PARTE PRIMERA: EL HOMBRE DE LA CAPA RAÍDA

I: Lo que pasó, hace cuatrocientos treinta y seis años, en el camino de Granada a Córdoba

El más joven de los dos soltó la vara leñosa que le servía de apoyo, sus rodillas se doblaron, y deslizándose entre los brazos de su compañero, que había acudido a sostenerle, quedó tendido en el suelo al pie de un matorral.

—No puedo más, Fernando. ¡El Señor me valga!

Su rostro delicado, casi femenil, palideció hasta tomar una blancura verdosa. Sus ojos negros, rasgados en forma de almendra, se cerraron, después de un parpadeo de angustia.

Fernando, arrodillado junto a él, lo abrazaba, hablando al mismo tiempo para infundirle ánimo.

—¡Lucero!, ¡mi tesoro! ¡Arriba!… No te entregues.

Podía descansar un poco, y luego continuarían su viaje, durmiendo aquella noche en Córdoba. Pero su compañero parecía no oírle. Instintivamente había apoyado su cabeza en uno de los hombros de Fernando, quedando adormecido, sin más signo vital que una débil y fatigosa respiración.

El llamado Femando, siempre de rodillas, miró en torno, sin ver a ningún ser humano en los dos extremos del camino ni en las tierras inmediatas.

Esto fue en 1492, cinco meses después de haber terminado la famosa guerra de Granada. Corría el mes de Mayo, y los reyes que después fueron llamados Católicos habían subido, el 2 de Enero, como vencedores a la fortaleza de la Alhambra, viendo a sus pies la sometida capital de los últimos monarcas musulmanes de España.

En estas primeras horas de la tarde parecía respirar la tierra el vigor y los perfumes de su renuevo primaveral. No se veía por ninguna parte el trabajo del hombre. Los dos jóvenes estaban solos, entre dehesas cuyos matorrales se mostraban cubiertos de menudos racimos o flores silvestres, rosadas, blancas, amarillas. El camino era más bien una pista natural, abierta por el paso de los viandantes en el transcurso de los años. Las carretas habían dejado profundos surcos en el suelo. Éste era polvoriento la mayor parte del año, y otras veces se convertía en barranco bajo las lluvias invernales. La andadura de mulas y caballos, así como las pisadas de los peatones, iban borrando estas huellas profundas y desmenuzaban la tierra, para que se transformase en barrizal a la próxima tormenta.

Más allá de los matorrales que lo bordeaban, en dilatados espacios cubiertos de mentida hierba, algunos toros casi salvajes rumiaban su pasto, o iban con lento paso a beber en las charcas de una cañada próxima. Dichas bestias eran los únicos seres vivientes en esta soledad. Los pastores debían hallarse muy lejos, y resultaron inútiles los gritos que lanzó Fernando, asustado por el desfallecimiento de su compañero.

Cuando tales llamamientos se perdieron sin eco en la infinita planicie, abandonó el joven al caído para despojarse de un pequeño saco de lona que llevaba colgando de un hombro. Debía contener algunas ropas, a juzgar por su blandura, y lo colocó a modo de almohada bajo la cabeza de Lucero. Luego echó mano a una pequeña bota de vino, muy lacia, pendiente de su ceñidor, y repitiendo aquellas palabras con que pretendía reanimar a su camarada, pugnó por abrirle la boca, deslizando entre sus labios el pitorro de dicho pellejo, casi exhausto.

La últimas gotas de vino reanimaron momentáneamente a Lucero. Entreabrió los ojos para mirar agradecido a su acompañante; luego volvió a cerrarlos, diciendo con voz débil:

—Tengo hambre.

Acogió Fernando tales palabras con gesto desalentado. Sabía que en la bolsa de lienzo no quedaba ningún pedazo de pan. El último mendrugo lo habían comido aquella mañana… ¡y nadie a quien pedir socorro!

Iban vestidos los dos con pobreza, pero sus ropas, aunque raídas, revelaban un origen superior al de los rudos indumentos usados por la gente del pueblo en los campos y los suburbios de las ciudades. Llevaban sayos cortos, calzas de lana y un birrete sobre las crenchas recortadas al nivel de los lóbulos de sus orejas. Las calzas tenían remiendos y algunos agujeros; los sayos mostraban ya la trama de su tejido; el polvo había deslustrado aún más dichas prendas; pero se adivinaba que habían sido de brillantes colores y algo costosas en el momento de su adquisición.

Reconfortado Lucero interiormente por las gotas de vino, parecía dormitar ahora. Su compañero no osó incitarle a que continuase la marcha. El caído prefería permanecer con los ojos cerrados al pie de aquel matorral intensamente rumoroso a causa de los enjambres de insectos que aleteaban sobre el rudo follaje buscando los zumos azucarados de sus flores.

Se convenció Fernando de que aquel día no llegarían a Córdoba, pensando con inquietud en la posibilidad de pasar otra noche a cielo raso, como las dos anteriores; pero ahora sin vino, sin pan, sin un compañero de ruta que pudiera socorrerlos. ¿Era posible quedar abandonados así, en tierra de cristianos, lo mismo que los navegantes que naufragaban en islas desiertas al ir a hacer «rescates» de oro en las costas de Guinea?… De marchar solo, no le hubiese arredrado tal situación; pero llevaba con él a Lucero, débil de fuerzas, y cuyos pies sangraban desde un día antes dentro de los duros borceguíes que él le había prestado.

Revivía en el espacio de breves instantes toda su vida anterior, con esa concreción fulminante que sólo conocemos en minutos angustiosos. Los dos habían nacido en Andújar; él tenía diecisiete años y Lucero quince. Su padre, Pero Cuevas, había guerreado contra los moros granadinos —como escudero de uno de los señores que acompañaban al rey don Fernando desde su primera campaña—, hasta que en la toma de una población lo atravesaron dos saetas mahometanas, haciéndole caer muerto desde los últimos travesaños de una escala de asalto.

El joven únicamente había conocido en realidad a su madre, pues en aquellos tiempos de continua guerra el escudero sólo de tarde en tarde aparecía en su hogar. Hijo de viuda, vigoroso de cuerpo y aficionado a peligros y violencias, Fernando se había educado a su gusto, abandonando apenas tuvo diez años el «estudio», pobre escuela donde aprendió a leer con lentitud y a escribir mal, uniendo a las dos mencionadas artes la doctrina cristiana, aprendida de memoria en fuerza de recitarla a gritos.

Prefería salir a las afueras del pueblo, en calzas y jubón, con otros muchachos de su edad, «a ferir la pelota», enviándose entre ellos la dura bola de cuero con incansable agilidad. Otras veces se ejercitaban en el manejo del arco y la lanza, o con largas espadas de madera golpeábanse unos a otros, fingiendo batallas de moros y cristianos, diversiones belicosas que empezaban entre risas para acabar con derramamientos de sangre y cabezas rotas.

Aparte de los mencionados entretenimientos, tenía otros de más reposo y mayor agrado para su alma. Habitaba con su madre en una casucha propiedad del noble señor al que había servido el difunto escudero. Esta vivienda gratuita, las limosnas que de tarde en tarde hacía dicho prócer a la viuda y una pensión de unos cuantos centenares de maravedises que un pariente fraile había conseguido de la reina Isabel por los servicios del finado Pero Cuevas bastaban para el mantenimiento de los dos.

En la misma calle había colgado su muestra un alfajeme o barbero —buen oficio en aquellos tiempos en que era de uso corriente llevar la cara rasurada, desde el rey hasta los últimos villanos—, el cual rapaba y afeitaba a la puerta de la casa, no decidiéndose a trabajar dentro de su tugurio más que en casos de lluvia.

Todos los desocupados del barrio acudían a este lugar de información y esparcimiento. Sentados en los poyos de las puertas cercanas o en taburetes rústicos, conversaban entre ellos. Otras veces mantenían diálogos con el alfajeme o con el parroquiano que ocupaba la gran «cadira de palo», el cual sólo podía hablar a través de las vedijas blancas de su cara enjabonada. Siempre había algún punteador de vihuela que acompañaba con armonioso temblor de cuerdas el susurro de las conversaciones.

Hablaban de la conquista de Granada, la gran empresa de aquella época; de la rebeldía de algunos señores de Galicia, últimos sostenedores de la insolencia feudal; de los tratos de don Fernando de Aragón con el monarca de Francia, alabando las habilidades de su propio rey, tan «sabidor» de astucias diplomáticas como de cosas de la guerra. En las horas del atardecer alguien cantaba los últimos «trovetes» y «versetes» puestos en boga; otros escuchaban el relato de milagros recientes de santos, o lamentosas historias de cautivos en poder de moros, los cuales preferían morir antes que renegar de su fe en Cristo. No pasaba mes sin que se enterasen igualmente, con indignación y horror, del último crimen sacrílego cometido por los judíos, siempre muy lejos, al otro lado de España: raptos de niños cristianos para crucificarlos en secreto, remedando con dicho suplicio la muerte de nuestro Redentor.

El sacristán de una iglesia inmediata, hombre de ciertas letras, que sabía leer con la misma entonación majestuosa de un clérigo que dice su misa, obsequiaba algunas veces a la reunión trayendo una historia manuscrita: las aventuras del señor Amadís de Gaula y otros caballeros, que conquistaban ínsulas, ponían en libertad a princesas encantadas y combatían con gigantes, dragones y otros seres infernales, poseedores del diabólico poder. Los golpes de espada y lanza se repetían a cada página, echando abajo escuadrones enteros, y el hijo de Pero Cuevas escuchaba tales maravillas con los ojos muy abiertos, temblándole de emoción las alillas de la nariz.

Otro tanto haría él si Dios y su buena fortuna le daban las fuerzas necesarias. Malo era que la guerra con los moros estuviese ya por terminar, pero sobre los mares seguirían buscándose los hombres para reñir, y más allá de la mar Océana existían tierras de misterio, la del Preste Juan de las Indias y otros monarcas que eran paganos, con ciudades inmensas, palacios chapados de oro y enormes bestias llamadas «marfiles» o elefantes, de trompa movible, dientes largos y curvos, patas redondas y una torre sobre el lomo llena de flecheros. ¡Que al Señor le pluguiese llevarlo a estas tierras, donde un buen cristiano puede conseguir mayor fortuna combatiendo que su padre, el pobre escudero muerto por los moros granadinos, y él se encargaría de hacer lo demás!

El segundo placer de su adolescencia era hablar con Lucero, hija de don Isaac Cohén.

Cerca de su casa estaba el barrio habitado por los judíos. Según había oído contar Fernando —mucho antes de su nacimiento, cuando tal vez sus abuelos eran jóvenes—, estas gentes habían sido atropelladas y despojadas repetidas veces por los cristianos, a imitación de lo que ocurría en Córdoba y otras ciudades más lejanas. La mayor parte de las familias judías, para vivir seguras, habían acabado por aceptar el bautismo, recibiendo sus individuos el nombre de «cristianos nuevos» o «conversos». Otros, los menos, se mantenían fieles a su creencia con la tenacidad de los mártires.

Don Isaac era uno de ellos. Mostrábase humilde y conciliador con los enemigos más encarnizados, acogía las injurias sonriendo, sus palabras eran siempre dulzonas; pero esta modestia ocultaba una voluntad irreductible en materias de fe. Necesitaba creer lo que habían creído sus padres, sus abuelos, las numerosas generaciones de judíos que, según tradición guardada en las Aljamas, habitaban la tierra española dos mil años, mucho antes de que existiese el cristianismo. Siendo el más rico de los suyos en Andújar, socorría a los judíos pobres con sus dineros, y a todos los de su ley con palabras de entusiasmo en los momentos de persecución.

Para los cristianos viejos resultaba un hombre providencial cuando éstos se veían en apuros monetarios, pues siempre se mostraba pronto a conceder un préstamo si le ofrecían por él prendas suficientes. Luego, era el usurero odiado, el hombre que venía inoportunamente a reclamar su plata, y a quien deseaban todos una pronta muerte, para borrar de tal modo su deuda.

Fernando Cuevas había ido en su infancia, como tantos otros chicuelos de la ciudad, a gritar insultos ante las casas de los judíos. Recordaba igualmente haber arrojado piedras desde lejos contra don Isaac Cohén y los principales personajes de la Aljama, todos hombres adinerados y de oculta influencia sobre la vida comercial de la población. Esto no era un obstáculo para que se mezclase luego en sus juegos con los muchachos del barrio de los judíos y con otros que habitaban el barrio de la Morería, apodados «mudejares». En todas las ciudades de entonces existían españoles de religión judaica y españoles mahometanos, que por los avances de la conquista cristiana habían quedado bajo el poder de los monarcas de Castilla y Aragón, manteniéndose fieles a sus antiguas creencias religiosas y sus costumbres tradicionales.

Un nuevo pueblo había venido a aumentar recientemente esta heterogeneidad nacional, el de los gitanos o «egipciacos», entrados en España pocos años antes. Gente movediza, parlanchina y ladrona, afirmaba proceder de Egipto, viéndose condenada a vagar por el mundo, como el Judío Errante, por haber negado auxilio a la Virgen cuando huyó ésta con el pequeño Jesús a las riberas del Nilo. En realidad, procedían de un pueblo del Norte de la India que había sido removido por las asoladoras invasiones de Tamerlán, como una piedra que salta de su alvéolo, viéndose arrojado a través de toda Europa, hasta que se detuvo en las costas de España, no pudiendo ir más lejos.

La chiquillería de la ciudad visitaba campamentos de estas gentes en las afueras, admirando sus industrias de nómadas martilleadores del cobre, sus bodas consagradas por la tradicional rotura del cántaro, sus reinas morenas, de ojos ardientes, vestidas de oropeles, con una gran corona de dorado cartón.

Otra de las diversiones de los muchachos era ver bailar a los osos que traían los llamados «alemanes», húngaros en realidad, los cuales iban hacia la rica Sevilla o se encaminaban al real de Santa Fe, para recreo de la muchedumbre soldadesca qué mantenía el sitio de Granada.

Pasaban con frecuencia señores a caballo, procedentes del campamento de los reyes, llevando detrás de ellos a sus escuderos armados y a numerosos domésticos vistiendo trajes de color siena, con listas horizontales rojas. Todos los villanos, labradores o menestrales, usaban de modo uniforme una veste de verde obscuro hasta las rodillas, cuello de camisa grande y vuelto sobre los hombros, cabello corto con tufos sobre las sienes, calzas negras y cinturón de cuero.

Ningún judío era esclavo. En cambio no había señor que no comprase para su servicio un moro, una mora o un morezno.

Atropellaban siempre en sus juegos los muchachos cristianos a los hijos de moros y judíos. Los que eran de familia de «conversos» o «cristianos nuevos», para hacer olvidar su origen, obedecían en todo a los dominadores, extremando sus violencias contra los caídos.

No quería acordarse Fernando de las muchas veces que había tirado de las trenzas a la hija menor de don Isaac, haciéndola correr despavorida hasta la puerta de su casa. Luego, la timidez de Lucero, el terror de bestezuela dulce que mostraba al verle, habían acabado por transformar los sentimientos del muchacho, cuando ya contaba catorce años.

Repentinamente se mostró protector de la hija de Cohén, aporreando a todos los camaradas que intentaban ofenderla. Rondó la casa del israelita, esperando que Lucero asomase su rostro pálido, de grandes ojos, a uno de los contados ventanucos con reja, únicos respiraderos exteriores de aquel edificio, cuya puerta era semejante a la de un castillo por su espesor y sus herrajes. La hija de don Isaac empezó a interesarse a su vez por el hijo del escudero, y pareció que en adelante la única razón de su existencia fuese inventar pretextos para salir de la casa y hablar con él.

Una voluntad igual a la del padre fue formándose detrás de su exterior encogido y servil, herencia de innumerables generaciones vilipendiadas y perseguidas. Fernando estaba seguro de que un día —sin que supiese cómo podría ello realizarse— Lucero iba a ser su mujer, yéndose juntos por el mundo para conquistar señorío y fortuna. Y dejaba transcurrir el tiempo sin hacer nada, mantenido pobremente por su madre, vigilado de lejos por don Isaac, varón astuto que había empezado a darse cuenta de las asiduidades de este joven cristiano para con su hija menor. Algunas veces, al cruzarse con él en la calle, lo miraba disimuladamente con unos ojos que adquirían el brillo del oro, mientras le temblaban sus barbillas de pelo entrecano.

Durante el sitio de Granada, el judío de Andújar ayudó a los reyes, como muchos otros de su religión, con donativos voluntarios, contribuyendo además al avituallamiento del ejército cristiano. Don Abraham Señor, el más rico de los israelitas españoles, cuya fortuna se calculaba en docenas y docenas de «cuentos» o millones, y que tenía arrendado a los monarcas el cobro de las contribuciones de Castilla, recomendaba a todos sus correligionarios un esfuerzo, en préstamos y servicios, para hacerse agradables a los monarcas. Mas una vez entrados éstos en Granada, la enemistad que latía oculta varios siglos, manifestándose de tarde en tarde con matanzas populares de judíos, estalló repentinamente.

Dos meses antes había ocurrido lo que tanto temían muchos varones prudentes de las Aljamas. Los futuros Reyes Católicos, después de vencer a los moros, deseaban librarse igualmente de los judíos. Todos los españoles debían tener en adelante la misma religión. Los judíos que no quisieran hacerse cristianos debían abandonar el reino en el término de tres meses. Numerosos predicadores iban de ciudad en ciudad lanzando sermones para conseguir que los habitantes de las Juderías pidiesen el bautismo y abjurasen de su «hexética parvedad», único medio de evitar la expulsión. Muchos renegaban de sus creencias tradicionales para continuar en el disfrute de las casas y las tierras propias. Otros se mantenían fieles a la antigua ley.

Cuantos ricos figuraban en las Aljamas protegían con su dinero a los pobres. Mostraban los rabinos una exaltación profética, semejante a la de los caudillos que habían guiado al pueblo de Israel en su éxodo. Todos parecían cansados de las persecuciones sufridas sobre aquella tierra durante diez siglos. Mucho la amaban, pero era preferible salir de ella para siempre. Hacían memoria de los Faraones y de la esclavitud que habían impuesto al pueblo elegido de Dios. La España cristiana era el antiguo Egipto, y ellos debían abandonarla, seguros de que Jehovah protegería su caravana a través del mundo entero, como había sostenido y guiado a las muchedumbres dirigidas por Moisés.

Los cristianos viejos y muchos de los nuevos que se habían mezclado por casamiento con las familias de más puro origen español acogían alegremente esta pragmática de los reyes, imaginándose que la vida sería más fácil, el dinero más abundante, el trabajo más productivo, cuando la «raza maldita» desapareciese para siempre del suelo de España.

Un canto popular se esparcía con rapidez por los reinos de Castilla y Aragón. Habían empezado por entonarlo juglares y ciegos guitarreros, y ahora lo cantaban en plazas, caminos y mesones las mujeres, los arrieros, los corros de niños:

Ea, judíos, a enfardelar,
que los reyes vos mandan
que paséis la mar.

No podían los expulsados llevarse con ellos moneda alguna de oro o plata, ni joyas, ni otra cosa que sus ropas. Las propiedades debían venderlas en el término de tres meses; y una raza odiada por su habilidad en los negocios tenía que dar, como dijo un cronista de la época, «una casa por un asno, y una viña por un poco de paño o lienzo».

Tomaban sus precauciones las comunidades hebreas para esta huida general, ordenando que toda hembra mayor de doce años se casase inmediatamente, así iría «a sombra y compañía de marido» que la apoyase y defendiese, y los padres quedarían más desembarazados para el viaje.

Tal disposición alarmó a los dos jóvenes de Andújar más que el edicto dado por los reyes. La expulsión era algo futuro, quedaba aún para su cumplimiento un plazo de varias semanas; tal vez los monarcas se arrepintiesen en el último momento. El matrimonio ordenado por la Aljama era urgente. Don Isaac había llevado a su casa varios jóvenes israelitas, recomendando a Lucero y a dos de sus hermanas, que eran de anteriores matrimonios, los méritos de estos pretendientes para realizar unas bodas inmediatas.

Hasta se había presentado a don Isaac un hidalgo cristiano, antiguo criado de los reyes, proponiéndole casarse con Lucero, medio seguro de evitar a la joven su salida de España. Cohén no había querido escuchar tal proposición, pues su hija, para casarse, tendría que pedir antes el bautismo. Y lo raro del caso para el personaje judío fue que Débora, su esposa, encontrase aceptable tal matrimonio.

Cuevas, ignorante hasta entonces de otras aventuras que no fuesen las leídas o recitadas, sacudió la inercia de su vida sin incidentes, ni otro horizonte que el de su ciudad. La hija de Cohén sintió nacer en su interior una intrepidez semejante a la que habían mostrado muchas veces las hembras de su raza en momentos decisivos. La mujer debe seguir a su marido ciegamente, y ella no podía ser esposa de otro hombre que de Fernando.

Sufrió pensando en su padre, que siempre la había tratado con el amor predilecto y tiernamente senil que inspira una hija menor. Aún le causaba mayor pesadumbre abandonar a su madre, la hermosa e indolente Débora, todavía joven, tercera esposa de don Isaac, que no había tenido otra hija que Lucero.

Esta madre que la amaba tanto representó de pronto para la joven un verdadero peligro. Débora la aconsejaba que se dejase raptar por el hidalgo cristiano que se había presentado a don Isaac pidiendo casarse con ella. La madre aceptaba que este hombre, más conocido por el apodo de «el Repostero real» que por su verdadero nombre, era de aspecto poco simpático, pero añadía que era conveniente seguirle, pues sólo deseaba librarla del decreto de expulsión.

Lucero se vio amenazada de un doble peligro. De continuar en la casa paterna, don Isaac la casaría con cualquiera de aquellos jóvenes judíos que se habían presentado como pretendientes. Si se confiaba a su madre Débora, ésta ayudaría al llamado «Repostero real» a que la raptase.

Era mejor seguir las sugestiones de Fernando. Éste también consideraba difícil su situación en Andújar. El «Repostero real» se había fijado en él, considerándolo un estorbo para sus planes. Hasta tuvo sospecha Cuevas de que iba a utilizar su influencia con las autoridades de la ciudad para que con cualquier pretexto lo metiesen en la cárcel.

Además, un día este hidalgo atrevido, al encontrarle cerca de la casa de don Isaac, pretendió infundirle miedo, amenazándole con darle de palos. Mas tales amenazas resultaban peligrosas con un mozo belicoso como lo era Cuevas. Y dando unos pasos atrás, agarró una piedra del suelo, arrojándola a la cabeza del antipático hidalgo y echando a correr inmediatamente, antes de que la gente acudiese a los gritos del «Repostero real», aturdido por la inesperada agresión.

Después de esto, Lucero y Femando decidieron huir, y dos días antes se habían fugado de Andújar.

Cuevas la dio su único traje de recambio para que se disfrazase de muchacho. Lucero era casi tan alta como él. En su gracilidad de adolescente bien espigada, apenas si llegaban a marcarse las amenidades de su belleza mujeril, lo que la permitía fingirse mancebo. Vestidos así les era más fácil marchar por los caminos. Además, necesitaban ocultar el origen de ella, temiendo la hostilidad de los cristianos viejos y las penas consignadas en el edicto de expulsión.

Fernando quiso en el primer momento emprender el camino más corto para ir a Córdoba, siguiendo el curso del Guadalquivir. Luego prefirió ciertas pistas sólo frecuentadas por los ganaderos de la Mesta, evitando de este modo el encuentro con viandantes excesivamente curiosos.

Durmieron la primera noche en un hato de pastores, haciéndose pasar por hermanos que habían quedado huérfanos e iban a ponerse bajo el amparo de unos tíos residentes en Córdoba. El día siguiente lo pasaron caminando, sin ver más que algunos viajeros que les inquietaron por su aspecto, lo que les hizo esquivar su compañía.

Los reyes don Fernando y doña Isabel habían creado años antes la Santa Hermandad, corporación militar que vigilaba los caminos y en fuerza de crueles represiones iba extinguiendo el bandidaje. Las gentes ya se atrevían a viajar solas, pero aún quedaban «golfines», nombre dado a ciertos bandidos que durante siglos habían aprovechado las interminables guerras entre moros y cristianos y las discordias civiles asoladoras del país.

Viéronse caídos los dos jóvenes en una vida muy distinta a la que habían llevado en su tranquila ciudad. Encontraron un cadáver atado a una encina con el pecho erizado de saetas, igual a la imagen de San Sebastián tal como la habían visto en las iglesias. Era un facineroso ejecutado por los cuadrilleros de la Santa Hermandad. Éstos podían ajusticiar a flechazos a todo criminal en el momento de aprehenderlo. El estado anárquico en que los citados reyes habían encontrado el país aconsejaba dicha justicia expeditiva.

Temblaban los dos fugitivos de encontrar a la Santa Hermandad tanto como a los bandoleros, y por dos veces se escondieron entre jaras al ver desde muy lejos las calzas rojas, los sayos blancos y los birretes morados de algunas parejas de cuadrilleros, con la ballesta al hombro y la corta espada al cinto.

Se extraviaron en varias encrucijadas, teniendo que desandar repetidas veces su camino. Así llegó la noche, y durmieron en campo raso.

Quejábase Lucero, haciendo esfuerzos por contener sus lágrimas. Sólo había conocido hasta entonces la vida muelle, casi claustral, de las judías y las moras. Salía poco de casa e ignoraba los ejercicios violentos. Sus pies delicados la hacían sufrir agudísimos dolores después de esta marcha extraordinaria. Durmieron abrazados el uno al otro, sumidos en un sueño que parecía de plomo por su pesadez. Abrumados de fatiga y algo hambrientos, ningún deseo voluptuoso turbó este contacto fraternal.

Quedaba muy poco de los víveres que Fernando había sacado de su casa.

Al romper el día reanudaron su marcha trabajosamente. Lucero hacía esfuerzos de voluntad para seguir adelante. Cuevas pretendía distraerla imitando el canto de los pájaros posados en los matorrales. Luego arrojaba piedras a los cuervos y silbaba a los toros, que levantaban excitados su testuz como si fuesen a acometer, y no viendo a nadie, por haberse ocultado los dos jóvenes, volvían el hocico al suelo para seguir mordisqueando la hierba.

Había cortado Femando una gruesa rama para él y una vara más ligera que servía de bastón a Lucero. Ocultó el resultado de una pregunta que hizo a un peregrino encontrado pocas horas después, para no desalentar a su compañera. Se habían extraviado desde el día anterior, viniendo a parar al camino seguido por los que iban de Granada a Córdoba.

Antes de mediodía comieron su último pedazo de pan. En realidad lo comió Lucero, pues el joven, desde el día antes, fingía, con diversos pretextos, tomar parte en las frugales comidas, procurando al mismo tiempo que todo quedase para ella… Y dos horas después la hija de don Isaac se dejó caer, no pudiendo continuar la marcha.

Acabó Fernando por sentarse en el suelo, levantando la cabeza de la desmayada para apoyarla en sus rodillas. Miró con angustia a un extremo y a otro del camino. Éste se elevaba por un lado, salvando un altozano, y se hundía por el opuesto en un barranco… ¡Nadie!

La soledad despertó su fe religiosa, impetrando mentalmente a la Virgen de Guadalupe, que era entonces la imagen más milagrosa de España.

—¡Gran Señora! Haz que alguien venga en nuestra ayuda.

Momentos después se dio cuenta de que ya no estaban solos.

Adivinó la proximidad de otros viajeros, antes de verlos. Por la parte baja del camino asomó una cabeza de hombre, la cual fue subiendo y subiendo, hasta mostrarse el resto de su cuerpo, montado en una mula. Y cuando estaba en mitad de tal aparición, fue surgiendo del mismo modo, detrás de él, otro hombre, subido en una caballería de peor estampa.

Era, sin duda, un caballero seguido de su criado. Montaba en mula, como todas las gentes adineradas de aquella época cuando iban de viaje. Resultaba más cómoda que el caballo, reservándose esta última cabalgadura para la guerra y para el interior de las ciudades.

Lo tuvo Fernando por persona de calidad al fijarse en su indumento. Llevaba gorra de felpudo, con cuchilladas de seda roja. Vestía un tabardo de paño verde (gabán con capucha caída, que los moros granadinos habían puesto de moda entre los cristianos), y por debajo de las haldas asomaban sus piernas con calzas azules, rematadas por borceguíes rojos de cuero de Córdoba. Pendía de su cinto una espada ancha y algo más corta que la de los guerreros de las huestes reales. Esta clase de espadas había oído Fernando, a los buenos conocedores de armas, que eran de uso entre los capitanes del mar.

El hombre que le acompañaba parecía por su traje y su gesto un rústico del país, tal vez algún arriero alquilón que se había encargado de los fardos de su equipaje, llevándolos sobre un macho huesudo y flaco, que al mismo tiempo le servía a él de cabalgadura.

Dio un respingo la mula del señor al llegar junto a los dos jóvenes, y su jinete la contuvo, tirando de sus riendas hasta dejarla inmóvil. Luego, con voz tranquila y ademanes aseñorados, preguntó a Fernando si su compañero, que permanecía inánime, estaba enfermo o muerto.

A pesar de sus preocupaciones, se fijó el joven en el rostro del recién llegado, como si presintiera que este encuentro iba a influir en su vida futura.

Parecía, sobre su animal, más bien alto que mediano, de recios miembros, los ojos vivos y muy blancos, las pupilas garzas, la cara algo encendida y pecosa, la nariz aguileña, las mejillas rasuradas y el cabello muy bermejo. Pero la mayor parte de sus guedejas se habían ya tornado blancas, contrastando este color de senilidad con la expresión de confianza en las propias fuerzas que parecía emanar de toda su persona.

Al mismo tiempo que examinaba las facciones de este hombre, cuya aparición creía providencial, fue explicando con voz balbuciente cómo su compañero había desfallecido de cansancio y de hambre. No tenían pan; no tenían vino.

—¡Por San Fernando! —interrumpió el aseñorado jinete—. No dejaré que muera de necesidad tan gentil mancebo, ahora que Dios empieza a acordarse de mí.

Y obedeciendo sus órdenes, echó pie a tierra el rústico servidor para descolgar de la enjalma de su macho una bota de vino, bien repleta. Luego fue sacando de una taleguilla, puesta detrás, media hogaza de pan, un pedazo de queso, duro y aceitoso, que fue cortando en rebanadas, y un cabo de longaniza.

Comió ávidamente Fernando, pues la vista de tales alimentos exacerbó el hambre que venía sufriendo desde el día anterior. Para ello se puso de pie, colocando otra vez la cabeza de su acompañante sobre el blando zurrón. Esto hizo abrir los ojos a Lucero, quien pareció reanimarse en presencia de los dos hombres desconocidos.

Con voz reposada y al mismo tiempo enérgica, voz predispuesta a mandar, la invitó el señor a que comiese y bebiese, y ella obedeció, como si le fuera imposible resistirse a tales órdenes, haciendo esfuerzos por contener sus náuseas.

Mientras se alimentaban los dos jóvenes, el jinete del tabardo verde continuó haciendo preguntas a Fernando, por ser el único que podía contestarle.

—¿Acaso es hermanico tuyo?…

Movió la cabeza afirmativamente el hijo del escudero, al mismo tiempo que contestaba de un modo evasivo.

—Es lo que más quiero en el mundo. A mi padre lo mataron los moros, y ahora vamos a Córdoba para meternos de criados donde podamos.

—¿Eres cristiano viejo? —volvió a preguntar.

Y como se refería a él solo, contestó el mozo con energía:

—Cristiano viejo, para servir A Dios. Mi nombre es Femando Cuevas.

—¿Y tu hermanico?

Vaciló un momento nada más, y acordándose del nombre de un amigo suyo de Andújar, repaso:

—Se llama Pero Salcedo… Mas en nuestra casa todos le decimos Lucero.

Esta disparidad de nombres, tratándose de hermanos, no provocó extrañeza en el jinete. Era común en aquellos tiempos que cada cual escogiese entre los apellidos de sus ascendientes el que le halagase más por su eufonía o su valor nobiliario. El primero de los guerreros de la época, Gonzalo Fernández, que años después debía ser apellidado en Italia «el Gran Capitán», había escogido dichos nombres, mientras su hermano mayor se llamaba don Alonso de Aguilar. Sólo un siglo después se reglamentó en el Concilio de Trento el orden en el uso de los apellidos.

Quedó silencioso unos momentos el señor, apoyando su mandíbula en el pecho. Luego añadió resueltamente:

—De Dios a vos os digo, mancebo, que puesto que buscáis amo, yo lo seré vuestro… ¿Visteis alguna vez la mar?

Fernando movió negativamente la cabeza, añadiendo con cierto entusiasmo que no tenía en su vida deseo mayor. Él y su hermano Lucero deseaban ver nuevas tierras, y ningún amo podía convenir mejor a sus gustos que uno que corriese el mundo.

Ordenó el caballero a su rústico servidor que ayudase a Cuevas a levantar del suelo al caído, subiéndolo al macho portador de su equipaje. Dicho acompañante era un trajinero de Córdoba, al que había encontrado en Granada, tomándolo a su servicio. Él se encargaría de sostener al llamado Lucero, llevándolo a horcajadas en la parte delantera de su enjalma. Fernando montaría en la grupa de su propia mula, agarrándosele al talle para ir mejor.

—Pareces mancebo despierto y bien desimpedido de pies y manos. Así me place.

De esta forma emprendieron la marcha, y el caballero siguió diciendo, como si repitiese inconscientemente en alta voz lo que iba pensando:

—Mercaremos en Córdoba una bestezuela para que os lleve a vosotros dos, y así seguiremos hasta la mar. Allí cambiaremos de cabalgadura. Nuestros caballos serán de palo.

Hubo un largo silencio. Solamente lo cortaba el ruido de las ocho patas hundiéndose en el polvo rojizo o resbalando sobre algún guijarro suelto.

Fernando Cuevas, deseoso de afirmar sus relaciones con este benefactor desconocido en cuya espalda iba apoyado, le preguntó con voz respetuosa:

—Señor y amo mío: ¿cómo debo llamar a vuestra merced?

Volvió el rostro el jinete para mirarle sonriendo, con una expresión en los ojos gloriosa y triunfante. Llevaba dentro de él tan gran contento, que necesitó mostrar su vanidad ante este vagabundo encontrado en un camino.

II: El físico de Gabriel Acosta

—En Córdoba, adonde vamos, me conocen con diversos nombres. Para algunos fui «capitán», para otros simple «maestre». Muchos me llamaban «el hombre de la capa raída». Ahora los reyes han mandado que todos me den tratamiento de «don»… Llámame don Cristóbal. Cuando lleguemos a la mar me llamarás de otro modo.

Muchos físicos o médicos había en Córdoba; algunos francamente judíos, los más «cristianos nuevos», como si los secretos de la ciencia de curar fuesen un monopolio de su raza.

De todos ellos ninguno tan célebre como Gabriel de Acosta, al que designaban las gentes simplemente con el título de «el Dotor», cual si después de esto resultase innecesario añadir su nombre. Gabriel de Acosta era el doctor por antonomasia. Los demás médicos resultaban astros opacos girando en torno al sol de su sapiencia.

Aún parecía joven, estando más allá de los cuarenta años. Era moreno, algo carnudo, de ojos negros y pelo retinto, en el que empezaban a marcarse las primeras canas. Tenía un aspecto aseñorado y majestuoso, contribuyendo a ello el uso constante de ropas largas, ricas y siempre obscuras, que parecían aumentar su autoridad doctoral. El hecho de llamarle los reyes como médico siempre que vivían en Córdoba, a pesar de que tenían muy renombrados físicos en su corte, había aumentado enormemente el prestigio y las ganancias del sabio «converso». Nobles señores y mercaderes opulentos reclamaban desde lejos su asistencia en casos de enfermedad grave, haciéndole emprender viajes sin reparar en gastos. Era ya rico, y seguro de que no disminuirían sus ingresos, gastaba con prodigalidad la mayor parte de sus ganancias.

Tenía en Córdoba casa vasta y cómoda, casi un palacio, de cuyo lujo se hacían lenguas los vecinos. Una de sus mayores salas estaba llena de libros, cerca de dos mil entre manuscritos y volúmenes de estampa, cantidad enorme para aquella época. En sus viajes había llegado hasta Soma, visitando a don Rodrigo de Borja, el llamado cardenal de Valencia, que un día u otro iba a ser elegido Papa como su difunto tío Calixto III. El doctor Acosta lo había conocido muchos años antes, siendo él todavía mozo, cuando el cardenal Borja vino a España como legado pontificio para dar tardíamente la dispensa marital a los reyes Fernando e Isabel, que ya se habían casado, y el capelo rojo al célebre don Pedro de Mendoza, favorito y consejero de los monarcas.

Numerosos recuerdos de su viaje a Italia, telas, esmaltes y cuadros, adornaban las otras piezas de la casa. Además, como testimonio de gratitud de varios navegantes a los que había asistido sin admitir su dinero, guardaba recuerdos exóticos traídos por ellos de las costas de Guinea: abanicos de plumas de avestruz, una piel de león, ídolos grotescos labrados en maderas negras y charoladas, dos grandes colmillos de elefante.

Su manera de vivir igualaba en opulencia y largueza al adorno de su casa. La mesa y la cama del doctor eran objeto de admiración para muchas gentes que se consideraban en un rango social muy por encima del suyo. La esposa de Acosta recibía a otras damas de Córdoba en varios salones cuyos estrados estaban cubiertos de ricos cojines moriscos, que servían de asientos. El lecho del doctor era monumental, con gruesos colchones de damasco y almadraques rellenos de finísima pluma.

Esta opulencia, francamente ostentada, no le había creado enemistades. La misma gente popular, que aborrecía a los judíos por sus riquezas y a los mercaderes genoveses, flamencos y alemanes por los enormes negocios realizados en el país, apreciaba simpáticamente la lujosa existencia del doctor, como si gozase una parte de sus comodidades. Tenía la mano siempre pronta para el regalo, daba su ciencia gratuitamente a los pobres, se contaban de él curas maravillosas, proporcionándole todo esto un respeto admirativo semejante al que rodea a los taumaturgos.

La chiquillería de la calle, que ensuciaba con palabras insultantes las fachadas de las viviendas de los «conversos», jamás había escrito la palabra «marrano» en las paredes blancas de la casa del doctor. Y sin embargo, Gabriel de Acosta merecía como los otros este apodo, con el cual designaban a los judíos convertidos al cristianismo. Era un «marrano» cuyos abuelos se habían bautizado menos de cien años antes, a fines del siglo XIV, en el momento de la gran matanza de judíos, para librar de este modo sus vidas y sus haciendas. Tomaron el apellido Acosta, como otros correligionarios residentes en España y Portugal, y después de este cambio religioso continuaron el ejercicio de su profesión.

Siempre había existido en la familia un médico famoso. Los ascendientes con nombre rabínico vivieron en las cortes de Castilla, de Portugal y Aragón dedicados al arte de curar. Ahora, en el siglo xv, tres generaciones de doctores Acosta habían continuado como médicos la tradición de sus abuelos allegados a los monarcas.

A pesar de sus antecedentes de familia, Gabriel de Acosta no inspiraba sospechas ni inquietudes al nuevo tribunal de la Inquisición. Cumplía con puntualidad sus obligaciones de cristiano; iba ostensiblemente todos los domingos a oír misa; rezaba el rosario en familia al cerrar la noche; no oponía el más leve reparo a las devociones de su esposa, la bella y honesta doña Mencía, descendiente de un largo linaje de cristianos viejos, gentes venidas siglos antes del Norte de Castilla para la conquista de Andalucía a las órdenes del rey San Fernando.

Doña Mencía era alta, abundante en carnes, con esa blancura algo linfática de las odaliscas y las monjas que muestra toda mujer de vida sedentaria acostumbrada a la reclusión. Admiraba a su doctor como hombre y como sabio.

Le veía con un respeto casi supersticioso pasar horas y horas en la sala de los libros, sentado ante un volumen infolio, con la frente apoyada en una mano. En cambio, la honesta dama leía con dificultad, le temblaban los dedos cada vez que había de arrostrar el tormento de ir trazando lentamente el garabato de su firma. Dios no había querido darla hijos, y entretenía sus ocios inventando nuevos platos para el doctor; interviniendo en la vigilancia y buena marcha de la cocina, la despensa y el guardarropa; bordando por las tardes, sentada en unos cojines de brocado, en compañía de dos esclavitas moras, muy hábiles en labores de aguja; asistiendo a todas las ceremonias en la catedral (la antigua Gran Mezquita) y en otras iglesias de la ciudad, que habían sido también originariamente templos de moros o de judíos.

Malas lenguas la habían hecho conocer traiciones maritales del doctor, especialmente ciertos amoríos con una hermosa judía de Andújar; pero la matrona cristiana acabó por aceptar serenamente estos pequeños infortunios, aunque al principio la indignaron mucho. Los hombres eran así, y ella estaba segura de que Acosta la apreciaba más que a las otras. También el actual rey don Fernando amaba y respetaba sobre todas las mujeres a la reina doña Isabel, y cada vez que la guerra le hacía viajar solo, dejaba algún hijo bastardo en los lugares donde se aposentaba algún tiempo. Como los soldados y los médicos viven casi siempre fuera de casa, es inútil que sus mujeres se preocupen de lo que hacen estando ausentes… Y en cuanto a tener amores con judías, raro era el monarca que no había hecho como el doctor. Doña Mencía estaba enterada de que un príncipe, hermano natural de don Femando, era hijo del difunto don Juan, rey de Aragón, y de una judía con la que vivió amancebado la mayor parte de su existencia.

Los inquisidores no parecían muy seguros de la fe cristiana del célebre físico, pero se abstenían de molestarle por estar convencidos de que jamás propagaría sus creencias íntimas.

Sabían que no perduraba en su pensamiento la más leve afición a las ideas religiosas de sus abuelos. No había temor de que Acosta fuese en secreto judaizante. Los judíos le miraban con más animadversión que los cristianos, no porque fuese «converso», pues en su caso se hallaban miles y miles de españoles. Si abominaban de él era por incrédulo, colocándolo su fanatismo muy por debajo de los cristianos. Las gentes de la Inquisición lo consideraban un loco genial que tenía la prudencia de callar sus paradojas, y solamente de tarde en tarde las dejaba entrever en involuntarios chispazos. Como esto no resultaba peligroso, acababan por tolerarle. ¿A quién podía seducir con sus ideas en aquellos tiempos de fe enérgica, cuando todo hombre estaba dispuesto a matar o morir por su religión, y no había nadie que no tuviese la suya?…

Acosta era un escéptico curioso que veía pasar la vida con interés y al mismo tiempo con incredulidad y tolerancia. Hablaba de los dioses más que de Dios, imaginándose a la humanidad con mayor dicha en los tiempos del paganismo que en el presente. Estudiaba a los sabios y los poetas de aquellos siglos remotos, creyendo que después de ellos el mundo sólo había vivido en la obscuridad y la barbarie. Era lo que empezaban a llamar en Italia un «humanista». Su viaje a Roma le había hecho afirmarse en estas creencias, adquiridas antes en los libros. Y como los llamados «humanistas» dominaban la corte de los Papas y las de muchos reyes, siendo llamados para maestros de los príncipes herederos, cuantos frailes y sacerdotes de Córdoba alardeaban de algunas letras se decían amigos del físico Acosta, reconociéndole una gran superioridad mental y tratándolo al mismo tiempo como un niño simpático, audaz y travieso que se permitía a solas atrevidos juegos con las cosas más dignas de respeto.

Para ellos, lo importante era que no se mantuviese judío en secreto, que no se mudase la camisa en día de sábado y que comiera cerdo en público, como debe hacerlo un buen cristiano. Después de esto, todo lo que hablaba el doctor de los dioses paganos y de la antigua Grecia les parecía de poca importancia.

Procuraba también Acosta en sus conversaciones mostrar un optimismo que esparcía en torno a su persona tranquilidad y un sereno regocijo. En todo momento hacía elogios de los dos reyes cuya historia se había desarrollado paralelamente a su propia historia.

Recordaba cómo en su más tierna mocedad había empezado la vida matrimonial de don Fernando y doña Isabel, cuando sólo eran príncipes herederos. Su existencia ofrecía las aventuras de una novela.

Castilla vivía en pleno desorden. La nobleza, acostumbrada a la revuelta y la guerra civil, medio seguro de obtener ganancias, se había sublevado contra Enrique IV. Este monarca artista, apodado por sus enemigos «el Impotente» —a pesar de lo cual tuvo gran número de amantes—, sufría la influencia de sus tiempos, que fueron de transición, pasando de la rudeza de los siglos batalladores de la reconquista contra los moros a las gratas blanduras y los recreos espirituales del llamado Renacimiento que se iniciaba en Italia. Era gran aficionado a la música, a los bailes, a las mujeres, al trato con los musulmanes, cuyas costumbres le parecían preferibles a las de los cristianos. Unas veces tenía amores con altas damas de la corte; otras sentía la atracción de la Naturaleza sin aliño alguno, con toda su agridulce y vigorosa hermosura, y seguido por un séquito de músicos, bufones, cantores moriscos y «soldaderas» —que así se llamaban las mujeres a sueldo o meretrices—, se iba de caza a los montes de alguna de sus posesiones reales, siendo estos viajes pretexto para ponerse en relación con las serranas, robustas campesinas de mejillas rojas y perfume bravío, cuyas macizas bellezas ensalzó un poeta de la época, el desenfadado sacerdote Juan Ruiz, arcipreste de Hita.

Casado con la princesa doña Juana, nacida en Portugal y una de las damas más elegantes y cultas de su época, necesitaba sin duda, por la atracción del contraste, tener amores con otras mujeres de manos duras, acostumbradas a ordeñar vacas, domar potrillos y guiar a pedradas los rebaños.

Con su esposa habían venido de Portugal algunas hermosas damas de la misma nacionalidad, las cuales adoptaban todos los refinamientos femeninos de su época, revolucionando la corte de Castilla. De ellas aprendieron las matronas castellanas el uso de nuevos afeites y perfumes. A tal punto llegaron las precauciones de su refinamiento, que se pintaban las piernas de blanco desde donde terminaba la media negra hasta las partes más recónditas de su cuerpo. Era moda entonces que los caballeros llevasen a las damas sentadas en la grupa de sus corceles, ayudándolas a bajar o subir, y como debajo de las ricas faldas con emblemas heráldicos bordados no llevaban más ropa interior que la camisa, fácilmente se revelaba una parte de sus secretos interiores al montar en la cabalgadura o descender de ella.

Enrique IV estaba en relaciones con doña Guiomar, una de estas damas que su esposa había traído de Portugal. Un día el arzobispo de Sevilla «hizo sala» en honor de los reyes, significando «hacer sala» que los invitó a una cena en su palacio episcopal. Y el rey se permitió en la mesa tales demostraciones de cariño con doña Guiomar, que su esposa doña Juana de Portugal se levantó para dar una bofetada a la amante, agarrándose luego del pelo las dos nobles señoras, con gran contento de don Enrique.

Tuvo, al fin, la reina una hija, y gran parte de la nobleza, que era enemiga de aquélla y despreciaba al rey, declaró adulterina a la recién nacida, apodándola «la Beltraneja», por suponerla hija de don Beltrán de la Cueva, pobre hidalgo que vivía en intimidad con los reyes.

Nuevas contiendas civiles. Unos sostuvieron los derechos a la corona de la llamada «Beltraneja»; otros se mostraron partidarios de que heredase el reino a la muerte del apodado «Impotente» su hermana doña Isabel, joven de talento natural y una energía reposada y firme, formándose en torno a ella un partido compuesto de todos los obispos, abades y grandes señores descontentos del rey y sus favoritos.

El heredero de la corona de Aragón era entonces don Fernando, titulado rey de Sicilia. Su padre, don Juan II, estaba casi ciego, y a pesar de esto y de su ancianidad, mostraba una energía indomable, combatiendo con los franceses en el Rosellón y haciendo frente a una gran parte de Cataluña sublevada. Su segunda esposa había hecho toda clase de males al príncipe de Viana, hijo del primer matrimonio de su esposo y heredero de la corona. La maternidad imperó en ella tal vez hasta el crimen. Quería que su hijo Fernando ocupase el lugar de su hijastro, y no cejó en sus intrigas y violencias hasta que se fue del mundo el príncipe de Viana. Este melancólico personaje, romántico por sus desgracias y sus gustos, dulce poeta rodeado de una corte de trovadores, atravesó la Historia como un fantasma.

Fernando fue soldado desde su niñez. Tardó en aprender a escribir porque las guerras sostenidas por su padre no le dejaron tiempo para atender a sus maestros. A los ocho años montó a caballo, viviendo entre guerreros; a los trece ya mandaba nominalmente ejércitos. Guerreó contra los catalanes enemigos de su dinastía. Al principio apoyó a los payeses de «remensa», campesinos que se habían sublevado contra los señores feudales y los burgueses de Barcelona, sosteniendo una revolución semejante a la de las jacqueries en Francia. Luego atacó a los «remensas» cuando, ensoberbecidos por momentáneos triunfos, quisieron instaurar un régimen democrático.

Era valeroso, calculador, astuto, guerrero incansable y complicado diplomático al mismo tiempo: el tipo más acabado del rey absoluto, tal como empezó a existir en aquella época en toda Europa, apoyándose en el pueblo para anular a la nobleza y sometiendo a continuación el mismo pueblo al despotismo real como premio a sus esfuerzos desinteresados.

Los castellanos partidarios de Isabel vieron en Fernando el marido más conveniente para su futura reina. Casándose estos dos herederos de coronas se unirían Castilla y Aragón, realizándose por primera vez la unidad de España. Además, este príncipe, soldado desde su cuna, con recia voluntad y hábil siempre en sus cálculos, era el hombre que necesitaba Isabel para vencer a sus numerosos enemigos. Un escritor, judío «converso», el cronista Alonso de Palencia, servía de intermediario entre ambos.

Estorbaban dicho matrimonio los amigos de Enrique IV, vigilando a los dos jóvenes para impedir una entrevista. Ni Isabel podía pasar a Aragón ni a Fernando le era fácil salvar la frontera de Castilla sin verse preso inmediatamente. Al fin se casaron lo mismo que dos personajes de novela, gracias a los manejos del eternamente revoltoso don Pedro Carrillo, arzobispo de Toledo, que era el partidario más importante de Isabel.

Vestido de mozo de mulas, entró Fernando en Castilla por caminos extraviados, sirviendo aparentemente a cuatro caballeros que, a su vez, se habían disfrazado de mercaderes. En una casa de Valladolid se efectuó la primera entrevista entre el falso arriero y la hermana del rey de Castilla, que vivía aparte, desterrada de la corte, en ocultas relaciones con sus partidarios.

Como entre los dos príncipes existía parentesco, por ser Fernando descendiente de la familia real de Castilla, se necesitaba dispensa papal para casarlos, y el pontífice Paulo II se negaba a darla por complacer a la corte de Enrique IV y al rey de Portugal, que sostenía los derechos de su sobrina «la Beltraneja». Pero el revoltoso arzobispo de Toledo no era capaz de asustarse ante tal impedimento. Como príncipe de la Iglesia trataba con excesiva familiaridad los asuntos eclesiásticos, y falsificó una licencia papal para casar a los dos príncipes.

Tal vez tuvieron noticia de esta falsificación los que años después fueron llamados Reyes Católicos. Bien pudo ser igualmente que sólo el arzobispo Carrillo estuviese enterado de dicho fingimiento. Lo cierto es que doña Isabel pasó los primeros tiempos de matrimonio amargada por sus escrúpulos devotos, creyéndose en estado de amancebamiento por no ser su matrimonio válido con arreglo a las prescripciones de la Iglesia, y sólo se tranquilizó cuando años después vino a España como legado del Papa el cardenal Rodrigo de Borja —el futuro Alejandro VI— para traer la dispensa papal que legalizase dicho matrimonio, cuando ya la reina había tenido una hija. También trajo el capelo rojo para el entonces obispo de Sigüenza don Pedro de Mendoza, llamado después el Gran Cardenal de España, llegando a disfrutar éste de tal autoridad como consejero de los dos monarcas, que muchos le llamaron «el tercer rey».

El arzobispo Carrillo, irritable y dominador por su carácter, había abandonado a los dos príncipes al poco tiempo de casarlos. Los trataba como si fuesen hijos suyos. Eran tan pobres en el momento de su matrimonio, que el prelado pagaba todos sus gastos y los mantenía en Alcalá de Henares en uno de sus palacios. Pero a cambio de tal protección, que no le costaba ningún esfuerzo por ser uno de los hombres más ricos de España, exigía a los dos príncipes una supeditación absoluta, haciéndolo todo en su nombre, sin previa consulta, actuando como si él fuese en realidad el pretendiente a la corona de Castilla. Ambos cónyuges no eran para sufrir largo tiempo tan penosa protección; el arzobispo tampoco podía aguantar objeciones a sus consejos, y no tardó en ocurrir el inevitable rompimiento. Carrillo se creía invencible. Aquel matrimonio, por ser obra suya, podía deshacerlo cuando él quisiera. Tal fue su orgullo, que no quiso admitir las explicaciones de doña Isabel para un arreglo.

—Yo saqué a Isabelica —dijo— de hilar la rueca al lado de su madre, y la volveré allá para que siga hilando.

Pero Isabelica había crecido mucho; ya no era la doncella tímida que vivía obscurecida, al lado de una madre medio demente, en un poblachón de Castilla, del que la habían sacado los enemigos de su hermano el rey. Además, contaba ahora con Fernando, acostumbrado desde su niñez a no temer a nadie y a intervenir en las más arriesgadas aventuras. Como los dos príncipes necesitaban un consejero eclesiástico, príncipe de la Iglesia, por ser los de tal categoría poseedores del dinero y la influencia en aquella época, reemplazaron a su antiguo protector con el obispo de Sigüenza, que luego fue el cardenal Mendoza. Este procer, poseedor de grandes riquezas, vivía licenciosamente, al modo laico, como su amigo Rodrigo de Borja, futuro Papa, y tenía, lo mismo que éste, varios hijos reconocidos, los cuales eran designados públicamente con el apodo de «los bellos pecados del cardenal».

Admiraba el doctor Acosta los caminos extraviados y obscuros por los que se llega muchas veces a las salas luminosas de la celebridad. En 1492 podía abarcar mentalmente todo lo mejor que llevaban hecho estos reyes. Habían restablecido el orden, creando al mismo tiempo la unidad nacional; habían dado fin a la obra larguísima de la Reconquista con el vencimiento de los reyes moros de Granada; y sin embargo, su origen no podía ser más obscuro y hasta ilegítimo. Ninguno de los dos había nacido para rey. Fernando tenía en los comienzos de su historia la muerte del príncipe de Viana, casi un asesinato, que le había proporcionado la corona perteneciente a su hermanastro. Era esto obra de su madre; él se hallaba aún en la niñez cuando ocurrieron tales sucesos, mas no por ello quedaba completamente limpio el origen de su poder.

La ilegalidad de la corona de doña Isabel aún era más visible para muchos. Apoyada por una fracción importante de la nobleza, había usurpado el trono que por herencia directa pertenecía a su sobrina. Un secreto de alcoba era el vergonzoso pretexto que justificaba su realeza. Su hermano, tan dado a los amoríos, había tenido una hija, y que ésta fuese adulterina sólo pasaba por hecho indiscutible entre los defensores de Isabel. Otra parte de los nobles, al morir Enrique IV, sostenía en los campos de batalla los derechos de la llamada «Beltraneja». El rey Alfonso V de Portugal, por interés de familia y al mismo tiempo con la esperanza de ceñirse la corona de Castilla, sustentaba la legitimidad de «la Beltraneja», casándose con esta sobrina suya a pesar de la consanguinidad y de la enorme diferencia de años existente entre los dos.

Es muy probable que Isabel no habría triunfado en sus pretensiones de no tener a Femando a su lado; pero este hombre, infatigable para la intriga y para la guerra, hizo frente a todo. El antiguo soldado de Cataluña y del Rosellón marchó al encuentro del monarca portugués y los partidarios castellanos de «la Beltraneja» con fuerzas muy inferiores, pero supo contemporizar, aguardando el momento oportuno, y en la batalla de Toro avanzó el primero con la espada en alto, gritando a los partidarios de su esposa: «¡Seguid hasta la muerte a vuestro rey!». Así deshizo a sus enemigos, afirmando para siempre los derechos de Isabel legitimados por la victoria.

Los asuntos de la corona de Aragón los abandonó para ocuparse con preferencia de los de Castilla. Dejó para más adelante la guerra con el rey de Francia, quien se negaba a devolverle Perpiñán y otras ciudades del Rosellón que le había dejado en depósito su padre durante su pelea con los catalanes, y se dedicó a la magna obra de apoderarse del reino de Granada, pueblo tras pueblo, tenaz y larga empresa, que él definía diciendo: «Nos comeremos la granada grano a grano».

Él y su esposa se mostraban siempre en las ceremonias públicas vestidos con telas de oro. Isabel era una de las mujeres más elegantes de su época. Amaba las joyas, los trajes largos de brocado para ir montada en su blanca hacanea, los perfumes fabricados por los moriscos, todas las artes de un embellecimiento discreto, de una coquetería matrimonial. Quería mantener despierto el amor de don Fernando, guerrero que había venido al matrimonio con hijos naturales y seguía aumentando esta prole ilegítima.

Gustaba también el rey de usar ropillas de brocado encima de su armadura, con las barras rojas y doradas de Aragón, y una corona de piedras preciosas sobre el casco, rematada por un murciélago, animal simbólico de la dinastía aragonesa. En las fiestas de corte, cuando los reyes «hacían sala», lucían igualmente vestiduras de oro y plata, con adornos de animales heráldicos y letras entrelazadas. Pero luego, en la vida íntima, las necesidades costosas de su política les obligaba a las mayores economías.

Eran pobres y necesitaban incesantemente dinero para sus guerras. Tenían que pedir préstamos a los arzobispos, obispos y abades de monasterio, poseedores de una gran parte de la fortuna nacional. Igualmente solicitaban subsidios a los procuradores que Castilla y Aragón enviaban a sus Cortes, y que muchas veces se mostraban avaras en sus concesiones. También tomaban dinero a rédito de los judíos ricos y de las villas cuyos municipios tenían llenas las arcas.

El rey mostraba a sus cortesanos elegantes un jubón de tela extremadamente durable, manifestando con orgullo que ya le había cambiado tres veces las mangas. Al hermano de su madre, almirante de Castilla, lo invitaba a comer con él y la reina, diciendo alegremente:

—Quedaos, tío, que hoy tenemos un pollo.

Cuando faltaba dinero para pagar a las tropas, doña Isabel empeñaba sus joyas, unas heredadas, otras adquiridas por ella o por don Fernando, pues éste, en momentos de abundancia monetaria, se cuidaba de hacerla valiosos regalos.

De estas alhajas, las más célebres eran un gran collar de perlas muy gordas alternadas con balajes —rubíes de color morado—; otro collar de catorce sartas; el joyel llamado de la salamandra, con dos cabezas, una de rubíes y otra de brillantes; numerosas joyas en forma de flechas, diademas y animales heráldicos, así como abundantes brazaletes y sortijas.

La última vez que había empeñado tales riquezas fue para atender a las necesidades del sitio de Loja, dándolas como prenda a unos prestamistas de Valencia, y el doctor Acosta sabía que aún estaban guardadas en el cofre de caudales de la catedral de dicha ciudad.

Después de verse afirmados en el trono de Castilla la reina y su esposo, para robustecer su poder, procuraban dominar a los señores feudales, así religiosos como laicos, acostumbrados durante un siglo a imponerse a los reyes. Para esto habían creado la Santa Hermandad y la Guardia Vieja de Castilla, tropas permanentes con las cuales podían batir en cualquier momento a los rebeldes. Luego de conseguir la unidad nacional y el orden interior, se habían preocupado de establecer la unidad religiosa, creando la nueva Inquisición, más temible y expeditiva que la Inquisición antigua, existente ya varios siglos.

Los judíos dominaban a España, por ser más inteligentes y laboriosos que los cristianos viejos. Además, mantenían continuas relaciones con sus correligionarios de otros países, lo que les proporcionaba poderosos medios para las operaciones comerciales. El monopolio del dinero les había dado entrada en las familias más nobles del país. Muy contados eran los altos señores que no tenían una madre de origen judío o no se casaban con una «conversa» para rehacer su fortuna. Todos los oficios más preciados, así como las artes y las profesiones que necesitaban estudios previos, estaban en manos de los «cristianos nuevos». En las grandes ferias del país, ellos dominaban los negocios. Eran también prodigiosos plateros, fabricantes de sederías, curtidores de cueros finos, y sobre todo traficantes en dinero y en las más valiosas mercaderías.

A fines del siglo xiv los había diezmado en tumultuosas matanzas un populacho fanático para obligar a los supervivientes a que pidiesen el bautismo. El Papa español don Pedro de Luna prohibía por su parte en una bula que los judíos ejerciesen las profesiones más consideradas si no se hacían antes cristianos. Pero después de la persecución general, judíos y «conversos», al impulso de su propia fuerza financiera, volvían a apoderarse de la vida económica del país. El pueblo los odiaba, creyendo cuantos relatos mentirosos inventaban contra ellos; pero la religión mosaica, en vez de disminuir, se iba extendiendo por el país. Los entusiastas que no habían querido abjurar nunca oponían una resistencia pasiva a todos los decretos contra su raza. Los «conversos» eran acusados de volver en secreto al culto de sus padres, después de pasado el peligro que les había hecho pedir el bautismo.

Existían además ciertos judíos que habían aceptado de buena fe el cristianismo, y con la violencia propia de su raza en materias religiosas, eran los más implacables enemigos de sus antiguos correligionarios. Entre los obispos más fanáticos y los primeros directores de la Inquisición hubo muchos que eran de procedencia judía.

El establecimiento de la nueva Inquisición en Castilla fue acogido con entusiasmo popular. Ardieron las hogueras en Sevilla, Córdoba y otras ciudades, consumiendo algunas veces monigotes de paja que representaban a los herejes huidos; pero también en dichas ejecuciones religiosas perecían entre las llamas cientos de seres humanos, hombres y mujeres.

Sacerdotes de una terrible sinceridad, de una fe horripilante, dirigían el exterminio de los herejes. Torquemada, uno de los primeros inquisidores, creía de buena fe prestar un gran servicio a los culpables de «herética pravedad mosaica» enviándolos a la hoguera. Vivían ciegos en el error, y al quemar sus cuerpos abría paso a sus almas para que se salvasen.

En el reino de Aragón resultó menos fácil el establecimiento del Santo Tribunal. Los «cristianos nuevos» de Zaragoza, que la Inquisición tenía por sospechosos de judaísmo, estaban emparentados con las más nobles familias. Muchos señores de rancio linaje eran hijos de «marranas». Se resistían todos ellos al establecimiento de la temida institución, pero el rey Femando pugnaba por imponerla. Era en sus manos un instrumento político para ahogar todo intento de rebeldía. Además, los heréticos condenados por la Inquisición perdían sus bienes, pasando éstos a los inquisidores y en su mayor parte al rey.

Un fanático de temible fervor, Pedro de Arbués, semejante a Torquemada, tomó a su cargo el establecimiento del Santo Tribunal en Zaragoza, arrostrando para ello el martirio si era preciso. El gran inquisidor de Castilla sólo se presentaba en público con una escolta de más de cien jinetes y mayor número de peones. Temía la venganza de las familias de sus víctimas. Arbués se guardaba por sí solo, llevando debajo de su sotana una cota de mallas y en el interior de su gorro eclesiástico un capacete o cervellera de acero.

A medianoche fue a la catedral de Zaragoza a rezar maitines, con su armadura interior, un farol en una mano y una cachiporra en la otra para defenderse, y cuando estaba arrodillado junto a una columna del templo se aproximaron a él varios aragoneses de origen «converso». Esto ocurrió en la noche del 15 de Septiembre de 1485. Los conjurados, conocedores de su revestimiento defensivo, sabían adónde era conveniente dirigir sus golpes. Juan de Esperaindeo le cortó de una cuchillada el brazo izquierdo, y Vidal de Uranso le asestó con su espada un golpe tan recio en la nuca, que hizo saltar parte de las varillas de hierro de la cervellera, causándole una herida mortal.

Esperaban los «conversos» que el pueblo se uniría a ellos, celebrando este atentado como una liberación, pero la muchedumbre vio un santo futuro en el inquisidor muerto, y quiso hacer pedazos a sus asesinos, teniendo que restablecer el orden, con promesas de una terrible represión, el arzobispo de Zaragoza don Alfonso, hijo natural del rey don Fernando, que vivía escandalosamente rodeado de mancebas como muchos prelados de entonces. Los altos cargos de la Iglesia eran una colocación tradicional para los bastardos de los reyes.

Este atentado provocó un recrudecimiento de la Inquisición, y una serie de horrendos castigos fue cayendo sobre las familias aragonesas más respetables por su linaje o por los cargos que desempeñaban. Entre los perseguidos figuró un caballero, Luis Santángel, pariente cercano del otro Luis Santángel secretario del rey don Fernando, con el cual había trabado amistad el doctor Acosta en sus visitas a la corte.

Se fue apoderando la Inquisición de España entera. Nadie osaba discutir sus decisiones luego de lo ocurrido en Zaragoza, juzgando inútil todo intento de resistencia. Y como una deducción lógica del triunfo inquisitorial, la muchedumbre, fanatizada, exigía la expulsión de los judíos.

Al principio sólo tuvieron los inquisidores potestad sobre los llamados «cristianos nuevos», castigándolos si continuaban secretamente el culto de sus antiguas creencias después de haber aceptado el bautismo. Los que se mantenían francamente en la religión mosaica, arrostrando las iras populares, estaban garantizados en el ejercicio de su culto por la palabra de los reyes. Los antiguos monarcas así se lo habían prometido, y los de ahora, al ir apoderándose del reino de Granada, concedieron a las comunidades judías de las diversas poblaciones conquistadas el mismo respeto religioso que a los moros. Pero la intolerancia católica, fomentada al principio por don Femando y doña Isabel para que todos los españoles marchasen como en una cruzada contra los musulmanes granadinos, sobrepasaba ahora sus deseos. La España cristiana, guiada por sus sacerdotes, exigía que todos los judíos pidiesen el bautismo o abandonasen el país.

Presintiendo el peligro, los ricos de las Aljamas extremaban sus actos de sumisión a los reyes, así como sus regalos. Al viajar los monarcas, eran recibidos en Zaragoza, en Barcelona y otras ciudades por comisiones de rabinos y mercaderes, varones suaves y obsequiosos, que les ofrecían vajillas de plata llenas de monedas de oro y otros presentes no menos valiosos, como símbolo de bienvenida.

Don Fernando se mostraba sordo a las peticiones de los cristianos. Conocía el valor de la raza hebrea y lo que significaba para la fortuna nacional. Eran los judíos los que le habían hecho préstamos en los momentos de mayor apuro. Además, todos los arrendadores de sus tributos y cuantos hombres se mostraban hábiles en el manejo de la hacienda de los reinos eran de la misma religión. Abraham Señor, el rabino mayor de España, su yerno Rabí Main y otros, arrendaban el cobro de los impuestos en Castilla y habían sido llamados muchas veces por el monarca para que le aconsejasen.

Circuló el rumor de que ambos reyes, por razones financieras y por cierto sentimentalismo nacional, iban a desistir a última hora de la expulsión de los judíos. A esto se añadía que las Aljamas levantarían una contribución entre sus gentes, para hacer a los reyes un donativo de muchos miles de ducados de oro a cambio de su tolerancia. Pero, según se contó semanas después, el gran inquisidor fray Tomás Torquemada había entrado violentamente en la cámara real con un crucifijo en la mano, diciendo a los monarcas:

—A Dios lo vendieron por treinta dineros. Tómenlo Sus Altezas para venderlo otra vez.

Y dejaba en sus manos el crucifijo.

El doctor Acosta dudaba de este relato popular. No era don Fernando hombre que tolerase tal insolencia, cuando se hallaba aún en todo el vigor de su madurez. Pero lo cierto era que finalmente habían dado los reyes el decreto de expulsión, y las Aljamas, perdida toda esperanza, preparaban su viaje.

Los judíos más letrados infundían entusiasmo a los demás de su raza al hablar de este destierro general. Amaban a un país que había sido suyo durante veinte siglos y cuyo suelo guardaba los restos de tantos ascendientes, pero creían al mismo tiempo en la proximidad de un gran suceso histórico para su raza, la marcha hacia una nueva tierra de Promisión, lo mismo que sus remotísimos abuelos habían huido de Egipto siguiendo la vara directora de Moisés y el majestuoso avance del Arca santa.

Prometían los rabinos maravillas a sus devotos en el momento de abandonar la ingrata tierra de España. Amontonaría el mar sus aguas como enormes colinas azules para que ellos caminasen por su lecho a pie enjuto; otra vez caería de las nubes el maná celeste para mantenerlos durante su éxodo. Y el físico Acosta, conocedor de las esperanzas de esta muchedumbre crédula y fanática de cuyo seno habían surgido sus abuelos, sentía por adelantado la tristeza de próximas desgracias.

Escéptico interiormente, juzgaba inútil exponer la tranquilidad o la vida por ninguna idea religiosa. Lamentaba que los judíos españoles abandonasen sus casas, entregándose a las aventuras de lo incierto, por no bautizarse, como lo habían hecho sus propios ascendientes y tantos otros israelitas, patriarcas de las numerosas familias de «conversos». Contemplando los espectáculos humanos desde la altura a que le habían elevado sus estudios y reflexiones, no consideraba dignas de tan penoso sacrificio las diferencias entre la creencia perseguida y la creencia vencedora.

Únicamente sentía cierto respeto por su raza, que tenía algo de amoroso, al encerrarse en su sala de los libros. Guardaba en ella manuscritos de más de cien autores judíos, casi todos españoles y algunos provenzales, sabios varones que durante siete u ocho siglos habían servido a la ciencia humana, conservando los conocimientos de la antigüedad. Eran astrólogos, médicos, alquimistas, matemáticos, hombres que sabían el árabe, el latín y las lenguas romances y habían traducido pacientemente en sus libros la sabiduría propia de los musulmanes y la que éstos habían traído hasta España, tomándola de los olvidados autores griegos.

Los hombres estudiosos del centro de Europa venidos a Toledo y a Córdoba para aprender la ciencia de los árabes tenían que valerse de dichos escritores judíos, que les servían de intérpretes. Los monjes letrados de toda la cristiandad apelaban igualmente al auxilio de los rabinos españoles para conocer por su mediación los escritos y descubrimientos de los autores musulmanes.

Durante dos o tres siglos de la época que comprendemos modernamente bajo el título de Edad Media existía una confraternidad científica entre los sabios musulmanes de las escuelas adheridas a las mezquitas y los sabios cristianos de los conventos, siendo los autores judíos los que mantenían esta relación. Ahora, en la época del doctor Acosta, la ciencia empezaba a ser tenida por herética, las diferencias religiosas se agrandaban, sobreponiéndose al deseo de saber, y la verdad ya no iba a admitirse como verdad en mucho tiempo si no la decía un cristiano.

Pensaba el físico de Córdoba silenciosamente en todo esto, sin que su rostro reflejase dicha actividad mental.

Se hallaba en la sala de su vivienda que servía de comedor. Había terminado la cena. Doña Mencía, con un paternóster de coral y plata en las manos, rezaba el rosario, respondiendo automáticamente a sus oraciones el doctor, arrellanado en un sillón, y toda la servidumbre de la casa, doncellas, caballerizos y mozos de corral. Las dos criaditas moras, recién bautizadas por obra de doña Mencía, respondían a sus oraciones sentadas en el suelo y balanceando la parte superior de su cuerpo como si repitiesen una lección.

Cuando terminó el rosario, la respetable matrona dio una noticia a su esposo. Al cerrar la noche había llegado a Córdoba aquel extranjero que vendía libros y había comido muchas veces en la casa: uno a quien llamaban Maestre Cristóbal.

Traía, según las personas que le habían dado la noticia, una comisión para el mejor servicio de los reyes, con cédula de alojamiento para instalarse en casa de rico. Pero había preferido irse a vivir, como antaño, en el mesón de Antón Buenosvinos, ocupando la mejor de sus habitaciones por ser ahora un personaje.

III: En el que se demuestra que «donde hay negros hay oro», se empieza a hablar del Preste Juan de las indias y del Gran Kan, y aparece el enigmático Maestre Cristóbal

Ser físico en aquellos tiempos no significaba únicamente haber estudiado el arte de curar. Todos los físicos de algún renombre se mostraban doctos en las ciencias naturales, la astrología y la geografía. Esta última era el estudio preferente de Gabriel de Acosta, tal vez por una afición de raza, por ser judíos o «conversos» gran parte de los sabios cosmógrafos y geógrafos que vivían entonces en Portugal.

Todo lo que esta nación había trabajado durante el siglo xv para ensanchar los límites de la tierra conocida por los cristianos lo sabía el físico de Córdoba. Siendo niño había oído hablar a su padre de don Enrique, infante portugués, apellidado «el Navegante».

En realidad, no había navegado nunca, pero merecía tal sobrenombre por dedicar su existencia entera a la preparación de los descubrimientos marítimos. Quinto hijo del rey don Juan I de Portugal, fundador de la dinastía de Avis, dotado de un espíritu heroico y predispuesto a las aventuras como un caballero andante, acabó por condensar en su persona todas las aspiraciones y los apetitos contradictorios de su época, siendo el personaje más representativo de su siglo.

Pasaban los hijos del monarca portugués la estrecha boca del Mediterráneo para conquistar la ciudad de Ceuta y ante sus muros ganaba don Enrique las espuelas de caballero. Desde las almenas de la sometida ciudad contemplaba el Océano ignoto y la cordillera del Atlas, no menos misteriosa, detrás de la cual existían pueblos nunca conocidos por los cristianos. Al volver a Portugal, su padre lo nombraba Gran Maestre de la orden de Cristo, creada para combatir a los mahometanos, y podía dedicar las rentas de dicha institución a sus vastos proyectos. Quería conquistar el África y apoderarse del Océano hasta que sus marinos llegasen a las remotas Indias.

Valeroso y tenaz, deseaba ante todo apoderarse de la parte Oeste de África, conocida entonces con el nombre de Guanaja, y que luego se llamó Guinea. Ningún europeo la había visitado. Se decía que el oro era muy abundante en Guanaja, y esto animaba a los marinos de don Enrique en sus primeros viajes.

Reflejaba el infante en su carácter y sus empresas el alma contradictoria de su tiempo. Quería descubrir nuevas tierras para quebrantar el poder de los musulmanes en África y extender la fe de Cristo. Soñaba con la posible conquista de los Santos Lugares cuando los descubrimientos le hubiesen hecho inmensamente rico. Y deseaba oro, mucho oro, con una avidez igual a la de los mercaderes judíos.

El siglo xv había empezado a vivir con esta sed insaciable de oro. Los hornillos de los alquimistas no se apagaban nunca, enrojeciendo retortas y alambiques, dentro de los cuales hervían materias secretas, de cuya amalgama había de surgir el oro artificial. Por otro lado, existía la creencia de que el oro sacado de las entrañas de la tierra no era más que la luz del sol petrificada por la obra de siglos y siglos, pero un sol ardiente, intenso, distinto al de los países de la zona templada, y esto hacía que los soñadores lo creyesen almacenado con extraordinaria abundancia en las tierras de la zona tórrida.

«Donde hay negros hay oro», afirmaban sabios y navegantes, estableciendo una relación directa entre el sol cáustico que abrasaba la piel de los hombres hasta darla el color del ébano y calcinaba al mismo tiempo los pedruscos de las entrañas del suelo, convirtiéndolos en aurífero metal.

Don Enrique, gobernador perpetuo del Algarbe, al Sur del reino portugués, se radicó para toda su vida frente al Océano, en el promontorio de Sagres, cerca del cabo de San Vicente. En Sagres, peñón llano de setenta metros de altura, que penetra en el mar más de un kilómetro y se ensancha al final en forma de maza, levantó don Enrique su vivienda, agregando a ella un observatorio astronómico y una escuela de cosmografía. Por sus llamamientos o por espontánea atracción, fueron acudiendo a Sagres los hombres más doctos en las cosas del mar, sin distinción de nacionalidades ni religiones. Junto con los pilotos portugueses figuraron maestros catalanes y mallorquines, que eran entonces los cosmógrafos más expertos de toda la cristiandad, los que sabían dibujar mejor las cartas geográficas, así como judíos de España y Portugal grandes astrólogos y matemáticos, y hasta moros doctos venidos de las ciudades de Marruecos. Entre ellos, el de más valía, por su exacta noción de todos los países conocidos hasta entonces, era el maestro Jaime de Mallorca, un «converso» llamado así por haber nacido en dicha isla.

Estos hombres de estudio vivían vueltos de espaldas a Europa, sin que les interesasen las guerras y los sucesos políticos que se desarrollaban en la tierra firme. Sólo concentraban su atención en el vasto Océano, desenmarañando las noticias que les comunicaban los rudos navegantes que habían osado avanzar a lo largo de las costas de África.

Eran catalanes en su mayor parte los que hicieron los primeros descubrimientos, desembarcando en la costa occidental de África y en las islas próximas. El Maestre Jaime Ferrer, de Barcelona, había llegado en el siglo anterior mandando un ligero luxer hasta el llamado Río de Oro, descubriendo al mismo tiempo algunas islas del archipiélago de las Canarias. Ahora eran los portugueses, con algunos auxiliares españoles e italianos —la marina internacional y «científica» del infante, guiada por los más sabios cosmógrafos de la época—, los que iban a emprender en un avance metódico el descubrimiento de las costas africanas.

Sus buques fondeaban, esperando órdenes, en el próximo puerto de Lagos. Entre el promontorio de Sagres y la tierra firme agrandábase una población que tomaba el nombre de Villa del Infante. La escuela de Sagres iba adquiriendo noticias de las caravanas que atravesaban el desierto de Sahara, más frecuentado entonces que siglos después, y mantenían un activo comercio entre Marruecos, el Senegal y Tombuctú. Los capitanes de la marina de don Enrique, desde 1416 hasta 1460, fecha de la muerte del infante, descubrían las primeras islas del grupo de las Azores, doblaban el cabo Bojador y el cabo Blanco, fundaban en la bahía de Argun la primera colonia portuguesa, estableciendo una factoría en una isla para comerciar con los naturales. Los portugueses llevaban pañuelos de color, mantas de lana, coral rojo y piezas de alfarería para cambiarlas por esclavos negros de Guinea, oro de Tombuctú, camellos, pieles de león y de búfalo, martas cibelinas, huevos de avestruz y goma arábiga.

La esclavitud aún existía en Europa. Las caritativas afirmaciones de la Iglesia no eran más que palabras vanas. Prelados y sacerdotes tenían esclavos a su servicio, lo mismo que los seglares. Lisboa era el primer mercado europeo de esclavos negros. Después venía el mercado de Sevilla, donde despachaban sus cargamentos de negros los navegantes españoles que habían ido a hacer la trata en las costas de Guinea, arrostrando la hostilidad de los portugueses. Todos ellos se creían con mejor derecho que éstos a dicha explotación, por haber sido los primeros descubridores de la mencionada tierra.

Seres que no eran de raza negra se veían sometidos igualmente a las rudezas de la esclavitud. Los habitantes de las Canarias, gentes duras, bravías y de tez clara, defendíanse con flechas y lanzas, en el interior de sus islas, de la conquista cristiana. Los primeros ocupantes del país habían sido unos caballeros franceses, feudatarios del rey de Castilla. Estos conquistadores llevaban a vender en España sus prisioneros canarios. Luego, al quedarse definitivamente los reyes don Fernando y doña Isabel con dichas islas, dejaban que continuase la trata de esclavos.

En casi todas las ciudades de España había grupos de esclavos canarios trabajando en las obras públicas. El doctor Acosta veía muchas veces a estos hombres, robustos y silenciosos, con el cuerpo surcado de cicatrices, que al venir la noche eran encerrados en una cárcel, durmiendo con cadenas para que no pudiesen huir.

Al fin, los navegantes portugueses llegaban en su avance a la desembocadura del río Senegal. Un intrépido marino, Dionisio Díaz, ascendiente de Bartolomé Díaz, que veintiséis años después de la muerte del infante doblaba el cabo de Buena Esperanza, era quien descubría la desembocadura de este gran río, llegando hasta el cabo Verde.

Ya estaban en el Ecuador, ya habían llegado a la verdadera tierra de los negros, demostrando con ello la falsedad de las teorías de Aristóteles y Ptolomeo, que declaraban inhabitable la zona tórrida.

La escuela de Sagres veía horizontes enteramente nuevos, pudiendo fiarse más de la observación directa y de la audacia de los marinos indoctos que de todo lo que había afirmado la autoridad de los filósofos antiguos.

Exaltaban los nautas, al regresar de sus descubrimientos, las arboledas enteramente verdes del llamado cabo Verde, las hierbas flotantes de sus ríos que parecían barrer las selvas misteriosas del interior, sus combates con las tribus próximas al Gambia, que usaban flechas envenenadas, matando a varios de sus tripulantes.

Al fallecer don Enrique en Sagres, en 1460, contaba sesenta y seis años, habiendo dedicado su vida entera a navegaciones y descubrimientos. Moría pobre e impopular. Los más de los portugueses tenían por loco a este infante recluido en un promontorio del Océano, sin mujer, sin familia, rodeado únicamente de hombres estudiosos, muchos de ellos herejes o infieles. Además, malgastaba en sus descubrimientos todo su dinero y el que le daba su país. Y los tales descubrimientos no habían tenido ningún resultado inmediato, costando la vida de muchos hombres.

Tan enormes eran sus gastos, que al morir debía a sus hermanos y a otros individuos de su familia más de veinte mil coronas de oro, suma enorme para aquella época. Todo este dinero lo había empleado en hacer de Portugal la primera potencia marítima de entonces, pero esto no lo vio el vulgo hasta pasados algunos años.

Son los mercaderes los que afirman y avaloran los descubrimientos geográficos. Una tierra nueva que no produce ni da ganancias vuelve a perderse en la obscuridad a los pocos años de ser descubierta. En aquel tiempo sólo eran apreciadas las tierras productoras de oro, de piedras preciosas o de especias.

El lujo del siglo xv daba a las especias un valor igual al de los metales preciosos o al de las gemas raras. Todo banquete debía estar sazonado con pimienta de Asia, clavo, nuez moscada, canela, jengibre. Hasta en los vinos estaban diluidas las especias. Se atribuían a tales materias picantes o cáusticas, y de intenso perfume, maravillosas cualidades curativas. Traídas de la India y nacidas, más allá, en la isla de Taprobana o en el Quersoneso Aureo, su adquisición costaba precios fabulosos, lo que las hacía más buscadas por los potentados laicos y eclesiásticos. Los mercaderes árabes las traían en sus carabos por el mar Rojo, desembarcándolas en Suez. Los soldanes de Egipto tenían en sus manos el tráfico de tan preciosas materias. Venecia y Genova, se disputaban en el mercado de Alejandría la adquisición de las especias, cuyo monopolio era la principal fuente de su prosperidad. Las marinas de dichas repúblicas y las «cocas» de la flota mercante de Cataluña distribuían las especias en las costas del Mediterráneo, llevándolas igualmente por el Océano hasta Inglaterra y los puertos anseáticos del Báltico. Apoderarse de los países productores de las especias valía tanto como descubrir las minas de oro que enriquecieron al rey Salomón.

La muerte del infante disminuía el entusiasmo por los descubrimientos; pero de todos modos, gracias a don Enrique, era Portugal el país donde se encontraban los pilotos más expertos, los constructores de barcos más inteligentes, los planisferios y las cartas marítimas de mayor exactitud, acudiendo a dicho centro de estudios geográficos los navegantes y cosmógrafos más eruditos.

Se había publicado el Almagesto, libro de Claudio Ptolomeo, geógrafo y astrónomo egipcio, de Alejandría, que escribió siglo y medio antes de Jesucristo, y el Imago Mundi, obra del cardenal Pedro de Ailly, que popularizaba estas mismas doctrinas geográficas. Los nuevos reyes de Portugal Alfonso V y Juan II continuaban las empresas geográficas de don Enrique siempre que se lo permitían las guerras y las negociaciones políticas de su reino. Entre los cosmógrafos que acudieron a Portugal figuraba un caballero bohemio, Martín Behaim, famoso por haber constituido un globo terráqueo en 1492, que contenía todos los descubrimientos realizados por los portugueses en su avance hacia las Indias. Desde el extranjero escribían igualmente a la corte de Lisboa todos los sabios de Europa aficionados a estudiar los problemas geográficos. Un alemán, Regio Montano, y un florentino, Paulo Toscanelli, de profesión físico, mantenían correspondencia científica con los allegados a don Juan II.

Diego de Cao, en dos buques de su propiedad y llevando como pasajero a Martín Behaim para que hiciese estudios cosmográficos, descubría el Congo, río el más caudaloso de África, en 1485, y dos años después, Bartolomé Díaz, con tres navíos, avanzaba más lejos, descubriendo el extremo austral de África, el llamado cabo de las Tormentas, que el rey don Juan rebautizó llamándolo de Buena Esperanza.

Díaz se había apartado mucho de la costa de África para aprovechar mejor los vientos, y dobló el deseado cabo sin darse cuenta de su existencia. Casi resultó providencial que sus tripulaciones se sublevasen, amenazándolo de muerte si no cambiaba de rumbo, volviendo atrás. Dos días después, en su viaje de regreso, veía el imponente promontorio que forma la punta austral de África, aparición seguida de una furiosa tormenta que casi devoró a las tres naves.

Bajo don Juan II la empresa de los descubrimientos se hacía popular y empezaba a rendir ganancias a los portugueses. Los negros de Guinea daban en abundancia oro en polvo a cambio de las mercaderías de los cristianos. Habían construido los portugueses una fortaleza en cierto lugar de la costa, llamado de la Mina por su abundancia en dicho metal. En todos sus viajes las naves portuguesas cargaban oro frente al nuevo castillo de San Jorge de la Mina. Otros buques, españoles o genoveses, iban allá ocultamente para hacer el mismo comercio de oro con las tribus negras de los alrededores, siendo esta industria muy expuesta, pues el rey de Portugal había dado orden a sus capitanes de echar a pique todos los barcos extranjeros que encontrasen en aquellas aguas, ahogando a sus tripulantes, sin perdonar a uno solo, para que no revelasen los secretos de dicha navegación.

A la abundancia de oro iba unido el descubrimiento de la malagueta, pimienta africana parecida a la del Asia, que convertía a Lisboa en un mercado rival de las repúblicas italianas.

Venecia empezaba a inquietarse de la prosperidad marítima de los portugueses, pero el hábil don Juan II procuró adormecer a la Señoría con sus habilidades de astuto diplomático.

Los portugueses en todas sus expediciones se habían apoderado de gentes del país, especialmente mujeres, para enseñarles su lengua en Lisboa, volviéndolas luego a las costas de África para dejarlas en libertad y que penetrasen tierra adentro. Les encargaban que diesen noticia a las tribus del interior del gran poderío del pueblo portugués y de que todas sus expediciones las emprendían para encontrar el reino del Preste Juan. Creían que de este modo las nuevas de sus avances llegarían, de país en país, a oídos de dicho rey-sacerdote, quien al saberlas enviaría mensajeros a su encuentro.

Acosta conocía la historia del Preste Juan, personaje que ya iba resultando algo fabuloso en su época a juzgar por la facilidad con que su reino cambiaba de emplazamiento.

Indudablemente había existido el famoso Preste Juan de las Indias. Tal vez era un monarca, o toda una dinastía de reyes del interior de Asia, que se habían mantenido cristianos, resistiéndose al avance triunfador de los califas, herederos de Mahoma, hasta las fronteras de la China. Pero eran cristianos heréticos, de la secta de Nestorio, pues el cristianismo de los nestorianos se extendió mucho en Asia, y habría acabado por ser la religión de casi toda ella de no haber surgido el avasallador mahometismo. El mercader veneciano Marco Polo y el docto caballero inglés Juan de Mandeville hablaban del Preste Juan, en sus viajes por Asia, casi como si lo hubiesen visto.

Don Enrique «el Navegante», muchos años después, conocía mejor el país y la figura del Preste Juan. Viviendo de joven en Ceuta, los mercaderes moros y judíos le hablaban de este rey-sacerdote, poseedor de inmensas riquezas, como de un monarca conocido por todos ellos a causa de largas relaciones comerciales con sus súbditos. En aquel tiempo, las llamadas Indias, que eran varias, empezaban a continuación del Egipto. Siendo el mar Rojo el camino de las Indias, los mercaderes árabes lo señalaban en tal designación. Cuando los marinos de don Enrique fueron avanzando por las costas de África, oyeron hablar a los comerciantes de las caravanas venidas de Tombuctú, de un gran rey-sacerdote existente al otro lado de África, por donde surge el sol. Y en Portugal empezaron a convencerse de que el buscado Preste Juan era el «rey de los reyes», el llamado «León de Judá», o sea el emperador de Abisinia.

Gabriel de Acosta, que estaba en relación con los personajes doctos de Lisboa, sabía que don Juan II había despachado algún tiempo antes a varios viajeros para que fuesen por tierra a explorar el reino de Abisinia, estudiando el comercio y las comunicaciones de los mercaderes árabes con el Océano Indico a través del mar Rojo. Dos frailes partían, para volver al poco tiempo sin éxito alguno. Dos mercaderes, Alfonso de Paiva y Pérez de Covilhan, marchaban a Alejandría y al Cairo con encargo de seguir navegando por el mar Rojo hasta Aden. Últimamente había enviado a dos rabinos, Abraham de Beja y José de Lamego, para que visitasen igualmente en su nombre al Preste Juan, y tal vez transcurrirían dos o tres años antes de que llegasen noticias de ellos.

El resultado de dichas exploraciones tenía en 1492 suspendidos momentáneamente los descubrimientos de los portugueses. El camino marítimo de Asia estaba abierto con el hallazgo del cabo de Buena Esperanza, pero la nación parecía descansar, tomando aliento para dar nuevo salto hasta la India, desde esta mitad del camino.

Ocho años antes, el doctor Acosta había reanudado los estudios geográficos de su primera juventud, procurando realizar otros nuevos para responder a las consultas que le hacían, y además por satisfacción de su curiosidad, excitada dentro del nuevo ambiente en que parecían vivir todos los doctos de su época.

Empezaban a preocuparse los españoles de los descubrimientos de nuevas tierras, al ver los avances del vecino Portugal. Este país, casi siempre enemigo —a pesar de los enlaces matrimoniales entre las dos monarquías—, al sentirse aislado de la vida europea, por el obstáculo de Castilla situada a sus espaldas, buscaba una expansión en el Océano. La España recién unificada tenía también costas oceánicas y deseaba llevar a ellas las iniciativas de sus marinos, que hasta entonces se habían desarrollado especialmente en el Mediterráneo.

Un extranjero aparecía en Córdoba, donde estaba con frecuencia la corte a causa de su proximidad al reino de Granada, teatro de la guerra nacional. Acosta fue de los primeros en conocerle, al empezar el año 1486.

No creía el doctor en la homogeneidad de los caracteres humanos. Sonreía con tolerancia al enterarse de acciones reprensibles ejecutadas por hombres siempre honestos y no se extrañaba igualmente ante hechos loables cometidos por duros criminales. El alma humana es contradictoria, abunda en tortuosidades y secretos; pero a pesar de hallarse acostumbrado el doctor a tales complejidades, aún no había podido formarse un concepto firme de este extranjero, variando frecuentemente en sus apreciaciones, hasta ir en dicho vaivén del respeto a la burla.

Decía llamarse Cristóbal Colón y ser de nacionalidad genovesa. Esto último nada tenía de extraordinario. La parte más considerable de los extranjeros residentes en España se componía de genoveses. Tal vez eran superiores en número a todos los otros residentes en el país. El rey San Fernando, conquistador de Sevilla, había favorecido a los genoveses con privilegios especiales, agradeciendo la ayuda que le dieron sus buques para tomar dicha ciudad a los moros. Casi todos los mercaderes extranjeros de España eran genoveses o decían serlo. Poseían los más ricos monopolios, dominaban los puertos, eran propietarios de muchas naves amarradas a sus muelles. Su prosperidad en Castilla les había empujado a Portugal, empezando a apoderarse en el puerto de Lisboa de todos los cargamentos de especias traídos de Guinea. Estos comerciantes, establecidos en ambos reinos, se sostenían y protegían con una mutualidad de tribu. Ser genovés significaba para este Cristóbal Colón una seguridad de verse oído en sus propuestas, de encontrar siempre a alguien que le facilitase el acceso allí donde deseaba entrar.

Su afirmación de nacionalidad era lo único concreto que había podido saber de él Acosta. Todo lo demás de su vida era incierto, misterioso, contradiciéndose unas afirmaciones con otras, hasta el punto de que algunas veces el doctor, en los vaivenes de su apreciación, llegaba a tenerle por incorregible imaginativo y hasta merecedor de que le apellidasen mentiroso.

Cuando llegó a Córdoba por primera vez, los reyes estaban ausentes. El año anterior había sido de gran peste, teniendo Acosta que asistir a miles de enfermos, cuyos parientes tiraban de las haldas negras de su hopalanda, disputándoselo para que fuese antes a su casa. Los monarcas habían invernado en Alcalá de Henares. Las lluvias insistentes, las crecidas de los ríos y el nacimiento de la infanta doña Catalina (la que fue esposa después de Enrique VIII de Inglaterra) retardaban la vuelta a Córdoba.

Desde el primer día que habló con dicho personaje pudo notar sus contradicciones. Decíase natural de Liguria y hablaba mal la lengua italiana, así como el dialecto especial de Génova. Su lenguaje era, en realidad, el del Mediterráneo, una mezcla de catalán, castellano, italiano y árabe, idioma especial de todos los navegantes y de los puertos de dicho mar. Su acento extranjero era el de un marino acostumbrado a hablar distintas lenguas, sin conocer a la perfección ninguna de ellas.

El portugués y el castellano eran indudablemente las hablas que conocía mejor. Hizo gala en sus conversaciones con Acosta de conocer el latín, pudiendo leer algunos libros y manuscritos de su biblioteca; pero un latín imperfecto, inelegante, distinto al que habían resucitado los humanistas en Italia, aprendido, a juzgar por sus giros, en Portugal o en España.

Iguales contradicciones veía el doctor al hablar el extranjero de su edad. Unas veces declaraba tener más de cuarenta años, otras decía haber llegado a los treinta nada más, atribuyendo a sus muchos trabajos y peligros pasados en el mar el que su cabellera estuviese casi blanca. En realidad, este hombre carilargo, de pecosa y encendida tez, unos días parecía viejo y otros se mostraba con una frescura juvenil, incompaginable con la canosidad de sus guedejas.

En sus momentos de duda, el doctor sentíase predispuesto a darle crédito. Le interesaban los hombres del mar. Participaba de la admiración casi supersticiosa que inspiraban entonces los nautas a las gentes de tierra adentro, aventureros algo misteriosos que entienden las voces de brisas y huracanes y leen en el vuelo de los pájaros; seres de brujería y de magia que, soplando un mismo viento, realizan el milagro de ir en diversas direcciones siguiendo su empuje o navegando contra él. Recordaba Acosta lo que decía el rey Alonso el Sabio en sus Partidas de los naocheros, hombres que dirigen con su seso la marcha de las naves en el Océano.

Este desconocido acababa por interesarle siempre que lo dejaba hablar horas y horas en la sala de los libros, exponiendo sus ensueños geográficos, sus planes de navegaciones futuras. A través de sus palabras adivinaba una enorme voluntad. Veía en su frente una arruga vertical, signo de carácter tenaz. Era el hombre de una sola idea a la cual dedica toda su existencia. Algunas veces, escuchándole, se imaginó ver en el brillo sudoroso de su frente el latido de los antiguos profetas, que las muchedumbres guiadas por ellos interpretaron en forma de dos cuernos de luz. Sus ilusiones eran vehementes y sobrehumanas, como las de los soñadores del pueblo judío, uniéndose a ellas un ansia voraz de oro, de conquistas materiales, de autoridad y de honores.

Más de una vez se le ocurrió al doctor la sospecha de que este «genovés» poco dispuesto a hablar de su origen, y que sabiendo tantas lenguas no tenía ninguna propia, bien podía ser un «converso» como él, que ocultaba prudentemente su verdadero nacimiento en un país donde la Inquisición había empezado, años antes de su venida, a dar caza a todos los del mismo origen.

Esperando el regreso de los reyes a Córdoba, este pretendiente mal vestido y peor comido, sin otro recurso que alguna pequeña cantidad que de tarde en tarde le enviaban como limosna el duque de Medinaceli y algunos otros señores, se dedicó al trato con el doctor Acosta. Llegaba siempre a las horas de comer, y el célebre físico lo invitaba a su mesa. Algunas veces, para ayuda de su mísera existencia, le compraba libros de estampa, gruesos volúmenes impresos en Italia o en Barcelona y Valencia, que iba vendiendo a los conventos y a las personas doctas. Además de comprarle libros para que tuviese alguna ganancia, le prestaba Acosta algunos de los suyos, manuscritos especialmente, para que rectificase muchos de sus errores, propios de una instrucción reciente y precipitada.

El doctor le tenía por hombre de pocas letras, pero de ingenio natural, y como había visto mucho en sus navegaciones, gustaba de hacerle pagar en palabras el escote de sus comidas, formulando hábiles preguntas que le obligaban a relatar su pasado. Este pasado sólo empezaba a partir de su vida en Portugal. Antes todo era misterio y obscuridad durante su permanencia en el Mediterráneo.

Sólo una vez declaraba haber sido capitán, mandando un buque de René de Anjou, soberano de la Provenza; pero este mando resultaba en contradicción con su edad cuando decía tener unos treinta años. Siempre había navegado en buques de otros como maestre o como piloto, y por eso los más le llamaban Maestre Cristóbal.

Era uso en toda Andalucía echar en las tinajas de agua una goma llamada almáciga, que endulzaba el líquido, dándole, según opinión popular, prodigiosas cualidades para el mantenimiento de la salud. Esta goma la traían de Chío, en el archipiélago griego, y Maestre Cristóbal declaraba haber navegado hasta allá para traer dicho artículo, de gran consumo… Y no decía más de su vida mediterránea.

Luego abría en su existencia un paréntesis de misterio. El doctor, durante las horas plácidas de la tarde, horas de alegría reposada y epicúrea, después de una comida suculenta, teniendo sobre la mesa de su sala de los libros frascos de vino de la tierra, Montilla y Jerez, había conseguido que este hombre, siempre receloso al hablar del pasado, dejase escapar algunos fragmentos denunciadores del secreto de dicha época. Unas veces hablaba de cierto combate naval cerca del cabo de San Vicente entre una flota de piratas y cuatro naves genovesas que iban a Inglaterra, y en una de las cuales figuraba él como tripulante. Estos barcos piratas eran de la flota de los Colombos, almirantes al servicio de Francia, que la gente creía genoveses por su apellido. Todo era entonces genovés en el mar. En realidad, los dos almirantes piratas, Colombo el Viejo y Colombo el Mozo, habían sido franceses, navegantes de la Gascuña, y se llamaban verdaderamente Casenava, pero en su país los apodaban Couyon o Coullon, mal nombre del que habían hecho Colón los españoles y Colombo los italianos.

La nave en que iba Maestre Cristóbal como pacífico marino de comercio se incendiaba, lo mismo que el barco pirata aferrado a ella; los dos se iban a fondo entre llamas, y el genovés, montado en un madero, salvaba su vida gracias a las olas que lo empujaban a la costa portuguesa, poniendo pie en dicho país de este modo novelesco.

En otras ocasiones se le habían escapado palabras que hacían sospechar al doctor un emplazamiento distinto para Maestre Cristóbal. Hablaba con benevolencia del almirante Colón el Mozo y hasta mostraba cierta vanidad por la semejanza de sus apellidos. Tal vez donde verdaderamente iba él era en una de las naves piratas y había saltado de ella sobre el tablón salvador en el momento del incendio viéndose separado de sus compañeros de bandidaje marítimo.

Esto nada tenía de extraordinario en aquellos tiempos. Así como los combatientes terrestres tenían mucho de bandoleros en sus hazañas, los del mar rara vez se veían libres del pecado de piratería. Únicamente los nautas de carácter apocado, que se resignaban a ser eternas víctimas, podían hacer alarde de honestidad marinera…

Después Maestre Cristóbal hacía un viaje a los mares septentrionales de Europa, más allá de las Islas Británicas. Afirmaba haber estado en Tule, isla de la que hablaban Séneca y otros autores antiguos como lo más remoto de la tierra, a la que dieron después los escandinavos el nombre de Islandia. El doctor Acosta, oyéndole, sacaba la consecuencia de que esto era dudoso. Tal vez no había pasado de algunas islas del Norte de Inglaterra, a las que iban los navíos portugueses a cargar estaño. Maestre Cristóbal, ameno en sus relatos, tenía el defecto de dar como vistos por él países que sólo conocía por los testimonios de otros. Lo mismo habían hecho Marco Polo, Mandeville, Conti y otros exploradores de Asia. La mitad de los países los habían visitado verdaderamente, describiendo los restantes con arreglo a lo que habían oído a otros en los puertos.

Notaba en este hombre pobre, obscuro, necesitado de protección, una egolatría tan grande, que acababa por ser la más valiosa de sus condiciones, dándole una tenacidad extraordinaria en los momentos difíciles, haciéndole desconocer la tristeza o la hostilidad de los ambientes desfavorables. Personas y sucesos giraban siempre en torno a él. Su persona era el centro de la vida allí donde estuviese. Pretendía dominarlo todo, como esos árboles que se elevan sobre el resto de la selva, suprimiendo cuanto les rodea, absorbiendo todos los jugos del suelo, ensanchando el desierto más allá de su tronco.

Volvía a Portugal, y sus primeros tiempos en dicho país resultaban igualmente misteriosos hasta su matrimonio. Acostumbraba a oír misa en un convento de Lisboa que era a la vez un colegio donde recibían educación las huérfanas sin fortuna de hombres que habían servido a Portugal por mar o por tierra. Allí conoció a la joven Felipa Muñiz de Pellestrello. Su padre había sido marino al servicio del infante don Enrique, figurando entre los descubridores de Puerto Santo, pequeña isla inmediata a la de Madera. Don Enrique daba a Pellestrello dicha isla por ser la más despejada y de fácil cultivo, creyendo asegurarle con esto una gran riqueza.

Sus compañeros, menos afortunados, recibían en feudo la isla de Madera, mucho más extensa, llamada así a causa de los enormes bosques que la cubrían por entero hasta las riberas marítimas. No sabiendo sus posesores cómo explotar dicha selva oceánica, la prendían fuego, durando el incendio siete años. Luego plantaban en el suelo, cubierto de cenizas, cañas de azúcar y cepas de Portugal, creando así el famoso vino de Madera, lo que acababa por enriquecer a sus colonizadores. Pellestrello, al poblar su isla de Puerto Santo, cometía la imprudencia de llevar a ella un par de conejos, y éstos se reproducían de tal modo, que a los pocos años devoraban las cosechas, muriendo pobre el colonizador.

Un hijo suyo conservaba el gobierno de Puerto Santo. La joven Felipa, según costumbre de aquella época, había antepuesto el apellido Muñiz de su madre al de Pellestrello, por ser aquél portugués y de origen noble.

Maestre Cristóbal, al casarse con ella, se hacía cargo de todos los papeles de su suegro, cartas de navegar, informes de otros marinos, hipótesis de sabios de la escuela de Sagres, ecos ya algo olvidados de la pequeña corte científica del difunto don Enrique. A causa tal vez de su pobreza, se iba a vivir a Puerto Santo, cerca de su cuñado, el pobre gobernador de la isla. Esta existencia despertaba en él aquella ansia de descubrimientos geográficos sentida por los portugueses de entonces y con la cual parecían contagiar a todos los que llegaban a sus tierras. Además, la vida en una isla del Océano no permitía pensar en otra cosa. Los hombres, despegándose de las costas, habían saltado a los archipiélagos volcánicos que asomaban sus cumbres sobre el desierto azul llamado durante mucho tiempo Mar Tenebroso. Ya se habían posesionado de las Azores, de Madera, Canarias y Cabo Verde. Eran la vanguardia de la invasión humana hacia el otro lado del planeta que se estaba preparando sordamente en el extremo más avanzado de Europa. Más allá de aquel horizonte, en el que se amontonaban a veces las nubes fingiendo islas imaginarias, existían tierras indudablemente, misterio geográfico que tiraba de los hombres y de sus naves como la montaña imán de que hablaban los navegantes árabes del Océano índico.

Notaba el doctor Acosta un nuevo paréntesis de obscuridad en las confidencias de Maestre Cristóbal. Un día —sin que él dijese cómo había logrado tal entrevista— era oído por don Juan II, continuador de la obra marítima de don Enrique. Este monarca, como el difunto infante, tenía su corte de sabios. Además, estaba en relación con otros que vivían en España, especialmente con el judío Abraham Zacuto, profesor de matemáticas en Salamanca, que había escrito notables obras de astronomía, sobre el uso del astrolabio en el mar y otras materias concernientes a la ciencia de la navegación.

Ofreció Maestre Cristóbal al rey un nuevo medio para ir a las Indias. Su plan era buscarlas por el Occidente, no seguir costeando el África, para remontarla luego pasado el cabo de Buena Esperanza, llegando finalmente por un camino tan largo al principio de las Indias. Resultaba más breve lanzarse a través del Océano hasta llegar a los confines más orientales del Asia, o sea a Cipango y Catay (el Japón y la China), visitados por Marco Polo. Era un viaje de setecientas leguas, que podía hacerse en pocas semanas, llegando al corazón de un mundo lleno de riquezas.

Al oír Acosta los planes de este proyectista, había mostrado interés por sus infortunios, escribiendo a sus amigos de Lisboa para conocer exactamente lo ocurrido. La corte científica de Portugal, compuesta de los cosmógrafos, matemáticos y navegantes más notables de aquella época, había acogido con extrañeza las proposiciones de Colón al verlas basadas en un enorme error científico. Además, ni siquiera ofrecía el atractivo de la novedad. Años antes, un físico de Florencia, Paulo Toscanelli, había enviado por escrito un plan semejante a un canónigo portugués amigo del rey. El médico Toscanelli no había navegado nunca, y aunque de vastos estudios, jamás se dedicó a la ciencia geográfica. Mas su familia, enriquecida en Florencia por el comercio de las especias, quedaba arruinada a consecuencia de la toma de Constantinopla por los turcos, y próximo a la vejez, sentía la misma fiebre de oro de su siglo, dedicándose a la busca de minas y a encontrar un camino que permitiese traer por Occidente la especiería asiática.

La junta de Lisboa vio en la propuesta de este extranjero una reproducción del ya olvidado plan de Toscanelli. Tal vez había hecho suya igualmente una carta de navegación que el físico Paulo había trazado en su retiro de Florencia, lejos del Océano, guiado por su ansia de riquezas que le hacía preferir las soluciones más optimistas y más rápidas, sin otro apoyo que los distintos mapas publicados por los cartógrafos catalanes, mallorquines y venecianos, los cuales poblaban a su capricho de islas fantásticas e indeterminadas las soledades del mar.

El plan de Colón, así como el primitivo de Toscanelli, tenía por base un formidable error de cálculo. Sólo un hombre de recientes y apresurados estudios, con la vanidad del primario que se imagina ser el único que ha leído los pocos libros manejados por él, podía concebir tal monstruosidad geográfica.

Todos conocían la redondez de la tierra, base de las teorías de Colón. No había entonces ningún hombre de estudio que dudase de la esfericidad de nuestro planeta. En los primeros siglos del cristianismo se había obscurecido esta noción, aceptada por los sabios de la antigüedad. El viajero Cosmas Indicopleustes y otros geógrafos sacerdotales del obscuro período que ahora llamamos «la primera Edad Media» propagaron los dislates de una tierra semejante a un disco plano en torno al cual giraba el sol, ocultándose detrás de una montaña durante la noche; todo esto bajo una cúpula sólida que era el cielo, por cuya cara interior resbalaban los planetas. Pero a partir del siglo xiii empezaba «la segunda Edad Media», precursora del Renacimiento. Los geógrafos árabes habían resucitado las obras de la antigüedad, restableciendo otra vez el principio de la esfericidad de la tierra. San Agustín y otros sabios de los primeros siglos de la Iglesia habían dudado de esto y de la existencia de los antípodas, pero en el siglo xv hacía ya centenares de años que los mahometanos en sus academias, los judíos en sus Aljamas y los frailes estudiosos en sus conventos sabían perfectamente que la tierra era redonda. El gran maestro árabe Alfragano había probado desde el siglo ix esta redondez con demostraciones indiscutibles.

Mas los sabios de Lisboa veían con escándalo cómo en este plan de Colón se disminuía con una ligereza pueril el volumen de la tierra. Todos ellos dividían el planeta en ciento ochenta grados, como Ptolomeo y como Euclides, sabios alejandrinos de la ciencia egipciogriega, y los maestros árabes habían hecho lo mismo. Ptolomeo daba al grado una medida menor que la de Euclides, lo que hacía al mundo más pequeño, pero sin alcanzar ni remotamente la exigüidad que le suponía Colón. Euclides, seguido por la mayor parte de los sabios de entonces, daba al grado mayor distancia, llegando aproximadamente al volumen terrestre reconocido por la ciencia moderna.

Colón se apoyaba en las medidas de Alfragano, pero éste había hecho su mensura en millas árabes, más extensas que las millas italianas, y como Colón las creyó millas italianas, o sea mucho más reducidas, sostenía con vanidosa seguridad las falsas conclusiones de tan enorme error geográfico. Además, creía que el planeta estaba compuesto en su mayor parte de macizos continentales, y solamente una séptima porción de él la ocupaba el mar.

Asia, agrandada por su imaginación, cubría la mayor parte de la tierra, y su extremidad oriental hallábase nada más que a unos centenares de leguas de Portugal y España por la parte de Occidente. No había más que navegar siempre hacia el Oeste para descubrir las Indias en pocas semanas.

El rey de Portugal despedía al proyectista más por sus ambiciones mercantiles que por sus errores científicos. Estaba acostumbrado a que los marinos portugueses expusieran su vida por la gloria de realizar descubrimientos geográficos tanto o más que por la ganancia. Todos los exploradores de África habían procedido con desinterés.

Para este extranjero no existía el interés científico. Todo lo hacía por conseguir oro, poder y honores, importándole poco servir a una nación o ponerse a las órdenes de otra. El monarca lo tuvo por loco al escuchar lo que exigía a cambio de sus servicios: nombramiento de almirante del Océano, de visorrey y gobernador a perpetuidad de las tierras que descubriese, pudiendo dar todo esto en herencia a sus hijos, lo mismo que los monarcas. Esto representaba la fundación de una dinastía real, la de los Colones al otro lado del Océano (las mismas disparatadas condiciones que ocho años después aceptaron los reyes de España).

Según habían escrito al físico Acosta sus amigos de Lisboa, este vagabundo era «un hombre glorioso», o sea de gran jactancia, creyendo saber más que todos y acogiendo con impaciencia toda objeción a sus doctrinas. Al ver repelido su proyecto por los sabios consejeros del rey, los declaraba a todos ignorantes y envidiosos de su superioridad. Como habían tardado en dar una opinión definitiva sobre su proyecto, pues en aquellos tiempos era corriente proceder con lentitud al examen de los asuntos, el imaginativo aventurero contaba que el rey y los suyos le habían entretenido interesadamente, mientras se aprovechaban de sus informes, enviando en secreto una carabela a través del Océano para convencerse de si su plan era cierto. Y que al volver la nave derrotada por las tempestades sin haber visto tierra, no pudiendo robarle su invención, la declaraban falsa.

El doctor de Córdoba había sonreído al leer esta patraña en las cartas de sus amigos de Portugal. Don Juan II, que siempre había protegido las iniciativas de los navegantes, no era capaz de tal traición. Además, dicha estratagema resultaba inútil, pues si el aventurero había revelado algún secreto importante, no era necesario entretenerlo mientras enviaban la carabela exploradora. Puestos a proceder con maldad, podían despacharla públicamente aprovechando sus revelaciones.

Acosta sabía desde mucho antes que el rey de Portugal había autorizado a varios navegantes suyos para explorar por su cuenta el Océano en busca de la isla de las Siete Ciudades, llamada Antilia por los cartógrafos de la época, los cuales la situaban a su capricho, así como otras islas no menos fantásticas, últimos restos de la desaparecida Atlántida. Todos ellos habían vuelto sin descubrir nada. La suerte no les favorecía nunca. Unas veces les hacían volver las tormentas, otras se veían rodeados por mares de hierbas que alarmaban a sus tripulaciones, haciéndolas creer que estos bosques acuáticos acabarían por impedir la navegación, y exigían a sus capitanes la vuelta a Portugal. Una de estas expediciones había servido indudablemente al genovés para forjar su historia.

Consideraban más fácil los sabios de la corte portuguesa el camino a las Indias contorneando o bojando la masa de África. Conocedores del volumen de la tierra mejor que Colón, sabían que era preciso navegar unas tres mil leguas para ir por Occidente al extremo oriental de Asia, atravesando un mar enormísimo, los actuales Atlántico y Pacífico formando un solo Océano. Algunos navegantes portugueses habían intentado esta empresa aventurada a sus propios riesgos, sin ninguna protección real, desistiendo de continuarla después de varios ensayos infructuosos.

Maestre Cristóbal, a partir de este fracaso, iba explicando su existencia con mayor claridad. Sin embargo, hablaba poco de su esposa. El doctor la tuvo al principio por muerta. Luego, a juzgar por ciertas palabras que se le escaparon a Colón, la creyó aún en Lisboa con un hijo de pocos años llamado Diego.

Nada esperaba ya de Portugal. Sólo tenía allá frecuentes motivos de enojo. El doctor Acosta llegó a sospechar que había venido a España huyendo de sus deudas. Llevaba varios años sin obtener ganancia alguna, sostenido por la familia de su mujer, dedicando todo su tiempo a inquirir noticias favorables a sus planes o a buscar protectores que lo recomendasen al rey.

Un hermano suyo, llamado Bartolomé, había abandonado igualmente Lisboa, dirigiéndose a Londres para exponer al monarca inglés el plan de descubrir las Indias por Occidente que habían formado los dos. Bartolomé, según escribían al doctor sus amigos de Lisboa, era mejor cosmógrafo que su hermano, más reposado y firme en sus juicios, pero menos imaginativo, sin la elocuencia y la convicción de Cristóbal, que mostraba algunas veces en sus discursos una exaltación de profeta.

Los dos habían escrito proponiendo su descubrimiento de las Indias a las repúblicas de Venecia y de Génova, sin recibir la menor respuesta. Los genoveses de Italia no prestaron atención a las palabras de este hombre que se decía compatriota suyo. Ignoraban su existencia.

La vida de Colón en España había empezado dos años antes de que le conociera el doctor. Gracias, tal vez, al apoyo de los genoveses de Sevilla, era recibido por el duque de Medinasidonia, rico prócer que disponía de numerosos barcos, por tener el privilegio de las almadrabas, para la captura de atunes, cerca del Estrecho de Gibraltar. Pero convencido de que este magnate no ayudaría sus planes, se presentaba a otro duque, el de Medinaceli, no menos rico y poderoso, que en su señorío de Puerto de Santa María contaba con una flota propia de carabelas, naos y saetías, dedicada normalmente al comercio y puesta otras veces al servicio de los reyes en su guerra contra los moros de Granada.

Seducido por la facundia con que el extranjero exponía sus planes, por las riquezas inmensas que esperaba encontrar navegando hacia el Oeste, se mostró el duque predispuesto en los primeros meses a facilitarle dos barcos de los suyos para que se lanzase a través del Océano. Luego desistía, creyendo esta empresa más propia de los reyes que de un señor feudal. Además le reclamaban los sucesos de su propio país con más urgencia que aquella navegación a las Indias, y tuvo que ir a Córdoba con sus gentes de armas para unirse al rey don Fernando, que había empezado a guerrear contra los moros de Granada. Dejó a Colón algún tiempo en su vivienda señorial, como parásito necesitado de vivir a la sombra de un prócer rico, y asistió a las conquistas de las ciudades de Coin y Konda. Terminada esta campaña contra los moros en Junio de 1485, los monarcas victoriosos se volvieron a Castilla, ofreciendo volver a Córdoba en el invierno para reanudar las operaciones de guerra. Y Medinaceli aconsejó a su protegido que se trasladase a dicha ciudad, prometiendo conseguirle una audiencia de los reyes.

La corte iba de un lado a otro según las necesidades de su política, pero en esta existencia giróvaga era Córdoba el lugar donde permanecía más tiempo a causa de su cercanía al reino granadino. Y entonces fue cuando el doctor Acosta conoció a Colón, invitándolo a su mesa en los días que eran nefastos para el proyectista, cuando se presentaba poco antes de las doce de la mañana con cierto aire famélico.

Había acabado el estudioso físico por conocer todas las lecturas que este hombre imaginativo guardaba en su memoria. Era en realidad «el hombre de un solo libro», del que habla Santo Tomás, juzgándolo temible por su fe ciega y su falta de dudas que incitan a nuevos estudios. Su libro único era el Imago Mundi, del cardenal Pierre d'Ailly —el antiguo protegido del papa Luna—, cuyo nombre habían modificado los españoles, llamándolo Pedro de Aliaco.

Este resumen enciclopédico de toda la geografía de la época bastaba a Colón. Por él había conocido las opiniones de los autores de la antigüedad y las de otros escritores contemporáneos de Aliaco, lo que le permitía, con una erudición de segunda mano, citar a Séneca o al papa Eneas Silvio sin haberlos leído hasta entonces directamente. Aparte de dicha enciclopedia científica, solía basar sus afirmaciones en dos libros que ya contaban, el uno más de dos siglos y el otro más de uno, y el arte de la imprenta, todavía en su infancia, empezaba a generalizar: dos relatos escritos por exploradores de la misteriosa Asia y que más bien eran novelas de viajes.

Colón había oído, viviendo en Portugal, los relatos más prodigiosos del libro de Marco Polo. Luego el doctor Acosta le proporcionaba en su biblioteca esta misma obra traducida al latín. Este viajero veneciano del siglo xiii había conocido en China al Gran Kan, siendo luego funcionario a las órdenes del «rey de los reyes», y gobernó en su nombre una rica provincia.

Acosta, al hablar con este vendedor de «libros de estampa» sobre las riquezas del Imperio de Catay y otros reinos del Gran Kan, exponía sus dudas respecto al hecho de que la dinastía de estos poderosos emperadores siguiera existiendo. Eran soberanos tártaros, descendientes del famoso Gengis-Kan, el cual había llegado en su expansión conquistadora hasta derribar a los emperadores de la China, estableciéndose en Cambalú, la ciudad que luego había de ser Pekín. Pero todo esto había ocurrido en tiempo de Marco Polo, y el doctor, por los relatos de algunos monjes cristianos que fueron mucho después a tan apartadas tierras, tenía la sospecha de que la dinastía tártara había desaparecido a su vez bajo el empuje de una nueva dinastía china restauradora de la independencia nacional y que ya hacía muchos años que no existía Gran Kan. Pero Colón seguía fiel al mencionado libro y a las grandes magnificencias del «rey de los reyes» vistas por el viajero veneciano.

La historia de Marco Polo al regresar a su patria resultaba tan maravillosa como sus viajes. Volvía a Venecia después de veinticuatro años de ausencia, con su padre Nicolo y su tío Maffeo, y todos sus parientes se negaban a reconocer a estos tres viajeros con rostros y vestiduras de mandarines chinos. Entonces los tres Polo daban un banquete a los de su familia y rompían a los postres los dobleces de sus vestiduras, haciendo caer sobre la mesa una cascada de diamantes, perlas, esmeraldas, rubíes y zafiros. Y Venecia, admirada y burlona a la vez ante los relatos de Marco Polo, lo apodaba «Micer Millones».

La otra obra era el llamado Libro de las maravillas, escrito por el caballero inglés Juan de Mandeville. El doctor Acosta, a causa de sus grandes lecturas, se permitía dudar un poco de la realidad de dichos viajes aun en sus partes más verosímiles y hasta de la existencia del inglés Mandeville. Casi todo lo que decía éste era sacado de Plinio, y sobre todo de Solino, otro autor de la antigüedad que había resumido en su libro cuantas cosas maravillosas creían los de su época. El relato de Mandeville le parecía simplemente una novela de viajes, y no se equivocaba en su apreciación.

Durante más de un siglo vivió con los honores de obra famosísima, siendo el libro del que se hicieron más ediciones al generalizarse la imprenta. Colón lo leyó repetidas veces como obra de consulta hasta en su más avanzada vejez, extrayendo de él muchas de sus ideas. En realidad, según modernas averiguaciones, fue una novela escrita por cierto médico y astrólogo de Lieja llamado por unos Juan de la Barba y por otros Juan de Borgoña. Con los relatos de Marco Polo, al que no cita, con los viajes de los frailes Oderico y Carpin a la Gran Tartaria en los siglos xiii y xiv, con lo dicho por los autores latinos y la Epístola supuesta del Preste Juan de las Indias que circulaba por Europa en el siglo xiii, fabricó el mencionado libro, que empezó a ser conocido en 1356.

Fue acogido el Libro de las maravillas con entusiasmo por la humanidad de entonces, ansiosa de misterios. Además, los hombres doctos podían encontrar reunidas en dicha obra todas las noticias que andaban dispersas en volúmenes de distintos países, y cuya busca exigía larga paciencia y muchas dificultades.

Viajaba el supuesto caballero inglés Mandeville por Tierra Santa en la primera parte de la obra, contando prodigios solamente cristianos. En la segunda parte, que sólo trataba del mundo natural, aparecía lo maravilloso.

Mandeville llegaba muy cerca del Paraíso Terrenal, describiendo los cuatro ríos que nacen y descienden de este jardín eterno, situado a enormísima altura. Luego iba a la India, al archipiélago Malayo, y finalmente al Imperio chino. ¿Qué no había visto el falso caballero inglés en sus viajes? Árboles que producían harina, vino y miel; otros que daban lana; peces que una vez al año venían ordenadamente a las costas para hacer reverencia al monarca del país y retirarse; grifos guardadores de tesoros; el reino del Preste Juan con las grandes ceremonias de su corte, mezcla de esplendor oriental y de liturgia cristiana; minas de oro en países donde hombres y mujeres iban desnudos, haciendo escarnio de los extranjeros que se presentaban vestidos; montañas en cuyas rocas crecían enormes diamantes de suave color azul.

La descripción de las riquezas de Catay, tierra del Gran Kan, hecha por Mandeville, la había leído Colón muchas veces, encontrando en ella una renovación de la fe que mostraba en sus proyectos.

Acosta se explicaba la popularidad de este libro, que aún fue en aumento muchos años después. Los lectores crédulos y ansiosos de maravillas, que eran casi todos los de entonces, se enteraban de que existían en las Indias hombres con cara de perro, llamados «canefalles», otros que recibían el nombre de «monóculos» porque sólo tenían un ojo, diferenciándose con ello de un pueblo cercano cuyos habitantes tenían cuatro ojos, viendo por todos ellos. Poblaciones de pigmeos se batían en perpetua guerra con ejércitos de grullas. Había hombres sin cabeza que tenían los ojos y la boca en el pecho. Otros en el lugar de la boca sólo mostraban un pequeño orificio, teniendo que absorber alimentos líquidos valiéndose de una pajuela. Cerca de las fuentes del Ganges las gentes carecían de estómago, y vivían de perfumes vegetales, especialmente de oler manzanas. Ciertos habitantes de la India, siendo normales en sus órganos, tenían sin embargo unas orejas tan enormes, que se envolvían con ellas todo el cuerpo lo mismo que una capa; otros tenían un pie único, pero tan grande, que sólo necesitaban echarse en el suelo y elevarlo sobre su cabeza para verse resguardados del sol o la lluvia como si estuviesen debajo de una tienda.

Aparte de tantas descripciones fabulosas, que no pertenecían en realidad a la crédula Edad Media, por ser copiadas de Solino y otros autores antiguos, esta novela de viajes dentro de su balumba de relatos inverosímiles guardaba algunas verdades geográficas de enorme valor, lo mismo que los revoltijos de algas ocultan conchas perlíferas en el fondo de los mares. El médico-novelista de Lieja hacía hablar a su Mandeville de la redondez de la tierra como de una verdad indiscutible, harto sabida por todos, más de siglo y medio antes de que Colón y el doctor Acosta conversasen en Córdoba. Este incógnito Juan de la Barba era también el primero en mencionar la posibilidad de un viaje de circunvalación de nuestro planeta, dando con esto a su disparatado libro un valor indiscutible en la historia de los descubrimientos. Contaba Mandeville en 1856 como cosa cierta, que un europeo había ido a la India, visitando luego más de cinco mil islas, y tanto rodeaba en su viaje el mundo durante años y años, que al fin se encontraba en una tierra donde oía hablar su propia lengua y los aradores animaban a sus bueyes con las mismas palabras que en su país. Era que había vuelto, sin saberlo, a su punto de partida.

Tal viaje resultaba fácil, dada la geografía de aquellos tiempos. El mar era poco y las tierras ocupaban la mayor parte del planeta. Europa, Asia y África, todo lo que se conocía entonces, formaban un continente único, un macizo terrestre rodeado de archipiélagos y bañado por un solo Océano. Los mares de la India eran semejantes al Mediterráneo. El que atravesase este Océano único, de una anchura sin importancia comparado con la enorme extensión de las tierras, podía ir fácilmente por el Oeste de Europa al extremo oriental de Asia.

Aceptaba Colón con entusiasmo las enseñanzas de este libro; pero el doctor Acosta si lo mantenía en su biblioteca era por el viaje supuesto alrededor de la tierra, aunque dudaba de que la masa continental fuese tan enorme como decía Mandeville y tan angosto el único Océano. El resto de los tales viajes considerábalo semejante a las novelas de caballería que empezaban entonces a ser popularizadas por la imprenta.

Una tarde del invierno de 1486, estando Colón en la sala de los libros del célebre físico, se atrevió a pedir a este personaje que diese opinión sobre sus proyectos. Los reyes iban a llegar a Córdoba, y él esperaba, con las recomendaciones de Medinaceli y otros personajes que había conocido en Sevilla, poder llegar a que le oyesen Sus Altezas. En aquel tiempo los reyes de España sólo recibían el título de «Alteza». Fue su nieto el emperador Carlos V quien impuso el tratamiento de «Su Majestad».

Era indudable para el proyectista que cuando expusiera ante los reyes sus propósitos, tan mal acogidos en la corte de Portugal, aquéllos llamarían a consulta a los sabios de su corte más versados en la ciencia geográfica, siendo uno de ellos el doctor Acosta. Éste le había escuchado siempre sin distracciones, sonriendo algunas veces con cierta bondad, pero sin decir nada concreto.

Maestre Cristóbal tampoco se había cuidado de solicitar su opinión. Tenía sus ideas por indiscutibles; sólo la ignorancia o la envidia podían oponerse a ellas. Y al solicitar por primera vez la aprobación del célebre físico, se mostró sorprendido y casi absorto viendo que éste movía la cabeza negativamente.

Gabriel de Acosta no creía que ningún hombre de verdaderos estudios aceptase las ideas geográficas de este vagabundo enigmático. En un viaje de setecientas leguas no era posible llegar de España a las tierras del Gran Kan navegando hacia el Oeste, a través del Océano único. Él tenía una noción distinta del verdadero tamaño del planeta, de la distribución de las tierras y las aguas, o sea de «las esferas», como decían entonces.

El mundo era más grande que lo suponía Colón, errado en sus cálculos, y los mares más extensos y numerosos que él los imaginaba.

IV: De cómo el amor se fue abriendo paso a través de la geografía delirante

Al volver los reyes a Córdoba, Maestre Cristóbal visitó con menos frecuencia la casa del doctor. Todo su tiempo lo dedicaba a procurarse entrevistas con los personajes de la movediza corte, valiéndose de las recomendaciones que recibía de fuera, así como del interés que sabía inspirar a unos, y para que lo presentasen, a otros.

Los escribanos de los reyes, al nombrarle por primera vez en sus documentos, le llamaban Colomo, luego Colom y finalmente Colón. Este error nada tenía de extraordinario. Colomo y Colom eran apellidos españoles, abundantes en Aragón y Castilla. No menos frecuente era el apellido Colón, llevándolo algunas veces judíos «conversos».

Hombre tenaz, de una actividad incansable para la consecución de sus fines, le bastaron pocas semanas para conocer a todos los personajes de la corte más influyentes con los monarcas. Conseguía ser recibido por el cardenal Mendoza, «el tercer rey de España», y este prelado, hábil en los negocios de la política y de la Iglesia, escuchaba como un neófito las cosas maravillosas que iba diciendo aquel desconocido, basándose en la cosmografía y otras ciencias, completamente ignoradas por el prócer eclesiástico. Igual éxito obtenía en casa del Contador Mayor, Alfonso de Quintanilla, cuyo cargo era semejante al de un moderno ministro de Hacienda, y cerca de Cabrero, camarero íntimo del rey don Fernando.

Fray Diego de Deza, religioso de gran bondad y maestro del príncipe don Juan, heredero de la corona, mostrábase aficionado a los planes maravillosos de este navegante, presentándolo a la marquesa de Moya y otras damas amigas de la reina Isabel. Contaba además con la amistad cada vez más íntima de Luis de Santángel, judío «converso» de Valencia, pariente de aquel Santángel de Zaragoza perseguido por el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués. El caballero Santángel de la corte era «escribano de ración» del rey don Fernando, cargo equivalente al de secretario de Estado. Él y otro funcionario del rey llamado Rafael Sánchez, también judío de origen, mostrábanse interesados por la parte comercial de dicha empresa. El oro asiático del Extremo Oriente, y más aún las especias, tan buscadas en los mercados de Europa, era lo que veían al final de este arriesgado viaje. De las dos caras que ofrecía el espíritu de Colón, sólo veían ellos la del negocio y la ganancia, deseando para sus reyes una empresa tan fructuosa.

Los demás personajes, eclesiásticos y laicos, no apreciaban menos que ellos la conquista de una parte de las riquezas amontonadas por el Gran Kan, pero con una dualidad propia de su época unían a esto el interés religioso, la cristianización de aquellos pueblos, que, según tradiciones europeas, hacía siglos deseaban recibir la doctrina de Jesús, pero no habían conseguido aún ponerse en relación directa con el Santo Padre, a causa de las dificultades que oponían las enormes distancias y los peligros de un viaje por tierra.

Colón les hablaba a todos repitiendo lo que había leído en los libros de Marco Polo y Mandeville o lo que conocía de oídas por los relatos más breves de viajeros posteriores. Describía la isla de Cipango, los palacios de su rey, todos cubiertos de una costra de oro que tenía un espesor igual al de una moneda de dos reales. Las perlas eran pescadas en sus costas con tal abundancia, que se acarreaban en banastas. Enormes piedras preciosas recamaban los trajes de las gentes de aquel país, como el menudo aljófar adornaba los vestidos de las damas españolas. En tierra firme estaba el reino de Catay, gobernado por el Gran Kan, que en buen romance significaba «rey de los reyes». Allí la ciudad de Cambalú, rigurosamente cuadrada, con varias leguas de frente por cada uno de sus costados, millones de habitantes y alcázares de una opulencia nunca vista. Centenares de caravanas llegaban a ella todos los días, trayendo los más ricos géneros de todo el Oriente. Pero aún era mayor Quinzay, especie de Venecia china, con doce mil puentes de mármol, tan altos, que por debajo de sus arcos podían pasar los más grandes navíos, y cuatro mil baños públicos, a más de numerosos bazares inmensos como pueblos, rellenos de cuanto existe en el mundo, para comodidad y orgullo de los hombres.

Hacia siglos que el Gran Kan, tocado sin duda por la misericordia de Dios, quería hacerse cristiano. En tiempo de Marco Polo, éste y sus parientes habían sido embajadores del Papa cerca del «rey de los reyes» para entablar relaciones entre las dos cortes. Otros enviados pontificios, humildes frailes, de menos empuje que el mercader veneciano, se quedaban en el camino sin poder cumplir su misión.

Últimamente, el Gran Kan, cansado de aguardar, había enviado una embajada a Roma. El humanista Poggio, secretario del papa Eugenio IV, hablaba con estos enviados asiáticos, aunque con gran dificultad por no ser buenos los intérpretes. El físico florentino Paulo Toscanelli había escrito algo sobre esta embajada del remoto Oriente. ¡Qué gloria para los Reyes Católicos si ponían en relación por el camino de Occidente al más alto representante de la cristiandad y al «rey de los reyes» que vivía en Catay, aportando con esto al cristianismo casi una mitad de los seres que hollaban la tierra! Era un golpe decisivo para acabar con la infame secta de Mahoma, el más terrible peligro para los europeos en aquel momento. El mahometismo no podría seguir viviendo un día más si tenía a sus espaldas al poderosísimo Gran Kan de la Tartaria, señor de la China, y enfrente a los pueblos cristianos capitaneados por los reyes de España. Éstos, enriquecidos por el descubrimiento del nuevo camino asiático, podrían crear el más grande de los ejércitos, arrollando a todos los pueblos mahometanos hasta conseguir la reconquista de los Santos Lugares de Jerusalén.

Todo esto lo expuso el obscuro navegante el día que el cardenal Mendoza le facilitó una entrevista con los reyes en su alojamiento de Córdoba. Don Fernando y doña Isabel le escucharon silenciosos, interesados visiblemente por la novedad de la propuesta. Ella se mostró conmovida por el aspecto religioso de dicha empresa. ¡Qué inmensa cosecha de almas para Dios! Sus gustos de mujer elegante sintiéronse igualmente deslumbrados por las descripciones de este aventurero con voz y ademanes de profeta, que describía las riquezas orientales de Marco Polo y Mandeville como si las hubiese visto: perlas, diamantes, paredes de oro, puertos interminables, muelles de mármol, filas de navíos con proas de bestias quiméricas y velas multicolores.

Su esposo el rey de Aragón oía en silencio, con el rostro apoyado en su diestra, este fluir de palabras igual al curso de un arroyo continuo. Pensaba en Portugal, en los avances de sus marinos por la costa de África, que habían sido costosísimos y sin resultado en tiempos del infante don Enrique, y ahora resultaban negocio feliz, gracias al oro de San Jorge de la Mina, en Guinea, y a la malagueta, que valía tanto como la pimienta asiática. Además, los cosmógrafos de Lisboa anunciaban, después de haberse descubierto el cabo de las Tormentas, la llegada a la India como un suceso próximo. Lo más penoso ya estaba hecho y el resto era asunto de tiempo. ¡Si los españoles pudiesen llegar a estas tierras de inmensas riquezas siguiendo el camino opuesto que ofrecía este marinero vagabundo con una verbosidad de predicador exaltado!

Pero la inteligencia positiva de este monarca admirado por Maquiavelo no gustaba de separarse largo tiempo de la realidad, e inmediatamente volvía a ver con exactitud todo cuanto le rodeaba. El país estaba empobrecido por las antiguas revueltas y por la guerra actual; toda la fuerza de la morisma se había concentrado en el reino de Granada; debían combatir a ejércitos numerosos, como tal vez no los habían reunido nunca los reyes mahometanos de la Península; la hacienda real estaba exhausta; tenían que apelar a continuos préstamos para encontrar dinero. ¿Cómo iban a comprometerse en una empresa tan aventurada e incierta, cuando lo inmediato, o sea la lenta apropiación de la granada «grano a grano», estaba aún por terminar?… Cuando sus banderas ondeasen sobre las torres de la Alhambra, y hubiesen vencido para siempre a los moros, sería llegada la hora de ocuparse con alguna atención de las proposiciones de este hombre.

Sin embargo, el prudente rey, que no gustaba de abandonar los asuntos cuando los creía dignos de atención, aunque por el momento no resultasen oportunos, acordó con su esposa someter el plan del navegante a una junta de personas doctas presidida por fray Hernando de Talavera, prior de Santa María del Prado.

Este religioso, que iba a ser muy luego el primer arzobispo de Granada, sólo parecía interesarse por la conquista de dicha ciudad y la derrota definitiva de los moros. El plan de ir a la India por un nuevo camino le dejaba indiferente, no creyendo que mereciese entusiasmo ni animadversión. Creía inoportuno que los reyes se distrajesen, en aquellos momentos de su gran empresa nacional, por este asunto que sólo podía interesar a mercaderes y maestres de carabelas. Lo urgente era la conquista de Granada, el dar fin a la invasión de los mahometanos, enemigos del verdadero Dios, que ya duraba más de siete siglos, y para tan santa empresa no había nunca bastante dinero, bastantes hombres ni bastantes naves que, navegando en la entrada del Mediterráneo, combatiesen a las flotas de transportes que enviaban los reyes moros de África a sus correligionarios de Granada.

Las personas doctas que bajo su presidencia debían examinar la proposición del extranjero se mostraban menos indiferentes. Eran letrados con afición a los estudios generales y hombres de profesión científica expertos en cosmografía y conocedores de cuantos viajes importantes se habían realizado hasta entonces. El Almagesto de Ptolomeo, las opiniones de Euclides sobre el volumen de la tierra y los estudios de los autores árabes eran conocidos por gran parte de ellos. Los había también en dicha junta que sólo debían su nombramiento a las dignidades oficiales de su persona y no a sus estudios, como ocurre en toda reunión organizada por un gobierno.

El doctor Acosta había sido llamado a dicha junta. Según costumbre de la época, tardó en reunirse algunas semanas después de su convocatoria. Varios de los designados estaban ausentes de Córdoba; otros debían venir desde Sevilla.

Habló el doctor de esta futura reunión con un vecino suyo, canónigo de la catedral y hombre docto que también debía figurar en ella. No era aficionado, como el célebre físico, a los estudios de astrología y alquimia, ni le interesaban extraordinariamente las cosas del mar. Figuraba como teólogo y lo habían convocado porque en aquellos tiempos era la teología la primera de las ciencias y carecería de importancia toda reunión docta en la que aquélla no estuviese representada. Conocía casi todo lo que los grandes hombres de los siglos anteriores habían escrito sobre lo divino y lo humano. Las pretensiones de Maestre Cristóbal le habían hecho registrar los numerosos volúmenes de un autor español, el mallorquín Raimundo Lulio, que muchos apellidaban «el doctor iluminado» por haber previsto y entrevisto el porvenir con una intuición que parecía mágica.

Acosta escuchó lo que Raimundo Lulio había dicho dos siglos antes al explicar las mareas. Como la tierra era redonda, se imaginaba la curva del Océano lo mismo que si fuese un inmenso puente acuático. Este puente se apoyaba en dos estribos o macizos de tierra. El uno era Europa Forzosamente debía existir en el lado opuesto del Océano otra tierra, otro mundo, explicándose las mareas por el doble obstáculo que presentaban los dos continentes: uno conocido, otro ignoto.

La afirmación del «doctor iluminado» traía pensativo al canónigo, predisponiéndole a escuchar con atención lo que diría aquel navegante vagabundo, que era a su modo otro iluminado.

Después de reflexionar, Acosta movió la cabeza negativamente. Tal vez fuera cierto lo que decía Lulio y existiese aquella tierra misteriosa que servía de invisible sostén al arco del mar en los movimientos de sus mareas; pero en este caso sería una tierra nueva, un mundo que nadie había conocido hasta entonces, no Asia; esto era imposible. Las tierras del Gran Kan estaban más lejos por Occidente de lo que suponía aquel visionario, tenaz en sus propósitos, pero de estudios ligeros y apresurados.

Maestre Cristóbal vivía cerca de la casa de Gabriel de Acosta, en un mesón llamado de los Tres Reyes Magos, según rezaba su muestra avanzada sobre la calle, en la que se veían pintados los tres monarcas de la leyenda evangélica. Pero todos en Córdoba lo designaban, para mayor brevedad, empleando el nombre de su dueño: el Mesón de Buenosvinos. Se entraba en él por una puerta ojival de piedra tallada, recuerdo de los primeros tiempos de la reconquista del país por los reyes cristianos. Los capiteles y los dos haces de columnillas que los sostenían, el arco apuntado y los escudos nobiliarios del primer dueño del caserón, convertido ahora en alojamiento público, estaban embadurnados con una espesa capa de cal, lo mismo que el resto de los muros y los alféizares de los ventanales, pues Antón Buenosvinos cuidaba todos los años de renovar la blancura exterior de su establecimiento. Era la única limpieza visible. Más allá de la puerta se empezaba a pisar una gruesa capa de paja y excrementos de caballería, lecho de las cuadras, que ocupaban todo el piso bajo del edificio, y que iba extendiéndose por el patio central y el zaguán hasta la misma calle.

Este patio era dominio de los arrieros, mozos de establo, mensajeros o viajantes pobres, de todos los que llegaban a caballo o guiando una recua de bestias. Los huéspedes no tenían más que subir unos pocos escalones a la izquierda de la puerta para verse en la gran sala del mesón, que servía al mismo tiempo de comedor.

En su chimenea siempre había leños encendidos y ollas hirviendo. El humo intentaba expulsar a las moscas, señoras de la casa, continuamente renovadas por la germinación vital, rumorosa y obscura del estiércol del patio y las cuadras; pero volvían inmediatamente, atraídas por el tufillo de los platos, servidos sobre una gran mesa en el centro de la sala, por la grasosa suculencia de varias ristras de longanizas, algunos jamones y numerosas «canales» de cerdo —placas de tocino semejantes a chalecos blancos—, colgando todo ello del techo o de la campana de la chimenea para que se fuese secando lentamente.

Maestre Cristóbal ocupaba un chiribitil en el último piso, sin otra luz que la de un ventano sobre las tejas y la que entraba por la puerta al abrirse en el segundo balconaje del patio, baranda de madera trabajada a golpe de hacha y pintada de gris.

Antón Buenosvinos, apodado así desde los tiempos de su padre por ser famoso el mesón a causa de su bodega y por las muchas viñas que iba adquiriendo en los alrededores de Córdoba, llamaba «capitán» al que otros titulaban simplemente Maestre Cristóbal, porque esto parecía realzar el prestigio de su establecimiento.

Le había mirado con indiferencia en los primeros días de su hospedaje, y eso que un mercader genovés de la ciudad lo recomendó al mesonero, lo que equivalía a declararse fiador suyo. El saberle después criado del duque de Medinaceli (en aquel tiempo eran criados de los magnates todos los que vivían a su costa) y en tratos amistosos con el célebre físico Acosta, lo fue elevando en el concepto del mesonero, el cual ya no sintió duda alguna sobre el pago de su hospedaje. Al verle finalmente recibido por el Gran Cardenal y por los reyes, lo consideró persona algo maltratada por la fortuna, pero digna de respeto. Sin hacer otra cosa por mejorar su hospedaje que ofrecerle de tarde en tarde algún vaso de sus vinos más predilectos, procuraba halagarlo con socarronas lisonjas:

—Capitán, cuando los reyes den a vuesa merced todas esas naos que pide, yo iré en la suya para ver al señor Gran Kan de la Tartaria y traerme varios pellejos de vino llenos de oro.

Y así pensaba el ir en dicho viaje como en hacerse mahometano.

En las calles de Córdoba, donde se juntaban los jóvenes hidalgos que seguían a la corte real en sus viajes con los soldados prontos a marchar en la nueva expedición contra los moros, empezaba a ser muy conocido Maestre Cristóbal a causa de su aspecto. Las más de estas gentes iban vestidas con telas ricas, llevando collares de metal o de cuentas multicolores sobre el pecho, la espada y las espuelas doradas, penachos de plumas sobre la toca, bordados de aljófar en el justillo o en el cinturón, y reían de la pobreza de este solicitante, de sus ropas limpias, pero viejas y gastadas, apodándolo «el hombre de la capa raída».

Los más mozos, con la atrevida jactancia de sus pocos años, le tenían por un proyectista demente a causa de sus proyectos de navegación por el Océano misterioso, de los cuales sólo tenían una ligera idea.

El contador Quintanilla y otros protectores lo invitaban con frecuencia a su mesa; mas para la satisfacción de las demás necesidades de su persona seguía trabajando en las horas que le dejaban libre la propaganda de su plan. No sólo vendía libros de estampa a los personajes de la corte o a los frailes que venían a ver a los reyes; también se dedicaba al dibujo de cartas de navegar.

Esta última habilidad le inspiraba cierto orgullo artístico, hablando de ella como de algo que le separaba de los demás mortales y que muy pocos hombres habían poseído hasta entonces, por ignorar sin duda lo que los cartógrafos mallorquines y catalanes venían haciendo desde dos siglos antes. Pasados algunos años, todavía apreciaba tal habilidad como un don extraordinario de Dios, y escribía a la reina Isabel: «En la marinería me hizo Dios abundoso; de astrología me dio lo que abastaba, y así de geometría y aritmética; e ingenio en el ánima y manos para dibujar esfera, y en ella las ciudades, ríos y montañas, islas y puertos, todos en su propio sitio». Unas veces en su cuartucho, si era grande la afluencia de viajeros, y otras en la sala baja del mesón, cuando en los meses de invierno resultaba más escasa la concurrencia, dedicábase Maestre Cristóbal a los trabajos de cartógrafo que le ayudaban a vivir. Hacía cartas de marear, abarcando solamente el Mediterráneo y sus costas, para venderlas a los capitanes españoles que a las órdenes de Melchor Maldonado iban a Nápoles, navegando frente a las riberas occidentales de Italia. Cuando no tenía encargos urgentes dibujaba en una gran tela un mapamundi, que hacía por su gusto, esperando venderlo a un potentado, y en el que iba reproduciendo todo lo que había visto en otras cartas existentes en Portugal, copiadas a su vez de las que fabricaron cartógrafos en diversas naciones llamados por el infante don Enrique.

Este trabajo lento y detallado lo veneraban desde lejos las mujeres del mesón como algo misterioso, semejante a los jeroglíficos de astrólogos y alquimistas. Una de ellas, que frecuentaba el establecimiento de Antón Buenosvinos como amiga de la familia y servía a los huéspedes en días de gran afluencia, era la única que osaba acercarse al señor Cristóbal al impulso de su curiosidad juvenil.

Tenía veinte años y se llamaba Beatriz. El mesonero había conocido a su padre, hombre de bien, algo desgraciado en sus negocios y siempre pobre, que había dejado al morir un hijo y una hija. Le llamaban Pedro Torquemada, pero Beatriz, valiéndose del desorden nominativo tolerado entonces, prefería el apellido de su madre, Enríquez de Arana.

Los Arana eran indudablemente hombres del Norte, vascongados que habían bajado a hacer la guerra a los moros, siguiendo al rey don Fernando el Santo. Establecidos en Córdoba al dividirse la familia en varias ramas, éstas habían sufrido diversas suertes. Hubo Aranas nobles y ricos; otros descendieron en el transcurso de dos siglos, llegando a ser pobres como la madre de Beatriz, unida con un Torquemada de origen obscuro. Pedro de Arana, hermano de dicha moza, se había hecho grumete y andaba ahora en galeras y zabras por el Mediterráneo, unas veces en viajes comerciales, otras sirviendo a los reyes en la guerra contra los moros granadinos.

Beatriz vivía con su madre en extremada pobreza. Toda la fortuna que Pedro Torquemada les había dejado al morir consistía en dos pequeñas viñas situadas cerca de Córdoba, las cuales les daban una renta irrisoria en maravedises. Antón Buenosvinos, siempre afanoso de adquirir nuevas cepas, estaba seguro de poder comprar estos campos algún día, protegiendo a su modo a la viuda y a su hija. Eran amigas de su familia y las llamaba como auxiliares para que sirviesen en su mesón en días extraordinarios de ferias, grandes fiestas religiosas y entrada de los reyes.

La joven parecía alegrar con su presencia a los huéspedes. Hasta clérigos y graves señores de la justicia venidos de los pueblos cercanos sonreían al hablar con esta doncella, que era a la vez muy arriscada en palabras y movimientos y de una virtud agresiva apenas sospechaba en sus interlocutores algún intento contra su castidad.

Ella sólo podía atender a los hombres «como Dios manda», o sea cuando se acercasen con el buen propósito del matrimonio y alguno fuese de su gusto. Mientras tanto, como aún era moza, resultaba lícito que hablase y riese; pero nada de tocamientos ni de audacia excesiva en las palabras. Tenía el andar gallardo, y en momentos de enfado mostraba una arrogancia varonil. Muy limpia de cuerpo y de ropas a pesar de su pobreza y gran amiga de las flores, encontraba siempre algunas para adorno de su pecho y su cabellera. El mayor de sus deseos era poder adquirir, como las damas de Córdoba, los perfumes que fabricaban los alquimistas del barrio de la Morería.

Llamaba la atención, entre las andaluzas de pelo retinto, ojos negros y tez morena, por su cabellera rubia de un dorado pálido, por sus pupilas garzas, supervivencia sin duda de remotas abuelas vascongadas que habían poseído esta misma belleza blonda, propia de su raza.

Sentíase atraída Beatriz por el aspecto grave y la digna pobreza del señor Cristóbal. No le inspiraba la inquietud que los demás, siempre predispuestos a decirle frases amorosas y a aprovecharse de su confianza para algún atrevimiento que debía repeler con mano amenazante. Era dulce y reposado en sus palabras. Su sonrisa tranquila le recordaba la de algunos santos que había visto en las iglesias. No había miedo con él a las osadías varoniles que tanto la indignaban.

Le veía con una superioridad semejante a la de los padres sobre sus hijos. Estaba enterada de que, no obstante su pobreza, hablaban de él en la corte y el Gran Cardenal le daba audiencia para escucharle. Además, le interesaba ver cómo sus manos iban animando con líneas, colores, imágenes santas y figuras de hombres y bestias aquellos enormes cuadrados de papel o de tela que luego habían de servir para guiar con sus consejos misteriosos a los pilotos perdidos en el desierto movedizo de las olas.

El mapa enorme que el señor Cristóbal iba dibujando por su propio gusto representaba para Beatriz un gran recreo espiritual. Como muchas doncellas de su clase, sólo sabía leer con lentitud y escribía aún con mayor dificultad, desfigurando extravagantemente las palabras; pero un mundo nuevo iba abriéndose ante su imaginación mientras seguía con los ojos las manos del cartógrafo, nervudas y de finos dedos.

La poesía de los países exóticos y remotos, la majestad del Océano, la riqueza multicolor de las enormes ciudades de Oriente, todo parecía cantar, dentro de su cabeza juvenil, una música completamente nueva, mientras con una rodilla apoyada en un taburete, los codos en la mesa y el rostro descansando en ambas manos, contemplaba atentamente el trabajo del dibujante, inclinado junto a ella sobre su obra.

En medio del Océano había una estrella de numerosas puntas indicadora de los diversos vientos, y en su redondel central la Virgen María con el niño en brazos: una bella señora cuyo rostro se mantenía aún vagoroso, dejando el artista para el último momento la fijeza definitiva de sus facciones.

A la izquierda del Océano había un enjambre de islas, algunas muy apretadas, otras sueltas, como fragmentos que hubiese arrebatado la fuerza de las olas de la tierra firme, marcada detrás de ellas. Esta línea de costas debía trazarla el cartógrafo sin ninguna regla fija, sin guiarse por observaciones exteriores, tal como la veía en su imaginación, sometiéndola a continuos retoques.

El lado derecho de su obra lo fue reconociendo la moza a las primeras explicaciones del dibujante. Vio a España. Sus principales ciudades estaban representadas por pequeños castillos, teniendo sobre sus torres banderas de rigidez horizontal con adornos de animales heráldicos. Allí estaba Córdiba, más allá Toledo y Madrid; a un lado, cerca del mar; otro castillejo era Granada, y el señor Cristóbal, anticipándose a los sucesos, había colocado sobre su diminuta fortaleza rojiza la bandera de la cruz, como si ya perteneciese a los Reyes Católicos. Veía en Italia al Santo Padre, sentado en un trono que era Roma, con su tiara puntiaguda de tres diademas. En el centro de Europa aparecían esparcidos varios monarcas coronados y barbudos, en vez de los tradicionales castillos; pero a ella lo que le interesaba más era el Oriente, que llenaba toda la parte derecha de la carta y cuyo extremo volvía a aparecer por su lado izquierdo, o sea la enorme Asia hasta sus últimos límites de Catay y Cipango.

Contemplaba a Constantinopla, que pertenecía ahora al Gran Turco por una voluntad inexplicable de Dios, y más allá empezaba el inmenso misterio poético del Asia. Tres diminutos personajes a caballo, con largas vestiduras y seguidos de pajes pedestres, eran los Reyes Magos con sus presentes de oro, incienso y mirra. De aquellos países habían salido para llevar tales regalos al niño Dios. Cuatro camellos en fila representaban las caravanas, flotas terrestres que atraviesan los mares arenosos de los desiertos. Los golfos de las Indias estaban surcados por buques de un velamen semejante al de los cristianos, pero llevando banderas adornadas con bestias quiméricas.

Tierras adentro iba admirando la absorta doncella todos los esplendores de aquellos reinos a los que pensaba llegar un día el señor Cristóbal. Un castillo más grande que los de Europa era la ciudad de Cambalú, residencia del Gran Kan; otro más lejano, Quinzay, la de los doce mil puentes de mármol. La rica provincia de Mangui, la más opulenta de todo el Catay, no encontraba sitio en el lado derecho del mapa y avanzaba su punta por el izquierdo, teniendo a continuación de su vértice la enorme isla de Cipango. Ésta era a modo de una clueca entre la vasta pollada de cinco mil islas grandes o pequeñas. No se cuidaba de marcarlas una por una el cartógrafo, pero atento a sus certidumbres geográficas, extendía muchas de ellas por el Océano, colocando las más avanzadas a distancia muy corta de las Azores, Madera y las Canarias. Eran las primeras tierras que encontraría él si le daban los medios para hacer su viaje.

En el vasto Catay y en la primera India, cortada por el Indo y el Ganges, había dibujado en negro gran número de animales y de personas, cuyas formas raras admiraban a Beatriz; monstruos que estaban esperando los toques del pincel para animarse con vivos colores. El cartógrafo explicaba las particularidades de dichas bestias. Esta mezcla de pájaro y de león era el grifo, que siempre se posa donde hay tesoros ocultos, para defender el oro con las uñas. En Asia abundan las aves de tal especie por ser incontables las minas auríferas. Un elefante con torres en el lomo indicaba la majestad de los lujosos monarcas indostánicos.

Sobre los mares índicos volaba un ave negra que debía ser enorme, a juzgar por el tamaño de los navíos, menores que ella, colocados a cierta distancia. Era el pájaro Rock, del que hablaban en sus relatos los marineros árabes y de cuya existencia daba fe el caballero Mandeville; ave terrible que, asiendo con sus garras un elefante o un barco, se remontaba en la atmósfera, dejándolos caer desde enormes alturas para hacerlos añicos.

La isla de Taprobana «hervía de elefantes»; tantos eran en las selvas del interior. Sus palacios tenían en el vértice de sus cúpulas unas esmeraldas tan enormes, que brillaban en la noche como fanales.

Junto a las bocas del Indo había dos islas: Cryse toda de oro y Argire toda de plata. Otra isla maravillosa era Ofir, a la que iban antaño las flotas del rey Salomón a cargar oro. Unos animales de múltiples patas, dibujados por el cartógrafo, eran hormigas feroces, más grandes que mastines, capaces de comerse a un hombre en pocos minutos, y que fabricaban en la orilla enormes bolas de oro con sus arenas. Las tripulaciones salomónicas aguardaban en sus naves a que las temibles bestias se retirasen al interior para comer o dormir, y aprovechaban tal ausencia saltando a tierra para llevarse presurosamente algunas de estas bolas preciosas.

Maestre Cristóbal explicaba luego a Beatriz quiénes eran algunos hombrecitos monstruosos que ella tomaba por figuras sin terminar: los «monóculos» con su ojo único en la frente, los «canefalles» con cara de perro y demás engendros de la geografía delirante, vistos por el docto caballero Mandeville y otros autores más antiguos.

Parecía haber olvidado el artista momentáneamente a estos hombres prodigiosos y a las bestias guardadoras de tesoros, para concentrar toda su atención en un personaje, al que consideraba más importante. Era «el rey de los reyes», pintado entre dos enormes castillos que representaban las dos ciudades más principales del Catay, y al que no faltaba color ni detalle por haberse apresurado a terminarlo mucho antes de completar las otras indicaciones simbólicas de su mismo Imperio.

Inclinaba su cabeza la moza para verlo de más cerca. ¡Éste era el Gran Kan, del que había oído hablar tantas veces!… Su aspecto correspondía a la majestad con que ella y los de su tiempo podían imaginar a un monarca tan poderoso.

Colón lo había representado en la misma forma que otros cartógrafos anteriores, apreciando dicha imitación como una garantía de semejanza. Era un emperador parecido a Carlomagno, con las blancas guedejas ceñidas por una corona de florones, barba en dos puntas, majestuoso ropón de brocado hasta los pies y largo cetro en la diestra. El único detalle indicador de su origen asiático consistía en ser su rostro más ancho que largo, con los ojos oblicuos y una sonrisa bondadosa y al mismo tiempo extraña para las gentes de raza blanca. Como símbolo de su inmenso poder figuraban ante él varios hombres, funcionarios o mercaderes, puestos en cuatro patas y con la cabeza tocando el suelo.

Siguió Beatriz con creciente interés la formación de esta obra, resumen del mundo. Necesitaba ya ver todos los días el lento avance de dibujos y pinturas. La humilde moza de Córdoba se familiarizaba en el mesón de Buenosvinos con los atlantes y los trogloditas de Asia, conociendo gracias a Maestre Cristóbal la grandeza de aquella India de la que tanto hablaban los hombres doctos: más de una tercera parte del mundo, con cinco mil ciudades y nueve mil pueblos grandes, según las explicaciones del cosmógrafo.

Cuando éste no volvía al mesón, por estar convidado a la mesa de personajes de la corte o andar procurando la venta de alguno de aquellos volúmenes impresos que guardaba en su cuartucho, la joven permanecía silenciosa y enfurruñada en el comedor del piso bajo, esperando horas y horas la vuelta del extranjero.

Durante el invierno había trabajado el señor Cristóbal en aquella gran pieza común. Como la mesa de los huéspedes quedaba desocupada desde el principio de la tarde hasta la hora de la cena, el cartógrafo podía hacer en ella sus dibujos recibiendo mientras tanto el calor del hogar. Ahora, con el buen tiempo, eran más los viajeros, siempre había gente en la sala baja, y se veía obligado a trabajar en el último piso del mesón.

Beatriz venía a buscarle en su cuartucho con la intrepidez de una muchacha acostumbrada a repeler los atrevimientos varoniles y que no duda de sus medios defensivos. Además, el «capitán» se mostraba siempre dulce en sus palabras, hablándola tranquilamente, con una confianza casi paternal, justificada por la considerable diferencia de edad que existía entre los dos.

También el marino mostraba cierta necesidad de sentir cerca de él la presencia de esta admiradora muda. Representaba para su mísera soledad de pretendiente visionario la fuerza reanimadora que trae con ella toda mujer.

Fuera del mesón le hablaban los hombres con un tono de incredulidad o de cansancio. Muchos evitaban las ocasiones de oírle. Era el importuno que llega a destiempo para charlar de cosas faltas de interés. Solamente dentro de aquella hostería encontraba atención, credulidad, silencio admirativo. Además, la juventud exuberante de la pobre moza parecía transmitirse a él, hombre desgastado por los excesos de su acción, envejecido más allá de su edad por los rudos altibajos de una existencia aventurera.

Apartaba su vista Beatriz algunas veces del mapa para mirar fijamente al cartógrafo, mientras éste seguía trabajando como si no se diese cuenta de tal contemplación, o como si, viéndola a ella de reojo, temiera sentirse perturbado al mirarla frente a frente. Hacía sin duda la moza largas comparaciones entre su cabellera casi blanca y el color rubicundo de su rostro, arrugado en torno a sus párpados, pero fresco y jugoso en las mejillas. Lo veía tal vez más joven en estos momentos que en el resto de la jornada. Una nueva luz parecía brillar en sus pupilas, que eran garzas, lo mismo que las de ella.

Mostraba el señor Cristóbal de pronto alegrías inesperadas. Mientras seguía dibujando, entonaba a media voz dulces canciones portuguesas o las llamadas «salomas», versos incoherentes, en la algarabía lingüística usada por los navegantes del Mediterráneo, melopeas inventadas por los marineros mientras tiraban de los cables o trabajaban subidos en los mástiles.

Olvidando al Gran Kan y a todos los hombres prodigiosos y monstruos del Asia, se había dedicado con repentino capricho a terminar la cabeza de Nuestra Señora que ocupaba el círculo de la estrella de los vientos. Beatriz la vio de pronto rubia y azulada de ojos, con cierto parecido a ella. Era la pobre semejanza que podía obtener un dibujante de cartas, hábil únicamente en el trazado de figuras estilizadas para simbolizar países; pero para la moza fue la tal Virgen la más interesante de todas las imágenes santas que llevaba vistas.

Pareció rejuvenecerse Maestre Cristóbal, mostrando mayor fe en sus próximos destinos. Iba a reunirse al fin la junta que había de oírle en Córdoba por orden de los reyes. Todo lo veía fácil y hacedero. Aquellos señores de la junta sabían que los monarcas se interesaban por su proyecto. Además, contaba con el apoyo del «tercer rey de España» y de los funcionarios más allegados a don Fernando y doña Isabel.

La víspera de la primera reunión, la pobre doncella mostró mayor inquietud que él en la expresión de sus ojos parpadeantes, en la tenacidad con que le hizo preguntas sobre la condición y carácter de todos aquellos señores que iban a oírle. ¡No conocerlos ella, para hablarles del capitán!… ¡Ser una ignorante, incapaz de entender las más de las palabras usadas por él en sus explicaciones!

Colón mostraba, en cambio, un optimismo arrogante. Daba por aceptado su plan; se veía ya exigiendo condiciones a los reyes. No emprendería el nuevo camino de Asia si antes no lo hacían gran Almirante del mar explorado por él, si no lo nombraban virrey de las tierras que descubriese y que aún no estuvieran dominadas por el Gran Kan, si no le daban un tercio de todo el oro, las perlas y la especiería que se sacasen de aquellos países.

Enardecido por su propia imaginación, pareció olvidarse de la muchacha, que, con las manos cruzadas delante de sus rodillas, encorvada la espalda y los ojos en alto, lo escuchaba hablar con voz de triunfador mientras paseaba circularmente en su cuartucho. De pronto sentía el visionario una generosa necesidad de adornarla a ella con un retazo del manto de opulencias que le esperaba al otro lado del Océano.

Cuando él fuese rey en aquellos países de ensueño se acordaría de ella, elevándola enormemente sobre su condición actual. Sería una dama más rica que las que acompañaban a la reina doña Isabel; se llamaría doña Beatriz; tal vez sus futuras hacaneas fuesen elefantes con templetes de oro; tal vez se cubriese de perlas de la garganta a los pies, y hombrecillos con el rostro color de bronce sostendrían su cola, precediéndola otros con abanicos de plumas…

Luego cortaba su facundia imaginativa y abría un corto silencio para decir melancólicamente:

—No, Beatriz; vos os quedaréis aquí para casaros con un mancebo de la tierra. A cada cual lo suyo. Sois mocita y nos hemos conocido demasiado tarde.

En el día siguiente estuvo fuera del mesón hasta el anochecer. La junta presidida por Hernando de Talavera, el prior del Prado, le escuchó a puerta cerrada, y sus individuos se abstuvieron a la salida de dar informe público de lo ocurrido.

El doctor Acosta le oyó una vez más insistir en sus tremendos errores geográficos sobre la pequeñez de la tierra, a la cual hacía menor en una tercera parte de su verdadero volumen y sobre la facilidad de llegar por el Oeste en una navegación de pocas semanas a las costas del Extremo Oriente asiático.

Además, poseído de súbito recelo, sospechando que sus auditores podían robarle su proyecto —como en Portugal— si daba mayores detalles, explicaba muy a la ligera las razones que le servían de apoyo. El doctor se lo había oído exponer en su casa con mayor abundancia y franqueza.

Los individuos de la junta menos versados en los estudios geográficos fueron los que le oyeron con mayor interés. Su fervor de visionario, el misterio en que envolvía sus afirmaciones faltas de pruebas, acabaron por impresionarles. Acosta reconocía en él un gran poder de sugestión sobre todos los hombres doctos que no habían estudiado especialmente la geografía y estaban imposibilitados de contestar las argumentaciones improvisadas por su entendimiento ágil. Todo sonaba en su boca con un acento autoritario de verdad indiscutible, hasta lo más fútil y deleznable.

Cuando no sabía cómo responder a las objeciones, adoptaba un tono misterioso, repitiendo tenazmente:

—Yo hallaré tierra, setecientas leguas más allá de las Canarias, y tal vez antes. Son islas avanzadas de la tierra firme del Gran Kan. Lo sé cierto, y no digo más. Bien sabe Dios, que me escucha, que hablo verdad.

Y no quería demostrar su aserto con ninguna prueba palpable; pero tan rotundo era su tono de seguridad, que Acosta llegó a sospechar si poseía alguna prueba oculta de la existencia de estas islas avanzadas. Podía haberla encontrado entre los papeles de su suegro, antiguo piloto del infante don Enrique. Tal vez había recibido informes directos, viviendo en Puerto Santo, de algún piloto perdido en el Océano, que al volver le contó el hallazgo de tierras misteriosas. El físico había oído hablar a los marinos andaluces de un piloto español que, al ir de Canarias a las Azores con un cargamento de víveres, veía su nave arrebatada hacia el Oeste por una tempestad, y después de muchas penalidades tocaba en islas desconocidas. Gracias a su cargamento podía emprender el regreso, pero todos los de su tripulación iban pereciendo, y al final, cuando desembarcaba en una de las islas portuguesas, morían él y los pocos que aún quedaban de su tripulación.

Unos suponían al tal piloto nacido en Huelva, otros lo hacían vasco o gallego; pero todos afirmaban que un navegante español —de los muchos que se perdieron en el Océano sin dejar noticias— había vuelto a las tierras cristianas para morir, contando antes su descubrimiento casual.

¿Habría conocido Colón directamente en Puerto Santo o en las Azores a este piloto, que algunos llamaban Alonso Sánchez de Huelva? ¿Poseía algún intermediario el secreto de dicho moribundo?…

Existían en la junta de Córdoba, como en toda reunión oficial, hombres de disparatadas ideas, los cuales mostraban cierto parentesco imaginativo con el proyectista extranjero, empleando dicha similitud mental para combatirle. Uno afirmaba que de navegar Colón siempre al Oeste no llegaría a Asia en tres años. La distancia resultaba demasiado enorme; pero de todos modos, el que hablaba así presentía sin dato alguno la existencia del océano Pacífico, ignorado de todos. Otro, basándose en la redondez de la tierra, sostuvo que si el extranjero realizaba su viaje a la ida, los buques navegarían fácilmente por ir cuesta abajo, pero al intentar la vuelta les resultaría ésta imposible por tener que surcar el Océano cuesta arriba.

Este disparate, que hizo sonreír al doctor Acosta, no resultaba extraordinario entonces. El mismo Colón, años después, en uno de sus viajes, afirmó que sus buques habían tenido que subir mucho por el Océano, sirviéndole esto para descubrir que la tierra no es redonda, sino en forma de pera o de pecho de mujer, con un pezón al final, que es la montaña del Paraíso.

Muchos de los contradictores de Colón vivían lo mismo que vivió él hasta el momento de su muerte, dentro de una geografía delirante, que era la de su época, y de la cual muy pocos habían conseguido libertarse.

Despidieron los de la junta al proyectista, después de haberle hecho saber que lo llamarían otras veces para seguir tratando el asunto. Luego, al quedar solos, acordaron manifestar a los reyes que lo propuesto por Colón «no estribaba en tan sólido cimiento que pudiera arriesgarse en ello el buen nombre de la España y las vidas de los que le acompañasen», pero sin añadir a esto ningún calificativo en mengua de la experiencia y los estudios del solicitante.

No pensó Beatriz durante el día en otra cosa que en esta junta, tan temida por ella. Tardó en ir al Mesón de los Tres Reyes Magos, temiendo conocer la noticia de lo ocurrido y necesitando al mismo tiempo saberla para librarse de una sorda angustia que la molestaba desde las primeras horas de la tarde.

Entró en el mesón al anochecer, y al enterarse de que el señor Cristóbal estaba en su cuarto, subió la escalera, al principio con discreta lentitud, luego apresuradamente, cuando ya no podían verla las otras mujeres que estaban abajo.

Quedó inmóvil en el balconaje de madera que daba al patio interior, cerca de la puerta de la mísera habitación.

A sus espaldas iba cayendo la luz del ocaso como una lluvia de suave rosa, cada vez más pálida. Sobre este fondo de resplandor desfalleciente la joven parecía más alta y majestuosa, como si llevase dentro de ella toda la alegría de la vida.

Vio enfrente, a través de una puerta abierta, la llamita de una vela de sebo puesta en un candelabro de latón y éste descansando sobre la mesa, en uno de cuyos extremos estaba enrollado el mapa tan admirado por ella. En el extremo opuesto, un codo de hombre con la manga del jubón algo deshilachada; un puño cerrado sirviendo de apoyo a una mejilla.

Se elevaron unos ojos hacia la moza al darse cuenta de su presencia, ojos extraordinariamente agrandados, con una mirada de humildad y desaliento. Sus pupilas azules y doradas tenían un brillo cristalino… ¡Lágrimas!

Beatriz sintió también de pronto un deseo de llorar. El hombre del Gran Kan, orgulloso y triunfador un día antes, había rodado de las inmensas alturas de su imaginación, volviendo a ser el hombre de la capa raída.

Avanzó resueltamente la mujer, echándole sobre los hombros sus brazos de carne dura y primaveral. Lo envolvió en ellos misericordiosamente, con una violencia protectora. Necesitaba darle un consuelo.

—Capitán… ¡pobrecito mío!

Y lo besó a plena boca.

V: Donde Maestre Cristóbal y Beatriz empiezan a vivir «en pecado mortal», y es abandonado por dos veces el viaje a las tierras del «rey de los reyes», arreglándose todo finalmente gracias a un judío que demuestra la inmoralidad de prestar dinero sin réditos

A principios del verano se fue la corte de Córdoba.

Algunos señores de Galicia se habían colocado en actitud rebelde frente a los reyes, y éstos necesitaron trasladarse a sus Estados del Norte para sofocar dicho movimiento.

Viose privado Colón del apoyo de los cortesanos que le protegían, mas a pesar de ello se consideró menos solo que en los meses anteriores. El amor llenaba ahora su existencia.

En su compleja personalidad, compuesta de diversas individualidades, el marino proyectista, el soñador de los caminos del Océano, parecía haberse encogido, hasta ocultarse. Era ahora el sexual, devoto de todas las hermosuras de la Naturaleza, quien regía su existencia, embelleciéndola, no obstante su pobreza, con una sucesión de dulces idealismos.

Este hombre de mar, que había sido pirata según las inducciones de Acosta y de otros, y cuyo exterior afable y reposado no podía ocultar en ciertos momentos la realidad de su carácter áspero e iracundo, sentía los mismos gustos de las damas por las flores, los perfumes y las joyas. En su mediocre estado de fortuna no podía adquirir estas últimas, pero las admiraba como experto conocedor en la reina y las señoras de su corte, mostrando un entusiasmo de poeta al hablar del oro y las piedras preciosas. Este fervor áureo, uno de los más fuertes apoyos de su voluntad, lo empujaba al mismo tiempo como un resorte hacia los reinos maravillosos del Gran Kan.

Perfumes y flores le era más fácil adquirirlos en el país donde vivía ahora. No obstante ser tan escasas sus ganancias y tan raída su vestimenta, se rociaba muchas veces con aroma de rosas, de acacia o de azahar, esencias adquiridas en los tenduchos de los perfumeros que habitaban el barrio de la Morería. En ocasiones, al hablar con Beatriz de su futura prosperidad, describía la magnificencia de los papeles en que irían escritos sus decretos y misivas, cuando fuese rey en la maravillosa Asia, todos impregnados de esencias rarísimas y con letras de puro oro en sus cabeceras.

Mostrábase siempre frugal y sobrio en la mesa. Cuando lo invitaban los grandes, procedía con la misma parsimonia que en las austeras comidas que él mismo había de costearse en su mesón o en obscuros figones de Córdoba. Lo único que admiraba eran los ricos adornos de las mesas, especialmente los que contenían flores.

Beatriz, conociendo sus gustos, llegaba siempre al Mesón de los Tres Reyes Magos con rosas y claveles en la cabeza y el pecho, despojándose de estos adornos florales para dejarlos con fingida distracción en un jarrillo de loza azulada, único adorno del cuartucho del marino.

Se creía éste algunas veces rondando aún el convento de Lisboa, donde había conocido a Felipa Muñiz. La juventud y el amor salían de nuevo a su camino, cuando él se imaginaba terminados para siempre tales encuentros. La mocedad empezaba para él por segunda vez, cuando tenía los cabellos blancos y necesitaba el calor y el apoyo de una voluntad adicta al retirarse diariamente de su combate con la suerte.

Las horas en que no veía a la huérfana rubia le parecían vacías, sin ninguna significación para su existencia. Iba necesitando algo más que estos amoríos, apasionados e inocentes. Sus relaciones eran un simple noviazgo semejante al de tantos mancebos y mozas de la ciudad: largas conversaciones, besos a hurtadillas, audacias pasionales de él, excitado por casuales contactos; fugas de ella y enfados pasajeros por mostrarse siempre recelosa y defensiva aun en sus momentos de mayor abandono.

Se consideraba dichoso el navegante en tan incompleta situación, temiendo mucho perderla, y al mismo tiempo recordaba su juventud en los puertos de burdos y ruidosos placeres, las aventuras del mar, con sus abordajes prometedores de sorpresas, que le hacía apreciar su casto noviazgo como impropio de sus años y de su existencia anterior. Mas en vano se quejaba pretendiendo avanzar en sus intimidades con ella.

—Yo soy una mocita —contestaba Beatriz—, y aunque me has conocido sola, tengo familia muy honrada: mi tía Mayor, que me recogió al morir mi madre; mi hermano Pedro, que está en el mar y quiere ser capitán de nao como tú. Además, mi primo Diego, que acaba de casarse y es el más rico de todos nosotros. Anda entre las gentes de la justicia y algún día lo veremos alguacil mayor de Córdoba… No, lo que tú deseas sólo será cuando nos casemos. Entonces… ¡oh, entonces!

Y lo besaba en la boca, con un apasionamiento de mujer ardiente y serena a la vez, escapando de entre los brazos del nauta apenas intentaba éste cerrarlos en torno a ella, temblorosos por la fiebre del deseo.

Este amor iba creciendo con rudas alternativas de entusiasmo, desaliento, querellas y reconciliaciones.

—Os conozco, señor Cristóbal —decía ella con fingida severidad y un índice en alto, agitándolo como si sermonease a su enamorado—. Mucha paz en la cara, lindos ojos, reposadas palabras como un predicador, y detrás un genio del demonio… No te enfades. ¡Si yo te quiero más así! Me gustan los hombres fuertes y que inspiren respeto. Además, tú has de ser autoridad. ¡A saber los reinos que gobernarás cuando llegues a aquellas tierras! Tal vez el Gran Kan, del que tanto hablas, ordenará que te sientes a su lado y seas como el Gran Cardenal en la corte de nuestros reyes… Pero espero que no me olvidarás cuando estés allá. Así debe ser, pues antes de tu viaje nos habremos casado. Recuerda que es cosa guisada entre nosotros.

Influenciada por las ilusiones del visionario, la rubia andaluza se lanzaba a su vez a fantasear sobre el porvenir.

—Sé que para gran señora me falta mucho. En la corte, la reina doña Isabel habla en latín, y me han dicho que otras de sus damas aún lo platican mejor que ella con prelados y extranjeros de gran sabiduría. Yo no tengo más que una lengua, y ¡gracias! Pero allá, entre moros o paganos, en las tierras del Gran Kan, cuando tenga mis elefantes, mis trajes de perlas del cuello a los pies, mis tropas de moritos para servirme y todo lo demás que tú cuentas, sabré ser tan princesa que todos creerán que en mi vida no fui otra cosa. ¡Ay mi don Cristóbal! ¡Mi don visorrey!… ¡Cómo deseo ser tu mujer, como Dios manda, y que me lleves a los reinos de tu amigo!

La pobre moza se mostraba igualmente transformada por el amor. El navegante la oía algunas mañanas cantando en la parte baja del mesón con una alegría de alondra. Queriendo ser partícipe de sus habilidades en el dibujo, le había pedido que le enseñase a trazar con la pluma una florecita, añadiendo ésta como una especie de adorno heráldico al garabato de su firma.

—Esta flor eres tú —decía con ceceo andaluz al ensayar su nueva habilidad, trazándola sobre un papel.

Él la besaba, intentando con malignas intenciones retenerla largamente entre sus brazos; pero ella huía, y continuaban la conversación, algo separados, repitiéndose la misma escena poco después.

En algunas ocasiones hablaba la muchacha con orgullo irónico y gracioso de su fortuna propia, en tierras y edificios. Sus padres, al morir, le habían dejado fuera de Córdoba, en el pueblo de Santa María de Trasierra, una huertecita, una casa con lagar y tinajas para el vino y una viña de cuatro aranzadas, propiedades que había arrendado por el precio de mil trescientos maravedises, lo suficiente para comer en el año unas pocas semanas nada más.

De todos los propietarios de Córdoba, era ella indudablemente la más insignificante y pobre, la última. Además, por escritura pública, debía entregarla su arrendatario todos los años, el día de San Juan, «una canasta de manzanas, buenas de dar e de tomar, todo horro de diezmo».

Esta renta de ridícula insignificancia había servido para que su tía, llamada Mayor Enríquez, se encargase de ella al quedar huérfana. Además, Antón Buenosvinos, por ser pariente del labriego de Trasierra, que le había arrendado sus pequeños campos, la consideraba como de su familia.

—Un día vendréis allá conmigo, don Cristóbal —decía ceremoniosamente—, para que podáis daros cuenta de cómo son los Estados que vuestra esposa os llevará en dote al matrimonio. No son, ni con mucho, como los vuestros en el Catay o el Cipango, pero de todos modos, mejor será esto que tomarme por mujer sin más fortuna que la ropa puesta… ¡Ay! ¡Quita allá, marinero del demonio! No me toques. ¡Qué atrevimiento! Debería cortarte esas manos de obispo con las que dibujas tantas cosas de maravilla.

Y así continuaban hablándose todos los días, hasta que llegó de Salamanca una carta, que produjo en ambos desaliento y alegría a la vez.

Necesitaban separarse inmediatamente. Los personajes de la corte amigos de Colón no habían olvidado los proyectos de éste y empezaban de nuevo a protegerlo. La carta era de fray Diego de Deza, el maestro del príncipe don Juan. Los reyes, después de poner orden en los asuntos de Galicia, estaban ahora en Salamanca, y Deza, como preceptor del príncipe heredero, había seguido a la corte.

Este fraile, que amaba a Colón por su fervor religioso y las numerosas citas de la Escritura y los Santos Padres en que apoyaba sus planes cosmográficos, juzgó que debía aprovechar su permanencia en Salamanca para poner de nuevo a su protegido en relación con los reyes. Además, Salamanca era célebre por su Universidad y las escuelas anexas que existían en sus conventos. Lo que hablase en ella Colón, aunque fuera en reuniones particulares, obtendría algo del docto prestigio que acompañaba al nombre de dicha ciudad.

Le envió Deza dinero para tal viaje y Beatriz quedó en Córdoba esperando la vuelta de su admirado proyectista. Esta ausencia podía durar varios meses. Volvería a Córdoba indudablemente con la corte, y como los medios de comunicación eran entonces escasos y difíciles, tal vez en dicho tiempo sólo se cruzasen entre los dos muy pocas cartas. Ella quedaba en relativa tranquilidad, libre de sus celos de mujer apasionada, sabiéndolo al lado del influyente padre Deza y rodeado de frailes doctos en el convento de San Esteban, que iba a servirle de alojamiento.

Los dominicos de San Esteban, en Salamanca, eran muy aficionados a los estudios y mantenían en sus claustros una escuela, agregada a la Universidad. El padre Deza, futuro obispo de Palencia, varón de nobles intenciones y gran respeto para los que sabían más que él, consideraba a dichos frailes hombres doctísimos, y buscó que apoyasen a su protegido después de escucharle.

Varios meses pasó Colón en el mencionado convento, llevando una vida de abundancia y de reflexiva paz, conversando con los monjes más instruidos de la casa y con algunos profesores de la Universidad, a los que atrajo la presencia de un extranjero tan interesante en sus charlas. En determinadas vacaciones, esta reunión privada se trasladó a la granja de Valcuevo, amena propiedad del convento situada a varias leguas de Salamanca. Nunca tuvieron tales conversaciones un carácter oficial ni intervino en ellas de modo directo la Universidad. Fueron pláticas amigables en torno a las teorías que explanaba Colón como fundamento de su viaje.

Los muy conocedores de las matemáticas y la cosmografía hacían objeciones, justas o erróneas, de acuerdo con la ciencia de entonces. Las dudas del doctor Acosta se reproducían en algunos de ellos. Nadie discutía que la tierra fuese redonda: era esto una idea vieja admitida desde siglos antes por todos los hombres cultos en España y Portugal. Lo que no podían aceptar era la pequeñez que la suponía Colón, gracias a la cual esperaba encontrar las islas más avanzadas de Asia navegando unos centenares de leguas hacia el Oeste.

Los más que le escuchaban, sabios en teología o letras clásicas, sentíanse interesados por los relatos del navegante como si oyesen la lectura de una novela prodigiosa. Éstos eran los que mostraban mayor fe en sus afirmaciones. Pasando por alto la parte científica del proyecto, aceptaban todo el resto de él, cimentado en las Santas Escrituras y en interpretaciones de la voluntad divina por considerarse aquí en terreno propio.

Colón apelaba al apoyo de Dios. El Señor no podía haber creado el mundo para dejar la mayor parte de él cubierto por los mares. Creer esto era una impiedad. En el globo terráqueo era enormemente mayor la parte sólida que la líquida. Sólo una séptima parte estaba, según él, ocupada por el Océano, y al disminuir de modo tan exagerado la extensión marítima resultaban lógicamente muy próximas las costas de la península ibérica y las de la provincia china de Mangui, último extremo de Asia, situado enfrente. Un viaje con buen viento y en época propicia bastaba para ir de una ribera a otra en varias semanas, deteniéndose antes en islas del Gran Kan, mucho más cercanas.

Hablaba con la fe de un inspirado, halagando el españolismo de sus oyentes.

—Debe cumplirse —afirmaba— todo lo que dijo Dios, el cual tan claro habló de aquellas tierras por boca del profeta Isaías en tantos lugares de su Escritura, afirmando que desde España será divulgado en ellos su santo nombre.

Y para reforzar sus demostraciones aludía a la gran preocupación sentida entonces por toda la cristiandad: la reconquista de los Santos Lugares.

—Jerusalén y el monte Sión han de ser reedificados por manos de cristianos. ¿Quién ha de ser? Dios, por boca de Isaías, lo dice en el decimocuarto salmo. De españoles ha de salir el que reedifique a Jerusalén. También el abad Joaquín, calabrés, dijo que saldrá de España el que reedifique la casa del monte Sión.

Los oyentes conocían de nombre a Joaquín de Fiora, el místico italiano; pero los que por curiosidad buscaban el mencionado salmo de Isaías no lo encontraban de acuerdo con lo que había afirmado esta especie de profeta vagabundo. Poco importaba tal error. La fe con que hacía sus afirmaciones alejaba toda crítica. Se creía el designado por Isaías y por el abad Joaquín; era el hombre salido de España por la voluntad de Dios para llevar su palabra a tantos países alejados y opulentos que ignoraban su nombre. ¿Por qué no apoyarlo?

La influencia personal de los dominicos de Salamanca y su docto prestigio, hábilmente manejado por el padre Deza, consiguieron que la reina Isabel volviese a pensar en Colón, aunque dejando su viaje para más adelante, cuando hubiese terminado la guerra de Granada y los gastos fuesen menos. Y como demostración de aprecio, empezó por incorporarlo a la corte como hombre que podía prestar futuros servicios, librando a su favor los tesoreros de los reyes cinco cartas de pago para sus gastos de viaje y su manutención.

Siguiendo a la corte volvió a Córdoba, pero ahora ya no le podían llamar «el hombre de la capa raída». Su situación aún continuaba siendo incierta. ¿Cuándo podrían los reyes dar fin a la guerra de Granada y ocuparse de sus planes?… De todos modos, el recibir ayudas metálicas del tesoro real lo elevaba a los ojos del vulgo, dándole cierta superioridad sobre los parásitos y pedigüeños que seguían a esta corte militar en sus continuas andanzas por España.

Beatriz y su familia se mostraron sensibles a este honor obtenido por el extranjero. Diego de Arana, primo de ella, hidalgo cordobés, gallardo de gestos y palabras, aficionado al manejo de la espada y a ejercer autoridad, entabló relaciones amistosas con el cortejante de Beatriz al verlo metido en la corte y con grandes amigos en ella, por si podía servirle de valedor en lo porvenir. El hermano, Pedro de Arana, también conoció a su futuro cuñado al venir por unos días a Córdoba.

La campaña en este año de 1487 fue más marítima que terrestre. Los reyes habían sitiado a Málaga, ocupando casi todos los navíos, fustas y carabelas de su reino en el transporte de víveres y tropas o en la guarda de la parte del Mediterráneo vecina al Estrecho, para combatir las flotas africanas que intentaban auxiliar a los sitiados. Pedro de Arana, que sólo tenía dos años más que Beatriz, se creía llegado a la mayor gloria de su profesión. Los moros habían muerto en un combate al cómitre de la saetía en que él navegaba, y dicha embarcación iba a quedar bajo su mando.

Parecía Beatriz otra mujer. Esta separación de cuatro meses había quebrantado la rigidez virtuosa que existía siempre en el fondo de sus más desenfadadas muestras de amor. Había temido en la posibilidad de no ver más a su enamorado, de que éste en su viaje se sintiese atraído por otra mujer, y tales miedos acabaron por hacer flaquear su resistencia. Él notó una supeditación extraordinaria en sus palabras y sus actos. Se adormecía entre sus brazos con amorosa pasividad; había reemplazado con protestas blandas sus antiguas defensivas prontas y vigorosas. Y un día, como si los dos se fuesen deslizando sin resistencia por una pendiente suave, dejándose llevar por su propia gravitación, dejaron que el pecado carnal se saciase en ellos hasta la hartura, y el hombre de las profecías y de los descubrimientos conoció la varonil satisfacción de no poder ir más allá en sus deseos, contentándose en el porvenir con una simple repetición de su felicidad presente.

A las pocas semanas sintió Beatriz el deseo, como todas las enamoradas, de tener una casa aparte, un refugio propio para sus dulces intimidades, aunque fuese extremadamente pobre. No podía sufrir las sonrisas de complicidad, las felicitaciones irónicas y los comentarios a sus espaldas de la mujer de Buenosvinos y las otras mozas de empleo permanente o de trabajo adventicio en el Mesón de los Tres Reyes Magos.

Se fue a vivir con su hombre en una de las colaciones o parroquias más populares de Córdoba; en una casa propiedad de su tía Mayor Enríquez, que tenía igualmente otras inmediatas, todas ellas de un solo piso, hechas de adobes, con el alero muy bajo sobre la calle, pero enjalbegadas con cal de nítida blancura y el suelo de tierra apisonada siempre barrido y bien regado.

Amuebló la joven las dos piezas —gracias a algunos préstamos logrados de su familia y sus amigas— con varios almadraques algo flácidos, por ser muy vieja la lana de su relleno, dos colchones de estopa y una alcatifa muy usada, puesta a los pies de una mesa antigua y carcomida, sobre la cual colocó el señor Cristóbal media docena de libros, varios papeles y sus cartas de navegar. Un baúl pintado y un arca blanca contenían las ropas de los dos. Como enseres domésticos contaban con un brasero de hierro, una artesa para el pan, varios calderetes y sartenes, una tinajuela para el agua, otra más pequeña para el aceite y dos candiles.

En esta casa, que pertenecía a Beatriz, pasó el proyectista la mayor parte de sus cuatro últimos años de pobreza. La moza iba a ser madre, y como ya vivía públicamente con su amante, no sintió la necesidad de recatarse, ocultando el abultamiento propio de su estado.

Aquellos tiempos eran de exagerada tolerancia en las relaciones sexuales, mientras no saliesen éstas de lo normal. Muchos hasta los creían de mayor virtud que medio siglo antes, cuando gobernaba Castilla el privado don Álvaro de Luna, y una imitación de los gustos propagados por los humanistas en Italia implantaba entre los señores de Castilla las invenciones contra natura, que habían hecho horriblemente famoso el nombre de una de las ciudades anonadadas por el fuego de Dios.

No era extraordinario en Córdoba y otras poblaciones de Andalucía, frecuentadas continuamente por soldados con motivo de la guerra de Granada, que los hombres tuviesen una manceba aunque perteneciesen muchas veces al estado eclesiástico. El «tercer rey de España», o sea el cardenal Mendoza, había sostenido relaciones amorosas con bellas damas de la corte e iba públicamente rodeado de sus hijos. Los monarcas tenían que hacer públicos en Aragón y Castilla severos decretos para cortar escándalos en los conventos de mujeres y limitar el lujo que ostentaban las barraganas de los clérigos. A nadie podía llamar la atención que la mocita de los Enríquez Arana se hubiese ido a vivir con aquel extranjero que de tarde en tarde cobraba en la tesorería de los reyes, como ayuda de vida o de viajes, unos cuantos miles de maravedises.

Todo esto no impidió que Mayor Enríquez, la cual empezaba a envejecer y sentía repentinos miedos por la salvación de su alma, protestase de la situación anormal de su sobrina.

—Piensa que vivís en pecado mortal. Es preciso que el cura os dé la bendición. ¿Qué dice ese hombre?

El hombre prometía a Beatriz un inmediato casamiento, para lo cual había pedido los papeles necesarios. Jamás pudo saber la cordobesa con certidumbre de dónde habían de venir dichos papeles, que nunca llegaron.

También su hermano Bartolomé vivió en igual situación, amancebado con una mujer a la que amaba y de la que tuvo un hijo. Nunca llegó a casarse con ella. Sin duda le faltaban igualmente los papeles necesarios. En Portugal le había sido más fácil al señor Cristóbal casarse varios años antes, cuando estaban adormecidos los odios religiosos y no escarbaban clérigos y escribanos en la documentación de cada individuo para conocer exactamente su origen.

De todos modos, esta vida falsamente matrimonial la apreció Beatriz en sus dos primeros años como el período más dichoso de su obscura historia. Tuvo un hijo, que recibió el nombre de Hernando o Fernando por imposición de su padre. Mostraba gran devoción por el santo rey castellano que expulsó a los moros de Sevilla, y cuando necesitaba afirmar algo con un juramento supremo, decía siempre: «¡Por San Fernando!».

Ya no se colocaban los dos, el uno junto al otro, trémulos de deseo, mientras el nauta dibujaba sus cartas de marear. Existía entre ellos la dulce placidez del cariño, más reposada y duradera que la arrebatada fiebre del amor. Él hablaba largamente durante sus horas de descanso, por una necesidad de descongestionar su imaginación exuberante. Beatriz, sentada en una silleta, con el henchido globo de uno de sus pechos al aire y agarrado a él su pequeño Hernandico, le escuchaba con una expresión de arrobamiento, como si sus palabras fuesen la mejor de las músicas. ¡Había visto tanto en sus correrías por el mundo!

Le contaba los episodios de su viaje a lo más septentrional de entonces, donde acaba el mundo entre nieves y huracanes fríos, que traen con ellos la muerte; tierra que llamaban la última Tule los poetas antiguos. En el invierno los días duraban breves horas. Los de su nao habían ido en verano a cargar mineral y el sol se mantenía siempre en el cielo. Por las llanuras cubiertas de una pelusa intensamente verde, que tenía la corta duración de una vida de flor, pasaban pequeños carros tirados por perros. Luego, dando un salto al otro extremo del mundo conocido en aquella época, describía sus navegaciones por la costa de Guinea, explicando cómo eran los reyes negros, con una lanza en su diestra, una cabellera lanuda en forma de bola y una concha marina cubriendo su bajo vientre, los cuales venían al buque a vender sus esclavos y su polvo de oro. Los ríos eran anchos como mares, no dejando ver su orilla opuesta; pero sucios, pestilentes, casi sólidos, arrastrando enormes bancos de hierba, pedazos de selva pútrida, de los que emergían los cocodrilos su acorazado lomo de sierra.

En los mares de África había visto peces asombrosos por sus colores y sus reflejos metálicos. Algunas veces había tropezado con sirenas, y en su afán de observarlo todo, pudo verlas durante algunos minutos asomado a la proa de la nave. No eran tan hermosas como aseguraban los antiguos; más bien parecían tener en su cara cierta semejanza con el perro; pero muy ágiles de cuerpo, redondas y brillantes de carnes, nadando con graciosa agilidad.

Se esforzaba por explicar a Beatriz el olor de las flores en las arboledas de la zona tórrida, allá donde los antiguos filósofos no creían que fuese posible la vida, por estar el suelo calcinado bajo el sol. Describía la abundancia animal en estas selvas tropicales enmarañadas, silenciosas durante las horas diurnas, llenas de rugidos, llantos animales, carreras medrosas o persecutorias y gemidos agónicos al cerrar la noche.

Llevaba vistas sierpes enormes, del grueso de un cristiano, con el cuero de diversos colorines, enroscadas a los árboles, como lianas vivientes. Así debió ser el Maligno cuando tentó a nuestros padres en el Paraíso Terrenal. Recordaba el chillón revoloteo de las bandas de aves policromas y la agilidad con que marchaban por lo alto de la selva, saltando de rama en rama, unos simios semejantes al hombre por sus gestos y por la facilidad con que imitaban sus movimientos. Los enormes y feroces eran llamados por los marineros «gatos paules», y los otros más vivarachos y alegres «gatos monillos».

Luego los recuerdos de sus viajes le hacían pasar a la apreciación de los hombres. Guardaba mala memoria de los más de ellos. Todos habían sido ingratos con él o envidiosos.

Beatriz, que conocía ya a fondo su carácter, sin perder virtud ni defecto, lo consideraba siempre predispuesto a la sospecha, a la manía de verse perseguido, creyendo además, por una exagerada apreciación de su persona, que nunca había recibido recompensas y honores correspondientes a sus merecimientos. Todos en su vida pasada se habían portado con él infamemente. Hasta un rey quiso engañarle, y repetía una vez más el viaje clandestino de la carabela portuguesa enviada al Oeste, mientras le tenían entretenido con pretextos en la corte de Lisboa.

Como si viese de pronto una pequeña luz en las tinieblas de su pasado, mostraba algunas veces deseos de ser rico para recompensar a los pocos que habían sido buenos con él. Callaba sus nombres, y Beatriz no insistía por conocerlos. Sabía que era inútil querer traspasar el misterio que envolvía sus orígenes. Sólo en cierta ocasión habló de un judío viejo que años antes aún pedía limosna, sentado junto a la puerta de la judería de Lisboa. Cuando él hubiese llegado a las tierras del Gran Kan, pensaba enviar a dicho mendigo, si es que aún vivía, un saco repleto de oro.

Estas horas de intimidad y charla tranquila entre los dos se cortaban muchas veces por las explosiones iracundas del navegante al ver que transcurría el tiempo sin conseguir la realización de su proyecto. ¿Nunca iba a terminar la guerra con los moros?…

Cuando los reyes tomaron a Málaga, librando a centenares de cristianos que vivían esclavos dentro de ella, se trasladó Colón a dicha ciudad, asistiendo a las últimas operaciones de su asedio. Los monarcas le dieron audiencia en el campamento donde vivían. No era prudente instalarse dentro de Málaga. Durante el sitio, un fanático musulmán había penetrado hasta una de las tiendas reales, acuchillando a una dama y a un cortesano, convencido por sus lujosos trajes de que eran don Fernando y doña Isabel. La morisma vencida continuaba habitando la ciudad después que los vencedores habían clavado sus banderas en las murallas.

Granada seguía aún en poder de los reyes moros, pero el impaciente Colón creía llegado ya el momento de verse atendido. Se daba por contento con que le entregasen unos cuantos buques de la flota reunida para el asedio de Málaga y que iba a quedar sin empleo inmediato. Pero él necesitaba dinero además de embarcaciones, y los reyes españoles se veían faltos de él más que nunca. Durante el sitio de Málaga habían tenido que solicitar préstamos de todos los grandes señores de sus Estados. Además, en el campamento frente a Málaga estaba fray Hernando de Talavera, el antiguo prior del Prado, ahora obispo de Ávila, que había presidido la junta de Córdoba. Este personaje, recién llegado para solemnizar la toma de la ciudad, al pedirle consejo los reyes sobre las nuevas demandas de Colón, contestó lo mismo que antes. Ir a buscar por Occidente el oro y las especias que los portugueses buscaban por Oriente, siguiendo la costa de África, le parecía a Hernando de Talavera empresa de orden secundario. Significaba restar fuerzas a la gran empresa nacional, el vencimiento definitivo de los mahometanos. Debía preocuparles Boabdil, el rey de los moros granadinos, y no el Gran Kan. La conquista que necesitaban terminar era la de Granada, dejando para después el ir o no ir en busca de Quinsay y otras ciudades problemáticas, sólo vistas por ciertos viajeros inclinados a exageraciones y mentiras como los inventores de romances y cuentos. Volvió a Córdoba el proyectista, y tal fue su desaliento, que escribió al rey de Portugal don Juan II, el mismo a quien tantas veces había acusado en sus conversaciones de engañador y falsario. Este monarca, tan hábil diplomático que llegó a engañar algunas veces en sus tratados al rey Fernando, el cual pasaba por ser el primero de su época, contestó con gran amabilidad al navegante fugitivo de su corte. Hasta le dio seguridades para que volviese, sin miedo a las reclamaciones de la justicia de su país, aludiendo sin duda con esto a las deudas que Colón había dejado en Lisboa.

Tenía don Juan II un interés inmediato en atraer a este hombre que se había formado en Portugal, asimilándose los conocimientos y secretos de sus pilotos y cosmógrafos para ofrecerlos luego a los reyes españoles, sus eternos rivales.

Colón, que tanto había deseado esta respuesta, quedó perplejo al tenerla en sus manos. Temió verse otra vez en Lisboa y que le fuese más difícil huir de allá que la primera vez. Además, ¡emprender nuevas negociaciones!…, ¡abandonar repentinamente todos los avances que había conseguido durante varios años en España! Don Fernando y doña Isabel no le habían negado jamás su auxilio; únicamente discutían la oportunidad de dárselo. Esperaban circunstancias más propicias; verse libres de guerras; reunir dinero propio.

Examinaba mentalmente el poder y los recursos de las primeras naciones de la cristiandad. España era en aquellos momentos la de mayores recursos y la más fuerte. Ni Francia, ni Inglaterra, donde vivía su hermano Bartolomé gestionando inútilmente un auxilio para sus planes, podían compararse en riquezas y poder marítimo con esta España de los Reyes Católicos, que iba preparando sin saberlo la futura grandeza del dominador Carlos V.

Cuando el despecho le impulsaba a marcharse de esta tierra, flaqueaba su ánimo viendo a Beatriz y a su pequeño. Tomaba a Hernandico en sus brazos, y esto le hacía olvidar sus propósitos de huir de España en busca de otras cortes menos ocupadas en guerras. Sentía además agrandarse su amor por aquella mujer que, siendo moza y muy buscada por los de su edad, había preferido al hombre de la capa raída, de los cabellos blancos, tenido por muchos como loco y sin la protección que la corte le había concedido luego.

En días de pesimismo trasladaba a la vida de familia el enfado que le producían sus fracasos y desilusiones. Era en tales días cuando Beatriz se daba cuenta exacta de las proporciones de aquel mal carácter que ella había adivinado desde que empezaron sus amores.

La diferencia de edad entre los dos impulsaba al señor Cristóbal a la sospecha y los celos. La creía enamorada de todos los mozos cordobeses de buen talle y espada al cinto que iban a la guerra o venían de ella, y al ver a Beatriz, conocida desde su infancia, la piropeaban con el gracejo y la libertad de su charla andaluza. Terminaban estos celos en ruidosas peleas, por mostrarse ella poco sufrida ante unas sospechas injuriosas para su honor. Casi siempre, la tía de Beatriz, con asombrosa inoportunidad, hacía intervenir sus escrúpulos en tales momentos de mutuo enfado.

—¿Cuándo os casáis? Ya va para tres años que vivís en pecado mortal. Me avergüenza que una sobrina mía viva como barragana de un hombre que nadie sabe quién es.

Dejándose llevar de repentina hostilidad, preguntaba Beatriz a su hombre por aquellos papeles necesarios para el matrimonio, que horas antes tenía olvidados. ¿Cuándo iban a llegar? ¿De qué país era él, verdaderamente?… Y en su cólera dudaba también de que fuera posible el viaje a las Indias, de las riquezas del Gran Kan y hasta de la existencia de dicho monarca. Todo mentiras, tapujos, misterios… lo mismo que su vida.

Se reconciliaban finalmente, atraídos por las gracias infantiles de Hernandico, que empezaba a balbucear, y por el recuerdo de sus primeras intimidades, cuando él pintaba castillos, elefantes y camellos en lejanos países de leyenda o la enseñaba a trazar la florecita, adorno de su firma. Pero a continuación de cada uno de estos armisticios, los dos tenían la sensación de haber descendido un peldaño más por una doble escalera que iba separando gradualmente sus ramas. Habían vivido juntos y abrazados al final de ella; ahora a cada riña se veían más abajo, más alejados.

De pronto, el hombre que temía ir a Portugal por miedo a su rey, marchó allá voluntariamente, aprovechando las seguridades que éste le había enviado por escrito. Beatriz no pudo explicarse tal viaje. Lo creía al principio un pretexto para huir, abandonándola a ella y a su hijo. Semanas después, cuando ya no lo esperaba, lo vio volver a su casita de Córdoba.

Sospechó la joven que había ido a Lisboa por la muerte de su esposa. Siempre tuvo el presentimiento de que Felipa Muñiz vivía aún en Portugal, separada de su marido y guardando a Diego, el hijo único de un matrimonio de corta felicidad. Poco después de su regreso le confesó Colón que había traído a Diego, dejándolo en Sevilla en casa de unos amigos suyos. Más adelante, si Sus Altezas acababan por atenderle, traería su hijo a Córdoba.

El viaje a Portugal sirvió para entristecerle y agriarle aún más. En la corte de Lisboa se habían negado a oírle a causa de las inauditas recompensas que reclamaba para él. Sintió además la mordedura de la envidia al ver los honores rendidos a Bartolomé Díaz, después de haber doblado el cabo de Buena Esperanza.

Empezó a escribir frecuentemente al real campamento de Santa Fe, donde estaban los monarcas españoles sitiando a Granada, consiguiendo al fin que sus amigos residentes allá le hiciesen llamar, enviándole una cédula de cobro para sus gastos de viaje.

La última capital de los moros españoles iba a entregarse. Su rey Boabdil, que había sido prisionero de los Reyes Católicos años antes, cuando guerreaba contra su padre y su tío, mantenía ocultas relaciones con sus antiguos aprehensores. Por su gusto, habría terminado la guerra mucho antes, sometiéndose a los monarcas cristianos, pero temía al fanatismo religioso y al entusiasmo nacionalista de su pueblo, más numeroso que nunca.

Todos los musulmanes huidos de las poblaciones que lentamente había ido conquistando don Fernando estaban refugiados en Granada. Jamás dicha ciudad había contenido un vecindario tan enorme. Los alfaquíes y otros exaltados de carácter religioso eran también muchos, excitando el fanatismo de las muchedumbres granadinas, cada vez más hambrientas por las escaseces del sitio.

Habían talado los cristianos la vega de Granada en los años anteriores, consumiendo el excesivo aumento de sus habitantes cuantas reservas de víveres se guardaban. Todos los pueblos de la España cristiana iban enviando tropas a esta guerra, que era a modo de una cruzada final. La reina Isabel había instalado su corte en Santa Fe, frente a Granada, para demostrar que el cerco de dicha ciudad sería mantenido hasta conseguir el triunfo.

Del centro de Europa llegaban caballeros para pelear bajo las órdenes del rey católico. Ya que los musulmanes se habían apoderado de Constantinopla treinta y seis años antes, era preciso expulsarlos para siempre de este otro extremo de Europa. Hasta de Inglaterra venían nobles paladines, asombrando a la lujosa corte española con la riqueza de sus armaduras y de las vestas colocadas sobre ellas, con cuarteles heráldicos bordados, que se reproducían igualmente en las gualdrapas de sus corceles.

Enviaba el soldán de Egipto una embajada amenazadora a los Reyes Católicos, encargando de tal misión a varios frailes que seguían viviendo en los Santos Lugares. Si los españoles no levantaban el sitio de Granada, dejando en paz a sus habitantes, él tomaría venganza pasando a cuchillo a todos los cristianos residentes en Palestina. Pero don Femando y doña Isabel despreciaban tales amenazas, limitándose a socorrer a los frailes portadores del mensaje conminatorio.

El olvidado Colón, que se aburría en el campamento frente a Granada, perdido entre la muchedumbre guerrera, conversó con estos frailes venidos de Oriente. La miseria en que vivían exaltó su fe, dándole nuevos argumentos para sostener la oportunidad y la urgencia de su proyecto. Con el oro que él traería seguramente de su primera visita al Gran Kan podía equiparse un ejército mayor que el del asedio de Granada, y eso que éste se componía de veinte mil caballos y cincuenta mil peones, muchedumbre militar nunca vista, cuya alimentación resultaba difícil en un país esquilmado, consiguiéndolo los reyes con gran trabajo gracias al auxilio de los mercaderes judíos de España. Con el oro de Catay y de Cipango pagaría el visionario un ejército de más de cien mil hombres, expulsando a los infieles para siempre de Jerusalén y los Santos Lugares próximos. Pero nadie le escuchaba, ni aun sus amigos más resueltos.

Era un disparate mencionar siquiera su plan en aquel momento decisivo. La nación estaba realizando los mayores sacrificios. Hasta en los últimos pueblos de España se hacían pregones para que los habitantes sostuviesen con sus donativos la guerra contra los infieles. «Cada veinte días pechaban las gentes», dice un cronista de la época hablando de las continuas contribuciones. Aun así, faltaba dinero en algunos momentos, y los reyes no sabían de dónde sacarlo.

Don Fernando, por mediación de uno de sus secretarios, que penetraba audazmente en el interior de Granada disfrazado de musulmán, se mantenía en relaciones con Boabdil y sus consejeros. Éstos habían acordado la rendición, pero no sabían cómo realizarla, temiendo el fanatismo religioso de sus propias gentes.

Al fin, una noche las tropas cristianas se introducían ocultamente en la Alhambra con la anuencia de Boabdil, y el vecindario de Granada veía al amanecer, sobre las torres de la célebre fortaleza, los pendones de los Reyes Católicos, una bandera con la imagen de Cristo y la cruz de plata del cardenal Mendoza.

Se instalaron los monarcas en la Alhambra, procurando no descender a la ciudad conquistada después del acto oficial de su entrega y de la sumisión de Boabdil. Era prudente no exponerse a una lucha de encrucijadas en la enorme Granada, rebullente como un hormiguero a causa de su excesivo vecindario. Había que dejar al tiempo la paulatina dominación de este pueblo enemigo que la victoria acababa de agregar a sus Estados.

A los pocos días preferían volver a instalarse en sus casas de Santa Fe o en las lujosas tiendas del campamento. Era otro el modo de vivir de los vencedores que el de los reyes musulmanes que habían construido dicho palacio. Sentíanse desorientados los cristianos en sus salones de alabastro alicatado, con inscripciones de oro a la gloria de Alá. Les afligían incomodidades propias de unas costumbres que no habían sido nunca las suyas. Al sentarse en sitiales y sillones traídos a la Alhambra, las ventanas quedaban más abajo del radio de su vista. Los arquitectos árabes las habían hecho a la altura de los reyes musulmanes sentados en el suelo sobre un cojín y de sus cortesanos hincados de rodillas ante ellos.

Colón, que había esperado hasta entonces con inquieta paciencia, volvió a mostrar la misma actividad movediza que en los primeros tiempos de su llegada a Córdoba. Era el momento de que los reyes le cumpliesen su promesa.

Santángel, Cabrero y otros familiares del rey aragonés consiguieron que éste olvidase momentáneamente las preocupaciones que le daba su reciente conquista, asistiendo a la conversación del navegante con la reina Isabel. Había llegado la ocasión de escuchar a aquel solicitante que llevaba siete años proponiendo la busca de las riquezas asiáticas por el camino de Occidente. ¿Qué mercedes deseaba a cambio de su trabajo?

El rey don Fernando, que estaba acostumbrado a ocultar sus emociones como soldado y como diplomático, no pudo disimular su asombro al ir enterándose de las exigencias de este desconocido. El antiguo «hombre de la capa raída» reclamaba el título de Almirante del Océano, creado para él, con los mismos privilegios que se habían dado hasta entonces a los Almirantes de Castilla. Esto significaba pasar de un salto a ser el segundo personaje de España, colocándose por encima de casi toda la nobleza militar inferior. No satisfecho con ello, pedía ser virrey y gobernador a perpetuidad de cuantas tierras descubriese viajando hacia Occidente, libres de soberano o que él pudiera conquistar, transmitiendo dicho gobierno a sus hijos hasta los más remotos descendientes. Encima de tales honores debían concederle el tercio, el quinto y el octavo de todas las riquezas que él o los españoles que sirviesen a sus órdenes obtuvieran con sus «rescates» o comercios en las tierras descubiertas.

Don Fernando juzgó inútil prestar más atención a unas exigencias que juzgaba disparatadas y casi insolentes. Con ellas, este hombre, incapaz de aportar un solo maravedí a su empresa, acabaría por ser el verdadero rey de los países que descubriese y además él y su familia recibirían como renta el cincuenta y tres por ciento de cuanto produjesen dichas tierras. El monarca aragonés, que había calculado todo esto mentalmente, juzgó más loco a Colón que cuando asombraba a las gentes en Córdoba, haciendo las primeras proposiciones de su plan.

Doña Isabel, a pesar de la bondad con que había tratado siempre a este visionario, sonriendo complacida ante sus devotos planes de cristianizar toda el Asia o ir a la conquista de los Santos Lugares, le dejó partir silenciosa y fríamente, lo mismo que su esposo. Fue una despedida semejante a la de Portugal años antes. Era inútil hablar más con este hombre.

Él, por su parte, con la rapidez de sentimientos propia de los grandes imaginativos, sintió odio a todo lo de aquella nación de la que había esperado tanto. Hasta volvieron a su memoria todos los motivos de disputa y de queja que había tenido durante su vida doméstica en Córdoba. No quiso pensar en Beatriz ni en su pequeño Hernando. Ya los vería más adelante, si los azares de su vida le permitían volver a España.

Evitó el pasar por Córdoba durante este viaje, que era una fuga. Pensó de pronto en Francia, cuyo rey era el único al que no había importunado hasta entonces. Iría a buscarlo con la problemática esperanza de que aceptase aquellas condiciones que tanto habían escandalizado a los monarcas de Portugal y España.

Antes de partir para Francia pasó por Sevilla, para recoger a su hijo Diego y dejarlo en Huelva bajo la protección de una hermana de su esposa, que vivía en dicha ciudad, casada con un tal Muliarte, portugués de origen obscuro. Este viaje lo hizo a pie, sin dinero, con las ropas viejas y destrozadas.

Nunca explicó Colón por qué causa, en vez de ir directamente a Huelva, torció su camino en Moguer, quedándose en la orilla izquierda del río Tinto, yendo al pueblo de Palos, y finalmente al convento de la Rábida, situado en un paraje desierto, cerca del mar, frente a la confluencia del citado río con el Odiel. Tal vez procedió así atraído por el hospedaje gratuito que podía ofrecerle dicho convento.

En aquella época los conventos aún no estaban sometidos a la dura reforma que impuso luego como gobernante el cardenal Cisneros. La disciplina monástica se había relajado. Los reyes y sus cortesanos acostumbraban a instalarse en algún convento de las poblaciones donde no tenían palacio propio. Las otras gentes, al pasar temporadas en el campo, se alojaban en los monasterios, siempre emplazados entre agradables paisajes.

Eran entonces los monasterios algo semejante a los hoteles y palaces de nuestros días. Por tradición daban en su atrio la limosna de una sopa popular a los mendigos y acogían gratuitamente en sus refectorios a los viajeros de alguna instrucción, pintores vagabundos, músicos, estudiantes pobres que corrían la tierra para observar, escuchando la comunidad sus noticias con el interés propio de hombres sedentarios y curiosos, viviendo siempre enclavados en el mismo lugar.

Interesaba Colón con sus relatos al padre Juan Pérez, guardián del convento. Siempre había sentido predilección por la orden franciscana. En Córdoba y Sevilla le había protegido un franciscano, el padre Marchena, aficionado a los estudios astrológicos.

El físico de Palos, Garci Hernández, médico joven, inclinado igualmente al estudio de los astros y las cosas del mar, era llamado por los frailes para que platicase con el extranjero. El proyectado viaje a las Indias por el Oeste deslumbraba a estas gentes que vivían junto al Océano, en continuo trato con marinos. De día conversaban con el extranjero, paseando por un pequeño claustro, amarillo de sol y rayado de negro por la sombra circular de las arcadas. Al cerrar la noche continuaban las mismas pláticas en la llamada sala del guardián. La credulidad y la admiración de sus oyentes parecían resucitar su antigua fe en el desalentado viajero.

Había sido el padre Juan Pérez durante algunos meses confesor de la reina doña Isabel, cuando ésta vivía en Sevilla, y ofreció su intervención al enterarse de que el interesante viajero se marchaba de España para ofrecer sus planes a otros monarcas, mostrándose indignado contra la corte española porque todos en ella se habían burlado de él y le «habían volado su palabra».

Le rogó el padre guardián que permaneciese en el convento con su hijo, mientras él escribía a la reina. Sebastián Rodríguez, piloto del pueblo de Lepe, que iba al real de Santa Fe, se encargó de llevar la carta del fraile a la reina, y catorce días después llegaba la contestación. Doña Isabel, conmovida por las razones de este religioso, tan venerado por ella, le pedía que fuese a verla para hablar con más extensión del asunto.

Pocas horas después, a medianoche, partía el padre Pérez de la Rábida montado en una mula que le prestó un labrador acomodado de Palos, Sánchez Cabezudo, hombre indocto y entusiasta que gustaba mucho de escuchar los planes de Colón.

No tardó en notarse la presencia del fraile en la corte. Un vecino de Palos, cuyo nombre era Diego Prieto, y que había sido muchas veces alcalde del pueblo, trajo una breve carta de la reina ordenando a Colón que se presentase inmediatamente en la corte. La misiva iba acompañada de dos mil maravedises en florines de oro «para que se vistiese honestamente y mercase una bestezuela», que le evitaría hacer el viaje a pie.

Otra vez volvió Colón a Granada, reanudando sus relaciones con los reyes; mas ahora tenía a su lado al fraile, guardián de la Rábida, modesto, dulce de palabras, pero tan incansable y tenaz como él.

Contaba además con otros auxiliares igualmente poderosos, y que finalmente decidieron su éxito, los judíos «conversos» de la corte de Aragón, Luis de Santángel, Rafael Sánchez y otros consejeros íntimos de don Fernando, los cuales no habían abandonado nunca al señor Cristóbal, como si lo considerasen uno de los suyos.

El monarca seguía teniendo por disparatadas las excesivas pretensiones de Colón. Ninguna corte de Europa podía aceptarlas. Representaban —en el caso de ser cumplidas— la creación de una monarquía al otro lado del Océano y más grande que todas las europeas, para que ocupase su trono un vagabundo que no poseía un maravedí. ¿Podía admitir un hombre de gobierno semejante despropósito? Sólo mujeres, frailes y otras gentes dadas al sentimentalismo, y poco enteradas de los negocios de Estado, eran capaces de apoyar dicho absurdo.

Los judíos de su corte, a pesar de que eran hombres de negocios, participaban del mismo error. Dejaban de lado las pretensiones personales de Colón, para no ver más que la conveniencia mercantil de su viaje. A todos les cegaba la esperanza de obtener el oro a montones. El señor Cristóbal no hablaba de otra cosa. Era su avidez igual a la de los judíos, dados a la usura, a la de los antiguos lombardos, monopolizadores del comercio de Europa.

Había sonreído Santángel muchas veces ante el entusiasmo de poeta con que este hombre hablaba del oro, y que le hacía decir impiedades enormes, no obstante su fervor religioso.

—El oro es lo primero del mundo —había afirmado un día Colón hablando a la reina doña Isabel—, el oro todo lo domina, y tal es su poder, que hasta llega a sacar las almas del Purgatorio y las lleva al Paraíso.

Con menos motivo la nueva Inquisición había encarcelado en los últimos años a muchas gentes.

Santángel no desdeñaba el oro, pero creía más en las especias. Los otros veían flotas de carabelas volviendo de las tierras del Gran Kan para desembarcar en España montañas de áureos lingotes. Él se imaginaba a su país convertido en depósito europeo de la canela, la pimienta, el clavo, el jengibre, la nuez moscada, artículos que ahora no nos inspiran interés, pues los encontramos en abundancia, pero que en aquella época simbolizaban el lujo en las mesas, se les atribuían misteriosas influencias saludables, y a causa de su escasez valían tanto como el oro.

Don Fernando, aconsejado por su secretario Santángel, acabó por aceptar aquellas pretensiones del tenaz proyectista. No las juzgaba por esto menos locas. El tiempo se encargaría de hacer ver que cuanto más grande fuese el éxito obtenido, más irrealizables resultarían aquéllas. (Hay que imaginarse, dentro de nuestro criterio de hombres modernos, conocedores de la existencia de América, el absurdo espectáculo de una dinastía de Colones gobernando hereditariamente como reyes desde la mitad de los Estados Unidos hasta la Tierra del Fuego, enorme espacio que ocupan hoy más de veinte naciones, y llevándose la mitad de sus productos). Don Femando veía las cosas futuras mejor que todos sus allegados.

Acabó su secretario por hacerle aceptar las pretensiones de Colón demostrando su inutilidad. ¿De qué podía apoderarse, si llegaba a las tierras del Gran Kan, con tres naos y un centenar de hombres?… El «rey de los reyes» había llegado a tener a sus órdenes en ciertas guerras más de un millón de combatientes, peones saeteros y jinetes tártaros. Sólo uno de los varios monarcas de la India, feudatario tal vez del Gran Kan, contaba, según le habían dicho el doctor Acosta y otros versados en las historias de allá, con seiscientos mil peones, treinta mil de a caballo y ocho mil elefantes.

El señor Cristóbal se limitaría a establecer relaciones comerciales con el más poderoso de los monarcas, y cuando más, sería gobernador de algunas islillas del Asia que el otro no habría querido tomar por su insignificancia.

Quedó convencido el rey por estas razones lógicas, pero otra vez surgió el conflicto entre el proyectista y los monarcas al tratar lo más inmediato de la expedición.

Ya no se discutían honores. Don Fernando aceptaba que el futuro descubridor fuese almirante, visorrey y todos los demás cargos solicitados por él. Ahora pedía dinero: lo que más preocupaba a estos reyes con sus arcas vacías y agobiados por deudas enormes después de una victoria que aún no había dado productos.

De nuevo el señor Cristóbal, que era terco en su intransigencia e incapaz de concesiones y agradecimientos cuando se tocaba a sus ganancias, abandonó la corte, dando por terminado el asunto; pero antes de subir en su mulo, comprado en la Rábida con los dineros de la reina, tuvo buen cuidado de ir a despedirse de Luis de Santángel, enterándole de su fracaso.

Conocía el gran interés que había inspirado al rico «converso» el futuro monopolio de la especiería asiática. Era el negocio que había engrandecido a Venecia en el curso de algunos siglos, haciendo de una pobre aldea lacustre del Adriático la primera potencia marítima de Europa.

El secretario del rey de Aragón no se atrevió a importunar más a su monarca. Había agotado casi su paciencia en anteriores entrevistas para decidirlo a que aceptase los honores y altos cargos exigidos por Colón. Creyó más acertado correr en busca de la reina, que siempre le recibía con agrado, consultándole sobre joyas y telas ricas, por ser este antiguo mercader muy entendido en las elegancias de entonces.

Una rama de los Santángel, después de su conversión al cristianismo, había pasado de Zaragoza a Calatayud, acabando por establecerse en Valencia, sintiéndose atraída, como muchos aragoneses, por el encanto del mar y las ricas vegas de la costa mediterránea. Más de una vez don Fernando, en momentos de apuro, había ido a la casa de los Santángel, en Calatayud, para pedirles un préstamo. Era una familia que por medio del comercio había llegado a los refinamientos del lujo y del arte, como los Médicis y otras dinastías de mercaderes en las repúblicas italianas.

Luis de Santángel, caballero de Valencia y secretario del rey, se enorgullecía al recordar que uno de sus abuelos había sido embajador en Oriente. Todos los de su familia hablaban diversos idiomas. Él estaba en extrema relación con los primeros Bancos de Europa, viéndose sostenido por ellos cuando lo necesitaban sus negocios. Doña Isabel, a pesar de sus preocupaciones religiosas, le trataba con agrado a causa de su cultura y su trato amable. Era para ella el más simpático de los judíos que manejaban la hacienda del reino de Aragón.

Lo primero que hizo doña Isabel, siguiendo las indicaciones de Santángel, fue dar orden para que un mensajero real saliese a todo galope en busca de Colón, alcanzándolo en un lugar, a dos leguas de Granada, llamado Puente de los Pinos.

Este llamamiento no le produjo sorpresa. Tenía la seguridad de que Santángel le haría volver.

Mientras tanto, la reina hablaba a éste de la necesidad de encontrar dinero para dicho viaje.

Sabía mejor que nadie el financiero aragonés la situación apurada del erario y de la misma doña Isabel. En otras ocasiones había contado ésta con el recurso de empeñar «las joyas de su recámara», con la condición de que los prestamistas se las dejasen por breves horas para lucirlas en las fiestas públicas. Ahora resultaba imposible acudir a tal remedio.

Sus joyas estaban empeñadas hacía mucho tiempo, y era el mismo Santángel quien la había servido de intermediario en dicha operación con unos prestamistas de Valencia. Éstos la habían entregado sumas importantes para la continuación de la guerra contra los moros, y tenían en custodia sus alhajas en el tesoro de la catedral de la mencionada ciudad. ¿Cómo obtener el cuento de maravedises que era necesario para el viaje en busca de las riquezas del Gran Kan?

El «cristiano nuevo», que mostraba un interés semejante al de la reina, luego de pasar revista mentalmente a todos sus negocios particulares la tranquilizó con un gesto señorial de generosidad. Él iba a hacer el préstamo, librando inmediatamente un cuento o millón de maravedises, tomado de un monopolio que poseía sobre ciertos impuestos de la ciudad de Valencia. Pero como en dicho asunto tenía asociados, le era imposible hacer el préstamo gratuitamente.

Además, para este nieto de judíos, elegante y fastuoso en su vida privada, era inmoral dar dinero sin interés. Había que respetar las eternas reglas del comercio. Entre personas de bien, los negocios deben ser siempre negocios.

No tenía el dinero en aquellos tiempos ningún tipo de interés legal. Se cobraban secretamente réditos de una usura inaudita.

Y Santángel declaró que por favorecer tan gran empresa y servir a sus reyes cobraría solamente un interés de uno y medio por ciento.

VI: En el que el Almirante de la mar Océana huye del amor, y acoge con risas la herética y disparatada hipótesis de que pueda descubrir un mundo nuevo antes de llegar a las costas de Asia

Era ya bien entrada la mañana cuando Beatriz vio llegar a su pobre vivienda un chicuelo enviado por el dueño del mesón de Buenosvinos. Su hombre, el padre de Hernandico, había llegado la noche anterior con dos mancebos que le servían de criados.

A juzgar por las palabras del enviado, venía con aspecto de personaje importante, y esto no hizo más que afirmar ciertos rumores llegados hasta ella varias semanas antes sobre los grandes honores y ayudas en dinero que los reyes habían conferido a Colón. Lo lamentable era que, habiendo llegado el día anterior a la hora de la oración, esperase a la mañana siguiente para llamarla.

Cuidó ante todo de lavar y vestir con ropas de fiesta a su hijo, que estaba sentado en el suelo, jugueteando con el gato de la casa y un perrillo de la vecindad. Sin oír sus llantos de protesta a causa de la precipitación en el fregoteo, le limpió la cara, insistiendo especialmente en la parte baja de la nariz para que no quedase en ella vestigio de ninguna costra, y metió con violencia sus tiernos brazos en las mangas de un juboncillo de seda que le había cosido días antes, utilizando un brial antiguo, regalo de una dama de la ciudad.

Luego procedió a su propio arreglo, vistiéndose su falda dominguera, ahuecada por caderas artificiales, como era moda entonces. Cubrió con un jubón sus brazos y su pecho, sonrosados por las abluciones recientes, se retocó ojos y boca con sombras y coloretes que su coquetería femenil le hacía buscar para días extraordinarios en los tenduchos de los perfumistas moros, y colocándose sobre la rubia cabellera una mantilla azul con galón de plata, dio la mano a su pequeño, y llevándolo casi en alto, salió de la casa, cerrando la puerta.

Sentía emoción por la inesperada presencia de su amante. Hacía mucho tiempo que no había recibido de él noticias directas.

Algunos, con el caritativo deseo de molestarla, y otros, deseosos de reemplazar al ausente, le habían hecho saber la huida de Colón, menospreciado por los reyes, dando por seguro su viaje a Francia. Beatriz se había resignado a no verle más. Luego las gentes volvían a hablar de él, afirmando que estaba otra vez en Santa Fe, junto a Granada, y ahora le avisaban de pronto, desde el mesón donde se habían conocido, la llegada de él con todo el aparato de un señor rico que vuelve de la corte.

Se inquietó al pensar cómo la recibiría. Dudó unos momentos de sí misma, suponiendo que el navegante podía encontrarla aviejada, vulgar, sin interés alguno, después de este rápido cambio de fortuna. Luego sonrió con los ojos y la comisura de sus labios, mientras seguía marchando hacia el mesón. Los hombres le demostraban todos los días con palabras y ojeadas que aún no había llegado el momento de su decadencia. La condición más sobresaliente de su hermosura era no haber cumplido los veinticuatro años, y esta juventud rozagante, graciosamente amplificada por la maternidad, le daba la atracción, el sabor y los colores de un hermoso fruto estival.

Salió a su encuentro Buenosvinos en la puerta del mesón, y desde sus primeras palabras, notó ella que había ganado mucho en el aprecio de este hombre desde la última vez que se vieron. Reconocía sin duda reflejada en su persona algo de la importancia que Sus Altezas acababan de dar al personaje alojado en la mejor habitación de su casa.

Se mostraba agradecido al antiguo «hombre de la capa raída» por no haber olvidado su mesón, dándose el vanidoso placer de ocupar la gran sala del primer piso, admirada en sus tiempos de miseria como un lugar inaccesible, en el que sólo podían instalarse canónigos forasteros, mercaderes importantes y otros personajes no menos ricos que pasaban por Córdoba.

Los reyes le habían dado una cédula para que los alcaldes lo alojasen en todos los pueblos gratuitamente, proporcionándole además los comestibles al precio ordinario; pero él prefería instalarse con sus dos pajes, y pagando, en el mismo mesón de sus tiempos de pobreza. Buenosvinos le llamaba don Cristóbal, y creyó del caso hacer saber a Beatriz que nadie debía llamarlo de otro modo, ni aun aquellos que tuviesen con él una gran intimidad familiar. Sus Altezas habían ordenado que pudiera llamarse «don», y era preciso obedecerles.

Otras cosas le habían concedido también: entre ellas el alto gobierno en aquellas tierras lejanísimas de las que iba a traer barcos llenos de oro. Pero Buenosvinos procuraba no insistir en esto. Ya no se atrevía a hablar en tono de broma del viaje a las tierras del Gran Kan que varios años antes era para él motivo de alegre conversación. Temía que el poderoso navegante recordase sus burlonas promesas de acompañarle y lo obligara a ello valiéndose de los papeles que le habían dado los reyes para hacerse obedecer.

Arriba, en la gran sala pintada de cal, con dos tapices de figuras, un crucifijo clavado en la pared, varios sillones de cuero cordobés y una cama con cortinajes de tela morisca, encontró ella a su amante, sintiendo en el primer momento cierta extrañeza.

Parecía otro hombre: más aviejado, con la cabellera ya totalmente blanca, pero de mayor estatura, tal vez porque se mantenía siempre erguido, sin el encorvamiento de espaldas de la época en que pasaba horas y horas en la mesa leyendo o dibujando. Sus gestos eran ahora aseñorados, algo imperiosos, como si en adelante no pudiera hablar más que para verse obedecido por los que le rodeaban.

La joven notó inmediatamente lo flamante de sus ropas. Iba vestido como un magnate de la corte, con zapatos de rico cuero cordobés, calzas de lana finísima y sayo bordado. Llevaba ahora al cinto la espada hasta por dentro del mesón. Era un capitán del rey. Sobre su pecho vio un collar, una doble sarta de cuentas de ámbar. Siempre le había oído ella desear este adorno costoso, por su afición a los perfumes, lamentando que su pobreza le privase de tal regalo. Apenas había recibido algún dinero en la corte, como adelanto de la cantidad que Santángel iba a poner a su disposición en la casa de Pinelo, su socio en Sevilla, se apresuraba a satisfacer este capricho en el adorno de su persona. Así no tendría más que inclinar la cabeza en sus horas de navegación, cuando le molestasen los hedores del amontonamiento humano en una nave exigua, para sentir acariciado inmediatamente su olfato por el perfume inextinguible de su collar.

Después de este examen, que sólo había durado breves momentos, Beatriz lo abrazó apasionadamente, besándole en las mejillas, sin poder encontrar su boca. Él devolvió reposadamente tales caricias, sobreponiéndose, tras breve vacilación, al despertar de sus sentidos.

Pareció olvidar a Beatriz, para ocuparse únicamente de su hijo, que se había agarrado a la saya maternal. Lo tomó en brazos, admirándolo, como si en los meses que no lo veía se hubiese transformado considerablemente.

Era que ahora contemplaba a su hijo en una situación más eminente. Ya no era este arrapiezo el Hernandico que él había visto gatear sobre el suelo de tierra endurecida, en una casucha de una colación de Córdoba, solamente habitada por gentes populares. Si él volvía triunfante de su viaje, Fernando se llamaría «don», como su padre, y nadie era capaz de saber hasta dónde llegarían los honores y las riquezas que iba a gozar antes de haber salido de su adolescencia.

Se habían sentado los padres en dos sillones de cuero, y don Cristóbal conservaba sobre sus rodillas a Hernandico, mirándolo fijamente. El pequeñuelo, impresionado por las ricas vestiduras, el collar oloroso y la espada con puño rutilante de aquel hombre que él había visto siempre en su casa vestido de obscuro, modesto y triste, le miró tímidamente, con silencioso respeto. También la madre permanecía en silencio, algo atemorizada por la expresión de superioridad orgullosa que había notado en su amante. Era un gesto que parecía enfriar en torno de él toda iniciativa afectuosa.

Haciendo un esfuerzo de voluntad, se atrevió Beatriz a tender sus manos, buscando las de su hombre.

—¡Oh, Cristóbal!

Siempre había tenido fe en su destino. No dudó nunca de que un día u otro los hombres acabarían por concederle la misma admiración que ella había sentido al verle desconocido de todos, perdida la esperanza y llorando.

Dijo esto Beatriz con una ternura sincera, pero su voz pareció cortarse bajo el gesto imperioso del que la escuchaba.

Aquel hombre habló a su vez como si fuese para ella un desconocido. No la olvidaría nunca, era la madre de su hijo, pero resultaba inútil querer despertar el pasado. Él estaba lejos ya de su juventud, y otras empresas le aconsejaban olvidar para siempre las frivolidades placenteras que algunos llaman amor. Eso quedaba para los mozos.

Además, debía mantenerse en un estado de pureza, en un «estado de gracia», para el gran trabajo que iba a emprender.

—¡Dios me ha elegido —continuó— para que lleve su palabra a tantos y tantos pueblos de Asia que la esperan hace siglos, al otro lado de la mar Océana!

Debían olvidar sus devaneos de antes. Todo su pensamiento y sus fuerzas necesitaba concentrarlos en la empresa que al fin le habían encomendado. Tendría que realizarla con el auxilio de los hombres, siempre imperfectos, predispuestos al error, y le era necesario pensar únicamente en ello. Y como una manifestación de este apartamiento necesario de las mujeres, pareció olvidar por algún tiempo a Beatriz, fijando los ojos en su pequeño.

—¡Quién sabe lo que llegarás a ser al otro lado del mar! —dijo con voz lenta y sorda, como si repitiese inconscientemente sus pensamientos más secretos—. Tal vez algún día ciñas corona de rey en tierras más grandes que España. Otros lo consiguieron con menos motivo.

Luego, como si se arrepintiese de su jactancia, dándose cuenta de las dificultades que aún le quedaban por vencer, bajó al pequeñuelo de sus rodillas, dejando que fuera a buscar el refugio de las sayas de su madre.

Conversaron los dos más de una hora tranquilamente, como si Beatriz fuese una dama poco conocida que hubiera venido a visitarle. Con la vivacidad de su imaginación, cambiante y ágil para abarcar el nuevo aspecto de las cosas, le habló de los grandes trabajos que debía realizar inmediatamente.

Los reyes le apoyaban con dinero y con decretos, pero esto no era bastante; tenía que buscar barcos, tripulaciones, pilotos hábiles que le secundasen. Se había detenido en Córdoba sólo por ella y por su hijo, partiendo para Sevilla a la mañana siguiente. Este rodeo en su camino era para besar a Hernandico, quién sabe si por última vez, y para hablar con ella sobre su porvenir y el de su hijo.

Tenía fe en Dios, que le volvería sano de su audaz viaje. Contaba además con otras seguridades que nunca había querido mostrar a los hombres. Guardaba en secreto papeles y revelaciones que le infundían la certeza de no errar el rumbo, perdiéndose en las soledades del Océano. Pero el que avanza un pie sobre un navío avanza el otro sobre su tumba. Bien podía ser que se viesen ahora por última vez.

—¡Oh, Cristóbal! —volvió a decir Beatriz.

Y fue hacia él para abrazarlo, pero ahora con lágrimas en los ojos, mojando con ellas las mejillas del navegante; y así permanecieron largo rato en casto y triste abrazo, mientras el pequeño los contemplaba con ojos absortos.

Don Cristóbal, después de alejar suavemente este cuerpo tentador para que volviese a ocupar su sillón, continuó hablando.

Le pesaba arrostrar un riesgo tan enorme sin haber legalizado antes la situación de ambos, como Dios manda. Pero ya era tarde. Él sólo podía pensar en barcos y en hombres. A la vuelta… ¡tal vez!

De todos modos, aunque el matrimonio no se realizase, ella sería rica, muy rica, y su hijo un príncipe poderoso. Los tesoros que iba a traer de su viaje sólo podían ser comparados con los del rey Alejandro, único predecesor suyo, por haber ido, siguiendo el Oriente, a las ricas Indias que él iba a buscar por el camino de Occidente.

—Que a Dios le pluga protegerme —continuó—, y las riquezas del rey Alejandro serán cosa baladí comparadas con las que yo traiga a Sus Altezas.

Ya no habló más que de los esplendores futuros de su vida, cuando hubiese descubierto el camino oceánico de Asia, olvidando sus preocupaciones de poco antes.

Comió con Beatriz y su hijo en la misma sala, servido por las gentes de la casa. De los dos pajes que había tomado en el camino de Granada a Córdoba, Lucero, el más endeble, estaba acostado en un camaranchón con los pies entrapajados y doloridos a consecuencia de su larga caminata, y Fernando andaba por la ciudad con el acemilero para comprar la bestezuela en que debían ir montados ambos mancebos hasta Sevilla y las costas del condado de Niebla.

Después de haber comido, dejó don Cristóbal a su familia en el mesón. No quería marcharse de la ciudad sin hacer una visita al doctor Gabriel de Acosta.

Anunció a Beatriz durante la comida su propósito de enviar a Córdoba a su hijo mayor, Diego, que había dejado en el convento de la Rábida. Esperaba que ella lo tratase lo mismo que a su hijo. Los dos eran hermanos. Debía enviarlos a la escuela mientras él estaba en el mar. Encargaría a sus amigos de Córdoba que se interesasen por los dos niños y la ayudasen a ella, siendo el doctor Acosta quien mejor podía atenderla. Había tenido discusiones con el célebre físico, y seguía considerándolo sumido en grandes errores a causa de excesivas lecturas, pero esto no impedía que lo tuviese por hombre de bien y muy útil para el presente caso.

También se fingió a sí mismo una precisión de verle, ahora que estaba en el camino de la fortuna, para que el doctor no lo creyese ingrato ni orgulloso, dando al olvido la bondad con que le había tratado en los primeros tiempos de su vida en Córdoba. Mas otro era, en verdad, el deseo de aquel carácter complejo, en el que se mezclaban virtudes y defectos, imperando sobre tal amasijo espiritual un orgullo rencoroso, incapaz de olvidar generosamente; una suspicacia, una vanidad, que le hacían sospechar traiciones y envidias en todos los que osaban discutir sus afirmaciones.

Acosta había sido el que con mayor fundamento científico había combatido su proyecto en la junta de Córdoba. Era oportuno hacerle una visita y que le viese en su nuevo aspecto, luego de haber firmado sus capitulaciones con los reyes.

Precisamente, el célebre físico pensaba en él desde la noche anterior, después que su esposa doña Mencía le anunció que el antiguo mercader de libros de estampa había llegado hecho un personaje al Mesón de los Tres Reyes Magos.

Durante la mañana habló con algunos cordobeses que conocían las últimas noticias de la corte. Todos estaban enterados de las capitulaciones que había hecho con los monarcas «el hombre de la capa raída», que ahora se llamaba por orden real don Cristóbal. Eran él y el padre Juan Pérez quienes habían escrito las capitulaciones, no haciendo los reyes otra cosa que aceptarlas por medio de su escribano Juan Coloma, el cual, al pie de cada uno de los párrafos, iba colocando esta inscripción: «Así place a Sus Altezas».

Cuando Acosta fue enterándose de lo que habían concedido a este proyectista, sintió una extrañeza semejante a la de don Fernando el día en que Colón le expuso por primera vez sus pretensiones.

Luego sonrió pensando que si en realidad conseguía llegar por el Oeste a las tierras famosas del Gran Kan, la mayor parte de los derechos enormes que él se atribuía resultarían inaplicables. ¿Cómo iba a ser gobernador y virrey de Cipango y Catay, tierras casi tan vastas como Europa? El «rey de los reyes» contaba con inmensos ejércitos, tropas de elefantes de guerra, flotas de miles de buques, cuyas velas eran de fibras tejidas, llevando dragones de oro en sus proas y otros adornos semejantes a los delirios de la heráldica. ¿Qué podían hacer dos o tres carabelas tripuladas por unas docenas de cristianos, si es que conseguían llegar a las lejanísimas costas de Asia, casi desvencijadas por una navegación tres veces mayor de lo que suponía aquel visionario?

Su viaje no podía ser otra cosa que el de un simple embajador vuelto de allá —si es que podía volver—, con unos cuantos presentes diplomáticos de oriental riqueza; pero nada de conquistas en los archipiélagos avanzados del Oriente asiático, ni en la llamada tierra firme.

Cuando el célebre físico oyó a media tarde que don Cristóbal estaba en la cancela de su casa y pedía verle, salió a su encuentro con los brazos abiertos, llevándolo hasta su vasta pieza de los libros.

Celebraba de buena fe la ascensión social de aquel navegante al que había conocido tan pobre. Apreció con una dulce ironía de hombre sedentario, aficionado a los estudios y enemigo instintivo de las armas, el aspecto de capitán que había vuelto a tomar el misterioso mercader de libros, al que había supuesto siempre terribles aventuras en su juventud.

Lo que él no podía admitir era su proyecto, por juzgarlo caprichoso y anticientífico, obra jactanciosa de un hombre de precipitados estudios que se imaginaba haber aprendido casi instantáneamente lo que requiere para otros toda una vida de lecturas.

Después de hablar de sus dos hijos, rogando al doctor que se interesase por ellos durante su viaje, siguió expresándose el recién llegado con una modestia falsa y un tanto agresiva, que hizo sospechar a Acosta el verdadero motivo de su visita. Venía en realidad para vengarse, haciéndole conocer su triunfo directamente. Y dando de lado a las prolongadas fórmulas con que iba expresando su agradecimiento por el futuro cuidado de sus hijos, dijo de pronto:

—Sabrá vuesa merced, señor doctor, cómo Sus Altezas los cristianísimos y muy poderosos rey y reina de las Españas, informados por mí de las tierras de la India y del príncipe que es llamado Gran Kan, que quiere decir en nuestro romance, como vuesa merced sabe, «rey de los reyes», según muchas veces éste y sus antecesores enviaron a Roma a pedir doctores en nuestra santa fe, porque le enseñasen en ella, y nunca el Santo Padre pudo proveerlo, perdiéndose tantos pueblos que creen en idolatrías y sectas de perdición. Sus Altezas, como príncipes amadores de la santa fe cristiana y acrecentadores de ella, han pensado de enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de Indias, para ver los dichos príncipes y los pueblos y tierras, y la disposición de ellas, y de todo, y la manera que se pueda tener para la conversión a nuestra santa fe.

Gabriel de Acosta sabía todo esto y acogió tal exordio en silencio. Colón prosiguió hablando:

—Y siguiendo las órdenes de Sus Altezas, no voy por tierra al Oriente, por donde es costumbre de andar; seguiré el camino de Occidente, por donde hasta hoy no sé por fe cierta que haya pasado nadie. Me mandan Sus Altezas con armada suficiente para que vaya a las dichas partidas de Indias, y me hacen para ello grandes mercedes y me han ennoblecido para que dende en adelante me llame Don, y cuando llegue allá sea almirante mayor de la mar Océana e visorrey e gobernador perpetuo de todas las islas y tierras firmes que yo descubra y gane, y de todas las que descubran y ganen en la mar Océana los que estén a mis órdenes, y en este poder me sucederá mi hijo mayor, y así de grado en grado para siempre jamás.

El doctor le contestó mesuradamente, pero con cierto brillo irónico en los ojos, felicitándole por tantos honores, de los que ya había tenido alguna noticia.

—Lo temible es que vuesa merced la yerre, don Cristóbal, y que navegue y navegue en el mar, sin llegar nunca a las costas del Gran Kan, que están más lejanas de lo que se imagina y dice.

El futuro almirante se ensoberbeció un poco al escuchar una vez más las objeciones del doctor, a las que atribuía su falta de éxito ante la junta celebrada en Córdoba.

Empezaron los dos a discutir, como varios años antes, cuando don Cristóbal era simple mercader de libros. Ahora le parecía insolencia que este físico osase insistir en sus teorías, después que sus capitulaciones en Santa Fe con los reyes habían hecho de él un futuro señor de la mar Océana.

Le indignó ver cómo el doctor miraba sus armarios enrejados, llenos de volúmenes impresos y de manuscritos, mientras hacía alusión a sus mediocres estudios.

Don Cristóbal, según él, conocía algo las cartas de navegar, pero muy poco los libros. En realidad, sus lecturas se limitaban a la enciclopedia del cardenal Pedro de Aliaco y a los viajes dé Marco Polo y Mandeville. Dudaba de que hubiese leído a Ptolomeo, a Eratóstenes, a los poetas latinos y los geógrafos árabes, que mencionaba muchas veces. Eran simples citas del consabido libro de Aliaco.

El estudioso físico dijo esto con bondadosa sonrisa, pero en el fondo de su pensamiento sentíase irritado por el tono de este jactancioso, que ya se consideraba triunfante.

Colón, por su parte, se sintió indignado, hasta el punto de perder el aire de misterio y la parquedad verbal que había mostrado siempre, cuando le pedían mayores aclaraciones de su plan.

Acosta afirmó que necesitaría una navegación de más de dos mil quinientas leguas para llegar a la costa asiática por el Oeste. Otra vez le dijo que se equivocaba en varios miles de millas al calcular el volumen de la esfera terrestre, empequeñeciéndola de un modo absurdo.

El navegante, que había perdido completamente su voz reposada y sus ademanes solemnes, contestó irritado:

—Encontraré tierra a las setecientas leguas de rumbo al Oeste. Sé bien lo que digo y no puedo decir más. Otros lo han visto con sus ojos… otros que ya no viven…

Calló como si su prudencia habitual acabase de despertar.

Hubo un largo silencio. Acosta miraba a su visitante, pero con ojos abstraídos, como si estuviese reflexionando. Las últimas palabras habían despertado en él lejanísimos recuerdos.

Lo que admiraba más en este hombre era su tenacidad, su fe inquebrantable. Tenía la fuerza de todo soñador que sólo tiene un ensueño único, siempre el mismo, y concentra en su realización la vida entera, sin malgastarla en otras cosas. Era semejante a la luz de un faro fijo, siempre enfocada en el mismo punto, sin esparcirla en distintas y movedizas direcciones.

Algunas veces, asombrado de esta energía sin pruebas, de sus afirmaciones rotundas sin ninguna demostración, había pensado que acaso detrás de todo esto existía una verdad guardada en secreto, algo que sabía y no juzgaba conveniente revelar.

Sus últimas palabras, que tal vez equivalían a una imprudencia para él, las respondió a Acosta con la sencillez de un sabio que acepta la posibilidad de todas las sorpresas guardadas por lo desconocido, pero subordinándolas a ideas firmes que ya fueron demostradas por la experiencia.

—Si vuesa merced está seguro de encontrar tierras aunque sea a mil leguas o a mil quinientas, seguramente no serán las del Gran Kan… Serán (¡y Dios me perdone la suposición!) algún mundo nuevo que no conocemos, algo que existe desde los primeros días de la creación divina, y que nosotros, pobres pecadores, hemos ignorado siempre.

Sonrió el doctor de su propia hipótesis, tan aventurada le parecía. Colón rió más ruidosamente de la suposición inventada por su interlocutor, únicamente para no reconocer que él iba a llegar en menos de mil leguas a Catay y a Cipango.

Luego miraron instintivamente en torno de ellos, como si temiesen haber sido oídos. ¡Un mundo enteramente nuevo, ignorado por los cristianos, y del que no se decía una palabra en los libros santos, revelados por Dios!…

Tan herética y loca les parecía a ambos esta paradoja, que la risa diluyó la acidez de su disputa, y acabaron por hablar amigablemente de los preparativos que Colón debía hacer para su viaje.

PARTE SEGUNDA: EL SEÑOR MARTÍN ALONSO

I: En el que se habla de la famosa isla de las Siete Ciudades y del peligro que corrió el futuro Almirante de quedarse en tierra para siempre, no pudiendo juntar otros marineros que cuatro fugitivos del pueblo de Palos condenados a muerte

Para Fernando Cuevas era a modo de una fiesta el ir de Palos al monasterio de la Rábida.

Su amo vivía con los frailes, conservando a Lucero para su servicio. Él estaba en el pueblo, instalado en la pobre casa de un viejo que era sacristán de la iglesia parroquial de San Jorge. El padre guardián de la Rábida le había procurado este alojamiento.

Escaseaba el sitio en la hospedería del monasterio por hallarse trabajando en su iglesia hacía mucho tiempo unos pintores venidos de Sevilla, los cuales adornaban sus muros con zócalos de fingido mosaico multicolor y algunas imágenes religiosas, mostrándose más fervorosos y de buena voluntad que hábiles en su arte.

Al mancebo de Andújar, por ser más robusto y animoso que el otro paje, lo había dejado don Cristóbal en el pueblo con la media docena de personas venidas de Córdoba y otras partes, que sin ser gentes de mar se mostraban dispuestas a seguirle en su aventura.

Apenas el sacristán contestaba por la mañana a la respetuosa pregunta de este paje bien criado que nada tenía que mandarle, emprendía Cuevas el camino de la Rábida con el pretexto de pedir órdenes a su verdadero señor.

Marchaba apresuradamente por una ruta arenisca, entre grupos de pinos de anchas copas que ocultaban el convento por la parte de tierra firme, dejándole abiertas únicamente las perspectivas del mar.

Conocía ya perfectamente este país, cuya existencia ignoraba semanas antes. Veía a su derecha, a través de la obscura columnata de los pinos, la brillante y prolongada lámina del río Tinto. Una lengua de arena era su orilla opuesta, y al otro lado se deslizaba el río Odiel, juntándose ambas corrientes donde terminaba la punta arenisca para formar un estuario, saliendo éste al Océano por ambos lados de la isla de Saltes, que cerraba aparentemente el fondo.

Las ágiles piernas del joven hacían diariamente este trayecto de media legua con alegre rapidez. Santa María de la Rábida, con sus muros pintados de blanco y su arboleda algo enroscada por los vientos del Océano, parecía de lejos un gran cortijo, más que un monasterio. Era además el convento más pequeño que el joven había visto: dos claustros interiores, una iglesia con sólo tres capillas, y unas doce celdas para sus frailes. Sin embargo, a él le parecía en esta época primaveral el lugar más delicioso de la tierra, distinto a todos los que había conocido en su viaje hasta Palos. La cúpula de la iglesia, revocada de cal, servía de guía a los marineros del país en sus navegaciones costeras.

Situado sobre una altura y teniendo como fondo un bosque de pinos, parecía vivir en el desierto sin defensa alguna. Cerca ya de él se iba viendo, al pie de la colina que le servía de pedestal, una gruesa muralla de piedra, que le permitía vivir al abrigo de las incursiones de los corsarios de África y de los merodeadores portugueses, en tiempos de guerra. Detrás de esta muralla crecían áloes frondosos y altas palmeras. En bancales sostenidos por muros de piedra seca había alcaparros, vides, limoneros, parras y copudas higueras. En verano refrescaba a esta huerta conventual una noria rodada por caballerías, extrayendo con chirriante trabajo el agua del río Tinto.

Fernando pasaba ante una cruz con gradas de piedra situada a corta distancia del convento. Allí, según le habían contado, se detuvo meses antes su amo actual lo mismo que un vagabundo, llevando de la mano a su hijo Diego, que aún era un niñico de nueve o diez años, cansados los dos y polvorientos.

La preocupación de Cuevas al llegar al convento era que no le viese el hijo de su amo, por gustarle mucho a Dieguico el juntarse con él y Lucero, acompañándolos en sus correteos por las inmediaciones.

Esperaba Fernando oculto junto a la huerta la aparición del falso paje. Otras veces era ella la que le aguardaba tendida bajo los pinos.

Desde que se pusieron en un camino al servicio de aquel señor no habían encontrado ocasiones más propicias para hablarse a solas que en este convento solitario. Vivían en Córdoba y Sevilla siempre en el mismo alojamiento, pero rodeados de la concurrencia propia de los mesones, bulliciosa, averiguadora, pronta a la sospecha. Dormían en salas comunes o en pajares, entre: mozos de mulas y criados de otros señores, evitando toda intimidad con ellos, manteniendo su aspecto de jovenzuelos al servicio de un amo de escasa fortuna, procurando que nada revelase su diferencia de sexo, disimulando el temor que les infundía la preocupación popular de aquel momento, concentrada en la expulsión de los judíos.

La terrible copla ordenándoles que enfardelasen y se fuesen cuanto antes la oían cantar en calles y caminos. Todo viandante hablaba de su cristianismo viejo para que no le supusieran judío que emprendía viaje aparte para salvar sus riquezas.

Así llegaron al pueblo de Palos, pequeño puerto en el río Tinto, con unos grupos de casas blancas al pie de un castillo moruno. Luego, en el convento marítimo de la Rábida, con sus terrazas en torno a una cúpula, desde las cuales atisbaban los vigías el mar en épocas de guerra con Portugal o de piraterías berberiscas, sintieron los dos la misma dulce tranquilidad que si se hubiesen libertado de un gran peligro. Nadie hablaba aquí de los judíos. Los habitantes de Palos y de Moguer, los dos pueblos situados junto al Tinto, así como los vecinos de Huelva junto al Odiel, al otro lado de la lengua arenosa, último límite entre ambos ríos, no parecían preocuparse de los mismos asuntos que el resto de la nación. Vivían de espaldas a la tierra, hablando únicamente de las aventuras del mar, de las ganancias y peligros de sus navegaciones, de las inquietas casas de madera con su velamen volador, dentro de las cuales pasaban más años de su existencia que en el suelo firme, donde habían nacido.

Este olvido de las preocupaciones de tierra adentro dio cierta dulzura idílica a la vida de los dos jóvenes.

Las gentes hablaban en Palos y en Moguer del extranjero que vivía en la Rábida y de las cédulas que le habían dado los reyes. Era el gran acontecimiento local, lo único que les interesaba, haciéndoles olvidar la reciente toma de Granada y la dramática expulsión de los judíos. También Fernando y Lucero no se acordaban muchas veces del motivo que los había traído a este país extraño para ellos. Se limitaban a vivir la hora presente. Su amo les había traído a esta costa para emprender un viaje del que todos hablaban, pero ya iban creyendo la tal navegación algo quimerático que nunca llegaría a realizarse.

Lo inmediato para ellos y lo indudablemente real eran sus encuentros diarios en las inmediaciones del pequeño convento.

A veces se tropezaban con algún lego que recogía legumbres en la huerta para llevarlas a la cocina o flores con las que adornaba el altar de la Virgen de los Remedios, milagrosa señora de la Rábida. Veían también a don Cristóbal en las horas de la tarde paseando por la plazoleta, frente a la entrada del convento. Conversaba con el padre Pérez, el guardián que tanto le había ayudado en Santa Fe, con Garci Fernández, el médico de Palos, y otros vecinos de dicho pueblo y de Moguer, algunos de ellos labriegos acomodados, los más malinos de experiencia, pilotos que habían hecho largos viajes y ahora se dedicaban al negocio de la pesca de sardinas, tan abundantes en aquella costa.

Para el hijo de don Cristóbal representaba una placentera novedad el ir por el campo con estos dos mancebos mayores que él, especialmente con Fernando Cuevas, al que admiraba por su brazo potente en el disparo de piedras, por sus astucias para la caza de pájaros y lagartos, por su habilidad en los dedos para trenzar fibras y hojas, y su cuchillo experto en el tallado de varas y troncos. Por su gusto, habría sido Fernando el que se quedase en el monasterio, pasando Lucero a vivir en Palos. Le placía más la rudeza de este criado talludo de su padre que la dulzura y la sumisión del otro.

Ya se había acostumbrado Lucero a la nueva existencia, impropia de su sexo. Después de las dolorosas fatigas sufridas en los primeros días de su fuga, el descanso en este rincón marítimo parecía haberle dado nuevo vigor. Solamente se acordaba de su verdadera personalidad al verse a solas con Fernando. El resto del día lo empleaba como un verdadero paje en la limpieza y arreglo de la celda que ocupaba don Cristóbal y en hablar con Dieguito, que la importunaba con sus preguntas y sus caprichos infantiles.

Cuando se veían completamente a solas Fernando y Lucero, osaban evocar en voz baja su pasado al pie de uno de los enormes pinos, viendo delante de ellos la verde llanura líquida del estuario, la isla de Saltes con su torre atalaya, la barra del mismo nombre, cuya existencia hacía ver una línea de espumas, y en último término las aguas oceánicas de un azul casi negro.

Hablaban de su porvenir, del cumplimiento de sus deseos, viendo éstos tan lejanos como la última línea del horizonte, sin saber cómo podrían llegar hasta ellos. Se casarían algún día, y Fernando, más conocedor de las cosas, iba añadiendo detalles a la realización de esta esperanza de su compañera. Lucero pediría que la bautizasen. Era preciso cambiar de religión, para dicho matrimonio… Y ella, como si despertase de un ensueño, mostraba en el primer momento cierta tendencia a rebelarse. ¡Había oído hablar tantas veces del bautismo como de una concesión deshonrosa dentro de su familia, que a aquellas horas tal vez había emprendido el más peligroso de los viajes antes que aceptar tal vileza!… Lucero se mostraba transigente, temiendo que Fernando la abandonase. Se bautizaría, pero más adelante… Y por el momento no hablaban más de su matrimonio.

Cuando llevaban mucho tiempo a solas y estaban seguros de que nadie podía sorprenderlos, se juntaban sus manos instintivamente y acababan por besarse con entusiasmo juvenil e insistente, pero nunca iban más allá de tales expansiones. Sentían miedo; se daban cuenta del ambiente amenazante que los rodeaba a causa del disfraz de ella. Temían verse separados si alguien averiguaba la verdadera personalidad de Lucero. Indudablemente sería expulsada, como todos los suyos, y si pedía el bautismo, la llevarían a un convento para adoctrinarla, viéndose separados tal vez para siempre.

El continuo riesgo de tal situación los obligaba a ser tímidos y prudentes. En un mesón de Sevilla, algunos viandantes y muleteros habían empezado a mirarlos con torva malicia. Tal vez los habían sorprendido cogiéndose las manos, mirándose con apasionado interés al creerse solos por un instante en cualquier lugar apartado. Por fortuna, se habían ido al día siguiente de dicho mesón.

Recordaban como una pesadilla el encuentro que habían tenido en el camino al pasar por Niebla. Fuera de la población estaba el llamado «rollo», horca de cal y canto, de la cual eran colgados los delincuentes. En aquel tiempo todas las poblaciones, aun las más modestas, tenían en sus afueras la horca como algo permanente, y hecha de piedra y madera, lo mismo que la iglesia. Ningún pueblo se consideraba completo si no tenía a sus puertas la horca, como si fuese un servicio de salubridad pública. Y esto no en España solamente: toda Europa era entonces una arboleda de horcas.

Siguiendo a su señor y montados los dos en el pobre rocín comprado en Córdoba, vieron los cuerpos de cinco hombres desnudos colgando de los pies. Todos ellos presentaban una mutilación vergonzosa, y el órgano extirpado pendía de su cuello como una piltrafa sangrienta. La moral de aquellos tiempos era otra que la de nuestra época, y mujeres y chicuelos, agrupados ante los cadáveres, hablaban de su delito.

Eran vagabundos italianos, sentenciados a muerte por lo que llamaban entonces «pecado nefando», contra las leyes naturales y divinas. En Francia lo castigaban con igual suplicio y en Inglaterra de un modo todavía más cruel, pues los culpables eran enterrados vivos. Pocos años después, los Reyes Católicos entregaban la persecución de dicho vicio al tribunal de la Inquisición, el cual quemaba a las gentes por tres causas: herejía, lesa majestad, o sea atentado contra las personas de los monarcas, y «pecado nefando».

Aun en la rumorosa paz de aquella pineda solitaria, junto a un convento habitado por unos cuantos frailes tranquilos, lejos de las malicias del mundo, sentían los dos jóvenes el miedo a ser sorprendidos, y evocaban aquella visión que había hecho enrojecer a Lucero. A causa de esto, sus besos sólo duraban un breve espacio. Era ella la que se apartaba siempre repeliendo al otro.

—Aquí no. Tengo miedo. Más adelante, cuando estemos en esos mundos de que habla tanto nuestro amo.

Veían los dos, sin embargo, este viaje cada vez más lejano. Adivinaban en las pláticas de don Cristóbal con los frailes y sus visitantes un sinnúmero de dificultades cada vez mayores.

Un miércoles —Fernando creía recordar la fecha: 23 de Mayo—, el padre Juan Pérez, don Cristóbal, el médico Garci Fernández y otros personajes locales, se reunieron por la mañana en la plaza de Palos, ante la iglesia de San Jorge, templo pobre en su interior, que había sido mezquita, conservando todavía una portada de ladrillos de arquitectura musulmana.

Estaban presentes los dos alcaldes mayores del pueblo y varios regidores. El guardián de la Rábida era por derecho propio cura párroco del pueblo, y acudió para dar más fuerza a su protegido en esta ceremonia pública. Colón presentó una cédula que le habían dado Sus Altezas los reyes.

Los vecinos de Palos, gentes acostumbradas a vivir en el mar y poco duchas en la interpretación de las leyes, habían cometido ciertas desobediencias en perjuicio de los monarcas, por lo cual éstos les condenaron a servirles con dos carabelas, allá donde quisieran enviarlos, por el plazo de seis meses. Y en el documento que presentaba Colón, Sus Altezas ordenaban que prestasen a este navegante el mismo servicio como representante de sus reales personas.

Después de haber leído el escribano público el mencionado documento, alcaldes y regidores, levantándose de los poyos y sillas en que estaban sentados, se declararon dispuestos a cumplir la orden real. Inmediatamente, Colón, por medio del mismo escribano, procedió al embargo de las dos carabelas que le parecieron más a propósito entre las varias que se hallaban surtas en el puerto, pero después de la expresada operación le fue imposible hacer nada más.

Las carabelas no podían navegar sin tripulantes, y ni un solo hombre se ofreció a ir en ellas. El pueblo entero, desde los pilotos ya retirados que vivían con holgura, hasta los más pobres marineros y pescadores, acogió con una resistencia pasiva y silenciosa las invitaciones de un extranjero que hablaba con ruda autoridad, valiéndose del nombre de los reyes.

Estos dos buques exigidos por Sus Altezas iban a ser armados en flota, o sea como navíos de guerra, siendo su almirante aquel vagabundo, casi mendigo, que todos habían visto aposentado de limosna por los frailes de la Rábida. Fue una huelga general contra la orden de los reyes. Colón, de carácter arrebatado e irascible ante las dificultades, empeoró la situación con medidas violentas. Cediendo a sus peticiones, el contino o representante de los reyes en el condado de Niebla colocó artillería en el castillo de Palos para intimidar al vecindario. Pero esto no proporcionó un solo tripulante a las dos carabelas.

Viendo transcurrir el tiempo sin que nadie se presentase, Colón había pedido otra cédula real prometiendo a todos los que estuviesen procesados y presos el sobreseimiento momentáneo de sus causas, a cambio de que se alistasen para dicha expedición. Mas tampoco esta medida extraordinaria le proporcionó los hombres deseados.

Los simples marineros, los grumetes y hasta los pajes comentaban con escándalo que los reyes y sus cortesanos, viviendo lejos del mar, dispusieran de ellos a su antojo, creyendo solucionar el asunto con unos cuantos papeles. Los navegantes del condado de Niebla, cuando no se dedicaban a la pesca de la sardina o hacían viajes por el Mediterráneo, se alistaban en los buques del Océano, yendo a Inglaterra o a los puertos del Báltico. Otras veces bajaban a Canarias y en algunas ocasiones hasta las costas portuguesas de Guinea, en expediciones de comercio prohibido. Pero esto lo hacían por su propia voluntad, cobrando sueldos convenidos libremente con el armador, y hasta llevando una pequeña participación en el producto de los cargamentos. Ahora, este extranjero que nadie conocía como marino, y en el que habían sorprendido algunos pilotos viejos cierta desigualdad jactanciosa entre las palabras y los actos, pretendía hacerlos embarcar a viva fuerza, como marineros de guerra, recibiendo por toda retribución la escasa paga que daban los reyes al armar naves para su servicio.

Fernando Cuevas conocía el comentario general de los corrillos formados en el puerto y en la plaza del pueblo. Ellos navegaban confiadamente con pilotos y capitanes que les eran conocidos, y teniendo la esperanza de ver su dura labor bien retribuida. ¿Por qué iban a ir con este navegante al que sólo habían visto en un convento de frailes y jamás sobre el castillo de popa de una carabela?…

Si el tal viaje era un desastre, aunque volviesen con la vida salva, este desconocido saldría del paso marchándose a otra parte con sus quimeras. Y si realmente llegaba a las Indias, todos los honores y las riquezas serían para el tal don Cristóbal, y ellos habrían arrostrado las aventuras e incertidumbres del viaje para cobrar lo que Sus Altezas daban a los marineros en tiempos de guerra, o sea mucho menos de lo que podían ganar en cualquiera expedición ordinaria.

Había circulado por el pueblo la noticia de los grandes honores y riquezas que los reyes concedían a este hombre desde el momento que llegase a las tierras del Gran Kan, todo por exigencias suyas y con tenaces regateos. No iba a emprender su viaje desinteresadamente por servir a los reyes de España y a la difusión de las verdades del cristianismo, como decía frecuentemente en sus conversaciones, y era injusto que los obligasen a ellos, por ser pobres, a servir a un desconocido sin gloria y sin recompensa. Hasta los propietarios rurales de la comarca y los trabajadores de los campos se interesaban en este asunto oceánico, encontrando muy justa la protesta de las gentes de mar.

Así iban transcurriendo los días. Las dos carabelas embargadas permanecían solas en el pequeño puerto, como si hubiese caído sobre ellas una maldición. Don Cristóbal notaba en torno a su persona un ambiente silencioso de hostilidad siempre que descendía de la Rábida a Palos. Empezó a verse más aislado y con menos esperanzas que en sus primeros tiempos de Córdoba, cuando llevaba una existencia de proyectista visionario.

De nada iban a servirle todas las cédulas y albalás que le habían dado los reyes, a instancias de Santángel, Sánchez y sus otros protectores de la corte. Se iba a quedar en las orillas del Tinto y el Odiel con estos papeles bajo el brazo, sin llegar a embarcarse nunca.

Además, al verse en contacto con la realidad, se convenció de que tampoco podía contar con el dinero necesario. El millón de maravedises proporcionado por Santángel y una segunda cantidad de ciento cuarenta mil, que añadió días después, no bastaban para los gastos de la expedición, y era inútil pedir más a la corte. ¿Qué hacer?…

Todas las noches, después de la cena, se reunían en la casa del viejo piloto Pedro Vázquez de la Frontera varios personajes de Palos, los más de ellos amigos de Colón. Vázquez era venerado hasta por los más ricos como un patriarca glorioso de aquel pueblo.

Había pasado gran parte de su vida al servicio del rey de Portugal navegando en los descubrimientos a lo largo de la costa de África. También había ido a través del Océano misterioso, rumbo al Oeste, como piloto en una carabela mandada por un capitán portugués llamado Infante, lamentándose, siempre que hacía memoria de tal viaje, de la debilidad del mencionado Infante, que había prestado oídos a sus marineros, volviendo atrás. De seguir siempre hacia el Oeste, habrían descubierto, con unos cuantos días más de navegación, la tan buscada isla de Antilia o de las Siete Ciudades.

Algunas veces, el acomodado labriego de Moguer Juan Rodríguez Cabezudo, entusiasta de Colón, asistía a esta tertulia, retardando la vuelta a su pueblo. El que llegaba invariablemente todas las noches era el físico Garci Fernández, pobremente vestido, pues no era profesión muy lucrativa la de ser médico en aquel pueblo de marineros.

Llegaba con ropilla de paño mediocre llamado esterado y calzas de estameña, el rostro enjuto y curtido por el sol, como los navegantes, todavía joven, pues no había pasado de los treinta y un años, pero con una apariencia de madurez superior a su edad. Como todos los físicos de su época, gustaba de estudiar la astronomía y la cosmografía, sintiéndose interesado a causa de esto por los planes de Colón desde que le conoció al llegar a la Rábida, fugitivo de la corte.

De acuerdo con el padre Juan Pérez, se esforzaba por convencer a pilotos y marineros para que se ofreciesen a acompañar a Colón en su viaje de descubierta. Pero estaba convencido al mismo tiempo de la inutilidad de tales esfuerzos, y sólo ponía su esperanza en la posible intervención de un ausente, diciendo al fraile y a don Cristóbal:

—¡Si viniese el señor Martín Alonso!… Es el único que podría salvarlo todo.

En algunos momentos, Colón, olvidando su fingida dulzura, mostrábase arrogante y duro tal como era. Iba a pedir a los reyes que enviasen alguna tropa a este pueblo para cazar a los marineros, obligándolos a tripular las dos carabelas que aguardaban en el puerto. Luego ya sabría imponer su voluntad a toda esta chusma reclutada por la fuerza. Pero el físico, más conocedor de los hombres, sonreía tristemente, contestando a sus jactancias:

—Con andaluces reclutados de ese modo, a las veinticuatro horas de levar anclas estará vuesa merced muerto y en el fondo del mar.

Como empezaba el verano, la tertulia nocturna de Pero Vázquez se reunía ante la puerta de la casa, sentándose los de más importancia en sillas bajas, mientras las gentes inferiores se disputaban los poyos de piedra y de ladrillos en las puertas inmediatas o se acurrucaban simplemente en tierra para escuchar silenciosamente, cerca de los que consideraban superiores, con la confianza familiar de los pequeños pueblos.

Fernando Cuevas era de estos oyentes, siguiendo con interés todas las historias referentes al mar. Los que habían pasado su vida navegando no se asombraban de los planes del extranjero alojado en el convento. Todos ellos tenían la convicción de que en la soledad del Océano existían tierras misteriosas, que se habían dejado entrever en repetidas ocasiones. Los marinos portugueses sabían mucho de esto, por incitarles a tales descubrimientos la posición geográfica de su país, y los del condado de Niebla, vecinos a Portugal, participaban de sus mismas opiniones.

Era cosa sabida que más allá de las Azores y las Canarias existía una isla de gran riqueza. Los portugueses la llamaban la isla de las Siete Ciudades y los españoles Antilia. Muchos dibujantes de mapas, al delinear el mundo conocido entonces, colocaban esta isla unas cuatrocientas leguas más allá de las Canarias. En los puertos de Portugal y Andalucía las gentes de mar contaban la historia de la isla de las Siete Ciudades.

Siete obispos portugueses y españoles se embarcaban en el siglo VIII con sus fieles, huyendo de los moros que acababan de invadir la península ibérica, y cada uno de ellos establecía su correspondiente ciudad en una rica isla descubierta después de vagar sin rumbo por el Océano. Así permanecía la isla más de seis siglos, sin que nadie conociese su existencia. Los habitantes de Antilia deseaban seguir viviendo en el misterio, y al llegar a sus costas una nave, guardaban prisioneros a sus tripulantes, en suave y placentera esclavitud, para que no llevasen a Europa la noticia.

Esta suposición explicaba que hubiesen partido tantos navegantes a través del Océano para hacer descubrimientos, sin que ninguno de ellos volviese.

Una nave portuguesa conseguía escapar después de haber permanecido varias horas en la misteriosa isla. Sólo los grumetes bajaron a tierra para hacer barro con que reparar el fogón, y se daban cuenta al volver a Lisboa de que este barro se hallaba compuesto en su mayor parte de granos de oro.

Algunos, confundiendo esta isla con otra de la que hablaban mucho los hombres dedicados al estudio, la llamaban igualmente Cipango. Uno de los marinos más célebres del condado de Niebla, el piloto Martín Alonso Pinzón, vecino de Palos, hablaba con frecuencia de Cipango, mostrándose resuelto a ir un día u otro a la descubierta de este país de riquezas. Sus negocios incesantes de armador y de capitán de nave le habían hecho prorrogar su deseo, dejando en los últimos años el aventurado viaje para el año siguiente.

Otros, en esta tertulia del patriarcal Pero Vázquez, hablaban de lo que le había ocurrido quince años antes a un piloto tuerto, vecino de la inmediata Huelva, que se dedicaba a hacer viajes entre Canarias e Inglaterra. Y repetían una vez más la aventura de Alonso Sánchez: la tempestad que le sorprendía en una de estas travesías, arrastrándolo hacia el Oeste; su llegada a una gran isla, en cuyas costas hacía agua y leña, volviendo otra vez hacia Europa; la mortandad de su tripulación; su desembarco en la isla de la Madera o en la inmediata de Puerto Santo; su muerte a consecuencia de las fatigas sufridas, comunicando antes su descubrimiento a la familia que lo había recogido.

Algunos de los presentes que frecuentaban el monasterio, hablando con el extranjero, hacían memoria de que éste había vivido en Puerto Santo y otras islas portuguesas. Tal vez era él quien había recogido las revelaciones del piloto moribundo o alguno de la familia Pellestrello. Esto les servía para explicarse el tono de profunda convicción con que hablaba aquel hombre sobre la existencia de islas próximas a las Canarias, a modo de una avanzada del continente asiático.

En esta tertulia se hablaba también de los habitantes de las islas oceánicas portuguesas y españolas y de los portentosos espectáculos que sorprendían con frecuencia en el horizonte. Los vecinos de las Azores, después de grandes tormentas recogían cañas enormes, en cuyo interior, entre nudo y nudo, cabían varios azumbres de vino. También traían las olas troncos de árboles que no eran del país. Hasta se afirmaba haber encontrado un día sobre la arena los cadáveres de dos hombres que por sus fisonomías parecían pertenecer a una humanidad distinta a la de los blancos y a la de los negros.

En las Canarias algunos marineros veían siempre en el mismo lugar del horizonte una nube fija, que debía ser una isla, y lamentaban no tener una carabela a su disposición para ir a descubrirla.

Cuando Pero Vázquez de la Frontera hablaba a su vez, parecía mayor el silencio de los oyentes. Contaba de nuevo su navegación en la nao portuguesa para descubrir por el Oeste en el Océano. El llamado mar de las Hierbas —el moderno mar del Sargazo— dificultaba su navegación. La marinería se mostraba inquieta ante estas inmensas praderas del Océano. Este herbaje flotante debía cubrir peñascos casi a flor de agua, en los que iba a estrellarse el buque. Y el capitán, dando oído a tales alarmas, volvía atrás, temiendo quedar prisionero del bosque submarino.

Vázquez nunca mostraba dudas sobre la existencia de tierras más allá. Lamentaba no haber sido capitán de aquella nave portuguesa. Él deseaba seguir adelante, despreciando el verde obstáculo. Y siempre terminaba diciendo:

—El que vuelva por allá que acometa sin miedo con la proa a las hierbas. Éstas se abrirán, y continuará el viaje sin peligro.

Dos marineros de Palos, al navegar más arriba de Inglaterra arrastrados por una tormenta, habían visto tierra por la parte del Oeste, y alguien les dijo que eran las costas de la Tartaria, o sea del vasto Imperio del Gran Kan; lo mismo que buscaba ahora el extranjero amigo de los frailes.

En todas estas conversaciones, bajo el fulgor de las estrellas, acababa por sonar invariablemente el nombre del señor Martín Alonso.

Era el más acomodado y prestigioso de los Pinzones, familia que casi era una tribu por lo numerosa, establecida en Palos y en Moguer. Ahora estaba de viaje. Había llevado un cargamento de vinos andaluces al puerto de Ostia para venderlo en Roma. Muchos esperaban su llegada, discutiendo cuál sería su opinión al enterarse de las perturbaciones que había traído al pueblo este forastero con las cédulas de Sus Altezas y el embargo de los dos buques.

Fernando Cuevas se iba enterando de la importancia del marino ausente.

—Es el mayor hombre y el más determinado que ha producido nuestra tierra —le dijo uno de los de la tertulia—. Nadie tiene su crédito para hacer cualquier cosa por la mar. Además, siempre cuenta con un navío suyo, y otras veces dos o tres alquilados, y muchos parientes de gran honra y no menos amigos.

Pasaban los días, y don Cristóbal, no obstante las cédulas de Sus Altezas y el apoyo que le daban los continos reales, no osaba «poner mesa» en Palos.

«Poner mesa» equivalía a pregonar el alistamiento de gente para los buques. Era costumbre colocar una mesa en la plaza, frente a la iglesia, poniéndose en ella un gran montón de dinero para el pago inmediato de los que se inscribían en el cuaderno o rol de tripulantes. No quería arrostrar la vergüenza de que la gente marinera de Palos, de Moguer y de Huelva riese desde lejos, contemplando la mesa sin acercarse a ella.

En toda la costa del condado de Niebla, país de grandes marineros, sólo había encontrado hasta entonces cuatro que se ofreciesen a seguirle, y esto gracias a la cédula real que prometía indulto a los que estuviesen procesados o condenados si se alistaban para dicho viaje.

Un marinero vecino de Palos, llamado Bartolomé Torres, había reñido con el pregonero de la villa, Juan Martín, hombre de carácter atrabiliario, matándolo de una cuchillada. Aunque la pelea fue leal y frente a frente, lo condenaron a morir en la horca por ser el difunto un servidor de la autoridad municipal.

Irritados por dicha sentencia, y no queriendo abandonar a un camarada con el que habían arrostrado tantas veces las amenazas de la muerte en la soledad de los mares, otros tres marineros, Alfonso Clavijo, Juan de Moguer y Pero Izquierdo, buenos corazones y malas cabezas, tomaron por asalto la cárcel de la villa, poniendo en libertad a Bartolomé Torres. Los asaltantes eran condenados igualmente a muerte, y los cuatro huían de Palos para librarse de la horca, andando fugitivos por los alrededores bajo la protección disimulada de sus convecinos.

Estos cuatro hombres de mar eran los únicos que se habían ofrecido a Colón, atreviéndose a volver al puerto de Palos bajo el seguro que les daba la cédula real de indulto.

Femando Cuevas dudaba cada vez más de que su señor llegase a realizar aquel famoso viaje. El futuro Almirante de la mar Océana se iba a quedar en tierra con sus dos pajes.

II: En el que don Cristóbal logra al fin «poner mesa» gracias a Pinzón el Mayor, recibe de éste medio cuento de maravedises, y el futuro viaje, iniciado por los reyes, se transforma en empresa colectiva y popular

Recordaba Colón haber hablado algunas veces con Martín Alonso en la sala del guardián de la Rábida.

Mientras esperaba en el convento la respuesta de la reina a la carta que el padre Juan Pérez había enviado a Santa Fe, este marino paleño, llamado por dicho fraile, había conversado con él de las cosas del mar y de sus misterios.

El proyectista, que se juzgaba rodeado siempre de gente inferior, a la que podía dirigir por derecho propio, advirtió desde las primeras palabras que estaba en presencia de un hombre de su misma especie, nacido para el mando, para las empresas peligrosas que exigen gran temple de alma.

Era muy cortés en su trato, predispuesto a la amabilidad con sus inferiores, pronto al uso de palabras gallardas y a expresarse con una hipérbole andaluza, gracioso en el habla, a causa del ceceo propio de su tierra, y llamando «señor» a todos sus mayores en edad, aunque fuesen humildes marineros.

Este hombre era tal vez el más popular de todo el condado de Niebla por sus habilidades de navegante en tiempos de paz y por las hazañas que había realizado al armar su nave durante la guerra con Portugal, poniéndola al servicio de los reyes de España. Había sido corsario durante la mencionada guerra, hostilizando las inmediatas costas portuguesas y las naves refugiadas en sus puertos.

No solamente era un hombre de acción; junto con el prestigio de su experiencia marítima gozaba el de una fortuna que había reunido como armador de naves propias y ajenas. Semejante a muchos hombres de su época, en la que empezaba a desarrollarse el espíritu del llamado Renacimiento, sentía un ansia curiosa de conocer los secretos de la Naturaleza. Interiormente era muy parecido a Colón; le preocupaban los misterios geográficos, lo que podía existir más allá del desierto oceánico. Pero con mayor acomodo social que el proyectista extranjero, teniendo que atender a sus negocios y a los de una numerosa familia de marinos que lo consultaba en todo, nunca había dispuesto del tiempo necesario para entregarse a estas curiosidades de navegante.

Contaba en aquel momento unos cincuenta años de edad, y estaba casado con doña María Álvarez, de la que tenía cinco hijos. Era jefe de la familia llamada Pinzón, que había empezado tal vez por ser un apodo —el nombre de un pájaro—, convirtiéndose finalmente en apellido. Esta familia estaba dividida en dos ramas, la suya propia, compuesta de tres hermanos, él con sus hijos, Francisco Martín Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón, y la otra rama encabezada por su primo Diego Martín Pinzón, apodado «el Viejo», también casado y con numerosos hijos, todos hombres de mar. Además, Martín Alonso se hallaba emparentado con todas las familias de marinos notables, residentes en los puertos del río Tinto y el río Odiel. Ejercía el comercio navegando a Guinea o a las islas Canarias y recorriendo diversos puertos del Mediterráneo occidental, hasta las costas de Italia y Sicilia.

En los últimos tiempos, este hombre cenceño de cuerpo, de voz grave, rostro bronceado y ojos que eran alegres unas veces y otras de expresión reflexiva, se mostraba como obsesionado por una idea tenaz. Hablaba de un amigo que tenía en Roma, personaje para él de inmensa importancia, por ser familiar del papa Inocencio VIII y encargado de su librería.

Era uno de los muchos españoles que se habían establecido en Roma desde el pontificado de Calixto XI, el famoso Alfonso de Borja, primer Papa romano nacido en España. Después de muerto éste, la influencia de su sobrino el cardenal Rodrigo de Borja, que iba también a ser Papa con el nombre de Alejandro VI, se mantenía en el Vaticano, repartiendo los mejores empleos entre la invasión de españoles, prelados domésticos, camareros pontificios, soldados de la Guardia papal, jurisconsultos y solicitantes en asuntos ante la Santa Sede.

Pinzón se carteaba frecuentemente con este amigo, que él consideraba poderosísimo, consultándolo para completar sus curiosidades de marino. Hombre profundamente religioso, como todos los de su época, suponía en el bibliotecario del Vaticano un caudal inmenso de ciencia. Los mayores secretos de la sabiduría humana debían estar guardados indiscutiblemente en la biblioteca del Santo Padre.

Al partir en su carabela para el viaje mediterráneo que había de terminar en el puerto romano de Ostia, anunció a sus amigos la gran novedad que pensaba traer de dicha navegación. Su ilustre amigo de Roma había prometido mostrarle un mapa, guardado en el Vaticano, en el cual se marcaba —como en muchos otros de entonces— una gran isla, más allá de las Canarias, que algunos llamaban Antilia o de las Siete Ciudades, y que en esta carta, con arreglo a las enseñanzas de Marco Polo y otros, tenía el nombre de Cipango.

Martín Alonso, que llevaba varios años preocupado por las islas misteriosas del Atlántico, de las que tanto hablaban los vecinos portugueses, parecía resuelto a realizar este viaje inmediatamente. Así que su amigo el cosmógrafo de Roma le mostrase las «muchas y largas escrituras» que tenía en su poder, hablando de las tierras que estaban por descubrir, él volvería a su pueblo, armando uno o varios navíos para ir a descubrirlas.

Colón conocía todo esto por sus conversaciones con los marinos del país. El guardián de la Rábida también había escuchado muchas veces los planes de Martín Alonso. Todo esto incitaba al proyectista a desear un pronto regreso del célebre piloto de Palos para asociarse con él, temiendo su rivalidad.

Una leyenda formada después de la muerte de Colón nos lo ha presentado durante tres siglos como un genio superior a todos sus contemporáneos, sólo comparable a una montaña aislada en el centro de un desierto, y esta concepción romántica y falsa no puede ser más opuesta a la realidad. Quisieron hacer de él un ser providencial, poseedor de un secreto sólo conocido por él, hasta el punto que de haber muerto ningún otro hombre habría podido realizar su obra.

Colón no se vio aislado en medio de una ignorancia y una torpeza generales; muy al contrario, tuvo que agitarse y mostrar continuas impaciencias, para que otros no se le adelantasen en el descubrimiento de un secreto que no era secreto para ningún marino de entonces capaz de sentir curiosidades geográficas. Tenía miedo de que se le anticipasen los portugueses, que ya habían atravesado una gran parte del Atlántico en expediciones clandestinas. Temía ahora, como un peligro más inmediato, que este navegante andaluz, poseedor de barcos y seguido siempre en sus empresas por la mejor marinería del condado de Niebla, se lanzase solo a la busca de aquella isla de Cipango que tanto le preocupaba en los últimos meses.

De no llegar Martín Alonso a entenderse con él, corría el peligro de quedarse en las orillas del río Tinto con todas sus cédulas reales y su nombramiento de almirante hipotético, imposibilitado de «poner mesa» para tripular las dos embargadas carabelas, y sin otro apoyo que el del guardián de un pobre convento, mientras Martín Alonso podría emprender el viaje sin él, a la hora en que su voluntad se concretase definitivamente para una acción inmediata.

Una mañana circuló la noticia de que la carabela de Pinzón acababa de fondear en el pequeño puerto de Palos; y al día siguiente, su capitán, maestre y propietario se presentó en la Rábida, llamado por el padre Juan Pérez.

Se reanudaron las pláticas geográficas en la llamada sala del guardián. Las paredes encaladas tenían como adorno varios cuadros religiosos, algunas plumas de aves africanas, traídas por los navegantes del país a la vuelta de sus excursiones de Guinea, y varios grupos de nácaras, grandes conchas de barniz tornasolado, adquiridas en las Canarias, y que servían de moneda en los rescates o trueques comerciales con los reyezuelos negros. Lo más notable de esta sala modesta, desde cuyas ventanas se veía la confluencia del Tinto y el Odiel y la isla de Saltes, era el techo, todo de madera y en forma de barca invertida, ayudando a tal semejanza varias vigas inferiores que iban de un lado a otro del muro como si fuesen los bancos de dicha embarcación puesta al revés.

Habló Martín Alonso de sus conversaciones con el familiar del Papa, describiendo las escrituras y mapas curiosos que le había hecho ver en la librería pontificia. Traía una copia, hecha por él, de aquella carta que marcaba la situación exacta de Cipango a menos de mil leguas de las Canarias, rumbo al Oeste.

Estas informaciones coincidían con las otras a las que había aludido Colón misteriosamente, guardando su contenido como un secreto que le podían robar.

Pinzón, después de haber escuchado las palabras de su amigo de Roma, no vacilaba ya. Iría a través del Océano en busca de Cipango, como los capitanes de Portugal habían salido tantas veces en demanda de otras tierras. Una vanidad patriótica le hacía menospreciar las islas legendarias de Antilia y las Siete Ciudades de que venían hablando cerca de un siglo los marinos portugueses. Él sólo quería ir en busca de Cipango. Así lo había decidido en la biblioteca del Vaticano, después de oír a personas de ciencia indiscutible.

Las bondadosas insinuaciones del guardián sirvieron para establecer una especie de acuerdo moral entre los dos descubridores. Colón, que tenía gran dominio sobre su carácter, se mostró transigente, modesto, hasta humilde, con el piloto andaluz. ¿Por qué no ir los dos juntos?… En Cipango, y más allá, en la rica provincia de Mangui, la más opulenta de todo el Catay, había riquezas de sobra para ambos. Él sólo podía ofrecer las cédulas que le habían dado en la corte, su contrato con los monarcas, el carácter de armada real que tendrían los barcos puestos bajo su dirección. Martín Alonso, además de la gran experiencia como piloto, podía aportar su prestigio, que le hacía ser obedecido por todos los del país, su fortuna propia y los barcos de sus amigos.

El fraile los dejó solos para que tratasen sus asuntos con más confianza. Nadie podía oírles. Seguramente el carácter complejo y contradictorio del extranjero se contrajo con retráctil precaución en esta hora del negocio. Ya no era el imaginativo de místicas exaltaciones. Hablaron como dos armadores que preparan un viaje aventurado, pero de inmensas ganancias.

Colón hizo promesas generosas con una amabilidad de mercader genovés, y si tal no era su origen, con una sonrisa de judío, invencible en los negocios, usando ardientes palabras y rehuyendo al mismo tiempo dar a éstas una forma definitiva por escrito.

El otro, homogéneo en sus sentimentalismos y muy confiado, se dejó arrastrar por el entusiasmo, sin percatarse de que todo quedaba en el aire entre los dos, puras palabras, sin documento alguno, a pesar de la importancia del negocio.

—Señor Martín Alonso —dijo don Cristóbal, como si resumiese toda la conversación anterior y estrechándole una mano—, entre hombres como nosotros basta la palabra honrada. Vamos a ese viaje, y si salimos bien de él y Dios nos descubre la tierra, yo os prometo por la corona real de partir con vos, como buen hermano mío, la mitad de todo el interés y de la honra y provecho que dello se hubiese.

Al día siguiente circuló la noticia de esta asociación por los puertos de Palos, Moguer y Huelva. Los grupos de marineros, reunidos junto a las barcas puestas en seco, comentaban la noticia.

—Martín Alonso se ha entendido con el extranjero, y van hermanados a descubrir tierras.

Pinzón hizo «poner mesa», bajo su responsabilidad, frente a la iglesia de Palos, afirmando que no faltaría gente. Uno de sus hermanos estaba detrás de ella con el escribano, que iba apuntando los nombres de los tripulantes.

Sobre dicha mesa, como cebo tentador y al mismo tiempo como una prueba de que la expedición no era organizada por capitanes pobres, se veían dos montones de monedas. El más pequeño de oro, compuesto de doblas y de «excelentes», moneda de dos doblas con la efigie de los reyes. El otro montón de las diversas monedas de plata, procedentes de varios reinados, que aún estaban en uso.

Paseando Martín Alonso por la plaza, cerca de la mesa, mantenía conversación con los que estaban agrupados ante la iglesia de San Jorge. Luego descendía al puerto, contestando a los saludos de la pobre gente con aquellos ademanes aseñorados y al mismo tiempo afables que le atraían la obediencia y la simpatía de los hombres. A todos los trataba como si fuesen hidalgos.

—Vaya su merced con Dios, señor marinero —decía a cualquiera de aquellos hombrones mal vestidos, con las barbas crecidas y oliendo a brea o a sebo, los dos hedores de las embarcaciones de entonces.

A los grumetes y los pajes los tuteaba con una expresión paternal.

Cuando veía muchos hombres agrupados ante la mesa de alistamiento, Martín Alonso, que conocía a su gente, se aproximaba para hablarlos:

—Amigos, venid acá. Ios con nosotros a esta jornada y no andéis más aquí misereando. Yo vos digo que en este viaje habemos de descubrir, con la ayuda de Dios, la tierra llamada de Cipango, que, según fama, tiene casas con tejas de oro, y todos vendréis ricos y de buena ventura.

No había quien ignorase ya las riquezas de esta isla de palacios de oro, donde todos los árboles eran de especiería y en costas y ríos había perlas más grandes que las del collar de Su Alteza la reina.

¿Quién no quería ser rico?… Quedarse aquí era no salir nunca de pobreza. «A Cipango, señores marineros y grumetes».

Y el entusiasmo andaluz del señor Martín Alonso, cada vez más imaginativo y amplificador, se comunicaba a toda aquella gente que una semana antes hacía burla del extranjero y de sus cédulas reales. «¡Ya que el señor Martín Alonso, que es rico, va en este viaje con sus hermanos y demás parentela!…». Todos hacían esta misma consideración, pavoneándose con orgullo el que acababa de inscribirse y mirando con menosprecio a los que no osaban ir a dicho viaje.

Según costumbre de la época, no bastaba llegar ante la mesa y presentarse como voluntario para ser admitido. Cada marinero o grumete necesitaba ofrecer un fiador, un hombre de mar o hacendado del país, que respondiese de su honorabilidad y su competencia, haciéndose al mismo tiempo responsable de la suma de dinero que le entregaban como adelanto antes del embarque.

El primero en inscribirse en el rol había sido Diego de Arana, el primo de Beatriz. Estaba en Palos desde muchos días antes, contemplando con inquietud el mal cariz que tomaba la empresa de aquel extranjero emparentado ilegítimamente con su familia. Cuando vio mesa puesta se apresuró a firmar.

Colón le había prometido hacerlo alguacil mayor de su armada, cargo equivalente al de administrador de justicia y guardador del orden en las tripulaciones. Este hidalgo todavía joven, algo jactancioso y portador de espada a todas horas, ya que no había alcanzado en su país un cargo con arreglo a los méritos que él se suponía, esperaba encontrar al otro lado del Océano, gracias al padre de su sobrino, vastos territorios, iguales a reinos, donde podría ejercer justicia con tanta majestad y sabiduría como el antiguo rey Salomón. Llevaba con él un ideal que realizar, lo mismo que el antiguo «hombre de la capa raída», que Pinzón y toda su parentela de pilotos; pero su ansia era más de autoridad que de oro y de renombre.

Los cuatro condenados a muerte, únicos marineros que se habían ofrecido a Colón, figuraban igualmente en el rol, por considerar Pinzón su delito fácilmente perdonable. Una cuchillada en riña frente a frente no era delito horrendo para un marino como él, acostumbrado a rozarse con las muchedumbres rudas e ingobernables que viven junto a los puertos.

Los más de los inscritos para tripular las dos carabelas procedían de las poblaciones del Tinto y del Odiel. Vicente Yáñez Pinzón salía fiador por un marinero que no era del país, el único nacido en los Estados de la corona, de Aragón, Juan Martínez de Azogue, natural de Denia, en el reino de Valencia, el cual, en sus andanzas marítimas, había acabado por quedarse en Palos. Otros marineros eran de Castilla y de Galicia, igualmente con residencia momentánea en los puertos del condado de Niebla.

Martín Alonso lo dirigía todo: recluta de hombres y preparación de embarcaciones. Las dos carabelas a las que había puesto embargo Colón no le parecían aptas para el viaje, y prescindió de ellas, buscando otras por su propia cuenta, más veleras y resistentes. La gran tempestad que habían de sufrir estos dos buques a la vuelta del viaje demostró el acierto con que Pinzón supo escogerlas y prepararlas.

Llevaba muchos años navegando, unas veces en buque propio, otras alquilado a los armadores del país. Nadie osaba negarse a sus peticiones. Así, tomó las dos carabelas mejores y más útiles entre todas las que estaban ancladas en el Tinto y el Odiel: la Pinta y la Niña, llamadas así por los apellidos Pinto y Niño de sus propietarios.

La carabela era el buque más rápido de entonces. Todas las naciones habían adoptado esta nave de origen portugués. Las navegaciones a Guinea habían demostrado su eficacia. En algunos viajes llegaba a hacer seiscientas millas en treinta y seis horas. Su poco calado la permitía maniobrar libremente en las costas peligrosas y entrar en los ríos. Pero tales ventajas suponían al mismo tiempo grandes riesgos. Sus capitanes necesitaban gran pericia y continua vigilancia para que el exceso de velas no las volcase. Tenían una cubierta única, y la proa y la popa muy altas, por lo cual recibían éstas el nombre de castillos. Sus mástiles eran tres, llevando por lo general velas cuadradas en los dos más altos, el trinquete y el mayor, y vela latina en el inmediato a la popa, o sea el de mesana.

Se reservó Martín Alonso el mando de la Pinta, pensando dar el de la Niña, que era la más pequeña, a su hermano Vicente Yáñez Pinzón.

Miraba éste a su hermano mayor con la veneración que inspira un jefe de tribu, sometiéndose en todo a sus consejos no obstante ser tan experto como él en las cosas del mar. Martín Alonso estaba ya marcado por la fatalidad. Iba a morir, sin gloria y calumniado, unos meses después. Era Vicente Yáñez, el hermano menor, obediente y modesto, quien haría más famoso el nombre de los Pinzones, descubriendo el Brasil y otras tierras, entrando el primero en el Amazonas, en silenciosa rivalidad con el extranjero ingrato que había buscado la protección de su hermano mayor.

Colón tenía puestos sus deseos en una nao del mar Cantábrico que estaba fondeada en Palos después de echar a tierra su cargamento. Su nombre era Marigalante; pero, como todas las naves de entonces, tenía su apodo, y los marineros la llamaban «la Gallega» por haber sido construida en un puerto de Galicia.

Sus tripulantes eran vascongados y cántabros, gente acostumbrada a las duras navegaciones en el mar de Vizcaya. Su propietario y capitán, nacido en Santoña, se llamaba Juan de la Cosa. En aquel momento dicho nombre era el de un simple navegante de comercio de los que hacían viajes desde el Cantábrico a Inglaterra, o bajando de dicho mar, llegaban a las costas de Andalucía y al interior del Mediterráneo. Años adelante iba a designar al más experto piloto del nuevo mundo, el primero que fijó los perfiles de sus costas e islas en un mapa famoso y fue maestro de numerosos nautas, entre ellos Américo Vespucio.

Era un hombretón sonriente, parco en palabras, que acogía las órdenes con gestos silenciosos, cumpliéndolas cuanto antes, para volver a sumirse en reflexivo quietismo. Su sonrisa parecía el reflejo de una vida interior siempre despierta y vigilante. Miraba en torno de él, interesado por el secreto de las personas y las cosas, ansiando descubrirlo. Tenía la cabeza redonda, la frente saliente, los ojos algo sumidos en la profundidad de sus órbitas óseas y la mandíbula robusta de las gentes de su raza. Se adivinaba en este hombre de aspecto bonachón la posibilidad de una cólera capaz de llegar a los mayores extremos del heroísmo; pero normalmente se mostraba servicial, acomodativo, modesto, plegándose a la voluntad de sus iguales.

También este navegante participaba, como tantos otros de su época, de aquella curiosidad geográfica por conocer el secreto del Océano, que venía agitando desde medio siglo antes a portugueses y españoles.

Martín Alonso era partidario de la carabela para las exploraciones, a causa de su rapidez en la marcha y de la facilidad con que se maniobraba su velamen. El peligro de esta excesiva ligereza, que le quitaba estabilidad, era poca cosa para marinos expertos como él. Según su opinión, si hacía falta otro buque debía escogerse una tercera carabela.

Deseaba Colón por vanidad una nave más grande. Como capitán general de la armada, quería mandar un buque mayor que el de los otros, y había puesto sus ojos en la Marigalante, única nao de más de cien toneladas que estaba en el puerto.

Fue fácil entenderse con Juan de la Cosa. Apenas los dos descubridores asociados le hablaron de Antilia y de Cipango, aceptó entrar en la expedición. Hizo entrega de la nao, pero sin responder de su marinería, gente algo levantisca y murmuradora, a la que únicamente había podido exigir disciplina en navegaciones costeras. Con el buque dio también su persona. A pesar de que era su propietario y su capitán, se prestó a ir en este viaje interesante como simple maestre. En cuanto al pago del valor de la nave, esperaría a recibirlo de los reyes cuando volviese del viaje. Tal demora no significaba para él gran cosa, pues el marinero del Norte veía, lo mismo que el andaluz Pinzón, las ciudades de Cipango y sus casas con tejas de oro.

La mayor parte de los tripulantes vascongados se alistaron para el viaje. No querían abandonar a su capitán, siendo para ellos demostración indiscutible del éxito de la jornada ver a Juan de la Cosa convertido voluntariamente en simple maestre. Además, estaban adheridos por la costumbre a la cubierta de la Marigalante, por otro nombre «la Gallega».

Todo esto lo hizo Pinzón en poco tiempo; mas cuando ya parecían terminados los preparativos para un viaje inmediato, surgió otro obstáculo más temible para Colón que el de la huelga y el de la burla de la marinería.

Se había acabado el dinero. El millón y ciento cuarenta mil maravedises entregados por Santángel en nombre de los reyes no bastaban para los gastos. Habían consumido este dinero los adelantos a las tripulaciones y la compra de pertrechos, así como la reparación de las embarcaciones. Faltaba mucho que pagar y aún no habían adquirido todos los víveres para esta expedición, cuyo consumo se calculaba en un año entero.

Era necesario medio cuento más. Sin estos quinientos mil maravedises los acreedores no les dejarían salir del puerto. Hasta el guardián de la Rábida creyó inútil ir otra vez a la corte para solicitar el apoyo de la reina. La empresa de Colón estaba ya medio olvidada por otros asuntos más inmediatos. Perderían muchos meses yendo otra vez a pedir audiencias a Sus Altezas y mover nuevamente las iniciativas y los entusiasmos de los amigos que tenían allá.

Se mostró Martín Alonso preocupado un poco tiempo nada más por dicha contrariedad. Luego recobró su buen humor, animoso y optimista. Él se encargaba de encontrar el medio millón que hacía falta para ir a Cipango la de los tejados de oro. Y a los pocos días aportó el dinero.

Todos decían que era suyo y de los individuos más acomodados de su familia.

Los Pinzones que se quedaban en tierra hablaron a Martín Alonso de sus tratos con el extranjero, suponiendo la existencia indudable de un documento que fijaba las bases de su asociación.

—Tengo su palabra y me basta —dijo el capitán andaluz—. Entre marineros que van como hermanos en esta jornada retando a la muerte no es necesario más. En el mar la palabra del hombre tiene mayor peso que en tierra. Las escrituras son buenas para labradores y gente mecánica.

Después del medio cuento aportado ya no existió ningún obstáculo en la preparación de la flotilla.

Todas las tripulaciones estaban completas.

Martín Alonso, por una benevolencia algo jocosa, hizo que el escribano del rol inscribiese a dos extranjeros, un inglés y un irlandés, que andaban vagabundos por los puertos de Palos y de Huelva. Tal vez los había dejado en tierra algún barco de su país a causa de su indisciplina, o habían huido ellos voluntariamente para evitar los malos tratos de a bordo. Cada uno procedía de buque distinto y habían acabado por unirse en este país extraño, pero con frecuentes alternativas de amistad y de pelea.

El vino dorado de Andalucía los obligaba a no moverse de estas costas. En las tabernas de los puertos siempre encontraban marineros andaluces que les diesen de beber, divirtiéndose luego con su charla poco comprensible, a través de la cual iban adivinando palabras españolas raras y mal pronunciadas.

Se mantenían amigos el inglés y el irlandés durante las horas de ayuno y de sed. La pobreza común los hacía fraternales. Luego, al beber, sentíanse enemigos, acabando por darse de puñetazos para regocijo de sus invitantes. Al inglés lo llamaban Tallarte de Lages, españolizando su apellido, y al irlandés Guillermo Ires de Galvey.

Varias veces habían dormido en la cárcel de Palos a causa de sus peleas, pero siempre se presentaba un vecino honrado a responder por ellos, devolviéndoles la libertad. Eran dos personajes populares, que inspiraban una simpatía protectora y regocijada a toda la gente de mar.

Admirados de los montones de oro y plata que relucían sobre la mesa de alistamiento y atraídos por el riesgo mortal de una aventura que daba título de hombre valeroso, se ofrecieron los dos repetidas veces como marineros voluntarios. Diego de Arana, ejerciendo ya de alguacil mayor, los amenazó, queriendo tirar de la espada en vista de su insistencia. Le parecía grotesco que estos dos vagabundos de puerto quisieran mezclarse con tanta gente de bien.

Pinzón, hombre caritativo, predispuesto a proteger a los humildes, acabó por ampararlos en vista de sus proposiciones tenaces. Él salía fiador del inglés y el irlandés. Podía el escribano de la mesa darles su paga adelantada. Eran tan buenos marineros como los mejores de Palos, y estaba seguro de que no iban a desertar llevándose el dinero antes de que zarpase la flotilla. Y el inglés y el irlandés quedaron inscritos, recibiendo cada uno cuatro mil maravedises de sueldos adelantados.

Colón bajaba ahora muchas noches al pueblo de Palos para asistir con Martín Alonso a las tertulias en la casa de Pero Vázquez. El anciano piloto contaba una vez más su viaje de treinta años antes al «mar de las Hierbas», recomendando a los nuevos expedicionarios que las partiesen con sus proas, siguiendo adelante sin miedo.

Pinzón hacía memoria de todas las islas que navegantes y cosmógrafos habían adivinado en las soledades del Océano, marcándolas en sus mapas: Antilia, las Siete Ciudades y otra más misteriosa, llamada Mano de Satán.

Don Cristóbal, recordando lo que había oído en sus conversaciones con el doctor Acosta, relataba los viajes de los más remotos exploradores del mar Tenebroso.

Ocho moros vecinos de Lisboa, llamados los hermanos Almagrurinos, mucho antes de 1147 —año en que los musulmanes fueron expulsados de dicha ciudad—, juntaban las provisiones necesarias para un largo viaje, «no queriendo volver sin penetrar hasta el extremo del mar Tenebroso». Así descubrían la isla de «los carneros amargos» y la isla de «los hombres rojos», viéndose obligados a tornar a Lisboa faltos de víveres, ya que no podían comer por su mal sabor los carneros de las tierras descubiertas. En cuanto a los «hombres rojos», eran de gran estatura, piel rojiza y «cabellera no espesa, pero larga hasta los hombros»; rasgos que hicieron pensar a muchos, siglos después, si los hermanos Almagrurinos habrían llegado a tocar en alguna isla oriental de América.

Al mismo tiempo que la geografía árabe hacía surgir tierras del mar Tenebroso, la leyenda cristiana lo poblaba con islas no menos maravillosas, siendo una de ellas la que todos conocían con el nombre de las Siete Ciudades. Pero la que preocupaba más a las gentes de mar durante varios siglos era la de San Brandán o San Borondón, isla fantasma que todos veían y en la que nadie llegaba a poner pie. San Brandán, abad escocés del siglo vi, que llegó a dirigir tres mil monjes, se embarcaba con su discípulo San Maclovio para explorar el Océano en busca de unas islas que poseían las delicias del Paraíso y estaban habitadas por infieles. Durante la navegación, un día de Navidad, el santo rogaba a Dios que le permitiese descubrir tierra donde desembarcar para decir su misa con la debida pompa, e inmediatamente surgía una isla ante las espumas que levantaba su galera. Terminados los oficios divinos, cuando San Brandán volvía al barco con sus acólitos, la tierra se sumergía instantáneamente en las aguas. Era una ballena monstruosa que por mandato del Señor se había prestado a este servicio.

Después de vagar años enteros por el Océano, desembarcaban en una isla, encontrando tendido en un sepulcro el cadáver de un gigante. Los dos santos monjes lo resucitaban; tenían con él conversaciones interesantes, mostrándose en ellas tan razonable y bien educado que acababan por convertirle al cristianismo, bautizándolo. Pero a los quince días el gigante se cansaba de la vida, deseaba la muerte para gozar de las ventajas de su conversión entrando en el cielo, y solicitaba permiso cortésmente para morirse otra vez, petición razonable a la que accedían los santos. Y desde entonces ningún mortal lograba penetraren la isla de San Borondón. Algunos marineros de las Canarias la veían muy de cerca en sus navegaciones; los había que llegaban a amarrar sus bateles en los árboles de la orilla, entre restos de buques cubiertos de arena, pero siempre venía una tempestad o un temblor de tierra a arrojarlos lejos de la isla, no encontrando luego el camino para volver a ella.

Colón, con el deseo de vigilar de cerca los preparativos de su escuadrilla y asistir con mayor frecuencia a esta reunión nocturna de hombres de mar, dormía algunas veces en el castillo de popa de la Marigalante.

Este antiguo nombre de la nao no parecía de su gusto. Lo encontraba demasiado alegre para un viaje como el que iban a emprender. Evocaba la figura de una de aquellas Marías de costumbres ligeras que esperaban en los puertos a los marineros con dinero abundante y una castidad de ascetas perdidos en el desierto marítimo.

Un día hizo borrar este título de la popa, y la nao Marigalante se convirtió en la Santa María.

—Mejor resulta así, señor Martín Alonso —dijo Colón gravemente—. Nuestro viaje es cosa seria, y debemos evitar todo lo que parezca pecaminoso e irreverente.

Pinzón siguió pagando con el dinero aportado por él y tal vez por otros los últimos gastos de la expedición.

Dicho viaje, que los reyes sólo habían costeado en parte, resultaba en el último momento una empresa popular. Parecía esto un aviso de los otros viajes de descubrimiento que iban a multiplicarse en los años sucesivos, obra siempre de la colectividad, de la masa popular, de la verdadera nación española, en los cuales sólo ponían los reyes su autorización y el derecho de llevarse una quinta parte de las ganancias; viajes de ilusión, de heroísmo y de muerte, gracias a los cuales se descubrió y se colonizó en el breve espacio de medio siglo todo un mundo nuevo, la mayor parte de la llamada América que después los mismos reyes explotaron torpemente y acabaron por perder.

III: «En el nombre de Dios… ¡larguen!»

Entre los diversos allegados a Colón que empezaban a moverse en torno a su persona, atribuyéndose una parte de su importancia como capitán general de la flotilla, había uno que llamaba la atención a causa de su orgullosa vanidad con los humildes y las adulaciones de que hacía objeto a aquél, llamándolo a todas horas «el Almirante mi señor».

Era un tal Pedro de Terreros, que había venido de Córdoba recomendado a don Cristóbal para que le sirviese de criado durante el viaje, adjudicándose inmediatamente el título de maestresala.

Parecía resarcirse del tono humilde que adoptaba con los superiores a él extremando su soberbia al dirigirse a sus inferiores.

Fernando y Lucero se vieron tratados por Terreros con una marcada hostilidad. Por haberlos tomado Colón a su servicio antes que a él, los consideraba como enemigos, no perdonando ocasión para hablar mal de ellos, exagerando el menor de sus descuidos como un defecto imperdonable, para desacreditarlos ante su señor.

Era un hombre de voz dulzona y cierta unción en palabras y ademanes; pero esta benevolencia hipócrita se desvanecía al quedar a solas con los que estaban sometidos a su dirección. Se decía célibe, y dicho estado parecía exacerbar sus malas pasiones, que tenían algo del histerismo mujeril. Siendo todavía joven, nadie le había conocido amoríos, concentrando sus sentimientos y deseos en halagar a los grandes y hacer sentir cruelmente su autoridad a los humildes, cuando no lo adulaban a él ni parecían temerle.

Desde los primeros días de su llegada habló contra los dos jóvenes. Fernando era, según él, un mozo de maneras burdas, bueno para trabajar en un barco como «paje de escoba», pero de ningún modo para servir a los habitantes del alcázar de popa. El llamado Lucero, por el contrario, enfermizo y de escasas fuerzas, no había para qué contar con su ayuda, así que empezase la navegación. Pero don Cristóbal, ocupado en los preparativos de la flotilla, escuchaba distraídamente a su mayordomo. Ya se buscaría más adelante, estando en el mar, que cada uno de los dos mancebos resultase útil. A Lucero quería guardarlo como paje de popa. Se había acostumbrado a sus servicios.

Y mostró el deseo de que Femando Cuevas, ya que vivía inactivo en casa del sacristán de Palos, acompañase al maestresala Terreros en un viaje que debía hacer a Sevilla.

Antes de que zarpasen los tres buques necesitaba que sus amigos de allá le enviasen ciertas cosas que les tenía pedidas. El principal de dichos amigos sevillanos era el mercader genovés Juan Berardi, personaje famoso en toda España, pues hacía contratos con los reyes cuando éstos necesitaban grandes transportes por el mar o una rápida adquisición de naos nuevas. La gente seguía llamándole Juanoto, como en los tiempos que llegó a España, empezando la formación de su enorme fortuna.

En la gran oficina comercial de Juanoto Berardi figuraba un factor o jefe de sección que tenía a su cargo los navíos de la casa y sus cargamentos, un «florentín» —como llamaban entonces los españoles a las gentes de Florencia—, cuyo nombre verdadero era Américo Vespucci, pero que los sevillanos habían castellanizado, convirtiéndolo en Vespucio. Colón enviaba a su maestresala para que le trajese directamente los encargos hechos a Berardi. Su amigo Vespucio le había prometido repetidas veces una remesa inmediata, retrasándola luego por falta de portadores que le inspirasen confianza.

Emprendió Terreros el camino de Sevilla montando la mula del almirante. Cuevas le acompañaba, jinete en la misma bestezuela que don Cristóbal había mercado en Córdoba para él y Lucero. Ambas caballerías eran ya de Cabezudo, el hacendado de Moguer, por habérselas vendido Colón, pero su nuevo dueño las prestaba en vista de la urgencia de dicho viaje.

Vieron en Sevilla al «florentín» Vespucio, pues Juanoto Berardi, gran banquero y uno de los primeros armadores del país, sólo tenía conversaciones con Sus Altezas y los grandes personajes la corte, y el factor les entregó varios paquetes que esparcían intensos olores. Resultó inútil que les recomendase gran cuidado por tratarse de materias de gran valor. Él maestresala, ducho en asuntos de cocina, iba oliéndolos, uno por uno, con gestos de admiración. Eran especias de las que venían de Asia, costando en aquellos momentos tanto o más que si su peso correspondiese al del oro: canela, nuez moscada, pimienta, clavo, jengibre. Los ricos almacenes de Berardi daban estas muestras en considerable cantidad para que Colón las llevase en su viaje. Así podría comparar estas especias de clase superior con las que encontrase en aquellas tierras asiáticas que iba a descubrir, apreciando de tal modo su calidad sin incurrir en errores.

Además, el maestresala recogió un traje para su señor que el «florentín» Vespucio había encargado a uno de los alfayates más elegantes de Sevilla. Todas sus prendas eran de color grana, las calzas, el sayo y hasta el capotillo forrado de pieles.

El uniforme de almirante era rojo obscuro, desde los tiempos de Alfonso el Sabio. Éste, en sus Partidas, marcaba detalladamente que el almirante, «hombre sabidor que gobierna con su seso las naos» y es capitán general de todas las cosas del mar, debía vestirse del mencionado color, después de prestar su juramento al rey, siendo llevado entre trompetas hasta sus naves.

Cuando Fernando hubo guardado en los dos serones de su caballería todos los encargos que les entregó Vespucio, emprendieron la vuelta a Palos, después de dos días de permanencia en Sevilla.

Un hombre se unió a ellos, tratado con grandes muestras de respeto por el maestresala. A pesar de la ojeriza que Terreros tenía a Cuevas, necesitó comunicarle los méritos de este hidalgo que iba a acompañarlos en su vuelta a Palos.

—Es el señor Pero Gutiérrez, personaje muy amigo de nuestro señor el Almirante y que viene también en nuestra jornada. Ha vivido muchos años con Sus Altezas.

Luego se fue enterando el paje de que este cortesano era un antiguo repostero de estrados de los reyes, cargo doméstico que consistía en guardar los objetos y muebles del salón real, teniéndolos prontos para los días de recepción, preparando igualmente las bebidas y dulces para los invitados. El maestresala del futuro Almirante miraba con veneración a este antiguo criado de los monarcas.

Pero Gutiérrez había conocido a Colón en sus visitas a la corte, y Terreros sospechaba que si iba en este primer viaje a las tierras del Gran Kan, era para vigilar de más cerca su hacienda. A última hora don Cristóbal había contribuido en una octava parte a los gastos de la jornada, dándole esto derecho a recibir una octava parte de las ganancias, así como los reyes percibían el quinto. Indudablemente varios amigos le habían confiado dinero para que adquiriese esta «ochava parte», y uno de ellos debía ser este Gutiérrez, algo dado a hacer fructificar escandalosamente por medio de la usura las economías obtenidas en el servicio de los reyes.

A Cuevas le fue antipático desde el primer momento. Iba vestido con jactanciosa magnificencia, luciendo a todas horas trajes de corte que tal vez habían sido usados antes por altos personajes, y ostentando con orgullo su espada que le confería dignidad de hidalgo. Tenía cerca de cuarenta años, y era de estatura poco menos que mediana, rojizo y lustroso de tez, con prematuras arrugas, ojos pequeños de mirar agudo y le faltaba un diente.

Como había enviado por delante sus cofres con un arriero de Moguer, iba caballero en su mula sin ninguna impedimenta, y marchó delante de los dos criados de don Cristóbal como si él fuese su verdadero señor.

A corta distancia de Sevilla alcanzaron a una muchedumbre, intentando abrirse paso a través de ella, pero al fin tuvieron que detenerse en una encrucijada para que se alejase por otro camino.

El antiguo repostero de estrados reconoció inmediatamente su calidad. Eran judíos que iban al Puerto de Santa María para embarcarse. Le habían contado que en dicho lugar y en Cádiz esperaba una flota de veinticinco naos, siete de ellas de gavia, mandadas por Pero Cabrón, capitán famoso a causa de sus viajes de corsario y sus expediciones a Guinea, burlando la vigilancia de los portugueses.

Hombre duro, enemigo instintivamente de los caídos, adulador de los triunfadores y pronto a adoptar todas las ideas dominantes, miró Gutiérrez con desprecio y burla a este éxodo miserable que pasaba y pasaba como un río humano.

Fernando pensó en Lucero al ver cómo iban deslizándose ante la cabeza de su montura chicos y grandes, viejos y niños, hombres y mujeres, unos a pie, otros caballeros en asnos y en machos comprados a última hora a cambio de una casa o de una viña.

Familias enteras ocupaban una carreta, desbordándose de ella en forma de humanos racimos. «Y así iban —contó después el cura de Los Palacios, cronista de la época—, con muchos trabajos y malas fortunas por caminos y campos, unos cayendo, otros levantándose, otros muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos».

Pero los cristianos les exigían el bautismo como una condición precisa para quedarse, y muy pocos accedían a tal abdicación.

Los rabinos los iban esforzando con sus palabras. Hacían cantar durante la marcha a muchachas y mujeres, y tañer panderos y adufos para alegrar a la gente. Todos esperaban el gran milagro que iba a realizar Dios para su pueblo elegido. El Señor los guiaría en su marcha, como lo había hecho con sus antepasados en Egipto.

Cada vez que subían una cuesta esperaban ver el mar en lontananza. Tenían prisa los infelices en llegar frente al Océano. Dios les ofrecería un camino seco, separando las olas del Atlántico para que pasasen a África, como lo había abierto a las muchedumbres de Moisés en las aguas del mar Rojo.

Escuchó Cuevas con tristeza los cánticos de esta muchedumbre fugitiva. Sintió ganas de llorar viendo los bailoteos de algunas viejas que marchaban al frente de los grupos agitándose lo mismo que brujas, cual si fuesen a una fiesta; escuchando las voces puras de las jovenzuelas recién casadas, entonando himnos a la nueva Sión en cuya busca iban. Así habría caminado Lucero, alejándose cada vez más de él, en el seno de una de estas muchedumbres que marchaban confiadas hacia las aventuras y los peligros de lo incierto.

Muchas de estas gentes iban a morir; tal vez no existirían dos semanas después. El robo, la violación y el asesinato los esperaban al otro lado del mar. ¡Quién podía saber si algunas de estas jóvenes de nariz aguileña, tez de marfil y grandes ojos negros eran hermanas o primas de Lucero!

Por dos veces volvió la cabeza a un lado, creyendo reconocer a don Isaac, en algunos de los rabinos de espalda encorvada y barbilla canosa que pasaban montados en asnos, iniciando nuevos cánticos con voz enérgica apenas notaban que la muchedumbre empezaba a enmudecer. Debían abandonar alegremente esta tierra ingrata que fue durante tantos siglos la de sus mayores. Dejaban cumplidos sus deberes con éstos. Antes de partir habían vivido tres días y tres noches en los cementerios, llorando y gritando sobre las tumbas de sus antepasados.

El repostero real y el maestresala rieron brutalmente de la miseria de este éxodo.

—Bien hacen Sus Altezas —dijo Gutiérrez en voz alta— librándonos de esta mala gente. Ninguno de ellos rompía la tierra, ni era labrador, ni albañil, ni carpintero. Todos buscaban oficios holgados para ganar con poco trabajo; gente sutil que ha vivido hasta ahora de muchos logros y usuras con los cristianos, y en poco tiempo, de pobres se hicieron ricos, apoderándose de las mejores casas en villas y ciudades, así como de las tierras más gruesas y mejores. Sin ellos viviremos mejor los que somos cristianos viejos. ¡Ojalá mueran todos los judíos y todos los que tengan trato con ellos!

Cuevas creyó adivinar una rivalidad rencorosa en las palabras de este personaje avariento, dado a los negocios usurarios.

Cuando llegaron a Palos, la flotilla estaba ya lista para partir.

Pinzón, hombre de mando, ordenado, seguro, con un poder natural para dirigir los hombres y las cosas, llevaba hecho más en quince días que durante los tres meses que se había movido Colón, sin otro auxilio que el de los frailes de la Rábida y los funcionarios reales.

Las dos carabelas y la nao estaban fondeadas fuera del pequeño puerto de Palos, en el lugar llamado Estero de Domingo Rubio. Era la parte más profunda del río Tinto, junto a la ribera en cuyo extremo se alza el convento de la Rábida.

Como las provisiones de las tres naves eran para un año, este avituallamiento extraordinario daba gran movimiento al pueblo. Llegaban por los caminos largas recuas de mulos, trayendo del interior sacos de legumbres secas, cecinas y otros artículos, empleados tradicionalmente en el mantenimiento de la marinería.

Cerca del puerto, al pie del altozano en cuya meseta está Palos, las tripulaciones llenaban sus barriles de agua en la llamada Fontanilla, pozo con cuatro pilastras de ladrillos y cúpula de idéntico material, para que el agua de su profundidad quedase a cubierto del sol y aireada al mismo tiempo. El río Tinto, al descender de las famosas minas de cobre del antiguo Tartesio, traía sus aguas, las más de las veces, rojas de óxido, color que le había dado su nombre. La mala calidad del líquido fluvial hacía que los marineros del país apreciasen extraordinariamente el agua clara de la Fontanilla, llevándola en sus viajes como si fuese una bebida extraordinaria, de benéfica influencia para su salud.

Grumetes y marineros hacían rodar los toneles hasta la orilla, metiéndolos en el batel de su respectiva nave. Otros ayudaban a descargar caballerías y carros, calculando, con admiración e inquietud al mismo tiempo, la extraordinaria cantidad de víveres.

El señor Martín Alonso iba distribuyendo la gente, por conocerla mejor que Colón y estar acostumbrado desde su juventud a formar tripulaciones.

Se había reservado el mando de la Pinta, por ser la más velera de las tres naves. El maestre y el piloto eran parientes suyos, y los demás, marineros y grumetes, todos de Palos o de Moguer. Era una tripulación que podía llamarse de familia.

La Niña resultaba igual en su dotación. El capitán era Vicente Yáñez —el Pinzón menor—, su maestre, Juan Niño, de Moguer, y con éste iban otros de la familia Niño, que habían dado su nombre a dicha carabela, propiedad suya. El resto de la marinería era igualmente de Palos, de Moguer o de Huelva, gente escogida, acostumbrada al mar desde su niñez. Tan selecta resultaba la tripulación de las dos carabelas, que el piloto Bartolomé Roldán, que había de figurar hasta su muerte en cuantos viajes se hicieron al Nuevo Mundo, iba en una de ellas como simple marinero. También figuraba como humilde tripulante en una de las carabelas de los Pinzones otro marino de Palos, Juan Bermúdez, que pocos años después iba a descubrir por su cuenta las islas Bermudas, dándolas su nombre.

En la nao capitana Santa María la tripulación resultaba más heterogénea. Una parte era de vascongados, cántabros y gallegos. Los otros tripulantes procedían de varios puertos andaluces y hasta de ciudades del interior de Castilla, muy alejadas del mar. Además, iban en ella todos los que no eran marineros, unas veinte personas, funcionarios civiles de la expedición o protegidos del Almirante, que había querido tomarlos con él.

La marinería de la nao capitana era la más difícil de mandar, y no había visto nunca a Colón, su futuro capitán.

Volvió el maestresala Terreros a esforzarse para que fuesen dejados en tierra aquellos dos mancebos al servicio de su señor el Almirante, pero éste siguió mostrando interés por Lucero. Durante los días pasados en el monasterio había apreciado mucho el servicio de dicho paje, encontrándolo de una delicadeza y una suavidad que lo hacía muy distinto al servicio masculino.

Exigió que Lucero quedase para los trabajos del alcázar de popa en la Santa María, y por no desautorizar a su maestresala en todo, admitió que Fernando Cuevas, más vigoroso, pasase a la proa como paje de mar.

Dudaron los dos fugitivos entre quedarse en tierra o ir en el viaje, siguiendo la misma suerte, pero algo separados por su distinto empleo. El recuerdo de aquella muchedumbre de expulsados que había visto cerca de Sevilla acabó rápidamente con las dudas de Cuevas. Temió que aquella persecución religiosa cayese sobre ellos apenas se alejase la flotilla, separándolo de Lucero para siempre. Además, su entusiasmo juvenil estaba influenciado por el espíritu aventurero de aquella empresa. Y acabó por aceptar el ser paje de escoba en la nao capitana, diciendo adiós al sacristán de Palos y también al hacendado Cabezudo, cuya casa abundante había visitado él y Lucero varias veces, pasando en ella sus mejores horas desde que se fugaron de Antequera.

Diego, el hijo del Almirante, estaba ya bajo el amparo de Cabezudo. El rico labriego, por ser grato a Colón, se había encargado de llevarlo a Córdoba para que viviese con su hermano Fernando bajo la protección de Beatriz.

Por primera vez pisó Cuevas un navío, admirando su estructura, y teniendo que hacer al mismo tiempo esfuerzos de voluntad para amoldarse a las rudezas de esta nueva existencia.

Saludó reverentemente al maestre Juan de la Cosa, representación de Dios en aquella casa flotante de madera, después de don Cristóbal, el capitán general. También se presentó a Sancho Ruiz, el piloto, al contramaestre Juan de Lequeitio, un vasco apodado Chachu, y fue conociendo igualmente a todos los demás personajes de la jerarquía autoritaria que regulaba esta vida naval.

Los que él consideraba más interesantes eran el despensero, con quien debía entenderse todos los días a las horas de comer, y el llamado «guardián de la nao», su jefe más inmediato, por ser quien presidía a grumetes y pajes.

Este guardián era un viejo marinero llamado Gil Pérez que por tener varios hijos navegando en otros buques, trataba a la juventud puesta bajo sus órdenes con un cariño rudo de padre a estilo antiguo.

Sin abandonar su tono de maestro, cruel y benéfico a la vez, fue mostrando al mancebo cómo era la vida del buque y cuáles las obligaciones que debía cumplir puntualmente.

La gente de a bordo la dividía en dos grupos: «proeles» y «popeles», y consideraba inútil añadir que los proeles eran los más. Todos entraban en esta denominación, marineros, grumetes y pajes. Únicamente eran popeles los que estaban al cuidado de las personas alojadas en el alcázar de popa.

Como esta jornada era en servicio de los reyes, iba recordando el guardián todo lo prescrito para las navegaciones de guerra en las carabelas tituladas de armada. Entre los proeles los había que se llamaban «sobresalientes», por ser los primeros en saltar sobre el buque enemigo en caso de abordaje; otros «aventajados», por cobrar mayor sueldo. Algunos ostentaban el título de «alier», a causa de habérseles marcado un sitio de combate en los costados del navío.

—Estas costaneras de la carabela son como las alas del barco, y por eso, sin duda, les dieron su mote de «alier».

En casos de combate la gente quedaba ligera de ropa para moverse con más desembarazo, colocando todas sus colchonetas, ropas y almocelas en los costados de la embarcación, como un obstáculo blando para los tiros enemigos.

La almocela, prenda usada por toda la gente de mar en los días de frío y de tormenta, era un capucho o cobertera de la cabeza, que servía de remate a una capa corta, o sea una esclavina con capirote.

Luego el guardián iba señalando con orgullo el artillado de la Santa María. No era extraordinario comparado con el de otras naves en las que él había navegado, cuando la guerra con los portugueses, o durante el sitio de Málaga contra las flotas de los moros africanos. Hablaba de falconetes, bombardas y pasovolantes, comprendidos en el nombre general de «truenos» que arrojaban pellas de fierro o pelotas de piedra. A la combinación química del salitre y el azufre la llamaba «polvos». Los tiros menores, o sea la artillería ligera, se componía de cerbatanas y ribadoquines, nombre procedente de «ribaldo», o sea salteador. En otros países daban nombres de animales terribles a los cañones: serpentinas, culebrinas, dobles perros. Las piezas más pequeñas tenían el título de «versos» y a las cureñas las llamaba encabalgaduras.

La nao capitana tenía cuatro bombardas con proyectiles de piedra. La Pinta y la Niña llevaban cada una dos bombardas más pequeñas, con balas de plomo, y varios falconetes en sus costados. Para los hombres de las tripulaciones se habían juntado unas pocas armas de fuego, espingardas y arcabuces, y gran cantidad de ballestas, arcos, espadas y hachas.

Explicaba Gil Pérez la cabida de los tres buques de la expedición. La nao Santa María era de unas doscientas toneladas, la Pinta de ciento quince y la Niña de cien. El viejo marinero entraba en detalles para ser comprendido por el novicio. En el Mediterráneo medían la capacidad de los buques por el número de salmas de trigo que podían contener. Como los marineros del Norte de España, gallegos, cántabros y vascos, no llevaban trigo a Inglaterra y los puertos del Báltico, sino cargamentos de vino, habían acostumbrado a medir éstos por toneles y por toneladas.

—Las dos cosas no son lo mismo —seguía diciendo el rudo maestro—. Un buen marinero debe tener presente para sus cuentas que diez toneles hacen doce toneladas.

En el comedio de la nave estaba «el fogón», cocina al aire libre, en torno a la cual había casi siempre corrillos de tripulantes. Una de las obligaciones de los pajes era vigilarlo en la noche, para que no se extinguiese su rescoldo y pudiera reanimarse el fuego en cualquier momento.

Durante el día hervían en el fogón las diversas ollas del buque, la destinada a la gente de proa y la de los privilegiados que ocupaban el alcázar de popa.

Esto hizo hablar a Gil Pérez de la enorme cantidad de quintales de «bizcocho», o sea galleta, que iban embarcando en la nao. Además, se contaban por docenas de quintales el arroz, las habas y los garbanzos para la comida ordinaria de la tripulación, así como cecina o carne ahumada, bacalao y otros pescados secos para días de ayuno.

Vino, aceite y vinagre lo tenían en numerosos toneles.

—El vinagre es cosa muy precisa, mancebo, para echarlo en el agua, cuando se corrompe, y poder beberla. También se necesita para los días que se come pescado, y es conveniente regar con él los ranchos donde duerme la marinería, pues con ello se evitan enfermedades. Algunas veces se corrompe el aire de las bodegas que están debajo de la sotacubierta, y para hacerlo respirable, no hay más que echar en ellas vinagre y orines. Remedio seguro; lo he probado muchas veces.

Llamaba el guardián «canales» o «tocinos» a las piezas de cerdo salado o de cecina almacenadas por el despensero. Daba el título masculino de «el armada» a la flotilla, e igualmente llamaba breo al líquido negro que servía para embrear y calafatear el buque. Llevaban una buena cantidad de breo de repuesto y muchos quintales de sebo para despalmar la nave.

—Tú, como eres un terral, no entiendes esto de despalmar. Es darle una camisa de sebo al buque por debajo, para que se deslice bien y las hierbas marinas no se peguen a la pez de su casco.

Le enseñó que debía respeto al despensero y también a su segundo, llamado «alguacil de agua», que era el encargado de vigilar la buena conservación de dicho líquido y su reparto equitativo y económico entre las gentes. Cuando tocaban en un puerto, ellos dos y el guardián se preocupaban de hacer provisión de agua, leña, carnaje y demás refrescos. Llevaban además en el buque buenas fisgas, tridentes grandes de hierro, con los cuales podían pescarse dorados y otros animales que nadan en torno a la nave en días de gran calma.

Uno de los comestibles más importantes para la marina de entonces era el queso, embarcándolo en gran cantidad para las navegaciones lejos de toda costa. En días de tormenta no se encendía el fogón. Los grandes vaivenes del buque hacían caer los pucheros, esparciendo el fuego, con peligro de incendio. Además, las olas apagaban los hornillos barriendo la cubierta, y en tales días los tripulantes sólo recibían como ración bizcocho, queso y vino.

El tendal era la tienda que se ponía sobre cubierta, compuesta de embreados, o sea telas cubiertas de brea. «Hacer alarde» era pasar revista, y apenas oyese Fernando la señal, debía correr a colocarse sobre cubierta con los otros pajes de escoba, pues de no ser así se vería ajorado por él, o lo que es lo mismo, llevado a la fuerza por delante, con acompañamiento de pescozones y puntapiés.

Debía obedecer a los marineros, gente honrada, de larga historia y digna de respeto. En los buques no vivían los hombres como en las guerras terrestres, separados los caudillos y los simples combatientes por una diferencia jerárquica casi insuperable. Todo marinero de experiencia podía ser piloto o maestre de una nave, e igualmente podía dejar de serlo para volver a su primitiva y modesta calidad.

—Testigo el señor Juan de la Cosa, que hace unas semanas nada más era aquí capitán y ahora sólo es maestre, y lo mismo podía ser marinero raso. En la carabela del señor Martín Alonso y en la de su hermano Vicente van hombres honrados, como simples proeles, que yo he visto de pilotos y de maestres. Por eso los capitanes de buena crianza nos llaman a veces «señores marineros». Todos los que son algo viejos saben cartear y pesar el sol, manejando los aparatos que llaman de altura. Saben gobernar el timón como el piloto les mandare, sin dar guiñada, e igualmente hacer su guardia o vela de tres horas sin dejar que les coja el sueño, pues dormirse durante la vela es caso infame, propio de un hombre sin honra que hace poca estimación de su vida y de la vida de los demás.

Debía obedecer igualmente a los grumetes, mozos que han de tener persona y fuerza, de dieciocho a veinticinco años, los cuales suben por la arboladura para recoger las bonetas y dejar únicamente el papahígo, o sea la vela cuadrada del palo trinquete y el palo mayor, cuando arrecia el viento. Ellos son los que bogan en la chalupa o batel, mueven la bomba y hacen las funciones que exigen mayor agilidad.

Marineros y grumetes debían traer con ellos, a todas horas, un cuchillo en el cinto, para cortar cualquier cable, filástica o cuerda.

—El cuchillo, mancebo, es tan necesario como el comer, y muchas veces de una cortadura a tiempo depende que el buque no zozobre. Los grumetes tienen igualmente a su cargo el poner en la bitácora, donde está la aguja de marear, aceite y torcidas en el candil, si es que va alumbrada de este modo, o velas de sebo si es linterna, y deben hacer lo mismo con el farol de popa, para cuando fuese necesario encenderlo.

Finalmente pasaba a enumerar a Cuevas las obligaciones de los de su clase, o sea de los pajes llamados de escoba.

Todos ellos eran muchachos de trece a diecisiete años, y su obligación principal consistía en cantar.

—En las mañanas debéis cantar los buenos días, y a la tarde, después de anochecido, las buenas noches. A boca de noche es la oración, encomendándose en ella a las ánimas del purgatorio para que todos recen luego un paternóster y un avemaría. Todas las mañanas y tardes hay que barrer las cubiertas y alojamientos de las gentes. En los ratos libres, hacer filásticas.

Y como Fernando no entendía la palabra, le explicó que eran hilos o mechas que se sacaban de los cables viejos deshaciendo su retorcimiento, y estas filásticas servían para las ataduras en las jarcias u otros cordajes de la nave.

—Así como marineros y grumetes llevan siempre en la cintura alguna cuerda nueva, que pueden utilizar en caso urgente, los pajes deben llevar en el cinto abundancia de filásticas y cordones, para tenerlos prontos cuando los pidan los marineros. También a boca de noche deben traer en una linterna lumbre a la bitácora para que el timonero y el piloto vean la aguja de marear, y en ocasiones de pelea, acudir con cuerdas encendidas a los lombarderos y a los que manejan escopetas y espingardas.

Era preciso que aprendiese de memoria las diversas oraciones que los pajes recitaban en las naves españolas durante el curso del día, marcando con ellas el paso del tiempo.

Cuando apuntaba el alba y el mar empezaba a enrojecerse con la rosada luz de la aurora, uno de los pajes, subido en el castillo de proa, debía cantar así:

Bendita sea la luz
y la Santa Veracruz,
y el Señor de la Verdad
y la Santa Trinidad.
Bendita sea el alma
y el Señor que nos la manda.
Bendito sea el día
y el Señor que nos lo envía.

Y a continuación decir las oraciones, paternóster y avemaría, y luego del amén, terminar así:

—Dios nos dé buenos días, buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán, señor maestre, y buena compaña. Muy buenos días dé Dios a vuestras mercedes, señores de popa y proa.

A la hora de comer también los pajes debían anunciar este episodio importante de la vida, diciendo a gritos:

Tabla, tabla, señor capitán y maestre, y buena compaña.
Tabla puesta, vianda presta.
¡Viva el rey de Castilla por mar y por tierra!
Y quien le diere guerra que le corten la cabeza;
y quien no dijere amén, que no le den de beber.
Tabla en buena hora,
y quien no viniere que no coma.

A prima noche era la cena, siendo llamada la gente con un pregón semejante al de la comida, y terminada aquélla, dos pajes decían el paternóster, el avemaría y el credo, terminando por cantar una salve regina, que era coreada por todos los del buque.

Luego el guardián, entusiasmado por el orden y buen funcionamiento de aquella república náutica, acababa por hablar de su propio cargo, en el que debía lidiar con gente moza, grumetes y pajes, teniendo que mostrarse riguroso en el castigo para que le temiesen y obedeciesen.

—A mí me toca dirigir el batel, yendo de la nao a la tierra, metiendo y sacando lo que se embarca y desembarca, para hacer entrega al maestre o contramaestre. Yo visito los árboles dos veces al día en la mar, subiendo a las gavias para ver si se va cortando algún aparejo. Yo cuido de que estén siempre listas las linternas y candelas de sebo, por si fueran menester en noches tenebrosas, y también de que se apague el fogón antes de anochecer, y que el buque esté limpio arriba y abajo. Yo vigilo con el despensero los bastimentos, procurando que los que estén más cercanos a corromperse se consuman los primeros, y también procuro pesar y medir bien los alimentos, para que no se le quite a ningún marinero nada de lo que le toca.

Calló el guardián, creyendo haber dicho ya bastante. Mientras él hablaba seguía el paje con ojos inquietos las idas y venidas de los hombres que llevaban a cuestas sacos y cajas traídos de tierra en el batel, arrumbándolos en la bodega bajo la dirección del contramaestre Chachu, experto estibador.

—Ya te irás enterando —continuó Gil Pérez—, en los primeros días del viaje, de cómo es el servicio de la ampolleta, de lo que debes hacer para que no se azolve y lo que tienes la obligación de cantar cada media hora, cuando la ampolleta termine su molienda. No has escogido mal oficio y te ha tocado buen maestro. Con la ayuda de Dios y los golpes que te daré para que vayas derecho, acabarás por ser un buen marinero. ¡Que el Señor te guarde!

Y le volvió la espalda, corriendo hacia una escotilla para avisar al contramaestre que estaba abajo una nueva colocación de ciertos sacos y cajas, más cerca de la escotilla, pues serían necesarios desde las primeras singladuras del viaje.

El 2 de Agosto era la fiesta tradicional de la Virgen de la Rábida, y este año parecía de mayor solemnidad a causa de la escuadrilla que iba a zarpar al día siguiente.

La mayor parte de los tripulantes fueron al convento a oír misa. Muchos de ellos confesaron y comulgaron, lo mismo que el capitán general.

A la mañana siguiente, viernes 3 de Agosto, media hora antes de que saliera el sol, los tres buques recogieron sus bateles para subirlos sobre las cubiertas, cortando toda comunicación con la tierra. Los ciento veinte hombres que formaban la expedición, y de los cuales sólo noventa eran gentes de mar, ocupaban ya sus puestos en las dos carabelas y en la nao.

En la ribera inmediata al estero, donde se hallaba anclada la flotilla, vieron sus tripulantes al guardián de la Rábida con algunos de sus frailes, al físico Garci Fernández, al hacendado Cabezudo, al viejo Pero Vázquez con otros pilotos del pueblo, a Dieguito, el hijo de Colón, que pocos días después iba a ser llevado a Córdoba, y a muchas familias de los marineros.

Algunas mujeres lloraban en silencio. Otras daban alaridos y se tiraban del pelo con andaluza vehemencia, como plañideras en un entierro. ¡Aquel viaje tan largo!… ¡Víveres para un año!… ¿Volverían alguna vez sus hombres de tan extraordinario viaje? Unas pocas maldecían al extranjero que se había presentado en Palos para desgracia de todas ellas.

Los pilotos que se quedaban en el pueblo pretendían hacerlas callar. ¿No iban por su voluntad en el mismo viaje el señor Martín Alonso, sus hermanos y demás parientes, todos personas acomodadas, y sin necesidad de correr aventuras? ¿No habían encontrado muy hacedero este viaje hombres sabios, como el médico del pueblo y el guardián de la Rábida, bien enterados de las cosas de la astrología? La jornada era para hombres y sólo los hombres podían apreciar sus ventajas y peligros. ¡A callar las mujeres!

Sobre el alcázar de popa de las tres pequeñas naves, cerca del farol que las servía de coronamiento, se veían erguidos a sus capitanes. Los grumetes estaban encaramados en las vergas desatando las velas. Chirriaban los cabrestantes al subir y enrollar las maromas de las anclas.

Se oyó en la atmósfera sonora del amanecer la voz alegre de Martín Alonso. Había interrumpido un momento el mando de las maniobras para contestar con su gracejo andaluz algunas peticiones que le hacían desde la orilla sus amigos de la tertulia de Pero Vázquez. Prometía no olvidarse de ninguno de ellos. A cada uno le traería como recuerdo una teja de oro de las que iba a encontrar en las casas de Cipango.

Salió el sol, poblando de peces ígneos las aguas terrosas del Tinto y la superficie verde de la confluencia de los dos ríos con las aguas oceánicas que entraban por la barra de Saltes.

Los cascos embreados de las naves brillaron como si fuesen de metal… Y fue en este momento cuando Colón, como si saludase la aparición del sol, se quitó su gorra lentamente, inclinando la cabeza.

Al fin llegaba el momento esperado tantos años. Luego miró a lo alto de la arboladura, diciendo con voz solemne:

—En el nombre de Dios… ¡larguen!

Se oyeron inmediatamente, como un doble eco, las voces de los dos Pinzones en sus carabelas:

—Larguen… en el nombre de Dios. ¡Larguen!

Todo el velamen se desplegó con ruidoso aleteo hasta que el viento fue hinchando definitivamente sus curvas. Cada una de las velas cuadradas tenía pintado en su centro una gran cruz roja y negra.

Desde el amanecer soplaba una brisa favorable. Los tres buques, puestos en hilera, empezaron a cabecear, partiendo con velocidad creciente las aguas rojizas del Tinto.

El padre Juan Pérez, erguido y con el brazo en alto, cortaba el aire con la cruz de sus incesantes bendiciones. Algunos de los que le rodeaban se habían arrodillado. Grumetes y chiquillos corrían por la ribera, pretendiendo mantenerse al mismo nivel de los buques en marcha.

En una de las carabelas los marineros entonaban la Salve, como era costumbre en los buques españoles. A lo lejos sonaban los alaridos de las mujeres, volviendo hacia el pueblo.

Tres horas estuvieron el guardián de la Rábida y sus amigos viendo desde la punta avanzada del monasterio los buques de la flotilla, cada vez más lejanos y diminutos. Ya habían salido de la confluencia del Tinto y el Odiel; ya pasaban la barra de Saltes, entre dicha isla y la tierra firme; ya estaban en pleno Océano como tres alcatraces, empequeñecidas por la lejanía… Al fin se perdieron de vista.

Fue en tal momento cuando la escuadrilla descubridora tuvo un encuentro en pleno Océano. Varios buques pasaron cerca, con la proa hacia la costa de África.

Iban repletos de gentío. Sus cubiertas desaparecían bajo una caparazón formada de humanas cabezas, como si fuesen escamas superpuestas. Era todo un pueblo mísero, plañidero, lanzando al mismo tiempo los últimos cánticos de un entusiasmo agonizante, que, empujado por el odio religioso, iba al encuentro de nuevas persecuciones y mayores violencias.

Estos buques llevaban una parte de los judíos expulsados hacia las costas de Marruecos.

España se despojaba voluntariamente de una población de centenares de miles de seres laboriosos y hábiles, al mismo tiempo que un pequeño grupo de españoles se lanzaba a través del misterio oceánico en busca de nuevas tierras y mágicas riquezas.

La flota de la expulsión, cuyos buques parecían ataúdes repletos de moribundos vociferantes, se alejó hacia la costa marroquí. La nao y las dos carabelas, con su velamen de cruces, sus banderolas flotantes en lo alto de los palos y en los alcázares de popa, continuó hacia el Sur, en busca de las Canarias, las antiguas islas Afortunadas, para ir desde allí, rectamente, en busca del oro, señor del mundo, de las especias que perfuman los alimentos como la antigua ambrosía de los dioses, de los palacios incrustados de perlas y gemas luminosas, de las islas y provincias de tierra firme, hirvientes de elefantes, de simios, de hombres sin cabeza o con un solo ojo, tierras de prodigio, gobernadas por el Gran Kan, «rey de los reyes».

Y el Gran Kan de la Tartaria, descrito por Marco Polo y Mandeville, en cuya busca iba Colón, había sido destronado en 1368 por la dinastía china de los Ming.

Había dejado de existir ciento veinticuatro años antes.

IV: Donde el paje de escoba Fernando Cuevas ve curado rápidamente su mareo, aprende a cantar las horas, escucha interesantes historias y promete matar a alguien

Las primeras horas de navegación ofrecieron a Fernando Cuevas la alegría de la novedad. Fue de un lado a otro de la nao, arqueando instintivamente sus piernas, haciendo presión en las tablas de la cubierta con los dedos de sus pies, dejando que su cuerpo siguiese el movimiento de la nave al balancearse bajo el peso de su velamen extendido.

Durante los días anteriores había pensado muchas veces con inquietud en la vida completamente nueva que iba a empezar para él. Ahora, aspirando el viento salino y fresco a todo pulmón, y siguiendo con sus ojos la marcha de las dos carabelas, la Niña al lado de la nao, la Pinta delante de su proa y a gran distancia, por ser la más velera, creyó haberse transformado con un rudo tirón que le hacía saltar en pocas horas de la adolescencia a la madurez viril.

No tenía por el momento ningún trabajo urgente, pues aún duraba la limpieza realizada el día anterior. Desde el castillo de proa, o paseando entre los corros de marineros sentados en el combés, miraba hacia el alteroso castillo de popa, donde iban con el capitán general de la flotilla todos los agregados a su servicio. Deseaba ver a Lucero y lo conseguía con frecuencia, pues el paje de don Cristóbal iba y venía por las cámaras de dicho alcázar ocupado en el arreglo del equipaje de su señor, sacándolo de cajas y sacos.

Así llegó la hora de mediodía, que debían anunciar los diversos pajes con sus llamamientos de «¡Tabla, tabla!». Fernando rió disimuladamente al escuchar la delgada voz de Lucero dando este grito en la popa, para que el capitán general y sus íntimos fuesen a sentarse a la mesa.

En la proa y en el combés otros pajes de escoba compañeros suyos dieron el mismo grito para que acudiesen los marineros.

—A comer se ha dicho —gritaban alegremente muchos de éstos.

Y todos los proeles se sentaron en el suelo formando diversos corros, presidido cada uno de éstos por el contramaestre, por el guardián, por el lombardero o el calafate.

Unos se sentaban sobre sus piernas o ponían los pies adelante, algunos quedaban en cuclillas, otros preferían comer recostados, y después de echar la bendición sacaban su cuchillo que les servía de tenedor.

A pesar de que era viernes, la tripulación no iba a comer habas guisadas con agua y sal, alimento de los días de vigilia. Para solemnizar el principio del viaje, temblaba en las llamadas gábatas, escudillas grandes de palo, un guiso de carne fresca con arroz. En cada corro un paje andaba a la redonda con un jarro enorme de madera, llamado «chipi-chape», lleno de vino, y con él iba escanciando en unos receptáculos igualmente de madera, redondos y achatados, que cada marinero guardaba como propiedad particular, y recibían el nombre de «galleta».

Las provisiones eran frescas. La comida resultaba igual a la de tierra y más abundante que la que encontraban los tripulantes en sus casas. El vino aún no estaba aguado. El despensero podía mostrarse generoso en las raciones. Todo esto, unido al buen tiempo y a la brisa favorable que hacía marchar con rapidez a los buques, daba a la gente la alegría optimista de una buena digestión.

Fernando comió con los otros pajes después que terminaron marineros y grumetes. Su ración fue igual a la de los hombres. Recibieron bizcochos enteros, galletas que aún se mantenían apetitosas y crujidoras por la reciente cocción. Los pajes que habían navegado recordaban la llamada «mazamorra», que era preciso comer al final de todo viaje, residuos de galleta rota y vieja, migajas con las que iban mezcladas algunas veces paja suelta de los sacos, chinches muertos o estiércol de ratones.

Después de esta primera comida, abundante y gustosa, cuando más alegre sentíase Fernando mirando hacia el alcázar de popa, todo cambió repentinamente para él. Temblaron ante sus ojos personas y objetos, desdoblándose en varias copias; todo empezó a verlo gris, como si llegase la noche estando todavía el sol muy alto. Le pareció que Lucero, asomada breves momentos a una puerta del alcázar, palidecía y entornaba los ojos, como si acabase de recibir un golpe mortal, se llevaba una mano a la garganta y acababa por desaparecer. Él sentía por su parte tal mareo, que vio con indiferencia esta fuga angustiada de Lucero.

Le zumbaban los oídos, sentía un deseo irresistible de acostarse allí mismo, sobre las tablas de la cubierta. Un paje que había navegado mucho se burló de él.

—Andújar, te veo verde como una oliva. Ya estás almadiado.

Entre los proeles de las naos existía una tendencia ya tradicional a menospreciar los nombres de familia, designándose unos a otros con apodos o por el lugar de su nacimiento. Para la gente de la Santa María el nuevo paje era Andújar.

Sufrió las bascas tormentosas del mareo agarrado a una cuerda, con la cabeza fuera de la borda, enviando al mar los residuos de su digestión alborotada, y tal fue su debilidad, que acabó por desprenderse de dicho sostén, desplomándose sobre el suelo del combés para quedar como muerto.

Acudió el guardián, protestando a gritos de este suceso que nada tenía de extraordinario, pero atentaba a la limpieza de la tablazón recién barrida.

—Que se lo lleven al rancho de proa. Allí dormirá mejor este terral y no nos ensuciará la casa. ¡A quién se le ocurre almadiarse con tan buen tiempo!

Lo llevaron en alto, y al dejarlo caer sobre su colchoneta, creyó desplomarse por su propia gravitación en una sima negra, interminable, con la voluptuosidad anestésica del no ser, librándose de toda sensación, lo mismo placentera que dolorosa.

Así se mantuvo horas y horas, y al volver a abrir los ojos sólo pudo ver obscuridad en torno a él. Levantó un poco la cabeza, alcanzando a distinguir la llama macilenta de una vela de sebo encerrada en un farolillo, allá en el fondo de este alojamiento de la marinería. Sentíase anonadado por la debilidad. Le pareció el mayor de los placeres permanecer tendido, sin mover su cuerpo. ¡Mantenerse así siempre, siempre, hasta el fin del viaje!

Oyó a lo lejos un coro de voces varoniles. Era la Salve cantada por todos los de la nao al cerrar la noche. Indudablemente habían terminado ya la cena, que era siempre antes de anochecer, para evitarse la luz artificial. El recuerdo de las gábatas de comida despertó en él náuseas y calambres de estómago. Luego siguió con los ojos cerrados el lento balanceo de aquel piso de tablas sobre el cual estaba tendida su colchoneta.

Era a modo de una cuna, cuyo movimiento suave hacía más grato su descanso. Se refociló mentalmente con la idea de que iba a dormir así toda la noche, ¡toda la noche!… debilitado, pero con las entrañas completamente limpias, paladeando la melancólica felicidad del enfermo en plena convalecencia.

Y fue en tal momento cuando percibieron sus oídos el temblor de las inmediatas tablas bajo unos pasos cada vez más próximos. La voz de un paje dijo cerca de él:

—Andújar, ¡arriba! Nos toca a los dos tomar la vela.

Sabía bien que la vela era la guardia y que ésta duraba tres horas; pero le pareció algo inaudito, contra todas las leyes de Dios y de los hombres, venirle con tal proposición sin reparar en su estado. Y en vista de que su compañero repetía el aviso, le volvió la espalda, afirmando que no pensaba levantarse aunque viniera a ordenárselo el mismo capitán general.

Se alejó el paje, y poco después volvió a estremecerse la madera con un paso sonoro y enérgico. Era Gil Pérez, el guardián, que llegaba dando voces de indignación.

—¿Pero tú crees, galancete, que estás en tu casa, con señora madre, y que te van a dar sopas de vino?… ¡Arriba, por San Fernando! Hay que hacer tu primera vela en la popa.

Protestó Fernando con voz desfallecida. Le era imposible obedecer; prefería que le dejasen morir a solas. Su voluntad quebrantada creía empresa imposible poder levantarse ni dar un paso sobre aquel suelo movedizo.

Gil Pérez dio una orden. Estaba acostumbrado al nido manejo de pajes y grumetes, imponiendo su voluntad a esta juventud caprichosa y levantisca.

—¡Guindadme a este niño! —mandó a varios jóvenes de los que estaban bajo su mando, y que le habían seguido riendo para ver cómo trataba al novato.

Percibió Fernando en una de sus piernas cierta opresión circular de nudo, como si una serpiente de piel áspera y picante se hubiese enroscado a ella. Inmediatamente se sintió arrastrado fuera de su colchoneta. Aquella gente burlona hacía una diversión de su desgracia y «salomaba», tirando de él a compás de su canto, lo mismo que cuando izaban las velas o cobraban un cable.

El que hacía de mayoral del grupo recitaba los versos de la saloma, que eran en la lengua híbrida o «levantina» común a todos los marineros del Mediterráneo.

Oh San Pedro —gran varón,
oh di Roma —está el perdón.
Oh San Pablo —son compañón,
oh que ruegue —a Dio por nos,
oh por nosotros —navegantes,
oh este mundo —somos tantea…

Y a cada uno de estos versillos respondían los otros «Oh, oh, oh», tirando a un tiempo de la cuerda y arrastrando por el suelo al mareado.

Así se vio fuera del rancho, luego de haber chocado en su rudo deslizamiento con los escabeles y camastros de dicha pieza. Después, al ser arrastrado por el combés a cielo abierto, la frescura de la noche lo reanimó. Le dolía la pierna, como si se la fuesen a arrancar en uno de estos crueles estirones. Se golpeó la cabeza en unos rollos de cable, y tuvo que avanzar las manos para no abrirse la frente contra la encabalgadura de uno de los cañones ligeros que artillaban los costados de la nao.

Este remedio brutal le hizo volver a la vida.

—¡Gracia, señor Gil Pérez!… —gritó—. Deje vuestra merced que me levante y haré mi vela, como es de obligación.

El guardián, que, confiado en su experiencia, estaba esperando dicha súplica, dio orden para que aflojasen el lazo que oprimía la pierna del paje, y éste, apoyándose en uno de los brazos nervudos que le ofrecía el viejo marino, pudo recobrar su verticalidad.

Fernando acabó por admirar su repentino vigor. Sentíase flaco de fuerzas, pero con una voluntad robusta. El miedo a que se repitiese la enérgica curación repelió para siempre sus angustias, bascas y arqueos de almadiado.

Le instaló en la popa el guardián, al lado de otro paje, para que velaran juntos la ampolleta durante tres horas. La tal ampolleta era el reloj de arena, que medía el tiempo dejando caer su contenido de un vaso a otro en el término de media hora. La obligación de los dos vigilantes era no perder de vista la caída de la arena y mover el aparato cuando se «azolvaba», o sea cuando los granos obstruían el estrecho pasaje, interrumpiéndose su desprendimiento.

El compañero de Cuevas fue explicándole cómo había que hacer dicho servicio. Primeramente, al cerrar la noche, debían llevar lumbre desde el fogón para encender el candil de la bitácora. Esta luz, que permitía al timonero ajustar su rumbo a las indicaciones de la aguja de marear, servía igualmente para que los dos pajes observasen el buen funcionamiento de la ampolleta.

Era costumbre que al empezar su guardia cantase uno de ellos, para anunciar su presencia:

Bendita la hora en que Dios nació,
Santa María que le parió
y San Juan que le bautizó.
La guardia es tomada;
la ampolleta muele.
Buen viaje haremos,
i Dios quiere.

Cuando la arena acababa su deslizamiento en la parte baja del reloj, marcando el paso de media hora, uno cualquiera de los pajes volvía a salmodiar, pero a toda voz, para ser oído desde el otro extremo de la nao:

Buena es la que va,
mejor la que viene;
una ya es pasada y la dos muele,
y más molerá, si Dios quisiere.
Cuenta y pasa que buen viaje faza.
¡Ah de proa, alerta y buena guardia!

Y los de proa respondían con un grito o un gruñido, para dar a entender que no dormían.

A medianoche, los pajes veladores de la ampolleta llamaban a los marineros que entraban de vela, para hacer su guardia o cuarto hasta el amanecer, gritando así:

—¡Al cuarto, al cuarto, señores marineros de buena parte! ¡Al cuarto de la guardia del señor piloto, que ya es hora! ¡Leva, leva, leva!

Cuevas pasó su primera guardia en plácida inacción. Le parecía otro ser distinto a aquel que horas antes permanecía inerte, sin voluntad, queriendo morir, en el rancho de la marinería.

Su única preocupación en el presente momento era no dormirse, y para ello hablaba con voz muy queda con el otro paje, mancebo curioso y averiguador, enterado de todo lo de la Santa María y aun de los otros dos buques.

El timonero, a corta distancia de ellos, permanecía silencioso, como si ignorase su presencia, los ojos fijos en la bitácora y moviendo la caña del timón de vez en cuando para rectificar el rumbo.

El compañero de Cuevas iba contestando a sus preguntas, y otras veces hablaba por cuenta propia, para que su camarada se convenciese de que conocía a casi todos los que iban en este arriesgado viaje.

A las órdenes del señor Juan de la Cosa, maestre de la Santa María, estaban Sancho Ruiz de Gama, piloto gallego, y el vizcaíno Chachu, que era contramaestre. Venían además repartidos en los tres buques un físico, Maestro Alonso; un cirujano, Maestro Juan, y un Maestro Diego, boticario o herbolario, en cuya pericia confiaba mucho don Cristóbal, para que una vez llegados a las tierras del Gran Kan fuese examinando plantas y árboles, a fin de reconocer los que producen las ricas especias de Asia.

Los personajes más importantes por sus cargos honoríficos venían en la Santa María, y estaban durmiendo a aquellas horas debajo del entarimado que ellos pisaban, en el alcázar de popa.

El hidalgo Diego de Arana, de una familia de Córdoba gran amiga del capitán general, era alguacil mayor de la armada y tenía a sus órdenes a Diego Lorenzo, segundo alguacil, que había embarcado en una de las carabelas. El señor Rodrigo de Escobedo era el escribano que debía dar testimonio de todas las tomas de posesión en nombre de los reyes de España, al descubrir las islas que no hubiese tomado antes el Gran Kan. Un vecino de Ronda, el señor Rodrigo Sánchez de Segovia, era veedor real, o sea encargado de cobrar y guardar para Sus Altezas el quinto de lo que se ganase en este descubrimiento.

Hablaba el paje de él con gran respeto, por creerle un cortesano de los que acompañaban a los reyes en sus continuos viajes por España. Aún le inspiraba mayor veneración el señor Pero Gutiérrez, único que iba en esta jornada como viajero, sin obligación ni cargo alguno, simplemente como amigo de don Cristóbal, al cual trataba con cierto aire de igualitaria confianza. Haber sido repostero de estrados de los reyes le parecía a este muchacho una de las dignidades más honoríficas. Pero Fernando le escuchó con impaciencia al llegar a este punto, sintiendo despertar en su interior aquella antipatía que le había inspirado dicho personaje desde que le vio en Sevilla por primera vez.

También figuraba en la tripulación de la Santa María, con cargo de grumete, un tal Castillo, platero sevillano, que se decía gran ensayador de metales, y con cuya habilidad contaba don Cristóbal para apreciar el valor de las enormes cantidades de oro que le esperaban en las tierras del Gran Kan. Otro personaje de mayor consideración era Luis de Torres, judío «converso» que hablaba varias lenguas y estaba reservado por el capitán general para figurar como intérprete en la primera embajada que enviaría al famoso «rey de los reyes», así que tocase en las costas de Asia.

Al terminar Cuevas su guardia a medianoche, dejó que su compañero se alejase hacia el rancho de proa en busca de su colchoneta. Él, acostumbrado a la obscuridad, se mantuvo en las cercanías del alcázar de popa, y osó al fin deslizarse en una cámara que servía de habitación común y de comedor a todos los privilegiados que habitaban esta parte de la nao.

Oyó una respiración débil y acompasada que parecía surgir junto a sus pies, lo que le hizo inclinarse, reconociendo a Lucero dormida sobre dos almadraques colocados junto a la puerta del camarote de don Cristóbal.

Le había hablado el falso paje, antes de salir de Palos, de esta merced que deseaba solicitar de su señor. Con el pretexto de poder acudir más pronto a sus llamamientos durante la noche, había conseguido que la dejase acostarse junto a su puerta, fuera del rancho de popa, donde dormían el maestresala y otros popeles del servicio.

Tocó Fernando su frente y sus manos, algo frías. Adivinó que estaba almadiada, lo mismo que él antes de que le aplicasen la cura brutal del guardián. Debía dejarla sumida en este sueño profundo, que a él le había parecido, horas antes, un estado de perfecta felicidad.

—¡Lucero! ¡Mi pobre Lucero! —dijo con voz igual a un susurro.

Sin que ella saliese de su inmovilidad la besó en silencio la frente, algo sudorosa y helada, la boca, que tenía cierto sabor ácido después de los desórdenes expulsivos provocados por el mareo, y se alejó en busca de su cama en el rancho de proa, durmiendo el resto de la noche con un sueño normal.

Se acostumbró, antes de la llegada a Canarias, a cumplir todas las funciones de su nueva vida marinera. Algunas veces se recreaba oyendo su propia voz al cantar los llamamientos a la mesa, la salutación al alba o la vela de la ampolleta.

Hablaba con el despensero, hombre siempre cortés en sus palabras, pero que hacía finalmente su voluntad, para conseguir de él mayor abundancia en las raciones del corro al que servía a las horas de comer. Abogaba igualmente ante el alguacil de agua para que le diese cumplidas las raciones de dicho líquido. La mayor parte de los alimentos eran salados, y una de las más duras penalidades de la vida marinera de entonces era que el agua potable la daban por raciones contadas, como si fuese un licor precioso. También hacía objeto de su vigilancia que el vino de los proeles a quienes servía no fuese bautizado exageradamente por el sotadespensero encargado de tal reparto.

Los de su corro agradecían el interés del paje Andújar, permitiéndole que en horas de descanso se sentase entre ellos sobre la cubierta, como si fuese verdaderamente un marinero.

Navegó la flotilla los primeros días con viento favorable y mar tranquila, pasando los tripulantes de la nao las más de las horas agrupados en el combés, sin que la voz del maestre ni el pito de Chachu les llamase a ningún trabajo extraordinario. Contaban los más viejos historias de su pasado, todas ellas de acuerdo con su carácter y con los mares por los que habían hecho sus navegaciones.

Un vascongado, Domingo de Lequeitio, de la antigua tripulación de la Marigalante, describía a sus oyentes, andaluces los más de ellos, cómo pescaban la ballena los de su raza durante varios siglos en las aguas del mar Cantábrico. Los reyes de Castilla les habían dado dicho privilegio, y los hombres de cada parroquia de la costa vasca se hacían a la mar en lanchas de muchos remeros. Al principio no había ordenanza alguna en la tal pesca. Todas las embarcaciones se lanzaban en audaz rivalidad, queriendo cada una ser la matadora del cetáceo, y éste, rodeado de lanchas, a cada movimiento de su cola hacía zozobrar varias de ellas, enviándolas por el aire con gran lluvia de remos sueltos y de hombres. Luego una cédula de los reyes organizaba la pesca de la ballena, dando igual participación a todos los marineros de una misma parroquia, siendo una lancha nada más la que por turno lanzaba el harpón matador. El rey de Castilla tenía derecho en cada ballena a una tajada desde la cabeza hasta la cola. Después convenían los pescadores, para evitar tal carnaje, que se diese por entero al rey la primera ballena pescada todos los años.

Ahora los cetáceos se quedaban en los mares del Norte, bajando con menos frecuencia hasta las costas del Cantábrico, pero vizcaínos y astures iban a buscarlas más arriba de Inglaterra. Domingo de Lequeitio, que pasó sus mocedades en esta cacería marítima, iba describiendo cómo en su pueblo y otros inmediatos los pescadores vascos usaban a modo de taburetes vértebras de ballena, y las cercas de sus corrales tenían como estacas blancas costillas del mismo animal, que aún sudaban aceite.

Por no ser menos, los marineros andaluces contaban aventuras, terribles y grotescas a la vez, de sus navegaciones por la costa de África, exagerando los peligros corridos en ellas.

Pedro de Lepe, viejo proel de numerosas carabelas y naos, contaba cómo eran estos viajes hechos sin permiso a los países de Guinea, burlando a los portugueses que se consideraban ahora dueños de la tierra firme de África, en virtud de sus tratados con los monarcas de España, cuando al principio habían sido catalanes y andaluces los que hicieron los primeros rescates con los negros de dichas costas.

Fondeaban lejos de San Jorge de la Mina y otras factorías del rey de Portugal. Éste había dado orden de que fuesen echados al agua todos los blancos que sin su permiso viniesen a comerciar en la Guinea. Apenas una nao anclaba ante la costa desierta empezaban a sonar mugidos de caracolas y gritos de aviso en las selvas del interior. Se avisaban las tribus la llegada de los europeos, y al poco tiempo acudía el rey del país llevando un poco de oro en polvo, especias, plumas, pieles de león, y sobre todo esclavos negros, que después podían venderse en los puertos de Marruecos o en el mercado de Sevilla.

—Yo iba con el capitán Pero Cabrón, el mismo que está sacando ahora los judíos de España, y el rey negro de la tierra le pidió un día que fuese a comer con él a su casa. El capitán aceptó el convite, y fue apercibido por los que conocían las costumbres de aquella tierra de no comer carne ni por pienso, sino fruta, que la había, y pan del país, porque toda la carne del convite había de ser humana, de los negros, como allá se usa, y por gran regalo le tenían un cuarto de criatura, que debía ser como de cinco a seis meses, muy gordo, como cabrito asado, con su mano y dedos. Juró muchas veces el señor Pero, como buen cristiano, que al ver esto pensó echar las entrañas; pero Dios le socorrió con ánimo grandísimo, y cuando el rey negro le decía: «Come, ¿por qué no comes?», él contestaba: «Porque he prometido a Dios de no probar carne hasta que vuelva a mi tierra y me vea libre de los trabajos de la mar, y así no como otra cosa si no es fruta seca que traigo en el navío». Y el rey le mandó traer fruta, y así se estuvieron gran rato hasta que fue hora de volver a la nao.

»Antes de marcharse, la Alteza negra le mostró con orgullo una pieza de su vivienda que le servía de despensa, donde tenía más de cincuenta cuartos de negros, colgados y salados o en adobo, a su modo y gusto, y en otros colgaderos morcillas y longanizas, siendo tal el asco de nuestro capitán, que casi arrojó las tripas allí mismo, y el rey negro le dijo cortésmente: «Ya que no he podido regalarte más en la comida a causa de la promesa a tu Dios, llévate un par de estos cuartos para que los comas cuando llegues a tu tierra, que gustarás mucho de ellos porque están muy bien aderezados. No temas que se te dañen». Y se los entregó como si le diera una docena de muy ricos jamones y chorizos, y Pero Cabrón fingió que se lo agradecía y los llevó a la nave, sabe Dios cómo, y al darse a la vela lo primero que ordenó fue que tomasen los cuartos con las puntas de unas fisgas y los echasen a la mar. Y lo más raro del caso fue que los negros del rescate que llevábamos a bordo para venderlos empezaron a gritar que era maravilla porque les dieran estos cuartos a comer y no los echaran al agua. Ellos viven con esta costumbre de la carne humana, como nosotros con sustentarnos de vaca, carnero y muy gentiles jamones.

Los proeles del corro escuchaban al antiguo marinero de Guinea, pensando en si la misma tradición gastronómica les saldría al paso en aquellos países de grandes riquezas que iban a descubrir.

Algunos oyentes, que habían intervenido en el arrumbamiento de la carga, creían posible esto, teniendo en cuenta ciertas provisiones hechas por el capitán general iguales a las que se empleaban en los rescates de Guinea.

Don Cristóbal había estado allá, viendo cómo los portugueses hacían su comercio con los negros. Les daban cascabeles, gorros rojos, espejuelos, cuchillos, pedazos de hierro, collares de cuentas multicolores, a cambio de los productos del país. Los corsarios españoles añadían a estos artículos nácares tomados en las costas de las islas Canarias, enormes conchas perlíferas, que los guerreros negros se colocaban en el pecho o colgando sobre el bajo vientre. Colón había metido en las tres naves una considerable cantidad de los mismos artículos con la esperanza de poder utilizarlos al hacer trueque con los habitantes de las islas avanzadas de Asia, que encontraría seguramente frente a sus proas antes de llegar a los dominios del Gran Kan. Lo importante era que estos hombres en cuya busca iban no tuviesen los mismos gustos alimenticios de los negros de Guinea.

Un grumete, para hacer olvidar la repugnancia que había causado a muchos oyentes el convite del rey negro, hablaba de las maravillosas islas de Asia. Sabía algo de ellas por un alfaquí que había conocido en Ceuta, especie de santo mahometano, el cual llevaba hechas dos peregrinaciones a la Meca y conocía los relatos de un viajero árabe llamado el Edrisi.

Podían encontrar islas, allá en el Asia adonde iban, tan abundantes en riquezas que los monos y los perros llevaban en ellas collares de oro. El tal Edrisi llamaba a las dichas islas de Uac-uac, a causa de un árbol del que allí había grandes bosques, el cual gritaba o ladraba haciendo «uac-uac» a todo el que ponía por primera vez el pie en sus riberas. Este árbol «uac-uac» tenía pendientes de sus ramas, primero, abundantes flores, y luego, en vez de frutas, hermosas muchachas, todas ellas vírgenes, que eran buena mercadería para utilizarla uno mismo o para venderla a los harenes.

El inglés y el irlandés, pertenecientes a este corro, permanecían silenciosos y escuchando. Tallarte de Lages, el inglés, se expresaba con gran dificultad y no entendía la mayor parte de lo que hablaban sus camaradas; Pedro de Lepe se mantenía sentado en el suelo, con los pies delante, el busto muy erguido, el rostro grave e inmóvil, mirando con el rabillo de un ojo al que hablaba a su derecha; luego de la misma manera al que contestaba a su izquierda, y de tarde en tarde asentía con movimientos de cabeza y un sordo mugido, aprobando todo lo dicho, aunque no lo comprendiese del todo.

Guillermo Ires hablaba mejor el castellano, pero gustaba de mantenerse en un silencio reflexivo, revelando luego con palabras sueltas la facilidad con que entendía todo cuanto pasaba en torno de él, adivinando además muchas cosas no dichas.

Desde el primer día del viaje había algo que preocupaba al irlandés, haciéndole apartarse muchas veces de su grupo. Dos grumetes y un viejo marinero tenían cada uno su guitarra, y era raro que transcurriesen varias horas sin que en el alcázar de los proeles sonase el runruneo de dichos instrumentos.

Acodado en el alcázar de popa, don Cristóbal oía complacido esta música que le recordaba las calles de Córdoba y las amorosas ilusiones de uno de los mejores períodos de su existencia. Algunos grumetes de buena voz, con el rostro en alto y la garganta hinchada, lanzaban a través de la atmósfera marina el alarido musical, tembloroso y prolongado de las canciones moriscas, adoptadas por el pueblo andaluz.

Vagaba el irlandés en torno a los instrumentistas con un aspecto preocupado, admirando aquella música y deseando al mismo tiempo ayudar a su perfección con algo propio. Había ido en busca del calafate de la nao, prometiéndole una parte de los maravedises que aún le quedaban de su alistamiento, a cambio de que le construyera una especie de triángulo con arreglo a sus indicaciones. Luego discutía con el más viejo de los guitarristas para obtener algunas de las cuerdas que éste había traído de repuesto. Y en la cuarta tarde de navegación, Fernando le encontró en lo alto del alcázar de proa, al abrigo de varios rollos de cables y de las dos anclas, ocupado en construir un arpa, tarea que le mantenía ensimismado y cabizbajo, sin cuidarse de mirar a los que venían a colocarse detrás de él, siguiendo en silencio la obra de sus manos.

El llamado Andújar aprovechaba todas las ocasiones para acercarse al castillo de popa, manteniéndose al lado de sus escaleras, mirando al interior de sus cámaras, siempre con la esperanza de que apareciese Lucero.

Una noche, después de la cena, mientras otros proeles de escoba velaban la ampolleta, él, aprovechando la obscuridad, fue al encuentro del fingido paje, juntándose ambos en la entrada de aquella habitación común que servía de antecámara a la de don Cristóbal.

La cortina de su puerta estaba descorrida a causa del calor. Era la primera vez que el paje de escoba podía ver detenidamente la cámara del capitán general de la flotilla. Lucero, que limpiaba y arreglaba diariamente dicha estancia, iba explicando a su compañero, en voz muy queda, sus diversas particularidades.

Sobre la cama había un arambel, nombre dado a las colgaduras de paño pintado colocadas encima de las paredes o como doseles de los lechos. Este arambel de vivos colorines representaba floraciones de jardín primaveral y bestias quiméricas rampando entre plantas. Lucero reconocía en su amo un gusto dispendioso, parecido al de las mujeres, por las telas caras, las joyas y los perfumes. En su mesa tenía varias almarrajas compradas en Sevilla y en Granada a los perfumistas moros, garrafillas de vidrio con agujeros en el vientre que servían para esparcir su oloroso contenido. Eran perfumes de naranjo, de rosa, de azucena. El capitán general impregnaba con ellos sus ropas, sus libros y hasta los papeles en que escribía.

En la misma mesa tenía un volumen encuadernado en pergamino, grueso infolio donde iba escribiendo todos los días el diario de la navegación. Apenas salidos los tres buques de la barra de Saltes, le había visto Lucero entrar en su camarote, abrir dicho libro, todavía en blanco, y con una pluma de ave recién cortada trazar en lo alto de la primera página una cruz, y debajo «In nomine domine nostrum Jesu Christi». Y en los días siguientes iba escribiendo todo lo que pasaba en el buque y en el mar.

Se acurrucó Fernando en el suelo al notar que don Cristóbal aún no se había acostado y andaba por su cámara. Varias veces pasaron él y su sombra ante la puerta, desapareciendo de un modo regular a un lado o a otro de ella. Un murmullo tenue le acompañaba en estas idas y venidas.

La joven siguió dando explicaciones en voz muy queda a su compañero.

—Está rezando; lleva un paternóster en la mano. Todas las noches dice su rosario antes de acostarse, y en la tarde lee su libro de oraciones lo mismo que un clérigo. Algunas veces hasta creo que conversa con el Señor crucificado que tiene junto a su cama. Así debe ser, pues le oigo hablar estando solo.

Se detuvo el paseante y acabó por sentarse en un sillón de cuero con clavos dorados, puesto a un lado de su mesa. Fernando pudo verle ahora de frente desde su escondrijo en la sombra. Las tres luces de un velón colocado sobre la mesa, y que resultaba invisible para el muchacho, parecían concentrar su rojiza luz en el rostro de aquel hombre, haciendo aún más vivo su color naturalmente rojizo y más blancas las guedejas de su cabellera.

Esta cabeza de frente espaciosa y pómulos salientes proyectaba una sombra enorme, llenando todo un lado de la cámara, cual si perteneciese al cuerpo de un gigante.

Sus ojos estaban entornados, como para concentrar mejor el pensamiento, impidiendo su escape. Leves parpadeos hacían brillar con dorado resplandor sus pupilas azuladas. Esta inmovilidad pensativa resultaba majestuosa para los dos jóvenes, que le espiaban admirados.

—Así es todas las noches —siguió musitando Lucero—. Yo me figuro que a estas horas habla mudamente con Dios, pidiéndole consejos para guiarnos bien.

Y los dos pajes, sintiendo de pronto cierto pavor religioso, se fueron apartando de la entrada de la antecámara, para no ver más a su señor.

Otros personajes del alcázar de popa inspiraban al llamado Andújar sentimientos menos respetuosos. Odiaba sin saber por qué al señor Pero Gutiérrez, considerado por los otros pajes como el personaje más importante después del capitán general. Luego se fue dando cuenta del motivo de su hostilidad. El antiguo repostero de los reyes se hacía servir por el paje de su amigo don Cristóbal lo mismo que si fuese suyo, tratándolo con instintiva rudeza, como si con ello correspondiese sin saberlo al odio que le profesaba Cuevas.

El maestresala adulador era de la opinión de este personaje por agradarle, y extremaba sus violencias con el débil paje.

Al conversar a solas con Fernando, se quejaba ella de estos dos hombres.

Su verdadero señor se mostraba siempre bueno, con una bondad algo distraída, obsesionado a todas horas por sus ideas, sin percatarse muchas veces de la presencia de Lucero cerca de él, pero de todos modos estaba dispuesto a defender a su paje, a contestar con desabrimiento al maestresala cuando éste se atrevía a formular quejas contra ella. Era aquel rico advenedizo, agregado en el último momento a la expedición, el que la trataba más duramente, como si presintiese en el pequeño servidor algo anormal que la irritaba, despertando su agresividad, y Pedro Terreros parecía participar del mismo sentimiento.

Estos dos hombres vulgares, por no tener las preocupaciones continuas de Colón, percibían mejor quizá el engaño oculto en el falso paje. Lo presentían sin poder darse cuenta exacta de su presentimiento. Era tal vez su agresividad una interpretación torcida del deseo, obscuramente excitado, por esta presencia femenina.

Fernando se preocupaba de los dos, adivinando un peligro, especialmente en Pero Gutiérrez. A Terreros lo dejaba en lugar secundario, como si fuera un simple escudero del otro personaje repulsivo. Y sin embargo, era quien se permitía mayores violencias con el débil servidor.

Un día se enteró por otro paje de que Pedro Terreros, alegando faltas en el servicio, había abofeteado a Lucero.

Nada tenían de extraordinarios estos castigos manuales a bordo de una nao, y entre hombres. Pero él conocía la verdadera personalidad del paje instalado en el alcázar de popa. ¡Pegar a Lucero!…

—Yo lo mataré —se dijo Andújar, sintiendo nacer en su interior la voluntad de una raza implacable en sus venganzas—. Yo lo mataré, cuando nos veamos solos.

Y lo raro del caso era que hizo esta afirmación en singular, amenazando de muerte al maestresala, y al mismo tiempo su pensamiento lo tenía puesto en el repostero de los estrados reales.

V: En el que se cuenta cómo las carabelas fueron pasando entre islas que no han existido nunca, cómo Colón se mostró desorientado al enterarse de que su mapa y el Océano no estaban de acuerdo, y cómo se vio próximo a morir en una terrible sublevación de sus marineros, inventada muchos años después

A los cuatro días de navegación una noticia circuló por la nao capitana.

—A la Pinta se le ha desencasado el gobernario.

Esto quería decir que el timón de dicha carabela se había saltado de sus hebillas o pernos, siendo grave dicha avería, por impedirle que navegase con una dirección fija.

Por ser la más velera y gobernarla tan experto capitán como Martín Alonso, iba la Pinta a la descubierta, muy avanzada sobre los otros buques de la flotilla, viéndose éstos imposibilitados de prestarle auxilio a causa de que el mar se mostraba muy agitado.

Inmediatamente Colón, que era de suyo receloso, dispuesto siempre, a ver en torno de su persona confabulaciones y acechanzas, encontró un motivo criminal a dicha avería, haciendo responsables de ella a los propietarios del buque, Gómez Rascón y Cristóbal Quintero, que iban en él cual simples tripulantes. Como había discutido con los dos cuando se veía abandonado en Palos, antes de la llegada de Pinzón, supuso inmediatamente, viendo a la Pinta desde lejos y sin ningún informe directo, que ambos paleños habían desbaratado el timón de su carabela, para que de este modo no continuase el viaje, volviendo al puerto de su procedencia.

Juan de la Cosa, al oír tales suposiciones de su jefe, las contradijo con su buen sentido. Era absurdo suponer que estos dos hombres conocedores del mar, para impedir que su carabela siguiese adelante, la privasen de su timón precisamente en el momento que el Océano era más bravo y la navegación más penosa. Corrían el peligro de naufragar, perdiéndose la embarcación y ellos igualmente. Además, con un capitán como Martín Alonso, experto y enérgico, no podían usarse tales estratagemas sin que él las viese y las castigase.

Colón acogió con mal humor las observaciones de Juan de la Cosa, pues no toleraba cerca de él otros subordinados que los que recibiesen como verdades indiscutibles todas sus palabras: pero finalmente acabó por decir:

—Pierdo alguna de la mucha pena que tengo por no poder socorrer a la Pinta al pensar que Martín Alonso es persona esforzada y de buen ingenio, que sabrá salir de esta gran turbación.

Efectivamente, el capitán de la Pinta adobó como pudo su gobernario, y toda la flotilla siguió adelante. Al día siguiente le tornó a saltar el timón, y otra vez remedió dicha avería grave con sus habilidades de mareante, acostumbrado a improvisar remedios en los malos episodios de su vida oceánica.

Una semana después de haber salido de Palos estaban en las islas Canarias, algunas de las cuales habían sido ya colonizadas por los españoles, mientras otras se mantenían independientes, combatiendo sus naturales a los que pretendían someterlos.

La Pinta hacía mucha agua, y hubo que ponerla «a monte» en la Gran Canaria, o sea en seco, para carenar sus costados.

Quiso buscar Colón un barco nuevo para sustituir a la Pinta, creyendo que ésta ya no podría navegar. Pinzón opinaba lo contrario, dedicándose a la reparación de su carabela, seguro de que bien adobada sería el mejor barco de los tres. Los episodios futuros del viaje dieron razón a Martín Alonso, más ducho en las cosas de la navegación que su asociado y jefe. Al mismo tiempo que reparaba el casco de la Pinta, la hizo redonda, porque hasta entonces era latina, o lo que es lo mismo, puso velas cuadradas en el trinquete y el palo mayor, dejándole únicamente a la mesana su vela latina o triangular.

Todos estos trabajos duraron veintiocho días, del 9 de Agosto al 6 de Septiembre. Mientras se reparaba la Pinta, las otras dos naves estuvieron en la Gomera, pasando por cerca de Tenerife, llamada todavía entonces la isla del Infierno, por su célebre volcán.

Estaba en aquel momento en erupción, y algunos de la nao Santa María, que no habían visto nunca volcanes, se mostraron alterados de ánimo a causa de los torrentes de fuego que arrojaba el altísimo pico. Otros marineros, que al navegar por el Mediterráneo conocieron las erupciones del Vesubio y el Stromboli y habían visitado el archipiélago canario en viajes anteriores, se burlaban de las preocupaciones supersticiosas de estos novatos.

En la isla Gomera, gobernada por doña Inés Peraza en nombre de su pequeño hijo Guillén Peraza, primer conde de la Gomera, hablaron Colón y muchos de los suyos con ciertos colonos españoles, los cuales juraban por su honor que todos los años veían al Oeste, en determinadas épocas, varias cumbres de islas misteriosas. Igual afirmación hacían los habitantes de la isla de Hierro. Colón recordaba que los portugueses de la isla de la Madera y el archipiélago de las Azores veían también islas, y hasta habían pedido una carabela al rey de Portugal para ir al encuentro de ellas.

Tales declaraciones de los isleños canarios infundieron nuevo entusiasmo a las gentes de la expedición. No tardarían en encontrar tierras marchando hacia el Oeste. Las islas avanzadas del Asia del Gran Kan estaban cerca. Tal vez bastase una docena de singladuras para verse entre su enjambre, anunciador de la tierra firme.

Como la Pinta ya estaba con el casco adobado y las velas nuevas, Colón dio la orden de partir el 6 de Septiembre. Ya habían tomado agua, leña y carnaje, todo lo necesario para su navegación por las soledades del Océano. Además, los habitantes de la Gomera habían dicho que tres carabelas portuguesas navegaban cerca para estorbar dicho viaje.

Estuvo en calma la flotilla dos días, pero el sábado 8 de Septiembre empezó a ventear un Nordeste manso, y tomó el rumbo hacia el Poniente, dejando atrás la isla de Hierro. El 9 de Septiembre, un domingo, perdían de vista las últimas cumbres del archipiélago canario este centenar de hombres que se lanzaban ciegamente a la aventura, guiados por unos veinte, los únicos que tenían una noción aproximada del lugar donde estaban y adonde podían llegar.

Empezaba la navegación a través del misterio. El mar no podía estar más tranquilo, ni el viento ser más favorable. Marchaban a razón de dos leguas y media por hora, diez millas de las de entonces, velocidad que ha sido la de los buques de vapor tipo corriente hasta hace pocos años.

Se propuso Colón desde el principio del viaje contar menos leguas de las que realmente navegaba, porque de este modo «si el viaje fuese luengo no se espantase ni desmayase la gente». Esta precaución, de la que se vanaglorió luego en su Diario, pudo servirle para la marinería de su nao, y no ciertamente para toda ella, pues Juan de la Cosa, experto navegante, estaba acostumbrado a calcular la marcha de las naves mandadas por él. En cuanto a los Pinzones, capitanes de las dos carabelas que marchaban aparte, hacían ellos mismos el cálculo de las singladuras, y no eran fáciles de engañar con estas malicias inútiles, como si fuesen niños. Lo más probable es que Colón estuviese de acuerdo con Martín Alonso para mantener este cálculo falso y que las tripulaciones llevasen con mayor paciencia una navegación tan larga.

Dos días después de haber perdido de vista la isla de Hierro encontraron un mástil de nao, pero no pudieron tomarlo. El jueves 13 de Septiembre advirtieron por primera vez el fenómeno de la variación magnética de las agujas. Iban siempre hacia el Oeste, luchando contra las corrientes, y al anochecer de dicho día notaron que las agujas nordesteaban, fenómeno que se repitió hasta el día 17.

Es natural que esta variación magnética impresionase a los marineros, como todos los fenómenos de la Naturaleza cuando se observan por primera vez y no se encuentra para ellos una interpretación satisfactoria. Colón, siempre imaginativo, inventó inmediatamente una explicación, afirmando que era la estrella polar la que hacía dicho movimiento y no las agujas. Y como los hombres lo que necesitan es que les expliquen la razón de las cosas incomprensibles, sea como sea —ventaja que llevan las religiones al basarlo todo en la fe, sobre la ciencia, que necesita dar pruebas razonables de todas sus afirmaciones—, la alarma no tardó en amortiguarse.

Otras razones de desavenencia o inquietud existían a bordo de la nao capitana, siendo la principal de ellas el mal carácter de Colón. Su tenacidad y su entusiasmo para llevar adelante una empresa sólo eran comparables a su falta absoluta de dotes de gobierno para dirigir a los hombres.

Pocos días después de la salida de las Canarias se había hecho antipático a los más expertos marineros encargados del manejo del timón. Los reñía, afirmando que gobernaban mal. Casi todo su viaje fue siguiendo el paralelo 28, el mismo de la isla de Hierro. Los timoneros, según él, no sabían mantener el rumbo, desviándose hacia el Sudoeste. Semanas después, al no encontrar las islas pintadas en su mapa, reconocía la existencia de una corriente que los había arrastrado al Sudoeste, sacándolos de su ruta. Todo esto creaba una desavenencia continua entre el jefe de la expedición y los tripulantes de la Santa María. En las dos carabelas de los Pinzones la gente iba contenta, sin que nada alterase la disciplina.

Aparte de esto, la navegación no podía ser más feliz; siempre viento favorable, siempre mar llana y tranquila. Los timoratos llegaban a considerar excesivo este tiempo continuamente favorable, como si fuese una dulce asechanza, encubridora de peligros. En los tres buques la gente pasaba el día mirando aquel mar eternamente azul, bajo un cielo radiante, sin más que algunas nubes que servían para cortar la monotonía del horizonte, deslizándose sus sombras por la luminosa superficie del Océano. Poseídos todos del afán adivinatorio de los agoreros, examinaban las aguas, los vientos o el revoloteo de algún punto obscuro en la atmósfera.

Vigilaba Colón el gobierno de sus timoneros para que siguiesen siempre al Oeste, sin apartarse del grado 28, para lo cual había procurado iniciar su verdadero viaje de descubierta partiendo de la isla de Hierro. Sin duda poseía en secreto informaciones anteriores y misteriosas de otros navegantes que le aconsejaban seguir continuamente esta dirección.

El viernes 14 de Septiembre los de la carabela Niña vieron volar un garjao y un rabo de junco, pájaros que nunca se apartan de tierra más allá de veinticinco leguas. En la noche siguiente todos vieron caer del cielo, a cuatro o cinco leguas de la flotilla, un bólido maravilloso en forma de ramo de fuego.

La tierra estaba cerca. Colón era el que se mostraba más seguro de ello. Tenía en su camarote una carta que marcaba islas en este lugar del Océano.

Lloviznaba; otra señal de tierra próxima. Hallaban aires temperantísimos, «y era placer grande —escribía Colón en su Diario— el gusto de las mañanas, pues no faltaba sino oír ruiseñores». Estaban en Septiembre, y «era el tiempo como de Abril en Andalucía».

Aquí empezaron a ver grandes manchas de hierba tan verde, que bien podía afirmarse que se había despegado de tierra poco antes. Colón así lo creía, pero añadiendo:

—Sé que hay aquí algún isleo, pero la tierra firme la coloco más adelante.

Un gran engaño oceánico contribuía a estas falsas ilusiones, e indudablemente había desorientado también a otros navegantes obscuros, predecesores de Colón, que tal vez le habían comunicado sus informes.

Aún no estaba la flotilla a cuatrocientas leguas de las Canarias y su jefe creía navegar ya entre islas. No era absurda, sin embargo, tal suposición, pues se aproximaban a unas rompientes que sólo fueron descubiertas trescientos diez años después, en 1802.

En la mañana del 17 las señales de tierra próxima fueron aún más visibles. Las hierbas parecían de río, y en ellas hallaron un cangrejo vivo, que guardó Colón. Hasta bebió éste agua del mar, lo mismo que los marineros, encontrando que era menos salada que en las inmediaciones de las Canarias, tal era su optimismo en aquellos momentos y la propensión a admirarlo todo. Con un entusiasmo de poeta, hacía notar don Cristóbal que los aires eran cada vez más suaves.

Las tres tripulaciones se mostraban alegres, y los navíos forzaban velas, queriendo cada uno de ellos ser el primero en ver tierra; pero la Pinta marchaba siempre delante.

—Espero —decía Colón— que aquel alto Dios, en cuyas manos están todas las victorias, muy pronto nos dará tierra.

En aquella mañana volvieron a ver el ave blanca llamada rabo de junco, la cual no suele dormir en el mar. Los de la Niña mataron una toñina, y Martín Alonso, deseoso de ver cuanto antes aquella tierra que adivinaban en torno a ellos, no quiso refrenar su marcha para mantenerse en comunicación con el resto de la flotilla, y en la mañana del 18 largó todo su velamen, después de anunciárselo a Colón desde su carabela, para hacer el descubrimiento antes de que cerrase la noche.

Los signos de tierras próximas fueron multiplicándose para ilusión de los navegantes. Volaban muchas aves hacia Poniente, adelantándose a las proas de los tres buques. Había gran cerrazón al Norte, señal de tierra. Las islas estaban, según Colón, a babor y a estribor, pero no quería barloventear para verlas. Representaba perder el tiempo, y a ellos lo que les convenía era seguir adelante directamente hacia las Indias.

—Entre islas andamos —afirmaba—, pero placiendo a Dios, a la vuelta se verá todo.

En realidad, todos estos signos engañadores no eran más que la vecindad de las rompientes, a veinte leguas de distancia.

Ya estaban a cuatrocientas leguas de las islas Canarias, y las señales de tierra próxima, hierbas flotantes vuelos de aves y cerrazón del horizonte, las acogía Colón como demostraciones indiscutibles de la existencia de las primeras islas de Asia que figuraban pintadas en su mapa a tal distancia. Catorce días antes había abandonado las Canarias; con diez singladuras más llegaría a las Indias, o sea a las tierras del Gran Kan. Era lo que él había calculado siempre: bastaban veinticuatro días para llegar de España al Asia navegando por Occidente.

El miércoles 19 se convenció aún más de que iba por medio de islas, situadas a la banda del Norte y del Sur. Un alcatraz vino hasta su nao. Lloviznaba sin viento. La realidad era que estaba ahora a diez leguas nada más de las rompientes.

Al amanecer el jueves 20, vieron otra vez mucha hierba en el mar. Éste fue el día de mayor ilusión y engañosa esperanza. «Tomaron los marineros un pájaro en la mano —escribía Colón— lo mismo que un garjao. Era pájaro de río y no de mar; los pies tenía como gaviota. Vinieron al navío en amaneciendo dos o tres pajaritos de tierra cantando, y después, antes del sol salido, desaparecieron». Luego vieron un alcatraz. Venía del Oesnorueste e iba al Sudeste, «que era señal que dejaban las islas al Oesnorueste, porque estas aves duermen en tierra y por la mañana van a la mar a buscar su vida y no se alejan veinte leguas».

Colón, sincero poeta, ferviente admirador de la Naturaleza, iba anotando en su Diario de navegación todos los signos de tierra que salían a su encuentro.

«La mar —anotaba en los días sucesivos— es llana como un río y se cuaja de hierbas. Los aires son los mejores del mundo».

Estaban sólo a cuatro leguas de las rompientes.

Vieron una ballena, «que es señal que estamos cerca de tierra, porque siempre andan cerca», y era muy fundado el juicio de Colón, pues estaban navegando ya al Norte de las dichas rompientes, separados de ellas sólo por una corta distancia.

Dejaron de ver paulatinamente dichos signos de tierra. Las islas ilusorias iban quedando a sus espaldas. La navegación continuó plácida, siempre con viento favorable y mar tranquila.

Esto último hizo pensar a los marineros de la Santa María, poco confiados en su jefe, que al ser los vientos siempre favorables en el viaje de ida, se mostrarían contrarios a la vuelta, resultando imposible el regreso a España. Pero apenas empezaron dichas murmuraciones sopló un viento de proa el día 22, incidente que fue muy del agrado de Colón.

Era natural la inquietud de los tripulantes de la nao capitana. Llevaban catorce días sin ver más que cielo y mar, y este mar se mostraba constantemente llano y tranquilo, como si fuese un lago falaz que atraía a los buques para sumirlos en su misterio, no dejándoles después salida para volverse. Al ventear de proa y hacerse la mar alta, Colón recordó en su Diario a los judíos cuando salieron de Egipto y hablaban contra Moisés, que los libraba de su cautiverio.

Todos los días, al salir y al ponerse el sol, las dos carabelas se aproximaban a la Santa María y pasaban cerca de su popa, conversando los capitanes de ellas con don Cristóbal por si era necesario cambiar el rumbo.

El 25 hablaron el capitán general y Martín Alonso de buque a buque. Tres días antes, desde la Santa María le habían arrojado al capitán de la Pinta con una cuerdecita la carta de navegar guardada hasta entonces por Colón como un misterio. Los dos navegantes convinieron en que habían llegado al paraje de las islas que se marcaban más grandes en dicho mapa, a pesar de lo cual no las veían por ninguna parte. Eran islas extensas que forzosamente debían encontrar ante sus proas, tendidas de Norte a Sur, más importantes que aquellas pequeñas tierras entre las cuales habían pasado sin verlas (ilusión creada por las rompientes invisibles). Esperaban encontrar allí, a poco más de cuatrocientas leguas de las Canarias, la Antilia, que figuraba en unos mapas con dicho nombre y en otros con el de isla de las Siete Ciudades.

Pinzón devolvió el mapa valiéndose de la cuerdecita, y don Cristóbal se puso a «cartear» en él con Juan de la Cosa y los marineros de más experiencia. Todos los directores de la flotilla parecían desconcertados al ver la extensión del mar, con el horizonte siempre límpido, sin la más leve señal de tierra.

Martín Alonso, que iba delante, examinaba desde lo más alto de la popa de su carabela la llanura azul, en la que se reflejaban las luces engañosas del ocaso. Era la hora de los mirajes y de las apariciones fantásticas para las imaginaciones obsesionadas.

De pronto sonó un trueno en la calma del crepúsculo. La Pinta había disparado una de sus bombardas. Pinzón el mayor dio voces pidiendo albricias a su asociado y jefe. «¡Tierra!».

Cayó de rodillas el capitán general en el alcázar de la Santa María, dando gracias a Dios lo mismo que todos sus allegados, mientras Martín Alonso y los tripulantes de la Pinta entonaban el Gloria in excelsis Duo, invocación repetida por las gentes de los otros dos buques. Algunos hombres de la Niña subieron a las vergas para ver mejor la tierra.

Se apartaron las tres naves de la ruta seguida hasta entonces, enfilando sus proas hacia el punto del horizonte donde Martín Alonso había visto tierra, a una distancia de veinticinco leguas. Navegaron durante la noche prudentemente, y al apuntar el día, todos los de la flotilla, y especialmente Colón, que era el más convencido de que la tierra estaba inmediata, reconocieron que dicho descubrimiento había sido una ilusión; el primero de los muchos engaños de este viaje.

Entretanto, el mar parecía siempre un río y los aires dulces y suavísimos. La pequeña armada se hallaba precisamente en mitad de su camino, pues no iba a encontrar tierra hasta el 12 de Octubre, diez y seis días después.

La segunda mitad de toda navegación de alta mar es la más pesada, a causa de su monotonía, aun en los modernos buques de vapor, no obstante sus comodidades. El tiempo es más largo, los días parecen haber aumentado sus horas, los minutos se prolongan extraordinariamente. Además, la gran alegría experimentada por todos al creer la tierra próxima hizo más penosos los días siguientes, aumentando la impaciencia y la desconfianza de los ignorantes.

Continuaba el tiempo en bonanza, pero ni las hierbas flotadoras, ni las aves, ni los grandes peces, conseguían interesar a ciertos marineros de la Santa María. Era ya un espectáculo ordinario. Anunciaban la tierra, según el capitán general, pero la tierra no aparecía.

El lunes 1.º de Octubre llevaban navegadas ya setecientas siete leguas, más de lo que había supuesto siempre Colón en sus cálculos para encontrar la isla de Cipango. Valiéndose de su engaño en la cuenta de las millas, declaraba haber hecho unas cien leguas menos, pero esto sólo podía engañar a los grumetes y a los que navegaban por primera vez. Los marineros avezados a largos viajes, aunque éstos no hubiesen sido a través del Océano, sabían apreciar a su modo la marcha de una nave, y más en el presente caso, por haber sido el viento favorable y continuo.

Transcurrieron seis días más, monótonos, sin ningún incidente. Los de la Santa María murmuraban en sus corrillos de proa y del combés. Aunque el jefe se mantenía horas y horas en lo alto de la popa, examinando el horizonte y fingiendo una serenidad absoluta, la gente de abajo presentía obscuramente la zozobra que empezaba a apoderarse del ánimo del capitán general al darse cuenta de que la realidad del Océano no respondía a las indicaciones de su carta de navegar.

Martín Alonso, que iba siempre delante, dijo en el anochecer del 6 de Octubre que sería oportuno navegar a la parte del Sudoeste, en vista del vuelo de las aves y de la dirección de las hierbas flotantes, pues así empezaban a reaparecer estos signos de tierra. Siguiendo dicho rumbo tal vez encontrarían a Cipango. Colón contestó que era preferible seguir la misma dirección de siempre, yendo a dar en derechura con la tierra firme del Gran Kan, o sea la moderna China. Después de esto, tiempo les quedaba para volver a Cipango (el Japón), así como a las otras islas que habían dejado a sus espaldas una semana antes. ¡Y estaban los tres buques en medio del Océano, lejos aún del continente que había de llamarse América, a seis días de navegación de la primera isla que descubrieron!

El 7 de Octubre izó la Niña bandera en su palo mayor y disparó una bombarda en señal de que veía tierra. También a Vicente Yáñez, el Pinzón menor, le engañaron las nubes asomando falazmente en el horizonte y su propio deseo de ver tierra. ¡Segunda decepción! Transcurrieron unas horas y no se confirmó el descubrimiento.

Este falso aviso, al desmoralizar más a la gente de la Santa María, sirvió para que Colón se decidiese a seguir los consejos de Martín Alonso. Consideraba conveniente tocar tierra cuanto antes, fuese donde fuese, para que los de su nao recobrasen la confianza. Era mejor ir a Cipango, dejando para más adelante la visita al Imperio del Gran Kan. Martín Alonso quería ir al Sudoeste, porque tal era la dirección que seguían los pájaros marinos. Se acordaba sin duda de los portugueses, que en las navegaciones por las costas de África habían descubierto todas sus islas guiándose por el vuelo de las aves.

El día 9 navegaron ya hacia el Sudoeste, y durante toda la noche «oyeron pasar pájaros». Los proeles de la Santa María ya hablaban en voz alta contra este viaje, que les parecía a ciegas. Dudaban del jefe extranjero, por creerle un aficionado a la navegación sin las condiciones de otros capitanes a los que habían seguido en anteriores navegaciones.

Fernando Cuevas llevaba oídas en los corrillos de la marinería muchas murmuraciones, pero todas en voz baja. Eran las críticas populacheras de los subordinados cuando dudan de su jefe; fanfarronadas que nadie era capaz de poner en acción, ni aun los mismos que las lanzaban, a pesar de ser muchos de ellos hombres con el cuchillo siempre al cinto, acostumbrados a las peleas al bajar a tierra, sin afecto alguno a un capitán que sólo habían conocido el primer día de la navegación y que se mostraba siempre injusto, atribuyendo sus propios errores a sus subordinados y riñéndolos con crudeza.

Algunos bravucones llegaron a hablar de matarle y echarlo al agua, volviéndose luego a las islas que habían dejado atrás; pero inmediatamente se veían obligados a callar ante las objeciones de sus compañeros. La Santa María no iba sola. Olvidaban a los Pinzones, especialmente a Martín Alonso, hombre jovial con su gente, pero de mal genio si notaba en ella el menor signo de indisciplina. Él y sus hermanos acudirían a castigarlos apenas notasen rebeldía en las gentes de la nao capitana. Y no ocurrió más en realidad que estas murmuraciones en la Santa María, cuya tripulación era muy heterogénea, yendo además en ella todos los agregados, que navegaban por primera vez. En los otros dos buques, mandados por los Pinzones, la gente marinera, toda de Palos y de Moguer, se mantenía tranquila, sin desconfiar de la pericia de sus capitanes.

Y esto fue lo que sirvió muchos años después para que los panegiristas de Colón, necesitados de convertirlo en una especie de Cristo perseguido o de cordero entre lobos, inventasen una terrible conspiración y un ruidoso motín en el cual los marineros amenazaron de muerte a su jefe con las armas en la mano, y éste les pidió un plazo de tres días, lo mismo que un personaje de ópera, para descubrir tierra, realizando su promesa dentro de las setenta y dos horas, como un maquinista de tren que llega puntualmente.

Los de la Santa María no hicieron más que quejarse, y aun tales quejas no pasaron de ser murmuraciones de proa, «protestas de fogón», según el lenguaje marítimo, pues los corrillos más atrevidos en sus palabras se reunían con preferencia junto al fogón, donde hervían las ollas.

Entraba por mucho en el general descontento el carácter enojadizo de Colón. Todos lo habían respetado al principio como hombre de saber y de influencia, en vista de los títulos que le otorgaron los reyes. Además, era de mucha elocuencia en su palabra y no menos autoridad en su persona. Pero pronto se dieron cuenta los tripulantes más viejos de que era capitán poco experto en la práctica naval y de genio enojadísimo, injusto y egoísta, incapaz de la fraternidad marinera que se establece entre los jefes y sus hombres más humildes al correr todos una suerte común. Antes de llegar a las Canarias ya habían empezado las divergencias entre este extranjero y su marinería, acostumbrada a un trato tal vez más enérgico en determinadas ocasiones, pero generalmente más paternal y franco.

Este mismo carácter violento, que le hacía tratar con dureza a la gente, le impulsó el día 10 a pedir auxilio a los otros capitanes apenas notó que las «conversaciones del fogón» eran más hostiles y los marineros subían el tono de sus voces.

Sonó el trueno de una de las bombardas de popa en la Santa María, y la Pinta, que iba siempre a la descubierta, detuvo su marcha, aguardando Martín Alonso a que se aproximase la nao capitana. La Niña, que iba al mismo nivel de la Santa María, se colocó a un lado de su popa.

Quedaron en comunicación las tres naves, y Colón gritó desde su alcázar:

—Capitanes, mi gente muestra mucha queja; ¿qué os parece que fagamos?

Vicente Yáñez Pinzón, que años adelante había de realizar tan importantes descubrimientos, contestó con un optimismo hiperbólico de marinero andaluz:

—¿Qué faremos?… Andemos hasta dos mil leguas, y si no fallamos lo que vamos a buscar, de allí podremos dar vuelta.

Martín Alonso, que parecía enojado por la consulta, dijo con energía:

—¡Cómo, señor! ¿Agora casi partimos de la villa de Palos, y ya vuesa merced se va enojando?… Avante, señor, que Dios nos dará victoria que descubramos tierra, pues nunca Dios querrá que con tal vergüenza volvamos.

Y esforzando la voz para que le oyese bien la gente de proa de la Santa María, añadió con su jactancia de antiguo corsario en la guerra contra Portugal:

—Señor, ahorque vuesa merced a media docena de esos descontentos o échelos a la mar, y si no se atreve, yo y mis hermanos barloventearemos sobre ellos y lo faremos así.

—¡Bienaventurados seáis! —respondió Colón—. Con estos hidalgos tengámonos bien y andemos otros ocho días, y si en ellos no fallamos tierra, daremos otra orden sobre lo que hay que facer de tamaña navegación.

Martín Alonso siguió hablando:

—Acuérdese, señor, que en casa de Pero Vázquez prometí por la corona real que yo ni ninguno de mis parientes no habíamos de volver fasta descubrir tierra, en tanto la gente fuese sana y hobiese mantenimiento. Pues, agora, ¿qué nos falta? La gente va sana, y la nao y las carabelas llevan fartos mantenimientos. ¿Por qué nos habemos de volver?… Quien se quiera volver, vuélvase. Yo adelante quiero pasar, que tengo que descubrir tierra o morir en esta demanda.

Después de este diálogo de popa a popa, se restablecieron la disciplina y el respeto a bordo de la nao capitana.

Otra vez se colocó la Pinta a la cabeza de la flotilla explorando el horizonte. La Santa María navegaba muy atrás, manteniéndose la Niña a cierta distancia de uno de sus costados.

Fernando Cuevas, por sus gustos de mancebo aficionado al peligro y propenso a las libertades de la revuelta, había presenciado esta sorda agitación, sintiendo a la vez en su interior dos deseos opuestos. Le inspiraba fervor su amo don Cristóbal. Presentía en él algo extraordinario que lo colocaba por encima de los otros hombres. Hacía memoria además del respeto casi religioso que infundía a Lucero. Y al mismo tiempo, por una de esas inconsecuencias de la lógica juvenil, oía con agrado a los marineros bravucones que hablaban de sublevarse y matar a los que opusieran resistencia.

Una revolución a bordo era para él casi una fiesta. Podría subir al alcázar de popa empuñando una de aquellas fisgas, tridentes agudos con que los marineros capturaban los grandes peces clavándolos en sus dientes. Él clavaría sobre las tablas de la popa al maestresala y al antiguo repostero real, los únicos hombres odiados por él a bordo de esta nao.

Luego que se restableció el orden en la Santa María volvió su gente a contemplar el Océano con nuevo interés, como si lo considerase más hermoso y tranquilizador. Vieron volar un rabihorcado pájaro, llamado así por tener la cola partida y que persigue a los alcatraces para mantenerse con lo que estas aves estercolizan.

El mar estaba tan llano, que muchos marineros se lanzaban al agua en las horas de calma, nadando con gran placer en torno a las naves, como ya lo habían hecho varias veces en el viaje. Vinieron hasta los buques muchos dorados, «que son pescado muy bueno casi como salmón, aunque no colorado, sino blanco». Volaban en torno a la flotilla numerosas pardelas, gaviotas llamadas así a causa de su color.

Al cerrar la noche, después de haber cantado los marineros la Salve a continuación de la cena, Fernando Cuevas entró a velar la ampolleta. La gente de proa no mostraba deseos de dormir. Empezaba a sentirse envuelta en la voluptuosidad de las noches del trópico. Las estrellas eran las mismas que habían contemplado en el cielo de su país, pero les parecían más brillantes y más próximas. Flotaban en el aire sutiles perfumes venidos de muy lejos. Todos comparaban estos aires dulces con los de Abril en Sevilla, por lo odoríferos y agradables. El mar, casi inmóvil, reflejaba la luz de las estrellas como largos cirios blancos, y también le encontraban semejanza con la tranquila corriente del Guadalquivir.

Mientras los dos pajes vigilaban el paso de la arena en la ampolleta, ponían oído atento a las guitarras tañidas en el obscuro castillo de proa.

Los músicos de la tripulación necesitaban unir el sonido de las cuerdas de sus instrumentos a la melodía silenciosa de la noche que penetraba en ellos por los ojos. Entonaban con cierta sordina canciones andaluzas, y en torno al grupo de guitarristas varias docenas de hombres, todavía enfurruñados y atemorizados a un mismo tiempo por las amenazas del capitán de la Pinta, escuchaban esta música tendidos en el suelo, con la mandíbula apoyada en ambas manos o sentados en los rollos de cables y en las anclas, como fieras sometidas a la órfica influencia de la música.

Cerca de la medianoche, cuando Fernando iba a terminar su vela, fueron callando las guitarras. Los proeles se habían ido a dormir en sus ranchos. Poco después el paje empezó a oír en el mismo lugar de la nao otra musiquilla más tenue y dulce, no rasgueada a plena mano, sino pellizcada en las cuerdas, con vibraciones semejantes a las del cristal.

Conocía el joven esta música por haberla oído algunas veces al ir hasta lo más avanzado de la proa. Era el irlandés, haciendo sonar su arpa. No unía su voz a este acompañamiento de cuerdas melodiosas. Se limitaba a hacer vibrar dicho instrumento, sacando de él acordes y caprichosas escalas, mientras sus ojos permanecían fijos en una estrella, siempre la misma, que había visto sin duda en otras noches de su juventud, allá en su patria, la isla eternamente verde.

Al terminar su vela dejó Fernando, como otras veces, que su compañero se marchase al rancho de proa, y él permaneció cerca del alcázar, acabando por deslizarse en aquella antecámara que precedía a la habitación de don Cristóbal.

El paje del Almirante seguía durmiendo todas las noches en unos almadraques puestos en el suelo. Fernando necesitaba ver a la joven antes de marcharse a su dormitorio, bajo de techo, oliendo a brea y a otros hedores de procedencia humana. La hermosura balsámica de aquella noche y la musiquilla vagorosa del arpa oculta en la sombra le hacían desear esta aproximación con Lucero. Verla, sentirla en sus brazos, un beso nada más, luego huir. ¿Quién podría sorprenderles a esta hora?

Avanzó cautelosamente en la antecámara, guiado por la respiración del falso paje, como en la noche que la había encontrado fría, lo mismo que una moribunda, a causa del mareo. Ahora se estremeció al sentir en sus manos el calor de sus hombros y de su cuello. Ahogó con sus besos la exclamación de ella al ser despertada bruscamente.

—Soy yo, Lucero. ¡No grites! —musitaba el paje en voz muy queda, volviendo a besarla.

Y así estuvieron largo tiempo, pues ella, al sentirse tranquilizada, besó también a Fernando, único medio de convencerlo de que se marchase cuanto antes. Podían sorprenderlos.

En otro camarote próximo estaban aposentados el alguacil de la flota, el veedor de los reyes, el escribano. El señor Pero Gutiérrez, por ser amigo del Almirante, ocupaba él solo una cámara más pequeña.

Lucero, con el pretexto de acudir más pronto a un llamamiento de su señor, dormía vestida, con calzas y jubón, despojándose únicamente del sayo, el birrete y los zapatos.

—Uno más y me voy —susurraba en sus oídos la voz de Femando.

Y nunca llegaba el beso último, pues todos los suyos iban repitiéndose indefinidamente.

La luz azulada de la noche fue deslizándose hasta el rincón en que estaban, a causa de una desviación momentánea del rumbo del buque, obra de las inclinaciones acompasadas del velamen a una banda y a otra. Los dos jóvenes, en apariencia de igual sexo, siguieron acariciándose bajo este resplandor compuesto de fosforescencias del Océano y reflejos de luz estelar.

De pronto se sintió el llamado Andújar cogido de los pelos por una mano dura que lo levantó hasta ponerlo sobre sus propios pies. Luego, esta misma mano empezó a abofetearle mientras otra le daba puñetazos que hacían resonar su pecho.

Vio delante de él al señor Pero Gutiérrez, pero no con el traje ostentoso que solía usar, sino ligero de ropa, como un hombre que estaba en su cama momentos antes, siendo despertado por un ruido insólito.

Mientras le aporreaba el antiguo repostero profería amenazas, anunciando su propósito de hablar al hidalgo Arana, alguacil de la flota, y hasta al mismo Almirante, sobre la abominación nefanda que acababa de ver. Pero todo esto lo decía en voz muy baja, como si no quisiera que los demás se enterasen de su descubrimiento. Para terminar el castigo lo empujó fuera de la antecámara, haciéndolo rodar por la escalera del alcázar de popa, hasta que cayó de bruces sobre el entarimado del combés.

Dicha agresión había sido tan repentina y rápida, que cuando el mancebo salió de su sorpresa y quiso defenderse ya estaba tendido en la parte central de la nao.

Se levantó del suelo y quedó un momento como absorto de que esto hubiese podido ocurrir. ¡Pegarle a él este hombre odiado!… Se llevó instintivamente su diestra a la cintura, no encontrando en ella más que los manojos de cable destrenzado que debían guardar previsoramente los pajes para ofrecerlos a la marinería en caso de necesidad. Todos los proeles llevaban cuchillo, menos los pajes de escoba.

Corrió luego hacia un sitio de la cubierta donde estaban guardadas varias herramientas grandes: cucharones para distribuir la brea caliente cuando el calafate adobaba la nave y varias fisgas empleadas en la pesca. Tomando uno de estos tridentes, quiso volver al alcázar de popa, pero sólo pudo avanzar varios pasos. Una mano le detuvo, posándose sin violencia, acariciadora y amiga, sobre uno de sus hombros.

Era el irlandés, que conservaba su arpa en la otra mano.

Le miró con sus ojos dulces, de pupila amarilla constelada por numerosos puntos negros. Luego habló con la lentitud de un hombre acostumbrado a largos silencios.

Lo que iba a hacer era un disparate juvenil. En los buques, estos arrebatos se pagaban siendo colgado de una de las vergas.

Parecía haberlo visto todo desde la obscuridad de la proa con sus ojos de gato. Y lo que no había visto lo adivinaba.

—Cuando estemos en tierra —terminó diciendo como si le diese un consejo—. Cuando lleguemos a los reinos del Gran Kan.

VI: En el que se cuenta de qué modo Rodríguez Bermejo dio el grito de «¡Tierra!», y el Almirante se quedó injustamente con su premio, y cómo las gentes desnudas de una pequeña isla vieron salir del mar tres bosques, llenos de hechiceros blancos, color de la muerte, llevando su cara sembrada de algodón

La tierra estaba cerca. Todas las señales del mar y de la atmósfera indicaban la proximidad de islas.

La Pinta, siempre a la cabeza de la escuadrilla, aprovechaba sus condiciones de gran velera, dando «cuchilladas» en el mar, apartándose del rumbo que seguían las otras naves, para ir a un lado y a otro, abriendo el ángulo de sus exploraciones, con la esperanza de ser la primera en ver tierra.

Sus marineros descubrieron un palo y una caña flotantes. Luego tomaron un palillo labrado, según parecía, con hierro, un pedazo de caña, una pequeña tabla y manojos de hierba que indudablemente era nacida en tierra. Los de la Niña también recogieron un palillo cargado de escaramujos.

Pasaron varias veces por encima de los buques bandas de loros y papagayos, siempre con una dirección igual, sin duda la de las tierras próximas, donde iban a descansar.

Después que se ocultó el sol en este jueves, 11 de Octubre, los marineros cantaron la Salve, como de costumbre, y el capitán general habló a los de su nao desde el alcázar de popa con aquella elocuencia poética y bondadosa que le era propia cuando su carácter enojadizo y receloso quedaba adormecido por la influencia de sucesos favorables.

—Hay que alabar —dijo— las mercedes que Dios nos ha concedido en este viaje, dándonos mar tan llana, tan suaves y buenos vientos, tanta bonanza, sin las tormentas y zozobras que comúnmente suelen acaecer a los que navegan por la mar. Y porque espero en la misericordia divina que antes de muchas horas nos ha de dar tierra, vos ruego encarecidamente que esta noche hagáis muy buena guardia en el castillo de proa, velando y estando muy sobre aviso para mirar si hay tierra, mejor que hasta ahora se ha hecho.

Era orden general, desde la salida de Canarias, que al haberse navegado setecientas leguas hacia Poniente, los buques de la flotilla sólo marchasen hasta medianoche, por creer que a dicha distancia forzosamente encontrarían islas o tierra firme. Pero como a las setecientas leguas no se había hallado nada, esta orden no se cumplió y los tres buques navegaban con el deseo de adelantarse unos a otros para hacer el descubrimiento.

Toda la marinería de la nao escuchó la anterior arenga del capitán general, deseando igualmente cada individuo ser el primero en descubrir la tierra. Los reyes habían prometido una renta de diez mil maravedises anuales al primero que hiciese tal descubrimiento, y a esta pensión por «juro de heredad» añadió don Cristóbal la promesa de dar por su parte un jubón de seda.

Continuó la flotilla navegando al Oeste con el rumbo indicado días antes por Pinzón. De seguir directamente hacia Poniente, hubieran ido a dar los expedicionarios, algunos días después, con las costas de la Florida, habitadas por gente brava, que fue hostil durante muchos años a los blancos, y es casi seguro que la flotilla no habría vuelto. Mejor resultó para su suerte torcer el rumbo y dar en el archipiélago de las Lucayas, habitado por gente inocente y tímida, que acogió con una veneración religiosa a los argonautas españoles, como si fuesen venidos del cielo.

A las diez de la noche, don Cristóbal, que estaba en el castillo de popa examinando el mar, vio una pequeña luz «a modo de una candelilla —según escribió— que se alzaba y se bajaba», pero tan indecisa, «tan nublada, que no quiso afirmar que fuese tierra». Los buques navegaban en aquel momento a toda vela, a razón de doce millas por hora.

Colón llamó en secreto a Pero Gutiérrez y le dijo que creía ver lumbre y que mirase él para decir qué le parecía. El amigo de Colón contestó que lo mismo le parecía ser lumbre, y entonces éste llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia, el veedor de la armada; pero dicho funcionario, tal vez por haberle encargado los reyes de verlo todo, creyó prudente reservarse su opinión y no vio nada.

Don Cristóbal y el antiguo repostero real volvieron a ver la luz dos veces, siempre «como una candelilla encendida que se alzaba y se bajaba», no dudando después de esto que se hallaban cerca de tierra.

Pedro Terreros, el maestresala, también vio la luz, desde el momento que la veían el Almirante su señor y un antiguo dependiente de la corte tan importante para él como Gutiérrez.

Creyó Colón toda su vida que esta luz era de algún indígena que había tomado un tizón o una tea para salir de una de sus casas de paja, llamadas bohíos, «para cumplir en pleno campo con sus necesidades naturales», y que luego había vuelto a su vivienda, viéndose de este modo subir y bajar, aparecer y desaparecer la remota luz. Pero la tal visión fue a las diez de la noche, la flotilla siguió navegando y navegando a toda vela, a razón de doce millas por hora, hasta las dos de la madrugada, la primera isla descubierta estaba aún a cincuenta y seis millas, y ella y las islas próximas eran bajas, sin montañas importantes, lo que hacía imposible que se pudiese ver una luz a tan considerable distancia.

Indudablemente la candelita que a las diez de la noche «subía y bajaba» debió ser una ilusión óptica de don Cristóbal o la luz de algún candilejo de los grumetes de la Pinta, la cual iba unas diez y seis millas delante de los otros buques.

Fue a las dos de la madrugada cuando la Pinta hizo la señal de tierra. Uno de sus marineros estaba en lo más avanzado de la proa desde el anochecer examinando el horizonte. Pasada la medianoche se aclaró el cielo, que se hallaba algo nublado, y dicho tripulante, que algunos creen fue Juan Rodríguez Bermejo, vecino de un arrabal de Sevilla, al esparcirse la luz de la luna vio sobre las aguas una cabeza blanca de arena, y alzando los ojos distinguió claramente la línea obscura de una costa. A Rodríguez Bermejo parece que lo llamaban Rodrigo sus compañeros de navegación, añadiéndole el apodo de «Triana» por tener su casa en dicho barrio de Sevilla.

Así que el titulado Rodrigo de Triana vio la costa, «luego arremetió con una bombarda y dio un trueno, gritando "¡Tierra!, ¡tierra!", y todos los navíos se detuvieron hasta que vino el día».

Martín Alonso inmovilizó su veloz carabela para esperar a la nao capitana. Colón, que al oír el cañonazo abandonó su cámara, estaba en lo alto del alcázar de popa.

—Señor Martín Alonso —gritó—, habéis fallado tierra.

—Que mis albricias no se pierdan, señor —contestó Pinzón.

—Yo vos mando —dijo alegremente el jefe de la armada— cinco mil maravedises de aguinaldo.

Pero no era esto lo que pedía Martín Alonso. Su marinero Rodríguez Bermejo reclamaba el jubón de seda prometido por el jefe y la renta anual de diez mil maravedises.

Nunca consiguió ambos premios, ni siquiera el jubón de seda. Dar éste era reconocer que el apodado Rodrigo de Triana había descubierto la primera tierra y le tocaba lógicamente recibir la renta de diez mil maravedises.

Aquel hombre contradictorio, mezcla de poeta y de mercader, de místico vidente y avaro judaico, creyó que debía apropiarse dicha renta. Era insignificante para un personaje como él, que aquella noche empezaba a gozar en propiedad sus títulos de Almirante del Océano y virrey de las tierras que descubriese, y representaba una verdadera fortuna para un pobre marinero.

Puede decirse que en esta noche, horas antes de que apareciese bajo la luz del sol la primera tierra de un nuevo mundo, empezó la divergencia y la enemistad entre los dos capitanes que habían conducido esta atrevida expedición.

Los aduladores del Almirante apoyaron sus afirmaciones. El maestresala Terreros protestaba del atrevimiento del marinero de la Pinta.

—¡Tierra! —decía remedando el grito de Rodrigo de Triana—. Eso ya lo había anunciado a las diez de la noche el Almirante mi señor.

Los dos Pinzones se mostraron asombrados y escandalizados de una afirmación tan absurda. A las diez de la noche estaban aún a cincuenta y seis millas de la isla negra y baja que columbraban delante de sus proas en este momento. Cuatro horas habían venido navegando a toda vela hasta el lugar donde se hallaba ahora la flotilla. ¿Qué luz de tierra podía haberse visto, teniendo en cuenta la esfericidad del planeta, que deja invisibles las costas bajas a una distancia de pocas millas?…

Pero la emoción de haber descubierto tierra y la ansiedad de verla surgir cuanto antes del misterio de la noche acallaron esta discusión, dejándola para cuando volviesen a España. El primer descubrimiento de la futura América iba a quedar unido para siempre a una injusticia inaudita. Los reyes, para satisfacer a Colón, siempre ávido de ganancias, reconocieron meses después que «la candelilla que subía y bajaba a las diez de la noche» era de una tierra situada a cincuenta y seis millas de distancia, dándole para siempre en juro la renta de diez mil maravedises, que le fue situada en las carnicerías de la ciudad de Sevilla, donde se le pagaron. Y Rodrigo de Triana, indignado de que tales injusticias se cometiesen en una tierra de cristianos, dicen algunos que acabó pasándose a Marruecos, y se hizo moro.

Habían amainado los tres navíos la mayor parte de sus velas, quedando sólo con el papahígo, sacadas todas las bonetas. De este modo se pusieron a la corda, o sea al pairo, «atravesados para no andar ni decaer del punto en que estaban, temporizando hasta la llegada del día».

Estas últimas horas nocturnas, anteriores a la luz rosada de la aurora, fueron para aquellas docenas de hombres aglomerados en las barandas de sus casas flotantes horas de ensueños ansiosos y de fantásticas esperanzas.

Hasta los más rudos y menos imaginativos sintiéronse en tales horas con un alma de poeta. ¿Qué iban a ver cuando se rasgasen las sombras?

Durante los primeros días del viaje se habían contado unos a otros aquellas magnificencias del Gran Kan de la Tartaria que los hombres letrados conocían por los libros. Los primeros rayos del próximo sol iban a quebrarse en las techumbres con tejas de oro de que hablaba Martín Alonso en la plaza de Palos, para incitar la gente al alistamiento. Jardines plantados de árboles de canela y otros que producen la pimienta y demás especias raras, iban a surgir ante sus miradas al desvanecerse el ébano azulado de la noche. Tal vez viesen un puerto, tan hermoso como el patio de honor de un inmenso palacio, con muelles de mármol por los que pasarían con lenta majestad procesiones de elefantes revestidos de gualdrapas de seda roja, llevando sobre su lomo castilletes de oro cincelado y temblón, semejantes a los de las custodias en las catedrales de España, y en dicho puerto innumerables buques de colores, con las proas en forma de hipogrifos y las popas levantadas como el plumaje de quiméricas aves, brillando sus anclas y herrajes de oro y de plata.

Los más imaginativos creían percibir el olor de las especias, tan valiosas como polvos áureos, en las bocanadas de perfume vegetal que llegaban hasta ellos, atravesando el aire salino.

Surgió el día con la rapidez y la majestad teatral que muestran los cielos tropicales en el amanecer y el ocaso, y todos vieron una isla baja, con algunos grupos de vegetación, pero no muy arbolada, espejeando a través de sus troncos la tranquila lámina de una laguna interior.

En los mares del viejo mundo hubiese parecido a los expedicionarios una isla pobre e insignificante. Aquí era la primera tierra que salía a su encuentro después de tantas incertidumbres y desorientaciones. Además, sus árboles eran de una especie desconocida, y todo respiraba en ella la ingenuidad y la frescura de las altas montañas que el hombre pisa por vez primera, la inocencia sonriente de lo que acaba de nacer.

Ni techumbres de oro, ni muelles de mármol, ni elefantes, ni naves de lacas coloridas. Por la playa corrían hombres completamente desnudos, agrupándose para contemplar los monstruos vomitados por el Océano durante la noche.

Algunos, más audaces, se metían en un tronco hueco, y con una paleta manejada a dos manos lo hacían evolucionar entre la flotilla y la playa, deseosos de aproximarse a los palacios flotantes de unas divinidades misteriosas y no osando al mismo tiempo arrostrar su temible contacto.

Habían llegado los españoles a una de las islas del archipiélago de las Lucayas, llamada por sus naturales Guanahaní. El capitán general de la flotilla estaba impaciente por tocar con sus pies esta tierra, aunque la veía algo distinta a como él había venido imaginándosela en el viaje.

El resultado más inmediato de todo esto era la confirmación para siempre de cuantos títulos le habían dado los reyes de España. Ya era Almirante en propiedad de la mar Océana, y su virreinato dejaba de ser un título hipotético. Las islas avanzadas de Asia salían al encuentro de sus naves para dar realidad a su soberanía.

Se vistió en las primeras horas de la mañana del 12 de Octubre el traje rojo obscuro de los almirantes de Castilla y saltó en el batel armado de su nao capitana con toda la gente que cupo. Los que tenían coraza, brazales, casco y rodela se embutieron en esta caparazón férrea, llevando como armas defensivas espadas, lanzas y ballestas. Los contados espingarderos colocaron sobre su hombro la pesada espingarda o escopeta, anterior al arcabuz.

Los dos Pinzones, Martín Alonso y Vicente Yáñez, salieron también de la Pinta y la Niña en sus bateles con lo más granado y vistoso de sus gentes. El Almirante llegaba la bandera real, y los dos capitanes banderas cruzadas de verde con una F y una I, iniciales de los reyes Fernando e Isabel, y encima de cada letra una corona.

Todos los de la escuadrilla, lo mismo jefes que simples tripulantes o agregados a la jornada, habían cambiado de aspecto durante la navegación. En el mar no era fácil seguir una moda en aquella época, que consistía en llevar los hombres su rostro diariamente rasurado. Sólo iba un barbero en toda la armada como ayudante del físico y el cirujano, siéndole imposible dar abasto a tanta gente. Además, la operación de afeitar resultaba peligrosa en unos buques que por su escaso calado y gran arboladura se movían incesantemente. Por esto era costumbre de los marineros dejarse crecer las barbas mientras duraba la navegación.

Llevaba ahora el Almirante unas barbas blancas que empezaban a ensancharse, dándole cierto aire venerable de monje guerrero. La demás gente tenía cubierta igualmente con barbas una mitad de su rostro, siendo en algunos de ellos rizosas y finas como las de los árabes, y en otros aborrascadas y duras, hasta dar un aspecto de tremebundos bandidos a muchos honrados marineros, padres de familia.

Tal fue la emoción de la gente cristiana al saltar a tierra, que apenas se fijó en los indígenas agrupados, con temor y curiosidad, a corta distancia de ellos.

Llamó Colón al lado suyo a los dos capitanes para que agitasen sus banderas con cruces verdes, lo mismo que él hacía tremolar la bandera real, vitoreando a Sus Altezas los monarcas de España. Luego pidió a Rodrigo de Escobedo, como escribano de la armada, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, como veedor de ella, que le diesen testimonio de cómo él tomaba posesión de la dicha tierra por el rey y la reina sus señores, dándola el nombre de San Salvador. Y sacando su espada, cortó algunas hierbas en torno de él y dio cuchilladas a los árboles próximos, que era la señal de posesión usada entonces por los navegantes y descubridores.

«Los indígenas —escribió aquella noche el Almirante en su cuaderno— me pareció que eran gente muy pobre de todo. Ellos andan desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vide más que una harto moza, y todos los que yo vide eran mancebos que ninguno pasaba de edad de treinta años, muy bien hechos, de muy hermosos y lindos cuerpos y muy buenas caras, los cabellos gruesos, cuasi como sedas de cola de caballo, recortados por encima de las cejas, salvo unos pocos que traen detrás largos y que jamás cortan».

Los comparaba por su color a los habitantes de las Canarias, ni negros ni blancos, ni prietos; unos se pintaban las caras, otros los cuerpos, y otros solamente los ojos y la nariz. No conocían el hierro, y sus azagayas eran simplemente varas con la punta endurecida al fuego, y algunas con un diente de pez. Y entusiasmándose el descubridor con esta gente, escribía: «Todos son de buena estatura, las piernas muy derechas, todas a una mano y no barriga». Finalmente se declaraba a sí mismo con cierta tristeza que le parecía gente buena, pero muy pobre de todo.

Empezó entre los descubridores y los indígenas la lucha esforzada por entenderse, apelando al lenguaje de las señas. Para los isleños, todas aquellas palabras de los blancos, sus gestos, sus recitaciones, eran cosa de brujería, ritos incomprensibles propios de seres venidos del cielo. Habían vivido hasta entonces aislados en su tierra, llegando cuando más sobre sus frágiles canoas a las islas inmediatas. Más allá de este círculo, relativamente pequeño, sólo existía para ellos el mar infinito, poblado de genios, de espíritus celestes que fraguaban la tempestad, la lluvia, los huracanes, o distribuían la luz y el calor del sol, creador de plantas y alimentos.

Al amanecer habían visto surgir del mar unos monstruos que a ellos les parecían enormes, unos bosques flotantes con altísimos árboles, en los que se movían follajes compactos, blancos o de colores (velas y bandera). Primero asomaban sobre la línea del mar las puntas de su arboleda, luego iban ascendiendo de las aguas, y finalmente los bosques flotantes se inmovilizaban a poca distancia de sus playas, saliendo de ellos unas canoas mucho más grandes y más pesadas que las suyas, tripuladas por seres extraordinarios, con el cuerpo tatuado de diversos colores (los vestidos), cubiertos de una materia brillante y dura (corazas y cascos), de la que surgían rayos de luz, lo mismo que de las aguas del lago a la hora de mediodía.

Todos ellos ostentaban en la cabeza plumajes de colores, a semejanza de los papagayos y loros que venían a refugiarse en los árboles de su isla, y llevaban la cara sembrada de algodón blanco, rojo o negro, pues tales les parecían las barbas a estos isleños de tez rojiza, con el rostro completamente lampiño.

Los recién llegados eran pálidos, lo mismo que los muertos, y los indígenas dados a la brujería, que acostumbraban a pintarse de igual color que la muerte, se aproximaban con mayor confianza a ellos, como animados por un parentesco misterioso.

El cacique de los hombres pálidos (el Almirante), con la cara sembrada de algodón blanco, empuñaba un palo altísimo, en cuyo extremo aleteaba un papagayo enorme de varios colores (la bandera real). Otros dos genios del mar, con algodones negros en sus rostros, se colocaban junto a aquél, llevando en sus manos otros papagayos verdes (los Pinzones con sus banderas).

El cacique del papagayo más vistoso hablaba en una lengua ininteligible a otro de los hombres pálidos (el escribano), que tenía un palito en la diestra y una hoja blanca, igual a la de un árbol, en la otra mano, trazando sobre ella unos signos mágicos mientras el jefe seguía hablando. Y los indígenas acostumbrados a recitar conjuros y relaciones mágicas, se apoderaban de estas palabras sin comprenderlas, repitiéndolas al instante, gracias a su prodigiosa memoria de hombres primitivos.

Sacaba el cacique arengador de un lado de su cuerpo una varilla reluciente (la espada), y todos veían en ella el supremo talismán guardador de las fuerzas mágicas de que disponían dichos aparecidos.

Hacían esfuerzos para comprender sus palabras, y guiándose por las singularidades de su aspecto, procuraban darles todo lo que podían necesitar. Miraban sus banderas, los plumajes de sus gorras y de sus cascos, e inmediatamente les ofrecían como tributos numerosos papagayos, la sola bestia que podían ver en la isla los descubridores. Luego pasaban sus manos con infantil curiosidad por el rostro de los hombres blancos, tocando sus barbas estoposas, y acto seguido les ofrecían grandes ovillos de algodón, único de sus bienes que podía ser útil, según ellos, a estos seres caídos del cielo.

El Almirante, que miraba a un lado y a otro, queriendo descubrir algún indicio de lo que venía siendo su principal preocupación, se fijó en un pedacito de oro que llevaba un indígena colgado de la nariz. El descubrimiento de esta chapita ínfima animó al navegante con repentina alegría. Desechó las dudas que había sentido al desembarcar, preguntando por señas dónde encontraban dicho metal.

Para la pobre gente desnuda no tenía ningún valor positivo el oro. Sólo lo apreciaban como metal incorruptible de una importancia mística, aplicándolo a los orificios respiratorios de su cuerpo, e igualmente a la boca y narices de los cadáveres, como si con ello alejasen los gérmenes de la corrupción.

No les extrañó a los isleños que este dios pálido, con el rostro cubierto de algodón blanco, se interesase por un metal al que atribuían una influencia mágica, y le fueron ofreciendo junto con los papagayos y los ovillos hilados todas las chapitas y colgantes de oro que adornaban sus narices, orejas y labios taladrados. A cambio de esto, el dios blanco empezó a repartir entre ellos sartas de cuentas de vidrio, cascabeles sueltos o en manojos, y puso en la cabeza de los más alegres unos bonetes colorados.

Experimentaron la mayor de sus sorpresas cuando un hombre de la isla, más atrevido que los demás, se acercó al jefe blanco, echando mano a la vara reluciente que se había puesto otra vez en el costado. El gran hechicero de la barba blanca volvió a sacarla a luz, haciendo serpentear en el aire sus luces temblonas, y luego le invitó a que la viese y la tocase. Después de vacilar, el indígena se decidió a poner uno de sus dedos sobre esta vara de luz, que al mismo tiempo era dura y firme como una de sus azagayas de caña. Y al pasar el dedo sobre su filo, sintió en él la sensación de una quemadura, empezando a derramar sangre. La vara luminosa cortaba por ella misma, sin que el dios que la sostenía hiciese ningún esfuerzo.

Así estuvieron todo el día los descubridores en la isla, sin ver otra cosa que gente desnuda, árboles de especies ignoradas, papagayos por únicos animales, y el brillo de la pequeña laguna detrás de la arboleda.

Una parte de la tripulación de los tres buques había desembarcado para conocer las novedades de esta tierra extraña. Los demás se agolpaban en las bordas o en lo alto de las popas, sin ver en realidad nada maravilloso, pero haciendo esfuerzos imaginativos para suponer lo que no veían.

Maestre Diego, el herbolario de la expedición, vagaba entre los árboles, enviado por el Almirante, con la esperanza de descubrir alguna de aquellas especias tan apreciadas en las mesas ricas de Europa.

Las especias obsesionaban tanto como el oro al nuevo Almirante. En días anteriores, cada vez que los marineros pescaban palos o hierbas oceánicas, hacía que los entregasen a maestre Diego, por si encontraba en tales hallazgos algún parentesco con los árboles de la especiería.

Durmieron aquella noche por primera vez las tripulaciones en buques fondeados sobre sus anclas, y a la mañana siguiente, apenas rompió el día, se vieron rodeados de «canoas luengas, todas de una pieza, labradas muy a maravilla, unas grandes, hasta el punto de venir en ellas más de cuarenta hombres, otras pequeñas, con un solo tripulante. Remaban con una pala como de hornero, mandando a maravilla, y si se les trastornaba la canoa volviéndose boca abajo, se echaban todos a nadar, enderezándola y vaciándola con calabazas que traían ceñidas al cuerpo».

Otros llegaban nadando con una mano nada más, llevando al extremo del otro brazo, tendido, ovillos de algodón hilado, papagayos, azagayas, collares de dientes de pescado, y todo esto lo entregaban voluntariamente, sin exigir retribución alguna, como un presente religioso; pero hacían grandes demostraciones de gozo si los hombres blancos querían darles como recompensa cualquier cosa, hasta pedazos de escudillas y de vasos rotos.

Vio el Almirante cómo las gentes de una canoa entregaban dieciséis ovillos enormes de algodón a cambio de tres ceutís, moneda ínfima de Ceuta que corría en Portugal y equivalía a una blanca de Castilla, a pesar de que los dieciséis ovillos representaban más de una arroba de algodón hilado.

Para el nuevo virrey de esta isla y de las muchas islas inmediatas de que le hablaban los indígenas, y que según sus gesticulaciones y movimientos de dedos, eran más de cien, ofrecía poco interés el algodón. Sus esfuerzos para entenderse con aquella gente desnuda eran por saber de dónde provenían los pedacitos de oro que colgaban de sus narices, y todos señalaban a lo lejos, aludiendo, a juzgar por sus señas, a una isla grande, muy grande.

Indudablemente era la isla de Cipango, y resultaba inútil perder más tiempo entre esta gente inocente y pobre.

El domingo 14 de Octubre mandó aderezar el batel de la nao capitana y las barcas de las carabelas, yendo con estas tres embarcaciones menores por el Nordeste de la isla, para conocer la otra parte de ella y descubrir nuevas poblaciones. Corrían los grupos de indígenas por la playa, ofreciéndoles de lejos frutos de sus árboles y calabazas llenas de agua dulce. Al ver que los tres bateles no iban a tierra, se echaban a nadar muchos de ellos, haciéndoles preguntas que los blancos llegaban a entender por la expresión religiosa de sus rostros. Querían saber si realmente eran venidos del cielo, y uno más anciano, que alcanzó a meterse en la barca del Almirante, gritó a los de las playas que viniesen a venerar a los hombres celestiales, trayéndoles de comer y de beber.

Las mujeres se echaban en la arena y levantaban las manos al cielo, dando voces a los seres divinos para que desembarcasen; pero el Almirante sólo se preocupaba de seguir explorando la costa, con la esperanza de encontrar algún pueblo cuyas casas fuesen de piedra, algún vestigio de vida civilizada que le indicase la proximidad de aquellos reinos opulentos del Gran Kan en la tierra firme o de la rica Cipango con sus tejados de oro. Pero sólo vio una gran restinga de peñascos que cercaba gran parte de la isla, y algunos bohíos o chozas entre árboles que ofrecían para los exploradores el aspecto extraordinario de estar frescos y verdes, en mitad de Octubre, como los de Castilla en los meses de Abril y Mayo.

No quiso Colón permanecer más tiempo en esta isla Guanahaní, que él había bautizado San Salvador. Ansiaba ver las islas inmediatas. Mas antes de hacerse a la vela, a mediodía, se llevó cautivos a siete indígenas para que viviesen en sus naves y de este modo fueran aprendiendo palabras españolas y enseñando el significado de algunas de las suyas a los marineros más hábiles.

Necesitaba desentrañar el gran secreto de las nuevas tierras descubiertas, y que aquellos hombres cobrizos, que sólo podían hablar por señas y palabras ininteligibles, no entendiendo la mayor parte de sus preguntas, le llegaran a decir con certeza de dónde procedía el oro y hacia dónde debía enderezar su rumbo.

Estaba seguro de que la isla de Cipango se hallaba muy cerca. Lo importante era topar con ella.

PARTE TERCERA: EL PARAÍSO POBRE

I: En el que se cuenta cómo el Almirante fue pasando entre islas siempre hermosas y de escaso provecho, cómo empezó a enemistarse con Pinzón, y cómo llegó a la tierra firme gobernada por el Gran Kan, enviando a éste dos embajadores con una carta escrita en latín

Navegó la flotilla durante catorce días entre las numerosas islas Lucayas. Exploraba Colón rápidamente estas tierras, deseoso de encontrar oro o vestigios de la civilización opulenta de los países gobernados por el Gran Kan.

A la segunda isla que visitó le puso por nombre Santa María de la Concepción, en agradecimiento a la Virgen que le había librado de tempestades en el mar y de enfermedades a bordo. A la tercera dio el nombre de Fernandina, en recuerdo del rey, cuyos allegados y familiares tanto lo habían protegido; y a la cuarta llamó Isabela, como testimonio de gratitud a su reina. Pero iba pasando de isla en isla sin encontrar otra cosa extraordinaria que su magnífica vegetación y la sencillez paradisíaca de sus habitantes.

La desnudez de éstos y su pobreza se armonizaban mal con las ilusiones que el navegante llevaba en su pensamiento, resto de sus lecturas de Marco Polo y de Mandeville. Nada hacía ver la proximidad del «rey de los reyes», señor de la vasta China, sentado en trono de oro y diamantes, bajo un dosel bordado de perlas. Ninguna de estas islas guardaba las montañas de Ofir, preñadas de oro, que habían ido a explotar en otro tiempo las flotas del rey Salomón. Únicamente fue notando cierto progreso rudimentario en las costumbres y en los útiles de los indígenas, según avanzaba en su exploración. En la Fernandina encontró un indio que navegaba solo en una canoa muy lejos de la costa, y en el interior de dicha isla vio las primeras hamacas y otros objetos de la industria humana, reveladores de un trabajo ingenioso.

En la isla de Samoeto, que él había bautizado Isabela, fue tan grata la dulzura de la atmósfera y tales las emanaciones florales de los bosques, uniendo sus aromas al perfume salino del Océano, que le fue imposible no admirar el encanto de esta Naturaleza virgen, dejando en olvido momentáneamente sus deseos de oro.

Dos afectos contradictorios se combatían en el alma de este hombre, complejo y antagónico en sus deseos. Admiraba como poeta la belleza del paraíso descubierto por él. A continuación reconocía con cierto despecho la pobreza de dicho paraíso y se ingeniaba como mercader para sacar el mejor producto de su mediocridad.

Admitía como una ventaja comercial la mansedumbre y cobardía de aquellos indígenas. En la primera isla se habían acercado confiadamente a él y a los suyos. Ahora, en las otras, por un pánico inexplicable, pero natural en unas gentes sencillas dadas a razonar ilógicamente, huían ante la presencia de los extranjeros, dejando abandonadas sus chozas para refugiarse en los bosques. Diez hombres de su tripulación bastaban para dominar una de aquellas islas, que tal vez tenían miles de pobladores. Y por primera vez se le ocurrió al místico poeta, ansioso de ganancia, la posibilidad de remediar la falta de oro cazando a los naturales como esclavos y cargando de ellos sus naves para venderlos en Europa, lo que resultaría a la larga magnífico y seguro negocio.

Luchaba en esta primera exploración con la falta de medios para entenderse con los indígenas. Eran dados éstos a la exageración, a contestar afirmativamente todas las preguntas, no extrañándose ante ningún objeto que les enseñasen y asegurando que lo había igual en sus tierras, pero lejos, muy lejos, en un país ilusorio que colocaban a su capricho en distintos puntos del horizonte. Cuando mostró una moneda de oro a los de la Concepción y la Fernandina, éstos dieron a entender por señas que había hombres de su raza con muchas anillas de oro en brazos y piernas, pero siempre era en la isla más cercana, nunca en la suya, y Colón acababa por decir melancólicamente:

—Yo bien creo que todo lo que dicen es burla, para se fugir de nosotros.

Una parte de los hombres que había tomado en San Salvador y otro encontrado en una canoa entre dicha isla y la Concepción, se echaban al mar y huían a nado apenas los marineros descuidaron un poco su vigilancia. Otro, alcanzado también mientras iba en su canoa, se arrojaba al agua para que no lo prendiesen, y cuando al fin los marineros conseguían cazarlo, el Almirante lo hacía subir a la nao capitana para halagarle como a un animalejo asustadizo. Le ponía un gorro colorado en la cabeza, unas cuentecillas verdes de vidrio en un brazo y dos pares de cascabeles dorados en las orejas, y así, hecho un arlequín, lo enviaba a tierra para que propagase entre sus desnudos compañeros la bondad de los hombres blancos y las cosas magníficas que traían para hacer regalos.

Sentíase atraído Colón por la belleza de tantas y tantas islas por entre las cuales pasaba sin detenerse, juzgando de lejos su importancia y la posibilidad de encontrar oro en ellas o no hallar nada. Eran todas muy verdes y muy fértiles, de atmósfera dulcísima y eterno cielo azul, con peñas en la costa de color obscuro, semejante a la piel del elefante, y al pie de ellas un mar siempre terso como el cristal, luminoso y profundo, con una fauna oceánica que asombraba al descubridor.

«Aquí —escribía en su cuaderno— son los peces tan disformes de los nuestros, que resulta maravilla. Los hay de ellos como gallos, de los más finos colores del mundo, azules, amarillos, colorados; otros pintados de mil maneras, y las colores son tan finas, que no hay hombre que no se maraville y no tome gran descanso al verlos. También hay ballenas. Bestias en tierra no vide ninguna, de ninguna manera, salvo papagayos y lagartos. Ovejas ni cabras, ni otra ninguna bestia vide».

En una de las islas donde desembarcaron, un paje de nao le dijo haber visto una enorme culebra en el bosque. En una laguna mataron a lanzadas una sierpe como de siete palmos, pero con patas. Era el iguana, de piel verde y carne blanca, muy apreciado por los indígenas, y que años adelante se acostumbraron a comer como gran regalo los conquistadores españoles en las grandes hambres de sus atrevidos viajes. En otra de las islas, Martín Alonso Pinzón mató también de una lanzada uno de estos reptiles con patas, que los descubridores tomaban, en su ignorancia de la tierra, por bestias peligrosas, semejantes a los dragones que aparecían en romances y novelas de caballería.

Huían los naturales en una isla, dejando que los blancos fuesen de un lado a otro, como si estuviesen en una isla encantada. En otras salían en sus canoas, pagayando alrededor de las carabelas para ofrecer los eternos ovillos de algodón y los papagayos, así como manojos de azagayas, prestándose a traer en grandes calabazas el agua de sus ricos manantiales para renovar el contenido de barriles y tinajas guardados en las bodegas de los tres buques.

Mientras los marineros les regalaban sonajas y agujetas a cambio de tanto algodón y tantos papagayos, que no sabían qué hacer de ellos, el Almirante se fijaba en los que parecían más despiertos de ingenio y de palabra, dando orden a su paje Lucero y a otros popeles para que trajesen bizcochos, o sea galletas, untados con burda melaza extraída de la caña de azúcar en los ingenios de Andalucía.

Este bizcocho con miel era lo que más atraía a los indígenas, una prueba de la divinidad de los blancos, hijos del cielo, pues únicamente genios caídos de lo alto podían alimentarse con esta especie de ambrosía.

La tendencia al embuste y a los relatos maravillosos de estos hombres primitivos, naturalmente embelecadores, que tanto desorientó y engañó a los navegantes en los viajes sucesivos, retuvo a Colón en algunas de dichas islas más de lo que él deseaba. En la Isabela estuvo esperando dos días a que viniese un gran rey del interior, que, según afirmaban los indígenas, iba vestido todo de oro. Pero el tal monarca dorado no se presentó nunca, y sólo pudo ver indios desnudos iguales a los que había encontrado en las otras islas, pintarrajeados de blanco, encarnado o negro, y trayendo algunos pedacitos de oro en la nariz; «mas era tan poco —según escribía el Almirante—, que en realidad no era nada».

En este nuevo mundo lo único extraordinario continuaba siendo la vegetación, y el descubridor poeta, que apreciaba tanto mercantilmente la especiería como el oro, al ver que este metal sólo se dejaba ver en tan exiguas cantidades que no valía la pena ocuparse de él, tornaba sus ojos con avidez hacia los bosques. En la Isabela ofrecía la atmósfera una continua fiesta al sentido del olfato. La isla era un interminable ramillete de flores, cuyos aromas envolvían a los recién llegados. Este perfume se esparcía en todas direcciones, avanzando leguas y leguas sobre el mar. Los blancos aspiraban en el aire esencias raras nunca olidas hasta entonces, y gustaban frutas que, al mismo tiempo que acariciaban su paladar, esparcían azucarados perfumes.

Inútilmente maestre Diego el herborista y otros tripulantes aficionados a plantas y flores vagaban por dichas selvas-jardines. Los más de los frutos estaban aún verdes, como si en estas islas empezase la primavera casi al final de Octubre. Ninguno de los árboles tenía semejanza en sus varillas y frutos con la canela, la pimienta, la nuez moscada, el clavo y demás especias asiáticas, de las cuales había pedido muestras Colón a sus amigos de Sevilla. Eran otros perfumes y otras materias. La ilusión de la ganancia le hizo pensar que tal vez las especias de esta tierra eran iguales a las de Asia, pero aún no había llegado la época anual de su madurez.

Y todo esto desolaba a Colón tanto como la pobreza de oro, haciéndole exclamar con tristeza: «A mi entender, esta tierra es muy provechosa en especiería, mas yo no la conozco y llevo la mayor pena del mundo, pues veo mil maneras de árboles que tienen cada uno su manera de fruta y está verde agora como en España en el mes de Mayo y Junio, y mil maneras de hierbas lo mesmo con flores».

Toda esta vegetación debía guardar riquezas que él era incapaz de apreciar; pero ya que su ignorancia y la de sus acompañantes les impedía conocerlas, debían irse de allí lo más pronto, en busca de otras tierras que produjeran oro y donde las gentes fuesen vestidas y hubiera puertos de gran tráfico, con buques llegados de Cipango y de Quinsay.

Algunas veces, la pobreza y sencillez de este archipiélago paradisíaco le hacían dudar de sus lecturas, y apuntaba en él la sospecha de que dichas tierras fuesen de un mundo aparte, muy lejano de los grandes reinos asiáticos. Nunca Marco Polo había hablado de islas pobres y hermosas donde los hombres fuesen totalmente desnudos, no conociendo la riqueza ni la propiedad, careciendo de historia, ignorando la previsión económica, viviendo al día, sin las complicaciones artificiales de la civilización, sin otros yugos ni penalidades que los que impone la Naturaleza.

Era la humanidad antes del pecado original. Los filósofos del Renacimiento, al enterarse meses después de este su primer viaje, iban a comparar tales islas con repúblicas utópicas soñadas por los pensadores antiguos, prolongándose tal impresión hasta dos siglos y medio después, cuando Rousseau y otros autores revolucionarios supusieron en el hombre primitivo toda clase de virtudes. Era un mundo aparte, no contaminado aún por las complicaciones e injusticias de los hombres civilizados: el continente de la humanidad risueña y sin malicias.

Pero su duda no era larga. Inmediatamente resurgía en él la quimera. Los dominios del Gran Kan sólo debían hallarse a una distancia de diez o doce días de navegación. Algunos de estos hombres desnudos mostraban largas cicatrices en sus cuerpos. Eran señales de flechazos y golpes de azagaya recibidos en combates. Según daban a entender con sus señas, otros indígenas de una civilización más superior y cruel llegaban de pronto, en grandes piraguas, a estas islas idílicas, para robar mancebos y mujeres. Todos los isleños, al hablar de dichos piratas, temblaban medrosos, afirmando con sus mímicas que los esclavos eran comidos por los invasores, cuando éstos llegaban a sus tierras.

Les llamaban carib, o a lo menos Colón y los suyos creían entender que este nombre de carib, repetido con mucha frecuencia, correspondía a los piratas antropófagos. Y el Almirante sacaba de sus reflexiones la consecuencia de que los tales carib eran simplemente marinos de las naves ligeras del Gran Kan, que venían a tomar hombres en dichas islas para llevarlos a trabajar en las obras monumentales del «rey de los reyes», y como los prisioneros nunca volvían, esta gente sencilla se los imaginaba devorados por sus aprehensores.

Además, según iba pasando de una isla a otra, los indígenas le hablaban con más insistencia de un país enormísimo llamado Cuba, en el que encontraría, según ellos, buques y mercaderes de lejanas tierras. Y el Almirante, cada vez más convencido de la realidad de su geografía quimérica, creía a esta tierra de Cuba la buscada isla de Cipango.

En sus bajadas a tierra, ya que no le era posible descubrir especias en las selvas de árboles odoríferos, veía en ellas tinturas y medicinas de fácil explotación. Los grumetes y pajes que enviaba a la descubierta le traían muestras de cañafístula, una caña cuyo jugo era purgante; de lináloe, madera aceitosa que podía servir para las tinturas; de almáciga, goma que exportaban de Chío en el Mediterráneo para dar mejor sabor a las aguas, y que griegos y turcos conocían con el nombre de mastic. Pero de metales ni de especias caras, nada que fuese de provecho.

Ya empezaba el Almirante a dudar de la existencia de todos aquellos reyes vestidos de oro de que le hablaban los indígenas de las costas. «Son tan pobres de oro —escribía—, que cualquiera poco que uno de estos reyes traiga les parece a ellos mucho».

Luego volvía a entusiasmarse al navegar en torno a las islas que iba descubriendo, por venir hasta él «un olor tan bueno y suave de flores o árboles de la tierra, que era la cosa más dulce del mundo». A todo indígena que se aproximaba a los blancos llevando un pedacito de oro en la nariz se lo compraban, dándole en cambio un cascabel de los llamados de «pie de gavilán» o un ramalejo de cuentas de vidrio.

No quisieron ya el Almirante ni sus allegados perder más tiempo explorando estas islas, siempre verdes, fértiles y habitadas por gente pobre. Todas ellas tenían en su interior grandes lagunas de agua dulce «y a la rueda de ellas un arbolado que era una maravilla, con las hierbas tan altas y frescas como en Abril en el Andalucía, y el cantar de los pajaritos tan dulce, que parece que el hombre nunca se querría partir de ellas, y las manadas de los papagayos tan densas, que obscurecen el sol, y aves de tantas maneras y tan diversas de las nuestras que es maravilla, y árboles de mil modos, y todos de frutos a su manera, y todos huelen que es maravilla, y yo estoy el más penado del mundo por no los conocer, porque soy bien cierto que todos son cosa de valía y de ellos me llevo muestras, asimismo que de las hierbas».

En torno de las lagunas abundaban las sierpes con patas, llamadas iguanas, y también culebras enormes de las que avanzan arrastrándose, pero que huían a la vista de los hombres recién desembarcados. El lináloe era lo más abundante, y Colón mandó embarcar diez quintales, «porque me dicen que vale mucho». Pero en ninguna de estas islas «había mina de oro», y además, para explorar sus costas, era menester «muchas maneras de viento, y no vienta así como los hombres querrían».

Para navegar era mejor ir «donde hay trato grande», o sea a aquella Cuba de que hablaban los indígenas, y que, indudablemente, era Cipango. Tuvo que esperar algunos días porque no había viento. Todo era calma muerta y llovía mucho, sin hacer ningún frío. De día era grande el calor y «las noches temperadas como en Mayo en el Andalucía». El 27 de Octubre aún llovía mucho, teniendo que navegar con gran cuidado entre tantas islas y cayos, por canales de poco fondo con lechos de roquedo o de arena, llevando amainadas las más de las velas, a través de una gran cerrazón y con lluvia.

El 28 de Octubre pudo salir ya para Cipango, la gran tierra llamada Cuba por los indígenas, en la que esperaba encontrar oro, especiería, naos grandes como las de la armada española y ricos mercaderes.

Nada de esto encontró al llegar, por la razón, según él, de que la tal Cuba de los indígenas no era isla, y por lo mismo no podía ser Cipango. Colón reconoció, después de navegar por una parte de su costa septentrional, que Cuba era tierra firme, un cabo de Asia, una punta avanzada de la China, y las grandes ciudades de Zayto y de Quinsay, descritas por Marco Polo, debían estar a unas cien leguas del sitio por donde él navegaba.

Pero si no encontró al llegar a lo que ahora es el puerto de Jibara grandes naos de mercaderes asiáticos, ni funcionarios y soldados del Gran Kan, vio una tierra tan admirable, que le hizo exclamar: «Nunca tan hermosa cosa vide».

El embriagador ambiente tropical envolvió al descubridor, haciéndole fantasear más que nunca. Los ríos no eran como los que él había visto en África: enormes, pero pestilentes, arrastrando desde las selvas vírgenes del interior bancos de verdura putrefacta, que entenebrecían las aguas, y en los cuales se agitaban toda clase de animales. Estos ríos eran profundos, claros, de aguas purísimas, viéndose cerca de sus desembocaduras conchas de entrañas nacaradas, que hacían creer al descubridor en fabulosas cosechas de perlas, así como peces de las más diversas y extrañas formas y tortugas de valioso caparazón.

Toda la costa era muy limpia y las bocas de los ríos tan anchas, que se podía barloventear en ellas. «Los árboles abundantes, hermosos y verdes, con flores y frutos, cada uno de su manera. Aves muchas, y pajaritos que cantaban muy dulcemente. Las palmeras eran de otra manera que las de Guinea y las nuestras, de una estatura mediana, los pies sin aquella camisa que tienen en África, y las hojas muy grandes, con las cuales cobijan las casas».

Saltó el Almirante en el batel, fue a tierra, y llegó a dos casas que creyó ser de pescadores, los cuales huyeron con temor.

En una de ellas encontró un perro que nunca ladraba, y en ambas, redes de hilo de palma, cordeles, anzuelos de cuerno, fisgas de hueso y otros aparejos de pescar, y creyó que en cada casa vivían muchas personas, y mandó que no se tocase cosa de todas ellas, y así se hizo. «La hierba era grande, como en el Andalucía en Abril y Mayo, y muchas las verdolagas y bledos».

Tornose luego a la barca y anduvo río arriba un buen rato, sintiendo gran placer al contemplar tantas verduras y arboledas y oír el canto de tantas aves, hasta el punto de que le fue difícil «dejadas para se volver».

Aún creía en aquel momento que era Cipango, y declaraba a sus acompañantes:

—Es la isla más hermosa que ojos hayan visto.

«La mar se mostraba tan tranquila, que parecía que nunca se debía de alzar, porque la hierba de la playa llegaba hasta casi el agua, lo cual no suele suceder donde la mar es brava».

Los indios que llevaba de la isla de Guanahaní, con los cuales aún no le era posible entenderse, sirviéndole únicamente de farautes para anunciar a gritos a los indígenas de las otras islas que los hombres blancos no hacían daño a los de color, explicaron al Almirante por medio de señas que los ríos eran muy numerosos en esta tierra, y tal la extensión de sus costas, que las canoas de los indígenas no la podían cercar, aunque navegasen muchísimos días.

Este último dato afirmó la convicción de don Cristóbal de que Cuba no era isla, sino brazo de la tierra firme. Aseguraban también los indígenas que en dicha tierra eran muchas las minas de oro y las pesquerías de perlas, creyendo el Almirante en la riqueza perlífera de Cuba al ver tanta almeja nacarada en sus costas.

Habiendo oro y perlas, le pareció indudable que allí venían todos los años los hermosos navíos del Gran Kan para llevarse tales riquezas, lo mismo que las flotas del rey Salomón iban a Ofir en tiempos remotos. El viaje no debía ser largo. Según sus cálculos, de allí a la tierra firme, o sea al Asia, habría una navegación de diez días cuando más. ¡Y estaba en realidad en una bahía del Norte de Cuba al afirmar a los suyos que sólo se hallaban separados por diez singladuras de las costas de la China!

Los indígenas recibían de Colón un nombre genérico, con arreglo a su geografía quimérica. Estas tierras recién descubiertas eran el Oriente de Asia, eran las Indias, pues durante muchos siglos la extrema Asia y las Indias fueron una misma cosa. Por tal razón los hombres cobrizos y mansos que poblaban este paraíso esplendoroso y pobre recibieron el nombre de «indios», quedándoles para siempre, como un bautizo histórico, este apelativo falso y disparatado, y los verdaderos indios de Asia han pasado a ser indostánicos o indúes, para evitar confusiones.

Iban las tres naves navegando por la costa de Cuba, deteniéndose en las ensenadas y desembocaduras de los ríos, allí donde notaban un grupo de chozas. Sus bateles bogaban hasta dichas poblaciones «por haber lengua», y sus tripulantes encontraban unas veces indios con quienes hablar, mientras en otros lugares huían hombres, mujeres y criaturas, desamparando sus viviendas.

Estas chozas eran más grandes y espaciosas que las encontradas en las primeras islas, y el Almirante afirmaba que cuanto más se allegase a la tierra firme serían mejores. Estaban hechas a manera de alfaneques —así eran llamadas en España las tiendas de los guerreros— y hallábanse esparcidas como las de un real o campamento, «sin concierto de calles, una acá y otra acullá, y dentro muy barridas y limpias, con sus aderezos muy compuestos. Todas eran de ramas de palma muy hermosas».

Los marineros hallaban en ellas «estatuas en figura de mujeres y muchas cabezas en manera de carantoña o mascarillas, muy bien labradas», no sabiendo Colón si esto lo tenían por hermosear sus viviendas o como imágenes a las que prestaban adoración.

Encontraban también «perros que jamás ladraban, avecitas salvajes recién amansadas, que se paseaban por el interior de estas chozas enormes, de techo cónico, y maravillosos aderezos de redes, anzuelos y otros artificios de pescar», lo que hizo creer a Colón que todos los de la costa debían ser pescadores que llevaban el pescado tierra adentro, a otras poblaciones más importantes.

Siempre eran muchos los árboles y las frutas de maravilloso sabor. Aves y pajaritos se mostraban en prolífica abundancia, y el cantar de los grillos resultaba incesante toda la noche. «Los aires sabrosos y dulces, ni fríos ni calientes, y la mar tan mansa como el río de Sevilla, con el agua muy aparejada para criar perlas».

Esta mansedumbre de las aguas marinas, siempre azules, la consideraba Colón interminable. No había visto aún las tempestades y los ciclones del mar de las Antillas.

La falta de comunicación verbal entre los descubridores y los indios tomados en las primeras islas, especialmente en Guanahaní, iba creando los mayores errores y desorientaciones en el curso del viaje. Al doblar un cabo cubierto de palmares, al que Colón dio el nombre de cabo de Palmas, los indios que iban en la Pinta anunciaron que detrás de dicho cabo había un río, el actual río Máximo, y de allí a Cuba cuatro jornadas. Con esto entendió Martín Alonso, y luego el Almirante, que Cuba no era nombre de tierra, sino de una gran ciudad, su capital, y que el rey del país sostenía guerra con el Gran Kan, al cual llamaban los indios Kami y a la ciudad en que residía Fava, levantándose sobre estos balbuceos de los indios y las faltas de comprensión de los descubridores todo un edificio de disparates.

Determinó inmediatamente el Almirante anclar en dicho río y enviar un presente al rey de la tierra, con la carta que le habían dado los monarcas españoles escrita en latín, acreditándolo como su embajador ante el Gran Kan y demás soberanos de Asia que encontrase en su viaje.

Contaba para tal embajada con Luis de Torres, el judío de Murcia, gran intérprete de la expedición, y con un marinero de Ayamonte, cerca de Huelva, llamado Rodrigo de Jerez. Este marinero no sabía idiomas como Torres, pero era expertísimo en embajadas, por haber navegado mucho por las costas de Guinea, enviándolo sus capitanes al interior para tratar con los reyezuelos negros en sus krales de chozas cónicas, cuyas empalizadas tenían como adorno muchas cabezas cortadas de enemigos. Esto era indudablemente una preparación para ir a saludar al Gran Kan en sus palacios de oro y mármol de Cambalú (Pekín) y de otras ciudades de millones de habitantes.

Torres sabía más que él. Hablaba el hebreo, lengua de sus mayores, el caldeo y algo del arábigo, idiomas todos de discutible utilidad para ser intérprete en el Japón y la China.

Pensaba Colón ir al encuentro del Gran Kan así que volviesen estos dos embajadores, visitando las enormes ciudades del Catay, que presentía muy cerca.

Cuando después de barloventear durante un día entero, por ser los vientos adversos, pudo aproximarse a la costa el 1.º de Noviembre, envió el Almirante dos bateles a un lugar donde se veían casas; pero los marineros hallaron que toda la gente era huida, y pasó mucho tiempo sin que apareciese ningún indio.

Volvieron los bateles a las naves, y después de haber comido sus tripulantes, regresaron a tierra, pero llevando ahora a uno de los indios que les servían de farautes en sus desembarcos. Éste, al saltar a la playa empezó a dar grandes voces, manifestando a los indígenas ocultos que no hubiesen miedo, porque los hombres blancos eran buena gente, no hacían mal a nadie y no estaban al servicio de su tirano el Gran Kan; antes daban de lo suyo en las muchas islas donde habían estado.

Salieron dos indios de sus escondrijos, y tomando en brazos a este hombre de su mismo color, lo llevaron hasta una casa donde estaban congregados los varones más importantes del pueblo, para escucharle. Como resultado de dicha conferencia surgieron de los recovecos de la costa unas dieciséis canoas cargadas de hombres, que fueron hasta las tres naves de los blancos.

Ofrecían, como siempre, algodón hilado «y otras cosillas»; pero los marineros estaban hartos de tales presentes y el Almirante sólo se preocupaba de saber si tenían oro, al que ellos llamaban nukay. Durante el resto del día vinieron de tierra a los navíos gran cantidad de canoas, y los cristianos, por su parte, desembarcaron en la costa muy seguramente.

Por medio de señas dieron a entender los indígenas —o a lo menos así lo creyeron Colón y las personas más importantes de la flotilla— que antes de tres días vendrían muchos mercaderes de tierra adentro a comprar las cosas que llevaban los hombres blancos, y les traerían mensajes del rey de aquella tierra, que vivía a unas cuatro jornadas en el interior.

La docilidad de los indios ante estos hombres blancos salidos del mar, que les parecían poderosísimos hechiceros, su facilidad para la imitación y su portentosa memoria, que les permitía repetir inmediatamente las palabras sin entender su sentido, eran interpretados por el Almirante y otros de la armada como una predisposición natural a recibir las verdades del cristianismo.

Se entretenían los marineros con los indios recitándoles la Salve y el Avemaría, con las manos levantadas hacia el cielo, e inmediatamente los hombres cobrizos aprendían dichas plegarias, imitando el mismo gesto orante y trazando la señal de la cruz, lo que hacía creer a Colón que estas gentes eran «sin ninguna secta, y resultaría fácil hacer de ellas buenos cristianos».

La lengua era la misma en todas las islas, y los hombres tomados en Guanahaní se entendían bien con los de Cuba. Lo difícil y penoso era que todos ellos se entendiesen con los blancos, pues esto sólo ocurría muy contadas veces.

Como siempre estamos propensos a entender en los demás aquello que llevamos en nuestro pensamiento, Colón encontraba al Gran Kan y a sus opulentas provincias en los relatos que le hacían los indios con palabras ininteligibles. Ahora iba descubriendo que al Gran Kan lo titulaban las gentes de esta tierra Kavila, y a la provincia donde solía estar con más frecuencia la llamaban Bafan.

Pinzón y otros le oían silenciosos, no osando discutir toda esta geografía asiática que el Almirante había aprendido en libros no leídos por ellos. Martín Alonso fruncía el ceño algunas veces, como si en su pensamiento sintiese el pinchazo de la duda al comparar la vida simple de estos hombres con los esplendores orientales que esperaba encontrar el Almirante de un momento a otro.

—Siempre gentes desnudas —decía Martín Alonso—. Ni una ciudad, ni un edificio de piedra, ni animales de carga, ni rebaños, ni buques grandes. ¿Dónde están los elefantes? ¿Dónde la caballería del Gran Kan?…

Y estas dudas de su segundo, adivinadas por el Almirante más que oídas, servían para ir ensanchando la separación abierta entre los dos.

Hasta en sus épocas de mayor miseria se había mostrado don Cristóbal enojadizo y soberbio con los que se permitían discutir sus observaciones. Únicamente la necesidad de ganarse el afecto de los que podían protegerle conseguía templar su genio, medir y dulcificar sus palabras con forzada amabilidad, hablando despacio para no traicionarse a sí mismo, revelando su verdadero carácter.

Ahora que se consideraba triunfador, en plena posesión de todos sus honores y preeminencias, no tenía por qué contenerse y empezaba a mostrar una superioridad desdeñosa y soberbia con todos los que estaban sometidos a sus órdenes.

A su maestre Juan de la Cosa lo odiaba, por ser el que vivía más inmediato a él. Le pareció irritante que un simple piloto se tomase la libertad de pensar a su modo, con insolente independencia, no queriendo limitarse a ser un pobre subordinado. Consideraba casi un robo que Juan de la Cosa tomase notas en el curso del viaje y fijara las bases de una futura carta de navegar, por creer él que esta ruta de las Indias debía quedar como un secreto de su absoluta pertenencia. Por algo lo habían hecho Almirante de la mar Océana y virrey de las tierras que descubriese.

A los Pinzones, aunque los veía con menos frecuencia, tal vez los miraba con mayor encono.

Ciertos caracteres recelosos y absorbentes tienen como un tormento el recuerdo de las mercedes que recibieron, y a semejanza del vino que se hace agrio en los odres viejos, la antigua gratitud se va transformando dentro de ellos en antipatía.

Esta armada descubridora no era en realidad una expedición militar. Los reyes sólo habían contribuido a una parte de su costo. Sin el auxilio pecuniario y personal de los Pinzones no habría zarpado nunca de Palos. Era una expedición comercial organizada libremente por gentes de mar. Los marineros se habían inscrito voluntariamente, los más de ellos por amistad con el señor Martín Alonso.

Colón y Pinzón, aunque para las necesidades del servicio y las exigencias de la disciplina fuesen el uno almirante y el otro capitán, eran en realidad dos socios, poniendo en la empresa mucho más el segundo que el primero. Pero a partir del día en que desembarcaron con sus banderas en Guanahaní, Colón había cambiado sus tratos con la gente de la flotilla de un modo rudo y absoluto. Era el almirante, y no podía sufrir que sus dos capitanes le consultasen como a tan compañero o discutieran sus disposiciones para la navegación, basándose en que durante el viaje había solicitado él más de una vez sus consejos de pilotos de larga experiencia.

Ahora lo sabía todo, y resultaba para él una falta de respeto que los socios de semanas antes acogiesen con la más leve observación sus órdenes autoritarias. El viaje era una expedición de guerra y la flotilla una armada real. Ya no había compañeros de negocio, y todos debían estar pendientes de su palabra indiscutible, significando la menor objeción una falta de disciplina.

Su orgullo incurrió en extravagantes incongruencias. Se extrañaba de que los Pinzones le siguiesen hablando con el mismo tono de antes, afables, pero con la confianza de hombres que arriesgan juntos vida y fortuna en la realización de un descubrimiento geográfico y comercial. Y para cortar esta familiaridad, se mostraba cada vez más duro en su voz, más conciso en sus palabras, más ceñudo de rostro al hablar con los de aquella familia de Palos y de Moguer que habían sido y continuaban siendo el alma marina de la expedición.

Martín Alonso bajaba a tierra como explorador, menos contemplativo y más práctico que el Almirante. Mientras éste en su batel remontaba el río o desembarcaba para internarse en los bosques, admirando las grandes arboledas, frescas y odoríferas, y escuchando los cantos de las aves, especialmente del ruiseñor del país, llamado sinsonte, el capitán de la Pinta iba de un lado a otro en busca de las especias asiáticas, sin las cuales la expedición resultaría un mal negocio, pues empezaba a no contar con el oro.

El viernes 2 de Noviembre partieron los dos embajadores enviados por el Almirante al «gran rey» residente en el interior. Con Luis de Torres y Rodrigo de Jerez fueron como guías dos indios, uno de los que traía Colón desde Guanahaní y otro de aquellas chozas inmediatas al río en cuya desembocadura estaban anclados.

Les dio el Almirante como moneda sartas de cuentas para comprar de comer si les faltaba, concediéndoles seis días de término para que volviesen. También les entregó muestras de especiería, que podrían servirles como materia de comparación si topaban en su viaje con materias iguales a ellas. Como no le preocupaba menos la parte política de la expedición, les dio instrucciones de cómo debían preguntar por el rey de aquella tierra y como habían de hablarle cuando llegasen a su presencia, entregándole un presente y mostrando la carta en latín que acreditaba a don Cristóbal Colón como embajador de Sus Altezas en todas las tierras del otro lado de la mar Océana.

Recomendó finalmente al judío políglota de Murcia y al marinero de Ayamonte, explorador de la costa de Guinea, que usasen de gran diplomacia para saber con certeza si el soberano indio con el que iban a hablar era aliado del Gran Kan o enemigo de él, procediendo en sus pláticas con arreglo a dicho informe.

Después que se alejaron los dos embajadores, tomó el Almirante en la misma noche la altura con un cuadrante, hallando por su cuenta que había marchado desde la isla de Hierro mil ciento cuarenta y dos leguas —en realidad eran mil ciento cinco— y que el lugar donde se hallaba, o sea Cuba, no era isla, sino tierra firme.

Sobre esto último mostraba Colón una absoluta seguridad. El suelo que pisaba pertenecía a Asia. Tal vez era una provincia lejana y poco civilizada de los reinos del Gran Kan, a la que sólo de tarde en tarde iban sus mercaderes y sus capitanes de nao.

Los indios venían hablándole de una isla que al principio llamaban Bohío. Realmente eran los españoles los que se equivocaban, pues al oír cómo repetían los indígenas el nombre de «bohío», que es el que en aquellas islas daban a las casas, creyeron que era el nombre de una isla. Después fueron entendiendo que el verdadero nombre de dicha isla era Babeque (aludían a la isla de Haití, llamada después la Española).

En Babeque había oro infinito y perlas. Algunos viejos indígenas de esta bahía cubana en la que se hallaban anclados afirmaron que todos los habitantes de Babeque, hombres y mujeres, llevaban oro al cuello, en las orejas, brazos y piernas, y también muchas sartas de perlas. Y al relatar estas particularidades de aquella isla de inmensas riquezas, señalaban hacia el Sudeste, casi la dirección que los españoles habían seguido viniendo de las Canarias.

Colón creyó ver que una nueva luz, con la esplendidez de la verdad, aclaraba sus concepciones geográficas.

Babeque era indudablemente la isla de Cipango, que ellos habían dejado a sus espaldas antes de llegar a estas costas de la tierra firme pertenecientes al Asia del Gran Kan.

Había que poner las proas de sus naves como si emprendiesen el viaje de regreso a España.

Ya sabían dónde estaba Cipango «la de las tejas de oro», y convenía ir cuanto antes a dicha isla, dejando para más adelante la exploración de la tierra firme.

II: De cómo Lucero se mareó en tierra tomando sahumerios por la boca con un tizón encendido, y ella y Fernando repitieron los primeros gestos de Adán y Eva

Mientras los dos hombres blancos caminaban hacia el interior como embajadores del Almirante, procuró éste aprovechar el anclaje en aquella especie de gran lago que formaba el río en su desembocadura, puerto singularísimo, muy hondo y limpio de piedras, con buena playa para poner los navíos a monte.

Entró con su flota por este estuario, hasta donde el agua fuese dulce, y al desembarcar subió a un montecillo para descubrir algo de los alrededores, no pudiendo ver gran cosa a causa de lo tupidos y abundantes que eran los bosques, todos ellos muy frescos y odoríferos. Un perfume de hierbas aromáticas impregnaba el ambiente, y los cantos de los pájaros hacían vibrar de sol a sol las verdes profundidades de la arboleda.

Acudían los indígenas en almadías y canoas para obtener cascabeles y ramalillos de cuentas a cambio del eterno «algodón filado» y redes en las que dormían, llamadas hamacas.

El domingo 4 de Noviembre, así que amaneció, entrose el Almirante en su batel para ir a tierra y cazar a ballestazos algunas de aquellas aves que le habían deleitado con sus cantos el día antes.

Martín Alonso Pinzón, lanza en mano, exploraba la floresta para descubrir riquezas utilizables, y al poco rato fue en busca de Colón dando gritos:

—¡Canela… canela!

Llevaba Pinzón en una mano dos varillas que tenía por canela, en vista de que un marinero de la Pinta, que era portugués y había navegado por las costas de África, hacía tal afirmación, habiendo tomado dichas varillas a un indio que traía dos manojos de éstas muy grandes. El contramaestre de la Pinta afirmó, por su parte, que había visto en la selva varios árboles de canela. La obsesión de las especias asiáticas les hacía suponer su existencia en todo árbol de forma desconocida y fuertes perfumes.

Marchó el Almirante con todos ellos a examinar dichos árboles, imaginándose haber topado al fin con una verdadera riqueza. Pero no tardaron en convencerse de que el valioso hallazgo era pura ilusión. Enseñaron a unos indígenas muestras de canela y pimienta traídas de Sevilla, y ellos hicieron lo de siempre. No se extrañaban de nada que pudieran mostrarles. Todo lo tenían en su tierra y en enormes cantidades, pero más lejos, siempre más lejos, señalando al Este.

Por ser domingo, la gente de la armada hizo fiesta, bajando a ver la tierra. Al día siguiente, lunes, pararían la nao y las dos carabelas en la playa para limpiar sus fondos. Por precaución, dio el Almirante la orden de que no se hiciese a la vez la varadura de los tres navíos, quedando siempre dos en el agua para mayor seguridad, por si sobrevenía un ataque, «aunque esta gente —decía— es muy segura y sin temor se podrían poner los navíos juntos a monte».

Fue este domingo el mejor día de toda la navegación para Lucero y Fernando Cuevas. Por primera vez pudieron bajar a tierra juntos.

Habían desembarcado en las primeras islas descubiertas, pero siempre separadamente. El paje seguía al Almirante algunas veces en el batel de la nao, admirando desde el agua los bosques que orlaban las orillas de fondeaderos y ríos, o dando, cuando más, un breve paseo detrás dé su señor. Le infundían cierta inquietud estas tierras, tan distintas a las que había visto hasta entonces, pobladas de gentes extrañas o desiertas y con un silencio profundo a veces más inquietante que el estrépito monótono y continuo de los mil ruidos de la Naturaleza en libertad, respirando y renovándose sin descanso. Don Cristóbal sólo tenía ojos y atención para observar el paisaje, y el delicado servidor tenía que pensar en su propia defensa, mientras llevaba la ballesta o la lanza de su amo y un saquillo conteniendo las muestras de especiería traídas de España.

Fernando Cuevas había ido más adentro en sus exploraciones, agregado a un grupo de marineros de la Santa María. Saltaban del batel, metiéndose en aquellos pueblos de indios, que no eran más que unos cuantos alfaneques o bohíos esparcidos en desorden, cuyos techos cónicos estaban terminados por una especie de humero (chimenea), aunque en realidad no era más que el remate natural de los haces de paja puestos en pendiente. Unas veces huían los indios a su aproximación y en vano les gritaban con tono amistoso, pues tales voces parecían espolearlos en su fuga. En otros lugares, gracias a los indios venidos en la armada que servían de intérpretes por señas y de pacificadores por medio de su lengua, se establecía relación entre los blancos y los cobrizos, empezando inmediatamente la eterna compra de algodón hilado y otras cosillas, así como loros y papagayos, a cambio de cascabeles y ramalillos de cuentas.

En estas viviendas indígenas comían el pan del país, llamado «cazabe», otros tubérculos propios de aquella tierra, y el panizo o maíz tostado, dando en cambio el duro bizcocho marinero untado de melaza, manjar celestial digno de los poderosos hechiceros salidos del Océano.

Nunca volvía Cuevas de tales expediciones sin llevar al paje del Almirante un puñado de flores extrañas y de intenso perfume, recogidas en la selva, o una hamaca teñida, para que la acomodase por la noche en su aposento del alcázar de popa, lecho movedizo, preferible al de los almadraques durante las noches calurosas del trópico, y que desaparecía a los primeros rayos del sol, quedando arrollado en un rincón como una serpiente de escamas multicolores. También le había traído al principio de cada excursión un ave azul, roja, verde, papagayo o loro, pero ya no juzgaba prudente regalar más pájaros de tal especie. ¡Eran tantos!… No había un hombre a bordo de la Santa María y de las dos carabelas que no fuese propietario de dos o tres de tales aves. Gritaban a todas horas marchando por los dos alcázares y por el combés, como si tomasen posesión de este pequeño mundo flotante; se colocaban en equilibrio fuera del casco, sobre las bocas de las bombardas y pasavolantes: subían a saltos por las escalas de cuerdas de la arboladura, y desde las vergas o en lo más alto de los mástiles, gritaban y gritaban, mirando las arboledas de la costa cercana, como si hiciesen presente su ascensión y su orgullo desde esta selva flotante a sus congéneres sedentarios que se mantenían en las selvas terrestres.

Este domingo, al poder desembarcar juntos los dos pajes, creyeron ver la nueva tierra más esplendorosa. Todos los de la armada habían olvidado las zozobras, resentimientos y amarguras de la travesía del Océano, después de ser descubierta la primera isla. La pobre Guanahaní, al surgir de las tinieblas marinas bajo los primeros rayos del sol, parecía haber partido la historia de todas aquellas gentes, dejando a un lado el pesimismo y el odio, para que no encontrasen en el opuesto más que optimismo y esperanza. El Almirante era el único que había sentido de modo distinto esta aparición divisoria.

Bajo la influencia del optimismo general había olvidado el paje Cuevas al señor Pero Gutiérrez y sus propósitos de venganza. El antiguo repostero tampoco parecía acordarse de los golpes que había dado al joven aquella noche y pasaba junto a él como si no le viese. Por el momento, las cosas que iba viendo en la tierra descubierta tenían para él mayor interés que las personas. Le preocupaba la suerte de su dinero; era un socio de la expedición, aunque más modesto que los Pinzones, y se adelantaba solo, explorando los bohíos y los lugares de la selva más inmediatas a la costa, para examinar los árboles, calculando la posible explotación de sus frutos, gomas y savias, y también los adornos de los indígenas, esperando encontrar en ellos perlas y oro.

Cuando los dos pajes avanzaron por las riberas del estuario cubano, vieron a un grupo de marineros procedentes de las dos carabelas que intentaban sostener pláticas con unos indios viejos, pintados de rojo y blanco, sin más ropa que unas redecillas de algodón que ocultaban sus vergüenzas, y con el cabello cerdoso anudado sobre el cogote en forma de cola y recortado en cerquillo sobre los ojos.

Otro indio de los de Guanahaní hablaba con los españoles, intentando expresar por medio de señas y la media docena de palabras que llevaba aprendidas todo lo que decían estos patriarcas. Seguían hablando de las riquezas de la isla de Babeque, señalando a lo lejos, siempre a lo lejos, como si dicha isla fuese semejante a las otras tierras fantásticas, inmediatas a las Canarias, a Madera y las Azores, que se dejaban ver para alejarse y perderse luego en las inmensidades oceánicas según se avanzaba hacia ellas. Las señas y palabras sueltas del intérprete iban dando a entender que por aquella parte había hombres que sólo tenían un ojo, y otros con hocico de perro, «los cuales comían a los otros hombres, y en tomando uno, lo primero que procuraban era degollarlo para beberle la sangre y cortarle su natura, regalándose con ella».

Fueron los dos jóvenes hacia otro grupo que observaba en silencio los inmediatos bohíos. Lo componían grumetes y pajes, atraídos por la desnudez de las indias. Las casadas jóvenes y las matronas ocultaban el sexo con unas pequeñas bragas hechas de algodón. Las mozas mostraban por entero la desnudez de sus cuerpos siempre ágiles y esbeltos. No podían ser de otro modo entre gentes que practicaban el infanticidio, la selección por la muerte, destruyendo todos los nacidos de salud débil y formas imperfectas.

La juventud de las carabelas, excitada por esta desnudez, ofrecía desde lejos cuentas de vidrio, pedazos de cristal que podían servir de espejo, botones dorados, pequeños clavos, y las beldades cobrizas de gruesa y aceitosa cabellera mostraban al sonreír sus dientes puntiagudos, profiriendo palabras que los otros tomaban como una invitación para que se acercasen. Era perturbador el espectáculo de estas carnes desnudas, aunque fuesen pintarrajeadas, para unos hombres procedentes de países donde la desnudez era pecado y las mujeres hasta prolongaban sus vestidos más allá del cuerpo, llevando largas colas de tela detrás de sus manos y detrás de sus pies. Ya que no habían visto aún al Gran Kan ni tropezado con sus inmensas riquezas, paladeaban los encantos de esta sencillez paradisíaca, infancia de la humanidad, sin tuyo ni mío, sin leyes y sin guerras…

Algunas veces, el grito bronco de un indígena, padre o hermano, hacía correr y ocultarse a estas beldades cobrizas. Generalmente se formaban parejas a pesar del obstáculo de la falta de comprensión y desaparecían en la selva, pasando el varón blanco un brazo por el talle ágil de la hembra, que parecía olvidada de su acompañante, concentrando toda su vida en sonreír a su propia imagen reflejada en el pedazo de vidrio, o en admirar sobre las magnolias rojizas de sus pechos la curva del collarejo de granos vidriados.

Un grupo de marineros, del cual surgían penachos de humo sutil, claro y azul, atrajo a los dos pajes. Parecía que en el interior del corro se estuviese celebrando una ceremonia religiosa, una quema de presentes, en homenaje a divinidades desconocidas.

Vieron sentados en el suelo a varios indios con sus mujeres, todos con un tizón en una mano, compuesto de hierbas enrolladas, que llevaban a la boca, aspirando sus sahumerios. A partir del descubrimiento de Guanahaní, el Almirante y muchos de los suyos se fijaron en unas hierbas secas que llevaban en sus piraguas los viajeros indios que habían encontrado de isla a isla. No podían comprender el uso de dichas hojas acartonadas, creyéndolas comestibles no obstante su fuerte olor, que hacía toser y lloriquear a los blancos. Fue en este fondeadero de Cuba donde vieron arder por primera vez estos tizones de hierbas, llamados «tabacos», y sintieron la curiosidad de aspirar su humo.

Marineros y grumetes daban varias chupadas a uno de los tizones ofrecidos por los indios, acabando por repelerlo entre toses y náuseas. Otros, habituados ya al sahumerio bucal, insistían en él, celebrando con grandes risas su graciosa hazaña, buena por una vez.

Ninguno de ellos podía sospechar que este uso de unos pobres y olvidados vasallos del Gran Kan, que ni siquiera iban vestidos, se esparciría por el mundo entero, siendo el más universal y admitido de los vicios.

Fernando Cuevas también quiso aspirar uno de aquellos tizones de hierba seca que expelían humo azulado. Le placía igualarse, en presencia del otro paje, con los marineros más broncos y brutales de la nao, e hizo esfuerzos por contener sus toses y arqueos de extrañeza al tragar los primeros sahumerios. Gracias a tal esfuerzo de voluntad fue encontrando cierto deleite adormecedor a estas aspiraciones de humo terriblemente oloroso.

Se habían alejado los dos, yendo a sentarse entre los primeros árboles de la selva inmediata, y al verse en relativo apartamiento, Lucero sintió la femenil curiosidad de probar el gusto de aquel tizón que conservaba Fernando. Tosió a las primeras chupadas, derramando lágrimas; pero la insistencia de Cuevas, que parecía entusiasmado por este entretenimiento, le hizo buscar otra vez la caricia del humo, descendiendo por su garganta como un arañazo cruel y cosquilleante al mismo tiempo. Las dos bocas fueron repartiéndose los sahumerios, pero antes de que el rollo de hierba se consumiese, Lucero, intensamente pálida, cerró los ojos y apoyó su frente en un hombro de Cuevas.

Le rodaba la cabeza, según sus propias palabras, lo mismo que el primer día de navegación, cuando se sintió almadiada, conociendo las angustias del mareo. Fernando también sufría cierto desorden en el estómago y la cabeza a causa de dichos sahumerios, y los dos pajes, renunciando a todo paseo por las inmediaciones, permanecieron sentados y apoyándose mutuamente, cual si estuviesen dormidos, pero dándose cuenta de lo que les rodeaba, hasta que cerró la noche y se metieron en el batel para volver a la nao.

A la mañana siguiente la Santa María fue puesta a monte, ocupándose toda su tripulación y una parte de la marinería de las otras carabelas en limpiar sus fondos y calafatear las junturas del casco. La nave estaba medio acostada en aquella playa de arena finísima, moviéndose los limpiadores en torno a su panza para arrancar las hierbas adheridas a las tablas durante la navegación oceánica y recubrir éstas con una capa de brea. Ardía el fogón, haciendo hervir los calderos de dicha materia negra, cuya hediondez parecía absorber y anular los perfumes de la selva inmediata. Los grumetes llevaban en grandes cucharones el ardiente betún, dejándolo caer sobre las tablas rascadas poco antes.

Lucero, como paje del Almirante, estaba libre de trabajo. Don Cristóbal, ocupado en vigilar el repaso de los fondos de su nao, prescindía este lunes de sus paseos tierra adentro. Fernando Cuevas se había librado también del trabajo de calafatear.

Maestre Diego, el botánico, que apreciaba su inteligencia y su buen deseo, haciendo elogios de las plantas y flores que sometía siempre a su examen al volver de tierra, había pedido al Almirante que dejara libre de servicio a este paje de escoba, para que herborizase durante la jornada en aquellas selvas misteriosas.

Pasaron los dos jóvenes entre los bohíos de la orilla, sumiéndose en la penumbra verde de la arboleda tropical. Les pareció la selva más grande y misteriosa que el día anterior. Ahora no había españoles en sus linderos. Los indios habían desaparecido igualmente. Toda la gente quedaba atrás, en las orillas del estuario, en torno a la nave varada y frente a las carabelas que esperaban su turno para ser puestas a monte.

Tierra adentro la vida humana parecía extinguirse, aplastada por las agitaciones de la vida animal y la inmensa respiración de los seres vegetales. Avanzaron de sorpresa en sorpresa por este enmarañamiento de plantas bajas y floridas o de árboles altísimos, uniéndose ambos elementos extremos de la selva por la mediación de vastísimas cortinas de lianas. A trechos, entre las columnatas de troncos, veían brillar el Océano libre, más allá de la desembocadura del río. Esta lámina azul tomaba cerca de la costa, por obra de los contrastes de la luz y la sombra, reflejos de ópalo y de rosa, el color irisado de una inmensa madreperla.

Los peñascos de la costa, brillantes de humedad, parecían de cobre puro, manteniéndolos sujetos, a flor de agua, ajorcas enormes de conchas abiertas y largas cabelleras verdes. Otros de estos cayos parecían cabezas coronadas con una alta y flotante diadema de plantas acuáticas, bajo cuya sombra se movían, como las luces de un chisporroteo, enjambres de peces, oro, rosa y bermellón. Cerca de la desembocadura del río, los grupos de cañas bravas se cimbreaban, avanzando en la arena hasta hundir sus raíces en unas aguas entre marinas y fluviales.

Tenían que abrirse paso violentamente, como si perforasen un muro, a través de barreras de lianas cubiertas de flores, cargadas de invisible y rumorosa vida animal.

Fernando llevaba un cuchillo prestado por un grumete de la nao, y gracias a sus cortes y a los fuertes tirones de sus brazos iba abriendo ventanas en este tejido vegetal, deslizándose por ellas con su acompañante. Cada una de estas perforaciones esparcía en torno de los dos un escape ruidoso de insectos asustados, haciendo brillar los colores de gemas preciosas de sus corazas, verdes como las esmeraldas, rosados como los rabíes o con el tono suave de las turquesas y los zafiros. Enormes mariposas aleteaban como flores volantes. Otras flores fijas, orquídeas de formas raras, mostraban una vida animal y feroz, abriendo traidoramente sus pétalos para atraer a los insectos y cerrarlos sobre ellos, asimilándoselos hasta convertirlos en nuevos colores y perfumes después de la carnívora digestión.

Papagayos y loros asustaban a los pajes con sus ruidosos vuelos que estremecían la selva, yendo a posarse algunos árboles más allá para continuar la charla de sus voces casi humanas. Junto a estas aves pintarrajeadas de la selva tropical se movían con graciosos saltos o ligeros vuelos los colibríes y los pájaros-mosca, joyas con alas cubiertas de plumajes, finos y multicolores como las sederías chinescas. Los gatos monillos marchaban a cuatro patas por las ramas horizontales, tomando la posición vertical para arrojar una lluvia de frutos secos. Cantaban las cigarras y los grillos como si ambos pajes estuviesen en los campos de su país, en plena primavera, a pesar de que iban a empezar aquí los meses del invierno.

Esta Naturaleza juvenil y esplendorosa era aún pobre en frutos. Las dos riquezas vegetales del trópico, el azúcar y el café, no las conocía aún. Los españoles iban a traer de Andalucía la caña de azúcar algunos años después, y el café mucho más tarde.

Tampoco había recibido su mejor fruto alimenticio, el plátano o banana. Fue un fraile español, el padre Tomás Berlanga, futuro obispo de Tierra Firme, o sea Panamá, quien lo llevó a Santo Domingo desde la Gran Canaria en 1516, veinticuatro años después del primer viaje de descubrimiento. Y los bananos de las islas Canarias eran hijos de los de Almería, en el reino de Granada, los cuales, a su vez, habían sido traídos de Asia por los moros españoles.

En la selva virgen no veían los dos jóvenes otros frutos que los llamados por los indígenas ñames y mameys, y los cocos.

Este último nombre era reciente y de invención española. Los descubridores se habían fijado en los tres redondeles que tenía este fruto en uno de los extremos de su cáscara, semejantes a los ojos y la boca de un mono. Era un mono que hacía gestos, que «coqueaba», según la antigua palabra española, no terroríficamente como lo hace el «coco» u ogro que asusta a los niños, sino grotescamente, como puede hacerlo un simio, y el fruto, con su carita que hacía «cocos», acababa finalmente por ser llamado coco, nombre que ha pasado a casi todos los idiomas de la tierra.

Buscaba Fernando piedras entre la hierba para derribar algunos cocos de aquellas palmeras rectas, cuya piel parecía cuero animal, elevándose con la verticalidad de un disparo hacia el cielo para esparcir el surtidor de sus hojas en el aire libre, a pleno sol, más arriba de la sombra dañina proyectada por los otros árboles. Llovían hojas a cada vuelo de las aves, grandes y charlatanas, con pico encorvado, ojos de malicia humana, rojas de cabeza, llevando mantos verdes, amarillos o azules. Los pájaros menores huían por unos instantes de esta irrupción parlanchina.

En otros lugares de la selva era absoluto el silencio, deteniéndose en sus linderos los papagayos y loros, los insectos zumbadores y hasta las avecillas mudas, que parecían hablar ruidosamente a los ojos con la sedería multicolor de su plumaje.

Todo era verde, silencioso, en estos rincones de vegetación tierna y virgen. Helechos arborescentes se unían por arriba, formando una bóveda impenetrable a los rayos solares. La luz era verde y difusa. Al avanzar se miraban los dos jóvenes, viéndose con el rostro y las manos lívidos, como si flotasen en el fondo del Océano. La tierra, eternamente húmeda, mojaba sus pies, y esto parecía aumentar la ilusión de que caminaban por un suelo submarino.

En ciertos lugares este rezumamiento de la tierra corría a las hoyas más cercanas, formando lagunas que a su vez se iban cubriendo con una apretada capa vegetal de hojas redondas y duras como escudos, entre las cuales florecían largas azucenas acuáticas. Estas aguas, que parecían muertas para siempre, se abullonaban algunas veces con respiraciones de seres invisibles. Indudablemente en su fondo dormían caimanes y otros bestiones, como decía el Almirante al describir la fauna de las nuevas tierras.

Un rumor de hojas rotas, de hierbas doblegadas, hacía detener el paso a los dos jóvenes. Veían deslizarse con lentitud un cable hinchado con motas amarillas, negras y verdes. Eran las culebras bobas de la selva tropical, más temibles por su aspecto que por sus hechos, eternas perseguidoras del insecto, del pájaro, de los reptiles menores, y evitando siempre la proximidad del hombre.

Fernando las conocía por sus anteriores desembarcos. Él y un grumete habían muerto a palos a una de estas sierpes en la isla de Samoeto, llevándola a rastras hasta donde estaba el Almirante, el cual dispuso que le arrancasen el cuero y lo salasen para enseñarlo a Sus Altezas cuando regresase a España, con otras muestras animales y vegetales de los nuevos países.

Lucero, a pesar de la confianza de su acompañante, temió seguir avanzando por la selva. Todos los cuentos horroríficos oídos en su niñez, de ogros comedores de carne infantil, ocultos en los bosques, de dragones y de vampiros, resucitaban en su memoria. Repentinamente perdieron para ella todo interés aquellos insectos duramente acorazados de oro verde que Cuevas iba depositando en su gorro, mariposas con las alas empolvadas de colores, frutos de cáscara metálica y dulce pasta interior.

—Vámonos de aquí —suplicó la joven, señalando instintivamente hacia el punto del horizonte donde habían visto media hora antes brillar el mar.

Necesitaba el sol, el aire libre, la libertad visual de la inmensa extensión oceánica, como un prisionero angustiado por el ambiente estrecho de las cuatro paredes que le rodean.

Atravesando la selva en línea recta, rompiendo lianas, haciendo caer sobre sus cabezas una lluvia de hojas, provocando la protesta chillona de papagayos y monos, hundiéndose repentinamente en charcas invisibles hasta la rodilla para retroceder alarmados, mientras por el extremo opuesto escapaban alimañas reptantes con no menos pavor, llegaron a la arboleda lindante con el mar.

Aquí era menos enmarañada la vegetación baja y los árboles frutales más pródigos, por recibir con mayor abundancia la luz del sol.

Se quitaron los dos sus borceguíes húmedos para correr con los pies descalzos por una arena fina, dorada y seca. Luego, en sus jugueteos, fueron hasta la orilla del mar, buscando la fresca caricia de la arena mojada, brillante como un espejo.

Habían salido muy lejos de la boca del río. Esta playa pertenecía al mar libre. Se extendía el agua primeramente tersa, muerta, profundamente cristalina, como si renovasen su nitidez fuentes ocultas. Sin embargo, al gustarla Cuevas con una mano, notó que era salada, lo mismo que la del Océano. Una restinga de peñascos poco visibles, por quedar los más de ellos bajo del nivel acuático, cerraba este vastísimo espacio de mar, inmóvil como un espejo. Una ligera franja de espuma y las cabezas negras con coronas verdes de los contados peñascos emergentes marcaban dicha barrera. Más allá se extendía el mar antillano, el océano tropical, más densamente azul que en la superficie inmediata a la playa, con ligeras ondulaciones, espejeando bajo el sol, repleto de una fuerza vital exuberante y agresiva.

Fernando, que había adquirido durante su navegación una vista de marinero, llegando a descubrir los más pequeños accidentes de la inmensa llanura líquida, notó al otro lado de la restinga ciertas negruras veloces que hacían emerger en sus carreras un pequeño triángulo, a modo de aleta. Eran los tiburones, eternos habitantes de las encrucijadas oceánicas entre tantas islas, terribles y amenazadores mendigos que les habían salido al paso desde que tocaron en Guanahaní, siguiendo todas las evoluciones de la armada descubridora, en espera de que cayese algo de las naos.

Notó el paje que estos vecinos inquietantes, al llegar a la parte exterior de la restinga, retrocedían como si hubiesen hociqueado en un obstáculo insuperable, dejando escapar a las presas que perseguían. Todos los peces menores buscaban el refugio del agua interior deslizándose entre los peñascos, y allí descansaban y procreaban como si fuese un enorme lago artificial construido para su reproducción.

Saltando de uno a otro de los peñascos, medio hundidos en la arena de la orilla, iba admirando Lucero las profundas masas de cristal verdoso, cortado a trechos por los relámpagos de oro y colores que trazaban al pasar los enjambres de peces.

Vio animales cortos y panzudos, casi redondos, con una tonalidad de oro blanquecino, moviendo la hélice bifurcada de su cola. Otros peces eran de oro fuego, de oro madera, de oro limón, de oro verdoso, con una franja de espinas en el lomo y manchas purpúreas o blancas en los flancos. En ciertos lugares, el agua clarísima parecía aire, siendo preciso arrojar una piedra para que el ensanche de sus círculos denotase por unos instantes su solidez líquida. Abrían las grandes valvas su palacio interior de nácar, moviéndose como una lengua gelatinosa la densa mucosidad que habitaba en su interior. Los pequeños crustáceos aleteaban como los insectos de la selva en torno a conchas y madréporas. Más al interior de este lago marino se movían las medusas, a corta distancia de la superficie, balanceando sus cabezas como sombrillas blancas ribeteadas de rojo o violeta, yendo de un lado a otro con la natación perforante de su extremidad rematada por varias patas de pulpo inofensivo.

La vista de este edén marítimo despertó en los dos jóvenes nuevos deseos. Habían avanzado a través de la selva misteriosa y verde apoyados uno en otro; pero de tal modo les impresionaba esta soledad murmurante de árboles, pájaros y bóvedas vegetales, que no se les ocurrió pensar en sus personas, y sólo se besaron una vez. Toda su atención era puramente exterior. Necesitaban vigilar lo que existía en torno a ellos, al mismo tiempo que lo admiraban. Era prudente mantenerse en guardia contra el peligro que parecía acecharlos en esta soledad misteriosa; no incurrir en los descuidos que favorecen la sorpresa.

Aquí, junto a la orilla del mar, sintiéndose ganados nuevamente por la alegría y la confianza, volvieron a buscarse. Se besaron después de sentarse en la arena, al amparo de una piedra que les servía de respaldo, mirando antes en torno inútilmente.

Y al besarse, vecinos al agua, se dieron cuenta por primera vez del abandono y la suciedad en que vivía su juventud hacía muchas semanas.

Fernando, atrevido nadador del Guadalquivir, se había arrojado algunas veces al mar con otros grumetes y pajes de la nao, entreteniendo así el tedio de su viaje en días que la Santa María navegaba poco a causa de calmas momentáneas. Lucero no había conocido en dicho tiempo otros refrescamientos corporales que las abluciones hechas secretamente en un escondrijo del alcázar de popa, para que nadie incurriese en sospechas acerca de su verdadero sexo.

Aquí, la frescura sonriente de la mañana, la eterna juventud de aquel mar, cuyos colores eran semejantes a los de una inmensa cola de pavo real —oro en unas partes, azul de añil en otras, pétalo de rosa, verde de esmeralda, blanco de perla en el resto de su nacarada superficie—, les hizo sentir a los dos vergüenza de sus trajes sucios de marineros y una necesidad vehemente de expeler esta costra de civilizados.

Necesitaban verse en paradisíaca desnudez, lo mismo que los indios, en medio de una Naturaleza inocente, franca y pueril, igual a la de los tiempos anteriores al pecado original de la leyenda bíblica.

El impetuoso Cuevas se desnudó en un momento, cara al mar, lanzándose de cabeza en el agua desde lo alto de un peñasco. A los pocos instantes surgió dando resoplidos como un tritón joven, pasándose una mano por la cabellera chorreante, y empezó a bracear, abriendo con su pecho una sucesión de arcos acuáticos que se iban prolongando y perdiendo a sus espaldas.

—¡Ven, ven! —gritó—. El agua está caliente como en un baño de mora.

Se iba quitando el paje del Almirante las prendas de su traje con trémula vacilación, mirando a un lado y a otro. La judía era más grácil de cuerpo que su enamorado, con una flacura propia de su raza, en la que todas las leyes de peso y de volumen preséntanse exageradas, produciendo mujeres extraordinariamente obesas y otras de tan inaudita delgadez que parece incompatible con las exigencias ordinarias de la vida.

Pero esta flacura de mancebo débil, mantenida por las apariencias del traje varonil, se iba borrando con los avances de la desnudez. El delgado paje Lucero tenía en su pecho los abultamientos nacientes de dos capullos carnales, blancos y firmes, y al quitarse sus calzas, las esbeltas y largas piernas, las caderas y los salidizos inmediatos, mostraron unas curvas reducidas y apretadas, incompatibles con la masculinidad, reveladoras del engaño de su vestimenta.

Por esto tal vez, temerosa de ser sorprendida, apenas se despojó de su última prenda interior, imitó a Cuevas. Pero no se arrojó en el agua de cabeza; salió del abrigo de la peña que le había servido de cortinaje mientras se desvestía, y corriendo por la arena, entrose aguas adentro hasta donde le esperaba el otro.

Lanzó gritos de alegría al empezar su natación, luego otros de angustia al notar que ya no tocaba con sus pies la arena, agarrándose a los fuertes hombros de Fernando, enlazándole el cuello con sus brazos como si fuese a besarle, dejándose llevar por el joven, que le iba enseñando la manera de mantenerse sin miedo sobre el agua.

Pasaron cerca de una hora evolucionando por aquel lago cada vez más quieto y cristalino. El sol iba subiendo, ya estaba casi en su cénit, y sus rayos horizontales aclaraban aún más estas aguas inmóviles con su dorada luminosidad. El agua tibia y acariciante permitía prolongar la permanencia en este pequeño mar interior, igual por las agitaciones de su exuberante vida interna y por su temperatura a los de los primeros siglos de la existencia humana sobre el planeta.

Al fin salieron a la orilla, y Lucero, familiarizada con su desnudez, no mostró rubor alguno, caminando con la misma seguridad que las indias que había visto el día anterior.

—Tengo hambre, mucha hambre —dijo ella.

Fernando pensaba lo mismo; y guiados por el instinto, atravesaron la faja de arena, empezando a pisar la tierra musgosa para ir hasta un grupo de árboles en el lindero del bosque.

Comieron con una avidez juvenil frutás dulces, de un color de oro mortecino, cuyos nombres ignoraban. Luego bebieron, puestos de bruces, como animalillos, en un arroyuelo que venía tal vez de una charca del interior de la selva, pero era claro y rumoroso, perdiéndose en la arena, sin llegar al mar.

Rieron los dos al ver sus bocas, sus narices y sus ojos en este reguero incesante que apagaba su sed. Sentían renacer dentro de ellos las almas de remotísimos ascendientes anteriores a la Historia. Su juventud y su ignorancia admiraron esta vida de la Naturaleza como un estado perfecto. La selva tenía frutos para su hambre y agua para su sed. El mar del trópico les vestiría, siempre que ellos quisieran, envolviéndolos en una túnica de tibio cristal adornada con madreperlas y peces de oro, inquietos y latidores. ¿Qué más podían desear?

Satisfecha el hambre y la sed, pensaban ahora con desprecio en las ropas de la civilización, groseras e impregnadas de zumos humanos, que les esperaban a la sombra de un peñasco, como una librea de pobreza y disimulo que debían forzosamente revestir.

Se dirigieron hacia un árbol enormísimo, destacado de la selva, que había crecido solo, anulando en torno todo lo que podía rivalizar con él, privándolo del disfrute del sol y de la respiración salina del mar. Había visto sin duda durante siglos y siglos la aparición del sol en la línea oceánica del horizonte y su caída diaria en las abullonadas alturas de la selva. Era su ramaje a modo de una cúpula que hacía llover de su verde ensamblaje todas las alegrías de la Naturaleza: revoloteos de flores, cantos de pájaros, bocanadas intensas de perfumes. Su savia se escapaba por las cicatrices de su corteza en forma de gomas olorosas, claras como el ámbar. Se extendían sus raíces a largas distancias como lomos de serpientes negras y nudosas, perdiéndose finalmente en el suelo. Estas raigambres gigantescas no permitían en una gran extensión el crecimiento de ninguna planta alta, de ningún árbol nuevo; pero entre sus retorcimientos, la hierba, fresca y menuda, moteada de pequeñas flores, cubría espacios triangulares en forma de taludes, ofreciéndose éstos como lechos de verdes sábanas diariamente renovadas.

Desnudos los dos jóvenes y con el cuerpo brillante aún por la reciente mojadura, fueron a sentarse al pie del gigante, en uno de los declives aterciopelados. Avisada Lucero por un secreto instinto, mostró cierta inquietud al verse debajo del árbol.

—No te sientes —dijo a su compañero—. Marchemos, marchemos.

Pero de la inmensa cúpula vegetal empezaron a descender unos olores que desmayaron su voluntad, tan fuertes eran, y acabó sentándose junto a Fernando, que también parecía dominado por una pereza voluptuosa.

—¿Para qué ir más lejos?… ¿Dónde encontraremos un árbol mejor?…

No podían alejarse de la sombra de sus ramas, enormes brazos protectores. Caían de su cúpula gotas de luz, extendiéndose en el suelo ensombrecido como patenas de oro.

Una tibieza adormecedora de crepúsculo envolvía a los dos jóvenes.

Se besaron, se besaron, se besaron en la infinita libertad de un mundo nuevo. Sus besos ya no eran rápidos y tímidos, sin continuidad y en perpetua alarma, como los que habían cambiado en las posadas de España, llenas de gente, o en el alcázar de popa de la nao. Estaban solos en un jardín inmenso, separados del resto del mundo por muros que no podían ver, pero indudablemente existían. Una de estas cercas inasaltables era el Océano que tenían enfrente, y a sus espaldas la selva, antigua como el mundo. ¿Quién podía sorprenderles?…

No les bastaba ya la caricia en el rostro, que era lo que mutuamente habían conocido. Sus bocas se posesionaban de otras partes de su cuerpo que habían vivido ocultas hasta entonces por los ropajes de la civilización. Los dos eran uno, agitándose sobre el lecho de hierba con la inocente tranquilidad de las hermosas bestiecillas, que cumplen las leyes naturales sin conocer remordimiento ni vergüenza.

Sollozó Lucero bajo el dolor virginal, precursor a larga distancia de los dolores maternales que renuevan la vida. Influenciados por el ambiente que les rodeaba, por la vecindad del mar, siempre repleto de nuevas existencias, por la respiración de la selva crujiente y rumorosa, en la que se suceden miles de nacimientos en el breve término de cada minuto, repetían el gesto de pasión sin el cual hace millones de años que la vida se habría cortado en nuestro planeta.

El tronco del árbol, grueso como una torre, parecía respirar lo mismo que un pecho, soltando gotas perfumadas por sus poros. Los cubría con sus cien brazos de los ardores del sol meridiano. Sonaba en la espesura el canto melodioso del sinsonte, ruiseñor tropical, como si ya empezase a anochecer, engañado por la penumbra verde de las bóvedas de helechos. Un par de aves parecidas a las tórtolas runruneaban en la cabellera verde del gigante vegetal. Abajo, entre sus raíces semejantes a muros chamuscados, permanecían inmóviles y adormecidos, por el reciente cansancio, los dos cuerpos desnudos.

No oyeron un rumor de arrastre en el lugar donde la selva formaba un istmo, uniéndose al árbol inmenso. Sobre las raíces negras se fue elevando lentamente otra raíz pintarrajeada a pequeños redondeles de colores, luchando con su propia pesadez, moviendo una cabecita final de ojos brillantes y párpados cartilaginosos.

Era una de las grandes culebras de la selva, atraída sin duda por las respiraciones jadeantes de aquellos dos cuerpos desnudos que ahora se mostraban abrazados y silenciosos en la inmovilidad del sueño.

Se mantuvo erguida unos momentos, como si fuese la serpiente tentadora de esta pareja edénica. Un ruido extraordinario, diferente a los rumores de la vegetación, hizo contraerse al reptil y desaparecer.

Transcurrieron unos minutos de profundo silencio. Los dos jóvenes seguían en su cansada inmovilidad.

Asomó la cabeza un hombre por detrás del tronco-torre. Luego fue avanzando de raíz en raíz, hasta llegar cerca de la adormecida pareja.

Iba vestido como los hombres blancos. Llevaba espada al costado y una lanza corta le servía de apoyo.

Este varón sólo tuvo ojos para mirar el cuerpo grácil de la joven y sus incipientes y graciosas redondeces. En sus pupilas brillaba la fosforescencia del deseo carnal.

Si Fernando Cuevas hubiese entreabierto los ojos, lo habría reconocido. Era el señor Pero Gutiérrez.

Cuando los dos jóvenes empezaron a despertar, algún tiempo después, sólo vieron en torno a ellos árboles rumorosos, la playa de arena brillante bajo el sol de mediodía, el terso lago de la restinga, y más allá de su barrera de peñascos el azul oceánico cortado por las aletas de los tiburones, que se perseguían movidos, lo mismo que los demás seres de la creación, por las dos necesidades que son los grandes resortes de todas las existencias, desde las más simples hasta las más complicadas y perfectas: el hambre y el amor.

III: En donde se habla de la gran traición que el mayor de los Pinzones hizo al Almirante, y del fervor místico de éste al verse cerca del dios amarillo, señor del mundo, hijo del Sol y de la Tierra

Transcurridos cuatro días, volvieron el «converso» de Murcia y el marinero de Ayamonte, embajadores del Almirante, sin haber encontrado en su viaje el menor vestigio del Gran Kan, ni visto rey de aquella tierra que fuese amigo o enemigo del poderoso monarca asiático. Habían caminado unas doce leguas, hasta topar con una población de cincuenta casas, donde calcularon que debían vivir más de mil personas, por ser muchos los indios que se aglomeraban en cada edificio, siendo estas chozas colectivas a modo de alfaneques grandísimos.

Fueron recibidos Luis de Torres y Rodrigo de Jerez lo mismo que dioses, corriendo a ellos hombres y mujeres para tocarlos con admiración y besarles manos y pies, como si fuesen venidos del cielo. Dábanles de comer lo que tenían, y los más honrados del pueblo los llevaron al bohío principal, haciéndolos sentar en dos sillas de las suyas, mientras los demás se ponían en cuclillas en derredor de la pareja de blancos. Cuando salieron los hombres entraron las mujeres, sentándose de la misma manera luego de tocarlos para ver si eran de carne y hueso como los indios.

Preguntaron los dos embajadores por el rey del país, y a pesar de los buenos oficios de un indio de los que venían en la armada y les servía de intérprete, nadie supo darles razón. Vieron algunos indígenas principales, que parecían gobernar a los otros, distinguiéndose de ellos por su mayor obesidad, pero ninguno de dichos personajes gordos, desnudos y pintarrajeados tenía la menor semejanza con el omnipotente «rey de los reyes», señor del inmenso Imperio de la China.

Mostraron los enviados la canela, la pimienta y otras especias que el Almirante les había dado, y todos los indios dijeron por señas que había mucho de esto en el país, pero no allí mismo, sino al Sudeste. La eterna afirmación cuando les enseñaban oro, perlas o especias. De todo había, pero siempre más lejos.

Convencidos de que no verían nada más, emprendieron el viaje de regreso a la costa, y muchas gentes de aquel pueblo, más de quinientos hombres y mujeres, quisieron acompañarles, seguros de que así irían al cielo rectamente. Uno de los caciques hizo retroceder a este gentío, y él, un hijo suyo y un amigo fueron los únicos que acompañaron a los blancos en su vuelta al mar.

Los recibió el Almirante con grandes agasajos en su nao capitana, todavía en seco, y al ver que su aspecto era aseñorado, pensó en hacerlos prisioneros para llevarlos a los reyes de España; mas apenas cerró la noche, los tres indios empezaron a mostrar cierta inquietud, cual si adivinasen las intenciones de Colón, y como la nao estaba varada en tierra, resultó imposible el retenerlos. Afirmaron que volverían apenas amaneciese, pero el Almirante no los vio más.

Devolvió el judío Torres la carta escrita en latín para el Gran Kan. Tal vez resultase útil al tocar en otro puerto. No habían visto los dos más que muchos árboles y hierbas con flores odoríferas. Las aves eran muy numerosas y de diversas maneras que las de España. «Vieron perdices y ruiseñores que cantaban en pleno día, así como ánsares», siendo esta especie de cisnes muy abundante en el país. «Bestias de cuatro pies no vieron, salvo aquellos perros indígenas que no ladraban. El mismo panizo o maíz que en otros campos, y mucha cantidad de algodón, ya hilado, tanto, que calculaban haber visto en el pueblo unos cuatro mil quintales».

Después de este fracaso ya no dudó el Almirante en reanudar su viaje con dirección a aquellas tierras que señalaban los indígenas siempre que les hacían preguntas sobre el origen del oro y las perlas. Había que ir a Babeque o a Bohío, pues ambos nombres daban los indígenas a la isla guardadora de tantas riquezas. También la llamaban Cariba, y en ella las gentes llevaban oro y perlas en el rostro, en las piernas y en los brazos.

Colón creyó entender, a través de la charla ininteligible de los indios, que en esta isla preciosa encontraría naos grandes y corporaciones de mercaderes. También por la misma parte existían los llamados caribs o caribes, cíclopes con un solo ojo, y otros con hocico de perro, particularidades que no podían extrañar a Colón después de haber leído los viajes de Mandeville. Empezaban a surgir en la realidad todos los espectáculos asombrosos que este viajero novelesco había visto en el extremo oriental de Asia.

Ya que no había encontrado oro ni especias en esta tierra de Cuba, a la que dio el nombre de Juana, en recuerdo del príncipe don Juan, heredero de los reyes españoles, procuró consolarse de tal decepción ensalzando la fertilidad de su suelo. Los indios lo cultivaban mal, y sin embargo, daba espléndidas cosechas de los vegetales empleados en la alimentación de aquéllos; los llamados ñames, por otro nombre batatas, «que tienen sabor de castañas, los fréjoles y habas, muy diversas de las nuestras», y sobre todo el algodón, en tan enormes cantidades, que el Almirante empezó a planear para lo futuro su cultivo en grande, no para exportarlo a España, sino para comerciar con los mercaderes del Gran Kan, que seguramente vendrían a buscarlo. Él conseguiría por este medio una parte del oro del «rey de los reyes».

Abundaba igualmente el lináloe, pero, según él decía, esta madera oleaginosa «no es de gran caudal». Más le interesaba la almáciga —el mastic de los griegos—, de buena venta en España, y la encontró en todos los bosques, «pero se ha de coger a sus tiempos, y aunque mandé sangrar muchos de dichos árboles para ver si echaban resina de esta clase y la traer a España, vi que aún no era tiempo, pues esto debe hacerse al salir del invierno, cuando los árboles quieren echar la flor, y ahora ya tenían su fruto casi maduro».

Los cilindros de hojas secas traídos por los dos embajadores y que llevaban las gentes del país en una mano, encendidos como tizones, aspirando su humo, no representaban valor alguno para el Almirante, ni fijó en ellos su atención. El llamado «tabaco» por los indígenas le parecía insignificante entretenimiento, propio de aquella gente simple y de gustos infantiles, no ocurriéndosele nunca que esto pudiera representar en lo futuro una de las mayores riquezas.

Tiraron los navíos de monte, y al tenerlos ya en el agua, dispuso Colón la partida el jueves 11 de Noviembre.

—En nombre de Dios, hay que ir al Sudeste, a buscar oro y especierías y a descubrir tierras.

Siguió navegando la flotilla por la costa de Cuba o Juana, en busca de las ricas ciudades del Gran Kan.

Encontraron una canoa tripulada por seis mancebos, y a cinco de ellos, que subieron a la nao, los mandó detener el Almirante para traerlos a España.

Llevaba ya bastantes indios, pero tenía interés en apresar igualmente mujeres, por creer que de este modo los indios irían más contentos y aprenderían mejor la lengua. Se acordaba de que los portugueses, en sus exploraciones de Guinea, habían llevado inútilmente muchos negros a Portugal para que aprendiesen la lengua y pudieran volver a sus tierras ensalzando lo que habían visto. Como los portugueses no se cuidaban al principio más que de llevar hombres, por considerar su traslado más fácil, estos prisioneros, al volver a su tierra, habían desaparecido, sin prestar servicio alguno, pues conservaban un mal recuerdo de los larguísimos meses de celibato y aislamiento.

El Almirante envió una partida de marineros a unas chozas o bohíos de la costa, y según anotó en su cuaderno, éstos «trajeron siete cabezas de mujeres, entre chicas y grandes, y tres niños».

Contaba el descubridor a las indias por cabezas, como los pastores cuentan sus rebaños. En la misma noche «vino a bordo en una almadía el marido de una de estas mujeres y padre de tres hijos, un macho y dos hembras, y dijo que yo le dejase venir con ellos, y a mí me plugo mucho, y quedan ahora todos consolados, pues creo que todos son parientes y él ya es hombre de cuarenta y cinco años».

Empezaba a hacer algún frío, y por esto Colón creyó que no era de buen consejo navegar hacia el Norte para descubrir. Dos días le hubiesen bastado para dar con la península de la Florida, si hubiese ido hacia el Norte, pero a él lo que le preocupaba era el Sudeste con sus islas confusas de Babeque o de Bohío.

En todas las bahías donde anclaba o en las islas inmediatas a la costa iba dejando grandes cruces hechas de maderos. Mientras estaban fondeadas las naves sacaban los bateles de ellas con todos los artefactos de pesca, tendiendo la gran red en las aguas tranquilas y buceando grumetes y pajes para examinar los moluscos adheridos al fondo. Buscaban nácaras, «que son las ostras donde se crían las perlas —escribió el Almirante en su Diario—, y hallaron muchas de ellas, pero no perlas, y yo lo atribuyo a que no era el tiempo de ellas, pues creo que el tiempo de las perlas es por Mayo y Junio».

Pescaron los marineros un pez, entre otros muchos, que parecía «un propio puerco, todo él de concha muy dura, y no tenía cosa blanda sino la cola y los ojos, y un agujero debajo para expeler sus superfluidades». Todos los animales raros que iban pescando, así como los encontrados en tierra, los iban metiendo en sal para conservarlos hasta su regreso a España y que los viesen los reyes.

Ya habían encontrado unos pequeños cuadrúpedos, diferentes a los perros, que no ladraban y que servían de alimentación extraordinaria a estos indios, vegetarianos por pereza. Unos se llamaban hutías, semejantes a ratones y no más grandes que éstos; otros, los cories, eran a modo de conejos chicos y de gracioso aspecto, a causa de sus colores.

No quiso Colón volver a la Isabela, que estaba muy cerca, por miedo a que se le fugasen los indios tomados en Guanahaní, que él deseaba traer a España. Era más conveniente ir a Bohío o Babeque. Bien notaba Colón la proximidad de estas tierras ricas en oro. El viento era contrario, el mar picado, y sin embargo, el tiempo resultaba cada vez menos frío, aumentando el calor, no obstante la proximidad del invierno. Y él, como muchos de su época, estaba enterado de que el calor es compañero fiel del oro, y donde éste se da con más abundancia es en la zona tórrida.

El miércoles 21 de Noviembre se apartaron los tres buques de las costas de Juana, poniendo las proas hacia la isla de Bohío o Babeque, que todavía era una sola tierra. Algunas semanas después, al haber descubierto la isla de Haití, que Colón bautizó la Española, fue cuando se hizo una separación entre Bohío y Babeque. Bohío pasó a ser definitivamente la Española o Haití, y la famosa Babeque, que siempre quedaba lejos, como una ilusión dorada y fugitiva, la fijó el Almirante en la isla que fue llamada luego Jamaica.

Navegaban las tres naves en el mismo acostumbrado orden. La Pinta, como más velera y mejor gobernada, marchaba delante, a gran distancia, aprovechando su velocidad para dar «cuchilladas» a un lado y a otro, sin que los demás buques pudiesen adelantarla, ensanchando de tal modo el radio de su exploración.

Al anochecer del tercer día de viaje el tiempo refrescó mucho, el mar se mostró contrario y el Almirante resolvió repentinamente volver al punto de partida, dejando la navegación a Bohío o Babeque para cuando el tiempo fuese más favorable. Y poniendo acto seguido en obra su repentina decisión, hizo virar su nave, colocando en los palos faroles que indicasen el cambio de rumbo.

La Niña, que por ser menos velera marchaba siempre al lado de la Santa María, imitó dicha maniobra, siguiendo al Almirante en su retirada. La Pinta, que iba dieciséis millas delante, no vio las luces, y continuó navegando en la noche creciente, sin darse cuenta de que se separaba cada vez más de las otras dos naves, perdiéndolas de vista. En realidad fue Colón el autor de esta dispersión, por su repentino deseo de retroceder, adoptado sin aviso previo, sin disparar cañonazos, limitándose a poner luces, el más imperfecto y precario de los procedimientos de aviso, por ser entonces las luces náuticas turbios farolillos con velas de sebo, que sólo se alcanzaban a ver a corta distancia, y muchas veces en vez de vidrios tenían delgadas láminas de cuerno.

Como era Colón de suyo receloso, pronto a atribuirla responsabilidad de las propias faltas a sus allegados, y a cavilar sobre las consecuencias de todo acto que le disgustase, viendo asechanzas y traiciones, no tardó en inventar una conjuración contra él para explicarse este contratiempo, fruto de su propia ligereza. Desde algunas semanas antes no se recataba en mostrar pública animadversión contra Martín Alonso, y creyó que éste había querido vengarse de él abandonando la flotilla para navegar directamente hacia España y presentarse a los reyes, notificándoles los descubrimientos hechos, y sustrayéndole así las albricias que le correspondían como Almirante.

De existir una conjuración de los Pinzones, resultaba inverosímil que el capitán de la Niña, hermano de Martín Alonso, se hubiese quedado con él, participando de su misma suerte. Pero Colón, como todos los imaginativos exaltados, se aferraba a su primera sospecha, convirtiéndola en realidad y repudiando todas las observaciones del sentido común.

Solamente el ansia de riquezas pudo modificar su primitiva suposición, y acabó por creer que si Martín Alonso le había abandonado era para llegar antes a Babeque y hartarse de recoger oro. Y consignó estas sospechas en su Diario de a bordo, diciendo que la carabela Pinta se había separado, no por el mal tiempo, sino porque quiso, añadiendo, como una condensación de la enemistad que le inspiraba desde semanas antes Martín Alonso: «otras muchas me tiene hecho y dicho».

Tales palabras sirvieron años después para que el hijo ilegítimo del descubridor, don Fernando Colón, en la historia que escribió sobre su padre y todos los idólatras del Almirante, que hasta han querido hacerlo santo, explotasen este simple incidente de navegación como una más de las persecuciones y tribulaciones sufridas por el grande-hombre. Olvidaron todos ellos que Colón y Pinzón eran simplemente dos socios con derechos iguales en las ganancias del viaje, aunque Pinzón había puesto más que el otro, y si el uno era el almirante, Martín Alonso era el verdadero armador de la flotilla. Y convirtieron dicho episodio de mediana importancia en una traición semejante a la de un jefe moderno de acorazado que desobedeciese las órdenes del almirante dadas por telegrafía sin hilos, y en vez de virar, como el resto de la flota, se apartase de ella, negándose a oír la voz de su jefe.

Pinzón era español, y como durante tres siglos todos los panegiristas del Almirante han escrito siempre con hostilidad preconcebida contra España, creyendo hacer más grande a su ídolo cuanto más perseguido lo mostrasen por una nación que le dio todo cuanto quiso con romanticismo y una falta de sentido práctico en que no hubiesen incurrido otros países, esta ligereza de Colón en el mando de su flota ha servido durante cuatrocientos años para que su socio y su protector en el puerto de Palos sea calificado por los colombianos fanáticos de ingrato, desertor, cobarde, envidioso y otros epítetos indignos.

El eterno buscador de oro encontró inmediatamente la explicación de este episodio que él interpretaba como una fuga. No habiendo en la Santa María espacio para todos los indios que él iba aprisionando, puso otros en la Niña y en la Pinta. Y se acordó del único indio que iba con Martín Alonso. Indudablemente, según Colón, éste habría ofrecido a Martín Alonso darle mucho oro en Babeque, por conocer el lugar donde podría encontrarlo, y Pinzón, excitada su codicia, había continuado su viaje.

La verdadera explicación de la conducta del marino andaluz era más sencilla para el que examinase los hechos sin el apasionamiento de una codicia pronta a ver fantasmas y persecuciones y de una vanidad que no podía tolerar en torno ningún carácter independiente. Pinzón, siguiendo las órdenes que había recibido al salir de Cuba, continuó navegando hacia Babeque, cuyas altísimas montañas se dejaban ver en el horizonte. No se imaginó nunca que a Colón se le pudiera ocurrir de pronto volver atrás sin un motivo realmente grave, pues para un navegante como Pinzón, tener viento y mar desfavorables era contrariedad de escasa importancia. Podía haber dado esta orden horas antes, cuando las embarcaciones, según costumbre, se ponían al habla al salir y al ponerse el sol; podía también avisarle disparando cañonazos, único medio útil para advertir en la noche a una nave que navega con enorme delantera.

Al verse solo en la mañana siguiente, Pinzón se limitó a cumplir las órdenes recibidas, llegando a Babeque o Bohío, buscando un fondeadero apropiado, explorando la región y despachando indios por la costa para si encontraban al Almirante en algún punto de ellas le avisasen de su paradero. Y así que llegó a saber, algunas semanas después, que los naturales habían visto otras embarcaciones de blancos, se apresuró a buscarlas, explicando al jefe de la armada todo lo ocurrido, cómo esta separación había sido fortuita y que él no pudo hacer otra cosa qué lo hecho.

Lo natural, ya que Colón sospechaba tantas malas acciones de su asociado, y su codicia vivía inquieta al pensar en el mucho oro que estaría acaparando a aquellas horas, era que hubiese reanudado su viaje a Babeque tan pronto como al abrigo de la costa de Cuba vio que cambiaban el viento y el mar; pero en vez de esto, permaneció trece días explorando dicha costa, sin encontrar nada que considerase de provecho, extasiándose con un fervor de poeta ante nuevas y maravillosas arbólelas, llenas de flores y de cantos de aves tan amenos «que no quisiera nunca salir de ahí y que no bastarían mil lenguas para referirlo».

Encontraba estas tierras tan hermosas, que, según sus palabras, había momentos en que le parecía que «estaba encantado».

Estas contradicciones de conducta, esta falta de lógica en los hechos, se notaron más de una vez en la vida del Almirante, a pesar de lo práctico y prosaico que se mostraba su espíritu en otras ocasiones.

Su deseo era ver todas las más tierras que pudiese, y el pretexto que daba para no reanudar inmediatamente su viaje a Babeque era que los vientos se mostraban aún contrarios. Pero Pinzón, con los mismos vientos o peores, había seguido navegando y estaba ya fondeado en Babeque, siendo este hecho una demostración más de lo que sabían todos los hombres de la armada, o sea que Martín Alonso era infinitamente superior como marino a este almirante que llegó con el tiempo a ser experto en la navegación, pero en este primer viaje mostró timideces, vacilaciones e inexperiencias propias de un simple aficionado a las cosas del mar.

Su cólera llegó a la más estupenda de las incoherencias al decir Colón con extrañeza a sus allegados:

—Yo no sé de dónde les ha venido a los Pinzones tal soberbia pecadora, cuando yo los saqué de la nada y a mí me deben cuanto ahora son.

Bajo la influencia de lo que iba viendo en la costa de Cuba, acabó por olvidarse aparentemente de Pinzón, y su mayor disgusto en el presente era «no saber la lengua de los que viven en estas tierras, entendiendo muchas veces lo contrario de lo que dicen». Le entusiasmaba la abundancia de aguas buenas y sanas desembocando en la costa, «no como los ríos de Guinea, que son todos pestilentes», y apuntaba en su Diario la esperanza que tenía de «dar con grandes poblaciones, gente innumerable y cosas de gran provecho antes de volver a España». Y a impulsos de su imaginación, pronta a dar por realizado todo lo que soñaba, tomó nota para aconsejar a Sus Altezas que no consintiesen a ningún extranjero el venir a comerciar en estas ricas tierras, «salvo si eran católicos cristianos».

Sus únicos descubrimientos fueron encontrar en una casa un pan de cera, que guardó para traerlo a los reyes, pues «donde hay cera también debe haber otras mil cosas buenas», y una cabeza de hombre dentro de un cestillo, cubierto con otro cestillo, y colgado de un poste de la gran choza. De la misma manera hallaron una segunda cabeza en otra población, creyendo Colón que debían pertenecer a algunos de los ascendientes de las numerosas familias que se aglomeraban en uno solo de aquellos grandes alfaneques techados de paja.

En varios puntos de la costa huían los indios, dejando abandonadas sus casas, por haber sabido tal vez cómo el Almirante hacía tomar prisioneros a los hombres robustos y a las mujeres de buen aspecto para llevárselos en sus naves. En otros grupos de bohíos la gente esperaba confiada a los hombres blancos, y el Almirante distribuía entre ellos cascabeles de pie de gavilán, sortijas de latón, cuentezuelas de vidrio amarillas y verdes, con cuyo regalo se iban muy contentos. Admiraban las ballestas mejor aún que las espingardas, por ser más abundantes que las pesadas y lentas armas de fuego y comprender mejor su mecanismo. También tomaban las espadas y las sacaban de su vaina, examinándolas con cierto terror y soltándolas de pronto para huir.

Iban todos desnudos y teñidos de rojo, con penachos de plumas y manojos de azagayas. Daban a los blancos todo lo que tenían y aceptaban de éstos la menor cosa en cambio, sin ningún espíritu de ganancia. No era un trueque comercial; era un comercio místico que tenía por base la superioridad de estos hombres blancos, poderosísimos hechiceros, con los cuales les convenía mantenerse en buenas relaciones.

Los marineros de la nao habían muerto una gran tortuga para guisarla, y la cáscara estaba en el batel hecha pedazos. Los grumetes iban dando a los indios pedazos de esta caparazón, no más grandes que una uña, y los indios, a pesar de que pescaban tortugas frecuentemente, recibían estos fragmentos de carey como si fuesen fetiches, sólo por haberlos tocado las manos de los mancebos blancos, dando en cambio manojos de azagayas.

Salieron al fin la Santa María y la Niña hacia Babeque al notar que el viento ya no era desfavorable. Abandonaron para siempre, en este primer viaje, la costa de Cuba o Juana, descubriendo en el horizonte las altísimas montañas de Bohío.

Los campos próximos a la costa estaban todos labrados y verdes, «como se muestra el trigo en el mes de Mayo en las campiñas de Córdoba». Durante la noche vieron muchos fuegos en las faldas de las montañas y de día muchos humos, interpretando esto como señales de atalayas que se hacían las gentes del país.

Consideró Colón que todo lo que había dicho en alabanza de Cuba, con ser tan grande, valía muy poco comparado con la belleza de esta nueva isla. Al saltar a tierra tropezaron inmediatamente con árboles de numerosas especies, todos cargados de frutas raras, que el Almirante, obsesionado por su afán de riqueza, declaró pertenecientes a la más rica especiería, y tal vez eran nueces moscadas, pero por no estar maduras no podía conocerse bien su calidad.

Tenían que seguir la costa siempre con la «sondalesa» o plomada en la mano para ir midiendo los fondos, pues en unos sitios el mar era profundo y limpio, de tal modo, que podía barloventear junto a la costa una carraca, que era el navío más grande conocido entonces, pero en otros lugares la arena abundaba en peñascos submarinos y de la costa se habían derrumbado grandes piedras que se mostraban coronadas de vegetación.

Lo que más asombró al Almirante fue la semejanza de esta nueva tierra con el país de donde procedía su armada. Tenía «grandes valles, y campiñas, y montañas al término, todo a semejanza de Castilla». La encontraba labrada y oía cantar al ruiseñor y otros pajaritos, a semejanza también de Castilla. Y para ensalzar la belleza del campo, lo parangonaba con el de Córdoba, como si la lejana ciudad andaluza fuese el más hermoso de sus recuerdos, síntesis de una segunda juventud.

Hasta en las costas de Bohío, la fauna marina le recordaba la del litoral español. Al navegar en su batel, veía saltar junto a los costados de éste lisas iguales a las de España, así como lenguados, corvinas, pijotas, albures, gallos, pámpanos, camarones y hasta sardinas.

Cantaba en pleno día el ruiseñor en las selvas de Bohío, y a causa de esta semejanza con las lejanas tierras castellanas, Colón bautizó a esta isla con el nombre de la Española.

Muchos naturales huían al aproximarse las barcas de los marineros españoles. Otros se dejaban alcanzar, entrando en conversación con los indios que servían de heraldos, y en todas estas pláticas nombraban frecuentemente a los canibas o caníbales, gentes feroces y con flechas envenenadas, que hacían incursiones en la isla para llevarse prisioneros a sus habitantes.

Al oír Colón dichas explicaciones, siempre expresadas confusamente, tuvo a los tales caníbales por gentes del Gran Kan, «que debe ser aquí muy vecino y tienen navíos y vienen a cautivar los hombres, y como éstos no vuelven creen que se los han comido».

Tres marineros que se internaron por el monte a examinar árboles y hierbas oyeron el raido de un gran golpe de gente, todos desnudos, como los que habían visto antes, los cuales huyeron al reconocer a los blancos.

Tomaron a una mujer indígena y la llevaron a la nao almiranta, siendo esta hembra «muy moza y hermosa», y empezó a hablar con los indios que iban en la armada, porque todos tenían una misma lengua. Hízola vestir el Almirante, le dio cuentas de vidrio, cascabeles y sortijas de latón, y tornó a enviarla a tierra «muy honradamente». Fueron acompañándola algunas personas de la nao y tres de los indios que servían de intérpretes. Los marineros que bogaban en la barca que la llevó a tierra dijeron al Almirante que la hermosa india sentía marcharse de la nao, y su gusto hubiese sido quedarse con las otras mujeres indígenas tomadas en Cuba.

Como la india debía haber dado nuevas a los suyos de que los cristianos eran buena gente, Colón envió al otro día nueve marineros armados, con un indio intérprete, para que fuesen a una población del interior mencionada por dicha mujer. El pueblo era grande, y al aproximarse los blancos huyeron todos sus habitantes. Pero el indio de Guanahaní, que llevaban los blancos por vocero corrió tras de los fugitivos diciendo a gritos que no hubiesen pavor, que los cristianos no eran de Cariba, sino venidos del cielo, y que daban cosas muy hermosas a los que encontraban a su paso.

Retrocedieron los fugitivos y aguardaron la llegada de los cristianos, poniéndoles las manos sobre la cabeza, que era señal de gran reverencia y amistad. Muchos temblaron al principio, hasta que la conducta pacífica de los recién llegados acabó por tranquilizarlos. Los llevaron a sus casas, y cada uno les trajo de comer batatas y pan de cazabe, fabricado con la raíz de la yuca. Dábanles también pescado y todo lo que tenían. Y como se enteraron por el indio intérprete de que los hijos del cielo amaban los papagayos, trajeron gran cantidad de dichas aves para que los blancos las llevasen a sus buques.

En esto se hallaban, cuando vieron venir «una gran batalla o multitud de gente» dirigida por el marido de la mujer que el Almirante había honrado y devuelto a los suyos. Unos indios traían a dicha mujer «caballera sobre sus hombros», y venían a dar gracias a los cristianos por la honra hecha a la prisionera por los regalos que le habían dado.

Los marineros, al volver al buque, dijeron al Almirante que no había comparación entre los hombres y mujeres de esta isla y los de las tierras antes visitadas, que eran mucho más blancos que los otros, y hasta habían visto dos mujeres mozas, tan blancas, que bien podían pasar como nacidas en España. Estos indígenas de la isla Española tenían la voz dulce y no bronca y amenazante como los de Cuba. Las tierras del interior estaban labradas y con aguas abundantes para el regadío, existiendo, según ellos, tan enorme diferencia entre dichas tierras y la campiña de Córdoba «como tiene el día de la noche».

Al ocultarse el sol, las arboledas se estremecían con el canto de innumerables ruiseñores. Los grillos y las ranas eran iguales a los de España. Exploraron los navegantes una isla inmediata, a la que dieron el nombre de isla de la Tortuga, e igualmente un gran río que remontaron en barcas, tirando de ellas los marineros desde tierra por medio de sirgas.

Huían los indígenas, y debían ser, según Colón, «gente muy cazada, pues vive con tanto temor que en llegando alguien, luego hacen ahumadas en sus atalayas por toda la tierra». A este río le puso de nombre Guadalquivir, por recordarle dicho río cerca de Córdoba, y al gran valle, atravesado por él, valle del Paraíso o Valparaíso.

Siguiendo la costa de la Española encontraron a un indio solo en una pequeña piragua, maravillándose todos de cómo se podía tener sobre las olas siendo el viento tan grande. Hízolo meter Colón en la nao a él y a su canoa, y lo halagó dándole cuentas de vidrio, cascabeles y sortijas de latón, llevándolo hasta un pueblo que estaba a unas dieciséis millas, y que fue llamado puerto de la Paz.

Anclaron los dos buques frente a esta población, que parecía reciente, pues todos sus bohíos tenían aspecto de nuevos. Marchó el indio a tierra con su canoa, y luego vinieron atraídos por sus noticias más de quinientos hombres, entre ellos su rey.

A partir de aquí, los descubridores iban a encontrar reyes de la tierra o caciques, cosa que no habían visto en Juana ni en las primeras islas descubiertas, donde no parecían tener otros jefes que algunos personajes que más bien eran hechiceros.

Como las dos naves estaban ancladas cerca de tierra, muchos indios llegaron a nado hasta ellas. Casi todos traían algunos granos de oro finísimos en las orejas y en la nariz, los cuales daban de buena gana a cambio de cosas insignificantes. No era, por su parte, comercio con deseo de ganancia, sino simples trueques de valor místico para ponerse en buena amistad con los hijos del cielo.

Permanecía el rey en la playa, haciéndole todos los suyos gran acatamiento, y el Almirante le envió un presente, recibiéndolo con majestuosas señales de gratitud.

Colón se enteró de que «era un mozo de hasta veintiún años y que tenía un ayo viejo y otros consejeros que respondían por él, pues dicho rey hablaba muy pocas palabras». Uno de los indios que venían en la armada habló con el rey y le dijo que los cristianos eran descendidos del cielo, y como andaban en busca de oro, querían ir a la isla de Babeque. Y él respondió que hacían bien y que en la dicha isla encontrarían mucho oro.

Con el indio intérprete había bajado a tierra Diego de Arana, el alguacil mayor de la flota. Como ya empezaban a encontrar reyes en aquellas tierras, el primo de Beatriz creyó del caso ejercer funciones de embajador, en armonía con su condición de hombre de espada.

Mostraron los consejeros del rey al alguacil mayor el camino que debían seguir para Babeque, afirmando que en dos días llegarían allá.

Los indios seguían colocando siempre más lejos el oro deseado por los blancos, y calculaban las distancias con una brevedad no menos engañosa. Y acabaron manifestando los consejeros del rey, en nombre de éste, que si algo deseaban de su tierra, se lo darían de muy buena voluntad.

—Todos andan desnudos como sus madres los parieron —dijo Arana al volver a la nao, dando cuenta de tal entrevista a su pariente ilegítimo—, y lo mismo andan las mujeres, mostrándose así sin ningún empacho. Y son los más hermosos hombres y mujeres que hasta aquí hemos hallado; harto blancos, que si vestidos anduviesen y se guardasen del sol y del aire, serían casi tan blancos como en España. Todos son también gordos y valientes, y no flacos como los otros que antes hemos hallado, y de muy dulce conversación, y no parecen tener secta alguna.

En la tarde vino el rey con todo su séquito a la nao capitana, y el Almirante le hizo saber por sus intérpretes que los reyes de España eran los mayores príncipes del mundo. Pero ni los indios intérpretes ni este monarca indígena creían nada de esto, atribuyéndolo a modestia de los blancos, pues todos los consideraban venidos directamente del cielo, y caso de existir los llamados reyes de España, se los imaginaban monarcas del cielo y no de este mundo.

El joven rey de aquella tierra hablaba poco y parecía tener una autoridad más religiosa que política. Colón le ofreció varias golosinas de su despensa, especialmente cosas dulces.

Este rey hechicero se limitaba a comer un bocado, como si tomase una especie de comunión, y pasaba inmediatamente los alimentos a su ayo, sus consejeros y todas las demás personas de su séquito, sentadas en la cubierta de la nave.

Al otro día los marineros pescaron con redes al abrigo de la isla de la Tortuga, que estaba enfrente, continuando los rescates o trueques entre cristianos e indios. Éstos trajeron muchas flechas de las usadas por los piratas de Cariba, o sean los caníbales, hechas con sutiles y fuertes cañas rematadas por dientes de peces, que envenenaban las heridas.

Dos de estos indios mostraron que les faltaban algunos pedazos de carne en su cuerpo, haciendo entender que los caníbales los habían comido a bocados. El Almirante no lo creyó. Le era imposible aceptar que los soldados del Gran Kan, en sus expediciones a estas islas para llevarse esclavos, se entregasen a la antropofagia.

Algunos marineros, a trueque de cuentezuelas de vidrio, empezaron a rescatar pedazos de oro labrado en hojas muy delgadas, oro bajo, al que llamaban guañín. Uno de los personajes del cortejo, apodado por los marineros «el Cacique», tenía una hoja de oro del tamaño de una mano, pero no la quiso entregar en una sola pieza, y metiéndose en un bohío la partió en pequeños pedazos, ofreciendo cada uno aisladamente, para que así le diesen más cosas en cambio. Y estas cosas eran insignificantes, sin que hiciese él ningún reparo sobre su cuantía. Lo que deseaba era tener muchos objetos de los blancos, creyendo que su cantidad acrecentaría el valor mágico, que era lo que todos ellos apreciaban.

En la misma tarde se presentó una canoa de la isla de la Tortuga con más de cuarenta hombres. Se habían enterado de la llegada de los hijos del cielo y venían a conocerlos; pero el expresado cacique se levantó airado, y con palabras que por su tono parecían amenazantes, los hizo volver a sus canoas. Además, con sus manos les echó agua salada, y tomando piedras del suelo, se las arrojó igualmente.

Se apresuraron los extranjeros a obedecer, pero todavía el cacique tomó una piedra y la puso en manos del alguacil Diego de Arana para que la tirase contra los intrusos en nombre de los hijos del cielo. Esto era un conjuro mágico que colocaba a los intrusos fuera de la ley.

Mojarlos con agua salada equivalía a convertirlos en víctimas, a hacer de ellos unos náufragos, y era rito de muchos de estos pueblos que los náufragos fuesen comidos en una fiesta religiosa. A causa de esto, los de la isla de la Tortuga se apresuraron a huir del agua salada que les arrojaba con sus manos este cacique o hechicero, queriendo unir a sus terribles maldiciones una piedra arrojada por el personaje blanco, al que creía con mayores poderes sobrenaturales que él.

Diego de Arana no quiso tirar la piedra. Debía mantenerse neutral en estas rivalidades entre los indios. La canoa se alejó y los hombres de la isla de la Tortuga dijeron en venganza que su isla era mucho más abundante en oro que la Española, por estar más cerca de Babeque.

El Almirante, en una de sus obstinadas inducciones, decía a todos que ni en la Española ni en la Tortuga había minas de oro, pues todo procedía de Babeque y traían muy poco, a causa de que los indígenas no tenían nada que ofrecer a cambio de él, dando la culpa de tal miseria a que la tierra era «tan gruesa» que no necesitaban trabajarla mucho para sustentarse, y tampoco les era preciso gastar en vestimentas, pues andaban totalmente desnudos. El incansable buscador de oro, obsesionado por la fantástica Babeque, que nadie encontró nunca, y engañado también por los indígenas que siempre le enviaban más lejos, no se daba cuenta de que estaba pisando en aquellos momentos lo que fue después el Eldorado más importante durante el primer período del descubrimiento de América.

Antes de la conquista de Méjico y el Perú, fue la Española o Haití la única tierra que llegó a producir oro en cantidades dignas de consideración.

Se consolaba, sin embargo, con la proximidad cada vez mayor de Babeque, que luego se ha supuesto fuese Jamaica.

—Cerca estamos de la fuente —decía a sus íntimos—, y espero que Nuestro Señor me ha de mostrar dónde nace el oro.

Le había prometido el rey indio traerle oro, y él esperaba su nueva visita, no porque tuviese en mucho lo que pudiese ofrecerle, sino por saber mejor de dónde lo traían.

El martes 18 de Diciembre hizo embanderar la nao y la carabela, por conmemorarse en el mencionado día la fiesta de la Anunciación. Hiciéronse en los buques muchos disparos de bombarda, y el rey, que había salido al amanecer de su pueblo, situado cuatro leguas al interior, se presentó a media mañana en el llamado puerto de la Paz rodeado de más de doscientos hombres, que formaban una especie de procesión.

Cuatro de ellos lo llevaban en andas, y en torno iban sus principales dignatarios, todos poseedores de un poder religioso y mágico, como ocurre invariablemente en las sociedades primitivas.

Estaba el Almirante comiendo en la sala del alcázar de popa, vecina a su dormitorio, cuando entró el rey con toda su gente. El joven monarca fue a sentarse al lado del Almirante, impidiéndole que se levantase de la mesa e indicando por señas que siguiese comiendo.

El paje Lucero servía a su señor bajo la vigilancia del maestresala Terreros. Ordenó don Cristóbal a su joven sirviente que trajese cosas de su propia comida para obsequiar al visitante, y éste, con ademán majestuoso, ordenó a todos los suyos que se mantuviesen fuera del alcázar, y así lo hicieron, «con la mayor prisa y acatamiento del mundo, saliéndose todos a la cubierta para sentarse en el suelo».

Sólo dos hombres de edad madura, que Colón apreció como su ayo y su primer consejero, quedaron junto a él, y se sentaron a sus pies en el salón. De cada una de las viandas que Lucero iba colocando delante del soberano indígena, tomaba éste un pequeñísimo trozo, como se tomaba en España para hacer «la salva», o sea para probar cada plato en honor al invitado, y luego enviaba todo el resto a los suyos, los cuales lo comían en seguida. Lo mismo hizo en el beber. El vino lo llevó solamente a su boca y luego dio el vaso lleno a sus dos consejeros inmediatos, que lo probaron igualmente, pasando el resto a los que permanecían sentados en la cubierta.

Hablaba el rey contadísimas palabras, y los dos cortesanos, sentados a sus pies, le miraban a la boca y hablaban luego por él, dirigiéndose a los intérpretes, que acababan por hacer la traducción con más señas que palabras.

Los presentes traídos por el monarca fueron un cinturón de labor indígena y dos pedazos de oro labrado delgadísimos. En cambio, miraba con insistencia el arambel pintado que tenía el Almirante sobre su cama.

Lucero recibió de su señor la orden de descolgar este cortinaje, dándolo como regalo. El Almirante le entregó además el collar de ámbar que traía sobre el pecho, unos zapatos colorados de cuero de Córdoba y una almarraja de perfume llena de agua de azahar, dejándolo absorto con tan maravillosos presentes.

Mostraban el monarca y sus consejeros gran dolor porque no entendían al Almirante ni éste a ellos. Pero a pesar de tan absoluta falta de comprensión, el gran jefe blanco dijo volviéndose a los suyos que presenciaban la entrevista:

—Conozco que me dicen que si me cumple algo de aquí, toda la isla está a mi mandar.

Luego envió a Lucero a que buscase en su dormitorio ciertos papeles suyos, en los cuales había dejado como señal un «excelente» de oro, moneda que valía dos castellanos, para que los indígenas pudiesen ver en ella la efigie de los reyes don Fernando y doña Isabel. Después les fue enseñando la bandera real y las otras de la cruz, complaciéndose con las grandes muestras de asombro y admiración de esta gente simple.

Cuando el monarca y su séquito se fueron, Colón lo envió en su barca «muy honradamente» e hizo disparar en su honor muchas bombardas. Era el primer rey de aquellas tierras que visitaba su armada con majestuoso aparato.

Vieron cómo en la playa subía en sus andas, rodeado de sus doscientos cortesanos, y cómo su hijo mayor iba detrás de él montado en los hombros de un indio muy principal. Tan grande era su agradecimiento por los presentes recibidos, que a toda la gente de las naves que iba encontrando en tierra daba orden de que los saludasen y les ofreciesen de comer. Cada uno de los regalos lo llevaba un cortesano delante del rey, con los mismos honores que si fuese un fetiche, dotado de misteriosas influencias. Un hermano del monarca llegó igualmente a visitar la flota y recibir su parte de regalos. Éste no era llevado en andas, pero sólo debía andar llevado de los brazos por dos hombres principales.

También vino a visitar al Almirante un viejo indio, especie de sacerdote, que gozaba fama de conocer mejor que nadie las particularidades de esta tierra y de las islas inmediatas en cien leguas a la redonda.

Hizo esfuerzos Colón para entender al viejo hechicero. Eran muchísimas las islas y en todas ellas muy considerable la riqueza áurea. En unas cogían el oro y lo cernían en cedazos, fundiéndolo para hacer figuras. Algunas de dichas islas eran tan ricas, que todo en ellas era de oro, así las piedras como la tierra.

Excitado Colón por unos relatos tan en armonía con sus deseos, pensó en raptar al viejo para llevárselo de guía. Nadie como él se mostraba seguro de la derrota para llegar a dichas islas. Pero este mago era muy respetado por el joven rey y sus cortesanos y temió ofenderles con tal acción.

También parecía molestarle una noticia que daba este viejo con insistencia, valiéndose de mímicas. Según él, varios años antes habían llegado otros blancos hijos del cielo en un bosque flotante igual a estos dos. Llevaban espadas y ballestas, tenían barbas y hablaban lo mismo que ellos. Eran menos en número y se habían vuelto al mar pocos días después. El viejo conocía esta visita por los hechiceros de otro reino, que era donde habían desembarcado los hombres blancos. La gente de allá guardaba un mal recuerdo de este suceso por haberse portado mal los hijos del cielo, procurándose víveres con violencia.

Pero el Almirante no tenía interés en conocer más particularidades de dicha noticia, que luego le salió al encuentro varias veces en esta isla Española.

Mandó poner una cruz enorme en medio de la plaza del pueblo habitado por el monarca, y ayudaron los indios a este trabajo, que reputaban mágico, repitiendo como monos las oraciones y genuflexiones de los españoles. Eran nuevas fórmulas de una magia más poderosa que la suya, que les iba a librar de los ataques de los caribes y de todas las asechanzas de una Naturaleza poco domada.

Partió la flota del puerto de la Paz, navegando de cabo a cabo ante unas costas llenas de árboles de un verde claro, sin nieves y sin nieblas, a pesar de que estaban en Diciembre. «Los aires eran templados, lo mismo que en Mayo en España». Corrían los habitantes de pueblos y de bohíos aislados hasta las orillas del mar, para ofrecerles sus panes indígenas y fresca agua en calabazas y cántaros de barro, de la misma hechura que los de Castilla. Ni mozas ni viejas usaban bragas, como las mujeres de Cuba. Éstas iban completamente desnudas, y así como en otras islas los hombres hacían esconder a sus mujeres, celosos de los cristianos, las de aquí venían alegremente al encuentro de los extranjeros, trayendo cuanto tenían, en especial cosas de comer y cinco o seis clases de frutas nuevas, «las cuales mandó curar el Almirante para traerlas a los reyes de España».

A pesar de que Colón sólo pensaba en las próximas tierras del oro, sintiose conmovido «por los lindos cuerpos de mujeres que se veían en estas muchedumbres desnudas», consignándolo en su Diario de a bordo.

Más allá de las campiñas verdes veíanse montañas altísimas, que al Almirante todavía le parecían más enormes, en su hiperbólica admiración por todo lo que iba descubriendo, comparándolas con el pico de Teide en la isla de Tenerife y creyéndolas aún mayores en altura. De todas estas poblaciones partían las carabelas entre el vocerío de hombres, mujeres y niños, que les rogaban no se fuesen, prometiendo adorar los dos maderos atravesados que iban plantando en todos los lugares donde se detenían y repetir diariamente sus mismos conjuros verbales y gesticulantes.

Los seguían mientras les era posible en sus canoas. El avante de sus naves, cuando las áncoras estaban ya subidas, había de abrirse paso entre enjambres de nadadores. Pero el Almirante tenía mucha prisa en continuar sus exploraciones. Necesitaba llegar al país del oro, que estimaba muy próximo.

Iban hablando las gentes del país de una tierra llamaba Cibao, donde tan enorme resultaba la cantidad de oro, que el cacique traía banderas de dicho metal hechas a martillo.

¡Cibao!… Era indudablemente Cipango, el verdadero Cipango, que ahora salía de veras a su encuentro. Emocionado Colón por la proximidad de unos tesoros que venía buscando desde tan lejos, se expresaba con una exaltación mística.

—Nuestro Señor —decía—, que tiene en las manos todas las cosas, vea de me remediar dándome sus servicios. El haga por piedad que halle estas minas de oro de las que tanto me hablan.

El oro era para él, como para los antiguos, un hijo del Sol engendrado en las profundas entrañas de la Tierra, un producto de la magia telúrica, poseedor de las más irresistibles influencias.

En aquella época el oro se veía más respetado aún que en el presente, pues su abundancia ha aumentado muchísimo en nuestros tiempos después de las grandes explotaciones de California, Transvaal, Australia y Alaska. La antigüedad lo conoció en exiguas cantidades, y durante la Edad Media todavía resultó más escaso.

Colón fue el último hombre célebre de la Edad Media, un hermano de los astrólogos y de los alquimistas. Iba a pasear por mares y tierras nuevas las mismas ansias imaginativas, los mismos entusiasmos poéticos de los buscadores que se tostaban y envejecían en plena juventud ante los hornillos, sobre los cuales hervían en retortas pastas misteriosas de las que esperaban extraer el oro artificial. Estos soñadores amaban el oro porque era el símbolo de la mayor victoria, porque representaba la más alta potencialidad del poder, la dominación sobre todos los hombres, como jamás han podido conseguirla los mayores conquistadores de la Historia.

El hombre que fuese rey del oro, por obscuro que resultase su nacimiento, acabaría por dominar la tierra entera.

Y el contradictorio Colón, que sentía dentro de él dos mundos, el después llamado de la Edad Media, que iba a morir, y otro que estaba empezando en aquellos años, hombre soñador y enérgico como los eremitas, de palabra ardiente, que acaudillaban inmensas cruzadas, y al mismo tiempo mercader y áspero para las ganancias como los mercaderes del Renacimiento, mostraba una emoción mística, un temblor de iluminado, al creerse próximo a unas minas sólo comparables a las del rey Salomón.

Le inspiraba un fervor religioso la proximidad oculta del dios amarillo, señor del mundo, hijo del Sol y de la Tierra.

IV: Lo que ocurrió en la Nochebuena de 1492, y las terribles consecuencias de tal suceso

Siguieron navegando la nao y la carabela, con gran contento de Fernando Cuevas, cada vez más aficionado a esta vida vagabunda de continuos descubrimientos, fondeando unas veces en bahías tan extensas que el Almirante las llamaba mares, echando el ancla en otras ocasiones lejos de la costa, por miedo a las rompientes.

Le placía no menos ver cada semana nuevas muchedumbres desnudas ofreciendo enormes ovillos de algodón y papagayos, quitándose de la nariz y las orejas sus laminillas de oro en trueque de las fruslerías que les daban los seres celestiales llegados en sus bosques flotantes. También interesaban a su curiosidad juvenil los misterios de un mar clarísimo, poblado de chisporroteos de oro y de colores, cuando iba a la pesca con algunos marineros pertenecientes a su rancho.

Lo único que le entristecía en este viaje de continuas y maravillosas visiones era que no se repitiese aquel día feliz pasado en un estuario de Cuba, cuando los tres buques de la armada fueron puestos a monte. En ninguno de los anclajes de la nao capitana en esta nueva isla, la Española, pudieron bajar a tierra juntos él y Lucero. El paje del Almirante se quedaba casi siempre a bordo, y las contadas veces que bajó al batel fue para acompañar a su amo en las cortas exploraciones que hacía remontando los ríos. Femando, por su parte, cuando desembarcaba era siempre con el guardián Gil Pérez y algunos marineros, para hacer rescates y adquirir noticias.

Dentro de la nao, los dos jóvenes sólo se veían de lejos. Lucero le había rogado que no subiese al alcázar de popa después de aquella noche en que les sorprendió el señor Pero Gutiérrez. Callaba el paje del Almirante las nuevas preocupaciones que le afligían por miedo a Cuevas, siempre a la espera de una ocasión oportuna para tomar venganza del antiguo repostero de los reyes.

Éste, que en la última semana del viaje, antes de la llegada a Guanahaní, se limitaba a mirar a Lucero con una fijeza enigmática, intentando en vano verle a solas, se mostraba ahora de una asiduidad amenazante.

Una tarde, estando don Cristóbal en tierra, Gutiérrez hizo saber a Lucero cómo los había sorprendido a ella y a Cuevas desnudos, como una pareja del Paraíso, bajo el ramaje de un árbol gigantesco. El secreto del disfraz ya no existía para este hombre. Estaba enterado de su verdadero sexo, y enardecido por tal descubrimiento, pretendía abusar de él, persiguiendo a la joven con sus proposiciones.

Ahora se daba cuenta de la atracción misteriosa que había sentido hacia el paje, y que se manifestó al principio torcidamente, con una hostilidad expresada por medio de palabras duras y actos agresivos. Era una forma desviada y confusa del amor. En la misma tarde que le habló de todo esto, mientras acababa el Almirante de desembarcar por primera vez en la Española, quiso poner en obra sus deseos, animado por la soledad en que estaban las habitaciones del alcázar de popa.

Lucero tuvo que defenderse de unos brazos robustos que pretendían sujetarla, arañando y abofeteando el rostro verdoso por la emoción de este personaje, cuya boca, de dientes obscuros y cariados, pretendía besarle ávidamente. Aprovechando el dolor que le produjo arañándole junto a un ojo, pudo la joven librarse de sus brazos, y escapó a lo más alto del castillo de popa, junto al farol, donde estaba la cadira de palo que servía de asiento al Almirante o a los pilotos durante las navegaciones.

—Yo me vengaré —dijo Gutiérrez—. Voy a contárselo todo a don Cristóbal.

Pero Lucero, con su femenil penetración, adivinó que guardaría silencio. Si contaba la verdad, el Almirante, celoso guardador de la disciplina a bordo, y que con tanta frecuencia recomendaba a los marineros que se abstuviesen de atrevimientos con las indias, tendría buen cuidado de ponerla aparte, sabiéndola mujer, por todo el resto del viaje, con lo cual el antiguo repostero tendría que abandonar toda esperanza. Seguramente se iba a mantener discreto, inspirado por su egoísmo, para urdir nuevas asechanzas que le condujesen a la realización de sus deseos. Y desde este día tuvo que vivir la joven en perpetua alarma, viendo a todas horas al amigo del Almirante en la promiscuidad de la vida a bordo de una nave y teniendo que ponerse a la defensiva en cuanto notaba su proximidad.

Por la noche dormía completamente vestida junto a la puerta del Almirante, con inquieto sueño, despertándose apenas oía algún ruido en los camarotes inmediatos. Recordaba como una felicidad, que nunca iba a repetirse en el resto del viaje, aquellas horas de vida primitiva pasadas ante un mar que había envuelto los cuerpos de los dos en sus caricias de suavidad maternal, bajo la sombra de aquel gigante de la selva, que parecía un ser humano, bondadoso y protector, en figura de árbol. Y estos recuerdos aún le parecían más hermosos comparándolos con las inquietudes y angustias de la situación presente.

A tal alarma había que añadir la necesidad de callar, defendiéndose por sí misma, sin poder pedir apoyo a Cuevas, pues éste era seguro que intentaría matar al amigo del Almirante al conocer la verdad. Con arreglo a las preocupaciones de honor del mancebo, que eran las generales en su época, debía exterminar inmediatamente a este perseguidor de la mujer amada.

La única esperanza de Lucero era decir toda la verdad a su amo, si es que Gutiérrez extremaba sus persecuciones hasta el punto de que ella juzgase imposible el defenderse. Don Cristóbal la protegería, guardando su secreto para evitar las murmuraciones de las gentes de la nao… Pero al mismo tiempo sentía miedo al pensar lo que podría ocurrirle cuando volviese a España como mujer disfrazada de grumete. El convento, la separación de Fernando, no verle más.

Lo prudente era seguir resistiéndose, prolongar la lucha con aquel hombre. Confiaba en el misterio del día siguiente. ¡Quién podía saber lo que iba a ocurrirles al salir un nuevo sol sobre aquellos mares desconocidos en los que navegaba la nao, sin más compañía que la menor de las carabelas!

Iban ahora en busca de islas maravillosas, algunas de las cuales tenían más oro que tierra, navegando ante las costas de un territorio de la Española llamado Marién, del cual era reyezuelo o cacique Guanacarí, el soberano indígena que más relaciones sostuvo con Colón y sus gentes en este primer viaje.

Las dos naves tuvieron que volver a fondear, a causa del viento contrario, en un puerto que el Almirante había llamado de Santo Tomás, por descubrirlo el día de dicho santo. Uno de los bateles estaba pescando con red, cuando vio llegar una gran canoa llena de gente y mandada por un personaje muy allegado a Guanacarí, el cual venía a invitar a los cristianos a que fuesen en sus navíos a su tierra y les daría cuanto tuviese. Como presente para el Almirante trajo este embajador un cinto que en lugar de bolsa tenía una carátula con dos orejas grandes, que eran de oro a martillo, y lo mismo la lengua y la nariz. Este cinto, con máscara de hojita de oro a modo de escarcela, era un envío de carácter religioso, un rostro de divinidad monstruosa, tal como podían concebirla los imagineros de una religión primitiva.

Subió a la nao capitana el enviado del cacique, y los indios que traía Colón no pudieron comprenderle por ser diversos los vocablos con que designaban las cosas, pero al fin llegaron a entenderse en lo referente al convite, y Colón determinó partir hacia el pueblo de Guanacarí al día siguiente, domingo 23 de Diciembre, violando con esto una de sus mayores preocupaciones, pues nunca quería salir de puerto en domingo. Pero ¡qué no hacer cuando presentía tan inmediata la existencia de las minas de oro y aquel reyezuelo indio debía saber mucho de tal materia!

La falta de viento le retuvo en el puerto más de lo que él deseaba, y seis de sus marineros fueron con el escribano de la flotilla a una población situada a tres leguas, rescatando a cambio de cuentas de vidrio y agujetas algunos pedacitos de oro. El señor del pueblo les dio tres ánsares muy gordos, e hizo además que sus hombres llevasen a cuestas a los cristianos para vadear algunos ríos y charcas fangosas. Mientras tanto, más de ciento veinte canoas rodeaban a los dos navíos, todas cargadas de gente que traía algo: pan de cazabe, pescado, agua en cantarillos de tierra cocida y ciertas simientes que tomaban los indígenas, echando un grano en el líquido de una escudilla, por creerlas muy saludables, y de las que guardó muestra el Almirante, creyéndolas especias de buena venta en Europa.

Mientras permanecía inmóvil aquel domingo por falta de viento, recibió Colón la visita de un cacique, el cual le aseguró que en aquella isla Española existía gran cantidad de oro y venían de otras islas a adquirirlo, muy al revés de lo que había creído hasta entonces el Almirante. Dicha conversación cambió el curso de sus ideas, creyendo inmediatamente en la existencia próxima de Cipango, que la gente llamaba Cibao, ya que en los tres días que llevaba en este puerto había recogido más pedazos de oro que en todos los anteriores anclajes.

Fueron llegando cinco señores más de aquel país con sus mujeres e hijos, y hablaron de Cibao, del oro que en él se cosechaba y de los procedimientos usados para conseguirlo. Y Colón escuchó con pena todo esto, pues en su impaciencia quería verse cuanto antes navegando hacia dicha parte de la isla Española.

Había enviado las barcas de la nao y de la carabela con un grupo de marineros y el escribano real, para que fuesen a visitar en su población al cortés reyezuelo Guanacarí, anunciándole que aceptaba su invitación e iría a verle al día siguiente si el viento le era favorable. Al cerrar la noche volvió dicha expedición después de haber pasado el día en la ciudad gobernada por Guanacarí, y que estaba al otro lado de un promontorio que Colón bautizó Punta Santa. Este reyezuelo los había recibido rodeado de sus nitaynos —título de los señores de su corte— en la plaza del pueblo, toda ella muy barrida, y en presencia del vecindario, que ascendía a más de dos mil hombres.

Todos los de la armada, empezando por el Almirante, acostumbrados a la vida monótona del mar, veían siempre las cosas con gran abultamiento al descender a tierra, suponiendo a la Española y a las islas visitadas antes una población muy superior a la realidad.

El rey, después de hacer comer y beber a los enviados, les dio telas de algodón que vestían algunas de sus mujeres, muchos papagayos, pues ya era voz común que los blancos los deseaban, y varios pedazos de oro, y en vista de que no querían pasar la noche en el pueblo, los hizo acompañar por sus gentes hasta sus barcas, que habían quedado en la boca de un río.

El lunes 24 de Diciembre, día de Nochebuena, levaron anclas los dos buques, navegando con viento terral. Avanzaron muy lentamente todo el día desde el puerto de Santo Tomás hasta Punta Santa, y cerró la noche sin que cambiase este viento blandísimo, que mantenía el mar extraordinariamente terso, sin una ondulación, como si fuese un lago.

Y fue precisamente en este mar tranquilo cuando ocurrió la primera y la mayor de las desgracias del viaje.

En plena calma, a las once de la noche, cuando «la mar estaba como una escudilla», según palabras del Almirante, y habían pasado Punta Santa, la nao Santa María tocó en unos bajos.

En el buque, todos se habían ido a dormir, hecho incomprensible tratándose de una navegación por mares desconocidos. Hay que tener en cuenta que era Nochebuena, y esta fiesta tradicional entre cristianos, unida a la serenidad de la noche y del Océano, crearon una confianza fatal.

Colón retirose a descansar, lo mismo que su gente, y como acostumbraba a sincerarse echando la culpa a los demás, para que nadie pudiese sospechar el menor descuido en su infalible personalidad, dijo en su libro de navegación que se permitió esto «porque hacía dos días y una noche que no había dormido». Se comprende esta necesidad irresistible de descanso si en los días anteriores hubiese navegado sufriendo recias tempestades. Pero en la misma mañana había salido al mar, después de un descanso de varios días en un puerto seguro, sin más que conversar por medio de gestos y de los indios de la nao con aquellos otros indígenas que venían a revelarle la existencia en la isla Española del Cibao o Cipango.

Lo cierto fue que el Almirante se echó a dormir como toda su gente, dejando a un marinero en el timón, y éste, por ser Nochebuena y haber bebido tal vez extraordinariamente, acordó también irse a dormir, dejando el gobernario confiado a un mozo grumete. Lo mismo Colón que el maestre, el piloto y los marineros más expertos, estaban seguros de no dar en bancos ni peñas, porque dos días antes, o sea el domingo, cuando fueron enviadas las barcas al reyezuelo Guanacarí, sus tripulantes habían visto por dónde podían pasar las naves sin peligro. En ninguna singladura del viaje les había sido posible hacer que las barcas examinasen previamente el mar por donde pasarían después los buques, y sin embargo, aquí, después de dicha precaución, fue la catástrofe.

Una corriente invisible y dulce fue llevando la nao hacia unos bancos, sin que se apercibiera el muchacho encargado del gobernario. De estar el mar un poco alborotado, hubiese oído a una legua el estrépito de las olas sobre estos bajos, pero como la calma era absoluta y el mar estaba en silencio, la nao llegó a tales escollos submarinos sin que nada revelase su presencia. Únicamente al hallarse ya junto a ellos, el mozo timonero oyó el ruido de un pequeño movimiento de las aguas y empezó a dar voces, pero cuando todos acudieron, despertados por dicha alarma, el buque estaba ya encallado.

En esta desgracia, que era culpa de todos, mostró de nuevo el Almirante su falta de serenidad para acoger los infortunios y su prontitud en sincerarse, acusando a los que le rodeaban. Él no podía equivocarse ni aun durmiendo. Los culpables de lo ocurrido eran su maestre Juan de la Cosa y toda la gente de la nao, acusándolos de traición. ¿Traición a quién?…

Hasta acusó en su Diario a los vecinos de Palos porque no le habían dado buenas carabelas, obligándole a comprar la Santa María. Y en las primeras páginas del mismo Diario había hecho elogios de sus tres naves, considerándolas «muy aptas para descubrir».

Juan de la Cosa era, según él, un presuntuoso que «porque le había traído a estas tierras, por primera vez, y por ser hombre hábil le había enseñado el arte de marear, andaba diciendo que sabía más que él». Juan de la Cosa llevaba navegando más años que Colón y no tenía nada que aprender de él. De haber aprendido algo en la Santa María, en tal caso aventajó considerablemente a su maestro, pues pocos años después era el mejor piloto de su época y el primero de los cartógrafos. Américo Vespucio, simple comerciante de Sevilla, que nunca había navegado, hizo su primer viaje como discípulo de Juan de la Cosa, y éste le enseñó cuanto sabía.

El mismo Colón, después de desahogarse en su Diario haciéndolo responsable de tal desgracia —pues siempre necesitaba inventar un traidor al lado de él para alabarse a sí mismo como grande hombre perseguido—, llevó a Juan de la Cosa, en su segundo viaje, como cartógrafo. Además, Colón nunca quiso ser maestro de nadie. Deseaba guardar secretos los rumbos de sus viajes, como si esto fuese posible, y pretendía engañar a sus pilotos, cual si fuesen niños, llevando doble cuenta de las leguas navegadas. También los reñía al sorprenderlos tomando notas para hacer estudios aparte y les decomisaba éstos y todos sus papeles.

El extremoso personaje hasta llegó a suponer, con una ligereza poco noble, que este encallamiento era obra de su maestre, puesto de acuerdo con los Pinzones. Y el único que podía salvarle en este trance apurado era un Pinzón, el hermano de Martín Alonso, el capitán de la Niña, Vicente Yáñez, que navegaba cerca de la Santa María y acudió inmediatamente en su auxilio.

Consignó el Almirante en su Diario todo lo que pasaba por su imaginación excitadísima en aquel momento. Hasta acusó de cobarde a Juan de la Cosa diciendo que se había echado en el batel con varios marineros, y en vez de atender al ancla para salvar la embarcación, huyó en busca de la Niña para refugiarse en ella. Juan de la Cosa murió, mucho después que Colón, sin tener noticia de las cosas raras e injuriosas que éste había escrito en su Diario para explicar un naufragio que no era culpa de nadie, o del cual eran autores todos, por su descuido en esta Nochebuena, empezando por el jefe. Como no conoció jamás tal acusación, el célebre piloto que había de morir tan heroicamente en el Nuevo Mundo no pudo defenderse. Pero es lógico suponer que si se apresuró a ir en el batel a reclamar el auxilio de la Niña, fue por darse cuenta de que este accidente no tenía remedio.

Los buques de entonces no conocían aún el forro metálico a partir de la línea de flotación, el revestimiento de cobre o de hoja de plomo, innecesario en los mares de Europa, y que empezó a resultar inevitable a los pocos años de ser descubierto el Nuevo Mundo. En los mares del trópico, la llamada «broma», carcoma acuática, iba perforando la tablazón de los buques, a pesar de su revestimiento de brea. La Santa María, que ya había sido carenada en Cuba porque venía haciendo agua a causa de la «broma», se rasgó por los flancos como si fuese de cartón. Se le abrieron los «conventos», o sea los vacíos de pura tabla que existían entre las costillas de la nave, y el agua penetró en ella por todas partes.

Cortaron sus palos para aligerarla, y esto no sirvió de gran cosa, pues el casco estaba sujetado por las rocas submarinas. El Almirante se trasladó a la Niña, para ver si desde ella podía intentar una operación que sacase a flote a la nao, y en vista de la imposibilidad de salvarla, volvió a ella al romper el día.

Primeramente envió a tierra el batel con los dos hombres de su mayor confianza, Diego de Arana el alguacil mayor y Pero Gutiérrez el repostero de los reyes.

Este último se mostraba aún como atolondrado por los diversos sucesos de aquella noche. Después de la cena había estado con el Almirante escuchando los cánticos de la marinería. Las guitarras acompañaban canciones sobre el nacimiento del Niño Dios. Unos vascongados entonaban a voces solas villancicos en lengua de su país. El arpa del irlandés sonaba en la proa como una música aparte, melancólica, semejante a las vibraciones de un delgado vaso de cristal bajo el roce de los dedos.

Cerca de medianoche, el señor Pero Gutiérrez, que había bebido gran parte de un frasco de vino de Córdoba perteneciente a Diego de Arana, abandonó su dormitorio, deslizándose en la antecámara del Almirante.

El paje Lucero, como si presintiese este peligro después de la cena extraordinaria de aquella noche santa, estaba de pie en la puerta que daba al balconaje interior del alcázar de popa. Se hallaba de espaldas, y el repostero pudo acercarse lentamente sin ser oído, pasando los brazos por su cuello, atrayéndola sobre su pecho, besando su nuca juvenil. Pero inmediatamente se dio cuenta de que el falso paje no estaba solo. Hablaba en voz muy queda con alguien que estaba oculto a un lado del quicio del portalón.

Gritó levemente la joven bajo la influencia de la sorpresa, intentando desasirse, e inmediatamente se mostró Fernando, que era quien hablaba con ella.

La hermosa tranquilidad de aquella noche los había atraído, conversando ocultos en la sombra, como si estuviesen junto a una reja en una callejuela de Andalucía.

Cuevas reconoció en seguida al hombre que abrazaba a Lucero. Vivía fresco en su memoria el recuerdo de aquella noche en que el señor Pero Gutiérrez lo había sorprendido allí mismo, valiéndose de su turbación para golpearle.

No se dio cuenta en este momento de las razones que pudiera tener dicho hombre para acariciar tan osadamente al que todos creían un paje. Sólo se acordó de que era para él el más odiado de cuantos iban en la armada, y que debía aprovechar la ocasión devolviéndole sus golpes. Y como aún se mantenía abrazado a la joven, pugnando por besarla, pues todo esto ocurrió en un breve espacio de tiempo, Cuevas, cerrando sus puños, dio al personaje unos cuantos golpes en el rostro y la cabeza, que le hicieron vacilar, soltando a Lucero.

Quedó tambaleando, y al rehacerse y querer marchar contra el paje, empezaron a sonar las voces de alarma del timonero, resonando las tablas de proa y de popa bajo las pisadas de muchos que acudían.

Se estremeció la nao desde la quilla a los topes de sus mástiles y quedó inmóvil, inclinándose sobre un costado con tal violencia, que las velas bajas tocaron el agua tranquila.

Gutiérrez se vio envuelto en esta alarma general, dejando de ver a los dos jóvenes, sin otro recuerdo de ellos que el escozor de su rostro por los golpes recibidos. Luego tuvo que lavarse varias veces con agua fresca, temiendo que a la llegada del día reparasen sus amigos en estas huellas violáceas. Pero el Almirante no le miró siquiera al pedirle que fuese a ver inmediatamente al rey del país, ni sus compañeros del batel se fijaron tampoco en su rostro, mientras navegaban hasta la población que habitaba Guanacarí, situada a legua y media del banco en que habían encallado.

Al recibir el reyezuelo indio la visita de Arana y de Gutiérrez empezó a llorar; pero como sus lágrimas no podían poner en salvo a la Santa María, siguiendo los consejos de los dos blancos, envió a todos sus súbditos, con muchas y muy grandes canoas, para que sacasen a tierra todo lo de la nao. Así se hizo, y en breve tiempo, con ayuda de la marinería, quedaron las dos cubiertas y ambos alcázares sin sus muebles, cordajes de repuesto, artillería, anclas y demás útiles de navegación o de guerra.

Mientras tanto, Guanacarí, sus hermanos y parientes ponían diligencia en guardar todo lo que se sacaba a tierra para que no hubiese robos, y de cuando en cuando consideraba el reyezuelo un deber de hospitalaria cortesía enviar uno de sus parientes al Almirante, llorando como había llorado él, para decir a éste que no sintiese pena ni enojo por tal desgracia, pues él estaba dispuesto a darle cuanto pidiese. Y todo el pueblo, por no ser menos, lloraba igualmente, mientras seguía trabajando en la nave o guardaba sus objetos en algunas casas que el rey había mandado vaciar para el caso. Colón llamaba a Guanacarí el «rey virtuoso», afirmando que él y todos sus súbditos eran «la mejor gente de la tierra, con una habla la más dulce y mansa del mundo y siempre con risa».

Cuando el Almirante estaba haciendo entender al enviado del reyezuelo su conformidad con lo sucedido para que no siguiese llorando, llegó una canoa tripulada por gentes de otra población, quienes traían algunos pedazos de oro, queriendo darlos por un cascabel, pues ninguna otra cosa deseaban tanto como obtener cascabeles.

Apenas la canoa llegó junto a la carabela, los indios empezaron a mostrar sus pedazos de oro, gritando al mismo tiempo: «¡Chuq!, ¡chuq!», con cuyas voces querían imitar el ruido de los cascabeles, la más asombrosa y mágica de las músicas para ellos. Después de hacer el rescate, estos indígenas se marcharon, no sin antes hablar con el Almirante, rogándole que les guardase para el día siguiente otro cascabel, pues volverían en su busca, dando por tal objeto cuatro pedazos de oro en hoja tan grandes como la mano.

Un marinero que venía de tierra dijo a Colón que era cosa de maravilla ver las piezas de oro que los cristianos estaban adquiriendo casi por nada, y que todos los indígenas afirmaban que esto valía muy poco en relación con el oro que traerían antes de un mes.

No necesitó más Colón para sentirse alegre, olvidando la reciente desgracia. Guanacarí, dándose cuenta de que su huésped celestial sólo se regocijaba al oír hablar de oro, le dijo que levantase su corazón, que él le entregaría cuanto oro quisiera si le daba tiempo para traerlo de Cipango, distrito del interior de la isla al que ellos llamaban Cibao.

Contento por estas noticias, convidó a Guanacarí a comer en la Niña, y luego se fueron los dos a tierra, donde a su vez, el monarca indio lo obsequió con una colación de dos o tres clases de ajes con camarones y el pan que ellos llamaban cazabe. Luego pasearon por unas arboledas inmediatas a las casas, y más de mil personas, todas desnudas, seguían a su rey y al enviado del cielo.

Paseaba Guanacarí orgulloso de su nuevo aspecto. Colón le había regalado una de sus camisas, y la traía puesta. Igualmente le había dado unos guantes, y esto es lo que más apreciaba el reyezuelo como majestuoso signo de su alcurnia. Hablaba poco, lo mismo que todos los jefes de tribu, expresándose por medio de señas, con tal autoridad, que Colón había acabado por admirar su mímica. Para Guanacarí era el mayor de los lujos llevar enfundados sus dedos, pues esto daba mayor novedad y fuerza a su lenguaje manual.

Después de la comida había hecho que sus domésticos le trajesen ciertas hierbas, con las que se fregó mucho las manos, y el Almirante ordenó que Lucero le diera aguamanos en una jofaina o bacín y un jarro de metal blanco, objetos que excitaron la admiración y la codicia del reyezuelo.

Cuando se cansaron de pasear por la playa, el Almirante envió a la carabela por un arco turquesco y un manojo de flechas, haciendo tirar a un hombre de la tripulación muy hábil en ello, y a Guanacarí le pareció esto gran cosa, hablando de los caribes, que al venir en sus grandes canoas a la caza de hombres, traían arcos y flechas, aunque sin hierro, todas de caña y de madera dura, pues en aquellas tierras no había memoria de ningún metal, salvo el oro, y éste sólo lo usaban como adorno religioso por ser materia incorruptible.

Dijo el Almirante por señas que los reyes de España mandarían destruir a los caribes, y para probar la fuerza con que contaban, ordenó a su gente que disparase una bombarda y luego una espingarda, arrojándose al suelo la mayor parte de los indígenas al oír el estrépito de tales detonaciones.

Guanacarí dio a Colón una gran carátula con pedazos de oro en las orejas y los ojos, además de otras joyas de oro que había puesto al Almirante en la cabeza y el pescuezo, obsequiando con presentes de menos valía a otros cristianos, familiares del gran jefe blanco. Como el oro parecía ejercer cierta influencia medicinal sobre el Almirante, «se le templó la angustia y pena que había recibido y aún tenía por la pérdida de la nao, y conoció que si Nuestro Señor le había hecho encallar allí, era porque hiciese asiento en dicho lugar».

—Tantas cosas me vienen ahora a la mano —dijo el Almirante a sus íntimos—, que verdaderamente este desastre lo tengo por gran ventura. Conviene que yo deje aquí gente, y de no perder la nao no hubiera podido hacerlo, pues me habría sido imposible dejarles tan buen aviamento, tantos pertrechos, tantos mantenimientos y aderezos para fortaleza como agora puedo dejar por la pérdida de la nao.

Muchos de los tripulantes de la Santa María, influenciados por la mansedumbre y dulzura de aquellos indios, así como por la cantidad de oro, todavía no considerable, pero que todos los del país anunciaban como enorme en breve plazo, habían pedido al Almirante licencia para quedarse en dicha tierra. Esto mismo era lo que deseaba Colón, y concedió entera libertad a todos los que quisieran quedarse allí, sin poner reparo en su número, basta que él volviese de España en un segundo viaje.

Con la tablazón y los costillares del navío encallado ordenó que construyesen un edificio alto, a estilo de torre, y una gran cava o foso con empalizadas de madera, abarcando todo el terreno inmediato a la improvisada fortaleza. No creía necesarias tales defensas al quedar los suyos entre gentes desnudas y sin armas, pero las consideró conveniente, para darlas idea del poder de los hombres blancos.

La isla Española la juzgaba enorme, exagerando sus dimensiones, como todo lo que iba viendo en las tierras descubiertas. Creyó en los primeros días que era más grande que Inglaterra. Ahora se limitaba a considerarla mayor que Portugal, pero con doble cantidad de habitantes, todos ellos tímidos y cobardes. Pensaba dejar en este fuerte de tablas mantenimientos de pan y vino para más de un año, simientes que sembrar y la barca de la nao naufragada, para que pudiesen hacer exploraciones en las costas. Todos los menestrales de la Santa María debían quedarse en el fuerte, el calafate, el carpintero, el tonelero y también el bombardero, ya que la artillería del buque, bombardas y pasavolantes, se instalarían en aquél.

—Todo es venido mucho a pelo para que se haga este comienzo de población —decía el Almirante—. Todo fue gran ventura y determinada voluntad de Dios que la nao encallase aquí, pues yo iba siempre con intención de descubrir, y no hubiese parado aquí más de un día, siguiendo adelante.

Durante su ausencia, los que se quedaban en el fuerte irían rescatando oro, y especialmente podrían averiguar dónde estaba la gran mina en que lo cogían los indios. A Guanacarí seguía teniéndolo por «muy virtuoso», pero estaba seguro de que, por mantener su importancia con los hombres blancos, quería que todo el oro que éstos recibiesen fuese por su mano, para lo cual ocultaría siempre el lugar donde estaban las minas.

Un sobrino del rey, muy mozo y de buen entendimiento, según decía el Almirante, habló con éste de Cibao y otros nombres de tierras abundantes en oro, que Colón tomaba por islas, y eran pequeños reinos de la Española.

Olvidó el almirante recién naufragado la nave destrozada, todavía a su vista, y la pequeñez de la única carabela con que podía contar, para exaltarse acariciando la esperanza de una enorme cosecha de oro. Cuando él volviese a la Navidad —pues éste era el nombre que había dado a la fortificación de tablas, teniendo en cuenta que el naufragio ocurrió el día de la fiesta mencionada—, iba a encontrar seguramente un tonel lleno hasta los bordes del oro rescatado por su guarnición, y también valiosos almacenajes de especiería.

Tan enorme se imaginaba la recolección de oro, que ya empezó a pensar en un empleo glorioso.

—Antes de tres años —decía a sus íntimos— tal vez emprenda y aderece con Sus Altezas la conquista de la Casa Santa de Jerusalén. Quien tiene oro tiene fuerza y poder, y no hay quien lo venza.

El jueves 27 de Diciembre, al salir el sol, volvió a la carabela el rey de aquel país, y como sabía los gustos del Almirante, le dijo que había enviado por oro, mucho oro, y que lo quería cubrir de este metal a él y a los suyos antes de que se fuesen. Este Guanacarí mostraba siempre gran facilidad para derramar lágrimas y hacer promesas hiperbólicas.

Luego comió el Almirante con él y dos hermanos suyos, hablando siempre del oro, y antes de que se levantasen de la mesa llegaron unos indios para dar la noticia de que la carabela Pinta estaba anclada en un río de aquella costa, a varias leguas de distancia. Guanacarí despachó una canoa a su encuentro, instalándose en ella con los remeros indios un marinero de la confianza de Colón, encargado de buscar al señor Martín Alonso y contarle lo ocurrido.

En los días siguientes el Almirante vivió en tierra, dando prisa a los que trabajaban en la construcción del fuerte. Cada vez que se encontraba con el reyezuelo o sus principales caciques cambiaban obsequios. Guanacarí le ponía en el pescuezo grandes placas de oro o carátulas con las orejas y los ojos del mismo metal. Otras veces se quitaba una especie de corona de su cabeza, poniéndola en la del Almirante. Éste se despojó de un collar de cuentas muy hermosas y de lindos colores para regalarlo al reyezuelo. Otro día se quitó el capuz de fina grana, que era el color de los almirantes, para vestírselo a Guanacarí. Luego envió a Lucero por unos borceguíes de igual color, que le hizo calzar, y le puso en el dedo un gran anillo de plata que el monarca indio venía admirando desde algunos días antes.

Todos estos regalos exaltaban la generosidad del indio, más verbal que efectiva. Al saber que Colón tenía decidido marcharse tan pronto como se lo permitieran los vientos, le hizo decir por uno de sus privados que no se fuese, pues había mandado hacer una estatua de oro puro tan grande como su cuerpo, y no se la traerían hasta pasados diez días. También envió uno de sus allegados a la carabela para pedirle el bacín y el jarro de aguamanos, que tanto excitaban su admiración y su codicia, y el Almirante, creyendo que necesitaba dichos objetos para mandar hacer otros de oro puro, destinados a él, se los envió y no supo más de ellos.

Regresó la canoa que había ido en busca de la Pinta, sin que el marinero enviado de Colón hubiese podido avistar a dicha carabela. Luego se supo que la canoa se había detenido y vuelto atrás a muy corta distancia de la desembocadura fluvial donde estaba Martín Alonso.

Este viaje de veinte leguas sirvió para que el marinero volviese haciéndose lenguas de la riqueza de aquellas costas, habiendo visto a un rey que traía en la cabeza dos grandes placas de oro y a otros indios con adornos del mismo metal.

Colón se dispuso a partir en la carabela de Vicente Yáñez. Como despedida organizó el 2 de Enero, en honor de Guanacarí, una especie de fiesta militar. Buscaba tal vez con ella rehacer un tanto la opinión de aquellas gentes sencillas, el prestigio celestial de los blancos.

Habían presenciado el naufragio de la Santa María, y esta desgracia amenguaba el concepto divino en que tenían a los hombres salidos del mar. Eran náufragos, y en muchos pueblos primitivos los náufragos estaban dedicados a la muerte desde el momento que los salaba el agua del mar.

Adivinó Colón cierto peligro para los que iba a dejar en tierra, si se alejaba sin dejar fijo en aquellas mentalidades rudimentarias los poderes misteriosos de que disponían los hombres blancos. Mandó armar en tierra una bombarda de las que iban a defender el fuerte de la Navidad e hizo que disparase contra el casco de la nave encallada. Los indios vieron con asombro cómo la gran pelota de piedra atravesaba los costados del casco perdido, yendo a hundirse muy lejos en el mar. Hizo también que los que iban a quedarse en el fuerte, así como la gente de la carabela, todos con espadas, rodeles, espingardas, lanzas y vistiendo corazas los que la tenían, realizasen una especie de escaramuza, con abundantes tiros, saetazos al aire y toques de arma. Todo esto fue con el pretexto de mostrar a los naturales cómo los defenderían los blancos de sus enemigos los caníbales, si es que llegaba el caso, y al mismo tiempo «para que tuviesen por amigos a los cristianos que él dejaba y para que los temiesen».

Se había cerrado la lista de los que se quedaban en el fuerte de la Navidad. Eran cuarenta y uno. Como primer jefe fue designado Diego de Arana por el Almirante. Al fin el hidalgo cordobés iba a ver realizadas sus ambiciones de autoridad. Quedaba con un poder absoluto en tierras nuevas y desconocidas, pudiendo ejercer su gobierno sobre muchedumbres de hombres desnudos y sumisos, y realizando además el descubrimiento de minas portentosas, cuya proximidad presentían todos y nadie había visto nunca.

Iban a ser sus tenientes Pero Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo, el escribano real. Gutiérrez había venido en este viaje deslumbrado por el oro del Gran Kan. Con ese deseo llevaba dado a Colón lo mejor de sus economías para que éste pudiese costear la octava parte de los gastos de la expedición y percibir la misma cantidad en las ganancias. El oro rescatado hasta entonces era poco. Resultaban infinitamente más grandes las esperanzas que la realidad. Él necesitaba recobrar su dinero y con intereses enormemente usurarios, como era de uso en las empresas de entonces. Y se quedaba allí para defender su negocio, creyendo tanto como el Almirante en inmediatas y fabulosas ganancias.

Amaba el oro lo mismo que Colón, pero sin sus entusiasmos líricos, de una manera egoísta y baja, no viendo en él un símbolo de gloria y de poder, sino un simple medio de saciar los apetitos de su vanidad. El escribano real se quedaba igualmente para que no sufriesen menoscabo los derechos de Sus Altezas en el reparto de aquellos tesoros que iban a descubrirse.

Quedábanse también en la fortaleza todos los amigos de Fernando Cuevas, gente brava, predispuesta a las aventuras, considerando con mayor atractivo la permanencia en aquel país misterioso, del cual sólo habían visto una pequeña parte de costa, a regresar a España, tierra conocida, donde no podía aguardarles nada extraordinario. Los marineros vizcaínos, antiguos pescadores de ballenas, se quedaban en la Navidad, primer pueblo cristiano de estas tierras nuevas, y también los andaluces, que habían comerciado con los reyes negros de Guinea, así como el inglés y el escocés.

Fernando se enteró por Lucero de que su nombre figuraba entre los que iban a instalarse en la Navidad. El paje del Almirante lo había descubierto por azar en la lista que su señor tenía sobre una mesa, mientras arreglaba la choza grande donde estaba alojado éste, cerca del fuerte, próximo a su terminación.

Cuevas no había pensado nunca quedarse allí ni hecho solicitud alguna, lo que le hizo temer inmediatamente que esto debía ser alguna trama urdida por Pero Gutiérrez. Luego, los dos jóvenes se fueron enterando de que el antiguo repostero pretendía quedárselo como paje a su servicio.

Una tarde se acercó Femando Cuevas a su antiguo señor el Almirante, con la cabeza baja y dando vueltas al gorrillo rojo entre sus manos. Deseaba volver a España y a nadie había pedido quedarse en el fuerte de la Navidad.

Don Cristóbal se asombró de esta protesta, atribuyéndola a miedo.

—Siempre te tuve por mancebo arriscado y de muchos hígados —siguió diciendo Colón—. De quedarte aquí, harías gran fortuna. Toneles van a llenar de oro hasta la boca.

Pero al ver a su paje Lucero que permanecía a corta distancia de ellos, fingiendo ocuparse del arreglo de los taburetes de palma trenzada, de las mantas de algodón con listas colorinescas y otras cosas remitidas por Guanacarí para su alojamiento en tierra, se acordó de que este paje de escoba y su propio paje eran hermanos y no querían separarse.

La palidez de Lucero, sus miradas furtivas e inquietas, hicieron dar al Almirante una respuesta bondadosa. En la Niña faltaba espacio, e iba a ser penosa la vuelta a España; pero de todos modos, accedió a la petición de Cuevas.

En los días anteriores a la partida de la carabela vieron los dos jóvenes, repetidas veces, a su enemigo el repostero real.

Se había instalado ya en tierra, ocupando por entero una de las casas cedidas por Guanacarí. Era el primer teniente y sucesor inmediato de Arana, gobernador del fuerte. Como hasta ahora había ido en la expedición como amigo del Almirante, sin cargo alguno, su nueva dignidad parecía haber aumentado su orgullo. Dos pajes de la nao eran sus servidores particulares. Tenía además cerca de él a varios indios que Guanacarí le había regalado, atendiendo a sus instancias.

Cuevas lo vio algunas veces en las arboledas de tierra adentro llevado en hombros por sus esclavos. Fue el primero de los blancos que estableció esta servidumbre locomotiva. Los indios habían tomado en hombros voluntariamente a los hijos del cielo cuando en los viajes al interior era necesario vadear ríos, lagunas y barrizales. El antiguo repostero, para hacer constar de una manera indudable su nuevo señorío, quería que sus indios le llevasen en alto, como a los hermanos del rey del país, que marchaban del mismo modo en las ceremonias religiosas, detrás de las andas ocupadas por Guanacarí.

El 2 de Enero se despidió el Almirante de su amigo el «rey virtuoso», y éste le rogó una vez más que se quedase —sabiendo que no podía hacerlo—, con la promesa de que si se quedaba podría regalarle aquella quimérica estatua de oro que decía haber encargado.

Luego habló el Almirante con Diego de Arana y sus dos tenientes, Gutiérrez y Escobedo, haciendo constar todo lo que les había dejado para que se remediasen en su ausencia, durante la cual iba a caer una lluvia de oro sobre el fuerte de la Navidad. Les cedía todas las mercaderías que los reyes habían mandado comprar para los rescates, y que eran muchas, objetos brillantes, sonoros y de exiguo valor, que ellos podrían trocar con enorme ventaja. La barca de la nao perdida quedaba lista para hacer viajes por la costa. Podían, antes de que él regresase, buscar «un sitio más favorable para establecer una nueva población, porque aquél no era puerto a su voluntad, y ellos harían mejor designación, luego que hubiesen descubierto la mina de oro». Tenían bizcocho y vino en abundancia, y también podían contar con los alimentos propios del país que les proporcionarían los indígenas.

Además de los obreros de diversos oficios, también se quedaban en la Navidad el físico de la armada y el cirujano, para atender a su guarnición, así como maestre Diego el herborista, que haría exploraciones en la selva para encontrar las especias ricas, pues indudablemente había muchas en la tierra. El maestro bombardero, «muy hábil en toda clase de ingenios», atendería a todas las cosas necesarias para la defensa de la fortificación. Y en la misma noche del miércoles 2 de Enero se trasladó el Almirante a la Ñiña, no bajando más a tierra.

Al día siguiente, jueves, no le fue posible partir. El mar estaba algo alterado y la carabela se mantenía segura al abrigo de las restingas. Tenía además que esperar a los indios traídos de las primeras islas descubiertas, muchos de los cuales habían quedado en tierra con diversos pretextos.

Quería Colón llevarlos a España, especialmente las mujeres, y al ver que sólo venían a la nave unos cuantos indios varones, envió la barca a tierra para buscarlos, determinando no partir hasta el día siguiente, 4 de Enero.

Fernando Cuevas, que era amigo de los que remaban en la barca, se metió en ella, y Lucero, cediendo a sus deseos, se entró también en dicho batel, protestando la necesidad de recoger algunas pequeñas cosas de su señor que fingió haber dejado olvidadas en la choza ocupada por éste. Los dos jóvenes, al llegar a tierra, pasaron disimuladamente por detrás de los bohíos inmediatos al fuerte recién construido, donde Guanacarí instaló a los cristianos y sus objetos después del naufragio.

Cuevas había explorado ciertas arboledas de tierra adentro que le recordaban la selva de Cuba, siempre perenne en su recuerdo. Presentían los dos que ya no pisarían más tierras en este lado del Océano. Iban a vivir en la pequeña carabela hasta que descubriesen las costas de España.

Avanzaron, sintiendo igual embriaguez panteísta que en la selva de Cuba. Eran las mismas mariposas revoloteando en un aire verde, semejante al agua de las profundidades marinas; en las bóvedas del ramaje cantaban los mismos pájaros, pero no había ningún árbol comparable con el gigante que amparó bondadosamente los primeros estremecimientos de su posesión mutua. Tampoco existía aquel lago marino, cerrado por una cadena de peñascos casi invisibles, que les había permitido verse desnudos como las primeras parejas de la creación.

—¡Oh, Fernando! —suspiró ella, apoyando su cabeza en un hombro del mancebo, vencida sin duda por los recuerdos.

Y los dos, pensando en la otra selva lejana, acabaron por sentarse, y finalmente, por tenderse bajo uno de aquellos árboles de follaje tan verde y jugoso que sus hojas parecían negras, y cuyos frutos, todavía sin sazonar, habían preocupado tantas veces al Almirante, comparándolos con las especias asiáticas traídas de España.

Ahora mostrábanse más desconfiados que en la otra selva, tal vez por ser menos inocentes.

Lucero sentíase miedosa al pensar que a un cuarto de legua de ellos, tal vez menos, había sido levantado el fuerte, y en tomo se movían cuarenta cristianos ansiosos de reconocer, en este primer día de libertad, la tierra donde iban a vivir más de un año.

Mostrábase Cuevas más tranquilo y seguro, pues en las exploraciones que llevaba hechas con los marineros se había acostumbrado a poner oído atento a todos los ruidos de arboledas y matorrales, para adivinar las pisadas casi imperceptibles de esta gente desnuda.

Volvieron a olvidarse los dos de cuanto les rodeaba, lo mismo que al pie del árbol gigantesco. Después de conocer la misma felicidad carnal, Fernando, incorporándose, acarició a Lucero con amoroso agradecimiento. Estaba sentado en el suelo, teniendo la cabeza de ella sobre sus propias rodillas, y la besaba en silencio.

De pronto repelió a la joven y se puso de pie bruscamente. Alguien se aproximaba, y sus pasos no eran de pies desnudos. Tal vez algún hombre de los del fuerte que iba a sorprenderles sin previa voluntad.

Cuando vio abrirse los matorrales y asomó entre ellos su rostro el señor Pero Gutiérrez, se dio cuenta el mancebo de que venía buscándolos por la selva hacía mucho tiempo. Acaso los había visto desde lejos, cuando se deslizaban por detrás de los bohíos cercanos al fuerte. También podía ser que alguno de los marineros le hubiese enterado por azar del desembarco de los dos pajes.

La sonrisa cruel y agresiva de este hombre hizo adivinar al mancebo lo que iba a ocurrir. Llevaba en su diestra dos de aquellas flechas de caña, largas y cimbreantes, del tamaño casi de un venablo, con pauta de varilla dura, un diente de pez a guisa de hierro y una coronilla de hierba en torno a dicha punta para que emponzoñase la herida. Eran flechas de los caribes, guardadas por la gente del país, y que Gutiérrez se había hecho dar como armas exóticas merecedoras de interés.

Siguió adivinando Fernando que estas dos flechas se las iba a arrojar como venablos, y tal vez lo pasasen de parte a parte, por ser muy sutiles y corta la distancia. Luego caería sobre Lucero. Después de lo ocurrido cuando el encallamiento de la nao, ya no era un secreto para Cuevas que el antiguo repostero de los reyes conocía la verdadera personalidad del paje del Almirante. Y si su cadáver, atravesado por las dos flechas, lo encontraban luego en la selva, esta muerte sería atribuida por los cristianos de la Navidad a caribes recién desembarcados o a un grupo de indígenas venidos del misterioso interior. Todo esto lo pensó el paje en menos de un segundo, con la celeridad vertiginosa de los momentos angustiosos.

Gritó a Lucero, que estaba aún medio tendida en la hierba, recomendándole que no se levantase, y él dio un salto atrás casi en el mismo momento que pasaba junto a su rostro algo ondeante y silbador como las serpientes aladas que aparecen en los cuentos. Luego continuó saltando de un lado a otro para evitar aquella punta que le seguía amenazante en todas sus evoluciones. Con el brazo en alto movía Gutiérrez igualmente su segunda flecha, para asestar un golpe más certero.

«¡No haber traído cuchillo!». Esto era lo único que repetía en su pensamiento el joven, lamentándose de que los pajes no tuviesen derecho en las naves a poseer esta arma, y arrepentido también de no haberlo pedido prestado a cualquier marinero del batel antes de meterse en la arboleda.

Silbó la segunda flecha, y en vez de perderse, como la anterior, en la espesura, quedó clavada y vibrante en el tronco de un árbol.

Fernando corrió hacia ella, arrancándola con rabioso esfuerzo. Al verla en su mano, extraída del tronco y completamente suya, dio bufidos de alegría y marchó arrogante contra su enemigo.

—¡Ah, don traidor! —gritó el paje.

Pero el hombre llamado por él así avanzaba ahora con su espada en la diestra y empezó a tirarle tajos y estocadas.

Otra vez la agilidad juvenil reanudó su lucha con la fuerza pesada y arrolladora. Gutiérrez era más vigoroso que él, pero menos ligero de piernas, y al tirar una de sus cuchilladas inútiles quedó de perfil junto al mancebo, que acababa de ladearse en uno de sus saltos.

Entonces, Fernando, valiéndose de la flecha india como si fuese una lanza, la clavó en el cuello de su enemigo. Y después de esto quedó vacilando y pronto a saltar otra vez, como si aún se creyese en peligro.

Vio dos manos que se elevaban para agarrar la caña cimbreante, cuyos temblores parecían aumentar el dolor de la herida.

Algo cayó a los pies de Cuevas. Era la espada del otro. Vio también, en el breve espacio de uno de esos momentos que parecen en toda vida de una duración interminable, cómo se escapaba por debajo de la corona de hierbas de la flecha un hilillo rojo, cada vez más ancho en las crecientes tortuosidades de su descenso.

El herido gimió sordamente. Fue un rugido doloroso, semejante al que lanzan las grandes bestias en el matadero.

—¡Vámonos, vámonos! —dijo Fernando, dando una mano a la aterrada joven para que se levantase, pues se había mantenido hasta entonces encogida en la hierba por el asombro y el terror.

Corrieron los dos hacia el mar, creyendo en el primer instante que los perseguía el herido, pues seguían oyendo sus estertores. Luego tuvieron la convicción, sin saber por qué, de que no podía perseguirlos. Debía estar caído en tierra, siempre con las dos manos en aquella caña vibrante que intentaba arrancar de su cuello, desistiendo en seguida por los crueles dolores que se causaba con el tirón. Tal vez aquellos insectos de coraza metálica y vivos colores, tan abundantes en la selva, acudían ya en torno a él, atraídos por el humeo cálido y el olor de su sangre.

Permanecieron ambos jóvenes algunas horas junto al batel, mirando con disimulada inquietud hacia las arboledas de tierra adentro. Temían que alguien del fuerte descubriese a Gutiérrez, todavía vivo, y escuchara su confesión.

Los marineros de la barca no creían llegado el momento de volver a la carabela. De los indios que iban en la armada faltaban aún muchos. Todas las mujeres habían desaparecido, ocultándose en los bohíos de tierra adentro. Sólo podían contar con algunos hombres de las primeras islas descubiertas, los cuales preferían volver al «bosque flotante», o sea a la carabela, mejor que seguir en una isla enorme, de cuyas gentes se veían diferenciados por una variación en el lenguaje y las costumbres que ellos solos podían apreciar y que pasaba inadvertida para los blancos.

Al fin, a la caída de la tarde, el patrón del batel se decidió a volver a la carabela. Ya no recogería más indios. Era inútil esperar a las mujeres.

Pasaron una gran parte de la noche los dos pajes mirando con inquietud la línea negra de la costa. Temían aún que fuese descubierta por un azar extraordinario la muerte violenta de aquel teniente del gobernador de la Navidad, y que Diego de Arana viniera en el batel de la destruida nao para hacer saber al Almirante lo ocurrido.

Amaneció el viernes 4 de Enero, sin que nadie viniera de la costa hasta la Niña, y ésta levantó las anclas, a pesar de que el viento era escaso. La barca de la carabela, unida por un cable a su proa, la iba remolcando a fuerza de remos, sacándola de las restingas por un canal más ancho que el que había seguido en su entrada.

En la costa, cristianos e indios empezaron a saludar a la Niña, que lentamente se iba alejando, sus velas blandas, cual si fuesen alas caídas, hinchándose de tarde en tarde con lentas ondulaciones. Avanzaba su proa sin que se marcase a ambos lados de su filo más que una leve arruga acuática, sin espumas, sin ondulaciones violentas.

Dos truenos vinieron desde el fuerte, dos disparos de bombarda con pólvora sola. Otras detonaciones más débiles resonaron en la orilla, precedidas por leves espirales de humo. Los marineros poseedores de espingardas las disparaban con un regocijo moruno.

Iban adivinando los dos pajes la identidad de todas las figurillas que se movían en la playa. Vieron al alguacil Arana convertido en gobernador, una mano en la empuñadura de su espada y moviendo la otra con un guante a su extremo, afable, protector y altivo al mismo tiempo, cual corresponde a un gobernante. A su lado el escribano real; y el otro teniente, el señor Pero Gutiérrez, faltaba junto a los dos.

Cuevas fue reconociendo igualmente a todos los hombres que había servido como paje hasta unos días antes: el inglés Tallarte de Lages, siempre silencioso, que había querido quedarse allí porque nada tenía que hacer en ninguna otra parte de la tierra y le placía la sociedad de tan alegres habladores, a los que podía escuchar, aprobándolos en silencio; los otros hombres vascongados y andaluces; el carpintero, el calafate de la nao perdida, el tonelero, un sastre, que había remendado varias veces el único sayo de Fernando, y el platero de Sevilla, venido para ensayar el oro de las minas del Gran Kan, y que hasta la hora presente no había podido ejercer su oficio. ¡Adiós!… ¡Adiós a todos!

Los tripulantes de la Niña agitaban sus gorros dando alegres gritos, pero al mismo tiempo muchos de ellos tenían en sus rostros una expresión melancólica. ¡Quedarse aquellos cristianos perdidos en un mundo recién descubierto, del que sólo habían conocido, los que se iban y los que se quedaban, una breve cinta de costa!

Desde tierra continuaban gritando y haciendo disparos. ¡Adiós a los que se volvían a España! Cuando tornasen iban a encontrar lleno de oro hasta la boca aquel tonel que les había dejado el Almirante.

Nadie de ellos sospechaba que estaban todos señalados indefectiblemente para una próxima muerte, que ni uno solo existiría cuando volviesen en un segundo viaje los que ahora se alejaban.

Cuevas miró a un lado y a otro, extrañando la ausencia del irlandés. De pronto lo descubrió cerca de la carabela.

Había ido saltando los peñascos de las restingas hasta colocarse en uno más grande y avanzado, igual a un islote, y que tenía una diadema a ras del agua de hierbas marinas y conchas. Estaba sentado en lo alto de dicha roca con algo que apoyaba en sus rodillas y parecía acariciar con el movimiento de sus manos.

Adivinó el paje que era el arpa fabricada por él. Imposible oír su música, pero creyó adivinarla por el acompasado movimiento de sus dedos al pellizcar las cuerdas. ¡Adiós, Garbey!

El irlandés también saludaba a su modo a los que se iban, y esta despedida musical era el himno funerario de los que se quedaban en la Navidad.

V: En el que la Muerte enseña su rostro a los argonautas españoles, cansada de la felicidad de este viaje

Una montaña de forma piramidal, que el Almirante comparó con un hermoso alfaneque, y que parecía isla por hallarse rodeada de tierras bajas, fue levantándose ante la proa de la Niña. Colón la llamó Montecristi, y estuvo dos días en sus alrededores a causa de que el viento era flojo.

Temiendo los bajos de esta costa, ordenaba con frecuencia a los marineros que subiesen al tope de los mástiles para poder reconocerlos de más lejos, y el domingo, 6 de Enero, uno de estos vigías vio venir a la carabela Pinta navegando con viento de popa. Como no había cerca ningún anclaje seguro, Colón hizo virar a la Niña, alcanzando otra vez las diez leguas que había hecho desde Montecristi, y la Pinta la siguió en su retroceso.

Cuando las dos carabelas hubieron fondeado en un lugar seguro, pasó Martín Alonso a la Niña para ver a su consocio, explicando con razones de navegante la causa de aquella separación involuntaria y expresando al mismo tiempo cierta extrañeza de que Colón no le hubiese seguido a Haití, volviéndose a Cuba, donde permaneció tantos días sin motivo.

Aceptó el Almirante sus razones con sonrisa bondadosa, para escribir luego en su Diario contra «la soberbia y las deshonestidades que Pinzón había usado con él», añadiendo que le convenía disimular para no favorecer las malas obras de Satanás, deseoso de impedir el buen éxito de la expedición.

Oyendo al capitán de la Pinta se enteró de que ésta había llegado a quince leguas del lugar en que ahora estaba el fuerte de la Navidad, y que eran ciertas las noticias dadas por los indios de su presencia, resultando obra del azar el no haberla encontrado el marinero que fue en su busca.

Lo que más alteró el ánimo del Almirante al conocer los pormenores de dicha separación, fue que Martín Alonso había rescatado mayor cantidad de oro que él, por ser el lugar de su fondeadero muy propicio a este comercio o por tener más habilidad Pinzón para los rescates. Por un cabo de agujeta o por un cascabel había obtenido «buenos pedazos de oro del tamaño de dos dedos y a veces como la mano».

A su envidia uníase cierto remordimiento. Acostumbrado Pinzón a un trato familiar con sus marineros, se había mostrado generoso en la distribución de las ganancias, compartiéndolas con aquéllos. Del oro rescatado había hecho tres partes, entregando dos a las gentes de su carabela y quedándose con una para resarcirse ligeramente de sus gastos.

En cambio, Colón se había guardado todo el oro adquirido por sus gentes. Él no admitía bondades ni favores tratándose del precioso metal. Los marineros, como una compensación de su trabajo, tenían el sueldo dado por los reyes.

Era ya manifiesta la enemistad entre los dos asociados, ocultándola Colón con sonrisas y bondadosas palabras, para desahogar su cólera poco después en las páginas de su Diario de navegación. Martín Alonso, menos disimulado, mostraba sus sentimientos con una franqueza de hombre de mar, tal vez demasiado ruda.

Se alegró el Almirante de haber encontrado a Pinzón el mayor, porque la presencia de la Pinta daba una nueva seguridad a su propio viaje de retorno, en una embarcación tan pequeña y débil como era la Niña. Se acordaba además, con cierto remordimiento, de las acusaciones ligeras e injustas que consignara semanas antes en su Diario. Pinzón no había partido para España como él se imaginó, ni se había lanzado tampoco a hacer descubrimientos por su cuenta. Se limitaba a esperarle y repartía entre los suyos generosamente los beneficios del rescate, quitando con esto a sus acusaciones los principales fundamentos.

Temía además lo que este hombre pudiera decir al presentarse ante los reyes. Martín Alonso era simplemente un experto marino, de menos imaginación que el Almirante, un hombre «práctico», que veía la verdad de las cosas más claramente que su asociado, siempre predispuesto a fantasías delirantes. El único desorden imaginativo de su vida lo había mostrado al hablar de las tejas de oro de Cipango.

Ahora estaban en Cipango —según Colón—, y él no veía por ninguna parte techos de oro, ni ciudades, como tampoco los elefantes del Gran Kan, las muchedumbres vestidas de ricas telas, los navíos del comercio asiático y otras suntuosidades de las llamadas Indias. Sólo gente desnuda, de rudimentaria existencia, casi igual a la de los animales mansos que se juntan en manadas; oro muy poco, y las minas, si es que existían en alguna parte, no eran seguramente explotadas, por requerir ello gran trabajo. Y esta gente inconsciente, perezosa e infantil se limitaba a arañar el suelo, contentándose con la recolección de un poco de maíz que la permitiera seguir viviendo sin morir de hambre. En la parte montañosa de la Española era a veces muy vivo el frío, y estos hombres desnudos, sin más que unos manchones colorinescos sobre la piel, temblaban pacientemente, sin pensar en tejer el algodón, cosechado en cantidades enormes, para poder vestirse. El poco oro que usaban como adorno religioso lo habían recogido en las arenas de los ríos por obra del azar. Del Gran Kan no se tenía la menor noticia en dichas tierras. Habían descubierto tal vez un paraíso, pero un paraíso pobre.

Y Colón temía que, al comparecer todos ellos ante la corte, Pinzón, por su rudo amor a la verdad, presentase una versión del viaje muy contraria a la suya.

Existía además entre los dos un odio engendrado por la divergencia de caracteres. Colón sólo podía tolerar a su lado gentes que aceptasen a ciegas lo que él dijese. Y su asociado había vivido siempre en la áspera independencia del marino que es dueño de su barco y va adonde quiere, no reconociendo sobre él otra superioridad que la de Dios y la del Océano, fuerzas de las cuales se puede vivir esclavo, sin mengua alguna, por ser eternamente superiores a las del hombre. De admitir Martín Alonso todo lo que dijese Colón, obedeciéndolo como un autómata, éste habría seguido creyéndole el mejor de los hombres, como en las primeras semanas del viaje.

Después que cambiaron explicaciones sobre la cubierta de la Niña, frente a la alta montaña de Montecristi, surgió entre ambos una nueva divergencia. Al enterarse Pinzón de que cuarenta y un hombres de la flotilla habían quedado en el llamado fuerte de la Navidad, con los materiales, cañones y víveres de la naufragada Santa María, censuró tal disposición del Almirante, considerándola imprudente y de resultados fatales. Estos cristianos, perdidos en un país todavía misterioso, no existirían seguramente cuando volviese la segunda expedición en su busca. Todos iban a desaparecer absorbidos por un oleaje circular de hombres desnudos y cobrizos, que iría encrespándose en torno a ellos al perderse en el horizonte las «selvas flotantes» de los magos blancos.

Habían llorado o reído los indios, como niños mientras las carabelas con sus truenos estaban en el mar ancladas a corta distancia de sus chozas. Además habían visto romperse una de dichas islas movedizas, convenciéndoles tal desgracia de que los hechiceros pálidos no esclavizaban enteramente el mar, el aire, la tierra, y eran mortales lo mismo que el hombre cobrizo.

Pinzón protestó de tal abandono, tildándolo casi de criminal, mientras Colón continuaba diciendo que el naufragio de la nao era un milagro de Nuestro Señor, y que él conocía que Dios lo había ordenado así, «porque era el mejor lugar de toda la isla para hacer asiento, más cerca de las minas de oro».

Emprendieron el viaje de regreso los dos jefes de la expedición, odiándose francamente. Tomaron leña y agua en el puerto de Montecristi, y los marineros se ocuparon en calafatear un poco la Niña para que no se inundase la bodega.

Las dos carabelas se hallaban en mal estado, y era preciso volver a España cuanto antes, para evitar un naufragio. La permanencia en estos puertos tropicales les había hecho más daño que la navegación. Sus tablas estaban carcomidas por la broma. Las dos tenían a ambos lados de sus quillas vías de agua, que había que calafatear con frecuencia, obligando igualmente a las tripulaciones a un continuo manejo de las bombas.

Ahora que resultaba urgente el regreso a España, era cuando iban recibiendo en sus diversos anclajes noticias cada vez más interesantes de las tierras próximas. Unos indios hablaban de Yamaye, o sea la verdadera Babeque, que años después fue Jamaica. Más lejos, a diez jornadas de canoa, que podían ser sesenta o setenta leguas, vivían gentes vestidas y con barcos de numerosos remeros, indudablemente el Yucatán y Méjico, noticias que Colón aceptó como pruebas clarísimas de que andaba muy cerca de los ricos Estados del Gran Kan, señor de la China.

Más cerca tenían la isla de Carib, habitada por aquellos guerreros antropófagos que venían a cazar hombres en la Española. Esta Carib era unas veces Puerto Rico y otras la isla Guadalupe. Además, interesaba a todos conocer la isla de Matinino, toda ella poblada de mujeres, que recibían anualmente la visita de los hombres de la inmediata isla de Carib. Si después del encuentro anual «parían niños, enviábanlos a la isla de los hombres, y si eran niñas las dejaban con ellas para que fuesen amazonas».

Hasta el 16 de Enero navegaron las dos carabelas siguiendo la costa de la Española. Entraron sus barcas en un río para tomar agua dulce y se maravillaron los tripulantes de que su arena se compusiera en gran parte de granos de oro. En realidad, este oro era simplemente marcasita, que ya había engañado otras veces a los expedicionarios por estar sus granos adheridos a las rocas. Mas para Colón todo lo que relucía era oro, y después de explicar a los suyos cómo las aguas lo habían traído desmenuzado desde las riquísimas minas del interior, le puso el nombre de río de Oro.

Se fueron alejando de Montecristi, que dominaba el horizonte en muchísimas leguas a la redonda. Abundaban en estas costas las tortugas, que venían a desovar en tierra y eran enormes.

Cerca del río de Oro vio el Almirante con sus ojos tres sirenas que «salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara».

Ver tres sirenas no era ningún episodio extraordinario en la vida de Colón. Estaba acostumbrado de larga fecha a estas particularidades de la geografía delirante. Declaraba haber visto otras en Guinea, al visitar de joven la costa portuguesa de la Manegueta. Lo que él sintió fue no poder capturar alguna de dichas sirenas, que eran en realidad manatíes o vacas marinas, muy abundantes entonces en el mar de las Antillas. Le habría gustado poner en sal a una sirena para llevarla a España y que la viesen Sus Altezas.

Más adelante llamó monte de Plata a una altísima montaña que tenía su cumbre envuelta en nieblas blancas o plateadas.

Durante esta última exploración de la isla Española, aprovechaba su autoridad de jefe para molestar a Martín Alonso, desautorizando cuanto hacía.

Pinzón había tomado en su carabela cuatro indios del país para llevarlos a España y que aprendiesen la lengua. El Almirante, indignado por esto, que consideró una tiranía, hizo regalos a los cuatro indios, ordenando que se volviesen a sus casas. Y él no había hecho otra cosa, en cuantas islas estuvo, que raptar indios, hombres y mujeres, muchos de los cuales se le habían fugado, pero todavía llevaba diez o doce en su carabela para que los viesen los reyes de España.

En uno de sus anclajes frente a la costa vino a visitarle un reyezuelo del país con tres de los suyos, dándoles Colón, como era su costumbre, bizcocho y miel, un bonete colorado y ramalillos de cuentas. Estos indígenas y otros les hablaban de la isla de Carib y de la de Matinino, toda poblada de mujeres, sin hombres. Colón lamentó que el estado de sus dos carabelas, que seguían haciendo mucha agua por la quilla, no le permitiese realizar la exploración de dichas islas. Como siempre, situaban en ellas los naturales de la costa las más enormes riquezas, mucho oro, mucha almáciga y mucho ají, pimienta del país, sin la cual la gente no podía comer. Pero las dos naves, quebrantadas por el viaje, no tenían ya «algún remedio, salvo el de Dios, y era preciso volver», lamentando el Almirante no llevarse unas cuantas de aquellas amazonas de la Matinino para presentarlas a los reyes.

Según iba siguiendo la costa de la Española hacia Oriente, le hablaban los indígenas con más frecuencia de unos hombres pálidos y con barbas, llevando armas iguales a las suyas y hablando la misma lengua, que habían pasado por allí en un bosque flotante. Esto había ocurrido cuando aún eran hombres vigorosos los ancianos venerados ahora por las tribus… Pero el Almirante no mostraba interés por tales noticias, apreciándolas en público como cuentos y embelecos de indios.

Tampoco —en su segundo viaje en busca del Gran Kan, ocurrido muchos meses después— quiso dar importancia al hallazgo de una popa de nave española o portuguesa, rota y podrida, que encontró en las playas de la isla Guadalupe. Y todos los panegiristas de Colón pasaron igualmente con ligereza sobre este hallazgo, como si fuese un detalle baladí.

Algunos de los próceres indios, al hablar con el Almirante, aludían a ciertas poblaciones del país, conocedoras de los «hijos del cielo» por tradición, y que mostraban contra ellos una decidida enemistad, fruto tal vez de los malos recuerdos que habían dejado.

El 13 de Enero, tres días antes de abandonar las dos carabelas la costa de la Española, lanzándose a través del Océano con las proas hacia España, un grupo de marineros, al ir a tierra, tuvo un mal encuentro, que fue la primera justificación de los señores de Martín Alonso por la gente que se quedaba en la Navidad.

Tropezaron los blancos con un grupo de más de cincuenta indios desnudos, con los cabellos muy largos, «como las mujeres los traen en Castilla, y con penachos de plumas de papagayos y otras aves. Todos ellos traían grandes arcos y flechas y un pedazo de palo duro a guisa de espada».

Después de recibir a los cristianos con fingida bondad, echaron unos mano a sus armas, mientras otros sacaban cuerdas para atar a los blancos. Éstos, que eran siete, al ver por primera vez que la gente desnuda se atrevía con ellos, hicieron uso de sus espadas y ballestas. A un indio le dieron una gran cuchillada en las nalgas y otro recibió un saetazo en el pecho. De no intervenir el piloto que iba al frente del grupo, los seis marineros, enfurecidos por esta agresión inesperada, hubiesen matado a muchos de los indígenas.

De tal modo fue el primer choque entre blancos y cobrizos en las nuevas tierras.

Al recibir el Almirante la noticia, creyó que eran caribes de los que venían en sus canoas a cazar hombres, y temió que los cristianos del fuerte de la Navidad, al llegar en su batel a esta parte de la costa, fuesen sorprendidos por dichos guerreros antropófagos. Pinzón pensó que bien podían pertenecer dichos indios a las tribus de la isla Española, enemigas de los misteriosos hombres blancos que pasaron por allí algunos años antes.

La víspera de emprender el viaje se vieron por última vez el Almirante y Martín Alonso. Al oír éste que el jefe de la expedición le ordenaba poner la proa al Norte, no pudo contener su extrañeza. Lo natural era regresar por donde vinieron, o sea por el Nordeste, a través de un mar ya conocido.

Colón cortó sus objeciones con el tono de un hombre que está convencido de lo que dice:

—Gobernad al Norte, que es donde encontraremos buenos vientos. Sé bien lo que digo.

Estas últimas palabras hicieron reflexionar mucho al capitán de la Pinta durante los primeros días de la navegación.

¡Don Cristóbal «sabía»!… Por primera vez había navegado en estos mares, y se mostraba seguro de que era preciso ir en dirección Norte para encontrar vientos favorables.

Pinzón, cristiano ferviente, tenía la certeza de que jamás había enviado Dios uno de sus arcángeles a ningún piloto para revelarle los misterios del Océano y de la atmósfera. Eran los hombres de mar quienes habían ido descubriendo tales secretos a fuerza de dolorosos errores y desorientados titubeos que ponían en continuo peligro sus vidas.

Otra vez volvieron a su memoria las noticias escuchadas en puertos de España y de Portugal sobre navegantes que habían hecho descubrimientos al otro lado del Océano, pereciendo al volver triunfadores. Recordó especialmente la historia de aquel piloto al que se atribuían diversos orígenes, y que los más llamaban Alonso Sánchez, hijo de Huelva, fallecido a consecuencia de sus penalidades al desembarcar en una isla portuguesa.

La aventura de este malogrado descubridor la rehacía él en nueva forma. Era absurdo que una tempestad le hubiese arrastrado hasta las tierras nuevas cuando iba navegando de las Canarias a Irlanda. Una tempestad no dura nunca meses enteros, ni un buque arrastrado por ella sigue siempre idéntico rumbo. Era más lógico pensar que el mencionado navegante se había sentido tentado en las Canarias o las Azores por las brisas continuas del Este y del Nordeste, navegando con mar bonancible y temperatura suave, lo mismo que ellos, hasta llegar sin contratiempo alguno a dar vista a una tierra que era probablemente esta misma isla Española. Después de tomar, igual que ellos lo habían hecho, muestras de las producciones naturales y de la industria de los indígenas, sentía el ansia de regresar a su país con tan estupenda nueva, y trataba de desandar lo andado, siguiendo el mismo camino. Entonces las mismas brisas continuas, que con tanta facilidad le habían traído, resultaban un obstáculo invencible.

Pasaba semanas y semanas navegando contra el viento, y en un día entero no llegaba el buque a avanzar una legua. Así forcejeaban él y los suyos contra la muralla invisible de la atmósfera, hasta que el agua y los víveres se iban agotando y tenían que arribar otra vez a Haití o la Española para proveerse por consentimiento o por la fuerza con lo que poseían los indígenas. Tres o cuatro veces repetían la misma tentativa, con variaciones de rumbo, hasta que al fin, prolongando la bordada hacia el Norte, salían por casualidad de la zona de los alisios y encontraban incidentalmente el verdadero camino para la vuelta. Pero como tan penosas tentativas habían consumido mucho tiempo, destrozando los aparejos y enfermando a la tripulación, cuando los escasos supervivientes llegaban a las costas del viejo mundo era para morir.

Indudablemente, este empeño natural de regresar por el mismo camino del viaje de ida era lo que causaba la muerte de todos los exploradores que desde medio siglo antes habían navegado hacia el Oeste, sin volver nunca. El único piloto que conseguía regresar, descubriendo el rumbo al Norte, tal vez había comunicado a Colón directamente los resultados de su experiencia, y esto es lo que daba tal seguridad a sus palabras. También podía ser que lo comunicase a otros muchos, pero Colón era el único en aprovechar las revelaciones de este precursor que había pagado su descubrimiento con la propia vida. De todo cuanto pudo decir, lo más importante era la indicación del rumbo para la vuelta. Por no conocer dicho rumbo —seguido hasta los tiempos actuales por la navegación a vela— quedaron probablemente en el fondo del Océano, al volver a Europa, todos los descubridores que precedieron a Colón.

Se convenció Martín Alonso en los primeros días de viaje de la conveniencia de este rumbo al Norte. Las dos carabelas encontraban viento favorable y mar bonancible, avanzando sin ningún contratiempo. Bien necesitaban tal ayuda, a causa del pésimo estado de sus carenas. Además, la Pinta, que había sido siempre la más velera, navegaba ahora muy mal de bolina, por no poder ayudarse de la mesana, debido a que dicho mástil lo tenía rajado.

Esto último sirvió de pretexto a Colón para censurar nuevamente a Martín Alonso. Podía haberse proveído en las Indias de un buen mástil, «donde tantos y tan buenos los hay en las selvas de la costa, pero sólo había pensado en abandonarlo a él, para irse en busca de oro, con la esperanza de henchir su navío». Y al censurar agriamente esta imprevisión de su asociado —si es que hubo en realidad imprevisión grave, ya que Martín Alonso pudo llegar a España con su mástil roto más pronto y directamente que el Almirante—, olvidaba que él había cometido como marino una falta extraordinariamente más grave y que iba a ponerle en peligro mortal.

Colón había emprendido su viaje de regreso en la Niña sin lastrar esta pequeña carabela. La tripulación llevaba consumida la mayor parte de los víveres, así como del agua y del vino, quedando vacíos barriles y tinajas. El cargamento de objetos para rescates y otras cosas necesarias para la vida civilizada habían sido dejados igualmente en el fuerte de la Navidad. El casco del buque iba muy sobre el mar.

Hasta el último momento demoró el Almirante el dar a su carabela un lastre de piedras. Pensaba cargarlo en la isla de Matinino. Luego tuvo que desistir de tal visita a la tierra de las amazonas, y finalmente se había lanzado a través del Océano en un buque sin lastre.

Todo marchó bien del 16 de Enero al 12 de Febrero de 1493. En este último día empezaron a tener, según el Diario del Almirante, «grande mar y tormenta, y si no fuera la carabela muy buena y bien aderezada temiera perderse».

Durante veintiocho días habían tenido el mismo mar bonancible que en el viaje de ida, saliéndoles al paso idénticas señales. Vieron tan cuajadas las aguas de hierbas flotantes, que de no estar ya experimentados en los misterios del Océano, habrían temido navegar entre bajos. Los aires eran otra vez muy templados, «como en Abril en Castilla. La mar muy llana, y los peces que llaman dorados se aproximaban a las dos carabelas, dejándose pescar». Vieron los pájaros apodados rabos de junco, muchas pardelas, y algunos días parecía el Océano cubierto de atunes, que, según Colón, iban desde allí a morir en las almadrabas del duque de Cádiz y de Conil, cerca del estrecho de Gibraltar.

Pero esta navegación feliz se cortó el 12 de Febrero, y desde entonces las dos pequeñas naves avanzaron en perpetua tormenta. Tuvieron que ir navegando casi a árbol seco, con muy poca vela, por miedo a zozobrar bajo un viento huracanado. Este viento fue aumentando su violencia y el mar se hizo terrible, cruzándose las olas en encontradas direcciones y haciendo crujir los cascos entre sus fuerzas opuestas, como si fuesen a deshacerlos.

Llevaban las dos carabelas el papahígo mayor muy bajo, para que sacase únicamente al buque de las olas y no se durmiera entre dos de estas montañas de agua, cada vez más grandes, quedando anegado.

La noche del 14 de Febrero fue la peor de todo el viaje. Creció mucho el mar y el huracán, siendo el peligro tan grande, que todos consideraron imprudente seguir un rumbo determinado. Era mejor dejarse arrastrar adonde el Océano los llevase presentando la popa al viento y a las olas, ya que no había otro remedio.

La Pinta, guiada por Martín Alonso, ya había realizado esta maniobra, y acabó por desaparecer, pero la mayor parte de la noche «hizo farol» y la Niña le contestaba con iguales luces.

Enternece la proximidad de la muerte a los que viven sumidos en la más terca obcecación y hace humanos a los más duros adversarios. Colón siguió desde su alcázar de popa las lucecitas de la Pinta, que se remontaban unos instantes sobre las montañas líquidas, quedando sumidas largo rato en sus valles obscurísimos. Esta carabela era la peor de las dos. Llevaba roto uno de sus mástiles, lo que impedía las maniobras completas de su velamen. Tenía las tablazones quebrantadas, y sus mismas condiciones de agilidad y ligereza se volvían contra ella en esta interminable tormenta.

El Almirante, exageradamente sentimental en ciertos momentos, como todos los imaginativos, saludó con los ojos húmedos de lágrimas a la otra carabela, cuyas pequeñas luces sólo se dejaban ya ver como fuegos fatuos, lejanísimos. ¡Adiós, Martín Alonso! Iba de seguro a la muerte. Ya no le vería más. Y se acordó de sus primeras conversaciones con el famoso marino de Palos en la tertulia del viejo piloto Pero Vázquez.

No le engañaban sus pronósticos: jamás volvería a verlo; iba a la muerte, pero como un verdadero hijo de los mares, manteniéndose hasta en su agonía agarrado al gobernario de su carabela, sin cambiar de rumbo, llegando adonde se proponía llegar. Únicamente al ver la costa natal soltaba el timón, dejando caer su cuerpo sobre las tablas de la cubierta, escapándose de su envoltura terrena para comparecer ante Dios y saludarlo como único capitán.

Iba a llegar rota la Pinta por la tempestad a la costa Norte de España, pero recta como una flecha, sin perder rumbo, sin hacer escala en ninguno de los dominios de Portugal, pues así lo tenían prohibido desde que salieron de España por orden de sus reyes. En cambio, Colón, dirigiendo la Niña, iba a dar días después por dos veces contra la tierra portuguesa, provocando conflictos internacionales.

Pronto olvidó el Almirante la suerte del asociado, para pensar en la suya propia.

—¡Adiós, señor Martín Alonso! —repitió al apuntar el día, no viendo ya la arboladura de la Pinta sobre ninguna de las montañas lívidas del mar alborotado—. Nuestro Señor lleve a vuesa merced por buen camino y le salve.

Luego tuvo que ocuparse en su propia salvación. Salido el sol, fue mayor el viento, y el Océano cruzó las olas sobre la carabela con terrible violencia. Llevaba sólo un papahígo, y muy bajo, para que la nave saliese de entre estas masas de agua que la golpeaban por ambos lados, cubriendo su cubierta de espumas. Dicha vela única, a pesar de tenerla muy recogida, se hinchaba casi vertical, haciendo salir al buque de la doble cascada que caía incesantemente sobre él.

Seis horas después de salir el sol, creyó necesario el devoto Almirante impetrar las protecciones celestiales. Hizo traer tantos garbanzos como personas venían en la carabela, y señalar uno con una cruz hecha a cuchillo, metiéndolos todos revueltos en el bonete de un tripulante. Iban a «echar un romero» que hiciese voto de ir al monasterio de Santa María de Guadalupe, en Extremadura, llevando un cirio de cinco libras de cera. El que sacase el garbanzo señalado tendría que cumplir dicha promesa. El primero en meter la mano en el bonete fue Colón, y sacó el garbanzo de la cruz, comprometiéndose a ir como romero al mencionado monasterio si llegaba con vida a la costa española.

Continuó la tormenta, cada vez más furiosa, y en vista de ello echaron otra vez la suerte, por medio de los garbanzos revueltos en el bonete, para enviar otro romero a Santa María de Loreto.

Colón explicó a su gente la eficacia de dicha romería.

—Loreto está en la marca de Ancona, tierra del Papa, y allí existe la casa en que vivió la madre de Dios, la cual ha hecho y hace muchos y grandes milagros.

El garbanzo marcado lo sacó un marinero de Puerto de Santa María, llamado Pedro de Villa, y el Almirante le prometió darle dineros para que pudiera costear su viaje.

La tormenta seguía creciendo. Sintieron de nuevo todos la necesidad de implorar a la Virgen, pero en tierra de Andalucía, en el condado de Niebla, una Virgen que fuese verdaderamente suya, y apelaron de nuevo al sorteo para que aquel a quien tocase el garbanzo de la cruz velase una noche entera en la iglesia del convento de Santa Clara, situado en Moguer, haciendo decir a sus costas una misa. Y otra vez fue Colón a quien tocó la suerte de cumplir dicho voto.

La tempestad fue en aumento al cerrar la noche, y todos hicieron el voto común de que en llegando a la primera tierra irían procesionalmente descalzos y medio desnudos, conservando puesta solamente la camisa, a rezar en una iglesia que estuviese bajo la advocación de la Virgen.

Nadie esperaba escapar de la tormenta. Los buques de entonces eran una simple trabazón de maderos con grandes rendijas obstruidas únicamente por emplastos de estopa y brea. Cada golpe de las olas hacía crujir esta construcción primitiva, como si fuese a arrancar sus tablas, esparciéndolas a capricho.

Todos lamentaban, además, la imprevisión de haber salido sin lastre, con la carga peligrosamente alivianada por haber sido ya comidos la mayor parte de los bastimentos e igualmente bebidos el agua y el vino. Lo único que habían podido hacer era henchir las pipas vacías de agua del mar, pero tal expediente era flojo remedio para la falta de lastre.

Llevaban vistas los marineros viejos muchas tormentas en su vida parecidas a la presente, y se mantenían en un sereno fatalismo. Los que no habían navegado nunca, o sea los pocos de la parte civil de la expedición que no quisieron quedarse en la Navidad, sentían el espanto de una extrañeza mortal ante esta tormenta siempre en aumento. El dulce viaje de ida y las excursiones por el mar antillano, azul y luminoso, les había hecho olvidar los temores del primer día del embarque, imaginándose que las tormentas de que hablaban los marinos viejos sólo podían desarrollarse en los mares de Europa. Se mantenían encogidos en los rincones más secos de la carabela, con expresión de bestias asustadas, oyendo el continuo martilleo de las olas sobre los costados, imaginándose que cada descenso a lo más profundo de los valles que se abrían entre las olas iba a ser el último, faltándole a la nave fuerzas para levantarse.

Gemían y lloraban al oír un crujido más grande que los anteriores. Ya había llegado el último momento. La espuma corría a cascadas entre los alcázares de proa y de popa. El fogón había sido barrido por el agua. Nadie pensaba en guisar: era empresa imposible. Los marineros comían para mantener sus fuerzas las duras tortas del bizcocho con pedazos de queso y bebían grandes tragos de vino. Todos habían sacado sus almocelas, largas esclavinas con capuchón, y la pequeña nao parecía dirigida por una comunidad de frailes.

Los dos pajes Lucero y Fernando permanecían horas y horas en un rincón de la popa, sentados en el suelo, mirando con ojos de cervatillo medroso cómo venían las grandes montañas lívidas al encuentro de la carabela, elevándola con una fuerza dislocante, para arrojarla por su pendiente opuesta con una rapidez que creaba el vacío en el pecho de los dos jóvenes. Se estremecían con angustia sus diafragmas, como si cayesen para siempre y esta caída no hubiese de encontrar otro término que el profundísimo fondo del mar.

Cuevas había perdido su audacia juvenil, su osado valor. Ahora veía por primera vez lo que era el Océano y sentíase inerme ante su furia. Deseaba proteger a su compañera y no sabía cómo hacerlo. Cada vez que la nave se acostaba, inclinándolos sobre el suelo de tablas, oprimía a la joven entre sus brazos y el miedo les hacía besarse.

Al cerrar la noche vieron pasar junto a ellos a un hombre encapuchado. Levantando los ojos lo reconocieron. Era el Almirante, que había bajado unos momentos a la pequeña cámara del capitán de la Niña, su alojamiento ahora. Sin acordarse de su paje ni del maestresala Terreros, que debía estar gimoteando en algún escondrijo, había tomado como un simple tripulante el bizcocho, el queso y el vino, único alimento que se podía obtener en días de tormenta.

Miró bondadosamente a los dos pajes, indicándoles con un ademán que continuasen sentados, pues ambos, al reconocerle, habían intentado levantarse. Comprendía los besos que estos dos hermanos cambiaban instintivamente a impulsos del terror. ¡Pobres mancebos!

Volvió a instalarse en lo alto del alcázar de popa, ocupando la silla de madera del piloto y teniendo que agarrarse a sus brazos muchas veces, mientras el agua corría por sus pies.

El capitán de la carabela, Vicente Yáñez, los pilotos Pedro Alonso Niño y Sancho Ruiz y el marinero Roldán, que también era hábil en el manejo de cartas y naves, se relevaban en lo más alto de la popa, todos encapuchados, examinando el mar, dando órdenes a la marinería, que las más de las veces resultaban innecesarias, pues había que dejarse llevar por los elementos. El único trabajo eficaz era hacer funcionar incesantemente la bomba para achicar el agua que invadía la bodega. El Almirante lo veía todo desde su cadira de mando, con una serenidad fatalista e impotente, puesta su única confianza en la bondad de Dios.

La noche del jueves, 14 de Febrero, fue para él la más terrible de su vida.

¡Morir cuando volvía victorioso! ¡Morir teniendo ya en sus manos como esclavas sometidas a la Gloria y la Riqueza! Iba a repetirse una vez más la desgracia de aquellos pilotos misteriosos, de los que tanto hablaban en los puertos de mar, navegantes perdidos en el Océano que habían descubierto tierras nuevas, pero a la vuelta se los tragaba la inmensa y movediza llanura encrespada de furor, para que no revelasen su secreto.

Su destino iba a ser más triste que el de aquel misterioso piloto que había venido a morir, según contaban, en una isla portuguesa, dejando «a alguien» como póstumo regalo las cartas y los rumbos de las misteriosas islas entrevistas. Él no tendría siquiera a quien entregar el secreto de sus descubrimientos. ¡Perecer cuando veía ya con la imaginación el altísimo arco de su triunfo!

Su fe de iluminado le reanimaba de pronto, haciéndole confiar en la protección de Dios. Se creía escogido por él para dar cima a la gran hazaña del descubrimiento, y el Señor, después de distinguirle entre los demás, no podía abandonarlo.

Luego sentíase otra vez hombre, con una debilidad humana, necesitado de confesar sus angustias a los otros que se hallaban en igual estado.

El menor de los Pinzones era quien por su título de capitán de la carabela se encontraba en más íntima relación con el Almirante, y éste le habló largas horas.

—Vuesa merced, señor Vicente —dijo en el curso de esta terrible noche—, tiene mujer y tiene hijos. ¡Cómo pensará en ellos!

Pinzón, hombre de pocas palabras, como todos los solitarios del mar, contestó con vagas exclamaciones, reveladoras del estado de su ánimo. Don Cristóbal había adivinado lo que estaba él pensando.

—Yo también —prosiguió Colón— siento una flaqueza y una congoja que no me dejan asentar la ánima, porque me dan gran pena dos hijos que tengo en Córdoba puestos al estudio, y que dejaré, si muero, huérfanos de padre y en tierra extraña, sin tener quién los remedie, pues los reyes no sabrán las nuevas tan prósperas que les llevamos y los servicios que en este viaje les he hecho.

La consideración de que los monarcas de España y el mundo entero iban a quedarse sin saber que el Señor le había dado la victoria en todo lo buscado por él en las Indias le amargaba aún más que la orfandad y la miseria de sus hijos. El descubrimiento de una parte de las tierras del Gran Kan era para él a modo de un hijo espiritual, más querido que sus hijos carnales.

Vicente Yáñez oyó hablar en voz baja a este encapuchado que permanecía en su sillón marino, agitado por las olas, como un fraile de negra cogulla en el sitial de un coro sumido en la sombra.

—Señor, dame la muerte si ésta es tu voluntad… Pero ¿también mi obra debe desaparecer? ¡Sálvala, Dios mío!

Con repentina decisión bajó a su camarote, tomando una hoja de pergamino y escribiendo en ella cuanto pudo.

Procuraba hacer la letra muy clara, luchando con la continua movilidad de la mesa, con la incertidumbre de las llamas rojizas de dos linternas. Se esforzó por incluir en tan reducido espacio la relación entera de lo que había visto en su viaje, rogando al descubridor del pergamino que lo llevase a los reyes de España.

Volvió a lo alto de la popa, envolviendo dicho pergamino en un paño encerado y atándolo muy bien. Un marinero, con un cable embreado que ardía como una antorcha, iluminaba estas operaciones.

Sobre el escrito cerrado y sellado colocó otro sobrescrito, en el que se prometían mil ducados a quien presentase este rollo a los reyes, pero con la condición de no abrirlo. Con tal precaución, digna de su carácter siempre receloso, esperaba evitar que los extranjeros se enterasen de su secreto, si es que el pergamino caía en sus manos. Fue encerrado éste finalmente en un pedazo de cera del tamaño de una hogaza, y lo colocaron en un barril, que, por orden del Almirante, arrojaron al mar.

Los marineros, al hacer esto, se imaginaban que era alguna devoción para obtener que amainase la tempestad. Jamás fue encontrado dicho tonel. El aviso de Colón, caso de morir éste, hubiese resultado inútil, quedando sus descubrimientos en el misterio.

Luego pensó que era más conveniente repetir el mismo aviso, pero de modo que cayese al mar lo más cerca posible de las costas de España. Y escribió otro pergamino, colocándolo en un envoltorio semejante, pero ordenó que el tonel lo dejaran en lo más alto de la popa, sin amarre alguno. De esta suerte, si la carabela se iba a pique, quedaría el barril sobre las olas a capricho de la fortuna, pero más cerca de tierra, ahorrándose en su flotación todo el camino que el buque pudiese hacer antes de su naufragio.

Al día siguiente el cielo se aclaró un poco. El mar, aunque menos encrespado, era todavía altísimo y peligroso.

Vieron una costa por la proa, y unos decían que era la isla de la Madera, otros la roca de Cintra, junto a Lisboa; pero todavía estuvieron tres días en el Océano dando bordos, sin poder encabalgar dicha tierra por la gran cerrazón y el mucho oleaje.

El sábado consiguió reposarse un poco el Almirante, pues desde el miércoles estaba sin dormir, por hallarse medio tullido de las piernas a causa del frío, el agua y el poco comer. El lunes, 18 de Febrero, día de Carnestolendas, logró a la salida del sol anclar cerca de la isla, enviando una barca a tierra.

Así supo Colón que estaba en la isla de Santa María, una de las del archipiélago de las Azores, y los habitantes de la costa le enseñaron el rumbo para entrar en el puerto de la ciudad.

Esta isla era del rey de Portugal, y su gobernador vio primero con sorpresa y luego con inquietud la llegada de una nave española que tal vez venía de comerciar ilegalmente en alguna posesión de su monarca. Sobre el caserío distinguieron los navegantes una ermita, y al enterarse de que estaba dedicada a la Virgen, se apresuraron a cumplir el voto colectivo que la habían hecho.

El mar seguía encrespado. Hacía quince días que duraba la tempestad, según manifestaron los isleños, y era conveniente cumplir en seguida los compromisos con el cielo para que éste siguiese protegiéndolos.

Decidió Colón que una mitad de su gente fuese en procesión y en camisa a dicho eremitorio de la Virgen. Él iría después con la otra mitad de los tripulantes. Se consideraba en tierra segura, confiando en las ofertas que le había hecho el gobernador y en que España y Portugal no tenían ninguna guerra en aquel momento. Pero el devoto grupo de marineros, al frente del cual iba Vicente Yáñez Pinzón, cuando llegó en camisa al eremitorio y estaban todos orando a la Virgen, se vio rodeado por gran parte del vecindario y también por el gobernador, que iba a caballo con una escolta de jinetes, quedando presos en la cárcel de la ciudad.

Protestó el Almirante, hablando en nombre de los reyes de España, mencionando todos sus títulos, y amenazando a la isla entera con tomar venganza si no le devolvían su gente; mas los enviados del gobernador no hicieron caso de sus palabras, sabiendo que le faltaba gente para realizar un desembarco.

También se vio obligado a huir del fondeadero, por ser muchas las peñas submarinas y temer que le cortasen las amarras. Intentó irse a otra isla de las Azores, para mantenerse allí mientras pasaba el mal tiempo, pero tuvo que desistir del viaje, porque luego que los portugueses habían apresado la procesión de marineros en camisa, sólo le quedaban en la carabela tres hombres prácticos en las cosas del mar, ya que los otros, por ser de profesiones terrestres, no entendían de maniobras.

Esto le obligó a volver a la isla, y el gobernador, arrepentido de su conducta, se puso en relación con él, acabando por devolverle su gente. Pidió Colón que un clérigo portugués viniese a bordo para decir una misa, pues llevaban varios meses sin oiría; lastró la carabela con piedras, lo que la hizo más estable para resistir el mal tiempo, y después de tomar leña, lanzose otra vez al Océano, navegando toda una semana sin ver tierra.

El tiempo continuaba siendo malo. No quiso compartir el Almirante la dirección de la carabela con nadie, seguro de llevarla en derechura a un puerto de España, especialmente al de Palos, de donde habían salido; pero menos práctico en las cosas del mar que los Pinzones, dio por segunda vez en tierra portuguesa.

Sufrió vientos contrarios y grandes oleajes; una turbonada le rompió todas las velas, quedando la Niña próxima a hundirse. De nuevo el peligro les hizo echar suertes para enviar un peregrino a Santa María de la Cinta, en Huelva, que fuese descalzo y en camisa a orar ante dicha Virgen, y el garbanzo de señal lo sacó el Almirante. También hicieron un voto colectivo, comprometiéndose todos los de a bordo a ayunar el primer sábado que llegasen a tierra, tomando solamente pan y agua.

Empujada por el huracán y por el mar, que parecían querer comérsela por ambos costados, fue navegando la carabela a árbol seco, y así llegó el 4 de Marzo ante una tierra alta que unos creían isla y otros tierra firme, viniendo a resultar que era la roca de Cintra, junto a la entrada del río de Lisboa.

Rezaron muchos en tierra por esta pobre nave tan maltratada y que hubo de luchar varias horas antes de entrarse en el Tajo. Celebró Colón tal contratiempo, creyéndolo, como era costumbre en él, obra de Dios, ganoso de dar una gran satisfacción personal a su elegido. Aquella ciudad de Lisboa, donde había sufrido tantas miserias, era la primera en verle llegar Almirante del Océano y virrey de tantas islas cercanas a los Estados del Gran Kan.

El monarca portugués, que —según él— lo había despreciado aparentemente para robarle sus proyectos, se convencería ahora de su torpeza. Algunos de los cortesanos de dicho rey se sintieron tan ofendidos por el tono insolente con que se expresaba este antiguo aventurero, que propusieron al monarca el asesinarlo. Pero don Juan, a quien designaba Isabel la Católica por antonomasia con el título de «el hombre», reconociendo las cualidades de carácter de este difamador suyo, lo acogió con noble serenidad, invitándole a que le visitase con sus indios en un lugar donde se encontraba, tierra adentro, llamado Valparaíso.

Temió el monarca en el primer momento que Colón se hubiese equivocado, desembarcando en tierras africanas descubiertas antes por los portugueses. Pero al ver que los indígenas que traía no eran negros, sino de palidez metálica y tenían el cabello lacio y no crespo, se convenció de que no eran africanos y más bien se parecían a los habitantes de Asia. Indudablemente, Colón había llegado por el Oeste al extremo oriental de las Indias. Y con verdadera nobleza de alma lo felicitó, dispensándole varios agasajos en su palacio campestre. Además, dio orden a sus capitanes de Lisboa para que no molestasen al Almirante de los reyes de España, pues Colón andaba metido en cuestiones con las autoridades marítimas de Portugal, porque éstas pretendían llevarse presos a dos marineros portugueses tripulantes de la Niña.

Apenas fondeado en Lisboa, se preocupó de dar nuevas de su viaje a la corte de España, enviando por tierra una carta a su protector y amigo Luis de Santángel, que en los documentos oficiales gozaba el título de «Magnífico señor». Esta carta había venido escribiéndola desde las Azores, en plena tormenta, y al despacharla en Lisboa la añadió «un ánima», que así se llamaba el papel supletorio agregado a última hora.

También envió otra carta al señor Rafael Sánchez, tesorero de los reyes y «cristiano nuevo», lo mismo que Santángel.

A nadie más escribió, como si en aquel momento solamente le interesase dar la noticia de su triunfo a estos dos cortesanos de puro origen judío.

El 13 de Marzo partió de Lisboa, y el 15, poco después de salir el sol, se hallaba ante la barra de Saltes.

Al mediodía, con la marea montante, pasó la barra, llegando al puerto de Palos, de donde había salido el 3 de Agosto del año anterior.

En aquella misma tarde otro buque llegó al puerto de Palos. Era la Pinta, que no había perecido, como se imaginaba Colón en aquella noche triste.

La carabela, no obstante tener roto un palo de su arboladura, había sabido singlar derechamente hacia España, sin refugiarse en ninguna tierra extranjera ni correr el riesgo de que la capturasen, como le ocurrió a Colón en las Azores. A pesar de la continua tormenta, no había perdido el rumbo, arribando al puerto español de Bayona, en tierra de Galicia. Pero su capitán llegaba moribundo.

Las penalidades sufridas durante varias semanas, sin dormir, casi sin comer, junto al timón día y noche, examinando el mar a todas horas, habían agotado las energías de este atleta del mar.

Desde Galicia despachó a uno de sus hombres para que, atravesando España, fuese a Barcelona, donde estaban los reyes, y les diese noticia de todo lo ocurrido. Temía que su antiguo socio hubiese quedado para siempre en la inmensa sepultura del Océano con su propio hermano y todos los demás amigos y parientes que tripulaban la Niña.

Luego, sobreponiéndose a su debilidad mortal, se lanzó otra vez al mar, pasando ante las costas portuguesas sin hacer escala en ellas, y entró en Palos horas después que Colón.

Sus marineros tuvieron que sacarle en hombros, llevándolo primeramente a su casa, y luego, por orden suya, al monasterio de la Rábida. Quería morir cerca de sus amigos del convento, de aquellos frailes que se complacían en conversar con él sobre cosas del Océano.

Cuando llegó a Palos una carta de la reina Isabel contestando a la relación que le había enviado desde Galicia el gran marino, éste ya había muerto, quedando en impenetrable secreto el contrato puramente verbal, a uso de honrados marinos, que habían hecho él y Colón antes de emprender el viaje.

El muerto fue muerto segunda vez por el olvido. Las gentes únicamente se fijaron en el triunfador que vivía y que todos podían ver.

Vicente Yáñez y los otros navegantes de Palos amigos de los Pinzones se quedaron modestamente en el pequeño puerto andaluz. De vivir Martín Alonso, su hermano o su pariente habrían ido con él a Barcelona, donde estaban los reyes. Sin él no osaban alejarse del mar. Sentíanse como huérfanos; estaban acostumbrados toda su vida a seguir sus direcciones. Había ejercido sobre ellos una autoridad patriarcal, y se veían ahora como los hombres de una tribu cuando pierden a su jefe, desorientados, sin saber qué hacer, hasta que se separasen y las iniciativas personales fuesen despertando en cada uno.

El Almirante se fue a Sevilla, y desde allí emprendía una marcha triunfal hasta Barcelona, llevando por delante los indios cautivos y una parte de su tripulación. Marineros, grumetes y pajes recibían la promesa de cobrar en Barcelona el resto de sus pagas.

Ya no tenía al lado quien osase discutir con él, quien pusiera freno a sus exageraciones imaginativas, quien insinuara dudas sobre si había llegado o no a las tierras del Gran Kan.

¡Adiós, Martín Alonso!… ¡Adiós para siempre!

VI: Donde el Almirante derrama lágrimas al contar su llegada a las primeras tierras del Gran Kan, y los reyes lloran igualmente, hincados de rodillas, agradeciendo al cielo el descubrimiento de Asia por Occidente

Mientras Colón preparaba en Sevilla su viaje a Barcelona, las gentes de aquella ciudad se agolpaban frente a una casa situada junto al llamado Arco de las Imágenes, en la iglesia de San Nicolás.

Allí estaban aposentados los hombres cobrizos que el descubridor había traído de las Indias. Sólo eran siete los que quedaban después del tempestuoso viaje de regreso. Los otros habían muerto en el mar.

Admiraban los curiosos igualmente la gran cantidad de papagayos verdes y rojos, y las guaicas, carátulas hechas de huesos de pescado, a manera de pedrería de aljófar, con laminillas de oro en ojos y orejas. Algunos pedían ver el oro fino traído de Asia; pero no era más que en cantidad reducida, a modo de muestra, resultando en esto las palabras del descubridor más brillantes que la realidad.

Partió Colón con su séquito a fines de Marzo. Iba jinete en una mula, y seguido de toda una recua de caballerías llevando a cuestas lo recogido en el viaje. Los marineros, grumetes y pajes que formaban su séquito en esta visita a los reyes marchaban a pie o se repartían el disfrute de las mulas y rocines que iban facilitando por orden real las autoridades de las poblaciones.

Cuevas y Lucero siguieron al Almirante. ¿Adónde ir en este país que era el suyo, pero les inspiraba una continua inquietud a causa del origen religioso de ella?…

Sentíanse libres de toda sospecha y al amparo de la autoridad real manteniéndose junto a Colón. Separándose de él, quedaban, además, faltos de medios para vivir.

Experimentaban cierta satisfacción gloriosa por haber ido en aquel viaje del que hablaban las gentes con asombro. Por primera vez se percataban de que sus personas habían adquirido cierta importancia siguiendo a su señor en tan maravillosas aventuras.

Cuando salieron de Sevilla, en las primeras horas de la mañana, Cuevas dejó que el paje del Almirante marchase solo cerca de su amo. Él se reuniría a la expedición en el curso de la jornada. Tenía que hacer algo en Sevilla en los últimos momentos.

Fue al mesón donde se había quedado Terreros, el maestresala del Almirante, y lo llamó fuera de la casa con pretexto de darle un recado de su antiguo señor. El joven era vengativo, más por las preocupaciones de aquella época que por imposiciones de su carácter. Toda ofensa debía ser devuelta, so pena de pasar por mal nacido.

Al verse solo, en una callejuela inmediata, con este hombre que por su edad casi podía ser su padre, le habló apresuradamente, teniendo del ronzal el mulo de la expedición que se había reservado para poder volver pronto a unirse con ella.

—Señor Pero Terreros —dijo con voz trémula y ojos brillantes de ira—: vuesa merced, por dar gusto a Pero Gutiérrez, que tal vez posa a estas horas en los infiernos, golpeó en mi presencia a mi hermano Lucero, y antes de que nos separemos, como hidalgo honrado, debo darle las tornas.

Y asestó un par de puñetazos en el rostro del maestresala que le dejaron tambaleante de dolor y de sorpresa.

Quedó el joven inmóvil un buen rato, en actitud defensiva, esperando que el adversario cayese sobre él; pero al ver que le volvía las espaldas e iba hacia el mesón pidiendo a gritos favor del rey y de la justicia, puso el pie en un poyo de piedra inmediato y saltó en su caballería, golpeándola con los talones para que emprendiese un vivo trote, impropio de un animal de recua.

Cuando el cortejo del Almirante llegó a Córdoba, desprendióse del gentío curioso Beatriz Enríquez con toda su parentela, llevando además por delante a los dos hijos de Colón.

La permanencia de éste en Córdoba fue breve. Necesitaba verse en Barcelona cuanto antes, para preparar un segundo viaje a las tierras descubiertas.

Besó, con ojos llorosos de emoción, a sus hijos Fernando y Diego. Este hombre, que concentraba todos sus afectos y deseos en sus empresas, adorándose a sí mismo al adorarlas a ellas, amaba sin embargo vehementemente a los dos niños. Eran de su sangre, y para él únicamente resultaba posible el amor acompañado de la consanguinidad. Semanas antes, en medio de la tormenta oceánica, sólo había pensado en ellos y llorado por ellos, dejando en el olvido a sus dos madres.

Para que él amase a alguien era preciso que se llamara Colón. Fuera de la tribu formada por hermanos e hijos, los demás seres inmediatos a él parecían haber nacido con el único destino de servir a su familia, sin merecer por esto gran recompensa.

Beatriz le miró con asombro al verle triunfador, y al mismo tiempo recordaba con melancolía amorosa los días de obscura felicidad, cuando este hombre aún no había realizado ninguna de sus ilusiones.

En vano intentó ella hablar a solas con su antiguo amante. Rehuyó bruscamente toda intimidad. Los tiempos habían cambiado. Su gloria no le permitía ser el mismo de antes. El «hombre de la capa raída» quedaba, como un fantasma, disuelto en el pasado… Y don Cristóbal, Almirante de la mar Océana, visorrey de las islas y tierra firme de Asia, habló a la pobre Beatriz como si fuese una criada fiel a la que había confiado sus hijos. Podía seguir guardándolos, en espera de las órdenes que él enviaría desde la corte. Era casi seguro, según noticias recibidas de sus amigos de allá, que los reyes iban a encargarse de estos dos niños, educados hasta el presente en una pobre escuela de Córdoba, para hacerlos pajes y amigos del príncipe don Juan, heredero de la corona.

—Adiós, Beatriz —dijo—, y que el Señor os tenga en su santa guarda. Él os pague lo que habéis hecho por mis hijos, y yo procuraré igualmente, por mi parte, daros algo de lo mucho que merecéis.

Y aconsejado por un regidor de la ciudad, la prometió poner unos dineros a nombre suyo sobre las carnicerías de Córdoba, con lo cual recibiría todos los años una pequeña renta.

También fue saludado por la mujer y los hijos de Diego de Arana, «su gobernador de la villa de la Navidad». Todos los Arana se mostraban orgullosos del honor que, al otro lado del Océano, había recibido uno de los suyos, imaginándoselo vestido de oro y tratando al Gran Kan como un igual, sin imaginarse ni por un momento que bien podía haber sido asesinado a aquellas horas.

Se extrañó Colón de no recibir la visita del doctor Acosta. Necesitaba verlo, para gozarse en la confusión que mostraría el sabio físico ante su triunfo. Pero el doctor había sido llamado a Barcelona con gran urgencia, muchas semanas antes, para que asistiese al rey don Fernando.

Mientras navegaba la flotilla descubridora entre las islas vecinas al Imperio del Gran Kan, había ocurrido en España un suceso inaudito para aquellos tiempos de fervor monárquico.

La corte, siempre vagabunda, había tenido que trasladarse a Barcelona, y aún permanecía allá. El rey don Fernando necesitaba hallarse próximo a la frontera de Francia. Su padre, don Juan II de Aragón, con motivo del levantamiento de una parte de Cataluña, se había visto obligado a dejar en depósito a Luis XI, rey de Francia, la ciudad de Perpiñán y todo el Rosellón, que eran suyos. Ahora don Fernando exigía a Carlos VIII, actual rey francés, que devolviese el depósito recibido por su padre. El Papa exigía igualmente dicha devolución, y los reyes de España estaban en Barcelona para apresurar las negociaciones diplomáticas, que en aquella época eran muy lentas, o preparar una guerra si resultaba necesario.

Una parte de Cataluña, aunque sometida, mostraba sorda hostilidad contra el rey don Fernando, hijo de un monarca con el que había sostenido larga guerra civil. Él y su esposa vivían en Barcelona rodeados de señores castellanos, aragoneses, valencianos y cierta parte de catalanes, pero el país se mantenía algo apartado de la corte, con la frialdad del vencido que obedece pero no ama.

Al salir un día de su palacio de Barcelona, don Fernando recibió una tremenda cuchillada en el pescuezo. Se imaginó en los primeros momentos una traición de los cortesanos que le rodeaban, y llevó la mano a su espada para defenderse. Fue un catalán, un campesino, llamado Juan de Cañamas, quien dio el golpe; en realidad un demente, pues dijo haber hecho esto porque, muerto don Femando, a él le correspondía ceñirse la corona.

Hubiese acabado el loco con el rey a no ser por una gruesa cadena de oro que don Fernando llevaba al cuello, según la moda de entonces. La espada ancha y corta del regicida, semejante a un cuchillo de carnicero, no pudo penetrar más a causa de dicha cadena; pero aun así, la herida resultaba mortal, y durante muchas semanas estuvo el rey en gravísimo estado, causando dicho crimen enorme emoción en todo el país.

Cuando el herido se encontraba en estado más crítico, algunos señores de la corte se acordaron del doctor Acosta, que tantas veces había visitado a los reyes como médico cuando vivían en Córdoba, y doña Isabel lo hizo llamar por medio de un mensajero, que realizó su viaje a matacaballo, trasladándose el físico con no menos celeridad a Barcelona.

Aún vivía allá, atendiendo a don Femando. La herida estaba cicatrizada, pero el rey sentíase débil a causa de la mucha sangre perdida, y su médico no hablaba aún de volver a Córdoba.

Antes de que el cortejo de Colón saliese de dicha ciudad tuvo Lucero un encuentro inesperado. Se presentó una mujer en el mesón donde estaban alojadas las gentes del Almirante, preguntando por el paje Fernando Cuevas. Y mostró éste gran inquietud al reconocer a la recién llegada. Su rostro tenía una expresión de cansancio y de prematura vejez. Iba vestida a lo cristiano, toda de negro y con tocas de luto, a semejanza de las devotas que pasaban la mayor parte del día en las iglesias. Mas a pesar de tal indumento y de sus estragos faciales, reconoció en ella a la bella judía madre de Lucero y esposa de don Isaac.

Tenía sabido por una carta que Fernando escribió a su madre antes de marcharse de España, que éste se había embarcado en Palos en la armada que iba a la India, lo que le hizo suponer que Lucero se había marchado con él, y como estaba en Córdoba, luego de la expulsión de los judíos, venía en busca del mancebo al enterarse de la llegada del Almirante. ¿Dónde estaba su hija?…

Cuevas, luego de recomendarle que no mostrase asombro por el nuevo aspecto de Lucero, la llevó adonde se hallaba el paje del Almirante.

La antigua judía, después de lo que había sufrido en los últimos meses, no estaba dispuesta a asombrarse de nada. Además, en aquellos tiempos era un recurso casi ordinario que las mujeres se disfrazasen de hombre en casos que exigían el ocultamiento.

Contó apresuradamente las terribles aventuras de ella y de los suyos. Se habían embarcado en una de aquellas flotas dolorosas que llevaban hasta la costa de África a los israelitas fugitivos. Tal vez iban en uno de los buques que se cruzaron con la armada descubridora de las Indias al salir ésta al Océano.

Su desembarque en la costa marroquí era el principio de una persecución infernal, con suplicios nunca concebidos por los desterrados. Avanzaban en rebaños hacia las ciudades interiores de Marruecos, y los musulmanes los trataban peor que los cristianos de la Inquisición.

Había circulado la noticia de que muchos judíos, para contravenir el decreto que les obligaba a dejar su oro en España, se habían tragado muchas monedas de tal especie, y los bárbaros marroquíes abrían el vientre a todos aquellos en cuyas entrañas creían encontrar tan rico escondrijo.

Sofaldaban con manos impúdicas a las mujeres, registrando las partes más íntimas de sus cuerpos por creer que también ocultaban en ellas cantidades de oro. La cruel lujuria oriental, mezclada con sangre y muerte, se ensañaba en estas muchedumbres fugitivas. Mujeres y niños eran víctimas de ultrajes nefandos y antinaturales. Padres y hermanos, al intentar oponerse a tan inauditos atropellos, eran asesinados. Así había perecido don Isaac, defendiendo su familia y los restos de su fortuna.

Retrocedían los maltratados judíos hacia la costa, pidiendo volver a la tierra española. Se mostraban dispuestos a aceptar el bautismo, a reconocer cuantas creencias quisieran imponerles, a cambio de salir de tal infierno. El Señor no había obrado los prodigios que anunciaban los rabinos al salir los israelitas de España, y que debían ser iguales a los que hizo cuando los sacó de Egipto. La tierra que había sido su patria hasta unos meses antes, dominada ahora por la Inquisición, les parecía un lugar paradisíaco al escaparse de la tierra africana.

Había vuelto a Andalucía la madre de Lucero, implorando a voces el bautismo, como tantas otras infelices mujeres, después de los martirios sufridos en Marruecos, y se dirigió a Córdoba, buscando el amparo del doctor Acosta, al que había conocido muchos años antes. El célebre médico preparó todo lo necesario para su bautismo, aposentándola en casa de unos «conversos» y dando dinero a éstos para su mantenimiento. Así vivía en santa paz, yendo todos los días a la iglesia para que las gentes olvidasen su origen y estremeciéndose de horror al recordar las semanas pasadas entre los marroquíes.

—Ya que vas a Barcelona, hija mía, preséntate al doctor. Él está allá curando al rey. Le dirás: «Soy la hija de Débora la de Andújar». No necesitas añadir nada más. ¡Hemos hablado tantas veces de ti!…

Prosiguió su camino el cortejo del Almirante con toda su recua cargada de fardos. En los pueblos por donde pasaba le salía al paso el mismo gentío curioso, compuesto de sus habitantes y de otros vecindarios lejanos, acudidos para contemplar las maravillas propaladas y exageradas por la fama del viaje. Estos hombres de rostro curtido por el sol y el aire del mar venían de las Indias, de las tierras inmediatas al Ganges, trayendo riquezas iguales a las que se describían en los cuentos relatados junto al hogar durante las noches invernales.

Luego mostraban cierta desilusión al no ver más que papagayos, y fantaseaban sobre el contenido de los enormes fardos, cerrados y sellados, que iban a lomos de las caballerías, suponiendo que los vegetales, maderas y bestias puestas en sal eran enormes lingotes de oro.

A mediados de Abril llegaron a Barcelona. Las cartas enviadas por Colón desde Lisboa a sus poderosos amigos los «conversos» Luis de Santángel y Rafael Sánchez, describiendo las cosas vistas en su viaje, eran ya conocidas por las personas de la corte. La del tesorero Sánchez, que no era más que una copia de la otra dirigida a Santángel, tuvo la suerte de adquirir universal celebridad. Un clérigo aragonés, Leandro de Cosco, residente en Roma, la tradujo al latín, poniendo su obra bajo la protección de Alejandro VI, el segundo papa Borgia, que estaba entonces en el primer año de su pontificado, y el documento pudo circular en tal forma por Europa entera, leyéndolo todas las personas cultas.

El recibimiento de Colón en Barcelona fue brillante, pero únicamente la corte intervino en él.

Don Fernando, el hijo segundo de Colón, que no pudo verlo, lo contó a su modo muchísimos años después. Numerosos historiadores, a cuatro siglos de distancia, cuando la América asombra con sus progresos, han descrito dicho recibimiento con no menos exuberancia, influenciados por la consideración, de lo que es en nuestros días dicho Nuevo Mundo. Pero el hombre que llegó a Barcelona en 1493 con unos cuantos marineros y unas docenas de fardos no sabía nada del descubrimiento de América, y murió sin querer reconocer su existencia. Era simplemente un navegante que había descubierto algunas islas de la India asiática, más allá del Ganges, no pudiendo verlas todas por falta de tiempo. Traía más esperanzas que realidades, e iba a volver al otro lado del Océano, tan pronto como le fuese posible, hasta dar con los dominios del Gran Kan y hacer una visita solemne al «rey de los reyes».

Existen relatos de la llegada de Colón a Barcelona, pero son de cortesanos y se refieren únicamente al recibimiento hecho por los reyes. Se conocen también de dicha época Dietarios del municipio de Barcelona, en los que se consigna, día por día, todo lo que iba ocurriendo en dicha ciudad, hasta las cosas más insignificantes, y en ninguno de ellos se encuentra una palabra sobre la llegada y el recibimiento de Colón.

Es indudable que hubo una recepción solemne en el palacio de los reyes, pero no existió un recibimiento popular, ni las autoridades municipales se ocuparon para nada de la presencia de este viajero.

Barcelona vivía, como ya se ha dicho, despegada de la corte. Su puerto, uno de los más famosos del Mediterráneo, estaba ahora casi desierto, pues los reyes, para castigar la antigua rebeldía de la ciudad, habían favorecido el puerto de Valencia, convirtiéndolo en núcleo del comercio con Italia. Además, la gran ciudad de Cataluña sufría en aquel momento las consecuencias de la persecución iniciada por los inquisidores. Muchos de sus comerciantes, a pesar de que eran «conversos», habían tenido que huir al extranjero por su origen judío, paralizándose los negocios. Su Banco, uno de los más poderosos de Europa, llamado Taula (mesa) de Barcelona, estaba próximo a quebrar, a causa también de la crisis comercial provocada por la Inquisición. Y como eran los dos reyes quienes habían impuesto el llamado Santo Tribunal en Cataluña, una parte del país protestaba con su alejamiento de ellos, ya que no podía hacer otra cosa.

Además, Barcelona, patria de grandes marineros, había sido rival durante siglos de Génova y aliada de Venecia, compartiendo con esta última república el monopolio de embarcar las especias en los puertos de Egipto para venderlas en Europa.

Cuando llegó Colón a Barcelona, acababa de ser demolida, para ensanche del puerto, una pequeña colina situada entre éste y la iglesia de Santa María del Mar, a la que todos llamaban el Puig de les falsies, la «Colina de las mentiras». En dicho punto seguían reuniéndose pilotos y marineros para hablar de las cosas del mar y las maravillas de los descubrimientos oceánicos. Bastaba pasar el estrecho de Gibraltar, navegando hacia el Sur de África, para ver gentes y tierras asombrosas, y esto es lo que había hecho que los vecinos de Barcelona llamasen «Colina de las mentiras» al punto de reunión de los marinos.

De aquí había salido el audaz capitán que en un frágil luxer descubría el Río de Oro en la Guinea muchos años antes que los portugueses; por aquí habían pasado los cartógrafos catalanes y mallorquines que dibujaban en sus mapas las Canarias y las Azores cuando aún eran ignoradas por las otras marinas de Europa.

Estos catalanes del mar, enérgicos y positivos, que navegaban por su negocio, tenían forzosamente que reír de un almirante que encontraba sirenas. Había ido al Asia por el camino de Occidente, buscando especias, el comercio más rico y lucrativo de aquella época, ¿y dónde estaban las especias?… ¿Traía en sus fardos una muestra de todas ellas, iguales a las que los marinos de Barcelona habían ido a cargar durante dos siglos en el puerto de Alejandría con los genoveses y los venecianos?…

Señores de la corte montados a caballo salieron a recibir a Colón en las puertas de la ciudad.

Era el Almirante, como hombre imaginativo, muy aficionado a las pompas escénicas, y se cuidó de organizar su séquito como un cortejo teatral.

Los transeúntes se detenían en las calles al ver el grupo de pajes de mar y de grumetes llevando al extremo de largas pértigas los papagayos rojos y azules, de ruidosa charla. Luego, los marineros traían en andas los diversos peces de formas raras cogidos en el mar de las Antillas y conservados en sal. Otros llevaban sobre almohadones las carátulas y otros objetos de oro trabajados rudamente, lo único valioso de este botín oceánico. Pero lo que atraía más la atención era el grupo de hombres descalzos, de piel cobriza, y pintarrajeados, que llevaban en sus hombros una simple manta de algodón para defenderse del frío de la tierra de los dioses blancos.

Para mayor solemnidad y pompa, los reyes habían hecho colocar su solio en un salón del piso bajo de su palacio, cercano a la catedral. Los jinetes que escoltaban al Almirante quedaron en la plaza, en torno a una fuente gótica, y el héroe, con todos sus compañeros de navegación y sus exóticas muestras, entró en la vivienda de los monarcas.

Los dos tenían a su lado al príncipe don Juan, y ante las gradas del trono muchos grandes señores de Castilla y Aragón. Se arrodilló el Almirante al pie del solio real, y don Fernando, a pesar de que aún se sentía débil a causa de su herida, se apresuró a bajar las gradas, yendo hacia Colón para que abandonase cuanto antes su humilde postura. Luego mandó que trajesen una silla rasa o taburete para que pudiese sentarse ante las reales personas, honor que muy pocos alcanzaban en aquel tiempo.

En presencia de los magnates de la corte y bajo las miradas afables de los dos monarcas, este navegante visionario, que era de palabra fácil e imaginación pronta, empezó el relato de las mercedes que le había hecho Dios en su viaje y de todo lo ocurrido en el camino del descubrimiento.

Nadie tenía autoridad para contradecirle, atajando sus fantasías. Podía correr cuanto quisiera por los campos de su imaginación, sin que un testigo de lo que decía le llamase a la prudencia.

Lo que no había podido ver, a causa de la falta de tiempo, lo daba por seguro, prometiendo encontrarlo en un nuevo viaje.

Habló de Cuba, tierra firme, cabo avanzado de Asia, extremo de la rica provincia de Quinsay en los opulentos dominios del Gran Kan, país que sólo había podido explorar rápidamente, y también de Cipango, isla que él había bautizado «la Española», y que guardaba en su interior enormes yacimientos de oro, escapándose su riqueza por los veneros líquidos de los ríos como si las montañas no pudieran contenerlos: tan exuberantes eran.

Fue mostrando las plantas que había traído de allá, la purgativa cañafístula, el lináloe aceitoso, la almáciga, igual a la de las islas griegas, el ruibarbo, del que se podían cargar buques enteros. Y si no traía la pimienta, el clavo, la nuez moscada y la canela, era por no haber estado allá en los meses propicios a su recolección; pero mostrábase seguro de que en el segundo viaje podría traer flotas enteras de los ricos condimentos, tan buscados por el comercio.

Lo mismo podía decir del oro. Y fue mostrando con orgullo aquellas piezas labradas por los indígenas, faltas de pulimento, y muchos granos auríferos, gruesos o menudos, que estaban por fundir, tal como se sacaban de la tierra. La cantidad no era mucha. Colón se apresuraba a afirmar que estas carátulas adornadas con sutiles chapas de oro y los demás objetos tan delgados que consistían en una sola hoja, llamados «guanines» por los indígenas, no eran más que una simple muestra de las enormes masas de oro que él había visto en Cipango, y que se irían extrayendo en el nuevo viaje, con más tiempo y tranquilidad.

El rey o cualquiera de los señores de su corte llevaban tal vez en el macizo collar que adornaba su pecho y en la empuñadura de la espada de gala tanto oro como el traído por el descubridor; pero tal era la elocuencia inflamada de éste al ponderar los tesoros de aquellas islas vecinas al Ganges, y el poder misterioso de los «guanines» fabricados por los indígenas, que los oyentes, despreciando la realidad, veían en su imaginación los tesoros futuros descritos por el Almirante.

Cuando más se conmovieron los oyentes, empezando por la devota reina, fue al señalar el descubridor el grupo de hombres desnudos y cobrizos, que miraban a un lado y a otro, deslumbrados por la solemne ceremonia, por el lujo de los trajes, por el brillo de las pedrerías femeniles y las armas de los hombres.

Esta corte, predispuesta a las aventuras románticas para el triunfo de la fe cristiana, y que había dado fin a una guerra religiosa de siete siglos con la toma de Granada, se conmovió al oír cómo el descubridor iba describiendo las costumbres de aquellas tribus inocentes y su disposición para aceptar la santa doctrina católica. Gracias a los reyes españoles, Jesucristo iba a contar con millones y millones de nuevos creyentes.

Lloró Colón, sugestionado por sus propias palabras, sintiéndose en aquel momento un enviado de Dios. La reina, maquinalmente, se hincó de rodillas, el rey y el príncipe don Juan hicieron lo mismo, y todos los de la corte les imitaron, alzando al cielo sus manos y sus ojos llenos de lágrimas. Los cantores de la capilla real, que habían sido convocados para la ceremonia, empezaron a entonar, sin orden alguna, el Te Deum laudamus. Los ministriles altos y otros instrumentistas acompañaron su canto, y todos creyeron ver abrirse el cielo sobre sus cabezas y que las voces de querubines y santos saludaban este gran suceso, de inmensas consecuencias para España y para la religión.

Los mismos reyes, que se habían sonreído muchas veces al oír que el iluso navegante soñaba con la conquista de la Casa Santa de Jerusalén gracias al oro que encontraría en las tierras del Gran Kan, empezaron ya a considerar factible este plan de profeta exaltado.

A partir de tal día, Colón se vio confirmado por los monarcas en todos sus honores de almirante y visorrey de cuanto descubriese en Asia. Muchos días volvió al palacio para relatar a solas a los monarcas los episodios de su navegación y sus planes sobre el nuevo viaje.

La confianza en el antiguo «hombre de la capa raída» adquirió una solidez semejante a la de un dogma religioso. Nadie se atrevía a discutir lo que él dijese.

En las primeras semanas de su permanencia en Barcelona todavía parecían dudar de él y de la importancia de su descubrimiento las gentes más cultas de la corte.

Pedro Mártir de Anglería, el gran humanista italiano, muy apreciado en la Universidad de Salamanca y capellán de la reina Isabel, al dar noticias de España a sus grandes amigos de la corte pontificia, sin tener en cuenta que Colón se decía compatriota suyo, se expresaba así en Mayo, después de ser recibido por los reyes: «… Ha vuelto de los antípodas occidentales cierto Cristóbal Colón de la Luguria…». Dedicaba tres líneas más a su viaje, y pasaba a hablar de otra cosa, como si el suceso careciese de importancia.

Sólo cuatro meses después empezaba a darse cuenta Pedro Mártir de la valía de tal descubrimiento, reflejando en sus palabras la reacción que había venido realizándose en las gentes cultas.

Tal vez este movimiento de confianza hacia Colón no se había originado en la corte, y venía del Sur de la península, de Sevilla y los puertos costeños de Andalucía, donde quedaron los Pinzones y otros pilotos que habían ido en dicho viaje. Las relaciones precisas, mesuradas y prudentes de estos hombres de mar sirvieron para infundir confianza a los que habían dudado siempre de Colón, por las exageraciones imaginativas de sus discursos.

Pedro Mártir se hizo amigo del Almirante y le interrogó luego varias veces; pero al igual de muchos hombres cultos de su época, aunque aceptaba la realidad del descubrimiento de unas islas, dudaba de que éstas fuesen —como afirmaba Colón— vecinas al Ganges y a las provincias de tierra firme gobernadas por el Gran Kan, por creer la tierra mucho mayor que la suponía este marino.

Daba prisa a los reyes el Almirante de la mar Océana para que le permitiesen emprender un segundo viaje.

Le placían los grandes honores que iba recibiendo en Barcelona. El rey paseaba por las calles, llevando a un lado al príncipe don Juan y al otro a don Cristóbal Colón. Sus hermanos Bartolomé y Diego recibían títulos de caballero, con derecho a colocar el honorífico «don» ante su nombre. Le daban los monarcas un escudo de armas, glorificando sus cuarteles el reciente descubrimiento. Sus dos hijos Fernando y Diego estaban ya camino de la corte, por ser pajes del príncipe don Juan, educándose con el heredero de la corona, honor que sólo disfrutaban los vástagos de la más alta nobleza.

Hasta los indios que habían acompañado al Almirante eran objeto de paternales cuidados y de honores.

La reina doña Isabel se preocupó inmediatamente de bautizarlos, y todos ellos se mostraban dóciles y atentos para imitar lo que veían, repitiendo como ceremonias mágicas los signos de la cruz con la mano, y las genuflexiones. Por ser los espíritus de los blancos más poderosos que los suyos, lógico les parecía contestar con gestos de aprobación a las palabras de unos hechiceros vestidos de negro, obedecidos reverentemente por los demás, que llevaban ropas de brillantes colores y armas relucientes como el cristal, cuyo filo quemaba lo mismo que el fuego.

Les preguntaban a todos ellos si deseaban el bautismo y respondían afirmativamente. Sus Altezas los reyes y el Serenísimo príncipe don Juan, su primogénito y heredero, fueron sus padrinos. A un indio, el más principal de ellos por ser pariente del cacique Guanacarí, lo llamaron don Fernando de Aragón, haciéndolo noble. A otro lo bautizaron don Juan de Castilla, y así fueron recibiendo nombres los demás.

El don Juan de Castilla se quedó en la casa de los reyes, tratado como si fuese hijo de un caballero principal, muy allegado a los monarcas, mientras los demás indios bautizados se marchaban con el Almirante en su segundo viaje. Un mayordomo de palacio, llamado Patiño, recibió el encargo de enseñar la lengua castellana a don Juan de Castilla; pero cuando ya empezaba a saberla, murió a causa tal vez de los rudos cambios de temperatura sufridos por él en esta corte andariega, que iba de un lado a otro de España, según las necesidades del gobierno.

En medio de todos estos agasajos dispensados por los reyes a Colón y a los que le habían seguido del otro lado del Océano, pensaba el Almirante muchas veces con secreta tristeza en los hombres que había dejado en el fuerte de la Navidad. Esto le hacía hablar con frecuencia a los reyes de «la villa que poseían en las nuevas tierras», y propenso siempre a la amplificación, la pobre cerca de tablas conteniendo algunas chozas en la tierra del reyezuelo Guanacarí tomaba importancia de gran ciudad al ser recordada por él.

Para ganar tiempo, habían ordenado los reyes, por diversos mensajes enviados a Sevilla, que don Juan Rodríguez de Fonseca, arcediano de dicha catedral, trabajase en la preparación de una gran flota, que el Almirante iría a revistar cuando estuviese casi completa.

Este arcediano Fonseca, que después fue obispo, era muy aficionado a las cosas del mar, y aunque la preparación de armadas parecía en aquellos tiempos «más oficio de vizcaínos que de obispos», los Reyes Católicos siempre que necesitaban crear una flota se dirigían a él. Hasta su muerte fue el obispo Fonseca algo así como ministro de Marina y ministro de Colonias a un mismo tiempo, organizando todas las expediciones que salieran para el Nuevo Mundo y consiguiendo licencias reales para otros descubridores que prosiguieron la obra de Colón.

El primer viaje había sido una empresa romántica, falta de sentido práctico y de preparación, muy mediocre en sus medios: algo dispuesto a la ventura, que había salido bien por una armonía maravillosa de los hechos, como si la Naturaleza lo ayudase, sin sufrir otra perturbación que las tormentas del regreso.

Este segundo viaje iba a ser, entre todos los cuatro realizados por el Almirante, el que reuniría mayores elementos. Pero tales faltas cometió durante su transcurso, que en el tercer viaje iba a iniciarse su desprestigio, y el cuarto y último, emprendido con un deseo de rehabilitación, acabaría en formidable fracaso.

Al día siguiente de ser recibidos el Almirante y su marinería en el palacio real, Cuevas y Lucero se dedicaron a averiguar el alojamiento del doctor Acosta, uno de los médicos del rey.

Los tripulantes de las carabelas descubridoras habían sido aposentados en las Atarazanas del puerto, y allí esperaban a que los contadores reales quisieran pagar la segunda mitad de los sueldos que les debían por su expedición. El pago se efectuó, pero con alguna tardanza, pues la corte andaba, como siempre, escasa de dinero.

Hablaron los dos pajes al fin con el célebre físico de Córdoba. Éste miró amorosamente a Lucero, no extrañándose de que fuese vestida como paje de carabela.

—Mi madre me ha dicho que me presente a vuesa merced y le obedezca en todo como a un padre.

Creyó leer el doctor una afirmación en los ojos de la muchacha, que habían empezado por mostrarse interrogantes, cuando dijo la palabra final. Tal vez la hermosa judía de Andújar había hablado excesivamente a su hija acerca de la vida pasada de los dos. Y como Fernando Cuevas estaba presente, contestó con una gravedad que no admitía réplica:

—Te quiero como a una hija, aunque no lo seas, y te ayudaré mientras viva, lo mismo que a tu madre.

Su existencia de marineros había terminado. Iban a licenciar a la gente del Almirante. Los que quisieran ir en el segundo viaje debían volver a Sevilla. El arcediano Fonseca iba a «poner mesa» para tripular dieciocho o veinte naves. ¿Qué pensaban hacer ahora los dos jóvenes?

Cuevas habló con entusiasmo de la expedición que se preparaba. Había cobrado amor a las nuevas tierras al otro lado del Océano. Quería ver las ricas ciudades del Gran Kan, ya que había vagado cerca de ellas, sin percibir nada que revelase su existencia. Además, no habiendo guerras, éste era el mejor oficio para un mancebo que apreciaba la espada como la única herramienta noble.

Lucero mostró deseos de volver al lado de su madre, cambiando de ropas, siendo otra vez mujer.

Algo empezaba a crearse dentro de ella, aconsejándole una pronta vuelta a su antiguo estado. Imposible continuar vestida de hombre. Si Fernando deseaba seguir otra vez a don Cristóbal, debían casarse antes, y ella se quedaría en Córdoba.

Para esto era preciso recibir el bautismo, y como aún persistía en su ánimo la animadversión contra los perseguidores de su familia, inculcada por su madre y por don Isaac, preguntó al célebre físico en voz muy queda, procurando que Fernando no la oyese:

—¿Vuesa merced cree que debo bautizarme?

Acosta hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, sonriendo al mismo tiempo bondadoso y tolerante: ¿por qué no?… Su madre se había bautizado para salvar su vida. Bien podía ella hacer lo mismo para asegurar la tranquilidad de su amor.

—Yo arreglaré bautizo y casamiento cuando volvamos a Córdoba.

Al día siguiente encontró en una calle estrecha inmediata a la catedral al famoso Almirante del Océano, cuando salía de comer en el magnífico alojamiento de don Pedro de Mendoza, Gran Cardenal de España y «tercer rey».

Este magnate de la Iglesia tenía cuarenta cuentos o millones de renta al año, cantidad para aquellos tiempos de una magnitud inaudita.

Su mesa era la más suntuosa manifestación de su opulencia. No había señor de la corte, por grande que fuera, que no se mostrase alegre el día que lo convidaba a comer el cardenal, no sólo por la valía de sus manjares, sino también por gozar de su presencia.

Según decían los cronistas de entonces, «el cardenal traía la corte consigo». Cuando estaba junto a los reyes había corte verdaderamente, y si se marchaba la corte dejaba de existir, extinguiéndose su riqueza.

Colón salía contento y orgulloso del alojamiento de Mendoza. Éste había dado una comida en su honor, sentándolo en el lugar más preeminente de la mesa, en un sitial tan elevado como el suyo, y propincuo a él, mandando que le sirviesen los manjares en «plato cubierto» y que le hiciesen «salva», honores reservados a las personas reales y a ciertos altísimos personajes allegados a ellos. Era una costumbre establecida en los banquetes de corte, para evitar que los reyes pudiesen ser envenenados. Los platos venían cubiertos desde las cocinas con una caparazón metálica y rico paño, y el acto de «hacer la salva» consistía en que un personaje probase parte de las viandas antes de que éstas les fueran servidas, para convencerse por este medio de que podían comerlas sin peligro.

Por primera vez el Almirante del Océano se vio servido con solemnidad y fausto iguales a los que gozaban los reyes.

Prócer tan famoso como lo era el cardenal Mendoza, «uno de los más hermosos y abultados varones que había en toda España y personaje de tanto poder como amabilidad», lo había tratado públicamente con todos los miramientos que se deben a un amigo íntimo, para que todos los de la corte le imitasen y nadie dudara de que lo tenía por un igual.

Al reconocer al físico de Córdoba, vestido de negra garnacha y sin espada, con cierto porte a la vez modesto y aseñorado de hombre de estudios, el Almirante del Océano, que llevaba traje de grana y una espada con funda de cuero rojo y puño de oro, se apartó de los señores que venían acompañándole, para saludar a este antiguo conocido.

Hablaron de Córdoba y de su pasado con una afabilidad de varones que se vigilan mutuamente y dudan un poco antes de decir lo que tienen en su pensamiento.

Colón, al fin, recordó aquella junta de Córdoba que había rechazado su plan de navegar hacia Asia por Occidente. Su irónica sonrisa dio a entender el desprecio que le inspiraban ahora los que fueron sus competidores.

—Reconocerá vuesa merced, doctor Acosta —añadió—, que no era plan flaco buscar Cipango y el Catay por el Poniente. De allá vengo con victoria por la voluntad de Dios.

Sonrió Acosta con una expresión tan irónica como la del descubridor… ¿Estaba seguro de que las tierras vistas por él eran de Asia?… ¿Había encontrado al Gran Kan o a cualquiera de sus gobernadores?… ¿Qué ciudades de las descritas por Marco Polo y Mandeville había visitado?

Como si hubiese oído otras veces estas mismas objeciones, Colón se encogió de hombros.

—Todo ha sido muy rápido en este viaje, y con la ayuda de Dios se irá viendo luego, con mayor reposo.

A su regreso de la segunda expedición, que estaba preparando con gran abundancia de medios, ya hablarían, si el Señor los mantenía vivos, del Gran Kan y de sus opulentos reinos. Iban a traer sus buques repletos de oro y de especias hasta las escotillas, como volvían en remotos siglos las flotas del rey Salomón.

Se despidió el Almirante de Acosta, no queriendo hacer aguardar más a los señores que le acompañaban; mas antes de partir, le lanzó el médico una última objeción:

—Sigo creyendo el Asia muy lejos por el Occidente. ¿No podría ser, Almirante, que esas islas perteneciesen a un mundo completamente nuevo, a una parte de la tierra que ha estado esperando siglos y siglos a que alguien la descubriese?

Le pareció a don Cristóbal tan absurda esta hipótesis, hija de la envidia y el despecho, que no se tomó el trabajo de dar contestación.

Y sonriendo lastimeramente, volvió la espalda al doctor Acosta, yendo a juntarse con el grupo de nobles caballeros que le aguardaban, corteses y admirativos, séquito honorífico de su orgullo de triunfador.

Acosta se alejó en dirección opuesta, con aire pensativo, continuando mentalmente el desarrollo de su hipótesis.

Si las tierras encontradas por el Almirante no eran de Asia y pertenecían a un continente desconocido hasta entonces, en tal caso este hombre tan festejado y admirado ahora, no las había descubierto.

Colón quería ir a las Indias, a la costa oriental asiática, y estas tierras de un mundo nuevo, ignorado por todos, salían a su encuentro por obra de la casualidad o de la suerte, sin que el Almirante las buscase.

Era un hallazgo o «invención», como se decía entonces; no un descubrimiento.

Y hallazgo y descubrimiento son dos acciones muy distintas.

Appendix A EL MISTERIO DE COLÓN: EL NOVELISTA AL LECTOR

Desde 1910, o sea hace dieciocho años, que vengo estudiando la personalidad enigmática de Colón, pudiendo afirmar que he leído todo lo que escribieron sobre él los cronistas de su época y los autores modernos más importantes. Cuanto aparece en esta novela impreso entre comillas es fragmento exacto de algo que escribió Colón o dijeron sus contemporáneos, y en mi próxima novela, El nacimiento de América, haré lo mismo al describir los últimos años del famoso Almirante.

Éste sólo empieza a existir para la Historia, de un modo indudable, en 1486, al aparecer en España. De los años anteriores, cuando reside en Portugal, se sabe muy poco y con cierta vaguedad. Antes de su llegada a Portugal no se conoce otra cosa que lo que él ha querido decir o lo que se le escapó en cartas y conversaciones, tal vez contra su deseo. Y es todo tan contradictorio, tan confuso, que hace dudar de la veracidad de Colón hasta a aquellos que lo admiran como un hombre sobrehumano.

Pocos personajes de la Historia pueden compararse con Colón por el misterio que le envuelve hasta la edad madura, misterio que se restablece después de su muerte. A estas horas nadie puede probar con una certeza indubitable dónde nació, y lo que es más raro, cuál es su verdadera tumba.

En pasadas edades hubo grandes hombres a los que atribuyeron diversas cunas, y aún se viene discutiendo sobre ellas. Pero Colón, además de la variedad de sus diversos nacimientos, ofrece la particularidad de tener dos tumbas y haber dejado después de muerto dos cadáveres, lo que no creo haya ocurrido nunca a ningún personaje histórico.

Solamente en Italia, pretenden ser su pueblo natal Génova, Saona, Cuccaro, Nervi, Prudello, Oneglia, Finale, Quinto, Palestrella, Albisoli y Coceria.

La ciudad de Calvi, en la isla de Córcega, lo tiene igualmente por hijo suyo, y los historiadores corsos ofrecen numerosos argumentos como prueba de dicha afirmación.

Además, en España numerosos autores lo suponen español. Unos lo creen nacido en Extremadura, descendiente del famoso rabino de Cartagena, don Pablo de Santa María, que se convirtió al catolicismo, fue amigo del papa Luna —protagonista de mi novela El Papa del mar— y llegó a ser arzobispo de Burgos, ocupando sus hijos diversos obispados. Otros españoles, los más, le creen nacido en Galicia, en la provincia de Pontevedra, y dicen que su madre fue judía.

Es digno de mencionarse que todos los que creen a Colón español le dan un origen judío, explicando así su deseo de envolverse en el misterio para evitar de tal modo las persecuciones o la malquerencia de que eran objeto en aquel tiempo todas las personas de sangre judía.

Tenemos con todo esto once cunas italianas de Colón, una corsa y dos españolas; total, catorce.

Cuando murió en España, su cadáver fue llevado años después al Nuevo Mundo, a la que se llamaba entonces isla Española (Haití y Santo Domingo), enterrándolo en la catedral de la ciudad de Santo Domingo.

En 1795, al abandonar España a la República francesa, por el tratado de Basilea, la parte española de dicha isla, o sea la actual República de Santo Domingo, creyó oportuno llevarse el cadáver de Colón, y después de numerosas investigaciones, actas notariales y demás ceremonias lo trasladaron con gran pompa a la catedral de la Habana. A fines del siglo xix, cuando reconoció España la independencia de Cuba, se llevó de nuevo el cadáver a Sevilla, y allí reposa actualmente, en la catedral de dicha ciudad.

Éste es el cadáver de Colón número uno.

En 1877, cerca de un siglo después de haber abandonado los restos de don Cristóbal la catedral de Santo Domingo, un obispo de dicha ciudad que se llamaba Cocchia y un canónigo Bellini, los dos italianos, a juzgar por sus apellidos, para consolarse sin duda de tal soledad, encontraron un segundo cadáver de Colón, dando a entender que los comisionados españoles del siglo xviii se habían equivocado al hacer el traslado de los restos, y en vez de llevarse el cadáver del Almirante habían cargado con el de su hijo o su nieto, pues los tres estaban enterrados en el mismo altar.

Para que nadie dudase de la autenticidad de dicho hallazgo el féretro tenía dentro una inscripción en la que se da al muerto el título de descubridor de… América, y todo el mundo sabe que la palabra «América» sólo llegó a generalizarse más de doscientos años después de la muerte de dicho personaje, cuando los Estados Unidos iniciaron su independencia. Hasta mediados del siglo xviii la América actual fue llamada siempre por los españoles Indias Occidentales.

Además, como los inventores del segundo cadáver de Colón conocían mal el español antiguo, tradujeron defectuosamente un escrito del célebre navegante en el que describe éste los apuros pasados en una terrible tempestad y se vale para ello de una imagen, diciendo: «se me ha abierto la llaga», en estilo figurado. Y por esto tal vez apareció en el féretro una bala o «pelota de hierro», atribuyéndola a cierta herida de Colón que no existió jamás, pues el Almirante no habla de ella en ninguna parte.

Pero dejemos a un lado tales detalles, ya que para mí es de interés secundario que los restos de Colón estén en Sevilla o en Santo Domingo. Reconozco, sin embargo, que existen dos tumbas de Colón, y tengo por muy natural y humano que la República de Santo Domingo considere siempre que su tumba es la auténtica y que muchos hombres nacidos en el Nuevo Mundo, por patriotería continental, se muestren inclinados a creer que el segundo cadáver de Colón, el de 1877, es el legítimo, por ser el único que ha quedado en América.

Tampoco me inspira un interés vehemente lo de la cuna de Colón. Lo mismo me da que sea italiano, corso o español.

Él sólo se acordó de decir que era genovés al sentirse viejo y andar en pleitos con el rey de España para que éste lo reconociese como propietario de todo el Nuevo Mundo. En su juventud y su edad madura fue «un aventurero —como dice Pereira, el historiador de América más moderno y claro en sus juicios—, un hombre sin otra patria que la de sus conveniencias».

En realidad, sólo creía en él mismo y sólo sintió interés por los consanguíneos que llevaban su nombre. En cuanto a su obra —sea su patria la que sea—, sólo pudo realizarla gracias al auxilio de los españoles.

España y Portugal eran entonces los únicos pueblos de Europa donde podía encontrar ayuda. Llegó en la hora precisa para utilizar la fuerza descubridora que venían incubando estas dos naciones durante el siglo xv. Sin Colón, sólo se hubiese retardado el descubrimiento de la actual América unos pocos años.

Los marinos portugueses y españoles hablaban a todas horas de este viaje a las Indias por el Occidente. La navegación hasta el cabo de Buena Esperanza hacía inevitable el encuentro casual del Nuevo Mundo un día u otro. Seis años después del primer viaje de Colón, el portugués Cabral, que navegaba hacia el Asia empujado por los vientos, fue a dar sin saberlo con la costa del Brasil.

Repito que para mí no es de enorme importancia decidirme por una de las numerosas patrias de Colón. Cuanto hizo fue apoyándose en España, que le dio dinero, buques y hombres.

La mayoría de los autores le creen italiano, porque así lo dice él al hacer testamento en los últimos años de su vida, y así lo manifestó a los que le rodeaban. En los primeros tiempos de su aparición en España sólo figura como extranjero, sin precisarse su nacionalidad de un modo determinado.

En la historia de este hombre célebre es muy poco lo que se ve claro y sin inspirar dudas. Su hijo ilegítimo don Fernando, que le acompañó en su último viaje, poseyó todos los papeles de la familia y pudo oír además a su tío don Bartolomé Colón, aún hizo más grande el misterio al escribir la historia de su padre, absteniéndose de marcar con claridad dónde y cuándo había nacido.

El famoso Almirante mostró especial empeño en dejar envuelto en sombra y misterio los orígenes de su nacimiento, y sus contemporáneos —entre ellos el padre Las Casas, que tuvo en sus manos todos los documentos de Colón— no fueron más claros.

La confusión empieza por el nombre. Cristóbal Colón se llamó siempre así. Jamás Cristóforo Colombo, como escriben los italianos, ni Colombus, como le llaman en los países de lengua inglesa. No existe un solo documento en su verdadera época histórica, o sea desde que aparece en España, realiza su primer viaje y se hace célebre, que no sea firmado siempre en español: Cristóbal Colón.

Conocía indudablemente varias lenguas, pero todas mal, como les ocurre a muchos navegantes. El castellano era la que hablaba mejor, y escribía en ella admirablemente, con una frescura de poeta ingenuo. Yo lo admiro como uno de los escritores más atractivos de aquella época. Tal vez digan algunos que las cartas a sus amigos y los memoriales a los reyes de España que han llegado hasta nosotros se los retocaba algún español allegado a él. Esto no es verosímil, pues no podía llevar tal maestro a su lado a todas horas, y menos en sus viajes, cuando redactaba los dramáticos incidentes de éstos en sus Diarios de navegación.

En cambio, no existe de este «italiano» mas que un pequeño y único papel escrito en dicho idioma, y abundan en cada línea faltas gramaticales y disparates inconcebibles en un hombre que, de ser genovés, debió aprender la lengua italiana de pequeño.

Siempre emplea la lengua española, hasta cuando se dirige al embajador de Génova en España y a otros extranjeros. Y la única vez que escribe en italiano se expresa de un modo torpe o incomprensible, a pesar de que el primer idioma aprendido en la niñez nunca se olvida. ¿Cómo explicar este misterio?…

En los últimos escritos de su vida se acuerda de Génova y declara que es su patria. Esta declaración no ofrece ninguna duda de autenticidad. Hay también en apoyo de su genovesismo el haberse encontrado en Génova últimamente escrituras notariales que hablan de un Domenico Colombo, tabernero y cardador de lana, hombre pobre y además algo manirroto, que tuvo muchas deudas y apuros financieros. Domenico Colombo aparece con tres hijos: Cristóforo, Bartolomé y Diego. Efectivamente, los mismos hermanos que tuvo el Almirante.

Los sostenedores del origen italiano de Cristóbal Colón afirman que éste se llamaba en realidad Cristóforo Colombo y al pasar a España españolizó su apellido, llamándose Colón. Pero es raro que ni una sola vez llame Colombos a los parientes que dejó en Génova. En su testamento, cuando alude a su familia de Génova, la llama simplemente de «los Colones», y era natural que añadiese una aclaración poniendo al margen «Colones que allá llaman Colombos», tanto más cuanto que en España abundaban las gentes de apellido Colón, y parecía natural y lógico que separase a unos de otros.

Pero, en fin, vamos a lo más esencial de la obscura historia de este Cristóforo Colombo nacido en Génova, hijo de un tabernero y cardador de lana, y a su vez humilde traficante en vinos y lanas como su padre.

Estas escrituras notariales encontradas en Génova no ofrecen duda para mí. Creo en ellas por la confianza que me inspiran los historiadores italianos que las encontraron. Y debo advertir que dicha confianza no resulta extemporánea, pues no ha sido raro en Génova fraguar falsificaciones históricas para probar que Colón fue genovés, siendo la más escandalosa de dichas imposturas el llamado «Testamento militar» que le atribuyeron, sólo para hacerle decir en él: «Génova mi amada patria», falsificación histórica de las más indecentes que se han conocido, y olvidada ya ahora en el mismo país donde la fabricaron.

Todas las piezas notariales del tabernero Domenico Colombo y de sus hijos son exactas; pero ocurre con ellas lo que con ciertos documentos de identidad que presentan los caminantes desconocidos a los agentes de policía cuando les piden los papeles. Los documentos están en regla, ninguno es falso, pero la fotografía que figura en ellos no concuerda con el personaje que los lleva.

El Cristóforo Colombo nacido en Génova aparece en dichos documentos notariales como tabernero y traficante en lanas, más allá de sus veinte años de edad; y en dicha época ya hacía varios años que navegaba por el mundo el Cristóbal Colón que encontró después América. Este mismo Colón, el de España, o sea el navegante, declara en sus cartas a los reyes que entró en el oficio del mar «antes de los catorce años» y desde entonces ha estado navegando. ¿Cuándo pudo hacerse hombre de mar el joven Cristóforo de Génova que pasados los veinte años era aún tabernero y lanero? ¿Cuándo pudo mandar una nave de Renato de Anjott, si tenía diez o doce años en la época que el Colón navegante declara haber sido capitán de dicho buque? ¿Cuándo pudo guerrear a las órdenes de los almirantes piratas llamados Coullones, apodo que las gentes convirtieron en Colones? ¿Cómo le fue posible al pobre menestral de Génova hacer estudios de cosmógrafo y de marino?

Colón no fue el sabio universal que se imaginan los ignorantes y los idólatras. Sus conocimientos estaban muy por debajo de lo que sabían otros hombres de su época; pero de todos modos había leído los libros científicos más populares de entonces, había aprendido a dibujar mapas, conocía la astronomía, hablaba y escribía el latín, aunque fuese imperfectamente. ¿Cómo pudo procurarse esta educación científica y marinera el hijo del tabernero Domenico Colombo, que todavía figura en las actas notariales al lado de su padre en 1471, o sea cuando el otro, el que se llamó siempre Cristóbal Colón, era ya capitán o piloto de nave?

Algunos, para poder juntar dos cosas tan opuestas, emiten la hipótesis de que el Cristóforo Colombo tabernero bien pudo navegar algunas veces en su juventud, bajando luego a tierra para ayudar a su padre en el modesto negocio de vinos y lanas. Para el que haya estudiado un poco la vida marinera de aquella época esto no puede resultar más absurdo. En aquellos tiempos no había escuelas de navegación. El marinero necesitaba toda una vida para formarse. Entraba de grumete en los buques, aprendiendo oralmente las lecciones de los marinos viejos y observando directamente los misterios del mar y de la atmósfera en el curso de los años.

El verdadero Cristóbal Colón, el que apareció en Portugal, desarrollándose luego en España, demostró ser un navegante de gran experiencia al emprender su primer viaje de descubrimiento, menos práctico que los Pinzones, pero de todos modos digno compañero de estos lobos de mar. ¿Cómo pudo adquirir tanta experiencia el joven genovés Cristóforo Colombo navegando a ratos perdidos, cuando su padre no lo necesitaba en la taberna?

Además, este tarbernerillo que tiene veinte años en 1473 resulta mucho más joven que el marino Cristóbal Colón, el cual, a juzgar por los biógrafos que le conocieron personalmente, debía tener entonces más de treinta y llevaba ya más de dieciséis navegando.

¿Cómo convertir en una misma persona al Cristóforo Colombo tabernero e ignorante que aparece en las escrituras notariales de Génova y al Cristóbal Colón marino desde los catorce años?… Misterio.

Hay también un detalle psicológico que echa abajo las tales escrituras, con todas sus firmas notariales, más aún que los detalles biográficos. En una de dichas escrituras se menciona al Cristóforo Colombo con la calidad de tabernero y lanero de profesión lo mismo que su padre. En las restantes no le dan profesión determinada, pero figura entre modestos menestrales, algunos de ellos sastres, oficio que, como diré más adelante, era menospreciado, especialmente por el marino Colón.

Nunca figura en dichas escrituras el Cristóforo Colombo hijo de Domenico con el carácter de maestre de nave, de piloto o de simple marinero, y bien sabido es que los hombres que arrostran las cóleras del mar muestran cierta vanidad por su arriesgada profesión, y aprovechan todas las ocasiones para hacer constar su diferencia con las gentes que viven tranquilamente tierra adentro. Lo natural era que el hijo del tabernero Domenico se enorgulleciese de ser marino, entre los cardadores de lana, albañiles, sastres, etc., amigos de su padre. ¿Por qué no dice ni una sola vez que es marino?… Misterio.

El otro, el Cristóbal Colón que encontró a América, personalidad compleja, abundante en cualidades geniales y defectos enormes, era vanidoso: el primero en admirar su propia grandeza. Amaba los honores como nadie, discutió con los reyes de España sus títulos tanto como sus ganancias, y lo primero que exigió fue el privilegio de que todos añadiesen el tratamiento de «don» a su nombre de Cristóbal. De ser don Cristóbal Colón verdaderamente hijo de Domenico, el tabernero de Génova, y hallarse navegando desde los catorce años, ¿cómo pudo comparecer varias veces ante los notarios de dicha ciudad rodeado de una caterva de pobres gentes, sin exigir que detrás de su nombre pusieran «maestre de nave» o cuando menos «marinero»? ¿Cómo iba a tolerar que lo dejasen sin esta denominación honrosa, al lado de taberneros y sastres, cuando años después, al dar quejas a los Reyes Católicos por la gran abundancia de gentes que salían a navegar siguiendo sus huellas, decía con tono despectivo: «Hasta los sastres se meten ahora a descubrir»?…

Y si Cristóforo Colombo el de Génova, en 1473, cuando tenía más de veinte años, sólo pudo comparecer como tabernero y lanero, y no se había embarcado nunca ni había aprendido lo que luego demostró saber Cristóbal Colón, ¿cómo diablos pudo improvisarse navegante experto y educarse científicamente en los poquísimos años que restan entre su comparecencia ante los notarios de Génova y la aparición del ya experto marinero Colón en la corte de Portugal?… Misterio.

Tal vez transcurran siglos y siglos sin que el nacimiento y la verdadera nacionalidad del Almirante queden probados de un modo indiscutible y para siempre. Es indudable que quiso ocultar su origen, y antes de morir pudo alabarse de haberlo conseguido, tan embrollado dejó todo lo concerniente a su vida. Su hijo don Fernando, que podía haber puesto las cosas en claro, aún agravó más la confusión y el misterio de la primera parte de su existencia.

Como toda acción humana obedece a un deseo o una necesidad, se han forjado tres hipótesis para explicar el motivo de que Colón se esforzase por envolver su origen en una obscuridad que da lugar a tantas contradicciones y eternas dudas.

Unos creen que hizo esto por vanidad o, empleando un neologismo corriente, por «snobismo». Como los reyes de España le confirieron altísimos honores que hacían de él el segundo personaje de la nación, y su primogénito iba a casarse con una hija del duque de Alba, sintió vergüenza de su origen modesto y mintió descaradamente en los últimos años de su vida.

Otros explican este embrollo por sus mocedades de pirata y de negrero. Indudablemente fue pirata. Él mismo, por unir su nombre obscuro con el de los falsos Colones o Coullones, dio a entender que había navegado a las órdenes de estos bandidos del mar, los cuales cometieron grandes atrocidades en las costas del Noroeste de España. Un cronista de la época dijo que el nombre de dichos piratas, llamados Colones por el vulgo, «hacía llorar en sus cunas a los niños de Galicia». Además, según parece, también navegó Colón de joven en galeras piratas de Túnez que saqueaban las costas españolas de Levante. Se comprende que procurase ocultar su origen en España, para que nadie sospechase las fechorías de sus mocedades.

También navegó en buques portugueses de los que iban a las costas de Guinea, y bien sabido es la finalidad de tales navegaciones en aquella época. Los productos del mencionado país —oro en polvo y especias— ocupaban poco espacio y la parte mayor del buque se llenaba con ébano vivo, o sea con negros, para venderlos en Lisboa.

La tercera explicación del misterio es el judaísmo. Muchos han visto en este vidente la exaltación de los profetas y los guerreros del antiguo pueblo de Israel. Además, mostró en sus tratos una predilección especial por los judíos conversos de España y éstos le protegieron no menos. En su época, que fue la del establecimiento de la nueva Inquisición y la expulsión de los judíos de España, muchos hombres ocultaron su origen y cambiaron su nombre.

La apreciación de su valor histórico resulta tan diversa y contradictoria como sus misteriosos orígenes.

Para muchos, Cristóbal Colón es un santo y debía figurar en los altares de la Iglesia católica.

Tal disparate es obra de cierto escritor francés, el conde Roselly de Lorgues, quien lo describió como un personaje caído del cielo, todo de una pieza, para descubrir América tal como la vemos actualmente, dándole el título de «el embajador de Dios».

Como el tal conde sabía mal el español y peor aún el que se hablaba en el siglo xv, se basó en grandes errores de su traducción para decir las cosas más disparatadas. Tales fueron sus enormidades, que el célebre escritor español Menéndez y Pelayo, una de las eminencias más altas del catolicismo intelectual, no obstante las ideas religiosas de dicho conde, iguales a las suyas, le llamó indignado «fanático charlatán».

No; el amante de la abandonada Beatriz Enríquez, el que se quedó con el premio del primer marinero que descubriese tierra, el que habló mal de todos, absolutamente de todos los hombres que le acompañaron en sus viajes y se mostró olvidadizo con los contados que le siguieron fieles a pesar de su ingratitud y su aspereza notorias, no puede ser un santo. De ser un enviado de Dios, como quiere el conde Roselly, resultaría que el Dios de este «fanático charlatán» sabía menos que sabe hoy un niño de la escuela, pues Colón «su embajador» vivió y murió ignorando la existencia de América, convencido de que había llegado cerca del Asia oriental, y todavía, seis años después de su muerte, su hermano don Bartolomé y otros allegados a él declaraban que el nuevo mundo recién descubierto era un extremo del continente asiático.

Otros se imaginan a Colón como un hombre superior a su época, un ser de inmensa sabiduría, un luminoso precursor, al que no pudieron entender sus ignorantes contemporáneos y que a causa de ello se vio perseguido.

El error de Colón sabio es tan enorme como el de Colón santo. Como hombre de ciencia no conoció más que lo que en su época era del dominio vulgar. Basaba sus teorías en manuales enciclopédicos al alcance de todo el mundo y en novelas de viajes. Muchos de los que escuchaban sus planes sabían más que él.

Su hijo don Fernando fue hombre de estudios, y al escribir la vida de su padre, muchos años después de la muerte de éste, se avergonzó de su ignorancia, y para disimularla atribuyó a los jueces que le habían juzgado algunos de los disparates de la geografía delirante de Colón. No es admisible que los que escucharon a Colón en Córdoba creyesen, como dice don Fernando, que los buques navegaban cuesta arriba o cuesta abajo a causa de la redondez de la tierra. En aquel tiempo los portugueses habían ya pasado el Ecuador, avanzando muchísimo en el hemisferio austral y volviendo a su punto de partida, sin todos estos inconvenientes ilusorios de navegar hacia arriba o hacia abajo. En cambio, Colón, muchos años después, en la última parte de su vida, seguía afirmando que el mundo no es redondo, sino «en forma de pera» o de «teta de mujer», y que en el pezón, o sea en la parte más alta del mundo, está el paraíso terrenal. Y como el mundo es en forma de pera, al llegar los navíos, según él, a su parte más alta, «navegaban cuesta arriba». También hizo el descubrimiento en 1501 de que a nuestro planeta sólo le quedaban ciento cincuenta y cinco años de vida, y que el fin del mundo iba a llegar exactamente el año 1656.

No fue Colón un Copérnico ni un Galileo. Éstos realizaron sus descubrimientos sobre las deducciones lógicas de su razón, sin ayuda de la suerte. Tampoco se vio perseguido por la ignorancia y el fanatismo, como aquellos sabios indiscutibles, equivocándose en esto racionalistas y librepensadores. La doctrina científica de Colón —llamémosla así— consistió simplemente en ir al Asia navegando por el Oeste, y esto le parecía sumamente fácil, ya que se imaginaba, como algunos de su tiempo, basándose en ciertos profetas bíblicos, que «de las siete partes de la tierra seis eran enjutas y una sola ocupada por el mar».

Jamás tuvo la sospecha de que pudiera existir un nuevo mundo no mencionado por los libros santos. Cuanto se ha dicho de juntas científicas celebradas en Salamanca ante obispos y frailes ignorantes que le persiguieron, todo es fábula; una escena amañada de gran ópera o de cuadro de historia que tiene por protagonista al sabio Colón perseguido por el fanatismo porque hablaba de la redondez del mundo, admitida desde siglos antes, y de ir a la India por Occidente, que a muchos les parecía camino muy largo.

Colón no fue sabio ni santo. Fue simplemente un hombre extraordinario, dotado de gran imaginación y firmísima voluntad, con alma de poeta y avaricias de mercader, audaz unas veces y otras prudente en exceso, hasta el punto de dejar sin terminación las más de sus exploraciones, genial en muchas de sus concepciones y en otras obcecado y testarudo de un modo incomprensible. En resumen, un hombre de enormes cualidades y grandes defectos, favorecido extraordinariamente por la suerte en su primer viaje y maltratado por ella en los siguientes, que encontró un nuevo mundo sin saberlo nunca, tropiezo el más famoso y trascendental de la historia humana.

El misterio que envuelve su origen tal vez se aclare algún día o tal vez sea eterno.

Bien puede ser que transcurran siglos y siglos sin que los humanos lleguen a ponerse de acuerdo sobre quién fue verdaderamente el hombre de las catorce cunas y de las dos tumbas.

«Fontana Rosa»
Mentón (Alpes Marítimos)
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José Calvo Tello

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. En busca del Gran Kan. En busca del Gran Kan. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-00C2-6