás: los españoles no deponen sus discordias frente al extranjero; antes, le llaman, se aprovechan de su presencia cuando viene sin ser llamado, se valen de él para aniquilar al otro español enemigo. Eso me autoriza para decir, en contra de nuestro amigo, que la virtud normativa del espíritu nacional es utópica en España; no hemos sabido encontrar ni queremos aceptar un solo principio claro, axiomático, en torno del cual se rehaga la cohesión nacional menoscabada por las discordias domésticas.
La nación está dividida internamente en dos fracciones irreconciliables.
Ni más ni menos. Estoy demostrándolo, o más bien recordándolo. Una frontera interior, de sinuoso trazado, separa a unos españoles de otros más profundamente que no separan a la nación entera de los pueblos extraños las fronteras territoriales políticas. Si en virtud de tal separación, la llama emblemática del espíritu nacional es bífida, concluyo que la nación, por lo menos actualmente, no existe.
Frontera trazada por el odio.
Es innegable. ¿Más por qué se odian hasta ese punto? ¿Qué se han hecho los españoles unos a otros para odiarse tanto?
Acuchillarse sin piedad.
Durante la guerra. Mas ¿por qué se acuchillan? ¿Por qué se odiaban hasta recurrir a la matanza?
El odio es engendro del miedo. Una parte de España temía: hasta el pavor, a la otra parte. La perenne amenaza y los desquites atroces han mudado el pavor en aborrecimiento y azuzado el espíritu de venganza. El odio es injustificado. El miedo es pésimo consejero. Ha exagerado los peligros. Un viajero habla de la energía de tigre del español cuando se irrita. Ninguna irritación mayor que la de creerse destinado a las fieras. El peligro era remoto. Para producirse una ofensiva violenta de pobres y ricos, ha sido menester que las clases pudientes, o sus valedores, cometan la atrocidad de sublevarse. Atrocidad temeraria, desde su propio punto de vista. El suceso podría anunciarse en los periódicos bajo la rúbrica usual: «Crimen y suicidio». A estos sublevados les ocurre como al interés nacional, traído y llevado por ustedes: por librarse de un peligro remoto han sufrido ya más daños irreparables que cuantos podía acarrearles el peligro puesto en obra. La sensatez habría aconsejado descargarse del miedo en la función del Estado, apoyándolo en vez de socavarlo. Pero los que se creían amenazados hicieron al Estado republicano objeto particular del odio, personificando en la República la causa de su miedo. Otros prestaban a la República una adhesión condicional, mala cobertura de su desprecio. En ese campo de Agramante, quien o quienes han querido hacer el papel de Rey Sobrino salen con las manos en la cabeza.
Pienso en el corolario de usted: que la nación no existe, vista la nulidad de su espíritu para alumbrar a todos sobre el auténtico interés común y rehacer en torno suyo la coherencia. Es inaceptable. España vive con más violenta celeridad que nunca. Sus rasgos, sus reacciones peculiares, su modo de ser, no pueden haber cambiado. De esa manera, parece absurdo que el espíritu nacional deje de manifestarse. ¿Cómo se manifiesta con respecto de la contienda presente? Usted atribuye a ese espíritu la función de arrebatar en un momento dado el asenso de todos alrededor de un propósito principal, indiscutible, al cual se somete otro secundario. Ha hecho usted un breve catálogo de los propósitos que pudieran ejercer ese imperio: la paz, la conservación del patrimonio nacional, la independencia… Como ninguno ha prevalecido sobre los impulsos discordantes, el espíritu nacional fracasa en su destino más característico. La nación no existe. ¿Es eso? No me conformo. La investigación de usted peca de cortedad. Se restringe arbitrariamente a unos temas de escuela. ¿No habrá otros? Puede suponerse que aquellos motivos eficaces en otra ocasión, hayan sido pospuestos en la actual a otra fuerza que haga más tiro. Habría que buscarlo en el terreno psicológico. Ustedes decían que el enemigo de un español es otro español. Cierto. ¿Por qué? Porque normalmente es de otro español de quien recibimos la insoportable pesadumbre de tolerarlo, de transigir, de respetar sus pensamientos. España, en general, no se ocupa del extranjero. El español medio, y no digamos el que está por bajo, cree saber que hay pueblos risibles, pueblos temibles. Descansa en la seguridad de no alternar nunca con ellos. En el fondo se encoge de hombros. El blanco de su impaciencia, de su cólera y enemistad es otro español. Otro español quien le hace tascar el freno, contra quien busca el desquite. ¿El desquite de qué ofensa? La ofensa de pensar contrariamente. El español es extremoso en sus juicios. Está enseñado a discurrir partiendo de premisas inconciliables. Pedro es alto o bajo; la pared es blanca o negra; Juan es criminal o santo. El español no quiere enterarse de que las violaciones flagrantes del principio de contradicción pueden muy bien remitirse al infinito o solventarlas en el valle de Josafat, que sería más ameno; Los segundos términos, los perfiles indecisos, la gradación de matices, no son de nuestra moral, de nuestra política, de nuestra estética. Cara o cruz, muerte o vida, resalto brusco, granito emergente de la arena. Para fundar un imperio de la soledad o del desierto. Violencia incontrastable o renuncia acoquinada. Para ser un mandón y al propio tiempo un anacoreta desengañado del mando. El español es violento, arrollador. Bajo la desidia, la pereza, el desdén, dormita la iracundia despótica. Somos intolerantes, ignoro si más o menos que otros pueblos. Cuando nosotros quemábamos herejes y brujas toda Europa los quemaba: variaba la acepción de herejía. Ya no se usa en ninguna parte. El racionalismo y la suavidad de costumbres introdujeron la tolerancia. La guerra europea y sus consecuencias han desterrado la conmiseración, la piedad. Los credos atentatorios a la libertad se imponen. Comparados con el credo nazi o el credo fascista, los decretos del Concilio de Trento parecen elaborados en la Abbaye de Theleme. Ahí está la sabihonda Alemania, patria de Goethe. Cierto que también es patria de Lutero, más popular, nacionalista y fanático, que se sacudía a tinterazos las apariciones del diablo. Y la ilustre Italia, ¿a dónde ha venido a parar? Todos rehabilitan la opresión, la intolerancia. A nosotros, esa oleada no nos sorprende desprevenidos. Es el fondo de nuestro ser. Unos fusilan a los maestros, otros fusilan a los curas. Unos queman iglesias, otros Casas del Pueblo. Los descendientes de los inquisidores queman ahora los templos. La virtud purificadora de las llamas, sigue siendo un mito español. Necesita además el español creer en algo. No muestra su capacidad de energía, o no dice quién es, como se expresa el vulgo, mientras no está poseído de alguna fe, católica, mahometana o revolucionaria. Entonces nuestro afán de dominio pretende imponérsela al prójimo o exterminarlo, separarlo del cuerpo nacional. Hablaba usted de unidad: inclinación peligrosa, pariente de la intolerancia. Unidad que no se delimita por fronteras físicas, sino por el trazado de las creencias. En rigor, la base de nuestra nación no es territorial, sino moral. No calentamos ningún hogar, no amamos la duración de las cosas. Tenemos un alma nómada, para complacerse en soledades arrasadas. Lleva en sí misma un imperio, donde señorea como en el desierto. La intolerancia española, favorecida por la corriente exterior, sopla hoy arrasadora como el siroco. Su signo político es unificador: unificar las opiniones, las creencias, mediante el exterminio de los disidentes. Hablan ustedes de los intereses de los ricos, padrinos de esta guerra. No lo niego. Pero la emoción no se creó en torno de los grandes propietarios, sino en contra de la tolerancia proclamada. A muchos españoles no les basta con profesar y creer lo que quieran: se ofenden, se escandalizan, se sublevan si la misma libertad se otorga a quien piensa de otra manera. Para ellos la nación consiste en los que profesan su misma ortodoxia. La nación así entendida se depura merced a tremendas amputaciones. El territorio les importa menos. Espíritu de tribu errante, de pueblo místico y elegido. La cruz, ganchuda o no; la media luna u otro emblema (también la hoz y el martillo), brillando en un cielo candente. Todos sumisos. Peregrinar por el desierto, y la soberbia de decir: No tengo enemigos en toda la redondez del horizonte. Así habla en este gran caso el espíritu nacional y por eso deja perecer o en peligro otros valores tenidos por primordiales.
¿Y nosotros? También somos españoles: El espíritu nacional nos dicta otra cosa.
¡Risa me da! Nosotros somos la antipatria. ¿No lo sabía usted? Así nos llaman. Es la contra prueba de mi tesis. Por otra parte, está por ver lo que nos dicta o podrá dictarnos el espíritu nacional. Nosotros, más o menos, venimos a continuar cuanto ha sido en España pensamiento independiente y libertad de espíritu. No todo el pensamiento español ha sido encarrilado por la fuerza, pero se procuraba extirpar la disidencia como hierba mala. ¿Quién no ha percibido a lo largo de nuestra historia intelectual y moral la queja murmurante al margen de lo ortodoxo? Somos sus herederos. Por remate de un siglo de liberalismo superficial, comprometido, habíamos llegado a creer que la República inauguraba propiamente en España una era de independencia espiritual y de respeto al pensamiento. Esta posición pertenece a pocos. La gracia de la libertad intelectual y moral recae directamente en pocas almas. La educación de la muchedumbre en esa línea es difícil, lenta. En nuestro país, improvisada; y para ciertos resultados, tardía. La muchedumbre no es tolerante ni respetuosa con la opinión ajena. No se ha de confundir el respeto con la indiferencia ignorante. Temo que en nuestro campo, aquella norma dictada por el espíritu nacional, que nosotros hubiéramos querido enmendar, nos acarree algún disgusto grave. Si fuese así, no me sorprendería. Ahora asistimos al estupendo espectáculo del pueblo español batiéndose por su libertad. Estrictamente, al ejemplo que dan unos cientos de miles de españoles en los campos de batalla, mientras en la retaguardia un número de gentes muy crecido tiembla de miedo, o intriga para mejorar sus posiciones, políticas o se enriquece en compras y ventas, o de otro modo. Acabada la guerra, veremos si los combatientes que defienden su libertad comprenden que se han batido por la libertad de todos, incluso la de sus actuales enemigos, y si lo comprenden también los poderes de retaguardia. De no comprenderlo, aquella ventolera del espíritu nacional soplará de nuestro campo, como ahora sopla del otro, y asistiremos a una mutilación, de móvil unificador, ilustrado con otro signo. De nada habría servido entonces la experiencia española. Por el contrario, si alguien acertase a inculcarles que su sacrificio, lejos de limitarse a resolver el sucinto problema de organizar el poder político, alcanza la grandiosa magnitud de una redención nacional (muchos mueren por salvar a todos), y se aplican fervorosamente a esa idea, España descubrirá un nuevo espíritu y pasará, pobre, entristecida, ensangrentada, pero gloriosa, por el cénit de la sabiduría.
¡Eso! Luego, todos hermanos, aquí no ha pasado nada. ¡Hasta otra!
En modo alguno. Por lo visto no acierto a explicarme. El poder político vendrá, con todas sus consecuencias, a manos de quien gane la guerra. Examino la probabilidad de usar nocivamente del poder y que se incurra en la maña opresora, secesionista, de que somos víctimas. La probabilidad, en suma, de que este gran escarmiento sea perdido para la civilización española. Nuestra discordia interior traza una frontera, antes lo decíamos, marcada por las querencias y los intereses en pugna. ¿Iremos nosotros a consolidarla? Lo temo, porque hay motivos de orden económico y de orden ideológico que han obrado ya así de modo decisivo en nuestra historia. Se trata de saber si lo repetiremos con otros nombres, si aceptaremos la dialéctica de los rebeldes. ¿Me permiten ustedes un ejemplo? Los españoles nunca han hecho ascos a las razas extrañas para cruzarse con ellas. No solamente con cuantas han venido a nuestro país. En América nos hemos cruzado con indios y negros; nuestros tremendos hermanos portugueses, más aún. Pues bien: durante los siglos de la guerra contra moros la asimilación política y social no se logró; más cabal, se impidió rigurosamente, pese a los frecuentes cruces entre fieles e infieles, y a pesar, sobre todo, de ser los moros tan españoles como los cristianos. Pocos fueron los invasores. Habrían sido muchos, y su permanencia en la Península los hubiera españolizado prontamente. Los moros, en su mayoría, eran españoles secuaces de otra fe. Bastantes de ellos, de casta rural, convertidos al islamismo, más rancios españoles que los soberbios godos ganadores de tierras y poder. Abundaban las mezclas de sangre, pero en conjunto, como nación, se logró aislarlos, convencerlos de la diferencia, segregarlos y finalmente expulsarlos. Y no tan sólo del territorio, sino de la conciencia histórica de los otros españoles, de cuya enseñanza ha sido excluido durante varios siglos el conocimiento y hasta la simple noticia de la civilización andaluza en la Edad Media. Caso gigantesco de secesión, originado de la intolerancia avasalladora que escinde con fronteras interiores la masa de un pueblo. Se condensó la nacionalidad en torno de un principio dogmático, excluyente de cualquier otra aportación para formarla. Así las gastan ahora los alemanes, imitando nuestra política de expulsiones de los siglos xv y xvII. Eso quieren hacer con nosotros los rebeldes. Somos la antipatria, es decir; otra nación, proscrita, vacada al suplicio o al destierro. Somos para ellos «la morería». También ahora los godos vienen a España en busca de poder y riqueza. Si perdiésemos la guerra se enseñaría a los niños durante muchas generaciones que en 1937 fueron aniquilados o expulsados de España los enemigos de «su unidad». Como en 1492 o en 1610. Ya sé: ¿El móvil era unificar por la creencia? Sin duda, si nos atenemos a la doctrina propagada y popularizada. Otros móviles, no advertidos por todos, obraban en el resultado. Algunas cabezas claras los admitían. Un intelectual castellano, príncipe además de la familia reinante, viene a decir: Hacemos la guerra a los moros por recuperar las tierras de nuestros mayores que nos tienen tomadas, no por imponerles la fe, «porque Jesucristo no quiere servicio forzado». No puedo discernir la fuerza peculiar de cada uno de los impulsos. Ambos concurren y el apetito de apropiación se enmascara con el atuendo de la defensa religiosa. En realidad, la economía española de la Edad Media, tocante a la recluta y enriquecimiento de la clase directora, se fundaba en la adquisición gratuita de tierras nuevas, por fuero del vencedor. Ahora, bajo la enseña de la fe «nacionalista» y «españolista» se busca, ya que no adquirir, conservar las tierras, expulsar a los populares que las ocupan, abatir a la República que había pensado tomarlas muy poco revolucionariamente, puesto que las pagaría. Expulsar a los moros, último paso en la carrera de segregar y desnacionalizar, por obra de la unificación moral, fue consejo de teólogo, impuesto a la Corona por cargo de conciencia. El móvil económico actuó de nuevo, pero en modo distinto que el usual durante la Reconquista. Ya no era menester ganar tierras, sino conservarlas productivas: los grandes señores, dueños del suelo, se oponían a la expulsión, porque despoblándose la tierra se mermaba la renta. En nuestros días, al recobrar sus tierras, los grandes propietarios no querrán fusilar a todos los braceros, sino que sobrevivan los necesarios para labrar a bajo precio. La idea de superioridad de raza, desmentida por la experiencia cotidiana en la Península, se introdujo soslayadamente, con todos sus efectos sociales, amparada del prestigio de la creencia. Se formó la categoría de «cristiano viejo», base de la hidalguía, base del españolismo puro, signo de la limpieza de sangre, demostrada nada menos (y únicamente) que por la ranciedad de la creencia religiosa en la familia. Principio declarativo de la superioridad racial aplicado después en América con mayor violencia, porque saltaba a la vista una disimilitud étnica inexistente en la Península. Tal ha sido el sistema español castizo de comprender y vigorizar la nacionalidad: el disidente no pertenece a ella. Los movimientos populares españoles, cuando han valido algo, se henchían de la pasión contraria. La plebeyez española es en mucha parte la repulsa instintiva de aquella iniquidad. Porque son muy pocos los españoles eminentes que han sabido alumbrar bajo la costra de la grosería plebeya el filón patético del dolor humano. Cabalmente han sabido hacerlo los más grandes: Lope, en sus destellos mejores, y seguramente Cervantes. A propósito de nuestro tema: Cervantes nos ha dejado la escena del encuentro de Sancho con su amigo y coterráneo Ricote, expulsado de su patria por ser morisco, refugiado en tierra extraña, donde está contento, porque «allí tienen la libertad de conciencia»… Los rebeldes pretenden administrarnos un concepto de lo nacional obtenido por aquel método. Lo que creen saber, lo que ignoran, sus móviles confesados, los que no aciertan a discernir, los impelen a rehabilitar ese espíritu. Sus gerifaltes se proclaman representantes o continuadores de la España de Felipe II. ¡Averigüen ustedes cómo se representan esos caballeros la España de Felipe II, quien prefería perder las diecisiete provincias de los Países Bajos a consentir la propagación del luteranismo! El general Primo de Rivera, encerrándose un día con sus secuaces en el patio de un castillo arruinado, se proclamó continuador de Isabel la Católica. ¡Por qué no de Almanzor, que también fue general español y victorioso! Un amigo mío demostró que la expresión de Primo de Rivera no fue caprichosa, sino ajustada a la verdad: en efecto, continuaba a Isabel la Católica, pero a nada conducía ya el continuarla. En eso fundo mis temores al explorar el futuro y mis augurios desastrosos para el espíritu español, si, pese al escarmiento, nos empeñamos en rehacer a la antigua usanza una nacionalidad a fuerza de unificación moral secesionista.
¡Me aturde su retórica! ¡Muy brillante! Ha errado usted la vocación. Lástima que en vez de investigar la función del subjuntivo en el Tumbo silense no se dedique a la polémica histórico–político-literaria, habituada a las mayores licencias. ¡Qué papel habría hecho usted en las Cortes oponiéndose a los tradicionalistas de la derecha! ¡Por las barbas de Carlos Marx! ¡Qué tremendo ariete! No habrían podido llamarle a usted bárbaro ni ungulado, como a mí. Además de doctor español, es usted encargado de curso en la Universidad de Upsala y ha dado conferencias en la John Hopkins University… ¿no es así? Muy bien. Pues lamentando no haber contado con su auxilio, le diré mi sentir: andan ustedes volviendo y revolviendo esos conceptos: nación, nacional, nacionalidad, los miran al trasluz, les sacan el forro, empeñados en averiguar qué contienen, para qué sirven. Vano esfuerzo. No extraerán ustedes nada útil para la situación actual. Y como el pozo no da agua, llegan a la disparatada consecuencia de que la nación española ha dejado de existir. No existe para lo que pretenden ustedes utilizarla: como categoría normativa, valedera para subsanar el desagarramiento interno de la nación misma. Conformémonos con la nación en tanto que fenómeno natural. Si ustedes se empeñan en cargarla de valores morales creados por ella, perdurables, la condeno. La nación utilizada así sería una fuerza inevitablemente conservadora, reaccionaria. En el momento presente, antirrevolucionaria. Cuanto más alto sea el valor universal, humano, de un hecho nuevo, más habrán de sufrir lo típico, lo peculiar. Cualquiera revolución lastima lo que en el momento de producirse tenía más crédito como rasgo nacional, aunque después se demuestre que no lo era tanto, o en modo alguno. En casos tales, el dictamen conservador del espíritu nacional nunca se obedece, aunque la nación se enriquezca a la larga con una experiencia cuyo contenido ejemplar también querremos apropiarnos.
¿A usted no le duele como español lo que irreparablemente perdemos?
Me duele. Pero es peligroso extremar el argumento. No vaya usted a producir una escisión por otro estilo. Se aflige usted por el quebranto o la pérdida del patrimonio nacional. ¿Patrimonio de quién?
De todos modos. De sus valores complejos sacamos razones para amar noblemente a España.
Sin duda ¿Pero quién lo utiliza o lo disfruta?
El pueblo entero.
Según. Aquella expresión: «lo que hay en España es de los españoles», no pasa de ser una hipótesis igualitaria desacreditada. Del patrimonio nacional productivo vivimos todos, mejor o peor. Patrimonio formado por la suma de innumerables patrimonios particulares, téngalo presente, y el del Estado. Discurre usted como si el patrimonio nacional se formase de riquezas acumuladas y de los medios de obtenerlas o creadas, solamente. Parte considerable del patrimonio es el trabajo, como quiera que aparezca y se aplique. El patrimonio será muy nacional, pero no es común. Vea usted si la diferencia es grave, y en cuanto a nacional, lo menos posible. Se llama así solamente porque unos cientos de miles de Juanes y Pedros, sus poseedores, son de nuestra nacionalidad y usan el interés nacional como escudo protector. De los frutos del patrimonio nacional vivimos, pero muchos apenas viven, o malamente. Comprenderá usted por qué, al invocar el patrimonio nacional, bien para afligirse de su destrucción, o para excitarnos a su defensa, nadie puede ignorar que se destruye o se defiende la posesión de Juan o Pedro, y sabiéndolo, se afligen de su destrucción menos que si fuese común, o se esfuerzan (vista la necesidad del concurso de todos) en que el valor defendido responda de veras a su nombre de nacional. Esta segunda posición es más lógica y más útil, porque en efecto no conviene destruir los bienes de nadie. A mayor apremio y urgencia en el toque de salvamento del patrimonio nacional, anteponiéndolo a los fines primordiales de esta guerra, mayor violencia en el frenazo conservador dado en nombre de la nación, e incurre usted en el riesgo de desnacionalizar a su manera una inmensa parte del pueblo. Es conmovedor el duelo de usted por la destrucción de grandes monumentos españoles, parte improductiva del patrimonio nacional, y por lo mismo más llanamente de todos, no estando sujeta a las disputas por la riqueza. Comparto su duelo. Pero usted añade que, de resultas, su moral de guerra se ha quebrantado. Es grave. Vea usted, dicho crudamente, lo que advierto en la confesión de su quebranto: usted se encontraría mejor bajo la dictadura militar, con las catedrales y los museos intactos, que no con la República triunfante y los museos y las catedrales destruidos. La cultura y la sensibilidad de usted le llevan a descubrir, quizá con desagrado, que entre el pensamiento político de usted y el de los rebeldes la diferencia no es tanta como para inmolar por ella muchas cosas amables. Eso prueba usted, no otra cosa. Si el sentimiento peculiar de usted lo compartieran todos los de su educación y su clase, la consecuencia sería que esta guerra ya solamente pueden y deben hacerla los proletarios, y en general los desheredados de la civilización, pues en nombre de sus obras admirables, que no han podido siquiera conocer, se pretende desvirtuar su esfuerzo para adelantarla y extender a mayor número de hombres su protección. Consecuencia de las premisas que usted pone: rebote de la fuerza conservadora con que usted carga el concepto de nación. Socialista y todo como soy, ambiciono más justicia en mi nación, pero no destruirla. Condolemos de una gran desgracia es natural; pero de ahí a una reversión total de las causas, media un abismo. El puro dolor no produce por sí solo tan profundo cambio. Algunas personas trabajadas por penas de amor se han metido a frailes. Sería caso nuevo que la tristeza de perder a la mujer amada o de quemarse unos monumentos nos volviese fascistas. Ninguna congruencia. A no ser que la impresión descubra simpatías enterradas. Debería usted entonces estrechar la mano a los causantes de su dolor.
Cada día le abre fuentes nuevas. He terciado en la polémica esperando ahuyentar la melancolía, cobrar fuerzas en la contradicción de ustedes. Fracaso. No me lastima el sarcasmo de usted. Creía merecer otra cosa. Usted gana. Me voy a ladrar a la luna. En esta sala hay tanto humo como en las cabezas. Vea usted: otros más sensatos andan por ahí afuera. Buenas noches.
¡Pobre Morales! Le ha maltratado usted.
Me cargan los ecuánimes, es decir, los cucos.
Nunca se ha aprovechado de nada.
No importa. Es de los que afectan distinción y finura, y, por exquisitos, rehúsan a prueba, a reserva de encontrar malo, plebeyo, cuanto hacen los demás. Soñaban probablemente con una República de gentes finas, sin muchedumbres, una República para la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Hay muchos ejemplares de estos republicanos de la cátedra… Hablar bajito, sorber tazas de té… la cosa inglesa… una tabla finísima del quince… En cuanto hubo que exponerse, con la República, a recibir golpes, a que le llamen a uno tonto o pillo, no les gustó. Han contribuido a rehabilitar en política el señoritismo, aunque Morales, personalmente, no es señorito.
Agua pasada… Su horror por la destrucción de España es noble. Usted lo comparte.
Ciertamente, pero mis motivos son otros. No se me ocurre tasar los sacrificios que la monarquía, el socialismo o la república pueden valer. La cuestión, ociosa de por sí, denota bastante candor. Todos creen jugarse las condiciones primordiales de su existencia y muchos se juegan la existencia misma. Partiendo de esa convicción, que se pudo muy bien excusar, cada cual ha hecho lo necesario para que la prenda disputada sea tan cuantiosa como dicen. Después ¿qué otra cosa puede importarles? Tampoco me interesa averiguar, en general, si es útil resolver por las armas una contienda política. La guerra civil podrá cortar a veces el nudo. Admitámoslo. Pero no lo corta siempre, e incluso lo aprieta, lejos de cortarlo. Aplicándolo a España, saco de ahí el último rasgo lúgubre de la tragedia.
Veamos cómo.
Conoce usted por experiencia algunos estragos de la guerra. Otros se los imagina o los calcula. Ha oído usted aquí ponderar la enormidad de esta desventura. Bien. Cierre usted los ojos, represéntese con cuanto vigor le sea posible a España exangüe, las ruinas, la miseria, el hambre; cargue las tintas negras; junte a Goya con Valdés Leal, la visión de Ezequiel y el Apocalipsis, multiplíquelo por su pavor personal y cuando haya obtenido un resultado insoportable de contemplar, le diré: falta el carácter peor de esta guerra.
¿Cuál?
Su inutilidad. Esta guerra no sirve para nada. Se entiende, para nada bueno. No resuelve nada. Ya me contentaría con que el daño consistiera en pagar demasiado precio por un régimen. Siempre habríamos adquirido algo, aunque fuese caro. No es así; concluida, subsistirán los móviles que la han desencadenado y las cuestiones de orden nacional que se ha querido solventar a cañonazos reaparecerán entre los escombros y los montones de muertos, empeoradas por la guerra.
Entonces no habría más que continuarla con desesperación.
En la lógica de las pasiones, lo que usted dice no es disparate. Pero la guerra, prorrogada o reencendida por los desesperados, tendrá fin. El odio consumirá su propia fuerza. Los enemigos se afrontarán como en julio de 1936, aunque desfallecidos, y no podrán sostener las armas. ¿Qué hacer entonces? Una inteligencia venida de Sirio sonreiría con lástima. Auguro que un vate gigantesco se alzará de entre nosotros y proferirá sobre este pueblo los sarcasmos desgarradores del escarmiento.
Me apabullan sus pronósticos. Es usted el derrotista máximo.
No. Guárdeme el secreto. Mis pronósticos valen lo mismo para la victoria que para la derrota. Ahora a dormir, que es tarde.
Nos han dejado solos.
Venga usted, Rivera, la noche está de amor de Dios.
¡Qué hermosura, qué silencio! Ni el ruido del mar.
Viene bien. La conversación me ha excitado y no podría dormir.
¿Qué inquietos cuidados se interponen entre tus párpados y el sueño?, pregunta el poeta.
Contra el insomnio tengo unas pastillas de mucha fuerza.
No las quiero. Temo abandonarme al sueño. Prefiero seguir a brazo partido con mis pensamientos. Luchar con ellos es una forma de la esperanza. ¿Usted no conoce ese estado?
Conozco el pavor de despertar.
Mire usted aquéllos, en la orilla. Tampoco quieren dormir. Por otros motivos.
Laredo y la Vargas… Se arrullan.
Suya es la vida.
Son tan de la muerte como nosotros. Si escribe usted la crónica de esta velada, no la falsifique acabándola con un símbolo trivial.
No escribiré la crónica. Cuanto he oído y meditado esta noche, me servirá para añadir un capítulo a mi obra última, todavía inédita.
¿Cuál es?
El Viaje impensado a la Isla de los Bacallaos. El capítulo nuevo contará cómo los bacallaos entraron en guerra con los atunes y de las paces que hicieron sobre sus raspas.
¿Sátira?
Apenas. Traspongo a términos generales muchas observaciones.
¿Quiénes son los bacallaos?
Todos y nadie. Si usted quiere, nosotros mismos.
Me gustaría leerlo.
En la primera ocasión. Ahora voy a aprovechar todavía un rato para escribir.
¿Y qué hacemos nosotros?
Dormir. Mañana será otro día.
Uno más.
Uno menos.
(Silencio. El mar apenas resuella. La noche se deslíe en gris desvaído, atacada por vagos fulgores. Una raya en el horizonte dibuja el lomo de las aguas, su límite redondo. Pájaros madrugadores. Un gallo alerta. Planos lívidos de las casas, un olivo que la noche ha dejado intacto, el perfil geométrico de la araucaria. La gran función de la amanecida comienza, con timbres y colores siempre nuevos. El hombre, preso del capullo del ensueño, agoniza con fantasmas desapacibles, se queja como un bicho desvalido. Del cielo se desploman los aviones, flechados al pueblo. Ya están encima. Estrépito. En manojos, las detonaciones rebotan. Chasquidos, desplomes, polvo, llamas. ¿De dónde sale tanta criatura? Otra pasada. Estruendo de bombas. Ráfagas de metralla. El pueblo corre, aúlla, se desangra. El pueblo arde. Del albergue quedan montones de ladrillos, que expiran humo negro, como si los cociesen otra vez. Los aviones, rumbo al este, brillan a los rayos del sol, invisible desde tierra).
Appendix A
- Holder of rights
- José Calvo Tello
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- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La velada en Benicarló. La velada en Benicarló. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-22C3-F