- I - Palacio y colegio

I. Pablo

Se dejó entornada la puerta de la corraliza.

¡Acababa de escaparse otra vez! Y corrió callejones de sol de siesta. Se juntó con otros chicos para quebrar y amasar obra tierna de las alfarerías de Nuestra Señora, y en la costera de San Ginés se apedrearon con los críos pringosos del arrabal.

Pablo era el más menudo de todos, y al huir de la brega buscaba el refugio del huerto de San Bartolomé, huerto fresco, bien medrado desde que don Magín gobernaba la parroquia.

La mayordoma le daba de merendar, y don Magín, sus vicarios y don Jeromillo, capellán de la Visitación, le rodeaban mirándole.

Pablo les contaba los sobresaltos de su madre, el recelo sombrío de su padre, los berrinches de tía Elvira, la vigilancia de don Cruz, de don Amancio, del padre Bellod, ayos de la casa.

-...¡Y yo casi todas las siestas me escapo por el trascorral!

-¡Te dejan que te escapes!

Y don Magín se lo llevó a la tribuna del órgano.

Se maravillaba el niño de que por mandato de sus dedos -sus dedos cogidos por los de don Magín- fuera poblándose la soledad de voces humanas, asomadas a las bóvedas, sin abrir las piedras viejecitas. Siempre era don Jeromillo el que entonaba o «manchaba», gozándose en su susto de que los grandes fuelles del órgano se lo llevasen y trajesen colgando de las sogas.

Se enterraban en la cámara del reloj para sentirse traspasados por el profundo pulso. Allí latían las sienes de Oleza. Luego, otra vez, torciéndose por la escalerilla, llegaban bajo la cigüeña de las campanas; y desde los arcos, entre aleteos de falcones y jabardillos de vencejos, veían el atardecer, que don Magín comparaba a un buen vecino que volvía, de distancia en distancia, al amor de su campanario. Toda la ciudad iba acumulándose a la redonda. Su silencio se ponía a jugar con una esquila que sonaba, tomándola y deshaciéndola en la quietud de las veredas. Golpes foscos de aperador; golpes frescos de legones; tonadas y lloros; el bramido del Segral. Arreciaba la bulla de las ranas.

-¿Las oyes, Pablo? ¡Las chafaría todas con mis pies, pero con los pies descalzos del padre Bellod, poniéndomelos como botas para andar por los fangales! Oyendo un cántico se piensa en algo que está más lejos que ese cántico. Los grillos parecen de plata. En estas noches olorosas de cosechas se sienten como rebaños que pasturan a lo lejos, como cascabeles de una diligencia que viene por todos los campos. Un grillo, sólo un grillo, vibra en muchas leguas. Pasa un pájaro, y nos abre más la tarde. En cambio, principian a croar las ranas y no vemos sino agua de balsa.

Don Jeromillo se dormía. Solía dormirse en todo reposo, en cualquier rincón apacible de un diálogo; y al despertar se atolondraba de verse súbitamente despierto.

Revolviose el párroco y con el codo tocó los bordes de la «Abuelona», la campana gorda, que se quedó exhalando un vaho de resonido.

-Deja tu mano encima y te latirá en los dedos la campana. Parece que le circule la sangre de las horas y de los toques de muchos siglos. ¿Verdad que tiene también su piel con sus callos y todo?

Pablo decía que sí, y palpaba los costados de bronce, calientes de sol. Se presentían los clamores en lo hondo de la copa enorme y sensitiva.

-Tienes miedo de que suene, y a la vez estás deseando empujarla. Todo el silencio del pueblo y de la vega es una mirada que se fija en tu mano y en tu voluntad. No nos atrevemos a remover la campana porque la tarde duerme dentro y se levantaría toda preguntándonos.

El niño miraba la «Abuelona»; se apartaba; volvía a tocarla despacito. En él se abría la curiosidad y la conciencia de las cosas bajo la palabra del capellán.

-¡Ahora vámonos a Palacio!

Con don Magín entraba en Palacio un claror de vida ancha, como si siempre acabase de venir de viajes remotos. Le rodeaban los curiales, le saludaban los fámulos, le buscaban los clérigos domésticos, le consultaban los vicarios forasteros.

Si el prelado no salía a su ventana del huerto para llamarle, o no le mandaba un paje convidándole a subir, el párroco se iba sin llegar a los aposentos del señor.

Algunas veces Su Ilustrísima le sentaba a su mesa; pero antes había de internarse don Magín por las cocinas y despensas; y, oyéndole, brincaban de gozo los galopillos, y era menester que el mayordomo se lo llevara para reprimir el bullicio.

Aprovechábase de su confianza ganando licencias, socorros, perdones y provechos para los demás. Era valedor, pero no valido, de la corte episcopal, porque no se acomodaba su desenfado ni con la disciplina del poder. El suyo no lo debía todo a la sangre que perdiera en el tumulto de la riada de San Daniel, sino principalmente a su mérito de humanidad en el corazón del obispo. Don Magín equivalía al diálogo, a salir Su Ilustrísima de sí mismo, descansándose en otro hombre. De manera que nunca pudo enojarse Su Ilustrísima de no poder enojarse, como Celio, que, harto de la mansedumbre de su cliente, tuvo que decirle: «¡Hazme la contra para que seamos dos!».

Al principio estuvo Pablo muy parado, sobrecogido del silencio del patio claustral, de la bruma de las oficinas diocesanas. Pronto llegaron a parecerle los techos de Palacio tan familiares como los de la parroquia de San Bartolomé. Se asomaba a los armarios del archivo, removía las campanillas, volcaba las salvaderas, se subía a los butacones de crin y a los estrados del sínodo. En el huerto ya le conocían los mastines, las ocas, los palomos; y hasta las mulas del faetón de Su Ilustrísima levantaban sus quijadas de los pesebres, volviéndose para mirarle.

Sus juegos y risas alborotaron todos los ámbitos. Y, una tarde, en la revuelta de un corredor, se le apareció un clérigo ordenándole respeto. Pero la voz de alguien invisible que mandaba más se interpuso protegiéndole:

-¡Dejadle que grite, que en su casa no juega!

Todo lo corrió el hijo de Paulina, desde las norias hasta la torrecilla del lucernario.

Y otro día se perdió por un pasadizo mural que acababa en tres escalones de manises, con un portalillo como los del «Olivar de Nuestro Padre». Entró, y hallose en una sala de retratos de obispos difuntos. En el fondo había otros tres peldaños y otra puertecita labrada. Pablo la empujó y fue asomándose a un dormitorio de paredes blancas. Encima del lecho colgaba un dosel morado, como el de la capilla del Descendimiento de la catedral. Vio un reclinatorio de almohadas de seda carmesí, un bufete con atril, una mesa con libros y copas de asa y cobertera, copas de enfermo; y junto a la reja, un sacerdote demacrado, con una cruz de oro en el pecho, que le sonrió llamándole.

-No me tengas miedo. Sentí que venías y esperé sin moverme para no asustarte. Desde mi ventana te miro cuando juegas en el huerto.

El niño le contemplaba las ropas de capellán humilde. Su voz era la voz del que mandó que le dejasen jugar a su antojo.

-Yo te conozco mucho. Una tarde que llovía, tarde de las Ánimas, pasabas con tu madre por la ribera. Ibais los dos llorando...

-¡Sí que es de verdad!

-Y al verme te paraste, y yo os bendije...

-¡Sí que es de verdad!

-¿Por qué llorabais?

-¡Es el obispo!

Y el hijo de Paulina ladeaba su cabeza mirándole más.

Su Ilustrísima lo llevó a la sala del trono, olvidada y obscura, con rápidos brillos envejecidos; le mostró el comedor, todo enfundado, aupándole para que alcanzase confites de los aparadores y credencias de roble; y en la biblioteca le derramó todo un cofrecillo de estampas primorosas.

Pablo las repasó y las contó sentadito en los recios esterones.

-Dime por qué llorabais.

-Yo no lo sé.

Y Pablo se encaramó al sillón de oro de la mesa prelaticia. Resbaló dulcemente, y quedose sorprendido de tener todo el asiento para él y todo el escritorio para él. En su casa, la mesa del padre le estaba vedada como un ara máxima. Tendió sus brazos con las manos muy abiertas sobre la faz pulida de la tabla. ¡Toda suya! Y se reía.

-¿Y qué os dijo tu padre viendo que llorabais?

-Yo ya no lo sé.

Miraba el sello de lacrar; se apretó en los carrillos la hoja de marfil de la plegadera para sentir el filo de frío. Alzaba los ojos al artesón, y se quedaba pensando.

-En mi casa siempre llora la mamá. Es que la mujer y el marido parecen los otros dos.

Se distrajo con un pisapapeles de cristal, lleno de iris. Poco a poco la tarde recordada por el prelado se le acercó hasta tenerla encima de su frente, como los vidrios de sus balcones donde se apoyaba muchas veces, sin ver nada, volviéndose de espaldas al aburrimiento. Todo aquel día tocaron las campanas lentas y rotas. Tarde de las Ánimas, ciega de humo de río y de lluvia. La casa se rajó de gritos del padre. Ardían las luces de aceite delante de los cuadros de los abuelos -el señor Galindo, la señora Serrallonga-, que le miraban sin haberle visto y sin haberle amado nunca. Cuando el padre y tía Elvira se fueron, las campanas sonaron más grandes. Le buscó su madre; la vio más delgada, más blanca. Se ampararon los dos en ellos mismos; y entonces las luces eran las que les miraban, crujiendo tan viejas como si las hubiesen encendido los abuelos. Después, la madre y el hijo salieron por el postigo de los trascorrales. Todo el atardecer se quejaba con la voz del río. Caminaban entre árboles mojados, rojos de otoño. Pablo agarrose a una punta del manto de la madre, prendido de llovizna como un rosal. Ella no pudo resistir su congoja, y cayó de rodillas. Una mano morada trazó la cruz entre la niebla, y ellos la sintieron descender sobre sus frentes afligidas...

Entre sus ojos largos, un pliegue adusto le rompía la dulzura infantil. Vio una estampa con orla de acero, al lado del velón. Sobre un fondo ingenuo de cipreses y lirios se reclinaba un niño; un avestruz le hincaba en la frente su pico abierto y voraz.

Su Ilustrísima le acercó el grabado.

-Es San Godefrido, un niño siempre puro, que fue obispo. ¿Le tienes miedo a ese pájaro tan alto?

-¡Yo no le tengo miedo! -Lo dijo riéndose; pero se le plegó más la frente, como si se la rasgase el pico anheloso que atormentó los pensamientos de pureza de San Godefrido-. En mi casa hay un pájaro, de grande como una paloma, y no es una paloma, es un perdigote, pero de bulto, gordo, con ojos que miran. Lo tiene tía Elvira de candelero y le pone una vela entre las alas. Y también hay un cuadro bordado de pelos de muertos, y es el nicho de abuelo y abuela que no sé quién son; y una Virgen de los Dolores con cuchillos, que está llorando; todo es de tía Elvira. ¿Quiere venir y verá?

-Yo estuve ya en tu casa del «Olivar» hace mucho tiempo.

-El «Olivar» sí que es de mi abuelo de veras, el que se murió, y mío. Tenemos una lámpara que es un barco de cristales que hacen colores, como esa bola de los papeles. A mí no me llevan al «Olivar».

De repente se le olvidó todo, complaciéndose en la graciosa anforilla del tintero de plata. Lo destapó y asomose al espejo negro y dormido.

Un familiar entró las luces; y quedose pasmado de que aquella criatura revolviese la mesa jerárquica. Y el señor, de pie, sonreía consintiéndolo todo.

Pasó por el huerto la voz de don Magín llamando al niño.

Fueron a la ventana; Pablo brincó como un cordero; y gritaba y se reía escondiéndose detrás de Su Ilustrísima.

II. Consejo de familia

Todavía de pañales el hijo, cerraron los condes de Lóriz su casa, trasladándose a Madrid. Ya podían abrirse confiadamente las celosías de don Álvaro. Su calle se internaba de nuevo en un silencio de pureza; verdadero recinto suyo. Y en abril, casi todos los años en abril, volvía esa gente con sus criados señoriles y el ama del condesito, una pasiega grande, magnífica de ropas de colores de frutas y de collares, de dijes, de abalorios y dingolondangos. Parecía un ídolo rural. Elvira la miraba desde su persiana con rencor y con asco. De seguro que en aquellos pechos, tantas veces desnudos, y en aquellos ojos dulces de becerra se escondía la deshonestidad de una mala mujer. Más tarde, la nodriza se trocó en ama seca, y a su lado principió a caminar la cigüeña de un aya, cansada de idiomas y de virtudes antiguas.

Elvira la aborreció. ¡Qué perversidades no habría detrás de sus impertinentes laicos!

Don Álvaro y sus amigos también la miraban desde la reja del escritorio. En la pared, donde colgaba un trofeo y un retrato del «señor» desterrado, se estampaba el escandaloso resol de una vidriera de los Lóriz. De allí salía, como una fuente musical, la risa de la condesa.

-¡Pero cuándo se irán! -clamaba don Álvaro.

Se iban; y la ausencia de esa gente de elegancias y claridades gozosas entornaba la vida de Oleza. Entornada y todo, la ciudad se quedaba lo mismo. Lo reconocía don Amancio (Carolus Alba-Longa), ordeñándose su barba nueva, lisa, barrosa. Lo mismo desde todos los tiempos, con su olor de naranjos, de nardos, de jazmineros, de magnolios, de acacias, de árbol del Paraíso. Olores de vestimentas, de ropas finísimas de altares, labradas por las novias de la Juventud Católica; olor de panal de los cirios encendidos; olor de cera resudada de los viejos exvotos. Olor tibio de tahona y de pastelerías. Dulces santificados, delicia del paladar y del beso; el dulce como rito prolongado de las fiestas de piedad. Especialidades de cada orden religiosa: pasteles de gloria y pellas, o manjar blanco, de las clarisas de San Gregorio; quesillos y pasteles de yema de la Visitación; crema de las agustinas; hojaldres de las verónicas, canelones, nueces y almendras rellenas de Santiago el Mayor; almíbares, meladas y limoncillos de las madres de San Jerónimo.

Dulcerías, jardines, incienso, campanas, órgano, silencio, trueno de molinos y de río; mercado de frutas; persianas cerradas; azoteas de cal y de sol; vuelos de palomos; tránsito de seminaristas con sotanilla y beca de tafetán; de colegiales con uniforme de levita y fajín azul; de niñas con bandas de grana y cabellos nazarenos; procesiones; Hijas de María; camareras del Santísimo; Horas Santas; tierra húmeda y caliente; follajes pomposos; riegos y ruiseñores; nubes de gloria; montes desnudos... Siempre lo mismo; pero quizá los tiempos fermentasen de peligros de modernidad. Palacio mostraba una indiferencia moderna. Don Magín paseaba por el pueblo como un capellán castrense. Y esos Lóriz, de origen liberal, y otros por el estilo, se ancionaban al ambiente viejo y devoto como a una golosía de sus sentidos, imaginando suyo lo que sólo era de Oleza. En cambio, todo eso que nada más era de Oleza: sus piadosas delicias, su sangre tan especiada, sus esencias de tradición, el fervor y el olor vegetal, arcaico y litúrgico, se convertían para los tibios en elementos y convites de pecado. Los años aún no descortezaban los colores legítimos de la ciudad; ¡pero las gentes...! (Don Amancio, el padre Bellod, don Cruz, don Álvaro, preveían un derrumbamiento). Las gentes, esas gentes de ahora, las nuevas; los hijos... Don Álvaro tenía un hijo: Pablo. ¡Y ese hijo...!

Pablo sentía encima de su vida la mirada de célibe y de anteojos de don Amancio; la mirada tabicada, unilateral, de tuerto, del padre Bellod; la mirada enjuta y parpadeante de don Cruz; la mirada huera del homeópata; la mirada de filo ardiente de tía Elvira; la mirada de recelo y pesadumbre de su padre. Ninguno le acusó de sus escapadas a Palacio y al huerto rectoral de don Magín, el capellán más relajado y poderoso de la diócesis. Muchas veces tuvo que recogerle la vieja criada de Gandía. Y nunca trataron de este asunto, porque no todas las desgracias pueden desnudarse. Lo pensaban mirándose; y don Cruz asumía la unanimidad del dolor elevando los ojos hacia las vigas del despacho de don Álvaro para ofrecer a Dios el sacrificio de su silencio.

No se resignaba el señor penitenciario a que un crío, y un crío hijo de don Álvaro Galindo, fuese la contradicción de todos, más fuerte que ellos, hasta impedirles la fórmula de su conciencia. Sus palabras y voluntades evitaban, como si trazaran una curva, el dominio de lo que con más títulos habrían de poseer. Esa criatura tan de ellos y tan frágil por ser el objeto de todas las complacencias de Paulina, se les resbalaba graciosamente entre sus manos. Sospechaban en la madre un escondido contento sabiendo que habían de quedar intactas las predilecciones de Pablo.

Don Cruz llegó a decir que las esposas como Paulina, por santas que fuesen, pueden ofrecer hijos a la perdición.

Reconcentrose don Álvaro bajo la sombra de su tristeza.

-No tan débil como se cree. ¡Nada tan resistente como sus lágrimas!

Don Amancio, dueño de una academia preparatoria, abría la esperanza:

-De cera son los hijos, y podemos modelados a nuestra imagen. -Y su calidad de célibe acentuaba su timbre pedagógico.

-¿Pablo de cera? -tronaba el padre Bellod-. ¡Pablo es de hierro, y el hierro se forja a martillazos!

El homeópata propuso que esa difícil crianza le fuera encomendada a don Amancio.

-Mi casa no es herrería ni escuela de párvulos. Mi casa es academia.

Y como don Cruz se volviese con reproche a Monera, Monera, no sabiendo qué hacer, abrió y cerró la tapa de su gordo reloj de oro, y le cedió su butaca, como siempre, a don Amancio. Entonces hablaron del internado en el colegio de «Jesús». La hermana de don Álvaro se compungió. Bien sabía que Pablo se encanijaba entre sus faldas. Muchas veces se confesó culpable de los resabios del sobrino. ¡Pero ya no podía más! ¡Para que Paulina siguiese viviendo en el dulce regaño de hija única, ella había de vivir en los afanes y trajines de ama y de sierva! ¡Arrancar a Pablo de la madre para encerrarle en «Jesús», imposible! Si Paulina les oyese no acabarían sus lágrimas y sus gritos de desesperación. ¡Éste era su miedo!

-¡Es usted un ángel!

Don Cruz llevaba muchos años repitiéndoselo; y se lo repetía como si le dijese: «¡Es usted de Gandía, o está usted muy flaca!».

Elvira se sofocó virginalmente.

-¡Ya no puedo más!

No podía. Nunca sosegaba. Los armarios, las cómodas, el arcón de harina, las alacenas y despensa, todo se abría, se cerraba, se contaba bajo el poder, la vigilancia y las llaves de la señorita Galindo. En los vasares enrejados, las sobras de las frutas, de las pastas, de los nuégados y arropes iban criando vello; y las dos criadas, sin postres, lo miraban.

Ese estridor de llaves y cerraduras creía sentirlo Pablo hasta con la lengua, amarga por el relumbre del agua oxidada, agua de clavos viejos, que el padre y tía Elvira le obligaban a beber para que le saliesen los colores.

Elvira se abrasaba en la desconfianza como en un amor infinito. Si una puerta se quedaba entornada, temía el acecho de unos ojos enemigos. Retorcida por una prisa insaciable y dura. Prisa siempre. Y en cambio, Paulina recostaba su alma en el recuerdo de las horas anchas y viejas del «Olivar de Nuestro Padre». Una vez quiso mitigar ese ávido gobierno; y se puso muy dolida la hermana del marido.

-¡Yo nada soy aquí! Lo sé; y me dejo llevar de mis simples arrebatos porque no tengo tu calma y tu primor. ¡Yo guardo para ese hijo vuestro! Que Álvaro te diga lo que se nos enseñó de pequeños. ¿Que se pudren y se pierden las cosas teniéndolas guardadas? Más se perderían dejándolas abiertas a todas las manos. Siento a ese hijo vuestro tan mío como de vosotros. ¡Y no me lo impediréis aunque mi mismo hermano me eche de esta casa!

Don Álvaro la tomó de los hombros, acercándosela con ansiedad devota. Elvira se acongojó y sus sollozos vibrantes la revolvían en crujidos... ¡Echar a esa hermana de supremas virtudes, la que se olvidó hasta de su recato de mujer, siguiéndole una noche, con disfraz de hombre, por guardarle de los peligros de Cara-rajada!

En presencia de don Cruz, de don Amancio, de Monera y del padre Bellod, supo Paulina el propósito de poner interno a Pablo en el colegio de Jesús.

Elvira inclinaba la frente esperando los sollozos rebeldes de la madre.

Paulina nada más pronunció:

-Pablo no ha cumplido ocho años.

Después recogiose calladamente en su dormitorio.

La cuñada se quedó escuchando.

-¡Es mi miedo, mi miedo a sus gritos, al escándalo de la desesperación!

No venía ni un grito ni un gemido. Y entonces tuvo ella que gemir y gritar; y llamó a Pablo.

Se asomó la vieja criada de Gandía.

-También se ha escapado esta tarde.

-¡Ya no puedo más!

-¡Es usted un ángel!

Y quedó acordada la clausura en «Jesús».

Anochecido llegó Pablo, y buscó en seguida a su madre para besarla. Después, en el comedor, sus ojos resistieron la mirada de tía Elvira sin esconder la luz de su felicidad, felicidad únicamente suya. Tía Elvira no pudo contenerse.

-¡Aprovéchate de los veintisiete días que te quedan, porque el 15 de septiembre se acabó el holgorio! ¡Y veintisiete días..., veintisiete días tampoco, que si quitas el de hoy y el de ingreso...!

Desde entonces, todas las noches, antes de la cena, le presentaba el arqueo de su libertad; y cada noche Pablo se acostaba aborreciéndola más...

III. «Jesús»

Espuch y Loriga, el curioso cronista de Oleza, tío de don Amancio, dejó inéditos sus Apuntes históricos de la Fundación de los Estudios de Jesús. Yo he leído casi todo el manuscrito, y he visitado muchas veces los edificios, cantera insigne de sillares caleños fajeados de impostas, con tres pórticos: el del templo, en cuya hornacina está el Señor de caminante con su cayada; el del Internado, de columnas toscanas y recantones, donde se sientan los mendigos que piden a las familias de los colegiales, y el de la Lección, con pilastras y archivoltas de acantos, por el que pasan y salen los externos. Tiene el colegio tres claustros: el de Entrada, con hortal; el de las Cátedras, con aljibe en medio; el de los Padres, de arcos escarzanos y medallones cogidos por ángeles. Tiene huerta grande y olorosa de naranjos, monte de viña moscatel y gruta de Lourdes. Hay escalera de honor de barandal y bolas de bronce, refectorios y salas de recreación de alfarjes magníficos que resaltan en los muros blancos; capillas privadas, crujías profundas, biblioteca de nichos de yeso, y en un ángulo, una celda, cavada en cripta, prisión de frailes y novicios. De la viga cuelga el cepo, y en una losa quedan estos versos de un condenado:

«Todo es uno para mí,
esperanza o no tenella;
pues si hoy muero por vella,
mañana porque la vi».

En cuatrocientos mil ducados de oro tasa Espuch y Loriga el coste de la fábrica; y para que mejor se entienda y aprecie la suma, añade: «...que en aquel tiempo no pasaba de cinco ducados el cahíz de trigo, ni de uno un carnero, ni de dos reales el jornal de un buen operario».

Ese «aquel tiempo» es el del fundador, don Juan de Ochoa, pabordre de Oleza, que tuvo asiento en las Cortes de Monzón.

Los estudios -lo repite el cronista- se hermanaron en sus principios con los de San Ildefonso de Alcalá de Henares y los de Santo Tomás de Ávila. Como fray Francisco Ximénez de Cisneros y fray Tomás de Torquemada, don Juan de Ochoa está sepultado en su iglesia colegial. El sepulcro es de alabastro, de un venerable color de hueso; y encima de la urna, soportada por cuatro águilas negras, se tiende el pabordre, con manto y collar. A un lado tiene la espada y el báculo, y al otro los guantes de piedra.

Por la desamortización pasó el colegio del poder de los dominicos al de la mitra, que después lo cedió a la Compañía de Jesús. Era obispo de Oleza un siervo de Dios, de quien se refiere que presentándose una noche en el tinelo, vio en la estera el caballo de espadas que se le cayó a un paje al esconder la baraja. Alzó Su Ilustrísima el naipe y preguntó el asunto.

-¡Es la estampa de San Martín!

El obispo la besó devotamente, guardándola en su libro de rezos. Rezando le cogió el estruendo de la revolución; y los reverendos padres de «Jesús» partieron expulsados.

Volvieron pronto; y entre las mejoras añadidas al colegio durante la segunda época, todos encarecen la del Paraninfo o De profundis. Solemnizose la estrena con una velada. Espuch y Loriga recitó una prosa apologética; y el padre rector dio las gracias conmovidamente en lengua latina, con sintaxis de lápida. Y muchas señoras lloraron.

La ciudad se enalteció. Los sastres, los zapateros, los cereros y todos los artesanos mejoraron su oficio. Los paradores y hospederías abrieron un comedor de primera clase. El Municipio trocó el rótulo de la calle de Arriba por el de calle del Colegio. Se comparaba la fina crianza que se recibía en «Jesús» con la que se daba en el seminario y en los casones de frailes de sayal gordo. Los padres ni siquiera se embozaban en su manteo como los demás capellanes; lo traían tendido, delicadamente plegado por los codos, y asomaban sus manos juntas en una dulce quietud devota y aristocrática. Casi todos ellos habían renunciado a delicias señoriales de primogénitos: capitanes de Artillería, tenientes de Marina, herederos de las mejores fábricas de Cataluña...

Los olecenses cedían la baldosa y saludaban muy junciosos a las parejas de la floreciente comunidad que paseaban los jueves y domingos. Y antes de recogerse en casa -no decían colegio, estudios, residencia, sino sencillamente casa-, solían orar un momento en la parroquia de Nuestro Padre San Daniel, patrono de Oleza, y Oleza sentía una caricia en las entrañas de su devoción.

Otro acierto de la Compañía fue que el hermano Canalda, encargado de las compras, vistiese de seglar: americana o tobina y pantalón muy arrugado, todo negro; corbata gorda, que le brincaba por el alzacuello; sombrero duro, y zapatones de fuelles. Con hábito y fajín de jesuita, no le hubieran tocado familiarmente en los hombros los huertanos y recoveros del mercado de los lunes. Saber que era jesuita y verle vestido de hombre les hacía sentir la gustosa inocencia de que le contemplaban en ropas íntimas, casi desnudo, y que con ese pantalón y tobina se les deparaba en traje interior, como si dijesen en carne viva, toda la comunidad de «Jesús». Ni el mismo hermano Canalda pudo deshacer la quimera advirtiéndoles que los jesuitas usan, bajo la sotana, calzón corto con atadera o cenojil y chaleco de mangas.

Cuando vino de la casa provincial de Aragón el primer mandamiento de traslado, Oleza clamó rechazándolo. Todos aquellos religiosos eran exclusivamente suyos. No había más Compañía de Jesús que la del Colegio de Jesús. Los reverendos padres trasladados tuvieron que salir de noche, a pie, atravesando el monte de parrales de moscateles de casa.

Llegados los nuevos, Oleza confesó que bien podía consentir las renovaciones y mudanzas de la comunidad de «Jesús». Todos los padres y todos los hermanos semejaban mellizos; todos saludaban con la misma mesura y sonrisa; todos hacían la misma exclamación: «¡Ah! ¡Quizá sí, quizá no!». Y desde que Oleza no pudo diferenciar a la comunidad de «Jesús», la comunidad de «Jesús» diferenció a Oleza en cada momento, en cada familia y en cada persona. Ya no fue menester que las gentes le cediesen la acera. El colegio se infundía en toda la ciudad. La ciudad equivalía a un patio de «Jesús», un patio sin clausura, y los padres y hermanos lo cruzaban como si no saliesen de casa.

Eran tiempos necesitados de rigor; y el rigor había de sentirse desde la infancia de las nuevas generaciones. Todavía más en una residencia que, como la de «Jesús», estaba tan poblada de alumnos internos y externos. Cada una de estas castas escolares podía traer peligros para la otra. «Y esto por varios conceptos». Así lo afirmaban los padres. Y las familias se persuadían sin adivinar, sin pedir y sin importarles ninguno de los varios conceptos.

Un padre prefecto y un padre ministro, de algún descuido y flaqueza en la disciplina, recibieron orden de pasar a una misión de Oriente. Ya salían con su maletín de regla bajo el manteo, cuando les llegó el ruido unánime y sumiso de suelas de las brigadas que iban al refectorio. Los dos desterrados se retrajeron en un cantón de la claustra para mirar por última vez a sus colegiales. Pero los colegiales, no sabiendo su partida, temieron que se escondiesen por acecharles. Los inspectores insinuaron un leve saludo de desconocidos.

Los dos jerarcas nuevos vinieron de la misma misión de Oriente. Después de la cena, pasearon por la sala de recreo de la comunidad. Predicadores, catedráticos, consiliarios, iban y volvían, en hileras infantiles, como de «Muchú, madama, matarie, rie, rie», sin mudar de sitio, andando de espaldas los que antes fueran de frente, espejándose en los manises de pomos de frutas; los brazos cruzados, o las manos sumergidas en las mangas del balandrán; en la axila, el corte de oro de su breviario, y en el frontal, el brillo de hueso y de prudencia rebanado por el bonete corvo como una tiara.

Un padre, de los antiguos, mencionó las procedencias de los contingentes académicos: provincias de Alicante, Murcia, Albacete, Ciudad Real, Almería, Cáceres, Badajoz, Cuenca, Madrid... Los dos forasteros, que ya lo sabían, principiaron a pasmarse desde Ciudad Real hasta Madrid, exhalando un «¡Aaah!» que remataba menudito y fino.

-¿También de la corte?

-Tenemos cuatro de Madrid, hijos de títulos; dos de El Escorial y uno de Aranjuez.

-¡Aaah!

-Nunca hemos lamentado, en casa, amistades particulares entre internos, y queda así dicho que nunca las hubo entre internos y externos.

Aunque no las hubo, corrió una mueca de inquietud de boca en boca. En seguida pasó. Todo pasaba rápidamente, y todo tenía el mismo acento de trascendencia: que hubiera alumnos de Ciudad-Real, Almería, Cáceres, Badajoz, Cuenca, Madrid; que hubiera amistades particulares que nunca hubo.

Les pidieron los antiguos nuevas de los países de Oriente. En realidad, no les afanaba mucho saberlas: unos y otros irían y vendrían cuando Nuestro Señor y los superiores lo dispusieran.

Entonces, los recién llegados glosaron su travesía. Lo más doloroso era la intimidad atropellada, la promiscuidad de la vida de a bordo. (El padre prefecto siempre decía nave).

-Las señoras más honestas, los hombres más refinados, los religiosos, los niños, la marinería, todos en la nave acaban por adquirir un gesto de comarca densa y contribuyen al olor de pasaje. Olor de especie, de libertad de especie... Cada puerto va volcando en la nave los agrios de las razas, de los pecados, de las modas, que se confunden en el mismo olor... ¡Ah, ese Singapore!

-Es muy de agradecer -intervino ya el padre ministro- la solicitud de la Compañía Trasatlántica. Hace lo que puede por la decencia de las costumbres en el barco.

-Concedo. Hace lo que puede, pero puede muy poco. ¡Da pena el encogido carácter sacerdotal de los capellanes-marinos! ¡Son más marinos que capellanes!

-Claro que la oficialidad de los buques siempre acata nuestros advertimientos, y en la cámara de lujo y de primera llevamos el rosario, tenemos lecturas, pláticas, certámenes..., y así conseguimos que, poco a poco, se agravie menos a la modestia y a Dios.

El padre prefecto porfiaba:

-De todas maneras, la vida en la nave es vida de sonrojo. Y ni los nuestros pueden impedir el extravío moral de los pasajeros en las pascuas y en los carnavales. No se contienen ni delante de los camarotes de los misioneros. ¡Ah, y con frecuencia aflige el espectáculo de frailes que fuman y se sientan subiéndose el sayal, cruzando las piernas ingle contra ingle!

-En casa -le interrumpió un padre de los viejos- ya no hay colegial que ponga una pierna encima de la otra. El último que lo hacía era Lidón y Ribes -José Francisco-, que había sido externo.

El padre Martí, profesor de Matemáticas -de los dos cursos-, gordezuelo y pálido, apartó los doloridos asuntos estampándose una palmadita en la frente.

-¡Aaah, conocerán sus reverencias al señor Hugo, nuestro maestro de Gimnasia, y a don Roger, nuestro maestro de Solfa! -Y en seguida se reprimió la risa con la punta de los dedos, como un bostezo melindroso.

-¿Señor Hugo? ¡Señor Hugo! Entonces ¿será sueco y rubio?

-¡Sueco y rubio es! ¡Oh, cómo lo adivinaron!

Se alzó un coro de risas en escala. Y se deshizo la tertulia. Al recogerse en sus aposentos, cada padre soportaba en sus gafas y en su frente toda la Compañía de Jesús.

...Otro día, el prefecto y el ministro recibieron saludo del señor Hugo y de don Roger. El señor Hugo, muy encendido, muy extranjero, de facciones largas, de una longura de adolescente que estuviera creciendo, y crecidas ellas más pronto semejaban esperar la varonía; también el cuerpo alto, de recién crecido, y el pecho de un herculismo profesional. Al destocarse, se le erizaba una cresta suntuaria de pelo verdoso. Erguido y engallado, como si vistiese de frac, su frac bermejo de artista de circo. Toda su crónica estaba contenida y cifrada en su figura como en un vaso esgrafiado: el origen, en su copete rubio; el oficio, en su pecho de feria; el nomadismo, en su chalina rozagante y en su lengua de muchos acentos forrados de castellano de Oleza; y la sumisión de converso, en sus hinojos y en su andar. Como a la misma hora -diez y media- se daban en «Jesús» las clases de Gimnasia y Música, que con las de Dibujo constituían las «disciplinas de adorno», el señor Hugo llegaba al colegio con don Roger. Siempre se juntaban en la Cantonada de Lucientes.

Don Roger envidiaba con mansedumbre al señor Hugo. En «Jesús» no había más gimnasta que el sueco. Don Roger estaba sometido al padre Folguerol, maestro de capilla y compositor de fervorines, villancicos, dúos marianos, himnos académicos. En cambio, don Roger aventajaba al señor Hugo en la nómina: sueldo y adehalas por profesor de solfeo y bajo solista. Todo ancho, redondo, dulce. Cejas, nariz, bigote, boca, corbatín y arillo, manos y pies muy chiquitines. El vientre le afollaba todo el chaleco de felpa naranja con botoncitos de cuentas de vidrio; los pantalones, muy grandes, le manaban ya torrencialmente desde la orla de su gabán color de topo, desbordándole por las botas de gafas y contera. Nueve años en la ciudad, y todos creían haberle visto desde que nacieron y con las mismas prendas, como si las trajese desde su principio y para siempre. Le temblaban los carrillos y la voz rolliza, como otro carrillo. Se ponía dos dedos, el índice y el cordal, de canto en medio de los clientes; los sacaba, y por esa hendedura le salía, de un solo aliento, un fa que le duraba dos minutos.

Los padres de Oriente le probaron el rejo del fa. El prefecto le atendía mirando su reloj, mirándole la cara, que pasaba del rosa doncella al lívido cinabrio; le estallaban las bolas de los ojos; criaba espumas. Olía a regaliz, a pastillas de brea y a humo de cocina frugal.

-¡Un minuto y cuarenta y nueve segundos! Pero está bien. ¡Quizá demasiada voz!

-¡Quizá, sí! -confirmó el padre ministro.

Demasiada. Era verdad; y era la desgracia de don Roger. Un coro de bajos reventaba en la garganta del solista. En los misereres, misas, trisagios, singularmente en los misereres, la voz de don Roger parecía descuajar la iglesia de «Jesús»; estremecía la bóveda como un barreno en una cisterna. Un temblor que desolaba a su dueño. Cuando más júbilo de artista principiaba a sentir, otro escondido don Roger le avisaba: «¡Desde ahora mismo estás ya excediéndote; calla, que te retumbas!». Y la voz implacable iba envolviéndole como una placenta monstruosa. No la resistió ningún tablado ni sala; y de farándula en farándula, de catedral en catedral, paró en «Jesús». No era posible el dúo con don Roger; se quedaba solo su trueno, y él dejándolo salir de su boca de chico gordo y dócil.

Todas las mañanas se encontraban el señor Hugo y don Roger. El saludo del cantor equivalía a una topada suave, esférica, de globo. Su voz y su persona tocaban al gimnasta con un «Felices días» como un punto geométrico de su superficie curva.

El señor Hugo, todo el sueco, le correspondía con la gracia dinámica de su pirueta en el momento de una aparición en la pista, bajo la gloria de un velario con broche de banderas internacionales.

En el claustro se separaban sonriéndose. Don Roger se hundía en su aula, donde tocaban a la vez catorce colegiales en catorce pianos desgarrados. Pasaba entre hileras de atriles y de lecciones de Eslava; y de discípulo en discípulo, iba dejando el huracán de una enmienda.

Cerca de la gruta artificial de Lourdes estaba el gimnasio, umbrío como una bodega. Alumnos y hermanos inspectores aplaudían al señor Hugo. Un brinco, una flexión de paralelas, todo lo acometido por el señor Hugo parecía una temeridad. En las ascensiones a pulso por las sogas, el señor Hugo llegaba, rápido y vertical, basta la cuarta brazada. Desde allí, trenzando las rodillas, saludaba bellamente, como si sus manos esparcieran besos y flores.

Alumnos y hermanos se emocionaban viéndole muy alto, muy alto. Y el señor Hugo caía en el lecho de arena con sonrisa y elegancia de parada de minué, dando por acabados todos sus ejercicios con un ademán de tribuno que venía a significar: «¡Como esto que habéis visto pudiera yo hacerlo todo, por arriscado que fuese, y no lo hago porque yo he venido a este mundo del colegio para que lo hagáis vosotros!».

Pero, una mañana, un colegial casi párvulo se deslizó hacia arriba de las maromas, impetuoso y leve, torciéndose como uno de los lizos de cáñamo. Llegó a las argollas de las vigas y se quedó colgando. Se le sentía resollar y reír.

-¡Señor Galindo -gritó el hermano inspector-, señor Galindo y Egea: baje usted en seguida!

Las piernas de pantalón corto del señor Galindo y Egea campaneaban gozosamente; y fue su vocecita la que bajó, hincándose como un dardo en el maestro:

-¡Hermano, que suba por mí el señor Hugo!

-¡Señor Galindo, póngase de rodillas!

-¡No puedo! ¡Es que no puedo soltarme! -y comenzó a plañir.

Todos se volvieron al señor Hugo mirándole y esperándole. Y hasta el mismo señor Hugo sorprendiose de su cabriola de bolero y de Mercurio de pies alados. Dejó en el aire una linda guirnalda de besos y se precipitó a las vigas, hacia las vigas, pero se derrumbó desde la quinta brazada, una más que siempre, reventándole la camisa, temblándole los hinojos, cayéndole la garzota de su greña rubia, su ápice de gloria, como un vellón aceitado por sudores de agonía.

Detrás, el señor Galindo y Egea, el hijo de don Álvaro, descendió dulce y lento como una lámpara de júbilo.

IV. Grifol y Su Ilustrísima

Venía don Vicente Grifol de la Huerta de los Calzados, antiguo granero episcopal; y en medio de la calle de la Verónica -querencia de las sastrerías eclesiásticas, de las tiendas de ornamentos, de los obradores de cirios y chocolates- le alcanzó la voz campechana de don Magín.

Aguardose el médico. El capellán le puso su brazo robusto en los hombros viejecitos, y se lo fue llevando a Palacio.

Camino de Palacio, decía don Vicente:

-...Casi todos los recados de enfermos de ahora me cogen en la calle, como si llamaran a un lañador o un buhonero que pasa. Oleza está lo mismo que cuando llegué de Murcia, el día de la Anunciación, hace cuarenta y dos años. Pero algunos olecenses se piensan que su pueblo se ha hinchado como un Londres. ¿Usted no ha ido a Londres? Yo sí que estuve, siendo mozo, como hijo de naranjero. Fui a vender las naranjas de mi padre, naranjas amargas para la confitura. A todas las gentes de los muelles, de los almacenes y lonjas, a todas las recordaba yo a mi gusto, por la noche, en mi cuarto. Pues a mí, de comida a comida, ni siquiera me reconocían los españoles que se albergaban en mi posada. Es una felicidad la insignificancia: no ser espectáculo para los demás y serlo todos para uno. Por eso, un mocito estudiante, no reparando en mí, se abrió las venas en mi alcoba. Pero se engañó. Yo le vi torciéndose encima de la cuajada de su sangre; le remendé los cortes, se los fajé y tuvo que matarse en otro sitio... Oleza se cree tan ancha, tan crecida, que ya no me ve. O me ve, y nada. Es decir, nada sí: algunos me miran y me sonríen por si acaso yo fuese yo. Y ahora, vamos a ver...

...Hablando, hablando, hallose solo en la meseta alta de la escalera de Palacio, porque don Magín se lo dejó para prevenir a Su Ilustrísima. Grifol se puso a mirar la antecámara. Un eclesiástico descolorido escribía en su bufetillo de faldas de velludo rojo, sin sentir la presencia del médico. Lo mismo que todo el mundo.

Luego volvió don Magín, y entró a su amigo, colocándole delante del prelado.

Grifol besó una mano enguantada de seda violeta, una mano sin sortija. Y pensó: «Acabo de trastrocar mi beso de cortesía, o de reverencia, o de lo que sea; pero ya no he de enmendarlo tomándole la otra mano. ¡Y qué manos tan gordas! Debajo de los guantes no se le siente la piel, sino una blandura de hilas embebidas de aceites...».

Su Ilustrísima se desnudó las manos. Don Magín fue descogiéndole los vendajes, y apareció el metacarpo, acortezado de racimillos de vesículas; las palmas estaban limpias y tersas. Su Ilustrísima se miraba su carne llagada como si no fuese suya, y al hablar encogía apretadamente la boca.

El médico y el obispo se sonrieron con ternura de compasión y de compadecido.

-Vamos a ver: ¿y las noches? ¿Levantándose, acostándose, con un prurito de uñas, de pinchas? No acaban, no acaban esas noches, ¿verdad?

-Casi todas las noches sin sueño. Me lloran los ojos de dilatarlos. Una avidez de ojos, de oídos y hasta de pensamientos; y no es por el dolor que me quema concretamente un tejido, sino esperando que brote ese dolor en otro lado de mi cuerpo. Y me miro todo con una angustia que me hace sudar.

-Las manos. ¿Y en las rodillas, en la cintura, casi toda la cintura, y en las ingles?

-Donde usted dice; y además, entre los hombros, subiéndoseme. Pronto llegará a la nuca.

Don Vicente se quitó los anteojos, les puso su vaho, los estregó entre los pliegues de un mitón. Volviose hacia el ancho ventanal, y en sus espejuelos limpios se recogían y renovaban las miniaturas de la tarde campesina: un follaje, una yunta, un temblor del cáñamo verde, un trozo de horizonte...

Su Ilustrísima miraba a don Magín. Y, de súbito, el viejecito le dijo:

-Pero vamos a ver: esto, este mal... -Y se calló; hizo una tos pequeñita; sintió toda la mirada del obispo, y tuvo que seguir-: Este mal no aparece ahora en Su Ilustrísima...

Al obispo se le hincaron entonces los ojos de Grifol, y humilló los suyos. En seguida esforzose, y fue ya un enfermo jerárquico.

-No es de ahora mi mal. Pero ahora he principiado a estudiarme. Mi ministerio y mis aficiones me hicieron acudir a las Sagradas Escrituras. He recordado que si la piel presenta una mancha blanquecina, sin concavidades, el lucens candor, quedará el enfermo siete días en entredicho y observación. (Siete días estuve mirándome). Si persiste, se aguardará otros siete días. (Yo aguardé). Y si, pasado este plazo, se ensombreciere la piel, no será lepra... Vi el obscurior en mi carne, y dije: «¡No es lepra!».

Don Vicente respondió con una sonrisa pueril:

-¡Todo eso, todo eso era en aquel tiempo!

Tan elemental resultaba su sonrisa, que el prelado le miró con un poco de desconfianza.

-Es verdad; todo eso era en aquel tiempo, lo sé; la lepra, «diagnosticada» por Moisés en el hombre, no sería únicamente lepra; sería este mal incurable y otros padecimientos de alguna semejanza.

Y el obispo mentó los eczemas, los herpes, el impétigo, la psoriasis y más denominaciones y estudios de la nosología de la piel. Semejaba muy persuasivo en las enfermedades leves. Agotó la memoria de sus lecturas, como si quisiera que el médico se descuidara de verle y de creerle enfermo.

Pero el viejecito se le acercó diciéndole:

-Yo mismo desnudaré a Su Ilustrísima...

El prelado inclinó su cabeza. Luego sonrió, y los dos pasaron al dormitorio, gozoso de sol y de naranjos que se asomaban desde el huerto.

Quedose don Magín en la puerta, vigilando que nadie, ni el familiar de turno, viniese. Tosía; hojeaba libros con ruido para probar que no les escuchaba.

Un corro de canónigos y capellanes de la curia les esperaba en la claustra.

-Cuarenta y dos años en Oleza, y nunca había mirado la vega por el ventanal de Su Ilustrísima. ¡Me ha parecido todo el campo nuevo!

En el portal se paró el grupo del penitenciario, y destacose el homeópata Monera, preguntándole.

Don Vicente desconoció a Monera. En seguida se le precipitaron los recuerdos del padre de Monera, el sangrador de la calle del Garbillo.

-...¡Un nombre de bien, del antiguo bien, de esos hombres que van quedando muy pocos! Aunque siempre decimos lo mismo, ¿verdad? ¡De modo que siempre nos queda alguno! Siendo yo un crío, cuando mi abuelo me contaba las virtudes de un viejo de su tiempo y decía: «¡Se acabó la simiente; ya quedan muy pocos de esos hombres cabales!», yo me volvía a pensar de conocido en conocido, y me daba mucha pena haber llegado a este mundo en época tan ruin y desaborida. ¡Pero como cada tiempo es de uno! -Y adelgazando su sonrisa, se apartó de todos, del brazo de don Magín.

-¡Ni más ni menos! Uno no quiere morirse nunca, pero quiere vivir en su tiempo. Porque, vamos a ver: ¿a usted le agradaría vivir dentro de dos siglos? A mí, no. La felicidad de la vida ha de tener su carácter: el nuestro. Yo no leo libros de entretenimiento porque los hombres que por allí pasan no tienen carácter. (¡Diantre! El señor penitenciario y todos ésos se han quedado sin saber cómo sigue el enfermo). Es decir: en esos libros cada carácter está ya formado desde antes de ocurrirle nada. Eso no es una creación. Hay que crear al hombre desnudo y que él se las componga. Le confesaré que yo nunca había tratado a un obispo. Después de todo, el fámulo que le calienta el agua para rasurarse todos los días -supongo que se afeitará todos los días-, sigue siendo fámulo. Para mí, un obispo era un pectoral, un anillo con una piedra preciosa, un báculo y una mitra, todo entre cirios de un altar con los mejores manteles y floreros, o guardado y quietecito en su Palacio, que yo creí con poco sol, y no es verdad, porque los aposentos de Su Ilustrísima son magníficos de luces. Claros y limpios... Calle de la Aparecida. ¿Aún sigue usted pasando todas las mañanas por esta callejita de tapiales?

-Por esta calle y por la calle de la Verónica.

-¡Ah, calle de la Verónica! ¡Ya no es la misma doña Corazón! -Y Grifol se descabalgó los quevedos para enjugárselos.

-Yo no presencié la entrada de Su Ilustrísima en Oleza. ¡El día 7 de este mes hizo años! No la vi porque estaba injertando un limonero agrio de limonero dulce. Quise producir un carácter frutal, y no pude. No prendió el injerto. Un obispo, nuestro obispo, enfermo. ¡Tengo delante al obispo, con llagas, con costras, con dolor de una dermatitis horrible o de lo que sea! Cuando me habló de Moisés y de enfermedades, yo pensé: ¡Diantre, quiere esconderse detrás de todo eso que dice! Lo mismo que todos. Después, al desnudarse, lloraba de pureza...

Y como don Vicente subía ya el umbral de su casa, el párroco le contuvo, pidiéndole que le dijera su parecer.

-¿Mi parecer? No sé lo que tiene. Pero no se curará.

...Y el obispo mejoró. Se le fueron secando y descamando las cortezas. Ya no le quedaban sino unos rodales morenos sin rebordes, sin deformidad cutánea. Salió en coche. Hizo una visita pastoral y un viaje a Madrid.

Grifol no volvió a Palacio, y don Magín tuvo que buscarle para referírselo todo. Lo encontró adormecido en una butaca de recodaderos remendados. Tenía entre los dedos su cayada de ébano. Por el collarín se le torcía su breve corbata de luto, y le colgaban en medio de la pechera los lentes empañados.

-Aquí estoy, de día y de noche, visitándome a mí mismo. Nos engañamos sin querer. Lo digo ahora que no estoy solo, y así no me sentirá mi cuerpo de cañizo. Si se sorprendiese acostado, ya no le faltaría ni la postura para morir, y me moriría.

Le bromeó don Magín. Le dijo la mejoría de Su Ilustrísima, que se quejaba de su ausencia.

Grifol movió su cabecita afilada.

-¿Su Ilustrísima? ¡No se curará; tiene su mal en las entrañas!

- II - María Fulgencia

I. El señor deán y María Fulgencia

¡Para buena salud y buen cuajo, el señor deán! -decían las gentes; y él no lo negaba.

Ni su memoria, ni su entendimiento, ni su voluntad, ni su corpulencia perdieron nunca su mensura. Ni un latido impetuoso, ni una borrasca en su frente, ni un paso más rápido de lo suyo, ni una costumbre nueva.

Presentósele en su casa un sobrino aventurero, capitán de tropas de Manila, lleno de ruindades y deudas. Comprendió el deán que ni su amor ni su consejo podrían enmendarle. Las cosas y los nombres eran según eran. Aceptada la premisa, no era ya menester el ahínco de los remedios. Es verdad que por la gracia de algunos santos y mujeres se alcanzaban conversiones difíciles; pero él no pecaría creyéndose santo. Entre las mujeres de dulces prendas, con casa de crédito y bienestar, ninguna en el pueblo como Corazón Motos, que heredaría un obrador de chocolates de seis muelas. Y el bigardo del sobrino dejó al canónigo por seguir a doña Corazón.

Elegido vicario capitular de la diócesis, huérfana del anterior prelado, supo el señor deán quedarse inmóvil en todo su gobierno, guardando prudentemente la sede hasta la llegada del nuevo obispo. Volvió, después, a sus máximos afanes, primor de sus ojos y de su pulso: la caligrafía, arte gloriosamente cultivado por muchos varones de la Iglesia, como San Panfilio, San Blas, San Luciano, San Marcelo, San Platón, Teodoro el Studita, el patriarca Méthodo, José el Himnógrafo, el monje Juan, el monje Cosmas, el diácono Doroteo...

El deán de Oleza calcó viñetas, orlas y portadas, copió centones de pensamientos, compuso y minió pergaminos de gracias. No fue su pluma tan rápida como el ala de los ángeles, según se dijo de la del higumeno Nicolás; en cambio, mereció que se celebrase la clara hermosura de su letra aun después de muerto, como fue ensalzada, en su oración fúnebre, la letra del Studita.

El libro de San Nicón refiere que visitando un abad las Casas puestas bajo su obediencia, les pregunta a sus monjes el oficio que ejercen. Uno le responde: «Yo trenzo cuerdas». Otro: «Yo tejo esteras». Otro: «Yo, lienzos». Otro: «Yo hago harneros». Otro: «Yo soy calígrafo». El abad se apresura a decirle: «El calígrafo sea humilde, porque su arte le inclinará a la vanagloria».

Por ese miedo de caer en la tentación del orgullo, los monjes calígrafos no firman sus obras, o lo hacen confesando sus flaquezas, encomendándose a las plegarias de los lectores, añadiendo a su nombre palabras de menosprecio. Así, el monje Leoncio se llama insensato; Nicéforo, desventurado y mísero; Cirilo, monje pecador.

El deán de Oleza puso ingenuamente su nombre junto al fecit, y un gentil monograma. Quizá por eficacia venturosa del arte, si su gobierno diocesano y el capitán de Manila le dieron motivos de turbación, puede creerse que los mismos motivos, ellos solos, ya cansados, le dejaron en paz.

Pero en el principio de su vejez se le acumularon los trastornos y cavilaciones de la noble casa de los Valcárcel de Murcia, donde había servido de mozo y recibido estudios y, finalmente, el valimiento que le exaltó al deanato de Oleza.

Una tarde, el señor deán presidió el entierro de don Trinitario Valcárcel y Montesinos. Iban los cleros de todas las parroquias de Murcia, y como el señor Valcárcel dejó mandas al seminario, a los asilos, al hospicio y a muchos conventos, alumbraban sus despojos los seminaristas, los asilados, los hospicianitos y frailes. Llevaban el ataúd seis jornaleros de las haciendas de los Valcárcel, con sus duros trajes de paño, trajes de boda que guardan para su mortaja y se los ponen también para el luto de los amos. Entre responsos y el desfile del pésame cerró la noche. Quedó el cadáver en la grada de la capilla del cementerio, velándole sus labradores. Estaba vestido de frac, con dos bandas y placas de dos grandes cruces, todo de cuando estuvo de jefe político en Extremadura.

Los buenos hombres hablaban con sumisión. Callaban, bostezaban y se aburrían de mirar el amo muerto, los cirios, el Cristo del altar, Cristo de cementerio al que se encomienda que cuide de los difuntos depositados a sus pies mientras se duermen los que los guardan. Tanto bostezaban los seis labradores, que dos se fueron a mercar tortas y panecillos calientes de la cochura de madrugada, bacalao, vino y olivas. Todos juntos otra vez en la capilla, se hartaron, fumaron, despabilaron las luces y se acostaron en la estera.

Pasó tiempo. Las moscas chupaban en los ojos, en las orejas, en la nariz, en las uñas de don Trinitario, y de súbito zumbaron en un revuelo de huida. El cadáver había movido los párpados. Descruzó las manos, descansó los codos en los bordes del ataúd como en un cojín, fue incorporándose y se sentó. Debió de ser en la vida y en la muerte hombre socarrón y flemático. Estuvo mirándolo todo: sus gentes dormidas, los picheles de vino, los papelones pringosos de la cena, los cirios devorados, el Cristo delante, acogiéndole; un trozo de noche estrellada, con un panteón viejo y la fantasma de un ciprés...

-¿Y no se murió usted del susto de despertarse allí? -le preguntó el deán cuando fue a Murcia para ofrecerle, un poco medroso, su parabién.

-No, señor -le dijo el resucitado-; porque allí lo que más podía horrorizarme era el muerto, y al muerto no le veía porque precisamente era yo.

Don Trinitario bajó despacito de su tarima, le tomó la manta a un criado, envolviose y salió.

Por el camino iba pensando en su muerte. No se acordaba de haber fallecido. Ya le parecía que debió morir en fecha remota; ya creía que acababa de jugar su tresillo con el brigadier y Montiña, el relator; no recordando si ganara o perdiera; de modo que jugando se moriría.

Le malhumoraba ir con la cabeza desnuda, de frac y condecoraciones -las sobredoradas, las económicas- y sin guantes, sin joyas, sin dinero, sin reloj: bolsillos de difunto -¡qué concepto de ruindad, de miseria inspiraba un cadáver católico!-. En cambio, le habían calzado unas botas nuevas, y se las pusieron rajándoselas, y se las abrocharon con un solo botón: un botón con un ojal que no se correspondían. ¡Qué prisa para el avío tan precario!

Llegó al blasonado portal de su casona. Llamó con el mismo repique de aldaboncillo de siempre. Silencio. Sueño de cansancio de desgracia. En la esquina relumbró el farol del sereno. A lo lejos venía un estrépito de alpargatas. ¡Sus labradores! Entonces sí que se asustó el señor Valcárcel de que se le tuviese por un ánima en pena. Y a voces y manotazos consiguió que las mozas le abrieran un postigo, huyéndole despavoridas.

Para todos, y aun para sí misma, fue ya la mujer una ex viuda. De noche se creía acostada con el cadáver de su marido. Daba gracias a Dios por el milagro de la resurrección, uno de los pocos milagros que nunca se nos ocurre pedir. Se despertaba mirándole. Sin darse cuenta, le cruzaba las manos y, suavemente, le cerraba más los ojos...

Pertenecían los Valcárcel Montesinos a una de las familias más eminentes de Murcia por su rango y hacienda y por los títulos y méritos con que la ilustraron los dos linajes, en cuyas ramas florecieron guerreros, oidores, tribunos, un purpurado, dos azafatas, dos generaciones de primeros contribuyentes y, por último, don Trinitario, político de agallas, y don Eusebio, cónsul de muy adobada elegancia, que enviudó en Cette.

Don Trinitario se casó, ya maduro, con una labradora que le dio dos hijas; pero sólo una, María Fulgencia, vino al mundo bien dotada de salud y hermosura.

La otra hija nació convulsa y deforme. A los seis años fue sumergiéndose en una quietud de larva. Cuando murió, nadie lo supo. Estaba lo mismo que cuando vivía: mirándolo todo con la blanda fijeza de sus ojos de vidrio de color de ceniza.

Tan lindas ternuras puso María Fulgencia en el recuerdo y en la pronunciación de «mi hermanita», que hasta las amistades, que compadecieron y evitaron besar a la enferma, creían verla malograda en una graciosa infancia.

María Fulgencia se exaltaba y desfallecía llorando. El padre quiso que se la llevase su hermano al consulado de Burdeos, pero ya el cónsul preparaba sus segundas bodas.

No resistía María Fulgencia su soledad infantil en la casa de Murcia. Y don Trinitario llamó a su ahijado, el deán de Oleza.

-¿Qué te parece que se haga con esta criaturita? ¿Cómo la curaríamos?

Ya se sabe que para su protegido las cosas y las personas no tenían remedio: eran según eran.

Don Trinitario se enfureció. Bajo su mando de jefe político de Extremadura todos los conflictos tuvieron remedio. Halló remedio entonces y después para todo, hasta para su muerte. ¿No lo habría para las congojas de María Fulgencia?

Y lo hubo encomendándosela al deán, que se la llevó a la Visitación de Oleza. No se conocía en muchas leguas a la redonda otro convento donde pudieran acogerse niñas educandas de algún primor de cuna.

Pasó María Fulgencia largos meses de lágrimas y desesperaciones pidiendo su hermanita, apareciéndosele su padre tendido en el féretro y al otro día sentado delante de su escritorio, repasando las cuentas de la funeraria. Domingos y jueves la visitaba el señor deán. Salían las monjas a contárselo todo, y él siempre decía:

-Eso es una crisis. ¡Ni más ni menos!

-¿Y qué haríamos con ella?

El señor deán balanceaba pesadamente su cabeza redonda, inclinada, de calígrafo. Había una intención salvadora en sus ojos gordos. Por primera vez en su vida descubría remedio para un trance de apuro: devolver la mocita a su casa. Y no lo propuso, sintiendo que la gratitud sellaba su lengua.

Un jueves dejó de ir a la Visitación. Estaba en Murcia, porque don Trinitario había muerto definitivamente. Fue humilde su entierro; ya no le velaron sus huertanos y sobranceros. La herencia se redujo a la casona con escudo en el dintel y a dos haciendas empeñadas, invadidas de hierba borde. La viuda se lo confió todo al señor deán. Le rodearon los acreedores, y él les escuchó y leyó sus documentos de letra procesal sin entenderlos, recordando con ternura a su bienhechor y diciéndose que no se debiera morir más de una vez en este mundo. Y como la viuda necesitaba compañía, le trajo a María Fulgencia, y así pudo internarse en las delicias de sus membranas caligráficas. Cuatro meses de felicidad: un cuadro sinóptico de obispos y pastorales de la silla de Oleza, a tres tintas.

II. María Fulgencia y los suyos

María Fulgencia quedó huérfana también de madre. Alta, delgada, pálida; la boca muy encendida; las trenzas, muy largas, muy negras. Sola en el viejo casón, con criadas antiguas.

Desde su diócesis venía el señor deán a decirle palabras prudentísimas, y ella las recibía resplandeciéndole sus ojos de niña y de mujer, que siempre miraban a lo lejos.

Apareció tío Eusebio con la esposa casi nueva, una dama bordelesa, que hablaba un español delicioso y breve. Era toda de elegancias, en su vocecita, en sus mohínes, en sus miradas y actitudes, como si su cuerpo, sus pensamientos, su habla y su corazón fuesen también obra de su modisto. Toda moda la consulesa, y el cónsul también todo moda.

Los sastres de Murcia se asomaban al portalillo de su obrador para ver las galas de medio luto, de corte inglés, que paseó el cónsul por la Platería antes de visitar a su sobrina.

-Voilà, Fulgencia. ¡Aquí tienes a Ivonne-Catherine!

-¿A quién?

-¡Hija, tu tía! Pero nosotros no decimos tía.

La miraban, aceptando que fuese bonita a pesar de su encogimiento lugareño.

-¿No me preguntas por Mauricio y Javier?

-¿Mauricio y Javier?

-¡Mis hijos! ¡Primos tuyos! ¡Claro!... ¿Has visto, Ivette, qué primitiva cabellera?

Ivonne-Catherine tomó entre sus dedos las puntas de las trenzas de la sobrina.

-¡Oh! ¡Mañificó!

María Fulgencia se pasmó de que lo hubiese dicho sin mover la boca, empastada tirantemente de carmín.

...Y otro verano vinieron Mauricio y Javier. Semejaban extranjeros, de tan parados y tan rubios. Los sastres de Murcia también salían de sus tiendas para verlos.

Destinado el cónsul al Ministerio, pasaba las vacaciones en sus heredades. Los hijos estrenaron uniformes de cadetes de Caballería. De tarde, paseaban por el viejo jardín de María Fulgencia. Ella, blanca, lisa y dulce. Ellos, rojos, desplegados, flameantes. Contaban maravillas de Burdeos y de Valladolid. Mauricio siempre sonreía mirando a Murcia; porque no miraba un edificio, una calle, una torre, sino toda la ciudad con una sola mirada.

Contemplándole y oyéndole, recogía su prima una promesa de felicidad.

Y después. Después ya no vinieron hasta que Mauricio lució insignias y galas de teniente.

María Fulgencia estaba más descolorida, y sus cabellos negros, más frondosos, la dejaban en una umbría de ahogo apasionado, una umbría de mármol con hiedra, en el olvido de un huerto. Mauricio le besó los zarcillos de las matas de trenzas, y todo el mármol tembló sonrojándose, como si la estatua se viese a sí misma desnuda, llena de sol. Aquel invierno, Mauricio le escribió despidiéndose. Se marchaba lejos. Viaje de estudio; estudio comparativo de los más grandes ejércitos de Europa.

Toda la carta era una definición apologética de las virtudes del soldado. «Un buen soldado necesita saber cómo son los demás soldados. Este conocimiento es el origen de las gloriosas conquistas y resistencias. Un buen soldado ha de tener un espíritu internacional. Estas últimas palabras me las enseñó mi padre».

Si la carta no desbordaba de mieles de requiebros, en cambio era rica de firmes verdades. María Fulgencia la llevó en su pecho. Al acostarse la puso en el cofrecillo de sus joyas, y ya tuvo un perfume de galanía.

En esos días mostrose la huérfana con sobresaltos y deseos de soledad. Los pasaba en la profunda alcoba de los padres, quejándose y revolviéndose vestida en el lecho enorme, de baldaquino de damascos. Estuvo todo un domingo quietecita, ovillada. No quiso alimento; se fajó la frente con un terciopelo morado de una imagen.

Sus viejas criadas la besaban llorando.

-¿Qué tendrás, nenica?

-¡Ay, yo no sé! ¡Tendré calentura!

Todo amargo en su vida; sentía en su boca flores amargas; se le cerraban los ojos con un peso amargo; el agua que bebía era de hiel caliente. Su aliento y sus sienes abrasaban el hilo de los almohadones, dejándoles un olor de amargura.

Se avisó al señor deán, que acudió casi pronto.

-¿Y qué haríamos nosotras; nosotras y usted, señor deán?

-¿Nosotros? Nada. Es un brinco para crecer. ¡De brinco en brinco vamos llegando a la palma de la mano del Señor, que un día, ¡zas!, nos entra en la gloria! Es una crisis del crecimiento. Lleva ya muchas: la primera la tuvo cuando murió la hermanita...

Aquella noche empeoró. El médico de la casa pidió consulta. Reunidos en el escritorio del difunto don Trinitario, dijo el señor deán:

-No me cansaré de advertir que se trata del crecimiento...

-Es tifus. Tifus del peor en esas edades...

-¿Tifus? Pero, bueno, el tifus lo tiene todo el mundo en Murcia; está siempre debajo de Murcia, a dos jemes de profundidad.

No murió María Fulgencia. El canónigo-ayo la visitó doce jueves. En el jueves duodécimo habló complaciéndose en el triunfo de su diagnóstico.

-¿No lo dije yo? El nuevo brinco de abajo hacia arriba. Has crecido. Vuelves a ser de carne blanca y no de tierra; porque parecías de tierra verdosa.

Y entre tanto un viejo peluquero cortaba las trenzas de la convaleciente. La dejó rapadita. En la luna del tocador de su madre se veía María Fulgencia sus ojos anclaos, densos, como dos pasionarias húmedas, que, de súbito, se crisparon, porque allí, en el espejo, se le apareció Mauricio, todavía con uniforme de camino.

Ella se cubrió con las manos su cabecita raída. Alarmose el deán; se desesperaron las criadas.

María Fulgencia se refugió dentro de un cortinaje, enrollándose toda entre los gordos pliegues, y desde allí salía su gemido.

El maestro apartaba con la punta de su bota los rizos y vellones. Después se aguardó, sin soltar su sonrisa y un frasco de loción.

Fue Mauricio el que sacó a María Fulgencia del fondo de las rancias telas, que crujieron desgarradas. La llevó junto a la ventana. La miró mucho y le dio unos blandos toquecillos en la nuca de cera.

-¡No te apures, hija! ¡Ya te crecerá! ¡Y resultas muy bien! ¡Te pareces a Fernández Arellano, un compañero muy listo de mi promoción, el número siete, que ahora está en la remonta!

En seguida le dijo que su padre, ya cónsul general, acababa de pedir la excedencia.

-Pero te advierto que, por su porte, sigue pareciendo en activo. Ahora viene a Murcia en busca de descanso.

En doce días descansó del todo tío Eusebio, y la víspera de su regreso a Madrid, él y su esposa tuvieron la ternura de visitar a la sobrina huérfana.

La miraban compadecidos, pero sin consentirle que se afligiese demasiado.

-¡No! ¡Eso, no! Kate no puede con las tristezas. Es lo único que no resiste. Estás en lo mejor de la vida. Tienes en el buen deán padre, madre y hermano: toda una familia. ¡Es un agradecido! ¡Ah, Kate, si conocieras al deán! ¿Qué cumples, veintidós? ¡Cómo! ¿Nada más que diecisiete?

-¡Un bebé! -suspiró Kate o Ivonne-Catherine por el esmalte de su boca inmóvil.

Debajo de aquella boca cromada, egipcia y hermética salía una respiración de bombones.

-¿Diecisiete? ¡No entiendo! ¡Entonces, entonces es Mauricio quien tiene veintidós!

-¡Oh, qué gafe!

Y madama aplaudía, muy niña, con sus dedos ceñidos de mitones color de aromo.

El ex cónsul se reía con elegancia mirando a su mujer, mirándose sus zapatos de charol. Finalmente, colgó sus pulgares enérgicos de las sisas del chaleco de merino orillado de felpa.

Se levantó, porque no podía sufrir el ruido de una acequia que pasaba entre los naranjos y magnolios del jardín de la casona.

-¿A ti, Fulgencia, no te desespera oír siempre ese agua? ¿Que no?

No. Cuando estuvo enferma le llegaba un alivio de esa estremecida frescura. Se creía caminar encima del riego, calentándolo con la brasa que soltaba su piel.

-Bueno; pero sería en el delirio de la fiebre... ¿Tuviste fiebre? ¿Mucha fiebre? ¡Entonces has resucitado, como tu padre! Pues en creciéndote el cabello, te vienes a Madrid con nosotros. ¿Verdad, Gothon?

-¡Oh, sí; unos días! -susurró Ivette, Katte, Gothon, Ivonne-Catherine.

-¡Claro, unos días! No te faltarán partidos. Sabemos que pasó ya lo de Mauricio. No seríais felices. ¿Verdad, Ivette?

-¡Oh, no!

Y se marcharon.

III. El Ángel

El señor deán de Oleza recibió carta de un beneficiado de Murcia, muy sutil. Pero la sutilidad, la delgadez, el primor, era lo de menos. El señor deán abandonó las aristas y volutas del colofón de un códice. Las consultas, las crisis, los brincos de María Fulgencia le parecían siempre cosas pasadas, envejecidas. Ni siquiera había de meditar un consejo inédito. Le servían las mismas palabras, los mismos ademanes. Y he aquí que, de súbito, se topaba con lo inesperado: María Fulgencia quería comprar la imagen del Ángel de Salcillo, aunque le pidieran en precio su casa y sus campos, que comenzaban a mejorar y producir.

¡Inesperado! Y una sorpresa para el señor deán era el vuelco de toda su vida. Ni se acordó de poner la frente entre sus manos para cavilar, sino que alzaba los puños y los miraba desde su sillón sin conocerlos. ¡Un sobresalto tan grande como el de la resurrección de don Trinitario! ¡María Fulgencia era una Valcárcel!

Poco a poco el deán puso la lógica junto al desatino, el ungüento que adoba las inflamaciones.

¡Para qué quería esa infeliz el Ángel, ni dónde lo pondría, si por comprarlo se quedaba sin casa! Además de la lógica, estaba el consejo de familia, y además él. Pero ni él ni nadie podían ya impedir el alboroto de María Fulgencia y las zumbas de las gentes.

Una segunda carta del beneficiado de Murcia estremeció la corpulencia del señor deán. Todo el deán recrujía combándose hacía la decisión, mientras releía los principales conceptos:

«...Yo no he querido apartar de su locura a la señorita Valcárcel con destemplanza y malhumor, sino participando aparentemente de sus puericias, con el similia similibus. Esa talla -le dije- es magnífica. Si yo fuese obispo de Murcia, reclamaría el Ángel para mi palacio. Empresa imposible. Y, sin embargo, un obispo en su diócesis es y puede más, mucho más, que una señorita devota en su casa. Bien sé que esa imagen del Ángel es la que debemos amar entre todas las imágenes de todos los ángeles. Los que entienden de belleza dicen que el imaginero tuvo inspiración divina labrando un cuerpo hermoso que no fuese de hombre ni de mujer. No participa de nosotros, y pertenece a todos nosotros. Nos pertenece más a los murcianos por aparecerse junto a una palmera. El artista prefirió la palmera solitaria de nuestros jardines cerrados al olivo de la granja de Gethsemaní. No quiso un ángel con espada, con laúd, con rosas. No un ángel de ímpetu, ni de suavidad ni de gloria: ángel fácil, de buena vida. Nos dejó el Ángel más nuestro y el que estuvo más cerca del dolor humano de Dios; el Ángel que descendió al huerto lleno de luna, para confortar al Señor en la noche de sus angustias. Ángel de los dolores... Lord Wellington pretendió, como usted, llevárselo. Ofreció dos millones y otro Ángel igual y nuevo. Y quedose sin Ángel. Ni usted da tanto, ni yo soy ni seré obispo. A usted le queda un consuelo de ilusión: llamarse María Fulgencia, como la hija de Salcillo... La señorita Valcárcel me contestó inesperadamente que le importaba una friolera la hija de Salcillo... Yo nada más puedo hacer. Ella sigue consumiéndose. Compra todas las estampas del Ángel que encuentra y que le traen; y el precioso mancebo de Gethsemaní se multiplica en la sala, en el dormitorio, en los libros y en el costurero de la señorita...».

Removiose el deán con un viejo estrépito de escabel y butaca.

Llegaba la hora de reclamar de sí mismo ante sí mismo. La protección de la casa de los Valcárcel no le pedía una perpetua mansedumbre a los antojos de una moza; no le obligaba a salirse de sus sendas tranquilas y pasar una vejez de trajines en el cabriolé de una diligencia. Esta sería su jornada última de Oleza a Murcia.

Llegó y encaminose a la noble casona. Ordenó que le abriesen y que alumbrasen el inmenso escritorio de don Trinitario, y desde allí llamó a la huérfana. En aquella estancia resultaría la entrevista de un eficaz entono.

Brincando compareció María Fulgencia. Ya tenía una graciosa cabellera de paje; ya le volvían los colores de la salud.

El enojado canónigo no quiso oírla, porque él no había venido sino a imponer su seso y su voluntad.

-He venido a decirte que no puedes comprar el Ángel de Salcillo, entre otras razones, porque no puede venderse... ¡Y se acabó! ¡Ni más ni menos!

-Ya lo sabía...

-¿Lo sabías?

-Sí, señor, que lo sabía. Lo que yo quiero ahora es ser monja suya, y así viviré a su lado.

-¿Monja suya? ¡Tampoco, tampoco, porque el Ángel de Salcillo no tiene monasterio!

-¡Si no tiene monasterio, yo lo fundaré!

-¿Que tú lo fundarás? ¿Tú?

-Con lo que yo tengo y lo que yo amo a mi Ángel...

-¿Con lo que tú tienes? ¿Con lo que le amas?

¡Pero si él no era quien debía preguntar, sino quien debía decidir! Y el deán siguió preguntándole:

-¿Pero, hija, es que tú te piensas que se pueden cometer ni decir atrocidades y herejías?

-¿Es una atrocidad que yo ame la imagen del Ángel de Nuestro Señor? ¡Mire que lo que usted dice sí que me parece una herejía!

Se precipitaba la contradicción sobre la roja frente del deán de Oleza. Y se puso a cavilar. ¿Podía él vedarle esas encendidas piedades sin caer en peligrosas apariencias iconoclastas? Enjugose muy despacio los sudores, mirando a la señorita Valcárcel:

-¿Tú le rezas al Ángel?

-¿Yo? ¡Yo, no, señor!

-¡Ya te tengo cogida!

Pero la soltó pronto. Resollaba cansándose de un diálogo tan preciso.

Las cosas eran según eran. Nunca reparó en la imagen del Ángel, que no semejaba ni hombre ni mujer... ¡Claro que no lo sería! ¡Pues que se hartara de mirarla y de quererla! En seguida se le deslizó una sospecha turbia, un barrunto miedoso que no lograba subir a las claridades de la proposición. La belleza de la imagen no sería de hombre ni de mujer; luego participaba de entrambos; y desde el momento en que María Fulgencia se encandilaba y derretía por el Ángel, el Ángel, a pesar de su androginismo, ¿no se revelaría para la huérfana con un espiritual contorno y hechizo masculino? Otra vez se quedó pensando el señor canónigo, y, de repente, le preguntó:

-¿Y por qué no te marchas a Madrid, con tus tíos?

-¿Con tío Eusebio y esa señora Ivonne-Catherine, Ivette, Kate y no sé qué más? ¡Ni los hijastros la resisten!

-Es que yo quiero que salgas de Murcia. ¡Y además de quererlo, tú lo necesitas!

-¡Ahora mismo me marcharía de aquí!

-¿Y a dónde te llevaré? Estuviste en la Visitación... ¡Eras entonces una criatura! Allí, para verte, no había yo de viajar en diligencia...

-¡Lléveme usted a la Visitación!

-¡A la Visitación!...

Muchas cristianas doncellas fueron primorosas copistas de la biblioteca de Orígenes. En los monasterios de mujeres fue también la caligrafía labor honorable y deseada. ¡Ah, si María Fulgencia quisiera!

-¡Lléveme en seguida a la Visitación, y allí me quedaré hasta que me canse!

-¡Eso es lo peor; que te cansarás!

...Domingo por la tarde llegó al portal de las Salesas de Nuestra Señora un faetón estruendoso y polvoriento.

Acudió el mandadero, y él y el mayoral descargaron cofres, atadijos, cestos de frutas y pastas, ramos, cajas, sombrillas, chales y una primorosa jaula de tórtolas.

Presentose don Jeromillo, carne rural y alma de Dios que se atolondraba y agoniaba de todo. Vio los equipajes, se agarró la cerviz, corrió hacia el cancel del convento, y desde allí volvió a la portezuela, socorriendo al señor deán, que no podía desdoblar sus hinojos y se quejaba, creyéndose cuajado y oxidado.

Asomó en la zancajera del coche un pie, un tobillo, un vuelo de falda... Y rápidamente se escondió todo dentro de la berlina. Venía una brigada de colegiales de «Jesús», la primera brigada, la de los mayores. Se oyó un grito de la señorita Valcárcel.

-¡El Ángel!

El señor deán se revolvió consternado.

-...Con galones de oro y fajín azul... ¡El último de la izquierda! ¡Es el Ángel!

Don Jeromillo se aupó para mirar, se asustó sin entender nada, y saludó al Ángel.

-¡Ése es Pablito, Pablito Galindo, hijo de don Álvaro, don Álvaro el que se casó con Paulina, la dueña del «Olivar de Nuestro Padre»!...

Pasaron al locutorio de la Visitación, y quedose María Fulgencia entre las madres, que la besaban llorando y riendo.

Ella sentía un júbilo infantil. Corrió por los claustros, por el hortal, por la sala de labores y de capítulo. Todo lo preguntaba, y decía que de todo se acordaba. Lo creía todo suyo, en una posesión sentimental de sobrina heredera de Nuestra Señora. Abrió los cofres, los arconcillos, las cestas. Derramó sus ropas, sus sartales, sus brinquiños, sus esencias. Repartía flores y dulces; besaba sus tórtolas, meciéndolas en la cuna de su pecho. Quiso ver su aposento; lo engalanó. Pidió vestirse de novicia y profesar cuanto antes. Se llamaría Sor María Fulgencia del Ángel de Gethsemaní. En verano se marcharía con toda la comunidad a sus haciendas de Murcia, que ya daban gozo...

La abadesa, blanda y maternal, la sonreía siempre con un dulce estupor de sus arrebatos.

La clavaria, grande, maciza, de ojos abismados por moradas ojeras que le ponían un antifaz de sombra en sus mejillas granadas de herpes, la miraba con recelos, y hacía un grito áspero de ave en cada retozo de aquel corazón. ¡Cuánto dengue y locura! Se obligó a vigilarla; y se puso a su lado.

De noche, en el coro, cuando la madre dijo:

-Por la salud de nuestro reverendísimo prelado: Pater Noster...

María Fulgencia inclinose hacia la clavaria, preguntándole:

- ¡Cómo! ¿Qué le pasa al pobre señor? Será muy viejecito, ¿verdad? ¿Tiene sobrinas?

-¡Calle y rece!

María Fulgencia no quiso recogerse sin hablar a solas con la madre, para saber de Su Ilustrísima. El señor obispo llevaba mucho tiempo recluido en sus habitaciones privadas de Palacio. Le asistía un médico forastero; y aunque se ocultaba con rigor su mal, ya no era posible ignorarlo: Su Ilustrísima padecía una enfermedad horrible de la piel. Una desgracia para toda la diócesis de Oleza. La señorita Valcárcel imploró que le dieran pronto el hábito para ir a cuidar al venerable enfermo.

Sonrió la abadesa elogiando su propósito y pidiéndole que se acostara.

-¿Pablo Galindo? ¿Quién es Pablo Galindo?

Sobresaltose la madre, principalmente porque acababa de aparecerse la clavaria, advirtiéndoles que ya reposaba toda la residencia.

A la madrugada, la señorita Valcárcel tuvo congojas. Y desde el segundo día de su ingreso se la vio sumirse en una vida espiritual, ganando en virtudes monásticas.

La clavaria desconfío más. Todas las noches desmenuzaba sus escrúpulos y avisos a la madre.

-¡Es menester probarla mucho! Es hija de casa principal, bien lo sé; pero tiene torbellinos en la sangre... Su padre resucitó, y no era ningún santo... ¡Yo no sé, no sé! Sólo digo que es menester probarla mucho.

Gozaba fama de prudente y sabidora en toda la Orden.

Y la abadesa la probó, quedando más confusa. La señorita Valcárcel subía a la virtud de las virtudes, al dejamiento de sí misma en Dios, según palabras del santo fundador. En el regazo divino se recostaba su alma. Pero algunas veces le parecía que el Señor la pusiese en tierra. La ejercitó en todo género de abnegaciones, imitando a Santa María Magdalena de Pazzis cuando fue maestra de novicias. La retiró del coro mandándola que fuese a contar los ladrillos de la sala de costura, y María Fulgencia los contaba haciendo tonada de escuela. La envió al huerto a coger hormigas, y ella las cogía con entusiasmo. La quitó de la oración más interna y sabrosa para que sacase agua del aljibe, y todas, menos la clavaria, la proclamaron humilde y hermosa como la Samaritana. Hasta se la obligó a servir en el refectorio, vestida de sedas de las galas que trajo del siglo, y también vieron todas en esa criatura la suma alegría de la mortificación.

Se supo que Su Ilustrísima había empeorado. Y la señorita Valcárcel redobló sus penitencias y sus preces.

Todo se lo dijo la madre al señor deán. Y el señor deán respiró complacido.

-¡Ya la tenemos encaminada! Hemos acertado. ¡Ni más ni menos!

- III - Salas de Oleza

I. Vuelven los Lóriz

El conde abrazó a don Magín con elegancia; la condesa le tomó infantilmente las manos entre sus manos. Lóriz semejaba más menudo. Todos los Lóriz, en la madurez -según los lienzos de la sala familiar-, se quedaban cenceños y mínimos. Y este descendiente ya parecía un antepasado suyo, con empaque de reverdecida juventud, esa juventud de las decadencias adobadas por el ayuda de cámara.

-¿Usted tenía ese lunar en el pómulo? ¡Pues ahora se lo veo!

-¡Ahora, don Magín, acaba usted de verle a mi marido los ocho años que han pasado encima de nosotros!

Pero don Magín volviose a la de Lóriz, y la proclamó más perfecta en su gracia que cuando, recién casada, vino a Oleza.

-Entonces era usted una dulce aspiración de la de ahora.

-¡Ay, don Magín de mi vida, que se le ve su pobre lunar no viendo el mío! ¡Aunque sí que lo vio y demasiado que lo dijo: yo fui -ya no soy- una aspiración de mí misma! Lo más hermoso que se puede ser en este mundo.

Entró Máximo, el hijo. Y don Magín sintió la verdad del tiempo pasado; y ya no pudo valerse de galanas agudezas. En el heredero resalía otro Lóriz, un Lóriz del todo, sin puericias, un Lóriz en la carne y en el hueso; otro antepasado con su pliegue de orgullo y de cansancio en su boca delgada.

Se le quejó la señora de que tratase de usted a Máximo. Quería que fuese la escogida y provechosa amistad de su hijo.

-¡Ya lo creo que seremos dos amigos ejemplares, dos amigos que se tratan de usted!

-¿Y también le habla de usted al hijo de nuestros vecinos, los encerrados de enfrente?

-¿A Pablo? Pablo todavía es un zagalillo. No sé aún si ha de quedar sellado con la semejanza del padre o de la madre. En cambio, Máximo ya es todo él; se lleva años a sí mismo. ¡Acabará por ser mayor que su madre!

-¿De modo que soy la madre de un hijo envejecido?

Lóriz les propuso bajar al huerto, donde murmurarían de Oleza. Necesitaban repasar la crónica antigua y saber la nueva para graduarse de vecinos; porque ahora lo serían hasta que Máximo saliese de «Jesús» con su diploma de bachiller.

-Es voluntad de mi mujer, que parece la descendiente de mis abuelos olecenses. Cuando ya me creí tranquilo en mi Círculo, se le ocurre acordarse de que tenemos fincas en Oleza, de que hay familias madrileñas que traen sus hijos a «Jesús» de Oleza. ¡Pues nosotros también; todos a «Jesús»: Máximo, de interno, y yo, de externo! ¡La salvación, don Magín!

La hermosa señora le contuvo sonriéndole como a un hijo malcriado.

-¡Si no la salvación, puede ser este retiro nuestra restauración!

El jardín de casa Lóriz estaba cerrado por un claustro de piedra morena; y de allí recibían las salas y las galerías de tránsito una claridad académica y un silencio estremecido por hilos de fuentes y cantos de mirlos. Árboles grandes trenzados de yedras; almenas y bolas de romeros; glorietas de rosales, de glicinas y jazmines con bancos y estatuas; hornacinas con lotos y lámparas de cuencos de cactos; medallones de bojes, y en medio un albercón de agua inmóvil y celeste, que duplicaba la arquitectura de piedra y de follajes. Se alzaban y venían los palomos parándose en los jarrones de las cornisas. Se soltaban las bayas de las simientes y se las oía caer mucho tiempo, dejando un olor maduro. Atravesaba la fronda un humo de sol y se producía un fresco amanecer en los troncos y en los escondidos paisajes de musgos.

Lóriz se cansó de pisar hojas que crujían como huesos. Los senderos y arriates siempre estaban en un otoño húmedo. Resonaba la voz de don Magín:

-Nos hemos quedado sin don Vicente Grifol, el viejecito más puro que teníamos. Estaba en su butaca jugando con sus anteojos y el bastoncito en sus rodillas, como si fuera a levantarse para dar su paseo por la calle de la Verónica, y se nos fue a pasear por la plaza del cielo. Murió también mosén Orduña, el arqueólogo. Había completado las papeletas de su Iconografía Mariana, de la diócesis. Yo conseguí que viese desnuda la imagen de Nuestra Señora de la Visitación. Encendimos toda la cera del altar mayor. Fue en la madrugada. La comunidad le miraba desde el coro. Una monjita le preguntó: «¿Verdad que la modelaron los ángeles?». Mosén Orduña volviose y gritó tendiendo sus enormes brazos temblorosos: «¡Ese Niño, ese Niño es italiano; ese Niño no es su Hijo!». Mosén Orduña es el siervo de Dios que ha dicho más irreverencias en este mundo.

Entre dos pilares de murtas recortadas apareció el mayordomo, todo de paño negro y patillas blancas de contramaestre, y anunció que el chocolate estaba servido; el chocolate de casa rica del siglo XIX.

Pero la señora, antes de subir, les llevó a la sala del entresuelo. Después de la lumbre oriental de otro patio interior desnudo, la vieja estancia de artesones y tapices apagados quedaba en una fresca obscuridad de sótano.

-¡Párese usted, don Magín, y mire la alfombra!

El párroco la obedeció. Poco a poco fue exhalando la mullida tiniebla unas rápidas luces, unas fosforescencias desgranadas.

-No sé lo que es, pero esos brillos deben de tener un tacto glacial.

Abrieron los postigos y persianas, y vio don Magín el hermoso fanal de una pecera.

-Aquí tengo peces del Jordán, del Nilo y de las fuentes del Vaticano.

Y el conde añadió:

-Una maravilla sagrada que hemos traído a cuestas desde Madrid, por orden de mi mujer.

Bendijo don Magín la abnegación de Lóriz; y subieron al gabinete, donde les esperaba la merienda española.

En aquel aposento se juntaban muebles de distintos estilos y épocas. Butacones de guadamecí y, como estrado, una banca tallada de presbiterio; una mesa-camilla vestida de ropa de cachemira y detrás un pilar de retablo sosteniendo una Juno de piedra; un reloj de pesas, como un violoncello, entre un velador de taraceas y una consola con bernegales de cerámica dorada; lacrimatorios tan sutiles que sólo de hablar junto a sus bordes se quedaban vibrando con una dulce queja; y en una preciosa cómoda de olivo labrado como un mármol, dos vasos de Etruria, dos legítimos vasi di bucchero nero.

-Mi marido se ríe de esta almoneda; pero no importa. Pruebe usted esos concos de Inca. Oleza y Mallorca son los obradores de nuestra felicidad casera. En este cuarto he puesto lo que más me agrada. Mi marido es un crítico agrio, de esos críticos que delante de un cuadro, casi siempre mi cuadro predilecto, grita escandalizado: «¡Si esa figura que está sentada se levantase, se saldría del lienzo!». Yo no me apuro, porque sé que esa figura no se levantará. ¡Claro que yo no entiendo de estas cosas; pero a los aficionados no se nos va también a pedir que seamos inteligentes!

Lóriz la escuchaba recostado en sus almohadones y en su desgana de ese bullicio palabrero que le parecía muy de clase media de España y sus colonias. Tomó un sorbo de leche de almendras y suspiró:

-Cuéntenos usted más de este pueblo, porque no vale la pena de hablar de lo que nos va quedando. ¡La más humilde sacristía de Oleza nos aventaja en lujos y curiosidades!

La señora recordó el viaje a Madrid de Su Ilustrísima. Le tuvieron una tarde en su casa, y Lóriz le acompañaba en todos sus trajines para lograr el principio de las obras del ferrocarril.

-Estas gentes deben sentirse prendadas de nuestro obispo, que se cuida de abrirles caminos para el cielo y para el mundo.

Don Magín balanceó su testa imperial encanecida.

-El mundo de estas gentes no pasa de sus corrillos ni de sus haciendas; y ponen toda su gloria en vender la naranja, el aceite y el cáñamo en el bancal.

-Su Ilustrísima no se quitó los guantes ni la bufanda; guantes gruesos, bufanda rígida como una venda morada.

Pero don Magín se entretuvo rebañando infantil y eclesiásticamente su pocillo de soconusco sin reparar en la especulación suntuaria de Lóriz.

Lóriz sonrió para decir:

-Una pregunta indiscreta, que usted hará el milagro de que no lo sea: ¿Es verdad que nuestro obispo y los Padres de «Jesús» se tienen menos amor que usted y el penitenciario?

-El penitenciario y yo nos tenemos un amor literalmente evangélico. Y el confesor de Su Ilustrísima es un jesuita de «Jesús».

Recibieron los Lóriz una claridad de júbilo. «Jesús» se elevaba en jerarquía.

-¿De «Jesús»? Será el padre rector, o el padre prefecto, o el padre espiritual, o el padre...

-Es el padre Ferrando. De seguro que no lo conocen ustedes. Un viejecito humilde como un párroco de la huerta.

Y les contó que casi todos los días se paraba en el portón de los corrales del colegio un carro de heredad, o un labrador con su mula, y se llevaban al padre Ferrando dentro de sus adrales o encima del albardón. Le buscaban para confesar gentes pobres de la ribera; y al salir de la barraca del moribundo le llamaban de otras, aunque nadie estuviera muriéndose, para que también se dejase aviado al padre o al abuelo tullido o con tercianas. El padre Ferrando iba de senda en senda. Volvía a «Jesús» a la madrugada. El hermano portero le recibía rojo de malhumor y de sueño. El padre Ferrando, encogido y sudado, le refería las faenas de la salvación de aquella viña que el Señor le tenía encomendada. ¡Qué duras, qué pesadas esas almas para soltarse de sus cuerpos; pero en el cielo resplandecerían lo mismo que los bienaventurados de las mejores familias! El padre Ferrando caminaba por los claustros, subía por escaleras de servicio, atravesaba salas, corredores, pasadizos, anda que andarás, para llegar a su aposento, el último de una crujía alta del patio de la tahona.

Y ese jesuita, que semejaba calzado y vestido con lo viejo de la comunidad, era el escogido entre todos los religiosos de la diócesis y entre todos los reverendos padres de la casa para penetrar en la conciencia del prelado. A sus pies se arrodillaba Su Ilustrísima. Teólogos, moralistas, predicadores, honra del confesonario, verdaderos especialistas de la medicina pastoral, no podían esconder su sonrisa y su asombro. «¿El padre Ferrando? Pero, ¿de veras el padre Ferrando? Bueno; ¡el padre Ferrando!». Y algunos eminentes de «Jesús» le daban palmadas en sus hombros, sacando de su hábito polvo y olor de pesebres. Semejaba un abuelo que vive recogido en casa de los hijos que han criado con holgura ya familia, y del que todavía pueden recibir algunos ahorros.

Don Magín proseguía su crónica menuda de Oleza:

-Murió la madre de Cara-rajada, y como no pueden faltar amortajadoras en una buena república, tenemos a doña Nieves de las Agonías, que también ejerce oficio de santera, y no hay oración ni secreto que se le pase. Entra en todas las casas, participa de todas las tertulias, lo mismo de la de doña Corazón, que se nos quedó baldada, que de la de las Catalanas, dos solteronas con dineros y sin sobrinos, acosadas por la Monera y doña Elvira, las enemigas de doña Purita. Esta doña Purita, tan hermosa, que ustedes ya conocen desde mi herida de «San Daniel», ha de venir muy pronto a verles, porque quiere muy de verdad a la condesa.

-Nosotros -exclamó Lóriz en nombre de la casa-, nosotros también la queremos y la recordamos.

Ese tono de «nos» pastoral no pudo impedir que la condesa y don Magín le mirasen el lunar del pómulo, el lunar que crían los años.

El párroco se había levantado y hablaba paseando como si estuviese en su aposento rectoral. Verdadera falta de elegancia -según Lóriz-, resabio plebeyo de los célibes y de los capellanes y frailes españoles. Pero Lóriz se lo perdonaba todo a don Magín, que se detuvo en la vidriera y le envió su saludo a Paulina. Ella le sonrió inclinándose sobre su costura.

Se le acercaron los condes para mirarla. Y se empañó el cristal de la sala de don Álvaro con la cabeza lívida de Elvira.

-¡Carne azul que morirás intacta! Aunque también puedan morir lo mismo criaturas admirables como Purita...

-¿Doña Purita o Purita sigue...?

-Sigue soltera -anticipose don Magín-. Y en que lo fuese siempre se obstinó su familia y todo este pueblo.

-¿Pero es que este pueblo no da hombres para mujeres como ella?

-¡Ay, señora, aquí los únicos célibes somos los capellanes y don Amancio, que se ha dejado la barba!

Y don Magín tomó y comió primorosamente una pella de las clarisas de San Gregorio. Lóriz tuvo que confesarse que ni en la Gran Peña, ni en la Nunciatura, ni en el Ministerio de Estado se comía el dulce con el patricio regodeo de don Magín.

-Yo quiero a Purita tanto como a Paulina. Hace mucho tiempo, recién ordenado, con ilusiones de llegar a organista de la catedral más grande, salté un día de la banqueta de mi armónium y corrí a una casa vecina toda alborotada. Había muerto un nene; pero ya estaba tan bien plañido, que yo no esperaba que se recalentase el guayadero de las comadres hasta la hora de enterrarlo. Y encontré un torbellino de mujeres gordas y de pelo colorado que gritaban como si fuesen flacas. Eran las de López-Canci, las Panizas, madre y cuatro hijas, y en medio, Purita, muy pequeña, vestida de sobrina, con el niño muerto en sus brazos. La golpeaban y gritaban; y Purita, sin comprenderlas, gemía: «¡Yo no lo romperé!». En la Purita de ahora se me aparece la nena de entonces, jugando a dormir un hijo con un mortichuelo. ¡Y esa criatura se ha quedado soltera!

Sonó el estrépito de un carruaje sin alborozo de collerones, carruaje de luto. Los Lóriz se asomaron como si ya fuesen lugareños de verdad. Era el faetón del obispo. Iba un familiar acompañando a un médico forastero que venía casi todos los meses.

Pero don Magín no lo dijo. Don Magín se acomodó en su butaca, porque la condesa quería saber más de Purita.

-Creció y se hizo hermosa. ¿Y para qué había de llegar a mujer tan garrida sino para casarse? Pero estaba recogida por su tía. De modo que en la casa no había más mozas casaderas que las hijas. Lo menos que podía hacer Purita era aguardarse y aguantarse. Así lo dispuso su tía y lo quisieron sus primas y lo aceptaron las gentes. Tienen las mujeres días en que parecen, o son de veras, más guapas que nunca. Purita los tuvo y los tiene tan admirables, que hasta semeja emanar la belleza y la gracia de su vida, esparciéndolas más allá de su persona. Yo lo he oído y lo he pensado algunas veces viéndola en su ventana: «¡Madre mía, cómo está hoy esa mujer!». ¡Todo en ella, cada instante de su cuerpo, coincidiendo para la perfección, respirando hermosura!

Lóriz sentose a su lado, diciéndole:

-Vive usted, don Magín, holgadamente debajo de su hábito...

-Sí, querido conde; llevé siempre la sotana sin sentirla, pero ajustada como si fuese mi piel, porque Dios me ha librado de que me pese como las vestiduras de plomo de los hipócritas de Dante... Pues decía que las primas de Purita, de las que se ha murmurado su afán de marido y su antojo de convento, las primas, viéndola tan hermosa, se revolvían erizadas: «¡No mira lo que hacemos por ella! ¡Será capaz de casarse antes que ninguna de nosotras!». Muchas familias participaban de sus recelos y agravios; y los posibles novios, tan moderados aquí, pasan de largo. Diálogos con varón en su casa no se le permiten sino con don Roger. Ya verán a don Roger en el Colegio de «Jesús». Figura nueva para ustedes. Un buen hombre que ha cantado óperas por esos mundos. Habla un poco de italiano y de francés. Le refiere a Purita sus jornadas en todos sus idiomas; y ésta es la última alarma de las mujeres y la imagen de perversidad de los hombres de aquí: que Purita pueda amar y pecar en español, en francés y en italiano.

Le interrumpieron las risas de los Lóriz.

-Y ya no queda qué decir; o queda lo mismo por muchos años: Purita o doña Purita no se casa. Y no se casa porque todavía tiene dos primas solteras, y porque es demasiado hermosa y demasiado señalada por la malicia. ¡Parece capaz de todo! Y yo la proclamo la más casta y la más virgen de todas las solteras de la diócesis; y doy la medida más grande de nuestra latitud de amor. Ahora hablemos de Paulina. Pero no hablemos más, porque alguien viene cuando sus vecinos, los facciosos, se asoman y acechan este portal.

Y don Magín se despidió, y dos Padres de «Jesús» se presentaron en visita de cortesía antes del ingreso de Máximo en el colegio. Ingresaba privilegiadamente ya mediado el curso académico.

Abriose un balcón de los de Lóriz, y la condesa llamó a don Magín.

-¡Que me traiga usted pronto a Purita!

Todo se sintió desde el escritorio del caballero de Gandía.

Don Amancio Espuch, el penitenciario, el padre Bellod, se prometieron los males de tanta tolerancia. Y llegarían días peores.

Precisamente llegaba un ruido de azadas, no de azadas agrícolas, frescas, primitivas, sino un ruido de azadonazos rectos, unánimes, disciplinados que rajaban el campo para tender las traviesas y vías del ferrocarril.

Oleza parecía sobrecogerse escuchando a lo lejos.

II. Antorchas de pecado

Llegó una multitud. Había catalanes, andaluces, extremeños, valencianos y «gabachos». Ingenieros y sobrestantes franceses, grandes y rubios. Listeros, capataces, furrieles. Un ejército de invasión, con sus carros y toldos; y, como a todos los ejércitos, le seguía una nube de galloferos, de mercaderes y abastecedores de sensualidades. De Andalucía y de Orán venían mozas galanas, como la Argelina de tan curiosos afeites, olores y ringorrangos, que las pobres mujeres pecadoras del país se paraban y se volvían mirándola con ojos de mujeres honradas.

Cualquier bracero del ferrocarril comía y bebía con más rumbo que toda una familia hidalga. Algunas cosas, entre ellas los dulces monásticos, encarecieron un poco. Se instalaron figones y botillerías, con tablado para cante; y de noche volcaban en Oleza el vaho de los ajenjos y frituras, el trueno del fandango, la brama de los refocilos.

Oraciones, labor de aguja, tertulias recogidas se contenían por oír los huracanes de la abominación. Y en el silencio se desgarraba una risa de mujer. Las señoras, entre ellas las Catalanas, que tuvieron tienda de tejidos, no se explicaban que esas infelices pudieran estar solas con tantos hombres.

Al amanecer, los ingenieros se bañaban desnudos en el río. Después, salían todos al trabajo; y Oleza se quedaba inocente y tímida bajo las campanas y esquilones de sus conventos y parroquias.

Don Cruz, don Amancio, el padre Bellod, lo miraban todo con amargura. ¡Se habían cumplido sus profecías!

Don Magín y el síndico Cortina les dijeron muy socarrones:

-¡Todo pasa, y esas gentes también pasarán!

El padre Bellod, el mastín del rebaño blanco de las vírgenes de Oleza, redobló la furia de su castidad.

-¡Ya lo creo que se han de ir; pero cómo dejarán este pueblo!

De sus justas alarmas se comunicó el Círculo de Labradores y el colegio de «Jesús». Algunos corazones pusieron su confianza en Palacio.

Palacio callaba. Demasiada indiferencia habiendo contribuido a la venida de esas gentes. Ellas traerían el ferrocarril, un acierto, una mejora para algunas concupiscencias. Que a cambio de esas ganancias no se perdieran otros bienes: era el parecer de los amigos del penitenciario.

Por algo lo decían. Porque hubo familias que acogían ya en sus casas a los extranjeros, y les agasajaban. Algunas doncellas recatadas les miraban, les sonreían y acabaron por comparar esos hombres robustos y generosos con los reconcentrados de la Juventud Católica. Muchos viejos recordaban que, en otro tiempo, las mujeres de Oleza, tan tímidas y devotas, se habían montado a la grupa de los caballos de los facciosos, bendiciendo y besando a sus jinetes, colgándoles escapularios y reliquias, dándoles a beber en sus manos y ofreciéndoles frutas rajadas con su boca encendida.

Ese contraste del arrebatado fervor, de la pasión de la hembra olecense con su hurañía, su cortedad, su fácil sonrojo y la tristeza de su vida de clausura, lo atribuía también don Amancio Espuch a una irresistible herencia iberomusulmana.

Los más alborozados con los invasores fueron los del «Nuevo Casino», que para escarnio de las conciencias puras se fundó en la acera del puente de los Azudes, es decir, en recinto de la parroquia de Nuestro Padre San Daniel. En los ruedos de mecedoras y en torno de las mesas de billar se celebraba cada noticia de las jácaras y libertades de los bárbaros. El síndico Cortina elevó los brazos y se torció desperezándose. Como él era todo Oleza: un bostezo. El anterior obispo, andaluz y jinete, debió morir de murria. No había más pasatiempos que los aprobados por la comunidad de «Jesús» y por la comunidad del penitenciario. Procesiones de Semana Santa; juntas de las cofradías; coloquios de señoras con señoras, de hombres con hombres; tertulias de archivos; comedias de Navidad en el De Profundis de «Jesús». Allí, el público, de familias de alumnos, había de sentarse con separación de sexos, como en las primitivas basílicas, y bajo la vigilancia de un hermano, que se deslizaba por el pasillo central como el inspector de una brigada extraordinaria. Entre los socios del Casino había antiguos colegiales que representaron El martirio de San Hermenegildo y La vida es sueño, con loas al colegio y sin «papeles de mujer».

El único solaz en sala cerrada y con mezcla de juventudes -Hijas de María y luises, esclavas y caballeros de la Orden Tercera, camareras del Santísimo y seminaristas- lo traía Navidad, con el Nacimiento en los almacenes de «Chocolates y Azúcares de Nuestro Padre», de Gil Rebollo, proveedor del colegio; un Belén mecánico de lumbres y nieves, de molinos que rodaban y aguas que corrían por céspedes impermeables y torrentes de corcho.

En casa de Gil Rebollo podían sentirse cerca varones y hembras. Fuera de aquí, no; como no fuese en vísperas de boda o en la obscura soledad del pecado. Pero aun en la farsa sagrada de Gil Rebollo estaban presididos por padres de la Compañía; y sin su presencia no comenzaban a moverse los pastores y rebaños, los ríos, la estrella, los camellos, los leñadores, los panaderos, las lavanderas, ni se iluminaba el retablo, que tenía la ingenuidad y abundancia de pormenores de un Evangelio apócrifo. En los descansos, un coro invisible de señoritas cantaba villancicos del padre Folguerol. La sociedad olecense subía a la esterada tarima de la presidencia, persuadiéndose entonces de que el rigor ignaciano podía compadecerse con sutiles donaires glosando los anacronismos del «Belén» de Rebollo. Festivos, asombradizos, sonrosados, no semejaban los padres los mismos padres del colegio. Pero pasaban días, y en una plática o junta de congregantes sentían algunos que se les enroscaba la palabra del predicador flagelando las deshonestidades de una gala demasiado atrevida, de un martelo demasiado ardiente dentro de la inocencia de una noche de Navidad. Hasta lo más profundo llegaban los ojos de los Ángeles de la Guarda de Oleza...

...Ahora, los del Nuevo Casino tenían ya el goce de ver cómo gozaban los forasteros. Y el síndico acabó dándose una puñada en su frente de tufos. ¡Estaban hartos del color de ceniza de su vida! ¡Ellos eran otra Oleza! Y el grupo de más brío se fue con el síndico Cortina a contárselo a don Magín.

Paseaba don Magín al sol de su huerto, leyendo en un volumen del Licenciado Cáscales la epístola al Licenciado Bartolomé Ferrer Muñoz «Sobre la cría y trato de la seda».

Se lo dijeron todo, y el capellán sonreía escuchándoles.

-Tenemos Nuevo Casino, y tendremos comedias con mujeres, reuniones con mujeres, de todo con mujeres. Y a esas fiestas podrán asistir los sacerdotes y las familias de más remilgos, como a la sala de Rebollo y al salón de actos de los jesuitas, pero sin jesuitas. Eso para el invierno; y los ensayos para el verano, de noche, en la delicia de un jardín; ensayos y verbenas...

-¡Así sea, aunque no me importe!

Le replicaron que le buscaban precisamente para que le importase y les encaminase a conseguir su propósito de divertirse sin tutela y en beneficio de enfermos y pobres de la diócesis.

-¡Ah, vamos: la obra de caridad, la alcahueta de siempre! Pues ni por sus oficios alcanzaréis lo otro si no lo cobijáis en los jardines y claustros de «Jesús».

Oyendo a don Magín se marchitaban los ánimos de los fuertes. Todos ellos encontrarían en su mujer, en sus hermanas, en su madre, en su novia, una voluntad encogida, necesitada siempre de la consulta y legitimación de otras voluntades.

-Sobre todas las de la diócesis -gritó Cortina- está la voluntad de Palacio.

Palacio tuvo tiempos apacibles. El señor obispo mostraba una infantil complacencia en su salud. Bajaba a su huerto por la puerta de la Provisoría. Los curiales le veían conversar con el hortelano; acoger con risas los botes y cabezadas del mastín; daba de comer a los palomos; se sentaba y leía subiendo sus dedos para tomar el olor de una rama de limón.

Ofició en muchas solemnidades. En la del Corpus predicó un padre de «Jesús», que puso todos los tonos de su garganta, la pálida inmensidad de su frente teológica y la elegancia de sus manos, tan femeninas entre la riqueza de su roquete de Gonzaga, al servicio de una frondosa ciencia dogmática. Acabado el sermón, el señor obispo, sin dejarle tiempo de bajar del púlpito, fue comentando, desde su baldaquino, la institución eucarística, claro, dulce y lento, comparándola a la «luz prendida de otra luz». El cabildo, las autoridades y los fieles volvían la mirada, desde el prelado, que movió su báculo como si quitase bondadosamente una niebla del ojo blanco de la radiante custodia, al jesuita que escuchaba inmóvil, con el bonete en el pecho y un dardo en cada cristal de sus gafas...

En esta época hizo su última visita pastoral; restauró algunos conventos; mejoró las casas parroquiales más pobres, y en una de un pueblo fragoso pasó el verano. Pidió que viniesen ingenieros, y con ellos caminó la comarca más amenazada del río, estudiando embalses y paredones que lo contuviesen, y a sus expensas se acabó el muro de Benferro. Logró el estudio del ferrocarril, y en Palacio se celebraron las primeras juntas para conciliar a los técnicos con los hacendados.

Poco a poco, Su Ilustrísima volvió a sus soledades. Palacio vivía en voz baja. Una madrugada el paje de servicio oyó gemir al señor. Asomose al dormitorio por la puertecita de la sala de los retratos, y le vio rajándose las llagas con un agujón de oro calentado en un fuego azul.

Lo supo don Magín y recordó las palabras de Grifol: «No se curará; tiene el dolor en las entrañas». Casi lo mismo, pero con más arrequives científicos que el difunto Grifol, dijo el médico forastero que venía a Oleza en el coche episcopal. Ese mal de la piel era como el mandato y la muestra de otro mal recóndito, de una etiología callada. Habló de sobresaltos y trastornos de emoción que predisponen a padecimientos que si no significan un peligro pueden ir fermentándolo.

Su Ilustrísima nombró la lepra, y el médico apartó sus recelos con un ademán indulgente. Antaño se confundía y agrupaba la lepra con otras enfermedades; pero en estos tiempos cualquier curandero la reconocería desde sus principios. No se olvidó de decir el descubrimiento del bacilo, ni de nombrar a Hansen y a Neisser, ni la forma y las medidas del microbio por milésimas de milímetros, sin omitir los ensayos de remedios más audaces como el de inocular ponzoña de serpientes. También contó sus visitas a leproserías donde murieron leprosos de pulmonía, de nefritis, de vejez, los cuales habían vivido más de veinte años con las llagas cerradas y secas, sin dolores, y con capacidad sensitiva hasta en la zona atacada, de modo que debieron ser rehabilitados sanitariamente; estaban limpios de su podre, y se les dejó morir entre los inmundos. Y el médico terminó con una bella frase de revista o conferencia dominical: «Si la medicina antigua tuvo carácter religioso, colocada entre el rito y el milagro, la medicina moderna participaba de la Ética y de la Sociología».

Era un dermatólogo de piel tan magnífica, de porte tan pulido, que todos sus enfermos se sentían realzados de ser el objeto de los estudios de ese hombre y hasta llegaban a no creer tan horrendos sus males tocándolos aquellas manos.

Para Su Ilustrísima la elocuencia del doctor objetivaba demasiado el mal. Escuchándole se veían las enfermedades separadas de la carne, contenidas y humildes bajo el poder de tanta sabiduría y elegancia. Después se soltaban por el mundo, y la suya se le escondía en la sangre y en los huesos, y se quedaba a solas con el dolor. Enfermo sin familia, con un pudor adusto de sus tristezas.

El cabildo, los familiares y domésticos recogían de sus ojos y de su silencio un veto de llegar a su intimidad. Enfermero y confidente de sí mismo, a sabiendas de que se hablaba de su padecer. No lo desnudaría con la palabra pronunciada. La palabra era la más preciosa realidad humana. Y el obispo se imponía esa ilusión de todos los que sufren de que el secreto existe, aun entre los que lo conocen, mientras la voz no lo abre.

Don Magín lo había aceptado. En sus conversaciones elegía asuntos y anécdotas que recrearan al pastor y al amigo y hasta contrariedades gustosas. Una de las más grandes la tuvo Su Ilustrísima cuando don Magín rechazó una canonjía de gracia.

-Serás canónigo por obediencia.

-Señor, ni por obediencia. ¡Huiré como un santo!

El señor obispo estuvo mirándole mientras le decía:

-¡Mi pobre salud no ha de recibir ningún daño!

Pero don Magín le replicó con maliciosa mansedumbre:

-Señor, que tampoco lo reciba la salud de las pobres criaturas como yo.

Y pidió la prebenda para un viejo capellán y el traslado a su rectoría de un vicario, los dos sometidos a la dura servidumbre del padre Bellod.

Pasó un doméstico anunciando a la comisión del Nuevo Casino. Don Magín adelantó los intentos y supuestos de aquellos diputados. El familiar presagió temerosas discordias: «Jesús» no toleraría esos solaces; el penitenciario y los suyos, tampoco. Se culparía de todo a Palacio. Su Ilustrísima hizo abrir la mampara, y desde su sillón bendijo cansadamente a los de fuera, diciéndoles:

-Si vuestra obra es buena, prometemos ir alguna vez y presidirla.

Salió don Magín con las gentes del Casino, que le llevaban abrazado.

Al atravesar el puente de los Azudes, cerca del Nuevo Casino, les atropelló uno de los socios corriendo y gritando como huido de una perdición:

-¡Qué bárbaros! ¡Lo he visto, lo he visto yo!

Lo había visto y escapaba para contarlo. Los ingenieros, después de almorzar en las obras, habían desnudado a la Argelina, y desnuda del todo la colgaron entre dos naranjos en flor; ella cantaba, y los hombres la rodeaban campaneándola y dando bramidos. Una hoguera de carne. Tocaban acordeones, y parecía envolverles un viento marinero.

Desde la baldosa repitió a gritos la aventura para que llegase a los que salían del tresillo y del billar.

Así lo oyeron y se inflamaron todos los socios; los socios y la señorita de Gandía y la señora de Monera, que, grifadas de honestidad, iban entonces muy de prisa, camino de casa de las Catalanas.

III. Las Catalanas

Eran dos. Menorquinas -mahonesas- de nacimiento, y comerciantes de Barcelona. El padre trajo a Oleza su negocio de tejidos de la calle de Puerta Ferrisa. Murió del cólera, y se alejaron veloces los años encima del mercader. Casi nadie se acordaba de su gabán color de aceite, de su gorro de punto de estambre con una borla morada que le caía cansándole la sien. Se le olvidó de manera que las huérfanas semejaban no serlo, no haberlo sido nunca ni necesitar de madre: prolem sine matre creatam; como si fuesen hijas de sí mismas, hechas de sí mismas. Según estaban, debieron de ser desde su principio y serían para siempre, aun después de muertas y sepultadas. No se las podía imaginar sino en su presente: altas, flacas y esquinadas; los ojos gruesos de un mirar compasivo, el rostro muy largo, los labios eclesiásticos, la espalda de quilla y, sobre todas las cosas, vírgenes. Sus lutos -todavía de retales de la tienda- nadie los creería de viudez ni de maternidad rota. Solteras. Estatura, filo y pudor de doncellez perdurable. Para ser vírgenes nacieron. Las dos hermanas se horrorizaban lo mismo del pecado de la sensualidad que nunca habían cometido, y casi tanto temían el de la calumnia, prefiriendo que fuesen verdaderas las culpas que se contaban en su presencia. Por eso, había de referirse todo menudamente, hasta quedar persuadidas de que el prójimo recibía su merecido nada más.

Luego de comer paseaban entre los cuatro limoneros y las dos palmeras de su huerto, el huerto del almacén de Miseria; los árboles y las dos hermanas se reflejaban deformes en las bolas metálicas de jardín colgadas de los arcos de un cenador de geranios y pasiones. Se cansaban y tosían a la vez, y entraban a sentarse en las butacas de lienzo puestas junto a la reja de la sala. Les quedaba un poco de dejo catalán; se acordaban con regaño de la plaza del Pino, de la calle de Puerta Ferrisa, de la Canuda y de su único viaje a Madrid, en 1850, donde una de ellas pudo ser la enamorada del dueño de un comercio de ropas de la calle de Atocha, que después no resultó dueño. Suspiraban, alzándose el pañuelo que les bajaba por las mejillas. Lo traían de seda de pita dentro de casa, y para fuera, manto. Y a esperar. Todo limpio, todo guardado. Sabían lo que habrían de sentir, comer, rezar, vestir y pensar en fechas memorables. De modo que a esperar al lado de la vidriera; a esperar que alguien viniese y empujase las horas hasta la de las oraciones. Ese alguien era siempre la mujer del homeópata Monera, y Elvira. Oyéndolas, no tenían más remedio las Catalanas que sobresaltarse. Pero la virtud de casada de la Monera y el furor de los ojos y de la lengua de la señorita Galindo, les curaban los escrúpulos. Sus amigas lo escarbaban y lo probaban todo, gracias a Dios. Y ya las dos hermanas podían respirar compadeciéndose de este mundo.

...Vinieron las de siempre. No pasaron juntas porque una celadora de la Adoración retuvo en el portal a la Monera. Elvira precipitose en la sala y, sin besar a las dos viejas señoras, les refirió ella sola la depravación de los ingenieros.

Las Catalanas principiaron a toser y consternarse, diciendo que no era posible tanta inmundicia.

-Pero ¿desnuda? ¿Sin enaguas, sin pantalón de punto, sin medias? ¿Atada y colgando de dos naranjos? ¿Y ellos qué hacían, Dios mío?...

Entró la Monera. De sus ojos que le bailaban y del ansia de su resuello de mujer lardosa le salía el gozo de decir alguna noticia caliente. Pero Elvira no se dejaba vencer delante de aquellas solteronas sin herederos, y se olvidó de la Argelina para comentar el traslado de don Pío, vicario de «Nuestro Padre», a la parroquia de don Magín.

-¡Atiende, que Dios los cría y ellos se juntan! -la interrumpió, ahogándose, la del homeópata.

-¡Yo no sé si los criará Dios de ese modo; pero quién los junta me lo sé de sobra!

Aquí volvieron a su susto las Catalanas. ¿Es que don Pío no era un buen sacerdote?

Casi recién salido del seminario ingresó en la parroquial del padre Bellod. Descolorido, muy dulce, de tez de niña; resultó poeta. Ya en las veladas y concertaciones del Convictorio fue siempre el escogido para la oda o disertación de honor, ofreciendo, como encanto separado de las virtudes literarias, la elegancia de su figura, de sus ademanes, de su sotana y la delicada belleza de su voz y de su mirar de adolescente.

-¡Ahora habrá que oír y ver al curita poeta!

-¡Si el Señor le ha dado gracia para eso! -dijo, compungida, una de las Catalanas en nombre de las dos.

-¿Gracia para qué? ¿Para que en sus versos celebrando a las santas que se sabe que fueron muy lindas y de familia ilustre, y a las que pecaron a su gusto antes de la santidad, se sientan requebradas señoritas y señoras de este pueblo que no son para tanto?

Enrojeció la Monera en su amor olecense. Añadió Elvira que el padre Bellod ya tenía rebajados los vuelos de su vicario, y, un domingo, en el ofertorio de la misa conventual, se desmayó don Pío. Subieron en su socorro las Hijas de María. Quiso el padre Bellod adobar al dulce pichón. Pero Su Ilustrísima lo puso al lado de don Magín.

-¡Pues, atiende, que muchas lloran su marcha! -Y la Monera se relamió su boca gruesa de comadre.

-No se apure, que ya van en su busca, y el banquillo de su confesonario de San Bartolomé amanece como un tocador de novia, todo de flores, y entre las flores, cartas de pena, sin firma; allí se arrodillan las señoritingas y se las oye confesarse sollozando.

-¿Y no será calumnia? Es mucho. ¡Ya verá!...

En seguida, la de Gandía fue sosegándolas. Su lengua iba descubriendo todas las intimidades de la ciudad, como si soltara los vendajes de un cuerpo llagado; y en cada revelación probada, ponía el ungüento de una protesta de ternura, porque no podía esconder que amaba ya este pueblo como suyo, y lo mismo les sucedería a sus amigas.

-¡Lo mismo, lo mismo! ¡Ya verán! ¡Por eso nos duele lo que dicen!

Toda la Monera se removía en un tumulto de despecho, mientras agradecía y alababa tanto amor.

Elvira le sonrió con impertinencia. Ella bien sabía que en todos los tiempos hubo males y escándalos en Oleza. Lo sabía por don Amancio. ¡Qué saber de hombre! Desde que se dejaba la barba parecía más mozo: una barba lisa hasta el pecho, una barba preciosa de color de azafrán... Pero, en otros tiempos, no contaba Oleza con partidos como el que representaba su hermano don Álvaro, y más atrás, ni siquiera hubo obispo en Oleza. Ahora, en cambio, parecía no haberlo. Porque con un obispo enfermo, y un enfermo como ése, iba pudriéndose la diócesis.

Aquí Elvira les avisó de las últimas fugas del seminario: tres del curso de «teólogos», cinco del grado de «canonistas», un fámulo de refectorio... A otros se les oía llorar en sus aposentos; mordían la beca; se volcaban desnudos crujiendo en su márfega de forraje de panoja, sin poder contener sus deseos impuros. Si se refugiaban en la meditación de la castidad de algunos santos y santas, en seguida huían del remedio para no incorporar las imágenes inmaculadas a las imágenes de pecado. Dos «menoristas» pidieron a gritos convulsos que les abriesen la puerta para salir a la perdición del mundo. Vino don Magín, lector de Moral y Patrología, y los empujó contra una balsa, gritándoles: «¡Dejaos de perdición! No vale la pena. ¡Resistid vosotros los apasionados, no nos quedemos con los que no sirven ni para las tentaciones!».

Las señoras de Puerta Ferrisa sintieron generosas alarmas:

-¡Ay, si todo esto lo supieran los enemigos de la Fe!

Se espantaban en vano, porque en Oleza no había ni un enemigo de la Fe. No lo eran los arrabaleros de San Ginés, que en su vivir andrajoso de muladar se respetaban sus machos, sus hembras y sus corralizas y cumplían con los preceptos de la Iglesia bajo la voz de don Magín. Tampoco lo eran los del Nuevo Casino, por muy audaces y aburridos que se creyesen. No faltaban a las conferencias cuaresmales, sintiéndose halagados cuando el predicador, casi siempre de Madrid o de Valencia, proclamaba encendidamente, al despedirse, que nunca había visto un espectáculo de piedad tan grande como el que Oleza ofrecía a los ojos de Dios y de los hombres. Íntegros y liberales, eran de la cofradía de «Jesús atado», y en la procesión matinal del Viernes Santo rodeaban el Prendimiento, vestidos de legionarios, sumisos al centurión don Amancio Espuch...

No; no había en Oleza enemigos de la Fe. Lo dijo soflamándose la del homeópata.

-¡No los habrá -arremetió Elvira-; pero este bendito pueblo permite que se agravie a Dios y a la decencia!

-¡Y ahora! ¡No diga eso!

-¿Que no lo diga? ¡Si yo lo he visto! Hace un instante, don Magín no podía contener la bulla oyendo el escándalo de la Argelina, y con la boca llena como de un mal bocado, me saludó dejándome la baldosa para que yo sintiese aquella indignidad, que a buena crianza no hay quien le gane. En su casa, casa-rectoral, se regodean los ingenieros. No se santigüen, porque, después de todo, Palacio fue quien nos trajo esas cuadrillas de trueno, pidiendo, con las prisas de la salvación, que se hiciese el ramalico del ferrocarril. ¡Para qué querrá Su Ilustrísima el tren teniendo que pasar los años escondido arrancándose postemas! Palacio, sí, señoras; es decir, los dos palacios: ése y el de Lóriz, porque no hay quien me niegue que Lóriz puso dinero de la condesa en las obras, el poco que les va quedando; y a eso vino: a vigilarlas y, de paso, dejar interno en «Jesús» a su cría canija; hijo de vicioso, que le pegará sus resabios a los hijos de casas decentes. En la ropería del colegio no caben los cofres del ajuar del niño. Ni el de un novio. Lo sé. Cada presentación de la criatura es un alboroto. Recuerden las ayas, las nodrizas y aquel lujo del parto a todo pregón...

-¡Lujo de parto... -balbució una de las Catalanas, mientras la otra elevaba con beatitud sus ojos-, lujo de parto el de la reina, el año cincuenta, cuando nosotras estuvimos en la corte!

-¡La única vez que fuimos a Madrid!

-La única. ¡Éramos muy jovencitas!

Elvira y la señora Monera sonrieron delgadamente.

-En el Palacio Real se prepararon alcobas completas, con sus lavabos y armarios y todo, para los grandes de España y los ministros. Y arriba, en las terrazas, había guardias -nosotras los vimos- con banderas y fanales de colores para avisar de día o de noche si venía al mundo príncipe o princesa. Cañones, músicas, tropas; todo el pueblo en la calle para contar los cañonazos... ¡Lo estoy diciendo, y mírenme la piel cómo se me eriza!

La hermana también mostró su piel erizada. Elvira gritó:

-¿De modo que forasteros, madrileños, soldados, todos sabían lo de la reina?

-¡Oh! ¡Ya verá: es la reina! -convinieron las Catalanas, casi arrepentidas de sus predilectas memorias-. ¡Las reinas tienen que consentirlo!...

-¡No lo sería yo por nada del mundo, y menos preñada! ¡Jesús!

Nunca se le quitaría de sus oídos el grito de Paulina cuando parió. De no acudir la Monera, lo hubiese presenciado todo siendo soltera. Después estuvo lamiéndose la espumilla de sus labios, y preguntó:

-¿Y qué hicieron esos palacianos, tanta gente y tanto cañón cuando nació la criatura?

Las Catalanas, confundiéndose más, dijeron:

-No sabemos... ¡La señora reina malparió!

-¡Menos mal! A mí se me raya el hígado de ver esa vanagloria del vientre y ese embuste de disimularlo entre sedas y galas, estando todos en el secreto del disimulo; porque yo no puedo remediarlo: ¡yo me lo imagino todo!

Era verdad: Elvira se lo imaginaba todo con un ímpetu candente.

Las viejas señoritas de Mahón la miraban rendidas, tosían menudamente, sin cuidarse de la Monera, que no se resignaba al tono menor de segundona de la amistad en aquella casa. Y comenzó a decir:

-Ya no nos acordábamos de hablar del último escándalo. No lo adivinarán. ¡En cueros, como una perdida, y adrede!

-Lo conté yo cuando vine. Tuve que tirar la noticia de mi boca porque me quemaba.

-¡Si usted, Elvira, tampoco lo sabe! Me lo dijo, cuando llegábamos, una celadora de la Adoración. ¡Una afrenta de mujer!

Las Catalanas se dejaron a Elvira, volviéndose con ansiedad a la Monera.

-¿Y la conocemos nosotras? ¿Entra en esta casa?

-La conocemos; pero no viene a esta casa ni a la mía...

-¿Y de este pueblo? -suspiró Elvira-. ¡Es no acabar!

-¡Purita!

-¿Purita? ¿Doña Purita?

-Purita, o doña Purita, ha salido desnuda a su reja, cuando le daba toda la luna, para que el de Lóriz la viese desde la calle... ¡Lo puedo jurar!

Las Catalanas levantaron las manos y los ojos.

-¡Si no es posible, Jesús! ¡Y delante del cielo! ¿Es que esa infeliz no pensaba en Dios, que todo lo ve? -Las dos señoras enrojecían mirándose su cuerpo tan virginal, tan guardado bajo sus ropas de lutos-. ¿Pero el de Lóriz la vio desnuda del todo? ¿Y qué hizo ese desdichado?

Y, afligiéndose más, suspiraron:

-¡Esos padres, esos padres, qué cuenta han de dar a Dios!

IV. Tertulia de doña Corazón

La tienda de doña Corazón siempre tenía sueño y quietud de archivo, de archivo de sí misma. De tarde, dos potes de Manises goteaban rápidamente de sol. Después, todo parecía más interno y callado. En los vasares sudaban los tarros de astillas de canela, de libros y ovillos de cera, de estrellas viejecitas de anís, de gálbulos de ciprés y eucaliptos, de gomas de olor...

No latía el reloj de pesas, seco y embalsamado de silencio, con sus dos saetas plegadas entre las diez y las once, las dos juntas, sin medir ningún tiempo, como si nunca hubiesen podido caminar por el lendel de las horas. El calendario, liso, sin días, como una lápida de cartón de las fiestas desaparecidas. La estampa del Sagrado Corazón de Jesús se torcía casi descolgándose; y aunque el Señor tuviese entre los dedos su lis de llamas prometiendo «Reinaré», semejaba ofrecerlo y decirlo por divina costumbre, por infinita condescendencia con las casas de los hombres.

En el escritorio se volcaba un gato, y junto al cancel, una mujer enjuta, una viuda pobre, miraba quietecitamente el mismo rodal de hierba menuda de la calle de la Verónica, donde brincaban los gorriones. Anochecido se cerraba el portal; arriba, se hincaban unas pisadas de madera; todo crujía; y luego iba pasando un coloquio de mujeres.

De mañana, muy temprano, volvían a sentirse los tacones de zancas. La mujer vestida de viuda dejaba entornado el postigo. Venían mozas de la vecindad; no mercaban nada; preguntaban por doña Corazón.

Doña Corazón seguía lo mismo: engordando y cuajándose en su sillón de anea, tullida de dolores; muy limpia, muy peinada, haciendo labor con un aleteo de manos de niña que dejaban luces de anillos arcaicos y aroma de bergamoto. Puesta en el ancho asiento, ella misma, con el ímpetu recogido en sus brazos mollares, lo hacía caminar de pata en pata, cansadamente, como una vieja cabalgadura. No quiso que le pusieran ruedecitas al mueble, miedosa de creerse ya baldada sin remedio.

De su alcoba de velos blancos a la ventanita florida. Ya no tenía más jornadas su vida. Cuidábala Jimena, la antigua mayordoma del «Olivar de Nuestro Padre», maciza y colorada y el pelo como el lino.

Le daban compañía muchas amistades. Labradoras, artesanas, señoras humildes, señoras de rango acudían a compadecerla y dejarle los regustos del mundo.

El funerario de Oleza quiso arrendar el obrador de chocolates. No lo permitió la dueña; pero, desde entonces, sus amigas se creían entre coronas y ataúdes, y le pidieron que quitase ya los despojos del comercio, transformándolo en pulido zaguán. Lo contradijo don Magín. Los cedazos, las cóncavas piedras, los rodillos inmóviles, todavía olorosos de la pasta de cacao, tenían para él una belleza arqueológica. Arrancar esos testimonios del ayer sería pecado de desamor.

-Sin ellos, sin ese ambiente, yo, lo confieso, yo no vendría a esta casa con tanto agrado y frecuencia...

Y don Magín se puso a mirar la tarde entre los tiestos de ciclamas y albahacas y el estrépito de los pardillos, que le festejaban desde los trapecios y cunas de sus jaulones.

Mediaba marzo. Olor de naranjos de todos los hortales. Aire tibio, y dentro de su miel una punzada de humedad, un aletazo del invierno escondido en la revuelta de una calle. Nubes gruesas, rotas, blancas, veloces. Azul caliente entre las rasgaduras. Sol grande, sol de verano. Más nubes de espumas. Otra vez sol; el sol, cegándose; y la tarde se abría y se entornaba, ancha, apagada, encendida, fría...

Doña Corazón elevó su sonrisa a don Magín. Aunque nada quedara de sus tiempos, no le faltaría el palique de su capellán.

-¡Adivine lo que ahora pienso!

La dulce señora se asustó sin querer.

Don Magín había cruzado sus brazos, dejándose una mano alzada donde descansar el medallón de su rostro como en una ménsula; y desde allí, mirándola, decía:

-Todos, todos en este mundo, hasta los que tienen entrañas puras, entrañas de azucenas como usted...

-¡Ay, no lo diga!

-¡Todos cometemos ingratitudes!

Se alarmó más la señora. Sus azucenas se doblaban dentro de la grosura de su cuerpo tullido bajo un poniente de memorias, que siempre había de ser don Magín quien lo trajera.

-¿Piensa usted, don Magín, que voy olvidándome del pobre don Daniel? ¡Desde estas jamugas de mi borriquito -y tocaba su asiento con sus manos primorosas- miro yo a lo lejos los años de su desgracia y de la mía!...

-En cambio, ¿se acuerda usted de don Vicente Grifol? ¿Lo ha recordado usted hoy?

¿Hoy? ¡Precisamente hoy, no! Sin decirlo, lo confesaba compungiéndose.

Don Magín era como la conciencia de la apacible señora.

-Pues hoy, precisamente hoy, se cumple el año de su muerte, tan silenciosa como su vida. Todos, usted, usted y yo también, fuimos crueles de desapegados con aquel hombre, que hasta para dar un golpezuelo de bastón en una losa miraba que no hubiese ni una hormiga que dañar. De todos nosotros, la única buen alma que le acompañó en su agonía fue doña Purita. Le veo morir en su butaca sin perder su sonrisa. Purita le tomó los quevedos; les puso su respiración de frutas; se los limpió con sus guantes, y el enfermo le pedía: «Guárdemelos en mi bolsillo del pecho para no dejármelos en este mundo». Cuando yo fui a reconciliarle, no quiso. «He de morir riéndome de los cuentos de Purita; y si allí me lo quieren cobrar por irreverente, enhorabuena pase yo algo por esta criatura». De madrugada volví para ungirle, y ella seguía a su lado sonriéndole y enjugándole los sudores.

-¡Y aquí me tienen ustedes! -y entró, riéndose, la mujer ensalzada que esparcía el júbilo y la claridad de su vida.

Don Magín se sofocó de que le hubiese sorprendido elogiándola.

-¡Si usted no pasa de párroco a obispo, ni yo de solterona, yo seré quien le cuide y le bizme, si lo necesita, en la vejez!

-¡Usted, hija mía, me cuidará y me bizmará! ¡Porque usted y yo haremos todo lo posible para no pasar de lo que somos!

-¿De modo que no me casaré, no me casaré nunca? -Y Purita lo dijo mirándose, desde su virginidad, sus pechos, sus brazos, sus caderas de diosa, de diosa casada; se los miraba dulcemente, como si fuesen de una hermana suya; y así murmuró:

-¡Ya no están los ingenieros rubios!

-¡Todavía han de volver algunos!

-¡Qué se me da que vengan, don Magín, si para lo que ellos quisieran, por ser libres como extranjeros, yo soy decente, y para esposa, yo soy, según dicen, demasiado libre y ellos demasiado de Oleza! -Y lo que pudo acabar en un gemido, se abrió en un alboroto de risa.

Era secretaria de muchas Juntas y de la Cofradía de la Samaritana. Su plenitud de treinta años le trajo el doña, sin quitarle el diminutivo de su nombre, avenido con su soltería, con sus gracias y ligereza. «Eva deseando escaparse del Paraíso, todo un paraíso de manzanos, sin un primer hombre siquiera», según don Magín.

A don Magín se volvió, pidiéndole que se apartara porque tenía que hacer confesión de un pecado mortal.

-Aquí estoy para escucharla.

-No, señor; que para los pecados peores busco siempre la más grande inocencia, y vengo de confesarme con don Jeromillo.

-¿Y qué dijo don Jeromillo?

Contó doña Purita que, al principio, salió una mano del capellán estremeciéndose en el borde del confesonario; ella suspiró, y se doblaron dos dedos; pero el cordal, el índice y el pulgar porfiaban erguidos. La penitente se contuvo en la delicia de la contrición; toda la mano colgó madura. Y en acabando el «yo me acuso de que digan que me han visto desnuda del todo», don Jeromillo rebotó, golpeándose en la jaula, diciendo: «¡Leñe, qué ocurrencia!».

La dulce tullida parpadeó mucho, a punto de llorar. Don Magín quedose rojo, y la Jimena, ronca y espantada, le gritó:

-¡Doña Purita, Madre mía Santísima, Reina Soberana!

Doña Purita tomó las manos de doña Corazón; estuvo jugando con los viejos anillos de la señora, y en esta actitud de nena distraída, exclamó:

-Han de saber que esa «ocurrencia» la tenían picoteada en la tertulia de las Catalanas. La Monera y Elvira, la beata de Gandía, juraron que yo me quedé desnuda en mi reja para que el de Lóriz me viese... Todo me lo cuenta después la misma Monera, con celos de la otra.

Por el corpiño de doña Corazón subió un oleaje de pena y de ira que se le deshizo en un sollozo. La mayordoma se revolvía, prometiendo rebanar y pisar todas las lenguas de víboras.

Doña Purita la contuvo:

-¡Es que hay verdad en lo que dicen! ¡Un poco de verdad!

Doña Corazón ya no tuvo más remedio que llorar, mientras don Magín no tuvo más remedio que reír.

-Yo me resigné a que esa «ocurrencia» fuese pecado porque las gentes lo decían, pero yo no pequé. Yo estaba acostada, sin sueño. (Lo de acostarme sin sueño vendrá de mi niñez de sobrina protegida). A mi lado hay un espejo, lo único que heredé de mi casa, un espejo grande, donde me miro y me veo del todo; pero un espejo decente. Y me vi esa noche. Había luna llena, esta luna de marzo, la de la víspera de la luna de Semana Santa, cuando yo soy más feliz sintiéndome una María Magdalena virgen.

-¿No tiene usted en su reja un rosal?

-Sí, don Magín de mi alma, un rosal, ahora ya tierno, que da gozo. Pues me dio la gana de ver la noche entre mi rosal. Abrí los postigos, y entonces me aparecí en el espejo. Yo estaba sola, y me daba tanta luna, que quise verme como en un baño. ¡Ay, don Magín, nunca me he creído tan buena ni tan dichosa! Nos mirábamos la luna y yo en mi desnudez y en silencio. ¡Qué silencio de luz!... Dicen que me vieron. Yo cerré la ventana apenas me llegó ruido, y me oculté y me cubrí, porque ya con sospecha de alguien no sentía yo la misma delicia. Ustedes me escuchan sonriendo y aceptándome. Yo no sé por qué las flacas, las feas, las de piel verdosa y ardiente como las Elviras...

-¡Purita, por María Santísima!

-Doña Elvira sabe que yo la llamo verde, flaca y ardiente, y lo es. ¿Verdad, don Magín, que lo que yo digo es el Evangelio?

-¡No será precisamente el Evangelio, pero lo creo lo mismo!

-Pues yo no sé por qué las Elviras se enfurecen tanto de que las que no lo somos nos guste vernos, a la luna, blancas y hermosas. Sí, señor: blancas y hermosas, aunque me arrepienta en seguida de decirlo. Solas, desnudas, mirándonos. Yo, sola, mirándome y complaciéndome como si yo no fuese yo ni otra.

-¿Pero la vieron a usted, la vio desnuda el de Lóriz? -le preguntó la Jimena con ansiedad.

Doña Purita se reía con exquisito pudor.

Y desde afuera vino una vocecita frágil, diciendo:

-Si a ella le agradara que la viese desnuda el de Lóriz, no sería por la ventana abierta, sino con la ventana cerradita, mis hijas.

Pasó doña Nieves la Santera, con su altarín de San Josefico, haciendo a todos sus comedimientos; y sentose arrebujada en su manto, como si estuviese en las Cuarenta Horas. En doña Nieves se daban tres cualidades, por lo menos, de su nombre: blanca, fina y fría. El tono de su habla quebradiza semejaba de niña enferma y con regaño. Sus ojos, de un azul pálido y quieto, presenciaban impasibles los dolores y desventuras de casi todas las familias de Oleza. Asistía a los agónicos; amortajaba y velaba los difuntos sin admitir salario ni limosna, dejando los dineros para la que acudiese por oficio. Vio morir a sus padres, a sus hermanos; quedó sola en su casa, y nunca se le empañó su mirar. Para lavar a los muertos, les tomaba de los brazos, tan rígidos, de las piernas, tan grandes y duras; los zarandeaba con suavidad, con pocos crujidos, como si volviese muñecas primorosas, las muñecas con que jugaba aquella niña enferma que residía dentro de su vocecita.

Doña Purita la recibió aplaudiendo de júbilo:

-¡Doña Nieves! ¡Doña Nieves ha de valerme! Doña Nieves ha de ser la prueba de mi negocio. Vean a doña Nieves: ella jamás habló a nadie, ni a nosotros, de su vida. Ella sale de su casa, cierra y se guarda la llave. Vuelve; abre, entra, cierra y se queda dentro sola. Nadie la ve; nadie la visita. ¿Quién pisó su alcoba? ¿Quién se asomó a su arca? Parece que doña Nieves no sea de bulto, sino lisa, estampada. ¿No es verdad? Ni ama ni odia, ni llora ni teme. Mírenla reír sin rebullirle los labios. Doña Nieves penetra en nuestras intenciones más que los ojos de Nuestro Padre. Ella sí que nos ve a todos desnudos, como si fuésemos cadáveres. Pero nosotros no pasamos de su ropa, como si detrás no hubiese más que el reverso de la tela. Doña Nieves es un misterio; debiera ser un misterio, y no lo es. En el Círculo de Labradores, en el Nuevo Casino, en San Ginés, en todas partes de Oleza se dice que doña Nieves, cuando se recoge, de noche, en su dormitorio, saca cuatro cirios amarillos, cuatro candeleros de madera, y se viste su mortaja de sayal de agustina; se la pone para dormir, como yo me pongo mi camisona; pero ella se añade la toca, las calzas de algodón, las alpargatillas, todo con una crucecita morada entre sus iniciales. ¿Es verdad, doña Nieves? Usted no lo ha contado, y lo sabemos. Ni usted tuvo la vanagloria de decirlo ni de mostrarse amortajada para dormir, ni yo de que me viesen desnuda. Y nos ven. Oleza tiene ojos de gato y de demonio que traspasan las paredes.

Doña Nieves había depositado en la consola su capilla. Hizo una genuflexión y, suspirando, abrió las hojuelas. Apareció San Josefico, muy lindo, con pelo de mujer, el tirso jovial de flores y las ropas ingenuamente bordadas, como si lo hubiesen vestido las niñas de Costura. Tenía a los lados floreros de cipreses con rosas de oro; el fondo, de bovedilla azul con avecitas, lúnulas, querubines, signos del zodíaco, atributos de labores artesanas y agrarias, y delante de sus sandalias miniadas, el vaso de la mariposa que cada familia llenaba del mejor aceite. Veinticuatro horas lo dejaba en su poder para que le rezasen y le pidiesen gracias y le alumbrasen, y al recogerlo, le daban socorro. Con él y sus recados ganaba su pan: recados de venta y trueque de joyas, telas, encajes, abanicos, bujería y olores. Corredora, medianera, consejera y amiga pobre, sin perder entono y señorío, de las principales casas de Oleza, cuyos hijos y criados la trataban siempre de doña, y ella tuteaba a todos, y sentábase a su mesa, comedida y ganadora de la confianza. En fin, su altarillo era su refugio, su alacena, su escudo y su llave para llegar a lo recóndito de todos los corazones y viviendas, y al lado de cada aflicción ajena sabía poner el dulce resumen de un suspiro.

Asomose don Magín a la hornacina, y desde allí decía:

-Este San Josefico, tan aldeano y tan guapo, me impone más que la tremenda imagen de Nuestro Padre San Daniel. A Nuestro Padre se lo cuentan todo a voces; es santo de multitud. San Josefico se pasa una noche y un día en la intimidad de cada casa y se apodera hasta del olor de los ajuares. Lágrimas, murmuraciones, gritos, sonrisas y silencios se van quedando en esta cajuela. No se le puede mirar sin sentir como el pulso de algún recuerdo o confidencia de otro devoto. Aquí dentro está Oleza.

Doña Corazón le escuchaba mirando la menuda imagen. San Josefico presenció la olvidada agonía de don Vicente Grifol. A la otra tarde, doña Nieves le trajo el santo. Y hoy, que se cumplía el aniversario de la muerte, volvía San Josefico a pedir posada de piedad en su alcoba. San Josefico movía la rueda emocional de los tiempos y de los hogares. La imagen hablaba por la boca marchita de doña Nieves. Ella siempre advertía de dónde acababa de venir, y el diminuto huésped dejaba las encomiendas, las sensaciones y el vaho de la otra familia.

-¡Ahora lo traigo del lado de Paulina!

Y doña Nieves suspiró y dejó que su San Josefico emanase la emoción de la ausente.

Todos callaron mirándolo; hasta que don Magín volviose a la bizarra doña Purita:

-Ni ojos de gato ni de demonio, como usted dijo; sólo San Josefico tiene poder para traspasar las paredes y averiguar el secreto de la casa de don Álvaro.

-¡Yo también lo sé! -prorrumpió, encrespándose, la Jimena-. ¡A mí no me engañó esa gente! ¡Por algo mientras casaban a Paulina le pedí yo a Dios que me diera coraje y maldad para defenderla de todos!

Y don Magín sonrió.

-¡Pero no siempre atiende Dios los ruegos de sus criaturas!

-Al pasar por aquella casa -gritó doña Purita- se tropieza una con el silencio y la obscuridad. Si veo cerrados sus balcones, me pregunto: ¿qué ocurrirá?, y si están abiertos, me digo: ¿qué habrá sucedido? Porque parecen balcones y rejas de salas, de dormitorios donde hubo un difunto, un difunto que nunca acaban de sacar. Y lo más horrible es que nunca pasa nada.

Entonces la vocecita endeble de dona Nieves exhaló como desde el pecho de San Josefico:

-Mis hijas; bien avisado iba don Magín: mi santo pequeño debe de saber más de Paulina que Nuestro Padre San Daniel. Mujer que no resista la mirada de Nuestro Padre, es mujer pecadora. Nuestro Padre no sabe sino que le llevan a Paulina bajo sus ojos. Pero San Josefico sabe más: sabe que Paulina puede resistir la prueba resistiendo cada noche los ojos de don Álvaro.

Alzose Purita, y mientras se componía su tocado en el espejo de doña Corazón no paraba de hablar:

-¡La frente de don Álvaro está rota por un pliegue como una herida abierta desde su alma! ¡Qué será ese hombre, que el hijo tutea a la madre y a él le habla de usted! ¡Hombre puro, que siempre tiene a Dios en su boca! ¡Dios de don Álvaro, Dios de doña Elvira!

-Ya es viejo el dicho -se interpuso el capellán- de que si los triángulos imaginasen a Dios, le darían tres lados. Pero por mucho que los hombres se afanen, y entre todos don Álvaro, en invocar a un Dios que se les parezca, Dios siempre es mejor que ellos, por fortuna para los bienaventurados.

-¿Mejor? -revolviose la Jimena santiguándose-. ¡Más puro y rígido el Dios de don Álvaro que el mismo don Álvaro! ¡Ay, don Magín, y qué Dios tan terrible! ¡Dios nos libre de ése!

- IV - Clausura y siglo

I. Conflictos

Las dominicas de Santa Lucía, las clarisas de San Gregorio, las salesas de Nuestra Señora enviaban al señor obispo potes de ungüentos maravillosos y redomas de aceites y aguas de bendición para las llagas.

Juntos salían de Palacio los demandaderos, diciéndose el cansancio y mohína que se les esperaba en sus monasterios. Pero el más caviloso era siempre el de la Visitación. Había de resistir los filiales fervores de la comunidad por Su Ilustrísima, y singularmente de la madre y de sor María Fulgencia o la señorita Valcárcel. Nunca se saciaban de pedirle noticias. Querían saber si había visto al reverendo enfermo, o si pudo oír su voz y cómo la tenía; si le cuidaba en Palacio alguna religiosa de Oleza; quién le tomaba el recado; si supo algún alivio repentino; qué remedio tuvo más predilección, si el suyo, o los ofrecidos por las clarisas, o por las dominicas, o por las damas devotas; y, finalmente, cuando llegaba a la antecámara y decía: «De parte de la abadesa de la Visitación, y de toda la comunidad...». ¿Qué? Entraba, lo decía, ¿y qué?...

El donado movía resignadamente su esquilada cabeza de siervo, mirándose su gorra viejecita. No sabía nada. Entraba, lo decía, y nada. Un clérigo afilado les recogía a todos, de una vez, las pomadas, los bálsamos, los atadijos de hierbas y raíces. Se marchaba y volvía muy de prisa, repasando documentos, quitándose y poniéndose los anteojos, y de súbito se paraba:

-¡Ah! Oigan: el señor da las gracias a la comunidad de, de eso..., de...

-¿De las salesas? -le preguntaba muy encogido el recadero.

-Sí; de las salesas, de las salesas... Bueno. Y le pide que le encomiende en sus oraciones, y la bendice.

Se humillaba el abuelito para recibir esa bendición que había de llevar a las celestiales esposas, y se aguardaba. Los otros también.

El eclesiástico se ponía a leer en su bufetillo, mirándoles de reojo.

Ellos no se iban. Tañían horas los relojes de las salas. Y el fámulo de las dominicas osaba decir:

-Es que la priora quisiera saber si el agua santa del Jordán le probó a Su Ilustrísima.

-¿Agua del Jordán?... ¿Agua del Jordán? ¿Era un frasquito verde con una cruz en el lacre?

-¡Ay no, señor, que no era! ¡El mío tiene un San Juan Bautista en medio!

-El verde -mediaba el de las salesas-, el verde lo traje yo. Era de aceite de los olivos de Gethsemaní. Lo tenía sor María Fulgencia o la señorita Valcárcel, porque se lo regaló un señor beneficiado de Murcia que estuvo en Jerusalén, y dicen...

El de las dominicas se expansionaba:

-Mire: el agua santa no venía en ningún frasquito, sino en un tarro de color de pan moreno; un pote de la misma tierra del pozo de Santo Domingo de Guzmán; de la tierra que hacen rosarios, que es tan milagrosa.

Y añadía el de la Visitación:

-¡Si se lo preguntásemos al enfermero!...

Desaparecía el presbítero por la mampara de felpa amaranto, cuyo escudo prelaticio de sedas de oro iba nublándose de huellas de manos sudadas.

Quedábanse los fámulos en silencio, sin moverse de los manises que les correspondían a sus alpargatas cenicientas.

Subían capellanes de la curia, criados de casas ricas preguntando por el enfermo. Volvía el familiar con fojas, con libros. Atendía a los recién llegados, sin acordarse de los otros, y alguno tosía. De repente les miraba con un frío de anteojos.

-¡Ah! Me dicen que sí, que sí que le probaron a Su Ilustrísima: el agua y el aceite, el frasquito y el pote, los dos.

...Llevada de piadosos anhelos, la prelada de las salesas escribió a la madre Ana de San Francisco, de la residencia generalicia de la Alta Saboya, pidiéndole el ostensorio de la Casa, que había sanado muchos enfermos de males empedernidos de la piel. Era una delgada bujeta de forma de libro, y entre dos hojuelas de esmeraldas se guardaban cinco limaduras del hierro con que la santa fundadora, Juana Francisca Fremiot, baronesa de Chantal, se grabó en el costado el nombre de Jesús.

Consintió la casa-madre en dejarlo a la casa de Oleza; pero temía los peligros y la irreverencia de confiar la preciosa reliquia al servicio de Correos entre estampas inmundas, impresos, cartas de herejes y pliegos de valores declarados de la banca judía difundida por todo el mundo.

La comunidad de Nuestra Señora horrorizose imaginándolo. Durante algunos días vivieron consternadas las dulces religiosas.

Domingo de Quincuagésima, a punto de prosternarse María Fulgencia en la cratícula para comulgar, llegose a la prelada, palpitándole la cruz de su pecho y resplandeciéndole de un regocijo de gloria sus hermosos ojos aterciopelados.

-¡Ay, madre, madre, que Nuestro Señor me ilumina!

-¡Comulgue, hija, y después hablará!

-¡Si no puedo, madre; si no puedo de la prisa de decirlo!

-¿Pero tuvo alguna visión reveladora de impedimento?

-¡Yo no sé; yo no sé!... -balbució la sor apasionándose.

Todas comulgaron. Mirábala la madre sintiendo el apuro de su responsabilidad. Era un trance desconocido. En quince años de abadiato, la vida de claustro deslizose siempre sosegada, sin trastornos ni sequedades de tentación, sin convulsiones ni arrobamientos místicos. ¡Y esa criatura de Murcia traía inesperadamente las alarmas de la santidad! Pues ¿qué haría ella con una santa en casa, una santa bajo su obediencia, una santa jovencita, con tránsitos ciegos, incomprensibles del gozo a las lágrimas, de las melancolías a los enfados pueriles? ¡Las santas, las santas no debieran manifestarse sino después de muertas, quietecitas en los altares! ¡Señor, arrobos, no! ¡Tan bien como se podía vivir siendo todas dóciles! -¡la clavaria, la clavaria!-, ¡todas dóciles, todas buenas, muy buenas, y nada más!

Todavía insistió sor María Fulgencia:

-¿No me oye, madre?

Estremeciose la madre.

-¿Me oye? ¡Es el relicario, es el relicario que viene, que puede venir sin peligro!

Presintió la abadesa que iba a florecer la gracia de lo maravilloso.

-Pues ofrezcamos la comunión por tanta dicha. ¡Recójase, ande!

Acabado el oficio y rezo, y después de refectorio, juntose la comunidad en la sala de costura. No quiso la prelada el coro ni la sala de Capítulo ni otro lugar de ceremonia, temerosa de los efectos extáticos. ¡Señor, arrobos, no! Un aposento apacible y claro, donde se habla con sencillez y honestísimos júbilos, no había de invitar a demasiados prodigios. Por humilde olvidaba la madre que el recinto de milagro es la simplicidad de los corazones. Llamado San Goar por su obispo, acude a Palacio; pasa la antecámara; no ve percha ni mueble donde dejar su capa, y la cuelga de un rayo de sol. De una devanadera podía temer la madre que se quedaran prendidos como flores los anhelos de sor María Fulgencia. La miraron todas, y ella se puso colorada, y estaba más hermosa.

Palideció la madre. ¿Exhalaría esa criatura la rara y celestial fragancia que dejan los cuerpos de los bienaventurados? ¡Ese dulce sofoco de su piel tan fina, ese temblor de su pecho!...

-Ya puede, ya puede decir... -le autorizó, suspirando.

Y la señorita Valcárcel dijo:

-Mi primo Mauricio está de agregado militar en la Embajada de Viena...

Se produjo una brisa de tocas, un oleaje de hábitos, de pecherines y lenzuelos.

La clavaria gritó:

-¡María Santísima! ¡En el comulgatorio; en presencia de Nuestro Señor Jesucristo fue cuando pensó en el mundo!

Mostrose también la superiora con enojo de constitución, aunque sintiese un escondido alivio viendo remontarse el vuelo de lo extraordinario.

-¡Ay! ¡Que siga!...

-Que siga su caridad... -pidieron muchas voces.

Revolviose la clavaria murmurando que era demasiada impertinencia. Pero la madre permitió que hablara la sor. De sus palabras podía originarse un bien para el amado enfermo.

-Mi primo Mauricio está de agregado militar...

-¡Ya lo sabemos! -le interrumpió la austera religiosa.

-...En la Embajada de Viena, y ahora llegará a Murcia con permiso.

-¿Y cómo lo averiguó su caridad? -se le interpuso de nuevo la clavaria.

-Yo nada averigüé. Me lo ha escrito tío Eusebio y tía Ivonne-Catherine...

-¿Cómo se llama esa señora?

-Ivonne-Catherine; pero tío Eusebio la llama Ivette, o Kate, o Gothon.

-¡María Santísima!

-Me lo han escrito tío Eusebio y tía Ivonne-Catherine, que pasarán la Cuaresma y Semana Santa en sus haciendas de Murcia-. La reverenda madre leyó la carta. -Mauricio ha de detenerse en la Alta Saboya, mandado por su ministro. En Pascua llegará a Murcia, y trae licencia hasta la Asunción. Y yo me he dicho, sin duda movida por Nuestra Señora, que por qué no se le encomienda el venerando ostensorio. Su reverencia podría escribirle a la madre Ana de San Francisco y esta pecadora a él...

Menos la clavaria, todas bendijeron el inspirado designio de la vía diplomática. Y quedó aprobado.

Camino de su celda, la madre tuvo que soportar los buidos conceptos de su ministra.

-¿No se habrá cometido ya un daño irremediable permitiendo que la sor dijese su parecer?

La madre pudo valerse de San Pablo:

-El apóstol de las gentes ha escrito «que si alguno de los reunidos recibe una revelación, callará el que estuviere hablando».

-¿Y fue revelación verdadera lo de la señorita Valcárcel? ¿No será sor María un peligro para la vida de suavidades de esta casa?

Humilló la abadesa su frente calva, como aceptando los males que pudiesen venir.

-Todas amamos a sor. Las educandas tienen un gozo de escogidas desde que ella vino a nuestro lado.

-¡Es alegría y amor del mundo!

-En estas casas siempre hay una monja que trae la alegría. Ya lo dijo una santa: «El Señor dotará de gracias a una hermana para que sea nuestra recreación». Aquí es sor María Fulgencia, que todavía no es sor, aunque se lo digamos.

-Es que sus gracias pertenecen al siglo. ¿En qué probó quererlo renunciar?

-¡Lo renunciará porque ha sufrido mucho!

-¿En qué sufrió? ¿Qué dejará en el siglo si se deja el siglo? Nuestra santa fundadora se arrancó de sus padres y de sus hijos: dos hijas casadas y un hijo de quince años, y este hijo, recuérdelo su reverencia, este hijo se tendió en el umbral de la casa para que la madre retrocediera. La santa le miró, y pasó por encima del hijo, para bien de nosotras, sus hijas verdaderas.

-¡No todos podemos ni debemos aspirar a la santidad!

Y oprimiéndose con dulzura los dedos, uno a uno, como si se los contase, recogiose en su celda. Allí elevó sus manos, y en seguida las descansó en un libro de cuentas, entre cuyas páginas dejara sus gafas desnudas. No se toleraba a sí misma ademanes de excelsitud y desesperación para no atraerse lo extraordinario. ¿No estaban bien todas? ¡Todas, no! La clavaria, no. ¿Y por qué no? ¿Por qué tan rígida señora había escogido esta orden, que no fue creada para duras penitencias? Todas las intenciones y palabras del sabio definidor, obispo y príncipe de Ginebra, San Francisco de Sales, fueron apacibles y misericordiosas. Así quiso ser ella, acogiéndose al que dijo: «¡Bienaventurados los corazones blandos, porque nunca se quiebran!».

Alcanzó de un vasar de yeso el Directorio de Religiosas.

En la huerta retallecida, bajo un envigado de rosales en flor, giraba un ruedo de hermanas jovencitas que cantaban, mirando la ventana de sor María Fulgencia:

Mari-ábreme la puer...
Mari-ábreme la puer...
¡Que vengo muy mal-herí!...
¡Que ven-go muy mal herí!...

Crujió una vidriera, y salió una tonadilla de párvula respondiendo:

No llaméis con tanto gri...
no llaméis con tanto gri...
que nos oye la clavá...
que nos o-ye la clavá...

Y la madre volvía las hojas rosigadas del libro, hasta que se detuvo, porque tropezó en el capítulo que dice: «¿Qué es vivir conforme al espíritu?».

«...Si una hermana es dulce, agradable, y yo la amo con ternura, y ella también me ama, y hay amor recíproco, ¿quién no ve que la amo conforme a la carne, sangre y sentidos?».

Se quedó mirando la rueda graciosa de educandas. Asomó muy tímida la señorita Valcárcel, presentándole la carta para su primo, y luego saliose.

La madre siguió leyendo:

«...Si la otra tiene la condición seca y áspera, y con todo eso, no por el gusto que tengo, mas sólo por amor de Dios, la amo, la sirvo, la acudo, ése sí que es amor conforme al espíritu, porque no tiene en él parte la carne...».

Y sin querer, la abadesa pensó; «¡Siempre ha de salir gananciosa la clavaria!». Conforme al espíritu, la resistía y la amaba. ¡Y en cuanto a la señorita y sor, no era profesa, sino una avecita que se les entró asustada en este palomar de Nuestra Señora! ¡No, no se le quebraba el corazón!

Se puso a escribir, y apenas trazada la cruz de la cabecera, surgió la clavaria.

La madre le dijo:

-¡Mire qué linda carta de sor! ¡Parece que un ángel le haya llevado la pluma sobre el pliego!

-¡Nunca fue la sor tan pulida en la letra como ahora!

Reparó más la prelada en la escritura con algún sobresalto. ¡Oh, Dios, y qué sufrir!

Y la monja se le apartó, acariciándose el cíngulo. Siempre decía muy sutiles advertimientos, y en seguida se retiraba, dejando a la madre en la tribulación de la incertidumbre. ¡Pero en aquel difícil y piadoso negocio de la salud de Su Ilustrísima, tardar sería pecar! Y alentose, escribió su misiva, bajó al locutorio, y avisó a don Jeromillo.

Todo se lo fue refiriendo, y cuando llegó al acomodo para traer al relicario brincó el capellán, gritando:

-¡Leñe! ¡Y qué ingenio de moza!

-¡Ay, don Jeromillo, no diga eso! ¡Toda la vida estamos pidiéndoselo!

Luego le entregó las cartas.

-Que no se aparten de usted hasta que usted mismo las lleve a la diligencia, y mire que la diligencia sale a las cuatro del parador.

Abriose el hábito don Jeromillo y se las puso en el seno.

La madre entornó los ojos, porque la urdimbre del velo visitandino no impedía que se viese el rojo breñal de aquella carne de varón. ¡Ay, don Jeromillo era tan velludo como Esaú! ¡Quién lo pensara!

II. Miércoles y jueves

Miércoles Santo, dos Hermanitas de los Pobres, dos hormiguitas trajineras, con sus tocas cabezudas, le llevaron a Paulina la «tabla» de los turnos para la mesa petitoria de la catedral. Ella sonrió, aceptándolo todo. No era menester que la leyese. Nada más había que conciliar sus compromisos y devociones: en el oratorio de las clarisas, a las seis; en la parroquia de Nuestro Padre, a las siete, y la vela del Santísimo, de dos a tres, en la catedral. Pero las hermanas, dulces y tercas, porfiaban que sí que era menester; y Paulina leyó la hoja, y en seguida volviose como si buscase aprobación y la temiese. Las monjitas se miraban, y ella salió del comedor, y luego vino Elvira y don Álvaro, que traía entre sus dedos el escrito.

-Aquí dice: «Santa Iglesia Catedral: De cuatro a cinco, condesa de Lóriz, señora de Galindo y doña Purita Canci». Y yo digo: ¿por qué juntaron ustedes estos nombres?

-Tres habían de ser, señor don Álvaro, y estos tres nos parecen de los más principales de Oleza -lo pronunció la hermana joven con acento gascón y un fino parpadeo de inocencia y perplejidad.

-¿Y por qué no podían ser la señora Monera, mi mujer y mi hermana doña Elvira?

-Bien podían haber sido -dijo entonces la monja más antigua-, si no viniésemos de hablar con los de Lóriz, generosos bienhechores de Casa; pero la condesa quiso que al lado de su nombre apuntásemos el de la señora Galindo y de doña Purita.

Otra vez se habían mirado las Hermanitas de los Pobres, y los hermanos de Gandía también, y entre ellos, Paulina estaba sola, inclinada, esperando. Don Álvaro se mordía el silencio que se le enredaba en su boca, el silencio como si únicamente fuese suyo, pesándole como una barba de bronce.

Plácida y lisa, la monja vieja exclamó:

-Además de las señoras, estará una de nosotras en la mesa.

-Precisamente -dijo la francesita sonriendo-, Dios mediante, será una servidora quien les haga compañía en la catedral.

Elvira también sonrió, mostrando sus encías.

-¿Será usted? ¡Miren cómo la guardan para lo mejor! ¡Por algo se murmura en Oleza que pronto la tendremos de Buena Madre!

La hermana puso toda su mirada de luz en los ojos enjutos de Elvira. En la monja asomaba la mujer virgen, y en la señorita de Gandía, la soltera.

-¡Oh, guardarme para lo mejor! ¡Quizá sea verdad! Pero, si fuese usted de nosotras, también podría ser la elegida.

-¿Y no siendo de ustedes, ya no puedo aspirar al rango de ese petitorio?

-No digo yo tanto. Fue la señora de Lóriz quien escogió los nombres.

-¡Pues no sabe esa señora las gracias que le doy por que no se acordara del mío!

-¿De veras? ¡Por Dios!

-¡Qué «de veras» y qué «por Dios»!

Y ya estallaba su brío de descaro; pero se redujo, muy humilde.

-No tengo ingenio para remilgos de sociedad; yo soy de pueblo, y mi sitio será la mesa de una hermana de Monera, la que está al servicio del señor penitenciario.

-¡Oh, es muy buena mujer!

Luego, la monjita volviose a don Álvaro, dejándole exactamente a él la clara interrogación de sus ojos:

-¿Entonces?...

Se entenebreció don Álvaro, sin contener el goce de mostrarse más rudo:

-Entonces, entonces... yo no me avengo a que esa señora condesa disponga de nosotros como de criados.

Se le movía la barba, se apretaba las manos y se aborrecía a sí mismo, viendo que las Hermanitas se despedían de Paulina mirándola como si la compadeciesen. Y las paró con su grito:

-¡Estoy harto de sentir mi voluntad empujada por la de todo este pueblo!

Ellas postraron sus frentes con aflicción.

-Mi mujer irá, pero yo también impongo y rechazo compañías.

La monjita buscó su lápiz entre los pliegues de la manga y esperó con un gracioso parpadeo.

Don Álvaro dictó:

-Señora de Lóriz, señora de Galindo y señora Monera.

-¿De modo que hay que quitar a doña Purita?

Y fue repitiendo y escribiendo con mansedumbre: «Se-ño-ra Mo-ne-ra...».

-¿Y usted admite la enmienda sin consultarla?

-¡Es tan pobre cosa para esta vida!

Y se marcharon las dos hormiguitas del Señor.

Jueves Santo. La tarde se quedó inmóvil. Se oían los gorriones de toda la ciudad como en un huerto. El grito de una golondrina, las alas de un palomo rasgaban la seda del silencio. Arriba tableteaba huesuda y áspera la carraca de la catedral, y el clamor del río parecía del agua de la noria cansada de la torre. Sol y blancura de acacias en flor, de tapiales encalados. Todos los campos tiernos, acercándose a Oleza para ver al Señor, al Señor caminando por las cuestas de Jerusalén. Pero el Señor estaba tendido y desnudo delante del Monumento, entre los reclinatorios de la vela del Santísimo. Paulina le miraba los filos de hueso que le salían por la gasa morada: la nariz, las rodillas, los dedos alzados de los pies. Le buscó las uñas, las uñas azules del cadáver del Señor... Y llevose a la boca su pañolito, que tenía manchas de sangre seca. Veía a su hijo, muy pequeño, con ella y don Álvaro. Don Álvaro, todo de negro, rígido y aciago. Se acercaban al Monumento. Fue en esta hora tan buena del principio de la tarde. Los únicos pasos, los suyos en las losas de la catedral. El niño tuvo miedo y buscó el arrimo de la madre. Sintiose caer un lagrimón de cirio en una arandela. Crujió la falda de Paulina entre los dedos del hijo. Se arrodilló don Álvaro, encorvándose para besar los pies llagados de la imagen, y en seguida su mano empujó a Pablo: «Bésalos», y Pablo cayó encima de las uñas del muerto. Ella lo recogió, enjugándole la boca con un lenzuelo de encajes, el mismo pañolito que todos los años traía en la vela del Jueves Santo. Lo aspiraba reverenciando aquella sangre viejecita como si fuese de las heridas de los pies de Jesús... De tiempo en tiempo entraba el plañir de los mendigos del portal: «¡Por la memoria de la Pasión y Muerte!», «¡Por las espadas de Nuestra Señora!». Gemían los muelles y la roldana del cancel forrado de cuero. Pisadas claras, exactas en la soledad. Lo mismo que entonces.

El Monumento esplendía sereno y profundo, como una constelación en la noche litúrgica. Terciopelos rojos y marchitos, oro viejo de los querubines del sagrario, oro de miel de las luces paradas, un crepitar de cera roída, un balbuceo de oraciones, un suspiro de congregantes, macizos de palmas blancas del domingo, floreros de rosas y espigas y los mayos de trigos pálidos con sus cintas de cabelleras de niñas alborozando de simplicidad aldeana el túmulo augusto y triste; olor ahogado, y la sensación del día azul rodeando los muros, la sensación de Jerusalén, blanca y tibia en el aire glorioso de Oriente.

Paulina sentía una felicidad estremecida en la quietud religiosa del Jueves grande: todo el día inmenso allí recogido como un aroma precioso en un vaso. Las luces la miraban como las estrellas miran dentro de los ojos y del corazón en las noches de los veranos felices de la infancia.

Alrededor del Monumento rezaban señoras humildes, esperando su guardia del Santísimo a esas horas quietas en que nadie puede ver sus vestidos mustios, nadie más que ellas mismas y el Señor desde la hostia rota de la urna radiante.

Paulina recordó las tardes del Jueves Santo, caminando desde el «Olivar» por las veredas de las mieses ya granadas, para visitar los sagrarios al lado de su padre y de Jimena. La mayordoma la contemplaba como criatura suya. Enmendaba un azabache de su ropa, le prendía mejor la mantilla, le vigilaba los broches de las joyas arcaicas que iban dejándole el viejo perfume de los Jueves Santos de la madre ya muerta...

...Levantose de su reclinatorio extenuada y dulce. Llegábale ya el turno de la mesa de pedir de las Hermanitas. Pasó delante de capillas húmedas, desoladas y ciegas bajo el velo morado de Pasión, con las sacras y los candeleros caídos en el ara desnuda. Nada ni nadie en el altar. Los cielos de la piedad se habían despoblado y toda la liturgia se apretaba junto a los últimos momentos de la humanidad de Jesús. Principió a lucir el triángulo de cirios del tenebrario, y en su tronco labrado se quebraban dos grandes medallas de sol rural que caían desde el follaje negro de piedra de la bóveda. Del continuo tránsito repicaba el cancel como la cítola de un molino. Destilaban las voces de fuera, voces que iban cerrándose de las gentes que entraban, voces que se abrían a la lumbre de los pórticos. Familias artesanas y labradoras; juntas de cofradías; guardias civiles de zancas de algodón blanco; la oficialidad y los ordenanzas de la zona de reclutamiento; niños de un colegio pobre, esquilados, con botas gordas y trajecitos de huérfanos sin luto; mercedarios, carmelitas, franciscos, soltando un ruido de sandalias viejas, el mismo ruido de los pies de los discípulos cuando viniesen desde Bethania para comer la pascua en el cenáculo; parejas de jesuitas, con el manteo tendido y el sombrero reclinado en el pecho; su doble genuflexión estricta, medida, como si oficiaran, postrándose, persignándose y alzándose a la vez, y en seguida, a otra visita de Monumentos, con su andar de viajeros de jornada piadosa, para volver pronto al oficio de Tinieblas de casa, el mejor de la diócesis...

La monja jovencita recibió a Paulina junto a la mesa de damascos de los Lóriz. También eran del palacio de Lóriz las bandejas y los candelabros de plata cincelada. En medio resplandecía una menuda imagen del Nazareno, imagen de fanal de consola, con cabellera de verdad, la túnica de lentejuelas y la cruz de filigranas. Llegó la Monera, redonda, sudada y el pecho repolludo de terciopelos, de azabaches, de blondas, de collares y cadenillas de joyeles. Se ahogaba del cansancio de traer sus galas por las iglesias, pero le reventaba el gozo. Subía sus manos para pulir su tocado, y se le enzarzaban los dijes con el rosario de nácar, con el abanico de concha, con el redículo lleno, con los broches de la «Semana Santa» de peluche, y jadeaba más.

Se retrajo la Hermanita para seguir las oraciones de su eucologio, y ya la Monera pudo hablar con holgura:

-¡Atiende! ¿No se sienta usted en medio? Pues yo sí, a lo menos hasta que se nos venga la de Lóriz. ¿Y no se tratan ustedes siendo vecinas? ¡Claro que tampoco nos tratamos nosotras como debiéramos teniéndose tanta amistad nuestros maridos! ¿Y ha sido ella, la condesa, quien nos escogió para este turno? ¿Usted lo esperaba? Yo, no; pero no se me encoge nada por eso. Bien han de morderse algunas cuando nos vean, y entre todas doña Purita. ¿Es verdad que ha venido familia forastera de los Lóriz? ¡Las vizcondesitas de no sé qué! ¿Pues cómo no las trajo? ¿Dejamos ya nuestra limosna porque no digan... o aguardaremos que llegue la señora condesa?

Paulina entornaba sus párpados, ya que no se cerraban los labios de aquella mujer.

«Tiene más orgullo que una noble sin serlo; un orgullo como si fuera feliz». Y, en tanto que la Monera lo pensaba, sonreía para seguir su comadreo:

-Dicen que el de Lóriz es un pillastre. Todas le encalabrinan, desde las mocosas de costura hasta los refajos de las huertanas y las piernas de pringue de las de San Ginés. Lleva dos dientes de oro. Una boca podrida de vicio. ¡Qué diferencia entre Lóriz y don Álvaro y el pobre del mío! ¿Y no ha venido también el hermano de la condesa?

Paulina se internaba dentro de su corazón. «Pasaré una hora de esta tarde, tan mía desde que era niña, al lado de la de Lóriz, la hermana de él».

Y se precipitó a mirar los canceles.

Prorrumpió la masa de los seminaristas, con estruendo de haldas y zapatones. «Filósofos» y «teólogos»; la granada juventud de Oleza, con sus lobas o sotanillas azules, recias, sin mangas, la beca encarnada que se tuerce en forma de corazón sobre el pecho, colgando las puntas por las espaldas con dos rollos de tafetán blanco. Se arrodillaron duros y polvorientos entre un vaho de camino. Se torcían los puños; hundían sus frentes de aldeanos. En los ojos de los sacerdotes inspectores había un trastorno que les secaba la oración.

Salieron despavoridos; y entonces surgió Elvira crispada, rápida, con los pómulos de cal, las sienes recalentadas, y entre las vedijas de crepé aparecían los calveros de la edad. Sus ropas, retorcidas a sus huesos como una piel; arrebatada y tirante, con un brillo húmedo en sus ojos ávidos, se puso a rezar, sin quitarlos de su cuñada, de la belleza de su cuñada. De pronto fue a la mesa, y Paulina se levantó.

-¡No te asustes, hija! -y se arremolinó con la Monera-. ¿Los habéis visto? ¡Un bochorno que da grima y ganas de llorar! Ésos, los seminaristas. A estas horas, los únicos que no lo sabéis sois tú y el señor obispo, tía Corazón y, claro, esa Hermana.

-¡Ni yo tampoco! -rompió ahogándose la Monera.

-¡Al lado de ésta, lo comprendo!

-¡Nos están mirando todos! -suspiró Paulina.

-¡Que nos mire Dios con agrado, que los demás no me importan!

Luego soltó el lance escandaloso. Los seminaristas, por un podrido deseo de sus guías, atravesaron el callejón de la Balsa, el lupanar de Oleza.

-¿Callejón de la Balsa? -y la señora Monera estrujaba los corcovos de espanto de su pecho.

-Corrieron los inspectores, y ya no tuvo remedio la indecencia. Desde los portales y ventanillos les llamaban las malas mujeres remangándose. Yo venía de Nuestro Padre, de ver el Lavatorio. Daba compasión el padre Bellod, tan viejo y tan sufrido, arrodillándose delante de aquellos pies, lavándolos, enjugándolos y besándolos. ¡Doce veces! Le reventaba la frente, le crujían los riñones ceñidos por la toalla. Eso se ahorra Su Ilustrísima...

No pudo seguir. Apareció la familia de Lóriz. La condesa y sus primas forasteras. Dejaban claridad, gracia, frescor y aroma de frutales finos en flor. Luz y goce de naturaleza. Sencillez de damiselas que fuesen a cultos humildes; cabelleras rubias replegadas levemente bajo la vieja suntuosidad de las blondas. Ritmos y contoneos de puerilidad, de ligereza. Delicias de carne recién comunicada de la tarde de abril. Aristócratas en el descuido selecto de una temporada de cortijo. Sin joyas; hasta los guantes blancos tenían una blancura de marfiles, los de la última comunión en Madrid o de misa temprana. Únicamente la condesa llevaba en medio del pecho un jazmín de diamantes antiguos. Ella y sus primas, de sedas negras, y parecían vestidas de blanco. Las miraban pasmadamente las damas y vírgenes de Oleza, obligadas a un esfuerzo y pesadumbre de vestidos brochados, de cuelgas de alhajas, de rigideces de lienzos interiores, de cinturas retorcidas y pechos retrocedidos entre el cañaveral de las ballenas. En cambio, de las forasteras se exhalaba la alegría de sus cuerpos con tanta gloria que casi se creía que fueran a brotar desnudas como de un baño.

-¡Atiende! ¡Vienen de trapillo, pensándose que aquí no se viste!

Y la Monera se precipitó erizada de terciopelo a su silla, recelosa de que se la quitaran las de Lóriz. Detrás, Elvira lo acechaba todo. Parecía más flaca y su piel más verde entre las grietas de su yeso de arroz.

Paulina se había levantado acogiéndolas con una graciosa timidez. Sentíase muy infantil rodeada de esas gentes tan felices. Y de pronto se vio dentro de la mirada del hermano de la de Lóriz, siempre con traje de viajero. Semejante a la hermana, con los ojos más azules y amargos. Ya tenía hebras blancas en las sienes y en el oro de la barba.

-¡Hace dieciocho años, Paulina, que no nos hablábamos! Era usted soltera. He visto a su hijo en el colegio. Lo he llamado para verle y besarle.

Por los mismos conceptos que decía: «verle y besarle» le miraba ella los ojos y después la boca. Se le apartó con suavidad, y bajó los párpados con un honrado temblor; y encima seguía descansándole la contemplación de aquel hombre. Como prueba de que no le pesaba, de que no había de huir ni de sonrojarse, volvió a subir su mirada y a recoger limpiamente la suya. Todo muy rápido como una luz. La misma fugacidad tuvo su pensamiento, el pensamiento que la traspasó y que estampaba distancias y tiempos: «Pude haber sido la mujer de ese hombre». Acababa de verse, toda virgen, tan blanca, en el viejo reposo del «Olivar de Nuestro Padre». Pudo ser su mujer. Pudo ser de ese hombre que descansaba en el silencio de la casa de Oleza como si se tendiese al amor de un árbol familiar, y aparecía por las aradas y huertas de don Daniel con su caja de pintor. Don Daniel no vio el elegido para Paulina como lo vio en don Álvaro. Cuando Máximo se despidió para seguir su camino, ella se dijo (se alzaban claramente los años, para ver la pronunciación de sus palabras), ella se dijo: «Si nos quisiéramos, nos marcharíamos después de nuestra boda y recorreríamos el mundo». Y ahora, mirándose, reanudaba su pensamiento: «Ya llevaríamos diecisiete años casados desde entonces; diecisiete años...».

Y todo esto voló dentro de su frente, por el horizonte del «Olivar» de aquellos días deshojados, sin sobresaltos de casada perfecta. No se había complacido en otro amor, sino en otro matrimonio, otro matrimonio que le parecía referido a distinta mujer. Todo tan breve y tan ajeno que no dejó de oír ni de mirar a las aristócratas forasteras y de pagarles su sonrisa con la suya vigilada por la hermana de su esposo.

La de Lóriz la sentó a su lado con gentil llaneza; y volviéndose aturdida le dijo:

-¡Cómo! ¿No es Purita nuestra compañera?

-¡No, señora; no, señora, que soy yo! -respondió embistiéndose la del homeópata.

La de Lóriz se distrajo para confirmarle a Paulina que fue ella misma quien indicó este turno por verla y tenerla muy cerca. Su hijo siempre les hablaba de la mamá de Pablo, la mamá más hermosa del colegio. Ninguna sonreía y miraba como ella...

De un tarjetero de filigranas fragante y diminuto sacó una monedita de oro. Paulina, también. La Monera extrajo de su gorda faltriquera de mallas un escudo chapado, diez viejos reales, y pareciéndole escasa la limosna en presencia de tanto señorío de Madrid, desató de su pañuelo un rollo de menudos que se le reventó entre sus dedos enguantados, y los dineros botaron en las losas con el plebeyo ruido de la calderilla.

Se agobió buscándolos y estalló su rotunda cintura de agramanes.

Llegaba entonces la primera brigada de colegiales de «Jesús» con sus levitas ceñidas por el fajín de torzal azul, guante blanco, insignias y franjas de oro. En las últimas ternas iban juntos el hijo de Paulina y el de Lóriz, que se miraron avisándose. Máximo Lóriz, descolorido y frágil, la frente lisa, los ojos precoces, ya con elegancia y decrepitud de club. Pablo Galindo, alto, de una adolescencia dorada, pero con la infancia todavía en su sangre; la mirada de suavidad de la madre, y entre sus cejas, el fruncido adusto de don Álvaro.

Lejos, en los terciopelos descoloridos del sagrario, se reclinaba la cabeza fina y pálida del hermano de la de Lóriz. Desde allí contemplaba a Paulina pasando sus ojos sobre la frente del hijo. Y otra vez se remontó para ella el vuelo de los años hacia el horizonte de su virginidad. Otra vez la imagen súbita de sus bodas con aquel hombre. Pero en medio se alzaba el hijo. El hijo no sería según era trocando su origen. Se le perdía la profunda posesión de Pablo, sintiendo en él otro hijo, es decir, otro padre. Este hombre, con quien podía haber sido dichosa, era él, en sí mismo, menos él que don Álvaro, tan densamente don Álvaro.

Ya salía la brigada de «Jesús». Los inspectores adivinaron el peligro para la devoción que emanaba de aquella mesa y del grupo femenino, más de festín de belleza y de ternura que de limosna de piedad; y se pusieron delante.

Quedó la iglesia en una quietud de aposento de enfermo. En el cancel surgió el tribunal enlutado de don Álvaro, Alba-Longa y Monera.

Paulina elevó su frente a la escintilación del Monumento. La de Lóriz y sus primas secreteaban con risas deliciosas. La Hermanita de los pobres rezaba; la Monera se ahuecó entre las señoritas nobles que seguían de pie, y volviose a su marido significándole con una mueca que ella no era como él; ella no cedía su asiento, ella no se levantaba por nadie... A lo último, Elvira, inmóvil, olvidada, sacrificada, recibía el saludo de su hermano, que dobló su cabeza de piedra.

Paulina tembló. Junto a su oído, los labios de Máximo el pintor, que acababa de aparecérsele, le decían:

-¡Qué tarde tan inmensa, Paulina! ¡Dios mío, la felicidad se pierde como la lluvia que cae en las aguas!... ¡Por qué lloverá sobre el mar!

Fuera, en el azul, rodaba de nuevo, áspera y vieja, la carraca de la catedral.

III. Viernes Santo

Por la mañana

La primera brigada de «Jesús» se internó, atropellándose un poco, en el ancho zaguán de casa Lóriz. En la calle se quedó la bulla de vendedores, de huertanos, de arrabaleros, entre humos crudos de sartenes de buñuelos y olores cansados de taberna que pringaban el aire fino de la madrugada.

El mayordomo, con su levita negra, maciza, como un tronco de carbón, inclinose heráldicamente, besando la mano del padre prefecto.

La segunda y tercera brigada -de alumnos «medianos» y «pequeños»- veían la procesión del amanecer desde los ventanales y azoteas del Ayuntamiento. Y la primera, la de los «mayores», la de los más ávidos y fáciles para los peligros del mundo, había de pararse en las calles, fermentadas por un trajín de feria y de bureo, oyéndolo y presenciándolo todo en el viernes de luto tan sagrado.

Siempre los obispos dieron ese día su Palacio a «Jesús». Domingo de Ramos, un familiar visitaba al rector del colegio, llevándole la invitación para las procesiones de Semana Santa. Y el de ahora dejó sus ventanas y balcones a la hierba rebrotada y a los vencejos y golondrinas que acababan de llegar a sus nidos de antaño. Sólo entre las rejas de las oficinas episcopales se apretaba el rebañito de las criaturas del Hospicio. Nadie comprendía la conducta de Su Ilustrísima. «Pero Dios -suspiraba la comunidad de "Jesús"-, Dios permite que hasta lo incomprensible suceda en Oleza, y que se olvide».

Lóriz les remedió de esa adversidad del Palacio cerrado, abriéndoles el suyo. Lo quiso su mujer, para gozo y vanagloria del hijo, que pertenecía a esa primera brigada. Y he aquí que el padre prefecto venía también, calificando con su presencia la gratitud de casa.

Lóriz y su cuñado Máximo les recibieron en la última meseta, y el conde les dio la bienvenida como si les diese las buenas noches para acostarse. Los colegiales iban subiendo los peldaños de losas con los brazos cruzados, como si fueran al estudio.

En la antesala, la condesa, sus primas y doña Purita, claras y fragantes, exhalaban un júbilo gracioso de aves y flores que dan tan íntima sensación de mujer. Besaron a su colegial, y los besos se abrían con una frescura de rosas. Los inspectores se erizaron.

El huerto interior, retoñado, transpiraba hasta lo más profundo sus esencias húmedas.

-¡Qué hermosa es la Semana Santa, padre prefecto! -suspiró la de Lóriz.

El jesuita sonrió con misericordia, y sus ojos quisieron ser como manos que recogiesen los pensamientos de los adolescentes.

Le apartó el conde, hablándole como si le susurrara una confidencia elegante. Le porfió mucho, dejándole un resplandor de sonrisas orificadas. En fin, el prefecto dio una blanda palmada.

-¡Deo gratias!

Pero casi no resaltó la dispensa del silencio. Un criado, de frac doméstico, abrió las galerías, que ya principiaban a teñirse de los paisajes y cielos de las viejas vidrieras. Allí estaban paradas las mesas para un refrigerio escolar de natas, de fresas, de pasteles, de almíbares.

Este apuro lo resistieron severamente los reverendos padres. Antes de salir de casa estuvieron los colegiales en el refectorio; y ya bastaba.

-¡De modo que los pobres chicos han de ayunar como santos!

¡Ese ilustre pecador no tenía ni concepto del ayuno! Y el prefecto ladeaba su cabeza escuchando. Los relojes de las consolas, del comedor, del vestíbulo, todos tocaban sus campanitas de cristal, sus carillones infantiles, sus horas de órgano.

-¡Las cinco! ¡A las cinco, qué infernal tumulto habría en el Pretorio!

-¿Tan temprano? ¡Y nosotros, padre, cayéndonos de sueño en nuestro sofá! -Y Lóriz fue derrumbándose en los cojines de tisú. ¡No recordaba haber madrugado nunca!

El jesuita le amenazó con su índice blanco, prometiéndole un terrible castigo. Pero Lóriz se sentía perdonado.

-¡Aaah, quién sabe! ¡Sí, sí; quizá no!

Lejos sonaban pífanos, tambores, alaridos. Se apretaron los colegiales en los damascos de los balaustres. Doce alumnos en cada balcón; el último para los fámulos. De pronto se volvieron hacia los salones. Dos camareras jovencitas les presentaban en canastillas de mimbres una volcada abundancia de frutas escarchadas, un júbilo de rimeros de cajas de chocolates, de almendras, de yemas...

-¡Que acepten siquiera esto! -Y Lóriz se gozaba de la dolorida resignación de los padres.

Permitió el religioso el agasajo, pero recomendando, de grupo en grupo, que lo guardaran para no trocar la tristeza del viernes en una apariencia de convite de bautizo. Además, Oleza les miraba. Acababan de abrirse las celosías de casa de don Álvaro Galindo. Salió el matrimonio Monera, y después Paulina entre su esposo y Elvira. Detrás predominaba el cráneo liso del penitenciario. La vieja Oleza se quedó mirando a la Oleza de los Lóriz. Faltaban Carolus Alba-Longa y el padre Bellod. En ese día don Amancio se despojaba de su levita jurídica y pedagógica para ceñirse de lumbres de hierro de centurión, y el párroco de San Daniel empuñaba su maza de plata de maestre de la cofradía del Ecce Homo.

La condesa y Purita saludaron a Paulina con su sonrisa y sus manos perfumadas de confites. Y los alumnos de «Jesús» ya no pudieron resistir la tentación de las escarchas, de los chocolates, de las almendras, sintiéndose más cerca de las deliciosas mujeres, comunicados de los mismos sabores, dejando el mismo aliento que ellas en el tibio amanecer.

La disciplina de «Jesús» no alcanzaba al condesito. Máximo podía ir de balcón en balcón, bromeando con todos los camaradas; apartarse con sus predilectos y correr todo palacio. Les llevó al huerto, a las despensas, a las cocinas; se deslizaron por puertecitas recónditas, por escaleritas súbitas; brincaban por los desvanes despertando a los vampiros, los enormes murciélagos colgados de la uña o de un ala triangular y satánica de las vigas de troncos. Bajaron a las salas principales, se tendieron junto a la urna de los peces sagrados para verlos nadar. Salón de retratos, oratorio, comedor. El condesito era el guía de sus elegidos; dos madrileños rubios y zumbones, Pablo Galindo y un mozallón de Aspe, de casa labradora, que no hacía sino sonreír a los cortesanos, encogido entre las rancias suntuosidades. Confió el rural que Pablo, por ser lugareño, quedase también pasmado; pero el hijo de Paulina pronunciaba los nombres de las cosas de más estupenda rareza: ánfora, lis, vitrina, lacrimatorio; sabía los secretos de los bargueños, de los arcaces, de los relicarios de algunas tallas, y habló de los muebles de su casona del «Olivar de Nuestro Padre».

-¿Y en tu casa de ahí enfrente?

Pablo humilló sus pensamientos recordando los lienzos grietosos del señor Galindo, de la señora Serrallonga; el óvalo del panteón familiar de pelo de difuntos, la palmatoria de la perdiz embalsamada... El de Aspe se volvió con sobresalto al hijo de Lóriz, que se subía por los butacones de casullas haciendo vibrar las arandelas de las cornucopias, alcanzando los retablillos de ámbar y marfiles, las calabacillas de azabache de Compostela, los collares de amuletos, los vasos de aljófares...

-¿Y no te dicen nada?

Pasaba el mayordomo, corpulento y ritual, y le sonreía y no le decía nada. Pasaba el conde, y le sonreía y tampoco le decía nada, asomándose a todas las ventanas del jardín interior, el hortus conclusus, según el padre prefecto. Entre los romeros podados se alzaban las risas de doña Purita, que se apartó allí con las aristócratas, hartas ya de que las fisgonease la plebe.

Máximo y sus amigos corrían, dejándose al chico de Aspe, que gritaba llamándoles, con susto de tanto lujo solitario. Encima de las mesitas de taraceas, de los cofrecillos estofados, de las cornisas de las librerías, de las ménsulas, de las veloneras, había braseritos, vidrios catalanes, cuencos y platos de Alcora, llenos de rosas deshojadas. Pablo y Máximo sumergían sus manos en la frescura viejecita y sacaban entre sus dedos un olor muerto de jardines desaparecidos.

-¿Hojas secas? -exclamaba el mozo de Aspe-. Hojas de rosas secas. ¿Y para qué?

Pablo dijo que en el «Olivar» había también copas y fruteros de alabastro con hojas de rosas y flores de espliegos. Su madre, siempre que pasaba, hundía la punta de sus dedos como en una pila sagrada; y sus vestidos y el aire se llenaban de un olor antiguo de huerto y de colina.

-¿Y para qué?

-¡Para nada! -le gritó Pablo-. ¡Para todo! ¡Porque sí!

Persiguiéndose llegaron a la salita de la condesa. Rodearon el pilar de la diosa de mármol, mirándole los pechos desnudos, los brazos redondos.

-¡Así los tendrá doña Purita!

Todos se volvieron a Pablo.

-¿La viste tú así? -le preguntó Máximo.

Y el de Aspe se acercó a la escultura hasta sentir su aliento encima de los muslos de piedra. Y, de repente, estallaron las risas de los madrileños.

A su lado, inmóvil y negro, esperaba que acabase la contemplación un hermano inspector.

-Yo estaba mirando, yo estaba...

-¡Usted estaba mirando, señor Perceval! ¿Pero a quién? -Y se le arrojó, paralizándole y chafándole los ojos con los suyos, desglobados por los quevedos de miope-. ¿A quién, señor Perceval?

-¡A doña Purita!

-¿A doña Purita? -repitió estremecido el hermano-. Y con la rapidez que tienen algunos justos para descubrir y sospesar el pecado, adivinó que aquella carne aldeana no lo cometía acercándose a las formas de una diosa, sino representándose en ellas las de una mujer, y de una mujer como doña Purita. Y bronco y ardiente de pureza (un Santo Padre ha dicho que el hábito de la castidad endurece las entrañas), gritó, tendiendo su brazo como una espada negra:

-¡Es usted un depravado y un monstruo! ¡Váyase al balcón de los fámulos; el último, y en silencio!

Entonces, Pablo se arrebató y se puso delante, diciendo:

-¡La hemos mirado todos; y Lóriz y yo más que él!

Perceval le oía sin entenderle. Un celeste furor hizo crujir los huesos del hermano. Y en este difícil momento presentose el mayordomo, avisándoles que ya estaba cerca la procesión.

Los huéspedes, la familia, los servidores de Lóriz acudieron a los colgados barandales.

Venían los timbaleros con sus capuces verdes, los tañedores de pífano con sus vestas moradas, los gonfalones y cruces de las parroquias, las lanzas de una Decuria, los sables y tricornios de la Guardia Civil... Y todavía pasaban gentes de Oleza, gentes forasteras y labradoras, grupos de señorío en busca de silla, de reja o de portal, y se dejaban los ojos en los balcones de Lóriz y singularmente donde estaba Purita. Era uno de sus días de plenitud de gracias y malicias, de los días proclamados por don Magín. No se olvidaba de prender su rehilete, su aguijón, su acento a los jóvenes olecenses que iban y venían, algunos ya maridos humildes y malhumorados. Casi todos fueron cortejadores suyos, y si se detenían mirándola, ella les pagaba con su risa de chiquilla y un mohín delicioso de su lengua, que, traducido al romance, al romance de amor y bodas, equivalía claramente al «¡No sabes tú lo que te has perdido!».

Llegó el «paso» de la Samaritana. Una viña de luces, un pozo de brocal de oro, de rosas y lirios. Jesús sentado en una piedra de madera, desbordándole la túnica de brescadillo, con la cabeza hacia atrás, en medio de un sol de plata, dobla sus dedos pulidos, señalándose la fuente de aguas vivas que salta de su corazón. La mujer de Sickem le sonríe, mostrándole el cántaro que tiene en la dulce curva de su cadera. Sus vestiduras pesan tres mil libras de capullo-almendra, del que se hila la seda joyante, escaldada por devotos terciopelistas de la comarca que trabajan cantando: «¡Oh, María, Madre mía; oh, consuelo celestial!...».

Enfrente, Elvira Galindo acechó a la imagen como a una mujer viva.

-Mira al Salvador lo mismo que miraría a sus amantes. -Y volviose a su cuñada y a los Monera para decir-: En este pueblo las damas que parecen más decentes se complacen en ataviar de pecadoras las imágenes de las arrepentidas, como si amaran en esas santas las deshonestidades que ellas no pueden cometer. ¡En cambio, la cofradía de la Dolorosa tiene cada perdida!

Le imploraba la Monera que callase, sin poder ni querer reprimir el júbilo que le encendía sus carrillos, mirando con inocencia a Paulina, que era de la Junta de «La Samaritana».

Y vino un rumor penoso de correas, de maderos, de yugo que crujía, de pies que se hincaban como el arado, de resollar de cuerpos tirantes... Y se paró el «trono» de la «Cena». Lo llevaban veinte huertanos de ropón bermejo, con la cola torcida a los riñones y la falda cazcarrienta de aplastársela con las esparteñas enfangadas; una mano de pezuña agarrándose al muñón de badana de las andas, que les partía los hombros, y la otra en la horquilla para los descansos.

Los doce apóstoles, en sillas Luis XV, y el Señor, más alto. Los discípulos, con barbas viejas asirias, menos San Juan, siempre juvenil y rubio. Todos mirándose, unánimemente pasmados, sin coincidir sus miradas, como los ojos de los ciegos. Judas, de codos, siniestro, rufo y sin nimbo, y debajo de la sandalia le salía la cabecita de una serpiente. Floreros, candelabros, picheles, manteles, peces, pollos, un cordero asado, frutas y verduras, y en la tarima, la jofaina y el jarro de la lustración; todo retemblando en su inmovilidad.

Monera sonrió.

-¡Hasta lechugas, lechugas de nuestra huerta! Todos los años me lo digo: ¿Es que entonces había lechugas? ¡Y cómo se nos reirán los de Madrid!

El penitenciario le puso encima los ojos glaciales, y el homeópata, no sabiendo qué hacer, sacó su reloj de oro y apartose para que se asomara más el penitenciario.

El mayoral de los «nazarenos» golpeó tres veces con su forca, previniendo el arranque. Bramaron los veinte huertanos aupando la carga, y pasó la «Cena», arremolinada como un navío, en una ráfaga de ropas, de brazos, de lumbres.

Máximo y Pablo aparecieron entre las primas de Lóriz y doña Purita.

Pablo sintió una delicia primaveral, como si floreciese de felicidad todo su cuerpo. Estaba mirándole Purita. No pudo él apartar sus ojos, y ella se los tomó en el regazo de los suyos, meciéndolos, llevándoselos. Tan poseída fue la mirada, que les pareció durar muchas horas. La Juno virgen, sonrosada pálidamente por la mañana de abril, se puerilizaba, ceñida toda por una caricia gloriosa y perversa, que fue quemándose hasta quedar en una claridad interior de aceites purísimos. Caricia de inocencia y de mortificación. Recordaba sus aflicciones y desamparos padecidos; y se hubiera ofrecido apasionadamente otra vez a todos sus dolores por acercarse a Pablo, renaciendo le una gracia de niña. Pero, mirándola el hijo de Lóriz, precoz y decrépito, regresaba a su esplendor sensual desconfiado.

Acababa de pararse el «Prendimiento». Jesús, atado con cordeles de seda morada que terminan en bellotas de oro. Dos sayones alumbran la noche con hachos de llamas esculpidas. Todavía tiene Pedro la espada desnuda. Malko está derribado en el tronco de un olivo de Gethsemaní, colgándole la oreja rebanada, lívida y dura. Rodeaban las andas los yelmos y picas de los legionarios. Delante, el señor Hugo, el insignia, alzando el «águila», estallándole su gallardía de circo, y después, jerárquicamente solo, el centurión: es decir, don Amancio, más don Amancio que nunca, más Carolus Alba-Longa que en sus paseos por la Glorieta, que en sus tertulias del Círculo de Labradores. Sus arreos y sus armas adquirieron transparencia para todos los ojos. Se le veía la calvicie de curial bajo el crestón de su casco de azófar; las rodilleras de los pantalones saliéndole de las grebas, la blanda americana estrujada por la cota, la esclavina de su carrik entre los aleteos de la clámide y su paraguas engordándole la espada.

A los madrileños y al menudo Lóriz les saltó la risa encima de Pablo.

-¡El amigo de tu padre! ¡El amigo de tu padre! -Y rebotaron dos almendras de Alcoy en la coraza del centurión.

Apresurose un hermano a condenar la burla.

-¡Piensen en la divinidad ultrajada! ¡Vean que no escarnios, sino elogios merece el piadoso entusiasmo de ese patricio!

Y prorrumpió la voz de colegiala de doña Purita:

-¡Tía Elvira y el centurión no paran de mirarse! ¡Ay, qué ricos!

-¡A mi tía Elvira no la quiere ni don Amancio!

Viose doña Purita en tía Elvira, y se compadeció de todas las Puritas y las tías Elviras de este mundo. Pero las primas de la condesa dejaron libre su alborozo, y la magnífica doncellona se olvidó de sí misma para reír también.

Los penitentes, los anderos, los romanos, los vecinos se volvieron con agravio hacia la noble casa. El Salvador parecía quejarse con sus ojos cristalizados, y Pedro blandía vengadoramente su espada vieja.

Las gozosas mujeres se retiraron sofocadas, llevándose a Pablo a un túmulo de almohadones. Acudió el hermano, les arrancó al culpable y lo puso entre los fámulos y el chico de Aspe. Desde allí las miraba el castigado. Las odiaba y se detenía, recogiendo con un dulce ahogo los perfumes que le habían dejado sus manos, sus mejillas y sus ropas. Y de repente les volvió la espalda con desdén porque ellas pedían su perdón al prefecto.

...Cuando salió, el último, detrás de los fámulos, del portal de Lóriz, vio toda su casa silenciosa y cerrada. Y Pablo se replegó en una sombría indiferencia.

La brigada subió lentamente la calle de Palacio; cruzó la plazuela de la catedral...

En otro tiempo, después de la procesión, los colegiales esperaban allí al señor obispo, que pasaba con sus pajes y canónigos, dejando sonrisas y bendiciones, camino de su basílica para ofrecerse a la extenuación de la tremenda liturgia: las grandes plegarias, la adoración de la cruz, la misa de presantificados... Ahora, Su Ilustrísima se sepultaba en su biblioteca y en su dormitorio, y los oficios de la sede iban quedándose descoloridos y pobres.

Por fortuna para Oleza, la iglesia de «Jesús» y la parroquia de Nuestro Padre San Daniel mantenían las excelsitudes de las pompas sagradas.

Por la tarde

Acabado el Ejercicio de las Siete Palabras, había recreo, en silencio, a la sombra tenue de los olmos y de los parrales retoñados. Los balones y los zapatos de los colegiales retumbaban desoladamente.

Pablo no quiso jugar. Los inspectores aceptaban, esa tarde, como místicas mortificaciones, los apartamientos, tan reprobados siempre como indicios de melancolías peligrosas. Pablo reanimaba en su memoria el retablo de la agonía del Señor: la iglesia del colegio transformada en Calvario; peñas rojas y plomizas con tojos y retamares; veredas esclarecidas por quinqués ocultos; fondo de firmamento de paño de funeral; las tres cruces gigantes; los dos ladrones retorcidos, desriñonándose convulsos, aplastados por las ligaduras, y el de la derecha inclinándose ya un poco a Jesús, que colgaba liso, blanco, velazqueño; y bajo el divino horizonte de sus manos clavadas, la Madre y el discípulo: María, con manto azul y toca blanca bullonada; Juan, con sayal color de vino y cíngulo negro, ladeaba su cabeza de adolescente hacia el mundo redimido. Ardían estopas en lámparas romanas de escayola, y sus llamas amarillas acostaban las sombras de los peñones de arpillera hasta el reclinatorio de Pablo.

Pablo se veía caminar de la mano de su madre por las afueras calientes de Jerusalén. Jerusalén, tostadita de sol como su Oleza. Un aire de follajes de huertos le ceñía como un vestido oloroso que crujía entre las cruces ensangrentadas. Después de la séptima palabra: «¡Padre: en tus manos encomiendo mi espíritu!», don Roger iba soltando el Miserere, tan apretado, tan espeso, que parecía negro.

Las tres en todos los relojes de Jerusalén. Las campanadas finas de los cuartos; las campanadas anchas de las horas, que sonaban lo mismo que las aquel tiempo -se decía Pablo- quizá no hubiera relojes ni campanarios; pero estas horas apócrifas que tocaban el hermano Canalda, el hermano Giner y Córdoba el sereno, con martillos en hojas de sierra, le emocionaban más que los lloros de las mujeres revolcadas de contrición y lástima en las tinieblas de las capillas, más que los gritos, ya roncos, del predicador, más que el terremoto bíblico. Los sollozos de mujer pudieron oírse en aquella tarde; los gritos imploradores pudo exhalarlos un discípulo afligido; y el terremoto era verdad evangélica, y ninguna de las posibilidades le angustiaba el corazón; en cambio, esos relojes falsos le precipitaban sus latidos en la dulce congoja de una verdad de belleza. Y subía sus ojos a la cruz del Señor.

Las fauces del Señor se hinchaban y se vaciaban de ahogo; le caían, cegándole, los cabellos, cuajados de sudores, de moscardas y de polvo podrido; se oía el golpear desesperado de su cabeza contra los maderos, y de pronto se le caía contra el pecho, crujiéndole la nuca, y se quedaba inmóvil, largo, resbaladizo, húmedo del helor de la agonía...

Muerto ya Jesús, Pablo iba perdiendo la emocionada ilusión de la Semana Santa. Otra vez el colegio de la Oleza contemporánea: oficio parvo, pláticas, examen de conciencia, liturgia menuda, desaromada; liturgia de diario. Para esta criatura, como para los más doctos Padres de la Iglesia, el origen y la cúspide del año litúrgico residía en las conmemoraciones de la Semana Santa.

Le llamó el hermano portero para llevarle al salón de visitas. Este lego tan viejecito, tan calvo y tan dotado de la gracia de la humildad, tenía esa tarde un gesto desdeñoso. Los santos más desasidos, más ingenuos, más humildes, llegan algunas veces a conocer el valor de la insignificancia; y, entonces, un hermano portero de la Compañía de Jesús, que ha consumido su vida imitando las obscuras virtudes de un San Alonso Rodríguez, también hermano portero, se acuerda de que San Alonso ya no está ensartando rosarios en su jaula de una cancela de colegio, ni abriendo y cerrando el postigo, sino en su altar, un altar con azucenas y fanales de oro, un altar en cada iglesia de la Compañía, y la imagen tiene en sus manos el atributo de las llaves como la del príncipe de los apóstoles. A esa costosa cumbre únicamente puede subirse por los caminos de la humildad, de la renunciación de todos los afectos. ¡Pues cuán lejos de esa bienaventuranza las pobres gentes que ni siquiera en Viernes Santo hacían el sacrificio de los apetitos y amores terrenales! Y cada vez que repicaba el esquilón de la portería -un esquilón como una quijada loca que se riese sacándole la lengua del badajillo-, el hermano botaba de pesadumbre. ¡No podían vivir sin quererse, sin besarse, sin tocarse! ¡Oh qué engaños y peligros tenían los alumnos en sus familias; y singularmente en la madre, en la madre y en las hermanas!...

Llamaron. Abrió el ventanillo para mirar.

La señora Galindo. ¡La señora Galindo, tan piadosa y residiendo en Oleza! Acaso mereciese disculpa el celo de las familias forasteras; pero las otras, las de Oleza que, gozando de locutorio todos los jueves y domingos, apartaban a los colegiales del recogimiento del Viernes Santo, las de Oleza...

-Seremos muy pocos, ¿verdad?

-¡De Oleza, nadie, por respeto al día!

-¡Han castigado a Pablo, y yo quería verle y consolarle!

-¿Y quién consoló a Jesucristo en esta tarde?

-Yo me marcharé pronto, pero tráigame a Pablo.

Lo trajo. Y Paulina y su hijo se quedaron en la claustra.

-¿No viene nadie contigo? ¡Tú sola, sin tía Elvira! -Y la besaba y la miraba más.

-¡Te han castigado, y tu padre ha sufrido mucho!

-¡Me han castigado por ellas! Se han reído porque se ríen de todo... ¡Siempre están contentas! Y esa tía Elvira...

-¡Hasta nombrándola se siente tu desvío!

-¡No la puedo ver! ¡No la quiere nadie!

-¡Pero es hermana de tu padre!

-¡De mi padre! ¡Tuya, no!

Se habían recostado en un pilar. Por las piedras calientes y tiernas de primavera subían los rosales. Entre los cipreses inmóviles se volcaban las golondrinas. Y en lo alto, dos vencejos coronaban la cruz de una cúpula fresca de aristas azules.

Caían hormigas y gusarapillos. Pablo los tomaba para verlos correr despavoridos en la mano de su madre; después se paraban y se ponían a tentar con el palpo, con las antenas, como si catasen las escondidas mieles de rosas de que estaban amasados los dedos de Paulina.

-...Y esa tía Elvira no se ríe como ellas. No puede. ¡Pero me miraba riéndose cuando me castigaron!

La madre le pasó los dedos por los párpados para fundirle con su caricia la sequedad de sus ojos.

-¡Se ha de sentir lástima por los que no tienen quien les quiera!

-¡Que nos quieran también ellos!

-Tía Elvira te quiere.

-¡Pues yo, no!

-¡Tu abuelo quiso a todos, Pablo; sé como él!

-¿Y por qué yo no me llamo Daniel, como mi abuelo?... ¡Yo quisiera que el Señor hubiese muerto en Oleza!... Y cuando vinimos, me llevaron al aposento del padre prefecto. Me dio tanta rabia oírle, que yo acusé de todo a las de Lóriz y a doña Purita, y entonces el padre prefecto me perdonó. Ahora me pesa. ¡Pero yo esta noche, en la procesión, no he de parar de reírme hasta que me castiguen otra vez!

Paulina le besaba. Y el hermano portero les separó diciendo:

-¡En esta tarde, Nuestra Señora no pudo besar a su Hijo sino después de muerto!

Por la noche

Toda la vida de Paulina se arrodillaba en esta noche del entierro del Señor. La luna de esta noche, la misma luna tan grande, que iba enfriándole de luz, su vestido, sus cabellos, su palidez, su vieja casa de Oleza, mojó de claridad el manto y la demacración de María y la roca de la sepultura del Señor. Como su hijo, ella también se sentía penetrada de las distancias de los tiempos. Evidencia de una pena, de un amor, de una felicidad que se hubiera ya tenido en el instante que se produjo y en que nosotros no vivíamos. Sentirse en otro tiempo y ahora. La plenitud de lo actual mantenida de un lejano principio. Iluminada emoción de los días profundos de nuestra conciencia, los días que nos dejan los mismos días antepasados y conformados y que han de seguir después de nuestra muerte.

Y para ser del todo ella en aquel tiempo y siempre, había ya de acogerse al hijo; ella por hipóstasis del hijo, anegándose en él y conteniéndolo en su sangre. Ni podía recordarse niña ni sentirse hija sin él. Así llegaba hasta todos los horizontes; pero también en todos se tendía la sombra del esposo, acatado con obstinación como un dogma. Y amándolo en lo más obscuro de su voluntad le parecía haber llegado a madre siendo siempre virgen en su deseo y en la promesa de su vida.

...Y al volverse, le dio en los ojos la vieja relumbre de las vestiduras de San Josefico, que la miraba esperándola, bajo los óleos de los padres de don Álvaro: el señor Galindo, la señora Serrallonga.

La diminuta imagen, y los atributos y ornamentos pueriles del altarín, todo tenía un brillo dulce y turbio de pupilas socarronas que le pedían que fuese a recibir la emanación de su secreto poder. Anochecido lo dejó doña Nieves, más blanca y macerada, casi de celuloide, con su ajado vestido de Viernes Santo.

-Viene mi arquilla de la noble casa de Lóriz. No sabían aquellos señores ni aquellos criados en qué rincón obscuro ponerla. Y luego que les referí lo que mi San Josefico ve y oye y dice, y que desde allí había de traértelo, se lo llevó a su dormitorio el señor don Máximo, el caballero pintor. ¡A su lado pasó la noche; míralo, mi hija!

Paulina no pudo mirarlo. Los ojos infantiles de San Josefico eran más pavorosos que los ojos adivinos de Nuestro Padre San Daniel; y la llamaban como si quisieran que recogiese una culpable intimidad. San Josefico se parecía esa noche a doña Nieves...

...Se reclinó en su ventana para ver el Entierro, y tembló dentro de la llama negra de los ojos de don Álvaro, y ella refugió los suyos en el hijo. Lo tenían los de Lóriz en su balcón, complaciéndose en él, prefiriéndolo entre todos los colegiales. La delicada figura de Pablo, recortándose en el fondo de sedas antiguas, de arañas de cristal, de lámparas de cobre, era la de un príncipe dueño de todas las magnificencias de aquel palacio.

El esposo se apartaba lentamente alumbrando detrás de las andas de San Juan Evangelista. Y Paulina asomó más su cuerpo para seguir mirándole con obediencia, y sintió que la traspasaba como una luz la mirada de Máximo el pintor, que sonreía a Pablo con ternura. Recordó asustada, sin entenderla, la queja de ese hombre: «¡Por qué lloverá sobre el mar!». Entonces se miraron los dos, y ella se vio delante de todos, sola, iluminada calientemente, como si toda la procesión del Entierro de Cristo le hubiese acercado las velas para sorprenderle los pensamientos.

La calle recibía un tostado color de panal. Filas calladas de devotos con cirios ardientes. Un silencio de cielos campesinos que venían a tenderse encima de Oleza. Un pisar sumiso, y el plañir de los limosneros: «¡Por los que están en pecado mortal!...». Vibraban las monedas en las bandejas de hierro. Y de lo profundo salían más imploraciones: «¡Por la preciosa sangre de Cristo!... ¡Para Nuestro Padre San Daniel!...».

Pasó la Soledad, hueca y rígida de terciopelo negro; la faz de cera goteada de lágrimas; las manos de difunta sosteniendo un enorme corazón de plata erizado de puñales que se estremecían. Por antiguo privilegio, llevaban las andas, desnudas y ligeras, cuatro viejos militares, de uniforme, un uniforme de pliegues de cómoda, de categoría de mortaja. Y continuaban las hileras temblorosas de luces amarillas. Cirios y luto. A lo último, el resplandor helado del sepulcro de cristal, y bajo el sudario fosforescente de riquezas, el Señor muerto, el Señor, que se volvió para mirar a Paulina, lo mismo que la noche que le tuvo miedo a Nuestro Padre San Daniel...

De todos los balcones descendía una lluvia silenciosa de flores.

Se quedaba la luna sola en la calle, y más lejos iban abriéndose otros cauces quemados de velas y ondulados de silencio de oraciones del Entierro de Cristo.

De los campanarios caían las horas glaciales y largas.

A las diez se recogió Paulina, cumpliendo su turno de meditación de la Hora Santa para hacerle compañía a la Madre del Señor.

La noche inmensa se apoderaba de su vida, tocándola en el corazón como una mano de suavidad. Y se sonrojó de la delicia de sus lágrimas. A veces se descansaba en la ventana. Rodaba el río por las soledades tiernas de luna. Nadie en Oleza ni en los caminos. Luna y olor de felicidad de jardines abandonados.

«¡Por qué llovería sobre el mar!». ¡Aguas dulces y finas de las sierras descendiendo en las aguas amargas y desamparadas! Y sollozó, pidiéndole a Jesús muerto que lloviese en su vida el agua dulce y buena.

A su espalda se abrió la voz del esposo:

-¡No parece que llores por la muerte de Cristo, sino por ti misma!

Y don Álvaro estuvo mirándola en su frente y en su boca, y salió dejándole un vaho de cera de la procesión del Entierro.

IV. Mauricio

Las oraciones y cartas de las vírgenes de la Visitación alcanzaron la gracia deseada. Y un día glorioso de mayo presentose en el convento de Nuestra Señora don Mauricio Valcárcel, capitán de húsares y agregado militar de la Embajada de España en Viena, portador del ostensorio de las Salesas de Annecy.

Le acompañaba el comandante de infantería, jefe de la Zona, que se calzó espuelas de rodajas oxidadas. Luego vino resollando el señor deán.

La prelada recibió por el torno el venerable atadijo, cuyas cintas se habían impregnado del fino olor de las maletas del húsar diplomático.

Toda la comunidad acudió al locutorio. A través de la jerga de sus cendales, las místicas palomas contemplaban las galas del mancebo. Su gallardía no era de este mundo. Hasta la clavaria creyose en presencia de un enviado del cielo, de un arcángel resplandeciente. Iba el arcángel muy bizarro, todo de azul. Sus piernas, modeladas por los negros espejos del charol de las botas de montar; su sable, cuajado de centellas; sus hombros, torrenciales de purísima plata, y culminando su figura, una cabeza de color de maíz, un leve bigote retorcido, los carrillos redondos, descansando en el bordado cuello, y la mirada y la boca con un asomo de sonrisa benévola y jerárquica, de alma placida de la simplicidad que le rodea sin perder el saboreo de sus magnificencias.

Rostro, jarcia, porte, brillos, armas, risa eran de militar; pero advertíase también en su continente un sutil misterio, un frío empaque, una elegancia de salones internacionales. Capitán y diplomático, con él habían entrado en la Visitación las milicias y las cancillerías de casi toda Europa. Y la abadesa y sus hijas le miraban, pareciéndoles recién venido de la Jerusalén celeste.

La prenda más clara de su distinción tal vez la ofreciese doblando el codo. Se lo notó el jefe de la Zona que, aunque de grado superior, estaba encogido, apoyándose en una pierna rígida y dejando la otra doblada, blanda, madura de rodilleras. Buen hombre, de piel bronca, de cráneo largo, vertical; pelo corto y gris, con el surco del ros, un ros enorme y duro, arrimado a su pecho en acritud de ordenanza.

De tiempo en tiempo, las dulces religiosas le dedicaban algunas palabras solícitas.

-¿Usted ya le conocía?

-¿Salió usted a recibirle en Murcia?

-¿Sirve usted en su mismo escuadrón?

La más parladora era la señorita Valcárcel, pidiendo nuevas de cominerías deliciosas, que le velaban melancólicamente su vocecita rápida, aniñada; voz que al principio tuvo un tono piadoso y tímido de regla y después un gorjeo cálido de mujer entre nardos y claveles de una reja murciana.

-¿Te has confesado en Viena y en París, Mauricio?

-¡Agravian las preguntas de su caridad! -le reconvino la clavaria-. ¡El señor Mauricio es cristiano, y basta!

-Y en la Embajada, ¿coméis con las señoras?

-¡Perdónela, señor Mauricio! -dijo la madre.

El diplomático exhaló, entre el humo de su cigarrillo turco:

-¡Oh!

-¿Qué tienes en tu habitación? ¿Te llevaste la estampita calada que yo te regalé?

-¡Hija, no me acuerdo!

-¿No te acuerdas? ¡Si no es posible! Una del Arcángel San Miguel que hunde su espada en un dragón peludo. El animalito me miraba todas las noches cuando yo me desnudaba...

-¡Su caridad! ¡Su caridad! Piense que ese animalito es Lucifer.

Mauricio les concedió su sonrisa de marfiles y oro.

Bajo las veladas cabezas de las hermanas jóvenes pasaba un fragante oreo de los jardines del siglo.

Sor María deslizose junto a la hornacina en que reposaba el doble calabacín de vidrio del reloj de arena, que mide el cuarto de hora de locutorio, y lo volvió para que principiase otra vez a contar el tiempo. Pero ya la clavaria susurraba en el oído de la priora. Sonoreó una esquila. Rebulleron los sayales y alas del palomarcillo. Sor María quedose postrera.

-¡Gracias al santo relicario te veo!

-¡Yo ni por el relicario! Álzate ese velo del todo, ahora que la monja vieja habla con los curas. Tú no hiciste profesión, y te vales del velo como de un abanico.

Su prima, sin querer entenderle, le preguntó:

-¿No has visto desde la diligencia las tapias de nuestra huerta y nuestras ventanitas? ¿Que no? ¡Pero si yo os veía muy bien! ¿Verdad que cojeaba el caballo de delante? Subiéndose en un poyo de la carretera, al lado del muro del río, se verá mi ventana. Una ventanita con una crucecita de palma... La quinta ventanita. Arriba tiene un nido y una teja rota; se rompió la tarde del Lunes Santo. Una ventanita...

-¡Sí, sí! Una ventanita como todas las ventanitas...

Sor María balbució con dejo monjil:

-¡Nuestro Señor te ha colmado de la santa virtud de la indiferencia!

-Bueno, Fulgencilla o Fulgencica, como dicen en este país...

-¡En este país hemos nacido tú y yo!

-Ya lo sé. ¡Pero quítate esa nube de abuela! Y, oye, ¿cómo te pones esa toca con tanto primor, sin espejo?

La señorita Valcárcel soltó su risa de rapaza.

-¡Sí, sí que tenemos espejo! Hasta la clavaria lo tiene. Y después de vestirnos, lo cubrimos con una estampa, por modestia, para no mirarnos más en todo el día. Mi estampa es la del «Ángel». ¿No sabes, Mauricio? ¡Me crecieron las trenzas!

Mauricio sonrió con un poco de cansancio. En sus viajes y molicies había pensado en esta linda mujer, como si la viese y la sintiese en una presencia casi dolorosa de deseo. Y ahora, a su lado, la veía y la sentía con una desgana como si se hallase ausente.

La madre puso término al coloquio. La comunidad había de hacer oración, con el relicario de manifiesto, antes que el señor Mauricio lo llevara a Palacio. Ya estaba prevenido Su Ilustrísima, que las autorizó para que pudiesen agasajar en casa al esclarecido viajero.

Y sor María y la prelada dijeron devotamente: «Ave María Purísima»; y las cortinas de azul nazareno cegaron la red.

Luego, en la fresca umbría de la iglesia monástica, corrió una fontanilla de plegarias. A veces se paraba en la revuelta de un salmo. Después, una monjita recitaba el canon de la súplica:

Per intercessionem Sanctae Joanna Francisca Fremiot, concedat Reverendissimo Episcopo salutem et pacem.

Cuando el jefe de la Zona levantó su cabeza de la almohadilla del reclinatorio, don Jeromillo hacía una genuflexión en el presbiterio y mataba las últimas abejitas de luz de los cirios.

-¡De seguro que fue un acierto -iba diciéndose el señor deán-, un piadoso acierto, confiar la señorita Valcárcel al refugio de la Visitación!

Pero esta criatura, ¿no principiaba a complicar el acierto?

Soflamado y sudando llegó, entre el comandante y el húsar, a las grandes puertas entornadas de Palacio.

El sol, sol de siesta de pueblo, regolfaba en la baldosa. Ardían los viejos llumasos, las bisagras y los aldabones; se golpeaban las moscas, zumbando por los calientes sillares. Era un portal de granja.

El recogido patio y la honda escalera repitieron mucho tiempo, como no creyéndolo, un ruido de espuelas vibradoras.

Asomose un presbítero al barandal. Un fámulo de blusón negro agarró una enorme alcuza que goteaba en el desportillo de un peldaño, y escondiose en la mayordomía para mirar más desde allí la visita.

Mauricio dio su tarjeta. El comandante se limpió la frente corta y huesuda; el surco del ros parecía de labranza. El deán se derribó en la butaca del secretario.

Subían claros, exactos, los rumores de la abezara de la vega. La cortina, colgada sobre el huerto episcopal, se movía blandamente por una respiración perezosa de paisaje de verano.

Su Ilustrísima estaba comiendo. Lo dijo un familiar, buscándose con su lengua los sabores interrumpidos, exprimiéndolos de los recodos de sus quijales. Vestía una sotanilla lisa y leve, sin alzacuello. Taconeaba en la poma dorada de un mismo manís, y se daba golpecitos en las uñas con la elegante cartulina de Mauricio.

Dobló el húsar su codo izquierdo; adelantó la diestra, como si prorrumpiese del manto de la diplomacia, y fue refiriendo su misión con tan bellas palabras que el señor deán las veía pronunciadas con letra redondilla.

Quizá se distrajo el eclesiástico doméstico, porque, mirándole con un destellar de anteojos que enfriaba el de las insignias y charreteras, le interrumpió:

-¿Y pertenecen ustedes a esta guarnición?

Temblaron las espuelas del agregado de Embajada; se pasó los dedos entre su enrojecido pestorejo y el recamado del uniforme, y no dijo nada.

El comandante, doliéndose de la ignorancia del presbítero, le advirtió, como si leyese una orden de plaza:

-En Oleza no hay guarnición, sino Guardia Civil: diez números de infantería, un sargento y dos oficiales, y siete de caballería del 15 tercio. Y en la Zona: un comandante, yo; un capitán, un sargento y dos cabos, y falta un teniente, que no sé yo... Porque si es que me dicen a mí que la plantilla de oficinas..., yo les podría decir...

No lo pudo decir, porque le interrumpió una voz apocada.

-De parte de la madre priora de Santa Lucía y de toda la casa, que cómo sigue Su Ilustrísima y que...

Sin volverse, repuso el secretario:

-Son horas privadas del señor. ¡También estos militares aguardan!

Mauricio le miró con aborrecimiento, y el donado de Santa Lucía quedose muy complacido de la evangélica igualdad que en el seno de Palacio había para los clarísimos varones y para los pobretes.

Un paje anunció que el señor obispo, no queriendo retardar la especial audiencia, recibiría a los señores en el comedor.

-¿En el comedor?

Y Mauricio sonrió compasivo.

El comedor de Palacio era una pieza profunda, artesonada, de menaje barroco.

Pendía una gran lámpara de bronce, espejándose en una mesa redonda y desnuda. Un humo de años nublaba las pinturas de las paredes; llegaban hasta las orlas los sillones de cuero, de consistorio abacial; pero todo esto no pertenecía a nadie; nadie lo habitaba ni usaba; era como un rancio tapiz olvidado, y en su punta había renacido un fondo, un ambiente de sencillez.

Junto al ventanal, en un butacón de anea con almohadas blancas, de enfermo, delante de una mesita, el señor obispo se servía azúcar en su taza de infusión de hierbas.

Dos fámulos acercaron una banca que tenía un exprimido cojín atado al asiento.

Volviose Su Ilustrísima, destacándose su busto en la lumbre gozosa. Su rostro quedó tan obscuro como los cuadros murales.

-¡Sigue usted engordando, mi querido deán!

El deán, no sabiendo qué decir, se precipitó a besar otra vez el anillo prelaticio.

Su Ilustrísima retrajo sus manos, gordas de hilas y de vendas moradas.

Y el húsar habló al principio, con el ardor, cifra y pompa de sus títulos. Si aludía a los afanes y preeminencias de la diplomacia, decía: nosotros; si a la Embajada: en casa. Después fue desjugándose y entibiándose.

El señor obispo le tomó la cajita del ostensorio. Estuvo sospesándola y mirándola. La dejó reclinada en el azucarero, y el familiar se la llevó.

En su respuesta no se cuidó de pagarle ninguno de los elogios protocolarios. Descansaba para beber su tisana olorosa. Recordó sobriamente que en su última visita ad limina conoció en Roma al nuncio de Austria. Hizo una pausa, mirando cómo se le caían los párpados al comandante.

-Monseñor era un numismático y paleógrafo insigne.

Mauricio, por deber de su carrera, tuvo que decir:

-Nuestro embajador también es muy listo. Todo un gentleman. ¡Sabe francés, portugués y no sé qué más!

...Cuando salieron a la antecámara, el mayordomo, desde una gradilla, encolaba un tejuelo al atadijo, y mientras lo acomodaba en el vasar de un armario, iba dictándole al paje de secretaría:

-Número 78. Tabla III. Envío de las madres de la Visitación.

Y desde la puerta porfió el recadero de Santa Lucía:

-De parte de la madre priora y de...

...El señor deán y el jefe de la Zona se despidieron del agregado en el cancel del monasterio.

Ya estaba parada la mesa en el locutorio, limpia, primorosa, con un búcaro de azucenas y hierbaluisa.

Mauricio esperaba el convite en una sala colgada de damascos. Pero guardose todo el rigor de la clausura. Comería él solo. Y detrás de la tupida reja aleteaban, blancas y cautivas, las manos de las esposas del Señor.

Le servía el donado. Hubo un instante de violencia, porque Mauricio sentose sin hacer, al menos, la señal de la cruz. La madre musitó el Benedicite, y la comunidad contestó en coro de dulzuras.

Comprendió el húsar su olvido, y alzose con un temeroso estruendo de sable y espuelas.

-¡Perdónenme, señoras! ¡Llevo recibidas tantas emociones!

Oyose la vocecita cálida y apasionada de sor María:

-¿Y se arrodilló Su Ilustrísima para coger el santo relicario?

-¡Pues claro, hija! -exclamó la madre.

-¿Y tú, Mauricio, tú se lo colgaste? ¿Tú mismo?

Mauricio sorbía la primera cucharada de un caldo de oro.

-¡Lleva gallina y pichón; un pichón tan blanco, tan hermoso; un pichón tan rico!...

Algunas novicias se sofocaron. Sor María Fulgencia pronunciaba pichón blanco, pichón rico con una caricia tan fresca y encendida de su lengua, que la dulce ave parecía palpitar entre sus pechos, escapada del carro de Afrodita...

- V - Corpus Christi

I. La víspera

Es difícil no toparse alguna vez con el éxito. Si no llega por el camino real, viene por el atajo. Si caminamos muy despacio, él nos esperará sentándose en una piedra. Bien puede suceder que nosotros corramos tanto que le pasemos, y, entonces, como no nos podemos parar, él no nos puede alcanzar.

Pero el homeópata Monera no salía de su andadura, y el éxito le puso campechanamente la mano en el hombro y le dio un vaso de buen vino. Sus aciertos clínicos crecían. El mismo penitenciario, aunque le tutease (una hermana del homeópata servía en casa del canónigo), celebraba la ascensión de Monera. Un día, Monera sanó a un loco. Enloqueció un seminarista del grado de teólogos, y dio en la manía de que cayendo en la tierra la lumbre del sol se quedaba el cielo a obscuras. Consideraba el caso de suma magnanimidad de Dios, y el consentirlo nosotros, de empedernida indiferencia. El teólogo veía la desgracia del firmamento y el desgaste del astro. Había sido dotado de ojos de águila. Podía mirar de hito en hito al sol. «Tengo los ojos de un águila, y soy de la provincia de Gerona». Vestido de negro, con alzacuello de reborde sudado, pasaba los días en su patio devolviendo a los cielos con un espejo la imagen de la redonda hoguera solar. Pero como eran sus ojos los que antes recibían la lumbrarada, principiaron a manarle como si se le hubieran podrido. Ni profesores, ni enfermeros, ni médicos viejos le remediaban. Llegó Monera, le limpió con colirios, le quebró el espejo, y además le dijo que no era ni águila ni de la provincia de Gerona, pues si lo fuese no pertenecería al seminario de Oleza. El loco, sin el espejo en sus manos y con la lógica de Monera a cuestas, sumergiose en su cama, donde murió reposadamente, pidiéndole a Dios que le diera en la otra vida la luz que en ésta le había él reexpedido con su ingenio.

El éxito lo confirman los demás, y quizá no consiste sino en los demás. Una tarde, la de la víspera de Corpus, el matrimonio Monera entró en la sala de las Catalanas, y la esposa, con un suave cansancio, suspiró:

-¡Dios mío! ¡Me parece que estoy encinta!

Las de Menorca se volvieron a Monera, que les ofreció una sonrisa desconocida, reciente. Acababa de saber que ya sonreía con firmeza. Nadie le aturdía ni le negaba su voluntad. «He debido sonreír y he sonreído, y se acabó...».

En otros días la proclamación del embarazo hubiese alborotado el pudor de algunas amistades. Y ahora, no.

Lo repitió la señora acariciándose su anillo nupcial; lo dijo con gracia juvenil. Prometió criarse al hijo, y ella y sus amigas contemplaban sus pechos, tanto tiempo cerrados, como los de algunas mujeres insignes que, después de muchos años de matrimonio enjuto, los sintieron hincharse de generosa vida. No fue la Monera como esas casadas que se las ve todavía novias y a poco palidecen, se marchitan, andan despacio, y todo el mundo les sonríe diciéndose: «¡Qué prisa tenía esa mujer!».

Las de Puerta Ferrisa la miraban toda. No se «le conocía» en nada, y le acercaban el asiento más bajo y mullido. Pero los Monera les advirtieron que convenía más la silla alta y dura. Entonces ellas se sofocaron abundantemente disculpándose. ¡No podían atinar siendo solteras! Y después, las dos, se pusieron cavilosas. «¡Qué diría Elvira cuando lo supiese!».

En aquel momento Monera sonrió, y las dos hermanas se tranquilizaron. Monera sonreía por otra noticia que les dijo. La vida de Oleza se emocionaba. Este Corpus no se quedarían sin pompa pontifical.

-¿Oficiará ya Su Ilustrísima?

Pero el obispo de Oleza no tenía salud para tanto. Ni salud ni humor con que resistir las solícitas bondades de su diócesis. Los muebles de su antecámara eran ya un curioso relicario, una farmacia y herboristería del cielo que daba un olor rancio de liturgia y de eternidad.

-No es nuestro pobre obispo, sino monseñor Salom. Un santo mártir. Parece que fue salvado a medio martirizar, con mutilaciones horribles. ¡Lo que ese hombre ha padecido y lo que ha visto!

-¿Y está en Oleza?

-Llegará esta noche. Lo traen los Padres de «Jesús».

Quedó trastornada la gustosa plática, porque del huerto pasó una infantil algarabía. Y la señora Monera se impresionó mucho.

Su marido tuvo que decir:

-¡Todo la enternece!

Después de decirlo, otra hubiera ido sosegándose. La Monera, no.

-¿Tienen ustedes niñas en su jardín? ¡Yo nunca vi criaturas en esta casa!

Era una interrogación ávida y celosa. Seguramente sentía una inquietud de enferma, una irresistible crisis de su estado. Antes de que naciese su hijo, esas dos solitarias sin herederos se habían complacido en otros niños; los tenían en su huerto, y quizá pretendieron ocultarlo.

Las tenían en el huerto. Eran niñas de la vecindad. Todo lo adivinaban los exaltados sentidos de la señora a través de sus recelos y de sus lágrimas. Estaba llorando.

Siete niñas: tres vestidas de ángeles, con los trajecitos blancos de primera comunión, alas doradas, tules y corona; bandejas de flores y una esquila de plata; y tres, de labradorcitas del país; traían zagalejos rojos y verdes con franjas de verdugado, pañuelo de cotón de colores, corpiño negro bordado de lentejuelas y en sus brazos canastillas de espigas. Las seis muy empolvadas. Les habían puesto muchos polvos, polvos de tienda humilde. Así irían al día siguiente en la procesión, delante del carro magnífico de la custodia; y como las mahonesas después de misa ya no dejaban la clausura de su casa, ni siquiera por la procesión del Corpus, las familias de las zagalicas, vecinas de la calle, las engalanaron, la víspera, para que las dos señoras las viesen. ¡Bien sabían embelecarlas esas comadres! Las seis. Pero ¿y la otra, la séptima niña? La otra era más menuda, y toda de luto, y de luto pobre.

Se le enconó la congoja a la Monera.

-Es una huérfana -le dijeron-. Al padre lo mató un barreno, y la madre ha muerto tísica el último día de mayo. La recogió una viuda sin hijos, y nos la trae para que juegue en el huerto.

-¿Es huérfana?

Y la Monera quiso mirarla. Pero ya su marido se había apresurado a traérsela. Las tres ángeles y las tres labradorcitas les rodeaban.

La Monera se puso la huérfana en su regazo. Monera se estremeció; tendía sus manos ahuecadas para proteger el vientre precioso. Las Catalanas también se asustaron. Habían cometido la ligereza de tolerar críos en su casa viniendo visitas como la señora Monera.

Lágrimas y besos. Desesperación de lágrimas y besos. Monera, de pie, a su lado, luchaba con su dolor por los dolores de la señora, que decía:

-¡Ay, nena, nena! ¡Tú quisieras ir vestida como las otras!

La huérfana comenzó a balbucir, y la señora, para escucharla, le descansó encima de la boca su redondo carrillo.

-¿Qué dices? ¿Que irás a la procesión? ¡Pobre ángel de luto! ¡Sin pensar en nada!

-¡Ya pensará y ya llorará! -le prometió el marido, y quiso tomarle a la niña, pero su mujer la apretó con furor.

-¡Con tu lazo en la trenza y tu chambrita limpia! ¡No, no muy limpia! ¡Y aquí, en la nuca, debajo de los polvos, y en las orejitas tienes mugre!

La señora, desconsolándose, la desabrochaba, le abría el delantal, escudriñándole el filo de la espaldita, el pecho, el vientre, tan frágiles, y le buscó en los oídos y en el pelo sin parar de gemir:

-¿Te acuerdas de tu madre? ¿Dices que está lejos, pero que vendrá? ¿Que vendrá, dónde? ¿Para llevarte a la procesión? ¡Debieran raparla toda! Le he visto dos liendres. ¡Hija de mi alma! No vendrá tu madre. ¡Ya no la verás nunca!

La nena quiso desasirse. Toda arrugadita, la lazada deshecha, mojada de besos y lágrimas de compasión. Se afligió y le tuvo miedo. Entonces se sintió más aplastada contra aquel cuerpo rollizo, caliente y sudado. Ya no estaban las amiguitas. Tocaban las campanas de Oleza en el atardecer de la víspera del Corpus.

Adivinó Monera lo que estaba sufriendo su mujer. Lo adivinaba como esposo y médico. Y poderosamente le arrancó a la niña de los brazos, depositándola en el portal sin decirle nada, sin reprocharle nada, y volviose a la sala. Pero subió el llanto, y Monera tuvo que salir y tomarla de un bracito y llevársela más lejos. Allí, aquella criatura hizo lo que Monera no esperaba: arrojarse en el suelo, llorar a gritos, estremecerse del berrinche. Cuando acudieron algunas mujeres, y entre ellas la viuda que había prohijado a la niña, el homeópata se la entregó con algún enojo, diciéndole que malcriar a un huérfano era peor que desampararle.

Su mujer le recibió prendiéndose la mantilla. Necesitaba la tranquilidad de su casa. ¡Oh, lloraba esa nena con un brío que no parecía huérfana! Se colgó del brazo del esposo. Se miró sus brazaletes, su collar, su leontina de medallón rizado como una valva en cuyas hojuelas pronto llevaría la miniatura del hijo, y despidiose de sus amigas y les sonrió perdonándolas.

A poco de llegar, sosegada que estuvo la esposa, marchose el marido a la tertulia de don Álvaro.

...Detrás de las frondosas rejas del caballero de Gandía pasaban los mozos con sus costales de álamo, de chopo y de mirto para enramar la calle, y todo se llenaba de un olor de Corpus y de felicidad de verano.

Conversaban de lo mismo que en casi todas las casas de Oleza: de monseñor Salom. Ya sabía don Amancio que monseñor había celebrado quince veces en la iglesia del Santo Sepulcro; que guió a los peregrinos españoles, portugueses y franceses por la Vía Dolorosa; que se quedó una noche del Jueves Santo, toda en oración, bajo los olivos de plata y los cipreses de ruiseñores y de luna de Gethsemaní; y que aquel silencio, rasgado por los sollozos del Salvador, crepitó de risas y besos de un francés y una española, y el justo se precipitó como un ángel terrible, arrojándolos de la tierra regada por la divina sangre.

Provechoso acierto de la comunidad de «Jesús» fue pedirle a este santo que viniese a Oleza. Hijo de casa labradora, había envejecido en misiones que dieron gloria al martirologio español. Vino a Europa para tratar con los legados de algunos países y con el Sumo Pontífice de una difícil reforma de los vicariatos apostólicos; y no quería internarse, quizá para siempre, en los remotos confines de su diócesis de Alepo sin despedirse de su pueblo natal. Y los Padres de «Jesús» fueron a su retiro de Bigastro para traerle a casa. Al otro día oficiaría en su iglesia, exaltando jerárquicamente el Corpus y el reparto de premios y término de curso.

Lo repetían, lo comentaban en el despacho de don Álvaro. Elvira sentábase un momento para escuchar; salía y reaparecía, dejando un suspiro. Ni ella ni su hermano podían cuidarse de fiestas.

Paulina había llegado a incomprensibles arrebatos. Revolvió roperos y cofres; encargó vestidos estivales, buscó en su escriño escogiendo las alhajas más hermosas para su adorno y una sortija de purísimos diamantes para Pablo. Quería solemnizar y premiar el principio de la nueva vida del hijo: vendría ya bachiller y a punto de cumplir los dieciséis años. Luego de unas semanas de descanso, en las que ella y el hijo pasearan su felicidad por Oleza, irían al «Olivar». Abrirían todos los armarios y arcas, se asomarían al pasado de todos los muebles, de todas las puertecitas; se mirarían en los mismos espejos de los abuelos, y esas lunas antiguas irían deshelándose al dar sus imágenes. Más de ocho años sin ese perfume y goce de su hacienda. Era menester reparar el abandono de aquellas salas, del comedor, del oratorio, de la panera. Las habitaciones de su padre, para el hijo. Y un sábado que vinieron los labradores, Paulina les encareció todos sus mandatos: avisar carpinteros, cristaleros, albañiles, colchoneros. Enjalbegar los corrales, desenfundar el comedor, vestir las alcobas, apartar las tres mejores cabras, embotellar todo lo que quedase del tonel de mistela que tenía su nombre esculpido a punta de navaja. Su hijo necesitaba cuidados primorosos. Para los postres de leche y de conserva repasaría el recetario de Jimena. ¿Y las tablas de fresas, y los perales espalderos, y los bergamotos, y los melocotoneros? ¡Por Dios, que no entrasen gusanos en sus frutales!

Cuando los labradores se marcharon y Paulina volvió a sus ropas y joyas, don Álvaro y Elvira la siguieron, mirándola en silencio; y como ella les pidiese su parecer y aguardase la confirmación de sus deseos, Elvira se le inclinó disminuyéndose:

-¡Tú eres el ama de todo!

Don Álvaro, apenadamente, le dijo su miedo a esos ímpetus y apasionamientos que la consumían hasta enfermar. Ella exclamó:

-...¡Seremos los padres más guapos de la fiesta de «Jesús»!

Su cuñada se les apartó sintiéndose excluida de toda porción de belleza, de toda fórmula de intimidad; y desde lejos miraba resignadamente a su hermano.

Y a medida que se acercaba el día prometido, iba todo sucediendo según la voluntad y la palabra de don Álvaro.

Elvira entornaba más los postigos y persianas; hablaba despacio, y si Paulina, afanada en los preparativos de sus adornos, no acudía puntualmente a la hora del rosario, la disculpaba siempre y pedía que se dispensase a la enferma de las devociones en familia. El canónigo y el padre Bellod toleraron que no saliese ni a la misa de precepto. Paulina principió a desfallecer de miedo a los augurios de los demás. Espió sus entusiasmos para contenerlos, y desconfió y guardose de sí misma.

Llegó una carta del «príncipe» que desde su destierro volvía los ojos a sus viejos caudillos. Don Álvaro, tanto tiempo desganado de empresas políticas, revivió sus horas de tumulto juvenil, de furor de cruzado, leyendo en la tertulia la carta-circular ungida por la firma del rey. Una luz atravesaba la tierra para caer en su frente como una bendición. Y ese momento de júbilo no era recogido ni comprendido por su mujer. Cuando la llamó para leerle las magníficas palabras, ella se le precipitó con una sonrisa de sollozos.

-¡Faltan cinco días nada más! ¡Yo no estoy enferma, yo no quiero estar enferma y no lo estaré! ¡Mírame, Álvaro!

El faccioso estrujó el documento en su bolsillo. Su hermana le alzó la frente pálida y dura.

Y el señor penitenciario presentaba sus manos tirantes, muy flacas. No era posible negar que sus amigos sufrían. Recordó la tarde que le había llevado al «Olivar» de don Daniel, la misma tarde que se iluminó su alma con la idea de un matrimonio de venturosas eficacias.

-¡Yo, amigo mío -acabó con grande emoción-, yo creí y anhelé llevarles a la felicidad!

Lo pronunciaba como un ruego contrito de que volviesen la mirada a sus fallidas intenciones.

Elvira quiso esconder sus lágrimas y no pudo.

-¡Es usted un ángel!

Y ella, retraída y humilde, subió al otro piso, previniéndolo todo, cerrándolo todo; encendió las mariposas de los Dolores, y se comió una yema de las que tenía escondidas en el segundo cajón de su cómoda.

Venía la hora de vigilancia y requisa. Desde abajo, Paulina siguió las pisadas en los techos, el quejido de las puertas. La casa iba penetrando en una sombra de encierro, sin el olor fresco de la tarde expulsada de todos los recintos como una mujer pecadora.

Una noche Paulina se dijo:

-Lunes: faltan tres días, y estoy enferma. Tenían ellos razón. Estoy enferma...

Y se le reanudó el sufrimiento de su desnuda sensibilidad, sufrimiento de mujer que deja en todo lo que miran sus ojos y tocan sus manos una caricia de belleza, todavía intacta, la gracia única en cada instante sencillo: en un vaso con flores, en el doblez de un paño, en el adorno de un frutero, en un manjar, en un perfume, en un mueble; el rango, el modo estricto de fineza escondidos en cada cosa que esperaban sus dedos que lo revelasen, y que se perdían o se ocultaban en los decaimientos de ella; y entonces predominaban los cuidados tiesos, administrativos, la obscuridad de ceniza, el silencio de voz apretada, el sahumerio dormido en los rincones, y surgía la cabeza de Elvira entre los cortinajes, mirándola.

-¡Estoy mejor; estoy casi bien!

Elvira le subía más las ropas y le cerraba más los maderos.

Así llegó la víspera del Corpus. Paulina madrugó. Se levantó en seguida que don Álvaro salió a misa de Nuestro Padre. Cuando la hermana asomose templándole el alimento, Paulina se peinaba delante de su espejo con las ventanas de par en par.

-¿Lo sabe Álvaro?

-¡Qué ha de saberlo! Es mi sorpresa. Para mí misma ha sido un milagro de salud. Desayunaremos juntas en la mesita del huerto. Hasta del río viene un olor y una canción de Corpus, de víspera de Corpus. Pablo no me ha visto en «Jesús» hace tres domingos. Imagina su alegría de mañana; ¡yo ya la siento y palpito toda!

Su cuñada le dejó la taza de enferma y alejose de puntillas; y a las criadas y a los mandaderos y cuantos venían les hablaba oprimiendo la voz, mitigando todos los rumores como si en lo profundo alguien sufriese.

El hermano decidiría. Pero don Álvaro comió reservadamente con el padre Bellod y el penitenciario para tratar de la ejemplaridad de ir ellos también a Bigastro.

Recelando las murmuraciones de su viaje, no fueron; y al atardecer se juntaron para tratar de la fiesta, en el escritorio de don Álvaro. Se asomaba la hermana dolorida, hasta que ya no pudo contenerse.

-¡No acaban, no acaban Paulina y las costureras! Tu mujer se extenúa. Es una fiebre que se contagia. Hemos comido también en el huerto. Quiso levantarse...

Y bajó los párpados arrepentida de la condescendencia, de la lenidad de su custodia.

Alba-Longa profirió:

-¡La maternidad! ¡Santa fuerza de la maternidad!

Se llenó el cielo de campanas, y él tendía su mano señalando hacia la gloria de las torres.

-¡Corpus! ¡El hijo, el goce del hijo; las vacaciones!

El señor canónigo abrió con holgura sus brazos para recoger y disciplinar este instante.

-¡Santa fuerza de la maternidad, goce del hijo, ha dicho inspiradamente nuestro don Amancio; pero también pasión, y la pasión que se obedece siempre llega a ser costumbre, y la costumbre que no se resiste se trueca en necesidad!... Son palabras de San Agustín. Y lo veo en nuestra naturaleza. No nos negamos nunca. ¡Por eso veo siempre en Paulina a su pobre padre!

Se volvió a don Álvaro para recibir su aprobación. Don Álvaro sentía un desaliento que le secaba la boca y una brusca conciencia de su cansancio de aquella gente.

Llegó Monera.

-¡Ya le tenemos! -murmuró el canónigo.

Y Monera sonrió. Se le aguardaba; y a punto de sacar su reloj de oro para mirarlo sin gana, contuvo ese ademán de su pasada incertidumbre.

De nuevo pasó tímidamente Elvira. Se habían ya marchado las costureras, y Paulina llevaba las galas que le habían traído.

-No descansará si tú no la ves, Álvaro. ¡Nunca me ha parecido tan hermosa! ¡Mañana se la comerán todos con los ojos!

Don Álvaro se arrojó en su alcoba.

¡Tan hermosa! Se paró delante de ella mirándola. La claridad de la tarde la esculpía en las sedas negras y ligeras que le palpitaban por la brisa del río y se le ceñían a su cuerpo; palidez dorada de sol de junio que le glorificaba los cabellos; los ojos con el goce de sí misma; se embebía de luz su boca de flores húmedas y sensuales en su castidad. Toda hermosa, pero de una hermosura apasionada y nueva; un principio de plenitud de mujer que se afirmaría y existiría muchos años más, cuando él fuese alejándose por los resecos caminos de la senectud. Nunca había poseído ese cuerpo de mujer en su mujer. Y la miraba con rencor amándola como si Paulina perteneciese a otro hombre. Se inclinaba todo él a la caricia desconocida y brava. Y otro don Álvaro huesudo y lívido le sacudió con su grito llamando al médico.

Vio que Monera la miraba extrañamente. La encontraba mejor de lo que podía esperarse. ¡Únicamente ese pulso, ese pulso que no tenía medida!

Don Álvaro clamó delirante:

-¡No tiene medida! ¡Es eso! ¡No tiene medida, no tiene medida! ¡Acuéstate, desnúdate, acuéstate!

Se le torcía la boca con un temblor de poseído. Y agarró los cristales de la ventana del huerto y los cerró con un ímpetu espantoso. Después, cuando se pasó las manos por su frente, se dejó una frialdad húmeda de difunto.

Monera y Elvira habían desaparecido.

Paulina principió a desnudarse; y en el aire cerrado iba esparciéndose una blanca suavidad de ropas íntimas, un fino perfume de cuerpo de mujer. Por el aturdimiento de su obediencia bajo la furia del esposo, se desnudaba sin recatarse, de pie, inclinándose, curvándose, alzándose para descalzarse, y prorrumpían sus formas desceñidas, la cadera opulenta y firme, los pechos trémulos y perfectos, la espalda, los muslos... Así se contemplaría ella a sí misma todas las noches, todas las mañanas. Así la vería y la desearía un amante, otro marido; y se le obstinó el pensamiento celoso de ella por ella; ella mirándose, sabiéndose hermosa, pensando en ella y en quien la poseyese en todo su temperamento, todos los días, todas las noches; y él por única vez. Le sobrecogió una acometida de sensualismo abyecto que le brincaba flameándole por toda la piel, golpeándole las sienes, el cuello y el costado. ¡Si hubiera podido hablar con su voz, la suya, para decir su nombre y amarla como ahora; pero llamarla hubiera sido desconocerse a sí mismo y espantarla a ella; a ella -otra vez, Señor-, ella que se complacería en su solitaria belleza con unas calidades de sensibilidad de las que don Álvaro no fue dotado!

Acababa de tenderse en la cama, y le miraba con ojos anchos y atónitos. Estaba ya vestida por la castidad de su desnudo entre lienzos blancos.

Fue abriéndose la puerta del dormitorio, y apareció Elvira.

-¿Ya está? -y les sonrió.

Ya estaba todo irreparablemente como antes, como siempre.

-Se han ido sin querer llamarte. Os reuniréis en el vestuario de «Jesús» para la ceremonia de monseñor. Y no os apuréis por Pablo ni por nada. ¡Dios mío! ¿No me tenéis, no soy de vosotros? Pues servios de mí. ¡Yo os traeré a vuestro hijo!

En seguida abrió el armario que dejaba su esencia de cedro; buscó las mejores ropas del hermano: su levita, su chaleco de orillas. Pasó los topacios de don Daniel por los ojales bordados de la camisa finísima.

-Has de ir muy galán, por ti, por todos y porque la gente no murmure de tu abandono como si fueses un viudo, ¿verdad?

Don Álvaro se paseaba por la sala, ya del todo él, pálido, compacto y desgraciado.

II. Monseñor Salom y su familiar

Corpus vino aquel año en la plenitud de junio, como una fruta tardana del árbol litúrgico, olorosa de frutas de verdad: cerezas, pomas, albaricoques... La ciudad, con sus cobertores, sus toldos, sus altares a la sombra de tabernáculos de follajes para la procesión eucarística, daba una respiración agraria, inocente y devota; pero además, arrabalera con la crecida de forasteros, con estruendo y bullanga de diligencias, tílburis, galeras, faetones y calesines; gritos de vendedoras de almendras verdes, de alábegas y rosas, de peroles de quesillos, de lerchas de ranas desolladas, de pastas de candeal y gollerías, plagios humildes de los dulces monásticos.

A veces, por un callizo, por una cantonada entraba la frescura de las arboledas del río, la lumbre de los campos segados con los ejidos llenos de garbas, la quietud de los olivares en las tierras rojas. Y la ciudad subía en el azul como una vieja custodia de piedra, de sol y de cosechas, estremecida de campanas y palomos.

Nunca pareció tan adusto y desolado el palacio de Su Ilustrísima, ni tan pobre y obscura la catedral con el trono del obispo dentro de su funda lisa color de violeta.

El culto, el júbilo, el atuendo, la felicidad se juntaban en el colegio de «Jesús». ¡Qué mezclas de hábitos, de galas, de olores, de cortesías y cordialidades en aquellos salones y jardines! Aristocracia de Madrid y de provincia, hacendados, mercaderes, órdenes religiosas, el cabildo, cuatro caballeros santiaguistas, el comandante de la Zona...

Y todos salieron a los claustros, y se tendió un silencio reverente como un paño precioso. En la puerta labrada del refectorio de los padres apareció monseñor Salom rodeado de la comunidad. Más que hombre era la imagen viva de un santo de los primitivos siglos de la Iglesia. Vestía un hábito negro con cíngulo bermejo como una cicatriz de toda su cintura; le colgaba por pectoral un rudo crucifijo con orla de toscos granates; era su sombrero redondo, duro, sin felpa; su piel, de breña, y sus barbas, de crin. Hambres, trabajos, vigilias, rigores de climas y de penitencias habían plasmado en piedra volcánica aquel cuerpo de justo. Se le vio en seguida la señal de su martirio: una mano mutilada bárbaramente. Le quedaban dos dedos: el pulgar y el índice; los otros se los cercenaría el hacha, el cepo, el brasero, las púas, los cordeles, el refinado ingenio de los suplicios en que tanto se complacen los pueblos idólatras. También le miraban los zapatones, que se pisaban y levantaban en gordos pliegues las baldas mostrándose sus suelas, moldes de tantas leguas de santidad. Y el apóstol de Oriente se volvía de una fila a otra del concurso y en sus órbitas parecía que se asomasen dos diminutos anacoretas en cuevas recremadas. A su lado, el rector y el prefecto, silenciosos y pulcros, con los ojos vaciados en la luz de sus gafas, iban dejando su sonrisa. Si ellos, los hijos de San Ignacio, admitiesen dignidades, sus prelados serían como éste, con las mismas virtudes de sacrificio; como éste, pero más limpios, más cuidadosos de su persona. Y erguían las corvas alabardas de sus bonetes. El cortejo, como todos los cortejos de este mundo, se sentía ya particionero de la gloria del elegido.

Los invitados, singularmente las mujeres de más elegancia y belleza, eran tan dichosos que se sobresaltaban de serlo, y no sabiendo qué hacer ni que pensar, daban gracias a Dios. ¡Nunca olvidarían este Corpus! Pórtico del verano, tan azul, tan esenciado de emociones. Todos reunidos como una familia en un huerto de abuelos señoriales. ¡Qué ligereza, qué ímpetu y qué dulzura en sus ojos y en su sangre! Hasta tenían un mártir para su adoración: un obispo mutilado, venido de Oriente. Podían abrirse todas las rosas de los pensamientos y de los deseos bajo la gracia emitida por este buen pastor, que perdonaba la felicidad perecedera que él no conocía. Estaba todo: el goce en ellos y el padecimiento en el fuerte.

Detrás iba el Padre Ferrando, el confesor de Su Ilustrísima; detrás y solo, como el caudatario que llevase la cola de la magnificencia de la comitiva; el último, el más viejecito, de faz gruesa, morena y blanda de madre labradora, olvidada en la fiesta de suntuosidades. Pero, acaso se le dejaba respetuosamente el último. He aquí el hombre que veía en su desnudez la más alta conciencia de la diócesis y con sus manos rollizas atraía el perdón sobre la frente humillada del obispo enfermo. Y como iba el postrero, pudo pararse y hablar con el comandante de la Zona sin entorpecer el tránsito. En seguida tomó carrera y se juntó con el séquito.

Refirió el comandante las maravillas que acababa de oír. Monseñor Salom no había sido mártir de los infieles, sino de sí mismo, y lo sería hasta su muerte. Estaban cabales sus manos; pero desde que ingresó en el sacerdocio hizo voto de llevar dentro de la diestra una imagen de bronce de Nuestra Señora. Había envejecido con su mano devotamente crispada. Oficiando, comiendo, predicando, durmiendo, bendiciendo; en camino, en oración, en peligro, en reposo, siempre, siempre, siempre con sus dedos encogidos trenzando la figurita de la Virgen que iba penetrándole en la carne, comunicándose de ella, y le criaba una llaga callosa y verde en la palma.

Se conmovió la multitud. Algunas mujeres exquisitas llegaron a creer suya la penitencia del santo, y se amaron más a sí mismas. Era un estado de inocencia, de ardor, de beatitud, de voluptuosidad.

Inflamado el padre Bellod, se puso los puños en los riñones, y así gritaba:

-¡Viva monseñor!

Y un hidalgo corpulento, de paño gordo, de botas de ternera, sombrilla verde y un palillo en su boca, se hincó de rodillas, sollozando:

-¡Viva Corpus Christi!

Era el padre del colegial de Aspe y contratista de obras públicas. Don Roger, que llegaba con su cañuto de solfa, y un fámulo de la ropería, tuvieron que sosegarle. En aquel momento se abría el De Profundis o paraninfo. La multitud, con docilidad canónica, se acomodó según la pragmática de los espectáculos de «Jesús»: las señoras, a la izquierda, y los caballeros, a la derecha del estrado. Estrado con fondo de banderas bordadas, con friso de epigrafías de oro, candelabros de tulipas, mesa de terciopelo para los dos secretarios, jovencitos y pálidos, detrás de las grandes escribanías de plata, de las que no habían de servirse, y de bandejas de medallas, de cintas, de bandas, de mazos de diplomas...

Bajo, se abrían las gradas de alumnos. Un torzal rojo y ondulante separaba los internos de los externos. Enfrente, el dosel del obispo de Alepo; y de allí descendía un anfiteatro alfombrado, consistorial, de sillones Imperio, Luis XVI, Enrique II, de bancas de felpa y asientos de rejilla. Todo se pobló de sayales, de manteos, de mucetas, de levitas; y se afirmaron las cornisas de solideos de borla, de bonetes, de calvas, de cerquillos de tonsuras; y en lo último, el tupé lírico del señor Hugo y el cráneo recto y gris del comandante de la Zona.

Una voz atenorada, de evangelista y anagnostes, iba recitando la memoria académica, que todos los años comenzaba con tono y dejos de anales de Roma: «...Quod felix faustumque sit rei litterariae omnisbusque nostri gymnasi alumnis proemia sequenti ordine consequnti sunt»; y en el cierre o en la curva de un párrafo, en una demostración sinóptica, los padres sonreían y levantaban sus gafas y su frente a la bóveda, reprimiendo su emoción de maestros.

Iban espesándose las esencias sutiles de ropas de mujer; los abanicos aventaban los perfumes de los tocados, de las mejillas, de los pechos entre olores de verano tierno, de maderas y lacas. En los altos ventanales, las cortinas carmesí con el monograma de Jesús se combaban en un vuelo redondo; caía la lumbre y el aliento de las huertas verdes con sol. Era el paisaje como un ave infinita que de cuando en cuando moviese sus alas de cultivos. Los alumnos miraban ya indómitos a sus familias; las señoras y los caballeros se inclinaban enviándose parabienes; salía un temblor de cuerda de violín, una nota de armónium; otra vez las cortinas colgaban sin brisa, y pasaba la calma del mediodía; todo alrededor del eje de la palabra latina del secretario, tronco de elocuencia en que florecían los títulos y leyendas de laurel: «Quod in studiis optime profecerit; honoris causa; Dominus...»; y brotaban los nombres, también en latín, de los laureados: «Vicencius, Josephus, Emmanuel, Ludovicus...». Y dentro de esta onomástica de príncipes, de pontífices, de santos, se sentían glorificadas muchas familias, y paladeaban las mieles de la crianza en «Jesús».

«Pietate, Modestia, Diligentia...: Dominus, Victorinus Messeguer et Corbellá»; un interno robusto y sordo al que tuvieron que avisar a codazos. Y antes de que pudiese postrarse en la alfombra de la presidencia, le ganó el doméstico de monseñor, arremolinado de esclavina y faldas, cetrino y peludo, con retumbos de botas viejas. Se puso a conversar con su dueño, rascándose la quijada tupida, volviendo los ojos de relumbres minerales a la ceremonia. Monseñor le atendía desalentado. Una gota de sol se quebraba en su frontal recocido. Después quedose inmóvil, como si acabara de subirse definitivamente al cojín de piedra de un pórtico románico.

Messeguer y Corbellá les miraba aguardando el premio y la bendición. Y en los bancos de los alumnos y en las sillas del público pasó un leve rebullicio; y cuando el familiar bajaba del trono, una voz fisgona le llamó con el nombre latino del sordo: ¡Victorinus, Victorinus!

Atravesó el lego la sala y los claustros, y salió de «Jesús» a seguir su jornada bajo el sol de Corpus de Oleza. Monseñor necesitaba un coche de alquiler que le llevase a Murcia, a poco precio. Y él corría, de nuevo, hostales y paradores. ¡Qué ánimo tan encogido para la tierra tenían algunos santos tan valerosos para el cielo! Nada más que monseñor hubiese dicho: «Tráiganme un carruaje», le hubiesen llevado los mejores de la comarca. Pero el apóstol nada pedía, y los reverendos padres de «Jesús», que tan afanosos le buscaron, ya no se cuidaban sino de sus solemnidades y vacaciones.

Y entró el lego en el mesón de San Daniel. Criados, recaderos, mayorales, banastas de aves y frutas, atadijos, cofres de internos, colchones forrados de lona con el escudo del colegio. Carros cosarios, ruedos de caminantes, de huertanos, de mozos que gritaban, que se pasaban las calabazas de vino, las rebanadas de pan, las escudillas y ollas humeantes de condumio; y en el suelo de cortezas se arrufaban los perros, retozaban los gatos devorando mondaduras, aleteaban las gallinas picando entre los costales y a veces salían las palomas de lo profundo de las cuadras. El familiar preguntó a los cuadreros. Los caballos y mulas le miraban compendiándole en sus ojos húmedos; les crujía el pienso roto entre sus quijales, y, al volverse, el viento de sus morros levantaba el pajuz del pesebre. Coches y acémilas estaban ya comprometidos para familias de alumnos.

Se marchó el lego con sus zapatones gordos de estiércol y la cara hilada de colgajos de arañas. ¡Y monseñor se estaría en su baldaquino, con la ilustre comunidad que tenía jardines, salas artesonadas, huertas, refectorio, claustros, aposentos, sin importarle los alquileres de mulos ni galeras, sin cuidarse de nada, gracias a su voto de pobreza que les libraba de padecerla! En cambio, él y monseñor viajaban con la conciencia de su escasez. «¡Qué bien se vivirá en el palacio de Oleza, monseñor!», le había dicho, por la mañana, mientras le entraba las calzas y le abrochaba los hebillones de los zapatos. Monseñor le sonrió. «Hay que marcharse pronto, y ahorra lo que puedas, que hemos de atravesar el mundo, y un mundo costoso, antes de llegar a nuestros pobres conventos». «¡Si se muriese ese obispo llagado y nombraran a monseñor!». Pero el apóstol cerró los párpados, quemados por la luz y los relentes de Siria, y apretó más la imagen de bronce en su mano encogida.

Calle del Olmo, calle de la Corredera, plazuela de Gozálvez... Todo lleno, todo enramado. Sensación de los campos dentro de la ciudad vieja. Y desde el día siguiente hasta el otoño, Oleza se quedaría callada, quietecita; toda la ciudad en vacaciones, toda cerrada, respetando el sosiego de los señores de «Jesús». ¡Qué deleitoso verano en esta sede dormida al amor de las alamedas del Segral, fresca y olorosa de naranjos y cidros, como la antigua Jaffa! Y el doméstico se hundió en la Posada Nueva. Le rodearon los arrieros, los mozos, los compadres y galloferos que beben de fiado y viven de la bulla de los que pasan. ¿Un coche con regateo y en día de ganancia? Le miraban a lo socarrón. Un mayoral tuerto que picaba verónica con su faca consintió en alquilarles, en setenta reales, una diligencia arrumbada que le decían la mascota por su semejanza con el carro de lonas negras que recogía los cadáveres del último cólera. Salió una oveja preñada, llevándose delante gallinas y pavos, que se subieron con alboroto por las galgas de una carreta. La hostelera amasaba un lebrillo de patatas y maíz para sus cerdos. La pocilga estalló de guañidos candentes que se retorcían. Un pollastre se plantó encima de una corambre. Pompa blanca de manto de santiaguista y cresta de boina: aleteó con bizarría, mirando de reojo al misionero, y soltó su clarín de metal magnífico. Balaba la cordera; zumbaban avispas y moscardas de pesebre. Un labrador forastero disputaba con el mayoral muy en sigilo. Por fin, el tuerto se arrimó al fraile, y sin dejar su risa humilde, pidiole perdón y le negó la mascota. Aquel hombre le daba siete duros por otro viaje. El cántico del gallo fastuoso le taladraba sus sienes. Y marchose de allí tan desesperado, que las gentes se le reían compadecidas. A botes y zancadas se precipitó en «Jesús», y cuando llegaba al Paraninfo, el lector entonaba su invocación postrera, grito de júbilo y de aliento, últimas palabras que todos los alumnos se sabían y las iban silabeando a la vez: «Macti, o iuvenes, hodie dignis proemia diribentur quos vero spes fefellerit animum ne despondeant, sumant vires, audeant aliquid dignum patria in annum proximum». Y alzose el rector para cerrar la ceremonia con su discurso de gracias, mientras la comunidad se quitaba los negros torreones de sus bonetes.

-Reverendísimo prelado y misionero insigne...

Victorinus, Victorinus vuelve! -Y saltó la zumba de banco en banco. Los inspectores se atirantaban mirando a los que ya no podían contener en esas últimas horas escolares, y sus ojos de ascuas santísimas retaban al público, como si quisieran ponerlo de rodillas, con los brazos en cruz.

El doméstico escaló la tribuna estrujando el tapiz, dejándole las huellas de los establos, y se hincó de codos en los tisús de la mesa.

El padre rector subía la frente, y su boca se plegaba con resignación. La comunidad esperaba compungida. Algunos profesores se volvieron hacia ese diálogo, tan poco afortunado, del que caían nombres de hostales, precios de alquiler, tres duros y medio, siete duros, mayoral tuerto...

Con la dulzura de las apariciones, presentose un hermano descolorido junto al trono de monseñor; hizo una mesura de rúbrica litúrgica, y se llevó al doméstico hasta la fila del señor Hugo, y allí, sonriéndole, lo empujó con buen puño por los hombros, sentándole a su lado. Entonces derramose otra vez, clara y pulida, la palabra del padre rector.

-Reverendísimo prelado y misionero insigne...

III. Monseñor, su cortejo y despedidas

Se acabó la disciplina. Sala de visitas y canceles abiertos y joviales. Patio de la lección silencioso, aulas desamparadas. Algunas señoras se asomaban, y se sentaron y todo en las cátedras, contemplando el obrador de la sabiduría de sus hijos; los padres se vanagloriaban de aquellos ámbitos, como de una herencia de familia.

Elegancias, risas y galanías en los jardines. Las madres, las hermanas de los alumnos cortaban un heliotropo, un azahar, un clavel, y después de acariciarlo, se lo prendían en el pecho.

El hermano portero balanceaba con lástima su cráneo redondo, con lástima de las flores. Sus ojos y su pensamiento buscaban el refugio de San Alonso Rodríguez, arca de su piedad y consuelo, y depósito de recados, de avisos, del bolsón de cuentas y de agallones para ensartar rosarios.

Los colegiales, al salir, le disparaban por la cerbatana de su diploma:

-¡Deo gratias, Deo gratias!

El hermano abría despacito, queriendo retardar el instante de abrirles las puertas de la perdición.

-¡Acuérdense del «Bendita sea tu pureza»!

-¡No se apure, hermano!

Le sonreían como a un santo de escaso poder; y el santo les veía alejarse con un celoso furor. Los grandes peligros de las vacaciones anidaban dentro de las familias: vestidos, olores, risas. Para todas era menester un internado perpetuo.

-¡Qué solitos se van quedando ustedes!

Y el padre rector, el padre prefecto, el padre ministro inclinaban la cabeza con exquisito apenamiento, enviando su gravedad de estirpe a las corvas almenas de sus bonetes, mientras se sometían a los menudos cuidados de recibir y devolver parabienes, de dar consejos para la holganza veraniega, de referir un viaje -¡hacía ya mucho tiempo!- a la misma comarca de la familia que estaba despidiéndose -una anécdota, un episodio de aquel viaje que sobresaltaba a todos-. Pero venían más grupos; y el rector, o el prefecto, o el ministro, abrían sus brazos, encogían sus hombros, elevaban los ojos significando que no se pertenecían; y después de unos pasitos hacia atrás, destocándose brevemente, se apartaban muy súbitos. Las señoras adivinaban que el padre rector, o el padre ministro, o el padre prefecto se marchó tan rápido porque ya no podía contener su emoción, y se volvían a mirarle, diciéndose que al fin ellos eran también criaturas humanas.

El padre rector, el padre prefecto, el padre ministro quedaban en seguida rodeados, haciendo los mismos ademanes, las mismas exclamaciones, el mismo sorbo de risa, retirándose con los mismos melindres que antes, porque se emocionaban otra vez; y así iban pasando de despedida en despedida.

Doncellitas, damiselas y mamás jóvenes se secreteaban, celebrando un donaire del rector, o sofocándose, besándose, ciñéndose la cintura, dejándose su mano como una paloma en la cadera de una amiga. Atravesaban legos y fámulos atrajinados, y desde un cantón de la claustra, desde una revuelta se paraban mirándolas.

Entre los follajes y vides de la huerta de Casa aparecían y se ocultaban monseñor y su séquito: el padre Neira, de Física; el padre Martí, de Matemáticas; el padre Bo, de Filosofía, y a lo último, el familiar.

En sus penosas jornadas de vicario apostólico, monseñor había llegado a penetrar los secretos de los bosques, las alucinaciones de los desiertos y de las soledades talladas en las rocas, los vapores de las marismas, los alaridos de los vientos y de las bestias, la intención de los ojos y de los recónditos idiomas de los infieles; y ahora se quedaba sin entender al padre Neira, al padre Martí, al padre Bo. ¡Qué agonías por alcanzar un poco de las sutilezas de la plática en ese paseo académico al amor de los árboles!; paseo y gay-parlar que duraría hasta que se fuesen los colegiales; y después, a refectorio, al festín en su honor, con sexteto y discursos.

El catedrático de Matemáticas le hablaba bellamente de Euclides.

-¡Ah, monseñor! ¡He tenido la gloria de sentir en mis manos la edición princeps!

-¿Princeps? ¡Muy bien, muy bien!

-La de Ratdolt. En casa está la romana con los Elementos, la Specularia y Perspectiva. Se nos han perdido los Fenómenos.

-¡Es una lástima! Los libros... Claro es que nosotros, allá en Oriente, ¿verdad? -Y volvíase a su doméstico y apretaba la imagen de Nuestra Señora.

El padre Neira dijo:

-También tenemos, monseñor, las Vulgares: la de José Zaragoza, 1673, y la inglesa de Roberto Simson, en cuarto, 1756...

Y añadió el padre Martí:

-No hemos podido encontrar las Ópticas, traducción de Pedro Ambrosio Ondériz, con gráficos, de 1585. Pero poseemos, en manuscrito, el Tratado de algunas dificultades de las definiciones de Euclides, de Omar Ibn Ibrahim El Khayyâm.

-¡Qué memoria tienen ustedes! Claro es que nosotros allí, tan escondidos... Las costumbres de nuestros diocesanos... ¡Oriente, Oriente!

El matemático exclamó:

-Oriente, monseñor, Oriente nos traza una profunda proyección en nuestra disciplina. Damasco fue también un camino de luz científica para nosotros. He pensado que Oriente realzó las imaginaciones geométricas de nuestro sabio. Damasco guardó en sus blancuras la infancia de Euclides, prestándole la claridad de sus demostraciones.

Monseñor quedose gratamente sorprendido.

-A un ingenio de Damasco se le debe un descubrimiento de nuevas proposiciones euclidianas...

-¡Es muy meritorio!

-Y una completa traducción...

-¿Y cómo se llama?

-¡Otomán, monseñor!

-¿Otomán? -Y se lo repitió a su lego-: ¿Otomán, Otomán?

-Se le cree del siglo X -apuntó el padre Neira.

Y el padre Martí, remedando los desafíos académicos de sus alumnos, se le precipitó:

-¡Corrige, corrige! Del siglo XI.

-¡Ah Santísimo Dios, del siglo diez y aunque fuese del once! -suspiraba monseñor Salom.

De la huerta pasaron al jardín de Lourdes; y cuando se internaban en la gruta, se levantó del banco del estanque un grupo de invitados a la comida de honor: el juez de Oleza, flaco y teñido, el comandante de la Zona, don Magín, el Padre Francisco de Agullent, guardián de los capuchinos de Oleza y docto botánico, corpulento, de barba bellida.

Sentose monseñor, respirando con delicia el frescor de roca y agua, y dio su permiso para fumar.

Los tres jesuitas se grifaron ante esa condescendencia de santo de Oriente y decaído; los tres se irguieron, sintiéndose apartados con la pureza helada del agua de la gruta.

Menos ellos, todos encendieron los cigarros que les dio don Magín. El familiar se frotaba las manos como un jornalero, y decía:

-¡Tuviese yo ahora mi narguile, monseñor!

El padre Francisco de Agullent recordó con júbilo de mocedad sus horas en el Sinaí, secando y coleccionando plantas olorosas. De trece hierbas aglutinaba combustible para su pipa hasta que la caravana de San Juan de Acre le abastecía de tabaco confitado.

El padre Neira odiaba esas sensuales memorias, y murmuró con voz muy delgada:

-Repare, monseñor, en el padre Francisco de Agullent: tiene la barba roja, como Judas.

El capuchino tocó suavemente sus vellones bermejos, y dijo con simplicidad:

-¿De veras, de veras que resulta comprobado que Judas fuese rojo? ¡Quién sabe, Dios mío! No hallé ningún texto que lo afirme. Ni si era flaco, ni menudo, ni orondo: ¡nada! Lo único cierto es que Judas perteneció a la compañía de Jesús.

El padre Martí, el padre Neira, el padre Bo se levantaron llevándose a monseñor, que distraído y dulce repetía:

-¡Muy gratas personas, muy gratas personas!

En el patio enlosado, donde estaba el gimnasio y las mosteleras, los zapatones de monseñor retumbaban multiplicadamente.

Le convidaron a recogerse en la biblioteca, en el oratorio, en algún aposento, cátedra o sala donde preparar su discurso de gracias.

-¿Mi discurso? ¡Un discurso! -Y de pronto anheló volver a la obscuridad de su vicariato; y colgó su mano cerrada en un hombro de su doméstico, preguntándole:

-¿No tiene ya remedio lo del carruaje?

-¡Señor, no tiene remedio!

-Un prelado -intervino el padre Neira-, cuando levanta su báculo para caminar, ve sometidas todas las voluntades y todas las sendas. Pero los caminos de monseñor se reúnen ahora en «Jesús» y en la diócesis olecense.

Llegó la Junta de los Luises con su caudillo, el padre espiritual, pidiéndole a monseñor que no les desamparase. Plegose el frontal de monseñor. Un congregante dijo:

-¡Monseñor: no tenemos prudencia, la prudencia necesaria para las lides del mundo; pero tenemos caridad!

Y el padre espiritual adelantose como si se ofreciese al sacrificio:

-No la caridad inspirada por las tinieblas de las Logias, condenada en encíclicas y pastorales, sino la caridad contenida en el vaso ardiente de la fe.

Monseñor asentía y se maravillaba mucho.

-No tenemos prudencia, ha confesado uno de mis congregantes más dilectos. Y yo digo -y el índice del padre parecía llegar al cielo-. Y yo digo: no quiero ser prudente, sino ciego y arrojado. Es la hora evangélica de decir al Maestro: ¡Baje fuego y consuma Samaria! Oleza es Samaria. Que os lo diga, monseñor, el padre Bellod, el señor penitenciario, el caballero Galindo. Yo pido que baje fuego. Que mis superiores, si conviene, impongan el comedimiento, que me contengan y me someteré. -Y habiéndolo dicho, bajó su dedo y lo tendió a los suyos, dándoles la vez para que fuesen refiriendo las abominaciones.

Sentose monseñor en un banco del claustro; delante, se doblaban los racimos de flores de las acacias, y a su vera le decían:

«... La tolerancia de los de arriba trajo el dolor de los fuertes, la vacilación de los tibios, la vanagloria de los flacos». (Frases del señor penitenciario).

Crónica de Alba-Longa:

Se había fundado el «Recreo Benéfico», que celebraba veladas, comedias, tómbolas, coros, jiras... Algunos sacerdotes apadrinaban los fines de la fundación: remediar a los perjudicados en las riadas, llevar la enseñanza y la salud a los críos del arrabal de San Ginés, socorrer a los enfermos y desvalidos... Todo a costa de júbilos y licencias, de perdición y de lágrimas. De lágrimas, porque había maridos liberales que obligaban a sus mujeres a participar de esas fiestas nefandas, prohibidas por su confesor de «Jesús»; y había hermanas y novias, vírgenes locas, aborrecidas y repudiadas por sus hermanos y prometidos.

«La sensualidad, los rencores, las discordias desanillaban sus sierpes en las familias de Oleza». (De un luis).

Todos se volvían a monseñor. Volaban los palomos por el huerto claustral; bullían los gorriones en los follajes y cornisas. Y él recordaba sus viajes por la escondida sede; su descanso en el monasterio de San Sabas; la verja erizada de cráneos amarillos de mártires; los monjes esparciendo grano en las terrazas donde acuden las palomas descendientes de las primeras palomas domésticas que trajo herodes al «país del Señor»; encima de los muros suben las rocas verticales, esponjas ardientes de sol que maduran precozmente los higos; la palmera del fundador, la que lleva dátiles sin hueso, de carne rugosa de azúcar; la cueva donde meditaba Sabas y a su lado jadeaba un viejo león que le seguía por el huerto y por los caminos, meneando la cola, lamiéndole sus manos como un lebrel... Y fueron entornándose los ojos del obispo, y la imagencita de la Virgen rodó sonoramente por las losas.

Muchas manos quisieron recogerla, pero a todas pudo el hidalgo de Aspe, que se la entregó de rodillas. De hinojos se puso también su mujer, mujer garrida con hermoso jubón, sayas muy anchas, pañuelo de cachemira, arracadas de almendrillas, el cabello negro trenzado en la nuca, y con raya luciente partiendo la crencha tirante.

El apóstol les bendijo. En aquel momento se detuvo la familia de Lóriz, acompañada por el padre rector. El de Aspe le besó dos o tres veces la diestra.

-¡Todo muy bien, padre rector, diga que sí, todo muy bien! ¿Pero quiere que le hable con franqueza?

Su reverencia volviose hacia los Lóriz, elevando la mirada, encogiendo sus hombros y mirándole como si dijese: «¡Hábleme con franqueza, si no hay otro remedio; pero me da lo mismo!».

-Pues nos ha faltado nuestro prelado. ¡Qué lástima!

-¡Felices vacaciones! -le interrumpió el jesuita, y llevose dos dedos al bonete, reduciendo la cortesía.

Iba delante Máximo con doña Purita. Parecía increíble que esta mujer no se sintiese rechazada por todos los corazones de «Jesús». Era la primera en asistir a las fiestas y comedias benéficas, y en un reciente ensayo no bajó de las tablas por la gradilla, sino de los brazos del galán y le soltó su risa en medio de la boca, como si lo rociase de besos. Se sabía en «Jesús». Y el rector doliose con los condes de la perniciosa generosidad en las amistades, y Purita le atendía, brillándole en la mirada una lucecita de insolencia.

-Quiera Dios que acertemos en nuestro designio. Pero, es verdad: ¡qué lástima! -según dijo el buen señor de Aspe-. Yo me pregunto si por mi sangre aragonesa no seré demasiado súbito. Nos faltó el prelado... ¡Siento la herida en medio de mi alma, y en mi herida deben sentirse todos heridos!

Lóriz hizo una grave mesura que afirmaba la solidaria herida en nombre de toda una raza; pero no le inquietaban las palabras del padre rector, y casi no las entendía ni las atendía. Ligero y adobado, se complacía en el contorno de doña Purita. Esta bella doncellona de pueblo le inquietaba ya como una endiablada mujer del gran mundo.

Infantil y graciosa, prometió la condesa, en nombre del bachiller su hijo, regalar al colegio el magnífico acuarium de peces del Vaticano, del Nilo y del Jordán. Lo aceptó el rector para el gabinete de Historia Natural. Pero la condenación que disparaban los arcos de sus gafas deshizo la gratitud. Purita se reía deliciosamente con don Roger y el señor Hugo. Don Roger la miraba embelesado. El señor Hugo caracoleaba con todas sus viejas bizarrías de circo.

El padre prefecto los veía desde la sombra del séptimo pilar del claustro. Y ya no fue menester que el padre rector les viese.

También lo vio todo la señorita Elvira Galindo que pasaba, y tuvo bascas de pureza.

IV. Pablo, Elvira, don Álvaro

Las ventanas del salón de estudio, de par en par. Azul de mediodía estremecido y madurado de azul; anchura cortada por la rotonda de la enfermería; la torrecilla y las dos setas de cobre del reloj con sus mazuelos, que cada cuarto de hora se apartan tirantemente y tocan lo mismo que en los días angostos, lo mismo que siempre. Un trozo de monte plantado de viña; los naranjos, los olmos, la noria y las tapias de Casa; la llanada de las huertas de Oleza, una curva del río; sierras finas, de color caliente... Todo eso fue para Pablo la promesa de una felicidad, la lejanía, el principio de un mundo de cuento; y ahora, por haber terminado el curso y seguir delante de su pupitre, todo aquello era lo de todos los días, era paisaje escolar, la renovada conciencia del año de clausura.

Quedaban en el salón nueve colegiales. En la tarima, un hermano con gafas negras, las gafas del disimulo de todo el año, repasaba una Lectura Popular. ¡La Lectura Popular, con su olor de imprenta húmeda; el periódico que les repartía el cuestor de estudios a la hora en que comenzaban a subir del patio los olores de cocina! Y dentro del ruido de aquellas fojas entre los dedos del hermano se les perdía la sensación del Corpus. Se recodaban en sus pupitres sin asignaturas, mirándose su uniforme de paño recio y de oro escomido, con un cansancio de jornada ya cumplida. Todo eso, todo eso era lo mismo que si se sentaran en un banco de andén de estación para esperar después de llegar. Y se volvían de pronto a la puerta de la sala. Saludos de los que se iban; jovialidad de reverendos padres; y esos reverendos padres, si se asomaban, recuperaban la cautela y el canon de la plena observancia.

Pablo se precipitó en el pasillo. Tía Elvira le llamaba desde el fondo moviendo un mitón vacío.

-¡No te canses mirando a lo lejos, que no viene nadie más por ti!

-¿Y mi madre?

-¡La pobre no puede soportar mis trajines! Pero, anda, hijo, y despídete y vámonos, que estoy sola para todo.

La obedeció Pablo; y luego vino arrancándose las insignias y medallas y estrujando su gloria dentro del bolsillo de su casaquín. Sus labios se apretaban en una curva de sollozo y de ímpetu contenidos.

Cuando salieron a la escalera apareció en el quicio de la sala de recreación de la comunidad un grupo de sacerdotes y de seglares eminentes. Empujó tía Elvira al sobrino, y Pablo inclinose y besó la mano de su padre.

Tierra, calles, sol de Oleza. Oleza ya suya del todo, sin que la viese ni la sintiese desde «Jesús» ni en los paseos en ternas. Oleza, olorosa de ramajes para la procesión; vaho de pastelerías y de frutas de Corpus; aleteo de cobertores, aire de verano; goce de lo suyo, de lo suyo verdaderamente poseído, con perfume de los primeros jazmines, de canela y de ponciles. Todo el pueblo, todos los árboles, todas las gentes parecía que perteneciesen a la heredad de Nuestro Padre; todo le acogía como si él volviese de profundas distancias.

Y entró en su portal llamando a su madre. Gritaba para remover el viejo silencio de su casa entornada; y gritaba para oír su grito, grito único, sin el plural del griterío de los patios escolares. Quiso tía Elvira impedir tanto alboroto, y el bachiller se le escapó al dormitorio de su madre. Abrió los maderos y celosías y subiose al lecho de la enferma. Las blancas paredes y cortinas se encendieron de día grande, y en las almohadas se volcó un trigal de trenzas y de sol. El humo azul del braserillo de espliegos se apretaba en los rincones de la alcoba.

-¡Levántate para comer conmigo!

-¡Conmigo y con tu padre también!

-¿Mi padre? ¡Mi padre come hoy con monseñor y todos ésos!

-¡Ay, hijo, y qué bien aprendiste la graciosa crianza del niño de Lóriz! -Y tía Elvira les apartó, porque se sonrojaba de verlos abrazados y tendidos bajo los velos de la cama de su hermano.

Paulina pidió sus ropas, y el hijo se levantó brincando y aplaudiendo.

-¡Así quieres a tu madre! -clamó tía Elvira-. ¿Y tú, te vestirás sin saberlo Álvaro? ¿Te vestirás delante de tu hijo?

La enferma se recostó sumisa y, sonriendo, le dijo a Pablo que abriese las vidrieras del comedor para verle y tenerle cerca mientras comían. Se resignó él, y sentose vestido de uniforme.

Tía Elvira le trajo una blusa de colegio.

-¿Ésa?

Había de ser su madre quien le diese y le vistiese las ropas suyas, las de hijo; porque para enfundarse con delantal de internado, bien estaba con su levita, su fajín y hasta con gorra. Prefería creerse del todo en «Jesús» y que aun hubiera de venir el júbilo de la primera comida de vacaciones. Y no comer con tía Elvira nada más. ¡Sopa de puchero de enfermo, y casi a oscuras! ¡Más claridad había en el refectorio!

-¿Ropas tuyas, preparadas por tu madre para ti? ¡No tengo su primor; pero tú tienes blusa que ponerte porque yo me cuidé de aviártela!

-¿Ésa? ¿La vieja, con volantes de añadidos? ¡Por ella se me rieron en clase, y yo lloré, y el padre Neira, comiéndose su risa, nos recordaba: «los que lloran serán consolados; los que se humillan serán ensalzados!». En recreo me llamó el hermano Buades; estuvo tocando los remiendos, y decía: «¡Blusa crecedera! ¡Tira nueva en lienzo viejo, hasta en los Evangelios se prohíbe!». ¡Entonces yo me la desgarré!

-¡No la rasgarías como yo! -Y tía Elvira se la arrebató; sus dedos crujieron como un cardizal, y sus lágrimas gotearon el mantel.

Pablo pidió los fruteros, y desbordándole las manos de cerezas, volviose al dormitorio.

-¡Aunque sea pecado jurar, yo te juro que no cometeré nunca la simpleza de llorar delante de ti!

La congoja rompía las palabras de tía Elvira.

Pablo acostose al lado de su madre. Desde allí miraba los álamos y salgueros del río, la planicie hortelana con las coordinaciones de los verdes jugosos; los campos de siega en un vaho azul traspasado por una palmera, por un ciprés, y en la cerámica rosada de una colina florecía el lirio de un santuario.

-Ya tengo tu olor -gritaba Pablo jugando con las trenzas de su madre-. Los demás huelen a vestidos, a gente y a olores. ¡Tú sola, tú nada más, hueles a ti!

Ella se lo atrajo más; le puso la cabeza en su brazo desnudo y le sonrió.

-Siendo como eres, ¿por qué has de hacer sufrir? ¡Tía Elvira ha llorado!

-Quiero más a don Amancio que a ella.

-¡Quiérela por tu padre!

-¿Por mi padre? Y además, es que no te quiere; no nos quiere a nadie. ¡En «Jesús», todos los días, menos los jueves, cocido! ¡Pues hoy, jueves, Corpus, primera comida de vacaciones, cocido también en mi casa!

-¡Desde mañana yo seré tu cocinera, y tú me darás de salario el ser dulce para todos, y habrá siempre alegría en esta casa!

-¿Alegría en esta casa, que si no fuera por ti, yo...?

-Por mí y por tu padre, Pablo, por tu padre...

-¿Mi padre?...

-¡Tu padre, tu padre! -Y Paulina incorporose angustiada y miraba con ansiedad la frente ceñuda y pálida y los ojos magníficos y adustos de su hijo.

Poco a poco se le suavizó la faz. En el silencio semejaba verse el clamor del río enrollándose frescamente en la alcoba como un viejo mastín de la casa.

-Esta noche lo sentiré desde mi cuarto, lo mismo que cuando le tenía miedo. ¿Tú no te acuerdas? Tú hablabas del río como de un abuelo que cantaba para que todos los niños se durmiesen temprano; y yo me dormía viéndole y queriéndole...

Tronó una puerta al cerrarse por el vendaval de un codazo de la señorita de Gandía. Pablo se crispó de rabia.

-¡He sentido el golpe en las sienes!... Pues yo se lo dije una noche a ella, a tía Elvira, y me dijo que lo tuyo era todo embuste; que el río retumbaba tanto de noche porque salían a las orillas las ánimas en pena. ¡Yo no podía dormirme; me persignaba y lloraba, y las ánimas me tocaban, gordas y mojadas como sapos!

Paulina le abrazó. La madre y el hijo se fueron quedando dormidos bajo la evocación de aquellos años, en una quietud profunda y clara como una bóveda de firmamento; y la tarde de junio les envolvía de suavidad; la tarde, allí tan parada encima de la vega, tenía la pureza y la fragilidad de un vidrio sagrado, y a veces, se rompía de aleteos de campanas y músicas del Corpus. Y en la tarde tan ancha se traslucía otra tarde muy remota, ciega de nieblas que iban creciendo del río. Campanas de Todos Santos. Paulina y su hijo caminaban abriendo el humo de la lluvia; y al pasar por el huerto de Palacio se arrodillaron para recibir la piedad de una mano que les bendecía y de unos ojos tristes que les acompañaron desde lejos.

De pronto, Paulina se revolvió sobresaltada, y sus latidos le resonaron en todo el dormitorio.

Venía la voz del esposo:

-¡Pablo, Pablo!

El hijo se le apretó más, mirando a lo profundo de la casa, ya obscura.

-¡Pablo!

Apareció el padre, y detrás la silueta de su hermana.

-¡Pídele perdón a tía Elvira!

Obedeció Pablo, humillándose sin mirarles.

-¡Pablo, bésala!

Tía Elvira puso un pómulo grietoso en la boca de Pablo.

Y él acercose, y no la besó.

-¡Bésala! -Y temblaba de imperio la cabeza de don Álvaro.

Los labios de Pablo palpitaban por el ímpetu de un sollozo mordido; y el padre agarró la nuca del hijo, y lo empujó apretándolo en la mejilla de su hermana.

Pablo sintió el hueso ardiente de tía Elvira. Y no la besó.

Los ojos de don Álvaro daban el parpadeo de las ascuas. Y esos ojos le acechaban como la tarde del Jueves Santo, en que la boca del hijo sangró hendida por los pies morados del Señor. Paulina dio un grito de locura. ¡Sangre por el Señor, la ofrecía como martirio suyo; pero sangre de herida abierta por el hueso de aquella mujer la llagaría y marcaría siempre su vida! Y saltó desnuda del lecho, amparando al hijo. Pablo levantó su frente entre los brazos de la madre, y gimió desesperado:

-¡No puedo, y no la beso!

Paulina le mojaba con su boca en medio de los ojos, queriendo derretirle el pliegue de dureza, el mismo surco de la frente de piedra de don Álvaro.

Y como si estuviese muy remota, muy honda, percibiose la voz del padre:

-¡No puede! -Y se estrujó su barba entre sus manos pálidas de santo.

V. Final de Corpus

Fervorines. Tantum Ergo. Bendición y reserva. Solos del nuevo Himno Eucarístico del Padre Folguerol... Jornada gloriosa para don Roger. El señor Hugo le felicitó, cogiéndole atléticamente de las muñecas:

-¡Y ahora, un buen verano! -Y lo soltó con elegancia, como si lo dejara caer a la pista desde un trapecio.

El padre prefecto les aguardaba en la puerta del coro; y de sus manos recibieron las cesantías de sus cátedras.

-¿Cesantes? ¿Y en vacaciones y para siempre? -exhaló el solfista, con voz tenue por primera vez en su laringe.

-¡Quizá, sí!

-¡Pero padre prefecto!...

El padre prefecto suspiró un «¡Aaah!» pequeñito, y se les apartó rápidamente.

Don Roger y el señor Hugo, que entraban juntos en «Jesús» todos los días, a las diez y media, salieron también juntos esa tarde. En el pórtico se pararon, mirando la hornacina donde está el Señor con su cayada de caminante. ¡Qué hermosura fuera vivir como el Señor, sin más impedimenta que un cayado!

Campaneo de las parroquias, de los monasterios, de la catedral; música de la procesión; estampidos ardientes del «Sacre», el dragoncillo de San Ginés atorado de pólvora gorda; aliento de los jardines y de la vega de junio... Y al bajar los escalones creyeron descender a una ciudad torva y desconocida.

Lo primero que dijo el señor Hugo lo pronunció en su lengua natal. Plegó los brazos y se tocó los bíceps. ¡Para qué los quería en Oleza! Luego, como casi todas las criaturas, necesitó que alguien tuviese la culpa de su desgracia.

-¡Ha sido por doña Purita; por la amistad de doña Purita!

¿No bendecían los ancianos de Troya la belleza de Elena, aunque les trajese la ruina de sus hogares, el incendio y la muerte? Así, don Roger, que al lado de la queja y de la acusación del señor Hugo, puso el elogio a la beldad menospreciando las pesadumbres del mundo:

-¡Qué guapa estaba hoy! ¡Dios la bendiga!

Después, de su pecho de cantor, precisamente del suyo, tan apacible y no del arrogante gimnasta, salió la nota viril:

-¡Qué hacemos! ¡Es menester luchar!

-¿Luchar? ¡Muy bravo, cuando a los sesenta y tres años se tiene más voz que a los veintitrés!

Don Roger llevose sus dedos enguantados al garguero. Hasta en silencio se presentía y casi se palpaba la fortaleza de su órgano. Pero fue generoso, y fue justo, diciendo:

-¿Y yo, yo qué hago aquí con tanta voz cerrándome «Jesús» sus puertas?

-¿Nos ha perdido la amistad de doña Purita? ¡Vayamos a ella y luchemos!

Y el señor Hugo tendía bizarramente su mano en la cantonada de la calle de la Verónica.

El profesor de solfeo ensalzaba y bendecía a la hermosa mujer; pero escogía un itinerario de más prudencia: «Jesús». «Jesús» por la mediación de don Álvaro Galindo y de otras casas de grande valimiento.

Persuadiose Hugo, y bien avenidos llegaron a los dinteles del caballero de Gandía.

Se pasmó la vieja criada de ver dos hombres tan nuevos allí y de tan desemejante catadura: uno, rotundo y dulce; otro, de un verticalismo acrobático, aunque entrambos hiciesen una misma sonrisa junciosa y sometida.

No les recibió don Álvaro, sino su hermana, que, mirándoles mucho, les aconsejó que visitaran a los Lóriz, a don Magín y otras gentes parejas. ¡El mundo era muy ancho!

-¡Tan ancho -le respondió el señor Hugo-, y nos tropezamos siempre!

-¡Huy, no será conmigo!

Y la señorita de Gandía les llevó al portal y cerró duramente la cancela.

-¡Usted con toda su voz y yo con todos mis bríos, y usted se ha callado y yo no aplasté a la señorita contra el escritorio!

Y el señor Hugo arqueó con fiereza su pecho; hizo una flexión de brazos y apartose de su camarada.

Partían los caminos: él, al Palacio de Su Ilustrísima para pedirle misericordia; y don Roger, al palacio de los Lóriz.

Conmoviose halagadoramente el músico recibiendo el saludo de una gentil doncella. Se lo hubiera contado todo en el zaguán para que se lo transmitiese a la señora; y prendido de la graciosa sonrisa de la camarista pasó el patio de entrada, deslumbrante de blancura, y de aquí a un aposento entornado, que olía a magnolias. Se quedó solo y comenzó a decirse: «No veo, pero se adivinan las magnificencias. Las alfombras deben ser preciosas; las alfombras, porque de seguro que hay más de una y de dos para que el suelo resulte tan mullido. Me dormiría de pie. Casi es increíble que yo sea un pobre hombre sin acomodo sintiéndome tan ricamente en esta sala...». De súbito le asustó más saber que se hallaba esperando a los condes de Lóriz, que pensar en su desventura. «¡Dios mío, ya me sudan las manos! Los guantes se me van embebiendo de sudor angustioso. Parece que el único remedio de los sudores es olvidar que se suda. ¡Pues lo olvidaré! ¡Qué tibieza y olor de lujo! Todavía no se me olvida. Quizá no haya tanta suntuosidad como yo imagino. Es que no veo. ¿Tendré un síncope sin saberlo? ¡Me sudan las manos, la frente y las rodillas! Es que llego de ese patio de sol y de piedra, y esta obscuridad me venda los ojos con una cinta de seda perfumada. Es muy probable que tarden los señores en aparecérseme. Primero se presentará un criado con luces, encenderá la lámpara, no una lámpara, sino una o dos arañas de cristal. Arañas de Venecia, de ese color marino, de vislumbres de perla...». Pues ese lacayo no había de encontrarle inmóvil y encogido.

Y don Roger se animó y se puso a pasear con algún tonillo. De repente le reventó en la contera de sus zapatones un estrépito vibrante de esquilas de vidrio, un estallido Hidráulico. Se le cuajó la conciencia y la sangre. Únicamente dijo: «¡Estoy sudando!». El sudor le bañaba los pies y le salía y empapaba el tapiz como lluvia en un prado. Ladeose un poco, y todo el prado crujió. Creyó que se le caía el corazón a pedazos, y cada trozo le rebotaba en la alfombra golpeándole en los carcañales. Fue doblándose, doblándose, y entre sus manos enguantadas sintió rebullirle no un fragmento, sino todo el corazón, palpitante y glacial, y le saltó, dejando una rápida lumbre. Dentro de la blanda quietud del recinto se oía un brincar cansado, gelatinoso, un húmedo aleteo. Don Roger se arrancó un guante con los dientes; encendió una torcida de muchos fósforos.

-¡He roto algo! ¿Qué habré yo roto?

Había roto la pecera regalada al padre Rector de «Jesús».

Los peces del Nilo, del Jordán, del Vaticano agonizaban mirándole y estremeciéndose, sagrados y magníficos.

Don Roger, todo don Roger era una branquia que latía. Fue retrocediendo; alzó un cortinaje, salió al patio, abrió una verja, después un postigo, y escapose de la casa de Lóriz sin volver la cabeza.

- VI - Pablo y la Monja

I. Tribulaciones

Don Jeromillo se descansó en los viejos travesaños del locutorio, mojándolos del sudor de sus dedos. Se le movían las quijadas y las sienes, dentellando por el trabajo de entender los conflictos de la madre.

La madre apartose un poco de la red.

-Quiso la clavaria que todo se lo contásemos al señor penitenciario y al padre Bellod; y el penitenciario nos dijo que no encontraba en la señorita Valcárcel a sor María Fulgencia...

-¡Leñe, que no!

-Ella estaba delante. El padre Bellod refería ejemplos de mucho espanto. Sor le miraba sin respirar. Daba compasión, y la llevé a recreo para que se consolase con las hermanas jóvenes, y allí sacó del pecherín una bolilla de cera, y en la bolilla, Jesús mío, en la bolilla vimos el rostro del padre Bellod, que la sor estuvo labrando con sus uñas mientras él nos angustiaba con su palabra.

-¡Buena moza de Murcia!

-¡Yo quisiera que acudiésemos a Su Ilustrísima!

-¡Vaya que sí! ¡Su Ilustrísima es un sabio!

-Por ser quien es, le pido que usted le visite y le hable.

-¿Que yo le visite? ¡Su Ilustrísima está enfermo, todo vendado!

-¡Ay, don Jeromillo!

-¡Ni para qué Su Ilustrísima, teniendo a don Magín! ¡Don Magín es un sabio!

-¡Muchos son los sabios y ninguno nos remedia!

-¡A don Magín se lo traigo yo a rempujones!

Y don Jeromillo escapose, botando del contento de escapar.

Le recibió en la calle una lluvia traspasada de sol. Oleza se le ofreció tierna y olorosa como un huerto de piedra.

Corría tan aturdido, que no pudo pararse donde iba.

-¿Qué te recome que ni siquiera miras estos portales?

Y don Magín, acodado en su ventanal, le mostró su hermosa tabaquera desbordante de una espuma de algodones.

-¡Sube y llégatela al oído, y la sentirás como una caracola!

Arremangose el hábito don Jeromillo para brincar mejor por la escalera, y desde la colaña le gritó el párroco:

-¡Pues en acabando la lluvia la abriremos entre mis rosales y verás la volada de mis palomicas de la seda, y después merendaremos!

Se apuñazó don Jeromillo su frente pecosa, y fue diciendo el recado de la madre.

Don Magín se complacía en su cajuela conmovida de un recóndito zumbo, pero apiadose del apuro y renunció a las delicias prometidas.

No iba tan ahína como era menester, porque a todos saludaba y a todos se volvía, y se estuvo mirando la nube que se descortezó y se rajó como una piña de ascuas.

Los follajes del jardín monástico se hinchaban nuevos y rotundos en el azul, y el hastial de la Visitación se regocijó de sol poniente.

Del deslumbramiento de la tarde de julio pasaron a la penumbra malva del locutorio, quietecito y fresco como una cisterna. Arrimó don Magín su paraguas a una consola que tenía dos floreros planos de rizos de oro, un quinqué de bronce, un álbum de muestras de randas de bolillos y un jarro de loza con su haz de azucenas. Se recostó en un butacón de funda planchada y puso su frontal dentro de sus manos tan sensuales, tan elocuentes. Así se entregó a las tribulaciones de la monja.

-...Ya me da miedo la duda de si Nuestro Señor ha querido castigar nuestra vanagloria. ¡Fue demasiada! Siempre diciéndonos que nuestro ostensorio sería la reliquia de mejores efectos en la salud del señor obispo. ¿Será posible que hasta de lo sagrado se aproveche el enemigo para nuestra perdición?

Don Magín alcanzó delicadamente un bohordo de azucenas.

-El padre Bellod nos culpa de frecuencia de locutorio. Nos repitió, con muchos santos, que aquí es donde peligran los ojos, los oídos y la lengua de las religiosas.

Levantó don Magín la faz enharinada de amarillo.

-Pero, madre, ¿estas azucenas son del huerto de ustedes?

-Sí, señor, que lo son. Está el jardín muy lindo desde que sor María lo cuida y le da sus lecciones al hortelano. ¿No lo vio cuando vino la señora infanta, que hubo dispensa de clausura? ¡Ay, no; bien recuerdo que no entró usted, sino el padre Bellod! Cortamos una vara de nardos para cada uno del cortejo.

-¡Yo digo azucenas!

-Azucenas, azucenas; pero también los nardos le agradarían; la flor bendita del perfume con que la santa mujer ungió los pies del Salvador. ¡Lástima que luego quebrara el vaso, que ahora podría servir de relicario precioso!

Este asunto exaltó a don Magín.

-¡Ha caído usted en pobres errores!

-¡Ay, don Magín!

-Aquel ungüento se hacía del nardo indio y siriano; así lo llama Dioscórides, según se criara la planta en la vertiente del monte que se inclina a la India o en la que se vuelve a la Siria. ¿Piensa usted que ya no hubo más especies de nardos? Pues, sí, señora; pero la legítima era el nardum montanum, nardum sincerum. El aceite más fino y fragante lo hacían en Tarsis, aprovechando las espigas, las hojas y las raíces. Usted hablaba de la flor. Engañosa apariencia. De las raíces, de las raíces salía el mejor ungüento, y dice Plinio que alcanzaba el precio de las perlas: cuatrocientos denarios la libra de perfume; y ése tan rico fue el que mercó aquella hermosa mujer; porque sin duda era hermosa la que sabía tanto de olores. Guardábase en pomos o redomas de alabastro, que es la substancia que no deja que transpiren y se pierdan los aromas, y tenían un gollete sellado. ¡Dígame cómo había de verter el ungüento sino quebrando el tarro! De modo que no lo rompió por antojo de hembra delirante ni pródiga. Ese nardo de su huerto será una degeneración del índico. ¿De flor doble jaspeada? ¿De veras? El jacinto índico: nardus polyanthes tuberosa. Suele decírsele vara de Jessé. ¡La vara de Jessé en las manos del padre Bellod! ¿Qué hubiese dicho el ilustre señor de Lecour? -Y levantose y compuso su manteo.

-¿Es algún monseñor, algún príncipe de la Iglesia?

-No, señora; es un floricultor de Holanda que pasó recios afanes para criar la verdadera cebolla del nardo doble. Rodeó sus jardines de tapias muy altas, como un marido celoso. Antes que dar una de sus flores hubiese chafado todos sus planteles. ¡Y el padre Bellod, sin olfato, se lleva un racimo! -Y don Magín cogió su magnífico paraguas de Génova y su teja vislumbrante.

Apareció muy gozoso don Jeromillo, tomando incienso de una orza vidriada y desgranándolo en las navetas.

-¿Ya está? ¡Bien se lo prometí yo, madre!

Volviose el párroco suspirando; dejó su canalón y su paraguas, y gimieron otra vez los muelles del asiento bajo su pesadumbre.

-¡Siga, madre, siga!

La madre siguió:

-Por mi culpa, por mi grandísima culpa de acoger tan pronto a la sor nos vienen los desabores y sustos. Sor o la señorita Valcárcel se aprovecha de todas las vidrieras para mirarse, y hasta del portapaz se ha servido, al besarlo, como de un espejo. La vio la clavaria. Pero sus noches, sus noches son irresistibles. Se siente el río y el viento como criaturas en pena que se paran llamándonos en cada celosía. Sor María Fulgencia y otras tres hermanas no duermen o gimen con pesadillas. Dicen que un arcángel se pasea por los dormitorios mirándolas...

-¡Duerman con luz!

-Con luz dormimos, don Magín. ¡A obscuras no sosegaríamos, porque a obscuras lo ven mejor!

-¿A quién?

-¡Al arcángel! El jueves se consumió la lámpara y tuvimos que rezar a gritos, mientras la clavaria, que es la más valerosa, se levantó enferma y desnuda para encender los cirios de la hornacina del santo fundador. ¿Es vida de religión o de condenación?

Pasábase don Magín los dedos por los párpados, por los carrillos, por la nuca, por las sienes, como si quisiera despertar y abrir sus entendederas; pero el olor de la navecilla, que se dejó el capellán de la casa junto al búcaro de la consola, podía más que la confidencia de los trabajos y adversidades. Tomó un grumo; lo deshizo entre sus palmas, y aspirándolas, prorrumpió:

-Este incienso, madre, este incienso no es del mismo que se quema en las otras iglesias de la diócesis. Es legítimo orobias, generoso en el brasero y en la mano; el que arde con humo inmaculado, tupido, vertical, de oblata pontificia.

-¿Y no será del que usted le regaló a don Jeromillo?

-¡Ya respiro!

-¿Cuándo respiraremos nosotras con holgura? Porque sor nos mira como si entre sus ojos y los nuestros hubiese alguien, ¡así como si siempre le viera!

-¿A quién?

-¡A él, al señor Mauricio, al señor capitán!

-¿Pero es que ese señor Mauricio, ese capitán es el arcángel?

-¡Ése, don Magín, ése! En sueños pronuncia sor su nombre y lo repiten las educandas. ¿Intentará el sacrilegio de subir, y ellas lo saben?

-El padre Bellod les diría que todo eso se impide con una navaja. Así lo remedió la abadesa Ebba cuando las hordas cercaron enardecidas el monasterio de Collinham. Juntó Santa Ebba el capítulo -todas sus monjas eran muy guapas-, y sacando de su túnica un cuchillo, les gritó: «¡Aquí tenéis con qué libraros de la insolencia de los hombres!».

-¿Se mató? ¡No es posible, Jesús mío! ¡Lo condenan los Santos Padres!

-No se mató: lo que hizo fue desnarigarse y rebanarse también los labios, y la imitaron sus hijas. Acometieron y asaltaron los enemigos la casa, y ni tocaron el sayal de las pobres mujeres, pero quemaron el convento con todas las castas criaturas. Tal vez la belleza hubiese ablandado el corazón de aquellas gentes.

-¡No podemos, don Magín, penetrar en los designios del Señor! -Y luego de un suspiro, dijo-: Es que algunas tardes toca la esquila del locutorio y se nos aparece el señor Mauricio en el rayo. ¡Cómo rechazarle siendo un enviado de tan altas prerrogativas! Mirándole y oyéndole se nos transfigura en un ser sobrenatural.

Don Magín recordó lo que cuenta Eusebio de Constantino en su Historia de la Iglesia. Constantino, de humilde y encendido creyente, va subiendo a una substancia y significación sagradas. Ya no es posible en el Imperio la religión dogmática y orgánica sin la voluntad, sin los mandamientos, sin la presencia del príncipe; él sabe y decide desde lo cominero y servil hasta lo jerárquico y teológico. Vienen a Palacio los obispos de su Consejo, los obispos áulicos y los obispos de las diócesis más remotas, tan encogidos algunos como nuestros capellanes rurales. Las magnificencias de la corte les deslumbran. El emperador, cubierto de púrpura, recamado de joyas, es una imagen celeste. No es un hombre, no es un obispo como ellos: es un ángel del Señor que les anticipa el goce del reinado de Cristo.

Parecida ilusión pudo exaltar a las buenas mujeres del monasterio de Nuestra Señora. Por primera vez en su encerrada vida contemplan un señor Mauricio, vestido de azul, con lumbres de plata, que ha caminado por las lejanías del mundo con una reliquia en sus manos. No es como don Jeromillo; no es como el hortelano ni el mandadero; no es como ningún hombre de Oleza. ¿Será un arcángel? ¡Es un arcángel! Y diciéndole arcángel, y repitiéndolo, la palabra infundía un estado fervoroso.

Un estado fervoroso contenido, de tiempo en tiempo, por otra menor categoría celestial: la de ángel.

-Sor habla con mucha pasión del ángel de Murcia. Dice que lo ha visto en Oleza y que trae uniforme de interno de «Jesús».

Levantose don Magín muy malhumorado.

-¡Que se decida ya esa moza!

Viéndole tan ceñudo y tan harto, se desconsoló más la madre.

-¡Ay, don Magín! ¿Es que ya se nos vino la perdición? ¿Ha de condenarse la sor para siempre, siempre? Santa Margarita de Cortona, después de haber sido pasto de no sé qué fuego, trocose en un Etna de amor de Dios en la Tercera Orden de San Francisco. Santa Pelagia, de mala mujer, acabó coronada de virtudes en Monte Olivete, con hábito de religioso y nombre de Pelagio. María, sobrina del santo abad Abraham, engañada por un falso y perverso monje, se abandonó a una vida de infamia; y su tío, disfrazado, la buscó y la restituyó con mucho ingenio al claustro y a la castidad más perfecta... Pues nuestra sor no ha caído para que no podamos esperar en la gracia. Bien me duele que todavía tenga gustos del mundo y ponga demasiadas ternuras en lo perecedero. A veces la he sorprendido compadeciéndose más de sus tórtolas que del prójimo: más que de la clavaria. ¡Oh Jesús, y cómo las ama, y las besa, y las acaricia!...

-¿Tórtolas?

-Dos tórtolas que trajo de su casa de Murcia. El padre Bellod nos aconsejó que las hirviésemos, y el señor penitenciario nos dijo que esas aficiones eran un peligro para la vocación. Prometió volver con don Amancio, de quien alaba su doctrina. ¡Ay, yo no sé! ¡Si ahora tuviésemos el relicario donde se guarda el corazón de Nuestro Padre San Francisco para ponérselo a sor en el costado!

-Eso las consolaría mucho; pero recojan el otro y devuélvanselo al señor capitán, ¡y se acabó el arcángel! -Y don Magín encendió un cigarro y fue oprimiéndolo con sus tenacillas de plata. Luego abrió la puerta de la sacristía, y en aquel instante presentose don Jeromillo.

-¡No se lo dije, madre! ¿Ahora sí que ya está?

-Para que así sea te necesito: vete a Palacio y que te den el ostensorio que trajo el señor capitán.

-¿Y que me den el ostensorio? ¿A mí?

Y don Jeromillo miraba a la madre con agonía.

Ella sobresaltose.

-¿Osaremos pedirlo y devolverlo? ¿Y es lepra, lepra de verdad lo que aflige a Su Ilustrísima? ¡Y dicen que por los pecados de la diócesis! ¿No le quitaremos el remedio? ¿No impediremos el milagro?

Don Magín frisaba y sobaba su teja, y antes de cubrirse respondió:

-No se apure; que si la reliquia le probó al enfermo, ya no es menester; y si no le remediaba, ¿para qué la quiere? Las gracias emanadas de las cosas santas no suelen retardarse... ¡Anda, Jeromillo, aviva!

Salió don Jeromillo. Brincaba por los aguazales de la lluvia. Se atolondró tanto que había de cogerse a los cantones para no rodar en las revueltas.

Y cuando estuvo en presencia del familiar, se amohinó, diciéndose que para qué habría llegado tan súbito donde no hubiera querido llegar.

Los anteojos congelados del clérigo doméstico le apresuraban las palpitaciones; esos anteojos parecían medirle el trastorno de su sangre, exhalando una lumbre afilada y renovada en cada aliento suyo.

No supo cómo dio el mensaje, pero lo dio; y en acabando, al sentir su silencio, se le velaron los ojos y se agobió. De un momento a otro se abriría la roja mampara y participaría de oficios solemnes, de rúbricas incomprensibles. En la quietud crujía un oleaje de folios. Y alzó poco a poco la frente.

El familiar devoraba las notas de un libro-registro muy viejo, hasta que respiró y dijo:

-Número 78. Tabla III. Envío de las madres de la Visitación.

Luego puso una gradilla junto al armario, alcanzó del tercer vasar el atadijo de las salesas de Annecy; lo protegió con un Boletín Diocesano, le pegó dos obleas, le pasó un cordel, y en tanto que le hizo la baga, decía:

-El Señor agradece paternalmente este consuelo de la comunidad de la Visitación, a la que bendice con especial cariño.

¡Ya estaba todo! Y con la reliquia en sus brazos se le incorporó a don Jeromillo un ímpetu de victoria.

Denodado, arrogante y gozoso entró en el convento.

-Récenle, si quieren, antes de llevársela al señor Mauricio.

-¿Vendrá la perdición? -porfió la madre.

...Diez de agosto, día de San Lorenzo, vino la perdición.

El señor deán se agarraba desesperadamente a la reja pidiendo calma. Don Jeromillo saltaba por el locutorio. La madre gemía. La clavaria se torcía el ceñidor. La señorita Valcárcel levantó el grito y la jaula de las tórtolas.

-¡Ha sido ella, la clavaria! ¡Lo mató apretándole el corazoncito con las uñas! ¡Me ha matado el macho! ¡Acababa yo de besarlo y lo dejé precioso! ¡Ha sido ella; yo la vi salir!

-¿A mí? ¿El macho, dice? -Y la clavaria se quedó mirándola-. ¿El macho? ¿De modo que había un macho?

-¡Sí, señora; como en todas las parejas, hasta en la de Adán y Eva!

-¡Su caridad, su caridad! -le imploró la madre.

-¡Déjenmela, que quiero que me diga su caridad cómo supo lo de macho y hembra! ¡Para mí nada más eran dos tórtolas!

-¡Señora, usted es tonta y mala!

Arreció el alboroto. Y lo deshizo milagrosamente la señorita Valcárcel.

-¡Yo me voy de aquí, señor deán!

-¿Que te vas? ¿A Murcia?

-Me marcho con usted. Y me casaré...

-¿Que te casarás?

-...¡Y me casaré con el primero que se me presente!

II. Jesús y el hombre rico

Verano de calinas y tolvaneras. Aletazos de poniente. Bochornos de humo. Tardes de nubes incendiadas, de nubes barrocas, desgajándose del azul del horizonte, glorificando los campanarios de Oleza.

Las mejores familias -menos la de don Álvaro- se fueron a sus haciendas y a las playas de Torrevieja, de Santa Pola y Guardamar. La ciudad se quedó como un patio de vecinos. El palacio de Lóriz semejaba ya mucho tiempo en el sueño de su soledad; el del obispo, en el ocio de los curiales, que fumaban paseando por la claustra; «Jesús» y el seminario, entornados en el frescor de las vacaciones. Las hospederías, los obradores, las tiendas callaban con la misma modorra de sus dueños sentados a la puerta, cabeceando entre moscardas. Los árboles de los jardines, de la Glorieta, de los monasterios, hacían un estruendo de vendaval de otoño, o se estampaban inmóviles en los cielos, bullendo de cigarras como si se rajasen al sol. El río iba somero, abriéndose en deltas y médanos de fango, de bardomas, de carrizos; y por las tardes, muy pronto, reventaba un croar de balsa. Se pararon muchos molinos de pimentón y harina; y entraban las diligencias, dejando un vaho de tierras calientes, un olor de piel y collerones sudados. Verano ruin. No daba gozo el rosario de la Aurora y tronaba el rosario del anochecido. Fanales de velas amarillas alumbrando el viejo tisú de la manga parroquial; hileras de hombres y mujeres colgándoles los rosarios de sus dedos de difunto; capellanes y celadores guiando la plegaria; un remanso en la contemplación de cada misterio, y otra vez se desanillaban las cofradías y las luces por los ambages de las plazas, por los cantones, por las callejas, por las cuestas. De trecho en trecho caía con retumbos dentro de las foscas entradas el «¡Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando, / mira que te has de morir, / mira que no sabes cuándo!». Y, según adelantaba el tránsito, se les venían más gentes a rezar.

Penetraba en casa de Pablo ese río de oración, más clamoroso que el Segral. A lo lejos, era de tonada de escolanía, de pueblo infantil que, no sabiendo qué hacer, conversaba afligido con el Señor. Y, ya de cerca, articulado concretamente el rezo en su portal, por cada boca, sentía Pablo un sabor de amargura, de amargura lívida. Alzaba los ojos al cielo de su calle. De tanto ansiar se reía de su desesperación; y palpaba su risa. Tocaba sus gestos como si tocase su alma desnuda. Vivía tirantemente. El júbilo de las vacaciones se le quedó seco y desaromado. Pasó los primeros días siempre en diálogo con su madre. Tía Elvira alababa la suerte de su cuñada por tener un hijo tan hija. No fuera tan enmadrado y enfaldado si trajese faldas de verdad. Y convidó al sobrino a sus tertulias de las Catalanas y de la Adoración. Después mudó de chanza, santiguándose y mirándole todo el cuerpo.

-¡Se te siente medrar! ¡Ni las sayas de tu madre ni las ropas de tu padre te aprovecharían! ¡Con esa cara de mujer guapeta y esa figura de ángel talludo, habrá que colgarte evangelios!

...En agosto todavía estaba la familia de don Álvaro en su casa de Oleza.

Ni ruegos de la esposa, ni enojos ni postraciones del hijo removieron la voluntad del padre. El cansancio, la molicie y el calor le solicitaban también a la holgura campesina y a olvidarse flojamente de la contienda de Oleza. Pero él resistiría; porque la contienda de la pobre Oleza significaba la del mundo. Desde su destierro, el príncipe les recordó palabras de un esclarecido purpurado: «Preferible es el impío al indiferente». En aquellos días, León XIII dijo a los hombres: «Cumplid vuestros deberes de ciudadano». Ahora la santa causa no peleaba con estrépito humeante de armas, sino con el fuego de la doctrina, con la espada de las intenciones, con el ejemplo de las virtudes. Como en el mundo, las dos mitades de Oleza, la honesta y la relajada, se acometían para trastornar la conciencia y la apariencia de la vida. «Jesús» esforzaba a los olecenses puros. Ya no se temía la discordia como un mal, sino que era un deber soltarla en lo íntimo de las amistades y de las familias. El Recreo Benéfico, con su mote masónico de caridad, iba pudriendo las limpias costumbres. Muñía bailes, jiras, cosos, tómbolas, comedias y verbenas, que «Jesús» condenaba implacable, repudiando a los luises que participaron de las abominaciones. Y Palacio se retrajo con el silencio de las tolerancias. Se dijo que, creyéndose menoscabado por las censuras de «Jesús», Su Ilustrísima le devolvió al rector la medalla de oro de presidente honorario de la Congregación de San Luis.

¡Baje fuego y consuma esta Samaría! Y los legionarios del padre espiritual, en vez de subir los ojos imprecando el castigo, los volvían con recelo a Palacio. La mitra procuraba los edificios de «Jesús»; la mitra se los entregó a la Compañía, y la mitra tenía poder para confiarlos a otra comunidad religiosa.

La población escolar iba creciendo, a mayor gloria de Dios. El último censo había llegado a cifras consoladoras: 227 internos, 195 externos. ¿Se malograría una empresa tan fecunda en bienes espirituales? Y cundió el sobresalto entre los recoveros, zapateros, sastres y todos los abastecedores de casa.

En esa hora confusa, el dedo de Dios indicó el camino de la salud: la tierra de la tradición, el «Olivar de Nuestro Padre». De la antigüedad de sus olivos y de sus generosas oleadas recibe nombre Oleza; de una de las oliveras está labrada la imagen de Nuestro Padre San Daniel, y en la raíz del árbol cortado brota milagrosamente un lauredo. Tierra de veneraciones y prodigios. He aquí el solar pingüe y académico de la futura residencia de teólogos, de misioneros, de maestros, si la desgracia empujase a la Orden fuera de los recintos de «Jesús».

Y la legítima Oleza depositó todas sus inquietudes y todos los remedios en don Álvaro Galindo, dueño del «Olivar».

En llegando don Álvaro a «Jesús», le subían al aposento del rector sin espera en la sala de visitas. El rector dejaba su estudio, su recreo, su oración, acogiéndole con apenada sonrisa. Hundía la pinza del tabloncillo de su puerta en el epígrafe «Ocupado», y al regresar a la almohada de su sillón doblaba la frente delante del crucifijo para elevarla con súbita firmeza, ofreciéndose a todos los dolores. Porque no temía el dolor, sino el error.

-¡Quién adivinará el término de la jornada! ¡Amigo y dueño: nosotros llevamos siempre la cintura ceñida, y no traemos alforja ni muda!

Otra sonrisa, de prudencia y de renunciación, rubricaba su faz.

Callaba don Álvaro. Callaba siempre, con su ceño hundido y los ojos puestos en sus manos de estatua de sepultura.

El rector esperaba. Esperaba también siempre.

Y una tarde, el caballero de Gandía dijo:

-¡Si ese «Olivar» fuese mío, únicamente mío!

Para salir a la gran escalera habían de caminar el largo corredor de las tribunas del templo. Se detuvo el jesuita; abrió una de las puertas de roble tallado, y entre las celosías les llegó el silencio de los profundos ámbitos tan sensitivos. En el firmamento místico de los retablos lucían inmóviles y dulces las estrellas de los lamparines. Por la rosa de vidrios del coro pasaba el sol poniente, estampándose en el sepulcro del fundador Ochoa, y ardía la piedra encarnada y estremecida como un enorme corazón.

-¡Eternamente recogerá esa urna el último rayo de sol de la tarde!

-¡Si el «Olivar» fuese sólo mío!

-¡Sea suya la voluntad de hacer el bien!

La víspera, una carta del Provincial de Aragón le avisaba que no creía en las posibilidades de un fracaso del Colegio de Oleza. No creía; es decir, no quería... Se alejaron los pasos recios de don Álvaro y vinieron otros pasos chafados, viejecitos. ¡Ah, el padre Ferrando! Acabaría de dejar el calesín, el carro, el albardón de la cabalgadura que le volviese de salvar almas rurales. ¡Buena vida la del mínimo Padre confesor de Su Ilustrísima! Y el rector diose una palmadita en la curva sudada de su frontal. Se llevó al padre Ferrando y, sonriendo lo preciso, le encomendó el negocio de las paces con el difícil penitente.

Porque «se acabó el aceite y ardían las torcidas».

Fue asomándose Pablo al huerto episcopal. Todo lo recordaba por suyo, como si hubiese sido suyo. En otro tiempo corría entre las bardizas, saltaba las acequias, regaba, le gritaba a Ranca el hortelano; por todo rebullía y todo lo gozaba sin pensar que fuese suyo ni ajeno. Era dueño con los ímpetus de su antojo y con la complacencia del señor obispo que le miraba desde su estudio, y él no lo sabía. Ahora Pablo iba subiendo los ojos a todos los ventanales, siempre cerrados.

-¿Y Ranca?

Volviose un viejo que llenaba una espuerta de estiércol.

-Ranca ya no está.

-¿Y por qué no está ya Ranca?

-No está porque le dio la perniciosa y nos lo llevemos; y nos lo llevemos porque se murió.

¡Ranca había muerto, y el huerto se quedaba! Ranca se ponía a fumar su verónica encima de la gleba recién volcada, y él, a la aúpa de sus riñones hasta colgársele de los hombros, le mandaba que le llevase al salón del obispo. Ranca, sin mujer, sin familia, salió en el huerto como una hierba borde. Era todo vegetal, y vegetal de allí: de terrones, de cortezas, de raíces, de sol, y de olor y de aire. Viéndole por Oleza, se sentía todo el hortal en su pellejo arado, en sus uñas de mantillo, en su voz que sonaba como un calabazón del andaraje de la senia. Le dio la terciana, y se murió; y el huerto seguía...

-¿Y el obispo qué dice?

-¿El obispo? ¿Qué dice de qué?

-¡De Ranca!

-¿De Ranca? -y el hortelano vertió la espuerta en la almajara y se puso a escardar.

¿Es que el obispo ya no rezaba ni leía bajo su limonero? ¡Tanto tiempo estaba ya el hortal en ese abandono que hasta pasó la muerte muy callando entre los árboles! Pablo sintió el vuelo de los años encima de su corazón. Y todo lo que se quedó coordinado y dormido en su primera infancia, le resalía ahora con sensación de presencia.

Lejos y hondo, en lo último del huerto, detrás de los vidrios de Provisoría, comenzó a fraguarse el rostro llano de don Magín, como un recuerdo; un recuerdo que le miraba, que le llamaba, que se le apareció en el aire diáfano.

-¿Ya no te consienten que vengas a Palacio ni a mi casa? ¡Te han temblado los ojos, y por tu frente pasa también temblando la verdad con el sofoco de los que todavía son buenos!

Lo entró en las oficinas. Allí los capellanes fumaban con zumbas y albardanías de tertulias de archivo, y algunos se hablaban con grave sigilo de capítulo.

De la escalera les llegaba una quietud de casa de enfermo. Pablo le dijo:

-Fue mi madre la que quiso que viniese aquí en su busca. Anoche la cena acabó con gritos. Mi madre lloraba. Dicen que el «Olivar» de mi abuelo ha de ser colegio de «Jesús».

Un paje les avisó con muchos melindres las nuevas de arriba. ¡El padre Ferrando pedía ver a Su Ilustrísima desde las diez! Vino el padre Ferrando luego de celebrar su misa de la Virgen, la que rezan los sacerdotes de cansada edad y de ojos enfermos. Vino bajo la guardia de un hermano ávido en oír y ver con lisa apariencia.

-Está en la saleta. ¡Llegó a las diez; ya dieron las once, y nada! -Y escapó santiguándose.

Desde la jaula negra de su negociado un clérigo decía:

-¡Sí, sí!... ¡Sí, sí!... -Semejaba el cuco que sale al ventanillo del reloj.

Dos oficiales no pudieron contenerse; y recatándose por escalerillas y por pasadizos, se acercaron a la cámara. En aquel instante el padre Ferrando, muy apocado, imploraba:

-¡No soy yo, no es el padre Ferrando el que pide audiencia; es el confesor de Su Ilustrísima!

El lego transpiraba un helor azul. Y el doméstico resignose a llevar el recado, y al volver, sus anteojos eran de ráfagas de lumbres.

-¡Su Ilustrísima tampoco puede recibir a su confesor!

Los de la curia corrieron a las oficinas para referirlo. Y el capellán enjaulado movía fajos procesales diciendo:

-¡Sí, sí!...

En la tarima del escritorio que fue del difunto mosén Orduña, un eclesiástico rubio se soltó el collarín y presagió, frotándose las manos:

-¡El estallido!

Le rodearon algunos escribas, sobándose también las suyas como si se las lavasen en el sol. ¡Que viniese ya el estallido! Ése era el concepto que estaba mudo en su conciencia, y acababa de revelar el archivero. Sentían por delegación el denuedo suficiente para que estallasen los dos poderes: la mitra y «Jesús». Ellos pertenecían a la mitra, y desde sus asientos de delantera iban a presenciarlo todo. El archivero Orduña, en sus éxtasis históricos, no se habría dado cuenta de la actualidad. El de ahora, con sus claros sentidos, tentaba lo porvenir, aunque, por su oficio, se mantuviese de ejemplos de las crónicas episcopales:

-En mil seiscientos veinticinco, el mayordomo del obispo va de casa en casa pesquisando si los olecenses comen carne en la Cuaresma. Impone multas y otras penas de más aflicción. El Justicia quiere impedírselo. Excomulga el obispo al Justicia. El Justicia, en venganza, manda pregonar: que puesto que los clérigos, con excusa de ir de noche a sus iglesias, promueven escándalos, ninguno salga, desde el toque de oraciones, sin llevar luces. Se suceden los encarcelamientos, las contiendas, los tumultos. Un criado del Justicia golpea a un fámulo del mayordomo, que huye, y apostándose bajo los pilares de la catedral, aguardó al otro y, al pasar, le arremete, lo acuchilla y se acoge al asilo sagrado. El Justicia lo arranca de los brazos de los canónigos y lo cuelga del cancel. El obispo fulmina excomunión contra toda la ciudad, y no se celebran oficios divinos ni sacramentos.

En mil setecientos quince, un prelado junta caudales para construir otra catedral, que ha de ser gloria de Oleza. Los planos y estudios se hacen en su palacio. Trae los mejores canteros, alarifes, fusteros, artífices. Pero el cabildo entorpece sus designios de magnificencias. Le oprime, le cansa, le desespera. Y el obispo consume todos los dineros de la catedral en un cuartel de Caballería, más tarde lonja y después convento.

En mil setecientos noven...

-¡Sí, sí... Sí, sí! ¡Se quedarán ustedes sin el estallido de ahora!

Le dejaron todos para ver al confesor, que bajaba.

Bajaba llorando. Le llovían las lágrimas por sus carrillos de labradora, empañándole las gafas. Se estrujaba el manteo y lo soltaba para cogerse al barandal. Su hipo de sollozos resonó en la cupulilla de la escalera. Y a su lado, el hermano agobiaba los hombros como si recibiese la cruz de los agravios para llevarla íntegra a «Jesús». Pero, en la claustra, quiso que, antes de salir, redujese el padre su congoja; lo apartó, lo arrimó al balaustre de un arco, frente al terebinto que trajo de Palestina una piadosa familia romera. Y el padre Ferrando, sin querer, leyó tres veces la lápida: «¡Tendí mis ramas como el terebinto, y mis ramas lo son de honor y gracia!». Y se precipitó más su lloro. El viejo confesor hacía como esas criaturas que aflojan su berrinche y de súbito aprietan y se encorajinan más. Lo tomó el hermano entre sus brazos enjutos de constitución. Así desfalleció más el afligido. Acudieron capellanes y fámulos. Fue socarrándose el lego de ver que el trance se derramaba y atraía la compasión de las gentes antes que en casa. ¡Y eso sí que no!

Gritó el secretario llamando al jesuita, porque Su Ilustrísima venía en su busca. Llegó hasta la segunda meseta, descansándose en el brazo de don Magín y en el hombro de Pablo. Los oficiales de la curia le veían después de mucho tiempo. Creyéronle roído por el mal, torciéndose encima de su podre, como Job; y se les apareció con un cansancio y delgadez de convaleciente, sin otros indicios de la enfermedad recelada que las vendas de sus manos y de su cuello. Abrazó al padre Ferrando con dulzura filial, pero jerárquica. Subieron juntos, y el obispo se paraba porque su confesor había de enjugarse y sonarse, y doblar y guardarse su gordo pañuelo azul de ropería S. J.

Pasaron al oratorio. El sol de septiembre recalentaba el oro viejo del altar, la lámpara de cobre, las paredes desnudas, los floreros de paño, todo de un júbilo ingenuo y solitario de ermita de aldea. Su Ilustrísima se postró en una vieja almohada; el padre Ferrando, desde su butaca, le puso la cinta de la Congregación de San Luis. Y un familiar juntó la puerta.

Se sentían los relojes de las salas, los ruidos agrarios del huerto episcopal. Y el hermano trenzó sus dedos como si cogiese un estandarte de gloria para llevarlo íntegro a «Jesús».

...A mediodía llegó Pablo a su casa gritando:

-¡Ya no se pierde, ya no se vende el «Olivar» del abuelo!

Su madre le besó cohibida bajo la mirada del esposo.

Todos callaban; y levantose como una llama roja la voz de don Álvaro:

-¡Irás siempre conmigo! ¡Siempre! -y se mordió su labio convulso.

¿Por qué chillaría su padre con ese odio entre tanto silencio y sumisión? Y acabada la comida, se apartó a la solana y estuvo mucho tiempo mirando los follajes del río. ¿Por qué le gritó su padre, y por qué volvió él tan contento y ya no lo estaba? Había visto llorar a un jesuita como si no fuese jesuita; al obispo arrodillado delante del confesor, lo mismo que él se arrodillaba. Todos los hombres se sometían a las medidas de los niños.

Se cansó de la ribera; y desde la sala, de un ambiente de recinto ajeno, contempló el cerrado palacio de Lóriz. Jardín de claustro; caricia de los sofás, de los aromas, de las sedas; las risas de las primas de Lóriz..., todo iba recordándolo como prendas suyas desaparecidas que no supo tener. Y ahora venía el agobio del invierno en su casa; y el palacio de Lóriz sin nadie.

Gimieron las bisagras de su postigo. De la sombra morada de la calle subían los pasos duros de su padre. Asomose y le miró la espalda robusta, el bastón de espino negro con puño de oro entre sus dedos pálidos, las botas, el contorno de toda su figura...

Iba don Álvaro recogido en sus cavilaciones.

Ya no se vendía el «Olivar». ¡Qué gozo tuvieron su mujer y su hijo! Hasta ellos lograban ser enteramente ellos según eran, sin el padecimiento confinado y obscuro de serlo. Se les encendía la luz de su voluntad. «¡Ya no se vende, ya no se pierde el Olivar!». Es decir, ya no sufrían ellos, ni a él le dejaban padecer. Capacitado para el dolor, como otros nacen dotados para las delicias, se le empujaba y se le apartaba siempre de su camino. Le estaban negadas todas las complacencias, basta la de sacrificarse...

...Anochecido llegó don Álvaro a la portería de «Jesús». Le dejaron en una silla de Vitoria del salón de visitas; y tuvo que esperar. Tardó el rector, disculpándose con sus afanes del comienzo del curso académico. Prosperaba el número de internos, muchos, muchos de familias ilustres. Y como don Álvaro insinuara el asunto del «Olivar», el rector sorprendiose delicadamente. Don Álvaro pronunció la palabra sacrificio...

Y el jesuita le sonrió con indulgencia:

-¡Oh, a veces Dios no lo permite y envía sus ángeles para impedirlo! Un ángel detuvo el brazo de Abraham cuando ya su cuchillo tocaba la garganta de Isaac. ¿No nos habrá enviado Dios al padre Ferrando? Otras veces, cuán costosas son las decisiones que pueden trastornar las regaladas costumbres; quizá sea más difícil para el cristiano la renuncia de su bienestar que el acometer las más arriesgadas empresas. ¡Quizá, sí! Nos lo dice San Marcos en aquel conmovedor episodio de su evangelio: Un hombre rico le pregunta al Salvador: «Maestro, ¿qué haré para conseguir la vida eterna?». El Señor le responde: «Cumple los mandamientos». Y él añade: «Los he guardado desde mi juventud». Y Jesús puso en él los ojos (así los ponemos nosotros). Y le mostró agrado- dilexit eum- (también como nosotros hacemos), y le dijo: «¡Una cosa te falta: vende cuanto tienes y entrégalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme!». Pero el hombre rico afligiose y se apartó de Jesús... ¡Qué lástima!

III. Estampas y graja

«¡Y me casaré con el primero que se me presente!».

El primero que se presentó, que le presentaron a la señorita Valcárcel, fue don Amancio Espuch.

-¡Quítese usted eso, esa barba, por Dios! -Y María Fulgencia se reía, cubriéndose la faz con su rebociño de tules.

El señor penitenciario intervino gravemente:

-He de advertirle, hija mía, que este caballero tiene bufete de jurista y academia de estudiantes de Facultad; escribe libros muy doctos, y en su periódico El Clamor de la Verdad encubre su nombre con el precioso seudónimo de Carolus Alba-Longa...

-¡Sí; pero que se quite, que se rape todas esas barbas de cuero!

Alba-Longa se afeitó la barba, y sin ella parecía haberse fajado las secas mejillas con piel apócrifa.

La señorita Valcárcel se quedó pasmada y arrepentida, y tuvo que reírse otra vez. El señor Espuch la miraba con amargura.

-¡Ay, no se apure usted, que sí que nos casaremos!

Se casaron y se fueron a sus haciendas de Murcia. La novia, como un naranjo en flor; el marido, como un cayado de ébano. Boda muy escondida.

Por eso resonó tanto en las zarandas de los maldicientes. La tertulia de doña Corazón bramaba contra los casamenteros. Doña Purita juró que los novios habían hecho voto de vivir como hermanos, imitando a muchos matrimonios.

Don Magín dictó con suavidad:

-Como San Valeriano y Santa Cecilia, como San Galación y Santa Epistema, como San Paulino y Therasia...

La mayordoma invocaba:

-¡También los hubo casados y padres!

-Sí, señora, como San Marcelo, que tuvo doce hijos, y de ellos, siete, según dicen, se los dio su santa mujer de un solo parto.

...En la sala de las Catalanas desmenuzó Elvira la crónica nupcial. Todo lo tenía sabido y contado: desde las galas hasta los pensamientos categóricamente conyugales de la Monja. Las dos viejecitas de Mahón devoraban con susto el curioso anecdotario. Días de triunfo para la señorita Galindo en aquella casa. Pero, una tarde, suspiró la señora Monera:

-¡Dios mío, yo no estaba encinta!

Lo dijo con una sofocación tan dulce, que semejaba entonces estarlo.

Se adolecieron las Catalanas contemplándola. La Monera ya tenía un bondadoso descuido en su talle, un amplio regazo. Pudo estar encinta, y no lo estaba. No cabía más honestidad.

Y palideció la gloria de Elvira Galindo en aquella casa sin herederos.

...Pues en la de don Álvaro decía el canónigo don Cruz:

-Poco se me da de las murmuraciones en siendo feliz nuestro don Amancio, que ni por su felicidad de novio se olvida de sus deberes. Hoy escribe que le tarda el volver a su puesto. ¡Oleza está en peligro, en peligro aun con la victoria y todo de «Jesús»!

El padre Bellod rugía, subiéndose una calza de pliegues morenos:

-La gusanera del Recreo Benéfico se revuelve bajo nuestro pie. ¡Esa tropa jura que ha de celebrar desgarradamente la inauguración del ferrocarril!

Después salieron, y al lado del padre iba Pablo. Llegaron a los olmos del camino de Murcia para ver los edificios nuevos de la estación de Oleza, y de retorno por el puente de los Azudes, fueron al Círculo de Labradores. Dejó don Álvaro a su hijo en la sala de lectura, y él se sumió con sus amigos en el aposentillo mural, donde se juntaban los mejores eclesiásticos y seglares de la «causa». Casi siempre permanecían callados, y en el silencio ardían más sus propósitos.

Pablo pisoteó los esterones traspasados de la humedad de los ladrillos. Luego se sentó en la reja del patio, un patio hondo con cortezas de verdín. El ábside de la parroquia de Nuestro Padre cuajaba la sombra de una rinconada de ortigas.

Salía el conserje, vestido de negro, con botas de paño, a darle de comer a una graja manera.

Pablo alzó los ojos al óvalo del cielo como si lo mirase desde una cárcava. Se precipitaban torbellinos de vencejos. Vencejos libres, y no volaban en la anchura del «Olivar» ni encima del río ni en los jardines de familias de colegiales que tenían hermanas tan hermosas. Pero sí que volaban en el azul del «Olivar», del río y de los huertos, y como iban tan altos, los veía desde su brocal del patio del Círculo, y el encerrado y el oprimido era él.

Pasó delante de los nichos de los armarios, leyendo los títulos de los volúmenes como si fuesen lápidas: Teologías, Botánicas, Ordenanzas de Riegos, colecciones de El Año Cristiano, de El Clamor de la Verdad, de La Lectura Popular, del Mensajero del Sagrado Corazón.

La graja croaba tan erizada, que se le veía el pellejo roído de miseria. Y el padre Bellod, desde la puerta del patio, blandía un puño peludo, diciendo:

-¡Yo te apañaré!

Pablo volviose a los tejuelos: El Episcopologio Olecense, Anales de la diócesis de Oleza, las Actas de los Mártires, el Arte de pensar o Lógica admirable, por el doctor sorbónico don Antonio Arnaldo; la Respuesta fiscal sobre abolir la tasa y establecer el comercio de granos, por don Pedro Rodríguez Campomanes; la Historia de la Tercera Orden de San Francisco, por fray Juan Carrillo; Historia y estampas de los trajes de las Órdenes religiosas, del abate Tirón...

Brincó la graja por la fenestra, mondándose su pico pringoso de color de calabaza en la rajadura de un vidrio. De pronto le temblaron sus alones secos y escapó, dejando su gañido y una borra de pluma de buche.

-¡Yo te apañaré!

Pablo quitó la colanilla de la biblioteca; sacó los dos tomos de la «Obra dedicada al eminentísimo cardenal Lambruschini» y abrió en el atril del bufete de hule el libro de las láminas.

Religiosa de San Isidoro: muy jovencita, con sayal pardo, asomándole una guedeja rubia por el griñón; arrodillada en una grada de dibujo lineal, modelándosele los muslos y las piernas y saliéndole de los pliegues académicos un pie descalzo. Pablo se lo acarició.

Religiosa Armenia: ropas ornamentales, hinchadas por una brisa matinal, y en su mano un cesto de mimbres. Alta, colorada, ardiente y ceñuda; la boca gordezuela, los ojos muy castos, rechazando una tentación asidua. Pablo la hubiese besado de rabia.

Religiosa de la Anunciación: ¡qué pureza, qué cortedad, qué remilgos, y con pechos de casada, aunque se los aplastase el pecherín rígido y el corsé! Llevaba corsé y miriñaque bajo su jubón y la saboyana escarlata; las mangas eran azules, la capa blanca, la toca de almidón y el velo con pico en la frente. Sus manos tiernas tenían un libro muy lindo, sin estrenar. Pablo se hubiese dormido sintiendo la dulzura de esas manos en sus ojos. Ella humillaba los suyos; pero esos ojos serían de los que dijo, una tarde, doña Purita, de los que se abren y miran mucho cuando se aleja el que estuvo mirándolos.

La Religiosa de la Orden del Verbo Encarnado miraba con asombro, sin ver concretamente más que a sí misma. Capuz de lana, manto de ceremonia con cauda grande, bermeja como el escapulario, y en el seno la corona de espinas, el corazón, los clavos y la cifra de Jesús; el brazo en asa y la diestra en el talle, como una chula, y con la otra mano se pellizcaba la cola. Pablo ya la conocía. La vio en las salas del «Olivar» de su abuelo y en las de Lóriz, dentro de óvalos dorados, daguerreotipos y óleos de señoras austeras, de ojos negros y esquivos y cejas altas, que les ponen una tilde de pasmo y frialdad; reclinan el codo en un mueble, y siempre tienen una cajuela de marfiles, un cofrecillo de orificia que únicamente pueden abrir ellas cuando están solas.

Detrás de sus hombros le dijo el padre Bellod:

-Pasaste sin ver la estampa de San Basilio, y la del Penitente de Jesucristo, y la del Fuldense, y la del Hospitalario. No te paras más que en las de las monjas. ¿Ha vuelto la graja?

Luego se fue.

El último claror de la tarde se lo embebía el techo de vigas; un vaho de pozo salobre iba cayendo por la reja. Todo el casón semejaba desamparado. Pablo se acordó del conserje que se quedaba de noche en el sótano de la botillería, solo, con la graja dormida en un travesaño. Y angustiose del horror de ser él ese hombre de luto. Poco a poco le fue mirando una lucecita como la de los cuentos de los niños que se pierden por los campos. Pero los niños de los cuentos caminan bajo los bosques y los cielos, y él estaba inmóvil, entre vasares y muros. La lucecita venía de la parroquia, de la lámpara de Nuestro Padre San Daniel, la misma lámpara que palpitó sobre la frente de su madre la noche de su terror en la capilla del santo.

Y huyó Pablo por las soledades del Círculo, que olían a gentes que ya no estaban.

En el portal, el conserje miraba las losas con el ahínco que otros ojos miran las estrellas.

-Tu padre y los demás siguen allá dentro.

-¡Es que yo estaba a obscuras!

-Ellos también.

Pablo prefirió su encierro. En el patio, todo negro, temblaba el ruido leñoso de la graja. Sintió tan cerca la parroquia, que recibía en su piel el unto de la lámpara, el tacto de los exvotos, la sensación de las imágenes. Entre las cornisas, el aire se abría y se plegaba blandamente por el vuelo de los murciélagos.

Olor de sotana del padre Bellod. Fue acercándosele su fantasma, que rascó un fósforo en la estera y encendió el velón.

-¿Ya te escondes de la graja? ¡Está endemoniada, y te aborrecerá! ¡Guárdate de hacerle mal, aunque te aoje! ¡Te chafaría su amo! Ahora nos estará guipando ella desde las ortigas. Si te aburres, yo te daré un libro.

Escogió un volumen de las Actas de los Mártires, y dijo:

-Aquí tienes el cyfonismo. Fíjate.

Arrimó una silla, se puso de hinojos y torciose para mirar con su ojo entero. Iba señalando el asunto con el dedo cordal, y lo explicaba como si dictase la receta de una confitura:

-Se toma al mártir y se le encaja entre dos artesas o esquifes. ¿Sabes lo que son esquifes? ¿Y artesas?... Pues dos artesas bien clavadas, pero dejándoles huecos para sacar las piernas y los brazos; como una tortuga al revés. Arriba hay una trampilla que se abre encima de la boca, y por allí se le embute leche y miel, y se le deja al sol. Más leche y miel, y al sol; más leche y miel, y al sol. Se le paran las moscas, las avispas. Y leche y miel, y sol. El mártir se corrompe. Pero dura mucho tiempo. Siente que le bulle la carne, deshecha en una crema. Dicen que el cyfonismo está tomado del escafismo de los persas, que son muy ingeniosos.

Iba cayendo sobre Pablo el resuello del ayo; sus ojos seguían obedientes los itinerarios y las insistencias del dedo trémulo, de uña roblada; su nuca había de doblarse agarrotada por la horquilla de la otra mano del capellán.

-¿Qué dice ahí, en el margen de la estampa?

-Está escrito con tinta.

-Con tinta; ¿pero qué dice?

Pablo leyó: «Puede verse lo mismo en el tomo III, cap. IV, de los Viajes de Antenor por Grecia y Roma».- E. L.

-Eso lo anotaría el señor Espuch y Loriga, tío de don Amancio; y no nos importa.

Estuvo volviendo páginas con su pulgar; buscaba precipitándose encima del folio, y su ojo abierto relucía de delirio algolágnico.

-¡Aquí es! Aquí tienes los tormentos inventados por los hugonotes. Tampoco están mal. Tienden al católico, lo abren, le ladean con cuidado las entrañas para hacer sitio; se lo llenan de avena o de cebada y ofrecen este pesebre a sus jumentos.

La inminencia del verbo en tiempo presente encrudecía la óptica de los martirios.

-Están también los ultrajes y suplicios de muchas vírgenes cristianas, que de ningún modo debes ver. Y vámonos, que acabó la junta.

Durante la cena, el silencio de don Álvaro refluía en el silencio de la familia. El trueno del Segral se enroscaba por los muros. Pablo se acostó.

A las diez le llegó la jaculatoria de tía Elvira:

«Señor, a dormir voy.
Confesión pido;
Óleo Santo.
perdón
del Espíritu Santo».

...Y a la otra tarde buscó las estampas prohibidas. Se contuvo mirándose sus dedos, que se le estremecían como los del padre Bellod. Vio santas empaladas, trucidadas, enrodadas, rotas a martillo. En el tormento de la virgen Engracia leyó con avidez los versos de Prudencio:

«Tú sola vences la muerte;
vives palpando el hueco
de tu arrancada carne.
Una mano inmunda
desgarró tu costado;
rebanados los pechos,
se vio tu corazón desnudo.
La gangrena roía tus médulas;
agudos garfios arrebataron
tus entrañas a pedazos».

Venía un gañido tan ansioso, que Pablo dejó su lectura; y vio que se escapaba del patio el padre Bellod; y él aguardose un poco y salió. Estaba la graja apiolada con una atadera roñosa de media; tenía los alones desgoznados; se le hinchaba y vaciaba el buche como un fuelle; y un clavo le desencajaba las dos mitades del pico. Como si se hubiera pregonado su agonía, acudieron moscas bobas, hormigas chiquitinas y hormigas cabezudas de buenas tenazas, gusarapillos y lombrices del arbollón. Se le subían al pardal impedido, corriéndole por el borde y el telo de los ojos, por las boqueras, por el paladar; se le entraban y salían; algunos se quedaban cogidos en las calientes crispaciones de la substancia. Toda la graja se retorció por el feroz prurito del insaciable tránsito de las sabandijas.

Pablo se inclinó y le arrancó a la víctima la cuña del martirio. Entonces alzose un alarido de grajo descomunal. Y las manos y las botas del conserje lo rechazaron contra los muros del ábside.

Vinieron asustados los capellanes y devotos de la junta. La graja se doblaba de sacudidas; se tendió y fue quedándose inmóvil.

Todos rodearon a Pablo; y don Álvaro se lo llevó. Se miraron, y el padre se dijo:

«No ha sido él y ni siquiera se disculpa. ¡No le importa tener razón!».

En la calle recibieron la delicia del aire de octubre, dulce de cosechas.

IV. La Monja

Octubre trajo el buen tiempo. Pasó el ahogo de los nublos y calinas que apretaban la ciudad. El verano desgreñado de vendavales, de cielos de remiendos, de mala color arrabalera, se trocó en un otoño alto, fino, miniado. Y entonces se cerró más la vida de Pablo. Sentíase retenido en la vigilancia de tía Elvira como en el centro de una lente que le precisaba cada uno de sus pensamientos para entregárselos al padre.

Los ojos de don Álvaro relucían de un dolorido rencor.

La madre, de una blancura lunar, de una tristeza sin lágrimas, le pidió al hijo que no la buscase tanto, que no la quisiese más que al padre.

-¿Te lo ha dicho «él»?

Y su mirada la reprochó de blanda y medrosa.

Ella la soportaba renunciando a sus abandonos y goces pueriles de madre, para que Pablo creciese labrado por su voluntad y la del esposo. Lo quería hijo cabal, de las dos sangres. Hijo únicamente de su complacencia, sería reducirlo y menoscabarse a sí misma en los términos de su amor. Por eso alzose su corazón cuando se rebeló Pablo con firmeza de Galindo diciéndole a él:

-¡Yo no iré más allí!

Don Álvaro le miró dentro de los ojos.

Muchas veces le sorprendió Paulina acechándole.

Y una noche le avisó que al otro día, muy temprano, fuese a la academia de don Amancio.

-Todos los días, por la mañana, por la tarde. ¡Todos los días!

Y esforzaba su mandato mirándoles densamente. Ni su hijo ni su mujer se quejaban. ¡Ojalá se le arrebatasen y se le interpusiesen para tener razón de aborrecerlos! Ese «tener razón» que desperdiciaba su hijo.

Estuvo esperando la hora exacta de la salida de Pablo. Se incorporaba para ver el reloj de oro descolorido de su mujer; quiso que la hora puntual y disciplinaria la señalase el reloj de la madre. Y cuando llegó, como Pablo no se despertaba, don Álvaro precipitose en su dormitorio y le arrancó las ropas. Se le hinchaba de furor la garganta. Y el hijo levantose con graciosa ligereza, diciendo:

-¡Ya es otra vida!

Y se vistió y se marchó cantando.

Olor de nardos recién abiertos; la ribera transparentaba lejanías con promesas de felicidad; los árboles del río incendiaban el azul con sus follajes de oro. La misma limpidez y fragancia del aire tenían los pensamientos de Pablo cuando pisó el umbral de don Amancio.

Portalón enlosado y húmedo, con cancela de hierro. Una moza quitaba los cerrojos para que saliese otra con cesta de mercado apoyada en el albardoncillo de la cadera.

-¡Éste es nuevo, atiende!

Pablo, sonrojándose, les dijo que venía a la lección.

-Arriba está el chepudo.

Le salió un jorobado, con blusa larga y alpargatas grises, mordiendo un cañote de pluma de palomo.

Por la reja del vestíbulo aparecía una corona de cielo en las sienes viejecitas de la catedral. Aleteó el címbalo anunciando que alzaban a Dios.

Pablo imaginó anchura de campos, países desconocidos, barcos de vela en mares de Oriente, lo mismo, lo mismo que en su pupitre de los Estudios de «Jesús» cuando tocaban estas campanitas matinales.

El mozo de escaleras se le puso de través.

-Don Amancio y los discípulos no vienen hasta que acabe la misa mayor.

-Me manda mi padre...

-¿Y quién es tu padre?

En seguida que lo supo el giboso, descolgose su reloj de hierro, se quedó calculando la espera y le convidó a pasar. Le dejó en una sala de sillería de lienzo rizado, con estampas agronómicas y devotas. Un velador de Manila y encima una bandeja de prendas íntimas de mujer y camisas de marido, recién planchadas, sin lustre. En un cojín del sofá se recostaba una linda muñeca con briales de labradora. Daba la ventana al huerto. Sol en los naranjos, en las celindas, en los heliotropos y rosas. Un ruido fresco de alberca; un gozoso estrépito de palomar.

Pablo cogió la muñeca en sus brazos; le compuso el vestido, le cerró las rodillitas, la asomó al huerto; y cuando quiso volverla a su almohada, aturdiose porque una señora, con mantilla y devocionario, estaba mirándole.

La creyó una visita de consulta y encogiose junto a la vidriera.

Pero la señora se le acercó más, y siempre mirándole mucho le preguntó rápidamente:

-¿Es usted de Murcia? ¿Ha visto usted el «Ángel»? ¿Es que busca usted a mi marido?

Pablo le sonrió con sencillez. Según iba desprendiéndose la mantilla quedábase tan jovencita que se la hubiese llevado de la mano a jugar con la muñeca, entre los rosales.

-Yo no sé quién es su marido.

-¿No sabe quién es y viene usted aquí?

-¿Entonces usted será la...?

-Puede decirlo del todo: la Monja. En la Visitación yo era la señorita Valcárcel, y en el siglo me llaman eso, la Monja. De modo que sí que soy la mujer de don Amancio.

-¡La mujer de don Amancio!... ¡Si es usted como yo! ¡Y yo tengo diecisiete años!

Ella, por ocultarse a sí misma su confusión, subía sus manos acariciándose los cabellos; y sobresaltose más porque el Ángel la miraba en la boca, en el pecho, en la dulce angustia de su vida. Toda la mirada se le fue quedando encima de sus ojos... ¡Ahora, Señor, ahora se le aparecía de verdad su «Ángel»!... «¡Es usted casi como yo, y yo tengo diecisiete años!». Y repitiéndoselo volvió a mirarle confiada. El aparecido lo había pronunciado con alegría infantil. Era de una adolescencia pálida y hermosa; tenía frente de orgullo, y los labios y los ojos de pureza, de placer y de infortunio.

Sintiéronse pisadas humildes por los desnudos corredores, como el tránsito de colegiales por la claustra de «Jesús».

Desapareció la mujer de Alba-Longa. Y una mano grande y flaca tocó los hombros de Pablo.

-¿Qué hacías?

-¡Yo! Yo no lo sé. Me dijo el jorobado que aguardase.

-El jorobado se llama Diego, y es mi sobrino. Ven al escritorio.

Sala de paredes de yeso azul con friso de manises; mesas negras, mapas y quinqués; un vasar de rollos de causas y carpetones de documentos; el bufete de don Amancio, y detrás un retrato suyo, de toga, con fondo de cortinón de grana. Dos balcones con reparos de maderos contra las lluvias. Luz amarilla reflejada por los sillares de la catedral. Siete alumnos que hacían de amanuenses; y del folgo de piel de borrega que desbordaba por el escañuelo del maestro, salió cojeando un gato cebrado.

-¡Tonda!

Tonda era bizco y gordo.

-¿Me oyes, Tonda? Enfrente de ti se sentará Pablo Galindo.

Vino Diego con un alcuza y llenó de tinta morada las ampolletas de vidrio, antiguos bebederos de jaulas de gafarrones. Se persignaron; y Alba-Longa repartió pliegos procesales.

-¡Tonda! Tonda: Epsilón te pide que lo subas a la mesa.

Agarró el bisojo al gato del pellejo, y el animal se ovilló entre las escrituras.

A poco sonó en los ladrillos un golpe de carroña.

-¡Tonda, tienes entrañas de hiena!

Al chico se le quedaron los ojos blancos y en su boca le asomaba la bulla.

-¡Yo estaba escribiendo!

-¡Tú estabas escribiendo, y con el codo le diste hasta derribarlo!

Epsilón se lamía la pata lisiada, y las centellas verdes de sus ojos se le enconaban de mirar al bizco.

Volteaba el cencerrete del cancel. Subían curiales, recaderos, escribanos, labradores, mujeres. Si alguna moza principiaba a gemir su desgracia, el licenciado la recogía en lo último de la sala, por sigilo de honestidad; y de amanuense iba Tonda, cuya catadura le fiaba de peligrosas tentaciones. Entonces le dictaba tratándole de usted.

-Tonda, escriba usted sin fijarse.

No se sentían las plumas ni el resuello de los demás, que se atirantaban escuchando. Y don Amancio se inflamaba de virtud y de odio.

A mediodía, bajo el campaneo de todas las torres de Oleza, rezaron el Ángelus y salieron los estudiantes, menos Pablo, que se quedó convidado.

-Aquí tienes, María Fulgencia, al hijo de don Álvaro Galindo y Serrallonga.

Ella y Pablo se contemplaban en silencio; y como se les pasó el instante de decir que ya se habían visto en la salita de la muñeca, se miraron más y les pareció que, sin querer, consentían en un secreto.

Sentados a la mesa, comentó don Amancio sus métodos de enseñanza. Por la mañana, las prácticas de procedimientos. Por la tarde, la teórica y lección de elocuencia, de historia, de humanidades y otras disciplinas de Facultad mayor. Puede que alguien le malsinara creyendo que se aprovechaba de sus alumnos como de aprendices que le hacían los traslados de balde. ¿Y es que en cambio de esa faena no les guardaba? ¿No les servía la ciencia del mundo que habían de vivir, formándoles hombres expertos y cristianos?

Don Amancio disertaba y hacía platos. María Fulgencia prevenía lo más primoroso; enmendaba un leve descuido del servicio, dejaba su caricia en las flores del centro. Pablo reparó en el ajuar del comedor, tan mezclado de muebles de domicilio de célibe y de familia de abolengo, de objetos canijos y suntuarios, de vejez y de gracia. Manifestábase allí el marido y la mujer, juntos y distantes, las dos casas, las dos edades, las dos vidas.

Se le paraban encima las gafas azules de Alba-Longa, y él inclinaba sus ojos, y no sabiendo qué hacer, iba trazando rasgos con el marfil de su cuchillo en la labrada blancura de los manteles adamascados, de realces de pavones y cuernos de abundancia.

-¡Este mantel se parece a los que tiene mi madre en los roperos del «Olivar»!

Y la señora dijo con un hilo de su vocecita:

-Es de mi casa de Murcia.

Su contorno se cincelaba en la gloria del ventanal. Y mirando Pablo a María Fulgencia recordó el pie desnudo de la «Religiosa de San Isidoro», la boca encendida de la «Religiosa Armenia», el pecho de la «Religiosa de la Anunciación», el exquisito recato de la «Religiosa del Verbo Encarnado».

El maestro se llevó al alumno. Ya tañía el esquilón de la catedral llamando a coro.

En el azafate del pan quedaba casi todo el que María Fulgencia cortó para Pablo. Y estuvo tocando los trozos. Y al retirar sus copas, también casi intactas, vio los signos del mantel. Eran letras... Eran nombres. Fue leyéndolos, y fue temblándole sonoramente el corazón... «María Fulgencia...», «María Fulgencia...», «María Fulgencia...», «María Fulgencia y Pablo...».

La señora recogió de prisa las ropas de mesa.

Sonaba el cimbalillo de los canónigos. En el sol de la plazuela iba saliendo poco a poco la sombra y después todo el señor deán muy reposado. Antes de llegar al pórtico se paró; volviose a los viejos balcones de don Amancio Espuch, y suspiró complacido:

-¡En fin, ya está María Fulgencia encaminada! Ahora sí que acertamos; y se acabó. ¡Ni más ni menos!

V. Ella y él

Pablo vio un zapato de María Fulgencia. Lo vio, lo tomó y lo tuvo. No lo había soltado el pico de un águila desde el cielo, como la sandalia de la «Bella de las mejillas de rosa» del cuento egipcio, sino que lo cogieron sus manos de la tierra. Tampoco era un zapato, sino un borceguí de tafilete. Y no vio un borceguí, sino el par. Se había quedado solo en el estudio haciendo una copia, y al salir asomose a la sala. La muñeca del sofá le llamó tendiéndole sus bracitos; y en la alfombra del estrado estaban las botinas de la Monja. ¡Qué altas y suaves! Muy juntas, un poco inclinadas por el gracioso risco del tacón. Sumergió su índice en la punta; allí había un tibio velloncillo. La señora necesitaba algodones para los dedos; y el suyo salió con un fino aroma de estuche de joyero. Pies infantiles; y arriba, la bota se ampliaba para ceñir la pierna de mujer. Se acercó el borceguí a los ojos, emocionándose de tenerlo como si la señora, toda la señora, vestida y calzada, descansase en sus manos. Y de repente se le cayó. La señora estaba a su lado, mirándole. Le había sorprendido como la primera mañana de lección. Para disculparse le mostró en su solapa una gota de tinta, y dijo que entró buscando agua y un paño...

-¿Tinta? ¡Y aquí también, en esa mano! Tráigame usted mismo un limón. No es menester que baje al huerto. Hay cuatro o cinco muy hermosos en los fruteros.

Fue Pablo al comedor y vino con un limón como un fragante ovillo de luz.

-¿Y para partirlo? No vaya. No vaya otra vez.

Y María Fulgencia hundió sus uñas en la corteza carnal. Saltó más fragancia.

-¡No puede usted!

-¿No puedo? ¡Sí que puedo!

Y mordía deliciosamente la pella amarilla.

Pablo se la quitó. Les parecía jugar en la frescura de todo el árbol.

-¡Tampoco puede usted!

La fruta juntaba sus manos y sus respiraciones. Recibían y transpiraban el mismo aroma, pulverizado en el aire húmedo y ácido de su risa. Y entre los dos rasgaron los gajos sucosos. María Fulgencia los exprimió encima de la mancha y de los dedos de Pablo. Pero tuvo que llevarle al tocador.

Allí él se aturdió más y quiso crecerse diciendo:

-¡Yo me lavaré; yo solo!

La señora le sonrió. ¡Claro que él se lavaría! Y no se lavaba. No se lavaba divertido en mirarlo todo: los grabados antiguos de fiestas de pastores, de ceremonias nupciales de los reyes de Francia; las muselinas de rosa pálido del balcón del huerto; los frágiles silloncitos dorados. Más hondo, el dormitorio: el suyo, pequeño, inocente y claro; su cama, camita de soltera, de novicia, con sus velos de lazada también de un rosa descolorido de flor de frutal. Su celda de sor y señorita Valcárcel. Y ella entornaba los ojos y le resplandecía su boca con el jugo de la cidra. En su belleza y en su acento se afirmaba un brío y tono de voluntad. Y a él le halagó mucho que entre las cejas de la señora se hiciese un gracioso fruncido.

¡Nos parecemos!

María Fulgencia escogió las toallas de mejor frisa, sus jabones, sus esencias.

Se lavó solo. Ella fue estregándole la tinta; pudo marchitarla y empalidecerla, pero la difundía más; y enojábase de su torpeza; y él creyó que le había prendido en la solapada un pomo de flores brotadas de sus dedos.

Aquella noche tía Elvira le dijo:

-¿Te han perfumado, sobrino? ¡Llevas perfume y tinta!

...Despertose muy de mañana; y acostado veía las viejas alamedas otoñales estremecidas dentro del río. «Ella» también miraría el agua, los árboles, el cielo, y diría: río, árbol, cielo. Cuando saliesen los palomos de su terrado a volar por las huertas, ella los vería y pronunciaría: palomos, aire, sol... Así se afanaba Pablo en pensar y regalarse con las palabras que María Fulgencia tuviera en sus labios, como si le tomase una miel con los suyos. Todas las que le escuchó adquirían forma reciente y sonido precioso; y, repitiéndolas, participaba de su pensamiento, de la acomodación de su lengua, de sus actitudes interiores, coincidiendo sus vidas.

Fue tan pronto al estudio, que tuvo que aguardar en el peldaño basta que una moza le abrió la cancela. Desde su pupitre se absorbía inhalándose del silencio profundo para recoger las leves pisadas, el habla, la brisa del roce del vestido de ella. Y el techo, los muros, todo el ámbito le cerraban en una bóveda sensitiva, palpitante del temblor de sus pulsos.

Luego de comer salió sin volverse a su madre, que, como todas las tardes, le despedía desde la solana.

Ya tocaba el esquilón del coro. Corrió mucho para pasar pronto de las tapias de Palacio. Y desde allí vio que Alba-Longa se hundía en la catedral, a su siesta de la banca del crucero.

Rodeando la casona asomose Pablo al postigo de la corraliza; y de la vid del lavadero brotó la algarabía de los alumnos y criadas.

El sobrino del amo se le humilló haciendo gentiles meneos y reverencias de juglar.

-¡Con tantos dengues y bien supiste arrejuntarte a nosotros!

-Yo vine para subir al estudio por el patio.

Diego se cogió los ijares con los pulpos azules de sus manos, moviéndose fachendoso:

-¡Por aquí no se sube, y el portón de la calle no lo abro hasta que no me salga de la chepa!

Y su sombra de camello retozaba en el sol de la balsa.

Pablo se fue a la margen del río y recostose en una olma. El giboso no le dejaba; le caracoleó contoneándose, y el espolón de su espalda se triangulizaba en el azul. Pablo tuvo que sonreír recomido de furia.

-¡Ya te ablandas, entecao! ¡Eres como mi tía, que así hace pucheretes como brinca de gusto!

-¿La señora?

-Señora y tía de este pobretico. Se está toda una tarde de rodillas, y si a mano viene deja los rezos para vestirse que da gloria, y no sale ni a la reja.

Diego se volvía riéndose, porque le silbaban desde el trascorral.

-Aquéllos me chiulan porque quieren que te diga lo de mañana.

Hizo recrujir las cabezotas de sus dedos y le dijo:

-¿Pero tú me atiendes u qué?

Pablo recibió en los ojos la lumbre lívida y untada de sus ojos.

-Mañana se van a Murcia tu padre y tu madre y mi tío. Ellos saben para qué, y yo también me lo supe. ¿Tú, no? Pues ellos se van, y aunque la Monja se quede, se irá a la Visitación o se encerrará en su alcoba y nosotros nos estaremos en el amasador con la Bigastra y la cocinera. La Bigastra quiere catarme... -Y Diego puso su belfo en el oído de Pablo, que al huirle dejó caer fuera lo que faltaba del secreto-: ¡Y ha de ser delante de vosotros! Cada uno vendrá con lo que robe de sus casas para el jollín. ¿Qué nos traerás tú?

Pablo, enrojecido, volviose al patio, y Diego le seguía resonándole su llavero en el anca.

-¡Aunque quiebres el aldabón no te abrirán! -Y a los estudiantes les guiñó de ojos conteniéndoles-: ¡Dejadme con él!

Se pararon en una vieja puerta clavonada.

-¡Si tú no abres, yo llamaré hasta que la señora salga!

-¿La señora? ¡Llévale ya los limones para la tinta de hoy!

A Pablo le ardieron las mejillas y le tembló la voz.

-¡Quiero recoger lo mío y marcharme de aquí!

-¿Marcharte? ¡Yo te abro! ¡Pasa; pero yo también, porque no te suelto! -Y lo empujó por el pasadizo del amasador y del horno de la colada que acababa dentro de la cancela. Pablo comenzó a subir, y el ímpetu de su sangre orgullosa y pura se cohibía por el helor de la risa del jorobado que le recordaba su fisga: «¡Llévale los limones!...». Y sintió miedo de niño y miedo de amor por la señora tan desvalida en aquella casa, bajo el acecho de ruines.

El estudio le dio ahogo. No tenía más claridad que la ensangrentada por la piel de los nudos de los maderos. Aspiraba el olor de legajos, de obleas, de pasta de los gropos; le crujía el calzado en los manises ásperos de arenillas de salvaderas, y en la quietud se soltaba el vaho de todas las gentes que pasaron por el escritorio, de sus documentos, de sus ropas, de su intimidad. ¡Se marchaba para siempre! Y se sentó en su pupitre, y no se decía: «¡Aquí estoy!», sino: «¡Aquí estuve!».

Diego desdobló los grandes postigos estruendosos de decrepitud. Apareció el gato por la zalea de la tarima; rodeó a Pablo, pasándole y hopeándole, y él se lo puso en las rodillas y se le incorporó un ronquido caliente y recóndito. Se complacía en todas las humildades y repugnancias de la servidumbre escolar por voluptuosidad ascética, pensando en la belleza de la señora. ¡Y él se iba! Le rebajaban y le desesperaban los estudiantes, el chepudo, el maestro. ¡Se iba para siempre! Y ella se quedaba para siempre. Y repitió: «¡Siempre, siempre, siempre!».

Encima del bufete del licenciado se balanceó la cabeza y la joroba de Diego.

-¿No viste en el patio a Ballester, que le decimos Calavera por su cara de muerto? Pues a Calavera lo despachó mi tío; y ya vuelve. Cogiste al gato por antojo. ¡Eso no vale! Lo cogerás cuando te lo grite el viejo. Calavera se hartó, como ya se harta Tonda, y fue y le traspasó una pata con plumas que se le endeñaron.

Pablo se quedó mirando a Epsilón. Gato del giboso y de don Amancio. Tenía la querencia a los pies del maestro, sin comunicarse nunca del primor de la señora. Y se arrancó a Epsilón y alzose juntando sus libros.

-¡Te piensas que te vas! ¡Qué te has de ir! ¿Qué le contarías a tu padre?

-¡Me marcharé a mi «Olivar», o lejos!

-¡A tu «Olivar»! ¡A tu «Olivar», o lejos! ¡Si pareces un Lóriz! ¿A que si te apuro, lloras? -El chepudo le hincó su mirada, sacó su brazo y se tocó la giba con un gesto de burdel-. ¡Yo la llevo y no me la siento, y a ti te va saliendo otra con tu «Olivar» que ya sentiréis! Pregúntaselo a tu madre. ¡Señoritingo del «Olivar», y que te lave la Monja! -Y escapó con un corcovo.

Principiaron a subir los alumnos y detrás el licenciado.

Fue muy poca la lección. Cuando los muros de la catedral se inflamaron de sol poniente y la sala recibía una llama dolorosa, don Amancio puso el rosario entre los dedos de Pablo.

Rebulleron las mujeres de la casa en un aposentito empanado. Todos se persignaron.

Pablo vacilaba en el rezo, escuchándose como si mirase su voz que había de llegar a María Fulgencia.

Antes del anochecer soltó don Amancio a los chicos, y en la cantonada del tapial alcanzó Diego a Pablo y le pasó las sogas de sus brazos por los hombros, hablándole muy lagotero:

-El viejo se calló su viaje para no dejarnos respiro; pero yo le avisé la tartana. ¡Tú agarra lo que puedas de tu casa!

Pablo corrió, y creía escaparse de su niñez. Nunca había sentido tan triste y tan frágil su intimidad de criatura.

...Arrinconado en el comedor, iba mirando los aparadores y alacenas por el mandato que se le quedó de las palabras del giboso. Y después, mientras cenaba, sentía en sus párpados la mirada de la madre. No pudo resistirla, y levantó su frente, y entonces le buscaron los ojos del padre. Hubiese preferido que le gritasen, que le conturbasen. La quietud, la suavidad y el silencio le avergonzaban, dejándole a solas con el desabor de la tarde.

Todos se recogieron. Y desde su alcoba vio a tía Elvira encender su vela en las luces de los Dolores. Las manos pajizas de la beata se llevaron la claridad al rostro, y la sombra del candelero de la perdiz embalsamada apeonó en el yeso de la pared, enorme como un buitre vivo rajado por la candela. Las odió tanto, que le repugnó menos la tentación del chepudo.

Ya casi dormido, pareciole que la imagen de la Dolorosa se dulcificaba perteneciéndole y que venía a su cabecera mirándole. Empezó a gotear el susurro cada vez más tenue de su madre. Se le prendían algunas palabras: Murcia, hipoteca, «Olivar»..., todo dentro de una niebla tibia; y todo, hasta su amor, se iba quedando a distancias viejas y azules; y él sumido en una Oleza sin río; porque no se sentía el río y, en cambio, sonaba la vocecita de la imagen como una fuente diminuta, y encima de todo el techo del mundo volaba un cirio que salía de la carcasa de una perdiz.

...Despertose con sobresalto, encerrado en la caracola del Segral clamoroso, que ardía de sol.

Se habían ido sus padres, y tía Elvira estaba en sus devociones de la parroquia.

En seguida que salió de su dormitorio le miraron oblicuamente los retratos de sus abuelos: el señor Galindo, la señora Serrallonga; y desde su fanal también le miró Nuestra Señora de los Dolores, mostrándole el erizo de espadas de su corazón de plata. Huyó de la sala, y sin querer volviose hacia el aposento de tía Elvira; en el fondo le esperaban las pupilas de vidrio de la perdiz, preguntándole: «¿Vas a robar?». Pablo la derribó, y rebotando por la estera, seguía diciéndole: «¿Vas a robar?».

Pablo se descalzó; las pisadas de sus pies desnudos resonaban en todo el ámbito y las repetía cada ladrillo y cada viga, y al entrar en el escritorio de su padre, le golpearon sus pasos debajo de toda su piel, como si su sangre fuese un pie muy grande de bronce que le hollaba todo su cuerpo. Se apretó el costado y las sienes, porque sus latidos hacían temblar las vidrieras.

Todos los muebles estaban cerrados. Se precipitó en el gabinete de su madre. Perfume leve y bueno de sus ropas; el olor que buscaba en el colegio besando sus hombros, su mantilla, sus cabellos, sus manos; olor antiguo de pureza, y pareciole que regresaba desde tiempos muy hondos protegiéndose a sí mismo, pequeñito y débil. Y se acercó al tocador de caoba. Le salió su palidez en un espejo de libro; allí dentro estaban sus ojos con la mirada materna, y entre los ojos el ceño duro de los Galindo. De una frutilla de marfil del mueble pendía el collar de seda de las llavecitas de la madre, y las tocó y se le fue comunicando su frío. Tan menudas, tan infantiles, y le abrían todos sus pensamientos. ¡Pero vio los cajoncillos confiadamente entornados, y se sonrojó, y tuvo miedo, y refugiose en su cuarto!

En aquella soledad de paredes blancas el tiempo corría con el ímpetu de sus palpitaciones. Habría comenzado ya el regocijo encanallado de los alumnos con las mozas; y arriba, María Fulgencia se afligiría rezando y engalanándose cautiva y gloriosa.

Tornó a salir, y todavía pisaba sin ruido. El señor Galindo y la señora Serrallonga le dijeron desde las cortezas de óleo de sus lienzos: «Puedes andar sin esconderte, porque no has robado. No has robado nada. Las llaves eran de tu madre... ¡Si hubiesen sido de tu padre!...».

¡Qué ancha y qué íntima la mañana en la ribera! Abría con sus pies la margen tierna y aparecía un agua fina, nuevecita, que empapaba la seroja de los álamos; tocaba los troncos húmedos y recogía el sentido de la circulación. El Segral se llenó de una nube blanca como una vestidura fresca, y él estuvo contemplándola hasta que la corriente se quedó en la intacta desnudez del cielo...

Le arrancaron de su gozo los muchachos de la academia. Diego no traía blusón de fámulo. Era todo sobrino, con botas hinchadas y luto viejo del tío.

Lleváronse a Pablo, revolviéndole, estrujándole para que diese su escote. Y bajo el cobertizo del lavadero exprimió sus bolsillos; y entre los menudos, relumbraron algunas monedas de plata.

-¿Las robaste?

Pablo se inflamó de vergüenza y de ira.

-¡Yo no robé! ¡Es mío, de mi ahorro, de lo que me sobra de los domingos!

No le atendían los demás, arremolinados con las criadas. La Bigastra gimió de dolor furioso mordida por Tonda en las calientes axilas. Calavera se lo descuajó zamarreándole; encima de todos orzaba la corcova de Diego, y con un tumulto de faldas y carnes retrenzadas que crujían se revolcaron por las losas del amasador.

-¡Ay, señorito Pablo, venga, usted que es bueno y decente! -Y se desgarró una risa de retozo de brama.

Acudió Pablo mirándoles con avidez torturada de verlo todo y de escaparse del vaho del refocilo que le quemaba las mejillas. Se vio y se sintió a sí mismo en instantes de sensualidad primorosa. (Mañana del último Viernes Santo. Palacio de Lóriz. Huerto florecido en la madrugada de la Pasión del Señor. Rosales, azucenas, cipreses, naranjos, el árbol del Paraíso goteando la miel del relente. Hilos de agua entre carne de lirios. Y, dentro, salones antiguos que parecían guardados bajo un fanal de silencio; la estatua de doña Purita en un amanecer de tisús de retablo; mujeres que sólo al respirar besaban. Y por la noche, la procesión del Entierro; temblor de oro de luces; rosas deshojadas; la urna del Sepulcro como una escarcha de riquezas abriendo el aire primaveral, y él reclinado en suavidades: damascos, sedas, terciopelos; ambiente de magnificencias, aromas de mujer y de jardines; tristeza selecta de su felicidad; la luna mirándole, luna redonda, blanca, como un pecho que le mantenía sus contenidos deseos con delicia de acacias. Y viose más remoto, más chiquito delante de una estampa de la mesa de estudio del prelado enfermo: la estampa de un niño cuya frente, de pureza eucarística, resiste el pico anheloso de un avestruz, y ese niño, ya hombre, atormentado por voraces tentaciones, murió virgen y puro). La frente de Pablo ardía desgarrada por pensamientos inmundos. Era menester un prodigio que le subiese a la gracia de su complacencia sin el tránsito penoso de los arrepentidos. Acogiose al recuerdo de lecturas y cuadros de apariciones de ángeles que refrescan con sus alas las frentes elegidas; de vírgenes coronadas de estrellas que mecen sobre sus rodillas, en el vuelo azul de su manto, las almas rescatadas...

Pablo pidió el milagro de su salvación. Y el milagro le fue concedido; y llegó por una vereda celeste de resplandores como todos los bellos milagros. La franja de sol otoñal se hizo carne y forma. Una voz, que parecía emitida de la luz y exhalar luz, pronunció el nombre de Pablo.

¡La señora!

Pablo se apartó de los réprobos, y siguió las claridades y fragancias de la aparecida.

Traspuso el portalillo del jardín, y allí, en una soledad de limoneros en flor, María Fulgencia, sin gloria ni fortaleza de santa, sino toda de lágrimas y de dulzuras de mujer, gemía:

-¡Pablo, Pablo: usted entre ellos; usted, que era el «Ángel» mío que tiene la mano tendida hacia el cielo!

Pablo se acongojó de pena y de rabia. Ella también lloró, y llorando se besaban en los ojos y en la boca...

- VII - La felicidad

I. Un último día

La ventana abierta del todo. Sol de las huertas silenciosas; sol de domingo de noviembre que pasaba desde la concavidad perfecta y azul. Daba el río un frescor de claridades. El río no semejaba correr por las espaldas remendadas de Oleza, sino por una ciudad de mármol y por tréboles tiernos.

Oleza callaba. Oleza debía de estar oyendo misa en monasterios y parroquias. Quietud y limpidez de otoño. Vuelos de palomos; crujidos de las ropas que lavaba una mujer en su piedra de la orilla; y los lienzos lavados en la calma del domingo parecían esparcir su olor de blancura nueva.

Pablo sentíase dichoso y bueno, y el sol entraba a dormirse dócilmente en sus brazos. La madre le acercó más el desayuno; y como él no acababa de soltarse de la pereza, le sumergía las rubias pastas en el tazón, hondo y fino como una magnolia, y luego se las ponía, emblandecidas de leche, en la boca.

-¡No eres como todas las mañanas!

Pablo, sonriendo, decía que no.

-No eres como todas las mañanas. ¡Te ríes y parece que te hayas olvidado de reír con tu risa de antes!...

El hijo parpadeó y se puso a beber con voracidad de niño. Paulina le fue contando las últimas pesadumbres por la santa causa. Pero cuando el príncipe viniese a sentarse en su reino, las mejores recompensas serían para los que le hubieren confesado en la desgracia. Todos se lo prometían. El «Olivar» había sido gravado, y la mitad de los dineros de la hipoteca se derramó en los Comités facciosos mortecinos, con beneficio para el semanario de Alba-Longa. Si algún sobresalto tuvo Paulina al poner su firma en la escritura, se lo quitó el ver a su esposo incorporarse de su cerrada torvedad.

-...¡Y vosotros redimiréis las tierras y la casa del abuelo Daniel!

Nada dijo Pablo, como si en ese «vosotros» no se sintiese junto a su padre.

Siempre, en los trastornos, en las aflicciones, siempre buscaba Pablo a don Magín; y después, de las palabras que el hijo le traía, iba recogiendo la madre un calor de refugio, de guarda, de remedio de la distante amistad del párroco y de doña Corazón, de la brava ternura de Jimena y, más alta, la promesa del sostén ilustre del obispo. Ahora, Pablo la escuchaba como si ya no amase su «Olivar» y, no amándolo, tampoco temiese perderlo.

Paulina le habló del obispo. Y Pablo volvió sus ojos, ocultándose de sus remordimientos. En todas las iglesias de la diócesis se rezaba por el llagado. El Señor le había elegido para salvar a Oleza. Y Oleza ya se cansaba de decirlo y oírlo. Oleza recordaba que el anterior prelado, de una mundana actividad de agente de negocios espirituales, no necesitó sufrir para obtener los bienes de su apostolado. Pues el otro pobre obispo de Alepo siquiera padecía por su perfección de santidad y no por redimir a nadie. ¿Ni redimir a estas horas de qué? Los hombres rubios pecadores, los extranjeros del ferrocarril, ya no estaban; y para los pecados del lugar no era menester una víctima propiciatoria.

La víctima llevaba mucho tiempo escondida, sin audiencias, sin oficios ni galas; invisibles sus atributos, escasas las noticias de sus dolores. Y hasta los más consternados por la laceria de Palacio habían de esforzarse para imaginarla y agradecerla.

De los santos queda el culto, la liturgia, la estampa y la crónica de su martirio. Del obispo leproso no se tenía más que su ausencia, su ausencia sin moverse ya de lo profundo de la ciudad, y el silencio y esquivez de su casa entornada. Y al pasar por sus portales, las gentes los miraban muy de prisa.

-¡Cuántas veces, Pablo, te habrá bendecido sin que tú te volvieses a su reja ni a su huerto, ese huerto tan tuyo cuando eras chiquito!

Pablo hundió su sonrojo en la almohada.

Paulina recordó una lejana visita del prelado al «Olivar». Fue la tarde que don Álvaro la pidió por esposa. El penitenciario, don Amancio y Monera rodeaban a su padre, el abuelo Daniel, tan desvalido, tan frágil, en el ancho sofá de la sala. Don Álvaro, de pie, muy pálido, tenía en su mano un pomo de rosas, su junco y su sombrero; el sol de los parrales le circulaba por la frente. Apareció Su Ilustrísima, cuyos ojos escudriñaban los corazones. A ella y su padre les sonrió, dedicándoles las palabras del escudo del primer obispo de Oleza: «Llamad y se os abrirá».

Pablo preguntó la hora, y en seguida quiso vestirse.

Cuando salió sonaba muy alto, encendiéndose de azul, el cimbalillo de la catedral. Entró por el pórtico de la plaza, y fue pasando verjas de capillas húmedas, rinconadas de imágenes de nicho, las palmeras de piedra del ábside. Volvió por la Vía-sacra. En el pináculo de un facistol, la paloma de la Trinidad abría su vuelo de oro roído delante del trono enfundado; y en el altar mayor, el señor deán iba miniando su misa de diez con primorosa tardanza de calígrafo.

No estaba María Fulgencia.

Pablo empujó el cancel del Sacramento. El arco del pasadizo episcopal le apagó el día. Asomose a Palacio. -Quizá María Fulgencia le esperaba ya en su huerto, como todos los domingos-. Y aquí, en este patio, árboles, pilares, sol y cielo cerrados, todo para los gorriones que brincaban por las cornisas y se espulgaban en la rama cimera del terebinto; y de pronto, estrujaron el silencio con sus alas rapadas. No se asustaban de los curiales y fámulos, y huían de él, que venía a tientas, conteniéndose, lo mismo que la mañana que quiso robar y no robó.

Pisó una losa rajada que le salían hormigas. La losa del hormiguero que miró y tocó cuando llegaba de la mano de don Magín. Nueve años sin acordarse de ella. Pero de la mano de don Magín pasó por esta claustra el día que lloraba el confesor del obispo. ¡Después de todo, no hacía tanto tiempo! Se lo dijo para que callase su pensamiento que le propuso: «¡Si no te contentases con mirar las oficinas!» -Estaban abiertas siendo domingo-. «¡Si fueses al lado del enfermo!...». Olor viejo de escritorios; sol en un rodal de estera, en una bisagra de armario. «¡Si no te impacientases por salir al huerto y buscar la puertecita del río!...».

Se impregnó de la respiración tranquila y madura condensada entre tapias blancas. -Cuando María Fulgencia le besara bajo su limonero, él podría decirse: «Pero yo estuve en casa del que sufre, y sufrí»-. ¡Pobre huerto, sin el goce de la balsa llena de agua clara y azul; sin el frescor de los cósioles de geranios, de malvarrosas, de alábegas! Ahora se hinchaba la cuaja verde del fondo... Y al revolverse del borde de yeso, se le apareció don Magín, rezando en su breviario, y con el índice tendido le mostraba a Su Ilustrísima, reclinado en un almohadón, al pie del limonero de sus antiguos recreos y oraciones.

El niño de antes aleteó en Pablo, y le pudo. Se dejaba llevar de aquella interior criatura mientras su frente se le endureció pensando: «¡Si yo no hubiese venido!». Y tuvo que inclinarse para pasar la bóveda olorosa. Le daban en las mejillas y en los hombros los follajes doblados del peso de los limones. -Dormitorio de María Fulgencia, de candidez de virgen y de flor de limón. Fruta que acercó sus manos, su risa, su boca... La espalda, el pecho, la garganta de ella siempre con fragancia de su limonero-. Y en el aire parado de este árbol, como el suyo, se derretían y se volatilizaban los aceites balsámicos de la carne padecida, carne del hombre puro que le miraba.

Le miraba esperándole:

-¡No me tengas miedo! ¿Te acuerdas, Pablo? Así te hablé la primera vez que, corriendo y jugando por todo Palacio, te asomaste a mi aposento. Te miraba jugar desde mi ventana. Aquella tarde sentí que venías, y ni me moví de mi sillón. Ahora también me estuve muy quieto para que tampoco me tuvieses miedo.

La misma voz de entonces, pero más afligida. ¿No era como la voz del Señor cuando reconviene al que se aparta de su gracia? Todo niño se postró Pablo en la tierra del tronco como antaño en la alfombra de la biblioteca. Un piar filial descendía de los árboles envolviendo de inocencia el balbucir de sus secretos; y, según los confesaba, iba sumergiéndose su corazón en el azul del domingo de otoño.

-¡Tú quisiste robar, tú lo quisiste, y por otro pecado contra tu pureza!

-¡Pero yo no robé! -Y el orgullo de Pablo se deshizo en congoja, una congoja tan dulce de ser todavía infantil cuando ya se quedaba sin infancia.

Subió el obispo sus manos para perfumárselas en las hojas tiernas del limón; y las vio llagadas, y no quiso tocar la hermosura del árbol; y después, sin acercarlas, puso su bendición sobre la frente del hijo de la mujer en quien pensaba, tantos años, sin sonrojarse de ninguno de sus pensamientos.

Pablo se lo confesó todo al obispo; y creció su gracia y su fortaleza. Felicidad nueva. Todo rodeándole para que él lo poseyese. Así contemplaría el primer hombre la creación intacta delante de sus ojos y de sus rodillas. Y se compadeció de María Fulgencia, que estaba sola, sin el goce suyo.

Corrió a su huerto, y le recibieron sus brazos y sus labios. Temblaba encendida y se le alzaba el pecho anhelante y glorioso.

-¡Tú tardabas, y llegas contento, y yo me moría de no verte! -Y no se pudo contener en su amor, como siempre hizo hasta el retiro del ancho limonero, sino que, en medio de un vial de jazmines, lo abrazó besándole, besándole; y luego se lo apartaba para mirarle, y lo besaba más, como los niños que miran la fruta después de morderla.

Apretado encima de su boca, pudo decirle Pablo:

-Vengo tarde y vengo contento porque se lo dije todo al obispo. ¡Acabo de ser perdonado, y yo te comunico mi alegría!

-¡Tu alegría la recibo así! -Y se besaron delirantemente, y ella quiso la caricia más suya: desnudarle el pecho y contemplarlo para atinar con su boca en la punta de su corazón. Pero se quedó muy blanca y ciñó a Pablo, amparándole.

-¡Nos ha visto Diego! ¡Nos está mirando! -Y dio un brinco de pájaro y le besó en las pestañas.

Bajo los frutales pasó la risa del giboso como un alarido.

María Fulgencia volviose hacia lo profundo del jardín, y oprimiendo con dulzura los hombros de Pablo, fue llevándoselo hasta la puertecita. Miraba las rosas, los jazmines que se abrían a su lado, y parecía mirar a lo lejos.

-¡Se ha ido! ¡Pero se ha ido en busca de su tío, que estará con tu padre!

En el tapial, ella se lo separó.

-¡No te acerques más, pero mírame mucho!

De pronto le tomó de una mano, le sonrió y le despidió diciéndole:

-¡Bendito seas!

Entró Pablo, recatándose, por el postigo del hortal. Su casa seguía en el buen silencio del domingo. La mesa, ya parada; y en el mantel, en las vajillas y frutas brincaba con regocijo el sol. Ni siquiera se sentían las pisadas de tía Elvira. ¡Qué lástima que se trastornase esa quietud, tan gustosa hoy!

Apareció su madre; y supo que había venido Diego buscando atropelladamente a don Amancio, y como no estaba, se fue, y tía Elvira se le juntó en la calle.

-...¿Es algo tuyo, Pablo? ¿Es algo de allí?

¿Por qué diría ese «allí» que empujaba tan lejos la casa de María Fulgencia?

Quiso Pablo aquietarla con su sonrisa, y no pudo, recordando que ya no sonreía como antes.

Tantos años lisos de infancia entre paredes; tantos años para ir subiendo a la faz oreada de su júbilo, y en unas horas se le escombró la vida...

Se acercaban tía Elvira y su padre. Y volviose rápidamente a todo. Le dio vergüenza de lo que iba a suceder; le dio miedo ya de hombre, el miedo que después se vuelve miedo de niño. Tía Elvira le quemaba con los ojos.

-¿Tienes hambre, sobrino? ¡Pues a comer..., por si acaso!...

No había revelado nada; y así era la fuerte, la poderosa entre ellos.

Pablo mordía el pan, y lo dejaba. Tomó su copa, y el agua le amargó la lengua. Tía Elvira ya no se fijaba en él, sino en todo lo que tocaban sus manos.

«¿Y María Fulgencia?... ¿Y María Fulgencia?...». Se lo preguntó muchas veces a sí mismo, y su culpa de grande hinchaba hasta desencajarle su recóndita sensibilidad infantil.

-¿Qué tiene esa criatura que no atina ni a comer ni a mirarnos?

-¿Yo? -Tan breve esta palabra, y tropezó pronunciándola.

Su madre le tocó la frente y se la descansó en la suya.

Pablo quiso desasirse, y la buscaba más, cegándose en el dulce refugio, porque tía Elvira dijo con desgarro:

-¡Déjalo, que se ahoga de pena! ¡Déjalo, mujer, que principia a llorar como los viejos pecadores!

Se levantó pálido y feroz.

-¿Verdad, azucena, que me estrangularías? -Y tía Elvira precipitose y pudo alcanzarle en el vestíbulo.

Pablo la rechazó a puntapiés y puñadas como a una perra, y tía Elvira se le agarró de la cintura, torciéndose a sus brazos y a sus muslos, crepitando como el sarmiento en la lumbre, sonriendo bajo su respiración de odio, dándole la suya rota y caliente.

-¡No te arrancarás así de la Monja cuando ella se te embista!

Apasionado de rencor, centelleándole magníficos los ojos, Pablo le aplastó en la frente una palabra inmunda, y ella le miró con locura, y casi derribada por la rodilla del sobrino, pudo apretarle de los riñones, se lo volcó encima, onduló acostada, y le besó en la garganta buscándole la boca.

Resonó un grito desconocido de don Álvaro, y Elvira escapose de su condenación.

Paulina vio en su hijo y en su esposo un acento de estupor y de tristeza que les unía con una semejanza que nunca tuvieron; como si Pablo fuese viejo, como si don Álvaro fuese niño. Y adivinó que acababa de partirse la jornada inmutable de su hogar; y se encendió de piedad por todos.

Buscó a Elvira, y no pudo abrir la puerta de su alcoba. La llamó, y de la cerradura, cegada con un paño, salía silencio, y del silencio un gemir mordido. Quiso acogerse al lado de ellos. Bajó, y ya no estaban. Le afligía toda la casa. En el comedor vio la mesa abandonada. Subió, y estuvo esperando en el dormitorio de Pablo.

Así fue anocheciendo aquel domingo de otoño, como un último día de una época suya toda de sed por la misma cuesta...

II. La salvación y la felicidad

Levantose Paulina de madrugada. Don Álvaro tenía los ojos abiertos, inmóviles en lo alto del muro.

Nunca se habían sentido tan cerca, sin haberse mirado. No se miraban para no verse en el fondo antiguo de sus ojos. Y él murmuró:

-¡Déjala!

Paulina le respondió:

-Es a él. Quiero ver a Pablo.

El hijo dormía entristecido y puro; pero se despertó bajo la ternura de la madre, como nos despierta la claridad en los párpados, y volviose su alma hacia el día que acababa de pasar. Por primera vez en la mañana recién abierta le pesaban los pensamientos viejos. Eso sería no ser ya niño: no principiar del todo las horas que siempre se le ofrecieron intactas; discos nuevos y resbaladizos de las horas entre sus dedos. Sol, árboles, olores matinales de la creación; mundo acabado siempre de nacer para los ojos y las manos que juegan descuidadamente con la virginidad del momento. Eso sería no ser ya niño: depender del pasado sentir, de su memoria, de sus acciones, de su conciencia, de los instantes desaparecidos; proseguir el camino, rosigar el pan de la víspera, acomodar la hora fina y tierna con la hora cansada: sol, árboles, azul, aire del día nuevo, todo ya con el regusto de nosotros según fuimos...

Pablo sintió en su carne el beso y el ardor desesperados de tía Elvira, y se compadeció con desdén, pero se compadeció de ella. Eso sería ser ya hombre: apiadarse y menospreciar; sentir por los demás y hacia los demás; resonarle humanamente el corazón.

Sentose su madre en la orilla de la cama; y él ya no temió sonreírle, y se lo fue contando todo; todo menos lo de tía Elvira. Eso sería ser ya hombre: verse desnudo; ver la desnudez de los otros.

...Y cuando acabó, le besó su madre, prometiéndole:

-¡Yo te salvaré!

-¿Que tú me salvarás? ¿A mí? ¿Y a María Fulgencia? -Buscó dentro de su alma peligros concretos que temer. Se había confesado con el obispo y con su madre. Ella y Dios lo sabían ya todo, y fue perdonado. Entonces, ¿qué faltaba para que aún fuese necesaria su salvación? Lo sabía su madre; lo sabía Dios. Pero es que, además de ellos, lo sabrían las gentes: el padre Bellod, Monera, el penitenciario, «Jesús», Oleza... ¡Y don Amancio, su maestro!

Y don Amancio, su maestro, era precisamente el dueño de María Fulgencia. ¿Consistiría la salvación en no ver y en no amar a María Fulgencia?

Su madre se le apartó repitiéndole:

-¡Yo te salvaré!

Pablo atravesó los corredores, el gabinete, la sala, y abrió el viejo balcón para mirar a su madre. Le pareció transfigurada. Muy pálida; pero no era por eso. No se puso mantilla, sino manto; pero tampoco era por eso. ¿Qué tenía su madre hoy, desde hoy, que nunca tuvo, que él no vio ni presintió? La miraba mucho. La llamó para que ella se volviese. Y de repente, lo supo: su madre tenía edad. Más joven que su padre, pero ya tenía edad esa vida de mujer que antes se hallaba fuera del tiempo de las otras mujeres; una edad suya que iría desgastándose como un oro, como un marfil; edad de madre siéndolo de un hijo que había cometido el mal, que hizo sentir el dolor y que sufría. Su deleite y su amor caían en el pecado desde que lo averiguaron y lo escarbaron los demás, desde que eran, desgracia para otros.

Se curvó para asomarse, y tocó la palma del último Domingo de Ramos, seca y atada entre los hierros. ¡Qué inmediato y leve aquel día de los «¡Hosanna, Hosanna!». La rama amarilla de palmera, tan fría y jugosa en sus manos. Su palma de un gentil latido en su punta. Su palma más recta que la de Aparici y Castro. (Aparici y Castro era de El Escorial, y decía azufaifas en vez de gínjoles. Aparici ya estaría estudiando para ingeniero agrónomo). Su palma más alta que la de Perceval y la de Lóriz. (Perceval se habría matriculado de Farmacia en Barcelona, y Lóriz se marchaba a un colegio de Inglaterra). ¿Por qué, Señor, había de recordarles en estos momentos? ¡Ni Aparici, ni Perceval, ni Lóriz necesitaban de salvación como él! Revolviose hacia la puerta del dormitorio de tía Elvira. ¡La pobre mujer! Y se avergonzó. ¿Pensarían ya todos de él lo mismo que él pensaba de la pobre mujer? ¡Eso, no! María Fulgencia, no. Hoy, a las doce y media, llevaría veinticuatro horas sin besarla. ¡Mañana, dos días; y después, más días y meses y meses!...

Su madre desapareció por la plazuela de la catedral, buscando la salvación...

Según se alejaba, se le perdían a Paulina los contornos de su propósito, como si esa salvación únicamente pudiera dársele al lado del hijo. Lo salvaría de los hombres, de su mismo dolor y del poder de María Fulgencia; y pronunciando este nombre le saltó de su pecho una dulzura de madre por ella.

Volviose para saber si la veían; llegó a su portal y tiró de la esquila de la verja.

Se abrió un ventanillo de la pared, y el jorobado, lívido en su blusón de hopa, estuvo mirándola mucho, con una sonrisa villana.

-¡Esto se acabó! ¡Colorín, colorado! ¡Ahora la mamá, y ayer el señoritingo del hijo toda la tarde de ronda como un gato!

Un codazo rechazó al chepudo, y presentose la Bigastra, que saludó con mucha crianza; y, relamiéndose y sonriendo, le dijo que don Amancio y la Monja se fueron a su casa de Murcia; que el penitenciario y el padre Bellod vinieron a despedirles; que ella iba muy blanca...

Paulina se refugió en el claustro de la catedral. El ciprés más afilado de Oleza, los viejos laureles, el pozo entre hierba quemada por las escorias de los incensarios, los lagartos soleándose en las baldosas. Altar de San Gregorio, con su cofre de basalto que guardaba las entrañas de un rey; y se paró, como su padre hacía todas las siestas del 28 de junio, leyendo los escomidos signos del epitafio. Altar de San Rafael y Tobías, con el único exvoto que le quedaba: un pie de cera morena.

Se hundió por un portalillo húmedo. La gran nave tibia y profunda. Fue rodeando el deambulatorio, escondiéndose de las viejecitas rezadoras que ya sabrían la culpa de su hijo. ¿Cómo le salvaría? Ella necesitaba decir: «Mi hijo engañó a su maestro, amigo de su padre. La casa del maestro fue la de su iniquidad. A estas horas las gentes de Oleza -Oleza que tanto nos amó-, esas gentes se ríen de nosotros. ¡Cómo le mirarán cuando él pase! Por ruin que haya sido el pecado, son más ruines los que con él se gozan. ¿Verdad, Señor? Se reirán también de don Amancio. A mí me da más lástima su mujer pecadora que él. "¡Yo te salvaré!". Y mi hijo me pidió que la salvase a ella. Pablo es generoso, y es todavía puro. Pureza y dolor después de pecar. ¡Qué infancia ha tenido mi hijo con ellos! Entre ellos está su maestro escarnecido. ¡Yo me quejé de la risa de las gentes; y aún no pensaba en el furor de ese hombre y de Álvaro! Seré yo sola para amarle; yo y la que no debe quererle. Yo quiero a mi hijo más que antes; y me compadezco de Elvira como nunca me había compadecido de esa mujer, y no puedo imaginarla desdichada sin ver -lo veo realmente- lo que hizo con Pablo. ¡Señor: acuérdate de mi vida en mi casa viejecita del "Olivar"!... ¡Cómo se ha trastornado todo para que no sea yo feliz! "¡Yo te salvaré!", le he prometido a mi hijo. Y no es posible salvarle sin salvar a María Fulgencia, sin salvar a Elvira, sin salvarnos todos. ¡Es que han sido ellos! ¿Serán ellos, Álvaro y el marido, los que tienen la culpa?...».

Y Paulina corrió porque todo lo estaba diciendo en la capilla del Señor del Sepulcro, el Señor que se adoraba el Jueves Santo, tendido en la alfombra del Monumento, y en cuyos pies desollados y duros sangró la boca inocente de Pablo. Y no podía decírselo a esa imagen ni acudir a la de Nuestro Padre San Daniel, que se parecía a don Álvaro; ni al padre Bellod, de tan horrenda castidad; ni al penitenciario...

Se llenó de sol en el pórtico. ¿Dónde buscaría la salvación? Estaba delante de la casa del justo, que padecía también por el daño que Pablo cometió, y en las vetustas puertas se le aparecieron las palabras de misericordia: «Llamad y se os abrirá». He aquí la hora de llamar y pedir su consejo. Y pasó rápida y sobrecogida.

El cansancio del último día y la mañana de afán le pesaban según iba subiendo los escalones de losas. Soledad de casa de enfermo sin cuidados de mujer.

En un quicio de la saleta colgaba un rótulo: «Suspendidas todas las audiencias», descolorido y viejo, como si ya no tuviese validez. La antecámara, tan honda, de armarios barrocos, de bancos y bufetes de velludo, tan fría y rigorosa con la figura del familiar de los anteojos de nieve, estaba únicamente habitada por una avispa que rodeó todo el torcido cordón de la lámpara. Salió por el abierto ventanal a los follajes de los naranjos, y en seguida vino y palpó el racimo de una talla. Ella contemplaba los rumbos de la avispa, que de un gracioso vaivén se coló por la sala de recepciones, y en seguida volvió a las claridades de la secretaría. Pero Paulina, no; Paulina se quedó bajo el reproche de un grupo de ensotanados; los unos con la faja colorada de los pajes, los otros con su lisura pobre y negra de los fámulos, y el familiar con su esclavina como las telas flojas de un paraguas, todos junto a la puertecita del dormitorio del obispo, como si aguardasen el mandato de precipitarse dentro. Se llegaron a Paulina para contenerla. Le hablaron con un susurro, con un asombro y ademanes de gentes enfaldadas. El señor había tenido un ataque y acababan de acostarlo. ¡Ya no podía más! Abriose la alcoba y apareció don Magín. Paulina se le cogió de las manos. Pero el enfermo se removía quejándose, y don Magín entró y le alzó la cabeza, que le colgaba por el borde del lecho para mirar entre el ahogo del vendaje.

El olor de los bálsamos, de los aceites, de los inhaladores de hierbas, olor de otero, de anchura, de salud, era, allí, aliento de enfermedad.

Tuvo que esperarse, porque el llagado hablaba saliéndole un soplo de su laringe podrida.

Nadie le entendió.

...Cuando Paulina traspuso los umbrales de Palacio, tampoco llevaba la salvación del hijo.

Y en su casa, al descansar sus manos, tan pálidas, tan pueriles, en los hombros de don Álvaro, recogieron el temblor íntimo de su hueso; y comenzó a presentirla.

Elvira ya no estaba. La dejó su hermano en la diligencia de Novelda, y de allí seguiría en tren hasta Gandía.

Don Álvaro inclinó la frente para decir:

-¡Y nosotros nos encerraremos en el «Olivar»!

Tenía la mirada húmeda, los pómulos azules, su barba comenzaba a envejecer.

Su mujer sonrió a la promesa de felicidad. Miraba los viejos muebles de los padres de Elvira y de don Álvaro, y los muebles también la miraban. ¿La felicidad? Pero ¿y ellos, y lo que fueron criando y dejando con su presencia? ¿Qué haría en este mundo la perdiz embalsamada si ya no se hacía de aborrecer por ser de Elvira? Sus ojos redondos, embusteros, de botones de vidrio, que contemplaron las muecas íntimas, la soledad, las horas de vigilia de la beata y hasta sus horas de nobleza y de dolor de no haber sido nunca dichosa ni en trueque de la desgracia de los otros, ¿presenciarían los tiempos de la felicidad venidera? Y Nuestra Señora de los Dolores, con su terciopelo tirante y ajado, sus lágrimas heladas, su corazón transido de siete puñales de plata, esa Virgen que no consoló a Paulina, Virgen de la especial devoción de una casa tan remota y ajena de su pasado, ¿podría convertirse en una Nuestra Señora quietecita y suya, que acoge todos los años el dulce septenario de familia?

¿Y ésos, el señor Galindo, la señora Serrallonga, que miraban a la nuera y al nieto sin amarles, les miraban rápidamente y se aprovechaban de esa fugacidad para saber que tampoco les habían amado a ellos? ¿Y el óvalo del panteón de pelo de muerto, y los butacones, y el brasero de los sahumerios?

Pero Paulina no había de recelar de ese menaje que volvería para siempre a la casa originaria de los Galindo.

En el «Olivar» les esperaban los muebles suyos: las cómodas de olivo, los armarios de ciprés, los lechos de columnas de caoba, los candelabros de roca, los espejos románticos, las consolas, los relojes, los alabastros... Y según iba recordando sus contornos, sus calidades, y pronunciándolo, adquirían configuraciones y semblante de vacilación. Todo aquello y los muros y envigados de los ámbitos de la casona y los árboles, la tierra y el aire y el silencio, todo pertenecía a su legítimo pasado, a su sangre y, por tanto, a su hijo; todo estuvo aguardando la felicidad de la heredera desde antes que ella naciese. Y todo quedó en un olvido de repudio por la voluntad de don Álvaro, el amo nuevo. El «Olivar» se desaromó de su recogimiento; se cerró el casalicio, fraguándose el ambiente del desamparo, conformándose en la desgracia. ¿Se despertaría jubiloso ahora, uniéndose a una súbita felicidad que no era de allí?

Paulina se asomó al balcón para ver Oleza, verlo todo sin la vigilancia de Elvira.

Palacio de Lóriz, la catedral, los campanarios, las azoteas, los palomares, Oleza, también toda Oleza, se quedó mirándola con asombro: «¿De veras que ya está decidida vuestra felicidad? ¿No tiene eso remedio? ¿Entonces no servirá de nada lo pasado, lo padecido, lo deshecho? ¿Qué servirá para la plenitud de vuestro goce? No sabemos. Todavía no sois sino lo que fuisteis, y la prueba te la da tu memoria ofreciéndote como un perdido bien aquel «Olivar» de tu infancia y aquella felicidad que te prometías bajo los rosales. ¿Te bastará la improvisada felicidad de rebañaduras? Resultasteis desgraciados; una lástima, pero así era. ¿Vais ahora a dejar de ser lo que sois? ¿Y nosotros, y todos?».

Pero Paulina no había de atender sino a su vida. La felicidad no era un propósito de la juventud. Y se internó en sí misma, escuchándose transverberada por los ojos, por las palabras, por el silencio de su esposo y de su hijo. En aquellos días, ¡qué pasmo, qué corazón asustado delante de la felicidad! ¡Cómo sería esa felicidad, una felicidad que, para serlo, había de desvertebrarse de la felicidad que cada uno se había prometido!

Y una tarde paró en el portal la vieja galera, la misma galera en que vino don Daniel todos los 28 de junio para comer con su prima doña Corazón y asistir a las horas canónicas de la vigilia de San Pedro y San Pablo, la misma galera que trajo a Paulina para su boda en el alba del 24 de noviembre, día de San Juan de la Cruz. También era de noviembre aquella tarde. Se cerró la cancela y la puerta. Y en los ladillos de badana del carruaje se acomodaron Paulina, don Álvaro y su hijo. Casi a la vez se soltaron tres toques de la espadaña de Palacio. Se puso a retumbar un campanón obscuro, siempre dormido en su alcándara de la catedral; luego se removió todo el campanario, y a poco cabeceaban las campanas de las parroquias, de la Visitación, de Santa Lucía, de San Gregorio, de «Jesús», de los Calzados, del Seminario, de los Franciscos... Y el campaneo se volcaba roto en las calles, en las rinconadas, en las azoteas, en los huertos, en el río... Todas las campanas doblaban por el obispo, que acababa de morir.

Paulina, don Álvaro y su hijo se persignaron, y siguieron silenciosos, sin mirarse, camino de la felicidad.

III. María Fulgencia y Pablo

María Fulgencia le escribió a Paulina:

«...Les han dicho que yo no estaba en mi casa de Murcia, sino en mi hacienda, y que sería inútil que pretendieran visitarme. Y sí que estaba. Yo sola. Les he visto desde que aparecieron por la esquina del aperador. Miraban ustedes mucho mis balcones. Les aguardé hasta sentirles en la escalera, y entonces corrí a esconderme en mi alcoba, la de mis padres, donde yo estuve muy enferma de tifus. En todos mis miedos me refugié aquí. Le vuelvo la espalda a todo el caserón porque me pongo en la ventana para mirar el huerto; todo lo miro muy bien; voy contando los limones que han salido en una rama, o las veces que acude la misma abeja al mismo albaricoque, o rompo papeles y los dejo ir para ver los trocitos que caen dentro de la acequia y se van a caminar por el agua, y yo me digo que estoy muy distraída, que al miedo me lo dejé perdido por la casa tan grande, y que no soy precisamente yo la preocupada y la temerosa. Eso quise hacer cuando ustedes iban subiendo. Me puse a la ventana para mirarlo todo, para contarlo todo, y nada me importó. Porque yo no quería volverme de espaldas a mí misma ni persuadirme de que no era yo quien huía de la sala donde usted y don Álvaro acabarían de llegar. Sí que era yo y eran ustedes, y entré hasta quedarme detrás de los cortinajes. Sentía la respiración de usted y la medía con mi latido. ¡Qué cerca estábamos; qué cerca yo de la madre de Pablo! Yo no le tenía miedo. Lo comprendí en seguida de mirarla. Nunca le había mirado tanto. ¡Si hubiese venido usted sola! Si usted hubiese venido sola, tampoco hubiera yo salido a besarla... Y yo les esperaba todos los días, desde que supe que quiso usted verme en Oleza. Y me dije: "Me escribirá o vendrá. Todos se imaginan que estoy recluida en el campo como una penitente. Pero ella me buscará y preguntará por mí en esta casa". ¡Y huí de usted! Es que ustedes, por ser generosos, no podían venir sino a consolarme. Y yo no quiero que me consuelen. ¡Si nos hubiéramos tratado; si nos hubiésemos querido allí, en Oleza! ¡Si es que allí no se quiere nadie! El grupo de nuestros maridos no necesitaba que fuéramos amigas nosotras. Les bastaba con tener ellos asuntos. No es que me queje. No me quejo de nadie ni de mí misma. Como es mi vida, es mía y la quiero mía. Hace un instante acusé a nuestros maridos de su amistad sin nosotras. Pero, ¿tratarnos, vernos, querernos nosotras? ¿Cuándo pude yo ir a usted, si en seguida se me apareció Pablo? Tuve que pararme a lo lejos. Y ahora, todavía más. Usted es su carne, su sangre; las manos de él son como las suyas, y la boca, y los cabellos, y la ansiedad de los ojos. ¡Qué vida tan profunda de mujer debe sentirse siendo la madre de él! Al principio de verme aquí sola me aconsejaba a mí misma: "Ya no he de recordar nada, porque ya no hay remedio". Pero, por eso, porque ya no hay remedio, no se me olvida nada. De veras le juro que no hay remedio; él no me verá nunca. Renuncio a lo más gustoso: a ser mirada por él; pero no renuncio a verle, verle sin que él lo sepa.

Cuando me di cuenta de que Diego nos había sorprendido -perdóneme- aquella mañana en el jardín, adiviné que yo, como casi todas las mujeres comprometidas, podía valerme de habilidades para encubrir la verdad. Pude remediarlo con embustes, y hasta se me ocurrieron y todo, y no quise. Y no quise fingir porque "él y yo solos", sin pensar en los demás, no caíamos en ninguna vergüenza; pero pensar en los otros hasta tener que engañarles era ya sentirse desnudos, como dicen que se vieron nuestros primeros padres en el Paraíso. Y anticipándoseme ese sonrojo, tuve el presentimiento de que mi paraíso estaba ya cerrado. Y si no había de entrar, ¿para qué entonces había de mentir? Cogí de la mano a su hijo y lo llevé hasta la puertecita de la ribera. Quise que me mirase mucho. Sabía que era la última vez que me miraba. Nada más nos mirábamos. Y cuando oí que me llamaban, entonces solté a Pablo, y rodeando las tapias me presenté a mi marido y dije la verdad, como si mi marido no fuese para mí sino un don Amancio Espuch. No es menester, ni debo contarle, nuestra pobre entrevista. Las gentes se han quedado sin drama ni comedia.

Aquella mañana, cuando Diego nos sorprendió, yo sentí un alivio muy grande, imponiéndome la renunciación. Acepté mi sacrificio con un poco de gracia de generosidad; lo acepté para no acatarlo algún día con malas actitudes. ¡Se acabó -como suele decir el señor deán-, se acabó el Ángel! Fue la promesa de mi felicidad. Yo lo buscaba, yo lo adoraba; quise ser su velada o su santera. Nunca me propuse que las cosas fuesen mías, sino yo de ellas. Por eso parezco tan antojadiza. Me rodeaba de estampas y de recuerdos de mi Ángel, y el Ángel fue la promesa de Pablo.

Principian a tocar las campanas del Sábado Santo. Tocan lo mismo que antes de marcharme a la Visitación. ¡Antes de ir a Oleza, cuánto había de sucederme! ¡Tocan las mismas campanas, y ya está todo!

Ya no voy a ver el Ángel. Ahora todos los días me asomo a mi terrado para mirar el tren de Oleza, el que sale de Murcia a Oleza. Tan lejos se quedó mi Oleza, que ya tiene tren, y con las mulas de mi labranza y un faetón de mis abuelos fui de este casón a la felicidad. Si su hijo también subiese a la ventanita más alta para ver el otro tren, el que viene a Murcia, no se enfade usted ni me aborrezca. Ya no pasará nada. Se lo juro, porque ahora ni su hijo podría volverme a la felicidad de antes».

Buena sonaja de los molinos; olor de harinas y salvados; olor de almazaras; olor de higueras, de naranjos, de maíces y cáñamos; los bancales de cáñamos donde pudo guarecerse toda la facción de Lozano en los tiempos heroicos. Llegaba de la vega el aliento del Segral, allí río crecido, del todo agrícola y caminante.

Casas de hacenderías. Casalicio de los señores. Porches y pilares con cuelgas de mazorcas. Estufas de capullos de la seda. Cañizos de almijar. En los zafariches se enjugaban los trigos, las ñoras, las cebadas. Al sol de las eras secaban sus meollos los calabazones de odre, las calabacillas bocales, las calabazas rotundas de cortezas de callo.

Viejos cipreses de aguja húmeda de cielo; su sombra, aceitada de antigüedad, y en el cerrado follaje el ruiseñor de todas las primaveras.

Romeros, jazmines, laureles; el aljibe con toldo de rosales. Jabardillos de palomas y golondrinas que vuelan redondamente y algunas descansan en las mismas socarreñas, en las mismas gárgolas de las palomas y golondrinas de antaño.

Calma de los insignes olivares. Sembradío, almendros y viñar que suben los oteros y bajan los barrancos; y en las lindes, los setos de granados agrios; de aromos con su leña de púas y sus cabezuelas de pelusa fragante; las pitas, con sus espadones dentellados y sus candelabros de tortas en flor; las chumberas, retorciendo sus codos de rebanadas verdes que dan en el borde los erizos de los higos.

De mañana y de tarde, a la misma hora, venía por el azul el silbo del tren de Oleza, y en seguida el estrépito del puente de hierro. Aquel ámbito de jácenas y tirantes roblonados parecía estrujarse, vaciándose de un temblor encendido que se descalfaba en las aguas dulces del Segral; y después, el silencio tan liso, tan desnudo en todo el campo.

Muchos días, de mañana y de tarde, vio Paulina a su hijo en la ventana cimera del desván contemplando ese tren, y no lo miraba cuando partía de Oleza para entrar en la comarca de Murcia, donde la mujer que le amó vivía retirada y sola; miraba el tren que de Oleza iba dejando la vega por los saladares, el que llegaba al mar y a las estaciones de enlace, principio de las líneas poderosas de ferrocarriles, los fuertes brazos que abrían las puertas del mundo lejano.

En el atardecer se desprendía el olor de los jazmines, de los naranjos, de los cipreses, que principiaban a enfriarse dentro del olor ancho y humedecido del horizonte.

Los jazmines, las rosas, los naranjos; los campos, el aire, la atmósfera de los tiempos de las viejas promesas; olor de felicidad no realizada; felicidad que Paulina sintió tan suya y que permanecía intacta en los jazmines, en el rosal, en los cipreses, en los frutales; la misma fragancia, la misma promesa que ahora recogía el hijo. El cielo se combaba glorioso sobre sus tierras, sobre los olivares extáticos. Un cántico balbuciente de agua que pasaba como entonces. Una nube blanca, pomposa, que dejaba un acento de alegría en la heredad.

La huerta, la labor, lo yermo, toda la heredad iba mirando don Álvaro, toda la corría en su ocio de caballero confinado, sin empresa ni designio que sentir ni consentirse. Se asomaba a los molinos, a las trojes, a los patios y alhorines. Buscaba su casa, hundiéndose por las salas, por los dormitorios, por las escalerillas de servicio. Llegaba a los sobrados, prenderías del tiempo: cribas, orzas, libros, cofres; la espada, las botas de espuelas y el casaquín de brigadier carlista de un tío de Paulina, y en lo alto, el estudio de astronomía del buen faccioso, con su butacón de terciopelo, el atril y la esfera de meridianos de arañas.

De la luz ancha de los desvanes a la clausura de los salones, al escritorio, al herbario, y de nuevo pasaba por las vides de su puerta, caminando sin goce, porque de todo lugar, de todas las cosas en que hubiese querido complacerse: del rosal del aljibe, que coronó a Paulina novia, cuando ella le esperaba sonriéndole de amor; de la noche, aquí tan íntima, tan nupcial; de todo motivo de ternura y delicia, y de sus recuerdos y de su cansancio; de donde quisiera reclinar el corazón le salía una voz, la voz de sí mismo, empujándole con el «Anda, anda, anda» del maldecido.

Don Álvaro se recostaría en los más grandes dolores sin una queja. ¿No repudió a la hermana? ¿No se apartó de su único camino: del ardor de la causa, del odio y de la amistad y del mundo suyo? Sería capaz del mal y del bien, de todo menos de entregarse a la exaltación y a la postración de la dulzura de sentirse. No se rompía su dureza de piedra, su inflexibilidad mineralizada en su sangre. Siempre con el horror del pecado.

A veces quiso leer. Abría viejos documentos y volúmenes de los abuelos de Paulina. Una noche leyó en las Ordenanzas de Castilla la ley XXI, donde se manda «que todas las barraganas de los clérigos de todas las ciudades, lugares y villas traigan por señal un prendedero bermejo, tan ancho como tres dedos, encima de las tocas, pública y continuamente...». Recordó el beso delirante de Elvira a Pablo. La que besó de esa manera ¿no pudo traer la faja de ignominia?

En la Crónica de Oleza encontró un pregón del Justicia que decía: «que se hiciese requisa en las casas de los capellanes, llevando a la mancebía las mujeres que tuvieran amagadas...».

¿Se hubieran llevado también a su hermana? Y se avergonzó de su pensamiento.

Horror del pecado. Horror de la desgracia que podía suceder.

Otra noche quiso un libro. Lo abrió por el capítulo XV. Y leyó:

«No hay nadie que tema más el infortunio que aquellos cuya mísera vida les habría de dejar a salvo del miedo y que debieran decir como Andrómaca: ¡Pluguiera a los dioses que yo temiese! Hay en Nápoles cincuenta mil hombres que se alimentan de hierba, que se cubren con harapos, y estas gentes se horrorizan a la más leve humareda del Vesubio. Tienen la simplicidad de temer que puedan llegar a ser desgraciados».

IV. F-O-C-E

El ferrocarril de Oleza-Costa-Enlace dejaba la emoción y la ilusión de que toda la ciudad viajase dos veces al día: en el correo y en el mixto; o de que toda España viese a Oleza dos veces al día. Oleza estaba cerca del mundo, participando abiertamente de sus maravillas.

La estación, de ladrillos encarnados y andenes de eucaliptos y acacias, era por las tardes sala de familias, horizonte diario de la mocedad, alivio de los afanados, solaz de canónigos y caballeros, feria de flores -en ramos, en haldadas y canastas- y de las sabrosas especialidades de masa y confitura: pasteles de gloria de las clarisas de San Gregorio, costradas de yema de la Visitación, hojaldres de las verónicas, limoncillos y arropes de las madres de San Jerónimo... Muchos sábados se voceaba también El Clamor de la Verdad, y los jueves La Antorcha -semanario liberal-. La Antorcha se complacía de esta abundancia de productos olecenses. Carolus Alba-Longa, no. Alba-Longa, desde sus fondos titulados «Alerta», daba el aviso de fraudes funestos para el merecido renombre del dulce de Oleza. No era posible que todo lo que se vendía y se facturaba en la estación saliese de los obradores de las comunidades. De seguro que lo apócrifo se mezclaba cautelosamente con lo legítimo. La Antorcha publicó su réplica: «¿Y qué?», epígrafe de arremangada impertinencia. Probó, a la fría luz de la estadística, que la cochura de pastas y compotas no había menguado en los hornos monásticos. Domingos y fiestas, las clarisas, las salesas, las jerónimas, las verónicas no podían satisfacer todos los pedidos. Al mismo tiempo doblaban sus tareas las confiterías seculares, tareas no clandestinas, porque las casas estampaban su marca, y ni en aprovecharse de las advocaciones de los dulces monjiles había engaño, sino uso lícito de una onomástica tradicionalmente ineludible. Si los viajeros del ferrocarril de Oleza-Costa-Enlace compraban hojaldres y bizcochos laicos, creyéndolos amasados en las artesillas «de las hacendosas abejas de los panales del cielo» -verdadera galantería liberal-, ¿qué culpa tenía el gremio de dulceros? ¿Que se confunden las castas de dulces? ¿Y qué? Si el dulce del siglo resultaba tan gustoso como el del claustro, ¿negaría Carolus Alba-Longa las eficacias del progreso, los beneficios públicos de la competencia?

De este pleito se apartaba el señor penitenciario, amargo de realidades diocesanas; el padre Bellod, de broncos sentidos, y el homeópata Monera, sin ninguna voluntad para los gustos de este mundo.

Pesábale al canónigo que Alba-Longa se disipara en naderías, necesitándose de tanto ahínco para otras difíciles empresas. Por ejemplo.

Cuando pronunció «por ejemplo» ocurriósele al homeópata decir:

-Sin don Álvaro, todos habíamos de confiar en don Amancio; don Amancio se tiene por el caudillo. ¡Se llama a sí mismo el Juan de la Causa!

-¿Juan? -preguntó el padre Bellod soltando su risa-. Juan ¿qué?

-Por ejemplo -insistió recremándose el señor penitenciario-: siete meses está Oleza sin pastor, siete meses huérfana, y nadie parece sentir la expectación aflictiva de otros tiempos de sede vacante. ¡Cómo se encendía entonces don Amancio pidiendo nuestro remedio! Su generosa palabra no fue oída en Madrid, por fortuna para mis sienes...

El padre Bellod sonrió con boca marrullera, mirándoselas con su único ojo.

-¡Mis sienes, que no hubieran resistido la pesadumbre de la mitra! Y ahora...

Monera necesitó interrumpirle otra vez. Después del apartamiento de don Álvaro Galindo y del fracaso conyugal y tibieza política de don Amancio Espuch, Monera podía creerse el seglar eminente del corro. Y Monera dijo:

-Ahora no es entonces; ahora ya tiene Oleza candidato seguro, candidato de «Jesús» y de los liberales: monseñor Salom.

-¡Monseñor Salom! ¡Pobre monseñor Salom!

Y el penitenciario y el padre Bellod se reían de Monera.

(Es difícil escaparse del éxito. Pero el éxito se descabulle de todas las manos. Es arcaduz que ya sube colmado, ya baja vacío. Por la mañana, Monera no supo cómo aplacar a su mujer, que, poco más o menos, le gritó: «Tráeme tazas y picheles de las alfarerías de Nuestra Señora, barro bendito que vuelve fecundas a las estériles. ¡Venga un hijo, hija o hijo; yo lo que quiero es quedarme embarazada!». Y por la tarde, Monera no supo cómo resistir la burla y los ojos del penitenciario, y miró sin gana su reloj, gordo como una naranja de oro, lo mismo que hacía en sus poquedades de antaño).

Tenía razón el canónigo: Oleza no se desesperaba por su orfandad. Pasaba el tiempo, y pasaba el tren divirtiéndola de su luto.

Desde la Glorieta hasta la estación, el antiguo y arbolado camino de Murcia convirtiose en alameda con bancos, baldosas, faroles, podas y riegos municipales. Tránsito y rebullicio de mocitas y viejas del arrabal y de la huerta, vestidas de pendones y mugres, flacas y descalzas, pero sin faltarles en su moño la brasa de un clavel o la peina estrellada de diamelas. Llevaban pomos de rosas, manojos de clavelones y nardos, biznagas de jazmines, ramos de figura de jarrón, ramos de tres pisos de forma de ánfora con un leve temblor de nebulosas y estelarias; las asas, de hierbacinta; la boca de azucenas y de azahar o de magnolias abriéndose en el nido de follaje de laca de su árbol, y el mazo de los tallos zumosos atado sabiamente con tomiza fresca...

Los beneficios del ferrocarril para los floricultores y floristas no los negaría Alba-Longa. Los cosecheros de naranja, de pimentón, de aceite, de hortalizas y cáñamo; los terciopelistas, los aperadores, los alfareros exportaban ahora lo suyo en los trenes mixtos y mercancías; pero antes tampoco se les malparaban las cosechas y las industrias agrícolas, porque todo hallaba salida con los cosarios y arrieros que iban a los mercados de la provincia y de la Mancha y a los muelles de Alicante, de Torrevieja, de Cartagena y Águilas. Pero las flores, no; las flores renacían, se multiplicaban y se ahogaban dentro de Oleza. Oleza había sido un jardín cerrado y abandonado. Las flores se criaban entre las habas y las fresas, en los tablares de lechugas, en las lindes del panizo. Cuadros de coles con orillas de alhelíes, de rosales, de francesillas, de carraspiques y dalias; senderos de lirios, de margaritas, de hierbaluisa; cañar de alubias con espalderas de heliotropos y de celindas; rebordes de noria plantados de girasoles y geranios, arrimo y puerta de barraca a la sombra de un olmo y del árbol del Paraíso; blancas campánulas y galán de noche entre la higuera y la vid, y no había corral sin dondiegos y cidro, balcón sin claveles, azotea sin jazmín, leja ni cantarero sin albahaca, sin vaso de flores. Flores en los altares, en el mostrador, en la sala, en el burdel, en el corpiño y en los cabellos de la mujer de manteleta y de la andrajosa.

Si no se engorda con las flores, daban un jornal menos duro que menando soga o recogiendo estiércol del camino.

Fueron conocidos los ramos de Oleza, y subió la fama de sus dulcerías y tahonas.

Pero las familias de rango no aceptaban otros manjares de postre de santos y fiestas que los modelados por dedos místicos. Cundía la preferencia entre muchos golosmeadores forasteros, con lo que creció tanto la demanda de las especialidades legítimas, que ni quebrantando el horario regular lograban las abejas del cielo abastecer la parroquia de este mundo, y tuvieron que valerse de labores profanas. Así fue perdiéndose la virtud de la emulación, cantada por La Antorcha. Y todos fueron unos. Aunque fuesen unos, don Magín siempre quiso los dulces monásticos; pero los ensalzaba todos. Proclamaba la importancia del dulce por lo que recuerda y sugiere y por su valor folklórico; afirmaba también que era un indicio del carácter, de las virtudes y de los pecados de toda una época. Y se dolía de no ser tan docto en disciplinas históricas como Alba-Longa, y más aún de no serlo como el tío de Alba-Longa: el difunto Espuch y Loriga; pues, siéndolo, juntaría papeles y estudios para escribir un comentario de la cocina y artesa de la antigua Corona de Aragón, desde los últimos confines de la diócesis de Urgel hasta los primeros términos del obispado de Cartagena-Murcia. En esta obra, con apéndices de parcelas filológicas, se vería que el horno y el amasador van medrando al abrigo de la liturgia y de la hagiografía, y que la Corona de Aragón comprendía las tierras más emocionadas de tradiciones y devociones; la más rica en artes populares, en variedad de culturas estéticas y agrarias y en condimentos, suculencias, conservas, masa de huevo, de manteca y aceite. Deduciéndose de todos los datos y doctrinas que una buena gollería, un buen saborete de abolengo responde siempre a un estado categórico civil y eclesiástico de la vida y del idioma.

Retozaban las risas, y todos decían:

-¡El don Magín de siempre!

-¡Si todo se muda, a todo se acomoda! ¡Tañe el esquilón y duermen los tordos al son!

-¡Y siempre tordos son! ¡Y don Magín siempre es don Magín!

Pero ¿de verdad era don Magín el mismo don Magín? Como siempre, seguía su itinerario mañanero por las calles de Oleza, ceñido un lado del manteo y el otro cayéndole a pliegues; el canalón, en la nuca, le dejaba la frente al sol; sus dedos, con la caricia de una hoja tierna, de un copo de gramínea. Se volvía hasta sin querer a todas las rejas donde floreciesen nardos, clavellinas, doncellas bordadoras, y descansaba en el portal de algunos obradores de chocolates para recoger el generoso vaho. Corredera de San Daniel, con trajín de recuas de molino; calle de los Caballeros, de casones blasonados; calle de la Aparecida, con umbría de tapias y frutales y ruido de acequias; plazuela de Gozálvez, con su álamo de aldea, cargas de encendajas para las tahonas, y, en medio, el farol de aceite, que le decían el Crisuelo.

-¡Ya viene don Magín!

-¡Atienda, don Magín!

-¡Eso no será sin don Magín!

Lo mismo que siempre. ¿Lo mismo? Ya no estaban los de Lóriz en su palacio, que tampoco era palacio, sino lonja de contrataciones de las industrias de sedas y cáñamos. Ni se asomaba don Magín al huerto y biblioteca del obispo; acabó su diálogo de amistad, amistad sin desencanto, sin llaneza de camaradas que se quedan en mangas de camisa y precipitadamente se ponen la muda de paño nuevo de domingo. Don Magín y el prelado nunca se desnudaron del señorío de sus calidades ni tuvieron que añadirse de pronto vuelo de almidón. Oleza se encogía de hombros al pasar por el Palacio episcopal, entornado y vacante. Desapareció la Monja. Se cerró la casa de don Álvaro... Todo se quebrantaba y aventaba en el ruejo y en la intemperie de los años.

Y don Magín seguía siendo don Magín. Capellán de cuerpo entero y bien entero. Afirmativo y consustanciado de la Oleza clásica; comunicado del aire y sal de humanidad de todos los tiempos. Se hablaba de él y se le sentía hasta por tradición, como el clima, las campanas, el edificio histórico de un lugar. Pero el clima de una tierra y de sus ánimas mejor lo siente el forastero que el lugareño; las campanas le suenan y retiñen al vecino cuanto más se aleja de su parroquia, y el edificio famoso quedó para eso: para fama, y no se ha de meditar en lo que de todas maneras ya tiene su concepto sellado. Así don Magín en Oleza.

Como ya se sabía que don Magín era don Magín, no se sabía de él ni su pecado, su pecado concreto, lo más conocido de todos los clérigos y seglares. Por su brío y sensualidad podría cometer los peores con la misma elegancia que llevaba su manteo y su paraguas de Génova.

Las flaquezas de los demás serían en don Magín robusteces. Finalmente, no se le perdonaba la paradoja de que, siendo según era, fuese puro.

Meditaciones primarias de don Magín: «No aspires, alma mía y alma de mi prójimo, a demasiada perfección; no grandes sacrificios, no fuera que lo costoso de estos actos te disculpe de cumplirlos. Acepta las humildes bondades, que el gusto y la ternura que les siguen nos convidan a otras mejores. El Kempis dice: «Tentación es la vida del hombre sobre la tierra. El fuego prueba al hierro y la tentación al justo». Yo te digo: toda la vida del hombre es un sacrificio, y se asusta cuando se le impone estrictamente alguno. Después de todo, el sacrificio es una virtud resolutoria. ¿Que no puedes poseer lo que apeteces? Sacrifícate a no tenerlo. Luego ¿deberá aceptarse el sacrificio más a sabiendas y pronto para que sus provechos se ocasionen antes? Dejemos a los sacrificios con sus desabrimientos y dolores, y así, y por lo menos, serán sacrificios, y el hombre tendrá que agradecerse algo y que ofrecer a Dios, ya que nunca se le ofrecen los goces. Y si los sacrificios no fueren soluciones, que sean siquiera un sufrimiento, y serán algo, aunque no sean afirmativamente nada».

Algunos decían que en don Magín se daba el difícil primor de esconder lo mismo sus pecados que sus virtudes. Y para eso hubiera tenido que vivir siempre cerrado, con luz artificial y bajando el resuello. Y él no renunciaba al grito ni a la holgura, y así pudo responderle a doña Purita, que le quiso picar y recelar por desaparecer de las amistades:

-¡Yo, hija de mi alma, lavo, tuerzo y tiendo mi vida al sol!

-¡No será al de la ventana de doña Corazón, donde ya no se le ve ni por lástima de aquella impedida!

Al separarse, no pensaba don Magín: «¡Cómo está hoy esa mujer!», sino: «¡Qué tendrá esa criatura!» En la mirada de la gentil doncellona había una quietud de lejanía.

Y aquella tarde apareciose en la sala de la tullida señora. A la Jimena se le reverdeció y alborotó el enfado de la ausencia del capellán con tan súbita presencia.

Con ellas estaba una celadora del Santísimo, y nadie más. Poco fue lo que se devanó: que una de las Catalanas -la mayor o la menor- había muerto, y los bienes quedaron para la otra, de la que pasarían -según testamento de entrambas- a dotar tres capellanías en Barcelona, menos su casa y tierras de Oleza, legadas a Nuestro Padre San Daniel, y mil reales a una niña huérfana de su vecindad. Que don Roger y el señor Hugo, después de mirar un día con tristeza a doña Purita, dejaron ya de mirarla, y se volvieron, dóciles y arrepentidos, a «Jesús», y «Jesús» los aceptó misericordiosamente.

...Y doña Purita no venía, y doña Nieves tampoco.

Agotado el hilo, recordose la Jimena de la beata de Gandía y de don Álvaro. Llegó a decir que había sido de justicia aborrecerles tanto y que en fuerza de ser tan justos con ellos iban aborreciéndoles menos.

En el regazo de dona Corazón y entre sus manos pulidas y perfumadas de sebillo de bergamota se dormían los años viejos de Oleza, y a la vez rodaban las mudanzas de los tiempos.

-¡Ay, todo pasa, todo pasa volando, don Magín!

Don Magín penetró en la segunda morada de su conciencia:

«¡Era verdad; todo pasaba volando después de haber pasado! Pero ¿y antes de pasar? En las delicias y en las adversidades pocos escapan de decirse: ¡Eso no lo pude gozar! ¡Esto no lo podré resistir! Pues aguardemos, y dentro de algunos años: diez, quince, veinte años, todo se habrá derretido. Escondida tentación de mujer: ¿Es aquélla? ¿Es esta mujer? -¿Pensaría entonces don Magín en doña Purita?- Ella tiene treinta años y yo cincuenta. ¡Dentro de veinte más! Todo pasa, inclusive lo que no pasó».

Pues que vemos lo presente
que en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente
daremos lo no venido
por pasado.

¿También lo no pasado lo daremos por pasado? Todo pasa. ¿Todo? Pero ¿qué es lo que única y precisamente pasará sino lo que fuimos, lo que hubiéramos gozado y alcanzado? Y si no pudimos ser ni saciar lo apetecido, entonces ¿qué es lo que habrá pasado? ¿No habrá pasado la posibilidad desaprovechada, la capacidad recluida? ¿Y nuestro dolor? También nuestro dolor. ¿Y no quedará de algún modo lo que no fuimos ni pudimos, y habremos pasado nosotros sin pasar? Dolorosa consolación la de tener que decir: ¡Todo pasa, si morimos con la duda de que no haya pasado todo: la pasión no cumplida, la afición mortificada!...

Sin doña Purita se desganaba la charla, quedándose en porciones. Verdaderamente habían pasado también los tiempos de la tertulia de doña Corazón.

Y el capellán levantose y se fue a su banco de la alameda, frente a los huertos; allí fumaba y tragaba el aire del atardecer, que venía embebido de olor de campo tierno; desde allí recogía el silbo y estrépito del tren, que le dejaba la promesa de distancias, más claras y grandes en las losas de su banco predilecto que en los andenes ferroviarios donde se ve con exactitud al maquinista y el número de la máquina; y después, en su aposento rectoral, dentro de la corona de luz de su velón de aceite, se abrían los horizontes de su mundo y se apretaba su soledad, tan yerma sin el obispo leproso.

...Estruendo y polvo de un coche amarillo, con muestra verde de la «Fonda de Europa»; antiguo parador de Nuestro Padre.

Mandaderos, mozas, anacalos y aprendices con bandejas, cuévanos y tablas de hornos y pastelerías.

Trallazos, colleras, herrajes y tumbos del coche del «Mesón de San Daniel».

Familias de Oleza, menestralas de las sederías, arrabaleros de San Ginés, viajeros rurales, frailes, socios del Casino...

Mujeres con ramos de flores, de cidras y naranjos. Una vendedora, toda vibrante y dura como un cobre, le dio a oler a don Magín su esportilla de magnolias húmedas. Y el capellán entró todo su rostro en las carnales blancuras suspirando: «¡Ay, sensualidad, y cómo nos traspasas de anhelos de infinito!».

Alameda callada; don Magín solitario; y comenzó a sentirse el tren que venía de Murcia. Entonces, bajo el toldo de los árboles, surgió, al galope de botes de mula, una tartana de alquiler con cestos, atadijos, y a la zaguera un cofre. Volviose don Magín para mirarla, y vio entre los equipajes un bulto repulgado y una graciosa silueta que le envió un adiós cohibido.

Don Magín olvidose de su edad, de su hábito, de su sosiego, y se atolondró y corrió como un don Jeromillo.

La visera de cinc de la marquesina y el lomo del tren cerraban la tarde; y dentro hervía la folla de viajeros, de ociosos, de mendigos, de ferieros...

La vieja ciudad episcopal palpitaba en las orillas del universo. Desde las portezuelas, comisionistas de azafrán y cáñamo, técnicos ingleses de las minas de Cartagena, viajantes catalanes, mercaderes valencianos de sedas, familias castellanas de alumnos de «Jesús», cogían en brazos las flores, los manojos de limas, de naranjas, de ponciles... Tanto se condensaban los aromas que don Magín tuvo angustia. Los vagones le parecían capillas de vela de difunto y altares de novia. Olor nupcial. Olor de muerte. No paraba la barbulla de huertanas ofreciendo ramos a peseta, a seis reales, a nueve reales... Y al segundo toque de la esquila ferroviaria, vino la baja de los precios del mercado floral. ¡A seis, a nueve y doce perros jordos!

En el estribo de un segunda, un buen hombre, todo inflamado, devoraba una pella de San Gregorio, torcida la gorra, saliéndosele los puños postizos de porcelana; y se reía y ahogaba de manjar defendiéndose de las floristas.

Se le embistió una rapaza con dos espigas de nardos y dos magnolias entornadas, las dos más altas y frías del árbol. ¡Todo por siete perricas!

-¡Quiere decir!

-¡Cinco!

-¡Obsolutamente! (Era de Granollers).

Se apartó para que bajase una viejecita de manto.

-¡Doña Nieves!

Vio la santera de San Josefico a don Magín, y santiguose diciendo:

-¡Estaba de Dios! ¡Aquí lo tienes, mi hija!

Y apareció doña Purita. ¡Se marchaba de Oleza escondiéndose, como si huyese!

-¿Hasta cuándo?

-¡No lo sé, don Magín!

Y rápidamente le contó que su hermana casada en Valencia la llamaba. Medraron los asuntos del marido; crecía la casa. A nadie más que a doña Nieves se lo dijo. De nadie más quiso despedirse. Doña Nieves lo presenciaba y resistía todo sin una lágrima.

El último toque. Estrépito de portezuelas.

-¡A cuatro perricas!

Don Magín tomó los nardos, las magnolias. Y subieron los valores.

-¡A peseta, don Magín!

Le rodearon las vendedoras; y él les arrebataba rosas ardientes, rosas pálidas, capullos de naranjo, broches de jazmines, y todo lo volcó en el asiento y en el regazo de la viajera.

Ella le besó la mano, y cortó un nardo y también lo besó y se lo dio diciéndole:

-Cuando yo iba de corto, usted me dijo que me parecía a un nardo. ¡Tómeme chiquitina!

Descubriose don Magín, y se inclinó en silencio.

Silbó la máquina, retumbó todo y comenzó a salir el correo de Oleza.

-¡Adiós, don Magín; adiós, doña Nieves! ¡Ya no me quedo para vestir imágenes; voy a vestir y lavar y besar sobrinos que dan gloria!

...Vientecillo fino, crujidor, que le alborotaba los rizos y el velo. Anchura de campo. Purita se asomó más. En la primera acacia de la estación permanecía don Magín con la cabeza desnuda, plateada; una mano caída y la otra elevando la flor besada. Don Magín, de lejos -de lejos para siempre-, parecía envejecido y más solo que ella. Y a su lado, muy quietecita y disminuida, doña Nieves, con el pañolito en los ojos impasibles.

El tren arremolinaba la hojarasca de las cunetas. De cada cruce de vereda, de cada barraca se alzaba un vocerío en seguida remoto. Un rugido de agua. Calma y silencio. Carretas de bueyes. Senderos entre maizales. Humos de ribazos. Pozas y agramaderas de cáñamo. El paso a nivel de la carretera con sus olmos corpulentos. Dos jesuitas que miraban el correo y después siguieron su vuelta a «Jesús». Ruedas de menadores en un camino hondo de tapias. Más silencio. Más pequeña Oleza, recortándose toda en las ascuas de poniente. Racimos de campanarios, de cúpulas, de espadañas -ruecas y husos de piedra- en medio de lienzos verdes, de barbechos tostados, de hazas encarnadas, de cuadros de sembradura. Palmeras. Olivar. Todo giraba y retrocedía bajo la comba del azul descolorido. Cipreses y cruces entre paredones. El Segral solitario. Lo último de Oleza: la torre de Nuestro Padre; el cerro de San Ginés... Se adelantó un monte con las faldas ensangrentadas de pimentón. Nieblas y cañares. Y se quedó sola en el campo una colina húmeda con una ermita infantil. Encima temblaba la gota de un lucero...

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José Calvo Tello

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TextGrid Repository (2022). conssa. El obispo leproso. El obispo leproso. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DD8F-A