DEDICATORIA: A LOS NIÑOS DE HOY

A vosotros dedico estas páginas, porque seréis tal vez los únicos que con ellas se diviertan. No me pesa. Quisiera terminar mi vida haciendo meditar un poco a los grandes y divirtiendo a los pequeños.

ANTES DE EMPEZAR

Los niños encuentran siempre el mundo nuevo y jugoso. Para los viejos como yo se cae a pedazos de puro seco. ¿Quién tiene razón? Ellos; sin duda ellos. Todo pierde su valor con el tiempo, pero no es culpa de los manjares, sino de la boca y la lengua. «Preguntad a los niños y los pájaros cómo saben las cerezas», dice un proverbio alemán. Ignoro cómo sabrán a los pájaros, pero en cuanto a mí me sabían tan bien hace sesenta años que cuando veía una cesta de ellas caía inmediatamente en éxtasis como Santa Teresa en presencia del Sacramento.

La historia de la infancia es igual siempre a sí misma. Es la felicidad. Todo niño es feliz si una mano brutal no se interpone entre él y la felicidad. Aire, luz, libertad, un poco de arena o de barro. No necesitamos entonces más para ser felices. Todo eso lo da Dios. Sólo en la infancia percibimos el sabor de los elementos creados. Las cosas tienen verdadera significación para nosotros: el mar, la lluvia, la aurora, las montañas y los ríos, las fisonomías de los hombres y los animales entran por los ojos en nuestra alma y allí se pintan con caracteres indelebles.

Recuerdo la profunda impresión que me causaba en mi niñez el mar. Cuando me acercaba a él todo mi diminuto ser se estremecía; la brisa salina me enajenaba, el fragor de las olas me enardecía, los barcos que se balanceaban a la orilla me dirigían amables invitaciones, las gaviotas volando sobre la inmensa llanura despertaban en mi corazón ansias locas de lo infinito. Era una mezcla de terror y de gozo. No podía hartarme de mirar y de sentir. Había una especie de fascinación en este abismo azul, verde, argentado que me hacía esperar siempre algo inefable y divino. ¿Qué nueva felicidad llegaría para mi? ¿Dónde se escondería en este momento? Mi espíritu daba vueltas, trazaba círculos como aquellas gaviotas sobre la fúlgida llanura. Pensaba ver surgir de las olas figuras adorables, rostros divinos que me sonreían. Era el templo de Dios aquel abismo líquido y transparente de donde se alzaba una música que me inundaba de dicha y llenaba mis ojos de lágrimas…

¡Ay!, ahora me acerco al mar como si fuese a la Puerta del Sol. Contemplo las volutas argentadas de sus olas con la misma indiferencia que los chorros de las mangas de riego. Su estruendo temeroso me deja impasible como el ruido de los coches, y me parece que las gaviotas con sus graznidos pregonan los periódicos de la tarde.

Al meditar sobre tal contraste llama a mi puerta con fuerte campanillazo el idealismo trascendental. —«¡Todo está en ti, iluso, todo está en ti!»—. Todo no; algo queda fuera, y por este algo es posible la vida y se hace imposible la muerte.

En realidad sólo en la niñez somos sabios, sólo entonces establecemos las verdaderas relaciones entre los hombres y las cosas: el odio es odio, el orgullo es orgullo y la justicia justicia.

Por eso escribo la historia de mi infancia, porque sólo entonces me encuentro original y sincero. El niño no se acerca a un general, ni a un ministro, ni a un clérigo ni a un mendigo; se acerca siempre a un hombre. En todas las figuras y con todos los disfraces vemos al hombre y a él nos ligamos o lo repelemos. Como salimos frescos de las manos de Dios sabemos que todos somos imágenes de Él y que no son los zapatos y el sombrero lo que nos aproxima más al original.

Los niños creen absolutamente en la bondad del Universo. Viniendo de lo Infinito no pueden concebir la maldad más que como locura. Creen en la salud moral, creen en la simpatía desinteresada y en la fidelidad. Cuando un sujeto guapo que frecuenta su casa les besa cariñosamente y les trae golosinas, no se les pasa por la mente que aquel sujeto hace sólo esto por conquistar a su mamá.

El amor es confiado. Por eso de niños no nos cansamos jamás de creer y confiar. Porque en nuestra alma se halla entonces presente la paz indescriptible, la justicia ilimitada, la bondad infinita del Señor. Se necesita que el mundo nos arranque cruelmente la fe y con ella pedazos del corazón para que desconfiemos de los que nos rodean. En mi casa hay unas niñas que cuando van al colegio le piden todos los días a su mamá que envíe a buscarlas media hora antes de la salida reglamentaria. La madre se lo promete y jamás lo cumple; pero ellas se marchan tranquilas confiando en su palabra, y al día siguiente lo mismo. ¡Es hermoso! En cambio a nosotros, los viejos, un ministro nos jura por Dios y todos los santos, por su padre y por su madre que acepta la cartera para trabajar por el bien del país, sin pensar en lucrarse… y no le creemos. ¡Es horrible!

Esta confianza inquebrantable en la bondad del Universo es lo que nos hace felices en la infancia. La mía ha sido particularmente dichosa por una disposición de circunstancias que el lector apreciará si se digna pasar la vista por las siguientes páginas.

Mi infancia y mi adolescencia se pasaron en dos medios bien diferentes, en las ásperas montañas de la más abrupta provincia española y en las riberas del mar. Esta ventaja de alternar la vida campesina con la marítima es inapreciable porque da variedad a la vida y desarrolla en nosotros pensamientos y aptitudes diversas. Sabido es que nada refresca tanto el cuerpo y el espíritu como el cambio de ambiente y de costumbres. Además fuí educado con una libertad que pocos niños han disfrutado en la clase a que yo pertenezco. Nadie me ha obligado jamás a estudiar. Yo lo he hecho siempre cuando quería y como quería. Mi padre era un escéptico irreductible en lo referente a educación; se encolerizaba cada vez que oía decir que la educación puede mudar poco o mucho nuestra naturaleza. Tal vez arrastrado por su tendencia a la paradoja, fuese demasiado lejos en este punto.

Después que salíamos de la escuela he discurrido siempre a mi antojo por la villa o por el campo en compañía de otros niños hasta que sonaba el Angelus en la iglesia, en cuyo instante estábamos obligados a restituirnos a casa sin pérdida de tiempo. Nada de ayas o vigilantes, nada de colegios particulares y aristocráticos que no he pisado jamás. He ido siempre a la escuela pública y más tarde al Instituto. No maldigo de colegios y academias que no conozco; pero opino que es mejor para un niño beberse el aire de la calle y recibir algunos sopapos de los hijos de los carniceros. Acaso por esto en las pequeñas poblaciones no existe ese odio irreconciliable entre burgueses y proletarios que observamos en las grandes ciudades.

Laviana con sus ingentes montañas; Avilés con sus vergeles, con la belleza y alegría de sus mujeres incomparables, con sus habitantes selectos, apasionados del Arte; Oviedo, ciudad rebosante de ingenio y cultura fueron los dorados pórticos donde corrió mi infancia. El cielo me concedió una madre solícita y tierna, un padre sensible, noble, ilustrado, parientes afectuosos, amigos de extraordinario despejo que fueron más tarde honor de nuestra nación. En verdad que no debo quejarme de mi hado. Hay sujetos que pasan su vida lamentándose de cuanto les rodea, de su patria, de su familia, de sus amigos, de su profesión y hasta del siglo que les vió nacer, del tiempo y del espacio. El hombre es un ser que quisiera siempre estar en otra parte. Yo no he aspirado a moverme de la mía. Padres, deudos, vecinos, amigos, compañeros han sido genios propicios para mí. He hallado en mi camino hermosas almas a las cuales soy deudor del corto talento que he podido desplegar en este mundo. Mis días se han deslizado dulces, serenos, perfumados por el amor y la amistad, turbados solamente por la huída de seres muy queridos a otra región más alta. Ignoro lo que la suerte me reserva. Aunque me resta corta vida, para el dolor puede ser muy larga. Pero si Dios me invitase a repetir la que hasta ahora he llevado, no vacilaría en aceptar el convite.

I: ADÁN EN EL PARAÍSO

Habíamos llegado a Entralgo la noche anterior; un día entero caminando en diligencia hasta entrar en Sama de Langreo. Allí nos esperaba nuestro mayordomo Cayetano con los caballos necesarios. Montó mi padre en un caballo blanco, izaron a mi madre sobre otro negro provisto de jámugas, acomodaron a las criadas sobre pacíficos asnos y a mí me puso Cayetano delante de sí en su propio caballo Gallardo, más brioso que Bucéfalo y más juicioso que Rocinante. Nos servía de espolique José Mateo.

Seguimos la orilla del río y cuando llegamos a Entralgo era ya noche. Yo estaba medio dormido. Sólo me di cuenta de que había unas montañas muy altas, muchos árboles, un río, una gran casa con balcones de madera y delante de ella unos cuantos aldeanos y aldeanas que nos acogieron con alegría. Dos de ellos llevaban sendos candiles en las manos, con los cuales nos alumbraban mientras nos apeábamos. Recuerdo que una mujer vieja y gorda, mejor vestida que las otras, me tomó de los brazos de Cayetano en los suyos y me besó con efusión diciendo en voz alta que parecía un clavel. Era Manola la noble esposa de Cayetano. Después manifestó en voz más alta aún, que parecía un botón de rosa y recuerdo que estos símiles me gustaron mucho y me hicieron formar buena idea de las facultades discursivas de esta señora.

Mi padre dijo:

—Acostad a ese niño inmediatamente.

Mi madre respondió:

—Le daremos antes de cenar.

Mi padre replicó:

—No es necesario. Ha comido muchas golosinas.

Y no recuerdo más. Cuando a la mañana siguiente abrí los ojos estaba en el Paraíso terrenal.

Por los cristales de mi balcón se veía el sol nadando ya por el cielo azul. Frente a mí se alzaba una alta, hermosa montaña cuya crestería semejaba la de un castillo fantástico. Sobre esta montaña venían a posarse algunas nubecillas arreboladas que el viento empujaba suavemente. El balcón abría sobre un corredor guarnecido de una magnífica parra cuyos pámpanos caían como espléndido cortinaje, ocultándome a medias el paisaje.

En aquel mismo cuarto hacía seis años, el de gracia de 1853, había yo visto por vez primera la luz del día.

Mi padre me contó más tarde las circunstancias de mi nacimiento. Mi madre se hallaba en manos de la partera, de Manola y de otras tres o cuatro mujerucas expertas. Mientras tanto él, agitado y temeroso paseaba por el salón de la casa en compañía del notario don Salvador, del abogado Juncos y del señor cura de Lorio. A estos personajes fuí presentado inmediatamente después de nacer con las solemnidades de rúbrica. No hacía memoria mi padre de lo que había dicho en esta grave ocasión don Salvador el notario, ni el señor cura de Lorio, pero sí recordaba perfectamente que el abogado Juncos, mirándome fijamente y extendiendo su mano sobre mi cabeza, profirió con acento severo estas memorables palabras:

—¡Dios le deje llegar al solio pontificio!

El lector tendrá ya noticia seguramente de que los deseos proféticos del abogado Juncos no se han verificado. Me consta que mientras vivió nunca pudo consolarse de esta amarga decepción que le hizo experimentar el Sacro Conclave Romano.

Poco después de nacer yo se trasladó mi familia a Avilés, la villa marítima que todo el mundo conoce. Y mis padres tuvieron el mal gusto de pasar seis años sin poner los pies en Entralgo, lugar de celestiales delicias enclavado en la montaña.

Osadamente me vestí sin llamar a la chacha y mi audacia llegó al punto de deslizarme por la casa sin conocerla. Encontré una escalera, bajé por ella y salí al campo. ¡Oh qué hermosa huerta se extendía delante de mí toda llena de ciruelas, cerezas y otros frutos deliciosos! Apenas di unos cuantos pasos tropecé con José Mateo, aquel criado moreno, fornido, de cabellos rizados que nos había servido de espolique la tarde anterior.

—José Mateo, alcánzame una ciruela.

José Mateo obedeció inmediatamente. Después vi un cerezo cubierto de cerezas y ordené con el mismo imperio:

—José Mateo, alcánzame cerezas.

Y con igual sumisión José Mateo se encaramó en el árbol y me entregó una rama cuajada de ellas.

—¿Dónde vas? —le pregunté.

José Mateo me enteró de que iba en aquel momento a ordeñar las vacas y me preguntó si quería hacerle el honor de acompañarle. Se lo otorgué generosamente. Fuimos al establo y delante de él había unos cuantos hombres y mujeres arrancando patatas, que me acogieron con júbilo y me vitorearon como a un emperador. Yo apenas correspondí a esta calurosa ovación porque tenía prisa de hallarme frente a las vacas. Había cinco o seis: la Salia, la Cereza, la Garbosa, la Morueca, etc. Las contemplé con respeto y simpatía, pero mis ojos y mis sentidos todos se dirigieron inmediatamente a los terneros que se hallaban amarrados lejos de sus madres a un pesebre mucho más bajo. Acometido súbito de fervoroso amor me precipité hacia ellos para abrazarlos y besarlos. Me acogieron con notoria ingratitud, brincando y retorciéndose para esquivar mis caricias.

—José Mateo, móntame sobre una vaca.

José Mateo me montó sobre una vaca y me sostuvo todo el tiempo que yo quise. Después tomó su colodra y se puso a ordeñar. Los que arrancaban las patatas vinieron un momento a reposarse y siguieron tributándome los mismos homenajes. Pero yo estaba atentísimo a la operación que realizaba José Mateo. Sin saber cómo, en mi mente nació un pensamiento ambicioso, el de ordeñar yo también a uno de los terneros. En cuanto signifiqué la proposición obtuvo un éxito inesperado. No sólo José Mateo sino todos los que allí había lo mismo hombres que mujeres la aprobaron fuertemente y manifestaron del modo más ostensible su satisfacción. José Mateo buscó un zapito más chico y me lo entregó. Acto continuo me puse a la obra…

¿Por qué ríen aquellos mastuerzos? ¿Por qué ríen tanto? Reían hasta desternillarse, apretándose las costillas como si fuesen a estallar. Pero el ternero, brincaba, coceaba, se retorcía: y por más que yo, diligente y enardecido por los gritos de entusiasmo que los arrancadores de patatas lanzaban al aire, no cejaba en mi tarea, nunca pude extraer de él una gota de leche. Para resarcirme de esta dolorosa decepción José Mateo me ofreció un zapito rebosante de ella. Bebí hasta que me harté con viva satisfacción del concurso, el cual prorrumpió en gritos de entusiasmo al verme con las narices teñidas.

En cuanto salimos del establo lo primero que encontramos ¡oh dicha!, fué un asno.

—José Mateo, móntame sobre ese burro.

José Mateo obedeció y todos los demás le ayudaron a izarme y me pasearon largo rato por mis dominios hasta que me llamaron a tomar el chocolate. Y apenas tomado, subí de nuevo al cielo, esto es, monté en el asno y seguí paseándome, sirviéndome de palafreneros una muchedumbre de hombres y mujeres, por aquellos parajes encantados donde todo era placer, dicha y amor.

Cuando llegó la hora de comer Manola y su digno esposo Cayetano, que ocupaban los bajos de nuestra casa, me invitaron a su mesa. ¡Oh!, esta mesa era el artefacto más ingenioso y admirable que jamás se haya visto. Nos sentábamos en un gran escaño de madera ennegrecida delante del lar; se soltaban unas clavijas y de pronto bajaba una gran tabla a colocarse delante de nosotros. A pesar de mis canas todavía no puedo recordar esta mesa sin que mi corazón salte de alegría.

Mientras comíamos, una gata maravillosa vino a ponerse sobre el hombro de Cayetano y a comer las sobras de su plato. Mi sueño en aquel momento sería que se montase también sobre mi hombro y comiese conmigo. Pues bien, este sueño ambicioso se realizó antes de llegar al final de la comida. La Micona, aquella gata majestuosa, madre de tres generaciones de gatos guerreros, me hizo el honor de subirse a mi espalda y meter el hocico en mi plato. Yo permanecí tan confuso y agradecido que me apresuré a darle todo lo que había en él y si no hubiera sido por Manola me quedo con hambre.

Después salgo al campo otra vez, y mis pies recorren los deliciosos senderos de la aldea, los bosques de avellanos, las calles estrechas entre setos de zarzamora y madreselva. Un sentimiento de inmortal felicidad invadía mi espíritu, lo tenía suspenso y extasiado. El aire embalsamado penetraba en mis pulmones embriagándome, los pájaros gorjeaban sobre mi cabeza bendiciones, las hojas de los árboles susurraban a mi oído promesas de dicha. De pronto en una de las revueltas del sendero, tropiezo con una gran cerda que llevaba en pos de sí ocho o diez cerditos. Jamás he visto una aparición más celestial. Aquellos animalitos bulliciosos, sonrosados, cautivaron inmediatamente mi corazón.

Y como yo estaba persuadido de que me hallaba en el Paraíso y que todas las criaturas de Dios debían obedecerme y acatarme, en cuanto vi a un paisano cerca le ordené que me diera uno de aquellos cerditos. Sin pérdida de tiempo me lo entregó y yo le besé con transporte en el hocico. Pero aquel animalito no debía estar acostumbrado a esta clase de expansiones amorosas porque la tomó como una ofensa, se puso a chillar y a forcejear hasta que logró desasirse y escapar con sus hermanos.

Un poco más lejos vi algunos carneros pastando, y el pastor, que era un chico de catorce o quince años, me invitó a que me sentara a su lado. Me trató igualmente como a rey y señor, me regaló una flauta con la cual distraía sus ocios y los de los carneros, me enseñó a hacer jaulas de mimbre para los grillos, me adiestró en la caza de éstos, revelándome algunos procedimientos de su invención y por último me hizo saber que aquellos carneros me pertenecían y estaban a mis órdenes. Por lo tanto no tenía más que pedir a mi papá que me hiciese construir un carrito de madera y él se encargaba de enganchar los dos más fuertes y domarlos hasta que pudiera pasearme por todo el concejo y llegar a Sama si fuera necesario. Yo pensé que me volvía loco de alegría. Me fuí a casa y haciendo irrupción en el despacho donde se hallaba mi padre con algunos señores, le signifiqué a boca de jarro mi pretensión. Todos aquellos señores la encontraron muy razonable y la apoyaron con todas sus fuerzas, de modo que mi padre dió inmediatamente las órdenes oportunas para que se construyese el carro.

Pero ¿qué es lo que veo? Un perrito negro con un redondo lunar blanco en la frente, que empieza a brincar en torno mío solicitando mi valiosa protección. Me apoderé de él, le tomé en mis brazos y nuestra amistad quedó sellada. Este perrito era una perrita, se llamaba Peseta a causa de la forma y tamaño del lunar, que semejaba la moneda de este nombre y pertenecía al médico don Nicolás, uno de los señores presentes. Como es lógico le pedí en seguida que me la regalase, y como es lógico también, me respondió que desde aquel momento era mía.

Salí con ella en los brazos y la paseé triunfante por la aldea mostrándola con orgullo a todo el vecindario. El respeto a la verdad me obliga a confesar que durante las dos o tres horas que la llevé sobre mi pecho, aquella linda perrita me dió pruebas inequívocas del más fino amor. Me decía cosas tiernas al oído y me lamía la cara, acaso más a menudo que lo que hubiera aconsejado la decencia. ¿Por qué, pues, aprovechando un descuido mío, saltó al suelo y emprendió una carrera vertiginosa sin escuchar mis anhelantes llamamientos? Nunca he podido comprenderlo. El corazón femenino es un abismo de contradicciones y misterios.

Cuando venía hacia casa mohino y entristecido, tropecé con don Marcos, aquel famoso capellán que había perdido su fortuna en francachelas y sobre el tapete verde.

—¡Don Marcos —le dije con acento dolorido— se me escapó la Peseta!

—¡Ay, hijo mío, cuántas se me habrán escapado a mí! —me respondió sonriendo.

Yo no entendí el equívoco y creí de buena fe que había tenido muchas perritas y se le habían escapado. Y le compadecí sinceramente.

Pero cuando llegué a casa el Muley, el obeso perro de caza de Cayetano, vino a mí y me consoló de la traición de aquella pérfida. ¡Qué honradote era aquel Muley!, ¡qué gracioso! ¡Qué buen carácter tenía! Aunque me montase sobre él, aunque le tirase de las orejas y del rabo jamás le he visto enfadado. Lo único que hacía era sustraerme bonitamente el pan de la merienda. Pero lo ejecutaba con tal gracia y destreza que se lo perdonaba de todo corazón. Aquella tarde me hizo feliz y se tragó tres buenos cachos de pan y un gran pedazo de queso.

Por la noche, después de cenar me recosté en el gran sofá del comedor, cerca de mi madre, que ocupaba el otro extremo. Más de una docena de mujerucas de la aldea vinieron a hacernos la tertulia. Como no había sillas bastantes, muchas de ellas se acomodaron en el suelo. Mi padre en un ángulo de la estancia fumaba un cigarro puro y charlaba con el señor cura, el notario don Salvador, el abogado Juncos y Cayetano. Las mujerucas hilaban y mi madre hilaba también sirviéndose de una preciosa rueca con incrustaciones de marfil que le había regalado mi abuelo. Sus dedos de hada torcían el hilo tan fino que las mujerucas no se hartaban de admirarla. De vez en cuando posaba en mí sus grandes, hermosos ojos negros, y sonreía dulcemente.

Los míos se entornaban ya a mi despecho para dormir. Sentía perder de vista por algunas horas el paraíso en que la Providencia me había colocado. A mis oídos llegaba, sin embargo, la conversación que sostenía mi padre con aquellos señores. Se hablaba de unas cosas espantosas, del robo que se había cometido hacía pocos días en casa del señor cura de Pelúgano, de la ferocidad de los ladrones, de los tormentos que habían infligido al buen sacerdote y a su ama de gobierno para hacerles declarar dónde estaba escondido el dinero. Pero todo aquello no era más que una horrible pesadilla. Yo estaba en el Paraíso, me hallaba absolutamente convencido de ello, y ansiaba despertarme para gozar nuevamente de sus alegrías inmortales.

II: UNA SUERTE ORIGINAL DEL TOREO

Después de tan larga ausencia mi padre tenía muchos asuntos que arreglar en Laviana. Permaneceríamos, pues, allí no sólo el verano sino el otoño, acaso también el invierno; en fin, una eternidad. Yo me dispuse a pasar la eternidad como la pasan los ángeles, suponiendo que los ángeles no tengan colegio. Mi padre me había anunciado que todos los días aprendería mis lecciones de gramática y de historia sagrada y escribiría mi plana; pero yo conocía a mi padre perfectamente aunque no le hubiese engendrado y la eficacia de sus preceptos cuando éstos tendían a molestarme.

Me puse, pues, tranquilamente en los primeros días a recorrer el Paraíso terrenal y a reconocer sus parajes más deleitosos empezando por nuestra morada. Era un gran caserón hecho a retazos por sucesivas generaciones. Para pasar de una habitación a otra había que subir o bajar casi siempre un escalón y esta circunstancia me impresionó muy agradablemente en su favor, no sé por qué. Quizá, sin darme cuenta de ello, previese que aquel constante subir y bajar iba a influir beneficiosamente en el desarrollo de mis piernas. Sin embargo, lo primero que desarrollé fué la cabeza, pues di unas cuantas caídas que levantaron otros tantos chichones en ella.

Había una gran sala en la parte trasera, que llamaban la sala nueva aunque era terriblemente vieja y a entrambos lados de la casa dos amplios corredores de rejas guarnecidas con sendas parras. Los muebles eran feos y toscos: sobre todo un reloj de pesas tenía tan espantosa catadura, que no podía mirarlo sin sentirme inquieto, y cuando iba a dar la hora comenzaba a producir unos ruidos extraños y odiosos que me asustaban.

La cama en que yo había nacido (esto lo supe después porque entonces no dudaba de haber llegado de Madrid en la consabida cestita) era un monumento de Semana Santa. Para subir a ella debía de existir una escalera de mano, pero yo no la vi. Los sillones de la sala pertenecían al tiempo de los cíclopes o por lo menos a la era pelásgica, pues ningún hombre de este siglo podía sentarse en ellos por sus propias fuerzas. En el sofá dormiríamos todos los de la casa sin molestarnos. Ciclópeas eran también las mesas de roble, que no podían ser removidas sin que subiesen los criados de la labranza a ayudar a las muchachas.

Pero en medio de toda esta barbarie había un delicioso artefacto modernista, un organillo no más antiguo de un siglo. Era más alto que yo y su repertorio se componía de piezas de una ópera llamada La Caravana, valses de la reina de Escocia, minués y gavotas. Así que empuñé su manubrio y le hice sonar comprendí cuál era mi verdadera vocación en este mundo. Yo había nacido para tocar el organillo. Fiel a la voz del cielo estuve tocando cuarenta y ocho horas seguidas sin dejar mi trabajo más que a las horas de comer y dormir. Ignoro por qué lo abandoné pues nadie se empeñó en torcer mi vocación, pero es lo cierto que al cabo, por mi propia voluntad, fuí dejando claros cada vez mayores en mi tarea.

En uno de estos intervalos se me ocurrió subir al desván. Era enorme, obscuro, lleno de polvo y de telas de araña. Imposible imaginar nada más interesante. Sillas desvencijadas, cajones medio abiertos, residuos de vajilla, libros encuadernados en pergamino, argadillos y otros cachivaches de formas para mí desconocidas. En un rincón había unos cuantos fusiles de chispa, que apenas tuve fuerzas para levantar; había espadas también, y en un viejo arcón hallé cinco o seis casacas azules, encarnadas, blancas con las cuales determiné disfrazarme tan pronto como se presentase la ocasión. Estas casacas habían pertenecido a mi abuelo que había muerto tres o cuatro meses antes de venir yo al mundo. Fué militar y se retiró joven a sus tierras. Siendo cadete y contando sólo diez y seis años había hecho la guerra a la república francesa cuando nuestra nación se la declaró después de la ejecución de Luis XVI. Fué hecho prisionero y relataba, según me transmitía mi padre, que al entrar en Burdeos con otros prisioneros y antes de ser conducido a la prisión había visto cortar nueve cabezas en la guillotina. Una vez en la cárcel, que era una especie de viejo almacén, trató de sobornar a varios centinelas mostrándoles una onza de oro que había conservado. Todos le rechazaron indignados y alguno le golpeó con la culata del fusil. Por fin uno de los mozos que diariamente venían a traerles una cabeza de carnero a cada uno y hacer la limpieza se ablandó, le cedió su sombrerete y en mangas de camisa y con un cubo en cada mano logró burlar la guardia y fugarse. Después de muchas y peligrosas peripecias entró al cabo en España y pudo incorporarse de nuevo al ejército. Estaba de Dios que mi abuelo, a quien me pintaban como un hombre extremadamente aficionado a la vida de aldea, como un propietario ordenado y ahorrador, había de morir como un militar, pues falleció a consecuencia de la caída de un caballo.

Delante de la casa había dos grandes hórreos que servían para depósito del trigo; porque en aquella época las rentas se pagaban en especie. Aquellos hórreos eran deleitosos como todo lo demás. Debajo de ellos nos cobijábamos cuando llovía y allí se bailaba, se jugaba y nos podíamos divertir de todas maneras sin temor de la intemperie. Detrás se extendía la pomarada. Un poco más lejos, y encima de ella se veía la iglesia y la casa rectoral. Entralgo se halla situado en el ángulo que forma el Nalón, río mayor de Asturias, con un pequeño afluente llamado río de Villoria. No le bañan, pues, más que dos ríos y en este respecto hay que reconocer que es inferior al Paraíso de nuestros primeros padres, el cual estaba regado por cuatro. En cambio en éste, al decir de mi profesor de griego en Madrid don Lázaro Bardón, que había estado allí con una comisión del ministerio de Fomento, soplaba ordinariamente un viento muy fastidioso. Nada de eso acaecía en Entralgo. Una temperatura deliciosa entre veinte y veinticinco grados, rodeado de altas montañas, que lo guardan de los huracanes, sentado sobre el césped, guarnecido por bosques de castaños y avellanos, envuelto entre manzanos, nogales, cerezos y otros árboles de fruta. Mucha humedad y mucho lodo durante el invierno, es cierto; pero nosotros no estábamos obligados a pasar allí el invierno, mientras Adán y Eva no podían salir de su jardín. En cuanto a la variedad de frutas claro está que no es posible la comparación porque en el Paraíso de nuestros primeros padres las había todas, pero si me dicen que las manzanas y las cerezas que Adán tenía a su disposición eran mejor que las que yo comía, me autorizo el dudarlo.

El río Nalón distaría de nuestra casa unos quinientos pasos y ciento el de Villoria. En la margen de éste se halla la célebre Bolera o campo de recreo donde los vecinos se entregan a sus juegos favoritos el de bolos y el de la barra los domingos y días festivos. Allí fué donde Jacinto de Fresnedo venció en buena lid un día del Carmen tirando la barra a todos los mozos del valle de Langreo.

Sobre este río de Villoria hay un pontón de madera y se pasa al camino de la Fuente por la derecha, y al de los Molinos y Cerezangos a la izquierda. Cerezangos era un vasto prado en declive y con no pocos altos y bajos que mi padre convirtió más tarde en pomarada. En aquella época estaba dedicado a pradera, cerrado como casi todas las fincas de la región por una paredilla cubierta de zarzamora y guarnecida toda su extensión por avellanos, que salen de la tierra en forma de canastillos. Contemplando el valle de Laviana desde lo alto de cualquiera de sus montañas, se ven todos los prados como claras esmeraldas cercadas por otras más obscuras.

Una de aquellas tardes me aventuré a pasar el pontón, y encaminando mis pasos por el sendero de los Molinos llegué hasta Cerezangos. La portilla de rejas estaba cerrada con candado, pero a un lado había una saltadera bastante cómoda que me invitaba a entrar. Y en efecto entré y espacié mi vista con deleite por todo el ámbito de la pradera, matizada de blancas florecillas. Me sentía dichoso y cada vez más contento de haber nacido. Lentamente, como quien paladea con glotonería su felicidad, fuí avanzando por la finca con el oído atento al canto de los pájaros, pero más aún al de los grillos que en aquel momento me parecían excesivamente interesantes. Allá en el centro pastaba tranquilo y solitario un carnero. Aquel carnero me trajo a la memoria el carro que mi padre me había prometido, y mi felicidad, aunque parezca imposible, aumentó todavía más. ¡Quién había de pensar!…

Poco a poco me fuí aproximando al sitio donde pastaba el carnero. Este levantó dos o tres veces la cabeza para mirarme y volvió a bajarla. Avancé un poco más y entonces el carnero quedó inmóvil contemplándome con dulce mirada. Luego él también comenzó a avanzar lentamente hacia mí como si quisiera darme la bienvenida. ¡Oh amable carnero! Me acometieron deseos de besarle.

¿Qué es esto, cielos? Cuando se hallaba a cinco o seis pasos de mí, toma carrera, baja la cabeza y me embiste fieramente tumbándome en el suelo.

¡Madre mía!, ¡qué susto!, ¡qué gritos! Traté de levantarme rápidamente, pero así que me pongo en pie el carnero vuelve a embestirme y me tumba de nuevo. Otra vez me levanto y otra vez me embiste y me tumba. Repito la suerte otras tres o cuatro veces y otras tantas fuí derribado.

En conciencia debo declarar que el animal no me hacía mucho daño, no sé si porque el golpe era flojo o porque antes de que llegase su testa a mi vientre ya me había yo dejado caer al suelo. De todos modos comprendí al cabo con terror que eran inútiles todos mis esfuerzos para mantenerme en la posición normal de un bípedo. Lo que hice entonces fué llorar como una fuente y gritar como un energúmeno llamando a mi padre, a mi madre, a Manola y a todos los criados uno por uno. Nadie acudió en mi auxilio. ¡Qué horrible decepción! Yo había imaginado que Dios había puesto a mi servicio todos los animales de la creación, y ahora, repentinamente y sin motivo aparente, uno de ellos se rebelaba, ¡qué digo rebelarse!, me atacaba, me tenía hecho prisionero, y ¡quién sabe lo que haría más tarde de mí!

La muerte se me presentó bajo su aspecto más espantoso. Tumbado boca arriba y mirando al cielo gritaba hasta ponerme ronco, repitiendo los nombres de todas aquellas personas que me parecían bastante poderosas para luchar con mi enemigo. Hasta llamé a Muley, el perro de Cayetano, que por supuesto tampoco pareció por allí.

El carnero no hacía caso de mí o por lo menos aparentaba no hacerlo. Tanto que al cabo de un rato me aventuré a incorporarme; pero entonces levantó la cabeza, me miró fijamente y yo, aterrado, me dejé caer nuevamente sobre el césped. Sólo la Virgen podía salvarme de aquella angustiosa situación, y se lo pedí, repitiendo las oraciones que me había enseñado mi madre.

Y en efecto, la Virgen vino en mi auxilio sugiriéndome una idea salvadora. Puesto que el carnero no hacía caso de mí mientras me hallaba tumbado y sólo se irritaba cuando me veía en pie, tal vez caminando a rastras lograría evitar su furor. Me arrastré, pues, cautelosamente y avancé un metro poco más o menos. Miré hacia atrás; el carnero seguía pastando sin advertir nada. Avanzo otro metro; tampoco. Sigo deslizándome como una serpiente sobre el césped, mirando a cada instante a mi enemigo y éste permite que me aleje sin notarlo siquiera.

¿Sería una traición? ¿Me dejaría concebir esperanzas para caer de improviso sobre mí? Eso pensé con espanto, cuando hallándome ya lo menos a treinta pasos de él levantó la cabeza y me miró con fijeza. Quedé yerto. Mi corazón parecía que se salía del pecho. Y sin embargo, repito, que aquella mirada era más bien dulce que iracunda. En el curso de mi existencia otra gente me ha mirado de un modo más agresivo sin embestirme.

Quedé inmóvil y pegado al suelo haciendo el muerto, o por mejor decir estándolo casi de miedo. El carnero bajó al cabo la cabeza y siguió pastando y desde entonces no volvió a mirarme. Yo seguí avanzando hacia la saltadera con la misma prudencia, ensanchando y contrayendo alternativamente los anillos musculares de mi cuerpo como un consumado anélido.

Por fin me encuentro a tres pasos de la saltadera. Miro hacia atrás. El carnero está lejos, muy lejos y pasta tranquilo e indiferente la menuda yerba. Entonces me levanto vivamente y en menos tiempo que se dice monto la saltadera y me tiro al camino y corro como un gamo hasta llegar a casa jadeante y sudoroso.

Cualquiera pensará que llegué presa de la mayor desolación y amargura. Nada de eso. Mi estado de ánimo era felicísimo: rebosaba de orgullo y de entusiasmo por mí mismo, pensando en la burla que había hecho al carnero.

Así es como las satisfacciones de la vanidad esparcen casi siempre un bálsamo refrigerante sobre nuestras heridas.

III: IMPRESIONES DEL ESTÍO

Aquel verano envió Dios a la tierra el más verde follaje, las brisas más perfumadas, las aguas más cristalinas y las cerezas más encarnadas de su infinito repertorio. En el cielo también mostró su buena voluntad haciendo nadar en él un sol refulgente seguido de alegre escolta de nubecillas irisadas. Y en nuestra propia casa de Entralgo se ingenió para que mi padre olvidase la mayor parte de los días el darme lección y para que Muley, el perro de Cayetano, fuese cada vez más amable y tolerante conmigo.

Los animales seguían siendo mi dicha a pesar de la amarga decepción que acabo de relatar. La fauna me interesaba muchísimo más que la flora y como esto se sabía en el pueblo los chicos me traían con frecuencia mirlos de cría, jilgueritos, pinzones, calandrias, etc., etc. Yo los criaba a la mano, les abría el pico y les introducía cuanto alimento podía hallar en la cocina. A pesar de eso ¡caso extraño!, todos se morían bien pronto: apenas pasó ninguno de las cuarenta y ocho horas. Esto hacía montar en cólera a mi padre y me increpaba duramente, no sé por qué, pues yo los cuidaba con el esmero y la diligencia que puede emplear una madre con sus hijos. Si se morían, sin duda era por mala voluntad, pues no es creíble que en edad tan tierna estuviesen ya fatigados de la vida.

Los terneros continuaban mereciendo mi aprobación aunque yo no merecía la suya, pues en cuanto me acercaba y les ponía la mano encima comenzaban a brincar y forcejear como desesperados y tiraban de la cadena que los tenía sujetos al pesebre como si quisieran ahorcarse con el collar. La madre allá en el fondo del establo volvía la cabeza y dejaba escapar un sordo mugido de reprobación.

José Mateo era siempre mi esclavo. Cuanto yo necesitaba o me placía en el reino vegetal o animal estaba seguro de obtenerlo inmediatamente por la intercesión de aquel hombre cuyo poder no reconocía límites. Trepaba a los árboles, penetraba en las cuevas, se bañaba en el río sin reparo alguno por proporcionarme el más pequeño placer. Cuando iba a efectuar cualquier trabajo, como segar heno fresco para el ganado o helecho para mullir el establo, me llevaba sobre sus robustos hombros, me sentaba después sobre el césped y mientras trabajaba me iba instruyendo acerca de las delicadas operaciones que exige el cultivo de la tierra y de la vida y costumbres de los animales que poseíamos en la casa. Me decía que el heno fresco se corta mejor a la madrugada porque está más blando: al mediodía la guadaña encuentra mayor resistencia. En cambio el helecho como se corta con la hoz vale más segarlo en las horas de calor en que está más recio. Me enseñaba el modo de atar la carga con la gran soga de cerda y me permitía ayudarle en esta importante operación montando sobre el montón de heno o helecho para prensarlo.

José Mateo era el hombre de las praderas. Para él no existía en el mundo ni riqueza más apetecible, ni espectáculo más divertido, ni cosa más digna de veneración que un buen prado de regadío. No le cabía en la cabeza que se pudiera llamar rico a un hombre que no poseyese alguno. Por eso mi padre, que poseía muchos, era un ser excepcional a sus ojos y cuando yo le decía que había señores mucho más ricos que él sacudía la cabeza dudando de mi aserto. Había estado una sola vez en Avilés y mi padre, queriendo proporcionarle una sorpresa, le llevó por caminos escondidos hasta el borde de la mar. Al hallarse repentinamente frente a ella y ver la inmensa llanura de agua, abrió mucho los ojos y dándose una palmada en la frente exclamó: «¡Dios, qué prado!».

No tardé en averiguar que la yerba larga y dura la comen perfectamente los caballos, pero las vacas la rechazan. La yerba cortita, mezclada de manzanilla y otras plantas olorosas hace la delicia de éstas que con ella se cargan de leche dulce y sabrosa. En el establo teníamos cinco o seis vacas que José Mateo, con profundo espíritu crítico, clasificaba en dos grupos: las lechares; esto es, aquellas que daban mucha leche, y las mantequeras, o sea las que dando menos leche rendían mayor cantidad de manteca. Aprendí cómo se extrae ésta mazando la leche en una vasija de barro a la cual se había hecho previamente un agujerito que se tapaba con una espiga de madera. Por este agujerito se dejaba correr el suero cuando la manteca comenzaba a sonar ya como una bola pastosa dentro de la vasija.

Los días claros, serenos, se deslizaban para mí de un modo delicioso aprendiendo estas y otras cosas que me parecían infinitamente más interesantes que la conjugación de los verbos intransitivos. En aquel tiempo pensaba yo como un bárbaro, imaginando que escribir el verbo haber sin h no tenía trascendencia alguna para la vida.

Una mañana hallé a José Mateo vestido con su chaqueta nueva y su montera de los domingos. Estaba grave y un poco pálido y contra su costumbre no me interpeló alegremente. Yo le pregunté:

—¿Por qué te has puesto la chaqueta nueva?

—Porque la Salia se quedó escosa —me respondió muy serio.

Yo no vi clara la relación de causalidad que existía entre la chaqueta nueva de José Mateo y el que la Salia se quedase escosa (sin leche). Callé sin embargo y al cabo de un momento él mismo se encargó de explicármela.

—El amo me mandó ir a venderla al mercado.

El amo era Cayetano; a mi padre le llamaba, «el señor».

—¡Ah!, ¿vas a la Pola? Yo voy contigo.

En efecto, me dejaron ir a la Pola con él y estuve toda la tarde en el mercado del ganado. Después de mucha, muchísima conversación y de infinitos tanteos y reconocimientos, después de regatear una hora entera por cosa de medio duro, al cabo se vendió la Salia. José Mateo, que había estado locuaz todo el día volvió a quedar silencioso y taciturno cuando vió partir al comprador con la vaca atada por los cuernos. Hacía seis años que la ordeñaba, que la daba de comer, que la llevaba al río a beber, que la uncía al carro. Metió rápidamente en la faltriquera, como si le quemase los dedos, el dinero del precio, me tomó de la mano y emprendimos de nuevo silenciosos y tristes el camino de Entralgo. ¡Ah, vosotros los que en la Bolsa vendéis y cambiáis indiferentes esos papeles que llamáis valores, cuán poco imagináis las emociones que representa la venta y el cambio de los valores de la aldea!

Los domingos eran días más felices aún para mí. Al despertarme escuchaba el dulce tañido de las campanas. Si al terminar el repique sonaban lentamente dos campanadas por ellas averiguaba que era el segundo toque. Saltaba del lecho prontamente y me asomaba al corredor de la parra. Enfrente de mí, y bien lejana, se alzaba la gran Peña-Mea cuya crestería se recortaba en el azul del cielo. Los castañares que vestían las colinas, la pomarada, todo el follaje en que estaba envuelta mi casa brillaba a las primeras luces del sol matinal. Por delante comenzaban ya a pasar en dirección a la iglesia los vecinos de Canzana vestidos con el traje de fiesta, la tosca camisa blanquísima, el calzón corto de paño con botones plateados, la chaqueta al hombro, enhiesta la picuda montera de pana. Este Canzana es un pueblecito de nuestra parroquia asentado en el repliegue de una colina encima de Entralgo.

Cuando ya estaba todo preparado y sonaba el tercer toque nos poníamos en marcha hacia la iglesia. Mi madre solía ir a caballo porque siempre estaba delicada de salud y el camino, aunque corto, era áspero. A mí me parecía encantador, pedregoso, sombreado de avellanos que formaban sobre él un túnel prolongado. Al llegar a la iglesia el sexo masculino se separaba del femenino tomando el primero por la izquierda y el segundo por la derecha. Los hombres se quedaban unos instantes en el pórtico hasta que daba comienzo la misa; las mujeres entraban directamente.

Mi padre y yo íbamos a la sacristía, donde se hallaban ya los personajes más caracterizados de la aldea. El cura era un viejecito, delgado, suave, meloso que nos acogía siempre con extraordinaria deferencia. Con todo el mundo era amable y tolerante menos con San Nicolás. Este santo tenía un santuario en Campiellos, lugar no muy distante del nuestro, al cual acudían los habitantes de Laviana y aun de otros concejos buscando el remedio de sus enfermedades y miserias. Tanta fe habían despertado sus curaciones milagrosas que los peregrinos aumentaban sin cesar y no se hablaba de otra cosa por aquellos contornos. Esto molestaba grandemente a nuestro párroco que veía abandonada por San Nicolás a nuestra Virgen del Carmen, patrona de Entralgo, y de la cual era devotísimo. No le faltaba razón a mi juicio, porque suponer que San Nicolás había de conseguir de Dios más que la Virgen era insensato y hasta impío. Por eso siempre que se presentaba la ocasión en los sermones o pláticas que pronunciaba antes del ofertorio solía aludir con cierta acritud al afán imprudente que se había apoderado de sus feligreses por ir a visitar y hacer ofrendas al santuario citado.

Un día nos dió a quemarropa la siguiente noticia de sensación: «Amados hermanos míos: San Nicolás de Campiellos no está en Campiellos; allí no está más que una imagen». Pues a pesar de esta y otras expresivas advertencias el vecindario persistió en favorecer a San Nicolás; porque lo mismo en la aldea que en la ciudad, en el orden temporal como en el espiritual la moda ejerce un imperio despótico.

Era devotísimo nuestro cura, como he dicho, de la Virgen del Carmen y no cesaba de exhortarnos para que nosotros lo fuésemos también. «Pidamos a la Virgen —nos decía un domingo—, pidámosla sin cesar, pidámosla con insistencia, porque aunque parezca alguna vez que no nos escucha seguro es que al fin nos atenderá. La Virgen es como una madre a quien su hijo pequeñito le dice: —¡Madre, dame pan, madre, dame pan! La madre no le hace caso y el niño repite: —Madre, dame pan. La madre parece que no le oye y el niño no cesa de repetir: —¡Madre, dame pan, madre, dame pan! Y al fin la cariñosa madre concluye por darle pan y manteca».

Esto me parecía muy bien porque era apasionado del pan con manteca, sobre todo si se la espolvoreaba con un poco de azúcar.

Quizá al llegar aquí el lector sonría pensando en Bossuet. ¿Pero qué íbamos a hacer nosotros con Bossuet? ¿Quién le había de entender allí? Dejemos el águila de Meaux en su nido y no despreciemos demasiado a este pobre gorrión, porque todos los pájaros grandes y pequeños son de Dios y todos cumplen su destino sobre la tierra.

La salida de misa era siempre alegre. Bajábamos por la calzada pedregosa sombreada de avellanos, formando grupos, charlando y riendo. Mis padres se quedaban en casa, pero yo con Cayetano y José Mateo continuaba hasta la Bolera donde se organizaba inmediatamente el juego de bolos. ¡Qué asombro el mío al ver a aquellos hombres lanzar al aire una inmensa y pesada bola de roble con más facilidad que yo lanzaba una pelota de goma! Los vecinos de Canzana que entraban en el partido allí se estaban hasta el obscurecer sin tomar alimento y sin dar señales por esto de flaqueza. Hay uno, labrador bien acomodado, pero tan avaro que al comenzar el juego se despoja de sus zapatos nuevos para no estropearlos y los oculta detrás de un madero. Pero hay otro de Entralgo, cazurro y bromista, que lo observa y disimuladamente va hacia el madero, se despoja también de sus zapatos y calza los del avaro. Todo el día juega con ellos puestos y es de ver la risa que se apodera de los circunstantes enterados del trueque cuando el de Entralgo disputando sobre algún tanto con el de Canzana da furiosos zapatazos en el suelo para estropearle aún más el calzado. Son las farsas de la aldea, groseras si se quiere, pero tan divertidas como las de la ciudad.

En las tardes de calor íbamos a bañarnos mi padre, Cayetano y yo, al pozo llamado de la Cuanya, un remanso de río cerca de una peña, sombreado por un inmenso nogal. El placer más grande de estos baños era ver a Cayetano zambullirse, permanecer dentro del agua algunos instantes y salir siempre con una trucha en la mano. Habilísimo para buscarlas debajo de las piedras, en alguna ocasión le he visto salir con dos, una en cada mano. Pero me hacía experimentar zozobras mortales. Cuando tardaba en asomar la cabeza más de lo ordinario se me figuraba que se había ahogado y mi corazón latía con violencia. El recuerdo de estos momentos penosos me sugirió el cuento titulado ¡Solo!, que figura en la colección de mis obras.

Un goce mayor aun era comer en casa de cualquier vecino. Recorría con frecuencia las de los más señalados y si llegaba a la hora del mediodía, me ofrecían siempre con franqueza y cordialidad su pobre comida. Casi todos cultivaban en arriendo tierras de mi padre y profesaban a nuestra familia un afecto que nunca se ha extinguido. Aceptaba lleno de regocijo. ¡Cuán poco necesita el hombre para ser feliz! Yo lo era comiendo un miserable pote en un plato de barro con cuchara de madera y bebiendo después una escudilla de leche. Aquella humildad placía a mi corazón en vez de resquemarlo porque aun no había llegado para mí la hora del orgullo.

Y no sólo compartía con gozo sus groseros alimentos sino también quería tomar parte en sus faenas. Me llevaban a los prados, me llevaban a las tierras y yo me esforzaba en prestarles ayuda y ellos aceptaban sonrientes mis esfuerzos y los alentaban. Cuando al fin me decían: —«¡Bien, muy bien!, hoy has ganado la comida», quedaba tan gozoso como pudo quedarlo el patriarca Jacob cuando su tío Laban le entregó la bella Raquel después de los siete años de servicios.

La más culminante faena del verano es la yerba. A ella dediqué, pues, toda mi atención y sobre ella concentré mis esfuerzos para pagar a mis convecinos el alimento con que me regalaban. Antes del amanecer la cuadrilla de segadores se constituye en el prado que se ha de segar. Las primeras horas de la mañana, por ser las más frescas del día, son las mejor aprovechadas. Pero yo nunca logré que me despertasen temprano. Iba cuando llevaban a los segadores la parva, esto es, el ligero desayuno compuesto de queso, pan y aguardiente. Naturalmente en esta dura tarea de cortar la yerba con guadaña yo no podía prestarles grandes servicios porque cuantas veces intenté hacer uso de aquel instrumento otras tantas clavé la punta en el suelo sin cortar una mala yerba. Pero cuando a las horas del sol se trataba de revolverla, esto es, de extenderla para que se secase, entonces entraba yo en funciones y con un palito u horquilla que me daban me ponía a trabajar con el mayor ardor, sufriendo pacientemente el del sol, que no era flojo.

Si no llovía, al día siguiente la yerba estaba seca y se metía en el pajar o tinada, como allí dicen. Era cosa de probar mis fuerzas. Las probaba haciendo que me atasen una carga que me empeñaba fuese grande. No podía con ella y en cuanto me la ponían sobre los hombros caía al suelo abrumado. Trataban de aminorarla, pero yo no lo consentía y volvía a obligarles a que me la echasen encima y otra vez daba conmigo en el suelo. Así repetía la suerte hasta que avergonzado y confuso me entregaba a la desesperación, llorando mi impotencia con amargas lágrimas.

Otras más amargas aun vertí aquel verano y no fué por cumplir con mi deber sino por faltar a él. Había en uno de los corredores guarnecidos de parras un nido de golondrina que me interesaba muchísimo. Los padres iban y venían sin cesar cebando a sus pequeños y éstos comenzaban ya a asomar sus piquitos fuera del nido. Largos ratos pasaba en contemplación de aquella tierna escena de familia cuando un día se me ocurrió trabar relación más íntima con ellos. Y para lograrlo no hallé otro medio más adecuado que tomar una escoba, subirme sobre una silla y…

Ya se puede inferir lo que sucedió. Nunca pude comprender qué motivo determinante me impulsó a realizar aquella triste hazaña. Sólo puedo explicármela por una tentación del pequeño demonio de la curiosidad que existe en cada niño.

El nido se hizo migajas en el suelo y aquí y allí esparcidos aparecieron unos cuantos pajaritos desplumados, nada gratos de ver. Una criada que estaba en la habitación oyó el ruido, se asomó al corredor y dió un grito. Otra criada que estaba cerca acudió al oír el grito y dió otro grito. Mi madre llegó en seguida y lanzó otro grito. Después Manola y lo mismo Cayetano… en fin todo el mundo. Y por fin acudió mi padre que al ver lo que pasaba se puso rojo como si fuera a sufrir un ataque de apoplejía.

Todos me increparon a la vez furiosamente y todos en la misma forma, esto es, dirigiéndome idéntica pregunta:

—¡Niño!, ¿por qué has hecho eso?

Yo debía de estar pálido como un muerto y guardaba silencio.

—¡Niño!, ¿por qué has hecho eso?

El mismo silencio.

En realidad, aunque quisiera, no podría satisfacer su pregunta. Desde entonces he pensado que en el mundo se hacen muchas cosas malas sin saber por qué se hacen.

—¡Mirad, mirad la madre cómo contempla el destrozo! —exclamó Manola.

La golondrina, en efecto, sin miedo alguno a la gente estaba posada sobre la baranda del corredor casi tocando con nosotros y parecía la imagen de la desesperación.

Mi padre, que se ocupaba en recoger el nido, alzó su rostro hacia ella y en sus ojos vi temblar dos lágrimas.

No sé lo que entonces pasó por mí. Pensé que el corazón se me partía de dolor y comencé a dar tan altos gritos que todos acudieron en mi auxilio abandonando a los desvalidos pajarillos.

Por fin aquella gran ruina mejoró de aspecto. Mi padre hizo traer un cestito, lo rellenó con algodón en rama y colocó en él delicadamente a los tiernos golondrinitos. Después Cayetano se subió en una escala, clavó una escarpia en el techo del corredor y colgó de ella el cestito. Nos ausentamos todos y pocos minutos después pudimos observar con satisfacción que los padres volvían de nuevo a cebar a sus hijos.

IV: LA INFANCIA ANTE LA MUERTE

Las personas sensibles y que aman mucho a los niños se esfuerzan en alejar de ellos los espectáculos de muerte. Suponen que ésta ejerce sobre su impresionable imaginación un efecto pernicioso y que esta turbación prolonga sus desastrosos efectos y repercute al través de toda su existencia.

Me parece que están en un error. La muerte impresiona poco a los niños porque no creen en ella. El niño en este respecto, como en otros varios, semeja al animal. En la infancia vemos y pensamos que los otros mueren, pero no se nos ocurre imaginar que a nosotros nos puede suceder otro tanto. Gozamos plenamente de la inmortalidad de las fuerzas que animan a la naturaleza, de la sublime embriaguez de la vida y las infalibilidades infinitas que engendra su ilusión.

Esta es mi experiencia personal a lo menos. Recuerdo que en Avilés he visto veinticuatro hombres asfixiados que acababan de extraer del agua, tendidos sobre el muelle, y este horrible espectáculo no dejó huella maléfica alguna en mi existencia. Eran unos obreros que trabajaban en las canteras abiertas del lado de allá de la ría para la canalización de ésta. Cuando sonaba la hora de dejar el trabajo, algunas lanchas los transportaban del lado de acá. Los desgraciados tenían tanta prisa de llegar a sus casas, que se amontonaban peligrosamente en las embarcaciones por no esperar un nuevo viaje.

Al cabo sucedió lo que era de temer. Cierta tarde aciaga, una lancha cargada con veinticuatro hombres zozobró cerca ya del muelle, por haberse puesto repentinamente en pie uno de ellos. Muchos sabían nadar, pero los que no sabían se colgaron de ellos con tal ansia que todos quedaron paralizados. Los sacaron entrelazados como las cerezas.

Pues bien, declaro que mi sentimiento a su vista en aquellos momentos no fué de aflicción ni de terror, sino de curiosidad. Y tengo motivos para suponer que los otros niños que conmigo presenciaban tan horrible espectáculo, no se hallaban más impresionados.

Otro tanto me sucedió en Laviana cuando vi morir a un viejo de Canzana, lugar que como ya he dicho se halla situado sobre una colina encima de Entralgo. Por delante de mi casa vi pasar al señor cura, portador del Santo Viático, precedido del sacristán y escoltado por un grupo de vecinos que llevaban en las manos hachas de cera encendidas. Como otros niños de la aldea, me uní inmediatamente a la comitiva, y emprendimos la subida del áspero sendero que a Canzana conducía. Era una hermosa mañana de verano. El sol esparcía su luz por el frondoso valle colgando sus hilos de las hojas de los castaños, bañándose en los arroyos, dorando las crestas de las montañas, empujando algunas nubecillas blancas y rizadas hacia el horizonte, con el propósito sin duda de quedarse solo en el cielo. Pocos días tan espléndidos podíamos disfrutar en aquella región donde la lluvia es harto frecuente.

Marchaba con mis fieles amigos en medio de la mayor alegría. La campanilla del sacristán, en vez de causarme terror, sonaba en mis oídos de un modo delicioso. Volvía a menudo la cabeza, y el espectáculo del risueño valle surcado por la cinta de plata del Nalón, impresionaba dulcemente mi corazón. Allá arriba caminaba el señor cura con la sagrada bolsa sobre el pecho. Para preservarle del sol se había sacado del armario de la sacristía la sombrilla blanca de seda destinada a este efecto, y que poquísimas veces, por la razón ya dicha, tenía ocasión de mostrarse. Era un quitasol de palo largo que recordaba los que usan los orientales para preservar la cabeza de sus reyes. Un vecino la sostenía mientras el sacristán, algunos pasos más adelante, caminaba con el gran farol en una mano y en la otra la campanilla avisadora. Sonaba ésta de un modo tan claro y argentino en el silencio de la montaña, brillaba tan linda la sombrilla blanca allá en lo alto del sendero, exhalaban los árboles y el heno con la frescura del rocío un aroma tan grato que el recuerdo de aquella mañana ha hecho época en mi vida. Nunca sentí con más intensidad el placer de vivir, ni me impresionó de un modo tan gustoso la belleza del campo.

Cuando llegamos a Canzana, a la entrada del lugarcito nos esperaba un grupo de mujerucas con sendas y pequeñas velas de cera en las manos, que se unieron a nosotros. Pronto dimos con la casa del enfermo, que pudiera más bien llamarse choza.

Al traspasar la desvencijada y mugrienta puertecita, se entraba en su primera y última habitación que para todo servía: cocina, comedor, dormitorio y taller. Allá en un rincón se veía un montón de cenizas y algunos pucheros arrimados a él; en otro, algunos aperos de labranza y herramientas de madreñero; en otro, el sórdido catre donde se moría el dueño de todo aquello. Era un anciano cuyo nombre no recuerdo en este momento aunque tengo idea de que se llamaba el tío Lucas. Vivía solo desde hacía largo tiempo: era viudo y su única hija se había marchado hacía tres o cuatro años a Buenos Aires con su marido a probar fortuna.

Los vecinos que rodeaban aquel pobre lecho incorporaron al moribundo con trabajo cuando el cura penetró en la estancia. Después de las oraciones previas, éste le administró la última sagrada comunión. El rostro del enfermo estaba tan amarillo como las velas que sostenían las mujerucas en las manos: sus ojos vidriosos se paseaban por todos nosotros sin expresión alguna, como si no nos viese. Las mujerucas arrodilladas rezaban en voz alta y plañidera.

Todo aquello era en verdad interesante. Así que cuando el cura se retiró decidí quedarme con mis amigos a fin de enterarme cabal y minuciosamente de lo que era la muerte. No hay para qué advertir que ésta nada tenía que ver conmigo. La muerte era cosa de viejos, y yo no comprendía entonces la posibilidad de serlo. Espectador completamente desinteresado, semejante a un dios, presenciaba la muerte como un fenómeno estético, como una proyección artística destinada a entretenerme.

En torno del lecho permanecieron contadas personas. Entonces fué cuando entró en funciones el tío Pablo de Canzana, que era una de aquéllas. Este tío Pablo, hombre enjuto, un poco torcido, de rostro arrugado y cabellos negros y erizados, vestía el clásico calzón corto, pero en vez de las medias de lana con ligas que usaban los demás, dejaba caer por debajo el calzoncillo blanco hasta los zapatos. Su montera no tenía el pico enhiesto sino doblado como si quisiera indicar que era un hombre pacífico, que no se nutría de bagatelas como los demás, que rechazaba los placeres fútiles y se hallaba entregado en cuerpo y alma a meditaciones graves y extra-mundanas.

Los domingos, antes de la misa, dirigía el rosario para las mujerucas que lo rezaban, pues los hombres permanecían en el pórtico departiendo hasta que la campanilla les advertía de que iba a comenzar el Santo Sacrificio. Ayudaba también a éste cuando el cura se lo consentía, que no era siempre, por razones que luego declararé. Si había algún enfermo grave en Canzana, era quien venía corriendo a avisar al señor cura para que fuese a confesarle. Después de la misa, cuando en el pórtico se subastaban públicamente las ofrendas de pollos, de panes o de mantecas que los aldeanos solían hacer a los santos, el tío Pablo servía de pregonero y dirigía la puja con su voz aguda de falsete. Era en suma un hombre de temperamento sacerdotal que amaba a la Iglesia como un buho y que en vez de las patatas y la borona que le servían de cotidiano alimento se hubiera nutrido de buena gana con el aceite de las lámparas. No desempeñaba el oficio de sacristán porque desgraciadamente habitaba en Canzana. Esto creía él por lo menos, aunque no era cierto.

Tenía un grave defecto. Sea por falta de oído o de comprensión no salía de su boca una palabra sana, sobre todo si expresaba algún objeto que no fuese de la vida corriente. Las atrocidades que aquel hombre soltaba eran proverbiales en la aldea. El público en general no las atribuía a dureza del oído, sino a deficiencia del caletre. Digámoslo con franqueza, el tío Pablo aun entre aquellos rudos aldeanos era tenido por el mayor zote que comía borona en la parroquia de Entralgo.

Excusado es añadir que el latín con que regalaba los oídos del cura cuando le ayudaba a misa era de tal índole, que aunque a éste le había tocado poquísimo de Cicerón le ponía fuera de sí; arqueaba las cejas, torcía la boca y hasta rugía de espanto. Por eso sólo en último extremo, esto es, sólo cuando el sacristán no se hallaba en la iglesia y no había por allí nadie a quien encomendar la tarea se avenía a que el tío Pablo le sirviese de monaguillo.

Digo que el tío Pablo, así que el cura y el sacristán se partieron con el grueso de la comitiva, se preparó con íntima satisfacción (no diré con regocijo aunque tal vez pudiera decirlo) a ayudar a morir a su vecino. Le roció las narices con agua que debía de estar bendita, rezó un Credo que nos hizo repetir en voz alta a todos los presentes y poniéndole un crucifijo delante de los ojos profirió solemnemente:

—Lucas, di conmigo: «¡Jesús!».

El moribundo, que tenía los ojos cerrados, repitió:

—Jesús.

—Los espíritus malignos me acompañen.

El tío Lucas sin abrir los ojos dijo:

—¡No!

—Sí, Lucas, sí; di conmigo: «¡Jesús!».

—Jesús —repitió el tío Lucas.

—Los espíritus malignos me acompañen.

—¡No! ¡No!

—¿Por qué no, Lucas, por qué no? ¡Mira que estás a las puertas de la muerte! —exclamó el tío Pablo con impaciente solicitud—. Vamos, no seas burro, di conmigo: «¡Jesús!».

—Jesús —repitió el moribundo.

—Los espíritus malignos me acompañen.

—¡No! ¡No! —volvió a murmurar el tío Lucas moviendo la cabeza con señales de terror.

No se pudo acabar con él que repitiera aquellas palabras y yo me marché al cabo sin saber qué pensar de tal escena. Cuando se la describí a mi padre éste me miró estupefacto.

—¿Qué estás diciendo, ahí, niño? ¿Es de veras que decía los espíritus malignos?

—Sí, papá; decía los espíritus malignos.

—¡Ave María, qué bárbaro! —exclamó haciéndose cruces.

Y le faltó tiempo para contárselo al señor cura cuando éste vino por la tarde a nuestra casa como tenía por costumbre.

El señor cura al oírlo montó en una cólera furiosa y al día siguiente hizo llamar al tío Pablo de Cananza a la rectoral, se encerró con él en su despacho y por espacio de hora y cuarto, según testimonio de la criada, estuvo llamándole borrico, pollino, asno, burro, jumento, en fin, todos los sinónimos con que el idioma castellano cuenta para representar el mismo simpático animal. No son muchos, pero si fuesen sesenta y tres, como posee el idioma italiano al decir del sabio Mustoxidi, todos se los hubiera encajado seguramente. Además le prohibió de un modo terminante que volviese a ayudar a morir a nadie, y en el caso de que infringiese este precepto le prometió ayudarle él mismo a dejar esta vida terrestre por medio de algunos adecuados bastonazos sobre el cogote.

Para confirmar la impasibilidad con que en la infancia contemplamos la muerte añadiré que el día de difuntos fué uno de los más felices de mi vida. El sacristán tuvo la generosidad, que nunca le agradeceré bastante, de permitirme tocar a muerto durante todo el día en el pequeño campanario de la iglesia. Me acompañaban, como siempre, mis fieles amigos. ¡Qué deliciosas horas las que pasamos agrupados en aquel exiguo tablado al aire libre, que semejaba la cofa de un barco! Se tocaban tres o cuatro lentas campanadas con la mayor, luego una con la pequeña; después un silencio más o menos prolongado. Y vuelta a empezar, y así todo el día hasta que cerró la noche. Mi única contrariedad durante aquella memorable jornada fué verme obligado a ir a comer; pero lo hice con tanta prisa que mi padre se vió precisado a darme algunos golpes en la espalda porque los bocados se me atravesaban en la garganta.

Recuerdo aquel campanario como uno de los parajes más amenos fabricados por la mano del hombre. Desde él se divisa una gran parte del valle de Laviana. Debajo de nosotros blanqueaban entre los árboles las casas de Entralgo con sus techos rojos; encima sobre el repliegue que hace la montaña estaba Canzana; se veía el pequeño río de Villoria, se veía el Nalón majestuoso surcando las vegas de maíz; allá lejos, en el fondo del valle, estaba la Pola y más lejos como cerrándolo los Barreros. Llegaban a nuestros oídos las campanas de Carrio y de la Pola; pero las campanas de estas iglesias no podían competir con las nuestras, todo el mundo lo sabe, y por eso nos sentíamos orgullosos de hacerlas vibrar creyendo de buena fe que el valle entero nos admiraba.

Seguí frecuentando este campanario, experimentando siempre el mayor gozo cuando a la hora del mediodía el sacristán, alguna que otra vez, me permitía ir solo a sonar las campanas para advertir a los campesinos que había llegado el momento de dejar el trabajo. Con ocasión de una de estas visitas, cuando llegó la primavera, hice un descubrimiento prodigioso. En una grieta del muro acerté a ver un nido de estornino. Para contemplarlo a mi sabor tuve necesidad de saltar fuera del campanario y colocarme sobre el tejado. Era tan delicado aquel nido y contenía unos huevecitos tan deliciosos que me llenó de alegría el hallazgo y no quise comunicarlo con nadie, ni aun con mis íntimos amigos, por temor de que me lo robasen.

Cuando me era posible le hacía solo una visita para la cual como he dicho necesitaba caminar sobre el tejado. Es posible que en estas excursiones haya roto alguna teja por lo que luego se verá; pero yo me hallaba tan entusiasmado que nada me importaba causar desperfectos a la iglesia. Veía al petulante estornino y a la remilgada estornina cebar a sus hijuelos cuando los tuvieron y esto me causaba un placer indecible prometiéndome arrebatárselos bárbaramente así que hubiesen echado pluma.

No hubo lugar a que perpetrase este crimen. Otro cargó con él sobre su conciencia. Acaeció que por aquellos días mi madre me llevó consigo a confesar, aunque todavía ni en mucho tiempo después me acercaba yo a la sagrada misa para comulgar. Lo hacía para acostumbrarme a recibir este sacramento y al mismo tiempo para que me corrigiese de mis travesuras, que iban siendo muchas. El señor cura me confesó poniéndome de pie, no de rodillas, mostrándose conmigo extremadamente afectuoso y tolerante. Una de las preguntas que me hizo fué si ocultaba algo a mis papás, si tenía algún secretillo que no quisiese comunicar con nadie. Yo me creí en el caso de declarar que había descubierto un nido. El cura me preguntó dónde estaba y se lo dije.

Dos días después cuando tuve ocasión de hacer al nido una visita, había desaparecido. El cura había dado orden al sacristán para que lo derribase. El mismo sacristán me lo hizo saber entre groseras carcajadas.

No es posible representarse la tristeza y el dolor que experimenté. A pesar de su carácter sacerdotal me pareció que el cura había abusado de mi franqueza y cometido una negra traición.

Por eso cuando algunos meses más tarde mi madre me llevó de nuevo a confesar me hallaba fuertemente prevenido contra él. Me preguntó como la otra vez si ocultaba algo, si mi conciencia estaba perfectamente limpia de todo disimulo y yo bajo pena de pecado mortal y de sacrilegio me vi precisado a confesar que tenía novia.

¡Vaya una precocidad! —exclamará el lector pensando en mis pocos años. Que no se admire demasiado, sin embargo, porque mi hermano que contaba algunos menos cuando le preguntaban si tenía novia afirmaba muy seriamente que tenía diez, y nombraba a todas las niñas de la vecindad. Yo no había caído en tan degradante poligamia; me contentaba con una. Era una niña hija de unos señores de la Pola a quien no había visto más de tres o cuatro veces en mi vida y que ciertamente se hallaba tan ajena como el Zar de Rusia del honor que la había dispensado.

—¿Quién es? —me preguntó el cura.

Yo, naturalmente, di la callada por respuesta.

—¿Quién es esa novia? —repitió.

Silencio sepulcral por mi parte.

—Vamos, niño; ¿no quieres decirme quién es?

Entonces yo, despechado, exclamé:

—¿Para qué? ¿Para que me la quite como el nido?

Pude observar que el cura se llevaba la mano a los ojos y hacía esfuerzos desesperados para reprimir la risa, lo cual no dejó de sorprenderme porque yo creía haberle dicho la cosa más lógica del mundo.

V: RAMONÍN

He aquí el otoño con su ropaje amarillo y sus nubes de color violeta. Las manzanas encarnadas empiezan a desprenderse de los pomares y caer sobre la yerba, y este suceso tan conforme con las leyes inmutables de la naturaleza en vez de elevar mi espíritu a la consideración de la gravitación universal como en otro tiempo a Newton, atacó directa y perniciosamente a mi estómago. Renuncio a calcular las que comí. La fabricación de la sidra debió de haber sufrido una merma considerable aquel año a causa de esta circunstancia; pero yo he guardado el secreto hasta ahora.

De aquel verano salí convertido no sólo en agricultor inteligente y práctico sino también en diestro cazador. Supe cómo se armaban trampas para atrapar gorriones esparciendo algunos granos de trigo por el suelo y colocando sobre ellos un cedazo que se mantenía de pie por medio de una larga cuerda: cuando los gorriones venían a comer los granos se soltaba la cuerda y quedaban prisioneros debajo. Supe hacer hoyos en la tierra y poner sobre ellos una pizarra sostenida por un palito, de tal ingenioso modo colocado que cuando el pájaro se posaba allí para comer los granos caía la pizarra sobre él y quedaba preso dentro del hoyo. Este artefacto iba dirigido particularmente contra las codornices. También aprendí a untar con liga las ramitas superiores de los arbustos para que los jilgueros al posarse quedasen allí pegados. No recuerdo haber atrapado pájaro alguno con todos estos delicados artificios; pero eso no importa para que los conociese perfectamente.

Donde mis éxitos se mostraron claros y evidentes fué con los grillos. Conocía cinco o seis maneras sutiles y graciosas de persuadirles a que saliesen de la cueva. Casi ninguno se resistía a mis pérfidas insinuaciones y se apresuraban a salir a respirar el aire fresco y se dejaban atrapar en cuanto ponían el pie fuera de su casa. Pero si alguno se obstinaba en permanecer en sus habitaciones bien porque sospechase de mi buena fe o porque estuviese ocupado en aquel momento, entonces me veía obligado a apelar a un terrible argumento que no describiré por no ofender la susceptibilidad de las damas que lean estas memorias.

Cayetano también era un ingenioso cazador, pero empleaba sus facultades en otros animales de más fuste. Aparte de las truchas, que eran su especialidad, cazaba con escopeta y en compañía de algunos señores de la Pola, codornices, perdices y arceas. Dos o tres veces fueron también a Peña Mayor y a los montes de Raigoso y mataron algún corzo.

Pero mucho más ingenioso cazador que él era un zorro que de vez en cuando visitaba por las noches nuestro gallinero. Esto nos tenía a todos sobresaltados y a Cayetano furioso. El mastín estaba en el monte con el ganado y el Muley, por su edad avanzada y por su larga experiencia de la vida, miraba ya todas estas cosas con marcada frialdad. Cayetano veló con la escopeta preparada unas cuantas noches, pero el astuto animal olió la pólvora y no pareció. Entonces se decidió aquél a ir a Sama y comprar un armadijo de hierro que en aquella región se conoce con el nombre de garduña. Colocóse la trampa a la boca del gallinero y pocas noches después el zorro vino y fué cogido en ella por una pata, pero con gran estupefacción de todos el desgraciado animal la cortó con sus propios dientes y se marchó sin ella. ¡Terrible caso de amor a la libertad que me impresionó profundamente!

Se fabricó la sidra y en los días que duró la operación no salí del lagar ayudando con todas mis fuerzas al mejor éxito de tan importante tarea y cerciorándome a cada instante de la dulzura y bondad del caldo destilado. Tantas veces me cercioré que hube de purgarme sin pretenderlo. Vino después la recolección del maíz y ayudé a los vecinos a traer las mazorcas sentándome sobre ellas en el carro. Después también les socorrí en la tarea de deshojarlas y trenzarlas en ristras. Efectuábase la operación, llamada allí esfoyaza, por las noches, y los vecinos se ayudaban unos a otros. Imposible imaginar nada más ameno y deleitoso que estas esfoyazas. La nuestra duró algunas noches y si hubiera durado eternamente creo que no hubiera perdido nada. En fin, resumiendo mis impresiones agrícolas manifestaré que yo pensaba entonces haber nacido para labrador como más tarde pensé que había nacido para marinero y luego para filósofo. Siempre supe adaptarme al medio en que me hallé y esta flexibilidad de mi naturaleza me ha procurado dos ventajas en la vida: La primera y principal, no aburrirme nunca; y la segunda, haber podido escribir novelas de regiones apartadas y medios sociales muy diferentes.

Comenzaba ya a llover del modo suave y constante que allí lo hace. Los campos iban quedando poco a poco abandonados. La gente se retraía al interior de las casas; pero aquí gozábamos también de señalados placeres. En la mía se amasaba el pan dos veces por semana. Era una diversión ver a las criadas heñir la masa, y ayudarlas a bregarlo colgándome al manubrio de la máquina. La construcción de los bollos, el atestar el horno de árgoma y darle fuego para arrojarlo era interesantísimo. Luego se metían poco a poco los bollos dentro, se tapaba el horno y entonces las mujeres se santiguaban, los hombres nos descubríamos y se rezaba solemnemente un padrenuestro. ¡Cuán lejanos estamos ahora de estas escenas sencillas e inocentes! Vivimos apartados de la naturaleza; marchamos huídos de Dios. ¿Hemos ganado con ello alegría? Que cada cual ponga la mano sobre el corazón y me responda.

Las noches eran ya largas. Antes de subir a nuestra casa a jugar al tresillo con mi padre, el cura y un indiano que allí estaba de temporada, Cayetano solía quedarse un rato en la gran cocina de abajo formando tertulia con nosotros. Sentado en el escaño, yo a su lado, la Micona encima del hombro se placía en contarnos algún caso chistoso y en dar vaya a los presentes. Porque era hombre maligno y provocativo sobre toda ponderación. Los que le servían generalmente de cabeza de turco eran un vecino llamado José de Anica y un criado que tenía por nombre Pacho. Sobre este último singularmente se ensañaba tanto que el pobre hombre acosado llegaba a faltarle alguna vez al respeto.

Por aquellos días vino el ganado del monte. Había estado allí una larga temporada quedando sólo en el establo una vaca de leche. Y con el ganado vino el gran mastín llamado Manchego por ser oriundo de la provincia de Toledo. Traía al cuello un gran collar de cuero guarnecido de afiladas puntas de hierro o sea una carlanca. Esta carlanca y lo mismo el pelo del mastín estaban manchados de sangre. El vaquero nos informó de que la noche anterior se había batido con los lobos. Nadie puede figurarse la impresión que esto me causó. Los lobos eran para mí animales legendarios, algo que no existía más que en la fantasía de los cuentistas. El perro, batiéndose con ellos, adquiría a mis ojos un aspecto sobrenatural. No me hartaba de contemplarle y de ponerle la mano encima del lomo, admirándome al mismo tiempo de que un animal tan bravo y poderoso no tuviese a menos el menear el rabo en presencia de un ser tan ínfimo como yo. Todo el pan y el queso que había en la casa me parecían poco para agasajar a aquel héroe. Y una vez que en testimonio de reconocimiento me lamió la cara me sentí tan honrado como si Napoleón me hubiera dado un beso.

Aquella noche se habló de lobos en la cocina y Cayetano me contó el siguiente suceso que ya conocían todos los que allí estaban menos yo:

«Hará cosa de cuatro años y por este mismo tiempo estaba yo sentado una tarde ahí en el poyo delante de casa, cuando pasó Ramonín, el del tío Angel de Canzana, que bajaba del monte con el ganado.

Tú ya conoces a Ramonín porque le ves todos los domingos cuando vamos a misa. Ahora es un real mozo que ha entrado en quinta este año; pero entonces no era más que un zagalillo y no muy medrado.

Pues como digo venía del monte con su zurrón a la espalda y traía en la mano un cestito tapado. Yo, que soy un poco curioso, le retuve por el brazo y levanté la tapa del cesto. Había dentro un perrillo de cría.

—¿Ha parido la perra en el monte, Ramonín?

—No es un perro, señor Cayetano, es un lobo —me respondió riendo.

—¿Un lobo? ¡El diablo me lleve si no es verdad!

Saqué el animalito del cesto, lo puse en el suelo y comenzó a aullar como un perrito recién nacido.

Ramonín me contó que el día anterior Luisón de la Granja, que tenía la cabaña cerca de la suya, había encontrado en una cueva tres lobeznos, había matado dos y había traído éste. Por la tarde, hallándose sacando el estiércol del establo fué atacado repentinamente por la loba. Gracias a que tenía en la mano la pala de dientes no pereció en aquel momento. Luchó con la fiera y logró ensartarla por el vientre. En aquellas horas debía de estar ya en la Pola, para recibir del Ayuntamiento el premio que dan por la matanza de cualquier alimaña.

—¿Y tú para qué mil diablos quieres este animalito?

—No era más que para enseñárselo a mi hermano. Luego lo mataremos.

Entonces me vino la idea de criarlo y se lo pedí. Lo crié, en efecto, dándole leche hasta que pudo comer. Comenzamos a llamarlo Ramonín como el chico que lo había traído y Ramonín le quedó y por este nombre comenzó a responder, pero no del modo vivo y alerta que lo hacen los perros, porque los lobos son más torpes o como si dijéramos más cerrados de cascos. Esto no tiene nada de particular porque entre los mismos hombres unos son más cerrados que otros y si no que lo diga Pacho…

—¡Milagro sería que no saliese yo a relucir! —gruñó Pacho encolerizado.

El animalito fué creciendo y al cabo de seis meses era un cachorro revoltoso que me seguía a todas partes. Le llevaba a la Pola, le llevaba a Sama y excitaba la curiosidad por dondequiera que pasaba. Llegué a cobrarle cariño. Una vez que fuí a Oviedo le traje un lindo collar con chapa de bronce donde hice grabar su nombre y la fecha en que lo adquirí. En fin, él se portaba lo mismo que un perro fiel. Lo único en que se le conocía la raza fué cuando mató en pocos días tres corderos que tuve que pagar quedándome con ellos. Yo estaba tan contento con el animalito que le perdoné estas y otras fechorías semejantes. Jamás mordió a las personas; los niños jugaban con él lo mismo que con un perro.

Un viernes del mes de noviembre, cuando ya tenía el lobo más de un año, fuí al mercado de Cabañaquinta llevándolo conmigo. Monté a caballo temprano, pasé la Collada y en tres horas poco más o menos di en el mercado. Ya sabrás que Cabañaquinta está detrás de la Peña-Mea y que hay que atravesar para llegar a allá todos esos montes, que ves delante de casa.

Pasé el día arreglando mis asuntos y por la tarde me metí en la taberna de Andrea donde encontré a Xuanón, el célebre matador de osos que habrás oído nombrar, y a don Salustiano el escribano. Me enredé en una partida de brisca con ellos de tal modo que cuando acordé conmigo eran las ocho y ya hacía más de una hora que había cerrado la noche:

Monto a caballo y pico espuelas para casa. La noche estaba fría ya de verdad: en los altos había caído bastante nieve. Antes de doblar la Collada se me ocurrió mirar hacia atrás y no veo a Ramonín. Silbo, le llamo. Nada. "Ese pícaro se me escapó al monte —dije para mí—. Hice mal en traerle por estos sitios".

Deploré el percance porque repito que estaba contento y ufano con el animal. Además me dolía la pérdida del collar que me había costado nueve pesetas. Doblo al fin la Collada y marcho bien tranquilo aunque al paso más vivo que en aquellos endiablados caminos podía seguir el caballo, cuando de pronto éste se para en firme, levanta las orejas y se estremece. Le hinco las espuelas y en vez de arrancar de nuevo retrocede. Comprendí en seguida que había olido el lobo. Y en efecto, al instante percibo el bulto de uno a la claridad de las estrellas, porque no había luna. Echo mano al revólver y veo repentinamente otro del lado opuesto del camino. Y en menos tiempo que se cuenta se me ponen delante tres, cuatro, cinco… yo no puedo decir cuántos. Acaso el miedo espantoso que se apoderó de mí los haya multiplicado. ¿Pero qué es lo que veo además? Pues veo entre ellos al mismo Ramonín con su collarito reluciente dispuesto al parecer a arrojarse sobre mí como todos los demás.

El caso era apurado como comprenderéis. Hasta entonces no había visto nunca la muerte tan cerca de mis ojos. Me tiré del caballo y comencé a disparar tiros a ciegas, pues el miedo me impedía pararme siquiera a apuntar. Los lobos huyeron, pero no se pasaron muchos segundos sin que volviesen de nuevo. Me vi muerto; ya había disparado los seis tiros y no traía más cápsulas. Pero Dios no quiso que lo fuese en aquella ocasión. Detrás de mí oí gritos de gente que llegaba. Eran los tenderos ambulantes que regresaban a la Pola. Habían encontrado mi caballo, que huía despavorido, y lo habían detenido. Creyendo por los tiros que me habían asaltado ladrones venían corriendo y gritaban para infundirme valor. Los lobos al escuchar aquel ruido desaparecieron otra vez de mi vista.

Mucho se sorprendió aquella caravana, que no bajaría de veinte personas entre hombres y mujeres, de lo que me había sucedido. Sobre todo la traición de Ramonín excitó tanto su curiosidad que no se hartaban de hacer comentarios. Me dieron un vaso de vino y después que me hube serenado un poco monté de nuevo a caballo y con ellos llegué hasta aquí.

Aunque ya era cerca de las once todos estaban levantados esperándome.

—¡Qué cara traía, válgame Dios! —exclamó Pachón riendo.

—Peor la traías tú cuando te dieron aquella manta de palos los mozos de Rivota el día del Obellayo —repuso Cayetano encolerizado.

Nos acostamos y al día siguiente por la mañana apenas me había levantado de la cama vino José Mateo a decirme:

—Señor, está ahí Ramonín.

—¿Cómo? ¡Ramonín!

No quería creerlo. Salgo corriendo a la calle y veo en efecto a mi lobo que así que me divisa empieza a bajarse y arrastrarse por el suelo sin atreverse a acercarse a mí y como si pidiese perdón de su villanía.

—¡Ah maldito, traidor! Ahora me las pagarás.

Entro en casa, cojo la escopeta y salgo otra vez. Ya no estaba Ramonín.

Ramonín se ha metido en el establo —me dijo un chico que pasaba.

Voy al establo y lo hallé acurrucado debajo del pesebre. Me eché la escopeta a la cara y allí le dejé muerto de un tiro».

VI: MÚSICOS AMBULANTES

Mi madre fué toda su vida un frágil cristal de Bohemia. No podía llamarse en verdad mujer a una criatura tan débil, tan delicada y próxima a extinguirse que cualquier ráfaga de aire podía apagar en la hora menos pensada. Ella lo sabía, todos lo sabíamos; por eso nuestra gran preocupación en la casa era atajar el paso por cuantos medios se hallaban a nuestro alcance a esta ráfaga traidora. Así que veíamos en su estancia una puerta entreabierta nos precipitábamos llenos de terror a cerrarla. Si se arriesgaba a salir de la sala para ir a otra habitación, los unos iban delante como heraldos a prevenir que se cerrasen balcones y ventanas, los otros como escolta para impedir que algún imprudente abriese las puertas laterales. No hay para qué decir que en esta tarea sanitaria se distinguía por su ardor y destreza mi padre, el cual sentía por su esposa la adoración de un enamorado y la ternura de un padre.

Mi pobre madre vegetaba en un rincón del sofá envuelta en su chal de lana trabajando con el ganchillo de marfil. Por las noches le placía hilar con aquella su artística rueca de que ya he hablado. Era primorosa en todas las labores femeninas y sus dedos, aunque tan delicados, incansables. ¡Oh Dios mío, cuán delgados y frágiles eran aquellos dedos! Una de mis aprensiones dolorosas era verlos quebrarse cualquier día.

Esta flaqueza corporal no excluía en ella una gran fuerza de carácter. Era, como suele decirse, en lo físico una caña que se dobla pero no se rompe; en lo moral un roble que se rompe pero no se dobla. Mi padre, como reverso de ella, poseía un vigor físico extremado y un carácter blando y sentimental.

Con el ansia que suele acometer a los que cerca de sí ven la muerte aparejada a arrastrarlos a la tumba, mi madre se agarraba con todas sus fuerzas a la vida. Este anhelo de vivir se traducía por un deseo irresistible de hallarse siempre rodeada de gente alegre y bulliciosa, cuanto más alegre y bulliciosa mejor. Todas sus amigas eran mucho más jóvenes que ella y en verlas divertirse y bailar, y en escuchar su charla y sus confidencias amorosas hallaba la fuente de su alegría o por lo menos el olvido de sus dolencias.

Además de las pocas señoritas que en la aldea había y de algunas que de vez en cuando venían a pasar temporadas a nuestra casa, recibía por las noches buen golpe de labradoras que hilaban su copo sentadas en el suelo. Se formaba de este modo una tertulia de quince o veinte personas. Mi padre con sus amigos y Cayetano jugaba a las cartas en un ángulo de la sala alumbrados por un quinqué de pantalla verde, mientras yo sentado unas veces al lado de ellos, otras en el sofá a la vera de mi madre, vagaba de un sitio a otro hasta que el sueño me rendía y quedaba definitivamente dormido en el sofá. Algunas veces las carcajadas de los tertulios me despertaban un instante, pero no tardaba en quedar de nuevo dulcemente dormido. Al cabo mi padre solía apartarse un momento de la mesa de juego, me tomaba entre los brazos, me llevaba medio dormido al dormitorio, me desnudaba él mismo y me dejaba en la cama.

Gozaba mi madre lo indecible viendo bailar y ella misma sobreponiéndose a sus enfermedades por un esfuerzo maravilloso de su voluntad enérgica tomaba parte alguna vez en los bailes de sociedad. Pero en Entralgo faltaban caballeros para esta clase de bailes y sólo cuando nos visitaban algunos amigos o parientes se podía organizar un pequeño sarao. Ordinariamente se bailaba al estilo de la aldea, mucho más divertido en mi opinión por entonces, que el de la ciudad. Ni faltaba para acompañar o llevar el compás de la danza algún músico ambulante que mi madre solía retener en casa días y días manteniéndole y dándole una pequeña gratificación. Recuerdo que en aquella temporada estuvieron por dos veces permaneciendo bastante tiempo entre nosotros un violinista tuerto llamado Joaquín, acompañado de un muchacho de quince o diez y seis años que tocaba el arpa. Este Joaquín no podía competir con Paganini en el violín, pero seguramente podría habérselas con el propio Falstaff delante de un tonel. Un río de sidra no hubiera extinguido la sed de aquel artista. Con esto el único ojo que poseía estaba siempre rameado de sangre lo cual se puede asegurar que no le embellecía.

Era hombre divertidísimo aquel Joaquín, locuaz como pocos y embustero como ninguno. Había que verle en el lagar de pie con un vaso en la mano. Jamás se sentaba en aquel recinto como si respetase demasiado la majestad del tonel y no osase tomar asiento en su presencia. Sin embargo, cuando ya había trasegado una cantidad razonable de sidra a su estómago se creía autorizado para faltarle al respeto y se recostaba familiarmente sobre él. Es de saber que antes de llegar a este período deplorable de descuido, por no decir de insolencia, había celebrado ya su dulzura y su gloria por medio de cánticos fervorosos. Porque así que el violinista se acercaba más o menos a uno de nuestros toneles y tenía un vaso lleno en la mano, se creía en el deber de cambiar la música instrumental por la vocal, dejando escapar de su garganta agradecida y repitiendo cien veces la misma canción como una letanía en honor del jugo vivificante que chispeaba en su vaso. ¿Qué es lo que hacía peor, cantar o tocar el violín? Nadie logró jamás resolverlo.

Pero tenía además otra manera de ensalzar la magnificencia de aquel vino espumoso y era por medio de adecuadas y entusiastas inscripciones. Las paredes del lagar estaban llenas de ellas escritas por su mano con carboncillo. Dios bendiga la sidra de este lugar —decía una—. Bebamos esta sidra mientras nos quede un soplo de vida —decía otra—. ¡Desgraciados los hombres que no conocen la sidra de Entralgo! —se leía en otra tercera… y así sucesivamente.

Como puede observarse tales inscripciones ofrecían un marcado carácter apologético. En esto se distinguían de las cuneiformes de la Asiría y de las jeroglíficas de Egipto casi todas históricas o conmemorativas.

Mi padre odiaba casi tanto la epigrafía de Joaquín como su música. Pude cerciorarme de ello cuando poco después de partirse con su acompañante el arpista, hizo blanquear el lagar tapando con grosera cal mucho profundo pensamiento. Acaso se halle reservado a las generaciones venideras su descubrimiento. La capa de cal se desprenderá y debajo de ella volverán a parecer, vivos aún, aquellos gritos entusiastas de furor báquico.

Cuando no se hallaba bajo la influencia del avinado o asidrado dios hijo de Júpiter y Semele, era Joaquín un hombre muy agradable y nos entretenía narrándonos sucesos de su vida errante y picaresca. No he podido retener en la memoria más que uno, seguramente porque fué el que más me impresionó.

Nos hallábamos sentados alrededor del fuego en la gran cocina de Cayetano. Este y yo en el escaño; los demás en tajuelas. Para Joaquín y su arpista había traído Manola dos sillas. Joaquín habló de esta manera:

«Después de haber pasado unos días en Villaviciosa, habíamos ido a la fiesta del Nazareno en Noreña. Entonces no me acompañaba todavía este muchacho sino Rufo, aquel guitarrista que se ahogó en Gijón el año pasado y que habréis conocido o habréis oído nombrar. En Noreña corre la sidra y el dinero como en ningún otro pueblo de la provincia. Aquella tarde hicimos más de tres duros tocando en la calle, y por la noche todavía tocamos en el baile del Ayuntamiento y nos dieron treinta reales. Cuando salimos del baile eran más de las once; pero yo quería dormir en la Pola de Siero, porque tengo allí un amigo y no me cuesta nada la cama. Se lo dije a Rufo y desde luego quedó conforme porque tenía la esperanza de que tampoco le cobraran.

La emprendimos pues hasta la Pola, que como saben está muy cerquita. Era una hermosa noche estrellada y no hacía frío ni calor. Al pasar por el Berrón la taberna de Jerónimo estaba todavía abierta y llena de gente.

—¿Vamos a entrar un instante? —me dijo Rufo.

—Vamos.

Este Rufo era un buen hombre y como guitarrista, no se diga, porque hacía hablar al instrumento, pero tenía un defecto muy feo y era que le gustaba demasiado la sidra…

Nos miramos todos unos a otros con sorpresa y Cayetano soltó una estridente carcajada y los demás le siguieron. Joaquín quedó grandemente amostazado y preguntó con voz sorda:

—¿De qué os reís?

—Hombre, nos reímos porque un vaso de sidra le gusta a cualquiera —repuso Cayetano, guiñándonos un ojo.

Y vuelta a reír todos de tan buena gana que el propio Joaquín concluyó por reír también.

—¡Bueno, corriente! Quedamos en que a él y a mí nos gustaba la sidra y entramos a beber unos vasos del tonel que aquella misma tarde se había abierto. Había allí bastante gente y entre ella unos gitanos o húngaros que traían varios monos, un oso y un perro amaestrados. Los habíamos visto todo el día en Noreña trabajando con sus animales, rodeados de chicos. Nos acercamos al tonel con no poco trabajo y nos hicimos sacar unos vasos. No sé cuántos fueron…

—¡Muchos! —dijo Cayetano.

—Puede ser. Había tanta gente y tanto ruido que al cabo me sentí mareado y le dije a Rufo: —«Vámonos que estoy cansado y ya sabes que mañana debemos salir temprano para Infiesto»—. No me hizo caso y seguimos todavía otro rato y bebimos algunos vasos más. Volví a apurarle para que nos fuésemos y… nada; el hombre como si hubiera echado allí raíces y esperase florecer en la primavera. Enfadado ya de tanto repetirle lo mismo y de esperarle le dije:

—Mira Rufo, yo me voy: haz lo que quieras.

—Aguárdate, compadre, aguárdate un momento.

—No me aguardo más momentos. Adiós.

Y me fuí hacia la puerta.

—Bueno, hombre, bueno, no te apures, que yo también me voy.

Y sentí que echaba a andar detrás de mí. Cuando salí a la carretera noté que se ponía a mi lado y emparejados tomamos la dirección de la Pola. Yo no le hablaba porque estaba irritado y además la lengua me pesaba un poco en la boca. La noche más hermosa que antes. Había salido la luna y alumbraba tanto que a mí me parecía ver dos, una al lado de otra. Poco a poco se me fué pasando el enfado y para entrar en conversación le dije a Rufo:

—¡Vaya una noche linda, compadre!

No me contestó más que con un grosero gruñido.

—¡Anda! ¿Conque eres tú el que te enfadas después de lo que me has hecho aguardar? —le dije parando y encarándome con él.

¡Pero cuál fué mi sorpresa al ver que mi amigo Rufo se había transformado en oso!…

—¡Eso es mentira, hombre! —exclamó Pacho desde su tajuela.

—Aguarda un instante, amigo —repuso Joaquín.

—¡Que te digo que eso es una gran mentira, hombre!

—¡Cállate, animal! —exclamó Cayetano encolerizado—. Deja que Joaquín termine su cuento.

Pacho, sin hacer caso, rojo de indignación y como si quisiera arrojarse sobre el pobre violinista, gritó más fuerte aún:

—¡Que te digo, hombre, con toda la boca, que mientes, hombre! ¿Lo quieres más claro, hombre?

—¿Pero quieres callarte, pedazo de bárbaro? —volvió a decir Cayetano tomando las tenazas con ademán de arrojárselas.

A duras penas se logró hacerle callar y Joaquín pudo continuar su cuento.

«—Vaya unas bromas que me gastas, compadre —le dije—. ¿A qué conduce esa tontería de transformarte en oso?

Rufo no me respondió.

—¡Anda, pues no eres poco chistoso, hijo! —continué yo—. ¡Si creerás que me vas a asustar! ¡Ja, ja! A pesar de esos pelos y ese hocico puntiagudo, te conozco, querido, y estoy tan tranquilo como si me tocases un tango con la guitarra… ¿Sabes lo que te digo Rufo?, que no eres un oso, sino un ganso, y que me está apeteciendo alumbrarte una torta en el hocico para que aprendas a no burlarte de los amigos.

Y como lo dije lo hice, a mano suelta le di sobre el hocico un revés.

Mi amigo Rufo lanzó un fuerte gruñido y dejando la posición cuadrúpeda se puso de pie y comenzó a bailar en torno mío gruñendo terriblemente. Os confieso amigos que si alguna vez sentí miedo en el mundo fué en esta ocasión. Eché a correr como pude, que no podía gran cosa, pues los pies me pesaban como si llevase zapatos de plomo. Rufo corrió detrás de mí siempre de pie, pero aún corría menos que yo. Como yo le llevaba alguna delantera me detenía de vez en cuando y le decía en tono suplicante:

—Rufo, amigo mío, perdona. No te he dado esa torta por ofenderte.

Él no hacía caso y continuaba persiguiéndome. Cuando se acercaba yo volvía a correr y así que me hallaba lejos le suplicaba otra vez:

—Vamos, Rufo, no seas así. Una broma es una broma y entre amigos no tiene importancia.

Por fin se ablandó y dejándose caer, anduvo otra vez en cuatro patas. Entonces me acerqué ya sin miedo a él y nos emparejamos como antes. Y seguimos charlando con la mayor animación, es decir, recuerdo que era yo el que charlaba porque mi amigo Rufo no hacía más que asentir con leves gruñidos a lo que yo le decía. Tanto que cansado a la postre y un poco impaciente detengo el paso, me planto delante de él y le digo:

—Pero, hombre de Dios, ¿hasta cuándo va a durar esta broma?

Mas he aquí que Rufo se pone otra vez de pie y comienza a bailar y a gruñir de un modo espantoso. No poco trabajo me costó aplacarle y sólo lo conseguí después de mucho tiempo.

Por fin llegamos a la Pola, me dirigí a casa de mi amigo Ramón el Puntillero y llamé a la puerta. Me abrieron en seguida y entonces volviéndome a Rufo, que me seguía, le dije:

—Compadre, puesto que no quieres dejar todavía esa bromita, dormirás esta noche al fresco.

Y le di con la puerta en el hocico. Caí en la cama como una piedra y el Puntillero tuvo compasión de mí y me dejó dormir hasta las diez de la mañana. Pero a esa hora me despertó a gritos diciéndome:

—Joaquín, Joaquín levántate ahora mismo. Está ahí un alguacil de parte del alcalde para que te presentes inmediatamente en el Ayuntamiento.

—¿Pero qué pasa? —exclamé sobresaltado.

—Nada, al parecer, unos gitanos te acusan de que les has robado un oso.

Quedé estupefacto. No me acordaba absolutamente de nada. Sin embargo, poco a poco fué entrando la luz en mi cerebro y me di cuenta de lo que había pasado aquella noche. Me vestí rápidamente y me dirigí al Ayuntamiento. Cuando llegué allá, el oso ya había parecido y los bohemios andaban por el pueblo tocando el pandero y haciéndole bailar. Le habían encontrado debajo de un hórreo donde se había comido más de una arroba de paja que allí estaba amontonada.

Cuando le conté el caso al alcalde quería desnudarse de risa y en vez de ponerme multa se la puso a los gitanos por haber dejado un animal peligroso en libertad.

Al salir del Ayuntamiento tropecé con mi amigo Rufo que había dormido en la taberna de Jerónimo debajo de una mesa. Le habían robado la guitarra y venía a dar queja al alcalde sospechando de los bohemios. No consiguió nada. El oso había parecido pero la guitarra no volvió a verla en su vida».

VII: LA PARTIDA

La primavera sopló otra vez sobre nuestra feliz aldea; las rosas se abrieron, los mirlos cantaron en la pomarada, los terneros mugieron en el establo, los céfiros nos traían sobre sus alas perfumadas los rumores del bosque, gorjeos de pájaros enamorados: la zarzamora que tapizaba los caminos se llenaba de florecillas moradas: del balcón de mi cuarto colgaban ya los pámpanos que alegres temblaban al nacer la aurora…

Todos estos signos de la gloriosa resurrección de la naturaleza alegraba a los hombres y a los animales, pero a mí me inquietaban vivamente. Había oído decir repetidas veces a mi madre que en cuanto viniese la primavera partiríamos para Avilés. Por aquel tiempo no sabía yo que esta villa guardaba en su seno placeres mucho más exquisitos que los que podía brindarme Entralgo. Pensando en la escuela, en la gramática, en las planas, en la vara de avellano de don Juan de la Cruz se me ponía la carne de gallina.

¿A qué pensar en ello, sin embargo? Aquí estaban aguardándome a la puerta, como siempre, mis amigos Ramón, Sixto, José, Segundo, una guardia fiel y decidida que yo había logrado formarme durante mi estancia en la aldea. Corríamos los senderos, trepábamos a los árboles para alcanzar los nidos, hacíamos hogueras y asábamos allí patatas, cortábamos varas de sauco para construir tira-tacos, nos pasábamos horas enteras espiando la guarida de las anguilas en los arroyos, pero sin lograr jamás atrapar ninguna, toreábamos a los carneros (desde mi fatal aventura y en pocos meses había ya dado grandes pasos en el arte taurino), montábamos en todos los caballos que encontrábamos sueltos por los caminos.

Este último recreo ofrecía más de un peligro, para mí especialmente, que no era ni tan duro ni tan diestro como mis compañeros. Tuve ocasión de experimentarlo bien pronto. En una de aquellas tardes primaverales habíamos estado en el río levantando piedras y piedras para atrapar truchas. No era más que un simulacro, porque en el fondo estábamos persuadidos de que nunca pescaríamos una. Cuando nos fatigamos de aquel infructuoso ejercicio nos decidimos a regresar al pueblo. Apenas habíamos caminado algunos pasos tropezamos con un gran caballo pastando la yerba que crecía en aquel terreno guijarroso. Acometido de un vértigo de grandeza dije:

—Voy a montar ese caballo.

Los amigos trataron de disuadirme porque sabían perfectamente a qué atenerse respecto a mis adelantos en la equitación.

—Es demasiado alto.

—No importa. Vosotros me ayudaréis a montar.

Debo confesar que lo hicieron de mala gana, pero lo hicieron. Entre todos ellos fuí izado sobre el lomo del animal, que no era ni fogoso ni resabiado. Lo único que hizo fué trotar acompasadamente en dirección a la aldea. Pero yo no supe acomodarme a su compás, comencé a vacilar, perdí al fin el equilibrio y di pronto con las narices en el suelo.

Una de las cosas menos gratas de la existencia es, sin duda, caer de narices contra una piedra desde un caballo de ocho cuartas. Yo que no las tenía de cemento armado las sentí deteriorar con un vivo dolor que me hizo prorrumpir en gritos. Mis amigos al escucharlos y al verme yacente y ensangrentado, se dispersaron como los discípulos de Jesús cuando su divino Maestro fué clavado a la cruz. Acudió a los pocos momentos en mi auxilio un criado llamado Linón que ya lo había sido de mi abuelo y que por casualidad acertó a pasar por allí. Me levantó del suelo, me llevó al río y me lavó el rostro. Mientras lo hacía no cesaba de instruirme con saludables advertencias.

—Ya ves lo que sucede por ser atrevido. —¿Quién te ha mandado subirte a un caballo si no sabes montar? —Si hubieras sido formal no te pasaría esto. —¡Qué ocurrencia ha sido la tuya de montar en un caballo tan alto y a pelo!, etc., etc.

Es posible que sea un consuelo el averiguar cuando uno se rompe las narices, que si hubiera hecho esto o dejado de hacer aquello habría evitado la ruptura, pero yo no experimenté ninguno en aquella ocasión. Al contrario, cuanto más persuasivo se mostraba Linón, más triste y miserable me sentía yo. Por fin me llevó en brazos hasta casa y no fué débil el susto de mis padres al verme en tal estado. Se me aplicaron compresas de árnica y mi buen padre estuvo toda la noche renovándolas incesantemente.

Creí del caso en tales momentos encomendarme o hacer promesa de visitar algún santuario. En vez de uno prometí visitar dos, el de la Virgen de Covadonga y el del Santo Cristo de Candás. Ignoro por qué fuí tan lejos en mi devoción teniendo cerca al milagroso San Nicolás de Campiellos. ¿Sería por deseos de viajar o bien porque se me hubiera comunicado el desprecio que sentía nuestro párroco hacia el santuario de Campiellos? De todos modos mi madre quedó complacidísima y prometió llevarme a Covadonga y a Candás tan pronto como nos halláramos en Avilés.

Al día siguiente vino el médico, se me pusieron los vendajes necesarios y en pocos días quedé curado. Sin embargo, más adelante se necesitó la intervención de un médico de Oviedo y toda mi vida me resentí de aquella caída.

Se hablaba ya bastante en casa de nuestra partida; se fijó por fin el día. Yo estaba tristísimo, aunque se había restringido mi libertad, después de la caída. Pero aún lo estaba más, a mi juicio, el sobrino del señor cura de la Pola y diré en pocas palabras por qué.

Había traído mi madre de Avilés una doncella de espléndida belleza llamada Alvarina. Pasaba por una de las más hermosas jóvenes de Avilés: no necesito añadir más, pues la belleza de las mujeres de esta villa es proverbial en España. Yo amaba a esta Alvarina con todo mi corazón, no tanto por su belleza como por su bondad. En los niños el amor es intelectual y más razonado que en los hombres. Sólo en los degenerados amanece temprano la sensualidad. Claro está que la belleza ejerce una influencia favorable sobre todos los seres, mas a pesar de su gran hermosura si esta mujer hubiera sido mala no la habría amado. Lejos de esto, yo la encontraba siempre dulce y afable procurándome recreos, guardándome golosinas, tapando mis faltas cuando las cometía. Hacía aún más y mejor, y era darme aliento para ser bueno y valeroso. Con un instinto pedagógico que hoy mismo me parece digno de toda admiración, hallaba fácilmente los medios más adecuados para conseguirlo. Cuando en casa había cualquier desavenencia y mi madre nos residenciaba y comenzaba el interrogatorio, Alvarina decía en voz alta:

—Que diga el niño cómo ha sucedido. El niño no miente.

Es increíble el efecto que me causaba esta apelación a mi veracidad. Me llenaba de orgullo, y en aquel momento hubiera declarado la verdad aunque me arrastrasen después a la horca.

Si se trataba de llevar la bujía después que me había acostado y dejarme a obscuras, Alvarina decía en tono resuelto:

—Podéis llevar la luz: el niño no tiene miedo.

Y yo que lo sentía, y bien horrible por cierto, me mordía los labios, metía la cabeza entre las sábanas pero no dejaba escapar la más leve protesta.

De tal manera esta hermosa joven contribuyó mejor a mi educación moral que cuantos libros he leído y sermones he escuchado después. Ella me hizo un hombre verídico y lo fuí bastante hasta que me dediqué a novelista. Dios se lo pague.

Pues de esta Alvarina tan bella, tan gentil, tan bondadosa, se enamoró perdidamente el sobrino del señor cura de la Pola, un apuesto mancebo que estudiaba el último año de sagrada teología. Aquel de mis lectores que no hubiera hecho lo mismo que le tire la primera piedra. Había venido a pasar una temporada a Laviana y había suspendido momentáneamente sus estudios no recuerdo por qué; quizá porque su tío se hallaba delicado de salud y viniese a cuidarlo. Nos visitaba con frecuencia y puede suponerse que desde que el hijo de Venus le disparó una de sus mortíferas flechas, nos visitaba con más frecuencia aún. El cuitado inventaba mil artificiosos pretextos para justificar estas visitas. Una vez venía a traer a mi padre cierta semilla de guisantes para la huerta, otra venía a preguntarle de parte de su tío cualquier menudencia referente a un arrendatario, o bien me traía una primorosa casita de cartón para los grillos o traía a mi madre una plantita de albahaca o geranio. Mi madre sonreía viéndole perderse en un laberinto de razonamientos especiosos y yo sonreía también viendo a mi madre sonreír. El pobre chico se ponía encarnado hasta las orejas, hasta que concluía por toser de un modo formidable y mi madre le decía que cuidase aquel catarro pues en los jóvenes es peligroso, y él se ponía más colorado aún, lo cual parecía en verdad imposible.

Mi enfermedad fué para él la salud. Venía a verme todos los días y raro era aquel en que no me regalase con cualquier chuchería. Me acompañaba largos ratos y durante estos ratos Alvarina entraba y salía tantas veces en mi habitación llevando y trayendo objetos que no parecía otra cosa sino que nos estábamos mudando de casa y fuera ella sola la encargada de efectuar la mudanza. Cuando al cabo sané tampoco quiso privarme de su amable compañía comprendiendo que en la convalecencia es cuando hay que ejercer una vigilancia más activa y estrecha a fin de evitar una recaída.

Llegó por fin la víspera del día aciago en que debíamos abandonar aquella mansión venturosa. Porque para mí Entralgo, a pesar del reciente fracaso de mi nariz, continuaba siendo el paraíso terrenal. Se dispuso que saliésemos al amanecer a fin de poder llegar a Avilés por la tarde. Dejaríamos los caballos en Sama, donde nos aguardaba un coche que nos trasladaría a nuestra villa haciendo parada en Oviedo para comer. Como debíamos levantarnos excesivamente temprano, mi madre creyó mejor que no nos acostásemos y pasásemos la noche en alegre reunión. No sólo los amigos de Entralgo sino algunos de la Pola vinieron a acompañarnos en aquella velada que fué divertida y ruidosa como ninguna. No me parece necesario añadir que entre los últimos figuraba el enamorado seminarista sobrino del cura de la Pola.

Se bailó, se jugó, se cantó, se improvisó, se disparató cuanto es imaginable. El seminarista y Alvarina, que hasta aquel día se habían mostrado reservados y evitaban con el mayor cuidado el manifestar públicamente su inclinación, se creyeron dispensados ya de todo disimulo y sentados en un rincón de la sala no se apartaban el uno del otro y charlaban animadamente con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Ambos parecían estar alegres o por lo menos querían demostrarlo. Sobre todo el seminarista ostentaba una jovialidad tan excesiva que yo mismo, a pesar de no haber cursado aún la asignatura de Psicología, adivinaba que era falsa.

Naturalmente las bromas de los tertulios iban dirigidas a menudo hacia ellos y naturalmente ellos se ruborizaban, pero no abandonaban por eso ni su posición feliz ni el hilo de su discurso interminable. No faltaba allí como en muchas tertulias, particularmente en las de aldea, un payaso que nos divertía con sus bufonadas, y este payaso no cesaba de vejar a la amartelada pareja, improvisando coplas a su salud.

Como de costumbre yo sentí al cabo que los párpados me pesaban, fuí al sofá y me dormí al lado de mi madre. Cuando desperté la tertulia continuaba tan bulliciosa como antes, pero mi madre no estaba allí; el seminarista y Alvarina también habían desaparecido. Entonces me levanté y buscando a mi madre me dirigí al gabinete contiguo cuya puerta se hallaba entreabierta. No había luz dentro y sólo la que entraba por la puerta lo esclarecía. Pude ver, sin embargo, a mi amigo el seminarista sentado en una silla con la cabeza entre las manos y sollozando perdidamente. En pie al lado suyo mi madre y Manola hacían esfuerzos por consolarle y animarle.

¡Pobre joven! Jamás se me ha borrado de la memoria esta escena. Años después supe que era un sacerdote ejemplar. No me sorprende porque Dios no abandona a aquellos que saben tomar a su propio corazón entre las manos y estrujarle.

VIII: AVILÉS

Cuando llegué a Madrid para estudiar mi carrera y vi en los escaparates de las tiendas de comestibles unos cartelitos que decían: Jamón de Avilés no pude menos de experimentar profunda sorpresa. A esta sorpresa siguió inmediatamente un sentimiento de vergüenza y de irritación. ¿Cómo? ¡La villa poética por excelencia, la villa de las mujeres hermosas y las canciones románticas, aquella blanca paloma del Cantábrico era conocida en el resto de España solamente por sus jamones!

Jamás pudiera imaginarlo ni lo imaginó ninguno de sus hijos. Viviendo en Avilés hasta entonces a nadie había oído gloriarse de esta grosera ventaja. Ni aun sabía que en Avilés existiesen cerdos. Mientras allí estuve no conocí más que uno, cierto administrador de correos que se comía las sardinas crudas y entregaba las cartas abiertas. Pero este administrador no había nacido en Avilés.

Si yo no he nacido tampoco en esta villa a ella me trajeron cuando contaba sólo algunos meses de edad. De modo que puedo y quiero considerarla como mi segunda patria.

Los avilesinos son nobles, alegres, probos y están dotados de viva imaginación, aman la música, son sentimentales y un poco románticos. Reina en este pueblo una amable jovialidad infantil que ensancha el corazón de cuantos viajeros lo visitan y aleja instantáneamente su mal humor. A muchos he oído decir que así que ponían los pies en Avilés se sentían cambiados, olvidaban sus penas y amaban otra vez la vida. Por todo lo cual sería muy justo que el Gobierno de la nación declarase a esta villa sanatorio oficial para los neurasténicos.

A mis oídos ha llegado el rumor de que los avilesinos actualmente toman en serio las mezquindades de la política. Me resisto a creerlo. Hace sesenta años en Avilés no existía la política ni nadie pensaba más que en servir a Dios y bailar habaneras. Si había elecciones, que yo lo dudo mucho, era cosa que se efectuaba allá en secreto en el Ayuntamiento entre unos cuantos señores que regresaban a la hora de comer a sus casas furiosos porque se les hubiera molestado para cosa tan baladí.

En cambio cuando se trataba de una romería todos éramos unos. Grandes y pequeños, hombres y mujeres, ancianos y niños marchábamos como un solo cuerpo. Si el santuario estaba lejos se iba por la mañana y las domésticas llevaban en grandes cestas la comida: si estaba cerca íbamos después de comer. Pero había uno, el más principal de todos, el de Nuestra Señora de la Luz que estaba cerca y sin embargo no faltaban sibaritas que al rayar el alba subían a la pintoresca colina provistos de bizcochos, compraban a las aldeanas pucheros de leche y después de proporcionarse este regalo jugaban con las vasijas hasta romperlas y volvían a casa para restituirse de nuevo a la romería por la tarde.

¿Qué se hacía en estas romerías? Pues bailar, bailar hasta caer exánime sobre el césped. En Avilés el no saber bailar constituye un crimen de lesa majestad. Todo el mundo habrá oído decir que de aquí han salido los primeros bailarines del mundo. Cuando por primera vez me llevaron mis padres a un baile del Liceo (tenía yo diez y seis años) mi madre me dijo gravemente: —«Anda ve a pedir este vals a Romana que es la que mejor lo baila en Avilés». —Romana era una señorita de cuarenta años y bailaba de un modo increíble, como una sílfide veterana. Me arrebató en sus brazos y después de hacerme rodar como un trompo por espacio de un cuarto de hora me entregó casi privado de conocimiento a mis padres.

Se formaban corros de señoritas y corros de artesanas y en unos y otros se bailaba frenéticamente. No existía la lucha de clases; y la prueba es que muchos señoritos abandonaban el círculo de sus iguales y se introducían en el de las artesanas sin que los obreros se diesen por ofendidos. En los años que allí viví no he presenciado jamás una reyerta. ¡Cuán distintos de ellos los hijos belicosos del valle de Laviana donde vi la luz del día! Aquí no se celebraba romería sin que a la hora de ponerse el sol no viniesen fieramente a las manos las huestes acaudilladas respectivamente por Nolo de la Braña y Toribión de Lorio.

Al ponerse el sol regresaban los romeros a la villa entonando a dúo unas canciones románticas que aún me enternecen cuando las recuerdo.

Era la Bayamesa.

No recuerdas gentil Bayamesa
Que tú fuiste mi sol refulgente…

Era la Sútil nube

Sútil nube de luz ondulante.

Era el delicioso pasacalle que todo el mundo conoce.

Calle la del Rivero
Calle del Cristo.

Y algunos señoritos, sin duda para cantar con más afinación, traían colgada del brazo una linda menestrala más gentil y más ondulante que la bayamesa y la nube de sus canciones. Cantaban estas muchachas como los ángeles que rodean el trono del Altísimo y cuando las oía al pasar por el soportal debajo de mi casa me creía transportado al cielo. Mi padre pretendía que aliñaban el canto con adornos de mal gusto; pero no hay que hacer caso de mi padre en este punto porque había nacido en Oviedo y ya se sabe que todos los pueblos de la provincia, incluso la capital, nos tenían una envidia rabiosa.

La mayoría de las calles de Avilés está provista de arcos o pórticos que preservan de la lluvia y del sol al transeunte. Las dos más largas, la del Rivero, donde yo vivía, y la de Galiana, tienen al final cada una un santuario donde se venera un milagroso Cristo, como si la hermosa villa quisiera poner su alegría y su inocencia bajo la guarda de Aquel que dijo: «O niños o como niños».

Yo estaba persuadido en mi niñez de que estos pórticos se habían construído exclusivamente con el objeto de que nosotros los chicos pudiéramos divertirnos lo mismo que hiciera bueno que mal tiempo. Asimismo pensaba que la Providencia había colocado una espaciosa plaza delante de la iglesia de San Francisco llamada la Campa, para que nosotros pudiéramos jugar a la pelota, a la peonza y a Justicias y Ladrones, y delante del arruinado convento de la Merced, otro gran espacio llamado Campo Caín, donde había siempre grandes montones de lodo destinados sin duda alguna al juego del llancón (la estaca).

Pero cuando la Providencia se mostró verdaderamente perspicaz fué cuando sugirió al ministro de Fomento la idea de canalizar la ría y de enviar como director de las obras a un hermano de mi padre. Di gracias a Dios de todo corazón porque comprendí inmediatamente que todos aquellos trabajos y los millones gastados en ellos no tenían otro fin que el de poner a mi disposición un bote, el bote de la Empresa, para convidar a mis amigos y surcar con ellos en todas direcciones a marea baja y a marea alta la famosa ría. Tanto la surqué que en poco tiempo llegué a saberme de memoria las vueltas y revueltas del canal. A marea alta podría señalar, sin equivocarme en medio metro, el sitio por donde corría.

Avilés se compone de dos barrios, uno el de la villa propiamente dicha y otro el de Sabugo, donde habitan los marineros, pescadores y menestrales de menor cuantía. Los separaba en mi tiempo un brazo de la ría, sobre el cual había un puente de piedra. Hoy se ha cegado este brazo y sobre él han edificado una plaza y construído un parque. Para nosotros, los niños de la villa, Sabugo significaba el país enemigo. Allí estaban los bárbaros acechándonos noche y día para caer sobre nosotros al menor descuido y entregarse al pillaje. De allí salían aquellos bandidos que cuando nos apartábamos un poco del recinto de la villa para echar al aire nuestras sierpes (cometas) acudían feroces como si la tierra o por mejor decir el infierno los vomitasen y nos cortaban los hilos y se apoderaban de nuestras sierpes y además nos hartaban de bofetadas. ¿Dónde estaba la Reina? ¿Dónde estaba la Guardia civil? ¿Dónde estaba la policía para poner a buen recaudo a estos salteadores? Por ninguna parte asomaba la mano del poder coercitivo mostrando que vivíamos en una sociedad organizada. La vida de los niños repite sin cesar al través de los siglos el tipo anárquico de los tiempos primitivos.

Existía en Avilés una academia de música, un teatro, una sociedad de baile. De todo esto era el alma un tío mío oficial de artillería retirado y valetudinario. A pesar de sus crueles achaques este perfecto caballero esparcía la alegría y mantenía vivo en su pueblo natal el cultivo del arte. Cuando se erigió el pequeño teatro de la calle de la Cámara sus conciudadanos agradecidos le dejaron construir en apartado rincón un palco con celosía desde donde el buen viejo podía asistir a las representaciones sin ser visto.

La sociedad de baile llamada el Liceo estaba situada en el antiguo convento de San Francisco. Porque los arruinados conventos de la Merced y de San Francisco servían para todo, para escuelas, para cátedras, para cuartel, para oficinas, para aduanas… y hasta para salones de baile. El del Liceo era magnífico, de elevada techumbre y lindamente decorado. Los bailes se celebraban allí con toda pompa y majestad y eran el orgullo de la villa y la envidia de los extraños. Las damas y los caballeros que a ellos asistían o estaban unidos por los lazos del parentesco o eran amigos íntimos desde la infancia. En una población de ocho mil habitantes nada tiene de asombroso. Pues a pesar de eso todo se efectuaba allí con una gravedad y una corrección dignas de cualquier recepción diplomática. Las damas iban descotadas luciendo sus brazos y espaldas alabastrinas, los caballeros de frac y corbata blanca. El presidente nombraba la comisión de jóvenes introductores. La orquesta tocaba oculta desde una tribuna; los criados entraban a cierta hora con grandes bandejas de plata atestadas de confites. Se hablaba en voz baja, y los amigos con sus amigos y hasta los hermanos con sus hermanas adoptaban una actitud fría y cortesana. Todo era allí ceremonioso, imponente, dramático. Nadie dudaba de que al bailar un rigodón o una mazurca estaba cumpliendo con el sagrado deber de ilustrar a su patria.

Ya puede imaginarse el efecto que causaría la desenvoltura de un joven lánguido y displicente hijo de un banquero de Oviedo que en el baile más solemne de Avilés, nada menos que en el baile de San Agustín, penetró en el salón del Liceo con botas de color, americana de alpaca y una sombrilla en la mano. El presidente le envió un recado por medio del conserje para que desalojase inmediatamente. Así lo hizo, pero la herida estaba ya inferida. A la mañana siguiente la noticia corrió como un reguero de pólvora por todos los ámbitos de la población levantando una tempestad de protestas. La villa entera vibró de indignación y de cólera. Los jóvenes y los viejos, lo mismo los caballeros que los menestrales gimieron al unísono por aquella puñalada que a nuestra amada villa le habían dado por la espalda. En los cafés, en las tiendas, en medio de la calle se hacían comentarios acalorados. Debajo de los arcos del Ayuntamiento se formaron corrillos amenazadores. En el centro de uno de ellos un viejo capitán de barco mercante vociferaba aconsejando que se fuese al hotel donde el mequetrefe de Oviedo se alojaba y se le arrojase por el balcón. El mequetrefe, escuchando la voz de la prudencia, tomó a bien meterse en la diligencia de Oviedo sustrayéndose de este modo a un probable lynchamiento.

Los avilesinos son apasionados del arte lírico y dramático. Cada una de las compañías de verso, de zarzuela o de ópera que durante la temporada de verano venían a dar entre nosotros algunas representaciones, lograban conmover hasta los cimientos la villa y exaltar todos los ánimos. No sólo se aplaudía a los cómicos y cantantes en el teatro; se les festejaba fuera, se organizaban en su obsequio jiras campestres y excursiones marítimas y se aspiraba ambiciosamente a tratarles con intimidad. Nuestros jóvenes se creían felices el día que tuteaban al barítono o les llamaba por su nombre de pila la dama joven. El pueblo improvisaba coplas alusivas a ellos y se cantaban por la calle. Recuerdo que llegaron en cierta ocasión un tenor llamado Palermi y una tiple llamada la Dalti que lograron cautivar como nunca a la población. Habiendo enfermado ésta se oía cantar a los chicos y a las artesanas por las calles de Avilés:

¿Qué tienes Palermi
que tan triste estás?
Me falta la Dalti
no puedo cantar.

Cuando la compañía contaba con dos tiples o dos tenores inmediatamente se tomaba parte por uno de ellos; la población se dividía en dos bandos: lo mismo en las tertulias particulares que en los cafés se discutía apasionadamente, se aquilataban sus méritos y se escudriñaban sus defectos. En cierta compañía llegaron dos tiples, una alta y gruesa a quien el pueblo llamó en seguida la tiplona, y otra bajita y menuda a quien se conoció por el sobrenombre de la tiplina. Una y otra tuvieron inmediatamente sus partidarios tan exaltados los unos como los otros. Los dos bandos riñeron una tarde en el paseo del Bombé y vinieron a las manos y un señorito partidario de la tiplona salió de la reyerta con las narices ensangrentadas.

Pero estas alegrías terminaban así que las Pléyades asomaban la punta de su carrito por el horizonte y el cierzo comenzaba a soplar frío y húmedo. Durante el invierno no había teatro. Algún prestidigitador extraviado, algunos exhibidores de vacas sabias o de focas amaestradas, niñas gordas, enanos y otros monstruos. Nada, en suma, que pudiera satisfacer los anhelos espirituales de aquel pueblo artista por excelencia.

No obstante, estos anhelos se abrían paso y se mostraban poderosos al través de las brumas, de la soledad y monotonía del invierno. Entregada a sus propios recursos la villa de Avilés mostraba su vitalidad y su amor a la carátula. Formábase una compañía de aficionados que actuaba con bastante frecuencia en el teatro. Entre estos aficionados había algunos que en mi opinión pudieran competir con los buenos actores que después he visto en Madrid. Había también un fecundísimo poeta llamado don Pedro Carreño que abastecía a la compañía de dramas, tragedias, comedias y entremeses. Este notable poeta no sólo escribía las obras dramáticas sino que, como Shakespeare, las dirigía y las representaba personalmente, si bien, como el gran poeta inglés, se reservaba sólo los papeles secundarios. Del inmenso catálogo de sus obras, sólo muy pocas fueron impresas en vida lo mismo que acaeció con las del autor de Hamlet, y para que la semejanza sea más completa añadiré que adoptaba también para ellas títulos caprichosos y fantásticos. Uno de sus dramas más aplaudidos se titulaba, si no recuerdo mal, Más vale que sierren tablas, de sabor verdaderamente shakespeariano.

Pero donde se hizo ostensible de manera más evidente el poder de nuestra raza y lo maravillosamente dotada que está para el cultivo de las Artes, fué cuando unos cuantos aficionados, luchando con dificultades increíbles, se resolvieron a poner en escena y cantar una ópera. No creo que ningún otro pueblo de España lo haya intentado siquiera. La ópera elegida fué la Lucía di Lammermoor del maestro Donizeti. Un ebanista de la calle de la Herrería llamado Mariño, que poseía una agradable voz de tenor, desempeñó el papel de Edgardo y un barbero de los arcos de la plaza el de barítono. Lo más escogido de la sociedad avilesina figuraba en los coros de ambos sexos.

¿Será arrogancia, por mi parte, el decir que una villa capaz de llevar a feliz término tales empresas merece ser conocida en el mundo de otro modo que por sus jamones?

IX: PRIMERAS IMPRESIONES

Mis primeras impresiones no son de Entralgo, aunque haya nacido allí como he dicho. La primera vez que me di cuenta de la existencia o me reconocí como un ser viviente fué en Avilés, debajo de una mesa. Estaba allí oculto, silencioso y trabajando. ¿En qué trabajaba? En abrir un agujero a un gran pan de cuatro libras que había logrado hacer descender desde la mesa hasta mis manos. No comprendo cómo pude llevar a feliz término esta grave operación tan superior a mis fuerzas, porque yo no contaría entonces más de dos años de edad. Para realizarla no disponía de maromas, cabestrantes y poleas, sino de mis propios brazos solamente, que a más de no tener nada de atléticos se hallaban algo trabados por una blusa verde demasiadamente almidonada. Tengo una idea de que el pan estaba al borde de la mesa y que le fuí haciendo resbalar poco a poco hasta que por su propio peso cayó sobre mí y como yo no podía sostenerle me dejé caer a mi vez en el suelo abrazado a él.

Ni mi madre, que bordaba en un rincón del comedor, ni una señora parienta suya que la acompañaba, ni la costurera, empeñadas todas tres en animada plática, se dieron cuenta del arriesgado trabajo preparatorio que yo acababa de realizar.

Una vez que me vi dueño del pan me arrastré cautelosamente hasta colocarme debajo de la mesa y allí principié mi tarea perforadora con la paciencia de un chino y la terquedad de un astur. Lo más difícil, lo que parecía casi imposible de realizar era la ruptura de la corteza. Yo la acometí, sin embargo, con buen ánimo. Humedeciendo el dedo con saliva y después de largo y penoso trabajo logré al fin romperla. Lo demás era relativamente fácil. El túnel se fué abriendo poco a poco y los escombros pasaban rápidamente a mi estómago.

Al cabo vi que mi madre preguntaba por mí. Se me buscó con la vista y cuando advirtieron que me hallaba debajo de la mesa y tenía un pan entre mis piernas quedaron altamente sorprendidas. Sin embargo, a la costurera no le pareció aquella situación decorosa para el hijo primogénito de una respetable familia y vino a sacarme de ella tomando el pan y colocándolo sobre la mesa. ¡Cómo podía figurarse que aquel pan no guardaba ya su integridad! Mis tiernas manos no podían, en efecto, atentar a ella de un modo violento pero ignoraban lo que puede el ingenio apretado por la necesidad.

Un escozor le acometió a mi madre y era que el pan podía haberse manchado en el suelo. Por su orden la costurera vino a comprobarlo. Al hacerlo dejó escapar un grito de sorpresa y después una alegre carcajada.

—¡Señora, mire por su vida lo que el niño ha hecho! ¡Qué cosa más graciosa!

El agujero debía de ser efectivamente muy gracioso porque mi madre y mi tía se retorcían de risa contemplándolo. Y según oía decir, entre las carcajadas que fluían de su boca, estaba admirablemente hecho; era una verdadera obra de arte.

Tal es mi primera impresión consciente en esta vida terrestre a la cual Dios plugo enviarme, y el dato intuitivo de más importancia que de ella adquirí por entonces. La perforación de un túnel fué mi primer trabajo serio en este mundo. Parecía por ello que yo estaba destinado a ser ingeniero. Sin embargo, no fué así como el lector verá si se digna seguir leyendo estas memorias.

Después recuerdo perfectamente que no me pesaba poco ni mucho de haber adquirido conciencia o haber nacido en este mundo, el cual no me parecía un valle de lágrimas sino vergel delicioso. Todo era exquisito y bello; la sala con su sillería enfundada, el gabinete, el tocador de mi madre, el cestito de su labor, las librerías de mi padre, su butaca… ¡oh!, su butaca forrada de gutapercha verde, donde me refugiaba entre sus piernas cuando le veía sentado y le hacía preguntas sobre preguntas, informándome acerca de todos los secretos de la creación que yo desconocía en absoluto. «Los carneros, ¿por qué tienen el pelo tan largo, papá? Los caballos, ¿por qué no lo tienen? ¿La lluvia cae del cielo? Entonces, el cielo estará mojado siempre ¿verdad? La huerta de mi primo ¿por qué es mayor que la nuestra? ¿Por qué tienes barba y yo no la tengo ni mamá tampoco? ¡Ah!, la tengo dentro y me saldrá; entonces también a mamá le saldrá. ¿Por qué no le saldrá a mamá y a mí sí?…».

Mi padre respondía a mis preguntas con la mayor bondad, dulce y satisfactoriamente. Es decir, satisfactoriamente no siempre. Alguna vez advertía en sus respuestas cierta falta de lógica y que se deslizaba más de un sofisma en su discurso. Pero no se lo hacía ver, disimulaba y me daba por convencido porque adoraba a mi padre y por nada del mundo quería verle humillado.

Todos eran buenos y amables para mí. Cuando salía a la calle, cuantas personas encontrábamos me acariciaban y pasaba de unos brazos a otros encontrando en todos protección y cariño. En las casas de amigos y parientes adonde me llevaban, me acogían con gritos de alegría, me agasajaban y regalaban, nunca querían dejarme marchar. La que más me placía era la de mi madrina, una hermana de mi abuela que tenía cuatro hijos jóvenes, tres varones y una hembra, todos ellos entre diez y seis y veinticinco años. Era una hermosa casa, un gran patio central rodeado de galería de cristales y lleno para mí de sorpresas agradables, un magnífico reloj de música, una terraza con columpio, una pajarera, dulce de membrillo. Luego uno de mis tíos tocaba admirablemente la flauta, otro el piano, mi tía Modestina cantaba. ¡Oh Dios mío cuánto me mimaban aquellos buenos tíos! Lo recuerdo todo como un sueño feliz. El mundo se me ofrecía bajo un aspecto mágico, era un fanal maravilloso destinado a guardar seres amables y dichosos. Gustaba por primera vez el encanto de vivir; como una irisada mariposa nadaba en un mar de perfumes bebiendo la luz, saturándome de amor y de alegría…

Todo pasó, todo se hundió en los abismos del tiempo. Sin embargo, Dios misericordioso me ha dejado el consuelo de poder evocar cuando quiero aquel mundo mágico. No tengo más que canturrear un vals, que cantaba en aquella época mi tía Modestina y cuya letra empezaba:

Hubo un tiempo vida mía
en que tu boca de rosa
una sonrisa amorosa
dibujaba para mí.

para que repentinamente corra un estremecimiento de dicha por mi alma y surja ante mis ojos con todo su embeleso la mañana de mi vida, y vuelva a escuchar la voz y ver el rostro de aquellos seres amados que ya no existen. Lo hago pocas veces, no obstante, porque sé que las impresiones se gastan como el dinero y quiero ser avaro. La idea de que pudiera disiparse mi tesoro me horroriza.

Muchas, muchísimas veces me he preguntado después en el curso de mi vida, ¿cuál será el mundo verdaderamente real, aquel que yo veía en mi infancia o este otro que ahora contemplo al través del velo tejido de perfidias, traiciones, bajezas y ruindades que los años colocaron delante de mis ojos? Ya sé que para la gran mayoría de los hombres el caso no es dudoso. Sin embargo, para mí lo es y para un cierto sujeto de algún talento que vivió hace muchos años, a quien llamaban Platón, también lo sería. Hay momentos en que me acometen ideas verdaderamente extravagantes y absurdas. En uno de esos momentos he llegado a pensar que en el concierto universal de los mundos siderales el vals de mi tía Modestina significa más que una sesión de Cortes. Guárdame, lector, el secreto de esta locura y de otras muchas que verás en las presentes memorias. Eres para mí un amigo íntimo, un confidente discreto en cuyo oído deposito todo lo que rebosa de mi corazón.

Un poco más adelante se alza ya en mi memoria cierta triste impresión, que es cronológicamente la primera de las muchas parecidas con que la vida me brindó más adelante. Habiendo quedado abierta, por descuido, la puerta de la calle, un mendigo anciano se deslizó dentro de casa; subió la escalera y se apoderó de un objeto, que me parece era una gorra de mi padre. Le sorprendieron en el momento de marcharse y hubo gran confusión y alarma. Veo, como si lo tuviera delante de los ojos, a aquel anciano andrajoso de barba blanca, en medio de la escalera, con sus brazos abiertos disculpándose, pidiendo perdón. Y unos peldaños más arriba veo a mi madre, a la costurera y las criadas increpándole furiosamente. Recuerdo que sentí una impresión dolorosa, una compasión infinita por aquel pobre viejo tan miserable, tan humillado. Mi pequeño corazón se revelaba contra los insultos que le dirigían y se me representaba su injusticia. Percibía claramente que nosotros vivíamos bien y teníamos aún más de lo que nos hacía falta, mientras aquel anciano desvalido carecía de lo indispensable para sustentarse. La piqueta socialista comenzó a abrir brecha en mi cerebro infantil.

Pocos días después o pocos meses, que esto no puedo precisarlo, era yo feliz con un juguete que mi tío me había traído de Madrid, un moro de goma pintado de vívidos colores. Estaba orgulloso con él y lo mostraba a todos los conocidos y desconocidos. Entre estos últimos acertó a pasar por delante de mi portal un chicuelo de seis u ocho años, el cual se manifestó inmediatamente como un admirador incondicional de mi árabe. Nada podía halagarme más en aquel momento. Así que para demostrarle mi complacencia y lo mucho que estimaba sus honrados sentimientos, me avine, como él lo deseaba, a entregárselo para que pudiera examinarlo con todo detenimiento. Ponérselo en las manos y emprender una carrera vertiginosa fué todo uno. De tal manera, que unos segundos después perdí de vista al moro y a su compañero y no volví a verlos en mi vida.

Las lágrimas que derramé y la cólera encendida que se apoderó de mí, nadie puede figurárselos. En aquel momento deseaba ardientemente que todo el peso de la ley cayese sobre el ladrón, que la Guardia Civil se apoderase de él, que le metiese en un calabozo y le azotase. Las ideas conservadoras se enseñorearon completamente de mi alma.

Y he aquí cómo a los tres años de edad era ya lo que fuí después toda mi vida, un conservador forrado de socialista o un socialista forrado de conservador, como mejor se quiera.

Hay otra impresión que guardo también muy viva de esta época. Me veo sentado a la mesa en una silla de brazos estrecha y alta. Sirven una fuente de truchas, me ponen una y yo me empeño en comerla con los dedos como había visto hacer a Mateo el nieto de la Colasa, una mujer que venía a casa a fregar los suelos. Mi madre se opone resueltamente y me da un ligero golpe en las manos. Esto me irrita y enciende más mi deseo. Vuelvo a tomar un pedacito de trucha con los dedos y mi madre me aplica otro golpe más fuerte. Grito, me obstino, y a viva fuerza quiero hacer mi voluntad. Entonces mi madre encolerizada se levanta, me da unas cuantas bofetadas, me arranca de la silla, y me lleva a un cuarto obscuro y me deja allí encerrado. Lloré y chillé tumbado en el suelo hasta quedar rendido. Al cabo observé que el ruido de platos cesaba, que la comida había terminado y mi madre se retiraba a su gabinete.

Poco tiempo después se abre la puerta de mi prisión, entra mi padre, me levanta, me besa y tomándome en brazos sube conmigo hasta su despacho, me deja allí y baja de nuevo subiendo en seguida con la fuente de las truchas.

Me sienta en su sillón, me pone un plato delante y dice con resolución:

—¡Ahora come como quieras!

Y se cruza de brazos para verme comer con los dedos.

Ya sé que esto es muy poco pedagógico y que mi madre tenía razón sobrada para castigarme. Sin embargo, no puedo recordar esta escena sin sentirme enternecido.

X: COMETO UN ASESINATO

Todo hombre ha merecido alguna vez la horca en el curso de su vida, dice Montaigne. Yo la merecí en edad bien temprana, pues no contaba más de cuatro años de edad. Oíd cómo sucedió:

En aquel tiempo existía en Avilés un monstruo llamado don Gregorio Zaldua. Este monstruo no comía los niños crudos como suelen hacer los otros monstruos; pero impedía que los niños comiesen nada ni crudo ni asado, y el resultado era igualmente funesto.

—El niño tiene la lengua sucia —decía mi madre en voz alta—. Hay que avisar a don Gregorio.

Y el niño, que era yo, se echaba a temblar como el cordero a la vista del lobo.

Llegaba el lobo, me miraba la lengua, me palpaba el vientre, me examinaba los párpados, y después de estas y otras odiosas maniobras, pronunciaba con la mayor indiferencia la horrible sentencia:

—Denle ustedes una onza de aceite de ricino en dos veces… Y dieta… ¡sobre todo mucha dieta!

¡Oh Dios del Sinaí!, ¡el aceite de ricino! Escuchando este nombre se me erizan aún los pocos cabellos blancos que me quedan en la cabeza.

—Es, que se resiste a tomarlo —decía mi madre tímidamente.

—Pues es muy sencillo hacérselo tragar. No tiene usted más que apretar la nariz con el dedo índice y el pulgar, y cuando abra la boca echárselo allá.

¡Bárbaro! Otras veces la sentencia era más suave.

—Póngale usted sobre el vientre una cataplasma de harina de linaza… y dieta… ¡sobre todo mucha dieta! Cuidado con que el niño coma absolutamente nada. En usted tengo confianza, pero hay que vigilar a Silverio porque es un padrazo incapaz de resistir el llanto del niño.

Verdad; mucha verdad. Mi padre por no verme sufrir, sería capaz de darme una rosquilla bañada de la confitería de Nepomuceno.

¡Oh las rosquillas bañadas de Nepomuceno! ¡Y las tabletas! ¡Y las crucetas! Jamás se ha visto ni se verá en el arte de la confitería una obra más perfecta, y apelo al testimonio de aquellos de mis contemporáneos que hayan tenido la felicidad de gustarlas.

Cuando alguna que otra vez tropiezo en los senderos de la vida con uno de estos dichosos mortales que han sufrido indigestiones por haber ingerido en su infancia demasiadas tabletas no puedo menos de abrazarle enternecido.

¡Pero buenos estaban los tiempos para rosquillas bañadas! Mi madre era vigilante y enérgica, y no diré una tableta, pero ni un pedazo de pan de la cocina me permitiría llevar a la boca. Mi padre no osaba interponerse; las criadas la secundaban, y yo quedaba a merced de aquel monstruo de don Gregorio, sumido en la más horrible miseria.

Imposible encontrarse en mayor aflicción y necesidad. Por mi pequeño corazón pasaba toda la tristeza y desolación que caben en el mundo, y no hay que dudar que caben bastantes. Y lloraba las lágrimas más amargas que el hombre puede derramar en este valle; y si no maldecía de la vida era que aun no había leído a Schopenhauer.

Recuerdo que una noche me pusieron en el vientre la consabida cataplasma de harina de linaza. Después de ponérmela apagaron la bujía, encendieron una lamparilla y se marcharon dejándome solo. Yo gritaba pidiendo pan, un mendrugo de pan siquiera: pero nadie escuchaba mis gritos. La naturaleza, los hombres, el mismo Dios parecían haberse vuelto sordos. Al cabo de un rato llegó Pepa la cocinera y me dijo que si no me callaba seguramente vendría el Trasgo a cogerme por las piernas. Yo no había tenido la desgracia hasta entonces de trabar conocimiento con el Trasgo y como no lo deseaba me callé.

Pero el hambre me punzaba, ¡qué diré punzaba!, me roía las entrañas. Entonces tuve una inspiración, uno de esos pensamientos felices que sólo acuden a la mente humana una vez en la vida.

Llevé mis manos a la cataplasma, la saqué de su envoltura de lienzo y me la comí.

Tengo entendido que hubo en los tiempos antiguos un joven príncipe romano a quien hicieron morir de hambre, el cual se comió antes parte de las ropas de la cama. Inútil manifestar que yo no tuve en cuenta para nada este precedente, que no hubo espíritu de imitación ni de plagio. Con la mano sobre el corazón declaro que al comerme la cataplasma creí realizar una obra completamente original.

Pero este pensamiento feliz produjo consternación en mi familia. Siempre sucede lo mismo. Cuando surge un pensador original el mundo se agita presa de viva inquietud.

El resultado fué que, como todos los innovadores, pagué mi inspiración con el martirio. Me aplicaron otra dosis de aceite de ricino.

Mi pobre padre estaba desolado viendo al hijo de sus entrañas recorrer, sin culpa alguna, el doloroso calvario de purgas y cataplasmas. El desdichado me acariciaba, enjugaba mi sudor de agonía y me decía al oído las cosas más halagüeñas. Hizo aún más; se fué al bazar de los arcos de la plaza y me compró una preciosa escopeta.

Quedé enajenado, loco de alegría. En aquel momento desaparecieron todas mis penas; me olvidé del hambre, me olvidé de las cataplasmas y hasta del sabor del aceite de ricino.

La escopeta se cargaba con unos fulminantes que hacían bastante ruido. Mi madre dijo malhumorada:

—¡Qué ocurrencia la tuya de poner en manos del niño estas cosas!

Mi padre replicó sonriendo:

—El niño es muy juicioso y yo tengo la seguridad de que no ha de matar a nadie.

Yo afirmé vivamente con la cabeza. ¡Oh gran hipócrita! ¡Oh pérfido y tenebroso embustero! En el momento que tomé el arma concebí el crimen; y no lo concebí vagamente sino con todos sus repugnantes detalles. Pero hice el inocente, sonreí de un modo angelical y todos confiaron en mí.

No hubo jamás en el mundo confianza peor depositada. Cuando llegó la noche y mis padres, después de besarme, se retiraron y sentí roncar a la Felisa que dormía en otra cama cerca de la mía, entonces me alcé cautelosamente y a la luz de la lamparilla cargué mi arma con el mayor cuidado. La puse al alcance de la mano y me dormí tranquilamente como el más fiero y empedernido criminal.

Me despertó la voz de mi madre en el gabinete contiguo, hablando con don Gregorio. Despierto sobresaltado y apenas despierto, veo asomar por la puerta la faz aborrecida del monstruo. No tuve tiempo más que para echar mano a la escopeta, ponerme en pie sobre la cama, echarme aquélla a la cara y disparar sobre el infame.

Carcajada general. Mi padre, mi madre, la Felisa, don Gregorio reían dando muestras de la más viva alegría; sobre todo éste parecía querer desternillarse.

XI: DE CÓMO FUÍ EXCOMULGADO

Ignoro si la excomunión en que incurrí era mayor o menor, de las llamadas ferendae, sententiae o de latae sententiae; pero es innegable que había incurrido en una de ellas.

Contaba yo a la sazón siete años y acaeció poco después de mi primera hegira a Entralgo.

En el convento de San Bernardo de Avilés vegetaba, renqueaba, salmodiaba el oficio y se atascaba de rapé la nariz desde hacía setenta años una hermana de mi bisabuela llamada doña Florentina. Había entrado en él a los doce años: por consiguiente tenía ochenta y dos. En la familia no se la llamaba madre Florentina ni hermana Florentina, aunque fuese monja profesa. Mi misma madre cuando hablaba de ella decía siempre: «mi tía doña Florentina».

Aquel convento de San Bernardo ejercía sobre mí un atractivo inexplicable al que se mezclaba un poquito de miedo. Cuando mi madre me llevaba a misa, en vez de atender al oficio divino pasaba el tiempo en extática contemplación del coro de las monjas que al través de la verja de hierro se veía envuelto en tenue y fantástica claridad. Era una claridad adorable, misteriosa. Las blancas figuras de las religiosas y sus voces plañideras, y sus rezos incomprensibles hacían palpitar mi corazón con vagos anhelos de felicidad celestial. Mi cabeza infantil se poblaba de sueños hasta que mi madre me daba sobre ella un coscorrón invitándome a volverla hacia el altar mayor.

Además el convento ofrecía para mí un atractivo infinitamente mayor y que nada tenía de fantástico. De allí salían unas rosquillas embutidas de crema y bañadas de azúcar que parecían fabricadas por los ángeles y un cierto confite llamado flor de azahar más divino todavía. Se componía de unas escamitas blancas y tan dulces que se pasaban sin sentir. No he vuelto a comerlo en mi vida ni he logrado siquiera verlo, a pesar de las largas y serias investigaciones que para ello llevé a cabo.

No sé si sería a causa de las rosquillas o por otro motivo espiritual, pero es lo cierto que mi madre respetaba mucho a su tía doña Florentina. Mi padre, no tanto. Decía que era una inocente, que su desarrollo intelectual se había detenido en el momento de entrar en el convento y que seguía siendo una niña de doce años. Contaba riendo que habiéndole preguntado un día:

—Pero tía, ¿cómo es posible que haya usted repetido durante setenta años todas esas oraciones en latín sin entenderlas?

—Hijo mío —le contestó la pobre vieja alzando compungida los ojos al cielo— esas son palabras demasiado sublimes y misteriosas para nosotras.

Por supuesto mi padre se guardaba de pronunciar estos juicios delante de los niños y yo respetaba a mi tía doña Florentina casi tanto como al arcángel San Rafael.

Mi madre me enviaba algunas veces al convento con Pepa para traer o llevar algún recado a su tía. Esta Pepa, nuestra criada, era una mujer estúpida y embustera, estúpida y embustera aun para criada, que me contaba cómo había visto al diablo varias veces allá en su aldea, el cual le había tomado ojeriza sin saber por qué. Cuando por la noche dejaba la cocina, bien limpia y bien arregladita, a la mañana siguiente la encontraba toda sucia y revuelta, los pucheros fuera de su sitio, la pila del agua llena de inmundicias, la ceniza esparcida por el suelo. Una noche le había acechado y le vió entrar por el tubo de la chimenea. Entonces ella hizo la señal de la cruz y el diablo lanzó un rugido y se escapó de nuevo por la chimenea, pero ella pudo agarrarle la punta del rabo y le hubiera retenido a no ser porque el maldito se volvió rápidamente y le dió un terrible mordisco en la mano.

A mí con esas cosas se me erizaban los cabellos.

Mi tía doña Florentina nos hablaba casi siempre por detrás del torno y estos coloquios excitaban mi imaginación aunque lo que nos decíamos nada tenía de misterioso. Me preguntaba por la salud de mi madre, siempre vacilante, si había salido bueno el dulce de ciruela que nos había enviado, si sabía ya el catecismo y si llevaba siempre en el pecho la medalla que me había regalado. Por el torno me pasaba también algunos paquetitos de aquel dulce de azahar de feliz recordación.

Pero alguna que otra vez mi tía doña Florentina abría la gran puerta del zaguán y se mostraba de cuerpo entero. Al través de esta puerta se veía el claustro con su vetusta arquería de piedra y en el centro algunos árboles cuyo follaje apenas dejaba entrar la luz en él. Nada me ha parecido jamás en la vida más poético, más fantástico y misterioso que aquel claustro del convento de San Bernardo. Se hallaba más bajo que el portal, de suerte que para pasar a él era necesario descender un escalón. Mi tía de la parte de adentro parecía mucho más pequeña que Pepa y su cabeza casi estaba al nivel de la mía. En esta forma nos recibía y nos hablaba. Es decir, se hablaban ella y Pepa, porque yo permanecía silencioso y sobrecogido contemplando aquel claustro sombrío y encantado, el cual me atraía, me fascinaba como la ninfa Loreley debajo del agua fascina a los que contemplan el fondo del mar desde la orilla.

Mi tía era gárrula; mi criada Pepa lo era aún más. Charlando, charlando, dejaban transcurrir el tiempo y llegaban casi a olvidarse de que yo estaba allí.

Acaeció que un día cedí a la fascinación que sobre mí ejercía aquel claustro y aunque era un pecado horrible, sin darme cuenta de lo que hacía bajé el escalón y me introduje en él. Mi tía y Pepa se hallaban tan embebidas en su charla que no se dieron cuenta de mi ausencia.

Yo dejaba deslizar mis pasos sacrílegos sobre las losas húmedas y parecía querer beber con los ojos el encanto misterioso de aquel paraje. La luz del sol, que se filtraba con trabajo por el follaje de las acacias y los plátanos, formaba arabescos en el pavimento. Una fuente de piedra, deteriorada, cubierta de musgo hacía correr un hilito de agua con rumor melancólico. Un pájaro cantaba entre las hojas y me parecía distinto de los pájaros que hasta entonces había oído. Era un pájaro ascético, litúrgico y enclaustrado también como las monjas.

Mas he aquí que mi tía Florentina me echa al fin de menos, vuelve la vista a todos lados y me divisa allá a lo lejos. Lanza un grito, eleva sus manos al cielo y exclama con desesperación:

—¡Ay, hijo de mi alma, que estás excomulgado!

Yo debí contestarle entonces:

—Señora y tía mía, está usted en un error. A la excomunión deben preceder las moniciones canónicas exigidas por las palabras mismas de Jesucristo en el Evangelio y por la doctrina de la Iglesia. El Concilio de Lyon mandó que fuesen tres o una sola, según los casos: nisi factis necessitas aliter ea suaserit moderanda. El Concilio de Trento determinó que hubieran de preceder por lo menos dos amonestaciones.

Nada de esto dije porque no lo sabía. Lo único que hice fué no hacer nada. Quedé paralizado, yerto y debí ponerme más blanco que un papel. Sentí también que algo como si fuese una entraña se me desprendía allá dentro.

La tía Florentina corrió hacia mí y a empellones me llevó hasta la puerta y sin decir palabra la cerró con gran estrépito.

Pepa y yo quedamos aterrados, mudos, y salimos del convento apresuradamente. Mi terror y mi angustia eran tan grandes que no podía siquiera llorar. Pepa no pronunciaba una palabra. Al cabo tuve fuerza para decirle:

—Pepa, no dirás nada a mamá, ¿verdad?

—No; no diré nada —me respondió secamente.

Al cabo de un rato la pregunté tímidamente:

—¿Los excomulgados no pueden oír misa?

—No; los excomulgados no pueden oír misa ni pueden rezar.

Al cabo de otro rato más largo aún le pregunté de nuevo:

—¿Crees que don Manolito el capellán de las monjas me puede levantar la excomunión?

—No; don Manolito no tiene poder para ello. Es necesario que hagas mucha penitencia y luego vayas a Roma para que el Papa te perdone.

Entonces callé y me decidí a hacer penitencia.

Aquella tarde me dió mi madre para merendar unas ciruelas y sigilosamente las arrojé por el tubo del retrete. Por la noche también me levanté de la mesa sin comer el postre. Al día siguiente pasé largos ratos de rodillas y con los brazos en cruz y después de comer salí con el postre en la mano pretextando que iba a comerlo al balcón pero fué para arrojarlo igualmente al retrete.

No recuerdo bien ahora las penitencias que hice en aquellos días, pero fueron muchas y terribles. Sé que me levantaba en medio de la noche y me acostaba sobre el duro entarimado y que me pinchaba alguna vez los brazos con un alfiler. Hasta se me ocurrió meter algunas ortigas en la cama, pero no las hallé en el jardín. Vagaba silencioso por la casa, rechazaba la compañía de mi primo José María que tanto me placía, lloraba amargamente oculto en los rincones y no parecía siquiera por la sala cuando había gente.

No sé quién ha dicho que las excomuniones engordan. ¡Mentira! Yo me puse en ocho días flaco y amarillo que daba pena verme. Mi madre dijo un día en voz alta:

—Este niño está enfermo; hay que llamar a don Gregorio.

Don Gregorio era el monstruo que ya conoce el lector. Yo protesté que nada tenía y nada me dolía.

Una de las penas para mí mayores y la más afrentosa era que Pepa huía de mí como si temiese contaminarse de mi herejía. Alguna vez cuando me encontraba por los pasillos clavaba en mí una mirada severa y me decía con acento lúgubre e imperioso:

—¡Niño, haz penitencia!

Otra cosa que no podía sufrir era que me llamasen para rezar el rosario. Hacía esfuerzos increíbles de habilidad buscando pretextos para no rezarlo. Cuando no podía menos cerraba la boca herméticamente sin responder a la oración. Esto, como es lógico, me valía algunos pellizcos de mi piadosa madre.

En fin, tales cosas hice y tan extraña fué mi conducta que aquélla me llamó a capítulo. Se encerró conmigo en el cuarto de la plancha y me hizo sufrir un apremiante interrogatorio.

Recuerdo que era el santo de mi padre. Habían sido invitadas diez o doce personas, casi todos parientes, a comer, y estaban de sobremesa. Desde la habitación en que nos hallábamos se oía el ruido de su conversación.

—Vamos a ver niño, quiero que me digas qué es lo que te pasa. ¿Por qué estás tan triste? ¿Por qué no juegas? ¿Por qué no comes? ¿Por qué huyes de todo el mundo?

Afirmé descaradamente que no me pasaba nada digno de mencionarse. Pero mi madre estaba resuelta a descubrir el secreto y empleando alternativamente las caricias y las amenazas logró arrancármelo.

—Mamá —le dije al cabo— yo quiero ir a Roma.

Mi madre abrió los ojos como si hubiera visto en aquel momento bajar por el aire volando un buey y posarse sobre la flecha de la torre de la iglesia de San Francisco.

—¡Niño! ¿Qué dices? ¿Cómo quieres ir a Roma?

—Quiero ir a pie.

Mi madre abrió otra vez los ojos como si escuchase gritar al buey desde la torre: «¡Viva la república!».

—¡Niño! ¿Te has vuelto loco? ¿Pero qué estás ahí diciendo? ¿Por qué dices eso?

Entonces yo caí en sus brazos y exclamé sollozando:

—¡Mamá, porque estoy excomulgado!

Y entre suspiros y sollozos le conté todo lo que me había ocurrido. Yo pensé que mi buena mamá iba a quedar aterrada, pero ¡oh sorpresa!, en vez de eso comienza a reír como una loca exclamando:

—¡Ay qué gracia!, ¡excomulgado!, ¡excomulgado!

Y me abraza y me besa repetidas veces.

Inmediatamente llama a mi padre y sin dejar de reír le dice:

—¿No sabes que este niño está excomulgado?

Y mi padre suelta la carcajada igualmente como si fuera un caso chistosísimo. Me hace contar de nuevo la ocurrencia y limpiándome las lágrimas y besándome tiernamente como había hecho mi madre me lleva hasta el comedor. Todo el mundo estaba alegre allí y recuerdo que hasta las señoras tenían unas chapitas rojas en las mejillas.

Mi padre abrió la puerta y empujándome adentro dice en voz alta:

—Ahí tenéis un niño que afirma que está excomulgado.

Carcajada general. Todos se ponen a gritar a un tiempo:

—¡Excomulgado!, ¡excomulgado!, ¡excomulgado!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡excomulgado!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!

Se armó una batahola infernal. Uno me ofrecía un pastelito, otro una copa de cognac, otro un cigarro; me besaban, me zarandeaban, me estrujaban sin dejar de reír y de exclamar:

—¡Excomulgado!, ¡excomulgado!

Tanto rieron que al cabo también yo concluí por reír. Y he aquí cómo a fuerza de carcajadas logré entrar de nuevo en el seno de la Iglesia católica.

XII: RESUELVO HACERME ERMITAÑO

¡Hermosos días de fe venid a mí! Soplad en este corazón herido por los desengaños, soplad en este pensamiento marchito por tanto estéril trabajo. Refrescadme unos instantes. Que vuelva a ser al despertarme el niño que se postraba de rodillas sobre su diminuto lecho y vuelto hacia una imagen de Jesús Crucificado le pedía con palabras fervorosas la salud de mis padres y la salvación de mi alma. Dejadme ver otra vez en el azul del cielo la imagen de María, hollando con su divina planta el creciente de la luna rodeada de niños alados. Dejad que lleguen a mis oídos como entonces sus cánticos celestes. Dejadme sentir de nuevo sobre la frente las alas del Angel de mi guarda al tiempo de dormirme.

Aún me veo en la iglesia de San Francisco oyendo misa con mi padre. Los sones del órgano me transportaban; la voz de bajo profundo de Fray Antonio Arenas cantando desde el coro me estremecía con santo terror; las nubes de incienso me embriagaban. Y allá en lo alto, sobre el altar mayor veía una hermosa escultura de la Virgen envuelta en una luz fantástica que dejaban filtrar los cristales de color. Y mis ojos no se apartaban de ella y hacia ella volaba mi corazón con ansias de dicha inmortal. Entonces pasaban por mi alma sublimes emociones que por experimentarlas de nuevo diera cien vidas si las tuviese, emociones que espero sentir después de la muerte.

Aún me veo caminando con mi madre bajo los arcos de la calle de Galiana hacia el santuario donde se venera al Cristo con la cruz sobre los hombros. La noche ha cerrado ya. A esta hora próxima al crepúsculo las damas piadosas de Avilés tienen costumbre de ir a rezar un credo delante de la milagrosa imagen. Los arcos apenas están esclarecidos. Allá hacia el medio, sobre uno de ellos hay una hornacina y dentro una pequeña escultura de la Virgen alumbrada por una lámpara de aceite. Algunas parejas enamoradas se sientan en los pretiles de la calle. Sólo percibimos sus bultos y escuchamos el rumor de su plática. Llegamos al santuario; subimos algunos peldaños; nos postramos delante de Jesús agobiado bajo el peso de la Cruz y su frente pálida coronada de espinas me infunde una compasión infinita. Sus ojos me miran doloridos y parecen decirme: «Hijo mío, hoy eres dichoso, pero si algún día estás triste acuérdate de mí».

Aún me veo en el mes de Mayo cantando por las calles de Avilés la letanía de la Virgen. Todos los niños de la escuela formábamos en dos filas. En el centro iba una gran cruz cubierta de flores, soportada alternativamente por los más fuertes entre nosotros. Detrás de ella caminaban algunos sacerdotes acompañados del maestro. ¡Oh, qué luz radiosa en el cielo! ¡Qué alegría en la tierra! Estábamos en el mes de las flores y cada uno de nosotros con un puñado de ellas en la mano marchábamos cantando para ofrecerlas a la Reina del Cielo. Y al volver nuestra cabeza descubierta hacia las puertas y los balcones de las casas no tropezábamos con las miradas burlonas, con las sonrisas escépticas que hielan el corazón de la infancia. No; los hombres graves y silenciosos hacían un imperceptible signo de aprobación; las mujeres enternecidas nos enviaban con los ojos afectuosas bendiciones. Para que un pueblo viva unido y forme una gran familia, para que exista la verdadera patria no basta que articulemos el mismo idioma, es necesario que balbuceemos las mismas oraciones. Nuestro pequeño corazón latía feliz dentro del pecho porque nos sentíamos amados y protegidos por el pueblo entero, porque aquellos hombres y aquellas mujeres que se asomaban a los balcones o se agolpaban en las aceras para vernos pasar respetaban nuestra fe y nuestra inocencia.

Mi amigo Alfonso, un niño pálido, bueno y pacífico, se mostraba más piadoso que ninguno. Su madre, que era una santa mujer, le llevaba a misa todos los días antes de la escuela, le veíamos en las procesiones con un pequeño cirio en la mano y alguna vez también cuando por las tardes de los días de fiesta se me ocurría asomarme a la iglesia delante de la cual jugábamos, le veía en la nave solitaria del templo orando ante los altares. Aunque yo era de un humor bastante distinto y me gustaban los juegos con pasión y mostraba tanto ardor como el que más en las peleas, me sentía, no obstante, atraído hacia aquel niño y buscaba su amistad. No me la otorgó él fácilmente. Como todos los seres espirituales era tímido y retraído y mi carácter turbulento debía de impresionarle desagradablemente. Pero al fin logré ganar su confianza y entonces fué expansivo y afectuoso conmigo, y con el celo de un pequeño apóstol procuró ganarme para Dios y la Virgen. Estaba yo preparado para ello porque en el fondo del alma siempre he sido idealista y aunque en el curso de mi vida haya amontonado sobre este fuego sagrado mucho polvo y mucho escombro, por fortuna nunca ha llegado a apagarse.

Él me decía que no era necesario pensar tanto en esta vida efímera, que aun la más larga valía poco y que pudiéramos morir antes de llegar a viejos. ¡Cuán en lo cierto estaba aquel piadoso niño, pues que murió antes de salir de la adolescencia! Me decía que debíamos ser buenos como los ángeles para poder estar algún día entre ellos y que si nos encomendábamos todos los días a la Virgen y a San José ellos nos sacarían de los peligros de este mundo. Empezamos a pasar largas horas en confidencias místicas. Me llevó a su casa y vi con asombro y placer que su madre le había dejado un cuartito para oratorio y que él lo había arreglado tan primorosamente que no faltaba allí nada de lo que se hallaba en las iglesias. Un altar con su retablo y su sabanilla, una imagen de la Virgen del Carmen, otra de San José, un Niño Jesús, incensario, ciriales, casulla, bonete. Él celebraba misa y yo le ayudaba. Los días de gran fiesta, la mamá, los hermanos mayores y los criados venían a presenciarla, se cantaba la letanía, se hacía una procesión por el jardín y se quemaba tanto incienso y se formaba tal espesa humareda en el cuartito que alguna vez pensaba ahogarme.

Nuestro fervor iba cada día en aumento. No sólo celebrábamos misa sino que también confesábamos. Alfonso mostraba enormes disposiciones para el confesonario y ataba y desataba los pecados como el más experto penitenciario. Vestido con un roquete que su madre le había cosido y sentado dentro de un gran cajón que colocábamos en sentido vertical y al cual habíamos abierto a un lado algunos agujeritos con una barrena, confesaba a sus hermanitas, me confesaba a mí y alguna vez venían también las criadas a arrodillarse y con la boca pegada a aquellos agujeritos decían sus pecados y recibían la absolución. Estas no se mostraban tan contritas y arrepentidas como fuera de desear porque se les escapaba no pocas veces la risa y obligaban al confesor a mostrarse demasiado severo y amenazarles con que lo diría a su mamá. Porque mi amigo Alfonso tomaba aquello muy en serio, nos daba consejos excelentes, nos pintaba con minuciosos detalles las penas del infierno, nos exhortaba a la penitencia y por último nos echaba la absolución alargando su manecita para que la besáramos con la misma gravedad que un padre jesuíta.

Un día me dijo que su hermanita más pequeña estaba muy enferma y para que no se muriese él rezaba todos los días una hora de rodillas sobre las piedras y se había frotado el pecho con ortigas. Y, en efecto, abriendo el chaleco y la camisa me mostró sus tiernas carnes enrojecidas. Me sentí conmovido y admirado. «Yo también quiero hacer alguna penitencia por que tu hermana no se muera», le dije. Y dicho y hecho, bajo al jardín con él y llevo mis manos con resolución a las ortigas, pero ¡ay!, fué tal el dolor, que di un grito y comencé a llorar. Alfonso asustado subió a casa por aceite y me untó delicadamente las manos. Después me abrazó y me consoló diciéndome que aún no estaba preparado para las penitencias, pero que al cabo lograría hacerlas mayores aún que él.

Leíamos las vidas de los santos y las que más nos placían eran las de aquellos que se habían retirado a un desierto y habían pasado largos años oyendo cantar los pájaros y alimentándose con frutas y con los mariscos que hallaban entre las peñas. Nada tiene de particular porque yo era apasionadísimo de las cerezas y de los caracoles de mar. Ignoro de quién de los dos partió la idea, pero un día concebimos el proyecto de retirarnos nosotros igualmente del mundo y de sus pompas para hacer penitencia. Viviríamos los dos solos en algún paraje apartado, comeríamos lo que los campesinos quisieran darnos de limosna, haríamos oración por nuestras familias y cuando fuéramos grandes vendríamos a predicar a Avilés y a otras villas. ¿Dónde encontrar el paraje solitario? Alfonso me dijo que a una legua próximamente de Avilés había visto una cueva cerca del mar que parecía hecha a propósito para que nos retiráramos allí e hiciésemos vida cenobítica.

Meditamos nuestro proyecto largamente y sólo nos decidimos a ponerlo en práctica después de maduras reflexiones. Una de las graves cuestiones que debatimos fué la de resolver si habíamos de renunciar a nuestras familias para siempre o habíamos de visitarlas alguna vez. Alfonso opinaba que debíamos de venir cada año a ver a nuestros papás: yo creía que debíamos de venir cada seis meses. Por fin decidimos que vendríamos cada ocho días a mudarnos la ropa interior. Ni por un momento se nos pasó por la imaginación que aquéllas pudieran oponer reparos a nuestra resolución. Alfonso decía que su mamá era tan piadosa que lloraría lágrimas de placer al saberlo. Yo no estaba tan seguro de la mía, pero aunque no llorase precisamente de placer, estaba seguro de que se sentiría honrada viendo a su hijo emprender valerosamente la carrera de santo. De todos modos decidimos marcharnos sin decir una palabra para evitar escenas patéticas.

Ahora bien; en esta mi resolución de abandonar el mundo ¿no habría también cierto vago deseo de abandonar la escuela? Porque recuerdo que la vara de avellano que usaba el maestro don Juan de la Cruz no me inspiraba simpatía, ni tampoco los coscorrones y bofetadas del pasante, ni me placía estar de rodillas una hora con las narices en la pared cuando mi plana tenía algunos borrones. Y todavía me parece experimentar la sensación dolorosa que me penetraba cuando en el portal de casa mi padre me despedía con un beso al marchar a la escuela, después de comer. Nos separábamos; yo seguía por los arcos hacia mi triste destino y le veía a él atravesar la plaza hacia el casino fumando un cigarro puro. ¿Cuándo sería yo grande para hacer lo mismo? Es posible, pues, que en mis ardorosos deseos de sacrificarme entrase, aunque fuese en pequeña dosis, el placer de apartarme de otros deberes, porque nuestras resoluciones en la vida casi nunca están determinadas por un solo motivo. No conviene, sin embargo, profundizar demasiado en el alma de los místicos.

Salimos, pues, un día a cosa de las tres de la tarde después de comer en busca de la cueva santificante. Yo llevaba como equipaje, repartidos por los bolsillos, unas zapatillas, una cajita de caramelos que me había regalado mi madrina el día anterior y la peonza. No era, en verdad, bagaje adecuado para un penitente que huye los placeres de la carne, pero en este punto fiaba por completo en mi amigo Alfonso y no me equivocaba. Mi piadosísimo amigo llevaba por todo equipo y envueltas cuidadosamente en un papel, unas preciosas disciplinas fabricadas con sus propias, delicadas manos. Eran de cuerda y tenían por mango el de una comba y al cabo de cada ramal unos primorosos nuditos que debían de ser menos dulces que los caramelos de mi madrina.

Antes de partir, y por iniciativa de Alfonso, habíamos orado unos momentos en la iglesia de San Francisco. Luego atravesando el campo Caín y bordeando el enemigo barrio de Sabugo, sin entrar en él salimos al camino de San Cristóbal. Antes de media hora llegaríamos al sitio denominado la Garita sobre el mar. No muy lejos de él se hallaba la cueva que había visto o había creído ver mi amigo Alfonso. Caminábamos silenciosos. Alfonso iba gozosísimo, resplandeciente. Yo no tan resplandeciente.

No habíamos andado un kilómetro cuando tumbados sobre el blando césped, a la vera del camino, acertamos a ver dos pillastres de Sabugo. El uno era Antón el zapatero, muchacho ferocísimo, conocido en la villa por sus hazañas y temido de todos los niños por sus crueldades. El otro un pilluelo apodado Anguila, feo y grotesco que divertía al vecindario en los días de regatas con sus sandeces cuando desnudo y embadurnado de lodo para no resbalar intentaba subir la cucaña. Era un payaso consumado del cual ya hablaré más adelante.

Al divisarlos me dió un vuelco el corazón y creo que a mi amigo Alfonso, a pesar de su santidad, le pasó otro tanto.

—Ahí están esos —proferí sordamente.

—Ya los veo —me respondió Alfonso lacónicamente.

—Pasemos de largo como si no los viésemos.

Y en efecto, mirando al cielo, mirando a la tierra, mirando a todos lados menos al punto determinado en que se hallaba aquel par de alhajas intentamos cruzar apretando el paso. Eramos los pobres avestruces que meten la cabeza bajo el ala cuando divisan al cazador.

—¡Eh!, chicos… ¿Adónde vais?

Nada; no oímos nada.

—¡Eh!, chicos… ¿Adónde vais?

La misma sordera inveterada. Tratamos de seguir adelante; pero Anguila se levantó rápidamente y en dos saltos se plantó delante de nosotros.

—¿Adónde vais «vos digo» granujas?

Oírse llamar granujas, dos seres tan espirituales como nosotros por aquel miserable andrajoso era cosa para inspirar risa más que cólera.

Ni una ni otra nos inspiró la pregunta. Lo que ambos experimentamos en aquel instante fué, hablando con toda franqueza, miedo, un miedo cerval.

—Vamos a San Cristóbal —balbuceé yo con toda la humildad, con toda la sumisión de que puede ser capaz un ser humano.

—¿Y a qué vais a San Cristóbal?

—Vamos a dar un recado al señor cura —murmuré con más humildad y sumisión todavía.

—Bueno, pues, atracad al muelle y echad el ancla que aquí están los carabineros para hacer el registro.

Y echó a andar de nuevo hacia el prado donde aún permanecía tendido su digno compañero que nos dirigía una insistente mirada fría y cruel. Le seguimos como dos mansos corderos. ¿Y qué íbamos a hacer? Nosotros teníamos nueve años y aquellos malhechores lo menos doce; pero aparte de eso su indómita fiereza primitiva como seres que aun no han salido de la barbarie les daba una superioridad reconocida, tratándose de guerra, sobre dos chicos tan civilizados como nosotros.

Efectivamente comenzó el registro que llevó a cabo Anguila con toda escrupulosidad, empezando por mí. Antón el zapatero no se dignó siquiera moverse. Salieron a relucir mis caramelos, que fueron instantáneamente decomisados; pero Antón con un gesto imperioso dijo:

—Trae aquí eso.

Y Anguila humildemente fué a depositarlos a sus pies. Se echaba de ver que Antón era el emperador y Anguila su bufón. Salió mi peonza que en la misma forma fué depositada con los caramelos. Y salieron mis zapatillas. Estas fueron despreciadas, y envueltas en su papel, volvieron al bolsillo de mi chaqueta.

Comenzó en seguida el de Alfonso. Traía un pedazo de pan, que Anguila se puso a morder acto continuo después de haberse cerciorado, con una rápida mirada que echó a Antón, de que aquello no le interesaba. Y salió el papelito de las disciplinas. Anguila al desdoblarlo quedó estupefacto.

—¿Qué es esto?… ¡El diablo me lleve si no son unas disciplinas!

Antón se puso en pie de un salto y las tomó en la mano.

—¡Pues sí que son unas disciplinas!

Y aquel rostro espantable se contrajo con una risa que daba miedo.

—¡Ay qué gracia!… ¡Unas disciplinas! ¡Ay qué risa!

Y efectivamente se retorcía de risa y Anguila lo mismo.

—Estas son las disciplinas con que te azota tu madre, ¿verdad? Y tú se las has robado, ¿verdad? Pues eso no se hace. ¡Toma, para que no lo hagas otra vez!

Y la emprendió a zurriagazos con mi pobre amigo que chillaba con su vocecita dulce.

—¡No!, ¡no las he robado!… Mi madre no me pega.

Yo me creía salvado, pero así que concluyó con Alfonso la emprendió conmigo «por haberle ayudado», según decía.

—Bueno. Ahora largo de aquí. Y si decís una palabra de todo esto en casa contad conmigo —profirió Antón tumbándose de nuevo en el césped con la pereza displicente de un déspota oriental.

Ibamos ya a seguir tan saludable consejo, pero estaba de Dios que no habíamos de salir tan pronto de las garras de aquellos piratas.

—Oye, Antón, ¿no te parece que enseñemos a estos chicos el ejercicio? —manifestó Anguila.

—Haz lo que quieras —respondió el zapatero encogiéndose de hombros con su acostumbrada displicencia.

Anguila cortó dos largas varas de los árboles que bordaban el camino y nos las puso en la mano.

—¡Firmes!… ¡Tercien… ar!… ¡Presenten… ar!… ¡Apunten… ar!… ¡En su lugar… descanso!… ¡Media vuelta a la derecha… deré!

Más de una hora duró nuestro martirio. Bofetadas, repelones, puntapiés, estirones de orejas, de todo hubo y en abundancia. El sargento más bárbaro no lo hubiera hecho mejor. Si llorábamos más de la cuenta nos hacía callar a mojicones. Por fin, cuando se hubo hartado de darlos nos dejó marchar.

Libres ya, no continuamos hacia el desierto para regenerarnos por medio de la penitencia sino que caminamos apresuradamente la vuelta del poblado. Llevábamos los ojos enrojecidos por el llanto y las mejillas por las bofetadas; pero yo llevaba más roja aún el alma por la cólera y la rabia. Un ansia loca de venganza me subía a la garganta y parecía asfixiarme rompiendo por intervalos en terribles imprecaciones y gritos inarticulados. En cuanto llegase a la villa se lo diría a Emilio el Herrador. Nosotros, los chicos de la escuela en Avilés, teníamos, siguiendo la costumbre espartana, un mozalbete que nos servía de protector o que «saltaba por nosotros», como decíamos en la jerga infantil. Emilio el Herrador había saltado siempre por mí. Estaba seguro de que en cuanto supiera la infamia hecha conmigo entraría a saco en el barrio de Sabugo y no dejaría piedra sobre piedra. El pobre Alfonso lloraba y suspiraba en silencio.

Cuando recuerdo este incidente de mi infancia no puedo menos de admirarme de mi extraña aberración. Porque al partirme de casa y buscar la soledad ¿qué es lo que me proponía? ¿Hacer penitencia y santificarme? ¿Pues qué penitencia más adecuada y eficaz que la que me infligían aquellos chicos? ¿Qué mejor ocasión para mostrarme resignado y humilde y seguir las huellas de Jesucristo?

De modo semejante durante el curso de mi vida Dios me ha ofrecido a manos llenas los medios de ser un santo; pero ¡ay!, siempre he desperdiciado la ocasión.

XIII: LA VARA DE FALARIS

Si mi amigo Leoncio perteneciese todavía al número de los vivos dudo mucho que nadie osara recordarle el incidente que voy a narrar. Nada más fácil que saliese de su empresa con las narices hinchadas como habían salido por otros motivos Manolín el chocolatero, Pepín el hijo del carnicero y su hermano Ciriaco.

Porque mi amigo Leoncio, a pesar de su rostro mofletudo y plácido, era, cuando montaba en cólera, un ser furibundo y pernicioso y poseía unos puños que infundían respeto a toda la escuela de don Juan de la Cruz.

¿Quién no recuerda en Avilés a este don Juan de la Cruz tan modesto, tan melifluo, tan pulcro? ¿Quién no recuerda a aquel hombrecillo pálido, de cabellos lacios, de ojos negros guarnecidos de largas pestañas que apenas se alzaban del suelo con expresión tímida y humilde? Enseñó las primeras letras a tres generaciones y murió a los ochenta años declinando un pronombre relativo. Sosegado, grave, silencioso, atravesaba el salón de la escuela sin que nos diéramos cuenta de su presencia hasta que lo teníamos encima. La expresión apacible de su rostro no se turbaba jamás: no recuerdo haberle visto enfurecido. Un esbozo de sonrisa se dibujaba casi constantemente en sus labios. No era más que un conato de sonrisa que comenzaba en el ángulo izquierdo de la boca y allí se detenía sin pasar jamás al derecho. Rara vez nos miraba a la cara; nos hablaba ceremoniosamente de usted y cuando nos reprendía lo hacía siempre en voz baja con los ojos puestos en el suelo como si se estuviera confesando de alguna falta. Nos tajaba las plumas, que eran de ave en aquella época, nos echaba tinta en los tinteros, nos corregía las planas con la mayor modestia y compostura y cuando llegaba el caso, que llegaba con harta frecuencia, con la misma modestia y compostura empuñaba su vara y nos sacudía de lo lindo. Era un hombre tan modesto que cuando nos zurraba la piel parecía que nos estaba haciendo reverencias.

Las varas que empleaba para esta operación delicada eran generalmente de avellano y se las proporcionaban los mismos chicos de la escuela, hijos de labradores que residían en los alrededores de la villa. Eran muy adecuadas para levantarnos la piel y hacernos ver las estrellas. Recuerdo que en cierta ocasión en que me hallaba dulcemente entretenido en frotar un botón de bronce contra el pupitre hasta ponerlo bien caliente y luego aplicarlo a las manos de los compañeros que tenía cerca, sentí en la espalda y en la nuca la impresión de cien botones de fuego. Me volví y vi a don Juan que me sacudió cortésmente otros seis lapos y me dijo después con voz dulce como el soplo de la brisa entre las flores:

—Hijo mío, aplíquese al estudio y déjese de fútiles entretenimientos.

Pero estas varas tenían, como todas las cosas de este mundo, una ventaja y una desventaja. Para don Juan tenían el inconveniente de que se concluían pronto y necesitaba renovarlas, lo cual no siempre era fácil porque los chicos aldeanos con pretextos más o menos fundados se resistían algunas veces a proporcionarlas. En cambio para nosotros poseían la ventaja de que muy pronto se les quebraba las puntas y entonces ya no ceñían la carne y su golpe era menos doloroso. Así que los chicos más despejados procurábamos cuidadosamente no estrenarlas, porque entonces y sólo entonces poseían toda su virtud maléfica. Cuando las veíamos bien despuntadas, nuestra conducta empezaba a relajarse.

Mi amigo Leoncio, que era un chico de gran talento y además complaciente y servicial como pocos, quiso obviar el inconveniente que ofrecían las varas de avellano para el maestro. Pensando constantemente en ello como Newton en la gravitación universal, acertó al cabo con la solución. La caída de una manzana sugirió al pensador inglés la idea de la fuerza de atracción. La vista de una ballena del corsé de su mamá iluminó repentinamente el cerebro del mofletudo Leoncio. Exploró un día y otro día el desván de su casa donde se amontonaban mil cachivaches. Al cabo tropezó con una ballena delgada y redonda y del tamaño aproximadamente de las varas que don Juan de la Cruz empleaba.

Leoncio se sintió feliz desde aquel momento. No hay nada que dilate el alma tanto como un descubrimiento imprevisto. Desempolvó la famosa ballena, la envolvió esmeradamente en papeles de seda y sujetó estos papeles con una cuerdecita encarnada. Al día siguiente, sin duda para dar mayor solemnidad al acto, procuró retrasarse un poco para llegar a la escuela. Y cuando ya estábamos todos acomodados en nuestros bancos y el maestro allá en el fondo sentado detrás de su mesa, he aquí que aparece nuestro Leoncio con aquel extraño objeto en la mano, atraviesa erguido y sosegado el vasto salón y acercándose a la mesa del maestro deposita en ella gravemente su tesoro. Hecho lo cual, con la misma solemnidad se dirigió a su sitio y se sentó.

Una ardiente curiosidad se apoderó de todos nosotros. ¿Qué sería aquello? ¿Un regalo? Hubo alguno que imaginó sería un caramelo monstruoso semejante a los que nosotros chupábamos con delectación en cuanto teníamos algún dinero para comprarlos. Don Juan comenzó también a examinarlo con curiosidad antes de desenvolverlo. Al fin se decidió a quitarle los papeles y poco después quedó al descubierto la preciosa ballena.

Nuestra estupefacción fué enorme; pero nuestra indignación fué aún mucho mayor. Cincuenta pares de ojos se clavaron furibundos en el mofletudo Leoncio. Si estos ojos fueran dardos venenosos como los de las abejas, el mofletudo Leoncio hubiera perdido allí mismo la vida. Un sordo rumor, temeroso, corrió por toda la escuela. Si se analizase este rumor se vería inmediatamente que estaba compuesto de doscientos «¡miserable!», trescientos «¡cochino!» y lo menos quinientos «¡indecente!».

Leoncio se mantenía sosegado y satisfecho sin advertir el éxito extraordinario de su regalo. O si lo advertía, aparentaba mostrar que le tenía sin cuidado. Don Juan seguía examinando atentamente el famoso caramelo. Al cabo profirió con su voz meliflua:

—Leoncio, hijo mío, tenga usted la bondad de venir un momento.

Leoncio acudió solícito. Don Juan se levantó de la silla con calma, y sujetándole por el cuello le aplicó un cumplido vardascazo en el trasero. Leoncio dejó escapar un grito de dolor. A este grito respondimos nosotros con un rugido de alegría. Don Juan (¡Dios le bendiga!), secundó el golpe y con su acostumbrada modestia le estuvo solfeando un buen rato. Mientras duraba la operación parecía hablarse a sí mismo y le oímos murmurar:

—En efecto; es flexible… Es sólida… Se ciñe admirablemente.

¡Vaya si se ceñía! Que lo digan las nalgas del pobre Leoncio que seguía chillando como un condenado mientras nosotros respondíamos a sus lamentos con bárbaras carcajadas.

Cuando a don Juan de la Cruz le pareció bien probada la flexibilidad y la solidez del nuevo instrumento, soltó al sujeto de la experiencia y le dijo con voz suave y mirando, como siempre, humildemente al suelo:

—Hijo mío, en tiempos muy antiguos existía en la ciudad de Agrigento, en la Italia meridional, un tirano que se llamaba Falaris. Este tirano era tan cruel que se complacía en atormentar de mil maneras a todos aquellos que tenían la desgracia de no complacerle. Sucedió que uno de sus cortesanos, por captarse su benevolencia, le hizo regalo de un toro de bronce hueco donde se podía meter a la persona que se quisiera hacer morir atormentada. Debajo de este toro de bronce se encendía una hoguera y el desdichado que estaba dentro, al comenzar a asarse, dejaba escapar terribles gritos que al pasar por el cuello y la boca del toro semejaban los rugidos de esta fiera… Falaris quedó prendado de tan ingenioso artefacto y después de dar las gracias a quien se lo había regalado no se le ocurrió otra cosa mejor que ensayarlo metiendo dentro de él al propio inventor.

Hizo una pausa don Juan, y dando una cariñosa palmadita a Leoncio en las llorosas mejillas,

—Así, pues, muchas gracias, hijo mío, por este precioso regalo. Aplíquese el cuento y váyase a su sitio.

XIV: EL TRIUNFO DE LA FRATERNIDAD

Recuerdo que por aquel tiempo existía en Avilés un zapatero librepensador llamado Mamerto. Este Mamerto vivía en lucha abierta con el Supremo Hacedor y con sus ministros responsables en la tierra, el señor cura de la villa y el de Sabugo, particularmente con este último por ser el del barrio que habitaba. No confesaba, no comulgaba, no iba a misa, no ponía siquiera los pies en la iglesia, y, lo que es mucho más grave, no bautizaba a sus hijos. Acometido de un furor ateísta no perdonaba ocasión de atacar el presupuesto del clero y aspiraba nada menos que a demoler las iglesias o a convertirlas en fábricas y obligar a los sacerdotes a ganarse el pan con el sudor de su frente.

Leía en sus ocios y se sabía casi de memoria algunos libros infamantes titulados El fraile, La Monja, El Cura de misa y olla, y de ellos sacaba argumentos metafísicos para minar los cimientos de nuestra religión. Discutía, vociferaba en todas las tabernas, refería historias escandalosas de las beatas y los curas, y cuando tenía algunos vasos de sidra en el cuerpo entonaba canciones subversivas. Una de estas canciones le acarreó el mayor disgusto de su vida. Al cantar el himno de Garibaldi en vez de limitarse a victorear al enemigo del Papa se ensañó con éste gritando repetidas veces: «¡Que muera Pío IX, viva la libertad!». Se le denunció al señor cura de Sabugo, el cual a su vez lo denunció al Juzgado: se le formó proceso y fué condenado con otros tres amigos a dos años de presidio. Así las gastaba en aquella época el partido moderado que se hallaba en el poder.

Fué agraciado con algún indulto y poco antes del año regresó Mamerto a sus lares con la aureola del martirio sobre la frente. La población se conmovió al verle llegar: todos los ojos se clavaban sobre él con mezcla de curiosidad y admiración. Los suyos adquirieron ese brillo fatídico peculiar de los héroes, una expresión de ferocidad desdeñosa que sobresaltaba a los pacíficos habitantes de nuestra villa.

Mamerto se consideró desde entonces como un hombre peligrosísimo: acaso no mentiría diciendo que tenía miedo de sí mismo. De aquel pecho, de aquella cabeza podía salir algo funesto para la tradición. Si las instituciones hubieran tenido algún instinto de conservación (que no lo tenían), Mamerto no debiera de andar suelto. Esta era su opinión por lo menos. De esta imprudencia de la justicia se aprovechaba nuestro zapatero para perseguir al Cristianismo y a la Monarquía contando las copas de ginebra que bebía el capellán de las monjas de San Bernardo y ahuecando la voz para hablar de los escándalos del palacio real.

No hay para qué decir que Mamerto era odiado de muerte por el sexo femenino en Avilés. Mi madre le profesaba tal horror que si por casualidad se le nombraba en la conversación veía alterarse los rasgos de su fisonomía, se quedaba tan pálida que mi padre inquieto pedía que la sirviesen una taza de caldo para confortarla. De este horror me hizo a mí partícipe. Cuando alguna vez mi mala suerte me hacía pasar a su lado me sentía sobrecogido de espanto como a la vista del demonio, me parecía verle ya envuelto por las llamas del infierno y arrojando por la boca toda clase de bichos inmundos.

En cambio el sexo fuerte le guardaba indebidas consideraciones. Pretextaba para ello que era un zapatero extraordinario, que el calzado elaborado por sus manos no tenía fin, que en toda España ningún otro maestro de obra prima le ponía el pie delante. Se decía que sus botas habían llamado la atención de ciertos extranjeros que habían pasado por allí, que las habían llevado a Londres y que desde entonces no pocos ingleses enviaban sus medidas a Mamerto para que los calzase. Por supuesto, yo estoy seguro de que todo esto era pura mitología. En el fondo se le admiraba por su audacia; porque en todo hombre hay oculto casi siempre un insurrecto más o menos cobarde. Sólo las mujeres tienen el valor de sus convicciones y saben lo que quieren.

La audacia de Mamerto llegaba como he dicho hasta el punto de no bautizar a sus hijos: y no sólo no los bautizaba sino que les daba nombres extravagantes. Tuvo una hija y la llamó Libertad. Tuvo un hijo y le nombró Dantón. Por cierto que este pobre Dantón no hacía honor a su homónimo; era patizambo, y enteco. Por donde le tocaba algo al gran tribuno francés era por los pelos, que los gastaba largos y aborrascados. Más tarde tuvo dos hijas y a una llamó Igualdad y a otra Fraternidad. Esta última podría contar de dos a tres años cuando acaeció lo que voy a narrar.

Jamás se había visto en Avilés una criatura más bella: nadie podía comprender en la villa cómo un ser tan angelical había salido de hombre tan endiablado. Su cabecita blonda y rizada, sus ojos azules de largas pestañas, su tez nacarada excitaban la admiración de cuantos acertaban a verla. Las mujeres no se recataban para decir que aquel bárbaro no era digno de poseer una joya de tal valor.

No lo pensaba así Mamerto como puede comprenderse. Estaba tan orgulloso y pagado de su niña que la exhibía por todas partes rebosante de placer. La llevaba de la mano al paseo del Bombé, la llevaba en brazos a las romerías y hasta la metía en las tabernas para que sus amigachos la admirasen y rabiasen de envidia. Fraternidad iba vestida siempre de blanco o de azul como la hija de cualquier hacendado. Para eso su padre trabajaba como un mulo, y se privaba, a veces, hasta de lo indispensable.

Un día fuimos sorprendidos con la noticia de que la reina vendría a visitar nuestra villa. Después de permanecer un día en Oviedo y otro en Gijón, S. M. pasaría unas horas en Avilés. Un vértigo de orgullo y placer se apoderó de todas las cabezas lo mismo las infantiles que las adultas. No había manos bastantes en nuestra villa para alzar arcos de triunfo con bastidores de lienzo pintado, para plantar gallardetes, para fijar guirnaldas. Los pintores, subidos en los andamios, pintaban las fachadas de las casas, los barrenderos del municipio aventaban lejos el polvo, las mujeres lavaban los cristales y las puertas, los poetas componían versos alusivos al magno acontecimiento que se preparaba; uno de estos, tío mío, hizo una canción que puso en música el director de la banda del hospicio de Oviedo:

Giren tus remos
linda barquilla

Así empezaba, si no recuerdo mal, y fué cantada por un coro de jóvenes avilesinas en el momento que Su Majestad puso el pie en la falúa de los carabineros para trasladarse a San Juan, punto extremo de nuestra ría y boca del puerto.

Conservo un recuerdo vago pero delicioso de aquel día memorable. Una fila larga de carruajes, una mano blanca que agita un pañuelo desde uno de ellos, los cohetes estallando en el aire, las bayonetas brillando a los reflejos del sol, las charangas tocando alegres pasodobles, mi padre de frac y corbata blanca, los balcones engalanados con brillantes colgaduras, mi madre inclinada sobre uno de los nuestros y arrojando puñados de flores sobre el coche de la soberana…

Después me veo en medio de la gran plaza de Avilés, llevado de la mano por uno de mis jóvenes tíos. Una muchedumbre inmensa llenaba aquella plaza y los ojos todos de la muchedumbre se dirigían a uno de los balcones de la casa de los marqueses de Ferrera, donde según decían se hallaba la reina. Yo no acertaba a ver en el balcón más que un grupo de señoras y caballeros. A mi lado se gritaba sin cesar «¡viva la reina!». Un viejo alguacil del Ayuntamiento, a quien llamábamos Marcones, agitaba su tricornio repitiendo con voz ronca «¡viva la reina!». Los campesinos lanzaban sus monteras al aire y las recogían, y otra vez las lanzaban repitiendo el mismo grito. Por fin desapareció del balcón el grupo que lo llenaba, quedó un momento vacío, y al cabo apareció una señora gruesa y blanquísima que presentó al pueblo un niño vestido con el traje típico de nuestros aldeanos, el calzón corto, la faja, el chaleco con botones de plata y la montera. «¡Viva la reina! ¡Viva la reina! ¡Viva el príncipe de Asturias!». El entusiasmo era frenético, imponente…

Más tarde me veo en el muelle, siempre de la mano de mi tío. La reina ha ido a San Juan y se la espera. Habían construído un atracadero de madera y se le había engalanado y tapizado lujosamente. Desde el atracadero se tendió una alfombra y por allí debía de pasar la soberana para montar en el carruaje que ya la esperaba. Mi tío era amigo de un oficial y gracias a ello logramos colocarnos en primera fila. Enfrente de mí veo, con profundo disgusto, al zapatero Mamerto, que llevaba también a su niña de la mano. ¿Qué haría allí aquel ganso? Eso se preguntaba mi tío, mirándole con ojos airados. Mamerto sonreía sarcásticamente; a eso sin duda había venido. Desde que se anunciara la visita de la reina a Avilés, no se le había caído de los labios aquella su sonrisa sarcástica. Pero hacía algo peor, y era murmurar en todos los oídos que querían escucharle lo malo que se decía de nuestra reina, las suciedades que entonces corrían como válidas entre la plebe. Para apoyar sus aserciones el zapatero revolucionario exhibía secretamente unas fotografías que representaban al padre Claret, patriarca de las Indias, bailando el can can con Sor Patrocinio, una monja que tenía sorbido el seso a la reina, según contaban.

—Si no se quita el sombrero ese tunante le hago prender —oí decir entre dientes a mi joven tío, que estaba muy pagado de su amistad con las autoridades.

Ya estallan los cohetes, ya se divisa en medio de la ría la hermosa falúa de los carabineros seguida de buen golpe de embarcaciones todas engalanadas, ya suenan las músicas, ya se oyen las aclamaciones. La reina Isabel II pone el pie en el embarcadero; un señor de gran uniforme le ofrece el brazo; sube las escaleras y comienza a marchar lentamente entre las apretadas filas de la muchedumbre que a duras penas pueden los soldados contener en su puesto. Todos nos despojamos del sombrero. ¿Mamerto también? Sí, Mamerto también. Había tratado de dejárselo encasquetado, pero una mirada muy significativa de un sargento de la guardia le hizo volver sobre su acuerdo.

La reina avanza sonriente, saludando a un lado y a otro con la mano y con la cabeza. De pronto se detiene y deja escapar un débil grito de admiración.

—¡Oh qué encanto de niña! —se la oye exclamar contemplando a la hija de Mamerto.

Se detiene un instante frente a ella y la dice:

—¡Qué hermosa eres, hija mía! ¡Qué hermosa eres! ¡Dios te bendiga!… ¿Me das un beso?

Y alzándola del suelo con sus reales manos, la aplicó un sonoro beso en la mejilla.

Entonces vimos a Mamerto demudarse; quedó pálido como un muerto, y agitando su sombrero frenéticamente gritó con voz estentórea:

—¡Viva la reina!

XV: DON ANTONIO JOYANA

Era un capellán que mis tíos Alvaro y Felisa tenían en su quinta de Illas cerca de Avilés, y fué el hombre más original que ha producido Asturias después de la invasión de los árabes.

Me llevaron a confesar con él cuando yo tenía nueve años de edad. Graves amonestaciones me dirigió en aquella ocasión. Recuerdo que me aconsejó con mucho encarecimiento que cuando entrase a saco en la despensa de mi casa de ningún modo me comiese la mermelada con los dedos, sino que llevase para el caso una cucharilla escondida en el bolsillo.

Don Antonio Joyana era un hombre según Dios y según la naturaleza, pero no según los hombres. Por eso los hombres se reían de él. Tenía caprichos como los niños y antojos como las mujeres. Cierto día entró con mi padre en una tienda de paños y habiéndole gustado uno extremadamente no se contentó con comprar algunas varas sino que se empeñó en llevarse la pieza entera. Después la entregó a una hermana vieja y sorda con quien vivía, y ésta se puso a cortarle y coserle pantalones. Salieron tres docenas de ella, según contaban en Avilés.

En otra ocasión, cuando se celebraba con un banquete el santo de mi tía Felisa, presentaron en la mesa una botellita de licor muy linda y caprichosa. Verla don Antonio y quedar hipnotizado fué todo uno. Ya no pudo comer ni beber: ya no tuvo ojos más que para aquella botellita hechicera. Al fin, no pudiendo sufrir más tiempo su estado de congoja, se acercó a mi tía y le dijo al oído con voz temblorosa:

—Señora, si después que se haya vaciado me regalase aquella botellita azul de licor se lo estimaría como un gran favor.

Mi tía se lo prometió riendo y la calma renació en su espíritu.

Tal era aquel hombre singular y tal quisiera que fuereis vosotros también. Porque era un sabio que servía a Dios y amaba a su prójimo.

—¿Era un sabio?

—Sí, era un sabio. Pasaba su vida o rezando o leyendo. Poseía gran copia de libros que tenía amontonados en sendos cajones de azúcar, los cuales no yacían en el suelo sino que pendían del techo colgados por fuertes cordeles y se balanceaban al más leve contacto dentro de su habitación. Acaso juzgara don Antonio que así columpiados sus libros estarían mejor dispuestos para comunicarle la ciencia que guardaban.

Don Antonio Joyana trataba a los hombres solamente como hombres. Para él un zapatero era un hombre y un marqués otro hombre. Las diferencias sociales nada añadían a sus ojos a la imagen de Dios.

Recuerdo que en una jira campestre, a la cual asistí, siendo ya un joven, y en la cual tuvimos el honor de llevar con nosotros a algunos empingorotados personajes y a unas damiselas más pagadas de su estirpe que las hijas de una familia reinante, don Antonio comenzó a tratar a estos personajes con tal confianza y tan graciosa familiaridad que nos hizo mucho reír. ¡Pero los próceres, y sobre todo las altas y poderosas señoritas no reían, no! ¡Qué cara de vinagre! ¡Qué gestos despectivos!

«¡Bravo, don Antonio!» —exclamábamos todos en voz baja con íntimo regocijo.

Y don Antonio sin ver nada, sin advertir los gestos desdeñosos y las miradas coléricas iba de uno a otro aristócrata, de una a otra damisela, poniendo a aquéllos la mano sobre el hombro, dirigiendo a éstas saladas cuchufletas, que dicho sea con verdad, resultaban un poco burdas.

Fué una de las pocas veces en que vi a la verdad y a la naturaleza triunfar de la convención y la mentira.

Los hombres de este temple, ni se asombran de nada ni tienen miedo a nadie.

Una tarde entraron de improviso algunos ladrones enmascarados en la posesión de Illas. Después de sorprender a los criados que estaban en la planta baja de la casa y haberlos maniatado y amordazado subieron al piso superior y penetraron en la habitación de don Antonio. Este se hallaba leyendo como de costumbre.

—¡Alto, no se mueva usted!

Don Antonio levantó la cabeza y paseó una mirada con más curiosidad que miedo por aquellos foragidos. Entre ellos había uno de tan exigua estatura y corpulencia que parecía un chicuelo de catorce o quince años. Don Antonio se fijó en él, y alzándose de la silla entre risueño y encolerizado, le sacudió por el brazo, diciéndole:

—¿A ti, mequetrefe, quién te ha metido en estas aventuras? ¡Anda a la escuela, majadero!

Sacando luego una llave del bolsillo la tiró al suelo.

—Ahí en ese armario tenéis todo el dinero que hay en casa. ¡Cuidado con romperme la botella de tinta que está junto al talego!

Después se sentó otra vez y siguió leyendo.

Pues bien, este hombre virtuoso y magnánimo, siento decirlo, pagó también su tributo a la flaqueza humana. Una pasión desgraciada apoderándose de sus sentidos y empañando los más claros principios de su intachable conducta logró en cierta ocasión empujarle al crimen.

No fué una mujer hermosa la que inspiró aquella pasión loca que tan gravemente comprometió la salvación de su alma, sino unos animales inmundos.

Mi tío Alvaro hacía criar algunos cerdos en la posesión de Illas para el abastecimiento de su casa. Don Antonio desde el primer año que allí estuvo se comprometió a vigilar su crianza. ¡Nunca hubiera tomado sobre sí este cargo! A la manera que un joven libertino, satisfaciendo los caprichos de su querida, colmándola de regalos y vaciando el bolsillo para adornarla con preciosas joyas, va poco a poco hundiéndose en el amor y perdiendo su albedrío, así nuestro capellán, procurando toda clase de regalos nutritivos y mimando a aquellos groseros animales, cual si fuesen hijos de sus entrañas, quedó preso en las redes de una pasión desgraciada.

No le bastaban las más finas verduras y legumbres de la huerta, no le bastaban los relieves de su mesa y de la de los criados, no era bastante el maíz y la harina que sustraía del pienso de las vacas y caballos. Llegó a entrar en el granero donde se guardaba el trigo con que pagaban su renta los colonos de mis tíos y tomar de allí serias cantidades para satisfacer la voracidad de sus adorados cerdos.

Cuando se acercaba el día de la matanza nuestro capellán perdía el apetito y el sueño. Se le veía silencioso y taciturno. Pasaba largos ratos contemplando con ojos enternecidos a aquellas inocentes criaturas que presto iban a sucumbir de muerte violenta. Y el día mismo llegado, don Antonio desaparecía de casa y no volvía a ella hasta la noche.

Al año siguiente igual. Don Antonio se prometía no apasionarse por aquellos pequeños y tiernos animalitos que le entregaban; pero viéndoles comer, viéndoles engordar no podía resistir al atractivo de sus encantos y se entregaba. Su ardiente caridad iba más allá que la de San Francisco. Porque si éste decía: «—Hermano borrico», don Antonio decía: «—Hermano cochino». Acaso querría indemnizarse de las muchas veces que había tenido que exclamar para sus adentros: «¡Cochino hermano!».

Pero voy a narrar con mucho disgusto de qué modo el demonio tentó y sedujo a aquel santo varón y le arrastró a cometer una acción vergonzosa.

Cuando vino mi tío Alvaro durante el verano a pasar algunos días en Illas los criados le enteraron de los abusos que don Antonio cometía contra el granero en favor de los cerdos. Esto le disgustó como puede suponerse. Llamó al capellán y le hizo amigable y dulcemente algunas observaciones. Don Antonio bajó la cabeza y prometió atenderlas.

Pero allá en el infierno Satanás se frotó las manos y exclamó riendo: «¡Ya veremos!».

Una noche entre las doce y la una se hallaba mi tío entregado al sueño cuando un criado llamó quedo a la puerta de su alcoba. Despertó sobresaltado y le invitó a que entrase.

—¡Señor, hay ladrones en casa! —le dijo al oído.

Esta noticia no era a propósito para tranquilizarle.

—¿Dónde están?

—Acaban de entrar por la puerta de atrás en la cocina de abajo —le respondió con voz de falsete tenue como un soplo de la brisa de Mayo.

Mi tío comprendió que ya era imposible oponerse al asalto de su casa. Se sentó en la cama dispuesto a esperarlos y dijo:

—Ve a ver lo que hacen.

Al poco rato apareció de nuevo.

—¡Señor, están ya en el comedor!

A mi tío, aunque hombre valeroso, le latía con violencia el corazón.

—¡Señor, han llegado a la escalera y empiezan a subirla!

Desapareció el criado y tardó un rato en presentarse de nuevo. Cuando lo hizo al cabo, venía apretándose las ijadas de risa.

—¡Señor, si es don Antonio que viene con un saco!

—¿Don Antonio? ¿Un saco?

—Sí, señor; sin duda va al granero a robar trigo para los cerdos.

Mi tío respiró con satisfacción, estuvo unos instantes suspenso y le dijo:

—Bueno, vete a la cama y no digas una palabra de esto a nadie. Ya lo arreglaremos mañana.

En efecto, al día siguiente pidió con un pretexto plausible la llave del granero al capellán y nunca más volvió a entregársela.

Yo no tuve conocimiento en aquella época de este grave pecado de don Antonio. Si lo hubiera tenido es casi seguro que se lo hubiera perdonado. ¿No me había perdonado él que entrase furtivamente en la despensa y me comiese las mermeladas de mi madre?

Declaro que me sentía atraído hacia aquel hombre, y mi primo José María igualmente. A los dos nos era extremadamente simpático, quizá porque adivinásemos en él un niño como nosotros, más grande y más sabio.

José María de las Alas era mi primo y mi tío a la vez, porque su madre era prima hermana de la mía y su padre hermano de mi abuela. Teníamos la misma edad y nos queríamos entrañablemente como si fuéramos hermanos. Pasábamos la vida juntos, él en mi casa o yo en la suya; y las horas de escuela también juntos porque asistíamos ambos a la de don Juan de la Cruz.

Pues un día, en las vacaciones de Agosto, nos vino a la mente la idea de hacer una visita a don Antonio Joyana en Illas. Quedamos en reunirnos a las ocho de la mañana en los soportales de Galiana, y en efecto desde allí emprendimos la marcha por la carretera en uno de los días más espléndidos de aquel verano.

¡Qué radiante sol! ¡Qué fresca brisa! ¡Qué gorjeos de pájaros! ¡Qué mugidos de terneros! ¡Cuán felices caminaban aquellos dos niños por la estrecha carretera guarnecida de zarzamora!

La posesión de Illas dista de Avilés algunos kilómetros, no sé cuántos; nosotros los recorrimos en poco más de una hora. Nos recibió a la puerta de casa Pepa, la vieja hermana de don Antonio, y nos dijo que éste se hallaba en su cuarto y nos invitó a subir.

Llamamos a la puerta del gabinete con los nudillos de los dedos.

—¿Quién va?

—Somos nosotros.

—¿Quiénes sois vosotros?

—José María y Armando.

—Estoy rezando.

Puesto que don Antonio estaba rezando, nosotros debíamos sentarnos en la escalera y aguardar a que terminase. Así lo hicimos y esperamos un buen rato. Al cabo apareció con su gorro negro y sus gafas azules y nos abrazó dando muestras de gran regocijo. Pasamos a su cuarto donde todos los elementos estaban mezclados y confundidos como en el caos, y procedió a descolgar de la pared dos sillas que pendían de sendos clavos y nos hizo sentar en ellas. Después, dando paseos por delante de nosotros con las manos a la espalda, se informó prolijamente de la tarta de borraja y del queso de almendra que habíamos comido en casa de la tía Bruna el día de su cumpleaños, del moquillo que estaba padeciendo Milord, el perro del tío Víctor, de las ciruelas que la tía Felisa había cosechado en la posesión de los Carbayedos y de otros extremos no menos interesantes que nos llegaban directamente al alma. Cuando hubimos terminado de desahogar nuestra conciencia, don Antonio nos preguntó muy cortésmente si teníamos hambre. Antes que le hubiéramos respondido llamó a grandes voces por el hueco de la escalera a su hermana y le ordenó que nos sirviesen lo más pronto posible algo de almorzar. Después se acercó a la ventana, la abrió de par en par y se asomó a ella. Una sonrisa de felicidad incomprensible dilató su rostro.

—¡Mirad, hijos míos, mirad!

Nos asomamos como él y vimos allá en el fondo del patio tres o cuatro cerdos tan gordos que no se podía entender cómo escapaban a la apoplejía.

—¿Qué os parece? —nos preguntó triunfante.

—¿Por qué no los matan ya? —pregunté yo con la mayor inocencia.

Don Antonio me dirigió, al través de sus gafas, una mirada pulverizante. Pero meditó sin duda que yo era un pequeño pagano con una cultura superficial y no se dignó responder.

—Ahí donde los veis, cada quince días aumentan media arroba de peso… Pero yo creo que Proudhon aumenta más.

—¿Cuál es Proudhon? —preguntó mi primo.

—El de la derecha, el de las orejas rajadas… Todas las noches antes de acostarme abro la ventana y les doy las buenas noches. Ellos levantan la cabeza cuanto pueden y me responden gruñendo.

Quedamos admirados de tanta inteligencia, lo cual hizo concebir a don Antonio una idea ventajosa de la nuestra.

Nos llevó inmediatamente a la huerta y nos obligó a admirar las coles, los guisantes y las cebollas que allí tenía. Antes que hubiésemos terminado de admirarlas llegó Pepa para hacernos saber que nuestro refrigerio estaba preparado.

Era una inmensa tortilla de jamón. Mi primo y yo nos arrojamos vorazmente sobre ella y en poco tiempo logramos dejarla bien chica. Pero el jamón estaba rabiosamente salado y pedimos agua con ansia.

—No la hay —nos respondió don Antonio en tono perentorio.

Quedamos aterrados.

—¿No hay agua?… ¡Pues nosotros tenemos mucha sed!

—¡Pepa! —gritó el capellán— saca dos botellas de la bodega y tráelas.

Vinieron dos botellas de vino blanco y pudimos saciarnos. Mas sucedió lo que ya puede concebirse. Un cuarto de hora después comenzamos a dar señales de trastorno mental. Tiramos algunos platos al suelo, nos desabrochamos la camisa, cantamos a gritos y llamamos vieja y fea a la hermana del capellán.

Este se puso serio y se dió cuenta, aunque tarde, de la gran imprudencia que había cometido. Inquieto en grado sumo no se le ocurrió al pobre hombre otra cosa que invitarnos a marchar a nuestras casas. Con gran premura nos hizo salir a la huerta y a paso largo nos condujo hasta la puerta enrejada de salida.

No habíamos dado cien pasos por la carretera cuando mi primo se detuvo repentinamente y echando miradas feroces a derecha e izquierda me anunció de un modo categórico que él, José María, era el chico más valiente de Avilés.

Esta declaración no pudo menos de dejarme estupefacto. Porque mi primo era un niño inteligentísimo, pero enfermizo y desmedrado a tal punto que en la escuela se burlaban de él y no pocas veces tuve que salir a su defensa.

Ignoro por qué, mas en aquel instante me inspiró tanta lástima que en vez de contradecirle le abracé y le besé con efusión manifestándole al mismo tiempo con la mayor vehemencia que nadie le pondría la mano encima en mi presencia y que estaba dispuesto a dar por él toda mi sangre. Pero él rechazó mis caricias con increíble ferocidad, diciendo que no necesitaba para nada de toda ni de parte de mi sangre porque se bastaba y se sobraba para hinchar las narices a todos los chicos de Avilés, tanto de la villa como de Sabugo.

Yo insistí en ofrecérsela con igual vehemencia y él en rechazarla con la misma ferocidad. Tan tercos nos pusimos ambos que faltó poco para que viniésemos a las manos, quiero decir para que me pegase, porque yo me hallaba en un estado de enternecimiento tal que me hubiera dejado matar antes que hacerle daño alguno. Las lágrimas corrían abundantes por mis mejillas y a cada instante me detenía para abrazarle y besarle, cosa que a él le indignaba muchísimo.

Alguna vez me descuidaba también en ofrecerle mi sangre de nuevo y entonces su furor no tenía límites.

Para demostrarme sus fuerzas excepcionales y su coraje se daba golpes en el pecho con los puños como un atleta y amenazaba con ellos a los aldeanos que íbamos tropezando por el camino y los desafiaba a singular combate. Yo observaba, con asombro, que en vez de irritarles con estos retos se ponían todos extremadamente alegres, reían a carcajadas y nos seguían con la vista largo trecho después que habíamos pasado.

En esta disposición llegamos a casa. Tanto mi madre como mi tía Justina pusieron el grito en el cielo al vernos; se apresuraron a llevarnos a la cama y mientras nos desnudaban estalló su indignación en muy pesadas palabras contra «el loco de don Antonio Joyana».

XVI: MI PADRE

Personas hay tan admirablemente dotadas para la domesticación que ningún animal, por salvaje y obtuso que sea, les resiste. He visto lobos y conejos y cuervos y hasta pulgas y cerdos maravillosamente amaestrados, y se cuenta de un prisionero en la Bastilla que llegó a domesticar una araña. Una señora amiga mía logró que los gorriones parados en el alero de su tejado entrasen en su dormitorio y allí durmiesen. Por la mañana al despertarse venían a su cama y comían alegremente las migas de bizcocho que les repartía, hecho lo cual se despedían hasta la noche.

A nadie, sin embargo, he visto en mi vida con mayores aptitudes para reducir y educar animales que a mi padre. Pero los que escogía para sus notables experiencias eran siempre animales bípedos más o menos racionales. Un juez de instrucción, un promotor fiscal, un coronel, un registrador de la propiedad o cualquier otro funcionario que llegaba a nuestra villa y que se hacía inmediatamente temer por su genio adusto o por un temperamento bilioso e irascible. Mi padre se sentía atraído hacia esta clase de sujetos y no sosegaba hasta colocarse en situación de ejercitar sobre ellos aquellas naturales disposiciones con que el cielo le había dotado.

No se pasaba mucho tiempo sin que la villa viese con estupefacción al montaraz funcionario paseando emparejado con mi padre y completamente desarrugado, feliz y sonriente. En Avilés habitaba un tío abuelo mío con rostro y talle de inquisidor; alto, enjuto, aguileño, mirada dura y penetrante. Era persona inteligente y de muchas letras, pero de un orgullo tal y de humor tan desapacible que vivía materialmente aislado desde hacía largos años. Cuando mi padre vino a establecerse con su esposa en aquella villa la existencia de este viejo severo cambió por entero. Que hiciese bueno o malo todos los días llegaba a nuestra casa buscando a mi padre, salía con él de paseo, se mostraba locuaz y por primera vez después de veinte años reía a carcajadas.

Pensando en este raro privilegio del autor de mis días llegué a concebir claramente que no debía atribuirse a la amenidad de su conversación, que era grande por hallarse dotado de una imaginación pintoresca, memoria felicísima, espíritu observador y afluencia de palabra. Todas estas dotes las poseen muchos hombres sin que logren hacerse amar. Se les escucha con placer, pero no se les busca con empeño ni menos se les hace compañeros íntimos y confidentes. El secreto de mi padre era otro y consistía en la ausencia de vanidad. Era una ausencia completa, absoluta, inverosímil; era una fuerza opuesta y contraria que en vez de empujarle a producir y realzar su persona como acaece a casi la totalidad de los hombres le arrastraba a disminuirla y borrarla.

La verdad me obliga a confesar que esta rarísima cualidad no tenía un fundamento religioso; no era lo que se llama humildad cristiana. Procedía más bien de un rasgo original del carácter por lo cual alguna vez tocaba en el capricho o la extravagancia. A este rasgo se unía un pesimismo más original aún. Mi padre era un pesimista teórico y un optimista práctico, de cuyo contraste resultaban efectos verdaderamente cómicos. Pensaba como Schopenhauer que el dolor es lo único positivo en la vida y que este mundo es triste por esencia, pero él vivía siempre contento y ponía contentos a cuantos se le acercaban; creía con el Eclesiastés que todo es vanidad y él se las arreglaba para no tener ninguna. ¡Había que oírle lamentarse de la existencia, exhalar singulares profecías y vaticinar cataclismos! Cinco minutos más tarde nos contaba una anécdota chistosa y después de habernos apretado el corazón y llenarnos de angustia nos hacía estallar en carcajadas.

Así que llegó a los cuarenta años y a pesar de gozar una salud robustísima se reconoció como un anciano decrépito: cuando se hablaba de años bajaba la cabeza tristemente, suspiraba y decía con voz desfallecida que se hallaba ya «con un pie en el sepulcro». Si admiraban su memoria se ponía a contar en seguida cualquier incidente en que aparecía como un hombre desmemoriado; si hacían notar su aspecto robusto y sano, se llevaba con desesperación la mano a los riñones y decía que su organismo «estaba minado»; si ensalzaban las cualidades de cualquiera de sus fincas se ponía a hablar de las de los vecinos colocándolas muy por encima de las suyas. Para verle enfurecido no había más que suponerle con alguna influencia en la región, aunque era el primer contribuyente. Un día le hallé particularmente risueño y satisfecho porque un millonario de Bilbao a quien le presentaron en el café le había hablado con tono protector y compasivo: —«No puedes figurarte —me decía riendo a carcajadas— cuánto me despreció aquel buen señor».

Y con nosotros sus hijos también practicaba largamente este su anhelo desmedido de abatimiento. ¡Caso extraño, porque los padres aunque sean modestos por su cuenta no lo son casi nunca por la de sus hijos! Yo era el menos inteligente y aprovechado de la escuela y me daba en rostro no con uno ni dos sino con un tropel de chicos que a su parecer eran lumbreras esplendentes a mi lado. Ni se imagine que esto era un rasgo de habilidad o un artificio pedagógico. Se hallaba perfectamente convencido de ello y la prueba es que cuando llegaron ciertos exámenes extraordinarios en la escuela juzgándome yo absolutamente inepto no me atreví a presentarme y mi padre quedó de esta vergonzosa retirada muy satisfecho.

Pues bien; repito que a esta modestia encarnizada no a su donaire, debía mi padre sus éxitos en el mundo. Los hombres aman la modestia en los demás y la prefieren con mucho al talento, a la riqueza y a la hermosura. Debieran amarle también por su exquisita sensibilidad, pero no lo hacían: la sensibilidad no es valor que se cotice en el mercado social. Dios me perdone, pero imagino que esta sensibilidad era el único punto flaco que el mundo hallaba en mi padre. Yo he visto a sus amigos sacudir la cabeza y sonreír burlonamente cuando advertían en él señales de emoción. Y mi padre por más esfuerzos que hacía no lograba ocultarla. Si escuchaba una orquesta, si se sentaba frente al mar a la hora del crepúsculo, si le narraban un incidente desgraciado o se ponía a tararear una canción de su niñez, le saltaban fácilmente las lágrimas; y cuando en la calle veía maltratar a un niño o a un animal se ponía rojo y con riesgo de ser agredido no vacilaba en increpar duramente al autor de la crueldad. Recuerdo que un carpintero fué denunciado por los vecinos a causa de los malos tratos que daba a un hijo suyo, niño de ocho o nueve años de edad. Mi padre era entonces juez de paz, y al escuchar de labios de un testigo cómo aquel bruto desnudaba a su hijo, le amarraba y le azotaba sin piedad, saltó de su sillón y sacudiendo al feroz carpintero por las solapas le gritó: —«¡Bárbaro, bárbaro, bárbaro! ¡Es usted un miserable!».

Por lo demás estos eran los únicos casos en que podía aparecer como un hombre violento. Su calma y su dulzura eran proverbiales y su condescendencia tan excesiva, que provocaba, como acaece casi siempre en este desgraciado mundo, el abuso. Los criados, los arrendatarios, los hijos, todos abusábamos de su bondad. Era uno de esos hombres a los cuales se puede hacer daño impunemente, porque hay la seguridad de que no lo volverá. Y sin embargo, no le faltaban medios para ello: no daba su bondad como los pomares dan las manzanas sin saberlo y sin quererlo, según decía Diderot. Su inteligencia, su conocimiento del mundo y su gran perspicacia le suministrarían recursos para hacerse temer si así lo quisiera.

Hay que confesar, no obstante, que nadie le hizo jamás grave daño y sólo tuvo que sufrir las pequeñas molestias y los pequeños abusos que el pequeño egoísmo engendra. Era generalmente amado y murió sin haber tenido en toda su vida ni un enemigo, ni un envidioso. Esto último me parece increíble; no lo era en su caso porque ya hemos visto de qué modo original desarmaba a la envidia. Cuando estalló la guerra carlista, nuestro valle de Laviana fué el cuartel general de los partidarios del Pretendiente en Asturias. Por allí merodeaban a la continua pequeñas partidas que no eran modelo de disciplina. Nuestra casa fué respetada siempre a pesar de las ideas liberales de mi padre. Es más, tal confianza inspiraba su lealtad, que un cabecilla perseguido vino a refugiarse en ella. Le tuvimos por huésped algunos días y le hubiéramos tenido indefinidamente si él mismo, por temor a comprometernos, no se hubiera ido. Al día siguiente de su partida paseábamos mi padre y yo con mi hermanito pequeño por las cercanías de la Pola, cuando acertamos a ver una compañía de soldados que marchaba hacia nosotros. Al acercarse pudimos contemplar con tristeza a nuestro huésped en el medio y amarrado, quien tuvo la delicadeza de no saludarnos ni aun de mirarnos. Pero mi hermanito exclamó en voz alta: «¡Papá, este es el señor que comía con nosotros y se marchó ayer!». Mi padre se puso pálido y yo me sentí sobrecogido. El capitán, al oír estas palabras, volvió la cabeza vivamente, miró al niño, miró a mi padre y, sonriendo maliciosamente, nos hizo un saludo con su espada.

XVII: MISTERIOS DOLOROSOS

Un lunes por la tarde iba yo a su casa; otro lunes por la tarde venía él a la mía; era día de mercado y no teníamos escuela sino por la mañana. Lo pasábamos deliciosamente, como nadie podrá dudar sabiendo que lo mismo la casa de mi amigo Juanito que la mía poseían un espacioso jardín donde jugábamos a la peonza, al volante y al salto, donde trepábamos a los árboles y alcanzábamos ciruelas y peras en su más tierna infancia, donde ensayábamos nuestras aptitudes para la ingeniería y arquitectura alzando edificios con tejas rotas, barro y arena, trazando canales, abriendo pantanos, donde nos ejercitábamos en el arte de conducir vehículos haciendo alternativamente él y yo de caballo y cochero, donde encendíamos hogueras y asábamos patatas, donde por fin, cuando llegaba el caso, nos dábamos de mojicones y nos tirábamos de los cabellos.

Su jardín era más dilatado que el mío; por tanto los fogosos caballitos podían correr y caracolear a su sabor; pero el mío tenía allá en el fondo un hórreo y esto constituía una ventaja inapreciable. Porque debajo de este hórreo nos guarecíamos cuando hacía mal tiempo y nos divertíamos sin necesidad de meternos en casa y sufrir la presencia enfadosa de la familia. Además nos servía de escondrijo para ocultar todos aquellos objetos que merecían ocultarse, particularmente la fruta verde, de la cual acumulábamos tal cantidad, que alguna vez se pudría sin comerla. Esta fruta verde era el negocio más interesante y reservado de nuestra existencia. Mi madre nos tenía prohibido, bajo penas severísimas, tocar a la fruta, y nos vigilaba bastante desde casa y nos hacía vigilar. Prodigios de ingenio y habilidad se necesitaban para burlar esta vigilancia. Los desplegábamos, y pocas veces éramos cogidos in fraganti.

Lo fuí, sin embargo, en cierta ocasión, pero no por mi madre. Pluguiese al cielo que ella hubiera sido, aunque me costase algunos coscorrones. Lindante con nuestra huerta o jardín había otro mucho mejor cuidado y provisto. Pertenecía a unos señores que vivían en la casa contigua, dos hermanos y dos hermanas ya viejos y solteros, personas graves, correctísimas, pacíficas y silenciosas. No nos tratábamos; pero ellos y mis padres, en la calle, o desde el balcón, se saludaban muy ceremoniosamente.

Aquel su jardín rebosaba de fruta dulce y sazonada, que tanto a mi amigo Juanito como a mí nos llevaba los ojos y nos tentaba. Había particularmente un árbol tan cargado de enormes peras que era una verdadera bendición.

Las contemplábamos cierto día con avidez, cuando el diablo nos sugirió la idea de apoderarnos de algunas de ellas. La pared de nuestro jardín no era muy alta y tenía un pretil que llegaba hasta la mitad; de modo que fácilmente lo dominábamos. Pero el de nuestros vecinos estaba mucho más bajo, por lo cual había que descolgarse para llegar a él, lo cual no era fácil. Mas como nuestro ingenio venía ya ejercitado de largo tiempo por otras empresas, se nos ocurrió el arbitrio feliz de servirnos de una de las astas de banderolas que allí teníamos pertenecientes a las obras de canalización de la ría, cuyo director era mi tío como ya he dicho.

Después de cerciorarnos bien de que nadie había en los balcones de la casa contigua, ni desde la nuestra nos espiaban, apoyamos una punta del asta en nuestra pared y la otra en el jardín vecino, monté sobre ella y me deslicé facilísimamente, atravesé el jardín en toda su anchura, pues el peral se hallaba en el extremo opuesto, arranqué dos peras, las oculté en los bolsillos y vuelvo rápidamente. Mas al atravesar de nuevo el jardín dirijo una mirada a la casa y observo con espanto que en el amplio balcón de madera de nuestros vecinos se hallaban los cuatro hermanos contemplándome con ojos serios, más sorprendidos que irritados. Me acerco a la pared y ¡oh rabia!, advierto que no puedo escalarla. Como sucede casi siempre en los negocios de la vida había visto la entrada pero no la salida.

Esta era punto menos que imposible. Aunque procuro trepar por el asta que me había servido para deslizarme, pronto eché de ver que nunca lo lograría. Subir por la pared no había que pensarlo. Entonces en el colmo de la angustia llamé a Juanito que se había ocultado cuando vió a nuestros vecinos en el balcón. Vino en mi ayuda, me tendió una mano, y agarrándome a ella, pude, con muchísimo trabajo, montar sobre la pared.

Todas estas operaciones exigieron bastante tiempo y yo, sin volver la cabeza, veía posados sobre mí los ojos de aquellos respetables señores. Nadie puede figurarse la confusión y vergüenza que de mí se habían apoderado. Si hubiesen gritado, si me hubieran increpado creo que sería cien veces menor; pero aquella grave tranquilidad, aquel silencio me abrumaban y por largo tiempo después, cuando recordaba esta escena, sentía que me subían los colores al rostro.

Además del hórreo poseía nuestro jardín la ventaja de una fuente con copioso chorro de agua que corría incesantemente. Esta agua no se enturbiaba jamás y cuando a la de las fuentes públicas le ocurría tal alteración los vecinos de la calle o sus criados acudían a pedirnos permiso para llenar sus vasijas. Era un constante llamar a nuestra puerta todo el día bastante enfadoso, pero no vi a mi madre, a pesar de su genio vivo, quejarse nunca ni mostrar impaciencia.

Sin embargo, yo me divertía infinitamente más en casa de mi amigo Juanito, no sólo por la novedad de salir de la mía, sino porque tenía una hermana de diez y seis años, alegre y juguetona, que nos ayudaba en nuestros recreos y excitaba y protegía nuestras travesuras. Era deliciosa aquella Paquita con su naricita remangada, sus ojos chispeantes y la extrema movilidad de su cuerpo. Inagotable en sus recursos, felicísima en sus invenciones, dispuesta a toda clase de farsas, infatigable para seguirlas, nos manejaba a su antojo y nos embriagaba con su alegría. Un día nos disfrazaba con sus propias ropas, nos hacía llamar a la puerta y nos introducía en el salón anunciando a su madre la visita de dos señoras; otro me disfrazaba de doméstica, me ponía un pañuelo a la cabeza y un delantalito blanco y me enviaba a la tienda próxima a comprar agujas; o bien disponía el bautizo de una muñeca, vestía a uno de nosotros de sacerdote, a otro de monaguillo, hacía partícipes a las criadas de la solemne ceremonia y la seguía hasta el final con toda gravedad y diligencia; o bien ella misma se disfrazaba de hombre, se ponía bigote, tomaba un bastón y entraba fumando un cigarro como médico en el cuarto de una criada que se hallaba enferma. Nos hacía representar escenas de comedias, nos hacía cantar, nos obligaba a pedir limosna con voz plañidera desde la puerta, jugaba al escondite con nosotros, nos echaba polvos de arroz en la cara y nos enseñaba el lenguaje de las manos, en el cual era peritísima. En fin, que si hubiera seguido toda la vida a su lado, ella siempre con sus diez y seis años y yo con mis diez imagino que nunca hubiera maldecido de la existencia ni habría experimentado la necesidad de estudiar metafísica.

El reverso de esta encantadora joven era su mamá doña Leocadia, tan tristona, tan adusta y lacrimosa. Había sido una hermosa mujer, según afirmaba mi madre, y aún se advertían en su rostro las señales, pero se hallaba bien ajada, más aún por las tristezas que por los años, pues no pasaría mucho de los cuarenta. Doña Leocadia se había acostumbrado de tal modo a llorar y moquear y suspirar y hablar en tono quejumbroso, que si le tocase la lotería estoy seguro de que nos hubiera dado la noticia con acento desgarrador. Yo no podía mirar su rostro, donde las lágrimas parecían haber trazado surcos indelebles, sin acordarme de la Dolorosa que se venera en la iglesia de San Nicolás. Y me sorprendía mucho no ver sobre su pecho las siete espadas que traspasan el corazón de esta imagen. Es posible que las llevase ocultas debajo de la ropa.

¿Quién clavaba, no siete, sino setecientas espadas en el pecho de aquella dolorida señora? Todos, todos la martirizaban en su casa, pero muy particularmente ¡quién lo diría!, su digno esposo don Julio. Yo no lo hubiera concebido en aquella época, porque don Julio era el hombre más simpático, alegre y cariñoso del mundo. Pues precisamente por ser demasiado alegre y cariñoso es por lo que daba pesadumbres infinitas a doña Leocadia, a lo que podía entender vagamente cuando mis padres hablaban de este matrimonio. Si salía en la conversación el nombre de don Julio mi padre sonreía y mi madre se ponía seria. Don Julio pasaba los días en el café y las noches no se sabía dónde; vivía de sus rentas, pero las iba mermando poco a poco, vendiendo hoy una finca, mañana otra. Y de este dinero derrochado, el que más le dolía a doña Leocadia, no era el que se empleaba en los licores espirituosos, en el juego, en jiras a San Juan y al bosque de la Magdalena. Otro había ¡otro!, que le tocaba más en el alma. Pero no hablemos de estas cosas que ahora comprendo perfectamente y entonces no.

La alegría de don Julio era comunicativa. Tenía un modo de reír característico que hacía fluir inmediatamente la risa a los labios de los otros. Sus carcajadas eran tan claras, tan sonoras y espontáneas que no se confundían con las de ningún otro. Estas carcajadas salían como gozosa cascada mezcladas a los chasquidos de las bolas de billar por los balcones del café de la Plaza haciendo bailar mi corazón con ansia de placeres cuando por allí acertaba a pasar.

El café de la Plaza, que ocupaba el principal de una casa, se llamaba en realidad Café del León de Oro, a juzgar por la muestra que sobre él se parecía, pero jamás de memoria de hombre lo llamó nadie de este modo. Cuando no le llamaban café de la Plaza se decía Café de Tomasín, porque tal era el nombre de su dueño, un anciano de baja estatura, que sólo recuerdo vagamente. Este anciano tenía una hija que dirigió aquel café largos años con tal brillantez y fortuna que llegó a ser una institución en Avilés.

Pues este café era el teatro donde nuestro don Julio ejercitaba casi todas las preciosas cualidades con que la providencia de Dios le había dotado. Jugaba al tresillo y al golfo como los ángeles, y al billar como los serafines que rodean al Altísimo: las carambolas no tenían fin cuando empuñaba el taco; en cuanto al chapó no es posible que nadie poseyese mayor finura y precisión para colocar la bola donde quería. Y con esto ¡qué reír, qué gritar, qué bromear, qué chorro de donaires! No parecía mas que aquel café se había abierto exclusivamente para don Julio, y don Julio, engendrado con el único fin de jugar al chapó en aquel café. Cuando mi padre me llevaba alguna vez allí para tomar un sorbete de fresa y veía a don Julio con su gran barba negra y rizada y el taco en la mano, riendo, gesticulando, no acertaba a comprender cómo en mi casa se hablaba mal de un caballero tan cumplido, me parecía un absurdo que se pudiera dirigir ningún reproche serio a un hombre capaz de hacer veinticinco o treinta carambolas seguidas.

Todavía tenía doña Leocadia otro reverso en casa y era su hijo Adolfo, mancebo de dieciocho años bien fornido y espigado y atrozmente velludo. El pelo le llegaba al medio de la frente mostrando ansias locas de reunirse con el de las cejas y le invadía ya a pesar de su corta edad las mejillas. Sus ojos apagados y entreabiertos, la nariz imitando groseramente la de su hermana, las espaldas anchas y abovedadas, sus modales desmañados y torpes. En fin, el hermano de mi amigo Juanito tenía todo el aspecto de un bruto… y los hechos también. Sombrío, taciturno, ceñudo como su madre, gandul y calavera como su padre no había sido posible hacer carrera de él. Después de salir de la primera enseñanza se trató de que aprendiera latín enviándole a una cátedra que había en el convento de San Francisco. Un fracaso. Le enviaron después a la escuela privada de don Román para estudiar matemáticas. Mayor fracaso aún. Por fin le habían colocado en el comercio de un amigo a fin de que se fuese enterando de la marcha y secretos de la carrera comercial; pero más de la mitad de los días no parecía por allí. Con otros cuantos jóvenes tan interesantes como él vagabundeaba por la villa y sus afueras, introduciéndose para descansar en las capillas de Baco o en otros sitios aún menos respetables.

Pues a pesar de todo esto su madre le adoraba; era el predilecto de su corazón. No hay duda que la hacía sufrir mucho con su conducta y que en vez de agradecer las caricias que le prodigaba, su paciencia y sus desvelos, no perdonaba ocasión de vejarla con groseros desvíos y la ostentación cínica de sus vicios; pero ella se lo perdonaba de buen grado, de mejor grado, aunque parezca monstruoso que a su señor y marido don Julio. En cuanto a nosotros, esto es, en cuanto a Juanito y a mí le admirábamos y le temíamos. Él ignoraba nuestra existencia.

En las tardes cortas del invierno así que empezaba a obscurecer nos entrábamos en casa y jugábamos con Paquita y las criadas del modo más agradable y divertido que jugó nadie en el mundo desde que éste fué sacado por Dios de la nada. Jugábamos a la gallina ciega, jugábamos al escondite, jugábamos al milano que le dan, cebollita con el pan… (Un amigo mío aficionado a las investigaciones eruditas me ha comunicado que primitivamente debía decirse al esclavo que le dan. Es casi seguro, porque lo del milano no tiene sentido común. Sin embargo yo prefiero el milano: es más pintoresco).

Y cuando nos hartábamos de jugar, Josefa, una gruesa y añosa costurera que doña Leocadia tenía, nos juntaba en torno suyo y nos refería cuentos deliciosos de princesas encantadas y moras enamoradas de cristianos. Parece que me estoy viendo en aquel gran comedor sencillo y confortable. Había dos grandes grabados con marcos de caoba representando el uno la Maldición del padre (la Malediction paternel, de un antiguo pintor francés cuyo nombre no recuerdo), y el otro la entrevista de Alejandro Magno con la familia del vencido rey Darío. Después se rezaba el rosario y me llevaban a casa o venían a buscarme, que era lo más frecuente. Por ciertas curiosas particularidades durante él acaecidas quedó impreso en mi memoria uno de estos rosarios.

Una noche nos arrodillamos todos como siempre en el comedor delante de una imagen de Nuestra Señora del Rosario pintada al óleo. Doña Leocadia se ponía delante casi tocando la pared debajo del cuadro, Paquita detrás, nosotros más atrás aún y las criadas completamente a retaguardia.

Doña Leocadia con su rosario de nácar en la mano y los ojos puestos en la sagrada imagen dijo con voz plañidera:

—Misterios dolorosos del santísimo rosario. Primer misterio: de la Oración en el Huerto: Padre nuestro que estás en los cielos…

Nosotros respondíamos en voz alta y también un poco plañidera aunque no tanto.

—Segundo misterio doloroso: de los azotes que el Hijo de Dios sufrió atado a una columna: Padre nuestro que estás en los cielos…

Antes que terminase el decenario Paquita se levanta y va a cerrar el mirador que se hallaba abierto. Doña Leocadia vuelve la cabeza y la sigue con la vista sin dejar el rezo. Paquita se detiene un poco dentro del mirador y entonces su madre suspende el rezo, se levanta bruscamente y va con paso rápido hacia allá.

—¡Ya me lo parecía a mí! —exclama con acento colérico después de echar una mirada investigadora a la calle—. ¡Allí está el mequetrefe debajo del farol!… ¿Y para eso te levantas y dejas el rosario, pícara?… ¡Toma, toma, desvergonzada!

Y le aplicó dos soberbias bofetadas. Paquita lanzó un gemido y comenzó a protestar altamente de aquel castigo que juzgaba absolutamente injusto, pues ella no había ido al mirador sino para cerrarlo y no se le había ocurrido mirar a la calle, ni había visto ni quería ver mequetrefe alguno.

Debo hacer constar que este mequetrefe era nada menos que un cadete de caballería que usaba brillantes espuelas y arrastraba un largo sable pendiente de la cintura. Por esto sólo se comprenderá el absurdo de aquella buena señora al calificarle de tan denigrante manera. Era además un joven guapísimo, casi tan alto como don Julio, que fumaba cigarros puros y me regalaba caramelos cada vez que me encontraba en la calle. Estaba allí pasando las vacaciones de Navidad con su familia. Desde el verano anterior en que había bailado con ella en la romería de la Luz había rendido sus espuelas, su sable y su grandeza a los pies de la simpática Paquita.

—¡Silencio, insolente! Ya te he dicho que no quiero que hables con ese mequetrefe (¡vuelta con el mequetrefe!). Si fueses una hija obediente no volverías a mirarle a la cara… ¿Es que piensas que tu madre no sabe mejor que tú lo que te conviene? ¿Qué es lo que te propones?

—¡Yo no me propongo nada! ¡Es una injusticia! —gritó Paquita sollozando.

—¡Silencio! ¿No sabes que esas relaciones no pueden conducir a nada? ¿Vas a casarte cuando sea alférez? ¿Con qué te va a mantener? ¿Vas a esperar a que sea capitán? Puedes esperar sentada… ¡Pues vaya un partido que se nos entra por las puertas!

—¡Yo no lo soy tampoco! —gritó Paquita sin dejar de sollozar.

—¡Silencio te digo! —exclamó doña Leocadia dando un paso con ademán amenazador hacia la joven—. Por lo mismo que no lo eres… porque la desgracia y mis pecados han querido que no lo seas —añadió con voz sorda—, por lo mismo que no lo eres necesitas pensar como una persona formal y sin perder el tiempo con un mequetrefe (¡y dale con el mequetrefe!), que no tendrá bastante nunca para sus vicios… porque los militares son unos viciosos…

—¡Todos no! —profirió con energía Paquita—. Además no se necesita ser militar para ser vicioso.

Doña Leocadia sintió la estocada en el pecho, quedó un momento suspensa y dijo suavizando el tono:

—¿No ves a Paulina la hija de don Ramón que apenas te lleva dos años y es ya una gran señora con magnífica casa y coche y media docena de criados y hace viajes a París y Londres cuando se le antoja?…

—¡Pocas gracias! ¡Casándose con un viejo! —exclama la niña con risita sarcástica.

—¡Don Pancho no es un viejo, deslenguada! Es un hombre en muy buena edad y vale más que ese alfeñique que así te levanta de cascos… Bueno, ya hemos hablado bastante… ¡A callar y obedecer!

Doña Leocadia se arrodilla nuevamente y continúa:

—Tercer misterio doloroso: de la corona de espinas. Padre nuestro que estás en los cielos…

Un olor penetrante y nada grato de guisado llegó hasta nuestra nariz. Doña Leocadia se detiene, cree percibir humo y exclama volviendo la cabeza hacia la cocinera:

—¿Lo ves, Carmen?… La carne se está quemando.

—Señora, la he dejado separada.

Doña Leocadia sin replicar se levanta vivamente y marcha hacia la cocina dejándonos a todos arrodillados y suspensos. La cocinera la sigue murmurando, aunque ya con alguna vacilación.

—Señora, la he dejado bastante separada.

Escuchamos fuerte altercado allá dentro: la voz de doña Leocadia se deja oír irritada; la de la cocinera sorda y humillada. Por fin entra de nuevo aquélla exclamando en un tono que nada tenía de resignado aunque quería parecerlo:

—¡Oh qué paciencia, Dios mío!, ¡oh qué paciencia!, ¡oh qué paciencia se necesita!…

Se arrodilla y continúa el rosario:

—Cuarto misterio doloroso: de la cruz a cuestas. Padre nuestro que estás en los cielos…

Poco después suena la campanilla de la puerta de la calle. Rita la doncella, salió a abrir; entró poco después y se arrodilló. Detrás de ella oímos los pasos de Adolfo que entró en el comedor cejijunto, sombrío, nos echó una mirada torva y se dejó caer de rodillas con tan fuerte golpe que a Juanito y a mí nos acometió la risa y nos costó gran trabajo sofocarla. Su madre volvió la cabeza, le miró severamente y haciendo un leve gesto de resignación continuó rezando.

Comprendimos inmediatamente que estaba ebrio. Su madre lo comprendió también, porque de vez en cuando volvía la cabeza y le dirigía una rápida y tímida mirada.

Juanito me hacía muecas poniendo el dedo pulgar en la boca con ademán de beber. Yo no podía reprimir la risa y pellizcaba a Juanito. Paquita sacudía la cabeza de un modo cómico afectando desesperación. Las muchachas entre asustadas y risueñas apenas podían rezar.

Sólo Adolfo permanecía serio, enteramente ajeno al efecto que causaba. Respondía al rosario con sonidos cavernosos donde nadie podría percibir señales de oración alguna, bufaba como un buey y se balanceaba como un barco.

El balanceo, que al principio era insignificante, se fué acentuando de tal modo que nos inquietó. Juanito dejó de hacer muecas, Paquita de sacudir la cabeza y las criadas quedaron graves y suspensas. Todos teníamos clavada la vista en aquel extraño y alarmante cabeceo temiendo que acaeciese lo que al fin acaeció.

Adolfo cayó de bruces sobre el suelo con tanto estrépito que doña Leocadia dió un salto y quedó de pie. Adolfo no pudo levantarse ya: abrió la boca y soltó por ella un raudal de vino que pronto se esparció por el comedor con gran sobresalto de todos nosotros que huimos de aquel río encarnado y nauseabundo como si fuese lava ardiente del Vesubio. En particular Paquita se levantaba la falda con tan cómico terror, caminaba sobre la punta de los pies y hacía tales muecas y cabriolas que Juanito y yo a pesar del susto reventábamos por reír. Pero no era posible esto mirando a doña Leocadia, que parecía la imagen de la desolación.

—¡Jesús mío; qué me pasa! —exclamaba la buena señora mesándose los cabellos—. ¡Este hijo concluye conmigo!… ¡Qué cruz, madre mía del Carmen, qué cruz!…

Entre tanto, Rita, Carmen y Josefa la costurera levantaban a aquel cerdo del suelo y lo transportaban a su cuarto. Doña Leocadia las siguió exhalando suspiros y lamentaciones. Una vez solos, Paquita, Juanito y yo pudimos entregarnos a la algazara y lo hicimos de buen grado. Paquita nos incitaba a ello con sus monerías. Daba saltos por encima de los charcos de vino.

—¡Qué asco, hijos míos, qué asco! Mi hermanito no se emborracha con Jerez.

Pero Carmen, la cocinera, llegó inmediatamente con un cubo de agua y una rodilla y limpió con presteza aquellas inmundicias. No tardaron tampoco en aparecer doña Leocadia, Rita y Josefa después de haber dejado metido en su lecho al héroe de la fiesta. Y ya nos disponíamos a continuar el rosario cuando sonó nuevamente la campanilla.

Era un mozo del café de la Plaza que traía una cartita para doña Leocadia, quien la abrió con viveza y al leerla se puso pálida.

—Carmen, haz el favor de dar el llavín de la puerta de la calle a ese muchacho. El señor no viene hoy a cenar.

Quedó un instante inmóvil con los ojos en el vacío. Su rostro expresaba tan profundo abatimiento que a todos se nos apretó el corazón. Dos gruesas lágrimas comenzaron a rodar por sus marchitas mejillas.

Al fin sacando el pañuelo y enjugándolas se dejó caer nuevamente de rodillas ante la imagen de la Virgen diciendo con voz apagada:

—Quinto misterio doloroso: cómo el Hijo de Dios fué crucificado. Padre nuestro que estás en los cielos…

XVIII: PRIMERAS LECTURAS

No será imposible que el lector al llegar a este punto y acaso antes se haya preguntado: «Pero este novelista que nos da cuenta de su infancia ¿cómo nada dice de sus impresiones literarias, de la influencia que sobre su espíritu ejercieron los primeros libros que cayeron en sus manos?».

¡Ah, caro lector, ahí me duele! Sobre este toque no puedo comunicarte más que cosas vergonzosas. Bien me apetece decirte, como alguno de mis colegas, que a los siete u ocho años leía asiduamente la Biblia, me entusiasmaba con Homero y de vez en cuando para desengrasar me echaba al cuerpo una tragedia de Sófocles. Quisiera presentarme ante tus ojos como un niño excéntrico, sombrío, apartado de los juegos de mis compañeros, gozándose en la soledad, paseando a las orillas de la mar o por los bosques, llorando y riendo sin motivo aparente, mirando más a las estrellas que a la tierra. O bien como una maravilla de agudeza y donaire, enloqueciendo a la familia y los amigos de la casa con sus ocurrencias felices, despertando la admiración con sus observaciones penetrantes y preguntas ingenuas.

Si esto te dijere, lector amigo, te engañaría miserablemente y todo lo que me resta de vida me remordería la conciencia. Prefiero confesarte que en mi niñez me agradaba correr y saltar con mis compañeros de escuela, cazar grillos, jugar a los botones y cambiar de vez en cuando algunos puñetazos. Ni más alegre ni más triste que los demás. Nada de pasearme solo por la ribera de la mar con la cabellera al viento desafiando a la tempestad. Nada de llorar sin motivo. Cuando lo hacía era porque don Juan de la Cruz, mi maestro, me administraba algunos vardascazos o algún pillastre de Sabugo me cortaba el hilo de la cometa (sierpe en Avilés) o por otros motivos no menos fútiles y prosaicos. Caprichos, sí los tenía, pero nada románticos; no creo haber sido nunca un niño incomprensible; antes bien me parece que todo el mundo me comprendía perfectamente. Mi originalidad era tan escasa que estaba desesperado con mi nombre porque no había otro igual en la población y reprochaba a mis padres interiormente el no haberme puesto Manuel o Pepe o Antonio. Me desesperaba igualmente cuando mi madre me ponía un traje nuevo o vistoso y procuraba ajarlo inmediatamente para que no llamase la atención y semejase a los de mis camaradas. En fin, habiéndome contado mi padre que en su infancia aborrecía el pan con manteca espolvoreado de azúcar y que una vez que se había visto obligado a aceptarlo lo había arrojado a hurtadillas por el balcón, yo que me perecía por este manjar hice lo mismo (¡con qué dolor de mi corazón!), cuando la madre de mi amigo Alfonso N. me lo dió cierta tarde para merendar. Me parece que no se puede llevar más lejos el espíritu de imitación.

¿Salidas ingeniosas? Dios las diera. Por más que busco y rebusco en mi memoria algún donaire prematuro, alguno de esos rasgos oportunos que anuncian un natural privilegiado nada encuentro digno de mencionarse. ¡Cuán feliz sería si pudiera ostentar ante tus ojos como marca de Dios alguna frase memorable de las que tanto abundan en la infancia de ciertos escritores! Al leer en sus memorias tales agudezas e ingeniosidades me entusiasmo, les admiro, con todo mi corazón, aunque no puedo menos de pensar que acaso les hubiera convenido no salir jamás de la infancia. Despechado de no hallar en los archivos de la memoria ningún documento que acreditase mi nobleza intelectual acudí antes de escribir este libro a una vieja servidora de mi casa, escribí a un hermano de mi padre, único tío que aún conservo. Nada pude obtener más que simplezas, inepcias, vulgaridades indignas de ser comunicadas.

En orden a mis tempranas aptitudes para la literatura con tristeza declaro que a los ocho años aun no habían llegado a mi conocimiento por conducto de los rapsodas homéridas las hazañas de Aquiles hijo de Peleo ni los discursos artificiosos de Ulises: nada sabía tampoco de Edipo rey ni de Edipo en Colona. Mi erudición era bastante limitada en aquella época y si ahora sé poco, puedes creer, lector, sobre mi palabra que entonces sabía menos. Quedamos, pues, en que no leía con fruición a Homero a Sófocles y a Píndaro. En cambio, ¡oh terrible humillación!, me entusiasmaban las novelas de un señor Pérez Escrich (que Dios perdone) y de una doña María del Pilar Sinués (a quien Dios perdone también). No puedo menos de recordar con enternecimiento una del primero titulada El cura de aldea que me hizo disfrutar placeres increíbles. Mientras la leía, de tal modo me identifiqué con sus personajes que me parecía vivir en su compañía y pertenecer a la familia. Me alegraba con sus alegrías, me sentaba a su mesa, bebía un poco más de lo ordinario en sus inocentes holgorios, reía con sus chistes no menos inocentes, me hacía el distraído cuando aquella modista encantadora se ponía a hablar en voz baja con aquel joven tan simpático, y estaba enteramente resuelto a prestarles mi eficaz ayuda para desenmascarar y confundir al miserable que retenía injustamente su fortuna. Y cuando llegaba el caso de llorar alguna de sus desgracias yo creo que lo hacía mucho mejor y más copiosamente que ellos. En fin, poco me faltaba para poner por obra lo que cierta discreta señora amiga mía cuando tenía trece o catorce años: entusiasmada con una de aquellas divinas modistas creadas por la imaginación de Pérez Escrich, tomó el dinerito que tenía en la hucha y se fué con su doncella preguntando por aquélla en todas las casas de la calle donde el autor había colocado su domicilio para entregárselo.

Bien sé que esto hará sonreír a mis colegas los precoces lectores de Homero y Píndaro pero ¿qué voy a hacer? Escribo mis memorias, debo la verdad a mis lectores y prefiero que me reputen por un ser vulgar a faltar descaradamente a ella. Después de todo no estoy lejos de pensar como algún filósofo que las cosas no son bellas ni feas, es nuestra propia alma la que se embellece al contacto de la realidad. La mía, fresca en aquel tiempo, se embelleció con la música inocente de ciertas zarzuelas y con la lectura de algunas novelas deplorables como jamás lo ha hecho después con las obras más sublimes del ingenio humano.

¿Y por qué deplorables? Si no se hubiera escrito más música que la de Haydn, Mozart y Beethoven, ni más dramas que los de Esquilo, Sófocles, Shakespeare, Calderón y Schiller, ni más poemas que los de Homero, Virgilio, Dante, Milton y Goethe, la casi totalidad de los humanos bajarían al sepulcro sin haber gozado los placeres inefables que el arte proporciona. Yo mismo, si hubiera sucumbido antes de los quince años, me iría al otro mundo sin haber experimentado algunas dulces emociones y divinos estremecimientos que me han hecho en mi infancia más feliz que un rey. Seguro estoy de que nadie ha gozado con la Iliada más que yo con Los tres Mosqueteros de Alejandro Dumas. Y entonces ¿qué?…

He llegado a pensar que el libro no lo hace el autor sino el lector. Recuerdo que a la edad de quince años leí el de Michelet titulado El Pájaro. Es una obra estimada con justicia en el mundo literario como lo son todas las de este singular escritor. No es fácil imaginar la impresión deleitosa que me causó su lectura. Aún me veo tendido en un vetusto y enorme sofá de mi casa de Entralgo con el volumen de roja cubierta entre las manos. Era una traducción española y presumo que no debía de ser muy esmerada. Pues a pesar de eso me causó tanto placer que toda mi vida he recordado aquellas horas felices y he bendecido la pluma que me las había procurado.

No hace mucho tiempo cayó por casualidad en mis manos el mismo libro en francés. Mi conocimiento de este idioma me permite ahora apreciar el brillo y tersura del estilo de Michelet. Tomé el volumen y como un chico goloso que guarda en su mesa de noche un pastel para regalarse con él a solas, así puse yo sobre la mía el precioso libro. Esperaba resucitar mi adolescencia, sentir de nuevo aquellas dulces emociones que tan feliz me habían hecho y lo abrí con mano respetuosa y trémula.

¡Qué decepción! ¡Qué amargo desengaño! No es que el libro me pareciese feo: al contrario, mejor que antes podía reconocer su mérito. Pero no hallaba en él aquello que en otro tiempo había visto. Me parecía seco, pálido, y me preguntaba con tristeza. ¿Dónde está ahora aquel pájaro seductor, aquel poeta alado que saltaba gorjeando delante de mis ojos? ¿Dónde están aquellas representaciones interesantes de sus amores, de sus sabias construcciones, de sus viajes, de sus costumbres pintorescas? Comparado el libro con el que yo había leído lo encontraba admirablemente escrito, pero falto de imaginación y de vida. ¿Es que carece de esto? No; quien carece soy yo…

Lejos de mi ánimo la pretensión de resolver ni siquiera plantear el problema de la subjetividad u objetividad de la belleza. Sólo quiero indicar a los autores que deben apetecer para sus libros lectores imaginativos más que cultos. Un crítico distinguirá admirablemente lo que es bello y lo que es feo en una obra de arte, pero nunca gozará de ella de modo tan intenso como un adolescente dotado de imaginación y sensibilidad. ¿Que lo mismo goza con una obra maestra que con una mediana? Esto no debe de humillar al autor. Si es hombre de corazón y no excesivamente vanidoso debe deleitarse particularmente con el deleite que proporciona a los demás. Obsérvese que me refiero a la adolescencia cuando, si el juicio no es seguro, las impresiones lo son más que nunca. En cuanto a la infancia no se puede contar con ella tratándose del arte literario. Los niños no sólo no distinguen sino que rara vez sienten.

Mientras yo lo fuí me seducían extremadamente las historias de bandidos. Una de las novelas que más me impresionaron fué la titulada Los siete niños de Ecija por Fernández y González. Hubo un instante de mi existencia en que tuve clara vocación de salteador. Felizmente duró poco tiempo. Después leí las hazañas de Bernardo del Carpio y los Doce pares de Francia y quise ser guerrero. Tampoco duró mucho. Más adelante, entrando ya en la adolescencia, aspiré a la condición de salvaje leyendo Los Natchez de Chateaubriand. Esta novela exótica me causó una impresión profunda y sentimental, no ya puramente imaginativa. Quedé tan prendado de aquellos pieles rojas, que soñaba con partirme a América como René y presentarme a algún descendiente del viejo Chactas para que me afiliase en su tribu después de haber fumado el «calumet de paz». Soñaba con aquella dulce y hermosa Celuta y hacerla mi esposa. Y me prometía amarla más y mejor que el hipocondríaco René haciéndola tan feliz como merecía. Soñaba con la simpática y juguetona Mila a quien también hiciera mi esposa si no fuera gran pecado la poligamia. Soñaba con aquel grande, aquel noble Outugamiz hermano de Celuta. Su inquebrantable lealtad me penetró tanto en el alma que cuando fuí a Oviedo y escribí a un amigo que dejaba en Avilés empezaba mi carta: «Mi querido Outugamiz». Todavía recuerdo con incomprensible emoción cierta excursión por el Misisipí en una noche calurosa del estío. La mayoría de los guerreros dejó la piragua y se lanzó al agua para hacer el trayecto a nado: las mujeres los imitaron, y toda aquella muchedumbre se dejaba arrastrar por la suave corriente del río bajo un cielo tachonado de estrellas, donde la luna nadaba también feliz y serena como ellos. Los guerreros se contaban en voz alta sus hazañas y los amantes se deslizaban cogidos de la mano murmurándose dulcemente sus secretos. Esto es lo que recuerdo de aquella poética descripción. No sé si me será fiel la memoria después de tantos años, porque no he vuelto a leer esta novela. Si ahora lo hiciese no sé por qué imagino que aquellos salvajes, que tanto me cautivaron, me harían vomitar.

Cuando alcancé los doce o trece años me placía registrar la biblioteca de mi padre donde había hallado las obras de Chateaubriand y otros libros de amena literatura. También los tenía científicos y algunos me interesaron vivamente. Si no he logrado nunca ser hombre de ciencia he tenido despierta desde mi infancia la curiosidad científica. En uno de aquellos registros tropecé con un libro extraño ilustrado con unas estampas horrorosas. Era un tratado de la virilidad.

—¿Qué es esto? —pregunté a mi padre que estaba escribiendo.

Levantó la cabeza, miró el libro, me miró a mí fijamente y quedando un instante pensativo respondió:

—Léelo.

Aquella palabra fué mi salvación. Habrá personas timoratas que se asombren y aun se escandalicen de la audacia de mi padre. Sin embargo yo bendigo su memoria por ésta como por las muchas cosas buenas que ha hecho conmigo.

XIX: FRAY MELITÓN

Si el Cielo me concediese una nueva existencia en este nuestro planeta de la orden de menores y me diera a escoger el sitio donde se deslizase mi infancia, respondería sin vacilar: ¡Avilés!

Lo que recuerdo de esta villa es tan amable, tan alegre y pintoresco, que dudo que en parte alguna de Europa o de América (dejemos el Africa para los negros y el Asia para los chinos) se encuentre otra que la supere.

Sin embargo, nadie se figure que era todo algazara y romerías y habaneras y pasacalles. Había en nuestra villa más de una docena de figuras decorativas que no sólo mantenían en ella la respetabilidad y el decoro sino que la comunicaban esplendor a los ojos del forastero. Cuando bien temprano, mucho más temprano de lo que yo quisiera, salía de mi casa para la escuela, encontraba indefectiblemente paseando debajo de los arcos a uno de nuestros vecinos vestido de levita negra, corbata blanca, gran pechera con botones de diamantes, sombrero de copa alta, bastón con puño de oro y botas charoladas lo mismo que si se dispusiese a ir a la recepción de la embajada de Inglaterra. Allá había estado, según contaban, varios años: por eso gastaba patillas y era tan correcto, tan grave y silencioso. Que hiciera bueno que hiciera mal tiempo, en los días más calurosos de Julio como en los más ateridos de Enero, por allí paseaba revestido de aquellos ornamentos que me infundían un respeto indecible. Desde el feo asunto de las peras yo no osaba mirar como antes a su blanca pechera, ni siquiera a sus botas charoladas.

Un poco más allá, en los arcos mismos de la plaza paseaba mi tío Víctor, también de levita. Coronel retirado, luenga barba blanca. Era persona de tan heroica estatura que cuando se doblaba para darme un beso, yo pensaba que descendía sobre mí el mismo Padre Eterno con sombrero de copa.

Algo más lejos, al comenzar los arcos de Galiana tropezaba debajo de ellos con otro respetable personaje, don Manolo P. Vestía igualmente levita y sombrero de copa. Su bastón era una primorosa caña de Indias con puño de marfil y contera de la misma materia, que rara vez ponía en el suelo por no estropearla, según se decía maliciosamente en la villa. Frisaba ya en los cincuenta años; el rostro cuidadosamente rasurado y tan rojo y congestionado, que daba en violáceo: parecía una figura de la corte de Carlos IV. Este grave sujeto paseaba con la mayor solemnidad por delante de su casa, deteniéndose a menudo delante de una hojalatería próxima a ella y cambiando con el hojalatero algunos pensamientos más o menos trascendentales. Miraba fijamente a los transeuntes como si sospechase de su honradez; la mía debía de inspirarle mayores dudas que la de ningún otro a juzgar por la insistencia con que sus grandes ojos redondos me seguían. Tenía el título de abogado, pero no ejercía su profesión; vivía de sus rentas y era un caballero tan digno y venerable, que como imposible tenía yo que nadie osara faltarle al respeto. Sin embargo, este imposible se realizó. Un borracho llamado Platina se acercó a él un día tambaleándose:

—¿A que no sabe usted don Manolo en qué se parece usted a San Roque?

—No adivino —respondió nuestro caballero abriendo todavía más sus grandes ojos redondos.

—En que San Roque es abogado de la peste y usted es la peste de los abogados.

Da grima pensar que en este mundo nadie pueda verse libre de un insulto soez ni aun los más altos próceres que, como éste, son ornato de su pueblo nativo y orgullo de sus convecinos.

A la postre él mismo se encargó de faltarse al respeto, pues cuando menos podía pensarse cayó enamorado de nuestra costurera. La primera noticia que tuvimos fué por una carta que de él recibió mi madre. En ella la suplicaba que le permitiese venir algún rato a casa para poder hablar con su prometida, pues ya la consideraba como tal. La pretensión era un poco extravagante, pues mis padres no tenían el gusto de tratarle. Sin embargo, mi madre cedió inmediatamente de buen grado, y he aquí a nuestro caballero sentado por las tardes en el comedor, entre ella y la gentil costurerilla, departiendo cortésmente de cosas indiferentes como un pollastre que hiciese la corte a una damisela delante de su mamá. La mía le dirigía siempre la palabra sonriendo, y mi padre, cuando por allí pasaba, lo mismo. Y en la sonrisa de mi madre había un granito de burla y en la de mi padre dos. Por fin aquel buen señor se casó y toda su vida se mostró agradecido, colmándonos de atenciones, prueba irrecusable de la bondad y honradez de la joven a la cual había unido sus destinos.

Dicho queda que a más de éstos existían en la villa otros próceres que realzaban con su majestuosa indumentaria a nuestra villa. Pero estos próceres no se mantenían como los de otras ciudades, encastillados en su grandeza ni se oponían o desdeñaban a la juventud bulliciosa. Al contrario, se les hallaba siempre propicios a proteger y alentar cualquier proyecto recreativo iniciado por ésta. Algunas veces de ellos mismos partía la iniciativa. Semejantes a los ancianos de Atenas consagraban su experiencia a los nobles recreos de la vida y velaban por el decoro de las fiestas. Mi buen tío Jorge de las Alas, viejo y achacoso, fué quien creó la Academia de música en Avilés, quien organizó la sociedad del Liceo y quien llevó a cabo la erección de un teatro cuando no existía. Merece este infatigable anciano, que tanto contribuyó a la cultura de nuestra villa, que ésta le erija una estatua. No hallábamos los jóvenes de Avilés, en estos nobles ancianos, ni una sonrisa desdeñosa, ni una frase severa. Todavía recuerdo que al asistir por vez primera a un baile del Liceo, no contando aún diez y siete años, como me hallase apurado porque no podía abrochar mis guantes, el mismo presidente de la sociedad, que era un respetable caballero con la cabeza canosa, vino en mi auxilio y logró abrochármelos.

Avilés guardaba en aquel tiempo más de una semejanza con Atenas. Porque reinaba la alegría y el decoro y el amor al arte como en la ciudad de Minerva, y además se vivía en una dulce ociosidad que permitía consagrarse enteramente a los placeres del espíritu. Para lograr esto Aristóteles creía necesario un número considerable de esclavos encargados de alimentar a los ciudadanos. Entre nosotros no existía que yo sepa más esclavo que un negro muy feo que había traído de América un indiano llamado don Pancho. Con este negro, que al parecer estaba siempre ansioso de llevar a los niños malos en un saco, nos amenazaba la maestra (porque de tres a cuatro años tuve el honor de asistir a un colegio de señoritas) cuando hacíamos demasiado ruido. Tantas veces nos había amenazado, sin embargo, que llegamos a despreciar, como inverosímil, aquella horrorosa perspectiva. Mas he aquí que un día aciago, al conjuro de la maestra, aparece en la puerta de la sala la espantable figura del negro de don Pancho con el famoso saco al hombro haciendo rodar por las órbitas sus ojos de tigre hambriento. No es fácil describir ni decoroso lo que allí pasó. Toda aquella juventud bi-sexual se sintió atacada a la vez en el corazón y la vejiga. No volvimos a ser malos en ocho días.

Vivíamos, pues, en nuestra villa sin trabajar, como he dicho. Quién trabajaba para nosotros no me importaba entonces averiguarlo. Cada casa albergaba un pequeño hidalgo o rentista que disfrutaba serenamente de la vida, bailando de joven, paseando de viejo. No faltaban artesanos, es cierto; había carpinteros, chocolateros, hojalateros, pintores, albañiles; pero casi todos estaban relegados al barrio de Sabugo. Los que había en la villa eran tan graves personajes casi como los que he descrito: algunos ya viejos gastaban sombrero de copa alta. Se les trataba con respetuosa consideración, se contaba con ellos para los festejos y algunos tenían tiempo para consagrarse a la música y la declamación y alcanzar señalados triunfos, como el ebanista Mariño y el barbero Manolo.

Al revés de lo que acaece en las grandes ciudades europeas y americanas, donde se vive en perpetuo afán y no hay tiempo para nada, en Avilés había tiempo para todo: si faltaba alguna vez no era ciertamente para el trabajo sino para divertirse. No existía la fiebre del dinero ni esa congojosa solicitud por el lucro que envilece las almas y entristece la vida. El comercio mismo, que por su naturaleza es sórdido, tenía en nuestra villa un temperamento noble y tranquilo. Los comerciantes recibían a sus amigos en las tiendas, departían y reían con ellos y apenas se curaban de la venta de sus artículos. Había un tendero llamado Braulio que poseía en la calle de la Herrería un bastante bien surtido almacén de quincalla. Pues este Braulio, cuando un amigo llegaba a invitarle a jugar al billar o a comer una langosta en el café de Tirita se ponía el sombrero, cerraba la tienda y se marchaba tranquilamente con él. ¡Que aguardasen los parroquianos!

Los próceres, la juventud impetuosa, los comerciantes y los artesanos no constituían por entero a nuestra villa. Existía, como es justo en ella, un elemento teológico compuesto por los párrocos de la villa y Sabugo con sus respectivos coadjutores, el vicario de las monjas de San Bernardo y hasta una media docena de frailes exclaustrados que habían quedado vivos en la matanza del año treinta y seis. Había un padre Cerezo cuya sabiduría nadie ponía en duda, un fray Antonio Arenas taciturno, bilioso, que cantaba desde el coro de la iglesia de San Francisco la misa mayor con una voz que envidiaría Satán para dirigirse a los condenados del infierno, un Manzaneda (ignoro porqué a éste se le suprimía el fray) y había sobre todo un fray Melitón de perdurable memoria sobre la tierra y que en el cielo, donde no dudo que se hallará a estas horas, hará las delicias de los bienaventurados.

Este elemento teológico gastaba como el de los próceres levita y sombrero de copa. Solamente que como correspondía a su elevada dignidad teológica, las levitas eran mucho más largas y los sombreros mucho más altos. Cuando de niño veía al padre Cerezo o a Manzaneda debajo de uno de ellos sudaba de congoja.

Fray Melitón era el organista de la parroquia. Líbreme Dios de suponer que tocando el órgano es como alegrará a la corte celestial. Al contrario, me parece que si a fray Melitón se le ocurriese tocar alguna vez el órgano en el cielo, no duraría allí mucho tiempo. Lo que regocijará seguramente a sus hermanos de bienaventuranza es su grande, inconcebible inocencia. Fray Melitón era un niño de sesenta años. De medianas carnes y estatura, vigoroso, la faz roja, los ojos débiles, el pelo negro todavía, hablando siempre a gritos, unas veces enfadado, otras riendo, jamás tranquilo o indiferente. No pienso que tuviera licencia para confesar, porque este ministerio exige conocimiento del corazón humano y fray Melitón no conocía siquiera el suyo; celebraba misa y tocaba el órgano en las misas solemnes y festividades. De él estábamos enamorados unos cuantos chicos y él lo estaba de nosotros aunque no nos escaseaba los coscorrones cuando le molestábamos demasiado. Si nos hallaba en la Campa jugando a la peonza se detenía para contemplarnos, nos animaba a gritos, nos aplaudía o nos increpaba exactamente como si fuese uno de nosotros.

—¡Eso está bien, carape! ¡Bien! ¡Bien!… ¡Leoncio, eres un burro!

Si nos tropezaba en el campo Caín se sentaba a nuestro lado y nos contaba historias milagrosas. Los milagros eran su especialidad. Otras veces nos hablaba de su convento y nos describía la enorme despensa de la cual estaba él encargado, los sacos de garbanzos, las pilas de nueces y avellanas, las filas de jamones colgados del techo; nos pintaba la huerta donde crecían toda clase de árboles frutales, cerezos, perales, que daban peras tamaño de una libra, ciruelas claudias y encarnadas, albaricoqueros de espalera: de tal modo que a los chicos se nos hacía la boca agua. Recordaba también con enternecimiento los grandiosos cerdos que allí se criaban y nos comunicaba en secreto de qué medios se valía para hacerles engordar una arroba por semana al llegar el mes de Octubre. A menudo también se placía haciéndonos preguntas y enterándose de nuestros estudios y propósitos.

—¿Qué es lo que tú quieres ser?

—Yo, militar.

—¡Bravo! ¡A la lid, valiente!… ¿Y tú?

—Yo, médico.

—Mírame la lengua (y la sacaba)… ¿Y tú?

—Yo quiero ser oidor.

—¿Oidor? Aguarda un poco que te escarbe los oídos.

Y echaba mano a la punta de una ramita; con lo cual reíamos a carcajadas, y él más que nosotros.

Si alguno le decía que quería ser cura, torcía el gesto.

—¿Sabes, burro, si tienes vocación para el estado eclesiástico?… Además, para ganar el cielo no se necesita ser cura ni fraile.

Y tenía razón, porque él lo hubiera ganado en cualquier condición.

Entre todos nosotros distinguía particularmente a tres, y yo era uno de ellos. Por eso cedió a nuestras instancias concediéndonos el honor de mover los fuelles del órgano, tarea que antes desempeñaba el hijo del sacristán.

Detrás del órgano de la iglesia de San Francisco existía, y es posible que aún exista, un pequeño y obscuro y sucio desván donde se hallan los fuelles que lo alimentan de aire. Estos fuelles, que eran tres, tenían cada uno un madero en forma de lanza, bajando el cual hasta tocar el suelo, el fuelle se hinchaba; luego, a medida que se gastaba el aire iban subiendo paulatinamente hasta llegar al techo. Me encargué, pues, de bajar una de estas lanzas y mis amigos de las otras dos. Para bajarlas necesitábamos colgarnos de ellas, y después que las teníamos a nuestra altura montarnos encima hasta humillarlas por completo. Así que lo habíamos conseguido podíamos descansar unos minutos mientras lentamente los fuelles se deshinchaban y los maderos subían.

¿Cómo es posible que allí encerrados medio a obscuras, respirando polvo y obligados a trabajar como negros sin descuidarnos un instante fuésemos dichosos? Pues lo éramos y no poco. Estábamos poseídos de nuestro papel, que juzgábamos principalísimo. Sin nosotros el órgano no sonaría y todo aquel estrépito que fray Melitón armaba se extinguiría miserablemente y la gran solemnidad vendría a tierra.

No recuerdo bien cómo acaeció: me parece que yo estaba contando a mis amigos en qué forma había entrado un pájaro en el comedor de mi casa y cómo había podido atraparlo arrojándole una toalla encima. Sea por esto o por otra causa, lo cierto es que en una ocasión nos descuidamos olvidando los fuelles. Los maderos habían subido hasta su límite máximo, tocando en el techo. De pronto se abre con estrépito la puertecita del coro y aparece por ella la faz congestionada de fray Melitón echando chispas de sus ojos por detrás de los cristales de las gafas y se lanza sobre nosotros dejando caer sobre nuestras cabezas una lluvia maléfica de coscorrones. Sin hacer caso de ellos nos lanzamos a los maderos, para alcanzar los cuales necesitábamos dar saltos prodigiosos.

—¡Burros! ¡Más que burros! ¿Para eso os he dejado venir a hinchar los fuelles? ¡Y en el momento mismo de ejecutar el trémolo!

Es de saber que cuando en la misa llegaba el momento de elevar la Hostia Santa fray Melitón hacía ejecutar al órgano un trémolo tan misterioso, tan solemne, tan patético que no había corazón por duro que fuese que no se sintiera sobrecogido.

—¡Dejarme sin aire en el trémolo, nada menos que en el trémolo! —exclamaba enfurecido sin dar paz a la mano—. ¿No sabíais que estaba ejecutando el trémolo, burros?

Yo no conocía entonces esa palabreja. Largo tiempo después cuando llegaba a mis oídos percibía en la cabeza la sensación vaga de un coscorrón.

De aquellos tres hinchadores de fuelles vivimos dos, y estoy en fe que lo mismo mi compañero que yo los hincharíamos de nuevo con placer si nos volvieran a los doce años.

Pero no sólo debo a fray Melitón estos momentos de intensa y pura felicidad: algo más le debo y voy a contarlo sin cuidado alguno puesto que él no ha de salir de la tumba a llamarme burro otra vez y a darme de coscorrones.

En los meses calurosos del estío solía bañarme en la ría con unos cuantos amigos de mi edad. Apenas salíamos de la escuela salvábamos el puente de San Sebastián y por el largo malecón de las Huelgas caminábamos hasta un sitio bien lejano donde pudiéramos desnudarnos sin faltar al pudor. En sábanas o toallas para secarnos no había que pensar porque todos se bañaban como yo a escondidas de sus padres. Nos acurrucábamos un momento al sol y luego nos vestíamos sin aprensión alguna. Este sistema, que por mucho tiempo me pareció peligroso, lo he visto hace poco tiempo preconizado por un médico alemán.

Una tarde por haber tenido que ir antes a casa me vi obligado a caminar solo hasta el puente donde me habían dado cita mis compañeros. No les hallé en aquel sitio y pareciéndome que ya habían tomado la delantera me dirigí sin apurarme por el malecón al sitio acostumbrado. Tampoco estaban allí. Largo tiempo los estuve aguardando y viendo que no llegaban me decidí a desnudarme y echarme al agua.

Era casi la hora de la pleamar; el sol reverberaba todavía sobre la superficie de la ría que se mostraba brillante y poderosa como un gran brazo de mar. Me hallaba solitario: sólo allá lejos sobre el malecón percibí un montón de ropa y en medio de la ría la cabeza de un hombre que nadaba y que no pude entonces reconocer.

Sin cuidado alguno, porque estaba bien acostumbrado a ello, me zambullí y comencé a nadar en la dirección de la cabeza que veía sobre el agua. No tardé en averiguar que aquella cabeza pertenecía a fray Melitón y desde entonces con más fuerza me dirigí nadando adonde estaba. Pero él, que no me reconoció, y a quien sin duda molestaba ser conocido se alejó nadando y yo le seguí con esperanza de alcanzarle. Tanto nadé que al fin me hice cargo de que me estaba alejando demasiado de la orilla. Pensar esto, volver la cabeza, ver la orilla lejana y sentir un miedo cerval fué todo uno.

El miedo me dejó yerto. Sentí que el frío me penetraba y que pronto iba a paralizar mis piernas y mis brazos. En fin, sospeché que estaba corriendo un grave peligro de muerte, y esta sospecha no contribuyó, como cualquiera puede calcular, a tranquilizarme. Di rápidamente la vuelta, pero si antes me pareció la orilla lejana ahora me pareció la misma costa de la América. Entonces me decidí a gritar:

—¡Fray Melitón!, ¡fray Melitón!

—¿Qué pasa? —respondió éste alarmado por lo extraño de aquel grito.

—¡Que me ahogo, fray Melitón!

Fray Melitón nadó con fuerza hacia el sitio donde yo estaba.

—¿Qué dices, muchacho? —exclamó al mismo tiempo reconociéndome.

—¡Que me ahogo!, ¡que me ahogo!

—¿No puedes sostenerte hasta que yo llegue?

—Creo que sí.

En efecto, así que le vi nadando hacia mí me acudieron repentinamente las fuerzas, pues sólo el miedo y no la fatiga las había paralizado.

—¿Qué te pasa?

—No sé… Creo que tengo frío —respondí por no confesar mi miedo.

—Cógete al cinturón de mi calzoncillo… ¿Podrás mover las piernas?

—Sí.

Y haciendo lo que me ordenaba puse una mano sobre su cintura y con este solo apoyo y nadando con las piernas llegamos perfectamente a la orilla.

Una vez allí ¿qué se figura el lector que hizo aquel buen hombre? Pues emprenderla a mojicones conmigo… ¡por burro!

—¿Si no sabes nadar grandísimo burro para qué vas adonde te cubra? ¡Eres un burro! ¿Quién, si no un burro se va al medio de la ría sin saber nadar?

Tantas veces me llamó burro el bueno de fray Melitón que no sé cómo en aquel mismo punto no me brotaron las orejas.

XX: EL CACHORRILLO

No recuerdo cuánto me costó. Tengo una idea de que di por ella todo el dinero que tenía en la hucha, que sumaría lo menos cuatro o cinco pesetas en calderilla. Además entregué una cadenita de plata, algunos botones dorados de un frac viejo de mi padre y una navajita que me habían regalado.

A pesar de todo quedé convencido de que Ovidio, el hijo del boticario de la calle de la Fruta, había tenido un momento de extravío y que yo había abusado miserablemente de este muchacho cambiando aquellas baratijas por su pistola.

Porque era una pistola, una verdadera pistola que se cargaba con pólvora, no uno de esos ridículos juguetes que nos regalaban nuestros parientes por las ferias de San Agustín y que se disparan con un muelle.

¿Cómo vino a poder de Ovidio esta arma? Lo más probable es que perteneciese a un hermano mayor que había llegado de Cuba hacía unos meses. Lo sospeché pensando en la facilidad y aun la prisa con que de ella se desprendió. Si hubiera llegado a sus manos por un camino honrado, es seguro que la habría conservado en su poder con el mismo agrado, ¡qué digo agrado!, con el mismo entusiasmo que yo la hice mía.

Parece que la estoy viendo con su cañón pavonado y sus llaves bruñidas. La culata era obscura y charolada. Compré un cuarterón de pólvora y una cajita de pistones y recuerdo con emoción la primera vez que la disparé. Fué en el bosque de la Magdalena, próximo a Avilés, cosa de dos o tres kilómetros. Para este trascendental experimento se reunieron cinco o seis chicos de la escuela. Y en medio de ellos, caminaba hacia el campo de operaciones pálido y agitado, como si fuese a un duelo. Después de cargarla cuidadosamente, según las instrucciones que Ovidio me había dado, después de haber puesto el pistón en la chimenea, permanecí con ella en la mano presa de amarga incertidumbre. ¿Qué resultaría de aquello? Mis compañeros y yo nos mirábamos unos a otros y a todos nos latía el corazón como si se jugase en aquel ensayo nuestra existencia. Al fin, armándome de valor, me destaqué del grupo, avancé unos pasos y grité: ¡A la una!, ¡a las dos!… ¡a las tres! ¡Pum!

El estampido causó en nosotros un estremecimiento, pero muy especialmente en mí, como debe suponerse. Sin embargo, todos al punto recobran el valor, todos quieren disparar la pistola. Me costó no poco trabajo reprimir los ímpetus de aquellos héroes. Fuí, no obstante, lo bastante magnánimo en tal ocasión, para gastar el cuarterón de pólvora y buena parte de los pistones. Regresamos a nuestros hogares cubiertos de gloria y con el corazón henchido de sentimientos bélicos.

Así que se divulgó entre la juventud de las escuelas la nueva de que era poseedor de aquella arma preciosa, me vi rodeado de aduladores. Cuando un hombre logra acaparar una cantidad respetable de fuerza, los demás acuden a él por un impulso irresistible, como las raspaduras del acero hacia el imán. Tal acaeció al califa Omar, a Pedro el Grande de Rusia, a Napoleón; tal me acaeció a mí. Desde entonces no me vi libre ya de un enjambre de cortesanos, especie de guardia fiel, que me seguía a todas partes ansiando participar de mi imperio y tomar parte en las felices aventuras que aquel instrumento mortífero había de proporcionarme.

En la escuela sujetos que antes me despreciaban profundamente, mirábanme ahora con respeto y me preguntaban al oído misteriosamente:

—¿Lo tienes ahí?

Yo me hacía el interesante.

—¿El qué?

—El cachorrillo.

—Lo tengo.

—¿Cargado?

—¡Ya lo creo!

Entonces aquel sujeto desdeñoso me apretaba la mano con sigilo y se alejaba en silencio para comunicar a los demás noticia de tanta sensación.

Debo advertir, para que el lector no se sobresalte demasiado, que el cachorrillo estaba cargado solamente con pólvora. Ni a mí se me ocurrió ni a mis compañeros tampoco, introducir en él ningún proyectil.

Después de la escuela solíamos irnos a la Magdalena, aldea deleitosa como pocas, en cuyo bosquecillo habíamos recibido nuestro bautismo de fuego. Una vez allí, lejos de las miradas, aunque no de los oídos de los hombres, nos entregábamos a un tiroteo pernicioso que tenía un poco inquietos a los pacíficos labradores de aquel lugar.

Sin embargo, las aventuras gloriosas no parecían. Hacía seis u ocho días que el cachorrillo estaba en mi poder y todavía no había logrado utilizarlo para algo que pudiera ser narrado algún día a mis amigos de Entralgo, pues en aquella época no sospechaba que pudiera tener cabida en mis memorias.

La fortuna vino en mi ayuda al cabo en forma semejante a la de Don Quijote. Caminábamos una tarde hacia nuestro acostumbrado retiro de la Magdalena, cuando acertamos a ver un zagalote de quince a diez y seis años que corría hacia nosotros siguiendo a una niña como de diez. La alcanzó presto y comenzó a golpearla cruelmente, a tirarla del pelo y de las orejas. Entonces yo, con el sentimiento de mi fuerza incontrastable, le grito osadamente:

—¡Deja a esa niña, animal!

Levantó la cabeza, y al ver el ínfimo ser que se atrevía a hablarle de esta forma, quedó más estupefacto que indignado.

—Sí; voy a dejarla —respondió sonriendo sarcásticamente— pero es para comenzar contigo, granujilla. Y avanzó con terrible calma hacia mí. Yo en vez de retroceder avanzo también algunos pasos y sacando la pistola y apuntándole al pecho exclamo colérico:

—¡Si das un paso más eres muerto!

Quedó inmóvil, clavado por la sorpresa y dirigiendo la vista a mis compañeros preguntó:

—No estará cargada, ¿verdad?

—¡Sí!… ¡cargada!… ¡está cargada! —le respondieron a un tiempo todos.

Entonces el zagalote se pone pálido, vuelve grupas instantáneamente y emprende a correr gritando:

—¡No tires, chico!… ¡No tires!

Yo le sigo corriendo también.

—¡Vas a morir! ¡Vas a morir!

—¡Por Dios, no tires! ¡Por Dios, no tires! —clamaba el pobre diablo volviendo de vez en cuando la cabeza con terror.

—¡Vas a morir!… ¡Vas a morir! —replicaba yo lúgubremente entre colérico y alegre.

Al fin me cansé de seguirle y volví hacia mis compañeros, que me acogieron con estruendosa alegría. ¡Cuánto reímos, cuánto celebramos aquel triunfo! No nos hartábamos de recordarlo pintando el miedo de aquel gran zángano con rasgos cada vez más cómicos. Y así que llegamos a la villa cada uno de mis compañeros fué una bocina poderosa que esparció la nueva por todos sus ámbitos.

De tal modo, que cuando al día siguiente por la mañana entré en la escuela un poco tarde, todos los ojos se volvieron hacia mí con viva curiosidad y admiración. Me senté en mi banco, pero aún allí me seguían las miradas de los compañeros. Yo paladeaba mi triunfo con deleite, pero en actitud modesta. ¡Ah, cuán lejos estaba de sospechar que tenía cerca la roca Tarpeya!

Recuerdo que el maestro se hallaba frente al encerado y nos explicaba una operación de quebrados. Su amplia levita flotaba majestuosa a medida que su brazo, provisto de unas mangas postizas de percalina negra para no ensuciarse, iba trazando cifras y borrándolas después con una esponja. Pero aquel día nadie reparaba en la levita, ni en las mangas de percalina ni en la esponja ni en las cifras. Toda la atención de la escuela estaba concentrada sobre mí o, por mejor decir, sobre mi pistola.

Uno de mis amigos más íntimos, que estaba cerca, se inclinó y me dijo en voz baja:

—Mariano quiere ver la pistola. Déjamela un momento.

Me resistí porque tenía miedo de que don Juan se volviese de pronto. Sin embargo, mi amigo insistió y como aquel Mariano era uno de los chicos más respetables de la escuela por su fuerza y yo le debía algunos favores, tuve la debilidad de ceder.

La pistola no se detuvo en las manos de Mariano. Todos los chicos que se hallaban cerca querían tocarla y fué pasando de uno a otro mientras yo estaba en brasas mordiéndome los labios y maldiciendo de aquella peligrosa curiosidad.

Al fin la pistola comenzó a retroceder lentamente sin que don Juan volviese la cabeza y pude recuperarla. Pero fuese porque algún chico hubiera andado con las llaves o porque yo la tomara con harto apresuramiento en el momento mismo de ir a meterla en el bolsillo se disparó.

El estampido fué horroroso. Parecía que la escuela se había venido abajo. Don Juan cayó de bruces sobre el encerado y permaneció unos instantes inmóvil. Al estampido había sucedido un silencio de muerte. Don Juan se volvió al cabo y su faz estaba lívida: quizá contribuyese a ello el haberla restregado contra las cifras de quebrados que acababa de trazar. Paseó sus ojos extraviados por la escuela y como advirtiese que los de todos se hallaban fijos en mí me miró y vió la pistola. Entonces a paso lento se dirigió al sitio que yo ocupaba.

No es fácil definir lo que por mí pasaba en aquel momento. Era más que terror una especie de anestesia de todos los sentidos, una vaga conciencia de que iba a morir y cierta indiferencia por la muerte. Mi sangre toda, sin faltar una gota, debió de haberse refugiado en el corazón, porque según me dijeron después mi rostro era el de un cadáver.

Don Juan llegó al fin hasta mí y me tomó la pistola de las manos; las suyas temblaban tanto como las mías. Sin pronunciar una palabra se dirigió a la mesa y depositó sobre ella el arma, despojóse lentamente de los manguitos, abrió un pequeño armario donde guardaba siempre su sombrero de copa alta y lo sacó y se lo puso; llamó después al pasante y habló con él un momento en voz baja; volvió a tomar la pistola, la examinó detenidamente y cerciorándose sin duda de que no había peligro alguno la guardó en el bolsillo; luego vino de nuevo hacia mí, me tomó de la mano y en medio de un gran silencio y expectación salimos ambos de la escuela.

La primera idea que acudió a mi mente cuando me vi en la calle de aquella forma sujeto por la mano de don Juan fué que me llevaba a la cárcel. Entonces resucitaron dentro de mi pequeño ser todos los espíritus muertos y me propuse no entrar en ella sino hecho pedazos. En cuanto aflojase un poco la mano ¡zas!, daba un tirón y emprendía la carrera.

Pero no la aflojó. Llegamos a la plaza, seguimos por los arcos y en vez de tomar la calle del Muelle, donde estaba la prisión, seguimos por la del Rivero. Entonces comprendí que me llevaba a casa y se me ensanchó el corazón. De mi padre estaba yo bien seguro. Cuando don Juan le explicó con su habitual compostura y modestia todo el negocio se mostró grandemente colérico, aseguró que iba desde luego a comenzar sus investigaciones para averiguar de dónde procedía aquella arma y prometió que se me castigaría severamente.

Como yo esperaba, luego que don Juan se hubo ido no hizo otra cosa más que amonestarme sin demasiada acritud haciéndome algunas reflexiones que me impresionaron profundamente. En cambio mi madre se alarmó y enfureció lo indecible, me privó de toda golosina y no me dejó salir a la calle con mis amigos durante muchos días. Sin embargo, puedo asegurar que las palabras de mi padre fueron medicina más provechosa.

XXI: LA BATALLA DE GALIANA

No he leído la descripción de esta batalla en ninguna historia contemporánea. No la he visto tampoco citada en las efemérides de los almanaques de pared. Creo, por tanto, que se me agradecerá el que venga a llenar un vacío en la historia militar de España. Si no se me agradece, peor para los ingratos.

La calle de Galiana, donde se ha librado, lleva hoy mi nombre. Para que las futuras generaciones no se equivoquen suponiendo que se le ha dado por haber sido yo el general victorioso que dirigió esta batalla me cumple declarar que no he sido en ella más que un humilde soldado y no del ejército vencedor sino del vencido.

Descargada así mi conciencia, penetro en los dominios de la historia.

Entre Rivero y Galiana existía desde hacía muchos siglos un antagonismo irreductible. Si hablabais a un chico de Rivero de los zagales de Galiana crujía los dientes y dejaba escapar por la nariz resoplidos de fiera. Si mentaban delante de uno de Galiana a los rapazucos de Rivero le veríais poner los ojos en blanco y escupir. Ignoro qué agravios podían tener los unos de los otros, pero se odiaban como si en la antigüedad existiese un Paris de Galiana que hubiera raptado a una Helena de Rivero, o viceversa.

Por lo tanto los choques eran frecuentes. Sin embargo, aunque se hablaba entre nosotros de formidables batallas libradas en tiempos remotos, cuya narración circunstanciada se conserva en los archivos del Ayuntamiento, en el mío no se había efectuado ninguna. Todo se reducía a operaciones de poca monta y a torneos individuales. Un chico de Galiana desafiaba a otro de Rivero y a la salida de la escuela se daban de moquetes en el muelle o en el Campo Caín. Algunas veces eran dos contra dos o tres contra tres como los Horacios y Curiacios.

Estos repetidos escarceos mantenían vivo el odio secular. Por tal causa yo, recluta disponible de Rivero, cuando iba a casa de mi tía Justina, que habitaba en Galiana, tomaba toda suerte de precauciones hasta llegar a su puerta. Procuraba hacerlo cuando los chicos estuviesen en la escuela; jamás los domingos; si podía ir acompañado de una criada mucho mejor. En este último caso desafiaba impávido las iras de mis enemigos, que reducidos a la impotencia me lanzaban miradas furibundas y me enseñaban los puños.

A mi primo José María por recibirme en su huerta y jugar conmigo a los caballitos haciendo él de cochero y yo de caballo o viceversa, se le miraba con desconfianza entre los suyos y estuvo amenazado de un proceso de alta traición.

El odio así incubado y creciendo sordamente cada día, forzosamente debía provocar una catástrofe. Los volcanes que durante muchos años sólo dan cuenta de su existencia con algunos leves rugidos y un poco de humo, estallan súbito con formidable erupción.

Todos sentíamos la necesidad de una batalla que decidiese para siempre la cuestión de la hegemonía en Avilés.

Comenzó a trabajar la diplomacia. Nuestro servicio de espionaje nos informó de que nuestros adversarios habían pactado una alianza ofensiva y defensiva con los chicos de Miranda, la parroquia rural más próxima a su barrio. Estos aldeanitos de Miranda eran numerosos y gozaban fama de osados y aguerridos.

El caso era serio.

Por nuestra parte, entonces, se iniciaron secretas inteligencias con los campesinos de las parroquias de Villalegre y la Magdalena, los cuales nos ofrecieron algunos contingentes. También buscamos apoyo en los franceses de la «Fábrica de vidrios». Yo fuí comisionado para hablar con mi amigo Rodolfo Dinten, un francesito rubio, guapo y robusto, hijo de uno de los principales operarios de la fábrica. Este me sugirió confidencialmente que aunque sus compatriotas se negasen a intervenir en la guerra él por su parte se hallaba resuelto a batirse con nosotros hasta exhalar el último suspiro.

Las negociaciones diplomáticas y los preparativos técnicos se prolongaron desde el mes de Marzo al de Mayo. Todos nos hallábamos extraordinariamente nerviosos. Tragábamos sin apetito la merienda que íbamos a buscar a casa después de la escuela y nos eternizábamos en inacabables conversaciones que se prolongaban hasta la noche. Nuestro Estado Mayor concertaba el plan de la batalla con tanto desconcierto que enronquecía a fuerza de discutir y no acababa de concertarse. La demora, sin embargo, aunque forzosa, no dejaba de convenirnos. La preparación era más sólida y escrupulosa; nuestras alianzas se consolidaban. Por otra parte deseábamos que la batalla se librase en una de las tardes más largas del año, porque no estábamos seguros de parar el curso del sol como Josué.

Al fin quedó resuelto que fuese el próximo sábado al salir de la escuela. La batalla debía reñirse por convenio tácito entre ambos ejércitos en la calle de Galiana por razones especiales que paso a exponer.

Esta calle, según se asciende de la Plaza, tiene a la derecha amplios soportales bastante elevados sobre el resto de la vía, por donde discurren los transeuntes. La parte baja, destinada casi exclusivamente a los vehículos de rueda, no contaba a su izquierda en aquel tiempo con edificio alguno. Por lo tanto allí se podía combatir libremente sin grave riesgo para los neutrales.

Apenas terminado el rosario, que dirigía siempre los sábados nuestro venerable maestro don Juan de la Cruz, salimos tumultuosamente de la escuela y fuimos todos a formar en los soportales de Rivero. Allí teníamos preparadas nuestras municiones, un gran montón de piedras con las cuales llenamos nuestros bolsillos hasta desgarrarlos. Ningún guerrero que yo sepa pudo aquella tarde tragar la merienda.

Una gran decepción nos aguardaba. Los prometidos contingentes de Villalegre y la Magdalena no acababan de llegar. En cambio la Francia estaba magníficamente representada por una docena de chicos de la fábrica, ágiles, vigorosos, atrevidos como lo son casi siempre los soldados de esta heroica nación.

Cansados de esperar inútilmente, nos decidimos al fin a prescindir de las fuerzas aliadas rurales y en apretada falange nos dirigimos en silencio hacia Galiana.

Formados también y cada cual con su piedra en la mano nos aguardaban allí nuestros enemigos. Una gran gritería nos acogió y una espesa nube de piedras cayó casi al mismo tiempo sobre nosotros. De nuestras manos partió inmediatamente otra descarga no menos temerosa.

El fuego se generalizó. Durante algún tiempo ambos ejércitos mantuvieron sus posiciones respectivas. Después comenzó el vaivén natural en estos casos; tan pronto avanzábamos como retrocedíamos.

¿Había muchos heridos? No, porque unos y otros procurábamos conservar saludable distancia y los proyectiles rara vez alcanzaban a nuestras filas. Por desgracia yo fuí uno de los pocos alcanzados. Una piedra me dió en la mejilla y me sacó sangre. Para enjugarla eché mano de mi pañuelo sin recordar que con él había limpiado hacía un instante el banco de la escuela donde se me había vertido el tintero. Puede figurarse cualquiera lo que sucedería. Entre la sangre y la tinta mezclada mi rostro ofrecía un aspecto tan aterrador, según me aseguraron después mis compañeros, que estuvo a punto de hacer flaquear su ánimo. Sin embargo, yo no sentía dolor alguno y seguí combatiendo hasta el final.

La batalla se prolongó así largo rato. Al fin observamos con alegría que el enemigo comenzaba a retroceder sin tratar de recuperar el terreno perdido. Este retroceso inesperado nos envalentonó de tal suerte que nos arrojamos a perseguirlo de cerca y con brío. Así fuimos llevándole hasta lo más alto de la calle. Mas cuando ya le creíamos en plena derrota y próximo a refugiarse cada cual en su vivienda, he aquí que surge de improviso de los soportales donde se hallaba escondido un enjambre de chicos de Miranda que cayó sobre nosotros acribillándonos a pedradas.

Aquel retroceso había sido una traidora emboscada.

En nuestras filas la sorpresa produjo bastante turbación y retrocedimos desordenadamente. Pronto nos repusimos, sin embargo, y comenzamos a disputar el terreno palmo a palmo.

Sin duda la retirada era de absoluta necesidad. El ejército enemigo, engrosado con aquel socorro, era muy superior al nuestro. Supimos, no obstante, llevarla a cabo con tanta serenidad y acierto que quedará en la historia como uno de los más famosos hechos de armas. No fué tan larga y difícil como la de los diez mil griegos mandada por Jenofonte, pero sí tan peligrosa.

Por medio de hábiles y furiosos contraataques de nuestra retaguardia mantuvimos en respeto al enemigo. Rodolfo Dinten, Sidrín el Chocolatero, Luis Orovio, Floro Vidal realizaron prodigios de valor y sangre fría. Es deplorable que tales hazañas permanezcan sepultadas en los archivos del Ayuntamiento y no alcancen en nuestro país la notoriedad que merecen.

Nos retirábamos pues en perfecto orden y causando daño al enemigo cuando al llegar al sitio en que la calleja de los Cuernos confluye con la calle de Galiana observamos que un grupo numeroso de enemigos se precipitaba por ella. Esta calleja, cuyo nombre harto agresivo supongo que ya se habrá cambiado por otro más apacible, termina en la calle de la Cámara, la cual a su vez desemboca en la Plaza. De modo que nuestros enemigos marchando por ella podían tomarnos entre dos fuegos. Si el lector se procura un plano de Avilés podrá seguir, mediante mis indicaciones, los accidentes y episodios de esta memorable batalla.

Inmediatamente nos dimos cuenta del peligro que ofrecía aquella maniobra envolvente. Nuestra retirada se hizo entonces más rápida aunque sin llegar al desorden. El lector no se admirará de ello porque tampoco a él le agradará seguramente que le cojan por la espalda.

Nuestros enemigos, juzgándonos en vergonzosa huída cerraron la distancia de sus líneas y nos persiguieron más de cerca. Uno de ellos bien osado llegó a ponerse en contacto con nuestra retaguardia. Este guerrero temerario era Belín, uno de los más valientes campeones de Galiana.

Confieso que a todos nos infundía respeto aquel héroe. No era un señorito, sino hijo de un menestral, fuerte por naturaleza y contando algunos años más que nosotros. Algunos suponían que tenía ya catorce. Yo no creo que hubiese alcanzado una edad tan avanzada. De todos modos nos llevaba la cabeza en estatura y mucha ventaja por la fuerza de sus puños. Fiando en esta fuerza el insensato no sólo se puso en contacto con nuestra retaguardia sino que penetró en ella y no satisfecho aún avanzó casi hasta el centro de nuestras tropas asestando terribles puñetazos a uno y otro lado.

Entonces por movimiento instintivo y simultáneo, sin que la voz de ningún jefe hubiese dado la orden, las filas se apretaron contra él de modo que le hicieron imposible toda ofensiva. Trató con fuertes sacudidas de romper aquella espesa red que le sujetaba, pero fueron inútiles sus esfuerzos.

Arrastrándole de esta suerte en nuestra retirada llegó con nosotros hasta la Plaza. El enemigo, que había visto con dolor la desaparición de uno de sus caudillos más reputados, trató de rescatarlo persiguiéndonos todavía en un paraje donde sabía perfectamente que estaba prohibida la lucha armada. Pero en aquel instante la fuerza coercitiva del Estado, representada por el octogenario alguacil Marcones, hizo su aparición habitual; levantó amenazador su viejo bastón de espino, y súbito las fuerzas de Galiana quedaron paralizadas y no tardaron mucho en retraerse a sus antiguas posiciones.

Un rugido de alegría se escapó de nuestros pechos. Habíamos perdido la batalla pero teníamos en nuestro poder a Belín, al mortífero Belín, orgullo y esperanza de su barrio. Todavía quiso zafarse poniendo en tensión sus músculos poderosos, mas todos sus intentos se estrellaron contra el número incalculable de manos que le sujetaron. Entonces, comprendiendo que no existía posibilidad de salvación cesaron sus esfuerzos y adoptó una postura altanera y estoica que nos impresionó profundamente. Ni un grito, ni una palabra, ni un movimiento: se dejó conducir tranquilamente.

¿Adónde? He aquí la pregunta que nos hicimos en seguida. Deliberamos ansiosamente porque el tiempo apremiaba. No conocíamos en nuestras tierras fortaleza alguna donde pudiéramos guardarlo, y estábamos ya a punto de dejarle en libertad cuando uno de nuestros compañeros tomó la palabra para manifestar que en su casa había una cuadra donde no se guardaba caballería alguna desde hacía largo tiempo y que bien podría hospedar a nuestro prisionero.

Así se realizó punto por punto. Le llevamos hasta el final de la calle de Rivero. Nuestro compañero entró en su casa, y cerciorándose de que nadie podía estorbar nuestro designio, hizo una señal, y cuatro números sujetando al prisionero le introdujeron secretamente en la cuadra y allí le dejaron amarrado al pesebre. Lo que todavía hoy me admira al recordarlo, es que se dejó atar sin oponer resistencia, sin pronunciar siquiera una palabra.

Era un caudillo de rara energía y sus ideas acerca del honor militar dignas de aplauso.

¿Cómo llegó a conocimiento del propietario de la casa y papá de nuestro compañero que tenía en su cuadra amarrado un bípedo en vez de un cuadrúpedo? Nunca pudimos averiguarlo. Lo cierto es que no se había pasado todavía media hora, cuando en un estado de cólera increíble bajó a la cuadra, desató al noble adalid de Galiana y con las mismas cuerdas que le aprisionaron aplicó tantos zurriagazos al alcaide de la fortaleza que seguramente no le quedaron más ganas en su vida de guardar prisioneros.

Este famoso Belín logró más tarde a costa de laudables esfuerzos seguir y terminar la carrera de Medicina. Se llamó don Abel García Loredo y fué uno de los facultativos más acreditados de Oviedo, donde falleció hace bastantes años.

Alguna vez sentados en los divanes del Casino nos entreteníamos alegremente recordando nuestra edad infantil. Cuando yo le traía a la memoria este episodio reía a carcajadas exclamando:

—¡Cosas de la guerra!

XXII: EL SUICIDIO DE ANGUILA

Los lectores se acordarán, seguramente con horror, de aquel bandido apodado Anguila, que en compañía de otro facineroso a quien llamaban Antón el zapatero, nos asaltó en el camino de San Cristóbal a mi amigo Alfonso y a mí cuando nos propusimos hacer vida solitaria y eremítica.

Voy a narrar ahora en qué forma intentó despojarse de la vida este sujeto.

Pero antes bueno es que comunique al universo entero, para que nadie se equivoque respecto a su temperamento moral, algunos datos que le han de hacer más odioso. Si aún vive (cosa que sentiría) no dudo que experimentará honda confusión y vergüenza y esto es precisamente lo que me propongo.

Es de saber que después de haberme maltratado indignamente so pretexto de enseñarme el ejercicio de las armas, me obligaba a hacerle el saludo militar cada vez que le encontraba en la calle. Y si me descuidaba de ello me lo recordaba dolorosamente con un puntapié o una bofetada. Al aproximarse a él era necesario cuadrarse y hacerle la venia. Entonces dirigiéndose a sus compañeros les decía guiñando un ojo:

—A este chico le he enseñado yo el ejercicio. Por eso me respeta siempre como su capitán.

Este payaso inmundo era popular en Avilés y sus farsas muy celebradas. ¡A tal punto puede un pueblo equivocarse respecto al valor de sus hijos!

Por las ferias de San Agustín acudían a nuestra villa muchos forasteros. Algunos llegaban de Madrid. Anguila tenía noticias de esta gran ciudad, no por la Geografía, pues seguro estoy de que en su vida había tomado un libro en las manos, sino por las noticias fantásticas de estos forasteros. Entre ellos había quien divertía sus ocios arrojando monedas de cobre envueltas en un papel desde el muelle a la hora de la marea, para que los pilluelos zambulléndose las cogiesen con los dientes.

Anguila sobresalía de tal modo en tan noble ejercicio que no tenía rival.

Jamás se había visto en Avilés un pez más acuático que Anguila.

Cuanto pueda hacer un cetáceo dentro del agua él lo hacía.

Yo creo que algo más.

En las mareas vivas se arrojaba de cabeza a la ría desde el puente de San Sebastián, que tenía una altura considerable, desaparecía de nuestra vista y al cabo de largo tiempo surgía allá lejos, muy lejos, haciendo muecas horrorosas. Y como su piel era dura, negra, curtida y como el cabello cerdoso le llegaba hasta cerca de los ojos, cuando asomaba medio cuerpo fuera del agua parecía realmente una foca marina apresada en las costas de Terranova.

Pero el momento en que se mostraba con verdadero esplendor su naturaleza de anfibio era en las fiestas náuticas celebradas durante las ferias de San Agustín. Se puede afirmar que Anguila era el héroe de estas fiestas. Ninguno logró jamás divertir tanto al público ni hacerse aplaudir tan calurosamente. Si se trataba de atrapar un bolsillo con dinero colocado en la punta de un mástil horizontal bien untado de sebo, Anguila a fuerza de intentarlo y caer infinitas veces al agua lograba al fin con destreza increíble apoderarse del dinero y al arrojarse al agua con el bolsillo en la mano lanzaba un ¡hurra! estentóreo al cual respondía el público con estruendoso palmoteo.

Cuando había carreras de patos y a estos desgraciados animales se les colgaba con la cabeza abajo de un bauprés, y los botes pasaban a todo remo por debajo conduciendo los efebos desnudos en pie sobre la popa, era de ver a Anguila lanzarse al aire como un pájaro de presa y clavar sus garras en el cuello del pato y quedar colgado de él hasta que se lo arrancaba.

Que me perdonen los manes de los señores de la comisión de festejos de la villa si afirmo que tal recreo era bárbaro, cruel y digno solamente de un hereje como Anguila.

Cuentan que éste durante unas ferias llegó a ganar la respetable cantidad de ocho duros y que una vez rico concibió la idea de viajar. Comunicóla con Antón el zapatero, su cómplice, y como éste le diese su aprobación determinaron para dar comienzo trasladarse ambos a la capital de España.

Nada de cuanto voy a narrar he presenciado. Lo sé por la voz pública. Pero como hizo mucho ruido en Avilés y no dejará de haber allí algún personaje prehistórico que lo recuerde no temo garantizarlo como rigurosamente exacto.

Salieron, pues, una mañana estas buenas piezas de nuestra villa sin dar un tierno adiós a sus familias y llegaron a Oviedo en una jornada caminando a pie, como era entonces la moda. Hicieron noche en esta ciudad, durmiendo al aire libre, lo cual no puede ser más higiénico, y al día siguiente prosiguieron su marcha hacia León, adonde llegaron al cabo de cuatro.

Una vez en León ¿qué impresiones agitan el ánimo de Antón el zapatero a la vista de esta ciudad? Nada menos que un sentimiento de nostalgia irresistible. Al menos esto fué lo que hizo presente a su compañero Anguila. Lo que no dijo es que todas aquellas noches había tenido pesadillas espantosas. Veía constantemente a su padre con el tirapié en la mano haciéndole reflexiones. Y pensando, sin duda, que estaba amagado a un desarreglo del estómago o quizá a la neurastenia determinó volverse a respirar de nuevo los aires natales.

Anguila trató de oponerse, pero fué en vano. Se discutió largamente el asunto y al cabo quedó resuelto que Antón se volviera y Anguila continuaría solo el viaje.

Inmediatamente se presentó un problema que siempre es de difícil solución, al menos en nuestro planeta, el problema del dinero. Antón quería llevarse la mitad de lo que había en caja, o sea sesenta reales. Anguila no quería darle más que veinte. Hubo disputa muy agria y estuvieron a punto de venir a las manos. Al fin predominó el dictamen de Antón, porque si Anguila semejaba mucho a un gorila, Antón era un verdadero tigre de Hircania.

Cuando este tigre llegó a su madriguera de Avilés no se sabe lo que allí pasó; pero entre nosotros los chicos de la escuela corrió como muy válido el rumor de que había tenido que ir al médico para arreglarle la piel. Mentiría si dijese que no me había alegrado.

En cuanto al gorila, así que se vió solo crecieron sus ánimos, cosa que nada tiene de sorprendente tratándose de un animal salvaje.

El ferrocarril del Noroeste de España no llegaba entonces más que a León. Anguila se fué a la estación, comió un panecillo y un pedazo de queso en la cantina, bebió un vaso de vino y se puso a dar paseos gravemente por el andén, como un rentista, esperando la hora del tren. Preguntó cuál era la estación más próxima y como le nombrasen Torneros, cuando llegó el momento de sacar los billetes pidió en la taquilla uno de tercera para Torneros, que le costó solamente algunos céntimos.

Los viajeros eran numerosos porque se acumulaban los que habían llegado en las diligencias de Asturias y Galicia: Anguila observó en qué coche había más gente y allí se encajó. En los departamentos de tercera suele viajar la gente menos aromática pero también la más franca y afectuosa. Fuera del coche podrán ser los unos para los otros lobos feroces, pero en cuanto allí se acomodan todo es cordialidad y alegría y fraternidad y cuchipanda. Los caballeros no llevan abrigos de pieles sino groseros sacos al hombro; las señoras enormes cestas cargadas de legumbres en vez del primoroso cabás con las joyas; mas no por eso maldicen de la existencia.

A esta sociedad trató de hacerse pronto simpático Anguila, y lo consiguió fácilmente. A uno le quitaba el viento con su gorra para que pudiese encender el cigarro, a otro le desembarazaba del saco o de la cesta colocándolos debajo del asiento, a los niños les sentaba sobre sus rodillas y les enseñaba juegos de manos. Nada de esto necesitaba para obtener la benevolencia de los viajeros, porque repito que en los coches de tercera se practican todas las virtudes cristianas de una vez.

A los quince minutos era allí popular. Uno le regalaba la mitad de un chorizo, otro le daba nueces, otro le hacía beber un trago de su bota, y había quien le daba pescozones cariñosos llamándole granuja. Él se dejaba querer. Por supuesto, había tenido cuidado de manifestar que iba a Madrid, de lo cual nadie dudó porque llevaba siempre empuñado su billete en la mano izquierda.

Mas he aquí que hallándose asomado a la ventanilla cuando el tren marchaba a toda velocidad, se le oye lanzar un grito lastimero. Inmediatamente vuelve la cabeza con tales señales de consternación en el rostro, que los viajeros, asustados, le preguntan a un tiempo:

—¿Qué te pasa, chico?

—¡Se me cayó!, ¡se me cayó! —gimió Anguila desesperadamente.

—¿Qué te ha caído?

—¡El billete…! ¡Se me cayó el billete!

Y sus mejillas se bañan de lágrimas porque este pícaro tenía la rara facultad de llorar cuando le daba la gana. Lloraba tan amargamente y estaba tan feo llorando, que todos se sintieron conmovidos.

—¿Pero cómo fué eso, chico?

Él, entre suspiros y lágrimas, explicaba que no sabía cómo había sido… Estaba descuidado…, la mano se le había aflojado…, el viento era muy fuerte. Y venga llorar y suspirar y moquear.

—No te apures niño —dijo uno—. Ya veremos cómo se arregla eso.

—¡Ya lo creo que se ha de arreglar! ¡No faltaba más! —exclamó otro.

Inmediatamente se formó un conclave y se discutió con calor el asunto. Los hombres, en general, opinaban que cuando llegase el revisor se le debía explicar con franqueza lo acaecido, pensando que sería suficiente para que no hiciese bajar al muchacho. Las mujeres no se fiaban del revisor, encontraban más seguro ocultar al chico, para lo cual había bastante acomodo con sus faldas.

Predominó, como siempre, la opinión de las mujeres. Unos y otros se estuvieron relevando a la ventanilla para espiar la venida del empleado y cuando le vieron, Anguila se hizo un pequeño ovillo de algodón y quedó disimulado entre los pliegues de una basquiña.

Los viajeros hallaban tan divertido este juego, que reían sin cesar. Trataban a aquel malhechor con afectuosa atención y le regalaban y le mimaban como si fuese su propio hijo.

Al llegar a Madrid también pasó la puerta de la estación oculto entre tres o cuatro mujeres que se apretaban unas contra otras más de lo razonable. En cuanto se vió fuera y libre despidióse de aquella buena gente diciendo que iba en busca de un hermano que allí tenía, y se lanzó a las calles de la corte tan alegre como el pájaro que por vez primera abandona el nido.

Era necesario estirar, cuanto fuese posible, los tres duros mal contados que tenía en el bolsillo. Por lo tanto, en vez de montar en un coche de punto y hacerse trasladar al hotel de París, compró un bollo de pan en el primer puesto que halló y por dos cuartos más tomó el café con que le brindaba un vendedor ambulante en la esquina de la Cuesta de San Vicente.

Aquella noche durmió patriarcalmente sobre uno de los bancos de la plaza de Oriente.

Se propuso aprovechar el tiempo y no partir de Madrid sin ver todo lo que de notable encierra, ya que calculaba que no había de permanecer muchos días. Todo lo visitó, pues, rápidamente, las calles principales, los barrios bajos, la Casa de Fieras, el Palacio Real, los Museos, los teatros, el Congreso de los Diputados, etc., etc. No hay para qué advertir que lo vió todo por fuera porque Anguila había vivido siempre al aire libre y no era cosa de romper con sus hábitos. Los leones de bronce del Congreso, acabados de fundir con los cañones tomados a los moros, le interesaron muchísimo. No entró en el Salón de Conferencias porque odiaba la política. En cambio, como el Derecho penal era su especialidad, asistió muy cerca y sin perder un detalle a la ejecución de un reo en el Campo de Guardias. Lo que algo vale algo cuesta. Su curiosidad científica le costó algunos puntapiés de los agentes de Orden público, pero los dió por bien empleados puesto que había logrado presenciar un espectáculo que ni Antón el zapatero ni ninguno de sus camaradas de Avilés verían probablemente en su vida.

Ignoro cuántos días empleó en ilustrar su joven inteligencia de esta suerte. No debieron de ser muchos, porque aunque la cama le salía barata, los comestibles eran caros ya en aquella época. De todos modos tan agradable temporada se hubiera prolongado un poco más, si no fuese porque una mañana, al despertarse en su marmóreo lecho de la plaza de Oriente, se encontró con que durante el sueño le habían desembarazado de las pocas pesetas que le quedaban. No lloró, porque Anguila aborrecía las cosas inútiles. Se contentó con proferir con voz recia sucesivamente y en ristra, todas las blasfemias y palabras sucias que había logrado aprender en su pueblo natal. Se dirá que esto es también inútil. No tanto; algunas blasfemias proferidas con adecuada entonación, pueden salvar a un hombre de un derrame biliar o cólico nefrítico.

Aunque libre por el momento de estos accidentes, Anguila no pudo menos de pensar que su situación distaba un poco de ser brillante. Poco después comprendió, igualmente, que si algo había indispensable para él en aquel momento era almorzar. En consecuencia, dirigió sus pasos hacia la taberna donde solía hacerlo desde que había llegado, comió lo que tenía por costumbre y aprovechando la distracción de la tabernera que, por otra parte no le vigilaba considerándole ya como parroquiano, logró salir sin ser notado y se alejó velozmente de aquellos lugares. Era domingo. Estábamos en los primeros días de Septiembre; el tiempo espléndido; temperatura agradable; grande animación por las calles. Aunque sus negocios le preocupaban un poco, Anguila gozó como cualquier ciudadano bien acomodado de estas ventajas naturales y sociales. Recorrió las calles, entró en las iglesias, paseó por la acera de las Calatravas y cuando llegó la hora se fué, como siempre, a escuchar la música y presenciar el relevo de la guardia del Palacio Real. En la Puerta del Sol vió a unos chicos limpiando el calzado de los transeuntes y, súbitamente, le acometió la idea de hacerse limpiabotas. Pero apenas nacida la idea la desechó con desprecio. ¡Limpiabotas! ¡Puf! Lo último que él sería en este mundo.

No hay forastero en Madrid que los domingos por la tarde no vaya a pasearse a la Castellana o al Retiro. Anguila optó por este último punto, como más pintoresco y divertido. El real sitio, del cual todavía una parte estaba vedada para el público, rebosaba de gente. La burguesía madrileña se derramaba por sus caminos arenosos produciendo con su charla y su risa un gozoso rumor que Anguila aspiró deliciosamente. Le parecía hallarse todavía en las ferias de Avilés. Innumerables niños que corrían riendo, gritando y se caían y lloraban, señoras elegantísimas, mancebos que jugaban a la pelota, grupos de hermosas jóvenes que saltaban a la cuerda, apuestos militares que las miraban y requebraban… Pero lo que más atraía su atención y más le interesaba era, como debe suponerse, el gran estanque que surcaban algunas barquichuelas tripuladas por marineritos acicalados como los de las cajas de bombones. Puede calcularse el desprecio y la risa que a Anguila inspiraban estas barcas y estos marineros.

Aquel día se amontonaba una muchedumbre inmensa en las orillas del estanque. Anguila miraba al estanque, miraba a la gente y se hallaba en un estado contemplativo sin pensar absolutamente en nada cuando de pronto nace en su cerebro una idea maravillosa.

Fué una de esas ideas que sólo acuden a los hombres cuando Dios quiere demostrarles que su providencia jamás deja de velar por ellos.

Dió vuelta lentamente al estanque y después de haberse cerciorado dónde había más gente y dónde estaban más lejanas las lanchas, se encarama velozmente sobre la barandilla de hierro, da un grito desgarrador y se precipita en el agua.

A este grito contestaron otros cien que partieron de la muchedumbre.

—¡Un niño se ha caído al agua!

—¡No; se ha tirado! ¡Lo he visto yo!

—¡Se ha caído!

—Le digo a usted que se ha tirado.

Anguila había desaparecido debajo del agua y quedó oculto unos instantes, pero al cabo asoma el rostro haciendo muecas horribles, agitando las manos como quien lucha con la muerte. Vuelve a sumergirse y otra vez aparece gesticulando, chapoteando, gritando:

—¡Madre!… ¡Madre del alma! ¡Socorro!

—¡Que se ahoga ese niño! ¡Salvad a ese niño! —gritaban de todas partes.

Anguila desaparecía otra vez, permanecía unos instantes bajo el agua y de nuevo aparecía con el rostro más descompuesto todavía, exhalando gemidos lastimeros.

El público se agitaba, gritaba, pero nadie se atrevía a tirarse al agua. Hay que comprender que Madrid es el pueblo más interior de España.

Las mujeres convulsas, frenéticas increpaban a los hombres.

—¡Salvad a ese niño, cobardes!

Las lanchas se hallaban en el extremo opuesto. Una de ellas venía ya remando hacia el sitio, pero antes de que llegase tenía tiempo el chico de ahogarse diez veces.

Al fin un hombre, el mismo que afirmaba haberle visto tirarse se despojó rápidamente de la chaqueta diciendo:

—Él se ha tirado; yo lo he visto por mis ojos… pero no importa.

Y se arrojó al agua. Nadó unos instantes, se aproximó con cautela al chico y tomándole por los cabellos en el momento en que aparecía otra vez le arrastró hacia la orilla. Allí numerosas manos se apresuraron a izarle.

Anguila parecía medio asfixiado. Quisieron volverle la cabeza para que soltase el agua que había tragado pero él se opuso enérgicamente a esta operación. Un grupo inmenso de gente le rodeaba. El hombre que le había salvado y que a todo trance quería hacer valer su opinión le preguntó:

—¿Te has caído o te has tirado?

—¡Me he tirado! —balbuceó Anguila.

—¿Y por qué te has tirado?

—¡Porque… porque quería matarme!

—¿Y por qué querías matarte?

—¡Porque estoy muerto de hambre! —profirió entre sollozos aquel tunante.

La noticia corrió como un reguero de pólvora por la multitud.

Un niño que trató de suicidarse por estar en la última miseria, se decían los unos a los otros. Un tierno sentimiento de compasión se apoderó de todos los corazones. En un momento se recaudó allí un montón de calderilla y algunas pesetas. Metieron todo este dinero en un pañuelo y se lo entregaron al náufrago.

Pero ya algunos guardas habían llegado, los cuales se empeñaron en llevarle a la Casa de Socorro. Antes de hacerlo un caballero anciano elegantemente vestido se abrió paso entre la gente y llegando hasta el suicida le habló con el mayor afecto y le dió una tarjeta para que se pasase por su casa.

En la de socorro metieron al buen Anguila en la cama mientras le secaban la ropa. Una vez seco y restaurado y dueño de algunas pesetas se dirigió al palacio del conde de F., cuya era la tarjeta que le dieran. Este caritativo señor se enteró con emoción de la historia lamentable que a Anguila le plugo ensartarle, le hizo dormir en su casa y al día siguiente le envió con un criado a la estación del Norte. Allí le dieron un billete para León y otro para la diligencia hasta Oviedo.

Esta es la historia verídica del suicidio de Anguila. Yo he presenciado una repetición desde el muelle, porque alguna vez hacía reír a sus amigos parodiándolo.

¡Había que ver a aquel payaso hundirse en el agua y aparecer medio asfixiado pidiendo socorro con las ansias de la muerte!

Al sujeto que le salvó la vida le dieron, a petición de la Prensa, la cruz de Beneficencia.

XXIII: PEDRO MENÉNDEZ

Las ferias de Avilés tienen, como todo el mundo sabe, la misma significación histórica que los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia.

Si hubiese tropezado en mi infancia con un japonés o un persa, que no hubiera oído nunca hablar de estas ferias, quedaría seguramente estupefacto.

No sé lo que son ahora, pero doy fe de que en aquellos tiempos eran una antesala del Paraíso. Y si me dejaran, es posible que me quedase contento en la antesala sin entrar jamás en el salón.

Pasábamos un año entero soñando con aquellos cinco días. Si algún pariente generoso nos ponía en la mano una peseta, corríamos a meterla en la hucha de barro ¡para las ferias! Si nos compraban un lindo sombrerito de paja, era ¡para las ferias! Si el sastre nos cortaba un terno de paño fino o el zapatero nos fabricaba unos zapatitos de charol, naturalmente, era ¡para las ferias!

Fuera de casa, en el paseo, bajo los arcos de la plaza y a la salida de la escuela, comentábamos acaloradamente los festejos. Vendrá una compañía dramática; vendrá otra de circo. Y a los chicos se nos hacía la boca agua porque se aseguraba confidencialmente, pero con visos de verdad, que en esta última figuraba un clown maravilloso que se tragaba un largo sable hasta la empuñadura y otro que daba sin trampolín el doble salto mortal.

Mientras las ferias duraban vivíamos en medio de un aturdimiento feliz, fuera enteramente de nosotros mismos y de nuestras costumbres. Eran días de exaltación, de vértigo, de ataque de nervios. Cuando nos aproximábamos a ellos sentíamos su calor y nos iluminábamos por dentro como los cometas al acercarse al sol. Aquellos cinco días y ocho antes los pasábamos en un estado de inconsciencia angélica. No era vida mortal la que llevábamos sino inmortal y olímpica. Los dioses bajaban a nosotros y nos besaban en la frente y nos daban de beber de su ambrosía. Apelo al testimonio de los viejos avilesinos que me lean.

Quince días antes, los peones del Ayuntamiento empezaban a clavar los mástiles con gallardetes a lo largo del muelle y de las calles principales. Avilés fué siempre una villa pródiga en gallardetes. Recuerdo la viva, inefable emoción que me embargaba cuando veía a los obreros erigir los primeros mástiles, símbolo de dicha inmarcesible. Algunas veces pensaba que si en el Cielo no hay gallardetes, es un Cielo incompleto.

Pero la más característica entre las señales precursoras de tan magno acontecimiento, más aún que la erección de los mástiles con gallardetes, eran dos grandes bastidores de madera que la corporación municipal hacía colocar unos días antes a los dos lados de la puerta del Bombé, aquel exiguo Bombé, germen del hermoso parque de ahora. Eran dos figurones que representaban, el uno a Pedro Menéndez y el otro a Ruy Pérez de Avilés, según rezaba la leyenda que debajo ostentaban.

Cuando al descender por la calle de la Herrería cualquiera de los días precedentes a la feria, divisaba a lo lejos a Pedro Menéndez y a Ruy Pérez, mi alegría era tan intensa, que me obligaba a detenerme. El corazón quería saltarme del pecho, la dicha me ahogaba y de buena gana hubiera corrido a aquellos héroes y les hubiera besado y abrazado.

Más tarde les perdí un poco el respeto porque me hice filósofo y pacifista. Pero en aquella época mi temperamento era extremadamente marcial; soñaba con batallas y escaramuzas, tajos y mandobles. Yo mismo, con mis propias manos, fabricaba lanzas y sables aprovechando los barrotes de algún viejo cajón de pino, plateándoles con papel de estaño arrancado de los paquetes de chocolate. Y como nos hallábamos entonces en guerra con los moros de Africa, pensaba vagamente en fugarme de casa y marchar a ponerme a las órdenes del general Prim y ofrecerle el auxilio de mi sable de madera.

Felizmente esto no llegó a efectuarse y pude alcanzar la edad viril y después la vejez, sin haber cortado la cabeza ni haber hecho la más pequeña incisión a ningún moro.

Aunque abominando, pues, de la guerra, conservé siempre, por lo que acabo de decir una tierna inclinación hacia Pedro Menéndez, Adelantado del reino y conquistador de la Florida. Así que cuando llegó a mis oídos la noticia de que le habían alzado una estatua en el parque de Avilés, me sentí complacido y me propuse hacerle una visita.

Le vi de pie sobre un alto pedestal y apenas pude reconocerle. Era un personaje obscuro, verdoso, siniestro, que tenía la espada desenvainada como apercibido a ponerse en guardia y darle una estocada al primero que se le pusiera delante. ¡Qué diferencia de aquel Pedro Menéndez de mi infancia, tranquilo, majestuoso, encuadrado en un pintoresco bastidor de madera! En vez de intentar darle un abrazo como en otro tiempo, aparté de él la vista con tedio y me alejé de aquel sitio velozmente. Quiero decir que no me fué simpático.

Por eso, cuando en aquellos días un notable poeta regional que firma con el pseudónimo de «Marcos del Torniello» en una de sus sabrosas composiciones propuso que se me erigiese una estatua en el parque de Avilés frente a la de Pedro Menéndez, me sentí extrañamente agitado. Inmediatamente me representé yo mismo con cuerpo de mármol, pero sensible y pensante, sobre una columna de piedra, sufriendo día y noche los embates del viento y los rigores del sol, azotado por la lluvia o ensuciado por el polvo. Me vi años y años frente a aquel negro, siniestro guerrero de la espada desenvainada, sin poder apartarme un punto de su vista. Y se me oprimió el corazón.

Anduve preocupado todo el día; me acerqué cuatro o cinco veces a la estatua, y otras tantas me alejé echando una mirada oblicua, nada amorosa, al feo soldado que iba a ser mi socio por los siglos de los siglos. Inquieto y caviloso me fuí aquella noche a la cama y tuve el sueño siguiente:

Soñé que llegaba a Avilés por el ferrocarril, embalado en un gran cajón de madera y que en la estación me arrastraron algunos mozos hasta un carro de bueyes en presencia del escultor y tres o cuatro señores desconocidos. Me llevaron hasta el parque y por la noche me desembalaron y me colocaron sigilosamente sobre una columna de granito que allí estaba preparada, al efecto, y me taparon después la cara y el cuerpo con un trozo de harpillera. Al día siguiente se efectuó la ceremonia de destaparme, en presencia de una gran muchedumbre, con asistencia de las autoridades y amenizado el acto por la orquesta municipal. Yo estaba confuso y avergonzado de tanto honor y viendo a algunos viejos amigos conmovidos hasta derramar lágrimas, se me derretía el corazón cual si fuese de manteca y no de mármol.

Pasé algunas horas distraído aquella tarde. Mucha gente se detenía a contemplarme y hacían comentarios. Unos sacudían la cabeza con ademán severo y expresaban en alta voz sus dudas sobre si yo merecía o no ser elevado a la categoría de los héroes. Otros por el contrario aplaudían el acuerdo del Municipio manifestando que yo les había hecho pasar algunos ratos divertidos y que no era mal muchacho. Gentiles avilesinas fijaban sus menudos pies en la arena y me miraban con ojos risueños haciendo un mohín de satisfacción. Yo sentía unos deseos locos de bajarme del pedestal, postrarme a sus pies y darles las gracias.

Pero de vez en cuando me acordaba de que pronto iba a quedar solo en presencia del terrible conquistador de la Florida, y me estremecía.

Llegó la noche. Las últimas luces del sol relampaguearon un instante sobre la superficie de la ría; hicieron brillar después los cristales de los balcones del Gran Hotel, quedaron algunos segundos recogidas en las copas de los árboles, y por fin se fueron. Y con ellos también los ojos hermosos de las avilesinas. Todo quedó en tinieblas.

Heme aquí frente a don Pedro Menéndez. La noche era obscura y hacía bastante calor. La agitación de aquel día me tenía cansado y la sofocante temperatura me inclinaba al sueño. Empezaba a dormitar cuando me sacó de mi letargo una voz ronca y espantosa. Era la estatua del conquistador de la Florida que hablaba.

—¡Eh, amigo! ¿Por qué estáis ahí plantado frente a mí?

—Porque me han puesto —respondí tembloroso.

—¿Y por qué os han puesto, decidme? ¿Por qué os hicieron tanta honra de vos colocar frente a mí en figura de piedra?

Yo debí responder ciertamente: «Porque les ha dado la gana».

Pero me sentí lleno de miedo, un miedo abyecto: y balbucí más que dije:

—Quizá hayan pensado que merecían esta recompensa mis servicios.

—¡Ah, sois un guerrero famoso! Perdonad que os haya hablado sin los respetos que se os deben. Agora decidme ¿qué reinos habéis conquistado, qué enemigos de Dios y del rey habéis vencido, en cuántas batallas habéis combatido?

—Con todo respeto y miramiento os diré que no he conquistado ningún reino. Solamente en mi edad juvenil quise conquistar el corazón de alguna bella, pero no pocas veces me vi necesitado a levantar el sitio. En cuanto a batallas, la única seria en que he tomado parte fué la de Galiana.

—¡Nunca oí mentar esa batalla!

—Pues fué recia y cruel, y en ella tuve la mala fortuna de quedar herido.

—¿De pica o de algún arcabuzazo?

—No, señor, de piedra.

—¡De piedra! ¿Entonces os hallabais todavía en la edad de los honderos y catapultas? ¿No conocíais el uso de la pólvora, ni las culebrinas, ni los morteros ni los arcabuces? Erais unos bárbaros.

—En efecto, así nos llamaba casi todos los días el señor don Juan de la Cruz.

—¿Quién era ese varón?

—Nuestro maestro de escuela.

—¡Por Dios que no os entiendo! ¿Qué tienen que partir en estos asuntos de armas los maestros de escuela?

—Es que no se trata de armas. Yo no soy guerrero.

—Entonces, decidme, con mil de a caballo ¿quién sois y qué maravillas habéis hecho para que así os honren con mármoles y bronces?

—Pues yo no he hecho en este mundo más que algunos libros que andan rodando por él con inmerecido aplauso.

Don Pedro quedó un instante suspenso y soltó después una horrísona metálica carcajada.

—¡Vamos, sois un c… tintas!

—No tanto, señor Adelantado. Mi linaje radica aquí mismo en Avilés y es tan antiguo como el vuestro… Pero ya nadie se precia de linajes en estos tiempos… Cada cual se fabrica el suyo con su cabeza o con sus manos. Trabajar; extraer de la madre tierra aquellos elementos necesarios para la vida de los hombres es nobleza; forjar los metales, tallar las piedras, modelar el barro, enviar los productos de una región del planeta a otra, difundirlos, comerciar con ellos, es nobleza. Pero la mayor nobleza en estos tiempos es el expresar con belleza y decoro ideas justas, es alzar el espíritu de los hombres a las altas especulaciones de la metafísica, es recrearla con sabrosas, peregrinas invenciones. No hay monarca ni potentado hoy sobre la tierra que no envidie el laurel de un publicista.

—¡Por vida mía!… ¿Es que a vosotros, ruin canalla, se os corona agora con laureles? Mucho soy maravillado. ¿Entonces, qué es dejado a los varones señalados que abrazan con afecto el arte de la milicia corporal, a los mancebos bélicos, a los varones esforzados de inmortal memoria que han vertido su sangre en crudas batallas?

—En el día, señor Adelantado, los mancebos belicosos suelen parar en la cárcel o en el hospital. Los hombres hemos llegado a convencernos de que los tajos y mandobles, lanzadas y cintarazos, aunque sean inferidos con singular destreza, no deben ser considerados como signos de nobleza sino de barbarie; que no deben llamarse héroes a los que saben dar buenos mordiscos, porque mejores los dan los chacales. Somos espíritus y el teatro de nuestra actividad debe ser el mundo espiritual. Nuestro negocio más importante en la edad presente es el huir de la edad cuadrúpeda que vos representáis.

—¡Rayos y centellas! ¿Y tenéis en menos las hazañas portentosas de aquellos guerreros que han sabido conquistar para su rey y señor dilatados territorios y encadenar a sus pies a millares de esclavos?

—Sí, los tenemos en menos; siento verme obligado a decíroslo. No son conquistadores para nosotros los que se apoderan de un pedazo de tierra que hermanos suyos han regado con el sudor de su frente sino los que descubren nuevos horizontes para la ciencia y con la luz de su ingenio esclarecen las almas de sus semejantes. El hombre no ha nacido para luchar con el hombre sino con las ciegas fuerzas de la naturaleza que nos oprimen. Newton, Kepler, Bacon, Palissy, Gutenberg, Franklin, Pasteur, Edison han sido los conquistadores legítimos de nuestra raza.

—No conozco a esos varones. ¿Pertenecieron a la armada o a la gente de a caballo? Nunca les vi apuntados en la relación de las grandes y señaladas victorias del rey, nuestro señor.

—Pertenecieron a la armada del talento… Pero todavía, señor Adelantado, han existido y existen otros luchadores más grandes, más generosos. Estos no luchan con la tierra y el mar ni con el aire y el fuego sino con la Esfinge.—«Adivina o te devoro» —dice la Esfinge. Y estos buenos guerreros del espíritu luchan con ella, se rompen los huesos contra su cuerpo de piedra y caen rendidos y ensangrentados queriendo arrancarle su secreto. Pitágoras, Heráclito, Sócrates, Platón, Plotino, Spinoza, Descartes, Pascal, Leibnitz, Kant, Hegel, Schopenhauer son los héroes más queridos de la Humanidad.

—¡Habláis un habla, pardiez, que nunca sonó hasta ahora en mis oídos! Todo eso son enredos y trampantojos, y en verdad que merecierais por tales maleficios ser llevado a un calabozo del Santo Oficio para que allí os castigasen o enmendasen o que el rey, nuestro señor, os enviase a galeras después de vos haber aplicado doscientos azotes.

—El Santo Oficio que invocáis no fué más que un odioso tribunal donde sobre víctimas inocentes se cebó la crueldad nativa, la ignorancia, el orgullo y la envidia de algunos clérigos vomitados por el infierno… En cuanto a vuestro rey don Felipe segundo está en el día reputado por un déspota rencoroso y sombrío que destruyó la obra grandiosa de aquella santa mujer que se llamó Isabel primera de Castilla, apagando la inteligencia y envileciendo el carácter del pueblo español.

—¡Qué estáis diciendo, temerario! —gritó con estruendosa voz el guerrero de bronce—. ¿Al Santo Oficio esas blasfemias? ¿A mi rey tamaños ultrajes? ¡Por vida mía que he de castigar tanta insolencia!… ¡Toma, menguado!

Y diciendo y haciendo me tiró con su espada un tajo al cuello y mi cabeza marmórea cayó al suelo con un ruido sordo que me despertó.

XXIV: HISTORIA TRISTE DE MI AMIGO GENARO

Sus padres tenían un almacén de enseres marítimos no lejos del muelle. Era tan pequeño y estaba de tal modo atestado que apenas podrían mantenerse tres o cuatro personas dentro de él.

Barricas de raba para la pesca de la sardina, montones de cables enrollados, paquetes de lona, cajas de brea, remos, garfios, anclotes, latas de aceite, pantalones impermeables, todo hacinado de un modo delicioso. Yo por lo menos lo encontraba así. El techo era bajo, circunstancia que lo hacía más grato aún a mis ojos, y de él pendían ristras de anzuelos, alpargatas y botas de agua. Tenía una escalerita estrecha y empinada que conducía al piso primero y único de la casa. Todo esto le prestaba cierta semejanza con el camarote de un barco; y aquí está precisamente la causa de que esta tiendecita ejerciese sobre mí tal fascinación.

En aquella época yo amaba el mar sobre todas las cosas: era mi elemento, soñaba con ser marino.

Me encantaba, pues, visitar aquella tiendecita tan abarrotada de tesoros marítimos y me hubiese encantado aún más si el padre de mi amigo Genaro no fuese un hombre tan serio y tan barbudo. Su barba negra, erizada, le brotaba hasta por debajo de los ojos, que eran negros también y grandes y severos. Cuando iba a preguntar por su hijo me informaba por medio de un gruñido señalando al techo o a la puerta, según estuviese en casa o fuera.

Genaro tenía bastante parecido con su padre y seguramente sería un perfecto retrato suyo cuando transcurriesen los años. La misma tez cetrina, los mismos grandes ojos negros y una cierta seriedad que imponía respeto a primera vista. Después que se entraba con él en amistad resultaba extremadamente simpático. Era un chico franco, resuelto, leal, no muy inteligente y un poco aturdido. Todos le estimábamos, no sólo por su carácter, sino también y especialmente por su agilidad y su fuerza, pues es cosa cierta que los niños como los griegos adoran el cuerpo primero y después el alma.

Ninguno más diestro que él en toda clase de juegos y ejercicios, sobre todo en los marítimos, esto es en nadar, remar, trepar a pulso por la jarcia de los barcos, etc. En el arte de la navegación nos sacaba a todos gran ventaja, pues era ya a los trece o catorce años un perfecto marinero que izaba y echaba rizos a la vela en el momento oportuno, que sabía orzar y arribar y tesar o arriar la escota y dejaba caer el rezón con perfecta exactitud donde quería. Por esto siempre que disponíamos cualquier excursión a los puntos extremos de la ría buscábamos su compañía.

Felizmente para mí, su casa no sólo tenía entrada por la tienda. En el portal había otra escalera que conducía al piso, y cuando la puerta no estaba cerrada subía por ella para llamarle evitando con esto la barba espinosa de su padre.

En vez de esta barba solía recibirme en lo alto de la escalera un rostro halagüeño y hermoso que me placía ver casi tanto como los tesoros marítimos de la tienda. Este rostro pertenecía a una joven llamada Delfina, mitad costurera, mitad amiga de la casa. Venía con frecuencia a ella para ayudar a la madre de Genaro que, enteramente ocupada con la tienda, no podía atender a los quehaceres domésticos.

Esta Delfina, que podría contar diez y siete o diez y ocho años de edad, era un estuche. Cosía primorosamente, aplanchaba aún mejor, dirigía las faenas de la casa con la habilidad de una vieja ama de llaves y sabía contar cuentos mejor que la sultana Serezada. Era además bella como lo eran sus tres hermanas; porque tenía nada menos que tres; y era igualmente coqueta como ellas. Entre las jóvenes artesanas de Avilés estas cuatro gozaban con justicia fama de hermosas y elegantes; es decir, que sus trajes eran más cuidados y más finos que los de las demás, aunque sin salirse de su esfera, porque en aquel tiempo ninguna osaba hacerlo. Era además alegre como un jilguero y nos hacía reír con sus bromas y después nos pellizcaba para que no riésemos alto; porque ella también tenía miedo de las barbas del amo de la casa.

Así, que cuando subía a la de mi amigo para invitarle a alguna excursión, si Delfina estaba en ella, más de una vez y más de dos olvidé mi propósito y me quedé embelesado con la risa y los cuentos de la costurera. Y si se me había caído un botón o me había hecho un siete en el traje, esta encantadora hada se apresuraba a reparar el desperfecto, dándome después una ligera bofetada que me dejaba con apetito de desgarrarme otra vez el pantalón.

Un día, no obstante, al subir la escalera para llamar a Genaro, la encontré excesivamente seria y desde lo alto me despidió secamente diciéndome que mi amigo no podía salir conmigo porque su padre le tenía ocupado. Me sorprendió un poco, pero no hice demasiado alto en ello. Aquella misma tarde uno de nuestros amigos me dijo confidencialmente:

—Acabo de saber que Genaro ha robado bastante dinero a su padre y que éste le ha dado tantos palos que ha tenido que guardar cama.

Quedé consternado. Entonces comprendí la razón de la seriedad de Delfina.

—Pero ¿cómo ha sido?

—No sé… Creo que ha metido mano en el cajón de la mesa donde guarda el dinero allá en su cuarto.

Me produjo un sentimiento tristísimo. Aquel chico era un amigo a quien yo quería de veras y jamás le creyera capaz de semejante bajeza.

Transcurrieron bastantes días y una tarde le encontré en el muelle. Estaba un poco más pálido, pero alegre e impetuoso como siempre. Embarcamos en nuestro bote y nos paseamos por la ría al tenor de otras veces. Yo sentía que mi estimación hacia aquel muchacho mermaba; pero no podia sustraerme a la simpatía que había logrado inspirarme. Sin embargo, desde entonces me abstuve de ir a buscarle y sólo cuando le encontraba casualmente en el muelle nos embarcábamos juntos.

Pero su asistencia a este sitio, que antes era tan continua, sufría algunos eclipses. Algunas veces se pasaban ocho días sin que le viese saltando por las lanchas o encaramándose en la jarcia de los barcos. Por otra parte, cada vez que le veía le encontraba más pálido: la tristeza se esparcía como una nube negra por su rostro.

Aquel amigo, que por relaciones de familia tenía noticias auténticas de lo que pasaba en casa de Genaro, me comunicó que éste seguía robando a su padre y que los castigos continuaban cada vez más crueles y terribles. Al parecer, la noche anterior su padre le había azotado de tal manera con unas cuerdas que a sus gritos habían acudido los vecinos y le habían hallado en un estado lamentable.

Entonces súbitamente despertóse en mí una compasión infinita hacia aquel chico; aún puedo decir que creció mi cariño, porque siempre en mi alma la compasión engendró el amor. Me rebelé contra aquella barbarie y me dije con indignación: «¿Después de todo, qué? ¿No trabaja y ahorra para él? Si se ha tomado antes lo que más tarde le ha de pertenecer no hay en ello tan gran delito».

He aquí cómo la compasión y el afecto hicieron brotar en mi cerebro ideas subversivas en el orden moral y jurídico.

Algunos días después volví a encontrarle en el muelle y por un impulso repentino que no pude reprimir le eché los brazos al cuello. Él quedó sorprendido, se puso aún más pálido y rompió a sollozar perdidamente. Como nunca había sido blando para llorar, su llanto provocó el mío, que siempre lo he tenido fácil.

No hablamos una palabra. Nos secamos las lágrimas en silencio y montamos en el bote para dar nuestro paseo habitual.

Al cabo supe que su padre había resuelto enviarle a Cuba y que estaba señalado el barco que había de conducirle. No recuerdo, o por mejor decir no quiero recordar, si era la Eusebia, la Flora o la Villa, los tres barquitos principales que entonces hacían la carrera de América; pero era uno de ellos. Estaba anclado en San Juan esperando el Nordeste para hacerse a la vela.

Aquellos días no vi a Genaro en el muelle. Cuando llegó el de la partida tuve de ello noticia por un viejo marinero cuyo hijo era grumete en el barco. Entonces me acometió el deseo de ir a despedirle. Lo propuse a otros dos amigos que aceptaron al instante, pues todos amábamos a aquel chico a pesar de sus faltas. Y una tarde, después de comer, nos acomodamos en un bote y comenzamos a bogar en dirección a San Juan.

En el muelle habíamos sabido antes de partir que Genaro ya estaba allá desde por la mañana y que ni su padre ni su madre ni persona alguna de la familia había ido a despedirle. Sólo un marinero le había acompañado con el baúl. Aquello nos pareció el colmo de la crueldad.

Cuando llegamos a San Juan, el barco estaba ya a punto de hacerse a la vela. Nos acercamos a su casco negro y advertimos que a bordo se estaban efectuando las maniobras preliminares. En torno de él había tres o cuatro lanchas con personas que decían adiós a los pasajeros. Estos, inclinados sobre la borda, hablaban a gritos con sus amigos o deudos. Dimos la vuelta al buque y no vimos por ninguna parte a Genaro. Entonces nos pusimos a llamarle con toda la fuerza de nuestos pulmones.

—¡Genaro! ¡Genaro!

Al cabo apareció en la popa. Con una mano se sujetaba a un cable y con la otra nos envió un saludo acompañado de una triste sonrisa.

Jamás olvidaré aquella sonrisa de dolor, de vergüenza, de resignación, de desprecio…

Quisimos hablar, pero no sabíamos qué decirle. Un marinero se acercó a él y le apartó bruscamente y se colocó en su sitio para ejecutar una maniobra.

—¡Adiós, Genaro! —le gritamos.

Él nos hizo otro saludo con la mano. Y no volvimos a verle.

Entonces comenzamos de nuevo a navegar la vuelta de Avilés. Bogábamos silenciosos, melancólicos. Los tres sentíamos en el fondo del corazón que una gran infamia se acababa de cometer en este mundo.

Pocos días después lo habíamos olvidado. Sin embargo, al cabo de dos o tres meses se produjo un acontecimiento misterioso que llegó hasta nosotros y nos causó profunda impresión.

El padre de Genaro al abrir un día el cajón de la mesa de su cuarto se enteró con estupor de que había sido robado.

Entonces se le ocurrió a aquel bárbaro lo que mucho antes debió de habérsele ocurrido. Buscó una traza ingeniosa para averiguar quién le robaba.

Amarró una cuerda al fondo del cajón por la parte exterior, taladró la mesa, taladró el piso y la hizo pasar hasta la tienda, donde colocó disimuladamente una campanilla.

En efecto, algunos días después sonó esta campanilla: el comerciante se precipitó por la escalera sin hacer ruido y sorprendió al ladrón in fraganti. Era Delfina, la bella costurera que a todos nos tenía hechizados.

Fué entregada a la justicia y el padre de Genaro se apresuró a escribir a Cuba para hacerle venir. La carta llegó demasiado tarde. No mucho después de arribar a la Habana fué atacado por el vómito negro y había dejado de existir.

Esta es la historia triste de mi amigo Genaro.

No roguéis a Dios por aquel niño mártir. Rogad por sus verdugos.

XXV: ROSAS TEMPRANAS

Corría el año 1861. En Avilés vivíamos ignorados, pero felices. Allá lejos podían sublevarse los batallones y en Madrid alzarse barricadas y en todas partes encenderse la lucha y venir en pos de ella las sangrientas represiones, matanzas y fusilamientos. Nosotros no nos ocupábamos en semejantes bagatelas. Nuestros sucesos interesantes eran los Carnavales, el baile de Piñata, los días de San Juan y de San Pedro con sus paseos por mar y por tierra, las romerías, las ferias.

¿Quién osará afirmar que no estábamos en lo cierto? ¿Hay algo más interesante para el hombre que su felicidad? Un moralista me dirá que la bondad debe ir delante. Yo responderé que bondad y felicidad son una misma cosa, y se lo demostraría con párrafos muy elocuentes de Plotino, de Santo Tomás y de Fichte; pero no estoy seguro de que esto sea oportuno en unas memorias. Por el momento, me limito a exclamar con el Evangelio: ¡Bienaventurados los pacíficos! Nosotros lo éramos; por eso Dios nos recompensaba derramando sobre nuestra villa torrentes de alegría.

La noche de San Juan era particularmente regocijada. Como en otras muchas regiones de España, días antes, los niños trabajábamos ardorosamente en la construcción de jardines en plena calle, aprovechando los rincones y encrucijadas. Estos jardines eran nuestro orgullo, porque sabíamos que habían de ser visitados. Para ello poníamos a contribución los bolsillos de nuestros padres y deudos. Enarenábamos sus caminitos esmeradamente; los adornábamos, no solamente con plantas y flores, sino, a veces, también con estatuas y fuentes, y comprábamos farolillos venecianos, con los cuales los iluminábamos a giorno. Al día siguiente escuchábamos con avidez el dictamen y las críticas de la gente. Si oíamos decir que el jardín del Rivero era mejor que el de Galiana, nuestro corazón latía de entusiasmo, y celebrábamos nuestro triunfo gritando por las calles: ¡Viva Rivero!

Pero uno de aquellos mis compañeros me había afirmado seriamente que, echando un huevo en un vaso de agua a las doce en punto de la noche de San Juan, y dejándolo reposarse al sereno, podría verse al día siguiente, dentro del agua, la figura de un barco perfectamente esculpida, con sus mástiles, sus velas y toda su jarcia.

Quise ver esta maravilla, de la cual, ni por un instante dudé. Lo maravilloso es el manjar que mejor digieren los niños. Como no podía permanecer en pie hasta la hora señalada, porque no me lo hubieran consentido, me acosté, pero sin dormirme. Al escuchar en el reloj del comedor las once y media, aguardé todavía un rato; me levanté sigilosamente, fuí a la cocina, llené un vaso de agua, tomé un huevo y, saliendo al corredor, que daba sobre nuestro jardín, esperé anhelante las doce. Cuando el gran reloj del Ayuntamiento hizo vibrar la primera campanada en el silencio de la noche, partí el huevo y vertí su contenido en el vaso.

Al día siguiente, en el momento de abrir los ojos a la luz me acudió el recuerdo del barco. Salto del lecho velozmente, y, en camisa, salgo al corredor y miro con ávida intensidad mi huevo. ¡Oh, amarga decepción! En el vaso no había más que un licor amarillento, asqueroso, sin figura de barco alguno.

¡Cuántas veces así en el curso de mi vida he puesto también a serenar alguna dulce ilusión! Como ahora, he hallado siempre, en vez del barco mágico, el licor nauseabundo del desengaño.

Llegaba después el día de San Pedro, ¡qué brillante paseo en el bombé! Llamábase así en Avilés un trozo de terreno de forma ovalada, enarenado, cercado por una paredilla alta, de medio metro, y guarnecido de altos álamos blancos de hoja plateada. Este cercadito minúsculo, que no tendría, de punta a punta, más de cien metros, era el paseo oficial de la población, el paseo de gala.

Llegaban las romerías. Las romerías son la alegría del verano. Avilés está rodeado de frondosas aldeas, que semejan otras tantas esmeraldas formando la orla de una perla. La Magdalena, Villalegre, San Martín, San Pelayo, Miranda, Balliniello y San Cristóbal son las principales. Todas ellas tienen su romería, que van escalonadas al través de los meses estivales. La más concurrida, la más espléndida, la abadesa mitrada de estas romerías, es la de la Luz. Ya la he descrito en mi novela titulada El Cuarto Poder, y a esta descripción me remito.

Mas aquel año a mi felicidad se añadió otra que todo el mundo comprenderá inmediatamente; aquel año tuve una novia. Es decir, no sé a punto fijo si tuve una novia, pero esa fué la opinión del público.

Acostumbrábamos los chicos a recrearnos por las tardes, como ya creo haber dicho, en el llamado Campo Caín, o sea el trozo de terreno con árboles que se extendía delante del antiguo convento de la Merced.

Este convento medio derruído servía para todas las cosas de este mundo, para escuela, para vivienda, para oficinas de la Aduana, para cuartel de carabineros, para telégrafo cuando lo hubo, etc., etc.

El Campo Caín sólo servía para nosotros.

Ignoro cómo a este campo ameno y pacífico le dieron un nombre tan trágico. Es posible que en los siglos pasados se cometiese allí un fratricidio.

A él dieron también en venir por las tardes a solazarse aquella primavera las niñas de la población con sus doncellas. El solaz de las niñas no era como el nuestro jugar a la estaca, saltar los unos sobre los otros y darse de mojicones. Ellas formaban corrillos, cantaban dulcemente y bailaban la giraldilla.

Llámase así en Asturias una danza en que los bailarines forman círculo cogidos de la mano. Dentro de él quedan unos cuantos. Se canta dando vueltas y cuando llega cierto pasaje convenido los que están dentro eligen con un signo de la mano pareja entre los de fuera, se rompe el círculo y bailan uno frente a otro abrazándose después para dar las últimas vueltas.

No es necesario decir que este baile es mucho más grato e interesante cuando toman parte en él los dos sexos. Entonces los hombres quedan una vez dentro del corro y otra vez las mujeres.

Las niñas bailaron solas durante algunos días. Nosotros las contemplábamos de lejos serios y un poco turbados. Seguíamos nuestros juegos; pero sin darnos cuenta nos sentíamos atraídos hacia la giraldilla de las niñas.

Al fin uno de nosotros, ¡un valiente!, cuyo nombre no recuerdo se aventuró a entrar dentro de ella. Las niñas se agitaron, hubo cuchicheo y apariencia de debate y gestos desabridos y sonrisas maliciosas; pero al cabo aquel valiente se quedó dentro y bailó como un sultán con todas ellas. Otro le imitó, luego otro, y al fin todos entramos.

Desde entonces el Campo Caín adquirió un nuevo y singular atractivo para nosotros. Todas las tardes, sin faltar una, nos juntábamos allí y pasábamos más de una hora cantando y bailando. Las criadas sentadas en los poyos nos miraban benévolas, departiendo entre sí y animándonos con sus picarescas sonrisas. Después de todo ellas eran unas niñas grandes también y se divertían con nuestra alegría.

No tardó mucho tiempo en actuar dentro de aquellas giraldillas la ley química de las afinidades electivas. Cada uno de nosotros empezó a distinguir a una niña e inmediatamente tanto entre nosotros como en el conclave de las domésticas fué considerado como su novio.

Yo me sentí atraído muy pronto hacia una llamada Concesa (no he vuelto a oír este nombre en mi vida) y se lo declaré del modo único que entonces sabía; esto es, sacándola a bailar más a menudo que a las otras, y procurando ponerme a su lado cuando dábamos las vueltas cantando. Naturalmente, fuimos declarados novios y tanto ella como yo aceptamos tácitamente esta declaración.

Pero no corría todo allí como sobre rieles. En este mundo junto a la luz está la sombra y la ley de la competencia es desgraciadamente tan inflexible como la del amor. La niña gustaba a otros tanto como a mí. Tuve rivales, fuí más constante, al cabo más dichoso; pasado algún tiempo no se me molestó más.

El Campo Caín no fué el único paraje donde nos juntábamos y bailábamos. Aprovechamos también poco después las romerías. Niños y niñas formamos aquel verano un mundo aparte, en el cual vivíamos felices sin cuidarnos de lo que pasaba en torno nuestro. Si alguna de las niñas dejaba de venir al Campo Caín o faltaba a la romería, el pretendido novio no se atrevía a preguntar por ella, pero las amiguitas compasivas le hacían saber el motivo, aunque de una manera indirecta.

—¿Por qué no ha venido Fulanita a la romería? —preguntaba en voz alta una niña a otra.

—Porque se ha dado un golpe en la rodilla y su mamá no la permite moverse de una butaca.

Nos dábamos por enterados y el interesado se mostraba triste aquella tarde para que las amiguitas fuesen con el cuento a la niña contusa.

Yo no sé si allí existía el amor: creo que no. Por mi parte al menos me parece que lo que sentía hacia aquella hermosa niña llamada Concesa era una viva simpatía, una suave amistad que sólo de lejos semejaba a la pasión amorosa, la cual no prendió en mí hasta mucho más tarde. Me agradaba verla y bailar con ella, y me enorgullecía que me distinguiese; pero esta simpatía dejaba perfectamente libre mi espíritu. Por otra parte, no se cruzaba entre nosotros ninguna palabra que trascendiese a galanteo. Si he de confesar la verdad diré que apenas he hablado nunca con ella. Solamente cuando en la giraldilla nos abrazábamos para dar las últimas vueltas, lo cual duraba pocos segundos, nos decíamos alguna vez cualquier palabra indiferente.

Recuerdo, sin embargo, que en cierta ocasión como yo hubiese sacado a bailar con excesiva frecuencia a otra niña, Concesa se enojó y no volvió a sacarme a mí aquella tarde. Al día siguiente se celebraba la romería de Balliniello. Como siempre las niñas formaron su giraldilla y nosotros nos juntamos a ellas. La primera vez que Concesa quedó dentro del corro me eligió a mí por pareja. Yo le dije con voz temblorosa al dar las últimas vueltas:

—Creía que estabas enfadada conmigo, Concesa.

Ella me respondió:

—Yo no me enfado con nadie… y menos contigo.

Y se desprendió de mí bruscamente ruborizándose.

Fué lo más vivo, lo más apasionado que hubo en la historia de aquellos amores.

La de mis amigos supongo que habrá sido idéntica. Sin embargo, ignoro por qué causa la mía se hizo más pública. Quizá porque la Providencia quiso probar ya mi paciencia desde la edad más tierna. Mis amores se hicieron célebres, no sólo en el mundo infantil, sino en la villa entera. En todas partes se supo que yo tenía una novia y en todas partes se me daba vaya con ella gozándose en mi confusión y vergüenza. Los amigos de la casa me saeteaban con indirectas, sonreían, se hacían guiños significativos, mientras, ¡misero de mí!, yo me ponía más rojo que una cereza. Tal era mi sobresalto, que cuando pasaba por delante de cualquier corrillo de gente se me figuraba que hablaban siempre de mis amores, como si no hubiese otra conversación en Avilés. Recuerdo que una noche jugando en casa de unos señores amigos a la Aduana (le Cheval blanc), que entonces era una novedad, solían algunos sujetos pródigos y derrochadores hacer dos puestas a fin de tener derecho a tirar dos veces los dados. Al colocar las dos puestas decían: «—Por mi… y por la novia». Era el chiste de siempre. Yo que también ambicionaba el tirar los dados dos veces me aventuré aquella noche a doblar mi puesta, aunque sin repetir el chiste, como se debe suponer. Pero un joven burlón dijo en voz alta mirándome con sonrisa maliciosa: «—Por ti y por Concesita, ¿verdad?».

¡Oh Dios mío! ¡Qué turbación! ¡Qué vergüenza! Una ola de rubor me subió a la cara con tal violencia que pienso que hasta el blanco de mis ojos debería de estar rojo también. Al cabo rompí a llorar y los hombres rieron con más ganas. Pero las señoras, respetuosas siempre aun con las más ínfimas manifestaciones del amor, se compadecieron de mi:

«—Vaya, dejar a ese niño. ¿Qué les importa a ustedes que tenga o no tenga novia?».

Pero aún fuí vejado de otra más terrible manera. Ignoro quién fué el chico desalmado a quien se le ocurrió componer una letra sobre cierto pasacalle que entonces se cantaba mucho, aludiendo a mis amores. Quizá fuese uno de mis despechados rivales. Lo cierto es que esta letra alcanzó tal fortuna en el mundo infantil que por mucho tiempo no se cantó con otra el citado pasacalle. Sólo recuerdo de ella el estribillo que decía:

Armando la quiere más
que todos en general.
Todos la quieren bastante,
pero Armando mucho más.

Dejo al lector suponer los tormentos inconcebibles que esta canción me hizo experimentar. En Rivero los chicos me la cantaban en cuanto salía de casa. Si iba a Galiana así que me divisaban ya comenzaba el coro

Armando la quiere más
que todos en general.

Lo mismo que me dirigiese al muelle que al Campo Caín, que a los Arcos del Ayuntamiento, en todas partes escuchaba el mismo estribillo. ¡Qué horrible congoja! Hasta paseando un día por la vecina aldea de la Magdalena oí cantar al hijo de un labrador el famoso «Armando la quiere más».

En fin, que si me trasladase a los antípodas era seguro que allí también Armando la querría más.

Años después, cuando ya estudiaba yo la carrera de Jurisprudencia en Madrid y me afeitaba la barba, habiendo venido a Avilés a pasar algunos días del verano, al cruzar por una callejuela solitaria, acerté a ver sobre el viejo muro de una huerta esta leyenda trazada con carbón:

Concesa y Armando.

Me hizo sonreír. Yo era un sabio en aquella época y desde lo alto de mi ciencia contemplaba aquellos pueriles amores con soberano desdén.

Hoy desde lo bajo de mi experiencia los miro con un poco más de respeto.

XXVI: PARÉNTESIS

Salta este capítulo, lector minúsculo, pues no va dedicado a ti, y permite que un instante desahogue mi pecho oprimido con aquellos que como yo ven cercana la fatal ribera y a quien hace ya señas el adusto barquero.

¡Con qué placer evoqué los seres que alegraron mi niñez! Mi fantasía los representa con los rasgos que tenían, escucho su voz, miro su sonrisa o su gesto severo, contemplo su marcha: unos son dulces, afectuosos, otros graves, éstos melancólicos, aquéllos alegres, los otros grotescos; pero todos amables, porque todos habían sido enviados por Dios para hacerme dichoso.

¿Dónde estáis, nobles seres que compartisteis mi amor y mi alegría? Una mano glacial os arrebató para siempre de mi lado. ¡Para siempre! Horrible palabra que oprime mi corazón y me llena de estupor. Si la muerte es la separación definitiva, si nunca más os volveré a ver, valiera más que no nos hubiéramos juntado un instante en este pequeño globo que nada indiferente por los abismos del espacio. ¿Viviréis en otras regiones luminosas, inmarcesibles y seréis dichosos como lo merecíais, o la mano cruel que os arrebató os habrá precipitado en una noche eterna?

¡Ah, quién me volviera a aquellos hermosos días de mi infancia! ¡Quién me diera vivir otra vez entre vosotros! Dondequiera que habitéis, en el seno del Elíseo o errando por las praderas sin flores de un mundo subterráneo, y aunque debiese beber como Ulises la sangre del carnero negro para reconoceros, allí quisiera estar. Porque cada uno de vosotros era una parte de mi ser y al marcharos me dejasteis mutilado.

Y si ya no existís en parte alguna ¿qué fuisteis entonces? Vanos fantasmas que se disiparon como la niebla de la mañana. Y si fantasmas habéis sido, fantasma también soy yo y mi existencia una bomba de jabón que tiembla y brilla un momento a la luz del sol para romperse sin dejar rastro alguno.

Próxima está ya a estallar. Este mundo de pensamientos y recuerdos que llevo en mi cabeza, el espectáculo brillante que me seduce se disipará conmigo. Otros vendrán que gozarán de la luz del sol como yo y amarán y pensarán y vivirán un instante mecidos en una dulce alegría, y otros después… y otros… y otros. Y al cabo este pobre planeta que también es una bomba de jabón nadando en el espacio explotará igualmente haciéndose pedazos o morirá lentamente por consunción…

¡Todo fué un sueño! Las cien generaciones que turbaron este mundo con sus amores y sus odios, con sus progresos soberbios, con su piedad o con su cólera se convertirán en éter impalpable. ¿Dónde están sus lágrimas y sus risas, dónde están sus pensamientos altivos? Los monstruos repugnantes que poblaron la tierra en las primeras edades, los poetas y filósofos que nos cautivan en la presente, los santos, los malvados, las emociones más puras, los pensamientos más altos, todo, todo ha sido igual, todo se convirtió en éter.

En vano me dice Spinosa: «Ningún ser puede caer en la nada». En vano me aseguran que es de todo punto imposible que un átomo de materia pueda desaparecer y aniquilarse. ¿Qué tengo yo que ver con esos átomos? ¿Me devolverán por ventura a los seres que amo? Pues si esto no hacen, su fuerza eterna es para mí absolutamente despreciable.

Me represento con terror el momento en que mi pobre cuerpo cadavérico va a quedar encerrado para siempre en el sepulcro. Llega la noche. Una calma profunda reina en el cementerio. No sopla ninguna brisa, no se escucha ningún rumor. La luna baña con su luz fatídica el recinto y los cipreses se alzan inmóviles sobre las tumbas.

De repente escucho a lo lejos un clamor rumoroso que se acerca: levanto un poco la losa de mi sepulcro y me encuentro rodeado de una muchedumbre abigarrada que me mira en silencio. Son los filósofos de la palingenesia antiguos y modernos, los pitagóricos, los platónicos, los estoicos, los alejandrinos, los origenistas, los trascendentalistas, los fourieristas, los sansimonianos. Uno de ellos toma la palabra y me dice:

«Nada temas. Tu alma es inmortal y al abandonar tu cuerpo perecedero se vestirá de otro y después de otro en una serie infinita de existencias distintas. Y en cada una de ellas serás desgraciado o feliz expiando tus faltas o recibiendo la recompensa de tus buenas acciones; pasarás de una vida más imperfecta a otra más perfecta o recíprocamente según hayas ascendido hacia el bien o hayas descendido más abajo en el mal. Tu mismo cuerpo será cada vez menos material, más sutil y espiritual y tus sentidos más delicados si no los manchas con impurezas, y si emancipado de groseros errores vuelas cada vez más alto en el cielo de la verdad y la justicia… ¿Temes perder tu yo, no reconocerte en la serie infinita de existencias ulteriores? Temor pueril, porque todos los días lo pierdes con delicia al entregarte al sueño. Y después de todo ¿qué es ese yo que tanto te preocupa? Si con serenidad lo examinas no se compone de otra cosa que de sensaciones, ideas más o menos claras, recuerdos, costumbres, a todo lo cual la memoria presta unidad. Y esta memoria ¿qué valor tiene? Por experiencia debes saber cuán frágil es y cuán poco significa. La inmensa mayoría de los instantes de tu vida sepultados están en la nada. Compara lo que de ella recuerdas con lo que has olvidado. Este olvido no es una desgracia: al contrario, pesado y doloroso sería para ti y para todo hombre recordar tanta pequeñez, tanta miseria como integran nuestra existencia aquí abajo. ¿Para qué arrastrar consigo por toda una eternidad tal fardo de insignificancias?… Deja de mecerte en sueños imposibles que serán para ti una desgracia si se realizasen, deja ese concepto estrecho de la inmortalidad, propio de edades bárbaras o de hombres ignorantes. Una vida nueva, absolutamente nueva está ya preparada para ti. De ella no tienes idea como no tiene un ciego de nacimiento idea de la luz; pero no por eso deja de existir y de ser hermosa y cuando abras los ojos la verás y la gozarás con la dichosa certeza de que cuando otra vez los cierres será ella la que desaparezca, no tú, que de nuevo los abrirás para gozar de otras más bellas en sucesión eterna».

«Señores míos —respondo yo a tan amables palabras—, respeto profundamente vuestro sentir porque entre vosotros se hallan a no dudarlo los más altos pensadores que han honrado nuestro planeta hasta ahora; pero no me cautiva la inmortalidad que me ofrecéis. Os confieso, aunque peque de ignorante y bárbaro, que este pobre yo que tanto afectáis despreciar es lo único que me interesa en este momento. Si en otras vidas no me reconozco a mí mismo tanto vale la nada. Vuestra opinión es que antes de esta vida he vivido otras. ¿Qué valor han tenido para mí tales vidas? Es cierto que al entregarme al sueño pierdo mi yo sin pena; pero es porque tengo la seguridad de encontrarlo al despertar. Cierto es igualmente que la inmensa mayoría de las acciones y de los sucesos de mi vida se hallan sepultados en el olvido, pero mi yo ha permanecido idéntico y no ha habido al través de mi existencia solución de continuidad… ¡Continuidad! He aquí la palabra mágica, he aquí la clave del misterio. Sin la continuidad la inmortalidad no existe.

»Por otra parte, si he de vivir infinitas veces, he de morir también infinitas veces y pasar por los horrores que a la muerte acompañan. Anudaré infinitas veces lazos de amor con otros seres como los que hoy aprisionan mi corazón y otras tantas los veré quebrarse con una separación eterna. ¿A quién no infundirá pavor semejante horizonte? Los discípulos del Buda, que predicaban la nada, recorrían las ciudades de la India gritando:—"¡Alegraos, alegraos!, la muerte ha sido vencida"—. Yo también me alegro de morir para siempre. Vuestra inmortalidad me horroriza. Dejadme tranquilo».

En efecto, aquella muchedumbre abigarrada se desvanece entre las sombras del cementerio, pero no tarda en reemplazarla otra más homogénea. En ella reconozco a la gran mayoría de los pensadores contemporáneos. El más viejo de todos ellos, el filósofo sajón Fechner me habló de esta manera:

«Aspiras ardientemente a guardarte como individuo; ¿pero qué es tu individuo? Nosotros, los seres humanos, nos alzamos sobre la tierra como se alzan las olas sobre la superficie del Océano, salimos del suelo como salen las hojas del árbol. Unas y otras viven su propia historia. Las olas reflejan separadamente los rayos del sol; las hojas se agitan mientras las ramas permanecen inmóviles. Así, en nuestra conciencia, cuando un hecho llega a ser predominante obscurece todo lo que se halla detrás. Y sin embargo, lo que se halla detrás aunque sustraído ya a la observación obra sobre él lo mismo que las olas superiores obran sobre las que están debajo, como el temblor de las hojas obra sobre la savia en lo interior de la rama. El Océano entero, lo mismo que el árbol sienten la acción de la ola y de la hoja y quedan por el hecho mismo modificados, esto es, son otra cosa que antes eran.

»De igual modo nosotros somos actores en el gran teatro del universo. Nuestras percepciones no se desvanecen cuando morimos sino que quedan impresas en el alma universal de la tierra y viven la vida inmortal de las ideas, y combinadas con las de otros hombres entran a formar parte del gran sistema del mundo. Nuestra conciencia no muere, pero se ensancha, y así como la suma de nuestras percepciones es lo que constituye nuestra conciencia, así la suma de nuestras conciencias constituyen la conciencia de un ser más grande, de un tipo superior.

»Deja pues de afligirte. Ese pequeño yo que tanto amas sólo desaparece en apariencia. Nada de lo que realmente lo constituía, esto es, ninguna de tus ideas, ninguna de tus acciones dejan de existir. Impresas quedan todas ellas en el mundo y gozan de la inmortalidad. Y los que como tú han pasado por la vida comunicando con los otros no sólo sus pensamientos sino sus más íntimas emociones pueden gozar aún con más seguridad de este hermoso porvenir. Si has logrado que tus libros dejasen una pequeña huella en el alma de tus lectores, esta huella por leve que sea no se borrará jamás, formará parte de su misma alma y con esta alma entrará en el concierto universal de los espíritus».

«¡Oh, gran filósofo! —me apresuro a responder—, la inmortalidad colectiva que me ofreces es un pan demasiado duro para mis dientes. Ese gran yo de que me hablas no es el mío y debo confesarte que no puedo amarlo porque sólo me interesa este otro diminuto, este pequeño punto central donde se refleja, sin embargo, el universo. Durante mi vida terrenal he sido rey en mi pequeño reino y no puedo pasar sin dolor a ser esclavo inconsciente. Fuí una melodía más o menos importante en el concierto; me pesa convertirme en una nota del pentagrama. No me hables de la inmortalidad literaria, porque es un cuento para entretener a los niños. La gloria más grande del más grande artista de la tierra no puede durar veinte mil años. Cierto que a pesar de eso la amamos todos y más aún aquellos hipócritas que fingen desdeñarla; pero es algo siempre secundario en nuestra vida. El valor de la mía no se cifra en lo que he escrito sino en lo que he amado. No me ligan a la existencia ni mis pensamientos ni mis libros; todos ellos os los entrego sin pesar alguno. Lo único que me atormenta en este instante es separarme de los seres que hoy amo, es perder la esperanza de volver a ver aquellos otros que hace tiempo se han partido de la tierra. Si no hay nadie en el universo o fuera de él que pueda devolvérmelos, ¡cese, cese para siempre esta vida miserable y húndase como una hormiga mi pobre ser en la nada!».

Los filósofos de la inmortalidad colectiva se retiran también. Apenas desaparecidos se presentan en ruidoso tropel otros mucho más osados y enérgicos.

«No te engañes a ti mismo —me dice uno de ellos—. No te dejes engañar tampoco por los otros. La inmortalidad del alma es imposible, porque el alma no existe; es una pueril creación de nuestra mente: nadie la ha visto ni la ha tocado. Lo que existe sin poder dudarlo es nuestro cuerpo visible y palpable y este cuerpo ha sido el origen de todas tus tristezas y alegrías. Consuélate, porque este cuerpo es inmortal. Un ser vivo permanece eternamente vivo. No existe la muerte para la naturaleza; su juventud es eterna como su actividad y su fecundidad. La muerte transforma pero no destruye y no es otra cosa que la misteriosa continuación de la vida en formas diversas. Esa federación de seres vivos que llamabas tu yo se disuelve pero no se aniquila. Cada uno de los socios recobra su libertad y continúa su carrera vital alegremente…

»¿Me preguntas si cada uno de estos seres tienen conciencia? Sólo puedo responderte que hay muchos hombres vivos que apenas la tienen tampoco. Ni podemos afirmar ni podemos negar facultades que escapan a nuestra observación. Lo que te puedo asegurar es que la vida subterránea que ahora comenzará para tu cuerpo es mucho más animada que la que has llevado sobre la tierra. Prepárate a recibir un sinnúmero de gozosos campañeros llenos de salud y de fuerza. ¡Son los trabajadores de la muerte! Vendrán en tropel las preciosas moscas llamadas Lucilia, de un verde metálico brillante acompañadas de sus hermanas las Lucilia Cesar, de un verde dorado y frente blanca. Inmediatamente acudirán los Sarcófagos y detrás de ellos los encantadores lepidópteros del género Aglosa, lindas maripositas que duermen durante el día sobre las hojas de los árboles y vuelan al crepúsculo en torno de la luz. Después vienen otras moscas no menos hermosas, las Profilas, de cuerpo luciente y pequeña cabeza, a las cuales seguirá una muchedumbre inmensa de Acarios encargados de facilitar la momificación. Y estos acarios se hallan dotados de virtud tan prolífica que una sola pareja puede producir al cabo de tres meses un millón y medio de individuos.

»Así pues que no te infunda pavor la idea de la destrucción. Dentro de la tumba la vida prosigue como fuera, una vida aún más ruidosa y animada que se renueva sin cesar…».

«¡Muchas gracias!».

Dejo caer otra vez sobre mí la pesada losa y me dispongo resignadamente a entrar en la nada.

Mas he aquí que poco después escucho un suave rumor lejano que pone en movimiento mi aterido corazón: batir de alas, chocar de besos, cantos de triunfo…

Levanto tímidamente la piedra de mi sepulcro. El alba flotaba ya sobre el cementerio y a su luz indecisa veo un glorioso cortejo de ángeles alados envueltos en las brumas temblorosas de la mañana. Un rayo de luz cayó sobre sus alas doradas y los vi resplandecientes girar en torno de mi tumba. Uno de ellos, el más hermoso, vino a posarse al pie de ella. Mantúvose algunos instantes silencioso frente a mí y pude contemplar a mi sabor su belleza inmortal, el brillo deslumbrador de sus ojos, la altivez de su frente, su talla gigantesca, la intrepidez y la calma que se exhalaba de su figura radiosa.

«Soy el arcángel Miguel —me dijo con voz cuya extraña melodía no pertenece a la tierra— y en nombre del Señor vengo a ofrecerte la verdadera, la única inmortalidad digna de su adorable providencia. Si has creído y has confiado en El así que te hayas purificado entrarás a gozar de la vida eterna y de la suprema dicha. No se pierde tu yo, no se desvanece como una melodía en el aire, porque el amor de sí mismo es el fundamento y la condición de todo otro amor. El reposo perfecto y el goce de Dios que te ofrezco no destruirán tu conciencia, que es el sostén y la raíz misma de tu felicidad. No hay más que una vida temporal para los humanos y en ella se decide si han de vivir eternamente gozando del bien supremo o eternamente gemirán alejados de él…

»¿Tiemblas por tu suerte? Desecha tu temor. Dios con ser omnipotente no puede condenar a un alma que se entrega a El en la hora de la muerte. ¿Deseas poseer tu cuerpo? Lo poseerás eternamente, pero glorioso, purificado. ¿Deseas el reposo? Reposarás en la paz eterna. ¿Amas el honor, la gloria y el poder? Participarás de la majestad y del soberano dominio de Dios. ¿Buscas la compañía de los nobles y los sabios? Gozarás de la sociedad de todos los hombres de bien que en el mundo han sido. ¿Quieres en fin (y este es sin duda tu más ardiente deseo) amar a los tuyos más allá de la tumba? Volverás a encontrarlos y esta vez para no perderlos jamás. La muerte no rompe los lazos que unen a dos corazones sobre la tierra. Tu amor en el cielo sin dejar de ser íntimo y tierno quedará limpio de toda aspereza; porque el corazón humano es un abismo insondable de misterios, un campo de batalla donde alternativamente el calor y el frío son vencedores.

»¡Paz para siempre! ¡Un corazón y un alma! He aquí lo que eternamente se realiza en nuestro Paraíso…

»¿Estás conforme, débil mortal, con las promesas del Cristo?».

Entonces todo mi ser se baña de alegría. Hago un esfuerzo supremo y alzando la piedra que me encierra exclamo gozosamente:

«¡Tuyo soy!».

XXVII: OVIEDO

En el Otoño de este mismo año fuí enviado a Oviedo para estudiar la segunda enseñanza. La capital de Asturias no ofrece apenas, en su aspecto material, nada que pueda fijar la atención y hacerla interesante. Asentada sobre el lomo de un verde collado, sus contornos son bellos como lo es toda la provincia, pero sin relieve; las calles, en general estrechas e irregulares, el caserío mezquino con pocos edificios notables que la decoren. Aunque fué corte en los primeros tiempos de la Reconquista, lo fué por tan breve tiempo y en época tan remota, que apenas quedan huellas monumentales de su realeza. Sus iglesias distan mucho de ser joyas artísticas como las de León y Toledo. Su misma catedral, de estilo gótico, ni por su magnitud ni por la riqueza de sus ornamentos, sale de lo común en esta clase de templos. Pero su torre… ¡Ah!, su torre merece capítulo aparte.

Es la más esbelta, la más armónica, la más primorosa de cuantas existen en España. Oviedo alardea, con razón, de esta torre, como una mujer fea se vanagloria de poseer copiosos y ondulantes cabellos.

Pero esta fea, además de su espléndida cabellera, tiene atractivo y gana mucho con el trato. ¿Cuál es su atractivo? La sonrisa: una sonrisa alegre y cordial, franca y picaresca. He conocido algunos viajeros que, prendados de esta sonrisa, han plantado su tienda en la capital de Asturias y no han querido salir ya más de ella.

Si el encanto de Avilés consiste en su alegría infantil, el de Oviedo se cifra en su donaire malicioso. En ninguna otra región de España, ni aun en Andalucía, tierra clásica de la gracia, se hallará una población más regocijada y burlona. Su agudeza no es ligera, aparatosa, espumante como la de Sevilla y Málaga: son los asturianos hombres del Norte y pagan tributo a la frialdad de su clima y al tono gris de su cielo. Pero hay más profundidad en su ingenio, su malicia es más espiritual, más penetrante y también, hay que confesarlo, más despiadada.

La burla es la deidad a la que se rinde culto incesante en Oviedo; es su recreo y casi su necesidad. Los ovetenses tienen nariz de sabueso para olfatear el ridículo. Así que lo encuentran se paran como los buenos perros de muestra y esperan a los demás para dar comienzo a la caza. Esta caza es una verdadera fiesta o regocijo público, particularmente cuando la víctima se halla constituída en autoridad.

Llegó en cierta época a Oviedo un gobernador que era un literato ramplón, pero muy pagado de sus obras. En cuanto se dieron cuenta de su flaqueza no hubo banquete ni solemnidad donde se pronunciasen brindis o discursos en los cuales no se trajesen a cuento frases y hasta párrafos enteros de las obras de la primera autoridad. Se le citaba como a Plutarco o Cervantes. Aquel badulaque fué dichoso durante los meses que gobernó la provincia y los ovetenses más felices aún que él.

Nada les entristece a éstos ser mandados por cualquier majadero: al contrario, sospecho que se hallan más complacidos cuando sus autoridades lo son en grado máximo. Hubo una época, ya remota, en que el gobernador, el alcalde, el rector de la Universidad y el presidente de la Audiencia eran cuatro graciosos payasos sin pizca de sentido común. Pues bien; nunca se sintió tan feliz la población: fué el siglo de oro de Oviedo.

Confesemos, sin embargo, que sus bromas son, no pocas veces, crueles y hasta alevosas. Existía en mi tiempo un honrado hojalatero atacado de la manía de la oratoria. En cuanto se le dejaba perorar lo hacía con tanto énfasis y fuego defendiendo sus ideas tradicionalistas, que nadie podía irle a la mano. Es innecesario decir que nadie, en efecto, pensaba en atajarle: antes al contrario, se le tiraba de la lengua, se le encendía y se le atizaba dondequiera que se presentaba, sobre todo en el café.

No bastaron, sin embargo, el café y la calle. Un grupo de jóvenes alegres ideó nada menos que fundar un Círculo de recreo con el exclusivo objeto de nombrar presidente de él al citado hojalatero y poder tenerle a su servicio todas las noches.

Y, en efecto, se alquiló un local, se redactaron los estatutos y nuestro hojalatero fué elegido por voto unánime presidente de la Sociedad. Aquel honor inesperado se le subió de tal forma a la cabeza, pronunció tal número de discursos vehementes y fué tan aplaudido y festejado que terminó por enfermar. Pocas noches después de tomar posesión de su cargo, tres o cuatro socios, de acuerdo con los demás, presentaron a la Junta directiva una proposición pidiendo que se comprase una regadera con destino al barrido del Círculo. El hojalatero, al leer la proposición se levantó y pronunció un discurso que hizo época.

«—Señores: El presidente de esta Sociedad es maestro hojalatero, vidriero, plomero y está dispuesto a construir gratuitamente no una regadera, sino diez regaderas, veinte regaderas, todas las regaderas que sean necesarias para el aseo del Círculo que tiene el honor de presidir…».

Años después todavía los chicos de Oviedo sabían de memoria este discurso y se lo gritaban al infeliz hojalatero cuando pasaba por las calles.

La política, que suele ser trágica en los pueblos y encender las pasiones y producir graves desabrimientos, reviste en Oviedo un aspecto cómico. Entre los enemigos políticos nada de injurias soeces, ni de miradas melodramáticas, ni de pedradas o tiros por la noche. Los más encarnizados adversarios se encuentran en Cimadevilla, punto céntrico de la población, se saludan, se sonríen, se forma círculo de amigos en torno de ellos y comienzan a embromarse alegremente. Es un certamen, un tiroteo de chanzas y agudezas en el cual, el más gracioso, el que hace reír mejor a los amigos, es quien pone el cascabel al gato y sale vencedor.

Hay caciques en Oviedo como los hay desgraciadamente en todas las capitales de España, pero aquí lo son a condición de aparecer modestos y familiares con todo el mundo y dejarse embromar en los corrillos de la calle. Si se le ocurriese a cualquier diputado o senador el no dar ni admitir chanzas, mostrarse reservado y erguido, caería inmediatamente en el desprecio público, se le cubriría de ridículo y ya no volvería a levantarse. Cuando las autoridades o los próceres de la política son comunicativos e ingeniosos y descienden a presentarse en el café y formar tertulia y ríen y charlan como los demás, entonces es cuando son verdaderamente respetados y queridos. Es un caso raro, acaso único, que habla muy alto en favor de la dignidad y el entendimiento de los habitantes de la capital de Asturias.

Pudiera sospecharse que en un pueblo donde corre con tal fortuna la burla andará igualmente desatada la maledicencia. No sucede así. Existe ciertamente la murmuración, pero no es tan agresiva y traidora como en otras poblaciones. A los ovetenses les agrada más descubrir una manía ridícula que un robo y burlarse en la cara más que por la espalda. Se dicen frente a frente y en tono jocoso frases que acaso harían funcionar las pistolas en otra región. Allí se acogen con una carcajada.

Muchas farsas regocijadas he presenciado en Oviedo durante mi adolescencia, pero la que mejor recuerdo y más impresión me causó fué la que compusieron para cierto clérigo de misa y olla unos cuantos jóvenes traviesos.

Buscaba con sobrada diligencia dicho clérigo su reino en este mundo, no en el otro; carecía de instrucción, carecía de inteligencia y tampoco había dado largos pasos en el camino de la perfección espiritual. Habíase hecho muy familiar de un político influyente, al cual servía y adulaba en la medida de sus fuerzas. Para recompensar estos servicios domésticos y electorales, el personaje político logró que se le nombrase canónigo. ¡Tales y tan vituperables excesos se ven por la nefanda intrusión del poder civil en la santa libertad de la Iglesia!

Las personas piadosas gimieron por aquel escándalo, pero los cazurros ovetenses rieron y no perdieron ya de vista al ambicioso clérigo, prometiéndose pasar algún buen rato a sus expensas.

Llegó en efecto un día en que cierto joven muy conocido en la población recibió una carta de un hermano político, diputado y hombre de influencia en Madrid. Comunicábale en ella que hallándose vacante la diócesis de *** el Gobierno de acuerdo con el Nuncio de Su Santidad pensaba buscar obispo en el cabildo catedral de Oviedo, y que a él como diputado ministerial se le había consultado respecto a este particular. Sabiendo la cariñosa amistad que le ligaba a don… (el nombre del canónigo) y las muchas partes que a éste adornaban no había vacilado en designarle para la sede vacante y había tenido el gusto de saber que otros tres o cuatro diputados de la provincia siguieron su ejemplo. Por tanto, le rogaba que se avistase con el interesado y se lo hiciese saber. Antes de dar un paso más era necesario que éste manifestase si estaba dispuesto a aceptar.

Con gran sigilo y reserva, el malicioso joven comunicó la carta de su cuñado con el canónigo. Quedóse éste densamente pálido, perdió el uso de la palabra por algunos momentos, comenzó a tragar la saliva con dificultad y al cabo, protestando de su insuficiencia, manifestó que estaba dispuesto a obedecer a sus superiores en esto como en todo. Sin embargo, principió a celebrar consultas con los sacerdotes y los seglares más caracterizados de la población. Fingía vacilar, se declaraba indigno, pedía consejo; todo para darse aún más tono y escuchar elogios.

Duró este trajín de las consultas por varios días como si fuese una crisis ministerial. Las personas sinceramente religiosas de la ciudad se hallaban aterradas: el obispo, el cabildo catedral y en general todo el clero estupefacto. Cruzábanse entretanto cartas, venían telegramas. Pronto la población entera se puso al tanto de la farsa y tomó parte en ella. Fué una verdadera corrida en pelo la que sufrió aquel desdichado sin darse cuenta. Marchaba por las calles en actitud imponente y majestuosa, dirigía sonrisas de protección a los conocidos, le faltaba ya poquísimo para echarnos bendiciones como si tuviese la mitra sobre la cabeza y el báculo en la mano. Tácitamente convencidos todos afectaban la mayor seriedad y respeto. Los estudiantes se despojaban del sombrero cuando pasaba, los comerciantes salían de sus tiendas y le daban la enhorabuena llamándole su ilustrísima. El canónigo recibía los plácemes con orgullosa condescendencia y echándose hacia atrás un poco respondía gravemente:

—Pidan ustedes a Dios que me dé luces para gobernar la diócesis.

XXVIII: EL CUADRO DE HONOR

Mi abuelo paterno, a cuya casa vine a parar, era un honrado burgués que vivió hasta los noventa y tres años cuidando de su salud física.

De la moral no había cuidado: se la daba Dios por añadidura.

Cuando entró en este mundo, allá en el último tercio del siglo XVIII, no pensó como Schopenhauer que había caído en una cueva de bandidos, sino en un nido de ángeles. En esta creencia vivió y murió al cabo de un siglo.

Mas si creyó siempre en el bien, no imaginaba que éste se hallaba igualmente repartido en el mundo. Por un decreto especial de la Providencia, cuya justicia jamás puso en duda, a su patria, a su provincia, a sus parientes, a sus amigos y conocidos tocaba una parte mucho mayor que al resto del universo.

Que le viniesen a hablar de las bellezas de Suiza. Sonreía compasivamente y nos contaba cómo el conde de Toreno, el famoso historiador de la Guerra de la Independencia, le había dicho en confianza cierta tarde en el parque de San Francisco: «He viajado por Francia, por Inglaterra, por Alemania, por Suiza, por Italia: nada he visto comparable a Asturias».

Que se elogiase en su presencia la sabiduría o la elocuencia de un hombre eminente español o extranjero. La misma sonrisa por parte de mi abuelo. Sonreía porque estaba bien seguro de que nadie en este mundo alcanzaba la claridad de juicio, la fuerza de razonamiento, la insondable profundidad teológica de su íntimo amigo V*** el deán de la Catedral.

Y a este tenor, su amigo el doctor A***, era el abogado más notable del reino; el coronel P***, el más hábil estratégico; el farmacéutico L***, en cuya botica se reposaba de sus paseos higiénicos, un químico sin rival, y C***, el tendero de comestibles con quien alguna vez fumaba un cigarro por las tardes, poseía en su opinión un verdadero tesoro en productos alimenticios.

¡Ya se guardarían mis tías de enviar por cualquier medicamento a otra farmacia que no fuese la del licenciado L***! Si esto acaeciese, mi abuelo pensaría que se le había envenenado. En cuanto a los comestibles se creían con derecho a más independencia, y una que otra vez se autorizaban la libertad de traer algún producto de otra tienda. Pero como no hay estafa que al cabo no se descubra en este mundo, cualquier imprudencia de la cocinera descubría la de mis tías. ¡Qué consternación profunda se pintaba en el rostro de mi abuelo al averiguar que los garbanzos que estaban comiendo no eran de la tienda de su amigo C*** sino de la del falsificador de la esquina! Entonces se simulaba una comedia; se fingía restituir aquellos indignos garbanzos al lugar de su procedencia y acarrear otros del tesoro que guardaba el amigo C***. Mediante esta superchería, en la cual todos tomábamos parte, las olas encrespadas se sosegaban y la calma renacía en el espíritu atribulado de mi abuelo.

Después de esto no necesito declarar que sus digestiones fueron siempre perfectas y que la más pura y tranquila felicidad se reflejaba constantemente en su persona higiénica.

Confieso, con vergüenza, que toda mi vida he profesado hacia mi abuelo una envidia ruin. En los momentos críticos de la vida, cuando algún disgusto me oprime, cuando encuentro antipáticas a las personas que me rodean, y los enemigos me crispan y los amigos me molestan y los periódicos me aburren, entonces su figura radiosa y plácida se me aparece hablándome con entusiasmo de los paisajes de Asturias, de la sabiduría del deán y de los garbanzos de su amigo C***. ¡Oh, cuánto le envidio en aquellos momentos! ¡Oh, con qué placer trocaría mi masa encefálica y mi espina dorsal por las suyas!

Y, sin embargo, estoy seguro de poseer alguno de los glóbulos color de rosa de la sangre de mi abuelo en la mía. Verdad que estos glóbulos se hallan mezclados con los grises de mi padre y con los verdes, amarillos y azules de todos mis antepasados; porque es cosa averiguada que el hombre semeja un panteón donde todos los muertos hablan y mandan cada uno a su hora. Verdad que estos glóbulos se entrechocan, bullen, riñen, se acarician, se agitan y forman infernal algarabía dentro de mi cuerpo; pero al fin aquí están y son, a no dudarlo, los que una que otra vez me impulsan a creer demasiado pronto en la teología, en la química o en los garbanzos de cualquier amigo.

Los glóbulos de mi padre me cantan lo que hay de triste y repugnante en nuestra vida, pero los de mi abuelo me sugieren poco después dulcemente que todos los males tienen su compensación, que al lado de cada desventaja hay siempre una ventaja, y que existe una normal para la felicidad de los hombres como existe para su calor animal: la diferencia es sólo de algunas décimas.

Recuerdo que en mi infancia vivía en Avilés un simpático armador que tuvo la desgracia de que se le perdiese un barco en las costas de Galicia. Cuando los amigos fueron a darle el pésame le hallaron tranquilo y risueño como si no hubiera pasado nada. —¿Y si se hubiera perdido el Paco? —exclamaba riendo y frotándose las rodillas. El Paco era otro buque de mayor porte que tenía igualmente navegando. Algo parecido me sucede a mí. Cuando experimento alguna contrariedad o sufro cualquier desengaño, suelo exclamar interiormente: —¡Y si se hubiera perdido el Paco! Convengo en que es un mezquino consuelo; pero sin estos mezquinos consuelos la vida sería cosa mucho más mezquina.

Si mimado había sido hasta entonces por mis padres en Avilés, más mimado lo fuí aún en Oviedo por mi abuelo y mis buenas tías. Además comía a menudo con nosotros y pasaba gran parte del día, un primo mío del cual fuí, desde luego, grande amigo y admirador. Tenía nueve o diez años más que yo. Era, por lo tanto, un mancebo de veintiuno o veintidós años que se hallaba terminando la carrera de Derecho, inteligente, de agradable presencia, con rizada cabellera romántica y de una sensibilidad tan excesiva, como no he conocido después a ningún otro hombre. Las emociones, hasta las más fugaces, se reflejaban de tal manera en su rostro expresivo que no necesitaba hablar para hacer ostensibles los estados de su alma.

Con estos elementos y atendida la época en que florecía, fácil es colegir que mi primo era un romántico desenfrenado. Fuimos excelentes camaradas y fué el primero que me enseñó a respetar las ojeras y las melenas del romanticismo.

Sus ídolos eran Byron, Lamartine, Chateaubriand y Espronceda. Llevaba siempre en el bolsillo las Meditaciones, de Lamartine, en un primoroso volumen que aún conservo yo con cariño en mi librería, y me las traducía y las comentaba lánguidamente, entre suspiros y lágrimas no pocas veces. Cuando vienen a mi memoria los hermosos versos de Le Lac,

Ainsi toujours poussés vers de nouveaux rivages
dans la nuit éternelle emportés sans retour,
ne pourrons-nous jamáis sur l'océan des ages
jeter l'ancre un seul jour?

se me aparece siempre la figura de mi primo con su melena rizada y sus ojos negros enternecidos. ¡Ay!, ni él ni yo hemos podido echar el ancla en aquellos hermosos y serenos días. Él abordó ya las riberas de la noche eterna; yo no tardaré en seguirle.

Me leía también el Werther, de Goethe, y Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo. En cuanto al Diablo Mundo, de Espronceda, no necesitaba leérmelo, porque se lo sabía de memoria. Sentía una viva admiración hacia este gran poeta, que inmediatamente logró infundirme a mí.

Casi tanto como la poesía atraía a mi primo la música. Aunque no había estudiado sus principios poseía un oído tan delicado y tal sensibilidad, que dudo que ningún músico profesional le aventajase. Escuchando ciertas arias de ópera y algunos conciertos de violoncelo le he visto empalidecer densamente y permanecer en un estado de estupor hipnótico que inspiraba miedo.

Pero en música, como en poesía, era exclusivista. Amaba a ciertos músicos y aborrecía a otros. Su predilecto era el maestro italiano Bellini; mejor dicho era su ídolo; no existía para él nada en este mundo superior a Norma, Sonámbula y Puritanos. A Rossini le respetaba; a Donizetti le concedía algún talento, y Lucía de Lammermoor le agradaba bastante; pero no vacilaba en afirmar que esta ópera era una obra póstuma de Bellini que Donizetti había hallado entre sus papeles. Me contaba, a tal propósito, que hallándose éste loco en un manicomio le habían hecho oír el inspirado final de Lucía y, quedando un momento extático, había exclamado: «¡Tenía talento ese Bellini!».

En cuanto a Verdi le odiaba profundamente. Era tanta su aversión por este maestro, que cuando de él se hablaba se ponía pálido y enronquecía su voz, como si en otro tiempo le hubiera inferido una afrenta imperdonable a él o a su padre. Naturalmente, yo participé en seguida del amor a Bellini y del odio a Verdi. Pero lo singular del caso es que las óperas de este maestro me encantaban, particularmente Traviata y Rigoleto. Esto me causaba un malestar y una vergüenza indecibles; hacía esfuerzos desesperados por arrojar de mí esta inclinación, como San Antonio huía de sus terribles tentaciones.

Desde luego, debe suponerse que si mi primo era tan sensible a la poesía y a la música, no lo sería menos al amor. Lo era muchísimo más. Era un enamorado de los pies a la cabeza. ¿De quién? De todas las hermosas mujeres que sus ojos acertaban a ver; pero no simultáneamente, sino enfiladas y por riguroso turno. Sus amores no eran muy largos; dos meses cada uno, poco más o menos. Acaso por esto mismo el objeto de sus ansias no llegaba generalmente a enterarse. Mas, lo que perdían en extensión, lo ganaban en intensidad. Nadie ardió jamás con tan viva llama, nadie suspiró, nadie veló, nadie se suicidó mentalmente, nadie compuso tantos versos como él.

Había de todo: romances, décimas, octavillas, sáficos adónicos. Además, indefectiblemente, para cada uno de sus amores componía una habanera en honor de la bella ingrata: música y letra. Como, según he dicho, no tenía conocimientos musicales, no podía escribirla; pero la retenía perfectamente en la memoria y me la cantaba cuando nos hallábamos solos. Yo escuchaba estas habaneras embelesado, admirando la inspiración y el prodigioso talento musical de mi primo. No dejaba de advertir, sin embargo, que se parecían mucho unas a otras. Por ejemplo, la que decía:

«Hay una hermosa trigueña»,

era casi igual a otra que principiaba:

«Una rubita, bella sin par».

Apenas variaba más que el color del pelo; pero esto no amenguaba mi placer; al contrario, puesto que me había agradado la primera, era lógico que me agradasen todas.

Me encontraba, pues, en Oviedo a las mil maravillas. Las clases del Instituto eran menos largas y penosas que la escuela de don Juan de la Cruz; me dejaban libre casi toda la tarde. Además, se respiraba en los claustros de la Universidad, por donde paseábamos, un ambiente de libertad, de emancipación que me hechizaba. Ya no nos llamábamos los compañeros por el nombre de pila, como en la escuela, sino por nuestro apellido, y esta, al parecer, insignificante circunstancia, nos hacía imaginar que éramos ya hombres, y nos llenaba de satisfacción. Los porteros y bedeles, igualmente, nos llamaban por el apellido, haciéndole preceder de la palabra señor; nos codeábamos paseando con los estudiantes de Jurisprudencia, casi todos poseedores de un bigote más o menos floreciente; había desaparecido por completo todo castigo corporal; formábamos dentro de la ciudad una casta infinitamente respetable.

Cuando sonaba la campana, los profesores atravesaban el claustro solemnemente y entraban en el aula revestidos de toga y birrete. Al terminar, un bedel abría la puerta, se asomaba con respeto y decía, inclinándose profundamente: «Es la hora». Alguna que otra rara vez, antes de terminar la clase abría de improviso, y con estrépito, de par en par las puertas, daba un fuerte golpe con el pie sobre el entarimado y gritaba con el mayor énfasis:

—«¡El señor Rector!».

Entonces todos nos poníamos en pie súbitamente, como movidos por un resorte; el Profesor también se levantaba y salía a recibir al Rector, que atravesaba la cátedra e iba a sentarse en el sillón de aquél con una majestad augusta que nos producía escalofríos de respeto. Nuestro catedrático se sentaba a su lado, humilde, reverente, eclipsado como un despreciable asteroide por aquel gran sol radiante.

¡Oh, cuán feliz me hacía todo este aparato pintoresco! Me parecía vivir en otro mundo y haber ascendido varios grados en la escala de los seres vivos. Tuve la desgracia, no obstante, de que me tocase por catedrático de Latín un señor de rostro cetrino y deteriorado por la viruela, de temperamento frío, irónico y bilioso, el único profesor modernista que existía a la sazón en el Instituto. Y digo modernista, porque la frialdad y la bilis parecen ser los elementos que mejor caracterizan a nuestra Edad Moderna. Todos los demás catedráticos estaban chapados a la antigua, cordiales, ruidosos, espontáneos y un poquito grotescos.

Teníamos aquel año uno de Religión que era, al mismo tiempo, párroco de una de las parroquias de la ciudad: un coloso velludo, un monstruoso cetáceo, cuyos resoplidos, como los de los leones, infundían pavor; su voz sonaba horrísona, como si hablase con bocina; y cuando daba un puñetazo sobre la mesa, la rompía, indefectiblemente. Dos o tres veces durante el curso fué arreglada por el carpintero. Cuando nos hablaba del Apocalipsis creíamos estar oyendo, en efecto, la gran voz que escuchó San Juan, semejante a una trompeta, y cuando nos narraba de qué forma Sansón se llevó las puertas de Gaza hasta lo alto de una colina sobre sus espaldas, y con la quijada de un asno puso en vergonzosa fuga y dió muerte a mil filisteos, ni uno de nosotros dejaba de representarse al héroe bíblico, con sotana y manteos, blandiendo el hueso del burro.

Empecé a asistir puntualmente a mis clases y a estudiar con igual puntualidad mis lecciones. Cuatro o cinco veces durante aquel primer mes me llamaron los profesores para decirlas, y lo hice del modo mejor que Dios me dió a entender. No pensé hacer nada meritorio: estaba tan persuadido de mi insignificancia, que ni por un momento sospeché que aquello tuviera valor alguno.

Cuando terminó el mes, hallábame paseando el primer día del otro por los claustros con mis libros debajo del brazo. Había llegado demasiado temprano y apenas había chicos por allí. Paseaba, pues, como digo, solo y aburrido, cuando al cruzar por delante de la puerta de la Secretaría vi sobre ella colgado un gran cuadro con marco dorado. Era, sin duda, el cuadro de honor, del cual ya había oído hablar; sobre él se estampaban los nombres de los alumnos que más se habían distinguido en los diferentes años del bachillerato. Me acerqué negligentemente a él, pasé una mirada distraída sobre sus primores caligráficos, y… ¿qué es lo que veo? Mi nombre aparecía el primero de todos sobre el cuadro. Quedé clavado al suelo por el estupor más que por la alegría; después me llevé las manos a los ojos, temiendo que aquello fuese una alucinación. ¡Pero, no! Allí estaba bien claro mi nombre con mis dos apellidos.

Fué una revelación: fué la voz que le gritó a Lázaro: «¡Levántate!». Mi padre estaba equivocado. Yo no era un ser inepto.

XXIX: BESOS EN CABEZA DE TURCO

Dos o tres meses después de mi llegada a Oviedo se trasladó mi abuelo con su familia al piso segundo de una casa recién construída sobre la antigua muralla de la ciudad. Por delante formaba con otras una rinconada o plazoleta: algunas callejuelas venían a desembocar; estaba rodeada de vecinos que vivían como en familia, hablándose desde los balcones. Por detrás tenía mayor elevación y las vistas sobre el campo; había mucho aire, mucha luz y mucho silencio. Era íntima, familiar y gárrula, como una vieja comadre, por delante; era grave y luminosa, por detrás, como una deidad.

En esta casa vivió mi familia paterna por más de cuarenta años, y allí murió casi toda ella. La primera en sucumbir fué la más joven de mis tres tías. Hacía ya tiempo que padecía una enfermedad mortal al pecho. En sus últimos días experimentaba antojos y tentaciones de golosinas que el médico le prohibía. Entonces la cuitada me hizo su confidente y me enviaba secretamente por ellas. Yo le traía confites y naranjas en los bolsillos de mi abrigo y se los entregaba cuando no había nadie en la habitación. Después de su muerte me acometieron atroces remordimientos imaginando que había contribuído a ello. Más adelante, cuando empecé a dudar de la ciencia de nuestro médico, y, en general, de la eficacia de la Medicina, me alegré de haber endulzado sus últimos momentos.

Quedaban otras dos. Ambas pasaban de los cuarenta; pero aunque igualmente viejas solteronas no podían ser más diferentes por su carácter. La primera era una mujer seria, firme, concentrada; poseía claro entendimiento y tierno corazón, pero huía de toda manifestación externa, manteniéndose siempre en una reserva que la hacía aparecer severa. No lo era más que para el amor sexual y todo lo que con él se conexionase. Tenía por tan ridículo y aun tan indigno cuanto se refiriese a la vida galante, que, cuando se hablaba en su presencia de alguna relación amorosa, mostraba inmediatamente su malestar y hacía lo posible por derivar a otro punto la conversación. Si se obstinaban en seguir tratándolo no tardaba, con cualquier pretexto, en alzarse de la silla y salir de la estancia. Nadie en la familia le había conocido jamás inclinación amorosa, noviazgo, ni cosa que se le pareciese. Por eso, a mí, que estudiaba entonces la historia de Roma, se me representaba mi tía como una de aquellas tristes vestales que envejecían y se secaban atizando el fuego sacro. El que ella mantenía vivo era el del orden, la economía y la dignidad del hogar doméstico, en cuya tarea nadie podía aventajarla.

La segunda formaba con ésta gracioso contraste. Era la más devota y respetuosa adoradora de Cupido que jamás se viera. Cuanto se refiriese de cerca o de lejos a los tiernos sentimientos que aquel dios inspira a los mortales, hallaba eco en su alma y despertaba su interés. Su memoria era un almacén de historias sentimentales, al cual acudía yo para solazarme cuando el estudio me aburría y no estaba en casa mi primo para entretenerme.

Ninguna otra cosa parecía conmoverla en este mundo que sus achaques (que eran muchos y variados) y las dulces manifestaciones juveniles del sentimiento amoroso.

Porque para ella los seres humanos no envejecían. Cuando alguna persona de edad avanzada, ya perteneciese al sexo masculino o al femenino, venía de visita a nuestra casa o la veíamos desde el balcón cruzar por la calle, aquella persona no existía para ella en el presente ni le interesaba su condición actual, sino que inmediatamente la retrotraía a su juventud y me narraba prolijamente sus amores con la anciana señora, su esposa, que le acompañaba; me refería los obstáculos que le había puesto la familia de ésta, cómo él los había vencido, de qué manera se correspondía con ella dejando sus billetes amorosos escondidos debajo de un confesonario de la catedral, y otras travesuras no menos ingeniosas; por fin, en qué forma una noche había escalado los balcones de la casa de su amada, y juntos se habían huído del hogar paterno.

Confieso que me costaba enorme trabajo representarme a aquellos dos ancianos descendiendo por una escala de cuerda a la calle. Pero mi tía parecía que los estaba viendo y no perdonaba ningún detalle que contribuyese a animar aquel cuadro interesante.

Era mi tía un ser ideal y poético, era una entusiasta sentimental, era una cascada romántica, era un bosquecillo donde se arrullaban las tórtolas. Gastaba sortijillas en el pelo pegadas con goma a las sienes; tocaba la guitarra y cantaba melodías delicadas de ritmo quejumbroso: canciones de los buenos tiempos de amor y poesía que en nada se parecen a los couplets desvergonzados que hoy escuchamos por todas partes. Entonces las grandes pasiones amorosas históricas o fingidas servían a los músicos anónimos para componer melodías tristísimas. Había una canción de Abelardo y Eloísa, había otra de Chactas y Atala. Ambas retengo en la memoria y suelo tararearlas cuando me siento desengañado y melancólico. También recuerdo una, que mi tía cantaba con predilección:

Tronco infeliz, desnudo y sin verdura;
imagen fiel de un desdichado amor;
si marchitó el invierno tu hermosura,
también a mí me marchitó el dolor.

Otra comenzaba:

Tu padre, rico de oro, es insaciable;
¡ay!, por tenerle, mil vidas diera yo.

Yo escuchaba todo esto embelesado; admiraba a aquellos héroes del amor y deploraba el haber nacido en una época tan ruin y prosaica. Mi tía, con su guitarra y sus canciones, con sus relatos interesantes y el perfume de almizcle que usaba, me inició en el romanticismo casero, como mi primo me había iniciado en el literario.

Entraba en nuestra casa como el amigo más íntimo un señor calvo, de rostro pálido, de mirada dura y penetrante, alto de hombros y hundido de pecho. Era un hombre inteligente, pero sin sonrisa. Hablaba poco y cortante; sus juicios eran inapelables: si se le contrariaba quedaba aún más pálido y enronquecía de furor.

Los niños de la población le tenían un miedo increíble. Porque este caballero había dado en la extraña manía, y con ella gozaba al parecer, de aterrar al mundo infantil. Tenía a todos los niños fuertemente sugestionados. En cuanto tropezaba en la calle con uno de su conocimiento, y a veces aunque no lo fuese, se detenía, le clavaba una mirada feroz, insistente, y después de tenerle hipnotizado preguntaba con voz terrible al criado o criada que le conducía «si había sido bueno». En caso afirmativo le dejaba pasar tranquilamente. Pero si se le decía lo contrario un demonio del infierno no podía poner cara más espantosa que aquel buen señor; le cogía por el brazo, le sacudía y le gritaba al oído tales y tan horrendas amenazas que el niño quedaba sin gota de sangre en las venas, sin fuerza aun para llorar. Los padres alentaban esta manía que les era útil; la amenaza de llamarle bastaba para que cualquier niño recalcitrante se transformase en manso cordero. Tal idea tenían los chicos de la braveza feroz y de la infinita crueldad de aquel sujeto que un hermanito mío me preguntaba cierto día, con la mayor naturalidad, si tendría más fuerza que un toro. Le respondí que sí. Calló un momento y me preguntó de nuevo si tendría más fuerza que un guardia civil. Le respondí también afirmativamente. Por último después de algunas vacilaciones me preguntó si tendría más fuerza que Dios. Entonces yo, no atreviéndome a despojar al Ser Supremo del atributo de su omnipotencia, aunque se me pasaron ganas de hacerlo, le respondí que tenía menos, pero sólo un poco menos, casi nada menos.

Pues este caballero áspero y ceñudo había sido, ¡caso maravilloso!, novio de mi romántica tía. Por lo que pude colegir, la falta de medios de fortuna le había retraído del matrimonio. Esto al menos pensaba y dejaba traslucir mi tía.

Era para mí cosa absolutamente incomprensible cómo aquel señor calvo pudiera haber sido un doncel enamorado. Porque yo entonces me representaba siempre a los enamorados con largos cabellos. ¿Cómo suponer a un sujeto tan rígido doblando la rodilla, llevándose la mano al corazón y profiriendo frases apasionadas? Sin embargo, mi tía llegó a afirmarme que le había compuesto y dedicado más de un madrigal. No sé lo que tendrá de cierto. Lo que no cabe dudar era que seguía enamorada de él, que buscaba pretextos para abrir el balcón a las horas en que él iba y venía de la oficina, que le servía el café cuando venía a tomarlo a casa con rematada complacencia, y escuchaba sus sentencias como oráculos.

No le sucedía a él otro tanto; antes por el contrario, le hablaba aún con más aspereza que a los demás y sin mirarle a la cara, y le llevaba la contraria a cuanto decía sin reparo alguno y en forma despectiva. Pero esto era para mi tía, por lo que dejaba entender, testimonio irrecusable del más acendrado amor. Es posible que estuviese en lo cierto.

Me inclino a pensarlo, porque aquel caballero era en el fondo de su alma todo lo contrario de lo que representaba. Cuando pude penetrar su carácter me persuadí de que no sólo poseía una inteligencia lúcida y muy estimable cultura, sino lo que es aún mejor, un gran corazón. Era tierno y compasivo como pocos, creyente fervoroso, dispuesto a sacrificarse por los otros ocultando siempre con extrema vigilancia toda señal de debilidad. Era, en una palabra, el tipo acabado del bourru bienfaisant, que los dramaturgos franceses se complacen alguna vez en pintar en sus comedias.

Al hacerme hombre me ligué a él con afectuosa confianza. Poseía una copiosa librería, que puso a mi disposición, y le debo muchos y prudentes consejos que me han servido bastante en la vida. Su muerte fué para mí una pérdida irreparable. Él, que no sonreía jamás, murió con la sonrisa en los labios consolando con palabras jocosas a los que lloraban en torno de su lecho.

Guarda aquella casa todos los recuerdos de mi adolescencia. En su despacho bañado por el sol y por el aire puro de los campos soñé poemas divinos; allí la voz de la naturaleza hizo latir mi corazón; allí cantaron en mi alma mil ruiseñores armoniosos; allí se disiparon las nieblas en que se envolvía mi infancia; allí una extraña y nueva vida oprimió mi pecho inflamándolo con un fuego sutil y misterioso; allí estudié las conjugaciones de los verbos latinos regulares e irregulares y aprendí a extraer la raíz cúbica de los números.

Vino a estrenarla igualmente con nosotros, habitando el piso principal, un catedrático de la facultad de Derecho de la Universidad. Era hombre de poco estudio pero de mucho talento a lo que oía decir, porque no me hallaba yo en estado de juzgarlo. Tenía dos hijos de mi misma edad aproximadamente, con los cuales trabé en seguida estrecha amistad. Tenía también una hija que contaba dos o tres años más que el primero de sus hermanos. Era una linda niña de catorce o quince años y esta niña tenía dos amiguitas de su misma edad tan lindas como ella que venían casi todos los días a su casa a pasar la tarde y solazarse.

No creo que haya habido nunca en Oviedo una trinidad más respetable. Un estudiante de segundo año de Derecho, que presumía de clásico las llamó las tres gracias. Dos de ellas aún viven y a pesar de los años devastadores conservan vestigios de su pristina hermosura.

Pues estas tres chicas se compadecieron inmediatamente de mi niñez y comenzaron a prodigarme los más tiernos y maternales cuidados. Una anciana de noventa años, hablando a una niña de diez, no adoptaría un acento más protector, más condescendiente que el que ellas usaban conmigo. Me atusaban el cabello cuando estaba despeinado, me hacían el nudo de la corbata, me hacían recitar fábulas, reían como locas con mis inocentes salidas y me cubrían de besos a cada instante; pero me besaban como si fuese su nieto.

La encrucijada o plazoleta donde nuestra casa se hallaba situada hervía de mozalbetes enamorados, ninguno de los cuales pasaría de diez y ocho años. Todo el primero y segundo año de Jurisprudencia desfilaban por allí diariamente clavando miradas lánguidas en los balcones. De vez en cuando también se deslizaba algún estudiante de tercero o cuarto. Se les reconocía en seguida por su decisión y osadía. Porque se plantaban descaradamente frente a la casa, sonreían, hacían guiños maliciosos y enseñaban cartas. Estos eran los únicos que lograban poner serias a mis tres abuelitas.

¡Cuánto me he divertido en aquel alegre piso, en un todo semejante al nuestro! Si quiero evocar tan felices tiempos no tengo más que acudir a la música, como siempre. Una de aquellas hermosas niñas cantaba a menudo cierta habanera que comenzaba:

En un valle virgen
bajo un cielo azul.

Cuando la recuerdo hallo de nuevo aquellas gratas horas de mi infancia y me las represento en toda su frescura.

De esta niña que cantaba el valle virgen y que murió muy joven, cayó enamorado mi buen primo (con alguna había de caer) y ella tuvo el honor de inspirarle un número prodigioso de romances, sáficos adónicos, octavas reales y octavillas. No falleció a consecuencia de esto ni tampoco de la habanera (música y letra) que la dedicó inmediatamente, sino más adelante de una fiebre tifoidea.

Pero el amor, que animaba el estro poético de mi primo, paralizaba todo el resto de su organismo. En cuanto se hallaba en presencia del objeto de sus ansias, quedaba estupefacto y mudo. Empalidecía como si viese un fantasma pavoroso y apenas se le podían arrancar algunas palabras que pronunciaba con voz temblorosa. La niña se puso al tanto, con la velocidad del rayo, del efecto que sus encantos producían y se regocijaba con toda su alma. No hay que reprocharlo demasiado duramente: a cualquier chica le pasaría lo mismo, ¿verdad amable lectora?

Era de ver a aquella chicuela de catorce años clavarle una mirada sonriente y maliciosa, que le magnetizaba, dirigirle mil preguntas embarazosas como a un inocente niño de la escuela, reír con sus contestaciones, hacer guiños a sus amiguitas, ponerse seria repentinamente, dirigirle una mirada severísima, volver la cabeza después y hablar con sus amigas como si él no estuviese allí, venirle un instante después a la memoria que mi primo no había desaparecido del planeta y mostrar por ello la mayor satisfacción y mirarle con ojos halagüeños, llevarse la mano al pelo y agitar su lindo dedo meñique de un modo impertinente y provocativo, pasar después el brazo alrededor del cuello de la amiguita que tenía a su lado y, acometida de súbita ternura, besarla repetidas veces con efusión…

Todo esto iba dirigido, no cabe dudarlo, a mantener a mi primo en el mismo estado de estupor hipnótico y de paralización orgánica. Era verdaderamente odioso.

No menos odiosos resultaban los procedimientos que las tres amigas usaban con los jóvenes estudiantes que se agitaban durante el día y parte de la noche delante de sus balcones. Unas veces tenían éstos abiertos de par en par y exhibían complacientes su rostro encantador a la admiración de aquéllos. Otras los tenían herméticamente cerrados horas y horas y los desgraciados languidecían y se secaban sosteniendo con sus espaldas los muros de la casa de enfrente que, a juzgar por su rostro contraído y el disgusto que mostraban, debían pesarles como al titán Atlas el globo terráqueo. Un día recibían sus misivas amorosas con placer, las leían en su presencia, sonreían, dirigían una mirada afectuosa al expedidor y las ponían sobre el corazón; al siguiente las dejaban caer a la calle sin leerlas y cerraban el balcón con estrépito; tan pronto les tiraban besos con las puntas de los dedos como les volvían la espalda con el mayor desprecio.

Ignoro cómo llegaron a sus manos, pero es lo cierto que poseían las fotografías de veinte o treinta estudiantes de la Universidad. Sospecho que se las procuró un correveidile dependiente de tienda, que frecuentaba la casa. Todas aquellas fotografías tenían la magnitud de los naipes, porque entonces apenas se hacían de otro tamaño, y como naipes jugaban con ellas. Se las ofrecían por el reverso como hacen los prestidigitadores; tiraban de una al azar y si resultaba ser el retrato del muchachillo que les agradaba hacían con la tarjeta mil extremos graciosos, la llevaban al corazón, la besaban con entusiasmo y decían a la imagen todas las disparatadas lisonjas que les venían a la boca. Por el contrario, si salía un antipático con las piernas en forma de sable, maldecían de su suerte, la arrojaban al suelo con desprecio y alguna vez la pisoteaban.

Aquellas funciones de mímica me divertían, y la alegría y gentileza de las tres amigas me ponían contento tanto más cuanto que cada día me mostraban mayor predilección y eran conmigo más cariñosas y maternales. Este cariño se traducía, no pocas veces, en efusivos besos, los cuales no causaban en mí frío ni calor. Ni física ni intelectualmente he sido un niño precoz. Los aceptaba como testimonio de buena amistad: alguna vez me enfadaban y era cuando me los daban hallándonos asomados al balcón. Entonces advertía que me besaban más y mejor mirando de reojo a los estudiantillos que se hallaban plantados en la calle y sonriendo maliciosamente como si quisieran darles envidia. Esto me avergonzaba y más de una vez me tengo sustraído bruscamente a sus pegajosas caricias.

Pero he aquí que cierto día, después de una de estas movidas sesiones de besos que yo levanté un poco desabrido, tuve necesidad de salir a la calle con no sé qué motivo. El público que la había presenciado se componía de tres mozalbetes de diez y siete o diez y ocho años, los cuales estaban arrimados a la casa de enfrente diciendo mil ternezas a mis amigas con los ojos ya que no con la lengua. Al verme salir uno de ellos me hizo seña de que me aproximase como si tuviese algo que decirme. Acostumbrado como estaba a recibir recaditos y a que me tratasen con no poca deferencia, me acerqué incautamente a ellos. De improviso me sujetan fuertemente los brazos y comienzan a besarme con tanta prisa y afán, que pienso me dieron más de mil besos en un minuto, riendo, al mismo tiempo, a carcajadas y mirando al balcón donde se hallaban las tres gracias.

¡Oh rabia!, ¡oh vergüenza! Luché bravamente por desasirme, pataleé, mordí, hice cuanto me fué posible para rechazar aquellas indignas caricias, pero no pude lograrlo hasta que ellos buenamente quisieron dejarme marchar. Y para colmo de humillación observé que mis amiguitas reían también como locas en el balcón hallando el paso chistoso.

Entré en casa hecho un mar de lágrimas y conté a mis tías, sofocado por la ira, el atentado de que acababa de ser víctima. La romántica rió encontrando también por lo visto delicada la chanza; pero la otra, y con ella el señor austero, exnovio de la primera, que allí estaba a la sazón, se mostraron disgustados y les oí pronunciar varias veces la palabra «indecoroso».

Así que cuando media hora después, arrepentidas sin duda de su risa, subieron las tres niñas a buscarme, les hice saber perentoriamente que en la vida volvería a poner los pies en el piso de abajo. El señor austero apoyó con todas sus fuerzas esta mi enérgica resolución.

Pero al día siguiente subieron de nuevo: mi romántica tía intercedió por ellas; no estaba allí su ceñudo exnovio; al cabo me ablandé y consentí en bajar, a condición de que por ningún motivo ni bajo ningún pretexto se me diese un solo beso.

XXX: CABALLERÍA INFANTIL

Cómo y porqué fuí atacado de aquel humor belicoso que hizo la desesperación de mis tías durante el segundo curso de bachillerato, no lo sé yo mismo.

Si ahora ocurriese no dejaría de atribuirse a un estado neurasténico; pero en aquella época remota, Asturias era un país privado de vías de comunicación y no se conocía la neurastenia.

Aceptemos el hecho y en vez de investigar sus causas, cosa siempre difícil, analicemos sus consecuencias.

No podían ser más funestas.

Arañazos en las mejillas, contusiones en la nariz, cardenales en las piernas, desgarrones en el pantalón.

Como entonces no funcionaba la Cruz Roja en Oviedo, mis tías se veían diariamente necesitadas a intervenir con sal y vinagre y aguardiente alcanforado. Me vendaban, me recosían con delicado esmero y me sugerían los medios adecuados para no padecer esta clase de enfermedades.

Yo no quería emplearlos. Al contrario; cada vez más enardecido salía casi a diario desafiado de los claustros de la Universidad.

El campo de Marte, o sea el lugar de nuestros duelos estudiantiles en aquella época, era un lóbrego portalón de una casa solariega, vecina de la Universidad. Estaba empedrada con grandes piedras azuladas y relucientes. Cada una de aquellas piedras guardará seguramente memoria de las relaciones efímeras que mis narices han mantenido con ellas.

Pero casi tanto como la guerra me atrajo durante aquel año el amor.

Habitaba entonces en Oviedo una distinguida familia que figuraba en los paseos del Bombé y en las reuniones de confianza del Casino. Era una familia dilatada, aunque sólo del lado femenino. Aquellos señores tenían varias hijas, bastantes hijas, no sé cuántas hijas; pero, en fin, muchas hijas. Pasaban todas ellas justamente por bonitas y las había de diferentes tamaños. Mientras las primeras eran amigas de mi madre y nos visitaban alguna vez en Avilés, la última podría tener once o doce años y era mi contemporánea.

Sin embargo, yo la miraba con cierto desdén. Aunque había jugado con ella en la playa de Luanco cuando contaría seis o siete años de edad y llevaba, como yo, cortado el pelo a punta de tijera, al llegar a Oviedo y tropezarla en la calle me limité a decirle adiós dignamente.

Hay que confesar que era una dignidad intempestiva. Tanto más cuanto que aquella chica me había gustado en su primera juventud y me seguía gustando.

Era menuda, de facciones admirablemente correctas y con unos ojos negros capaces de atravesar una barricada de sacos de harina. Yo, que no era ningún costal, me sentía traspasado de parte a parte cada vez que me cruzaba con ella en el paseo. Pero la dignidad me obligaba a mostrarme completamente indemne.

Se llamaba Antonia; este era su nombre legal. Otro le daban completamente ilegal y era el de una monedita americana, chiquita, bonita, a lo que oí decir, porque yo jamás la he visto. El nombre estaba, pues, bien adaptado; pero yo la llamaré ahora por el suyo porque ya está muerta y cuando se hizo mujer no le agradaba que la nombrasen de otra suerte.

El lector se alegrará seguramente al saber que toda mi dignidad se disipó como un sueño cierta tarde del mes de Febrero. Es un suceso que no interesará a todo el mundo como los presupuestos municipales; pero estoy seguro de que hay chico de trece años a quien divertirá más.

He aquí cómo ocurrió:

Se celebraba en Oviedo la feria de la Candelaria, llamada allí también la Romería de las naranjas. Asturias no es un país de naranjos, pero a la orilla del mar, por la parte de Oriente, crecen algunos que dan una fruta bastante aceptable, sobre todo si se la come con azúcar. El día de la Candelaria llegan a Oviedo por la carretera de Gijón muchos carros cargados de ella y se establece en esta carretera un lucido paseo. No tiene más que un inconveniente y es que el camino por aquella parte ofrece una fuerte pendiente, lo cual le hace imposible para los asmáticos.

Antoñita no lo estaba, a Dios gracias, y paseaba arriba y abajo entre cestos de naranjas con sus amiguitas toda la tarde. Yo, sentado en el pretil con los míos, me sentía cada vez más subyugado por sus ojos negros. Cuando cruzaba por delante de nosotros me venían ganas de decirle alguna palabra amable.

En vez de esto ¿qué es lo que se me ocurre? Pues dispararle con mi tiragomas una corteza de naranja. Lo hice con tanta fuerza y buena puntería que le di en mitad de la mejilla produciendo un chasquido temeroso.

La niña dejó escapar un grito y se llevó la mano a la parte delicada, rompiendo a llorar perdidamente. Sus amiguitas acuden a consolarla y encarándose después conmigo me ponen de «bruto» y «animal» que no había por donde cogerme.

Tenían razón: yo se la daba en el fondo del alma. Me pesaba tanto y estaba tan avergonzado de mi vileza que me faltaba muy poco para romper a llorar también. En vez de eso comencé a reír groseramente coreado por las carcajadas de mis amigos.

¿Cómo llevé a cabo tal salvajada precisamente en los momentos mismos en que me sentía más impresionado por el lindo rostro de aquella niña? No me es posible explicarlo. Quizá estén en lo cierto los que afirman que cualquier emoción nos puede impulsar a ejecutar actos diametralmente contrarios.

Una señal rojiza quedó impresa en el rostro de la hermosa niña, y con esta roja señal, testimonio de mi brutalidad, siguió paseando toda la tarde. No es posible imaginarse el doloroso efecto que causaba en mí aquella marca cada vez que pasaba por delante de mis ojos. Aunque lo disimulaba afectando alegría, mi corazón se sentía triste y me gritaba sin cesar: «¡Miserable!».

Las amiguitas cuando pasaban cerca de nosotros tornaban a encararse conmigo y tornaban a llamarme bruto. ¡Ay, cuánto hubiera deseado que ella hiciese lo mismo! Pero no: ella se limitaba a dirigirme una tímida mirada que apartaba velozmente. Era una mirada tan dulce y tan triste que me acometían impulsos de arrojarme desde el pretil de la carretera y desnucarme o, por lo menos, producirme algún grave desperfecto.

Cuando llegué a casa por la noche iba determinado a realizar un acto trascendental. Me encerré en mi cuarto, tomé la pluma y escribí la carta más disparatada que se haya escrito en la segunda mitad del siglo XIX. Era una mezcla de Chachas y de Abelardo con ciertos recuerdos del tronco infeliz de mi tía y del Lago, de Lamartine, rociado todo ello con algunas gotas de El estudiante de Salamanca, de Espronceda. Pedía perdón a Antoñita de un modo patético, le declaraba mi amor de un modo más patético aún y le hacía saber, en el caso de que no me otorgase ambas cosas, mi designio irrevocable de no asistir más a cátedra y dejarme morir lentamente de inanición.

Pero lo más grave de las cartas, en casos como el mío, no es escribirlas, sino entregarlas; todo el mundo lo sabe.

Hay quien apela al correo interior. Es el medio más seguro de que no lleguen a manos de la interesada. Hay quien las entrega en propia mano. Esto es mucho más eficaz, completamente eficaz; pero tal procedimiento se halla reservado para los estudiantes de cuarto y quinto año que juegan carambolas al billar y conocen el mundo. Yo era un pobre estudiante de segundo de Latín y no podía lanzarme a tales aventuras.

Opté por un término medio. Espié la salida de su doncella a un recado, la seguí disimuladamente y cuando iba a entrar en una tienda de mercería me acerqué a ella y en la misma actitud humilde de un mendigo que pide limosna le dije:

—¿Me haría usted el favor de entregar esta carta a Antoñita?

La voz salió de mis labios como un blando soplo, sin producir apenas sonidos perceptibles.

—¿Qué dices, niño? —me preguntó bruscamente.

Entonces yo, que debía de estar pálido, me puse colorado. La misma vergüenza que sentía, me hizo repetir con fuerza la demanda.

La doncella me miró a la cara con risueña curiosidad, estuvo algunos instantes indecisa, quizá entre darme un bofetón o tirarme de las orejas; al fin dijo arrancándome la carta de las manos:

—¡Bueno, se la entregaré!

Era una buena chica. Cumplió su palabra.

Al día siguiente estuve paseando por la calle de Antoñita y ella se asomó al balcón, pero yo no osaba mirarla sino de lejos. Cuando pasaba por debajo, en vez de levantar los ojos, los abatía mirando con insistencia a la acera de la calle.

Pero he aquí que una de las veces veo caer delante de mí, sobre esta acera, un papelito. Me bajo, lo recojo, y sin mirar tampoco al balcón, lo meto en el bolsillo y desaparezco.

Después que doblé la esquina, lo abrí con mano trémula. Dentro traía, para hacer peso, un trocito de lápiz, el lápiz, sin duda, con que estaban escritos dos renglones que decían: «Estás perdonado, si tú me quieres a mí yo también te quiero a ti».

Estos renglones estaban horriblemente torcidos y las letras eran horriblemente grandes y además gibosas y temblonas como si las hubieran trazado los dedos arrugados de una vieja y no una linda mano infantil. Pero yo me hubiera prosternado ante ellos como un musulmán ante el autógrafo de Mahoma.

¡Ya tenía novia! Este fué mi primer pensamiento vanidoso. Vuelvo a decir que el amor juega poco papel en las relaciones infantiles. Sin embargo, me sentía atraído particularmente hacia aquella niña que tan dulcemente perdonaba mi brutalidad.

En los días siguientes seguí paseándole la calle y, ya disipada mi timidez, la miraba y remiraba largamente, y ella me miraba también con extraordinaria atención. Parecíamos dos gatos, aunque sin exhalar el más leve maullido; es decir, que ni una sola palabra se cruzaba entre nosotros. Solía ir a esperarla cuando salía del colegio. Un amigo íntimo me prestaba el servicio de acompañarme en estos casos y juntos la seguíamos. Marchaba colgada del brazo de su niñera y de vez en cuando volvía la cabeza para dirigirme una rápida mirada. La niñera la volvía con más frecuencia y sonreía, y alguna vez también me hacía señas para que me acercase. ¡Oh, cuánto valor se necesitaría para ello!

Tuve, no obstante, una ocurrencia feliz. Como yo paseaba no pocas veces la calle sin que ella estuviese al balcón, me vino el pensamiento de comprar un pito y silbar. Tardó Antoñita en darse cuenta de que era yo el autor de aquellos silbos prolongados, pero cuando lo hubo averiguado, así que oía silbar, se asomaba al balcón. Mas ¡suerte maldecida!, unos estudiantes forasteros que se hospedaban por allí cerca observaron mis maniobras y comprando un pito igual al mío hicieron salir a Antoñita repetidas veces en vano. Uno de estos estudiantes aún vive. Y cuando voy por Asturias me recuerda la broma y reímos mucho. Y después de reír solemos quedar ambos silenciosos y melancólicos.

Este incidente me produjo alguna desazón, pero no puede compararse con la que poco después experimenté. Creo haber dicho que un amigo íntimo me acompañaba algunas veces en mis paseos por la calle de Antoñita y también cuando iba a esperarla al colegio. Pues bien; este amigo, repentinamente comenzó a enfriarse conmigo; se apartaba de mí en los claustros de la Universidad; se negó a acompañarme cuando se lo proponía y hasta noté que fingía no verme para no acercarse.

Pocos días después le encontré frente a los balcones de Antoñita mirando hacia ellos con insistencia. En cuanto me divisó siguió su camino. Pero otro día volví a hallarle en la misma posición y entonces no se movió ni me saludó siquiera. En los siguientes comenzó a pasear descaradamente la calle de mi novia y hasta iba a esperarla al colegio acompañado de otro amigo.

Esta primera traición que padecí en mi vida me sorprendió muchísimo; lo cual demuestra que es falsa la teoría de que hemos vivido antes de ésta otras vidas. Porque si hubiera vivido antes, por poco que fuese, habría encontrado aquello muy natural. Para colmo de dolor observé que mi novia coqueteaba con él una chispita. Una corriente de odio de alta presión se produjo entre él y yo.

Para establecer el circuito no hacía falta más que una ocasión.

Vino el contacto paseando por el claustro de la Universidad antes de la hora de clase. Yo le dirigía miradas furibundas cada vez que nos cruzábamos: él evitaba mirarme porque sin duda le quedaba todavía un resto de pudor. Sin embargo, los amigos que paseaban con él debieron de advertirle que yo le miraba de un modo provocativo y él se sintió humillado de esta advertencia, porque en una de las vueltas volvió hacia mí el rostro y me clavó una mirada insistente y retadora.

El choque fué terrible, ferocísimo. Yo tenía tal ansia de dar golpes y los daba con tal coraje que no sentía los suyos. Nos abrazábamos, procurábamos con afán derribarnos y, no pudiendo conseguirlo, nos separábamos y volvíamos a los golpes, y otra vez el odio nos juntaba cuerpo a cuerpo. En torno nuestro se había formado un corro de chicos que presenciaba el combate como una pelea de gallos.

Mas de improviso siento por detrás un puntapié y un pescozón. Aquello no podía venir de mi enemigo. En efecto, unos dedos mayores que los suyos me habían sujetado por el cuello y oí una voz terrible que gritaba:

—¡Bedel! Abra usted la carbonera.

Era el secretario del Instituto y a la vez catedrático de Historia y Geografía que desde su atalaya de la Secretaría nos había atisbado.

El bedel abrió la carbonera y a empellones nos metieron dentro.

El secretario del Instituto era un excelente profesor, todo el mundo lo reconocía. Era, además, un hombre de recta intención y valeroso, como lo demostró algún tiempo después renunciando a su cátedra y marchando a engrosar las filas del ejército carlista. Pero el secretario del Instituto no poseía ni penetración ni previsión. Porque si las tuviese no encerraría solos a dos chicos que se estaban combatiendo con furor.

Siguió el combate mortífero, rabioso. Rodamos por tierra, y unas veces caía él encima y otras caía yo. Luchábamos desesperadamente, y en silencio. Al cabo de algún tiempo las fuerzas nos fueron abandonando. Por lo menos yo sentí claramente que las mías se debilitaban. Una de las veces que caí debajo ya no pude levantarme y él logró ponerme una rodilla sobre el pecho. Estaba vencido.

—Jura que no pasearás más la calle de Antoñita.

—Lo juro —respondí.

—Júralo por tu madre.

—Lo juro por mi madre.

Entonces me soltó; nos levantamos y nos limpiamos la chaqueta y los pantalones. Cinco minutos después vinieron a abrirnos para entrar en clase. Y allí no había pasado nada.

Pude haber faltado a mi juramento sin grave riesgo, porque nuestras fuerzas se hallaban bastante equilibradas; pero lo respeté religiosamente. No volví a pasar por la calle de Antoñita.

Al cabo de quince o veinte días, hallándome paseando, como de costumbre, por el claustro, sentí que una mano se apoyaba sobre mi hombro. Me volví y me encontré con mi examigo, que me dijo en tono natural:

—Oye, si quieres puedes pasear cuanto se te antoje por la calle de Antoñita.

—No puede ser —le respondí—. Lo he jurado por mi madre.

—¡Qué importa! —replicó—. El juramento no te obliga ya, puesto que yo te dejo libre.

Y, acto continuo, se emparejó conmigo y me declaró en términos expresivos que Antoñita era una tonta llena de presunción, indigna de que un hombre serio como él gastase las suelas de sus botas paseándola la calle; que estaba profundamente enamorado de la hija de un confitero, y que ésta compartía su llama, puesto que le echaba desde el balcón caramelos y rosquillas de consejo.

Bien eché de ver que todo aquello era dictado por el despecho, y que, en realidad, me relevaba de mi juramento porque Antoñita no le había sido propicia.

En efecto, cuando me decidí a esperarla otra vez a la salida del colegio y a pasear debajo de sus balcones, la hallé tan expresiva, tan amable y sonriente, que me sorprendió.

Me sorprendió, porque yo no sabía entonces como el Taso «de la mujer, la condición precisa», ni como Shakespeare que era «pérfida como la onda».

Fuí tan inocente que no comprendí que mi alejamiento, que ella juzgaba voluntario, había producido la derrota de mi rival.

XXXI: SEGUNDAS LECTURAS

En los años que cursé la segunda enseñanza cayeron en mis manos muchos libros. Fué el azar quien los trajo, no una mano discreta; así que reinó en mis lecturas una heterogeneidad disonante y cualidades muy diversas.

Mi padre me había dejado vivir siempre en una independencia intelectual que estremecería a un pedagogo. Porque mi padre, con su pesimismo jocoso y paradójico, se reía de la Pedagogía. Pensaba y repetía sin cesar que la educación servía de poco; que la naturaleza lo hacía todo. Quien había nacido tonto, tonto sería toda su vida, sin que fuesen poderosos los más ilustres maestros a volverle discreto.

No discuto esta opinión subversiva; pero afirmo que su sistema, o, por mejor decir, su falta de sistema, no produjo en mí tan funestos resultados como debiera esperarse. Aún más; se puede aventurar que si autoritariamente se me impusiera la lectura de algunos libros, probablemente hubiera cobrado aborrecimiento a todos ellos. En ésta, como en otras muchas ocasiones, quizá valga más entregarse en manos de la Providencia. «Vendrá a tus brazos el ser que debes amar; vendrá a tus manos el libro que debes leer», dice un filósofo moderno.

Sin embargo, dudo mucho que la Providencia me haya enviado directamente en aquella época las novelas horripilantes de un escritor francés llamado Ponson du Terraill. Mas, por otra parte, ¿quién podrá resolver del efecto benéfico o nocivo que las sustancias que ingerimos producen en nuestro organismo? La naturaleza efectúa en su seno recóndito un trabajo sordo, que trueca no pocas veces los venenos en medicinas, y otras ¡ay!, las medicinas en venenos. ¿Quién sabe si aquellos novelones filtrados por los tamices y destilados en los alambiques de mi espíritu habrán soltado a la postre un jugo nutritivo? Lo que sí afirmo, sin vacilar, es que en aquel tiempo me sabían a almíbar.

No dura mucho el placer en este mundo. Aquellas novelas de aventuras fantásticas y de intrigas tenebrosas llegaron a fatigarme. Cuando vino el desencanto tropecé dichosamente con otras que me cautivaron de modo más espiritual. Leí varias de Bulver Lytton, y por ellas fuí iniciado en la observación psicológica, la expresión de carácter y la gracia sentimental que caracteriza a los novelistas ingleses. Tanto deleite me causaron que en mi edad madura quise repetir su lectura. Me acaeció lo mismo que con otros libros. El encanto se había roto y no me fué posible componerlo. Bulver Lytton es un notable escritor, pero sus novelas de costumbres se hallan infeccionadas de lo que pudiera llamarse manía aventurera, y no pueden ser comparadas a las de los grandes maestros Goldsmith, Fielding, Dickens y Thackeray. Sus mejores fábulas son, a mi juicio, las históricas Nicolás Rienzi y Los últimos días de Pompeya.

Después me alcé todavía más. Mi primo me había hecho conocer a Espronceda, como ya he dicho. Ningún poeta causó en mí impresión más honda y duradera.

De todas las obras leídas en mi niñez su poema El diablo mundo es una de las pocas que no ha cesado de deleitarme; me ha deleitado en mi edad madura y me deleita todavía en mi vejez. Hay en el hombre una edad iconoclasta, en la cual se complace rompiendo a martillazos los ídolos que adoró en su adolescencia. Espronceda permanece siempre en el altar que le he erigido. Su Canto a Teresa es la página más armoniosa y vibrante que ha producido la lírica española, y puede compararse, sin desmerecer, al Lago, de Lamartine, a la Noche de Octubre, de Musset, y a los cantos más patéticos del Childe Harold, de Byron. Pero esta nuestra España fría y esquiva casi siempre con los hijos que más la ilustran, aún no le ha rendido el tributo de admiración que le debe. Reproducidas por el bronce y el mármol se parecen por los ámbitos de Madrid las figuras de algunos grandes hombres y de otros bien medianos; pero no veo aún alzarse entre ellos la frente radiosa de don José Espronceda, el español más inspirado que ha nacido en el siglo xix.

Todavía di algunos pasos más en la senda de la Estética. Por medio de Espronceda adquirí el gusto de los poemas y leí algunos de los más bellos que las nueve hermanas han inspirado a los mortales. Leí en la biblioteca de la Universidad la Iliada, de Homero, traducida en verso libre por Hermosilla. Aunque tiene fama esta traducción de indigesta, me causó extremado placer. La edición era excelente, lujosa, y esto contribuye más de lo que generalmente se cree para hacernos amables los libros. Por espacio de algunos días viví en constante embeleso entre aquellos héroes tan divinos y aquellos dioses tan humanos. Sobre todo las diosas hicieron verdaderos estragos en mi imaginación infantil y lograron rápidamente convertirme al gentilismo. Fuí un empedernido pagano por más de dos meses, sin que mi familia ni mis profesores pudieran sospecharlo. ¡Cuál gritaría nuestro descomunal y fragoroso catedrático de Religión y Moral si supiese la gente que frecuentaba mi cerebro!

Quise leer también en la misma biblioteca El paraíso perdido, de Milton, traducido por el canónigo Escoiquiz, pero no fué posible. Me aburrió infinitamente. Yo era entonces, como acabo de manifestar, un pagano que quemaba incienso en los altares de los ídolos. Aquellas legiones flotantes de ángeles y arcángeles suspendidos en los espacios, sin tierra donde apoyarse, me parecían tristes volatineros. Más tarde, culpando al traductor, intenté repetir la lectura de este poema en una traducción francesa; mucho más tarde aún traté de leerlo en el original. Siempre me acometió idéntica grima. Por fin en mis tiempos gloriosos de crítico me dije: «Milton es un gran poeta, pero su poema es insoportable. Al Cristianismo, religión espiritualista y enemiga de las formas plásticas no se la puede ni se la debe agregar una mitología porque precisamente ha venido a concluir con todas ellas. Por eso fracasaron siempre los intentos más o menos plausibles que se han hecho para añadírsela». Dictado y refrendado este veredicto inapelable quedaron disipadas mis inquietudes y remordimientos por lo que respecta al famoso poema.

Mi paganismo no se prolongó largo tiempo. Pocos meses después fuí convertido al islamismo. La encargada de esta obra nefanda fué Clorinda, la famosa heroína de La Jerusalén libertada. Aquella mujer intrépida y bella, feliz creación del gran poeta italiano Torcuato Taso, me hechizó hasta hacerme soñar despierto.

Y como mi imaginación solía representarse las más ilustres creaciones de los poetas con los rasgos de algunos seres de carne y hueso por mí conocidos, se me antojó prestar a Clorinda el rostro y el talle de una joven a la cual casi todos los días veía.

Era de condición humilde, hija de un ebanista que tenía su taller no lejos de mi casa. Cuando yo llegué a Oviedo no contaría más de quince años, pero tenía la estatura de una mujer; así que no sólo me aventajaba por la edad sino mucho más aún por la corpulencia. Pues bien, un día tuve la mala ocurrencia de hacerla blanco de mi tiragomas; creo haber dicho que estaba muy pagado de mi habilidad en esta clase de esgrima. Le di, en efecto, con una cascarita de naranja en medio del rostro exactamente como había hecho pocos días antes con Antoñita. Mas ¡ay!, ella no la recibió exactamente con la misma paciencia; antes al contrario se vino hacia mí lanzando rayos por sus hermosos ojos (porque los tenía muy hermosos; hay que confesarlo) me arrancó el tiragomas y me aplicó un soberbio bofetón que me enrojeció la cara. Quise defenderme, pero me sujetó tan fácilmente las manos y me solfeó tan lindamente y a su gusto que no me quedaron más deseos de ofenderla.

Inútil es decir que desde entonces la dediqué un odio mortal. Cuando iba a cátedra con los libros bajo el brazo y la encontraba en pie a la puerta del taller de su padre le dirigía de través algunas miradas pulverizantes a las cuales solía corresponder ella con sonrisa burlona y desdeñosa.

En dos años aquella niña se transformó en una joven apuesta, majestuosa y un poco hombruna por sus modales. Cuando acerté a leer el poema del Taso mi fantasía comenzó a ver a Clorinda, la valerosa amazona de los infieles, con el rostro y la figura de la hija del ebanista. No era gran extravío, pues repito que tenía hermosos y fieros ojos; y en cuanto a fuerzas ya las había podido apreciar a mis expensas. No dudo que si montase a caballo y empuñara la lanza pudiera habérselas con cualquier moderno Tancredo.

Pues así que la transformé por arte imaginativa en amazona de los infieles defensores de Jerusalén, se disipó ¡caso curioso!, todo mi odio y me puse a amarla desaforadamente. En vez de dirigirle miradas atravesadas y malignas comencé a clavárselas bien directas y apacibles. Cuando la veía de lejos a la puerta del taller aflojaba el paso para saborear más tiempo el placer de contemplar su gentil figura. Si ella no estaba, cruzaba de largo y velozmente. Pero casi siempre me arreglaba para que estuviese, pues espiaba las horas en que venía a traer la comida a su padre y avanzaba o retrasaba mis entradas y salidas de casa en combinación con ellas.

La altiva guerrera no vió con agrado aquella mutación ni aceptó mis homenajes visuales. Al principio le causaron sorpresa y me miró con alguna curiosidad: después apartaba la vista de mí con desdén y aun me volvía la espalda: por último, tomando a ofensa mi rendimiento me clavaba ya de lejos una mirada iracunda y retadora que me hacía subir los colores al rostro.

¡Ingrata! Yo la amaba, sin embargo, cada día más. Esta misma crueldad la asemejaba todavía a la fiera Clorinda. ¡Cuántas veces estuve tentado a pararme delante de ella y decirle como Tancredo: —«Puesto que no quieres paz conmigo, las condiciones de nuestra lucha serán que me arranques el corazón! Este corazón, que ya no es mío, pide la muerte si su vida te desagrada. Desde hace tiempo es tuyo; ¡tómalo; yo no tengo el derecho de defenderlo!».

Felizmente nunca me atreví a ensartarle tal discurso. Si lo hubiera hecho pienso que, en efecto, me hubiera despedazado.

Felizmente también sacudí pronto el yugo de la media luna y dejé de ser musulmán. Otras heroínas cristianas, y por lo tanto más piadosas que la hija del ebanista, me prendieron el alma. Leí el Orlando furioso del Ariosto, y aunque no penetré entonces la fina ironía que se ocultaba debajo de sus cantos épicos precursora de la de nuestro gran Don Quijote, todavía me divirtieron extremadamente sus muchas e interesantes aventuras.

Por último, aún leí otro poema, Os Luisiadas de Camoens. Bien puede, pues, decirse que los años de la segunda enseñanza fueron para mí la edad de los poemas. Este es el único que, exceptuando el de Espronceda, leí en su idioma nativo; porque el antiguo portugués se parece tanto al castellano que para cualquier español es comprensible. No debo conservar de este poema grata impresión. Llevé el libro, que era una linda edición diamante, a Entralgo en unas vacaciones de Navidad y lo leí al amor de la lumbre. Pero acaeció que saliendo de improviso un día al aire libre y frío me cogió una oftalmía de la cual me he resentido toda la vida.

Paralela a esta afición literaria, comenzó a correr en mi existencia otra a la cual debo quizá aún mayores y más sólidos placeres, la afición a los libros de historia, de filosofía, de crítica y ciencia social. Aunque parezca raro, estas dos tendencias han compartido mi espíritu hasta la hora presente y si he de hablar con sinceridad pienso que la segunda tuvo siempre más hondas raíces que la primera. Por haberlo manifestado así a un periodista extranjero y haberlo estampado en su diario, otro periódico de Londres se burlaba de mí exclamando: «¡Amante de la filosofía un hombre que escribe una novela todos los años!».

Pues bien sabe Dios que es la verdad. Lo sabe Dios y lo sabía mi buen amigo Angel Jiménez, por otro nombre el doctor Angélico, cuyos papeles he publicado hace años. Al tiempo mismo que escribía mis novelas pensaba con deleite en los libros científicos que había comprado y ansiaba terminarla para entregarme algunos meses a su lectura. Jamás soñé en mi adolescencia ni en los primeros años de mi juventud con los laureles del poeta: pensaba que había nacido para hombre de ciencia. Y lo he de confesar lealmente, cuando ciertas circunstancias que no quiero explicar me impulsaron a escribir novelas me juzgué dislocado y toda mi vida experimenté el vago sentimiento de haber sufrido una capitis deminutio.

Leí, pues, durante los años de la segunda enseñanza muchos y buenos libros: la Historia de los Reyes Católicos y de Felipe II, de Prescott; la Conquista de Méjico, de Solís; la Historia de la revolución inglesa, de Guizot; gran parte de la Historia Universal, de César Cantú; el Viaje del joven Anacarsis por la Grecia; las Lecciones de literatura, de Hugo Blair; El Deber, de Julio Simón; el Libro de los oradores, de Cormenin, obras de Michelet, de Laboulaye, etc., etc.

Leí asimismo alguno de los libros que entonces se hallaban a la moda, las Palabras de un creyente, de Lamennais, y El mundo marcha, de un señor llamado Pelletan. El estilo metafórico y enfático de estos escritores, en el cual sobresalió como ninguno Edgar Quinet, me sedujo entonces tanto como ahora me enfada. En la oratoria produce maravillosos efectos y a él debe nuestro Emilio Castelar sus triunfos; pero en los libros resulta empalagoso y buena prueba de ello son los del mismo Castelar.

Mas de todas las obras que entonces leí la que me dió más golpe y logró cautivarme fué la Historia de la civilización europea, de Guizot. Estas lecciones, profesadas en la Sorbona, fueron para mí una revelación y me iniciaron en lo que llamamos filosofía de la historia. A tal punto me impresionaron que después de haberlas leído varias veces resolví aprenderlas de memoria. Y así lo puse por obra: leía una lección repetidas veces y luego cerraba el libro y la escribía, resultando transcrita casi al pie de la letra.

¡Ay!, a causa de estas grandes síntesis padecí después en mi juventud no pocas indigestiones. La Europa fué inundada de generalizaciones históricas en el último tercio del siglo pasado. No sólo nuestros profesores de la Universidad nos abrumaban con ellas, sino que en los discursos de los oradores del Ateneo, en los del Congreso de los Diputados y hasta en los sermones de las iglesias se generalizaba de un modo espeluznante: se comenzaba siempre por Adán y se terminaba con la casa de Austria.

Todo el mundo se puso a generalizar en aquella época. Generalizaban los autores, y los oradores y los periodistas; generalizaban, a su imitación, los médicos cuando venían a tomarnos el pulso, y los abogados en sus informes aunque se tratase de un asesinato modestísimo, y los comerciantes cuando nos hacían pasar por inglés un género catalán, y las patronas de las casas de huéspedes al pedirnos dinero adelantado. La mía me trazó un día con grandes rasgos sintéticos, y en el espacio sólo de una hora, la historia de su grandeza y decadencia en un discurso repleto de imágenes, de exclamaciones y toda clase de artificios retóricos.

Alguna vez recorriendo con la vista mi biblioteca tropiezo con el famoso libro de Guizot y lo tomo en la mano. Su aspecto es venerable como el de las grandes casas solariegas a quienes el tiempo no ha logrado arrancar el sello de su grandeza. Su encuadernación lujosa, está ya bien marchita, bien arruinada; sus esquinas gastadas; su lomo deteriorado; pero tiene un aspecto de dignidad que impone respeto. Sin embargo, yo le doy vueltas entre las manos y sonrío. Mi sonrisa debe de hallarse impregnada de burla y desdén porque el libro parece mirarme con tristeza y decirme por una pequeña boca descosida que tiene en el lomo: «¡No rías, no rías hombre ingrato y presuntuoso! Si has hallado en otros libros mayores riquezas que en el mío, yo fuí quien primero habló a tu juvenil inteligencia. En aquel tiempo me escuchaste con embeleso y aprendiste de mí a desentrañar el sentido oculto de los sucesos y a meditar sobre sus causas y sus efectos. Acuérdate de la briosa exaltación con que te asimilaste mis pensamientos y las ilusiones que embargaban entonces tu ánimo y las esperanzas que concebías de llegar a ser un sabio. Si no lo has sido no fué culpa mía, pues otros lo han conseguido empezando por libros que no valen tanto como yo. Acuérdate de aquellas horas venturosas que juntos pasábamos en las noches de verano, debajo del gran quinqué de petróleo cuando todo callaba ya en la aldea y tu pobre madre sentada frente a ti trabajando con la aguja de ganchillo apenas se atrevía a toser para no turbar tus estudios. Soy un viejo y fiel amigo de tu adolescencia. ¡No te burles de mí!».

Entonces yo a mi vez quedo serio y triste. Permanezco inmóvil y meditabundo largo rato; y al cabo, enjugando una lágrima, vuelvo a colocar el libro con respeto donde estaba.

XXXII: DAR DE BEBER AL SEDIENTO

Hay hombres que harían bien en no morirse nunca: uno de ellos mi catedrático de Retórica y Poética y ampliación de Latín en el tercer curso del bachillerato. Harían bien en no morirse, porque son la alegría del género humano, que tanta necesidad tiene de ella para soportar sus miserias.

Nuestro profesor infundía regocijo en el alma así que abría la boca, y lo mismo cuando la tenía cerrada. Era hombre ya entrado en años, de baja estatura, y gastaba, a la usanza de sus tiempos juveniles, unas patillas negras que partían de la base de la nariz y llegaban hasta las orejas. En Oviedo corría válido el rumor de que se teñía estas patillas con el betún de las botas. El lector es libre de aceptar la especie o no aceptarla, porque yo no he podido comprobarla. Lo que sí puedo afirmar es que algunas veces se nos presentaba con ellas, de tal modo lustrosas y relucientes, que parecían salir de un salón de limpiabotas.

Mi catedrático tenía la cabeza clásica y el corazón romántico. Por su profesión y por su estudio de la antigüedad pagana admiraba a los héroes griegos y romanos, y estimaba a sus poetas, en especial a Tíbulo y Virgilio. Los dioses del Olimpo le infundían gran respeto, aunque no dejaba de achacarles cierta falta de sensibilidad. En cuanto a las diosas, las amaba desaforadamente.

Nos leía con entusiasmo la descripción que Virgilio hace de Venus en la Eneida y el Carmen sæculare, de Horacio; pero sólo le he visto llorar con el Poema a María, de Zorrilla:

«Voy a contaros la divina historia
de una mujer a quien el alma mía», etc.

Entonces las lágrimas resbalaban por sus mejillas, entraban dentro de sus patillas y arrastraban algunos sedimentos.

Había sido catedrático de Griego, pero ya no lo era. Un ministro desatentado lo había suprimido, poco tiempo hacía, de la segunda enseñanza. Fué el más áspero disgusto de su vida; fué una puñalada traidora que le dieron por la espalda. No precisamente por la admiración que profesaba a Homero, Sófocles y Píndaro, sino por la pasión vehemente que habían logrado inspirarle las raíces griegas. Estaba profundamente enamorado de las raíces griegas. Y cuando aquel malaconsejado ministro le prohibió explicarlas en cátedra, la vida le pareció mucho más insípida.

Había nacido orador, y con frecuencia usaba de esta facultad para dirigirnos vivos y largos reproches cuando confundíamos un pretérito con un supino. Eran tan largos, que a veces llenaban ellos solos la hora entera de clase. Pero en sus oraciones más patéticas no imitaba a Cicerón ni a Demóstenes; adoptaba más bien los acentos poéticos y quejumbrosos de los héroes de Chateaubriand y su escuela:

«Hijo mío —decía al escandaloso que había confundido el pretérito con el supino—: El veneno del vicio ha emponzoñado ya su alma infantil y se enrosca en usted como una negra serpiente. Camina usted, lo advierto con el corazón traspasado de dolor, camina usted por la senda tenebrosa a cuyo extremo se halla el antro fatal del pesar y del remordimiento. Porque no en vano se violan los consejos de nuestros padres y las enseñanzas de nuestros maestros. Al través de un espantoso tejido de desaciertos, rechazado por su familia, vituperado por sus amigos, señalado con el dedo por la sociedad en general, se verá usted al fin abandonado de todos y arrastrando tal vez en un obscuro calabozo la cadena del presidiario. Y, ¡quién sabe!, quizá algún día saldrá usted de allí pálido, trémulo, desgreñado, y verá usted con espanto, delante de sus hundidos ojos, alzarse la negra silueta del patíbulo».

Hay que confesar que todo esto era de mal gusto; pero también Chateaubriand y Víctor Hugo padecen en ocasiones la misma enfermedad. Es uno de los lunares de la escuela. Sin embargo, nuestro profesor abusaba, como ningún otro romántico, de la negra silueta del patíbulo.

Pero si tenía los defectos de la escuela romántica, poseía igualmente sus virtudes. Era casto como un caballero de la Tabla Redonda. A pesar de haberse relacionado toda su vida con las deidades del paganismo, que, como todo el mundo sabe, andan completamente desnudas, no se había contagiado de su impudicia. El lenguaje más o menos libertino de algunos poetas romanos le ofendía. Recuerdo que traduciendo un día la Elegía tercera de Ovidio, o sea el famoso triste, que comienza:

Quum subiit Illius tristissima noctis imago

me dió una inolvidable lección de honestidad. Habíamos llegado al pasaje en que el poeta describe los instantes de su partida para el destierro. Tres veces había pisado el umbral de su casa y tres veces había vuelto sobre sus pasos para abrazar y besar a su esposa.

Sape, vale dicto, vursus sum multa locutus,
Et quasi discedens oscula summa dedi.

Yo traduje: «Varias veces, después del último adiós, volví a anudar nuestra conversación, y, como si me marchase, le di muchísimos besos».

—¡Oh, no, hijo mío!, no se traduce así: «Me volví… y, como si me marchase, le di el ósculo de paz».

No cabe duda que mi traducción era más literal; pero la de él era más casta. Aunque según todas las leyes divinas y humanas me parece que estamos autorizados para dar los besos que queramos a nuestras esposas cuando vamos a emprender un viaje largo.

No puedo menos de recordar su conducta digna y un poco sarcástica en cierta ocasión memorable cuando los alumnos del segundo, tercero, cuarto y quinto año tomamos la resolución de desacatar la autoridad gubernativa.

Creo haber indicado que en el primer año estudiábamos entonces una asignatura llamada religión y moral, de la cual era profesor el sacerdote atlético rompedor de mesas.

Pasado este curso ya no volvíamos a tener relación alguna con la religión y la moral.

Pero cuando me hallaba yo en el tercero escaló el Poder un ministro a quien se le ocurrió dictar una orden por la cual todos los alumnos del bachillerato debíamos reunirmos, no recuerdo si una o dos veces por semana, para escuchar la explicación del catecismo.

¡El catecismo! Aquello nos pareció la última de las degradaciones. Si se hubiese tratado de imprimirnos en la frente, con hierro rojo, una marca infamante, creo que no nos hubiéramos puesto más furiosos.

Inmediatamente se organizó en el Instituto una formidable y nunca vista conjuración. Los conjurados debían presentarse todos el día de la conferencia provistos de silbatos, y… Dios sobre todo; nosotros no éramos responsables de lo que acaeciese, sino los viles sicarios del Poder que nos empujaban a tales extremidades audaces.

En efecto, llegó el día de la primera conferencia. El sol surgió esplendoroso de los confines del horizonte, y así se mantuvo todo el día. La gente discurría por las calles tranquilamente sin sospechar el conflicto que se avecinaba. Durante la mañana se notó en los claustros de la Universidad una sorda agitación precursora de la borrasca. Todos estábamos nerviosos y serios; nos hablábamos poco y en voz baja.

A las tres de la tarde los claustros se hallaban completamente llenos de alumnos esperando la hora de la conferencia. A las tres y media apareció en el marco de la puerta de la sala de profesores la figura prócer y colosal del cura. Verla nosotros y estallar una silba ensordecedora fué todo uno.

El profesor quedó un instante suspenso; pero comprendiendo, al cabo, alzó la cabeza y paseó una mirada de león enfurecido por el rebaño de seres microscópicos que a sus pies producían aquellos sonidos discordantes. Detrás de él apareció la figura exigua del catedrático de Retórica y Poética revestido aún de toga y birrete.

El cura avanzó algunos pasos y acometido de un furor insano comenzó a increparnos con tan altas voces que dominaban nuestros silbidos:

—¡Ilusos! ¿Piensan ustedes amedrentarme con esos ruidos soeces? Están ustedes muy engañados. Sepan ustedes que yo, lo mismo visto el hábito de sacerdote que empuño la espada del guerrero… ¡Sepan ustedes, mentecatos, que yo soy como un caballo de raza noble: cuanta más carga le ponen más erguido se muestra!

Mejor hubiera dicho un elefante. De todos modos, el símil era absolutamente falso, porque a un caballo, por noble que sea su raza, si le ponen una carga demasiado grande concluirá por echarse.

A estas razones, proferidas con voz estentórea, acompañaba tan espantable agitación de brazos y piernas que yo estaba temiendo que se abrazase a una de las columnas del pórtico y desplomase como Sansón el edificio sobre nosotros y sobre él mismo.

El exiguo catedrático de Retórica y Poética a su lado, vestido de toga parecía el rey de Liliput acompañando a Gulliver. Inmóvil y sonriente, nos contemplaba con ojos de lástima y exclamaba de vez en cuando suavemente:

—¡Ni en las enmarañadas selvas del Africa!

Era la manera más retórica y poética de llamarnos cafres u hotentotes.

Pero las voces del cura eran tan altas, tan bárbaras, que debían de oírse no sólo en Oviedo sino en sus contornos.

—¡Adentro! ¡Adentro, majaderos! ¡Adentro ahora mismo o les pisoteo a ustedes como miserables hormigas!

¿Qué pasó allí entonces? Pues nada; que uno a uno fuimos entrando todos como mansos corderos en cátedra.

Desde entonces perdí la confianza en mí mismo y no creo tampoco en el valor de las muchedumbres.

En otra ocasión más alegre se ofrece a mi memoria y se me representa la figura greco-romana de mi catedrático de Retórica. Poseía este señor en la falda de la colina que protege a Oviedo de los vientos del Norte una quinta o sitio de recreo donde descansaba de sus trabajos sobre las raíces griegas trabajando las raíces de las coles.

Era una quinta pequeña, muy pequeña, tan pequeña que, según decían en Oviedo, cuando el único grillo que la habitaba salía a cantar fuera de su agujero, el profesor se veía obligado a retirarse de la finca.

Sin embargo, nuestro catedrático la tomaba muy en serio: y cuando se hallaba dentro de ella procuraba imitar en cuanto fuese posible unas veces a Horacio y otras a Cincinato.

Trabajaba la tierra con sus propias manos, reposaba después como Títyro bajo la fronda de un árbol y no tocaba la flauta porque no sabía. En cambio libaba de buen grado alguna vez no el Falerno, no el Siracusa, pero sí nuestro vino de la Nava que no les cede a aquéllos en aroma y energía.

Y cuando regresaba de su huerto después de pasar allí algunas horas trabajando, reposando y libando, y entraba en clase, nuestro profesor no parecía de este siglo sino el mismo Marco Fabio Quintiliano que se tomase la molestia de salir de la tumba para explicarnos el régimen de los verbos intransitivos.

Aconteció que un día de fiesta salimos de madrugada cinco o seis chicos para cazar pájaros con liga provistos cada cual de su correspondiente jaula. Anduvimos largo tiempo por la falda de la colina y apenas cazamos nada. Al cabo, muy fatigados y sudorosos, nos decidimos a regresar a nuestras casas, pues se acercaba la hora del mediodía. Cuando ya caminábamos velozmente la vuelta acertamos a ver, no muy lejos, la minúscula finca de nuestro profesor cercada por una lastimosa paredilla. No sé a quién de nosotros se le ocurrió hacerle una visita. Se decía que era sumamente afable cuando se hallaba entregado a las faenas agrícolas y que le placía recibir entonces la visita de sus discípulos.

Entramos pues allí por una desvencijada puertecilla y en efecto lo primero que vemos es a nuestro catedrático en mangas de camisa con la azada entre las manos en actitud de arrancar patatas.

A pesar de hallarse en esta posición poco brillante le saludamos con el mayor respeto y él nos acogió con la gravedad afable de un viejo romano de la noble familia de los Priscos.

—Hijos míos —nos dijo así que terminaron los saludos—, Marius Curius fué el más grande de los romanos de su tiempo. Después de haber vencido a muchos pueblos belicosos y haber arrojado a Pirro de Italia y gozado tres veces los honores del triunfo, se retiró a una humilde cabaña como esta que aquí ven ustedes y cultivó por sí mismo un pequeño huerto. Cuando los embajadores de los Sammitas vinieron a ofrecerle oro, que él rehusó, estaba sentado al pie de su hogar ocupado en cocer nabos… El emperador Diocleciano después de veinticinco años de glorioso reinado abdicó voluntariamente el cetro y fué a encerrarse en su pequeño retiro de Salónica. Allí vivió tranquilo y feliz algunos años haciendo lo que yo hago en este momento. Cuando de nuevo le ofrecieron la púrpura respondió sonriendo compasivamente: «Si vieseis todas las coles que yo he plantado este año por mi mano en Salónica no me aconsejaríais ciertamente cambiar parecida felicidad por una corona». —¡Mirad, mirad, hijos míos, puedo decir yo también, qué hermosas patatas cosecho este año!

Admiramos mucho aquellas patatas, que nada tenían de admirables. La perspectiva de los exámenes, que se hallaban próximos, nos las hacían interesantes en aquel momento.

Luego nos invitó a sentarnos en un banco rústico, y frente a nosotros, sin soltar de la mano la azada, prosiguió:

—¡Beatus ille, hijos míos, dichoso aquel que apartado de los negocios y libre de todo cuidado cultiva los campos de sus padres! Así exclama Horacio en el Epodo segundo. Y nuestro dulce Fray Luis de León imitándole felizmente decía:

¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido!

La naturaleza, queridos niños, obra sobre el corazón, y la vida campestre inspira dulces sentimientos disponiéndonos a la felicidad. El amor de los campos, el reposo y el gusto de la bella naturaleza me seducen tanto como a Horacio y a Fray Luis de León, y aquí en este pobre y apartado fundo, lejos de la urbe tumultuosa (señalando con la mano hacia Oviedo) hago revivir los tiempos de la edad de oro y renuncio de buen grado a todos los placeres del mundo, a los esplendores de la ciudad, al brillo de las grandezas y al espectáculo de la disipación, prefiriendo los duros trabajos del labrador y sus placeres inocentes.

Nosotros sentíamos una sed horrorosa. Así que no podíamos prestar la atención debida a aquel elogio de la vida campestre.

Uno se aventuró a interrumpirle suplicándole que nos diese un poco de agua, si es que la tenía.

No le sentó bien la interrupción y nos dijo poniéndose serio:

—Ahí dentro hallarán ustedes el ánfora. Pueden ustedes beber de ella, pero cuiden de dejarme un poco de agua, porque la fuente está lejos y no tengo acomodo ahora de enviar a ella.

Entramos en la cabaña de Marius Curius. El ánfora era un grueso y panzudo botijo, el cual si tuviera vergüenza, que no la tenía, se ruborizara de oírse llamar de aquella suerte. Cuando llegó a mí contenía ya poca agua, pues mis compañeros habían bebido antes. Así que bebí toda la que restaba sin acordarme de la prevención del catedrático.

Al fin nos despedimos de éste elogiando de nuevo con palabras entusiastas sus ruines patatas. Ciertamente que sólo la perspectiva del examen podía volvernos tan rastreros aduladores de aquellos tubérculos.

Al día siguiente en cátedra se quejó amargamente de nuestra conducta inconsiderada. Pronunció un discurso declamatorio y lacrimoso como siempre, que duró bien media hora. Nos recriminó del modo más patético que puede imaginarse, haciendo pronósticos pavorosos acerca de nuestro porvenir. De este discurso memorable, como todos los suyos, repleto de apóstrofes, hipotiposis, epifonemas y otras figuras retóricas sólo recuerdo esta frase pronunciada con acento dolorido que iba derecha al corazón.

—¡Dejar a su viejo maestro en un páramo erial sin una gota de agua con que humedecer sus labios!

No fué ese mi propósito: lo declaro con la mano puesto sobre el corazón. Apremiado por la necesidad la satisfice sin acordarme en tal instante de mi viejo maestro.

Si se profundiza adecuadamente se hallará razón parecida en casi todas las maldades que se cometen en el mundo.

XXXIII: EL ATENEO

Por aquellos días, esto es, en el tercer año del bachillerato, trabé relación con unos cuantos estudiantes más adelantados que yo en la carrera. Se hallaban, pues, terminando la segunda enseñanza. Era un grupo de chicos estudiosos y de notable ingenio y discreción. Algunos de ellos han muerto jóvenes; otros se han distinguido en diferentes carreras del Estado; sólo dos se consagraron a la literatura, Leopoldo Alas y Tomás Tuero. El primero llegó a ser, con el pseudónimo de Clarín, un crítico eminente; el segundo a causa de su precaria situación y aún más de su invencible apatía no dió de sí lo que todos esperábamos. Alas era de un ingenio más vivo, más fecundo y, desde luego, mucho más aplicado al estudio; en cambio Tuero poseía un gusto más refinado y mayor instinto poético.

Con estos dos me ligué especialmente. Acogiéronme ellos al principio con mal disimulado desdén. En aquel tiempo yo sólo era conocido en el Instituto por mi carácter turbulento y pendenciero. Me contaba Alas más tarde que antes de conocerme me había visto salir una vez desafiado con otro chico de los claustros de la Universidad. Acompañado él de otro querido amigo nuestro, que aún vive, nos siguieron diciéndose: «—Vamos a ver cómo se pegan estos badulaques». Llovía copiosamente y, cobijados en sus paraguas, fueron en pos de nosotros hasta el parque de San Francisco y allí presenciaron riendo nuestro furioso combate. Porque aquellos amigos poseían ya una madurez de juicio que yo estaba lejos de alcanzar.

No es maravilla, pues, que aceptasen mi amistad con reserva y me diesen indirectamente a entender que no me hallaba a su altura. Me consideraban como un beocio que, temerariamente, se hubiera colado en los jardines de Academo.

Así que me ligué con ellos vi claramente lo absurdo de mi conducta y renuncié a mis ridículas reyertas. No tardaron ellos también en comprender que yo no era por completo lo que parecía y pude gozar de la sorpresa que vi pintada en sus ojos cuando comencé a tomar parte activa en sus conversaciones literarias.

He dicho que Alas había logrado ser un crítico eminente y no es enteramente exacto. Lo fué después de muerto. Mientras vivió no se quiso reconocer su gran talento; se le negó el fuego y el agua. Todo por haber dado en la inocente manía de poner albarda a los asnos que pasaban sin ella por la calle. Esos animales tan pacíficos, generalmente, se revolvían furiosos contra él y le molían a coces y le acribillaban a mordiscos. Y no sólo hicieron esto sino que lograron que todos los individuos de su misma especie esparcidos por España le enseñasen los dientes y estuviesen apercibidos a ejecutar con él idéntica partida.

Era una verdadera temeridad en aquel tiempo hablar bien de Alas. Yo fuí uno de esos temerarios, y por esto, y también por haber incurrido en sospecha de pensar en dedicarme, como él, a aparejador, se me puso en entredicho. No me molieron a coces, pero me castigaron con un silencio reprobador. Cuando aparecían mis novelas en los escaparates de los libreros pasaban por delante de ellas fingiendo no verlas y enderezando las orejas de un modo significativo.

Tuero no ha llegado ni en vida ni en muerte a la celebridad, aunque la merecía. Era premioso para escribir, como todos los hombres que poseen un gusto exquisito, y no disponiendo tampoco de medios de fortuna no le era posible trabajar sosegadamente en alguna obra que le inmortalizase. Se hizo periodista y murió siendo redactor de El Liberal. Servía poco para el caso porque en la Prensa periódica se necesitan hombres expeditos, no refinados. No obstante, si se coleccionasen algunos de sus artículos se vería claramente qué gran escritor se ocultaba debajo de aquel modesto redactor de un periódico diario.

Había en el espíritu de Tuero algo tan original, una petulancia tan pueril al lado de un humorismo tan acerado, que sorprendía y desconcertaba a los que con él se relacionaban. Su conversación era amenísima, unas veces mordaz, otras sentimental, otras extravagante y fantástica, siempre sorprendente. Su instinto de la belleza tan seguro que yo le llamaba riendo doctor infalibilis. Mientras Alas se equivocó más de una vez lo mismo aplaudiendo que censurando y se dejó imponer por las reputaciones que halló formadas, Tuero se mantuvo siempre sereno, independiente, apuntando con exactitud matemática a la belleza dondequiera que se ocultase.

Recuerdo que en nuestra juventud asistimos juntos al estreno de una obra teatral, la cual obtuvo un éxito tan lisonjero como pocas veces se había visto en Madrid: aplausos ruidosos, aclamaciones infinitas, un desbordamiento increíble de entusiasmo. Al salir de la representación caminábamos juntos cinco o seis amigos haciendo comentarios halagüeños para el autor de la pieza. Tuero permanecía silencioso. De pronto se para y nos dice a boca de jarro:

—Esta noche me he convencido de que soy el hombre de más talento de España. Sí; no puedo dudarlo más tiempo —continuó— porque la obra que acabamos de ver es para mí de todo punto execrable.

Quedamos estupefactos. Uno se encaró con él indignado.

—¿Cómo? ¿Qué estás ahí diciendo? Jamás hemos presenciado un éxito tan grandioso, tan unánime, se puede decir tan delirante.

—Sí, delirante; la palabra está bien aplicada porque sólo delirando se puede aplaudir una obra semejante —replicó Tuero.

¡Cuánta razón le asistía! Algunos años después ni se representaba en los teatros ni nadie se acordaba de tan aplaudida producción dramática.

Fuí, pues, convertido por obra y gracia de aquellos buenos amigos de contumaz gladiador en literato. Pero nuestra literatura se cifraba entonces, principalmente, en hablar de los autores y en disputar acerca de las reglas gramaticales.

Pasamos la vida disputando. Si uno soltaba alguna palabra impropiamente aplicada al discurso; si otro se equivocaba de régimen; si otro escribiendo no había puesto las comas en su sitio. Todo era materia para disputas acaloradas que duraban indefinidamente, pues ninguno quería quedar convicto de ignorancia y defendíamos nuestro régimen y nuestra ortografía como una leona podía defender a sus cachorros. Nos acechábamos constantemente, espiábamos con intensa atención las palabras que cada cual vertía y caíamos sobre algún vocablo impuro como buitres hambrientos sobre la carne podrida. En estas minucias lingüísticas casi siempre salía vencedor Alas, porque las concedía aún mayor importancia que los otros y ponía toda su alma en ellas. Además era poseedor, según supimos más tarde, de un diccionario de galicismos, y con esta arma, que guardaba secretamente, nos infería no pocas veces heridas mortales.

Seguíamos en nuestras discusiones filológicas el método de la escuela peripatética, esto es, disputábamos paseando. Después de terminadas las clases, ya se sabía, nos poníamos a recorrer las húmedas calles de Oviedo y comenzaba la borrascosa sesión gramatical.

Aquella vida, bien mirado, no era muy divertida; pero nosotros la encontrábamos tal. Los que no la juzgaban poco ni mucho amena eran los pacíficos transeuntes a quienes molestábamos con nuestros gritos descompasados y a menudo con nuestros empellones. Porque caminábamos tan ciegos que chocábamos con las personas que venían en dirección contraria y las desbaratábamos sin piedad los callos de los pies. No era tal conducta a propósito para hacernos simpáticos en la población. Nos miraba de través todo el mundo y en algunas ocasiones nuestra clamorosa sabiduría halló por recompensa un coscorrón o un puntapié.

Sin embargo, todo esto, al recordarlo, me enternece. Y cuando alguna vez voy a Oviedo y atravieso la calle de la Magdalena o Cimadevilla, me detengo conmovido, y me digo: «Aquí fué donde Leopoldo Alas me demostró que coaligarse era una palabra bárbara traducida del francés, y que se debe decir coligarse; aquí fué donde Tuero me hizo ver que pronunciaba, de un modo cojo, cierto verso de Espronceda».

Aunque me habitué a esta manera de vivir y fuí cada día más compenetrándome con los gustos de mis nuevos amigos, debo confesar que había algo con lo cual no estaba conforme en el fondo de mi alma. Este algo era el entusiasmo que sentían por ciertos periódicos satíricos que a la sazón se publicaban en Madrid, particularmente por uno titulado Gil Blas. No se hartaban de leer y comentar los donaires y rasgos ingeniosos que salían en este periódico. Para ellos un señor llamado Luis Ribera, otro Roberto Robert, otro Sánchez Pérez eran famosos héroes de las letras dignos de la inmortalidad.

Quien mostraba hacia ellos más intenso aprecio era Alas, cuya vocación de escritor satírico se hizo ostensible desde bien temprano. No solamente los imitaba, escribiendo semanalmente para su uso particular un periódico, que tituló Juan Ruiz, sino que enviaba a menudo al Gil Blas articulitos y versos. ¡Caso prodigioso: este semanario, tan exigente y desdeñoso para todos los literatos que entonces existían en España, insertaba los escritos de un niño de quince años! No dudo que su famoso Juan Ruiz contendría trozos muy apreciables, dignos de la pluma de los redactores de aquel periódico. Yo no los he leído, ni los ha leído nadie, porque la letra de Alas fué siempre inverosímilmente perversa, y durante su carrera literaria causó crueles tormentos a los tipógrafos.

Pero aquellas ingeniosidades agresivas, aquella literatura de flechas aceradas, no infundía calor en mi alma. Los gemidos de las víctimas, las heridas manando sangre, los miembros palpitantes esparcidos por el suelo, me causaban grima, en vez de alegría. Nunca fué de mi agrado el género satírico que se aparta mucho del humorismo. Detrás del humorista hay un espíritu piadoso que sonríe melancólicamente al contemplar las deficiencias y contradicciones de la naturaleza humana. Detrás del satírico sólo un hombre que ríe malignamente y goza con la miseria intelectual del prójimo. Cervantes fué un humorista, Larra un satírico.

Además, yo en aquella época tenía la cabeza llena de las bellezas de El diablo mundo, La Jerusalén libertada y el Orlando furioso, y me parecía que la literatura era esto o no era nada. Por seguir el humor a mis amigos, fingía admirar los dimes y diretes del Gil Blas, pero mi corazón estaba con Espronceda y el Taso. Y como me sentía impotente para esta alta literatura y no era de mi gusto la pequeña, me resolví interiormente, como ya he indicado en el capítulo anterior, a ser un hombre de ciencia. Mi único anhelo entonces, y por bastantes años después, fué llegar a ser un profesor distinguido. ¡Cuán lejos estaba de imaginar que el Cielo me destinaba a poeta épico, ya que la novela, según los estéticos, no es otra cosa que la forma moderna de la epopeya!

Durante aquel año hicimos amistad también y empezamos a reunirmos en casa de dos chicos de nuestra edad, hijos de un opulento fabricante de tabacos de la isla de Cuba, a quienes su padre había enviado a educar a Oviedo. Estaban a la guarda de un muy tolerante y bondadoso sacerdote que nos permitía divertirnos a nuestro gusto. Y la mejor diversión que elegimos fué la del teatro. El arte dramático nos seduce en la primera edad de la vida como ha seducido a los hombres en los primeros tiempos de la historia. Construímos una muy linda escena en el más amplio salón de la casa, para lo cual se nos facilitó cuantos elementos creímos necesarios. Representamos, como debe suponerse, algunos dramas góticos y medioevales, y gozamos la más excelsa beatitud declamando rotundos endecasílabos y esgrimiendo nuestras espadas de madera forradas con papel de estaño.

Había entre nosotros un notabilísimo actor. Por lo menos él se creía tal y nosotros no estábamos lejos de pensarlo. Declamaba con un énfasis y con voz tan cavernosa y temblona, arqueaba las cejas de manera temerosa y agitaba su cuerpo con tan vivos estremecimientos que ningún cómico de la legua le aventajó antes ni después.

Nosotros le envidiábamos: él nos despreciaba. Para vengarnos de su desprecio decidimos tres o cuatro jugarle una mala treta el día de la representación. Se hallaba lujosamente ataviado representando, si la memoria no me engaña, el papel de rey en un drama titulado La tienda del Rey Don Sancho, esperando, con la natural emoción, el momento de salir a escena. Nosotros, a su lado, entre bastidores, le acechábamos. Aprovechándonos de su emoción le pasamos, disimulada y traidoramente, una cuerda por la cintura, haciendo después un nudo corredizo. Cuando le llegó el momento salió impetuosamente a escena, sin darse cuenta de que llevaba tras sí la cuerda, y comenzó a declamar con tanto calor y entusiasmo que, desde luego, cautivó al auditorío, compuesto de nuestras familias y amigos. Mas he aquí que cuando se hallaba en lo más patético de su peroración, comenzamos a tirar fuertemente de la cuerda, atrayéndole hacia los bastidores. Rechinó los dientes y siguió declamando; pero nosotros también seguimos tirando de él, y aunque quiso sustraerse el cuitado a su fatal destino haciendo esfuerzos rabiosos para mantenerse en escena sin dejar de declamar su papel, al fin logramos sacarle de ella y meterle dentro.

¡Qué bárbaras lamentaciones! ¡Qué terribles amenazas proferidas no en endecasílabos sino en la prosa más vil que puede nadie imaginarse! Echó mano al puñal que llevaba a la cintura… ¡gracias a Dios que era de madera!

El público se desternillaba de risa palmoteando calurosamente. Le hizo salir a escena y con él a nosotros los autores de la bromita, colmándonos a todos de aplausos y tirándonos caramelos. Pero don Sancho no se dignó doblar su real espina para recogerlos: antes seguía horriblemente fruncido y lanzándonos miradas centelleantes propias de un león castellano ofendido.

Fatigados del teatro, al cabo nos vino a la mente fundar un Ateneo. Nos pareció aquello más propio de nuestra superioridad intelectual. Porque no dudábamos de ella un punto y nos sorprendía que en la población no nos tributasen los honores debidos a nuestro rango. Veíamos claramente las ridiculeces de muchos hombres ya maduros, formábamos de ellos un juicio sumarísimo y los condenábamos al desprecio. Nuestros profesores no se libraban tampoco algunas veces de este desdén compasivo. Recuerdo que el de Retórica le preguntó a Alas, según me contaron sus condiscípulos:

—Señor Alas, ¿qué son padre y pobre?

—Nada —respondió aquél.

—Son asonantes, hijo mío.

—No son asonantes —replicó.

Hubo una breve disputa: el profesor montó en cólera y le obligó a callar. Todos quedaron, sin embargo, convencidos de que Alas tenía razón y puede suponerse que este incidente no poco contribuyó a nuestro engreimiento.

Fundamos pues un Ateneo cuyas sesiones se efectuaban en casa de los «dos americanos», como acostumbrábamos a llamar a nuestros amigos. Nos reuníamos los domingos por la mañana una docena o poco más de ateneístas, se leía una disertación histórica o científica y hacía objeciones al disertante quien lo tuviera a bien; leíanse después artículos, cuentos y versos; por fin uno de los dueños de la casa nos hacía oír en el piano algunas sonatas o trozos de ópera, pues ya entonces era un maravilloso pianista.

En una de aquellas sesiones dominicales leí yo un concienzudo discurso acerca de Felipe II. Había hecho sobre su reinado investigaciones profundas que no duraron menos de quince días. El resultado de ellas fué un panegírico caluroso de aquel rey insigne que yo consideraba como el más grande estadista que había surgido en la historia de España.

No estuvo desde luego conforme con tal apreciación uno de los sabios ateneístas y en un discurso, que a mí me pareció capcioso, quiso mostrar las deficiencias de aquel reinado memorable. Que si Felipe II era un fanático que había fomentado la ignorancia de nuestro país y lo había entregado atado de pies y manos a la Inquisición; que si había enviado a Flandes un verdugo como el duque de Alba; que si había agotado el tesoro público y esquilmado a la nación por sostener allí un poderío que de nada nos servía… En fin, una serie de cargos irrespetuosos y sin fundamento alguno.

Traté de demostrárselo reprimiendo a duras penas mi indignación y aparentando una tranquilidad que no sentía. De nada sirvió mi moderación; antes por el contrario, envalentonado por ella mi adversario repitió con creciente saña sus diatribas acumulando sobre la cabeza del gran rey los más odiosos dicterios: ignorante, fanático, dilapidador…

Perdí la cabeza. Repliqué furiosamente, hecho un energúmeno. Mi contrincante no se dejó intimidar y con más altos gritos aún siguió vociferando contra el monarca.

Ahora bien, yo en aquel instante representaba, aunque indignamente, al rey Felipe II. No me era posible permitir que por más tiempo se le siguiera ultrajando de manera tan atroz. Por otra parte, para impedirlo no disponía de la Santa Hermandad, ni siquiera de un mal corchete.

¿Qué me correspondía hacer en trance tan apurado?

¡Aplicar un buen mojicón a aquel deslenguado!, dirá seguramente el lector.

Pues eso fué cabalmente lo que hice. Un soberbio mojicón de mano vuelta que resonó fatídico en el augusto recinto del Ateneo. Pero ¡ay!, mi adversario respondió con otro no menos arrogante y se estableció una lucha cruel entre ambos.

Los sabios ateneístas se agitaron. En vez de mostrarse neutrales como correspondía a su elevada dignidad dividiéronse inmediatamente en dos campos. Los unos tomaron parte por mí, esto es, por el rey católico; los otros ayudaron abiertamente a sus enemigos, los ingleses, los flamencos, los luteranos. La batalla se generalizó. Por largo tiempo resonaron los gritos y los puñetazos de los combatientes. Hasta que el buen sacerdote que regía la casa vino con los criados a restablecer la paz disolviendo para siempre nuestra asamblea.

Así cayó y se deshizo aquel memorable Ateneo que tanta influencia ha ejercido en los destinos de Europa.

XXXIV: EL CLUB

Acaeció que una noche nos acostamos esclavos los españoles y amanecimos libres.

Unos generales filántropos desembarcados en Cádiz fueron los encargados de romper nuestras cadenas. Marcharon sobre Madrid, derrotaron en el camino a las tropas del Gobierno y entraron en la capital a los acordes del Himno de Riego.

Naturalmente las ondas sonoras de este Himno se propagaron en círculo como todas las demás y alcanzaron pronto el litoral de la Península. Yo las percibí entre sueños acompañadas del estampido de los cohetes. Me levanté velozmente, me asomé al balcón y vi desfilar pelotones de gente con banderas, gritando: ¡Viva la libertad!

Si hay libertad —me dije inmediatamente—, hoy no tendremos cátedra. Y me alegré del triunfo de la libertad.

Salí a la calle y observé por todas partes gran movimiento y regocijo. En la plaza de la Constitución se apiñaba la muchedumbre escuchando el discurso fogoso que desde el balcón del Ayuntamiento gritaba un honrado vecino progresista. Al final de este discurso se arrojó a la plaza el retrato de la Reina, que se hallaba en el salón de sesiones, y la muchedumbre se apresuró a hacerlo trizas rugiendo de gozo.

«¡Abajo las testas coronadas!». Por primera vez escuché entonces este grito eufónico, que me hizo cosquillas de placer. Si hubiera sido: «¡Abajo las cabezas coronadas!», no me habría producido efecto alguno. Mas la palabra testas le daba tal realce, lo hacía tan melodioso y halagüeño al oído, que, si yo fuese rey, pienso que al oírme llamar testa coronada me hubiera despojado, sin inconveniente, de la corona.

Pero la muchedumbre allí congregada sentía necesidad para saciar sus furores de algo más plástico que la pintura.

¡A la Universidad! ¡A la Universidad!

Seguí el tropel hasta la Universidad, y vi cómo derrocaban el busto de bronce de la reina Isabel erigido en medio del patio.

Confieso que al escuchar el ruido siniestro que hizo cayendo sobre las losas, corrió por mi cuerpo un escalofrío. Vi después que unos pilluelos le echaron una cuerda al cuello, lo arrastraron fuera de la Universidad y lo pasearon en esta forma por las calles en medio de gruesa algazara.

No les seguí. Aquel espectáculo me causó extrema repugnancia. Si alguien lo atribuyese a un espíritu estrecho y reaccionario, se equivocará. Ya he dicho que sonaba grato en mis oídos el grito de «¡Abajo las testas coronadas!», y añado que la libertad, la igualdad y la fraternidad me tenían por entero subyugado, pues entonces no sabía cuántas cositas sucias se pueden esconder debajo de estas palabras tan bellas. Me repugnaba tal espectáculo, sencillamente, porque encontraba poco galante arrastrar a una señora amarrada por el cuello.

Al día siguiente de tan graves sucesos observé, con sorpresa, que mis cadenas se hallaban en perfecto estado de conservación. Quiero decir que me vi obligado a estudiar mi lección de Geometría lo mismo que si no hubiera caído la dinastía de los Borbones. Es vergonzoso decirlo; pero no puedo ocultar que esto enfrió un poco mi ardor democrático.

Y no bastaba a mantenerlo vivo la circunstancia de estudiar los catetos y las hipotenusas a los acordes del Himno de Riego. Antes, por el contrario, este Himno, sonando día y noche por las calles, llegó a producirme un malestar indecible. Después de tantos años transcurridos, si por casualidad le oigo cantar o tocar, surge ante mis ojos, repentinamente, una legión espantosa de triángulos, cuadriláteros, polígonos, rombos y romboides, y me siento mareado y acometido de náuseas.

No solamente el Himno de Riego fué nuestro consuelo en los primeros días de la era revolucionaria. Había otros varios espectáculos interesantes. Entre ellos, uno de los mejores era ver desfilar, noche y día, al Batallón de la Guardia nacional. Este batallón se componía, en general, de vecinos desocupados. Los había también ocupados, pero predominaban los primeros. Allí estaba Epifanio, famoso bebedor de sidra, y Roque, igualmente renombrado bebedor de sidra, y Manolo, que bebía asimismo mucha sidra, pero dejaba siempre un hueco para la ginebra. Allí formaban el carnicero de la plaza de los Trascorrales y el mancebo de la tienda de mercería de la calle de San Antonio y el hojalatero de la calle del Peso.

Todos estos sujetos marchaban con el fusil al hombro, pero con su propia indumentaria, esto es, sin uniforme ni distintivo alguno. Hay que confesar que lo que ganaba de esta suerte en animación y colorido lo perdía en marcialidad. Pero sabían todos ellos compensar esta deficiencia con la gravedad bélica que imprimían a su rostro, ya atravesasen a paso de carga por las calles, ya evolucionasen majestuosamente en el parque de San Francisco. Es imposible que las hordas de los hunos capitaneadas por Atila marchasen más ceñudas y con más expresión de ferocidad guerrera.

Las mismas familias apenas podían reconocerlos en tales ocasiones.

—¿No ves a Pachín? —decía una madre a su chiquitín que llevaba de la mano.

—¿Cuál? ¿Cuál? —preguntaba el niño, abriendo mucho los ojos.

—Aquel, aquel que va allí con el sombrero de medio lado.

—¡Pachín! ¡Pachín! —gritaba el chico a su hermano mayor después de reconocerle.

Pero Pachín, al cruzar por delante de él, le dirigía una mirada torva que le helaba de espanto.

Cuando estos nacionales estaban de guardia y hacían centinela aumentaba aún su intransigencia. Recuerdo que hallándome en la plaza vi llegar, al son de las cornetas, una compañía de guardias civiles que se habían concentrado a la sazón en Oviedo. Antes de que atravesasen el arco del Ayuntamiento, Bonifacio, el repartidor de periódicos, que estaba allí de centinela, se plantó delante de ellos con el fusil en ristre y gritó con voz de trueno:

—¡Alto!… ¿Quién vive?

La compañía hizo alto y el teniente que la mandaba se dirigió lleno de deferencia a Bonifacio, y éste volvió a gritar con voz recia:

—¡Cabo de guardia!

Y vino el cabo de guardia y habló con el teniente. Y, mientras tanto, se mantenía Bonifacio un poco apartado, fusil en ristre y con expresión de ferocidad implacable en el rostro.

Si alguno imagina que esta actitud cruel impresionó a los guardias, siento decirle que se halla en un error. Los guardias, mientras duró la conferencia, miraban de hito en hito a Bonifacio con tal expresión de curiosidad y desprecio que no comprendo cómo éste no descargaba inmediatamente su fusil sobre ellos.

La historia de este batallón es gloriosa. Debemos reconocer, no obstante, que no todos sus individuos lograron conducirse con el valor y la dignidad que Bonifacio, el repartidor, en esta ocasión. Por ejemplo, Bernardón el Mirlo

Es una historia que el lector no debe contar en Oviedo delante de alguno de aquellos veteranos, porque le expondría a un disgusto.

Bernardón el Mirlo no era propiamente Mirlo, pero se le llamaba así por ser marido de la Mirla, y él fué quien tuvo la culpa de que una vez fuese arrollada la guardia de este glorioso batallón. Acaeció del modo siguiente:

La Mirla tenía un puesto de pescado en la plaza de los Trascorrales. Este puesto se hallaba muy acreditado, porque la Mirla no vendía nunca el pescado demasiado podrido. Por lo cual en casa de la Mirla se vivía con desahogo. Particularmente Bernardón, su marido, zapatero de oficio, procuraba esmeradamente no ahogarse con el trabajo, sobre todo a la hora de la sidra, esto es, después de las tres de la tarde.

Su digna esposa no veía, sin embargo, con buenos ojos estas deserciones, y alguna que otra vez las interrumpía de un modo fragoroso y hacía que las cosas volviesen a la normalidad. Porque era la Mirla una mujer colosal, que, por error de la naturaleza, no había nacido sargento de coraceros, y Bernardón, aunque cabo de la Guardia nacional, se sentía intimidado en su presencia.

Todo lo que la Mirla tenía de impetuosa e irascible, lo tenía Bernardón de pacífico y alegre compadre. Nadie podía estar de mal humor a su lado; nadie más que su cara consorte. Y aun ésta en determinadas ocasiones se desarrugaba un poco con sus donaires y solía recompensarlos con alguna que otra peseta volante.

Por regla general, sin embargo, Bernardón no percibía un céntimo por sus chistes. Para la satisfacción de sus inclinaciones más invencibles se veía necesitado a apelar a ciertos medios…

Pero no anticipemos los sucesos.

Un día que entraba de retén en el Ayuntamiento, se palpó los bolsillos y observó, lleno de consternación, que estaban absolutamente vacíos. ¿Cómo invitar a sus subordinados a beber unos vasos? Atormentado por este problema, dió una vuelta por los Trascorrales a ver si su esposa presentaba signo de reblandecimiento.

La Mirla se hallaba ausente. Habían venido a notificarla que una hija suya casada tenía un niño enfermo y había ido a enterarse. Bernardón al ver que el puesto de su mujer estaba ocupado por una amiga, a quien aquélla había encargado que la representase, concibió una idea felicísima. Se dirigió hacia allá y con semblante grave y acento perentorio invitó a la encargada de parte de su esposa para que le entregase el dinero que había en el cajón, pues debía pagar algunas medicinas. Sin sospechar la estafa, le entregó aquélla lo que había, que resultó ser un duro en plata, una peseta en plata también y otras dos o poco mas en calderilla. Con todo cargó el buen Bernardón, y una vez que se halló en el cuerpo de guardia supo darle empleo adecuado.

Algunas horas después llegó la Mirla a su jaula. Al abrir el cajón y encontrarlo sin alpiste y enterarse del pájaro que se lo había comido, una ola de sangre subió a su rostro mofletudo y no faltó mucho para caer al suelo víctima de una apoplejía. Tuvo la fortuna, sin embargo, de poder desahogarse preventivamente con una ristra de exclamaciones, interjecciones y maldiciones proféticas que la aliviaron momentáneamente, dándole tiempo para trasladarse al cuerpo de guardia del Ayuntamiento.

Hacía la centinela el hijo de una frutera amiga suya.

—¿Está ahí mi hombre?, le preguntó con trabajo, pues apenas podía respirar.

El centinela le dirigió una larga y severa mirada y respondió fríamente:

—No se puede pasar.

—Yo no te pregunto si se puede pasar, borrico. ¿Está ahí mi hombre, sí o no?

El hijo de la frutera no se sintió halagado por el calificativo y respondió con mayor frialdad aún.

—No se puede pasar.

—¿No se puede pasar? —rugió la Mirla—. ¡Ahora lo veremos!

Y le dió tan descomunal empellón con sus manos poderosas, que el pobre chico cayó de espaldas.

La Mirla penetra en el estrecho recinto donde se hallaba el retén, y lo primero que ven sus ojos es una mesa con botellas y vasos y cascaras de centollas y huesos de aceitunas. Lo segundo a su feliz esposo con las señales de la más pura felicidad pintadas en el rostro.

Y no vió más.

La mesa con las botellas, los vasos y los residuos del marisco y las aceitunas todo cayó sobre el desdichado Bernardón. Y cayeron después ciento veinte kilos más representados por su consorte. Estrujones, puñetazos, violentas sacudidas, tentativas de estrangulación, de todo un poco. Si Bernardón en aquel momento no vomitó los treinta y dos reales convertidos en líquido, no fué porque su digna esposa dejase de poner en práctica los medios conducentes para realizar esta operación.

En cuanto al resto de la guardia no diré que huyó, porque no es cierto. Tampoco diré que se dispersó. Lo único que se puede afirmar con exactitud es que se retiró desordenadamente.

Declaro además, lealmente, que lo que acabo de narrar se refiere exclusivamente a la historia interna o privada del batallón de nacionales. En cuanto a su historia pública no puede ser más honrosa.

Algunos días después de organizado, hallándome en la calle presenciando el desfile, acierto a ver con profunda sorpresa entre los nacionales, con el fusil al hombro, a mi amigo Tuero. Siempre original, no iba en fila como los demás, sino que marchaba a retaguardia solo y apartado ocho o diez pasos del resto de la fuerza. Su talla infantil, pues no contaría más de diez y seis años, y sus largas melenas rubias flotantes, atraían las miradas del público. Parecía un poeta francés maniobrando en el campo de Marte con la guardia cívica en el mes Brumario. Al pasar cerca de mí le grité casi al oído:

—¡Adelante, hijo de la patria!

Volvió el rostro y se puso un poco colorado y me hizo un guiño expresivo. Tuero era un romántico, estaba empapado en Los Miserables, de Víctor Hugo, que sabía casi de memoria; pero era un romántico forrado de humorista, y esta mezcla curiosa le hacía siempre interesante.

Comenzaron los días dichosos de la revolución triunfante. Los nacionales, las asambleas, las manifestaciones públicas, los discursos, los motines ostentaban entonces su frescura primaveral. ¡Ay!, este verde follaje no tardó mucho tiempo en marchitarse. Cuando recuerdo, las muchas veces que fuí en procesión en medio de aquellos honrados obreros dando ¡vivas! y ¡mueras!, sin saber a punto fijo qué es lo que deseaba que viviese o muriese, me siento conmovido y me ataca la nostalgia del desorden. En cada encrucijada, en cada balcón, nos acechaba un orador. Sus discursos nos arrebataban de entusiasmo, aunque yo nunca logré oír de ellos más que la conclusión: ¡Viva la soberanía nacional!

Se procuraba imitar en lo posible a la revolución francesa, salvo, por supuesto, la guillotina. Y, naturalmente, una de las primeras cosas en que se pensó, fué en la organización de un club que recordase el de los jacobinos o el de los franciscanos de París.

Quedó instalado este club en el amplio salón de un establecimiento de baños, cuyo dueño era un fervoroso republicano. Se reunían allí todas las noches hasta un centenar de personas de todas clases y condiciones, aunque predominaban los obreros. Nosotros, esto es, los cuatro o cinco amigos inseparables que yo tenía, fuimos admitidos a pesar de nuestra excesiva juventud.

¡Qué tiempos aquellos! Todas las cabezas estaban llenas de la revolución francesa. Apenas se pronunciaba un discurso en que no se recordase algunas frases de Mirabeau, de Dantón o Desmoulins. La que aquel profirió cuando Brezé intimó a la Asamblea, en nombre del rey, la orden de disolverse: —«Los diputados de la Francia han resuelto deliberar. Id y decid a vuestro amo que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que sólo nos arrancará de este lugar la fuerza de las bayonetas», me parece que tuve el placer de escucharla tres o cuatro docenas de veces. También se recordaba con insistencia aquello de «los privilegios acabarán, pero el pueblo es eterno», y lo otro de «una nación en revolución es como el bronce que se funde y se regenera en el crisol: la estatua de la libertad no está aún vaciada: ¡el metal está hirviendo!».

En suma, aquello parecía una representación casera del noventa y tres.

Hasta los que, incapaces de pronunciar discursos cultivaban el género más fácil de las interrupciones, copiaban las de los convencionales. Había uno que cuando la discusión se acaloraba demasiado solía gritar como Marat:—«¡Os recuerdo el pudor… si es que lo tenéis!». Había otro que no se cansaba de vociferar:—«¡El pueblo se ha levantado, está en pie y espera!».

Pero la frase más extraordinaria que escuché fué la de un sujeto que en momentos de confusión, subido sobre un banco, gritaba como el pintor David en la Convención: «—¡Pido que me asesinéis!».

Era un oficial de sastre. No se le asesinó, aunque bien lo merecía por desvergonzado, pero le dieron dos puntapiés y lo echaron a la calle.

En general, las sesiones no eran borrascosas. Se pronunciaban largos discursos ajenos por completo al drama revolucionario. Recuerdo que un señor nos entretuvo toda una noche explicándonos los movimientos de la tierra y los planetas alrededor del sol, la causa de los eclipses y las estaciones. Un grabador nos leía las Palabras de un creyente, de Lamenais, y su voz se alteraba en ocasiones y se le nublaban los ojos de lágrimas. Un maestro de escuela pronunció un discurso fogoso contra la gramática de la Academia lleno de apóstrofes vehementes y de rasgos irónicos. —«Hay un tiempo en los verbos —exclamaba sarcásticamente— que en la gramática se denomina tiempo pluscuamperfecto. ¿Concebís, ciudadanos, algo que sea más que perfecto? ¡Si existiese este tiempo del verbo sería más que Dios!».

El discurso, aunque contundente, produjo cierto malestar en la asamblea. Aquel rudo e inconsiderado ataque a la Academia inquietaba las conciencias. Se murmuraba que el orador iba demasiado lejos; rebasaba los límites de la audacia.

En fin, que en estas memorables sesiones se hablaba de todo, de Dios, del alma, de la libertad, de astronomía, de las formas de gobierno, del idioma, etc. Porque aquellos obreros eran hombres primitivos, atrasados aún en la evolución, y, por lo tanto, ignoraban que el único ideal digno de discusión en tales asambleas es el de escatimar unos minutos de trabajo y aumentar unos céntimos de salario.

Los oradores todos, sin exceptuar uno, recomendaban constantemente el orden. Sin orden no hay libertad. Era la frase que sin cesar se repetía. Había un ayudante de obras públicas tuerto que no se hartaba jamás de hacer el panegírico del orden amenazando con las más espantosas calamidades, si bajo cualquier pretexto se alteraba poco o mucho.

De tal manera se incubó y echó raíces esta idea en el cerebro de nuestros obreros que en cierto motín popular uno de ellos gritaba frente a los balcones de un banquero con quien tenía resentimientos:

—¡Muera Pinedo! —y añadía después con acento de convicción—: ¡Pero con orden!

¡Cuán lejanos nos hallábamos todavía de estos días perversos en que se asesina a las mujeres y los niños en nombre de la fraternidad universal!

Aquellos honrados y sencillos trabajadores nos habían acogido a nosotros, niños aún, con señales de afecto, nos mostraban gran predilección y, aunque parezca extravagante, nos respetaban.

Pues bien, nosotros no correspondíamos como debiéramos a estas muestras de consideración. Eramos díscolos, turbulentos y nos reíamos más o menos ostensiblemente de los discursos que allí se pronunciaban. Y esto no porque fuésemos reaccionarios y enemigos del pueblo, pues creíamos tanto como ellos en la eficacia de las ideas democráticas, sino porque teníamos excesivamente afinado el sentido de lo cómico. Es un don de la Providencia que rara vez logra hacernos simpáticos.

Por eso algunos de aquellos ciudadanos comenzaron a mirarnos con recelo. Particularmente el grabador que leía en alta voz las Palabras de un creyente, hombre austero y virtuoso, nutría hacia nosotros en el fondo de su corazón un odio implacable. Cuando en sus lecturas tropezaba con algún epíteto que pudiera convenirnos como el de «espíritus frívolos» o el de «serpiente oculta entre las flores» o el de «sofistas embusteros» nunca dejaba de elevar la voz y dirigirnos una mirada significativa. Pero esto no contribuía poco ni mucho a inspirarnos mayor cordura y seriedad, como pudiera suponerse.

Sin embargo, la masa de los ciudadanos estaba con nosotros y sólo perdimos enteramente su apoyo cuando renunciamos al federalismo y nos declaramos unitarios. ¿Lo hicimos por convicción? ¿Lo hicimos por capricho? No lo sé. Lo único que puedo afirmar es que el adjetivo federal aplicado constantemente a la República nos iba crispando.

Era entonces el federalismo un misterio intangible como el de la encarnación del Hijo de Dios. Un viejo caudillo de la democracia, el marqués de Albaida, lo había introducido con barreno en la mente de los republicanos. Nosotros osamos concebir acerca de él algunas dudas sacrílegas. ¿Por qué había de ser federal la República? ¿Por qué romper un día y de un modo arbitrario la unidad nacional que tanto tiempo, tanto esfuerzo y tanta sangre había costado?

Estas dudas nos perdieron. Aunque sólo las habíamos expresado privadamente, todo el club se enteró pronto de ellas. Y comenzamos a ser mirados como réprobos dignos de eterna condenación. Rugía la tempestad sordamente mientras nosotros, inocentes marineros, navegábamos confiados sin poner el oído a su amenaza.

Al fin llegó la funesta noche en que se levantó un orador para manifestar que «en aquel recinto de la claridad y la justicia había seres solapados que trabajaban traidoramente contra la integridad de la República».

Los seres solapados nos levantamos entonces y declaramos abiertamente que renunciábamos para siempre a la federación y que seríamos unitarios hasta la muerte.

Tumulto indescriptible. Los ciudadanos se alzan airados, nos increpan, nos amenazan. No se oyen otros gritos que: «¡Fuera los traidores!». «¡Mueran los unitarios!».

Cuando se hubo calmado un poco la agitación, el presidente en pie y pálido dice con voz temblorosa:

—Después de lo que acabamos de escuchar, con gran sentimiento debo hacer presente a los señores que se han declarado contra la federación que no pueden permanecer más tiempo en este local.

—¡Eso! ¡Eso!… ¡Fuera los enemigos de la República!… ¡Abajo los unitarios! —se gritaba de todas partes.

Entonces nosotros salimos presurosos de los bancos y acompañados de otros tres o cuatro ciudadanos que habían simpatizado con nosotros, formando un grupo de ocho o diez, y entre los silbidos y los mueras de la asamblea nos dirigimos resueltamente a la puerta. Antes de trasponerla uno de los nuestros se volvió iracundo y agitando los puños gritó como Dantón en la guillotina:

—¡Nos cortáis la cabeza, pero no nos cortáis la cola!

Aquella cita trágica produjo enorme sensación. Se hizo un silencio profundo y en medio de él salimos erguidos del club para no volver a entrar.

XXXV: IMPRESIONES MUSICALES

Hay en la vida del hombre una época que pudiéramos llamar teatral, si la palabra no se prestase al equívoco.

Comprenda el lector lo que quiero decir: Hay una época en que el hombre civilizado siente con más o menos intensidad el atractivo de los espectáculos teatrales. Este atractivo se prolonga por más o menos tiempo, según los temperamentos. Tengo un amigo, ya viejo, que gasta 100 pesetas mensuales en localidades para el teatro, y en su vida ha comprado un libro por valor de 3,50. Es un hombre odioso.

A los quince años entregaba yo casi todo el dinero que me suministraban mis padres a los cómicos, salvo el que gastaba en pomada de heliotropo para untarme los cabellos. En aquel viejo teatro de Oviedo, donde se estaba mejor que en una tienda de campaña, he disfrutado gran copia de dramas y comedias de repertorio, escuché infinitos gritos apasionados, muchas décimas calderonianas y no pocas carcajadas histéricas.

Sin embargo, confieso que no fuí tan dichoso en aquel período de mi vida como debía serlo. En esta edad, cuando se asiste al teatro, se encuentra generalmente todo precioso, todo bello, todo divertido. Por desgracia, a mí no me aconteció otro tanto. Mi alma no se abría de par en par a los goces estéticos, porque había dentro de ella un crítico prematuro que se empeñaba en cerrar la puerta.

Ignoro si el virus de la crítica brotó espontáneamente en mi organismo o me fué inoculado por mi amigo Leopoldo Alas, compañero obligado de mis excursiones teatrales, pero lo he padecido siempre y ha amargado mi existencia. Clarín, implacable Mefistófeles, me mostraba cruelmente las escorias de todas las obras dramáticas.

Una noche presenciábamos ambos la representación de un drama, que, si mal no recuerdo, se intitulaba Redención. Era una de tantas desdichadas imitaciones de la famosa Dama de las Camelias, de Alejandro Dumas. La protagonista moría de una afección pulmonar, como aquélla, y se lamentaba patéticamente de su mala suerte, pues en aquellos instantes su novio le besaba las manos y le decía mil ternezas. En torno nuestro los caballeros se mostraban gravemente conmovidos, pero las señoras lloraban a lágrima viva. Clarín y yo, más duros que el mármol, sentíamos unas ganas atroces de reír. Estas ganas estallaron al cabo en sonoras carcajadas cuando la tísica, después de un golpe de tos, viendo a su amante agitado, le dice con dulzura angelical: «¡No te alborotes!».

La indignación de los espectadores fué terrible: «¡Silencio, silencio!». «¡A la calle esos chicuelos!». Faltó poco, en efecto, para que nos arrojasen del teatro.

Convengamos, pues, en que el espíritu crítico carece de utilidad, y quien lo tiene aguzado es un pobre hombre digno de compasión. Yo estoy seguro de que si me gustasen los malos dramas, las malas novelas y los malos versos, mi existencia se hubiera deslizado mucho más feliz sobre la tierra.

En lo tocante a música he sido más favorecido por la Providencia. Siempre me ha gustado la música mala. Me han entusiasmado y me siguen entusiasmando, la Lucía de Lammermoor, la Sonámbula, El trovador, la Traviata, etc.; esas óperas que actualmente hacen rechinar los dientes a los críticos musicales y les quitan las ganas de cenar. Uno de ellos, que yo conozco, profesa odio tan irreconciliable al maestro Donizetti, ya fallecido cerca de un siglo, que al pasar en cierta ocasión por Bérgamo, donde aquél ha nacido y tiene una estatua, fué sigilosamente por la noche a apedrearla.

Esto es grave. Porque si los críticos dan en la flor de ejecutar tales venganzas póstumas con los autores, temo en verdad que alguno a quien mis libros enfaden, vaya una noche a desenterrarme al cementerio para tirarme de las orejas.

Puesto ya a confesar públicamente mis pecados, declaro que no sólo me agradan las óperas del infame Donizetti, sino también las zarzuelas de mis compatriotas Arrieta, Barbieri y Gaztambide. Escuchando desde aquellas sucias y desgarradas lunetas del teatro de Oviedo Marina, El Juramento, El relámpago y Los diamantes de la Corona, me he sentido dichoso como los ángeles; se borraban de mi mente las impurezas de la realidad y vivía unos instantes mecido sobre la nube del ideal. El mundo dejaba de ser Voluntad, según la frase del más popular de los metafísicos alemanes, para convertirse en pura Representación.

Aún más; no puedo recordar algunas de sus melodías sin conmoverme, y si me encuentro en el campo un día espléndido de primavera, me pongo a canturriar con emoción la romanza de barítono en El Juramento:

«¡Cual brilla el sol en la verde pradera!
¡Cual su perfume despide la flor!».

Es ridículo, vuelvo a confesarlo; pero si lo ridículo nos hace felices ¿por qué no hemos de abrazarnos a lo ridículo? En este punto, como en algunos otros, doy la razón a los filósofos pragmatistas.

Son los habitantes de Oviedo muy sensibles al arte de la música. Lo son siempre, pero muy particularmente, es inútil añadirlo, cuando han ingerido algunos vasos de sidra, el licor predilecto de la región cantábrica.

Desde la más remota antigüedad, el alcohol está considerado como un estimulante de la aptitud para las artes conceptivas, con preferencia a las plásticas. Nadie habrá visto a un hombre ebrio extasiarse ante un cuadro o una estatua; pero ¡cuántas veces les habremos oído recitar, con torpe lengua, algunos versos de Zorrilla o Espronceda! Conocí uno que en el último período de la embriaguez repetía con creciente aflicción:

«¿Qué es el hombre? Un misterio. ¿Qué es la vida?
¡Un misterio también!…
Genios, ¡venid, venid!…
Vuestro mal con el hombre a compartir».

Hasta que caía como un fardo al pie del tonel y no se podía despertar sino haciéndole aspirar un frasco con amoníaco.

No obstante, es la música el arte bello que guarda afinidad más estrecha con los licores espirituosos. En Grecia, las fiestas de Baco, llamadas Orgías, fueron siempre sazonadas con cantos. En Oviedo, lo mismo. Los periódicos locales anuncian que tal día a tal hora se romperá en tal lugar el tonel llamado Prim o Moriones (se les pone, por lo común, el nombre de un general). Un centenar de devotos acude puntualmente a la solemnidad, rodean el grandioso tonel, presencian con emoción su apertura, y, una vez que han probado su contenido, dan comienzo los cánticos desenfrenados.

Mas existe una diferencia esencial entre los cantos orgiásticos de la Grecia y los de la capital de Asturias. Los primeros eran cantos de victoria, entusiásticos y ardorosos, mientras los segundos son siempre tiernos y sentimentales. En Grecia se rendía culto a Baco con gritos delirantes y rugidos de cólera; en Oviedo, con lágrimas. Es increíble el líquido que se derrama por los ojos en estas bacanales. Hay borracho que cantando la despedida de El Grumete: «Si en la noche callada sientes el viento», etc., se derrite en llanto, lo cual ahorra mucho trabajo, como debe suponerse, a los riñones.

El Miserere de El Trovador causaba tal fascinación a cierto escribiente de un notario de Oviedo, que no podía escucharlo sin sentirse arrobado y caer en éxtasis.

Llamábase este escribiente Figaredo, o una cosa parecida; era hombre ya maduro, de pelo canoso, de estatura mediana y más gordo que delgado. Se embriagaba indefectiblemente todos los domingos; pero como hombre jurídico lo hacía de un modo legal. Quiero decir, que jamás dió el menor escándalo en la población. Una vez que salía del lagar y entraba en las calles céntricas, podría caminar más o menos torcido, podría tropezar una que otra vez con las columnas de los faroles, mas su boca no se abría por ningún motivo, grande o pequeño. Ni un grito, ni una palabra, ni una tos. Era un sepulcro relleno de sidra.

Pero había algunos que conocíamos su secreto. Sabíamos que apretando cierto botón, aquella boca se abría con un resorte. Este resorte no era otro que el Miserere de El Trovador.

Una noche entre las once y las doce salía yo del teatro con dos amigos cuando acertamos a ver a Figaredo que caminaba delante de nosotros la vuelta de su casa trazando caprichosas curvas con los pies sobre la acera. Inmediatamente se nos ocurrió apretar el fatal resorte. Adelantamos el paso y al cruzarnos con él cantamos en voz baja los primeros solemnes compases del famoso miserere.

Oírlos Figaredo, pararse en seco, abrirse un poco de piernas y lanzar al aire con toda la fuerza de sus pulmones el grito de angustia del desdichado Manrique desde su prisión, fué cosa de un instante.

El sereno, que no estaba lejos, acudió corriendo.

—¡Haga usted el favor de callarse y no dar escándalo!

Figaredo le miró estupefacto al través de sus gafas.

¿Escándalo? ¡Llamar escandalosa a la música más sublime que jamás se hubiera oído en el mundo! Aquel hombre debía de estar loco.

Pero loco o cuerdo representaba en aquel instante a la autoridad constituída y Figaredo como hombre ligado por su profesión a la ley de enjuiciamiento comprendió que debía callarse y calló.

Bajando, pues, la cabeza resignado siguió su camino en silencio.

Pero nosotros habíamos vuelto sobre nuestros pasos y al pasar a su lado cantamos otra vez el comienzo del miserere.

Figaredo se paró de nuevo, volvió a abrirse de piernas y gritó:

«¡Non ti escordar di me
Leonora addio!».

El sereno corrió enfurecido a él y sacudiéndole por un brazo vociferó:

—¡Cállese usted, escandaloso, o por vida mía que le llevo ahora mismo a la Fortaleza!

Así se llamaba la cárcel de Oviedo en aquel tiempo.

Figaredo volvió a mirarle, sin comprender qué clase de mentalidad era la de aquel hombre; pero bajó la cabeza y siguió caminando. Dejamos que se alejase un buen trecho y alcanzándole después le cantamos de nuevo al oído el miserere.

Figaredo detuvo el paso por tercera vez y atronó la calle con sus gritos de angustia. El sereno, que ya estaba lejos, acudió corriendo y de tal modo enfurecido que estuvo a punto de caer. Como tardó algún tiempo en llegar, Figaredo estaba ya metido en el canto y fué imposible hacerle callar. Ni por sacudirle fuertemente por el brazo ni por dirigirle los insultos más groseros fué posible que cerrase la boca. Figaredo ya no veía ni oía nada, y se lamentaba tremando las notas para hacer más patético su canto. Las lágrimas bañaban sus mejillas.

El sereno exasperado le fué empujando hasta la Fortaleza, que estaba próxima.

Figaredo no callaba. Le abrió la puerta de la cárcel; el sereno dijo no sé qué palabras al centinela; éste rió con toda su alma: el sereno profirió una blasfemia. Y Figaredo fué empujado brutalmente al interior.

Pero no callaba. Todavía allá dentro oíamos lejana su voz que gritaba con infinita amargura.

Non ti escordar di me
¡Leonora addio!
¡Leonora addio!

Las injurias, la cárcel, el ridículo, la vergüenza no existían para aquel hombre. El mundo real con sus impurezas, perfidias y groserías se había desvanecido. Como los prisioneros de la famosa caverna de Platón contemplaba cara a cara el sol de la belleza.

XXXVI: EL SUEÑO DEL «LUCERO»

Decían los médicos, aunque no era cierto, que mi madre necesitaba baños de mar. Para tomarlos solíamos pasar el mes de agosto en la villa de Luanco, vecina de la de Avilés, que posee una bonita playa arenosa donde las olas rompen con estrépito.

En aquel tiempo existía en Luanco un hombre llamado el Corsario.

No era Barbarroja, porque tenía barba negra y escasa. No era tampoco el corsario de Byron, porque Conrado, hombre de soledad y misterio (man of lóneness and mistery) hablaba poquísimas palabras y nuestro corsario era un charlatán insufrible.

Además no se le conocía tendencia alguna romántica, sino más bien una inclinación decidida a entrarse por las tabernas y a permanecer allí un tiempo indeterminado.

Era un hombrecillo de ojos pequeños y hundidos, delgado, cargado de espaldas que no traía a la memoria escenas de zafarrancho y abordaje.

¿Por qué se le llamaba el Corsario? No lo sé. Quizá los buenos viejos de Luanco sepan algo más. Pueden ustedes ir a preguntárselo.

Este Corsario desempeñaba el oficio de alguacil del Ayuntamiento. A los que el alcalde mandaba detener los encerraba en la cuadra de su casa. Era entonces la única cárcel modelo que allí existía.

Como profesión suplementaria el Corsario ejercía la de alquilador de caballos. En realidad no debiera hablar en plural, porque alquilaba un solo caballo. Pero tenía además un burro y esta circunstancia le imprimía carácter profesional.

No puedo decir casi nada del burro, porque no he tenido trato con él. En cuanto al caballo no vacilo en afirmar que era un miserable impostor. Siento mucho tener que hablar de él en esta forma, pero el respeto de la verdad me obliga a ello.

Era un rocín bastante bien proporcionado, color de hoja seca, que tenía algunos cuarterones de carne sobre los muslos y en la frente una mancha blanca del tamaño de una pieza de dos pesetas. A esta última circunstancia debía sin duda su nombre de Lucero. El que lo había bautizado era hombre de imaginación, porque aquellos pelos blanquecinos no podían dar idea remota de ningún astro del cielo.

Sus medios de subsistencia estaban envueltos en el misterio y despertaban en Luanco comentarios bochornosos. Si su amo era solamente pirata de nombre él lo era de hecho. Se le veía por los caminos de noche y de día como un vagabundo apercibido a todo lo malo. Saltaba las barreras de los prados y se comía la fresca yerba destinada a las vacas de los vecinos; saltaba también con increíble audacia las tapias de las huertas y engullía las lechugas y los guisantes. Hasta se comió en cierta ocasión, según se dijo, unas enaguas del ama del señor cura que ésta había tendido a secar en la huerta parroquial.

Puede concebirse que tales hazañas solían costarle algunas monumentales palizas. En la villa se le consideraba como un socialista peligroso y era unánimemente aborrecido. Pero es lo cierto que hasta la fecha en que yo le conocí, había logrado no morirse de hambre.

Sin duda, era un animal de mucho mundo y capaz de abrirse paso en la sociedad; pero estas cualidades no le daban atractivo para la equitación. Los honrados vecinos de Luanco le alquilaban una que otra vez por la módica cantidad de dos pesetas para trasladarse a Candás o a Avilés o a cualquier parroquia de las cercanías. Pero a nadie en el globo terráqueo más que a mí se le ocurriría alquilarlo para dar un paseo de recreo y gallardear de jinete.

Pues eso fué cabalmente lo que hice una tarde de Agosto en que el cielo estaba limpio como un cristal y una brisa suave rizaba la llanura azul de la mar.

Cuando le comuniqué mi proyecto al Corsario, éste me miró atentamente de los pies a la cabeza y me hizo varias preguntas técnicas para cerciorarse de mis conocimientos hípicos. Respondí a ellas con bastante soltura y le hice saber además que yo no era un jinete cualquiera, pues me había roto la ternilla de la nariz cayendo de un caballo. Esta última prueba le tranquilizó por completo. Yo le entregué las dos pesetas por adelantado y esto le tranquilizó todavía más.

Fué a buscar al gandul del Lucero, ocupado a la sazón, como un peón caminero, en limpiar de yerba las orillas de la carretera y mientras lo enjaezaba me dió muchos paternales consejos. Yo le pregunté si tenía espuelas. Volvió a mirarme atentamente y al cabo me respondió gravemente:

—Sí; tengo espuelas; pero aquí nadie las usa.

—Pues yo no monto sin espuelas —le repliqué con tal extraordinaria firmeza que sin entrar en más explicaciones se fué a buscarlas.

Eran dos horribles artefactos de hierro dulce oxidados. Estuve vacilando si calzármelas o no, pero al fin me decidí a ello después de haberlas fregado un buen rato con aceite y arena.

Héteme aquí cabalgando sobre el Lucero, que en cuanto salió de la cuadra conmigo principió a hacer piernas dando unos brinquitos muy elegantes, marchando ahora de un costado, ahora de otro, sin duda con el propósito de que yo mostrase al público mi gentileza.

Estaba encantado de mí mismo. Jamás en la vida me había hallado tan bizarro. Lanzaba miradas investigadoras a los balcones de las casas y me sorprendía que no saliesen a ellos todas las niñas bonitas de Luanco para contemplar a aquel jovencito apuesto de naciente bigote que se tenía tan galanamente en la silla.

Fué un momento de esplendor que recordaré mientras viva. Todos, grandes y pequeños han tenido en su existencia algunos de estos instantes de triunfo más o menos duraderos. Mi apoteosis no duró en el tiempo más de cinco minutos y en el espacio unos ciento cincuenta metros. Llegado a este límite aquel hipócrita animal que tenía debajo de mis pantalones se puso tranquilamente a caminar a paso lento y no me fué posible con ningún argumento hacerle volver de su determinación.

Quise dejarle algún reposo. A los mismos oradores parlamentarios se les concede cuando han hecho demasiadas piernas en el Congreso, y le permití caminar a su gusto. Pero al llegar a la plaza, como observase que había por allí muchos bañistas de ambos sexos, no quise perder la ocasión de mostrarles mis dotes excepcionales para los ejercicios ecuestres y advertí al Lucero por medio de la espuela de que era llegado el momento de secundarme.

¡Que si quieres! Bajó la cabeza acusando recibo del espolazo y siguió en la misma forma paso tras paso delicadamente como si fuese pisando huevos.

Segunda llamada. La misma respuesta. Yo me indigné. Tenía quince años y en aquella edad me indignaban muchas más cosas de las necesarias. Repetí el aviso. Nada. Lo repetí otras cuantas veces con el mismo resultado. Aquel gran hipócrita bajaba siempre la cabeza y se mostraba conforme; pero no parecía poco ni mucho inclinado a seguir mi voluntad. Se acata, pero no se cumple.

En aquella época Luanco no era un centro de placeres. Los bañistas prolongaban por la mañana cuanto podían el tiempo destinado al baño. Por la tarde iban de paseo a un sitio llamado la Fuente mineral y amenizaban la excursión comiendo las moras de los zarzales que guarnecían las paredillas del camino. Por la noche discutían en familia la cuestión de la temperatura y se metían en la cama.

Esta es la razón y no otra de que cuantas personas transitaban en aquel momento por la plaza con sombrilla y sombrero de paja lo mismo que las que departían apaciblemente a la puerta de los comercios quedasen extáticas contemplándome con la mayor atención posible.

Sentir la atención pública sobre sí es cosa que a no pocos hombres desconcierta. Uno de estos hombres soy yo. Consideré que debía dar satisfacción a aquella curiosidad haciendo algo que no fuese en absoluto corriente. Y lo más adecuado era hacer galopar a mi caballo.

Yo era un inocente en aquel tiempo y desconocía por completo no sólo el corazón de los bípedos, sino también el de los cuadrúpedos. Este infame animal, sin hacerse cargo de la crítica situación en que me hallaba, el papel ridículo que me iba a hacer representar y la desconsideración que iba a arrojar sobre mí ante la opinión pública, se obstinó en no salir del paso. Por cuantos medios puede un hombre emplear para convencer a un ser irracional traté de persuadirle a que diese algunos brinquitos sugestivos que me dejasen airoso ante aquella sociedad veraniega. No fué posible. Palmaditas en el cuello para halagar su amor propio. ¡Up! ¡Up! Gritos de triunfo para despertar su entusiasmo. Avisos indicadores con la espuela. Nada…

En aquel momento penetró en la plaza viniendo de la parte de la playa un grupo compuesto de cinco o seis elegantes señoritas, las cuales quedaron inmóviles contemplándome con cierta curiosidad burlona. Al fin soltaron a reír con frescas y unánimes carcajadas.

Fué mi perdición y la de Lucero. Aquellas carcajadas entraron por mis venas como un licor ponzoñoso. No supe lo que hice. Ciego de cólera principié a dar furiosos espolazos al autor de mi deshonra. El Lucero se dejó martirizar con la obstinación de un hereje. Yo no veía su sangre, pero la sentía correr. ¡Se la hubiera bebido toda!

Sin embargo, en medio de mi agonía dolorosa, tuve una satisfacción. Aquellas alegres señoritas dejaron de reír y se pusieron serias. Como era necesario salir de tan equívoca situación, pues Lucero se negó a dar un paso más y pude advertir que el público se ponía de su parte, tiré de las bridas fuertemente y le hice dar la vuelta.

Entonces Lucero se puso a caminar con alguna mayor celeridad; no mucha. Yo, frenético, llorando de vergüenza, seguí dándole furiosos espolazos.

—¡Ave María!… ¡Mira, Pepe, cómo va ese caballo!

Todos los transeuntes dirigían la vista al vientre del caballo, me miraban después a mí, y sacudían la cabeza en señal de reprobación.

Pero mi cólera no se apagaba. Me creía cubierto de ridículo por toda la eternidad.

Lucero debía tener conciencia de la infamia que conmigo había cometido, porque aumentaba un si es no es la rapidez de sus pasos. Quizá no fuese el grito de la conciencia sino la perspectiva de la cuadra.

Pero he aquí que no muchos pasos antes de llegar a ella se dejó caer de bruces al suelo y yo con él. Por milagro no me rompí segunda vez el cartílago de la nariz. Me alcé así que pude y traté de alzarle a él también. Fueron inútiles mis esfuerzos. El Lucero, de rodillas cual si estuviese orando por sus enemigos, entre los cuales debía yo contarme, no hacía movimiento alguno.

Entonces cruzó por mi mente una idea pavorosa. ¡Si estaría muerto! La deseché inmediatamente; pero con la misma velocidad volvió a colarse. Otra vez la rechacé y otra vez se introdujo. Y así, con este metódico vaivén vibratorio, llegué pronto al convencimiento de que el Lucero no pertenecía ya al número de los seres vivos. Esta certidumbre me dejó a mí casi tan muerto como a él. ¿Cómo me presentaría al Corsario?

Me presenté trémulo, convulso, tartamudeando absurdos.

—¿No sabe usted?… El Lucero… se ha dejado caer ahí en la calle… y no quiere dar un paso más… Me parece que está durmiendo…

Una sonrisa increíblemente sarcástica se dibujó en los labios del Corsario.

—¡Si dormirá, si dormirá!… ¡Es un zorro!… ¡Pero qué zorro!

Y echando mano al látigo que tenía colgado de un clavo, salió conmigo a la calle.

El Lucero seguía inmóvil sobre las rodillas, con la cabeza metida entre ellas.

—¿Duermes, Lucero? —preguntó el Corsario con acento aún más sarcástico que la sonrisa.

Y con habilidad y presteza maravillosas le aplicó dos estacazos entre las orejas con el mango del látigo. El Lucero permaneció inmóvil orando como un derviche. El Corsario, altamente sorprendido, acercó a él su rostro, le examinó atentamente y, al cabo, abriendo desmesuradamente los ojos, exclamó:

—¡Así Dios me salve, está muerto!

Y de repente, se abalanzó furioso sobre mí y me echó la mano al pecho arrugando mi camisa almidonada.

—¡Tú lo has matado!… ¡Tienes que pagarlo!

Aterrado por el impensado abordaje de aquel pirata, dejé escapar débilmente de mi garganta:

—¡Lo pagaré, lo pagaré!

Pero no lo pagué. Los varones más calificados de la villa certificaron que no había fallecido de muerte violenta sino de inanición.

Era un despreciable rocín, un hipócrita, un bellaco…

Sin embargo, en este momento, me alegraría de no haber dado aquellos espolazos.

XXXVII: POETA Y CAZADOR

Jamás olvidaré aquel verano que pasé en mi aldea natal entre el cuarto y el quinto año del bachillerato. Entonces fué cuando mi alma se puso en contacto con la naturaleza y gozó la dulce embriaguez llena de alegría que a su influjo potente nos acomete. No recuerdo ninguna época de mi vida en que haya sido más dichoso. No lo fuí al modo de un ser casquivano y bailarín sino como un poeta, como un griego primitivo que, subyugado por la magia donisíaca, rompe en himnos celebrando la alianza del hombre con la tierra y el evangelio de la armonía de los mundos.

Vivía yo en una tranquilidad llena de sabiduría, vivía en una sorprendente serenidad dejando filtrarse suavemente en mi alma el encanto de aquella naturaleza fresca, transparente, aromática. Era la alegría de un enamorado frente al objeto de sus ansias y que puede saciarse con su vista a todas horas. Salía de madrugada a recoger el rocío que caía de los castañares, a respirar el perfume del heno fresco; dormía a la hora de la siesta debajo de los avellanos; me bañaba al declinar el sol en los remansos del río. Era tan feliz, que algunas veces imaginaba que el tiempo no existía, que había puesto ya un pie en la eternidad y que no saldría jamás de aquel dulce enajenamiento.

Es el valle de Laviana, donde he nacido, grandioso sin ferocidad, grave y apacible al mismo tiempo. Los prados, siempre verdes, circundados de avellanos, surcados por mansos arroyuelos, causan una impresión idílica de paz y contento. Pero las suaves colinas que lo limitan, cubiertas de espesos castañares, surgen ya con un sentimiento de fuerza, como una majestuosa armonía que no turba la paz de nuestro espíritu aunque lo inclinan a la meditación. Detrás, otras colinas más altas y adustas, alzan su cabeza desnuda. Por fin, más allá, se levantan protectoras grandes masas de montañas salvajes, como poderoso baluarte contra las irrupciones de enemigos o curiosos. Se respira aquí una profunda ternura, se siente la presencia del espíritu de infinita paz que nos da la plenitud de vida, la salud del alma y el vigor del cuerpo.

Mi corazón palpita todavía al recuerdo de aquellas horas en que flotaba sobre un mar de eternas delicias. Tendido sobre el césped, hundiendo mis ojos en los abismos azulados del firmamento sobre el cual pasaban volando como fantasmas algunas nubes, sintiendo en torno mío hormiguear entre la yerba un mundo microscópico, compuesto de innumerables insectos que se agitaban igualmente dichosos, sentía correr por mis venas la vida abundante, poderosa, armónica como una sinfonía de la naturaleza inmortal.

Parecíame que la tierra me sustentaba con amor ofreciéndome sus dones, que participaba de su felicidad y vivía en mística unidad con ella. Los pájaros tendiendo su vuelo por el aire despertaban en mí ansias de lanzarme a regiones más luminosas, me causaban un estremecimiento de vértigo, el presentimiento feliz y terrible a la vez de lo sobrenatural, mientras los insectos murmurando en torno me narraban al oído sus diminutos amores haciendo resonar en mi corazón vagos y punzantes deseos.

¿Quién podría suponer que un adolescente a quien agitaban en aquellos días tan nobles sentimientos sería capaz de asesinar fríamente a las avecillas del cielo, esparciendo sus plumas y su sangre sobre el césped? Nada más cierto, sin embargo. Provisto de una vieja carabina de pistón que Cayetano me facilitara, convertíme en perseguidor implacable de los mirlos, jilgueros y malvises que revoloteaban alegres por nuestra pomarada. Es esta una contradicción que a mí me toca confesar y a los psicólogos explicar.

¡Sí! Confieso con vergüenza que esta matanza me causaba increíbles placeres y que cuando atisbaba entre las ramas de los manzanos a un jilguero preparándose a entonar su canto apasionado en honor de su amada jilguera o a una jilguera remilgada sacudiendo las alas con coquetería para atormentar a su jilguero, me relamía como un tigre a la vista de su presa y sigilosamente me colocaba debajo de ellos y les privaba de la existencia.

Sin embargo, había otra cosa que me placía aún más que el asesinato mismo, y era su preparación. Vosotros, los que poseéis una primorosa escopeta inglesa o belga e introducís bonitamente por la recámara esos brillantes proyectiles que semejan dijes de reloj, ignoráis el placer inefable de cargar una carabina de pistón. Aquel descolgar del hombro el frasco de la pólvora y verter una pequeña cantidad en la palma de la mano e introducirla en el cañón, sacar acto continuo un viejo periódico del bolsillo y meter un trozo de él en seguimiento de la pólvora y atacar luego con la baqueta hasta presentar en el rostro señales de congestión; aquél echar mano, terminada esta operación, al cuerno de los perdigones, tomar un puñado de ellos, introducirlos igualmente y atacar de nuevo, esta vez con más delicadeza; aquel cebar prolija y esmeradamente la chimenea y sacar del bolsillo del chaleco la cajita de los pistones y tomar uno y ajustarlo…

Hay que confesar que la vida no es tan triste como muchos pretenden.

Precisamente me hallaba cierta tarde entregado en cuerpo y alma a una de estas operaciones venturosas delante de mi casa cuando acertó a pasar por allí don Eloy, el secretario del Ayuntamiento, con su escopeta al hombro y su perro brincando delante de él. Se paró a contemplarme, me saludó afablemente y me dijo con encantadora brusquedad:

—¿Quieres venir conmigo a ver si matamos unas perdices?

La emoción enrojeció mi rostro. Porque era el secretario un cazador prodigioso, el más diestro de toda aquella comarca y uno de los renombrados de la provincia. Los grandes señores de Oviedo y Gijón le escribían cuando iban a emprender una excursión cinegética por los campos de Castilla, y don Eloy les acompañaba y era el alma y principal ornamento de estas cacerías.

A nadie sorprenderá, pues, que bajo el peso de tanto honor, quedase mudo y suspenso.

Don Eloy no comprendió lo que por mí pasaba y se apresuró a añadir:

—No te haré caminar mucho. Me han dado noticia de que ahí cerca, sobre Cerezangos, hay un bando. ¿Te atreves?

¡Que si me atrevía! Hubiera ido a buscar el bando de perdices en tan noble compañía al polo antártico.

En efecto, no caminamos siquiera media hora cuando el perro quedó de muestra entre los helechos.

—¡Amartilla! —me dijo por lo bajo el secretario—. Ya estamos sobre ellas.

—¡Entra! —gritó después al perro.

Unas cuantas perdices levantaron el vuelo y ambos disparamos; yo casi con los ojos cerrados.

Una perdiz vino al suelo.

—¡Por vida mía! —exclamó don Eloy con acento irritado—. ¡Erré el tiro! Fortuna ha sido que tú lo hayas afinado, porque si no se nos escapan todas.

Quedé como quien ve visiones. Una ola de placer celestial invadió mi cuerpo y por poco me hace dar con él en el suelo. Me creí en aquel punto un héroe. Don Eloy tomó la perdiz de la boca del perro que se la traía y me la entregó con semblante triste.

Declaro que en aquel instante cruzó por mi mente un relámpago de duda; pero mi vanidad lo apartó de sí con horror.

El bando de las perdices dobló, esto es, se fué volando a la colina de enfrente. La caza en los países quebrados como el mío es mucho más penosa que en los llanos. Para llegar a ella necesitábamos bajar al fondo del valle y trepar después una razonable distancia. Bajamos rápidamente y ascendimos después todo lo más veloces que pudimos empleando casi una hora en llegar al sitio donde el bando se había posado.

Otra vez paró el perro, otra vez entró a la voz del secretario, otra vez disparamos ambos y otra vez vino una perdiz a tierra.

—¡Maldita sea mi suerte! —profirió don Eloy llevándose las manos a los cabellos, y tratando de arrancárselos—. ¡Otro tiro que erré! ¿Qué mal rayo tendré yo en las manos hoy?

Esta no coló. Quedé confuso, avergonzado, y le dije balbuceando:

—Ha sido usted quien la mató. Mi tiro ha sido muy alto.

—¿Qué estás diciendo ahí, chiquillo? —respondió irritado—. El mío fué el que marró: tiré sobre la izquierda y la pieza que cayó salió por la derecha.

Ahora bien, yo estaba bien seguro de que había tirado sobre la izquierda… Pero no insistí; tuve la flaqueza de no insistir.

Recogí la perdiz que don Eloy me entregó y la colgué triunfalmente a mi cinturón.

Regresamos a casa y durante el camino don Eloy no hacía más que lamentarse amargamente de su torpeza afirmando que los cazadores solían tener estos días aciagos. Yo le escuchaba un poco mohino haciendo esfuerzos desesperados por creerle, aunque sin conseguirlo.

Pero cuando llegamos a Entralgo y me vi rodeado por los criados y algunos vecinos y oí cantar a coro mis alabanzas y vi brillar en los ojos de mi madre la alegría de haber dado el ser a un cazador tan extremado todas mis dudas se disiparon y creí efectivamente que nadie más que yo había dado la muerte a aquellas dos aves inocentes.

Sin embargo, mi padre sonrió de un modo particular cuando le contaron mi hazaña. Y aunque don Eloy no cesaba de lamentarse de su mala suerte, aquella sonrisa enigmática no se le caía de los labios.

Largos años hace que el buen secretario descansa bajo la tierra; pero mientras yo aliente sobre ella no olvidaré los tiros que tan generosamente marró.

XXXVIII: ADÁN EXPULSADO

Muchas veces, casi siempre, lo que esperamos con ansia, no nos trae la felicidad, ni lo que esperamos con temor, la desgracia.

Jamás hubo un estudiante de quinto año más ansioso que yo de hacerse bachiller. Este magno acontecimiento era, a mi modo de ver, la llave del Paraíso.

En efecto, fué la llave, mas no para abrirlo, sino para cerrarlo. Este primero y gran desengaño que la vida me ofreció, produjo en mí tal efecto, que me hizo para siempre con ella receloso. En cada esperanza he visto, desde entonces, una emboscada; en cada deseo, una trampa. Y he pasado mi existencia como los cocheros, apretando el freno en todas las pendientes.

Tal deseo vehemente de hacerme bachiller, no era sólo por las preeminencias que tan glorioso título lleva consigo. Mis padres me habían prometido enviarme a Madrid a seguir la carrera de Jurisprudencia y ya me veía dueño absoluto de mis acciones en medio de la corte de España. ¡Qué halagüeño porvenir!

Tanto pensaba en él, que en vez de prepararme durante aquel curso para el examen, repasando las asignaturas de los años anteriores, no se me ocurrió cosa más apetitosa que comprar algunos libros de la Facultad de Derecho y ponerme a estudiar por ellos.

La Economía Política me sedujo de un modo increíble. Bien imagino ahora que no era tanto por la ciencia misma como porque su estudio me engrandecía a mis propios ojos. ¡Es tan distinguida, tan elegante la Economía Política! Estudiándola me creía a cien leguas de aquellos viejos y ridículos maestros del Instituto, me parecía vivir en una atmósfera de buen tono y adoptaba ya con mis compañeros las formas corteses, pero un poco desdeñosas de los hombres de mundo.

Tal extravagancia pudo costarme cara. Al aproximarse la época de los ejercicios o sea del examen general del bachillerato, me encontré bastante mal preparado. Sobre todo el latín, me parecía haberlo olvidado por completo. ¡Vayan ustedes con los gerundios y las oraciones primeras de activa a un hombre que meditaba sobre las relaciones del capital y el trabajo!

Me acometió un terror pánico. Si me suspendían, ¡adiós Madrid!, ¡adiós vida alegre, independiente!, ¡adiós relaciones del capital y el trabajo!

Faltaban pocos días ya para el examen: no me era posible prepararme bien en tan corto tiempo. Aturdido por la cruel perspectiva de ser rechazado, principié a imaginar tontería sobre tontería para salir del aprieto. Y naturalmente, puse en práctica la mayor de todas ellas. Nada menos se me ocurrió que ir a visitar a mi antiguo profesor de latín, aquel romántico Cincinato que tenía su fundo en la falda de las colinas y confesarme con él, esto es, declararle mi ignorancia y mis temores.

Como lo pensé lo hice. No fuí a verle a su amable retiro campestre, sino a su casa de la urbs que era vieja, obscura, y que tenía un olor clásico a ratones bastante pronunciado.

Pero he aquí que en cuanto subo nada más que media docena de escalones, adquiero súbito y por arte mágico los suficientes conocimientos de latín para sufrir cualquier examen por riguroso que fuese. Subo otros cuantos y me encuentro hecho un sabio: la lengua romana no tenía secretos para mí.

Naturalmente, comprendí que la visita era ya inútil. Bajé de nuevo la escalera y salí a la calle triunfante.

Sin embargo, no había dado muchos pasos por ella cuando sentí que mi ciencia filológica menguaba de un modo sorprendente y al fin se disipaba como la bruma de la mañana; quedé un instante perplejo y me decidí a entrar otra vez en casa del profesor.

Otra vez volví a sentir inundado mi cerebro por una ola de sabiduría, que lo bañó por completo y estuve bien tentado a dar la vuelta. Pero sospechando que pudiera ser un falaz espejismo, hice un esfuerzo por arrojar de mí aquella ilusión y tiré del cordón de la campanilla.

Era un cordón negro, siniestro, fatídico, como la cuerda de un ahorcado. La campanilla sonó en las profundidades de aquel antro con lúgubre tañido, que apretó mi corazón; aunque ya estaba bien reducido.

Y repentinamente sentí un vago deseo de que la casa se derrumbase y me sepultase entre sus ruinas.

Una vieja salió a abrirme; detrás de ella un perro que me dirigió una mirada de desprecio sin ladrarme. Lo mismo él que la vieja comprendieron al instante que yo era un pobre estudiante que venía pidiendo misericordia. Estaban acostumbrados a estas visitas.

Me introdujeron en una sala de piso negro y pegajoso por las capas de cera superpuestas durante medio siglo y allí me dejaron sin decirme una palabra. De las paredes, tapizadas con papel pintado que reproducía infinitas veces un loro mordiendo la flecha de la torre de un campanario, pendían algunas fotografías con marco de nogal representando al profesor con toga y birrete rodeado de sus discípulos. La fecha, escrita debajo con supremo arte caligráfico, era atrasadísima. Otros cuadros contenían diplomas que daban testimonio de la aplicación del profesor cuando era niño. ¿A qué época se remontarían estos diplomas?

Al cabo de unos minutos se presentó el catedrático en persona y quedé petrificado como si viese un espectro.

—¿Qué deseaba, hijo mío? —me dijo después de esperar vanamente a que yo diese algún signo de vida.

Tardé todavía algún tiempo en salir de mi transmutación marmórea y, al fin, balbuciente y ruborizado, le pregunté por su salud y por la de su familia como si fuese lo único que en aquel momento me interesase sobre la tierra. El profesor me informó afablemente de estos extremos y volvió a reinar el silencio.

Entonces me puse a dar vueltas entre los dedos a mi sombrero con la velocidad de un cuerpo celeste.

El profesor apenas se dignó fijar la atención en aquel movimiento de rotación increíble y me siguió mirando de hito en hito.

—El caso es… que dentro de algunos días me voy a presentar al ejercicio de letras para el grado de bachiller.

—Perfectamente —manifestó el catedrático doblando el espinazo con ceremoniosa solemnidad.

—Y como hace tanto tiempo que estudié el latín…

No pude pasar más adelante; tenía un nudo en la garganta. El profesor vino en mi auxilio.

—Supongo que no habrá usted abandonado su estudio y que se presentará bien preparado.

—¡Ah! —exclamé poniéndome rojo hasta el blanco de los ojos—. No señor, no… no estoy bien preparado, sobre todo en el latín, que he abandonado un poco en estos últimos años.

Los ojos del catedrático expresaron profunda consternación. Se llevó la mano a la frente y observé en él síntomas inminentes de desfallecimiento. Después comenzó a pasear por la sala con las manos atrás, según su costumbre, dejando escapar unas veces resoplidos de furor y otras suspiros de angustia.

—¡Abandonar el hermoso idioma del Lacio! —exclamaba levantando los ojos al cielo.

Yo me pegué a la pared maldiciendo la hora en que había nacido.

—¡La lengua de Marco Tulio y Quintiliano!

Me apreté aún más contra el muro sin dejar por eso de imprimir a mi sombrero una velocidad vertiginosa.

—¡La lengua meliflua de Tíbulo y Propercio!

Más pegado aún; casi incrustado.

—¡La lengua de Escipión el Africano!

Yo estaba desesperado de haber ofendido a aquellos ilustres varones, pero la cosa no tenía remedio. Ni aun logré filtrarme por la pared como era mi deseo vehemente.

En fin, mi sombrero había hecho más de cinco mil revoluciones sobre sí mismo cuando el catedrático cesó de suspirar y lamentarse. Siguió paseando silencioso y entregado a una dolorosa meditación.

Entonces acaeció en aquel recinto algo lamentable que no puedo recordar sin ponerme colorado. Sonriendo como un idiota rompí el silencio exclamando:

—¡Vaya unas patatas que recoge usted en su finca del Naranco!

Apenas había pronunciado estas absurdas palabras comprendí que había caído en un pozo. La desesperación me hizo quedar clavado en la pared con la misma sonrisa estúpida en los labios y aguardé impávido a que el profesor me echase de la estancia a puntapiés.

Se detuvo delante de mí y me dirigió una larga y severa mirada. ¡Caso prodigioso! Aquella mirada fué poco a poco perdiendo su severidad y tornóse al cabo en benévola.

—¡Maravillosas! —exclamó con énfasis—. Ni las más dulces de la Campania, ni las más farináceas del vecino reino de Castilla las sacan ventaja.

¡Estaba salvado!

Nuestra interesante conferencia, que duró todavía algunos minutos, versó toda ella sobre tan amables legumbres.

Quintiliano y Escipión el Africano debieron de estremecerse con indignación en sus tumbas.

Cuando al cabo me despedí, el catedrático me pasó paternalmente el brazo por encima de los hombros y vertió en mi oído algunas palabras de aliento.

Ahora bien, esta escena ha enriquecido mi alma con una enseñanza y un sentimiento. La enseñanza, bien deplorable, es que en este mundo la adulación más grosera, más estúpida e inoportuna produce buen efecto. El sentimiento no puede ser más dulce: se cifra en la gratitud que he guardado siempre en el pecho hacia las patatas que fueron mis salvadoras en aquella ocasión. Jamás he dejado de rendirles homenaje cuando me las han presentado bien guisadas.

Me hice bachiller al fin sin contratiempo alguno y vine a pasar el verano a Avilés con mis padres. No recuerdo otro más feliz en mi existencia si no es el que precedió a… ¿Por qué sumergir ahora la mirada en otras épocas de mi vida? El presente fué dichoso, porque a la conciencia de mi libertad, tan grata a todos los seres, se unía la perspectiva de la corte, no menos grata a los jóvenes provincianos.

Me apuntaba la barba; se me había mudado la voz; en casa me consideraban ya como un hombre. Fuera de ella me mostraba tan celoso de esta prerrogativa, tan quisquilloso que cualquier palabra o signo que no se dirigiese al reconocimiento decisivo de mi virilidad me hería profundamente.

Mi pobre madre, al verme mozo, se puso a amarme con verdadero frenesí. Ella, que siempre había sido sobria de caricias con sus hijos, me las prodigaba ahora frecuentes y apasionadas como si se sintiese morir. Cuando yo entraba en casa me echaba los brazos al cuello, me apretaba contra su pecho, me tenía así largo tiempo y me decía al oído palabras de ternura.

En efecto, se sentía morir. Su cuerpo delicado parecía una sombra; sus grandes ojos negros le llenaban la cara. Todos lo observaban menos nosotros, que acostumbrados de toda la vida a verla sufrir imaginábamos sin duda que aquella salud tan quebradiza no se rompería jamás por completo. La sostenía su espíritu indomable hecho a guerrear desde la infancia con su cuerpo.

Recuerdo que uno de aquellos últimos días de mi estancia en Avilés la encontré de rodillas limpiando con un paño la pata de una mesa donde había visto polvo. Cuando entré en la habitación quiso abrazarme, pero no pudo. Entonces corrí y la levanté en mis brazos con la misma facilidad que si fuera una niña. Ella sonriendo me abrazó y me besó con efusión. Yo sin darme cuenta de lo que aquello anunciaba sentí, no obstante, que las lágrimas se me agolpaban a los ojos.

—¡Atrás, atrás recuerdos dolorosos! Toda mi vida he llevado en el alma aquel momento, aquella sonrisa triste como si antes de bajar a la tumba el ser que me dió el ser quisiera dejar grabada a buril su imagen en mi corazón.

—¡Partamos! La dicha me espera. En los últimos días sentía una impaciencia loca por volar fuera del nido. Un mes antes ya había comenzado a arreglar mi baúl al cual dirigía miradas amorosas desde mi lecho al acostarme como si fuese el símbolo de mi felicidad. Compré un plano de Madrid y me puse a estudiarlo tan concienzudamente que cuando llegué a la capital pude caminar por ella con gran asombro de mis amigos, sin necesidad de guía.

Por fin llegó el momento de la partida. Era, si no recuerdo mal, el día primero de Octubre, cuatro antes de cumplir los diez y siete años. Mi padre me acompañó hasta Oviedo. La silla de posta salía por la noche de la plazuela de la Catedral, donde se hallaba la casa del Correo.

En la mal esclarecida plazoleta trajinaban los mozos subiendo a la baca de la diligencia los equipajes mientras algunas escasas personas en torno de ella despedían a sus deudos o amigos. Reinaba un silencio discreto, un ambiente de tristeza. Los caballos de vez en cuando hacían sonar sus cascabeles sin despertar alegría.

El reloj de la torre, cuya grave voz tantas veces me había llamado a mis estudios y a mis recreos, vibró al fin con diez campanadas. Recibí las últimas caricias de mi padre sin emoción, con la indiferencia egoísta de todos los ilusos. El postillón hizo chasquear el látigo y partí.

Al encontrarme solo y a obscuras en el fondo de la berlina corrió por mi cuerpo un estremecimiento feliz no exento de melancolía. Porque nuestra alma nos advierte con un lejano suspiro en medio de las más vivas alegrías que no debemos fiar de ellas. Una ola de vagos anhelos, de ilusiones y esperanzas se hinchaba dentro de mi pecho, subía a mi cerebro y me embriagaba. Jamás sentí la vida más amable que en aquella primera hora de soledad y de fuerza.

El coche rodaba por la sombría carretera. Los árboles y las colinas se dibujaban informes en la penumbra de una noche estrellada sin luna. El ruido de los cascabeles, el chasquido del látigo del postillón y el sordo rumor de las ruedas me adormecían con un letargo deleitoso. Cuando cerraba los ojos una legión de ángeles murmuraban en mi oído palabras de ventura, desplegaban mágicas y soñadas perspectivas.

¿Angeles he dicho? ¿No serían más bien diablos disfrazados?

Pero ya comenzamos a escalar las grandiosas montañas del Pajares; ya nos acercamos a la cumbre; ya tocamos en ella.

¡Adiós dulce infancia!, ¡adiós adolescencia soñadora! Allá abajo me esperan la casa de huéspedes sórdida, la indiferencia desdeñosa, la hostilidad irracional, el placer sin alegría, el pecado, el remordimiento…

Ya la diligencia traspone la cima de la montaña; ya corre por las llanuras dilatadas de Castilla.

¡Adiós! ¡Adiós! Adán salió del Paraíso.

Appendix A

FIN
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José Calvo Tello

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La novela de un novelista. La novela de un novelista. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-0251-4