AL LECTOR
En 1918, casi al final de la guerra europea, caí repentinamente enfermo por exceso de trabajo.
Había realizado un esfuerzo enorme escribiendo para los periódicos de España y América numerosos artículos, un cuaderno todas las semanas de mi Historia de la Guerra y dos novelas, Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Mare nostrum. Además hice muchas traducciones y otras labores literarias obscuras para la propaganda en favor de los Aliados.
Durante cuatro años trabajé doce horas diarias, sin ningún día de descanso. Hubo semanas extraordinarias en las que aún fué más larga mi jornada. Á esta tarea excesiva y abrumadora, que lentamente iba agotando mis fuerzas, había que añadir las privaciones é inquietudes de la vida anormal que llevábamos los habitantes de París: mala comida, escasez de carbón, alumbrado defectuoso, noches en vela por las señales de alarma y el bullicio de la gente al anunciarse un ataque aéreo de los «Gothas».
El frío de dos inviernos crudos, pasados casi sin calefacción, y el exceso de trabajo, acabaron con mi salud, y por consejo de los médicos me trasladé á la Costa Azul. No por tal cambio de ambiente dejé de trabajar. Como en París escaseaba el combustible, fuí en busca del calor del sol que nunca falta á orillas del Mediterráneo. Esto fué todo.
Me instalé en Niza, por unas semanas nada más. Como necesitaba seguir trabajando, me sentí atraído por la soledad bravía del Cap-Ferrat, península que avanza en el mar su lomo cubierto de pinos. Durante unos meses viví en el Gran Hotel del Cap Ferrat como en un convento abandonado. Muchos días fuí su único huésped, llevando una vida de familia con su director y sus escasos domésticos.
Acababa de escribir Mare nostrum, y la soledad de esta costa junto al frecuentado camino de Niza á Monte-Carlo parecía armonizarse con los recuerdos de mi novela reciente. Pero las noticias del gran choque europeo nos llegaban con enorme retraso, como si procediesen de un mundo lejanísimo. Además, las privaciones, generales en toda Francia, aún resultaban mayores y más penosas en este olvidado rincón.
Al fin me trasladé al Principado monegasco, que veía diariamente desde mis ventanas, avanzando su doble ciudad de Mónaco y Monte-Carlo sobre la llanura azul del mar. Como era país neutral, libre de los severos reglamentos impuestos por la guerra, las gentes afluían á él en busca de una existencia menos dura. Además, los administradores de su célebre Casino procuraban que los víveres, el carbón y la luz fuesen más abundantes que en las vecinas poblaciones francesas.
Apenas instalado en Monte-Carlo, vi con mis ojos de novelista un mundo anormal que vivía al margen de la guerra, queriendo ignorarla, para mantener tranquilo su egoísmo. Me admiró la tenacidad y la ceguera de los jugadores, que en días de alegría ó incertidumbre, cuando se disputaba sobre los campos de batalla el porvenir del mundo, sólo pensaban en sus combinaciones y «sistemas» favoritos, como si no existiese en la tierra nada más interesante.
Fuí estudiando de cerca esta sociedad extraordinaria, que luego se ha modificado exteriormente al volver los tiempos de paz, y así empezó mi composición de Los enemigos de la mujer.
Casi todos los personajes que aparecen en la presente novela tienen algo ó mucho de real. Fueron observados directamente y son reflejos, más ó menos fieles, de personas que aún viven ó murieron hace pocos años.
Esto no significa que el lector deba creerlos exactamente iguales á los tipos que me sirvieron de modelos, por haberlos copiado yo con una minuciosidad material. El novelista es un pintor y no un fotógrafo. Las más de las veces, con varios personajes observados en la realidad moldeamos uno solo. En otras ocasiones, un tipo complejo, estudiado directamente, lo descomponemos en varios, repartiendo sus diversas facultades entre numerosos hijos de nuestra imaginación.
Con arreglo á la conocida fórmula, copié la realidad «viéndola á través de mi temperamento», ó más claramente dicho, la interpreté como me pareció mejor, con arreglo á mis ideas y gustos.
Las desfiguraciones que impuse á la realidad no han impedido á ciertos habitantes de la Costa Azul reconocer el origen de mis personajes.
Muchos de los que frecuentan el Casino de Monte-Carlo señalan á un gran señor de origen ruso, y afirman que es el príncipe Lubimoff de Los enemigos de la mujer. En un cementerio que existe junto al camino de Monte-Carlo á La Turbie, muestran la tumba de la duquesa Alicia. Un gentleman aviejado y cada vez más flaco, que juega y pierde en los primeros días de todos los meses, dice con desesperación á los que le escuchan, cuando ve desaparecer sobre el tapete sus últimas fichas:
—Yo soy el lord Lewis que aparece en ese libro sobre Monte-Carlo, escrito por «Ibanez», el novelista español.
1923.
I
El príncipe repitió su afirmación:
—La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.
Quiso seguir, pero no pudo. Temblaron levemente los amplios ventanales, cortados en su parte baja por el intenso azul del Mediterráneo. Entró en el comedor un estrépito amortiguado que parecía venir de la otra fachada del edificio, frente á los Alpes. Esta vibración, ensordecida por muros, cortinajes y alfombras, era discreta, lejana, como el funcionamiento de una máquina subterránea; pero un clamoreo humano, una explosión de gritos y silbidos dominaba el rodar del acero y los bufidos del vapor.
—¡Un tren de soldados!—exclamó don Marcos Toledo abandonando su asiento.
—Este coronel, siempre héroe, siempre entusiasta de las cosas de su profesión—dijo Atilio Castro con sonrisa burlona.
El llamado coronel se colocó casi de un salto, á pesar de sus años, junto á la ventana lateral más próxima. Alcanzaba á ver sobre el follaje del gran jardín en declive una pequeña sección del ferrocarril de la Cornisa sumiéndose en la boca ahumada de un túnel. Luego volvía á reaparecer al otro lado de la colina, entre las arboledas y los sonrosados palacetes del Cap-Martin. Los rieles ondulaban luminosamente bajo el sol como dos regueros de metal líquido. Aún no había llegado el tren á este lado, pero su estrépito creciente parecía animar el paisaje. Las ventanas de las casas de campo, las terrazas de las «villas», se punteaban de negro con la salida de las gentes que abandonaban la mesa del almuerzo. Banderas de diversos colores empezaron á ondear en edificios y tapias á ambos lados de la vía, desde media falda de la montaña hasta la ribera del mar.
Don Marcos corrió á la ventana opuesta. Aquí, el paisaje era urbano. Todo lo que alcanzaba la vista estaba bajo techo, sin otra concesión á las expansiones del suelo que los aislados mechones verdes de los jardines irguiéndose entra masas de tejas rojas. Era como un decorado de teatro, partido en varios términos: primero las «villas» sueltas rodeadas de árboles, con balaustres blancos y chorreando flores sus murallas; luego el núcleo de Monte-Carlo, sus hoteles enormes erizados de cúpulas y torrecillas, y en el fondo, esfumados por la distancia y el polvo dorado flotante en la atmósfera, el peñón de Mónaco y sus paseos, la enorme masa del Museo Oceanográfico, la catedral, de un blanco crudo y reciente, y las torres cuadradas y almenadas del palacio del Príncipe. La edificación subía desde la ribera marítima á la mitad de las montañas. Era un Estado sin campos, sin tierra libre, todo cubierto de casas de una frontera á otra.
Pero don Marcos llevaba muchos años de familiaridad con esta vista, y buscó inmediatamente lo que había en ella de extraordinario. Un tren enorme, interminable, avanzaba lentamente por la costa. Contó en voz alta más de cuarenta vagones, sin poder llegar al término del convoy, oculto aún por una revuelta.
—Debe ser un batallón... todo un batallón en pie de guerra. Más de mil soldados—dijo con autoridad, satisfecho de mostrar su buen ojo profesional ante los compañeros de mesa, que no le oían.
El tren estaba repleto de hombres, pequeñas figuras de un gris amarillento que llenaban las ventanas de los vagones y ocupaban las portezuelas y los estribos, con las piernas colgando sobre la vía. Otros se agolpaban en los furgones de ganado ó se mantenían de pie sobre las plataformas descubiertas, entre los carros militares y las ametralladoras enfundadas. Muchos se habían subido á los techos de los vagones, y saludaban abiertos de brazos y piernas como una X. Casi todos se habían puesto en cuerpo de camisa, con las mangas dobladas sobre los brazos, lo mismo que los marineros cuando se preparan para una maniobra.
—¡Son ingleses!—exclamó don Marcos—. ¡Ingleses que van á Italia!
Esta indicación fué mal acogida por el príncipe, que le tuteaba á pesar de la diferencia de edad.
—No seas tonto, coronel. Cualquiera los conoce. Son los únicos que silban.
Asintieron los otros tres sentados á la mesa. Todos los días pasaban trenes militares, y desde lejos se podía adivinar la nacionalidad de los hombres que los ocupaban.
—Los franceses—dijo Castro—pasan callados. Llevan tres años y pico de lucha en su propio suelo. Son silenciosos y sombríos, como el deber monótono é interminable. Los italianos que vienen al frente francés cantan y adornan sus trenes con ramajes y flores. Los ingleses gritan como un colegio en libertad, y silban, silban para expresar su entusiasmo. Son los muchachos de esta guerra; van á la muerte con un entusiasmo pueril.
Se aproximó la silba, con una estridencia de aquelarre. Fué pasando entre la montaña y los jardines de Villa-Sirena; luego se alejó por el lado opuesto, con dirección á Italia, disminuyendo paulatinamente al ser tragada por el túnel. Toledo, que era el único que presenciaba el paso del tren, vió cómo se animaban casas, jardines y pequeñas huertas á los dos lados de la vía. Braceaban las gentes agitando pañuelos y banderas para contestar á los silbidos de los ingleses. Hasta en la orilla mediterránea, los pescadores, puestos de pie en los bancos de sus botes, tremolaban las gorras mirando al lejano tren. El inquieto oído de don Marcos adivinó un leve correteo en el piso superior. La servidumbre abría sin duda las ventanas para unirse con un entusiasmo silencioso á esta despedida.
Cuando sólo quedaban visibles unos pocos vagones en la boca del túnel, el coronel volvió á ocupar su asiento en la mesa.
—¡Mas carne al matadero!—dijo Atilio Castro mirando al príncipe—. Pasó el escándalo. Continúa, Miguel.
Dos criados jóvenes, dos muchachos italianos, imberbes y de ademanes torpes, vestidos con unos fracs que les venían algo grandes, sirvieron los postres del almuerzo, bajo la mirada autoritaria de Toledo.
Este examinaba igualmente la mesa y los tres convidados, como si temiera notar de pronto un olvido, algo que demostrase la improvisación del almuerzo. Era el primero que se daba en Villa-Sirena después de dos años.
La víspera había llegado de París el dueño de la casa, el príncipe Miguel Fedor Lubimoff, que ocupaba ahora la cabecera de la mesa.
Era un hombre todavía joven, con el cuidado vigor que proporciona una vida de ejercicios físicos: alto, membrudo y esbelto, la tez morena, grandes ojos grises y el rostro largo, completamente afeitado. Las canas esparcidas en sus sienes—que aún parecían más numerosas al contrastar con el negro azulado de su cabeza—, unas cuantas arrugas precoces en las comisuras de sus ojos y dos surcos profundos que se abrían desde las alillas de su nariz, demasiado ancha, hasta tocar los extremos de su boca, parecían denunciar el primer cansancio de un organismo poderoso que ha vivido con demasiada intensidad, por considerar sus fuerzas sin límites.
El coronel le llamaba «Alteza», como si fuese de una familia reinante y no un simple príncipe ruso. Pero esto era cuando había alguien presente, por una costumbre adquirida en tiempos de la difunta princesa Lubimoff, y para sostener el prestigio del hijo, al que conocía desde niño. En la intimidad, cuando estaban solos, prefería llamarle «marqués», marqués de Villablanca, sin que el príncipe consiguiera torcer con sus burlas este orden establecido por don Marcos en las categorías de su respeto. El principado ruso era para los demás, para las gentes que se deslumbran con la amplitud de los títulos, sin saber apreciar su mérito y su origen; él prefería, como algo más noble, el marquesado español, á pesar de que todos lo ignoraban en España, por carecer de consagración oficial.
A los tres convidados del príncipe Miguel los conocía Toledo.
Atilio Castro era un compatriota, un español que había pasado la mayor parte de su existencia fuera de su país. Trataba al príncipe con gran confianza y hasta le tuteaba, á causa de un parentesco lejano. El coronel tenía una vaga idea de que había sido cónsul en alguna parte, pero por breve tiempo. Continuamente le hacía objeto de sus burlas, que él tardaba en descubrir. Pero no sentía rencor por ellas, viendo que «Su Alteza» las celebraba mucho.
—¡Hermoso corazón!—decía al hablar de Castro—. Ha llevado una vida poco ejemplar, es un terrible jugador... pero un caballero, ¡lo que se llama un caballero!
Miguel Fedor definía de otro modo á su pariente:
—Tiene todos los vicios y ningún defecto.
Don Marcos nunca pudo entender esto, pero lo aceptó como un nuevo motivo para apreciar á Castro.
Sólo contaba el príncipe dos ó tres años más que él, y sin embargo parecían separados por una diferencia de edad mucho mayor. Castro iba más allá de los treinta y cinco años, y algunos le suponían veintitrés. Su rostro, de ingenua expresión, algo aniñado, sólo adquiría cierta respetabilidad viril gracias á un bigote rubio obscuro, recortado como un cepillo de dientes. Este exiguo bigote y la raya correcta que partía sus cabellos en dos masas idénticas y lustrosas eran los detalles más visibles de su fisonomía en momentos de tranquilidad. Si se alteraba su humor—lo que ocurría muy de tarde en tarde—, el brillo de sus ojos, la contracción de su boca, las arrugas precoces de sus sienes, le daban un aspecto inquietante, y diez años más caían sobre él de golpe.
—Malo para enemigo—afirmaba el coronel—. Es hombre que no conviene tenor enfrente.
Y no por miedo, sino por espontánea admiración, celebraba sus talentos. Hacía versos, pintaba acuarelas, improvisaba romanzas en el piano, daba consejos sobre muebles y trajes, conocía las antigüedades. Don Marcos no encontraba límites á su inteligencia.
—Lo sabe todo—decía—. ¡Si pudiera fijarse en una sola cosa!... ¡Si quisiera trabajar!
Vestido siempre con elegancia, viviendo en hoteles caros y sin ninguna renta conocida, el coronel sospechaba una serie de empréstitos amistosos hechos al príncipe. Pero éste había permanecido ausente de Monte-Carlo casi desde el principio de la guerra, y don Marcos encontraba á Castro todos los inviernos instalado en el Hotel de París, apuntando en el Casino, tratándose con gentes ricas. Unas cuantas veces, al verse junto á la ruleta, le había pedido prestados «diez luises», necesidad imperiosa de jugador que acaba de quedar limpio y ansía desquitarse; pero, con más ó menos retraso, se los había devuelto siempre. Su vida tenía un fondo misterioso, según don Marcos.
Los otros dos convidados le parecían de una existencia menos complicada. El más antiguo en la casa era un joven moreno, casi cobrizo, pequeño de cuerpo, con luengas y lacias melenas. Teófilo Spadoni, famoso pianista, hijo de italianos—esto era indiscutible—, pero nacido, según él, unas veces en el Cairo, otras en Atenas ó en Constantinopla, en todas las ciudades adonde había emigrado su padre, pobre sastre napolitano. Tales vaguedades y distracciones no resultaban extraordinarias en este ejecutante prodigioso, que así que se levantaba del piano era una especie de sonámbulo, incapaz de adaptarse regularmente á ninguna función de la vida. Luego de dar conciertos en las grandes capitales de Europa y América del Sur, se había quedado en Monte-Carlo, con una inmovilidad que él atribuía á la guerra y don Marcos achacaba á su afición al juego. El príncipe le conocía por haberle llevado á bordo de su gran yate Gaviota II, en un viaje alrededor de la tierra, formando parte de su orquesta.
Al lado del dueño estaba el último convidado, el más reciente en la casa, un joven pálido, larguirucho y miope, que miraba á todos lados con timidez, conteniendo sus movimientos. Era un profesor español, un doctor en ciencias, Carlos Novoa, pensionado por el gobierno de su país para hacer estudios de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico. El coronel, que vivía muchos años en Monte-Carlo sin tropezarse con otros compatriotas que los que encontraba alrededor de las mesas de ruleta, había sentido un orgullo patriótico al conocer á este profesor, dos meses antes.
—¡Un sabio!... ¡un famoso sabio!—exclamaba al hablar de su nuevo amigo—. Para que digan luego que todos los españoles somos brutos...
No podía explicar qué sabiduría era la de su compatriota. Es más: desde sus primeras conversaciones había adivinado que el profesor era de ideas opuestas á las suyas. «Un descreído de los que no tienen más Dios que la materia», se dijo. Pero añadió á guisa de consuelo: «Todos estos sabios son así: liberales é impíos. ¡Qué hacerle!...» En cuanto á su fama, la tenía por indiscutible. Sólo así podía comprender que lo hubiesen enviado á aquel Museo de Mónaco, enorme y blanco como una catedral, cuyas salas había visitado una sola vez, con un respeto que le impedía volver.
Cuando el profesor iba de tarde en tarde á Monte-Carlo, encontrándose en el Casino con don Marcos, éste lo presentaba á sus amigos como una celebridad nacional. Así había conocido á Castro y á Spadoni, los cuales se limitaron á preguntarle si ganaba mucho en el juego.
Al anunciar el príncipe su llegada, Toledo obligó á su ilustre compatriota á acompañarle á la estación, para presentarlo sin perder tiempo.
—Una gloria de nuestro país... ¡Su Alteza, que ama tanto las cosas de España!
Miguel Fedor había pasado en los mares una parte considerable de su vida, y simpatizó con este joven modesto al conocer la especialidad de sus estudios.
Hablaron largamente de oceanografía, y el día anterior, el príncipe Miguel, que estaba habituado á tener una gran mesa por la que desfilaban los comensales más diversos, dijo á su «chambelán»:
—Muy simpático tu sabio. Invítalo á almorzar.
Los convidados hablaban todos el español. Spadoni podía seguir la conversación con lo que había aprendido en Buenos Aires, Santiago de Chile y otras capitales de la América del Sur cuando seguía dando «recitales» de piano á un empresario que al fin se cansó de explotarle y de luchar con su inconsciencia.
Al empezar el almuerzo, había notado el coronel en el rostro de su príncipe la preocupación de una idea fija. Hablaba preferentemente con el profesor Novoa, asombrándose de la exigua retribución que le valían sus estudios. Castro y Spadoni sólo atendían á los platos. Ya no eran obra de un cocinero famoso al que daba el príncipe Miguel el sueldo de un presidente de Consejo de ministros. El «maestro» había sido movilizado por la guerra, y á la sazón hacía la cocina de un general en el frente francés. Toledo había sabido descubrir después á una cincuentona, menos variada en sus combinaciones que el artista arrebatado por la guerra, pero más «clásica», más sólida y substanciosa, y los dos comían con ese regodeamiento de los eternos abonados á restoranes y hoteles cuando se ven ante una mesa sin economía y engaños.
Cerca de los postres, la conversación, que era ya general, recayó sobre las mujeres, como ocurre en toda comida de hombres solos. Toledo tuvo la sospecha de que el príncipe había empujado dulcemente á sus comensales á hablar de esto. De pronto, Miguel resumió su opinión diciendo por dos veces:
—La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.
Quiso seguir, pero no pudo. Temblaron levemente los amplios ventanales, cortados en su parte baja por el intenso azul del Mediterráneo. Entró en el comedor un estrépito amortiguado que parecía venir de la otra fachada del edificio, frente á los Alpes. Esta vibración, ensordecida por muros, cortinajes y alfombras, era discreta, lejana, como el funcionamiento de una máquina subterránea; pero un clamoreo humano, una explosión de gritos y silbidos dominaba el rodar del acero y los bufidos del vapor.
—¡Un tren de soldados!—exclamó don Marcos Toledo abandonando su asiento.
—Este coronel, siempre héroe, siempre entusiasta de las cosas de su profesión—dijo Atilio Castro con sonrisa burlona.
El llamado coronel se colocó casi de un salto, á pesar de sus años, junto á la ventana lateral más próxima. Alcanzaba á ver sobre el follaje del gran jardín en declive una pequeña sección del ferrocarril de la Cornisa sumiéndose en la boca ahumada de un túnel. Luego volvía á reaparecer al otro lado de la colina, entre las arboledas y los sonrosados palacetes del Cap-Martin. Los rieles ondulaban luminosamente bajo el sol como dos regueros de metal líquido. Aún no había llegado el tren á este lado, pero su estrépito creciente parecía animar el paisaje. Las ventanas de las casas de campo, las terrazas de las «villas», se punteaban de negro con la salida de las gentes que abandonaban la mesa del almuerzo. Banderas de diversos colores empezaron á ondear en edificios y tapias á ambos lados de la vía, desde media falda de la montaña hasta la ribera del mar.
Don Marcos corrió á la ventana opuesta. Aquí, el paisaje era urbano. Todo lo que alcanzaba la vista estaba bajo techo, sin otra concesión á las expansiones del suelo que los aislados mechones verdes de los jardines irguiéndose entra masas de tejas rojas. Era como un decorado de teatro, partido en varios términos: primero las «villas» sueltas rodeadas de árboles, con balaustres blancos y chorreando flores sus murallas; luego el núcleo de Monte-Carlo, sus hoteles enormes erizados de cúpulas y torrecillas, y en el fondo, esfumados por la distancia y el polvo dorado flotante en la atmósfera, el peñón de Mónaco y sus paseos, la enorme masa del Museo Oceanográfico, la catedral, de un blanco crudo y reciente, y las torres cuadradas y almenadas del palacio del Príncipe. La edificación subía desde la ribera marítima á la mitad de las montañas. Era un Estado sin campos, sin tierra libre, todo cubierto de casas de una frontera á otra.
Pero don Marcos llevaba muchos años de familiaridad con esta vista, y buscó inmediatamente lo que había en ella de extraordinario. Un tren enorme, interminable, avanzaba lentamente por la costa. Contó en voz alta más de cuarenta vagones, sin poder llegar al término del convoy, oculto aún por una revuelta.
—Debe ser un batallón... todo un batallón en pie de guerra. Más de mil soldados—dijo con autoridad, satisfecho de mostrar su buen ojo profesional ante los compañeros de mesa, que no le oían.
El tren estaba repleto de hombres, pequeñas figuras de un gris amarillento que llenaban las ventanas de los vagones y ocupaban las portezuelas y los estribos, con las piernas colgando sobre la vía. Otros se agolpaban en los furgones de ganado ó se mantenían de pie sobre las plataformas descubiertas, entre los carros militares y las ametralladoras enfundadas. Muchos se habían subido á los techos de los vagones, y saludaban abiertos de brazos y piernas como una X. Casi todos se habían puesto en cuerpo de camisa, con las mangas dobladas sobre los brazos, lo mismo que los marineros cuando se preparan para una maniobra.
—¡Son ingleses!—exclamó don Marcos—. ¡Ingleses que van á Italia!
Esta indicación fué mal acogida por el príncipe, que le tuteaba á pesar de la diferencia de edad.
—No seas tonto, coronel. Cualquiera los conoce. Son los únicos que silban.
Asintieron los otros tres sentados á la mesa. Todos los días pasaban trenes militares, y desde lejos se podía adivinar la nacionalidad de los hombres que los ocupaban.
—Los franceses—dijo Castro—pasan callados. Llevan tres años y pico de lucha en su propio suelo. Son silenciosos y sombríos, como el deber monótono é interminable. Los italianos que vienen al frente francés cantan y adornan sus trenes con ramajes y flores. Los ingleses gritan como un colegio en libertad, y silban, silban para expresar su entusiasmo. Son los muchachos de esta guerra; van á la muerte con un entusiasmo pueril.
Se aproximó la silba, con una estridencia de aquelarre. Fué pasando entre la montaña y los jardines de Villa-Sirena; luego se alejó por el lado opuesto, con dirección á Italia, disminuyendo paulatinamente al ser tragada por el túnel. Toledo, que era el único que presenciaba el paso del tren, vió cómo se animaban casas, jardines y pequeñas huertas á los dos lados de la vía. Braceaban las gentes agitando pañuelos y banderas para contestar á los silbidos de los ingleses. Hasta en la orilla mediterránea, los pescadores, puestos de pie en los bancos de sus botes, tremolaban las gorras mirando al lejano tren. El inquieto oído de don Marcos adivinó un leve correteo en el piso superior. La servidumbre abría sin duda las ventanas para unirse con un entusiasmo silencioso á esta despedida.
Cuando sólo quedaban visibles unos pocos vagones en la boca del túnel, el coronel volvió á ocupar su asiento en la mesa.
—¡Mas carne al matadero!—dijo Atilio Castro mirando al príncipe—. Pasó el escándalo. Continúa, Miguel.
Dos criados jóvenes, dos muchachos italianos, imberbes y de ademanes torpes, vestidos con unos fracs que les venían algo grandes, sirvieron los postres del almuerzo, bajo la mirada autoritaria de Toledo.
Este examinaba igualmente la mesa y los tres convidados, como si temiera notar de pronto un olvido, algo que demostrase la improvisación del almuerzo. Era el primero que se daba en Villa-Sirena después de dos años.
La víspera había llegado de París el dueño de la casa, el príncipe Miguel Fedor Lubimoff, que ocupaba ahora la cabecera de la mesa.
Era un hombre todavía joven, con el cuidado vigor que proporciona una vida de ejercicios físicos: alto, membrudo y esbelto, la tez morena, grandes ojos grises y el rostro largo, completamente afeitado. Las canas esparcidas en sus sienes—que aún parecían más numerosas al contrastar con el negro azulado de su cabeza—, unas cuantas arrugas precoces en las comisuras de sus ojos y dos surcos profundos que se abrían desde las alillas de su nariz, demasiado ancha, hasta tocar los extremos de su boca, parecían denunciar el primer cansancio de un organismo poderoso que ha vivido con demasiada intensidad, por considerar sus fuerzas sin límites.
El coronel le llamaba «Alteza», como si fuese de una familia reinante y no un simple príncipe ruso. Pero esto era cuando había alguien presente, por una costumbre adquirida en tiempos de la difunta princesa Lubimoff, y para sostener el prestigio del hijo, al que conocía desde niño. En la intimidad, cuando estaban solos, prefería llamarle «marqués», marqués de Villablanca, sin que el príncipe consiguiera torcer con sus burlas este orden establecido por don Marcos en las categorías de su respeto. El principado ruso era para los demás, para las gentes que se deslumbran con la amplitud de los títulos, sin saber apreciar su mérito y su origen; él prefería, como algo más noble, el marquesado español, á pesar de que todos lo ignoraban en España, por carecer de consagración oficial.
A los tres convidados del príncipe Miguel los conocía Toledo.
Atilio Castro era un compatriota, un español que había pasado la mayor parte de su existencia fuera de su país. Trataba al príncipe con gran confianza y hasta le tuteaba, á causa de un parentesco lejano. El coronel tenía una vaga idea de que había sido cónsul en alguna parte, pero por breve tiempo. Continuamente le hacía objeto de sus burlas, que él tardaba en descubrir. Pero no sentía rencor por ellas, viendo que «Su Alteza» las celebraba mucho.
—¡Hermoso corazón!—decía al hablar de Castro—. Ha llevado una vida poco ejemplar, es un terrible jugador... pero un caballero, ¡lo que se llama un caballero!
Miguel Fedor definía de otro modo á su pariente:
—Tiene todos los vicios y ningún defecto.
Don Marcos nunca pudo entender esto, pero lo aceptó como un nuevo motivo para apreciar á Castro.
Sólo contaba el príncipe dos ó tres años más que él, y sin embargo parecían separados por una diferencia de edad mucho mayor. Castro iba más allá de los treinta y cinco años, y algunos le suponían veintitrés. Su rostro, de ingenua expresión, algo aniñado, sólo adquiría cierta respetabilidad viril gracias á un bigote rubio obscuro, recortado como un cepillo de dientes. Este exiguo bigote y la raya correcta que partía sus cabellos en dos masas idénticas y lustrosas eran los detalles más visibles de su fisonomía en momentos de tranquilidad. Si se alteraba su humor—lo que ocurría muy de tarde en tarde—, el brillo de sus ojos, la contracción de su boca, las arrugas precoces de sus sienes, le daban un aspecto inquietante, y diez años más caían sobre él de golpe.
—Malo para enemigo—afirmaba el coronel—. Es hombre que no conviene tenor enfrente.
Y no por miedo, sino por espontánea admiración, celebraba sus talentos. Hacía versos, pintaba acuarelas, improvisaba romanzas en el piano, daba consejos sobre muebles y trajes, conocía las antigüedades. Don Marcos no encontraba límites á su inteligencia.
—Lo sabe todo—decía—. ¡Si pudiera fijarse en una sola cosa!... ¡Si quisiera trabajar!
Vestido siempre con elegancia, viviendo en hoteles caros y sin ninguna renta conocida, el coronel sospechaba una serie de empréstitos amistosos hechos al príncipe. Pero éste había permanecido ausente de Monte-Carlo casi desde el principio de la guerra, y don Marcos encontraba á Castro todos los inviernos instalado en el Hotel de París, apuntando en el Casino, tratándose con gentes ricas. Unas cuantas veces, al verse junto á la ruleta, le había pedido prestados «diez luises», necesidad imperiosa de jugador que acaba de quedar limpio y ansía desquitarse; pero, con más ó menos retraso, se los había devuelto siempre. Su vida tenía un fondo misterioso, según don Marcos.
Los otros dos convidados le parecían de una existencia menos complicada. El más antiguo en la casa era un joven moreno, casi cobrizo, pequeño de cuerpo, con luengas y lacias melenas. Teófilo Spadoni, famoso pianista, hijo de italianos—esto era indiscutible—, pero nacido, según él, unas veces en el Cairo, otras en Atenas ó en Constantinopla, en todas las ciudades adonde había emigrado su padre, pobre sastre napolitano. Tales vaguedades y distracciones no resultaban extraordinarias en este ejecutante prodigioso, que así que se levantaba del piano era una especie de sonámbulo, incapaz de adaptarse regularmente á ninguna función de la vida. Luego de dar conciertos en las grandes capitales de Europa y América del Sur, se había quedado en Monte-Carlo, con una inmovilidad que él atribuía á la guerra y don Marcos achacaba á su afición al juego. El príncipe le conocía por haberle llevado á bordo de su gran yate Gaviota II, en un viaje alrededor de la tierra, formando parte de su orquesta.
Al lado del dueño estaba el último convidado, el más reciente en la casa, un joven pálido, larguirucho y miope, que miraba á todos lados con timidez, conteniendo sus movimientos. Era un profesor español, un doctor en ciencias, Carlos Novoa, pensionado por el gobierno de su país para hacer estudios de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico. El coronel, que vivía muchos años en Monte-Carlo sin tropezarse con otros compatriotas que los que encontraba alrededor de las mesas de ruleta, había sentido un orgullo patriótico al conocer á este profesor, dos meses antes.
—¡Un sabio!... ¡un famoso sabio!—exclamaba al hablar de su nuevo amigo—. Para que digan luego que todos los españoles somos brutos...
No podía explicar qué sabiduría era la de su compatriota. Es más: desde sus primeras conversaciones había adivinado que el profesor era de ideas opuestas á las suyas. «Un descreído de los que no tienen más Dios que la materia», se dijo. Pero añadió á guisa de consuelo: «Todos estos sabios son así: liberales é impíos. ¡Qué hacerle!...» En cuanto á su fama, la tenía por indiscutible. Sólo así podía comprender que lo hubiesen enviado á aquel Museo de Mónaco, enorme y blanco como una catedral, cuyas salas había visitado una sola vez, con un respeto que le impedía volver.
Cuando el profesor iba de tarde en tarde á Monte-Carlo, encontrándose en el Casino con don Marcos, éste lo presentaba á sus amigos como una celebridad nacional. Así había conocido á Castro y á Spadoni, los cuales se limitaron á preguntarle si ganaba mucho en el juego.
Al anunciar el príncipe su llegada, Toledo obligó á su ilustre compatriota á acompañarle á la estación, para presentarlo sin perder tiempo.
—Una gloria de nuestro país... ¡Su Alteza, que ama tanto las cosas de España!
Miguel Fedor había pasado en los mares una parte considerable de su vida, y simpatizó con este joven modesto al conocer la especialidad de sus estudios.
Hablaron largamente de oceanografía, y el día anterior, el príncipe Miguel, que estaba habituado á tener una gran mesa por la que desfilaban los comensales más diversos, dijo á su «chambelán»:
—Muy simpático tu sabio. Invítalo á almorzar.
Los convidados hablaban todos el español. Spadoni podía seguir la conversación con lo que había aprendido en Buenos Aires, Santiago de Chile y otras capitales de la América del Sur cuando seguía dando «recitales» de piano á un empresario que al fin se cansó de explotarle y de luchar con su inconsciencia.
Al empezar el almuerzo, había notado el coronel en el rostro de su príncipe la preocupación de una idea fija. Hablaba preferentemente con el profesor Novoa, asombrándose de la exigua retribución que le valían sus estudios. Castro y Spadoni sólo atendían á los platos. Ya no eran obra de un cocinero famoso al que daba el príncipe Miguel el sueldo de un presidente de Consejo de ministros. El «maestro» había sido movilizado por la guerra, y á la sazón hacía la cocina de un general en el frente francés. Toledo había sabido descubrir después á una cincuentona, menos variada en sus combinaciones que el artista arrebatado por la guerra, pero más «clásica», más sólida y substanciosa, y los dos comían con ese regodeamiento de los eternos abonados á restoranes y hoteles cuando se ven ante una mesa sin economía y engaños.
Cerca de los postres, la conversación, que era ya general, recayó sobre las mujeres, como ocurre en toda comida de hombres solos. Toledo tuvo la sospecha de que el príncipe había empujado dulcemente á sus comensales á hablar de esto. De pronto, Miguel resumió su opinión diciendo por dos veces:
—La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.
Y á continuación había pasado el tren de soldados ingleses como una nube de gritos y silbidos.
Atilio Castro dejó que se perdiese en el túnel el último vagón, y dijo con una sonrisa algo irónica:
—Esos silbidos parecen un comentario á tu hermosa frase; pero no hagas caso de opiniones groseras. Lo que has dicho me interesa. ¡Tú abominando de las mujeres, que las has tenido á miles!... Continúa, Miguel.
Pero el príncipe torció el curso de la conversación. Habló de sus impresiones al llegar á Villa-Sirena después de una larga ausencia. De la vida anterior á la guerra sólo quedaban el edificio y los jardines. Toda la servidumbre masculina estaba movilizada: unos en el ejército francés, otros en el italiano. Al día siguiente de su llegada, maquinalmente había pedido el automóvil para ir á Monte-Carlo. No le faltaban vehículos. Tres de las mejores marcas estaban como olvidados en su garage. Pero los mecánicos también hacían la guerra, y además no había esencia y era necesario un permiso para correr por los caminos... Total: que había tenido que esperar el tranvía de Mentón ante la verja de su jardín. Una novedad para él, un medio de locomoción interesante. Creyó caer en un mundo olvidado al verse entre los pasajeros populares. Le molestaba la curiosidad general. Todos se repetían en voz baja su nombre; hasta el conductor mostró cierta emoción al ver en su coche al propietario de Villa-Sirena.
—Y lo peor de todo, queridos amigos, es que estoy arruinado.
Spadoni abrió desmesuradamente sus ojos negros, como si oyese algo inaudito y absurdo. Castro sonrió con incredulidad.
—¿Arruinado tú?... Me contentaría con la décima parte de tus escombros.
El príncipe asintió. Era como esos enormes trasatlánticos que, al naufragar, hacen la fortuna con sus despojos de todo un pueblo de miserables instalado en la orilla. Pero esta relatividad de la suerte no evitaba que su ruina fuese cierta.
—Por lo que diré después, necesito no ocultar mi situación. Hace unas semanas he vendido en París el palacio que construyó mi madre. Me lo ha comprado un «nuevo rico». Yo, con la guerra, voy á ser un «nuevo pobre». Tú sabes, Atilio, lo que me pasa desde que empezó esta pelea de naciones. A los primeros cañonazos me enviaron de Rusia la octava parte de las rentas que tenía en tiempos de paz: luego, mucho menos. La revolución todavía recortó de un modo alarmante mis ingresos. Ahora, con el compañero Lenine y la bandera roja, no llega nada, absolutamente nada. No conozco siquiera la suerte de mis casas, de mis campos, de las minas... Nada sé tampoco de los que administraban allá mi fortuna. Sin duda los han asesinado...
El coronel levantó los ojos al techo: «¡La revolución!... ¡La falta de un amo!»
—Un rico como tú—dijo Castro—siempre tiene reservas en los Bancos, siempre encuentra quien le preste hasta que lleguen tiempos mejores.
—Tal vez; pero eso para mí casi representa la miseria. Mi administrador me ha dicho, al salir de París, que debo limitar mis gastos, vivir con arreglo á mis ingresos actuales. ¿Cuánto tengo?... No lo sé. El mismo tampoco lo sabe. Está haciendo un balance de mi situación, cobrando á unos, pagando á otros, pues, según parece, yo tenía muchas deudas. A los millonarios nadie les exige con premura el pago de lo que deben... En fin, tendré que vivir como un príncipe arruinado, con trescientos mil francos al año; tal vez más... tal vez menos. No sé.
Castro y Spadoni hicieron un gesto nostálgico al oir dicha suma. Novoa miró con respeto á este hombre que se llamaba su amigo y se creía en la miseria con trescientos mil francos anuales.
—Mi administrador—continuó el príncipe—me habló de vender Villa-Sirena lo mismo que el palacio de París. Parece que el «nuevo rico» quiere quedarse con todo lo mío. ¡Liquidación completa!... Pero yo me he opuesto. Este rincón es mío; lo he formado yo. Además, la vida resulta imposible en el mundo, la guerra lo amarga todo. La existencia en París es triste. No hay gente, no hay luz: los «Gothas» tienen inquietas y nerviosas á las personas de nuestro mundo y las hacen emigrar... Y he pensado instalarme aquí hasta que termine la demencia europea.
—Va para largo—dijo Castro.
—Así lo creo. Este es un rincón agradable, un refugio dulce, que aún hace más grato la egoísta consideración de que á estas horas sufren toda clase de penalidades millones de hombres y mueren unos cuantos miles por día... Pero de todos modos, no es lo mismo que antes. Hasta el Mediterráneo resulta otro. Apenas se oculta el sol, mi buen coronel tiene que enmascarar con negros cortinajes las ventanas y puertas que dan al mar, para que los submarinos alemanes no se guíen por nuestras luces... ¡Ay! ¿Dónde están los hermosos días de la paz? ¡Las fiestas que hemos dado aquí! ¡Las veladas en el Gaviota II cuando estaba anclado en el puerto de Mónaco!...
Castro quedó con los ojos vagos, como si soñase despierto. Vió en su imaginación los jardines de Villa-Sirena dulcemente iluminados, envueltos en un halo lácteo que se desplomaba sobre las invisibles olas lo mismo que un reflejo lunar. Los ventanales estaban rojos, esparciendo en la cálida lobreguez de la noche risas, gritos, suspiros de violines, romanzas amorosas que denunciaban un cuello femenil, blanco y voluptuoso, hinchado por el deseo y por la música. Las gotas de luz perdidas en el infinito cambiaban sus parpadeos con las estrellas eléctricas medio ocultas en los negros follajes. Parejas enlazadas y de paso lento desaparecían en las penumbras del jardín. Todas habían pasado por allí: artistas célebres de París, de Londres ó de Viena; hermosas snobs de los dos hemisferios; señoras del gran mundo, sonrientes como esclavas ante el potentado que podía saldar sus deudas con una firma. ¡Ah, las noches pompeyanas de Villa-Sirena!...
Spadoni veía el Gaviota II, palacio á hélice, que, cuando anclaba en el gracioso puerto de La Condamine, parecía llenarlo por entero, empequeñeciendo el yate del príncipe de Mónaco y los de los millonarios americanos; alcázar de Las mil y una noches rematado por dos chimeneas, que paseaba por todos los mares del planeta sus gabinetes con fuentes y estatuas, su biblioteca enorme, su salón de fiestas con un estrado-escenario en el que cincuenta músicos, muchos de ellos célebres, daban conciertos para un solo oyente visible, el príncipe Miguel, medio tendido en un diván, mientras la brisa de los trópicos entraba por las altas ventanas, acariciando las cabezas de los oficiales y altos empleados del buque que se agolpaban en sus alféizares. El pianista veía los puertos solitarios de los países históricos y muertos, con sus rondas de gaviotas sobre la tranquila copa azul; las bahías gigantescas llenas de humo y actividad de la América del Norte; las riberas antillanas, con sus bosques de cocoteros, negros sobre un cielo enrojecido por el ocaso; las islas del Pacífico, de duro coral, formando un anillo en torno de un lago interior... ¡Y aquel mago omnipotente confesaba la pérdida de sus riquezas!...
El príncipe, como si adivinase sus pensamientos, añadió:
—Todo eso ha terminado: no sé si por muchos años ó para siempre... Y aunque vuelvan á ser las cosas algún día como fueron antes de la guerra, ¡cuánto tendremos que esperar!... Tal vez muera yo antes... Por eso voy á hacer una proposición.
Se detuvo un momento, apreciando la curiosidad en los ojos de sus oyentes.
Luego preguntó á Atilio:
—¿Estás contento de tu vida actual?...
A pesar de su tranquilidad sonriente y burlona, Castro hizo un movimiento de sorpresa, como si le escandalizase esta pregunta. Su vida era insufrible. La guerra había trastornado sus costumbres y placeres, esparciendo á todos los vientos sus amistades. Ignoraba la suerte de cientos de personas de diversa nacionalidad que llenaban su existencia años antes y sin las cuales hubiera creído imposible vivir.
—Además, tengo menos dinero que nunca. Permanezco en Monte-Carlo porque aquí juego; y aunque siempre acabo por perder (como pierden todos), algo me queda entre las uñas que me ayuda á vivir... Pero ¡qué existencia!
Miró á Novoa como si le inspirase recelo su reciente amistad, pero luego hizo un gesto de resolución.
—Debo hablar con entera confianza. El profesor nos decía hace poco lo que gana: unas quinientas pesetas al mes; menos que cualquier empleado del Casino. Yo voy á ser franco igualmente. Vivo en el Hotel de París: Atilio Castro no puede estar alojado en otra parte: debe conservar sus amistades. Pero paso grandes apuros muchas semanas para pagar mi cuarto, y como en malos restoranes, en bodegones italianos, cuando no me convidan. La cama me cuesta tres ó cuatro veces más que la mesa. Las tardes malas, en que pierdo hasta la última ficha, me contento con un emparedado de jamón á crédito en el bar del Casino. Yo soy de la escuela de un jugador de Madrid al que llamábamos «el maestro», y que nos decía: «Jóvenes, el dinero se ha hecho para jugar: y lo que quede, para comer.»
—Y sin embargo, tú amas la buena mesa—dijo el príncipe.
Las lamentaciones de Castro tomaron una gravedad cómica. Con la guerra se habían olvidado las buenas costumbres. Nadie tenía casa; todos vivían en el hotel, y las escaseces del momento servían de pretexto para que los dueños de los «Palaces» lujosos diesen comidas de figón, escasas y malas. Un convite sólo servía para engañar el hambre.
—Hace muchos meses, tal vez años, que no he comido como hoy, y eso que me he sentado á las mesas de todos los grandes hoteles de la Costa Azul. Ya no creía que existiesen en el mundo pollos como los que nos han servido. Los consideraba pájaros de ensueño, aves mitológicas.
El coronel sonrió, inclinando la cabeza como si recibiese un elogio.
—¿Y tú, Spadoni—siguió preguntando el príncipe—, vives bien?
—Alteza... yo... yo...—dijo el músico balbuceando ante la repentina pregunta.
Castro intervino para sacarle adelante.
—El amigo Spadoni, como pianista, encuentra siempre mesa franca en las «villas» de unas cuantas señoras valetudinarias y melómanas que habitan en Cap-Martin. Le convidan también con frecuencia unos ingleses de Niza. Tampoco tiene que preocuparse de pagar hotel. Dispone de toda una «villa», grande, elegante, bien amueblada, que le dan como sepulturero.
Novoa hizo un movimiento de asombro al oir esto.
—Así es—continuó Atilio—. Disfruta de una casa magnífica, á cambio de guardar una tumba.
—¡Oh, señor profesor!... No le haga caso—gimió el músico con una expresión de víctima.
—Pero á todas estas ventajas—siguió diciendo Castro—une un terrible inconveniente: es más jugador que yo. En el Casino tiene un mote: «el señor del 5». No juega otro número. Todo lo que pilla lo pone al 5, y lo pierde. Yo soy «el señor del 17», y me va tan mal como á él... Además, tiene á sus amigos los ingleses. ¡Unos tipos! Todos los días vienen de Niza en un landó de dos caballos, y como si no tuviesen bastante con el juego del Casino, se colocan una tabla forrada de verde sobre las rodillas y sacan la baraja. ¡Jugar al poker ante el paisaje de la Cornisa, que las gentes vienen á ver de todas las partes del mundo!... Y nuestro artista, cuando hace el cuarto con los dos ingleses y una vieja miss, pierde ante el Mediterráneo, dorado por la puesta de sol, todo lo que le ha producido algún concierto en Cannes ó en Monte-Carlo.
Spadoni intentó hablar, pero se contuvo viendo que el príncipe se dirigía á Novoa.
—A usted no le pregunto: conozco su situación. Vive en el viejo Mónaco, en la casa de un empleado del Museo, y su alojamiento no debe ser gran cosa. Además, como decía Atilio, gana usted mucho menos que un croupier del Casino.
Y mirando á sus convidados, añadió:
—Lo que yo quiero proponerles es que vivan conmigo. La invitación resulta egoísta, no lo oculto. Pienso permanecer aquí hasta que se restablezca la tranquilidad de Europa y la vida vuelva á ser agradable. Sólo con mi coronel, acabaríamos por odiarnos los dos. Ustedes me acompañarán en mi agujero.
Quedaron los tres estupefactos por la inesperada proposición. Novoa fué el primero en recobrar la palabra.
—Príncipe, usted apenas me conoce. Nos vimos por primera vez hace tres días... No sé si debo...
Le interrumpió el príncipe con voz algo seca y un ademán imperioso de hombre acostumbrado á no admitir objeciones.
—Nos conocemos hace muchos años; nos conocemos toda la vida.
Luego añadió con un tono halagador:
—No es gran cosa lo que ofrezco. La servidumbre resulta escasa. No hay más criados que mi viejo ayuda de cámara y esos dos monigotes italianos que ha podido reclutar el coronel. Todo el resto del servicio lo hacen mujeres... Pero aun así, nuestra vida será agradable. Nos aislaremos del mundo, que está loco; no hablaremos de la guerra. Llevaremos una existencia plácida y cómoda, como en aquellas abadías que durante la Edad Media fueron frescos oasis de tranquilidad y de estudio en medio de violencias y matanzas. Comeremos bien; el coronel me responde de ello. La biblioteca del yate está aquí: al vender el buque ordené á don Marcos que la instalase en el último piso. El amigo Novoa va á encontrar libros que tal vez no conoce. Cada uno hará lo que quiera; monjes libres, sin otra obligación que la de acudir á la hora de refectorio. Y si «el señor del 5» ó «el señor del 17» quieren dar una vuelta por el Casino, podrán hacerlo, y alguien se encargará de llenarles los bolsillos. Hay que dar algo al vicio, ¡qué diablo! Sin los vicios, la vida no valdría la pena de ser vivida.
Un silencio de aprobación acogió estas palabras del dueño de Villa-Sirena.
—Lo único que exijo—continuó el príncipe después de una larga pausa—es que vivamos solos, entre hombres. ¡Nada de mujeres! La mujer debe quedar excluída de nuestra existencia en común.
El pianista abrió los ojos con asombro; Castro se removió en su asiento; Novoa se quitó los lentes con un gesto maquinal de sorpresa, volviendo en seguida á montarlos en su nariz.
Hubo otro silencio.
—Eso que propones—dijo al fin Atilio sonriendo—me recuerda una comedia de Shakespeare. ¡Nada de mujeres! Y el protagonista acaba por casarse.
—La conozco—contestó el príncipe—; pero no acostumbro á ajustar mi vida á las comedias, ni creo en sus enseñanzas. Puedo asegurarte que no me casaré, aunque con ello desmienta á Shakespeare y al rey francés de cuya crónica sacó el argumento de su obra.
—Pero lo que pretendes es absurdo—prosiguió Castro—. Yo no sé lo que pensarán los demás, ¡pero impedirme á mí que...!
Y con el gesto completó su protesta.
Después, al ver que el príncipe había quedado pensativo, añadió:
—¡Cómo se conoce que estás harto!... Has conseguido en tu vida cuanto deseaste, y ahora quieres imponernos...
El príncipe, como si no le hubiese escuchado durante su ensimismamiento, le interrumpió:
—Ya que no puedes vivir sin eso... ¡sea! No tengo empeño en martirizarte. Continúa siendo esclavo de una necesidad que es obra más de la imaginación que del deseo. Ahora que conozco verdaderamente la vida, me asombro de que los hombres hagan tantas necedades por el descubrimiento y posesión de treinta centímetros de piel oculta. Puedes satisfacer tu fantasía cuando gustes... pero ¡nada de mujeres!
Los tres oyentes se miraron con asombro, y hasta el coronel, que se mantenía impasible siempre que hablaba su señor, mostró en sus ojos cierta sorpresa. ¿Qué quería decir el príncipe?...
—Tú no ignoras, Atilio, lo que es una mujer. En la mayor parte de los pueblos de la tierra sólo existen hembras: jóvenes y viejas, pero no hay mujeres. La mujer, la verdadera mujer, es un producto artificial de las civilizaciones maduras, algo como las flores de invernadero, de una belleza complicada y perversa. Sólo en las grandes ciudades que llegan á ser decadentes, porque no pueden ir más allá, se encuentra á la mujer. No siendo madre, como lo son las pobres hembras, da todo su tiempo al amor, prolonga maravillosamente su juventud y piensa en inspirar pasiones á la edad en que las otras viven como abuelas. ¡A esa es á la que yo temo! Si entra aquí, se acabó nuestra sociedad, nuestra vida tranquila y dulce.
Se levantó de la mesa el príncipe, y todos hicieron lo mismo. El almuerzo había terminado y pasaron al hall inmediato, donde estaba servido el café. Miró el coronel en torno con inquietud, examinando las cajas de habanos, la enorme licorera con sus frascos de diversos colores puestos en fila.
Mientras cortaba la punta de un cigarro, Lubimoff continuó, dirigiéndose siempre á Castro:
—Cuando desees... eso, te bastará con elegir en los alrededores del Casino. Cien francos ó doscientos; y luego, ¡adiós!... ¡Pero las otras! ¡Las mujeres! Esas penetran en nuestra existencia, acaban por dominarnos, quieren que nuestra vida se moldee en la suya. Su amor por nosotros no es en el fondo mas que una vanidad igual á la del conquistador que ama la tierra que ha hecho suya con violencia. Todas ellas han leído (casi siempre á tontas y á locas, pero han leído), y las tales lecturas dejan en su voluntad un residuo de deseos indefinidos, de caprichos absurdos, que sirven para esclavizarnos á nosotros, que también nos movemos á impulsos de viejas lecturas... Las conozco. He encontrado demasiadas en mi vida. Si entran aquí mujeres de nuestro mundo, se acabó la paz. Me buscarán á mí por curiosidad y por codicia, pensando en mi historia y mi fortuna; os perturbarán entablando rivalidades entre vosotros; será imposible la vida que yo deseo... Además, somos pobres.
Atilio protestó sonriendo: «¡Oh! ¡pobres!»
—Pobres para hacer las locuras de antes—continuó el príncipe—; y para el amor se necesita dinero. Eso del amor desinteresado es una invención de las pobres gentes, que se consuelan con embustes. La moneda brilla en el fondo de todo amor. Al principio no se piensa en tal cosa: el deseo nos ciega; sólo vemos lo inmediato, la dominación de la persona dulcemente adversaria. Pero en todo amor que se prolonga, se acaba por dar dinero ó por tomarlo.
—¡Tomar dinero de una mujer!... ¡Nunca!—dijo Castro, perdiendo su sonrisa irónica.
—Acabarás por tomarlo si andas entre mujeres, siendo pobre. Las de nuestra época no tienen otra preocupación que el dinero. Cuando su amante es un hombre rico, se lo piden aunque posean una gran fortuna. Creerían valer menos si no lo hiciesen. Y si les gusta un pobre, le fuerzan á que reciba sus dádivas. Lo dominan mejor envileciéndolo: sienten con ello la satisfacción egoísta del que hace una limosna. La mujer, eterna mendiga del hombre, experimenta el mayor de los orgullos, se cree un ser extraordinario, una heroína, cuando á su vez puede dar dinero á uno del sexo que la ha mantenido siempre.
Novoa, con una taza en la mano, escuchó atentamente al príncipe. Hablaba de un mundo desconocido para él. Spadoni, con los ojos vagos, pensaba en algo distante mientras sorbía su café.
—Ya lo sabes, Atilio—continuó Lubimoff—: ¡nada de mujeres!... Así llevaremos la gran vida. La mañana libre; sólo nos veremos á la hora del almuerzo. Abajo, en nuestro puertecito, quedan varios botes. Pescaremos á las horas de sol, remaremos. En las tardes, irás á tu Casino; tal vez salga yo también para asistir á algún concierto. Se acerca la primavera. Por las noches, sentados en una terraza, bajo las estrellas, el amigo Novoa, sabio de nuestro convento, nos explicará las melodías del cielo; y Spadoni, nuestro músico, se sentará al piano para deleitarnos con la música terrestre.
—¡Magnífico!—dijo Castro—. Casi eres un poeta al describir nuestra vida futura. Me has convencido. Vamos á ser felices. Pero no olvido tu permiso para la hembra y tu prohibición de la mujer. ¡Nada de faldas en Villa-Sirena! Hombres nada más, monjes con pantalones, egoístas y tolerantes, que se reunen para vivir dulcemente mientras arde el mundo.
Atilio se mantuvo pensativo unos instantes, y continuó:
—Nos falta un nombre: nuestra comunidad debe tener un título. Nos llamaremos... nos llamaremos «Los enemigos de la mujer».
Miguel sonrió.
—Que el título quede entre nosotros. Si lo saben fuera de aquí, podrían creer otra cosa.
Novoa, animado por su reciente confianza con unos hombres tan distintos á los que había tratado hasta entonces, aceptó el título con aplauso.
—Yo confieso, señores, que, según la distinción hecha por el príncipe, no he conocido jamás á una mujer. ¡Pobres hembras... y pocas! Pero me gusta el título, y acepto ser uno de «los enemigos de la mujer», aunque la tal mujer no se pondrá nunca ante mi paso.
Spadoni, como si despertase de pronto, se encaró con Castro, continuando en alta voz sus pensamientos.
—...Es una martingala que inventó un lord ya difunto y que le hizo ganar millones. Ayer me lo explicaron. Primeramente, pone usted...
—¡Ah, no, pianista del demonio!—clamó Atilio—. Ya me explicará eso en el Casino, si es que tengo la curiosidad de oirle. Me ha hecho usted perder mucho con sus martingalas. Mejor es que siga con su número 5.
El coronel, que había escuchado en silencio la conversación sobre las mujeres, pareció ligar dos ideas cuando Castro mencionó el juego.
—Ayer tarde—dijo al príncipe con un tono algo misterioso—encontré en el Casino á la duquesa...
Un gesto de muda interrogación cortó sus palabras. «¿Qué duquesa?»
—Haces bien en preguntarle, Miguel—dijo Atilio—. Tu «chambelán» es el hombre mejor relacionado de la Costa Azul. Conoce duquesas y princesas á docenas. Lo he visto comiendo en el Hotel de París con toda la vieja nobleza de Francia que viene á Monte-Carlo para consolarse de lo que tardan en volver sus antiguos reyes. En las salas privadas del Casino besa manos llenas de arrugas y hace reverencias ante una porción de momias horribles con nombres antiguos y famosos. Unas le llaman simplemente «coronel»; otras se lo presentan con el título de «ayudante de campo del príncipe Lubimoff».
Don Marcos se irguió, ofendido por el tono zumbón con que se hablaba de su gloria, y dijo altivamente:
—Señor de Castro, soy un viejo soldado de la legitimidad, he derramado mi sangre por la santa tradición, y nada tiene de particular que...
El príncipe, sabiendo por experiencia que su coronel no conocía el valor del tiempo cuando empezaba á hablar de la «legitimidad» y de «sangre derramada», se apresuró á interrumpirle.
—Bueno; ya lo sabemos. Pero ¿qué duquesa es la que encontraste?...
—La señora duquesa de Delille. Me ha preguntado muchas veces por Su Alteza, y al decirle yo que acababa de llegar, me dió á entender que se propone hacerle una visita.
Lubimoff contestó con una simple exclamación, quedando luego silencioso.
—Bien empezamos—dijo Castro riendo—. ¡Nada de mujeres! E inmediatamente el coronel nos anuncia la visita de una de ellas, y de las más temibles. Porque reconocerás que la tal duquesa es una mujer de las que tú nos has pintado.
—No la recibiré—dijo el príncipe resueltamente.
—Esa duquesa es prima tuya, según creo.
—No hay tal parentesco. Su padre fué hermano del segundo marido de mi madre. Pero nos hemos conocido de niños, y guardamos recíprocamente un recuerdo detestable. Cuando yo vivía en Rusia se casó con un duque francés. Sintió el mismo deseo que muchas ricas de América: un gran título nobiliario para dar envidia á las amigas y brillar en Europa. Al poco tiempo se separó, señalando al duque una pensión, que es lo que deseaba tal vez el noble marido. No tengo por mujer apetecible á la tal Alicia... Además, ha vivido la vida á su gusto... casi tanto como yo. Su reputación se iguala con la mía. Hasta le atribuyen amores con personas que no ha visto nunca, lo mismo que hacen conmigo... Me han dicho que en los últimos años se exhibía con un muchachito, casi un niño... ¡Ay! ¡Nos hacemos viejos!
—Yo los he visto en París—dijo Castro—; fué antes de la guerra. Luego, en Monte-Carlo, la he encontrado siempre sola, sin divisar á su jovenzuelo por ninguna parte. Debió ser un capricho... Lleva tres inviernos aquí. Cuando llega el verano se traslada á Aix-les-Bains ó á Biarritz; pero apenas el Casino recobra su esplendor, vuelve de las primeras.
—¿Juega?...
—Como una condenada. Juega fuerte y mal, aunque los que creemos jugar bien acabamos perdiendo lo mismo. Quiero decir, que pone el dinero en la mesa aturdidamente, en varios sitios á la vez, y luego ni se acuerda de qué puestas son las suyas. Revolotean en torno de ella los «levantadores de muertos», y cuando gana, siempre se le llevan algo de lo suyo. Ha estado dos años jugando nada más que con fichas de quinientos y de mil. Ahora sólo juega con las de cien. Pronto usará las rojas, las de veinte, como este servidor.
—No la recibiré—insistió el príncipe.
Y tal vez para no decir más de la duquesa de Delille, se separó repentinamente de sus amigos, saliendo del hall.
Atilio, deseoso de hablar, interrogó á don Marcos, que conversaba con Novoa, mientras el pianista seguía soñando, con los ojos abiertos, en la martingala del lord.
—¿Ha visto usted últimamente á doña Enriqueta?
—¿Me pregunta usted por la Infanta?—contestó el coronel gravemente—. Sí; ayer la encontré en el atrio del Casino. ¡Pobre señora! ¡Si esto no es una lástima!... ¡Una hija de rey!... Me contó que sus hijos no tienen qué ponerse. Ella debe doscientos francos de cigarrillos en el bar de los salones privados. No encuentra quien le preste. Tiene además una mala suerte espantosa: todo lo pierde. Estos tiempos son fatales para las personas de sangre real. Casi lloré escuchando sus miserias, y sentí no poder darle más. ¡Una hija de rey!...
—Pero su padre renegó de ella cuando se fué con un artista obscuro—dijo Atilio—. Y además, don Carlos no era rey de ninguna parte.
—Señor de Castro—repuso el coronel, irguiéndose como un gallo—, tengamos la fiesta en paz. Usted sabe mis ideas: he derramado mi sangre por la legitimidad, y el respeto que le tengo á usted no debe servir para...
Novoa, queriendo tranquilizar á don Marcos, intervino en la conversación.
—Este Monte-Carlo es una playa á la que llegan toda clase de despojos, vivos y muertos. En el Hotel de París hay otro individuo de la familia, pero de la rama triunfante, de la que gobierna y cobra.
—Lo conozco—dijo riendo Atilio—. Es un joven de exuberancias calípigas, que va á todas partes con su gentil secretario. Siempre encuentra alguna señora vetusta que, deslumbrada por su parentesco real, se encarga de mantenerlo á todo lujo... ¡No sé qué demonios puede dar á cambio de esa protección! El secretario, de vez en cuando, le pega para hacer constar sus antiguos derechos.
Don Marcos permaneció silencioso. A él no le interesaban las gentes de esta rama.
—También—continuó maliciosamente Castro—conocí en el Casino, antes de la guerra, á don Jaime, el rey actual de usted. Un mozo valiente para jugar. Arriesga á puñados los miles de francos: maneja muchísimo dinero. En el Casino todos contaban que se lo envían de Madrid, á cambio de que no deje un hijo y mueran con él las pretensiones al trono.
—¡Y pensar—murmuró Novoa, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—que por unos y otros se han matado allá tantos hombres!... ¡Pensar que por una cuestión de herencia entre esas gentes nos hemos retrasado un siglo en la vida europea!...
—¡Usted también!—clamó el coronel, nuevamente indignado—. Un sabio decir eso... ¡Parece mentira!
II
Al terminar la segunda guerra carlista, un español se vió para siempre lejos de su patria, en la pobreza y la obscuridad del vencido. Los diarios de Madrid le llamaban simplemente «el cabecilla Saldaña», no anteponiendo á su nombre adjetivos infamatorios, sin duda para diferenciarle de otros jefes de partidas que en Aragón, Cataluña y Valencia habían hecho durante cinco años una campaña de saqueos y fusilamientos. Para los suyos, era el general don Miguel Saldaña, marqués de Villablanca. El pretendiente don Carlos le había dado este título por ser Villablanca el nombre del pueblo en que Saldaña casi aniquiló á una columna del ejército liberal. Los conocimientos topográficos de su jefe de Estado Mayor—un cura del país, que durante toda su existencia se había limitado á decir misa los domingos, pasando el resto de la semana en los montes con su escopeta y su perro—le permitieron sorprender descuidado al enemigo, obteniendo una victoria ruidosa.
Cuando pasó fugitivo la frontera, por no reconocer á los Borbones constitucionales, el cabecilla tenía veintinueve años. Segundón de una familia orgullosa y arruinada, se había visto obligado á luchar con las tradiciones de su casa, que le destinaban á la Iglesia. Estaba terminando sus estudios en el Colegio Militar de Toledo, cuando la revolución de 1868 le hizo desistir de ser oficial por no obedecer á unos generales que acababan de suprimir el trono. Al levantarse en armas don Carlos, fué de los primeros en ponerse á su servicio; y su paso por una escuela militar, así como su educación, le permitieron sobresalir inmediatamente entre los demás guerrilleros del llamado ejército del Centro, propietarios rurales, escribanos de villorrio, clérigos montaraces.
Era de un valor temerario, aunque poco afortunado. Atacaba siempre á la cabeza de sus hombres, y de casi todos los combates salía herido. Pero eran heridas «de suerte», como dicen los soldados, que dejaban en su cuerpo gloriosas señales sin destruir su vigorosa salud.
Viéndose solo en París, donde únicamente podía contar con la admiración de algunas viejas legitimistas del faubourg San Germán, se marchó á Viena. Allí su rey tenía parientes y amigos. Su juventud y sus hazañas le valieron ser admitido en el mundo de los archiduques como un héroe de la monarquía tradicional. La guerra entre Rusia y Turquía le arrancó de esta dulce existencia de parásito interesante. Hombre de espada y católico, creyó que su deber era combatir al turco; y recomendado por sus protectores austriacos, pasó á la corte de Petersburgo. El general Saldaña fué simple comandante de escuadrón en el ejército ruso. Los oficiales hablaban con él en francés. Sus jinetes harto le entendían cuando se colocaba ante el escuadrón y, desenvainando el sable, galopaba el primero contra el enemigo.
Varias cargas afortunadas y dos heridas más «de suerte» le dieron algún renombre. Al terminar la guerra contaba con numerosos amigos entre la oficialidad noble, y fué presentado con los salones más aristocráticos. Una noche, en el baile de una gran duquesa, vió de cerca á la mujer de moda, á la joven que más daba que hablar en aquel invierno á las gentes de la corte: la princesa Lubimoff.
Tenía veintitrés años, era huérfana, y su fortuna la apreciaban como una de las más grandes de Rusia. El primer príncipe Lubimoff, pobre y hermoso cosaco, que no sabía leer, logró llamar la atención de la gran Catalina, figurando á la cabeza de sus amantes de segundo orden. En los años que duró el capricho imperial, el nuevo príncipe tuvo que buscar su fortuna lejos de la corte, pues los favoritos anteriores se habían llevado todo lo que estaba más á mano. La zarina le dió cuanto quiso escoger sobre el mapa de su inmenso Imperio: territorios lejanos, al otro lado de los Urales, que su nuevo poseedor no había de visitar nunca, así como los más de sus sucesores. Al crearse los ferrocarriles, enormes riquezas fueron surgiendo de estas tierras escogidas por el cosaco: en unas se descubrían venas de platino: en otras, canteras de malaquita, yacimientos de lapislázuli, abundantes pozos de petróleo. Además, docenas de miles de siervos recién emancipados por el zar seguían trabajando la tierra, lo mismo que antes, para los descendientes de Lubimoff. Y toda esta fortuna enorme, que casi se doblaba por año con nuevos descubrimientos, pertenecía por entero á una mujer, la joven princesa, que se consideraba como de la familia imperial por obra de su ascendiente, y había preocupado más de una vez al soberano, á causa de las excentricidades de su carácter.
Era una virgen guerrera, caprichosa, incoherente en actos y palabras, desorientando á todos con los violentos contrastes de su conducta. Trataba como camaradas á los oficiales de la Guardia, fumando y bebiendo lo mismo que ellos y entrometiéndose, en sus ejercicios de equitación; pero de pronto se encerraba en su palacio semanas enteras, para arrodillarse, ante los santos iconos en una crisis de misticismo, pidiendo á gritos el perdón de sus pecados. Veneraba al emperador como representante de Dios y al mismo tiempo simpatizaba con los nihilistas.
Los personajes de la corte se escandalizaban al recordar cómo, acompañada de una doncella que la policía consideraba sospechosa, había ido una mañana á una pobre casita de las afueras de la capital, confundiéndose con la canalla revolucionaria de artesanos y estudiantes. Con ellos había desfilado por una estrecha habitación, ante un féretro próximo á volcarse bajo los empujones de la muchedumbre triste y curiosa.
El muerto se llamaba Fedor Dostoiewsky. La princesa había deshojado un ramo carísimo de rosas sobre la frente abombada y las barbas ascéticas del novelista. Y esa misma Nadina Lubimoff golpeaba en su palacio á los criados como si aún fuesen siervos, hacía arrodillarse á sus pies á las doncellas en momentos de cólera, lo ponía todo en conmoción con su tempestuosa irascibilidad, hasta el punto de que cierto viejo príncipe que era su tutor por orden imperial deseaba verla casada cuanto antes, aunque con ello perdiese el manejo de una fortuna inmensa.
Inspiraba miedo á sus enamorados. Todos temían la burla cruel como respuesta á una petición matrimonial. Por dos veces había anunciado su casamiento con señores de la corte, y á última hora ella misma pidió al zar que negase su permiso. Ningún hombre osaba ya solicitar su mano, por temor á las risas y los comentarios. Y á pesar de las libertades é inconveniencias de su conducta, nadie ponía en duda su virginidad.
Saldaña pensó al verla en una náyade septentrional surgiendo de un río verde en el que flotasen bloques de hielo. Era alta, de aspecto majestuoso, algo abultada de formas, lo mismo que las divinidades pintadas al fresco en los techos; pero de una blancura esplendorosa, las pupilas grises con una lenteja verde en el centro, la cabellera de un rubio flácido y desteñido, como si acabase de surgir de un intenso lavado. Su carne tal vez resultaba un poco blanda, á causa de su maravillosa blancura, pero esparcía un perfume fresco, «olía á agua corriente», según la expresión de sus admiradores. Una nariz demasiado ancha, cuyas aletas se agitaban en momentos de emoción con un estremecimiento caballuno, recordaba á su glorioso ascendiente el viril cosaco de la zarina.
Pasó una gran parte del baile sin fijarse en el español. ¡Eran tantos los oficiales que la rodeaban, acogiendo con sonrisas de gratitud sus chistes atroces y sus palabras gruesas!... De pronto, Saldaña, que estaba entre dos puertas, se estremeció al oir una voz femenil de tono imperioso.
—Su brazo, marqués.
Y antes de que él se lo ofreciese, la joven princesa se lo tomó, tirando de él hacia el salón donde estaba el buffet.
Nadina se bebió una gran copa de volka, prefiriendo este aguardiente popular al champaña que servían pródigamente los criados. Luego, sonriendo á su acompañante, lo llevó hasta el hueco de una ventana casi oculta por sus cortinajes.
—¡Las heridas!... ¡Quiero ver las heridas!
El español quedó estupefacto ante la orden de esta gran dama, acostumbrada á imponer sus más raros caprichos. Ruborizándose, como un soldado que sólo ha vivido entre hombres, acabó por recogerse la manga izquierda de su uniforme, mostrando un antebrazo moreno, velludo, con gruesos tendones, hondamente surcado por la cicatriz de un balazo recibido allá en España.
Admiró la princesa este miembro atlético, de piel obscura cortada por la blanca tortuosidad de la carne nueva.
—¡Las otras!... ¡Quiero ver las otras!—ordenó, clavando en él unos ojos agresivos como si fuese á morderle, mientras se doblaba hacia abajo el arco de su boca con llorosa humedad.
Le había agarrado el brazo con una mano trémula, mientras la otra avanzaba sobre el pecho del dolmán, pretendiendo deshacer sus cordones de oro.
El soldado se echó atrás, balbuceando. ¡Oh, princesa!... Lo que pretendía era imposible. Las otras heridas no podían mostrarse á una dama...
Sintió en su única cicatriz visible el contacto de unos labios. Nadina, inclinando su orgullosa cabeza, le besaba el brazo.
—¡Oh, héroe!... ¡Héroe mío!
Después de esto volvió á erguirse fría y serena, sin más que una leve palpitación en las alillas de su nariz. Ya no la inquietaba el deseo de conocer inmediatamente aquellas cicatrices espantosas que le habían descrito los camaradas del valeroso soldado. Estaba segura de verlas á su placer todo el tiempo que quisiera.
A los pocos días empezó á circular el rumor de que la princesa Lubimoff se casaba con el español. Ella misma había lanzado la noticia, sin cuidarse de conocer antes la voluntad de su futuro marido. Las razones con que pretendía justificar su decisión no podían ser de más peso. Ella era rubia y Saldaña moreno; los dos habían nacido en los países más apartados de Europa. Todas estas condiciones bastaban para hacer un matrimonio feliz. Además, la princesa estaba convencida de que siempre había amado á España, aunque no podía señalar con exactitud su situación en el mapa. Hacía memoria de unos versos de Heine que nombran á Toledo, de otros versos de Musset á las marquesas andaluzas de Barcelona, tarareaba una romanza sobre los naranjos de Sevilla... Su héroe debía ser forzosamente de Toledo ó andaluz de Barcelona.
En vano algunos personajes de la corte le hablaron de que el zar no autorizaría esta unión. ¡Una gran heredera casándose con un soldado extranjero desterrado de su país!... Pero la princesa, por el mismo conducto, hizo saber su voluntad al soberano.
—O me caso con él, ó debuto como bailarina en un teatro de París.
Se habló de la próxima expulsión de Saldaña.
—Mejor: iré á juntarme con él y seré su querida.
El viejo príncipe encargado de su tutela lamentó las exigencias de la corte. De no existir esta oposición, el capricho por Saldaña hubiese durado unos días nada más, como tantos otros. Se dijo que el emperador tal vez la desterrase á sus vastas propiedades de Siberia para doblar su voluntad, y la nieta del cosaco contestó á la amenaza prometiendo á gritos su suicidio antes que obedecer.
Al fin, el soberano dejó prudentemente que cumpliera su deseo. Casándose, tal vez renunciase á sus excentricidades, y la corte de Rusia, pródiga en escándalos, tendría uno menos. El viaje de bodas de la princesa Lubimoff se prolongó toda su vida. Sólo dos veces volvió á Rusia por asuntos relacionados con su enorme fortuna. La Europa occidental era más favorable á su carácter libre que la corte de un autócrata. Al año de su matrimonio, estando en Londres, tuvo un hijo, el único. Permitió que se llamase Miguel, como su padre, pero impuso el segundo nombre de Fedor, tal vez en memoria de Dostoiewsky, su novelista favorito, cuyos personajes contradictorios le inspiraban una simpatía de parentesco.
Nadie pudo saber ciertamente si don Miguel Saldaña se consideró feliz en su nueva situación de príncipe consorte, que le permitía gozar todos los placeres y suntuosidades de una inmensa riqueza. A uso español, quiso imponer su voluntad de marido y de varón fuerte, para impedir los excentricidades de su esposa. ¡Vano empeño! Aquella mujer, á ratos sentimental, que gemía sobre las desigualdades sociales y las miserias de los pobres, era una fuerza explosiva capaz de agrietar el carácter más abroquelado y duro.
Saldaña acabó por resignarse, temiendo las acometividades de la nieta del cosaco. Deseoso de conservar su prestigio de gran señor, celoso del respeto de la servidumbre y de la consideración de sus convidados, temió las escenas violentas que poblaban de aullidos femeninos los salones y hasta las escaleras de su lujosa residencia. No quiso que la princesa volviera á enviar por segunda vez contra un muro del comedor con solo un golpe de pie—la mesa de roble y todos sus servicios de porcelana y cristalería, que se hicieron añicos con estrépito de catástrofe.
Cuando los arquitectos de París hubieron dado forma á los encargos de la princesa, la familia abandonó el castillo que ocupaba en las cercanías de Londres. Un grupo de ricos parisienses, en su mayor parte banqueros judíos, cubría en aquel momento de hoteles particulares la llanura de Monceau en torno del parque. La princesa Lubimoff se hizo construir en este barrio un palacio enorme, con un jardín que resultaba inaudito por sus proporciones dentro de una ciudad. Hasta instaló en el fondo de la arboleda una pequeña granja, y sin salir de su casa pudo darse el gusto de desempeñar el papel de campesina, batir leche y fabricar manteca, pensando en María Antonieta, que también jugaba á la pastorcita en el Pequeño Trianón.
Algunas voces parecía doblarse bajo una ráfaga de ternura y admiraba á su esposo, acataba sus órdenes, extremando su humildad de un modo inquietante. Hablaba á sus visitas de las campañas del general, de sus proezas allá en España, tierra que le infundía un interés novelesco y por lo mismo no deseaba ver nunca. De pronto interrumpía sus elogios con una orden:
—Marqués, muéstrales tus heridas.
Y daba una prueba de su ternura dejando de enfadarse al ver que su marido no quería obedecerla.
Le llamaba siempre «marqués», no se sabe si por conservar para ella sola su calidad de princesa ó por creer que no debía despojarlo de un título ganado con su sangre. El marqués jamás fijó su atención en esta anomalía. ¡Eran tantas las de su mujer! Al año de casados, cuando llegó á Londres la noticia de que Alejandro II había muerto destrozado por una bomba de los revolucionarios, corrió como una loca por sus habitaciones y hubo de guardar cama después de una tremenda crisis de indignación.
—¡Infames! ¡Un hombre tan bueno!... ¡Han matado á su padre!
Al entrar ahora Saldaña en su lujosa vivienda de París, se tropezaba muchas veces con extraños visitantes que parecían llevar fijas en sus espaldas las miradas de asombro de los lacayos de calzón corto. Eran muchachas desgarbadas y con anteojos, el pelo cortado al rape y un cartapacio bajo el brazo; hombres de luengas melenas y barbas enmarañadas, con unos ojos inquietantes de visionarios; rusos del Barrio Latino vigilados por la policía; terroristas que jamás imploraban en vano la generosidad de la princesa y tal vez empleaban su dinero en fabricar mecanismos infernales para expedirlos á su país.
Cuando el príncipe Miguel Fedor se remontaba hasta los recuerdos de la infancia, veía á su padre teniéndolo sobre las rodillas y acariciándole con sus duras manos. El pequeño se fijaba en su rostro de moro y sus luengos bigotes que venían á unirse con unos patillas cortas. No podía afirmar si la acuosidad de sus ojos negros é imperiosos era de lágrimas; pero después que aprendió el español, estaba seguro de que había murmurado muchas veces, mientras le pasaba la mano por la cabeza:
—¡Pobrecito mío!... Tu madre está loca.
A los ocho años, el problema de su educación hizo que la princesa se mostrase por unas semanas maternalmente grave. Uno de aquellos visitantes que tanto inquietaban á la servidumbre trasladó sus libros y sus raídos trajes desde una callejuela vecina al Panteón á la vivienda señorial de los Lubimoff, instalándose en ella. Era un joven taciturno, dedicado al estudio de la química, y que no podía volver a su país. El mismo día de su instalación, un agente de la policía secreta vino á hacer preguntas al portero del palacio.
—Quiero que mi hijo sepa el ruso—dijo la princesa—. Además, aprenderá mucho con Sergueff. Es un verdadero sabio, digno de mejor suerte.
Saldaña exigió que tuviese igualmente un maestro español, y ella no se opuso. Todos los de su familia poseían en un grado extremo esa capacidad de los eslavos para aprender fácilmente los idiomas.
—El príncipe Miguel Fedor—dijo la madre—es marqués de Villablanca y debe conocer la lengua de su segunda patria.
Esto hizo que el general volviera á buscar el contacto con los antiguos compañeros de armas que aún quedaban dispersos en París. La fama de sus enormes riquezas le había atraído muchas peticiones, hasta de las personas más veneradas por él en otro tiempo. Pero aunque la princesa, generosa hasta la inconsciencia, le dejaba el manejo de sus bienes, Saldaña, con una rigidez caballeresca, se consideraba sin derechos sobre el dinero de su esposa, y poco á poco había huído de los pedigüeños. Un gran cambio parecía haberse efectuado en este hombre silencioso durante sus viajes por Europa. El antiguo soldado de la monarquía absoluta admiraba ahora á Inglaterra y su historia constitucional.
—Las cosas se ven de otro modo corriendo el mundo—se limitaba á decir—. ¡Si todos los de mi país hubiesen viajado!...
Un día se presentó en el palacio el nuevo maestro. Tenía doce años menos que Saldaña, pero había estado á sus órdenes al final de la guerra, y en vez de darle el título de marqués ó de príncipe, repitió á cada momento, con orgullo, «mi general».
El general no guardaba el menor recuerdo de él; pero daba detalles exactos de la última parte de la campaña, y las recomendaciones de varios amigos no le permitían dudar de su veracidad. Debía ser uno de aquellos chicuelos escapados de sus casas que se agregaban á las partidas carlistas, formando una fuerza llamada «requeté», á la que Saldaña había amenazado más de una vez con el fusilamiento en masa, no queriendo tolerar sus habituales tropelías. El maestro afirmaba, que el mismo general lo había nombrado alférez en los últimos meses de la guerra, por ser más instruído que sus desarrapados camaradas.
Así entró Marcos Toledo en el palacio de los Lubimoff. El grave marido de la princesa rió con una alegría juvenil al conocer sus andanzas de emigrado en París. Como en los primeros meses ignoraba el francés, detenía en la calle á los clérigos para hablarles en latín. Había malvivido siendo maestro de guitarra y dando conferencias en un Instituto Políglota, cuyo público no concedía la menor atención al tema, buscando únicamente acostumbrar su oído á la pronunciación española. ¡Siete francos y medio por hablar hora y media! Pero Toledo compensaba lo escaso de la retribución con el placer de discursear sobre los tiempos felices de Felipe II, superiores á los presentes de liberalismo.
—Ahora sólo tengo una ambición, mi general—terminaba diciendo—: poder algún día vestir bien.
Este deseo suntuario provenía de su adolescencia de guerrillero, cuando robaba zagalejos amarillos y rojos á las campesinas para confeccionarse uniformes. En París, más que la parquedad de su nutrición, le atormentaba el ir con trajes que no pertenecían á ninguna moda conocida.
Cuando quedó instalado en el último piso del palacio, lo mismo que el maestro ruso, y el general hubo escogido para él varias prendas en su abundante guardarropa, Toledo creyó cumplidos todos los ensueños que se había forjado mientras corría París como tenaz comisionista de mil cosas invendibles.
Sus compatriotas, antiguos compañeros de miseria, le admiraban al verle vestido como un rico y ocupando muchas veces un carruaje de los príncipes. Su condición de maestro la consideró poco honrosa para un antiguo guerrero, y decía modestamente:
—Soy ahora el ayudante de campo del general Saldaña. Creo que no tardaremos en echarnos otra vez al monte.
El pequeño príncipe admiró al maestro ruso porque su madre afirmaba que era un sabio, pero sentía cierto miedo en su presencia. En cambio, trataba al español con una superioridad protectora y cariñosa. Toledo hacía reir á su padre, y esto bastó para que lo considerase como un ser inferior, pero digno de aprecio por su docilidad y su paciencia.
—Dí: ¿es cierto que ibas á ser cura?—le preguntaba Miguel Fedor—. ¿Es verdad que al abandonar el seminario fuiste mancebo de botica?
—Príncipe—contestaba el maestro con dignidad—, yo soy don Marcos de Toledo. Mi apellido dice mi nobleza, á pesar de todo lo que cuenten los envidiosos, y tengo derecho á usar el don, porque el señor marqués me hizo oficial.
Al poco tiempo, el discípulo hablaba correctamente el español. Parecía haberlo aprendido con rapidez para burlarse mejor de su hidalgo maestro.
El padre contribuía también á la educación del heredero de los Lubimoff con lo único que él podía enseñarle. Todas las mañanas, después de las lecciones del maestro ruso, de las que salía el pequeño con un rostro grave, Saldaña lo esperaba en una amplia sala del piso bajo.
—Príncipe, ¡en guardia!
Y él, que había sido el primer sable del ejército carlista y llevaba sobre su conciencia una cabeza partida hasta la mandíbula en un duelo durante la campaña contra los turcos, sonreía orgulloso al ver cómo este muchacho de once años se mantenía firme durante la lección de esgrima, evitando sus duros golpes y devolviéndoselos con éxito al menor descuido. Iba á ser un hermoso hombre de combate, un digno descendiente del cosaco y del guerrillero de las montañas españolas.
Pero esta satisfacción fué corta. De todas sus heridas «de suerte», que sólo le molestaban ligeramente al cambiar las estaciones, una le afligía de tarde en tarde con dolorosas crisis. Llevaba muchos años dentro del cuerpo una bala española que no le habían podido extraer los curanderos de su partida. Cuando los cirujanos de Londres y París intentaron la operación, ya era tarde.
Y una mañana, el ayuda de cámara, al entrar en su dormitorio, lo encontró muerto.
Miguel Fedor se acordaba de su propia emoción, de los suntuosos funerales ordenados por la princesa—idénticos á los de un soberano fallecido en el destierro—, pero aún tenía más presentes los extremos de dolor de su madre. También ella quería morir. Las doncellas rusas tuvieron que arrancar de sus manos un frasco de láudano, recibiendo por su abnegación unos cuantos puñetazos más que de costumbre. Luego corrió como una demente, aullando y con el cabello suelto, ante todos los retratos del general. ¡Ah, su héroe! Ahora sabía verdaderamente cuánto lo amaba...
Durante varios meses recibió á sus visitas en un salón con muebles y cortinajes negros. Vistiendo sueltas ropas de luto, estaba medio tendida en un sofá ante un retrato de Saldaña de cuerpo entero. Sus sables, sus uniformes y hasta una silla rusa de montar figuraban en este salón convertido en museo del difunto.
—¡Ha muerto como lo que fué!—gemía la viuda—. Le han matado sus heridas.
En este período se inició la última evolución de la grandeza de don Marcos Toledo. El sabio ruso había quedado en segundo lugar. Cierta parte de la gloria del muerto se reflejó sobre este compatriota humilde que había presenciado sus hazañas. Una tarde, la princesa, que conversaba en su salón-museo con unos nobles parientes llegados de Rusia, lloró tanto al recordar á su esposo, que quiso ausentarse un momento.
—Coronel, el brazo.
Toledo estaba presente acompañando á su discípulo, y miró en torno de él con extrañeza, lo que dió lugar á que la orden se repitiese en un tono más imperioso. ¡El coronel era él!... Durante algún tiempo creyó don Marcos en un capricho de la princesa. El día que menos lo esperase le retiraría el coronelato.
Pero cuando, pasados los primeros meses de luto y cansada de su retraimiento, se lanzó la viuda á hacer visitas, quiso ser acompañada por Toledo, presentándolo á sus amistades del mundo aristocrático.
—Es el ayudante de campo del difunto marqués.
¡Lo mismo que él había inventado para darse importancia ante sus compañeros de hambre! No dudó más de su graduación. Ya que la princesa lo presentaba como ayudante de su marido, bien podía ser coronel. Y lo fué hasta para el joven príncipe, que al principio le daba este título con cierta sorna y acabó por llamarle «coronel» maquinalmente.
Sus deseos de lujosa y abundante indumentaria se realizaron espléndidamente. Con la princesa no había que temer los escrúpulos que mostraba algunas veces Saldaña, enemigo del despilfarro. La gran señora hasta sentía desprecio por las personas que se aprovechaban parcamente de su generosidad. Don Marcos pudo cambiar de traje varias veces al día y sostuvo largas conferencias con sastres de renombre. Buscaba una elegancia personal; quería ser un señor distinguido, pero que denuncia en su modo de llevar la ropa á un hombre acostumbrado al uniforme: algo así como el aire de un mariscal napoleónico obligado á vestir el frac. Su cabeza fué objeto igualmente de grandes retoques. Imitó el peinado de su general, con la raya de la frente á la nuca, mechones en las sienes alisados hacia adelante y bigotes unidos con las patillas, á la rusa. Acompañando á la princesa, se habituó á besar la mano á las señoras con una gracia de viejo cortesano; aprendió también á sostener largas conversaciones sin decir nada, á mantenerse aparte y casi invisible mientras hablaban las gentes de origen superior.
Cuando la princesa, una vez terminado el primer año de viudez, volvió resueltamente á su palco de la Opera, don Marcos la acompañó, quedando discretamente en el fondo, como el chambelán de una reina. Una noche, durante un entreacto, al pasar ella al antepalco, oyó cómo el coronel contaba á un viejo general francés amigo de la casa el combate de Villablanca.
—...y el marqués me dijo: «Ahora te toca á ti, Toledo; á ver cómo cargas á la bayoneta.» Entonces, yo desnudé el sable, y á la cabeza de mi regimiento...
—Es un verdadero soldado—interrumpió la princesa—. Un digno compañero de mi héroe... El marqués me habló muchas veces de él.
Y estaba segura en aquel momento de haber oído contar al taciturno Saldaña las proezas de su ayudante de campo.
El maestro ruso, que era para Toledo un hombre antipático é inquietante, abandonó de pronto el palacio Lubimoff. Tal vez sentía celos de la influencia creciente del coronel; tal vez asuntos misteriosos lo atraían lejos de París. La princesa no experimentó ninguna pena con esta desaparición del sabio. Había olvidado á sus rusos de aspecto sedicioso: ya no les daba dinero: otras eran ahora sus aficiones.
De pronto, mostró deseos de vivir una larga temporada en Londres, y esto la hizo ceder á la petición de su hijo, que ansiaba realizar un viaje solo por toda Europa.
—Ya eres un hombre; vas á tener catorce años. Viaja, no repares en gastos; piensa siempre que eres el príncipe Lubimoff... El coronel irá contigo: será tu ayudante, como lo fué del heroico marqués.
Su primer viaje fué á España. Miguel Fedor deseaba conocer la tierra de su padre. Toledo creyó del caso mostrar cierta inquietud para que le admirase el joven príncipe. ¡Un coronel carlista que no había querido acogerse á indulto ni acataba á la dinastía reinante!... Pero viajaron tres meses por España, sin que se fijasen en ellos mas que por la largueza de sus propinas. Bien es verdad que Toledo evitó ponerse en contacto con sus antiguos camaradas. Se consideraba ya de otro mundo; sentía interiormente el mismo cambio que su general.
Cuando Miguel Fedor sació su primer entusiasmo por las corridas de toros, continuaron el viaje á través de Europa, hasta llegar á Rusia, mucho después de las numerosas cartas de presentación dirigidas por la Lubimoff á sus parientes. Un año permaneció allá el príncipe, visitando sus propiedades menos lejanas, conociendo á todas las grandes familias amigas de su madre. El coronel habló gravemente de cosas de guerra con varios generales que le acogieron como un igual. Era el ayudante, el compañero de heroísmos de Saldaña, al que habían conocido, de jóvenes, en la guerra contra Turquía siendo oficiales.
Las antiguas amigas de la princesa Lubimoff dieron al hijo una noticia inesperada. Su madre pretendía casarse con un señor inglés y había escrito al zar solicitando su autorización. Esta noticia sólo impresionó á Miguel Fedor. Los tiempos de la extravagante Nadina estaban muy lejos. Sus actos no producían eco alguno. Otras princesas jóvenes la habían borrado con aventuras todavía más ruidosas. Sólo algunas damas de la antigua corte, cuando olvidaban sus preocupaciones de madres, hacían memoria de la princesa Lubimoff, recordando con esto á la perdida juventud, siempre más interesante que los tiempos actuales.
Al volver el joven al palacio de París encontró á su madre tan princesa como siempre, pero casada con un señor escocés, sir Edwin Macdonald.
—Tú me dejarás algún día—dijo ella con su voz trágica de los grandes momentos—. Un príncipe Lubimoff debe vivir en la corte, servir á su emperador, ser oficial de la Guardia; y yo necesito un compañero, un apoyo. Sir Edwin es la distinción personificada; pero no creas que olvido á tu padre. ¡Nunca!... ¡Héroe mío!
Miguel Fedor vió á un señor que, efectivamente, era «la distinción personificada»; atento con todos, muy digno en sus ademanes, parco en las palabras, y que pasaba encerrado largas horas, estudiando, según decía la princesa. Le preocupaba la política de su país, y su ilusión era volver al Parlamento, de donde le había hecho salir una derrota electoral.
Este hombre frío, de pálida sonrisa y una corrección extremada hasta en los actos más insignificantes, no le inspiró antipatía como padrastro, ni simpatía como amigo. Fué un hombre poco molesto y algo borroso que se acostumbró á encontrar todos los días ocupando el antiguo lugar de su padre, y que le hubiese sorprendido no ver de pronto.
Otras personas penetraron en el palacio Lubimoff con toda la confianza del parentesco, á causa de este matrimonio.
Un hermano de sir Edwin había tenido que lanzarse por el mundo para ganar su vida, como todos los segundones de las familias británicas. Después de una existencia de aventuras, había acabado por instalarse en el Sur de los Estados Unidos, junto á la frontera de Méjico, y de pronto se encontró mucho más rico que su hermano mayor, al casarse con una heredera del país.
Su esposa era mejicana. Poseía famosas minas de plata tierra adentro y extensas llanuras en la frontera. Sólo tuvieron una hija; y cuando ésta iba á cumplir ocho años, Arturo Macdonald murió á consecuencia de una caída del caballo. La viuda, con su pequeña Alicia, se trasladó á Europa para vivir en Londres, cerca de su cuñado sir Edwin, miembro entonces del Parlamento, y admirado por la mejicana como uno de los directores del mundo. Luego se instaló en París, por ser esta capital más de su gusto y poder encontrar en ella á numerosos compatriotas.
La princesa Lubimoff trataba bien á esta parienta, pero su amistad sufría bruscas alteraciones, pasando por cariñosos entusiasmos y repentinos desvíos.
Ella y doña Mercedes podían hablar de minas y vastísimas propiedades, aunque ninguna de las dos conocía con certeza su fortuna, apreciándola únicamente por las enormes rentas—millones al año—que enviaban los lejanos administradores, y que consumían ambas sin saber cómo. Otro motivo de simpatía para la Lubimoff en sus días de benevolencia: ella era rubia y la criolla conservaba los restos de una belleza hispano-azteca, con la tez de un moreno algo verdoso, los ojos enormes, rasgados, oblicuos, en forma de almendra, y una cabellera asombrosa por su intensa negrura, su brillo y su longitud.
Pero una rivalidad instintiva amargaba frecuentemente las relaciones de las dos multimillonarias. La princesa estaba segura de que su fortuna era enormemente superior. Cuando doña Mercedes hablaba de la plata mejicana, la Lubimoff aludía al platino de Rusia. «¡Y qué vale la plata comparada con el platino!» Para acabar de aplastarla, hacía la historia de su familia. A partir del remoto abuelo cosaco, que casi se convertía en esposo legítimo de Catalina la Grande, iban desfilando generales, mariscales de palacio, halemanes seguidos por sus mesnadas de jinetes medio salvajes, príncipes y embajadores. La mujer de sir Edwin hablaba como si perteneciese á la familia reinante, dando á entender que su famoso abuelo había intervenido en la formación de algún zar. Por eso en la corte la habían tratado siempre á ella con una predilección especial.
Vejada interiormente doña Mercedes por tanta grandeza, sonreía, sin embargo, con una dulzura de india, como diciendo: «Todo eso está muy lejos y tal vez sea mentira.»
De pronto, empezaba á hablar en su francés rápido y caprichoso, revestido para siempre de una coraza de adherencias españolas.
—Mamá era íntima amiga de Eugenia... ¿No sabe usted qué Eugenia? La emperatriz, la esposa de Napoleón III. Cuando anunciaban en las Tullerías á madama Barrios (que era mamá), las puertas se abrían de par en par... Papá fué de los que hicieron emperador á Maximiliano.
Y frente á las grandezas aristocráticas de Petersburgo elevaba la imagen de la corte mejicana, del breve Imperio que había tenido por epílogo el fusilamiento del archiduque Maximiliano y la locura de su esposa Carlota. La buena señora lo contaba todo tal como lo había oído á su madre. El emperador quería establecer la rancia etiqueta austriaca, pero las matronas mejicanas, al visitar á la joven emperatriz, le decían maternalmente, con una llaneza criolla: «¿Cómo le va, Carlotita?... ¿Qué le parece este país, hija mía?»
A impulsos de una franqueza semejante, doña Mercedes terminaba diciendo:
—Papá, al ver que el Imperio iba mal, reconoció á Juárez y se fué con los republicanos. Había que salvar nuestras minas.
Luego hablaba de los Barrios, procedentes, según ella, de la más vieja aristocracia española. Todos los nobles de Madrid resultaban parientes suyos: era cosa sabida. De niña había visto en su casa muchos papeles que probaban su derecho á un título de marqués; pero por las revoluciones del país y por sus viajes, ya no sabía dónde encontrarlos.
Si la princesa alababa las magnificencias de su palacio, la criolla hacía alusión inmediatamente al elegante hotel particular comprado por ella en los Campos Elíseos. La llegada del coronel Toledo, héroe decorativo que volvía á dar á la vivienda principesca un prestigio militar, no intimidó á doña Mercedes. También ella tenía su español: un clérigo aragonés, que era algo así como su capellán de honor, y al que consideraba un sabio, porque, aburrido de su sinecura, se había dedicado á la astronomía elemental, instalando un telescopio en el tejado de la casa.
Cada vez que la mejicana su atrevía á imitar las fiestas, los carruajes ó los vestidos de la princesa, ésta lamentaba que París no estuviese en Rusia, para llamar al general de la Policía y recordarle el respeto que debe guardarse á las castas superiores. Pero á continuación de sus cóleras, sentía un fulminante cariño por doña Mercedes, asegurando que, aunque iletrada, era mujer de talento natural y la única con quien podía hablar horas enteras.
Entre estas dos bellezas descendentes, que se habían visto solicitadas y adoradas en otros tiempos, existía un motivo de unión, algo que las conmovía como una música amada y lejana, como un recuerdo nostálgico de la juventud: la hija de doña Mercedes, la vivaracha Alicia Macdonald.
La madre creía ver en ella su propia hermosura repitiéndose con nueva savia, y se engañaba. Alicia había unido á su moreno esplendor la ligera esbeltez, la soltura un poco amuchachada de su origen paterno. La princesa, ante la independencia de su carácter, creía verse también á sí misma cuando empezó á escandalizar á la corte imperial. Otro error. Ella había podido seguir los impulsos de su voluntad, sin miedo á los comentarios. Todo lo poseía. Además de sus inmensas riquezas, contaba con los privilegios del nacimiento, pudiendo elevar hasta ella á cualquier hombre, por bajo que estuviese. Alicia tenía una ambición: unir á su fortuna un gran título de vieja aristocracia para figurar en una corte, y este deseo lo perseguía á los quince años con una glacial tenacidad, disimulada por aturdimientos aparentes. Doña Mercedes le había hablado desde la infancia de matrimonios de leyenda; de príncipes que en otros tiempos se casaban con pastoras y ahora buscaban á las millonarias.
Miguel Fedor se sintió algo intimidado al encontrar en su palacio á esta muchacha que le miraba descaradamente, con ojos de dominación, como si todo lo existente debiera doblarse ante su paso.
Era hermosa, con una belleza más perturbadora que correcta. Su tez levemente dorada con el color de la naranja, sus ojos rasgados y algo subidos en su vértice, la abundante cabellera, que parecía retorcerse y vivir como un haz de serpientes negras escapándose de la opresión de las horquillas, le daban un encanto exótico. El resto de su cuerpo revelaba la educación física moderna, los miembros ágiles y endurecidos por los continuos deportes.
Doña Mercedes pareció empujarlos á los dos desde los primeros encuentros.
—Háblense de tú—dijo maternalmente—. Son ustedes primos.
Aunque Miguel no llegaba á comprender este parentesco, tuteó á la joven, mientras la criolla sonreía viendo ya á Alicia con una corona de princesa haciendo reverencias ante el zar. La de Lubimoff estaba en una de sus buenas épocas; no creía por el momento en castas y privilegios; hasta habría dado dinero á los melenudos que la visitaban años antes, y aceptó con silenciosa tolerancia los desmesurados planes de su amiga.
El príncipe iba comunicando sus impresiones al coronel.
—Demasiado señorita. Me gustan más las otras.
Don Marcos, compañero de largos y regocijados viajes, sabía quiénes eran «las otras» para este muchacho que había empezado muy pronto á picar en los racimos de la vida.
Otras veces le irritaba que se pareciese demasiado á las otras, con sus atrevimientos de virgen loca.
—Es peor que un muchacho. ¡Si supieras, coronel, lo que me dice!...
Alicia, por su parte, tampoco parecía contenta. Los otros hombres se esforzaban por adularla y serle gratos, mientras que Miguel mostraba un carácter imperioso, semejante al suyo, discutiendo con ella, atreviéndose á contrariarla.
Algunas vecen salían juntos á caballo para galopar por el Bosque de Bolonia bajo la vigilancia de Toledo. Un tormento para don Marcos. El había sido héroe de montaña; pero el grado impone deberes, y cabalgaba todo lo mejor que puede hacerlo un coronel de infantería.
Ella era una amazona infatigable. En el hotel de los Campos Elíseos, doña Mercedes tenía que buscarla muchas veces en las caballerizas, donde permanecía entre palafreneros y cocheros, hablando con una autoridad profesional, mientras vigilaba el cuidado de los animales. Luego, al subir al salón, su cabellera suelta esparcía un fuerte olor á cuadra. Allá en su tierra se había sostenido agarrada á las crines de un caballo antes de saber andar. En París se metía audazmente entre los vehículos y atropellaba á los transeuntes, viéndose atajada por la policía en sus locos galopes. El coronel intentaba seguirla silenciosamente, pero con el corazón oprimido. El príncipe protestaba de estas carreras, buenas para los prados natales, y sus recriminaciones establecían entre los dos un alejamiento hostil. «A ella no le chillaba ni su madre. Ya era mayor de edad para saber lo que debe hacerse...» Y tenía quince años.
Una mañana, al llegar á una encrucijada del Bosque, Alicia echó su caballo por la avenida que le pareció preferible, sin consultar á su acompañante.
—No; por aquí—dijo imperiosamente Miguel.
—No me da la gana; ¡por aquí!—contestó ella con tono enfurruñado.
Intentó el príncipe cerrarla el paso cruzando su caballo en el camino, y ella lanzó el suyo contra el de Miguel con un impulso que hizo doblar las patas delanteras de las dos bestias. Toledo, que iba detrás, vió que mediaban entre ambos miradas iracundas acompañadas de duras palabras. Alicia levantó su latiguillo, golpeando al príncipe en un hombro.
—¡A mí!... ¡A mí!
El descendiente del cosaco Lubimoff cambió de rostro, adquiriendo una fealdad salvaje. Su nariz pareció ensancharse aún mas. Levantó á su vez el látigo y tiró un golpe. Pero el coronel había metido su caballo entre los dos, recibiendo parte del fustazo en una mejilla, que empezó á sangrar. La vista de la sangre y la consideración de que el golpe era para ella enloqueció de cólera á la joven.
—¡Bruto! ¡Salvaje!... ¡Ruso!
Le pareció esto poco, y se mantuvo silenciosa un segundo, buscando una injuria mayor. Los recuerdos de la niñez le dieron ayuda; las leyendas oídas allá en sus tierras á los mestizos le sugirieron un nuevo insulto, como si Miguel Fedor fuese Hernán Cortés.
—¡Español!... ¡Asesino de indios!
Y temiendo un segundo fustazo después de tales palabras, hizo dar vuelta á su caballo, huyendo en una carrera frenética que no se detuvo hasta el Arco de Triunfo.
Después de este incidente, doña Mercedes perdió toda esperanza de que su hija fuese una Lubimoff.
—¡Princesa rusa!—decía Alicia con desprecio—. ¡Pero si en Rusia todo el mundo es príncipe!... Vale mas un simple barón inglés, un conde de Francia ó de España.
Miguel no se mostró mas acomodaticio al sermonearle el coronel.
—No quiero saber nada de esa p...
La princesa, en uno de sus saltos de humor, encontró muy justa la apreciación. Estas parientas de sir Edwin siempre le habían parecido gente ordinaria. También encontraba natural que su hijo pensase en volver á Rusia para seguir sus destinos de príncipe. La vida de privilegios y castas de allá era más adecuada á su rango que la existencia democrática de París, donde unas indias americanas, porque tenían millones, podían creerse iguales á un Lubimoff.
Hasta los veintitrés años estuvo en Rusia el príncipe Miguel. Sus estudios militares fueron brillantes, según Toledo, distinguiéndose entre los más famosos oficiales de la caballería de la Guardia. Alcanzó premios en los concursos hípicos, partió á pistoletazos monedas sostenidas por sus camaradas á cincuenta pasos, manejó el sable con una maestría que hubiese admirado al general Saldaña y á su abuelo el cosaco. Todos los días, en un patio de su palacio de Petersburgo, le esperaba un monigote de tamaño natural hecho con la arcilla pegajosa y compacta que emplean los escultores, y permanecía ante él media hora ejercitándose. Lo importante no era asestar un golpe al enemigo, sino darlo bien, con la mayor profundidad y fuerza posibles. Y la cabeza y los miembros del monigote volaban segados por la hoja de acero. El estudio de las ciencias militares quedaba para los de infantería y artillería, hijos de empleados y de mercaderes.
El coronel se mostró asombrado al principio de las magnificencias y derroches de la vida rusa; luego acabó por encontrarla regular, como si estuviese acostumbrado á algo semejante desde su niñez. «Piensa, hijo mío, en el nombre que llevas—escribía la princesa—. No lo deshonres. Gasta con arreglo á lo que eres.» Y el hijo seguía fielmente sus consejos, sin pedirle nada á ella, entendiéndose directamente con los administradores rusos. Según los cálculos de don Marcos, el teniente de la Guardia gastaba unos tres millones por año. Su cuadra de caballos de carrera era la más célebre de la capital. Muchas bellezas famosas de la corte y de los teatros tenían algo que ver con el príncipe Miguel Fedor. Sus cenas en el palacio Lubimoff ó en los restoranes de moda eran buscadas por toda la juventud aristocrática. Verse invitado á ellas representaba un honor extraordinario, algo así como ser individuo de una academia de superhombres. Mujeres célebres acababan bailando desnudas sobre la mesa á las primeras luces del alba, para no desairar al anfitrión.
A veces se cortaban estas fiestas con una disputa de borrachos, mezclándose el vino y la sangre. El coronel había visto al final de una de estas escenas un duelo á pistola entre dos convidados, en el jardín del palacio, cuando empezaba á amanecer. Un muerto. Sus mejores amigos habían llevado el cadáver hasta un muelle del Neva, colocando un revólver al lado para que la policía admitiese la hipótesis de un suicidio.
No; don Marcos no gustaba de estas fiestas nocturnas. Las consideraba peligrosas. Un gran duque joven, completamente ebrio, se había entretenido en embadurnarle las patillas con caviar, hasta que, cansado de esta confianza, el español metió á su vez la mano en el plato, ensuciando igualmente de verde el angosto rostro. El borracho dudó un momento si debía matarlo, pero acabó por abrazarse á él, cubriéndole de besos y declarando á gritos que era su padre.
Toledo prefería las tranquilas amistades con los antiguos compañeros de armas de su general: graves personajes que le hablaban de futuras guerras y de la política del mundo. Además, las larguezas de su príncipe le permitían diversiones secretas menos ruidosas y dulcemente modestas.
Una noche, al volver al palacio Lubimoff pasadas las dos, vió que había una cena en el gran comedor de gala. Los convidados eran unos cincuenta, y en el curso de la noche fueron llegando muchos más. Parecía como que hubiese corrido una noticia por los lugares de placer de la capital, atrayendo á toda la juventud libertina.
Frente al príncipe estaba sentado un teniente de cosacos, pequeño, felino, negruzco, con ojos asiáticos. Su uniforme sucio revelaba un viaje reciente. Miguel Fedor tenía con él las mayores atenciones, como si fuese el único invitado. Toledo, conocedor de todos los amigos de la casa, no logró dar un nombre á este cosaco rústico que parecía llegar de una guarnición remota de Siberia. Alguien quiso sacarle de dudas, y se estremeció al saber que era el hermano de una dama de la corte que precisamente andaba en lenguas por su excesiva confianza con Miguel Fedor. Los dos hombres se miraban con interés, brindándose mudamente los vasos enormes de champaña. En el fondo del comedor gemían incesantemente los violines de unos ziganos. Varias muchachas morenas, con delantales á rayas de diversos colores, danzaban en torno de la mesa. Pero á pesar de esto, don Marcos husmeaba algo lúgubre en el ambiente.
—¡León, los sables!
El príncipe se había puesto de pie, después de mirar su reloj, dando esta orden al criado de confianza, que estaba detrás de él. Todos los convidados se precipitaron á las puertas con la confusión del público que asalta un teatro. Cada uno deseaba llegar el primero al jardín. Ya no había por qué fingir: ansiaban el espectáculo anunciado... Y el coronel encontró finalmente quien le hablase con claridad.
—Ha llegado al anochecer, para pedir al príncipe que se case con su hermana. Un viaje de treinta y ocho días... El príncipe no quiere... Pocas veces se verá esto... Es el primer sable de Siberia.
El jardín estaba cubierto de nieve. Aún era de noche, y la luna fugitiva lo iluminaba con unos rayos diagonales, extendiendo desmesuradamente la sombra de los árboles. Más de cien hombres formaron dos masas negras en los bordes de una avenida. El coronel vió llegar á varios criados: uno traía los sables, los demás llevaban grandes bandejas con botellas y copas.
Miguel Fedor se inclinó ante el enemigo con los ojos brillantes de amabilidad y de alcohol.
—¿Quiere usted beber algo mas?
Dió las gracias el cosaco en voz baja y Toledo lo vió de pronto despojarse de su larga levita con el pecho adornado de cartucheras. A continuación se quitó la camisa, quedando sin más que los pantalones y las altas botas. Luego se inclinó, y agarrando dos puñados de nieve, empezó á frotarse el tronco, un poco angosto, y los brazos nervudos.
El príncipe se estremeció de sorpresa y de frío, lo mismo que muchos de los espectadores. Pero consideraba indispensable imitar á este rudo adversario, para que las condiciones del combate fuesen iguales. Mientras se despojaba de la parte superior de su uniforme, se abrieron en la penumbra lunar del jardín las rojas estrellas de varias antorchas.
Don Marcos vió á los dos hombres frente á frente, desnudos de cintura arriba, brillándoles los bustos con la humedad de la reciente frotación, cimbreando en sus manos unos sables con filos de navaja de afeitar. «¡Adelante!» Alguien dirigía el combate.
«¡Pero esto es una barbaridad!—pensó el español—. Estos hombres son unos salvajes.»
No se atrevía á decirlo en voz alta porque era un coronel; pero toda su vida se acordó de esta escena.
Cruzaban sus sables, se esquivaban, se atacaban, el príncipe con paso firme, el otro con una agilidad felina. Toledo, viéndolos rojos, creyó que era un efecto de la luz de las antorchas. Al aproximarse á él en una de las evoluciones de su juego mortal, se dió cuenta de que estaban cubiertos de sangre. Sobre sus troncos se extendían unas casacas de púrpura partidas en harapos que temblaban con incesante chorreo. Sus brazos surgían blancos de esta vestidura caliente y húmeda. El príncipe llevaba la peor parte. Toledo lo vió de pronto con un profundo corte en la frente; luego creyó distinguir que una de sus orejas estaba medio despegada del cráneo. Aquel gato salvaje de las estepas se escurría bajo su sable. Nadie osaba intervenir; el duelo era sin misericordia, sin descanso, sin otra condición definida que la muerte de uno de los dos. Se confundían, formando un solo cuerpo erizado de relámpagos blancos en la penumbra de los árboles; se mostraban luego despegados y buscándose en el círculo de incendio de las antorchas.
Oyó de pronto el coronel un maullido de dolor, un alarido de pobre bestia sorprendida. Lubimoff era el único que estaba de pie. Con un golpe de punta había cortado la yugular á su adversario. Luego de permanecer inmóvil un segundo, lo abandonó la fuerza sobrehumana que le había sostenido hasta entonces, sintió caer de golpe sobre él todo el cansancio de la lucha, toda la pérdida de sangre de sus heridas, y se desplomó á su vez, pero en los brazos de varios amigos. No había un solo médico entre los espectadores: nadie había pensado en esto. Consideraban inútil su presencia en un encuentro que sólo podía terminar la muerte.
Todos los curiosos abandonaron el jardín siguiendo al desmayado príncipe. Sólo unos criados permanecieron junto al cuerpo del cosaco, tendido de bruces, viendo respetuosamente cómo se agitaban por última vez sus piernas, cómo se iba vaciando lentamente por el cuello, cómo se extendía una mancha negra en la nieve, que empezaba á azulear bajo la lividez del alba.
Este suceso tuvo gran resonancia en la corte, que ya se había ocupado muchas veces de las ruidosas aventuras del príncipe. Sus duelos, sus amores, sus escandalosas fiestas, irritaban al joven emperador, empeñado en moralizar las costumbres de sus allegados. En las reuniones aristocráticas volvieron á recordarse las extravagancias de la casi olvidada Nadina Lubimoff. El joven cosaco estaba emparentado con personajes influyentes y su muerte contribuía al descrédito total de la hermana.
Aún no había convalecido Miguel Fedor completamente de sus heridas, cuando recibió la orden de salir de Rusia. El zar lo desterraba por tiempo indefinido. Podía vivir en París al lado de su madre.
—Está bien, ya que respeta la fortuna del príncipe—dijo el coronel como único comentario.
Al llegar á París, Miguel Fedor se convenció de que la princesa estaba loca, cosa que sospechaba hacía tiempo al leer sus largas cartas. Sir Edwin había muerto en Inglaterra, tres años antes, casi repentinamente, á continuación de una derrota electoral. El palacio del barrio de Monceau había sufrido una transformación interior que representaba un gasto de millones. Su dueña dedicaba á esto todo su tiempo. Los salones árabes, persas, griegos ó chinos, cuya construcción y adorno habían hecho la fortuna de dos arquitectos y de varios comerciantes de antigüedades, acababan de desaparecer, esparciéndose cual residuos sin valor los muebles adquiridos en otro tiempo como piezas rarísimas. Aunque el palacio se mantenía lo mismo por fuera, á partir de la escalinata imitaba el interior de un castillo antiguo. No quedaba una ventana sin vidriera de colores, ni una pieza que no estuviese en una penumbra de bodega. Todo el gótico convencional inventado por los constructores modernos era empleado en esta restauración deseada por la princesa. Los tres pisos de un ala entera habían sido echados abajo para formar una nave de catedral.
Lubimoff vió á una mujer alta, enjuta, con las manos largas y transparentes, los ojos agrandados é inquietantes, que avanzaba hacia él. Iba vestida de negro, con mangas sueltas que casi barrían el suelo y un bonete blanco encañonado bajo los tules de luto. A pesar de que tenía un rosario en la muñeca y adoptaba al hablar una expresión de víctima, su hijo creyó ver á una cantante de ópera.
La expulsión del príncipe no le había causado extrañeza ni pena.
—Esos Romanoff nos han tenido siempre mala voluntad. No pueden olvidar á tu ilustre abuelo, que, según cuentan, le daba palizas á Catalina al pillarla con otros.
Su pensamiento volaba por encima de estas miserias terrenales. Ella, que nunca se había preocupado de las religiones, declaró á su hijo que ahora era católica. Prescindía, por considerarlos inútiles, de los actos públicos de conversión, pero debía adoptar esta creencia; lo exigía su nueva y definitiva personalidad.
—Tu padre lo aprueba. Hablo con el héroe muchas noches, y está contento de verme en el buen camino.
Miguel Fedor y el coronel se dieron cuenta, apenas llegados, de los extraños visitantes que frecuentaban el palacio. A los melenudos terroristas de otros tiempos habían sucedido numerosas echadoras de cartas, pitonisas, videntes y tétricos profesores de ciencias ocultas. Un velador modesto y viejo, que parecía haber subido solo de la habitación del portero, saltaba á todas horas, hablando por medio de sus patas, en el dormitorio de la princesa.
Un día se decidió ésta á comunicar á su hijo el gran secreto de su existencia. Al fin sabía quién era; las revelaciones de los espíritus le permitían conocer su verdadera personalidad. En una de sus muchas vidas anteriores había sido una reina desgraciada y hermosa; la mas «romántica» de las reinas. El alma de Nadina Lubimoff, princesa rusa, vivía ya siglos antes en el cuerpo de María Estuardo.
—Siempre sentí una predilección especial por la historia de la reina infeliz. Ahora me explico cómo al ver á sir Edwin en Londres me enamoré inmediatamente de él de un modo irresistible. Sus antepasados fueron escoceses.
Estas razones resultaban tan incontestables como todas las que habían guiado su existencia. Y para honrar el alma regia reencarnada en ella, cuya autenticidad reconocían todos sus visitantes misteriosos, quiso vivir como la decapitada soberana de Escocia, imitando sus vestidos tal como los había visto en los cuadros, convirtiendo su palacio en un castillo, comiendo á solas en vajillas antiguas los manjares que un profesor de Historia se encargaba de buscar en las viejas crónicas.
Rara vez entraba un carruaje en el patio de honor del palacio. La gran escalinata criaba musgo entre sus peldaños, mientras por la escalera de los proveedores subían diariamente aquellos profesionales del «más allá», mal vestidos y de aspecto inquietante, que explotaban á la princesa, generosa como una reina—lo que era—, á cambio de ayudarla en el manejo del velador y de evocar fantasmas históricos que movían los tapices, hacían caer los cuadros de las paredes, cambiaban los sillones de sitio y cometían otras diabluras pueriles para hacer constar su muda presencia.
Doña Mercedes evitaba las visitas á la princesa. Su sencillez de buena creyente la hacía sentir miedo por las reinas que duran siglos y por aquellos salones obscuros con muebles viejos que parecían palpitar á impulsos de una vida misteriosa. Prefería la conversación plácida y saludable con los sacerdotes mantenidos por ella. El cura aragonés se había dejado arrebatar por otra devota millonaria, fatigado sin duda de las exageradas comodidades que le proporcionaba su penitente y de las observaciones astronómicas sobre los tejados de los Campos Elíseos. Ahora tenía alojado en su vivienda á un monseñor, obispo in pártibus, que canalizaba el dinero de la viuda hacia muchas obras pías de su invención.
Alicia se había casado con un duque francés que tenía veinte años mas que ella, y á los pocos meses de matrimonio daba mucho que hablar á las gentes. Doña Mercedes, ofendida, la castigaba viéndola muy de tarde en tarde, con la esperanza de que este desvío hiciese imitar finalmente á la duquesa de Delille las tradiciones maternales. Mientras tanto, concentraba todos sus afectos de familia en monseñor, un santo y un hombre de mundo, que por las noches, para no ser una nota discordante, se despojaba de su sotana para sentarse á la mesa puesto de smoking, mientras un enjambre de pájaros mecánicos contaban y aleteaban en la gran jaula dorada del comedor de la criolla.
Miguel Fedor encontró dos veces á Alicia en el palacio Lubimoff. Ella no sentía el miedo de su madre, y hasta consideraba muy originales é interesantes las manías de la princesa. Cuando la visitaba, en tardes de aburrimiento, parecía creer en su velador y en sus protegidos de gestos misteriosos. También consultaba á éstos para saber si sería feliz, y sobre todo si la amarían mucho, aunque sin decir nunca quién debía amarla. Otras veces preguntaba al trípode, con una ansiedad de celosa, lo que estaría haciendo á aquellas horas un personaje incógnito cuyo nombre no se atrevía á pronunciar, pero que unos meses era moreno y otros meses rubio. Ella y el velador se entendían.
—Siempre he dicho que esta niña tiene más talento que su madre—afirmaba la princesa.
Al encontrarse Alicia con el príncipe, rompió á reir y casi le abrazó.
—¿Te acuerdas cómo nos odiábamos?... ¿Te acuerdas del día que nos pegamos en el Bosque?...
Le miraba con interés, examinándolo de arriba á abajo, sin encontrar nada del jovenzuelo antipático de otra época. Conocía sus aventuras en Rusia, sus amores, sus duelos, su expulsión. ¡Un hombre interesante! ¡Un personaje byroniano!... Además, algo bárbaro con las mujeres.
—Ven á verme. Debemos ser amigos... Acuérdate que somos parientes.
Lubimoff la examinó también, pero con cierta gravedad. Al llegar á París le habían hablado mucho de ella. En los tres años que llevaba de matrimonio, el duque había querido divorciarse por dos veces. Le era penoso gozar de una enorme fortuna á cambio de que esta mujer llevase su nombre. Cuando estrechaba la mano de un amigo, nunca estaba seguro de lo que podía ser éste con relación á su esposa. Pero Alicia se había casado para ser duquesa, y al fin llegaron á un arreglo práctico. La mitad de su renta fué para el duque, que viajaba ó vivía en París en casa de una antigua amante, mientras Alicia podía hacer su voluntad en su palacete blanco de la Avenida del Bosque, ostentando una corona ducal un sus ropas interiores, en sus vajillas y en las portezuelas de los automóviles.
La pequeña amazona de las cabalgadas matinales era ahora una mujer de soberbia belleza. Miguel pensó en un fruto de California esplendoroso y dorado, con un perfume intenso de dulce savia. Vaciló interiormente mientras sostenía la mirada de aquellos ojos negros, invitadores y dominantes, seguros de su poder... ¡Pero no! Se acordaba de varios hombres que le eran antipáticos y según la pública murmuración le habían precedido. Estaba interesado además por una actriz francesa que había encontrado en el tren al regreso de Rusia. Con un salto de su imaginación, volvió á ver á Alicia lo mismo que años antes. Sólo había cambiado exteriormente. Estaba acostumbrada á manejar los hombres con una mano varonil, á cambiarlos como caballos de relevo. Se pelearían á la segunda entrevista: tal vez acabarían pegándose...
Y no la vió más. Nuevas preocupaciones torcieron el curso de sus pensamientos. Un día encontró en la calle á un ruso que parecía viejo y enfermo: Sergueff, su antiguo maestro. Debía tener unos cuarenta años y parecía un setentón, con la barba de un blanco sucio, el pelo triste, como apolillado, y un rostro de profundas arrugas, sin más vida que la de los agujeros verdes de sus ojos. Andaba algo encogido; tosía al contar su historia. De Petersburgo lo habían enviado á un presidio de Siberia. Al fugarse de él, había atravesado media Asia, solo y á pie, hasta un puerto chino, y allí se embarcó para los Estados Unidos, viniendo luego á París. Esta vuelta al mundo la relataba con pocas palabras, como un simple paseo.
Miguel Fedor lo trajo á su palacio, y el coronel pareció achicarse en su presencia, con una retractilidad hostil, recordando, sin duda, sus nobles relaciones con personajes de la corte rusa, algunos de ellos antiguos generales de la Policía.
El hijo de la princesa Lubimoff conversó muchas veces con el fugitivo. El recuerdo de su expulsión de la corte le hizo simpatizar obscuramente con este otro desterrado. Además, renacía en su interior una parte de la voluntad de la madre, con sus incoherencias y sus deseos confusos. El oficial de la Guardia prestó una atención de escolar á las doctrinas del revolucionario.
—¡Estos hombres tienen razón!—exclamó con el mismo apasionamiento que ponía la princesa en toda idea nueva.
Sintió en los primeros días el ansia de sacrificio, la voluntad del renunciamiento, la abnegación mística de los hombres de su raza. Recordó á muchos príncipes como él, educados en la corte, con altas situaciones sociales, que habían distribuído sus bienes para vivir entre los pobres y dedicar su existencia al triunfo de la verdad y la justicia. El haría lo mismo, resucitando á la verdadera vida, y estaba seguro de la aprobación de su madre. Había dado su sangre el general Saldaña por la reconstitución del pasado; él perdería la suya allanando el camino del porvenir. Los tiempos cambian. El pasado son unos cuantos siglos y el porvenir es infinito.
Pero no era un ruso verdadero. El sensualismo latino despertó en él apenas quiso llevar á la práctica su decisión heroica. La vida es buena y ofrece cosas agradables. El árbol de su existencia estaba todavía repleto de savia: aún le quedaban muchas primaveras de hojas, muchos estíos de frutos. Más tarde, tal vez; cuando fuese leña seca...
Lo único positivo é inmediato que sacó de esta resurrección fué el convencimiento de su ignorancia y del vacío de su existencia. En el mundo había algo más que saber idiomas y el manejo de las armas y los caballos. El hombre debe buscar la conciencia de su grandeza en empresas más serias que los amores, los desafíos y las apuestas. La suerte le había eximido de la dura ley del trabajo dándole la riqueza, pero no por esto debía prescindir de marcar su tránsito por la vida con una actividad cualquiera, como lo habían hecho miles de predecesores, como seguirían haciéndolo millones de descendientes.
Buscó por primera vez la compañía de los libros, y de estas lecturas preliminares fué surgiendo un deseo nuevo. Quiso conocer el mundo, ver países raros, luchar con las fuerzas ciegas que son los latidos del planeta, vivir las aventuras gruesas y rudas de los hombres que van de puerto en puerto. Su padre le había hablado de remotos ascendientes que alcanzaron nobleza y fortuna tendiendo su vela en humildes puertos españoles para lanzarse como gaviotas por el Océano Tenebroso, en busca de tierras de misterio, detrás de los primeros derroteros de Colón y los Pinzones. Un ascendiente suyo había sido descubridor de los modernos Estados Unidos al desembarcar con el viejo Ponce de León en la Florida, buscando la legendaria «Fuente de la Juventud». El primer Saldaña noble había obtenido el don al fundar un pueblo en las cercanías de Panamá. El sería navegante como sus antecesores, marino vagabundo, gozador de placeres exóticos, y tal vez consiguiera arrancar de paso algún secreto al gran misterio de las llanuras azules.
La vida en aquel palacio afeado por las manías de su madre le resultaba incómoda y penosa, impulsándolo á huir. La princesa, no hizo la menor objeción al enterarse de que su hijo deseaba comprar un yate para navegar por todos los mares. Podía hacerlo: era un placer de gran señor digno de él. Estaban cada vez más ricos. El petróleo, el platino, todos los yacimientos preciosos de su propiedad, y el producto de sus tierras, vastas como Estados, formaban una renta enorme. El año anterior había llegado á diez y seis millones: más de un millón por mes. Para un particular era fabuloso. Y la Lubimoff, que por unos momentos había recobrado su buen sentido, añadió luego con modestia:
—Pero para una reina no es gran cosa.
Miguel adquirió en Inglaterra un yate velero, de proa afilada y arboladura audaz, con máquina auxiliar, y le puso un nombre de ave marina, pero en español: Gaviota.
Deseaba prolongar en el Océano su vida terrestre, seleccionando de ella todo lo más interesante, y por esto quiso embarcar á Sergueff. El maestro parecía melancólico, como si le pesasen lo mismo que un remordimiento las comodidades que le proporcionaba el príncipe y sus larguezas pecuniarias. Tenía ocupaciones más urgentes que navegar á capricho en un buque de lujo. Y desapareció para volver á Rusia, como si la horca tirase de él, como si deseara, en caso de mejor suerte, dar por segunda vez la vuelta á la tierra.
El coronel tuvo que embarcarse como ayudante de campo del príncipe. Nunca se había separado de él. Pero ¡ay! no tenía el pie marino, y menos aún el estómago: era un héroe de montaña; y desde un puerto del Brasil hubo que reexpedirlo á París.
Cinco años duraron las navegaciones del Gaviota. En el segundo, creyó Miguel Fedor que iba à interrumpirse su carrera de navegante. Acababa de estallar la guerra entre Rusia y el Japón, y él cablegrafió desde una escala del Pacífico pidiendo su antiguo puesto en la Guardia. La contestación fué dilatoria. El zar aún estaba enojado con él y mantenía su destierro.
«¡Mejor!», acabó por decirse una vez extinguida su cólera. Adivinaba lo que iba á ocurrir: la suerte final de aquellos bravos de sable afilado frente á los hombrecillos astutos y amarillos que se habían ido apropiando en silencio el arte de matar de los occidentales.
Sus aventuras en los puertos, su trato con mujeres de todas razas y colores, bastaban para llenar su existencia. «Hago estudios de geografía amorosa», escribía á don Marcos después de preguntarle por la salud de su madre.
Tuvo que interrumpir de pronto sus cruceros para visitar á la princesa. Los médicos la habían hecho abandonar el palacio de París, con su lúgubre decorado que excitaba su locura, enviándola á la Costa Azul para que se saturase de sol y de aire libre. Y la pobre María Estuardo, de riguroso incógnito, iba de gran hotel en gran hotel, ocupando un piso entero con su cortejo de domésticos rusos acostumbrados á los golpes, de adivinas y maestros en evocaciones, siendo la desesperación de los hoteleros, que la veían partir con gusto á pesar de que pagaba ella sola más que el resto de los huéspedes.
Lubimoff la vió como un espectro dentro de sus flotantes vestiduras de luto, más flaca, más alta, con los ojos de una fijeza alarmante. Su tez, había perdido la antigua blancura, ennegreciéndose como si la tostase un fuego interior. Por el momento, su única preocupación era construir un palacio en la Costa Azul. Había comprado en territorio francés, á la vista de Monte-Carlo, un pequeño cabo, un espolón de tierra y rocas que avanzaba sobre las olas con el lomo cubierto de olivos seculares y pinos retorcidos. La entretenía luchar con la testarudez de un matrimonio de viejos rústicos que se negaban á venderle la punta extrema del promontorio. Además llevaba gastados muchos miles de francos en planos del futuro palacio. Pintores, arquitectos y jardineros-paisajistas trabajaban incesantemente para ella, exprimiendo su imaginación y haciendo estudios en el pasado. Quería plantar ante el Mediterráneo un enorme castillo escocés, lo más escocés que pudiera idearse: «una novela de Wálter Scott hecha de piedra», resumía la princesa.
El hijo se asustó. Iba á repetirse la suntuosa mazmorra de París frente al mar luminoso, en uno de los paisajes más sonrientes de la tierra. Habló á espaldas de su madre con todos los que trabajaban para la futura Villa-Sirena. La princesa había ideado este nombre, segura de que en las noches de luna vendrían á visitarla las hijas de las profundidades marinas, cantando en los escollos al pie de sus ventanas. No podían hacer menos por ella. El misterio se abría cada vez más ampliamente ante sus ojos, permitiéndole ver lo que no veían los demás.
Don Marcos, que, abandonado por su discípulo, seguía á la princesa, recibió iguales recomendaciones. Debía evitar que la pobre señora perpetrase este sacrilegio mediterráneo. ¡Pero qué podía el infeliz coronel con aquella demente que pasaba semanas enteras sin hablarle, como si no le reconociese!...
Volvió el príncipe á su yate, y un año después le alcanzó la noticia triste y esperada, hallándose en el Norte de Noruega, al regreso de una excursión por los mares árticos. Su madre había muerto cuando empezaban á elevarse entre los olivos y los pinos del rosado promontorio unos muros enormes de piedra falsamente negruzca, como las tablas pintadas de los anticuarios, y que parecían próximos á derrumbarse de puro viejos apenas salidos de la tierra.
III
Miguel llegó á tiempo para recibir el cuerpo de la princesa en París. Antes de morir se había sentido iluminada por ese chisporroteo de razón que anuncia el fin de los grandes desequilibrados, dejando escritos en varios papeles los préstamos hechos á determinadas personas y juiciosas indicaciones al hijo para el buen manejo de la enorme fortuna. Quería ser enterrada junto á su marido, el primero, «el héroe», en el cementerio del Père Lachaise. En sus últimos años de permanencia en París, tocada una vez más del afán de construcción, se había ocupado en preparar su morada definitiva, levantando junto al mausoleo del marqués de Villablanca, cuya imagen ceñuda é indomable tenía en la mano una espada rota, otro monumento no menos ostentoso, con una estatua que ella creía su exacto retrato y no era mas que una reproducción de la infeliz reina de Escocia tal como aparece en las estampas de la época romántica.
Durante las ceremonias fúnebres, Miguel Fedor volvió á encontrarse con muchos antiguos visitantes del palacio Lubimoff que él creía muertos. Doña Mercedes le abrazó llorando. Estaba extraordinariamente obesa, con la indiánica tez aclarada por una blancura jugosa y monacal. Parecía la superiora de un noble convento de canonesas. A su lado, el monseñor, con sotana de seda y gesto compungido, movía los labios por la salvación de la difunta. «¡Hijo mío! Todos tenemos nuestras penas.» Y la pobre señora, al hablar así, miró á otra enlutada elegante que se mantenía en el cementerio á cierta distancia de ella, y parecía anonadada por una ceremonia que la había obligado á salir del lecho antes de mediodía.
También la duquesa de Delille vino á él, estrechándole las dos manos y envolviéndolo en una mirada extraña.
—Tu madre me quería de verdad... En los últimos años nos hemos visto mucho.
Miguel asintió mudamente. Lo sabía. La princesa Lubimoff era el único sostén de esta apasionada sin escrúpulos que se iba á fondo en la consideración de las gentes. Ella la había defendido cuando las otras mujeres del gran mundo, cediendo al instinto de conservación, le hacían la guerra y le cerraban la entrada de sus casas, temiendo por la fidelidad de sus maridos. Como jugaba en Monte-Carlo todos los inviernos, había acompañado á la princesa hasta sus últimos instantes.
—Me quería más que mi madre... Tal vez se acordaba de que pude ser su hija.
El príncipe se alejó, como molestado por esta alusión. ¡Le habían dicho tantas cosas de ella!... Pero su imagen le fué acompañando durante el resto de la ceremonia. Continuaba siendo hermosa, mas con una belleza extraña. Había perdido su dorado cutis de fruto sazonado, y era pálida, con una blancura pajiza de papel japonés. Sus ojos, abiertos desmesuradamente, tenían unos reflejos metálicos; miraban con una tenacidad molesta y al mismo tiempo parecían vagorosos, como si se tendiese ante ellos una telaraña invisible. Sus enemigas menos implacables la acusaban de cierta propensión á los licores. Bebía, como un cliente asiduo de bar, toda clase de mezclas americanas. Otras atribuían su palidez y sus ojos eternamente asombrados á la morfina, al opio, á todos los líquidos y perfumes del estupor, creadores de «paraísos artificiales». La pequeña Alicia de otros tiempos apuraba su vida á grandes tragos, hasta el fondo de la copa.
Lubimoff creyó no verla más, pero á los pocos días empezó á recibir cartas de ella. Estaba solo, debía sentirse triste, y le invitaba á comer, sin ceremonia, como parientes que eran. Sus excusas provocaron nuevas invitaciones por teléfono. El príncipe, como el que cumple un aburrido deber social, acabó por ir un anochecer á su palacete de la Avenida del Bosque, una de las numerosas imitaciones del Pequeño Trianón que existen en el mundo.
La duquesa de Delille estaba orgullosa de este edificio y su reducido jardín, ante cuyas verjas de lanzas doradas pasaba todo el París elegante. Miguel conocía sus salones sin haber estado nunca en ellos. Los periódicos ilustrados que se ocupan de modas y de la vida de los ricos llevaban publicadas muchas fotografías del interior de esta casa en Europa y en América. Los comentarios de la gente le habían enterado de la singular existencia de Alicia. De pronto sentía un deseo furioso de recibir visitas, de ser admirada, de asombrar con sus dispendios, y organizaba grandes fiestas, lamentando que el Municipio de París no le permitiese iluminar á sus expensas, como en una fiesta nacional, toda la Avenida de los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo, para que los invitados llegasen hasta su puerta entre fulgores de apoteosis. Había dado una garden-party en una sección del Bosque de Bolonia, con juegos náuticos, danzas de bailarinas sagradas traídas de Asia y un buffet para tres mil invitados. Otra vez gastó medio millón transformando una gran parte de su hotel en interior de palacio persa, para un solo baile de trajes, volviendo el día siguiente á restaurar los salones en su primitivo estado.
De pronto desaparecía. Las gentes comentaban su ocultamiento con guiños maliciosos. Algún nuevo amor; y sus amores casi siempre eran andantes, necesitando el viaje largo y el cambio de horizontes. Tal vez estaba en Constantinopla ó en Egipto; tal vez se ocultaba en uno de los enormes hoteles de Nueva York. A veces era cierto; en otras ocasiones, los más íntimos de la duquesa afirmaban que no había salido de París. El automóvil permanecía ante su puerta.
Esta era otra de las originalidades de Alicia. A todas horas del día y de la noche, uno de sus diversos vehículos de lujo se hallaba estacionado frente á la escalinata. Tres mecánicos se repartían el servicio, permaneciendo en el pabellón del portero; y apenas sonaba el timbre, no tenían mas que correr á su carruaje poniéndose los guantes y dar la vuelta á la manivela de marcha. La señora sentía deseos de salir á las horas más extraordinarias: cuando acababa de llegar de un baile, muchas veces después de haberse acostado, ó en las primeras horas de la mañana, que eran para ella lo que son las horas de profundo sueño para los demás mortales.
En otras temporadas, los chófers se relevaban durante semanas enteras sin franquear la verja del palacete. La duquesa no quería salir. Ya no experimentaba repentinos deseos de correr sin objeto por el París dormido, de hacer visitas á horas intempestivas ó deslizarse por los bosques de los alrededores en plena tormenta. Y los automóviles parecían envejecer en su inmovilidad, unas veces con las ruedas hundidas en la nieve del patio, otras cubiertos de lágrimas por la lluvia oblicua que se deslizaba bajo la amplia marquesina de cristales. La inquieta y rebullente Alicia pasaba mientras tanto los días en el lecho, afirmando á sus íntimos que para conservar la belleza era excelente hacer de vez en cuando «una cura de reposo». Invitaba á comer á los amigos sin moverse de la cama. La mesa era servida lujosamente en el gran dormitorio, y ella, metida entre sábanas, con los platos á su alcance sobre un velador, reía y conversaba con los convidados. Transcurrían para ella meses enteros sin ver el exterior de su casa, olvidando los costosos objetos que su capricho había amontonado en las habitaciones. Le bastaba con la vanidad de haber fabricado un riquísimo estuche para albergue de su pereza.
El príncipe la encontró en un saloncito del piso bajo. Verdaderamente, le recibía con absoluta confianza. Iba vestida con una túnica negra de su invención, mezcla de peplo y de kimono. Los brazos se escapaban desnudos de esta seda floja, que parecía vivir apretándose sobre su cuerpo. Se adivinaban debajo de ella los relieves y el calor perfumado de la carne, sin velos interiores. Miguel miró su smoking y su brillante pechera como si hubiese cometido una falta.
Mientras iban hacia el ascensor, blanco y acolchado como una caja de guantes, ella le dejó entrever los salones del piso bajo, ostentosos, pero en una penumbra que casi era obscuridad: el gran comedor, desierto y enfundado; el pequeño comedor, en el que no se veía preparativo alguno... ¿Adónde le llevaba?... ¿Estaría la mesa puesta en su dormitorio?...
El ascensor pasó ante el primer piso sin detenerse.
—Vamos á mi estudio—dijo Alicia—. Tú eres de confianza. Allí es donde como cuando estoy sola.
Lubimoff se asombró del llamado «estudio», una vasta pieza que ocupaba gran parte del segundo piso, y en el que no pudo ver otros libros que los de un pequeño estante. El decorado era de falso «Extremo Oriente»: un amontonamiento de muebles de laca negra y sin adornos, de sedas de colores desleídos ó de un azul negruzco, de ídolos espantables. Una luz difusa y verdosa descendía del techo: la luz de los teatros en una escena de noche. Un biombo cubierto de figuras de oro formaba como una segunda habitación, más íntima, con el suelo alfombrado de pieles blancas de largos y sedosos pelajes, sobre las cuales se amontonaban docenas de almohadones de diversos colores, con reptiles alados y flores inverosímiles.
Un olor exótico y penetrante arañó el olfato del invitado. Conocía este perfume. Y miró á la duquesa con severidad.
—Siéntate—dijo ella—; van á servirnos.
Y como el príncipe mirase en torno, sin ver ninguna silla, Alicia le dió ejemplo dejándose caer en un montón de cojines. Miguel se sentó de igual modo junto á una mesilla de nácar del tamaño de un taburete. Sobre ella, una lámpara de pantalla obscura esparcía su redondel de luz suave. El príncipe empezó á sentirse agitado por una cólera sorda al pensar en su noche malograda.
—Tú habrás comido así muchas veces—continuó ella—. Has viajado más que yo. Debes conocer esta decoración.
Sí; conocía esta «decoración» con toda autenticidad, y por eso no le placía volver á encontrarla imitada. Además, ¡obligarlo á comer en el suelo en plena Avenida del Bosque!... ¡Snob!
Pero al poco rato fué modificando su opinión. Indudablemente, merecía este nombre; pero su snobismo era ya algo habitual que había acabado por formar en ella una segunda existencia. Adivinó en los menores detalles que todo esto no había sido preparado para él, que Alicia vivía y comía cuando estaba sola lo mismo que en el presente, dominada por un deseo de diferenciarse de los demás hasta cuando nadie podía observarla.
Un doméstico de color de cobre sucio y caídos bigotes, con smoking negro, una tela blanca arrollada á las piernas lo mismo que una falda y una enorme cabellera de mujer sostenida por un peine de concha, era el encargado de servir la comida. Este asiático fué colocando sobre el suelo enormes bandejas que contenían los manjares: unas de plata antigua repujada á martillo, otras de laca multicolor ó de materias semitransparentes que imitaban la esmeralda, el topacio y el lacre rojo.
Miguel se imaginó la locura de un gran maestro de cocina que en pleno delirio dispusiera el orden de un banquete. No había un solo plato que recordase el armónico curso de una comida ordinaria. El paladar influía en la imaginación, evocando recuerdos de remotos viajes, visiones de países antitéticos. Las confituras exóticas alternaban con los platos calientes: las pastelerías aderezadas con violentos perfumes eran servidas al mismo tiempo que ciertas salsas agrias, picantes ó de intensa amargura.
Alicia estaba casi tendida en los cojines, mirando los platos con inapetencia, y sólo avanzaba un brazo perezoso sobre los manjares más raros y de sabor ardiente, demostrando la honda perversión de su paladar. Ella misma se encargaba de ir llenando el vaso del convidado con una bebida de su invención, á base de champaña, que anestesiaba la boca con arañazos de frescura y de cauterio y hacía subir á las fosas nasales un perfume de flores raras y especias asiáticas.
Hablando de la difunta princesa, acabó por mencionar á su propia madre. Vivían las dos en abierta hostilidad. Sus ojos tomaron un brillo agresivo al recordar á doña Mercedes confinada en los Campos Elíseos con su corte de sotanas y mostrándose en público únicamente para la organización de obras devotas. ¡Quería matar de hambre á su única hija!... Y como Miguel sonriese ante este grito colérico, ella explicó sus quejas.
—No me da casi nada; una miseria: medio millón. Y yo tengo que entregar á mi marido doscientos mil francos por año: una querida algo cara, que evito ver. Tú eres verdaderamente rico, hijo mío, y no comprendes estas cosas... Como toda la fortuna es de ella, me sitia por hambre y guarda su dinero para derrocharlo con los curas... ¡Pobre señora! No puede encontrar ya otros admiradores que ese monseñor y otros igualmente pedigüeños... Y yo, que soy su hija, la suplico como una mendiga para que me dé unas migajas con acompañamiento de sermones... ¡Ay, si no hubiese sido por tu madre! Esa sí que era una gran señora: nunca le lloré en vano; hasta me daba más que yo pedía. Tú sabes indudablemente que le debo algún dinero. Un poco... No sé cuánto... ¿De veras que no lo sabes?... Yo te lo pagaré cuando herede.
Y con una franqueza brutal exteriorizó su pensamiento:
—¡Cuándo me dejara en paz esa beata!... Los viejos deberían ceder su puesto á los jóvenes. ¿Qué placer pueden encontrar en seguir viviendo?
Habían terminado de comer. Ella siguió llenando los vasos de los dos con aquella bebida. Al principio repugnaba á Miguel, pero había acabado por seducirle con su frescura olorosa que perturbaba dulcemente los sentidos, como si su embriaguez fuese de perfumes.
—Tú fumarás indudablemente la pipa—dijo Alicia con sencillez.
El hizo un gesto negativo y recordó el olor que había asaltado su olfato al entrar allí. Sabía qué «pipa» era ésta, y extendió su mirada por el estudio. En algún rincón oculto debía estar el fumadero.
—¡Un hombre como tú!—continuó ella—. ¡Un navegante!... ¡Y yo que me había hecho la ilusión de que fumaríamos juntos!
Hasta dió á entender que la esperanza de proporcionarle este goce perseguido era la causa principal de su invitación. Se resignó al enterarse de que el vigoroso príncipe sufría náuseas cada vez que intentaba saborear esta depravación asiática. Y mientras él encendía un habano, Alicia sacó de una caja de plata los cigarrillos que fumaba en presencia de los «no iniciados»: tabaco oriental, pero bien rociado de opio.
De pronto tuvo Miguel la certeza de algo que había presentido desde que entró allí, ó mejor aún, desde que se cruzaron sus miradas en el cementerio. La vió medio incorporada en sus almohadones, con un encogimiento felino, como si fuese á saltar sobre él. Era el ímpetu reconcentrado de la bestia hermosa y segura de su fuerza que no puede esperar ni conoce el disimulo. Se había quedado con la tacita de café olvidada en una mano, mirándole fijamente. La punta de azul eléctrico danzante en sus pupilas la conocía Lubimoff. Era la mirada de oferta de los silencios femeninos, la invitación á la violencia, á la toma de posesión, que tantas veces había encontrado ante su paso de millonario vencedor.
Necesitaba hablar cuanto antes para romper el maleficio mudo de esta hermosa bruja, que, convencida de su triunfo final, le enviaba sonriendo las bocanadas de humo de su cigarrillo. Y Miguel aludió á la fama amorosa de ella, al gran número de amantes que le atribuían, como si con esto pudiera crear una honda separación entre los dos.
—¡Ah! ¿tú también?...—dijo Alicia, riendo con una expresión varonil—. Supongo que tu moral no es la de mamá, y que no irás á sermonearme por mi conducta. Aunque, en realidad, mamá no me censura por lo que hago. Lo que la indigna es mi falta de miedo al qué dirán, y algunas veces el origen obscuro de los hombres en que pongo mis ojos. ¡Pobre señora! Si yo tuviera relaciones con un rey ó un príncipe heredero, tal vez permitiría que nos viéramos en su casa, y hasta su monseñor montaría la guardia.
Pasó un rato silenciosa, con los ojos inquietantes fijos en Miguel.
—Bueno; he tenido muchos hombres. ¿Y tú? ¿Crees que no conozco tus vagabundeos por el planeta en busca de mujeres inéditas y sensaciones nuevas?... Los dos hemos hecho lo mismo; sólo que yo no he necesitado correr tanto mundo para saber lo mismo que tú sabes... Y no tendrás la pretensión de imaginarte, como ciertos hombres, que nuestros casos no son exactamente comparables por pertenecer yo á otro sexo.
El príncipe la escuchó silenciosamente exponer sus ideas. Amaba mucho la vida, y á cambio de este amor reclamaba de ella todo cuanto pudiera darle... Otras mujeres sentían preocupaciones de orden material: el ansia de riqueza, la conquista del lujo, los apuros de familia... Ella lo poseía todo; ninguna inquietud entenebrecía su mañana; ni siquiera la de su belleza, sostenida por una salud magnífica y que parecía crecer con la edad y el abuso de sus fuerzas. Y en esta existencia de vanidades satisfechas hasta el hartazgo, sólo una cosa le interesaba, por su variedad infinita, por sus fases, que parecían repetirse monótonas, pero en realidad eran distintas para los inteligentes de exquisito paladeo: el amor.
—Compréndeme, Miguel; no te rías en tus adentros. Me conoces demasiado para imaginar que yo puedo creer en el amor como la mayoría de los mujeres. Sé que es necesario un poco de ilusión para sazonar su materialidad; todos ponemos en él un poco de mentira, para gozar de esa mentira aunque sepamos que lo es: pero en el fondo, yo me río del amor tal como lo entiende el mundo, así como me río de tantas otras cosas veneradas por las gentes... Yo no quiero enamorados; quiero admiradores. No busco inspirar amor; me place más la adoración.
Estaba orgullosa de su belleza. Habló de Venus como de un personaje real. Admiraba su serenidad olímpica dándose á los dioses y á los hombres, sin dejar de ser superior aun en el momento en que sufría el despotismo del sexo asaltante. Ella se consideraba como una superbelleza, más allá de los vulgares límites del vicio y la virtud, una obra de arte viviente, y el arte no es moral ni inmoral, pues le basta con ser hermoso.
—Poetas, pintores y músicos buscan entregarse al mayor número de admiradores; se esfuerzan por engrandecer el círculo del deseo público; procuran, con una coquetería femenil, atraer nuevos solicitantes. Yo soy como ellos. No necesito crear belleza, pues, según dicen, la llevo en mí misma; mi obra soy yo; pero amo la gloria, necesito la admiración, y por eso me doy generosamente, satisfecha de la felicidad que proporciono, pero sin dejarme dominar por aquellos que busco, conservando mi público á mis pies.
Miguel pensó que por la vida de esta mujer debían haber pasado varios artistas. Se notaba en sus palabras, en las imágenes con que pretendía expresar el entusiasmo por su propio cuerpo. El orgullo de su belleza era inmenso. ¿Qué valían las ambiciones perseguidas por los hombres, comparadas con la satisfacción de verse hermosa y deseada? Unicamente la gloria de los guerreros, de los conquistadores sanguinarios, cuyos nombres son conocidos hasta en los lugares salvajes, podía igualarse con el dominio universal de la mujer.
—Para mí—continuó Alicia—, lo más hermoso y exacto que se ha escrito es lo del «banco de los viejos».
El príncipe hizo un gesto de extrañeza, y ella continuó. Eran los viejos troyanos de la Ilíada, que protestan del largo sitio de su ciudad, de la sangre de miles de héroes, de la miseria, todo por culpa de una mujer... Pero pasa Helena ante el «banco de los viejos», majestuosa de belleza, arrastrando sus túnicas de oro, y todos ellos quedan absortos de admiración, lo mismo que si la divina Afrodita acabase de descender á la tierra, y murmuran como una plegaria: «Bien merece lo que por ella sufrimos. ¡Es tan hermosa!»
—Me gusta que los hombres padezcan por mí. ¡Qué gloria si yo pudiese ser la causa de una gran matanza, como esa abuela inmortal!... Siento un orgullo profundo cuando noto que á mis espaldas mugen la envidia y el despecho, lanzando todas esas murmuraciones que enfurecen á mi madre. Sólo las personas extraordinarias levantamos tempestades... Y luego, en los salones, los mismos personajes austeros que han hecho coro á sus esposas y sus hijas me miran al pasar con unos ojos disimulados y admirativos; unos enrojecen, otros se ponen pálidos. Adivino que no tendría mas que hacer una seña á su muda admiración... Yo también tengo mi «banco de los viejos».
Se dió cuenta Lubimoff repentinamente de que ella, mientras hablaba, se había ido aproximando, de almohadón en almohadón, apoyándose en los codos. Casi estaba á sus pies, con la cabeza en alto, pretendiendo envolverle en el efluvio magnético de su mirada ascendente y fija. Parecía una serpiente negra y blanca estirándose poco á poco entre los cojines; iba saliendo de ellos como si fuesen peñascos de diversos colores.
—El único hombre que me ha hecho pensar un poco—continuó con una voz de susurro—, el único que me ha parecido distinto á los otros, eres tú... No te alarmes: no es amor. No voy á invertir los términos, haciéndote una declaración. Tal vez ha sido porque de muchachos nos aborrecimos, porque nunca te inspiré deseos; y esto resulta tan extraordinario en mi vida, que basta para interesarme.
Sus manos se apoyaron en las rodillas de él como si fuera á incorporarse.
—Cuando nos encontramos en el cementerio, después de tantos años, me acordé de todo lo que he oído contar de ti. Muchas mujeres que yo conozco han sido tus amantes, y yo me dije: «¿Por qué no yo también?» Luego pensé en los hombres que han pasado por un vida, y añadí: «¿Por qué no él?...»
Ahora eran los codos de Alicia los que se apoyaban en sus rodillas, y como el príncipe estaba sentado sobre dos almohadones nada más, casi quedaban al mismo nivel sus ojos y sus bocas. El aliento de ella, al hablarle, se esparcía sobre su rostro como una brisa de selva asiática susurrante bajo la luna. Las especias y las flores que saturaban el vino parecían voltear en esta caricia flúida.
Intentó él repelerla, pero una mano de Alicia se había posado ya en uno de sus hombros. Se limitó á hacer con la cabeza un gesto negativo.
—No temas—añadió ella, extremando su susurro acariciador—. Conmigo no hay compromiso. Me dejarás cuando quieras; tal vez te deje yo antes... Te deseo desde hace unos días: tú debes desearme como los otros... Vivamos el momento presente como personas que conocen el secreto de la existencia y saben lo que ésta puede darnos... Luego, si nos cansamos el uno del otro, ¡adiós! sin rencor y sin nostalgia.
Al recordar el príncipe de tarde en tarde esta escena, sentía cierta molestia. Estaba seguro de haberse mostrado brutal y ridículo. El, que con tanta facilidad realizaba el gesto de amor en sus viajes, experimentando muchas veces una comezón de repugnancia ni pensar en sus copartícipes, se rebeló con un pudor irritado ante los avances de la duquesa. ¡No; con ella, nunca! Despertó en su interior la misma antipatía que le había hecho levantar el látigo siendo adolescente.
Se vió de pie en el centro del estudio, mirando con inquietud hacia la puerta, murmurando estúpidas excusas. «Debo irme: es tarde. Me esperan unos amigos...» Ella se había serenado. También estaba de pie, y le miró con asombro é ira.
—Tú eres el único que podías hacer esto—dijo, al despedirle, con un acento cortante—. Ahora veo claro. Te odio como tú me odias. Mi capricho era estúpido. Te has permitido un lujo que nadie en el mundo podrá imitar. Si fuese más joven, te daría otro latigazo como el del Bosque; pero á falta de él, hazte cuenta que te repito lo que dije entonces.
No se vieron más.
Cuando el príncipe hubo puesto en orden todo lo concerniente á la herencia de su madre, pensó en reanudar sus viajes, pero con mayor suntuosidad. Ya no necesitaba pedir dinero á la princesa. Era uno de los grandes ricos del mundo. Los hombres que estaban al frente de la administración de sus bienes—una oficina con numerosos empleados, casi un Ministerio de pequeño Estado—le anunciaban que los diez y seis millones anuales de la princesa iban muy pronto á ser veinte, por el desarrollo de los ferrocarriles rusos, que permitiría una explotación más intensa de sus minas.
El coronel recibió el encargo de echar abajo los muros feudales, construyendo Villa-Sirena de acuerdo con los gustos del príncipe. Este odiaba las resurrecciones arquitectónicas. No podía sufrir ciertos edificios que pretenden copiar la Alhambra, los palacios de Florencia ó las construcciones ordenadas y solemnes de Versalles, para orgullo de sus propietarios.
—Los muebles tendrían que ser idénticos á los de la época—decía Miguel—y habría que vivir en esas casas lo mismo que se vivía en el siglo que produjo el estilo, vestir y comer como en otras edades... ¡Qué disparate la reconstrucción de uno de esos cascarones históricos para instalarse en su interior como hombres modernos, incurriendo á cada paso en un anacronismo!...
Recordaba el intento de un millonario amigo suyo, miembro del instituto, que había hecho levantar en la Costa Azul una casa romana, exactamente romana. Los invitados á la inauguración tuvieron que dormir en camas de correas, comieron acostados, y para sus excedencias digestivas sólo encontraron un agujero en el suelo, lo mismo que los antiguos Césares. A las veinticuatro horas todos fingían haber recibido telegramas llamándoles con urgencia á París, y el mismo dueño, pasados unos meses, dejó su casa al cuidado de un conserje para que la enseñase como un museo.
Miguel amaba la arquitectura presente, cuyas catedrales son las «galerías de máquinas» y las grandes estaciones de ferrocarril. Aplicada á la vivienda, le placía por su falta de estilo: paredes blancas, pocas molduras, rincones semicirculares, carencia absoluta de ángulos, para perseguir el polvo hasta en sus últimas madrigueras, amplias aberturas que daban entrada á la brisa ó al sol, dobles muros por cuyos huecos podía circular el aire caliente ó frío y el agua á diversas temperaturas.
—Hasta ahora, el hombre—afirmaba el príncipe—vivió en magníficos estuches de arte y de porquería. Los arquitectos modernos han hecho más en treinta años por la dulzura de vivir que hicieron en tres mil los constructores-artistas tan admirados por la Historia. Han declarado indispensable el cuarto de baño, que no conocían los reyes de hace un siglo, y las aguas corrientes; han inventado la calefacción central y el water-closet. Que no me hablen de los magníficos palacios de Versalles, donde no había un solo gabinete de necesidad, y todas las mañanas los lacayos vaciaban doscientos sillicos del rey y de los cortesanos. Algunas veces, para terminar más pronto, arrojaban su contenido por las majestuosas ventanas, y venía á caer sobre la litera y el séquito de una delfina ó de un embajador.
Toledo se dedicó á vigilar la construcción de Villa-Sirena, blanca, lisa y sin estilo definido, con arreglo á los deseos del príncipe. Este se encargaría de «hacer arte» cuando llegase su hora, colocando el cuadro célebre, la estatua, el tapiz ó la alfombra allí donde diesen más placer á sus ojos. La casa sólo debía ser una envoltura de líneas puras y simples, en cuyos flancos estuviesen almacenados el calor ó la frescura, según la estación, el agua pronta á correr por todas partes, la electricidad escapando en chorros luminosos ó agitando la atmósfera con el aleteo de la brisa.
Le fué más fácil transformar con rapidez su vivienda errante sobre los mares. Vendió el Gaviota, que le recordaba su dependencia como hijo de familia, y fué á los Estados Unidos atraído por un anuncio. Cierto multimillonario había empezado tres años antes la construcción de un yate, con el deseo de que fuese superior en lujo y tonelaje á los de todos los soberanos de Europa. Cuando veía próximo á realizarse este triunfo de los reyes republicanos de la industria sobre los reyes históricos del viejo mundo, el americano murió en un accidente de automóvil y sus herederos no sabían qué hacer del tal Leviatán, que sólo podía servir á un viajero inmensamente rico y además, en su opinión, algo loco. Pensaban ofrecerlo al kaiser Guillermo II, resignados á sufrir sus exigencias de aprovechado comerciante, cuando se presentó el príncipe Lubimoff. Una semana después, la blanca popa del buque y las dos caras de su proa ostentaban un nombre en letras de oro, repetido además en los rollos salvavidas y en las diversas embarcaciones secundarias, balleneras, botes á vapor, botes automóviles: Gaviota II.
Tenía el tonelaje de un pequeño trasatlántico y la velocidad de un torpedero. Por su doble chimenea se escapaba diariamente la fortuna de un hombre. Su presencia en ciertos archipiélagos lejanos dejaba limpios los depósitos de carbón. Un vapor de carga alquilado por el príncipe salía al encuentro del Gaviota II en los mares más remotos para llenar sus bodegas de combustible.
Puertos tranquilos se iluminaron por la noche como si hubiese salido el sol. El príncipe Lubimoff daba una fiesta á bordo, y su buque se dibujaba, desde la línea de flotación hasta los topes, ribeteado de bombillas eléctricas de diversos tonos, mientras los potentes reflectores lanzaban chorros movibles de luz, sacando de las entrañas de la noche las olas, las playas, el caserío de la ciudad. Otras veces, el fuego blanco de sus ojos monstruosos resbalaba sobre muros de hielo que se perdían en las altas tinieblas, y los pingüinos, las focas y los osos polares interrumpían su sueño, asustados por este monstruo luminoso y jadeante que partía como un relámpago el misterio de la noche.
Ser dueño del movible palacio que al anclar frente á las ciudades hacía correr á las muchedumbres como un espectáculo raro no era suficiente para Miguel Fedor. Y creó algo más interesante aún que los salones lujosos y las refinadas comodidades del Gaviota II: su orquesta.
La sensualidad de la música era para él la más preciosa de las emociones. Con el oído harto de música suculenta, buscaba autores ignorados y muchas veces extravagantes que excitaban su curiosidad; pero siempre volvía á exigir como platos fuertes de estos banquetes auditivos los maestros de sus primeras adoraciones, y entre todos ellos, Beethoven.
Tratados como si fuesen oficiales, retribuídos á su placer y con el aliciente de visitar una gran parte de la tierra, se presentaban músicos de todos los países solicitando su ingreso en la orquesta del yate. Concertistas de fama y jóvenes compositores entraron en ella como simples ejecutantes. Unos estaban enfermos, y buscaban su salud en un viaje alrededor del mundo con verdadero lujo y sin dispendios; otros se embarcaban por amor á las aventuras, por ver gentes nuevas desde este alcázar flotante, donde todo parecía organizado para una eterna fiesta. Nunca eran menos de cincuenta.
«Mi orquesta es la primera del mundo», contestaba con orgullo el príncipe cuando le cumplimentaban sus invitados; pero sólo de tarde en tarde, estando en los puertos, permitía que la gente de tierra viese á sus músicos.
En las noches tibias del trópico, bajo una luna enorme de color de miel que convertía el mar en planicie de azogue, los ejecutantes, vestidos de frac y sentados en la cubierta superior ante las filas de atriles iluminados por lamparillas eléctricas, iban desarrollando en una atmósfera dormida—que guardaba tal vez los primeros vagidos del nacimiento del planeta—las melodías más originales, las combinaciones de sonidos más refinadas que engendró el sublime delirio del artista hecho dios. La música iba quedando detrás del buque, en el misterio oceánico, como una cinta que se estira, se rompe y se pierde en fragmentos lo mismo que el humo de las chimeneas. Durante las pausas de la orquesta surgía el sordo y lejano rodar de las hélices levantando un zumbido de espumas; luego, de tarde en tarde, el lento badajeo de la campana anunciando el paso del tiempo, ó el grito del vigía acurrucado en el «nido» del palo mayor, revelando su vigilancia con una melopea igual á la del muecín en lo alto de su minarete. Y esta música monótona del mar comunicaba una sensación de noche y de inmensidad á la música de los hombres.
Al pie de las escaleras ó en los salientes de las cubiertas inferiores se agrupaban los oficiales y los empleados del príncipe para oir el nocturno concierto. En la proa, la marinería, puesta en cuclillas, escuchaba con el religioso silencio de los hombres simples ante algo que no comprenden, pero que les infunde respeto. Arriba no había más oyente que Miguel Fedor, lejos de los músicos, de espaldas á ellos, mirando á sus pies las aguas espumosas y partidas que escapaban como un doble río á lo largo del buque, llevándose á la boca el cigarro, que hacía surgir por un momento de la sombra, coloreado de rojo, su rostro pensativo.
El yate guardaba otra corporación más silenciosa. Los que conseguían subir á él en los puertos siempre alcanzaban á distinguir de lejos alguna dama con zapatos blancos, falda azul, chaqueta cruzada con botones de oro, corbata y cuello masculinos, gorra de oficial. Nadie sabía con certeza cuántas eran. Los hombres de la tripulación tenían vedado el acceso á los departamentos centrales del buque y su cubierta superior. Algunos, al contravenir por descuido la orden, se habían encontrado con las compañeras del príncipe más ligeras de ropa que cuando llevaban su elegante uniforme marino, ó con trajes ricos y exóticos, como figurantas de baile. En los grandes puertos saltaban á tierra por unas horas estas tripulantes misteriosas, vestidas con discreta elegancia y expresándose en diversos idiomas.
Cuando el Gaviota II tornaba á anclar en una bahía visitada el año anterior, los curiosos encontraban completamente renovado este harén errante. Algunas veces llegaban á reconocer á una ó dos de las damas, pero tenían la expresión melancólica y paciente de la odalisca venida á menos, que se considera contenta en el lujo y el olvido.
Miguel Fedor cortaba algunos años sus viajes, durante el verano, para instalarse en las playas de moda. Las mujeres de las largas travesías quedaban á bordo con todas los comodidades y despilfarros á que estaban acostumbradas. Otras veces las despedía como se licencia á una tripulación al desarmar un buque, finalizada su campaña.
Le interesaban de pronto las mujeres de vida sedentaria, la sociedad de tierra firme, los intrigas veraniegas en los balnearios célebres, y permanecía en un hotel costero, mientras su yate se balanceaba gallardamente sobre las aguas azules como un palacio de misterios y suntuosidades, hacia el que convergían todas las imaginaciones femeninas.
Viviendo en Biarritz intimó con Atilio Castro al descubrir que eran parientes por el general Saldaña. El español admiró la fascinación que ejercía el príncipe sobre todas las mujeres, muchas veces sin desearlo.
Jamás en ninguna época había sentido la hembra más afición al lujo ni menos escrúpulos para conseguirlo. Esta era la opinión de Castro. Las grandes ostentaciones, que en otros siglos sólo estaban al alcance de contadas familias, pertenecían ahora á todo el mundo. Sólo se necesitaba dinero para poseerlas. Además, había que tener en cuenta los adelantos materiales del tiempo presente, que hacen la vida más cómoda, pero aumentan nuestros deseos...
—El automóvil y el collar de perlas llevan hechas más víctimas que las guerras de Napoleón—decía Atilio.
Eran estas dos cosas como el uniforme de gala de la mujer, y las que carecían de ellas se juzgaban infelices y maltratadas por la suerte. Su doble imagen turbaba las ilusiones de las vírgenes y la fidelidad de las esposas. Las madres burguesas, con el gesto melancólico de la que ha malgastado torpemente su existencia, aconsejaban á las hijas: «Para casaros que sea con automóvil y collar de perlas.» Y más allá del matrimonio modesto se prolongaba este deseo, robustecido por el consejo maternal. El lujo, sea como sea; el lujo democratizado, al alcance de todos, conseguido por el dinero, que no tiene sabor, ni olor, ni marca de origen.
—Tú eres el omnipotente que puede dar el «auto» de buena marca y la sarta de perlas—continuaba Castro—. Tú eres el sultán de las magnificencias. Te basta poner tu firma en un cheque para que una lluvia de oro doble una cabeza. ¡Aprovéchate! Tu época te ha preparado el camino.
Y el príncipe, que no necesitaba tales consejos, seguía su marcha de vencedor por un mundo en el que se desvanecían á su paso las virtudes más acreditadas. Hasta las resistencias sinceras acabaron por parecerle útiles malicias para retrasar la caída, aumentando el deseo y su precio. Los millones llegados de Rusia se esparcían y desmenuzaban sosteniendo el bienestar y la ostentación de muchas casas, fomentando la elegancia de numerosas señoras, sirviendo de alimento á las industrias del lujo. Algunas damas se sentían interesadas verdaderamente por la persona de Miguel Fedor á causa del prestigio misterioso de sus viajes en un buque del que se hablaba como de un palacio encantado, á causa también de sus aventuras con mujeres célebres del teatro ó del gran mundo, que le hacían mas deseable. Pero una vez satisfechas su vanidad y su imaginación, dejaban hablar al egoísmo. «¿Por qué he de ser yo menos egoísta que las otras?...»
No necesitaban de astucias y circunloquios para formular su petición. Algunas, á la segunda entrevista, se mostraban melancólicas y aludían á las tristes realidades de la existencia. Pero el generoso príncipe se anticipaba á sus deseos. Quería pagar á sus amantes, abrumarlas con sus regalos, verlas como esclavas favoritas cubiertas de joyas. Así era más fácil el rompimiento; podía alejarse cuando quisiera, satisfecho de su conducta, sin emoción ante las quejas y las lágrimas. De sus ascendientes rusos, medio orientales, había heredado una gran capacidad sensual que le hacía buscar á la mujer, y al mismo tiempo un desprecio inalterable por ella. La mimaba, pero no podía amarla; la adoraba, y se revolvía indignado siempre que pretendía colocarse á su mismo nivel. Era capaz de perder su fortuna por ella, de afrontar peligros de muerte, pero apartándola á continuación con el pie si intentaba influir en su existencia. Las ambiciosas que fingían una gran pasión con la inaudita esperanza de un matrimonio, las sentimentales que pretendían interesarle con refinamientos psicológicos, las que traían al adulterio sus entusiasmos de madre y susurraban en su oído la felicidad de tener un hijo que se le pareciese, le esperaban en vano al día siguiente. «¡Ni grandes pasiones, ni hijos!...» El yate echaba de pronto dos chorros de humo, llevando á su dueño á otro puerto, tal vez á otro continente: y si quería huir de una ciudad del interior, ordenaba el enganche de su vagón especial en el primer tren que partiese.
Estas fugas no eran nunca sin un generoso recuerdo. La magnificencia de Miguel Fedor continuaba existiendo para las abandonadas. Su presupuesto se iba cargando todos los años con nuevos nombres, como el de una casa real que distribuye pensiones á los servidores olvidados. Pero las pensiones del príncipe Lubimoff eran para el mantenimiento del lujo y no de la vida. Las más modestas pasaban de treinta mil francos anuales. El tipo medio era de doble cantidad.
—Alteza, habrá que hacer una revisión—decía el administrador.
Miguel examinaba la lista de nombres, vacilando ante algunos. No podía recordar bien las personas que los llevaban. Luego sonreía, paladeando ciertas visiones despertadas en su memoria. Era inmensamente rico: ¿por qué no mantener un lujo que era la suprema ilusión de todas ellas?... No le ofendía que de este lujo disfrutasen sus sucesores.
Experimentaba un orgullo de dios al hacer sentir á todas horas su generosidad sin dejarse ver. En París, una joyería dirigida por un judío de origen español trabajaba solamente para los regalos del príncipe. Sus alhajas, de un valor sólido é intrínseco, sin añagazas de artífice, tenían cierto aire de familia, algo así como un perfume imaginario que hacía reconocerse á las mujeres que las ostentaban. A lo mejor, en un hall de hotel, á la hora del té, en un balneario elegante ó en un baile, dos señoras que acababan de reconocerse se examinaban en silencio las orejas ó el pecho, hasta que la más atrevida, enrojeciendo invisiblemente bajo sus coloretes, preguntaba con sencillez: «¿Ha conocido usted al príncipe Lubimoff?...»
Atilio Castro admiraba á su pariente, más que por su riqueza y sus éxitos, por su inalterable salud.
—¡Qué cosaco!... Es un legítimo heredero del protegido de Catalina.
Sin embargo, muchas veces escapaba el yate mar afuera, emprendiendo largos viajes, sin que su dueño se viese forzado á huir de una pasión complicada y peligrosa. Se alejaba de sí mismo, de sus excesos de tierra, de su imaginación perversa y curiosa, que le hacía buscar y tentar á nuevas mujeres, perturbando su tranquilidad, sin que experimentase un verdadero deseo. Emprendía los más extraordinarios viajes, buscando la paz del mar y su atmósfera reconfortante, la orquesta iba con él; pero el harén quedaba en tierra. Había dado la vuelta al planeta siguiendo la ruta más corta; luego repitió esta circunnavegación por dos veces, pero en zigzag, queriendo conocer todas las costas de la tierra. Ahora emprendía viajes caprichosos; navegaba de un hemisferio á otro por el placer de visitar una pequeña isla que había visto descrita en los libros, una de esas islas perdidas en el Pacífico, y tan exiguas, que aparecen en las cartas como un simple punto á continuación de su largo nombre trazado sobre la superficie pintada de azul.
A la vuelta de una de estas excursiones, que le hacían correr el mundo como si fuese su propiedad, recibió por el telégrafo sin hilo la noticia de que Alemania acababa de declarar la guerra á Rusia y á Francia.
No experimentó gran extrañeza. Conocía personalmente á Guillermo II. El era la causa de que el príncipe Lubimoff evitase navegar en verano por las costas de Noruega.
Al año siguiente de la adquisición del Gaviota II se había tropezado en dichos parajes con el yate imperial. El kaiser, como un vecino entremetido y omnisciente, vino á verle para curiosear en su buque, examinándolo todo, dando consejos, pasando revista á los hombres y á las cosas, disertando sobre las máquinas é interrumpiéndose para aconsejar variaciones en el uniforme de la tripulación. Después de un almuerzo en su propio yate y un lunch en el del emperador, el príncipe Miguel quedó harto de esta inesperada amistad. El Lohengrin con casco de aletas, capa blanca y las dos manos en la empuñadura del sable resultaba menos insufrible que este señor de enhiestos bigotes y dientes de lobo vestido de marino, que reía con una risa falsa y brutal y desempeñaba el papel de hombre sencillo, de monarca sin ceremonias, cuando encontraba en el mar á un multimillonario de América ó de Europa. El dinero inspiraba una gran veneración al héroe de leyenda, al místico nutrido con sublimidades. Nunca había participado Miguel del entusiasmo que el emperador alemán inspiraba á los snobs. Sonreía ante sus gustos escénicos, sus bravatas guerreras y sus ambiciones cerebrales que intentaban abarcarlo todo.
—Es un comediante—dijo al recibir la noticia de la guerra—, un comediante que al sentirse viejo va á hacer llorar al mundo... ¡Y que la suerte de los hombres dependa de él!...
Miguel Fedor se consideraba aparte de los hombres. Lamentó la guerra como algo terrible para los demás, pero que no podía influir en su propia suerte. Ya que Europa había caído en una demencia sanguinaria, él seguiría navegando por los mares lejanos. Gracias á su riqueza, podía mantenerse al margen de la lucha.
Pero los tiempos cambiaban rápidamente; la vida era otra: todos los valores habían perdido su antiguo aprecio. El Gaviota II, á pesar de su bandera rusa, se vió detenido por los torpederos ingleses, que lo sometieron á una minuciosa inspección, no comprendiendo que se navegase por gusto cuando todos los mares estaban convertidos en un campo de batalla. A la altura de las Azores tuvo que forzar sus máquinas para librarse de un corsario alemán.
Además, escaseaba el carbón. Los depósitos esparcidos en las costas lo guardaban para los buques de guerra. Noticias importantes llegaban con frecuencia al yate por el telégrafo sin hilo desde el lejano París, donde estaba el primer apoderado del príncipe. Se había roto la comunicación entre él y las administraciones de la fortuna Lubimoff establecidas en Rusia. No llegaba dinero de allá, y los Bancos de París, con las cajas cerradas por el moratorium, facilitaban secretamente dinero á un millonario como el príncipe, pero no tanto como exigían sus necesidades.
El yate fué á amarrarse en el puerto de Mónaco, y Miguel Fedor, al llegar á París, casi rió como en presencia de un cambio grotesco de las leyes naturales. ¡El heredero de los Lubimoff necesitando dinero y teniendo que esforzarse por adquirirlo, lo que no había hecho en toda su existencia; solicitando adelantos horriblemente usurarios con la garantía de sus lejanas y famosas riquezas, que por primera vez eran menospreciadas!...
Cuando se restablecieron las comunicaciones de un modo intermitente entre la Europa occidental y la Rusia casi aislada, el administrador mostró un gesto desesperado, la recaudación había descendido un ochenta por ciento.
—Según eso, ¿voy á ser pobre?—preguntaba Lubimoff, riendo: tan inverosímil y disparatada le parecía la noticia.
Resultaba muy difícil enviar dinero á París, y el valor de los rublos descendía vertiginosamente. Los millones pasaban á ser en Francia simples centenas de mil. La movilización militar había dejado las minas sin brazos; los productos no obtenían salida; los mujiks, viendo sus hijos en el ejército, se negaban á pagar y hasta á trabajar. El gobierno ruso, para que el dinero quedase en el país, limitaba los envíos monetarios á los compatriotas residentes en el extranjero.
—¡El zar sometiéndome á una pensión!—decía asombrado el príncipe—. ¡Mil ó dos mil francos al mes!... ¡Qué absurdo!
Ya no reía. Su cólera contra la corte rusa, que se había ido aglomerando de un modo inconsciente desde su lejana expulsión de Petersburgo, estalló ahora á impulsos del egoísmo. El zar y sus consejeros, deseosos de rusificar toda la Europa oriental, eran los culpables de la guerra. Bien podían haberse mantenido en paz con Alemania. ¿Por qué turbar la tranquilidad del mundo á causa de un pequeño pueblo balkánico?...
Se burló fríamente de algunos amigos que, siguiendo rutas extraviadas á través de Europa y de los mares glaciales, volvían á Rusia para recuperar sus antiguos puestos en el ejército. El no quería morir por el zar. Le importaba poco que su país fuese gobernado por alemanes. Hasta en ciertos momentos lo juzgaba preferible, siempre que la paz se restableciese rápidamente, permitiéndole disfrutar otra vez de sus riquezas y reanudar la vida de meses antes, que ahora le parecía á medio siglo de distancia.
Los dos años siguientes transcurrieron para Lubimoff como en una pesadilla. ¿Qué mundo era éste?... Sus antiguas amistades desaparecían. Algunas de las mujeres frívolas que habían amenizado su existencia contemplaban los acontecimientos con una tranquilidad inconsciente; pero otras se mostraban abnegadas y heroicas, olvidando sus actos anteriores, sintiendo formarse dentro de ellas un alma nueva.
El príncipe se vió arrastrado por los sucesos de un modo brusco. Una fuerza misteriosa é irresistible le empujaba, le hacía perder el equilibrio en lo más alto de aquella vida tan dulce, tan amplia, coronada de un halo de gloria. Después rodó solo, por su propia inercia, y cada escalón le reservaba un golpe más fuerte, una sorpresa más dolorosa. ¿Hasta dónde llegaría en su derrumbamiento?... ¿Qué podría encontrar al final de esta caída ilógica?...
Las entrevistas con su administrador de París le parecieron algo que transcurría en otro planeta, sometido á leyes absurdas. Estas conferencias las terminaba siempre dando la misma orden:
—Busque usted dinero. Pida prestado... Yo soy el príncipe Lubimoff, y esto no puede durar. Venzan unos ó venzan otros (me da lo mismo), el orden se restablecerá, y yo pagaré inmediatamente á mis acreedores.
Pero el administrador le contestaba con un gesto de desaliento. ¿Encontrar dinero sobre bienes que estaban en Rusia?... Valiéndose del antiguo prestigio del príncipe, había podido realizar varios empréstitos; mas transcurría el tiempo y los intereses enormes iban acumulándose. Lubimoff, á pesar de haber simplificado sus gastos y suprimido sus pensiones, necesitaba mucho dinero para vivir.
La caída del zarismo fué una esperanza para este magnate que odiaba al gobierno imperial. «Con la República se acelerará el fin de la guerra y volveremos al buen orden.» Su egoísmo le hacia concebir una República preocupada, ante todo, de devolver sus riquezas á los seres dichosos por su nacimiento. Los delgados hilillos de su fortuna que aún llegaban con intermitencias hasta París se cortaron de pronto: la fuente de su riqueza estaba seca. El desmoronamiento de todo un mundo había cegado su boca, tal vez para siempre.
—Hay que vender, Alteza—decía el administrador—; hay que desprenderse de todo lo superfluo. Liquidemos á tiempo. ¡Quién sabe hasta cuándo durará lo presente!
El yate estaba inmóvil en el puerto de Mónaco. Casi toda su tripulación, compuesta de italianos, franceses é ingleses, lo había abandonado para ir á servir en las flotas de sus naciones. Sólo unos cuantos españoles continuaban á bordo, para mantener la limpieza del buque.
El Gaviota II fué rebautizado por el Almirantazgo inglés antes de cederlo á la Cruz Roja. Miguel Fedor, al firmar la escritura de venta, creyó que abdicaba de todo su pasado. El prestigio novelesco de su existencia iba á desvanecerse; el palacio de las Mil y una noches se convertía en un hospital... ¡Qué mundo!
Los millones ingleses le proporcionaron un año de tranquilidad. Su administrador pagó deudas enormes, y él pudo mantenerse en París sin hacer economías; en un París que terminaba su tercer año de guerra con inexplicable confianza, reanudando sus placeres, como si todo peligro hubiese pasado. Sus amores con dos grandes señoras cuyos maridos habían sido llamados á las armas—aunque no estaban en el frente—le hicieron pasar unos meses en Biarritz, en la Costa Azul y en Aix-les-Bains.
Turbó su apoderado estas delicias. Siempre repetía el mismo consejo: «Hay que vender.» La fortuna del príncipe era ya un barco viejo y sin rumbo. El administrador había cegado las antiguas brechas con el producto de la última venta, pero advertía á cada momento nuevas vías de agua.
Miguel Fedor acabó por acostumbrarse á la desgracia, acogiéndola con serenidad.
La venta del palacio construído por su madre le produjo menos emoción que la del yate.
Un cambio se inició al mismo tiempo en sus deseos. Se sintió fatigado de las empresas sensuales, que parecían ser la única finalidad de su existencia. Aquel vigor siempre fresco y renovado que asombraba á Castro se derrumbó de pronto. Pero esto obedecía á una preocupación, más que al desgaste físico.
Se consideraba pobre, y él estaba acostumbrado á pagar regiamente sus amores. No pudiendo recompensar á la mujer con el lujo, huiría de ella, para no ser su deudor y someterse á sus caprichos. Prefería domar al deseo á dejar de satisfacerlo con la grandeza de un señor oriental. Además, ¡estaba tan cansado del amor y de todo lo agradable que puede encontrar un hombre sobre la tierra!...
Pensó en su amigo Atilio, en el coronel, en Villa-Sirena, blanca é irisada por el sol del Mediterráneo, entre olivos y cipreses.
—El diluvio cae sobre el mundo. Tal vez las antiguas tierras vuelvan á emerger; tal vez queden sumergidas para siempre... Vamos á esperar, refugiados en nuestra Arca.
IV
Después de pasear una mirada de satisfacción por la enorme masa de Villa-Sirena, sus dependencias y las arboledas inmediatas, el coronel dijo á Novoa:
—Aquí costó menos lo que se ve que lo que no se ve. Hay mucho dinero enterrado.
Y volviendo la espalda al edificio, don Marcos señaló los jardines que se extendían en diversos planos, unos casi al nivel de los techos de la «villa», otros escalonándose en descenso hasta cerca de las olas.
Recordaba el promontorio tal como era cuando la difunta princesa tuvo la humorada de adquirirlo: un antiguo refugio de piratas; una lengua de rocas batidas y desordenadas en los días de viento mistral, con profundas cuevas abiertas por el oleaje roedor, que hacían desmoronarse las tierras superiores y amenazaban fraccionar su longitud en una cadena de isletas y escollos.
—¡Las murallas que hemos levantado!—continuó—. ¡La piedra que hemos metido aquí!... Basta para cercar á toda una ciudad.
Había muros de más de veinte metros que descendían en suave pendiente desde los jardines al mar. En unos lugares, estos muros tenían como cimiento visible las rocas que emergían como verdosas cabezas, lavadas incesantemente por las espumas; en otros, bajaban hasta perderse en la profundidad acuática, lo mismo que los diques de los puertos, cubriendo las antiguas oquedades del promontorio, las cuevas, las caletas en formación, todos los ángulos entrantes que habían sido rellenados con tierra vegetal.
Estos trabajos enormes de albañilería eran el orgullo de Toledo por su costo y su grandeza. Llamaba la atención de su compatriota sobre las proporciones de las murallas, dignas de un monarca de la antigüedad.
—Y no sólo son fuertes—continuó—. Fíjese, profesor: todas son «artísticas».
Los bloques de piedra habían sido cortados en grandes exágonos regulares, y formaban, incrustados unos en otros, un mosaico uniforme, marcándose cada pieza por su reborde de cemento. A trechos se abrían en los muros largas aspilleras para que la tierra expeliese su humedad; pero cada una de estas ventanas cegadas tenía una planta silvestre, una planta de vida dura y acre perfume, que se esparcía con la indestructible voluntad de vivir del parasitismo, derramándose muro abajo, cubierta de flores la mayor parte del año. Las espesas arboledas de la cima, los interminables balaustres blancos con arcos de clemátides color de vino, parecían chorrear una vida inferior florida y verde por estos desgarrones de las murallas, enviándola al mar.
—Cuando vea esto desde abajo, en una barca, lo apreciará usted mejor. El señor de Castro dice que se acuerda de la reina Semíramis y de los jardines colgantes de Babilonia... Son comparaciones que sólo se le ocurren á él. Lo único que yo puedo decir es lo que ha costado todo esto. ¡La piedra que ha habido que traer! Toda una cantera. ¡Y las barcazas de tierra vegetal para rellenar los huecos, nivelar el suelo y hacer un jardín decente!...
Le entusiasmaban los parterres modernos en torno del edificio y entre éste y la verja lindante con el camino de Mentón, por su armonía elegante, por las reglas majestuosas á que estaban sometidos árboles y plantas. El entendía así los jardines, como todas las cosas de la existencia: mucho orden, respeto á las jerarquías, cada uno en su sitio, sin ambiciones que producen confusión. Pero temía exponer sus gustos de «hombre rancio», acordándose de las burlas del príncipe y de Castro. Estos preferían el parque, lo que el coronel llamaba en sus adentros el «jardín salvaje».
Habían aprovechado los vetustos olivos existentes en el promontorio como base de este parque. Eran árboles que no podían ser llamados viejos, por resaltar mezquina é insuficiente esta denominación; eran simplemente antiguos, sin edad visible, con un aire de inmutable eternidad que los hacía contemporáneos de las rocas y de las olas. Más que árboles parecían ruinas, muros de leña negra deformados y derrumbados por una tormenta, montones de madera encorvada y ahuecada por el chamuscamiento de un incendio extinguido. También en ellos era más importante lo invisible que lo expuesto á la luz. Sus raíces, gruesas como troncos, desaparecían serpenteando en la tierra roja para volver á surgir treinta ó cuarenta metros más allá. Habían muerto por un lado y resucitaban vigorosamente por el otro. Lo que quinientos años antes era tronco aparecía ahora como un muñón negro en forma de mesa, cortado por el hacha ó el rayo; y la raíz, á flor de tierra, florecía á su vez, convirtiéndose en árbol, para continuar una existencia sin límites visibles, en la que los siglos se contaban como años. Otros olivos tenían el corazón roído, vaciado; sostenían simplemente la mitad de su coraza de corteza, como una torre partida por una explosión; pero en lo alto ostentaban su inverosímil cabellera vegetal, unos puñados de hojas plateadas á lo largo de las ramas sinuosas y negras. A sus pies, la madera de las raíces, que parecía guardar en sus nudos las primeras savias del planeta, abarcaba un radio mucho más grande que el ocupado por el ramaje en el espacio. Algunos olivos que sólo contaban trescientos ó cuatrocientos años se erguían con una arrogancia de juventud, frondosos y exuberantes, tendiendo sobre el suelo su sombra ligera, inquieta, casi diáfana, una sombra de cristal empolvado que cambiaba de sitio según el capricho del viento.
—Su Alteza dice que hay olivos aquí que fueron conocidos por los romanos. ¿Lo cree usted, profesor? ¿Algún árbol de éstos será del tiempo de Jesucristo?...
Ante la indecisión de Novoa, continuó sus explicaciones. Caminaban, entre muros de vegetación recortada, hacia el final del parque.
—Mire usted: el jardín griego.
Era una avenida de laureles y cipreses, con bancos curvos de mármol, y teniendo por fondo una columnata en semicírculo.
—A mí me hubiese gustado plantar palmeras, muchas palmeras, de Africa, del Japón y del Brasil, como las que hay en los jardines del Casino. Pero el príncipe y don Atilio las aborrecen. Dicen que son un anacronismo, que jamás han existido en esta tierra, y las han importado los ricos de gustos ordinarios que edifican desde hace cincuenta años en la Costa Azul. Ellos sólo admiten el antiguo jardín provenzal ó italiano, olivos, laureles y cipreses, pero no cipreses como los de España, copudos, enormes y fúnebres, para adorno de calvarios y cementerios. Mírelos usted: son ligeros y finos como plumas. Para que no los tumbe el viento hay que plantar dos ó tres juntos, y forman un solo penacho.
Habían llegado al fondo del parque, donde estaban los olivos más frondosos. Marchaban por senderos abiertos á través de altas masas de vegetación silvestre y olorosa que podía desafiar con su savia brava el ambiente marítimo cargado de sal. Eran plantas de hoja dura que exhalaban perfumes exóticos é intensos. Novoa, al aspirarlos, evocó lejanas visiones geográficas. Un olor de incienso y de arroz sazonado con karri flotaba sobre este jardín selvático. De un árbol á otro se tendían una especie de lianas. Estas guirnaldas naturales habían empezado á florecer en pleno invierno, bajo el soplo de una primavera precoz, destacándose con una magnificencia de fiesta galante sobre el verde severo y pálido de los olivos.
—Don Atilio dice que todo esto le hace pensar en una sinfonía de Mozart.
El Mediterráneo estaba á sus pies, profundamente azul, peinándose con lentos cabeceos en una fila de escollos puntiagudos que sacaban de sus hilos acuáticos borbollones de espuma. Se bifurcaba el promontorio aquí, formando los dos brazos de una horquilla desigual. El más corto era una prolongación del parque, llevando aguas adentro la magnífica arboleda que abullonaba su dorso. El otro descendía hasta el mar como un caos de rocas y tierras sueltas, sin más que algunos pinos retorcidos que se aferraban al suelo, empeñados tenazmente en prolongar su agonía. La miseria y el abandono de esta lengua de tierra arrancaban una mueca dolorosa al coronel cada vez que tendía su vista por encima del muro divisorio. La punta ruinosa, mordida por el mar, con cuevas que amenazaban convertirse en estrechos, sin entrada fija, aislada de tierra firme por los jardines de Villa-Sirena y defendida por una pared hostil, representación inexpugnable del derecho de propiedad, era para don Marcos un motivo de indignación y de escándalo.
Sin duda por esto le volvió la espalda, dirigiendo sus miradas más allá del peñón en que está asentada Mónaco.
—Eso es hermoso, profesor: uno de los panoramas más dulces que existen. Por algo viene aquí la gente de todos los extremos de la tierra.
Fijó su vista en unas montañas de color violeta que avanzaban sobre el mar en último término, como el final de un mundo. Eran las llamadas Montañas de los Moros, con la punta del Esterel, una desviación de los Alpes Marítimos, un sistema montañoso aparte, que se mete aguas adentro. Al otro lado existía un pedazo de la llamada Costa Azul que empieza en Tolón y Hyères; pero este fragmento no interesaba al coronel. Lo que él veía, con su imaginación mas que con los ojos, recorriéndolo á vuelo de pájaro, era la verdadera Costa Azul, la suya, la de las gentes bien nacidas y ricas, á las que visitaba en sus «villas» elegantes ó en los hoteles de gran precio.
Los Alpes Marítimos formaban una muralla paralela al mar. En algunos lugares descendía rápidamente sobre el Mediterráneo, con el ligero declive de un baluarte, sin ninguna alteración que disimulase su derrumbe. En otros puntos su caída era más suave, creando un oleaje de piedra, montañas filiales que avanzaban sobre las olas, dibujando cabos y suaves golfos. Y en estos remansos marítimos, desde el Esterel á la frontera de Italia, las gentes ricas y friolentas llegadas todos los inviernos habían acabado por convertir en capitales de fama mundial adormiladas ciudades de provincia. Las aldeas de pescadores se transformaban en pueblos elegantes; los grandes hoteles de París y Londres edificaban sucursales enormes en las desiertas bahías; las tiendas más lujosas del bulevar instalaban su filial en villorrios donde algunos años antes todo el mundo andaba descalzo.
Toledo recorría con el pensamiento la ondulante línea de localidades célebres asomándose al mar en la punta de los promontorios ó encogiéndose en la herradura de los pequeños golfos para recibir mejor la refracción del sol invernal enviada por las murallas rojas de los Alpes: Cannes, que le inspiraba respeto por su silenciosa distinción—los tísicos y los valetudinarios ilustres sólo querían morir allí—; Antibes, con su puerto cuadrado y sus baluartes, que, según Atilio Castro, recordaba las marinas románticas pintadas por Vernet; Niza, la capital adonde convergía toda la gente para gastar su dinero, remedando la vida de París; la profunda bahía de Villafranca, refugio de acorazados; el Cap-Ferrat y su hermosa excrecencia de la punta de San Hospicio, antiguo refugio de piratas africanos: Beaulieu, con sus palacetes tunecinos habitados por multimillonarios norteamericanos de mesa siempre abierta, que habían invitado á almorzar muchas veces al coronel; Eze, el villorrio feudal agarrado tenazmente á una ladera de los Alpes y cayéndose en ruinas en torno de su cariado castillo, mientras abajo forman los tránsfugas un nuevo pueblo al borde del golfo que sus antecesores llamaban orgullosamente el Mar de Eze; Cap-d'Ail, que es como el atrio del principado inmediato; la roca de Mónaco, llevando sobre su lomo una ciudad amurallada; enfrente, el flamante Monte-Carlo; más allá, el Cap-Martin, de sombría vegetación, cerrado y señorial, último asilo de reyes destronados; y finalmente, tocando á Italia, el dulce Mentón, dominio de los ingleses, otro lugar de enfermos distinguidos, donde debe terminar sus días todo tísico que se respeta.
—¡El dinero que se ha gastado aquí!—dijo don Marcos.
El ferrocarril de la Cornisa había sido considerado cincuenta años antes como una obra extraordinaria, al abrirse paso en esta región de montañas; pero la misma obra se repetía ahora en todas direcciones, para comodidad de los invernantes. Caminos de suaves curvas, limpios y firmes como el piso de un salón, se extendían por el borde del mar ó ascendían á las cumbres de los Alpes, pasando de cresta en cresta por viaductos de atrevidos arcos. Las carreteras se sumían en largos túneles. Donde la roca vertical no permitía abrir una cornisa, el constructor la inventaba con taludes de muchos metros cuya base se perdía en las olas.
Una nueva ilusión había venido á agregarse á todas las que pueden realizar los felices de la tierra. ¡Poseer una casa en la Costa Azul!... Y en cincuenta años, todos los caprichos arquitectónicos, todas las fantasías de los ricos que desean asombrar con su ostentosidad, cubrían esta ribera del Mediterráneo de «villas» y palacetes griegos, árabes, persas, venecianos, toscanos y de otros estilos conocidos ó indescifrables. La palmera se aclimataba como algo indígena.
—Se han invertido enormes fortunas; se han arruinado tres generaciones y enriquecido otras tantas. ¡Pensar lo que era esto hace un siglo!... ¡Ver lo que es ahora!...
Habló el coronel de la tumba de una inglesa completamente abandonada en la punta extrema del Cap-Ferrat. Era una precursora de los invernantes actuales, una joven contemporánea de Lord Byron, seducida por la belleza del Mediterráneo y de unas montañas sin caminos, casi inexploradas. Al morir, la habían enterrado en el promontorio desierto, por ser protestante. Los pescadores y los cultivadores de esta costa solitaria repelían al extranjero, negándole hospitalidad hasta en sus cementerios.
—Esto ocurrió aún no hace un siglo... ¡Y qué pobreza! Todos los productos del país eran naranjas cortezudas, limones y estos olivares, muy hermosos, muy decorativos, pero que producen una aceituna pequeñísima, puntiaguda, toda hueso. ¡Al lado de las nuestras de Andalucía, profesor!... Ahora hay en la Costa Azul millonarios hijos del país, que no han hecho mas que vender los pobres campos de sus abuelos. La tierra roja abundante en piedras se compra á metros hasta en los rincones más desiertos: lo mismo que los solares de las grandes ciudades. A lo mejor, en un camino, le gusta á usted una casucha con unos cuantos terruños en torno de ella. El edificio tiene la techumbre combada y las paredes con grietas, por las que pasa el viento. Los dueños duermen con las gallinas, el cerdo y el caballo: la miseria y el descuido de los rústicos en casi todos los países. Se le ocurre á usted que con poco dinero podría crearse allí un retiro campestre. Estas buenas gentes no deben pedir mucho, por exageradas que sean sus pretensiones. Y cuando uno pregunta, después de largas consultas y dudas, acaban por decir con tranquilidad: «Ciento cincuenta mil francos» ó «doscientos mil». A la protesta y el asombro responden, señalando las montañas, el sol, el mar: «¿Y la vista, señor?...»
La tierra roja de Los Alpes representaba poco por su fuerza productora; era la situación lo que constituía su valor. Y los naturales se habían enriquecido vendiendo á metros la luz del sol, el azul del Mediterráneo, el anaranjado de las montañas, las nubes de apoteosis á la hora del ocaso, el abrigo de la lejana roca, que desvía como un biombo el soplo helado del mistral.
—¡Y la tenacidad inexplicable de algunas de estas gentes!...
Don Marcos se volvió hacia aquella tierra miserable que parecía clavada como una maldición en los jardines de Villa-Sirena, señalándosela á Novoa. La princesa Lubimoff, con todos sus millones, no había podido comprar esta punta del promontorio. Era de un matrimonio viejo y sin hijos.
—Aquella es su casa—añadió señalando una especie de cubo amarillento en mitad de la montaña, al borde de un camino que cortaba la ladera roja y negra.
La princesa, después de adquirir el promontorio para su castillo medioeval, había considerado como asunto insignificante la adquisición de este pequeño extremo de su propiedad. «Deles usted lo que pidan», dijo á su hombre de negocios. Y á pesar de su indiferencia por el dinero, se asombró al saber que se negaban á aceptar doscientos cincuenta mil francos por unas rocas socavadas por las olas y dos docenas de pinos moribundos.
—Yo presencié las entrevistas con los viejos. El enviado de la princesa ofreció quinientos mil, seiscientos mil, sin que el matrimonio pareciera enterarse de lo que representaban estas cifras... La princesa se impacientó, lamentando que esto no ocurriese en Rusia y en sus buenos tiempos. Hasta habló de encargar á Italia un asesino (como lo había leído en algunas novelas) para que la desembarazase de los dos viejos testarudos. Su Alteza era así... ¡Pero tan buena! Al fin, un día nos dió una orden á gritos: «¡Ofrézcanles un millón, y acabemos!...» Imagínese, profesor, ¡más de dos mil francos por metro! ¡como en el centro de las grandes capitales!... Subimos á su casucha. Ni pestañearon al oir la cifra. La vieja, que era la más inteligente, dejó que el apoderado y el notario de Su Alteza le explicasen lo que era un millón. Miró á su marido largamente, á pesar de que ella sola pensaba en la casa, y al fin aceptó, pero con la condición de que la princesa elevaría en la punta extrema de su propiedad una capilla á la Virgen. Era un deseo de su imaginación simple que había acariciado toda su vida. Sin la capilla no aceptaba el millón. «¡Vaya por la capilla!», dijimos. El día de la firma de la escritura vimos á los dos viejos, sentados juntos y con la vista baja, en el despacho del notario. Este nos recibió agitando las manos y mirando á lo alto con desesperación. No aceptaban: era inútil insistir. Querían conservar las cosas como las habían recibido de sus antecesores. «¡Qué vamos á hacer con un millón!—gimió la vieja—. ¡Terrible vida la nuestra!» Intentamos hablar de la capilla para convencerla, pero huyeron los dos, como el que se ve en perversa compañía y teme malas proposiciones.
El coronel miró otra vez el muro divisorio.
—Su Alteza, que era de humor guerrero, levantó inmediatamente esta pared antes de abrir los cimientos de la «villa». Como usted puede ver desde aquí, los viejos, para entrar en su propiedad, sólo podían hacerlo por el borde de la playa, y en días de tormenta hay que meterse en las olas hasta las rodillas. No importa; después de aquello le tomaron más gusto á su tierra, y descendían de su montaña todos los domingos para sentarse al pie de la pared. A fuerza de medir la punta, acabaron por descubrir un error del arquitecto, aturdido por las prisas de la princesa. Se había equivocado en cincuenta centímetros, y la mitad del grosor del muro estaba en tierra de los viejos. La campesina, que experimentaba ante las gentes de justicia un miedo supersticioso, amenazó, sin embargo, con un pleito, aunque tuviera que vender su casucha y su campo de la montaña. Hubo que derribar todo el muro y volver á construirlo medio metro más acá. Unos sesenta mil francos perdidos; nada para Su Alteza, pero yo sospecho á veces si esto pudo acelerar su muerte.
Don Marcos creyó necesario hacer una pausa respetuosa en honor de la difunta.
—La vieja también ha muerto—continuó—, y su marido sólo viene aquí de tarde en tarde. Si encuentra que uno de sus pinos se ha venido abajo por el movimiento de las tierras, se sienta junto á él, lo mismo que si velase á un cadáver. Otras veces pasa las horas mirando el mar y los peñascos, como si calculase lo que tardarán las olas en partir á trozos su propiedad. Una tarde, yendo á pie de La Turbie á Roquebrune, tropecé con él cerca de su casucha, cuando estaba apacentando unas ovejas. Tiene barbas de patriarca; siempre lo he visto lo mismo, apoyado en su bastón, una boina mugrienta en la cabeza y envuelto en un capote áspero. Además, lleva una pipa entre los dientes; pero rara vez humea... «El millón está esperando—le dije por bromear—. Cuando usted quiera puede venir á recogerlo.» No pareció entenderme. Me sonreía como á alguien que se recuerda con vaguedad, pero tal vez creyéndome, otro. Fijaba sus ojos en Monte-Carlo, que estaba á nuestros pies, á vista de pájaro. Así debe pasar las horas y las semanas. Su cara es de palo, de arcilla cocida; habla poco, y nadie puede adivinar sus impresiones. Pero yo creo que todos los días experimenta la renovación de idéntico asombro, y que morirá sin salir de él. Ve el mar que es siempre lo mismo, las montañas eternamente iguales, la casa que construyeron sus abuelos y que ya era vieja cuando él nació, los olivos, los peñascos... ¡pero esa ciudad que ha surgido, siendo ya él hombre, de una meseta cubierta de matorrales, horadada de cuevas, y que cada año se agranda con nuevos hoteles, con nuevas calles, con más cúpulas y torrecillas!...
El coronel olvidó repentinamente al viejo campesino. Al lado de su compatriota Novoa se sentía locuaz, se imaginaba pensar con más vigor y amplitud, á consecuencia de este comercio con un sabio. Además, experimentaba cierto orgullo al poder hablar, como antiguo habitante del país, de muchas cosas que ignoraba el recién llegado.
—Esto ha sido casi de nosotros—continuó, señalando el castillo de Mónaco—. Durante siglo y medio, esa fortaleza ha tenido una guarnición española. Nuestro gran Carlos V—y el viejo legitimista puso un profundo respeto en su voz al evocar este nombre—ha dormido allí... Y también allí.
Volviéndose, señaló en la montaña, encima del Cap-Martin, el pueblo de Roquebrune aglomerado en torno de su castillo ruinoso.
—El archivero del príncipe de Mónaco estudia las numerosas cartas que posee de nuestro gran emperador dirigidas á los Grimaldi. Cuando los historiadores del principado quieren hacer constar la indiscutible independencia de este pedazo de tierra, evocan como orígenes los tratados firmados en Burgos, Tordesillas y Madrid.
Resucitaba con breves palabras la historia de este pequeño Estado nacido en torno de un pequeño puerto. Los navegantes semitas le daban el nombre de Melkar (el Hércules fenicio), y dicho nombre se convertía poco á poco en el actual de Mónaco. Los güelfos y gibelinos de Génova se disputaban el dominio de su castillo, hasta que un Grimaldi disfrazado de monje entraba por sorpresa en su recinto, abriendo las puertas á sus amigos y haciendo para siempre del antiguo Puerto Hércules una propiedad de su familia.
—Ese fraile, espada en mano—continuó don Marcos—, es el que figura á ambos lados del escudo de Mónaco. Después, la historia de los Grimaldi fué semejante á la de todos las familias soberanas de aquellos tiempos. Hicieron la guerra á los vecinos, se pelearon entre ellos, y hasta hubo hermano que asesinó á su hermano... Los navegantes de Mónaco se dedicaron á corsarios, y su bandera sirvió á veces para dar personalidad á piratas de otros países... La alianza de los Grimaldi con España les permitió titularse príncipes. Hasta entonces sólo habían sido marqueses. Carlos V les llamaba en sus cartas «amados primos», con otros títulos honoríficos... Este peñón era de gran importancia para los monarcas de España, que tenían posesiones en Italia y necesitaban conservar seguro el camino. Los reyes de Francia ambicionaban, por su parte, suprimir el obstáculo, atrayéndose á los Grimaldi. Durante ciento cincuenta años hay que reconocer que se mantuvieron fieles á sus compromisos, y eso que desde Madrid sólo de tarde en tarde les enviaban los subsidios prometidos. Dos galeras monegascas figuraban siempre en las armadas de España... Sólo cuando la decadencia de los Austrias empezó á hacernos perder nuestra influencia europea nos abandonaron los Grimaldi, con la precipitación del que huye de una casa que se viene abajo. Richelieu hacía en aquellos momentos la grandeza de Francia, y se fueron con él. Una noche de relámpagos y truenos, cuando la guarnición, compuesta en su mayor parte de italianos al servicio de España, dormía sin cuidado, la sorprendieron, la desarmaron, después de matar á algunos que pretendían resistirse, y acabaron por enviarla cortésmente al virrey español de Milán con la noticia de que la alianza quedaba rota para siempre.
Los príncipes de Mónaco, feudatarios de Francia, vivían después en Versalles, haciendo oficio de cortesanos ó sirviendo en los ejércitos del rey. La Revolución los perseguía, como á todos los monarcas, guillotinando á una hermosa dama de la familia. Napoleón los había tenido como edecanes un su séquito militar, y la larga paz del siglo XIX les hacía volver á instalarse en su exiguo principado.
—¡Eran tan pobres!—siguió diciendo Toledo—. Tenían que mantener el boato de una corte, pues en los Estados pequeños, donde se vive como en familia, resulta preciso exagerar la etiqueta para que el príncipe sea respetado. Había que sufragar los mismos gastos de una nación grande, justicia, administración, hasta un ejército diminuto para la seguridad interior, y todo el principado no producía mas que limones y olivas... Mire usted si eran pobres y si se verían apurados, no sabiendo de dónde sacar recursos, que bajo el reinado de Florestán I, abuelo del príncipe actual, hubo un intento de revolución por haber decretado el soberano que toda la oliva del país sólo podía molerse en los molinos de su propiedad.
Después, bajo Carlos III, aún resultaba más angustiosa la situación. El principado se disolvía. Los dos pueblos Mentón y Roquebrune, dependientes de Mónaco, se emancipaban de él, entusiasmados por la revolución italiana, incorporándose á la monarquía de los Saboyas. Poco después, al adquirir Napoleón III el antiguo condado de Niza, se hacían franceses. Y Mónaco quedaba aislado dentro de Francia, con su soberanía bien reconocida; pero la tal soberanía no abarcaba mas que una ciudad única en la meseta de un peñón, un pequeño puerto y unos alrededores cubiertos de plantas parásitas: casi el terreno que recorre un burgués pacífico en su paseo después del almuerzo. ¿Cómo iba á sostenerse el minúsculo Estado?...
—El juego lo salvó. No crea usted, como algunos, que esto fué una iniciativa del soberano de Mónaco. Muchos príncipes alemanes habían apelado á la misma industria para el sostenimiento de sus dominios. Es una invención germánica. Mas el juego á orillas del Mediterráneo, bajo un sol invernal que rara vez se muestra infiel, resulta otra cosa que en un Estado del centro de Europa... Al principio no marchó el negocio. Establecieron un miserable Casino en el Mónaco viejo, frente al palacio, en lo que hoy es cuartel de los carabineros del príncipe. Los «puntos» eran muy contados. Había que venir en diligencia por lo alto de los Alpes, siguiendo la antigua vía romana, y descender desde La Turbie por caminos como barrancos. Se necesitaban verdaderos deseos de jugar. Luego, el Casino bajó al puerto, donde hoy está el barrio de La Condamine: igual fracaso. Los arrendatarios del juego quebraban, sin poder cumplir sus compromisos con el príncipe... Pero se abrió el ferrocarril de la Cornisa, quedando Mónaco en el camino de París á Italia, y todos los jugadores, todos los desocupados del mundo, afluyeron aquí en pocos años... ¡Qué transformación!
El coronel volvió á acordarse del viejo campesino que, apacentando sus ovejas en la ladera alpina, pasaba las horas con los ojos fijos en la maravillosa ciudad extendida á sus pies, en el mismo lugar que había visto de joven cubierto de matorrales.
—Entonces nació Monte-Carlo. Frente al peñón de Mónaco, formando la otra ribera del puerto, había una meseta abandonada. No hace de esto mas que unos sesenta años. Aún quedan diseminados un los jardines de la plaza, entre los árboles tropicales, algunos pobres olivos de aquel tiempo, que han sido respetados como recuerdos de la época de miseria. Donde hoy vemos el Casino, los grandes hoteles y las casas de té más elegantes, existían cavernas de la época prehistórica, que en tiempos menos remotos sirvieron también de guaridas de ladrones. Esta meseta salvaje era apodada, por sus grutas, «Las Espeluncas». Algo de lo que ha visto usted en el Museo Antropológico de Mónaco: hachas de piedra, restos humanos, etc., procede de esas cavernas... Y la meseta abandonada se convirtió, en una docena de años, en la gran ciudad de Monte-Carlo, de fama mundial, dejando obscurecido y casi olvidado en el peñón de enfrente al histórico Mónaco, que no es ya mas que uno de sus arrabales. Ha crecido tanto este Monte-Carlo, que se extiende de una punta á otra del principado: todo el suelo nacional está bajo techo, y cada año se desborda fuera de las fronteras. En territorio francés se llama Beausoleil. No hay mas que atravesar la plaza del Casino, sus jardines en pendiente, y subir una escalinata hasta el llamado bulevar del Norte, para encontrarse con uno de los espectáculos más raros de Europa. Una acera es del príncipe de Mónaco y la de enfrente de la República francesa. Los tenderos pagan distintas contribuciones y obedecen á distintos reglamentos, según tienen sus escaparates á la derecha ó á la izquierda.
Toledo quedó pensativo un momento.
—¡Los milagros de la ruleta!—continuó—. ¡El poder mágico del «negro» y el «rojo»! El Casino dicen que es un portento de mal gusto, pero chorrea oro como una iglesia rica. Su teatro estrena óperas que después se hacen célebres en el mundo. Los hoteles, innumerables, son palacios. Monte-Carlo está erizado de cúpulas y torrecillas lo mismo que una ciudad oriental. Las calles parecen salones, con un pavimento escrupulosamente cuidado, sin la más leve suciedad. ¿Y los jardines?... Los Alpes forman aquí una magnífica mampara: vivimos en un agujero asoleado, casi un invernáculo. Pero á veces sopla el mistral, hace frío, y yo no comprendo cómo pueden vivir tan lozanos, tan frescos, todos esos árboles tropicales, todas esas plantas que nacieron en atmósferas de horno. Los pobres olivos veteranos deben sentir tanto asombro como yo al verse en semejante compañía... ¡El guano poderoso del «treinta y cuarenta»! Tengo la certeza de que, si el juego cesase, toda esa vegetación tropical se disolvería inmediatamente como un ensueño.
El silencioso Novoa acogió con una sonrisa estas palabras.
—¡Y qué transformación en las gentes!—continuó el coronel—. Fíjese en el público del domingo: todos señores, todos igualmente bien vestidos. Las niñas del país copian lo que ven á las mundanas elegantes, y ¡figúrese usted si vienen aquí mujeres de esa clase!... No se ve un mendigo ni un haraposo. Nacer aquí significa algo: da la certeza de tener la vida asegurada. El Casino cuida de todos; nunca falta un puesto para un hijo del país en las salas de juego, en los jardines, en el teatro; y cuando no, en la policía, en las oficinas administrativas, en lo que depende del príncipe, y es pagado igualmente con dinero de la Sociedad. Llegar á «jefe de mesa» es el mariscalato de un monegasco. Puede ganar hasta mil francos al mes y además las propinas: lo que tal vez no ganará usted nunca, profesor. Y acaba construyendo su «villa» en lo alto de Beausoleil, donde cuida su jardín viendo á sus pies el Casino, la casa de la buena madre... Todos comen, con tal que sepan callar y no se mezclen en lo que no les importa. Un viejo cochero que me sirve algunas veces se atrevió á ser franco una noche, porque estaba algo borracho. Su mujer lleva treinta y tantos años en los water-closets del Casino (sección de señoras), sus hijas trabajan en la limpieza, sus hijos están empleados en el teatro. Todos cobran. Los viejos tienen su jubilación, los enfermos perciben un socorro, viudas y huérfanos cobran pensiones por el empleado muerto. «Esto es un gran país, señor—me decía el cochero—; el mejor del mundo. Aquí todos viven, siempre que sepan ser discretos y no tengan mala cabeza...» Y discretos lo son todos. Además, se vigilan entre ellos y tienen miedo á que los denuncie su mejor amigo si hablan del escándalo último ó de un suicidio de jugador. Para el extranjero, ninguno de ellos sabe nada.
—¿Y cuando alguien habla?—preguntó Novoa—. ¿Y si alguna es de mala cabeza?
—Lo destierran. Este es un despotismo paternal que no se atreve á mayores castigos. La policía del príncipe le hace atravesar media calle y lo pone en la acera francesa... No se ría usted: esta pena es cruel. Los desterrados de otros países acaban por acostumbrarse á su desgracia, porque viven lejos y sólo ven á su patria con el pensamiento, pero el de aquí casi puede tocarla con la mano: no tiene mas que atravesar el ancho de una calle. Como todo está en pendiente, contempla su casa unos cuantos tejados más allá. De la chimenea sale el humo del almuerzo, y él no puede ir á sentarse á su mesa; la familia está en las ventanas, y tiene que hablarla por señas. Además, y esto es lo peor, ve cómo los demás que fueron prudentes siguen su vida dulce á la sombra del Casino, y el tiene que buscar una nueva profesión, un trabajo mas duro... Tan intolerable resulta este martirio, que acaba por huir á una ciudad lejana, para que transcurran unos cuantos años y le perdonen.
Don Marcos volvió á hacer el elogio de Monte-Carlo. Las gentes que perdían su dinero en el Casino guardaban un mal recuerdo; pero ¿dónde encontrar una ciudad más tranquila, plácida y limpia, con su temperatura primaveral en pleno invierno?...
—Todo el mundo pasa por aquí: mucho pillo, pero también se ven gentes ilustres y puede uno gozar de una sociedad distinguida.... Yo apenas juego, y por esto aprecio la hermosura del país. Es más: siento á veces la satisfacción del que disfruta gratis las cosas; y cuando contemplo los paseos hermosos, cuando asisto á los conciertos y á las óperas y gozo la dulce paz de una ciudad en la que no hay miseria ni revolucionarios desesperados, me digo: «Esto lo pagan los jugadores y yo lo disfruto. Ellos pierden para que yo viva bien.»
Mientras Novoa sonreía otra vez, el coronel insistió en su admiración.
—¡Parece imposible que la ruleta haga tantos milagros!... Y sólo podemos hablar de lo que esta á la vista. El juego ha costeado ese puerto de La Condamine tan bonito: un puerto de yates, con sus muelles elegantes que son paseos. Debe haber intervenido igualmente en la restauración del castillo de los príncipes. Hasta contribuye al fomento de la vida espiritual y al prestigio de la religión. Antes de la ruleta no había mas que simples curas en Mónaco; desde que triunfó el Casino existe un obispo y canónigos, y se ha levantado una hermosa catedral bizantina que sólo necesita, según dice Castro, que el tiempo la ennegrezca un poco. La misa de los domingos figura entre las grandes diversiones del principado. Los diarios de Niza publican el programa de lo que cantará la capilla junto con el programa del concierto en el Casino: canto llano de los maestros mas célebres, de Palestina ó de nuestro Vitoria...
Novoa le interrumpió:
—Hay, además, el Museo Oceanográfico. El solo basta para justificar y purificar todo el dinero procedente del Casino.
Dijo esto con la voz dulce y el gesto algo desmayado que lo eran habituales, pero había en sus palabras la firmeza mística del creyente.
El coronel asintió. El Museo que entusiasmaba al profesor era obra del príncipe soberano; y él sentía un profundo respeto por «Alberto», como le llamaba familiarmente. Había sido oficial en la Armada española; había navegado como teniente de navío por las costas de Cuba; elogiaba en sus libros á los viejos marinos españoles, sus primeros maestros en el arte de navegar. ¿Qué más para que lo venerase don Marcos?...
—Siempre que asiste á una ceremonia en su principado viste el uniforme de almirante español... Y es un hombre de ciencia: eso lo sabe usted mejor que yo...
Dejó hablar á Novoa. Tres cuartas partes del planeta estaban cubiertas por los mares, y la humanidad había permanecido siglos y siglos sin deseos de conocer la misteriosa vida oculta en el abismo de las aguas. Los navegantes, al deslizarse por su superficie, iban guiados por la rutina ó por experiencias fragmentarias, sin llegar á abarcar las leyes fijas y regulares de las corrientes de la atmósfera y las corrientes marinas. La ciencia, que lleva realizados tantos descubrimientos en solo un siglo de existencia, se detenía desalentada ante las orillas del Océano. Los sabios, en sus laboratorios, sólo necesitaban para sus trabajos aparatos fáciles de adquirir; ¡pero estudiar los mares, vivir en ellos años y años!... Para esto era preciso disponer de buques, fabricar un material costoso y nuevo, mandar hombres, gastar millones, errar pacientemente por los desiertos oceánicos, sin ambición, sin prisa, esperando que el «gran azul» librase sus secretos casualmente; exponer muchísimo para conseguir muy poco. Sólo un soberano, un rey, podía hacer esto; y el antiguo oficial de la marina española, llegado á príncipe, lo había hecho.
—Gracias á él—prosiguió Novoa—, la oceanografía, que apenas era nada, aparece hoy como un estudio serio. Sus yates han sido laboratorios flotantes, cruceros de la ciencia, que poco á poco han realizado las primeras conquistas de la profundidad. Con sus flotadores errantes ha afirmado de un modo cierto los viajes circulares de las corrientes atlánticas; con sus sondajes minuciosos reveló los misterios de la vida submarina en los diversos pisos de la masa oceánica. Los sabios han podido navegar y estudiar sin apremios de economía gracias á él. Por su munificencia se han publicado hermosos libros, se han abierto museos, se han hecho excavaciones en la tierra que aclaran el origen del hombre.
—Y todo eso—interrumpió el coronel, persistiendo en su anterior admiración—con dinero del Casino. El juego costea los cruceros científicos, el carbón y el personal de las lejanas expediciones, la impresión de libros y revistas, las subvenciones á los jóvenes que desean perfeccionar sus estudios, el Instituto Oceanográfico de París, el Museo Oceanográfico de Mónaco donde usted trabaja, el Museo Antropológico... Y hay que contar que todo esto no es mas que una propina que abandonan los accionistas... ¡Lo que produce ese palacio que muchos encuentran horrible!...
—Nada importa la procedencia de las cosas cuando resultan útiles—dijo el profesor con dureza—. Nadie pregunta á los gobiernos, al recibir su ayuda para una obra benéfica, cuál es el origen del dinero. Muchas veces lo han extraído con más crueldad y violencia que lo sacan en este lugar, adonde todos acuden voluntariamente. Bueno es que el dinero de los ambiciosos, de los ilusos, de los que sienten un vacío en su vida que no saben cómo llenar, sirva por primera vez para algo grande y humano. Fíjese en lo que lleva hecho por la ciencia en pocos años este príncipe de un Estado minúsculo. ¡Si los grandes emperadores dedicasen á empresas semejantes la inmensa fuerza de que disponen! ¡Si Guillermo hubiese hecho lo mismo, en vez de preparar la guerra toda su vida!... ¡Lo que tendría adelantado la humanidad!
El coronel, por considerarse hombre de guerra, sólo admitió á medias estas palabras del profesor. La espada, la gloria militar, eran algo: el mundo resultaría feo sin ellas... Pero se calló, no atreviéndose á turbar el entusiasmo de su amigo.
—Todos los pecados de un lado se redimen al otro.
Novoa, al decir esto, señalaba la masa del Casino irguiendo sus cúpulas y torrecillas policromas sobre la meseta de Monte-Carlo. Luego su índice trazaba una raya en el aire pasando por encima del puerto, é iba á apuntar sobre la eminencia de la izquierda, ó sea el peñón de Mónaco, un edificio cuadrado y enorme que descendía sus muros hasta las olas, un palacio nuevo, cuya piedra guardaba aún la blancura de la estearina en esta atmósfera pocas veces rayada por la lluvia: el Museo Oceanográfico.
Don Marcos sonrió ante este contraste.
—Lo mismo que don Atilio. Cada vez que contempla desde aquí el panorama, se fija en esos dos palacios separados por la boca del puerto y que ocupan los dos promontorios. Dice que el uno justifica al otro, y añade que son... ¿cómo dice él? ¿una antítesis?... No: es otra cosa.
A través de los árboles llegó desde Villa-Sirena el mugido metálico de un gong llamando á los huéspedes, esparcidos en el parque ú ocultos todavía en sus habitaciones. El coronel lo escuchó con placer. «El almuerzo.»
Lanzó una última mirada á los dos enormes edificios, el uno erizado de remates agudos y multicolor, el otro cuadrado y de una blancura uniforme. Entre ambos promontorios, á ras del agua, venían á encontrarse las dos escolleras nuevas que cerraban el puerto, con dos torrecillas octógonas que flanqueaban la boca, rematadas por linternas de faro: la una de vidrios verdes, la otra de vidrios rojos.
El coronel se dió un golpe en la frente y sonrió á su compatriota:
—¡Ah, sí, ya recuerdo!... Dice que el Casino y el Museo forman un símbolo.
Quince días llevaba de existencia, sin desacuerdos ni obstáculos, aquella asociación que Atilio había titulado de «los enemigos de la mujer». ¡Libertad completa! Villa-Sirena era de todos, y su dueño parecía un invitado más.
Al levantarse Castro, bien entrada la mañana, veía en un rincón del jardín al príncipe, despechugado y con los brazos desnudos, manejando una azada. El complemento de la nueva vida era para él cultivar una pequeña huerta, dándose la satisfacción de comer legumbres y oler flores que fuesen producto de su trabajo. Este hombre que había tenido un batallón de servidores en torno de él para las necesidades de su existencia, deseaba ahora bastarse á sí mismo, conocer la seguridad orgullosa del que sólo confía en sus brazos. Resultaban vanas sus invitaciones á Castro para que imitase este ejercicio sano y provechoso, que era al mismo tiempo una vuelta á la primitiva sencillez.
—Gracias: no me gusta Tolstoi. Como vida simple, prefiero ésta.
Y se tendía en el musgo, al pie de un tronco, mientras el príncipe seguía cavando su huerta. Hablaban de los compañeros. Novoa estaba en la biblioteca ó vagaba por el parque. Algunas mañanas tomaba el tranvía á primera hora para ir á Mónaco y continuar sus estudios en el Museo. En cuanto á Spadoni, nunca se levantaba antes de mediodía, y muchas veces el coronel golpeaba su puerta para que no llegase con retraso á la mesa del almuerzo.
—Sólo se duerme al amanecer—dijo Atilio—. Pasa la noche consultando sus apuntaciones sobre la marcha del juego. A veces se mete en mi cuarto cuando estoy durmiendo, para comunicarme una de las innumerables martingalas que acaba de descubrir, y tengo que amenazarle con una zapatilla. Guarda en su habitación, entre los cuadernos de música, rimeros de hojas verdes que contienen día por día todo un año de juego en las diversas mesas del Casino... Está loco.
Pero Castro se guardaba de añadir que muchas veces pedía prestado á Spadoni su archivo para comprobar los propios cálculos, y á pesar de burlarse de sus invenciones, arriesgaba sobre ellas algún dinero, por una superstición de jugador que cree en el instinto de los inocentes.
Después del almuerzo, los dos se apresuraban á marcharse al Casino. El príncipe, si no asistía á un concierto, se quedaba con Novoa y el coronel en una loggia del piso alto, contemplando el mar. La guerra había poblado esta parte del Mediterráneo. En tiempos normales era un mar desierto y monótono, sin otros incidentes que el revuelo de las gaviotas, los espumosos saltos de los delfines y algún que otro trapo de barca pescadora. Los vapores y los grandes veleros apenas si se marcaban como una pequeña sombra en el horizonte, navegando rectamente de Marsella á Génova, sin contornear el extenso golfo de la Costa Azul. Pero ahora el peligro submarino había obligado á la navegación comercial á deslizarse al amparo de las costas. Casi todos los días pasaban convoyes: vapores de carga de diversas nacionalidades pintarrajeados como cebras para disminuir su visibilidad y escoltados por torpederos franceses é italianos.
Estos rosarios de buques, navegando tan cerca de la costa que podían leerse sus títulos y distinguir á sus capitanes erguidos en el puente, hacían hablar al príncipe y al profesor de los horrores de la guerra.
Intervenía el coronel á veces en el diálogo, pero era para lamentarse de los obstáculos que oponía la tal guerra á sus funciones de intendente. Cada día resultaba más difícil su gestión. No encontraba nada que valiese la pena de ser presentado en una mesa como la del príncipe, y eso que los precios pagados por él le producían indignación al compararlos con los de los tiempos de paz. ¡Y la servidumbre!... Había hecho venir criados de España, ya que todos los del país estaban en el ejército, pero se los sonsacaban inmediatamente los dueños de los hoteles. Todos preferían servir en cafés ó alojamientos de continuo tránsito, seducidos por el azar de las propinas y el roce con las camareras de blanco delantal.
Había improvisado un servicio de comedor con aquellos dos muchachos italianos de Bordighera cuyas familias estaban instaladas en Mónaco. El mayor, más avispado, se apellidaba Pistola, y trataba despóticamente á su compañero, largándole hipócritas patadas y coscorrones en pleno comedor cuando el coronel estaba de espaldas. Atilio, por la atracción del consonante, había apodado Estola al compañero de Pistola, y todos en la casa aceptaban el nombre, hasta el propio interesado.
—¡Lo que me ha costado adecentarlos y educarlos!—gemía Toledo—. Y ahora parece que los van á llamar de Italia para que sean soldados... ¡Más hombres á la guerra! ¡Hasta estos chicuelos, que aún no tienen la edad!... ¿Qué haremos cuando se vayan Estola y Pistola?
Muchas noches, á la hora de comer, sufría quebrantos la disciplina de la comunidad. El primero que faltó fué Spadoni. Llegaba después de media noche, diciendo que había comido con unos amigos. Otras veces no volvía; y transcurridos varios días, se presentaba tranquilamente, como si hubiese salido horas antes, con la serena inconsciencia de un perrillo vagabundo. Nadie podía saber con certeza dónde había estado. El mismo lo ignoraba. «Encontré á unos amigos...» Y en el curso de media hora, estos amigos eran los ingleses de Niza ó una familia de Cap-Martin, como si hubiese vivido en los dos lugares al mismo tiempo.
Atilio también faltaba. Un compañero de juego le había enseñado en el Casino los pequeños cartones partidos en columnas que sirven para marcar las alternativas del «rojo» y el «negro». Varias damas extraían de sus sacos de mano, entre el pañuelo, la caja de polvos, el lápiz para los labios, los billetes de Banco y las fichas de diversos colores, que son el dinero del juego, unos documentos de igual clase. Todos los textos estaban acordes. Por la mañana y por la tarde perdían los «puntos» y ganaba la casa; pero á partir de las ocho de la noche, una fortuna loca sonreía á los jugadores. Las estadísticas no podían ser más claras: imposible la duda. Y Castro renunciaba á la buena mesa de Villa-Sirena, contentándose con un bock y un emparedado en el bar. Luego regresaba á media noche en un carruaje de alquiler, pagando á manos llenas al cochero asombrado. Otras veces, de pie ante la verja, rebuscaba en su portamonedas antes de reunir el precio de la carrera. Los hados habían mentido. Los augures de los cartoncitos estaban á aquellas horas tan limpios como él.
Toledo mascullaba protestas. Este desorden le hacía lamentar una vez más la escasez de personal. La servidumbre se levantaba tarde, á causa de sus esperas nocturnas. Por esto el coronel sentía la satisfacción de un gobernador de fortaleza que ve todas las poternas cerradas y siente las llaves en su bolsillo, las noches en que no faltaba ningún compañero del príncipe. Después de la comida escuchaban á Spadoni. Sentado ante un gran piano de cola, hacía música á su capricho ó seguía las órdenes del príncipe, melómano de gustos pervertidos por un excesivo refinamiento, que sólo deseaba obras de autores extravagantes y obscuros.
Castro, que era pianista, no podía á veces ocultar su entusiasmo ante los prodigios de este ejecutante.
—¡Y pensar que es un imbécil!—exclamaba con la franqueza de la emoción—. Todas sus facultades las ha deformado y aglomerado, concentrándolas en la música, sin dejar nada para los demás... No importa; es un idiota... pero un idiota sublime.
Algunas noches, Spadoni se quedaba con un codo en el teclado y la frente en la diestra, como si la música le ensimismase, cuando, en realidad, lo que danzaba debajo de sus melenas eran cuadrados rojos y negros, muchos naipes y treinta y seis números formando tres filas presididas por el cero. El príncipe, molestado por este silencio, se dirigía á Castro.
—Cuéntanos algo de tu abuelo don Enrique.
Este abuelo había sido casado con una tía del general Saldaña; y aunque Atilio no alcanzó á conocerle, hablaba con frecuencia de él como de un personaje curioso que le inspiraba cierto orgullo ó amargas ironías, según el estado de su ánimo. Era un hombre de belicoso humor y sombríos entusiasmos, que había acabado de dilapidar la fortuna de la familia, ya quebrantada por los antecesores. Emparentado con un gran número de aristócratas, terminó por negar este parentesco, como si fuese algo vergonzoso. Los títulos de nobleza de su familia dejó que los tomasen otros. El lema que figuraba, desde siglos en el escudo de los Castro lo había reemplazado con uno de su invención, que resumía su vida entera: «Mañana más revolucionario que hoy.» Durante treinta años no hubo en España insurrección triunfante ó abortada en la que no interviniese este caballero de gesto sombrío, quisquilloso, espadachín, que trataba á los hombres como un déspota y estaba dispuesto á morir por la libertad del género humano.
—¡Un don Quijote rojo!—decía Castro.
De niño recordaba haber jugado con su sable, fabricado en Toledo: un arma repujada de oro, con arabescos copiados de la vieja espada del descubridor y conquistador Alvaro de Castro, que había sido Adelantado en las Indias. Pero en lo alto de la hoja, donde los abuelos ponían su mote de fidelidad á Dios y al rey, él había hecho grabar «¡Viva la República!». Sin este sable caballeresco, se negaba á tomar parte en una revolución. Lo había llevado de Sicilia á Nápoles siguiendo á Garibaldi para destronar á los Borbones. «Mañana más revolucionario que hoy»; y sus compañeros le parecían de pronto unos reaccionarios, lo que le hacía buscar nuevas doctrinas que colmasen su insaciable deseo de destrucción y renovación. Al fin, este descendiente de Adelantados y Virreyes acabó por ingresar en la primera «Internacional de trabajadores». Y lo más extraordinario fué que su primitiva educación, sus altiveces y sus acometividades paladinescas le acompañaron en esta vida nueva, haciéndole convertir la más insignificante divergencia de doctrina en un «asunto de honor».
Por discusiones de comité se había batido en París con un «camarada» obrero. Apenas cruzaron los sables, el trabajador recibió un corte en la cabeza.
—Es justo—dijo el herido limpiándose la sangre—. El marqués, que ha podido aprender el manejo de las armas, debe pegarle al hijo del pueblo.
Don Enrique palideció ante esta ironía, y por restablecer la igualdad, por suprimir sus ventajas históricas, levantó el sable, dándose una feroz cuchillada en el cráneo, mientras corrían los testigos á sujetarle para que no reincidiese.
Después de seguir por segunda vez á Garibaldi en la guerra de 1870, batiéndose contra los prusianos en Dijón, el movimiento insurreccional de la Commune le atrajo á París.
—Creo que lo hicieron general—decía Atilio—. En aquella mascarada trágica debió sufrir mucho. Lo cierto es que lo fusilaron las tropas del gobierno y nadie sabe dónde fué enterrado.
La admiración por este abuelo de vida novelesca se amortiguaba al pensar en su madre. Pobre, huérfana y olvidada de sus parientes, había tenido que casarse con un hombre que casi podía ser su padre, llevando fuera de España la vida errabunda de las familias del cuerpo consular. Atilio había nacido en Liorna, recibiendo el mismo nombre de su padrino, un viejo señor italiano amigo del cónsul de España. El recuerdo de su abuelo venía á entenebrecer de vez en cuando la existencia de su pobre madre, resignada y devota. En Roma, los españoles de paso, todos gentes de sanas ideas que llegaban para ver al Papa, torcían el gesto al enterarse de su origen. «¡Ah! ¡Usted es la hija de Enrique de Castro!...» Y ella parecía encogerse, pedir perdón con sus ojos tristes y humildes.
—Yo no reniego de mi abuelo—añadía Atilio—. Me hubiese gustado conocerle. Lo único que lamento es que nos dejase tan pobres; aunque sus antecesores ya habían hecho más que él para arruinarnos.
Los días en que había perdido se mostraba más quejumbroso, recordando las inmensas posesiones de los Castro de la conquista americana.
—Hay ahora inmensas ciudades en campos que dió el rey á mis antecesores. Uno de mis remotos abuelos apacentaba sus caballos y construía su barraca colonial donde existen actualmente jardines, monumentos y grandes hoteles. Eran centenares de millones de metros: á una peseta el metro, ¡imagínate, Miguel! Sería más rico que tú, más rico que todos los millonarios del mundo... Y no soy mas que un mendigo bien trajeado. ¡Ira de Dios! ¿Por qué no guardaron mis abuelos sus tierras, en vez de dedicarse á servir al rey ó al pueblo? ¿Por qué no hicieron lo que cualquier patán que conserva religiosamente lo que le entregaron sus antecesores?...
Otras noches, sentados en la loggia, escuchaba el príncipe á Novoa ante el nocturno espectáculo del cielo y del mar. No había más luz que el velado resplandor que llegaba desde un salón lejano. La costa estaba obscura. La silueta de Monte-Carlo y de Mónaco se recortaba sobre el fondo estrellado, sin un solo punto rojo. Eran escasos los reverberos en la ciudad, y además tenían los vidrios pintados de azul. Los farolones de la escalinata del Casino estaban enfundados como las linternas de un coche fúnebre. La amenaza de los submarinos alemanes mantenía á todo el principado en la obscuridad, lo mismo que las costas de Francia. Sólo á la entrada del puerto de Mónaco las dos torrecillas octogonales tenían en sus cimas un faro rojo y un faro verde, que derramaban sobre las aguas un zigzag de rubíes y otro de esmeraldas.
En esta penumbra, puesto de pie y mirando á los astros, Novoa hablaba de la poesía de la inmensidad, de las distancias que dan el vértigo al cálculo humano. A Spadoni le era imposible imitar la atención del príncipe y de Castro. ¿Qué podía importarle la llamada estrella tricolor? Los millones de millones de leguas de que hablaba el sabio despertaban su bostezo; y por una asociación de ideas, se dedicaba á jugar mentalmente, suponiendo que acertaba cincuenta veces seguidas, siempre doblando.
Ponía una simple moneda de cinco francos—la puesta menor que admiten en el Casino—, y á los veinticinco golpes se detenía con espanto. Había ganado treinta y tres millones y medio de duros: más de ciento sesenta y siete millones de francos. ¡Solamente en veinticinco minutos!... El Casino cerraba sus puertas, declarándose en quiebra; pero esto no conseguía sacarle de su delirio. La prodigiosa pieza de cinco francos continuaba sobre el paño verde al lado de una montaña de dinero que seguía creciendo y creciendo. Había que completar los cincuenta golpes, siempre doblando. Dió cinco más en su imaginación y se detuvo. Ya había ganado mil setenta y tres y pico de millones de duros: más de cinco mil millones de francos. Tendrían que entregarle el principado entero de Mónaco, y aun esto tal vez no alcanzase á cubrir la deuda. Al golpe treinta y cinco, el simple «napoleón» se había convertido en treinta y cuatro mil millones de duros: ciento setenta y un billones de francos. No le iban á pagar; estaba seguro de ello. Sería necesario que se reuniesen todas las grandes potencias de Europa, que se aliasen como para una gran guerra, y aun así tal vez no hiciesen honor al crédito que les presentaba el pianista Teófilo Spadoni.
Ya no podía calcular mentalmente. A los veinte golpes tuvo que valerse del lápiz que le servía en el Casino para marcar la marcha del juego y de aquellos cartones divididos en columnas que facilitaban los empleados. El dorso resultaba estrecho para sus ganancias, que se ensanchaban, formando cantidades quiméricas. Siguió su juego triunfador. En el golpe cuarenta se detuvo. Cinco millones de millones de francos. Decididamente, no le podían pagar ni en Europa ni en el mundo entero. Las naciones tendrían que ponerse en venta, el globo terráqueo saldría á pública subasta, los hombres serían esclavos, todas las mujeres se alquilarían para entregarle el producto de su deshonor; y aun así, sería preciso que solicitasen un plazo de unos cuantos miles de años para quedar bien con él, acreedor del universo, sentado en su banqueta de pianista como sobre un trono.
Aunque tenía la certeza de que le engañaban, de que nadie en la tierra ni el cielo podía afianzar á la banca, siguió jugando. Sólo quedaban diez golpes. Y cuando dió el que hacía cincuenta, tuvo un rasgo magnánimo. Regaló con el pensamiento á los empleados del Casino los centenares, los miles, los millones y los millones de millones. El se quedaba simplemente con la cifra que figuraba á la cabeza de la ganancia, y escribió en su cartoncito:
5.000.000.000.000.000 de francos
¡Cinco mil billones!... Como producto de cincuenta minutos de trabajo, no estaba mal.
Llamó de pronto su atención el silencio con que el príncipe y Castro escuchaban á Novoa, y fijó en éste sus ojos de visionario todavía deslumbrados por el revoloteo áureo de la Quimera.
También el sabio hablaba de millones de millones, de cifras que no podía abarcar con palabras y detallaba repitiendo uno tras otro docenas de ceros. El pianista creyó entender que profetizaba la vejez del sol dentro de un plazo (aquí una cifra interminable), la desaparición de la vida presente, la fuga del astro hacia una constelación remotísima, su apagamiento y su muerte (otra cifra que infundía miedo).
Sonrió Spadoni con desprecio. El sol, la constelación de Hércules adonde éste se dirige, los cien mil millones de millones de años que necesita para llegar á ella, los diez y siete millones de años que tardará en apagarse, dejando de calentar la vida de la tierra, todos los cálculos de este sabio, ¡miseria, pura miseria! Si él dejaba su moneda sobre la mesa cincuenta veces más, las cifras de la astronomía iban á resultar despreciables y ridículas al lado de una ganancia obtenida en cien minutos. Sólo Dios podía ser su banquero, pagándole con estrellas como si fuesen monedas; ¿y quién sabe si el mismo Dios sería capaz de resistir el centésimo golpe de cinco francos, siempre doblando, y no tendría que declararse en quiebra?...
Se sumió por algún tiempo en la contemplación interna de su grandeza. Al volver á la vida exterior, la voz de Novoa seguía sonando con cierto misterio ante el obscuro horizonte, perforado arriba por las punzadas de las estrellas, ondeado abajo por la fosforescencia de las olas.
El príncipe le había impulsado á hablar del mar como regulador y origen de la vida. El pianista se enteró de que los océanos cubren las tres cuartas partes del globo, y como representan una fuerte mayoría sobre los continentes, éstos viven sometidos á aquéllos, aunque se crean superiores, como los gobiernos tienen que sufrir la influencia del sufragio universal y acatar la fuerza de las mayorías. Todas las grandes leyes atmosféricas se establecen, no en la reducida superficie de las tierras, rugosa y quebrada, sino en la limpia extensión de los océanos, que permite á las moléculas obedecer libremente á las leyes mecánicas de los flúidos.
Spadoni tocó en un codo á Castro. Quería comunicarle en voz baja la inaudita ganancia que acababa de realizar. Pero Atilio repelió su mano sin volver la vista y siguió escuchando.
Novoa hablaba ahora de las aguas ardientes condensadas en la atmósfera primitiva del globo, que se habían precipitado sobre su corteza en formación, disolviendo ó arrastrando cuanto encontraban en esta superficie acabada de nacer.
—Con la sal que hay en los océanos—dijo Novoa—se podría construir todo el relieve del continente africano.
El pianista volvió á agitarse. ¡Una Africa toda de sal! ¿De qué podía servir eso?...
—Castro, escúcheme—dijo en voz muy queda—. Yo pongo cinco francos y doy cincuenta golpes, siempre doblando, ¿sabe usted?...
Pero el otro no quiso saber nada, y rechazó el cartoncito que le tendía ocultamente.
Spadoni, ofendido, cerró los ojos, queriendo aislarse y no escuchar estas cosas sin importancia para él. Si el sabio hablaba todas las noches, él perdonaría la hospitalidad del príncipe, yendo en busca de otros amigos.
De pronto, una palabra le sacó de su altivo aislamiento, haciéndole abrir los ojos. El profesor hablaba del oro arrastrado por las lluvias hirvientes de la creación planetaria y que estaba disuelto en el mar.
—Sólo hay unos miligramos por tonelada de agua; pero con el que existe en los océanos se podría formar una mole tan enorme, que, repartida proporcionalmente entre los mil quinientos millones de habitantes que tiene la tierra, nos tocaría á cada uno un lingote de cuarenta mil kilos, ó sean cuarenta mil toneladas de oro.
El pianista avanzó su rostro, estupefacto. ¿Qué decía el profesor?
—Y teniendo en cuenta—prosiguió Novoa—el curso del oro antes de la guerra, el lingote que nos corresponde á cada uno de los humanos representa ciento veinte millones de francos.
Fué cortado el silencio por un ruido estridente. Castro volvió la cabeza, creyendo que Spadoni roncaba. Al ver sus ojos desmesuradamente abiertos, comprendió que era un suspiro emocionado, una exclamación de sorpresa.
—Doy mi parte por cien mil francos en billetes—dijo con voz grave.
Y mientras los demás reían, él quedó con la mirada fija en Novoa. ¡El mar!... ¡quién diría que el mar!... Aquel sabio sabía mucho; y él, con repentina veneración, se propuso escucharlo siempre.
Una noche, Atilio y el príncipe comieron solos. El pianista se había fugado á Niza, al salir del Casino, con sus amigos los ingleses, que jugaban al poker en el landó. Novoa estaba invitado á comer por un colega del Museo, y no volvería hasta media noche.
Miguel recordó sus impresiones de la tarde. Había ido al Casino para asistir á un concierto clásico, osando arrostrar la curiosidad obsequiosa de los empleados y el miedo á tropezarse con algunas de sus antiguas amistades. Desde la escalinata exterior á las puertas del teatro tuvo que responder á una serie de profundos saludos de los funcionarios, unos con kepis y dorados botones, otros de levita solemne, erguidos y dignos como notarios de comedia. La gente que paseaba por el atrio se fijó inmediatamente en él. «¡El príncipe Lubimoff!» Todos recordaban su yate, sus aventuras, sus fiestas, repitiendo su nombre como un eco de gloriosa resurrección. Había tenido que pasar á toda prisa entre los grupos, con la mirada vaga, fingiéndose abstraído, para no ver ciertas sonrisas conocidas, ciertos rostros invitadores que le hacían evocar visiones dulces del pasado.
Buscó un asiento de los más ocultos en la sala de espectáculos, un rincón de diván junto á la pared; pero también aquí le persiguió la curiosidad. En torno del atril del director estaban los músicos de más renombre, los que se engalanaban con el título de «solistas de S. A. S. el Príncipe de Mónaco». Algunos de ellos habían navegado en el Gaviota II formando parte de su orquesta. Durante unos compases de espera, el primer violín, al mirar á la sala para reconocer á sus entusiastas, descubrió á Lubimoff, participando inmediatamente su sorpresa á los otros solistas. Todos le sonrieron, dedicándole con los ojos lo que surgía de sus instrumentos, y el público acabó por fijarse en este señor medio oculto que poco á poco iba atrayendo las miradas de la orquesta entera.
Al terminar el concierto salió apresuradamente, temiendo que le cortasen el paso ciertas amigas antiguas que había descubierto entre la concurrencia. Cruzó el atrio violentamente, hendiendo los grupos que no le dejaban avanzar. Aquí había llamado su atención un personaje de ademanes majestuosos y aspecto excesivamente brillante, con sombrero hongo, pero de seda gris bien peinada, gabán de color de miel con bocamangas de terciopelo del mismo tono y guantes y zapatos blancos. Las patillas grises estaban unidas al bigote; la raya del peinado descendía hasta la nuca, y por encima de las orejas avanzaban, brillantes de cosméticos, dos mechones recortados y teñidos.
—Creí que era un general ruso ó un personaje austriaco vestido de invierno, con una elegancia digna de la Costa Azul, y eras tú, querido coronel. Aún no te había visto fuera de Villa-Sirena.
Toledo se ruborizó, no sabiendo si enorgullecerse ó afligirse por estas palabras.
—Alteza, siempre me ha gustado vestir bien y...
—¿Quién era la señora que hablaba contigo?...
—Era la Infanta. Me contaba que había perdido siete mil francos que le enviaron de Italia, que no tiene con qué atender á los gastos de su vida, y...
—¿Una flaca con un gran sombrero de cow-boy?... No, no es esa. Te pregunto por la otra.
«La otra» sólo la había visto de espaldas, pero atrajo momentáneamente su atención por su esbeltez y su aire de señorío.
—Alteza—dijo don Marcos titubeando—, era la duquesa de Delille.
Un silencio. Y como si con esto le hubiese pillado su príncipe en falta y necesitara excusarse, se apresuró á añadir:
—Es muy buena con la Infanta. Le regala trajes para sus hijos, creo que hasta le presta su ropa... ¡Una hija de rey! ¡Una nieta de San Fernando!... Yo soy un viejo soldado de la legitimidad, y no puedo menos de agradecer que...
Miguel cortó su protesta con un gesto. Basta: no quería oir más. Y se dirigió á Castro. También lo había visto cerca de la salida del Casino hablando con otra dama.
—Y yo te vi igualmente—dijo Atilio—, pero ibas impetuoso y con la cabeza baja, abriéndote paso lo mismo que un toro acosado. ¿Quieres saber quién es esta señora? ¿Te interesa?...
Lubimoff levantó los hombros; pero su indiferencia era falsa. En realidad, le había interesado, aunque ligeramente, esta desconocida, rubia, alta, con un aspecto de vigor esbelto, de ágil soltura, como las gimnastas y las amazonas.
—Pues es «la Generala»—continuó Castro, sin parar mientes en la falta de curiosidad de su amigo—. Este generalato no hay que tomarlo en serio. Es un apodo cariñoso. Creo que lo inventó la de Delille, pues te advierto que las dos son muy amigas. Es generala como otros pueden ser coroneles.
Don Marcos no reparó en esta maldad. Atilio se mostraba esta noche de mal humor, con los nervios excitados, deseoso de morder. Debía haber perdido en el juego.
—La llaman «la Generala» por su carácter algo varonil, por la rudeza con que trata á veces á las gentes. ¡Una mujer extraordinaria! ¡Una verdadera amazona!... Tira á las armas, hace gimnasia, nada en los ríos en pleno invierno, y además tiene una voz como un suspiro de brisa, gorjea al hablar como un pájaro, parece que va á desmayarse á la menor emoción lo mismo que una niña tímida... ¿Quieres saber quién es?... Se llama Clorinda; un nombre de poema y de comedia antigua. Yo la llamo siempre doña Clorinda; creo que sin esto le falto al respeto, á pesar de su juventud. Tal vez tiene dos ó tres años menos que su amiga Alicia. Las dos se detestan, y no pueden vivir separadas. Una semana por mes chocan, se insultan, cuentan la una de la otra los mayores horrores; luego se buscan. «¿Cómo estás, corazón mio?» «¿Me guardas rencor, mi ángel?»
El príncipe sonrió al ver cómo imitaba las palabras y gestos de las dos señoras.
—Clorinda es americana—continuó Castro—, pero americana del Sur, de una pequeña República donde sus padres, abuelos y bisabuelos han sido presidentes, hombres de guerra y padres de la patria. Su generalato no es sin fundamento. Allá en su país la admiran por su hermosura y por los grandes éxitos que le suponen en Europa, con ese agrandamiento y desorientación de la distancia. Su retrato resulta una propiedad pública; figura en todos los paquetes de café y todos los prospectos de su país. Es la belleza nacional; y cuando envejezca, siempre existirá un rincón del mundo donde la consideren eternamente joven. Se casó en París con un joven francés, soñador, algo artista y algo enfermo del pecho. Por esto mismo lo amó «la Generala». Con un hombre fuerte é impetuoso se hubiesen matado los dos á los pocos días. Ahora es viuda. No la creo muy rica; la guerra debe haber disminuído sus rentas, pero tiene para vivir con desahogo. Hasta me imagino que debe sufrir menos apuros que la de Delille. Es mujer de buena cabeza.
Calló un momento.
—¡Pero de tan raras ideas! ¡Tan acostumbrada á imponer su voluntad!... La conocí en Biarritz hace algunos años. Aquí la he visto muchas veces en las salas de juego: saludos, conversaciones insignificantes. Cuando una mujer apunta, no admite galanterías que la distraigan. Hoy es la primera vez que hemos hablado largamente. ¿Sabes lo que me ha preguntado en seguida?... Que por qué no estoy en la guerra. En vano le he dicho que yo soy neutral y le he demostrado que la guerra no me interesa. «Si yo fuese hombre, sería soldado.» ¡Y si hubieras visto su mirada al decirme esto!...
Lubimoff dedicó una sonrisa despectiva á esta mujer.
—Para ella—siguió diciendo su amigo—, todos los hombres deben trabajar en algo, producir, ser héroes. A su pobre marido, dulce como un cordero enfermo, lo adoró porque pintaba unos cuadros paliduchos y había conseguido modestas recompensas en varias Exposiciones. Los hombres como yo son para ella una especie de figurantes alquilados para animar los salones, los casinos, los balnearios, para sostener la conversación y ser galantes con las damas; pero no le interesan. Me lo ha dicho esta tarde, una vez más.
—¿Y á ti te duele su opinión?—dijo el príncipe.
Calló Atilio, como si pesase sus palabras antes de hablar.
—Sí, me duele—dijo al fin resueltamente—. ¿Por qué negártelo? Esa mujer me interesa. Cuando no la veo, no me acuerdo de ella. He pasado meses y años sin que volviese á mi memoria. Pero así que la encuentro, me domina... la deseo. Yo, sin ser tú, he tenido también mis satisfacciones amorosas. ¡Pero esta mujer es tan distinta á las otras!... Además, ¡el placer de vencerla, esa necesidad de dominación que hay en el fondo de nuestros deseos amorosos!... Cada vez que hablamos, y ella con su voz de pájaro y su sonrisa compasiva marca la enorme distancia que existe entre los dos, quedo triste, mejor dicho, desalentado, como si necesitase alcanzar algo á que no llegaré nunca por más que me esfuerce. Hoy debería estar alegre: hace meses que no he tenido una tarde igual. He jugado, y mira... ¡mira! Diez y siete mil francos.
Había sacado de un bolsillo interior un fajo de billetes azules, arrojándolo sobre la mesa con cierta furia.
—Llegué á ganar hasta veintiséis mil. Una suerte de amante desesperado, de marido infeliz... Y sin embargo, no estoy contento.
El príncipe volvió á sonreir, como si una verdad palmaria acabase de demostrar la certeza de sus afirmaciones. ¡La mujer! Aquella Clorinda, generala de mil demonios, era una verdadera mujer, que con sólo breves minutos de conversación había perturbado á Castro y tal vez acabase por quebrantar la vida dulce, sin placeres violentos pero sin tristezas desesperadas, que llevaban los huéspedes de Villa-Sirena.
—Y tú, Atilio—dijo con tono de reproche—, te emocionas por esa especie de virago de voz suave... Tú crees en el amor como un colegial.
Castro adoptó un tono fríamente agresivo. De él podía decir el príncipe lo que quisiera; ¡pero llamar virago á la otra!... ¿con qué derecho? Ocultó, sin embargo, la verdadera causa de su enfado, fingiéndose herido por la alusión á su credulidad.
—Yo no creo en nada; creo tal vez menos que tú. Sé que todo lo que nos rodea es falso, convencional; mentiras que aceptamos porque nos son necesarias momentáneamente. Tú admiras, como si fuese algo divino é inconmovible, la música y la pintura. Pues bien; que se modifique un poco la forma de nuestro oído, y las sinfonías de Beethoven serán verdaderas cencerradas; que se cambie el funcionamiento de nuestra retina, y todos los cuadros célebres habrá que quemarlos, porque nos parecerán lienzos manchados por un juego de niños... que se transforme nuestro cerebro, y todos los poetas y los pensadores resultarán pueriles idiotas. No; no creo en nada—insistió rabiosamente—. Para vivir y para entendernos necesitamos que haya arriba y abajo, derecha é izquierda; y también esto es mentira, pues vivimos en el infinito que no tiene límites. Todo lo que consideramos fundamental no es mas que un cuadriculado que inventaron los hombres para que sirva de marco á sus concepciones.
El príncipe se encogió de hombros, mirándole con extrañeza. ¿A qué venía todo esto, con motivo de una mujer?...
—Todo mentira—prosiguió—; pero no por ello voy á vivir como una piedra ó un árbol. Yo necesito falsedades dulces que me canten hasta la hora de la muerte. La ilusión es una mentira, pero deseo que venga conmigo; la esperanza otra mentira, pero quiero que marche ante mis pasos. Yo no creo en el amor, como no creo en nada. Cuanto digas contra él lo sé hace muchos años; pero ¿debo darle con el pie si me sale al paso y quiere acompañarme? ¿Conoces tú una quimera que llene mejor el vacío de nuestra existencia, aunque sea poco durable?...
Miguel acogió la vehemencia de su amigo con un gesto sardónico.
—¿Sabes por qué parezco más joven de lo que soy?—continuó Atilio, cada vez más exaltado—. ¿Sabes por qué seré joven cuando otros de mi edad serán ya viejos?... Me finjo irónico, parezco escéptico, pero poseo un secreto, el secreto de la eterna juventud, que guardo para mí... Puedo revelártelo. He descubierto que la gran sabiduría de la vida, lo más importante, es «pasar el rato»; y lleno el vacío que todos llevamos dentro con una orquesta: la orquesta de mis ilusiones. Lo necesario es que toque siempre, que no queden los atriles vacíos; una vez terminada una partitura, hay que colocar otra nueva. A veces, la sinfonía es de amor... Las mías han sido hermosas pero breves. Por eso las he reemplazado con otra interminable, la de la ambición y la codicia, cuyos compases son infinitos como las estrellas del cielo, como las combinaciones de las cartas. Juego. Veo en el girar de la ruleta un castillo que será mío, un castillo más suntuoso que todos los que existen; un yate superior al que tú tenías; fiestas interminables. La baraja me hace contemplar magnificencias como no las soñaron los cuentistas persas. Sus colores son montones de gemas preciosas. Las más de las veces pierdo y la orquesta me acompaña en sordina, con una marcha fúnebre de hermosa desesperación; pero á los pocos compases, esta marcha se convierte en himno triunfal: la salida del nuevo sol, la resurrección de la esperanza.
Ahora la mirada del príncipe era de piedad. «Está loco», parecían decir sus pupilas.
—Esta tarde, mi orquesta—continuó—me ha hecho conocer una nueva sinfonía, algo que no había oído nunca. Mientras ganaba dinero, no pensé una sola vez en mí. Nada de palacios, ni de yates, ni de fiestas. Pensaba únicamente en «la Generala», y pensaba con verdadero odio, deseando vengarme de ella. Quería ganar cien mil francos...(¡qué sabe uno!... ¡tal vez los gane mañana!) y luego de ganarlos comprar un collar de perlas á la salida del Casino (los cien mil completos) y enviárselo con un simple anónimo que dijese así, poco más ó menos: «Homenaje de antipatía de un hombre inútil y despreciable.»
Una carcajada del príncipe despertó con sobresalto al coronel, que, como buen madrugador, se había adormecido en su asiento. Luego, al notar que Su Alteza no se fijaba en él, se deslizó fuera del hall, como si le atrajese algo más importante que aquella conversación de los dos amigos, que parecían ignorar su presencia.
—Pero ¿qué encuentras tú en el amor?—dijo Miguel—. Porque yo creo que tú sabes lo que es verdaderamente el amor. Todas esas ilusiones de los adolescentes, todos los idealismos de los poetas, no son mas que caminos tortuosos que conducen á un mismo término, al único: el acto carnal. ¿Y no estás fatigado de él? ¿no te acobarda su monotonía?
La voz del príncipe tomó cierta entonación lúgubre, como si clamase sobre los escombros de su vida entera. Había encontrado centenares de mujeres de las que levantan á su paso una muda explosión de deseos. La resistencia femenil le era desconocida. Es más: habían corrido á él, haciendo espontáneamente la mitad del camino, acosándole sin orden, obligándolo, por un pundonor varonil, á sobrepasarse en sus fuerzas con una prodigalidad que hacía doloroso el placer... ¡Y todas eran iguales! El comprendía el espejismo de la ilusión en los que admiran desde lejos lo que no pueden conseguir. Es la curiosidad por lo secreto, el deseo que infunde el obstáculo, las fantasías mentales que inspiran los trajes, los adornos, todo lo que cubre el cuerpo femenino, dando á su monotonía la seducción de un misterio continuamente renovado. Para él, ¡ay! eran todas como si marchasen desnudas. Nada podía excitar ya su interés: todo lo conocía.
—Además—y su voz se hizo más sorda—, á ti solo te lo confieso. El amor y la mujer me hacen pensar en la miseria de nuestra existencia, en el inevitable final, en la muerte. Desde que vivo emancipado de sus engañosas seducciones, me siento más alegre, más seguro de mí mismo; gozo con ingenuidad del momento que pasa... No quiero hablarte de las vergüenzas físicas de esos cuerpos que pretendemos divinizar, de las impurezas diarias ó mensuales que les hace sufrir la vida con sus exigencias. La mujer es menos sana que el hombre. La Naturaleza lo ha querido así. Déjala sin los cuidados de la higiene moderna, y resultará una bestia inmunda, roída por internas suciedades... Pero no es eso lo que me hace huir de ella.
Calló, añadiendo poco después con tristeza:
—No puedo estar al lado de una mujer sin encontrarme con la imagen de la muerte. Cuando acaricio su cabellera sedosa, tropiezo con un cráneo pulido, duro, amarillento, como los que asoman á flor de tierra en los cementerios abandonados. Un beso en la boca, un mordisco en la barbilla, me hacen ver el maxilar óseo con sus dientes, casi igual al de los antropoides que están en los museos. Los ojos morirán; la nariz de graciosas alillas y ventanas sonrosadas se disolverá igualmente; lo único sólido y cierto son las cuencas negras y la grotesca chatez de la calavera. Los pechos turgentes no pasan de ser simples tumores engañosos que disimulan la fúnebre jaula del costillaje; las piernas que nos parecen adorables columnas son agua y piltrafas que se disolverán, dejando al descubierto dos largas flautas de cal. Creemos adorar la suprema belleza, y abrazamos á un esqueleto. Nos horroriza la imagen de la muerte, y toda mujer la lleva dentro, obligándonos á adorarla.
Ahora era Castro el que miraba con ojos de asombro. «Está loco», parecían decir sus pupilas, fijas en el príncipe.
—Lo que tú tienes, Miguel, es que estás ahito—dijo después de un largo silencio—. Me recuerdas á esas personas que, al sentarse á la mesa, disimulan con ascos su inapetencia. Las carnes asadas, de suculento perfume, son para ellas cadáveres, envolturas de pus; los frescos vegetales, las dulces frutas, concreciones del estiércol y de todos los zumos malolientes que vigorizan la tierra. El pan y el vino les hacen pensar en las manipulaciones de su elaboración... Pero si sus sentidos despiertan, si resucitan sus necesidades, lo ven todo como si acabase de salir el sol y encuentran un encanto inefable en lo mismo que les repugnaba... ¿Qué me importa que una mujer lleve dentro un esqueleto? También lo llevo yo, y esto no me impide encontrar muy agradables los placeres de la vida y considerar que de todos esos placeres el más interesante es... el encuentro de dos esqueletos.
Castro reía con una conmiseración afectuosa contemplando á su amigo.
—Estás harto, lo repito; tienes la inapetencia y las visiones fúnebres de los que sufren una dolorosa indigestión... Tú te restablecerás. Eres joven aún para permanecer en esa atonía: el apetito volverá á ti. Deseo que no encuentres la mesa puesta como en el pasado, que la dificultad te exalte, que la negativa te haga sufrir; y entonces... ¡entonces!...
V
Nunca había visto don Marcos tan enfadado á su príncipe como esta mañana al anunciarle que la duquesa de Delille le esperaba abajo, en el hall.
—Debías haberle dicho que me he ido; un pretexto cualquiera, un almuerzo en Niza... Pero estáis de acuerdo, seguramente. ¡Cómo proteges á tu Infanta!...
El coronel, rojo de emoción, intentó refutar estas acusaciones. Si la duquesa se presentaba de pronto en Villa-Sirena, era tal vez porque él se había negado á recibir sus encargos para el príncipe.
Al bajar éste al hall, encontró á Alicia de pie junto á una ventana, mirando los jardines y el mar. Estaba de espaldas, como la había visto al salir del concierto. Cuando volvió la cabeza, Miguel se dijo que no la habría reconocido seguramente de encontrarla en otro lugar. Era una hermosa mujer, pero no se parecía á la que había visto por última vez en aquel «estudio» de la Avenida del Bosque, lleno de chinerías y malsanos perfumes. Varios años habían pasado por ella, y sin embargo parecía más fresca, más joven. Había perdido aquella luz turbia é inquietante que agrandaba sus ojos, dándoles una fijeza antinatural. Su tez, de una blancura mate y enfermiza, estaba coloreada ahora por el sol y el aire libre. La antigua esbeltez ondulante y ligera se había espesado, dando á su organismo la calma y la estabilidad de los cuerpos que empiezan á cristalizarse en su forma definitiva.
No pudo continuar el príncipe este rápido examen, molestado por la sonrisa y los ojos de Alicia. Parecía, por su aire tranquilo, que hubiese estado allí mismo la tarde anterior. Además, Miguel se sintió repentinamente preocupado por el modo de iniciar la conversación. ¿Le hablaría en inglés ó en francés? ¿La tutearía como antes?... Ella resolvió sus dudas hablándole en español, y de tú, lo mismo que cuando eran muchachos.
—Como es imposible ponerse en comunicación contigo—dijo Alicia sentándose, después de estrechar su mano—, me he decidido á hacer esta visita. No es muy correcto que una señora venga á visitar á un hombre tan malfamado como tú; pero ¡habrán venido tantas aquí antes que yo!
Y estas palabras fueron acompañadas de una risa maliciosa. A continuación se puso seria, y dijo con timidez:
—Vengo por negocios... por un asunto de dinero.
Queriendo retardar la exposición de estos negocios, habló de las dificultades que la habían obligado á presentarse en Villa-Sirena sin anunciar su visita. El príncipe podía tener confianza en la exactitud con que su «chambelán» cumplía sus órdenes. Una buena persona el tal coronel, pero intratable, lo mismo que un perro feroz, cuando alguien pretendía que desobedeciera á su amo. Ella le había pedido inútilmente que anunciase su visita; hasta se negó á aceptar una carta para su señor.
—Hubiera podido escribirte; pero temí que no contestases ó me enviaras simplemente á entenderme con tu apoderado en París. ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos! ¡Ha sido tan rara nuestra amistad!... Por eso, finalmente, me decidí anoche á venir á sorprenderte en tu retiro, con la esperanza de que no me pondrías en la puerta.
Miguel sonrió, haciendo un gesto de escandalizada negativa.
—He venido por mi deuda... por los préstamos que me hizo en otro tiempo tu madre... Yo ignoraba á cuánto ascienden. Tu apoderado dice que son más de cuatrocientos mil francos. Así debe de ser, cuando él lo asegura. Yo pedía en momentos de apuro, y la princesa, que era tan gran señora, daba y daba, sin que la una ni la otra nos fijásemos en las cantidades... Ahora comprendo que fué enorme su bondad.
Lubimoff quedó sorprendido por esta noticia. Luego fué recordando que al morir su madre había dejado una larga nota de todos los préstamos hechos por ella, y que el nombre de Alicia figuraba entre los deudores. Pero los papeles quedaron en poder de su administrador, sin que él se acordase más de este asunto.
Comprendió inmediatamente el motivo de la visita de Alicia. Su apoderado quería reunir dinero, y falto de los envíos de Rusia, realizaba todo lo que él poseía en Occidente: créditos á su favor, adelantos hechos á sus protegidos, fianzas en depósito, hasta los préstamos de la princesa, que, según disposición suya, sólo debían exigirse en caso de ineludible necesidad.
El estrujamiento general impuesto por las circunstancias había alcanzado á Alicia. Hacía cuatro meses que la administración Lubimoff le enviaba carta tras carta, reclamando el pago de su enorme deuda. La última nota del apoderado era amenazante, en vista de su silencio. Anunciaba una acción ejecutiva ante los tribunales. La administración guardaba muchas cartas de ella dando las gracias á la princesa por sus bondades. Además, todos los pagos habían sido hechos por medio de cheques, cobrados por la misma duquesa.
—Un verdadera insolente tu administrador... El otro día te vi en el Casino; te vi de espaldas, cuando huías de la gente. Me diste miedo: me imaginé en aquel momento que eras otro, muy diferente del que yo conocí, y que nunca nos entenderíamos. Después he pensado que no debes ser tan fiero como pareces... y he venido.
Miguel, silencioso, parecía hablar con sus pupilas fijas en Alicia. ¿Y para qué había venido? ¿Qué negocios deseaba proponerle?
Ella sonrió con una expresión de gracioso cinismo.
—He venido para decirte que no puedo pagar ahora... y tal vez nunca; para suplicarte que esperes... no sé hasta cuándo, y que ese antipático que administra tu fortuna no me moleste con sus insolencias.
Y como el príncipe permaneciese inmóvil, ella continuó:
—Estoy arruinada.
—Yo también—dijo Miguel—. Todos estamos arruinados. Los que fabrican para la guerra son los únicos ricos en este momento.
—¡Oh! ¡tú arruinado!—protestó Alicia—. Lo tuyo no es mas que un apuro del momento. Lo de Rusia se arreglará un día ú otro. Además, tú eres el príncipe Lubimoff, el famoso millonario. Si yo tuviese tu nombre, ¿quién me negaría un préstamo?...
Perdió de pronto la sonrisa audaz que había preparado para esta entrevista. Sus ojos se hicieron más obscuros; su boca se arqueó hacia abajo.
—Mi ruina es verdadera... Mira.
Señaló el triángulo de carne que dejaba libre el escote de su traje. Un collar de perlas descansaba sobre el blanco pecho. Miguel acabó por fijarse en estas perlas, atraído por la insistencia de ella. Falsas, escandalosamente falsas; todas descascarilladas, opacas y amarillentas como gotas de cera. El entendía un poco de esto; ¡había regalado tantos collares!... Luego, Alicia le mostró las manos. Dos sortijas de factura artística, pero sin una piedra, de escaso valor intrínseco, eran lo único que adornaba sus dedos.
—Este vestido es del año pasado—añadió con un tono sombrío, como si confesase la mayor de las vergüenzas—. Ya no me fían en París. ¡Debo tanto!... Sólo el sombrero es nuevo. ¡Qué mujer, por pobre que se considere, no compra un sombrero nuevo! Es lo más visible, lo que cambia incesantemente, lo que hay que defender. Por suerte, con esto de la guerra no se usan las plumas... Estoy pobre, Miguel, pobre como tú no has conocido á ninguna mujer.
—¿Y tu madre?...
El príncipe hizo instintivamente esta pregunta. Después tuvo la sospecha de haber leído años antes, no sabía dónde, tal vez mientras vagaba por los mares, la noticia de la muerte de doña Mercedes. No estaba seguro; pero la hija le sacó de dudas.
—¡Pobre señora!... No hablemos de ella.
Pero habló para lamentar sus prodigalidades de devota. Había dedicado millones á la construcción en España de un hospital enorme por consejo de su capellán aragonés, el astrónomo de los Campos Elíseos. El mármol entraba en esta obra como simple material de albañilería; la verja del jardín era forjada por un célebre fundidor de arte de París dedicado á fabricar estatuas de salón. Al marcharse el clérigo, fatigado de tanta largueza, el edificio monstruoso quedaba sin terminar y la preciosa verja á pedazos en el suelo, como hierro viejo. Luego, el «monseñor» canalizaba la generosidad de la santa dama en otro sentido. Era necesario propagar la fe por medio del «buen libro», y surgía en París una nueva casa editorial, inaudita, inverosímil, en la que los paquetes de libros eran almacenados en estantes de caoba y las hojas plegadas sobre tableros de laca.
—Los curas se llevaron casi todo lo mío—continuó Alicia—. Tal vez para cobrar comisiones, sugerían á mamá los gastos más absurdos.
Numerosos campanarios repicaban en los dos hemisferios gracias á doña Mercedes. Una fundición de campanas trabajaba únicamente para sus regalos. Además, se sentía arrastrada, por una especie de debilidad amorosa, hacia todos los bienaventurados desprovistos de renombre.
—Se dedicó en los últimos años á «lanzar» santos. Todos los que encontraba en el calendario poco conocidos ó de nombre raro le hacían sentir el deseo de remediar una gran injusticia. Hacía escribir sus vidas, les dedicaba iglesias, se carteaba con los señores de Roma para sacar adelante á muchos difuntos que esperaban inútilmente siglos y siglos la hora de su santificación.
Lubimoff acabó por reir del tono rencoroso con que Alicia hablaba de estos placeres místicos de su madre. ¡Famosa doña Mercedes!... Y ella acabó por reir igualmente.
—Así fué gastando todas nuestras rentas, que eran enormes. Debía haberme dejado una verdadera fortuna ahorrada en los Bancos. ¡Una señora que invertía tan poco en el regalo de su persona!... Y sin embargo, tuve que pagar grandes cantidades por todos los encargos que había hecho antes de morir. Ten la seguridad de que el «monseñor» y los otros son mucho más ricos que yo.
—¿Y tus minas? ¿y tus tierras de América?
La duquesa repitió su gesto de desesperación. ¡Como si no tuviese nada! Pobre, absolutamente pobre.
—Tú dices que estás arruinado, y la escasez de dinero sólo la sufres desde hace dos años, tal vez menos. Yo no veo un céntimo de mi fortuna desde mucho antes de la guerra. Todos se ocupan de Rusia, del bolcheviquismo, porque es algo que toca de cerca al viejo mundo. ¿Y lo de Méjico, que data de los tiempos de paz europea?...
Sus tierras se habían perdido lo mismo que si fuesen bienes muebles que pueden ser trasladados y ocultados. Una revolución agraria, cuyos ecos apenas llegaban al viejo continente, las había devorado, suprimiendo todo vestigio de la antigua propiedad. Los mestizos se las repartían á su gusto, para trabajarlas ó para dejarlas más incultas que antes. ¿Contra quién podía reclamar, si estas tierras estaban en provincias que cambiaban á cada momento de dueño y el gobierno de Méjico no ejercía sobre ellas ninguna autoridad?...
Las minas de plata, base de la enorme fortuna de tres generaciones de Barrios, aún estaban en peor situación.
—Uno de los titulados «generales», un indio, se ha fortificado en el territorio de mis minas y desde allí desafía á los gobernantes de la capital. Me dicen que todos los meses saca medio millón de francos en barras de plata. Las corta en rodajas, les pone su marca, y hace dinero para pagar á su gente. ¡Figúrate si le faltarán partidarios con esa moneda de plata pura, más valiosa que la de los países civilizados!... Nunca acabarán con él; no tiene mas que ahondar en lo mío, para crear ejércitos. Esta mala broma viene prolongándose varios años; y yo, que vivo en Europa, cada vez más pobre, estoy pagando una guerra interminable al otro lado de la tierra.
A pesar de que el príncipe nunca se había ocupado de sus propios negocios, quiso darle consejos. Debía ir allá; pedir protección; ella había nacido en los Estados Unidos.
—Ya lo he hecho—contestó—. Tengo en Nueva York quien se ocupa de mis asuntos. Pero ¿van á hacer una guerra sólo por mi?... El viaje tal vez lo emprenda más adelante. Ahora no; me siento sin fuerzas... Tengo preocupaciones terribles en estos momentos, y aún serían más grandes si me alejase de Francia.
Sus ojos se nublaron; una expresión dolorosa contrajo su rostro. Hizo un ademán como si buscase el pañuelo en su bolso de mano. Miguel se acordó de aquel joven que Castro había visto en los últimos años al lado de Alicia. Tal vez era éste el que provocaba su emoción y le impedía hacer el viaje.
«¡El amor!—se dijo mentalmente—. ¡El amor, cuando ya ha pasado la juventud!»
Quiso torcer el curso del diálogo, y le preguntó por el duque de Delille. Sabía que estaba en la guerra; hasta creyó recordar que lo habían herido en los primeros combates. ¿Vivía aún?...
Al hablar Alicia de su marido, tomó una expresión grave, con gran extrañeza de Miguel. En otros tiempos le trataba con cierto desprecio. Había aceptado la libertad de su esposa, con todas sus consecuencias, á cambio de una pensión enorme. Vivían aparte, y aunque ella encontraba muy dulce esta independencia, no podía menos de sentir una antipatía femenil hacia este marido acomodaticio y poco dado á los celos trágicos. Pero ahora sus ideas parecían cambiadas, y se apresuró á hablar, como si temiese ver en Lubimoff la misma sonrisa que ella dedicaba otras veces al duque.
—Sí; fué á la guerra. Ya sabes que es mayor que yo: más de veinte años. Su edad le excusaba de tomar las armas; pero se acordó de que en su juventud había sido oficial, y fué de los primeros en acudir. ¡Quién lo hubiese creído de un hombre que parecía sin preocupaciones y se burlaba de todo lo que no tocase á sus egoísmos!...
Los alemanes lo habían recogido moribundo en uno de sus victoriosos avances al principio de la guerra. Estaba cubierto de heridas. Después de dos años de cautiverio lo habían canjeado como inútil, y vivía internado en Suiza, con un brazo menos.
—¡Pobre hombre!... Me escribe todos los meses. Pesca en el lago de Ginebra, y piensa en mí más que nunca pensó. Sus cartas casi son de amor. ¡Cómo transforman las desgracias nuestro carácter! Dice que ve la vida de otro modo; tiene la esperanza de que después de este cataclismo, que nos habrá hecho mejores, podremos juntarnos y ser felices. ¡Ah, si yo quisiera!...
Su tono era irónico al mencionar esta felicidad quimérica, pero mostraba al mismo tiempo respeto y admiración. El duque cazador de una gran dote, acomodaticio y sin escrúpulos, estaba olvidado. Ahora sólo veía al combatiente de cabeza blanca, al inválido, que, según los médicos, no podía alcanzar una larga existencia después de las operaciones sufridas. Y ella procuraba mantener sus esperanzas, contestando breve y afectuosamente á sus largas cartas de desterrado.
—Entonces, ¿es por tu marido por lo que no realizas el viaje?—preguntó Miguel, fingiendo hacer su pregunta de buena fe.
Alicia se agitó ante tal suposición. ¡Pobre Delille!... Ella sentía otras preocupaciones. Su marido no era el único que había ido á la guerra. Otros con menos años y con razones más poderosas para amar la existencia habían sufrido la misma suerte. ¡Los duelos ocultos de esta época!...
Los ojos de la duquesa se humedecieron y el gesto de su boca fué francamente doloroso.
«Es el pequeño amante, no hay duda—se dijo Miguel—. El chiquillo que vió Castro.»
Como si adivinase los pensamientos de él y quisiera desviarlos, Alicia volvió á hablar del motivo de la visita y de su situación.
El príncipe movió la cabeza cuando ella le fué describiendo su asombro al ver que la riqueza no era algo infinito é inmutable, y que se deshacía... ¡se deshacía! sin que hubiera recurso alguno para evitar su desmoronamiento.
—He malvendido, he tomado el dinero que quisieron darme, sin poner atención en las condiciones. Todas mis joyas se fueron; unas las vendí en París, otras aquí mismo... Tú dices que estás arruinado. No; tú no sabes lo que es eso: yo sí que lo sé. Mi naufragio es más antiguo que el tuyo; mi buque era mas pequeño... No quiero fatigarte con la relación de mis pobrezas. Ya no tengo casa en París. Unicamente si mis negocios se arreglasen volvería allá. No tengo más casa que la de aquí, una «villa» que compré en mis buenos tiempos. No sonrías; está hipotecada dos veces: cualquier día me echarán de ella. La tal casa era muy agradable en otros tiempos, cuando yo tenía dinero; ¡pero ahora, con las escaseces de la guerra!... No hay carbón, la leña es cara; por las noches hace frío, y se necesita gastar una fortuna para que funcione el antiguo calorífero. Además, no tengo más servidumbre que mi antigua doncella, el jardinero y su mujer, que se ocupa de la cocina. Por eso todas las piezas están cerradas, y Valeria y yo hacemos nuestra vida en dos habitaciones del primer piso. Allí comemos, allí dormimos... Valeria es una muchacha de París, una señorita que yo protejo. ¡Figúrate si será pobre para que yo la proteja!
—Pero tú juegas—dijo el príncipe.
Ella pareció escandalizarse de estas palabras, que sonaban como una recriminación.
—Juego; ¿qué quieres que haga? Necesito defenderme, ganar mi vida, ¿y de qué otro modo puede ganarla una mujer como yo?... Sé lo que vas á decirme: que he perdido mucho. Cierto; mi collar de perlas, el verdadero, lo vendí aquí, y muchas otras joyas; he perdido grandes cantidades, de las que no quiero acordarme... Pero entonces no sabía lo que sé ahora... ¡ahora precisamente que tengo poco dinero para jugar!
Lubimoff sintió asombro ante la fe con que hablaba esta mujer de sus conocimientos actuales.
—Además—continuó con tristeza—, ¿qué sería de mí si me faltase el juego? Tú no debes haber olvidado cómo era yo cuando nos vimos la última vez. No te pasarían inadvertidos ciertos gustos...
Se acordó Miguel de la invitación «á la pipa», de aquel perfume que llenaba el «estudio» del palacete de la Avenida del Bosque.
—Todo aquello se acabó; el juego y otra cosa me lo hicieron abandonar. Ahora lo recuerdo con desprecio. Por eso vivo en Monte-Carlo: tengo la corazonada de que la suerte volverá á buscarme aquí y no en otra parte. ¿Tú no juegas?
Se irritó Miguel ante esta pregunta. ¿No le había dicho que estaba arruinado? ¿Iba á imitarla á ella, que empeoraba su situación perdiendo los restos de su fortuna?
—¡Arruinado!—exclamó Alicia—. Tu mala época no puede ser larga. Eso de Rusia acabará por entrar en orden. Las grandes naciones tienen allá muchos intereses para no preocuparse de arreglarlo todo... Lo mío es lo que no se compondrá en mucho tiempo. No me queda otra esperanza que poder dar un golpe en el Casino de doscientos mil ó trescientos mil francos, y con esto esperar á que cambien las cosas.
El príncipe se encogió de hombros. Conocía á los jugadores. Esta mujer, dominada por su quimera, iba á olvidar el objeto de su visita, divagando sobre los caprichos posibles de la suerte, como Spadoni ó como el mismo Castro.
—¿Y qué deseas de mí?
Alicia pareció despertar, y otra vez su sonrisa fué audaz y graciosa, como al principio de la entrevista, una sonrisa de solicitante que llega con la firme voluntad de conseguir lo que quiere. Ya había dicho en el primer momento cuál era su pretensión: que no la molestase más el apoderado del príncipe por aquella deuda olvidada.
—La pagaré algún día, si puedo... Lo más seguro es que no la pague nunca. Dala por perdida, y dile á ese señor antipático que no me escriba más.
Miguel, seducido por la sencillez con que esta mujer emitía su enorme deseo, imitó el tono de su voz.
—Está bien; se le dirá á ese señor antipático que no te moleste, que se olvide de ti.
Y rió como un niño, sin fijarse en que se trataba de sus propios intereses, pensando únicamente en la cara que pondría su grave apoderado al recibir tal orden.
—Siempre te he creído bueno y generoso—dijo ella—. ¡Gracias, Miguel! Algunas veces he discutido con «la Generala» acerca de ti, para hacerla comprender que eres un hombre de corazón.
—¡Ah! ¿Doña Clorinda es enemiga mía? ¡Si no la he visto nunca!...
—Es una mujer rara. Para ella, todo el que se divierte y no hace cosas grandes es un hombre antipático. Precisamente nos peleamos ayer para siempre. No hablemos de ella. Tengo algo más que pedirte...
¿Más?... El príncipe la miró con asombro; pero Alicia se apresuró á decir que era un consejo lo que solicitaba.
La guerra había trastornado su existencia con una rapidez asombrosa. Los valores sociales estaban invertidos: las fortunas que parecían más sólidas se venían abajo.
—Esto pasará, ¿no es cierto?... Es imposible que dure.
—Sí, es imposible—dijo él con gravedad.
A los dos les parecía vivir en otro mundo, rodeados de las incoherencias de una pesadilla. ¡Ellos teniendo que preocuparse del dinero, que había sido hasta entonces algo natural en su existencia, como lo es para todos el sol, el aire ó el agua; viéndose obligados á perseguirlo en su fuga por caminos que desconocían!... No, esto no era lógico: un breve capricho del destino. Sus vidas volverían á ser como antes, con la regularidad de las leyes naturales, que parecen desviarse un momento, pero tornan al fin á su ordenado curso.
Más necesitada y más vieja en esta vida de apuros económicos, ella no podía imitar la calma con que aceptaba Lubimoff su momentánea ruina.
—Pasará, es seguro; pero mientras tanto, ¿cómo puedo vivir?... Acabas de librarme de una congoja moral con el olvido de esa deuda. Te lo agradezco. Pero yo necesito trabajar, ¡yo quiero ganar dinero! ¿Qué me aconsejas?...
El quedó estupefacto. ¿A qué trabajo podía dedicarse Alicia?... Su pregunta era para ser contestada con una risa. Pero ella estaba frente á él, grave, convencida de su voluntad para el trabajo, y esperando el luminoso consejo, como si de él dependiese su destino.
Afortunadamente, la misma Alicia, no pudiendo sufrir este silencio, empezó á exponerle sus propias ideas. El revoltijo presente justificaba las más desatinadas resoluciones. Una gran señora podía adoptar medios de existencia que años antes hubieran provocado escándalo. Ella conocía en Niza muchas damas rusas que daban grandes fiestas en sus salones antes de la guerra, y ahora, caídas en la pobreza, se ingeniaban para ganarse el pan á su modo. Una iba á abrir una tienda de sombreros, contando con sus antiguas amistades para formarse una clientela. Otra había convertido su «villa» del Paseo de los Ingleses en casa de huéspedes. Sólo quería admitir personas distinguidas, militares de los países aliados, pero de coronel en adelante. Trataría á sus pensionistas como visitas, con toda la distinción de una gran señora que recibe; solamente que ahora sus días de recepción iban á ser todos los de la semana.
—¿Qué te parece si yo convirtiese mi «villa» en casa de huéspedes?... ¿Podrías tú ayudarme con algún dinero para renovar muebles y lo que hiciese falta?... Huéspedes de marca nada más: generales, embajadores retirados que vienen en busca de sol...
El príncipe contestó con una carcajada.
—¡Pero estás loca!... Te harían todos la corte. A las pocas semanas, tu establecimiento sería un infierno.
Alicia no insistió, encontrando muy justa la observación. La rusa de Niza era vieja y horrible comparada con ella. Además, le parecía regular y lógico que todos los huéspedes se enamorasen de su persona.
«La Generala» le había sugerido otro proyecto. Podía instalar en Monte-Carlo una casa de té, muy elegante. El atractivo de verla á ella en el mostrador haría correr á la gente. Para esto necesitaba también el apoyo de una capitalista.
Otra risotada de Lubimoff.
—¡El té de la duquesa de Delille!... Sería gracioso: pero una vez agotada la curiosidad, no tendrías otros parroquianos que los que se interesasen por tus gracias. No; eso no es negocio.
Ella mostró un desaliento algo cómico; ¿qué hacer?... Una señora deseosa de trabajo no encontraba ocupación en este mundo dirigido y acaparado por los hombres. Sólo le quedaba como recurso el juego. Era un placer emocionante que lo hacía olvidar sus preocupaciones, y al mismo tiempo una esperanza. Diariamente abría con el juego una ventana á la Fortuna, por si se dignaba acordarse de ella. ¡Quién sabe si alguna tarde plegaría sus alas de oro sobre una mesa del Casino, dejándose acariciar, como un águila domada, por las finas manos de Alicia!...
—En los primeros meses de la guerra—continuó—no necesitaba distracciones; tenía bastante con la realidad de los acontecimientos. ¡Las angustias que he pasado!... Pero á todo se acostumbra una; las mayores emociones, al prolongarse, acaban por ser monótonas. No siempre se puede estar con los nervios en tensión. ¡Y esta guerra es tan larga... tan aburrida! Podía haber apelado á la caridad para distraerme; entrar en un hospital, cuidar heridos. Pero nunca he sido hábil para estas cosas, y no quiero servir de estorbo, por pura vanidad, como otras muchas... Además, estamos acostumbradas á mandar, á ser las primeras, y por grande que resulte el espíritu de sacrificio, acaba una por marcharse, no pudiendo sufrir el verse mandada por mujeres más hábiles, más útiles, pero que hasta ahora han sido inferiores á nosotras... Ahí tienes á Clorinda: los dos primeros años fué enfermera; estaba de lo más hermosa é interesante con su vestido blanco y su capita azul. Ella se siente atraída por todas las cosas grandes: heroísmos, sacrificios, etcétera; pero acabó peleándose con sus superiores y renunció á su bello papel.
Alicia, con la mirada y el gesto, parecía apiadarse de su inutilidad.
—¿Qué podía hacer yo? Cada vez era mayor mi ruina. En París me molestaban de cerca mis acreedores; por eso me vine á Monte-Carlo, y jugué para distraerme y para vivir. «Hay el amor», me decía un viejo académico amigo mío, con intenciones egoístas, para ser el primero en aprovecharse del consejo. ¡Imagínate tú: el amor-pasión, el amor generoso, como único remedio de las tristezas de la vida, y á estas horas! ¡Ojalá pudiera ser!... Pero me siento vieja; yo tengo dos mil años... Tú eres más joven, pero cuentas siglos también. ¡El amor á nosotros!...
Lubimoff sonrió al principio del tono de ironía y desengaño con que hablaba ella. Sí; eran muy viejos. Los grandes remedios, útiles para la mayoría de la humanidad, no obtenían ninguna influencia sobre ellos, que estaban como anestesiados por la hartura y el cansancio... De pronto, un deseo indiscreto conmovió al príncipe. Quiso aprovechar esta ocasión para hacer una pregunta que se le había ocurrido varias veces.
—Pero tú—dijo con una franqueza varonil, como si Alicia fuese un camarada—, tú crees aún en el amor. Me han hablado de un muchacho, casi un niño, que llevabas á todas partes antes de la guerra. Realmente empezamos á ser viejos—añadió sonriendo—, y sentimos necesidad de rozarnos con la juventud... ¿Era tu amante?... ¿Es él quien motiva tus preocupaciones?
La duquesa palideció ante estas preguntas, mostrándose indecisa. Luego quiso hablar. Se notaba en ella el apresuramiento del que desea sincerarse; pero á su palidez sucedió una oleada de rubor. Por dos veces quiso decir algo, y al fin hizo un esfuerzo para contener sus palabras, sonriendo con una malicia forzada.
—No hablemos de eso. Que cada cual guarde sus secretos.
Y para que el príncipe no reincidiese en su curiosidad, siguió ocupándose del juego. Pero él no la escuchaba, sumido en sus pensamientos. Había acertado; aquel efebo era su amante, y sufría por él. Tal vez estaba herido ó prisionero. Este era el gran obstáculo que se oponía á su viaje, lo que la tenía inmovilizada en Europa, por esa superstición que nos hace creer que permaneciendo cerca podemos conjurar mejor el peligro. ¡Y parecía muy enamorada!... Aquí el príncipe hizo mentalmente una serie de exclamaciones.
¡Cerca de los cuarenta años, con un pasado que era toda una historia, sentir esta pasión tan vehemente, tan juvenil!... ¡Creer todavía en el amor!
Miguel la miró con unos ojos que casi eran de odio. Le molestaba su apasionamiento por el muchacho, sin acertar á definir el motivo; tal vez por la indignación que inspiran las gentes aferradas á los errores nefastos, aceptándolos como verdades consoladoras. Lo cierto es que le molestaba la conducta de ella.
Y esta repentina animadversión contra Alicia acabó por hacer que se fijase otra vez en lo que estaba diciendo.
—¡Si tuviese el mismo dinero que antes, cuando tu madre vivía aún, y nos encontrábamos en Monte-Carlo!... Pero entonces yo no sabía lo que sé ahora. Jugaba por aturdirme, por saborear la emoción de la pérdida, que en realidad no me afligía mucho. Sólo apuntaba con placas de mil francos. Creía denigrante tocar otras con mis manos, y además nunca las arriesgaba solas. Siempre las ponía formando columna.
—¿Cuánto llevas perdido?...
Ella encogió los hombros, haciendo un mohín desdeñoso:
—¡Quién puede saberlo!... Vengo aquí hace más de doce años. Ni los del Casino llegarían á calcular el dinero que les he dado. Antes no llevaba yo cuenta alguna; cuando me hacía falta dinero telegrafiaba á París. Además tenía á tu madre, tenía á la mía, que acababa por ceder á mis peticione. No quiero saber cuánto he perdido: me daría rabia... Deben ser millones.
La sonrisa de conmiseración con que la escuchaba Miguel pareció enardecerla.
—Pero entonces yo no sabía... Ahora necesito ganar, y juego de otro modo. Lo que me falta es capital. ¡Si yo tuviese capital para trabajar!...
Esta última palabra convirtió la sonrisa de él en franca carcajada. «¡Trabajar!...» Pero la duquesa siguió hablando seriamente de su «trabajo». Lamentaba la escasez de sus medios. Unos treinta mil francos era el único capital de que podía disponer. A veces disminuía de un modo alarmante: los treinta mil bajaban á ser una simple unidad. Luego resurgían los ceros, y el producto del «trabajo» se hinchaba, iba subiendo más allá de los treinta mil; pero como si esta cifra resultase fatídica para Alicia, la ganancia volvía á descender al nivel ordinario.
—Anoche estuve de suerte: llegué á ganar catorce mil francos. Pero la semana pasada fué mala. Total, que estoy siempre en los treinta mil: imposible ir más allá. Y es que no me arriesgo, tengo miedo, y no aprovecho las buenas series como deben aprovecharse, doblando, siempre doblando. Temo que un golpe se lo lleve todo. ¡Si tuviese capital para trabajar!... ¡Si entrase en el Casino una tarde con ciento cincuenta ó doscientos mil francos!... Así hay que ir para dominar á la suerte. Debo hacer el gran juego... ¡Yo apuntando ahora con fichas de cien francos y hasta de veinte, como una prestamista retirada!... Por eso la Fortuna no me reconoce y pasa de largo.
El príncipe movió la cabeza. Se negaba á ayudarla en sus locuras. ¿No era mejor que guardase esos miles de francos, en vez de perderlos rápidamente, como le ocurriría el día que menos lo esperase?
—Tú no eres jugador: lo sé—dijo ella—. Nunca te sentiste atraído por esa voluptuosidad. Por eso ignoras la fuerza misteriosa del juego y das consejos sobre lo que no entiendes. Si yo dejase de jugar, sentiría inmediatamente mi miseria; entonces sería pobre de verdad. Mientras juegas, siempre tienes dinero á mano; ganas, pierdes, pero nunca te falta lo que necesitas para la vida. Y si pierdes definitivamente, encuentras lo necesario para recomenzar. Yo no sé como es, pero un jugador nunca carece de dinero. Una simple moneda rehace su situación en cinco minutos. El pobre que no juega es el que ve siempre sus bolsillos vacíos, sin esperanza ni remedio.
Miguel siguió protestando con la mirada. Conocía todo esto: eran las palabras de Spadoni y del mismo Castro, pero con la fanática certeza de las mujeres, que llevan siempre á los asuntos de dinero un alma mística dispuesta á creer en los presentimientos y las influencias misteriosas.
—Para el juego no cuentes con mi ayuda... Además, yo soy pobre. En este momento el coronel debe tener en su caja menos dinero que tú. Casi siento la tentación de pedirte prestados tus treinta mil francos.
Los dos rieron ante la idea de este préstamo. ¡Ella que había venido á suplicarle como deudora!...
—Ignoro lo que podré hacer por ti; no sé cuál es mi situación; pero haré cuanto pueda. Esperemos; hay que tener paciencia. Estos tiempos no pueden durar.
—No; no pueden durar.
Otra vez les sorprendió lo extraño de aquella pobreza que había caído inesperadamente sobre ellos. Pero ¿era lógico que continuase la vida del mundo con la normalidad de siempre, después de estas anomalías particulares?...
Se sentían aproximados por la solidaridad de la desgracia: se encontraban de pronto como hermanos caídos al pie de una cúspide en cuya altura se habían evitado antes, con irresistible hostilidad, chocando rudamente.
Miguel experimentaba ahora un motivo de atracción completamente nuevo. Desde su adolescencia había odiado á la hija de doña Mercedes por su orgullo, por la superioridad aplastante que conservaba aun en esos momentos de amor en los que casi todas las mujeres se empequeñecen voluntariamente para refugiarse, como una esclava feliz, en los brazos del hombre. Ella sólo sabía dar su cuerpo en forma de limosna altanera, lo mismo que una diosa.
Y ahora, al verla llegar humildemente, impetrando su auxilio sin el rencor de la altivez humillada, ocultando su miedo con una alegría de buena amiga que desea olvidar lo pasado, sintió desvanecerse sus antiguas prevenciones.
El había sido siempre el protector, el amoroso á estilo oriental, incapaz de interesarse por otras hembras que las de su harén, que todo lo deben á su munificencia, desde el chapín á los penachos del turbante, las joyas que adornan su pecho, las confituras que las nutren, la pipa que fuman, el instrumento que acompaña sus cantos. No le interesaba Alicia como mujer. ¡Ni ella ni otra! Pero sentía una simpatía de compañerismo al verla necesitada de su protección; algo parecido á lo que le inspiraban Castro, el coronel y los otros habitantes de Villa-Sirena. Hasta pensó que la desgracia era aceptable, ya que servía para devolver á las personas su verdadero carácter. Esta Alicia tan odiosa en su primera juventud, podía llegar á ser una amistad tolerable ahora que se veía libre de las influencias de la vanidad y de su mala educación.
Un estrépito de mugidos de vapor, gritos y silbidos cortó sus reflexiones. Era un tren de soldados que pasaba.
Ella también volvió á la realidad con este incidente. Pareció fijarse por primera vez en el lujo discreto y sólido de aquella vasta pieza. Se levantó para ver de cerca algunos cuadros modernos de pintores célebres que adornaban los muros. Para ella, las firmas de los artistas eran más interesantes que los lienzos. Valuaba su mérito con arreglo á la fama de caros que tenían sus autores.
—¡Lo que vale todo esto!—exclamó con admiración.
—¡Con tal que pueda conservarlos!—dijo Miguel escépticamente—. Bien podría ser que me obligasen á venderlos.
La duquesa, desde una ventana, contempló los jardines, escalonados hasta el mar. Muchas veces, yendo de paseo con su amiga Clorinda, había hecho detenerse en el camino al carruaje de alquiler para contemplar las arboledas de Villa-Sirena. El coronel, tan galante en el Casino, tan besador de manos, se mostraba intratable, como un dragón guardador de tesoros, cuando le proponían una visita, aunque sólo fuese á los jardines. Sin permiso del príncipe nadie franqueaba la verja.
—Y al llegar tú de París, ni siquiera me he aproximado á tu propiedad. Me dabas miedo. ¡Si hubieses podido ver qué aire de salvaje tenías la otra tarde! Cree que he necesitado un verdadero esfuerzo para venir... Pero ahora somos amigos, ¿no es eso? amigos para siempre... Sé galante con una parienta que viene á visitarte, y enséñame tus dominios.
Lubimoff no pudo ocultar su contrariedad. ¿Qué deseaba ver Alicia?... ¿Iba á examinar á aquella hora matinal las habitaciones, á curiosear en los dormitorios, á estorbar á Novoa, que tal vez trabajaba en la biblioteca?... Pensó en la sonrisa irónica de Castro al sorprenderle guiando por los pisos altos á una mujer. Apenas había entrado una en Villa-Sirena, empezaban las molestias para su dueño.
Como si adivinase Alicia estos pensamientos, sonrió graciosamente. No deseaba ver la casa: se contentaba con visitar los jardines.
—Bastante has hecho recibiéndome aquí—continuó—. Conozco la limitación de mis derechos: estoy en territorio hostil. Esta es la casa de «los enemigos de la mujer».
El príncipe fingió no entenderla. Alguien había hablado; tal vez era Castro, que no ocultaba nada á doña Clorinda.
Pasearon por los jardines. Alicia se detuvo ante un pedazo de tierra cultivada, de la que empezaban á surgir algunas hortalizas.
—¿Aquí es donde tú trabajas? Ya sé que te diviertes cultivando tu huerta, como otros príncipes rusos hacen zapatos.
¿También esto?... ¡Ah, Castro charlatán!
En el jardín griego, uno de los bancos de mármol sostenido por cuatro victorias aladas atrajo la atención de ella, haciéndola permanecer inmóvil y pensativa.
—¿Te acuerdas del «banco de los viejos»?—dijo de pronto.
Miguel no supo qué contestar á esta pregunta; pero pasados unos segundos se acordó, como si los ojos fijos de ella le sugiriesen la visión de aquella noche en que la había abandonado brutalmente.
—¡Cómo te burlarías de mí! ¡Qué tonta debí parecerte!... Sí; una tonta insufrible. Yo era Venus; era el centro del mundo; todo lo existente, seres y cosas, se había fabricado para mi persona. Tenía por misión hacer sufrir al mundo mis caprichos, y el mundo debía agradecerme de rodillas que me fijase en él... ¡Qué quieres! La juventud, el orgullo pueril de la primavera, que se cree eterna. Y después... ¡después! ¡Si yo te contase todos mis desengaños, mis dolores, aun en la época en que no me preocupaba del dinero!... El invierno borra las ilusiones verdes.
—¡Pero tú no eres vieja!—exclamó Miguel—. Todavía inspiras pasiones á los jóvenes. Te engañas á ti misma ó quieres burlarte de mí. Aún hay muchos hombres que al verte...
—Tal vez—repuso ella—; pero tú, hijo mío, no estás entre ellos. Confiésalo: nunca te he gustado.
El príncipe no quiso confesar nada y desvió la conversación. Le molestaban estas alusiones al pasado. Alicia volvía á serle antipática cada vez que intentaba resucitar sus antiguas gracias de perturbadora de hombres.
Vagaron más de media hora por los diversos planos de los jardines. De vez en cuando, Miguel, al pasar por un claro de la arboleda, lanzaba una mirada cautelosa hacia la «villa». Nadie en las ventanas; pero él presintió una agitación interior á causa de esta visita. Le espiaban, estaba seguro. Atilio, detrás de los visillos, seguía indudablemente sus paseos entre los árboles. Tal vez Spadoni, que había pasado la noche en Villa-Sirena, saltaba de la cama, perdiendo dos horas de sueño, para contemplar esta novedad estupenda. Hasta Novoa habría suspendido su lectura para mirar hacia el jardín.
Alicia notó esta soledad. Ni invitados ni servidores. Ella y el príncipe parecían marchar por un parque encantado.
Al dirigirse hacia la verja encontraron á don Marcos que salía apresuradamente del pabellón del jardinero.
La duquesa dió su mano á Miguel, que la besó ceremoniosamente.
—Espero que nos veremos en el Casino.
Hizo él un signo de negación. Se aburría en las salas de juego: no quería entrar en ellas.
—Me hubiera gustado encontrarte allí... Estoy segura de que me darías la suerte.
Luego quedó indecisa. No pensaba volver á Villa-Sirena, donde sólo vivían hombres; tenía la convicción de que era allí un estorbo.
—Ven á verme una mañana. El coronel sabe dónde vivo. Ven, y te reirás viendo cómo está instalada la duquesa de Delille... Es algo interesante.
Avanzó hasta el coche de alquiler que esperaba fuera de la verja. Antes de subir á él, se volvió para afirmar con un tono de graciosa amenaza:
—Si no vienes, no me verás más. Creeré que deseas romper conmigo, que me encuentras molesta y antipática... Te espero.
Agitó una mano á guisa de despedida, mientras el carruaje se iba alejando.
—¡Ya era hora!—exclamó Miguel al verse solo.
Una visita de hora y media, que le había hecho permanecer en nerviosa tensión, midiendo sus palabras, evitando las expansiones demasiado afectuosas, dando consejos sin interés alguno y dejando en silencio los recuerdos del pasado. Prefería la confianza y el abandono de sus conversaciones con los compañeros.
Al pensar en éstos renació su inquietud. ¡Cómo iba á sonreir Atilio al sentarse á la mesa! Escuchaba ya su voz irónica: «¡Nada de mujeres!» Y la primera que se presentaba lo hacía marchar ante su paso, confuso pero obediente, lo mismo que un prior que rompe la clausura para recibir á una reina.
La inquietud le hizo hablar al coronel, que iba silencioso á su lado, acompañándole desde la verja al edificio. ¿Dónde estaba Castro?...
—En la biblioteca, con lord Lewis. El lord ha llegado mientras Su Alteza estaba en el jardín. Viene á almorzar.
¡Simpático inglés! Ocurrírsele escoger este día, espontáneamente, después de tantas invitaciones inútiles. Estando él presente, Castro sólo hablaba del juego. Y corrió en busca de Lewis.
Era hijo de un gran historiador, al que su patria había premiado con el título de lord. Pero este título correspondía por herencia al hijo primogénito, y únicamente Toledo, dado á exagerar la valía de sus amistades, llamaba al segundón lord Lewis. Para Atilio, era «el Decano». Llevaba veinticinco años en Monte-Carlo, y los viejos empleados del Casino, al ver su triste calvicie inclinada sobre las mesas, recordaban al gentleman de otros tiempos, elegante, alegre, vigoroso. Había venido á la Costa Azul en una de sus correrías de personaje byroniano, y en ella se quedó, no queriendo ver más mundo. La pasión del juego era la única voluptuosidad inagotable para este hombre que las había gustado todas y estaba aburrido de la mayor parte de ellas.
El verdadero lord Lewis, personaje grave que sostenía el prestigio del nombre paterno, tenía numerosos hijos y había servido á su país en altos puestos coloniales. El, poco á poco, iba perdiendo sus antiguas relaciones, para no ser mas que un jugador en Monte-Carlo.
—¡Veinticinco años!—había dicho melancólicamente un día al príncipe—. ¡Y jamás podré hacer otra cosa! Ya es tarde para emprender un nuevo camino. Mi vida terminó, y aquí me enterrarán, estoy seguro; aquí quedará todo lo que heredé de mi padre, todo lo que me legaron varias tías viejas... Algunas veces, viendo claro, he emprendido un viaje de huída... Pero al estar lejos siento una indignación feroz. Recuerdo que he dejado aquí más de un millón, pienso que no debo resignarme á esta pérdida, y para rescatarla, vuelvo en seguida á jugar, y vuelvo á perder, y así continuaré hasta que muera. Además, hay el castillo...
Miguel conocía este castillo. Estaba en un picacho de los Alpes Marítimos, á la vista de Monte-Carlo, cerca del pueblo de La Turbie y de los restos del Trofeo de Augusto, que marcan el emplazamiento de la antigua vía romana.
En sus primeros años de vida en la Costa Azul, el elegante Lewis había adquirido por unos miles de francos las ruinas de una fortaleza señorial que guardaban la tradición dramática de guerras con los condes de Provenza, asaltos y asesinatos de familia. El hijo del historiador, más aficionado á los deportes que á la literatura, consideró como un homenaje filial la reconstrucción á la vista del Mediterráneo de un castillo como los que su padre había descrito al relatar las leyendas de su país. Invirtió en ello una parte de su fortuna, dedicando la otra al juego. «Con lo que gane—se decía—acabaré el castillo.» Y como pensaba ganar sumas fabulosas, inició la reconstrucción en proporciones gigantescas, dirigiéndola él mismo con arreglo á las fantasías arquitectónicas estudiadas en los dibujos de Gustavo Doré. El castillo había quedado á medio construir, y así subsistía muchos años. Por un lado las torres estaban completas y los muros ostentaban ventanales gemíneos con vidrieras de colores. En el extremo opuesto se pudría el maderamen de los andamios; las paredes, sin terminar, descendían en ángulo recto, y el viento y la lluvia penetraban en los futuros salones, faltos de un cuarto muro que los cerrase, completamente visibles como los decorados de teatro.
Cuando sus amigos no lo encontraban en Monte-Carlo, era que carecía de dinero y estaba en su castillo contemplando melancólicamente todo lo que le quedaba por hacer. Vivía en una ala, la menos inacabada, y entretenía su soledad batallando con los rústicos vecinos, con los proveedores, con todos los del país, que se consideraban obligados á molestarle y explotarle de mil modos.
Al llegar de Inglaterra una remesa de mil ó dos mil libras esterlinas, bajaba arrogantemente desde su picacho al Casino. Un gran deber llenaba su existencia, y debía cumplirlo. ¡Esta vez iba á triunfar! Y cuando, después de emocionantes fluctuaciones—creciendo algunas veces su capital, como si fueran á realizarse sus esperanzas—, acababa por perderlo todo, Lewis volvía á su refugio de la cumbre, llevando una existencia de cenobita, en espera de nuevos envíos, cada vez más espaciados y trabajosos.
El príncipe le había visitado una vez en esta fortaleza nueva y ruinosa, para invitarle á un largo viaje en su yate. Pero Lewis no quiso aceptar. Debía seguir el duelo con el Casino para recuperar su dinero; tenía la obligación de terminar su obra.
La guerra le despertó por unas semanas de esta quimera tenaz. Su hermano había muerto poco antes; pero quedaban sus innumerables sobrinos, jóvenes que habían abandonado los placeres y comodidades de la alta sociedad para ofrecer sus vidas. Unos, pertenecientes á la marina, se embarcaban en buques pequeños, torpederos y submarinos, buscando los mayores peligros; otros ingresaban como oficiales en el ejército de tierra. Hasta una sobrina suya, de precaria salud, había sido condecorada en la línea de fuego por sus abnegaciones de enfermera.
—Y yo, miserable egoísta—decía al hablar con el coronel en el Casino—, soy simplemente un jugador en Monte-Carlo. Debería ir allá, donde están los hombres; pero no puedo... ¡no puedo! Mi vida terminó; soy un muerto que come y duerme para seguir jugando. ¡Y pensar que algunos parientes más viejos que yo están en el ejército!...
A los cincuenta y cuatro años, la conciencia de su decaimiento moral y las continuas pérdidas habían agriado su carácter. Además, en las tardes de mala suerte, visitaba con frecuencia el bar del Casino, buscando la inspiración en una serie de whiskys tomados de pie y á toda prisa. Fornido, algo cuadrado, con la cabeza pequeña, los ojos intensamente azules, el bigote rubio y canoso, Atilio le encontraba cierta semejanza con un jabalí, tal vez por su acometividad y aspereza en momentos de mal humor. Jugaba con la cabeza hundida entre los hombros, las fuertes manos sobre la bayeta verde, sin mirar á nadie, sin permitir que nadie le hablase, pues esto desorientaba sus combinaciones. En los días nefastos, al discutir con los empleados ó sus vecinos de mesa sobre una jugada dudosa, las cóleras de Lewis alteraban la calma discreta de los salones. Insultaba á los croupiers, invitándoles á salir á la plaza, mientras distendía sus bíceps de boxeador; era preciso llamar á uno de los altos directores para que le apaciguase con todas las reflexiones paternales que merece un cliente asiduo.
Este hombre, que en su juventud no había creído en Dios ni en el diablo, vivía sometido á supersticiones que regocijaban á Castro. Odiaba á los rostros desconocidos, por estar seguro de que ejercían sobre él una influencia maléfica. Bastaba que viese uno al otro lado del tapete verde ó detrás de su asiento, para que empezase á rugir por lo bajo, hasta que al fin se ponía de pie, trasladándose al bar, seguro de que un whisky á tiempo cortaría la mala suerte. Su camarada íntimo, el único que podía vivir con él varios días seguidos, era un conde francés, más viejo que Lewis, y al que se designaba únicamente por su titulo, como si no tuviese apellido, como si fuese «el conde» por antonomasia. Este no jugaba nunca, pero ¡sabía tanto, á pesar de que muchos le tenían por loco!... Treinta años antes había salido un día de su casa en París, diciendo que iba á comprar tabaco, y aún no estaba de vuelta. Su mujer había muerto sin verle, y sus hijos, con un sinnúmero de nietos nacidos y crecidos durante su ausencia, deseaban que nunca acabase de hacer su compra.
Mientras Lewis jugaba, el conde, sentado en un diván, leía plácidamente algún volumen, sin prestar atención á la curiosidad del público, que se fijaba en su gran cabellera blanca echada atrás, sus bigotes enormes y alborotados, sus ojos redondos, verdes y fosforescentes como los de un pajarraco nocturno. Castro sentía excitada su curiosidad por los libros del conde. Eran siempre volúmenes nuevos, de los que no se ven en ninguna librería, publicados por editores de ignorada existencia; concienzudos tratados sobre los néctares y ambrosías de la vida contemporánea (opio, cocaína, morfina, éter), formularios para entrar un relación directa con las potencias misteriosas (espíritus, larvas y diablos familiares), viejos libros de magia puestos al día por brujos modernos.
No se dignaba dar consejos á su amigo sobre el juego: su pensamiento estaba puesto en cosas de mayor alcance; pero Lewis se creía más seguro cuando, al levantar sus ojos, lo encontraba leyendo en un rincón. Estando él allí, siempre ganaba, ó á lo menos no perdía. Su presencia era suficiente para conjurar el poder nefasto de los infinitos enemigos que el inglés presentía en torno de la mesa. Además, estaba enterado de lo que acariciaba el conde con una mano oculta mientras continuaba su lectura.
Al sufrir sin interrupción varios días de pérdida, Lewis se mostraba suplicante:
—Conde, my dear conde, ¡si quisiera usted prestarme el rosario de Satán!...
El sabio personaje parecía dudar. Pero como se lo pedía su mejor amigo, entregaba el rosario, dejando una de sus manos sin empleo; un rosario como todos, pero de gruesas cuentas rojas y con los dieces negros. Lo más importante era el grupo de objetos que colgaba en el lugar de la ausente cruz: un elefante de marfil adquirido por el conde en la India, una moneda auténtica del emperador Constantino encontrada en unas excavaciones en la Anatolia, y un falo de oro con un resorte engendrador de viles contorsiones.
La mala suerte quedaba vencida. Algunas veces había perdido Lewis mientras pasaba ocultamente las cuentas del diabólico rosario por debajo de la mesa; pero siempre perdía menos que cuando estaba privado del maravilloso talismán. El sólo quería acordarse de una tarde en que, ayudado por esta joya impúdica y sacrílega, llegó á ganar ochenta mil francos.
Si la ganancia se cortó, fué por culpa del conde. Era infiel como una mujer coqueta; desaparecía de pronto, repitiendo la misma fuga inexplicable con que había asombrado á su familia. A Lewis no lo abandonaba para comprar tabaco; pero los libros recién adquiridos hablaban de un narcótico empleado en Asia que hacía ver el porvenir, de una gitana de Granada que podía matar á las personas con solo el deseo y unas palabras misteriosas, y allá se iba, bajo la fe de anónimos autores que nunca habían salido de París. Jamás le faltaba dinero para estos viajes misteriosos; sin duda su familia tenía interés en mantenerlo lejos. Tardaba en reaparecer tres meses ó cinco años; hasta que el público rumor hacía saber á Lewis que su amigo vivía en Cannes ó en Niza, y le enviaba carta tras carta, invitándolo á trasladarse á Monte-Carlo. Hasta iba en busca suya, y el conde se dejaba traer, con sus libros de misterios y su prodigioso rosario, sin hablar una palabra de lo que había descubierto en sus viajes.
Al ver el príncipe á Lewis después de dos años de ausencia, tuvo que disimular su triste sorpresa. Sólo los ojos, claros, reposados y dulces, recordaban la perdida frescura del gentleman elegante y vigoroso. Había adelgazado de un modo alarmante, con un enflaquecimiento de enfermedad. Su cráneo parecía haberse empequeñecido, y sobre su calvicie se desplomaban como ruinas algunos mechones cenicientos y espaciados.
Una observación del coronel renació en su memoria. Toledo había estudiado la decadencia de los jugadores. Así como iban llegando á los últimos límites del desaliento y la desesperación, se encogían y arrugaban. Su sombrero se hacía más grande: cada día bajaba más, hasta descansar en las orejas; el cuello de la camisa se dilataba igualmente, como si fuese á dejar escapar un pecho angustiado.
Durante el almuerzo, Lewis, Castro y Spadoni sostuvieron la conversación. Hablaron del juego y del Casino, pero nadie se atrevió á preguntar al inglés si había ganado. Temía supersticiosamente esta pregunta, como algo que llamaba á la desgracia. En cambio, habló de la fortuna de los otros, de las grandes ganancias conseguidas en una noche. Guardaba en su memoria todo lo que le habían contado ó lo que él había creído ver durante veinticinco años de vida en Monte-Carlo. Un americano se había ido con un millón; un inglés había ganado diez mil libras esterlinas con cinco luises prestados... Así continuaba relatando los prodigios vistos en el Casino. ¿Y aún había quien aseguraba que todos, absolutamente todos los jugadores acaban fatalmente por perder?...
El pianista escuchaba con ojos de asombro y de codicia los relatos del «Decano». Castro se mostraba más escéptico. Había oído contar estas ganancias inauditas y otras muchas, pero sin presenciar una sola de ellas, y eso que llevaba también bastantes años viniendo á Monte-Carlo. Era verdad que había visto ganar en una noche hasta quinientos mil francos... Pero al día siguiente cambiaban las cosas, y el triunfador perdía lo ganado y además lo suyo, teniendo que pedir el viático de costumbre para volverse á su país.
—Yo creo—dijo—que todas esas historias las inventa la sección de propaganda del Casino. Me han contado que tiene á sueldo un novelista de folletón, el cual debe lanzar todas las semanas un cuento de esta clase para enardecer á los jugadores.
Acogió el príncipe con una sonrisa la invención de su amigo, pero Lewis no aceptaba paradojas en asuntos tan respetables, y gritó que todo lo que él contaba lo había presenciado. Mentía sin darse cuenta al hacer esta afirmación. En realidad, había visto lo mismo que Atilio: grandes ganancias seguidas de pérdidas mayores; pero experimentaba la necesidad de lo maravilloso, y estaba dispuesto á creerlo todo de antemano. Tenía el alma del fanático, que cuando le cuentan un milagro afirma á los pocos días con sinceridad: «Yo lo vi con mis ojos.»
Repetidas veces espió el príncipe á Castro, esperando sorprender en él una mirada irónica, algo que le revelase sus impresiones acerca de la visita que había recibido en la mañana. Pero la presencia de Lewis parecía haber borrado en él todo recuerdo que no tuviese relación con el juego.
Al terminar el almuerzo hablaron en el hall, mientras tomaban el café, de los que jugaban más fuerte en las salas privadas. El nombre de algunos era pronunciado con respeto, como si fuesen maestros dignos de admiración.
—Ese sabe jugar—decían como único comentario.
Lo gracioso para Miguel era que Lewis también figuraba entre los maestros que «sabían jugar», y todos ellos perdían, lo mismo que los ignorantes. Su único mérito estribaba en ir retardando el momento de la ruina final, en prolongar la anonadadora emoción, envejeciendo como prisioneros á la sombra de los peñones del principado.
Miró á Castro una vez más, como á un enemigo astuto que disimula su pensamiento, y se aventuró á hacer una pregunta:
—Y mi parienta la de Delille, ¿cómo juega?
Atilio fijó los ojos en él sin malicia alguna, extrañándose del interés que mostraba por la duquesa; pero no pudo hablar, pues se le adelantó Lewis. Odiaba á las mujeres, especialmente en la mesa de juego. Sólo servían de estorbo, interrumpiendo con sus gestos y sus nerviosidades las meditaciones de los hombres.
—Juega como una bestia—dijo con brutalidad—, juega como una mujer... ¡El dinero que lleva perdido tontamente!...
Castro intervino, como si quisiera evitar que esta conversación se prolongase.
—¿Y el conde?—preguntó á Lewis—. ¿Dónde esta? El coronel se interesa mucho por él.
Don Marcos lanzó una exclamación de asombro y de reproche. Tenía su opinión formada desde mucho antes sobre el tal personaje. ¡Un demente!... No podía olvidar su breve diálogo una tarde en el Casino, después que Atilio los presentó á los dos. Al conocer la nacionalidad de Toledo había hecho grandes elogios de su país. ¡Oh, España! ¡Su lengua interesante! Y cuando el coronel iba á agradecerle tanta amabilidad, quedó estupefacto y con el aliento cortado.
—Porque usted debe saber, indudablemente, que el español es la lengua usual del diablo, después del latín. En español están escritos los más poderosos conjuros. ¡Oh, los nigromantes de Toledo! ¡Los sabios brujos de Salamanca!
El viejo soldado de la tradición se alteraba al recordar al conde y su rosario. Por esto, cuando Lewis declaró que no sabía nada de su amigo, repuso seriamente:
—Yo sé dónde está: en una casa de locos.
Sonó de pronto el estrépito de un tren que pasaba ante Villa-Sirena con acompañamiento de gritos y silbidos. Más ingleses que iban á Italia.
Esto les hizo ocuparse de la guerra. Lewis, que había bebido mucho en la mesa, recordando al hablar del juego la inutilidad de su vida, cayó de pronto en una tristeza densa, de ebrio melancólico y digno.
—Dos sobrinos míos murieron en la batalla naval de Jutlandia. Seis hijos de mi hermano han muerto en Francia en una sola tarde: pertenecían al mismo batallón. Todos jóvenes, animosos, deseando hacer algo. Y yo soy el único varón que queda en la familia; soy el inútil, el viejo, el que no sirve para nada. ¡Ah, miseria!...
Todos callaron, comprendiendo que la desesperación y la vergüenza de este hombre, que parecía llorar sobre las ruinas de una vida sin objeto, exigían el silencio. Novoa movió la cabeza como si aprobase sus palabras.
—Mi familia ha terminado. ¡Tantos jóvenes que había en ella!... La vida es rara. Transcurre el tiempo sin que surjan sucesos extraordinarios, y de pronto, las horas valen meses, los días son años, y pasan en unos minutos cosas que en otras ocasiones necesitarían siglos. ¡Todos muertos! Sólo queda mi sobrina Mary, la enfermera. Está aquí; la han enviado sus jefes casi á la fuerza para que descanse y se reponga. Pero se escapa á Mentón, á Niza, allí donde hay heridos, queriendo reanudar su servicio. ¡Si á lo menos se casase!... Mas no: morirá como los otros. Y yo quedaré solo, y seré lord, el tercer lord Lewis: lord Lewis el historiador, lord Lewis el gobernador colonial, y lord Lewis el inútil...
Aquí intervinieron todos con una protesta afectuosa. Sus desgracias de familia eran enormes, pero no debía atormentarse de tal modo.
—Con su permiso, príncipe—dijo el inglés, desviando la conversación—, un día traeré á mi sobrina para que conozca sus jardines. ¡Ama tanto estas cosas! Es la única de la familia que ha heredado el alma de mi padre.
Después de esto, Lewis mostró deseos de marcharse. Necesitaba olvidar, y sabía dónde le esperaba el olvido. Sus pies de jugador sintieron el mismo irresistible deseo de actividad que los del ebrio cuando piensa en el mostrador del bar. Castro y Spadoni cruzaron con él varias miradas.
—¿Si fuésemos á dar una vuelta por el Casino?—propuso uno.
Y los tres desaparecieron.
El coronel también se fué, y el príncipe pasó el resto de la tarde conversando con Novoa, paseando por sus jardines, viendo la puesta del sol, y finalmente leyendo en el hall, al pie de una lámpara que extendía su enorme pantalla rosa sobre una alta columna.
Castro llegó solo, mucho antes de la hora de la comida. Estaba triste; silbaba, y su sonrisa era un rictus hostil. ¡Mala tarde! Lo había perdido todo. Al día siguiente tendría que solicitar un nuevo préstamo de su pariente para volver al «trabajo».
Miguel sintió otra vez la necesidad de hablarle de la visita de la mañana. Era mejor una explicación franca que evitase alusiones é ironías.
—Sí, la he visto—dijo Castro—. Os seguí desde una ventana cuando paseabais por los jardines.
Le miró el príncipe, asombrado de su laconismo. ¿Esto era todo lo que se le ocurría decir? Ahora hubiese preferido sus burlas.
—¿Qué tiene de particular que haya venido?—dijo al fin con brusquedad—. Es natural; ¡pobre mujer! Te advierto que has empezado por conquistar á una enemiga.
Se había encontrado en el Casino con «la Generala». Ella y Alicia acababan de reconciliarse una vez más, y para afirmar con una confidencia íntima la amistad rehecha, la de Delille le había contado su entrevista con el príncipe.
—Doña Clorinda, que no te podía ver, por considerarte un frívolo, un vago pernicioso, hace de ti los mayores elogios, á causa del perdón de esa deuda enorme y de tu propósito de ayudar á la duquesa. Dice que eres un caballero digno de otros tiempos, un gran corazón...
Miguel encogió los hombros. ¡Lo que le importaba á él la tal doña Clorinda!... Esto exasperó á Castro.
—¿Por qué no había de venir aquí tu parienta?—dijo con aspereza—. Tú te aburres entre hombres; no lo crees, pero es así. A todos nos ocurre lo mismo. Resulta necesario hablar de vez en cuando con una mujer, aunque sea únicamente por amistad. Lo que tú pretendiste al llegar de París es imposible.
—¿Crees acaso que voy á enamorarme de Alicia?
Y el príncipe rió largamente, como si no se cansase de celebrar lo absurdo de tal suposición.
—Eso tú lo sabrás—contestó Atilio—. Lo que yo digo es que no podemos ser por mucho tiempo los enemigos de la mujer. Mira al coronel; es tu «chambelán», tu ayudante, el hombre que te obedece ciegamente. Pues hasta ese te abandona. Fíjate: siempre que puede, vive en el pabellón de la portería. Necesita hablar con la hija del jardinero, una mocosa que él ha visto andar á gatas, pero que ya tiene diez y seis años y no ofrece mal aspecto. Trabaja en una sombrerería de Monte-Carlo, y sigue las modas lo mismo que una señorita. El coronel cuida de la renovación de sus zapatos de altos tacones, de sus faldas cortas, de sus boinas y sombreritos, de sus collares de falso ámbar. En esto emplea todo el dinero que tú le permites que tome como recompensa. A veces la sigue de lejos por las calles, admirando su contoneo provocativo, sus pantorrillas al descubierto, siempre con medias de seda... Cultiva pacientemente su jardín. Sonríe como un imbécil al pensar en su futura cosecha.
VI
Un domingo, al levantarse de la cama, el príncipe sintió deseos de cantar. Tal vez fué por seguir maquinalmente á unos pájaros que desde la salida del sol estaban gorjeando en los aleros de Villa-Sirena, engañados por la tibieza de un día primaveral en pleno invierno.
Miró por una ventana de su dormitorio. El Mediterráneo, sin una sola vela, se extendía, largamente ondulado, hasta juntarse con el cielo. Las gaviotas volaban en círculos, desplomándose á continuación con las alas encogidas para dejarse llevar por las aguas. Los fondos de arena removidos por las corrientes aclaraban el azul del borde de la costa, dándole un tono opalino de ajenjo. En torno del promontorio hervían las espumas, blancas, luminosas, incesantemente renovadas, entre las cabezas de los escollos.
El príncipe oyó voces encima de él. Castro y Spadoni se hablaban de ventana á ventana. La precoz belleza del día les había hecho saltar del lecho con misterioso aviso. Admiraban el cielo, sin un vapor que enturbiase las distancias. Las montañas habían adquirido un relieve extraordinario: parecían más grandes y más próximas. Por encima del Cap-Martin descendían los Alpes italianos, y en sus últimas estribaciones, á ras del agua, blanqueaban las poblaciones fronterizas: Vintimiglia y Bordighera.
Por un capricho atmosférico, flotaba en mitad del cielo sereno una nube compacta, alargada, semejante á una isla cubierta de nieve. Su blancura parecía irradiar una luz interior.
—La conozco—dijo Atilio con acento de convicción al músico, que no se cansaba de admirarla—. La he visto muchas veces. Cuando el día se muestra demasiado limpio, los directores del Casino temen que la clientela se aburra de tanto sol, de tanto azul: azul en el mar, azul en el cielo. «Que suelten la nube grande», ordenan por teléfono. Habrá usted reparado que esa nube siempre aparece por detrás de las montañas. Es donde el Casino tiene sus almacenes. Aquí no perdonan detalle para entretener á los parroquianos.
Miguel oyó dos mugidos: uno de sorpresa, otro de indignación. Luego el ruido de una ventana al cerrarse. El pianista, molestado por esta broma matinal, volvía á su lecho para dormir hasta la hora del almuerzo.
Apresuró el príncipe sus operaciones de limpieza. Sentía la necesidad de salir, como si sus jardines le pareciesen estrechos. A lo lejos sonaban las campanas de Monte-Carlo, más lejos aún respondían las de Mónaco, y este repiqueteo hacía vibrar la frágil y clara atmósfera como una copa de cristal.
Bajó las escaleras lentamente, procurando no hacer ruido, y al llegar á la verja respiró satisfecho. No había encontrado á ninguno de sus compañeros, ni siquiera al coronel. Quería marchar solo hacia la ciudad, como si le atrajese la alegría matinal del domingo, que se convierte al llegar la tarde en tedio abrumador.
Fuera de la verja le saludó una muchacha que esperaba el paso del tranvía. Era pequeña, pero sus pies estaban montados en violento ángulo sobre unos zapatos de tacones agudos. Su falda apenas pasaba de la rodilla, dejando al descubierto unas medias bien repletas de carne transparentada por el fino tejido. Sobre su jersey de seda color salmón ostentaba un collar de enormes cuentas de falso ámbar. El pelo, cortado en forma de melena de paje, se ahuecaba bajo una graciosa boina de terciopelo. El profundo respeto con que le saludó hizo que la reconociese: la hija del jardinero. Pero al mismo tiempo le miraba hipócritamente, con una curiosidad mal disimulada, como si sus pupilas estableciesen una separación entre el amo venerado por sus padres y el buen mozo al que adoraban las mujeres y del que había oído contar tantas cosas.
El príncipe siguió adelante, después de saludarla como á una señorita de su mundo. Estaba alegre esta mañana, y rió en su interior al pensar en lo que daría que hacer á los hombres, más adelante, este capullo de malicias y ambiciones. Luego se acordó de don Marcos y de lo que le había contado Atilio. ¡Pobre coronel! ¡Meterse, con sus años, á domador de fierecillas!...
Caminó ligeramente hacia Monte-Carlo. Pasaba ante las «villas» y los jardines como si sus pies tomasen nuevo impulso al tocar el suelo, como si en la atmósfera primaveral se hubiesen disminuído las leyes de la gravedad.
Dentro de la población se detuvo ante las gradas de la iglesia de San Carlos. Por la puerta salían resplandores de cirios, perfumes de flores, susurros de órgano, voces de doncellas. Su alma, pueril y ligera como la mañana, sintió deseos de ir en pos de las familias endomingadas que subían la escalinata. El era católico por su padre, cismático por su madre, y nada por su propia voluntad. Pero se sintió repelido por esta penumbra olorosa de cueva abierta moteada de luces, y siguió adelante, aspirando con delicia el aire libre.
—¡Oh, lady!... ¡Buenos días!
Una mano de mujer, descarnada y larga, estrechó la suya con una rudeza varonil. El sol hacía brillar los botones dorados sobre el paño color kaki de un uniforme de soldado inglés. Mas el uniforme, en vez de estar rematado por unos pantalones, tenía como final una falda corta sobre polainas de cuero rojo.
Era la sobrina de Lewis. Había estado dos tardes en Villa-Sirena correteando por sus jardines. Miguel contempló una vez más su enfermiza delgadez, que iba tomando el aspecto miserable de la consunción. La correa que le cruzaba pecho y espalda, uniéndose por ambos lados á la cintura, se hundía en el paño, como si detrás de su trama no encontrase la resistencia de un cuerpo. El rostro avanzaba con una agudeza de cuchillo bajo la visera de la gorra militar. Su epidermis, rugosa y macilenta en plena juventud, marcaba todas las aristas y oquedades del hueso. Parecía no tener edad; lo mismo podía ser de veinticinco que de sesenta años. Lo único que se conservaba fresco en ella eran los ojos, unos ojos que aún tenían el resplandor ingenuo de la adolescencia, en un poco, y otra vez á la plaza, hasta que recib virgen fuerte.
Los horrores de la guerra habían pasado sobre este organismo como una llamarada que seca cuanto toca, lo apergamina, y acaba convirtiéndolo en polvo. Parecía una momia, tostada por el resplandor de los incendios, estremecida por las lágrimas y los quejidos de millares de seres. «¡Lo que esos oídos habrán escuchado!», se dijo Miguel. Y comprendió el gesto triste de su boca pálida, que colgaba con desaliento entre dos profundos surcos verticales. «¡Lo que esos ojos habrán visto!», continuó pensando. Pero los ojos no querían acordarse, y le sonreían, contentos del momento presente.
Acababa de salir de un gran hotel convertido en hospital y esperaba el tranvía para ir á Mentón. Habían llegado allá nuevos heridos, y la escasez de enfermeras obligaba á los médicos á admitir sus servicios. Por el momento no la molestarían más preocupándose de su falta de salud. Al pensar en el rudo trabajo que la esperaba, en las noches de vigilia y los combates con la muerte para salvar á unos cuantos hombres, mostró un gran regocijo. Deseaba cuanto antes hacer su corto viaje, como si se dirigiese á una fiesta; y al ver que se aproximaba el tranvía, estrechó otra vez varonilmente la mano del príncipe.
—Seguiré abusando de su autorización. La próxima vez saquearé aún más sus jardines. ¡Flores... muchas flores! ¡Si viera usted qué alegría sienten los pobrecitos cuando las coloco junto á sus camas! Algunos médicos se enfadan; encuentran frívolo esto... Pero lo que yo digo: ya que hemos de morir, muramos con un poco de poesía, rodeados de algo que nos recuerde la belleza de lo que perdemos. Esto no hace mal á nadie.
Lubimoff siguió su camino, pero con menos ligereza. Esta amazona de la caridad parecía haber desgarrado el velo rosa que alegraba su visión.
Todo era lo mismo, pero ligeramente ensombrecido, como los paisajes que se contemplan á través de un vidrio ahumado. Fijaba su atención en cosas no vistas hasta entonces. Todos los grandes hoteles se habían convertido en hospitales. Sus terrazas, sus largos balcones, estaban ocupados por hombres que tomaban el sol; hombres cuya cabeza era una bola blanca, ceñida de vendajes que sólo dejaban visibles los ojos y la boca; hombres incompletos, como esbozos escultóricos, sin una pierna, sin un brazo; otros, tendidos, inmóviles, amputados, lo mismo que los cadáveres en la sala de disección, pero que todavía respiraban.
En las aceras fué tropezando con militares de diversas naciones: oficiales franceses, ingleses, servios y algunos rusos convalecientes, que recordaban con su presencia la desvanecida cooperación de su país. Desfilaba toda la variedad de uniformes de los ejércitos de la República: el azul horizonte de las tropas continentales, el color mostaza de las tropas marroquíes, la gorra de cuartel amarilla de la Legión Extranjera, el fez rojo de los argelinos y de los tiradores negros.
Nadie estaba entero. Este país de sol, de perspectivas azules y risueñas, parecía poblado por una humanidad superviviendo á un cataclismo. Oficiales elegantes, de esbelto talle, arrastraban una pierna, avanzaban con precaución un pie elefantíaco, se doblaban, avejentados, apoyándose en un garrote. Hombres atléticos temblaban al andar, como si su esqueleto bailotease dentro de la envoltura de un cuerpo vaciado por la consunción. Las manos carecían de dedos; los brazos se habían acortado y eran aletas ó informes muñones; las mejillas ocultaban bajo placas de algodón el zarpazo de la granada, igual á una cicatriz cancerosa; la horrible oquedad de la nariz desaparecida se disimulaba con un tapón negro sujeto á las orejas. Otros llevaban todo el rostro cubierto con una máscara de vendajes, sin dejar visibles mas que los ojos, los pobres ojos, que parecían sentir miedo por adelantado y algún día habrían de familiarizarse con el horror de un rostro que fué joven meses antes y ahora era igual á una visión de pesadilla.
Algunos se mantenían intactos, disponiendo de la fuerza y la agilidad de todos sus miembros. Vistos de espaldas, conservaban la esbeltez vigorosa de la juventud... Pero marchaban en fila, agarrados del brazo, los ojos perdidos en la noche, golpeando las losas con un palo que había venido á reemplazar el perdido sable y les acompañaría hasta su muerte.
Y esta procesión de resignadas tristezas, este carnaval doloroso, venía de los jardines, reconfortado por la alegría matinal, sintiendo renovada su voluntad de vivir. Otros se dirigían hacia el Casino y sus terrazas, pasando entre las palmeras brasileñas, de lisos y huecos fustes forrados de piel de elefante; entre los cactos sostenidos por soportes de hierro formando madejas de reptiles verdes erizados de púas; entre los nopales, altos como árboles; entre las higueras del Himalaya, con el cuerpo de torre y una copa inmensa que parecía hecha para proteger la inmóvil meditación de los fakires; entre todas las vegetaciones de la América tropical y la América templada, de la China, Australia, Abisinia y El Cabo. Un pequeño arroyo bajaba en zigzag por las quebradas verdes del césped, formando remansos entre bambúes y palmeras japonesas, hasta desembocar en un lago minúsculo con bordes de follaje, tranquilo, gracioso, frágil, como uno de esos centros de mesa en los que el agua está representada por una lámina de cristal.
Miguel se detuvo en lo alto de los jardines para contemplar de lejos el Casino. Nunca había apreciado, como ahora, la frivolidad y el mal gusto de este palacio, que era el corazón de Mónaco. Si el «monumento de confitería»—frase de Castro—cerraba sus puertas, todo Monte-Carlo quedaría en una soledad de muerte, lo mismo que esas ciudades que fueron puertos en otros siglos y ahora duermen, despobladas, lejos del mar que se retiró.
Era obra del arquitecto de la Opera de París, una construcción recargada, chillona y pueril, toda ella de un tono de manteca tierna, con techos policromos, torrecillas cargadas de balconajes, hornacinas con estatuas innominadas, y muchos frisos de azulejos, muchos mosaicos dorados. En los ángulos había escudetes de cerámica verde imitando á cabujones de esmeralda. La simulación del oro y las piedras preciosas era el motivo ornamental más saliente de esta casa, famosa en el mundo entero.
La prosperidad del establecimiento había añadido al cuerpo principal, flanqueado de cuatro torres, una ala extensa, en la que estaban los mejores salones. Varias cúpulas desiguales, verdes y amarillas, revelaban la existencia de éstos remontándose por encima de la balaustrada final. En esta balaustrada aparecían sentados unos cuantos ángeles ó genios de bronce enteramente desnudos, con alas doradas, ofreciendo al extremo de sus brazos negros unos atributos de oro, cuya significación nadie llegaba á adivinar. Otras estatuas de mujeres medio desnudas, blancas ó metálicas, se guarecían en los hornacinas de los muros, y también resultaba un misterio su nombre y su significación.
Aunque el palacio pretendía deslumbrar y acariciar con sus oros y sus tiernos colores, las gentes que iban á él apenas se fijaban en tales magnificencias.
—Los que llegan—decía Castro—entran corriendo: desean sentarse cuanto antes á las mesas de juego. Los que salen todo lo ven obscuro; y aunque el Casino fuese hermoso como el Partenón, lo tomarían por una cueva de ladrones.
El príncipe miró á la derecha del edificio, donde quedaba visible una faja de mar cortada por varias palmeras japonesas de tronco estoposo y copa esférica. Allí, en la entrada de las terrazas que bordean el Mediterráneo, se yerguen los dos únicos monumentos de la ciudad, dedicados á la gloria de dos músicos por el simple hecho de que algunas de sus obras fueron estrenadas en el teatro del Casino. Labrados en mármol, Berlioz y Massenet saludan vagamente con sus ojos sin pupila á las muchedumbres cosmopolitas que van llegando á la casa de juego. «Son croupiers honorarios», decía Castro.
«Massenet, lo acepto—pensó Miguel—. Fué feliz, tuvo dinero, conoció la gloria en vida. ¡Pero Berlioz, que pasó sus años luchando con la propia pobreza y el desvío del público, haciendo guardia después de muerto á los millones del Casino!...»
Luego miró más cerca, fijándose en la plaza que se abre ante el edificio. Un jardín redondo ocupa su centro. Las gentes lo apodan «el queso», por su forma, y algunos especializan llamándolo «el camambert». En torno de su baranda y en los bancos adosados á ella vivía el alma de Monte-Carlo, se encontraban las gentes, cambiando chismes y murmuraciones, pidiendo noticias á los que salían del Casino, comentando la fortuna ó la desgracia de los jugadores célebres.
En las inmediaciones no había otros comercios que joyerías, sucursales del Monte de Piedad y tiendas de sombreros para mujeres. Las jugadoras modestas sentían el capricho de un sombrero caro á la salida del Casino; los que necesitaban continuar sus combinaciones con nuevo capital no tenían mas que dar unos cuantos pasos para empeñar la alhaja; en los escaparates de las joyerías, el collar de perlas de un millón, las esmeraldas de trescientos mil francos, se exhibían durante el invierno, exacerbando el capricho femenil, y en verano emigraban á los balnearios célebres, para continuar su deslumbradora y muda tentación. Los joyeros, de perfil semítico, esperaban detrás de sus mostradores las compras más que las ventas, y ofrecían tranquilamente por la alhaja adquirida allí mismo el año anterior la cuarta parte de su precio.
El príncipe adivinó de lejos la personalidad de muchos que en esta hora matinal ocupaban ya los bancos frente á la escalinata del palacio. Allí permanecían todo el día los condenados del juego, los malditos, sufriendo el más atroz de los tormentos al vivir junto á las puertas del santuario sin poder entrar en él. Habían perdido hasta la última moneda, y los directores de la casa, que repatrían generosamente á los jugadores arruinados, les entregaban el viático para el regreso á su país. Pero se jugaban este socorro, lo perdían, y como los deudores del Casino no pueden volver á él hasta que han cumplido sus compromisos, quedaban clavados en la plaza para siempre, con la ilusoria esperanza de un dinero que todos ellos ignoraban de dónde podría venir. Se reunían hombres y mujeres con la fraternidad de la miseria, espiaban á los compatriotas más felices para asaltarlos con sus peticiones, discutían entre ellos números y colores, lograban reunir algunos francos después de rebuscar en el fondo de todos los bolsillos, y como emisario de sus ilusiones diputaban á algún camarada tan pobre como ellos, pero que aún no había «tomado el viático» y tenía libre la entrada.
Vió Miguel cómo se iba extendiendo una ola de gente al pie de las palmeras japonesas, junto al monumento de Massenet. Acababan de llegar varios tranvías de Niza. Todos los viajeros corrían, deseando penetrar cuanto antes en el abigarrado palacio, como si la fortuna les aguardase en los salones y pudiera huir de un momento á otro, cansada de esperar.
Miró el reloj que coronaba la fachada. Las diez. Iban á empezar los diarios oficios, y los devotos residentes en Monte-Carlo acudían también, uniéndose á los venidos de fuera. Todos subieron á la vez las gradas de mármol, siguiendo sus tres caminos de alfombra sujeta por varillas de bronce que brillaban al sol.
«¡Y estamos en guerra!—pensó Miguel—. ¡Y muchos de los que se han levantado temprano para hacer el viaje, lo mismo que los que viven aquí, tienen hijos, hermanos ó maridos que en este momento se baten y tal vez mueren!...»
La voluntad de vivir, la voluntad de gozar, la ilusión de la ganancia, obraban como anestésicos, se sobreponían á las preocupaciones, haciendo que todos olvidasen, para concentrar su existencia en el momento presente.
Esta precipitación general hacia el juego abierto disgustó al príncipe y le hizo detenerse en la suave pendiente de los jardines. Le repugnó confundirse con la muchedumbre que vagaba por los alrededores del Casino.
Su deseo de no seguir adelante le sugirió una idea. «¿Si fueses á sorprender á Alicia en su casa?... ¡Lo agradecería tanto!»
Dos veces más había estado en Villa-Sirena. Un encuentro en la calle con el príncipe, cuando ella iba con su amiga Clorinda, sirvió de pretexto para que las dos visitasen el refugio de «los enemigos de la mujer» y sus hermosos jardines. Miguel encontró á «la Generala» menos hostil y dominadora que la había imaginado; pero no pudo comprender el apasionamiento de Castro. A pesar de su hermosura le pareció estar hablando con un hombre. Con ambas señoras había venido también Valeria, la joven francesa protegida por Alicia, señorita de compañía en los tiempos de esplendor y que ahora sólo acompañaba su pobreza por gratitud y fidelidad. Luego, la de Delille había vuelto sola por segunda vez, para hacerle varias consultas sobre su porvenir, desprovistas todas ellas de buen sentido, y aceptar finalmente un préstamo de cinco mil francos. La suerte le era contraria en el juego; necesitaba nuevas «herramientas de trabajo». Aquel capital que la irritaba con su terquedad, no queriendo subir más allá de los treinta mil, había oído finalmente sus quejas, pero fué para desplomarse con una rapidez fulminante, dejando sólo leves escombros de su existencia.
Después de recibir esta ayuda, la duquesa se había mostrado quejosa.
—Soy yo quien viene siempre á buscarte: no te dignas visitar mi casa. ¡Como soy pobre!...
Al recordar esta protesta humilde, el príncipe no vaciló más. Y volviendo la espalda al Casino, empezó á subir las calles en pendiente hacia el límite fronterizo que separa Monte-Carlo de Beausoleil; calles que ostentan nombres primaverales: de las Rosas, de los Claveles, de las Violetas, de las Orquídeas.
Entró en una corta avenida formada por una doble hilera de verjas de jardín. Las casas sólo se dejaban ver á través de columnatas de palmeras y del follaje duro de los grandes magnolieros. Iba leyendo los nombres de los propiedades en pequeñas lápidas de mármol rojo fijas en las entradas de las verjas. «Villa-Rosa»: aquí era. Empujó el entreabierto portón de hierro, sin que una voz ni un ladrido acogiesen su presencia. Vió un jardín abandonado en parte, con una vegetación parásita al pie de los árboles sin podar, cubriendo el espacio que antes habían ocupado los arriates de flores. El resto estaba mejor atendido, pero era una huerta con pequeños rectángulos de verduras comestibles sometidos á un cultivo intensivo.
Lubimoff fué avanzando, sin encontrar á nadie, y se le ocurrió que el hortelano debía ser un hombre acompañado por un perro con los que se había cruzado en la entrada de la avenida.
Subió los cuatro peldaños de la casa. También aquí la puerta estaba entreabierta, y empujándola se vió en un recibimiento del que arrancaba la escalera para los pisos superiores.
Nadie. Todas las puertas de las habitaciones inmediatas se resistieron á su mano. Silencio absoluto, como si la casa estuviese deshabitada. Pero este silencio fué interrumpido por una voz que descendía escalera abajo: una voz tenue, entonando una canción en inglés, lenta y triste. El canto iba acompañado de golpes sordos, iguales á los que producen las manos sacudiendo y ahuecando algo blando y voluminoso.
Miguel creyó reconocer la voz de Alicia. Tosió varias veces sin resultado; no podía oirle. Fué á gritar avisando su presencia, pero se contuvo, sintiendo un deseo que le hizo sonreir. ¡Si la sorprendiese en aquel piso superior, única parte de la casa que habitaba ella ahora! No dudó más... ¡Arriba!
En el primer rellano vió varias puertas, pero una sola estaba sin cerrar y por ella salían los ecos de la canción y los golpes. Una mujer con el cuerpo doblado sobre una cama extendía sus dos brazos para ahuecar el colchón con fuertes palmadas. Su instinto le hizo presentir la existencia de alguien detrás de ella, y al volver el rostro, lanzó un grito de sorpresa viendo á Miguel en el hueco de la puerta. Este no quedó menos asombrado reconociendo á Alicia en aquella mujer; una Alicia que vestía una bata lujosa, pero vieja, con guantes ajados en las manos y un velo arrollado en torno de sus cabellos.
—¡Tú!... ¡eres tu!—exclamó ella—. ¡Qué miedo me has dado!...
Luego fué tranquilizándose, y sonrió á Miguel mientras éste murmuraba excusas. No había encontrado á nadie; la verja y la puerta estaban abiertas. Ella, á su vez, también se excusó. Era domingo; Valeria, su acompañante, se había ido á Niza para almorzar con una familia amiga; su doncella y la mujer del hortelano estaban en misa; el viejo habría salido un momento para ver á sus amigos...
Y después de estas mutuas explicaciones quedaron los dos en silencio, mirándose indecisos, no sabiendo qué decir, pero sin dejar de sonreirse.
—¡Tú haciendo tu cama!—dijo él para romper el penoso mutismo.
—Ya lo ves. Esto resulta algo diferente de mi dormitorio de París. Tampoco es mi «estudio» que tú conociste. ¡Los tiempos nuevos!
Miguel movió la cabeza con grave asentimiento. Sí; los tiempos nuevos.
—De todos modos—continuó ella—, hay que confesar que tiene cierta originalidad ver á la duquesa de Delille, á la loca Alicia, haciendo su cama.
El príncipe volvió á aprobar con un gesto mudo. Realmente, era original: no se podía ver todos los días.
Alicia insistió en sus explicaciones. No le había costado ningún esfuerzo ocuparse en los trabajos de su casa. Ella misma limpiaba su dormitorio, para evitar un quehacer á la vieja doncella. No quería admitir la ayuda de Valeria. Cada una corría con el arreglo de su propia habitación, ya que la servidumbre era escasa. Además, entraba en la cocina algunas veces, y hasta por su gusto habría ayudado al jardinero en el cultivo de la pequeña huerta.
—Vivimos en guerra; las cosas cuestan muy caras, y yo soy pobre. Debemos volver á la existencia primitiva... Pero no me atrevo á trabajar en el jardín, por los vecinos. Curiosean desde sus ventanas; hasta hay un señor brasileño que parece enamorado de mí.
Ella misma admiraba su laboriosidad. ¿Quién podía haber supuesto años antes tales cualidades en la dueña del lujoso palacete de la Avenida del Bosque, que los más de los días se levantaba á las tres de la tarde?...
—Todo se lo debo á mamá. Me eduqué en un colegio de Inglaterra cuando era de moda sustituir el ejercicio físico de los sports con los trabajos domésticos. Creo que esto se llama el «corintianismo»... Y me encuentro mejor que nunca. Antes necesitaba subir algunas mañanas, con Valeria y Clorinda, al Tennis de la Festa para jugar hasta rendirme. Ahora, después del arreglo de mi habitación y de ayudar á las otras, no necesito los deportes. Hago la gimnasia del pobre.
Un largo silencio. Miguel miraba la habitación: un dormitorio de mujer, todavía en desorden, con ropas sobre las butacas, esparciendo un perfume de carne femenil bien cuidada. A través de una puertecita vió un extremo del inmediato gabinete, con una mancha de humedad en el pavimento de mosaico, resto del baño matinal. Flotaba en el ambiente un perfume de agua de Colonia y de licor dentífrico. Unos botecitos en desorden dejaban escapar vagas exhalaciones de esencias más preciosas. Y revueltos con los objetos de tocador y las ropas íntimas, distinguió cartones de los que dan en el Casino á los clientes para apuntar las jugadas; unos con marcas rojas ó azules en sus columnas, otros perforados por un alfiler de sombrero á falta de lápiz. Vió tarjetas más grandes que tenían pintada la ruleta, con indicación de sus números y colores, y libros, muchos libros de los que se venden en las papelerías y kioscos de periódicos: luminosos tratados para ganar indefectiblemente á todos los juegos. Sobre la chimenea, medio oculta por varios periódicos de modas, había una ruleta pequeña, una ruleta verdadera, empleada indudablemente en el estudio y comprobación de las teorías. En la mesilla de noche estaba abierto el último ejemplar de la Revista de Monte-Carlo, conteniendo estadísticas de todos los números gananciosos durante la semana anterior en las diversas mesas; lectura interesante, con misteriosas acotaciones, que había desvelado á Alicia tal vez hasta la madrugada.
Mientras tanto, ella hizo desaparecer ágilmente todo lo que creía perjudicial para su buen aspecto después de esta sorpresa. Cuando Miguel volvió á mirarla, los viejos guantes habían volado de sus manos y el velo estaba oculto, no podía saber dónde, dejando en libertad la cabellera medusiana, negra, lustrosa, un tanto áspera, que erguía su vigor en desordenados y gruesos rizos.
Prolongaron el silencio con una sonrisa penosa, como si ninguno de los dos encontrase el medio de salir de esta situación.
—Continúa—dijo Miguel—. Una vez que vengo, no quiero servirte de estorbo.
Ella, como si viese en tales palabras un reto á su timidez, y ganosa al mismo tiempo de mostrar sus habilidades, se inclinó sobre el lecho para reanudar el trabajo. Lubimoff se animó con esta demostración de confianza. No era galante dejar que trabajase sola: él la ayudaría.
—¡Tú!... ¡tú!—exclamó Alicia riendo, como si la proposición lo pareciese inaudita.
El príncipe fingió enojo. Sí, él... Era un marino, y su vida de aventuras le obligaba á saber un poco de todo. Más de una vez, en sus exploraciones de tierras desiertas, había tenido que improvisarse un lecho con mantas junto á los tizones de la hoguera.
Había pasado al lado opuesto de la cama, imitando con una exageración cómica todos los movimientos de la duquesa. Las palmadas de ésta las repitió con una violencia que hizo gemir el lecho. Al tirar ella del colchón hacia arriba para ahuecarlo, él lo levantó completamente con sus poderosas manos.
—¡No sabe!... ¡no sabe!—gritaba Alicia con un regocijo infantil.
Luego, fijándose en sus dedos agarrados fuertemente á la tela, añadió:
—¡Pero suelta eso, demonio! Me vas á romper el colchón, ¡y en estos tiempos de pobreza!...
Reían los dos, encontrando muy divertido este trabajo.
—Toma—dijo ella autoritariamente; y le envió al rostro una sábana que sostenía por el extremo opuesto.
Miguel se vió envuelto en una nube de batista impregnada de perfume femenino. Fué por un instante nada más, pero á él le pareció algo extraordinario, de duración sin límites, más allá del tiempo y del espacio. Tuvo el presentimiento de que este hecho insignificante iba á datar en su vida. Sintió cómo resucitaba el pasado en su interior con una fuerza nueva que tal vez era la excitación de la abstinencia. Creyó ver la sonrisa irónica de Castro, y también se vió á sí mismo, con lástima y con asombro, viviendo como un solitario allá en Villa-Sirena y predicando la hostilidad á la mujer. Sus oídos zumbaban; sus ojos, cegados momentáneamente, contemplaron un cielo inmenso de color de rosa, el mismo rosa pálido y jugoso de la carne femenil. Algo entraba por su nariz, en doble columna embriagadora, que estremecía su cerebro, reflejándose con la violencia de un latigazo al otro extremo de su organismo. Cuando la sábana hubo caído sobre el lecho, Miguel apareció intensamente pálido, con una luz agresiva en sus pupilas. Ella, creyéndole enfadado por su broma, rió maliciosamente, apoyando las manos en el colchón. El jadear de esta risa entreabría el escote de su bata, dejando ver en perspectiva horizontal el secreto de unas redondeces blancos y trémulas perdiéndose en misteriosa penumbra.
De pronto, se vió el príncipe al otro lado de la cama, junto á Alicia. Los dos acabaron por sentarse maquinalmente en el borde, dejando á sus espaldas la sábana olvidada. Tomó una mano de ella sin darse cuenta de lo que hacía. Luego se aproximó tanto á su rostro, que uno de los rizos de la revuelta cabellera le cosquilleó en una sien. No sentía deseos de hablar, pero al ver de cerca los ojos de ella, rompió el dulce silencio.
—¡Tú has llorado!
La mujer protestó con una sonrisa violenta, al mismo tiempo que palidecía balbuceando excusas. No; tal vez era el polvo sacudido por la limpieza ó el esfuerzo de su trabajo. Pero él seguía examinando sus ojos, ligeramente enrojecidos.
—Estabas llorando cuando yo llegué—continuó, con una curiosidad insistente é inquieta.
Ahora la protesta de Alicia tomó la forma de una risa agria, estridente, que nada tenía de natural. Y por una de esas gradaciones que son el secreto de los grandes actores, la carcajada se hizo opaca, se convirtió en suspiro, luego en lamento; y desasiendo ella su mano de la del príncipe, se cubrió los ojos y ladeó la cabeza, mientras un estertor oprimía su pecho.
Lloraba. Había bastado que Miguel sorprendiese su llanto reciente, para que nuevas lágrimas afluyeran á sus ojos, reanudando la pasada angustia. Se entregó á su dolor con una delectación cruel, juzgándolo preferible al torturante fingimiento que le había impuesto esta visita inesperada.
Quedó silencioso el príncipe unos instantes.
—¿Es por ese muchacho?—se atrevió á preguntar con voz insegura, como si también sufriese una inexplicable emoción.
Contestó ella con un leve movimiento de cabeza, sin apartar las manos de sus ojos. Miguel no necesitaba verlos. Había adivinado la verdad al sorprender en sus córneas las huellas del llanto. Sólo podía llorar por él: la falta de noticias; la inquietud al pensar que estaba prisionero, muy lejos, sufriendo toda clase de privaciones, y que tal vez no lo vería nunca.
—¡Cómo le amas!...
El príncipe se sorprendió de su propia voz y del tono con que dijo estas palabras. Respiraban despecho, envidia, tristeza por los años que pasan, transmitiendo á los que vienen detrás los insolentes privilegios de la juventud.
Los habitantes de Villa-Sirena se hubiesen sorprendido igualmente al oirle hablar de este modo. La misma sorpresa hizo que Alicia olvidase sus preocupaciones de mujer hermosa, levantando la frente y apartando las manos. Tenía el rostro enrojecido, los ojos trémulos y chorreantes. De un rizo de su cabellera pendía una lágrima. Adivinó que debía estar horrible; pero ¿qué le importaba?...
—Sí, le amo; es lo que más amo en el mundo... Por él sigo viviendo. Sin él me mataría... Pero no es lo que tú te imaginas... no lo es.
El rubor no podía manifestarse en aquel rostro arrebolado por el llanto; pero su gesto, sus ojos, el tono de su voz, repelían con indignación y vergüenza la sospecha del príncipe.
Siguió hablando en voz baja, apresuradamente, sin atreverse á mirarlo, como la penitente que desea terminar cuanto antes una confesión penosa. Varias veces, al conversar con el príncipe, había tenido la verdad junto á sus labios, y siempre en el último momento la retiraba, por un escrúpulo de mujer que teme recordar sus años al hablar del pasado. Pero ¿á quién podía revelar su secreto mejor que á Miguel?... Lo consideraba como de su familia; la había recibido amigablemente en su desgracia, cuando tantos le volvían la espalda. Además, entre un hombre y una mujer no sólo puede existir el amor, como ella había creído en sus tiempos de loca juventud. Había otras cosas menos vehementes, más plácidas y duraderas: la amistad, el compañerismo, un afecto fraternal...
Hizo una pausa, como para tomar fuerzas.
—Es mi hijo.
Miguel, que esperaba una revelación extraordinaria, algo monstruoso, digno de aquel pasado de locuras, no pudo contener su sorpresa:
—¡Tu hijo!
Ella movió la cabeza: «Sí, mi hijo.» Y siguió hablando con los ojos bajos, siempre en un tono de penosa confesión. Remontaba el curso de su existencia. ¡La sorpresa, la cólera ante esta jugarreta cruel del amor, que había venido á interrumpir sus mejores años!... Su indignación fué semejante á la de los ciudadanos de la antigua Grecia que se amotinaron al saber que estaba encinta una cortesana considerada como una gloria nacional, una beldad que las muchedumbres venían á ver de muy lejos cuando se exhibía desnuda en las fiestas religiosas. Necesitaban matar al sacrílego. Ella se tenía también por una obra de arte viviente y quiso borrar el sacrilegio con la muerte. ¡Los crímenes intentados para despojarse de la vergüenza que latía en sus entrañas! ¡Los tormentos de la ocultación, la vida de placer seguida lo mismo que antes, pero con dolorosos esfuerzos para que no adivinasen su secreto!... Al regresar de las fiestas, librándose de la opresión que aplastaba su creciente exuberancia, eran las cóleras homicidas, los puñetazos locos sobre el globo de su vientre para aniquilar al rebelde que se empeñaba en vivir, el revolcarse sobre la alfombra con un histerismo homicida...
Su voz lloraba al hacer estas evocaciones.
—Pero ¿y tu marido?—preguntó Miguel.
—Entonces nos separamos. El podía tolerar en silencio mis amores, podía fingir no verlos... ¡pero un hijo que no era suyo!...
Recordó la actitud digna, á su modo, del duque de Delille. Su familia abundaba en maridos engañados: casi era esto una tradición de nobleza, una distinción histórica. No creía deshonroso vender su nombre al casarse para aumentar las comodidades de su existencia. Su nombre le pertenecía como una herramienta de trabajo. Pero le era imposible enajenarlo, dándoselo á un intruso para que continuase la estirpe. Sus antepasados habían tenido muchos hijos naturales; pero á ninguna de sus alegres abuelas se le ocurrió jamás introducir en la familia un bastardo en cuya formación no le correspondiese á su marido la más pequeña iniciativa.
Se había separado el duque de ella, aceptando todas sus exigencias, menos ésta. Era un hijo adulterino que debía desaparecer... Y nadie, aparte de los dos y de la doncella—que todavía la acompañaba ahora—, se había enterado de este nacimiento.
—Tuve épocas de felicidad—siguió diciendo Alicia—. Conocí satisfacciones que no había sospechado... Escapaba de París; muchos me creían viajando con un nuevo amante. No; iba á ver á mi pequeño, á mi Jorge, primero en Londres, después en Nueva York, siempre en grandes ciudades. Podía vivir con él, jugar á ser mamá con una muñeca viviente que cada vez se hacía más grande... ¡más grande! ¿Te acuerdas de la noche en que te invité á comer? Acababa de regresar de uno de estos viajes, y sin embargo, haz memoria de las tonterías que dije. Me creía Venus, me creía Helena pasando ante «el banco de los viejos». Y para entregarme sin escrúpulo á mis expansiones de madre, recordaba á mis ídolos. También Helena había tenido hijos, y los hombres continuaban matándose por ella. Venus no había escapado á la maternidad, y los dioses y los mortales seguían adorándola, á pesar de que un retoño suyo revoloteaba por el mundo. La maternidad no era una abdicación ni una decadencia; podía continuar bella y deseada como las otras, después de un incidente que había creído irremediable. Y seguí mi vida. ¡Ay! ¡Cuando me acuerdo que algunas veces acorté el tiempo que me había propuesto pasar junto á mi hijo para seguir á algún hombre que apenas me interesaba!... Ahora que no lo tengo, pienso en las horas que pude vivir á su lado y fueron dedicadas al primero que excitó mi curiosidad... Es mi remordimiento más terrible, lo que me roe durante la noche y me obliga á pensar en el juego como único remedio. Soy bien digna de lástima, Miguel.
Pero Miguel, mientras la escuchaba, parecía dominado por una preocupación tenaz.
—¿Y el padre? ¿Quién es el padre?
El tono de su voz casi fué igual al de antes: un tono de curiosidad hostil, de agresivo despecho.
Volvió á repetirse su sorpresa al ver que ella levantaba los hombros.
—No lo sé; no me importa. Otras mujeres, en caso semejante, atribuyen la paternidad al hombre que más les interesa. ¡Como si esto pudiera asegurarse! Yo no he escogido á nadie en mi recuerdo. Todos iguales, todos olvidados. Mi hijo es mío, sólo mío.
Tenía la majestuosa indiferencia de la selva fecunda é impasible que abre sus entrañas al polen esparcido en el aire como una lluvia de amor. La nueva planta emerge, es suya, y la retiene, sin mostrar interés por conocer el origen ni el nombre del germen errante arrastrado por el azar.
Hubo un largo silencio.
—Un día, al llegar á Nueva York—continuó ella—, hice un descubrimiento terrible. Vi á mi Jorge casi tan alto como yo, fuerte, con un gesto de hombre serio, á pesar de que aún no tenía once años. Me avergüenzo sólo de pensarlo; mas no debo mentir: lo odié. Venus podía tener un hijo, ya que este hijo es eternamente niño y se conserva á través de los siglos como esos bebés graciosos que se visten á capricho y sirven de diversión y orgullo. ¡Pero el mío, con su armazón de gigante, sus manos fuertes y su cara grave!... Iba á envejecerme antes de tiempo; me obligaba á renunciar á la juventud de conservarlo al lado mío; jamás pasaría por la abdicación de declarar que era su madre... Y huí de él, dejando que transcurriesen varios años, sin ocuparme de otra cosa que de facilitar los medios para su completa educación. ¡Ay! ¡cómo me ha castigado la suerte por este egoísmo!...
Calló unos momentos para secar nuevas lágrimas que inflamaban sus ojos y enronquecían su voz.
—Se presentó en París cuando yo menos lo esperaba. Había muerto el amigo venerable encargado de su educación allá en América. Vi á un hombre, á un verdadero hombre, y eso que aún no había cumplido diez y seis años. Mi primer movimiento fué de contrariedad, casi de cólera. ¡Tendría que decir adiós á mi juventud, modificar mi vida por este intruso!... Pero algo había en mi interior que me impidió tomar una resolución cruel: enviarlo otra vez al extranjero ó hacerlo entrar en un colegio de París. Me acostumbré inmediatamente á su presencia; necesité verlo en mi casa; me pareció que mi vida tomaba junto á él una serenidad, una alegría profunda y discreta que nunca había sospechado. Tú no sabes lo que es eso, Miguel; no podrías comprenderlo por más que yo te lo explicase... Te juro que fué la mejor época de mi vida. No hay amor como ese. Además ¡éramos tan excelentes compañeros!... Yo me sentí repentinamente de su edad; no: más joven aún que él. Jorge me daba consejos con su cordura precoz, y yo le obedecía como una hermana mas pequeña. Se dejaba arrastrar por su mama á un mundo de placeres y elegancias que le deslumbraba después de su vida sobria y atlética junto á un educador severo. Me apoyaba orgullosa en su brazo, riendo de las equivocaciones del mundo. ¡Lo que hemos bailado el año antes de la guerra, sin que nadie sospechase el verdadero afecto que me ligaba á mi acompañante!
Alicia hizo una pausa para saborear mejor sus recuerdos. Sonreía vagamente al pensar en el error maligno de las gentes.
—Todos los té-tangos de los Campos Elíseos vieron á la duquesa de Delille bailando con su nuevo capricho amoroso. Y yo, Miguel, te lo confieso, me enorgullecía con este error. Continué siendo la hermosa Alicia, rejuvenecida por la fidelidad de un adolescente que la acompañaba á todas partes con el entusiasmo del primer amor. Me parecía esto preferible al papel resignado y pasivo de madre. Además, ¡nuestros comentarios alegres al estar solos! Muchos de mis antiguos adoradores sintieron renacer el pasado por envidia sorda, por la instintiva rivalidad del hombre maduro ante el adolescente, y me asediaban con sus galanterías. Mi Jorge me amenazaba riendo: «Mamá, tengo celos.» Quería que su madre no llamase la atención de ningún hombre, para que fuera toda de él. Otras veces protestaba yo con más motivo. Sorprendía las miradas codiciosas de muchas mujeres de mi mundo fijas en él; la invitación agresiva de algunas, que, por ser más jóvenes, se consideraban con derecho á arrebatármelo. ¡Y él, tan bueno, burlándose conmigo de estas pasiones que despertaba, comunicándome otras que yo no podía adivinar!... Tú no conoces tal vez esta juventud que llega detrás de nosotros. Parece de otra carne y otra sangre. Nuestra generación es la última que ha tomado en serio el amor, dándole una importancia enorme, haciendo de él la principal ocupación de una vida. Tú y yo no podemos ser ya comprendidos: resultamos monstruos. Mi hijo sólo se interesaba por una mujer: su madre; y aparte de ella, los automóviles, los aeroplanos, los deportes... Todos estos muchachos fuertes é inocentones parecían adivinar lo que les esperaba...
Fué extinguiéndose la momentánea serenidad con que había hecho el relato de este período feliz. Siguió hablando con voz sorda, entrecortada por sollozos. De pronto, la guerra. ¿Quién podía imaginársela un mes antes?... Y su hijo se avergonzaba de no correr como todos los hombres á las estaciones de ferrocarril para incorporarse á un regimiento. Una mañana la había aterrado con la noticia de su enganche como voluntario. ¿Qué podía hacer ella? Legalmente, no era su madre. Jorge llevaba el nombre de un matrimonio de viejos criados que se habían prestado á esta fingida paternidad. Además, había nacido en Francia, y nada tenía de extraordinario que, como tantos adolescentes, quisiera defender su patria antes de ser llamado á las armas por la ley.
La duquesa vivió algunos meses en un villorrio del Mediodía, cerca del campo de aviación donde se amaestraba su hijo. Deseó prolongar hasta el último extremo su vida con él. ¡Si se hubiese hecho soldado cuando vivían separados y ella renegaba de su maternidad!... Pero iba á perderlo en el momento más plácido de su existencia, cuando se creía al lado de Jorge para siempre.
—No tardó mucho en ser piloto. ¡Cómo aborrecí la facilidad con que dominaba el manejo de los aparatos! Sus progresos me inspiraron orgullo y cólera. Estos jóvenes sienten un verdadero fanatismo por la aviación, nacida después de ellos y que han visto crecer ante sus ojos de colegiales... Se marchó, y desde entonces no vivo. ¡Tres años, Miguel, tres años de tormento! Bien he pagado toda mi vida anterior. Aunque mis faltas hubiesen sido más grandes, las tendría expiadas con exceso. Puedes compadecerme. Son dolores que tú no conoces.
El primer año de soledad lo había vivido Alicia esperando las cartas que llegaban con intermitencias del frente de la guerra. Muy contadas alegrías. Jorge había venido á París una sola vez con permiso, pasando media semana junto á ella. De tarde en tarde recibía también la visita de camaradas del aviador, acogiendo sus noticias con lágrimas y sonrisas. Su hijo alcanzaba la Cruz de Guerra después de un combate aéreo. La madre había recortado el pequeño párrafo que hacía referencia á este hecho, clavándolo con dos alfileres en la seda que tapizaba su dormitorio. Pasaba las horas contemplando con una fijeza hipnótica estos breves renglones. «Bachellery (Jorge), aviador, ha dado caza más allá de nuestras líneas á dos aviones enemigos y...»
Este Bachellery (Jorge) era su hijo, ¡su hijo! Nada le importaba que los demás lo ignorasen. Su orgullo parecía crecer en el misterio. En sus entrañas se había formado aquel mocetón hermoso, fuerte é inocente como los héroes de las leyendas. Todos los hombres conocidos en su vida anterior se empequeñecían y afeaban; eran seres inferiores, procedentes de otra humanidad, cuya existencia debía olvidar.
De pronto, el accidente estúpido y ciego que hacía caer la noche sobre ella. El aviador salía una hermosa mañana en su aparato de caza, elevándose á través de las nubes en busca del enemigo, con la alegre confianza de un joven paladín marchando al encuentro de las aventuras. Repentinamente, un pequeño desarreglo en el motor, un descuido de los encargados de su preparación, algo de poca importancia en tiempo ordinario... Y tenía que descender, imposibilitado de seguir su vuelo; pero el viento y la desgracia le hacían tocar tierra en las líneas alemanas.
—Cien metros más acá, hubiera caído entre los suyos... ¡Qué quieres! Era yo demasiado feliz; debía conocer el verdadero dolor... Te confieso que en el primer momento casi sentí alegría: una alegría egoísta de madre. ¡Prisionero! Esto representaba la seguridad de su existencia; ya no me lo matarían en un combate aéreo; ya no estaba en peligro de morir despedazado ó quemado debajo de su aparato roto. ¡Pero luego!...
Luego, esta seguridad, que colocaba á su hijo al margen de la guerra, era su tormento. Envidió la época en que arrostraba el peligro diariamente, pero con libertad. Los periódicos hablaban de las miserias de los prisioneros, de su hacinamiento en fétidos barracones, del hambre que sufrían. La vida de comodidades de la madre resultó un continuo remordimiento. Al sentarse á la mesa, al contemplar su mullido lecho, al percibir en invierno la tibia caricia de la calefacción, viendo los cristales floreados por la escarcha, creía estar usurpando indignamente algo que era de otro. ¡Su hijo! ¡su pobre hijo viviendo como un perro sin dueño, tendido en la paja, atenaceado por el tormento del hambre! ¡Haber producido un ser—ella que se creyó durante años y años el centro de lo existente, disfrutando de todas las comodidades—, y este pedazo de su vida agonizaba bajo el suplicio de una miseria como sólo la conocen los mayores abandonados!... Nunca pudo imaginarse que la suerte le reservase esta ironía.
Se agitó en los primeros meses con el cariño agresivo é irracional de la hembra que ve sus cachorros en peligro. Corrió de ministerio en ministerio, valiéndose de todas sus relaciones sociales. ¡Pero eran tantas las madres!... No iban á emprender una gestión diplomática sólo para ella. Todos los días enviaba á las oficinas encargadas del socorro de los prisioneros grandes paquetes de víveres destinados á su hijo. Al final se negaban á admitirlos. No podía ocuparse el servicio únicamente en socorrer á un simple protegido de la duquesa de Delille. Había miles y miles de hombres que estaban en su misma situación. Y ella no podía gritar: «¡Es mi hijo!» Nada adelantaba con esta revelación escandalosa. Y siguió entregando sus paquetes regularmente, aunque no fuesen para Jorge. Servirían para saciar el hambre de otros. Conoció la magnanimidad de los inmensos dolores; hizo sus dádivas como una madre que, al rezar por su hijo desahuciado, reza por los demás enfermos, creyendo que con esta generosidad serán mejor atendidas sus súplicas.
Además, ¡la duda cruel!... Los empleados, al tomar sus paquetes, sonreían tristemente. Era casi seguro que se los apropiarían los guardianes. Todos los comestibles de precio que destinaba á su hijo iban á servir para que los reservistas de Alemania encargados de la custodia de los prisioneros cenasen alegremente, con una alegría de mastines feroces, brindando por la gloria de su kaiser y el triunfo de su pueblo sobra el mundo entero. ¡Dios mío! ¿Qué hacer?...
Muy de tarde en tarde, llegaba á sus manos, con enorme retraso, una tarjeta postal revisada por la censura alemana. Cuatro líneas nada más, escritas como los niños escriben en la escuela, bajo la mirada del maestro que está á sus espaldas. Pero era la letra de su Jorge. «Bien de salud. No nos tratan mal. Envíame comestibles.» Pasaba largas horas contemplando estos renglones tímidos y mentirosos. Adquirían para ella una nueva fisonomía; decían otra cosa: la verdad. Recordaba los relatos de cautivos moribundos venidos de aquellos campamentos de suplicio, y los renglones parecían balbucear, con el gemido de un niño enfermo: «Mamá... hambre. ¡Tengo hambre!»
Hubo momentos en que creyó perder la razón. Todo lo que le rodeaba hacía surgir en su memoria la imagen de aquel Jorge elegante, cuidado por ella con mimos infantiles. Había vigilado su guardarropa, se preocupaba del mérito de sus sastres, tenía que sufrir sus protestas varoniles cuando pretendía vestirlo interiormente de telas finísimas y encajes, lo mismo que ella. Por las mañanas iba á sorprenderlo en su lecho, como á un pequeñuelo, y besaba con devoción aquella carne de atleta, que era su propia carne, metamorfoseada. Todo le parecía mezquino y pobre para este mocetón hermoso como un dios antiguo; cuidaba de su cama, de su tocador, de su persona, con el fanatismo de una amorosa; registraba sus bolsillos, para renovar incesantemente los regalos de dinero. Suyas serían las minas mejicanas, las tierras de la frontera, todo cuanto ella poseyese. Y más tarde—no quería pensar cuándo—, lo casaría con una mujer que fuera de su agrado; su nacimiento obscuro iba á realzarse con la seducción de una riqueza enorme... Pero el mundo se desplomaba de pronto en una demencia furiosa, y este príncipe de la suerte, cuya madre había conferenciado tantas veces con su jefe de cocina, imaginando sorpresas gastronómicas dedicadas á él, lloraba desde una llanura glacial remota y triste: «Mamá... hambre. ¡Tengo hambre!»
—Tres veces fuí á Suiza, Miguel... Hasta propuse en París que me diesen los medios de pasar á Alemania, ofreciéndome como espía, pero se rieron de mí... Tenían razón: ¡qué iba á espiar yo! Mi hijo... lo que yo quería era ver á mi hijo. En Suiza encontré dos inválidos que acababan de ser canjeados y procedían del campo en que estaba mi Jorge. Conocían al aviador Bachellery. Había intentado escaparse cinco veces; gozaba cierta fama entre sus compañeros de miseria por la altivez con que hacía frente á los guardianes más crueles... Sus últimas noticias eran inciertas; habían dejado de verle, pero creían que estaba ahora en otro campo de prisioneros, un campo de castigo, muy lejos, cerca de Polonia, donde se aglomeran los rebeldes y los peligrosos bajo una disciplina cruel, sufriendo terribles correcciones.
Su voz tembló de cólera al decir esto. Veía á su hijo arrastrando cadenas, recibiendo golpes lo mismo que un esclavo. ¡Ah! ¡no ser ella un hombre, para que la dejasen á solas con el lúgubre histrión de los puntiagudos bigotes que hacía gemir de dolor á tantos millones de mujeres!...
—¡Y pensar que ha habido exaltados que mataron á jefes de gobierno buenos ó insignificantes!... ¡Y ni uno solo se le ocurrió suprimir al kaiser! Que no me hablen de los anarquistas... No creo en ellos.
Esta explosión de ira se desvaneció inmediatamente. Otra vez su dolor desesperado la hizo gemir. Recordó una fotografía que había visto en los periódicos: el suplicio del poste, aplicado por los alemanes en los campos de castigo; un francés, con el uniforme andrajoso, amarrado á un madero como si fuese una cruz, en plena llanura cubierta de nieve, sufriendo durante horas y horas un frío homicida. Era la pena mortal aplicada hipócritamente, con refinamientos salvajes. No se podían distinguir los rasgos fisonómicos de aquel pobre Cristo con la cabeza caída sobre el pecho. Tal vez era su hijo. Y si no era Jorge, seguramente que había sufrido también el mismo suplicio.
—¡Cómo vivir en esta angustia interminable!... No me han dejado volver á Suiza: me niegan el permiso. Nada sé, y hay momentos en que mi cabeza parece que va á romperse. Por eso evito estar sola, por eso juego y necesito ver gente, hablar, huir de mis pensamientos... Después sólo he recibido una postal de mi hijo, sin fecha, sin el lugar de procedencia, que dice casi lo mismo que las otras. La letra es suya, y sin embargo parece de distinta mano. ¡Ay! ¡lo que me dice su letra!... Lo veo como al otro, como al infeliz amarrado al poste, cubierto de andrajos, con una delgadez esquelética... ¡Mi hijo!
Lubimoff tuvo que oprimir sus dos manos fuertemente, tirar de ellas para sostenerla y que no se arrojase sobre la cama con histéricas convulsiones. Se arrepintió de haber venido, provocando con su curiosidad una confesión que despertaba las tristezas de esta mujer.
Ella, que le miraba sin verle, con los ojos desmesuradamente abiertos, acabó por concentrar sus pupilas, fijándose en la emoción de Miguel. Esto la hizo serenarse un poco.
—Feliz tú, que no conoces este suplicio. Es interminable: no tiene remedio. Cuando pienso en él, creo que voy á morir. ¡No saber nada! ¡no poder nada!... Necesito distraerme, pensar en otras cosas. Hay que vivir; no podemos llorar á todas horas. Pero si llego á interesarme por algo, inmediatamente surge el remordimiento. Me insulto yo misma: «¡Mala madre, que lo olvidas!» Raro es el día que como sin llorar. Me atormenta la idea de que él sería feliz con los sobras de mi mesa, con lo que comen los domésticos, ¡quién sabe si con lo que le dan al perro! Y Valeria y Clorinda, al ver mis lágrimas, no pueden explicarse un dolor tan insistente. Ignoran mi secreto; creen, como todo el mundo, que se trata de un simple protegido ó de un pequeño amante: no comprenden esta desesperación por un hombre... Por eso juego tanto; es lo único que me preocupa verdaderamente y me hace olvidar por unas horas; es mi anestésico. En otros tiempos jugaba por el placer de la emoción, por el gusto de reñir con la suerte, porque me halaga el asombro de los curiosos viéndome aventurar con indiferencia cantidades enormes. Ahora es por él, sólo por él.
Alicia recordó el mal estado de su fortuna. Estaba ya quebrantada seriamente años antes, pero ella tenía la esperanza de una pronta reconstitución. Además, los tiempos anteriores á la guerra habían sido la mejor época de su existencia. Tenía á su hijo; se dejaba llevar por la vida, sin pensar en los negocios. Luego, al perder á Jorge, se había consumado al mismo tiempo su ruina.
—¡Si yo tuviese la riqueza de antes! Conozco el poder del dinero; hubiese removido con él á los hombres y hasta á los gobiernos. Habría escrito al kaiser ó á Hindenburg, enviándolos un millón, dos millones, lo que pidieran. «Ya que ustedes restablecen la esclavitud y saquean los pueblos, ahí va dinero. Devuélvanme á mi hijo.» Y lo tendría ya á mi lado. ¡Pero soy pobre!... ¡Si supieras cómo amo ahora el dinero, sólo por él! Sueño con dar un golpe; ganar en dos ó tres días quinientos mil francos ó un millón. ¡Qué alegría la mía cuando llego del Casino con unos miles de francos! «Para enviarle paquetes... para que mi pobrecito coma.» Escribo á los proveedores ó busco yo misma, acordándome de las cosas que más le gustaban. Tú eres rico é ignoras las dificultades del momento presente. ¡Lo que escasean las cosas! ¡lo caras que cuestan!... Yo, antes, tampoco sabía nada de esto... Y le envío paquetes de víveres de los mejores; y siento orgullo al decirle con mi pensamiento: «Es con el dinero que ha ganado mamá para ti... es con mi trabajo.» No sonrías, Miguel. Así es. ¿En qué otra cosa puedo yo trabajar?... Lo único que me apesadumbra es la dirección de estos envíos. «Para el aviador Bachellery, prisionero en Alemania.» No sé más, ¡y son tantos los prisioneros! Casi todos mis envíos deben perderse; pero alguno llegará á sus manos. ¿No crees tú que alguno llegará?
Miguel acogió esta pregunta ansiosa con un vago gesto de conformidad. Sí, tal vez; era casi seguro.
Alicia mostró de pronto cierta confianza. Ocho meses que nada sabía de él; pero otras madres estaban en el mismo caso. No debía desesperar. Hombres dados por muertos en las primeras batallas volvían á sus casas después de un largo cautiverio. Además, ¿era lógico que un hijo de ella muriese de hambre y de miseria lo mismo que un mendigo?...
Lubimoff asintió otra vez. Verdaderamente, no era lógico.
—Hay momentos en que siento una alegría inexplicable: el aviso misterioso de que voy á recibir una buena noticia; la misma corazonada de los días en que llego al Casino segura de ganar... y gano. He escrito al rey de España, que se ocupa de la suerte de los prisioneros y muchas veces hasta consigue que los devuelvan á su patria. He hecho que le escriban un sinnúmero de amigos. ¡Si me devolviese á mi Jorge!... Espero á lo menos una buena noticia, saber dónde está, convencerme de que vive. Me bastaría con que le internasen en Suiza, como á los grandes heridos, y yo iría á vivir con él. ¡Qué felicidad que estuviese en Lausanne ó en Vevey, á orillas del lago, como está mi marido!
El recuerdo del duque la hizo sonreir con una bondad melancólica.
—Te advierto que no lo olvido. Todo lo que me sobra de los envíos á Jorge lo meto en un paquete vía Ginebra. «Para el teniente coronel Delille.» ¡Ay! Este sí que llega. ¡Pobre viejo! Sus respuestas son casi de amor... Yo le regalo salchichones y botes de conservas, en recuerdo de los mazos de flores de veinte luises que me envió cuando pretendía mi mano... ¡Qué tiempos, Miguel! ¡Quién podía imaginarse este trastorno de las personas y las cosas!...
Hablaba ya con más tranquilidad, como si el recuerdo de su hijo hubiese retrocedido á un segundo plano de su memoria.
—Todo me anuncia una buena noticia. La desgracia no puede durar tanto tiempo, ¿no te parece? Es como la mala suerte en el juego: acaba por pasar; lo que importa es tener fuerzas para resistirla... Debería sentirme satisfecha. La emoción apenas me ha dejado dormir esta noche... He pasado de los treinta; ya sabes: esos treinta mil francos que parecían antes el límite de mi suerte. Anoche gané ochenta mil. Tu amigo Lewis estaba furioso. Cree que esto sólo les ocurre á las mujeres: ganar jugando á capricho, burlándose de las reglas.
Adivinó ella en la mirada del príncipe su extrañeza por esta alegría después del llanto reciente.
—No puedo permanecer sola. ¡Los recuerdos!... Tal vez me has oído cantar mientras subías. Es una canción inglesa que cantaba mi hijo. Por las mañanas iba yo á escucharla detrás de su puerta, como una enamorada que se contenta con la voz mientras espera la presencia del hombre amado. Siempre que estoy sola la repito maquinalmente; me imagino que es Jorge el que canta, y se me llenan los ojos de lágrimas, pero son de ternura, lágrimas dulces... Al hacer mi cama he creído oirle, lo mismo que cuando iba y venía por su dormitorio y yo le espiaba al otro lado de la puerta. Mi voz era su voz. Por eso al entrar tú me temblaron las piernas. Supuse por un momento que tú eras él. ¡Qué emoción cuando le vea!... Porque yo le veré. La desgracia no puede durar eternamente. ¿No crees tú que le veré?...
Sus ojos entornados sonreían á una lejana visión de esperanza. Y Miguel, que había permanecido silencioso mucho tiempo, habló para infundirle ánimo. ¡Pobre mujer! Sí; vería á su hijo. A la edad de él se resisten todas las fatigas. Volvería; aún serían felices los dos, comentando el infortunio presente como un mal sueño.
—Además, yo te ayudaré. Hay que proceder activamente para que te devuelvan tu hijo. Escribiré al rey de España. Lo conozco; almorzó en mi yate una vez que estuve en San Sebastián. Tengo buenos amigos en París, hombres políticos, diplomáticos; les escribiré á todos... Y en último término, si no queda otro recurso, buscaré por medio de un gobierno neutral hacer llegar una carta á Guillermo II. Tal vez me atienda: debe acordarse de mí, de su visita á mi buque...
Ahora fué ella la que oprimió sus manos. Le miraba fijamente, con los ojos turbios de lágrimas, sonriendo al mismo tiempo para expresar su gratitud.
—¡Qué bueno eres!—exclamó después de un largo silencio—. El día que estuve por primera vez en Villa-Sirena me convencí de mi gran error. ¡Qué mal nos conocíamos! Ha sido necesaria la desgracia para vernos tales como somos. Primeramente me ofreciste remediar mi pobreza; ahora quieres devolverme á mi hijo...
Se dejó arrastrar por una afectividad impulsiva. Lubimoff vió cómo se inclinaba su cabeza, y sintió inmediatamente el contacto de su boca en una mano. Dos besos ruidosos y una voz que gemía: «¡Gracias... gracias!» El príncipe se puso de pie. Le era imposible tolerar este gesto humilde. Pero al mismo tiempo ella se irguió igualmente; quedaron sus ojos á idéntico nivel, y como si quisiera completar la reciente caricia, se abalanzó sobre el príncipe, le tomó la cabeza entre sus manos y le besó la frente.
Una oleada de perfume carnal, semejante á la otra que le había envuelto al recibir la sábana en pleno rostro, volvió á conmover su organismo. Se daba cuenta del alcance de esta caricia: un simple beso de gratitud, un arrebato de madre que expresa sus sentimientos con excesiva vehemencia. A pesar de esto, la turbación que le dominaba, cruel y voluptuosa á la vez, le impulsó á abrir los brazos para abarcar y apropiarse lo que tenía á su alcance... Pero sus manos ávidas se perdieron en el vacío.
Ella, arrepentida de su acto, se había echado atrás, retrocediendo unos cuantos pasos. Estaba en el hueco de la puerta, dispuesta á continuar su huída. Se arreglaba maquinalmente los cabellos y secaba sus lágrimas, mientras el rubor se extendía por su rostro.
—¡Qué loca soy!—murmuró—. Perdóname. ¡Es tanta mi gratitud al saber que quieres ayudarme!...
Señaló al mismo tiempo el balcón. Abajo, en el jardín, sonaba la voz del hortelano llamando á su perro para que no continuase ladrando junto á la escalinata de la «villa», como si olfatease la presencia de un intruso.
—Vámonos—ordenó Alicia con gravedad—. Las criadas van á volver de misa. No me gusta que nos vean aquí, en mi dormitorio. Podrían creer...
Lubimoff, al serenarse, admiró el gesto pudoroso, la tímida inquietud con que ella decía esto. Resurgió en su recuerdo la mujer del «estudio» de la Avenida del Bosque; hizo memoria de sus audaces teorías. ¿Realmente era la misma?...
Mientras bajaban, ella volvió la cabeza para hablarle, como si adivinase sus pensamientos.
—Debes reirte de mí. ¡Cuán lejos está la Alicia de otro tiempo!... Soy menos mala que parecía, ¿no es cierto?... Dime que no me crees mala; dime que sólo me tienes por loca: una loca sin suerte...
Abrió sus salones del piso bajo para dar á la visita un aspecto de regularidad, pero el frío de las piezas abandonadas, los muebles enfundados, el olor de cueva húmeda, les hizo salir al jardín, continuando su conversación al pie de la escalinata, como dos personas que prolongan su despedida.
La antigua doncella de la duquesa y la jardinera encargada de la cocina pasaron repetidas veces ante ellos con diversos pretextos. Saludaban al señor mudamente, con ojos de adoración y dulce sonrisa. ¿Este buen mozo era el príncipe Lubimoff, del que tanto se hablaba?... Habían oído su nombre muchas veces en aquella «villa», y las dos le veneraron como un ser providencial, todopoderoso, que podía con un gesto hacer resurgir la perdida abundancia...
Miguel no quiso prolongar su visita.
—Ven á verme—dijo ella en voz baja, acompañándole hasta la verja—. Ahora lo sabes todo. Tú eres el único. Será muy dulce para mí que hablemos, que me consueles y me ayudes.
Las horas siguientes las pasó el príncipe silencioso y preocupado. ¡Tantas novedades de una vez!... La existencia de aquel hijo que nunca había podido sospechar; la amorosa feroz convertida en madre; sus lágrimas, su tormento silencioso que arrastraba como cadena expiatoria á través de una vida loca... Y por encima de todas estas sorpresas, la que él había experimentado en su interior, la resurrección del hombre de otros tiempos, la nueva caída en la servidumbre carnal, el doble latigazo recibido en su estructura nerviosa al aspirar el perfume del suave lienzo y al sentir en su frente la huella de sus labios...
Deseaba olvidar todo esto, y para conseguirlo concentró su atención en las revelaciones que ella le había hecho y en sus dolores de madre. ¡Infeliz Alicia! Al verla empobrecida y llorosa, sin otra ayuda que la que él pudiese concederle, empezó á sentir por esta mujer un afecto duradero. Era el cariño del poderoso por el débil al que protege; un amor paternal que no tenía en cuenta la semejanza de edades ni la diferencia de sexos; una ternura en la que entraba por mucho cierta lástima dulce. Se conmovió al recordar el beso humilde con que había acariciado sus manos; casi un beso de mendiga. ¡Pobre! Esto bastaba para que se creyese obligado á no abandonarla nunca. El orgullo de Alicia, su ansia de dominación, le habían enfurecido en otro tiempo. Acostumbrado á proteger generosamente á las mujeres, pero sin someterse nunca á su voluntad, á considerarlas á todas como algo agradable é inferior, no podía transigir con este carácter soberbio. Eran los dos igualmente poderosos y triunfadores para llegar á tolerarse. ¡Pero ahora!...
Renacía en su memoria tal como la había contemplado en el dormitorio, con los ojos acuosos, agrandados por el dolor, y una perla pendiente de sus lagrimales, trágicamente bella, como las vírgenes que tienen sobre las rodillas el cuerpo del hijo crucificado... ¡Máter dolorosa!
Pero una segunda persona que parecía hablar en el interior del príncipe con fría clarividencia protestó de esta imagen. No era una madre dolorosa. La madre no abandona á su hijo: renuncia á todas sus vanidades por él; abdica su presente y su porvenir, como si no tuviese más vida que la de este pedazo de su propia carne; le da el jugo de sus pechos y todas sus horas; sigue minuto por minuto su desarrollo, batiéndose con la enfermedad, burlando al peligro; no espera para amar el esplendor de la adolescencia triunfante... ¡mientras que la otra!...
La otra era Venus dolorosa. Hasta en sus momentos más desesperados se mantenía bella, y su dolor resultaba un nuevo medio de seducción. Era madre, pero seguía siendo mujer: la terrible mujer perturbadora odiada por el príncipe.... ¡Atención, Miguel!
Con una sonrisa de superioridad respondió mudamente á estas reflexiones.
«¡Acaso voy á enamorarme de ella!—se dijo—. La quiero como no creí nunca que podría quererla. Pero sólo es un amigo, un compañero digno de lástima, que debo proteger.»
A la hora del almuerzo, Spadoni no se presentó en Villa-Sirena. Atilio le había visto en el Casino con sus amigos los ingleses de Niza. Estarían almorzando juntos en el Hotel de París, para hablar de nuevas combinaciones. La última consistía en jugar cuatro en diversas mesas, siguiendo un «sistema» común que el pianista juzgaba infalible.
Después de tomar el café, todos los habitantes de la lujosa «villa» parecieran agitados por una comezón que no les dejaba continuar en sus asientos. Castro se marchó el primero, anunciando que iba al Casino. Le avisaba el corazón «una gran tarde». Tenía entre ojos á un croupier que empezaba su servicio á las tres y media. Conocía su modo de tirar la bola. Cada uno tiene su especialidad: unos son de mano larga; otros de mano corta. Este la hacía caer con frecuencia en el 17: su número.
Novoa se fué detrás de él, pero con menos franqueza. Balbuceó ruborosamente al despedirse del príncipe. Tal vez iría á pasar la tarde con sus amigos de Mónaco; tal vez hiciese un pequeño viaje por el camino de Niza hasta Cap d'Ail ó Beaulieu. Era la confusión del señor que no sabe mentir.
El príncipe quedó solo. Miró un rato el mar; luego cambió de ventana, contemplando sus jardines. Oprimió el botón de un timbre para que acudiese don Marcos. No sabía qué decirle, pero necesitaba verlo para no estar solo. Se presentó una de las criadas viejas, anunciando que el coronel se había ido á Monte-Carlo.
—¡Este también!—dijo el príncipe.
Tomó su sombrero y su gabán para escapar al tedio de una tarde de domingo pasada á solas. Además, una fuerza indefinible tiraba de él igualmente hacia la inmediata ciudad. Avanzó por el jardín, dejando á sus espaldas la «villa». Le pareció más grande al quedar abandonada, y que su silencio ceñudo é irritado equivalía á una protesta muda. «¿Para eso la habían construído, gastando tan enormes cantidades?...» Por la carretera inmediata se deslizaban tranvías y carruajes repletos de gente de Monte-Carlo que iba en busca de un pedazo de mar sonriente, de un grupo de pinos, de una altura panorámica.
¡Y el poseedor de los jardines famosos de Villa-Sirena los abandonaba para irse á una población de la que huían los otros!... Lubimoff se acordó del hermoso plan de vida elaborado meses antes: una comunidad de laicos encerrada en este rincón paradisíaco; música, astronomía, agradables conversaciones, trabajos higiénicos. Y los monjes se escapaban con toda clase de pretextos; él, que era su jefe, también sentía una necesidad inexplicable de imitarlos, y hasta Toledo, fiel admirador de aquella propiedad que consideraba la mejor obra de su existencia, parecía sufrir la misma fiebre ambulatoria.
Se volvió cerca de la verja para contemplar su hermoso dominio, como si le pidiese perdón. Un silencio de palacio encantado: los jardines dormitaban como bosques de ensueño. Creyó ver al final de una larga avenida el revoloteo de dos grandes pájaros. Eran Estola y Pistola, con sus fracs de faldones excesivamente largos, corriendo hacia el final del promontorio. Para los dos solos se había construído Villa-Sirena. Podían jugar con un regocijo gimnástico de adolescentes por aquellos jardines que envidiaban los curiosos pegados á la verja; podían romper en sus carreras las plantas raras traídas del otro lado del planeta, saltar de roca en roca en busca de los pececillos que dejaban las olas en los minúsculos lagos de las oquedades de la piedra, hasta que sus fracs quedasen bien mojados y sus zapatos rotos, para desesperación del coronel, que todos los días pasaba revista á su gente.
Miguel no quiso preguntarse adónde iba. Su paseo era seguramente con un fin determinado, pero consideró inoportuno pensar en él.
Vió de pronto dos corrientes de gentío que, viniendo en opuestas direcciones, se encontraban y confundían, subiendo juntas una escalinata corta y anchísima partida por dos pasamanos y cubierta por tres alfombras rojas.
Estaba ante las puertas del Casino. Por un lado iban llegando los que acababan de descender del ferrocarril; por otro, los que habían recogido los tranvías en todos los pueblos de la Costa Azul, desde Niza á Monte-Carlo.
Cantaba aquella tarde un tenor italiano célebre, y una parte de la muchedumbre, despreciando el juego por el momento, se aglomeraba en el teatro.
Lubimoff se vió atendido inmediatamente por dos graves señores de levita y corbata negras, con la cabeza descubierta: dos inspectores del Casino.
—¡Desolados, príncipe! Todo lleno; hasta en los pasillos hay gente.
Pero como era él, uno de los dos lo acompañó hasta el palco de los ministros de Mónaco. El gobernador del príncipe soberano le conocía y quiso cederle el mejor lugar; pero Miguel se mantuvo en segundo término, por miedo á la curiosidad del público.
Era un teatro sin pisos altos; una sala de espectáculos más ancha que profunda, con filas de butacas todas iguales y al mismo precio, y un escenario que servía para los conciertos y excepcionalmente para las representaciones teatrales. El mismo arquitecto de la Opera de París había repetido su abrumadora ostentosidad en esta sala: oro por todas partes, molduras, cariátides, espejos inmensos. No había un palmo de pared que no fuese de estuco labrado y dorado. En el muro del fondo, sobre las filas de butacas que se elevaban en acentuado declive, había cinco palcos, los únicos: el del príncipe soberano y los de sus dignatarios.
Miguel escuchó á los cantantes, mientras examinaba la apretada masa de público que podía distinguir desde su asiento. Reconoció á muchos en esta contemplación á vista de pájaro. Vió en las primeras filas una cabeza gris, con los cabellos partidos de la frente á la nuca y peinados hacia adelante hasta confundirse con unas patillas á la austriaca. Era el coronel, que escuchaba con cierta autoridad, balanceando el cráneo para conceder su aprobación al célebre tenor. Pero no estaba solo: le vió ladear el rostro hacia una cabellera rizada y una sarta de gruesas cuentas de ámbar. ¡Ah, traidor!... Indudablemente, la hija del jardinero. Por esto se había dado tanta prisa en huir: una exigencia de la aprendiza, deseosa de escuchar á aquel artista del que tanto hablaban las señoras. Cuando el grueso ruiseñor quedaba oculto entre bastidores, el coronel ofrecía á su protegida un cucurucho lleno de caramelos. ¡Caramelos en tiempo de guerra! Un verdadero derroche que sólo se podía permitir un enamorado.
En el entreacto, el príncipe se marchó furtivamente, temiendo encontrarse con don Marcos y que su presencia le amargase una tarde feliz. Además, no le interesaba la ópera ni aquel cantante tan alabado.
Atravesó el gran atrio de columnas de jaspe que sostienen una galería con balaustres rematados por candelabros de bronce. En un extremo, sobre tableros, estaban las últimas noticias. El príncipe las leyó sin curiosidad. «Nada; lo de siempre. Sigue la monótona guerra de trincheras. El terreno ganado ó perdido á metros. Esto no acabará nunca...»
Se deslizó entre los grupos que paseaban durante los entreactos, evitando que le viese el coronel. ¡Pobre Toledo! Iba gravemente orgulloso al lado de aquella protegida que podía ser su nieta. Miraba hostilmente á los jóvenes, mientras la muchacha, á sus espaldas, lanzaba ojeadas á todos los hombres con uniforme.
El príncipe tuvo que abrirse paso á través de un grupo inmóvil y compacto. Eran oficiales convalecientes, franceses, canadienses, australianos, ingleses, y revueltas con ellos, enfermeras de varios tipos; unas con velos monacales y aspecto frágil; otras varoniles, con corbata y levita de botones dorados, sin otra prenda femenil que la falda... Algunas más viejas, de pelo corto, cara roja y grandes anteojos de concha, exigían un detenido examen para que de su aspecto híbrido pudiera surgir la convicción de que eran mujeres. Se amontonaban ante las tres dobles mamparas que dan acceso á las salas de juego. Todo el que perteneciese á las fuerzas de mar y tierra de cualquiera nación no debía pasar de aquí: los militares sólo podían entrar en la sala de espectáculos y el atrio del Casino. Y estas gentes, que en sus lejanos países habían oído hablar muchas veces de Monte-Carlo, al verse en él por los azares de la guerra, se amontonaban junto á las mamparas con una curiosidad infantil, admirando instantáneamente, al abrirse y cerrarse aquéllas, la rápida visión de los salones dorados, puestos en fila y llenos de público. Después se retiraban, cediendo el sitio á otros camaradas. Ya habían visto; ya podían afirmar que Monte-Carlo no guardaba secretos para ellos.
Los empleados de levita negra abrieron una de las mamparas, saludando al príncipe como á un antiguo conocido.
Era la primera vez que entraba en los salones de juego después de su vuelta. Creyó que caía con milagrosa regresión en el mundo anterior á la guerra; que todas las cosas que afligían á la humanidad quedaban al otro lado de la puerta, como queda una acción dramática, falsa pero emocionante, sobre el escenario de un teatro que abandonamos.
Hasta encontró cierto atractivo en la arquitectura de estos salones, por ser algo familiar que le recordaba épocas agradables de su existencia.
Estaba en la sala del Renacimiento, pero toda su atención fué atraída por la pieza inmediata, la rotonda central del Casino, el llamado salón de Schmit, al que convergen los otros salones y que parece prolongarse por debajo de las portadas divisorias hasta el fondo del edificio.
Un silencio rumoroso surgía de las aglomeraciones humanas en torno de las mesas verdes. Todos al hablar lo hacían en voz baja, como en una iglesia. De vez en cuando, este susurro se cortaba con un largo rechinamiento, con un ruido igual al de los guijarros de una costa arrastrados por la ola. Eran las raquetas de los empleados, que barrían el paño verde, llevándose las monedas, las fichas, todos los despojos de la pérdida, chocando unas con otras las piezas de metal y las de falso hueso. La voz de los croupiers se elevaba sobre este silencio febril de colmena bullente como la del oficial que ordena una maniobra. «Hagan sus juegos...» «¿El juego está hecho?...» «No va más.» El silencio perdía su envoltura rumorosa; se iba adelgazando. Los pechos respiraban con menos fuerza; los cuellos se estiraban para ver mejor sobre el hombro vecino; algunas mujeres permanecían sobre un pie nada más, echando atrás el otro, como bailarinas que se inclinan para tocar el suelo con las manos. Todos se apretujaban, sin reparar en el sexo á que pertenecían las carnes inmediatas; y en esta pausa de rostros alargados, cejas fruncidas, bocas rígidas y miradas convergentes sonaba, aumentado por un eco diabólico, el correteo de la bolita de marfil por la ranura circular del borde de madera, mientras la rosa de colores de la ruleta iba girando como un kaleidoscopio en sentido inverso.
De pronto, un golpe seco. La bola había terminado su fuga circular, cayendo en un número. Se prolongaba el silencio; los rostros parecían estirarse aún más; los puños se apretaban convulsivamente. Otra vez el ruido de guijarros movidos por la ola. Las raquetas barrían el campo verde. Mal número para el público. Cuando se elevaba en torno de la mesa un ahogado rugido, la respiración de cien pechos descongestionados, los croupiers tardaban varios minutos en reanudar el juego, para pagar á los gananciosos y resolver cuestiones entre los que reclamaban la misma puesta. Al terminar una partida, se disgregaban los grupos de una mesa para trasladarse á otra; pero la orla de gente continuaba siendo compacta, por los nuevos aportes de curiosos.
Descendía de la claraboya central un resplandor acaramelado. Fuera brillaba el sol sobre el mar azul; aquí, la luz era de bodega: una luz, según Castro, semejante á la del salón de sesiones de un Congreso de diputados. Esta luz amarillenta, igual al oxidado fulgor del oro viejo, parecía aumentar la suntuosidad de las salas. Era la arquitectura majestuosa y rica que convence al pueblo y á los ricos improvisados. Las columnas y pilastras, de ónix y de bronce, sostenían un techo magnífico, cortado circularmente por la cristalería de la claraboya. En los cuatro triángulos de la bóveda estaban representados escultóricamente el Aire, la Tierra, el Fuego y el Agua, como si los tales elementos tuviesen alguna relación con la industria que daba vida al vasto palacio.
Cuatro arañas de metal, enormes y rutilantes, completaban la pesada suntuosidad. Allí donde no había dorados ó espejos, ocupaban las paredes vistosas pinturas. Estos cuadros y todos los que adornaban al Casino eran objeto de las burlas de Miguel. Algunos resultaban aceptables; los más parecían viejísimos, á pesar de que no tenían más de cuarenta años, pero con una vejez sin nobleza, lo mismo que si hubiesen pasado sobre ellos varios siglos de desprecio y olvido.
Atilio explicaba á su modo la presencia de tales lienzos. Eran obra, según él, de aficionados arruinados por el juego, que el Casino se veía en la obligación de proteger.
El príncipe empezó á encontrar figuras conocidas entre este público incesantemente renovado, que cada mes resultaba distinto. Todo el mundo pasaba por allí. El pavimento, de diversas maderas ensambladas, era uno de los caminos más frecuentados de Europa. Semejante al antiguo Foro de Roma, punto de convergencia de las rutas del mundo entero, este salón atraía á las gentes desocupadas del planeta. Soñaban todos con poder ir alguna vez á arrostrar una moneda en la gran casa de juego mediterránea. El hombre de otros continentes, al desembarcar en el viejo mundo, inscribía Monte-Carlo en su itinerario de viaje. Pero este río humano que se deslizaba incesantemente, recibiendo el aporte de nuevas olas, iba dejando aguas muertas, plantas desarraigadas, troncos desmochados, en las sinuosidades de sus ribazos.
Lubimoff casi saludó á ciertas personas que le miraban con afectuosa sorpresa, lo mismo que si viesen en él á un resucitado.
Un vejete de barba corta y dura sobre un rostro de cadavérica palidez se inclinó profundamente á su paso, sin que su modestia sufriese al no recibir contestación. Era el hombre más buscado y halagado por las damas que frecuentaban el Casino. Llevaba una especie de solideo negro en la cabeza, el sombrero en la diestra y una medalla de esmalte con el Corazón de Jesús en una solapa. Atilio y Lewis también le habían buscado muchas veces. Miguel estaba seguro de que era amigo de la duquesa de Delille, y en más de una ocasión habría visto sus lágrimas. Facilitaba dinero al cinco por ciento... cada veinticuatro horas, y entretenía sus ocios estudiando de lejos á los recién llegados, por si se ofrecían como nuevos clientes.
También sonrieron al príncipe algunas damas de aspecto serio, todavía de buen ver, amplias de formas por un extremo y enjutas por el otro, como personas que se medicinan contra la obesidad y no obtienen un resultado regular. Estaban sentadas en los divanes de los ángulos, conversando entre ellas, mirando á los grupos de jugadores con un aire de empleadas que descansan después de cumplido su deber. Habían llegado á Monte-Carlo muchos años antes, con joyas, con miles de francos, con un hombre que sufría sus desigualdades de humor y encima daba dinero; y todo se había volatilizado en las mesas del Casino. Pero ellas seguían agarradas al escollo de su naufragio, tal vez para siempre, viviendo de los residuos de otros y otros, que, siguiendo la misma ruta, venían á chocar y á perecer. Se ofrecían á los forasteros como personas experimentadas en los misterios de la casa; aconsejaban á las parejas en viaje de amor qué número debían jugar, como si poseyesen el secreto. Además, se presentaban en el Casino á primera hora, para ocupar los mejores sitios en las mesas, y luego cedían su silla á un jugador rico, cliente fijo, que las recompensaba con generosidad si le favorecía la suerte.
Aún tuvo otros encuentros. Pasaron junto á él unas cuantas viejas, pero de una vejez incapaz de arrostrar el aire libre y la luz del sol. Esta ancianidad se acentuaba bajo adornos extraños que no recordaban ninguna moda: trajes de colorines desteñidos que parecían cortados de un cortinaje viejo y oliendo á casa ruinosa, sombreros monumentales ó turbantes esféricos fabricados con gasas de mosquitero. Unas eran de esquelética delgadez, otras de lívidas adiposidades; pero todas llevaban el rostro escandalosamente cubierto de bermellón y círculos acarbonados en torno de los ojos moribundos.
—Un luis, mi príncipe—murmuró la más atrevida—. Tengo la seguridad de que me dará la suerte.
Le temblaba al hablar la dentadura postiza, demasiado grande. Un hedor de tumba acompañaba la sonrisa de sus labios pintados.
Miguel sabía quiénes eran por los relatos de Toledo. El coronel, admirador de las majestades caídas, aceptaba su conversación con melancólica deferencia. Una había sido amante de Víctor Manuel; otra más vieja recordaba entre suspiros los tiempos de Napoleón III y de Morny. Todas iban á morir en este Monte-Carlo, último rincón de la tierra que podía recordarles sus esplendores de sesenta años antes. Algunas, en memoria de sus joyas desaparecidas, ostentaban serenamente unos adornos grotescos y bárbaros de latón y cuentas de vidrio. Según el paradójico Castro, habían muerto hacía muchos años, pasaban la noche en el cementerio de Mónaco, y vistiéndose con los harapos de los otros cadáveres subían al Casino, por la fuerza de la costumbre, para contemplar una vez más el escenario de su remota juventud.
El príncipe les dió unos cuantos billetes y siguió adelante, mientras ellas corrían á jugar este dinero, después de agradecer el regalo con una sonrisa de calavera, último resto de la gracia profesional.
Pronto dejó de fijarse en todos los parásitos que vivían pegados á los engranajes de la formidable máquina, nutriéndose con las migajas de su trituración. Se sintió interesado por el público de jugadores, siempre igual en apariencia y siempre distinto. Los había que avanzaban apoyados en bastones: bastones de enfermo, con contera de goma, únicos que eran admitidos en las salas de juego, por temor á las disputas. Vió damas gelatinosas de torpe paso; señores tullidos apoyados en el brazo de un jayán con casaca galoneada, que los conducía paternalmente hasta la ruleta, acomodándolos en su asiento. Algunas paralíticas llegaban en un carruajito infantil hasta la escalinata, y allí eran izadas á una silla de manos y llevadas á través de los salones hasta su lugar preferido. En ciertos momentos parecía este palacio del juego un balneario célebre, un Lourdes milagroso. Llegaban, como llegan los enfermos incurables á otros lugares, empujados por la esperanza; pero esta esperanza no era la de la salud, que les dejaba indiferentes. Lo que les galvanizaba era la esperanza de la fortuna, la ilusión de la riqueza, como si esta riqueza pudiera servir de algo á sus pobres cuerpos, faltos de los apetitos que amenizan la existencia.
Resumió el príncipe mentalmente la vida pasional de los humanos en dos placeres que eran el motor de todas sus acciones: el amor y el juego. Los había que conocían igualmente la doble atracción; Castro, por ejemplo. El sólo había sentido interés por el amor é ignoraba el placer del juego. Al levantarse de la mesa, siempre con ganancia, no experimentaba la tentación de volver. Pero viendo á los ancianos, los valetudinarios y los incurables arrastrarse hacia la ruleta como á una piscina milagrosa, los excusó compasivamente. ¿Qué otro placer les quedaba sobre la tierra? ¿Cómo llenar el vacío de una existencia que se prolongaba tenazmente?...
Lo que no podía comprender era el gesto apasionado, la mirada dura de otros jugadores sanos y fuertes. Hombres jóvenes se movían entre las mujeres en torno de la mesa con una brusquedad hostil; disputaban con ellas ásperamente, tratándolas como á enemigos. Las mujeres perdían de golpe su frescura y su gracia: se masculinizaban contemplando las filas de naipes del «treinta y cuarenta» ó el volteo loco de la rueda de colores. Tenían un gesto de luchador, con la boca tirante, los ojos feroces, y avisadas por el instinto de esta transformación, apenas se separaban del juego sacaban del bolso de mano el espejito, los polvos, el colorete, para remediar y borrar su pasajera decadencia.
Las de aspecto más digno y correcto se mostraban á veces las más atrevidas. Podían entregarse á un vicio sin miedo al comentario, sin riesgo de ser criticadas, en un lugar donde todas las mujeres hacían lo mismo y el juego figuraba como algo oficial, digno de respeto.
El príncipe sonrió acordándose de lo que le había contado Toledo días antes: la desesperación de una señora cuarentona que venía de Niza con sus dos hijas todas las tardes y había acabado por perder cincuenta mil francos.
—¡Ojalá me hubiese echado un amante!—gemía la matrona con ojos lacrimosos—. Mejor hubiera sido entregarme al amor.
Entró Miguel en otros salones sin claraboya. Los racimos de bombillas eléctricas, al iluminarlos con un resplandor absurdo, hacían pensar en el sol ardiente y el mar azul que existían al otro lado de los muros de oro y jaspe. Sobre las mesas, el alumbrado era de petróleo: dos enormes pantallas abrigando cada una cuatro quinqués que pendían de unas cadenas de bronce de varios metros fijas en el techo. Así, si se cortaba la corriente eléctrica, no había peligro de que los clientes sintiesen la tentación de apropiarse el dinero de la banca.
De tarde en tarde sonaba una campanilla, agitada discretamente por uno de los empleados de levita negra que dirigían el juego. Una ficha, una moneda ó un billete había caído bajo de la mesa. Y se presentaba con una prontitud escénica, como si esperase entre bastidores, un lacayo de casaca azul y oro llevando en las manos una linterna sorda y un gancho para huronear entre las piernas de los jugadores, hasta que encontraba el objeto perdido.
Una disciplina de buque de guerra, donde cada cosa está en su lugar y cada hombre en el sitio de sus funciones, se notaba en las vastas salas. Varios señores respetables, con la solapa condecorada, paseaban entre las mesas con aire de oficiales de servicio, para convencerse de que todo iba perfectamente. Allí donde las voces subían de tono se presentaban con paso rápido para cortar los discusiones. Cuando dos «puntos» se disputaban una misma puesta, resolvían inmediatamente el pleito pagando á los dos. El dinero acababa al fin por volver á la casa.
Según Atilio, estaba perforado el Casino por galerías secretas, puertas invisibles y hasta trapas, lo mismo que el escenario de una comedia de magia; todo para el mejor servicio y evitar molestias á los clientes. Algunas veces, un enfermo se desmayaba en la mesa ó caía muerto por una emoción demasiado violenta. Al instante se abría el muro más próximo, vomitando una camilla y dos bomberos, que hacían desaparecer el cuerpo importuno como por encantamiento. Los de la partida inmediata no llegaban á enterarse.
En otras ocasiones era un suicidio. Lubimoff conocía una mesa llamada «del suicida», á causa de un inglés que había querido morir teatralmente, disparándose un pistoletazo al perder la última moneda. Las piltrafas de su cerebro salpicaron la bayeta verde, las caras de los vecinos y hasta las levitas de los croupiers. ¡Siempre hay gentes de poco tacto, que no saben vivir en sociedad!... Pero los bomberos surgían de la pared, llevándose al muerto, limpiando de sangre la alfombra y la mesa, y poco después, del óvalo de gente apretujada contra el tablero verde surgía la voz sacramental: «Hagan sus juegos...» «¿El juego está hecho?...» «No va más.»
El príncipe se acordó del famoso «banco de los suicidas» en los jardines del Casino. Una leyenda para periódicos. No existía. Cuando se mataban varios en un mismo banco, la administración lo hacía cambiar de sitio inmediatamente. También era una exageración folletinesca lo de la abundancia de suicidios: dos ó tres por año nada más. Según Castro, había pasado de moda esto de matarse en Monte-Carlo; resultaba una falta imperdonable de buen gusto; lo discreto era irse lejos y desaparecer sin ruido. Además, la policía de la casa tenía buen ojo para conocer á los desesperados, y les facilitaba un billete de ferrocarril, aconsejándoles que se matasen buenamente en Marsella, ó cuando menos en Niza ó Mentón.
Estaba Miguel cerca de la «mesa del suicida», junto á la entrada de los salones privados, cuando notó cierto revuelo en el público. Se buscaban los grupos para transmitirse una noticia; los antiguos clientes se agitaban con una emoción profesional. Algo importante estaba ocurriendo. El príncipe conocía el significado de estas ráfagas de curiosidad: un jugador ganaba ó perdía de un modo extraordinario.
Cierto nombre llegando vagamente á sus oídos hizo que su atención se concentrase.
—La duquesa de Delille... Doscientos mil francos...
Todos los que tenían permiso para jugar en los salones privados se precipitaban hacia la gran puerta de cristales que da acceso á ellos. Miguel siguió esta corriente.
Se vió en una pieza enorme, de techo altísimo. En uno de sus lados se abrían cuatro grandes balcones sobre las terrazas y el Mediterráneo. A causa de la guerra estaban cubiertos con unas telas obscuras para ocultar la luz interior. El muro de enfrente lo llenaban varios espejos gigantescos. En lo alto, diez y seis cariátides blancas y pechugonas, encorvadas bajo el peso del techo, sostenían anchas bandas de cristales de roca con bombillas eléctricas que dejaban caer un resplandor lunar.
Los curiosos pasaban indiferentes ante las primeras mesas de juego, para agolparse en torno de la última, la del «treinta y cuarenta», al pie de un gran cuadro en el que tres buenas mozas desnudas, sobre un fondo de arboleda obscura igual á los jardines de Boboli, representaban Las Gracias florentinas.
Allí estaba el fenómeno. Avanzando su cuello entre los hombros de dos curiosos, vió á Alicia sentada á la mesa, con aspecto pensativo. Todas las miradas convergían sobre ella. Ante sus manos se amontonaban varios fajos de billetes y muchas fichas formando pilastras: fichas ovaladas de quinientos francos y rectangulares de á mil, llamadas «jaboncillos» en el lenguaje del Casino, á causa de su forma.
Ella levantó de pronto la cabeza, como si el instinto le avisase una presencia interesante, y sus ojos se dirigieron rectamente hacia Miguel. Le saludó con una sonrisa de felicidad. Pareció besarle con la mirada. Y todos, con esa sumisión de las muchedumbres cuando se sienten dominadas por el entusiasmo ó el asombro, siguieron sus ojos para conocer al hombre que era acogido de este modo por la heroína. El príncipe sintió halagada su vanidad, lo mismo que cuando un artista célebre le saludaba desde la escena y seguía cantando con la mirada puesta en él, para dedicarle sus gorgoritos; lo mismo que cuando, de joven, un matador de toros le dirigía un gesto amistoso antes de dar la estocada final. Alicia parecía brindarle su gloria.
Pero inmediatamente volvió á recogerse en su ensimismamiento. No estaba sola. Alguien invisible y poderoso se erguía detrás de su asiento, ó se inclinaba para soplar en su oído el consejo certero, la resolución inesperada, la audacia original. Sus ojos, animados por una luz fosforescente, contemplaban lo que nadie podía ver. Su boca muda se estremecía con nerviosas contracciones, lo mismo que si hablase á un ser misterioso que no necesitaba del sonido para oir. Miguel adivinó junto á ella la potencia demoniaca de las horas inolvidables, la que proporciona á los artistas el acorde maestro, la palabra luminosa, la pincelada suprema; la que sugiere la matanza final en las batallas ó la astucia decisiva en los negocios acompañados de quiebras y suicidios.
Se había lanzado al gran juego. Avanzaba con mano negligente una columna de doce fichas rectangulares rematada por otra oval: doce mil quinientos francos, la cantidad máxima que puede arriesgarse al «treinta y cuarenta». El público, con la idolatría que inspiran los vencedores, se interesaba por la duquesa, como si cada uno esperase participar de sus ganancias. Todos presentían su triunfo. Y cuando efectivamente ganaba, un murmullo de satisfacción, un resuello de desahogo iba elevándose del óvalo de curiosos que se oprimían contra los respaldos de las sillas ocupadas por los jugadores. De tarde en tarde perdía, y el profundo silencio era de simpática conmiseración. Algunas veces, después de haber avanzado la pilastra de fichas, entornaba los ojos como si escuchase á su colaborador invisible, movía la cabeza en señal de asentimiento y retiraba su puesta. Surgía de nuevo el murmullo de satisfacción al convencerse el público de que había retirado su dinero á tiempo, lo que equivalía á un triunfo negativo.
Muchos calculaban con ojos de codicia las cantidades que se amontonaban ante sus manos.
—Ya está en los trescientos mil... Tal vez tiene más... ¡Ojalá llegue á ganar millones!... ¡Qué gusto ver saltar al Casino!
A estos comentarios en voz baja se unían las exclamaciones laudatorias de algunas viejas, adorando con sus ojos á la victoriosa. «¡Qué simpática!... Una gran señora. ¡Y tan bella!... ¡Que la suerte le acompañe!»
Se movió un hombro negro sobre el cual asomaba su cabeza el príncipe, y éste vió la cara de Spadoni junto á sus ojos. No mostraba el pianista la menor sorpresa, como si se hubiese separado de él pocos minutos antes. Ni siquiera lo saludó. El asombro que dilataba su rostro, el escándalo y la envidia que le infundía esta fortuna insolente, necesitaban expansionarse con una protesta.
—¿Ha visto, Alteza?... No sabe jugar. Va contra todas las reglas; va contra la lógica. No sabe... ¡no sabe!
Inmediatamente volvió sus ojos á la mesa, olvidando al príncipe, al oir un nuevo rugido del público. Faltaba poco para que algunos saludasen con aplausos los repetidos triunfos de la duquesa. Los que habían perdido en los días anteriores se regocijaban con una alegría de venganza. «¡Qué tarde!... ¡Esto se ve pocas veces!» Sonreían dándose con el codo al notar las idas y venidas de los inspectores, la presencia de altos empleados que se esforzaban por ocultar sus impresiones, la cara larga de los que volvían de la caja central con nuevos paquetes de placas de mil francos para pagar á aquella señora que por tres veces había dejado á la mesa sin dinero. La noticia de su fortuna circulaba por todo el edificio. A aquellas horas los señores de la administración debían estar hablando en su despacho del piso alto de esta mala jugarreta que se permitía con ellos el azar. Algo extraordinario y emocionante, igual al soplo de una revolución, se extendía hasta los últimos rincones. Los que carecían de permiso para entrar en las salas privadas pedían noticias á los que salían de ellas, repitiéndolas con la exageración del entusiasmo. En los guardarropas, en los gabinetes de aseo, en los pasillos interiores, en los subterráneos, en todos los recovecos donde criados, camareras y bomberos viven bajo una eterna luz artificial, esta novedad sacudía la calma dormitante del personal subalterno. Era una emoción igual á la que circula por los corredores medio desiertos de una Cámara de diputados mientras en el hemiciclo rebosante se defienden los ministros en peligro de muerte. Iba creciendo la noticia al ir de grupo en grupo, con esa satisfacción mezclada de inquietud que inspiran á los humildes los malos negocios de sus patrones.
—Parece que arriba una duquesa ha ganado un millón... No; ahora dicen que son dos millones.
Y al dar la vuelta completa al edificio, los dos millones habían engendrado uno más. Media hora después eran cuatro para todos los modestos servidores que envejecían viviendo del juego, sin haberlo visto nunca de cerca.
Miguel sintió de pronto una gran cólera contra aquella mujer afortunada. Después de la sonrisa de saludo ya no le había mirado más. Sus ojos pasaron repetidas veces sobre él de un modo maquinal, sin llegar á verle. Era uno de tantos curiosos espectadores de su triunfo. En el mundo sólo existían en aquel momento la baraja y ella.
Su despecho le hizo sentir una indignación de moralista. Nada le importaba que Alicia se olvidase de él. Lo repitió mentalmente varias veces: nada le importaba. No eran amantes ni existía entre ellos un afecto profundo. ¡Pero el hijo!... Se acordó de la escena de la mañana, con sus gemidos y sus lágrimas. Y la madre estaba allí, entregada por completo á la voluptuosidad del azar, insensible á todo lo que no fuese su torpe afición. Si alguien la hablaba del aviador prisionero, tendría que hacer un esfuerzo para recordar que existía, ¡y horas antes lloraba sinceramente pensando en su cautiverio!...
Era demasiado para el príncipe. Su severidad no podía aceptar esta indiferencia. Y con los codos se abrió paso entre la muchedumbre, despegándose de la espalda de Spadoni, que seguía con ojos de hipnotizado los tesoros crecientes de la duquesa.
Lubimoff dió un paseo por el salón. Despreciaba el egoísmo de Alicia, pero carecía de fuerzas para marcharse. Necesitaba estar cerca de ella; quería convencerse de hasta dónde podía llegar su insensibilidad.
Se tropezó con un señor que caminaba entre las mesas agitando las manos detrás de su espalda y mascullando frases ininteligibles. El amigo Lewis.
—¿Ha visto usted cómo juega?—dijo con acento de cólera al reconocer al príncipe—. Como una bestia, como una verdadera bestia.... No debían dejar entrar á las mujeres.
Toda la tarde había estado perdiendo, de acuerdo con las reglas y la experiencia. No le quedaba dinero ni para sus whiskys: tendrían que fiarle en el bar. Pero recordando de pronto que la de Delille era parienta de Lubimoff, añadió:
—Siento mucho ofenderla; pero juega como una imbécil.
Y le volvió la espalda, para continuar su monólogo furibundo.
Don Marcos pasó rápidamente sin ver al príncipe, abriéndose paso entre la masa de curiosos, con su autoridad de personaje decorativo. Acababa de abandonar apresuradamente á la hija del jardinero. La noticia había circulado por el teatro, logrando que muchos renunciasen al final de la ópera, para presenciar esta suerte inaudita, que era para ellos un espectáculo de mayor interés.
En una mesa de ruleta encontró á Clorinda que jugaba parcamente, teniendo á Castro detrás de su asiento.
«La Generala» había presenciado la primera parte de la victoria de su amiga. «Va á perder, esto no puede durar», pensaba á cada golpe. Luego se había retirado de la mesa, explicando su actitud á Castro y á otros amigos. No podía presenciar con tranquilidad cómo Alicia hacía un juego tan arriesgado. Era una emoción superior á sus fuerzas.
—Yo deseo que gane mucho, muchísimo—añadía con una generosidad de buena amiga—. ¡La pobre lo necesita tanto! ¡Van tan mal sus asuntos!
Había acabado por sentarse á otra mesa, con la vaga esperanza de que se acordase también de ella la suerte; pero los murmullos que venían del «treinta y cuarenta» anunciando nuevas victorias la ponían nerviosa, atribuyendo á esto la pérdida de varias piezas de veinte francos. Cuando vió perdidos doscientos, su irritación necesitó desahogarse en alguien. Allí estaba Atilio, que la seguía á todas partes, acogiendo con sonriente adoración las agresividades de su mal humor.
—Castro, márchese; no permanezca detrás de mí. Ya sabe que me trae mala suerte. Váyase á otro sitio.
Y el príncipe vió cómo su amigo, con un gesto de enfado, se separaba de la viuda, dirigiéndose al bar.
Quiso seguirle. Hablando con Atilio olvidaría la irritación que le había causado la otra mujer. Pero al dirigirse al fondo del salón tuvo una nueva sorpresa.
En un ángulo escasamente iluminado vió á Novoa que ocupaba un diván con Valeria, la acompañante de la duquesa. ¡Ah, embustero! Este era el que iba á pasar la tarde en Mónaco ó paseando por el camino de Niza. Tal vez esto último no era falso. Habría esperado á Valeria, que regresaba de su almuerzo.
Debían estar los dos desde mucho tiempo antes en la penumbra de este rincón, insensibles á lo que les rodeaba, sordos á los comentarios de la gente.
El, vuelto de espaldas al príncipe, no pudo verle. Ella tampoco, pues tenía sus ojos fijos en Novoa, con una gravedad afectuosa de muchacha que ha hecho estudios serios, tiene su título de bachillera y puede comprender á un hombre de ciencia.
Miguel oyó un fragmento de lo que decía el joven catedrático.
—...Y cuando las corrientes glaciales del Polo llegan allá, ocupan el lugar de las aguas calientes, que suben á la superficie...
¡Explicaba la formación del Gulf Stream! Nadie lo hubiese creído al ver detrás de sus lentes unos ojos acariciadores y tímidamente amorosos. Ella escuchaba con un fervor de admiradora; pero Miguel, que conocía á las mujeres, creyó adivinar su verdadero pensamiento. Sopesaba, con su malicia de muchacha pobre y sola, lo que había de marido posible en este hombre ignorante de todo lo que no se aprende en los libros; calculaba las modificaciones que son necesarias para hermosear á un descuidado varón que siempre lleva la corbata mal hecha y es incapaz de sentarse tirando antes de sus pantalones para evitar unas rodilleras grotescas.
Lubimoff pasó más de una hora, muellemente hundido en un sillón del bar, oyendo á Castro. Las ramas de los grandes árboles de la terraza arañaban dulcemente los vidrios de las ventanas en la penumbra del crepúsculo.
Atilio exteriorizó su melancolía lamentando la parquedad del té. Almendras tostadas y patatas fritas al vapor eran todas las delicadezas gastronómicas que podían ofrecer con motivo de la guerra en este lugar visitado por los ricos.
El público le inspiraba las mismas reflexiones tristes. Había gente, pero muy poca comparada con la que acudía á Monte-Carlo años antes. Llegaban entonces trenes de lujo directamente de Londres, de Viena, de Berlín, de todos los extremos de Europa. La plaza del Casino era una Babel; en torno del «queso» paseaban todas las razas y sonaban todos los idiomas. Ahora resultaba lamentable la ausencia de los rusos, jugadores fogosos, y también de los austriacos y los turcos. Los últimos en sentir la atracción de Monte-Carlo eran los alemanes; pero Castro los había visto llegar en masa en los últimos años, aportando al juego el mismo sistema reposado, metódico y minuciosamente científico que aplican á la disciplina de cuartel, á la organización de la industria ó á los trabajos de laboratorio.
Se les conocía apenas entraban en las salas. Al sentarse á la mesa se rodeaban de libros y papeles: estadísticas de los números más favorecidos en los últimos años, manuales del perfecto jugador, cálculos propios, logaritmos que ellos solos podían entender.
—Defendían el dinero con mayor tenacidad que los otros—continuó Atilio—, con una paciencia de bueyes testarudos é incansables; pero acababan perdiendo, igual que los demás. ¿Quién no pierde aquí?... Hasta el Casino, que gana siempre, pierde ahora. Antes de la guerra, su renta era de cuarenta millones por año. Actualmente saca en limpio tres ó cuatro millones nada más, y como tiene que cubrir unos gastos enormes, se ve obligado á hacer empréstitos para seguir viviendo, lo mismo que un Estado.
Miguel se fijó en los que pasaban por el bar. Sólo entraba un hombre por cada diez mujeres.
—También es la guerra—dijo Castro—. ¡No se ven mas que hembras, hembras por todas partes! Pero aquí, si se acuerda uno de los tiempos de paz, siempre fué superior la proporción femenina. Los hombres, menos numerosos, juegan más fuerte, arriesgan con mayor audacia su dinero; pero en torno de las mesas, tres cuartas partes del público están compuestas de mujeres. La mujer, cuando teme al amor ó está desengañada de él, se entrega al juego con una vehemencia pasional. Es el único recurso que encuentra para desahogar su imaginación. Además, hay que tener en cuenta sus aficiones al lujo, que no están casi nunca de acuerdo con sus recursos, y todas las necesidades de la mujer actual que no conocieron sus abuelas... Mira; fíjate.
Señaló discretamente á una señora entrada un años, pintarrajeada y modestamente vestida, á la que acosaban con manoteos y gestos de súplica otras dos, jóvenes y elegantes. Se adivinaba que habían entrado allí únicamente para tratar un asunto, lejos de la curiosidad de las salas de juego.
—Solicitan un préstamo, y ella se resiste—continuó Castro—. Tal vez es el segundo ó tercero de la tarde. Esa dama es una rival del vejete que lleva en la solapa el Corazón de Jesús. ¡Famoso usurero! Empezó de mozo de café, y debe tener unos dos millones, después de treinta años de honrada industria. Todo lo que posee lo destina al pueblo de La Turbie, que le ha nombrado su bienhechor. Regala imágenes de santos, ha reconstruído la iglesia... Atención: la dama se ablanda. El préstamo va á realizarse.
Las tres mujeres habían desaparecido detrás de una puerta de caoba que daba entrada á los gabinetes de necesidad para señoras. La prestamista guardaba sus caudales en las enaguas, y le era preciso remangarse para hacer sus negocios. Poco después salió rápidamente hacia el salón de juego. Necesitaba continuar su vigilancia sobre algunas deudoras, por si estaban ganando. Las dos jóvenes la siguieron, llevando sus bolsos de mano todavía abiertos para contar con la vista los billetes acabados de recibir.
Castro, que más de una vez había sufrido la humillación de operaciones semejantes, empezó á discurrir con amargura sobre el vicio que sostiene la existencia de este edificio enorme y de todo el principado. El jugaba por la ganancia, jugaba porque era pobre; ¡pero tantos ricos venían allí, con riesgo de perder la base de su bienestar!...
—El juego es un empleo de la imaginación. Por eso habrás notado que los hombres de imaginación, los escritores, los verdaderos artistas, rara vez juegan. Muchos dan escándalos por sus vicios exagerados hasta la monstruosidad, pero ninguno se ha distinguido como jugador. Tienen asuntos más interesantes á que aplicar su potencia imaginativa.... En cambio, la gran masa de los humanos siente el encanto del juego, y cuanto más vulgar es un individuo, con más fuerza le atraen las seducciones del azar. Nuestros actos están guiados por el deseo de conseguir un máximum de placer con una parte mínima de sufrimiento y de trabajo; ¿y qué mejor que el juego para obtenerlo?... Todos obedecemos á la esperanza y hacemos aquello que nos parece más ventajoso. Además, nos conviene exagerar la probabilidad de que ocurra aquello que queremos ardientemente, y acabamos por tomar nuestros deseos por realidades.... Los que entran todos los días aquí tienen la corazonada de que saldrán llevándose mil francos, ó veinte mil, ó cien mil, y lo regular es que salgan con los bolsillos vacíos. No importa; al día siguiente volverán, guiados de la mano por las mismas ilusiones.
Cesó de hablar, como si le afligiese la consideración de que estaba haciendo su propio retrato. Luego añadió:
—Sin estas ilusiones que nuestra imaginación ama porque la arrullan dulcemente, la vida resultaría irresistible. Es tal vez una felicidad que nuestras esperanzas no sean matemáticamente exactas y que en nuestro destino tenga tanta influencia la suerte. Además, la vida es breve, el porvenir incierto; si la fortuna ha de venir á nosotros, conviene abrirle el camino para que llegue velozmente; ¿y qué mejor camino que el juego?... Cuando ponemos nuestras esperanzas muy lejos en el tiempo, valen muy poco. Si debemos ganar, que sea pronto y de una vez. Nuestra vida no es mas que un juego de azar. Todos somos jugadores, aun los que no han tocado jamás una carta. Las profesiones, los negocios, el mismo amor, puro juego, puro azar, asunto de suerte. La habilidad ó la inteligencia pueden hacer los juegos de nuestra vida más favorable, pero el azar no pierde por esto sus derechos y la buena suerte del individuo realiza lo más importante. Para llegar á rico, hasta en los negocios que parecen más seguros hay que ser favorecido por un concurso de circunstancias extraordinarias, de golpes de azar constantemente felices. Jamás un hombre se ha hecho rico ó célebre solamente por lo que vale.
Lubimoff, uno de los grandes ricos del mundo pocos años antes, asintió con movimientos de cabeza á esta afirmación.
—Hasta los gobiernos cultivan la esperanza pública por medio del azar—continuó Castro—. Raros son los que no autorizan una lotería. El que adquiere un billete compra un poco de esperanza, la posibilidad, si tiene imaginación, de fabricarse por unos días toda clase de ilusiones magnificentes y de experimentar una profunda ansiedad en el momento del sorteo. El mejoramiento de nuestro bienestar material por el propio esfuerzo resulta laborioso y difícil. Pero hay un medio de proporcionar una felicidad relativa á los humildes: darles la esperanza de llegar á ricos, de emanciparse de toda servidumbre, de realizar el ideal de libertad que todos sienten. El Estado se muestra por principio enemigo del juego; lo considera inmoral, por estar basado en lo incierto; pero toda operación de comercio, financiera ó de industria representa un azar, muchas veces la ruina de uno de los contratantes, y es un juego casi igual á los de aquí.
Sonrió Atilio irónicamente antes de continuar.
—Que hablen contra el juego los moralistas hasta cansarse... Lo cierto es que las sumas que se arriesgan en las carreras de caballos y en los casinos aumentan de año en año con una progresión rápida, más rápida que la progresión de la fortuna pública. El desarrollo de las buenas costumbres no ejerce ninguna influencia en su disminución. En cambio, las complicaciones de la vida moderna, con sus crecientes necesidades, favorecen la pasión del juego y hasta la agravan.
El príncipe le interrumpió. Tal vez era cierto lo que decía, pero ¡qué vicio deprimente el juego! Los seres más razonables se dejaban dominar por él, hasta perder su inteligencia ordinaria.
—Es cierto—confesó Atilio—. En los juegos es donde se muestra la debilidad humana y la tendencia que tenemos á la superstición. ¡Qué de manías, como si el pasado pudiera influir en el presente!... ¡Qué de inútiles esfuerzos para domar á la suerte!... Se han derrochado más tesoros de imaginación para inventar nuevos sistemas de juego que para encontrar el movimiento perpetuo, y con igual inutilidad. Todas esas combinaciones maravillosas conducen al jugador infaliblemente á la pérdida, con más ó menos rapidez, pero siempre con certeza... ¡Y qué fe la nuestra! La considero superior á la de los mártires de las religiones. Cuando uno cree poseer una combinación segura para ganar, resulta inútil disuadirle. Nada le puede convencer. Es curioso que el fracaso del sistema y la pérdida consiguiente no descorazonen nunca al buen jugador. Inmediatamente acogemos una nueva combinación, la verdadera esta vez, que nos permitirá conseguir la fortuna... A una esperanza sucede siempre otra esperanza, y así vamos viviendo, hasta que llegue la muerte.
La melancolía de estas últimas palabras fué breve. Castro pareció acordarse repentinamente de algo que le hizo sonreir.
—¡Y qué incoherencias en la vida de los jugadores! Arriesgan el dinero sin miedo y no hay gente más avara. Fíjate en las mujeres que juegan con mayor pasión. Todas mal vestidas; algunas llegan hasta el descuido en su persona. El dinero lo necesitan para jugar, y dejan para el día siguiente la compra de lo necesario. Hay hombres que pasan toda la tarde con el sombrero bajo el brazo, por ahorrarse los cincuenta céntimos que cuesta dejarlo en el vestíbulo del Casino. Hoy, al entrar, he visto á un viejo que espera á un amigo suyo todos los días junto al mostrador del guardarropa. Depositan juntos sus sombreros y gabanes; así, cada uno sólo paga veinticinco céntimos. Luego, en la ruleta, los he visto manejar á fajos los billetes de mil francos.
Los jugadores que entraban eran interpelados desde las mesas.
—¿Aún sigue ganando?...
Se referían á la de Delille. Las noticias no eran acordes. Unos parecían indignados: «Sí; continuaba ganando con una suerte insolente.» Se había desvanecido el entusiasmo del primer momento. Una punta de envidia latía en las miradas y las palabras. Otros, á impulsos del mismo sentimiento egoísta, se complacían en marcar un descenso en esta suerte maravillosa. Perdía y ganaba. Sus buenos golpes ya no eran tan seguidos como al principio; pero de todos modos, si se retiraba inmediatamente, tal vez se llevase trescientos mil francos.
Atilio y el príncipe vieron á Lewis de pie ante el mostrador, bebiendo uno de aquellos whiskys que serenaban su ánimo y le permitían reanudar las retorcidas combinaciones que habían de devolverle su herencia paterna y restaurar su castillo.
Le llamaron para enterarse de la suerte de la duquesa. Lewis se encogió de hombros con una expresión de escándalo y de protesta. Era absurdo ganar de tal modo jugando tan mal.
—Debe tener oculto en sus faldas el rosario del conde—dijo Atilio con gravedad.
Quedó Lewis perplejo, como si tomase en serio estas palabras. Después se ruborizó, con una corrección británica, al acordarse de los extraños adornos del rosario de su amigo. De repente empezó á lanzar violentas carcajadas: «¡Ah, mister Castro!...» Le parecía tan chistosa la suposición de mister Castro, que tosió, asfixiándose de tanto reir, y fué en busca de un nuevo whisky para recobrar su serenidad.
Volvieron los dos amigos al salón de Las Gracias florentinas.
El príncipe vió á Novoa y á Valeria en el mismo diván, continuando su conversación, pero cada vez más abstraídos, fijos los ojos en los ojos, como si estuviesen en un lugar desierto.
Llegó cerca de ellos sin que le viesen, y pudo oir un fragmento de lo que decía la acompañante de Alicia.
—No conozco España; ¡pero me interesa tanto!... Yo adoro todos los países de amor, donde los hombres son desinteresados, donde no exista la dote y una mujer puede casarse aunque sea pobre.
Dejó caer una ojeada de lástima el príncipe al pasar junto al sabio.
VII
Un nuevo personaje intervino en la vida de los habitantes de Villa-Sirena. El coronel anunció con entusiasmo á este amigo que le había hecho conocer doña Clorinda.
—Es un teniente español de la Legión extranjera. Vive en el hotel que el príncipe de Mónaco ha destinado á los oficiales convalecientes. Se llama Antonio Martínez, nombre vulgarísimo que dice muy poco; pero es un gran soldado, un héroe, y no sé cómo sobrevive á sus heridas.
«La Generala», que llevaba la cuenta de todos los militares de cierta notoriedad llegados á Monte-Carlo, había querido conocer á este teniente, tomándolo luego bajo su protección. La duquesa de Delille también se interesaba por él, y las dos, orgullosas de ser sus «madrinas», lo exhibían en el atrio del Casino, alquilaban carruajes para pasearlo por los lugares más hermosos de la Costa Azul, le regalaban los comestibles mejores y las pastelerías de tiempo de guerra que conseguían encontrar. Enfermo del pecho á consecuencia de los gases asfixiantes de los alemanes, había recibido, además, en la cabeza un casco de granada, y sufría de tarde en tarde accidentes nerviosos que le hacían caer al suelo privado de conocimiento. Los médicos hablaban con tristeza de su estado. Tal vez viviría años, tal vez moriría en una de estas crisis; lo importante era que llevase una existencia plácida, sin profundas emociones. Y las dos señoras, que conocían su verdadero estado, lo lamentaban cuando él no estaba presente. ¡Tan joven! ¡tan afectuoso y tímido! Sobre el pecho de su uniforme amarillo mostaza llevaba, con los cordones rojos, símbolo de heroísmo dado á los batallones extranjeros, la Cruz de Guerra y la Legión de Honor.
Clorinda, que se consideraba con mayores derechos por haberle «descubierto», pensó un instante en llevarlo á vivir con ella, para atender mejor á su cuidado. Pero estaba en el Hotel de París; no disponía de una «villa» entera, como Alicia. Y ésta, aunque tentada por las insinuaciones de su amiga, no se atrevió á instalar al convaleciente en su domicilio. La gente era maliciosa, y ella, sin decir el por qué, temía ahora mucho sus comentarios.
Mientras tanto, las dos llevaban á todas partes al teniente, protestando de que no le permitieran entrar con ellas en los salones del Casino, á causa de su uniforme. Una tarde, doña Clorinda, con toda la autoridad de su carácter, lo llevó á Villa-Sirena. Era una vergüenza que el hermoso edificio y sus vastos jardines estuviesen dedicados á cinco hombres que no servían de nada á la humanidad. Muchas veces lo había convertido imaginariamente en un sanatorio poblado de militares inválidos, con ella al frente como directora y protectora. Pero sus insinuaciones no causaban efecto alguno en el príncipe. «Un egoísta», se decía, volviendo á su antigua opinión.
Ya que le era imposible ocupar la «villa» con una tropa de convalecientes, llevó al oficial español paro que conociese sus jardines, sin solicitar antes el permiso de Lubimoff.
Este pudo contemplar de cerca al héroe de que tanto le había hablado don Marcos en los últimos días. Nada vió en él que revelase sus hechos extraordinarios. Era un muchacho, pronto á ruborizarse cuando le obligaban á contar sus actos en la guerra. Despojado de su uniforme y sus insignias honoríficas hubiese parecido un pobre dependiente de comercio, resignado con su modestia é incapaz de salir de ella. Su aspecto contrastaba con las hazañas que al fin se decidía á confesar en fuerza de preguntas. Tenía veintisiete años y parecía mucho más joven, pero con una juventud enfermiza, debilitada por las heridas y los sufrimientos.
Lubimoff, que odiaba la fanfarronería de los héroes jactanciosos, se sintió desconcertado primeramente y luego atraído por la sencillez de este oficial. De no conocer por don Marcos la autenticidad de sus proezas, las habría creído falsas.
Algo intimidado en presencia del famoso dueño de Villa-Sirena, confesaba su origen humilde sin orgullo y sin timidez. Era un pobre, hijo de pobres. Había intentado estudiar una carrera, pero la necesidad de ganarse el sustento le hizo abandonar los libros, rodando por las más diversas ocupaciones. ¡Era tan difícil en España conquistar el pan!... Después de hacer la guerra en Marruecos como español, había vagado por diversas repúblicas de la América del Sur, siempre en lucha con la miseria y la mala suerte.
—Allá donde tantos brutos se hicieron ricos—decía—, yo sólo conocí una pobreza igual á la de mi patria... Cuando estalló esta guerra me indigné, como muchos, de la conducta de los alemanes, de sus atrocidades en los países invadidos. Estaba entonces en Madrid. Una noche, varios contertulios de café convinimos en ir á pelear por Francia. El que se hiciese atrás pagaría diez duros. Todos se arrepintieron de su decisión, menos yo. No crean ustedes que fué por evitarme el pago de la apuesta. Yo tengo mis ideas, y he leído algo. Soy republicano... y Francia es el país de la gran Revolución. Ingresé en un batallón de la Legión extranjera que se organizaba en Bayona, compuesto en su mayor parte de españoles. Quedan ya muy pocos: los más han muerto; los restantes viven esparcidos en los hospitales ó han quedado inútiles para siempre. Yo conocía la guerra, una guerra de montaña contra los moros del Rif, y sin buscarlo había llegado en mi patria á teniente de la reserva. Tal vez por esto fuí sargento en la Legión á las pocas semanas... pero ¡las asperezas de la realidad! Nunca me imaginé que nos recibieran con música: Francia tiene otras cosas en que pensar; pero fué triste ver tan mal interpretado nuestro entusiasmo. Los hombres llamados á las armas por las leyes del país y que se batían obligatoriamente nos miraban con recelo. Para los otros regimientos éramos gente mala, tal vez escapados de presidio. «¡Qué hambre sufrirías en tu casa—me dijeron en el frente—, cuando has venido aquí para poder comer!...» Y entre nosotros había estudiantes, periodistas, jóvenes de familias ricas, enganchados por entusiasmo... Pero no hablemos de esto. En todos los países hay seres groseros, incapaces de comprender lo que va mas allá de los egoísmos materiales.
Su historia militar estaba circunscrita á la guerra de trincheras, interminable y monótona, á los ataques á corta distancia. Había llegado tarde á la batalla del Marne; y él, que se imaginaba asistir á combates gigantescos, viendo moverse millones de hombres y funcionar cañones inmensos, sólo presenció una serie de luchas entre pequeñas fuerzas ocultas en el suelo, encuentros cuerpo á cuerpo que hacían ganar unos cuantos metros de tierra. La vida en los Dardanelos era el peor de sus recuerdos. No quería hacer memoria de esta campaña horrible. La lucha en Francia le parecía algo plácido comparada con aquella pelea en unos escasos kilómetros de costa, teniendo el mar á la espalda y al frente unas líneas inconquistables.
Después de decir esto callaba, y el coronel tenía que insistir con cierto orgullo paternal para que Martínez siguiese hablando.
—Heridas, muchas heridas—añadía con sencillez—. He perdido de cuenta los hospitales que llevo conocidos en tres años, los viajes que he hecho por Francia en vagones de la Cruz Roja. Cuando no morimos del primer golpe, somos como caballos de corrida de toros. Nos arreglan el pellejo fuera del redondel, nos fortalecen un poco, y otra vez á la plaza, hasta que recibamos la cornada final.
Toledo, impacientándose por la modestia del joven, explicaba sus heridas. Las tenía de todas las épocas. Unas eran de combatiente moderno, producidas por cascos de proyectil explosivo, por balas de fusil de repetición, y hasta aquella tos que cortaba de vez en cuando sus palabras la debía á los gases asfixiantes. Otras eran de cuchillo, de culatazo, de pedrada, de mordisco, recibidas en los encuentros nocturnos, en las sorpresas, donde los hombres luchaban lo mismo que en los albores de la vida del planeta.
El príncipe Lubimoff no podía menos de admirar á este joven, pequeño, moreno, de aspecto insignificante. Parecía imposible que un organismo humano pudiera resistir tanto golpe, que en su cuerpo débil cupiesen tantos quebrantos, sin que él se viniera abajo.
Con la solidaridad de todos los que arrostran el peligro, repelía la gloria individual. Hablaba de la Legión como el soldado habla de su regimiento, como el marino habla de su buque, creyéndolo el mejor de todos. Veía la guerra entera á través de la Legión. Todos los franceses eran valerosos. Además, nadie podía adivinar por dónde atacaría el enemigo, y allí donde emprendía la ofensiva encontraba quien le hiciese frente, cortándole el paso. ¡Pero la Legión extranjera!...
—Los que combaten en el frente son hombres—decía—, hombres arrancados á sus familias por las necesidades de la patria; nosotros somos guerreros. Por esto en las operaciones difíciles, donde hay que sacrificar carne, nos echan siempre por delante. Yo no soy mas que uno de tantos. ¡La Legión!... Cada seis meses cambia de coronel: se lo matan, y otro viene á ocupar su puesto, destinado á morir lo mismo. ¡Y cómo nos odia el enemigo!... Nosotros tenemos un orgullo. Entre los prisioneros que hay en Alemania no existe uno solo de la Legión extranjera. El que cae en manos de los boches sabe que es hombre muerto: nos colocan fuera de toda ley... ¡Y nosotros... nosotros, siempre que podemos...! Hasta cuando nos insultamos de trinchera á trinchera nos enorgullece ser de la Legión. Una noche, los de enfrente, al oirnos hablar en español, empezaron á gritar en nuestro idioma. Debían ser alemanes procedentes de la América del Sur. «¡Ah, macabros! Ya caeréis en nuestro poder, y ¡entonces...!» Nos amenazaban con los más atroces suplicios. Y nos apodan siempre «macabros», no sé por qué.
La duquesa de Delille admiraba al héroe, sintiendo al mismo tiempo cierto malestar por los horrores adivinados detrás de sus palabras. ¡La guerra! ¿Cuándo terminaría la guerra?...
Encogió sus hombros el teniente, sonriendo. Los que vivían lejos del frente deseaban la paz con más impaciencia que los que arriesgaban su vida en él. Habían acabado por acostumbrarse al roce con la muerte. La guerra duraría lo que fuese necesario: cinco años, diez años; lo importante era conseguir la victoria.
Pero Toledo, temiendo que la conversación se desviase de su héroe, volvió á insistir en sus hazañas.
—Soy uno de tantos—dijo Martínez—. Para hombres valientes, la Legión. Allí sí que los hay. ¡Y los que han muerto!... Al principio había en ella soldados de todos los países. Pero los americanos se fueron desde que su República intervino en la guerra, y lo mismo los italianos y polacos. En cambio, muchos rusos, al disolverse sus regimientos, se han incorporado á la Legión... Lo mío nada tiene de extraordinario. ¡Y qué de recompensas por lo poco que he hecho! Llevo dos galones, siendo un extranjero... Además, no puedo olvidar el momento en que me llamó mi coronel, una semana antes de que lo matasen: «Martínez, el general me ha dado cuatro cruces de la Legión de Honor para nuestra Legión. Una es tuya.» Y me la puso en el pecho frente á todo un batallón de hombres valerosos que presentaban sus armas. Esto no puede olvidarse: llena una vida.
Así era. El coronel Toledo lo afirmaba, húmedas las córneas y moviendo la cabeza. Luego, con un egoísmo celoso, lo arrancó á aquellas damas, ocupadas momentáneamente en conversar con el príncipe y sus amigos.
Paseando por los jardines, don Marcos miraba á su héroe con ternura protectora, lo mismo que un artista agotado contempla la ascensión de otro fresco y triunfante.
—¡Juventud... juventud!—decía—. Usted, Martínez, es la España que viene; yo la España que fué y no resucitará nunca. Estoy convencido de que el mundo va por otros caminos.
Sostenía frecuente correspondencia con muchos voluntarios españoles de la Legión. Se preocupaba de ellos con cariños de «madrina», enviándoles chocolate, comestibles selectos, todo lo que podía extraer de la despensa de Villa-Sirena sin detrimento del servicio. Algunas cartas llegadas del frente le hacían llorar y reir de emoción. Un voluntario le pedía el envío de una buena navaja de España, por haber roto la suya en un encuentro nocturno. Otro soñaba con una pistola browning. ¿Quién le daría una browning? Sólo disponía de un revólver de ordenanza, arma insegura que le falló dos veces en el asalto de una trinchera, impidiéndole matar al enemigo que acababa de herirle.
Con Martínez podía expansionarse el coronel, dando suelta á sus profecías favorables para los aliados.
En presencia de Atilio y de Novoa era menos locuaz, temiendo sus comentarios. Por el gusto de hacerle rabiar le recordaban el entusiasmo de los tradicionalistas españoles en pro de Alemania. Castro hasta fingía extrañarse de que no fuese germanófilo, como todos sus amigos políticos.
—Yo estoy donde debo estar—contestaba don Marcos con dignidad—. Soy un caballero, y estoy con las personas decentes.
Este era su argumento supremo. La humanidad se dividía para él en personas decentes é indecentes, lo mismo que las naciones, y Alemania estaba excluída de toda decencia.
Le hacía sufrir como patriota el contemplar á España al margen de la contienda, esforzándose por no saber lo que ocurría en el resto del mundo, encogiéndose con la cabeza bajo el ala, lo mismo que ciertas aves zancudas que creen evitar el peligro no viéndolo. Su país no figuraba, por fortuna, entre las naciones indecentes, pero tampoco era decente, y dejaba escapar la ocasión de cierta gloria que hacía estremecerse al coronel.
Desde tres meses antes, una idea fija perturbaba sus mejores momentos. Los aliados habían entrado en Jerusalén. ¡Gran alegría para el viejo soldado católico! Pero esta alegría le hacía sonreir después amargamente. ¡Una nación protestante libertando por tercera vez el sepulcro de Cristo!...
—Imagínese usted, amigo Martínez, si España hubiese estado con las naciones decentes. Esa gloria nos correspondía á nosotros, que somos la nación más piadosa. Hasta yo, á pesar de mis años, habría ido á la cruzada. ¡Los españoles entrando victoriosos en Jerusalén! ¿Qué me dice usted de esto?...
Pero el oficial contestó con una sonrisa pálida. «Sí... tal vez.» Se veía que no le importaban gran cosa la entrada en Jerusalén y el vacío sepulcro de Cristo. Don Marcos, algo ofendido con el héroe, se replegó en su mentalidad de hombre medioeval. Decididamente, eran de dos épocas distintas. «¡Juventud... juventud! Usted es la España que viene; yo la España... etcétera.»
Sí; el mundo iba por otros caminos. El mismo se olvidó á los pocos días de esta empresa de Jerusalén, angustiado por el mal cariz de la guerra en Occidente. Los alemanes, libres del peligro que representaba Rusia á sus espaldas, concentraban en Francia, después de ajustar la paz con los bolcheviques, la totalidad de sus tropas para llegar á París. Los aliados, frente á esta ofensiva aplastante, sólo contaban con sus antiguas fuerzas y las que pudiese aportar la reciente intervención de los Estados Unidos.
Don Marcos tenía acerca de este auxilio una opinión determinada y firme. Empezaba por sentir contra los Estados Unidos cierta antipatía, que databa de la guerra de Cuba. Podían poseer una gran flota, porque los buques se adquieren con dinero y este pueblo es inmensamente rico: ¿pero un ejército?... Toledo sólo creía en los ejércitos de las monarquías, haciendo excepción de Francia, porque en ella las glorias de la tradición militar van unidas á la historia de la primera República.
Al principio de la guerra, hasta le había irritado la importancia que todos daban al presidente Wilson. Unos y otros contendientes se dirigían á él, apelaban á su juicio, protestaban de las barbaries del adversario. El mismo Guillermo II le cablegrafiaba extensamente para sincerarse con embustes, como si juzgase preciosa la conquista de su opinión.
—¡Ni que fuese ese hombre el centro de la tierra! ¡Un presidente de República que sólo cuenta con unos miles de soldados.... un catedrático... un iluso!...
El sólo comprendía los jefes de Estado con uniforme, el pecho cubierto de condecoraciones, las dos manos en la empuñadura del sable y bajo sus ojos un ejército inmenso, pronto á pegar para imponer sus órdenes. ¡Y este señor de chaqué y sombrero de copa, con sus lentes y su sonrisa de clérigo letrado, era ahora el hombre en el que convergían las miradas de esperanza de medio mundo, el poder decisivo que unos deseaban atraerse y otros no querían irritar!...
Atilio Castro, que se burlaba del coronel, estando siempre en desacuerdo con sus opiniones, parecía impresionado por tal prodigio histórico.
—Estos ya no son sus tiempos, don Marcos. Vamos á ver cosas muy nuevas. América, que hace un siglo era una simple colonia de Europa, tal vez la proteja ahora y la salve. Por lo pronto, asistimos al curioso espectáculo de que un antiguo profesor de Universidad sea el árbitro de la tierra.... ¡Qué diría Napoleón si viese esto noventa y cuatro anos después de su muerte!
Toledo asentía dolorosamente. Sí; sus tiempos habían pasado. La democracia, la República, todas aquellas cosas que le hacían sonreir antes, como algo pasajero y anacrónico privado de fuerza, eran mucho en el mundo y tal vez acabasen por apoderarse de su dirección. Hasta él mismo experimentaba su influencia irresistible. Cuando vió cómo el presidente de la gran República americana protestaba del torpedeamiento de los buques indefensos, de los crímenes de los submarinos, acabando por declarar la guerra al Imperio alemán, don Marcos afirmó con un balbuceo de confesión:
—Ese Wilson... ese Wilson es una persona decente.
Para él, era imposible decir más.
Aceptaba al hombre por su adoración instintiva al poder personal, pero se negó á creer en la fuerza militar de los Estados Unidos. Era un país de libertad, donde todos se consideran iguales, lo que imposibilitaba, según Toledo, la creación de un ejército serio.
El príncipe y Castro hablaban algunas veces en su presencia de la guerra de Secesión, la primera guerra en la que se habían movido millones de hombres, aplicándose además un sinnúmero de inventos, de los que procedían todos los progresos del armamento moderno. Toledo escuchaba, con la duda que inspiran los sucesos lejanos. Esta lucha había sido entre ellos: una guerra de milicias; ¿pero levantar un ejército de millones de hombres en un país que no tenía el servicio militar obligatorio, y hacer que este ejército atravesase el Océano con toda su inmensa impedimenta, llegando á tiempo para salvar á Europa en peligro?... ¡Ilusiones! ¡Lo que allá llaman bluff!
Don Marcos se aferraba á esta palabra para mantener su incredulidad. Aquel pueblo estaba acostumbrado á realizar cosas enormes; todo lo veía en grande: ciudades, edificios, industrias, riquezas, pero luego lo aumentaba considerablemente al anunciarlo y describirlo. Esto lo sabía todo el mundo, y su esfuerzo guerrero que debía aplastar al militarismo alemán y restablecer la paz en la tierra, aunque bien intencionado, no pasaría de ser un bluff más.
Castro aprobaba las palabras del coronel por primera vez, sin ningún intento de burla. El Presidente había declarado la guerra, pero el país no parecía dispuesto á seguirle.
—Enviarán dinero, armas, víveres, todo el poder de su riqueza y su producción... ¿pero un gran ejército? ¿Dónde lo tienen? ¿Cómo va á tomar las armas un pueblo inmenso, acostumbrado á que el soldado sea voluntario, y que vive en la mayor prosperidad? ¿Qué va á ganar con ello?...
Lubimoff, que había estado allá muchas veces, contestaba con un gesto ambiguo:
—¡Tal vez!... Pero si quieren de verdad entrar en la guerra, ¡quién sabe! Todo puede suceder en aquel país, aunque parezca imposible.
El coronel acabó por sentir el entusiasmo irrazonado de las gentes. Desde el principio de la guerra, la gran masa, que cree en los vaticinios misteriosos y las intervenciones sobrenaturales, tenía siempre un pueblo favorito, un pueblo de moda, en el que concentraba sus esperanzas.
Primeramente había sido Rusia, con sus millones y millones de hombres, el «rodillo» compresor ruso, que no tenía mas que ir avanzando para laminar á Alemania. ¡Pobre rodillo! Al quedar hecho pedazos, la veleta del entusiasmo había girado del lado de Inglaterra. Ahora era América, tanto más milagrosa y omnipotente cuanto mal conocida.
Sonaba en todas las conversaciones el nombre de un americano, lo mismo en los tés elegantes que en los cafetuchos del pueblo; el único americano conocido en Europa: el inventor Edisson. El lo arreglaría todo. Se había mantenido hasta el presente invisible y mudo, pero al entrar su país en la guerra iban á verse cosas prodigiosas. En unas cuantas horas, fuerzas invisibles é implacables pulverizarían los ejércitos invasores; los submarinos iban á estallar como proyectiles bajo una luz helada que los perseguiría en las profundidades oceánicas; los aviones que bombardean las ciudades indefensas descenderían atraídos por una succión eléctrica, como el pájaro vuela hacia la boca de la boa. El taumaturgo representaba para las imaginaciones más que todos los soldados y todos los buques de su país.
Y Toledo, que adornaba su dormitorio con retratos de Joffre y de Foch, pero creía al mismo tiempo que en la victoria del Marne había intervenido Santa Genoveva, patrona de París, se sintió atraído por estos milagros del mago americano, que todos anunciaban como cosa segura. La ciencia le infundía respeto y miedo al vivir algo apartada de la religión; por eso creía ciegamente en sus prodigios, como el devoto cree en el inmenso poder del diablo.
Otras veces resucitaba su incredulidad. La guerra sólo puede resolverse con soldados. La fuerza había estado igualada hasta entonces entre ambos contendientes; pero ahora Alemania traía nuevas divisiones, las del frente oriental, para dar el golpe decisivo. Faltaba de este lado otro peso equivalente ó mayor, el chorreo final que llena el vaso, lo desborda é inclina la balanza. Podía ser América... ¡pero llegaban sus fuerzas con tanta lentitud! ¡eran tan grandes los obstáculos!... Algunos batallones del ejército permanente americano habían desfilado ya por París. Después transcurrían los meses sin que el hilillo continuo de auxilios se convirtiese en torrente.
En toda la Costa Azul veía Toledo militares heridos de diversos países. Sólo de tarde en tarde llegaba á vislumbrar algunos uniformes americanos, médicos y sanitarios de las ambulancias que no parecían tener mucho trabajo. Los diarios hablaban de fuerzas de los Estados Unidos que habían ocupado un sector del frente... ¡pero tan escasas!
—Lo del millón de hombres ó los dos millones antes que acabe el año, todo bluff—decía el coronel—. Yo entiendo un poco de eso, y es más fácil construir un rascacielos de cien pisos que trasladar un millón de soldados de un hemisferio á otro.... ¡Y la gran ofensiva que va á empezar!... ¡Y Francia que no puede más, después de cuatro años de heroísmos desangrantes!...
Todos los días se paseaba por el atrio del Casino esperando con impaciencia los grandes papeles con gruesos caracteres manuscritos que los empleados iban fijando en los tableros. El sólo buscaba en los últimos telegramas el principio de la ofensiva anunciada por los enemigos. Esta amenaza había quebrantado su fe en la victoria y le tenía en perpetua angustia. ¡Ay! ¡con tal que los americanos llegasen antes y en cantidades enormes!...
Por deber mentía descaradamente ante los amigos que le rodeaban en el atrio solicitando sus opiniones de hombre de guerra.
—Triunfaremos; y Guillermo tendrá que pegarse un tiro.
Lo único que creía de verdad era lo del tiro, en caso de una derrota alemana.
—Conozco bien al kaiser—seguía diciendo—. No es mas que un teniente; un teniente que se ha hecho viejo, conservando los aturdimientos y las petulancias de la juventud. Pero tiene el pundonor del oficial que, al verse perdido, se lleva el revólver á la frente. Ustedes verán cómo termina así, en caso de una derrota.
Hacía versos, música, pintura, daba su opinión en todas las cuestiones, imponiéndola, como uno de esos oficiales jóvenes que al entrar en un salón burgués lo llenan con sus arrogancias y suficiencias, enardecidos por el silencio de los contertulios, que temen un lance de honor. Era un eterno teniente encanecido bajo una corona imperial y perturbado por los incesantes triunfos de su vanidad. Pero si la suerte le volvía la espalda, tendría el mismo gesto decisivo del oficial que se juega los fondos confiados á su custodia ó comete otros delitos contra el honor.
—No lo duden; mi teniente sabrá serlo cuando llegue la hora mala. Es un loco, un histrión vanidoso, pero conoce la vergüenza del hombre de guerra. Lo repito: se pegará un tiro.
Y oía en su imaginación el imperial pistoletazo.
Lo que disgustaba á don Marcos era no poder hablar de esto ni de los peligros de la ofensiva cuando estaba en Villa-Sirena. Los amigos del príncipe vivían como huéspedes de hotel. Su número sólo era completo en las primeras horas de la mañana. Rara vez se sentaban todos á la mesa. Una fuerza exterior parecía buscarles dentro de la «villa», empujándolos hacia Monte-Carlo. Hasta el príncipe almorzaba ó comía muchas veces en el Hotel de París, avisando á última hora por teléfono.
Este desarreglo doméstico lo aceptaba Toledo como algo providencial. La servidumbre había experimentado una baja irreparable con la partida de Estola y Pistola. Una mañana se le presentaron, balbucientes y emocionados, sin sus fracs largos de faldones. Se marchaban: debían pasar la frontera en la misma tarde para presentarse en su cuartel. Habían recibido orden del cónsul.
No parecía entusiasmarles su nueva condición; pero don Marcos, por deber profesional, quiso fortalecerlos con un pequeño discurso. También él, á su misma edad, había partido á la guerra voluntariamente. «Respeto á los jefes... amarlos como á padres... el honor... la bandera...»
La aparición del príncipe cortó su arenga. Los dos muchachos besaron la mano de su señor, como si se despidiesen de él para la eternidad, y no supieron, en su turbación, dónde guardarse los billetes que les fué dando. ¡Estola y Pistola convertidos en soldados!... ¡Hasta á estos dos adolescentes los arreaban hacia la muerte! Y el caso le pareció á Miguel tan extraordinario, tan falto de razón, que al mismo tiempo que los compadecía experimentaba deseos de reir.
Media hora después ya no se acordó de ellos. El coronel sabría organizar un nuevo servicio con mujeres, ya que la guerra no permitía otros domésticos. Además, él se aburría en Villa-Sirena, encontrando un nuevo gusto á la vida en Monte-Carlo.
Los desocupados que paseaban en torno del «queso» le veían entrar en el Casino con aspecto preocupado, como un jugador que acaba de descubrir una combinación nueva. El público de los salones le había visto también aproximarse á las mesas, como si le interesasen las peripecias de la fortuna. Pero en vano esperaban algunos que avanzase una puesta, imaginándose que sólo podía jugar cantidades enormes.
Sus ojos parecían ver detrás de él, y apenas la duquesa de Delille abandonaba su asiento para trasladarse á otra mesa, el príncipe le salía al paso con la mano tendida y una sonrisa juvenil.
Permanecían inmóviles en el lugar del saludo, hasta que, avisados por el instinto de las miradas curiosas fijas en sus espaldas, iban á sentarse en un diván rinconero, y allí continuaban su conversación. De pronto, el murmullo del público en torno de una mesa la hacía correr á ella con una curiosidad profesional, abandonando momentáneamente á Lubimoff.
Alicia tenía la sonrisa amarga y orgullosa de una reina destronada. En los días anteriores la gente sólo había hablado de ella. Hasta Niza y Mentón volaba su nombre. Las familias monegascas que no pueden entrar en el Casino pedían noticias de su suerte á la hora de la comida. En cafés y restoranes sonaba su apellido mezclado con los de los generales que dirigían la guerra. Frente al cartelón de las últimas noticias, las gentes interrumpían sus comentarios sobre la próxima ofensiva, preguntándose: «¿Cómo le fué ayer á la duquesa de Delille?» Por las tardes, al llegar al Casino, los curiosos corrían para verla mejor y los amigos la saludaban, besando su mano con orgullo. Era una ovación silenciosa de ojeadas y sonrisas, igual á la que saluda la entrada de una tiple célebre en el teatro de sus triunfos.
Cerca de dos semanas duró su batalla con el Casino; ganaba, perdía, volvía á ganar. Su «trabajo» empezaba á las tres de la tarde, prolongándose hasta media noche, y transcurría la hora del té, luego la de la comida, sin que ella se enterase. Al terminar el juego se marchaba, apoyada en un brazo de Valeria, saludando á todos con una amabilidad extenuada y victoriosa. Algunas veces, como una enferma que se deja nutrir á regañadientes, aceptaba los sándwichs y la taza de té que su acompañante hacía traer á la mesa de juego.
Una noche—¡noche memorable!—se cerró el Casino sin que ella cesase de ganar. Contó los billetes que le habían dado los altos empleados con una sonrisa amarillenta y opaca. Cuatrocientos de á mil. Se salían de su bolso de mano y del bolso de Valeria. Hasta su amiga «la Generala» tuvo que prestarle ayuda, guardando varios fajos.
—Si no cierran los hago saltar—dijo con la vanidad de los triunfadores.
Clorinda la acompañó en el coche hasta su casa, dándole consejos prudentes: «Retírate, guarda el dinero. Es imposible ir más allá.» Valeria, en el curso de la noche, repitió lo mismo: «No debía ofender á Dios insistiendo.»
Alicia se negó á oirlas. Su inspiración no se había agotado. Aún le quedaban grandes cosas que hacer, y cuando llegase el momento de retirarse, lo vería antes que los demás.
Miguel había asistido á esta lucha, irritante para él. Todas las tardes, al entrar en el Casino, se insultaba en su interior, como si cometiese un acto vil. ¿Por qué asistía á los hechos de esta loca?... Ella no parecía enterarse de su presencia: una mirada al principio, una sonrisa, y en las horas restantes sólo tenía ojos para el juego y para los croupiers. A pesar de esto, el príncipe llegaba puntualmente.
Para excusarse, hacía memoria de unas palabras de la duquesa. Al día siguiente de su primera y ruidosa ganancia, se había levantado al verle entrar en el salón, tirando de sus dos manos para hablarle aparte.
—Tú me das la buena suerte—susurró en su oído—. Estoy segura de que es así. Gano desde que somos amigos. ¡Ven, ven siempre! Que te vea cada vez que levante los ojos.
Sólo de tarde en tarde los levantaba: tenía otras cosas más urgentes en su pensamiento. Pero Miguel, para acallar su despecho, se decía que estaba allí por cumplir una palabra. Además, ¡quién podía saber si lo que ella decía era cierto!... La tendencia á la superstición que acompaña á los jugadores, el ambiente del Casino, la misma suerte de Alicia, habían acabado por influir en la incredulidad del príncipe.
Pretendía vengarse de estas largas esperas y de su indiferencia contemplándola con ojos despiadados.
—¡Qué fea está!...
Fea, como todas las mujeres que juegan y parecen sufrir el peso de la edad aceleradamente, bajo el aplastamiento de la emoción. Cada pérdida era un año más que caía sobre su cabeza, cada ganancia un gesto violento que desbarataba la regularidad de su rostro. Lubimoff se complacía en notar las arrugas que una atención intensa iba formando en torno de sus ojos; el afilamiento de su nariz, las dos profundas grietas que estiraban los extremos de su boca, dándola una expresión de prematura vejez. Todas sus preocupaciones femeniles desaparecían en el transcurso de las horas. Su sombrero se ladeaba; los bucles de su cabellera intentaban escapar, erizados y estremecidos por las corrientes de humana electricidad que serpenteaban entre sus raíces. Parecía tener diez años más.
Pero una segunda voz interior emitía otra opinión. «Sí, muy fea... ¡pero tan interesante!» Seguramente que al levantarse de la mesa volvería á ser la Alicia de siempre.
Al entrar en el Casino una tarde, husmeó el acontecimiento extraordinario. Las gentes hablaban, se pedían noticias, corrían todas á una misma mesa.
El amigo Lewis pasó junto á él sin detenerse.
—Tenía que ocurrir.... No sabe jugar.... Lo esperaba.
Un poco más allá le salió al paso Spadoni.
—Nunca ha querido oirme... Hace su capricho... no sigue un sistema. Ya ha rodado al suelo.
Todos los jugadores hablaban como si lamentasen una muerte, pero con una compunción hipócrita, rugiendo interiormente de envidia triunfante al ver desvanecida aquella buena suerte absurda que amargaba sus noches.
Avanzó Lubimoff su cabeza entre dos hombros, viendo á Alicia al mismo tiempo que está levantaba sus ojos. Se cruzaron sus miradas. Ella le contempló con desaliento, como si se quejase, haciéndolo responsable de su desgracia. «¿Por qué me has abandonado?»
El príncipe huyó: le hacía daño verla con aquel aspecto humilde y rabioso de cordero en peligro, que bala de pena y se defiende.
Al anochecer volvió al Casino. Aún había quien se ocupaba de la duquesa, pero en voz baja, con ademanes tristes, como si hablase de un moribundo. Los curiosos habían disminuído en torno de la mesa. Vió á Alicia en el mismo lugar. Detrás de su asiento se erguía Valeria, con el rostro triste, mientras doña Clorinda se inclinaba sobre su amiga, hablándola al oído. Adivinó sus palabras. La incitaba á levantarse: mañana tendría más suerte. Pero ella parecía no oir, manteniéndose con los ojos fijos en unas cuantas placas de quinientos francos y de mil, que era todo lo que le restaba. De repente se impacientó, y volviendo la cabeza dijo una palabra, una nada más, algo muy gordo, pero no nuevo en aquella amistad íntima que se rompía todas las semanas. Doña Clorinda dejó caer otra inmediatamente, con acompañamiento de una puñalada de sus ojos, y se alejó, altiva y desdeñosa, mientras Valeria miraba al techo con desesperación.
Volvió á huir Miguel. Le daba miedo la cara de Alicia, la agresividad nerviosa de su voz, que no había oído, pero que se dejaba adivinar en el estremecimiento de sus labios.
Vagó una media hora por los salones, escuchando de lejos las palabras de los que se ocupaban aún de la duquesa. Una tarde había bastado para llevarse las ganancias de muchos días de éxito. Su infortunio resultaba tan inaudito como su buena suerte. No había acertado una sola vez.
Sintió de pronto en su espalda el contacto de una mano nerviosa. Volvió los ojos: era Alicia, pero con un gesto ávido, con una expresión atrevida é implorante á la vez.
—¿Tienes dinero?...
Este rostro, esta voz, no eran nuevos para Miguel. Antes de la guerra, el Casino había sido el lugar de sus victorias más fulminantes é inesperadas. Mujeres glaciales que le trataban con visible despego, mujeres de reconocida virtud que repelían con su aspecto toda audacia, se habían acercado á él con repentina decisión, solicitando un préstamo y preguntando acto seguido á qué hora podía ofrecer el príncipe una taza de té en Villa-Sirena. Recordó al coronel, que consideraba el juego como el peor de los enemigos de la mujer. Servía para que perdiesen toda vergüenza. En unas cuantas horas quedaban demolidos los prejuicios de su vida anterior. Para seguir jugando ofrecían espontáneamente lo que nunca habían querido conceder.
Lubimoff acogió con extrañeza esta demanda brusca. Llevaba encima muy poco dinero: él no era jugador. ¿Cuanto necesitaba?...
—Veinte mil francos.
Dijo esta cifra como podía haber dicho cien mil ó cinco mil. Para ella, era lo mismo en este momento. Además, en los últimos días había perdido la noción de los valores.
Miguel contestó riendo. ¿Se lo imaginaba, acaso, viniendo al Casino con veinte mil francos en la cartera, lo mismo que un usurero ó un comprador de alhajas?
—Pide prestado—dijo la duquesa—. A ti te darán lo que exijas.
El siguió riendo de esta absurda proposición, pero vencido de antemano por la sencillez con que Alicia la formulaba.
—¿Y tú?... ¿Por qué no pides tú?
¡Oh, ella!... En el orgullo de su triunfo, se había olvidado de pagar varias deudas contraídas antes de su racha de buena fortuna. Ahora era inútil pedir. Estaba en un mal momento, todos la consideraban caída é incapaz de rehacerse.
—Y se engañan, Miguel; siento la inspiración de la suerte. Vas á ver cómo me levanto con unos cuantos golpes. Es mi secreto. Si te lo digo me abandonará la fortuna....¡Hazme ese favor!... Pide los veinte mil al vejete que está allá mirándonos. No te los puede negar: eres el príncipe Lubimoff.... Si te parece bien, haremos sociedad: partiré contigo mis ganancias.
Miguel conservó su sonrisa, mientras se escandalizaba interiormente de esta proposición. ¡En qué cosas pretendía mezclarle esta mujer!... ¡El pidiendo dinero á un prestamista del Casino!...
Pero, á semejanza de ciertos enfermos que realizan los actos más contrarios á su voluntad, cuando se apartó de Alicia, haciendo gestos de protesta, sus piernas le llevaron maquinalmente hacia un diván donde estaba encogido el vejete de la barba dura, con la placa del Corazón de Jesús en la solapa, el sombrero en una mano y un gorro de seda sobre la calva.
—Necesito veinte mil francos.
Quedó dudando el príncipe ante el hombrecito, que se había puesto de pie, sorprendido y receloso al ver que le hablaba tan alto personaje. ¿Era realmente su voz la que acababa de sonar?... Sí, era su voz, pero él experimentó una inmensa extrañeza, como si fuese otro el que había hablado. Sintió deseos de retirarse sin esperar la respuesta del gnomo, pero éste contestaba ya, balbuceando:
—Príncipe... ¡tal cantidad!... Yo soy un pobre. Hago de vez en cuando un favor á personas distinguidas, dos ó tres mil francos... ¡pero veinte mil!... ¡veinte mil!...
Al mismo tiempo que murmuraba la cifra con un acento de ternura, sus ojos astutos penetraron en Lubimoff lo mismo que una sonda. Esta mirada irritó á Miguel, haciendo que se interesase por la operación, como si de ella dependiese su honor. Sin duda, el usurero pensaba en Rusia, en los desmanes de la revolución, en la imposibilidad de cobrar su préstamo aunque el gran personaje le ofreciese toda su fortuna.
—Usted debe conocerme—dijo con voz irritada—. Soy el príncipe Lubimoff; soy el dueño de Villa-Sirena. Necesito veinte mil: ni uno menos. Si usted no puede...
Iba á volverle la espalda, pero el enano le detuvo con humildad, considerando inútiles en la presente ocasión todas las excusas y retardos que hacía sufrir á sus clientes, como un suplicio á fuego lento. Se escurrió entre los grupos, suplicando á «Su Alteza» que esperase un instante. Tal vez no poseía toda la cantidad y necesitaba pedir un refuerzo á la caja del Casino; tal vez iba á ocultarse por un instante en los gabinetes de aseo, sacando los billetes de los diversos escondrijos de su traje y hasta de sus zapatos.
Sintió Miguel una mano discreta que rozaba su diestra, introduciendo entre los dedos un rollo de papeles. El vejete había vuelto sin que él le viese llegar, surgiendo entre dos grupos, pequeño y vivaracho, como surge un diablillo de teatro del fondo de su escotillón.
—¿Conoce usted al coronel?... Mañana se avistará con usted para el pago y los intereses.
El príncipe le volvió la espalda sin otro saludo, dejando al usurero satisfecho de su laconismo descortés. Un gran señor no podía hablar de otro modo. Con hombres así le gustaba tener negocios.
Alicia, que había seguido la escena desde lejos, salió á su encuentro, avanzando disimuladamente una mano.
—Toma.
La diestra de Miguel ofreció los billetes con tal rudeza, que esta entrega casi fué un manotón agresivo.
Su vergüenza por el acto reciente se exteriorizaba en confusas protestas.
—¡Las mujeres!... ¡Lo que me has obligado á hacer!...
Ella, con los billetes en la mano, sólo pensaba ya en el juego.
—Vas á presenciar grandes cosas... Ya sabes que formamos compañía: llevas la mitad.
Se alejó sin darle las gracias, dominada de nuevo por aquel demonio invisible que cantaba en su oreja números y colores.
Lubimoff también se marchó. Temía encontrarse otra vez con el prestamista y recibir su saludo familiar; se imaginaba que todo el público de los salones había seguido atentamente su entrevista con el vejete, sonriendo cuando recibía el dinero.
Salió del Casino. Jamás volvería á él: ¡lo juraba!
Castro, al que había visto de lejos jugando en una mesa, volvió á Villa-Sirena á la hora de comer. Tenía mal gesto; pero olvidaba su propio infortunio para consolarse con el relato de las desgracias de Alicia:
—Después de perderlo todo en el «treinta y cuarenta», apareció á última hora con más dinero: un fajo de billetes de mil francos... Y ella, que no siente predilección por la ruleta, se lanzó á la ruleta. ¡Qué modo de jugar! Al principio acertó unos plenos, dos ó tres, pero luego nada: ¡perder y más perder! Se lo ha dejado todo en la mesa. No la vi salir, pero me han contado que parecía una muerta, apoyada en el brazo de Valeria... Aseguran que sufre del corazón... Lo que yo digo: no es jugador todo el que pretende serlo; se necesita un organismo fuerte. «La Generala» juega menos, pero tiene más serenidad, unas entrañas sólidas.
Miguel durmió mal. Estaba indignado contra Alicia. En vez de lamentar su desgracia, la consideraba lógica. ¡Una mujer metida á ganar dinero!... Las mujeres sólo pueden conseguirlo de manos del hombre, y es inútil que lo busquen por sí mismas, ni aun apelando al juego. El juego también es empresa de hombres.
Y en esa penumbra mental que separa el sueño de la vigilia, el príncipe, tendido en su cama, recordó una de las escenas de su mejor época, cuando su yate estaba anclado en el puerto de Mónaco. Fué una noche, al salir de un banquete en el Hotel de París. Como estaba algo ebrio, se apoyó en los brazos de dos mujeres hermosas que se disputaban, sonrientes y sin éxito, el dominio de su voluntad. Detrás de él marchaban, lo mismo que un séquito, sus amigos, sus parásitos brillantes, varias damas invitadas, toda su corte. Habían entrado en el Casino. El no era jugador; le fatigaba permanecer inmóvil ante una mesa; creía pueril preocuparse por el rodar de una bolilla de hueso ó las combinaciones de unas cartulinas pintadas. ¡Hay en la vida tantos placeres más interesantes!... Pero aquella noche, orgulloso de su poder, sintió deseos de reñir una batalla con la fortuna. La fortuna es hembra, y él la domaría en fuerza de dinero, lo mismo que á las otras. Los ricos acaban por vencer al destino impalpable.
Puso ante él una cantidad enorme para entablar la lucha, y la fortuna no quiso su dinero; antes bien, empezó á darle el suyo con una prodigalidad desdeñosa. El multimillonario deseó perder y no pudo. Variaba su juego caprichosamente, cometía errores voluntarios, y el éxito le salía siempre al paso. Al fin se cansó. Esto fué antes de la guerra, y en vez de las fichas de hueso que representan cien francos, se jugaba con hermosas monedas de oro de igual valor. Tenía ante él numerosas y deslumbrantes columnas de dicho metal; fajos de billetes...
—¿Quién quiere dinero?
Empezó á arrojarlo como una lluvia enloquecedora. Corrieron todas las mujercitas que palidecen y se crispan en torno de las mesas por la suerte de un luis único. Se empujaban, rodando sobre la alfombra, lastimándose mutuamente con las manos y los pies por alcanzar una gota de este maná áureo. Algunas se abofetearon y arañaron mientras sus diestras oprimían el mismo billete de mil francos, desgarrándole. Volteaban los sombreros por el suelo; las cabelleras se esparcían en toda su integridad ó se desmenuzaban en una nube de bucles postizos.
—¡A mí, príncipe... á mí!...
Con las manos ganchudas saltaban en torno de él lo mismo que un corro de poseídas.
—¿Quién quiere dinero?...
Los altos empleados intervinieron con una contrariedad sonriente, por ser quien era el autor del escándalo. «Alteza, ¡por favor!... Las partidas van á suspenderse; esto no se ha visto nunca.» Pero él siguió arrojando dinero, hasta agotar sus ganancias—más de sesenta mil francos—, y los juegos se reanudaron con más público que antes. Todas las que habían recogido algo en el suelo ó en el aire corrieron á exponerlo á una carta ó á un número.
Lubimoff saboreaba este recuerdo como un triunfo. Podría repetirlo siempre que quisiera; estaba seguro de ello. Reconocía que, al final, todos los jugadores acaban perdiendo, y él no se tenía por un ser de excepción. Pero su voluntad dominaba en los primeros momentos á la fortuna, y... ¡retirándose á tiempo, antes de que ella se rehiciese, con una maldad de hembra brava!...
El príncipe acabó por dormirse pensando en Alicia.
—¡La pobre!... No sabe; Lewis tiene razón; no sabe... ¡Qué va á saber una mujer hermosa que sólo ha pensado en ella!... Debo ayudarla. Yo soy un hombre. Tal vez mañana... mañana...
Al día siguiente, á la hora del desayuno, don Marcos experimentó una gran sorpresa y no menos inquietud. El príncipe, que nunca se preocupaba del dinero de la casa, dejando que su «chambelán» se entendiese directamente para los gastos con el administrador de París, le preguntó qué cantidades tenía disponibles.
El coronel hizo un cálculo mental. No creía guardar más allá de quince mil francos. Estaba esperando un envió del apoderado.
—Dámelos—ordenó Lubimoff.
Y á continuación, como si recordase algo repentinamente, habló con indiferencia de la deuda contraída en la tarde anterior. Toledo quedó absorto al saber que debía entenderse con el viejo usurero para la devolución de los veinte mil francos y el pago de unos intereses inauditos que podían doblarse en pocos días. Recordó el almuerzo en que había propuesto Su Alteza una vida solitaria y dulce. ¿Dónde estaban ahora los feroces «enemigos de la mujer»? Porque el coronel adivinaba en estos derroches del príncipe, en su repentina afición al juego, la obra de una influencia femenil. ¡Y él que no osaba jugar mas que algunas monedas de tarde en tarde, pensando en las enormes sumas confiadas á su lealtad!...
Mientras corría al Banco en que estaba depositado el dinero de la casa, el príncipe paseó por los alrededores del Casino, esperando con impaciencia la apertura de las salas. A primera hora era escaso el público y muy contadas las mesas que funcionaban. Sólo acudían los jugadores rabiosos, después de haber pasado la noche en claro, deseando probar cuanto antes sus nuevas combinaciones, y las personas achacosas, con la esperanza de encontrar libre un buen asiento.
La impaciencia hizo entrar á Lubimoff en el atrio, después de meterse disimuladamente en un bolsillo el fajo de billetes que le presentó Toledo. Los empleados del primer turno iban llegando con paso lento, como funcionarios que entran en su oficina. Las mujeres dedicadas á la limpieza y los mozos en mangas de camisa acababan de barrer el aserrín esparcido sobre el pavimento. Todos le examinaron de reojo, avisándose su presencia con discretos codazos. ¡El príncipe á aquella hora, cuando los de su mundo estaban aún en la cama!... Instintivamente miraron en todas direcciones, esperando descubrir á alguna señora vestida con recato para este disimulado encuentro matinal. La fama del personaje sólo les permitía suponer una cita de amor.
A las diez se abrieron las mamparas, y Miguel entró empujando á los primeros jugadores, gente modesta y tímida. Sufría la nerviosidad, la impaciencia, la sorda cólera de las mañanas en que se había batido. Pisaba con fuerza; sus manos se arqueaban como si pretendiesen estrangular el aire. Al mismo tiempo sentía la confianza orgullosa del tirador, seguro de que dará en el blanco. Despreciaba de antemano á la suerte, vencida por él. «¡Ah, perra!» Iba á vérselas con un hombre.
De un tirón arrancó la silla en que había puesto otro su mano, y se sentó á una mesa de ruleta, entre dos viejas, sucias y mal vestidas, con aspecto de brujas. Los empleados cruzaron su asombro en forma de discretas ojeadas. ¡El príncipe apuntando, y á aquella hora!...
—Hagan sus juegos...
Empezó la partida. Miguel no tenía combinación alguna ni había pensado nada. Sus ojos vagaron sobre los treinta y seis números. Pero sólo fué por un instante.
«Este», pensó. Y puso todo lo que podía poner, nueve luises, el máximum, sobre el 13.
Rodó la bolilla por el borde de caoba, y su caída final fué saludada con un murmullo de asombro. «¡El 13!»
Unos cuantos billetes de mil empujados por la raqueta de un croupier quedaron ante el príncipe, que permaneció impasible, guardando su gesto duro y autoritario. Lo sabía; estaba seguro de no equivocarse. Otra vez el 13.
La gente hizo gestos de asombro. ¡Qué locura apuntar dos veces al mismo número! Pero al salir el 13 por segunda vez y cobrar el príncipe otro máximum, un murmullo del público aplaudió al vencedor. Corrían los curiosos, dejando abandonadas las otras mesas. Esta mañana iba á ser tan famosa en el Casino solitario como las tardes y las noches más célebres, cuando luchan con la suerte los jugadores ricos.
Lubimoff cambió de número. Era absurdo insistir en el 13. Y puso nueve luises al 17... Rodó la bolilla. El 13 una vez más. Perdía.
Su gesto se hizo más duro y agresivo. La suerte empezaba á reirse de él por su falta de voluntad. Un dominador no debe sentir vacilaciones; suya era la culpa, por haber abandonado el número. Los hombres deben insistir hasta imponerse, ó perecer sin abandonar su primera actitud. ¡Al 13, como antes!... Y salió el 17.
Creyó por un momento que el suelo escapaba bajo sus pies; se sintió flotar, rodeado de fuerzas misteriosas que rompían y ablandaban su voluntad. Pasó una mano por su frente, como si quisiera repeler muy lejos esta flaqueza momentánea.
«¡Ah, perra!», exclamó mentalmente, insultando á la fortuna, seguro otra vez de que iba á esclavizarla.
Y continuó jugando.
A las tres de la tarde salió del Hotel de París. Acababa de almorzar, solo, sin fijarse en las miradas que le dirigían de las otras mesas, evitando esos saludos amables que inician una conversación.
Llevaba en la boca un grueso cigarro, y sus piernas, aunque firmes, estaban agitadas interiormente por un cosquilleo voluptuoso. Había comido mal, dejando casi intactos los platos; en cambio había bebido una botella de Borgoña famoso, y varias copas de licor á continuación de dos tazas de café.
Desde la escalinata del hotel abarcó en una mirada destructora la plaza, el Casino, los jardines. Pensó con fruición en la posibilidad de que un acorazado cualquiera de los que guerreaban en los mares de Europa fondease ante este palacio de confitería, enviándole unas cuantas granadas. ¡Hermoso espectáculo! Luego, con la imaginación, hizo descender á tierra la compañía de desembarco y sus ametralladoras, para llevarse cautivos á todos los que llenaban la plaza, hombres y mujeres, sin perdonar á los niños. Nada perdería con ello el mundo. ¡Ciudad de corrupción! ¿Qué demonio había aconsejado á su madre la compra del promontorio de Villa-Sirena, obligándolo á él á vivir junto á este antro?... Hasta protestó contra la difunta princesa, con la moralidad áspera é incorruptible de todo jugador que acaba de verse chasqueado.
Al pasear sus ojos por la alegre y bien vestida muchedumbre que él destinaba á la esclavitud, vió á Alicia, sola y de pie, al borde de la acera del «queso», mirando al Casino.
—¿Vas á entrar?—dijo acercándose á ella.
Se indignó la duquesa, como si le propusiera algo humillante, algo que no había hecho nunca. ¿Entrar ella en el Casino?...
—Eso es una cueva infecta, y los empleados unos infectos, y los que juegan... otros infectos.
¡Todo infecto!... Después de esto se dieron las manos lo mismo que si acabaran de reconocerse.
Cuando Miguel, insistiendo en sus buenos deseos, le habló del bombardeo y el desembarco con ametralladoras que llevaba en su imaginación, la duquesa casi aplaudió. Por ella, que lo destruyesen todo, que se llevaran prisionero hasta al mismo príncipe soberano, y si encima los invasores le devolvían lo que había perdido, mejor que mejor.
De pronto, como si le sirviesen de aviso estas caritativas fantasías de Lubimoff, fijó en él unos ojos escrutadores, unos ojos de enfermo receloso que adivina en el vecino sus mismos síntomas.
—Tú has jugado.
Miguel movió la cabeza tristemente.
—Y has perdido—continuó ella—; eso no hay que preguntarlo: se ve en seguida... ¡Tú jugando!...
Pero su extrañeza fué corta.
—Has jugado por mí: lo adivino... Te has dicho: «Voy á ganar lo que esa loca pierde; los hombres sabemos más que las mujeres...» ¡Ah, pobrecito mío, pobrecito mío, cómo agradezco tu buen deseo!... ¿Y cuánto fué?...
Al conocer la cifra hizo un gesto plañidero; pero sonrió á continuación, como si este compañerismo en la desgracia le hiciese más llevaderas sus propias pérdidas.
Quedaron un rato en silencio. Luego explicó ella su presencia en la plaza. Había jurado la noche antes no acercarse más al Casino; ¡pero la costumbre!...
—Estoy sola. Valeria se ha ido apenas terminó el almuerzo. Anda como loca por ese sabio que tienes en tu casa. Deben haberse dado alguna cita. Sólo habla de España, porque allá se casan las mujeres sin dote... De «la Generala» no me hables, no quiero saber nada; está muerta... ¡muerta para siempre! Y yo me aburro en mi soledad, pienso en cosas que me hacen llorar; salgo, y las piernas me traen hasta aquí sin que me dé cuenta.
Luego añadió, con una imploración graciosa:
—Llévame á cualquier parte, adonde se te ocurra. Paseemos lejos de aquí... ¿Dónde podremos ir?
El príncipe mostró la misma indecisión. Se movían siempre en el mismo círculo, desde sus casas al centro de Monte-Carlo, al Casino, y quedaban como desorientados al pretender ir más allá. La guerra había suprimido los automóviles particulares; era necesaria una autorización previa para las excursiones. Sólo se encontraban carruajes tirados por caballos flojos, desechos de la movilización.
—¿Si fuésemos á Mónaco?—propuso Alicia.
Mónaco estaba á la vista, al otro lado del puerto; un tranvía lo liga con Monte-Carlo cada veinte minutos, y no obstante, ella hizo su proposición lo mismo que si hablase de un país remoto.
Los dos habían pasado varios años aquí, viendo á todas horas la roca que lleva en su lomo la vieja ciudad de los príncipes, pero como si fuese una pintura de telón de fondo, sin ocurrírseles nunca llegar hasta ella. Alicia recordaba vagamente una visita al palacio del soberano y otra al Museo Oceanográfico, sin poder dar forma á sus impresiones. Lubimoff había visto también desde el interior de su automóvil jardines, casas viejas y una gran plaza, el único día que visitó en su viejo castillo al príncipe de Mónaco.
Decidieron el viaje con una alegría de colegiales, y cuando la duquesa iba á llamar á un coche de punto, Miguel mostró cierta indecisión, llevándose una mano á diversos bolsillos.
No tenía dinero. Todo lo había dejado en la ruleta, absolutamente todo. En el hotel había pedido que anotasen su almuerzo, entregando sus últimos francos á los camareros como propina.
Alicia acogió su preocupación con grandes risas. ¡Un Lubimoff no teniendo con qué pagar á un cochero de punto!... Unicamente en Monte-Carlo podían verse estas cosas.
—Yo pagaré, pobrecito mío. Será á cuenta de los veinte mil que te debo. No; á cuenta, no: será un regalo. Tú que tanto diste á las mujeres, deja que sea yo la primera que costee tus necesidades. ¡Qué lujo! Yo «entreteniendo» al príncipe Lubimoff...
Habían ocupado un carruaje, que empezó á descender la cuesta hacia el puerto de La Condamine.
—¡Cómo nos mira la gente!—dijo Alicia—. Van á creer que te rapto. La arruinada duquesa de Delille se lleva al príncipe multimillonario para ser su amante y sacarle el dinero... ¡Y no saben que soy yo quien paga! Anda, ríete un poco. ¿Te parece mal que yo pague?... ¿No encuentras eso gracioso?...
Habló de su imprevisión y su alocamiento con cierto orgullo, como algo que la colocaba sobre todas las gentes de costumbres regulares. La noche anterior temió que no le quedase dinero para poder comer al día siguiente. Pero Valeria había pasado la mañana haciendo preciosos descubrimientos en los armarios: billetes de Banco perdidos entre las ropas, placas del Casino olvidadas en los libros, hasta un papel de mil francos envolviendo una vieja pastilla de jabón.
Cesó repentinamente de enumerar estos hallazgos.
—¡Mira!... ¡mira!
Estaban en el puerto. Ella señaló á una dama que marchaba por el muelle, entre las altas adelfas recortadas en forma de árboles. Era Clorinda. De un banco se levantó un señor que parecía esperar, saliendo á su encuentro. Los dos reconocieron á Atilio Castro, viendo cómo se saludaban él y «la Generala», cómo seguían juntos su paseo, tan ocupados en contemplarse mutuamente, que no fijaron su atención en el carruaje.
Miguel sonrió. El allí, al lado de Alicia, que le hacía cometer toda clase de extravagancias; el otro esperando con una emoción de adolescente la llegada de doña Clorinda. ¡Pobres enemigos de la mujer!
—¡No me hables de ella!—exclamó Alicia, á pesar de que su compañero no había dicho nada—. ¡La detesto!... El pobre Martínez en el olvido. Me lo disputa, me lo quita, y luego viene en busca de Castro, mientras el otro infeliz vagará por Monte-Carlo. ¡Qué mujer! ¡El mal que me ha hecho!... Ella tiene la culpa de todo.
Y ante la mirada interrogante del príncipe fué exponiendo sus quejas con acento de convicción. Su pérdida tan rápida y completa no podía explicarse lógicamente. Dos semanas ganando, y en unas cuantas horas perderlo todo... ¿cómo podía ser eso? La noche anterior, al retirarse del Casino, una amiga respetable, una marquesa italiana, antigua bailarina, muy experta en las cosas de la suerte y que llevaba treinta años jugando en Monte-Carlo, le había descubierto la cruel verdad: «Duquesa, usted tiene alguna persona que la quiere mal: una amiga envidiosa que frecuenta su casa y le ha echado una maldición. Sólo así se comprende lo ocurrido. Hay que repeler la mala suerte, devolviéndosela á quien se la envió.»
—Ya ves que la cosa resulta clarísima: una amiga envidiosa y que frecuenta mi casa... Clorinda; no puede ser otra. Y mañana mismo voy á repeler la mala suerte, tal como me lo ha recomendado la marquesa. Otras jugadoras siguieron sus consejos y les va muy bien.
Eran los Reyes Magos los que poseían el privilegio de deshacer estos conjuros perversos. Necesitaba purificar su «villa», fumigar todas las habitaciones donde hubiese entrado «la Generala», quemando en una cazoleta oro, incienso y mirra, los tres presentes de los monarcas viajeros. Oro no lo había: estaba oculto con motivo de la guerra; pero, según la marquesa-bruja, era lo mismo quemar trigo.
—Debo recitar al mismo tiempo una oración en italiano, una súplica muy bonita á los tres reyes, casi una romanza, que dice... que dice...
No pudiendo acordarse, abrió su bolso de mano. En el monedero guardaba la plegaria, escrita con lápiz detrás de un cartón del Casino de los que sirven para anotar las jugadas. Miguel miró el interior del bolso con la curiosidad que inspiran siempre todos los objetos de la mujer que nos interesa. Vió sobre el arrugado pañuelo una carterita de piel, y colgando de ella un fetiche de jugadora, una mano con el índice y el meñique tendidos en forma de cuernos, para conjurar la mala suerte. Pero junto con la mano colgaba otro fetiche de oro, de forma tan inesperada, tan inaudita, que Miguel desechó como inverosímil lo que había pasado ante sus ojos en rápida visión.
Alicia se echó atrás, repeliendo su mano curiosa. «¡No, no!» Y cerró el bolso con tanta rapidez, que casi le pilló los dedos entre las valvas de plata. Se defendía, ruborosa y sonriente; le miraba con ojos malignos, encogiéndose al mismo tiempo como una niña avergonzada.
—Es un regalo de la marquesa... lo mejor que ella conoce para atraer á la suerte. Se acabó: no necesitas saber más. ¡Qué curioso!...
Y mientras ella se fingía algo enfadada para evitar nuevas explicaciones, Miguel recordó el rosario de Satán del amigo de Lewis y sus extraños adornos.
El carruaje empezaba á ascender por la cuesta de Mónaco. Los buques y el puerto parecían hundirse gradualmente á cada vuelta de sus ruedas. Una sombra verdosa enfriaba este camino, á la vista del luminoso mar, de las montañas amarillentas, que iban tomando un color rojizo bajo el sol de la tarde.
Lubimoff explicó á su compañera las singularidades del promontorio que sirve de asiento al viejo Mónaco. En el lado de Mediodía, entre las rocas cubiertas de pitas y nopales, se aclimata la vegetación de los países cálidos con una facilidad verdaderamente sorprendente si se tiene en cuenta la latitud geográfica. Al visitar el palacio de los príncipes había encontrado en los antiguos fosos de la fortaleza, que son como invernáculos naturales, el mismo calor húmedo y pegajoso de las selvas del Ecuador, con palmeras brasileñas que ascendían á muchos metros en busca de la luz. En cambio, sin salir del mismo peñón, se descubrían al Norte, donde había poco sol, helechos de los países fríos, vegetaciones de los Vosgos, llegadas hasta allí nadie sabía cómo para arraigarse frente al Mediterráneo.
Alicia, no queriendo aparecer menos instruída, habló de los jardines de San Martino. No los había visitado, pero sospechaba que estaban entre el Museo Oceanográfico y la Catedral. Valeria no sabía hablar de otra cosa en las últimas semanas, describiéndolos como si fuesen los jardines más interesantes de la tierra. Los había visto bien acompañada, y esto influye mucho en la visión. Era sin duda Novoa el que le había descubierto este paraíso.
—¡Si los encontrásemos!—dijo riendo Alicia.
El carruaje pasó entre dos torrecillas con montera de tejas que marcan la entrada al recinto de Mónaco. El puerto quedaba muy abajo, con sus buques empequeñecidos. Al otro extremo de la plaza de agua brillaban las cúpulas de los numerosos hoteles de Monte-Carlo, sus fachadas policromas, los vidrios de balcones y miradores. No se llegaba á distinguir la gente. Los automóviles resbalaban como diminutos insectos por la cuesta que desciende á La Condamine.
Entraron en una avenida asfaltada, entre dos masas de estrechos y tupidos jardines, que conduce al Museo Oceanográfico.
—¡Míralos!—dijo Alicia con expresión triunfante, al mismo tiempo que daba con un codo al príncipe.
Cuando éste avanzó la cabeza, sólo pudo ver unos bultos que se ocultaban en un sendero lateral.
—Eran ellos, no lo dudes—continuó la duquesa, riendo—. Marchaban por en medio de la avenida. Esa Valeria es muy lista; se ha vuelto al oir el ruido de un coche, reconociéndome al instante. Se llevó al sabio como si lo arrastrase.
Cesó de reir, adquiriendo su rostro una gravedad melancólica.
—¡Felices ellos! ¡Qué de ilusiones! Todos hemos pasado por lo mismo... Lo malo es que deseamos marchar adelante en busca de algo más, cuando debíamos quedarnos con lo que tenemos.
El príncipe asintió con la cabeza, repitiendo lacónicamente:
—¡Felices ellos!
Su voz era un réquiem. Estos encuentros sucesivos le hacían pensar en la muerta comunidad de la que era jefe irrisorio. Primeramente, Castro... Luego, Novoa. Hasta el coronel estaría en aquel momento paseando ante la tienda de una modista, á la espera de la chica del jardinero. Quedaba Spadoni, pero su fidelidad valía poco. Para él no existía otro femenino que el de la ruleta.
Se detuvo el carruaje más allá del Museo Oceanográfico, donde empiezan los jardines de San Martino. Alicia pagó al cochero.
—Hay que hacer economías—dijo con gravedad—. Volveremos á pie.
Siguieron unos senderos tortuosos, subiendo y bajando por las quebradas de la costa. Las pequeñas mesetas habían sido convertidas en miradores de piedra, desde los que se abarcaba un espacio inmenso. En algunos amaneceres se podía distinguir el lejano perfil de las montañas de Córcega. Como los jardines estaban á muchos metros sobre el Mediterráneo, la línea del horizonte era tan alta que obligaba á levantar los ojos. Los pinos formaban ligeras y negras columnatas, entra cuyos troncos subía el cortinaje obscuro del mar. Sólo sus rumorosas copas de agujas emergían en el azul diáfano del cielo. La vegetación baja se componía de plantas silvestres de acre perfume y vida dura, insensibles á las emanaciones salitrosas; nopales, cuyas palas verdes estaban rematadas por frutos rojos; pequeñas pitas de retorcidas puntas que se enredaban unas en otras como tentáculos de pulpos verdes.
Admiró Alicia este jardín. Era, según ella, un jardín marítimo, que armonizaba con el Museo cercano y el paisaje. Los troncos parecían mástiles de navío; las plantas amontonadas á sus pies tenían la forma radiada y envolvente de los monstruos de las profundidades oceánicas. Otras vegetaciones de origen exótico evocaban la imagen de países cálidos, de lejanos puertos olorosos poblados de muchedumbres amarillas ó cobrizas. A través de los fustes rectos de la arboleda se veían cinco goletas, inmóviles en el horizonte, con el velamen caído.
Una cinta de humo acompañaba las evoluciones de un torpedero sutil rondando como perro protector en torno de este rebaño blanco y tímido.
Al asomarse á los balconajes de piedra se veía el mar á una profundidad enorme. El acantilado rojo se hundía verticalmente en las aguas ennegrecidas por la sombra ó se resguardaba con desprendimientos de rocas eternamente ceñidas de espumas. A un lado avanzaba el Cap-Martin, repeliendo el asalto de las olas, círculo de corderos blancos que se sucedían incesantemente surgiendo de las praderas azules; más allá, la costa de Italia, sonrosada por la melancolía de la tarde; y en el extremo opuesto, el Cap-d'Ail y el Cap-Ferrat, sobre cuyos lomos—abullonados de verde por las arboledas y moteados de blanco por las «villas»—empezaba á extenderse el sudario de oro que debía envolver la muerte del sol.
—¡Hermoso!... ¡muy hermoso!
La duquesa mostraba una alegría infantil. Se habían sentado frente al mar, saboreando la rumorosa calma, en la que se confundían los estremecimientos de los pinos, el profundo rodar de las espumas invisibles, la respiración de la llanura azul, los crujidos de la tierra, rozada por los rosarios de hormigas, por las procesiones de orugas, por la labor tenaz de los escarabajos, y conmovida al mismo tiempo en sus entrañas por el despertar de las raíces.
De vez en cuando sonaba la arena del tortuoso sendero bajo pasos humanos. Eran inválidos ó convalecientes que recorrían los jardines á la salida del Museo; vecinos de Mónaco que regresaban á sus casas después de haber tomado el sol en un banco; gruesas comadres que guardaban su calceta en un bolso; ancianos apoyados en un bastón, que tal vez no se habían embarcado nunca, pero tenían un aspecto de viejos marinos genoveses. También pasaban lentamente algunas parejas de enamorados. Aparecían en una revuelta del sendero cogidos del talle, silenciosos, mirándose. Al notar que en el banco había otra pareja, se desasían, improvisaban una conversación cualquiera y ganaban cuanto antes la revuelta inmediata, para repetir el tierno enlazamiento, no sin antes saludar con una sonrisa al príncipe y á la duquesa, como si adivinasen en ellos á otros enamorados.
—¡Y pensar que nunca habíamos venido aquí!...—dijo Alicia—. Tú, á lo menos, posees tus magníficos jardines; pero yo, instalada en una «villa» que no es mas que una casa con unos cuantos árboles y teniendo por todo panorama el edificio de enfrente, soy tan estúpida, que me paso las tardes en el Casino, obscuro y cerrado como una bodega. ¡Qué horror!
Se estremeció al pensar en el Casino. Le parecía ahora imposible que hubiese podido vivir en la penumbra ó bajo la luz artificial, mascando una atmósfera malsana, á las mismas horas en que este jardín extendía ante el mar su magnificencia silvestre y luminosa.
—Hay muchas cosas bellas en el mundo—continuó—para las cuales no se necesita dinero. ¡Pensar que si no hubiésemos perdido no estaríamos aquí! Casi es mejor ser pobres.
Miguel rió de su vehemencia. No; ser pobre no resultaba agradable; pero tenía razón al decir que para gozar de muchas cosas hermosas no es necesario el dinero.
—Nosotros mismos—añadió él, después de una larga pausa—sólo nos conocemos verdaderamente desde que perdimos nuestra riqueza. ¡Quién sabe si de nacer pobres nos hubiésemos entendido mejor en nuestra juventud!... Muchas veces lo he pensado.
Era cierto; y desde que estaba aquí en el banco, al lado de ella, pensaba lo mismo. La alegría de Alicia ante la tarde esplendorosa, su entusiasmo al verse en este jardín rústico frente al mar, lejos de ciertas gentes sin las cuales no creía antes tolerable la existencia, lejos del juego, que era el único remedio para el vacío de su vida, todo esto halagaba al príncipe, como un descubrimiento de acuerdo con sus gustos. La veía ahora muy distinta á como se la había imaginado en otros tiempos. Y él también aparecía seguramente ante los ojos de ella de otro modo que en el pasado. Una muralla enorme los separaba antes: la riqueza, engendradora del orgullo y del afán de dominación.
Sintió una necesidad de seguir hablando. Algo hervía en su interior, haciendo subir las palabras á la boca con una marea irresistible.
«Vas á cometer una necedad enorme... ¡Atención!... Buscas complicar tu existencia...»
Era el antiguo Lubimoff el que hablaba en su interior; el Lubimoff recién llegado de París para refugiarse en su Arca, lejos de todos los afectos vanos que forman la felicidad de la mayoría de los hombres; el áspero maestro de «los enemigos de la mujer».
La voz ronca y plañidera no levantó ningún eco. El príncipe despreciaba á este fantasma que aún se mantenía en su interior, gimiendo sobre ruinas.
Había permanecido hasta entonces aspirando con delicia el perfume de aquella mujer, que al mezclarse con el perfume de la tarde parecía comunicar su esencia á toda la Naturaleza. Veía el cielo, el mar, los árboles, todo á través de ella, como si llenase el espacio.
También él había hecho un descubrimiento. Pensaba con horror en la solitaria Villa-Sirena, como la otra pensaba en el Casino. Le parecían más hermosos estos jardines de disfrute común que los de su propiedad, que todos le envidiaban. ¿Cómo podía haberse paseado solo en torno de su «villa», por las avenidas magníficas y solitarias, cuando existía en el mundo la voluptuosidad de sentarse en un banco público al lado de una mujer, ó caminar junto á ella pasando un brazo por su talle, lo mismo que aquellos pobres soldados y marinos?...
«¡Muy bien, príncipe!... Enamorado como un adolescente pasados los cuarenta. ¡Adelante con tus necedades, si eso te divierte!... ¿Qué dirían los otros enemigos de la mujer?»
Pero él no quiso oir esta última protesta de una mitad de su persona, olvidada y hostil.
—Nuestra vida ha sido un engaño—dijo en voz alta, con cierta violencia, para no dejar traslucir su emoción—. Tú debes estar convencida de ello... Y también te das cuenta de que yo pienso lo mismo... de que reconozco mi error... Porque yo... porque yo, desde hace tiempo... ¡yo te amo!... Ya está dicho: ahora ríete si quieres.
Ella no quiso reir. Lanzó una ligera exclamación, le miró un instante y volvió la cara, como si huyese de la interrogación de sus ojos. Había presentido la llegada de esto de un momento á otro, ¡pero la sorpresa de escucharlo en la realidad!...
Hubo un largo silencio.
—¿Qué contestas?—preguntó al fin con timidez el famoso príncipe Lubimoff, adorado por tantas mujeres.
Alicia volvió á mirarle.
—¿No es una broma?... ¿No es un capricho que te ha sugerido la hermosura de esta tarde tan... poética?
Miguel protestó con el gesto. ¡Considerar capricho aquella decisión grave que venía preparada por largas y penosas contradicciones interiores, lo mismo que un gran pensamiento!...
—Si yo fuese como las más de las mujeres, te contestaría: «¿A cuántas has dicho lo mismo?» Pero esta pregunta es estúpida. Se puede haber dicho «Yo te amo» á una mujer con toda sinceridad, y algún tiempo después repetir lo mismo á otra, con más sinceridad aún... No quiero preguntarte á cuántas has dicho lo mismo; tal vez no lo has dicho á ninguna. Tú no necesitabas esforzarte, fingiendo la comedia del gran amor, para conseguir tus deseos: te esperaban anhelantes; te bastaba arrojar tu pañuelo de sultán... ¡Pero á mí!... Haz memoria, Miguel: de muchachos nos odiamos; después, cuando yo quise, tú no quisiste... ¡y ahora que ya empezamos á ser viejos!... ¡ahora que sólo poseo los restos de lo que fuí, que carezco de libertad, pues tengo... lo que tú sabes! Es un disparate, y por eso río. No: ¡nunca!
El príncipe habló á su vez. Se habían odiado, era cierto, y este odio lo consideraba ahora como una felicidad. ¡Qué desgracia la suya si hubiesen unido por el matrimonio sus dos enormes fortunas y sus dos orgullos todavía más enormes!...
—Nos hubiésemos separado una semana después; tal vez el mismo día—continuó Miguel—. Hasta tengo la sospecha de que te habría pegado.
—Y yo á ti—dijo la duquesa—. No cabíamos juntos en ninguna parte. Era preciso que uno se sometiese al otro, y ninguno de los dos comprendía este sacrificio.
—Lo mismo—siguió él—puedo decirte de aquella noche en que comimos juntos. Celebro mi conducta absurda y ridícula. Si hubiese cedido, algo irreparable existiría ahora entre nosotros; no nos hubiéramos vuelto á encontrar, no estaríamos aquí diciendo lo que decimos.
Ella asintió.
—Es cierto; no estaríamos aquí. Tú guardarías un recuerdo espantoso de mi persona; sé bien cómo era yo entonces. Tampoco habría ido á buscarte, aunque en ello me fuese la vida. Gracias á tu fuga de aquella noche podemos ser amigos, amigos eternos, hermanos si quieres; pero ¿por qué me hablas de amor?... Eso no es de nuestra edad. Ya pasó. ¿Qué ves en mí ahora que no tuviese de joven?
—Veo tu desgracia.
La voz del príncipe sonó grave y profundamente sincera al decir esto.
Había reflexionado mucho, antes de contestarse á sí mismo, cuando se hacía una pregunta igual á la de Alicia. Estaba seguro de haber empezado á amarla el día que se presentó en Villa-Sirena á pedir el perdón de su deuda, confesando su ruina. ¡Pobre duquesa de Delille, acostumbrada á gastar millones al año, propietaria de minas preciosas, y teniendo que vivir del juego, como una aventurera!... Después, junto á su lecho, viendo sus lágrimas, escuchando el gran secreto de su vida, aquella maternidad oculta que la hacía llorar, se había dado cuenta definitivamente de este amor. En los últimos días, al contemplarla victoriosa en el Casino, su pasión se ensombrecía; la apreciaba menos. Luego, al verla arruinada y enferma de tristeza, su afecto iba renaciendo; y para auxiliarla, hasta se convertía en jugador, ¡él, que era incapaz de hacer esto ni por su propia salvación!...
—Tú no puedes comprenderme: eres mujer. Muchas veces en mi vida, otras mujeres me han dicho, después de un acto suyo inexplicable: «No te esfuerces; los hombres nunca llegan á entendernos...» Yo digo lo mismo: una mujer tampoco puede comprender á un hombre... Te amo ahora porque me inspiras lástima, y la lástima conduce á la ternura, y la ternura es el verdadero amor, un amor que yo no había conocido nunca. Cada uno ama á su modo. La mayoría de las mujeres necesitan el orgullo en el amor; que el amado infunda admiración y envidia por su valentía, por su hermosura, su riqueza ó su talento. El hombre ama casi siempre por lástima, por la tierna conmiseración que le inspira la mujer. Nunca se siente más amante que cuando la cabeza femenil se apoya en su pecho con el abandono de la debilidad... Y cuando la mano de él se hunde en su cabellera, encuentra un cráneo pequeño y delicado (más pequeño siempre que se lo imagina), una cabeza que contiene palabras celestiales, gracias irresistibles, acciones grandiosas, pero rara vez guarda las energías de pensamiento que dan la superioridad al hombre. Sus miembros adorables no pueden defenderla. Y el hombre, al considerarla tan hermosa y tan débil, siente crecer su amor con la lástima y el deseo de protección.
—No—dijo ella—. También la mujer conoce la conmiseración en su amor. El hombre que le era indiferente le interesa de pronto, al verlo infeliz; la que odiaba ayer vuelve al amante odiado, cuando lo considera en peligro. Nunca pone tanta ternura en su voz como al decir: «¡Pobrecito mío!...»
El príncipe hizo un gesto de aceptación. ¡Sea en buena hora! Pero volvió inmediatamente á lo que le interesaba.
—Hoy somos desgraciados; yo tanto como tú, pues he perdido lo que me hacía sobresalir sobre los demás hombres, y tal vez no lo recobre nunca... Pero tu situación es todavía peor; eres mujer, eres más pobre, y yo me siento atraído hacia ti y te digo lo que nunca hubiese dicho de seguir los dos en nuestra antigua posición, encerrados en nuestro orgullo.
Siguió hablando en un tono arrullador, aproximándose más á ella, casi en su oído, aspirando el perfume de la boa de piel que llevaba en el cuello y parecía guardar concentrada toda la esencia de su cuerpo.
Repitió lo que había pensado en las noches, mientras luchaba con sus antiguas preocupaciones; lo que había resumido enérgicamente poco antes, mientras venía silencioso en el carruaje, al lado de ella. Habló del porvenir. Aún podían ser felices: era un amor reposado y durable lo que él la ofrecía; un amor de otoño, un amor para siempre, sin complicaciones dramáticas, plácido, tranquilo, dulcemente monótono, como las veladas junto al fuego.
La mujer rió con una expresión dolorosa.
—Tú olvidas quién soy; hablas lo mismo que si el pasado no existiese, como si tú no fueses tú, como si yo no tuviera todas esas historias que pesan sobre mi nombre. De hacerme otro esa proposición, ¡quién sabe!... Estoy cansada y me seduce un porvenir de reposo. ¡Pero tú!... Es imposible contigo: acabaríamos mal. Prefiero que seamos amigos, sin nada de amor. Resulta más seguro y durable.
Al ver su gesto desalentado, Alicia continuó hablando. No le asustaba vivir con él por lo que pudieran decir las gentes. Era cierto que tenía un marido, y dominado ahora por un amor senil, iba á negarse á aceptar el divorcio. ¡Pero el caso que ella podía hacer de este obstáculo y de los comentarios de su mundo!... Mayores audacias contaba en su historia.
—Es que no quiero... No me preguntes el motivo: no sabría explicártelo; mejor dicho, no me entenderías. Repito lo que te han dicho otras: «Tú eres un hombre, y no puedes comprender á las mujeres.» No, no quiero. Te hablaré más claro: con otro hombre que llegase á interesarme... no sé. ¡Somos tan débiles! ¡sentimos tales sorpresas en nuestra voluntad! Pero contigo, no... Nos conocemos demasiado: es imposible.
Miguel habló con un tono de despecho y tristeza.
—No te intereso: bien lo veo.
Alicia volvió á reir tan expansivamente, que golpeó con una de sus manos las dos manos juntas del príncipe.
—¡Tonto!... ¿Crees de verdad que no me interesas? Si me fueras indiferente, ¿te habría buscado en otro tiempo?... ¿estaría aquí ahora contigo?
Se mostró desconcertado el príncipe. «¡Entonces!...» Y se esforzó por descubrir qué obstáculo podía oponerse á su deseo. Si era por las cosas de su vida anterior, él las olvidaba. El príncipe Lubimoff tenía igualmente muchas historias que convenía no recordar...
—Dejemos en paz al pasado. Tú eres otra mujer. Conozco tu existencia en los últimos años; además, me contaste la otra mañana lo que has sido desde que tu hijo vivió á tu lado... Yo te tomo á partir del momento en que reconociste la seriedad de la vida, al verte junto á un hombre formado con tu propia carne. Olvido á la Venus de otros tiempos, á la Helena del «banco de los viejos». Te deseo tal como eres actualmente, Venus dolorosa, que lloras, sufres, y necesitas un consuelo, una protección.
Ella cesó de sonreir. Su boca se crispaba con un mísero gesto de gratitud; sus ojos estaban húmedos.
—No—dijo con voz humilde—. Es imposible, á causa de eso mismo. ¡Mi hijo! ¡cómo me ha cambiado mi hijo!... Yo sé lo que significa todo eso de amor. No somos dos adolescentes que se engañan con ilusorias purezas y hablan del alma y del cielo, mientras sus cuerpos se buscan con un impulso natural. Si yo acepto tu amor, sé lo que esto significa inmediatamente, tal vez antes de que salga un nuevo sol. ¿Puedes imaginarte tal cosa?... Mi hijo, que no sé dónde está, que tal vez ha muerto, que por lo menos sufre en este momento lo que una mendiga no permitiría que sufriese un hijo suyo, y yo, mientras tanto, entregándome á un gran amor, á una pasión de esas que devoran los días y el pensamiento entero, como si aún viviese en la primera juventud, ¡ah, no!... ¡qué vergüenza! Conozco lo que un amor entre nosotros exige fatalmente, y me da espanto, me siento sin fuerzas para muchas cosas que antes consideraba sin importancia. Tú lo has dicho: soy otra.
El príncipe se reanimó al conocer el obstáculo. Su hijo vivía; estaba seguro de ello. El había escrito al rey de España y á sus amigos influyentes de París; hasta había enviado cartas á Alemania por mediación de personajes diplomáticos. Lo encontrarían de un momento á otro; él conseguiría que volviese al lado de su madre. ¿Por qué iba á estorbar el pobre mozo el porvenir de los dos? Su hijo conocía la vida; los años pasados al lado de su madre le habían familiarizado con las irregularidades que tanto abundan en el mundo de los dichosos. No consideraría extraordinario que ella, sometida á un matrimonio que era una equivocación, rehiciese su existencia discretamente con un hombre al que conocía desde su adolescencia. Además, lo amaría como á un hermano menor. Contaba con poderosos amigos, capaces de ayudarle si deseaba trabajar. Los restos de su fortuna serían para él cuando muriese.
Alicia agarró una de sus manos con la ternura del agradecimiento. «¡Cuán bueno eres!...» Pero de pronto secó sus lágrimas, sus ojos brillaron con una energía que parecía dirigirse contra ella misma, y continuó con voz dura:
—No, no quiero. Veo lo inmediato: lo que va á ocurrir entre nosotros si me dejo arrastrar por tus hermosas palabras; veo á mi hijo... mejor dicho, no le veo, no sé qué es de él, ignoro si vive... Te digo que no. Es inútil que insistas.
Se hizo un largo silencio. Pasó un soldado con la cabeza vendada bajo el kepis y una flor en una oreja, sonriendo á una muchacha rubia que se apoyaba en su brazo y canturreando los dos. El príncipe y la duquesa se separaron un poco en el banco y permanecieron en silencio: él mirando al suelo, preocupado y cejijunto; ella con los ojos en la raya del horizonte, siguiendo la lenta marcha de las goletas, que habían combado sus alas bajo la brisa precursora del crepúsculo.
La tenacidad con que Miguel ponía su vista en el suelo hizo que Alicia se equivocase. Sus piernas quedaban algo descubiertas por el arrugamiento de la falda corta; unas piernas finas, que mostraban la blancura de su carne á través de las mallas de seda de color habana.
—¿Miras mis medias?—preguntó ella, pasando repentinamente de la tristeza á la risa—. Fíjate. Eso que llevan al lado no son adornos, son zurcidos. Mi doncella me las arregla muy bien. ¡Qué quieres! Somos pobres.
Y sin duda, para distraer á su enfurruñado acompañante, siguió con acento regocijado la enumeración de su miseria. ¡Ay, la guerra, con sus atroces encarecimientos! Las medias de seda eran malas, se rompían con sólo usarlas una vez, y únicamente podían adquirirse á precios fabulosos. Prefería prolongar la existencia de las que guardaba de sus tiempos de riqueza, por ser más sólidas. Lo mismo podía decir de los trajes. Hacía dos años que su guardarropa ignoraba las renovaciones, antes tan frecuentes.
—Somos pobres—repitió con jocosa solemnidad—. Además, nos gusta el juego, y, como todos los jugadores, perdemos miles de francos y economizamos en las pequeñas cosas que alegran la existencia.
Aguardaba una ganancia enorme y definitiva para ocuparse de su embellecimiento personal.
Pero el príncipe, con los ojos y el gesto, dió á entender lo poco que le interesaban estas confidencias. Era inútil que pretendiese desviar la conversación. Miguel insistía en su demanda, ofendido por la negativa de Alicia. Tal vez con otro hombre se habría mostrado más clemente.
Ella comprendió que debía volver á lo que interesaba á su acompañante, y dijo con varonil franqueza:
—Yo sé lo que tienes. Te voy á hablar como un camarada, sin preocupaciones de sexo, lo mismo que te hablé aquella noche en mi estudio. Conozco la vida que llevas; sé igualmente lo de «los enemigos de la mujer»: una invención necia. Tú lo que necesitas, después de varios meses de soledad maniática, es una mujer. Escoge en torno de ti; las encontrarás, cuando quieras, más jóvenes, más hermosas que yo, que empiezo á verme tal como soy. ¿Por qué te fijas en mí? ¿Por qué turbar mi tranquilidad, cuando ya me he olvidado de esas cosas?...
Sonrió el príncipe amargamente ante el remedio. Lo había pensado muchas veces. El censor que llevaba dentro repetía el mismo consejo: «Busca una hembra, y todo pasará inmediatamente; una hembra que sólo te inspire un interés momentáneo; nada de mujeres y de complicaciones pasionales. Haz lo mismo que recomendaste á Castro.» Muchas veces había entrado en el Casino con el aire resuelto del matarife que va á escoger en el rebaño la res diaria. Examinaba la tropa femenina de las salas de juego, ocupada en mirar con un ojo la bayeta verde, mientras espiaba con el otro á los hombres que circulaban á sus espaldas.
Sentía una atracción carnívora ante determinadas mujeres; una por el rostro, otra por el talle ó la estatura, algunas por su fealdad original ó su desarmonía incitante, que obraban sobre sus nervios como los manjares picantes ó ácidos obran sobre el paladar. No tenía mas que hacer una seña ó decir una breve palabra á muchas que, viéndose observadas por el famoso personaje, sonreían dispuestas á seguirle. Pero experimentaba de pronto la antipatía que inspiran las cosas repetidas hasta la saciedad, el vacío de lo que se conoce hasta el cansancio. Nada nuevo podía esperar; se horrorizaba pensando en el parloteo vano de una desconocida que desea hacerse interesante; en las mentiras de un sentimentalismo repentino y falso; en la grotesca animalidad del acoplamiento que daría fin á tanta molestia. No; le era imposible. Una sola vez, con la desesperada energía del enfermo que traga un medicamento repugnante, había seguido á uno de estos animales hermosos, para sentirse poco después arrepentido de su vileza y avergonzado de su fracaso.
—Eres tú; tú, y ninguna más—dijo sombríamente—. Tú, ó nadie.
Alicia habló con el mismo tono grave. Sabía por experiencia lo que era esto. Deseamos con mayor anhelo lo que nos es imposible conseguir; hacemos un objeto único de todo lo que está fuera de nuestro alcance.
Pero estos razonamientos exasperaron á Lubimoff, hasta hacerlo injusto.
—Te conozco—dijo avanzando en el banco, al mismo tiempo que la miraba de cerca con unos ojos apasionados y agresivos—. Sé cómo sois las mujeres: todas vanidosas y vengativas. No puedes olvidar la noche en que quisiste y yo no quise, y ahora te das el placer de mi suplicio; gozas haciéndome sufrir...
—¡Oh, Miguel!—interrumpió ella con un tono de protesta.
Lubimoff siguió hablando rencorosamente, y esta indignación conmovía á Alicia más que los ruegos humildes de poco antes. Era la imploración desesperada del desahuciado que quiere volver á la vida normal.
—Te amo... te necesito. ¡Yo te tendré!
Sobre el lomo del Cap-d'Ail descendía la esfera anaranjada del sol. Su borde interior tocaba ya la línea ondulante de los jardines y los edificios. Por un momento concentró sus rayos en haz á través de la columnata de un belvedere, como si se asomase á un arco de triunfo antes de morir. Una luz azul que parecía emerger del mar iba repeliendo en los jardines el oro desmayado de la tarde.
—¡No!... ¡no quiero!
La voz de Alicia rasgó el rumoroso silencio con un temblor de sorpresa para convertirse inmediatamente en sordo y prolongado rugido, como si algo pesase sobre su boca. Miguel había echado sus dos brazos sobre los hombros de ella, dominándola, inclinando su busto, oprimiéndolo contra su pecho. Su boca buscaba la otra boca que pretendía resistirse, huyendo con violentas contorsiones del cuello. Finalmente, cesó el rugido de protesta. Las dos cabezas permanecieron inmóviles.
—¡Oh, Miguel... Miguel!—suspiró ella, librándose por un momento de la caricia para volver á someterse á aquellos labios que la perseguían con avidez.
Hablaba como una vencida. Había vuelto de golpe á su pasado, estremeciéndose al contacto de tantas cosas olvidadas que una larga abstinencia hacía completamente nuevas. Esta boca ardorosa y dominadora la despertaba de un sueño que había durado años. Su renacimiento venía de más lejos que el de Miguel.
Se olvidó de lo que la rodeaba. Sus ojos continuaron abiertos, pero se habían borrado de ellos el mar, el cielo dulce del ocaso, hasta las ramas de pino que formaban un dosel silvestre sobre sus cabezas.
De pronto volvió á contemplarlo todo, encorvándose al mismo tiempo para repeler al hombre.
—No, no quiero... ¡Esa mano!... Pueden vernos. ¡Qué locura!
El príncipe era un atleta, pero la emoción debilitaba sus fuerzas. Además, éstas se esparcían en una doble actividad, queriendo dominar á la mujer y explorarla á la vez en sus misterios, con la furia del imperativo sexual. Ella se contrajo y se irguió varias veces, dúctil y reptilina, consiguiendo al fin escapar de la cadena de los brazos masculinos mientras lanzaba un suspiro de fatiga y satisfacción.
Lubimoff, vuelto á la realidad, vió á Alicia de pie ante él, acabando de alisar su vestido en desorden, llevándose luego las manos á su cabellera, al torcido sombrero, á la boa que se deslizaba de sus hombros.
—Vámonos—dijo con un laconismo de enfado.
La siguió el príncipe, cabizbajo, arrepentido de su violencia. A los pocos pasos, ella pareció conmoverse por este mutismo que representaba un arrepentimiento, y volvió á sonreir:
—Ya sé que en adelante no debo verte á solas... Olvidaba que eres un marino, acostumbrado á bajar en los puertos con premura, sin querer perder tiempo.
Marcharon lentamente, con una placidez igual á la del sereno crepúsculo.
Al salir de los jardines hicieron un alto frente al Museo. ¡Volver por el mismo camino!... Miguel descubrió á un lado del edificio una escalinata rústica tallada á trechos en la roca y completada en las oquedades con peldaños de ladrillos. Descendía hasta la ribera del mar formando diversos tramos, y á su final, un camino siguiendo el borde de la costa conducía al puerto.
La mujer vaciló bajo el arco de entrada.
—Te advierto—dijo amenazando con un dedo á Miguel—que si vuelves á las tuyas, pido socorro. ¿Me prometes ser hombre serio?... ¿Palabra?... Bueno; marcha delante: no me fío.
El se lanzó por la escalera como un explorador. El palacio del Museo parecía desdoblarse así como iban descendiendo. Además del edificio á flor de tierra, había un segundo edificio costa abajo, que asentaba sus muros de piedra con grandes ventanales sobre las rocas del acantilado.
En una revuelta, el príncipe se detuvo para esperar á su compañera. Descendía lentamente, dejando entre los dos una separación de varios peldaños. Tenía los pies más arriba de la cabeza de Lubimoff, y á éste le bastó elevar un poco los ojos para ver aquellas medias cuyo zurcimiento había explicado la duquesa.
Vió algo más, que le hizo estremecerse; y con la ligereza de un muelle que se dispara, salvó en varios saltos los escalones que existían entre ambos.
—¡Miguel... que grito!—exclamó ella al verle llegar, extendiendo las manos para rechazarle y queriendo huir al mismo tiempo.
Había abarcado en sus brazos la parte baja del adorable cuerpo. No podía ascender más: las manos de Alicia repelían su cabeza con un impulso nervioso. Y él, con la incoherencia de la pasión, besó sus pies y el arranque de sus piernas; besó su falda allí donde pudo, en los ángulos redondeados de sus rodillas, en la suave curva del vientre.
Ella se irritó al sentirse inmovilizada, sin poder huir.
—¡Déjame!... Esto es ridículo. ¡Acabemos!
Y el sombrero del príncipe rodó de escalón en escalón, bajo un golpe de aquellas manos finas que se defendían á ciegas.
Este incidente le devolvió su serenidad. Sí; efectivamente, era ridículo. Y como viese en Alicia la intención de desandar el camino, volviendo á los jardines, Miguel, para inspirarle confianza, corrió escalera abajo, sin volver la cabeza, sin preocuparse de si ella le seguía.
Se juntaron al borde del mar, en un ancho camino que serpenteaba entre las rocas sueltas orladas de espuma y las paredes casi verticales del acantilado. Las mesetas y oquedades de la piedra habían sido aprovechadas, en este promontorio de escasas superficies horizontales, para construir algunos edificios que albergaban á las familias de los empleados de Mónaco. En el filo del acantilado aparecía, como una cabellera verde, la línea bordeante de los jardines altos, cortada á trechos por viejas obras de fortificación.
Eran bastiones en declive, con garitas salientes en sus ángulos, iguales á los que se ven en los viejos grabados ó en las decoraciones de teatro. Enormes lápidas de piedra con caracteres latinos cantaban la gloria de los diversos príncipes soberanos que habían hecho construir estas costosas obras de defensa, ahora anacrónicas é inútiles. Lubimoff esperaba ver surgir de las garitas algún granadero de uniforme blanco y vueltas de grana, llevando sobre el negro mostacho y la peluca con polvos una mitra de oro.
Caminaron lentamente en el crepúsculo. Arriba, la luz anaranjada del ocaso enrojecía suavemente las aristas de la roca, las arboledas, las fachadas blancas. Al borde del mar, la sombra era azul, una sombra de noche lunar. El cielo ensangrentado por la puesta del sol permanecía invisible para ambos detrás del peñón de Mónaco. Sólo podían contemplar el cielo de la parte de Italia, cada vez más obscuro, más denso, preparándose á dar paso á las primeras punzadas luminosas de las estrellas.
Se cruzaron con varios pescadores que regresaban á sus viviendas cargados de cestos y redes.
Alicia experimentaba inquietud en algunas revueltas completamente solitarias. Luego, al ver una casa ó un transeunte que se iba aproximando, reanudaba su conversación. Lo que ella temía era un alto en el camino, sentarse con el príncipe en el pequeño parapeto que bordeaba la costa. ¡Mientras siguiesen marchando!...
Dejó sin protesta que Lubimoff pasase un brazo por otro suyo, apoyándose en él. ¡Se expresaba con tanta humildad!... Parecía arrepentido de sus atrevimientos; le pedía perdón con su pálida sonrisa. Además, le hablaba de su hijo con un optimismo acariciador. Todos los temores de ella eran infundados; su hijo volvería: estaba seguro de ello. Iba á recibir buenas noticias de un momento á otro; tal vez aquella misma noche.
Era un hombre, y por mucho que amase á su madre acabaría por amar á otra mujer con mayor vehemencia, creándose una vida aparte, como todos los demás.
—Y tú, que aún puedes considerarte joven, que tienes derecho á largos años de ventura, ¿quieres renunciar á todo, como una vieja?... ¿Por qué? ¿Qué adelantas con eso?...
Ella bajaba la frente sin saber qué contestar, y su turbación era tal, que no hizo el menor movimiento cuando el brazo de Miguel dejó de apoyarse en el suyo para ceñir su talle. Así avanzaron, estrechamente ligados, formando un solo cuerpo, dando paso tras paso instintivamente, sin saber hacia dónde marchaban. El, con los ojos puestos en ella, espiaba su rostro, esperando la caída de una mirada, de un monosílabo de aceptación. Alicia temía encontrarse con estos ojos implorantes, y entornaba los suyos.
—Di que sí—murmuró Lubimoff—, di que quieres. Por algo nos hemos encontrado; por algo viniste á buscarme. Vamos á rehacer unas vidas que se torcieron por nuestra vanidad y nuestro orgullo. Seamos, aunque algo tarde, lo que debimos ser.
—No—suspiraba Alicia—, no puedo... ¡Mi hijo!...
Y á continuación se apresuró á murmurar, como arrepentida:
—Sí; tal vez... más adelante... Pero ahora, no. ¡Qué vergüenza!... Cuando yo esté tranquila, cuando no sienta esta preocupación que me destroza... Te quiero; ¿te basta con eso? Te quiero...
Estas dos palabras le bastaban al príncipe. El, que había llegado con tantas mujeres á los mayores extremos de dominación, sin sentirse nunca ahito, se contentaba con la breve frase, que tenía para sus oídos una música dichosa.
Fué subiendo su brazo más arriba del talle de Alicia, mientras con la otra mano reclinaba su cabeza en uno de sus hombros.
Sonó un beso, un larguísimo beso, sin que se detuviese la marcha de los dos. La mujer no opuso resistencia, y poco después, su boca, animada por un despertar febril, se unió á este beso, haciéndolo más apasionado, más vibrante é interminable. Ya no sentía miedo; seguían caminando, y á su enamorado le era imposible repetir las osadías del jardín. Es más: se confesaba interiormente, con cierta vergüenza, el deleite que esta caricia andante resucitaba en ella.
—Te quiero—suspiró, sin saber lo que decía—, te quiero; ¡pero lo otro, no!... Amémonos como si fuésemos muchachos. Es ridículo á nuestra edad... ¡pero tan dulce!
En aquel momento, el alma de Lubimoff era igual á la suya. Este simple beso le pareció el mayor de los placeres que había conocido. Encontraba á la vida un encanto nunca sospechado. Creyó contemplar el paisaje más hermoso de la tierra. ¡Qué interesantes las viejas fortificaciones! ¡Qué grande hombre Alberto de Mónaco al construir esta ruta asfaltada y solitaria, para que él marchase prendido por su boca á la boca de una mujer!...
Caminaban lo mismo que si estuviesen ebrios, en continuo zigzag, desde el parapeto al corte del acantilado, labios con labios, los ojos tocándose, como si nada existiese más allá, é imaginándose buenamente que marchaban en línea recta. Desde lejos les hubiesen creído dos adversarios que luchaban, tambaleándose con los empujones de la pelea.
El, dominado repentinamente por el deseo, quedó inmóvil y se negó á seguir adelante.
—¡No... no!
Alicia protestaba ante el peligro, quebrantada aún su voluntad por las emociones recientes, pero esforzándose por mantener su negativa.
La boca de él se había separado de la suya. Sus ojos brillaban con un estrabismo agresivo. Las manos bajaron á lo largo del cuerpo femenil, ganchudas como garras.
—¡No quiero; te he dicho que no quiero!... ¡Sigamos!
Ella se agitó entre sus brazos con una agilidad de gimnasta, y al salir de este encierro sonó un crujido de tela desgarrada.
—¡Mira, bárbaro!... ¡mira lo que has hecho!
Estaba inmóvil, con la boa de piel cayéndose de uno de sus hombros, mientras buscaba en el otro el rasguño que acababa de sufrir su vestido.
Miguel, colocándose á sus espaldas, vió que tenía una manga casi suelta, dejando ver la blanca carne del brazo y la deliciosa oquedad de la axila con su fino musgo.
Se arrepintió de su violencia, de sus maneras, que rompían al acariciar, como las de un marinero ebrio.
Otra vez se apiadó Alicia de su confusión infantil.
—No vale la pena. Es un vestido de hace dos años; está tan viejo, que se rompe con solo mirarlo... Inconvenientes de pasear con una pobre.
Después la preocupó este rasguño tan visible. Iba á entrar en Monte-Carlo, á pie ó en tranvía; ¡qué dirían viéndola en tal estado!
—Un alfiler; ¿tienes un alfiler?
Esta petición aumentó el remordimiento del príncipe. ¿Dónde puede encontrar un hombre un alfiler?... Mientras Alicia buscaba en sus ropas inútilmente, él pensó en regresar al Museo ó escalar los peñascos hasta una de aquellas casas donde vivían los empleados del príncipe. Habría dado cien francos por un alfiler... pero se acordó de que no tenía nada en sus bolsillos.
Empezó á registrarse lo mismo que ella, aunque tenía la certeza de que la rebusca era inútil.
De pronto sonrió triunfante.
—Toma el alfiler.
Era el de su corbata; una perla famosa, muy admirada por las mujeres, y que no había querido dar nunca, por ser regalo de la princesa Lubimoff.
Tuvo que encargarse él mismo de arreglar la rotura de la espalda, suspirando de angustia.
—No sabes—decía riendo Alicia—. Cuidado, que me pinchas. ¡Qué torpe!
Pero él acabó por sentirse contento de su torpeza. Acariciaba el desnudo brazo con sus dedos, se estremecía al rozar aquel pliegue de la carne que guardaba en su sombra aterciopelada cierto misterio sexual.
—¡Quieto!—chilló ella—. No vuelvas á las andadas; mira que me enfado... Bien está así... ¡Vámonos!
Se echó atrás la boa para ocultar el torpe remiendo y la perla, que resaltaba con una magnificencia incoherente. Volvieron á marchar, sin que Miguel intentase nuevas audacias. El último incidente le había hecho circunspecto. Insultábase en su interior, considerándose un bárbaro, incapaz de vivir entre verdaderas señoras.
Al llegar á la última revuelta salieron de la penumbra azul del acantilado. Sobre sus cabezas tenían el ángulo final del baluarte y una garita de piedra; enfrente el puerto, con su boca flanqueada de dos torrecillas luminosas, y en la ribera opuesta la altura de Monte-Carlo, sus edificios enormes, sus cúpulas charoladas, que reflejaban el último fuego rosa del crepúsculo.
Los dos se detuvieron instintivamente. En mitad del puerto, el yate blanco del príncipe de Mónaco estaba inmóvil, tirando de su boya. Junto al muelle cercano unas cuantas tartanas cabeceaban, moviendo su mástil único, y un vapor español, ostentando su bandera neutral, descargaba sacos de arroz y toneles de vino. La presencia de varios grupos de hombres diseminados frente á las embarcaciones les impuso prudencia. Dejaban de estar solos. Habían entrado de nuevo en la vida.
—¡Qué corto el camino!—exclamó el príncipe.
Lo mismo pensaba ella. «Sí, ¡qué corto!»
No debían marchar juntos. Era preciso despedirse allí, lejos de la gente.
Alicia lo tendió sus dos manos.
—¿Nada más?—suspiró Miguel.
Vaciló la duquesa un instante. Luego, con una agilidad de muchacha, como si aún fuese la amazona endiablada del Bosque de Bolonia, saltó hacia él con los brazos abiertos.
—Toma... toma... y toma.
Fueron tres besos rápidos, fulgurantes, que sólo duraron un segundo; tres besos que hicieron pensar á Lubimoff si lo ignoraría aún todo en la vida, pues nunca había sentido el estremecimiento que circuló por su cuerpo desde el cerebro á los pies.
—¡Más!... ¡dame más!
Ella rió de su gesto implorante.
—Se acabaron las locuras... Otro día, ¡quién sabe!... Ahora vuelvo á mis preocupaciones. Me da miedo entrar en mi casa; siento terror y esperanza. ¡Ay, la noticia que puedo recibir de un momento á otro!... Di: ¿tú crees de verdad que no le ha pasado nada?... ¿tú crees que podrá volver?...
VIII
Spadoni entró en la habitación de Novoa con el propósito de hacerle hablar. Creía ahora fervorosamente en la ciencia del profesor, y al verlo predispuesto al juego y reflexionando sobre sus misterios, esperaba de él, con la simplicidad del creyente, algo milagroso, un descubrimiento genial que los enriqueciese á los dos. Por esto el pianista se levantaba antes que de costumbre, para sorprender al catedrático durante sus ocupaciones de limpieza personal. Consideraba estas horas las mejores para una confidencia.
—La palabra azar—dijo Novoa—carece de sentido; mejor dicho, no existe el azar. Es un invento de nuestra debilidad y nuestra ignorancia. Decimos que un fenómeno es debido al azar cuando sus causas nos son desconocidas ó nos parecen inaccesibles al análisis. Ignoramos las causas de la mayor porte de los hechos, y salimos del paso atribuyendo éstos al azar.
El músico abrió sus ojos de odalisca, contrayendo á la vez el rostro aceitunado con un gesto de atención y respeto. No entendía bien las palabras del sabio, pero las admiraba de antemano, como un preludio de revelaciones más practicas y de inmediata aplicación.
—Todo fenómeno—continuó Novoa—, por mínimo que parezca, tiene una causa, y un hombre de cerebro infinitamente poderoso, infinitamente informado de las leyes de la Naturaleza, sería capaz de prever todo lo que puede ocurrir dentro de unos minutos ó dentro de unos siglos. Con un hombre así sería imposible jugar á ningún juego. El azar no existiría para él. Poseyendo el secreto de las pequeñas causas que hoy escapan á nuestra inteligencia y de las leyes que rigen sus combinaciones, sabría perfectamente todo lo que puede surgir del misterio de la baraja ó de los números de la ruleta. No habría quien le resistiese.
—¡Oh, profesor!—suspiró admirado el pianista.
Hacía votos mudamente por que su ilustre amigo siguiese estudiando. ¡Quién sabe si llegaría á ser ese hombre todopoderoso, y, apiadándose de él, lo llevaría á la rastra de su gloria!
Novoa sonrió de la candidez de Spadoni y siguió hablando.
—El número de hechos que atribuímos á ese azar (que no es mas que una causa ficticia creada por nuestra ignorancia) varía, del mismo modo que varía la ignorancia, según los tiempos y según los individuos. Muchas cosas que son azar para el iletrado no lo son para el hombre estudioso. Lo que hoy es azar no lo será tal vez dentro de algunos años. Los descubrimientos científicos acabarán por restringir considerablemente el dominio del azar al disminuir nuestra ignorancia.
Se dilató el rostro del pianista con un gesto de ilusión.
—Usted es un sabio, profesor, ¡un gran sabio!... No mueva la cabeza; yo sé lo que digo. Y tengo la seguridad de que si continúa estudiando estas materias importantes, encontrará una martingala que...
Le interrumpió el español, señalando á una baraja sobre una mesa próxima. Se adivinaba que había hecho estudios durante la noche, antes de acostarse. Esta baraja era para Spadoni un testimonio de laboriosidad científica, más digno de respeto que todos los libros procedentes de la biblioteca del príncipe que estaban olvidados en los rincones. El catedrático se preocupaba ahora de los misterios del azar, y Spadoni estaba convencido de que encontraría algo mejor que todo lo que llevaban inventado los simples jugadores.
Pero su esperanza se desvaneció ante el gesto desalentado de Novoa.
—Mire usted esta baraja: unos cuantos pedazos de cartón, ¡y sin embargo, resulta inmensa como el universo! Hace sufrir el vértigo del infinito, lo mismo que cuando se mira arriba con el telescopio ó abajo con el microscopio. ¿Sabe usted cuántas combinaciones pueden hacerse con una baraja de cincuenta y dos cartas?... No sé cómo decírselo: ni el diccionario ni la aritmética conocen esta cifra por inútil, pues está mas allá de los cálculos humanos. Inventemos la palabra: ochenta undecillones, ó sea un 8 seguido de sesenta y siete ceros... Dos hombres que se pusieran á jugar con una baraja de cincuenta y dos cartas y jugasen una partida por minuto, siendo en cada partida el juego diferente, sólo llegarían á agotar todos las combinaciones posibles después de cien millones de siglos.
Se hizo un largo silencio, como si el ambiente de la habitación quedase agobiado por el peso de estas cifras inconcebibles. Spadoni bajaba la cabeza.
—Ahora, dígame usted—continuó el profesor—qué puede un pobre ser humano, con todos sus cálculos de probabilidades, contra este infinito.
Y agarrando un puñado de cartas, las dejó caer de nuevo sobre la mesa, como una lluvia susurrante de colores.
—Todo depende del azar—añadió—, ó mejor dicho, del error. Perdemos por error y ganamos por él igualmente. Nuestro error es el resultado de una infinidad de errores infinitesimales debidos á otra infinidad de pequeñas causas, cuyo análisis no podemos intentar siquiera. Estas pequeñas causas son independientes las unas de las otras, y como es el azar quien las dirige, obran tan pronto en un sentido como en otro. Cuando el error infinitesimal es positivo, nos hace ganar; cuando es negativo, perdemos.
Spadoni movió la cabeza afirmativamente, aunque sin entender gran cosa. Lo único claro para él era lo de los errores infinitesimales que hacen perder. Los conocía; eran á modo de microbios, de gérmenes maléficos, adheridos á él para siempre. Y deseaba que su sabio amigo encontrase un antiséptico para exterminarlos.
—Además—dijo Novoa—, si existen probabilidades de ganancia, estas probabilidades son proporcionales á las fortunas de los jugadores. Un jugador pobre tiene menos probabilidades de ganar que otro que disponga de capitales.
—Entonces, ¿nosotros...?—preguntó melancólicamente el músico.
—Nosotros estamos abajo y hemos nacido para víctimas. El juego es una imagen de la vida: los fuertes triunfan sobre los débiles.
Spadoni quedó pensativo.
—Yo he visto—dijo—jugadores ricos que acaban arruinándose como los demás...
—Porque no se retiran á tiempo, cuando la fuerza de resistencia de sus capitales hace llegar la hora de la ganancia. También, en la vida, los grandes devoradores, los hombres de espada, los multimillonarios, los gobernantes, son á su vez devorados por una nivelación final: la muerte. Pero antes de esto triunfan por los medios poderosos que la suerte ha puesto en sus manos. Nosotros los pobres no triunfamos jamás un día entero. Querer ganar una fortuna enorme con un pequeño capital equivale á querer perder el pequeño capital.
Los dos quedaron desalentados; pero Novoa parecía haber sufrido el contagio de las ilusiones de su compañero, y sintió la necesidad de reanimarse con una fantasía de jugador.
—¿Sabe usted, Spadoni, cuánto puede ganarse con mil francos? Anoche me entretuve haciendo el cálculo.
Y señaló un pedazo de papel lleno de cifras que asomaba entre los naipes. ¡Lo mismo que el pianista!...
—Con mil francos, siempre doblando durante ciento cuarenta y tres partidas (unas cuatro horas), se puede ganar un bloque de oro cien mil millones de veces más grande que el sol.
—¡Oh, profesor!...
Se miraron los dos con unos ojos de ardor místico, como si realmente estuviesen contemplando este bloque inconmensurable. ¿Qué representaba al lado de tal visión la ganancia de unos cuantos miserables millones?...
Toledo se iba dando cuenta poco á poco de las paulatinas transformaciones de su amigo el sabio.
Le preocupaba mucho el adorno de su persona; había pedido al coronel que lo recomendase á su sastre de Niza; hacía frecuentes viajes á esta ciudad sólo para sus compras.
Además, jugaba. Don Marcos le sorprendió repetidas veces junto á una mesa del Casino, de pie y meditando antes de arriesgar alguna de las fichas que formaban breve columna oprimidas por su diestra. Parecía deslumbrado por la facilidad de sus ganancias. Eran pequeñas cantidades, pero ¡tan considerables en comparación con las que había recibido por sus trabajos anteriores! Media hora le bastaba para ganar el sueldo de un mes. Una tarde había llegado á reunir tres mil francos: más de medio año de trabajo en la cátedra y el laboratorio....
Monte-Carlo le parecía un país interesante y la vida en él un descanso plácido, que resaltaba sobre la monotonía parda y laboriosa de su existencia anterior. El Museo Oceanográfico podía aguardarle: no se movería durante su ausencia de la punta del peñón de Mónaco. Los estudios de la fauna marítima no iban á progresar en unos cuantos meses. Y cuando el director le veía entrar de tarde en tarde, con un aire decidido, en el ambiente reposado y silencioso del Museo; cuando reparaba en sus trajes flamantes, en la exactitud con que seguía las modas masculinas, balanceaba la cabeza melancólicamente. No era el primero. ¡Ah, Monte-Carlo!... Los viejos profesores miraban con un ceño de profeta á la ciudad de enfrente. Jóvenes llegados de diversos lugares de la tierra para estudiar los misterios del Océano acababan por hacer cálculos matemáticos sobre las probabilidades de la ruleta.
—Y además, tiene el amor—decía Castro al comunicarle Toledo sus impresiones sobre Novoa—. Cuando no juega está al lado de esa Valeria.
Eran novios. El profesor lo había comunicado misteriosamente á todos sus amigos, luego de rogar á cada uno que guardase el secreto. Después de sus fútiles galanteos de estudiante, éste era el primero, el gran amor de su existencia. Le inquietaba un poco la humildad de su situación. ¿Qué diría Valeria, cuando fuese su esposa, al enterarse de lo poco que ganaba como sabio?... Pero inmediatamente ponía su esperanza en el juego, aquella fortuna no sospechada que se le ofrecía ahora diariamente.
—Que siga esto unos cuantos meses—afirmaba ante el coronel—, y habré reunido un capitalito antes de terminar el período de mis estudios. Todos los días guardo algo, y eso que ahora gasto más que nunca. Hay que ser chic, como mi novia.
Toledo se limitaba á contestar con una sonrisa equívoca.
La dicha de Novoa iba acompañada de cierto orgullo. Tenía á su futura compañera por una gran dama, de mayor capacidad intelectual y más serios estudios que todos las de su clase. Era pobre, y por eso vivía en un estado casi de servidumbre. Pero viéndola en trato familiar con la duquesa de Delille, la consideraba tan importante como la otra, acabando por confundir las cosas de ambas en un interés común. Y como doña Clorinda era ahora adversaria implacable de Alicia, y Atilio admitía ciegamente las ideas y caprichos de «la Generala», una sorda animosidad empezó á surgir entre los dos hombres, que hasta entonces se habían tratado con amable indiferencia.
—¡Las mujeres!—murmuraba Toledo al observar este odio progresivo—. Bien decía el príncipe...
Pero otras preocupaciones más importantes atormentaron al coronel. Se había iniciado la temida ofensiva. Los telegramas de la guerra eran lacónicos y tristes. Retrocedían los aliados ante el avance alemán. Sus líneas no se rompían, pero vacilaban, se encorvaban bajo los abrumadores golpes del enemigo. Todos los días se perdían docenas de pueblos y grandes espacios de terreno.
Don Marcos protestaba de la imprevisión de los generales con una cólera de primario, uniendo sus quejas á las del vulgo.
—Ya lo anuncié yo—decía con suficiencia en los corrillos del atrio del Casino, donde le escuchaban por su condición de militar—. El kaiser ha aglomerado en Francia todas las tropas que tenía en Rusia. ¿Quien no esperaba esto?... Y los nuestros son indudablemente inferiores en número.
El bombardeo de París acabó de desorientarle en sus apreciaciones de estratega. «¡Mentira!», dijo trente al tablón de los telegramas, al leer que los primeros proyectiles habían caído sobre París. No era posible: lo afirmaba él, que estaba bien enterado del alcance de la artillería moderna. Y al conocer la existencia de cañones que tiraban a más de cien kilómetros, quedó desconcertado. «¡Qué tiempos! ¡qué guerra esta!»
Cuando le consultaban las señoras en el Casino ó en el Hotel de París, mostraba un optimismo inquebrantable ante las malas noticias.
—Eso no es nada: va á venir la reacción. Los nuestros se retiran para tomar mejor la ofensiva.
Al quedar solo, se desplomaba esta seguridad, dejando al descubierto una fe vacilante, igual á la de los otros.
—Van á llegar hasta París, si Dios no lo remedia—se decía—. Será necesario un milagro, otro milagro como el del Marne.
Porque el buen coronel seguía creyendo firmemente que la primera batalla del Marne había sido un milagro de Santa Genoveva, de Juana de Arco ó de otra personalidad bienaventurada que podía intervenir en los combates de los hombres, como intervenían los falsos dioses cantados por Homero. ¿No peleó Santiago en las batallas de España siempre que los cristianos atacaban á los moros?...
—El prodigio ha resultado inútil—decía amargamente—. Habrá que repetirlo; habrá que empezar otra vez, después de cuatro años de guerra.
Con el bombardeo de París se había acrecentado muchísimo en unas semanas la población de la Costa Azul. Los trenes llegaban desbordantes de fugitivos. Las calles de Niza estaban repletas de forasteros como en los años de paz, cuando se celebraban las fiestas de Carnaval. Monte-Carlo veía aumentar considerablemente su público y se abrían nuevas salas en el Casino.
Pasaba Toledo la tarde y las primeras horas de la noche en el atrio, esperando siempre buenas noticias, aceptando las malas con un optimismo ágil que encontraba excusa y justificación á todo.
Se iba agrandando el círculo de sus amistades. Todos los días encontraba rostros conocidos que no había visto en mucho tiempo: estrechaba manos, devolvía saludos. «¡Usted aquí!...» El cañón disparado sobre París á fabulosas distancias poblaba los salones de juego con una muchedumbre de buen aspecto, casi tan numerosa como la de los años tranquilos.
Don Marcos seguía anunciando la reacción, la contraofensiva para el día siguiente, como si estuviese en misteriosa correspondencia con el Cuartel General. Y la cólera que despertaba en él este fracaso diario de sus vaticinios iba á desplomarse sobre los que jugaban.... ¡La vida, la indecente vida, con sus apetitos que no conocen la moral, con sus egoísmos brutales!
En torno del coronel, las gentes parecían afligirse un instante leyendo las malas noticias. Luego, los más, entraban en las salas de juego. Tal vez era por inconsciencia, tal vez por un ansia de aturdirse pidiendo al azar las ilusiones del alcohol; pero la bolita de marfil giraba sin descanso en numerosas ruletas, los naipes no cesaban de caer en doble fila sobre las mesas del «treinta y cuarenta», la aglomeración en torno de los tableros verdes iba en aumento.
Era un público nervioso, discutidor, irascible, que perdía con facilidad sus buenas maneras por un simple incidente. La acometividad de los lejanos combates se esparcía como un soplo feroz en torno de las mesas; las mujeres tenían ademanes belicosos. Cada cañonazo contra el lejano París parecía aumentar el arroyo de dinero que chorreaba sobre Monte-Carlo.
Cuando Toledo intentaba exponer sus opiniones y planes estratégicos en Villa-Sirena, encontraba un público menos atento que el del atrio del Casino. El príncipe tenia cosas más interesantes en que pensar. Novoa mostraba una alegría egoísta, como si considerase este período el mejor de su existencia y las desgracias del mundo sirviesen para dar un sabor más intenso á su dicha misteriosa. Spadoni escuchaba las cosas de la guerra lo mismo que si le hablasen de fábulas lejanas.
El estaba por la realidad, é interrumpía al coronel para contarle cosas más interesantes. Ahora despreciaba al Casino, para frecuentar el Sporting-Club, donde se reunían los jugadores más audaces, empleando con preferencia fichas de cinco mil trancos. Un griego que había sido simple marinero en sus mocedades tronaba allí como un personaje de epopeya, admirado por las damas en traje de baile y los graves señores puestos de frac que se reunían en este círculo aristocrático. Había aprendido á leer y escribir siendo ya maduro, pero poseía una fortuna enorme. La noche anterior, en cuatro horas de talla, había ganado un millón doscientos mil francos. Spadoni lo había visto con sus ojos, é imitaba el gesto del héroe al levantarse de la mesa llevando un cestito de mimbre entre las manos; un mísero cestito que contenía, como si fuesen barreduras del suelo, montones de papeles azules, montones de fichas de cinco mil francos. ¡Que no le hablasen á él de generales y batallas! ¡Este era un hombre!
Castro había escuchado una noche al coronel con un silencio de mal augurio y los ojos fríamente agresivos. De pronto, interrumpió los planes estratégicos de don Marcos.
—¿Y á usted cuándo lo ascienden?
Muchos de los generales célebres en la actualidad eran simples coroneles al iniciarse la guerra. Ya era hora de que Toledo diese un salto en el escalafón.
Y el pobre don Marcos, lastimado por esta burla cruel, contestó dignamente:
—Me contento con lo que soy, señor de Castro.
Sabía perfectamente lo que era: coronel, y no deseaba ser mas. Y en su pensamiento repitió varias veces que no deseaba ser más.
A pesar de que en Villa-Sirena cada uno se preocupaba de sus propios asuntos, mostrándose distraído en sus relaciones con los otros huéspedes, el mal humor de Atilio iba haciendo penosa la vida común.
Toledo presentía el motivo de esta conducta. Doña Clorinda le trataba mal indudablemente, y él, á su vez, se vengaba de sus humillaciones y disgustos mostrándose áspero ó irónico con los amigos. El coronel había tenido que calmar á aquella señora cuando la encontraba en el Casino comentando las noticias de la guerra. Sentía hostilidad contra todos los varones sin uniforme; faltaba poco para que los insultase.
—¡Emboscados! ¡cobardes!... ¡Si yo fuese hombre!...
Aunque no lo era, necesitaba hacer algo; y se consumía de impaciencia por no poder emplear su actividad en el frente, bajo el silbido de los proyectiles. Al fin dió con el medio de ser útil.
Quiso marcharse á París. Cuando todos los que podían escapar se apresuraban á hacerlo, ella iría á instalarse en su antigua casa, desafiando con su presencia el cañón y los aviones enemigos.
Castro se atrevió á insinuar tímidamente la ineficacia de este sacrificio. El coronel añadió, con su competencia profesional, que le parecía un disparate; pero ella no estaba dispuesta á modificar sus deseos.
Ponía en la suerte de la guerra un apasionamiento nervioso, una vehemencia igual á la que perturbaba sus relaciones amistosas.
—De no triunfar los aliados, mi vida será imposible. ¡Cómo se burlarían esos canallas!... Prefiero morir.
Los canallas eran sus amigos de antes de la guerra, gentes de diversas nacionalidades que simpatizaban, por snobismo ó por interés personal, con los alemanes. «La Generala», de un amor propio que infundía miedo, deseaba morir, y lo deseaba de veras, antes que ver triunfantes á los que había escogido como enemigos.
—¡Si yo fuese hombre!...
Y Atilio, que buscaba las ocasiones de estar cerca de ella en el Casino, ó exageraba la belleza de ciertos lugares para inducirla á paseos solitarios, huía apresuradamente ante estas palabras, en las que adivinaba un insulto.
Luego, al verse en Villa-Sirena, su amorosa sumisión se convertía en hostilidad para los demás.
Había descubierto que odiaba á Novoa, ó mejor dicho, que debía odiarlo lógicamente. Doña Clorinda estaba reñida con Alicia, y aquella marisabidilla que tanto entusiasmaba al profesor era la acompañante y protegida de la duquesa. Por esto él debía ser enemigo de Novoa, como dos hombres que no se han hecho ningún daño particularmente, pero pertenecen á dos naciones en guerra.
Además—y esto no quería confesárselo—, le daba cierta envidia el aire satisfecho y triunfante del sabio. Novoa no sufría repulsas y desvíos; era la mujer la que lo buscaba, esforzándose por halagar sus aficiones, fingiendo un interés científico por cosas que nada le importaban; todo para conservarlo bajo su dominación. ¡Hombre feliz y antipático!...
Como ocurre siempre que se vive en roce continuo con una persona que empieza á no ser grata, Atilio descubrió casi á diario numerosos motivos de molestia, que exponía á Toledo.
Su amigo el profesor pretendía burlarse de él, y no estaba dispuesto á tolerarlo. Un día había tenido que aguardar media hora en casa de su peluquero. El profesor ocupaba su sillón y empleaba á su manicura. ¡Un atrevimiento! Quería sin duda rivalizar con él, y por esto se hacía vestir por su mismo sastre de Niza. ¡Otra insolencia! Además, no sabía llevar la ropa... Hasta sospechaba que, para ser grato á su novia y á la protectora de ésta, debía permitirse hablar mal de cierta dama, ¡y si él llegaba á saberlo!...
Pero el coronel no prestó atención á tales amenazas. Las tristes novedades de la guerra quitaban toda importancia á los asuntos de su vida corriente.
Los alemanes seguían avanzando hacia París. El retroceso de los aliados continuaba bajo los repetidos golpes del enemigo. Las ilusiones de Toledo disminuían por momentos. Ya dudaba de todo. Los invasores eran de una superioridad numérica aplastante.
Sólo tenia una esperanza. ¡Si llegase á ser verdad el auxilio prometido por los Estados Unidos! ¡Si no resultase un bluff, como creían muchos!... Ahora, con la imaginación, sólo veía la América del Norte, sus puertos llenos de muchedumbres en armas, las azules planicies del Océano aradas por miles de buques que venían á desembarcar en Europa ejércitos interminables. Y como transcurrían semanas sin que se realizasen sus ilusiones, daba consejos á Wilson desde las arboledas de Villa-Sirena ó entre las columnas de jaspe del atrio del Casino.
—¿En qué piensa ese señor?... ¿Por qué no vienen? Si no se apresuran, todo habrá terminado antes de su llegada.
La discordia y la guerra le tocaron de más cerca, dentro de sus dominios, haciéndole considerar por unas horas la conflagración general como un asunto de secundario interés.
No supo ciertamente cómo se fué iniciando la pelea; pero una noche, durante la comida, notó que Castro y Novoa, con estudiada frialdad, cruzaban sus palabras lo mismo que si fuesen espadas. El príncipe no podía adivinar esta animadversión de sus dos amigos, pues nunca, en su presencia, abandonaban las formas corteses. Además, ocupado en sus propios pensamientos, no se dió cuenta de que el profesor se había vuelto algo pendenciero, excitado sin duda por la hostilidad de Atilio. Novoa hizo una leve alusión á la belicosa «Generala», que pretendía marcharse á París, como si su presencia pudiese influir en la guerra. Castro vió en esto un reflejo de la enemistad de la duquesa. Indudablemente, Valeria se había reído con él de los entusiasmos de doña Clorinda. Y cerró contra la protegida de Alicia, una hambrienta, una pedantuela, que se rozaba con señoras y sólo era una doméstica. El no comprendía los amores sentimentales con mujeres de esta clase... Sintió tentaciones de atacar igualmente á la de Delille, pero se contuvo recordando que era parienta del príncipe.
Los dos hombres quedaron silenciosos y pálidos, mirándose como enemigos.
Al día siguiente, Atilio, antes de marcharse al Casino, llamó aparte á don Marcos. Tal vez tuviese pronto un lance de honor: ¿podía contar con él para que le apadrinase?
El coronel se irguió, frunciendo las cejas con un gesto grave. Llevaba varios años sin cumplir esta solemne función, para la cual parecía haber nacido. Su último duelo databa de ocho años antes: un encuentro en la frontera italiana entre dos señores que se habían abofeteado por una trampa de juego.
Aún se hizo más sombrío su rostro mientras se inclinaba en señal de asentimiento, llevándose una mano al pecho. Como en don Marcos todas las acciones se acoplaban con detalles de indumentaria, y creía imposible realizar un acto sin el uniforme correspondiente, recordó en seguida cierta levita olvidada mucho tiempo en su ropero, á la que él llamaba «la levita de los desafíos»; una prenda negra, de corte napoleónico y largos faldones, que sacaba á luz siempre que era padrino y le pertenecía por su carácter militar dirigir el combate.
—Acepto. Un caballero no puede negar este servicio á otro caballero.
Y aceptaba con verdadero agradecimiento, pensando en la conveniencia de airear, fuera de su prisión alcanforada, aquella vestidura grave como la muerte.
Pero en la misma tarde le buscó Novoa. Este hablaba tímidamente, sin la elegante indiferencia de Castro, con cierta sospecha de que pudiera estar haciendo una necedad. Tal vez tuviese pronto un lance de honor.
—Como no entiendo de eso, coronel, usted será mi padrino... Mis estudios han sido otros; pero cuando se insulta á una señora, cuando veo atropellada á una joven indefensa, me considero tan hombre como el más valiente.
Don Marcos dió un salto... ¡Ah, no! Sus ojos se abrían á la verdad. Olvidó el oreo de su levita; podía seguir embalsamada en su encierro. Y como el profesor era menos temible que el otro, descargó en él su indignación. ¡Pensar en batirse por unas nonadas, cuando millones de hombres daban su sangre por grandes ideales!... Y él, que había recordado tantas veces como acciones heroicas sus trabajos de padrino, hizo un gesto repelente, lo mismo que si le propusieran algo contra su honor.
Pocos días después, Novoa habló al príncipe con una brevedad que ocultaba mal su emoción. Estaba muy agradecido al dueño de Villa-Sirena; nunca olvidaría la dulce existencia en este retiro; pero necesitaba volver á su antiguo alojamiento. Nuevos trabajos científicos le obligaban á vivir en Mónaco; el director del Museo se quejaba de sus ausencias.
Y se marchó, para instalarse en una pobre casa de la ciudad vieja, renunciando á las comodidades y abundancias de aquel palacio regentado por el coronel.
A pesar de tales excusas, el príncipe manifestó sus dudas á Toledo. No veía con claridad en esta fuga. Tal vez existía otro motivo que él no llegaba á adivinar.
—Sí; tal vez—contestó sonriendo don Marcos—. Debe ser asunto de faldas.
Asintió Miguel. Indudablemente, era por Valeria. Viviendo en Mónaco se consideraba más libre para sus entrevistas con aquella muchacha.
—¡Ay, las mujeres!—exclamó el príncipe—. ¡Qué poder tienen sobre nosotros!
—¡Y cómo perturban las relaciones entre los hombres!
La voz de Toledo al decir esto era tan desolada como fué la del príncipe al enumerar á sus amigos las ventajas de vivir alejados de la mujer. En cambio, Miguel aceptaba ahora la dominación femenil, y casi envidió á este sabio porque volvía á su antigua modestia para encontrar con más frecuencia á Valeria.
El era menos dichoso. Transcurrían los días sin que consiguiese repetir su paseo con Alicia por los jardines de Mónaco.
—Te amo—decía ella—. Puedes creer que no olvido aquella tarde... Más adelante haremos la misma excursión. Ahora no; sé cuál sería el final. Me es imposible... Pienso en mi hijo.
No dudaba Miguel de esto último; pero algo más que la inquietud por el ausente ocupaba el pensamiento de ella. Volvía á entregarse al juego con las cantidades encontradas en su casa. Hasta sospechó el príncipe si habría vendido ó empeñado el alfiler con que reparó el desgarrón de su vestido. Después de regalarle la perla de la princesa Lubimoff, no la había visto más. Alicia parecía insensible á los primeros esplendores de la primavera.
—Un día iremos—dijo, al recordarle él los jardines de San Martino—. Te lo prometo. Pero necesito verme libre de preocupaciones; haberlo perdido todo ó ganado todo. Debo aprovechar el tiempo... Ya ves; ahora la fortuna parece que vuelve á acordarse de mí.
Ganaba poco, pero ganaba; y esto le hacía esperar la repetición de aquella racha de buena suerte que había conmovido al Casino.
Por las noches se retiraba contenta. Tenía tres mil ó cuatro mil francos más; pero ¿qué era esto?... Se lamentaba de la escasez de su capital. Quería hacer el gran juego, para recuperar todo lo perdido. Así, poco á poco, no llegaría nunca. ¡Si pudiese reunir otra vez aquellos treinta mil francos, que subían ó bajaban, pero manteniéndose siempre fieles!...
Miguel permanecía en el Casino horas y horas, cerca de la mesa de ella, atisbando una ocasión propicia, sin poder conseguir mas que breves conversaciones en un descanso del juego ó al tomar el té en el bar de los salones privados.
Una mañana fué á sorprenderla en su «villa». Eran las diez. Encontró á Valeria, que acababa de ponerse el sombrero y parecía contrariada por esta visita. Tal vez iba á Mónaco; tal vez su hombre de ciencia la aguardaba en alguna callejuela de Monte-Carlo.
—La duquesa se fué á la fábrica—dijo sonriendo—. Debe estar ya en pleno trabajo.
El Casino era «la fábrica» para los jugadores, y llamaban de buena fe «trabajar» á sus angustias y cabildeos en torno de las mesas.
Sin duda había pasado gran parte de la noche haciendo números, para correr al Casino á la hora de su apertura, con los ojos cargados de sueño, sin fijarse en el adorno de su persona, como si le faltase el tiempo para poner en práctica alguna portentosa combinación acabada de inventar.
Siempre que la encontraba, el príncipe, con una astucia pueril, aludía á la suerte de su hijo. Sólo así lograba que saliese de sus preocupaciones de jugadora que la tenían en perpetua distracción, hablando y sonriendo automáticamente, con una mirada de sonámbula.
Lubimoff le mostró una tarde varios telegramas y cartas de Madrid, de París, de Berna. Reyes y ministros se ocupaban en averiguar la suerte del aviador desaparecido. Hasta de Berlín llegaba la promesa, por conducto de una Legación neutral, de buscar á este joven en todos los campos de prisioneros. Sospechaban que debía estar confinado en Polonia en un campamento de castigo.
Alicia se lanzó con vehemencia á medir el tiempo, como si la anhelada noticia fuese á llegar de un momento á otro.
—¡Por Dios te lo pido, Miguel! Escribe, telegrafía hoy mismo. Diles á esos señores tan buenos que me contesten directamente. Podría llegar el telegrama ó la carta á tu «villa» mientras tú estas fuera, ¡y yo sin saber nada horas y horas!... No; que se dirijan á mí. Todos los días, al salir, le encargo á mi jardinero que si llega un telegrama me lo traiga al Casino. ¡Figúrate mi impaciencia!... Di que vas á hacer eso. Prométeme que no lo olvidarás.
Lo único que podía olvidar el príncipe eran sus asuntos personales cuando estaba al lado de Alicia. Sólo pensaba en el descubrimiento de aquel cautivo, del que dependía su felicidad.
—¡El día que sepa con certeza que vive!... Verás entonces cuán distinta soy. No te aburriré con mis tristezas: encontrarás á otra mujer.
Y efectivamente, su sonrisa, sus miradas prometedoras, le hacían encontrar otra vez á la Alicia que había marchado junto á él por el camino de la costa con la boca pegada á la suya en un beso interminable.
Al quedar solo, le asaltaban sus propias tristezas y preocupaciones. Había recibido noticias de Rusia por varios fugitivos que acababan de librarse de la persecución revolucionaria. Los que administraban sus bienes allá habían sido asesinados. El palacio Lubimoff servía de residencia á un comité bolchevique. Sus minas eran propiedad nacional, aunque nadie las trabajaba; sus tierras estaban repartidas; varios personajes obscuros, antiguos ropavejeros y comerciantes de líquidos alcohólicos, se habían hecho dueños de sus casas, no sabía cómo. Y al mismo tiempo que estas noticias inquietantes para su porvenir, llegaban otras que le herían en sus mejores recuerdos. Una gran dama de la corte, con la que había tenido unos amores de grata memoria, vendía ahora periódicos en las calles; otra muy elegante, que lanzaba las modas en Petersburgo, barría la nieve y había perdido varios dedos por el frío. Podía contar á docenas sus amigos muertos; unos, en montón, á tiros de revólver, en el fondo de una mazmorra; otros, fusilados. Varios habían perecido de hambre, como morían años antes los de abajo, que ahora tomaban su desquite.
Todos estos horrores despertaban su egoísmo, haciéndole encontrar nuevos encantos á su situación. El mundo había caído en una demencia sanguinaria. En Oriente y Occidente los hombres se agitaban como fieras, mientras él permanecía tranquilo junto al más risueño de los mares, con una pasión, con un deseo que llenaba su existencia, poco antes vacía, resucitando los entusiasmos y las vehemencias de la juventud. A la misma hora en que tantos miles de seres morían en masa, borrándose pueblos enteros de la superficie del planeta, él vivía sometido á una mujer, y encontraba muy dulce esta servidumbre...
Una tarde, en el bar de los salones privados, Alicia le habló con resolución. Necesitaba hacer el gran juego. Ya estaba harta de «trabajar» con pequeñas cantidades, consiguiendo ganancias modestas. Además, despreciaba el Casino, con sus puestas limitadas, su ruleta y su «treinta y cuarenta», juegos casi mecánicos en los que no se ve enfrente á un banquero, sino á simples empleados, lo que da la impresión de estar luchando con una máquina formidable, pero de funcionamiento monótono, sin fantasía, sin alma. Ella necesitaba el baccará. Tenía reunidos otra vez treinta mil francos: ¡ó la gran ganancia ó nada! Prefería perderlo todo y acabar de una vez.
—Esta noche en el Sporting. No digas que no: te necesito. Tengo la corazonada de que esta noche va á ser decisiva para mí... y tal vez para ti. Colócate enfrente: que yo te vea. Acuérdate que en las tardes buenas tú estabas cerca. Me darás la suerte... No muevas la cabeza; te digo que me darás la suerte.
Lo afirmó con tal convicción, que Miguel desistió de su negativa.
—Ven; tú ganarás: te lo prometo. Vas á ganar, sea cual sea el resultado. Si me dejan limpia, mañana pasearemos por los jardines de Mónaco, como la otra vez. Y si gano... ¡si gano lo que yo deseo!...
No necesitó decir más. Su mirada y su sonrisa entusiasmaron á Miguel. Le vería en el club.
Aquella noche, Castro y Toledo se sorprendieron al notar que el príncipe se sentaba á la mesa vestido de smoking lo mismo que ellos.
—El patrón no se queda en casa—dijo Atilio al coronel—. Va á la ópera, como nosotros.
Fué al teatro del Casino para distraerse hasta media noche. No supo con certeza qué personas le hablaron en los entreactos ni qué manos estrechó. Tuvo que hacer un esfuerzo repetidas veces para acordarse del título y del autor de la ópera. Lo mismo le daba esta música que otra. Era un arrullo que mecía sus pensamientos, calmando su emoción: una emoción compuesta de miedo y de esperanza.
En el primer acto, deseó que Alicia lo perdiese todo, absolutamente todo; así sería más suya, dependería en absoluto de él, con una esclavitud dulce. Luego, en los actos sucesivos, pensó en la desesperación de Alicia después de esta pérdida. Era una apasionada, que ponía en el juego vanidades de artista. Lamentaría tal vez, más que el dinero desaparecido, su fracaso personal. No; era preferible que ganase. Pero ¡qué larga resultaba esta música!... ¡con qué lentitud marchaba el reloj!...
Pasadas las once, cuando fué aclarándose en el atrio el público salido de la ópera, Miguel se metió en un ascensor, que le hizo bajar á las entrañas del suelo, y siguió después un subterráneo, cuyo estuco policromo reflejaba el brillo de las luces eléctricas. Marchaba por debajo de la plaza del Casino, cruzada en aquel momento por numerosos carruajes. Otro ascensor le subió á un gran salón con columnas. Era el hall del Hotel de París. Vió damas vestidas de soirée, señores puestos de smoking, la concurrencia habitual de los hoteles de lujo, que se pone su uniforme para comer y se queda haciendo la digestión en los profundos sillones, mirándose sin decir nada ó hablando en voz baja, lo mismo que en una iglesia, hasta que la rinde el sueño.
Saludó de lejos á varios conocidos que se incorporaron deseosos de entablar conversación, fingió no ver á ciertas damas que le sonreían, moviendo la cabeza para llamarle, y entró en un segundo ascensor, hundiéndose de nuevo en la tierra. Este subterráneo era curvo y sus paredes decoradas con pinturas pompeyanas. Se extendía por debajo de dos hoteles y sus jardines. De nuevo una caja ascendente lo llevó más arriba de la superficie del suelo. Abrió una puerta de cristales. Un viejo lacayo con casaca azul, calzón corto y medias blancas se inclinó algo sorprendido al reconocer después de una breve vacilación al príncipe Lubimoff. Estaba en el Sporting-Club.
Hacía años que no había entrado allí: desde antes de la guerra. El no era jugador, y sólo su interés por algunas mujeres le había hecho pasar las noches en esta sociedad elegante, que, como muchas de su clase, no era mas que un garito.
Los salones resultaban pequeños después de media noche; se caminaba pisando colas de vestidos femeninos; había que valerse de hábiles deslizamientos para pasar entre los grupos. Todos fumaban, las mujeres más que los hombres, y la atmósfera se enrarecía con el humo del tabaco y el vaho de los bustos desnudos, algo sudorosos bajo su capa de blanquete. Al olor de la carne femenil se unía un perfume moribundo de flores marchitas. Los ricos despreciaban las muchedumbres del Casino, encontrando en el amontonamiento de este club un signo de distinción. Jugaban entre ellos, considerándose á cubierto de una mala vecindad en la mesa, de roces con personas sospechosas que resultaban frecuentes en los salones públicos. Para entrar aquí era preciso ofrecer garantías; padrinos que respondiesen de la honorabilidad del presentado.
El príncipe conocía bien á esta concurrencia brillante. Se encontraban en ella individuos de familias reales, herederos de coronas que estaban de paso en la Costa Azul, banqueros famosos, millonarios de todas las partes del mundo, damas célebres por su nacimiento, por su hermosura ó por sus joyas, muchas cocotas famosas y vetustas, y algunas jóvenes y frescas que deseaban llegar pronto á la vejez, como si esto fuese una condición de la celebridad. Todas ellas se habían exhibido sobre escenarios para mostrar conejos amaestrados, para bailar mediocremente, para cantar sin voz, y entraban en el club bajo el título vago de «artistas».
Miguel avanzó á través de una atmósfera caldeada por las respiraciones y los desfallecientes perfumes. Tuvo que fijarse en dónde ponía sus pies, lo mismo que en otra época. Ahora, los vestidos femeninos eran muy cortos y las piernas se mostraban descubiertas con tranquilo impudor. La guerra recortaba las faldas, como si las mujeres, obligadas á correr en pleno campo, hubiesen tomado por modelo á la antigua cantinera. Pero casi todas, para no romper enteramente con la majestuosa tradición, habían añadido al faldellín de moda una cola estrecha y aguda como una lengua, que seguía sus pasos.
Una dama salió al encuentro de Lubimoff, y éste tardó en reconocerla. ¡Hacía tantos años que no había visto á Alicia vestida de soirée! Su traje databa de antes de la guerra, pero era rico y la duquesa lo llevaba con el mismo garbo que en sus tiempos de opulencia. El largo collar de perlas adquiría un aspecto de autenticidad sobre su persona, así como los demás adornos. Se adivinaba en ella un arreglo extraordinario con motivo de su visita al club.
Lo frecuentaba poco; este público, compuesto de antiguos amigos, hablaba demasiado, estorbándola en sus cálculos de jugadora. Prefería el Casino, con sus vastos salones y su muchedumbre abigarrada que se expresa en diversas lenguas. Era plebeya en su juego: tenía la superstición de que la fortuna acude ante todo allí donde sus devotos forman masa. La corazonada de su buena suerte y el juego del baccará, que únicamente funcionaba allí, le habían decidido á faltar por una noche á sus costumbres habituales.
El príncipe la felicitó por su hermoso aspecto, por su traje, por sus perlas...
—Falsas, escandalosamente falsas, hijo mío—dijo riendo y mirando en torno de ella—. Pero bien sabes que la mayor parte de las que llevan las otras no son mejores. ¡Ay, las perlas! Si se juntasen todas las que se lucen en el mundo, resultaría que el mar no tiene espacio para haber producido la décima parte.
Se llevó á Miguel hacia el bar. Quería pedirle un favor. A las doce empezaba la partida de baccará; ella había solicitado la banca, pero los reglamentos del club se oponían á su pretensión. ¡Pobres mujeres! Hasta en el juego estaban condenadas á una inferioridad degradante. Podían perder su fortuna confundidas en la masa de los «puntos», pero les estaba vedado ser banqueras. Los legisladores de esta sociedad y de otras semejantes temían sin duda que las mujeres fuesen más dadas á la trampa que los hombres. Ella, la duquesa de Delille, no podía ser igual al marinero griego que tallaba todas las noches con una suerte inverosímil, haciendo incurrir al público en sospechas y malos pensamientos.
—Exigen un hombre que talle por mí, que aparezca como banquero, aunque todos sepan que el capital es mío, y he pensado que tú puedes hacerme ese favor. Me gusta que vayamos juntos... ¡juntos en este negocio que es para mí de vida ó muerte! Además, estoy segura del éxito si tú tallas. ¡Y qué acontecimiento! ¡Cómo acudirán los «puntos»! ¡El príncipe Lubimoff haciendo de banquero!...
Pero no pudo continuar. Miguel la interrumpió con un gesto rotundo de negativa. Era inútil cuanto dijese. Se indignaba solamente ante la suposición de que le vieran sentado á la mesa verde jugando un dinero que no era suyo y teniendo á Alicia á sus espaldas. Además, estaba seguro de perder.
La duquesa se separó de él apresuradamente. Pasaba el tiempo, y de un momento á otro iban á adjudicar la banca. Creyó de nuevo en su buena estrella al ver á un joven deslizándose tímido entre los grupos.
—¡Spadoni!... ¡Spadoni!
Palideció el pianista al escucharla. ¡Oh, duquesa!... Temblaba y balbuceaba de emoción. ¡El tallando en el Sporting-Club, ante el público elegante de las noches de ópera, manejando miles de francos, con todas las miradas fijas en su persona... Era el coronamiento de una carrera: después de esto, morir.
Dos jugadores habían solicitado la banca: el célebre griego y un industrial de París que se estaba enriqueciendo fabulosamente con la fabricación de material de guerra. Spadoni su presentó también, llevando en un bolsillo los quince mil francos necesarios para tomar la banca. Había que echar suertes entre los tres solicitantes. Un empleado del club trajo una botella de mimbre que contenía diez bolas numeradas, y después de agitarla, arrojó tres sobre la mesa: una para cada uno. Alicia, metida entre ellos con una familiaridad varonil, casi palmoteó de alegría. La suerte había favorecido á Spadoni; de él era la banca. Mas el pianista, respetuoso de los privilegios que merece el genio, se excusó modestamente y pidió perdón con la mirada y la sonrisa á su rival el griego.
Era un hombre obeso, casi cuadrado, de tez morena y lustrosa, bigote negro y unos ojos algo oblicuos, de fijeza agresiva, que recordaban los del jabalí. Sus abuelos habían sido piratas en el Archipiélago, y él, viendo cortada esta carrera heroica, hizo el contrabando en su juventud. Spadoni, algo intimidado por la majestad del grande hombre, balbuceaba excusas con los ojos fijos en su pechera brillante ornada de perlas y en el chaleco de seda gris que cubría su recio vientre. El griego le contestó con un mugido de mal humor, alejándose luego de hacer una reverencia á la duquesa casi igual á las que había visto en el teatro. Aunque apenas sabía leer, estaba enterado de cómo hay que tratar á una dama que declara la guerra.
Las doce de la noche. Cesó el juego en las mesas de ruleta y «treinta y cuarenta». El público se fué aglomerando en la sala del baccará. Había circulado la noticia: el pianista Spadoni, considerado por todos como un parásito armonioso, iba á ocupar el mismo sitio que era las otras noches del griego; pero en realidad, la banca pertenecía á la duquesa de Delille.
En torno de la mesa se formó una triple fila de personas, oprimidas pecho contra espalda, incrustándose unas en otras para ver mejor sobre los hombros inmediatos.
Spadoni sonreía, pero acabó por intimidarle la curiosidad irónica fija en su persona. Muchos de los que le contemplaban eran importantes personajes que siempre le habían infundido gran respeto. Por fortuna, sentía á sus espaldas á la duquesa, sentada con un aire de patrona, vigilándole autoritariamente. Si cometía algún error, esta gran dama era capaz de pegarle... ¡Animo y adelante!...
El croupier colocado enfrente para cobrar y pagar barajaba los naipes antes de introducirlos en un doble cajoncito, del que debía extraerlos el banquero. ¡Pobre banquero! Considerando el público extraordinaria su elevación, quería reir á toda costa. Al sentarse en su asiento presidencial, los curiosos encontraron muy graciosa la timidez del pianista, y una risa franca saludó su presencia. Hizo una pregunta en voz baja al croupier, y se repitió la explosión de regocijo. Las mujeres se mostraban las más expansivas al pensar que su burla, pasando por encima de Spadoni, podía herir á la que lo había puesto allí. El gesto de extrañeza del músico ante esta hilaridad sólo sirvió para prolongarla escandalosamente. Todos reían por contagio viendo su cómico asombro. De pronto, una voz ruda cortó el regocijo general.
—¡Banco!
La voz del griego. Se había sentado á la derecha de Spadoni con el aire enfurruñado del que contempla una enorme injusticia y cree necesario repararla. No podía tolerar que este personaje grotesco ocupase el mismo sitio donde él era admirado todas las noches. Tampoco consideraba admisible que una dama se mezclase en negocios que sólo pertenecen á los hombres. Sentía la extrañeza y el escándalo del que presencia un desorden en el ritmo de las cosas naturales. El mundo estaba trastornado: los aprendices querían ser maestros; ya no se respetaban las categorías; era preciso terminar de una vez. «¡Banco!»
Se estremeció el príncipe. Los quince mil francos de Alicia estaban en peligro. Aquel hombre no quería que la banca continuase. Si ganaba, desaparecía de golpe todo el capital puesto por Alicia; si perdía, se doblaba el dinero de ésta... Pero iba á ganar indudablemente. ¡Cuando un hombre de tan buena suerte se atrevía á hacer esto!...
Quedó aterrado Spadoni al oir la voz del grande hombre. Instintivamente torció sus ojos hacia la duquesa, pero los apartó en seguida, más aterrado aún por su rostro inmóvil y una mirada dura que parecía herirle por la espalda, como si él fuese el culpable.
El doble cajoncito, completamente listo, aguardaba junto á sus manos. Dió cartas á derecha é izquierda, y luego extrajo las suyas.
Mostró el griego sus cartas, arrojándolas sobre el tapete. «Ocho.» Un murmullo de aprobación se elevó en torno de la mesa. Los admiradores de su buena suerte se regocijaron como de un triunfo propio. Tomó las cartas del lado opuesto, que le ofrecía el croupier, y las mostró después de examinarlas rápidamente. Ahora el murmullo fué de asombro. ¡Ocho también! Iba á ganar. Era casi imposible que el banquero tuviese un punto más alto.
Spadoni, pálido, con la frente barnizada de sudor, descubrió sus naipes. El público los saludó con un rugido sordo: «¡Nueve!»
Los mismos que reían de él encontraron natural este resultado. «La suerte protege siempre á la inocencia.»
Y mientras el griego entregaba quince mil francos al croupier depositario de la banca, el pianista se inclinó modestamente. Algunas jugadoras supersticiosas reconocieron que la duquesa había procedido con gran cordura al confiar su suerte á este simple.
Los ojos de Alicia buscaron á Miguel en el triple óvalo de cabezas. Le sonrió levemente. Había perdido ya la dura inmovilidad con que acababa de arrostrar este momento de emoción. Se sentía muy segura de su triunfo. Y deseosa de asombrar á los curiosos con una calma imperturbable, sacó de su bolso una cigarrera de oro, una larga boquilla de marfil, y empezó á fumar.
Después de este primer éxito, el pianista jugó con cierta autoridad. La duquesa, inmóvil á sus espaldas, parecía comunicarle su fe. Hizo varias tallas, siempre ganando, y al aumentar considerablemente el dinero de la banca, se excitó la codicia de los jugadores. Los que rieron de la torpeza de Spadoni fruncían ahora las cejas con un interés agresivo, tomando parte en el juego. Así como aumentaba el capital, eran más gruesas las puestas. Todos presentían una gran partida emocionante. El banquero se había olvidado de la duquesa y de su propia humildad. Creyó que lo que ganaba era de él; se imaginó haber descubierto el secreto mencionado por Novoa y que iba á conseguir aquellas fabulosas ganancias calculadas tantas veces cuando escribía docenas y docenas de ceros sobre un papel. ¡Qué noche! ¡Y no estar allí su amigo el sabio, para que presenciase su triunfo!...
Lubimoff su retiró de la mesa. Le hacía daño la serenidad forzada de Alicia, su manera de fumar mientras contemplaba con ojos felinos la marcha del juego. Iba á cambiarse la suerte de un momento á otro: esta ganancia continua é insolente no podía seguir. El griego se esforzaba por ocultar su cólera, jugando y perdiendo como un simple «punto». Le era imposible gritar «¡banco!» hasta que empezase otra talla, quedando agotados los naipes del doble cajoncito. Pero continuaba en su puesto, con una arrogancia de domador, convencido de que al fin llegaría á sujetar á la burlona casualidad. Tenía más dinero que Alicia y su representante: podía resistir, y acabaría por vencerlos.
El príncipe se fué al bar, entreteniéndose en beber lentamente dos mixturas americanas, dulces y amargas al mismo tiempo, muy cargadas de alcohol. Quería embriagarse un poco, para sentirse al mismo nivel de aquella mujer que tan desesperadamente jugueteaba con la suerte.
Se vió solo. Todo el club estaba reconcentrado en la sala del baccará. Miguel lamentó que Castro no estuviese en el Sporting. Hubieran charlado como en la tarde que Alicia logró asirse por primera vez á las alas de oro de la Quimera. Tal vez su ausencia era por orden de «la Generala». El también había venido aquí arrastrado por una mujer.
Un sordo rumor llegó de la sala de juego. Vió poco después algunos de los curiosos que entraban en el bar, deteniéndose ante el mostrador para beber. Hablaban con grandes aspavientos de asombro. Al oir el nombre del griego repetido muchas veces, fijó su atención. Había gritado «¡banco!» al empezar una nueva talla, cuando la banca poseía ciento cuarenta mil francos. Sólo aquel hombre de suerte era capaz de tal atrevimiento. Tuvo ocho, pero el pianista mostró luego sus cartas. Nueve otra vez. Y el croupier había barrido para la banca los ciento cuarenta mil del griego. ¡Qué noche! ¡Y pensar que era el tonto de Spadoni el que realizaba tales prodigios!...
Algunas mujeres pasaron ante la puerta del bar con aire de mal humor, gesticulando entre ellas. Se mostraban escandalizadas é irritadas por la fortuna de la de Delille, á pesar de que ninguna de ellas había perdido un céntimo en el juego. Una suerte así no era natural; debía haber trampa. No podían decir cómo era la trampa, pero existía indudablemente.
Después pasó el griego, seguido de dos admiradores, sudoroso, con la pechera arrugada y el chaleco subido, dejando ver la camisa entre sus picos y la cintura del pantalón. Levantaba los hombros con desprecio. El mundo estaba trastornado: ya no había lógica. ¡Por eso las cosas de la guerra marchaban tan mal!...
Y se alejó hacia el pasaje subterráneo, para volver al Hotel de París. No quería ver mas: esta noche era para los locos.
Tampoco el príncipe deseaba ver, y continuó en su sillón, pidiendo un nuevo cocktail. Desfilaban ante las puertas los que huían amargados por la suerte ajena y los que llegaban atraídos por la noticia del suceso.
Permaneció solo, como un espectador que se queda en el vestíbulo de un teatro y escucha los lejanos estremecimientos del público. Transcurrían largos intervalos de silencio. Después, un rumor, un suspiro colectivo, el abejorreo de un comentario en voz baja alrededor de la mesa. ¿Seguía ganando Alicia?... ¿Iba á verla aparecer como el otro, encogiéndose de hombros ante los absurdos de la suerte?...
Aún pidió un vaso más; y contemplando las espirales de humo de su cigarro, fué adormeciéndose. De pronto se incorporó, creyendo haber recibido un fuerte golpe en la espalda. ¡Pura ilusión! Estaba solo. Sus ojos, al mirar en torno de él, se fijaron en el reloj. Las dos. Y se puso de pie, dirigiéndose con lentitud á la sala del baccará.
Había disminuído el público, pero todos los que quedaban intervenían en el juego. La enorme suma reunida por la banca era una tentación. ¡No había miedo de que los gananciosos quedasen sin cobrar! Hasta los mirones que pasan la noche de pie, participando de la emoción ajena, arriesgaban su dinero de luis en luis, esperando que cambiase en favor del público esta racha de suerte que únicamente soplaba del lado de la banca.
Lo primero que vió Miguel fué un enorme montón de billetes de mil francos, de placas de cinco mil, de fichas y papeles de distintos valores. Era una fortuna. Luego se fijó en Alicia, inmóvil en su asiento, tal como la había dejado, con un rostro inexpresivo de cariátide. Sólo sus ojos iban maquinalmente de aquel montón de riquezas á las manos del banquero. Fumaba... fumaba. En un platillo que un lacayo había colocado reverentemente al lado de la victoriosa había un montón de cigarrillos consumidos, con boquilla de oro. Parecía embrutecida por su éxito, por la monotonía de aquella buena suerte incesante.
El pianista mostraba cierta somnolencia en sus gestos y en su voz. El triunfo le parecía insípido después de la fuga del admirable griego. Igualmente habían desaparecido otros jugadores célebres, como si no quisieran autorizar con su presencia esta fortuna absurda. Los únicos contrincantes serios eran unos ingleses residentes en Beaulieu, que tenían abajo sus automóviles. Les interesaba este juego extraordinario, como si fuese un deporte original; querían luchar contra la buena suerte de la banca, con una tenacidad británica, únicamente por el gusto de vencerla. Ellas, huesudas y distinguidas, con amplios escotes y largas colas, lanzaban un «¡oh!» de asombro cada vez que el croupier se llevaba con la raqueta las fuertes puestas, mientras ellos sacaban del bolsillo interior del smoking nuevos puñados de billetes, saludando su derrota con metálicas risas.
Spadoni perdió en un golpe veinte mil francos. Lubimoff tuvo el presentimiento fatal del marino que percibe bajo sus pies el temblor del buque que va á abrirse, del soldado que adivina el principio de la derrota.
Un segundo golpe; y la banca perdió otra vez.
Miguel se aproximó con cierta cautela á la silla que ocupaba Alicia.
—Son las dos. Ya es hora de retirarse—murmuró, dejando caer sus palabras sobre la cabellera que estaba al nivel de su pecho—. Va á llegar la mala: la siento venir. Dile á Spadoni que se levante.
Ella elevó sus ojos para mirarle con extrañeza. Parecía ebria; no acertaba á entender sus consejos. Y manifestó su negativa con leves movimientos de cabeza. Tenía fe en la propia suerte.
La suerte se encargó de reanimar acto seguido su confianza. El banquero ganaba otra vez, llevándose todas las sumas depositadas en ambos paños de la mesa. Pero esto no convenció al príncipe. Continuaba sintiendo miedo, y su inquietud le hizo ser brutal.
Se colocó á espaldas de Spadoni para hablarle discretamente, mientras miraba en otra dirección. Debía levantarse en seguida, dando por terminado el juego. Ya era hora.
El banquero torció la cara y miró hacia arriba para reconocer la voz prudente que le daba consejos desde lo alto. «¡Ah, Su Alteza!» Acompañó este descubrimiento con una sonrisa de orgullo, satisfecho de que el príncipe Lubimoff hubiese presenciado la hazaña más grande de su vida.
Y siguió tallando.
Lubimoff se irritó. Este idiota, sumergido en su gloria, no lo entendía: y si le entendía, se negaba á obedecerle. La voz del príncipe fué cayendo con una lentitud temblorosa sobre la cabeza que estaba debajo. ¡Spadoni, pianista de los demonios! (Aquí dos ó tres juramentos en diversos idiomas.) Si no le obedecía inmediatamente, iba á sacarlo de un zarpazo de su asiento, á darle una pateadura, á arrojarlo por una ventana...
—¡La última!—dijo el músico.
Cuando dejó de tallar muchos respiraron, satisfechos de que terminase un juego que parecía un maleficio. Otros contemplaban con asombro y envidia el enorme montón de la banca mientras el croupier lo ponía en orden, formando fajos de billetes, alineando columnas de fichas de diversos colores.
Corrió de boca en boca la cifra: ¡cuatrocientos noventa y cuatro mil francos! Sólo faltaba una pequeña cantidad para medio millón. Pocas veces se había visto una ganancia tan rápida.
Spadoni, como si fuese el dueño de tales riquezas, las fué metiendo en un cestillo de mimbre. Temblaba de emoción. Iba á pasar entre los curiosos sosteniendo contra su pecho el tesoro, lo mismo que otras noches había visto pasar á su grande hombre con aire de vencedor. ¡Qué valían al lado de esto los aplausos que llevaba recibidos como pianista!...
Unos manos ávidas le arrebataron el cestillo.
—No: ¡yo!... ¡yo!
Era la duquesa; ya no tenía por qué fingir indiferencia. Aquel dinero era suyo. Se había transfigurado al salir de su mutismo expectante; sus ojos brillaban con un resplandor triunfal; tenía la frente sudorosa; le latían las mejillas, intensamente pálidas. Llevando el cestillo ante ella con los brazos extendidos, pasó entre los grupos, lentamente, con una majestad hierática, dirigiéndose hacia la caja del club.
Permaneció Spadoni junto al príncipe. También sudaba, mientras su rostro tenía la palidez de la emoción.
—¡Qué noche, Alteza!... ¡Qué noche!
Miraba á todos con orgullo, pero sonreía humildemente al dueño de Villa-Sirena para que olvidase su resistencia de momentos antes y las terribles amenazas con que la había acogido.
Al poco rato volvió Alicia hacia ellos, guardando un papel en su bolso de mano.
El entusiasmo del músico hizo explosión.
—¡Oh, duquesa!... ¡Divina duquesa!
La besaba en uno de sus brazos desnudos; luego en un hombro. Alicia sonrió ante este homenaje público. El pobre pianista, hiciese lo que hiciese, no comprometía.
—Gracias, Spadoni; cuente con mi gratitud. Vaya pensando lo que desea: una casa, un yate, tal vez un piano con teclas de brillantes...
Miguel la escuchó asombrado. Hablaba de buena fe: parecía enloquecida por su fortuna.
Pero el músico se alejó de ellos. Necesitaba estar solo. Al lado de la duquesa tenia que compartir su gloria, contentándose con un jirón. Y fué á reunirse con los ingleses de Beaulieu, que deseaban conocerle de cerca y beber con él una botella de champaña, proclamándolo el fenómeno más interesante que habían encontrado en sus viajes.
Alicia y el príncipe se dirigieron hacia el guardarropa.
—He depositado las ganancias en la caja del club—dijo ella mostrándole el recibo—. De noche no voy á llevarme tanto dinero á mi casa. Mañana vendré para pasarlo al Banco. Necesito que alguien me acompañe. Envíame al coronel: es hombre de guerra y debe tener revólver.
Luego, acordándose de algo importante, su rostro tomó una expresión grave.
—Inútil es decir que mañana arreglaremos cuentas. No creas que olvido lo que te debo: veinte mil francos del otro día, los trescientos mil de tu madre... Todo se pagará.
Miguel expresó con una larga risa el asombro que le causaba esta promesa. Decididamente, la ganancia le había perturbado el cerebro. Un piano con teclas de brillantes para el otro; ahora centenares de miles de francos para él. La fortuna recién adquirida en dos horas le parecía extraordinaria y tan inmensa como su buena suerte.
—Lo que yo quiero—añadió en voz baja, cesando de reir—, lo que yo deseo de ti, bien lo sabes...
Ella le hizo callar con una mirada acariciante y un siseo discreto que equivalía á una promesa.
Habían bajado la gran escalera del club; estaban en el vestíbulo, ella envuelta en una capa de seda con bordados de oro y ricas pieles, que le recordaba sus salidas de la Opera de París; él con el gabán abierto y un sombrero flexible forrado de seda.
Los empleados del vestíbulo, enterados de lo que había ocurrido en los salones, corrieron á la cancela de cristales, con la esperanza de la regia propina. «¡Un carruaje para la señora duquesa!»
Pero ella deseó marchar á través del silencio de la noche. Estaba entumecida por su larga inmovilidad; necesitaba, como todos los que se consideran dichosos, prolongar el goce de su triunfo con un largo paseo.
Bajó la escalinata exterior apoyada en un brazo de Miguel. Pasaron entre los cocheros y los escasos chófers que formaban grupos esperando á sus patrones y clientes.
Se sumieron en la fresca atmósfera nocturna, con los ojos fatigados aún por la espléndida iluminación, con la piel ardorosa por el ambiente enrarecido de los salones. Los dos se fijaron en que la noche era de luna, una pobre luna menguante que empezaba á caer detrás de la negra barrera de los Alpes. La amenaza submarina tenía la ciudad á obscuras. Un macilento farol con los vidrios pintados de azul dejaba filtrar á largos trechos su breve radio de luz funeraria.
A los pocos pasos se acostumbraron á esta penumbra. El suelo de las calles estaba partido en dos fajas: una, de blancura turbia y vagorosa, reflejo de la luna moribunda; otra, negra, con la tonalidad densa y pesada del ébano. Instintivamente, marchaban por la acera obscura, como si temieran ser vistos. Torcieron por una calle curva y en cuesta, la misma que atravesaba subterráneamente el corredor pompeyano que horas antes había seguido el príncipe.
Oían aún á sus espaldas las conversaciones de los cocheros ocultos en la revuelta de la calle, las voces de los empleados del club llamando á los carruajes por el nombre de sus dueños, los pataleos de los caballos que sacudían su espera dormitante, los primeros ronquidos de los automóviles al reanudar su funcionamiento. Miguel, que caminaba silencioso, con el deseo de alejarse cuanto antes, buscando la soledad absoluta, tuvo que detenerse al ver que ella había hecho lo mismo. Se anticipaba á sus pensamientos: no quería ir más lejos.
—Necesito recompensarte—murmuró—. Te dije que al venir ganarías de todos modos, aunque yo perdiese. Toma... toma.
Sus brazos desnudos, escapando de la sedosa capa, se cerraron sobre los hombros de él, formando un anillo apretado: su boca sumisa, buscando la otra boca, se entregó humildemente, con un deseo de dar la felicidad.
Pasó por el fondo de la calle un vivo resplandor, sacándolo todo de la penumbra con fugaz relieve, lo mismo que un relámpago. Era el reflector de un automóvil. Ella ni se movió; no temía que la sorprendiesen: las gentes eran fantasmas sin ninguna realidad. En el mundo sólo existían en estos momentos ellos dos y aquel montón de papeles y piezas de marfil guardado en una caja de acero.
Se acordó Lubimoff toda su vida de esta noche. Los relojes estaban locos indudablemente, lo mismo que su cabeza, que parecía dar vueltas, siguiendo el ritmo de una música dulce. Tuvo la sensación de que pasaron varias veces por el mismo lugar, andando y desandando el camino, sin saber lo que hacían. ¿Qué importaba?... Lo interesante era estar juntos. Hubo un momento en que despertaron, viéndose sentados en un banco de la plaza del Casino. De esto estaba seguro el príncipe. Había mirado el reloj de la fachada. ¡Las tres! Era imposible: creyó firmemente que sólo iban transcurridos unos minutos desde su salida del club... Y tuvieron que alejarse, molestados por la curiosidad de un burgués que hacía de polizonte en tiempo de guerra; un miliciano del príncipe de Mónaco con traje civil, llevando un brazal de colores en la manga y un revólver al costado.
Volvieron á marchar por las calles solitarias ó á lo largo de los jardines públicos, cerrados á estas horas. Ella echaba su busto atrás, con la capa abierta, abandonándose sobre un brazo que sostenía su talle, ofreciendo la garganta en tensión, la barbilla prominente, el rostro casi horizontal, á una lluvia de besos. Contemplaba á su acompañante, de abajo á arriba, con unos ojos empañados por el amor. Las caricias de ella eran ascendentes, subían con lentitud voluptuosa, como suben de las profundidades azules las flores y las estrellas marinas en busca de la luz.
Contestando á la súplica muda de aquellos ojos que la imploraban desde lo alto, murmuró repetidas veces, con una voz vagorosa, como si hablase en sueños.
—Sí; haré lo que tú quieres... ¡Lo que tú quieras!
El, más agresivo en su pasión, hundía su brazo libre en el cálido encierro de la capa, apoderándose de las desnudeces que dejaba indefensas el escote del vestido.
Caminaban tambaleándose cuando creían marchar en línea recta; se detenían los dos al mismo tiempo en ciertos sitios, sin saber por qué. Su tardo paso ponía en conmoción las «villas». Los perros de los jardines ladraban furiosamente á los intrusos, incrustando sus hocicos entre los hierros de las verjas. Estos aullidos les parecían una música bárbara pero agradable; consideraban con benevolencia todo lo que les rodeaba; se creían señores de la vida, como en aquellos instantes eran señores de la noche. Sólo ellos existían en el mundo.
Miguel, obedeciendo á un obscuro impulso, la habló de su hijo. Iba á recobrarlo de un momento á otro, y su felicidad sería completa... Inmediatamente se arrepintió de haber evocado este recuerdo, que podía disolver el hechizo en que vivían. Pero ella no mostró emoción alguna.
—Sí; lo recobraré—murmuró—. Estoy segura. Me acompaña la buena suerte... Ya era hora, después de sufrir tanto.
Y volvió á entregarse al momento presente. Los dos se sorprendieron al verse en la calle donde estaba Villa-Rosa. Después de vagar á la ventura, el instinto había acabado por llevarlos hasta allí.
El príncipe, enardecido por el largo paseo de caricias y abandonos, se mostraba apremiante.
—Déjame entrar—murmuró—. Nadie me verá... Me marcharé antes que llegue la aurora...
Alicia se revolvió, como si despertase. Fué su primera negativa en toda la noche. El jardinero la esperaba seguramente. Valeria tal vez no estaría dormida. ¡Ah, no!...
Lubimoff, en su desesperación, habló de marchar juntos á Villa-Sirena.
—¡Tan lejos!—continuó Alicia, cada vez con más serenidad, como si hubiese despertado definitivamente—. Además, aquello es un cuartel; una casa llena de hombres. ¡Y ese Castro que todo se lo cuenta á «la Generala»! No, no iré nunca. ¡Qué locura!
El gesto de tristeza, el ademán desalentado del príncipe, la conmovieron. Su mano se paseó por el rostro de él con una caricia maternal.
—¡Pobrecito mío!... ¡No pongas esa cara! Ten un poco de paciencia. Mañana; te juro que será mañana.
Ella, que en otro tiempo había arrostrado con tranquilo impudor las más atroces murmuraciones, dudó y balbuceó al hablar del día siguiente. Parecía una jovencita luchando entre su amor y el miedo á perder su porvenir social.
¡Mañana!... Podía venir mañana á las tres de la tarde.... A las tres, no; mejor á las cuatro. Valeria habría salido á esta hora seguramente. Ella enviaría á su doncella á Niza para unas compras; el jardinero y su mujer estarían ocupados fuera de la casa.
—Pero ¡por Dios! sé prudente.... Si puedes evitar que te vean los vecinos, mucho mejor.
Y el famoso príncipe Lubimoff asintió á estas recomendaciones muy emocionado, como un muchacho que organiza su iniciación amorosa y se conmueve prematuramente ante su misterio.
Quiso acompañarla hasta la verja de la «villa», á pesar de sus protestas.
—Si fueses otro, ¡bueno! Es natural que un amigo me acompañe á estas horas; ¡pero tú!... Temo que todos adivinen nuestro secreto.
Unicamente cuando se hubo cerrado la verja, perdiéndose en la obscuridad el adorable bulto de Alicia, se decidió el príncipe á alejarse.
Tuvo que marchar á pie hasta la lejana Villa-Sirena, y sin embargo le pareció breve el camino. Le acompañaban recuerdos y promesas. Nunca había andado tan ligeramente. Creyó avanzar en una atmósfera en la que se habían disminuído las leyes de la gravitación, en un planeta sumido en eterna noche primaveral, donde el aire, los árboles obscuros y las cosas perdidas en la penumbra vibraban con un ritmo poético.
Durmió penosamente, pero se levantó tranquilo y animoso. El encargo de Alicia resucitó en su memoria. Necesitaba un hombre de guerra, y con revólver si era posible, para que la escoltase en el traslado de su fortuna de la caja del club al Banco. El coronel, muy emocionado por este golpe de la suerte, salió á cumplir el servicio. «¡Pobre duquesa! Dios acaba por proteger á los buenos.»
Toda la mañana la pasó Miguel ocupado en el arreglo de su persona. Sus intentos de vida simple y campesina en el retiro de Villa-Sirena no le habían hecho olvidar los cuidados higiénicos á que estaba acostumbrado desde la niñez. Pero ahora se trataba de algo más; quería acicalarse, realzar con exquisiteces interiores su individualidad física, que consideraba de repente un poco maltratada por los años.
Hizo que el viejo ayuda de cámara rebuscase en el guardarropa de su pasado. Se acordó de prendas interiores que habían merecido elogios femeninos. Sentía el mismo deseo de novedad y seducción de una mujer que se adorna para una entrevista esperada mucho tiempo. Escogió además un traje que no había llevado nunca en Monte-Carlo, un sombrero nuevo, una corbata «discreta». Recordaba los miedos de ella, sus súplicas para que se deslizase inadvertido.
Mientras hacía todo esto, un sentimiento de zozobra, de desconfianza en sí mismo, empezó á agitarle. Era una inquietud igual á la del estudiante antes del examen, á la del autor que aguarda entre bastidores, á la del hombre que va á batirse. ¡Llevaba tantas semanas de desear inútilmente! ¡Hacía tanto tiempo que había renunciado al amor!... Y pensando en Alicia sentía al mismo tiempo anhelo y miedo.
El coronel regresó á la hora del almuerzo. La operación estaba hecha. Daba la noticia con un laconismo modesto, como si acabase de realizar algo importante. Miguel casi le envidió porque había visto á Alicia. «¿Cómo estaba?»
—Hermosa, hermosa como siempre. Algo pálida... ¡Después de una emoción como la de anoche! Pero alegre, muy contenta; hablando á cada momento del marqués. Se adivinaba su gran afecto.
Almorzaron solos. Spadoni iba por el mundo después de su triunfo. Tal vez estaba en Beaulieu con sus nuevos amigos los ingleses. A Castro lo había encontrado Toledo entrando en el Hotel de París, donde vivía doña Clorinda. Sin duda almorzaban juntos para hablar de la ganancia de la duquesa. Atilio hasta había fingido no entender cuando el coronel le habló del suceso. ¡Envidias!
Lubimoff se encogió de hombros. Todas las personas eran para él fantasmas, y las malas pasiones una ilusión. No había mas que dos realidades: él y lo que le esperaba.
Se vistió, después del almuerzo, con unas precauciones que le hicieron sonreir por su minuciosidad absurda. Hasta cambió de corbata, buscando otra de colores más apagados. Las dos y media.... Se contempló de pies á cabeza en un espejo: traje gris obscuro, zapatos amarillos, un fieltro blanco de anchas alas echado sobre los ojos para evitar el sol. Nadie había visto así al príncipe. De lejos podían confundirle con un viajero de los que visitan de pasada la Costa Azul y vienen á conocer una tarde la ruleta de Monte-Carlo, marchándose en seguida.
Las tres. Salió de Villa-Sirena. El camino era largo y quería hacerlo á pie. Este ejercicio robustecería su voluntad, disipando las dudas que le asaltaban de nuevo. Pensó en el gesto íntimo realizado tantas veces en otra época, como algo ordinario y maquinal. Su caviloso aislamiento en los últimos meses parecía haberle entumecido. Sintió la desconfianza del atleta que ha descuidado sus ejercicios y sospecha si no volverá á encontrar su antiguo vigor. El miedo ante la simple idea de un fracaso le devolvió la confianza. No era posible.... ¡Adelante!
Al llegar á la ciudad subió por unas largas escaleras de piedra hasta las calles de Beausoleil. Esta desviación en su camino la consideraba oportuna para cumplir las recomendaciones de prudencia que le había hecho ella.
Entraría en la calle de Alicia por su parte alta, desprovista de casas. Así evitaba el cruzarse con los vecinos que á estas horas descendían al centro de Monte-Carlo.
A través de los solares en construcción y de las escalinatas que se desarrollan pendiente abajo distinguió la inmensidad del mar, y en su orilla la arboleda de los jardines, la larga masa del Casino á vista de pájaro, con sus tejados verdosos y las cúpulas amarillas de sus salones, la gran plaza, el jardincillo circular del «queso», y en torno de él numerosas personas del tamaño de hormigas.
El príncipe sintió lastima por estos pigmeos. ¡Desdichados! Se preparaban á jugar, á encerrarse entre paredes, bajo la luz artificial, sin otra ilusión que la del dinero. A él le esperaba algo mejor: iba á conocer por unas horas la única embriaguez interesante de nuestra existencia. Luego rió con lástima de cierto demente que tenía su mismo rostro y había querido fundar el grupo de «los enemigos de la mujer». Abominar del amor, querer vivir sin la mujer; ¡pobre príncipe Lubimoff!...
Las cuatro. Pasando entre pequeñas huertas, entró en la calle de Alicia. El techo rojo de Villa-Rosa asomaba entre árboles, casi á sus pies. Siguió bajando. Las piernas le temblaban levemente y se detuvo un instante para serenarse, llevando una mano á su pecho. Después de una revuelta, se le apareció la calle en toda su parte habitada, rectilínea y suavemente pendiente hasta desembocar en una de las avenidas de Monte-Carlo.
No vió á nadie, y apresuró su marcha para deslizarse en Villa-Rosa antes de que asomase algún vecino. Pasó rápidamente ante los jardines, con el aspecto de un hombre que teme llegar tarde al juego. Encontró entreabierta la verja de entrada. Muy bien: Alicia se había ocupado en facilitarle el paso.
Entró resueltamente en el pequeño jardín, y le pareció distinguir sobre unas matas el rostro azorado del jardinero asomando un momento para volver á ocultarse con precipitación... ¡Algo rara la curiosidad de este hombre y su gesto despavorido! Pero huía, y el príncipe alabó su prudencia.
Fué subiendo, con palpitaciones de emoción, los cuatro escalones de la puerta. Cada uno de ellos despertó en su pensamiento una perspectiva suavemente rosada como la carne femenil, una nueva visión inconfesable que le volvía de golpe á su pasado. Percibió en el ambiente, con el recuerdo más que con el olfato, un perfume conocido: el perfume de ella. Vió vagamente todo lo que le rodeaba, como si se esfumasen sus contornos. Le zumbaron los oídos; el deseo le galvanizó con dura tensión, lo mismo que en sus mejores tiempos. Y con un ademán de vencedor empujó la puerta, que sólo estaba entornada.
Una mujer salió á recibirle en el vestíbulo, una mujer cuya presencia le hizo dar un paso atrás.
¡Valeria!... ¿Qué hacía allí? ¿Qué farsa era esta?...
La joven intentó hablarle, y él también quiso hablar al mismo tiempo. Pero no pudieron.
Otra mujer apareció abriendo rudamente una puerta... Era Alicia, con las ropas en desorden y el pelo alborotado. Viendo al príncipe, levantó las manos y avanzó, muda é impetuosa, como si pretendiese abrazarlo. ¡Al fin!... Nada le importaba la presencia de Valeria; no la vería. En cambio le pareció que Alicia era distinta: más alta que nunca, más pálida, con unos ojos que de pronto le infundieron miedo.
El abrazo cayó sobre él, y á continuación todo un cuerpo que parecía derrumbarse, falto de fuerzas. Sintió contra su pecho un pecho jadeante; los brazos de ella eran de una frialdad cadavérica; una lluvia cálida humedeció su cuello.
—¡Miguel!... ¡Miguel!—gemía Alicia.
No pudo decir más. Se ahogaba. Un estertor hizo ondular su garganta, como si por dentro de ella rodase una bola dolorosa.
El príncipe tuvo que apelar á toda su fuerza para sostener este cuerpo.
Sonó junto á él una voz con el mismo acento monótono y bajo que si hablase en la habitación de un moribundo.
Era Valeria que también lloraba, sintiendo de nuevo el contagio de las lágrimas.
—¡Ha muerto!... ¡Murió hace un mes!
Y le mostró un pequeño papel azul: un telegrama de Madrid, llegado media hora antes.
IX
Spadoni, después de saludar á Novoa en la plaza del Casino, habló de los ensueños que agitaban sus noches y de sus decepciones al despertar.
—Usted tiene la culpa, profesor. Cuando estábamos juntos en Villa-Sirena, yo escuchaba esas cosas tan interesantes que usted sabe y luego me dormía en paz. Ahora no encuentro allá con quién conversar. El príncipe y Castro se muestran de un humor insufrible; apenas hablan y no se acuerdan de mí. Yo llevo, como usted dice, una «vida interior», siempre á solas con mis pensamientos, y cuando paso allá la noche, duermo mal, sufro de ensueños, muy hermosos al principio, pero luego muy tristes. ¡Ay, qué buenas veladas las nuestras cuando hablábamos de cosas científicas!
Novoa sonrió. Para el músico, el juego y sus misterios eran cosas científicas. Todas las paradojas que él se había gozado en exponerle las guardaba en su memoria como verdades indiscutibles. Intentó atajarlo en su manía, para pedirle noticias del príncipe, pero Spadoni continuó:
—El sueño de anoche fué horrible, y sin embargo no pudo empezar mejor. Yo poseía el secreto de los errores infinitesimales; había dominado las leyes ocultas del azar, y era el rey del mundo. Tenía un tren especial, compuesto de vagón-alcoba, vagón-salón, vagón-comedor, vagón-piscina, ¡qué sé yo cuántos vagones lujosos! un verdadero palacio rodante que me esperaba en las estaciones, sin que la máquina cesase de echar vapor, pronta á partir en cualquier momento. Me apeaba de mi tren en todas las ciudades célebres por sus juegos, como el que baja de su automóvil. Al verme llegar temblaban los dueños de los Casinos, los empleados y hasta las mesas verdes. «¡Viva el vengador!», gritaban en el atrio los que habían perdido su dinero. Pero yo pasaba adelante, impasible como un dios, sin hacer caso de estas ovaciones de la canalla. ¡Figúrese usted lo que le costaría ganar al poseedor del secreto de los errores infinitesimales! Mis doce secretarios colocaban en las diversas mesas un millón ó dos, siguiendo mis instrucciones. «Empiece el juego.» Yo me paseaba como Napoleón, dando órdenes á mis mariscales. A la media hora, la caja se declaraba en quiebra y el Casino en bancarrota. «¡Se va á cerrar!», gritaban los empleados, como en una iglesia cuando termina el culto. Y á la salida, los mismos hambrones que me habían aclamado se arrojaban contra los valientes de mi escolta, pretendiendo matarme, con repentino odio. Les había cerrado el lugar donde estaba sepultada su fortuna. Ya no podían volver al día siguiente á perder más dinero con la ilusión del desquite. Me llevaba su esperanza.
—Exacto—dijo Novoa.
—También tenía un yate, más grande que el del príncipe Lubimoff; algo así como un acorazado de primera clase. Lo necesitaba para todo mi séquito: los secretarios, la compañía de bravos encargada de defenderme, y un sinnúmero de aburridos que, encontrando muy interesante mi persona, me seguían por todo el planeta, como aquel misántropo que seguía á un domador de ciudad en ciudad, esperando que sus fieras lo devorasen. Ya no quedaba funcionando en Europa ningún Casino: el de San Sebastián lo habían dedicado á convento; el de Ostende servía de laboratorio para nuevos cultivos de ostras; en todas las poblaciones de baños de mar ó de aguas medicinales, las gentes sólo se preocupaban del cuidado de su salud, y cuando querían distraerse jugaban en los paseos á la rayuela y á otros juegos de niños. Yo viajaba mientras tanto por América y Oceanía, haciendo quebrar una tras otra todas las grandes casas de juego. Los periodistas me seguían, formando un segundo séquito más numeroso que el mío. Los diarios, el cable, las agencias telegráficas, me anunciaban con una anticipación ruidosa. «¡Va á llegar el invencible Spadoni!» Y las empresas de juego, considerando su muerte próxima, hacían dinero con su agonía, vendiendo asientos á precios fabulosos á todos los que deseaban presenciar mi triunfo. En los Estados Unidos, un rey de no sé qué artículo daba cien mil dólares por una silla, para seguir de cerca mi juego irresistible. Jamás se pagó tanto por ver los pelos de un concertista ó los brillantes de una tiple.
—¿Y Monte-Carlo?—preguntó Novoa, interesado por estos delirios del jugador.
—A él llegamos. Lo había guardado para el final, pensando en el dinero que dejé aquí. Cuanto más engordase la víctima, mejor sería mi venganza. ¡El negocio que hizo Monte-Carlo!... Como no quedaba juego en el mundo, todos los jugadores acudían á este país. La ciudad se había dilatado, llegando hasta las cumbres de los Alpes; los cuarenta millones que ganaba el Casino en los años buenos, eran ahora cuatro mil. Los accionistas se casaban con personas de sangre real: dos reyes de los Balkanes se hacían la guerra, disputándose la mano de una hija del cuarto vicepresidente de la sociedad explotadora. El equilibrio europeo estaba en peligro: las grandes potencias soñaban con anexionarse á Mónaco en nombre de los intereses históricos y de los derechos étnicos, pues todas ellas habían tenido y tenían numerosas gentes de su raza viviendo en este pedazo de tierra... Pero de pronto llegaba el invencible.
Spadoni, como si aún estuviese soñando, miró el Casino, la plaza, la entrada de las terrazas, el arranque de la avenida que desciende al puerto. Lo veía todo tal vez lo mismo que en su imaginación.
—¡Qué de gente! Desde medio año antes no se hablaba en el planeta de otra cosa. «¿Irá?» «¿No irá?» La Agencia Cook había anunciado en todos los países un viaje económico en caravana para presenciar este acontecimiento mundial. El P. L. M. daba billetes de ida y vuelta á precios reducidos, y todo París estaba aquí. Los dueños de hoteles y restoranes, por agradecimiento, colgaban mi retrato un el lugar más visible de sus comedores, siempre repletos. Los diarios publicaban mi biografía, y al hablar de mis riquezas se veían obligados á romper sus columnas, colocando una línea de ceros á todo lo ancho de la página, y aun así, les faltaba espacio. Había olvidado decirle que me vi en la necesidad de fundar un Banco, sólo para mis tesoros. Y siempre que el Banco de Londres ó el Banco de Francia se veían en un apuro, me enviaban atentas cartitas para que los sacase del atolladero.
Novoa rió de la sencillez con que el pianista contaba sus grandezas. Parecía obsesionado aún por su ensueño.
—Mi yate tuvo que fondear fuera del puerto, entre otros buques. Había muchos trasatlánticos: cuatro de los Estados Unidos, uno del Japón, otro de la América del Sur, varios de Australia y Nueva Zelanda, todos con viajeros llegados del otro hemisferio para ver á Spadoni. Después de saludar con veintiún cañonazos á Mónaco, salté á tierra entre los ¡hurras! de los marinos extranjeros. Usted comprenderá que un hombre como yo no podía llegar al Casino vulgarmente sentado en un automóvil. ¡Quién no tiene automóvil!... En el desembarcadero esperaba un simple cochecito de un solo asiento, que iba á guiar yo mismo. Pero este cochecito, de ruedas doradas, era tirado por seis mujeres, por seis hermosas mujeres, todas ellas célebres, y cuyos retratos figuraban lo mismo en los grandes diarios ilustrados que en los frascos de esencias ó en las cajas de fósforos.
El profesor extremó su regocijo. Notaba la satisfacción con que el pianista insistía en este detalle de su entrada triunfal. El envilecimiento de las seis mujeres elegantes y famosas parecía halagar su misoginismo. Hablaba con una expresión fríamente vengativa, como si presenciase la abyección de su mayor enemigo.
—Fué asunto de precio: yo no iba á regatear por millón más ó menos. Lo único que me ocasionó disgustos fué escoger entre varios miles de hermosas solicitantes. Tuve que arrostrar la enemistad de grandes directores de teatro, de hombres de negocios, de ministros, que me recomendaban á sus protegidas. Hasta un monarca me retiró el título de duque que acababa de darme, porque rechacé á su amiga predilecta... Las seis vestían los últimos modelos de la rue de la Paix. Los reporteros, kodak en mano, sacaban instantáneas de lo que iba á ser la última moda. Además, sus arneses estaban cubiertos de perlas, de brillantes, de toda clase de pedrería rica, y cuidaban muy bien de no estropearlos, sabiendo que al final de su trote se los podrían llevar como un recuerdo. Yo tenía un gran látigo para arrearlas: un látigo de flores. Hay que ser galante con las damas...
Sonrió irónicamente. Novoa volvió á ver su expresión rencorosa de misógino.
—Pero por dentro era de acero trenzado, y dejándolo caer sobre mi hermoso tiro, nos pusimos en marcha. ¡Lo que tardamos en remontar esa cuesta á través de la muchedumbre! Los extranjeros me aclamaban. Se oía como un interminable abejorreo el crujido de las máquinas fotográficas. Todos querían llevarse la imagen del rey del mundo. Reconocí por sus caras tristes á los vecinos de la ciudad. Los hombres me imploraban con los ojos, como pobres cautivos; las mujeres me enseñaban sus pequeñuelos; los ancianos se ponían de rodillas. Yo era el vencedor que, al arruinar el Casino, talaba su patria, condenándolos á la miseria... Esta plaza estaba negra de gente. Al bajar de mi vehículo vi la escalinata del Casino ocupada por un cortejo grandioso. Delante, monsieur Blanc; luego, su Estado Mayor de consejeros, primeros accionistas, inspectores, y la corporación entera de los croupiers, todos vestidos de negro, con amplios chaqués de alpaca de corte fúnebre. En último término gente conocida, cuya presencia me podía conmover... Para hacerme recordar que yo había sido un simple pianista, aquí me aguardaban, batuta en mano, los directores de los conciertos y de la ópera; los profesores de la orquesta con sus instrumentos; los cantantes espada al cinto ó arrastrando colas femeniles, todos pintados y con peluca; las muchachas del cuerpo de baile con piernas de fresa pálida y gasas horizontales en el talle... Estaban prontos á gemir, previamente aleccionados por la empresa.
—Una palabra, señor Spadoni.
Era monsieur Blanc, que me llevó aparte, entregándome un pequeño papel.
—Guárdeselo y no entre.
Miré el papel: un cheque de un millón. ¡Puá! ¿Qué puede hacer un hombre con un millón?... Y al ver que lo arrugaba, tirándolo al suelo, el dueño del Casino me dió otro papel.
—Tome cinco y váyase.
Como tampoco me conmoví, fué sacando cheques de todos los bolsillos: diez millones, quince... cuarenta...
Mis doce ministros avanzaban con sus grandes carteras llenas de billetes; mi escolta me abría paso entre el gentío implorante de la escalinata; mis caballos se impacientaban, relinchando y coceando al darse cuenta de que algunos inteligentes se habían aprovechado de la aglomeración para manosear sus corvejones y sus ancas.
—Otra palabra, señor Spadoni: la última. Haremos una revolución, destronaremos a Alberto, y le daremos á usted la corona de Mónaco. Puede casarse, si le place, con la hija de un emperador: el dinero lo arregla todo. Nosotros lo tenemos, usted lo tiene...
—¡He dicho que no! Lo que yo deseo es entrar en el Casino para hacerlo quebrar y llevarme las llaves.
Esta amenaza le arrancó la suprema concesión.
—Será usted mi socio; le daré el cincuenta por ciento de las ganancias.... ¿No quiere?... Sea el setenta y cinco.
Al ver que yo seguía avanzando escalinata arriba sin escucharle, se llevó un silbato á la boca. Su cara fué la de Sansón agarrándose a las columnas del templo. ¡Antes morir, que ver quebrada su casa! Sonó un estallido formidable, como si se rasgase el mundo. Habían minado con todos los explosivos sobrantes de la guerra el Casino, la plaza, la ciudad. Yo subí, aturdido, hasta las nubes, pero pude ver cómo desaparecía Monte-Carlo y hasta el peñón de Mónaco, ocupando el mar, con una ola gigantesca, el sitio de las tierras desaparecidas. Y cuando volví a caer...
—Despertó usted—dijo Novoa.
—Sí; desperté al pie de mi cama, y oí la voz de Castro en el pasillo insultándome por haber cortado su sueño con mis gritos. No ría usted, profesor. Es muy triste soñar esas grandezas, como si uno las estuviese tocando, y verse hoy tan pobre como ayer, tan pobre como siempre, y además con una mala suerte tenaz.
La pobreza y la mala suerte de Spadoni hicieron protestar á Novoa. Aún se acordaban muchos de su fortuna asombrosa como banquero en el Sporting-Club. Era una noche histórica. Además, sabía por Valeria que la duquesa le había hecho un buen regalo.
—¡Incomparable duquesa!—dijo con entusiasmo el pianista—. Siempre gran señora. La pobre, en medio de su desesperación, se acordó de mí. «Tome usted, Spadoni, y que tenga mucha suerte.» Me regaló veinte mil francos. Si le pido cien mil, me los da lo mismo. ¡Y que sea tan desgraciada!...
Ante los ojos interrogantes del profesor, continuó:
—Pues bien; de los veinte mil no quedan ni cien.
Corrió en la misma noche al Sporting para repetir sus hazañas. Nunca se había visto con tanto capital, ni á la vuelta de su viaje de concertista por la América del Sur. El terrible griego estaba allí, y á pesar de la admiración que Spadoni tributaba á su gloria, lo trató con implacable hostilidad. «¡Banco!», dijo al verle en su silla de banquero con quince mil francos delante. Y al presentar sus cartas, «abatió nueve», mientras el pobre Spadoni sólo tenía cinco. ¡Adiós los quince mil! Con el resto se había defendido unos cuantos días como simple «punto», y ya no era mas que un recuerdo la generosa dádiva de la duquesa.
—¡Si ella quisiera volver al trabajo! Estoy convencido de que yo sería otra vez el de aquella noche, teniéndola detrás de mí. Pero ¿quién se atreve á hablarle del juego?
Los dos lamentaron la desgracia de Alicia. Desde el día en que llegó el telegrama dándole cuenta de la muerte de su protegido, era otra mujer. Spadoni atribuía á un exceso de buen corazón este dolor tan vehemente por un joven soldado que no pertenecía á su familia. El profesor aprobó, pero con un aire enigmático. En la explosión de su dolor, debía habérsele escapado á Alicia una parte de su secreto delante de Valeria y ésta se lo habría hecho saber á Novoa.
Luego hablaron del aislamiento en que vivía la duquesa.
—Hace un mes que nadie la ve—dijo Spadoni—. Las gentes empiezan á olvidarse de ella; muchos creen que se ha marchado. Monte-Carlo es así: muy chico para los que van al Casino y se rozan á todas horas; enorme, como una gran capital, para los que no se acercan á las salas de juego... El príncipe me pregunta por ella muchas veces. Parece que no ha conseguido verla después de la tarde del telegrama.
Novoa recobró su gesto enigmático al oir el nombre de Lubimoff. Sabía por Valeria que había ido repetidas veces á Villa-Rosa, sin conseguir que su dueña lo recibiese. Es más; la duquesa se estremecía de miedo ante esta visita. «No quiero verle; di siempre que no estoy.» Don Marcos había sufrido la misma suerte, teniendo que entregar su tarjeta, unas veces á la confidenta de la duquesa y otras al jardinero. Varias cartas del príncipe habían quedado sin contestación. Alicia mostraba la firme voluntad de no ver á su pariente, como si su presencia pudiera hacer más vivo aquel dolor que la tenía alejada del mundo.
Spadoni, ignorante de todo esto, persistió en sus elogios á la duquesa.
—¡Hermoso corazón! Necesita siempre cerca de ella un desgraciado á quien proteger. Después de la muerte de su aviador, parece sentir un gran afecto por ese teniente de la Legión extranjera, ese español tan enfermo, que tal vez morirá el día menos pensado, lo mismo que el otro. Pasa los días en Villa-Rosa; allí almuerza y come, y si la duquesa da algún paseo por la montaña, siempre es con él. ¡Sólo le falta dormir en la casa!... Cuando tarda en presentarse, ella envía inmediatamente un recado al hotel de los oficiales.
El profesor se mantuvo silencioso, pero reconoció en su interior la exactitud de lo que contaba Spadoni. Lo mismo le decía Valeria. Aquel Martínez estaba á todas horas en Villa-Rosa, muchas veces contra su deseo. La duquesa necesitaba su presencia, y eso que al verle prorrumpía en lágrimas y sollozos. Pero el pobre muchacho, con una sumisión admirativa, la acompañaba en su voluntaria soledad, profundamente agradecido de que tan gran dama se interesase por él.
—Doña Clorinda es la que debe estar furiosa—continuó el pianista, con la alegría maligna que le inspiraban las rivalidades entre mujeres—. Ya no tiene ninguna influencia sobre Martínez, á pesar de que fué ella la que lo descubrió. Se lo ha arrebatado la otra. Pasan semanas sin que «la Generala» vea á su teniente; creo que ya ha renunciado á él. Se queja de su antigua amiga por este acaparamiento, que considera peligroso. Hasta me han dicho que la acusa de coquetear con el pobre muchacho, de excitar su admiración, y de otras cosas peores. ¡Un absurdo, profesor! Las mujeres son terribles en sus odios. Figúrese usted: ese pobre oficial que es casi un muerto...
Novoa se mantuvo silencioso para que el pianista no continuara hablando. Temía que dijese algo terrible al repetir las murmuraciones de la otra dama, con su alegría rencorosa de misógino. El, por sus relaciones con Valeria, se consideraba unido á la duquesa y no podía tolerar nada contra ella.
Se separaron después de algunos minutos de palabrería indiferente. Aquella noche Spadoni habló al príncipe de su conversación con el profesor, y esto le dió pretexto para repetir lo que doña Clorinda pensaba de su antigua amiga. Pero el pianista se arrepintió al instante, viendo la mirada iracunda que le dirigía Lubimoff.
«¡Una infamia!—pensó Miguel—. Calumnias de mujeres, que repite este imbécil por odio sexual.»
Comprendía que Alicia se sintiese interesada por aquel convaleciente. Su juventud y su uniforme le recordaban al otro. Además estaba solo en el mundo, era un extranjero, un residuo de la guerra que todos consideraban fatalmente condenado á muerte.
Pero á continuación no pudo evitar un sentimiento de celos contra este pobre joven obscuro y enfermo. Vivía á todas horas cerca de Alicia, mientras él no lograba verse admitido en su «villa» ni como simple visitante. ¿Por qué?...
Llevaba varias semanas haciendo conjeturas, atisbando una ocasión para encontrarse con Alicia. Después de la tarde en que la tuvo entre sus brazos, secando sus lágrimas, conteniendo las contorsiones de su desesperación, besando su frente con un dolor fraternal, la verja de Villa-Rosa se había cerrado detrás de él para siempre. «Ven mañana», gimió Alicia al despedirle. Y al día siguiente Valeria le cortaba el paso con el aspecto confuso del que dice una mentira. «La duquesa no puede recibirle; la duquesa desea estar sola.» Esta negativa inexplicable se había ido repitiendo en los días sucesivos, cada vez con mayor sequedad. Ahora era el jardinero el único que salía al sonar el timbre, hablándole á través de la verja.
Su despecho le hizo cometer un sinnúmero de acciones pueriles y envilecedoras. Rondaba por las cercanías de la «villa» como un celoso, arrostrando la curiosidad de los transeuntes, valiéndose de los más absurdos pretextos para disimular su espera, ocultándose con precipitación cuando se abría la verja dando salida á alguien de la casa. Esta vigilancia únicamente había servido para despertar su cólera. Dos veces había tenido que esconderse mientras el teniente Martínez, erguido dentro de su uniforme viejo, que le venía muy ancho, galvanizada su flacura de enfermo por un deseo de mostrarse sano y arrogante, entraba en Villa-Rosa, por la puerta abierta de par en par, como si fuese el dueño.
Los había visto una tarde de lejos, á él y Alicia, en un coche de alquiler que se alejaba por el otro lado de la calle, hacia las alturas de La Turbie. Ella se preocupaba del herido, llevándolo maternalmente á que respirase el aire de las cumbres. ¡Y el príncipe como si no existiese!...
En vano la escribía cartas, y su tormento aún resultaba mayor al no poder hablar con franqueza á sus allegados. El coronel, obedeciendo sus insinuaciones, había hecho inútilmente varias visitas á la duquesa.
—¡Qué dolor tan inexplicable!—decía don Marcos—. No se comprende tanta desesperación por un joven aviador que no era mas que su protegido. A no ser que...
Pero su respeto no le permitía insistir en esta sospecha irreverente.
Con Atilio tampoco podía hablar. Para éste, el prisionero muerto en Alemania era el mismo joven que él había conocido en París antes de la guerra: el amante de la duquesa, que la seguía á todas partes y danzaba con ella en los té-tango. Además, Miguel sentía miedo á lo que pudiera añadir Castro, reflejando el pensamiento de «la Generala».
Esta, en el primer momento, al conocer la desesperación de Alicia, había querido olvidar los pasados rencores, yendo espontáneamente á Villa-Rosa para consolarla. Como era muy patriota, aquel muchacho muerto en Alemania le parecía un héroe. Pero el repentino acaparamiento del teniente español, aquella simpatía vehemente que obligaba á Martínez á pasar el día entero con la duquesa, devolvieron á dona Clorinda su hostil frialdad.
El príncipe adivinó lo que pensaban ella y su amigo, lo que tal vez diría Castro si osaba hablarle de Alicia. «Acababa de perder á su amante, y mientras lo lloraba con una vehemencia teatral, se iba preparando otro, igualmente joven... Un verdadero crimen; porque el pobre Martínez estaba condenado á morir, y sólo prolongaba sus días gracias á una absoluta quietud. La más leve emoción representaba la muerte para él...»
Lubimoff no podía decir la verdad. Su secreto era de Alicia. Unicamente los dos sabían quién era aquel prisionero muerto en Alemania; y mientras ella callase, él debía hacer lo mismo.
Una noche, el coronel le dió una noticia interesante. Al caer de la tarde, cuando regresaba del Casino, había visto desde el tranvía á la duquesa de Delille. Bajaba sola y vestida de luto de un coche de alquiler, en el bulevar de los Molinos, frente á la iglesia de San Carlos. Luego había subido las gradas que conducen al templo: iba sin duda á rezar por su protegido. Y don Marcos dijo esto con cierta emoción, como si la visita á la iglesia borrase todos los comentarios que llevaba oídos en los últimos días.
Miguel tuvo el presentimiento de que este aviso iba á sacarle de su incertidumbre. En aquella iglesia encontraría á Alicia. Y al día siguiente, en las últimas horas de la tarde, empezó á pasear por el bulevar de los Molinos, sin perder de vista el templo único de Monte-Carlo, lugar de devoción para los jugadores y la gente rica, que mantiene cierta rivalidad con la catedral del silencioso y aviejado Mónaco.
Este continuo ir y venir acabó por interesar á los comerciantes de la calle y á sus dependientas, muchachas de alto y complicado moño que parecen soñar detrás de los escaparates, esperando un millonario que las saque de su injusta obscuridad. «¡El príncipe Lubimoff!» Todos le conocían, y era tal su fama, que inmediatamente cien ojos buscaron cuál podía ser el objeto de sus paseos. Indudablemente, una mujer. Los balcones solitarios empezaron á poblarse de cabezas femeninas que seguían sus evoluciones con el rabillo de un ojo. Se levantaron muchos visillos, marcándose detrás de los vidrios pupilas interrogantes y bocas sonrientes. «¿Será por mí?...» Esta pregunta muda parecía extenderse de fachada en fachada.
Aburrido de tal curiosidad, subió por un doble graderío á la plazoleta solitaria que precede á la iglesia, empleando allí las mismas estratagemas que cuando acechaba en las inmediaciones de Villa-Rosa. Se asomó al interior del templo, punteado de rojo por las luces de unos cuantos cirios. Sólo había en él dos mujeres del pueblo arrodilladas y vestidas de luto: esposas ó madres de hombres muertos en la guerra. Al volver á la plazoleta se entretuvo en leer y releer los títulos de todos los papeles expuestos en un kiosco de periódicos. Luego se alejó por una calle, volvió por otra, con aire indiferente, y se ocultó detrás de una esquina, procurando no perder de vista la entrada de la iglesia. Aquí resultaba tolerable su espera: no había transeuntes. La circulación del vecino bulevar permanecía invisible, como si se desarrollase en el fondo de una zanja. Sólo á través de las ramas bajas de los árboles se veían pasar los techos de carruajes y tranvías.
Cerró la noche y ella no vino.
Al día siguiente Miguel volvió, pero discretamente, sin despertar la curiosidad de los tenderos, permaneciendo largas horas en aquella plazoleta de ciudad vieja, sin otro testigo que la mujer melancólica que ofrecía sus periódicos en un kiosco sin parroquianos. Y tampoco llegó.
El tercer día, cuando dudaba ya de la utilidad de esta espera, apareció el busto de Alicia sobre el filo del último peldaño. Después fué surgiendo todo su cuerpo, con sobresaltos que marcaban el avance de sus pies de grada en grada. Caía la tarde. En las fachadas del bulevar, por encima de la masa verde de los árboles, el sol fugitivo trazaba una pincelada de oro á lo largo de los tejados.
La reconoció con el corazón antes que con los ojos, lo mismo que cuando la había visto de lejos en un carruaje acompañando al oficial. Le causaba extrañeza su capota negra con un largo velo de luto descendiendo por la espalda. La emoción de su presencia y la costumbre del acecho le hicieron retroceder, y ella entró en la iglesia sin verle. ¡Ah, ya la tenía!... Esta vez no podría escapar, é iba á decirle muchas cosas, ¡muchas!... Pero al mismo tiempo que repasaba en su memoria rencorosamente las justas recriminaciones preparadas con anticipación, sintió miedo, un miedo irresistible á la brevedad de las respuestas de ella, tal vez á su mutismo.
Dejó transcurrir un largo rato. Luego le agitó el deseo de verla otra vez, aunque fuese de lejos, y entró en la iglesia cautelosamente, queriendo evitar un encuentro prematuro.
Fué avanzando entre una doble fila de bancos desocupados. Allá en el fondo estaban las mismas mujeres del otro día, siempre arrodilladas, como si su dolor no conociese el tiempo. De la sombra surgieron poco á poco los oros mortecinos de los retablos, y dos masas de colores, dos haces de banderas, las de los países aliados, que adornaban el altar mayor.
Creyó que Alicia acababa de huir por una salida ignorada al ver solas á las dos implorantes en su silenciosa inmovilidad. Pero de una puerta lateral salió ella, seguida de un acólito que llevaba dos cirios. Alicia vigiló cómo estos cirios eran encendidos y colocados en un candelabro frente á la Virgen. Luego se arrodilló, permaneciendo rígida sobre sus rótulas.
Transcurrió el tiempo. Miguel la veía igual á las dos mujeres del pueblo: una masa negra inmovilizada por el rezo y la súplica. Unicamente, como signos especiales de su persona, distinguía las suelas de su elegante calzado, dos pequeñas lenguas claras que se destacaban sobre la corola negra de su falda. También veía la blancura de su nuca estremeciéndose de vez en cuando, como si quisiera repeler el enroscado velo de luto.
Sintió desvanecerse el rencor que le había hecho desear este encuentro. ¡Pobre mujer! El sabía, y nadie más, quién era aquel joven cuya muerte venía á llorar en la iglesia. El recuerdo de la princesa Lubimoff surgió en su memoria lo mismo que una imagen borrosa por el empolvamiento del olvido. La princesa estaba demente, ¡pero era su madre y le había amado tanto!...
Su egoísmo se sublevó en seguida contra esta emoción. Encontraba natural que Alicia llorase á su hijo, pero no que se hubiera alejado de él sin explicación alguna.
Avanzó hacia el altar mayor, con el deseo de verla de más cerca. Un ligero movimiento de la orante le hizo retroceder. Era mejor que no le reconociese. Consideró preferible aguardarla fuera de la iglesia, con la ventaja de la sorpresa, sin dejarla tiempo para que inventase razones justificantes de su conducta.
Empezaba á anochecer cuando salió Alicia, encontrándose con Miguel Fedor que le cerraba el paso.
Ni el más leve estremecimiento que delatase asombro.
—¡Tú!—dijo simplemente.
Estaba muy pálida, tenía los ojos enrojecidos y húmedos, como si acabase de llorar.
Tal vez le había visto dentro de la iglesia, y esperaba este encuentro á la salida. La naturalidad con que acogió su presencia fué para él una primera decepción.
Necesitaba hablar cuanto antes, dar salida á las quejas y recriminaciones que había ido amontonando en los días anteriores. Eran tantas, que abrumaban su pensamiento. Pero Alicia, como si temiese sus palabras, se le adelantó, hablando á su vez con acento monótono y triste.
Venía á este templo algunas tardes porque experimentaba de pronto la necesidad de abandonar Villa-Rosa y sus terribles recuerdos. ¡Ay, la llegada del telegrama!...
—Ahora soy creyente—dijo con sencillez.
Rectificó en seguida su afirmación, por modestia, no por orgullo. Deseaba ser creyente, pero en realidad no lo era. Se acordaba de su madre, la sencilla doña Mercedes. ¡Cuánto daría por tener la confianza en el más allá de la buena señora! Aquella fe que en otro tiempo provocaba sus burlas le parecía ahora algo superior. ¡No poder conocer la resignación de las almas humildes!... Persistía en ella la incredulidad de sus tiempos dichosos. Los que gozan las dulzuras de la existencia no se acuerdan de la muerte ni piensan en lo que pueda haber después de ella. Nadie siente un alma religiosa en un baile, en un banquete, en un encuentro de amor. Ella necesitaba creer, porque era desgraciada. Se acogía á la religión como un enfermo desesperado implora al curandero en el que no tiene fe, porque la razón le muestra sus errores, pero que al mismo tiempo le halaga con una absurda esperanza al haber sanado á otros milagrosamente.
—El dolor nos hace místicos—continuó—. Lo que yo siento es no poder serlo como lo son otros. Rezo, y la resignación no viene á ayudarme.
Se revolvía contra la nada de la muerte. ¡Aquella carne de su carne estaba pudriéndose en un cementerio ignorado de Alemania! ¿Y esto era todo?... ¿Ya no había más?... ¿Moriría ella á su vez y no volvería á encontrar en una existencia superior aquel hijo en el que había concentrado toda su voluntad de vivir? ¿Se borrarían ambos en la realidad, como dos puntos microscópicos, como dos átomos, cuya vida nada significa?...
—Necesito creer—dijo con toda la energía de su egoísmo maternal—. Mi único consuelo es esperar que volveremos á encontrarnos en un mundo mejor; un mundo que no conozca las guerras ni la muerte... Pero de pronto me falta la confianza, y sólo veo la nada... ¡la nada! Soy muy digna de lástima, Miguel.
Estas palabras no conmovieron al príncipe, á pesar de la desesperación que Alicia ponía en ellas. Su ansia de enamorado sólo le dejaba pensar en el presente.
—¿Y yo?—dijo con tono de reproche—. Me has abandonado en el mejor de nuestros instantes. Eres desgraciada; razón de más para que no me alejes de tu lado. Yo puedo alegrar tu vida... Adivino lo que piensas. No, no pretendo hablarte de amor. Tal vez más adelante, ¡pero ahora!... Ahora quiero ser tu compañero, tu hermano, lo que tú quieras que sea, pero al lado tuyo. ¿Por qué huyes de mí? ¿por qué me cierras tu puerta como á un extraño?...
Continuó desordenadamente sus quejas, sus protestas, sus rencores, por aquel alejamiento inexplicable.
—¿Tengo yo alguna culpa de tu desgracia?—terminó preguntando—. ¿Soy ahora otro hombre que la última vez que nos vimos?
Ella movió la cabeza tristemente. No podría convencer á Miguel por más que hablase; era superior á sus fuerzas el explicar sus nuevos sentimientos. Parecía desalentada ante el obstáculo que se había interpuesto entre los dos.
—Déjame, olvídame; es lo mejor que puedes hacer... No; tú no has cambiado, pobrecito mío. ¿Qué mal puedes haberme causado tú, tan bueno, tan generoso? Me has ayudado á conocer la terrible verdad; por ti la he sabido; y aunque esto me mata, lo creo preferible á la incertidumbre... Tú no tienes la culpa, tú has hecho todo lo que yo te pedí. Pero atiéndeme, te lo ruego: no me busques, evita nuestro encuentro. Es el último favor que podrás hacerme. Sólo lejos de tu presencia encontraré cierta tranquilidad.
La voz de Miguel dejó de ser suplicante, estremeciéndose con un temblor de cólera. ¿Cómo podía ser él un obstáculo para su tranquilidad? ¿No acababa de decirle que sólo quería ser un compañero de su desgracia, olvidado del amor, con un afecto neutro y dulce, igual al de la amistad?... Ahora que era desgraciada, sentía con más vehemencia el deseo de permanecer á su lado. ¿Por qué capricho absurdo huía de él?
Alicia le miró con unos ojos lacrimosos que reflejaban las vacilaciones de su pensamiento. Al fin pareció decidirse.
—Tú no has cambiado—dijo con voz sorda—, pero yo soy distinta. El infortunio ha hecho de mí otra mujer. Yo misma no me reconozco... Una idea fija me domina. Tal vez es absurda; si te la digo, sé que vas á protestar con justa indignación. No, tú no tienes la culpa; pero es mejor no verte. Tu presencia hace más grande mi remordimiento. Viéndote, siento una vergüenza inmensa, un deseo de morir, de matarme. Tengo la sospecha de que soy yo la que ha asesinado á mi hijo... Recuerdo lo pasado entre nosotros: reconozco el castigo.
La cólera de Lubimoff se desvaneció ante estas palabras inexplicables. Maquinalmente tomó las manos de ella con una dulzura acariciante, lo mismo que si fuesen las de una enferma en pleno delirio. ¡Calma! ¿qué estaba diciendo? ¿qué remordimientos eran esos? Las manos se dejaron tocar á través de los guantes con una pasividad resignada, pero de pronto resucitaron, desprendiéndose violentamente de las de Miguel, como si acabasen de recibir un profundo choque. «¡No! ¡no!» Y el príncipe tuvo la convicción de que entre los dos existía una especie de flúido repelente, algo que no había conocido hasta entonces: el miedo á su persona.
Quedó tan desconcertado y humillado por este movimiento retráctil, que no supo qué decir. Ella aprovechó su silencio para seguir hablando, pero como si tradujese á solas una pesadilla, como si no viera al hombre que estaba ante sus ojos.
—Cuando me acuerdo... ¡qué vergüenza! Mi hijo, mi pobre hijo viviendo como un esclavo, sufriendo hambre, recibiendo golpes, él tan noble, tan hermoso... y su madre aquí, haciendo la niña, extasiándose con unos amores ideales, dando paseos poéticos por los jardines, cambiando besos... un romanticismo de vieja. Las locuras del juego aún podían tolerarse. Jugaba pensando en él; el dinero era para él; ¡pero el amor!... Parece imposible que haya podido hacer todo eso mientras mi hijo estaba prisionero y yo carecía de noticias. ¿Qué fuerza demoniaca me empujó?... Y Dios me ha castigado; y si no es Dios, el que sea: la fatalidad, un poder misterioso que nos hace expiar nuestras faltas, llámese como se llame.
Miguel quiso interrumpirla, pero ella siguió hablando.
—Sé lo que vas á decir; es inútil. Lo que tú digas me lo he dicho yo muchas veces para convencerme de que mi creencia es absurda. ¿Y qué probaría eso? Todo lo que no conocemos es absurdo, y ¡conocemos tan pocas cosas!... No; mi remordimiento no se dejará convencer nunca; no evitarás que de noche entretenga mi insomnio haciendo cálculos, recordando fechas. Cuando empecé á interesarme por ti, mi hijo vivía aún, y yo lo olvidé. Cuando nos paseábamos por los jardines de San Martino, tal vez estaba agonizando de hambre, de sufrir martirios, ¡y yo, como una heroína de novela, como una colegiala loca, besándome contigo, haciéndote promesas!... Además, ¡la llegada del telegrama en la misma tarde que ibas á venir tú, como algo definitivo en mi existencia! ¿No vea una intervención superior, un castigo á mi maldad?
En vano intentó el príncipe hablar otra vez.
—Por esto huyo de ti; por eso no he contestado tus cartas. Tú no tienes la culpa; pero eres el remordimiento, y tu presencia resucita mi crimen... Además, me conozco; no soy mas que una pobre mujer, como quien dice la debilidad, la inconsciencia, el olvido. Te aceptaría como un camarada de dolor, y como no me eres indiferente, tal vez acabase por ceder á lo que deseas. Y eso sería horrible, más horrible aún que lo otro; uno de esos atentados que cometen contra las leyes naturales los que están enloquecidos por la pasión... No me busques; no quiero verte. Tengo la certeza de que he matado á mi hijo. Si hubiese sido una verdadera madre, pensando sólo en él, ¡quién sabe!... tal vez viviría aún. Pero alguien quiso castigarme por mi conducta desnaturalizada, y lo mató, para que yo despertase, cuando me creía más feliz en mi torpe enamoramiento.
Miguel ya no quiso hablar. Sus ojos miraron á esta mujer con lástima y desaliento. Recordó á la princesa Lubimoff y sus extravagantes creencias en el misterio; á la misma madre de Alicia con sus manías devotas. Resultaría inútil cuanto intentase decir. Aquella certidumbre absurda y dolorosa se abría entre los dos como una profundidad que sólo el tiempo podría rellenar.
El mutismo del príncipe sirvió para que ella perdiese la nerviosa exaltación que le hacía expresarse con tanta vehemencia.
—Déjame—murmuró dulcemente—. ¿De qué modo servirte? Ya no soy una mujer, soy una vieja; tengo tantos siglos como el dolor. Tú necesitas una amante, y yo soy simplemente una madre... una madre con remordimientos.
Su renuncia al pasado, la convicción de que sólo era una madre desesperada, cortó su voz con un gemido, al mismo tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. Con una mano tímida apartó Miguel el pañuelo que ella se había llevado al rostro para ocultar su llanto. Murmuraba frases incoherentes, con la intención de consolarla; pero á continuación, la cólera volvió á dominarle.
—Si realmente estuvieses sola—dijo con voz rencorosa—, yo podría aguardar, y tal vez el tiempo acallase esos escrúpulos absurdos que te atormentan. Pero tu soledad es mentira. Un hombre entra á todas horas en tu casa como si fuese suya, mientras yo debo alejarme, según dices, para que recobres la tranquilidad.
Alicia, por instinto femenil, se había apresurado á llevar otra vez el pañuelo á su cara al sentirse libre de la mano de Miguel. Debía estar fea con los ojos acuosos, la boca pálida, la nariz enrojecida por el llanto. Pero las palabras del príncipe produjeron en ella tal sorpresa y tal deseo de repeler una suposición injuriosa, que separó la arrugada batista de su rostro.
—¿Te refieres á Martínez?... ¡Pobre muchacho!
Abandonaba la alegre sociedad de sus camaradas, sus paseos en grupo, hasta las fiestas á que eran invitados los oficiales convalecientes, para aburrirse en Villa-Rosa al lado de una mujer que sólo podía llorar. Cuando ella deseaba venir á la iglesia, tenía que obligarle á que se marchase por una hora ó dos al atrio del Casino con sus compañeros de armas. ¡Las visitas del joven inválido representaban tanto para Alicia!... Eran como una caridad.
—Me forjo la ilusión de que es mi hijo. Sus pocos años y su uniforme ayudan á este engaño. Tú no has tenido hijos; no puedes saber la necesidad que sentimos, cuando los hemos perdido, de poner nuestro amor huérfano en otros seres, imaginándonos que se parecen á los que murieron. Yo necesito continuar siendo madre, ya que no puedo ser otra cosa; y ese infeliz no conoció á la suya, no tiene á nadie en el mundo, está solo como yo... Déjame que busque un poco de ilusión allí donde puedo encontrarla. ¡El pobre agradece tanto mi afecto! ¡Se siente tan feliz en mi casa! Acuérdate: es un condenado á muerte, y sólo un cuidado maternal, un atmósfera dulce y plácida, podrán prolongar sus días.
Ella deseaba realizar esta obra tal vez por egoísmo, por borrar de su memoria con una larga acción generosa todo lo malo que había hecho antes. Quería que fuese su hijo, un hijo inventado por su dolor, al que dedicaría todo lo que era imposible hacer por el otro salido de sus entrañas.
También calló ahora Miguel, comprendiendo la inutilidad de su insistencia. Conocía el carácter de Alicia. Detrás de su voz quejumbrosa adivinó la resuelta voluntad de mantener á su lado á aquel joven que refrescaba sus sentimientos maternales y era á la vez un consuelo para el remordimiento que se había forjado.
La consideración de su impotencia acabó por irritarle, haciéndole sentir un cruel deseo de molestar á aquella mujer.
—Haces mal, Alicia. El mundo ignora tu secreto. Ya sabes lo que creía antes de ti y de tu hijo. Tú misma reías, encontrando graciosos tales errores... Ahora, el equívoco continuará con mayor razón. Muchos se imaginan que has sustituido al joven que murió con otro joven.
Alicia perdió su triste serenidad.
—¡Qué infamia!—dijo—. ¿Cómo pueden creer eso? ¡Pobre Martínez!... ¡Tan bueno! ¡tan respetuoso!
Luego continuó con arrogancia:
—¡Que digan lo que quieran! Yo deseo olvidar al mundo; que el mundo se olvide de mí... Ya he muerto.
Pero Miguel insistió en su rencor:
—El otro era tu hijo, y yo lo sabía. Este no lo es, y conozco el poder de seducción que ejerces, aun contra tu voluntad. Acuérdate del «banco de los viejos».
¡Ay! Por donde ella pasase, la mirada del hombre se engancharía en el ritmo de su cuerpo: y aquel joven, aquel extraño, iba á acabar...
No pudo seguir.
—¡Tú también!...—exclamó ella—. ¡Adiós, Miguel! Siempre pensaré en ti, pero es mejor dejar de vernos. No me guardes rencor. Tal vez algún día...
Y resueltamente le volvió la espalda, descendiendo las gradas hacia el bulevar.
El príncipe quedó inmóvil unos instantes. Luego avanzó hasta el borde del último escalón, pero sólo pudo ver un carruaje con la capota levantada, cuyos dos caballos emprendían el trote.
¡Y para llegar á esto había deseado con tanta vehemencia su encuentro con Alicia!... El despecho le hizo juzgarse duramente; no había sabido hablar. Después recordó todos sus razonamientos y sus recriminaciones, asombrándose del poco efecto que causaban en ella. Era indudablemente otra mujer. Alguien la había cambiado; alguien era el culpable de esta absurda situación.
Gran parte de aquella noche la pasó reflexionando. No se le ocurría censurar á Alicia. Hasta se arrepintió de sus palabras agresivas. ¡Infeliz! Una exaltación de su sensibilidad la hacía ver culpas y remordimientos en todos sus actos anteriores.
«Además, las mujeres—continuó diciéndose—, al menor choque nervioso, lo primero que pierden es la lógica.»
Necesitaba concentrar su rencor en alguien que no fuese ella, y como Miguel creía no haber perdido la lógica, hizo caer la responsabilidad de todo sobre Martínez. Este era el único culpable. De no entrometerse en la vida de los dos, Alicia, al verse sola en su desgracia, habría buscado más que antes el apoyo del príncipe. ¡Qué regalo les había hecho «la Generala» al presentar á este aventurero!
En vano su razón intentó argüir que no era el oficial el que iba en busca de Alicia, sino ésta la que lo conservaba en su casa, aislándolo de sus antiguas amistades. Lubimoff no renunció á su rencor. Era Martínez y nadie más el que se colocaba entre ambos.
Hasta entonces sólo había fijado su atención ligeramente en este muchacho, al que Toledo llamaba «el héroe». ¡Eran tantos los héroes en el momento presente! Su odio fué despojándolo del prestigio que le daban sus hazañas y su desgracia. Lo vió sin uniforme, sin sus cruces y sus heridas, tal como debió ser antes de la guerra: un pobre empleadillo, un dependiente de comercio, que nunca había puesto sus ilusiones amorosas más allá de una modista ó una dactilógrafa... ¡Y éste era el personaje interesante que se erguía enfrente de él!... ¡Tiempos intolerables!
Paseó al día siguiente toda la mañana por sus jardines, resuelto á no volver á Monte-Carlo. Sentía despecho al recordar la ternura con que Alicia había hablado de su protegido. Era mejor no tropezarse con él. Pero en la tarde le pesó la soledad de su hermosa «villa», que parecía abandonada. Atilio, el pianista, hasta el coronel, todos estaban en el Casino. El también quiso ir, para confundirse con aquel público que se ocupaba al mismo tiempo de los incidentes de la guerra y de los azares del juego.
En el atrio marchó hacia los grupos de lectores agolpados ante los últimos telegramas. La gente tenía por buenas las noticias, ya que no eran extremadamente malas, como en los días anteriores. Los aliados habían detenido el avance del enemigo, inmovilizándolo sobre el terreno que acababa de conquistar. Seguía el bombardeo de París por los cañones de gran alcance... Y nada más.
Un hombre hacía comentarios en alta voz. Era Toledo, que, como todas las tardes, daba su conferencia de estratega ante un semicírculo de admiradores. Vuelto de espaldas al príncipe, iba soltando el chorro de su límpido optimismo, de su fe simple, que desgracias y reveses no lograban conmover.
—Ahora ya los han clavado sobre el terreno: no avanzarán. Dentro de poco será el contraataque. Lo sé; me consta.
Se frotaba las manos, guiñando un ojo maliciosamente.
—Y los americanos llegan y llegan. Hay día que desembarcan diez mil. ¡Un pueblo maravilloso!... Lo que yo he dicho siempre: ese Wilson es un grande hombre. Lo conozco bien.
Todos escuchaban con deleite esta voz de esperanza que refrescaba los corazones antes de que se entregasen á las angustias de la ruleta y el «treinta y cuarenta». Hablaba con la autoridad de un hombre bien relacionado y que puede saberlo todo. «Conocía á Wilson»; él mismo acababa de declararlo. Además, era un coronel—aunque nadie sabía de qué ejército—, un «técnico», incapaz de expresarse caprichosamente. Y muchos se trasladaban sin perder tiempo á las salas de juego para repetir sus comentarios, como personas bien informadas.
El príncipe se alejó, temiendo cortar con su presencia este triunfo profesional, que se repetía todas las tardes.
Al pasearse por el atrio, antes de entrar en los salones, vió junto á una columna un grupo de oficiales franceses, todos convalecientes. Privados de ir más adentro, á causa de su uniforme, permanecían allí, mirando con cierta envidia á los «civiles». Unos se mantenían erguidos, sin dolencia visible, con una delgadez de aguiluchos, la nariz picuda, los ojos audaces, el bigote alborotado; otros, de cara juvenil, se encogían como valetudinarios, apoyados en sus bastones, con el pecho hundido bajo las desmayadas arrugas del paño del uniforme, y haciendo una larga pausa de reconcentrada voluntad cada vez que deseaban mover sus piernas. Algunos habían llegado á Mónaco como incurables, después de un largo cautiverio en Alemania; los demás venían de los hospitales de la línea de fuego; y todos mostraban una desorientación gozosa al verse en este rincón paradisíaco, donde las gentes parecían olvidadas del resto de la tierra y los ojos femeninos les seguían con una expresión enigmática, entre amorosa y maternal.
La diestra de uno de estos militares se elevó hasta su visera para saludar al príncipe. Este se fijó en el color amarillento del kepis, luego en el uniforme del mismo color y la línea policroma de las condecoraciones. Era Martínez, el teniente de la Legión extranjera, que le saludaba con cierta timidez, pero satisfecho al mismo tiempo de que sus compañeros le viesen en buenas relaciones con un personaje famoso del que tanto se hablaba en la Costa Azul.
Miguel devolvió el saludo maquinalmente y siguió adelante. Este momento quedó fijo en su memoria para toda la vida. Los años y la cordura que éstos traen consigo parecieron desprenderse de él como las cortezas secas de un árbol que renace. Se creyó vuelto á la juventud. Fué por unos instantes aquel capitán Lubimoff de la Guardia imperial, atropellador de obstáculos y desconocedor del escándalo cuando alguien se oponía á su voluntad.
Volvió á mirar de lejos el grupo de oficiales. ¡Y este teniente de pobre estatura, que parecía un tenedor de libros elevado por la movilización, era su enemigo!... Creyó verlo por primera vez. Perdido entre sus compañeros aún le pareció más insignificante que en sus visitas á Villa-Sirena.
Permaneció inmóvil, con su mirada fija en el grupo. «¡Vas á cometer un disparate!», gritaba una voz en su interior. Y pasó por su memoria la imagen del duro Saldaña, bondadoso y tolerante con los débiles, como todos los que están seguros de su fuerza. Una frase que no había recordado nunca cruzó ahora su pensamiento: «El caballero debe ser bueno y no abusar nunca de su fuerza.» Estaba seguro de que su padre le había dicho esto siendo él niño... Pero á continuación, la dualidad que existía en su interior se expresó por medio de otra voz más fuerte é imperiosa, una voz femenina igual á aquella otra que le aconsejaba en su juventud: «Gasta, no te prives de nada, colócate sobre todos; piensa siempre que eres un Lubimoff.» Y vió á la difunta princesa, no de María Estuardo, con su luto teatral, sino dominadora y todavía bella, lo mismo que cuando aterraba con sus cóleras á su esposo «el héroe» y ponía en revolución el palacio de París.
Maquinalmente se aproximó al grupo de oficiales, y sus ojos volvieron á tropezarse con los de Martínez. Este vino hacia él con una sonrisa interrogante. Miguel comprendió que le había hecho un signo de llamamiento sin darse cuenta de ello, por un impulso de su voluntad, que parecía moverse completamente desligada de su razón. ¡Tanto peor!... ¡Adelante!
Con cierto apresuramiento se fué llevando al joven hacia el vestíbulo del Casino, como si quisiera evitar la presencia de los grupos que llenaban el atrio.
—Teniente, voy á decirle una cosa... Necesito... pedirle un favor.
Balbuceaba, no sabiendo cómo expresar un deseo que él mismo tenía por absurdo. Esta indecisión, unida á las vacilaciones de su voz, acabó por irritarle.
Se detuvieron junto á la cancela de cristales de la entrada. Martínez había perdido su sonrisa, mirando con asombro el gesto duro y la palidez del príncipe.
—En una palabra—dijo éste con resolución—: lo que yo tengo que pedirle es que visite con menos frecuencia la casa de la duquesa de Delille. Si se abstiene en absoluto de ir á ella, aún será mejor.
Y descansó, respirando con cierto desahogo, después de haber lanzado su pretensión.
El asombro de Martínez fué en aumento. Dudó un instante, fijos sus ojos en los de Lubimoff. No era una broma: la mirada agresiva de este personaje que siempre le había tratado con amable indiferencia, la sequedad de su voz, cierto temblor de su mano derecha, indicaban que había expresado todo su pensamiento, y que detrás de este pensamiento latía un odio enorme contra él.
La sorpresa le hizo hablar con timidez. El visitaba á la duquesa porque esta señora le pedía que fuese á verla todos los días. Muchas veces había sospechado que su asiduidad pudiera resultar inoportuna; pero todos sus intentos de alejamiento eran inútiles. Apenas se ausentaba por unas horas, aquella buena dama le hacía buscar. Se mostraba bondadosa con él como una madre.
De repente, se desvaneció su tono humilde. Sus ojos adivinaron en los de su interlocutor algo que él mismo no había pensado nunca. El teniente pareció transfigurarse, creciendo hasta quedar al nivel del príncipe. Brilló su mirada con el mismo resplandor fulvo que la del otro; todo su cuerpo se arqueó con la tensión de un muelle que va á saltar; las alillas de su nariz se agitaron nerviosamente. El empleadillo tímido de ademanes recobraba su gallardía de hombre de combate. Su voz sonó ronca al seguir hablando.
El iba adonde le llamaban, adonde quería ir, sin reconocer á nadie el derecho de mezclarse en sus actos. Era la duquesa la única que podía cerrarle la puerta de su casa. ¿Por qué intervenía el príncipe en los asuntos de aquella señora sin consultar antes su voluntad?
—Soy su pariente—dijo Miguel, algo indeciso en su interior al invocar este parentesco que muchas veces no había querido reconocer.
Los dos se vieron al otro lado de la cancela, sobre el rellano de las gradas del Casino, en pleno aire, frente á los árboles de la plaza y los grupos de paseantes que daban vueltas en torno del «queso». Tuvieron que apartarse á un lado, para no impedir la circulación de los que entraban y salían.
—Además—continuó el príncipe—, mi deber es evitar murmuraciones. No puedo permitir que, viéndole á usted metido allá á todas horas, supongan...
Casi se arrepintió de sus palabras al notar el doble efecto que producían en el joven. Primeramente se indignó. ¿Había quien osaba murmurar de aquella gran señora, tan santa para él? Pero esta protesta fué acompañada de una irreflexiva satisfacción, de un orgullo pueril, como si agradeciera, á pesar de todo, que mezclasen su nombre con el de la otra en absurdas suposiciones. Parecía que Martínez acababa de descubrirse á sí mismo, dando cuerpo y nombre á sentimientos obscuros que hasta entonces sólo habían latido dentro de él en una forma larvaria.
El alma celosa del príncipe fué adivinando, con aguda percepción, todo lo que pensaba el otro, y esto avivó el incendio de su cólera. ¡Con qué arrogancia asumía este empleadillo la defensa de Alicia! ¡Cómo se delataba su enamoramiento!...
—Si alguien se permite hablar de la duquesa—dijo el teniente—, si murmuran porque me dispensa el honor de recibirme en su casa (¡el mayor honor de mi vida!), yo me encargaré de castigar al que invente eso, aunque esté muy alto, aunque se crea muy poderoso...
Lubimoff le escuchó con impaciencia. Ahora era Martínez el que se permitía atacarle. Sus últimas palabras significaban una amenaza para él.
Además, se sintió irritado contra su propia torpeza. Su acción imprudente sólo servía para que este joven abriese los ojos, pensando en la posibilidad de muchas cosas que nunca había podido imaginar, y que, de imaginárselas, las habría rechazado inmediatamente, por desatinadas. ¡Y era él mismo quien venía á demostrarle que, según la opinión de los maldicientes, resultaban posibles tales cosas!...
El tono con que el oficial defendía á Alicia excitó aún más su cólera. Adivinaba en él un gran orgullo, la vanidad del pobre muchacho que sólo ha conocido las aventuras de amor á través de los libros, y de pronto se ve en relaciones supuestas con una duquesa y rival de un príncipe. ¡Qué gloria para un advenedizo!
—Joven...—dijo la voz dura de Lubimoff.
Esta simple palabra fué seguida de una mirada de altivez, de superioridad aplastante, que pareció barrer todo cuanto la guerra había puesto de extraordinario en Martínez: el uniforme, las condecoraciones, las cicatrices gloriosas. Para él ya no existía el oficial; sólo quedaba el pobre vagabundo de años antes yendo de un hemisferio á otro en busca del sustento. «Joven...», repitió con un tono que resucitaba todas las castas y las gradaciones sociales de los siglos muertos, para que el interpelado se diese cuenta de la enorme separación entre su persona y la del hombre que se dignaba darle consejos.
—Joven... acabemos. ¿Y si yo le ordeno que no vuelva más á esa casa?... ¿Y si le exijo que...?
No pudo terminar. Su voz amenazante, dura como un grito de mando, indignó al hombre vestido de uniforme. ¡Haber arrostrado la muerte durante tres años entre miles de camaradas que estaban ya bajo tierra; despreciar la vida como algo cuya fragilidad se ha revelado á cada minuto; despojarse para siempre, en fuerza de aventuras angustiosas y heridas atroces, de ese miedo que el instinto de conservación pone en todos los seres, para que ahora, en una ciudad de placer, á la puerta de la más lujosa de las casas de juego, un hombre rico y poderoso, pero que no había hecho nada útil en su existencia, se atreviese á amenazarle!...
—¡A mí!...—dijo balbuceando de rabia—. ¡Darme órdenes á mí!...
Miguel sintió que una mano se agarraba á los botones de su chaleco. Era como un pájaro temblón y agresivo, que se detenía un instante en su ciego impulso para seguir volando hacia arriba. Adivinó la bofetada, é instintivamente avanzó su diestra. Las dos manos se encontraron cuando la del joven revoloteaba cerca del rostro del príncipe. Este, más musculoso, contuvo la mano ofensora, la inmovilizó con dura presión, al mismo tiempo que sonreía de un modo lúgubre. Los ojos se lo empequeñecieron, volviendo sus vértices hacia arriba con el crispamiento de la sonrisa. Eran unos ojos asiáticos. Su nariz se ensanchó con una aspiración caballuna. Así debieron sonreir en sus malos momentos los remotos abuelos de la princesa Lubimoff...
—Basta: la doy por recibida—dijo con lentitud—. Designe á dos amigos para que se entiendan con los míos.
Y soltando la mano de Martínez, le volvió la espalda después de hacerle un grave saludo. Los gestos de los dos habían sido rápidos. Sólo uno de los porteros con kepis que montan la guardia en el rellano de la escalinata había adivinado algo; pero su experiencia profesional le aconsejó permanecer impasible mientras no hubiese golpes.
Creyó en una simple disputa por cosas del juego. Todo iba á arreglarse con una explicación y á olvidarse después con una ganancia. ¡Había visto tanto!...
El príncipe Lubimoff vuelve á entrar en el Casino. Atraviesa el vestíbulo y el atrio llevando la cabeza alta, pero sin ver á nadie, con la mirada perdida ante sus pasos.
Le parece que el tiempo ha vuelto de repente sus agujas atrás, haciéndole saltar en el pasado, volviéndolo á la juventud. Marcha con arrogancia. Se extraña de que el ruido de sus firmes pisadas no vaya acompañado de un tintineo de espuelas y del metálico arrastre de un sable. Al mismo tiempo empieza á ver rostros irreales, rostros que desaparecieron de la tierra hace muchos años: el cosaco venido de una remota guarnición de Siberia para vengar á su hermana; un amigo del mismo regimiento del príncipe, que murió de una estocada en el pecho después de una cena tumultuosa, mientras lloraba Lubimoff, súbitamente despertado de su homicida embriaguez; otros á los que asistió como simple testigo, pero que murieron y resucitan ahora en su memoria, fría é insensible al remordimiento y á la lamentación.
—El coronel... ¿Dónde diablos estará el coronel?
Atraviesa las salas de juego, buscando una cabeza de pelo canoso partido en dos secciones brillantes por la raya que se tiende rígida de la frente á la nuca. La ve al fin sobre el respaldo de un diván, entre dos sombreros de mujer, cuatro ojos orlados de luto y unas mejillas con las arrugas rellenas de pasta blanca y pasta rosa. El príncipe interrumpe con su mudo llamamiento unas explicaciones de la guerra que hacen estremecer á las dos damas.
—Coronel: un asunto de honor. Quiero batirme mañana. Busca otro padrino.
Toledo parece desconcertado por la orden. Su primer pensamiento vuela hasta Villa-Sirena. Ve el negro levitón, la vestidura solemne del honor pronta á salir de su encierro. Después se desliza por esta alegría una nube de duda. ¡Un duelo!... ¿Será oportuno ahora que los hombres se baten en masas de millones, dando su vida por algo más alto y más general que los rencores individuales?... Sus creencias ahogan inmediatamente este escrúpulo. «Un caballero debe estar á las órdenes de otro caballero.» Además, es su príncipe. Y dispuesto á cumplir su misión, pide el nombre del adversario.
—El teniente Martínez.
Don Marcos cree haber entendido mal; luego vacila sobre los pies y queda mirando á Su Alteza con estupor. Instintivamente, sin darse el trabajo de desenmarañar los confusos pensamientos que le asaltan, ve con la imaginación á la duquesa de Delille. ¿Por qué ha abandonado el príncipe sus prudentes doctrinas?... Se acuerda, como de un pasado dichoso, de los tiempos en que florecían «los enemigos de la mujer». No han transcurrido mas que cuatro meses, y parece que sean siglos. ¡Un duelo en plena guerra... y con un oficial!... ¡Y este oficial es Martínez, su héroe!...
Levanta los hombros, inclina la cabeza, hace un gesto de inhibición, como siempre que su príncipe le da órdenes absurdas con un rostro duro que le recuerda el de la difunta princesa en sus días borrascosos.
—¿Busco á don Atilio?... Ha tenido varios lances de honor; sabe lo que es eso, y podrá ayudarme.
Lubimoff acepta. En el bar de los salones privados esperará á los dos, para hablar de las condiciones del encuentro.
Permanece inmóvil en su profundo sillón, frente á una ventana dorada por la luz del ocaso, en la que se tejen y destejen los hilos de sombra proyectados por el ramaje inquieto de los árboles. Le parece de pronto que su espera resulta demasiado larga. Se le ocurre que Castro no está en el Casino y don Marcos le busca inútilmente. De todo lo pasado apenas se acuerda. La figura del oficial se ha hundido en la bruma gris que cae sobre su memoria: no es ya mas que un contorno indeciso. Lo único que puede ver, con un relieve y un agrandamiento exagerados, como si estuviese junto á sus ojos, es una mano: una mano que se agarra á su pecho y sube hacia su rostro que nadie golpeó jamás. La indignación le hace salir de su huraño ensimismamiento. ¡A él! ¡Una bofetada al príncipe Lubimoff!...
Cuando levanta los ojos ve á Toledo que se acerca, pero solo, con cierta confusión, temiendo por adelantado la cólera del príncipe. Este, que se siente bondadoso y tolerante después de sus violencias en la escalinata, adivina lo que va á decirle. No ha encontrado á Castro. Y le absuelve con una sonrisa benévola.
El coronel habla:
—Marqués: don Atilio no quiere.
¿Qué?... Y ante la mirada interrogante de Lubimoff, que no puede comprender, que se resiste á comprender lo que escucha, Toledo repite, cada vez más confuso:
—Se niega á aceptar la representación. Me ha dicho que busque á otro. Tiene unas ideas especiales que...
Y se abstiene de exponer estas ideas. Calla, para no decir algo que el príncipe no debe escuchar de su boca; acepta como un bien el silencio de asombro que se interpone entre él y Lubimoff; teme que éste salga de la estupefacción en que le ha sumido su noticia.
Como desea alejarse, propone algo que le parece un remedio.
—¿Quiere Su Alteza que lo llame? Seguramente vendrá. Tal vez hablando los dos...
Y se aleja para buscar á Castro, mientras Miguel Fedor vuelve á quedar inmóvil en su asiento, sin comprender nada.
Lo vió de pie ante su velador, con cierto apresuramiento en sus gestos y ademanes, como un hombre que arrostra una situación penosa y quiere salir de ella cuanto antes.
El príncipe le invitó á ocupar el sillón inmediato, pero Castro sólo quiso sentarse ligeramente en uno de los brazos del mueble, para indicar su deseo de que la entrevista fuese corta. Además, habló él primero, exponiendo rudamente su pensamiento, sin preámbulos.
—Te habrá dicho el coronel mi respuesta. No puedo... Bien sabes que soy tu amigo: hasta me haces el honor de reconocerme como pariente; te debo mucho; ¡pero eso que me pides... no! Es un disparate, una locura. Forzosamente habíamos de terminar así; lo he presentido hace algún tiempo. Tal vez tenías razón cuando hablabas de las mujeres y de la necesidad de ser sus enemigos (si es que esto resulta posible). Pero de nada puede servirnos recordar lo pasado: tú ya no eres el Lubimoff que decía aquellas paradojas. Yo estoy loco, te lo concedo; pero tú lo estás más que yo, y por eso no te sigo.
Miguel le miró fijamente, sin abandonar su silenciosa inmovilidad, esperando que continuase.
—¡Un duelo en plena guerra! ¿Tiene eso sentido común? Tú eres un señor que permanece tranquilo en su palacio, con todas las comodidades que pueden obtenerse en la época presente, sin correr peligro alguno, mientras media humanidad llora, sufre hambre, se desangra ó muere. Y porque estás un día de mal humor (tú sabrás el motivo), ¿quieres batirte con un pobre muchacho que vive casi milagrosamente, que está enfermo y débil por haber hecho lo que tú y yo no somos capaces de hacer?... ¿Y me pides que te represente en esa locura?...
El otro, siempre sumido en su asiento, dijo con voz sorda y rencorosa:
—Me ha insultado... ha querido abofetearme. He detenido su mano junto á mi cara.
Esto hizo dudar un momento á Castro, que no tenía idea de la importancia del choque entre los dos hombres. Pero su indecisión fué corta.
—Algo hay que no comprendo y que tú callas. La misma gravedad del insulto me indica que hubo de tu parte un acto extraordinario. ¡Atreverse ese pobre muchacho respetuoso y tímido á querer abofetear á un hombre como tú!... ¿Qué has hecho para excitarle hasta ese punto?
Lubimoff no se dignó responder. Sin abandonar su enfurruñada inmovilidad, preguntó lacónicamente:
—¿Quieres ó no quieres?
Castro, irritado por tal actitud, contestó sin vacilar:
—Es un disparate, y no quiero.
Siguió la inmovilidad del príncipe ante esta negativa, pero Atilio creyó adivinar sus ideas en la mirada hostil fija en él. Le acusaba de ingratitud al verse abandonado. Al mismo tiempo hacía responsable á «la Generala», creyendo que ésta había podido influir en su decisión. ¡Aquel teniente era tan admirado por doña Clorinda!...
Como si contestase á sus ocultos pensamientos, Atilio siguió hablando.
—¿Tú crees que á mí me interesa ese muchacho con el que deseas batirte? Me es indiferente; hasta confieso que me es antipático, por los grandes extremos que hacen algunas señoras sobre su heroísmo. Eso molesta siempre á los que no somos héroes. Pienso en lo insignificante que sería hace cuatro años nada más. De conocerlo entonces, tal vez lo habría visto de tenedor de libros en un hotel ó en la tienda de mi camisero de París. Figúrate qué amistad!... Pero ha pasado sobre nosotros la guerra, trastornándolo todo, haciendo emerger á unos, hundiéndonos á otros en lo más profundo, sin la certeza de volver á surgir, y ese muchacho es ahora «alguien», es más que tú y que yo; ha servido de algo, y para mí es sagrado, á pesar de que me inspira envidia y no admiración.
El príncipe hizo al fin un movimiento de protesta. Luego levantó los hombros desdeñosamente y volvió á sumirse en su inmovilidad. ¡Aquel aventurerillo más que él, porque le habían agujereado el pellejo en los combates!...
—No nos entenderíamos aunque hablásemos toda la tarde—continuó Castro—. Yo he cambiado mucho, y tú continúas siendo el de siempre. Creo que ayer encontré mi «camino de Damasco». Me siento otro hombre.
Y por una necesidad de exteriorizar su gran perturbación interior, siguió hablando, sin fijarse en si el príncipe le escuchaba.
El encuentro había sido cerca de la estación de Monte-Carlo, junto á la vía férrea. El iba acompañando á dos señoras, una de las cuales le interesaba mucho. (Miguel pensó otra vez en doña Clorinda.) Un tren de soldados volvía de Italia; un tren sombrío, sin estandartes, sin ramas de árboles adornando las portezuelas. Eran franceses. Los habían enviado á Italia como refuerzo, después del desastre de Caporetto, y ahora los volvían á llamar apresuradamente, para defender el propio suelo amenazado.
—Nada de cánticos y de aturdido regocijo; todos silenciosos, cansados y sucios, de una suciedad épica. Cada vagón parecía una jaula de fieras, por su olor acre de cuadra de circo. Eran jóvenes y tenían aspecto de viejos: las barbas hirsutas, los uniformes manchados, las caras apergaminadas por el sol, endurecidas por el frío, resquebrajadas por los vientos. El calor les había hecho despojarse de los capotes y mostraban sus camisas de franela de un color indefinible, impregnadas del sudor de tantas fatigas y emociones.
Se adivinaba en ellos al batallón predestinado que siempre llega á tiempo para sostener los choques más rudos; el que aparece puntualmente en los lugares de mayor peligro, con esa mansedumbre heroica del fuerte, que deja que le exploten, y trabaja, no sólo por él, sino por todos los demás que trabajan menos. ¿Dónde no habían peleado estos hombres? En su propio suelo, en el de los aliados, tal vez en Oriente, y ahora tornaban otra vez á la tierra de sus primeros combates. Cuando creían haberlo hecho todo, se enteraban de que aún no habían hecho nada. En el tejer y destejer de la guerra, era preciso empezar otra vez. Cuatro años antes se imaginaban haber decidido el triunfo en las riberas del Marne, y ahora volvían de nuevo al Marne. Todos los inviernos, metidos en el barro, hundidos en la trinchera bajo la lluvia, se decían: «Este será el último.» Y llegaba otro invierno, y luego otro, y á continuación otro, sin que la vida cambiase. De aquí su gesto fatalista y resignado, un gesto de hombres que se amoldan á todo y acaban por creer que su miseria será eterna, que nunca volverán los humanos tiempos de la paz.
Cesó de hablar un momento y no hizo caso de la mirada de su amigo, que parecía preguntarle qué interés podía tener para él este relato.
—Estábamos al borde de un terraplén, apoyados en la valla, y nuestras cabezas quedaban al mismo nivel que las de los hombres agrupados en los vagones. El largo convoy, cuya cabeza tocaba ya la estación, iba avanzando lentamente. Las dos señoras agitaban sus pañuelos, sonreían á los soldados, les enviaban palabras de saludo. Muchos permanecían inmóviles, mirándolas con ojos de fiera adormecida. Llevaban cuatro años de ovaciones, conocían la realidad, la terrible realidad que existe detrás de ellas. Otros, más jóvenes ó más ardorosos, despertaban á la vista de estas dos mujeres elegantes. Galvanizados por las sonrisas, se erguían, pasaban una mano por sus arrugadas franelas, enviaban besos, intentaban recobrar su apostura de los tiempos en que no eran soldados... De pronto, uno de ellos olvidó á las mujeres para fijarse en mi, que también les saludaba con mi sombrero, dando vivas. Era una especie de diablo rojo y amargo.
Castro le veía aún, como si asomase su cabeza por una ventana del bar; vería tal vez mientras viviese el pergamino blancuzco de su cara, tirante sobre las aristas de los pómulos; la barba roja colgando de sus mandíbulas, como si fuese postiza, y sobre todo, sus ojos sarcásticos, insolentes, de un color verde turbio, igual al de las ostras. Era el soldado que critica, rezonga y habla contra sus oficiales mientras cumple sus órdenes. En la vida civil debía haber sido el antipático rebelde que no concede su aprobación á nada. Al cruzarse sus ojos con los de Castro, experimento éste un sentimiento de repulsión. Adivinó al hombre con el que se tiene irremediablemente un choque en la calle, en el tranvía, en el teatro. Y sin embargo, nunca iba á olvidar su encuentro de un segundo con este soldado que pasaba y se perdía á lo lejos, sin mas tiempo que el necesario para dejar caer cuatro palabras.
Despreció á las dos mujeres con su sonrisa irónica. Luego, á Castro, que seguía tremolando su sombrero, le señaló el fondo del vagón, gritándole:
—¡Aún queda un sitio!...
Y no dijo más.
—Dijo bastante, Miguel. Esa voz agria la estoy oyendo desde entonces: la oiré siempre, en mis mejores instantes, si continúo aquí. ¿Y la mirada de sus ojos?... Adiviné todos sus insultos mudos, la comparación rápida que hizo entre su miseria y mi aspecto de hombre fuerte y bien cuidado. Yo era para él un cobarde que pasea con mujeres, mientras los hombres están con los hombres, dando su vida por algo importante.
—¡Bah! Tú eres un extranjero—interrumpió el príncipe, que parecía fatigado por las palabras de su amigo.
—Yo vivo aquí, y la tierra en que vivo no puede serme extraña. Esta guerra es por algo más que cuestiones de terreno: interesa á todos los hombres. Mira á los norteamericanos, que todos creíamos muy prácticos é incapaces de idealismos; saben que no van á ganar nada positivo, y sin embargo entran en la lucha con todas sus fuerzas. Además, hay el alma de las mujeres. ¿Creerás que las dos que venían conmigo rieron el insulto del rojo, encontrándolo muy oportuno?... Y no me hables de que las hembras se sienten atraídas en todas ocasiones por el guerrero. Tal vez sea por el guerrero de los tiempos de paz, brillante y empenachado; ¡pero estos de ahora tienen un aspecto tan miserable!... No; existe algo muy alto en todo lo que nos rodea, algo que tú y yo no hemos sabido ver, á causa de nuestro egoísmo.
Su oyente volvió á levantar los hombros con indiferencia.
—Y cuando pienso á todas horas en mi encuentro de ayer, y veo el sitio que me ofrecía burlonamente el maldito rojo, como si yo fuese una hembra, como si nunca pudiera sentirme capaz de ocuparlo, ¡tú me propones que arregle un encuentro mortal con otro de esos hombres que se consideran, no sin razón, superiores á nosotros!... No; ya lo sabes: no acepto.
Había abandonado el brazo del asiento y estaba de pie frente al príncipe. Esto hizo un gesto de cansancio. Le aburrían las palabras de Atilio, aquella historia infantil del tren, del soldado rojo y de la invitación insolente. Eso sólo podía conmover á doña Clorinda; él tenía asuntos mas inmediatos en que pensar. Ya que se negaba á servirle, podía dejarlo solo.
—¡Adiós, Miguel!—dijo Castro, con la convicción de que este saludo iba á ser algo más que una despedida momentánea.
—Adiós—contestó el príncipe sin moverse.
Cerca ya de la puerta, Atilio retrocedió.
—Sé lo que significa mi negativa y lo que me toca hacer. Adiós otra vez. ¡Cree que si me pidieses otra cosa...!
Pero el príncipe interrumpió sus palabras con otro gesto de indiferencia, y Atilio se alejó, disimulando su emoción.
Inmediatamente hizo su entrada don Marcos en el bar, como si hubiese estado aguardando al otro lado de la puerta la salida de Castro. Nunca le pareció al príncipe tan activo é inteligente su «chambelán».
—Todo está arreglado, marqués.
Como tenía la certeza de que Atilio no se dejaría convencer, había buscado un segundo padrino. Pensó un instante en ir á Mónaco para hablar á Novoa. Luego se acordó de sus relaciones con Valeria. Esta visita equivalía á hacérselo saber todo á la duquesa. Además, el profesor no entendía nada en tales asuntos y era compatriota de Martínez. ¡Ya había bastante con que un español figurase enfrente del oficial!
—Tengo mi segundo—continuó—. Será lord Lewis.
Para él, era Lewis más lord que nunca. Le estaba agradecido por la prontitud con que había aceptado su petición. Ganaba dinero aquella tarde y su humor era excelente. Hasta se levantó de su asiento, abandonando el juego para oir al coronel. Quiso llevárselo al bar, afirmando que ante un whisky se habla mejor, y Toledo adivinó por su aliento que ya llevaba bebidos algunos para celebrar su buena suerte. Lewis estaba dispuesto á servir á su amigo Lubimoff. En punto á duelos, sólo conocía los del boxeo; pero se confiaba á la pericia del coronel y apoyaría cuanto dijese... Inmediatamente había vuelto á su mesa.
Miguel dió sus instrucciones á Toledo. Un encuentro en condiciones duras, como aquellos que él había presenciado en Rusia. No podía ser menos: había recibido una bofetada. Y dijo esto con voz fosca, convencido ya de la completa realización de la ofensa.
Al anochecer salió del Casino, huyendo de las personas conocidas que invadían el bar y le obligaban á sonreir y sostener frívolas conversaciones, mientras su pensamiento estaba lejos.
Siempre, en sus grandes cóleras, cuando no podía apelar á una acción inmediata y violenta, la excitación nerviosa iba seguida en él de una laxitud que ablandaba sus músculos y sus nervios.
Con verdadero placer entró en Villa-Sirena, encontrando una nueva voluptuosidad en todos los detalles de su bienestar. Aguardó leyendo la llegada del coronel. A las nueve de la noche tuvo que comer solo. Luego volvió á la lectura, pero en su dormitorio, acabando por acostarse con el libro en la mano. Sonrió con una sonrisa que parecía una mueca al pensar que su fatiga nerviosa le había hecho tenderse en la misma postura de los muertos.
Fué pasando las páginas, sin perdonar una sola línea, y sin embargo no podía decir qué es lo que estaba leyendo. De pronto, su atención se concentraba para recordar. Algo le había ocurrido; algo le esperaba. «¡Ah, sí!» Y después de reconstruir en su memoria lo de aquella tarde é imaginarse lo del día siguiente, volvía á su lectura sin sentido.
Las páginas fueron desvaneciéndose como pedazos de niebla; sintió su mano más ligera: el libro acababa de caer sobre la cama. Instintivamente buscó el botón eléctrico para hacer la obscuridad, y antes de perder completamente la percepción del mundo exterior oyó sus primeros ronquidos.
Una luz hiriéndole en los ojos le hizo incorporarse. Vió al coronel junto á su lecho. El profundo silencio de la noche, que aún parecía más absoluto sostenido por el rumor del mar, se rasgaba á lo lejos con el jadeo de un automóvil.
El príncipe se restregó los ojos. ¿Qué hora era?
—La una—dijo don Marcos.
Todo estaba convenido. El encuentro sería al día siguiente, á las dos de la tarde. No podía realizarse antes; aún le quedaban muchos preparativos por hacer. El lugar escogido era el castillo de Lewis. En el principado de Mónaco resultaba imposible un encuentro: todo él era á modo de una casa de vecindad, sin el menor lugar discreto para que dos hombres se mirasen frente á frente con una pistola en la mano.
Lubimoff casi se levantó de la cama á impulsos de la sorpresa. El tenía la elección de armas, como ofendido, y había hablado á su representante del sable, arma favorita de los duelos de su juventud. Toledo, por primera vez, arrostró impávido la mirada furiosa de su príncipe.
—¡Marqués—dijo con dignidad—, no podía ser otra cosa! Hay que pensar que ese pobre joven es un convaleciente, casi un inválido. Yo me admiro de que haya obligado á sus padrinos á admitir la pistola. Sus representantes no querían aceptar nada. Son de los que creen que este duelo no debe realizarse.
Miguel se calmó. Un sentimiento de equidad le hizo aceptar la decisión de Toledo. Aquel enfermo no era un enemigo digno de su sable; había que establecer cierta igualdad entre los dos, y para eso servía la pistola, única arma que se presta á las sorpresas y caprichos del azar.
«De todos modos lo mataré», pensó Lubimoff, acordándose de sus habilidades de tirador.
—Advierto á su Alteza—siguió diciendo el coronel—que lo mismo da un arma que otra. Ese joven y sus dos amigos conocen todo lo referente á la guerra, pero no tienen noción alguna de lo que son los duelos y de las armas que se usan en tales lances.
Luego enumeró las condiciones. Distancia, quince metros; una bala cada uno, pero podrían apuntar y hacer fuego mientras él, que iba á ser el director del combate, contaba de uno á tres. Con un tirador como el príncipe, estas condiciones resultaban graves.
Efectivamente; el príncipe las encontró aceptables.
—Buenas noches—dijo sumiéndose en la cama y remontando el embozo hasta sus ojos.
El sueño volvió á apoderarse de él, una vez satisfecha su curiosidad.
Toledo hubiera querido hacer lo mismo, pero tenía que cumplir antes sagrados deberes de su ministerio, y vagó por diversas habitaciones, registrando muebles, subiéndose en las sillas para huronear en lo más alto de los armarios. Buscaba una caja de pistolas de desafío que le había regalado en Rusia uno de los generales amigos del difunto marqués. Cuando al fin la encontró, tuvo que dedicar más de una hora á la limpieza de estas armas de lujo, que habían perdido su brillo de plata en el olvido de un largo encierro.
Se sentía fatigado, y al mismo tiempo la consideración de su importancia ahuyentaba su sueño. El alma de aquel drama que se estaba preparando para el día siguiente era él, sólo él. Faltos de su asistencia, ni Su Alteza ni Martínez podrían batirse. Lord Lewis y los dos militares que representaban al adversario eran incapaces de una idea, y tenían que seguirle como discípulos.
La conciencia de esta superioridad le hizo recordar todas sus gestiones y triunfos desde media tarde á media noche.
Había ido en busca de Martínez con cierta indecisión. Contra su deseo, encontraba razonadas las protestas de Atilio. Tal vez era cierto cuanto decía, y este duelo resultaba un disparate, una locura del príncipe. Pero sus ideas tradicionales se encabritaron ante estos escrúpulos. «El honor es el honor...» Y experimentó la alegría del que, luego de dudar, se convence de que está en lo cierto, al oir que el teniente aceptaba la reparación por las armas con regocijo y con cierta prisa, como si temiese que Toledo se arrepintiera, retirando su proposición. ¡Joven heroico y pundonoroso! Don Marcos encontraba natural que procediese así. ¡Era de la misma tierra que él!...
Por un momento ocupó su memoria la imagen de la duquesa. Tal vez era ella la causante involuntaria de este choque, y el mozo se sentía animado por la vanidad. Iba á figurar en un duelo como los que había leído en las novelas de su adolescencia; iba á ser protagonista de uno de aquellos dramas elegantes que á él le parecían de otro planeta... Pero el coronel desechó á continuación estas suposiciones, sugeridas por la franca alegría con que Martínez aceptaba su reto, como si le invitase á una fiesta.
A partir de aquí empezaron las desorientaciones de Toledo. El mundo estaba cambiado, totalmente cambiado, y él marchaba de asombro en asombro.
Para favorecer á su compatriota, quiso saber qué armas manejaba con preferencia.
—¡Conozco tantas!—exclamó Martínez.
En un asalto había herido con la punta del sable á un alemán gigantesco que le amenazaba con su bayoneta. Tuvo que forcejear contra una cosa dura que crujía, enviándole al rostro un caño de sangre. Luego, al serenarse, vió que había metido el arma por la boca de su adversario, rompiéndole las vértebras. Conocía también el revólver, pero no era tirador. En otras armas era más experto: la granada de mano, que le hacía recordar los juegos de pelota de su infancia; la ametralladora, que había manejado como simple sirviente; los explosivos arrojados con honda. Hasta tenía sus habilidades de artillero, pero artillero de trinchera, para cargar morteros de tiro corto y enviar torpedos y proyectiles asfixiantes á la trinchera inmediata.
Sonrió desdeñosamente al insistir don Marcos en la esgrima del sable. El tenía una esgrima suya: irse sobre el adversario y pegar antes que éste. Pero en el cuerpo á cuerpo prefería el cuchillo. Con el revólver jamás se entretenía en apuntar. No disparaba hasta verse junto al enemigo, y así el tiro era seguro.
—¿Y la pistola de desafío?—preguntó el coronel.
—La desconozco. Me gustaría verla: debe ser algo curioso.
La mirada de Toledo vagó indecisa por el pecho de aquel oficial, como si inventariase sus condecoraciones, deteniéndose en las estrellas que moteaban la cinta rayada de su Cruz de Guerra. Cada una de ellas era símbolo de una hazaña.
Cuando el teniente lo presentó á sus padrinos, continuaron las desorientaciones de don Marcos. Eran dos capitanes muy jóvenes. Toledo les supuso veinticinco ó veintiséis años de edad. Su uniforme muy ceñido al talle, su kepis de última moda, su apostura gallarda, placieron al coronel, que los calificó inmediatamente de militares de carrera. Debían proceder de la Escuela de Saint-Cyr; su ojo de profesional no podía engañarse: eran otra cosa que el humilde Martínez.
Uno de ellos ostentaba medio rostro quemado por los líquidos inflamables de los alemanes; el otro lo tenía surcado por una red de hilillos rojos que eran vestigios de cicatrices. Los dos cojeaban; pero el uno francamente, apoyado en su garrote, con un pie enorme cubierto de envoltorios y metido en un zapato de fieltro; mientras su compañero, que tenía una pierna rígida, usaba calzado ajustado y brillante, afirmándose con coquetería en un junco fino, que prestaba verdaderamente servicios de muleta.
Sus primeras palabras fueron poco gratas para el coronel y Lewis. ¿Qué era aquello de un «civil» permitiéndose insultar á un soldado que estaba convaleciente de sus heridas? ¿Y qué monserga la de proponer un duelo en plena guerra? El que desease morir ó matar no tenía mas que ir al frente, como los demás... Pero Martínez, que aún no se había retirado, intervino, entablando con ellos una rápida discusión. ¿Querían ó no querían hacerle el favor que les había pedido como camaradas? Los dos manifestaron un pensamiento. Para ellos, lo lógico era haber dado fin á la querella en la misma escalinata del Casino: dos trompazos á aquel «emboscado» que no iba á la guerra y se permitía molestar á los que cumplían su deber. Hablaban como buenos conocedores de la fragilidad de la existencia, como hombres que saben lo poco que cuesta quitarle la vida á otro hombre ó perder la propia, y ríen, por instinto, de la importancia, las ceremonias y las pretendidas equidades con que se rodea en tiempos de paz un simple encuentro individual... Pero, en fin, ya que su camarada tenía empeño en que le representasen en esta farsa, le darían gusto, aunque luego su complacencia les costase un arresto.
Apenas se hubo retirado Martínez, uno de los dos capitanes, el del pie elefantíaco con zapato de fieltro, confesó su falta de idoneidad.
—Yo no he presenciado nunca desafíos en Burdeos. Ignoro cómo son. Antes de la guerra era comisionista de vinos en Méjico. Me embarqué con todos los franceses que vivíamos allá, y por milagro no nos apresó un corsario boche. Empecé como soldado de segunda clase; pero he hecho lo que he podido... Si fuese un asunto comercial, daría mi opinión: ¡pero en esto! Tal vez mi camarada...
¡Otro Martínez! Don Marcos olvidó al capitán del zapato de fieltro. Era el Lewis de la parte contraria. Toda su atención se concentró en el capitán de botas brillantes y junquillo juguetón. Este debía ser un adversario digno de él. ¡Lástima que sus ojos claros tuvieran una expresión irónica de hombre que todo lo toma á risa, y por debajo de su bigote rubio, muy recortado, á la inglesa, vagase un ligero gesto de insolencia!
Había nacido en París; lo declaró con orgullo á las primeras palabras; y cuando don Marcos le fué sondeando astutamente para saber si era experto en lances de honor y había presenciado muchos desafíos, dijo con sencillez:
—Más de cien.
No se había engañado Toledo. Este era el hombre con quien tendría que luchar. Luego pensó en la cifra, apreciando al mismo tiempo la edad del capitán. ¡Más de cien, y seguramente no pasaba de veintiséis años!... Tuvo el presentimiento de que iba á habérselas con algún esgrimidor ilustre cuyo nombre glorioso había sido obscurecido momentáneamente por la guerra.
Ellos dos hablaron únicamente. Al principio, el capitán pareció burlarse, con una gracia parisién, de los términos solemnes y altisonantes con que don Marcos trataba las cuestiones de honor. Pero su grave y tenaz prosopopeya acabó por vencer á este fisgón, que se puso á su mismo tono, interesándose en el asunto y reconociendo su importancia.
En ciertos momentos, el coronel sintió dudas al escuchar cómo su contrincante formulaba verdaderas herejías, revelando una ignorancia absoluta de los grandes tratadistas que han codificado los encuentros entre caballeros. ¡Y este hombre había asistido á más de cien lances de honor!... Después se asombró de la prontitud con que se apropiaba los textos citados por él, de la agilidad con que se había asimilado sus clásicos, volviéndolos al revés, en apoyo de sus afirmaciones.
Cuando el encuentro fué concertado hasta en los menores detalles, el capitán resumió sus impresiones con una sencillez que dió frío á don Marcos.
—Quedará herido uno de los dos, ó tal vez los dos. No es cosa extraordinaria. ¿Quién no está herido en estos tiempos? La cirugía ha adelantado mucho; es otra cosa que al principio de la guerra. El que no muere en el acto, se salva casi siempre. Además, los llevarán á la cama y no quedarán abandonados días y días sobre el terreno, como ocurre en los combates.
Pero el gesto de placidez con que hablaba de las heridas se fué convirtiendo en una expresión torva.
—Supongo—continuó—que no tendremos muertos; porque si mi camarada Martínez, que es bueno como un cordero y al que quiero mucho, muere en esta broma, yo mato á su príncipe a continuación, sin regla alguna, como se mata á un boche en el frente.
Fué tan sincero el tono de estas palabras, que el coronel, impresionado por ellas, no reparó en lo extrañas que resultaban dichas por un especialista de las leyes del honor.
La conversación se hizo más íntima y cordial, como ocurre siempre que se da por terminado un negocio arduo. Toledo tuvo que contarles su vida guerrera—como él se la imaginaba, á través de los años—, y los dos jóvenes, que habían asistido á combates de millones de hombres, mostraron el mismo interés de los niños que escuchan un cuento exótico ante este relato de obscuros encuentros de montaña, que ni nombre tenían, y sólo perduraban exageradamente en la memoria de don Marcos.
El capitán parisién, elegante y gracioso, habló igualmente de su pasado.
—Yo, antes de la guerra, trabajaba en la reventa de billetes de los teatros del bulevar. No tengo otro oficio.
Hizo un esfuerzo el coronel para contener su sorpresa... Sí que había visto más de cien duelos; pero era en las obras dramáticas, sobre las tablas, entre cómicos, que dan á los preparativos del encuentro una lentitud ceremoniosa para prolongar la ansiedad del público. Debió adivinarlo al oir sus disparates. ¡Cómo se había burlado de él!...
Pero inmediatamente sus ojos bajaron hasta el pecho de los dos jóvenes. Iguales á Martínez: la Legión de Honor, la Medalla Militar, la Cruz de Guerra con estrellas. La del antiguo revendedor de billetes hasta se mostraba cruzada por una palma de oro.
¡Ay! El mundo había cambiado. ¿Dónde estaban los tiempos de don Marcos?... Luego pensó en todo lo que había hecho en su vida para considerarse superior: asistir ceremoniosamente á varios duelos, muchas veces sin resultado alguno. Pensó también en lo que habían hecho y habían visto estos jóvenes en menos de cuatro años. Su origen obscuro le trajo á la memoria á numerosos guerreros de Napoleón de nombre célebre y peor origen. Algunos llegaron á ser reyes, mientras que estos pobres capitanes, una vez terminada la guerra, tendrían que volver, cargados de gloria, á sus antiguas ocupaciones, batallando diariamente por la conquista del pan.
Se separaron, conviniendo en verse después de la comida, para firmar el acta de las condiciones del encuentro. Los cuatro estaban de acuerdo. Pero al mencionar dicha cifra, Toledo se fijó en que sólo eran tres. Lewis había asistido con cierta impaciencia á los largos exordios de la entrevista en un diván del atrio del Casino.
—Un amigo me espera.... Vuelvo al momento.
Y se había metido en las salas de juego, lugar vedado á los oficiales.
No podía el coronel hacerse ilusiones sobre la duración de este momento, á pesar de que iban transcurridas cerca de dos horas. Después de separarse de los capitanes, encontró á Lewis en una mesa de «treinta y cuarenta», teniendo ante sus manos un montón de placas de mil francos. Al principio no entendió lo que Toledo le decía al oído. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar.
—¡Ah, sí; lo del duelo!... Usted tiene toda mi confianza; haga lo que quiera, firmaré lo que me presente, pero no me levanto aunque me avisasen la muerte de Lubimoff. ¡Qué día este, amigo mío! ¡Si todos fuesen así!
Y le volvió la espalda para aprovechar el tiempo, antes de que cambiase el vuelo de la suerte.
El coronel había comido en el Café de París, rumiando mentalmente los párrafos del acta del encuentro. La consideración de que todos confiaban en su pericia le hacía ser muy exigente consigo mismo. Deseaba algo conciso y brillante que inspirase respeto á aquellos muchachos gloriosos. Y pasó más de una hora garrapateando papeles, rompiéndolos y empezando otros, entre los restos de sus postres. Trabajo inútil: los dos firmaron en el gabinete de lectura del Casino, después de pasar una mirada rápida por el texto. A Lewis tuvo que sacarlo de las salas privadas con toda clase de ruegos y astucias. El inglés se había olvidado de comer, para no enojar á la fortuna con su ausencia, ¡y este testarudo coronel venía á estorbarle con la maldita historia del duelo!...
Firmó sin mirar; dió su palabra á los oficiales de que iría á buscarles en un automóvil para conducirlos á su castillo, y echó á correr inmediatamente, no sin antes decir á don Marcos con un tono agrio:
—Hasta las cuatro nada más. Si á las cuatro de la tarde no ha terminado todo, les dejo que se maten á solas y me vuelvo aquí. Es la hora en que empiezan las tallas magníficas. Lo de hoy va á continuar.
Huyó, sonriendo con lástima de las gentes que se entretenían en cosas menos importantes.
Al quedar solo, el coronel tuvo que ocuparse de los preparativos del encuentro. Necesitaba un médico. Buscaría en la mañana siguiente á un viejo doctor de Monte-Carlo que visitaba de tarde en tarde al príncipe. Necesitaba pólvora y balas; también se propuso buscarlas al otro día. Necesitaba dos cajas de pistolas, ¡y sólo tenía una!...
Esto de las dos cajas lo consideraba esencial. Los padrinos del otro no sabían dónde encontrar la suya. No importa; él se encargaba de buscarla. Lo indispensable era que hubiese dos, para que la suerte decidiese cuál debían emplear. Y en ello anduvo hasta cerca de la una de la madrugada, preguntando en las porterías de los hoteles, haciendo levantarse á gentes que ya estaban en la cama, subiendo á los salones del Sporting-Club, hasta que un amigo americano le dió una carta para cierto compatriota maniático y sombrío que habitaba una «villa», aislada, del Cap-Ferrat. Pensaba realizar al día siguiente esta gestión; para eso había alquilado un automóvil, gasto enorme dada la carencia de vehículos y de combustible, pero exigido por la importancia de sus funciones...
Y ahora estaba en Villa-Sirena, á las dos de la madrugada, limpiando sus pistolas con lentitud, como si fuesen joyas frágiles.
En el silencio de su dormitorio, lejos de los hombres, influenciado por la misteriosa soledad de las altas horas nocturnas, que hacen perder sus contornos á las cosas y á las ideas, se consideró enormemente engrandecido. No; su mundo no había cambiado tanto como él creía. La prueba era que estaba allí, limpiando unas armas para un duelo.
Al despertar el príncipe en la mañana siguiente, no encontró á su «chambelán». El automóvil de alquiler se lo había llevado á las siete, para que completase sus preparativos.
Vagó Lubimoff por los jardines, deteniéndose ante los jaulones que albergaban diversos pájaros exóticos. Luego siguió con mirada distraída las evoluciones de varios pavos reales extendiendo bajo el sol sus mantos azul y oro de un negro señorial.
Su viejo ayuda de cámara interrumpió este paseo. Unos hombres con un carro venían á buscar el equipaje del señor Castro.
Miguel no manifestó sorpresa; podían entregarles todo lo perteneciente á don Atilio. Pero el doméstico añadió que los mismos hombres querían llevarse igualmente lo poco que era de la propiedad del señor Spadoni, noticia que asombró al príncipe. ¡También éste!... ¿Qué motivo tenía para abandonarle?...
Pasó su vista por una breve carta dirigida al coronel y firmada por ambos. Castro arrastraba en su fuga al inconsciente pianista.
«Está bien—pensó—; que se vayan todos, que me dejen solo. ¡Si creen que con eso van á hacerme desistir de que cumpla mi voluntad!...»
Después reanudó su paseo.
Sólo le quedaban unas horas para verse enfrente de aquel joven tan aborrecido por él. Lo iba á suprimir con frialdad, para que no continuase siendo un estorbo; lo mataría, estaba seguro de ello. Las condiciones ideadas por el coronel eran suficientes para que un tirador de su fuerza abatiese al adversario. Le bastaba un solo tiro.
Por un instante pensó en ir al fondo de sus jardines, donde algunas veces se entretenía tirando. Era oportuno ejercitar el pulso; la pistola ofrece sorpresas. Luego desistió, por parecerle indigno el añadir estos preparativos á su evidente superioridad. Aquel adversario mediocre no podía ejercitarse á estas horas; le faltaban los medios en Monte-Carlo, donde no tenía otras amistades que las de los compañeros convalecientes y algunas damas.
¡El, en cambio!... Extendió su brazo musculoso, teniéndolo rígido unos segundos con la vista fija en el puño. Ni el más ligero temblor: colocaría su bala donde quisiera. El pobre Martínez podía darse por muerto... Y ningún asomo de remordimiento turbó el infernal orgullo de su fuerza implacable.
Era tan enorme la conciencia de su superioridad, tan absoluta su certeza en el resultado, que al fin acabó por sentir dudas: esa desazón que infunde el misterio de lo que aún está por realizarse.
Acudieron de golpe á su memoria relatos de combates en los que el débil triunfa inesperadamente del fuerte, por un obscuro dictado de la justicia inmanente. Recordó muchas novelas en las que el lector suspira de satisfacción al ver que el héroe, simpático y modesto, puesto en peligro de morir por el «traidor» de la obra, más fuerte y malo que él, no sólo salva su vida, sino que además mata por una feliz casualidad á su adversario, con lo que se demuestra la existencia de algo superior y equitativo que las más de las veces parece que duerme, pero en ciertos momentos despierta, dando á cada uno su merecido. Desde los tiempos de David, el pastorzuelo descalzo, matando de una pedrada al desaforado gigante vestido de bronce, la humanidad gustaba de estas historias.
La pistola era un arma caprichosa, más dúctil que otras á las soluciones absurdas de la fatalidad. ¿No caería él, con toda su maestría, bajo el primer tiro del pobre teniente?...
Volvió á tender el brazo, como poco antes, contemplando su puño cerrado. Luego sonrió, con aquella sonrisa de sus antepasados que daba á su rostro una fealdad mogólica. ¡Fábulas de la tradición, invenciones de los novelistas para halagar al público en su sensiblería igualitaria! El fuerte siempre es el fuerte. Dentro de unas horas el estorbo quedaría anulado, sin emoción y sin remordimiento, como deben hacerlo los hombres superiores.
Un estrépito procedente de la vía férrea le sacó de estos pensamientos. Era un tren de soldados que avanzaba, como todos los otros, envuelto en gritos, aclamaciones y silbidos. Rodaba hacia Italia, en sentido inverso de los numerosos trenes que venían al frente francés. El príncipe se dirigió á una terraza de su jardín, cuya muralla de piedras y flores descendía hasta la vía férrea. Los vagones parecieron desfilar voluntariamente ante sus ojos, mostrándole en una curva uno de sus lados, y luego la cara opuesta al llegar á otra curva, donde se perdían.
El uniforme de estos combatientes desorientó por un momento al príncipe, como una novedad inesperada. Iban vestidos de sarga negra, con el cuello de la blusa abierto y los brazos arremangados. En la cabeza llevaban un gorrito blanco con las alas levantadas, semejante á los barquichuelos de papel que construyen los niños.
Los reconoció al fin; eran marineros de los Estados Unidos, un batallón de fusileros de la flota que iba á Italia para que la bandera de las rayas y las estrellas representase á la gran República en las cumbres de hielo de los Alpes y en los pantanos ardorosos del Véneto.
Con la celeridad de las visiones mentales, que muestran, superpuestas y claras al mismo tiempo, un sinnúmero de imágenes diversas, el príncipe contempló los puertos de la América del Norte visitados en su juventud, colmenas acuáticas en las que se reconcentran todo el trabajo y la riqueza de la tierra; las ciudades monstruosas, interminables, pobladas como naciones, donde la libertad y el bienestar de la vida parecen haber llegado á sus últimos limites... ¡Y estos hombres abandonaban las comodidades de una existencia sabiamente organizada, sus fructíferos negocios, su trabajo ampliamente remunerado, sus inmediatas esperanzas de fortuna, para morir tal vez en el viejo mundo por ideas, sólo por ideas, pues no buscaban nuevos pedazos de terreno ni indemnizaciones!... ¡Y hasta ahora, el vulgo había considerado á su país como el más positivo, como el menos poético é idealista, llamándolo la tierra del dólar!... ¡Luego era verdad que las ideas generosas son algo más que palabras, ya que millones de hombres salvaban los mares para dar su sangre por ellas!...
Los marineros, después de atravesar el caserío de Monte-Carlo entre estandartes y aclamaciones, entraban en pleno campo, perdiéndose sus gritos sin eco alguno. Por esto su atención se concentró en aquella terraza florida y en el hombre asomado á ella. Fué como una revista: los vagones, uno por uno, se animaban al pasar ante el príncipe. De todas las ventanillas surgían brazos arremangados agitando gorros blancos. Sobre los techos, algunos mocetones manoteaban con los brazos extendidos y las piernas abiertas, mientras el viento hacía ondear los pliegues de sus pantalones negros sobre unas polainas claras. Más de mil bocas fueron saludando al solitario de la terraza con silbidos alegres, hurras ó gritos ininteligibles, que servían de escape á una juventud exuberante, hambrienta de peligro y de gloria, regocijada y curiosa á través de un mundo viejo que para ella era nuevo.
Lubimoff permanecía inmóvil, acodado en la baranda, con la mandíbula en una mano, como si no viese este río encajonado de hombres deslizándose más abajo de sus pies. Los ruidosos marineros, al alejarse, volvían la cabeza, repitiendo sus gritos y saludos, como si quisieran despertar á esta figura humana, rígida y adherida á la balaustrada lo mismo que si formase parte de su ornamentación.
Había olvidado completamente sus ideas y preocupaciones de poco antes. Sólo veía este raudal de jóvenes corriendo hacia el peligro y la muerte por unos cuantos ideales, simples y hermosos como su salud primaveral. Venían del otro lado de la tierra con la fe sencilla que realiza los grandes milagros de la Historia; y mientras tanto, el príncipe Lubimoff, que, en fuerza de rebuscar ideas superiores y sensaciones exquisitas, había acabado por no creer en nada, estaba allí, en una baranda de su jardín, calculando el medio más seguro de matar á un hombre, un hombre útil, igual á estos que pasaban.
La imagen de Castro surgió en su memoria. También éste había presenciado dos días antes el paso de un tren. Recordó su impresión, tan honda y poderosa, que le había impulsado á abandonar Villa-Sirena, rompiendo con su pariente. Vió, tal como él se lo había descrito, el rostro amargo de aquel soldado rojo que lo insultaba con su desprecio.
—¡Aún queda un lugar!...
Los fusileros americanos continuaban sus silbidos, sus gritos de exuberante juventud; pero á él le pareció que estas voces y estos manoteos decían lo mismo que el otro, invitándole con irónica cortesía: «¡Ven; aún queda un lugar!» Algo más se callaban, pero él lo oyó en el interior de su cerebro como el bordoneo de una campana remota. Se había considerado un hombre valeroso que, por distinción, por sibaritismo, por refinada indiferencia, quería mantenerse al margen de las cosas que apasionan al resto de los mortales. Pero el lejano campaneo protestaba, zumbando la misma palabra: «¡Cobarde! ¡cobarde!»
Anduvo meditabundo por el jardín hasta que llegó Toledo, pasadas las doce. Almorzaron apresuradamente, y el coronel hizo varias indicaciones. Su sabiduría en materia de duelos, frondosa y de infinitos brazos como el árbol de la ciencia, tocaba con una de sus ramas á la cocina. Nada de carnes ni de vino; debía guardar sereno el pulso. (Y al mismo tiempo hacía votos por que los tiros fuesen sin resultado, pues ambos contendientes le inspiraban igual interés.) Unos huevos blandos, nada más; poco líquido. En el último momento debía acordarse de aligerar su vejiga. ¡Terrible un balazo con derrame interior!... El pensaba en todo.
Subió á su habitación, para revestirse con la levita de los desafíos. Había llegado el momento de oficiar. Quedó indeciso ante el espejo, apreciando la falta de concordancia entre esta prenda majestuosa y el sombrero hongo que le servía de remate. ¡Ah, la guerra! Sonrió ante la suposición absurda de haberse presentado así, cuatro años antes—como quien dice cuatro siglos—, en aquellos duelos de París, donde padrinos y adversarios sólo podían ir decentemente en busca de la muerte con sombrero de copa de ocho reflejos.
A pesar de haber prescindido de este tocado solemne, sospechó que podía ofrecer un aspecto algo ridículo al verse en el automóvil, sentado junto al príncipe, con su larga levita y las dos cajas de pistolas sobre las rodillas.
El carruaje se detuvo en el bulevar de los Molinos, frente á la casa del médico. Pasaban militares convalecientes, unos con los ojos inmóviles, dando golpes de bastón ante sus pasos, otros vacilantes por la debilidad ó las amputaciones.
Una voz femenina, suave y dulce, saludó al príncipe. Era una enfermera delgadísima que avanzaba llevando del brazo á dos oficiales ciegos. Miguel y don Marcos reconocieron á la sobrina de Lewis. Ella les sonrió, mostrándoles los dos mocetones ingleses á los que servía de lazarillo; dos Apolos rubios, tostados por el sol, con la nariz que descendía recta de la frente, la dentadura brillante, el cuerpo esbelto y armoniosamente membrudo, pero los ojos apagados y un gesto trágico en la boca, de desesperación, de protesta, al verse muertos en vida.
—Son mis dos flirts, ¿Qué les parecen?
Bromeaba para alegrar á sus acompañantes, con aquel regocijo de virgen atrevida y dolorosa que iba esparciendo un pálido rayo de sol septentrional por ambulancias y hospitales. Parecía fabricada toda ella con pasta de hostia, frágil, anémica, de una blancura que clareaba á la luz, lo mismo que un cristal turbio. Y se alejó, guiando como niños á los dos ciegos, desesperados y hermosos, que erguían toda la cabeza por encima de la suya. Una leve presión de sus dedos podía aplastar este cuerpo de fanal, todo luz, sin otra materia que la precisa para transparentar y guardar la llama interior.
—¡Adiós, lady!—dijo el príncipe.
Don Marcos se estremeció al oir su voz; una voz grave que no había conocido nunca, una voz temblorosa como un cántico sentimental en cuyo fondo goteasen lágrimas.
Depositó el médico sobre la raída alfombra del automóvil su caja de operaciones. Con ésta ya eran tres. Sólo entonces se decidió el coronel á desembarazarse de sus dos cajas preciosas, colocándolas sobre la del doctor.
Se lanzó el carruaje montaña arriba, por un camino de violentos zigzags. Al final de cada ángulo se mostraba Monte-Carlo, más hundido, más pequeño, como una ciudad de caja de juguetes, con los tejados rojos y muchas hormigas siguiendo el hilo de sus calles para aglomerarse en la plaza. En cambio, el mar remontaba su lomo, crecía en altura por momentos, devorando con su mandíbula azul y rectilínea un pedazo de cielo á cada revuelta de la ascensión.
Sobre la cumbre iba agigantándose el volumen de una mole de albañilería: «El Trofeo», título que había acabado por convertirse en La Turbie, nombre medioeval del pueblecillo amurallado y pardo que se apretuja alrededor del monumento. Dos columnas esbeltas de mármol blanco adosadas á la mampostería y un trozo de cornisa era todo lo que quedaba del más soberbio de los trofeos romanos; torre de treinta metros, con una estatua gigantesca de Augusto en su remate, que marcaba sobre los Alpes el límite entre las tierras del Imperio y las Galias conquistadas.
El automóvil, dejando atrás el villorrio de La Turbie, corría ahora por la antigua vía romana.
—Veo á las legiones—murmuró gravemente don Marcos.
Era una manía. Nunca había tenido suficiente imaginación para ver á las legiones por sí mismo; pero después de presenciar en una cinta cinematográfica un desfile de figurantes con las piernas desnudas y la espada al hombro siguiendo al caballejo de Julio César, la vida militar romana no guardaba para él misterio alguno, y cada vez que subía á La Turbie repetía lo mismo: «Veo á las legiones.»
Minutos después olvidó su guerrera resurrección para señalar varias construcciones de un gris azulado que las hacía confundirse con la colina situada á sus espaldas. El castillo de Lewis. Fueron destacándose de él torres sueltas unidas por puentes á la masa cuadrada del edificio; torres albarranas que flanqueaban las puertas; techos agudos de pizarra, con doble fila de buhardillas; techos que sólo tenían el costillaje de madera, á través del cual se veía el espacio, como si su relleno hubiese sido devorado por un incendio; muros á medio construir, que bajaban en ángulo recto lo mismo que un cartabón de piedra clavado en el suelo por su filo más largo.
El castillo podía confundirse de lejos con una ruina abandonada. Lewis, perdida la esperanza de poderlo terminar, declaraba de buena fe que así era mejor, pues le evitaba el trabajo de adornarlo con ruinas artificiales. Tenía el aspecto de una fortaleza de leyenda, como las que había descrito su padre el historiador, hecha para los cielos grises, para las selvas de húmedo verde, y parecía querer escapar de este paisaje tostado por el sol, de vegetación parsimoniosa, huyendo del contacto con los olivos, los cactos y los leñosos matorrales cubiertos de rudas flores.
Descendieron del automóvil en una planicie limitada por dos cuerpos de edificio que formaban ángulo. Era el patio de honor, la plaza de armas del futuro castillo. En los otros dos lados, unos muros que sólo se elevaban un metro sobre el suelo indicaban la traza de lo que podría ser este patio algún día, si la suerte dejaba de mostrarse adusta con el propietario. En el fondo abierto de la planicie estaba otro automóvil de alquiler, y junto á él los tres militares.
Acudió Lewis á saludar al príncipe. Hacía poco que habían llegado, y como tenía prisa, se encaró inmediatamente con el coronel.
Don Marcos era el oráculo que había que consultar para no perder tiempo. ¿Podrían resolver el negocio allí mismo?... ¿No sería mejor detrás del castillo, en un huerto rodeado de viejos olivares?...
El coronel, con una caja en cada brazo, fué examinando el terreno. Lo único que le preocupó en los primeros instantes fué su propia persona. Decididamente se veía ridículo. Aquellos tres oficiales, con sus uniformes; el príncipe, con un traje de calle azul obscuro; el médico, vestido de viejo, como siempre; Lewis, con un gran sombrero de paja, sin el cual no podía andar por su castillo, ¡y él envuelto en su levitón solemne, que parecía asustar á los palomos refugiados en los aleros y los muros ruinosos!...
Después de echar un vistazo detrás del castillo, se decidió por el patio, limpio de árboles. Colocaría á los contendientes de modo que sus figuras no resaltasen sobre un fondo de pared.
Lewis, á pesar de sus prisas, creyó necesario hacer los honores de la casa. «¿Una copa de whisky?...» Como no le habían dado tiempo para prepararse, y él habitaba ahora en Monte-Carlo, su despensa estaba vacía. Pero esperaba dar con una buena botella buscando un poco. ¿En qué casa respetable no se encuentra whisky para los amigos?
—Cuando terminemos, lord—dijo el coronel, escandalizado por esta invitación que atentaba contra los ritos.
Los cuatro padrinos y el médico estaban en una sala del piso bajo, adornada con trofeos de armas antiguas. Los dos adversarios habían sido olvidados en el patio, como actores que esperan su turno para mostrarse.
Toledo abrió las cajas de pistolas, dando á los dos capitanes la que había buscado aquella mañana en el Cap-Ferrat. La suerte iba á decidir cuál de ambas emplearían.
—No es necesario—dijo el parisién—. Lo mismo da una que otra. Dispóngalo todo como mejor le parezca.
Protestó don Marcos contra este deseo irreverente de acortar las ceremonias. Era preciso: estaban allí para un asunto muy grave.
Una pieza de cinco francos brillaba un su mano. ¡Lo que le había costado adquirirla! De todas sus gestiones en la mañana, ésta había sido la más larga y penosa. La moneda estaba oculta, á causa de la guerra. No se encontraba mas que papel, y él no podía echar suertes con un billete de cinco francos. Había tenido que rogar á uno de los altos personajes del Casino que le proporcionase este redondel precioso.
—¿Cara ó cruz?
Y al favorecer la suerte á sus viejas pistolas, sintió un gran regocijo interior. ¡Empezaba á triunfar!
El médico, mientras tanto, miraba afuera por la puerta del salón, con cierta extrañeza, casi con escándalo, fijando luego sus ojos en el coronel. Al fin le llamó aparte. ¿Aquel teniente era el que iba á batirse con el príncipe?... Lo conocía; un amigo suyo, médico militar, le había hablado de él como de un caso asombroso de vitalidad. Era un horrible disparate lo que estaban proyectando: casi un asesinato. Tal vez cayese redondo antes de que sonase el primer tiro. Le habían hecho una operación audaz en el cráneo; vivía milagrosamente, podía morir de un modo fulminante á la menor emoción.
Y don Marcos tuvo una respuesta heroica, digna de él.
—Doctor, para un hombre de éstos, batirse no es una emoción.
Procedió con lenta gravedad á lo más delicado de su ministerio: cargar las pistolas. Los dos capitanes siguieron con mirada curiosa esta operación desconocida por ellos, á pesar de que se imaginaban haber visto tanto. El parisién casi rió al contemplar cómo manejaba Toledo la diminuta cuchara de marfil que contenía la carga de pólvora, examinándola escrupulosamente antes de verterla en el cañón del arma, con cierto miedo de haber echado un grano más en uno que en otro. El coronel estaba seguro de que este heroico burlón se divertía con sus precauciones meticulosas... Pero no podría negar que le interesaba la novedad de la ceremonia.
Lewis salió para disponer que los automóviles se alejasen hasta una arboleda cercana. Un verdadero disgusto para los dos conductores. Obedecieron á regañadientes, con el propósito de volver, aunque fuese arrastrándose, y presenciar el espectáculo.
Toledo dejó las dos pistolas sobre una antigua mesa veneciana. Ya estaban listas; que nadie las tocase: eran algo sagrado. Luego, su mirada, al pasar sobre el muro inmediato, su animó con un resplandor de inspiración; y de una panoplia descolgó dos espadas herrumbrosas, saliendo con ellas al patio.
Abandonados de sus padrinos, los contendientes habían empezado á pasearse, fingiendo que no se veían y sorprendiéndose mutuamente cuando se miraban con el rabillo del ojo.
Los dos volvieron de golpe á la misma situación de la tarde anterior, como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si estuviesen aún en lo alto de las gradas del Casino.
Todo lo que el príncipe llevaba pensado en las últimas horas y le había seguido hasta allí, como un esbozo de remordimiento, se desvaneció de golpe. ¡Este caballerito era el que había intentado abofetearle á él... al príncipe Lubimoff!... Pronto iba á convencerse de lo que cuesta semejante atrevimiento.
Pero su cólera parecía menos violenta que en el día anterior, más razonada, como obra exclusiva de su voluntad; y esta blandura acabó por irritarle contra sí mismo.
El otro era más instintivo en su rencor. Al mirar al príncipe veía al mismo tiempo la suave imagen de aquella gran dama, su protectora. Porque era rico, había querido atropellarle, tratándolo como á un siervo de sus lejanas tierras... Todo lo mejor de la vida había sido para él, ¡y aún pretendía apoderarse de las migajas perdidas que tocan á los infelices!... Ignoraba cómo se mata á un hombre en estos combates reglamentados; pero deseaba matar, y sentía la absoluta confianza en sí mismo que le había empujado allá en las trincheras en los días más crueles de peligro y de éxito.
La presencia de don Marcos con una espada en cada mano turbó sus reflexiones y paseos, dejándolos inmóviles. El coronel miró al cielo, luego dió varios pasos en distintas direcciones, para evitar que uno de los contendientes quedase colocado frente al sol.
Finalmente clavó en tierra con fiereza una de sus espadas. Le había parecido más apropiado al carácter del lugar el valerse de estas armas antiguas. Las encontraba más en concordancia con el romántico castillo de Lewis, que dos estacas ó dos bastones. Pero su satisfacción por este hallazgo duró poco. Al levantar los ojos, vió al príncipe, vió á Martínez...
¡Pobre coronel!... Hasta entonces había procedido como el sacerdote que se embriaga con sus propias oraciones y en propio incienso, sin pensar á quién los dedica. Había preparado este acto con el fervor ciego de un profesional que reanuda sus funciones después de varios años de inacción, y sólo piensa en ellas, no acordándose del que se las encarga. Todo lo había hecho con arreglo á los ritos, para que dos caballeros pudieran matarse dentro de la más estricta corrección; pero ahora, en el momento supremo, se daba cuenta por primera vez de que estos dos hombres eran su príncipe y Martínez, su compatriota, su héroe.
Se extrañó de cómo había podido llegar hasta allí. Experimentaba el asombro del ebrio que recobra la razón entre los objetos rotos por su feroz inconsciencia. Recordó las palabras de Castro y del médico; ¿cómo no había visto él que este duelo era un disparate? El arrepentimiento cosquilleó en sus ojos con una sensación húmeda; pero ya era tarde. Debía continuar, aunque le faltase la serenidad.
Lo único que había olvidado en sus minuciosos preparativos era la cinta métrica, y vió en esta omisión un auxilio de la Providencia. Partiendo de la espada fija en el suelo, empezó á marchar para medir el terreno con sus pasos. No fueron pasos; fueron zancadas enormes, verdaderos saltos. Ahora sí que estaba convencido de la ridiculez de su aspecto, abiertos como alas los faldones del levitón é incesantemente repelidos por unas piernas incansables. «Quince pasos...» Y clavó la segunda espada.
Por su gusto, hubiese ido hasta el otro extremo del descampado; tal vez hasta donde aguardaban los automóviles. Luego consideró con turbación el terreno medido. Seguramente pasaba de veinte metros, ¡una falsedad! ¡una villanía!... ¡Que Dios y los caballeros se lo perdonasen!
Otra vez salió á luz la pieza de cinco francos. Había que sortear el sitio de cada contendiente. El capitán parisién acogió la proposición con aire aburrido.
—¡Pero si le he dicho que haga lo que quiera!...
Lewis runruneaba de impaciencia por debajo de su bigote.
Cuando la moneda hubo marcado el lugar de cada uno, don Marcos colocó al príncipe delante de una espada.
—Marqués: el sombrero—dijo en voz baja.
Lubimoff, comprendiendo esta indicación, se despojó del sombrero, arrojándolo á gran distancia. Su adversario no podía batirse con el kepis puesto; su color amarillento y la cifra de la Legión bordada más arriba de la visera le daban una visualidad inadmisible. Su uniforme era también una preocupación para Toledo, que se esforzó por suprimir en él todos los detalles vistosos.
Asistido por uno de los capitanes, procedió á despojar á Martínez de sus adornos de gloria, después de colocarlo junto á la otra espada. Fué como una degradación. Le quitaron su kepis, luego las condecoraciones, el cordón rojo que pendía de su hombro, la correa avellanada que cruzaba su pecho, el cinturón del mismo color que oprimía su talle. El teniente pareció más pequeño y desmedrado dentro de su uniforme suelto y sin adornos. El parisién, siempre alegre, lo comparaba á un pájaro desplumado.
Creyó necesario el coronel repetir en alta voz las condiciones del duelo. El príncipe las sabía y estaba avezado á estos encuentros. Martínez era el que necesitaba sus indicaciones. Después que él, como director del combate, diese la voz de «¡Fuego!», contaría lentamente «Uno, dos, tres». Podían apuntar y disparar en este espacio de tiempo. ¡Mucha atención, teniente! Don Marcos habló con una gravedad trágica.
—Si hace usted fuego antes del uno ó después del tres, será declarado felón.
Esto de ser declarado felón asustó al joven. No sabía con certeza lo que era, pero le impresionaba el gesto del coronel al pronunciar la terrible palabra. Ya no pensó con tanta vehemencia en matar á su adversario; este deseo pasó á segundo término. Tampoco pensó en que podía morir. Su única preocupación fué calcular bien el tiempo, obedecer la orden, no entretenerse en apuntar; hacer fuego antes del terrible tres, para que no le diesen aquel título horripilante y misterioso.
Don Marcos entró en el castillo y volvió á aparecer con las dos pistolas cargadas. Dió una al príncipe. Este no necesitaba lecciones. Puso la otra en la diestra del teniente, y le indicó cómo debía mantenerse, el brazo doblado, el arma en alto, todo el cuerpo bien de perfil. Todavía insistió en sus indicaciones. ¡Cuidado con equivocarse! Ya lo sabía: uno... dos... tres.
Quedó en mitad de la distancia que separaba á los adversarios, apartándose unos cuantos posos nada más de la línea de tiro. En aquel instante deseaba morir, para que los dos resultasen indemnes.
Se despojó del sombrero con solemnidad, é hizo un gesto de tristeza.
—Señores...
Durante toda la mañana, al ir de un lado á otro realizando sus preparativos, no había dejado de pensar en lo que diría en este momento, fabricando una soberbia pieza oratoria, breve y conmovedora. Muchas veces había hablado en los duelos, mereciendo la aprobación de los otros padrinos, viejos generales, gentes expertas, acostumbradas á tales actos. Pero la corta arenga de hoy iba á ser la mejor de sus obras.
«Señores...», repitió. Vacilaba, no sabía qué añadir, todo se había borrado de su memoria. Con una voz balbuciente fué diciendo lo que se le ocurría, sin orden alguno, sin que una sola de sus palabras le recordase las frases que había cincelado horas antes. «Aún era tiempo... un poco de buena voluntad; los dos eran hombres de valor que habían hecho sus pruebas... No es deshonrosa una explicación en el último minuto.»
Sus palabras se perdieron en un silencio emocionante. Pero este silencio no era absoluto. Alguien se movía á espaldas del coronel, dando con el pie en el suelo. Era Lewis, que consultaba, enfurruñado, su reloj. Más de las tres; ya estarían empezando las buenas series en el Casino.
Quiso terminar. Además, le daba miedo la figura inmóvil y rígida de su príncipe con la pistola en alto. Nunca lo había visto tan feo. Su color era terroso, tenía la mirada bizca y los pómulos salientes. En un momento se había transfigurado, como si el salvajismo de los remotos abuelos, despertando en su interior, se le hubiese subido al rostro.
—Puesto que no hay avenencia posible....
Ahora creyó el coronel haber atrapado la última parte de su fugitivo discurso. Pero el hilo de brillantes palabras se le escapaba otra vez, y obligado á improvisar, terminó solemnemente:
—¡Adelante, señores! El honor... es el honor; y las leyes de los caballeros... son las leyes de los caballeros.
Sonó á sus espaldas un murmullo de aprobación. Era la voz del antiguo revendedor de billetes de teatro. «¡Bravo! ¡Muy bien!» Pero no quiso enterarse. Con aquel hombre nunca se sabía cuándo hablaba en serio.
—¿Listos?...
El silencio de los dos adversarios dió á entender al coronel que podía seguir sus voces de mando.
—¡Fuego!... Uno...
Sonó un tiro. Martínez, que sólo pensaba en el terrible tres, había disparado.
Vió enfrente al príncipe, que parecía mucho más alto; vió el agujero negro de su arma, y sobre este agujero un ojo de glacial ferocidad escogiendo un punto en su persona para enviar la bala obediente. Y con una arrogancia maquinal giró sobre sus talones, para no permanecer de perfil, ofreciendo todo el ancho de su cuerpo.
Los cuatro padrinos no vieron esto. Sus ojos habían convergido en Lubimoff, que era la muerte.
El tiempo se contrae y se dilata, según las emociones de los hombres. Su medida y su ritmo dependen del estado del alma humana. Unas veces galopa vertiginosamente en los relojes, que parecen locos; otras se desploma, se niega á seguir su marcha, y las milésimas de segundo abarcan más emociones que los meses y los años de la vida ordinaria. Los cuatro testigos experimentaron la misma sensación que si el día se hubiese, paralizado, quedando el sol inmóvil para siempre. El tiempo no existía.
—¡Dos!—suspiró don Marcos, y le pareció que sus labios no acababan nunca de proferir esta palabra, como si estuviese compuesta de una cantidad infinita de sílabas.
Lewis había olvidado la existencia del Casino; sólo veía lo presente. El capitán bordelés, echando el cuerpo adelante, se apoyaba sobre su pie herido, sin sentir ningún dolor; el otro juraba entre dientes, haciendo vibrar su junco. El médico, por instinto profesional, se inclinó sobre su caja de operaciones puesta en el suelo.
¡Iba á matarlo! Los cuatro estaban convencidos de que iba á matarlo. Una implacable expresión de seguridad, de feroz aplomo, se desprendía de aquel hombre inmóvil, con el brazo tendido, duro é inconmovible. Era tan fatal la expresión de su rostro de calmuco, con un ojo contraído y otro muy abierto, que todos vieron una línea ilusoria desde la boca de su pistola al pecho del que estaba enfrente, un camino que la pequeña esfera de plomo iba á seguir con inexorable rectitud.
Orgulloso de su superioridad, el príncipe retardaba el momento de dar la muerte, por una especie de coquetería salvaje. Tenía al enemigo bajo su zarpa, podía juguetear con él durante estos tres momentos que valían por siglos.
En la vertiginosa superposición de imágenes que volteaba dentro de su pensamiento vió á la princesa, su madre, hermosa y arrogante, tal como era cuando le relataba, siendo pequeño, las grandezas de los Lubimoff. Luego vió á su padre, el general, sombríamente bondadoso, diciendo con su voz ronca: «El fuerte debe ser bueno...»
Al pensar en el padre, su pistola se desvió un poco, pero inmediatamente rectificó la puntería.
Un tren pasaba por su imaginación con lentitud. Soldados franceses. Vió á Castro y al rojo insolente que le ofrecía un lugar. Otro tren avanzó en dirección inversa, un tren interminable, que iba saliendo de las profundidades del Océano. Hurras, silbidos, blusas negras, cuellos azules, gorritos que parecían de papel. «¡Buenas tardes, príncipe!» Una sonrisa luminosa de virgen anémica: lady Lewis con sus dos ciegos, hermosos y trágicos...
Su pistola bajaba. Vió por encima de ella todo el cuerpo de su adversario, guerrero obscuro, condenado á morir más ó menos pronto á causa de las heridas recibidas por una tierra que no era la suya y por una causa que era la de todos los hombres.
—¡Tres!—dijo el coronel.
Pero antes de que terminase esta palabra sonó un tiro. La hierba del suelo se agitó en ondas que se alejaron bajo el rebote de la bala invisible.
Este guadañazo pasó cerca de las piernas del director del combate; pero don Marcos no estaba para reparar en ello. Un regocijo infantil le hizo correr sin objeto. Su levita parecía reir con el aleteo de sus faldones.
Tan alegre estaba, que casi abrazó á Martínez. Debía darse la mano con el príncipe; era necesaria una reconciliación.
El oficial se resistió al consejo. Tenía sus dudas sobre el final del combate; el príncipe había disparado apuntando al suelo, y él no aceptaba que le perdonasen la vida.
—Joven—dijo con autoridad don Marcos—, usted es novel en estos asuntos. Déjese guiar por los que saben más, y dele la mano al príncipe.
Inmediatamente fué en busca de Lubimoff.
Lo vió en el mismo sitio. Había arrojado la pistola y se cubría la cara con las manos.
El único que estaba junto á él era Lewis.
—¡Vamos, príncipe! ¿qué es eso?... ¡Serenidad! Tal vez una buena copa de whisky...
Toledo oyó un estertor angustioso, un jadeo de pecho oprimido.
Respetuosamente apartó una de las manos del príncipe, dejando su rostro al descubierto. Ahora era de un tono de ladrillo, abrillantado por el sudor y las lágrimas.
Lubimoff lloraba.
El coronel recordó á la difunta princesa en sus días de humor tormentoso, cuando, después de una explosión de cólera, se retorcía, pidiendo que la perdonasen, entre llantos histéricos.
Al tirar suavemente de esta mano, se sintió seguido por el príncipe, inerme y sin voluntad. Martínez aguardaba á pocos pasos.
—Dense las manos. Todo ha terminado. Los caballeros son siempre... caballeros.
Se dieron las manos.
Y entonces ocurrió algo inesperado que produjo un largo silencio de sorpresa y de asombro.
Miguel dobló su cuerpo, se encogieron sus rodillas, se llevó á la boca aquella mano que tenía en la suya, con el mismo gesto humilde de los siervos de la estepa ante sus poderosos abuelos.
Luego la besó, mojándola con sus lágrimas.
X
Ocho días llevaba Lubimoff sin salir de Villa-Sirena. En sus conversaciones con el coronel—único compañero de esta vida solitaria—había evitado toda alusión á lo ocurrido en el castillo de Lewis. Don Marcos, por su parte, se mostraba de una discreción absoluta, como si tuviese olvidado el duelo y el extraño final que le había dado el príncipe; pero éste adivinaba en su silencio muchas cosas molestas para él.
Los otros padrinos debían haberlo contado todo. ¡Qué de comentarios! Y el miedo á encontrarse con las gentes, que sin duda repetían su nombre á todas horas, le hizo permanecer recluído, esperando que le olvidasen. Alguien perdería ó ganaría en el Casino una suma importante, y esto bastaba para que los curiosos dejasen de hablar de él.
Empezó á pesarle la soledad como un suplicio. Ya estaba fatigado de pasear siempre por sus jardines, que le parecían estrechos y monótonos. Además, la sobrina de Lewis, abusando de su autorización, llegaba cada tarde con una escolta de ingleses heridos, siempre diferentes. Correteaba con ellos por las avenidas entre los gritos de las aves exóticas, formaba grandes ramos de flores, y él tenía que ocultarse en los pisos altos huyendo de esta alegría infantil, á la que encontraba algo de desesperado y fúnebre.
Las noches le parecían interminables. Pensaba con nostalgia en las plácidas veladas de «los enemigos de la mujer», cuando Spadoni se sentaba al piano ó hacía cálculos infinitos, siempre doblando; cuando Novoa exponía sus paradojas científicas y Castro relataba las aventuras de su abuelo el «Don Quijote rojo»... ¿Dónde estarían ahora estos compañeros de soñolienta felicidad?
Atilio le interesaba especialmente. Dos veces había preguntado por él á don Marcos, sin que éste se mostrase muy claro en sus explicaciones. «No le encontraba nunca en el Casino; se abstenía sin duda de frecuentarlo por miedo al juego.» Presintió que el coronel sabía algo más y se negaba á hablar por discreción.
Una mañana, el tedio del encierro galvanizó su decaída voluntad. ¿Por qué no ir en busca de aquellos amigos? Tal vez si él daba el primer paso conseguiría reanudar las relaciones con ellos, restableciendo su antigua vida.
Cuando iba á salir, el coronel le detuvo para hablarle otra vez de un asunto que les había ocupado la noche anterior. ¿Qué respuesta debía dar al apoderado de París?... Aquel nuevo rico comprador del palacio del parque Monceau deseaba adquirir también Villa-Sirena. El administrador comunicaba su última oferta: millón y medio de francos. No daría más, y era preciso contestar urgentemente, antes que su capricho se fijase en otra adquisición.
Miguel levantó los hombros, como si le hablasen de algo sin interés.
—Di que no quiero vender... Mejor será que no contestes. Veremos más adelante; yo pensaré.
Al bajar del tranvía, en Monte-Carlo, dejó á su izquierda el Casino, para seguir por los bulevares altos. Iba primeramente en busca de Spadoni, por ser el que habitaba más cerca. Además, éste debía saber el paradero de Atilio mejor que Novoa. Tal vez vivían juntos.
Conocía vagamente su domicilio por las burlas de Castro. El pianista era «guardián de una tumba» sobre el barranco de Santa Devota.
Desde lo alto de un puente vió el príncipe á sus pies este barranco, cuyas laderas estaban cubiertas de jardines, de «villas» lujosas y de hoteles, teniendo por fondo el risueño puerto de La Condamine.
Sesenta años antes era un lugar salvaje. Sólo lo visitaban las procesiones venidas desde el amurallado Mónaco para rendir homenaje á Santa Devota en una iglesia blanca, que aún parecía ahora más diminuta junto á las arcadas del puente del ferrocarril.
En los primeros tiempos del cristianismo, una barca, guiada por la voluntad de Dios, que se dignaba conceder una protectora á los habitantes de Puerto Hércules, había venido á encallar en esta ribera. La barca contenía el milagroso cadáver de cierta cristiana de Córcega martirizada por los romanos. Nadie sabía su nombre, y la devoción popular la llamó Santa Devota. Una vez al año, el día de su fiesta, al cerrar la noche, gran parte del público del Casino abandonaba la ruleta y el «treinta y cuarenta» para presenciar cómo los marineros de Mónaco quemaban frente á la iglesia, al son de la música, una barca vieja, cerrando con esto á la santa patrona todo camino de retorno.
Los campos pedregosos de olivos y nopales estaban ahora cubiertos de «Palaces», grandes como cuarteles, y sostenían una segunda ciudad alta, que, extendiéndose por la ladera de los Alpes, unía Mónaco con Monte-Carlo. Este terreno, vendido á precios enormes, era medio siglo antes un lugar tan olvidado, que cualquiera de sus poseedores podía disponer sin obstáculo que le enterrasen en su propiedad.
Un oficial obscuro de Napoleón, nacido en Mónaco y llegado á general en los tiempos de Luis Felipe, había hecho construir su sepultura en un olivar sobre el barranco de Santa Devota. El juego hacía surgir después Monte-Carlo sobre la salvaje meseta de las Espelungas; la lujosa ciudad nueva se ensanchaba para unirse con el viejo Mónaco, cubriendo de edificios todo el territorio del principado, y la sepultura del anónimo guerrero quedaba prisionera de este oleaje de grandes hoteles, palacios y «villas». El olivar de la tumba se vendía á metros, haciendo la fortuna de los herederos. Entre la sepultura y el borde del barranco quedaba una meseta, desde la que se disfrutaba la visión de un panorama magnífico, y un millonario de París se atrevía á construir una casa de estilo «artista», con jardines en terrazas escalonadas, creyendo empresa fácil conseguir el traslado del general al cementerio y la demolición de su capilla-tumba. Pero el muerto estaba en su propiedad, no podía resucitar para deshacer sus disposiciones testamentarias, perturbadas por el engrandecimiento inaudito del antiguo Mónaco, y no había poder humano que echase abajo su última morada.
Miguel había visto muchas veces desde el puerto, sobre las alturas del barranco, este panteón que iba á servirle ahora para encontrar á Spadoni. Era un simple dado de albañilería, con las paredes enjalbegadas, cuatro pináculos en sus ángulos y una cúpula de tejas negras. De lejos parecía un morabito, la tumba de un santón, ayudando á esta semejanza los grupos de palmeras de los jardines inmediatos.
Castro le había hecho reir muchas veces contándole la historia del difunto general y sus ricos vecinos. Los propietarios de la «villa» no podían dormir con un muerto al otro lado de la pared. Además era un muerto sin nombre, lo que le hacía más inquietante y misterioso. Nadie llegaba á acordarse del apellido de este señor que había mandado miles de hombres y aún imponía su voluntad á los vivos. Alquilaron la «villa» con todos sus lujosos muebles por un precio módico, y al principio se la disputaban las señoras que juegan en el Casino. ¡Vivir en un pequeño palacio adornado por famosos tapiceros de París, y con una vista magnífica, todo por quinientos francos mensuales!... Pero las arrendatarias se apresuraban á cederse unas á otras esta buena ocasión. ¡Tener que pasar después de media noche frente al mausoleo del general, cuando volvían del Casino! ¡No poder abrir las ventanas sin encontrarse con aquella sepultura!... Además, la maledicencia femenil señalaba sucesivamente á cada inquilina con el mismo apodo: «la guardiana de la tumba».
Entonces se presentó Spadoni. Castro tenía una idea vaga de que pagó el primer mes, pero no estaba seguro de ello. Lo que sabía con certeza era que no pagó más. Los propietarios, residentes en París, habían acabado por aceptar esta situación, viendo en el pianista un cuidador gratuito de aquella casa que les inspiraba miedo.
Descendió el príncipe por un amplio camino entre balaustradas de jardines y muros de roca con penachos floridos pendientes de sus intersticios. Al ver de cerca el morabito, comprendió la fuga de los vecinos. El general había sabido hacer las cosas. Los pináculos estaban adornados con calaveras y tibias, lo mismo que la cruz de hierro que remataba la cúpula. Y estos símbolos fúnebres, por la fuerza del contraste, aún resultaban más impresionantes entre el esplendor verde de los jardines inmediatos, bajo un cielo de crudo azul y un sol deslumbrador, teniendo por fondo el gracioso puerto y la rizada planicie del mar violeta. La puerta del mausoleo sin nombre no se había abierto en muchos años, y los vientos amontonaban la tierra en su parte baja. Entre la verja y las paredes se aglomeraba una vegetación loca, una selva minúscula, en cuyas espesuras guerreaban y se devoraban los insectos después de enviar interminables expediciones volantes y rampantes á todas las casas próximas.
Pasó rozando el panteón para llegar á la entrada de la «villa», hermoso edificio de arquitectura toscana. La puerta era de complicados herrajes; los ventanales tenían vidrieras con figuras de colores; sobre el muro gris estaban incrustados relieves de mármol y escudos antiguos.
Golpeó inútilmente con un dragón de hierro que servía de aldaba. Al fin apareció en un sendero inmediato, entre dos muros, una mujer greñuda con un niño en brazos. Era una vecina que prestaba sus servicios á Spadoni cuando se quedaba en la casa. La presencia de un visitante representaba para ella un acontecimiento.
—Sí que está—dijo—. ¿No oye usted?
Lubimoff oyó, efectivamente, amortiguado por los gruesos muros, el tecleo de un piano.
La mujer, convencida de que el artista no llegaría á enterarse de los golpes del aldabón, desapareció en una revuelta del sendero. Poco después, su cabeza y el niño que llevaba en brazos surgieron sobre el filo de un muro.
—¡Maestro!—gritó—. Un señor que le busca. ¡Una visita!
Y volvió arreglándose las faldas, como si acabase de bajar de una escala de mano.
Se abrió aquella puerta de quicio profundo, apareciendo en su hueco Spadoni.
—¡Oh, Alteza!
Su sonrisa no expresaba asombro. Saludó al príncipe como si lo hubiese visto el día anterior.
Fué guiándole por corredores y salones sumidos en una penumbra policroma y que olían á polvo. Hacía muchos meses que los ventanales de colores no habían sido abiertos ni descorridas las cortinas. El concentraba su existencia en una sola habitación. Lubimoff chocó con arcones y armaduras, hizo vacilar dos enormes ánforas japonesas, se enganchó en los numerosos salientes de este profuso decorado de «estudio romántico» que había estado de moda veinticinco años antes.
Volvieron finalmente á la luz, una luz esplendorosa que entraba por tres puertas abiertas sobre una terraza vecina al barranco.
Era el hall de la «villa», adornado con telas y divanes indostánicos. El príncipe reconoció que Spadoni no estaba mal instalado en «su tumba». Un gran piano de cola era el único mueble que se mantenía limpio en esta pieza invadida por el polvo. Sobre el atril permanecían abiertos varios cuadernos de música manuscrita.
Al ver que Lubimoff se fijaba en ellos, el pianista hizo un gesto desesperado.
Era grande su pobreza: tenía que dar conciertos para vivir, se veía obligado á estudiar obras nuevas.
Habló de estos trabajos como si representasen la más cruel imposición de la realidad, la mayor decadencia de su vida.
Varias damas organizadoras de obras benéficas de la guerra habían buscado su concurso. Tocaba gratuitamente, por «patriotismo», pero las buenos señoras siempre encontraban el medio de darle una cantidad. ¡Era tan enorme su miseria! Sólo de tarde en tarde entraba en las salas de juego. No podía ni apuntar en la ruleta, donde las puestas son de cinco francos.
Quiso el príncipe leer los títulos de las partituras, y Spadoni intentó ocultarlas con una precipitación cómica.
—¡Verdaderas porquerías!... No hay que mirar eso, Alteza. En esta Costa Azul, cuando las señoras entradas en años no encuentran ya quien las ame, se dedican á escribir romanzas ó bailes de gran espectáculo, y el Casino acepta sus obras para no disgustarlas. Ese teatro de Monte-Carlo resulta, en ciertos días, el templo de la imbecilidad musical... No; mejor será que conozca lo que damos esta tarde. Es la obra de una millonaria que lo escribe todo, música y versos.
Y leyó en alta voz los títulos de varías «escenas pintorescas»: Diálogo entre la mariposa y la rosa, Lo que la palmera le dijo al agave, Plegaría de la cigarra á nuestro padre el Sol.
—Por suerte, Alteza, esta situación deshonrosa no durará. Tengo un medio... ¡un medio!...
Olvidando el piano, las partituras y su degradación musical, se lanzó de golpe en el mundo de las quimeras. Conocía el secreto del grande hombre, de aquel griego que ganaba millones en el Sporting. Lo había sorprendido, con su propia malicia, después de sonsacar ciertos datos á un acompañante del personaje. Era una combinación sencilla, como todas las cosas geniales. Por ejemplo...
Y tendió su mano hacia una baraja que estaba en una mesa, sobre unos cuantos volúmenes encuadernados en rojo: las nueve sinfonías de Beethoven.
¡Ah, no!... El príncipe le contuvo con brusquedad, para que no se entregase á su manía demostrativa.
—Yo esperaba encontrar aquí á Atilio—dijo luego suavemente.
El músico pareció despertar.
—¿Atilio?... ¡Ah, sí! Vivió conmigo unos días, pero se fué.
Obsesionado aún por su prodigiosa combinación, habló distraídamente, sin conceder interés á sus palabras. Castro había manifestado deseos de vivir con él, se lo dijo un anochecer en el Casino, y Spadoni abandonó Villa-Sirena para acompañarle. Un amigo no puede hacer menos.
—Pero ¿cuándo se fué?... ¿En dónde está?...
—Se fué anteayer, y debe estar en París. ¡Un disparate su viaje! Imagínese, Alteza, que en los últimos días jugó con una suerte magnífica, hasta ganar veinte mil francos. ¡Si hubiese seguido!... Pero no quiso: tenía prisa. Me dió quinientos francos, y los perdí inmediatamente; era muy poco dinero para mi combinación. Creo que va á hacerse soldado; me habló de la Legión extranjera. De él se puede esperar cualquier disparate. ¡Un hombre que gana y huye!...
Luego, como si la máquina desarreglada de su cerebro funcionase lógicamente por unos segundos, añadió, con una sonrisa maligna:
—Doña Clorinda también se ha ido á París. Se marchó dos días antes que él... ¡Oh, Alteza! ¡cómo me acuerdo de aquello que nos dijo en un almuerzo sobre las mujeres!... Las conozco, príncipe: todas ellas son temibles enemigos.
Y señalaba rencorosamente Lo que la palmera le dijo al agave.
En vano el príncipe insistió en sus preguntas. No sabía más, no le inspiraba curiosidad la suerte de Castro. Se había ido á París para hacerse soldado, ¡y él tenía tantos amigos soldados!...
«La Generala», por ser mujer, le infundía más interés, excitando su maledicencia.
—Yo creo—dijo, con su sonrisa de misógino—que se fué por celos, por despecho. La duquesa de Delille ha acaparado á ese teniente que le presentó ella. Hasta parece que el tal teniente ha tenido un duelo...
El pianista palideció, mirando con espanto á Lubimoff. Su gesto fué igual al del que habla en voz alta creyéndose á solas, y nota repentinamente que alguien le escucha. Quedó confuso y balbuceando:
—No sé... ¡la gente dice tantas mentiras!... ¡Cosas de mujeres!
Lubimoff sintió una confusión igual al darse cuenta de que hasta Spadoni se había ocupado con regocijo de su aventura.
Consideraba ya inútil seguir hablando con este imbécil. Se levantó, y el músico, trémulo aún por su indiscreción, dió muestras de igual apresuramiento por terminar la visita.
—¿Y Novoa?—preguntó el príncipe al llegar á la puerta de la casa—. ¿Se ha ido también?...
No; éste seguía en Mónaco, trabajando en el Museo cuando no tenía ocupaciones más urgentes. Se encontraban muy de tarde en tarde. ¿Cómo podían verse, si él, Spadoni, á causa de su miseria, se abstenía de entrar en las salas de juego?...
—Continúa jugando, Alteza; pero muy mal, con la timidez del novato, y por eso pierde. No tiene la estofa de nosotros, los verdaderos jugadores.
Se irguió el pianista al decir esto, como si no hubiese perdido nunca y poseyera todos los secretos del azar.
—Le he enviado dos entradas para el concierto de esta tarde: una para él y otra para esa señorita Valeria, acompañante de la duquesa. ¡El pobre! ¡siempre haciendo tonterías como un enamorado!...
Pero su sonrisa de hombre superior, exento de tales humillaciones, se cortó al darse cuenta de que otra vez estaba diciendo algo molesto para el príncipe.
Este pasó de nuevo junto á la tumba, pero sin verla ni acordarse del incógnito general. ¡Castro se había ido!... ¡Castro quería hacerse soldado!...
Luego de seguir el camino descendente de los Monegetti hasta la plaza de Armas de La Condamine, tomó la avenida de suave pendiente que sube hasta Mónaco. Esta marcha le proporcionaba cierta voluptuosidad muscular después de su largo encierro.
Al verse entre los dos torrecillas que marcan la entrada de los jardines, le asaltó el recuerdo de Alicia. Un poco más allá habían descendido del carruaje; detrás de los árboles estaba el banco en que la habló por primera vez de su amor; abajo, al borde de las rocas, se desarrollaba el solitario camino por el que pasaron como en volandas, al amparo del crepúsculo y con las bocas juntas. Luego, el rasgón de su vestido, los cómicos y dulces apuros por repararlo, el alfiler con la perla de la princesa... Sólo habían transcurrido unas semanas, y estos sucesos parecían de otra humanidad más feliz, desarrollados en un planeta distinto, envueltos en una luz que no era la de la tierra.
Se esforzó por olvidar. Estaba ahora en una plaza asfaltada, frente á la escalinata del Museo Oceanográfico. Por primera vez reparó en los adornos arquitectónicos del blanco edificio. Habían adoptado como motivo ornamental el manojo de retorcidas patas de los pulpos, el semicírculo estriado de las conchas, la sombrilla filamentosa de las medusas. Se fijó en los grupos escultóricos que simbolizan las fuerzas del Océano ó las artes de los navegantes; leyó los nombres esculpidos en los frisos, títulos de buques que se ilustraron por sus exploraciones científicas.
Permaneció inmóvil mucho rato, buscando un pretexto para justificar su visita. Al fin subió la escalinata, viéndose envuelto en una frescura sonora de catedral, pero sin la ranciedad del ambiente cerrado, con un tufillo salino procedente del mar inmediato. El conocía el palacio: á un lado, el vasto salón de conferencias y asambleas científicas, semejante á un Parlamento, con lámparas de cristal helado que afectan las distintas formas animales de las profundidades oceánicas; en mitad del vestíbulo, la estatua del príncipe Alberto vestido de marino y apoyado en la baranda del puente de su yate; al lado opuesto y en los pisos superiores, las colecciones recogidas durante los viajes de este navegante de la ciencia: miles de peces y moluscos, esqueletos gigantescos de cetáceos, piraguas y herramientas de pesca de los mares polares. En los pisos inferiores, debajo de sus pies, en aquel segundo palacio que, adherido al acantilado, descendía hasta el mar, estaban los acuarios, las bestias misteriosas del abismo continuando su existencia entre burbujas de agua corriente, en sus jaulas de cristal.
Un portero de levita azul y kepis galoneado de rojo intentó ofrecerle un cartón de entrada, pero se contuvo al ver que se detenía junto al torniquete, preguntando por Novoa.
—Salió hace un momento. Tal vez lo encuentre en las inmediaciones del Palacio. Casi todos los días, antes del almuerzo, da la vuelta á la roca.
«La roca», para los monegascos, es por antonomasia el peñón en que está asentado Mónaco, y dar su vuelta equivale á seguir el contorno de jardines y abandonados baluartes que, partiendo del palacio de los Príncipes, vuelve á él después de abarcar toda la vieja capital.
Siguió exteriormente la cerca de los jardines de San Martino. No osaba penetrar en ellos: temía encontrarse con el banco en que habían estado aquella tarde. Avanzó por las calles de la ciudad, estrechas, sin aceras, pavimentadas de anchas losas, como en muchas poblaciones de Italia.
Las viviendas, viejas y altas, recordaban los tiempos en que el suelo era precioso dentro de una península estrechamente ceñida por sus fortificaciones. Algunas casas estaban perforadas por túneles, y al final del arco se veía la claridad y la blancura de la otra calle paralela. Los edificios más grandes eran conventos ó colegios religiosos. Sonaban lentas campanas sobre los tejados, como en un pueblo de España; quedaban en las calles muchos retablos con imágenes alumbradas por un farolillo.
Al estremecerse las losas del pavimento bajo un paso humano, se entreabrían ventanas. Un carruaje provocaba la aparición de muchas cabezas. Los escasos transeuntes eran á veces canónigos de la catedral, frailes descalzos con una corona de pelo en torno del cráneo afeitado, monjas con enormes mariposas almidonadas en la cabeza.
Sólo un pequeño puerto separaba la vieja ciudad de aquella otra ciudad situada en la cumbre de enfrente, con su Casino, sus hoteles, sus orquestas y su muchedumbre de placer y de fortuna. Un corto trayecto de tranvía bastaba para hacerse la ilusión de haber saltado sobre dos siglos. Lubimoff recordó la impresión de extrañeza que despertaban al atravesar la plaza del Casino estos frailes descalzos cuando bajaban en grupo á Monte-Carlo.
Pasó bajo una galería cubierta que formaba arco entre dos casas. Un gran descampado, una llanura, se abrió ante él. Era la plaza del Palacio. Enfrente estaba la vivienda señorial de los Grimaldi, conjunto de edificios de diversas épocas, que le recordó los palacios de algunos príncipes soberanos de la antigua Italia. Era de color rosa obscuro, cortado por el arquerío de las loggias, y tenía adosados unas torres de sillares blancos con almenas hendidas. También conocía él este palacio, puramente de aparato y deshabitado, pues el príncipe reinante, en las cortas visitas á sus dominios, prefería vivir en su yate.
Primeramente llamó su atención la guardia del edificio. Los soldados de Mónaco, viejos gendarmes franceses, habían partido á la guerra, y una milicia nacional se encargaba de sustituirlos. Estaba compuesta de legítimos ciudadanos de «la roca», descendientes de cuatro generaciones de monegascos. Ellos solos podían contribuir á la defensa ideal del principado, así como gozaban las ventajas de pertenecer á un país, único en el mundo, donde nadie paga contribución y todos al nacer tienen el pan asegurado, gracias al Casino.
Lubimoff admiró al guerrero de guardia, un viejo de bigote blanco, cargado de hombros, casi jorobado, con gabán de color castaña y sombrero hongo. Un brazal rojo y blanco en una manga era todo su uniforme. Llevando al hombro su fusil antiguo, que aún hacía más enorme y pesado una bayoneta interminable, hubiera podido descansar junto á la garita pintada con los colores de Mónaco; pero prefería moverse en incesante paseo, mirando á todas partes por si alguien intentaba penetrar en el alcázar del ausente soberano. Otros padres de familia y hasta abuelos, vestidos con sus trajes de domingo, esperaban pacientemente en un banco que les llegase el turno de ejercer la honorífica función.
Lo más notable de esta explanada era la artillería, una cantidad de cañones del siglo XVIII que estaban allí decorativamente, como las armaduras que adornan un salón... A ambos lados de la puerta del Palacio se alineaban seis piezas enormes y magníficas, fundidas en un bronce verde de estatua y cinceladas como obras de museo. Junto á sus bocas, el metal se retorcía formando la hojarasca de un capitel; su parte opuesta la remataba una cabeza de medusa. El fuste de estas columnas huecas estaba adornado con las tres flores de lis de la vieja monarquía francesa, los agarradores de cada cañón eran dos delfines, y todas las piezas ostentaban el lema pretencioso Nec pluribus impar de Luis XIV, con otro más sombrío: Ultima ratio regnum.
El príncipe sonrió ante este lema.
«Ahora, las piezas de artillería—se dijo—ya no son «la última razón de los reyes», pero lo son de los pueblos. Hemos adelantado poco.»
Todos estos cañones verdes tenían su nombre propio, lo mismo que un buque ó un regimiento. Uno se llamaba Nerón, otro Tiberio; más allá abrían su redonda boca el Robusto y el Roncador.
En los parapetos que cerraban por ambos lados la extensa plaza asomaban sus gargantas, sobre el puerto ó sobre el mar libre, otras piezas más modestas, pero igualmente enormes y vetustas. Las balas macizas de estos cañones formaban pirámides, y una vegetación parásita se había introducido entre las pelotas de hierro.
Detrás del Palacio, como un telón de fondo, se elevaba la montaña francesa de la Tête du chien, brillando en su redonda cumbre las vidrieras del cuartel de los cazadores alpinos. La meseta de Mónaco era simplemente el último peldaño de la gran escalera que los Alpes dejan caer hacia el mar. Arriba se enredaban las nubes en los picachos, cubriéndolos momentáneamente de una sombra tempestuosa; abajo, entre los muros rosados y las torres blancas de los Grimaldi, se erguían la palmera tropical, el cocotero, el plátano, dando á este castillo ligurio un aspecto de hacienda brasileña.
Estaba Lubimoff en el parapeto que da sobre el mar libre, sentado entre dos cañones, cuando vió la llegada de Novoa por los baluartes que dominan el puerto.
Al reconocer al príncipe apresuró su blanda marcha, acercándose á él con la mano tendida.
¡Simpático profesor! Nunca le parecieron á Miguel sus ademanes francos con tanto atractivo como ahora. Celebraba mucho este encuentro, creyéndolo casual, y el príncipe no quiso hablar de su visita al Museo, para que Novoa ignorase que había venido en busca suya.
Maquinalmente empezaron á pasearse entre la fila de cañones y unos cuantos árboles que daban pálida sombra á este lado de la plaza.
Era Lubimoff el que preguntaba, mostrando interés por la suerte de su amigo y acogiendo sus quejas con una sonrisa bondadosa.
Novoa se mostró descontento. Este país de vida dulce y alegre resultaba fatal para el estudio. ¡Pensar que allá en su tierra se lo imaginaban haciendo descubrimientos útiles en los misterios del mar! El Casino extendía su influencia á todas partes, hasta al Museo Oceanográfico. Muchas veces, mientras estudiaba el plancton, le acometía una nueva idea para desentrañar los misteriosos saltos de las series del «treinta y cuarenta». Trabajaba por las mañanas con el pensamiento fijo en Monte-Carlo; y apenas llegada la tarde, sentía un deseo irresistible de ir allá. Era inútil que inventase pretextos para mantenerse fijo en «la roca». Había perdido cantidades enormes para él, y necesitaba recuperarlas. Pensaba con inquietud en el dinero recibido de su país á cuenta de la modesta fortuna heredada de sus padres.
—Algunos días, el buen sentido me dice que debo volverme á España, y deseo realizar inmediatamente este buen consejo. Por desgracia, hay ciertas cosas que me retienen aquí y quebrantan mi voluntad.
—Las conozco—dijo Miguel sonriendo—. La primera de todas, el amor.
Novoa se ruborizó, aceptando luego con un cómico ademán de confusión las palabras del príncipe. Sí; algo había de eso, y el amor le proporcionaba disgustos, lo mismo que el juego.
Lubimoff vió de pronto en sus ojos una expresión igual á la de Spadoni. También éste sabía lo ocurrido, y al hablar del amor recordaba inmediatamente aquel duelo absurdo. Pero Novoa era otro hombre, incapaz de sentir el maligno placer de los maldicientes, que se regodean con las torpezas ajenas. Además, Miguel le tenía por muy franco, y pronto se convenció de ello.
Tranquilamente, sin pensar si con sus palabras molestaría al otro, el profesor aludió á lo ocurrido en el castillo de Lewis. Lo lamentaba como algo ilógico y extemporáneo, mas no por esto había dejado de interesarle la suerte del príncipe. Si se abstuvo de ir á Villa-Sirena, fué por no parecer entrometido. Varias veces había hablado con el coronel, encargándole que saludase al príncipe de su parte.
Luego, como si se arrepintiese de la severidad con que juzgaba aquel duelo, dió explicaciones. La imagen de Castro había pasado por su memoria, haciéndole mirar á su acompañante con una tolerancia fraternal.
—Yo comprendo muchas cosas. No soy hombre de armas, como usted, y sin embargo, una vez sentí deseos de batirme. Ahora me río cuando lo pienso; pero, en iguales circunstancias, volvería á hacer lo mismo... ¡El poder de las mujeres! ¡Cómo nos transforman!...
El príncipe no protestó al oir que Novoa le suponía enamorado, atribuyendo aquel duelo á la influencia de una mujer. Y siguió guardando silencio, mientras el profesor, por una asociación lógica, empezaba á hablar de Alicia. Este sabio bueno y sencillo mostró una verdadera alegría al comunicar ciertas noticias que juzgaba agradables para Lubimoff.
Igual interés sentía por su compatriota Martínez. El no odiaba á nadie. Hasta tenía olvidadas sus incompatibilidades con Castro, que le habían hecho abandonar las abundancias de Villa-Sirena.
—Ese pobre teniente es menos feliz que usted, príncipe; el tal duelo ha tenido malas consecuencias para él. Yo gozo de cierta intimidad con personas allegadas á la duquesa de Delille... No necesito decir más: usted sabe que puedo estar enterado de lo que ocurre en Villa-Rosa. Pues bien; después del desafío, yo no sé qué ha pasado, pero Martínez entra en aquella casa con menos frecuencia. Transcurren días enteros sin que se atreva á llamar á su puerta. Algunas veces va allá, y la persona que usted sabe me dice que la duquesa se niega á recibirle. Es ahora un simple visitante, un amigo como otro cualquiera. La duquesa quiere evitar la antigua intimidad; le envía regalos al hotel de los oficiales, se preocupa de su bienestar, encarga á la señorita amiga mía que se entere de si le falta algo, pero sólo lo recibe de tarde en tarde. Se acabaron los almuerzos y las comidas á diario, aquella vida común, en la que sólo faltaba que durmiese en la casa... Y el pobre muchacho parece triste, desesperado, por este cambio.
Se animó el profesor en sus confidencias al notar el agrado con que las recibía el príncipe.
—Una persona—continuó, con cierta vacilación—que pasa algunas noches por la calle de la duquesa... (¡qué diablo! ¿por qué no decir la verdad?) yo, que algunas veces rondo por las inmediaciones de la «villa», esperando á la señorita en cuestión, he sorprendido á Martínez cerca de la casa, deslizándose junto á la verja, mirando á las ventanas. ¡Pobre muchacho!... Y me dicen que de día, cuando teme que la duquesa no va á recibirlo, hace los mismos paseos.
Un doble sentimiento conmovió á Lubimoff: de rabia, por la convicción de que no se había equivocado: aquel soldadito amaba á Alicia; de gozo, al saber que ya no era recibido en la casa, como antes, y rondaba inútilmente en torno de ella. Representaba una alegría negativa, pero alegría de todos modos, al ver á aquel jovenzuelo en una situación igual á la suya.
Novoa, hombre simple en sus gustos, que no podía comprender el amor mas que ordenadamente, dentro de la regularidad de una equivalencia de edades, rió de este apasionamiento del oficial como de algo grotesco.
—¡Qué absurdo! ¡Enamorarse de ese modo de una mujer que casi puede ser su madre!...
El príncipe se estremeció al oir esto, mirando fijamente á su acompañante. No; no sabía nada. Continuaba riendo de su propio comentario, sin ninguna intención oculta. El secreto de Alicia sólo él podía conocerlo.
Aún dieron varios paseos entre los cañones y los árboles. De pronto, empezaron á sonar las campanas de las iglesias y conventos de Mónaco, conversando, á través del éter cargado de luz, con las del fronterizo Monte-Carlo.
Las doce. Novoa se inquietó. Era hombre de costumbres fijas, y además, los monegascos en cuya casa estaba alojado mantenían rigurosamente la puntualidad en las comidas. ¡No haber en Mónaco un restorán, para darse el lujo de invitar al príncipe!... Este le propuso que lo acompañase á la lejana Villa-Sirena para almorzar juntos. ¡Se sentía tan bien en su compañía! ¡le daba noticias tan interesantes!...
—¡Imposible!—se apresuró á decir el profesor—. Tengo que ver á una persona en Monte-Carlo así que acabe mi almuerzo. Me esperan.
Lubimoff no insistió, adivinando que la tal persona era Valeria.
Un carruaje único estaba guarecido en la sombra menguada de los árboles. Se había quedado allí después de traer á unos extranjeros que prefirieron, á la salida del Palacio, descender á pie por el antiguo camino fortificado.
Miguel lo ocupó, haciéndose conducir á Villa-Sirena. Todo el resto del día y gran parte de la noche transcurrieron para él dulcemente, mientras rumiaba en su memoria las noticias adquiridas. No era mala la jornada. De Atilio apenas se acordó. Se había ido á París; esto era lo único cierto. En cambio, el infortunio de Martínez le hizo canturrear alegremente, y este regocijo engañó al coronel.
—Lo que yo digo: Su Alteza debe salir y ver gentes. Tenía la seguridad de que el paseo de hoy daría buen resultado.
Al día siguiente, el príncipe aún tuvo una sorpresa más grata. Estaba terminando de almorzar, cuando su ayuda de cámara anunció con tono ceremonioso: «El señor profesor Novoa.»
Presintiendo Miguel algo muy interesante para él, recibió al español con una efusión extraordinaria nunca vista por Toledo. ¡Incomparable Novoa! ¿De veras que había almorzado ya? ¡El buen orden de los solitarios de Mónaco!... Entonces, tomaría café con él.
Y dió fin apresuradamente á su almuerzo para pasar al hall, donde esperaban el café y los licores. Era tan visible la impaciencia del visitante por hablar con él sin testigos, que Lubimoff se dió prisa en inventar un pretexto para que don Marcos se alejase.
Cuando quedaron solos, Novoa dejó su taza sobre un velador, dió varias chupadas al cigarro, mientras parecía concentrar su voluntad, y al fin dijo con resolución:
—Tengo un encargo que darle: me envía cierta persona... sospecho que hago un mal papel. ¡Un hombre como yo llevando recados de esta clase!... Pero ¿qué es lo que las mujeres no nos obligarán á hacer?... Además, entre hombres debemos ayudarnos. Usted, que es tan caballero, también sería capaz de hacer por mí...
Y el buen profesor hablaba como si se sintiera ligado con el príncipe por una camaradería profesional, por una condición idéntica. Los dos estaban enamorados.
Lubimoff, ansioso por conocer el encargo, hizo gestos de aprobación. Sí: no se equivocaba; era capaz de hacer en su favor cuanto le pidiese. Le tenía en este momento por el primero de sus amigos. Pero ¿qué era el encargo?...
Novoa continuó, con cierta vacilación. El día anterior, después de su encuentro con el príncipe, había visto á aquella señorita... aquella señorita acompañante de la duquesa. El se lo contaba todo; una mala costumbre, pero los enamorados no siempre han de hablar de ellos mismos...
—Estuvimos juntos en un concierto, y esta mañana ha venido al Museo para encargarme que le viera á usted inmediatamente. Yo me he resistido á cumplir el encargo, pero usted sabe lo que son las mujeres. Además, esa joven tiene su genio... Total, que estoy aquí y repito lo que me han dicho.
Calló un momento, y después de mirar á todos lados, añadió con tono misterioso:
—Esta tarde, en San Carlos.
Había llegado hasta allí preocupado por la obscuridad del mensaje. ¿Qué San Carlos era éste? ¿Un hotel?... ¿un paseo?... Como habitante de Mónaco, sólo conocía el Casino en Monte-Carlo. Lo único indudable para él era que el mensaje de Valeria procedía de la duquesa.
Tuvo Miguel que ocultar la alegría que le causaron estas palabras. ¡Alicia le buscaba!... A pesar de su contento, sintió la necesidad de pedir nuevos detalles. ¿No le habían indicado una hora?...
—No, príncipe. «Esta tarde, en San Carlos»; ni una palabra más. Esa señorita casi se enfadó porque le pedí aclaraciones. Ya le he dicho que la intimidad tiene su mal carácter... como todas. Me afirmó que usted entendería el recado inmediatamente.
Miguel hizo un gesto de aprobación; sí que lo entendía... ¡Sabio amable! En aquel momento le deseaba cuantas felicidades puede gozar un hombre. De no conocer sus escrúpulos y su altivez, hubiese pedido á don Marcos todo el dinero que había en la casa para entregárselo á manos llenas. Pero ya que era imposible una dádiva material, hizo votos por que aquella Valeria, á la que tenía por una ambiciosa, pudiese embellecer la vida del profesor. Tan optimista le hizo su contento, que hasta creyó en una equivocación de su parte, adornando á la acompañante de la duquesa con un sinnúmero de virtudes ocultas.
Toledo había vuelto, y el príncipe, que deseaba agradar á Novoa, le habló de las exploraciones oceanográficas, mostrando una viva curiosidad por ellas, mientras su pensamiento estaba lejos.
Pero este halago resultó inútil. El profesor vacilaba al responder á las preguntas. Tenía prisa; le esperaban... Sin duda, Valeria necesitaba conocer pronto el resultado de su mensaje. Y el príncipe mostró también cierta precipitación al acompañarle hasta la verja de entrada, con grandes extremos de amistad. Debía volver con frecuencia á Villa-Sirena; era el único amigo fiel. ¡Lastima que se negase á vivir allí, como en otros tiempos!...
Al quedar solo, Lubimoff subió á las habitaciones del primer piso. Temía que el coronel adivinase su contento. Una sensación de orgullo y de triunfo se mezclaba ahora con la alegría del primer instante.
Pensó en su situación. Don Marcos había guardado silencio después del duelo, y él, influenciado por la soledad, se entregaba al desaliento, creyéndose objeto de las burlas de todos.
Ahora veía claro. Alicia deseaba volver á él, sintiendo un nuevo interés por su persona. Todo lo indicaba así: el teniente casi expulsado de aquella casa que dos semanas antes consideraba como suya; su protectora evitando el verle, para lo cual espaciaba sus visitas. Además, al enterarse ella por Valeria de que su antiguo enamorado había roto la voluntaria clausura en Villa-Sirena, se apresuraba á darle una cita inmediata, como si le urgiese reanudar sus relaciones con él.
Se felicitó de la agresividad inexplicable que le había impulsado á ofender á Martínez. ¡El, que en los últimos días se arrepentía de esta locura!... Lo que le había pesado como un remordimiento era tal vez lo más cuerdo y más oportuno de su vida. Alicia, al ver que, loco de celos, realizaba un acto absurdo para muchos batiéndose por ella, se sentía indudablemente halagada en su vanidad y le miraba con nuevo interés.
«¡Las mujeres!—pensó Lubimoff—. Hay que conocerlas. Su admiración va instintivamente hacia el fuerte. Nada hay como una brutalidad oportuna para conquistar su afecto. Siempre acaban por someterse con cierto agradecimiento al hombre enérgico que las impresiona.»
Este fué su primer instante dichoso después de varios días. Volvió á ser aquel príncipe Lubimoff que había impuesto casi siempre su voluntad, atropellando los obstáculos, unas veces con su dinero, las más con un orgullo imperioso.
Satisfecho de su rudeza, sintió la necesidad de hermosearse para acudir á la entrevista. Pensaba en los machos del reino animal, cuyos dientes, garras y espolones van acompañados de crestas, melenas y plumajes que inspiran á las hembras una admiración mística, convirtiéndolas en sus esclavas. Lo mismo ocurría entre los humanos. La educación, las leyes, las tradiciones, no hacían mas que desfigurar el fondo bárbaro de nuestra existencia.
Una preocupación le distrajo de estos pensamientos. ¿A qué hora debía presentarse en el sitio indicado? Se le ocurrió que, al no mencionar la hora, ésta debía ser la misma del otro encuentro á la puerta de San Carlos. Pero acabó por creer en un olvido del profesor, y la intranquilidad le hizo acudir á la cita mucho antes.
Pasó más de tres horas en ansiosa espera, vagando por las calles inmediatas á la iglesia, inmovilizándose en las esquinas, cambiando de sitio al notar la curiosidad de los transeuntes. Varias veces entró en San Carlos, para ver siempre lo mismo: las vidrieras policromas cada vez más pálidas, así como descendía la tarde; los haces de banderas; los retablos rompiendo la sombra con el resplandor mortecino de sus oros, y mujeres arrodilladas é inmóviles: unas mujeres que parecían las mismas de la otra vez, como si las semanas fuesen minutos.
Con la superstición del que aguarda, se dijo que Alicia sólo podía presentarse al cerrar la noche, y el día le pareció interminable.
Al anochecer dudó.
—No vendrá.... Debe haberse arrepentido.
Estaba en la esquina de una calle curva y pendiente inmediata á la iglesia. Desde allí podía ver las gradas que comunican la plazoleta con el hundido bulevar. Nadie subía por ellas; todos los carruajes pasaban sin detenerse.
De pronto, tuvo la sensación de que alguien se aproximaba á sus espaldas. Percibió un leve paso, y al volver la cabeza vió á una mujer enlutada.
Todo lo olvidó: la larga espera, las dudas, la fatiga del interminable plantón, recobrando de golpe su regocijo de triunfador. Estaba tan seguro de los motivos que la habían inducido á pedirle esta entrevista, que avanzó á su encuentro con un aire galante.
—¡Oh, Alicia!—dijo, tendiendo á la vez sus dos manos.
Pero estas manos se agitaron inútilmente en el vacío, sin encontrar dónde asirse, y al fin cayeron con desaliento.
Lubimoff se sintió desconcertado ante la mirada de la mujer. Todas las ideas que le habían seguido hasta allí eran ilusiones y se desvanecían, dejándole confuso enfrente de la realidad. Esta realidad no permitía dudas. Los ojos de ella le contemplaron fijamente, con dureza.
Alicia habló como si hubiese venido para un negocio con una persona poco grata y quisiera terminarlo cuanto antes, viéndose libre de su presencia.
Existía entre los dos cierto asunto de dinero que ella necesitaba resolver. No le había escrito porque después de los sucesos recientes consideraba inoportuno el envío de una carta. Además, ni ella podía ir á Villa-Sirena ni quería recibirlo en su casa. Por esto, al enterarse el día anterior de que habían visto paseando á Miguel—que ella se imaginaba enfermo—, se atrevía á citarlo allí, para verse unos momentos nada más.
—Hablemos como si fuésemos comerciantes; unos comerciantes que tienen prisa y no malgastan sus palabras... Yo te debo dinero, y me es imposible vivir tranquila mientras no te lo devuelva: trescientos mil francos que me dió tu madre, lo que me prestaste tú en el Casino... tal vez algo más. Tengo bastante para pagar. Si no quieres ocuparte del asunto, envíame á Toledo.
Lubimoff quedó absorto ante estas palabras inesperadas. Ella, después de hacer su proposición, parecía ansiosa por marcharse. Ya lo había dicho todo; le molestaba seguir allí con el príncipe; nada tenía que añadir.
—¡No!—dijo Miguel enérgicamente.
¿Para eso le había llamado? ¿Era todo lo que tenía que decirle, después de tanto tiempo sin verse?...
Había tal resolución en su negativa, se reflejaba de tal modo en su rostro la dolorosa extrañeza, que Alicia creyó inútil insistir.
—Está bien; no hablemos más. Conozco tu carácter, y sé que permaneceríamos aquí discutiendo muchas horas sin resultado. Yo buscaré el medio de devolverte lo que es tuyo.... ¡Adiós, Miguel!
Intentó detenerla el príncipe tomando suavemente una de sus manos, pero ella la retiró con nerviosa retracción.
—¡Y te marchas!—dijo él con desaliento—. Yo que creía, al venir aquí...
La humildad de su voz pareció irritar á la duquesa, haciéndola detenerse cuando empezaba á volverle la espalda.
—¿Qué es lo que creías?—preguntó con indignación—. Tu inconsciencia me asombra. ¡Ah, Miguel! Siempre serás el mismo; únicamente existes tú: sólo deben tenerse en cuenta tus deseos. Me has hecho mucho daño, ¡mucho!... y ahora me dices, como un niño: «Yo que creía...» ¿Qué esperabas después de tus locuras?... Sábelo bien: te aborrezco. Tu presencia me es odiosa. ¡Te aborrezco!
El pobre Lubimoff volvió á ver su conducta como en las horas de voluntario encierro. ¡Ay! ¿dónde estaban las engañosas fantasías que le habían acompañado hasta allí? Su tristeza, su arrepentimiento, fueron tan visibles, que Alicia modificó el tono de sus palabras.
—Tal vez no te aborrezco; pero estoy segura de que me inspiras lástima: una lástima semejante á la que siento por mí misma. Somos dos pobres locos, Miguel; nuestras desgracias vienen de lejos.
Al recordar sus vidas, Alicia pensó en los constructores que sufren un grave error cuando asientan los cimientos de un edificio, y siguen adelante con la ilusión de que su obra es rectilínea, sin reparar en que está desviada completamente por defectos de su base.
—Nuestros principios fueron equivocados. De continuar el mundo como antes, tal vez hubiéramos permanecido de pie y triunfadores. El ambiente nos amparaba: éramos sus hijos.
Pero el cataclismo universal les había hecho perder su centro de gravedad para siempre. Estaban ladeados, con grietas que nadie podría recomponer, próximos á derrumbarse.
—Nosotros somos de otra época, y no hay quien sostenga nuestra fragilidad. Te tengo lástima, Miguel; y tú debes sentirla por mí, ¡por mí, á quien has hecho tanto daño!
El príncipe, á pesar de su humilde encogimiento, protestó. Había sido imprudente: era cierto. Aquella agresión en el Casino y el maldito duelo representaban un escándalo estúpido. Pero ¿qué daño irreparable era este que tan profundamente la afligía? ¿Cómo su locura, que sólo le perjudicaba á él, haciéndole objeto de comentarios y risas, podía desesperarla de tal modo?...
Le interrumpió Alicia con un gesto desalentado, como si considerase imposible hacerle comprender sus pensamientos.
—Mira—dijo señalando la puerta de la iglesia—. Antes, podía entrar ahí. Recuerda la última vez que nos vimos en este sitio. Yo venía de rezar, de hablar con mi hijo; era tal vez una ilusión, pero las ilusiones nos ayudan á vivir. Y ahora no puedo; el remordimiento me espera donde hace unas semanas encontraba la esperanza. Y esto te lo debo á ti, á ti, que me arrebatas la última felicidad que yo me había inventado...
Ya no miraba al príncipe con ojos hostiles. Su voz temblorosa, su mirada húmeda, eran de una pobre mujer que se esfuerza por contener su emoción. Miguel balbuceó contuso, desorientado. ¿El había podido hacer tanto mal? ¿Cuándo?... ¿cómo?...
Alicia, sorda á sus preguntas, sólo pensaba en ella y en su desgracia.
—Tenía un hijo, y lo perdí—siguió diciendo—. Era mi esperanza, mi única razón de vivir... El infortunio me hizo buscar un consuelo. ¿Qué sería de nosotros si no tuviésemos el poder de engañarnos fabricando nuevas ilusiones?... Y tuve un segundo hijo, un hijo inventado por mí, triste, condenado á morir, pero joven como el otro, desgraciado como el otro, falto de una madre que alegrase sus últimos días... Yo he querido ser esa madre. Unicamente puedo sentir la dulzura protectora de la maternidad; mi papel de mujer ha terminado: sólo puedo ver un el hombre á un hijo, ¡y tú me privas de este último consuelo! ¡tú te has llevado mi pobre alegría!
Lubimoff empezó á comprender. Alicia hablaba de Martínez; y sintió de nuevo la comezón de los celos.
—Cuando nos vimos aquí la última vez, yo me había buscado un refugio plácido dentro de mi dolor. Rezaba por mi hijo en la iglesia, hablaba con él, le describía cómo era el hermano en desgracia que aún tenía en el mundo, pero que tal vez no tardase en ir á buscarle. Luego, al volver á casa, encontraba al otro, y mi ilusión era tan enorme, que los confundía á los dos en uno solo, imaginándome que todo era mentira, el tiempo y la guerra, que mi hijo vivía aún, que había vuelto de su cautiverio y estaba á mi lado. No se parecen (estoy segura, aunque evito mirar los retratos de Jorge), pero yo los veo iguales; es el uniforme, la desgracia, la vecindad de la muerte. Además, ¡ese pobre muchacho era tan bueno!... Tímido, contentándose con cualquier cosa, mirándome con la dulzura de un animalillo manso, ¡él, que es tan fiero! venerándome como á una criatura descendida de un mundo superior... Yo era su madre. Sus palabras y sus gestos respiraban un respeto profundo. No era una mujer para él: era algo así como los ángeles... Y tú, con tu desatinada intervención, has trastornado todo esto. Ya no es mi hijo: terminó mi ensueño. Debo privarme de su presencia, y sólo de tarde en tarde encuentra abierta una casa que yo le hice considerar como suya... Por tu culpa, ese muchacho, en el que veía á un hijo, es ahora simplemente un hombre, y yo, su madre, he vuelto á ser una mujer.
El rostro de Lubimoff se puso ensombrecido y terroso, como en la tarde del duelo. Iba comprendiendo.
—¡Qué hiciste, Miguel!—siguió ella, con su voz gimiente—. Has despertado con tu locura á ese pobre. Al batirse contigo, pensó que se batía por mí y que yo no soy mas que una mujer. Me vió de pronto bajo otra luz, como si hasta entonces hubiese estado adormecido. Casi puedo ser su madre; pero las mujeres de mi clase prolongamos nuestra juventud, la detenemos artificialmente, y nos desean á la edad en que las de abajo se entregan á la vejez... Además, comprendo la vanidad de su entusiasmo, esa vanidad que existe en todos nuestros sentimientos. Yo soy para él lo desconocido, lo misterioso, una gran señora, una duquesa, que la confusión de nuestra época coloca á su alcance. ¡Pobre muchacho! Hace unas semanas reía en mi presencia con una simpleza infantil, me miraba tranquilamente, sin que por sus ojos pasase la sombra de un mal pensamiento. El era feliz, yo también lo era; ¡mientras que ahora!...
Se imaginó el príncipe á Martínez persiguiendo á Alicia con sus deseos de enamorado. «Lo mataré: debo matarlo», dijo mentalmente. Pero su cólera homicida sólo duró un instante. Pasaron por su memoria las diversas escenas del duelo: él besando la mano del oficial, en un arrebato de inexplicable humildad, que le atormentaba como un remordimiento. ¿Qué hacer ahora? Después de lo ocurrido, este hombre era para él algo sagrado. Y se abandonó otra vez á su desaliento, mientras Alicia seguía hablando.
—Mi ensueño se desvaneció. Mi hijo ha vuelto á ser mi hijo y el otro es un hombre. Imposible confundirlos de nuevo en una sola persona. Ya no puedo rezar; me da vergüenza dirigirme con el pensamiento á mi verdadero hijo; me asalta el recuerdo de lo que le conté; me aterro al hacer memoria de que sigo hablando con el otro, á pesar de lo que me ha dicho, de lo que leo en sus miradas, de que conozco sus verdaderos deseos. ¡El mal que me has hecho! Perdí un hijo, y sólo puedo acordarme de él con remordimiento; me inventé otro, y me lo has quitado.
Luego, como si se quejase contra algo superior que había regido sus destinos, añadió:
—¡Qué suplicio! No poder conocer la amistad reposada, la maternidad tranquila. ¡Siempre el amor saliéndome al paso!... Yo, que en mi juventud consideré como única finalidad de la vida inspirar admiración y deseo, bien castigada estoy... Busqué en ti el apoyo del amigo, y me deseaste en seguida. Quise engañar mi anhelo de maternidad cuidando á un infeliz que tal vez muera pronto, y este hijo afectivo me habla de amor. ¿Es que las mujeres no podemos conocer la tranquilidad y la confianza en que viven los hombres?...
El príncipe la interrumpió con voz rencorosa.
—No lo veas: rompe con él; ciérrale tu puerta para siempre. Así recobrarás la paz, y yo... yo seré tu amigo, seré lo que tú quieras, me bastará con verte.
Ella acogió con un gesto de incredulidad las últimas palabras. ¡Le habían prometido tantas veces los hombres ser simples amigos! Además, conocía bien á Miguel, y no se tomó la pena de contestar. Lo único que le interesaba era el consejo de que repeliese definitivamente al herido, no viéndolo más. Sus ojos volvieron á humedecerse.
—¡Echar á ese pobrecito!... Tú no puedes comprender ciertas cosas; tú mandas en los afectos con la misma arrogancia que disponías antes de las personas. ¿Crees que puedo abandonarlo? Soy su madre á pesar de todo, y una madre ya sabes cómo tolera y perdona. El infeliz no tiene la culpa de sus malos pensamientos: fuiste tú quien se los sugirió. Además, eso pasará; yo tengo la esperanza de que se desvanecerán sus disparatadas ideas.
La suposición de abandonar al inválido excitó su piedad, dando á sus palabras un tono amoroso.
—¡Qué sería de él! No conoce á nadie: está solo en el mundo; los otros oficiales viven en su patria, tienen familia... Antes podía ir en busca de Clorinda; ahora «la Generala» se ha marchado, y sólo le quedo yo, ¡la única!... ¿Y quieres que lo olvide? Tú no le conoces bien: eres su enemigo. Yo recuerdo con delicia su época de inocencia. Era igual á mi hijo; no, tenía algo más: un agradecimiento, una veneración reconcentrada que yo no había conocido nunca. Olvidas la fragilidad de su existencia. El hace lo mismo: no conoce su verdadera situación; siente las ilusiones de una juventud sana; cree contar con muchísimos años. ¡Pobre! ¡El esfuerzo que me cuesta fingir enfado, repelerle indignada por los deseos que ha puesto en mí... en mí, que sólo quiero ser su madre!
Este tono de dulce lástima hirió á su oyente. Alicia parecía sentir el remordimiento del que presencia las últimas horas de un condenado á muerte y tiene que negarle la satisfacción de su postrer capricho. Se lamentaba como la enfermera que no puede dar al moribundo lo que pide entre hipos de agonía.
Miguel creyó adivinar el secreto de las últimas entrevistas entre la dama maternal y su ahijado. Tal vez ella le hablaba de su salud, dejando por un momento de halagarlo en sus ilusiones, descubriéndole el peligro en que estaba su existencia; y el otro, con el ardor suicida de la pasión, imploraba lo mismo que un niño que ha puesto toda su felicidad en la conquista de un juguete: «¡Una vez; una vez nada mas!»
Estaba convencido de que así era en la realidad. Lo leía en los ojos de ella, que á su vez pareció adivinar lo que pensaba el príncipe, ruborizándose levemente.
—¡El mal que me has hecho!—repitió—. Debo alejarlo de mí, y no puedo separarme de él. Sería un crimen que lo dejase abandonado á su destino. Tú no sabes lo que significa para mí esta lucha continua... A veces lo veo cuando ronda mi casa; lo contemplo oculta detrás de los visillos de una ventana, y me dan ganas de llorar. ¡Parece tan triste!... Me acuerdo de mi hijo, que también vivió solo, más abandonado aún que él, que tal vez se interesó por alguna mujer, ansiando muchas cosas sin llegar á poseerlas, y siento deseos de llamarle, de gritar: «Ya que eso es tu ilusión, niño mío, el último anhelo de tu vida, ¡toma!... ¡toma, y sé feliz!» Pero pienso en su salud, pienso en otras muchas cosas, y contengo mis impulsos, y lloro, dejándole que vague en torno de mi casa creyéndose olvidado, cuando le recuerdo á todas horas. ¡Ay! ¡Que Dios me dé fuerzas! ¡Que no pierda la calma, y pueda resistir á mi bondad absurda!... Algunas veces lo dudo.
—¡Oh, Alicia!...
El príncipe lanzó esta exclamación con tono desesperado. Su presentimiento pasaba á ser una realidad; veía ya á aquel jovenzuelo moribundo poseyendo lo que él no había podido alcanzar. Sus ojos reflejaron una cólera homicida.
Esta expresión hostil molestó á Alicia, transformándola en otra mujer. Reaparecieron en ella la mirada dura y la voz cortante que habían acompañado su llegada.
—Acabemos. He venido para devolverte tu dinero. ¿No quieres recibirlo? ¿Insistes en tu negativa?... Yo encontraré el medio de que lo aceptes. ¡Buenas noches, Miguel!
Efectivamente, había cerrado la noche, y el príncipe la vió perderse en la penumbra de la calle por donde había llegado; una calle sin otra luz que la de un macilento reverbero azul.
Pensó un momento en cerrarle el paso, suplicante y humilde... No iba á verla más: estaba convencido de ello. Pero al mismo tiempo tuvo la percepción de la inutilidad de su insistencia. Quería ser olvidada por él; aquella entrevista sólo había sido para suprimir todo lo que quedaba entre los dos como rastro del pasado... Y dejó que se alejase.
A partir de este día, la existencia del príncipe carecía de objeto. Algo se había roto en su interior: la voluntad, desmenuzándose en polvo, que envolvía sus sentidos como una niebla. ¿Qué hacer?... Ni el más angosto sendero quedaba abierto ante su iniciativa. Alicia le odiaba como si fuese un enemigo. ¡Adiós para siempre!... Quedaba el otro, pero este hombre era invulnerable para él.
Le bastaba recordar lo ocurrido en el castillo de Lewis, para ver cortados todos sus intentos de acción. Maldijo aquel sentimentalismo eslavo, confuso é incoherente, igual al de su madre, que no le permitía insistir en la maldad, haciéndole caer, cuando menos lo esperaba, en exageradas sumisiones. ¡Ay, sus lágrimas de arrepentimiento! ¡Aquel beso en la mano del adversario!... Si evitaba el volver al Casino, era por no encontrarse con Martínez y aquellos dos capitanes que habían presenciado el incomprensible final del duelo... Ya no sabía imponer su voluntad; la antigua dureza de su carácter se había disuelto en la catástrofe de sus deseos.
Volvió á encerrarse en Villa-Sirena, para no ver á nadie. Odiaba á las gentes y al mismo tiempo pensaba con cierto miedo en las disimuladas sonrisas que podían saludar su paso, en los comentarios que surgirían á sus espaldas.
Don Marcos era el único compañero de esta soledad; y Lubimoff, que en los primeros días sólo cruzaba con él contadas palabras, acabó por desear que volviese pronto de Monte-Carlo, al cerrar la noche, para oir sus noticias, que en otro tiempo hubiese considerado insignificantes. Entablaban largas conversaciones sobre lo que ocurría en el Casino ó sobre los acontecimientos del mundo. Era la curiosidad del preso ó del enfermo, que agranda el interés de las cosas con una desorientación producto de la inmovilidad y del encierro.
El coronel concedía cada vez menos importancia á los sucesos de la vida ordinaria. Toda su atención la había concentrado en las costas del Atlántico y la opuesta ribera oceánica.
—¡Siguen llegando!—decía alegremente, luego de saludar á su príncipe—. Continúa el desembarque de los americanos: una verdadera cruzada. Son centenares de miles; son millones... ¡Y pensar que muchos ignorantes consideraban un bluff lo del envío de los ejércitos de América!
Se indignaba de buena fe contra la tal ignorancia, olvidado ya de sus escepticismos de meses antes.
—¡Un gran país!... Y ese Wilson, ¡qué hombre!
Ahora creía al pueblo americano capaz de realizar todo lo que se propusiera, por inaudito que fuese; pero sus ideas tradicionales le impedían sentir un largo entusiasmo por algo colectivo y abstracto, sin fisonomía humana. El antiguo partidario de la monarquía absoluta prefería á los individuos: un hombre que pensase por los demás, imponiéndoles sus órdenes. Y á las pocas palabras, su entusiasmo por la democracia americana lo recogía para depositarlo reconcentrado sobre la cabeza de Wilson.
—¡El primer hombre del mundo!
Se humedecían sus ojos con un fervor de idólatra al leer los discursos del Presidente; agotaba todo su léxico de palabras laudatorias para expresar su admiración por este personaje que hacía desnudar la espada á un gran pueblo, desinteresadamente, en defensa de la justicia y la libertad, y profetizaba al mismo tiempo un porvenir de paz para los humanos, sin naciones rapaces que amenazasen la vida de los humildes y los débiles.
Una noche encontró algo nuevo para hacer patente su admiración.
—¡Qué poeta!
Lubimoff, á pesar de su melancolía, empezó á reir. ¡El presidente Wilson un poeta!...
Don Marcos, balbuceando ante la risa de su príncipe, intentó explicarse. No encontraba la palabra exacta para precisar su pensamiento, pero insistió, considerándolo justo. Un poeta era para él un vidente que dice cosas muy hermosas sobre el futuro de los hombres; un profeta que sueña en la cumbre, abarcando con la mirada lo que no puede ver el vulgo hormigueante á sus pies; un ser que, al hablar, sea en la forma que sea, consigue que parpadeen de emoción los ojos de los que le escuchan, mientras un escalofrío corre por sus espaldas.
Se enredó su lengua al decir esto, pero á través de los balbuceos surgía una firme convicción, incapaz de rectificarse.
—En fin, yo me entiendo. Para mí, es un poeta: un hombre con alas... con unas alas muy largas.
Volvió á reir el príncipe. ¡Wilson con alas!... Se imaginó al Presidente con un sombrero de copa, sus lentes, su sonrisa bondadosa, y saliéndole de la espalda del chaqué dos triángulos enormes de plumas iguales á las que llevan los ángeles en los cuadros de la pintura religiosa. ¡Gracioso coronel!...
Luego quedó pensativo, mientras su rostro tomaba una expresión grave.
—Tienes razón—dijo—. Le veo con alas, unas alas tal vez demasiado largas. Gran cosa para volar, ¡pero cuando se ha de vivir entre los hombres, marchando sobre el suelo!... Temo que le arrastren; temo que se las pisen algún día encontrándolas molestas...
Y no hablaron más.
El príncipe quiso romper esta clausura que se había impuesto voluntariamente. ¿Por qué seguir en Villa-Sirena, cerca de unas personas que ocupaban á todas horas su pensamiento y no deseaba ver?... Lo mejor era volverse cuanto antes á París. Los cañones de largo alcance seguían tirando sobre la capital; casi todas las semanas, escuadrillas de aviones alemanes hacían una excursión nocturna sobre ella, arrojando explosivos. Tal viaje ofrecía el aliciente de la emoción y del peligro á este solitario, atormentado en su robustez por una existencia inmóvil y monótona, sin otra novedad que el rumiar de nuevo sus recuerdos.
Todas las mañanas, al levantarse, formulaba el mismo propósito: «Me voy á París.» Pero el viaje se iba retardando de semana en semana. Era la abulia del enfermo que hace proyectos de vida activa, y apenas intenta realizarlos, vuelve á caer sin fuerzas, y los aplaza para un porvenir indefinido.
Los detalles más insignificantes se agigantaban ante su voluntad enferma. Debía ir á Niza para que le reservasen un sitio en la oficina de coches-camas. Pensaba en enviar á don Marcos; luego desistía, encontrando preferible ir él mismo. Y pasaban las semanas sin realizar este breve viaje, preliminar del viaje á París, pareciéndole ambos igualmente largos. El, que por tres veces había circunnavegado el planeta, se encogía de cansancio al pensar en la lentitud de los trenes impuesta por la guerra, en las diez y seis horas de ferrocarril.
Una tarde, aburrido de sus magníficos jardines, siempre iguales, del silencio de su casa desierta, de las distracciones crecientes del coronel, que constantemente tenía algo que hacer en Monte-Carlo ó en el pabellón del jardinero, se lanzó á pie hasta la ciudad y tuvo un encuentro.
Sus pasos le llevaron maquinalmente hacia los bulevares altos, cerca de la calle donde estaba Villa-Rosa. Al darse cuenta quiso retroceder, y entonces fué cuando vió venir por la acera opuesta al teniente Martínez, en la misma dirección que seguía él momentos antes.
Le pareció más alto, más fuerte, como envuelto en un halo de gloria. Su uniforme era el mismo, rapado y envejecido por varios años de guerra, pero el príncipe lo vió enteramente nuevo y con un brillo deslumbrador. Todo en su persona resultaba magnífico y parecía iluminar las cosas con su contacto. Tal vez su rostro estaba más exangüe y anguloso, pero Miguel se imaginó que irradiaba cierto esplendor interno, compuesto de satisfacción y de orgullo. Una especie de máscara impalpable, de envoltura astral, le hermoseaba, dándole una segunda fisonomía, apolónica y triunfadora.
Se cruzaron sin saludarse. El teniente fingió no verle, mientras Lubimoff le seguía con una mirada interrogante. ¿Qué es lo que había de nuevo en este hombre? Dudó de su falta de salud, de su peligrosa situación que tanto preocupaba á los médicos. ¡Todo mentiras, para interesar á las damas! Se fijó en la firmeza arrogante de su paso, en el aire de jovenzuelo con que agitaba el junco que le servía de bastón.
Al perderlo de vista aún lo vió mejor. Su imaginación fué evocando vigorosamente ciertos detalles sobre los que había resbalado insensible su mirada. Algo surgió con un relieve doloroso en su memoria: varias rosas, un pequeño grupo de rosas que el militar llevaba sobre el pecho, entre dos botones de su uniforme. ¡Un oficial con flores! Eso era lo que había herido sus ojos desde el primer instante, con tal extrañeza, que perturbó su visión. ¡Ay, estas flores!...
Pasó el resto del día pensando en ellas. Al tenderse en su lecho, la obscuridad simplificó la maraña de pensamientos y dudas que se revolvía en su cerebro. Lo vió todo con una nitidez fría y cortante. «¡Ya ha sido!»
Saltó de la cama y encendió luz, paseando furiosamente por su dormitorio.
—¡Ya ha sido!...
Repetía las mismas palabras con una obsesión cruel: se arrepintió de su generosidad, como si fuese un crimen. «¿Por qué no lo maté?» Luego volvía á su afirmación con un acento plañidero, considerando irreparable lo que ya había sido. Y por mucho tiempo, en la lobreguez que invadió de nuevo el dormitorio, sonaron las maldiciones del príncipe, alternadas con rugidos de orgullo y angustias de llanto.
Al día siguiente persistió su convicción. La gracia pueril de la mañana, que infunde optimismos, fué muda para él. ¿Cómo saber la historia de este suceso sospechado y temido, pero que nunca creyó llegara á realizarse?...
Una desesperada curiosidad le hizo pasar el día entero en Monte-Carlo. Volvió á encontrarse con Martínez. El oficial siguió adelante, apartando su mirada para no verle; pero el príncipe creyó sorprender en sus ojos una expresión fugitiva de lástima generosa, la conmiseración hacia un rival desgraciado é inofensivo. También llevaba flores: indudablemente distintas á las del día anterior.
Lubimoff repitió mentalmente sus lamentos de la noche: «Sí, ya ha sido.» Imposible la duda. Pero no se le ocurrió matarlo, ni arrepentirse de su generosidad. ¡Todo inútil! Sólo pensó con envidia en las gentes de abajo, en los impulsivos que sienten con simpleza sus pasiones, sin el estorbo del honor y la palabra empeñada; en los hombres que saltan por encima de leyes y costumbres, y cuando quieren matar, matan.
Lo había visto más demacrado que nunca, con unos ojos de fiebre: pero ¡ay, aquella máscara impalpable de vanidad juvenil, de triunfo, de satisfacción, que irradiaba en torno de su cabeza un nimbo de gloria!...
En la noche, Toledo se vió repelido bruscamente por su príncipe al intentar comunicarle una carta que había recibido de París. El administrador se impacientaba: pedía una contestación á Su Alteza sobre la venta de Villa-Sirena.
—No sé; déjame en paz... Lo mejor será que trate esto directamente. Iré mañana á Niza para arreglar mi viaje á París... Mañana no; pasado mañana.
No pudo explicarse por qué concedió un día más á su inacción: fué un diferimiento maquinal, sin motivo alguno. Al día siguiente, después del almuerzo, se arrepintió, pero ya era tarde para encontrar al chófer que le había servido la tarde del duelo, y que don Marcos acababa de ascender al rango de «proveedor de Su Alteza».
¿Adónde ir, seguro de no tropezarse con las personas que ocupaban su recuerdo?... Cuando empezaba á caer la tarde se dirigió á las terrazas del Casino. Un concierto al aire libre atraía enorme concurrencia. No era fácil que Martínez y la otra se exhibiesen ante esta muchedumbre.
Se imaginó vivir en los tiempos de paz; haber retrocedido á uno de aquellos inviernos privilegiados que empujaban hacia la Costa Azul á los ricos del planeta. Las dos terrazas estaban llenas de gente de buen aspecto. El cañoneo de París y los ataques de los gothas mantenían en Monte-Carlo á muchas damas elegantes que en otro tiempo hubiesen considerado perdido su honor al permanecer en esta ribera calurosa pasado el invierno.
Faltaban sillas; gran parte del público estaba sentado en las balaustradas y las escalinatas. En torno del kiosco de la orquesta había una masa de suaves colores, formada por los sombreros femeninos, los trajes primaverales, los inquietos abanicos. Frente á las terrazas se extendía el mar entre promontorios color de rosa. Las velas lejanas parecían arder, enrojecidas por el sol moribundo. La música se amplificaba voluptuosamente al resbalar sobre la epidermis violeta del Mediterráneo y el cristal opalino de la tarde.
Nadie pensaba en la guerra; era una calamidad de otras tierras y otros cielos. Hasta los convalecientes con uniforme, que vivían esta hora dulce, respirando la brisa salada, escuchando los quejidos de los violines y rodeados de mujeres vistosas, parecían no acordarse. Muchos ojos seguían el avance por la línea del horizonte de un rosario de vapores pintarrajeados, como bestias fabulosas, á los que daban escolta varios torpederos. Pero el arrullo de la música penetrando al mismo tiempo por los oídos quitaba toda significación á este medroso disfraz de los buques y á la lentitud recelosa con que se deslizaban frente á la costa del placer.
Cuando, después de las siete, terminó el concierto, las terrazas se despoblaron. Unicamente siguieron en los bancos algunas parejas, que retardaban el instante de la separación conversando quedamente en el silencio azul del crepúsculo.
El príncipe pudo marchar de un extremo á otro del paseo más bajo, sin tener que sufrir el contacto de la muchedumbre.
De pronto se detuvo, con una sensación de sorpresa y dolor, como si acabase de recibir un golpe en el pecho. Por la amplia escalinata que pone en comunicación á ambas terrazas descendía una pareja. Su instinto los reconoció á los dos antes que su mirada. Un militar, el teniente Martínez... ¡y ella!
Iba de luto, lo mismo que la había visto junto á la iglesia; pero caminaba con menos resolución, encogida y temerosa al verse en este sitio ocupado poco antes por casi todos los vecinos de la ciudad.
Hablaban mientras descendían con lento paso. Abstraídos en contemplar el mar, no torcieron su vista hacia el sitio en que permanecía inmóvil Lubimoff. Tomaron una dirección opuesta al llegar abajo, y el príncipe pudo seguirles.
Sintió que un poder extraordinario de adivinación aguzaba sus facultades; una doble vista que le permitía ver y estudiar los rostros de los dos, á pesar de que marchaba á sus espaldas.
¡Ay, este paseo! Era el ansia de luz y de aire libre que se experimenta después de un encierro dulce; la necesidad insolente de mostrar la propia dicha en público, cuando empiezan á resultar pesadas las horas felices, por su monótona repetición; el deseo de prolongar á la vista de todos la intimidad secreta, con el incentivo de tener que fingir, ocultando los verdaderos sentimientos.
Miguel consideró indiscutibles sus adivinaciones. Era el oficial, sin duda, quien había propuesto este paseo. ¡El orgullo de marchar por un lugar público con una dama célebre, pensando al mismo tiempo en sus nuevos derechos!... Ya no pudo dudar más de la imagen que le había hecho rugir en el silencio de la noche... ¡Había sido!... ¡Había sido!
El aspecto de ella repelía toda duda. Marchaba con cierto desaliento, como el que se ve obligado á seguir adelante contra sus fuerzas. Vió su rostro sin verlo. Era triste, profundamente triste, con la melancolía del caído que tiene conciencia de su abyección y la considera sin remedio, por ser obra de un fatalismo irresistible, por estar sus causas más allá del radio de la voluntad.
Ladeaba la cabeza hacia su acompañante para mirarle. Debía ser una mirada de prisionera agradecida que quiere olvidar las miserias del remordimiento y se siente contenta sensualmente en la vergonzosa esclavitud. Mientras su alma se encogía ante el recuerdo, su cuerpo se inclinaba con una atracción material hacia aquel otro cuerpo, buscando instintivamente el contacto que hacía reflorecer su juventud con una nueva primavera; primavera triste, como lo son las sorpresas del destino, pero más dulce que las horas cenicientas de la soledad.
El odio, la repugnancia, la indignación por la dicha ajena, hicieron detenerse al príncipe. ¿Para qué seguirlos?... Podían volver la cabeza y verle. Se avergonzó al pensar en un encuentro. ¡Miserables!... Debía existir alguien en lo alto que castigase estas cosas.
Y se alejó de ellos, caminando hacia el otro extremo del paseo para bajar al puerto de La Condamine.
Iba á salir de la terraza, cuando ocurrió algo á sus espaldas que le hizo detenerse. Los grupos sentados en los bancos se levantaban precipitadamente, y luego de hablar corrían hacia el mismo sitio de donde venía él. Oyó gritos, gentes que se llamaban. Una noticia parecía circular por los dos planos del jardín, haciendo surgir personas de los senderos, de los grupos de palmeras, de las murallas de vegetación.
Lubimoff se dejó arrastrar por esta alarma, volviendo sobre sus pasos. Vió de lejos una mancha creciente y bullidora, un grupo al que se iban uniendo las filas serpenteantes de curiosos que bajaban corriendo las escalinatas. El jardín, momentos antes despoblado, vomitaba personas por todas sus aberturas.
Al aproximarse al grupo, pudo oir los comentarios de varios curiosos sueltos que instruían á los que llegaban.
—Un oficial convaleciente... Iba paseando con una señora... De pronto, cae redondo... lo mismo que si lo hubiese herido un rayo... Ahí está.
Sí; allí estaba Martínez, en el centro de la masa humana, como una pobre cosa, tendido en el suelo, guardando la misma actitud de su caída, con el cuerpo en forma de Z: la cabeza en ángulo recto sobre su pecho, las piernas dobladas trazando otro ángulo. Lubimoff avanzó hasta asomar sus ojos sobre la primera fila de mirones estupefactos. Un ronquido continuo, un estertor de pobre bestia agonizante salía de su boca espumosa. En el cuerpo inmóvil, la única manifestación de vida era aquel aullido repitiéndose con una regularidad cronométrica, sin cambiar de tono.
Los oficiales abandonaban á sus compañeras para meterse en el centro del corro. Al reconocer á Martínez, su sorpresa tomaba una expresión acariciante y fraternal.
—¡Antonio!... ¡Antonio!
Se inclinaban sobre él para hablarle al oído, como si durmiese; pero Antonio no escuchaba. Uno de sus ojos permanecía oculto en la tierra del paseo; una piedrecita había saltado sobre los párpados del otro. Todo un lado de su uniforme estaba blanco de polvo. El feroz ronquido era lo único que respondía á los cariñosos llamamientos.
Un médico militar salido de la masa tomaba sus manos, examinando su pulso con un gesto de impotencia. Le habían dado muchos ataques como éste; deseaba que no fuese el último...
Arrodillada en el suelo vió á Alicia, absorta por la sorpresa, mostrando las sinuosas líneas de su dorso bajo las ropas de luto, olvidada de todo lo que existía en torno de ella, fijos sus ojos en aquel hombre que minutos antes marchaba á su lado hablando, sonriendo, convencido de que la vida es una felicidad, y ahora estaba tendido en el polvo, anguloso y flácido, como una pobre cosa que se vacía entre estertores.
Se levantó, avisada por el instinto, no queriendo permanecer á la vista de la gente en aquella postura. Sus ojos enormes, inexpresivos, asustados, fueron mirando alrededor, sin reconocer á nadie. Al encontrarse un momento con los de Miguel parpadearon, suplicantes. Pero el príncipe se ocultó detrás de la primera fila de curiosos, agachando su cabeza, y los ojos de ella siguieron adelante en su visión circular, nuevamente apagados, creyendo sin duda en un error de la ilusión.
Al quedar de pie Alicia, las gentes se la mostraban. Esta era la dama que acompañaba al oficial. Algunos la reconocían, repitiendo su nombre: «la duquesa de Delille». Por instintiva repulsión, ó por el cobarde deseo de no verse mezclados en «historias», nadie la hablaba, dejándola sola en el centro del grupo, con sus ojos estupefactos que imploraban un auxilio, sin saber cuál.
Personas de buena voluntad empezaron á desarrollar sus iniciativas autoritarias.
—¡Aire!... ¡dejen aire!
Daban empellones para hacer mayor el círculo en torno del caído; pero inmediatamente se volvían hacia éste, ordenando socorros inútiles, y otra vez se estrechaba el espacio, llegando los pies de los más avanzados junto á la boca aulladora del moribundo.
Una jovencita había trotado espontáneamente hasta el bar de la entrada del Casino, volviendo con un vaso de agua.
—¡Antonio!... ¡Antonio!
Los arrodillados compañeros le llamaban en vano, pugnando por entreabrir sus mandíbulas y obligarle á beber. Su boca repelía el líquido, para seguir repitiendo el doloroso rugido.
Empezaron á llegar señoras de las salas de juego, atraídas por la noticia. Todas conocían á la duquesa; y la miraron con cierta hostilidad, después de contemplar al moribundo. El príncipe oyó fragmentos de sus comentarios: «Un pobre que vivía milagrosamente... La más leve emoción... Esa mujer...»
Más allá del grupo correteaban los guardias del jardín transmitiéndose órdenes. Habían aparecido los bomberos, aquellos bomberos que, según el rumor público, se filtraban mágicamente á través de los muros del Casino para llevarse á los jugadores caídos en las salas.
Esta vez les faltaba la camilla. Los curiosos se apartaron para abrir paso á una extraordinaria novedad. Un carruaje de alquiler iba avanzando por las terrazas, lugar vedado á los vehículos.
Lubimoff vió cómo se elevaba la duquesa repentinamente sobre las cabezas del gentío. Acababa de subir al carruaje y se mantuvo de pie en él, con la mirada perdida y un rostro inexpresivo de sonámbula. Tal vez había hecho esto sin reflexión; tal vez el médico militar la invitó á subir, creyéndola de la familia del enfermo. Varios hombres con uniforme levantaron el cuerpo inánime del oficial.
Continuaba su ronquido desgarrador.
Y entonces, ante la muchedumbre, que no podía ver con sus ojos estupefactos, Alicia procedió como si estuviese sola. Acababa de dejarse caer en el asiento, é hizo que pusieran sobre sus rodillas aquel cuerpo igual á un cadáver. Ella misma, mientras lo sostenía con un brazo, dobló con el otro la aulladora cabeza, haciéndola descansar en uno de sus hombros.
El carruaje se puso en marcha lentamente hacia el hotel de los oficiales, seguido de una gran parte del público. El médico iba á pie, recomendando al cochero que marchase despacio.
Miguel la vió pasar, rígida, los ojos agrandados por el asombro, la boca crispada por el dolor, con aquel moribundo en sus rodillas. Su actitud era la misma de la madre divina al pie de la cruz, pero con algo impuro y vergonzoso en su pena que hacía inadmisible la imagen. «¡Oh, Venus dolorosa!»
No pudo continuar sus pensamientos. Se sintió empujado rudamente por una mujer con uniforme. Era Mary Lewis que corría, abriendo todo el amplio compás de sus piernas, para alcanzar al carruaje. Esta amazona del bien siempre llegaba á tiempo para encontrarse con el dolor.
Lubimoff vió como se alejaba poco á poco el vehículo con su orla de gentío. La marcha hasta el hotel iba á resultar interminable; todo Monte-Carlo presenciaría su paso.
Se sintió triste, muy triste. Aquel oficial era su enemigo; ¡pero la muerte!...
Alicia le inspiraba menos conmiseración. Sonrió con una sonrisa perversa al contemplar por última vez el carruaje y su séquito que iba en aumento.
Como escándalo, no era flojo el que acababa de dar la duquesa de Delille.
XI
Dos días después, Lubimoff vió salir, una mañana, al coronel, vestido de negro.
Iba al entierro de Martínez. El y Novoa, como españoles, tenían el deber de acompañar al héroe en su último viaje sobre la tierra.
A la vuelta relató al príncipe sus impresiones, con una concisión dolorosa. Unos cuantos oficiales convalecientes habían seguido al féretro. El profesor y él eran los únicos acompañantes con traje civil; pero aquellos muchachos heroicos y amables le obligaban á presidir el duelo, por ser coronel y compatriota del difunto.
Describió el cementerio de Beausoleil, á media falda de la montaña en cuya cumbre está La Turbie. A causa de la guerra, habían tenido que ensancharlo con varias mesetas formando escalinata, y desde estas explanadas se abarcaba un paisaje magnífico: Monte-Carlo y Mónaco á vista de pájaro, Cap-Martin avanzando sobre las olas, y el infinito del mar subiendo y subiendo, hasta confundirse con el cielo. Un monumento con un gallo en su cúspide, arrogante y victorioso, guardaba los restos de los combatientes muertos por Francia. Don Marcos aún estaba conmovido por sus propias palabras, dichas en medio de un profundo silencio ante la puerta de esta tumba común que iba á tragarse para siempre el cadáver de Martínez.
—Hablé para hombres—dijo Toledo con orgullo—, para hombres estropeados por la guerra; un público de héroes... No ha habido en el entierro una sola mujer.
Esto fué lo más interesante para el príncipe: «Ni una mujer.» Y volvió á preguntarse una vez más qué sería de Alicia.
Al caer la tarde, cuando estaba paseando por sus jardines, vió venir á lady Lewis precedida del coronel.
Se refugió el príncipe en su casa. La enfermera llegaba indudablemente con un grupo de convalecientes ingleses, deseosa de corretear entre los árboles, de coger flores, y él se sentía falto de fuerzas para escuchar su parloteo de pájaro herido y alegre, aquel contento tenaz que se prolongaba, á través del dolor, hasta los umbrales de la muerte.
Subía el príncipe la escalera para ocultarse en sus habitaciones altas, cuando le alcanzó el coronel; y antes de que éste le hablase, lo interpeló con violencia. No quería ver á la enfermera... Que pasease con sus ingleses por todos los jardines: podía disponer de ellos como si fuesen de su propiedad; pero que le dejase tranquilo.
—Marqués—dijo Toledo—, la lady viene sola y necesita hablar con Su Alteza. Tiene algo importante que decirle.
El príncipe y la enfermera ocuparon unos sillones de junco fuera de la casa, en una plazoleta rodeada de frondosos árboles. Una fuente reía bajo el desgrane de su perezoso surtidor.
La luz verdosa reflejada por la arboleda hacía á lady Lewis más débil y exangüe. Los restos de su vida parecían concentrarse en sus ojos antes de huir perdiéndose en el espacio como un flúido incautivable. El príncipe iba olvidando su reciente cólera. ¡Pobre lady!...
Volvió á sentir por ella ternura y respeto. Su miseria física acababa por convertir la lástima en esa admiración que inspira siempre el sacrificio desinteresado.
Ella, acostumbrada á vivir entre los grandes dolores, á presenciar catástrofes, tenía en poco las conveniencias que rigen la vida ordinaria, y habló inmediatamente, con cierta rudeza militar, del motivo de su visita.
Venía de parte de la duquesa de Delille. Había pasado los dos últimos días en Villa-Rosa, durmiendo allí para no abandonar un solo momento á Alicia. Su desesperación primeramente y luego su abatimiento le inspiraban miedo. Había intentado matarse.
—¡Pobre mujer!... Al fin se serenó, viendo la verdadera luz, reconociendo su camino. Estoy satisfecha de haberlo logrado con mis palabras.
Los ojos interrogantes de Lubimoff quedaron fijos en la inglesa. ¿Qué luz y qué camino eran estos?... Pero otra cosa le interesaba más: la causa de su visita, aquella misión que le había encargado la duquesa para él.
Lady Lewis adivinó sus pensamientos.
—Me ha pedido que le vea, príncipe; es su último deseo al huir del mundo. Le suplica que se olvide de ella, que no la busque nunca, y sobre todo que la perdone por el daño que le ha causado involuntariamente. Su perdón es lo que reclama con más vehemencia... Cuando yo le diga que usted no la odia, esto le devolverá la tranquilidad que necesita para su nueva vida.
Miguel quedó absorto. ¿Perdonar?... Alicia no le había causado ningún daño. Era él mismo quien se atormentaba con sus deseos y sus desilusiones. De persistir en sus ideas de meses antes, cuando abominaba de las mujeres, no habría sufrido la menor alteración en su cuerda existencia. Además, ¿dónde estaba? ¿no podía verla?...
Estas preguntas las interrumpió lady Lewis. Continuaba sonriendo dulcemente, pero su voz reveló la firmeza de una voluntad inquebrantable.
—La duquesa ya no vive en Monte-Carlo; he arreglado todo lo referente á su viaje. Soy la única que conoce su paradero, y no lo revelaré á nadie. No la busque, deje que marche en paz hacia la verdad; imagínese que ha muerto... como han muerto otros, como mueren y seguirán muriendo en nuestra época tantos miles de seres á cada nuevo sol... Perdone y olvide. ¡Pobre mujer!... ¡es tan desgraciada!
Lubimoff comprendió que resultarían inútiles todas sus preguntas. Su curiosidad, por insinuante que fuese, se estrellaría contra esta reserva. Alicia había desaparecido para siempre... ¡para siempre!
Esto le hizo considerarse más triste, más sólo. Experimentó junto á esta amazona del dolor humano una confianza igual á la que había debido sentir la de Delille en los dos últimos días. Era un deseo de confesarse con ella, un impulso instintivo de abrirle el alma, como si de esta mujer que llevaba á los lechos de muerte un regocijo frívolo de pájaro pudiese surgir el consejo de la suprema sabiduría.
Movió el príncipe la cabeza, murmurando palabras de afirmación: «Sí; perdonaba.» No quería dejar sobre la otra el más leve peso de su dolor; lo guardaba todo para él... Pero á continuación no pudo resistir el empuje de este mismo dolor deseoso de exteriorizarse, y sintió extrañeza ante las palabras que se le escapaban, atropellando su voluntad.
—¡Yo también, lady, soy muy desgraciado!
La enfermera no manifestó asombro ante tal confidencia. Continuó sonriendo, y dijo lacónicamente:
—Lo sé.
Su sonrisa se fué transformando en un gesto de dulce piedad, de conmiseración protectora, como si el príncipe fuese un niño necesitado de sus consejos.
Había adivinado su desgracia mucho antes de que la duquesa le hablase en sus horas de desesperada confesión. Se creía desgraciado por contrariedades de amor; pero esta desgracia sólo era la envoltura de otra más verdadera y profunda que residía en él, sólo en él.
Intentaba mantenerse apartado de sus semejantes, ignorando las preocupaciones de éstos, enquistado en su egoísmo, queriendo prolongar sus goces de los años tranquilos al margen de la humanidad, que sufría una de las mayores crisis de su historia. Era comprensible este alejamiento en un cobarde, dominado por el instinto de conservación; pero él era valiente. Podía tolerarse en un hombre cargado de hijos, que siente á todas horas el imperioso deber de su subsistencia y sufre miedo; pero él estaba solo en el mundo.
—Todos somos desgraciados, príncipe. ¿Quién no conoce ahora el dolor y la muerte?
Y habló monótonamente de las propias desgracias, como si recitase una oración, mientras su sonrisa se iba borrando: aquella sonrisa que animaba la fealdad anémica de su rostro con una luz vagorosa de aurora.
Seis hermanos suyos habían muerto en una tarde. Pertenecían al mismo batallón, y ella recibía la noticia de las seis muertes al mismo tiempo. Treinta y dos individuos de su familia estaban bajo tierra. Muy pocos de ellos eran militares; llevaban una existencia de placeres antes de la guerra, disfrutaban de grandes riquezas y títulos: su vida resultaba tan dulce como la del príncipe Lubimoff... ¡pero al verse llamados por el deber!...
Nadie escoge su lugar antes de venir al mundo; ninguno puede decidir cuál será su patria y cuál su linaje. Nacemos arriba ó abajo, á capricho del azar, y amoldamos la historia de nuestra existencia al sitio que nos designó el acaso. Tampoco puede nadie escoger su época. Los que nacen en períodos de paz, cuando la humanidad permanece en calma y el salvajismo prehistórico dormita dentro del caparazón formado por las civilizaciones, son dichosos; tan dichosos como los que vienen á la vida en una casa poderosa y se ven exentos de batallar por la subsistencia.
—Pero cuando nacemos en una época de locura—continuó—, debemos resignarnos y amoldarnos á ella, sin huir el hombro á la carga penosa. Tenemos el deber de sufrir para que otros sean felices después, como sufrieron los antepasados por nosotros.
¡Su dolor al recibir la noticia de aquella muerte en masa de sus hermanos!... Ella no se tenía por un ser extraordinario; era simplemente una mujer como todas, y lloró, entregándose á la desesperación. Luego, una idea iba esparciendo por su pensamiento cierta frescura bienhechora. ¡Si hubiesen hombres inmortales!... Entonces sí que resultaría horrible la desesperación, al pensar que el muerto podía haberse librado de la muerte manteniéndose lejos del peligro. Pero nadie era inmortal.
Morir bajo el proyectil ó bajo el microbio, era morir lo mismo. Sólo variaba la postura, y para muchos ofrecía mayor seducción volver á la tierra de un modo fulminante, en plena embriaguez heroica, con una idea generosa en el pensamiento, que extinguirse lentamente entre sábanas, frente á una pared, manchado y envilecido por todas las suciedades de una materialidad que empieza á disgregarse.
Era el santo miedo, guardián de nuestra conservación, el que perturbaba á las gentes, ocultándoles la terrible verdad que existe al término de toda vida. Las gentes cuerdas consideraban una locura el ir al encuentro de la muerte. Muy bien si la muerte fuese algo inmóvil que sólo pone su mano en el que se le acerca... Pero si el hombre no va en su busca, ella corre con pasos de cien leguas en busca del hombre. ¿Quién puede adivinar el momento del encuentro?... Lo mejor era despreciarla, no concederle el tributo de un recuerdo continuo, engendrador de angustias y miedos.
Además, la muerte en el lecho resultaba una muerte infructuosa y estéril. ¿A quién podía servir, aparte de los herederos?... La otra muerte por una idea, aunque fuese errónea, representaba una afirmación, un acto de energía y de fe, y con la suma de tales actos se va tejiendo la historia noble de la humanidad.
El príncipe admiró la sencillez con que esta mujer casi moribunda ensalzaba el heroísmo de la vida despreciando á la muerte.
Había colocado su pensamiento en lo alto, más allá de los egoísmos y los deseos que forman la trama de la vida ordinaria. Si todos hiciesen lo que les conviene únicamente, la humanidad en masa no tendría por qué considerarse superior á los animales.
La lady poseía un ideal: sacrificarse por sus semejantes; servirles aun á costa de su existencia. Casi se congratulaba de la guerra, que la había ayudado á encontrar el verdadero camino. En tiempo de paz hubiese hecho lo que todas: uniendo su suerte á la de un hombre, para tener hijos y constituir una familia. El egoísmo amoroso resume el mundo en dos seres; el egoísmo de la madre no reconoce nada interesante más allá de su prole. Unicamente cuando llega la vejez y se han desvanecido las perspectivas ilusorias de la vida se reconoce la gran verdad, ó sea que hay que interesarse y sacrificarse por todos los que existen... Pero la piedad de la vejez es infructuosa y corta. Mary Lewis se consideraba feliz por haberse lanzado desde el primer momento en la buena dirección, sin el largo rodeo de los otros para llegar tarde á la verdad.
—Yo he tenido mi novela, como todos.
Dijo esto con sencillez, pero al mismo tiempo la poca sangre que le restaba animó su rostro con tenue rubor, como si fuese á confesar algo extraordinario.
Un hombre estudioso la amaba; un antiguo secretario de su padre el gobernador colonial. Sólo una vez se habían confesado este amor. Luego continuaron su vida como siempre, guardando cada uno su secreto, poniendo la realización de sus ilusiones en un porvenir indeterminado... Pero llegaba la guerra.
El había corrido de los primeros á alistarse como voluntario: «Mary, soy soldado.» Y Mary había respondido: «Hace usted bien.» Se escribían de tarde en tarde breves cartas. Tenían cosas más importantes que hacer. El no poseía la hermosura y la fuerza del héroe, como los hermanos de lady Lewis. Hasta sospechaba ésta que su aspecto era poco militar, á causa de los torpes movimientos de una vida vegetativa acostumbrada á encorvarse sobre la mesa de escribir. Pero cumplía su deber, y más de una vez le habían citado por sus frías audacias.
Nunca se realizarían los deseos de los dos. Aunque ella alcanzase á vivir después de la guerra, continuaría su existencia presente en los hospitales civiles, en los países remotos azotados por las epidemias. El tal vez se casase con otra, ó tal vez permanecería fiel á su recuerdo, dedicándose por su parte á remediar el dolor de los hombres. Mas vivirían alejados, yendo adonde les llamase su deber, pensando á todas horas uno en el otro, pero sin verse, como los monjes letrados y las religiosas apasionadas que en otros siglos llenaban su existencia con una amistad espiritual sostenida desde sus lejanos monasterios.
Miguel volvió á admirar esta abnegación. Lady Lewis pertenecía al pequeño grupo de elegidos que desconocen el egoísmo y ansían sacrificarse por el bien; á las eternas santas que existieron antes del nacimiento de las religiones, y que continuarán floreciendo lo mismo cuando la duda haya acabado de arruinar las creencias actuales.
—Usted es un ángel—dijo el príncipe.
—No—protestó ella-: yo soy una amorosa, una gran amorosa.
Lubimoff sonrió con cierta lástima.
—¿Amorosa usted, lady?...
Ella siguió hablando, como si le molestase la extrañeza de su oyente. ¿Qué era el amor de los otras mujeres comparado con el suyo? Ponían su ternura, su deseo de sacrificio, en un solo hombre. Más allá de él no encontraban nada digno de interés. Ella amaba á todos los hombres, ¡á todos! hasta aquellos enemigos que había cuidado muchas veces en las ambulancias del frente. Estaban engañados; y si realmente habían sido perversos y deseaban continuar siéndolo, ella sólo les veía en su estado actual, tendidos en una cama, con las carnes rotas, amenazados por la muerte. Eran unos desgraciados nada más, y esto bastaba para que olvidase su origen.
Deseaba el triunfo de los suyos, porque los otros representaban la exaltación de la fuerza brutal, la divinización de la guerra, y ella quería que no hubiese más guerras. ¡El amor imperando sobre el mundo entero!... Harta desgracia era que los hombres no pudieran suprimir con igual facilidad la pobreza, el dolor y la muerte, divinidades negras que nos toman al nacer y con las que batallamos hasta el último momento.
—Yo amo todo lo que vive: las personas, los animales, las flores. ¿Qué es al lado de esto el amor entre hombre y mujer, que las gentes consideran el único amor y no es mas que el egoísmo de dos seres apartados de sus semejantes, viviendo sólo para ellos?... Mi amor también es un egoísmo, lo reconozco; tal vez algo peor: un orgullo. ¡Si usted conociese mis alegrías cuando he salvado de la muerte á uno de mis flirts, á uno de esos pobres heridos que no veré más!... No me admire, príncipe, no me compadezca. Soy únicamente una pobre mujer: ¡nada de ángel! Además, muy mala; tengo mis remordimientos, como todos.
—¡Usted, lady!...—volvió á exclamar el príncipe con un gesto de incredulidad.
Y ella, para que el otro no dudase, se apresuró á contar el gran pecado de su existencia. Viajando por Andalucía había visto al borde de un río unos muchachos que intentaban ahogar á un perro vagabundo, arrojándole piedras. Mary cayó sobre ellos, loca de cólera, apaleándolos con su quitasol. Uno de los chicuelos lloró, arrojando sangre por las narices... Este mal recuerdo había perturbado muchas de sus noches. Ahora no podía ver á un niño sin acariciarlo con la vehemencia del remordimiento.
También había sostenido disputas en varios países con los carreteros que golpean á sus bestias, con los dueños de hotel que no le permitían guardar en su habitación los perros y gatos sin dueño encontrados en las calles.
Antes de la guerra, su lástima era toda para los animales. La humanidad sabe defenderse. Pero ahora, las matanzas de seres uniformados desviaban su dulce ternura hacia los hombres. Estaban más faltos de cariño y protección que las pobres bestias.
El recuerdo de sus flirts, que á estas horas se removían en sus camas cubiertos de vendajes, ansiosos de la presencia de lady Lewis, ó permanecían en un banco con los ojos inmóviles vueltos hacia el sol, negándose á pasear por faltarles el suave apoyo de su brazo, le hizo abandonar su asiento. «¡Adiós, príncipe!» Los enamorados la esperaban.
Puesta de pie, recordó el motivo de su visita, hablando de nuevo con aquel tono que revelaba su firme voluntad.
Era inútil que buscase á la duquesa. La pobre, después de tantas desorientaciones en su vida, acababa de encontrar el verdadero sendero, el mismo que ella, más afortunada, había seguido en plena juventud. La virgen dolorosa habló con naturalidad del pasado de Alicia. Lo conocía todo. En el silencio de Villa-Rosa, la otra se había confesado desesperadamente, sin que la enfermera sintiese escándalo ni asombro. ¡Qué representaba esta catástrofe moral de una simple persona, cuando el mundo veía á cada minuto los más inauditos crímenes!...
—Partió esta mañana, y está muy lejos... ¡muy lejos!—dijo la lady—. Es posible que jamás vuelvan á verse... Yo le escribiré que usted la perdona, y esto le proporcionará la tranquilidad que necesita en su nueva existencia.
El príncipe la fué acompañando hacia la salida de sus jardines. Durante el camino volvió á lamentarse. Necesitaba exteriorizar el desaliento en que le había dejado la resistencia de la inglesa á decirle el paradero de Alicia.
—Soy muy desgraciado, lady.
—Lo creo—contestó ella—. Mis desgracias son más grandes que las de usted, pero las sobrellevo mejor.
Para Mary, la vida era á modo de una balanza. En un platillo caía el infortunio: nadie se libraba de este peso; pero había que equilibrar el espíritu colocando en el platillo opuesto algo grande, un ideal, una esperanza. Ella había encontrado el contrapeso necesario: el amor á todo lo existente, el sacrificio por los semejantes, la abnegación en todos los momentos.
¿Qué tenía el príncipe para contrabalancear las sacudidas del destino?... Nada. Seguía viviendo como en los años de paz, pensando únicamente en él. Era todavía como habían sido los demás hombres antes de que la guerra los sacase de su individualismo egoísta, haciendo reflorecer las virtudes de la solidaridad y el sacrificio. Por eso bastaba un simple obstáculo á sus deseos, un desengaño amoroso, algo que sólo puede perturbar la vida de un adolescente, para que se considerase desgraciado... ¡Ah, si tuviera un ideal superior! ¡Si pensara menos en él y más en los hombres!
Se estrecharon los manos junto á la verja.
—¡Adiós, lady!—dijo el príncipe inclinándose.
De estar don Marcos presente, hubiese reconocido esta voz. Era la misma de la tarde del desafío, cuando encontró á la inglesa con los dos ciegos; una voz hermosamente grave, en la que parecían gotear lágrimas.
Toledo sólo apareció algunos instantes después, saliendo del pabellón del jardinero, para encontrarse con el príncipe, que regresaba pensativo hacia su «villa».
Lubimoff habló para darle una orden con tono duro.
—Me marcho á París... Quiero salir mañana; arregla lo necesario.
Luego, al fijar sus ojos en el coronel, continuó, con voz más dulce:
—Creo que nunca volveré aquí... Voy á vender Villa-Sirena.
XII
Don Marcos desciende por los jardines públicos hacia la plaza del Casino, en conversación con un militar.
Ya no es el ceremonioso coronel que besaba manos viejas y nobles en los salones de juego y asistía como inevitable comensal á los almuerzos de todas las familias linajudas de paso en el Hotel de París. Nada recuerda en su persona los levitones forrados de terciopelo, los sombreros de seda blanca y demás esplendores de su elegancia original. Va sobriamente vestido de obscuro, y su aspecto tiene algo de rústico; revela al hombre que vive en el campo, gusta de cultivar la tierra y se siente cohibido al volver á la existencia urbana. Lleva puestos los guantes, lo mismo que en sus buenos tiempos; pero ahora es por necesidad. Sus manos le recuerdan cierto exiguo jardín en torno de una «villa» diminuta, con cinco árboles, doce rosales y unos cuarenta arbustos más, que conoce uno por uno, dándoles nombres propios, cuidándolos y regándolos fervorosamente hasta encallecer sus dedos.
El militar también marcha como un hombre de campo, mirando á todos lados curiosamente. Un áspero bigote cubre su labio superior, uno de esos bigotes duros y agresivos que surgen después de largos años de continua rasura. Su uniforme es viejo, desteñido por el sol y las lluvias. El paño amarillento tiene el color neutro de la tierra. Su brazo derecho pende inerte del hombro y se mueve al ritmo del paso, con el vaivén de las cosas inanimadas. La mano va cubierta de un guante cuya rigidez acusa el relieve de algo duro y mecánico. La otra mano se apoya en un garrote, y una pipa humea en su boca. Sobre sus bocamangas casi se confunde con el color de la tela un breve y único galón de oficial.
—Diez meses y veinte días—dice Toledo—que Su Alteza salió de aquí... ¡Qué de cosas han ocurrido!
El militar es el príncipe Lubimoff: un Lubimoff que parece más fuerte, más sereno y decidido que el del año anterior, á pesar de su brazo artificial. La cabeza tiene las mismas canas de antes, discretamente esparcidas; pero el bigote, al crecer libremente, ha surgido casi blanco.
Las patillas del coronel son de la misma tonalidad. Con la desaparición de sus elegancias cesaron igualmente los cuidados de tocador, y el gris discreto de un teñido prudente ha dejado paso al blanco de una franca vejez.
Don Marcos señala la plaza hacia la que se dirigen los dos.
—¡Si hubiese visto Su Alteza esto la noche del armisticio!
La noticia del triunfo hacía correr á todas las gentes. Bajaban de Beausoleil, subían de La Condamine, llegaban del peñón de Mónaco. Por primera vez después de cuatro años, se iluminaban de arriba á abajo las fachadas del Casino, de los hoteles y cafés. La plaza estaba repleta de gente. Todos parpadeaban deslumbrados, después de la larga noche en que les había tenido sumidos la amenaza submarina. Unos cuantos instrumentos de cobre rugían la Marsellesa, y la muchedumbre, siguiendo las banderas de los países aliados, daba vueltas en torno del «queso», como las falenas alrededor de la luz, no queriendo salir de la plaza.
De pronto se había formado una larga línea danzante, una farándula, que empezó á correr y saltar, agrandándose en cada una de sus contorsiones. Todos se agregaban á ella, por el contagio del entusiasmo; el oficial unía su mano con la del soldado; las graves señoras levantaban las piernas y perdían el sombrero; las señoritas tímidas gritaban, con los cabellos sueltos; los rostros femeninos tenían esa expresión de locura entusiástica que sólo se ve en los días de revolución. Los cojos saltaban, los ciegos creían ver, los mancos se agarraban con sus muñones á la fila serpenteante. La Marsellesa parecía un himno milagroso, comunicando á todos una nueva fuerza. ¡La paz!... ¡la paz!
En una de sus evoluciones, la cabeza de la humana serpiente remontaba las gradas del Casino, La farándula quería meterse en el atrio, en las salas de juego, para arrastrar entre sus anillos al público, á los croupiers, á las mesas. Toda actividad interesada debía cesar en esta hora de generosa alegría.
—¡Ay, los jugadores! ¡Qué enfermedad la del juego, marqués! Al llegar á la plaza se quitaban el sombrero ante las banderas, faltaba poco para que llorasen, cantaban una estrofa de la Marsellesa. «¡Viva Francia! ¡Vivan los aliados!...» Y á continuación se metían en el Casino para apuntar su dinero al mismo número de la fecha celebre ó á otras combinaciones sugeridas por la paz.
Los porteros, con aire de viejos gendarmes, formaban en masa heroicamente para rechazar con sus pechos, sus panzas y sus puños la farándula revoltosa que pretendía introducirse en el solemne palacio. Parecían indignados. ¿Cuándo se había visto tamaña insolencia?... Buena era la paz, y el pueblo debía regocijarse; ¡pero meterse en el Casino como un motín danzante, para interrumpir el funcionamiento de una industria honrada!... Y habían acabado por repeler gradas abajo aquella fila de señoras desgreñadas por el entusiasmo, de militares condecorados que olvidaban repentinamente sus enfermedades v sus heridas.
El príncipe y Toledo llegan á la plaza y se dirigen á la izquierda del Casino, donde está el Café de París.
Lubimoff se sienta á una mesa, en un ángulo saliente del café que las gentes apodan «el Promontorio». El coronel permanece derecho. Ha pasado la tarde con el príncipe, y necesita volver á su casa. Ya no tiene la independencia de antes; alguien vive con él, y su nueva situación le impone obligaciones ineludibles.
Ve con la imaginación la casita que habita en lo alto de Beausoleil, rodeada de un pequeño jardín. Todo es suyo por escritura pública. Pero la suerte de su propiedad no le inquieta: nadie se llevará sus paredes y sus árboles. Lo que le tiene nervioso es cierto suboficial americano, joven y membrudo, que siente la manía de pasear en torno de su vivienda, y ciertos ojos claros que le siguen hambrientos desde una ventana, cierta boca carnuda que le sonríe, ciertas manos que él cree haber sorprendido de lejos arrojando una flor, y cuya propietaria le grita furiosa todos los días para convencerle de que ha visto visiones.
Don Marcos se ha casado.
Pocas semanas después de marcharse el príncipe, un gran cambio se realizó en su existencia. Villa-Sirena era ya de aquel nuevo rico, constructor de autocamiones y aeroplanos, que también había comprado el palacio de París. El coronel, al darle posesión, sólo se acordó de alabar los méritos del jardinero y su familia.
Lubimoff, antes de marcharse al frente, se había ocupado de la suerte de su «chambelán», asegurándole una pensión de diez mil francos al año y enviando además cierta cantidad para que comprase una casa. Ya que deseaba morir en Monte-Carlo, debía tener su pequeña Villa-Sirena.
Al poco tiempo de jardinear en su propiedad, viendo abajo la plaza del Casino, Toledo fué en busca de Novoa. Era su mejor amigo; además, era español, y tenía el deber de servirle en la circunstancia más importante de su vida. Lo necesitaba como padrino de boda. El profesor quedó estupefacto al enterarse de que se casaba con la hija del jardinero. ¡Una muchacha que podía ser su nieta!... Era desafiar al destino, correr á sus años en busca de la desgracia que ya presagiaba su nombre.
—Piense usted, don Marcos, que la juventud tiene sus derechos.
—Y la vejez sus deberes—contestó el coronel con bondad, resignándose ante el porvenir.
Ahora, de pie ante el príncipe, balbucea con timidez y confusión porque va á abandonarlo.
—Me espera Madó: la pobrecita sale muy poco. Le gusta que la lleve por las tardes al concierto en las terrazas. Son las cinco.
Y cuando el príncipe asiente con un movimiento de cabeza, echa á andar precipitadamente. Luego, más lejos, casi empieza á correr cuesta arriba, jadeando y sin sentir el cansancio. Desea llegar á su casa pronto, y tiene miedo de llegar. Madó sólo le convence cuando está al alcance de sus gritos. Se estremece pensando que puede de nuevo ver visiones.
Al quedar solo el príncipe, se borran poco á poco de sus ojos el vaso que tiene delante, las mesas inmediatas, el gentío sentado en torno del «queso». Su visión se contrae y se hunde, para contemplar otras imágenes que guarda su memoria.
Llegó en la mañana á Monte-Carlo. Sólo van transcurridas unas horas, ¡y ha visto tanto!...
Recuerda unas frases de su amigo Lewis; frases tristes, dichas en uno de los almuerzos en Villa-Sirena: «La vida es rara y desigual en su curso. Transcurre el tiempo sin que surjan sucesos extraordinarios, y de pronto, las horas valen meses, los días son años, y pasan en unos minutos cosas que en otras ocasiones necesitarían siglos...» ¡Qué de muertes en el espacio relativamente breve que le separa de su última salida de Monte-Carlo!...
Lubimoff ve en su memoria el corto y agitado período después de su llegada á París: su ingreso en la Legión extranjera, el grado de subteniente concedido al antiguo capitán de la Guardia imperial, su ida al frente después de haber distribuído y colocado el millón y medio producto de la venta de Villa-Sirena, la dura vida de campaña, los combates, la muerte acompañando con una generosidad lúgubre los avances de la ofensiva triunfal. Recuerda su encuentro con un legionario que le llama y al que tarda en reconocer: ¡Atilio Castro! Un Castro que ya no sonríe irónicamente, que contempla la vida con gravedad y parece convencido ahora del valor de sus acciones. Como pertenecían á distintas compañías, ya no se vieron más. Un anochecer lo encontró después de un combate, pero tendido en el suelo entre otros cadáveres, con la frente rota, la masa cerebral al descubierto. El rictus de la muerte era en él una sonrisa serena. ¡Pobre Castro!... ¿Qué sería de doña Clorinda?...
El príncipe deja de pensar en esto. Otros cadáveres le atraen. Evoca una visión reciente: su llegada á Monte-Carlo después de haber vivido mucho tiempo en un hospital. Al bajar del tren, Toledo examina con emoción el brazo mecánico que disimula imperfectamente el brazo amputado. Ha sufrido varios meses las consecuencias de una herida fatal y estúpida, recibida sin gloria pocos días antes del armisticio.
Sube á la risueña casita de don Marcos, que será, la suya mientras permanezca aquí. Allá abajo, avanzando sobre el mar, encuentra el promontorio de Villa-Sirena, que es de otro, y vuelve la vista para evitar que renazcan ciertos recuerdos. Esto hace que tropiece con los ojos de Madó, la señora de Toledo; unos ojos que consideran sin duda más interesante al príncipe Lubimoff bigotudo, avejentado y con uniforme, que cuando era el elegante amo de sus padres. ¡Pobre coronel!... Y huye de la mirada tentadora, de la boca carnuda y purpúrea que parece desafiarle al sonreir.
Después del almuerzo sigue un camino que asciende por la montaña formando ángulos; ve un muro de piedra, pasa una puerta, contempla un instante un monumento rematado por un gallo enorme.
Toledo se descubre. ¡Paz á los héroes! Luego señala la entrada de la fúnebre construcción.
—El pobre Martínez está ahí.
Bajan por unas gradas de piedra á una segunda sección del cementerio, escalonado en la montaña. En esta meseta sólo hay tumbas á ras del suelo, losas sepulcrales guardadas por un rectángulo de cadenas ó simplemente con orlas de flores. Un instinto estético parece influir en la parquedad de los ornamentos. Desde estas explanadas se ve una gran extensión de costa verde moteada de blanco por las «villas» y las poblaciones; los Alpes de color de rosa, los cabos de rocas purpúreas, el azul profundo y denso del Mediterráneo, el azul flúido y suave de un cielo sin nubes. Y las tumbas sonríen en esta Naturaleza esplendorosa, difundiendo, al entreabrirse bajo la acción del calor, un ligero vaho de sebo, un tufillo de estearina líquida.
Busca el coronel entre ellas, leyendo los nombres.
—Aquí, marqués.
Señala una losa con una simple inscripción: «Mary Lewis.»
—Lo mismo que un pájaro, Alteza. Un amanecer la encontraron muertecita en su cama del hospital. No dió un grito, no se quejó; se fué como había vivido... Las enfermeras cuentan que el cadáver sonreía; un cadáver ligero como una pluma.
En torno de la tumba se ennegrecen varias coronas, lo mismo que si las hubiese chamuscado un incendio. Toledo rebusca entre estas ofrendas de las compañeras de la difunta, hasta señalar un manojo de rosas frescas que empiezan á marchitarse.
—Debe ser de lord Lewis—sigue diciendo—. Cuando le va mal en el Casino, sube á ver á su sobrina. Su Alteza sabrá seguramente que, con la muerte de lady Lewis, él es ahora lord... verdaderamente lord.
Levanta el príncipe sus hombros. ¡Vanidades humanas en este lugar, que da á todas ellas un carácter grotesco!...
Don Marcos adivina su impaciencia, y mientras descienden dos escalinatas más, va dando explicaciones.
—La inglesa se fué antes que la otra; por eso la enterraron arriba. ¡Han muerto tantos en los últimos meses!...
Llegan á la última meseta del cementerio, la más baja, un campo cuadrado de tierra rojiza, en el que no hay losas, ni columnas truncadas, ni cadenas. Pequeños montículos que afectan la forma de un féretro indican el lugar de las sepulturas. Algunos tienen cruces de madera. De una de éstas pende el retrato de un soldado joven en el centro de una corona depositada por sus padres.
Dos hombres asoman su busto á ras del suelo y vuelven á hundirse después de vaciar sus palas: abren una tumba para alguien que va á llegar. Miguel se fija en el campaneo lúgubre que viene de abajo, desde una iglesia de la ciudad invisible, á través del éter vibrante y luminoso.
El coronel insiste en sus explicaciones.
—Es una sepultura provisional, sin losa, sin nombre. Con motivo de la guerra, era imposible enviar la muerta á París. Estará aquí el tiempo que exige la ley, y luego, esa señorita que es su heredera la trasladará al panteón del cementerio de Passy, donde está enterrada su madre.
Duda un poco examinando los montículos, y al fin se detiene ante uno de ellos, quitándose el sombrero.
—Aquí es.
Lubimoff no puede contener su extrañeza. «¿Aquí?...» Ve un túmulo de tierra sin adorno alguno, sin nada que lo diferencie de los otros, y que no le infunde ninguna emoción. Mira con inquietud á su acompañante. ¿No se habrá equivocado?... ¿No estarán ante la sepultura de un pobre militar muerto de sus heridas?
El coronel, ofendido por la duda, repite con energía: «Aquí es.» Se acuerda de que fué el único hombre que figuró en el entierro. Tres enfermeras, la señorita Valeria y él, nada más, siguieron el féretro hasta estas alturas.
¡Pobre duquesa de Delille!... Se conmueve Toledo al recordar su muerte inesperada. Lady Lewis la había enviado al frente. Su nacimiento en los Estados Unidos facilitó que la admitiesen en el personal sanitario de las divisiones americanas que se batían en Château-Thierry.
Escuchando el príncipe las explicaciones de don Marcos, recuerda una confesión de Alicia. Era torpe de manos; su voluntad, ansiosa de hacer el bien, flaqueaba por falta de medios materiales en el momento de la acción. Sin duda por esto la habían expedido á las pocas semanas otra vez á la Costa Azul, para que prestase sus servicios en un hospital más tranquilo que las ambulancias del frente.
Toledo no la había visto. Vivía en las inmediaciones de Monte-Carlo sin que él lo sospechase. La primera noticia que tuvo de ella fué la de su muerte; una muerte que deja pensativo al coronel siempre que la recuerda.
Se infectó con un instrumento de cirugía que acababa de ser empleado en una operación. Tal vez fué por torpeza de sus manos; tal vez... ¡quién sabe! Don Marcos cree que la duquesa estaba cansada de vivir.
—Una muerte horrible, marqués. Yo no la vi: celebré no verla. Me contaron que estaba negruzca é hinchada. Además, pasó muchas horas de suplicio, apoyándose en la cabeza y los talones, hecha un arco, sobre la cama, con el cuerpo dilatado por los más atroces sufrimientos. El tétanos. ¡Morir así una gran dama tan hermosa, tan elegante!... Pero en medio de tales suplicios tuvo serenidad para dictar sus disposiciones testamentarias. La señorita Valeria ha heredado Villa-Rosa y varios centenares de miles de francos: todo lo que ganó ella una noche en el Sporting. En cuanto á Su Alteza...
Le interrumpe el príncipe con un ademán. Sabe hace tiempo, por las cartas de don Marcos, que Alicia se acordó de él en su último instante, dejándolo heredero de sus minas de plata en Méjico, de todo lo que poseía al otro lado del mar: nada por el momento, tal vez en el porvenir una fortuna casi igual á la que Lubimoff tenía antes en Rusia.
Permanece con los ojos fijos en la sepultura. Ve sobre las laderas del túmulo un musgo fino, un bosque minúsculo que abre sus ramajes al soplo de la primavera, y entre cuyas hojas se mueven diminutas flores. Unas mariposas negras ó verdes moteadas de rojo aletean sobre esta selva rumorosa de vida naciente, como aletearon las monstruosas aves prehistóricas sobre las primeras vegetaciones del planeta.
Miguel establece una relación entre estos insectos y el espíritu que habitó el organismo que se deshace cerca de sus pies, bajo un metro de tierra. Sus colores variados y desacordes le hacen pensar en el alma de la muerta. También, minutos antes, otra mariposa blanca revoloteando sobre las flores traídas por Lewis le ha hecho ver el alma pueril y sublime de lady Mary.
Ahora, sentado en el café, su emoción es mayor que en el cementerio. Ve las cosas á través del recuerdo, espiritualizadas, limpias de los sedimentos de la realidad.
¡Pobre Alicia! ¡pobre engañada de la vida!... La Venus triunfadora, la Helena del «banco de los viejos», la beldad centro de lo existente, ansiosa de admiración más que de amor, está en un mísero cementerio, entre cadáveres de soldados, y tal vez aceleró con voluntaria torpeza su salida de un mundo en el que no encontraba lugar, repelida por sus propias acciones.
Nuestra existencia no es mas que un resultado de la voluntad. Formamos la vida á nuestra imagen; en vano nos quejamos contra el destino: somos lo que queremos ser. Alicia sólo podía terminar de un modo extraordinario, de acuerdo con su existencia anterior. El también ha vivido como no viven los demás hombres, y morirá con una muerte distinta á la de ellos.
No siente dolor ni despecho. Se extraña de haber podido odiar á Martínez y deseado á esta mujer con tanta vehemencia. Sólo conoce ahora la melancolía de una tristeza enorme con el recuerdo de estos seres que ya no son, que empiezan á morir segunda vez al quedar olvidados por los que les conocieron. Unicamente pueden inmortalizarse en la memoria del príncipe, pobre memoria destinada á perecer á su vez dentro de unos años.
Intenta con la imaginación atravesar la masa de tierra que cubre á la muerta; pretende ver en la más densa de las sombras. Sólo han transcurrido unos meses de descomposición: su personalidad aún no se ha disuelto enteramente. La ve como era en la vida y al mismo tiempo como es ahora. Su carne se deshace en arroyuelos pútridos que corren por los pliegues de las ropas chamuscadas. Forzosamente sonríe á todas horas en la obscuridad: ya no tiene labios. Sus ojos sirven de abrigo á las prolíficas moscas de la tumba, que engendrarán millones de millones de destructores. Y este anonadamiento de algo que existió, pensó y amó está aún en sus preliminares.
A los devoradores de las partes blandas sucederán los irresistibles artífices del hueso. Miriadas de trabajadores microscópicos laborarán el esqueleto, limpiándolo de las últimas impurezas adheridas á su andamiaje, desmontando las sabias articulaciones, raspando el cemento que adhiere las vértebras. Un día, la mandíbula inferior se despegará, rodando hasta la cavidad abdominal, una mandíbula cuyos dientes conocieron el esplendor de la sonrisa y la caricia del beso. Otro día, el cráneo, al partirse en piezas el espigón que le sirvió de soporte, rodará también, confundiéndose con el polvo de los costillares, con los huesecillos de los pies que marcaron el ritmo de un paso ondulante. Dentro de unos siglos, las revoluciones y las guerras tal vez sacarán á la superficie este cráneo. ¿Por qué no?... Lubimoff acaba de ver en el frente numerosos cementerios removidos por el cañón, con los muertos emergiendo de la tierra, tal como los levantó el estallido de las granadas... Y cuando alguien, en lo futuro, con la eterna curiosidad del príncipe shakespiriano, tome en su diestra el cráneo de Alicia, no podrá decir si perteneció á una dama ó á una moza de posada, si fué de una beldad ó de una negra...
Miguel evoca con irónica tristeza sus ilusiones y sus deseos concentrados en esta nada, y siente la necesidad de olvidar el cadáver. Sus ojos, que miran hacia dentro, ven la minúscula vegetación, los pintarrajeados insectos, todo lo que la primavera ha puesto sobre una tumba sin nombre. Esto es lo que una vida que se consideró superior á las otras ha dejado como único rastro de su existencia. Tal vez en la corola de las florecillas hay una gota del alma de Alicia, y las mariposas la beben para continuar su ebrio revuelo sobre las tumbas.
¡La primavera! El príncipe levanta su pensamiento sobre el dolor individual. Recuerda lo que ha visto en un pedazo de mundo asolado por la bestialidad de los hombres: ciudades en ruinas; pueblos que sólo levantan sus muros un metro sobre el suelo, como las urbes descubiertas después de un cataclismo; granjas incendiadas; campos interminables esterilizados, perforados, vueltos al revés por un cañoneo de cinco años; muchas tumbas... miles de tumbas... millones de tumbas. Las mujeres, vestidas de negro, van por los caminos titubeando á través de los escombros y de los embudos abiertos por los proyectiles monstruosos. Perdieron sus hijos, vieron fusilar sus maridos; ahora exploran el suelo en busca de su casa que fué...
Pero el invierno de la guerra ha terminado; ya llega la primavera de la paz. Y la misma mano verde que pone florecillas y mariposas sobre la tumba anónima cuelga olorosas guirnaldas de los muros ennegrecidos por el incendio, tapiza con terciopelo vegetal las pendientes abiertas por las explosiones, hace gorjear los pájaros y rebullir los insectos sobre las sepulturas, guía la serpenteante enredadera por el leño negro de las cruces, como si quisiera convertirlas en tirsos...
¡Ay! La tierra ignora nuestros dolores.
El príncipe sale de su abstracción, y ve al coronel que le saluda de lejos.
Ya está de vuelta, acompañado de madame Toledo, cuya cabeza apenas le llega al hombro. Durante el camino ella ha mirado atrás muchas veces, con la esperanza de verse seguida por el suboficial americano.
Al reconocer al príncipe en el café, olvida al otro, y parece suplicarle con los ojos que abandone su asiento y vaya con ella á las terrazas.
Se alejan los dos hacia el concierto, y Miguel vuelve á caer en su meditación... Recuerda su diálogo con don Marcos poco antes, cuando bajaban del cementerio.
Toledo parece inconsolable. La guerra no ha terminado bien para él. Se muestra escandalizado por el carácter absurdo de su final. ¡Qué tiempos! El fugitivo refugiado en Amerongen le desconcierta y le irrita.
—¡Y yo que le hacía el honor de compararlo con un teniente!... ¡Yo que le consideraba capaz de pegarse un tiro!...
Treinta años aterrando al mundo con el estrépito de su sable y sus bigotes fanfarrones; treinta años de titularse «señor de la guerra», haciendo temblar á los pueblos con su ceño, sus actitudes heroicas y sus frases teatrales; treinta años de preparar millones de hombres para el matadero, obligando á los pueblos á vivir armados en plena paz, y cuando apunta la desgracia para él, cuando considera su existencia en peligro, huye vergonzosamente al extranjero, abandonando á los suyos, lo mismo que un comerciante que hace quiebra fraudulenta.
—¡Es la mentira mayor que ha conocido la humanidad—grita indignado el coronel—, la estafa más grande de la Historia!
Matarse no prueba nada: don Marcos lo sabe perfectamente. ¡Pero hay en la vida tantas cosas que no prueban nada y sin embargo son bellas y lógicas!... La desesperación de los que se suicidan por amor tampoco prueba nada, y sin embargo ha inspirado á la poesía y á las otras artes sus mejores obras. El marino, al perder su buque, se mata; todo hombre de honor que considera su falta irremediable apela á la muerte, para caer en una postura digna.
—Y ese emperador—sigue diciendo Toledo—que ha organizado el exterminio de diez millones de hombres desea llegar á viejo... ¡Ah, sinvergüenza!
El honor militar tal como había venido entendiéndose á través de los siglos lo desconocían también sus generales. Estos especialistas del incendio de poblaciones, estos técnicos del fusilamiento de campesinos, estos artífices del terror, al ver próximo el desastre, se marchaban tranquilamente á sus castillos, como oficinistas que abandonan el trabajo.
De todos estos compañeros del «señor de la guerra», el único digno de respeto era un hombre civil, un comerciante, un judío, el armador Ballin, de Hamburgo, que al ver arruinado el Imperio no quería sobrevivirle y se pegaba un tiro. Mientras tanto, los mariscales de la estrategia fracasada se dedicaban tranquilamente á educar sus perros, escribir sus Memorias y cuidar su salud.
Napoleón, en una de sus últimas batallas, colocaba su caballo sobre una bomba; luego pretendía envenenarse en Fontainebleau. Llamaba á la muerte, y únicamente se decidía á vivir, como un fatalista, al convencerse de que la muerte no quería nada de él. El otro Napoleón, el de Sedán, podía haberse refugiado en Bélgica, abandonando á sus tropas, como lo había hecho el triste César germánico; pero, enfermo y desfalleciente sobre su caballo, prefería galopar solo á lo largo de una carretera barrida por los cañones, esperando la granada que lo hiciese pedazos.
Así entendía Toledo el honor militar, así había sido aceptado en todas las épocas.
Su cólera era implacable contra los generales del Imperio, prontos á correr en la hora mala, y que sólo pensaban en su reputación, lo mismo que los cómicos. Rotas sus líneas, cercados por los aliados, podían haber caído noblemente, peleando hasta el último momento, de acuerdo con sus antiguas bravatas. Pero preferían solicitar un armisticio y entregar sus armas, para que los imbéciles que tanto los habían admirado pudieran seguir creyendo en su divinidad de invencibles y en que sí se retiraban á sus tierras era únicamente por consideraciones de política interior.
¡Lúgubres comediantes, como su amo, hasta el último minuto!...
Y don Marcos, pensando en el miedo que estos hombres han hecho sufrir al mundo durante treinta años, grita coléricamente:
—¡Embusteros!... ¡embusteros!
Otra vez sale el príncipe de su abstracción. Alguien se ha detenido ante él, y oye una voz conocida.
—Alteza, ¡qué alegría verle!... El coronel acaba de anunciarme su llegada.
Es Spadoni: el Spadoni de siempre, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas desde su última entrevista con el príncipe, como si fuese ayer cuando rugía de indignación estudiando al piano Lo que la palmera le dijo al agave.
No quiere sentarse: tiene prisa; ha venido solamente para estrechar la mano de Su Alteza. Ya le verá después con más detenimiento en el Casino. El tiene por indudable que el príncipe va á entrar en el Casino. ¿A qué otro lugar puede ir una persona decente en Monte-Carlo?...
Pasa una rápida mirada por su uniforme, admira su rudo aspecto de soldado.
—He sabido las hazañas de Su Alteza; le preguntaba siempre al coronel... ¡Un héroe!
Lubimoff no tiene tiempo para repeler estos elogios. Spadoni pasa á ocuparse de algo más interesante. La guerra, los héroes... cosas nebulosas y sin sentido. El está por la realidad, y empieza á hablar de un nuevo personaje admirado por él, un portugués que juega fuerte, y cuyo nombre, desde hace unos días, parece llenar las salas, á causa de sus ganancias.
—Yo lo observo; además, es amigo mío y creo poseer su secreto. Imagínese, príncipe...
El príncipe se inquieta, adivinando que le va á describir con toda clase de detalles la combinación del portugués, que ya considera suya. Pero el pianista mira hacia el Casino, balbucea, y acaba por interrumpir su relato. Alguien se aproxima, y él sólo quiere hacer partícipe de su secreto al príncipe. Se despide de él, con la promesa de revelarle la combinación preciosa en un diván de los salones privados, cuando entre en el Casino.
Piensa Lubimoff en su existencia de los últimos meses, en sus aventuras de soldado, en su herida, en todo lo que le ha ocurrido á él y al mundo entero mientras este músico permanecía fijo en Monte-Carlo sin admitir otra realidad que el revoloteo de la Quimera.
El amigo Lewis tiende una mano al príncipe. El es quien ha cortado con su aproximación la facundia del pianista. Los jugadores evitan comunicarse sus secretos, por rivalidad profesional. El tiempo, que parece haber olvidado á Spadoni, dejándolo lo mismo que lo vió Miguel por última vez en su «villa de la tumba», se ha ensañado con Lewis, avejentándolo, como si los meses valiesen años para él.
Está triste por las pérdidas que sufre y por los recuerdos. ¡Aquella sobrina que era toda su familia!... Lubimoff sabe por el coronel que no ha heredado nada de ella. La enfermera gastó toda su fortuna en ambulancias y hospitales. Su título es lo único que corresponde á Lewis. Se cumplió su profecía: ya es el tercer lord Lewis, con el apodo de «el Inútil» que él mismo se ha dado.
Examina al príncipe con una mirada errante, detiene los ojos en su brazo rígido, estrecha después con efusión su mano izquierda.
—Usted es un hombre, Lubimoff. Usted sabe hacer las cosas...
Y en estas palabras hay un reproche contra él, que no puede despegarse de Monte-Carlo, que aquí vivirá y morirá haciendo siempre lo mismo.
Sin embargo, este es un gran día. En la mañana ha recibido la visita de un amigo que viene á vivir con él no sabe por cuánto tiempo, tal vez por dos días, tal vez por dos años; un gran amigo del que no tenía noticia alguna y muchas veces ha creído muerto: el conde, el famoso conde.
Ha llegado hasta el café con Lewis, que no puede separarse de él; ha dado su mano al príncipe como si lo hubiese visto el día antes, sin reparar en su uniforme ni en su mutilación. Permanece silencioso en su silla, pasándose una mano por la cabellera blanca y crespa, fijando sus ojos redondos, de fulgor nocturno, en la gente que circula en torno del «queso».
Lewis cree que debe sentirse contento. ¡Día de sorpresas! Primeramente el conde, después el coronel, que le avisa la presencia de Lubimoff...
Evita hablar de su sobrina; incorpora su tristeza á las tristezas de todos... La paz le ha sorprendido: ¿quién podía esperarla tan pronto, á continuación de la fase más angustiosa de la guerra?...
El conde abandona su inmovilidad para hablar.
—Todo el mundo. Los grandes tratadistas anunciaron desde el principio que la guerra terminaría en el otoño de 1918. Era cosa sabida. Yo lo he dicho siempre, y usted, Lewis, me lo ha oído muchas veces.
Su admirador hace un gesto de extrañeza. Pero no puede poner en duda la ciencia de su sabio amigo, y prefiere admitir que es él quien ha olvidado las afirmaciones del otro. Además, no debió entenderlas. Estos depositarios del porvenir nunca exponen sus verdades con claridad: se niegan á decir las cosas como los simples mortales.
Empieza á decaer la conversación. El inglés piensa en el Casino. Iba á entrar en él, cuando le avisó don Marcos la llegada del príncipe. Tiene á su lado al conde, que vuelve de un viaje misterioso y guarda seguramente el rosario de Satán en cierto bolsillo del pantalón huroneado continuamente por su diestra.
—Después nos veremos en el Casino. Supongo que usted entrará un instante... A ver si hoy me trata bien la suerte, después de tan agradables encuentros.
Y se aleja con el conde hacia el Palacio, donde pasará el resto de su vida como en una cárcel.
Lubimoff se fija en dos soldados italianos que le contemplan desde la acera del «queso». Son dos bersaglieri vestidos de gris, con sombreritos redondos cargados de plumas de gallo. Al notar que el príncipe les mira, se desconciertan, vuelven la espalda avergonzados, se alejan, pero antes sonríen y se llevan una mano al empenachado sombrero.
Recuerda el príncipe una noticia que le dió don Marcos, y los reconoce. ¡Estola y Pistola convertidos en guerreros!... Han venido con licencia á ver á sus familias, y en la noche subirán á la casa del coronel para saludar á su antiguo señor. Parecen más altos, más vigorosos. Unos cuantos meses de guerra han bastado para hacerles saltar de la adolescencia á la madurez. Todo hombre lleva dentro un soldado...
Cuando intenta levantarse para dar un paseo por las terrazas, ve venir hacia el café á un señor que le saluda con violentos manoteos y á continuación se asegura los lentes sobre la nariz.
El príncipe tarda en reconocerle; adivina quién es por el timbre de su voz más que por su rostro... ¡El amigo Novoa! Los meses transcurridos han dejado en él mayor huella que en los demás. Ya no es el varón preocupado de las pompas mundanales, que consultaba al coronel sobre los méritos de sastres y sombreros. Ha vuelto á la esclavitud del pantalón con rodilleras y la corbata de nudo hecho; lleva la barba muy crecida y revuelta. Sigue siendo joven en la voz, en los ojos, en sus ademanes vivaces y torpes, pero va disfrazado de anciano.
Este se alegra más que los otros de ver al príncipe. No cesa de alabar á la casualidad, que ha hecho venir á Lubimoff y que acaba de hacerle encontrar á don Marcos.
—Si tarda usted dos días, príncipe, no tengo el placer de verle. Me voy á mi tierra pasado mañana. Ya tengo bastante de Monte-Carlo. ¡Lo que dejo aquí!... Dinero, ilusiones...
Miguel se muestra discreto. Cree oler en su amigo el desengaño inesperado, la decepción, que necesitamos olvidar para que no continúe atormentándonos. Se acuerda de Valeria, y no ve en la persona del catedrático el menor vestigio que denuncie el roce con la mujer. Es una ruina, un tronco seco; el pájaro que cantaba en sus ramas debe haber volado hace mucho tiempo.
Novoa muestra igual discreción. Contempla el uniforme del otro, su manga ocupada por un brazo falso; pero sólo habla de lo sucedido en los últimos meses de un modo general, con vagas lamentaciones.
—¡Las cosas extraordinarias que han pasado! ¡Cuántos amigos muertos! La vida acaba de ser como uno de esos dramas en los que perecen todos al final del último acto.
El príncipe adivina que Novoa piensa en Alicia y se abstiene de nombrarla para no molestarle. Efectivamente, piensa en la duquesa, pero ésta sólo es un punto de partida para llegar á otra mujer que ocupa su recuerdo.
Al fin habla, dando expansión á su melancolía. Puede contárselo todo al príncipe, porque es el único que conoce su secreto. (Lo mismo le ha dicho al coronel y hasta á Spadoni, al lamentar su desgracia.) Y prorrumpe en desesperadas recriminaciones contra Valeria.
Es otra mujer. Ya no la preocupan los países de amor, donde las mujeres se casan sin dote. Después de muerta la duquesa, es una candidata al matrimonio, que ofrece con la cesión de su mano más de trescientos mil francos. El profesor se ha visto repelido y olvidado. ¡Sus viles súplicas ante la realidad, sus esfuerzos vergonzosos para remediar lo que consideró en el primer momento un pasajero capricho femenil!... No quiere acordarse de tales momentos.
—Todo terminó, príncipe. Ahora anda loca por un oficial americano, y acabará casándose con él. Aquí no hay más hombres que los americanos. Todo es para ellos: hasta el amor. La última modistilla se considera deshonrada si no tiene un soldado de los Estados Unidos para pasear de noche... Todas las tardes, ella y el otro bailan en los hoteles de La Condamine, ó aquí mismo, en el Café de París.
Se interrumpe, como si alguien le hubiese tocado en la espalda. No ve á nadie detrás de él, pero sus ojos, á través de los grupos que ocupan las mesas, encuentran algo que hace temblar su voz.
—Esa es, príncipe.
Miguel no la hubiese reconocido. Ve cómo entran en el café dos señoras, escoltadas por dos oficiales americanos. Una de ellas es Valeria, vestida con un lujo estrepitoso y ávido, como si quisiera resarcirse instantáneamente de sus años de modestia y privaciones.
Empiezan á brillar, enrojecidos, los cristales del café, resaltando sobre la luz suave del atardecer. Una tras otra, se encienden las grandes lámparas del interior. Llegan hasta Miguel lamentos voluptuosos de violines.
—La vida ha cambiado mucho desde que usted se fué, príncipe. Todos sienten un hambre feroz de divertirse. Lo primero que ha resucitado con la paz es el tango.
Después, Novoa piensa en él.
—¿Qué puedo hacer aquí?... Estoy pobre; cuanto tenía en mi tierra lo he dejado en el Casino. Ya he estudiado bastante los misterios del Océano. ¡Lo caros que me cuestan!... He soñado un poco, y voy ahora á reanudar allá mi trabajo mal pagado de jornalero de la ciencia.
Otra vez piensa en ella.
—¿Ha visto usted?... La pobre duquesa, que la hizo cuanto es, arriba en su sepultura, y ella aquí bailando, unos meses después de su muerte.
Siente la áspera indignación, la escandalizada moralidad de todos los despechados.
De tal modo aumenta su cólera, que se levanta de la silla. No quiere continuar en el café. La otra le ha visto, y puede creer que la persigue, que espera su salida para suplicarle. Nunca; bastante tiene con ciertas humillaciones que no quiere recordar.
Se despide apresuradamente. Van á verse dentro de poco; don Marcos le ha invitado á comer en su casita de Beausoleil, convencido de que su compañía será agradable al príncipe.
Toma la mano artificial de éste, y no parece notarlo. Sus ojos y su pensamiento están puestos en los vidrios del café, inflamados en plena tarde, á través de los cuales pasa el cadencioso susurro de los violines. Todavía, al alejarse, repite su protesta.
—La pobre duquesa olvidada arriba... y la otra... ¡qué escándalo! Celebro irme pronto. No la veré más.
Al quedar solo, el príncipe abandona su mesa. Don Marcos va dando indudablemente la noticia de su llegada á todos los que encuentra, y él teme que se presenten otras personas menos interesantes.
Al caminar, se da cuenta de algo que no ha visto antes, cuando le acompañaba el coronel. La bandera de los Estados Unidos flota sobre todos los edificios. Hay en la vía pública tantos rótulos en inglés como en francés. Soldados americanos por todas partes. El uniforme de Lubimoff y los de otros combatientes franceses se pierden en la gran inundación de hombres vestidos de color mostaza. Pasan incesantemente los automóviles ligeros del ejército americano. Son innumerables; se les encuentra en las calles, en los caminos de la costa, subiendo como hormigas roncadoras las faldas de los Alpes. Una vida robusta, alegre, confiada, una vida de veinte años parece reanimarlo todo. El concierto en la terraza lo da una banda de música americana. Los que transitan por las calles silban maquinalmente danzas del otro lado del Océano, canciones de marcha de los soldados de la Unión. La gente se detiene en las plazas para admirar la agilidad de los americanos en mangas de camisa que se envían la pelota y la devuelven luego de captarla entre sus guantes de esgrima.
Mónaco parece conquistado por las tropas de la gran República; una conquista bonachona y simpática, que hace sonreir á los sometidos. Lo mismo Niza y toda la Costa Azul. El príncipe recuerda su breve permanencia en París pocos días antes. También ha visto americanos por todas partes. ¿Cuántos son?... ¿Qué fuerza sobrehumana ha podido crear en unos meses ese ejército que, todavía recién nacido, parece llenarlo todo?...
Un pueblo acaba de levantarse sobre los pueblos de la tierra. Jamás se conoció en la Historia una ascensión semejante. Predomina por la simpatía, por sus actos generosos, por la fuerza benéfica de su actividad; no por el terror, base de todas las grandezas del pasado.
Lubimoff recuerda las dudas de un año antes. Nadie podía creer que un pueblo sin ejércitos improvisase una fuerza militar igual á las de la vieja Europa. Y con sólo unos meses los Estados Unidos creaban y enviaban dos millones de hombres para decidir el éxito de la lucha y la suerte del mundo.
Llegados á última hora, habían pagado con largueza su parte á la muerte. En cinco meses de guerra perecían ciento veinte mil americanos, proporción exorbitante comparada con la de otras naciones durante cinco años de combate.
Miguel, en su silencioso entusiasmo, enumera lo que acaba de hacer por la humanidad este gran pueblo, tenido hasta poco antes por egoísta y positivo, y que se presenta como el más romántico y generoso.
Dos grandes guerras eran los incidentes más notables de su historia: una, interior, por la supresión de la esclavitud; otra, exterior, para impedir la divinización de la guerra, la hegemonía brutal de un pueblo sobre todos, la exaltación de un imperialismo místico.
Por primera vez en la Historia una democracia había intervenido en la suerte del mundo, sometido eternamente á los arreglos de los reyes. Las repúblicas modernas habían vivido hasta ahora una vida interior y modesta. Las guerras de la Revolución francesa eran defensivas. La República de la Convención peleaba por existir, porque todos los monarcas deseaban suprimirla. La República americana se había lanzado á la lucha voluntariamente, sin que ningún peligro inmediato la amenazase, por un imperativo de su conciencia indignada ante los crímenes alemanes, por un deber de su grandeza y su fuerza democráticas.
Antes de armarse, antes de intervenir en el choque europeo, cuando vivía en paciente neutralidad, por ella se ganaban los batallas. Esta guerra era distinta á las otras. Contra Alemania, preparada durante largos años para la lucha, y que había movilizado guerreramente todas sus fuerzas industriales y comerciales, los aliados se batían en los primeros meses como se bate un pueblo valeroso, pero atrasado, frente á una nación moderna. Mucho valor, grandes heroísmos, algunas veces inútiles, ante la fuerza ciega y mecánica de los inventos industriales aplicados á la destrucción.
Si esta desigualdad iba disminuyendo, era debido en gran parte á la República del otro lado del mar. Sus capitanes del dinero hacían préstamos enormes á los aliados; sus capitanes de la industria facilitaban la fabricación del material monstruoso exigido por los demoniacos adelantos militares; sus buques, desafiando la amenaza submarina, traían á Europa el pan, escaseado por la guerra. Y cuando al fin, agotada su paciencia, intervenía directamente en la lucha, ¡qué generosidad la suya!...
Los combatientes de América batallaban por ideales simples y robustos: el derecho á la vida de los débiles, la dignidad y la libertad de los hombres, la desaparición de las guerras, la inteligencia entre los pueblos, el derecho soberano reglamentando la vida de las naciones; cosas que hacían sonreir poco antes á los escépticos del viejo mundo.
Todos los Estados de Europa tenían fronteras que rehacer, pedazos de tierra que exigir. Los Estados de América no pedían nada, no querían nada.
Cada uno de los contendientes, al pensar en la victoria, calculaba las indemnizaciones que debería cobrar para compensarse de sus esfuerzos y sacrificios. La República americana gastaba más que todos los pueblos. El sostenimiento de cada uno de sus soldados le costaba tanto como siete soldados de los otros países, y sin embargo entraba en la guerra y se retiraba de ella sin exigir un reembolso especial.
Lubimoff admiraba su enorme poder después del triunfo. Jamás Imperio alguno del pasado alcanzó tal grandeza: ni la misma Roma.
Era el único país de la tierra industrial y agrícola á la vez. Formaba un mundo aparte dentro del mundo. Podía aislarse del resto del planeta, sin que su vida sufriese. En cambio, el mundo experimentaría una sensación de vacío si la gran República le volvía la espalda.
Sus ciudadanos en armas iban á retirarse sin jactancia y sin ruido, lo mismo que habían llegado, y sin que ella pidiese nada por su esfuerzo. Desaparecerían como en las antiguas leyendas las hadas y los encantadores, que, luego de hacer el bien, tornan á sus misteriosos dominios.
Pasarían los años: la Historia hablaría de este esfuerzo, único por su intensidad y su carácter generoso, y en la Costa Azul y en otros lugares quedaría de esta hazaña mundial un recuerdo desfigurado. Los niños de hoy, convertidos en viejos, harían memoria de cómo aprendieron á jugar á la pelota con unos soldados llegados de una tierra de prodigios al otro lado del mar; las muchachas, hechas abuelas, se acordarían nostálgicamente del novio americano que tuvieron.
Vuelve el príncipe otra vez á calcular la grandeza de este pueblo, el único que puede hacer milagros, como los hacen las religiones en su primera época de exaltación.
La gran República es la acreedora del mundo. Todas las naciones vencedoras le deben sumas fabulosas; Inglaterra es su deudora por miles de millones, Francia lo mismo. Los pueblos más modestos, Bélgica, Servia y otros, han podido vivir gracias á sus préstamos enormes. Aún no se sabe todo; han de pasar años antes de que se conozca la extensión de su generosidad. Este país, que ama el anuncio y la propaganda ruidosa en sus negocios comerciales, es conciso y modesto al hablar de sus actos desinteresados.
Para seguir viviendo desahogadamente después del cataclismo, la humanidad iba á necesitar su apoyo ó su benevolencia.
«Se ha desviado el centro político de la tierra—piensa Lubimoff—. Ya no está en París; tampoco está en Londres. Permaneció en Berlín algún tiempo, con temblores de inestabilidad, y ahora ha saltado el Océano.»
El hombre todavía desconocido que en lo futuro vaya á instalarse en la Casa Blanca por cuatro años, catedrático, abogado, negociante ó agricultor, pesará sobre los destinos del mundo más que todos los gobernantes que llenan la Historia con el estrépito de la gloria guerrera. Su poder se basará en algo más permanente y sólido que la fuerza de los ejércitos. Tendrá detrás de él el trabajo y la riqueza, que crean los ejércitos; la fuerza democrática, que es la fuerza de la opinión.
Ve claramente Miguel el poder irresistible de esta fuerza.
Alemania, á pesar de sus continuos triunfos militares en los primeros años de la guerra, ha acabado por caer vencida. Tenía en contra suya la opinión. El espíritu democrático del mundo entero se alzó contra el Imperio.
Este triunfo de la democracia empieza á verse por todas partes.
«Ya no queda un solo emperador en Europa—sigue pensando—. Los Imperios vencidos quieren ser repúblicas. Todos los reyes olvidan á sus abuelos de derecho divino y pretenden hacerse perdonar su corona imitando la vida simple de un presidente.»
Este aspecto inesperado del mundo le comunica una nueva voluntad de vivir.
Sabe desde hace algunos meses—desde que abandonó Villa-Sirena—que el príncipe Miguel Fedor Lubimoff resulta un personaje pasado de moda. Tal vez, cuando transcurran los años, otros serán como fué él. En el mundo todo vuelve, y las épocas de paz y abundancia producen fatalmente hombres de su especie. Pero ahora existe una humanidad renovada por el dolor y el sacrificio, una humanidad deseosa de vivir, que ambiciona algo nuevo, sin conocerlo exactamente, y trabaja por conseguirlo.
Miguel se contempla con lástima. ¿Qué va á hacer?... ¿De qué puede servir á sus semejantes?...
Recuerda su almuerzo en la casita de don Marcos. Todavía le duelen, como algo vergonzoso, las atenciones del coronel en la mesa, partiendo su carne, cuidándole como á un niño, esforzándose por suplir la ausencia de su brazo.
¡Adiós, príncipe Lubimoff!... Aunque quisiera continuar su existencia egoísta, dedicada por entero al placer, le sería imposible. Es un inválido: se ve muy viejo... Sólo Madó, que no sabe en realidad lo que desea, puede fijarse en él.
Además, se considera pobre. Por primera vez recuerda con cierta satisfacción la herencia que le ha dejado Alicia. No representa nada en este momento, pero ¡quién sabe si algún día!... Se forja la ilusión de que las minas de Méjico pueden reemplazar á su perdida fortuna de Rusia; ¡y entonces!... Siente un deseo vehemente de recuperar la riqueza para hacer el bien; un anhelo que tiene algo de remordimiento. Sabe la ineficacia del esfuerzo individual para remediar las miserias humanas: una gota perdida en el Océano, un grano de arena en la playa. Pero ¿qué importa?... Se contenta con hacer la dicha de cincuenta desgraciados entre los centenares de millones que pueblan la tierra.
Luego piensa en su situación actual. Desde la mañana ha resuelto su modo de vivir. Huirá del pobre coronel, á causa de Madó. ¡Que otros se encarguen de su infortunio!... Se instalará en Niza, en una pensión rusa que dirige una gran dama empobrecida. Hablarán por las noches de los tiempos en que ella era rica, hermosa y deseada; de los bailes de la corte de Petersburgo, en los que tantas veces danzaron juntos. Lubimoff hasta tiene la sospecha de que uno de sus duelos fué por esta patrona de casa de huéspedes.
Los restos de su fortuna le proporcionan una renta para vivir en modesto bienestar. Será uno más entre los náufragos que se retiran á la Costa Azul para acordarse, bajo las palmeras, de sus triunfos olvidados. Su viejo ayuda de cámara le acompañará en este destronamiento.
Tiene ya una ocupación para llenar sus horas. Quiere ser un contemplador de la vida. Celebra haber nacido en la más interesante de las épocas.
Algo va á ocurrir; algo nuevo en la Historia.
Todavía dura la gran polvareda del combate. Es una niebla que desorienta y no permite dominar el contorno entero de las cosas. Los mismos actores del drama reciente están ciegos. Pasarán años sin que esta niebla caiga y se desvanezca, dejando visible el mundo nuevo.
¿Reaparecerá entonces la misma decoración de antaño, con las líneas cambiadas? ¿Habrán resultado inútiles tantos esfuerzos sangrientos para suprimir la violencia, el egoísmo, la ferocidad prehistórica como bases maestras de la sociedad?
El príncipe piensa con amargura en una decepción posible. ¡Ver resurgir incólume la bestialidad primitiva después de un cataclismo aceptado como una renovación!... ¡Contemplar la quiebra de tantos espíritus generosos, de tantas inteligencias nobles que aspiran al triunfo del bien, que desean á los hombres en paz y á los pueblos en dulce sociedad, trabajando contra la guerra, como las corporaciones higiénicas trabajan para evitar las enfermedades!...
La fe en el porvenir le anima de pronto. El mundo no puede ser eternamente igual: las grandes convulsiones, cuando pasan, no dejan el suelo lo mismo que lo encontraron. ¿Van los hijos á degollarse siempre porque sus padres y sus abuelos se degollaron?... ¿Es preciso que se miren con hostilidad por haber nacido á un lado y á otro de un monte, un río ó un bosque que la política bautizó frontera?
Todos tenemos dos patrias: el lugar donde nacimos y el Estado de que forma parte. ¿Por qué no ensanchar generosamente esta concepción con una tercera patria? ¿No llegará una época bendita en que los hombres se hablen de semejante á semejante, sin pensar en si la Historia les ordena odiarse y matarse?... ¿Amando mucho á su tierra natal no podrán ser al mismo tiempo ciudadanos del mundo?...
El príncipe está apoyado en una balaustrada sobre las terrazas y el puerto. Su paseo meditabundo le ha traído hasta aquí sin que él se diese cuenta.
Vuelve la espalda al mar y á los grupos que empiezan á aclararse abajo, después de terminado el concierto. Pasan cerca de él los músicos americanos, seguidos por un enjambre de chicuelos que acompañan su retirada.
Contempla una brecha del horizonte, entre los Alpes y el promontorio de Mónaco, por donde acaba de ocultarse el sol. Sobre el espacio rojizo brilla una estrella que tiene las facetas y la luz de una piedra preciosa.
Lubimoff piensa en los abuelos de la poesía que la cantaron hace tres mil años. Homero la llamaba Kalistos. Astro unas veces del alba y otras del ocaso, Lucifer, Véspero ó «estrella del pastor», acabó por recibir el nombre de Venus, á causa de su blancura luminosa, igual á la del diamante sobre un pecho femenil.
Siente el príncipe en sus ojos una agradable caricia al contemplar este planeta de dulce fulguración. Su nombre simboliza la belleza y el amor. Se imagina á los que pueblan esta gota celeste perdida en el espacio. Deben ser de esencia más pura que la nuestra, limpios completamente de un pasado de animalidad originaria, seres etéreos como los ángeles de todas las religiones.
Después sonríe con amargura.
Otra estrella brilla en el cielo, más hermosa y más grande que ésta. No es blanca, es azul, de un suave azul: el color de la poesía y del ensueño. Centellea en el fondo negro de la inmensidad con el fulgor misterioso de los enormes diamantes azulados que colocan en sus tiaras los monarcas orientales. Los que la contemplan deben sentir en sus órganos visuales el roce aterciopelado del divino misterio. Tal vez los poetas de otros mundos la cantan como un refugio de selección, adonde van á descansar únicamente las almas puras y escogidas; tal vez ha dado origen á religiones y es objeto de culto, teniendo altares, lo mismo que los tuvo el sol.
Y este diamante azul del espacio, este mundo de suave luz, que contemplan los habitantes de los otros planetas como una estrella poética en la que todas las criaturas llevan una existencia inmaterial, es la Tierra, nuestro pobre globo, donde acaban de perecer doce millones de hombres en los campos de batalla, donde han muerto otros tantos millones por las emociones y las pestes que son consecuencia de la guerra, donde se han consumido seiscientos mil millones en humo, en incendios, en acero estallado.
Se acuerda Lubimoff de sus impresiones, horas antes, frente á una tumba que empieza á desfigurarse con los primeros balbuceos de la primavera, La inmensidad no nos conoce, así como tampoco nos conoce la tierra que nos sustenta.
Estamos solos en el infinito, sin otro apoyo que el de nuestras mentiras, nuestras ilusiones y nuestras esperanzas. El hombre sólo puede contar con el hombre...
Y repite lo que en la mañana dijo de la Tierra.
El cielo ignora nuestros dolores.
Vuelve lentamente hacia la plaza.
De todos los cafés, de los restoranes, de los hoteles surge el vaivén musical de los cadenciosos violines. Pasan detrás de los grandes vidrios enrojecidos por una luz interior las parejas enlazadas, siguiendo el ritmo de la música. Bailan... bailan... bailan.
La juventud no hace otra cosa. La danza es una especie de rito sagrado, prohibido durante la guerra; y todos se dedican ahora á bailar, con el fervor del fanático que al fin ve triunfante su perseguida religión.
El príncipe recuerda su paso reciente por París. Nunca vió las mujeres mejor vestidas, con un hambre tan manifiesta de placer y de lujo. El tango de los violines del bulevar es contestado como un eco por el tango de los violines de toda la Costa Azul y de las estaciones veraniegas que empiezan á abrirse. El ideal femenil, en este momento, no va más allá de bailar la danza de moda con un guerrero de los Estados Unidos.
Se desvaneció la pesadilla; todo olvidado. Para muchos no queda otro recuerdo de la guerra que los uniformes, más numerosos que antes en los tés donde se baila.
Miguel circunscribe su pensamiento á esta costa, que fué siempre el dominio de los felices.
La guerra la ha trastornado y ensombrecido durante cuatro años. Recorre con la imaginación los salientes y los golfos de su ribera, encontrando en todos ellos un cementerio.
En Mentón hay miles y miles de negros bajo tierra. Los combatientes de Africa, cuyos padres sólo conocieron la lanza y el taparrabos, han venido á caer como tiradores moribundos en esta playa de millonarios europeos. En el Cap-Martin dejaron los ingleses á sus muertos; en Mónaco los hay de todas las nacionalidades; en el Cap-Ferrat duermen los belgas bajo coronas que ya son viejas; en Niza están los cadáveres americanos; y en todas partes, desde el Esterel á la frontera italiana, franceses... franceses... franceses.
Son incontables los cadáveres. Si todos se levantasen á un tiempo, huirían despavoridos los que vienen á dilatar su existencia bajo la palmera y el olivo en la orilla roja del mar violeta.
Pero la vida quiera vivir. Es una primavera interminable, y cubre todo cuanto toca con el musgo ávido del placer, con la enredadera veloz de la ilusión.
Los cementerios, de una blancura agresiva, parecen esfumarse y se pierden en el risueño paisaje como una nota sin importancia. La suavidad del cielo y del ambiente los convierte en jardines. ¡Un cadáver ocupa tan poco sitio y la tierra es tan grande!... Los hoteles que fueron hospitales redoran sos rótulos, desinfectan sus habitaciones, envían anuncios á los grandes diarios de la tierra. Ya pueden venir las gentes á soñar y á procrear entre las paredes que se estremecieron con gritos de dolor ó ronquidos de agonía. La música empieza á gemir dulcemente á lo largo de la costa feliz, entre el susurro de las olas y los estremecimientos de los naranjos de epitalámico perfume. El viejo pastor de los Alpes que después de sesenta años aún no ha salido de su asombro ante el Monte-Carlo surgido á sus pies, en una meseta antiguamente desierta, lo verá crecer todavía con nuevos palacios, con nuevas torres, ensanchando su opulencia como una ciudad de ensueño.
El paso de la muerte ha aguzado la voluntad de vivir. Todos encuentran un nuevo sabor al placer, viendo en lontananza cómo se aleja el negro harapo de la adversaria.
Lubimoff se detiene en el centro de la plaza. Empieza á obscurecer. Por una oreja le entra el balanceo musical de una danza inventada por los negros de la América del Norte para regocijo de los blancos; por la opuesta penetra al mismo tiempo otra música negra: el tango de la América del Sur. En las calles inmediatas suenan nuevas orquestas allí donde hay un establecimiento público, café, hotel ó restorán, con un rótulo inglés en su puerta, para atraer á los héroes del momento: Dancing.
Mira á la montaña que cierra el fondo de la plaza y guarda tumbas en su flanco. Luego mira á lo alto....
La tierra y el cielo ignoran nuestros dolores.
Y la vida también.
Appendix A
FIN
Monte-Carlo.—Enero-Julio 1919.
- Holder of rights
- José Calvo Tello
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- TextGrid Repository (2022). conssa. Los enemigos de la mujer. Los enemigos de la mujer. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DDA0-5