PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
La primera edición de esta obra, publicada en 1897, hace, pues, veintiséis años, ha ya tiempo que se agotó, por lo que he decidido dar a la luz esta segunda. Y al hacerlo no he querido retocarla, ni pulir su estilo conforme a mi posterior manera de escribir, ni alterarla en lo más mínimo, salvo corrección de erratas y errores de bulto. No creo tener derecho, ahora que me falta año y medio para llegar a la sesentena, para corregir, y menos reformar, al que fui en mis mocedades de los treinta y dos años de vida y de ensueño.
Aquí, en este libro —que es el que fui—, encerré más de doce años de trabajo; aquí recogí la flor y el fruto de mi experiencia de niñez y de mocedad; aquí está el eco, y acaso el perfume, de los más hondos recuerdos de mi vida y de la vida del pueblo en que nací y me crié; aquí está la revelación que me fue la historia y con ella el arte.
Esta obra es tanto como una novela histórica una historia anovelada. Apenas hay en ella detalle que haya inventado yo. Podría documentar sus más menudos episodios.
Creo que, aparte el valor literario y artístico —más bien poético— que pueda tener, es hoy, en 1923, de tanta actualidad como cuando se publicó. En lo que se pensaba, se sentía, se soñaba, se sufría y se vivía en 1874, cuando brizaban mis ensueños infantiles los estallidos de las bombas carlistas, podrán aprender no poco los mozos, y aun los maduros de hoy.
En esta novela hay pinturas de paisaje y dibujo y colorido de tiempo y de lugar. Porque después he abandonado este proceder, forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos, y dejando para otras obras la contemplación de paisajes y celajes y marinas. Así, en mis novelas Amor y pedagogía, Niebla, Abel Sánchez, La tía Tula, Tres novelas ejemplares y otras menores, no he querido distraer al lector del relato del desarrollo de acciones y pasiones humanas, mientras he reunido mis estudios artísticos del paisaje y el celaje en obras especiales, como Paisajes, Por tierras de Portugal y España y Andanzas y visiones españolas. No sé si he acertado o no con esta diferenciación.
Al entregar de nuevo al público, o mejor a la nación, este libro de mi mocedad, aparecido el año anterior al histórico 1898 —de cuya generación me dicen—, este relato del más grande y más fecundo episodio nacional, lo hago con el profundo convencimiento de que si algo dejo en la literatura a mi patria, no será esta novela lo de menos valor en ello. Permitidme, españoles, que así como Walt Whitman dijo en una colección de sus poemas: «¡Esto no es un libro; es un hombre!», diga yo de este libro que os entrego otra vez: «Esto no es una novela; es un pueblo».
Y que el alma de mi Bilbao, flor del alma de mi España, recoja mi alma en su regazo.
CAPÍTULO PRIMERO
En una de las llamadas en Bilbao siete calles, núcleo germinal de la villa, había por los años de cuarenta y tantos una tienducha de las que ocupaban medio portal a lo largo, abriéndose por una compuerta colgada del techo, y que a él se enganchaba una vez abierta; una chocolatería llena de moscas, en que se vendía variedad de géneros, una minita que iba haciendo rico a su dueño, al decir de los vecinos. Era dicho corriente el de que en el fondo de aquellas casas viejas de las siete calles, debajo de los ladrillos tal vez, hubiese saquillos de peluconas, hechas, desde que se fundó la villa mercantil, ochavo a ochavo, con una inquebrantable voluntad de ahorro.
A la hora en que la calle se animaba, a eso del mediodía, solíase ver al chocolatero de codos en el mostrador, y en mangas de camisa, que hacían resaltar una carota afeitada, colorada y satisfecha.
Pedro Antonio Iturriondo había nacido con la Constitución, el año doce. Fueron sus primeros de aldea, de lentas horas muertas a la sombra de los castaños y nogales o al cuidado de la vaca, y cuando de muy joven fue llevado a Bilbao a aprender el manejo del majadero bajo la inspección de un tío materno, era un trabajador serio y tímido. Por haber aprendido su oficio durante aquel decenio patriarcal debido a los Cien Mil Hijos de San Luis, el absolutismo simbolizó para él una juventud calinosa, pasada a la penumbra del obrador los días laborables, y en el baile de la campa de Albia los festivos. De haber oído hablar a su tío de realistas y constitucionales, de apostólicos y masones, de la regencia de Urgel y del ominoso trienio del 20 al 23 que obligara al pueblo, harto de libertad según el tío, a pedir inquisición y cadenas, sacó Pedro Antonio lo poco que sabía de la nación en que la suerte le puso, y él se dejaba vivir.
En sus primeros años de oficio iba con frecuencia a ver a sus padres, mas lo descuidó tan luego como hubo conocido en los bailes domingueros a una buena moza, Josefa Ignacia, expresión de serena calma y dulce alegría difusa. Aconsejado por su tío, decidió tras una buena rumia hacerla su mujer, e iba el asunto en vísperas de arreglo, cuando, muerto Fernando VII, estalló la insurrección carlista, y obedeciendo Pedro Antonio al tío que le hiciera hombre, se unió, a los veintiún años, a los voluntarios realistas que Zabala sublevó en Bilbao, dejando así el majadero para defender con el fusil de chispa su fe amenazada por aquellos constitucionales, hijos legítimos de los afrancesados, decía el tío, añadiendo que el pueblo que rechazó las águilas del Imperio sabría barrer la cola masónica que nos dejaron en casa. Sintió Pedro Antonio al separarse de su novia, lo que el que a punto de ira acostarse a dormir es llamado a trajinar, pero Josefa Ignacia, tragándose las lágrimas, y creyendo en un Dios que da tiempo y lo quita, fue la primera en excitarle a que cumpliese lo que era la voluntad de su tío, y la de Dios según los curas, asegurándole que le esperaría, aprovechando de paso la espera para hacer sus ahorrillos, y que rezaría por él para que no bien triunfasen los buenos se casaran en paz y en gracia de Dios.
¡Cómo recordaba Pedro Antonio los siete años épicos! Era de oírle narrar, con voz quebrada al fin, la muerte de don Tomás, que es como siempre llamaba a Zumalacárregui, el caudillo coronado por la muerte. Narraba otras veces el sitio de Bilbao, «de este mismo Bilbao en que vivimos», o la noche de Luchana, o la victoria de Oriamendi, y era, sobre todo, de oírle referir el convenio de Vergara, cuando Maroto y se abrazaron en medio de los sembrados y entre los viejos ejércitos que pedían a voces una paz tan dulce tras tanto y tan duro guerrear. ¡Cuánto polvo habían tragado!
Hecho el convenio volvió, dejando el fusil ahumado, a empuñar en Bilbao el majadero, y la guerra de los siete años vivificóle la vida nutriéndosela de un tibio ideal hecho carne en un mundo de recuerdos de fatiga y gloria. Así, vuelto al oficio el año 40, a los veintiocho de edad, casó con Josefa Ignacia, que le entregó la calceta de sus ahorrillos, se hicieron uno a otro desde el primer día, y el calorcillo de su mujer, expresión de serena calma y dulce alegría, templó en él a los recuerdos de los años heroicos.
—A Dios gracias —solía repetir— pasaron esos tiempos. ¡Cuánto hemos sufrido por la causa!, ¡qué de sacrificios! No me ha producido más que disgustos..., ¡valiente cosa sacamos de la guerra! Todo eso es bueno para contarlo... Paz, paz, y gobierne quien gobierne, que Dios le pedirá cuentas al fin y al cabo.
Al decir esto saboreaba la miel de sus memorias. Josefa Ignacia, aunque se los sabía ya de memoria, hallaba siempre nuevos los episodios de los siete años, sin acabar de convencerse de que aquel santo varón hubiese sido un soldado de la fe, ni ver bien bajo sus himnos a la paz el rescoldo del amor a la guerra.
Muertos los padres y el tío de Pedro Antonio, quedase éste con la tienda, y despegado de su aldea. No tanto, sin embargo, que, enjaulado en su tenderete, no soñara en ella alguna vez. Ibansele los ojos tras de las vacas que pasaban por la calle, y muchas veces, dormitando junto al brasero en las noches de invierno, oía el rechasquido de las castañas al asarse, viendo la cadena negra en la ahumada cocina. Hallaba especial encanto en hablar vascuence con su mujer, cuando después de cerrada la tienda, quedaban solos dentro de ésta a contar el dinero recaudado durante el día y a guardarlo.
En la monotonía de su vida gozaba Pedro Antonio de la novedad de cada minuto, del deleite de hacer todos los días las mismas cosas, y de la plenitud de su limitación. Perdíase en la sombra, pasaba desapercibido, disfrutando, dentro de su pelleja como el pez en el agua, la íntima intensidad de una vida de trabajo, oscura y silenciosa, en la realidad de sí mismo, y no en la apariencia de los demás. Fluía su existencia como corriente de río manso, con rumor no oído y de que no se daría cuenta hasta que se interrumpiera.
Todas las mañanas bajaba a abrir la tienda y sonreír saludando a los antiguos vecinos que acudían a la misma faena; quedábase luego un rato contemplando a las aldeanas que acudían al mercado con su vendeja, y cruzaba cuatro palabras con las conocidas. Después de echar un vistazo a la calle, siempre en feria, esperaba los sucesos de costumbre: a las nueve, los jueves, la criada de Aguirre a por las tres libras de chocolate, a las diez tal otra criada, y como novedad los compradores imprevistos y fortuitos, a los que no pocas veces miraba cual a intrusos. Tenía su parroquia, una verdadera parroquia, heredada de su tío en la mejor y mayor parte, y se cuidaba de los parroquianos, enterándose del curso de sus enfermedades e interesándose en sus vicisitudes. A las criadas mismas, y sobre todo a las que eran antiguas en casa de sus amos, tratábalas familiarmente, dándoles consejos, y cuando se constipaban, caramelos para suavizar la garganta.
Comía en la trastienda, desde donde vigilaba el despacho; esperaba en invierno la hora de la tertulia, y concluida ésta, se recogía a la cama con ansia, a dormir el sueño de los niños y de los limpios de corazón. Durante la semana hacía provisión de ochavos, y los sábados los colocaba en el mostrador para ir dándoselos uno a uno a los pobres que desfilaban pordioseando. Cuando el que mendigaba era algún niño añadía al ochavo un caramelo.
Amaba tiernamente a su tienducha, y era reputado de marido modelo, de chocholo por sus convecinos, que mientras dejaban a sus mujeres al cuidado de las tiendas, se iban a echar el taco a los chacolíes. Sus ojos habían recorrido en calina aquel recinto durante años, dejando en cada uno de sus rinconcillos el imperceptible nimbo de un pensamiento de paz y de trabajo; en cada uno de ellos dormía el eco vaguísimo de momentos de vida olvidados de puro ser iguales todos, y todos silenciosos. Y porque le hacían querer más el íntimo recogimiento de su tienda, amaba los días grises y de lluvia lenta. Los de calor y luz parecíanle ostentosos e indiscretos. ¡Qué tristeza la de las tardes de los domingos en verano, cuando los vecinos cerraban sus tiendas, y él desde la suya, abierta por ser confitería, contemplaba en la calle silenciosa y desierta el recortado perfil de las sombras de las casas!, ¡qué encanto, por el contrario, el de ver en los días grises caer el agua pertinaz y fina, hilo a hilo, lentamente, sintiéndose él en tanto a cubierto y al abrigo!
Josefa Ignacia ayudábale en el despacho, charlaba con los parroquianos, y gozaba en la paz de su vida al ver que de nada sentía falta su marido. Todas las mañanas, con el alba, iba a misa a su parroquia, y cuando en el viejo devocionario de márgenes mugrientas y grandes letras, libro que hablándole en vascuence, era el único al que sabía entender, llegaba al hueco de la oración en que decía que se pidiese a Dios la gracia especial que se deseara obtener, sin mover los labios, de vergüenza, mentalmente, hacía años en que día por día, pedía un hijo a Dios. Gustaba acariciar a los niños, cosa que impacientaba a su marido.
Pedro Antonio deseaba el invierno, porque una vez unidas las noches largas a los días grises y llegadas las lloviznas tercas e inacabables, empezaba la tertulia en la tienda. Encendido el brasero, colocaba en torno de él las sillas, y gobernando el fuego esperaba a los contertulios.
Envueltos en ráfagas de humedad y frío iban acudiendo. Llegaba el primero, soplando, don Braulio el indiano, uno de esos hombres que, nacidos para vivir, viven con toda su alma, que daba grandes paseos para poner a prueba las bisagras y los fuelles, llamaba allá a América, y no dejaba pasar año sin observar el alargarse o acortarse de los días, según la estación. Venían luego: frotándose las manos, un antiguo compañero de armas de Pedro Antonio, conocido por Gambelu; limpiando, al entrar, los anteojos que se le empañaban, don Eustaquio, ex oficial carlista acogido al convenio de Vergara, del cual vivía; el grave don José María, que no era asiduo; y por último el cura don Pascual, primo hermano de Pedro Antonio, refrescaba la atmósfera al desembozarse airosamente de su manteo. Y Pedro Antonio saboreaba los soplos de don Braulio, el frote de manos de Gambelu, la limpieza de los anteojos de don Eustaquio, la aparición imprevista de don José María y el desembozo de su primo, y a las veces se quedaba mirando el reguero de agua que corría por el suelo chorreando de los enormes paraguas que los contertulios iban dejando en un rincón, mientras arreglaba él con la badila la brasa echándole una firma. «No tanto, no tanto», le decía don Eustaquio; mas a él recreábale, ver, removida la capa de ceniza, palpitar el encendido rojor de la brasa, y recordar entonces aquellas ondulantes llamas de la cocina de la casería natal; llamas que crepitando, lamían con sus cambiantes lenguas la ahumada pared, y en cuya contemplación se durmiera tantas noches; aquellas llamas que le habían interesado cual seres vivos, encadenados y ansiosos de libertad, terribles en sí, y allí inofensivas.
Habíase formado la tertulia a poco de terminar la guerra, glosada en ella como lo fue más tarde la que promovieron los montemolinistas en Cataluña. Comentaban los artículos en que Balmes, desde El Pensamiento Español, pedía la unión de las dos ramas dinásticas, o reñían Gambelu y don Eustaquio acerca de lo que aquél llamaba la traición, y éste el convenio de Vergara. Indignóse el convenido cuando el gobierno contestó con terribles circulares al ramo de oliva que ofreciera Montemolín en su manifiesto de Bourges, y dejó que en Madrid decapitaran la imagen del pretendiente, a quien Gambelu y el cura tachaban de liberal y de masón, encarnizándose a la vez contra los Orleans, familia de monstruos. Aseguraba don José María en tanto, que Inglaterra estaba con ellos, e insistía en el hecho de que el autócrata, que así llamaba al zar, no hubiera reconocido a Isabel II, y cuando Gambelu le replicaba: «y los rusos que venían eran seres de carbón, lairón, lairón», sonreía el grave señor diciéndose: ¡pero que haya hombres tan niños!
Estalló la insurrección montemolinista de Cataluña, no escaseó el convenido de Vergara sarcasmos a cuenta de aquellos oficiales catalanes que no habían gozado de convenio alguno, y animóse la tertulia con diarias peleas entre él y Gambelu, idólatra de Cabrera, y que achacaba a los ricos los males todos. La entrada de Cabrera en Cataluña, la suerte varia de sus armas, su victoria en Aviñó, su extraña humanidad, la unión de carlistas y republicanos, y el fin de la guerra dieron pábulo a la tertulia, así como la dieron las noticias de la revolución italiana desencadenada contra el Papa, las hazañas de Garibaldi, la expedición española, y los chismes que corrían acerca de la camisa y las llagas de sor Patrocinio. Todo parecía desquiciarse para don José María, todo iba bien según don Eustaquio, y todo hacía exclamar a Pedro Antonio:
—Ahora a trabajar y vivir; basta de aventuras, que ya tenemos qué contar.
Josefa Ignacia hacía entre tanto media contando los puntos, y equivocándose a menudo, oyendo cosas que iban a enterrarse en su espíritu sin que de ellas se enterase. Cuando algo detenía su atención distraída, suspensa la labor, sonreía mirando al que hablaba.
No siempre eran sucesos públicos lo que daba pábulo a la tertulia, sino que a menudo volvían su atención a pasados recuerdos, sobre todo don Eustaquio el marotista, bilbaíno neto y a la antigua, admirador de sus buenos tiempos, que él creía los buenos de la villa.
—¡Qué tiempos aquellos, don Eustaquio! —le decía el cura para tentarle.
Y con un: «no me tire usted de la lengua», arrancaba don Eustaquio. ¡Tiempos aquellos en que sin fábricas, ni más puente que el viejo, con las viejas forjas catalanas en la provincia, y la chancla para complemento del puente, era la tacita de plata un hogar, en que todos vivían en familia! ¡Qué costumbres! Desnudándose en cualquier quechemarín remojábanse los chiquillos en la ría, frente a las casas de la Ribera, en medio de la villa. ¿El comercio? En aquella villa de donde salieran las famosas Ordenanzas del Consulado de mar, jugaban los comerciantes al tresillo a paca de algodón el tanto... Y ¿quién no sabía la canción?
Jauja, Jauja fue del 23 al 33, mientras mandaron ellos, los realistas, y se hicieron la Plaza Nueva, el Cementerio por el cabildo, y el Hospital por tandas que trabajaban de balde.
—Entonces cayó el 29, el año del frío —observaba don Braulio.
Y con un: «ya salió ése», seguía don Eustaquio hablando de constitucionales y progresistas, del año 40, de las aduanas. Y cuando Pedro Antonio, escarbando el brasero, atribuía su establecimiento a trabajos de los comerciantes grandes, perjudicados por el contrabando de los chicos, exclamaba el convenido:
—Cállate, hombre, cállate; parece mentira que hayas servido a la Causa... ¿Te atreverás a defender aquella progresistada? ¿Te atreverás a defender a Espartero? ¡Hasta serás capaz de defender las barbaridades de Barca...!
—¡Por Dios, Eustaquio...!
—Te digo y te diré siempre que aquello fue el acabóse..., me río yo de los progresistas de ahora... Entonces, fíjese usted bien, don Pascual, entonces aquí, aquí mismo, por estas mismas calles, en el mismísimo Bilbao, cantaban «abajo las cadenas y degollina a los frailes». Lo oí yo, yo mismo. Y derribaban iglesias..., han derribado hasta la torre de San Francisco... Desde el año de la revolución, el 33, todo anda mal...
—¿Y el convenio?
—¡Qué convenio ni qué chanfaina! Estos liberales de ahora... ¿estos?, no sirven para nada... Cállate, Pedro, cállate...
—No volveremos ya a ver —añadía Gambelu— otra matanza de frailes..., no tienen éstos el coraje de aquéllos..., no valen...
—Esto va cada vez a peor...
—¿Qué le hemos de hacer? Mientras vivamos en paz ¡vaya todo por Dios! —concluía a modo de moraleja Pedro Antonio.
Sacaba don Braulio el reló, y al exclamar: «Señores, las diez y media», empezaba la desbandada. A las veces, cuando llovía, esperaban a que escampase un poco, prolongando un rato el palique mientras a Pedro Antonio le amagaba el sueño.
Descargó la gran tormenta revolucionaria del 48, y el socialismo alzó cabeza. El cura se preocupaba de la cuestión italiana, y discutía de ella irritado por la falta de contradictor. Los sucesos gordos se precipitaban; el Papa huyó de Roma, y erigióse en ella la república; en Francia pasaban por sangrientas jornadas. Josefa Ignacia abría mucho los ojos, suspendiendo la labor, al oír hablar de hombres que no creen ni aun en Dios, y volvía a dormitar en su trabajo, murmurando algo entre dientes. Pedro Antonio deleitábase en secreto con las truculentas noticias del ramalazo social, con el secreto deleite del que viendo desde junto al brasero, al través de la vidriera, descargar la ventisca, compadece al pobre caminante. Cuando reunía unos ahorrillos, íbase al Banco con ellos, y entonces pensaba en lo que sería si tuviese un hijo a quien dejárselos.
Una de aquellas noches del 49, cuando acabada la tertulia, se quedaron marido y mujer a contar y guardar las ganancias del día, la pobre Pepiñasi, balbuciente y encarnada, dijo algo a su Peru Antón, diole a éste el corazón un vuelco, abrazó a su mujer, y exclamó con lágrimas en los ojos: «¡Sea todo por Dios!» En junio del año siguiente tuvieron un hijo, a quien llamaron Ignacio, y don Pascual fue desde entonces el tío Pascual.
Los primeros meses se encontró Pedro Antonio como desorientado ante aquel pobre niño tardío, a quien un aire colado, una indigestión, un nada invisible que viene sin saberse cómo ni de dónde, podría matar. Al retirarse por las noches inclinaba su oído sobre la carita del niño para oírle respirar. Tomábale en brazos muchas veces, y le contemplaba exclamando: «¡Qué buen soldado hubieras hecho...! ¡Pero gracias a Dios vivimos en paz... ea... ea... ea...!» Mas nunca le pasó por las mientes besar al chiquitín.
Propúsose educar a su hijo en la sencilla rigidez católica, y a la antigua española, ayudado de su primo el cura, y todo ello se redujo a que besara la mano a sus padres al acostarse y levantarse, y a que no aprendiese a tutearlos, costumbre nefanda, hija de la revolución según el tío, que se encargó de inculcar en el sobrinillo el santo temor de Dios.
Y buena falta hacía, porque iban poniéndose los tiempos imposibles, y empezaba Pedro Antonio a mirar al porvenir del mundo. El atentado del cura Merino contra la reina, y los comentarios del tío Pascual a tal suceso, dejaron honda huella en el chocolatero, que creía ver a Lucifer, disfrazado de cura, saliendo sigilosamente, y durante la noche, del Valle Invisible para pervertir al mundo.
Estos sus primeros años modelaron el lecho del espíritu virgen de Ignacio, y las impresiones en ellos recibidas fueron más tarde el alma de su alma. Como sus padres vivían todo el día en la tienda, apenas paraba en casa, a la que rara vez subía más que a acostarse.
Su casa era la calle que desembocaba en el mercado, teniendo limitado su horizonte por las montañas fronteras. Viejas casas, ventrudas no pocas, de balcones de madera y asimétricos huecos, casas en que parecían haber dejado su huella los afanes de las familias, de largos aleros volantes, formaban la calle estrecha, larga y sombría. No lejos el ancho soportal de Santiago, el simontorio o cementerio, donde en días de lluvia se reunían los chiquillos, cuyas voces frescas resonaban en la bóveda. La calle adusta, cortada por angostos cantones de sombra, la calle que parecía un túnel cubierto por un pedazo de cielo, gris de ordinario, parecía alegrarse al sentir a los chiquillos corriéndola y chillando. Ni era triste por dentro, pues sus tiendas ostentaban al exterior todo un caleidoscopio de boinas, fajas, elásticos, de vivos colores todo ello, yugos, zapatos, colgado todo el género para que los aldeanos lo tocaran y retocaran. Era una perpetua feria, y los domingos bandadas de campesinos la cruzaban por medio, yendo y viniendo, parándose a contemplar el género, regateándolo, haciendo como que se iban para volver luego a pagar y tomarlo. Entre ellos, burlándolos no pocas veces, se crió Ignacio.
Tenían los chicuelos su calendario especial de diversiones, según la estación y época del año, según el tiempo; desde los molinillos que armaban en la corriente llovediza del centro de la calle los días de chaparrón, hasta el espectáculo imponente, por la octava del Corpus, de contemplar a los trompeteros de la villa, con sus casacas rojas, dar desde los balcones de la Casa Consistorial, al aire del crepúsculo moribundo, sus notas largas y solemnes.
El amigote de niñez de Ignacio, su inseparable, era Juanito Arana, hijo de don Juan Arana, de la casa Arana Hermanos, un liberalote de tomo y lomo.
El fundador de la casa Arana, don José María de Arana, había sido un pobre sastre diligente y no tonto, que con algunos ahorrillos sacados a su sudor había traficado en géneros coloniales, pidiendo pequeñas remesas que venían en carga general, o agregadas a los grandes cargamentos de las casas fuertes del comercio de la villa. Tras de la sastrería había tenido el almacén, y solía dejar la sisa, soplándose los dedos, para despachar bacalao. Decíase que habiéndosele escapado en cierta ocasión algunos ceros de más al hacer un pedido, hubo de creer en su perdición al encontrarse con todo un buque de carga consignada a él, pues no tenía con qué responder al pago; mas que halló fiadores, escaseó el género por entonces, encareciendo; lo vendió todo; y que esta ganancia inesperada, aumentando sus recursos y despertándole sobre todo el dormido espíritu de iniciativa, le había alentado a empresas más vastas, base de la fortuna de sus hijos. Así explicaban ésta los perezosos y los envidiosos, sin que faltara mala lengua en asegurar que el buen señor había acabado afirmando haber sido voluntaria y calculada la equivocación. El caso fue que al morir legó a sus hijos un bonito capital y una firma acreditada, recomendándoles desde el lecho de muerte que no se separasen sino que continuaran la casa en comandita.
Eran los Aranas dos, don Juan el mayor, el que dirigía la casa, y don Miguel. Esclavo don Juan del escritorio, hallábase en él al abrirlo, y hasta que se cerrara no lo dejaba; iba al muelle a ver llegar el barco consignado a él, y a presenciar algo de la descarga, y cuando se paseaba entre los géneros del almacén, solían darle accesos de sentimentalismo mercantil, pensando en la vasta extensión de la tierra, y en la infinita variedad de países que alimentan el comercio.
—¡El comercio matará a la guerra y a la barbarie!— solía decir.
¡Cuánto pudo gozar cuando por primera vez leyó lo de «comercio de las ideas»! ¡Hasta las ideas sujetas a la ley de la oferta y la demanda! Era progresista tibio con fondo conservador.
Su padre, don José María, no había podido dar a sus hijos una educación brillante, pero harto hiciera por ellos pues que sabían lo referente al negocio, y entre otros conocimientos la lengua francesa, en que se iniciaron en los cursos del Consulado.
Asuntos de la casa llevaron a don Juan a viajar, y estos viajes le dieron cierta tinturilla cosmopolita y postiza, y un más hondo cariño a su bochito, que es como llamaba a Bilbao. En sus viajes, trabó relaciones con la Economía Política, de la que se apasionó. Suscribióse a una revista francesa de economía, compró obras de Adam Smith, J. B. Say y otros, las de Bastiat, entonces muy en boga, sobre todo. Saboreaba a éste como a un poeta, y después de leídas algunas páginas de sus Armonías, meditaciones vagas le sumían en un sopor dulce, análogo a la soñolencia que sigue a la digestión laboriosa de una comida fuerte, acabando por dormirse con su Bastiat entre manos. Cuando alguien le recordaba la leyenda de los ceros de su padre, contestaba con dignidad que no le hubiesen remitido tan fuerte partida a no haber pagado siempre las menores religiosa y formalmente —para él religión y formalidad eran lo mismo— y que su crédito le hizo fecunda la equivocación. «Es muy fácil hablar de la suerte», decía, «pero difícil no dejarla escapar».
—Por eso no hemos dejado escapar nosotros el haber nacido de tal padre —añadía su hermano con sorna.
Su mujer, doña Micaela, era hija de un emigrado de los siete años que murió en el sitio del 36. Su familia había sufrido mucho en aquella guerra, y criádose ella entre sobresaltos y huidas. Molestábale cualquier cosilla, evitaba los contactos, y tomaba en ella todo dolor forma opresiva. Sufría de pesadillas, y dábale dentera todo lo chillón. Habíale sido la vida un torrente que no le dejara reposar ni tornar respiro; le aturdía lo imprevisto, y leyendo los periódicos no dejaba de repetir: Jesús, ¡cuánta desgracia! Al llegar a edad a propósito casó con don Juan, soñando encontrar reposo a su arrimo, y fue la unión fecunda. Cada vez que su mujer le daba un nuevo hijo, meditaba don Juan en la ley de Malthus, aplicándose luego con mayor ardor al negocio, para asegurarles un porvenir que les permitiese vivir del trabajo ajeno; y agradeciendo a la Providencia que le concediera el lujo de poder tener muchos hijos, hacíale el favor de resignarse a la vida. Muy a menudo repetía que la rotura de la última ruedecilla de una gran máquina, la simple avería de uno de sus dientes menores, bastaba para el trastorno del movimiento en general, y al decirlo pensaba en sí mismo y en su propia importancia en la maquinaria de la sociedad humana.
Don Miguel, el menor de los Aranas, era un solterón con fama de raro que vivía solo con una criada, lo cual daba no poco que hablar a los desocupados. De niño había sido encanijado y desmedradillo, objeto de la burla de sus compañeros, lo que desarrollara en su interior un enfermizo sentimiento de lo ridículo, llevándole a avergonzarse de ver hacer u oír decir tonterías. Creía en sugestiones, presentimientos y corazonadas, entreteníase por la calle en ir contando los pasos, se sabía en la baraja hasta cuarenta y cuatro solitarios, juego que constituía sus delicias, cuando no se sentaba, solo en su casa, junto al fuego, a conversar consigo mismo. Gustábale, además, concurrir a romerías y holgorios, donde gozaba en ver bailar a los demás, cantando entre dientes entre tanto. En el escritorio era laborioso, y lleno de un respetuoso cariño hacia su hermano mayor.
La razón social Arana Hermanos era liberal de abolengo y católica a la antigua, y su firma una de las primeras en toda suscripción piadosa. Perseguían el negocio de tejas abajo sin desatender el gran negocio de nuestra salvación.
Hijo de don Juan Arana era Juanito, el amigote de Ignacio, desde muy niños compañeros de escuela. En los bancos de ésta alargábansele cada vez más las horas a Ignacio, que mal sometido a ellos, se distraía pegando al vecino porque era de los que a cada momento alegaban una necesidad para escapar, empujados por la aburrida y forzosa quietud, a aprender porquerías en un oscuro y hediente cuchitril. Al sentir el aire de la calle, aperitivo de la vida, ¡qué de brincos y carreras para empapuzarse de aire libre!, ¡qué de lanzarse a aprender la libertad en el juego!
Allí, en la calle, con los chicos de la escuela de la villa, la de debalde, eran las primeras jactancias del sexo, al ahuyentar a las chicas corriendo tras de ellas por los cantones, soltándoles ratoncillos, divirtiéndose en hacerlas llorar, ¡las muy miedosas!
—¡Mira, que llamo a mi hermano...!
—¡Anda, llámale, que salga!, de un voleo le rompo los morros...
El hermano salía, y el morradeo era seguro. Afrontábanse en medio del corrillo. «¡Anda, mójale la oreja!», «¡tírale al suelo!», «¡le tienes miedo...!», «¡te puede, te puede!»; alguno rezaba para que venciese su amigo y protector. Agarrábanse, y a las voces de «¡dale!», «¡tírale la zancadilla!», «¡échale al suelo!», «¡oivá!», «¡le muerde como si sería una chica...!», Se zurraban de lo lindo hasta que caía uno debajo, y el encimado, sudoroso y sorbiéndose los mocos, le decía con el cerrado puño en alto y sujetándole el cuello con la otra mano: «¿te rindes?» Al «¡no!» con que contestaba el vencido, respondíale el vencedor con un puñetazo en la boca y con un nuevo: ¿te rindes?», hasta que la voz de ¡agua, agua! dispersaba a todos a la vista del alguacil. E íbanse muchas veces los combatientes juntos, sin odio, aunque despechado el uno y el otro orgulloso. Así domeñó Ignacio a Enrique, el gallito de la calle, un mandón, un verdadero mandón, a quien ninguno de su igual había podido, y a quien nadie aguantaba desde que dominó a Juan José, su rival en la jefatura callejera. ¡Le tenían una rabia...!
¡Qué de pedreas entre las partidas, que formadas por calles, celebraban alianzas ofensivas y defensivas entre sí! Jamás se borró de la memoria de Ignacio el día en que tomado un horno de Begoña, lo llenaron de yerba seca, a la que dieron fuego para contemplar el humo de la gloria.
Los señores se quejaban porque los chicuelos con sus pedreas les interrumpían el paseo, los periódicos llamaban la atención de las autoridades hacia aquellos mozalbetes, todo lo cual hacía que redoblaran el ardor de sus luchas al verse objeto de la atención de los mayores, que eran su público. Y cuando algún caballero levantando el bastón les amenazaba con llamar al alguacil, redoblaban la pelea para que admirara su valor y su destreza, y lo sacara en los papeles llamándoles mozalbetes.
Vino la guerra de África, España entera se estremeció al grito tradicional de ¡al moro!, ¡al moro!, y sólo se oía hablar de la campaña. La salida de los tercios puso a los chicos fuera de sí, y los relatos de la guerra enardecían el valor de las partidas callejeras, donde ni uno ignoraba el nombre de Prim.
Por entonces también iban con misterioso temor a ver manar lágrimas a los árboles de Miraflores, que recibieron balazos del fusilamiento de los infelices cogidos en Basurto y complicados en la trama que produjo la intentona de San Carlos de la Rápita.
A los once años, cuando se preparaba a la primera comunión, era Ignacio un mozo rubio tostado, y que pisaba fuerte. Sus ojos algo hundidos miraban calmosamente desde debajo de una espaciosa frente. Antes de cumplir los doce comulgó por primera vez, y fue ésta la primera de una serie de comuniones religiosamente observadas, en días dados, con puntualidad sencilla.
Durante la preparación se reunían a doctrina en la sacristía de la parroquia los chicos y chicas que habían de comulgar, a un lado ellos, y ellas al otro, sentados en el suelo. Ignacio se quedaba mirando, sin saber por qué, a Rafaela, la hermana de Juanito, que tiraba de sus vestidos para cubrirse bien las canillas. A la quietud y penumbra de la sacristía llegaba el bullicio de la calle como eco alegre del mundo fresco.
Llegó el día solemne, por Pascua florida, la fiesta de la primavera, y aquel día fueron los héroes con trajecitos nuevos y flamantes todos; alguna muchacha toda de blanco, pomposa y llamativa; las más de negro, porque lo otro era poco fino, «cosas de esa gente» que decía el tío Pascual. Eran los héroes del día, los ángeles; los mayores iban a admirarlos; era el día de su entrada en el mundo social, la solemne declaración de su mayor edad religiosa. Cuando Ignacio volvió a casa le besaron la mano sus padres, invirtiendo los papeles, y mientras la madre lloraba, el tío Pascual le dijo: «Ya eres un hombre».
El tío Pascual había concentrado su cariño en Ignacio, que era su constante preocupación. De noche, en corro de familia, antes de la tertulia, solía hacerle leer alguna cosa, de ordinario el santoral. Allí aprendió Ignacio el heroico valor de los mártires, a Lorenzo que pedía le diesen media vuelta para tostarle el otro costado, a tiernas vírgenes que desde la hoguera alababan al Señor. También llevó el tío una leyenda semihistórica de las Cruzadas, y en las noches en que la leía soñaba Ignacio con caballeros piadosos, frailes guerreros, muchedumbres vocingleras, con Saladino y Godofredo, y oyendo a los cruzados gritar: ¡Dios lo quiere y el rey lo manda!, veíales, al modo que los representaba un grabado del libro, alzar en sus manos sus ballestas al cielo, y cantar al Dios fuerte a la vista de Jerusalén.
No pocas veces quedábase a cenar el tío Pascual, mas por mucho que sus primos le instaron a que se decidiese a ir a vivir con ellos, rehusólo siempre el cura, pues repugnaba entrar en lo más íntimo de una familia a la que quería de lo hondo.
Absorto su ánimo por el cuidado de su sobrino, procuraba preservarle el espíritu de toda mancha y forrarle de algodón el santo almacén de las creencias salvadoras, para lo cual no escaseaba sermoncitos morales y apologéticos, en que tomaba a Ignacio de auditorio en que ensayarse.
A los sermones morales del tío sucedían no pocas veces las narraciones de los siete años, contadas por su padre. A su virtud empezaron a agitarse y a cobrar vida en la mente de Ignacio aquellas figuras, que tantas veces, siendo más niño, iluminó en estampas enorinadas, aquellos figurones, los unos con morriones enormes, los otros con enormes boinas de aro. Se los representaba en las fragosidades de la aldea, entre helechos y árgomas que les llegaban a las rodillas, trajeteando en las encañadas, o los veía bajar por los castañares, bayoneta en ristre, oyendo sus gritos; y se alzaba en su magín, dominándolo todo aquel Zumalacárregui de ceño adusto, que en estampa presidía la casi siempre cerrada sala de la casa, con su boina de aro, su zamarra peluda, su bigote corrido a las patillas; y sacándole de la litografía, le creía contemplar a Bilbao desde Begoña, o mirar desde una cima los valles velados por el humo del combate.
—¡Pobre don Tomás! —exclamaba Pedro Antonio—, le mataron entre un fraile y un médico vendidos a la masonería.
La masonería era para el antiguo soldado de don Carlos el poder oculto de toda maquinación tenebrosa, la explicación del fracaso de la Causa santa, porque no habiendo poder alguno manifiesto a toda luz que: le pareciese capaz de tal triunfo, acudía a lo desconocido y misterioso, creando una divinidad diabólica contra la cual nada puede el hombre.
Ignacio, rendido de fatiga, se frotaba los ojos y miraba con apagada mirada a su padre pensando en la masonería.
—¡Ay, ay, Iniciochu! —le decía su madre—, ya no puedes contigo..., esos ojitos piden cama..., vamos, hijo, vete a dormir, que tienes sueño...
—¡Si no tengo sueño, madre! —exclamaba queriendo abrir los ojos que se le querían cerrar.
—Vete —añadía Pedro Antonio—, otro día contaré más.
Después de besar la mano a sus padres, íbase a la cama llevando en la cabeza mil cosas confusas, y no pocas veces despertaba en sus sueños, vestido de masonería, el Coco infantil que dormía en el fondo de su alma.
A la evocación de los relatos de su padre dibujábanse en el alma de Ignacio extractos de hombres y de cosas, figuras buriladas, y se alzaba en su pecho clamoreo de viejas luchas, brotando en su interior el mundo, su mundo, el mundo de la verdad, muy distinto del que se le filtraba por los sentidos, del de la mentira.
Los años precedentes a la Revolución setembrina dieron abundante materia a la tertulia con los sucesos europeos, los de España y los locales. El fracaso de la compañía constructora de la línea férrea de Tudela a Bilbao había llegado a casi todos los rincones de la villa, el pánico fue grande, y lloraron muchos la pérdida de ahorros hechos vendiendo dos cuartos de perejil o cosa que lo valiera. Las acciones de cien duros habían bajado hasta cinco, y pronto, se decía, no servirían sino para envolver confitura. Los que más alto se quejaban eran los que habían perdido poco, o los que no habían tenido que ganar por sí, los vagos a quienes llevó una partícula de su capital heredado, mientras que los privados de fruto de su actividad seguían trabajando y lloraban en silencio. Y entre los más quejosos hallábase don José María que, sobreexcitado, veía todo en negro, parecíanle nubarrones cargados de pedrisco el despojo del Papa y la entrada de Garibaldi en Roma. Hablaba del corso, como llamaba a Napoleón III, del austriaco, del ruso y del inglés, y daba mil vueltas a Magenta y Solferino, y a la Saboya y al Lombardo Veneto. Obstinábase en ser oscuro, envolviéndose en el misterio de tales alturas de política internacional, excitando así el desprecio de don Eustaquio y el buen humor de Gambelu, quien no se cansaba de repetir que a Narváez le habían recortado las uñas y el pico. Esperaba con ansia infantil la llegada de la tan cacareada Gorda.
Ibase el 66 dejándoles no poco argumento, por haber sido año de pronunciamientos y de sangre, de fusilamientos y de terror.
Al tío Pascual le sacó de quicio el reconocimiento del reino de Italia, suceso que puso en conmoción a la España carlista, y que empezó a alarmar a don Eustaquio que creyendo ver en él la ruptura de lo pactado tácitamente en el abrazo de Vergara, dio en compadecer a la pobre reina.
El cura desahogaba cierto fondo de rencor vago, una irritación honda que le producían las cosas, y creyendo al hombre naturalmente malo, pedía palo, palo de firme, sin calmarse hasta que se sumergía en las nieblas de Aparisi para ir a bañar sus abortos y gérmenes de ideas en aquello de que el carlismo es «la afirmación».
Pedro Antonio oía con deleite leer los relatos de la campaña de Italia, entusiasmado con los zuavos, con el guerrero-cristiano, cuya dignidad decía el tío Pascual ser la más alta después de la del sacerdocio.
Al renunciar don Juan de Borbón sus pretensiones a la corona, en favor de su hijo Carlos, mientras el cura llamaba a aquél liberal y hereje, y don Eustaquio sostenía la irrenunciabilidad de aquellos derechos, exclamaba Gambelu:
—Vale más que haya renunciado, porque, vamos a ver, ¿íbamos a llamarnos juanistas? Carlos era el nuestro, Peru Antón, carlistas es nuestro nombre..., ¿juanistas?, ¡uf!
¿Iban a perder aquel nombre que llevaba sobre sí todas las esperanzas y recuerdos de los unos, y los rencores de los otros? ¡Carlos!, nombre lleno de historia, ¡evocador de años de verdura!, ¡Juan!, Juan Vulgar... Juan Lanas... Juan Soldado... un pobre Juan...! El nombre sonoro les despertaba, aunque no vieran debajo de él a su portador, a cuyo respecto eran recibidas fríamente en la tertulia las frecuentes correspondencias desde Trieste que publicaba «La Esperanza», como recibieron fríamente una carta mugrienta y desgastada de tanto rodar de mano en mano, que sacó una noche don José María de su cartera, carta en que se decía que el joven Carlos era uno de los mejores jinetes de Europa, se ponderaba su acendrado amor a España, y se narraba su boda.
Entre tanto, al son del himno de Riego, la Revolución se avecinaba sola, como un ciclón que lleva su trayectoria, mientras soplaba ya el ventarrón europeo sobre España. Menudeaban las conspiraciones; progresistas, demócratas, republicanos y carlistas trabajaban en la sombra, contándose abominaciones de Palacio, dominado por una monja llagada.
—Perico —decía el cura a su primo—, ¡temblad los que tenéis hijos!
Al separarse pensaban vagamente en el porvenir, en la lucha que iba a entablarse entre la voluntad nacional, aferrada a las entrañas del pueblo y amasada con la tradición, y la razón revolucionaria, aguijoneada por nuevos y desasosegadores pruritos.
Pedro Antonio iba no pocas veces después de la tertulia a despertar a su hijo, que dormía con algún pliego de cordel ante la vista, y a hacerle que se acostara.
Hacía una temporada que le había dado a Ignacio con ardor por comprar en la plaza del mercado al ciego que los vendía, aquellos pliegos de lectura, que sujetos con cañitas a unas cuerdas, se ofrecían al curioso; pliegos sueltos de cordel. Era la afición de moda entre los chicos, que los compraban y se los trocaban.
Aquellos pliegos encerraban la flor de la fantasía popular y de la historia; los había de historia sagrada, de cuentos orientales, de epopeyas medievales del ciclo carolingio, de libros de caballerías, de las más celebradas ficciones de la literatura europea, de la crema de la leyenda patria, de hazañas de bandidos, y de la guerra civil de los siete años. Eran el sedimento poético de los siglos, que después de haber nutrido los cantos y relatos que han consolado de la vida a tantas generaciones, rodando de boca en oído y de oído en boca, contados al amor de la lumbre, viven, por ministerio de los ciegos callejeros, en la fantasía, siempre verde, del pueblo.
Ignacio los leía soñoliento y sin entenderlos apenas. Los de verso cansábanle pronto y todos tenían muchas palabras para él inentendibles. Sus ojos, para dormirse, reposaban a las veces en alguno de los toscos grabados. Pocas de aquellas legendarias figuras se le pintaban con líneas fijas: a lo más la de Judit levantando por el cabello la cabeza de Holofernes; Sansón atado a los pies de Dalila; Simbad en la cueva del gigante, y Aladino explorando la caverna con su lámpara maravillosa; Carlomagno y sus doce pares «acuchillando turbantes, cotas y mallas de acero» en el campo en que corría la sangre como cuando está lloviendo; el gigantazo Fierabrás de Alejandría «que era una torre de huesos», y que a nadie tuvo miedo, inclinando su cabezota en la pila bautismal; Oliveros de Castilla, vestido ya de negro, ya de blanco o rojo, con el brazo ensangrentado hasta el codo y mirando desde la plaza del torneo a la hija del rey de Inglaterra; Artús de Algarbe peleando con el monstruo de brazos de lagarto, alas de murciélago y lengua de carbón; Pierres de Provenza huyendo con la hermosa Magalona a las grupas del caballo; Flores el moro llevando de la mano a la playa y mirando a Blanca-Flor la cristiana, que mira al suelo; Genoveva de Brabante semidesnuda y acurrucada en la cueva con su hijito, junto a la cierva; el cadáver del Cid Ruy Díaz de Vivar el Castellano acuchillando al judío que osó tocarle la barba; José María deteniendo una diligencia en las fragosidades de Sierra Morena; las grullas llevando a Bertoldo por el aire; y sobre todo esto Cabrera, Cabrera a caballo, con su flotante capa blanca.
Estas visiones vivas, fragmentos de lo que leía en los pliegos y veía en sus grabados, se dibujaban en su mente con indecisos contornos, y junto a ellos resonábanle nombres extraños, como Valdovinos, Roldán, Floripes, Ogier, Brutamonte, Ferragús. Aquel mundo de violento claroscuro, lleno de sombras que no paran un momento, más vivo cuanto más vago, descendía silencioso y confuso, como una niebla, a reposar en el lecho de su espíritu para tomar en éste carne de sueños, e iba enterrándose en su alma sin él darse de ello cuenta. Y desde el fondo del olvido le resurgía en sueños un mundo, mientras solo, sentado allí, acurrucado y caliente en la tranquila confitería de su padre, dormitaba al runrún de la tertulia. Era un mundo rudo y tierno a la vez, de caballeros que lloran y matan, con corazones de cera para el amor y de hierro para la pelea, que corren aventuras entre oraciones y estocadas; mundo de hermosas princesas que sacan de la prisión a aventureros, apenas entrevistos, amados; de gigantes que se bautizan; de bandidos generosos, que encomendándose a la Virgen, roban a los ricos la limosna de los pobres; mundo en que se codeaban Sansón, Simbad, Roldán, el Cid y José María; y como último eslabón de aquella cadena de héroes, sellando la realidad de aquella vida, Cabrera, Cabrera exclamando al salir de su juventud turbulenta, que habría de hacer ruido en el mundo, revolviéndose como una hiena, rugiendo como un león, arrancándose los pelos, y jurando sangre mientras llamaba a voces a duelo singular al general Nogueras, por haber fusilado a su pobre madre, ¡de sesenta años!, Cabrera corriendo de victoria en victoria hasta caer extenuado. Y este hombre vivía, le habían visto Gambelu y Pedro Antonio con sus ojos, y era a la vez un hombre de carne y hueso, un héroe de otro mundo, un Cid vivo que había de volver el mejor día con su caballo, para resucitar el mundo encantado del heroísmo, en que la ficción se baña en realidad y en que las sombras viven.
Ibase Ignacio a dormir, y se dormía con él su mundo, y a la mañana siguiente, al salir a la frescura de la calle y a la luz del día, todas aquellas ficciones, aunque apagadas, teñían su alma, cantándole en silencio en ella.
Una noche vio los pliegos el tío Pascual al salir de la tertulia, y volviéndose a Pedro Antonio le dijo: ¡Quítale esos papeluchos, porque tienen de todo!
Una mañana, el año 66, después de haber oído misa llamó Josefa Ignacia a su hijo para llevarle a la sacristía, donde un papel lleno de firmas protestaba del reconocimiento del reino de Italia.
—Firma, Ignacio, para que devuelvan al Papa lo que le han robado —le dijo su madre.
Ignacio firmó diciéndose: «¡Cuánta firma! Sólo para leerlas tendrán buen trabajo!». Y se avergonzó de que le hubiera llevado su madre, a él, un chicarrón, en vez de dejarle ir solo.
En la sacristía hablaban los curas del tal reconocimiento, que provocó un clamoreo atroz, comentaban las funciones de desagravios, las protestas que por todas partes llovían firmadas por miles de personas, chicos y grandes, hombres y mujeres, ancianos y niños de pecho.
—¡Esto echa por tierra el trono de doña Isabel! —exclamó uno yéndose a decir misa.
Hacía tiempo que preocupaba a Pedro Antonio y su mujer lo que habían de hacer con su hijo, talludito ya. Eran interminables los cuchicheos que acerca de esto armaban, sobre la almohada, porque antes de dedicarle a la tienda, como tenían pensado, deseaban meterle en un escritorio, para que hecho en él su aprendizaje mercantil, pudiese luego, dueño del negocio de la casa, extender el campo de ésta, mientras descansaban sus padres a su sombra.
Al concluir las mil veces repetidas meditaciones soñaba Pedro Antonio en años de ventura, en una vejez de descanso. Todos los días de sol iría a tomarlo con su mujer a Begoña, recrearíase en los nietos, despacharía en la tienda por gusto, e iría viento en popa el negocio a favor de la tradición de su crédito, alma del comercio. Nadie mejor que Arana, que era vecino, y cuyo hijo hacía migas con Ignacio, para que admitiera a éste en su escritorio, pero no quería decidirlo sin previa consulta con el tío Pascual.
Llamáronle un día aparte, y le expusieron el asunto. El cura, tomado un sorbito de rapé, les dijo:
—Bien, muy bien me parece que penséis en hacerle hombre; cosa es en que vengo pensando hace tiempo. Está bien que le pongáis en un escritorio, y el de Arana es bueno, pero preferiría otro. No es que Arana sea malo, ¡no!, es buena persona en cuanto cabe, comerciante serio, pero... ya sabéis que es un liberalote de los mayores, y su hijo, ese mocoso, algo más que liberal, de malas ideas, según tengo entendido. ¡Figuraos que no oye misa los domingos...!
—¡Jesús María! —exclamó Josefa Ignacia—, eso no puede ser, serán habladurías..., si le conocemos todos, a él y a su familia, si le hemos visto nacer, como quien dice...
—Pues así es —prosiguió el tío Pascual tomando otro polvito de rapé; y añadió en ligero tonillo de homilía—: Hay que preservar a Ignacio..., hay que evitarle malas compañías..., cuidadito con estas ideas que ahora corren. Está en la edad crítica y hace falta mucho tiento. Todo lo que le vigiléis será poco, y gracias a Dios que tiene buen fondo, noblote. Esas ideas, esas ideas que van a volver loco al mocosuelo de Arana, si su padre no le ata corto..., pero su padre...
Calló pensando en Ignacio, en la edad en que con la sangre la razón se emberrenchina, en el genio de su sobrino. Y mientras su primo le hacía algunas observaciones, pensaba él en la concupiscencia de la carne, que se apaga con el fuego de la sangre, y en la soberbia del espíritu, que nos sigue hasta la tumba. Estaba preparando un sermón aquellos días.
—Mucho ojo —continuó—, ojo con la soberbia racionalista..., es preferible otro mal...
Siguió disertando sobre casos abstractos, sin ocuparse ya en Ignacio, ni en la casa Arana, y al levantarse para salir dijo:
—Conque ya lo sabéis, me habéis pedido un consejo, y os lo he dado..., haced lo que queráis, pero opino que Arana no dirá nada aunque no penséis en él para educar al chico en el comercio, y otro escritorio..., el de Aguirre por ejemplo...
Esperó un rato, sus primos callaban, y se salió. Decidieron poner al chico en el escritorio de Aguirre.
—Pues a mí Arana me parece bueno —dijo la madre.
—Bueno, sí, bueno..., como bueno, es bueno; pero ya sabes lo que ha dicho Pascual.
Metieron a Ignacio en el escritorio. Al principio iba bien con la novedad, pero muy pronto empezó a odiar aquel potro en que le tenían sujeto a la banqueta, haciendo números del numerario ajeno. El odio al escritorio fuésele convirtiendo en odio a Bilbao, a todo poblado. Querría ser de la última anteiglesia, del rincón más escondido, no pisado jamás por pozano alguno. En Bilbao se burlaban del aldeano los nietos de aldeanos; molestábale ver cómo trataban a los batos, y empezó a ocultar que era bilbaíno, y a falta de saber vascuence, a estropear adrede y por gala el castellano, que aprendiera desde la cuna, de padres que en la suya balbucearon vascuence.
Tanto como odiaba a la calle, amaba al monte. Esperaba con ansia los domingos para escapar a él con Juan José. Las calles de la villa le ahogaban, los paseos dábanle grima. ¡Cosa hermosa el monte, donde sin lechuguinos ni señoritas, en la corriente de aire sano, gritaban si querían, y si querían se desabrochaban el pecho de la camisa!
Salían los domingos, después de comer, a las veces con un calor insoportable, en las horas de calma ardiente, cuando, dormido el viento, los árboles silenciosos no dan fresco. Trepaban las montañas apartándose de los senderos, agarrándose a las yerbas, entre árgoma, aspirando su tibio olor, y el del brezo y el helecho. Entercábanse en trepar, sin apenas tomar aliento; llegaban a la cima, pesarosos de que no hubiese otra más alta allí cerca, y se espatarraban en el suelo, boca arriba, sobre la yerba, mirando al cielo, y dejando correr el sudor al aire libre, aire del monte, aire del cielo, envuelto alguna vez en jirones de niebla. Sentían el placer de sudar, y como si con ello se les fueran los malos humores de la calle y se renovaran por dentro. En inmenso panorama desplegábanse a sus ojos en vasta congregación los gigantes de Vizcaya, y alguna vez asentándose a sus pies la niebla, cubría el valle como mar fantástico de indefinida superficie vaga, de que sobresalían cual islotes las cimas de los montes, y en cuyo fondo de mar etéreo y vaporoso, se vislumbraba a Bilbao cual ciudad sumergida.
Bajaban orgullosos de haber vencido al monte, entrando a tomar un cuenco de leche o un vaso de chacolí en cualquiera de aquellas caserías en que se veía, pegada con engrudo en el portalón, una estampa piadosa, ahumada y mugrienta. Tramaban allí conversación con el casero, a quien dirigía Juan José un sinfín de preguntas, empeñado en demostrarle interés.
Por este tiempo molestábanle a Ignacio las visitas, evitaba encontrarse en la calle señoritas conocidas, poníase rojo para saludar a Rafaela, ya pollita, y con la que tantas veces había jugado de niño. Rehusaba ir de paseo por el Campo del Volantín, como los lechuguinos, decía. Aficionóse a la pelota, a la que jugaba mucho y bien, haciéndolo por las tardes, antes de entrar al escritorio, y poniendo en ello toda su alma. Desafiaba a todos, echaba roncas ostentando los clavos de la mano, y haciendo que le tentaran los callos.
Mas no todos los días podía jugar ni trepar montes, pues había que esperar para esto a los domingos, que se mojaban a menudo. Y en estas tardes de lluvia, bajo el ciclo plomizo por el que corrían nubarrones negros, no les quedaba otro remedio que meterse a un chacolí; a jugar al mus, a merendar y a alborotar.
A las meriendas iban él y Juan José con Juanito Arana y otros, entre ellos un tal Rafael, a quien Ignacio no podía aguantar, porque después de haber bebido, les enjaretaba versos y más versos, hiciéranle o no caso. Eran recitados de Espronceda, de Zorrilla, del duque de Rivas, de Nicomedes Pastor Díaz, versos de cadencias tamborilescas, que recitaba Rafael con machacante hinchazón, ecos tardíos de aquella revolución literaria que estallara en Madrid, y que mientras en el Norte se batían cristinos y carlistas, hacía se batieran en los teatros de la corte románticos y clásicos.
Allí, en el chacolí, charlaban de todo. Rafael llenaba hasta la mitad el vaso acampanado, miraba a su través el sol para juzgar del color y claridad del líquido, y lo apuraba luego de un trago quedándose cabizbajo y como quien medita. Al final de la merienda Juan José se ponía a fumar pidiendo la baraja, Ignacio bromeaba con la criada, a la que manoseaba Juanito, y Rafael declamaba:
—¡Así dieren fuego al escritorio! —exclamaba Ignacio, como moraleja de la tarde de expansión.
Era un domingo de primavera. Una violenta nortada manchaba el cielo de la villa con nubarrones negros, que corrían como desesperados; a ratos diluviaba chaparrón, y a ratos llovía gota a gota.
Ignacio y sus compañeros fuéronse a un chacolí donde merendaron fuerte, gritaron, disputaron y cantaron hasta enronquecerse. Ignacio no quitaba ojo de la moza que les servía sintiéndose desasosegado, irritado contra sí mismo. Riñó con Juanito acerca de política, y como al salir del chacolí aún sobrase tarde, decidieron a dónde habían de ir, mientras Ignacio callaba, presa de palpitaciones, y Rafael, disintiendo del acuerdo, se fue recitando:
Ignacio había oído aquella tarde, con una complacencia desusada en él, los versos del romántico, habíale halagado su sonsonete, mientras se comía con los ojos a la moza de servicio. Veía todo confuso, parecíale que circulaba el vino por su cabeza, sintiendo ganas de vomitarlo, y con él la sangre. Y así rodó con sus compañeros al cuchitril sofocante, donde por primera vez conoció el pecado de la carne. Al salir y sentir el fresco de la calle, y ver las gentes que paseaban, sintió vergüenza, miró a Juanito, se acordó de pronto de Rafaela, y todo rojo se dijo: «¿Qué he hecho?».
Roto de una vez el dique, su sangre se despeñó sin que olvidara ya el camino, empezando para él un período de desahogos carnales. Las comilonas fueron desde entonces regulares, y a las veces tras las comilonas el vomitarlas en sucios retiros. Pero no siempre, porque muchas veces se retiraba a casa, cenaba muy poco y daba mil vueltas en la cama, inquieto, pesaroso de no haber concluido la tarde en el burdel, con ansia de correr a él, y consciente a la vez de la irritación que contra sí mismo sentía al volver de tales lugares.
Cuando, después de haber entrado en esta vida, le llegó la confesión de turno, verdaderamente contrito y avergonzado, confuso y balbuciente, confesó su pecado, sorprendiéndose luego de la naturalidad con que el confesor le oyó, y de la poca importancia que le concediera. Esto le aquietó, la sangre volvió a empujarle, cedió tras brevísima lucha de puro aparato escénico interior, y acostumbróse a confesarse y a arrepentirse siempre del pecado viejo.
Así como, sano de cuerpo, no había sentido hasta entonces los latidos del corazón, tampoco, sano de espíritu, había sentido jamás las palpitaciones de la conciencia; mas ahora despertábanle dolorosamente unos y otras. Había vivido sin sentir la vida, con el corazón abierto al aire y a la luz del cielo, pero ahora no se dormía en cuanto se acostaba; quemábanle las sábanas a las veces.
Irritábale el modo cómo Juanito y sus demás compañeros trataban a las mujerzuelas; a él le había ablandado la primera con que pecó, la creía una víctima, y oía con deleite ya los recitados lacrimosos de Rafael, llenos no pocos de condescendencia para con las mujeres caídas.
Una noche llamó Pedro Antonio a su hijo, le interrogó obligándole a que le confesara todo de plano, y el padre, avergonzado, no tuvo fuerzas para reprender al hijo.
Pedro Antonio murmuraba: ¡Cosas de la edad! ¡Dios mío!, cómo están los tiempos..., vigilaré... Pero en su temperamento no me extraña, hasta que se case..., ¡con tal que no pierda el alma!
Cuando la pobre madre supo algo de lo que pasaba, lloró en silencio, y al verle los ojos enrojecidos, encerróse Ignacio en su cuarto para llorar también. Josefa Ignacia no hacía sino dar vueltas en su cabeza al demonio de colorete y zapatos bajos, que muestran medias rojas, tal como le había visto de pie, a la puerta de una de aquellas casas, un día en que fue a visitar a una amiga que vivía hacia aquellos barrios. Llevaba clavada en la memoria la mirada vidriosa y de un brillo lúgubre.
Una de estas noches, estando con el tío Pascual el matrimonio, le enteraron de los últimos pasos del muchacho. El cura se calló al pronto, y al poco rato les enjaretó una homilía casera, repitiéndoles que calafatearan y embrearan la cabeza del chico para evitarle mortales corrientes de impiedad, que le apartaran de Juanito Arana, que aquello otro pasaría, porque era sólo un ardor de la sangre, y que lo temible era la soberbia del espíritu. Se encargó, por fin, de tomar al sobrino por su cuenta, de dirigirlo y amonestarlo.
Pedro Antonio se acostó más tranquilo, algo repuesto de su estupor y murmurando: ¡vaya todo por Dios! Su mujer quedó más a oscuras que nunca de aquello de la soberbia del espíritu, entreviendo, por el contrario, en la concupiscencia de la carne el misterio de iniquidad, y temblando azogada ante la imagen de extrañas dolencias que vienen sin aviso y matan con vergüenza, convirtiendo al cuerpo en asqueroso cadáver viviente. Como la infeliz tenía don de lágrimas, lloraba a cada paso, pidiendo a Dios que librara a su hijo de la carne y del espíritu, de la soberbia y de la concupiscencia, y sobre todo de aquella mirada vidriosa y de brillo lúgubre. Redobló los cuidados a su hijo; iba a ver, cuando éste dormía, si se había destapado, repetíale: «Cuídate, abrígate bien; no te levantes todavía si no te sientes bien, y mandaré recado a Aguirre». En la mesa le instaba a repetir los platos. Rebrotábale la ternura de los primeros años de madre. Tales mimos y cuidados eran la vergüenza de Ignacio; su torcedor.
Entonces tomo el tío Pascual a su sobrino de su cuenta, llevóle consigo de paseo alguna que otra vez para mejor aleccionarle. Queríale cuanto él podía querer según la carne, pero sobre todo se empeñaba en formar sus ideas, considerándole como a materia de educación. Las ideas, lazo social, eran a sus ojos todo; jamás le ocurrió mirar a un hombre por más adentro ni ver en él otra cosa que un miembro de la Iglesia o un extraño a ella. Reprendía a su sobrino los pecados carnales con razones de prudencia humana, a la vez que se esforzaba por confirmarle en la fe de sus padres. Todo lo que leía en Aparisi Guijarro, que por cierto énfasis nebuloso gustaba a aquel hombre de ideas fijas, todo ello se lo repetía a Ignacio, que lo oía embebecido, pensando en Cabrera mientras el tío le decía que el carlismo es la afirmación, y que como la serpiente infernal prometió a nuestros primeros padres habrían de ser como dioses, así el liberalismo nos promete hacernos reyes, para que luego Dios, como a Nabucodonosor, nos convierta en bestias. Lo que sobre todo inspiraba el tío Pascual a su sobrino era desprecio a los liberales, por testarudos, por ignorantes, por cobardes. De tal modo le removió el espíritu, y predicóle tanto contra los respetos humanos, que empezó en Ignacio un período de intensa ostentación religiosa.
Iba con hacha en casi todas las procesiones; gozábase en desafiar los respetos humanos, dispuesto a darse de mojicones con quien de ello se le burlara; saludaba a los sacerdotes todos, besando la mano a los conocidos; descubríase al pasar frente a los templos, y ante el viático hincaba en tierra las dos rodillas, con más ahínco cuanta más gente se lo viera. Repetía en ocasión y fuera de ella que era católico, apostólico, romano y carlista a macho y martillo, y a mucha honra.
Pero su sangre no había olvidado el camino del pecado; y alguna vez, después de haber recorrido las calles por la mañana, hacha en mano, desafiando los respetos de esta sociedad cobarde, excitado por tanto, íbase al anochecer a hartar la carne. Y al ver una vez que la mujerzuela se santiguaba por un trueno, anudósele la garganta, y cuando le vio el escapulario, acordándose de paso de las melopeas de Rafael, sintió un santo orgullo por la tierra bendita, donde circula, como en la encina, una savia sana bajo el muérdago. ¡Pobre mujer!, ¡era vizcaína!, víctima de algún negro sin duda.
Cuando Juanito Arana le echaba en cara su flaqueza respondía:
—Puedo ser un calavera, hasta un perdido si quieres, sin dejar de ser católico..., soy de carne y hueso, pero la fe...
Quedábale aún tiempo para arrepentirse de veras, porque Dios sólo abandona a los soberbios que no le creen. Esto pensaba recordando aquellos ejemplos de empedernidos pecadores que conservaron siempre la costumbre, adquirida en la niñez, de rezar una jaculatoria a María Santísima al acostarse, aunque lo hicieran maquinalmente y soñolientos, y a los cuales asistió y salvó en sus últimos momentos la Virgen. «Si yo no creyera en el infierno, ¿qué sería de mí?», pensaba, enorgulleciéndose, porque a sus ojos el calavera creyente era un ser caballeresco, un pródigo del tesoro espiritual, a quien no sabe apreciar nuestra sociedad avara, ligera y cobarde. De tal manera traducía libremente las homilías de su tío.
La carne de Ignacio, amodorrada en el pecado, no hostigaba al espíritu, dejándole dormir virgen en su fe. A raíz de una confesión, se prometía no ceder; poco después hacerlo tan sólo por higiene, por evitar mayores males y vicios más feos; y una vez caído, se consolaba con su fe.
Cuando sus padres sospecharon que no se había curado, acudieron alarmados al tío Pascual. La madre lloraba y el padre meditaba, sin saber en qué. El cura les dijo:
—Veré de poner remedio, y algo creo se ha conseguido ya... Cuando se case sentará cabeza, y desengañado, se acogerá a puerto seguro, a trabajar por la fe, que es lo que ahora hace falta. No todos pueden ser unos Gonzagas... Malo es esto, procuraremos el remedio, pero sería peor que le diera por otra cosa, como al mocoso de Arana... Hay que distinguir de tiempos, Perico... Mucho cuidado, sí, pero no puedes obligarle a que se retire a la oración a casa; hay males casi inevitables... Cuestión de paciencia y tino el curarlos... Cuidado, que no por esto voy a hacer la apoteosis del vicio, como esos escritores franceses sin pudor ni fe..., franceses al cabo...
Después cogió por su cuenta a su sobrino, y al verle bajar la cabeza avergonzado, le dijo:
—¡Pide fuerzas a Dios...., que aún tienes buen fondo!
Le echó un sermoncito, instóle a perseverar en la fe, y para distraerle le hizo entrar en el casino carlista.
La fe de Ignacio se confirmaba. No entendía de filosofías ni enredos, ni se metía en honduras jamás; habíanle presentado cerrado el libro de los sietes sellos, y sin abrirlo, creyó en él. Decía discutiendo con Juanito y Rafael que a él le dieran ateos rabiosos, librepensadores desenfrenados, demagogos fanáticos, que de no ser católico y carlista, sería ateo y petrolero, porque los peores eran los mansos, los moderados..., ¡tísicos! No creía en la virtud del incrédulo, cuando más hipocresía pura o soberbia satánica, ni creía que haya ateos ni muchachos que a los diecisiete años no hayan hecho cosas feas.
—Ahí le tienes a Pachico, que es incrédulo, y se pasa de formal...
—Ese es un chiflado a quien los masones le han vuelto el juicio..., Ese, aunque diga otra cosa, cree... Ya le verás ir todos los días a misa...
—Si él te oyera ya sé lo que te respondería; que con los años se enfría la sangre, pero se endurece la cabeza...
Nunca la cortedad de Ignacio ante los extraños fue mayor que en esta época, ni nunca le había dado tanta vergüenza de encontrarse en la calle a Rafaela, y tener que saludarla.
Coincidió el que la mujerzuela que fascinara a Ignacio se ausentase de la villa, con que el cansancio y el tío Pascual hubiesen obrado sobre él, y entonces volvió, con el buen tiempo, a sus antiguas correrías por los montes, que le daban paz. Envolvíale en ellos la calina del campo, mientras de la tierra tibia y verde parecía subir un bálsamo que le curaba del vaho de la calle, vaho de alientos humanos cargados de sucios deseos y de indecentes suspiros.
Reuníanse los compañeros de siempre y buscaban chacolíes lejanos y romerías remotas. Algunos domingos iban a comer a la aldea, cosa que no desagradaba a Pedro Antonio y su mujer, que creían distraería eso a Ignacio. Después de comer copiosamente echábanse en el suelo, sobre la yerba, y contemplaban el campo charlando. Al caer de la tarde tomaban camino de vuelta.
Puesto el sol, se diluía la luz en la sombra, y las montañas del fondo se recortaban azuladas en el cielo blanco. Era a la hora de la oración, en que descansa la vista en el dulce derretimiento de los colores, y se avivan el oído y el olfato, para recoger éste los aromas que suben envueltos en el frescor que precede a la noche, y aquél, algún que otro ladrido, o el chillido de algún chiquillo, que como voces del mismo valle llegan cubiertos por el chirriar de las chicharras. Solían volver por caminos de la montaña. Poco a poco iba todo oscureciéndose. Ignacio, sin conciencia de sí mismo, dejábase penetrar por las voces del valle. Enajenado en lo que le rodeaba, con el alma fuera y abierta al fluir de las impresiones fugitivas, asistía al desfile por ella de pilas de trigo, de gritos infantiles que salían recortados del valle, sin las resonancias que los empañan en un recinto, de los inmóviles árboles. Ya era un aldeano que apoyado en su laya les miraba desde la orilla del camino, ya otro que al cruzar les saludaba lentamente, ya veían a lo lejos el humo azul de una casería, vacas que pastaban mansamente sin levantar cabeza, lo último, en fin, que se les ponía delante sobre el fondo calinoso del anochecer. Todos los expedicionarios iban callando, absortos en la caminata, cuando al oír unas lejanas campanadas y descubrirse un aldeano a rezar, exclamaba Rafael:
Y entonces se alzaba vibrante la voz de Juan José cantando:
Y al oírlo rompían todos a cantar siguiéndole:
Y Rafael sostenía la nota en plañidero trémolo, mirando a lo alto y puesta la mano sobre el corazón.
Al divisar desde lo alto el estrellado de los farolillos sobre el fondo negro de Bilbao, uno de ellos, sin dejar de cantar, lo señalaba con el dedo a los demás. Las cadencias del zortzico, sus notas que parecían danzar una danza solemne, cubrían las voces del campo. Dentro de las calles de la villa bajaban el tono, mientras junto a ellos los verdaderos hijos del pueblo se desgañitaban canturreando por medio de ellas, para atraer la atención de los transeúntes y ser objeto de la curiosidad pública. Llegaba Ignacio a casa, y se acostaba diciéndose: mañana escritorio, ¡maldito escritorio!
Estas expediciones daban paz a su espíritu turbulento y le aquietaban para toda la semana, desahogando su alma en aquellos cantos. Amaba el canto más bien que la música, gozaba en dar su voz al viento, era un chorro de energía que le aliviaba el alma.
Las audacias de pensamiento y expresión de Juanito eran tales que llegó a saberlas su padre y para calmar las inquietudes de doña Micaela sobre todo, viose precisado a llamarle aparte para reprenderle por ello. Tenía a la religión, por su parte, aun sin darse de ello clara cuenta, cual una economía a lo divino, en que se trataba de resolver el gran negocio de nuestra salvación económicamente, obteniendo la mayor felicidad eterna posible a costa de la menor mortificación temporal que se pudiera; cumplir y bastaba, la puntualidad era la garantía del crédito.
Una vez frente a su hijo díjole que sabía sus tonterías pero que había callado por prudencia, mas como la cosa iba a mayores ya, veíase obligado a llamarle al orden; que no pocos le vituperaban el cómo educaba a su hijo, sin faltar quien le culpara a él de tales doctrinas.
—Tú eres joven aún y no conoces el pueblo en que vives. Cuando tengas mis años, pensarás de otra manera. Hay que saber vivir, y aquí el manifestar esas ideas no hará más que perjudicarte..., y además, ¿qué entiendes tú de eso? No digo que te hagas un tragasantos, un beato o un fanático como el hijo del confitero, pero no estorba el tener religión. Y sobre todo nada de decir desatinos, y desatinos en que no crees, porque todo eso es de pico. En cosas como esas lo mejor es seguir lo que nos enseñaron nuestros padres, porque de otro modo perderás la cabeza sin sacar cosa de provecho. Mira a los ingleses, un pueblo práctico si los hay; allí cada cual practica su culto y tiene el buen gusto de no disputar por ello; y no como aquí, en esta pobre España. ¡Claro está!, un país como el nuestro, donde forman mayoría los que no saben leer... Demos a Dios gracias por habernos hecho nacer en la religión verdadera y dejemos a los curas el cuidado de estudiarla..., ¡ojalá se atuvieran a ello! Tú atiende a lo que debes atender, sin meterte en camisa de once varas. Quién más, quién menos, todos hemos pasado por tu edad... Con que no vuelvas a dar motivo de queja...
Dicho esto, fuese don Juan a velar por la fortuna de la casa, satisfecho de su sensatez, mientras el hijo quedó diciéndose: «¡Vaya unas teorías! Estos o son memos o...» Y muy bajito, muy bajito, para no avergonzarle del todo, le dijo una voz interior: ¡Bah!, si así no fuese, no habría hecho acaso la fortunita que has de heredar un día, cuando él muera.
Gambelu se recreaba con las proclamas revolucionarias que desde el verano del 67 habían empezado a lanzar Prim, Baldrich y Topete. Hablábase en ellas del despotismo oficinesco, se ofrecía abolición de consumos y de quintas, reducción de contribuciones, conservación de grados, ascenso a los jefes y oficiales que secundaran la causa, y licencia absoluta después del triunfo a los soldados. Concluían llamando ¡a las armas! Hacíale singular gracia todo aquello de que nada hay más perjudicial que los motines, ni nada más santo que las revoluciones, el lema de Baldrich, ¡abajo lo existente!, y sobre todo lo de que no tuviera más que un propósito, la luclla. «Así son los liberales —decía el cura—, destruir por destruir»
—Mira, Perico —decía Gambelu a Pedro Antonio—, esto de que «destruir en medio del estruendo es la misión de las revoluciones armadas» es divino, lo del estruendo sobre todo... A esto dice don José María con misterio que Prim no comprende las destrucciones silenciosas...
En la tertulia de fines del 67 se había comentado la noticia de que los revolucionarios hubieran ofrecido al joven Carlos la corona de España, para hacerle rey constitucional, con la sanción revolucionaria que aclamara su legitimidad mediante el sufragio universal, noticia que provocó agrias discusiones entre los contertulios, mientras Pedro Antonio escarbaba el brasero, pareciéndole indiferente en sí todo aquello, mero tema de disputas divertidas. A Gambelu le entusiasmaba que los progresistas desearan el concurso de Cabrera, y ni aún el cura lo veía con malos ojos, porque guardaba su odio para los moderados. Algunas noches acudía don José María, estábase un rato, enarcaba las cejas, movía la cabeza, se levantaba bruscamente, y diciendo: «¡vaya, tengo que hacer!», se salía para irse a dormir.
—¡Vaya con Dios! —le decía don Eustaquio; y así que había salido exclamaba: ¡majadero!
Entraron en el 68 impacientes, irritado el cura porque no acababa de llegar la tan cacareada Gorda. Oíase de vez en cuando que acá o allá había aparecido una partida; restringida la prensa, sucedió la clandestina a la legal. De la reina y su palacio contábanse atroces abominaciones, que hacían exclamar a don Eustaquio: ¡pobre señora!, sintiendo hacia ella una compasión protectora, al estimarse uno de aquellos a quienes debía el trono. Don Braulio, dueño de una pequeña finca en Castilla, se preocupaba de que era año sin cosecha, en que no habría de cogerse un grano de trigo, cosa que regocijaba al cura, aun sin él quererlo. Hablaban del déficit, y tomaron a mal agüero la muerte de Narváez. Cuando don José María anunció la magna reunión carlista, especie de Consejo del clero, la grandeza y el pueblo todo español, reunión que, presidida por don Carlos, iba a celebrarse en Londres, en obsequio a Cabrera, enfermo e imposibilitado de ir a Gratz, residencia del joven pretendiente, exclamó Pedro Antonio: ¡Vaya por Dios!, ¡si viviera don Tomás!... A lo que contestó Gambelu: ¡Aún tenemos a Cabrera!, y añadió don José María: ¡Se trata de salvar a la patria de un 93 español!
—¿Qué es eso? —preguntó Gambelu.
Y cuando se lo hubieron explicado quedóse deseando un 93, porque quería ver cómo habrían de cambiar las cosas, que eran ya muy viejas y muy conocidas. Recordaba los tiempos aquellos en que oía gritar por las calles ¡mueran los frailes!, tiempos de vigor.
Impacientábase el tío Pascual por el resultado de la reunión de Londres, y del deportamiento a Canarias de los generales, y repetía a Pedro Antonio que en Austria vejaban a la religión, que el Papa era víctima del furor revolucionario, y que Rusia perseguía a los católicos. Recreábase en su interior, olfateando vientos de tempestad, tiempos de lucha y de deslinde de campos. Súpose por fin haber tenido lugar el Consejo, que Cabrera no asistió a él por habérsele abierto las heridas del 48, y que fue recibido don Carlos al grito de ¡viva el rey! Decíase que el viejo caudillo iba a ponerse al frente del partido, y que iban a expiar sus pecados el trono, la aristocracia, la industria y el comercio.
—Todos, todos ellos han contribuido al desquiciamiento —aseguraba el cura.
—Iremos a las urnas —añadía don José María—, nos mezclaremos en estas revueltas de la política bullanguera y parlamentaria, y luego...
Ignacio estaba inquieto porque no oía hablar más que de la revolución próxima. Imaginábase tiroteos en las calles, barricadas y desencachamientos. Reducíase todo hasta entonces a proclamas; el 17 de septiembre la de Topete, el 18 la que este mismo y Prim, que acababa de unírsele, dieron llamando a las armas.
Gambelu, huyendo de los viejos, se acercaba a los jóvenes, movido por los anuncios de próxima revolución, esperaba por él como por los muchachos. Decía a Ignacio:
—Este es mi hombre, Ignacio, este Prim. Otra vez repite lo de «destruir en medio del estruendo los obstáculos», ¡cómo le gusta la bulla!
Al siguiente día, el 19, se supo que había sido cortada la línea férrea de Sevilla, para evitar la llegada del regimiento de Bailén. Los periódicos eran arrebatados. El 20, unidos a los revoltosos Serrano y otros deportados de Canarias, dieron un manifiesto colectivo, pintando la inmoralidad pública oficial. Repercutió el alzamiento de San Fernando, gritábase ¡viva España con honra! y decían pelear por la existencia.
—Por el presupuesto —añadía el cura regocijado.
—Y esa pobre señora en Lequeitio... —exclamaba don Eustaquio.
Ofrecían sufragio universal, libertad de imprenta, de enseñanza y de cultos, abolición de la pena de muerte, y de las quintas. Sublevóse la marina, la ciudad de Sevilla, y tras de ella Córdoba, Granada, Málaga, Andalucía toda, exclamando al saberlo Gambelu: ¡viva el estruendo y la sal de la tierra de María Santísima!, ¡venga jaleo! Los días venían preñados de sucesos, y como Gambelu e Ignacio, esperaban muchos con ansia la noche para ganar al tiempo de expectación las horas de sueño. A las ciudades andaluzas acompañaron El Ferrol, La Coruña, Santander, Alicante y Alcoy.
—¡La cosa está que arde, don Pascual! El yugo de la inmoralidad, la aurora del triunfo, la santa revolución, el alcázar de la tiranía, de la prostitución y del escándalo... ¡Menudo estruendo se prepara!
La pobre reina, acogida entre aquellos que combatiéndola la elevaron al trono, temblaba de los que la habían cortejado.
Túvose por fin noticia de la batalla de Alcolea, a dos leguas de Córdoba, orillas del Guadalquivir. Novaliches fue vencido por los insurrectos y al saberlo se levantó Madrid, dimitió el ministerio, le sustituyó la Junta revolucionaria y al grito de ¡abajo los Borbones! se derribaron los escudos de la dinastía, se asaltó el ministerio de la Gobernación, y en medio del estruendo quedó en pie lo existente.
Al saber el 29 Pedro Antonio que la reina había huido de San Sebastián a Francia, recordó los sangrientos siete años, cuando doña Isabel era una niña adorada y exclamando: ¡pobre señora!, sintió que se había roto el pacto de Vergara.
Ignacio se echó a la calle a ver lo que pasaba. Un teniente de carabineros y un par de militares gritaban en la segunda fila de los bancos del Arenal ¡viva la libertad!, ¡abajo los Borbones! En el Suizo entraba y salía gente, discutiéndose mucho en corrillos. Entonces sintió Ignacio un apretón, y oyó la voz de Juanito que exclamaba alegremente: ¡ahora se respira! El aire estaba igual que siempre.
Se sacó la música y recorrió las calles de la villa tocando el himno de Riego, precedida de una banda de chiquillos. Aquellas notas despertaban un mundo en algunos viejos, y hacían retozar el alma a los chicuelos.
Cuando la música pasó por la calle en que vivía Pedro Antonio, a doña Micaela, la mujer de Arana, se le asomaron las lágrimas al oír el himno de Riego.
—¿Qué te pasa, mamá? —le preguntó Rafaela, a quien la música hacía retozar el corazón.
—Estas músicas no pueden traer nada bueno..., echan a la reina, tendremos guerra. Tú no sabes lo que es guerra... —le respondió, mientras se le oprimía el pecho al recuerdo de las angustias de su niñez y las notas del himno le punzaban en la cabeza dándole jaqueca.
Pedro Antonio y Gambelu salieron a la puerta de la tienda cuando la charanga tocaba el himno de Espartero.
—Este será el estruendo de que hablaba Prim —dijo Gambelu—, ¿sabes que me alegra el alma, Perico?
Entonces pasó un chiquillo gritando:
—¡Tu padre te enseña esos disparates, chiquillo! Conque... con la espada en la mano Riego, ¿eh? En la horca sí que murió, y llorando, y arrastrado a ella en un serón...
—¡Oivá!, ¡en un serón..., en un serón dise...! —exclamó el chiquillo, y dando unos pasos volvióse y gritándoles: ¡carlistonesl echó a correr. Algo más lejos se volvió de nuevo a gritar: ¡carlistones!, ¡más que carlistones!, yéndose enseguida tras de la música.
—¡Ya empezamos! —murmuró Pedro Antonio entrando en su tienda.
Y Gambelu tarareaba:
En Vizcaya mostrábanse muchos satisfechos de que, devuelto por la Revolución lo que Espartero les había quitado, y restablecido el pase foral, los últimos que hubieran poseído legítimamente el chuzo, habían de entregarlo a los elegidos por el pueblo. Recordábase que la reina vencida no había jurado los fueros, habiendo visitado tres veces el Señorío. El cura auguraba, sin embargo, mal de la caída del corregidor, del alcalde de fuero, de los ordinarios de hermandad, y no hacía sino echar pestes contra el convenio de Vergara cuando don Eustaquio se hallaba presente, obligándole a exclamar:
—Ya, ya se encargarán los curas de traernos una nueva guerra para que acabemos de perder lo que nos queda aún.
Pero todos, Ignacio, Gambelu, y el cura sobre todo, hallábanse irritados contra los promotores del movimiento; les habían engañado, porque esperaban ver algo más hondo y más trágico. Burlábanse de la Gloriosa porque todo ello había parado en desgañitarse, en quemar escudos y retratos de la reina, en soltar proclamas tras proclamas, en pasear banderas, y en disparar al aire, sin más episodio serio que el de Santander. «Aquello fue verdadero estruendo», repetía Gambelu, «estruendo formal y no en chancitas..., ¡viva la libertad!, ¡viva la Reina!, y cañonazo limpio. Esto, esto, y no aquella pamema de la entrada del general bonito en Madrid, salir al balcón, hablar, abrazarse en público unos a otros..., ¡indecentes! y luego aquel cómico italiano que dicen habló desde un coche de la fraternidad entre España e Italia... La expulsión de los jesuitas, la supresión de los conventos, todo eso que anuncian no son más que desahogos, filias..., no se atreven, ¡quiá!, ¡a que no se atreven! Ah, Perico, Perico, ya no nos vuelven aquellos tiempos en que gritaban por las calles ¡mueran los frailes! Los de ahora no valen nada», y al decir esto último se volvía a Ignacio, presente allí.
Para el cura el interés supremo radicaba en la reorganización del partido carlista, labor a que se dedicaba con ahínco el interesante don José María. El cual fue a la tertulia como niño con zapatos nuevos a noticiarles la abdicación del pretendiente don Juan en su hijo Carlos, y aquella nota de éste a los soberanos de Europa, en que declaraba haberse de esforzar por conciliar lealmente las instituciones útiles de nuestra época con las indispensables del pasado, dejando a las Cortes generales, libremente elegidas, el dar una constitución española y definitiva. Después de leerla quedóse repasándola con la vista y poniendo cara de hombre que medita en espera de comentarios, que no llegaron.
Proclamaron los revolucionarios en un manifiesto la monarquía familiar, nacida del derecho del pueblo, consagrada por el sufragio universal, la monarquía popular destructora del llamado derecho divino, mientras otros pedían la república. Y a todo esto, a fines ya del 68, preparábanse los carlistas a las elecciones para las Cortes Constituyentes, a intentar el triunfo por la razón raciocinante.
Ignacio sentía un íntimo desasosiego. Derrocado un trono en medio de una algarada, temía que se eligiera a don Carlos, en silencio, sin protesta y sin costoso triunfo, con mentira en fin. ¡No volverían acaso los gloriosos siete años!
A raíz de la Revolución el Casino carlista le absorbió por completo. En él pasaba sus ratos libres, con Juan José, y olvidado de sus demás amigotes de francachela.
A principios del 69, encargado del reparto de papeletas para las elecciones, anduvo fuera de sí, contemplando a los aldeanos que en pelotones y dirigidos por curas, bajaban a votar. Gozábase en ello, pareciéndole que entraban triunfadores. Concluida la votación se iba al Casino, de cuya sofocante atmósfera salía medio ebrio. Dábanse gritos de toda clase, y se contaban horrores de la revolución. Se había bautizado a un niño en nombre de Satanás; no servían novenas, ni rosarios, ni desagravios, había que hacer como los de Burgos, que arrastraron de una cuerda al gobernador, que fue a quitarles los vasos sagrados.
—La Revolución se devorará sola, hay que dejarla —decía uno.
—Y nos devorará a todos... ¡Palo, palo, palo!
Marcábanse en el Casino las dos tendencias que dividían al partido, la de la fuerza y la de la expectación. Estos citaban las frases apocalípticas de Aparisi, los otros suspiraban por la vuelta de Cabrera. Ignacio se encontraba en aquella caldera como el pez en el agua, sintiendo que los impulsos todos de su sangre, los que le habían llevado al pecado, se vigorizaban allí para hallar al punto salida en forma de anhelos de guerra. ¿Expectación? ¿Dejar que las circunstancias entronizaran a don Carlos con sus ideales?, ¿el triunfo pacífico? Era la mentira, la usurpación, el robo. Sin resistencia y guerra su triunfo era irracional.
Conoció en el Casino entre otros a un tal Celestino, abogadito carlista recién sacado del horno universitario, con la fiebre oratoria que la Revolución soplaba por España, fogoso y parlanchín. Era uno de esos a quienes los papeles públicos llaman «nuestro colaborador el ilustrado joven», una máquina de frases y de citas, que concebía las ideas en letras de molde, que veía en el fondo de toda cosa una tesis con sus objeciones y la respuesta a ellas, que encasillaba a todo el mundo, y almacenaba toda opinión, poniéndole etiqueta. La educación con antojeras habíale corroborado las nativas tendencias unilaterales e itinerarias de su espíritu. Traía siempre en boca a Kant y a Krause, y era capaz de discutir solo.
Paseaba con Ignacio, a quien iba a buscar al Casino, necesitándole de «oh tú, amado Teótimo» para dar carrera a sus monólogos, y tantear lo que sabía.
Armábale unos batiburrillos de mil demonios con el derecho divino y la soberanía nacional, y una de citas de Balmes, Donoso, Aparisi, De Maistre, Santo Tomás, Rousseau y los enciclopedistas, que era para dejar turulato. Sabía sus sentencias en latín, disertaba que era un gusto acerca de la ley sálica y de la cuestión dinástica añadiendo: eris sub potestate viri, de la fracasada fusión de las dos ramas, de la centralización y de los fueros, de Carlos III, podrido por liberales y regalistas, y de los grandes días del gran Fernando y del gran Felipe. Profetizaba el hundimiento de la sociedad española si no la salvaba el hombre providencial, ponderando una antigua y verdadera democracia española y la libertad bien entendida. Despreciaba el presente en que vivía, por ser éste indócil a sus tesis y sus corolarios, y por no poder etiquetarlo en las fórmulas de su magín, como al pasado libresco que había zurcido con fragmentos impresos, desenterrados de libros osarios. La carne de los hechos, caliente y viva, era cosa rebelde, tan rebelde como sumiso el esqueleto. El pasado se sometía a los silogismos, aquel pasado de los recopiladores de noticias impresas, a los que tanto admiraba. Así es, que aunque con reservas y distingos, desdeñaba la filosofía pura y exaltaba a la historia, maestra de la vida. ¡Estos son hechos!, exclamaba al citar noticias de hechos, palabras impresas, puros relatos de meros sucesos, y creyéndose capaz de construir con ellos en su magín, históricamente y con letras de molde, una máquina política a la antigua española, despreciaba a los que construían filosóficamente una constitución a la moderna francesa, motejándoles de jacobinos. Todas sus peroratas históricas daban vueltas en derredor de Lepanto, Orán, Otumba, Bailén, Colón, la cruz y el trono. Era castellano, castellano hasta el tuétano según decía, sin saber más que castellano, ¡ni falta!..., hablaba en cristiano, llamando al pan, pan, y al vino, vino.
Decía de los liberales que eran unos tontos pillos que no sabían de la misa la media, ni miaja de historia seria, eruditos a la violeta y filósofos a la moderna, filosofastros, enciclopedistas charlatanes que llaman ignorantes a los frailes, ¡a los frailes, que han salvado al mundo de la barbarie!, inventores de conflictos entre la religión y la ciencia. Conocía sus sofismas aparatosos que no le habían hecho mella, ¡ciencia vana que hincha y no conforta!
Ignacio, con el estupor de aquel a quien hace dormir una hora de lectura, se decía: «¡cuánto ha leído!» y llegó a profesarle la leal adhesión de un perro a su amo. Queríale el abogadito como quiere un soberbio al buenazo que le admira, con su chispilla de compasión protectora. «¡Qué noblote, qué entero! —pensaba—, estos hombres nos hacen falta para las grandes cosas. Son la palanca de Arquímedes...», y más bajito, casi en silencio, le decía una voz surgiente de debajo de los escombros librescos hacinados en su espíritu: «y tú el punto de apoyo».
Llegó Ignacio a necesitarle para dar a sus sentimientos forma en que poder rumiarlos. De aquel maremágnum que brotaba del fonógrafo viviente, tomó Ignacio el bloque y la quintaesencia, que este mundo liberalesco es pésimo, y un paraíso el otro, el de sus sueños, el de la verdad. Admiraba la virtud y el saber de Celestino, ¡ni un vicio, ni uno solo, siempre sobre los libros, arada más que los libros!
En la imaginación sanguínea de Ignacio se ensanchó el cuadro borroso y fuerte, y a las figuras vivas de los héroes de los siete años uniéronsele las augustas y vagas de la España vieja. Cabrera resurgió más alto que antes.
Toda aquella labor, todo aquel mundo de ideas, al reflejarse en su mente formaron apretada masa, sobre la que flotaba neto el lema «Dios, Patria y Rey», lleno de poderoso misterio. Era una frase reductible a una fórmula, D.P.R.; grabóla Ignacio en mil objetos. Era una fórmula, cúspide de una pirámide de palpitaciones de la carne y de anhelos de la sangre, fórmula que como el antiguo S.P.Q.R. de los romanos o el moderno L.E.F. de los franceses, guía a los pueblos al heroísmo y a los hombres a la muerte. ¡Dios, Patria y Rey! En el magín de Ignacio, Dios un inmenso poder desparramado en todo, la Patria un campo ardiente lleno de rumores de armaduras, y el Rey el brazo de Dios y el tronco de la Patria. ¡El Rey! Hacía tiempo que se hablaba del joven Carlos como de la esperanza de la patria, e Ignacio pudo verle en fotografías y grabados. Circulaba de mano en mano una en que estaba en familia, sentado, con uno de sus hijos apoyado en sus rodillas, en la mano un libro abierto —rasgo que encantaba a Celestino— y al cual no mira, su mujer allí con el pequeñín en brazos, otro por allí, y Alfonso, su hermano, de pie y de zuavo pontificio, apoyándose en una chimenea francesa. Era una escena de familia, en una estancia modesta. Al verla pensaba Ignacio involuntariamente en Rafaela, en la mujerzuela, y en los siete años de su padre.
Don José María daba mil detalles íntimos de la vida del Pretendiente, a lo que añadía don Eustaquio: «¡veremos lo que da de sí el Terso!»
Absorta la atención de Ignacio en este tiempo por el Casino, apenas veía más que de paso a sus antiguos compañeros, compartiendo sus ocios con Celestino y Juan José, mientras la creciente agitación iba caldeándole el ánimo. Veía que las cosas iban mal, que había mucha hambre, mucho pillo, mucha carga y mucho crimen. ¿Y todo por qué?, por la cobardía de los católicos que dejaban dueños del cotarro a cuatro tunantes sin religión. «Es fuerte cosa —decía Celestino— que todo un pueblo de católicos esté esclavo de los hijos de los afrancesados, de los liberales, bautizados por Napoleón con sangre del pueblo y confirmados por Mendizábal con oro de los frailes. ¿Es este el pueblo del Dos de Mayo?»
Salían los domingos por patrullas del Casino para ir a los bailes campestres y a las romerías. En la plaza de Albia, poco después del toque de oración, ya se sabía, ¡leña segura! Los músicos, de boina blanca, eran carlistas. La provocación partía de una o de otra parte, pero partía siempre.
Reuníase Ignacio con Juan José y otros compañeros, de boina blanca, con trancas, dispuestos a querella y a armar la de Dios es Cristo. Solían volver alegrillos, sudorosos, dando chillidos y cantando el ¡ay, ay, mutillac!
Una tarde de estas encontróse en la romería a Juanito con Rafael y un tal Pachico Zabalbide, a quien conocía muy poco directamente, aunque hubieron andado algún tiempo juntos al colegio, y que le atraía por su fama de raro. Quedóse Ignacio a hablar con Juanito y le llegó al alma la mirada con que Pachico examinaba su tranca y su boina, avergonzándole e irritándole. En esto oyeron grandes gritos, juramentos de hombres y chillidos de mujeres, que corrían mientras se arremolinaba la gente. Acudieron a ver lo que acontecía, y sólo Pachico se quedó sentado, mientras el chuzo de la autoridad separaba a los combatientes.
Aquella noche no podía Ignacio apartar su mente de aquella mirada burlona y mortecina. Desasogábale como una provocación extraña la visión de aquel Pachico sentado calmosamente mientras peleaban los otros.
Francisco Zabalbide apenas guardaba penumbrosa memoria de sus padres. Huérfano de ambos a los siete años, Fue recogido por un tío materno, don Joaquín, rico solterón, ex seminarista, y hombre que, distraído en sus devociones y asuntos, apenas se cuidaba del sobrino, si no era para sermonearle dulcemente y hacerle le acompañara a rezar el rosario.
Creció Pachico delicadillo y enteco, hízose notar en el colegio por su timidez y viveza, y porque era de aquellos a quienes antes se les asomaban las lágrimas en los pasajes emocionales, y de los que se recreaban en cantares quejumbrosos como aquel del martirio de Santa Catalina en «una rueda de cuchillos y navajas, ¡ay sí!, de cuchillos y navajas».
A su temeroso espíritu, influido por cuentos y relatos, le sobrecogía la oscuridad, espoleándole a atravesar palpitante y de prisa los lugares oscuros.
A las noches el tío hacía que con la criada le acompañara al rosario, y no pocas a leer la vida del santo, a la que siempre añadía don Joaquín algún comentario. Afectaba éste una fe seria, libre de brujerías y supersticiones, sin creer en más milagros que los certificados por la Iglesia, ni en más que aquello en que ésta mandaba creer, desdeñando «a esas gentes» —así las llamaba— sin instrucción, que ignoran el alcance y límites de su propia fe oficial.
Entró Pachico en la pubertad enclenque y canijo, presa de una renovación interior que le consumía, de una especial cobardía que le hacía replegarse en sí y desplegar su voluntad hacia dentro, ardiendo en deseos de saberlo todo. Oía atento a su tío, empapándose en la seriedad de la fe oficial, y aprendiendo a desdeñar también a esas gentes. Entró en la virilidad pasando por un período de misticismo infantil y de voracidad intelectual. Sentía fuertes deseos de ser santo, encarnizábase en permanecer de rodillas cuando éstas más le dolían, y se perdía en sueños vagos en lo oscuro del templo, al eco del órgano.
Sus días de mayor gozo eran los de la semana de Pasión, siguiendo la liturgia con su librito en latín y castellano, rezando lo mismo que rezaba el cura, seriamente, y no las oraciones compuestas para esas gentes. Los negros velos del altar, los Cristos envueltos en percal morado, las matracas en vez de campanillas, toda aquella novedad le interesaba.
Temblaba a las veces como un azogado y sin saber de qué. Nunca pudo olvidar la honda impresión que le dejaran unos ejercicios espirituales, sobre todo cuando del fondo de la oscuridad, templada por la luz de unas velas amarillas, y en que apenas se veían unos a otros, la voz del jesuita, interrumpida de vez en cuando por toses secas y aisladas, contaba cómo se apareció a un pecador el demonio con sus patas de cabra que hacían crac trac. Pachico se sobrecogió, lleno de pavor, temblando ante el impulso de mirar hacia atrás. Y es que a las veces, cuando de noche se hallaba solo en su cuarto, sentía como si algún ser invisible se le acercara silenciosamente por la espalda. La noche de las pisadas del demonio la pasó mal, tuvo pesadillas, dio voces en sueños, y el tío, a la mañana siguiente, le dijo secamente: no vuelvas a los ejercicios, que no te conviene. «¡Que no me conviene...!», pensó quedándose mirando a su tío.
Dedicábase con ardor a la lectura, tragando los pocos libros de la biblioteca de su tío, y muchas noches con el libro abierto a la vista, quedábase contemplando la dulce luz de la bujía. Parecíale ésta un ser vivo y tímido, que no cesaba de encogerse y alargarse, que contraía su cuerpo medroso al menor movimiento o soplo de aire, que de pronto le entraban convulsiones dolorosas. Daba su luz tranquila, serena, y cuando la mataba para acostarse, veíala en la oscuridad encapullada en cambiantes colores de pedrería. ¡Pobre luz dulce y tímida!
Sobre los libros de aquella pobre biblioteca soñó mil vaguedades abstractas, y exaltó su imaginación con la lectura de Chateaubriand y de los demás divagadores del catocilismo romántico. Empeñábase en racionalizar su fe, iba a los sermones, y se hizo razonador del dogma y desdeñador, como su tío, de esas gentes que repiten «creo cuanto cree y enseña la Santa Madre Iglesia», ignorantes de lo que ésta enseña y cree.
Sus años de bachillerato habíanle llenado la mente de fórmulas muertas bajo las cuales vislumbraba un mundo que le producía sed de ciencia, e iba a la vez penetrándole la seca tibieza del hogar de su tío. Cuando el año 66, a los dieciocho de edad, le mandó su tío a estudiar a Madrid, era la época en que con el krausismo soplaban vientos de racionalismo. Pachico casi lloró tarareando el «Adiyo» de Iparraguirre al trasponer la peña de Orduña dejando a su Vizcaya para ir a caer en medio del tumulto de ideas nuevas en que hervía la corte.
El primer curso iba a misa todos los días y comulgaba mensualmente, pensando mucho en su país, más que en el real en el fantástico que le habían dado sus lecturas, y lleno de una soñadora melancolía.
Seguía a la vez trabajando en su fe, preocupándole más que otra cosa el dogma del infierno, el que seres finitos sufrieran penas infinitas. La labor de racionalizar la fe íbala carcomiendo, despojándola de sus formas y reduciéndola a sustancia y jugo informe. Así es que al salir de misa en la mañana de un domingo —hacía tiempo que no iba a ella sino en los días festivos— se preguntó qué significase ya en él tal acto y lo abandonó desde entonces, sin desgarramiento alguno sensible por el pronto, como la cosa más natural del mundo.
Concurría con esta tarea en que la fe se desnudaba a sí misma en su mente, la brusca invasión en ésta de mil ideas vagas y resonantes, de retazos de Hegel y de positivismo, recién llevado a Madrid, y que era lo que más le penetraba. Y como un niño con un juguete nuevo diose a jugar con su razón, poniéndose a inventar teorías filosóficas, pueriles y siméricas ordenaciones de conceptos, como resoluciones de problemas de ajedrez.
Iba a la vez explorando el mundo de la fantasía y leyendo a los grandes poetas, atraído de su renombre. Agitó durante algún tiempo sus sueños el mundo titánico de Shakespeare, mundo de pasiones gigantescas que encarnan para sufrir en cuerpos mortales, y le pobló la mente de los fantasmas de Macheth, el rey Lear, Hamlet..., a la vez que se paseaban por ella envueltos en niebla crepuscular los héroes de Osián, uniendo sus voces a las de los torrentes despeñados de las montañas. Cuando se cansaba de estudiar o leer silbaba o canturreaba una salmodia monótona, zurciéndola con retazos de reminiscencias musicales, especie de lánguido zumbido, continuo como una correa sin fin, en el que desahogaba los vagarosos anhelos de su alma.
Cuando su tío llegó a saber el cambio verificado en la mente de Pachico, llamóle aparte, y de tal modo supo hablarle de su pobre madre que le dejó lloroso y conmovido. La vieja fe forcejeaba por renacer, y pasó Pachico una crisis de retroceso. Don Joaquín volvió a la carga, instándole a que se confesara consultando sus dudas con el párroco, a lo que él se decía: ¡pero si no son dudas...! Con lágrimas en los ojos llegó a rogárselo su tío, dejándole luego a solas en aquel cuartucho donde tantas veces había soñado sobre las páginas de los apologistas. Y después de una noche de insomnio y de tormenta mental, medio atontado, fuese con su tío a la siguiente mañana, aniversario de la muerte de su madre, a confesar. Limitóse a exponer escuetamente al confesor, sin detalle alguno, que abrigaba ciertas dudas, sin indicar cuáles; diole el sacerdote consejos de prudencia humana, hablándole contra la lectura en general y recomendándole vida de distracción y campo, y las confesiones de San Agustín, añadiendo: «¡los Soliloquios..., no!, eso es demasiado fuerte todavía». Y al separarse Pachico del confesonario, desilusionado del ensayo, se decía: se creerá el pobre que no he leído los Soliloquios, o que soy un niño de teta...
Pasó la crisis y volvió a seguir Pachico el curso de sus ideas, evitando toda conversación con su tío.
Vivía vida interior, acurrucado en su espíritu, empollando sus ensueños. Era su estado espiritual el de aquellos que sobre la base de la fe antigua, dormida y no muerta, han cobrado otra nueva, con vagos anhelos a una fe inconciente que uniera a las dos. Irritábase contra sí mismo porque unas veces le corrían las ideas demasiado de prisa y otras con lentitud tal que parecían inmóviles, porque pasaba días de sequía intelectual, días sin coger idea alguna en el rebullicio de su espíritu agitado, y porque no le quedaba todo cuanto aprendía. Tenía momentos de desaliento. «¿Para qué estudiar? ¡Vivir, vivir las cosas que se van tan pronto! Siendo nada la ciencia junto al inmenso mar de la ignorancia, ¿qué sirve estudiar?, ¿qué un sorbo que da más sed del inagotable océano?, es mejor contemplarlo de lejos.» Acostábase llevando junto a la cama más de un libro, para pasar de uno a otro sin leer ninguno de ellos, ¿leería la obra del genio consagrado por las generaciones o el último producto de la experiencia científica, en renovación perpetua? Sintiendo el desencanto de la última novedad, y hastío por decir lo mismo todos, volvíase a lo antiguo y eterno. Apagada la luz para darse a meditar, y cuando no le rendía al punto el sueño, atormentábale el terrible misterio del tiempo. Aprendida o hecha una cosa, ¿qué le dejaba?, ¿qué era él más que el día anterior? ¡Tener que pasar del ayer al mañana sin poder vivir a la vez en toda la serie del tiempo! Tales reflexiones le llevaban en la oscuridad solitaria de la noche a la emoción de la muerte, emoción viva que le hacía temblar a la idea del momento en que le cogiera el sueño, aplanado ante el pensamiento de que un día habría de dormirse para no despertar. Era un terror loco a la nada, a hallarse solo en el tiempo vacío, terror loco que sacudiéndole el corazón en palpitaciones, le hacía soñar que, falto de aire, ahogado, caía continuamente y sin descanso en el vacío eterno, con terrible caída. Aterrábale menos que la nada el infierno, que era en él representación muerta y fría, mas representación de vida al fin y al cabo.
Era en su trato con los demás corriente, aunque reputado de chiflado serio. Hablaba mucho, pero siempre desde dentro, molestando a muchos su conversación por fatigosa y pedantesca, pues quería llevar la batuta en ella, volviendo tercamente a su hilo cuando se lo cortaban. Presentían a la vez que, haciendo abstracción del oyente y encastillado en sí mismo, éranle las conversaciones pretexto de monólogos, y las gentes figuras geométricas, ejemplares de la humanidad, a que trataba sub specie aæternitatis. Preocupábase mucho, por su parte, del concepto en que se le tuviera, doliéndole le juzgaran mal, y procurando ser querido y comprendido por todos, con honda preocupación de cómo se reflejase en las mentes ajenas.
Tal era el que por este tiempo se acompañaba de Juanito.
La primera vez que desde hacía muchos años, desde la niñez, se hablaron Pachico e Ignacio, yendo con Juanito, complúgose aquél en aparecer extraño a los ojos del hijo del confitero, en aturdirle y marearle soltando las mayores paradojas, y exagerando sus ideas.
Se fueron al monte. Pachico se fatigaba en trepar la falda, haciendo que se detuvieran de cuando en cuando para tomar aliento, paradas en que respiraba con fuerza para poner a prueba sus pulmones, lleno de aprensión, mientras Ignacio se decía mirándole: ¡pobrecillo, éste no vive mucho, está tísico! En la cima estuvieron tendidos un buen rato, casi sin hablar, gozándose Pachico en la visión alegre de los árboles, de las nubes, del campo todo bañado en luz, visión tan distinta de la triste de los objetos domésticos, hechura y esclavos del hombre. Aparecía de mosaico el panorama, lleno de retazos de cuadros de labranza, con toda la gama del verde, desde el desteñido y amarillento de la mies segada hasta el negruzco y sucio de las arboledas, serio todo ello. La labor del hombre escalaba las faldas, llegando casi a las cimas; manchones de la movible sombra, de la sombra de las nubes, corrían por el campo, y en lo alto flotaba con sus anchas alas desplegadas, y al parecer inmóvil, un gavilán, símbolo de la fuerza. Fluía de todo calma serena, y el silencio les tenía silenciosos.
Al bajar entraron en un chacolí, y después de haber merendado, desatósele a Pachico la lengua. Hablaba a medias, explicándose por insinuaciones y oscuridades, saltando de un punto a otro, sin que al parecer le importara ser comprendido. Les dijo que todos tienen razón y que no la tiene nadie, y que lo mismo se le daba de blancos que de negros, que se movían en sus casillas como las piezas del ajedrez, movidos por jugadores invisibles; que él no era carlista, ni liberal, ni monárquico, ni republicano, y que lo era todo. «¿Yo?, yo con mote como si fuese un insecto seco y hueco, clavado en una caja de entomología, y con una etiqueta que diga: género tal, especie tal... Un partido es una necedad...»
—¡El nuestro es comunión! —exclamó Ignacio recordando una frase de Celestino, y avergonzándose al decirlo, hubiera querido recogerla según la iba diciendo.
—¡Llámale hache, una comunión es una necedad!
—¿Entonces tú, qué eres?
—¿Yo? Francisco Zabalbide. No te ofendas, sólo los tontos pueden pensar todos del mismo modo, y suscribir el mismo programa...
A Ignacio le hería en lo vivo la petulancia de tratar a todos de imbéciles, y de ver en todos tontos y no pillos. Prefería a Juanito, que le trataba de oscurantista, de neo, de faccioso, de Fanático, de todo menos de imbécil. Y luego aquel Zabalbide era elástico, no negaba nada, parecía concederlo todo, ceder en todo, pero era para recobrar poco a poco su tesis primera, para convertir en su contrario lo mismo que parecía aceptar. Cuando dijo muy serio que el partido carlista podría hacer la felicidad de España o no hacerla, pero que no tendría razón mientras no venciese, y acabó: «las cosas son como son y no pueden ser más que como son, sin que haya más que una manera de conseguir todo lo que se quiera, y es querer todo lo que suceda..., os queda el derecho del pataleo», entonces Ignacio, dudando si compadecer al que tal decía o irritarse, exclamó: «¡Qué barbaridad!»
Al siguiente día, también festivo, volvieron a reunirse, sabiendo que se renovarían las cuestiones. Juanito, a propósito de los comentarios a un sermón, oídos a su madre y hermana, desatóse contra los curas, frailes y monjas, les trató de haraganes, y añadió que había que quitarles el purgatorio.
—¡Quita la fe al hombre y vivirá como un cerdo! —replicó Ignacio.
—Y sobre todo —decía Juanito mirando a Pachico—, yo aunque quisiera no podría creer..., lo que no me cabe en la cabeza, no me cabe en la cabeza...
—Pero si tú crees... ¡Si crees, hombre, si crees! Todo eso es comedia..., lo dices por hacerte el interesante..., lo dices porque está éste delante...
Recordóle entonces Juanito sus tratos con la mujerzuela, sulfuróse Ignacio y se agriaron de palabras mientras Zabalbide sonreía y callaba. Y cuando los vio más calmados, tomó la palabra, y con forzada tranquilidad les fue diciendo que los dogmas habían sido verdaderos en un tiempo, verdaderos puestos que se produjeron, pero que hoy no son ya ni verdaderos ni falsos, por haber perdido toda sustancia y todo sentido. Habló mucho, monologó sin cesar y sus dos oyentes se separaron de él con la cabeza caliente y los pies fríos, sí, pero con un tumulto de ideas oscuras sugeridas en ellos al choque con aquel pensamiento que les era bien extraño.
Una tarde de abril entró don José María en la tienda de Pedro Antonio, y se pusieron a hablar de las Cortes Constituyentes, abiertas el 11 de febrero, y de las proezas en ella de la minoría carlista, en la cuestión batallona, la religiosa.
—Tenemos que hablar en particular —dijo don José María con cierto misterio.
Pedro Antonio le condujo hacia el obrador, y el otro continuó:
—Ya sabe usted que el triunfo de nuestra causa está cercano; hemos ganado al ejército, tienen además alarmado al pueblo las blasfemias y atrocidades que se sueltan en las Constituyentes...
«¿A dónde irá a parar este hombre?», pensaba Pedro Antonio, nada alarmado por tales blasfemias.
—Pero para todo esto hace falta dinero..., hace falta dinero. Usted es uno de los buenos, y además no se trata de una cuestación, ¡no!, se trata de que usted tome algunas obligaciones...
—¿Qué obligaciones? —preguntó Pedro Antonio maquinalmente, alarmado al recuerdo de la quiebra de la línea de Tudela.
—Unas obligaciones de doscientos francos...
Al oír francos, Pedro Antonio, que contaba siempre por reales, ducados o duros, se sobrecogió.
—De doscientos francos, a cargo de Su Majestad Católica el Rey don Carlos VII, autorizadas por él. Han de canjearse con un título definitivo de la Deuda Nacional Española, con el interés del tres por ciento desde que Su Majestad el Rey haya tomado posesión del trono. Hasta que se le entregue a usted el título definitivo se le dará el cinco por ciento. Están emitidas en Amsterdam...
—Ya veré, ya veré... —le interrumpió Pedro Antonio, para evitarse mayor mareo, y mientras oía la voz del tío Pascual que le llamaba.
—Consulte usted con el señor cura y decídase —le dijo el conspirador al salir.
Días después Pedro Antonio entregaba parte de sus ahorros, que tuvo que sacar del Banco, y desde este momento empezó a interesarse en la marcha política nacional, y en las gestiones del joven don Carlos.
En la tertulia había materia sobrada con las Constituyentes. Comentaban la cháchara de las cotorras de Madrid, que no sabían sino perder el tiempo, y celebraban la paliza que decía haber dado Manterola al piquito de oro, de quien se burlaba el cura, así como de su Sinaí, su cúpula de Santa Sofía, su cosmos y sus tópicos todos. Ibasele el alma, en cambio, tras de Suñer, el declarador de guerra a Dios y a la tisis, sintiendo por él secreta afición, adivinándole un creyente invertido.
Gambelu sostenía que había que poner mordaza a los oradores, porque discutir es perder el tiempo, que cada cual debe saber lo que ha de creer, lo que ha de pedir; lo que ha de obrar, y lo que ha de esperar; que no valen retóricas ni filosofías contra la voluntad del pueblo; que cada uno sabe lo que le conviene, y Dios lo que conviene a todos.
—Aquí —exclamaba— el que sabe más explota al que sabe menos, la ciudad al campo, el rico al pobre. Se estudia para reventar al prójimo. Los abogados hacen los pleitos, y los médicos los enfermos...
—No digas disparates —le atajaba el cura.
—Y los curas los pecados —añadía en broma—. Aquí cuatro ricos de ayer mañana están jeringando al pobre, revolviéndolo todo, y engañando al pueblo. Si don Carlos me llamara...
—¡Ya pareció aquello! —exclamaba don Eustaquio.
—¡Sea todo por Dios! —añadía Pedro Antonio.
—... Si don Carlos me llamara, le aconsejaría que quitase todas las oficinas y puestos públicos de las ciudades, desparramándolos por el campo; que obligase a los ricos a mantener a los pobres, a educar a los huérfanos; que les doblara a contribuciones, mayor cuota cuanto más tuviesen...
—¡Lo sabemos, lo sabemos ya!
—Pues bien, como decía, ¿a qué conduce discutir con un impío?..., o creer o no creer..., y para creer, todo se reduce a quererlo, humillarse y se recibe la fe en premio...
Y el cura:
—¡Gracias a Dios que has dicho algo de sustancia!
—El que acepta nuestros principios es carlista..., ¡nada de discutir!
—Los liberales —añadió el cura— se devoran..., son como los protestantes, el libre examen pulveriza, la discusión divide y la fe une...
Tomó un polvo de rapé para juzgar del efecto de sus palabras.
—Esto va mal, todo sube de precio —atrevióse a insinuar don Braulio.
Y contesto Gambelu:
—¡Yo sé el remedio!
—Usted lo sabrá, pero esto va mal... Las aldeanas gastan zapatito bajo y camisa de lienzo de pasiega... ¡Estos ferrocarriles y las dichosas fábricas!
Calló y quedáronse todos pensando breve rato en los buenos tiempos viejos, cuando tenían la sangre hirviente, y en aquellos otros mucho más antiguos, de que hablan las historias. De la generación precedente a ellos, sólo habían conocido a adultos y viejos, de la que les sucedía sólo jóvenes, y esto les hacía ver la antigüedad en el pasado, en su niñez. Ellos, de entre quienes el que más sólo contaba dos tercios de siglo, ¿qué eran junto a los hombres de hacía un siglo, de hacía tres, mil años? ¡Mil años! ¡Vaya una ancianidad la suya!
—He perdido la cuenta de las Constituciones que he conocido —dijo don Eustaquio.
—Eso es importación francesa —observó el cura—, el liberalisrno es revolucionario y extranjero, la libertad católica y española...
—Lo mejor es resignarse —insinuó don Braulio.
—Bueno andaría el mundo si todos se resignaran, si los buenos rindieran su cerviz a los malos... Ayúdate y Dios te ayudará. Mire usted, don Braulio, nosotros somos como el perro, y Dios como el amo...
El cura sonrió, Pedro Antonio se dijo «¿dónde habrá leído eso?», y miraron a Gambelu que siguió diciendo:
—El perro lame la mano del amo que le castiga, pero no el látigo... Hay que romper el látigo y lamer la mano a Dios...
—Hay que luchar por la justicia de Dios, para aplacar su cólera —añadió el cura, que había por fin hallado su frase.
—No conviene que seamos todos santos... —prosiguió Gambelu.
Y el cura:
—¡No empieces a barbarizar...!
—¡No nos hacen falta santos!..., ¡absolutistas, sí, absolutistas, intransigentes! Los que por gracia de Dios conocemos la verdad no debemos transigir con la mentira... Lo dicho, hoy se gobierna para los ricos a costa de los pobres, y hay que gobernar para los pobres a costa de los ricos...
Cuando se hacía tarde, cansados todos de las incoherencias de Gambelu, tantas veces oídas, disolvían la tertulia.
Celestino se desesperaba.
Desde que en julio apareció la carta del joven don Carlos a su hermano Alfonso, y con él a los españoles todos, no hacía más que comentarla en el Casino, en un círculo en que la recibían con frialdad. Repetíales, una y mil veces, la elevación de miras del que queriendo ser rey de todos los españoles, y no de un partido solo, acataba los concordatos que sancionaron hechos consumados, pretendía igualar con las provincias vascas a todas las de España, y dar a ésta la libertad, hija del Evangelio, no el liberalismo, hijo de la protesta; reconocía que el Rey es para el pueblo, debiendo ser el hombre más honrado, el padre de los pobres, y el tutor de los débiles. Y sobre todo, salvaría la hacienda viviendo como don Enrique el Doliente, vistiendo, cual buen proteccionista, telas del país. Todo esto caía en el Casino como en el vacío, y era recibido con prevenciones y suspicacias lo de llevar a todas las provincias españolas el régimen de las Vascongadas. Fueros todos y fueros ninguno, es lo mismo; tal era el pensamiento oculto. Universalizar el privilegio es destruirlo. Allí sólo se hablaba de fueros y de religión, no de restauración monárquica. Jurara don Carlos los fueros, dejáranles a ellos en paz, y que se las compusieran allá los castellanos.
Celestino sufría; sufría con el runrún de las conversaciones en vascuence, para él ininteligibles, sufría con la hostilidad que respiraba disuelta en la atmósfera moral. Adivinaba que era tratado, en cuanto daba las espaldas, de pozano, de rata sabia, de pedante, y temía el momento en que cobrando ánimo, se le encararan los que en realidad le respetaban todavía. Y acusábasele en electo, en los corrillos, de querer mangonear el cotarro, de que andaba a la busca de novia rica, valiéndose del pico.
Alguna vez, irritado por el tono de ciertas discusiones, se salía esperando le siguiera Ignacio, y al encontrarse solo, sin su palanca de Arquímedes, murmuraba en su interior: ¡bárbaros!, ¡majaderos!, ¡estúpidos!
Ignacio en tanto callaba mientras le iban arrancando poco a poco el ídolo. Era como si le aliviaran un peso del alma; libertábanle de un afecto tiránico. ¿Cómo había podido cegarse hasta tal punto? Y recordando a Pachico se decía: ¡buena pareja!, ¿cómo se entenderían?
Mas a la vez que de él se desprendía, a él le tiraba el viejo afecto, nunca extinto, con sus flujos y reflujos. Y como el abogadillo apenas aparecía ya por el Casino, escudriñó Ignacio en su memoria alguna excusa para visitarle, hasta recordar haberle prestado una Vida de Cabrera.
Cuando llegó, perplejo como quien va a cometer una mala acción, a casa de Celestino, éste, que estaba leyendo, levantóse, y le saludó con el ¡hola! de quien está en espera de otro, mientras parecía preguntarle con la mirada: ¿a qué vienes y con qué derecho?, ¿por qué no te vas con los tuyos?
Empezó el abogado a hablar del Casino, excusando a sus detractores, tratándolos de fanáticos, y dándose aire de víctima.
—Ya verás si consiguen traer a don Carlos si los castellanos no nos ponemos a ello... —y sin transición añadió—: Estaba leyendo uno de los folletos, de Aparisi..., míralo aquí...
—¿Tienes muchos?
—Casi todos los que van publicándose.
—¿Quieres prestarme algunos? —y se le ensanchó a Ignacio el pecho, al no necesitar excusa para la visita.
—¡Bueno...! —dijo el otro después de una pausa y como si se callara esto: y tú ¿para qué los quieres?, ¿qué sacas de ellos?
Dolíale siempre que le llevaran libros, creyendo que con ellos le robaban su ciencia, y dolíale sobre todo que leyeran en ellos las frases que tanto repelía.
Llevóse Ignacio a casa unos cuantos folletos, y por las noches, acostado, leíalos hasta que, consumida la bujía, le ganaba el sueño.
¡Qué hermoso sería todo cuando don Carlos triunfara! Y no había otra salvación ya, o don Carlos o el petróleo, la tradición o la anarquía. Y no era un grano de anís aquel príncipe, educado en la desgracia, nieto de cien reyes, emparentado con el cogollito de Europa, en relación con los Napoleones... Había que resistir la invasión de los bárbaros, porque se acercaba la hora de la expiación para la industria, para el comercio, para todos los que habían contribuido al desquiciamiento de la patria. Bajo la monarquía tradicional viviría el pueblo dichoso, virtuoso y rico.
Dormíase Ignacio soñando con Pelayo y su cruz en las cimas de Idubeda, con el Cid, Fernando el Santo, Alfonso de las Navas, que muy luego se le confundían con Roldán, Valdovinos, Ojiero y los de la laya ésta. Al grito mágico de ¡Dios y Patria! el rey regeneraría a España; brotarían hospitales, hospicios, conventos, escritores, artistas. Folletistas había que querían retrogradar más allá de Felipe II, develador de los fueros de Aragón, y más allá aún de Carlos I, verdugo de las Comunidades de Castilla. Aseguraban que en España no había quedado después de la Gorda más que un trono y un pueblo, y que éste sentaría en aquél a don Carlos. Desaparecerían los consumos, reduciríanse a la tercera parte los empleados públicos, habría fueros y no quintas, y don Carlos suprimiría, finalmente, la pena de muerte, por la supresión del crimen. Sería de ver la corte en 1880, llena de palacios de príncipes extranjeros, y no siendo ya el Manzanares el arroyuelo sucio y ridículo de in illo tempore. Viviría el pueblo loco de contento al ver que se daba a todos justicia, que el Rey llamaba a los pobres a su mesa, repartía premios a los chicuelos del Instituto, y presidía la apertura de pozos artesianos; adoraríale, en fin, viéndole un rey hermano de su súbdito.
Toda esta Jauja idílica pintaban los folletos, junto a los que pululaban periódicos festivos carlistas, El Papelito, Rigoleto, Las llagas, El fraile, La boina blanca, pendientes y broches en forma de margarita, con las iniciales de Don Carlos, pañuelos estampados, petacas, cromos de cajas de fósforos...
Entraron en el año 70, preñado de historia. Seis o siete candidatos se disputaban el mal parado trono de San Fernando, italiano uno de ellos, francés otro y otro alemán. La lucha entre estos dos últimos fue el pretexto de que para asentarse Prusia sobre las ruinas del Sacro Imperio germánico, echara a sus fieles sobre la corrompida Francia napoleónica, con gran regocijo del tío Pascual, y que con indignación de éste, privado el Pontífice romano del apoyo de aquélla, del viejo protectorado aviñonés, fuese despojado del poder temporal que le diera Carlomagno, por los italianos que invadieron la Ciudad Eterna, anexionando a su reino el dos de octubre el rey de los lombardos, nuevo Alarico, los Estados Pontificios. Sadowa y el asalto de la Porta Pía anudaban un momento crítico de la larga historia de la lucha entre la espada del apóstol Pedro y la del apóstol Juan. Vencido el pueblo de la Revolución latina por el ejército de la vieja Reforma germánica, quedaban rotos los lazos que ataran al Pontífice a sus dominios terrenales. Y al par que así se desarrollaba aquel último acto de la lucha secular entre el Pontificado y el Imperio, mientras gemían los franceses so el yugo de su espíritu revolucionario y el del germano que se embriagaba en Versalles, y cantaban los gibelinos con el himno de Garibaldi a la Italia una y redimida, en un rincón del lago de Ginebra, en Vevey, verificábase un suceso de incalculable trascendencia según don José María, suceso llamado acaso a resolver lo que entonces mismo se enredaba. Era que don Carlos tomaba sobre sí el dirigir su gran comunión, desgarrada por la lucha intestina de viejos y nuevos, para presentar la batalla a la revolución en España, subir al trono de sus mayores, y entendérselas luego con la Revolución europea, meter a las naciones y dinastías en cintura, poner orden entre el Emperador y el Papa, e inaugurar, a la sombra de la cruz latina, una nueva edad en la historia universal de los pueblos viejos.
El suelo de Europa ardía, y con él el de España. El 10 de junio, so pretexto de ser los días de doña Margarita, elevaron los carlistas mensajes, y celebraron fiestas para hacer el recuento de sus fuerzas. Poco después arreció la persecución contra ellos. En julio encendióles los ánimos el atropello sufrido por el Casino carlista de Madrid. Huían sus socios por la calle, oyendo el trágala, y gritos de ¡a ése, a ése!, mientras a todos se imponía la partida de la porra. Cerróse el Casino y cesaron en su publicación los periódicos carlistas de la Corte. Era ya insoportable.
—¡Pues aquí nadie nos toca! —exclamó al oírlo Juan José.
Aquel verano se echaron algunos al monte, mandados en Vizcaya por un cura, y fracasó la intentona de Escoda, precipitaciones condenadas en la tertulia del chocolatero. Don José María, a quien se buscaba, había desaparecido.
El tío Pascual era quien, sobre todos, sentía subir el diapasón de su espíritu, sacudiéndole cada nuevo suceso el alma, preparada por los precedentes. En abril había lanzado el Pontífice a los vientos revolucionarios el Sílabus, reto arrogante de la Iglesia papal al espíritu del siglo; votóse más tarde la infalibilidad del Papa, cerrándose así el aro de hierro de Gregorio VII, mientras París, la ciudad santa de la Revolución, se iluminaba con los incendios de la Commune. Reflejábase todo esto en la conciencia del tío Pascual cual desarrollo de un acto de misterio y terrible del drama de la Humanidad; la Commune y la infalibilidad se enlazaban estrechamente como la obra del Demonio y la de Dios concurriendo a un mismo fin. Gozábase en las dos el cura, esperando que la Commune echara a las gentes en brazos del Papa infalible. Creía en el Demonio como en Dios, sin distinguir muchas veces la obra del uno de la del otro; diríase que sin él darse clara cuenta de ello, en un maniqueísmo inconciente, se le presentaban Dios y el Demonio como las dos terribles personas de una misma Divinidad augusta. Sentía ternura fraternal hacia los destructores, los piadosos satánicos, sus hermanos en fe en la Divinidad, y odiaba a los liberales mansos, mefistofélicos, hondamente impíos. Su espíritu militar se representaba el mundo dividido en dos ejércitos, bajo la bandera católica de Cristo el uno, bajo la masónica de Lucifer el otro, y despreciaba a los espías, a los hojalateros, a los indiferentes y a los indecisos. Parecíale la blasfemia, después de todo, una oración invertida. Su irritación sorda contra don Juan Arana y sus similares aumentó al ver que seguían llamándose y siendo tenidos por católicos, mientras hacían caso omiso del nuevo dogma. Y era para indignarle, de veras; lo de la infalibilidad resultaba golpe en vago, porque en nada se distinguía a los que lo acataban de corazón de los que lo dejaban pasar sin prestarle atención alguna.
Cuando supo que se trataba de hacer votar a los curas la ley de matrimonio civil, que había de regir desde setiembre, exclamó alborozado: ése, ése es el camino.
Día de íntima remoción de recuerdos y de afectos fue para Pedro Antonio aquel en que al inaugurarse en el cementerio de la villa el monumento en memoria de los que murieron defendiéndola contra los soldados de Carlos V, en la guerra de los siete años, le recordó el predicador, en sermón al aire libre, sobre la silenciosa muchedumbre, la noche de Luchana, aquel combate nocturno en medio del huracán y la nieve arremolinada, a «la hora en punto en que en los templos del orbe católico se entonaba el: Gloria a Dios en las alturas, en la tierra paz; a los hombres, buena voluntad». Contemplaba el chocolatero a lo lejos los montes testigos de la vieja lucha, tras de aquella matrona de piedra que alzaba en sus manos sendas coronas, para vencidos y vencedores, confundidos aquel día en una oración común del predicador. Terminó éste con un: ¡Gloria a Dios, paz a los muertos, unión y caridad entre lo vivos!
—¡Por Dios! —exclamó Pedro Antonio al oír a Gambelu que era liberal y masón aquel sacerdote que le había removido el poso del alma.
El predicador en tanto, que se había reconcentrado al empezar su sermón para no pensar sino en que asistía a un acto religioso, sin determinación de culto, creencia ni iglesia, se retiraba felicitado, pensando en cuando allá en Suiza había oído a una misma campana juntar en nombre de Dios a católicos y protestantes bajo las bóvedas de un mismo templo.
Al siguiente día, estando aún bajo la impresión del sermón aquel al aire libre, vio Pedro Antonio que entraba sigilosamente en su tienda don José María, a quien creían huido. Llamóle el conspirador aparte, excitándole a que tomase papel de la suscrición voluntaria reintegrable, emitida aquel año. Pedro Antonio se resistió: ¿no lo había dado ya?
—Pero éste es al veinticinco por ciento de interés anual, reintegrable en los dos primeros años de ocupar el señor Duque el trono de España.
Por más que repitió lo del veinticinco por ciento, no pudo persuadirle, pero a los pocos días sacaba Pedro Antonio parte de sus ahorros para volver a tomar papel carlista.
Por las calles de Guernica, donde estaban en julio retenidas las juntas Generales del Señorío, se daban vivas a don Carlos y sonaban viejos cantos carlistas. Exacerbábase la lucha entre el Señorío y Bilbao, cuyo apoderado fue recibido en triunfo, al retirarse en son de protesta a su pueblo. ¡Bilbao con los mismos votos que la última anteiglesia, mientras contribuía con el cuarenta por ciento a las cargas!, ¡un escándalo! Como una provocación de la villa mercantil despechada consideraron los carlistas la encarcelación de los diputados forales.
Toda España ardía, como Vizcaya, en fiebres premonitorias. Hubo levantamientos veraniegos.
Vino el colmo, según el tío Pascual, el colmo después de la ley de concubinato, la imposición como rey del hijo de Víctor Manuel, el excomulgado, el carcelero del Papa. Con el año 71 entró el dos de enero en Madrid el nuevo rey, Amadeo, una mañana fría, sobre la nieve, yendo ante todo a ver el cadáver aún reciente de Prim, asesinarlo por su causa.
Don Juan Arana, hecho amadeísta, tronaba contra el Común de París, desatado en Francia, y contra el Pretendiente don Carlos que recorría la frontera Francesa fraternizando con republicanos. Y cuando el buen señor sorprendió a su hijo unas litografías en que se representaba al nuevo rey con jeringa y frascos Ricord, exclamó indignado:
—¡Esto es una indecencia! ¡Con esto no nos faltarán absolutistas y comunistas...! No vuelves a andar ni con Ignacio, ni con ese Pachico...
—Pero, papá, si ellos...
—¡Nada, nada, son unos Lunáticos!
Una mañana de la primavera de este año, el 71, anunció Pedro Antonio a su hijo que iba a casarse un sobrino que tenía en la aldea, y que en la imposibilidad en que él se hallaba de asistir a la boda, deseaban fuera a ella Ignacio.
Don Emeterio, hermano de Pedro Antonio y cura párroco, esperaba a su sobrino para conducirle a su casa, donde la tía Ramona salió a la puerta llevando dos pares de alpargatas, y sin quitar ojo del calzado de Ignacio, húmedo por lo lluvioso del tiempo. Tuvo, como su tío el cura, que mudarse de calzado para no embarrar el encerado de la tarima y apenas, una vez purificado, traspuso el umbral, sacóle su tía Ramona los colores a la cara plantándole sendos besos de ruido en las mejillas, a él, todo un hombre ya. La casa, llena de muebles cuyo único uso era ser limpiados de continuo, parecía una tacita de plata que se frotase a diario con gamuza, en la sala bolas de espejo, unos caracoles enormes y un mueblecillo de ebanistería chinesca, traído de Filipinas por el difunto y breve marido de la tía Ramona, un piloto. En las paredes un cuadro representaba «La joven Adela», vapor en que navegara el piloto, otros de santos y vírgenes, y un bastidor bordado en cañamazo con colores ajados ya. De todo lo cual se exhalaba un vaho tibio de orden mezquino y de regularidad chinesca. La tía Ramona, viuda solterona como en sus ratos de buen humor le llamaba su hermano el cura, saciaba en aquella casa sus instintos de limpieza, y aunque sin tener que atender más que a su hermano, y con ayuda de criada, apenas encontraba rato libre los domingos para ir a oír misa. Como el cuidado y gobierno de la casa no le daba lugar para los suyos propios, andaba hecha un pingo.
El cura le dejaba hacer, y por su parte cuidaba de la huertecilla, echaba su siesta, leía de cabo a rabo La Esperanza, y a media tarde se iba con su coadjutor a la linde de su jurisdicción con una vecina, donde en una casita se reunían con los curas de ésta, discutían sus periódicos y se volvían al anochecer ya, a sus respectivos pueblos. En las noches de invierno solía reunirse con el médico, el maestro y un indiano, a echar su partidita de mus, tute o tresillo, comentaban largo rato la última jugada, y se volvía a su casa, para recomenzar al día siguiente la misma vida. Su mayor distracción eran las comilonas, que entre los curas de varios pueblecillos de los contornos solían armar de vez en cuando, comilonas que terminaban de ordinario en largas partidas de banca, a que alguno llevaba sus ahorrillos todos.
La filosofía de don Emeterio era la del Eclesiastés, salomónica, y lo más de la vida se pasaba en dormir y comer, casi únicas distracciones de su existencia.
La primera visita de Ignacio fue para la familia del novio, Toribio, cuyos padres le obligaron a tomar un bocado, único agasajo que comprendían y que se hallaba a su alcance.
Acostóse rendido y al despertar por la mañana díjole su tía que la bendición nupcial se había verificado ya, en el pueblo de la novia, y que la comitiva llegaría pronto.
Habíase arreglado la boda por los padres y casamenteros con todo el argumento que requiere el caso. El novio llevaba una casería valuada en 6.000 ducados, dote que por ella tuvo que entregar el padre de la novia a su consuegro, que tenía ya con ello a su vez con qué dotar a una hija. Obligábase, de añadido, a pagar a sus padres, cuando murieran, entierro de segunda. Y así resultaba compradora la novia de heredad y de quien se la trabajara. ¡Cuántas deliberaciones para este arreglo y qué de veces estuvo a punto de romperse antes de que los novios se vieran para aceptarse!
Al rayar el sol oyeron Ignacio y los que con él esperaban en casa del novio los chirridos de los carros del ajuar, cuyas ruedas enresinadas cantaban por la carretera, los jijeos y relinchidos de la comitiva que alegraban la verdura del campo, y algún que otro tiro de salva, a que contestaron. Distinguieron por fin a través de los árboles, bañado en los primeros rayos del sol, el movible promontorio blanco del carro del ajuar, colmado que era una bendición, sobre él la cama, y coronada ésta por la rueca, símbolo del trabajo doméstico y señera de la edad social de santa igualdad familiar. Seguían otros carros con sendos muebles, para hacer más bulto, y en derredor mujeres con cestas de regalos. Delante un amigo del novio disparaba al aire tiros de sola pólvora.
¡Qué hermosura!, exclamaban las viejas, enjugándose alguna los ojos al recuerdo de su vieja rueca, lenta y melancólica, con la que había hilado el hilo para los pañales de sus hijos y para la mortaja que le esperaba. Llegaron al cabo los de la comitiva, endomingados, el novio silencioso y con aire de chico que acaba de hacer una picardía, la novia serena, coloradota y más alegre que unas castañuelas, una buena moza, sanota, ancha de espaldas y de caderas, fuerte y sufrida layadora que anunciaba una madre robusta y una excelente ama de cría.
Hízose corro, y, bajándolos del carro, empezaron a extender ante los convidados los arreos del ajuar, que reflejaban en su blancura toda la vida del sol matutino. Pregonábalos, con sus precios, una mujer, uno a uno, según los iba tendiendo a la vista de todos, y al terminar la exposición añadió unas palabras diciendo que la novia llevaba, por su parte, algo más con que dar gusto al marido, acostumbrada coletilla, a que sonrieron todos.
Vino luego la comida, reposada y larga, en la que hizo el principal gasto un seminarista, hermano de la novia. Reían todos las gracias del estudiante y desesperábase, por no entender bien el vascuence corrido, Ignacio, que, con el vaso siempre lleno delante, contemplaba la frente serena y los ojos bovinos de una rubia que estaba frontera a él, rubia con la que el estudiante, encandilados los ojos, bromeaba, haciéndola reírse a carcajadas.
Cuando se levantó Ignacio de la mesa y se asomó a la vieja balconada de madera, las nubes le oprimían el espíritu, y sintiendo la sangre, veía todo turbio, mientras se le despertaba el ánimo con que cayó por vez primera en el pecado de la carne. El vaho del campo les excitaba. Empezado el baile, bailó con frenesí, para sudar el deseo, con la aldeanilla de la frente serena y los bovinos ojos, viéndola saltar ante él, sobre el fiando verde del campo. El seminarista danzaba también, como una peonza, dando chillidos.
Habíaseles apenas reposado la comida, cuando les hicieron merendar. Ignacio sentía bascas y mareo. Ya de noche fuese con el estudiante a acompañar a unas muchachas a sus caserías, sin saber lo que le pasaba, pues el vino, la comida copiosa, la agitación del baile, le entorpecían. El estudiante, chispo del todo, bromeaba con la moza rubia, hacíala que se riese con toda el alma, dábale teutones, rejijeaba y chillaba, mientras en la cabeza, como estopada, de Ignacio resonaba de extraño modo el eco de aquellas carcajadas frescas que parecían salir del campo mismo. Sentía impulsos de agarrar a la moza a que acompañaba, restregarla, rodar con ella por el suelo, confundirse en uno, y se limitaba a acariciarle la cara haciéndole reír con su poco vascuence chapurrado. Encontrábase cohibido, atado, se acordaba sin saber por qué de Pachico y como si allí presente, le mirase burlonamente.
Despertóle a Ignacio al día siguiente, molido y apoltronado en su carnota, después de pesadillas de lujuria, la voz del tío cura que le gritaba: «¿qué tal?, ¿se ha pasado la mona?» Pasó el día desmadejado, casi triste, con los convidados que aún quedaban. El estudiante había recobrado su timidez habitual, pareciendo avergonzarse de la presencia de Ignacio.
Al siguiente día, muy de mañana, dejando los novios el tibio regalo de la cama, se habían ido a bregar con la tierra perdurable que les comería un día. A Ignacio íbansele las horas a paso de buey, se aburría ocioso en aquel pueblo en que trabajaban todos.
El cuarto día de su estancia, acabada ya la boda, se despertó muy temprano con el trajineo de la tía Ramona, saltó del lecho, y salió al campo con el alba. El sol empezaba a sacudir a las montañas de su sueño; la niebla, levantándose de la sombra de las encañadas, se desperezaba lenta, dejando entre los árboles jirones que acababa por arrastrar el viento; doraba el sol las cimas, e iban las sombras bajando de ellas. Como voces de la montaña, brotaban a las veces de sus flancos balidos contestados por el valle con algún mugido prolongado y quejumbroso. Ignacio, olvidado de las disputas políticas de la villa, se dejaba ganar por el campo.
Era día festivo, y supo lo que es donde tienen todos que trabajar. Desde muy temprano habían empezado a recorrer la carretera las mujeres con sus mantillas, y entre ellas, de prisa y corriendo, la tía Ramona, que iba a orar por su breve marido. Dirigióse Ignacio desde el monte a la parroquia, núcleo de la anteiglesia y principio de su unidad, donde, acudiendo de sus diseminadas caserías, desparramadas por el valle y las montañas, se reunían los domingos y fiestas todos los que en ella fueron bautizados, para honrar a sus padres, que dormían juntos bajo el suelo de la iglesia.
Concluidos los toques de llamada, empezaron a entrar a misa los que en el pórtico esperaban. En primera fila, en los bancos cabezaleros, de largas capas los que llevaban el año de luto, hasta de hijos muertos segundos después de nacer. Pocas misas había oído Ignacio con mayor complacencia que aquella misa de aldea, en mística y callada comunión con los verdaderos hermanos de sus padres, mientras el coro, el pueblo, contestaba desentonadamente, en la vieja lengua litúrgica que no entendía, en el sonoro latín, al sacerdote. Y luego, mientras el cura despachaba los responsos ante las sepulturas sobre las que ardían, en sus cruces de madera arrolladas, las cerillas por los muertos, quedóse en el atrio, la puerta de la iglesia, el primitivo lugar de las asambleas populares, a la sombra del templo, entre los caseros. Muchos de éstos fueron a saludar al hijo de Peru Antón, el de Elezpeiti, y los más se le presentaron como parientes. Y era de ver cómo conversaban por palabras sueltas, ellos en su escasísimo castellano, en su paupérrimo vascuence él.
Hablaban ellos entre sí de los cuidados de su vida, y preguntaban a Ignacio, como a forastero, de Bilbao, por la marcha de los sucesos políticos, que parecía, sin embargo, interesarles muy poco. El día de la Gloriosa había sido para ellos como los demás días, como los demás sudaron sobre la tierra viva que engendra y devora hombres y civilizaciones. Eran los silenciosos, la sal de la tierra, los que no gritan en la historia. No se quejaban, como en la villa, del gobierno ni le culpaban de sus males, la sequía o el pedrisco, el carbunclo o la epizootia, no eran debidos al hombre, sino al cielo. Viviendo en trato íntimo y cotidiano con la naturaleza, no comprendían la revolución; la costumbre de habérselas con aquélla, que procede sin odio y sobre todos llueve lo mismo, les daba resignación. Obrando sobre ellos sin mediación de estado social, hacíales religiosos; no veían a Dios al través de los hombres. Tampoco se había roto para ellos el primitivo nexo directo entre la producción y el consumo; confían la semilla a la tierra y al cielo, y aprenden a esperar. Arrasaban la borona de su alimento sin culpar al hombre en las escaseces de maíz. Dependían de su tierra y de su brazo, sin más mediador entre aquélla y éste que el amo, cuyo derecho de propiedad acataban sencillamente, cual un misterio más, tan natural como los sucesos todos diarios, a él sometidos como al yugo sus bueyes, borrada en su conciencia colectiva la memoria del arranque de la historia, cuando nacieron gemelas la esclavitud y la propiedad, como estaba borrada en cada uno de ellos la del momento primero en que abriera llorando su pecho al aire de la vida. Cara a cara de ésta vivían, tomándola en serio y con sencillez, sin intención segunda ni reflexión alguna, espontáneamente, esperando, sin pensar apenas en tal esperanza, otra, arrullados por el campo en un canto silencioso, como canto de cuna para la muerte. Labran su vida, y sin desdoblarla reflexivamente, dejan que la fecunde el cielo. Viven estancados por la resignación, inconcios del progreso, con marcha vital tan lenta como el crecimiento de un árbol, que se refleja inmóvil en aguas, que no siendo ni un momento las mismas, parecen muerto espejo sin embargo.
Después de misa fuéronse los más a la taberna, el hogar colectivo laico, la bolsa de contratación, el centro de los tratos y contratos que acaban, indefectiblemente, en comilona. Allí se hundían en su mayor preocupación, el ducado, y allí se entregaban a la casi única distracción de su vida, el alboroque.
Todos los aldeanos pensaban lo mismo, oyéndolo de boca del cura. Empezaban éstos a atizar el friego.
El cura de aldea, aldeano letrado, segundón de casería pasado de la laya al libro, recibe en su cabeza el depósito del dogma, y se encuentra al volver a su pueblo saludado con respeto por sus antiguos compañeros de bolos. Es un hermano y a la par el ministro de su Dios, hijo del pueblo y padre de las almas, ha salido de entre ellos, de aquella casería del valle o de la montaña, y les trae la verdad eterna. Es el nudo del árbol aldeano, donde se concentra la savia de éste, el órgano de la conciencia común, que no impone la idea, sino que despierta la dormida en todos. Cuando les hablaba, bajaba desde el púlpito la palabra divina como una ducha de chorro fuerte sobre aquellas cabezas recias y consolidadas, recitábales en su lengua archisecular el dogma secular, y aquellas exhortaciones en el silencio de la concurrencia, eco vivo que las redoblaba, eran de efecto formidable.
¡Siglo de las luces! ¡Mucho vapor, mucha electricidad! ¿Y Dios, que es la electricidad y el vapor verdaderos?... El ferrocarril lleva la corrupción a los más escondidos valles. Las familias apenas se recogen ya a rezar el santo rosario; y mientras el buen casero, apoyado en su laya, sobre la tierra regada con su sudor, cuando se ha puesto el sol, a la oración, se quita la boina y reza, el negro allá, en su escritorio de Bilbao, adora al becerro de oro, y medita el engaño. ¡Cómo iban muriendo las buenas costumbres viejas! Por lo mismo Dios irritado, concitado su rigor, mandaba sequías y chubascos, y epidemias al ganado; castigaba a todos, para que los buenos se alzaran en su defensa.
Era la voz de la quietud turbada, de la enervadora resignación, molesta por la incontentabilidad del vecino.
En vez de reprenderles sus vicios, reprendíales los de otros. Era una señal del tiempo. Y con todo ello iban despertando poco a poco al espíritu del labrador contra el del mercader, al hombre de la laya contra el de la pluma. El pobre aldeano, sin tiempo para ocuparse más que en su labor, tenía ahorrados los viejos dogmas, y venía el mercachifle a arrancárselos, ofreciéndole en cambio teorías averiadas, de tierra de impíos, así como le quitaba poco a poco sus buenas onzas de oro a cambio de papel, invención de liberales. Estos, los liberales, eran los merchantes y los marinos, o gente recién llegada, cuya familia apenas hay quien conozca por completo. Lols bilbaínos entraban en los pueblos en son de conquista, pisaban al bato la sementera, y le manoseaban la mujer.
Al salir de misa, en el pórtico, remachaba el cura sus sermones, poniendo en claro todo aquello que el respeto al templo le impedía dar como palabra divina.
Trabó Ignacio relación con un inquilino de su tío, un tal Domingo, del monte, y fuésele la afición tras de él, de manera que apenas se le separó en los días que hizo en la aldea. Fue un acceso de sentimentalismo campesino, el resultado de sus viejas correrías por las montañas.
lbase allá apenas amanecía, para volver después de la comida y hasta la noche. Con él se iba a la heredad, empeñándose en hacer algo de su parte. En la casería se ocupaba en desgranar mazorcas o desenvainar habichuelas, rodeado por los muchachos, en aquella cocina de techo ennegrecido. Y se estaba casi todo el día allí, donde tenían para él tanto encanto la oración de la mañana, la bendición de la mesa y el ángelus, cuando la única voz pública de la aldea daba al aire repocado sus notas metálicas y pastosas. En un rincón, tras de la caldera que pendía del techo en medio de la pieza, una viejecita, la abuela de Domingo, ciega y con la razón adormilada, en la sombra, repasaba las horas muertas las cuentas de su rosario, rezando a las benditas ánimas del purgatorio. Y a Ignacio se le oprimía el pecho al ver que allí la tenían abandonada, como a un mueble viejo y de estorbo, dándole como de limosna las sobras de la comida. ¡Qué lágrimas las de aquellos ojos muertos, cuando se posó en sus descarnadas manos una mano caliente, joven y fina, la de un ángel sin duda! «¡qué señor tan bueno, Dios le bendiga!»
A la caída de la tarde, cuando Domingo dejaba la labor, sentábanse él e Ignacio al socaire, junto a los lozanos maizales. El aldeano sacaba de la boina su tabaco, atracaba la pipa de barro y quedábase contemplando a la vaca roja, que se dibujaba sobre el verde del campo. Ignacio, sentado junto a él, callaba.
—Esto es triste para bilbaíno —decía Domingo, empezando a disertar acerca de los señores que trabajan con la cabeza, labor más dura que la del campo. Era su tema favorito, porque le costaba mucho pensar, pero notábase desde luego que lo exponía cual lección aprendida, reservándose siempre su propio pensamiento, informulado para él mismo.
Callábase luego, y mientras Ignacio sentía que le entraba en el alma, dulce como la leche, el campo preñado de reposo, Domingo, dando largas chupadas a su pipa, saciaba su vista en la vaca, acariciándola con la mirada. Porque la vaca le daba cría, leche, abono y trabajo, era su providencia y su orgullo. Con una prestada había empezado a vivir, y otra que vendió, con su cría, en la feria de Basurto, le dio cuarenta duros, en oro, enterrados en el fondo del arca, el principio de sus ahorros. Diríase que su casta, en la larga convivencia con el buey, había tomado de él la resignación y la calma fuerte, la laboriosidad, el paso lento con que le seguía tras la rastra y el arado, paso a paso, siguiendo el surco fecundo y que como el toro, también su casta, sacada de sus nativos pastos, embestía con vigor, llenando los campos ajenos con sus hazañas.
Ignacio penetró en la vida sosegada de Domingo. Era la casería una de las más antiguas de Vizcaya, de armazón de madera. Era un hermoso ejemplar de la vivienda del pastor que se hace sedentario, testigo vivo del período de transición del pastoreo al cultivo del campo. El granero y la cuadra, sobre todo ésta, la ocupaban casi por completo; resultando así una cuadra con apéndices para las personas. Había en ella algo de vegetal, como brote de la tierra misma, diríase era una espontánea eflorecencia del suelo o un capricho geológico. Un parral cubría su fachada; y trepaba por sus costados, abrazándola amorosamente, la yedra verde, por entre cuya trama asomaban las reducidas ventanas. Y tenía a la vez cierta fisonomía humana, como si se hubieran en ella impreso los silenciosos dolores y las oscuras alegrías de vidas ignoradas. Parecía nacida allí, a la vez condensación del ámbito rural y expansión del hombre, del encuentro de uno y otro, rústica y vieja, hecha a las lluvias, los vientos, las nieves y las tormentas, triste y seria.
Una gran pieza a ras del suelo estaba dividida en cocina y cuadra, separadas por un tabique mampara, en que por unas aberturas pasaban las vacas sus cabezas para tomar el pienso, comiendo así el ganado y sus amos en familia. No había chimenea, y así el humo fortificaba las vigas y mantenía seco el camarote, según Domingo. El humo buscaba salida por las ventanas o el tejado, pareciendo, cuando humeaba éste, el vaho del sudor de la casería o la humareda de la ofrenda de un altar. Mientras Domingo comía su borona en leche o sus patatas, podía rascar el testuz a las vacas, que comían junto a él, sentir los resoplidos de su aliento, verles llevar de un lado a otro del morro el maíz fresco; y ellas, cuando bendecía él la mesa, mirábanle con sus dulces ojazos húmedos, impregnados de resignación, como si quisieran tomar parte en la plegaria. Y cuando mugían, resonaba su voz pastosa en la ahumada cocina. En invierno calentaban el hogar con su calor, y a la vez con la fermentación de su estiércol, mientras dormía la familia, con las aberturas todas herméticamente cerradas, respirando aire gastado y espeso.
Por la noche cogía Ignacio la cama con un gusto que hacía tiempo no experimentara, y muy pronto, al calor del lecho, asediábanle imágenes lúbricas, de que trataba de defenderse. Poníase a rezar, y alguna vez se levantó para refrescar el cuerpo. Fue como una vuelta a los tiempos en que luchaba más con el pecado.
Al amanecer corría de nuevo a la vieja casería del monte; al paso encontraba la de la moza de ojos bovinos, con quien había bailado el día de la boda, y aunque tal paso no era por el camino derecho, siempre iba por él. La muchacha, al verle, sonreía, suspendiendo un momento la labor. Ni ella sabía castellano, ni él vascuence, y era un juego para los dos repetir las pocas frases sueltas que cada cual conocía del idioma del otro.
—¡Buenos días!
—¡Egun on!
—Bilbaino loco, burla aldeano.
—Nescacha polita; ederra...
Echábase ella a reír con todo el pecho y toda el alma, mientras Ignacio se la comía con los ojos. Un día que la halló con un montón de heno, fue tal efecto del olor de éste, que le subió una oleada de sangre a la garganta, y sintió con palpitaciones, impulsos de violencia, mientras ella le miraba sonriendo. Era su hermosura reflejo de salud, hija de los aires, las aguas y los soles; su alegría calmosa como la del campo. Había en su cara la frescura de la tierra, asentábase en el suelo como un roble, aunque ágil además como una cabra; tenía la elegancia del fresno, la solidez de la encina y la plenitud del castaño. Y sobre todo los ojos, ¡aquellos ojazos de vaca, en que se reflejaba la calma de la montaña! Era como un producto de la aldea, condensación del aliento de las montañas; estaba amasada con leche de robusta vaca y jugo de maíz soleado. En ella se resumió para Ignacio toda la labor que la vida de aldea ahondó en su alma; todas las sensaciones de aquellos días las llevó congregadas y condensadas en la imagen de la muchacha.
Momentos había, sin embargo, en que le ganaba la honda tristeza de la aldea, la melancolía que brotaba como sutil efluvio de aquel silencio, cuya voz parecía el rumor constante del regato; de aquella gama monótona de los verdes, desde el desteñido y amarillento de los trigos, hasta el negruzco sucio de las arboledas lejanas.
Cuando a los pocos días se volvió a Bilbao, acordábase en el camino de Rafaela, mientras llevaba la visión de la aldeana; diose cuenta del parecido entre ambas, y apenas puso el pie en su calle oscura, llena del caleidoscópico espectáculo de los géneros de los comercios, a la vista pública, sintió el hondo cariño a su Bilbao, que de cerca le repelía, y le llamaba al alejarse. Las sombras de la calle parecían abrazarle; brotaban de ellas los desvanecidos recuerdos de su niñez. Desde su rincón oscuro volvió a ver a la aldeana tal como se le había aparecido una mañana en la revuelta de una vereda, con la saya recogida, calzada de mantarres y abarcas, con la hoz en la mano y medio oculta la cabeza bajo un hato de heno, que sólo dejaba ver una boca fresca que sonreía en un rostro tostado por el sol de los campos.
La visita a la aldea reconfortó a Ignacio, y cuando después de ella encontró a Pachico, no le parecieron ya tan absurdas las paradojas de éste.
Después de la gran manifestación del 18 de junio, vigésimo quinto aniversario de la exaltación de Pío lX al solio pontificio, de aquella explosión de triduos, colgaduras e iluminaciones, de aquella fiesta en que a las barbas mismas del rey intruso, hijo del carcelero del papa, se hartaron de gritar ¡viva el papa rey!, hablaba el tío Pascual de guerra, lo cual hacía suspirar a Pedro Antonio, que pensaba en sus ahorros puestos a la causa.
Gambelu, irritado por el nombramiento de la Diputación liberal intrusa, pedía que se entendieran don Carlos y Cabrera.
—¡Tanta ley, tanta constitución, tanto reglamento! —exclamaba—. Aquí vivimos hace siglos con nuestros buenos usos y costumbres... Para los buenos bastan los mandamientos de la ley de Dios, para los demás hecha la ley, hecha la trampa...
Y como él pensaban todos aquellos hombres, para quienes pensar era obrar.
—¡Democracia la nuestra! Cuando venga el Rey, ¡de él abajo ninguno! —y continuaba desarrollando su programa de ¡guerra a la ciudad! y ¡duro en el rico!
Hablábase por todas partes de la guerra próxima, y el fuego iba ganando a todos. Los jóvenes, amamantados por sus padres con los recuerdos de los siete años, llegados a edad madura, no querían ser menos que ellos; Ignacio temía que se resolviera la crisis sin guerra. El mismo Pedro Antonio narraba con más calor que nunca las hazañas de la epopeya de su vida, y suspiraba como nunca por don Tomás, cuya sola presencia hubiera evocado el triunfo.
Conspiraban pueblo, clero y milicia; la nobleza desairaba a Amadeo, armando la conjuración de las mantillas; y sólo resistía la clase que creó Mendizábal al pretender que dejase de ser España un convento-cuartel.
Agitadores de allende el Ebro acudían al país vasco a sacudir la timidez de la raza, mientras en Castilla no era la agitación tan grande, pues harto tenían con pensar en el pan de cada día.
Hablábase en el Casino de la próxima sublevación, asegurando que estaba preparado todo, sin que faltara más que la señal. Valía más la guerra franca que la paz disfrazada. Contábanse mil atropellos en carlistas, y preferían todos morir de un balazo a sufrir los plumazos de los cagatintas. Era asqueroso aquel hormigueo de rencorcillos desgalichados, y mucho más noble agarrarse de una vez, zurrarse de lo lindo la badana, romperse la crisma si venía a mano, y luego, acardenalados de los golpes y resoplando de fatiga, abrazarse vencedor y vencido y mezclar en el abrazo sudor con sudor y aliento con aliento. No era la guerra lo que venía, era el triunfó. Se levantarían todos en masa y los liberales tendrían que ceder; cederían los mercenarios de la revolución al empujón de los hijos de la fe. Iban a la guerra porque querían paz, verdadera paz, la que se asienta sobre la victoria.
No iba a ser una campaña, sino un mero paseo militar, perspectiva que contrariaba a Ignacio, así como lo de que dispusieran del ejército. Decíase también que se esperaba a Catelineau, el héroe de la Vendée.
Ignacio, excitado por la atmósfera moral belicosa, iba alguna vez a dar, al salir del Casino, en el cuchitril de antaño, y al entrar, ya muy tarde, en casa, la tos de su madre le decía: ¿cómo a estas horas?, ¿qué has hecho, hijo mío? Se acostaba con la cabeza en fuego, pensando en la palabra que dio de echarse al monte.
A fines del 71 díjose que don Carlos, renunciando a la guerra, se echaba en manos de Nocedal; pero a pesar de ello continuaron los cuchicheos con militares vestidos de paisano, los misterios y medias palabras y el repetir ¡pronto será!, todo lo cual aseguraba don Eustaquio que habría de parar en cruces, títulos, mercedes, bandas de María Luisa, ascensos y gracias, que reconocería el gobierno al cabo.
—Con discursitos nada haremos —exclamaba el tío Pascual.
—¡Cabrera!, ¡Cabrera! —repetía Gambelu.
—¡Cuánto mejor someter la cuestión al arbitraje del Papa! —añadió don Eustaquio.
—¡Qué inocentada! —exclamó vivamente el cura, añadiendo—, ¡qué Papa ni qué chanfaina! El Papa en lo suyo, y nosotros en lo nuestro. Nuestros reyes, que eran piadosísimos, sabían en lo temporal tenerle a raya...
—¿Y la infalibilidad?
—¡No diga usted majaderías! La infalibilidad se refiere a materias de fe y costumbres, y cuando habla ex cathedra, nada tiene que ver con esto...
—Sí, hecha la ley hecha la trampa..., ¡vaya unos curas!
—¡Vaya unos ignorantes!
—¡Les mandan predicar paz y predican guerra!
—Cristo viene a traer guerra...
—Y ustedes, a cobrar del gobierno.
—¡Y usted, usted! —dijo el cura tomando un tono lento y reconcentrado—, un haragán que chupa del presupuesto... A usted que no le toquen en el convenio...
Separábanse. «¡Valiente bruto!» murmuraba el uno, «¡vaya un tío!» se decía el otro, y al siguiente día sentía cada uno de ellos la necesidad del otro, y el que antes llegara a la tertulia estábase impaciente hasta que llegase el otro. Necesitábanse mutuamente, acudiendo a la tertulia a molestarse, soltándose veladas alusiones. El día en que el uno parecía quedar sobre el otro, salíase éste amoscado y taciturno, mas por dentro se querían con un cariño que tomaba forma de rencor, en solidaridad de beligerantes que se completan. Necesitábanse y se deseaban para derramar cada uno de ellos en cabeza del otro la irritación que el estado de las cosas le producía.
Entraba el tío Pascual y desde luego:
—¡Vamos, don Eustaquio, está usted de enhorabuena!
—¿Por qué?
—Han nombrado príncipe a Espartero, el duque de la Victoria..., ¡mire usted que llamar victoria al convenio!
De semejante manera solían empezar las escaramuzas, sostenidas ya a cuenta de los asuntos carlistas, ya a propósito de las borrascas de las Cortes, ya del alzamiento que se preparaba. Gambelu intervenía sacando a relucir a Cabrera, en quien ponía toda salvación.
Ignacio no hacía sino pensar en la campaña. Nada de resignación ya; los tísicos del alma se resignan y dan en cavilar bajo el yugo, masturbándose la mollera, se hacen revolucionarios parlanchines, y cuando hartos ya de tanta cabronería, quieren alzar el gallo y resistir, encuéntranse sin saliva en la garganta, de haber tragado tanta, y sin meollo en la voluntad, capaces sólo de un ataque epiléptico. ¡La guerra, la guerra a todo trance!
El alzamiento iba a ser cosa de juego, de coser y cantar, mera amenaza. Bastaba ya de novenas, triduos y desagravios. Los liberales que tenían algo que perder se acoquinarían, acabando por ayudarles. Nada de sangre; dominarían a Bilbao sin un tiro, y los caballos de las huestes de don Carlos beberían las aguas del Ebro a los cuatro días de entrar en España, para tomar refrigerio y continuar triunfalmente hasta la corte.
El pretexto habían de ser las elecciones.
Los liberales habíanse armado por su parte. Don Juan se alistó en la milicia, temiendo más a los bulliciosos voluntarios de la libertad, que a los carlistas.
Llegaron las elecciones, tan escandalosas como se las habían los carlistas prometido. Volvieron en ellas los hombres a sus prístinos instintos, limitando la ley moral al partido, como a su tribu el salvaje; fue lícito matar al enemigo; tropeles compuestos de hombres incapaces de robar aislados, rolaron en cuadrilla actas; desbordáronse todos los semicriminales, y en todo apareció, más o menos, el fondo de criminalidad. El pueblo al ejercer su soberanía, rompió toda ley, mostrándose al desnudo, tirano y esclavo en una pieza.
Contóse en la tertulia cómo se habían echado sobre el gobierno todos los de oposición, radicales, moderados, federales, carlistas, dinásticos y antidinásticos. Aquellas cortes serían las de los lázaros, pues tantos y tantos, muertos en la elección, resucitaron en el escrutinio. Hubo mesa presidida por coroneles de la guarnición, y en otra los cañones ampararon el escrutinio.
—¡Ya está echada la suerte, alea jacta est! —dijo el cura levantándose— lo dijo don Carlos: «¡Carlistas!, ahora a las urnas; ¡después a donde Dios nos llame!»
—Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer —murmuró (Ion Eustaquio, revistiendo con este refrán, quintaesencia del espíritu conservador y escéptico, el fondo de sus temores egoístas.
Capítulo II
Querido Rada: El momento solemne ha llegado. Los buenos españoles llaman a su legítimo Rey, y el Rey no puede desoír los clamores de la patria.
Ordeno y mando que el día 21 del corriente se haga el alzamiento en toda España, al grito de ¡abajo el extranjero!, ¡viva España!, ¡viva Carlos VII!
Yo estaré de los primeros en el puesto de peligro. El que cumpla, merecerá bien del Rey y de la patria; el que no cumpla, sufrirá todo el rigor de mi justicia.
Dios te guarde.
Esta orden enfática provocó pasajero levantamiento primaveral. El domingo, 21 de abril, reuniéronse los comprometidos en el Casino, y desde allí se dirigieron, después de oír misa, para quitarse desde luego el cuidado, al campo, por grupos formados en su mayoría de aldeanos establecidos en la villa. Iban algunos brincando y saltando al son de pito, como de romería, y hubo quien, en víspera de boda, la aplazó hasta que la manifestación pasara.
Don Miguel Arana contemplaba en la plaza del mercado la marcha de los voluntarios, recreándose con el reflejo de la alegría de los que marchaban, gozando en la contemplación de aquel descuidado impulso juvenil. ¿Quién pudiera irse con ellos y como ellos? —pensaba—, ¿quién fuera libre de danzar y brincar por las calles, y de hacer de la guerra una fiesta?, ¡suyo es el mundo!
Ignacio, luchando entre el respeto a sus padres y el anhelo de irse al monte, acompañó a Juan José a misa, y luego en un gran trecho de camino. Sentía oscuramente que sin la voluntad de sus padres jamás llegaría a ser verdadero voluntario.
Siguiéronsele días de ansiedades, en que ascendiendo solo a las alturas que rodean a la villa, registraba con la mirada los repliegues todos del terreno, atento a descubrir a los suyos, deseando su venida entonces que Bilbao estaba desguarnecido.
El siguiente domingo, don Juan Arana, que sostenía muy someras relaciones con Pedro Antonio, entró en la tienda de éste por la mañana, so pretexto de comprar una golosina.
—Ha visto usted esos batos —dijo al chocolatero de pronto—, nombran una diputación por las armas y llaman a la nuestra ilegítima.
—¡Vaya todo por Dios!
—No sé qué van buscando ustedes...
—¿Nosotros?
—Bruno, sí, los amigos de usted. La culpa tiene quien deja libres a los curas, que abusan de tal modo del confesonario...
—¡No diga usted esas cosas, don Juan! —dijo Josefa Ignacia.
—Sí, lo dicho —prosiguió, exaltándose al no verse contradicho—, lo menos cuarenta curas se han ido al monte..., ¿les parece a ustedes?
—No lo creo.
—¿Y por qué no lo has de creer, mujer?
—Y a todo esto el obispo ni una pastoral... Debían suprimir esa catedral, foco de conspiración...
«Debo de producirles extraño efecto; de seguro que se dicen: ¡qué rabioso!», pensaba don Juan; y a punto en que entraban Gambelu y don Eustaquio, prosiguió:
—Mientras no se triture a esos aldeanos no habrá cosa derecha... Hay que arrasar a esa gente, que pide más agua cuánto más llueve...
—¡Alto!, ¡pare usted los pies ahí! —exclamó Gambelu, a la vez que Pedro Antonio decía calmosamente:
—Vaya usted a arrasarlos.
—Ya llegará Serrano.
—¿A decir esas cosas ha venido usted, don Juan?
Esta pregunta de Josefa Ignacia fue jarro de agua fría para don Juan. Viose por un momento desde fuera, tal cual le veían los otros, comprendió sus miradas, reportóse de súbita irritación interna, y diciendo: ¡éste es un foco de conspiración!, recogió su compra y salió exclamando en sus adentros, al respirar el aire de la calle: ¡buena les he soltado, pero buena de verdad!
—No les falta razón del todo —dijo don Eustaquio y añadiendo—: ¡Ya le tenemos aquí! —sacó la alocución que diera don Carlos el dos de mayo.
Lo de rigor, el sagrado fuego de la independencia, guardado a través de cuarenta generaciones, y su obligado acompañamiento. Al acabar de oírlo leer, preguntó Pedro Antonio con calina: Y nuestra gente ¿por dónde anda? Era la primera vez que llamaba nuestra a la gente del levantamiento.
Cuando llegado don Juan a casa, se encontró con la mirada serena de su hija, sintió toda la necedad del papel que había hecho en la confitería.
¡Qué pánico en Bilbao el día de la Ascensión, por cuatro tiros oídos sobre la plaza del mercado! Huían despavoridas las aldeanas, abandonando su vendeja algunas; cerráronse a toda prisa las tiendas. Temíase entrara de un momento a otro el enemigo, que tenía acorralada allí cerca, a legua de la villa, a una columna salida de ésta la víspera. Cruzó don Juan corriendo la calle, a armarse, mientras el chocolatero sonreía, de codos en su mostrador; repercutía la llamada de corneta en las calles desiertas; de cuando en cuando asomaba una cabeza a alguna ventana, a registrar con la mirada la calle. Ignacio, que iba al encuentro de los suyos, oyó llorar en una casa, y en otra un «¡patrona, asómese a ver por dónde vienen!» contestado con un «¡vaya un militar!»
—¿Qué será cuando vean la gorda, la verdadera gorda? —dijo Pedro Antonio al saberse que todo ello no había pasado de una broma, que cuatro chicos del enemigo quisieron dar a la villa.
Siguiéronse días de ansiedad. Don Juan, indignado de que resistieran los batos en Mañaria y Oñate, después de las noticias del copo de Oroquieta, y de los rumores de huida, muerte o prisión de don Carlos, su rey, pedía que les deshiciera Serrano dentro de aquel triángulo en que proyectaba encerrarlos. Y he aquí que de pronto suena la voz de convenio. ¡Convenio! Levantó Bilbao su grito al cielo; sin haber roto un plato, eran ellos, los de la villa leal, quienes iban a pagar los vidrios rotos.
Con Juan José, de vuelta ya de la breve campaña, fue Ignacio a presenciar el recibimiento que la villa hacía a Serrano, el del convenio, saludándole con silba.
—Con mamarrachos como éste bien pueden alzar el gallo tu padre y otros como él...
—¿Y con usted, quién se mete? —contestó Ignacio al encontrarse con el padre de Rafaela.
—Calla, desvergonzado... ¡Fuerte, más fuerte! —exclamó enseguida, volviéndose a un chicuelo que junto a él se divertía en ensayar la potencia de su silbido.
El alzamiento pasó cual nube de verano, pero dejando germen de interminables disputas. Pronunciamiento de paisanos, nacido de una orden, terminó en un convenio; fue tan sólo un motín. Había sucumbido a la misma pesadumbre de su masa; el tiempo, que da resistencia, le mató en flor. Presentaron, además, al enemigo un lingote de hombres, en vez de una masa suelta que, como el azogue, se desparramara para volver a reunirse; efectos todos de la orden.
Don Juan, fuera de sí por el convenio, paseándose por el escritorio, exclamaba:
—¡Al bolsillo!, ¡al bolsillo! Duro en el aldeano..., repartimiento, conforme a fuero, entre los que han salido al monte y sus instigadores..., aumento de migueletes; que pague la provincia, menos Bilbao se entiende, el gasto de las tropas. ¡Quitarles la misa a los curas montaraces...! ¡Al bolsillo!, ¡al bolsillo! ¡Fuera cofradías y congregaciones... son contra fuero...! ¡Mamarracho!, nos llama liberales del tanto por ciento, nos abandona a esos facciosos, sale con que no puede inspirarse en sentimientos locales, sino en la conducta de los guerreros de la antigüedad..., ¡mamarracho!, ¡figurón...!, Juanito!
—¡Papá!
—¡A ver cómo no vuelvo a verte con el hijo del confitero!
Una tarde, en un chacolí, narró Juan José a Ignacio la breve campaña.
Habíanse reunido más de tres mil hombres, y formados siete batallones, hubo que despachar a no pocos chicos a sus casas, por falta de armamento. Con fusiles unos y con palos otros, empezaron el ejercicio. ¡Qué entusiasmo al recibir al batallón de encartados, que había desarmado, tras un tiroteo, a veinticinco guardias civiles! Fue un paseo, sobre todo en un principio. Salían los caseros a ofrecerles agua, pan, leche, huevos, queso; llegaban por las veredas, haciendo resonar los montes verdes con sus jijeos, como de romería, las hermanas portadoras de la muda; de los pueblecillos salía la gente a verlos. Rodeados de muchedumbre que les aclamaba, respirando el aire de primavera que henchía la extensa vega, entraron en Guernica, y aquí formaron en el juego de pelota, en algarada de entusiasmo, cuatro mil hombres armados. Dieron vivas a la religión, a los fueros, a España, algún ¡abajo el extranjero! y ni un ¡viva Carlos VII! cual éste mandara y ordenara. Proclamaron allí su Diputación, por el sufragio armado, frente a la intrusa. Vinieron luego los combates, la muerte triste del jefe de las fuerzas, herido al frente de ellas; la marcha nocturna de veintiún horas, a la luna intermitente, por montes y jarales, durmiéndose muchos en pie, y por último el desaliento y el abandono y el convenio final.
Cuando Juan José terminó su relato quedáronse los dos contemplando el panorama que a la vista se les desplegaba; las montañas difuminadas en neblina, como visión de sueño, y Bilbao reposando tranquilo a sus pies.
Ignacio soñó aquella noche que de los montes circundantes bajaban a la villa tropeles de aldeanos, y que Rafaela corría despavorida, mientras gemía desesperado su padre, contemplando el saqueo de su almacén.
Fluyó el verano en calma, mientras continuaba la guerra en Cataluña.
Visitó el rey Amadeo a Bilbao, y no pudo contener Pedro Antonio un compasivo ¡pobrecillo! el día en que le vio bajar a pie y con escasa compañía, las calzadas de Begoña, recibiendo de lleno el aguacero de un chubasco.
Don José María visitaba con frecuencia al confitero, yéndole con cuentos y chismes de miseriucas del olimpo carlista, de las disidencias de don Carlos, a quien trataba de cesarista, con la Junta, a cuenta de su favorito y secretario. Habíase hecho el buen señor cabrerista acérrimo, y no podía tolerar que el tío Pascual culpara a Cabrera de haberse casado con una protestante. Para el cura el modelo era el Santón, como llamaba don José María a Lizárraga, el general devoto, que persuadido de que Dios da a las naciones los reyes que se merecen, ponía sus manos sobre el pecho, consultaba su corazón y aceptando el que su Dios le daba, doblada la cabeza, pedía, si es que era azote, misericordia para sí, y conversión para el Rey.
—¡Generales como éste nos hacen falta!
—¡Lo que nos hace falta es programa —replicaba don José María—, un programa definido..., menos guerreros, menos héroes y más pensadores!
Y el buen señor, persuadido de que las ideas rigen al mundo, como la astronomía a los astros, íbase trazando en su interior escenas de visitas con éste o con el otro y sosteniendo silenciosos diálogos, mientras arqueaba las cejas y accionaba, sin darse de ello cuenta.
Ignacio y Juan José leían en tanto con avidez los relatos de la campaña de Cataluña, exaltándose con aquella guerra de gatadas, de sorpresas de ciudades a la luz del mediodía, y de tiros en las calles. Se entusiasmaban con el segundo Cabrera, con el demonio de las Cruces según los liberales, con el ex zuavo pontificio Savalls, especie de gato montés, a quien su rey pedía se arrancase del corazón, para derramarlo sobre los demás, parte del fuego santo que en él atesoraba.
Trascurrido el otoño en calma, empezaron a principios del invierno a pulular partidas y proclamas, mientras crecía el ruido del cura Santa Cruz, y se hablaba de las hazañas de Elío.
Llegó la nochebuena, la más larga de las veladas invernales, y aquella en que al abrigo, en el hogar doméstico, de la inclemencia del cielo oscuro, se celebra la fecunda formación de la familia humana frente a los rigores de la Naturaleza, conmemorando el religioso misterio de la bajada del Verbo Redentor al seno de la Santa Familia errante, en pobre portal, breve hogar de paso, en días de proscripción, y en noche larga y fría, mientras los ángeles cantaban «gloria a Dios en las alturas; y en la tierra, paz»; la bajada del Cristo a alumbrar a los que se asientan en tinieblas y a enderezar nuestros pies por camino de paz. Llegó la nochebuena, el gabón vasco, la fiesta vascongada, la fiesta que siendo común a todos los pueblos cristianos, toma en cada uno de ellos privativa fisonomía y se convierte así en la fiesta de raza, la de las tradiciones peculiares a cada pueblo.
Celebrábala Pedro Antonio en la chocolatería. Érale la fiesta recogida y dulce de su vida de plenitud de limitación; la fiesta en que le parecían danzar en el ambiente, dejando los rinconcillos de la tienducha en que reposaban, los imperceptibles nimbos de sus pensamientos de paz y de trabajo; la fiesta de los días grises, de las lluvias lentas, de las horas de reposo y de rumia mental junto al brasero.
Así que se propasaba un poco el chocolatero en la bebida, sentía desleírsele la capa que sobre el espíritu le amasara, con lo oscuro y lo húmedo de la lonja de trabajo, la labor del majadero; gritábale el vinillo generoso: ¡Lázaro, levántate!, y rota la costra, brotaba el juvenil Pedro Antonio de los siete años. Chicoleaba entonces a su mujer, llamándola hermosa; hacía como que iba a abrazarla, mientras ella, encendido el rostro, le rechazaba. El tío Pascual, asistente a la cena, reía, fumando un veguero, e Ignacio se sentía en tales momentos inquieto, incapaz de ahuyentar impertinentes recuerdos.
Esta noche es nochebuena,
Y mañana Navidad...
repetía Pedro Antonio, no sabiendo más de la canción. Después evocaba viejos cantares vascos, de lenta melodía monótona, oídos con recogimiento por su hijo, su mujer y el cura.
Aquella noche se empeñó en hacer bailar a Ignacio con su madre. Retiróse el cura, y Pedro Antonio, más en calma, recogiéndose en el mundo de sus memorias, recordó que aquella noche, la noche de paz y de retiro, la del espíritu de la familia, era además en su mundo interior la noche de la guerra.
—¡Nochebuena! Hoy hace treinta y seis años entró aquí Espartero... ¡Nochebuena, nochebuena! ¡Qué noche tan mala aquélla! Muchos chicos se habían ido a celebrar gabón con sus padres... Nevaba...
Relató una vez más la noche de Luchana, concluyendo:
—¡Si viviera don Tomás...! A mi edad cargaría aún con el chopo...
—No digas eso, Peru Antón...
—Calla, querida, calla; ¿qué sabes tú de estas cosas? Aquí tenemos a Ignacio; no ha de ser menos que yo..., para algo le hemos criado, y es hijo de su padre...
Esta voz, brotada de lo íntimo del padre, sacudió las entrañas al hijo, que aquella noche, insomne en el lecho por el hartazgo, sin poder pegar ojo, daba vueltas y más vueltas, revolviendo en su mente su mundo interior. La carne, ahíta de cebo, le hostigaba, trayéndole visiones del burdel; la sangre, febricitada por el vino, evocábale a la vez escenas de guerra; y allá, en el último término, cual fondo permanente, flotaba indecisa la imagen de las montañas.
¡Petición tenemos!, se dijo Pedro Antonio, cuando a los pocos días le llamó aparte don José María.
—¡El hijo daré, pero lo que es dinero, no suelto más ya!
Fuese el conspirador, calumniándole en su corazón: «¡Quiere que el hijo le trabaje el capital puesto a la causa!»
Entraron en el nuevo año, dimitió el rey Amadeo, harto de desaires, y al proclamarse la república, pudieron cambiar los carlistas su grito de ¡abajo el extranjero! por el de ¡viva el rey!, ya no ambiguo.
Ignacio y Juan José recorrían los montes que circundan a la villa, ansiosos de ver fuerzas carlistas, esperando se presentara Ollo con sus navarros de un momento a otro a las puertas de Bilbao. Llevaban al monte, y en él leían, las proclamas, que menudeaban por entonces. Allí, en la montaña, aquella retórica de convención inflamaba sus corazones sencillos.
«Habían confundido en el polvo del desprecio y del olvido», llenándola de insultos, a la dinastía intrusa del extranjero, del hijo del descomulgado carcelero del inmortal Pío IX, y redoblaron las proclamas al estrépito de la «escandalosa algazara de la bacanal revolucionaria», seguros de que «lo que Dios hace es permanente y flota sobre las tempestades de la tierra». Anunciaban que había sonado la hora. «¿Qué es lo que esperaban cuando la sociedad se derrumbaba, les amenazaba el caos y se acercaban las aguas del diluvio?, ¿cuando estaba la religión de su padres oprimida, la patria ultrajada, la monarquía legítima vilipendiada y amenazada la propiedad?, ¿cuando se lamentaba el sacerdote mendigando su sustento, gemía la virgen del Señor, y los amos de negros de Puerto Rico eran amenazados en sus intereses? ¡Vencer o morir!, que el Dios de los ejércitos no abandona a los suyos, si agrupados con fe enderredor a la bandera santa que tremoló en Covadonga y venció en Bailén, sin contar el número de los enemigos, quieren de veras, siendo esclavos, ser libres.»
Recordábase a los catalanes sus glorias pasadas, cuando impusieron leyes al Oriente; a los aragoneses la Virgen del Pilar, expulsadora de los soldados de la Revolución francesa, que pelearía a su lado; a los astures la sombra de Pelayo y la Virgen de Covadonga; y azuzábase a los castellanos contra «la Babilla de cínicos e infames especuladores, mercaderes impúdicos, tiranuelos de lugar, polizontes vendidos, que, como los sapos, se hinchaban en la inmunda laguna de la expropiación de los bienes de la Iglesia»; contra «los mismos que les prestaban el dinero al treinta por ciento, los que les dejaron sin montes, sin dehesas, sin hornos y hasta sin fraguas, los que se hicieron ricos comprando con cuatro cuartos y mil picardías todos los predios de la riqueza común, y lo hicieron gritando unas veces ¡orden! y otras ¡anarquía!» «Va a ser barrida tanta inmundicia y cieno; el día de la liquidación está cerca.»
Llamábanles ¡a las armas!; iban a arrojar de su seno a los hojalateros, a los que de las ruinas del moderantismo volteriano se levantaban traidores y raquíticos, a los que prepararon y amasaron con sangre de leales la negra traición de Vergara; el apático y el seducido iban a morder el polvo de su amargo remordimiento.
Llamaban a su lado a los soldados de la nación, de Isabel primero, de Amadeo después, de la república entonces, de España nunca. Bastaba de guerras civiles; todos serían vencedores. El Rey abría los brazos a todos los españoles, respetarla los derechos todos adquiridos, echaría un velo sobre lo cubierto por el Concordato, acogería a los sapos hinchados en la inmunda laguna de la amortización para aprovechar sus hinchazones. ¡Guerra!, las cenizas de sus mayores iban a pelear a su lado, ¡a las armas!, ¡guerra a los herejes y filibusteros!, ¡guerra a los ladrones y asesinos!, ¡abajo lo existente!, ¡Santiago y cierra, España, y a ellos, que son peores que moros! ¡Vivan los fueros vascongados, aragoneses y catalanes! ¡Vivan las franquicias de Castilla! ¡Viva la libertad bien entendida! ¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Viva Dios!
Y el monte tan sereno, tan inmutable y tan silencioso, sosteniendo a las pobres ovejas que pacían en sus faldas, nutriendo los arroyos que bajaban murmurando por entre piedras.
Todo ese tumulto retórico, que brotaba de las proclamas, iba a encender la fantasía de Ignacio y la de Juan José, quienes, después de leerlas, tendían la vista por las cimas silenciosas, esperando verlas coronadas por los cruzados.
Don José María perseguía, entre tanto, el programa definido.
Menudeaba Pedro Antonio los cabildeos y encerronas con su primo el cura; vio Ignacio una vez que su madre se enjugaba los ojos. Hacía algún tiempo que el muchacho estaba fuera del escritorio, sin hacer cosa de provecho. El padre hablaba mucho de la guerra, de la lenta organización de las fuerzas; más que nunca evocaba sus recuerdos de gloria militar. Con frecuentes insinuaciones veladas, buscaba el que brotara de Ignacio la iniciativa, mientras éste esperaba la anhelada indicación paterna. Y así llegó día en que, sin haber pronunciado palabra concreta ninguno de ellos, resultó como un acuerdo tácito, natural, brotado espontáneamente de la vida de la familia.
Buscaba Pedro Antonio ocasión de hallarse a solas con su hijo, y a la vez la rehuía. Encontróla alguna vez, mas diciéndose: todavía no, es pronto, difería la explicación. Y aconteció, por fin, una mañana, que hallándose Gambelu en la tienda, a punto que entraba Ignacio, dijo a éste:
—¿Qué es eso?, ¿piensas estarte así, hecho un vago? ¡Ea!, debes ser hijo de tu padre... ¡Al campo!, ¡al campo!
Y a un tiempo mismo respondieron; el hijo: «Por mí...»; y el padre: «No he de ser yo quien le quite la voluntad...»
Roto el hielo, llegaron las explicaciones, y acudió el tío Pascual a confirmar la voluntad de padre e hijo, y preparar a éste. Porque una campaña como la que iba a emprender era algo serio, grave, solemne.
Cuando supo Josefa lgnacia la resolución adoptada, aceptóla con la misma resignación con que aceptara allá, cuarenta años hacía, la de su entonces novio Pedro Antonio. Sacó del seno, y dio a su hijo, un «deténte, bala», que, a ocultas de todos, le había bordado.
—En cuanto pase Semana Santa y Pascuas, te irás —le elijo el padre.
Aquella noche apenas durmió Ignacio. Ahora, ahora era verdadero voluntario de la cruzada; ahora sentía el coronamiento de su vida, y que se le abría un mundo. Soñó extraños sucesos en que andaban mezclados Carlomagno, Oliveros de Castilla, Artús de Algarbe, el Cid, Zumalacárregui y Cabrera, bajando todos por espesos helechales de la montaña.
Los días de Semana Santa pasáronlos Ignacio y Juan José recorriendo las montañas, contemplando el lunes de pasión, desde el alto de Santa Marina, al grueso de las fuerzas carlistas, a legua y media de Bilbao, viendo agitarse como un hormiguero a la muchedumbre, llenos de comezón de bajar a unirse con ella.
¿Quién lo diría? Aquella masa de hombres, aquel tropel que se escondía a ratos entre verdura, aquel puñado de voluntarios, era la esperanza de Dios, del Rey y de la Patria. Eran los hombres del campo, los voluntarios de la Causa.
Hartábanse del panorama. Como filas de telones se desplegaban a su vista las cordilleras, cual inmensas oleadas petrificadas de un mar enorme, desvaneciéndose sus tintas hasta perderse en el fondo las del último término.
Tras sombría barrera de montes, y bajo el cielo oscuro, veíase alguna vez un vallecito verde, de mosaico soleado, rinconcillo paradisíaco, verde lago de reposada luz. Y todo el inmenso oleaje de las montañas, con sus sombras y claros, y rayos filtrados de las nubes oscuras, difundía una serena calma.
Por Pascua fueron al baile campestre de las criadas, donde se hartaron de bailar. Encontraron allí a Juanito y Pachico, de quienes se despidieron.
—¡Quién sabe si algún día os podré servir! —les dijo Ignacio.
—¡Divertirse! —exclamó Pachico al despedirles.
Cuando uno de aquellos días oyó Ignacio decir, al entrar en la villa Lagunero con su zamarra: ¡aquí tenemos al nuevo Zurbano!, le miró, sonriendo de compasión en su corazón.
Pedro Antonio se creía a ratos trasportado a sus años de exaltación de vida; enardecíale aquel entrar y salir de tropas, los ecos de las cornetas le batían los recuerdos. A la vista de la zamarra de Lagunero evocósele, también a él, la figura de Zurbano, del terrible Barca, y recordó a su mujer aquella octubrada, cuando recién casados ellos, el 41, en aquella paz de odios y de luchas entre moderados y progresistas, entró en Bilbao el día de Santa Ursula el tigre de la zamarra. ¡Qué día! Atrancó el chocolatero su tienda, y se puso a consolar a su mujer, contándole escenas de la guerra, mientras el pueblo corría a la Sendeja, dejando desiertas las calles. Y ¡qué días se siguieron!, los del implacable bando con pena de la vida hasta por usar boina y llevar bigote, días en que se iba con terror a ver los cuerpos fríos e inertes de los apresados de la víspera.
—Vete, vete, Ignacio, vete pronto, y a acabar con ellos....
El día 22 de abril colgó Josefa Ignacia a su hijo el escapulario al cuello, le colocó el «detente, bala» y le besó; oyó luego éste una homilía del tío Pascual, que, al acabarla, le dio un abrazo, y salió con su padre a buscar a Juan José, el cual, cuando llegaron, se despedía de su madre. Desde la puerta, ésta:
—¡No dejes un guiri para muestra!, ¡guerra a los enemigos de Dios! No vuelvas a casa hasta que sea rey don Carlos, y si te matan, reza por mí.
Pedro Antonio les acompañó hasta el Puente Nuevo, donde había una avanzada carlista, llamó al jefe, hablóle, volvióse luego a su hijo y diciéndole: ¡nos veremos a menudo!, tornó a la villa, llevando en su alma un tumulto de recuerdos, del día, sobre todo, en que el 33 se alzó en Bilbao con Zabala, y la confusa y aglomerada visión de sus siete años épicos. Vio a don Juan a la puerta de su almacén, y le saludó sin el menor asomo de rencor.
Cuando Ignacio y Juan José se presentaron en Villaro al cuartel general, recibióles el jefe fríamente, con un: ¿qué traen ustedes? —y echando un vistazo a las cartas de recomendación—, mañana quedarán incorporados —dijo, y dio media vuelta para continuar una conversación interrumpida.
¿Qué traen ustedes?» ¡Llevaban voluntad! ¿Era ése el modo de recibir a los voluntarios? Allí parecía hacerse todo como de oficio, cual si fuese por compromiso, sin aparente entusiasmo.
Pasaron aquella noche acostados en el suelo de una sala, sin poder pegar ojo, llenos de anhelo. A la siguiente mañana recibieron orden de agregarse al batallón de Bilbao. Ignacio hizo un gesto de disgusto. Llevábanle a los mismos cuyo trato quería evitar, a los de su pueblo mismo, a antiguos compañeros de calle y de Casino, a los bullangueros, cuando él iba buscando aldeanos, hombres de campo.
Componíase el batallón por entonces de unos cien hombres, armados muchos de ellos con palos.
—¡Volvemos a encontrarnos! —dijo Celestino a Ignacio, al ver que éste le miraba a los galones.
Sí, volvían a encontrarse; volvía a encontrar al viejo ídolo de cuyo hechizo se redimiera, aunque al parecer tan sólo encontraba armado y con galones al espíritu de la disputa, no de la guerra; veíale la espada, como lengua afilada y serpentina. Y entonces comprendió oscuramente, en las honduras de su espíritu, sin conciencia clara de tal comprensión, la vacuidad de las ideas clasificables, lo hueco de la palabrería de todo programa.
Como eran los días del precepto pascual, comulgaban los voluntarios, comunión de rúbrica, hecha de prisa. Recibían el místico pan de los fuertes como en servicio disciplinario. No faltaba quien no había comulgado hacía años.
Ignacio se sentía triste entre aquellas partidas de hombres aspeados de fatiga, mal armados, que recorrían los pueblos levantando tributos y raciones, y tomando cada cual por donde podía a la vista de los roses enemigos. Aquello era desesperante; era dar vueltas a una noria en pozo enjuto.
—¡Buena diferencia de lo de abril! —exclamaba Juan José.
Y Celestino:
—¡Bah!, todo se andará, poquito a poco se va a Roma, y no de golpe y porrazo.
Empezó para Ignacio un período de marchas y contramarchas, de caminatas forzadas por las fragosidades de los montes, faena de estropear al más duro, y todo ello nada más que para sacar raciones e ir sosteniéndose. Nieve de primavera cubría los montes; el aire sutil les cortaba el rostro. Caminaban ya por encañadas sombrías, en cuyo fondo susurraba el río entre fronda, penetrados de humedad; ya trasponiendo la encañada, se abría a su vista una vega, o unas montañas lejanas cuyo cielo hacía presentir el mar; a las veces en el oscuro panorama, sombreado por nubarrones, un verde oasis bañado en la luz que llovía de un desgarrón de la oscura cobertura. Caminaban a menudo bajo una lluvia terca y fina, lenta como el hastío, que les calaba los huesos y el alma, difuminando el paisaje, que parecía entonces derretirse. Caminaban silenciosos de ordinario. Viendo humear las caserías y a los aldeanos trabajar su terruño, en la paz del campo, olvidábanse de que iban de guerra. ¿Guerra en el silencio del campo?, ¿guerra en la paz de las arboledas? Brindábanles éstas, con su sombra de paz, descanso; y en ellas se tendían a las veces, entre los troncos que cual columnas de un templo rústico sostenían la bóveda de follaje, por donde se cernía dulcificada la luz del sol.
Conocía ahora de nuevo a los voluntarios, viéndolos con otros ojos, pues así que se encontró entre sus compañeros de facción, sintió como ellos; al juntarse hombres armados en son de guerra, miran como de otra casta, cual a servidores suyos, a los pacíficos trabajadores. Al llegar a una casería donde había de hacer alto o noche, gritaba con voz resuelta y de mando: ¡ama!, esto es, madre, a la vez que patrona. Y reuníanse luego como en país conquistado en la gran cocina, en torno al fuego del hogar, a secarse. La familia se les unía, y los niños se apartaban silenciosos a un rincón, a escudriñar desde allí a los extraños visitantes. Y algunos los llamaban y animaban, preguntándoles sus nombres, dándoles los fusiles para que jugaran con ellos, llenos hacia los inocentes de una ternura que nunca habían sentido con tanta fuerza. Ignacio más de una vez los sentó en sus rodillas dirigiéndoles las pocas preguntas que sabía hacer en vascuence, y mirándose en aquellas miradas ya serenas, ya tímidas y avergonzadas.
Los primeros días estaban él y Juan José irritados porque no se pensaba en armarlos, mas una vez ya con el chopo al hombro..., ¡qué pesado! Echábanselo ya a un lado, ya a otro, sin saber en cuál llevarlo mientras Celestino lucía su espada.
Tuvo Ignacio que hacer la colada de su ropa, y mientras retorcía la camisa lavada en el agua frigidísima, miraba los galones de Celestino, a quien hacía la colada un asistente.
—Acaba de proclamarse la república, y ahora que debíamos cobrar fuerzas es cuando desmayamos —decía el abogadito armado.
Ignacio no podía soportar la vista de aquellos galones, ni aquella espada desnuda, como lengua ociosa. Junto al fusil oliente a pólvora, junto al fusil que estalla con fuego y ruido, y mata a distancia, ¿era más que un juguete aquel espadín?,¿era más que el símbolo de una autoridad jactanciosa? Disgustado a la vez de aquellos compañeros, sus antiguos amigos, los bullangueros de la calle, decidió incorporarse a otro batallón, a aquel a que correspondía la aldea de su padre. Obtenida licencia emprendió la marcha con otro, solos y libres los dos por el monte. En Urquiola toparon al batallón de Durango, cien hombres perfectamente armados de rémington.
Ibanse levantando el ánimo; se hablaba de una victoria obtenida en Eraul, pueblo de Navarra, de una decisiva carga de caballería, de un cañón cogido al enemigo, echábanse por ello al vuelo las campanas. E Ignacio, agregado al batallón de Durango hasta que encontrara el de su destino, iba rendido de pueblo en pueblo.
¡Tener que ir agregado a una masa, como mera porción de ella, al paso de los demás! Y luego ¡aquel formalismo de la disciplina! Parecíale ridículo, simplemente ridículo. En tratándose de un ejército regularmente organizado, dispuesto con todo rigor matemático, encasillado en sus cuadros; en tratándose de un ejército que ha de maniobrar en gran parada, a la vista de los honrados padres de familia que con sus hijos de la mano acuden al espectáculo, ¡santo y bueno! Pero allí, en el monte, en el monte libre, ¿a qué conducían ciertos detalles? Sin darse cuenta clara de ello, columbraba vagamente Ignacio que no es lo que de ordinario se llama disciplina lo que hace el orden de cualquier fuerza armada; que ellos no debían formar nunca ejército; que así que se hicieran soldados regulares, dejarían de ser lo que les daba eficacia y sentido. Y es que, en verdad, buscar en la montaña el ejército regular y sistematizado según el patrón táctico moderno, era como la busca del programa definido por don José María. ¿No es acaso el liberalismo, que combatían, el creador de esos ejércitos?
Por fin, ¡gracias a Dios! En Mañaria, en aquel Mañaria, teatro en el levantamiento del año anterior de gloriosa lucha, encontráronse con doscientos guiris, entre soldados y nacionales de Durango. Golpeábale a Ignacio el corazón en el pecho cuando le colocaron a la izquierda de la carretera, en un sitio desde donde nada veía. Requemábale la curiosidad de salir al medio de la carretera, le escarabajeaba el prurito de ver lo que era aquello, cuando oyó un silbido sobre su cabeza, sintió frío, y se apoyó a un árbol. «Lo mismo le pasó a Cabrera», pensó, sintiendo ardor en la cara. Oía el tiroteo sin ver nada, y cuando vio que los que le rodeaban corrían obedeciendo a una voz, corrió con ellos. Más tarde supo que habían seguido al enemigo hasta las puertas mismas de Durango.
¿Y era aquello? ¿Era aquello la guerra? ¿Para aquello había salido de casa? Continuaron de pueblo en pueblo, y de monte en monte, sin descanso, ya por la carretera polvorienta y adormecedora, ya por viejas calzadas pedregosas, alguna vez por antiguos lechos de regatos, que dejados en seco merced a un canalillo lateral, servían de calzada en las encañadas. Recibían noticias contradictorias, y murmuraban de la campaña, de aquel desaprovechar el desbarajuste de la república, para dar el golpe de gracia. Andaban los republicanos de elecciones; fue a Durango desde Bilbao un emisario de ellos, a sacar diputado; comió en el camino con los carlistas; brindó él por la república, por don Carlos ellos; e Ignacio se desesperaba recordando la escena de Mañaria, harto de las eternas encañadas, y de los montes, siempre los mismos.
¡Aquí está el cura Santa Cruz!, oyó uno de aquellos días al entrar en Elorrio, y sintió al oírlo el anhelo de un niño que va a ver el oso blanco, porque el país entero resonaba con la fama del cura de Ernialde, guerrillero legendario ya, de quien se contaban hazañas estupendas, tan exaltado por unos como por otros denigrado. Su paso era el del terror, al sentirlo temblaban cuantos por algo se distinguían entre el pueblo, mientras éste le aclamaba frenético. Corría de boca en oído, y de oído en boca la vida de aquel gato montés; cómo el 70, cuando iban a prenderle al acabar la misa, huyó disfrazado de aldeano; cómo volvió a ser preso a raíz del convenio de Amorebieta, y de nuevo se fugó descolgándose por un balcón, y tras doce horas en un jaral, junto al río; y cómo el dos de diciembre había repasado la frontera con cincuenta hombres, que creciendo cual bola de nieve, sembraban el terror por donde quiera, recorriendo valles y montañas, cruzando ríos en crecida, dejando surco de fusilamientos. Burlando al enemigo que pregonara su cabeza, hacía la guerra del terror por su cuenta, rebelde a toda disciplina, concitando odios de blancos y de negros, sumariado por el santurrón de Lizárraga, que le llamaba corazón de hiena y rebelde de sacristía.
Oíase ¡viva la religión!, ¡viva Santa Cruz!, mientras corría el pueblo a agolparse a su paso. Eran unos ochocientos hombres, en cuatro compañías, ágiles muchachos con sello de contrabandistas, sobre cuyas cabezas ondeaba al viento una bandera negra en que con letras blancas se leía sobre una calavera: «Guerra sin cuartel» y otra roja con el lema «antes morir que rendirse», y otras más.
Bajo aquella visión, y dándole alma, palpitaban en el espíritu de Ignacio forcejeando por subir a su conciencia, el lejano recuerdo de José María en Sierra Morena, y en la misma nube confusa de este recuerdo, con él enredados, los de Carlomagno acuchillando con sus doce pares turbantes, cotas y mallas de acero; el gigantazo Fierabrás, torre de huesos; Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe, el Cid Ruy Díaz, Ogrier, Brutamonte, Ferragús y Cabrera con su flotante capa blanca. Todo esto en confuso pelotón, sin él darse de ello cuenta clara, llenándole el alma del rumor silencioso de un mundo en que viviera antes de haber nacido, y con el lejano vaho de aquella tibia trastienda de la chocolatería paterna. Y sin saber cómo, por misterioso hilo, recordó a Pachico viendo a la gente de Santa Cruz.
Aquello era algo antiguo, algo genuinamente característico, algo que, en consonancia con el ámbito montesco, encarnaba el vago ideal del carlismo popular; aquello era una banda, no el embrión de un ejército imposible; aquellas fuerzas parecían brotar de los turbulentos tiempos de las guerras de bandería.
¡Viva Santa Cruz!, ¡viva el cura Santa Cruz!, ¡viva la religión!
—¿Es el que va a caballo? —preguntó Ignacio
—No, ése es el secretario; es el de al lado, el del palo.
Un hombre de frente estrecha, pelo castaño, barba rubia, y taciturno continente. Pareciendo no oír las aclamaciones del pueblo, mirábale con indiferencia, conduciendo vigilante sus cachorros, apoyado en un largo palo, y sin más arma que un revólver bajo su americana cenicienta. Los remangados calzones de hilo azul descubrían las piernas del infatigable andarín, calzado de alpargatas.
Entre los ¡viva Santa Cruz!, ¡viva la religión!, ¡vivan los fueros!, oyóse un vergonzante ¡abajo Lizárraga!, mientras el cura, sin volver la cara, velaba a su gente.
Aquella tarde pudieron oír las hazañas del cura cabecilla de labios de sus voluntarios, para los cuales no había ni más listo, ni más valiente, ni más bueno, ni más respetuoso, ni más serio que aquel hombre de pocas palabras, que se paseaba solo horas enteras, y que cuando mandaba no había chico que se atreviese a mirar cara a cara aquellos ojos en el rostro lleno de barba, bajo la boina; hombre que con toda calma daba órdenes de fusilamiento. No, no se podía hacer la guerra como quería el santurrón de Lizárraga, con cataplasmas y novenas, había que ahorrar sangre propia, y no escatimar la ajena; ¡escarmiento! Si no fusilaban serían fusilados. Y el cura hacíalo con razón, y dando media hora al condenado para que se pusiese a bien con Dios. Solía explicar a los chicos la causa del castigo, arengándoles entonces; por éste habíanse perdido tres chicos, por el parte de aquella habían sido apresados cuatro, por la traición del otro perdieron tales y cuales, y los chicos, al preguntarles si estaban conformes con el fallo, contestaban: ¡sí señor! (¡bay, jauná!). Y la cosa tenía sus lances. ¡Pobres carabineros!, de nada les sirvió gritar llorando ¡viva Carlos VII!, porque era tarde; el teniente se había cagado en él.
—¿Os acordáis —decía uno de los chicos— cuando llevamos aquel alférez preso, y le conoció? Le preguntó: ¿eres tú el que me escupió a la cara cuando te cogieron en Arrézola? Le contestó el alférez: ¡yo soy! Y él nos dijo: llevadle al crucero, y cuatro tiros. Se emborrachó; y al ir al crucero, cuando más descuidado estaba, le metimos tres tiros en la cabeza.
Y aquel mismo hombre de terror dirigíales arengas, sacándoles lágrimas al hablarles de la guerra.
—Os hablará de la religión...
—Don Manuel no anda por religión, anda por guerra... —dijo uno.
Andaban por guerra, y andaban bien. Separábanse, se juntaban, comían y bebían bien, en los pueblos sacaban pan, vino, carne, y a las veces hacía don Manuel que les sirvieran café, puros, licores y diez reales diarios mientras podía dárselos. Debajo de él, único verdadero jefe, todos eran iguales, todos con las mismas armas y los mismos trabajos; el mismo el valor de un raso que el de un oficial; si éste se propasaba, ¡paliza al canto! ¡Cuántas veces en el monte, sentados en corro, les hacía beber trago abundante, invitándoles a repetirlo! Era duro, sí era duro con el que lo merecía, con el enemigo, pero con los suyos severo y bueno. Había hecho fusilar a uno por robo, y ¡ojo con propasarse con las mujeres!, en esto era inflexible. Jamás le conocieron flaquezas de tal calaña, ni las mujeres le ablandaban; llegó hasta hacer fusilar a una embarazada. Y no había peligro de sorpresa con aquel hombre siempre alerta, que dormía al aire libre; se pasaba las noches en el balcón de las casas de los curas en que se alojaba, y traía en pie a todos. Un jovencito recordaba que una noche, estando de centinela, y adormilado, le despertó como de una pesadilla, con una gran palpitación, una voz que le llamaba: ¡Eusebio!, y púsose a temblar ante el cura, que no le dijo sino: ¡cuidado con otra! No volvió el sueño a atreverse con él.
En los intentos del cabecilla nadie penetraba; recibía solo a sus muchos confidentes y daba orden de marcha sin que supiesen a dónde, yéndose por montes y encañadas, alguna vez con la nieve hasta las rodillas, maldiciéndole, amenazándole tal vez, y él con su palo, ¡ala, ala!, ¡adelante! Seguro de que al tirarse por un precipicio se tirarían tras de él los que le seguían, murmurando. ¿Qué iban a hacer sin él? Y así cansaba al enemigo y a las cuatro columnas de miqueletes que perseguían su cabeza puesta a precio.
Era después de todo una vida divertida. El incendio de la estación aquella había sido muy hermoso, y mucho más hermoso ver la máquina suelta a todo vapor hacerse añicos. Los trenes eran la mejor ayuda de los negros; los trenes, invención de Lucifer, impedían el desarrollo de la guerra, eran el enemigo, y un potente medio de liberalización. ¡Grande encanto el de destruir aquellos artefactos, verlos hechos trizas! ¡Que hicieran nuevos! Y al hacer observar que el Rey iba a hacer un convenio con la Compañía ferroviaria, añadió uno de los cachorros:
—¿El rey y convenio? El rey es otro pastelero... Lo dicho. Ha puesto de comandante general de Guipúzcoa a ese tragasantos que no es guipuzcoano..., ya sabemos lo que quiere el Rey... Aquí no hay más que don Manuel, ¿a quién temen los guiris? ¡Qué poco han puesto a precio la cabeza del rey! Los jefes no nos quieren porque quieren pastelear y pintar la mona. Batallas..., campaña..., ¡chanfaina! De eso se ríen ellos... Aquí la cosa es cansarles, molestarles, no dejarles vivir, y cuando se nos vienen encima, como el azogue, desparramarnos para juntarnos luego, y volver a no dejarles vivir. Así se cansarán. Lizárraga quiere quitar a don Manuel los chicos, y entregarnos, quiere que le demos nuestro cañón... ¡Bastante tienen para fantasear con el que han cogido en Eraul!
—Pero eso no es hacer guerra...
—Así empezó Cabrera antes de tener fuerzas para poder dar cara...
Al poco vieron al cura. Una madre se lo enseñaba a su hijo, y una anciana se santiguó al verle. El pueblo todo seguía con ojos de cariño a aquel vaso de sus rencores, a aquel hijo del campo que sobrenutrido y en vida de ociosidad en la aldea, y apartado de todo trato carnal, dejó escapar por la fría crueldad el sobrante de fuerza vital.
Aquel hombre de otros tiempos, con su hueste medieval, le revolvió a Ignacio el fondo, también de otros tiempos, del alma, el fondo en que dormía el espíritu de los abuelos de sus abuelos.
Siguieron durante ocho días correteando de pueblo en pueblo, días enteros por encañadas y jarales, caminatas que hastiaban a Ignacio ya. Todo nuevo paisaje parecíale cien veces visto y conocido, cansábale la monotonía del cambio; los mismos montes siempre, los eternos robles y castaños, los inacabables helechos, el brezo invariable, y la argoma de siempre con sus flores cual escarcha de oro. Aquello era el monte duro; no el de sus aficiones. Pero cuando llegaban a las cimas, y se detenían un momento a descansar, al ver los valles tendidos a sus pies, cobraba nuevas fuerzas su alma, y aire el resto su pecho.
Por fin pudo pasar al batallón de su destino, y se presentó al jefe, que hizo le uniformaran, dándole el grado de sargento al saber que era sobrino de don Emeterio el cura.
Eran unos ciento treinta hombres mal armados con fusiles ingleses de chispa. Entre ellos encontró a antiguos conocidos, al estudiante de la boda, a chicos de la aldea de su padre. Uniformóse con americana cenicienta, pantalón encarnado y boina blanca.
Hablábase del nuevo impulso que iban a tomar las operaciones, del cantonalismo que ataba las manos al gobierno de Madrid, de la indisciplina de su ejército, del descontento de Bilbao donde se habían desordenado los francos, de la victoria de Eraul, de la sorpresa de Mataró en Cataluña, y de que iban a unirse aquella tarde al grueso de las tropas del Rey, al embrión del ejército definitivo.
Iban por la carretera, guarnecida de altas montañas y poblada de árboles, cuando oyeron rumor de tropas, y en una revuelta: ¡ahí están! Eran unos cuatro mil hombres que venían huyendo. Unidos a ellos, pusiéronse en marcha todos.
Como una serpiente de mil anillos avanzaba aquella muchedumbre abigarrada, paseando por los pueblos el cañón de Eraul, y huyendo del enemigo. Todos llevaban el «detente, bala, que el Corazón de Jesús está conmigo». Apenas se oían las pisadas de la muchedumbre, calzada de alpargatas.
Sobre aquella masa viviente ondeaban las banderas del primero y del ya famoso segundo batallón de Navarra. En la primera la Concepción Purísima de María, entre los colores nacionales, y bajo el lema de «Dios, Patria y Rey»; y a la otra cara San José con fondo verde. Sobre la blancura de la seda de la empolvada bandera del segundo, veíase reverberar al sol otra Purísima, y a la vuelta, con la roja cruz espada del glorioso patrón de España, escrito en letras rojas: «¡Santiago y a ellos!» Al contemplar dominando a aquella turba guerrera a la dulce Virgen y a su mansísimo esposo, recordó Ignacio la calavera del estandarte negro de Santa Cruz. Y sin poder evitarlo, parecíale lo del cura guerrillero, más genuino, más adecuado, más viril. Aquellas Purísimas le parecían algo de parada y de teatro, algo afeminado a la vez, teatral. Recordó entonces haber oído en cierta ocasión decir a Pachico, que las hazañas guerreras de los zuavos pontificios, que desfilaban en un tiempo arrogantes entre los aplausos de los cardenales, allá, en los frondosos paseos de Roma, merecían ser narradas por algún suavísimo sacerdote sentimental, e ilustrado el relato con lindas láminas en acero, para hacer llorar en las veladas invernales a los corazones infantiles y tiernos. ¡Cuán otros que estos señoritos o mercenarios, de uniforme de ópera —añadía Pachico—, aquellos vigorosos chuanes de Bretaña, o aquellos campesinos vendeanos que hicieron frente a la gran Revolución!
El gentío que salió a recibirles anuncióles que estaban cerca de Lequeitio. La gritería era grande, los vivas se borraban unos en otros, la gente quería ver, tocar y besar el cañón de Eraul.
Acercóse Lizárraga a sus guipuzcoanos, y a una orden suya brotó la voz fresca y potente de la masa, y elevóse de sus cabezas, oreando los estandartes de la Purísima, el himno a San Ignacio, el caballero San Ignacio, el caballero de Cristo. Aquellas notas parecían querer escalar el cielo para caer en cascada, más llenas y más graves a la tierra, e ir a perderse en el rumor incesante del mar y el eterno silencio de las montañas. El pueblo victoreaba a las tropas que avanzaban al compás del himno al capitán de la compañía de Jesús. Ignacio sentía que se le dilataba el pecho del alma y, mientras abría el cuerpo a la brisa del mar inmenso, soñaba que iban a entrar así en su villa, en su Bilbao, y que Rafaela desde un balcón le saludaba con un pañuelo blanco.
Desparramáronse por el pueblo buscando alojamiento, y fueron luego a contemplar el mar, a entretenerse viendo cómo las olas se rompen contra la costa. Miraba Ignacio la vasta planicie líquida pensando vagamente en qué tierras serían las que hubiera más allá de la limpia línea del horizonte. Embarcaríase, si pudiera, a correr aventuras, a ver mundos nuevos, a conocer nuevas gentes de extrañas costumbres y cataduras, a vivir vida rica. Acordábase de Simbad el marino, de sus estupendas aventuras, enfrente del mar inmenso y monótono, que celaba maravillas tales como para dar materia a fantasear fábulas semejantes.
Formados al toque de oración los guipuzcoanos en la plaza, presididos por su devoto jefe, y rodeados de la muchedumbre, rezaban el rosario. Oíase a ratos la voz del capellán, la del hombre, débil, y luego la de la masa humana cual rumor inarticulado de un mar. A las salutaciones de la letanía seguía el siseo prolongado de los ora pro nobissss, que en virtud de la inercia continuaron un momento al llegar al agnus. Acabada la letanía alzó de nuevo su pecho la masa, pareció henchirse, y lanzó otra vez al cielo el himno que iba a perderse en la monótona y eterna letanía inarticulada del mar inmenso.
Mirando a Lizárraga recordaba Ignacio aquello de: don Manuel no anda por religión, anda por guerra. ¿Qué secreto Impulso ponía rencor entre el cura guerrillero y el devoto general, entre el sacerdote del terror y el militar de los rosarios?
¡Qué diversidad de gentes bajo la bandera blanca! Piadosos cruzados de alma pura, ex congregantes de San Luis Gonzaga; carlistas de sangre, hijos de veteranos del 33; muchachos enamorados de la vida aventurera que desconocían, y ansiosos de hacer el héroe; aristócratas calaveras; hijos de familia escapados de casa, habiendo entre ellos quien se había ido huyendo del efecto que habrían de producir en sus padres las calabazas de junio; desertores; aventureros de todas partes que acudían como zánganos a la colmena; gentes sedientas de venganza otras, quien a que le pagaran tal cochinada, quien a vengar la deshonra de su hermana, seducida por un negro; no pocos llevados por la nostalgia del combate, y los más sin saber por qué, porque iban los otros, de puro brutos muchos, de desesperación otros, por vivir sin trabajar los más. Los hijos de los antiguos hidalgüelos, de los Múgica, los Avendaño, los Butrón, de los parientes mayores, buitres que desde sus casas torres desvastaran, siglos hacía, la campiña, retando a las villas que como pulpos chupaban las tierras de sus depredaciones, dirigían de nuevo a sus labradores mesnaderos contra los villanos, contra los hijos del comercio. Resucitaba allí la apagada voz de los siglos muertos de los viejos rencores.
Todo aquel movimiento popular, surgido del seno del pueblo, de la masa amorfa de que se hacen las naciones, de su fondo protoplasmático; todo aquel movimiento ascendente desde las honduras populares, ¿cabría reducirlo a los cuadros de la milicia nacionalista, a la sistematización de aquellos ejércitos brotados de las luchas por la forja de las nacionalidades?, ¿cabría sujetar a las disciplina jerarquía, a la subordinación descendente de grado en grado, sin salto alguno, aquella masa formada desde abajo hacia arriba? ¡Reducir las partidas a ejército, sus inarticuladas aspiraciones a programa definido!
¿Sabían a dónde iban, de dónde venían, y de qué espíritu eran?
La insurrección era formidable ya y ganaba cuerpo en los antiguos países forados sobre todo, en el viejo reino de Aragón, en el de León algo, en el de Navarra. Hombres audaces alzaban partidas constituyéndose jefes naturales de ellas y circunscribiendo su acción a su país propio, y así se formaba, poco a poco, de abajo arriba, como vegetación que va ganando suelo, la insurrección carlista, mientras el cantonalismo federal se obstinaba en resistir en industriales ciudades levantinas.
La mal ensamblada unidad española se resquebrajaba una vez más, los hijos del Pirineo y del Ebro se revolvían contra el espíritu de la meseta castellana.
Aquella noche oyeron Ignacio y sus compañeros el relato de Eraul, de aquella victoria de los chicos, que se arrojaron a la pelea contra el parecer del jefe, victoria de la indisciplina y el entusiasmo. ¡Cómo les enardecía oírles narrar aquellas cargas a la bayoneta!, mientras Lizárraga gritaba: ¡viva Dios!, ¡guerra al infierno y sus satélites!, y corrían gritando: ¡viva Dios!, ¡a ellos! ¡Qué entusiasmo el de los navarros por sus jefes, por Radica! Querían a los caudillos hechos por el pueblo, no a los impuestos por el Rey, a aquellos caudillos que tenían que ser los más bravos para justificar su puesto y conservar el prestigio. Murmuraban, en cambio, de Dorregaray, el general en jefe, aquel fantasmón que se daba pisto con sus barbazas y su brazo en cabestrillo.
Todos estaban contentos y esperanzados, con su entusiasmo habían tomado un cañón al enemigo, merced a una carga imprevista. ¡Lo imprevisto!, ¿no es acaso lo imprevisto el factor decisivo en guerra como debiera ser aquella?
Comentaban los chicos en sus corrillos los motivos que los impulsaran al monte.
—Yo —decía uno— estaba pa ir a las Américas. Cuando pasasteis, me llamó mi padre, y me dijo, dice: andan muy mal los oficios, los tiempos son malos; ya sabes que somos muchos, y la tierra chica; el pasaje es caro..., ¡anda!, vete a la guerra, y aprende a vivir. ¡Qué más quería yo...!
—Pues a mí no querían dejarme a la primera, pero la verdad, se iban todos, cada día marchaba alguno, y no iba yo a ser menos... Donde vaya otro, voy yo... Mi abuelo me decía, dice: ¡si supieras lo que es eso...! Cuando sea viejo, si salimos de ésta, diré yo lo mismo.
—A mí me trataron de vago porque quería venir.
—¡Hombre, yo te diré! Prefiero esta vida, aunque sea más apenada, a tener que trabajar. Aquí no sabemos ni dónde vamos a dormir, ni dónde estaremos mañana, ni qué será de nosotros..., se ve mundo.
Tirábanles con fuerza los prístinos instintos de errante vida predatoria; instintos que resurgían potentes en ellos desde el indestructible poso del alma en que llevaban el alma de las almas de sus más remotos abuelos.
Ignacio encontróse desde luego de lleno en la monotonía de la vida nómada del batallón. Todo estaba regulado, aquello no era la guerra, sino otra vez el condenado escritorio. Y no faltaban rencorcillos y miseriucas; uno adulaba al jefe, murmuraba de todos otro, un voluntario se complacía en repetir a su hermano, forzoso, que por serlo no podía pasar a otro batallón; cinco o seis castellanos, pasados del ejército, hacían rancho aparte, desdeñados por los demás, y sobre todo nadie tenía hazaña guerrera que contar.
Tratando Ignacio con sus compañeros todos, con ninguno de ellos intimaba, ni a ninguno podía en rigor llamar a boca llena amigo. Algo, uniéndolos en banda guerrera, los separaba sin embargo; asociados para un objetivo dado, sólo en él y para él convivían; concurriendo a una común acción, permanecían impenetrables en espíritu, en su mundo cada uno. Algo había, a la vez, que, volviéndolos niños, despertaba en ellos las envidiejas, los celillos, las egoístas mezquindades de la niñez. Pero a la vez ¡qué soplo de infantil frescura en los juegos, en las inocentes diversiones!, ¡qué encanto, cuando, reunidos en pequeño coro cuatro o cinco, entonaban viejas canciones populares, de ritmo ondulante, de cadencias tan monótonas como las de las montañas, siempre las mismas en su incesante variedad!
Por cartas de su padre sabía Ignacio que Gambelu proyectaba irse al campo carlista en busca de empleo civil; que don Eustaquio se paseaba con un exclaustrado, que temía no le repusiera el carlismo en su convento; que don José María danzaba por la frontera francesa; y que él y Josefa Ignacia dejarían pronto a Bilbao.
El mes de junio, desde que se separaron de los vencedores de Eraul, pasáronlo en marchas y contramarchas. Pasó por la aldea paterna, donde había romería.
Salióle la tía Ramona a la puerta, y al verle llegar en armas no se atrevió a hacerle mudar de calzado. Abrazóle el tío, y llamándole aparte le expuso lo inconveniente que sería recibirle alojado allí mismo, en la casa misma que el jefe del batallón. Fuese a casa del primo Toribio, el mismo a cuya boda asistiera. Tenían ya un hijo, que berreaba en su cuna mientras los padres sudaban en la heredad, inocentes del curso de la historia y a oscuras respecto a lo que fuese la guerra. Para ellos había guerra como pudiera haber tronada, o un año de sequía, o de epidemia en el ganado. ¡Los negros tenían la culpa de todo! Y lo peor de la guerra era la saca de raciones, el lento saqueo en los graneros del labrador pacífico, que maldito si entendía jota de la negrura de los negros, ni de la blancura de los blancos.
¡Qué mundo!, ¡qué mundo de misterios el que se extendía más allá del horizonte de la aldea, fuera de los calmosos campos verdes que reposan al cariño desigual del cielo libre, bajo las eternas montañas de silencio!, ¡qué mundo el de las ciudades, donde sólo piensa el hombre en deshacer lo hecho, y en cambiar el perdurable curso de las cosas!
En aquellas romerías, a que acudió toda la gente moza de los alrededores, fueron ellos los guerreros, los héroes de la fiesta. Había señoritas de la vecina villa, y aldeanas endomingadas, que puestas en corro, con risueña gravedad, esperaban a que las sacaran al baile. Allí estaba la aldeanilla rubia de los ojos bovinos, que miraba ya con otros a Ignacio, el soldado ahora. En un aurresku hizo él que se la sacaran, y allá se fue ella, solemne y grave entre sus dos acompañantes, cual penetrada de un augusto papel, representante de la serena calma del campo. Hízole él la obligada rosca, haciendo ostentación de piruetas y gala de agilidad, mientras ella no quitaba sus ojazos de las piernas en danza, ¡qué de saltos!, ¡qué de brincos!, ¡qué energía! ¡Que viera, que viera si allí había piernas y pecho, y alma, si servía para algo! El ceremonioso trenzado del aurresku, habíase convertido en una danza caprichosa. E Ignacio bailaba de firme, enajenado al sentirse, en medio del corro, blanco de todas las miradas, y frente a ella. Aplaudiéronle al concluir sus compañeros, y tomó de la mano a la moza. Y luego fue el atraerla a sí bruscamente para chocar lomos dando chillidos, y el reír, y el correr en rueda. Bailaron de firme todos.
En la monótona procesión de los batidos del tamboril, saltaban los chillidos del pito como aquellos hombres en la monotonía de las horas. Era una música que brotaba del baile, mero acompañamiento de éste, música corporal. Se desentumecía los miembros, se embriagaba de aire, borraba la visión del campo, y gozaba en pleno de la salud del cuerpo, de su energía. El goce de sus propios movimientos le arrancaba gritos mientras ella, serena y grave, sonriendo a las contorsiones de él, danzaba acompasada y ritual, con gravedad litúrgica, como un árbol que sacude el viento, con rígida cadencia.
Allí, al aire libre, sobre el campo verde y entre las montañas serenas, adquiría todo su hondo sentido el baile, himno de movimientos corporales, primitiva aspiración al ritmo, y viva fuente de gracia. Era aquel baile, allí, en la aldea, la purificación del trabajo, el holocausto del vigor. El cuerpo encorvado sobre la dura tierra, los brazos sujetos a la laya, las piernas sumidas a la labor, ¿cómo iban a gustar de refrigerante libertad sino danzando? Y ellos, los guerrilleros, ¿cómo protestar mejor de las marchas y contramarchas por obligados senderos, por pedregosas calzadas en que no se pueden levantar los ojos del suelo que se pisa? ¡Qué descanso el de aquellos bailoteos!
Convidó Ignacio a la moza a tomar algo, y al caer la tarde empeñóse en acompañarla a la casería. Íbanse por los caminos del monte gozando del aire y de la placidez de la hora; cruzaban de vez en cuando parejas en que el mozo llevaba a la moza cogida del talle, o ya con los brazos sobre los cuellos de dos de ellas, una de cada lado. Lanzaban rejijeos que repercutían en la falda de las montarñas; era una danza de la voz. Al entrar en las veredas del monte apretó Ignacio el paso, y en hallándose con su compañera algo apartado, la cogió con súbito impulso, y le plantó un beso en la roja mejilla.
—¡Quita, quita! —exclamó ella corriendo a sus compañeras, y una vez con ellas, dio al aire sereno del crepúsculo un relinchido largo, vibrante, que resonó en la cabeza de Ignacio cual grito de victoria y de burla a la vez, como estridente escape de plenitud de vida.
Al llegar cerca de su casería, volvióse la rubia a Ignacio, y gritándole: ¡eskerrik asko! (¡muchas gracias!) corrió a casa, y cuando él se volvía oyó que le gritaban desde lejos: ¿bilbotarra, choriburu, mozkorra daukazu? (¿bilbaíno, cabeza de chorlito, tienes borrachera?). Y más luego: ¡agur, anebía! (¡adiós, hermano!).
Volvía embriagado de campo y de baile, sintiendo el pulso de la sangre en la cabeza, respirando el aliento de la tierra verde como vaho afrodisíaco, con ganas de verter vida redundante. Oyó el toque de retiro, que habían atrasado aquel día, y volvió a la monótona realidad. ¿Conque estaban en guerra? ¿Era la guerra aquello? ¿Y la batalla?, ¿cuándo llegaba la batalla?
Reducíase todo a marchas y contramarchas, a corretear los pueblecillos en torno a la capital del distrito, a recorrer leguas, por caminos embarrados, bajo una lluvia persistente y fina, huyendo de las columnas enemigas. Aquello era jugar al escondite.
La lluvia le calaba el espíritu de tristeza, y a su través el campo indeciso y borroso parecía sufrir en silencio. Volviendo a pasar por la aldea paterna, vio a la. rubia que saludaba con el pañuelo desde la casería. Acordóse entonces de Rafeela, y de Bilbao, fantaseando una entrada en la villa.
Una tarde ayudó a que se levantara del suelo a un anciano que había resbalado. El pobre viejo, medio baldado, volvióse a él con los ojos empañados de lágrimas, y, en mal castellano, le dio las gracias deseándole que si le cogía una bala, o no le hiciera daño grave, o le matara antes de perder brazo, ni pierna, ni quedar inútil para el trabajo.
—Prefiero quedar vivo y cojo, a morirme.
Y el anciano moviendo la cabeza:
—¡Cojo no, manco no..., entero, entero..., entero, y si no entero, muerto! ¡hombre que no trabaja no sirve..., estorbo, estorbo nada más!
Y continuó renqueando su camino, mientras le miraba Ignacio. Parecía haberse consolidado en él la postura del que laya la tierra.
«Cojo no..., manco no..., entero, entero; y de no quedar entero, muerto.» ¿Es que podía quedarse estropeado, inútil acaso, él, Ignacio, un muchacho sano y fuerte? ¿Quién pensaba en ello? El sentimiento de su salud ahogábale en la mente tales imágenes, que, ahogadas pero no muertas, bajaban a reposar en el sedimento de su espíritu, donde se le iba formando la tristeza de la guerra, donde la eterna desilusión se nutría.
Rompió la monotonía de aquella vida una saca de mozos, en que Ignacio fue con unos cuantos números a sacar de los pueblecillos hombres de dieciocho a cuarenta años. Hallaron a uno escondido en un granero, siendo inútil que el cura, que les acompañaba, le animara. Algunos padres negábanse a dar los hijos, mas el cura les exhortaba, amenazábaseles, y cedían al cabo; presentaban otros el chico como el adorno de la casa. Se habían de ir a América, sobraban en casa, que se fueran a aprender a vivir, que allí quedaban para el trabajo las mujeres, los ancianos y los bueyes. Y sobre todo había que tomar Bilbao.
En pocas caserías había llantos y pesares y besos largos de las madres, en las más salían sencillamente, graves, como a cumplir un deber. En una fue la madre misma a sacar al chico, y le despidió diciéndole:
—Por la religión vete, aunque sea a morir...
Salían sin chistar, serios, como cuando van a casarse con la mujer que les dan sus padres. Y lo que sentían éstos era los brazos que se les iban, sin acabar la faena, antes de la trilla. Hubo también que llevar a algunos padres a falta de los hijos.
Al ir hacia la villa Ignacio, conduciendo a los de la leva, echó uno de éstos a correr por los sembrados; y como uno de los voluntarios le apuntara entonces con el fusil, le contuvo Ignacio diciéndole: déjale, que él volverá. Y volvió en efecto, volvió lleno de miedo y de vergüenza.
La villa rebosaba de reclutas, que discurrían por sus calles en grupos, esforzándose por aparecer alegres, indiferentes en el fondo.
En toda Vizcaya se había hecho la leva de los hombres del silencio y del trabajo.
Y volvieron a las marchas y contramarchas, huyendo de una columna enemiga. Algunos mozos se extraviaron de noche por quebradas y veredas. Aspeados tomaban aire el día del Rey en el alto de Bizcargui, a la vista los valles verdes, durmiendo en luz, y contemplando bajo el cielo radiante, el petrificado oleaje de las montañas. Allá, bajo aquella cordillera, estaba Bilbao, y en él el rinconcito nativo, nido de sombra y de descanso.
Había pasado la columna enemiga, cuyos pobres quintos no podían con el morral; consuelo grande en calores semejantes para ellos, que tenían de morral al país entero.
Recibió Ignacio calzado de repuesto, algún dinerillo y carta de casa. Pedro Antonio con ánimo mayor de dejar a Bilbao, donde se armaban los voluntarios de la República, asegurándose a la vez que eran los insurrectos cuatro latrofacciosos a que se desharía en un santiamén.
Y por otra parte, para levantar el espíritu carlista, la pintura del desbarajuste de la patria, el desenfreno del ejército republicano y sus robos, asesinatos y violaciones en San Quirse de Basora. Vencido, ya, desde luego, ejército que gritaba ¡que bailen! a sus jefes, mientras ellos, los cruzados de Dios, Patria y Rey, esperaban sólo la entrada de éste en la Patria. Los mozos sacados a la fuerza pedían fusiles al hacer la instrucción con palos, y llamándose a engaño por la no llegada de aquéllos, amenazaban con volverse a sus casas.
—¿Para esto nos han sacado? —decía el del escondite en el granero.
Como la tierra tozudos y resistentes, como ella dispuestos una vez surcado su seno, eran los resignados, que arrancados a su sopor, no comprendían sino la ciega resistencia, o la acometida sin finalidad.
¡Voluntarios! Aquéllos, los arrancados al monte, los forzosos, resultaban más voluntarios que los escapados de la calle, que los bullangueros de las villas. Voluntad permanente la de la resignación activa, voluntad más sustanciosa que la voluntariedad de la imaginación excitada.
Llovía a mares cuando llegaron al rincón de la costa en que se había hecho el alijo, y allí, al pie de enorme peñón oscuro que parece querer arrojarse al mar, recibieron palpitantes las armas, sirviéndoles las mantas que las envolvían para guarecerse del chubasco. El agua, persistente y terca, azotaba al mar.
Repartiéronse tres batallones dos mil quinientos berdan.
Eran otros hombres ya, y se volvieron a la villa, apretando al pecho sus fusiles, a dar gracias a Dios por el feliz alijo.
—Ahora acabarán las marchas y contramarchas, y empezará la guerra —se decía Ignacio.
Recibiéronles en fiesta. La República iba de mal en peor, y la Causa en auge; las fortalezas de la región vasca cayendo en su poder, y concentrándose el enemigo; corrían noticias del copo de una columna enemiga en Cataluña, de las próximas entradas, la del Rey en la Patria, y la de los batallones vizcaínos en Bilbao.
En solemne función religiosa presentaron al Dios de los ejércitos las nuevas armas, cual piadosa ofrenda, al alzar el oficiante la hostia del sacrificio incruento, y suplicaron al arcángel San Miguel, «supremo príncipe de los principados del cielo, capitán de la milicia angelical y defensor de los ejércitos cristianos», que defendiese a Carlos VII como defendió a Ezequías contra el poder de los asirios, matando en una noche ciento ochenta y cinco mil enemigos, que alcanzase para él el celo del rey Josías, la prudencia de Salomón, la confianza de Josefaz, el valor de David y la piedad de Ezequías, que enviase en su socorro sus celestiales escuadrones como los envió en favor de Eliseo y Jaco; todo ello para que Jesucristo fuese servido y glorificado de todos con paz universal de la Iglesia.. A esta oración respondieron el pueblo y el batallón congregados, repitiendo maquinalmente el «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros enemigos».
Aquel mismo día, fiesta de Nuestra Señora del Carmen, y aniversario del triunfo de la Santa Cruz en las Navas de Tolosa, y de la degollina de frailes el 34, entraba don Carlos en España a reparar el desastre de Oroquieta, por el mismo sitio por donde treinta y nueve años antes entrara su abuelo, por Zugarramurdi, el escenario de infernales aquelarres en otro tiempo.
Cantóse el tedéum, predicó el general Lizárraga, y después el párroco, se rezó un rosario en sufragio de los frailes degollados el 34, cuando el cólera morbo, y los soldados respondieron con un ¡viva el Rey! al ¡viva España! que aquél lanzó del alto de Hachuela. Rezaron tres avemarías a Nuestra Señora de los Ángeles de Pourvorville, mezclóse el Rey en la filas de sus soldados, y dio libertad a sesenta y cinco prisioneros de Eraul.
Ignacio, en tanto, iba cobrando calma. Con tantas idas y venidas, marchas y contramarchas, había olvidado las ideas; pero, cumpliendo con su deber, esperaba en la guerra. ¿Las ideas?, ¿dónde estaban? Allí nadie hablaba de ideas ni de principios. Una vez en acción guerrera, habíanse convertido en movimiento, disipadas y reducidas a él; convergiendo, trasformáronse en acción, acción pura, sembradora de ideas nuevas. Los principios habían sido el cebo que les llevara a la guerra a cumplir una misión oculta aún en el misterio del porvenir. Alguna noche recordó Ignacio aquello de Pachico, de que todos tienen razón y no la tiene ninguno, de que el éxito es quien en definitiva la da, pero así que a la luz del día se ponían en marcha, sintiéndose en la masa, le ganaba la realidad viva. El enemigo, tal era el fin ¿El enemigo?, ¿y quién era el enemigo? ¡El enemigo!, ¡el otro!
A los tres días de la entrada del Rey en la Patria, hallábase el batallón con otros tres, castellano uno, en la altura de Lamíndano, sobre la villa de Villaro, en el fragoso valle de Arratia, dispuesto a dar cara a una columna enemiga, apoyada en la villa, entre la carretera y un monte.
Iban por fin a entrar en fuego, y en todo pensaba Ignacio menos en morir. ¿Morir? Sentíase fuerte, y tenía que vencer y vivir. La muerte seguía apareciéndole idea abstracta; la plenitud de su salud le impedía comprenderla.
Destacadas dos compañías a atacar un puente, Ignacio se quedó con el resto, y el primero de Castilla en el centro y derecha del enemigo. Tenían que lucirse ante los castellanos, no ser menos que ellos.
A eso de las tres de la tarde, roto el fuego, avanzó el enemigo bajo la protección de la artillería, y al oír Ignacio sobre su cabeza el resoplido de una granada, sintió frío en el corazón. Luego se palpaba el «deténte bala», en que su madre había zurcido con horas de vida pedazos del alma. Al oír las primeras balas empezó a liquidársele el paisaje a la vista, y a aflojársele los resortes del cuerpo, produciéndole escalofríos paralizantes aquellos sutilísimos silbidos como de invisibles víboras aéreas. De muchacho, en las pedreas, viendo al que le lanzaba el canto, y a éste mismo en su trayectoria, el coraje contra el adversario conocido sustentaba el ardimiento; ahora el enemigo estaba lejos, apenas indicada más que la masa confundida en la verdura, no cabía odio concreto, era una cosa fría, mecánica, algo como de oficio y fórmula, una mentira, una verdadera mentira.
Junto a la briosa espontaneidad de una pedrea infantil, ¡qué farsa!, ¡qué ilusión tan huera, no bien tocada hecha polvo! En lo extenso del campo de acción disipábase la intensidad de ella.
Seguían los silbidos; aquello era cosa corriente, no hacían daño alguno. Al poco rato se había hecho a ellos.
A la voz de ¡fuego! atacaron el ala derecha del enemigo, que se fue desordenando, perdió su apoyo en el monte, y replegó su defensa a una ermita y bosque, mientras los que habían ido a tomar el puente, desistiendo de ello, se volvían.
Al oír el ¡a ellos! arrancó Ignacio con los que le rodeaban. Era una molestia aquella maleza de brezo y helecho que se enredaba en los pies. Muy cerca ya del pórtico de la ermita encontróse entre un grupo de castellanos, a que dirigía y animaba un oficial, de otro batallón.
Retrocedían, deteníanse un momento, y volvían a avanzar... pero ¿por qué reculaban?, ¿por qué se detenían?, ¿por qué avanzaban? Levantó la vista, y vio al enemigo, allí, cerca; vio a unos soldados que se retiraban apuntando y echó a correr hacia ellos. Era la tercera embestida, y viose Ignacio al pronto en la ermita, junto a un soldado tendido que pedía agua. Los castellanos corrían a la bayoneta tras el enemigo que entraba en la villa. Y nada más.
¿Había sido aquello combate guerrero? Empezó a creerlo al ver heridos, y que lo decían sus compañeros, comentando la acción, y regateando a los castellanos el mérito de haber tomado la ermita. Cada cual contaba una hazaña o un detalle, e Ignacio sentía la clara conciencia de haberlo presenciado. Y poco a poco iba construyendo la imagen de la acción, incorporando en sus vaguísimas impresiones los detalles oídos, evocando gritos, posturas de combatientes que caen, gestos supremos.
Para la noche había hecho recuerdo propio la leyenda que brotó de la masa, si bien a solas y a oscuras, en el retiro, escurríasele todo, dejándole una impresión de sueño vano.
El sólo recordaba, como de recuerdo vivo y propio, la marcha por los argomales, el estorbo de la maleza al andar y aquellos soldados que se retiraban apuntando.
Y volvieron a las marchas y contramarchas, a recorrer montes y encañadas, siempre los mismos aunque fueran otros, a la vida enojosa y fatigante de campaña, mientras se decía que la insurrección tomaba cuerpo.
A principios de agosto iban a Zornoza a buscar al Rey, que se dirigía a Guernica.
Crecía por momentos la marejada rumorosa del gentío y la turba de chiquillos, entre ellos algunas mujeres que corrían delante de la escolta, y surgía de la masa un ¡viva! repetido, compacto.
Apareció la figura del Rey, un hombrachón luciendo su corpacho sobre un hermoso semental blanco, en traje empolvado de campaña, cubierto de una gran boina blanca con borla de oro, y rodeado de generales.
Al pasar junto al batallón de Ignacio se detuvo, preguntando si eran los de Lamíndano.
Una mujer murmuraba al oído de otra:
—¡Qué guapo!, ¡pero qué arlote viene, qué derrotado!
Y ¡qué bien montaba! Aquello era un rey, en cuyo torno se arremolinaba el pueblo, loco de entusiasmo. ¡El Rey! Rodeábanle del invisible nimbo que brilla en torno a esta vieja palabra misteriosa ¡Rey!; los niños encontraban al héroe de mil cuentos, los ancianos al foco de mil recuerdos. Y ebrios todos con las voces, con los vivas, con los remolinos de las gentes, miraban a aquel hombrachón sobre el pedestal de su caballo.
Fue el batallón escoltándole hasta Guernica, y en todo el camino, en lo alto del monte, en la encañada sombría, en la anchurosa vega, bajaban los caseros de sus diseminados hogares, acudían los chiquillos a la carretera, iban los veteranos de los siete años a ver al nieto de Carlos V, y las mujeres llevaban a sus pequeñuelos en brazos.
Ante la vista se abría la placidez de la vega de Guernica, ancho lago de verde mosaico donde cabrilleaba el maíz, la villa recostada al pie del Cosnoaga, junto a un macizo de árboles, los peñascos costeros, enhiestos y desnudos, repujados en el cielo, y a la derecha la gravedad del desnudo Oiz, cuyo gigante espinazo se bañaba en luz. La Naturaleza recibía indiferente al Rey, sin un gesto, sin un saludo.
La villa entera salió a su encuentro. Algunas viejas lloraban, algunas madres alzaban a sus pequeñuelos para que le vieran, y otras, llevándolos en brazos. Forcejeaban entre la muchedumbre, mientras ellos lloraban; peleábase la gente por besarle la mano, el pie, lo que pudieran alcanzar, y hubo mujer que, a falta de otra cosa, besó la cola del caballo que le servía de pedestal. Una vieja se santiguó con los dos dedos con que le hubo tocado antes, otra le tocó con un panecillo, guardándoselo luego con avaro cuidado. Los chiquillos se escurrían por entre las piernas de los mayores, o se subían a los árboles, y de toda aquella multitud brotaba un prolongado viva, fijos los ojos y anhelantes los lechos.
—¿Qué es un rey? —preguntaba un niño.
Y le contestaron:
—El que manda más que todos.
—¡Viva el salvador de la humanidad! —gritó una voz.
Al recorrer Ignacio con la vista la apiñada muchedumbre, tropezaron sus ojos con los bovinos de la rubia aldeana, que después de saludarle echando hacia atrás la cabeza con airoso meneo, se volvió a mirar al Rey. Vio a Domingo el casero, que dejando su labor, había acudido también y miraba con aire recogido.
—¡Qué guapo!, ¡qué guapo! —decían viejas y jóvenes.
Una señorita le victoreaba desesperada, dando grandes voces, agitando los brazos, con los ojos chispeantes y las mejillas encendidas, fuera de sí, arrastrando consigo a sus compañeras.
—Si en vez de llamarse Carlos, y ser hombre robusto y guapo, llega a llamarse Hipólito y es contrahecho, ¡adiós causa de la legitimidad! —dijo junto a Ignacio una voz baja que le hizo estremecerse. Era Pachico, sin duda alguna. Volvió vivamente Ignacio la cabeza, pero no pudo verle.
¡Qué bien le darían el manto y la corona! ¡Aquello era un rey, aquello!
—¡Viva el Señor de Vizcaya! —gritó una voz estentórea, elevándose sobre los vivas al Rey.
Ignacio llegó junto a la iglesia juradera, donde se alza el árbol.
—Va a jurar los fueros —decía la gente.
—No, por ahora no —explicaba uno—, va a prometer que los jurara así que se siente en el trono.
Cuando don Carlos llegó junto al árbol, oró ante el templete que aquél cobija, se puso luego en pie, y se siguió un silencio. Ignacio sólo oyó entre el silencio del pueblo palabras sueltas, «mi corazón..., Dios..., impiedad y despotismo..., mi querida España..., nobles y honrados vizcaínos..., heroico y leal suelo..., venerando árbol, símbolo de libertad cristiana..., os prometo..., mis augustos antepasados...» Siguieron unos vivas resonantes.
Al retirarse aquella noche, presentáronsele a Ignacio Gambelu y la madre. Cogióle ésta, le besó apretándole contra su pecho, y tanteándole el cuerpo le decía:
—¿No tienes nada?, ¿no te falta nada?, ¿te han hecho algo?
Hablaron después del Rey. Traíale su madre recuerdo dulce de Bilbao, parecía venir envuelta en la atmósfera oscura y húmeda de la chocolatería paterna.
—Tu padre quiere que dejemos la tienda, y nos vengamos por acá, más cerca de ti. Dice que no se puede resistir ya allí. ¡Jesús, Jesús! ¿Cuándo acabará esto? ¡Esos negros tienen el alma de peñasco, saben que no han de poder, y nada!, darnos qué sentir.
Ella se había decidido a ir a verle con Gambelu, ¡al cabo de tanto tiempo! ¡Y además vería al Rey..., el Rey!, ¡arrogante figura!, ¡aquello era un rey, aquello! El ansia de conocer al Rey habíase fundido, para atraerla, con el deseo de ver al hijo.
El siguiente día fue de completa alegría, pues encontraron a Juan José con su madre, y comieron juntos todos. La madre de Juan José les recomendaba que mataran muchos negros, Josefa Ignacia sonreía mirando a su hijo, y Gambelu se frotaba las manos augurando la próxima entrada en Madrid.
Juan José, lleno de esperanzas, veíalo todo de color de rosa, esperando grandes cosas de la fe de los voluntarios. Fantaseaba lo que habría de ser España, una vez sentado don Carlos en su trono; hablaba con desparpajo de combinaciones estratégicas. Desarrollando todo un plan de campaña para tomar a Bilbao en veinte días, sacaba a cuento el sitio de París por los prusianos, y la que él llamaba táctica de Moltke. Era interminable en su crítica de las operaciones de guerra y de la organización de las fuerzas.
—¡Cuídate! —le recomendó a Ignacio su madre el día en que se despidieron.
El entusiasmo empezaba a renacerle en el alma. Concentrábanse los liberales, Lizárraga había tomado varias villas, aprestándose a tomar Eibar la armera y Vergara la del Convenio; don Carlos se había unido a Ollo, y por todas partes sólo se oía ¡a Bilbao!, ¡a Bilbao!
Desde aquellas alturas de Archanda, teatro de su fechorías infantiles, de sus escapadas y pedreas, contempló a su pueblo un día del mes de agosto. Era de noche, y se veían las procesiones de los mecheros de gas. Pensando en el rinconcito de la siete calles, en su padre, en sus amigos, en Rafaela, se decía: ¿qué harán ahora?, ¡lo que menos se acordarán es de mí!, ¿y si entráramos esta misma noche...?, «... aquí, aquí mismo tuvimos una pedrea, en esa casería nos guarecimos...». La casería estaba quemada, y de ella salió un aldeano que se les acercó.
—¡Esos guiris! —dijo amenazando con el puño a la villa.
—¿Qué hay?
—He mandado venir al hijo que tenía en el oficio en Bilbao, y que vaya a matar guiris...
—¡Bien hecho!
—Han quemado todas por aquí —dijo señalando la ruina de su casería—, no se veía más que hogueras, y los bilbaínos se reirían ahí abajo... Han puesto bandera en el Morro, tienen fuertes y disparan... Me han quemado la casa, y hemos tenido que ir a Zamudio, a casa de un hermano...
Y después de un silencio añadió:
—¡Hay que quemar Bilbao!
Ignacio miraba a aquel hombre que de noche, junto a su hogar en pavesas, amenazaba a la villa.
—¡Hay que quemar Bilbao!, si hubierais visto..., nos hicieron salir, sacar las cosas, y aquí mismo, con el carro cargado de muebles, estuvimos viendo las llamas... Las pobres vacas mugían de pena, el ternero se escondía bajo la madre lleno de miedo, los chicos y la mujer llorando, y no hacían caso. Así escarmentarás, me decían... ¡Hay que quemar Bilbao!
Iba a resolverse el largo pleito entre la villa y la tierra llana, que llena con sus incidentes, alguna vez sangrientos, la historia del Señorío de Vizcaya. Iba a ahogar de una vez al pulpo, al alambique con que se les extraía los impuestos a la oficina del engaño.
Allí, al pie de ellos, en un repliegue de la montaña se alzaban, dominando a la villa, los viejos muros de la antigua casa-torre de los Zurbarán, testigo un tiempo de las turbulencias de los banderizos, de aquellos rudos parientes mayores, cabezas de la tierra llana, que resistieron con sus mesnadas la formación de las villas, fuerza de los reyes. Aquel viejo caserón era y es monumento del agitado período en que pasó Vizcaya del régimen familiar de la sociedad pastoril al régimen ciudadano de los mercaderes y de las villas; de los buenos usos y costumbres, a las ordenanzas de comercio y los fueros escritos; de la patriarcal casería abierta a todos vientos, a la calle en que se amontonare los hombres; de la montaña al mar.
Iba a resolverse la larga querella, la del rústico y el urbano; la del hombre de la montaña y del ahorro, con el hombre del ruar y de la codicia.
Y continuaron las marchas y contramarchas, de aldea en aldea, aspeado e impaciente Ignacio.
A fines de mes corrió soplo vivífico por las filas. Al entrar una tarde en un pueblecillo, después de dura caminata, encontráronse con las campanas al vuelo. Una mujer, sofocada y desgreñada, con los ojos enrojecidos, cogía del brazo a su marido, con quien acababa de reñir, y exclamando: «¡han cogido Estrella!, ¡han cogido Estrella!», le invitaba a bailar, fuera de sí, olvidada de la reyerta, en medio del corro que reía el cambio y el entusiasmo. Las mujeres salían a las puertas de las casas. Había sido tornada Estella, la ciudad santa del carlismo.
Había sido tomada Estella, y habíase restablecido a los jesuitas en Loyola, la casa natal del fundador de la Compañía.
Y cuando a los pocos días fue recibido el batallón en triunfo en un pueblecito costero, sintió Ignacio el halago de una ovación merecida, pues el espíritu carlista era el que había peleado y vencido en Estella, los alientos de todos los voluntarios habían alentado a los vencedores de Allo y Dicastillo. Todos eran igualmente miembros del cuerpo vencedor.
Descansaron de tanta marcha y contramarcha en Durango, aprovechando el descanso en instrucción y academias. Allí acudió a ver a su hijo Pedro Antonio, más decidido que nunca a dejar Bilbao, y allí se unieron a ellos Gambelu, recién nombrado aduanero, y el tío Emeterio, el cura aldeano.
Entusiasmábase Gambelu con la salida al monte de don Cástor Andéchaga, a los setenta años, y con aquella proclama que dio a los vizcaínos para que «los que humillaron al poder de Roma en aquellas montañas resucitaran entre sus hijos, bajo aquel hermoso cielo donde nunca se anidó la cobardía, entre los murmullos de aquellos bosques que jamás arrullaron a los débiles y al toque de somatén de las campanas de sus valles, palpitaran con entusiasmo los corazones, y recordando las glorias de sus antepasados, y la ignominia presente, perecieran con honor en la pelea antes que sufrir en la vergüenza el ultraje de un puñado de bandoleros. Aún tenían hierro en los montes y madera en sus bosques para armar sus brazos de lanzón y adarga; tenían el derecho de su parte; la historia en su favor; la fe les animaba; les alentaba la esperanza; les protegía la religión, y sus padres les bendecían». Acababa con los vivas de rigor.
—Todo eso está bien —exclamó el cura al oír la proclama—, pero ¿no hemos hecho nosotros bastante predicando la guerra, y animando a los flojos, para que ahora, a título de empréstito forzoso, se quiera sacarnos los cuartos? Para eso la Revolución y pax Christi... Yo no doy; eso es atacar a la inmunidad eclesiástica... Empezamos a liberalizarnos..., ya sólo nos falta un Mendizábal...
—Cura al cabo —dijo Gambelu—. Usted no suelte la guita, que la guerra se muera por consunción, y ya le dirán de misas los liberales...
—¡Por consunción! ¡Buena consunción te dé Dios...! La comunión en Loyola y el ungir al rey, pamplinas para los canarios... Generalitos memos, uno chocho de puro viejo, otro de puro beato, otro una fantasmón, y allí mismo, en Loyola, chinchorrerías de etiqueta, que si me toca este sitio, que si aquél... Aquí quien hace falta es Santa Cruz...
—Así empezamos la otra vez... ¡Vaya todo por Dios! —murmuró Pedro Antonio.
Empezaba, en efecto, a fermentar la insurrección. Decíase que dos generales se negaban la mano; que otro, dominado por su querida, inventaba fingidos sacrificios para medrar.
Ignacio volvía, como muchos vizcaínos, sus ojos al caballero andante, al setentón don Cástor, armado del hierro de sus montañas y de la madera de sus bosques, y fija en Bilbao la vista. Pensando en él, palpitaba en su espíritu, forcejeando por dominarle la. conciencia, su nebuloso mundo de Oliveros, con el brazo ensangrentado hasta el codo; de Artús de Algarbe, en pelea con el monstruo de brazos de lagarto, alas de murciélago y lengua de carbón; de Carlomagno y sus doce pares acuchillando turbantes, cotas y mallas de acero; del Cid Ruiz Díaz; de Cabrera, a caballo con su flotante capa blanca; de tantas figuras mágicas, toscamente grabadas en madera.
Cumplo con mi deber —pensaba en las horas de desfallecimiento— y allá los demás. Los enemigos acaso sean más fuertes..., ¡no importa!, debo pelear, no vencer. Que venzan si está de Dios que han de vencer. Soñaba luego que de él dependía todo, que su esfuerzo era el eficaz, que había habido héroes ignorados para salvar causas perdidas. ¡Si yo fuera general!, y fantaseando lo que habría de hacer de serlo, ideaba planes, acciones, batallas, acabando todo en diálogos insignificantes con el Rey, o en escenas domésticas con Rafaela.
¿Era aquello la guerra? Marchas, contramarchas, nuevas marchas y contramarchas, sin que llegara la gran. batalla. En la espera de ésta aguardaba ansioso la noche, sediento de sueño para suprimir aquel tiempo, y que llegara así antes el día supremo.
En tanto, el cándido Pedro Antonio daba vueltas en su mente a la idea de lo que se haría del dinero; recordaba el sacrificio de parte de sus ahorros absorbidos en aquella empresa del Capital, que la alentaba hasta donde le era conveniente, y sin darle más suelta que la medida. Devanábase los sesos el pobrecillo, incapaz de penetrar el hondón del misterio, y el poder terrible y oculto que se servía del levantamiento carlista para asegurar su presa y mantener su vida. Atribuíalo todo a la masonería y a aquel su Valle Invisible, cifra y compendio para él de todo lo infernal y misterioso.
¿Quién sino la masonería acabó con la guerra de los siete años? ¿Quién sino ella, con sus ocultos manejos, les llevó a desear una paz tan dulce tras tanto y tan duro guerrear, después de haber hecho ineficaces sus esfuerzos con tantas traiciones? Era imposible que hubiese fuerza humana patente y clara capaz de vencerles; había, por fuerza, algún poder oculto y misterioso, contra el que se estrella toda bravura.
Escoltando al Rey, de paseo por sus dominios, fue el batallón a la ciudad santa del carlismo, a Estella, que les recibió alborozada. Empezaba en torno a ella, apurada por el enemigo, a anudarse el hilo de la guerra. Hacía días que los dos ejércitos marchaban y contramarchaban, se rondaban en continuas danzas y contradanzas, se daban algún ligero picotazo, y se erguían luego.
Detuviéronse allí cerca de un mes en revistas, ejercicios y paseos militares, y allí cobró Ignacio alguna calma después de tan agitado correteo. Encontró a Celestino, y al acercársele con un ¡hola! contestó el otro: ¡cuádrese usted! Subiósele a Ignacio la sangre toda a la cabeza, y le dijo al oído: ¡vete a la mierda!
Celestino, rojo de vergüenza y remordimiento, se alejó sin decir palabra, e Ignacio, pesaroso e inquieto, lleno de vagos temores, oyó aquella noche, sin enterarse palabra, a Gambelu, entonces en Estella, quejarse de la guerra y augurar mal. Habíanle matracado los oídos con la canción aquella a los aduaneros:
—¿Es que creen esos majaderos que sin dinero se hace la guerra, o que las pesetas se siembran como el maíz? ¡Piratas de tierra!, ¡piratas de tierra!, ¿de modo que la guerra sólo la hacen los que andan a tiros? ¡Doble derecha!, ¡marchen!, ¡batallón, firmes!, ¡fuego!... ¡Y luego vengan cuartos! Y el que los saca es un pirata de tierra, y se unta las manos...
En la ciudad, convertida en gran hogar de las fuerzas carlistas, iban cuajando las impresiones de cada cual al comunicarse con las de los otros. Se refrescaban leyendas, se murmuraba de los jefes, y se jugaba, sobre todo.
Allí empezó Ignacio a darse cuenta de los caracteres diversos de sus compañeros de armas, allí hizo la selección de sus relaciones. Allí, en una tarde de recogida e íntima expansión, supo cómo la guerra había ofrecido coyuntura de libertad a uno de sus compañeros, seminarista al tiempo de salir al campo. Obligábanle sus padres a seguir el sacerdocio; la vocación, la verdadera vocación, era la de su madre, vocación de ama de cura. ¡'Tener un hijo cura, guardarle los ornamentos, recoger las obladas, ir a darse importancia cuando predicara el hijo! Tenerlo en casa siempre, sin más obligaciones de familia que la anciana madre; el hijo cura, el hijo cura es el verdadero báculo de la vejez. Tenían, además, en él los demás hijos para los suyos un tío, un paño de lágrimas. Y, sobre todo, ¿cabe familia de algún desahogo sin un miembro de ella en el sacerdocio, dándole lustre e importancia? El celibato sacerdotal decide de la vocación de las madres. El chico no quería, iba la carrera aquella contra sus inclinaciones, pero cedía a sus padres, porque, después de todo, ¿qué más le daba? Mas una vez libre y en campaña apareció el hombre al desnudo.
—Vamos, Diegochu —le decían—, ¿y anoche? ¿No hubo su correspondiente?
Y entonces, frotándose las manos, narraba la consabida aventura galante, con la criada o la hija de la casa, de pura invención casi siempre. El soldado es ave de paso en tiempo de guerra; gustan a las mujeres los bravos que, olvidándose pronto de sus conquistas, no van pregonándolas por plazuelas, discretos con el vencido.
—Demasiados chicos morirán en esta condenada guerra —concluía a modo de moraleja Diegochu—, hay que sacar la puesta. Aquí tenéis a Domingo; días sólo le faltaban para casarse cuando vino al campo creyendo que era cosa de un abrir y cerrar de ojos... La novia le espera...
—¡Pse! Esto acabará pronto, y cuando les zurremos la badana me echaré la soga al cuello. Ahora a matar negros...
—Y luego a hacer blancos. Y tú, mosquita muerta —volviéndose a uno que se escondía—, anda, anda, ponte colorado, ¡cómo si no supiéramos lo que te pasó con la criada cuando ibais a layar juntos...!
—¡Déjale! —decía Ignacio.
La diversión creció al llegar a Estella a pie, a vera su hijo, el padre de Diegochu, veterano de los siete años, que comparando las impresiones apagadas que su espíritu senil recibía de la guerra presente, con los recuerdos que le brotaban de los verdores del alma, reclamaba:
—¡Aquélla, aquélla fue guerra! ¡Aquéllos eran voluntarios, aquéllos! ¿Vosotros? ¡Mequetrefes! ¡Esta es una guerra civil civilizada!
Contábales la batalla de Oriamendi, la noche de Luchana, la expedición a Madrid, relatos que evocaban en Ignacio los días de su niñez en que oyera, con la boca abierta durante las veladas de invierno, las narraciones de su padre.
Recordaba, sobre todo, que una noche oyeron él y Juan José a Gambelu el relato de la expedición del jefe carlista Gómez, en aquella guerra de los siete años. Ellos no conocían entonces, ni aun de nombre, aquellos pueblos, Santiago, León, Albacete, Córdoba, Cáceres, Algeciras, pero sacaron en limpio que el hombre solo, con un puñado de bravos, recogiéndolos y perdiéndolos en el camino, a marchas forzadas unas veces, descansando otras, en carros no pocas, por áridos parameros e intrincadas sierras, zafándose de dos o tres ejércitos que a la vez le perseguían pisándole los talones, vencedor ahora y luego vencido, entrando sin resistencia en grandes ciudades, recorrió media España, volviendo al medio año al punto de partida. Y cuando llegó el primer domingo después de oído este relato, fuéronse ellos, los chicuelos, al monte, de escapatoria, a recorrer los repliegues de sus faldas en busca de chicuelos aldeanos con quienes tramar pelea. La guerra en que se encontraban ahora, ¿era más que una escapatoria de niños grandes?
Recaído al punto en la realidad ambiente, sentía el vacío de ideas, sentía que la estrepitosa pelea de éstas terminó con la guerra, y recordaba tenazmente a Pachico exponiendo con flema en el chacolí las paradojas del escepticismo.
El gallo republicano, sacudida la cresta, y erizadas las plumas del cuello, esgrimía sus espolones, y cacareando rondaba a las tropas del Rey.
Mientras Estella quedaba celebrando el día natalicio de don Carlos, y la llegada al real de su hermano, sacaron de ella al batallón, el cuatro de noviembre, y bajo menuda lluvia que fue arreciando hasta hacerse torrencial, por asperezas y vericuetos, lleváronle por la falda del sombrío Montejurra a defender la ciudad y al barranco de Villamayor, entre el Montejurra y la peña de Monjardín, centinelas avanzados de la ciudad.
Ofrece la antigua y fuerte Navarra, vigorizada con el aliento del Pirineo, variadísimo paisaje. Por norte y este, altas e intrincadas cordilleras de enmarañado boscaje, lecho de nieve y asiento de tormentas, que la guardan y separan de Francia, montañas en que resonó el último suspiro de Roldán, lanzado por la trompa bélica y el ladrido del perro de Altabiscar, montañas que van desenvolviéndose en valles risueños para desplegarse al cabo en la plácida ribera del Ebro. Cerca de Estella descansa el sombrío espinazo del Montejurra que forma con el escarpado Monjardín un desfiladero que se abre a la Solana, atravesada ésta por la carretera de Arcos a Estella que deja a un lado Villamayor en las faldas del Monjardín y Urbiola al borde del camino, y al otro lado, en las estribaciones del Montejurra, Luquín, Barbarín y Arroniz.
El republicano, ducho en el terreno, avanzaba por la carretera para envolver las dos alas de las fuerzas carlistas, tomarles los altos, y caer sobre Estella; las tropas del Rey se desplegaban por los cinco pueblecitos, al amparo de los montes. Ignacio hallábase, con su batallón, en Luquín, en el centro. Por fin le llegaba la batalla, la batalla formal y seria, el choque de fuerzas. Allí estaba, en el centro y base de operaciones, el ya famoso segundo batallón de Navarra, el de la victoria de Eraul; allí, en la derecha, las fuerzas de Elío el organizador. Era menester no desmerecer de aquellos bravos navarros, era preciso dejarlos chiquitos, a poder ser.
El día siete, a eso de las diez de la mañana, vieron que el enemigo, pasando el desfiladero del Cogullo, se desparramaba por la Solana como mar que inunda en su flujo un golfo cerrado por peñascos. Rompieron fuego. Los estampidos del obús que tenían en su ala izquierda, delante de la iglesia de Villamayor, y los del cañón rayado escondido en los sembrados de Luquín, les confortaban, sintiéndose seguros al abrigo de ellos, que gruñían al enemigo de cuando en cuando. A cada disparo seguían gritos, alaridos, vivas y boinas rojas por los aires.
Ahora, ahora que tenían tren de batir vería el enemigo lo que era bueno. Sentíanse seguros al abrigo de la máquina, para rematar cuyos efectos tenían allí las bayonetas.
El enemigo subía lentamente, mientras brotaba de las filas carlistas vibrante ¡viva el Rey!
Recibieron Ignacio y sus próximos orden de retirarse más arriba, mientras la ola invasora avanzaba ocupando posiciones sobre el centro y base carlista, e intentando cortar la derecha. Ignacio disparaba con calma, sin emoción, con todo reposo. Silbaron algunas balas, oyó voces de ¡más arriba!, ¡retirarse!, y fue subiendo.
Vio surgir roses en los sembrados, atravesó con los suyos el pueblecillo, y al salir de éste vieron desde las estribaciones del sombrío Montejurra, que el enemigo lo invadía abandonado, mientras ellos se refugiaban al monte. Por la carretera, los habitantes del pueblecillo abandonado guiaban sus carros cargados de enseres y vituallas, la casa entera en ellos, y sobre los muebles, los pequeñuelos. Otros vecinos, mujeres las más, desde las alturas del monte, les gritaban animándoles a que no dejaran vivo un solo negro. De Barbarín sacaban los carlistas a brazo el cañón, sin tiempo para cargarlo, y mientras ellos salían del pueblecillo por un lado, por el opuesto lo iba ocupando el enemigo.
Habían tenido que abandonar Urbiola al aproximarse éste, y temían un copo. Vinieron masas de navarros corriendo hacia ellos, hacia el grupo donde estaba Ignacio, y arrastráronles en su torbellino, hacia la izquierda. Temían que tomado el paso de la carretera, se colara el enemigo a Estella. Atravesaron la carretera. Como torrente que en día de tormenta baja rebramando de un promontorio a chocar con el mar, que le recibe batiéndole, así bajaban las masas carlistas a obstruir con su remolino el paso entre Villamayor y Urbiola. «¡El Rey nos mira, muchachos!», decían los oficiales; y se oía de cuando en criando ¡viva el Rey!
Ignacio, que corría con los suyos, se detuvo al ver que sus delanteros se detenían para volver sudorosos. ¿Qué sucedía? ¡Buen golpe!», exclamaba uno, y él pensaba: ¿qué golpe será? Bajaban nuevas masas.
—El Rey nos mira. ¡A ellos, muchachos!
¡Vuelta a correr! Entonces vio, por fin, los roses del enemigo, pero sólo por un momento, y desde lejos.
Llegada la noche, mientras los soldados de la república fatigados y hambrientos dormían en el abandono de los pueblecillos deshabitados, vivaqueó el batallón en la espesas melenas del sombrío Montejurra, entre maleza, esperando el día de la batalla. Entonces supieron que el cañón de su ala derecha había disparado con pólvora para animar a los chicos, dándoles la fe que fortifica.
Ignacio estaba desasosegado. ¿Qué era aquel buen golpe que les detuvo en su embestida? ¿A qué obedecía aquel retirarse al monte, abandonando los pueblecillos, antes del choque, sin llegar a ver un rostro enemigo? Nada de encontrarse frente a frente, nada de choque caliente y vivo. Mas ¿es que las pedreas se convierten en trompadeo? Viénense a las manos los hombres, en odio mutuo, no las masas humanas. Aquello no era lo soñado; no guerreaban ellos, les hacían guerrear los jefes, jugando con sus soldados al ajedrez. Por eso ansiaban tantos las cargas a la bayoneta, las embestidas al arma blanca, el duelo colectivo. Nunca serían por completo un ejército, siempre bandas de guerrilleros; no les había recibido un encasillado de jerárquica disciplina y tradiciones tácticas, habían ellos mismos creado la hueste de voluntarios de la Causa; no se habían educado en complicadas evoluciones en vastas llanadas, habíanse formado en marchas y contramarchas por la montaña libre, accidentada, llena de emboscadas y escondites, hecha para la sorpresa.
Acercábase el día supremo, el de la batalla verdadera, el de la lucha cuerpo a cuerpo, el de saber, por fin, qué era el enemigo, y qué la guerra, el de medir las fuerzas como los bravos las miden. El espíritu de Ignacio en tensión fantaseaba escenas animadas, viéndose acuchillando turbantes, cotas y mallas de acero, bajo forma de roses y de guerreras, en el campo en que corría la sangre como cuando está lloviendo; y aún asomaba el gigantazo Fierabrás de Alejandría, que era una torre de huesos, y a quien él, nuevo David, derribaba de una pedrada. ¡Cuánto soñó despierto!
Rompió el día ocho, arrecido y lluvioso, y con el alba empezaron a oírse tiros, que luego se convirtieron en fuego nutrido. Durante dos horas aguantaron el agua, el aire, el frío, la niebla y las balas. Aquello era triste; calaba hasta los huesos, entumecía el cuerpo y el alma. Contra el cielo nada se podía; era preciso resignarse y aguantar. Pesada atmósfera espiritual oprimía las almas de todos; hallábanse como un rebaño sorprendido al campo raso por una tormenta. Para Ignacio cuajaban las desilusiones todas de la campaña. Cesó el tiroteo luego.
Rasgáronse las nubes al mediodía, y apareció el azul insondable, mientras el Rey visitaba las filas siguiéndole el eco de los vivas, dominados a las veces por las granadas y shrapnels del enemigo. Cuando don Carlos pasó junto a Ignacio, fuésele a éste el pecho tras un viva. Discurrió el día en la expectativa.
Fue el día ocho triste y de expectación. Con la lluvia matinal en el alma, ansioso de sueño, se acostó Ignacio fantaseando la gran batalla entre el confuso polvo del combate. ¡Otro día más perdido!, ¡otro día de terca lluvia en su alma! Porque desde que empezara la campaña estaba lloviendo en su espíritu, lluvia terca, fina, constante, que le calaba poco a poco de frío y le difuminaba los paisajes interiores, lluvia de monotonía. Llovían, sí, las horas, hilo a hilo, gota a gota, en su alma.
—¿No oyes? —le dijeron despertándole de noche—. Han reanudado el fuego, se mueven mucho, pensarán dar el golpe.
¡El golpe! Era lo que ansiaba, el golpe, el torrencial chubasco que lo arrastrara todo rebramando, que le sacudiera en torbellinos el alma, que le sacara a flor de ella los hondones, que le curase de aquel triste empapamiento de los días monótonos.
Salieron al campo. Se llamó a los chicos, mientras los oficiales, en torno al jefe, comentaban el ataque nocturno. Contaba las oscuras horas no más que el acompasado tiroteo del enemigo.
Al romper el alba se oyó una voz que decía: ¡se retiran! Ignacio sintió, que hundiéndosele el fondo del corazón, le llenaban el alma las aguas pesadas y tristes de la lluvia interior. Empezaron a moverse a un lado y a otro, animados los más por el triunfo. Formóse el batallón.
En un alto, Elío, contemplando el reflujo de la marca enemiga, murmuraba: ¡bien!, ¡muy bien! El torrente de los voluntarios de la montaña invadía los campos que el enemigo les dejaba, sin choque, sin batalla.
Cuando Ignacio entró en el desierto pueblecillo de Urbiola oyeron juramentos, ayes y súplicas. Era que la caballería del Rey acuchillaba en las ensangrentadas calles a los heridos y rezagados del enemigo. Algunos soldados corrían por las calles, como conejos que acosados por los perros, buscan madriguera.
En la carretera los vecinos, junto a sus carros, contemplaban la caza, mostrando las mujeres el puño mientras vociferaban ¡a ésos, a ésos, guiris, asesinos, ladrones! Los niños, con los ojos muy abiertos, miraban a sus padres y al pueblo, cogidos los pequeñuelos de las sayas de sus madres hechas unas furias.
El batallón pasó del pueblo tras el enemigo que, formado en guerrilla, les contenía, mientras su grueso pasaba el Cogullo.
—¡Si tenemos artillería les meternos en Madrid! —decía uno.
Era el día del Patrocinio de Nuestra Señora.
Emprendieron la vuelta a Estella. En un pueblecito llevaban a enterrar un monigote que decían ser Moriones, el general del ejército republicano. Mientras la ciudad libertada echaba al vuelo sus campanas, la España liberal celebró el triunfo del general republicano, corriendo toretes, y echando también al vuelo sus campanas. El espíritu de ociosidad discutía el triunfo, oculto afín en el misterio del futuro, que es quien guardaba los efectos reveladores de él.
E Ignacio, desanimado y decaído, preguntábase si era aquello ni triunfo ni combate. ¡Cuán otras las ardorosas pedreas de su niñez!
Cuando el batallón entró en su villa, aclamóle un gentío inmenso, cuyos vivas ahogaba el campaneo. Ignacio cayó en brazos de su madre, gustando el amargor de las lágrimas de la pobrecilla.
—¡Qué perdido vienes, hijo mío! ¿Estás malo?
Pasó de brazos de su madre a los de Pedro Antonio, cuyo pecho latió sobre su pecho.
Una vez en la plaza, el comandante les arengó.
Los días que pasó cerca de sus padres, respiraba a sus anchas, esperando que aquel respiro le devolviera fuerzas. La madre mirábale y le remiraba repitiendo: ¡qué perdido estás!, pero ¿qué tienes, hijo mío?
—¡Nada, madre, nada!
—Sí, tú algo tienes..., ¿te han herido?
Recelaba la pobre alguna ocultación.
Apartóse de sus padres, y volvió a los pocos días a contemplar Bilbao desde las alturas a que se aventurara en sus más osadas correrías infantiles. En medio de las montañas que le rodean prestándole abrigo, y encaramándose las unas sobre las otras como para mejor contemplarle, recogidito y acurrucado, allí estaba Bilbao como aluvión de casas que hubieran rodado desde las faldas de los montes a encontrarse en el valle. Allí reposaba la villa, junto al río, que era su vida; allí la masa roja de los techos de sus viviendas, apretada y compacta, surcada de hendiduras. Allí abajo, bajo aquellos techos, respiraban sus amigos, en uno Rafaela; allí, allí, aquella oscura rendija era la calle de su niñez, la calle siempre en feria, el caleidoscopio de Cajas, zapatos, yugos, cacharros, telas y cachivaches de todo género. Oían los ecos de las músicas de la villa, a las que contestaba con cencerros un gracioso del batallón.
Durante unos días impidieron, en los alderredores de la villa, la entrada en ésta de comestibles. Un día encontróse con el batallón de, Juan José, de antiguos compañeros de calle.
—Hay que entrar —decía uno—, tengo ya la lista de los tirillas y farolines a los que voy a hacer bailar...
—Menuda paliza que llevará Ricardo...
—¡Yo pego fuego al escritorio! —añadía un tercero. —¡Echaremos a fuera a todos los pozanos!
Ignacio se acordó de Celestino, y de su imperioso: ¡cuádrese usted!
—¡Y fuerte contribución a los ricos!
Juan José, más esperanzado que nunca, describía con todos sus pelos y señales, sin omitir detalle, la entrada en Bilbao.
—Ya verás, ya verás cuando entremos qué cara nos ponen Juanito y Rafael, el memo ese de los versitos, y sobre todo Enrique. De seguro que no ha olvidado el día en que le diste en la calle la gran somanta, cuando se tuvo que ir arreado y sorbiéndose con los mocos la sangre...
Sentíase Ignacio malo de cuerpo, lo que llenaba su alma de presentimientos tristes, tristes presentimientos que se alimentaron con la lectura de la pastoral del obispo de Urgel.
Decíales: ¡ay de vosotros si dejarais penetrar el pecado en vuestras filas, y os parecierais a esas hordas de republicanos que siembran por donde pasan la desolación y el luto! Entonces Dios se retiraría de ellos, y por sus pecados y abominaciones los echaría como en 1840 los echó, sirviéndose del traidor Maroto como de instrumento de su justicia. E Ignacio, leyendo que no se alcanza la victoria por la multitud de los ejércitos, sino que viene de Dios la fortaleza, evocaba las imágenes borrosas y frías de Lamíndano y Montejurra, aquel correr con los que corrían, y aquella visión del pueblo agrupado junto a sus carros, y de las mujeres vociferando contra los heridos mientras sus pequeñuelos lloraban, sin atreverse a agarrarse de ellas.
Parecían haberse consolidado en reuma de su cuerpo las lluvias de agua y de sol, y en reuma de su alma la lluvia lenta y terca de los días monótonos.
El malestar de Ignacio iba en aumento. Del régimen forzado de campaña, de tanta marcha y contramarcha, tanto ir y venir, tanto subir y bajar, brotáronle erupciones por el cuerpo todo, que se le llenó de ampollas, a la vez que sentía molimiento de huesos. Prescribióle el médico reposo, y fue a reunirse con sus padres a la aldea de Pedro Antonio, donde se habían establecido.
Guardó cama, cayendo en una especie de marasmo dulcísimo, en que se sentía regenerarse como fermentando al fomento de la lluvia lenta y tenaz que le había calado. Parecíale la guerra un cuento, y el mundo un sueño, su madre que le velaba y cuidaba parecíasele en sueños Rafaela, que allí, junto a él, le tomaba el pulso, le ponía la mano en la frente, le ahuyentaba las pesadas moscas otoñales, tercas como la lluvia, le llevaba agua, le arreglaba las mantas. Y, al cerrar los ojos y respirar con el ritmo lento del dormido, besábale en la frente.
Otras veces, por las mañanas, al irse a despertar, cuando entraba la alegría del alba, era el rayo tibio del sol naciente el que tomaba etéreo cuerpo en la aldeana de los ojos bovinos, y los cantos de los pájaros se convertían en su risa vibrante y franca. Y la aldeana se trasformaba luego, afinándose en Rafaela, hasta que entrando su madre disipaba los ensueños vagos, acabando de despertarle. Y despertaba con despertares que no había conocido después de la niñez, y se dormía con deseo.
Una mañana su madre, mientras le pasaba la mano por la frente, preguntóle con dulzura irónica: ¿qué soñabas anoche? Y sintió que sangre nueva le calentaba el rostro.
El régimen de campaña le había vigorizado, rechupándole el cuerpo, y purificándole el alma al contacto con las durezas de la tierra. A las veces sentía el deseo bruto y pasajero de la carne corporal, pero hablase limpiado del cosquilleo sucio y persistente de la carne espiritual. El aire del monte, al curtirle, le desecó los miasmas de la calle, cayósele la costra asquerosa, y quedó puro y fuerte, corro había nacido de padres que se amaron en Dios.
Ensanchósele el corazón una mañana que le visitó Domingo, el casero. Pareció llevarle una ráfaga de aquellos días de calma en que desgranaba mazorcas en la ahumada cocina de la vieja casería, del nido humano de trabajo y de paz.
Otro día, entró en el cuarto Juan José, sofocado, llevando una ráfaga del aire del monte.
—¡Vamos a Bilbao!
—¡Pronto iré con vosotros!
Juan José empezó a desarrollarle un plan del sitio, y a extenderse luego en las consecuencias de la toma de Bilbao. La cosa estaba hecha; ¿cómo iban a resistir aquellos tranquilos mercaderes, atentos al negocio tan sólo? Todo iba viento en popa; antes de cuatro meses se sentaría don Carlos en el trono, e irían a hacerle la corte los que más le denigraban entonces. Una vez tomado, acabaría Bilbao por declararse carlista, ¿qué otro remedio le quedaba?
Siguió Ignacio dos meses con sus padres, sintiéndose renacer, gozando de las pequeñeces diarias, contemplando los árboles desnudos de hojas sobre el campo verde en las soleadas tardes del invierno, y a los lejos el espinazo de Oiz, blanco con su manto de nieve. Pasó con sus padres y tíos la nochebuena, una nochebuena recogida, tranquila, tibia, sin los relatos de Pedro Antonio que ahora suspiraba por su recogido tenderete, una nochebuena en que se acostaron a las diez.
Oía complacido, mas como quien oye llover, los inacabables comentarios del tío Emeterio al curso de las operaciones de la guerra. Hablaba de la próxima toma de Bilbao, el anhelado triunfo, el ansia de los aldeanos en quienes revivían las viejas pasiones, el ansia de las demás villas, envidiosas de la que amagaba absorberlas.
Los comentarios de don Emeterio eran más pintorescos y más vivos, durante los días, frecuentísimos, en que con sus amigos, celebraba alguna nueva noticia con copiosa comilona y abundante trago. Y ¿cómo iban a celebrar sus triunfos sino comiendo? ¿Hay acaso otra fiesta en la aldea, ni distracción de otra clase? ¿Cabe que se reúnan varios hombres, y se estén juntos y ayunos, en frío, sin hacer nada más que hablar? El vino desliga la lengua, e hincha las imaginaciones. Al calor de la comida, en el abandono de la intimidad, con el vaso delante, era como adquirían relieve y vida las noticias de las campaña, así es como podían entrar en la leyenda y servir de materia para la profecía. ¡Qué alegría, la alegría que arranca del calor del estómago! Entonces tomaban apego a su aldea, a la aldea recogida, con olor a campo, a los aires libres que orean la cabeza enardecida. ¡Gran aperitivo y gran digestivo el campo verde y abierto a todos vientos! Muchas veces terminaban los comentarios a la campaña en diálogos de rústica filosofía salomónica, de puro espíritu del Eclesiastés. Los duelos con pan son menos.
Oyó Ignacio el 22 de enero del 74 el campaneo por la toma de Portugalete, y a mediados de febrero, cuando sólo se hablaba del sitio de Bilbao y de su próximo bombardeo, incorporóse al batallón. Al ponerle su padre la mano sobre el hombro, de despedida, sintió en la garganta un nudo, quiso decirle algo, tragó saliva, y murmuró con voz ahogada:
—Allí nos veremos.
Josefa Ignacia se dio el placer de retener las lágrimas, apretando al hijo contra el pecho.
CAPÍTULO III
Desde mediados del 73 vivía don Juan en indignación continua, por la apatía gubernamental. ¡Para eso habían tomado el arma él y su hijo! Era insoportable el ver, entrada la noche, a más de un soldado borracho, y a otros jugando a las cartas, a la luz de unas velillas, sobre las mesas del fresco en el mercado; una lástima el verlos envueltos en sus mantas, y tendidos junto a sus fusiles, en el enlosado de la Plaza Nueva.
La indisciplina estragaba al ejército, carcomiéndole todo el vigor. Era natural; habíanse empeñado en llevar la democracia a las filas, habían nutrido a los soldados de predicaciones igualitarias. Tras el persistente ¡abajo las quintas! venía el ¡abajo los galones! y el disolvente ¡que bailen!
El cerco, en tanto, se estrechaba; apenas podían entrar los buques. Escaseaban noticias, corriendo noticiones, pasto de comentarios, en aquellos días de cielo variable, henchidos ya de terral cálido, ya de humedad oscura.
—¡Ya les tenemos encima! —murmuró don Juan, cuando después de la noticia de la retirada de Montejurra, noticia que cayó como un rayo, fueron tiroteados los quintos, que se instruían a las puertas de la villa, a la vez que celebraban los pueblecillos, con campaneo, la liberación de Estella.
Recorría don Juan por entonces, en noviembre, el muelle, convertido en mercado. Dábanle tristeza aquellos montones de frutas, aquellas reses amontonadas. Era una feria de guerra con aspecto de botín, y no la marcha rítmica de la ordinaria circulación mercantil; aquello no era un almacén ordenado, sino un campamento donde balaban cautivas las ovejas, y vagaban lentamente los cerdos; no era el muelle donde en un tiempo recibía la villa cargamentos de cacao para derramarlos por toda España. La guerra reducía el comercio mismo a formas de barbarie; a feria de pueblos nómadas. Volvíase a casa, triste, acongojándosele el alma al entrar en su almacén oscuro y solitario, cuya vida languidecía entonces.
—Tenemos merluza a 30 cuartos libra..., para este tiempo barata... —le dijo un día su hermano.
—¡Feliz de ti! —respondióle gravemente don Juan.
Don Miguel se distraía con la acumulación de sucesos, y sólo renegaba a solas y en silencio de las molestias del trajín de la soldadesca, de los alojamientos, de las escaseces y penurias del mercado.
Perseguía por las calles y paseos, de lejos y furtivamente, a su sobrina Rafaela, cuando iba con otras amigas, acompañadas de Enrique, el vecino de su hermano. «Anda ya ahí ese ganso —pensaba—, ¡será capaz de llevársela...!, en buenas manos va a caer el pandero..., es un bulloso, la aturdirá y mareará..., no se la merece, no, no se la merece...» Y les seguía de lejos, recatándose como un ratero. Ibase luego con cualquier pretextillo a ver a su cuñada, a decirle, que había merluza de Laredo a cinco reales libra, o a otra cosa parecida, y miraba a su sobrina, sintiendo aguijoneada su alma por un sentimiento de ridículo propio, dirigiéndole furtivas miradas.
Marcelino, el hermano menor, la tentaba diciéndole:
—Sí, sí, creerás que no te vemos..., como si no supiéramos lo que sois...
—¡Calla, tonto! —replicaba ella, roja como la grana.
—¡Aivá! Pa que se le diga que tiene novio.
—¡Marcelino!, ¡desvergonzado!, ¡te quieres callar! —exclamaba el tío Miguel poniéndose pálido, mientras la sobrina se ponía roja.
Y una vez en casa, después de haber cenado e intentado en vano prestar atención a unos solitarios de naipes, estábase un rato sosteniendo una conversación silenciosa con una figura vaga e imaginaria, dulce y serena.
El día en que más gozó por entonces fue el de San Miguel, en que los bilbaínos, no pudiendo salir como otros años a la romería de Basauri, se la llevaron al Arenal de la villa. Fue un setiembre tranquilo y dulce; habían vuelto a la villa muchos de los medrosos que salieron de ella a los primeros apuros. El rótulo de «se prohíbe la entrada» puesto a la puerta del cementerio, excitaba el buen humor de don Miguel, que a tal propósito repetía:
—Ni siquiera nos dejan el inalienable e imprescriptible derecho de morirnos.
Aquel plácido día del sosegado otoño de las montañas, en que el sol, cernido por disuelta telaraña de neblina, llueve como llovizna lenta de recogida luz, sobre el campo, fue día en que el solterón gozó con el placer de todos, con lo que los demás gozaban.
Echóse a la calle, temprano afín, cuando recorriéndola el tamborilero, con su casaca encarnada y su pantalón azul, despertaba con el pito a los dormilones. La alborada de tamboril y pito era en la villa, recogida entre montañas verdes, en sus calles habitadas por hijos de campesinos, el canto del pájaro enjaulado que recuerda el bosque en que nació. Las piantes notas del pito, agrias como el verde de las montañas, al brincar sobre el acompasado y monótono tuntún del tamboril, llevaban a don Miguel gusto a la frescura campesina, en que sobre el continuo murmurio del arroyo caracolean los trinos de los pájaros.
Cruzaban la calle grupos de jóvenes con boina roja y pantalones de dril blanco, saltando y gritando; mostrábase alguno que otro armado de cazador de becaligos, de chimbero, con sus adminículos todos, su escopeta, su burjaca, su cartuchero, capuzonero, polvorinero colgante de cordón verde, su zurroncilla con la gallifa de pan y merluza frita, calzado de polainas, y seguido de su complemento, el perrillo chimbero, de color castaño, lanudo, de fino hocico. ¡Cuántas veces saliera así, lleno de infantil frescura, él, don Miguel, cuando ya cantaba su alegre pío el petirrojo de collar anaranjado, el que saluda al sol cuando al romper el día deja sus sábanas de bruma, y le da las buenas noches cuando entre purpurinas nubes se acuesta!
Todos aquellos grupos de callejeros romeros, sentíanse refrescados por el gozo que llena al chicuelo que se propone llevar a cabo una travesura concebida de pronto; podían gritar y hacer chiquilladas en público, sacar al aire libre la plenitud del alma.
Llegó don Miguel al lugar de la improvisada romería. Aquello, aquello era lo que quería, el campo en las calles, la romería cerca, al arrimo de la villa. Las bocacalles que desde ésta desembocan en el Arenal, ostentaban banderas y gallardetes, extendiéndose ante ellas el campamento de la fiesta. ¡Qué hermosura! Habíase llevado un reflejo de campo libre a los mezquinos jardines. En los jardinillos, tiendas de poncheras, con sus vasos enfilados, su jarro y su batidor de caña, choznas cubiertas de ramaje, tiendas de campaña, juegos de navaja, de anillo, de dados; y a través del ramaje mustio, que amarilleaba ya, los pelados mastes y la jarcia de los vapores endomingados, cual otro paisaje otoñal. Y allí cerca, a cuatro pasos, las calles de la villa, recogidas, sombreadas, esperando a los romeros, con sus filas de casas que les dan calor de hogares.
Don Miguel se reía como un chiquillo, viendo a los fingidos chimberos apuntar a los desnudos árboles, sin un pajarillo entonces, y a los niños reír de la comedia; recreábase en el chirchir del aceite y en el olorcillo de la merluza al freírse en él; estuvo a punto de tomar parte en el juego de bolos, hecho con tablones de la «Batería de la Muerte»; y siguió a los gigantones, confundido con los chiquillos, sintiendo que se le subía por dentro el alma de niño, el alma de cuando seguía a aquellos gigantones mismos, a distancia, mientras sus compañeros de juego corrían delante de ellos. Volviendo a su niñez, parecía envolverse en el ambiente, como en placenta de su espíritu, tornando a hallar la fresca verdura de cada cosa; sentíase renovar mientras iba animándose la romería. Entraba en ésta desde la villa, una carretela tirada por caballos encascabelados y encampanillados, llena de jóvenes adornados de dalias, jóvenes que hacían resonar el paseo con sus relinchidos. Así, así le gustaba el campo, pequeñito y recogido, al arrimo de las taciturnas calles.
Ganado por la expansión ambiente, quedóse a comer en las Acacias, al aire libre, en mesa de bullicio, donde se hablaba de la paz y de la guerra, de la facción y de los condenados cantonales, que distraían al ejército. Recordábanse las pasadas romerías de San Miguel, en la frescura del valle de Basauri, de entre cuyos árboles sale el humo de los hornillos, el chirchir de las fritangas y el rasgueo de las guitarras. Don Miguel comía y callaba, pensando que no eran aquellas otras romerías tan recogidas, tan intensas, tan de hogar colectivo, tan de familia; sentíase encantado de la conversación, y de los gritos y pregones: ¡cigarros!, ¡agua fresca, quién quiereeee...!, ¡churros, churros calientes! Sentía cada vez más calor, más confundidas cada vez las voces de la romería en una sola, más resonante el aire. Al oír que iba a hacer el aurresku la primera compañía, corrió a verlo con la servilleta al cuello, sintiéndose otro, retozándole los pies, con ganas de romper aquella su eterna vergüenza y de decir a gritos sus secretos, los secretos de aquellas conversaciones íntimas de sus horas de soledad.
Como una audacia, casi en son de desafío, llevaba su servilleta al cuello; afrontaba ya el ridículo.
Empezó a vagar de corrillo en corrillo, siguió un rato, como un niño, a uno que montado en un borrico, con boina encarnada de borla de esparto, banda de percal azul y espada de palo, se paseaba a tambor batiente, escoltado por tropel de chiquillos armados de palos y con un papelón a la espalda en que decía: «Entrada del rey Chapa en Guernica». Las tiendas todas de la villa se cerraron después de correr, derramándose por el Arenal el pueblo.
¿No les dejaba el enemigo salir al campo? Pues traerían el campo a casa, y asunto concluido. ¿Cómo iban a entrar en el otoño sin la expansión campestre, sin la profunda respiración, a plenos pulmones, de aire libre, sin el revolcón en la verdura fresca?
¡Aquélla, aquélla era romería, en el Arenal de todos los días, en el jardincillo de la villa! La prefería don Miguel a las del campo libre, como prefería el jardincito de su balcón, el de sus tiestos, al bosque donde se sentiría solo y abandonado de todos.
Al arrimarse al corro del aurresku, el corazón le dio un vuelco; Enrique lo bailaba delante de Rafaela, que miraba al suelo golpeado por los pies del danzante. Y luego siguió el tío con la vista a su sobrina, en el revuelto enredijo del baile, cara a cara de su cortejo, allí juntitos. Y ella, al tropezar en una vuelta con los ojos de su tío, sintióse desfallecer, mientras don Miguel sentía la rompiente de la sangre en la cabeza, y los latidos del alma que se le quería echar fuera. Fuese a otro corro y bailó como un desesperado, afrontando el ridículo, a su parecer.
—Bravo, Miguel, alguna vez que te veo razonable —le dijo uno de sus amigos, mientras él, sonriendo, acentuaba el bailoteo.
—Anda, Michel, anda, dale de firme, que esta vida es un fandango y el que no lo baila un tonto.
Celebraban lo desmañado de sus ademanes, la torpeza con que llevaba el compás, mientras sentía él renovarse a medida que se abandonaba al baile, embriagado en éste. Era como si derritiéndosele el caparazón que le ahogaba el alma, brotara de ésta la frescura de su niñez.
Más tarde, después de la merienda, volvió a encontrar a su sobrina, a punto que resonaba la corneta de llamada sobre el rebullicio de la gente. Aquietóse el rumor, contáronse los toques y Enrique dijo separándose de las chicas: ¡Nos llaman! Se volvió de más lejos para saludar una vez más a Rafaela, y entonces fue cuando se acercó el tío a ésta, más dicharachero que nunca. Había bebido para cobrar valor, había bebido excitado por el bailoteo.
—Vamos, que bien te has divertido —le dijo por lo bajo—, no hay como tener novio...
—Cosas de ese chiquillo de Marcelino... —contestó ruborosa.
—¡No, cosas de la vida! Lo que es ser joven... ¡Ay!, si tuviera yo quince o dieciséis años menos..., como cuando te sentaba sobre mis rodillas y te hacía bailar, y me pasabas las manecitas por la cara diciendo: tío mono, tío mono...
—Todavía no eres viejo... y, al decirlo, la pobre sentía angustia y vergüenza.
—Todavía... soy raro, que es peor que ser viejo...
—Hasta don Miguel Arana ha bailado esta tarde —oyó decir en un corrillo cuando se retiraba a casa quebrantado, como tras día de ruda labor.
Y de noche ya, mientras se arrastraban por las calles los últimos ecos de la fiesta, el pobre tío, solo, de sobremesa, procuraba distraerse haciendo solitarios, mientras se decía: ¡Dios mío!, ¿qué he dicho?, ¿qué he hecho?, ¡vaya un ridículo!, estaba bebido... Y se acostó para quedarse a oscuras, solo, donde nadie le viera, para perder conciencia en el sueño.
¡Qué día aquel en que bloqueada la villa, trajo a su Arenal la famosa romería de Basauri, prólogo de los días de martirio, preparándose con aquella fiesta de familia para los días supremos!
¡Qué día aquel en que fingió la libertad del campo en su familiar paseo, entre las calles de sombra y la ría!
Doña Micaela entraba en los días de oscura cerrazón de su alma, sin que los cuidados de su hija la distrajeran, rumiando sus recuerdos de la guerra de los siete años, agitando las tristezas de su infancia enfermiza, preocupada con las oscilaciones del mercado, augurando catástrofes de que la carne se pusiese a 26 cuartos, de que los aldeanos empezasen a vendimiar antes de tiempo, de que unas monjas de la villa abandonasen su convento, o de que las familias de un barrio extremo invadiesen las casas abandonadas del casco de la villa.
Entristecióle la revista que pasó el alcalde a los auxiliares, al ver a su marido y a su hijo mayor con sus gorritas escocesas, gorritas de higo, y su chopo al hombro, en aquella multitud de hombres de tan diversas edades y condiciones, de aquellos tenderos armados.
Las pacíficas familias contemplaban el desfile de sus varones, armados y distribuidos militarmente, reconociendo a cada uno, sin darse cuenta de la significación de aquel aparato bélico.
Los oficiales llevaban, como los simples rasos, su fusil al hombro y los galones escondidos en la gorrita escocesa, distintivo que constituía todo el uniforme. Con ir allí hombres de muy distintas edades y condiciones, de porte muy variado, revelando por su traje las diferencias de su posición, dominaba al abigarrado conjunto un profundo acorde de igualdad, así como la normal predominancia del tono oscuro en la coloración de la indumentaria, le daba un aire de honda seriedad, muy distinto del que brota de los ejércitos vestidos de colorines.
Halló doña Micaela alguna distracción a la fiebre lenta de su alma arreglando y remendando ropas usadas, que el vecindario aprestaba para abrigar las mal cubiertas carnes de aquellos pobrecitos quintos que, arrancados a sus tierras y labores, desembarcaron azotados por el cordonazo de San Francisco, que hacía tiritar sus cuerpos.
Revolvió armarios, desenterró de ellos levitas viejas de don Juan, soñando al verlas con su sosegada luna de miel, que le perecía vaguísimo ensueño de lontananza; amañó un frac inservible, cortándole los faldones, sintiendo un extraño deleite al adobar aquellas reliquias de años de tranquilo hogar, de paz, aquellos restos de un pasado dulcemente monótono.
Tibios placeres, eran éstos amargados siempre. Marcelino, su hijo menor, era de la mismísima piel del diablo. Juntábase con otros mocosuelos y andaban fuera de sus casillas, tomando como cosa de juego los trances de la guerra. La entrada y salida de tropas, el desfilar de las columnas, la llegada de vapores con el timón blindado, los tiros, las carreras de la gente y, sobre todo, el continuo resonar de la corneta por las calles de la villa, habían sobreexcitado sus almas infantiles, y les hizo todo ojos, oídos y piernas, dándoles desbordamiento de vida.
Sufría doña Micaela de continuo pensando: ¿dónde estará?, y el día en que encontró en el bolsillo del chico unas balas, las palpitaciones le quitaron el respiro. El mejor del día se le llevaban muerto. Otra noche, tarde ya, puso una lámpara a San José mientras envió a buscar al chico. Y al verle entrar rojo y sudoroso, y al saber que se había ido tras de la tropa a ver un fuego, empezó a palparle mientras murmuraba: ¡me vas a matar! «¡Estas mujeres —pensaba el chico—, chillan por un ratón!»
Pedro Antonio se había decidido a cerrar su tienda y pasarse al campo en que tenía su hijo, y las primicias de sus ahorros.
La villa imponía dieciséis millones de reales a los vecinos que no estuvieran armados; allí no podía vivir por más tiempo; una hostilidad silenciosa se desprendía de las miradas de los vecinos liberales; alguna vez le hería en lo vivo la voz de ¡carlistón!
—¡Cuándo volveremos...! —exclamó Josefa Ignacia, enjugándose los ojos al dar vuelta a la llave su marido.
—¡Pronto y en triunfo! ¡Aquí no podemos seguir! —exclamó para darse fuerzas, sintiendo se le vaciaba el pecho al dejar aquella tienducha, nido de su alma, en cada uno de cuyos rinconcillos había ido dejando, durante años, nimbos imperceptibles de pensamientos de paz y de trabajo. Presentía no haber de volver a ella; el corazón le callaba con silencio triste.
El tío Pascual salió a despedirles y animarles, lamentando no poder irse con ellos. Poco después, cuando iba a partir el coche, llegó don Eustaquio, que se quedaba execrando de lo estúpido de la guerra aquella. «¿Por qué vendrá a molestarme?», pensaba Pedro Antonio. Josefa lgnacia soñaba en aquel Bilbao, nido de sus oscuras costumbres de inconciente amor, cuna de su hijo.
Los viajeros hablaban de la guerra y del peligro que amenazaba a la villa. Al llegar a la avanzada carlista, detúvose el coche. Al borde de la carretera, en una casaca, jugaban al mus unos aldeanos y soldados carlistas. Aguardaban con paciencia los viajeros, hasta que, cansado el cochero, se acercó a uno de los jugadores para darle prisa, a que despachara pronto su cometido porque le esperaban.
—¿Quién?
—¿Despachas o nos vamos...?
—¡Tengo! —exclamó el otro.
—¡Que te están esperando hace un siglo...!
—¿Los de levita? ¡Bueno!, que esperen, que ahora yo mando..., ¡órdago al juego!
—Habría que acabar con esta raza —dijo uno de los viajeros por lo bajo.
—No acaben ellos antes con la de ustedes... —contestó Pedro Antonio, a quien se quedó mirando su mujer, sorprendida de tal audacia del paciente chocolatero, en quien, al sentirse fuera de su tienda, resucitaba el voluntario de los siete años.
Unos se iban, y venían otros. A mediados de noviembre, hallándose comiendo la familia Arana, se abrió la puerta y una voz chillona que alegró el corazón a todos exclamó: ¡aquí estamos!
—¿Eres tú, Epifanio?
Y don Juan se levantó para ir a abrazar a un vejete vivaracho, que le puso las manos en los hombros, le miró de pies a cabeza sonriendo y le apretó luego contra su pecho.
—Pues nada, chico, que ayer mañana vinieron los facciosos a sacarnos de la cama a todos los liberales, y ¡ospa!, ¡ospa! Hemos venido unos cuantos, y yo, ya sabes, me alojo aquí. ¿Y usted, Micaela? Esto no es nada, así es la vida más alegre... Y tú, Rafaelilla —le tomó la barba con la mano—, ¿a que a ti no se te da un comino de todo esto? —y acercándosele al oído—: Tendrás novio, por supuesto, y será liberal..., ¡no faltaba más!
—Usted siempre el mismo...
—El mismo hasta morir... Voy a armarme. Entre los emigrados haremos un buen pelotón.
Al siguiente día se fue con una escopeta de caza menor y veintiún cartuchos de mostacilla a alistarse en el batallón de auxiliares. Al entregarle el rémington y los cartuchos, exclamó: «Con seis me bastan, que para cuando los consuma no quedará un carlista en pie... y, ¡viva la libertad... liberal!»
El enemigo cargaba sobre Portugalete, para apretar el dogal a Bilbao, que iba esta vez a pagarlas todas juntas, sustanciándose el largo pleito entre la villa de mercaderes, monopolizadora de la ría, y el Señorío todo. Acercábase la solución de la historia de Vizcaya.
Y no tendría Bilbao, como en el 36, la protección del cielo, no la Virgen de Begoña que velara como en los siete años por él. Fueron los carlistas a sacarla del altar de su santuario, y llenos allí de santo celo, desgarraron en la sacristía a bayonetazos, a los legionarios romanos de los cuadros en que Jordán pintara la pasión del Cristo. Lleváronse a la Virgen en marcha triunfal, de noche, por vericuetos y estradas de montaña, en hombros de chicos animosos. Alumbraba la marcha, como hachón enorme, la llama del incendio de un vapor en la ría, el consumo de aura mercancía combustible de la villa. Las rojas llamaradas se reflejaban en la cara lustrosa de la Virgen, mientras clamaban ¡milagro!, ¡milagro! algunos de los circunstantes. Uno de éstos, señalando a la matrona que allá, en el cementerio, extiende sus dos coronas, exclamó: ahí queda esa..., ¡que os ampare! Llevaron a la Virgen en jornadas hasta Zornoza, y se clamó milagro de nuevo, al decirse que iba destornillada en las andas.
—¡Qué alegre viene! ¡Parece que se ríe!
La villa, en tanto, pasaba días desabridos e inciertos, preocupada con las operaciones del ejército libertador, que esperaba de un día a otro, y preparando el ánimo a supremos trances.
¡Tristes navidades las del 73! Recordaba don Epifanio, en casa de Arana, las del sitio heroico del 36, distrayendo los presentimientos tristes con relatos de pasadas tristezas. Repetía: mientras no nos falte combustible como entonces...
Narraba desesperadas peripecias de aquel sitio, la lucha cuerpo a cuerpo, en las letrinas mismas, la indomable resistencia de aquellos mercaderes de la villa, que en la paz aprendieran el valor de guerra.
Fue una cena tranquila, y al acabarla, mientras don Epifanio se empeñaba en echar un baile con Rafaela, retirase don Miguel a su casa, donde, sentado junto al fuego, se estuvo un buen rato conversando con una persona imaginaria, y volviendo la cabeza al menor ruidillo.
Cerróse el año con nuevos apretones al asedio. El día de Inocentes cerraron los sitiadores la ría, el nervio de la vida de la villa, cierre que celebraron con campaneo las aldeas vecinas. En vano se intentó romperlo.
—Año nuevo, vida nueva, Micaela —exclamó don Epifanio el primero de enero.
—Creo que no saldré de éste.
Al día siguiente al de la Epifanía recibiéronse de aguinaldo periódicos, arrebatados y solicitados a subasta. Tres duros pagó por uno don Epifanio. Pudieron distraerse comentando la caída de la república parlamentaria, y faltó tiempo al elemento liberal que ocupaba el concejo para decretar se disolviese el batallón de voluntarios de la República. Trinaba contra ellos Arana, contra los que le hicieran jurar la República, contra los aliados con el enemigo común en las elecciones, y augurando se pasarían a él, al enemigo, repetía que los extremos se tocan.
Ahora, ahora que ha caído la República, ahora que un militar osado había ahogado su cháchara impertinente, ahora cobrarían vigor las operaciones. Instaurar una república en plena guerra, ¿a quién se le ocurre disparate semejante?
A mediados del mes tapábase doña Micaela los oídos con algodón, y mormojeaba el rosario de continuo, al oír retemblar en los cristales del escritorio, lejanos cañonazos que en sus ecos le traían ecos de sus lejanos recuerdos infantiles.
—¡Es Moriones que viene a libertarnos! —exclamaba don Epifanio.
—¿Libertarnos Moriones? —decía don Juan, temeroso de que el general republicano consiguiera tal triunfo.
Don Juan espiaba el barómetro, que es como llamaban al rostro del brigadier jefe de plaza, estudiando en su impasible fisonomía el cariz de las noticias.
Las noticias adquirían valor de acciones bélicas, la palabra era un arma poderosa, dispensadora de fe o de desaliento.
Apresóse a un laborante por hacer correr la nueva de la rendición de Luchana, notición de que se rieron mandando a la cárcel al propagador de falsedades. Y cuando al siguiente día fue certificado, resistiéronse a creerlo, quitando importancia al suceso en los corrillos. Creíanlo unos escandaloso, ridículo simulacro le llamaban otros, recordábase el comunicado de La Guerra, en que los rendidos prometían morir antes de rendirse, irritaba el que les hubiera recibido con música el enemigo, y exclamaba don Epifanio: ¿qué queda, ¡oh puente de Luchana!, de tu gloria pasada?
Al siguiente día la noticia de reflujo, la nueva de la toma de Cartagena, centro del cantonalismo. Respiraron; el libertador recibiría de refuerzo las tropas hasta entonces distraídas. Fantasearon el recibimiento que habría de hacérsele, formando marcialmente en la carrera; hubo apuestas de que llegaría antes de febrero. Las apuestas eran frecuentes, por ellas se medía la fe que salva.
A falta de otro juego de bolsa, surgió espontáneamente el de cotizar mediante apuestas los probables sucesos futuros.
En los corrillos se rodeaba al que venía de fuera, moliéndole a preguntas; hacíanse cálculos y cábalas, apostándose que se hallaba el libertador ya en Briviesca, ya en Miranda, camino de Bilbao. Los bromistas proponían fletar un globo, e ir con él a Santander a dar gracias a los bilbaínos allí refugiados, por su consejo de que enviara la villa una comisión a la corte. Avisaba el libertador que habría de presentarse a las veinticuatro horas de caer la primera bomba, y era argumento de risa el tal aviso.
¡Imposible!, se exclamó al recibir noticia de la toma de Portugalete. Don Juan llegó a su casa aplanado. Quedaba Bilbao como un islote, separado del mundo, una vez tomado el guardián de la entrada de su ría. Y al verse la villa sola, irguió cabeza, respiró con fuerza y un aliento soberano le llenó el alma. ¡Adelante!, ¡viva la libertad! Los republicanos desarenados, la chusma según Arana, pidieron armas. Cuando se comentaba con desdén, el que Santander hubiera regateado con los carlistas su entrega de noventa mil duros, murmuraba don Juan: ¡pero ella tiene nuestro comercio!
A fines de enero, don Carlos se dirigió desde El Cuartel Real a los bilbaínos, diciéndoles: que si los recuerdos de los siete años creían les obligaran a la resistencia que hicieron sus padres, comparasen los tiempos; que habían tenido entonces un ejército a la entrada de la ría, legiones extranjeras, una reina que fue una esperanza para los no desengañados aún, y ahora, un gobierno sin bandera ni apoyo en Europa, nacido de un motín, y abandonados ellos a sí mismos. Advertíales que, si resistían, caería sobre ellos la sangre toda derramada. «¡Así sea, amén!», exclamó don Epifanio.
El tiroteo martillaba en la cabeza de doña Micaela, preocupada de que costara ya a real un huevo y a treinta una gallina, viendo el espectro del hambre tras la consunción de las acumuladas provisiones. La pobre soportaba los atrevidos comentarios de don Epifanio, cuando aseguraba que hacía el enemigo la guerra con el dinero de San Pedro y de San Vicente de Paúl, que había robado del cepillo de la capilla del Cristo.
La villa, aislada del mundo, soñaba con Moriones, el libertador, designando la casa en que habría de alojársele. Los raros periódicos que llegaban apenas decían palabra de Bilbao, cuando sólo en él, en sus angustias, debieran ocuparse..., ¡miserias de la política! La guarnición murmuraba por no cobrar sus haberes, y la villa suscribía 24.000 duros para satisfacerla. Obligóse a tomar arma a los perezosos; se dio orden de cerrar las puertas a las diez de la noche.
Y dentro ardían las pasiones políticas. Don Juan pedía una milicia esencialmente conservadora, «de los que tenemos algo que perder», sin chusma. Ansiaba más que nunca la depuración, en aquellos momentos supremos, abrigando ridículos temores respecto a los exaltados.
No quería apareciese Bilbao, como el baluarte de la bullanguera libertad del triple lema: «libertad, igualdad, fraternidad», sino cual celoso guardián de su propio espíritu, del reposado progreso que camina sobre el comercio, cual guardián de la libertad en el orden. Sentíase liberal, pero liberal sin color ni grito.
Seguía en tanto, la vida ordinaria, tejiendo en su lento telar su infinita trama. El aislamiento provocó el buen humor. Queríase engañar al tiempo bailando.
—¡Gangarronas, más que gangarronas!, no tenéis juicio; el mejor del día te traen tuerta o manca —decía doña Micaela a su criada, que con otras, se iba por los senderos, dando grandes revueltas para guarecerse de los tiros, a bailotear con los chicos del enemigo.
Sufría más que nunca la pobre señora con Marcelino que, con uno de aquellos catalejos de cartón de la remesa recién enviada por un negociante oportuno, hacía correrías a ver los fuertes carlistas, sosteniendo que las balas perdidas cogen sólo a los cobardes.
—¡No habléis de la guerra delante del chico, por Dios! —rogaba la madre a su marido y a su hijo mayor.
Pasó un día de angustia, sintiendo subírsele al cuello una bola de sangre, que deshaciéndose allí le derramaba frío por el cuerpo todo, cuando descubierto un agujerito en la gorra del chico, supo era un balazo. Había estado sacando la gorra por encima de una pared, para provocar a un centinela.
—Algún día va a ser peor —dijo Rafaela.
—¡Bocota, más que bocota! —exclamó el muchacho—, ya sé quién ha contado eso... ¡Aivá!, se pone roja..., como si no se sabría que Enrique es su novio...
—¡Cállate! —le gritó su madre, que tuvo que acostarse febril.
Rafaela lloró en silencio y a solas en su cuarto.
Para Juanito eran los días. 1labíanse despedido del año con un baile, y bailando entraron en el nuevo.
El día primero se inauguró con baile el Círculo Federal. A mal tiempo, buena cara. Bailes en la Amistad, en Pello, en el Círculo Federal, en Lazúrtegui, en Variedades, en el Gimnasio, en el Salón, y música en la Plaza Nueva todas las noches. Desde primera de año hasta el 22 de febrero, segundo día de bombardeo, inclusive, dieron los periódicos de la villa cuenta de treinta bailes. Hasta al campo raso, bajo el cielo, los había; bailes que acababan con carreras, al silbido de las balas enemigas.
En aquellos días de suprema expectativa, era la villa una familia, más libres los cortejos, más íntimas las expansiones. Empeñábanse en divertirse por hacer rabiar al enemigo; La Guerra soltaba chistes acerca del sitio, recordando que se acercaba la primavera médica, en que es sumamente higiénico el ayuno. Era el caso realizar el esfuerzo, sin que lo agrio del gesto y lo amargo de la queja lo pregonaran, privándole de la generosa aceptación del sacrificio; ¡alegremente!, exclamaba La Guerra.
El buen humor, difuso de ordinario en la menuda trama de los imperceptibles actos cotidianos, el buen humor, que en tiempo normal se lo guarda para sí cada uno, brotaba en todos hacia fuera, como acto de deber social, y cuajaba en alegría colectiva. Los naturalmente alegres mostrábanse más alegres que de costumbre, más tristes los malhumorados por hábito.
Emigraban los ojalateros carlistas a Bayona y los liberales a Santander. Soplaba La Guerra para levantar los ánimos con apóstrofes a las «hordas del despotismo» que miraban a Bilbao desde los altos «con codicia de ave de rapiña»; publicaba recuerdos históricos de los sitios que la villa sufrió en los siete años, llamándola tumba del carlismo; aseguraba que en el siglo XIX no aparece ningún Santiago, y ponía como chupa de dómine a los pontífices, en una «Historia del papado», mientras en la villa se cantaba:
Don Eustaquio tragaba bilis, porque, al verle sin la gorrita de higo de los armados, le echaron mano, obligándole a voltear por las calles barricas para los fuertes, mientras los chicuelos, al ver un señor grave en aquella faena, le gritaban: ¡ojalatero!, ¡ojalatero!, cantándole aquello de
—¡Bandidos! —murmuraba— me... chiflo en el convenio..., tuvo razón Pedro Antonio al marcharse.
Don Miguel no salió de casa aquellos días, riéndose detrás de las vidrieras de su balcón de la facha que hacían los volteadores de barricas.
Entróse en el mes del Carnaval, con bailoteo y música. Hubo pocas máscaras, y una sola estudiantina postulando para el comedor económico. El pueblo todo se dio al baile, al campestre sobre todo. Pronto tendrían al libertador en casa..., ¡a bailar! Hubo diez o doce bailes en tres días. Juanito, de guardia con su compañía, burlando con otros la vigilancia del centinela, que se hizo el ciego, invadieron el Salón, donde, haciendo los jefes la vista gorda, y dada vuelta por decoro la gorrita de uniforme, se bailaba.
El calor era sofocante. Enrique esperó en vano a Rafaela, que no quería dejar a su madre sola un momento.
Bailaban unos y pululaban pobres de puerta en puerta, mientras la vida profunda tejía en su lento telar la infinita trama de los sucesos que caen en el olvido.
—¿Será verdad? —preguntó doña Micaela, cuando el 20 se anunció el bombardeo.
Y don Epifanio:
—¡Qué ha de serlo!, ¡roncas nada más! Andan mal, con la bolsa flaca..., no pueden cobrar los cupones del empréstito que ha levantado la Junta de Merindades...
—Pero esto va muy mal, Epifanio, cinco duros por un par de gallinas, ocho un quintal de patatas...
—Alguien sacará la puesta... A río revuelto...
Al anuncio del bombardeo, fue una romería de gente la que salió compadeciendo a los que quedaban, y por algunos de éstos compadecidos.
Pusiéronse vigías en las torres de la villa y se aprestaron zapadores y bomberos.
¡Qué días de íntima angustia aquellos del bombardeo! Después de una noche de helada, amaneció el cielo radiante y puro del 21 de lebrero. Doña Micaela, mientras el corazón le martillaba la cabeza, rezaba en silencio. Don Epifanio había salido muy temprano, exclamando: ¡ya tocan a misa! al oír la llamada a las armas. Doña Mariquita, la abuela de Enrique, bajó a distraer a la señora de Arana, mientras Rafaela, inquieta, no hacía sino asomarse al balcón a cada momento.
Los niños de la vecindad se habían reunido y cuchicheaban mirando a los mayores, pensando del bombardeo, ¿qué será eso?, y en la expectativa de algo imprevisto y supremo.
—Acaba de pasar Chapa por Archanda —decía uno en un corrillo del Arenal a que se acercó don Juan.
Era un corrillo de los prudentes, de los que se estacionaron bajo los arcos del puente. Trazaba un táctico, con el bastón, curvas en el suelo, demostrando por a más b, que era imposible llegasen las bombas enemigas a la villa. Estaban preparados los gigantones y la música para recibir las bravatas, y de cuando en cuando hendían cohetes el espacio sereno.
A las doce dadas, oyeron un ruido sordo, y poco después, al saberse que había caído al río la bomba, quedó desierto el puente.
—¿Lo ven ustedes? ¡Si no pueden llegar...! —exclamó el táctico, al saber que quedó corta la segunda.
En un momento en que Rafaela se asomó al balcón, tendiendo la vista por la calle, en cuyas puertas charlaban los vecinos, un estampido Fragoroso hizo retemblar los cristales, despejó la calle de gente, y lanzó a la hija al lado de su madre, a consolarla.
—¡Al almacén todos! —gritó don Juan entrando entonces.
En el almacén se reunieron los vecinos todos de la casa, mirándose suspensos, en espera no sabían de qué. El ruido de los cañonazos con que la villa respondía al ataque martillaba en la cabeza de doña Micaela, que se ahogaba en el aire retemblante. Los chicos miraban con ojos muy abiertos a doña Micaela, que lloraba; a don Juan, que se paseaba dando órdenes; a la reunión de los vecinos todos; y murmuraban: ¿es eso el bombardeo?, ¿qué?, ¿el ruido ese? ¡Y no poder salir a la calle a ver aquello!
Llegó don Epifanio, asegurando que era sólo para asustar, y volvió a salir.
—Han destrozado la Sociedad —dijo uno que pasaba—, ha muerto Faustino...
El «ha muerto», la fatídica palabra, se posó en el corazón de todos, e hizo silencio. Habríase oído entonces el aleteo de la muerte. A doña Micaela se le borraron las figuras de ante la vista, y se dejó caer en una silla.
Entró Enrique, que venía de su guardia, donde a la primera humareda, en Pichón, a eso de las doce y media, la recibieron con un viva y explosión de chistes; oyeron luego como el resoplido de una locomotora que pasase a todo vapor. Traía el suplemento en que se aseguraba veíanse guerrillas sobre Portugalete, prontas a libertar a la villa.
—Mañana está aquí Moriones —decía don Epifanio de vuelta de su correría—. Todo el mundo, en las puertas de las casas, comenta lo que pasa, sin darse cuenta de lo que es... Creen muchos que ha llegado el fin del mundo... ¡Pobre Faustino! Se asomó al rellano de la calzada, creyendo que había reventado, y entonces se le ocurre reventar...
Cuando al anochecer entró quedito el tío Miguel, su paso lento y suave evocó en su cuñada el fatídico «¡ha muerto!» Habíase pasado el tío la tarde asomado al balcón tras de la vidriera, observando a los vecinos. No consiguió la familia Arana inducirle a que con ellos se quedase; por nada abandonaría a su casa, apegado a ella con felino afecto.
—No, no, allí estoy mejor que en ninguna parte —decía mirando a veces a Rafaela y a Enrique, mientras se tendían colchones en el suelo del despacho, dividiéndolo con una sobrecama en dos partes, para las mujeres y niños la una, para los hombres la otra.
Aquella primera noche, noche de angustia, acostáronse casi todos vestidos, en el despacho de aquella lonja oscura y húmeda, bajo el nivel del suelo de la calle por uno de sus lados. Doña Micaela temblaba como azogada al oír en el silencio, sólo interrumpido por lejanos estampidos, el correr de las ratas entre los sacos del almacén contiguo, alguna vez su chillido agorero y lúgubre, mientras los chiquillos cuchicheaban, preguntándose qué sería aquello del bombardeo. Mas al cabo quedáronse dormidos, los únicos que lo lograron.
—¡Feliz edad! —exclamó don Juan al verlos.
Al siguiente día, blindáronse puertas y ventanas, con sacos de tierra en unas partes, en otras con tablones de madera y cueros de buey. Parecía el banco una tenería; por sus huecos todos aparecían abigarradas pieles. Los tablones que se pusieron en las ventanas del almacén de Arana, cerrando entrada a la luz, aumentaban la triste lobreguez de la tienda y la del alma de doña Micaela, en puro sobresalto, sin sosiego, por todo temblorosa. Aquella noche despertó a todos con un grito de angustioso terror; había sentido unas patas finas por la frente, el paso leve de un ser invisible. Tuvieron que prepararle una cama, acostóse con fiebre, y empezó para Rafaela la triste distracción de aquellos días. Pasábanse el día entero con luz artificial, entre paredes que resudaban humedad inveterada, en un continuo Jesús la pobre madre, preguntando por su marido y sus hijos a cada momento.
El pueblo presentaba extraño aspecto; blindados los bajos de las casas, y formando aduares las familias recogidas en lonjas, tiendas, almacenes y sótanos, para proseguir el curso de la vida ordinaria en lo que dio en llamarse las catacumbas. El peligro aunó familias, hizo del pueblo todo una sola, apiñada frente a la suerte dura; andábase por la calle como de casa; un puchero, hecho más de una vez en el portal, sería para más de una familia, y en un hogar ardía fuego de varios hogares.
La vieja villa de sedentarios mercaderes presentaba aspecto de pasajera estancia de alguna tribu nómada. Toda etiqueta se había desvanecido en una familiaridad íntima.
En la incertidumbre del mañana, viviendo de milagro, con las raíces al aire, las voluntades, despegadas del sosiego amodorrador de la vida y libres de su obsesión, la gozaban con avidez. La sacudida sacó a flote las honduras de la vida ordinaria, y oían todos el lento tejer de la trama infinita del telar de la suerte. En muchas lonjas pasábanse el día entre música y baile, hijos de la ociosidad forzada; en alguna pusieron por rótulo: batería de la vida; y más de una nueva familia brotó del contacto de las familias, al agazaparse en oscuros rincones.
En casa de Arana se reunieron el primer día todos los vecinos, pero distribuidos muy luego, según sus relaciones, no quedaron al cabo con la familia de don Juan, más que don Epifanio, Enrique con sus hermanos menores, y su abuela doña Mariquita. Sobresaltaba a Rafaela, aquella comunidad de vida con su semiconfesado novio, aunque comunidad moderada y limpia, y a él causábale íntimo desasosiego verla recién levantada, en trapillo fresco y trenza deshecha, llevar el caldo a su madre, atender a los niños y revolverse serena y viva en el tráfago doméstico, espiando un quehacer. Cosíale a las veces algún botón suelto, y corría a la cabecera del lecho materno, cuando al encontrarla en lo oscuro del almacén sombrío, le dirigía él la palabra sobre cualquier fruslería.
Las mujeres eran las que peleaban silenciosas, con la resignación, mientras ellos hacían sus guardias.
Don Miguel iba todos los días un rato al escritorio, a arreglar tarea atrasada, mas resistiendo siempre el quedarse con la familia de su hermano. Pasábase largos ratos en el almacén, en aquel hogar a modo de campamento nómada, que le parecía ahora más profundo, viendo trajinar a su sobrina. Iba cobrando cariño a Enrique, e interesándose en aquel amorío tranquilo y oscuro, que se entretejía en la infinita trama del tejido de la profunda vida ordinaria, recreándose en la felicidad que prometía a los dos jóvenes.
Descubriendo cada día nuevas prendas en ellos, ponderábale a él las excelencias de ella, y a ella las de él, recatándose siempre para hacerlo. Y luego se paseaba por las calles, divertido con la visión de las casas disfrazadas, recogiendo cascos de bomba, y llevando cuidadosas apuntaciones de los más nimios detalles. Sentado luego en su comedor solitario, echaba al as de oros si entrarían o no los sitiadores.
Para los niños empezó con el bombardeo nueva vida de hermosos días de holgueta, sin colegio. Divertíanse Marcelino y los hermanos de Enrique en armar ejércitos de pajaritas de papel, y cuando una bomba caía cerca, salían a recoger los aún calientes cascos. Con los escombros de la casa frontera, bombardearon una tienda abandonada, en un día de tregua, derribando a pedradas los taburetes amontonados previamente sobre el mostrador, en el cual se escondían los que hacían de sitiados.
Por la noche se reunían mujeres y niños a rezar el rosario en derredor de la cama de la enferma, y las eses arrastradas de los ora pro nobis dilatábanse lentas, interrumpidas de cuando en cuando por algún sordo estampido lejano. Cuando la bomba era cerca, cortado el rezo, tendíanse todos en el suelo, cuan largos eran; seguíase un momento de suprema angustia en que se oían sólo las respiraciones de los tendidos y algún suspiro de la pobre madre, y luego, con voz más clara, Dios te salve, María... recobraba su curso el rezo lento, soñoliento, maquinal y profundo como la marcha del telar de la vida ordinaria.
Fue la gente acostumbrándose, y los mismos que hacía dos años cerraron sus tiendas el día de la Ascensión, llenos de pánico al oír cuatro tiros al aire, oían tranquilos reventar las bombas, que era un suceso más entre los diarios sucesos, un suceso incorporado ya a la trama de la vida ordinaria. Levantaba los ánimos varoniles el vigoroso valor de las pacíficas mujeres, habituadas ya al bombardeo, curadas de espanto... Era el hondo valor, el que enseña la paz, muy otro que la bravuconería que en la guerra se aprende.
El miedo de los primeros días, el de la sorpresa, habíase trasformado en muchos en colérica irritación sorda, en odio, una vez que el bombardeo entró en el curso habitual de la vida.
Iba y venía la gente con las preocupaciones cotidianas, a la hora de siempre pasaba el mismo de siempre por la calle, con su mismo paso, como si nada extraordinario ocurriese, a ganarse la subsistencia, viviendo vida de paz en el seno de la guerra. Añadíanse nuevos sucesos, que entraron pronto en la trama continua de la vida de cada día.
Como todo hombre útil para la lucha se ocupaba en defender la villa del enemigo exterior, guardaba el orden interior, patrullando por las calles, un cuerpo de veteranos, formado en su mayor parte de nacionales de la guerra de los siete años, ineptos para las fatigas de guardias y retenes. Llamábaseles los chimberos, cazadores de pajarillos. A su lado iban dos o tres ochentones, armados de paraguas, ya que con el fusil a cuestas no pudieran. Y aquellos ancianos que recorrían calmosos las calles en vigilancia de policía, yendo por medio de ellas, con sus ociosos fusiles a la espalda, despertando recuerdos e infundiendo calma, eran el símbolo vivo de la paz que tejía su infinita tela, bajo el superficial enredo de la guerra.
Como los niños, cuando caminando de noche y a solas por lo oscuro, cantan para sentirse consigo mismos, cantaban muchos tratando de levantar ánimos con cohetes y rondallas. El día segundo de bombardeo, asistió Juanito al baile de Piñata.
Doña Mariquita narraba sus recuerdos del sitio del año 36, mientras don Epifanio hacía de demandadero que trae y lleva noticias, recogiendo las esperanzas de todos los ánimos, para devolvérselas a cada uno acrecentadas con las de los demás. Iba a las guardias a su turno, como los otros varones adultos del almacén.
Acrecida la intensidad de la vida ordinaria, adquirían especial relieve los más menudos episodios cotidianos, pasto de interminables comentarios. Nada era ya trivial. Contábase y se comentaba, ya el que una joven al recibir la muerte de un casco de bomba, exclamara: don Carlos no ha reinado, ni reina ni reinará; ya el hundimiento de aquel puente del que decía la canción que
ya el que un inglés dirigía las baterías enemigas; ya el rumor de que se habían ido a pique dos vapores; ya la muerte desastrosa de una pobre loca, héroe callejero, muerte que impresionó vivamente a los niños, que no la verían ya más agitar su sombrilla, marchando ante las charangas militares.
Las puertas no se cerraban nunca; los relojes públicos habíanse parado, y de noche, la campanada de bomba era la única que, interrumpiendo el silencio, marcaba en las calles el curso arrastrado de las horas tristes.
—De un momento a otro se espera a Moriones. ¡Micaela, he visto los humos!
—Diga usted, Epifanio, ¿qué humos?
—Los de los disparos de los nuestros... Allá, sobre el Hospital, nos reunimos los tácticos a calcular la posición de las tropas...
—¿Usted cree que entrarán?
—¿Los nuestros? Pues no han de entrar... ¿Ellos?
Vamos, chicos, ¿no sabéis las canciones nuevas?
El quinto y sexto día de bombardeo arreció éste. Hora hubo en que cayeron 83 bombas, cuyo estrépito era reforzado por un fuerte viento Sur. Reventaban dos o más a un tiempo, cercanas a las veces. Parecía que se venía el pueblo abajo, que se desquiciaban las casas. Lloraba sin cesar doña Micaela, y su hija estaba, suspenso todo pensamiento concreto en ella, en espera del supremo momento.
Por las calles se pisaban vidrios rotos y escombros, de donde hizo sacar doña Mariquita leña para economizar carbón.
—¡Esto es irreparable!, ¡irreparable!, ¡irreparable!, ¿lo entiendes, Epifanio?, irreparable —decía don Juan—. ¡Cuánto trabajo perdido! Pero si llegan a entrar será aún peor. ¡Adiós nuestro comercio!, sin libertad no hay comercio.
Y como oyera un día decir a su hija que también habían de ganar los cristaleros, subiósele Bastiat a la cabeza y arrancó en un discurso acerca de los sofismas basados en la ignorancia de lo que no se ve, para concluir en que era aquello irreparable, irreparable, absolutamente irreparable.
—¿Irreparable dices? Verás cómo se repara todo esto —le argüía don Epifanio—, y saldréis ganando en ello..., es una limpia; vendrán abajo todas esas casuchas del año chupín, y en su lugar se levantarán hermosas casas modernas. Esto va a ser como esas enfermedades de que se sale más sano que se estaba antes de ellas.
—Visita de Carlos Chapa, de seguro —exclamó don Epifanio, al oírse el 26 el campaneo de los pueblecillos comarcanos—. Si por algo me gustan los carcas, es por lo alegres..., ¡siempre en danza las campanas! ¿Que empieza el bombardeo...?, ¡repique!; ¿ven humareda aquí abajo?, ¿está ardiendo Bilbao?, repiqueteo, novillo por las calles y baile de viejas en la plaza... ¿Que viene Chapa?, ¡campaneo por todo lo alto! Todo se les vuelve repicar y armar limonadas... Al freír será el reír...
—Usted siempre tan alegre, Epifanio... Pero, diga, de formalidad, ¿entrarán los carlistas?
—¿Entrar?, ¿quiénes?, ¡los carlistas...!, ¿dónde?, ¡aquíiii! Cállese usted, señora, que no conoce al bato... Con poner en las avanzadas un letrero que diga: se prohibe la entrada, ni uno se atreve... ¡Si le tienen a Bilbao más respeto que a la custodia del Santísimo...! Quien entrará será el ejército.
—¿El de los humos?
—¡El mismo, el de los humos!
Y más tarde, al decirse que el campaneo celebraba el rechazo de Moriones, exclamó: ¡mentira!, ¡mentira!
—Dorregaray ha escrito al brigadier, si quiere recibir los heridos liberales que tiene en su poder —dijo don Juan que entraba entonces—. Le da parte de la derrota de Moriones y nos aconseja la rendición...
—¡Hasta morir! —exclamó doña Mariquita.
—¿Harán daño al entrar? —preguntó la enferma.
—No se preocupe de eso, Micaela, le digo que lo de la derrota es mentira... Debían apresar al que ha traído semejante notición...
—Si es una carta del jefe enemigo...
—Pues entonces, contestarle a cañonazos... ¡Es mentira, mentira!
No lo era, pero se rechazó la oferta del jefe enemigo de que se enviasen comisionados a inspeccionar las líneas enemigas; y se la rechazó después de nombrada ya la comisión inspectora, en el primer momento de curiosidad y de ansia. Vale más la fe ciega que anima, que la convicción que aplana.
Después de la retirada de Moriones, quedó por unos días suspenso el bombardeo, como si dieran a la villa un período de meditación, un plazo para que decidiese su suerte. El desaliento iba escurriéndose en muchos ánimos desesperanzados de salvación, pero lo ocultaban, oprimidos por la atmósfera moral caldeada por los animosos. Mas en la tregua se recapacitaba sobre el estado de las cosas.
Mientras duró la suspensión de hostilidades, recibió doña Micaela el consuelo de algunas visitas. La común preocupación ponía a todos al unísono, y lamentando cada cual sus penas, lamentaba las de los demás. Todos se sentían interesantes, como el niño que ostenta satisfecho el trapo que envuelve su dedo malingrado. Ni tampoco faltaban explosiones de buen humor.
—¡Sinvergüenzas! ¡Esos son carlistas disfrazados, de seguro! exclamaba don Juan al oír los sones de fiesta de la lonja contigua.
—No, Juan, lo que son es jóvenes —respondíale su mujer.
El enemigo batía entre tanto la torre de Begoña, en que de noche se encerraban de avanzada fuerzas de la villa, de aquel cuerpo de miñones provinciales a que distinguía con su inquina el enemigo.
Aprovechábanse en la plaza los proyectiles enemigos para refundirlos en balas de cañón, detalle de aprovechamiento y ahorro que no dejó de comentar don Juan, siempre en su papel.
Don Epifanio, para animar a doña Micaela, le leía números de La Guerra, que con el énfasis de la pasión y la retórica inflada del odio, barbotaba apóstrofes, metáforas, conminaciones, prosopopeyas, toda clase de figuras que hallan lugar y mote en los manuales. Maldecía en su «Maldito seas, Carlos de Borbón, que por ceñir en tu oscura frente la corona de rey, a la noble España en horrible guerra enciendes», sin olvidar, por de contado, el hipérbaton; comparábale a Nerón, preguntándole, si era aquel a quien los sacerdotes de Roma llamaban rey de derecho divino; juraba odio eterno a su funesta raza, y lanzaba invectivas contra el clero romano. Con odio teatral, echaba a la cara del enemigo, todas las m etáforas raídas y frases desgastadas, que del común acervo acuden sin esfuerzo alguno al rencor desbordado.
Cuidaba el exaltado papel republicano de mantener vivo el odio, sustento de resistencia. En su redacción se fraguaban noticiones a las veces.
Al concluir don Epifanio de leer el «Maldito seas», exclamó:
Estos días, todos nos sentimos poetas en las guardias.
Mientras La Guerra azuzaba la corajina de los sitiadores, que hacían autos de fe con ella, El Cuartel Real, carlista, replicaba en, el mismo tono, comparando a los liberales bilbaínos con fieras enredadas en el lazo, que escupen al cielo con satánico furor. Procurábase don Epifanio ejemplares mugrientos, de los que corrían de mano en mano. «Os atacamos, defensores de Bilbao, a pecho descubierto, con el fusil y la espada, con el cañón y el mortero», leía en ella.
—Qué poco asaltan como los argelinos del 36... —dijo doña Mariquita—, aquéllos eran hombres, éstos...
—Son batos —concluyó don Juan.
—Nada, nada, lo que dice La Guerra, venga bandera negra, y a morir abrazados a ella...
—¡Dios no lo quiera! —suspiraba la enferma.
—¿Quién dijo miedo, Micaela? Este papelucho nos culpa de no haber quedado solos los hombres, sacando a las mujeres y niños, de escudamos en ellos como en arma de bárbara defensa... ¡Mira qué pillines, Rafaelita! Quieren que os enviemos a las chicas...
—¡Qué graciosos! Como si no tuviéramos aquí...
—¿Novios? ¡Eso, eso!
—Dicen que van a dar otro permiso de salida —decía la abuela de Enrique— ... aunque se hundan las casas aquí; vieja soy; pasé el del 36, y pasaré el del 74...
La lectura de La Guerra era regocijo de doña Mariquita, mas don Juan no acababa de congraciarse con el animoso papel. El principal de la casa Arana y Cía., liberal sin color ni grito, del músculo de la villa mercantil, no veía con buenos ojos al eco belicoso del extinto batallón de republicanos, pareciéndole un poco fuertes los ataques al clero, la historia difamatoria de los papas, la descarada campaña anticatólica. «Exageraciones, exageraciones peligrosas; lo que digo yo siempre: los extremos se tocan», repetía observando, empero, que hasta las mujeres leían sin aprensión alguna, lo que en tiempos normales les habría arrancado aspavientos y protestas.
Sacudía el fondo de rebelión que en todos late, revolvía el poso del liberalismo. ¿Para qué la moderación cuando las bombas destrozaban las viviendas, y se vivía incierto del mañana?
Y hasta don Juan mismo, atufado alguna vez por la caldeada atmósfera espiritual, por el aliento de contenida rabia que henchía al pueblo, sintiendo revolvérsele el lecho del alma, asiento de protesta, tronaba contra el clero, hasta llegar día en que recordando el pasado esplendor del muelle y el trajín pasado de su almacén, ahora muerto, exclamó:
—Aunque los bilbaínos nos hiciéramos carlistas, Bilbao seguirá siendo liberal, o dejaría de ser Bilbao..., sin eso no hay comercio posible, y sin comercio, no tiene razón de ser este pueblo.
Los hombres del almacén de Arana iban alternadamente a las guardias. Para don Epifanio eran sobre todo las noches en los retenes, pues entonces se excitaba su humor. Sin poder tener, según el Reglamento, más que cama, luz, agua, vinagre, sal y asiento a la lumbre, en torno a ésta se congregaban todos, menestrales y ricos mercaderes o propietarios, reuniendo todos sus condumios, latas de conserva, galletas, para comérselos en paz y alegría. Los pobres gozaban sin vergüenza del festín. Pobre hombre había que, haciendo de sustituto en la centinela a los perezosos y negligentes, se sacaba su propinilla. Sereno y asentado palpitaba en la comunión de aquellos hombres el verdadero valor, el que se aprende en la paz del trabajo. Eran sus reuniones, reuniones de paz en la guerra. Vueltos niños entonces, sentíanse todos presa del infantil humor del soldado; sacaba cada cual al concurso sus habilidades, sus gracias, sus flaquezas mismas, refrescándose en la inagotable alegría del descuido. En la guardia de la plaza de toros, jugaban a toretes hombres maduros, al son de las charangas enemigas.
Las bromas y chungas menudeaban. No fue chico el sustazo que dieron una noche, en la guardia del cementerio, a Rafael el romántico, que yendo, como solía, a hablar con los manes de su padre y a recitarle versos junto a sus huesos, quedó aterrado al oír que salía de un nicho cercano una voz cavernosa.
En aquella milicia de pacíficos comerciantes improvisados de soldados, circulaba un soplo de tragicomedia, y el fresco vivir al día de los chicuelos que se organizan para las pedreas. Apenas hubo quien no dejara en aquellos días el sello de su carácter. La genuina nota de la gravedad cómica, de aquellos servicios de guerra, la dio aquel famoso sargento, que reuniendo a cuatro números, de retén en el cementerio, les habló así.
—El enemigo anda cerca y puede ocurrir alguna refriega..., hay que estar apercibidos. Les encargo que luego, en el momento de la acción, se dejen los muertos ahí a un lado, para que no estorben, y a los heridos se les baje, entre dos a cada uno, al depósito de cadáveres.
Quedáronse los cuatro números confirmados con la arenga.
Tramábanse tertulias vivas, competencias a sacar trovos o, ya jugaban al burro o a las cuatro esquinas, condenando a diez o veinte aleluyas al perdidoso.
Y ¡qué de sopas de ajo en la avanzada del Circo, en las mañanitas de aquella primavera plácida! Con ojos soñolientos veían nacer el alba, sacudíales el vientecillo la modorra, y oían al gallo, y la diana del enemigo. Juanito sufría oyendo el piar de algún chimbo, sin poder descerrajarle un tiro. Tenían orden de no disparar, y contentábanse con gritar al enemigo: ¡cochinos!, ¡cobardes!, mientras los otros gritándoles: ¡guiris!, ¿cómo vos va?, ¡ya comerais ratas! les mostraban al extremo de un palo un pan blanco.
Insultábanse de avanzada a avanzada, insultábanse los periódicos, era aquello una riña de comadres, con vivo fondo de familiaridad en la pelea, sintiéndose del mismo pueblo, hermanos.
¿No estaban en parte representando la guerra, divirtiéndose con ella? Aquello era un enriquecimiento de los accidentes de la vida, un juego, cuyo oculto horror se les escapaba de ordinario. A muchos les hacía sacudirse de las preocupaciones domésticas.
Había el llamado por los sitiados carca bueno, un sujeto que desde las avanzadas enemigas les dirigía sanos consejos, advirtiéndoles que no se descubrieran, animándoles a su manera.
Cuando alguien manifestaba dudas respecto al resaltado de todo aquello, sacando un librillo, y leyéndolo, decía don Epifanio:
—El artículo 24 dice: que el voluntario «debe tener mucha confianza en su disciplina, y por ella seguridad en la victoria, persuadido de que la logrará infaliblemente, guardando su formación, estando atento y obediente al mando, haciendo sus fuegos con prontitud y buena dirección, y embistiendo intrépidamente con el arma blanca al enemigo cuando su jefe se lo ordene...» ¡Conque a persuadirse tocan!
En la guerra se ponen al descubierto en el hombre el niño y el salvaje, hermanos gemelos siempre.
Don Juan peroraba en las guardias, pidiendo se arbitraran medios económicos de prevenir un hambre probable, mientras aguantaba las bromas de sus compañeros, que le llamaban Bastiat. De noche, mientras hacía la guardia, observando a solas el curso de las bombas pensaba en el derretirse lento de la triste compañera de su vida ordinaria, de la que le rellenaba las horas muertas.
A la cual procuraba distraer don Epifanio, llevándole los cuentos de los retenes, emperrado en echar un chicote salvador a aquel espíritu que se sumergía en las tenebrosas aguas.
—¿Qué hay de los humos? —preguntaba la enferma, con sonrisa triste.
—Algunos hay tan incrédulos, que no ven ni los árboles que tapan la vista, y a otros, la fe les hace ver las heridas de los combatientes. Ayer, un indiano se lamentaba en el Observatorio de no tener un anteojo curvo, para ver más allá de los montes.
Para el alma de la pobre señora era todo deprimente. L nieve de que se cubrieron las montañas el 10 de marzo, le dio, al saberlo, honda tristeza.
Cumplía Ignacio su servicio a una legua de Bilbao. Rumiadas en el reposo de su enfermedad las impresiones de campaña, habíasele depositado en el alma un fondo de dolorosa resignación, con sobresaltos de ansiosa esperanza. Erale insoportable la vida en el batallón, le era insufrible su capitán, antiguo amigo que se obstinaba en mantenerse a distancia de él, conducta que por lo justificada irritaba más a Ignacio. ¿Justificada? No, no más justificada que la disciplina toda, contra la que su espíritu se encabritaba. La disciplina no se improvisa, es en un ejército la tradición, bajo que pasa todo soldado, que va a llenar el hueco de otro, en un gran cuerpo preexistente que le recibe. Pero allí habían ellos hecho el ejército, eran los primitivos, y ¿por qué había de ser él sargento, y capitán su antiguo amigo? ¿Qué era el ejército carlista más que la colección de todos ellos? Allí se conocían todos.
Resultaba además una encubierta farsa aquel asedio. Los chicos que lo llevaban a ejecución, vizcaínos casi todos, dejaban entrar vituallas de matute cuando se trataba de servir a pariente, o amo, o conocido. Como les sobraba carne, vendíanla de noche en la casa donde hacían guardia de avanzada, y allí la compraban los soldados sitiados, que de día tenían en la misma casa su guardia.
Y tal flojera iba unida a intempestivas durezas, a la orden de hacer fuego a cualquiera que fuese, a todo extraño proviniente del campo enemigo. Sufría Ignacio cuando, delante de él, se hizo volver a entrar en la villa sitiada a unas señoritas que de ella querían salir. «Ganas de fastidiar —pensaba—, nada más que ganas de fastidiar.» Era, en realidad, el grosero placer de ejercer autoridad sobre el medroso, la estúpida tiesura del ordenancismo, que llena al inepto de la satisfacción de la propia suficiencia.
Nunca hubiese creído querer tanto a su villa natal, como sentía quererla, viéndola padecer sin gloria ni provecho, contemplando las humaredas de sus incendios. ¡Y nada de asalto! Batallones navarros atravesaron una noche la ría para apoyarlo, mas hubieron de retirarse a la orden del marqués de Valdespina, temeroso, según decían, de que los vizcaínos se resintieran. Estos murmuraban que era hora ya de hacer algo decisivo, algo serio, mientras allá, en las alturas directoras, se pensaba con pueril gravedad en proseguir un metódico sitio, lento y gradual, a la alemana. Tenía que ser la guerra formal y correcta, a la última moda.
Rompían diana las charangas carlistas, contestadas a cañonazos por los fuertes de la villa; entonaban luego la Pitita, y en las avanzadas, menudeaba tiroteo de pullas y chungas a las veces.
Los domingos era la mayor diversión en el campo de los sitiadores. Iban aldeanos, de romería, a las montañas que cercan a Bilbao; habíase establecido competencia de coches, desde Durango a las cercanías de la villa. Muchos acudían con la merienda, curas y señoras, aldeanos con el saco de rapiña bajo el brazo, según La Guerra, sin que faltase quien se presentara con el carro vacío al esperado saqueo. ¡Ahora verían los chimbos lo que era bueno! En días tales, apretaban los morteros para dar gusto al público, que se reía no poco con lo que a La Guerra enfurecía tal espectáculo, sin que faltaran burlones comentarios a aquello de «algún día se trocarán en dolor vuestra alegría y en lágrimas vuestras risas, ¡ay de vosotros aquel día!».
—Este papelucho inmundo —exclamaba un cura mordiendo una tajada de lengua— dice muy serio que su sacerdote será el Altísimo... Mal deben andar cuando así se les ha trastornado el seso..., ¡protestantes! Eso es protestantismo puro...
Ignacio, irritado contra aquella gente en fiesta, sentía ganas de barrerla a tiros. ¡Tomar en juego la guerra, y el bombardeo en espectáculo!
Sentado en la falda de una de aquellas montañas, que tantas veces trepara en los días festivos, durante su cautiverio en el escritorio, oía una tarde el son apagado de las campanas de su pueblo, dilatarse y morir a sus pies. La villa natal había cobrado metálica lengua, y se quejaba con la voz con que acaso le habría de dar el último adiós, con la que primero le saludó, con la que habría de aclamarle cuando entrase triunfador en ella. ¡Qué de cosas se le amontonaron en el alma, al oír brotar del bronce sonoro los macizos quejidos de su villa! Viendo la humareda y el polvo que levantaban las bombas: «¿No es esto infantil? ¿Es más que una pedrea...? ¿Qué hará ella? Estará en la lonja, en un rincón, cuchicheando con el otro..., ¿quién sabe?, todos allí, agarapiñados, en el descuido que el miedo engendra, con pocos días de vida acaso..., ¡qué disparate!... ¿Por qué no ha salido con su madre...?, ¡bomba otra vez!, ¡qué padres tan bárbaros...! ¿Nos odiará?... ¡ay! allá, allá va... sí, por allí ha salido..., ¿qué habrá sucedido? Si entramos... ¡Ah!, si entramos..., entonces...» Procuraba, con una imagen más pura, ahuyentar otra brutal. «Nada hay como el vencedor..., ampararé a su familia, nadie les tocará ni en un pelo siquiera; ¡pobre don Juan! ¡Y luego, que venga Enriquito a darse otra vez de trompadas conmigo, como cuando le restregué los morros en el cantón!» Y la veía caer llorando en brazos del vencedor y ampararse en su fuerza, mientras en el fondo oscuro de su alma, se agitaba la leyenda de Flores y Blancaflor.
El 15 de marzo, de nuevo en cese los morteros enemigos, comentóse en la villa el copo de treinta y un carabineros, en una avanzada, donde después de gastadas las municiones en vanos disparos prematuros, como de cobardes, tuvieron que rendirse al amenazarles dar fuego a la casa en que se hacían fuertes.
—¡Carabineros al cabo! —murmuraba don Juan, que alguna vez se había visto envuelto en líos de contrabando.
Eran los pobrecillos, guerreros de oficio, a jornal, infelices mercenarios que bregaban por sacar de la guerra el pan para sus hijos.
Cualquier suceso prestaba pábulo a interminables comentarios; en la reducida historia de la aislada villa, todo cobraba relieve.
—¡Son bufos, realmente bufos! —repetía don Epifanio, al narrar este mismo día la intentona de los enemigos, para incendiar la casa del concejo de Begoña, en que se parapetaban fuerzas de la villa. Habían lanzado sobre ella, entre dos hombres, un artefacto de madera y alambre, con botellas de vidrio llenas de petróleo, cubierto el aparato con lona embreada y provisto de espoleta. Fracasó el ensayo de semejante máquina infernal, mas no sin dar argumento a la fantasía de los niños que de ello se enteraron.
En este día mismo, 15 de marzo, la suspensión de hostilidades dejó que las gentes pudieran orearse por las calles. Doña Micaela rogó a su hija saliera un poco a recorrerlas. A ellas se echó la gente, a desentumecerse, las señoras en traje casero. Saltaban a la cuerda en el Arenal muchachas casaderas, y en ella le hicieron entrar a Rafaela sus amigas. Allí, respirando a pulmón pleno, aire más libre que el de la lonja, sentía derretírsele las tristezas y humedades de ésta. Brotaba en todas ellas la infancia del alma, mientras reían a sus anchas de las corridas que daban. Bañábanse en el goce sencillo de la libertad de los propios movimientos; encendíanseles las mejillas, chispeaban sus ojos.
Don Miguel se esponjaba en aquella visión de doméstica familiaridad vertida de los hogares a la calle, recordando la romería de San Miguel, preparación a los días de angustia y de descuido. Ahora, ahora era el pueblo una familia; ahora se respiraba aire más íntimo. El espíritu del hogar había invadido al pueblo todo, que vivía cual pueblo nómada que se asienta pasajeros días.
Cuando Rafaela volvió a casa, levantóse el corazón de la madre, a la vista del color encendido de la hija.
—¡Usted no tiene más que mimos! —le decía don Epifanio—, ¡mimitos de la hija! Levántese, póngase las zapatillas y el peinador, y yo le llevaré del brazo, con la venia de Juan, a pasear por el pueblo. Véngase a la Ribera, a saltar a la cuerda con otras venerables matronas. ¡Animo!, que hay que saber aprovecharse de todo... ¿A que no sabe usted lo que han inventado para pescar? ¡Pescan a bomba! Se están en la orilla en su chancla, y en esto, oyen el talán de la campana, y el tiritirí del cuerno, luego sclrschsch... ¡pum! una bomba que da un cabizbajo en la ría..., ¡cataplum!, revienta, y la mar de pececillos a flote, tripa arriba.
El 16 siguió la expansión. Salían las gentes de las lóbregas catacumbas a respirar aire y sol, y corrían mil embustes por el pueblo, de desembarco del ejército libertador, de derrota del enemigo, de un parte arrimando a la villa. Don Juan, previsor siempre, encargó, sin embargo, a su hija hiciese provisiones, y escondió dos sacos de harina.
Cuando el 17, después de dos días de tregua, se reanudó el fuego, recorrieron las calles, animando al pueblo, gentes en son de romería, con tamboril al frente.
En don Juan, la esperanza iba convirtiéndose en resignación. Su pobre mujer se hundía de hora en hora, presa de grandes sofocos que la ahogaban.
—¡Hoy, hoy viene buena La Guerra! —exclamó don Epifanio el día 18.
Y les leyó el artículo «Las hijas de Bilbao», en que salían éstas en coro, diciendo: «Somos, sí, purísimas hijas del Evangelio, pero, nunca, jamás devotas de una religión de sangre y venganzas». Seguían al mismo tenor, acabábase el coro, el autor las bendecía, y aplaudió el pueblo.
—Esto y el «Maldito seas» valen un imperio... Ven acá, Marcelinín, y aprende el trovo nuevo:
—¡Apréndelo bien! —le encareció doña Mariquita.
—¡Qué cosas enseñan ustedes al chico! —exclamó Rafaela.
La víspera de San José fue formidable el bombardeo. En lo más recio de él, recorrieron la calle para honrar a su santo patrono, unos carpinteros en chupas rojas, tocando corneta y tamboril. Las campanadas resonaban cual martillazos en la cabeza de la enferma, dándole aturdimiento y un sueño enorme. Apenas tenía aliento más que para preguntar: ¿entrarán?
—¡Qué han de entrar, señora, qué han de entrar!
El médico exclamó: ¡esto se va! y fue un cura a confesarla, de escape. A cada campanada, se le escapaba un ¡ay Jesús! de entre un rosario de rezos y suspiros. Su hija y su marido entraban y salían de puntillas en aquel rincón del almacén.
Una gran calma, una calma preñada de tristeza, se extendía sobre todos. Los niños cuchicheaban en un rincón. Marcelino se acercaba a las veces al apartado en que yacía su madre, atisbando a la enferma, que le había llamado para darle un beso largo y caliente. «Sé siempre bueno, no hagas rabiar a papá...», le había dicho.
La enferma dormía a ratos, y a ratos se sofocaba.
Al alba, a la ansiedad de un toque siguió una voz que decía: ¡aquí, en casa!
—Los niños... ¡ay Jesús! ¡Marcelino!
—¡Aquí está, mamá!
—¿Todos?
—Sí, todos.
Pasó un silencio supremo, en cuyo vacío se oía el fatigoso anhelo de la enferma, que sentía preñada su mente de cosas que decir de despedida, pero sin acordarse de ninguna entonces, llena de sueño. «¿Cuándo acabará esto?», pensaba. Al momento de silenciosa angustia, siguió una trepidente detonación que pareció hacer bambolear la casa. La enferma extendió los brazos aterrada, y dando un grito, el último, cayó en la almohada.
«¡Disparan de rabia, mañana entran las tropas, Micaela!», entró exclamando don Epifanio. Acercóse a la cama, miró aquella mirada plácida e inmóvil, luego a don Juan y a su hija, y poniéndose muy serio, murmuró: ¡descanse en paz!
Habíasele quebrantado el corazón, había muerto el mundo para ella, y con él se le desvanecieron de la pobre cabeza tan martillada los temores y ansiedades, fantasmas que turbaran el agitado ensueño de su vida, y así pudo descansar por fin en la eterna realidad del sueño inacabable.
Entraban y salían en la casa zapadores, los niños miraban con ansiedad el tráfago, ansiosos de ir a recoger los cascos de la bomba, a ver el destrozo.
Don Juan quedó estupefacto más que dolorido; doña Mariquita, enjugándose los ojos, se aprestaba a disponer a la muerta; Rafaela se dijo: «¡muerta!..., ¿muerta?», y sin comprenderlo bien se paso a dar órdenes para el entierro, porque su padre quería que fuese al punto. La campana que tocaba a bomba doblaba a muerto. Juanito no sabía qué hacer, enjugándose en silencio las lágrimas que le arrancaba la desnuda gravedad del ambiente moral, mas sin verdadero dolor, llorando por llorar, sintiendo un grado vacío sobre una gran tranquilidad interior. Quería hacerse el fuerte, y era pura frialdad.
Rafaela cogió a Marcelino, le llevó al lecho mortuorio y le hizo besar en la frente a la difunta, diciéndole: ¡mamá ha muerto, sé siempre bueno! El chico se fue a un rincón y rompió a llorar a lágrima viva, mas en llanto silencioso.
El llanto mismo le acongojaba, y la congoja le traía a la mente el recuerdo de aquel relato de la muerte de Julia, la madre de Juanito, el héroe del libro de lectura escolar. Lloraba de miedo, sin saber de qué.
Al mediodía llegó don Miguel, que se quedó mirando un rato a la muerta, y se enjugó unas lágrimas, sintiendo luego escalofríos al pensar en su última hora. Retirado a un rincón, sacó del bolsillo su baraja y se puso a sacar un solitario espiando a su sobrina, y pensando en lo solo que quedaría al morirse.
Vinieron cuatro hombres a llevarse el cadáver, sin cura ni acompañamiento alguno, sin un triste responso, ni aun de los que se echan como de limosna, mascullando el latín, para salir del paso.
Cuando Rafaela vio sacar la caja, vínole a la mente, involuntariamente, aquello de
cantilena que flotaba viva, sobre la oscura nube de ideas que brotan de la muerte, cantilena que sacudida, volvía de nuevo
cantando el pío pío, carabí cantando el pío pío, carabí
el pío pío pa, carabí hurí hará...
«¡Sin madre!, la llevan en la caja..., quién se sentará, en adelante, junto a mí en la mesa...
encima de la caja, carabí...
Ya no tengo a quién cuidar..., ¿qué voy a hacer en estos días de encierro...?
Si tuviera una hermana... pero ¡hermanos los dos! cantando el pío pío, carabí...
¡Qué canción más molesta...! Ya no veré a mamá... cantando el pío pío, carabí...
¡Cuántas veces lo he cantado en el atrio de San Juan, cuando venían los chicos a asustarnos...!» —Sonó una campanada de bomba—. «... Los chicos... Solían venir él, Ignacio el del confitero, el que está en el monte..., entre los asesinos de mamá.»
Entre tanto, la caja y el cadáver estaban en medio de la calle, pues sus portadores, al oír campana de bomba, se habían refugiado en un portal.
«¿Cuándo acabará esto?
Elisa ya se ha muerto, carabí...
¡sí, ha muerto! muerto..., ¿qué es eso?, muerto..., muerto..., muerto...
¿quién se lo peinará...?, yo se lo peinaba por las mañanas..., ¿qué haré a esa hora?»
En el momento en que volvía a su mente la terca cantilena infantil cantando el pío pío, resonó la bomba; el estampido la sacó de su ensimismamiento, huyó la cancioncilla, y se echó Rafaela a llorar exclamando: ¡ay mi madre!
Don Miguel la miró asustado, y don Epifanio, que no sabía qué decirle, exclamó: ¡gracias a Dios!, ¡llora, hija mía, llora!
—Sí, sí, ya lo sé... déjame en paz... —le dijo a Enrique que se le acercaba a decirle algunas de las simplezas de rigor en tales casos.
Aquella noche tardó Rafaela en dormirse. Las campanadas de bomba, único eco que en las tinieblas le venía del mundo exterior, contaban el curso lento de las horas, que rodaban sobre la eternidad, y en su espíritu sobre el misterio de la muerte. Cayó una bomba en la casa vecina; su alma y su sangre se concentraron; sintió como si el estampido la levantara del suelo, y al encontrarse viva en el lecho, tuvo la oscura intuición de ser la vida incesante milagro, y al rezar «hágase tu voluntad» dio inconcientes gracias a Dios porque se había llevado a su madre.
Cuando al siguiente día de San José se suspendió el bombardeo, pensó Rafaela: ¡ahora que hubiese la pobre descansado un poco!
¡Es un asedio estúpido!», pensó Ignacio cuando supo la muerte de la madre de Rafaela.
Los chicos ansiaban dar el asalto, y los oficiales murmuraban de los jefes. Antes de rendirse por hambre comerían tablas de Francia los bilbaínos, había dicho el viejo don Cástor. Una noche en que se acercaron tres o cuatro, con cautela, al pie de una trinchera de la villa, decía uno: ¡aquí un cartucho de dinamita, y brecha abierta! Otro proponía apostar de noche una compañía en cierta casa, para que al abrir al centinela los sitiados, se colaran ellos dentro.
El capitán estaba cada vez más tieso con Ignacio, buscando pretexto para arrestarlo. Fuese Ignacio al comandante y le abrió su pecho; quería más la guerra en serio, la verdadera. El comandante le hizo reflexiones, mas insistiendo él, pudo gestionar y obtener orden de traslado, a Somorrostro. Y se fue dejando el regalo, y que sus compañeros comieran, bebieran y descansaran comentando el bombardeo.
Movíale un extraño impulso, un íntimo desasosiego, el ansia por presenciar algo nuevo y verdaderamente serio. No se sentía de la misma madera que sus compañeros, bien hallados en el estrecho círculo del batallón, viviendo de murmuraciones y rencillas, habituados a la monótona sucesión de las guardias. En sus momentos de vacilación y desaliento, antes de tomar la resolución de dar aquel paso, diciéndose: «¡si yo soy así!», recordaba el aforismo de Pachico: las cosas son como son, y no pueden ser de otra manera. Y al recordar a Pachico, sentía el vacío íntimo de la guerra, y para acallar su desencanto buscaba emociones vivas. Llevaba al monte el espíritu de la calle.
Al saberlo Pedro Antonio se puso lívido e intentó partir, a quitar a su hijo de la cabeza aquel disparate. «¡Es tan terco!», se dijo, desistiendo de su primer propósito. Y empezó a dar pasos, a escribir cartas, a influir para deshacer la calaverada del muchacho.
En la villa iban las cosas de mal en peor. En la suspensión del bombardeo, que siguió al día de San José, oíanse tronar los cañonazos hacia Somorrostro. Empezaba a sentirse el hambre entretenida; había quintuplicado la mortandad; los niños sufrían penuria de luz y de aire, y los lonjinos, o nacidos en las lonjas, apenas eran viables, como paridos en sobresalto.
Iba oscureciéndose la atmósfera espiritual, palideciendo los juegos. Pasaba ya de broma aquello.
En la familia Arana dejó la partida de doña Micaela estela de seriedad; el sentimiento de la muerte envolvía, cual acorde profundo, a los menudos sucesos todos cotidianos, dándoles, con unidad armónica, vida. profunda; teñía la infinita trama de la. vida ordinaria. Aparecía el «morir habemos» cual realidad viva, que fue poco a poco disipándose, hasta volver a su estado normal de fórmula abstracta y muerta. Parecíale a las veces a Rafaela que resucitaban los ecos de las lamentaciones de la difunta, y que el medroso espíritu de ésta vagaba por la lonja, inquieto por la suerte de los suyos.
Don Juan notaba que le habían arrancado una costumbre, y aunque su hija llenaba la casa, todas las mañanas sentía el silencio de un rumor continuo que había sonado en su alma, sin él darse apenas cuentas hasta entonces. Echaba de menos los suspiros y quejas de su mujer, y empezó a suspirar en su interior, a verlo todo más negro aún que anteriormente; a excitar a don Epifanio a que le animase, como a su mujer antes. Poco después de viudo tocóle hacer centinela en el cementerio, y allí, recapacitando, recorrió en su memoria los años de su matrimonio, y lloró hacia dentro de sí, apoyado en el arma. También él moriría..., ¡centinela, alerta...! ¡alerta está! Aquella pobre mujer sufrida había puesto arreglo y orden en su casa, le había ahorrado cuidados y embellecido su vida con una queja tierna, dulcísima, humilde, callada, llena de matices, con algo que fue para él el aroma del hogar. Recordó las noches frías y húmedas del invierno, en que encontraba a su Micaela junto al brasero. En el silencio de la noche se oían limpios y puros los alertas del campo enemigo.
—Es irreparable esto —repetía a don Epifanio—, ¡irreparable!, ¡qué destrozo! Ahora dicen que, en cuanto entren, borrarán hasta el nombre de Bilbao. Lo que es en eso tiene razón La Guerra, aquí no hay más enemigo que el cura y el aldeano.
La Guerra atizaba odio contra el aldeano, comentando el de la población rural hacia Bilbao; pedía todo para éste y para Vizcaya nada; que se separara a la villa del Señorío, sin tener que doblegarse al sanedrín de Guernica; que se acabara de una vez el largo pleito entre los en la calle agrupados y los esparcidos por la montaña, el pleito que llena la historia de Vizcaya, la querella entre la villa y el monte, la lucha entre el labrador y el mercader.
—¡Alguna vez que hablan claro los bilbaínos! —exclamaban en el monte.
Durante la semana de suspensión de fuego, que siguió a la de San José, empezó la gente a percatarse de la creciente penuria de víveres. Púsose a todos los vecinos a ración de una libra de pan los armados y los demás media, y hubo requisa de almacenes, de la que pudo salvar don Juan sus dos sacos de harina, mientras hubo quien pagó por ello veinticinco duros de multa.
dice una de las canciones de aquel tiempo.
Oíase frecuentes disparos lejanos, y a favor de la tregua iban los curiosos a contemplar los humos del ejército libertador, y a comentarlos. Hablaban unos del monte negro o monte de la artillería; otros veían las columnas libertadoras, y muchos nada.
—¡Es en Nocedal!
—¡No, señor, es en San Pedro Abanto!
—¡Y yo les digo a ustedes que ese humo es de más allá de la ría de Somorrostro!
—¿De más allá? ¡Buen liberal está usted!
—Oiga, Zubieta, ¿por qué no ha traído usted el anteojo curvo?
—¿Pero no ve usted, allí, a la derecha? ¡Claro!, si tiene cerrado el anteojo...
—Tienen ustedes telarañas en los ojos...
—Y usted visiones en ellos...
Una mañana se encontraron los mirones en la casa en que se refugiaban, con este letrero: Manicomio modelo, de aquí a Leganés.
—Es la derrota de Serrano —decían unos al oír el campaneo del 27.
—¡El ejército avanza victoriosamente! —exclamaba don Epifanio, repitiendo esta frase del brigadier, frase entonces en boga.
Desde la muerte de su madre sentíase Rafaela otra. Sucediendo a la serenidad con que la cuidara, heredó de ella una solicitud ansiosa e inquieta por su padre y hermanos. Durante el día aturdíanle los sucesos , la angustia, pero de noche preguntándose sin cesar: «¿entrarán?, ¿nos faltará qué comer?», sentíase madre en espíritu, alma de la casa, a la vez que su tibio, y aún para sí misma inconfeso amor a Enrique, tomaba el ritmo de su pulso sano. Don Epifanio, en frecuente compañía, llamábala ya madrecita, ya patrona.
—Me voy a quedar a vivir con vosotros... Esto de que al ir a ponerme los pantalones estén limpios, y pegados los botones sueltos, no tiene precio... ¿Que hace falta algo? Pues ya vas corriendo a buscármelo... Dios te dé un buen marido. ¿Te pones colorada? Si tuviera yo veintiocho años... Vamos a ver, ¿en qué vas con Enrique?
—¡Qué cosas tiene usted! —y miraba al fondo oscuro del almacén.
El 28 se reanudó el bombardeo; tronaron sobre la villa cuatro días los morteros enemigos, y el primero de abril, Martes Santo, empezó la tregua de la semana de Pasión.
Escaso el pan de trigo, empezó a repartirse con un cuarenta por ciento de harina de haba, a cinco cuartos libra. Era un pan mechado con gorgojos, incomestible por lo terroso y duro.
—¡Aún hay pan! ¡Adelante! —exclamaba doña Mariquita.
Mientras pudieran decirlo, se alimentarían de ilusión de pan que no sólo de éste vive el hombre.
El miércoles de Pasión leyóse en la lonja de Arana la proclama en que el jefe sitiador aconsejaba a los sitiados se rindieran. Estaba enterrado uno de los generales del ejército libertador y espirando otro; era doloroso que se destruyeran unos españoles a otros sin motivo justificado; una población sensata, floreciente, rica y exclusivamente consagrada a la prosperidad de su industria y su comercio, debía decidirse, ajena a pasiones políticas, a poner en salvo su vida, entregándose a ellos; el Rey, compadecido de la villa, quería acelerar la hora del choque decisivo; ordenando el bombardeo de San Juan de Somorrostro; una abnegación y heroísmo como los de los numantinos, explicables sólo ante un extranjero, eran, entre españoles, insensatos, inhumanos y crueles; el Rey no se impacientaba por ser dueño de Bilbao, pues la suerte estaba escrita, mas se dolía de que cuatro obcecados, que tendrían sin duda culpas pendientes, juzgando a los carlistas vengativos, se engañaran y engañaran a otros, arrastrándoles a una resistencia egoísta, bajo máscara de patriótica abnegación; el Rey, Rey de todos los españoles y no de un partido, daría prosperidad a la nación, pues español de raza y de corazón...
—Alto ahí —exclamó don Epifanio—, ¡qué español ni qué ocho cuartos! Francés, francés de raza, austriaco de nacimiento, e italiano de educación..., y eso el de verdad, el que murió en Oroquieta, que éste es un zapatero de Bayona que se le parece mucho...
Y la proclama acababa diciendo que, cuando entraran a viva fuerza, no bastarían los esfuerzos del jefe sitiador para contener a la masa excitada.
—De algo le servirá la espada de honor que le han regalado los ojalateros de Bayona...
Abríales los brazos, cumpliendo, al exhortarlos, con su conciencia, como cristiano, como español y como soldado; la sangre caería sobre los obcecados; que les iluminara el cielo; el mundo juzgaría a todos, y la historia pondría a cada cual en su lugar.
—¡Así sea, amén —acabó doña Mariquita—, y que asalten de una vez!
—¿Entrarán? —preguntó Rafaela, con un tono tal, que su padre la miró, sintiendo un escalofrío, como si hubiese resucitado la pobre señora, como si estuviese allí la sombra doliente, mientras exclamaba don Epifanio:
—¡El ejército avanza victoriosamente!
Dieron los sitiados oídos de mercader a las amonestaciones del enemigo; vociferó La Guerra contra él y contra los denuestos que El Cuartel Real, irritado, vomitaba sobre los bilbaínos. Había hambre de noticias.
Sostenía La Guerra que la insurrección carlista había salido de las logias de los jesuitas y de los antros del Vaticano, y que en Bilbao se defendía la causa del libre examen, del racionalismo, contra la fe dogmática.
—No tanto..., no tanto... —murmuraba don Juan.
Los días en que la Iglesia celebra la pasión de Cristo pasáronlos en ayuno forzoso, y con los destrozados templos desiertos de devotos, como era natural. Por el de San Juan, destartalado, corrían los chiquillos, recogiendo los cristales prismáticos de las arañas para hacer luces de colores, jugando al escondite en los altares, trepando al púlpito, encantados al poder corretear y jugar y gritar en tan solemne recinto.
En tales días chanceóse La Guerra a cuenta del antiguo director de los pasos de la procesión, entonces cabecilla; llamó a don Carlos asesino, añadiendo que era digno de las bendiciones del papa; y el jueves de Pasión embistió rudamente a la Iglesia en un artículo titulado «Jesús».
—Nos va a castigar Dios por tanta blasfemia..., —decía Rafaela.
—¡Te he dicho ya que no entran!
El Sábado Santo llegaron números de El Cuartel Real con descripciones ampulosas de los combates de Somorrostro.
Empezaba a ocultarse el desaliento; comenzó a venderse carne de caballo, a doce cuartos libra; subió a la hora a tres reales, a peseta al fin del día, y, por último, hasta tres pesetas, para los que podían pagarla. Los demás la comían de gato, a 30 ó 40 reales uno, y aún de rata, a peseta. ¡Con qué ojos miraban Marcelino y sus compañeros al barrendero, cuando al llegar por la mañana, metía en la faja las ratas cogidas en el almacén durante la noche, las nutridas con la harina oculta de don Juan!
Reanudóse el bombardeo, pero ¿qué era junto a la perspectiva del hambre? ¿Las bombas? Rafaela fue una noche con unas amigas al Arenal a ver el efecto que hacían al caer en la oscuridad. Las bombas habían entrado en la trama de la vida ordinaria, eran cosa corriente, pero... ¡el hambre!, el hambre la disuelve hilo a hilo, la carcome.
—El gobierno se burla de nosotros —repetía don Juan.
Al toque de bomba refugiábanse los transeúntes en los portales, brotando el espíritu público en los diálogos allí entablados.
Saben ustedes —decía una vieja una mañana en el portal de Arana— que están haciendo una mina para entrar de noche...
—¡No diga usted disparates, mujer de Dios!
—¡Sí, disparates! El disparate es entercarse en resistir...
—¡Silencio!
—¡Que se calle!
—¡Carlistona!, ¡al monte!, ¡a la cárcel!
—Esto es lo que hay que ver..., unos comen gato, ¡uf!, ¡qué asco!..., otros ratas... ¿Y el vino?, aguardiente bala rasa, del peor, y palo de campeche...
—Pues mire usted que los defensores de la religión, buenas están dejando las iglesias... Se ve cada cosa...
—Eso diga usted, a milagro por día..., mire usted que caer una bomba junto a la cuna del niño y no reventar. La apagaría el ángel de su guarda...
—¿Y la que mató al capellán que dormía en la sacristía, con la cabeza que arrancó al santo..., fue milagro?
—Anoche han puesto en una avanzada un pedazo de pan blanco al lado de uno de estos negros...
—¿Y qué?
—Que ya nos queda que contar..., una gallina siete duros, la leche a seis reales cuartillo, a doce un par de huevos..., ¡vivir para ver!
—Eso diga usted..., eso los probes, que los ricos ya escuenden y corren pan blanco. Ya sé yo quién tiene la casa llena de jamones...
—¡Cállese usted, bruja! —le gritó don Epifanio desde el almacén.
—Si sabré yo..., los ricos...
—¡Qué ricos ni qué chanfaina! Los muy ricos no están aquí, y si están, pagan a peso de oro; los pobres tienen el comedor económico; aquí quien aguanta somos nosotros, los que estamos entre merced y señoría...
—Como siempre, como siempre —murmuró don Juan—, la clase media...
—Luego, ustedes, los señoritos, como no saben comer gato...
—¡Aunque sea brujas en salmuera!
—¡Ahora dicen que la justicia va a lijar lo más que se podrá cobrar por las cosas..., buena falta hace!
—Eso diga usted, que esto es un escándalo... Algunos se reirán. Desean que sigan echando bombas para ponerse las botas, y por eso no se rinden...
—¡A la calle!, ¡pronto!, ¡largo!, ¡y así le coja una bomba!...
—¡Zape, bruja!, ¡a la cárcel con ella!
—¡Carlistona! —salió gritándole doña Mariquita, mientras la vieja huía—; tiene razón La Guerra, a estas laborantes, guerra sin cuartel, ¡hay que emplumarlas! habráse visto el descaro...
—¡Pobrecilla! —murmuró Rafaela.
La autoridad fijó, en efecto, la tasa máxima, y los géneros empezaron a venderse a hurtadillas más caros que antes de la tasa, haciendo pagar el riesgo de la multa.
—Ya lo decía yo, si es matemático esto..., ¡la oferta y la demanda, no hay más! —murmuraba don Juan con sonrisa de complacencia.
Preocupábase del precio de las cosas, por creerse obligado a ello en razón de sus aficiones. Los precios de los artículos vendidos al detalle habían aumentado mucho más que los de venta al por mayor, y habíanse multiplicado los revendedores y los regateros. Familias de escasos recursos que tuvieran gallinas, las conservaban con cuidado para vender caros los huevos. Reducido el pueblo a sus recursos propios, y paralizados los trabajos, surgia espontáneamente un proceso de reparto de las riquezas, en que los pobres explotaban con su abstinencia las acrecidas necesidades de los ricos. Engordaban a la vez los usureros, a cuyas madrigueras iban a parar alhajas largo tiempo defendidas, viejos recuerdos de familia.
Así continuaba lenta, como una fiebre sin delirio, la consunción de la villa.
—Esto es ignominioso —gritaba don Epifanio, perdiendo paciencia—, que asalten como el 36, que vengan a las trincheras, cuerpo a cuerpo... Esto es sucumbir sin gloria...
—¿Sin gloria resistiendo el hambre y las lonjas? —dijo Rafaela.
—¡El ejército avanza victoriosamente! —contestó, rehaciéndose, el emigrado.
El día 10 se suspendió el bombardeo, y el 11 bajaron en impetuosa avenida las aguas del río.
Sopló sobre la villa viento de tempestad; derribó chimeneas; arrancó de cuajo árboles. Cuarteóse el puente por el ímpetu de la riada. Aterráronse los supersticiosos. Gentes sencillas, exasperadas por el bombardeo, creían llegado el fin de la villa, recordando aquel viejo vaticinio de que habría de perecer inundada. Don Miguel, que oía sereno las campanadas de bomba, se escondió bajo la cama, taponándose los oídos, al oír los truenos. Don Juan tuvo que trasladar a toda prisa sus harinas, por temor a las goteras. Al invadir las aguas las destrozadas casas, remacharon el estrago de las bombas; anegaban las desiertas moradas, fomentando su ruina; formaban con los escombros fango. Y sobre ellas flotaba, invisible y ardiente, el tifus, llevando el delirio. El cielo despiadado se cebaba en los caídos.
Para levantar un poco los abatidos ánimos recorría las calles una patrulla con guitarras, ejerciendo la obra de misericordia de consolar al triste.
En aquella violenta avenida fue el supremo cuidado el de salvar la pólvora, atesorada bajo uno de los arcos en seco de un puente, junto a la ría.
La imaginación de los sitiados ideó aprovechar la riada para lanzar a su corriente, cuando iba ya decreciendo, botellas empenachadas de una banderita blanca y conteniendo escritos reveladores de la situación de la plaza, como misiva de náufragos abandonados en un apartado islote. Los niños, al saberlo, comentaron la ocurrencia con afán, entusiasmados de aquella robinsonada, mientras los grandes proyectaban lanzar globos y establecer telégrafos de señales.
El día mismo de la avenida de aguas recibióse en la plaza noticia del ejército libertador, de su última batalla, y de la próxima llegada de veinte mil hombres más, de retuerzo, al mando del marqués del Duero.
—Es, siquiera, un hombre serio —dijo don Juan, que desde el convenio de Amorebieta miraba con ojeriza a Serrano.
El parte reconfortó los ánimos. Habíalo introducido, caminando de noche por montañas fragosas, a favor de la tormenta, y disfrazado de aldeano del país, un carabinero animoso. Fue festejado como un héroe; publicáronse sus noticias, verbales todas; se le dedicaron cantos; se abrió una suscrición a su favor, comprábase su fotografía. Había traído ánimo a la villa, despertando a la vez en ella el culto al heroísmo.
Había hambre de comunicación con el mundo exterior, de saber lo que pasaba en los repliegues de aquellas colinas y montañas, que se mostraban serenas allá, a escasa lejanía. Armaron unos marinos un telégrafo de señales.
—¿Contestan? —preguntó Rafaela a su padre, al volver éste a casa después de presenciar el ensayo.
—Sí, contestan los carlistas enseñándonos en una percha un trozo de jamón, pan, una bota de vino y una olla.
—¿Y no les han deshecho a cañonazos a esos estúpidos bromistas? —preguntó doña Mariquita.
—¡Bah!, son sus gracias..., de algún modo han de demostrarnos su cariño...
Y lo demostraban así, no siendo raras las amonestaciones epistolares que dejaban en las avanzadas, ya la muda advertencia de poner, junto al pan negro de los sitiados, el blanco de los sitiadores.
En esta última tregua, prolongada durante veinte días, hízose sentir más vivamente la penuria. Don Juan, salvada por segunda vez de la requisa su harina, ingeniábase para cocer un pan blanco, que comían los chicos miga a miga, cual si fuese pastel.
Al ver que se prolongaba la suspensión de fuegos, empezaron las visitas de lonja a lonja, y los paseos por las calles. Comunicándose impresiones mutuas, íbanse todos dando cuenta de la extensión del mal; las domésticas tristezas, encerradas en cada hogar y cubiertas por la bulliciosa sucesión de los públicos acontecimientos, iban concertándose las unas en las otras y cuajando en tristeza pública. El dolorido sentía menguar la intensidad de su dolor al extenderse éste y teñir todo el pequeño mundo en que entonces vivían confinados. Charlaban las mujeres fantaseando caprichosas variaciones sobre el tema de la desgracia, con la delectación del enfermo que envuelve al mundo todo en el tono de su dolencia. El miedo se derretía en tristeza y desaliento; la cólera y la impaciencia, en forzada alegría; el descuido, en optimismo.
Rafaela subió al piso donde tenían su vivienda normal, al viejo hogar. Al verlo lleno de escombros y de polvo, destrozado y hecho añicos un hermoso armario, un armario cuya imagen iba asociada a sus más remotos recuerdos infantiles, amasada en el fondo de su alma con sus primeras impresiones, oprimiósele el corazón. Oyó mayar, y vio al gato en puros huesos, como el espíritu del hogar abandonado. Y al contemplar escombros donde antes reinara el arreglo, acordóse de su madre, y apoyada en un tabique de la casa solitaria, lloró en silencio, mientras el gato, espiando sus movimientos, la miraba con fijeza.
«¿A qué conducía todo aquello?,¿para qué aquel destrozo? Liberales, carlistas, republicanos, monárquicos, radicales, conservadores, progresistas..., libertad de cultos, unidad católica, sufragio universal..., ¡cosas de hombres! Y decían defender la religión. ¿Qué entenderán por religión los hombres?» ¡La religión!, ¡el reino dulce de la paz!, ¡el impulso constante a hacer un solo hogar del mundo todo! Cuando ella iba a misa, cuando se recogía en el claustro de Santiago a verter los más íntimos hábitos de su alma, ¿qué le importaba de todas aquellas cosas de hombres, por las que peleaban los defensores aquellos de la religión?
Cuando después de haberse secado los ojos bajó a la lonja, se encontró con don Miguel.
—¡Hola, sobrinilla! Ahora eres el ama de casa....
«¿Se me conocerá que he llorado?», pensó.
Don Miguel contaba mil detalles cómicos de las sesiones del llamado tribunal de las latas, por las de conservas alimenticias que constituían gran parte de las provisiones.
—¡Qué de riñas que se arman! «Esta señora no ha querido darme una lata de atún con tomate en menos de doce reales, cuando el bando marca seis...» ¡Tiene gracia! Cuando pase esto lo contaremos, y verán cómo el bato no puede tomar a Bilbao... Mañana función en el teatro, en obsequio al bello sexo; irás, ¿no es así, Rafaelilla?
—El luto...
—Qué luto ni qué... Ahora no hay luto ni etiquetas.
Fuese Rafaela a la fiesta, donde era grande la concurrencia. El pueblo se dio allí cita para que el vigoroso ánimo que de su reunión brotase se vertiera en todos. Hubo orquesta y coros; se ensayó el himno y jota de los auxiliares. Y cómo resonó en los corazones lo de
Y volvía a repetirse en entonado machaqueo la palabra libertad, la gloria de Dios, por lo visto.
A Rafaela le oprimía el pecho aquel otro canto arrastrado y lento en que se presentaba el pacífico mercader, armado entonces, saludando a su Dios, a su patria y a su madre.
No, su madre no lloraría ya.
Salieron reconfortados; con nuevos bríos.
Sucediéronse las serenatas en que se entonaban canciones de una inspiración tosca y ramplona, en que convirtiéndose el chiste en insulto, se llamaba al enemigo: asesino, incendiario, caribe, fariseo, cobarde; canciones en que los escarapelas, los de la gorrita de higo, se presentaban, ante las niñas bilbaínas, risueños frente a los caribes escondidos en los montes.
cantaban, mientras concluido el pan de haba empezaba la borona.
Durante la tregua enviaron de la lonja de Arana a los chicos al colegio, para que no estorbasen. Habíase improvisado éste en un piso bajo, y allí cambiaron frescas impresiones los muchachos, vivificando así cada uno de ellos su mundo interior.
—En mi casa han caído cuatro...
—En la mía seis...
—En la mía dose...
—¡Callat'ai, trolero!, eso quedrías tú...
—¡No, que no!, ¡como hay Dios!
—Si te meto una galleta..., miat'este, pues no te dise que han caído dose bombas en su casa..., ¡las ganas!, ¡pa darse charol!...
—¡Yo he rejuntao más cascos...!
—¡Aivá éste!, ¡pa que se le diga...!
—Mi agüela dise que van haser un tunel pa'ntrar..., así te hisieron la otra ves tamién...
—¡Trolero, más que te trolero! Tu agüela será una carlistona...
—¿Carlistona? ¿Carlistona mi agüela?, si te meto una... ¡Anda! Dite atrás eso..., si no dises atrás eso te rompo los morros...
—¡Qué han de entrar! ¡Si les tienen un miedo a los caballos de frisa...! ¿No has visto?
—¡No!, ¿cómo son?, ¡dile!
—Los de la Sendeja, en la batería de la muerte... ¡te tienen unos pinchos...!
—¿Y qué? La otra ves te trajeron unos moros pa saltar las trincheras...
—¡Nos ha meao éste en medio medio del ojo...!, eso dise tamién tu agüela...
—¿Unos moros? ¿Como aquellos que saltaban en la plasa de toros por ensima de las bayonetas...?, ¿no te alcuerdas?, ¿como aquéllos?... ¡Oivá! Y tomarán breada desde el Campo pa saltar mejor...
—¡Callat'ai lerdo!, pa que le cres a ese... A encajar trolas ande su agüela... ¡En cuanto les ven a los de Vinagre, soleta! —¿Los moros?
—¡Los carlistas, lerdo!
Formábanse una fresca y poética visión de la guerra, una visión enteramente homérica, zurciendo con detalles de lo que veían, sueños y retazos de cosas entreoídas y vislumbradas.
¡Qué gustazo oír contar aquellas cosazas y tener que contarlas! ¡Qué gustazo bordar mentiras sobre la verdad y poetizar la guerra! Oíanse con la boca abierta; mientras los mayores sufrían la guerra sacábanle ellos la poesía. Viviendo al día, con voluntad virgen, descuidados del mañana y desinteresados de las pasiones que agitaban la lucha, ciegos a las consecuencias, las causas y el fondo de ella, veían sólo su forma pura, un juego preñado de inusitadas emociones.
Y entre tanto la ansiada libertad tardaba. El 25 de abril el jefe de la plaza resumía las angustias de la villa y el desaliento que la iba ganando, en este parte cifrado y dirigido al ministro de la Guerra: «Mañana concluye el maíz. Pueblo sin pan, sin arroz, sin tocino en venta. La tropa con mediano rancho; le daré café. Sin vino. La situación se agrava; procuro sostener el buen espíritu, pero hay malestar y nace desconfianza de poder o querer salvarnos. Combato enérgicamente esta idea y aún castigaré si se propala».
En la tregua, trabajando en silencio la penuria, zapaba el desaliento los ánimos mejor que en el bombardeo, y hacía murmurar al descontento, y que se cerniera sin ruido la palabra «capitulación». Decíase que iban a caer sobre la villa batallones catalanes y soñaban algunos ya con los bigotes de Savalls, llamando terquedad estúpida a la resistencia. Don Epifanio no hablaba más que de los humos. El 27 se dijo: ¡no hay pan ya!
—¿Por qué no asaltan? ¡Cobardes! —gritaba doña Mariquita.
Y don Epifanio le contestaba cantando:
Mas por debajo de las canciones oíase el rumor del desaliento.
Algunos pedían una escarda en la villa, que se expulsara de ella a los sospechosos de carlismo, a los laborantes, cuyo número exageraban. Así se conseguiría, de paso, mayor desahogo en la penuria a los que quedasen. Hablábase de inteligencias entre los tales laborantes de dentro y los sitiadores; de que se entendían de noche mediante luces; puro recelo de desconfianza, prurito a dar con el imaginado traidor. Culpábase a otros de difundir el desaliento y la alarma; de sembrar la palabra «capitulación», para que, susurrada de oído en oído, hiciera sola su efecto; delito éste de envenenar la fe más grave que el de envenenar las aguas para producir una epidemia, y no menos fantástico.
—Esos laborantes, esos laborantes —repetía dona Mariquita—, a mí no se me quita de la cabeza eso de que Arleta sea auxiliar... ¡Artera!, si he conocido yo a sus padres, y a sus abuelos, y a su familia toda..., carlistas, todos carlistas; carlistas de toda la vida...
—¿Y qué tiene que ver eso...? —le decía don Juan.
—¿Qué tiene que ver? ¿Liberal, y de familia carlista.? Es lo mismo que carlista de familia liberal...
—¿Pero es que son carlistas o liberales las familias, y a. perpetuidad?
—En fin, yo no sabré explicarme, don Juan, pero sé lo que me digo. Eso se mama con la leche, y lo que con la. leche se mama, en la mortaja se derrama. Así era en mi tiempo y así seguirá siendo... Otra cosa sería un desbarajuste... No podría una fiarse de nadie si lo mismo puede ser una persona una cosa que otra...
En la mañana del 28, y con motivo de la salida de varios súbditos extranjeros, encontráronse Juanito y Enrique en una avanzada carlista, donde probaron pan blanco y hablaron con Juan José.
—Uno de estos días nos tendréis dentro.
—Os recibiremos a tiros.
—Así me gustan los amigos. ¡Chócala!
Hablaron con más íntima efusión que nunca, sintiéndose más que nunca en comunión de amistad. Juan José y Enrique conversaban como viejos camaradas, evocando antiguos recuerdos, mas sin aludir lo más mínimo a aquella cachetina en que se resolvió entre ellos dos la jefatura de la calle; cachetina cuyo recuerdo era entonces el dominante en ambos, el que a todos los demás teñía, el que los enlazaba más vivamente en aquella mutua expansión. Los dos tenían presente aquel día en que, después de haberse calentado a trompada limpia, se separaron sudorosos, embarrados, y sorbiéndose los ensangrentados mocos.
Aquella tarde salió Rafaela con una vecina, y con Enrique y Juanito, de paseo por las afueras. Apenas oía a Enrique, saciando la mirada en el campo, en aquellas huertas con que hacía tiempo no apacentaba su vista. ¿Cuándo terminaría aquello y podrían pasearse? Estaba Enrique explicándoles la posición de los fuertes enemigos cuando, viendo correr gente, dijo Juanito palideciendo:
—¡Vámonos pronto de aquí, a casa!
La amiga de Rafaela dio entonces un grito, parándose.
—¿Qué es eso?
—Que no puedo andar..., que me han debido de herir... —y empezó a ponerse blanca como la cera, a la mera idea de haber sido herida.
Rafaela miraba a su hermano y a Enrique, queriendo darles prisa con la mirada. Los jóvenes se acercaron a la chica para que en ellos se apoyara, y al mirar ella el suelo y ver sangre, se desmayó, cayendo en brazos de Enrique. Rafaela sintió asombro, terror, desasosiego, y por debajo de todo ello una inconciente punzada de celos.
—¡Pronto, pronto!, a la primera casa. ¡Aquí, al portal!
Lleváronla a la más cercana; se reunió gente; y Rafaela se encontró a poco, y sin saber cómo, con su hermano, y camino de su casa.
—Pero... ¿y Concha? —exclamó deteniéndose de pronto.
—Déjala; queda ya quien la atienda; nosotros no haríamos más que estorbo.
«¡Qué bruto!», murmuró ella para sus adentros, y siguió pensando. «¿Y para qué se quedará Enrique?, ¿hará más que estorbo?»
Había disparado a la que quedó herida, jugando al blanco por broma, un voluntario del campo enemigo, un aldeano que, incapaz de matar una mosca en tiempo de paz, se divertía ahora con la guerra.
Al encontrarse en casa, al amparo de sus paredes, sintió Rafaela escalofríos, pensando en el peligro de que había escapado, y doña Mariquita, al saberlo, gritaba:
—¡Ahora, ahora sí que no nos rendirnos, caribes, fariseos!
Rafaela excitada por la escena de aquella tarde, sentía a ratos renacer en ella el espíritu medroso de su pobre madre, mas pronto lo ahogaban sentimientos de irritación y de odio contra aquellos hombres que guerreaban, y una idea, tan profunda como inconciente, de lo estúpido de la guerra, de lo estúpido y brutal de aquellas cosas de hombres. ¡Cosas de hombres!, de hombres a quienes no ha vivificado la religión, el espíritu de la familia que identifica en sí lo varonil y lo femenino. Habían herido a Concha, a la pobre Concha, insustancialmente, sin que ello viniera a cuento. Esos hombres juegan a la guerra como los niños, y se empeñan luego en que las pobres mujeres les crean que pelean por cosas serias.
El pueblo, alicaído por la miseria, se enderezó al recibir el fuego; los tiros le encorajinaron, distrayéndole del hambre. Volvió a apremiarse al ministro de la Guerra.
El 29, por la tarde, a las seis, y sin previo aviso, la campanada de la villa y el estampido del obús enemigo sembraron confusión y carreras. Recogíanse todos desolados a casa, a las lonjas no pocas familias que en la larga tregua habían vuelto a sus destartaladas habitaciones. El fuego fue atroz en un principio, a bomba por minuto; a las tres horas pasaban ya éstas de ciento cincuenta. Volvió la angustia, no se acostaron en casa de don Juan hasta cerca de la una, y al amanecer del 30 recibieron la noticia de que el tío Miguel, encamado hacía tres días, iba agravándose por momentos, y de que llamaba a Rafaela. Y se fue ésta en un breve respiro que dieron los sitiadores.
Estaba el pobre decaído y triste, con el vientre descompuesto, suspirando a cada momento y no hablando si no de su muerte próxima, para que su sobrina le repitiera:
—Eso no es nada... Estos hombres, en cuanto tienen un dolorcillo de nada, están ya llenos de miedo...
—¿Crees así?
Veía, silencioso, ir y venir a su sobrina, servirle los caldos y medicinas; la seguía con los ojos, y una vez ella ausente, poníase a imaginar lo que debía haberle dicho y lo que le habría respondido ella, para volver a sentir opresión y vergüenza en su presencia. Entre tanto no cesaban el campaneo y el fuego del enemigo.
Aquella noche, en que tuvo que quedarse Rafaela en casa de su tío, fue de angustia. El bombardeo era violento. Había visto a su padre cabizbajo; sabía que ni quedaban víveres, ni se podía resistir, y recordaba aquella otra noche triste, la de San José, en que se llevó la muerte a su pobre madre. ¡Pobre! y volvió a revolotear en su mente el «encima de la caja, carabí».
—¡Rafaelilla!
—¿Qué quieres?
No quería nada; que se le acercase; que le contestara; oír su voz tan sólo.
A la mañana, como el tío se encontraba muy aliviado de sus dolores, volvió Rafaela a su casa, dejándole dormido.
—Pero ¿cuándo asaltan? —preguntaba doña Mariquita.
Brisas de esperanza soplaron el primero de mayo al ver desfilar a los carlistas por las cimas a guisa de retirada, con bagajes y carros. De rato en rato corrían por la villa noticias traídas de los fuertes. Cruzaban por todas las crestas batallones enemigos, a derecha e izquierda de la villa, mientras tronaban sobre ésta los cañones. Hablábase de la muerte del viejo don Cástor, del que dijera que pasarían los libertadores de la villa sobre su cuerpo.
En espera de la próxima liberación, afrontaban las gentes con mayor valor el bombardeo. «¡Disparan de rabia!», exclamaba alguno, haciéndose la ilusión de que aquellos disparos eran menos dañinos.
¡Por fin! A las cuatro de la tarde viose ondear en lontananza, sobre el campo de los humos, la bandera española, mientras en Pagazarri acampaba un batallón carlista. Seguíase con ansia el desenlace de la larga lucha; se vio cómo desalojaron al sitiador los libertadores, y a la caída de la tarde saludaba al pueblo liberado el cañón amigo desde el monte de Santa Agueda, el de famosa romería. Y mientras henchían los pechos pruritos de libertad, continuaba el bombardeo, a cuyo pesar salían las mujeres a ver a los lejos, bajo el crepúsculo sereno, coronar el ejército libertador los eternos montes. No había peligro alguno, puesto que estaban salvos. Y aún hubo quien exclamase: ¡pobrecillos!
Aquella noche anhelos de cumplimiento y restos de incertidumbre apenas les dejaron pegar ojo. A las once cesó el enemigo sus disparos.
El 2 de mayo al amanecer sintió la Familia Arana fuertes llamadas.
—¡Estamos salvos! —gritaba don Epifanio sacando de un paquete pan blanco y chorizos— ¡estamos salvos! Acabo de comprar merluza a una aldeana...
Rafaela se acordó del tío Miguel, mientras Marcelino exclamaba:
—¡Pan, papá, mira pan!
—¿Y el ejército?
—A la puerta. Anoche a las once y media dispararon esos cafres la última, gritando desde las avanzadas: ¡ahí vos va la última!
Todos se echaron a la calle que parecía ensancharse. Estaban éstas como hormiguero al sol; las gentes iban y venían saludándose cual de retorno de un largo viaje. Cruzaban aldeanas con sus cestas de vendeja, y el pan blanco corría de mano en mano. Juanito con sus compañeros de guardia habían salido al encuentro de los libertadores, y al topar con los corresponsales de los periódicos extranjeros, entretuviéronse en tomarles el pelo, contándoles estupendos embustes.
Era 2 de mayo, fecha ya dos veces gloriosa en la historia española.
La entrada de las tropas libertadoras en Bilbao, el 2 de mayo de 1874, al despertar el recuerdo del 2 de mayo de 1808, realzó el ya amortiguado del combate del Callao, en el 2 de mayo de 1866; en adelante se podría formar triada, y hasta triángulo con las tres fechas:
¡Tres! Tres como la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad; tres como Dios, la Patria y el Rey; ¡tres!, cifra, desde la Trinidad abajo, preñada de misterio y llena de simbólica vida. ¡Ahí era nada...! ¿No era acaso providencial el que hubiera podido aplazarse, sin detrimento alguno, hasta el histórico día dos la solemne confirmación de la liberalización de la villa, llevada a cabo el día primero? ¡Inescrutables misterios de los números!
En la calle se encontraron don Eustaquio y don Pascual, que, empezando por casi abrazarse, acabaron por derramar uno en otro las rabietas largo tiempo almacenadas; y después de haberse insultado, se separaron aliviados de un peso y deseándose mutuamente.
Mientras los más de los acogidos en la lonja de Arana iban al Arenal, subió Juanito con algunos de sus compañeros a la cresta de la cordillera de Archanda, a ver los abandonados fuertes enemigos y a contemplar, esponjándose a todo pulmón al aire libre de la montaña, la villa hecha girones. ¡Cuánto les quedaba que contar! Pasado ya lo pasado, ¿quién no se alegraba de haber sido actor y testigo de aquel drama?
Alzábanse humaredas de caserías quemadas por el enemigo en su retirada las unas, y otras por merodeadores de la villa, que se desparramaron a saquear casas, asaltar corrales y atropellar aldeanas, si venía al caso; a dar rienda suelta a sus instintos exacerbados en el forzoso encierro, a tomar el desquite al bato. En triunfo llevaron unos sujetos por medio del paseo de la villa a una vaca robada.
En este día comieron pan blanco los de casa de Arana, en la habitación normal destartalada, junto a un tabique en escombros. Sobre el gozo de la liberación pesábales el recuerdo de doña Micaela, cuya invisible sombra diríase vagaba azorada por su destrozado hogar.
Dejaron con algún pesar aquel almacén que les sirvió de hogar en las horas de recogida angustia y de incertidumbre, aquel almacén consagrado para en adelante con el espiritual perfume de la muerte lenta de la pobre madre.
A la tarde fueron las mujeres y los niños a un banco del Arenal, a ver el paso de las tropas libertadoras, mientras don Juan, Juanito, Enrique y don Epifanio formaron en la carrera, con el batallón de auxiliares. Los veteranos concurrieron con la bandera que la ex reina Isabel había regalado a la milicia nacional del año 36.
El ejército libertador, descalabrado y hecho una lástima, entró por el Puente Viejo, único que quedaba en pie, por el puente de los viejos recuerdos de la villa, blasón de sus armas, testigo de sus intestinas turbulencias; fue recibido por el concejo, y atravesó el pueblo hecho jirones. Pasaban con caras pálidas de fatiga entre otras pálidas de miseria y con el sello de las tinieblas, y nada de entusiasmo loco, sino algunos vivas, mucha solicitud y corrientes de mutuo cariño compasivo. Cerníase sobre la alegría un inmenso luto y la dulce dejadez soñolienta de la convalecencia. Diríase que acababan de salir de un doloroso sueño. Pesaba sobre todos una ardorosa sed de descanso.
A un soldado, que se desmayó junto a Rafaela, le sentaron en un banco, le llevaron agua, le abanicaron las mujeres como a un hijo.
Los niños eran los que gozaban con el retemblar de los trenes de batir sobre la calle, con el destile de cañones, en cuyas cureñas iban sentados los artilleros, con los trajes, con los galones, con las banderas, con los colorines.
—¡Estos son de infantería de marina!
—Mira, mira, aquél es coronel...
—No, tonto, teniente coronel...
Este llevaba el brazo en cabestrillo, aquél vendada la cabeza, empolvados todos. Traían pan, carne, bacalao, periódicos, noticias del resto del mundo, cartas atrasadas.
Recibieron en casa de Arana a dos oficiales y seis rasos, que andaban los pobres en puntillas, cuchicheando bajito. Los oficiales fantasearon sobre las jornadas de Somorrostro, y unos y otros, libertadores y libertados, competían en narrar infortunios, como viejos amigos, ponderando cada cual sus sufrimientos, a competencia. ¡Cuánto tenían que contar! Ahora gozaban con lo pasado, ahora que lo habían reducido a recuerdo, ahora que, depurados sus sufrimientos del doloroso presente, entraban en el pasado, inexhausto fondo de poesía. ¡Cuánto tenían que contar a los venideros! Entonces supieron los de dentro, los de la villa, cómo habían estado sin municiones de guerra, entre la vida y la muerte.
Doña Mariquita manifestaba su alegría mostrando un profundo desprecio hacia los derrotados sitiadores, comparándolos con aquellos otros que intentaron asaltar la villa en la otra guerra.
Al anochecer de aquel día de liberación fue Rafaela a ver a su tío, que, sintiéndose mucho mejor, bromeó a cuenta del ya pasado bombardeo.
Aquella noche oyeron trajín en el cuarto de los oficiales. Hecho uno de ellos durante los precedentes días a dormir sobre el duro suelo, habíase sobresaltado en la cama no bien dormido, soñando en inquieta pesadilla que caía por el vacío inmenso. Faltábale tierra, creíase suspendido y tuvo que tender una colchilla y dormir en el suelo. Había gustado en las asperezas de la campaña el contacto de la madre tierra.
El día tres se celebró la primera misa, misa de campaña, bajo el ancho cielo común a todos, al aire libre.
Era de ver toda aquella muchedumbre silenciosa, siguiendo maquinalmente el curso habitual del oficio litúrgico, mientras cada cual pensaba en sus propios afanes, en las penas pasadas, en los cuidados que quedaban para el porvenir no pocos. Aquella silenciosa muchedumbre era el pueblo que había leído días antes, sin escándalo, que en Bilbao se defendía el libre examen contra la fe dogmática.
Tras la columna entraron amigos y parientes de los sitiados; recibiéronse cartas atrasadas, llovieron telegramas. La liberalización de Bilbao despertó a España; Coruña, la de los milicianos del 23, bailó en las calles; Santander, la enemiga de Bilbao, le envió una comisión; Barcelona, dinero para los pobres; recibiéronse saludos a la «nueva Numancia», «perla de los mares», «losa del absolutismo», y hasta se le dispararon versos.
En casa de Arana molieron a preguntas a un pariente de don Epifanio. Quedábales un consuelo, y era que si mal lo habían pasado dentro, fuera habría sido peor. Los liberales habían vivido de milagro, y los carlistas más divertidos que nunca. ¡Qué tertulias las de los pueblos, animadas por los emigrados carlistas de Bilbao!, ¡qué limonadas!
—¡Qué fanatismo, chico, qué fanatismo!, ¡qué sermones! Las iglesias parecían clubs o tabernas..., los negros por aquí, los negros por allí... ¡Figúrate que por Pascua no se pudo vender a ningún precio un cordero hermoso hermoso, porque era negro! Un día que entrarnos Matrolochu y yo en la iglesia, llena de gente, nos dejaron anchos anchos, por no tocar a unos negros. Sabes aquel cura de aquí, no me acuerdo cómo se llama..., les dijo que era una vergüenza aquel Mercurio que estaba sobre la fuente aquella del paseo, que era un ídolo gentil, el dios del comercio y del latrocinio...
—¿Y de los bilbaínos, no es eso?
—Le faltó poco. Total, ¡que salieron del sermón y al río con el Mercurio!
—Y de nosotros ¿qué se decía?
—Campaneo por todo lo alto y limonadas a tripa libre por cualquier notición... Los peores, los bilbaínos emigrados...
—No hay peor cuña que la de la misma madera. ¿Y pensaban entrar?
—¿Entrar? Tan seguros, que imposible más. Figúrate que muchos negaban créditos y otros se alegraban de la destrucción de sus acreedores...
Con la liberación aumentó la mortandad en la villa. Don Juan se impacientaba porque el ejército no salía a pulverizar a los carlistas, y don Epifanio le aseguraba, a solas, que andaban en proclamar rey de España a Alfonsito, el hijo de la reina destronada.
—Buena falta hace —dijo el ex amadeísta.
El cual, irritado por el bombardeo, resolvió no tomar bula en adelante. Seguiría oyendo su misita como buen católico, por supuesto, pero ¿comprar bula?, ¿dar su dinero a los curas para que lo aprovecharan como el otro?, ¡eso sí que no!
Una nueva recaída puso al tío Miguel a las puertas de la muerte. Cuando le llevaron el Señor, por devoción —le dijeron—, pues era época de cumplimiento, fingió creerlo con el ánimo hundido, y avivadas sus solitarias fantasías por la expectativa del fin cercano.
Una mañana, cuando su sobrina le servía la medicina, suelta la lengua por la extrema debilidad de su espíritu, cogióla de la mano, viéndola como en sueños, cual una aparición semidifuminada; acercóle la cabeza a sí y le dio un beso en la frente diciéndole: ¡Cuánto te he querido, Rafaelilla!, ¿te acordarás de tu pobre tío, el solterón raro?
—¡Vamos!, ¿a qué vienen estas cosas? Ahora a reponerse, que esto no es nada.
Sentía Rafaela falta de aliento, y al salir del cuarto desahogó en lágrimas calladas una piedad dolorosa.
Preguntó al poco rato el enfermo si se había dado cuerda al reló, y empezó a pensar en la comedia de la muerte, en lo que haría y diría si allí, junto a la cama, hubiera una mujer llorando sobre su mano y unos hijos de quienes despedirse, confortándolos con palabras entrecortadas, aconsejándolos y bendiciéndolos, representando el paso supremo con todo el solemne aparato que el argumento requiere. Y todo esto lo imaginaba tranquilo, sin temor alguno, como visión serena. Medio amodorrado, sentía fuera los pasos de su sobrina, y, luego, al empezar las exhortaciones el agonizante, inmóvil y silencioso, comenzó a sentir, con escalofríos, una inmensa tristeza de no haber vivido y un tardío arrepentimiento de aquel miedo a la felicidad que le había hecho perderla. Querría volver a la vida pasada, sintiéndose solo en medio de un mar. Y todo esto lo imaginaba sereno, en confusa visión, sin poder domeñar la modorra que le ganaba poco a poco. Por fin se rindió en un sopor; entrando algún tiempo después en reposada agonía.
Cuando Rafaela vio que la miraban inmóviles y secos aquellos ojos, los cerró; miró a todas partes primero; le besó en la frente luego, poniéndose encendida, y rompió en llanto silencioso..., ¡pobre tío!, ¡pobre tío!
Una vez más el sentimiento de la muerte teñía sus ideas y sensaciones todas, templándolas en un tono profundo y purísimo, tono de despego.
Don Juan quedóse contemplando un rato a su hermano muerto, y a medida que iba evocando recuerdos de convivencia y reminiscencias de juego infantiles, iba la imagen de la muerte invadiendo los rincones de su alma; y crecíale en intensidad la penosa angustia, según se apoderaba uno a uno de sus miembros espirituales todos.
Al abrir el testamento vieron que dejaba a su sobrina de heredera universal, y un diario a la criada. En los cajones hallaron cuadernillos de escrupulosas apuntaciones del bombardeo, mendrugos de pan de haba con inscripciones, cascos de bomba, un retrato de Rafaela de niña, y un mechón de pelo con este rótulo: de mi sobrina. Al encontrarse don Juan en un armario fotografías y libros obscenos, murmuró, no pudiendo retener las lágrimas:
—¡Cuántas veces he querido curarle!, ¡pobre Miguel!
CAPÍTULO IV
Cuando llegó Ignacio a Somorrostro llevaba en el alma un tumulto de anhelos, amasados con nacientes desilusiones. Destináronle a un batallón, a las reservas de San Fuentes, y vio de paso al general en jefe, que, sentado en una silla en el balcón de una casería, con la botella de coñac al lado y encendidos los pómulos, contemplaba allá, a lo lejos, los fogonazos de los morteros carlistas sobre Bilbao, para lo que había hecho talar una encina, cuyo follaje se lo hubiera impedido.
Acomodábanse los chicos del batallón en una casería, como sardinas en banasta, mientras el dueño, dejando su cama, tenía que ir a dormir al campo. Era un viejo marrullero, en continua lamentación, mientras su mujer, cubriendo a los chicos maternalmente la cabeza con la manta, para preservarles del frío, les desvalijaba a su sabor. Parecíale al viejo inconcebible la imprevisión de los chicos, que ya le quemaban una ventana, para tener que poner en ella una manta que impidiera el paso al aire, ya la escalera, para verse obligados a subir por el balcón, ¡puras ganas de hacer daño! Los caballos de los jefes le pisoteaban los sembrados, y ni aún le dejaban subir a recrearse en los altos, amenazándole con fusilarle por espía, si lo hiciera. Pero cuando, al llegar el vino, exclamaban los navarros: ¡ya viene el genio!, miraba el viejo sonriente a los cimientos de su casa, donde tenía la bodega oculta, y luego al furriel, con quien se entendía en tratos y contratos.
Los chicos miraban con malos ojos al paisano, que, sufriendo sus burlas y desdenes con paciencia, les explotaba a su sabor. No tenía otro remedio que sacar jugo a la guerra, ya que no le dejaban trabajar en paz; frente a la violencia del guerrero, aguzaba él, el pacífico, la astucia. De haber guerra, lo justo era que fuese para todos.
Ignacio se pasaba el día en espera de la gran batalla, en máxima tensión su imaginación belicosa, jugando a las chapas o a busca de caracoles para matar el tiempo. Extendíase a su frente el risueño valle de Somorrostro, cual circo de un vasto anfiteatro. Divídelo en partes desiguales la ría, más allá de la cual iban perdiéndose de vista los perfiles de las montañas del campo enemigo, empezando en el Janeo, que domina a lo largo al valle todo. Del lado acá de la ría, guardando su entrada y dominando al valle, el Montaño puntiagudo, con sus escalones; luego se despliegan, en media luna, la ladera de Murrieta, la fragosa colina de San Pedro de Abanto, y la de Santa Juliana después, separada de ella por la garganta que da paso a la carretera. Desde aquí, elevándose en gradería, escalan las colinas las estribaciones de la elevada sierra de Galdames. El valle sube, en suave pendiente, a unirse con la red de colinas que le enlazan a las alturas circundantes, alturas a que suelen bajar a descansar las nubes.
La línea carlista se extendía en semicírculo por la montañosa gradería, trepando después las abruptas eminencias de Galdames. Habían talado la vertiente de Santa juliana, y todo era, hasta los altos de Triano, trincheras y cortaduras en el ferrocarril minero que faldea los montes. Por todas partes fosos y trincheras, caminos cubiertos, sin aspilleras; fosos, sobre todo, que no ofreciesen saliente alguno de blanco al cañón enemigo. Ayudábanles las obras de minería, aquellos tajos que hacían más accidentado el terreno. Dominaban la carretera, eje del valle, en redondo y con fuegos desenfilados. Todos, hasta mujeres, habían trabajado con ardor, como hormigas, en aquellas obras. ¿Quién les resistiría? ¡Ni Dios pasaba por allí ya!
Y más lejos, en otros repliegues del terreno, antes de llegar a Bilbao, nuevas líneas dificultaban el acceso.
Respiró Ignacio un nuevo espíritu entre sus nuevos compañeros, que si no eran todos voluntarios, lo parecían en pura voluntad. Al uno de ellos, a Fermín, estando comiendo a la puerta de casa se le amargó el pan al oír contar los horrores de la impiedad revolucionaria desenfrenada, y cogiendo una tranca, se fue al monte. Adoraban a Ollo, y más aún a Radica, el albañil de Tafalla, el héroe popular que al grito de ¡viva Dios! les llevara más de una vez a la victoria. Eran éstos sus jefes naturales, los que ellos se habrían dado a escogerlos por sí. Representaba el uno, antiguo combatiente de los siete años, la tradición militar del partido; era el organizador de las fuerzas. El otro llevaba en sí los impulsos del pueblo, la frescura de su entusiasmo.
Recordaban a menudo las jornadas sangrientas del 24 y 25 del mes precedente, cuando tras larga caminata llegaron desde Navarra a atajar el paso a Moriones, que iba a libertar a Bilbao. Ollo les había arengado entonces; se estaba bombardeando a Bilbao; el Rey les contemplaba; fueron cantando a sus posiciones. El gallo republicano, pasada la ría de Somorrostro, les atacó de frente, por lo más difícil, según su modo; sus soldados envolvieron al Montaño, estando a punto de coronar su puntiaguda cima, trepando su pendiente cascajosa apaleados y casi borrachos, recibiendo fuego y piedras de la cresta. Entonces se remangaron ellos las blusas, y ¡a la bayoneta!; los alaveses les ayudaron por la parte de San Pedro, y el gallo republicano tuvo que retirarse, pedir refuerzos y otro general que se encargase del mando. ¡Y no cogieron a Bilbao entonces! ¡No se aprovechó aquella coyuntura para dar el golpe de gracia a la plaza sitiada! Siguió aquel estúpido bombardeo, lento, pesado.
—Salían de la columna de tres en tres, y al llegar al terreno franco, se nos venían, ¡pobrecicos! Hacíamos fuego a cincuenta pasos, y al blanco, por orden, y el que no la obedecía, disparando sin tino, ¡veinte pasos al frente!, ¡fuera del foso! Cien cartuchos, cien bajas. Allí, al rape de la cima, bajo aquellos peñascos, encontramos al siguiente día un pobre soldado temblando de miedo y de frío, el frío del miedo, sin alentar apenas. «Da gracias a que no eres carabinero», le dije. Y ¡vaya unas cargas a la bayoneta!
—Sí, di eso; fácil es entrar, pero... ¿y salir? ¡Cómo nos fusilaron por la espalda cuando volvíamos de haberlos barrido hasta aquella ladera!
«¿Qué valen Lamíndano y Montejurra?», pensaba Ignacio, oyendo tales relatos frente al valle calmoso y sereno.
Todo conspiraba a llevar su alma a máxima tensión. Habíanse conglomerado las bandas, haciéndose de la facción ejército; el espíritu militar vivificaba a aquellos voluntarios ya fogueados que no huían, como antes, de risco en risco, sino que, parapetados en sus fosos, esperaban la acometida. El aire del mar, templado en la montaña, les henchía el pecho, mientras la atmósfera moral se cargaba poco a poco, ensanchándoles las almas para el momento supremo. Entre tanto fluía monótona la vida del batallón, con sus pequeñas rencillas, sus envidiejas y sus chismes, con todas las miserias de la paz. Murmuraban muchos del mal trato, y eso que corrían a pedir de boca, carne y vino sin escasez.
No acababa de hacerse Ignacio a la franqueza poco recogida de los navarros, a aquella su proverbial franqueza; parecíale entre ostentosa e hipócrita, sintiendo que quien tiene el corazón en la boca, no lo lleva en su sitio.
Había que oírlos hablar de los jefes. ¿Los jefes? Fuera de dos o tres, eran raros pillos que sólo pensaban en beber y en querindangas. Por unas palabras que un chico tuvo con una buena moza, sobre si le negó o no agua, aquel espingarda tuerto hizo ir al pobrecito al campanario de la ermita, donde le dejaron seco de un tiro, durante la acción.
—Eso será uno...
—¿Uno? Y otro, y otro, y casi todos... Cuando yo digo que ninguno de Castilla vendrá a hacernos ricos... —y el que lo decía miraba a Sánchez, un castellano que había entre ellos, hombre serio, de quien decían que se fue a las filas huyendo de la justicia, y que no quería estar entre paisanos suyos.
Atraíale a Ignacio aquel hombre serio, verdaderamente serio, sobrio en sus manifestaciones todas, aquel hombre que mandaba el respeto. Alto, cetrino, seco como una cepa de vid, eran tales su porte y aire que se le tomaría por descendiente de antigua raza de conquistadores. Los ceñudos campos castellanos, sin fronda y sin arroyos, secos y ardientes, parecían haber depositado en él su austera gravedad. Hablaba poco; mas una vez roto el nudo de su lengua, brotábanle las palabras precisas y sólidamente encadenadas las unas a las otras. Pensaba liso y llano, mas con violento claroscuro dentro de la monotonía del conjunto de su pensar. De ordinario no podría asegurarse que pensaba; vivía perdido en el espectáculo de las cosas presentes.
—Me han dicho que mataste a uno —le dijo un día Ignacio.
—No, desgraciadamente sanó, mala yerba nunca muere.
—Pero hombre...
—Ustedes los señoritos no entienden de estas cosas. Mi pobre difunta se puso enferma de sobreparto y tuve que poner a criar al niño. Entre los ladrones del médico y el boticario, ¡mal rayo les parta!, me pelaron; vinieron malas cosechas, y quedé sin un ochavo partido por medio. Me fui entonces a la ciudad y acudí a ese infame... Esos ladrones son los que entienden de leyes. ¡Toma!, ¡como que las han inventado ellos!..., y con que el dinero andaba escaso y eran los tiempos malos y no sé qué andróminas más, me hizo firmar un pacto retro; total, que el muy roído me armó la zancadilla para quedarse con mi casa en el tercio de su valor..., una casita como un sol..., ¡mire usted! Ayunamos todos, hasta la mi mujer, ¡pobrecilla!, de modo que cuando llegó el vencimiento, pude reunir el dinero, sacando algo de otros, para salvar mi casita, y salí del pueblo con tiempo. En cuanto llegué, fui a su casa, donde me dijeron que no estaba en la ciudad, y yo dije digo a la zorra de su mujer: aquí traigo los cuartos; Esteban Sánchez no falta, aquí están; usted es testigo... ¡Que si quieres! De nada me sirvió. Cuando volví, el bandido me dijo que había expirado el plazo, y otros me trataron de bruto por causa de que no había ido al juzgado a depositarlo ante testigos..., ¡embrollos! Como si a los hombres honrados que tenemos que sudar para ganarnos un roído pedazo de pan nos quedara tiempo de estudiar las leyes que sacan de su cabeza esos ladrones, cada día nuevas y más enrevesadas..., ¡claro!, de ellas viven, de enredar la madeja..., ¡cochino de gobierno!, ¡porreteros, cuadrilla de salteadores! Le rogué, le pedí por su madre roída, me eché a sus pies llorando..., llorando, sí, llorando a los pies de aquel bandido..., ¡nada!, miraba al suelo y me decía dice: «yo no como con lágrimas..., ¡comedias, comedias!, buenos maulas estáis; si os hiciera caso, me pelabais». Me propuso que me quedara de rentero en mi casa, en mi propia casa, y hasta quiso darme una limosna el tío asqueroso. Y al salir le dije digo: se ha de acordar usted de Esteban Sánchez. A los pocos días de robarme la casa con el alcahuete del escribano, se me murió la mujer, de la pena la pobrecilla, por no ver esas cosas, y el hijo después, yo creo que de asco, por no vivir en este mundo porretero. Y verá usted cómo fue eso. Cuando me dijeron que venía el tío sarna a hacerse cargo de lo que me había robado, le esperé en el camino y le solté un tiro. Le digo a usted que no se murió. Dieron parte, y tuve que huir de esa cochina justicia de los ricos y de los abogados, y me vine acá, a matar liberales. No podía parar, los peores en contra de mí eran aquellos mismos a quienes dejó sin camisa otras veces el tío asqueroso, ¡tíos cabrones!... ¡Bandidos!, ¡ladrones! Han inventado mil cosas para robarnos el trigo..., la ley, la ley, siempre sacan el cristo de la ley..., hay que quitar las leyes, señor Ignacio, ¡y pido al que no ande derecho! Yo he de dar guerra...
Solo, sin familia, forajido a quien la justicia perseguía, aquel hombre recio y serio cuadraba como ningún otro en el ancho marco de la guerra. Oyendo sus desahogos sentía Ignacio renacer en sus adentros el ruego del entusiasmo que le caldeara en la montaña, cuando leía en ella con Juan José aquellas proclamas en que se azuzaba a los pobres hombres de bien en contra de la «gabilla de cínicos e infames especuladores, mercaderes impúdicos, tiranuelos de lugar, polizontes vendidos, que, como los sapos se hinchaban en la inmunda laguna de la expropiación de los bienes de la iglesia». Estaba ya encima el día de la liquidación, en que iba a ser barrida tanta inmundicia.
El Rey les revistó cuando se hallaban todos en posiciones, paseando su corpacho, bandera de carne, como quien dice: aquí estoy yo, por quien os batís, ¡ánimo!
El 24 empezó el fuego. Las granadas pasaban sobre los fosos, levantando nubes de polvo al chocar en tierra y reventar en ella. Era un humo blanco lejano seguido de una detonación sorda; luego un fuerte zumbido, al que bajaba Ignacio la cabeza; levantábase después por allí cerca polvo y humo del suelo, con un tremendo estallido; y seguían los gruñidos rechinantes del aire al ser rasgado por los cascos, cosa toda que ponía primero frío en el corazón, para calentarlo enseguida. Pero las más de las granadas iban lejos, oyéndose sólo el acompasado cañoneo. Aquel tronar regular, lúgubre, en graves notas musicales, que se dilataban hasta morir derretidas en el silencio, hubiera sido en el mundo de los vivientes símbolos la solemne voz inarticulada del invisible y terrífico dios de la guerra, divinidad marmórea y dura, ciega y sorda; no era el estruendo, la gritería confusa, la excitante bullanga del combate libre, en que los combatientes se entremezclan. Y nada había allí que hacer, nada más que recibir resignados y a pie firme, con valor pasivo, los proyectiles.
Durmió Ignacio aquella noche en la ansiedad del gran día. Con el alba les llevaron a Santa Juliana. Los batallones se removían distribuyéndose, yendo de un lado a otro, a ocupar posiciones, con la marcha suelta de fresca madrugada, como cuando se va, refrigerado por el sueño reparador, a reanudar la labor cotidiana.
Al amanecer de este día, 25 de marzo, rompieron fuego los cañones liberales. Del Janeo y del mar retumbaba a lo lejos continuo cañoneo, mientras las tropas nacionales, protegidas por los cañones, invadían el valle, desplegándose en redondo, a su frente.
El centro de las fuerzas atravesaba el puente de la ría, bajo un chaparrón de balas; iba el ala izquierda a envolver aquel puntiagudo Montaño donde se estrellaran en febrero; la derecha amagaba subir a copar las posiciones de la izquierda carlista, allá, en las alturas.
A las nueve y media encadenábanse las descargas en un tronar continuo, mientras cubría al escenario, toda una nube de humo. Ignacio cargaba su fusil con regularidad, como hacían todos en derredor de él. Era la faena, la obligada faena, a la que estaban atentos, absortos en la acción del momento, y sin cuidarse del peligro. Trabajaban como en una fábrica los obreros, sin conciencia de la finalidad de su trabajo, sin idea alguna del valor social de éste. Fermín rabiaba por no poder fumarse un pitillo, siquiera uno.
Apenas llevaban una hora de tarea, cuando recibieron orden de ponerse en marcha. ¿A dónde? ¡Allá!, les dijo el jefe señalando un pico a la izquierda, en las estribaciones de la sierra de Galdames. Empezaron a subir cuestas y cruzar caminos; a ratos se les ocultaba el campo del combate, de donde oían el incesante y arrastrado tronido; a ratos descubrían la humareda, como nube baja, sobre el risueño valle, al pie de las eternas montañas silenciosas. Entraron en terrenos de minería, desolados y tristes, sin más que algunas plantas tísicas entre la rubia mena; todo era explanadas y derrumbaderos, graderías y enormes escalones en tajos rectos. Presentábase el terreno cual carcomido de sucia lepra, corroído el fresco humus que alimenta la verdura, mostrando la tierra sus entrañas, con agujeros de trecho en trecho. Iban subiendo, subiendo, sin que aquello acabase nunca.
Habíase llevado la víspera a guardar el portillo de Cortes —un paso de la sierra—, a un batallón de guipuzcoanos, reorganizado con chicos bisoños después de la insurrección intestina del cura Santa Cruz. Apenas llegados al puesto de su destino, encajáronles en el foso en que se guarecían una granada, que mató a nueve de ellos; pasaron junto a los muertos toda una noche, una noche de angustia y de reflexión; en la calara silenciosa se les cristalizó el miedo, y cuando, de mañana oyeron rechinar las granadas homicidas sobre sus cabezas, dejaron que el enemigo ocupara el abandonado parapeto, mientras en las baterías próximas se batían con coraje castellanos, aragoneses y alaveses, maldiciendo a los aterrados por la noche triste.
Así que llegó el batallón al punto de su destino, lleváronle a unos peñascos frente al perdido parapeto. Estaban en un alto, entre frondosos repliegues de la sierra, dominando el campo del combate. Invadióle a Ignacio vivo sentimiento de hallarse aislados, abandonados a sus propias fuerzas; sintió escalofríos, sed y ansias de desaguar el cuerpo, que se le desmadejaba. La tarea de hacer friego, apuntando al blanco, le distraía algo.
—¡A ellos, muchachos! —gritó una voz alegre que le reanimó, serenándole el pecho y la vista.
—¡Vamos a tener función! —le dijo Fermín.
Echaron a andar; oyeron un toque y una voz que decía: ¡a ellos! Apretaron entonces el paso, cuya viveza calmaba las ansias de Ignacio.
—Pero ¿quién ha ordenado eso?, ¡bárbaros! —gritaba el jefe, corriendo con ellos, arrebatado por la masa, como un satélite por su planeta.
¿Que quién había ordenado el toque? Las circunstancias, el carácter del momento, uno cualquiera.
—¡A ellos! —gritaban de los parapetos vecinos, animándoles.
—¡A ellos! —les azuzaba el jefe, sometiéndose a la orden anónima, a la inspiración del momento.
Ignacio, con la bayoneta calada, como los demás, vio con claridad serena que el enemigo hacía fuego desde el parapeto, para contenerlos; y que luego aparecía en otra línea más lejana. Al entrar en el parapeto, al poco rato, lo encontraron abandonado. Uno de sus compañeros esgrimía la bayoneta sobre un pobre soldado, que, acurrucado junto a la trinchera, le miraba con ojos estúpidos.
—¡Déjale, bárbaro!
—¿No me deja usted mojarla?
No se daba Ignacio clara cuenta de cómo se encontraban en el parapeto, en cuyo derredor desgarraban al aire cascos de granada. Salieron de él, llegando a una hondonada circular, a una especie de barreño. A un compañero que cayó a su lado lo dejaron allí. La masa se detuvo, empezando a desprenderse de ella los que la componían, para ir cruzando un raso, abierto a los fuegos enemigos. Creía Ignacio tener fiebre. Veía cruzar la descubierta a un compañero, mientras él iba pensando: ahora..., ahora..., ahora..., y a las veces en uno de aquellos «ahora», al recibir el compañero la bala en la cabeza, punto el más expuesto a los tiros, daba unos botes como un pelele de goma, antes de caer tal vez para no volver a levantarse.
Entre tanto los cascos de las granadas rechinaban, desgarrando el aire, y allí cerca, los del tercero, a pie firme, apretaban el fusil cuando caía alguno entre sus filas.
A la orden, fue Ignacio a atravesar la descubierta, evitando tropezar con uno tendido a su paso. Junto a él dio un compañero un salto bramando, y cayó como un fardo, lo cual dio a Ignacio ansias de risa, como de la más grotesca pirueta.
—¡Hemos vuelto a nacer! —le dijo Fermín, cuando hubieron pasado la descubierta, mientras él sentía que le ahogaba el ansia de reírse de aquella grotesca voltereta. Y aprovechando la observación de Fermín, soltó, como de respuesta, el trapo a reír, risa que le hizo desaguarse, calmando así sus angustias.
Serenado ya, una vez que la angustiosa contracción había hallado camino de desahogo por la risa, vio venir al enemigo con bayoneta calada. Fijóse en un muchacho, apuntóle con cuidado, y diciéndose: ¡a ver si acierto!, disparó a él. Al retirarse con la masa, dirigió una última mirada al pobre muchacho, que de rodillas en el suelo, parecía beber en un pequeño charco de sangre.
Encontráronse por fin en sitio seguro, fuera del fuego, desfallecidos. Sin haber probado bocado desde la mañana, veníaseles encima la noche.
—¡Chicos! ¡No hay más que esto para todos! —les dijo el jefe presentándoles un pan, del cual tomó un bocadillo, trasladando luego el resto al primero de la fila. Tomó éste otro mordisco y pasó el pan al tercero, el cual diciendo: ¡como quien comulga!, tomó su parte, y dio curso al pan, que corrió con la frase, coreada por alegres risas de boca en boca. Al llegar al último sobraba aún un poquillo.
Trajeron al rato un cesto de comida al jefe; adelantáronse algunos a servírselo; lo miró él un rato, y al darse cuenta de que los chicos estaban en ayunas, dándole un puntapié, lo echó a rodar.
—¡Bravo!
—¡Eso es un hombre!
Oían voces de: «¡al valle!, ¡al valle!», «¡cobardes!, ¡gallinas!, ¡fuera esos!, ¡a sus casas!, ¡a hilar!, ¡no tenéis calzones!» Era que los pobres guipuzcoanos, los del abandono del parapeto, desfilaban cabizbajos por delante de sus compañeros de armas, castellanos y navarros.
—¡Para ellos son las maduras, y las duras para nosotros! —decía un castellano.
—Serán los que al cabo saquen la mejor raja —contestóle otro—. Con su condenado vascuence, que ni Dios entiende, y con encogerse de hombros y «yo no entender, vizcaíno ser, pues», se salen siempre con la suya.
La brega había sido ruda. Cuando murió el día, nada sabían del resto de la línea.
Aquella noche soplaba un viento glacial. Ignacio, arrebujado en la manta, sentía el penetrante frío de la noche entumecerle el cuerpo quebrantado. Algunos de sus compañeros se habían abrazado para prestarse mutuo calor; muchos estaban sucios de humo de pólvora y de polvo amasado con sudor. Al abrigo de unos peñascos, no lejos de los muertos, esperaban, en el silencio de la noche, el día, para morir tal vez.
Sin lograr pegar ojo, esforzábase Ignacio por reconstruir la jornada, y sólo le quedaba el confuso recuerdo de una pesadilla, en que se dibujaban escenas claras y vivas, entre ellas la del pobre muchacho enemigo, de rodillas en el suelo, bebiendo su sangre.
Y ¿aquella risa?, ¿cómo le había atacado aquella risa estúpida? Sentíase pesaroso, y con ansias de llorar, al recuerdo ahora, en el silencio de la noche, de aquella voltereta trágica. Ya no volvería a tocar la guitarra aquel pobre Julián; había dado el salto mortal, el supremo y verdadero salto.
Momento hubo en que se sintió Ignacio como arrancado del suelo y suspendido en el aire. «¿Morir?, ¿qué es eso? —pensaba, no pudiendo concebirse muerto—. ¿Y si muero?, ¡pobres padres!... Un padrenuestro por el arrodillado...»
¿Qué pensaría su padre de aquella calaverada de haberse ido a Somorrostro, dejando el batallón en que había vivido tantos meses? Era una locura, un disparate, mas... ¿cómo volverse atrás? La cosa no tenía ya remedio; a lo hecho, pecho.
En aquellas horas solemnes e inmóviles, en que el tiempo parecía detenerse y convertirse en pasajera eternidad, el espíritu de la muerte arrastraba por la mente de Ignacio apelotonada neblina de oscuros presentimientos. Oía roncar y anhelar a los que estaban a su lado; más allá jugaban otros a las cartas, a la luz de una hoguera. Junto a él empezó uno a gritar; sacudióle para que despertara.
—¿Qué te pasa?
—Soñaba con un muerto que vi de niño —contestó el otro abriendo los ojos, y respirando con fuerza—, un muerto que vi una noche, junto a un camino...
—Yo no puedo dormir de noche en el campo —añadió otro que estaba acurrucado y apoyado en el fusil—, ¡no lo puedo remediar!
Todos sintieron un escalofrío al oír: ¡el centinela está medio helado, arrecido!
—¿Quién anda por ahí? ¡A ver, a buscarle! ¡Alguno se ha salido de la línea!...
¡Bah! Será Soriano que habrá ido a registrar a algún muerto...
—Vaya una vida aperrada...
—¡Pse! Mejor que antes —dijo Sánchez—, siquiera aquí no hay que trabajar...
—Esto es peor todavía.
—Peor que trabajar no hay nada.
—Hombre, el trabajo...
—Sí, es cosa muy honrada.
—Dicen que es una virtud...
—Sí, ajena. Así nos dicen los señores, para que reventemos a trabajar y les mantengamos. Somos unos brutos, no servimos para nada. Aquí a lo que tira todo el mundo es a no trabajar, y si puede, hace bien..., es la mayor de las cabronadas... ¡Anda, y que revienten otros! Cánsate, suda la gota gorda, reviéntate en un rincón con tantas liendres como tu padre, y déjales a tus hijos un nombre honrado como el que más, dientes en la boca, y las manos vacías para que se descoyunten a trabajar... ¡Que trabaje el nuncio! Es una cabronada, sólo los brutos trabajan... ¿Por qué hemos venido los más de los voluntarios?
—¡Juego! —gritaba uno en el grupo de la hoguera.
Al poco rato estaban contando cuentos, los más de ellos obscenos. Acabaron comentando la campaña.
Empezó a clarear el día, oyeron los rumores frescos del alba, que se corría por el cielo, y no pensaron ya sino en el combate, en la tarea, en la obligación.
Antes de salir el sol, recomenzó el estrépito. El enemigo avanzaba en toda la línea, mientras cubría al valle una nube de humo, de que brotaba incesante tableteo. Sobre la humareda se extendía el cielo impasible y sereno de un día de radiante primavera, cubriendo el verde de las montañas, donde insectos y plantas proseguían su lenta y silenciosa lucha por la vida.
Les llevaron encima de Pucheta, donde, desde un foso, hacían fuego a los liberales, que intentaron en vano tomarla por tres veces, rechazados las tres a la bayoneta. Al acometer, hacíanlo con la ceguera del toro, que al embestir, bajando la cabeza, mira al suelo.
Los pobres quintos nacionales caían como la mies dorada en sus llanuras cae bajo la segur. Mordían el polvo acribillados a tiros, y algunos escupían el alma, suspirando unos, otros maldiciendo. Acometían con los dientes apretados y los ojos fijos, dispuestos a hundir el hierro en la carne caliente, y, sin conseguirlo, puesto que el enemigo no esperaba al choque, caían como fardos. Había quien, leñador allá en su tierra, se sentía desasosegado al correr blandiendo la bayoneta con el fusil en ristre, inquieto ante el comezón de enarbolarlo a guisa de hacha.
Arrancados de sus lugares —lugares vivos—, de sus parientes, de su mundo, lleváronles a morir allí, a manos de desconocidos, también de vivos lugares, hijos también de padre, sin que jamás, tal vez, hubieran oído nombrar los unos la humilde aldea de los otros. Al morir los pobres se apagaban sus recuerdos, la visión de su serena campiña y de su cielo, sus amores, sus esperanzas, su mundo; el mundo todo se les desvanecía; al morir ellos, morían mundos, mundos enteros, y morían sin haberse conocido.
Más de diez mil fusiles y treinta cañones disparaban al minuto, y ni aun así logró el liberal extender su línea por la izquierda carlista, que quería envolver.
Quedó Ignacio aturdido del ruido, con un tumulto de impresiones borrosas. Aquella noche la pasaron abriendo zanjas, para ponerse mejor a cubierto de la artillería enemiga. Todos pedían picos y palas y se esforzaban por rivalizar navarros, castellanos, vascongados y aragoneses. Diríase que cavaban sus sepulturas.
A media noche se pusieron en marcha Ignacio y compañeros, y antes de amanecer estaban en las casas de Murrieta. Aquellos dos días habían dejado honda huella en su alma; por primera vez pensaba: ¿a qué viene la guerra?
Amaneció espléndido el día de Nuestra Señora de los Dolores, generalísima del ejército carlista. Entonados los ánimos por las precedentes dos jornadas, al romper el tiroteo de mañana sentíase en el ámbito moral el bochorno que anuncia el choque de dos nubarrones cargados. En aquellas horas solemnes repartióse la correspondencia entre los del gobierno. Unos se enteraban del estado de sus hijos; leían otros las angustias de la mujer; guardaban algunos en el seno el último adiós materno. Reinaba gran silencio, en cuya quietud pensaba cada cual en sus cosas, en su mundo.
Ignacio y sus compañeros pasaron la mañana agazapados en un parapeto delantero a Murrieta. Unos limpiaban el fusil, esperaban calmosamente otros a la faena. A las doce la artillería liberal concentró sus fuegos contra la ermita de San Pedro, que iba quedando hecha una criba, y contra Murrieta. Pasado el puente de Musques, disparó el liberal una fuerte columna al Montaño para distraer la derecha carlista, avanzando en tanto por el centro, a San Pedro, a abrirles la línea en cuña.
De vez en cuando se levantaba en la cresta del puntiagudo Montaño una polvareda, y, al disiparse ésta, veíase a los jefes carlistas, de pie, agitar los brazos y repartir sablazos de plano. Unos mil hombres, pegados como lombrices al suelo de la cima rocosa, latían contra la tierra, recibiendo las granadas del Janeo e impidiendo con sus fuegos el avance del enemigo.
A la una, con un cielo espléndido, disparáronse las columnas liberales sobre el centro carlista. El retumbar del cañón apagaba el tableteo de la fusilería.
Los pobres soldados disparaban al azar, por dar ocupación a las manos y desahogo a los nervios.
Al distinguir los roses, y a la voz de ¡fuego!, hacíalo Ignacio, viendo a través de la humareda caer hombres y volverse otros, mientras los oficiales agitaban sus palos, como pastores que guían un rebaño reacio al matadero. Salían formados de la ermita de las Carreras y al dar unos pasos quedábanse diezmados. Cuajaban en un miedo común los miedos de cada uno, los miedos aislados; deteníase la masa un momento; y luego corría hacia atrás, deshecha, dejando despojos en el campo, para volver enseguida a formarse, y salir de nuevo. Iban a la muerte con salvaje resignación, sin saber a dónde, ni por qué, ni para qué iban a matar a un desconocido o ser por él muertos, resignados como pobres borregos cerrados a toda visión del futuro; morían absortos en la acción, sorprendidos en su esfuerzo por la muerte omnipresente.
El fuego se extendía en una línea de dos leguas, mientras los nacionales avanzaban, protegidos por los fuegos de la artillería, como avanza el mar, por oleadas de flujo y de reflujo.
Delante de las casas de Murrieta, en un crucero de las veredas que desde la carretera conducen a las faldas del Montaño, segaba de prisa la muerte. Iban los nacionales guareciéndose en los setos que guarnecían las veredas, encorvados, recibiendo en la cara el aliento de la tierra que les llamaba, y oyendo sobre sus cabezas el resoplido de las granadas que los protegían. Los oficiales, apoyados en largos palos, animaban, y a las veces apaleaban a los rezagados. En sitios hacían los vivos parapeto de los muertos. Por la parte de San Pedro iban las masas a estrellarse a la colina, dejando en su reflujo cuerpos ensangrentados, como el mar algas. Caían a las veces sobre los muertos los vivos, y ahogaba las quejas de los heridos el roncar del fuego. Momentos de pánico allí o aquí, pero, en general, el miedo hacía avanzar a todos, confundidos cobardes con bravos, huyendo hacia adelante. Resbalaba alguno; miradas de vivos, que caminaban a la muerte, cruzábanse con miradas inmóviles, que venían del misterio. Cesaban los ayes de algún herido al recibir segundo balazo, y otros se quejaban de pisotones, de sed muchos. Todos se dejaban hacer, moviéndose como en fiebre lúcida.
Ignacio hacía fuego con regularidad, sereno, y dándose cuenta clara de todo. El tiempo dormía inmóvil en su alma, por donde desfilaban sin enlace, pero claras y precisas, las impresiones actuales. Vio que a uno de sus compañeros, que se salía de la trinchera, le seguían los demás, y se fue tras de ellos, cuando el enemigo entraba en aquella, rematando a bayonetazos a heridos y rezagados.
Era la masa la que tomaba determinaciones, sin que sus miembros vieran claro el objeto de ellas; los oficiales ordenaban llevar a cumplido remate los movimientos que se producían espontáneos en el cuerpo que mandaran, haciéndose, empero, la ilusión de provocarlos y dirigirlos.
Subieron a las casas de Murrieta, donde se proponían hacerse fuertes.
—De aquí no nos echan hasta que hagan astillas la casa a cañonazos...
Los soldarlos enemigos avanzaban a palos. Nuevas masas de ataque empujaban en su flujo a las que de reflujo reculaban. Al ver asomar los roses, del arrimo de los setos de las sendas, al raso, pensaba Ignacio: ¡ahora!, y entonces, tras la descarga, soltaban algunos el fusil, cayendo como muñecos destornillados. Junto a Ignacio, uno de los compañeros, tendido en el suelo, respiraba con fuerza como para almacenar aire.
En un momento se llenó la casa de estrépito y polvo, empezando a resquebrajarse uno de sus lienzos.
—Aquí nos hacen polvo a cañonazos, ¡vámonos a las de arriba!
—Antes hay que dar fuego a ésta.
Al oír esto apareció, no supieron de dónde ni cómo, un paisano, que les rogó no quemaran su casa, ofreciéndoles dinero.
—Si de todos modos no te sirve...
Subió Ignacio con otros al pajar y, reuniendo un grueso hato, le dieron fuego. Empezaron enseguida a salir y a subir al arrimo de las casas, mientras el fulgor rojo de la hoguera se reflejaba en la cara, cadavérica ya, del que había hecho acopio de aire. Mientras salían los unos entraban los otros, los enemigos, mezclándose como atontados al pie de la casa. Allí estaban, casi en contacto, a cuatro pasos unos de otros, y como aturdidos de verse allí juntos, sin saber lo que pasaba. Un oficial liberal blandía el palo tras uno de los últimos en retirarse.
En las casas de Murrieta alto descansaban muchos carlistas, porque, tomado por el enemigo el barrio bajo, sus cañones suspendieron el fuego. A Ignacio y compañeros les llevaron por un camino hondo y resguardado, a ocupar un parapeto en el alto de las Guijas.
Respiró un momento. Estaban en un terreno esquistoso y lleno de maleza de árgoma y brezo, encima de la explanada de Murrieta. Enfilaban todo el camino de las Carreras a Murrieta, y el crucero de la muerte. Ante sus ojos se extendía en vasto panorama casi todo el campo de batalla; San Pedro entre maleza y la ermita de Santa Juliana, que como un búho gigantesco parecía contemplar la matanza con sus dos huecos de la torre, a guisa de dos grandes ojazos despavoridos; a la espalda de la posición, el barranco donde los navarros habían dado en febrero su famosa carga; encima el puntiagudo Montaño; y entre éste y el Janeo un pedazo de mar sereno, el rinconcito de la playa de Pobeña, donde rompían mansamente las olas, lamiendo las arenas. En los hondos senos de aquella mar, serena y tranquila entonces, en sus quietos abismos, proseguía también, entre sus mudos moradores, lenta y silenciosa lucha por la vida. Por todas partes cerraban el horizonte montes tras de montes, cual escalera para subir al cielo, cimas que parecían encumbrarse para mejor ver la lucha. En el fondo, allá a lo lejos, Begoña, y los alderredores de Bilbao. Una nube en corona semicircular velaba el valle.
Las granadas enemigas se clavaban al pie de ellos, en un viñedo. Las temibles eran las que les venían de flanco, desde el Janeo, donde grupos de paisanos contemplaban la función de guerra, ayudándose para ello de anteojos de larga vista, de gemelos de mar y de teatro.
Estaban ellos, los del batallón, agazapados en un parapeto en forma de lengua, de rodillas en el foso. El día se había nublado; el combate resoplaba más pausado, como recuperando aliento.
—No puede habérseles ocurrido subir por peor sitio, hay que venir acá para verlo; esto es un botrino —dijo uno.
Al oír botrino miró Ignacio maquinalmente hacia Bilbao, su rincón nativo, acordándose de los pobres anguleros que en las noches de invierno pasan y repasan su cedazo por debajo del tembloroso reflejo del farolillo que sirve de señuelo a las angulas. Por un momento le distrajo aquella visión de paz, aquel recuerdo del pacífico pescador engañando a las angulas para comérselas.
Oyeron un gran griterío en el campo enemigo, y, poco después de él, vieron avanzar nuevas masas a San Pedro. El general en jefe, una vez reposada la comida en aquel sillón de paja en que descabezaba las siestas, había pedido en un arranque marcial su caballo para presentarse a las tropas, después de herido su segundo. Los soldados le aclamaban, enardecidos por el arranque, entusiasmados como en la plaza de toros se entusiasma la concurrencia cuando el matador sacude hacia atrás la montera, al plantarse en el supremo momento de ir a tirarse a matar al bicho.
Barridos a tiros por el frente y los flancos, recibiendo fuegos en redondo, avanzaban al arroyo de San Pedro, cuya defensa era desesperada, briosa por parte de los carlistas. De aquella posición dependía todo, allí estaba entonces la clave, o por lo menos así lo creían, y en creyéndolo así, así resultaba por el hecho mismo de creerlo.
Llegó un momento en que, sin él haberlo previsto, se le acabaron las municiones a Ignacio, y al encontrarse forzosamente ocioso le oprimieron ansias violentas. No sabía qué hacer del fusil, qué hacer de sí mismo; parecíale que desarmado estaba más expuesto a las balas enemigas. «Este se descubre demasiado —pensaba mirando a uno de los próximos a él—, si por fin le dejaran fuera de combate...» Cayó al cabo su vecino como rendido de fatiga, soltando el fusil, en realidad herido, e Ignacio se fue a él, le tomó las municiones y empezó a disparar, dejando que retiraran al otro.
Según iba declinando la tarde era más rudo el forcejeo; diríase que tenían prisa todos por dejar rematada la tarea antes de que se les echase encima la noche. lrritábanse, a la vez, por la resistencia; era ya cuestión de tesón, de pura terquedad, no podía quedar así aquello. Y por debajo del sobrexcitado instinto de testaruda obstinación, crecía la fatiga, unaa enorme fatiga; había que concluir antes de que llegasen a faltar las fuerzas, para poder tenderse luego a aspirar el aire a plenos pulmones, con inspiraciones profundas. Un esfuerzo supremo, y ¡a descansar!
«Voy a quedarme solo», pensaba Ignacio, mientras invadía la soledad su alma. Solo, solo entre tanta gente, abandonado de todos como un náufrago, sin que nadie le tendiese una mano amiga. Se estaban matando sin quererlo, por miedo a la muerte; un terrible poder oculto les cegaba, anegándoles en el presente fugitivo, para deshacerlos a los unos contra los otros.
Recibió municiones de repuesto. Seguía haciendo ruego como quien sigue andando rendido de fatiga porque le llevan las piernas.
Los liberales —¡liberales los pobres!, ¿qué sabían de esas cosas?—, los liberales se estrellaban impotentes contra la colina fragosa de San Pedro. De las compañías que partían a ella espesas y floridas, sólo unos pocos se retiraban de entre cuerpos segados en flor, en la flor de la juventud. La muerte guadañaba, repartiendo al azar sus golpes.
A la caída de la tarde, asomándose Ignacio a la salida de la trinchera, por pura curiosidad, sintió una punzada bajo el corazón de Jesús bordado por su madre, le echó mano, ofuscósele la vista, y cayó. Sentíase desfallecer por momentos, que se le iba la cabeza, liquidándosele la visión de las cosas presentes, y luego una inmersión en un gran sueño. Cerráronse, por fin, sus sentidos al presente, se desplomó su memoria, se recogió su alma, y brotó en ella en visión espesada su niñez, en brevísimo espacio de tiempo. Tendido en el campo el cuerpo, pendiente al borde de la eternidad el alma, revivió sus días frescos, y en un instante preñado de años, desfiló, en orden inverso al de la realidad, el panorama de su vida. Vio a su madre que, a vuelta él de una cachetina, le sentaba sobre sus rodillas y le limpiaba el barro de la cara; asistió a sus días de escuela; vio a Rafaela a los ocho años, de corto y de trenzas, revivió las noches en que oía a su padre los relatos de los siete años. Llegó a aquellas otras en que en camisa, y de rodillas sobre su camita, rezaba con su madre, y cuando en esta visión murmuraban en silencio sus labios una plegaria, la moribunda vida se le recogió en los ojos y desde allí se perdió, dejando que la madre tierra rechupara la sangre al cuerpo, casi exangüe. En su cara quedó la expresión de una calma serena, como la de haber descansado, en cuanto venció a la vida, en la paz de la tierra, por la que no pasa minuto. junto a él resonaba el fragor del combate, mientras las olas del tiempo se rompían en la eternidad.
Amaneció triste y nebuloso el día 28. Los carlistas del Montaña recibían el cañoneo, rezando en voz alta algunos el acto de contrición. La niebla hizo cesar el luego, se abrieron las nubes y la lluvia formó charcos de barro junto a los muertos.
Iban los batallones nacionales al relevo destrozados y mustios, rendidos de fatiga. El de Estrella se había terciado, quedando cinco de sus veintiún oficiales. El suelo del campo de refriega estaba lleno de capotes, morrales, cartuchos, panes, mezclados despojos de unos y de otros en la tierra común, que recoge el pasado y encierra el futuro. Yacían unos cuerpos con los abiertos ojos fijos en el cielo, ojos ya soñolientos, ya negros de terror petrificado; otros parecían dormir; algunos tenían crispadas las manos sobre el arma; éstos, de bruces; aquéllos, de rodillas. Sobre el pecho quieto de uno reposaba la cabeza fría de otro. A unos los había sorprendido el supremo momento en el gesto último de la acción, absortos en la tarea, atentos a la consigna; a otros en la laxitud del abandono; a quiénes sobrecogidos por el terror, a quiénes por la angustia, a quiénes por la languidez del sueño último, el del derretimiento.
En la noche triste del 28 durmieron los vivos cerca de los muertos, mientras los cuervos se congregaban en las alturas. Los navarros murmuraban porque se les había sacado de su tierra para llevarles al matadero, ¡y todo por aquel condenado Bilbao! El desaliento hacía presa hasta en los jefes. Aquella noche, en consejo de generales presidido por el viejo Elío, el héroe de Oriamendi en la pasada guerra civil de los siete años, dieciocho asistentes, incluso el Rey, opinaron se levantara el sitio de Bilbao, para economizar sangre y tiempo. Opusiéronse Berriz y el viejo Andéchaga, alma de los vizcaínos, caballero andante. Y Elío, acostándose al parecer de los dos contra el de los dieciocho, acordó continuara el sitio. No valieron protestas; el apático anciano evocaba en su memoria la tozuda lucha que en aquellas mismas montañas se había librado a sus ojos en 1836. En su espíritu senil dibujaríase, de seguro, el presente sin color ni relieve; las rudas y tremendas impresiones de los tres días de forcejeo en el valle sólo le habrían dejado, tal vez, un eco apagado y una visión neblinosa, por debajo de la cual resurgiera potente la reavivada visión de los siete años, sirviendo la de los combates recientes, al entrar por sus sentidos soñolientos, de acicate al despertar de los vivos recuerdos que brotaban de la juventud de su conciencia. La eficacia toda de aquellas jornadas sobre el fatigado espíritu de Elío debió de ser volverle a la ilusión de sus años de gloria, al mecerle el poso de sus más caros recuerdos. El otro viejo, Andéchaga, el del lanzón y la adarga de hierro de las montañas y de madera de los bosques vizcaínos, se aferró también a los montes de sus recuerdos de guerra. Con el espíritu de la tradición retuvieron a los jóvenes tradicionalistas a tomar el desquite del 36. Eran los experimentados, los ancianos, los guías naturales de la juventud inexperta; eran, además, la flor de la lealtad carlista.
Reunidos unos y otros en el campo neutral, para dar sepultura a los muertos, habían abierto grandes zanjas en que los echaron como quien sotierra langostas, sin el último beso de sus madres, blancos y negros en la santa fraternidad de la muerte, a descansar para siempre en paz en el seno del campo del combate, regado con su sangre. Cayó sobre ellos con la tierra la última oración, la última lástima y después un inmenso olvido. Allí, con la cabeza desnuda bajo el impasible cielo, respondían los vivos a los responsos de los capellanes, pidiendo, junto a los muertos, la venida del reino de Dios; que se hiciese su voluntad, así en la tierra como en el cielo, en el mundo de la realidad lo mismo que en el del ideal; que les diese aquel día el pan cotidiano; que les perdonase sus deudas, así como ellos perdonaban las de sus enemigos; que les librara de mal. Y mientras pedían todo esto maquinalmente, con la boca tan sólo, sin fijarse en lo que iban pidiendo, mas con la conciencia de ejercer un acto de piedad suprema, miraban los cuerpos flojos, inertes, los miraban, suspensos en solemne seriedad ante el eterno misterio de la muerte. ¿Qué eran aquellos hombres menos que un dormido? ¿Qué pasaba en sus entrañas? ¿Qué sentirían entonces? En los más no provocaba aquel espectáculo pensamiento concreto alguno, no les sugería idea formulable, sino que les envolvía en hondo sentimiento de seriedad.
¡Enterrados allí, en montón, en tierra por la que pasaría pronto el arado o la laya, lejos de sus padres! Ni una simple cruz que recordara al caminante de la vida los que regaron con su sangre los campos aquellos de hierro.
Sánchez, mirando el cuerpo de Ignacio, decía:
—Ha hecho bien en morirse. El cuidado..., quitárselo cuanto antes de encima.
Las heredades estaban pisoteadas, deshechos los trigales, desiertas y hechas unas cribas las casas.
Habían empezado a mezclarse unos y otros, merced a la piedad a los muertos, comenzando por insultarse, para acabar bebiendo del mismo vaso y cantando a coro.
Cayó el día 29 como un rayo entre los navarros la noticia de la muerte de Ollo y de Radica, a quienes alcanzó una granada mientras examinaban el campo enemigo. Habían perdido a sus héroes, a Ollo el que cambió el 33 la sotana del seminario por el uniforme realista, el que al morir dejaba a su rey en herencia trece mil hombres formados frente al enemigo, en quince meses, de los veintisiete con que entrara en España; habían perdido a Radica, su caballero Bayardo, el albañil de Tafalla, el que llevara tantas veces a la victoria a su segundo de Navarra. Nació en los navarros con esta desgracia desaliento, irritación y desconfianza; querían al pronto coger a la bayoneta el cañón homicida; murmuraban luego de aquel loco empeño de tomar a Bilbao, empeño a que se había opuesto Ollo, como se decía haberse opuesto Zumalacárregui en los siete años. Cada cual contaba a su modo el suceso; decían que Dorregaray y Mendiry se habían retirado a tiempo por indicación de un espía; comentaban el que la granada hubiera arrebatado la vida de los incorruptos. Decíase que al retirar moribundo al pobre Ollo, se había erguido Dorregaray en viéndole, para asegurar en tono trágico que habría de vengar aquella sangre tan vilmente derramada. Entre tantas muertes, aquellas dos las resumían y simbolizaban todas; habían muerto sin gloria los que les llevaron a ella. Y corría ya de boca en boca la palabra fatal: ¡traición!
Aplacáronse al fin las iras y recomenzaron los parlamentos, en que se juntaban soldados y oficiales de un bando y de otro, a beber, a cantar, y a armar timba. ¿Para qué querían el dinero? Fermín ofreció lo ganado a un negro, a la Virgen de su pueblo, si le sacaba sano y salvo de aquellos trances, y si el dinero le duraba.
Hablaban en grupos de oficiales de ambos bandos de los sucesos de la guerra.
—Quién nos hubiera dicho cuando empezó que llegaríamos hasta esto... Nosotros creímos que era cosa de coser y cantar, de plantarnos en Madrid en un abrir y cerrar de ojos...
—Y nosotros hemos estado creyendo que eran ustedes cuatro gatos que no sabían sino huir al ver un ros, y que en cuanto se enviara aquí una columna bien organizada, se desharía la facción como por ensalmo...
—Y a dónde hemos llegado... ¡Quién lo había de creer! Y lo triste es que no es cosa de volverse atrás, un arreglo parece imposible, y sería una lástima después de tanta sangre derramada por la causa...
—Que no se derrame la que aún queda en las venas, ¿no es eso?
—Qué lástima no se ofrezca ahora alguna campaña como aquella de Marruecos!, en qué peleamos usted, mi coronel, y yo —decía un coronel carlista a otro liberal—, ante el enemigo común seríamos todos uno...
—¡Qué caramba! De todos modos da gusto pelear con valientes..., españoles todos al fin y al cabo...
Al separarse había un calor nuevo en el apretón de manos, porque entonces, después de haberse batido unos con otros, mucho mejor que peleando con el moro, sentían a la patria, y la dulzura de la fraternidad humana. Peleando los unos con los otros habían aprendido a compadecerse; una gran piedad latía bajo la lucha; sentían en ésta la solidaridad mutua como base, y de ella subía al cielo el aroma de la compasión fraternal. A trompazos mutuos se crían los hermanos.
Pero era brutal y sobre todo estúpido, realmente estúpido, totalmente estúpido. Se mataban por otros, para forjar sus propias cadenas, no sabían por qué se mataban. Formaban en dos ejércitos enemigos, y asunto concluido. El enemigo era el enemigo, y nada más; el de enfrente, el otro. La guerra era para ellos la tarea de oficio, la obligación, el quehacer.
A un grupo en que comían, bebían, jugaban y canturreaban muchachos de uno y de otro campo, se acercó un paisano.
—¡Qué vienes a hacer aquí? ¿No te basta limpiarnos en el alojamiento?
—Es un usurero, un roñoso, un judío..., viene a ver si cae algo...
—¡Fuera el paisano!, ¡largo de aquí!, ¡a trabajar!
Tuvo que retirarse con las orejas gachas, porque se unían todos para rechazar al hombre pacífico.
Jugaban de firme; ostentaban el más soberano descuido del mañana; rivalizaban a quien apareciera más despreocupado.
Cantaban a coro los soldados:
Y luego, tomando alguno la guitarra y haciéndola llorar torpemente, cantaba algún cantar arrastrado y lento, monótono como los largos surcos de las llanuras aradas, quejumbroso y triste. Otras veces era la jota arrebatada y salvaje.
Entretanto los jefes supremos discutían las bases de un arreglo, sirviéndose de algún cura como de intermediario. Reconocimiento de grados ofrecían los unos; Carlos VII monarca absoluto o nada, contestaban los otros; plebiscito nacional, replicaban aquéllos; derecho de tradición y nada de soberanía popular a la moderna, contrarreplicaban éstos. Mantenían enhiesta los carlistas la bandera de «Dios, Patria y Rey», con mayor empeño que nunca. En el ejército nacional disponíanse muchos a desplegar la de Alfonsito, porque necesitaban un rey, único símbolo nacional para la guerra, un rey que fuese, ante todo, el primer soldado de la nación, el jefe supremo del ejército, impuesto al país por disciplina, y no un presidente, un paisano. La República enviaba, entre tanto, comisionistas que mantuvieran en el ejército su espíritu, que sembraran la idea en aquel campo erial para tales siembras. Tampoco faltó, por haber de todo, quien propusiese proclamar emperador a Serrano, el presidente entonces del poder ejecutivo de la república conservadora, el general bonito de la reina destronada, el amasador del último convenio.
Avisábanse todos los días de uno a otro campo la hora en que había de empezar el cañoneo, y más tarde llegó a dispararse con pólvora sola, por cumplir. Eran días de laxitud, en que llegó a darse el caso de que un cabo de avanzada carlista guiara a su relevo a un batallón enemigo extraviado. Hubo que prohibir, en algún punto de la línea carlista, que fuesen los muchachos a las posiciones enemigas.
A principios de abril furiosos ventarrones derribaron las cabañas de rama y césped y reventaron en chubascos a las nubes, preñadas de tormenta. El agua tempestuosa azotaba las montañas; y arrastrando tierra de aluvión al valle, desollaban los flancos de aquellos torrentes turbios que enterraron en fango los cañones, corrieron por debajo de las tiendas de campaña de los liberales, que tiritaban acostados sobre poyos, y cubrieron hasta la rodilla a los empapados carlistas de los fosos. Ni podían cocer los alimentos, ni secarse la ropa. El rigor del cielo reunió en algún punto a unos y a otros, haciendo que se refugiaran en casa neutral, unidos ante el común enemigo. Aquietada la borrasca, quedó más rico y lavado de la sangre el valle; hecho una lástima el campamento.
Amaneció espléndido el Jueves Santo. Con tierra del monte, paños de las iglesiucas vecinas y unas tablas, improvisó el piadoso Lizárraga un altar en una altura de la izquierda carlista. De trecho en trecho señalaban los cornetas la marcha del oficio litúrgico, y al alzar tronaron los cañones, sonó la marcha real, rindiéronse armas y cabezas y se alzó entre los enemigos, empapados en agua de tempestad, la memoria del Redentor ideal que murió por los hombres para traer, con la guerra, paz eterna. Luego, desarmados los carlistas del ala izquierda, fueron, por grupos, a rezar las estaciones.
Por la noche, vuelta a los vendavales; chubascos torrenciales, destrozando las casetas, dejaban al raso a los muchachos; oíase bramar al mar contra las montañas, y al amanecer del día 12 parecía el campamento restos de un naufragio. El agua del cielo, colándose gota a gota, iba a activar la descomposición de los muertos; llegaban bandadas de moscas de primavera; graznaban cuervos en las crestas de los montes y se esparcían por el valle miasmas de pestilencia, secuaces de la batalla.
Al repercutir los ecos de Somorrostro en toda España, brotó de toda ella un inmenso clamoreo de odio y de piedad, enviando la nación nuevas remesas de sus hijos a salvar a Bilbao. Pedían muchos que se arrasara a sangre y fuego el país vasco, que se acabase de una vez con aquella casta levantisca; tronaban otros contra el clero; culpaban muchos al gobierno, comentando sus desaciertos; no pocos seguían divirtiéndose como siempre. Imaginábanse muchos las posiciones carlistas en Somorrostro abruptos despeñaderos, inaccesibles picachos, estrechísimas hoces, riscosos escondites, haciendo del risueño valle una tremenda trama de insuperables defensas, debidas a algún disloque del terreno. En resolución: novedades de actualidad para la prensa, temas de conversación y de discusiones de café, materia de comentarios para los más y causa de penas y de lágrimas en algunos hogares.
Las señoronas de Madrid se reunían a hacer hilas, murmurando unas de otras, y, con pretexto de asociaciones piadosas para socorro de los heridos, conspiraban por Alfonsito. En este hervor se formó el tercer cuerpo de ejército, y Concha, al tomar su mando para envolver a los carlistas, decía a sus oficiales que tenían reunidos a sus enemigos para batirlos en una sola batalla, cosa que tanto desearon los tercios de Flandes.
El viejo Elío, fidelísimo vasallo de su rey, se dispuso a llenar el mandato de impedir el paso al liberal, esperando, en la resurrección de sus viejas memorias, que vendría por el camino del 36, el conocido, el natural, el que como obligado señalaba la experiencia. Por mera precaución envió el 27 refuerzos al viejo Andéchaga, distrayéndolos así de guardar el paso grabado en sus recuerdos; mas el 28 lanzó Concha sus columnas a tomar las cimas de las Muñecas, y allí, en la carretera, cortó una bala la vida del viejo Andéchaga, el setentón caballero andante, alma de hierro y espíritu del sitio de Bilbao, dejando huérfanos a los encartados. El pobre viejo Elío quedaba solo entre generales nuevos, mientras el liberal invadía el valle de Sopuerta, abriendo su línea. Los hechos hacían traición a las memorias del viejo de Oriamendi; salíansele las operaciones del cauce de sus recuerdos; el enemigo intentaba, sin duda, confundirle. Ordenó abandonar Sopuerta y se entregó al destino, mientras Lizárraga dirigía la retirada de las fuerzas.
La noche del 28 avanzaban los liberales por escabrosos senderos, azotados por una lluvia terca, a colocarse en línea con sus compañeros los de Somorrostro. El 29 siguieron avanzando bajo la lluvia, y retirándose los carlistas a otra línea.
Su general en jefe esperaba; esperaba a ver a dónde iría a parar todo aquello; esperaba confiado en sí, en su lealtad a la Causa, en la lealtad de sus recuerdos, en los recursos del terreno. Era menester que la madeja se desenredase un poco más para poder tirar de ella; era preciso que se mostrase el plan del enemigo.
Hubo momento en que vio el viejo Elío que Concha llevaba el camino antiguo, el de antaño, el fijado en sus recuerdos, el indicado por la experiencia, la carretera de Valmaseda; pisó en firme en sus memorias; se fue a Güeñes, mas otra vez aquí saliósele el hilo de las operaciones del molde grabado en su espíritu senil. El liberal intentaba lo imposible, lo que no se le ocurriera el 36; se metía en la montaña, como escalar la sierra de Galdames. ¡Habríase visto locura semejante! La gente que llevaba al azar el viejo, cansada de dejar un paso para cubrir otro, murmuraba de aquel carcamal, antigualla, vejestorio, a quien no quedaba más que, como al perro viejo, la lealtad. Jefes había que propusieron obrar por su cuenta, sin hacerle caso, renuentes al destino, ardiendo en deseos de hacer algo, de trazarse un plan de operaciones vivo, y de llevarlo a cabo. ¿Un plan?, ¿un plan definido?; encarrilarse en uno es renunciar a todos los demás posibles, ¡impaciencias de la juventud inexperta, que cree cándidamente que por mucho madrugar amanece más temprano! ¿Un plan? ¿Cabía, acaso, plan más grande que el de aquellas montañas, puestas allí por Dios para defensa de los leales?
Llegó el día 30. El viejo, sacudiendo su soñolencia, recibía y leía partes sumiéndose en la quietud de la resignación, viendo venir las cosas. Los liberales, de árbol en árbol, de mata en mata, de piedra en piedra, abarcaban las estribaciones de la sierra de Galdames, separando las alas enemigas. Los jefes carlistas acudieron a instar a Elío a que volviera a ocupar la sierra. El viejo, atrincherado en su experiencia, tan leal a sus recuerdos como a la Causa, replicó que siendo una cosa descabellada el escalo de la sierra, un mero amago, una estratagema para desorientarlos, necesitaba sus fuerzas todas para esperar al enemigo en el camino del 36, el indicado por la experiencia, el que habría de tomar al fin y al cabo; mas cediendo, al cabo, a la insistencia, dejó fuera cien castellanos a ocupar los senderos de la sierra. Que no se le llamara testarudo.
El pobre viejo de Oriamendi se encontraba desquiciado; el mundo, su mundo, se salía de asiento; el enemigo se ofuscaba en escalar la sierra, cosa que no se le habría ocurrido en los buenos tiempos. Sobre el puente de Güeñes, minado para voladura, recibía confidentes, leía partes, catalejeaba, ínterin el tropel raudo de impresiones le aturullaba la memoria. ¡Lo que no habrían de intentar aquellos generales modernos!
Al anochecer se formalizó el fuego; los liberales trepaban la sierra por todas partes, subían a gatas muchos con el fusil cogido por los dientes, preocupados tan sólo en subir, y los heridos rebotaban de peña en peña. Peleaban a la sombra que proyectaba el pico al cubrir a la luna que iluminaba el valle.
Entonces apareció el plan del enemigo, que iba, rompiéndoles la línea, a encerrar a los de Somorrostro en el campo de su heroísmo, entre las montañas y el mar. El viejo hizo volar el puente de Güeñes y se fue a Sodupe. Cuando ordenó a Dorregaray se retirase de Somorrostro, lo estaba aquél ya haciendo por propio acuerdo. No había querido esperar la orden de aquel anciano, cuyas impresiones marchaban más lentas que el curso de los sucesos.
En los picos de Erezala y de la Cruz se peleaba a la luz intermitente de la luna. Los castellanos cedidos por el viejo, resistiendo el avance liberal, lo retrasaron en cinco horas, salvando así tal vez de un copo a los de Somorrostro.
A la luz de la luna de media noche, que alumbraba las cimas, el tercer cuerpo liberal coronó las desoladas planicies serranas, y los soldados se echaron resollando en las desiertas mesetas, región de gavilanes, entre árgomas, brezos y helechos. La línea carlista estaba rota, y desde aquellas alturas se veía en la red de montañas el repliegue que ocultaba a Bilbao, ansioso de libertad.
El viejo, retirándose el último de Sodupe, marchaba sin saber a dónde le llevarían, con la resignación de la lealtad. Reuniéronse los dos cuerpos en Castrejana, y la conciencia del viejo se agarró al recuerdo de la resistencia que durante tres meses se hizo allí en la guerra de los siete años. El Rey le había ordenado impedir el paso al enemigo, y había que impedírselo. Cuando al preguntar a un joven qué tal le parecían aquellas posiciones, oyó que detestables, replicó que era mucho decir, fuerte en sus memorias. Pero la artillería del 36 no era la del 74; el enemigo no necesitaba tomar aquellas posiciones, bastándole con desplegar sus baterías de montaña y encerrarles entre ellas, las de la escuadra y las de Bilbao. Aparecieron en los altos los cañones.
El viejo can de la rama proscrita, el cortesano de la desgracia, atento a los deseos de su Señor, dejando a Mendiry, se fue con Dorregaray a Zornoza, a ver al Rey para hacerle comprender lo necesario de que cambiase de voluntad. En la madrugada del primero de mayo recibió Mendiry orden real autógrafa de retirarse, y a las dos de la mañana cruzaba el último batallón carlista el puente de barcas, dejando libre a Bilbao.
Así es como el ejército carlista, guiado por el viejo caudillo de Oriamendi, símbolo vivo de su lealtad, de su fe, de sus tradiciones y de su experiencia, volvió a sufrir el revés del 36, la derrota de sus recuerdos, resistiendo con fe de viejo. Concha fue aclamado por sus tropas en el alto de Santa Agueda, y saludó a Bilbao con veintiún cañonazos.
Por las cimas de los montes que por ambos lados de la ría dominan a la villa del Nervión, desfilaban las tropas carlistas, mientras los morteros contenían a la plaza. Algunos mozos tiraban los fusiles, o los rompían contra los árboles, y se oía entre blasfemias el grito de la voluntad herida: nos han vendido, ¡traición! Lanzaban miradas de desesperación y de codicia a la villa que se les escapaba andrajosa de las manos, como en el 36 a sus padres.
Y no pocos soñaban con el desquite.
El día tres por la noche hubo que sangrar al marqués director inmediato del sitio ¡tan grande fue el berrinche! Los navarros recordaban a Ollo y Radica sacrificados al empeño vizcaíno, los encartados repetían aquellas palabras atribuidas a Andéchaga, el viejo caballero andante: «si entran, será pasando sobre mi cadáver».
Reuniéronse en Zornoza los batallones como en un aduar de gitanos, los mozos tirados por el suelo, destrozados de alma y cuerpo, los oficiales pensando en el pan de la emigración, soñando otros en cañones, mientras el Rey paseaba su humanidad por la carretera, discutiendo, al parecer, con sus generales.
¡Cañones!, ¡cañones!, gritaban todos. Los oficiales ofrecían sus pagas para comprarlos. Todos querían creer que la máquina, no los hombres, les había vencido.
El Rey, para consolar a su pueblo, regaló el día tres, por real decreto, al Señorío de Vizcaya, el tratamiento de Excelencia, sobre el de Ilustrísima que ya tenía. ¡Miel sobre hojuelas!
Al recibir los padres de Ignacio noticia de su muerte, desmayóse ella exclamando: ¡hijo mío!, y él murmurando con terrible serenidad ¡sea todo por Dios! fue a acostarse. Días después murmuraba todavía Pedro Antonio ¡sea todo por Dios! A Josefa Ignacia se le cicatrizó pronto la herida del alma, derramándosele el dolor por toda ella y aletargándola. Rezaba sus devociones con mayor intención, con más recogimiento los padres nuestros, pero, como siempre, sin meditar sus palabras ni paladearlas, por máquina, sin detenerse siquiera en el «hágase tu voluntad». Y así las oraciones, puras de su letra, eran el cuerpo libre en que encarnaban sin traba sus anhelos y sentires, eran la música sutil que enlazaba sus efusiones lentas. Representábase a su hijo vivo, cual le había visto siempre, pero allá, en una región lejana, y no tendido en tierra, con los labios blancos e inmóviles, los ojos secos y sangre en el pecho. Sentía no haber podido recoger el cuerpo para darle sepultura en sagrado, no tener siquiera el corazón bordado por ella que al morir llevaba sobre el seno.
—Pobre hijo mío!, enterrado en montón...
—Calla, mujer, calla, y cálmate. Dios lo ha querido así, recemos por él y ¡sea todo por Dios! Nada de coronas y letreros; lo que necesita es misas... Nuestro deber es alimentarlos vivos, y rezarlos muertos...
La madre, al oír misa, se tapaba los ojos húmedos con el viejo y mugriento devocionario de gruesas letras, único libro en que sabía leer ya, mientras se henchía en un sollozo su pecho al llegar al pasaje en que día tras día había pedido durante años aquel hijo a Dios. Y continuando el hueco del libro en invitarle a demandar la gracia especial que deseare obtener, decía ella: ¡que le veamos pronto!
Entre las cartas de pésame llegó la del tío Pascual; una de sus homilías. Que se sometieran a la voluntad divina, ¿qué remedio?; que Ignacio había muerto con gloria; que no lloraran una muerte que le daba vida eterna; que recordaran cómo no puede ser discípulo de Cristo quien no tome su cruz para seguirle, aborreciendo a padre y madre, mujer, hijos y hermanos; que Dios había aceptado aquellas vidas en Somorrostro en expiación de los furores de la impiedad; que era Ignacio el cordero de la guerra que lavaba con su sangre las manchas del liberalismo y aplacaba la cólera de Dios, deteniendo su brazo armado del látigo de la anarquía...
—Sí, sí, todo eso es verdad, pero ¡pobre hijo mío!, muerto y enterrado así...
—Pero si aquello es polvo, ¡mujer de Dios!
—Polvo? ¿Polvo mi hijo? ¡Pobre Iñachu mío!
La carta del tío Pascual ablandó el alma de Pedro Antonio, tumefacta, pero cuando sentía que se le iba a abrir la fuente de la ternura y de las lágrimas, cerrósele con nudo doloroso de sequedad que le llenaba las entrañas.
Estando a solas, consigo mismo, alarmábase de la extraña calma con que recibiera aquel golpe de la suerte, del estupor que le impedía ver todo el alcance de su desgracia. «He perdido a mi hijo, a mi único hijo», decíase, esforzándose por darse cuenta de aquella prueba, que tan natural se le aparecía. No lograba convertir el frío «he perdido a mi hijo!», en el misterioso «mi hijo ha muerto!» Su hijo se había ido, naturalmente, como se fueron otros; no había vuelto aún, naturalmente también, pero podía volver un día u otro, y entre aquel recuerdo y esta esperanza, igualmente vivos, sólo mediaba como realidad presente una noticia, una mera noticia, un dicho.
Ni el padre, ni la madre, estaban convencidos del todo de la muerte del hijo; podía ser equivocación; y a diario le esperaban al amanecer sin darse mutua cuenta de su esperanza, y a diario desesperaban de volver a verle.
Estaban en casa de Arana en la mesa, comentando las penas pasadas y recordando a la pobre doña Micaela.
—¡Qué alegrón habría tenido el dos de mayo!
—¡Ah! —exclamó Juanito—, Ignacio, el del chocolatero, ha muerto..., le mataron en Somorrostro...
—¡Pobrecillo! —exclamó Rafaela, sintiendo como si se le vaciase el pecho—, ya se les pesará a sus padres de haberle dejado ir...
—A saber lo que esperarían! —dijo don Juan—. Se han ido por ahí dejando la tienda y todo. Lo que menos esperarían es que Chapa les hiciera confiteros de Su Majestad... En fin, ellos lo han querido...
—La verdad es —dijo Rafaela— que me parece una salvajada que los hombres se maten por opiniones...
—¡Tú no entiendes de eso! —interrumpióle su hermano—, por opiniones no... pues ¿por qué?, por celos, ¿no es eso?
«Qué bruto!», pensó ella, poniéndose colorada al sentir el bofetón en el alma.
—Ah, hija mía, tú no conoces el mundo —dijo el padre, mientras llevaba una tajada a la boca—, es triste cosa, pero merecido lo tienen, si así escarmentaran...
—No hables así. Algunos por hacerse los hombres... —empezó ella, pensando en las brutales palabras de su hermano.
—Son capaces de alegrarse de tener un hijo mártir... No soy como ellos, no les deseo mal alguno, pero merecido lo tienen...
—Si en algo han faltado, hay que perdonarles, papá.
—¿Perdonarles...? —tómo una cucharada de arroz con leche—... ¡pase!..., pero ¿olvidarlo?... jamás!
Después hablaron de otra cosa, y al concluir la conversación exclamó don Juan: ¡pobrecillos!, es una pena, una verdadera pena, ¡cómo quedan los pobrecillos!, ¡pobres padres ....es una pérdida irreparable, irreparable, irreparable..., irreparable...
Acordábase de su difunta mujer.
Rafaela anduvo todo el día acongojada; brotábanle de los más oscuros senos de su memoria, surgiendo del vivo fondo del olvido, recuerdos de miradas de aquel pobre Ignacio, que le saludaba con vergüenza al encontrarse en la calle con ella. Ya no volvería a verle, macizo y desgarbado, pisando fuerte.
Cuando el sitio de Bilbao se había ido estrechando, a fines del año 73, don Joaquín, el tío de Pachico, se llevó consigo a éste, yendo a establecerse ambos en un pueblecillo de la costa cantábrica, a distancia tal del teatro de la guerra, que ni los efectos inmediatos de ésta, ni su ruido llegase a ellos.
El tío vivía más absorto que nunca en sus habituales devociones; más que nunca desinteresado de las luchas políticas que daban argumento de disputa a los demás, sin querer saber de ellas nada; más y más apartado cada día del espíritu de esas gentes, cuyo número iba creciendo a sus ojos.
¿Qué se le daba a él del tan disputado gobierno del mundo temporal? Dios lo entregó a las disputas de los hombres; mas don Joaquín, traduciendo a su manera la sentencia y entendiendo por hombres esas gentes, apartábase del mundo y de sus disputas vanas, de las que no reportaría provecho alguno duradero. Rogaba por la conversión de los infieles y de los pecadores, ruego que entraba siempre en el ordenado sistema de sus oraciones; rogaba por ellos, y, como en el mundo tiene que haber de todo, siendo las vías del Señor innúmeras, compadecía a aquellos a quienes tocó en suerte servir de otra manera a los designios inescudriñables de la Providencia divina. ¡Extraña locura la de los que por opinión de más o menos se matan, tomando a pechos el imponer a los demás sus soluciones temporales! Así pensaba al recordar, con frecuencia, que de sí mismo, y no de los demás, era de quien tenía que responder en el supremo juicio.
Apartábase de sus amigos y conocidos para conseguir que se le acercasen Dios y sus santos ángeles, seguro de que es mejor esconderse y cuidar de sí, que, con descuido propio, hacer milagros. ¿Qué se le daba de la guerra y de sus azares? No saliendo de casa, ni oyendo noticias, perseveraba mejor en santa paz. ¡Noticias! Si viese todas las cosas delante de sí, ¿qué sería esto sino una visión vana? Velaba sobre sí mismo, a sí mismo se amonestaba, sin descuidarse de sí propio, fuere de los otros lo que fuese. Era su empeño levantarse de las cosas terrenas en alas de la sencillez y de la pureza, tomando las temporales para el uso, las eternas para el deseo. Sólo le acongojaba el que su empeño, por ser sencillo, le complicase cada día más.
Lo más importante era que no le turbaran en el tranquilo turno de sus devociones y hábitos piadosos, cuya riquísima variedad se desplegaba suave y tranquila en la profunda unidad que los abarcaba a todos. Según la época del año y las diversas dedicaciones de sus meses y días, variaba, calendario en mano, el ordenado curso de sus piadosos ejercicios. A unas novenas se sucedían otras, unas intenciones a otras intenciones. En contar y descontar los días que trascurrían en cada ejercicio hallaba distracción continua. Y además las meditaciones, y las lecturas piadosas, sobre todo la de la Imitación de Cristo, su más constante pasto espiritual. Ya todo esto nada de extraordinario ni fuera de la vía común de los humildes, siempre las devociones corrientes; pues recordaba que se hallaron pobres y quedaron viles los que pusieron en el cielo su nido, para que, humillados y empobrecidos, aprendieran a no volar con sus alas, sino a esperar debajo de las del Señor.
Ayudábale tal vida a distraer la atención de su pertinaz aunque nada aguda dolencia física; de la continua molestia y preocupación de la enfermedad, ya crónica, que le iba minando poco a poco la vida; de la cruz con que el Señor le había regalado graciosamente, sin él merecerlo. Fija en esta cruz su atención, habíala convertido en el núcleo del mundo exterior en que se veía forzado a vivir, y a cuyas necesidades estaba uncido. Por su enfermedad se relacionaba con las cosas de fuera, con los transitorios sucesos del bajo mundo de los sentidos; con sus devociones vivía en su mundo de dentro, el del consuelo secreto, en los permanentes sentimientos de su alma. Enlazaba en él a un mundo y a otro, a su enfermedad con sus devociones, la idea, siempre fija, aunque no la viera presente siempre, de la muerte; de la muerte, que manteniéndosele siempre a invisible distancia, más se le acercaba a cada hora desvanecida en la eternidad.
¡Dichosa afección aquella, a la que podía, por divina gracia, convertir en fuente de consolaciones íntimas, ya que el dolor no le apretaba tanto que le embargara! ¡Oh!, ¡poder abandonarse al Señor, recibir indiferente de su mano lo bueno y lo malo, lo dulce y lo amargo, lo alegre y lo triste, y darle por todo gracias! No, no merecía él tanto bien; érale la tal enfermedad inmerecido consuelo.
Lo que más le mortificaba, confortándole y distrayéndole a la vez tal mortificación, eran los combates interiores con el enemigo malo, que, rondándole a todas horas, acechaba sus descuidos. Ocurríasele la idea de haber cometido alguna falta; recordaba aquello de que no sabemos si estamos o no en pecado, de que no somos nosotros, sino el pecado que en nosotros mora, quien cumple actos de muerte, y luego daba en cavilar: ¿será vano escrúpulo con que el demonio quiere distraerme?, ¿o no será más bien él quien me sugiere que no es más que escrúpulo, para que así lo pase por alto?, o esta última ocurrencia: ¿no será diabólica tentación? Y así seguía. Ocurrióle en ciertas ocasión que, pensando haberse instituido el ayuno para mortificarse, y observando que en tal mortificación hallaba íntimo y espiritual deleite, dio en pensar que como realmente habría de mortificarse sería no ayunando, privándose de tal consuelo. Y esta tentación le proporcionó motivo de ejercitarse en el arrepentimiento, cual correspondía a un perfecto varón de vida interior.
La verdad era que su vida interior era variadísima, que jamás se aburría en ella. Todo aquello de la guerra, de que los demás se preocupaban, ¿qué era junto al combate íntimo de un alma..., de su alma? Junto a la recia batalla de su alma, sostenida por la gracia, contra el tentador de los hombres, ¿qué valían aquellas batallas con cuyos relatos se llenaban los periódicos? No bien hubo pensado esto, cayó en la cuenta de ser tal pensamiento fruto de infernal soberbia, y recordando no ser él más que lodo, vil gusano de la tierra, se entregó a actos de contrición, actos que constituían uno de los elementos obligados de la divertidísima representación de la vida de su alma.
Por lo que hacía a su sobrino, no le preocupaban ya las ideas de éste, puesto que seguía Pachico, a pesar de ellas, siendo el mismo, con el mismo carácter, los mismos hábitos, el mismo humor. No, no era posible que hubiese cambiado tan radicalmente, hasta hacerse otro; ¿había dejado, acaso, de verle un solo día?, ¿había ocurrido en la vida del mozo alguno de esos sucesos tremendos, que haciendo que Dios retire de un desdichado su gracia, cambian por completo el curso de su existencia? ¡Cosas de él!, se decía, añadiéndose para sí: cada cual cree a su manera. Y en cierta ocasión, al acudirle esta idea a la mente, logró caer en una irrespetuosa especie; lo que le dio materia de arrepentimiento y suceso íntimo de gran novedad en su vida interior. Fue ello que al decirse: «cada cual cree a su manera», prosiguió su lenguaje mental diciéndole, como de chunga, «como tiene cada cual su modo de matar pulgas». ¡Soy un ligero, un distraído!, ¡cuánto me queda por corregir en mí mismo!, se dijo entonces, disponiéndose a dedicar algún tiempo a ejercicios de contrición.
¡Ah, ciegos, ciegos de pertinaz ceguera los que no ven el inagotable interés de la vida del alma, ocupada tan sólo en la consecución de su salud! Los de fuera, los mundanos, le creerían un aburrido, un pobre de espíritu, un memo; ¿qué sabían de los consuelos interiores, de la inagotable novedad de aquella vida? Mejor, mucho mejor que le tuvieran por simple, hasta por imbécil, así se humillaba, y así sería ensalzado un día. Pero... ¿no era acaso un acto de soberbia humillarse para ser ensalzado, en vista del ensalzamiento; hacerse de los últimos, puesta la mira en llegar así a ser de los primeros? ¡Ah!, ¡santa simplicidad!, ¡santa simplicidad inasequible a los que reflexivamente la buscan!
Vivían tío y sobrino impenetrables el uno al otro, diferentísimo cada uno de ellos de como el otro se lo representaba, mas unidos por nexo de infinitos hábitos, por la sutil trama de una larga convivencia. El tío no rezaba tranquilo su largo rosario, por las noches, sino sabiendo que estaba el sobrino en su cuarto, leyendo sus cosas; y no leía el sobrino a sus anchas en tales horas, sino a medida que le llegaba, a enterrársele en la inconciencia, el apagadísimo rumor del piadoso ejercicio, que rezaba don Joaquín a media voz, pensando en tanto que era el rosario lo que habría de hacerle simple.
Pachico se iba después de comer a matar el tiempo en un mezquino cafetucho, aderezado de casino, en que se reunían los desocupados del pueblo a jugar el café a las cartas y a comentar las noticias de la guerra que les llevaban los periódicos.
Cada uno de los concurrentes a aquel cafetín tenía su carácter propio, insustituible, como cada hijo de vecino, y Pachico se entretenía en observarlos producirse tales cuales eran, en sus interminables discusiones acerca de las jugadas. Cambiando cartas en la lucha del juego del tute, alimentaban sus espíritus y ahondaban su modo peculiar de ser. Reñían a las veces violentamente, se ponían como trapo viejo por una jugada, para volver luego a barajar las cartas y continuar jugando.
Discutían otras veces las noticias de la guerra, barajando nombres de generales y de lugares; o ya comentaban la marcha de las columnas, discusiones que en nada se diferenciaban de las provocadas por las combinaciones diversas del naipe en el tute. Discutían largamente si había tres o cinco leguas de Somorrostro a Bilbao, si los carlistas habrían de resistir dos o cuatro meses.
Atraíanle a Pachico las discusiones aquellas de viva voz, ¡y tan viva!, entre hombres para él vivos y de carne y hueso, entre hombres que dejaban asomar en ellas sus almas, mientras le molestaban los relatos escritos de los periódicos, de que se enteraba no más que por las discusiones del cafetín. ¡Era de oírle a aquel famoso capitán retirado exclamar sacando del bolsillo la invariable onza de oro, que llevaba de continuo y como de respeto!; nada, nada, todo eso es hablar y nada más..., van diez duros a que no resisten los carlistas un mes..., ¡si conoceré yo aquel terreno!
Junto a aquellas discusiones todo lo de la prensa era mero noticierismo, fatigoso granel de noticias sueltas, pura historia cuando más. De toda aquella guerra ¿qué quedaría? —pensaba Pachico—. Secas noticias, cuatro líneas a lo más en las historias del porvenir, una pasajera mención de una de tantas guerras civiles cuya sustancia se llevarían al sepulcro consigo los actores de ella. No era la tal guerra más que uno de los eslabones de la vida del pueblo español, un eslabón cuya íntima trascendencia era, tal vez, tan sólo la de mantener la continuidad de su historia.
Fatigado del casino íbase Pachico a vagar solo por los alderredores del pueblo, al acaso y sin meta prefijada, por senderos borrosos muchas veces, a campo traviesa otras, a dar con nuevos rincones, interesado en la variedad del paisaje, en el descubrimiento de un nuevo árbol, de una ignorada umbría, de una casería desconocida para él hasta entonces; en esto interesado, lo mismo que los asistentes al Casino en cada nueva combinación de las cartas en las vicisitudes del juego de naipes; y su tío en la metódica sucesión de sus íntimas devociones y en los variados accidentes del combate de su alma con el demonio. ¡Siempre todo nuevo y todo siempre viejo en el perdurable cambio, sobre la eterna inmutabilidad de las cosas!
Gustábale detenerse, en sus correrías, en un promontorio que dominaba al mar y desde el cual bañaba su vista en la inmensidad de las asentadas aguas y la del cielo que las abraza. Mar y cielo formaban a sus ojos una solemne unidad de mutua vivificación; las olas se sucedían rumorosas a las olas, y silenciosas las nubes a las nubes. Sumíale la visión de la inmensa llanura líquida y palpitante en la oscura intuición de la vida pura, de la vida sin contenido mayor que la vida misma, y en el extraño sentimiento de la inmovilización del fugitivo instante presente. Desde allí arriba, las ondulaciones de la vasta extensión acababan sugiriéndole el espectáculo de la respiración de la Naturaleza dormida en profundo sueño, sin ensueños. Al sentir otras veces entre mar y cielo el poderoso impulso del viento que levantaba a las olas y barría las nubes, recordaba al Espíritu de Dios incubando sobre las aguas, y se fingía que de un momento a otro apareciese en augusta sombra el Omnipotente Anciano, tal como en los altares se le representa, recostado en las nubes y flotante en ellas su amplia vestidura de anchos pliegues, a hacer surgir mundos nuevos de las sumisas aguas.
Recogido luego en sí, recorría en su conciencia los combates de ideas que en ella se libraran durante su época de crisis intelectual. Uniformadas en expresión concreta; desligada cada una de ellas de su mundo propio, de aquel en que nació; disciplinadas en columnas de argumentos dialécticos; sometidas a la táctica formal de la lógica y guiadas por la razón, habían llenado las ideas su mente con batallas, marchas, contramarchas, encuentros, emboscadas y sorpresas. Y jamás observó que llegaran a choque verdadero, sino que siempre iban disipándose las unas a medida que se dibujaban más definidas y claras las otras, abandonando aquéllas el campo para que éstas lo ocuparan. El ejército de sus viejas ideas, que parecía vencido y deshecho, se rehacía a las veces, volviéndole a la carga con impetuoso arranque.
Y por debajo de aquellas refriegas mentales palpitábale inmenso y oscuro el mundo de las pacíficas impresiones, de las humildes imágenes de las cosas cotidianas, continuo sustento de su mente. Sobre la quietud tranquila de este mundo mental de imágenes sencillas, no resultaban ser aquellos combates más que juego distraído, divertida contienda, fuente de los variados placeres íntimos que la sorpresa engendra. ¿Qué eran aquellas pretendidas angustias de la crisis íntima, cuando se calmaban, como por ensalmo, al ponerse él a comer, por ejemplo? Mera sugestión, ilusión pura, comedia de la duda.
Por fin la paz interior se había hecho en él, y disueltos los contrarios ejércitos de sus ideas, vivían las de uno y otro en su conciencia, como hermanas, trabajando en común, en la paz de la por completo aquietada mente. En el seno tranquilo de esta paz interior pensaba Pachico con su ser todo, no sólo con su inteligencia, sintiendo la honda vida de la fe verdadera, de la fe en la fe misma, penetrado de la solemne seriedad de la vida, ansioso de verdad y no de razón. Sólo al encontrarse ante los libros o en las rarísimas discusiones que sostenía aún, se le despertaba algo de las viejas luchas, pareciendo querer correr sus ideas a alistarse en opuestos ejércitos combatientes, mas aun esto en fría representación. Llegó a darse cuenta de que tales combates le habían sido ajenos, mero espectáculo representado en su conciencia por fuerzas a él extrañas; llegó a comprender que jamás había sentido aquellas angustias de la duda de que hablan algunos desocupados.
En momentos de inesperado sobresalto, de sobresalto que parecía brotarle del misterio, de las tinieblas de su ser, rezaba sus oraciones de la niñez, sintiendo a su perfume dulce y difuso aquietársele el alma y evocársele el mundo neblinoso que vive en las oscuras entrañas de la conciencia, en los hondos senos a donde no llega el rumor del oleaje de las ideas, sus ondas superficiales.
Cuando supo Pachico por una carta la muerte de Ignacio diole un vuelco el corazón; se dijo ¡pobrecillo! y fuese a casa, en la que se encerró para dejar correr libres sus lágrimas allí, donde nadie le viera llorar. Entonces descubrió cuánto le había querido, y espoleando al llanto, para hallar en éste un recogido deleite de abandono y de fusión de afectos, perdióse en imaginaciones vagas.
«Una vida perdida? ¿Perdida... para quién?, ¿para él acaso, para el pobre Ignacio?... Tales vidas son la atmósfera espiritual de un pueblo, la que respiramos todos y a todos nos sustenta y espiritualiza.»
Cuando salió de casa, tenía los ojos enjutos y el pecho tranquilo. Al ver gente sintió en el alma una frescura que le hizo recogerse, volver en sí, envolverse en su rigidez habitual, satisfecho de haber desahogado su ternura a solas, saboreando el dejo de aquella hora de abandono. Todo el resto del día se lo pasó raciocinando sobre la muerte de su pobre amigo.
A la noche empezó a verter al papel, según tenía de costumbre, las reflexiones del día; y aunque, al expresarlas hacia fuera, volvió a sentir nudo de angustia en la garganta y en los ojos lágrimas, del hervor de sus sentimientos sólo brotaban ideas escuetas, que al surgir al papel se cristalizaban, enfriándose al punto. Y así fue como le resultó aquel supremo recuerdo al pobre Ignacio, cual un epitafio en piedra, seco y duro, un fragmento de filosofía raciocinante sobre la muerte. «¡Y pensar —se decía— que otros con el corazón en calma y el alma fría, hagan llorar a los demás, manejando el manoseado fondo de la retórica reglamentaria! ¿Será preciso para hacer sentir a uno eximirle de tener que pensar? Sin embargo ¡qué hondo sentimiento en el pensar hondo!»
Al siguiente día fuese a la orilla del mar, donde las olas se rompían en crestería de espuma, cantando la eterna monodia de su vida sencilla, y allí, como en un baño de calma, bajáronle los pensamientos de la víspera a reposar en el fondo fecundo del olvido.
Venían las olas a quebrarse a sus pies, disipándose en la arena unas, rompiéndose con ruido y en espuma contra las rocas otras. Una ola muerta..., ¿muerta?, allá venía otra, a morir también, y las aguas siempre las mismas. Por debajo del oleaje, obra del viento en el pellejo tan sólo del inmenso océano; por debajo del oleaje, contra su dirección tal vez, sin obedecerla, marchaba incesante el curso perdurable de las aguas profundas, en ciclo sin cesar recomenzado.
CAPÍTULO V
Vivía con su mujer Pedro Antonio, en su aldea nativa, junto al cura su hermano, que se esforzaba en distraerlo, llevándoselo consigo a la tertulia de la posada, a fin de que olvidara un poco sus penas oyendo los comentarios a los sucesos de la guerra. Quedábase entre tanto Josefa Ignacia con su cuñada, la viuda del piloto, que no sabía hablarle sino del pobre difunto Ignacio, de la última vez que le viera armado, de su garbo en el baile. Sentíase la madre atraída por aquella mujer simple que, ayudándole en sus sempiternas cavilaciones acerca del hijo perdido, era cual eco de su constante monólogo. Esperaba a diario oírle las mismas apreciaciones, los mismos detalles sobre Ignacio, como el enfermo espera cada día el mismo bálsamo aliviador de los dolores. Iba difundiendo poco a poco su pena en los actos todos de su vida y en los más humildes sucesos de ella; íbala diluyendo con la labor en los puntos de la calceta; la iba dejando reposar en la visión de los domésticos utensilios; íbasela convirtiendo en dulce idea fija, que tiñese sus ideas todas.
Interín Pedro Antonio abandonábase a todo, dejándose mecer en el vaivén suave de los habituales sucesos cotidianos, mientras en el hondón de su alma germinaba poco a poco el dolor, sin lograr, empero, romper aún la capa que le ahogaba. Pensaba en su pobre hijo de continuo, mas con pensamiento tan lento, tan lento, que parecía inmóvil, en divagación difuminada, y en vaga visión que penetraba sutil en sus pensamientos todos. Era como si el recuerdo de su hijo llenase su alma cual una sola inmensa nube oscura y compacta cubre con su homogéneo tono a la tierra, sumida entonces en penumbra. Bajo tal recuerdo yacía entumecido el dolor.
Gustaba el padre de ir a vagar por los rincones de su niñez, por donde fluyeron las lentas horas muertas de su infancia a la sombra de los castaños y nogales, y al cuidado de la vaca; íbase a oír en el perdurable murmullo del río, canto evocador de recuerdos infantiles. Parábase a cada paso a echar una parrafada con los viejos amigos, a quienes encontraba en sus heredades bregando con la dura tierra. Complacíase en que le compadecieran, y en aquellas conversaciones que solían resumirse en un: ¡son cosas que el Señor dispone...!
Acudían los labradores todos a sus faenas con regularidad; no resonaba el campo de más voces que de las ordinarias; y cuando al mediodía contemplaba Pedro Antonio cómo las humaredas de las caserías, brotando de sus tejados, se perdían en el ambiente, de todo se acordaba menos de que hubiese guerra. Recordábansela tan sólo los comentarios de la tertulia a que por la tarde le llevaba un rato su hermano; las quejas de los labradores por las continuas exacciones que, para surtir de raciones al ejército carlista, tenían que soportar; el paso, de tarde en tarde, de algún batallón en marcha. La constante obsesión de la muerte de su hijo cerníase en su conciencia sin relación alguna con la guerra en que muriera. —Ve a distraerte, Jesús, ¡qué hombre! —solía repertirle su mujer, alarmada por aquella calma y recelando en su marido algún mal interior, temerosa de que el mejor día le diese algún ataque a la cabeza y se quedara perlático, o, ¿quién sabía?, algo peor aún.
Íbase Pedro Antonio con frecuencia a un rinconcito de la huerta de la casa que habitaban, a un rinconcito al pie de un castaño, junto al arroyo, donde gozaba de íntima distracción viendo correr el agua, oyendo su cháchara sin sentido, contemplándola encresparse contra los pedruscos que se le oponían al paso y espumajearlos. Alguna vez echaba una hoja a la corriente para seguirla con la mirada, hasta que se perdiese en la verdura; y no se cansaba de admirar, en un remanso, a los zapateros, que corrían en el agua como en suelo firme otros insectos.
De noche se asomaba un rato al balcón, cuando el temple era apacible. Borrados los diurnos accidentes del paisaje, presentábasele éste cual amasado con sombras, y surgiendo de ellas la lejana lucecilla de alguna casería, anuncio, en las tinieblas, de un hogar perdido en la montaña. Inconcio del perdurable rumor del arroyo, de puro oírlo sin cesar, érale cual canto del silencio, profunda melodía, no oída, en cuyo curso monótono iba dejando fluir sus vagas imaginaciones.
Dividía las horas de los lentos días por los pastosos tañidos de la campana de la iglesia, que morían adelgazándose en larga dilatación hasta derretirse en la calma del campo. Era primero el alba clara, de serena frescura, cual brotando del aire, el toque que disipaba en él las últimas neblinas perezosas del ensueño matinal; más tarde el ángelus de mediodía, solemne y pleno, voz de descanso, que parecía bajar del cielo todo; luego, cuando las líneas de las montañas se depuraban en el cielo marmóreo, mientras la luz se disolvía en la sombra, la oración de la tarde, recogida e íntima, cual si subiese de la cansada tierra; y por último, vibraba en las sombras el toque de ánimas, invitando a las familias, recogidas ya en sus hogares, a dedicar domésticas preces en sufragio de las almas de sus difuntos, de los miembros subterráneos de la familia perdurable. Siendo siempre la misma la voz de la campana, parecía adquirir distinto tono en las distintas horas del día.
En sus solitarios paseos solía detenerse en una casería, desde donde dominaba el cerrado valle, y allí se estaba con el viejo casero, inútil y decrépito, que en una desvencijada silla se sentaba al sol, al socaire de la casa, a pasarse las horas en soñolencia, a desgranar mazorcas de maíz, o a pelar patatas; a hacer algo útil, en fin, por ser menos gravoso. Teníanle abandonado, como a un estorbo, y veía con júbilo la llegada de Pedro Antonio, a quien hablaba del hijo:
—Recuerdo siempre la última vez que vino acá, a la aldea..., ¡qué guapo! Y a usted, a usted le he conocido como a él, un chiquillo..., tengo ya más de cuatro duros..., oarleko laur baño gueixago —añadía aludiendo a sus ochenta años pasados.
—Y ¿por qué me trata usted de berori? —le preguntaba Pedro Antonio, tratándole en vascuence de zu, intermedio entre el familiarísimo y apenas usado eu y el respetuoso berori.
—Eres rico y señor...
Complacíase el chocolatero en oír a aquel pobre anciano, que acababa siempre, después de escudriñar con la mirada el contorno todo, por contarle en voz baja sus cuitas y sus quejas por la conducta que para con él observaban sus hijos, que le tenían allí olvidado, sin más distracción que una nietecilla. «Los hijos! Los hijos para ellos..., pero así es el mundo..., los pobres harto hacen con trabajar y mantener a los suyos... ¡Los hijos!», exclamaba, pensando a su vez en la vejez que dio a sus padres. Y concluía diciendo: sólo pido a Dios una muerte de ocho días —zortzi eguneko iltze—. Eran los que creía necesarios para disponer de su alma y no ser gravoso a sus hijos con la enfermedad.
¡Los hijos!, murmuraba al separarse Pedro Antonio como atontado. Y acababa sus nebulosas e informes meditaciones diciéndose: ¡una muerte de ocho días!
De tal manera abatió por el pronto a los carlistas su retirada de Somorrostro, que don Carlos les anunció su próxima entrada en Bilbao, un paseo triunfal de su bandera desde Vera hasta Cádiz, y que habría de imponerse en seguida, donde quiera que la revolución y la impiedad se le presentasen en batalla. Tampoco perdió humor para el baile, uno de los oficios de todo buen monarca. Prometióle, en tanto, la junta de Merindades vencer o morir; arengóse a los mozos desde el púlpito a fin de sembrar en ellos el milagroso ¡no importa!; y se tiró a encubrir el fracaso del intentado empréstito, y el exacerbado encono de la lucha entre viejos y nuevos, entonces que Cabrera volvió espaldas al Pretendiente.
Juan José decía: «Pobre Ignacio! Ha ido a morirse antes del triunfo; ¡cuando lo estábamos preparando...! ¡Qué prisas las suyas! Un poco más de paciencia y entramos juntos en Bilbao.» Hallábase más esperanzado que nunca, pareciéndole que con el vigoroso esfuerzo de Somorrostro habían agotado los enemigos sus bríos todos, y que ellos, los carlistas, se encontraban más animados y más frescos para la lucha. El que en una cachetina sabe reservarse aguantando es el que lleva ganada la partida al fin y al cabo; dos o tres puñetazos bien dados cuando el contrario está harto ya de pegar, y... ¡que vuelva por otra!
Afrontáronse los ejércitos en el sagrario del carlismo, cerca de Estella, a donde fue a ahogarlo el libertador de Bilbao. Habló el general en jefe carlista, Dorregaray, el sucesor del viejo Elío, del estúpido furor de los soldados liberales, y el liberal del grito de rabia con que anunciaba su impotencia el enemigo. Insultáronse así previamente, para recoger rabia, como se mojan los chicos uno a otro la oreja antes de emprenderla a mojicones. El 25 de junio se dieron cara; el 26 una tormenta caló sobre todo a los liberales, que devoraban, hambrientos, patatas de los campos y que, ateridos, dieron fuego a los pueblecitos para calentarse y secarse al calor del incendio; el 27 la artillería liberal obligó a los carlistas a replegarse a las cimas. A punto ya de venir a las manos, tuvieron que esperar, arma al brazo, separados por chubascos torrenciales, a que el cielo se calmara, y luego, en un momento decisivo, al apearse el jefe liberal, Concha, para arengar a sus soldados, avanzando a las guerrillas, fue muerto. Tal el desquite de Somorrostro, de la pérdida de Ollo el organizador, del bravo Radica, del animoso viejo Andéchaga. Desahogáronse los vencedores rematando heridos, que al retirarse dejaba el vencido en los campos talados por el cielo y por los hombres; mostraron cual trofeo, en un balcón, la ensangrentada sábana en que descansara el cadáver de Concha; y el día 30 los arruinados habitantes de Abárzuza pedían a los pies de su rey la muerte de los prisioneros, el diezmo de los cuales, veintidós, fueron fusilados frente a las ruinas del fuego y entre imprecaciones de los arruinados campesinos contra aquellos hombres de fuera. Pocos días después la mujer del Pretendiente, recién llegada a España, revistaba sus tropas en las faldas del Montejurra, testigo de la victoria.
Vigoroso soplo de esperanza animó a los carlistas; había muerto el mayor prestigio militar del enemigo, no bien gustada la gloria de la liberación de Bilbao. A los dos meses escasos de la retirada de Somorrostro habíanse rehecho para lograr la victoria. ¡Que vieran, que vieran ahora los liberales lo que son los ejércitos mantenidos por la fe! ¿Hay mayor prueba de vitalidad que la de rehacerse un ejército destrozado? Lo de marchar unido y compacto siempre, como los grandes ríos, es cosa de las llanuras; ellos eran el ejército de los voluntarios de la montaña, el torrente que se pliega a las escabrosidades todas, carcomiéndolas poco a poco.
Juan José se veía ya en Bilbao, ardiendo en impaciencia porque no se ponían desde luego en marcha, a salirse de una vez con la suya.
Exornado con mil comentos y detalles oyó Pedro Antonio el relato de la victoria, acertando a encontrarse en Guernica el 8 de julio, el día de la entrada de unos cañones, allí cerca alijados. Recibiólos medio pueblo, exaltado por el triunfo de Estella, viendo ya a Bilbao cogido y a don Carlos en el trono, los fueros confirmados, los liberales hundidos, y arraigada la paz al amparo de los cañones que entraban en triunfo, coronados de ramaje, entre la turba que los acariciaba con la mirada, victoreados por los chicuelos que se encaramaban a los árboles para verlos mejor. Unos los abrazaban, alguna vieja sentía ansias de besar, cual a sagrada reliquia, al bronce reverberante al sol. Creyérase el paso de la Sagrada Forma en día de Corpus, recién aplacada una epidemia.
Al sentir Pedro Antonio la mirada de aquellas bocas negras, precipitóse por un momento el lentísimo curso de su persistente pensamiento y agitósele el dolor forcejeando por vencer a su alma; mas sin poder romper las ligaduras, volvió a amodorrársele en la lenta corriente, casi inmóvil, de la visión difuminada de su hijo.
En la aldea la hora del café lo era de comentar noticias, y de trazar planes, sobre los relatos de los periódicos.
—Todo esto es andarse por las ramas —exclamaba el cirujano—, ¡valiente empeño el de tomar a Bilbao y defender a Estella! Lo mejor sería que, dejándonos de jugar al escondite en estas montañas, nos fuéramos derechitos a Madrid, y que ocupen si quieren estas provincias ellos. A la cabeza..., a la cabeza...
—Esa fue la manía de la otra guerra —decía Pedro Antonio— y ya ve usted lo que se sacó de aquellas famosas expediciones...
—No haga usted caso, que ahora no es como entonces...
—Unos desde aquí, desde Cataluña otros, otros desde el Centro.., y ¡adiós Madrid!
—Bueno —exclamaba don Emeterio—, supónte que estamos ya en Madrid, ¿qué hacemos allí?
—¿Que qué hacemos?
—Sí, ¿qué hacemos?
—Hombre, eso... ¡ni se pregunta!
—Pues eso es lo que pregunto yo... Lo principal, no le des vueltas, es dominar aquí del todo..., de lo de después no debemos preocuparnos todavía. Aquí, aquí, al arrimo de nuestros montes...
«¡Qué de cosas no se les ocurrirían a don Eustaquio, y a Gambelu, y hasta a don Braulio, si estuviesen aquí!», pensaba entre tanto Pedro Antonio, distraído con la tertulia, enlazándola con aquellas otras, recogidas e íntimas, del rinconcito de su chocolatería.
Cuando ocurrió la entrada de los infantes don Alfonso y doña Blanca, hermanos de don Carlos, en Cuenca, fingió don Emeterio indignarse de los horrores que de tal entrada contaron los diarios liberales. Releíalos, sin embargo, para nutrir su imaginación de aquellos truculentos detalles, diciéndose una vez más que nada hay peor que el sentimentalismo, uno de los males del siglo, que se compadece del criminal y de los animales y deja, a nombre de libertad, que envenenen maestros impíos las inocentes almas de los niños.
¡Hermosa entrada la de Cuenca! Las ropas infantescas forzaron la ciudad tras dos días de resistencia, y mientras iban los infantes a comulgar, en acción de gracias a Dios, suelta su soldadesca —cuyo núcleo formaban restos de zuavos pontificios, cantonales de Alcoy, fugitivos de la Commune y ex presidiarios—, cumplía, en dos horas de expansión, la justicia divina, sin que pudiera el obispo impedir el hartazgo de furor de aquellos aventureros mercenarios. Robaron; saquearon; maltrataron a todo motejado de cipayo; remataron enfermos, desobedientes a su voz; destruyeron archivos; hicieron añicos los gabinetes de física y de historia natural; destrozaron imprentas y escuelas; y cesaron, por fin, para acostarse jadeantes. Con música paseó doña Blanca la bandera carlista por la ciudad consternada. Los chicos necesitaban expansión, según el infante.
—Habría que arrasar todas las ciudades liberales y sembrar sal en ellas... ¡Lo demás esto no se acaba nunca! —exclamó don Emeterio.
—Ya se acabará cuando Dios quiera —contestó Pedro Antonio.
—Cuando Dios quiera..., cuando Dios quiera...! Así anda todo, ¡como Dios quiere! —le contestó su hermano, empleando esta frase popular, de inconciente impiedad, con que se quiere decir que andan las cosas a tuertas.
Atribuyeron a mala fe de la prensa liberal sus relaciones de la toma de Cuenca, mas aun así y todo, fue rodando la conversación, a partir de ellas, y pasando por el tema de la barbarie atribuida por muchos a los españoles, a la distinción entre costumbres suaves y costumbres muelles, distinción en que había hecho hincapié don Emeterio al leer en El protestantismo comparado con el catolicismo, de Balmes, aquel capítulo en que el famoso publicista acaba disimulando el salvajismo de las corridas de toros, espectáculo que atrae a nuestro corazón «que al mismo tiempo que abriga la compasión más tierna por el infortunio, parece que se fastidia si tarda largo tiempo en hallar escenas de dolor, cuadros salpicados de sangre».
—¡Sensiblería, pura sensiblería! —exclamaba, contestando a observaciones del cirujano—, los pueblos necesitan algo viril para no caer en la molicie. El pueblo de pan y toros fue el que supo dar cara a Napoleón... Con viejas beatas no se hace la guerra; y la guerra es un mal necesario.
Leyóse otro día en la tertulia el manifiesto que, cual música de la sangrienta letra de Cuenca, dio don Carlos en Morentín; manifiesto en que tras de asegurar haber salvado a España venciendo a todos los generales de la Revolución, sacaba a relucir una vez más la gloriosa espada de Felipe V, a Colón clavando su bandera en el Nuevo Mundo, a Cisneros en Orán, al rey de Aragón rasgando con su puñal el privilegio de la Unión, a Dios, al Trono, a las Cortes, al desastroso estado financiero de España.
—Con golpes como el de Cuenca y manifiestos como éste, ¡España es nuestra! —dijo el socarrón del cirujano.
«¿Nuestra? —pensó Pedro Antonio— ¿España, nuestra? ¿Qué es eso de que sea nuestra España? ¡Mía no será nunca! ¡Nuestro ejército!, ¡nuestro programa!, ¡nuestras ideas!, ¡nuestro rey!, ¡nuestro... nuestro...!, mío era mi hijo, míos son mis cuartos puestos a la causa.»
No pudieron persuadirle, a principios de agosto, a que fuese a Guernica, a ver al Rey, que se paseaba por sus dominios, cosechando vivas y esforzándose por representar el papel del caballeresco y leyendario bearnés, su antepasado, y el modelo en que soñaba.
A donde iba Pedro Antonio era a pasearse por el vallecito nativo, a cunar su espíritu en la contemplación del contorno. Aquel sereno espectáculo era el lazo espiritual entre las generaciones de la aldea; sobre aquella visión de calma habíanse sucedido, cual sobre permanente fondo, los lentos procesos de la vida interior de los abuelos de los abuelos, y se sucederían los de los nietos de los nietos.
—¡Ve por ahí a distraerte, vete, por Dios, Peru-Antón!
El corazón le decía que aquella calina de su marido era el terrible bochorno que agosta los campos y precede a las tormentas, que arrastran, seca ya, a la que fue verdura.
Había en Pedro Antonio un síntoma muy alarmante para su mujer, y era la frecuencia con que le hablaba de los ahorros puestos a la Causa.
—Ya te dije yo..., bien de veces te repetí cuando ibas a dar el dinero que mirases bien lo que ibas a hacer..., ya te lo dije..., pero como nosotras las mujeres no entendemos de esas cosas...
—Aún no está perdido... Y además, ¿cómo se lo iba a negar?, ¿cómo quieres que le dijese que no?
Hallando Pedro Antonio un secreto deleite en las reconvenciones de la compañera de su vida, recordaba a cada paso lo de los ahorros, hurgando su inquietud. Y ella, al adivinar algo del mal de su marido, le decía:
—No hagas caso por eso, que no merece la pena de apurarse... De comer no nos faltará..., ¡para los que somos!...
Callábanse los dos, mientras entre ellos se interponía el alma del recuerdo persistente, el del hijo muerto.
—De todos modos nada perderás con hacer gestiones..., vete a ver a don José María.
Y por fin Pedro Antonio, pensando en sus ahorros, decidióse a ir, en compañía de Gambelu, a Durango, en donde se ensayaba el Estado carlista.
Había ya sellos de correos, principio de un ordenado sistema de comunicaciones; perros grandes, monedas de cobre auxiliares y fraccionarias de las nacionales de plata, perros grandes con la efigie del Rey por la gracia de Dios, coronado de laurel, como un César; habíase establecido el telégrafo; iba a abrir sus cursos la Universidad de Oñate; repartíanse condecoraciones, condados, marquesados, ducados; se creaban oficinas y cargos públicos. Iba montándose poco a poco la complicada máquina del Estado al amparo de las armas. El movimiento se prueba andando; de toda aquella labor surgiría el programa definido.
Esto es una colmena de zánganos —decía Gambelu a Pedro Antonio—, esto no es más que una corte, y lo que hace falta no es corte, sino cuartel real. Aquí están casi siempre llenos de gente los cafés, los paseos, las calles..., todos hacen votos por el triunfo y todos discuten de táctica... ¿Y esa corte de títulos tronados, de extranjis todos, que mantienen caballo a costa ajena y se llevan los mejores chicos de asistentes...?
Lo mismo que el 39...
—Peor aún. Ahora en vez de Elío, Dorregaray, un masón.
—¿Masón...?
Sí, masón. Aquí andan muchos de ellos, que obedecen a la Junta central de Bilbao, y ésta a otra, hasta llegar a un centro, que llaman el Valle Invisible... No puede uno fiarse de nadie...
—¡El Valle Invisible! —murmuró Pedro Antonio, sobrecogiéndose y mirando involuntariamente hacia atrás, donde tropezó su vista con Celestino, que al verlo se compuso la cara, y acercándosele, le alargó la mano diciendo:
Cómo ha de ser...! Lo sentí mucho, mucho..., quería con el alma y el corazón al pobre Ignacio..., ¡qué nobleza la suya!, ¡qué sinceridad! y sobre todo ¡qué fe por la causa!
Después de un responso proseguido en el mismo tono, hablóles del estado de brillantez de Durango; discurrió, enseguida, acerca del proyectado sitio de Irún, que vigilaría el Rey en persona; y comentó, por último, lo de que el viejo y fiel Elío hubiese vuelto a la gracia de su señor.
Como no baje Santiago Matamoros en su caballo blanco..., o la Virgen... —dijo Gamelu.
La Virgen? —exclamó Celestino—. La Virgen no aparece ya más que a los pastores...
¡El Valle Invisible! En él seguía, entre tanto, pensando Pedro Antonio, el cual, así que se hubo despedido de él Celestino, corrió a buscar a don José María, a tratar de sus ahorros. No habiendo podido hallarle, volvióse a la aldea, al lado de su mujer, pensando en los ahorros, en el estado de brillantez de Durango, y en el Valle Invisible, imágenes que flotaban vagas en su mente, sobre el persistente fondo de la difuminada visión de su hijo.
Una vez en la aldea fuese a ver a un casero, con quien poder lamentar, a dúo, la pérdida de los ahorros. Como él, el casero había perdido un hijo, y como él, se acordaba más, al parecer, de sus ahorros. Había dado la sangre de su hijo y le chupaban poco a poco la de la bolsa; muy duro era lo de dar los hijos, con sus brazos frescos para el trabajo, pero al fin y al cabo se reemplazan, uno se va y viene otro, persistiendo la familia, además de que con los dos brazos de menos hay también una boca menos que llenar; pero si la bolsa se agota, llega la trampa y puede acabar desapareciendo la casa, desparramándose sus miembros. Y una vez disuelta una familia, ¿quién la reemplaza? Sentían el genio de la familia, a que los hombres se sacrifican.
—Consuélate —le dijo Pedro Antonio—, lo cobraremos centuplicado en el cielo.
—Así dicen los curas... Los chicos, sirviendo al Rey uno, el otro muerto; quedamos las mujeres y yo para labrar... Si esto sigue y tengo que vender la casería, ¿qué hará mi hijo?
Pedro Antonio pensaba en el porvenir, en sus años de vejez y en la vida que para ellos les esperaba. A las veces se condolía de no dolerse más de la falta de su hijo, mas al punto se aquietaba diciéndose: hay que llevar la propia cruz con alegría. Pero era extraño que pesara tan poco, tan poco..., ¿habría tal cruz para él?
Volvió el chocolatero a Durango a raíz del desastre de Irún, de aquel vergonzoso ¡sálvese quien pueda! en que acabó el sitio vigilado por el Rey en persona. En él perecieron infelices virulentos entre nieves, después de haber tenido que abandonar el hospital. Estallaron con pretexto de tal fracaso nuevas escisiones, y sentenció el Rey a dos jefes a la nota de cobardes y traidores.
Esta vez sí que halló Pedro Antonio a don José María, quien al ver al chocolatero compuso cara de compunción para decirle:
—Dios pone a prueba nuestra paciencia y nos da tribulaciones... Los que tenemos la inmerecida dicha de poder disponer de los inefables consuelos de la fe...
Siguió en la misma cuerda; diole las gracias Pedro Antonio, y al poco rato exclamó éste: ¡esto se va!
—Claro está! Hay empeño en perder el tiempo, en vez de ir a Madrid derechos..., ¡a Madrid!, ¡a Madrid!
El ambiente de la guerra habíale reducido aquel programa concreto, que con tanto afán buscara antes de estallar aquella, a esta sola frase: ¡a Madrid! Todo se encerraba ya para él en apoderarse del centro regulador; con disponer veinticuatro horas de los hilos de Gobernación estaba todo hecho, y el programa en marcha.
—¿Y los intereses de mis préstamos? —dijo Pedro Antonio. Don José María miró con asombro a aquel hombre que, acabando de perder al hijo, se preocupaba de los cuartos.
—¡A Madrid!, ¡a Madrid! —exclamó el ojalatero como quien termina en voz alta un monólogo mental que le ha tenido absorto.
—¿A Madrid?, ¿a qué?, ¿a disponer del banco acaso?
Hablaron de los cuartos y aquietóse algo Pedro Antonio.
Su preocupación por ellos íbasele convirtiendo en manía, bajo la cual palpitaba persistente y fija, pronta a estallar en doloroso sobresalto, la visión de su hijo perdido.
—Pedro Antonio está malo —repetía Josefa Ignacia a su cuñado el cura—, se nos va a volver loco; no hace sino repetirme a todas horas que estamos arruinados; me regaña porque dice que gasto mucho... Y ni una palabra todavía de nuestro pobre Ignacio, ¡hijo mío...! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Cuánta desgracia!
En las veladas invernales de finales del 74 solía irse Pedro Antonio a la casería de un pariente, y allí, en la gran cocina, en torno al hogar donde se aprestaba la cena, y oyendo hablar de mil minucias, contemplaba las ondulantes llamas, que, crepitando y en busca de libertad, lamían con sus cambiantes lenguas la ahumada pared. Recordaba entonces el brasero oscuro y silencioso de la chocolatería, y aquellos escarbamientos que hacían aparecer el rojor palpitante de la brasa cuando más encendida iba la disputa entre el tío Pascual y don Eustaquio; aquel fuego humilde, acurrucado a sus pies, sumiso como un perro, consumiéndose allí en holocausto al amo. Evocábanle luego las llamas la imagen del purgatorio, y el purgatorio a su hijo, en sufragio de cuya alma mormojeaba un padrenuestro.
Llegaron las navidades, para Josefa Ignacia tristísimas. Su marido las tomó con la calma resignada con que lo tomaba todo desde la muerte de su hijo, pero no le brotaron las alegrías ni los recuerdos de otros años. Su hermano, el cura, para animarle distrayéndole, hablaba del triunfo que habían alcanzado las armas carlistas en Urnieta, el día de la Concepción, y del pronunciamiento en Sagunto del ejército liberal, en pro de Alfonsito, el hijo de la reina destronada por la revolución setembrina. Hablaba exasperado, como todos los entusiastas, de que hubiese ya un rey frente a otro rey, igualándose así las armas; un rey que habría de ser enseña viva para el ejército.
Tronaba el cura contra aquel manifiesto en que decía el nuevo rey que no dejaría de ser buen español y buen católico como todos sus antepasados, y verdaderamente liberal como su siglo.
—Bien le ha contestado su primo, nuestro don Carlos: ¡la legitimidad soy yo!
—¿Su primo? —dijo Pedro Antonio—, entonces todo quedará en la familia...
—¡Qué locura! Proclamarle ahora, que es cuando estamos más pujantes... Y venir a declararse católico-liberal... ¡Católico liberal...! Contra éstos, contra éstos ha lanzado el papa sus más enérgicas condenas...
—¿Reconocerán al cabo la deuda carlista? —preguntó Pedro Antonio.
Miróle su hermano alarmado, y su mujer, sobresaltada por lo extraño de aquella mirada del cura, alarmóse también. «Se va a volver loco si sigue así», pensó don Emeterio, y alzando la voz, como para ahogar con ruido la negra manía de su hermano y sofocar a la vez cierto temorcillo que ante Pedro Antonio sintió, así que en su mente le diputó en camino de la locura, gritó casi:
—Ahora, ahora que estamos más pujantes, ahora que tocamos casi el triunfo..., si nunca hemos tenido mayor vigor ni más pujanza...
—Así se decía entonces..., ¡qué siete años!
Pedro Antonio sentía, en sentimiento inconcreto, que muerto su hijo había con él muerto la causa por la que diera su vida; que el punto de vigor fue Somorrostro, no pasando de ser todo lo demás otra cosa que el despliegue de las fuerzas atesoradas y acrecentadas hasta entonces. Tenía la vaga intuición, oscura e indefinida, de que asistían al momento en que rompiéndose el nudo de las infinitas fuerzas, se derraman las energías, ya en madurez, momento que es principio del descenso, y no al de la fuerza juvenil, antes de decidirse el destino; que era aquello el estío de la siega, y no la primavera, en que laten las fuerzas bajo tierra. Había pasado la plenitud de la acción, la energía que brota al concentrarse las fuerzas, el instante de la libertad. Somorrostro fue el apogeo, la retirada de él la derrota de los viejos recuerdos del carlismo, que ya en Abarzuza llevaba esculpido en la frente su destino.
Por esto oía Pedro Antonio con indiferencia todo y eran sus comentarios escépticos; por esto se encogió de hombros al saber que se habían afrontado los dos reyes en los campos de Lácar, que hubo un reto del escuadrón de guardias carlistas montados al de húsares de Pavía —cosa de libros tales retos— y que Alfonsito había tenido que huir del campo. Y cuando Gambelu, en una de sus visitas a la aldea, le dijo que Cabrera había reconocido al rey liberal, exclamó:
—¡Es claro! Esto se va, se va sin remedio..., ¡y se irán mis ahorros!
—Hace tiempo que tengo dicho que Cabrera no es nuestro Cabrera —dijo Gambelu—, es masón y protestante, casado con una protestante..., no cree en la Virgen..., masón, masón...
El gigantesco Cabrera de los recuerdos de Pedro Antonio agrandábasele, difuminándose en el misterioso Valle Invisible, atrayéndole con un fulgor extraño, y mientras los carlistas, asegurando no importarles nada la delección del viejo caudillo, escogían para él insultos y le exoneraba don Carlos de sus honores, Pedro Antonio leía a solas, silabeándola casi, la proclama del héroe leyendario, sintiendo a su lectura brotar como por conjuro sus más arraigados recuerdos. Oía la voz del llamado en un tiempo el tigre del Maestrazgo, que desengañado y arrepentido, e invocando a su hijo, perdonaba a sus enemigos, como en los siete años sembró el terror invocando a su madre fusilada; oía la voz del héroe que conservaba las cicatrices, representantes vivas de los méritos, cuyos muertos títulos y cruces le arrebataba el nieto de aquel Carlos V, que se los diera; oía aquella voz diciendo a sus antiguos devotos que les dejaba el Rey para irse con Dios y con la Patria; que en vano querían llenar con palabras el vacío de las ideas. ¡Extraño eco en el alma del chocolatero el del eco de aquella voz del viejo guerrillero, cargado de heridas y de gloria, hablando desde un misterioso Valle Invisible de ideas y de paz, del poder de la doctrina sobre la fe ciega, pidiendo compasión para la patria, su madre, y que rechazasen de una vez para siempre la injuria que inferían a su dignidad los que califican de ingobernables a los españoles; exhortándoles a que ellos, conquistadores por tradición y por carácter, llevaran a cabo la más grande conquista de un pueblo: la de triunfar de sus propias debilidades!
«Esto no es Cabrera, es un misionero», pensó Pedro Antonio, recordando a aquel otro predicador que al aire libre, en el cementerio de Bilbao, hablaba de paz evocando recuerdos de la guerra de los siete años, y de la noche de Luchana, al pie de la matrona que corona a vencidos y vencedores. ¡También de aquel predicador le dijeron que era masón! ¿Qué tendrían los masones aquellos para removerle así el alma?
Encontrábase preparado para comprender al viejo caudillo. Al ensalmo de aquella proclama sintió renacer en sí su alma del año 40, cuando en uno de los batallones guiados por Maroto, uniendo su voz a la voz de todos gritaba: ¡paz!, ¡queremos paz! Y mientras a Gambelu hacían exclamar los fusilamientos de Estella "¡aún hay esperanza!", Pedro Antonio recordaba a Muñagorri, cuando Juan Bautista Aguirre se alzó en armas al grito de: ¡Paz y fueros!, ¡viva la religión católica!, ¡viva Alfonso XII!, ¡viva el general Cabrera!
Era entretanto Durango hervidero de proyectos. El golpe decisivo de una vez, y ¡a Madrid!
Juan José esperaba el triunfo de un día a otro; la poda de los fusilamientos de Estella habría de servir para en adelante de escarmiento a los traidores; y el hecho mismo de que tuviese el enemigo un rey en quien cifrar sus esperanzas y concretar los anhelos de sus esfuerzos, daríales a ellos, a los carlistas, vigor para derrotarlos. ¡Ya vería, ya vería el reyecito católico-liberal! Y canturreaba Juan José entre dientes:
A punto tal llegaba, empero, con su zapa el desengaño, que el mismo Celestino desahogaba ya en la intimidad su pesimismo y sus temores. ¿Quién sacaba de su tierra a aquellos vascos que en antiguos tiempos no querían pasar en la ofensiva del árbol Malato, a no darles estipendio? Peleando junto a sus familias y con el país propio por apoyo, halagábalos poco el ir a Madrid, a dar rey a los castellanos. ¿Para qué?, ¡allá ellos! Habían implantado, por su parte, un ensayo de estadillo independiente, con sus sellos de correo y sus perros grandes. Recelaban, además, de las desconocidas llanuras, contentándose, hechos fuertes tras del Ebro, con sostener su incipiente estado merced, en gran parte, a la ayuda de aquellos voluntarios castellanos viejos que corrieron al norte a vivir de la guerra unos, a satisfacer instintos atávicos otros, a darse pisto alguno que otro, a penar y sufrir desvíos y menosprecios los más de ellos.
Y no era esto lo peor, no. Lo peor era, según Celestino, que no había fijeza en el programa, que no sabían los más qué era lo que defendían. Porque él, necesitando fórmulas para darse cuenta de un movimiento que no le brotaba de las honduras del alma, creía que la fórmula engendra el movimiento. Juan José que le oía una noche, le interrumpió:
—Sin todo eso nos echamos al monte y con todo ello se irá esto al traste si está de Dios así. Menos fantasmones es lo que hace falta..., y en cuanto a los castellanos, ¿quién les ha mandado venir?
Comprendió el Pretendiente que tenía que prestarse a la suprema representación. Murmuraban ya de él muchos diciéndole masón, o influido de masones y liberales cuando menos, repitiéndose, de oído en oído, la resistencia que había opuesto su abuelo a jurar los fueros. Ni la consagración del ejército carlista al Sagrado Corazón de Jesús detuvo la gangrena. Llegó la época de las Juntas generales del señorío de Vizcaya, en Guernica, y arreciaron las discordias entre puros y amorebietos. El día 30 se presentó una moción pidiendo se proclamase al Rey señor de Vizcaya; y al oír que éste iba a jurar los fueros vizcaínos, Josefa Ignacia dijo a su marido: anda, vete a ver eso, por Dios; distráete, hombre, distráete, vete a verlo...
Era don Carlos rey de derecho y de hecho —se decía—, iba a serlo por la voluntad del pueblo, consagrándose por la verdadera democracia la tradición y el hecho consumado. Y¡aquéllas eran Juntas, aquéllas! De los 177 firmantes del mensaje —decía Gambelu— catorce tan sólo, nada más que catorce tenían apellido castellano; y los demás ¡qué apellidos! Gabícagojeascoa, Muruetagoyena, Urionabarrenechea, Mendataurigoitia, Iturriondobeitia..., ¡qué hermosura! para que les hinque el diente un pozano... Aquéllas eran Juntas, aquéllas; no había apoderado de Bilbao, para mayor paz.
Según se aproximaba el día tres de julio, designado para la Jura, henchíase Guernica de gente, y en medio del vaivén de la muchedumbre, en la expectación del acto y el rumor del choque de las pasiones intestinas, Pedro Antonio, que cediendo a los ruegos de su mujer, visitaba con Gambelu a diario la villa juradera, sentía renacer, como un cosquilleo en su alma, el fuego apagado en ella desde la muerte de su hijo.
El día tres despertaron a Pedro Antonio, que había quedado a dormir en la villa, los veintiún cañonazos, repercutiendo en sus entrañas. Llegó Gambelu, e impacientes los dos, como dos niños, se echaron a la calle. ¡Qué gentío! El rebullicio del continuo fluir de la muchedumbre removióle a Pedro Antonio el poso del alma en que dormitaban sus viejos recuerdos; pensaba en cuando de muchacho acudiera a las ferias de aquella misma villa; le llegaban al alma el campo reconocido, la serenidad del aire, la placidez de la vega recostada entre los montes siempre verdes, los montes de su infancia, y el aire lleno de frescura marina.
Iban resurgiendo en su conciencia impresiones de su niñez, de las que llevaba apegadas al fondo permanente de su alma, de las que con ésta se le amasaron. «Aquí, en esta tienda, me compró mi padre unos zapatos; la tendera era tuerta...»; «allí, allí mismo, allí fue donde estuvimos detenidos con la vaca, cuando me trajo mi padre el día en que vino a venderla...» Al reflejo de tales recuerdos parecía revestirse todo el escenario que los evocaba, de frescura y de intensa vida; interesábanle las personas todas que llenaban el pueblo.
Fueron arrastrados a la plaza por la muchedumbre, a punto de que salía la comitiva a buscar al Rey. Pedro Antonio se erguía sobre las puntas de los pies para ver por sobre la fila delantera a él. Rompían marcha los miqueletes. El rumor del pueblo, los sones de clarines y de atabales, y el desfile de la gente tras del estandarte, sacudían el alma al chocolatero, que se santiguó al ver ondear a la Purísima del pendón de raso blanco que enarbolaba el síndico. Acordóse de un día en que, siendo él niño, le llevó su padre a la villa, a que presenciase una procesión de jueves Santo; y a tal recuerdo parecía despertar en él el viejo anhelo infantil con que quería comérselo todo con los ojos antes de que se desvaneciera para siempre.
Las casas todas estaban engalanadas de colgaduras, y como sacando, con las sábanas domésticas, sus intimidades mismas, sus entrañas al balcón; cual si el alborozo difundido por la muchedumbre subiera al cielo y allí cuajase en grito de júbilo, estallaban cohetes en lo alto; las campanas todas al vuelo diríase eran el saludo de los campos; a ratos el tronar de la artillería daba profundo tono y acorde de unidad a aquella fiesta en donde nadie se acordaba de estar en guerra. El ruido estrepitoso iba desentumeciéndole a Pedro Antonio el dolor encadenado y sordo que guardaba desde la muerte de su hijo, a la par que iba ganándole la vida de la muchedumbre. El tañido del bronce y el estallido de la pólvora sobre el rumor del pueblo, evocaban reminicencias de los siete años en su alma, que no le pedía ya paz.
Llegaron arrastrados hasta frente a la casa en que se hospedaba el Rey, al salir el cual un viva compacto apagó por un momento el son de las campanas. ¡El Rey!, el Rey que iba a jurar ante el pueblo.
Gambelu y Pedro Antonio corrieron como chiquillos a Santa Clara, y a duras penas lograron acomodarse junto a un árbol a presenciar la ceremonia. La comitiva entró en el enverjado; colocáronse don Carlos y su borroso padre en el estrado, so el roble y bajo un dosel de damasco; los apoderados, en un templete. Empezó la misa de consagración. Parecía que la muchedumbre, extendida por la reducida arboleda, rendía culto al roble foral. Pedro Antonio miraba a lo lejos, por entre el ramaje del roble, la enorme espalda del gigante Oiz, de aquel sombrío montañón a cuya vista se formara su alma de niño. Rebasábale ésta; sentía renovarse, latiendo su espíritu al unísono del de aquella muchedumbre que con él oía la misa silenciosa, al aire libre, comulgando en espíritu todos, enajenados en la ceremonia. Cerca de ellos unas muchachas, de mejillas coloradas como manzanas, llenas de sí mismas y de su juventud, no hacían otra cosa que cuchichear y reír, atisbadas por una vieja, que distraía la atención de sus rezos para, en observándolas, indignarse de tal desacato. Llegó el alzar; arrodilláronse los que pudieron hacerlo; humillaron la cabeza todos, y en el silencio de la multitud agrupada al pie del viejo roble de las libertades vizcaínas, bajo el ancho cielo libre y lleno de luz, se alzó la hostia a la adoración del pueblo, sin que apenas la comprendiera uno. Bajó entonces don Carlos del trono y arrodillóse ante el altar, poniéndose en pie la muchedumbre. A Pedro Antonio se le querían saltar el alma y brotar aquellas lágrimas tanto tiempo cristalizadas en su corazón. Las resistió por vergüenza de llorar ante tanta gente, resistencia que las hostigaba más y más aún.
Arrancado a su ensimismamiento por el ambiente de la muchedumbre, parecía despertar de algún letargo; darse cuenta, por fin, de que era entre toda aquella gente un padre que había perdido su hijo, el hijo único por quien se habría perpetuado entre ellos. Vuelto a sí, descubría el dolor que había estarlo germinando en su seno; el frío «he perdido mi hijo» íbasele convirtiendo en el encendido «mi hijo ha muerto», que 1e quemaba ya las entraras. El era un hombre, un hombre como los demás, a quien le había herido en la sociedad humana tuca incurable desdicha; él había sido un padre entre los hombres, entre todos los que le rodeaban, muchos de ellos padres también todavía.
Tornó el sacerdote la hostia y su voz resonó en el silencio vivo del concurso. Decía que era un espectáculo digno de ser contemplado por los ángeles el de un rey postrado ante la inmensa Majestad del que habita en los cielos; que nunca había aparecido el rey más grande que entonces; que era un consuelo y una admiración verle allí y de aquel modo cuando casi todos los reyes de la tierra celebraban pactos con la revolución nefanda...
—Chúpate esa, Alfonsito! —murmuró Gambelu.
. . .que era admirable verle unirse a su pueblo en estrecho vínculo religioso por un solemne juramento...
Pedro Antonio no podía ya más, se sofocaba, mientras el sacerdote, manejando su arma, la palabra, parecía complacerse en tener al rey arrodillado a sus pies.
. . .Que había hablado el pueblo por boca de los cañones. Y cuando Pedro Antonio oyó «lo ha dicho con la sangre de sus mártires generosamente derramada en el campo de batalla», abriósele la herida del alma y empezó a sangrar en lágrimas silenciosas, que le dejaban la dulzura toda de la resignación lograda. Derramábalas en silencio, quedándole una paz inmensa en el pecho, a la par que se le avivaba el recuerdo de su hijo, muerto por la fe carlista, agrandándose y cobrando vida así difuminada visión del fondo de su conciencia. Cuanto más procuraba contener el llanto, más le brotaba, acrecentándoselo una especie de íntimo contento de llorar en público. También él tenía sus penas, llevaba su cruz, ¡que le compadecieran! Las muchachas alegres, las de mejillas coloradas como manzanas, lo observaron todo sin poder contener la risa al ver a aquel pobre viejo a quien tanto impresionaba la ceremonia.
—;Pobrecito!, ¡qué desconsolado está!
—Calla, mujer, no me hagas reír más —contestaba la otra fijando en el Rey los ojazos muy abiertos y cerrando a la risa la boca.
Miraban otros al chocolatero con lástima, los que le conocían sobre todo, y hubo vieja que empezó a hacer pucheros. Pedro Antonio vio a través de sus lágrimas aquellas caras juveniles y frescas que se reían de su llanto silencioso; quiso serenarse; volvió su atención a lo que pasaba ante el altar, y oyó que el sacerdote decía al Rey: si así lo hiciereis, Dios os lo premie; y si no, os lo demande. Habíase cerrado el pacto entre el pueblo y su rey.
Siguió la misa y con ella las lágrimas del pobre padre, que corrían en silencio.
—Vaya una educación de chiquillas! Hijas de algún negro, de seguro... —decía Gambelu, indignado de la ligereza de las muchachas.
—Son cosas de la edad, déjalas!
Y las mozas redoblaban sus risas al observar las ojeadas de Gambelu.
Concluida la misa estalló en vivas el entusiasmo contenido. Adelantóse el síndico, e intimando silencio dijo: «nobles vizcaínos, oíd, oíd, oíd; Vizcaya, Vizcaya, Vizcaya por el señor don Carlos, VII de este nombre, señor de Vizcaya y rey de las Españas, que viva y reine con gloriosos triunfos por dilatados y felices años!» Levantó el estandarte de damasco batiéndolo hacia todas partes, entre delirantes vivas; volvió a repetir su retahíla otras dos veces, tremolando en cada una de ellas de nuevo el pendón. Las lágrimas de Pedro Antonio íbanse concluyendo.
Levantóse el Rey, oyéronse algunos chitones y siseos, y el silencio reinó sobre el gentío. Dio las gracias al pueblo, y al decir que tendría siempre su corazón un recuerdo para ellos todos y para sus hijos, que derramaban generosamente su sangre en los campos de batdIa, volvió a abrírsele a Pedro Antonio la fuente de la ternura, mientras el Rey aseguraba que Dios, que nunca abandona a los que pelean por su causa, habría de darles pronto el triunfo. El pueblo atronaba con sus vivas, y el chocolatero no podía detener su lloro, sintiéndose contento de poder llorar entre el bullicio. Nadie sabía lo que pasaba en aquella alma, aislada entre tantas otras.
Adelantóse el corregidor, y dijo: «Pueblo vizcaíno!, ¿juras y rindes pleito homenaje a don Carlos VII, legítimo señor de Vizcaya y rey de las Españas?» El sí ahogado que de entre sollozos se le escapó a Pedro Antonio, perdióse en el compacto sí del pueblo que resonando vivo bajo el ancho cielo, fue, cruzando el roble viejo y oreando su follaje, a perderse en la vega. Vino después el besamanos, en que desfilaron los diputados y apoderados del pueblo.
Pedro Antonio sentía una calma grande, como no la había sentido desde la muerte de su hijo, una calma que le llenaba el espíritu de la libertad del aire, de la serenidad del cielo, de la vida difusa de la muchedumbre, en la que había descargado su pena, de las reminicencias de su aldea, de los recuerdos de los siete años y de la imagen de su hijo muerto sin haber recibido un beso suyo, imagen en que se recreaba con la placidez del convaleciente. Sentíase su alma libre de un peso, y cual si se hubiera vaciado de una opresora hidropesía que la había tenido amodorrada y como tonta, respiraba ahora en él, libre, aspirando todas las impresiones, avivando todos los recuerdos. Se acercó a besar la mano al Rey, cuando tocó en turno al pueblo; se acercó con los ojos tumefactos, y dio a la mano real, con toda su alma, un beso que no había podido dar a su hijo muerto, el último beso, aquel que tuvo guardado años hacía para su hijo Ignacio; beso para el Rey como los otros, uno más entre tantos.
Respiró libre de un peso, se ensanchó su resignación curada, se levantó, y sus ojos buscaron a las mozas retozonas para que le viesen sereno. Quedóse un breve rato contemplando el besamanos, hasta serenarse del todo, y acabado el homenaje, mientras quedaban en el estrado los apoderados velando el retrato del Rey, fuese con Gambelu y la muchedumbre al tedéum, a la parroquia. Y allí, entre la muchedumbre, entonces recogida, rezó como nunca había rezado antes, sintió que le llenaba la paz del alma poco a poco, se dio cuenta clara de la soledad reposada en que él y su mujer quedaban; creyó una vez más que es el mundo estación de paso, y se robusteció su voluntad de vivir, de vivir para el goce de esperar la hora en que habría de reunirse a su hijo, en que tendría que reunirse con él. Al salir de la oscuridad del templo, parecióle todo reposado y solemne en la claridad del día, mientras las gentes se dispersaban.
Cuando, llegado a casa, vio a su mujer, se miraron a las miradas, leyéronse en el fondo de las almas, se vieron solos en su vejez, a los treinta y cinco años de matrimonio, unidos por una sombra invisible y una común esperanza, por un hijo espiritual vivo; echóse a llorar el padre, exclamando, ¡pobre Ignacio!; y la madre, prorrumpiendo en un ¡gracias a Dios!, lloró con su marido.
La guerra se acababa por consunción, y como pataleo epiléptico, el papel oficial carlista llamaba cobardes, criminales, esclavos, sarracenos y eunucos a los liberales. Don José María aconsejaba a los pocos días de la jura no entercarse, abandonar al Rey y salvar los fueros mediante un convenio con el enemigo.
La proclamación como Rey de España del hijo de la reina destronada surtía su efecto. La gente de orden y de dinero volvía a él sus esperanzas; abandonaban a los carlistas muchos que hasta entonces los ayudaron bajo cuerda; el episcopado empezaba a predicar caridad, paz y concordia. Había hallado su diagonal el conflicto de fuerzas que provocó la guerra; la contrarrevolución estaba hecha.
Llegó la desesperada para el carlismo en armas. Replegados en Cataluña, después de haber perdido el Centro con la toma de Cantalavieja por los liberales, dispersáronse en quince días unos quince mil hombres; deshizo a otros en Treviño la caballería nacional. La rabia llegaba al paroxismo; perseguíase más duro cada vez a los tildados de liberales, mientras los pueblos iban convenciéndose de que disponía de tropas el gobierno de Madrid. Hasta Gambelu hablaba, si bien no delante de Pedro Antonio, de aceptar las ofertas de convenio que hiciera Quesada, cuando Lizárraga y el obispo tuvieron que rendirse por sed, con más de mil hombres, en la Seo de Urgel.
Recluida la facción al Norte, empezó la desesperada final. La prensa de Madrid hartaba de insultos a don Carlos, que proponía, para el caso de estallar guerra con los Estados Unidos con motivo de la de Cuba, una tregua y armar en corso a sus voluntarios. A fines del año lanzaba el cielo grandes nevadas, y el gobierno de la nación un haz de batallones sobre el país vasco. Los treinta y cinco mil carlistas que, de ochenta mil a que llegaran, quedaban aún, bajo el mando de un extranjero, pariente del Rey, esperaban el supremo empuje. Don Carlos les arengó; la hora deseada había llegado, estaban en vísperas de grandes batallas, no contarían el número de los enemigos hasta después de la victoria..., ¡que vinieran! Esperábanles días tremendos, días terribles, mas también la francesada empezó con la ocupación de España por los napoleónicos. Si llegaban malos días repetirían el ¡no importa! de los héroes de 1808; pronto habría de resonar en Cataluña el ¡desperta, ferro! y la bandera inmaculada volvería a flotar en sus cimas. Esperábanles el hambre, el frío, la fatiga, pero su Rey les aseguraba el triunfo, buscando para caer postura decorosa. La última esperanza, la de la desesperación, gritaba metiendo ruido: ¡ahora, ahora que nos hemos limpiado de traidores!
Juan José sentía renacer en sí la reserva de sus ánimos; quería engañarse. Era imposible que acabase la guerra como acaba una tisis, por consunción; antes de sucumbir harían una que fuese sonada, algo inesperado, heroico. Del último esfuerzo de la fe surgiría el milagro.
Entró el 76 con duras nevadas e insubordinación creciente; hablábase en los batallones carlistas, a diario mermados por deserciones, de indulto, de capitulación, de entrega, de pase a Francia.
Cuando a fines de enero Vio Juan José en Durango buscar todo el mundo carruajes, levantar casas y empezar la desbandada, al oír que el enemigo estaba encima, exclamó: ¡todo se ha perdido!, vencerán, sí, pero ¡duro les ha de costar el triunfo!, ¡que se lo ganen con su sudor! Yquién sabía?, tal vez a la vista del supremo heroísmo despertaran los entusiasmos cansados, y volviera a encenderse la hoguera. Y vino la corajina final, el defenderse como gato tripa arriba para morir matando. Defendiéronse de la avalancha reculando de risco en risco y de monte en monte, cediendo, valle a valle y palmo a palmo, aquella tierra en que implantaran un Estado chico, con sus sellos de correos, sus perras grandes y su Universidad. En Elgueta sacaron fuerzas de flaqueza.
Juan José tuvo que abandonar su deshecho batallón para agregarse a uno navarro, con el que se fue a Estella entre nieves, para tener que abandonarla a su vez, a mediados del mes, a ella, ¡a la ciudad santa del carlismo! Repartiéronles a cada dos pesetas. Ignoraban los movimientos del enemigo. De los ochenta y dos hombres a que se agregó Juan José en la compañía, sólo quedaban treinta y cuatro al salir de Estella. Estaban vencidos por la fuerza de las cosas; ya sólo se trataba de caer, sin someterse, con dignidad, para tener derecho a protestar y sublevarse de nuevo. Se merecía la nación quedarse sin quien habría de haberla salvado; merecíalo por su apatía, por su estúpida resignación, por su culpable indiferencia. España era un país indigno de mejor suerte; se entregaba a un chiquillo que le llevaba la anemia del liberalismo católico; prefería paz sin gloria a gloria sin paz; llegaría a ser el ludibrio de las naciones.
Pedro Antonio tuvo que ver la entrada del ejército nacional, que ocupaba los pueblos como río en crecida. Los chicuelos dije antes corrieron junto a las tropas carlistas, corrían ahora junto a las liberales; más de una muchacha cambió de novio, de un oficial carlista a otro del nuevo ejército.
La desbandada era general en Vizcaya, oíase mucho ¡viva la paz! y el jefe del batallón en que anduvo Ignacio victoreaba al nuevo rey, a Alfonsito. En Tolosa entró un batallón carlista a entregarse, armado y a toque de marcha. Los chicos volvían de romería a sus casas.
¡Cuán otro fin —pensaba Pedro Antonio— que aquel solemne convenio de Vergara que cerró la guerra de los siete años, mi guerra, aquel abrazo de Espartero y Maroto en medio de los sembrados y entre los viejos ejércitos que pedían a voces una paz tan dulce tras tanto y tan duro guerrear!
El día de Carnaval los restos del ejército carlista leales a su rey, castellanos en su mayoría, los que peleaban lejos de su tierra y los cortesanos de la desgracia, pasaban a Orbaiceta y de allí a Valcarlos, con la tristeza de los recuerdos de esperanzas en el alma, y en la garganta el nudo del aire de la patria que iban a dejar.
Pobre Ignacio! —dijo Celestino a Juan José, que iba a su lado.
Lástima de vida!
En Valcarlos, mientras su rey les hablaba por vez postrera, lloraban muchos. Antes de llegar a la línea fronteriza, en el puente de Arnegui, les repartieron el dinero de la caja.
—¡Para sacar misas a Ignacio! —dijoJuanJosé.
En el puente volvió su corpacho don Carlos y exclamó teatralmente: ¡volveré!, ¡volveré!, mientras los voluntarios, en junto unos diez mil hombres, llorando, rompían sables y fusiles. Al día siguiente, segundo de Carnaval, el rey vencido revistaba en tierra extranjera a sus últimos batallones, desarmados.
Empezó el pueblo a gustar la paz como la salud el convaleciente; volvía todo a su cauce antiguo, a sus casas los emigrados, e iba a recobrar lozanía la vida del trabajo, y a reenquiciarse los negocios en suspenso. El comercio no había cesado de ir amasando capitales, muchos de ellos a favor de la guerra; la industria, amainada durante ésta, recobraba vigor para crear riqueza con que servir y alimentar a los capitales aquellos. Los rencores iban precipitándose, desenturbiados, al lecho de la conciencia pública, para allí formar poso de légamo, de nuevo mejible. Terminada la guerra abierta, persistiría la lucha gubernamental; la minoría, dueña del poder ejecutivo, seguiría dominando a la masa, conservando en verdadera paz armada el orden brotado de la guerra.
Alegraba las calles nueva generación de muchachos, lazo entre el pasado y el porvenir, mantenedores de la frescura del ámbito social, dadores a los adultos de finalidad de vida, depositarios siempre de la sabiduría virgen y del tesoro sagrado de la inocencia que preserva al mundo de su ruina. Cuando iban a besar la mano al tío Pascual solía éste pensar algunas veces: éstos son los justos por quienes Dios no nos destruye.
Fue, sin duda, uno de los más granados frutos de la guerra el de proporcionar modelo de nuevos juegos a los muchachos. La constante estancia de tropas permitíales acercarse al soldado, aprender de él; recoger cartuchos con que amenizar las pedreas, haciéndolas más serias. Con pólvora y bolinches de latón, de los que guarnecen las camas, fabricaban bombas explosivas, lanzadas a mano; con balas de metralla sujetas a una correa, bolas de defensa.
Juanito y los de su compañía en el batallón de auxiliares se despidieron de la guerra con comilona, baile, tamboril, globo, cohetes y fuegos de artificio.
El nuevo rey de España, recorrido el país apaciguado y visitado el campo de Somorrostro, desde donde en una proclama amenazó a los vascongados, fue recibido con delirio por el pueblo que destronara a su madre, al entrar triunfalmente, el 20 de marzo, en Madrid, con parte del ejército del Norte. Desde allí parte de sus tropas se fueron a Ciudad Real, a hacer guerra a la langosta que devastaba los campos manchegos.
Gustóse en la aldea la paz con suspiros de alivio; los chicos volvían a trabajar los paternos campos; cesaron las exacciones continuas, las sacas de raciones con que alimentar al ejército carlista, y lo que era más duro para los que las servían, a aquella nube de familias castellanas, que por tener en la insurrección a miembros propios, tuvieron que emigrar al país carlista y vivir sobre éste. Gozaban ya de la dulce paz, pero ¿cuándo se repondrían de los daños de la guerra?, ¿quién les abonaría los créditos de las deudas contraídas por los carlistas?
Había muerto tal chico, de la familia tal; tal otro, de la otra familia; alguno hizo un favor a la suya con morirse; pero, y ¿aquella familia desaparecida? Era lo que comentaba a Pedro Antonio el casero con quien tenía sus cuentos. Lo trágico, lo irreparable era la desaparición de una familia entera, dispersados sus miembros por la miseria, perdidos Dios sólo sabía dónde. ¡Felices los muertos de ella!
El tío Pascual fue a ver a sus primos con el propósito de llevárselos consigo a Bilbao. Deseábanlo ambos, aunque ocultándoselo mutuamente, en espera cada uno de ellos de que fuese el otro el primero en confesarlo, para venderle el sacrificio.
—Resignación! —decía Pedro Antonio.
—Tú sí, nuestra comunión no! —exclamó el tío Pascual, a quien la paz había hecho más belicoso.
—¿Y qué remedio?
—¿Qué remedio? Si nuestra comunión se resigna, muere. Ya se sabe lo que quieren decir los liberales con eso de entrar en la legalidad. Vencidos, sí, pero no domados. Ahora nos toca rezar, a nosotros desde aquí, a tu hijo desde el cielo, pero sin olvidar las obras; fe con obras. ¿A dónde habría llegado la Revolución sin esta guerra?, ¿sin la sangre propiciatoria...?
—Y el dinero...
Lo ves?, ¿lo ves? Nos han vencido porque no nos hemos purificado aún. No debíamos olvidar la hermosa pastoral de nuestro obispo Caixal; debíamos aprendérnosla de memoria. Ya recordarás lo que dice en ella: que en los siete años no fueron los batallones de Espartero, sino la ira de Dios, lo que arrojó a los voluntarios carlistas a la frontera. Así ha pasado ahora... ¡Claro está!, han ido tras el poder y no tras la victoria de Dios, del Rey y de la Patria... ¡Ah!, si hubieran pedido tan sólo el reino de Dios y su justicia..., ¡pero no!, ambiciosos, traidores, blasfemos...
Cualquiera diría que los liberales que nos han vencido son unos santos...
No, no, no nos han vencido los liberales, sino Dios, Dios que llueve sobre el campo del malo lo mismo que sobre el del bueno..., allá en sus inescrutables designios..., porque esta vida es sólo de paso...
—Ya ave de paso, cañazo, ¿no es eso?
No te burles de las cosas santas... Lo que nuestro Caixal dice: es verdad que los liberales son peores, pero Dios se sirve de los malos para azote de los buenos...
—Y en ese caso...
—En ese caso a Dios rogando y con el mazo dando..., y sobre todo, el triunfo moral es nuestro.
—¡Bah!, ¡lo de siempre! Mientras sea de ellos el material se reirán de todo lo demás...
—¿Se reirán? Al freír será el reír...
—Sí, sí, fiate de la Virgen y no corras...
—Aún eres barro. Déjate, que ya les llegará su dies irae...
—¿El qué? ¡Valiente cosa hacemos con eso!
—¿Que no? ¡Pero hombre!, si aún aquí abajo, vencidos, somos los vencedores... Verás si se nos respeta. ¿Quiénes sino los carlistas hemos traído a Alfonsito, después de todo?
—El que no se consuela es porque no quiere... Lo que nos hace falta es paz...
—¡Paz..., paz...! La paz puede ser una apostasía, un pacto nefando con el infierno... ¡No, paz no!; guerra continua a los enemigos de Dios..., el grito de Julio II «fuera los bárbaros!»
—Todo eso de religión de paz hay que saber entenderlo... Nuestro Señor Jesucristo no vino a meter en la tierra paz, sino espada y fuego —lo dijo él mismo—, vino a poner disensión y guerra, y a dividir a los de cada casa... ¡Paz, paz! Paz, sí, con Dios y consigo mismo, pero guerra, guerra continua contra los malos...
—Tienes razón, tienes razón... —le contestaba Pedro Antonio para apaciguarle los ímpetus.
Cediendo por fin Pedro Antonio a las instancias de su primo, Josefa Ignacia le dijo: si tú quieres... ¡bueno! Con el resto de la fortunilla del ex chocolatero, y con la del cura, vivirían los tres holgadamente, unidos por la sombra invisible de Ignacio.
Te acuerdas de cuando salimos? —preguntó Pedro Antonio a su mujer al divisar la torre de Begoña, destrozada por la guerra.
Echóse ella a llorar, mas sintiendo a la par placer por volver a la villa, una vez en la cual acomodóse enseguida a la vida nueva. Lo que más extrañaba y le molestaba más era tener más lejos que antes su antigua parroquia, a la que iba a misa diaria. Tuvo el cura que reprenderla porque se fue a ella, y no a su nueva parroquia, al llegar el cumplimiento anual.
A los pocos días de llegar entró la pobre en Santiago como en casa ajena, furtivamente; fuese a lo solitario y escondido del ábside, tras el altar mayor, donde entre las sombrías capillitas de rinconera, en medio de ellas, bajo la luz derretida y suavísima que bajaba de la pequeña rotonda, la Soledad pálida, con la cara lustrosa, a que daban expresión y vida los cambiantes suaves y lentos del reflejo de unas dulces velas, mirando al cielo, tenía en el regazo al Hijo muerto y desnudo, con los flácidos brazos pendientes, abandonado a la voluntad del Padre celestial. Josefa Ignacia se echó a llorar, ahogando en sollozos la salve que elevan a su abogada los desterrados en el valle de lágrimas. Serenada un poco, leía maquinalmente, y sin entenderlo el mater pietatis, flaviobrigensis patrona, ora pro nobis, escrito en la franja de lo alto. Penetrábale la calma de la penumbra de aquel retiro, la de la inalterable expresión de la Dolorosa, de aquel semblante triste en que al quedarse fijo el dolor, parece que se serena y purifica. Pensaba la pobre madre en su Ignacio; veíale salir de madrugada del cuarto, aún no bien despejada su vista de la torpeza del sueño; le veía, respirando salud, sentarse a desayunar. ¡Aquélla, aquella misma era su manera de partir el pan, aquélla la de mojarlo en la jícara de chocolate! ¡Así, así es como él cogía el vaso, así como se enjugaba los labios!, ¡así, así era como le miraba a ella, a su madre, con aquella tranquila calina de sus ojos serenos! «Vaya, hasta luego!», y se iba al escritorio; y ella quedaba en la tienda, esperándole hasta la hora de comer. Luego, al pasar un momento ante su vista interior la mirada vidriosa y de brillo lúgubre del demonio de colorete y de zapatos bajos, cubrióse la cara con las manos para llorar, recordando lo de la soberbia del espíritu y la concupiscencia de la carne. «No, mi hijo era bueno, y tú, madre, que eres buena, que eres madre, le diste tiempo para morir en gracia.»
Salió Josefa Ignacia de allí consolada, mientras parecía descender lenta llovizna de paz en la luz que bajaba cernida desde los rosetones de las naves góticas de la basílica bilbaína. De aquellas que quedaban allí, sentadas en el suelo y sobre los talones; hundidas las cabezas, mirando al devocionario; recogido en la mantilla el rostro; tal vez alguna pedía en silencio un hijo a la madre del Hijo eterno.
Pedro Antonio sintió los primeros días comezón de pasar junto a su antigua tienda. Llegaba hasta la entrada de la calle; echaba una ojeada al caleidoscópico espectáculo de sus comercios, con el género a la vista; deteníase un momento; y, sintiendo un nudo en la garganta, se volvía. Un día, después de haber bebido un poquito más que de costumbre, para cobrar ánimo, entró en la calle. Sus antiguos convecinos se asomaban a la puerta de sus tiendas para compadecerle y saludarle. A medida que iba hablando con uno y con otro recobraba ánimo, sintiéndose otro, satisfecho de aparecer contento con su cruz, cual cumplía a un viejo soldado.
Llegó frente a su viejo tenderete y encontróse con que lo estaban reformando para establecer en su lugar una confitería de lujo. Habían derribado ya el tabique que separaba el obrador del despacho; habían quitado el antiguo mostrador, apoyado sobre el cual soñara en un tiempo con una vejez tranquila, al amparo de su hijo, continuador del negocio. Y, sin embargo de tal recuerdo, parecíale bien el cambio, la cosa más natural del mundo. «No quedará mal», se dijo.
Al encontrarse luego con don Juan, que le miraba desde la puerta de su almacén, se dijo: ¡éste tiene almacén todavía...!
—Hola, don Pedro Antonio..., ¿de vuelta, eh?, ¿qué hay?
—¡Vaya! ya se pasó la mala..., ¿ustedes bien? —contestóle, acordándose del día en que había ido Arana a insultarle, en su tienda.
—Sí, bien, gracias a Dios... Supe la desgracia...
—¡Yo la de usted..., cómo ha de ser!, ¡paciencia!
—Lo pasado, pasado..., ¡cosas de la vida!
—Sí, pues...
Tras de una pausa, viendo que callaba Pedro Antonio, dijo el otro:
—Bien.., bien.., bien..., ¡conque otra vez por aquí...!, ¡bueno!
—¿Y la hija? —preguntó el ex chocolatero, sintiéndose profundamente herido por el tono de aquel ¡bueno!
—¿Rafaela? Ha casado con Enrique, el vecino, el de las de Zabaleta..., ¿le conoce usted?
—¡Que sean felices por muchos años...!
Se despidieron. A Pedro Antonio querían saltársele las lágrimas; aquella conversación baladí le había revuelto el doliente pozo del alma. Don Juan quedóse mirándole y gozándose en la idea de que le qúedaban aún hijos y almacén. Después compadeció a su pobre convecino de un tiempo.
Fuese Pedro Antonio desde allí a un rincón de su antigua parroquia, donde lloró, hacia dentro de sí mismo, su tienda y sus perdidas ilusiones.
La iglesia fue su distracción y su refugio en aquella vida tranquila, sin tener que pensar ni en el negocio, ni en el mañana. Ibase a ella todos los anocheceres, al toque de oración, a rezar el rosario con otros, desconocidos de él no pocos de ellos. Recogidos todos, soñolientos muchos, repetían las salutaciones marianas, sin parar la atención en ellas, por máquina, rumiando mentalmente cada uno de sus cosas propias, sus preocupaciones domésticas: la enfermedad del niño, la cuenta del casero, lo malo que le había resultado el último par de botas, el próximo viaje, lo que acababan de ver o de oír, lo que sabían del que tenían al lado; puesta la intención en el piadoso ejercicio y dejando vagar la mente, libre de cuidado, no sujeta por el rezo, como en un remanso fluctúan las ondas que la brisa riza sobre la lenta corriente de las aguas. De aquella plegaria común, entretejida con las humildes preocupaciones de la vida de cada uno; de aquella vaga música espiritual, a la que ponían sendas letras propias, brotaba íntimo efluvio de recogimiento, perfume de fraternidad de humildes y de sencillos, bálsamo de un hábito que adormece al alma. Lo más grato era la letanía, los ora pro nobis, y el tránsito de éstos al miserere nobis. ¡Cuántas veces, tomada la repetición de aquéllos, proseguían cuando no eran ya de lugar! Había que fijarse un poco. Concluía, por fin, el rezo; despejábanse todos, e iban saliendo a la frescura de la calle. Alguna vez uno de los fieles, un desconocido acaso, ofrecía agua bendita a Pedro Antonio a la salida del templo. Saludábanse con una ligera inclinación, y se iba cada cual por su lado.
Veía de cuando en cuando a sus viejos amigos, pero de ellos don Braulio apenas salía de casa, quejándose de no resistir ya los largos paseos de antaño, por tener torpes las bisagras y los fuelles cansados; don Eustaquio inalterable, pero con tertulia nueva; Gambelu huido y triste, lleno de aprensiones, solo como un hongo, y cada día más mordaz. Este, que vivía de la caridad de algunos de sus antiguos amigos, mejoró algo al encontrarse un día con que, muerto don Braulio de repente, le había señalado en su testamento una pensioncilla vitalicia, mientras instituía heredero universal a un sobrino a quien ni había tratado ni apenas conocido, sancionando así con su voluntad la sucesión abintestada legal, proceder el más cómodo y el más respetuoso, a la vez, con la tradición.
Una mañana encontró Pedro Antonio a don José María. El antiguo conspirador le habló con su habitual gravedad de barba de comedia, repitiendo a cada paso: ¡lo que ahora nos hace falta es paz, paz! Andaba en negociaciones para comprar papel de la deuda pública, la debida a la guerra en máxima parte; soñaba con los empréstitos que habría de emitir la nación desangrada. Cobraría así con creces sus antiguas gestiones para colocar el empréstito carlista.
En la vida común a ambos íbanse aislando mutuamente y cada día más los dos viejos consortes, Pedro Antonio y su mujer, pues cada uno de ellos tornaba poco a poco al alma de sus recuerdos de niñez, de cuando aún no se habían conocido el uno al otro. Empezaban ya a vivir más allá de la memoria del hijo, que les unía. Hablaba él ya más de su padre que de su hijo, sin desperdiciar ocasión de repetir, cien veces, si cien se le presentase coyuntura de hacerlo, los dichos y hechos de su padre, o los del tío que le puso al oficio.
Apenas se veían sino a las horas de desayuno, comida y cena, por irse él a sus visitas y devociones, a las suyas ella. El tío Pascual era quien aún los unía, quien provocaba las conversaciones, quien traía de cuando en cuando a evocación el recuerdo del hijo.
Antes de acabarse del todo la guerra y aprovechando sus efectos había comprado don Juan tierras, para hacerse propietario de campo, su sueño de oro. Poseer tierra era para él como ejecutoria de nobleza y consagración de su fortuna. Le llamarían «señor amo»; dispondría de votos en las elecciones; ponderaría la llaneza con que se trata en su país al rentero. Cuando le llevasen, por Santo Tomás, las rentas con el regalo, veríase en su conciencia, ilustrada por Bastiat, cual heredero de los que primero desbastaron las intrincadas selvas y las desenmarañaron, desecaron los pantanos y roturaron los yermos, y ¿por qué no cual heredero también del Sol? Al encontrarse dueño de parcelas del suelo patrio, sintió reavivársele en el pecho el patriotismo; corroboráronsele los sentimientos conservadores y se le fortificó la fe de niño, y el respeto a la religión de sus mayores, empezando a oír misa diaria, ingresando en una congregación piadosa y haciendo la vista gorda a que su hija comprara la bula, avergonzado del juramento que de no comprarla hiciera a raíz del bombardeo. Probaba, además, su liberalismo, acudiendo el dos de mayo, con su vieja gorrita de escarapela, guardada como reliquia, a la procesión cívica.
Casósele Rafaela, para cumplir así con la vida y encarnar los anhelos de la juventud y el inconfeso y secreto deseo de maternidad. La familia es la plenitud de vida en el mundo, cuando no se ama el retiro. Deseaba una vida completa, temiendo además quedarse sola un día, sin familia, aunque con parientes. Iba a llenar un vacío, he aquí todo. Hasta entonces sólo había vivido el aprendizaje de la vida. Casóse sencillamente, libre de sentimentalismos librescos. ¡Amar!, ¡amar!, ¡qué palabras tan presuntuosas, tan enfáticas, tan de libro! Sólo en éstos se dice: ¡te amo! Querer y cariño, he aquí lo sencillo, lo natural. ¿Quererle?, ¿qué era eso de quererle?, querer, querer tan sólo, querer por querer..., ¡eso no es nada! Quererle no era más que una manera de atenderle, de cuidar de sus cuidados, de vivir con él, de hacerse a sus costumbres, de sufrir contenta sus flaquezas y adversidades, de aguantar sus cosas..., ¡cosas de hombre! Profesó a Enrique un cariño tibio y hondo, tejido de las mil minucias de la existencia ordinaria, consustancial con la vida misma, un cariño que se hizo pronto hábito, y como tal inconciente.
Juanito andaba, por su parte, buscando heredera, sujeto ya del todo a la tarea del escritorio y riéndose de sus pasados radicalismos de opiniones políticas.
Del viejo fondo de la comunión carlista, nutrido de mera lealtad —de lealtad por la lealtad misma—, de terco apego a una tradición indefinible e indefinida, iniciábase ya el desprendimiento, por diferenciación, de algunos de sus elementos componentes. De un lado la aspiración a una política íntegra y exclusivamente católica, la escuela libresca del racionalismo católico, con olor a tinta de imprenta, engendro de la razón raciocinante y meramente discursiva, escuela jacobina que no pasa de ser un momento del liberalismo por ella execrado, uno de aquellos momentos en que se niega a sí mismo, afirmándose al negarse; de otro lado el natural acomodo a las circunstancias; y de otro el regionalismo exclusivista y ciego a toda visión amplia, a todo lo que del horizonte natural traspase.
El tío Pascual, murmurando ya de don Carlos, a quien a las veces tilda de cesarista, y de regalista otras, empieza a preconizar el reinado social de Jesucristo, fácil fórmula, en que, por lo vaga, caben todos sus logomáquicos abortos y larvas de ideas. Vésele haciendo más imposible cada vez salirse de sí, para comprender ajenos conceptos como el que los abriga los comprende. Abomina a cada paso del liberalismo, mote bajo el que engloba todo aquello que escapa a su comprensión formularia y osificada.
Su primo Pedro Antonio le oye tales disertaciones como quien oye llover, pues ¿qué se le da a él, que vive en santa simplicidad de espíritu, de todos los dogmas y doctrinas? Son ruido de sabios, que él acata, atento a que doctores tiene la Santa Madre Iglesia para responder de todo eso. «Tienes razón... tienes razón...», le repite, mientras allá, en los hondos senos de su alma, dícele una voz, sin ruido de palabras: la cuestión es ser bueno; ésta es la verdad. Y así es como, mientras su primo reposa en la verdad, busca la razón el tío Pascual, más convencido que nunca de que las ideas y los dogmas rigen al mundo, de que las leyes hacen los hechos, de que sigue el cuerpo a su sombra y de que es el liberalismo la causa de los males del siglo.
Don Eustaquio se da a la iglesia cada día más; mata parte de la mañana oyendo misas; vaga por las calles; y abomina de toda política. Convencido de que es lo primero atender al personal negocio de la propia salud eterna, prodiga sentencias como éstas: cada uno en su casa, y Dios en la de todos; de Juan a Diego, no va un dedo; nunca seremos ángeles los hombres; menos política, y más religión.
Juan José, fuera de sí desde la abolición de los fueros, echa chispas, pide la unión de los vasconavarros todos, tal vez para una nueva guerra, guerra fuerista. Desahógase contra los pozanos; ha dado en desear saber vascuence, si lo pudiese recibir de ciencia infusa, como don al entusiasmo, sin labor lenta.
Empiézase en el ambiente en que él vive a cobrar conciencia del viejo lema «Dios y Fueros», al que sirvió de tapujo en gran parte el de «Dios, Patria y Rey». Siéntense las generales corrientes étnicas que sacuden a toda Europa. Por debajo de las nacionalidades políticas, simbolizadas en banderas y glorificadas en triunfos militares, obra el impulso al disloque de ellas en razas y pueblos más de antiguo fundidos, antehistóricos, encarnados en lenguajes diversos y vivificados en la íntima comunión privativa de costumbres cotidianas peculiares a cada uno; impulso que la presión de aquéllas encauza y endereza. Es el inconciente anhelo a la patria espiritual, la desligada del terruño; es la atracción que sintiendo los pueblos hacia la vida silenciosa de debajo del tumulto pasajero de la historia, los empuja a su redistribución natural, según originarias diferencias y analogías, a la redistribución que permita el futuro libre agrupamiento de todos ellos en la gran familia humana; es, a la vez, la vieja lucha de razas, fuente de la civilización. Tales corrientes étnicas de debajo de la historia son las que, aunándose al proceso de las grandes nacionalidades históricas, hijas de la guerra y de ella sustentadoras, las impele al concierto de que haya de surgir la Humanidad pacífica. Por dentro de los grandes organismos históricos palpita su carne, luchando por diferenciarse según la varia distribución de sus elementos originarios; en los suelos nacionales, hipotecas de los tenedores de las deudas públicas, alienta la vieja alma de las antiguas tribus errantes que se asentaron en un tiempo en campos de propiedad común. Los pueblos, que forman las naciones, empujan a éstas a integrarse, disolviéndose en el Pueblo.
Mas se ve a tal finalidad cerrados los ojos a ella, en egoísta impulso de ciegos exclusivismos. Juan José y sus compañeros de aspiraciones entonan el solemne himno al árbol de Guernica, símbolo vivo de la genuina personalidad del pueblo vasco; cantan en vascuence, sin entenderla apenas, aquella estrofa que dice:
En la invocación a que dé y extienda su fruto por el mundo todo no ven los que la cantan la genial intuición del bardo errante, que recorriera extraños pueblos, para llevarles el ensalmo de la canción de libertad, en música a todos comprensible, aunque encarnada en vieja lengua desconocida de ellos.
Josefa lgnacia se acordaba cada día más de su difunto hijo, a quien no lograba representárselo muerto, porque siempre le había visto vivo y sano, vivo y sano la última vez que le viera. lba la pobre empeorando, de mal interior según ella decía, sin permitir que la viese médico alguno, a pesar de las exhortaciones que para conseguirlo le dirigía a diario el tío Pascual. Logró éste, al cabo, que cediera aquélla, al asegurarle que tal resistencia picaba ya en pecaminosa, y que tenemos deberes que cumplir para con el cuerpo. El médico hizo una mueca de impotencia; era tarde, y luego, la edad, los achaques, los disgustos...
En vano se quiso ocultarle su estado; sentíalo ella, sin concederle importancia; sintiendo la invasión del último sueño, no tenía ya apego alguno a la vida. Empezaron, sin embargo, los esfuerzos para hacerla salir de casa, a que tomase el aire y el sol, y se distrajese un poco. Todo en vano; erraba su vista, sin mirar a nada, posándola aquí o allí indiferente, y sonreía a todas las palabras de su hombre. Fue cayendo, cayendo, encamó, y vieron claro su cercano Fin.
Pedía a su marido que le leyese de aquel viejo libro de misa en que durante los años primeros de casada había pedido a Dios, un día tras otro, con tenacidad humilde, en voz baja, sin apenas atreverse a vibrar los labios, aquel hijo que le fue arrebatado por la guerra en la flor de los años.
Y Pedro Antonio no acertaba a leer en vascuence, su lengua nativa. Recomendábale ella que se cuidase bien; que paseara; que rezase por ella y por su hijo, mientras ellos, a su vez, rezarían por él; y que no se apurase.
—Ahora no te serviría yo más que de estorbo... Aquí no hago nada... Aunque tardes no importa, que después nos sobra tiempo de estar juntos... Cuídate, Pedro, cuídate...
Cuando le llevaron el viático, quedóse Pedro Antonio rezando, de hinojos, junto a la cama, mirando a ratos las llamas dulces de las hachas que oscilaban en la recogida penumbra, recreándose en el lento arrastrarse de los ora pro nobis de la letanía. La enferma se dejaba adormecer por las preces, como un niño por el canto de cuna con que le traen el sueño reparador. Al abrir la boca para recibir la hostia, encontró su vista a la del compañero de su vida, y sintió piedad de él, que se quedaba solo. Reposaba en éste sus dulces ojos rodeados de sonriente serenidad, ojos en que se pintaba la hondura de la larga costumbre de convivencia con él.
Cuando hubo acabado todo ello, entornó Pedro Antonio la ventana, se acercó a su mujer, la cubrió bien, le dio un beso en la frente, cosa que no hacía desde larga fecha, y diciéndole: ahora duerme y descansa, se salió.
Vinieron luego las recomendaciones del alma, que la moribunda apenas oía y que aterraban a Pedro Antonio; y al amanecer quedó exánime la pobre, tras de breve agonía. Quedóse el hombre un rato mirando aquellos ojos que, inmóviles, le miraban con paz desde la muerte; los cerró; amortajó a la difunta; y lloró en silencio después, sintiendo que en su conciencia volvía a levantarse el oleaje que la agitara durante la jura, y que de nuevo se le robustecía la voluntad de vivir, de vivir para el goce de esperar la hora en que habría de reunirse a su hijo y su mujer. Recogió piadosamente el gastado devocionario de Josefa Ignacia.
En adelante duróle largo tiempo el desasosiego por la falta de su Pepiñasi; ¿dónde estaba?, ¿qué era de ella?, ¿por qué no había venido ya, como otros días, a comer?, ¿iban a estar esperándola así? Algo le faltaba, algo había roto el nexo de su vida humilde. Y cada vez que se presentaba a su mente, asociada a la falta de su mujer, la imagen de la muerte, se le ablandaba el pecho.
Desde que enviudó Pedro Antonio, solo en el mundo, vive tranquilo y sin contar sus días, gozándose en despertar cada mañana a la vida sin sobresaltos ni congojas. Su pasado le derrama en el alma una luz tierna y difusa; siente una paz honda, que hace brote de sus recuerdos esperanza de vida eterna. Como ha preservado limpia la temporal, es su vejez un atardecer como una aurora.
Su paseo favorito es la subida a Begoña, por la carretera. Contempla a sus pies a Bilbao, muy otro que el que le recibiera el año 26; y ve brillar la sinuosa cinta de plata de la ría, entre verdura sembrada de viviendas. A la caída tibia de la tarde, cuando del cielo argenteo y desnudo, que rojea en el poniente, baja al pecho frescura y al alma paz, contempla cómo se diseñan en el arrebol las siluetas del Montaño y de los altos de Galdames, veladas a las veces por el humo de las fábricas, que envuelve al espléndido panorama. Allí abajo, al pie de aquellos montes, de donde arranca el cielo, duerme su hijo.
Allí duerme para siempre, muerto..., muerto ¿por qué? ¡Por la causa! ¿Por la causa?, ¿y por qué causa? «La causa por que murió mi hijo», piensa sin palabras, vislumbrando penumbrosamente que esa muerte ha engrandecido e idealizado en su mente a la Causa por la que peleara é1 mismo en sus años de verdura y de gloria militar. Si se quitara a la Causa la sangre por ella derramada, ¿qué le quedaría de vivo?, ¿las fantochadas de don José María?, ¿las monsergas del tío Pascual?, ¿el corpachón del Rey? El martirio hace la fe, que no la fe el martirio.
Entra luego en la iglesia de Begoña a rezar a la Virgen; al salir contempla el lugar donde estuvo la casa en que fue herido de muerte don Tomás Zumalacárregni, y se sienta un rato a la fresca delante del templo, bajo el toldo de los plátanos, viendo los altos desde que bombardearon a la villa y en el fondo aquel Banderas a cuyo pie luchó entre la nevasca y las balas en la noche triste de Luchana. Al bajar las Calzadas reza un padre nuestro delante del campo santo en que descansa su Pepiñasi, y entra en la villa sereno, por donde entró la vez primera.
Cuando en sus paseos ve una vaca, o un aldeano layando, o se fija en el cabrilleo de los plateados reflejos de los maizales verdes, al acordarse de su infancia, oye eco lejano de mugir de vacas por la montaña, chisporroteo de castañas en las noches domésticas del hogar de invierno. Piensa entonces en si le hubiera sido mejor no haber salido de la aldea natal, sudar en ella sobre la tierra madre, y ver, inocente de la historia, salir un sol nuevo cada día.
Van fundiéndose en su alma los recuerdos de la guerra reciente con los de su guerra, la de los siete años; confúndensele los tiempos en la perspectiva mental; se le aglomeran los años, borrándosele poco a poco los últimos y amargos; y como de un paisaje anegado en niebla las lejanas montañas limpias y serenas, sobrenadan en su memoria los antiguos sueños de gloria. Mas también éstos acaban por convertírsele en nube incorpórea de un mundo ideal y perdido, del cual brota como un canto épico, íntimo, recogido y silencioso.
La memoria de su hijo tíñele todo de calina, dando aliento a la obediencia de su resignación. Ahora le goza sin los sobresaltos de cuando era vivo, en el secreto camarín de su alma, a solas, allí donde le tiene puro y sereno, recordando con fruición los momentos en que acercaba el oído a la cuna del niño para asegurarse de que respiraba vivo. Refleja en el mundo de fuera, el de las líneas, los colores y los sonidos, su íntima paz; y de este reflejo, acrecentado, al llegar a ella, en la resignación de la naturaleza inocente y desinteresada, refluyen a él como de fuente viva, en reflejo de reflejo, nuevas corrientes de dulce calma, estableciéndose así mutua vivificación. Vive en lo profundo de la verdadera realidad de la vida, puro de toda intencionalidad trascendente, sobre el tiempo, sintiendo en su conciencia serena como el cielo desnudo la invasión lenta del sueño dulce del supremo descanso, la gran calma de las cosas eternas, y lo infinito que duerme en la estrechez de ella. Vive en la verdadera paz de la vida, dejándose mecer indiferente en los cotidianos cuidados: al día; mas reposando a la vez en la calma del desprendido de todo lo pasajero: en la eternidad; vive al día en la eternidad. Espera que esta vida profunda se le prolongue más allá de la muerte, para gozar, en un día sin noche, de luz perpetua, de claridad infinita, de descanso seguro, en firme paz, en paz imperturbable y segura, paz por dentro y por fuera, paz del todo permanente. Tal esperanza es la realidad que hace a su vida pacífica en medio de sus cuidados y eterna dentro de su breve curso perecedero. Es ya libre, verdaderamente libre, no con la ilusoria libertad que se busca en los actos, sino con la verdadera, con la del ser todo; en puro sencillez se ha hecho libre.
Cruza a menudo en sus paseos con un joven que le saluda respetuosamente. Un día tuvo ocasión de hablar con él, con Pachico, y recordaron a Ignacio, «un alma hermosa». El padre se separó conmovido.
Pachico ha sacado provecho de la guerra viendo en la lucha la conciencia pública a máxima tensión. Se le va curando, aunque lentamente y con recaídas, el terror a la muerte, transformado en inquietud por lo estrecho del porvenir; siente descorazonamiento al pensar en lo corto de la vida y lo largo del ideal, que un día de más es un día de menos, pareciéndole a las veces que nada debe hacerse, pues que todo queda incompleto. Mas se sacude pronto del «o todo o nada» de la tentación luciferina.
Sigue con su afición a las excursiones montescas, pudiendo ya, robustecido, trepar con menor fatiga. En día claro y sereno se va en cuanto puede al monte, fugitivo del monótono bullicio de la calle. Aprieta el paso a medida que se apaga el rumor del pueblo. Al pie del coloso descansa un momento para cobrar fuerzas, tendido bajo un árbol en el bosque cerrado al sol. Allí los humildes helechos, menguada prole de pasada raza de gigantes, vencida por las hayas y castaños, apenas se atreven a levantar cabeza del suelo. En torno de ellos tapiza la tierra menuda yerba, mullendo la cuna de los hijos de las hayas, que le pagan prestándole humedad, mientras los musgos parásitos se agarran a los gruesos troncos, a chuparles la savia, intentando recobrar con astucia lo que a la fuerza perdieron. Contempla Pachico las quietas y apacibles formas de aquella lucha silenciosa, viendo en la paz del bosque la alianza del grande con el pequeño, del vencedor con el vencido, la humildad de éste, la miseria del parásito. La guerra misma se encierra en paz.
Levántase y empieza a escalar la montaña. Según la sube va desplegándose a sus ojos como algo vivo el panorama y acrecentándosele a la par la respiración profunda. El aire le penetra todo con su frescor, y al empaparse en él, y henchir sus sentidos a la vez con el campo circunstante, siente hondo sentimiento de libertad radical en las íntimas entrañas, la libertad de enajenarse en el ambiente, quedando por él poseído. Llega por fin a la cima, reino del silencio, y abarca con la mirada la vasta congregación de los gigantes de Vizcaya, que alzan sus cabezas los unos sobre los otros, en ondulante línea, de donde se despliega el cielo.
Sobre las muelles curvas de los montes terrosos, chatos y verdes, yérguense las cresterías recortadas de los blancos picachos desnudados por aguas seculares, como ancianos descarnados que contemplan serenos a juventud lozana. En los repliegues verdes una muchedumbre dispersa vive en serio, sin buscar a la vida quintaesencia, desinteresadamente; madréporas sociales que levantan el basamento de la cultura humana. A lo lejos los picos inmóviles confúndense con las mudables nubes que descansan sobre ellos un instante en su carrera.
Tiéndese allí arriba, en la cima, y se pierde en la paz inmensa del augusto escenario, resultado y forma de combates y alianzas a cada momento renovados entre los últimos irreductibles elementos. A los lejos se dibuja la línea de alta mar, cual un matiz del cielo, perfil que pasa sobre las cimas de las montañas.
¡Las montañas y el mar!, ¡la cuna de la libertad y su campo!, ¡el asiento de su tradición y el de su progreso! Desde la altura contempla a los lejos, quieto y silencioso, al mar inquieto y bullanguero, junto a las montañas silenciosas y quietas. Antes de hacerse el hombre pelearon guerra turbulenta los elementos, el aire, el fuego, el agua y la tierra, para distribuirse el imperio del mundo; y la guerra continúa, lenta, tenaz y callada. El mar, gota a gota y segundo tras segundo, socava las rocas; envía contra ellas ejércitos de animalillos que nutre en su seno para que las carcoman; y de los despojos de aquéllas y de éstos mulle su lecho, a la vez que los torrentes de las nubes, sangre de su sangre, desgastan a las altivas montañas, rellenando los valles con fecunda tierra de aluvión. El elemento nivelador e igualitario, el que recorre, como el mercader que lo surca, las tierras todas, vivo porque en su seno reobran el calor del ecuador y el hielo del polo, mina la altivez de los viejos montes, encadenados al lugar en que nacieron. Desde la cima de la montaña no veía Pachico alzarse las olas, ni oía la canción del mar, viéndole en su quietud marmórea, y comprendiéndole tan asentado y firme en su lecho como a las montañas en sus raíces pedernosas. Y volviendo la vista a éstas, que defienden y abrigan a los pueblos, dividen y unen las razas y naciones, distribúyenles las aguas mismas que las consumen, y embellecen y fecundan los valles, piérdese en largas divagaciones en torno a las luchas e invasiones de las razas y las gentes, y a la fraternidad final de todos los hombres, oculta en el porvenir, para llegar a pensar en su Vizcaya, donde unos de cuyos hijos abren con su laya, y con su sudor riegan la tierra de la montaña, arrancan otros su pan al arar, y otros lo surcan a lejanos climas; y piensa en la sangre allí derramada por guerras, en cuyo fondo palpita el choque del espíritu del mercader con el espíritu del labrador, del hombre del mar y la ambición con el de la montaña y la codicia, choque que produce la vida, como el de los hielos del polo y los calores del trópico en el océano. Muéstrasele la historia lucha perdurable de pueblos, cuyo fin, tal vez inasequible, es la verdadera unidad del género humano; lucha sin tregua ni descanso. Y luego, zahondando en la visión de la guerra, sumerge su mente en la infinita idea de la paz. Mar y tierra celebran, luchando bajo la bendición del cielo, su unión fecunda, engendradora de la vida, que aquél inicia, y ésta conserva.
Tendido en la cresta, descansando en el altar gigantesco, bajo el insondable azul infinito, el tiempo, engendrador de cuidados, parécele detenerse. En los días serenos, puesto ya el sol, creyérase que sacan los seres todos sus entrañas a la pureza del ambiente purificador; se dibuja la lontananza, las montañas de azul y violeta que sostienen la bóveda celeste, en purísima silueta, tan clara y nítida, tan cercana como la mata de árgoma o brezo al alcance de la mano; las diferencias de distancia se reducen a diferencias en intensidad y calidad de tonos, la perspectiva a infinita variedad y trama de matices. Todo se le presenta entonces en plano inmenso, y tal fusión de términos y perspectivas del espacio llévale poco a poco, en el silencio allí reinante, a un estado en que se le funden los términos y perspectivas del tiempo. Olvídase del curso fatal de las horas, y en un instante que no pasa, eterno, inmóvil, siente en la contemplación del inmenso panorama, la hondura del mundo, la continuidad, la unidad, la resignación de sus miembros todos, y oye la canción silenciosa del alma de las cosas desarrollarse en el armónico espacio y el melódico tiempo.
Los montes sonle entonces parte del cielo en que se dibujan repujados, y el aire aromático y fresco parécele venir a la vez de la tierra verde, de los montes violáceos y del cielo marmóreo, trayendo la frescura de sus tintas y la sutileza de sus líneas, consustancial con ellos. El mismo cielo insondable parece desnudarse del espacio —de toda intención—, y abrazar a la tierra con su infinitud fundida. Un pájaro que cruza el cielo, un abejorro que zumba, o una mariposa que revolotea, un golpe de brisa que estremece a los árboles arrancándoles un murmullo, parecen suspiros de la respiración de la naturaleza, señales que da de su vida recogida y profunda.
En maravillosa revelación natural penetra entonces en la verdad, verdad de inmensa sencillez: que las puras formas son para el espíritu purificado la esencia íntima; que muestran las cosas a toda luz sus entrañas mismas; que el mundo se ofrece todo entero, y sin reserva, a quien a él sin reserva y todo entero se ofrece. «¡Bienaventurados los de limpio corazón; porque ellos verán a Dios...!, ¡sí!, ¡bienaventurados los niños y los simples; porque ellos ven todo el mundo!»
Mas luego, adormiladas por la callada sinfonía del ámbito solemne, se le acallan y aquietan las ideas; los cuidados se le borran; desvanécesele la sensación del contacto corpóreo con la tierra, y la del peso del cuerpo se le disipa; esponjado en el ámbito y el aire, enajenado de sí, le gana una resignación honda, madre de omnipotencia humana, puesto que sólo quien quiera cuanto suceda, logrará que suceda cuanto él quiere. Despiértasele entonces la comunión entre el mundo que le rodea y el que encierra en su propio seno; llegan a la fusión ambos; el inmenso panorama y él, que libertado de la conciencia del lugar y del tiempo, lo contempla, se hacen uno y el mismo; y en el silencio solemne, en el aroma libre, en la luz difusa y rica, extinguido todo deseo y cantando la canción silenciosa del alma del mundo, goza de paz verdadera, de una como vida de la muerte. ¡Cuántas cosas entonces que nunca expresará! ¡Qué de nubes rosadas en cielo de oro que jamás se han de pintar! Es una inmensidad de paz; paz canta el mar; paz dice calladamente la tierra; paz vierte el cielo; paz brota de las luchas por la vida, suprema armonía de las disonancias; paz en la guerra misma y bajo la guerra, inacabable, sustentándola y coronándola. Es la guerra a la paz, lo que a la eternidad el tiempo: su forma pasajera. Y en la Paz parecen identificarse la Muerte y la Vida.
Cuando al descender de aquellas alturas vuelve a bordear los sembrados, plantíos y caserías, y a saludar a algún labriego que brega con la tierra esquiva, piensa en cuán gran parte es ésta obra del hombre, que, humanizando a la naturaleza, la sobrenaturaliza poco a poco. Hásele fundido, en la montaña, la eterna tristeza de las honduras de su alma con la temporal alegría de vivir, brotándole de esta fusión seriedad fecunda.
Una vez ya en la calle, al ver trajinar a las gentes y afanarse en sus trabajos, asáltale, cual tentación, la duda de la finalidad eterna de todos aquellos empeños temporales. Mas, al cruzar con algún conocido, recuerda las recientes luchas, y entonces el calor reactivo a la frescura espiritual de la montaña infúndele alientos para la inacabable lucha contra la inextiguible ignorancia humana, madre de la guerra, sintiendo que le invade el vaho de la brutalidad y del egoísmo. Cobra entonces fe para guerrear en paz; para combatir los combates del mundo descansando, entre tanto, en la paz de sí mismo. ¡Guerra a la guerra!, ¡mas siempre guerra!
Así es como allí arriba, vencido el tiempo, toma gusto a las cosas eternas, ganando bríos para lanzarse luego al torrente incoercible del progreso, en que rueda lo pasajero sobre lo permanente. Allí arriba la contemplación serena le da resignación trascendente y eterna, madre de la irresignación temporal, del no contentarse jamás aquí abajo, del pedir siempre mayor salario; y baja decidido a provocar en los demás el descontento, primer motor de todo progreso y de todo bien.
En el seno de la paz verdadera y honda es donde sólo se comprende y justifica la guerra; es donde se hacen sagrados votos de guerrear por la verdad, único consuelo eterno; es donde se propone reducir a santo trabajo la guerra. No fuera de ésta, sino dentro de ella, en su seno mismo, hay que buscar la paz; paz en la guerra misma.
Appendix A
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- José Calvo Tello
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- TextGrid Repository (2022). conssa. Paz en la guerra. Paz en la guerra. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DE03-6