I
Mario tenía encendidos los pómulos y el resto de la cara bien pálido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resistía a dar paso al café, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente café. Los papás leían los periódicos; las niñas escuchaban distraídas las notas prolongadas, quejumbrosas, del violín.
El violín se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qué. El vasto salón del café estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el módico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y se daban tono de personas pudientes. Había también estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categoría y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable.
De todas las calles céntricas de Madrid, la única que conserva cierta tranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calle Mayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El café del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carácter burgués, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la hora presente no se han dado cita allí las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital. Ni a primera ni a última hora de la noche reina allí Príapo, numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos.
Cualquiera podría observar que una de las niñas, la más llena de carnes y redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilaba en aquella dirección. Cuando esto acaecía, la joven sonreía leve y plácidamente mientras aquél hacía una mueca singular que nada tenía de sonrisa, aunque pretendía serlo.
Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos pequeños y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo único que prestaba atractivo y ennoblecía singularmente aquel rostro vulgar. No sólo miraba con más recelo que entusiasmo hacia la niña de la mesa inmediata; también dirigía sus ojos asustados hacia la puerta de cristales que se abría y cerraba a cada momento para dejar paso a los tertulios. El chirrido del resorte le producía vivos estremecimientos.
—¡Cuánto tarda hoy Don Laureano! —exclamó al fin en voz alta dirigiéndose al compañero que tenía enfrente.
Era éste joven también, de rostro pálido adornado con gafas; gastaba la barba y los cabellos largos en demasía; su traje, más desaseado que mezquino. Ni respondió ni levantó siquiera la cabeza al oír la exclamación de su amigo, atento a la lectura del periódico que tenía entre las manos. Mario quedó algo confuso por aquella indiferencia, y añadió sacando el reloj:
—Las nueve y media ya… Otros días está aquí a las nueve.
El mismo silencio por parte del joven de la luenga barba.
Una miradita a la puerta, otra a su regordeta vecina y un sorbo de café fueron las tres cosas que supo hacer para indemnizarse del desdén de su compañero. Y se propuso firmemente no volver a dirigirle la palabra. Pero a los cinco minutos sacó de nuevo el reloj y, sin acordarse de su propósito, preguntó:
—Adolfo, ¿sabes si Don Laureano está enfermo?
Adolfo hizo un leve movimiento de indiferencia con los hombros sin pronunciar palabra.
—Es que como ya son cerca de las diez menos cuarto…
Adolfo era realmente un hombre superior, como se verá en el curso de la presente historia. Hablaba poco, reía menos, y el espectáculo de las pasiones humanas no lograba turbar el vuelo elevado de sus pensamientos. Sin embargo, al cabo de un rato, observando la impaciencia de su amigo, traducida en vivos movimientos descompasados que hacían rechinar la silla y ponían en peligro inminente la botella del agua y las tazas de café, levantó los ojos hacia él, y una benévola sonrisa de compasión se esparció por su rostro reflexivo. Mario, que admiraba profundamente a Adolfo, se puso colorado e hizo esfuerzos colosales para estarse quieto.
—¡Al fin! —exclamó a los pocos instantes, viendo aparecer por la puerta a un caballero alto, de figura distinguida, vestido con exquisita elegancia.
Pero en vez de manifestarse alegre, como era de esperar, su fisonomía adquirió la misma expresión que si viera un fantasma.
Don Laureano, que, aunque viejo, conservaba en su rostro fino, expresivo, adornado con pequeño bigote, la mejor prueba de los numerosos triunfos sobre el sexo femenino que se le atribuían, acercose lentamente, con un cigarro puro en la boca, fijando su mirada en todas las mujeres que por allí había sentadas. Saludó alegremente a los jóvenes, con la misma libertad y franqueza que si fuera uno de ellos, dio un par de palmadas para llamar al mozo y dirigió unas cuantas sonrisas amicales a los parroquianos de las mesas inmediatas.
—Aquí tiene usted a Mario deshecho de impaciencia. Ya preguntaba si estaría usted enfermo —dijo Adolfo.
—¿Pues…? ¡Ah, sí…! No me acordaba que debo presentarle a su Julieta… ¡Oh! ¡La juventud…! ¡el amor…! ¡Qué pena para mí ver esas cosas ya de lejos! —añadió con un suspiro.
Pero sus ojos codiciosos, atrevidos, dirigiéndose al mismo tiempo hacia una hermosa mujer sentada cerca del mostrador, pregonaban bien claro que no andaban tan lejos como decía.
—Usted me permitirá que tome café, ¿verdad? —preguntó en tono de burla a Mario.
Éste sonrió, ruborizándose.
—Tome usted lo que quiera. No hay prisa.
—Muchas gracias.
Mientras Don Laureano tomaba el café, enfilando miradas incendiarias a la belleza que había descubierto, y Adolfo se enfrascaba nuevamente en la lectura del periódico, nuestro joven enamorado cambiaba sonrisas de inteligencia con la vecinita.
Había estado muchísimo tiempo asistiendo al café sin fijarse en ella. Un día le dijo don Laureano: «¿Sabe usted que una de las vecinitas, la más gruesa, no le mira a usted con malos ojos?». Lo dijo por bromear; pero bastó para que nuestro joven fijase su atención en ella, la fuese hallando cada día más bonita, aunque en opinión de todos no fuese más que pasable, se interesase un poco y concluyese por enamorarse perdidamente. Mario no había conocido a su madre. Su padre, hombre público importante, subsecretario, consejero de Estado varias veces, había fallecido hacía tres años. Como acaece algunas veces, más de las que el vulgo imagina, Don Joaquín de la Costa, que había tenido tantas ocasiones de hacerse rico, murió sin dejar hacienda alguna a su hijo. Tuvo que vivir éste exclusivamente con el empleo de doce mil reales que le había dado en el ministerio de Ultramar. El dinero que recabó de la almoneda de su casa lo gastó muy pronto en una escapatoria que hizo a Francia y a Italia. Como testimonio de respeto a la memoria de su padre, el ministro que a la sazón desempeñaba la cartera de Ultramar le había ascendido a catorce mil reales, y tal sueldo era lo único que poseía. Alojaba en una casa de huéspedes donde por tres pesetas le daban habitación y almuerzo. Comía siempre en casa de alguno de los amigos de su padre. Con lo que le restaba de la paga atendía pasablemente a sus necesidades, que no eran muchas: un traje decente, una taza de café, al teatro los sábados y a los conciertos los domingos de primavera. Había, no obstante, cierto agujero por donde se le escapaban más pesetas de las que podía destinar a sus placeres, colocándole a veces en situación angustiosa. Hay que decirlo en secreto, porque a Mario no le gustaba que se divulgase entre sus amigos. Era aficionado a la escultura. En modelos, vaciadores y utensilios se le iban lindamente los cuartos.
Desde muy niño había mostrado afición al dibujo. Su padre, por complacerle, le puso maestro: llegó a dibujar muy correctamente. Luego emprendió la pintura, venciendo sin trabajo la resistencia de su padre. Sentía éste verle malgastar tanto tiempo en las clases de adorno, dejando abandonados los estudios serios. En la pintura no hizo tantos progresos. El color ofrecía para él dificultades insuperables. En cambio, por la amistad que trabó con algunos de los discípulos de la clase de escultura en la Academia, comenzó a ensayarse en el modelado, y se sintió desde luego tan apto que siguió trabajando con ahínco. En poco tiempo hizo progresos extraordinarios. Tantos le parecieron y tanto le llenaron la cabeza de viento sus amiguitos, que un día tuvo la audacia de presentarse a su padre manifestándole que quería dejar la carrera de abogado para dedicarse exclusivamente a la escultura. No se sabe cómo Don Joaquín le dejó vivo. Su indignación estalló de tal manera fragorosa, que el pobre Mario corrió a refugiarse en su cuarto, donde lloró con abundantes lágrimas la ruina de sus ilusiones artísticas.
Mal que bien y a trompicones terminó la carrera de leyes. Pero, ocultándose cuidadosamente de su padre, seguía modelando en casa de un amigo que le facilitaba para ello su estudio. Allí perdía horas y horas mientras los tratados de derecho civil y canónico yacían en los rincones de su cuarto solitarios, cubiertos de polvo, en ignominioso e inmerecido abandono. Cuando su padre falleció, experimentó profunda sensación de soledad y tristeza. Había vivido siempre en total ignorancia de las condiciones materiales de la existencia. La bondad de su padre le consentía gastar todo su sueldo en caprichos y placeres. Era un hijo de familia mimado que vivía en su casa como en una fonda. Al revelársele su situación quedó sumido en profundo abatimiento. Salió de él bastante cambiado. Sus pensamientos fueron más graves, más tristes, más prosaicos. Comprendió que era necesario cambiar de todo en todo sus costumbres, reducir al último grado posible sus necesidades y vivir modestamente atenido al sueldo que felizmente la previsión de su padre le había alcanzado.
No obstante, estos sanos propósitos estaban tan frescos que se borraron al contacto de las ocho o diez mil pesetas que la almoneda de su casa le produjo. En vez de guardarlas como reserva para cualquier apuro o sacar de ellas algún interés, así que las tuvo en la mano surgió en su cerebro el pensamiento de hacer un largo viaje. Aprovechando la compasión del ministro obtuvo licencia ilimitada y recorrió durante cuatro meses las principales ciudades de Italia y algunas de Francia, Alemania e Inglaterra. Era el sueño de su vida. Conocer los monumentos arquitectónicos y ver los mármoles auténticos de la antigüedad pagana era una aspiración intensa que en su espíritu exaltado había llegado a convertirse en fiebre. Al subir los escalones del peristilo del museo del Louvre y descubrir al final de larga sala, arrimada a un cortinaje rojo, sola sobre su pedestal la célebre Venus de Milo, sintiose poseído de una emoción indefinible: las piernas quisieron doblársele, y si no le detuviese el temor al ridículo, hubiera caído de rodillas ante la majestad de la diosa, a semejanza de los marinos griegos, que al arribar a la costa de Milo se apresuraban a rendir adoración a la hermosa Aphrodita. El mismo sentimiento de alegría y respeto que a ellos les embargaba embargábale a él. Si no la creía como ellos nacida de la espuma del mar, fecundada por la sangre de Urano, juzgábala nacida de la mente divina de un artista que hasta ahora nadie igualó jamás. Algo semejante, aunque no con tal fuerza, le acaeció en presencia del Apolo del Belvedere, y el Fauno de Praxíteles en Roma, de la Niobe y la Venus de Cleomenes en Florencia.
Al regresar a Madrid y tocar nuevamente la prosa de los expedientes y la vida mezquina de la casa de huéspedes, experimentó una sensación de tristeza mortal como si le hubiesen condenado a presidio. Disgustose de la práctica de la escultura. Después de ver las obras maestras, la estatuaria de sus compañeros le parecía tan afectada, tan pobre, tan ridícula, que por no parecerse a uno de ellos, halló mejor abandonar enteramente los palillos y el cincel. Comenzó a pasar horas y horas en el café y se aficionó con frenesí a la música. Gozaba también con escuchar las disputas científicas y filosóficas que su amigo Moreno mantenía con cualquiera que le llevase la contraria. Jamás intervino en ellas, pero divertían su espíritu de la muchedumbre de pensamientos melancólicos que constantemente se cernían sobre él.
Asistía ordinariamente a la misma mesa del café, además de Moreno y Don Laureano, otro amigo llamado Miguel Rivera, viudo, antiguo periodista, secretario particular en la actualidad de un ministro, hombre de carácter festivo y alegre conversación cuando no abatía su espíritu el recuerdo de un terrible pesar que había experimentado. Iban asimismo un caballero de edad media, barba gris y voz de sochantre, llamado Don Dionisio, y un jovencito sonrosado, de fisonomía dulce e interesante que respondía por Godofredo Llot.
Don Laureano no daba señales de recordar el compromiso contraído. Mario sentía al mismo tiempo pesar y alegría de este olvido porque, si anhelaba acercarse a su ídolo, temía el instante de la presentación como un trance apuradísimo.
—Buenas noches, señores —dijo una voz bronca, profunda.
—Hola, Don Dionisio, ¿cómo estamos? —preguntó distraídamente Don Laureano, sin apartar la vista de la preciosa chula que había descubierto.
—Medianamente; horriblemente fatigado —respondió el caballero que acababa de sentarse.
Y adoptó una actitud tal de cansancio hundiendo la cabeza en el pecho, dejando pendientes las manos y respirando con anhelo por su boca entreabierta, que en realidad parecía deshecho por una serie de esfuerzos colosales. Paseó su mirada lánguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero Don Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedó mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible en aquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.
—Diez y siete cuartillas.
—¿Cómo?
—Diez y siete cuartillas. He terminado el capítulo onceno.
—¡Ah!
—Es un trabajo espantoso. En veinte días llevo escritas cerca de trescientas cuartillas.
—Trabaja usted demasiado, Don Dionisio —dijo con gesto de aburrimiento Mario.
—No hay más remedio —murmuró modestamente el caballero—. Para conseguir una plaza en la república de las letras, es necesario trabajar mucho.
Era Don Dionisio Oliveros un antiguo empleado del ministerio de Ultramar, jefe del negociado donde servía Mario, que ya muy tarde, cuando pasaba de los cuarenta, se sintió irresistiblemente llamado a conquistar la gloria de la literatura. Y comprendiendo, con admirable instinto, que había perdido mucho tiempo, quiso compensar a las musas de su largo alejamiento por medio de una constancia y una adhesión ilimitadas. Todo el tiempo que le dejaban libre los expedientes le parecía escaso para cortejarlas. Dramas, comedias, poemas grandes y chicos, novelas, cuantos géneros comprende la bella literatura, salían en atropellada procesión de su pluma. Vivía en una verdadera fiebre de producción. Había publicado dos o tres cositas, en cuya impresión agotó sus cortos ahorros. Ahora se dedicaba a buscar editor o empresario, pero sin abandonar por eso su labor incesante. Esperaban, guardadas en legajos y admirablemente copiadas en letra inglesa, que llegase el día de ver la luz, cuatro novelas, siete dramas, un poema, cinco comedias y un número considerable de poesías líricas, que según sus cálculos podrían formar tres tomos voluminosos.
—Oiga usted, Don Dionisio —dijo Miguel Rivera, que no quitaba del laborioso poeta sus ojos risueños—. ¿No le han pasado a usted recado nunca los vecinos?
—¿Por qué me lo habían de pasar? —preguntó sorprendido Oliveros.
—¡Toma! Por el ruido que usted hará en las altas horas de la noche al fabricar sus poemas.
—Yo no hago ruido ninguno —repuso el otro, amoscado.
—¡Ah! Pues yo pensaba que esas redondillas tan vigorosas necesitaban grandes martillazos.
Don Laureano y Mario volvieron la cabeza para reírse. Adolfo Moreno metió la cara por el periódico para hacer lo mismo.
—Usted siempre de broma, amigo Rivera —dijo el poeta, avergonzado.
El café estaba en su momento álgido. Las luces, el humo del tabaco, el aliento de los centenares de personas allí reunidas, formaban una atmósfera espesa donde sólo respiraban bien los seres adaptados a ella desde largo tiempo. El violín exhalaba sus notas arrastradas, lamentables, quejándose siempre de un dolor tan amargo como misterioso. La mayor parte no le comprendían; pero había algunos seres privilegiados y poéticos, casi todos ellos del ramo de sedería, en quienes sus lamentos hallaban eco y simpatía. Dejaban de intervenir en la conversación de sus compañeros, se echaban hacia atrás en la silla, y enteramente abstraídos, con los ojos entornados, daban claro testimonio de la delicadeza de sus sentimientos. ¡Qué contraste con los del ramo de ultramarinos, hombres por lo general incultos y zafios, incapaces de distinguir un nocturno de una barcarola!
Don Laureano andaba conmovido con los ojos hermosísimos de aquella chula sentada cerca del mostrador. Mientras tomaba el café a breves sorbos no apartaba la mirada de ella, sin atender poco ni mucho a la conversación de sus compañeros. Así que dio fin a la taza, levantose de la silla, y sin decir adiós se alejó a paso lento, solapado, balanceando el tronco esbelto de su figura al través de las mesas y las sillas, en dirección del mostrador.
—Ya empezó el ojeo. Matusalén toma vientos —dijo Rivera mirándole con curiosidad.
Los demás volvieron también la cabeza y sonrieron.
—¡Qué hombre tan singular! —murmuró Adolfo Moreno—. ¡A su edad tener las pasiones tan despiertas! Indudablemente es un caso de anomalía orgánica: el exceso de nutrición se ha prolongado mucho más que en el tipo común.
Miguel Rivera le echó una mirada de reojo donde se leían mil cosas irónicas y, poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:
—¡Bien, técnico, bien! Advierto con placer que cada día penetra usted más adentro en los misterios de la morfología.
Adolfo hizo un gesto de mal humor, mientras los demás sonreían. Le mortificaba profundamente el apodo que Rivera le había puesto y las bromas constantes que le merecían sus aficiones científicas. Calificábalo por detrás de hombre frívolo, ignorante, y periodista insustancial; pero nada se atrevía a replicarle, en parte, porque Miguel le llevaba bastantes años y, en parte también, porque temía a su proverbial causticidad.
Don Laureano había llegado al mostrador y, arrimado a él, hablaba secretamente con el encargado. ¿Por qué le llamaba Matusalén Rivera? Porque, aunque parezca maravilloso, increíble, Don Laureano tenía cerca de sesenta años. Nadie le supondría más de cuarenta y cuatro o cuarenta y seis. Era un hombre alto, esbelto, de cabellos negros y rizados donde sólo se advertía tal cual hebra plateada, la tez fresca y sonrosada, el pequeño bigote retorcido hacia arriba, la dentadura perfectamente conservada. Vestía con suprema elegancia, con una distinción tan poco afectada que aun las formas más extravagantes impuestas por la moda sobre su cuerpo parecían sencillas y adecuadas. Hacía cuarenta años que llevaba la misma vida de joven alegre y elegante. Jamás había trabajado en nada. Dos hermanos, que ya se habían muerto, honrados comerciantes que tuvieron un almacén de tejidos en la calle de la Montera, habían provisto con cariño a sus necesidades y hasta a sus vicios mientras vivieron. A su fallecimiento le dejaron por heredero de una regular hacienda. Le llevaban bastantes años, y más que hermano fue siempre para ellos un hijo mimado. Complacíanse en verle montar a caballo, guiar un faetón, alternar con los jóvenes de la aristocracia, y se engreían infinitamente cuando oían hablar de su elegancia, de sus queridas, de los triunfos que obtenía en sociedad. Aquellos dos pobres hombres, encerrados en su oscura tienda, haciendo números y midiendo telas todo el día, no tenían con los goces de la existencia otro contacto. Una sola condición ponían a este sacrificio: que no se casase. Formando nueva familia rompía aquel lazo filial, dejaba de ser su orgullo; la ola perfumada del mundo ya no llegaría al tétrico rincón de su almacén. Don Laureano hacía valer mucho esta prohibición para sacarles lindamente los cuartos: en realidad, importábale tan poco que jamás se le había pasado por la mente enajenar su grata libertad. Aborrecía de muerte el matrimonio y la familia. Cuando algún amigo se casaba, considerábale como un suicida. Las enfermedades y los caprichos de la esposa, los gastos exorbitantes de la casa, el llanto de los chiquillos, las exigencias de la nodriza, todas las miserias y contrariedades de la vida matrimonial en suma, se ofrecían a su imaginación con tal relieve y sabía describirlas tan gráficamente que, escuchándole, a nadie le entraba en apetito el probarlas.
Tenía alquilado un cuarto en la plaza de la Independencia, con un solo criado a su servicio. Comía fuera de casa, generalmente en el Casino. Cuando iba a alguna reunión o le tocaba el turno del Real, el criado le traía la ropa en un cajoncito expresamente fabricado con este objeto, y en el mismo Casino se mudaba.
Como hombre enteramente resuelto a gozar todos los placeres de la existencia, no limitaba sus relaciones a un círculo determinado. Tenía amigos y amigas, más particularmente amigas, en todas las clases de la sociedad. Era tertulio del club aristocrático de los Salvajes, del Casino, del Suizo, de la cervecería Inglesa y del café del Siglo. En todos estos lugares había un grupo de jóvenes o de viejos que le juzgaban parte integrante de la tertulia. No había tal. Don Laureano no se entregaba a ninguna sociedad; saltaba de una a otra con la mayor indiferencia. Cuando se hallaba entre los viejos del café Suizo no se acordaba de que le aguardaban los jóvenes bulliciosos de la Gran Peña para perpetrar alguna terrible broma; cuando charlaba con sus amiguitos del café del Siglo, gente de humilde posición, parecía ignorar la existencia de sus compañeros los duques del club de los Salvajes. Asistía ocho días seguidos a cualquiera de estas sociedades: de repente se cansaba y tardaba en venir un mes. Miguel Rivera solía compararlo a Milord, un famoso perro que asistía con su amo al café del Siglo. Mientras le daban terrones de azúcar se mostraba muy solícito y cariñoso. En cuanto observaba que los platillos quedaban vacíos, se alejaba de la mesa afectando no conocerles siquiera. Don Laureano no estaba con ellos sino mientras le divertían.
Pues si pasamos al sexo femenino, aquí sí que se dilataba desmesuradamente la esfera de sus conocimientos. Tan pronto se le veía asiduo galanteador de una marquesa averiada, como festejando a alguna hermosa horchatera. Una noche formaba el encanto de alguna tertulia cursi y enamoraba a cualquier zagalilla de quince años, dulce y tímida; a la siguiente se le veía cenando en algún colmado con dos rameras. Su amor no reconocía clases, ni estados, ni edades.
Tenía un carácter apacible y su trato era cortés y afectuoso. No disputaba jamás, pero gozaba oyendo disputar a los otros. Poseía inteligencia bastante lúcida y una ilustración que, aunque superficial, le servía para no hacer papel desairado en ningún sitio. Tocaba el piano medianamente, leía muchas novelas francesas y hablaba con alguna competencia de pintura. Toleraba fácilmente los defectos del prójimo y se hacía perdonar los suyos por la frescura y la gracia con que los confesaba. Se refería a sus vicios y se jactaba de ellos con suave cinismo que a algunos hacía gracia y a otros repugnaba. De todos modos, era un compañero agradable y hombre con quien había seguridad de no tener choque alguno por palabra de más o de menos. En todas partes inspiraba alegría su presencia, la alegría serena, apacible que su rostro reflejaba constantemente.
—Manuel, vas a decirme en seguida quién es esa chiquilla que está aquí sentada a la derecha con un viejo —dijo al encargado del café inclinándose y metiéndole los labios por el oído.
—No puedo darle muchas noticias, Sr. Romadonga. Son padre e hija y me parece que los conoce Remigio, uno de los mozos… Aguarde usted un poco.
Llamó el encargado a Remigio y éste les manifestó que eran vecinos suyos y vivían en la calle de Lavapiés. El padre era viudo, de oficio sillero y no tenía más hija que ésta. La muchacha estaba aprendiendo a peinar. Buena gente. El sillero un infeliz. La chica muy trabajadora y muy recatada, pero con un genio de dos mil diablos. Armaba cada pelotera de vez en cuando con la vecina del segundo, que la casa temblaba.
—¡Así me gustan a mí! —murmuró Don Laureano atusándose con mano trémula el bigote y devorando con los ojos a la hermosa chula—. ¡Que muerdan y arañen como los gatos!
No habían pasado inadvertidas para aquélla ni las miradas apetitosas del bizarro señor ni el conciliábulo que celebraba con el encargado y el mozo su vecino. Bien entendió que se trataba de ella y que el elegante caballero la encontraba muy de su gusto. Moviose con inquietud en la silla, dirigió dos o tres furtivas miradas al grupo y se llevó la mano a la cabeza para alisarse el pelo, primera y graciosa respuesta de inteligencia que da siempre la mujer a los homenajes que le dirigen con la vista.
—¡Preciosa criatura! —añadió como hablando consigo mismo—. ¡Qué ojos! ¡qué tez de nácar! ¡qué dentadura…! Las formas superiores. Debe de ser muy joven… Lo más que tendrá serán veinte años.
—Atiende, Concha —dijo entonces el mozo en voz alta dirigiéndose a la chula—. ¿Cuántos años tienes?
—¿Qué te importa? —replicó la joven.
—A mí nada… pero este señor…
—Le importa menos.
—Eso no lo sabe usted —dijo Don Laureano en voz alta también.
—Por sabido.
—Acaba de echarte veinte años —dijo Remigio.
—Es que no me ha reparado bien.
—¿Tiene usted más? —preguntó Don Laureano.
—No lo sé. ¿Es usted por causalidad del registro civil?
Concha afectaba al hablar un tono desdeñoso y ponía esos ojos tan graciosamente agresivos que caracterizan a las hijas del pueblo en Madrid.
—Pues si usted tiene más no los aparenta —manifestó Romadonga, que era un psicólogo práctico para quien ni el alma de las chulas ni el de las duquesas guardaban secreto alguno.
Acercose al mismo tiempo con paso firme y sosegado a la mesa donde padre a hija se sentaban y, haciendo una cortés inclinación de cabeza, añadió gravemente:
—Estoy seguro de que no tiene más y apelo al testimonio de su papá, de cuya amabilidad espero que no me ha de engañar.
El sillero se llevó con serio ademán la mano al sombrero, sonrió y dijo lleno de amabilidad:
—El 8 de Diciembre, día de Nuestra Señora, ha cumplido los diez y seis.
—¡Qué atrocidad!
¡Ea! Ya está Don Laureano en su terreno. A los cinco minutos se había sentado formando triángulo con el sillero y su hija. A los diez parecía su íntimo amigo, departía con ellos familiarmente y hacía reír a la hermosa chula con la batería de chascarrillos y donaires que tenía reservados para las hijas del pueblo.
Mientras tanto el semblante de nuestro buen amigo Mario expresaba una muda y profunda desesperación que causaba pena. Romadonga era capaz de pasarse toda la noche hablando con la chula. Dirigíale desde su mesa miradas intensísimas, unas veces suplicantes, otras coléricas, las cuales no advertía siquiera el viejo trovador, y si alguna vez se tropezaban casualmente sus ojos, los de éste expresaban indiferencia absoluta como si nada hubiese ofrecido a su amiguito. El rostro de la vecina también se había puesto sombrío, y ya no se volvía sino muy rara vez hacia su afligido adorador.
Miguel Rivera se había ido. En su lugar estaba Godofredo Llot. Éste era un joven, casi un adolescente, de rostro afeminado, cabellos rubios, tez nacarada, ojos azules y agradable presencia.
Adolfo Moreno le acogió con sonrisa irónica.
—¿Has estado hoy en Nuestra Señora de Loreto, Godofredo? Acabo de leer en La Correspondencia que se han celebrado esta tarde solemnes vísperas.
—No, no he estado —replicó el chico con visible malestar, poniendo los ojos serios y distraídos para atajar, si era posible, las bromas insulsas con que Moreno solía regalarle.
—Pues, hombre, me sorprende muchísimo, porque unas vísperas me parece a mí que no son para desperdiciar… sobre todo solemnes. ¡Anda, que cuándo te verás en otra!
—Pues en seguida —replicó Llot malhumorado—. A cada momento las hay.
—¡Hombre, me dejas sorprendido! ¿Y a beneficio de quién eran éstas?
—¿Cómo a beneficio…?
—Sí; ¿a beneficio de qué cura se daba la función esta tarde?
Godofredo hizo un gesto de resignación y no contestó.
Adolfo gozaba extremadamente en embromar y hasta escandalizar a aquel pobre muchacho, fervoroso creyente y dado a las devociones piadosas.
Godofredo Llot era de Alicante. Habíase educado en un colegio de jesuitas, permaneciendo allí hasta los diez y ocho años, casi los que ahora representaba, aunque hubiese cumplido los veintitrés. Sus maestros le habían inculcado tan profundamente el sentimiento religioso, que apenas vivía más que para darle desahogo. Oía misa todos los días, confesábase a menudo, aunque no tanto como sus amigos pretendían; alumbraba con un cirio en las procesiones o llevaba en hombros alguna imagen cuando los estatutos de la cofradía en que estaba inscrito lo exigían. Era amigo de todos los clérigos, con quienes departía familiarmente en las sacristías. Gozaba igualmente el honor de ser recibido en el palacio episcopal y de que el Nuncio de Su Santidad le llamase por su nombre cuando le besaba el anillo en el paseo. Y sobre estas bellas cualidades que le hacían estimable y simpático en sociedad, particularmente a las señoras, poseía Godofredo algunas otras dignas de aprecio. Era estudioso, y un escritor que comenzaba a adquirir renombre entre los suyos. Escribía en los periódicos católicos artículos literarios que se distinguían por un estilo florido y pintoresco, cuyo efecto entre las devotas suscritoras era asombroso. Respiraban tal vivo entusiasmo por las glorias del catolicismo, una fe tan ardiente y cierta frescura de corazón, que rara vez suelen hallarse en la escéptica juventud del día. Sobre todo al recordar las hazañas de los héroes cristianos en la Edad Media, «aquellos caballeros de armadura resplandeciente como su conciencia, que con la cruz bendita sobre el corazón marchaban al combate a pelear por su Dios,» o al tocar el asunto de las catedrales góticas, «donde la luz se filtraba misteriosa por los vidrios de color de sus ventanas ojivales, y cuyas elevadas torres destacándose severas en medio de la noche parecen un dedo que señala al cielo,» realmente la pluma de Godofredo despedía vivos destellos de elocuencia que hacían presagiar un futuro apóstol, una columna en que se apoyaría el catolicismo con el tiempo. Esto se pensaba por lo menos en las sacristías y en las redacciones de los periódicos ultramontanos, donde se le mimaba a porfía y donde había llegado a adquirir maravilloso ascendiente.
Con tales ideas y piadosas inclinaciones, ¿cómo se entiende que Llot asistiese al café del Siglo? Él daba a tal exceso una explicación bastante plausible. Había conocido a Moreno en la Universidad, en la clase de derecho romano. Trabó estrecha amistad con él conversando largamente por los corredores en espera de las clases. Esta amistad se rompió inopinadamente porque Moreno abandonó la carrera de leyes. No volvió a verle hasta pasados dos años en que le halló casualmente en un teatro. Reanudaron entonces con alegría sus relaciones. Pero, con grande y dolorosa sorpresa suya, observó que su desgraciado amigo había rodado en los abismos de la incredulidad: las malas compañías le habían pervertido por completo. Contristado hasta un punto indecible, previo el consentimiento de su confesor, en vez de apartarse de él como de un apestado, tuvo la caridad de proseguir su amistad, esperando que con el tiempo y los constantes y oportunos consejos se reconciliaría con la Iglesia. Pero Moreno no quería oír hablar de tal reconciliación. Cada vez más ciego en su extravío, burlábase amargamente de la fe sencilla y ardiente de su amigo. No desmayaba éste: sufría con resignación los sarcasmos y hasta los insultos que a menudo le dirigía, esperando con paciencia el día en que Dios le tocase en el corazón.
—Moreno, hace usted mal en burlarse de las cosas de la religión. ¡Quién sabe si algún día se arrepentirá usted de esas bravatas! —dijo Don Dionisio con su voz cavernosa.
—¿Yo? —replicó vivamente Adolfo haciendo un gesto furioso, lo mismo que si le hubiesen llamado ladrón. Pero reponiéndose súbito y dejando asomar a su rostro una sonrisa sarcástica, dijo tranquilamente—: Eso queda para ustedes los poetas, que proceden siempre, lo mismo en la vida que en la esfera del conocimiento, por los impulsos ciegos del sentimiento. Quien ha llegado a cierta clase de conclusiones por un método rigorosamente científico, no hay peligro de que cerdee jamás.
—Convengo, amigo Moreno, en que los hombres de imaginación no somos a propósito para escudriñar los problemas abstrusos de la ciencia —replicó dulcemente Oliveros, relamiéndose interiormente con el dictado de poeta que el otro le había otorgado—. Pero no me negará usted que sólo por el sentimiento se han llevado a cabo las grandes empresas, todos los actos heroicos que registra la historia.
—No me opongo a ello: lo único que deseo hacer constar es que ese sentimiento que usted juzga tan elevado, tan sublime, no depende más que de algunas gotas de sangre de más o de menos en el cerebro. En cuanto al sentimiento religioso de que hablábamos, está plenamente demostrado que no es una facultad primitiva y distintiva del hombre: sólo corresponde a un estado transitorio.
—Pero todos los pueblos tienen religión —clamó profundamente Don Dionisio.
—Se engaña usted, querido Oliveros —manifestó Moreno sonriendo de felicidad por hallarse en situación de poder desbaratar aquel error tan pernicioso—. Se engaña usted, no todos los pueblos tienen religión. En el África central existen algunos pueblos que carecen de ideas religiosas. Los cafres Makololos tampoco las tienen muy claras, ni los Papouas de la costa Maclay en Nueva Guinea, ni los Esquimales de la bahía de Baffin…
Entablose una acalorada disputa filosófico-religiosa con los caracteres esenciales que ofrecen tales discusiones en los lugares cerrados dedicados a expender licores y refrescos. Las ideas, cuando parecían luminosas, se repetían indefinidamente y en tono cada vez más elevado, a fin de que se grabaran profundamente en el cerebro del contrincante.
—¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!
—Permítame usted, Moreno…
—¡Es que todas las religiones tienen sus milagros…!
—Permítame usted, Moreno; el mundo sería…
—¡Es que, amigo Oliveros, todas las religiones tienen sus milagros!
—¡Pero permítame usted, Moreno! el mundo sin religión sería…
—¡Es que…
Cada cual, enamorado de sus proposiciones juzgándolas de todo punto incontrovertibles, no quería escuchar siquiera las del contrario.
Apelábase con bastante frecuencia a símiles de orden corporal, que son los que en tales casos presentan más dificultad al adversario. Y se tomaban como puntos de comparación los objetos que tenían más a la mano.
—¿Ve usted esta mesa…? Aquí hay materia, aquí hay forma. —Ahora bien, si yo tomo en la mano esta copa y la trasporto desde este sitio a este otro…— ¿Por qué esta copa es trasparente y esta taza no lo es…?
El resultado ordinario de tales símiles es desconcertar al adversario y destruir por entero el tejido de sus sofismas. Pero a veces, cuando el preopinante esfuerza demasiado la argumentación, las copas o las tazas suelen rodar por el suelo y quebrarse. Entonces es el preopinante quien se desconcierta y dirige con turbado semblante miradas tímidas hacia el mostrador.
Adolfo Moreno gozaba incomparablemente en estas discusiones que le permitían lucir sus conocimientos en las ciencias naturales. Y como estos conocimientos solían ser tan recientes que muchas veces databan de la noche anterior o del mismo día, su fuerza era irresistible. ¡Qué serie asombrosa de pormenores, cuánta erudición desplegaba en ocasiones! Los contrarios quedaban silenciosos y confundidos y los parroquianos de las mesas inmediatas henchidos de admiración. Algunos de éstos que habían concluido por trabar amistad con ellos, se trasladaban en ocasiones a la mesa de los filósofos y tomaban parte en las disputas.
Mientras la discusión religiosa se desenvolvía, profunda y acalorada, Godofredo Llot aparecía agitado, convulso. Varias veces había querido intervenir, pero como lo hacía tímidamente no se le escuchaba. Y las impías proposiciones que su amigo sustentaba le llegaban tan al alma, turbaban de tal manera sus facultades, que apenas tenía alientos para formular un argumento. Estaba consternado: su corazón se iba apretando de pena. Aquella noche Moreno parecía un demonio terrible y batallador, escupiendo con furia sus blasfemias, manifestando con cinismo infernal su odio a los misterios de la religión.
El pobre Godofredo se sintió tan abatido que, mientras miraba con espanto a su amigo, algunas lágrimas brotaron a sus ojos y resbalaron por sus tersas mejillas. Nadie lo advirtió, embebidos como estaban en la disputa. Mas cuando Moreno, en un rapto de feroz incredulidad, gritó que para él nuestro Redentor no era más que un judío exaltado, dejose oír un sollozo. Todos volvieron la cabeza. Godofredo, tapándose la cara con las manos, lloraba amargamente.
La compasión se apoderó entonces de unos y de otros. ¿A qué conducía aquella discusión? El que tuviese la desgracia de no creer, que se lo callase. De todos modos, herir sin necesidad las almas timoratas, como la de aquel pobre muchacho, era poco caritativo y además una falta de consideración.
Moreno, algo amoscado, guardaba silencio, maldiciendo en su interior de la facilidad que su amiguito tenía para liquidarse.
II
Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto. Don Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que servían allá abajo, cerca de la puerta, se acercó al viejo tenorio y le habló algunas palabras al oído.
—Soy con usted al momento —dijo éste a Mario.
Y se alejó.
—¿Qué pasará? —preguntó uno de los tertulios.
—¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre! —repuso Mario de mal humor—. ¿No lo ve usted? —añadió fijándose en la puerta.
Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer.
Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo miradas insolentes a las parroquianas.
—¿Por qué se ríen ustedes? —dijo al llegar—. ¿Se figuran que se trata de una aventura amorosa? Pues no hay tal… Es decir, sí ha sido una aventura amorosa, pero en tiempos remotos. Ahora no es más que una vieja que viene a pedirme diez duros.
—¿Se los ha dado usted?
—¡Nunca! y eso que me ha dicho que tiene un hijo muriendo. No quiero sentar precedentes funestos. Hija mía, lo siento mucho, le dije, pero yo no mantengo clases pasivas.
No faltó quien celebrase el chiste y quien admirase la firmeza de corazón del empedernido seductor. Mario no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Aquel rasgo de crueldad expresado en forma tan cínica le dio frío. Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo:
—A las órdenes de usted, amigo Costa.
Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo, automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio, siguió a Don Laureano.
—Buenas noches, señores —dijo éste acercándose al patíbulo—. ¿Cómo sigue usted, doña Carolina…? ¿Qué tal, Don Pantaleón? ¿Y ustedes, niñas?
Todos buenos, todos buenos, y todos sonrientes, acogiendo a Don Laureano con la misma alegría que a un bienhechor de la humanidad. La sonrisa de la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas solemnes palabras:
—Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo Don Mario de la Costa.
Don Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un estertor:
—¿Cómo está usted?
El jefe de la familia estaba bueno y celebraba la ocasión de conocer al señor de la Costa. Éste volvió a alargar su mano a la esposa del jefe, pero su garganta ya no pudo dejar salir el más leve soplo. En cuanto a las niñas, podían sacudir la cabeza, sonreír, ruborizarse, hacer, en suma, lo que tuvieran por conveniente. De todos modos, no lograrían obtener la más mínima atención por parte del joven presentado. Éste permaneció de pie e inmóvil esperando el golpe fatal cuando la mano protectora de Don Laureano le obligó a sentarse en una silla que previamente había acercado. Presentación, la más delgada de las jóvenes, se apartó un poco haciendo signos de inteligencia a Romadonga, y la silla quedó colocada al lado de Carlota, la más gruesa. Pero Mario sorprendió aquel signo de inteligencia y la sonrisita burlona con que fue acompañado. Inmediatamente el blanco cera de sus mejillas se tornó en un rojo ladrillo no menos interesante.
¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre sí, sin cuidarse de él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía cierta señora que acababa de entrar. La cruel Presentación no hizo caso alguno; les echó una mirada burlona y se volvió de espaldas riendo como una tonta. Mario tuvo fortaleza bastante para mantener a salvo su dignidad en tan críticas circunstancias. A nadie demandó socorro. Y comprendiendo que el hombre debe hallar en sí mismo recursos suficientes para flotar en esta clase de naufragios, supo toser y sonarse muy a propósito, limpió la ceniza del cigarro que le había caído sobre el pantalón con admirable oportunidad, no dejando tampoco, claro es, de mirar con cierta insistencia las mangas de la levita a fin de descubrir si era posible alguna mancha salvadora. Es más, cuando gracias a estos heroicos manejos se encontró medianamente tranquilo, tuvo serenidad bastante para decir a su vecina sin temblarle demasiado la voz:
—Es increíble el calor que aquí se desarrolla al llegar esta hora.
—Es verdad, sobre todo los domingos, en que viene tanta gente —repuso la vecina con voz suave, dulcísima, como las notas de una flauta sonando en un bosque de laureles y mirtos.
—¡Eso es! —se apresuró a exclamar Mario, vivamente impresionado por esta profunda observación.
Inmediatamente la vecina emitió otra muchísimo más luminosa, y es que los días no festivos el café estaba más tranquilo y agradable.
Naturalmente, Mario al oír esto cayó en un verdadero espasmo de admiración, y asintió frenéticamente, no sólo con la boca, sino también con los ojos, con el cuello, con las manos, con todos los componentes de su organismo en suma. Y acometido a su vez del fuego de la inspiración, halló en las profundidades de su espíritu un rasgo feliz que a él mismo le dejó sorprendido.
—Basta que haya pocas personas si éstas nos agradan.
La vecina hizo un signo de aquiescencia bajando modestamente los hermosos ojos. Mario quedó tan encantado del éxito de su frase que, excitado por él, supo hallar en poco tiempo otras dos o tres no menos felices.
Ambos quedaron en breve tan abstraídos de los ruidos mundanales que sonaban a su alrededor como si se hallasen en las profundidades de una selva virgen. La soledad que antes les parecía aterradora hallábanla ahora gratísima y gozaban cambiando frases de admirable sentido, como la primera pareja creada por Dios en los jardines del Paraíso.
No fue un ángel quien vino a arrojarles de él, sino el propio creador de la mitad de la pareja, esto es, Don Pantaleón Sánchez, papá de las dos niñas.
—He tenido el honor, Sr. Costa, de conocer a su señor padre hace años, cuando era subsecretario de Hacienda. Entré en su despacho formando parte de una comisión de almacenistas para pedirle una rebaja en el arancel.
Mario daría cualquier cosa en aquel momento porque Don Pantaleón no hubiera tenido semejante honor. Sin embargo, pareció encantado de la noticia. Y sobre este tema departieron algunos instantes.
Era Don Pantaleón un hombre que se hallaría entre los sesenta y los sesenta y cinco años; el cabello enteramente blanco y lo mismo el bigote, largo, poblado y caído de puntas: conservaba el cutis fresco, los dientes seguros y cierta firmeza y decisión en los movimientos, que denotaban vigor corporal. La mirada profunda de sus grandes ojos pregonaba bien claro que tampoco había perdido el espiritual. Hablaba reposadamente y con una gravedad afable que infundía a la vez respeto y simpatía.
Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo. No tardó, sin embargo, haciendo un esfuerzo poderoso de ingenio como el anterior, en hallar el camino de la selva donde le aguardaba su simpática vecina.
—El café que sirven los domingos es peor que el de los demás días.
Y se ruborizó al expresar esta juiciosa opinión, lo mismo que si hubiera dicho postrado de hinojos:
—¡Te adoro, ángel mío!
—Es imposible que salga bien haciendo tan gran cantidad —repuso Carlota, igualmente ruborizada.
Ambos se perdieron instantáneamente en lo más espeso e intrincado del bosque.
Esta vez no fue Don Pantaleón, sino su último retoño, quien vino a su encuentro.
Presentación se volvió hacia ellos con ademán tan vivo, expresando tal furor en su movible fisonomía, que lo mismo Mario que su dulce compañera quedaron sorprendidos y levantaron los ojos para saber cuál era la causa. Un joven pálido, de pómulos salientes, nariz remangada y ojos claros, pero no serenos, se acercaba en aquel momento a la mesa con la cabeza descubierta.
Mario reconoció en seguida al violinista.
—Buenas noches, Don Pantaleón… Buenas noches, Doña Carolina… Buenas noches, Presentacioncita… Buenas noches, señores… ¿Cómo siguen ustedes? ¿Están ustedes bien?
La boca del joven artista se dilataba al pronunciar estas palabras con una sonrisa que no dejaba ocioso el más insignificante músculo, la fibra más diminuta de su semblante incoloro. La voz se arrastraba lenta, gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de saliva. Y así era en efecto.
—Buenas noches, Timoteo, buenas noches.
Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación. Y, sin embargo, los que la boca temerosa del artista había dejado escapar, y muchos otros que habían quedado dentro, a ella exclusivamente iban dirigidos. Mientras hablaba en pie y arrimado a la mesa con los papás y con Romadonga, sus ojos de pez, claros y fríos, no se apartaban de la gentil muchacha.
¿Gentil? Sí, Presentación era una lindísima joven que acababa de cumplir los veinte. Delgadita, morena, de rostro fino y expresivo, los ojos picarescos con afectación, los cabellos negros y pegados a la frente, la boca tan pronto grande como chica, de una extrema movilidad, lo mismo que los ojos, que el talle, que las manos, que todo lo demás. Una mujer, en suma, hecha de rabos de lagartija. El reverso de su hermana Carlota, tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos. No obstante, había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos.
Presentación se había vuelto de espaldas por completo. Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.
Carlota la contemplaba con sonrisa benévola y le decía por lo bajo:
—¡Calma, niña, calma!
—¡Sí, sí, calma…! ¡Que te pasase a ti lo que a mí me está pasando! —exclamaba con coraje, esforzándose en apagar la voz.
—Buenas noches, Carlotita —dijo en aquel momento Timoteo, tratando de dar a su voz gangosa acento picaresco—. No se las he dado antes porque la veía a usted muy entretenida.
—Abre el paraguas, Carlota —dijo Presentación por lo bajo.
Pero no tan bajo que no llegase como un rumor a los oídos del joven. Éste, sin percibir las palabras, comprendió su tristísimo sentido y quedó avergonzado y confuso.
—Buenas noches, Presentacioncita —dijo entonces abriendo la boca desmesuradamente para sonreír.
—Buenas noches —respondió la joven sin volver la cabeza, mirando con fijeza al frente.
—Hoy la he visto a usted en un comercio de la calle de la Montera —profirió el artista abriendo la boca un poco más.
—Puede ser —repuso Presentación sin dejar de mirar al frente.
—Estaba usted comprando unas enaguas.
—¡Enaguas! —replicó la joven con el acento más despreciativo que pudo hallar—. ¡Vamos, debe usted tener los ojos en el cogote para confundir enaguas con chambras!
Timoteo quedó anonadado. Apenas pudo murmurar algunas frases de excusa.
Y he aquí por qué el violín se quejaba tan amargamente hacía poco tiempo, por qué arrastraba las notas de un modo tan lamentable. Presentía el infortunado que las chambras jamás deben confundirse con las enaguas.
Doña Carolina acudió generosamente al socorro de aquella desgracia.
—Los hombres no entienden nada de nuestra ropa, muchacha, y además, mirando por los cristales del escaparate no es fácil distinguir lo que se compra.
Timoteo le dirigió una mirada de carnero moribundo agradeciendo el cable de salvación. Pero convencido de que era inútil luchar contra un temporal tan deshecho, renunció a agarrarse a él.
Doña Carolina era del mismo corte y figura que su hija Presentación, esto es, delgada, nerviosa y con unos ojillos vivos y penetrantes que los años habían hundido y rodeado de un círculo oscuro y fruncido.
—¡Hija, ten un poco de educación! —añadió por lo bajo ásperamente, tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un pellizco corroborante.
Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos. Pero así y todo, no podían prescindir la una de la otra y formaban dentro de la casa un partido. Presentación era la preferida de su madre, como Carlota de su padre.
—Oiga usted, Timoteo —dijo de pronto la niña volviéndose hacia el violinista con ojos risueños—. ¿Qué era lo que usted tocaba hace poco?
—¿Lo último…? Un stornello titulado Día de sol.
—¡Qué bonito es!
—¿Le gusta a usted? —preguntó dilatando su boca para sonreír de tal modo que dejó estupefactos a los circunstantes a pesar de hallarse acostumbrados a los prodigios que la naturaleza solía obrar en su fisonomía.
—¡Muchísimo! Es precioso… precioso…
—¿Quiere usted oírlo otra vez?
—¡Ya lo creo!
—Pues lo tocaré, lo tocaré, Presentacioncita —dijo el artista lleno de condescendencia, rebosando de orgullo.
—El caso es —manifestó la maligna joven con tristeza— que nos vamos a ir pronto.
—Eso no importa. Voy a tocarlo en seguida… Verá usted.
Y se fue a buscar al pianista. Éste no parecía por ningún lado. Timoteo daba vueltas como loco por todos los rincones del café.
—Vamos —decía en tanto Presentación a su hermana—, el Día de sol nos librará de la lluvia.
—¡Pobre chico! ¿Qué culpa tiene él de que se le escape la saliva? —repuso aquélla sonriendo.
—¡Anda! ¿Y qué culpa tengo yo? —exclamó enfurecida la otra.
Mario rió la ocurrencia, irritado contra el violinista que le había impedido extraviarse por la floresta. Romadonga la amenazó con el dedo.
—¡Niña! ¡niña!
—¿Qué le duele a usted, Don Laureano?
—A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas… Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?
—Eso cuénteselo usted a mamá.
—¿A mí, niña? —exclamó vivamente doña Carolina—. ¿Qué estás ahí diciendo? ¿No sabes que tienes padre? —Y volviéndose hacía Romadonga—: Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.
—Eso es… No lo he juzgado conveniente —corroboró Don Pantaleón dirigiendo una mirada tímida a su mujer.
Presentación hizo un mohín de desdén y se volvió hacia Mario y Carlota. Pero juzgando que era ya tiempo de dejarlos abandonados a sí propios, entabló conversación con una señora que se refrescaba con grosella en la mesa inmediata.
—¿Qué es eso, Doña Rafaela, no lee usted hoy La Correspondencia?
—Ya la he leído, querida… No trae más que esquelas de defunción.
—¿Pues y la noticia del matrimonio de la infanta?
—No sé nada. Ya sabe usted que yo no leo más que los anuncios.
No era una señora en la acepción que se da usualmente a la palabra, ni tampoco una mujer del pueblo. Participaba de ambas clases. No gastaba sombrero ni mantilla, pero el mantón alfombrado que cubría sus hombros era riquísimo; el vestido, de seda pura; en los dedos y en las muñecas sortijas y brazaletes de valor y en las orejas dos orlas de brillantes con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si Doña Rafaela no vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.
Nadie lo ponía en duda, Doña Rafaela poseía en la calle de Hortaleza un comercio de antigüedades que en otro tiempo había sido prendería y aún lo era cuando le venía bien. Unas veces predominaban los objetos antiguos, otras los viejos. Como complemento indispensable de tal negocio, Doña Rafaela prestaba con usura. Hallaríase entre los cincuenta y sesenta años. Gruesa, morena, de facciones abultadas y con un extenso lunar de pelos largos, cerdosos, en la mejilla derecha, cerca de la boca. Vivía sola con una sobrina a quien dejaba cerrada en casa mientras acudía invariablemente todas las noches a tomar un vaso de grosella y a leer la cuarta plana de La Correspondencia. Era campechana, servicial y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas.
—Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella.
Doña Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron a departir amigablemente en voz baja. Claro está que el tema de su plática fue el acontecimiento de la noche, la presentación de Mario a la familia de Sánchez.
—Al fin parece que eso lleva buen camino. Me alegro mucho… mucho. No deje de decírselo a su mamá, y que sea para bien. Es un chico muy decente, y si tira a su padre… ya ve usted… Por supuesto que Carlota, por lo guapa y bonachona, merecía un infante de Inglaterra… Pero, hijita, los tiempos no están para andar a escobazos con los hombres. Así se lo digo muchas veces a la gazmoñita de mi sobrina, que hace melindres al vidriero de la esquina… Ahora, si usted me pregunta mi sentir, le diré que el que más me gusta de esa cuadrilla que se sienta en el rincón es aquel muchacho rubio que llaman Godofredo. No es que tenga que decir ni pensar nada malo de éste. Al contrario, me parece bastante formal y simpático; guapo no lo es… ¿para qué más de la verdad…? pero el otro… el otro es una alhaja, un bendito… ¡Si le viese usted, como yo le veo muchos días, comulgar en San Antón…! Vamos, que enternece hallar un chico tan humilde y devoto ahora en que a todos les da por despreciar las cosas santas y decir mil borricadas y escandalizar a las personas honradas. A veces se pasa media hora y más de rodillas delante del altar de la Virgen… Hijita, ¡qué feliz será su madre! Y la mujer que le lleve bien puede decir que no tiene que envidiar a ninguna duquesa.
Presentación se ruborizó levemente con estas palabras y dirigió una mirada rápida hacia el rincón, tropezando sus ojos vivarachos con los suaves y místicos de Llot, que estuvieron posados buen rato sobre ella. Doña Rafaela lo advirtió bien, y adoptando un semblante enteramente picaresco, le dijo bajando aún más la voz:
—Ya sé, ya sé, querida, que usted y él… ¡vamos…! Apriete, hijita, apriete, y que no se escape, que bien merece la pena… Al que no puedo ver ni en pintura es a aquel otro que se come los periódicos, aquel de las barbas y las gafas…
—¡Ah, sí, Moreno…!
—¡Un moreno bien desaborío…! tan desgarbadote y tan sucio… Creo que no tiene más gusto que escandalizar a ese pobrecito de Godofredo. ¡Desalmadote! ¡pordiosero! ¡Puaj!
Y miraba al mismo tiempo con ojos coléricos a la mesa donde Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura, muy lejos de pensar que en aquel instante excitaba la cólera de la prendera.
Mario y Carlota habían desaparecido, no corporalmente, pero sí en espíritu. Timoteo gemía y se lamentaba amargamente, por conducto de su violín, de que la niña menor de Sánchez se hubiese vuelto de espaldas y hablase tan animadamente con la señá Rafaela, sin cuidarse para nada del Día de sol ni de su intérprete. Doña Carolina decía a Romadonga mientras su marido se atusaba gravemente el triste y pacífico bigote:
—No necesito decirle, Sr. Romadonga, que entiendo perfectamente la intención con que su amiguito se ha hecho presentar por usted esta noche. Sabía hace tiempo que Carlota y él se miraban con buenos ojos, y cuando lo supe yo lo supo éste, porque yo no tengo costumbre de ocultar jamás nada a mi marido. Le pregunté si le parecía mal el muchacho. Me dijo que no, y entonces pensé: bueno, pues que corra el agua por donde quiera. El otro día me dijo Carlota: «Mamá, ese chico desea ser presentado». «¿A mí qué me cuentas? —le respondí—. Díselo a tu papá». «Es que yo no me atrevo…». «Si tú te encargases…». «Está bien, hija, para mí han de ser todos los apuros». Y armándome de valor me atreví a decírselo a éste. Crea usted que temblaba como una hoja, porque no sabía cómo lo iba a tomar; tenía miedo que me echase con viento fresco. Afortunadamente, estaba de buen humor aquel día, ¿verdad, querido?
Don Pantaleón bajó los párpados, manifestando de este modo solemne y augusto que su esposa no se equivocaba acerca del estado de su espíritu en aquella ocasión.
—Me respondió que no tenía inconveniente en que lo presentasen con tal que fuese por medio de una persona respetable. «¿Te parece bien Don Laureano?». «Perfectamente». Pues ya está hecho. Ahora no nos resta más que darle a usted las gracias por la molestia que ha querido tomarse.
Romadonga levantó la mano para alejar de sí aquellas gracias que no merecía, y volvió la cabeza para mirar a la hermosísima chula, que en aquel instante se levantaba del asiento para marcharse. Al pasar junto a ellos Don Laureano le dijo familiarmente:
—Adiós, Concha: hasta mañana.
—Buenas noches —respondió ella sonriendo tímidamente.
Su padre se llevó la mano al sombrero. Romadonga siguiola con la vista hasta que desapareció por la cancela. Antes de trasponerla Concha se volvió a medias y le echó una rápida mirada de latiguillo. Lo cual le puso de tan excelente humor, que desde entonces no cerró boca y consiguió tener suspensos y embelesados con su charla insinuante lo mismo a Don Pantaleón que a su esposa.
Pero la noche corría. Habían sonado ya las once y media, hora en que aquella respetable familia tenía por costumbre retirarse. Doña Carolina se inclinó hacia el oído de su hija Carlota, y le dijo en voz baja, aunque no lo bastante para no ser oída de Mario:
—Por mi gusto, querida, estaríamos aquí un ratito más; pero ya ves, tu papá acostumbra a retirarse a esta hora… y ahora más que nunca necesitamos tenerle contento, ¿verdad? —añadió con un guiño picaresco.
Luego, volviéndose a su marido:
—Pantaleón, nos iremos cuando tú lo ordenes.
—Bien, pues vámonos ya —respondió el venerable jefe de la familia levantándose de la silla.
Los demás le imitaron. La señá Rafaela y Romadonga manifestaron que también se iban. Mario no se atrevió a acompañarlos, aunque bastantes ganas se le pasaron. La despedida fue tímida y significativa por parte de Carlota, franca y afectuosa por la de su hermana, propia de una futura hermana política; por la de Doña Carolina maternal, aunque templada por el respeto que le merecía la autoridad de su marido; y por éste tan cortés, tan suave, tan condescendiente, que Mario se mostró hondamente conmovido, y apenas pudo articular con voz temblorosa algunas palabras de ofrecimiento.
Quedó solo al fin. El corazón no le cabía en el pecho. Permaneció un instante inmóvil contemplando la puerta, por donde acababa de desaparecer, la última, su gentil Carlota. Y bajando de pronto desde las nubes de oro y rosa donde se mecía a esta tierra prosaica, se dirigió a la mesa del rincón, donde sólo se hallaba ya Adolfo Moreno. El salto no podía ser mayor. Moreno era, en sentir de Mario, el ser más distante de la poética idealidad que en aquel momento inundaba su espíritu, el menos a propósito para recibir la confesión de sus impresiones. Sin embargo, eran éstas tan vivas, tan avasalladoras, que si no se desahogaba pronto de ellas, era de temer una congestión. Sentose enfrente de su amigo, pidió un vaso de leche y esperó a que aquél, en gracia del trascendental acontecimiento que acababa de efectuarse, se dignase hacerle algunas preguntas. Nada. Moreno había dejado los periódicos políticos y leía con atención uno ilustrado que andaba siempre de mesa en mesa metido en una carpeta sucia y despellejada. Mario no pudo más. Comprendía que era una humillación, pero no tenía fuerzas para resistir al anhelo de confesarse.
—Adolfo.
—¿Qué hay? —respondió éste sin apartar la vista del periódico.
—Dame la enhorabuena.
Al pronunciar estas palabras se ruborizó.
—¡Ah, sí! —exclamó el otro alzando la cabeza y mirándole con sonrisa entre burlona y benévola—. Al cabo has logrado la dicha de sentarte a la misma mesa que Don Pantaleón Sánchez.
—Como tú comprenderás, Adolfo, lo que menos me importa a mí es Don Pantaleón. Lo que me interesaba, y mucho, era hablar con su hija. No puedes figurarte la impresión que he sentido. Ya sabes que estaba enamorado, ¡pero de verdad! Pues bien, ahora lo estoy mucho más, cien veces más. ¡Qué mujer tan simpática! ¡Qué tranquilidad, qué dulzura respiran todas sus palabras y movimientos! ¡Qué timbre de voz tan delicioso! Parece que viene impregnado de la claridad y armonía que reinan en su alma. Es una voz que suena más en el corazón que en el oído, que nada dice a los sentidos, que despierta el anhelo de las alegrías íntimas y serenas del hogar; una voz hecha como los bálsamos para curar las heridas que el mundo nos infiere… Nada nos hemos dicho de nuestro amor, pero en el brillo de sus ojos, en el cuidado con que evitaba el mirarme, he gustado más dicha que si me prometiese amarme eternamente. El único signo que advertí de su emoción fue cuando le di la mano al acercarme. ¡Qué encarnada se puso la pobrecita!
Moreno continuaba sonriendo con la misma condescendencia, mientras su amigo se desahogaba tan fogosamente. Al cabo le atajó.
—No te forjes muchas ilusiones por eso del rubor ni te subas al trípode. El rubor es un fenómeno muy prosaico, querido. No significa más que un cambio de la circulación sanguínea. Las arterias, al aumentar o disminuir de diámetro, enrojecen la piel o la hacen empalidecer. Ni te vayas a figurar que sólo las vírgenes se ruborizan, o que sea este fenómeno privativo del ser humano. Los animales también se enrojecen. El conejo es un animal tan sensible que con la más leve impresión se tiñen de carmín sus orejas, y se ha observado que los conejos jóvenes se enrojecen más fácilmente que los viejos.
Mario quedó acortado. Le miró fijamente con ojos de asombro y al fin murmuró entre triste y colérico:
—Pero, Adolfo, ¡por Dios! ¿qué tienen que ver ahora los conejos jóvenes…?
—No… yo no quería decirte… Es simplemente un dato fisiológico.
Recobrose el joven y volvió a coger el hilo de sus impresiones. Las iba narrando con entusiasmo, de un modo incoherente, como si estuviese solo. Tal vez comprendía vagamente que lo estaba; porque Moreno, a juzgar por su mirada distraída y su continente reflexivo, debía de hallarse en aquel momento meditando sobre algún oscuro problema de la morfología.
Después de describir y pesar una por una las gracias de Carlota y colocarla sobre un rico pedestal de mármol ornado de bajorrelieves de Fidias, por encima de todas las mujeres de este mundo, casi a la altura de la Niobe de Praxíteles, vino a soñar despierto, a pintar de un modo plástico la única dicha a que aspiraba uniéndose a ella…
—No soy hombre de grandes ambiciones, Adolfo, bien lo sabes. Para ser feliz, no necesito más que cariño, sosiego y un mediano pasar. Un cuartito al Mediodía con ventanas al campo aunque esté sobre el tejado; una mujercita sana, risueña, que venga a abrirme la puerta; oírla teclear después de comer alguna sonata de Beethoven… y que me dejen libre alguna hora para modelar cualquier muñeco. Estoy solo en el mundo. Apenas he conocido a mi madre. Mi padre se esforzó toda la vida en hacerme menos terrible esta pérdida. ¡Dios le bendiga por ello! Pero el amor de una madre es insustituible, no tanto por lo vivo y profundo, sino por lo que tiene de femenino. El hombre necesita en todos los momentos de su vida del amor de la mujer; primero de la madre, luego de la esposa, más tarde de la hija. Además, el hombre sin familia no se comprende; es un ser incompleto, absurdo, está fuera de la naturaleza.
—Permíteme, querido —manifestó Moreno extendiendo la diestra con solemnidad y acentuando aún más la superioridad de su sonrisa—. Más vale que no te metas a definir las leyes de la naturaleza. Esas cosas hay que estudiarlas con atención y tú no creo que te hayas entretenido hasta ahora en ello. El que la familia sea una ley natural y que no podamos pasar sin ella me parece una de tantas afirmaciones gratuitas como sientan los metafísicos. No se apoya en ningún dato experimental. Entre los Bochimanos no existe la familia; entre algunos pueblos polinésicos tampoco… En cambio se encuentra algo semejante establecido entre ciertos monos ordinarios. Y desde luego entre los antropoides. El chimpancé y el gorila suelen constituir familia.
La exhibición de este preciosísimo dato le dejó tan satisfecho que, en el exceso de su alegría, tosió dos o tres veces de un modo modesto, indicando que estaba dispuesto a rechazar toda enhorabuena. Acto continuo echó mano a la botella de agua, se escanció un vaso y lo apuró lentamente con majestuoso ademán, a fin de serenarse.
Mario le contemplaba fijamente.
—Mira, Adolfo —dijo al fin procurando reprimir la indignación—, yo nunca he dudado de tu ciencia. Reconozco que sabes mucho más que yo, y aunque a mí no me interesen gran cosa los Bochimanos, les concedo toda la importancia que tú quieras, por más que tú mismo dices que son unos salvajes… Pero, francamente —añadió poniéndose fuertemente colorado y clavando una mirada colérica en la mesa—, eso de que hablándote yo de mi amor por Carlota, que es un ángel bajado del cielo, me saques a relucir el gorila y el chimpancé, no es decente… no es decente… ¡vamos, que no es decente!
III
Vivió desde aquella noche memorable en un estado de exaltación próximo a la locura. En su casa dejó de ser, con sorpresa de la patrona, el huésped silencioso, tolerante, que ésta se complacía en ofrecer de modelo a los demás. Se mostró impaciente, huraño, imperioso; armaba con la criada cada pelotera que la vajilla retemblaba con los apóstrofes; todo porque le había servido el almuerzo diez minutos más tarde de lo que le había ordenado, o no había podido llevarle el sombrero a planchar. De igual modo andaba constantemente a la greña con la planchadora sobre si los puños, sobre si los cuellos, y con la camarera sobre si las botas, sobre si el botón de la levita. La misma Doña Romana, su respetabilísima patrona, a pesar de su continente digno y talento persuasivo, no se libraba de las amargas recriminaciones del joven, y a veces de sus violentísimos apóstrofes.
—Pero, Don Mario —decía la diplomática señora mientras los ricitos postizos de su cabeza se agitaban con elocuencia—, ¿cómo quiere usted que la comida esté sazonada o no se la sirvan fría, cómo quiere usted que le tenga el cuarto arreglado a tiempo ni las cosas a punto, si desde hace una temporada no tiene hora fija para nada; tan pronto se le ocurre almorzar a las once como a las dos, unas veces se levanta a las siete de la mañana, otras duerme hasta las tres de la tarde? Y sobre esto, los criados siempre en danza, a casa del sastre, del camisero, a llevar cartas y recados a la calle de Ramales.
Era el mismo Evangelio lo que la buena señora alegaba. Los tirabuzones sujetos a su frente lo corroboraban con vivos movimientos de trepidación. Mario cometía estos desórdenes y otros más. La causa estaba en la calle de Ramales, bien lo sabía Doña Romana; pero no se atrevía a expresarlo, aunque lo indicaba recalcando un poquito la palabra. Es decir, no estaba en la calle de Ramales. Donde estaba realmente era en el cerebro exaltado del joven escultor. Porque ¿qué culpa tenía Carlota de que se levantase a las seis de la mañana, habiéndole dicho la noche anterior que oiría misa a las diez en el Sacramento? ¿Ni por qué pedía a grandes voces el almuerzo a las once, si le constaba que hasta las dos lo menos no había de salir de tiendas Doña Carolina con sus hijas? Tampoco era Carlota responsable de que nuestro joven perdiese la razón al ver una minúscula arruga en el planchado de los puños o las botas sin el conveniente brillo, porque no tenía la costumbre de reconocer minuciosamente ni los puños ni las botas de su novio. Es más, aunque advirtiese la arruga del planchado o la opacidad de las botas, era tan bonachona que se lo perdonaría sin gran esfuerzo.
Al principio nuestro joven iba dos veces por semana a pasar un ratito después de la oficina a casa de Don Pantaleón. Poco después, un día sí y otro no; luego, todos los días. Esto sin perjuicio de verse y hablarse diariamente en el café del Siglo y de las salidas extraordinarias a misa y a tiendas, en que casualmente se tropezaban. Pero no bastaba todavía a calmar las ansias amorosas del escultor. Todavía ideó el acudir también algunas mañanas a casa de su novia con diferentes pretextos; luego descaradamente y todos los días. De modo que, lo que decía confidencialmente Doña Carolina a la señora Rafaela:
—Hija, estos muchachos no me dejan tiempo para arreglar mi casa ni para vigilar la cocina; no puedo cepillar la ropa a Pantaleón, no puedo escribir una carta, no puedo hacer una visita. ¡Siempre clavada a la silla en el gabinete! Luego, si Presentación me ayudase un poco a soportar la carga; pero ¡que si quieres!
En efecto, cuando por algún apuro imprescindible Doña Carolina la llamaba para que se estuviese al lado de los novios, mientras ella permanecía fuera, Presentación levantaba los brazos al cielo exclamando:
—¡Dios mío, qué pecado habré cometido para desempeñar tan joven estos papeles!
Y si la señora tardaba mucho, se escapaba diciendo:
—No puedo más. Dispensadme. Cuidado con ser buenos.
En vano la pobre Carlota le gritaba ruborizada:
—¡Niña, niña! ¡Por Dios, no marches!
—No puedo más —repetía huyendo—, no puedo más. La carga es superior a mis fuerzas.
Doña Carolina, por estas y otras contrariedades, tenía frecuentes accesos de mal humor; gritaba a sus hijas, las llenaba de improperios; a veces, de esta marejada salpicaba también alguna espuma a Mario. Pero no se daba por ofendido; al contrario, sentía cierto deleite en que la mamá de su adorada le reprendiese, le tratase con tal excesiva confianza: le parecía que de tal modo se acortaba cada vez más la distancia que mediaba para ser su hijo.
Pero la gran dificultad para esto y para todo en aquella casa era Don Pantaleón. No lo parecía. Mario hallaba en él un hombre grave, pero dulce, afectuoso, de una cortesía exquisita. Apenas se le sentía en la casa. Sin embargo, Doña Carolina, a quien trasmitía sus órdenes, estaba siempre pendiente de ellas, y no daba jamás un paso sin consultarle y pedirle la venia. Así que nuestro joven, a fuerza de sentir su influencia en todos los momentos sin escuchar su voz, sin ver el ademán imperativo de su diestra, había llegado a profesarle un respeto profundísimo, una veneración sin límites, contemplando su cara enigmática y misteriosa como la de un dios impenetrable. Cuando le tropezaba por los pasillos de la casa, y sucedía bastantes veces, porque el Sr. Sánchez era muy dado a pasear por ellos con zapatillas, le daba un vuelco en el corazón y le saludaba con una turbación que, lejos de disminuir, aumentaba cada día. «He aquí el hombre —se decía al apartarse de él— en cuyas manos se encuentra mi felicidad o mi desgracia».
La influencia de Don Pantaleón se sentía en todos los momentos y se extendía a los pormenores más insignificantes de la vida doméstica. Para salir a tiendas, para ir a paseo, para comprarse unas botas, para suscribirse al periódico de modas, para cambiar de panadero, se necesitaba acudir a su autoridad suprema. Mario la encontraba asfixiante, pero se sometía.
La vida de aquel déspota no podía ser más sencilla. Levantábase invariablemente a las nueve de la mañana, y después de desayunarse terminaba la lectura de La Época, que había comenzado la noche anterior. La leía toda, hasta el folletín y los anuncios, encerrado en su habitación, sin que bajo ningún pretexto consintiese Doña Carolina que se le fuese a interrumpir. Esta escrupulosidad concienzuda aplicada a la lectura de un periódico, que ordinariamente suele hacerse a la ligera, ¿no es indicio de un carácter reflexivo a investigador, de una inteligencia firme y ansiosa de nutrirse? El curso de la presente historia lo dejará cumplidamente demostrado. Aquella lectura, trivial para la mayor parte de los hombres, despertaba en el cerebro de Sánchez copiosa serie de pensamientos graves o frívolos, según su orden.
Para meditarlos, para clasificarlos, para extraerles el jugo, se salía al pasillo, y envuelto en su bata alfombrada y provisto de silenciosas zapatillas suizas, paseaba grave y acompasadamente hasta la hora de almorzar. Después del almuerzo y de reposar algunos minutos, se salía a dar un largo paseo contemplativo por el Retiro. Cualquiera que le viese recorriendo lentamente, con las manos atrás y la cabeza inclinada hacia la izquierda, los arenosos caminos del Parque, diputaríale por un ocioso, un militar retirado, un propietario, algo, en suma, vulgar y hasta inútil en la sociedad. ¡Cuán engañosas son las apariencias! Algo así pensaban los habitantes de la ciudad de Heidelberg cuando el gran Emmanuel Kant cruzaba de paseo con su paraguas bajo el brazo. Y si le hallasen sentado en un banco frente al Estanque grande, inmóvil, con la mirada fija, tal vez imaginaran que aquel hombre no pensaba en nada. Y así era, en efecto. Don Pantaleón en aquellos momentos tenía el pensamiento tan inmóvil como su cuerpo; yacía entregado a una sensación de bienestar animal, que inundaba su ser como una ola tibia y lo paralizaba. Muchas veces duerme así el espíritu cuando se prepara a una actividad enérgica, como el luchador que reposa para disponer de toda la fuerza de sus músculos. El genio dormía en el fondo de su alma, sin que nadie, ¡nadie! ni él mismo, sospechase su presencia.
Don Pantaleón Sánchez no era rico. Sólo tenía un pasar adquirido en el comercio de géneros de punto a fuerza de economías y privaciones. Y aquí salta una observación, que merece ser expresada, es a saber: que casi ninguno de los hombres que han influido poderosamente sobre sus semejantes o han dado impulso y dirección al progreso dispusieron de grandes bienes de fortuna. Después de traspasar la tienda al primero y único de sus dependientes, sólo poseía en valores del Estado una renta de ocho a diez mil pesetas. Gracias al orden y economía de su fiel esposa podían vivir cómoda y decorosamente.
A los quince días de entrar en la casa ya nuestro joven escultor ardía en deseos de formar parte integrante de la familia. Pero no se atrevió a expresarlo sino de un modo indirecto y vago, y con las mejillas coloradas, a Carlota, que a su vez le respondió, ruborizada también, que «no se pensase todavía en aquello». Pero ambos siguieron pensando, cada cual por su lado; de tal suerte, que si sus bocas estaban calladas, se lo decían a todas horas con los ojos. Cuando estaban juntos y se quedaban algunos instantes silenciosos con la mirada extática, bien podría apostarse doble contra sencillo a que ambos pensaban en aquello.
Un día, después de larga pausa, dijo Mario repentinamente:
—¿Por qué no se lo dices a tu mamá?
—No me atrevo. Díselo tú —respondió la joven anudando naturalmente la tácita conversación que sus pensamientos mantenían hacía tiempo.
—¡Oh, si yo me atreviera!
Hizo coraje algunos días: al fin se atrevió. ¡Cuánta duda, cuánta vacilación antes que las abrasadoras palabras saliesen de sus labios!
Estaba Doña Carolina subida encima de una silla sujetando un visillo del balcón. Carlota había salido en busca de tijeras. Sin saber cómo, aprovechándose tal vez de que la buena señora se hallaba de espaldas y no podía anonadarle con una mirada fulgurante, dijo con voz bastante entera:
—Doña Carolina, cuando usted termine ahí voy a darle un susto.
—¿Un susto? —repuso la señora volviendo la cabeza con sorpresa.
—¡Sí, un susto! —repitió el joven sonriendo alegremente, cada vez más animado—. Pero no tenga usted miedo. Es un susto puramente moral.
—¡Bueno! —exclamó en actitud vacilante, sonriendo también—. No sé qué será… Voy a concluir.
En los breves instantes que duró la operación tuvo tiempo a perder todo el valor que había mostrado. De suerte que cuando Doña Carolina se bajó de la silla, con la misma ligereza que una niña, y se volvió, encontrose con un hombre desencajado, tembloroso, que daba pena mirarle.
—Usted me dirá… ¿qué susto es ése?
—¡El que yo tengo! —debió responder Mario, pero no lo dijo. Limitose a llevarse la mano a la boca para toser, sin gana por supuesto, y profirió con trabajo:
—Si a usted le parece, podemos sentarnos.
—Con mucho gusto. Nada nos darán por estar de pie.
Doña Carolina aparentaba indecisión y sorpresa que no sentía. No se necesitaba ser lince para comprender de qué se trataba.
—Debo ante todo… Cuando tuve el honor de ser presentado a ustedes… Sentiría muchísimo…
No hallaba medio de tomar la embocadura. Estaba cada vez más turbado. En aquel momento apareció en la puerta Carlota. Al ver su encantadora figura, de formas elegantes y redondeadas, sus ojos animados, sus mejillas frescas adornadas de un par de hoyos como dos nidos de amor, sus labios de cereza, una verdadera rosa, en fin, de carne y hueso, recobró de pronto todo el aplomo y dijo con voz segura:
—Me alegro de que venga Carlota y escuche lo que le voy a decir…
Carlota se acercó. En la actitud de su novio adivinó en seguida lo que pasaba.
—Pues bien, señora, lo que tengo que manifestar a usted es que, lo mismo Carlota que yo, deseamos casarnos cuanto más antes.
—¡No, no! ¡yo no! —exclamó la joven encendida en rubor y echando a correr.
Doña Carolina se mostró sorprendidísima.
—¡Pero eso es un escopetazo, Costa! Razón tenía usted en decir que me iba a dar un susto. ¡Ave María Purísima! ¡Quién había de pensar…!
Y por algunos momentos no dejó de hacerse cruces y proferir exclamaciones. Repuesta al fin un poco, llamó a Carlota.
—¡Niña, no seas ridícula, ven aquí!
Y en voz baja añadió:
—¡Pobrecilla! La ha puesto usted en un apuro.
Vino Carlota hecha una rosa de Alejandría por lo roja y por lo hermosa. Sentáronse los tres en el sofá, la mamá en el medio, y cogiendo amorosamente las manos de su hija y mirando a Mario de reojo, se expresó de esta manera:
—A pesar del susto, no le guardo rencor. Me esperaba que algún día había de suceder esto, aunque, a la verdad, no tan pronto. Mentiría, Costa, si le dijese que no me es usted muy simpático y hasta que le quiero ya como cosa propia. No tiene nada de particular. Basta que una persona quiera a mis hijas para que la adore yo. Lo que mis hijas desean, eso es precisamente lo que a mí me complace. Soy una débil criatura sin voluntad propia; todo el mundo lo sabe. ¡Hablarme a mí de que desean casarse…! ¿Para qué? De antemano tienen ya mi consentimiento para eso como para todo lo que se les antoje. Mi carácter es así. Aunque me parezca prematuro el matrimonio y que convendría esperar algo más, porque usted no se halla, desgraciadamente, en posición de sostener las cargas de una familia, no lo puedo remediar… Por mí, mañana mismo les echa la bendición el cura. Es una desgracia tener este carácter, señor Costa, créame usted. Mis amigas me dicen con razón: «Tú no eres una mujer, Carolina, eres un trapo». ¿Y qué le vamos a hacer? Cada cual es como Dios le crió. De todos modos, le agradezco en el alma que haya contado conmigo… Demasiado sé que es pura galantería, pero lo agradezco… Vamos ahora a lo más principal, mejor dicho, a lo único principal que hay en este negocio. ¿Quién se lo dice a Sánchez? ¿Quién le pone el cascabel al gato?
—Mamaíta, díselo tú —manifestó Carlota, cuyas mejillas no habían perdido su vivo color rojo.
—¿Lo ve usted? —exclamó la buena señora, volviendo el rostro lleno de dulce condescendencia hacia Mario—. ¡Cuando yo lo decía…! Bien, hija mía, bien; yo se lo diré… Para mí será el desaire si lo hay. Prefiero sufrirlo yo todo. Y para que vean ustedes adónde llega mi complacencia, ahora mismo se lo voy a decir; ahora que está solo en su cuarto… ¡Ea, valor!
Doña Carolina se alzó del sofá y dio tres o cuatro pasos.
—¡Si supieran ustedes cuánto lo temo! —dijo parándose—. No lo puedo remediar; siempre que voy a decir algo importante a Pantaleón, me sucede lo mismo, me pongo temblorosa; toda me aturrullo… Mire usted cómo me tiembla la mano, Costa.
Mario apretó la mano de su futura suegra, pero no pudo comprobar el temblor. Lo único que advirtió es que estaba fría.
—Sí, sí —dijo galantemente—, y además está fría.
—¡Friísima…! Lo mismo me pasa siempre… Vaya, armémonos de valor. Voy antes a beber una copita de Jerez para criar fuerzas… Hasta luego, hijos míos, hasta luego y ¡buena suerte!
Todavía desde la puerta se volvió con semblante risueño, radiante de condescendencia.
—¡Cómo me late el corazón! —exclamó llevándose la mano al pecho—. ¡Adiós! ¡Buena suerte!
A quien le latía hasta querer saltársele del pecho era al pobre Mario. No se atrevió a mirar a Carlota. Tampoco ésta volvió su rostro hacia él. Felizmente vino a sacarlos del apuro la bella Presentación. Entró seria, ceñuda y, sentándose cerca del balcón, exclamó con un suspiro:
—¡Ea! ¡Ya estoy en funciones!
Lo mismo Carlota que su novio no pudieron menos de sonreír. Trascurrieron algunos minutos en silencio.
—Pero vamos a ver —profirió después volviéndose airada hacia ellos—, ¿cuándo me van ustedes a dejar en paz? ¿Se quieren ustedes casar pronto, empachosos?
—De eso se trata —respondió gravemente Mario.
Y como la joven le mirase sorprendida, su hermana añadió tímidamente:
—Mamá se lo está comunicando en este momento a papá.
La cara de Presentación expresó un gozo sincero.
—¿Es de veras? ¡Cuánto me alegro, hermana de mi alma! —exclamó levantándose y abrazándola con efusión—. ¡Toma un beso, toma dos, toma veinte…! Sea enhorabuena. Démela usted a mí también, Costa, y pídame perdón por las mil iniquidades que ha hecho conmigo… ¡Qué gusto, Virgen de Atocha…! Ya concluyeron las centinelas. Ahora son ustedes los que me van a guardar a mí. ¡Y que no te voy a dar poca tarea, Carlota! Me vas a sacar a paseo todos los días, ¿sabes? todos, sin faltar uno. Y por la mañana me llevarás a misa… y después… después unas vueltas entre calles para lucir este cuerpecito…
Daba saltos de alegría y batía las palmas la revoltosa niña, tanto por la perspectiva de aquella bienandanza como por ver a su hermana feliz; porque en el fondo no era mala, aunque Timoteo la apellidase casi todas las noches ingrata y orgullosa con el violín.
Mas he aquí que en lo más recio de esta alegría turbulenta aparece Doña Carolina. Nada más que con mirarla comprendieron Mario y Carlota lo que había. Traía la cara larga, larga como si viniese de un entierro. ¡Ay, sí, el entierro de las esperanzas de Mario! Mientras se acercaba lentamente hacia ellos ejecutó un sinnúmero de muecas y visajes, expresando alternativamente el dolor, la protesta y la resignación. Sentose de nuevo en silencio entre los dos, y en silencio también y con rara energía apretó las manos a Mario fijando en él al mismo tiempo una mirada de indefinible tristeza.
—No se apure, señora —exclamó éste haciendo de tripas corazón, esforzándose por sonreír—. ¿No puede ser? Lo siento muchísimo; pero lo mismo Carlota que yo sabremos tener calma y esperar con paciencia.
Doña Carolina se llevó el pañuelo a los ojos como si quisiera llorar.
—¿Qué es eso? ¿No hay boda? —preguntó Presentación; y, levantándose con ademán desabrido, añadió—: ¡Bah, bah! La culpa ya sé yo de quién es.
No hubo más remedio que resignarse. Don Pantaleón hallaba prematuro el matrimonio. Los hombres, según decía su esposa, miran las cosas de un modo prosaico; se fijan en el porvenir, en las necesidades y obligaciones que trae consigo; todo lo ven de color negro. Nosotras procedemos de otro modo, por entusiasmo, por cariño; cuando se nos interesa el corazón no queremos ver las dificultades. Por mi parte, aunque no tuviese usted empleo ninguno, aunque fuese un pobre de la calle, bastaría el afecto que le tengo para que le entregase a mi hija sin reparar en nada.
IV
Esperaron, pues, pacientemente a que Sánchez se ablandara. La vida siguió deslizándose en la misma forma que antes, creciendo de día en día la confianza y el cariño entre nuestro joven y la familia de su novia. No salía de la casa. Cuando iban a paseo por Recoletos, Mario y Carlota marchaban delante y detrás Doña Carolina y Presentación. Al poco tiempo todo Madrid los conocía. «Ahí vienen los novios,» se decían los paseantes al verlos. Entre algunos chistosos comenzó a llamárseles I promessi spossi. Y como suele suceder, al cabo de algunos meses llegaron a aburrir a la gente. ¡Pero, señor! ¿cuándo se casan estos chicos?
Doña Carolina consintió al fin, a ruego de Mario, en tutearle, y hasta llevó su condescendencia a permitir que la llamase mamá, todo en secreto por supuesto y cuando Sánchez no se hallaba presente. Un día que delante de éste se le escapó llamarle de tú, ¡Jesucristo, lo colorada que se puso la buena señora! Mario estaba hechizado; la adoraba.
Pocos meses después acaeció un cambio en la política. Cayó el ministerio y se formó otro nuevo. El ministro de Ultramar saliente se acordó de Mario por la amistad que había mantenido con su padre y le dejó ascendido en lo que se denomina en términos burocráticos testamento. Tenía diez y seis mil reales de sueldo. Doña Carolina mostró al saberlo una alegría verdaderamente maternal. Tanto que a los pocos días le llevó sigilosamente hacia un rincón y le dijo con misterio que si se lo permitía iba a dar «otro tiento» a Sánchez: desconfiaba bastante del éxito, pero iba a hacer un esfuerzo supremo… «Ya veríamos».
En el pecho del joven escultor renacieron súbito las esperanzas. Se puso tan nervioso, que la bondadosa señora, para completar su caritativa obra, mostrose propicia a ir en aquel mismo momento al cuarto del severo esposo. Mario no pudo contenerse; poco menos que la hizo salir a empujones de la habitación. Ella sonreía dulcemente llamándole loco.
¡Qué zozobra! ¡qué congojas las de los novios mientras permaneció por allá! Llegó a tal extremo, que Mario ¡pobre muchacho! consintió en rezar con Carlota algunos padrenuestros para obtener un resultado favorable.
El cielo escuchó sus oraciones. Doña Carolina se presentó al cabo de media hora radiante de dicha. Y antes de que saliese una palabra de sus labios, corrió hacia su hija y la abrazó estrechamente derramando un torrente de lágrimas. Después hizo lo mismo con Mario. Éste experimentó tan fuerte emoción, que quiso volverse loco. Lloró, rió, bailó, besó las manos a su futura suegra llamándola madre, prometiéndole amarla y obedecerla siempre como un hijo sumiso; en fin, mil ridiculeces que harán sonreír a todo el que no haya estado de veras enamorado.
Desde entonces no se habló más que de la boda. Comenzaron a comprar la ropa blanca; esto es, comenzó el único período de la existencia que puede dar idea aproximada de lo que acontece en el cielo. Esta memorable etapa de la ropa interior ejerció tal influencia en la felicidad de Mario, que muchos años después, al pasar delante de un bazar de ropa blanca y ver colgadas en el escaparate algunas enaguas y camisas de señora, aún sentía latir su corazón conmovido. Doña Carolina fue el Espíritu Santo de este almo cielo. Cuando nuestro joven la veía ponerse las gafas y tomar entre sus dedos una chambra, frotarla cuidadosamente, acercarla a los ojos para ver si descubría alguna pérfida hebra de algodón entre su cándido hilo, un estremecimiento de dicha inefable corría por su cuerpo; la emoción le ahogaba; necesitaba volverse de espaldas para no caer a sus pies y expresarle en términos fervorosos delante de los horteras toda la veneración, todo el entusiasmo que su conducta generosa le inspiraba.
Luego se fijó el día: se discutió la forma en que había de celebrarse. Antes se había convenido en que los novios no vivirían aparte «por ahora». El pequeño sueldo de Mario no lo consentía. Don Pantaleón manifestó por boca de su esposa que mientras el matrimonio no se hallase en condiciones de establecerse, viviría en su compañía. El mismo Don Pantaleón resolvió que la boda se celebrase con un día de campo en los Viveros, como era uso y costumbre entre el elemento distinguido del comercio de Madrid.
Fue en el primer domingo de Agosto. Mario convidó a sus amigos los tertulios del café del Siglo, Miguel Rivera, Adolfo Moreno, Llot, Oliveros, Romadonga y tres o cuatro compañeros de oficina: los señores de Sánchez, a varias distinguidas familias del comercio, y entre ellas a la del mismísimo presidente de la Liga de Productores, propietario de una gran fábrica de ladrillo refractario en las afueras de Madrid. Los esposos Sánchez no mantenían amistad muy íntima con esta familia; pero comprendiendo todo el lustre que sobre la fiesta recaería si lograban que asistiese a ella, les escribieron una rendida carta. Los señores de Corneta, que así se llamaba el presidente de la Liga, respondieron con una muy amable esquela aceptando y enviando al propio tiempo una precisa licorera, que enriqueció la serie de regalos que los novios recibieron en aquellos días. Doña Carolina los había colocado todos en un gabinete de la casa en medio de una bonita decoración de percalina para que hiciesen más impresión. Había muchos y muy lindos, pero entre todos predominaba una rica colección de barómetros y termómetros de todas formas y tamaños. Los amigos habían comprendido, con admirable instinto, que nada puede interesar tanto a unos recién casados como la observación atenta de los fenómenos meteorológicos.
El primer domingo de Agosto amaneció tan espléndido, tan claro y caliente como casi todos sus colegas del estío en Madrid. Los asistentes a las primeras misas en la iglesia de Santiago pudieron ver en una de las capillas laterales a un joven correctamente vestido de negro hincado delante de un confesonario. Nada tenía de particular. Pero en el confesonario de enfrente había una joven también vestida de negro con la cara pegada a la ventanilla. Esto era ya grave. Así lo entendieron los fieles, y por eso, pecando contra el tercer mandamiento, no les quitaron ojo mientras duró la confesión.
El cura tenía abrazado al joven, de suerte que los asistentes no podían observar más que sus piernas, que no decían nada. Pero la joven dejaba ver un cacho de mejilla, y este cacho de mejilla, por lo suave, por lo terso, por lo sonrosado, interesaba profundamente al auditorio, y muy especialmente al monaguillo que ayudaba a la misa.
«Son unos novios,» se dijeron los fieles rebosando de curiosidad y penetración. En efecto, eran ellos, la fresca y simpática Carlota y el venturoso Mario.
Después de la ceremonia y de tomar chocolate en la morada de Don Pantaleón, trasladaronse los recién casados y su cortejo en dos grandes ómnibus a los Viveros. Los Viveros guardan entre las filas de sus árboles enanos y bajo sus cenadores rústicos toda la poesía del comercio madrileño. Los gremios expresan allí en los días festivos que no son insensibles al encanto misterioso de la Naturaleza ni ajenos a las dulces emociones del campo. Como testimonios mudos pero elocuentes de este fondo poético que algunos pretenden negar, suelen verse bajo los frescos emparrados, donde la luz se cierne mansa y dormida, o sobre el fino tapiz de la yerba, entre setos de boj y cinamomo, algunas cabezas de sardina y no pocos residuos de huevos cocidos.
El Sr. Sánchez, que a pesar de su temperamento meditabundo y soñador no olvidaba ningún pormenor interesante, había contratado el día antes un piano mecánico. No fue obstáculo el calor para que aquella juventud florida se pusiese inmediatamente a bailar con frenesí. Un caballero tuvo la ocurrencia de quitarse la levita; los demás le imitaron. Se bailó en mangas de camisa, con esa grata familiaridad que caracteriza a los hombres de negocios en momentos de alegría. Así y todo, se sudaba como en los primeros días de la creación. Las mejillas de las damas echaban fuego. ¡Ah, si pudieran utilizar el hielo que envolvía en aquel instante el corazón del violinista del café del Siglo, qué bien se refrescarían!
A fuerza de inteligencia y diplomacia había logrado Timoteo que Doña Carolina le invitase a la boda. Por cierto que este rasgo de generosidad le valió un disgusto. Su hija menor armó la de San Quintín al enterarse, profiriendo tan pesadas palabras que la buena señora se vio necesitada a zanjar la cuestión por el método usual, con un par de pellizcos. La niña puso el grito en el cielo. Y en estas simpáticas disposiciones hacia el violinista fue a la boda de su hermana. ¡Qué había de suceder! Un desastre. A la primer coyuntura aquellos dos pellizcos se los aplicó en el alma al causante de todo.
—Presentacioncita, ¿me haría usted el honor de bailar conmigo esta polka?
—Gracias, no bailo.
Pocos instantes después llega otro joven y le hace la misma invitación. Presentación vacila un momento, mira de reojo al violinista, sonríe maliciosamente y se deja arrastrar al baile por tal odiosísimo sujeto, a quien desde aquel punto dedica Timoteo toda la hiel que elabora su organismo.
Este ser repugnante y abyecto, llamado Grass, dedicaba las horas en que no medita o ejecuta alguna acción vergonzosa, a llevar los libros de comercio en dos camiserías de la calle del Príncipe. De aquí que pretendiese eclipsar a todos los demás por el brillo y la forma de su cuello a la marinera y por el esplendor de la corbata de raso azul con lunares blancos. Timoteo sentía la superioridad de Grass en este punto, pero antes le hicieran rajas que confesarlo.
Presentación era, con mucho, la más linda de las niñas que la industria y el comercio habían enviado a la boda de Mario. Por eso todos los jóvenes le bailaban el agua, acudían a servirla y festejarla como un tropel de esclavos. Quién solicitaba humildemente la honra de tener por su abanico, quién extendía la levita sobre la yerba para que se sentase; los unos corrían a buscarle un vaso de agua cuando tenía sed y se lo presentaban con azucarillo y gotas de azahar, o con anís o con jarabe de grosella, para que eligiese; los otros se consideraban felices con que de lejos les enviase una ligera sonrisa. Con esto la niña, que había mostrado siempre marcada inclinación a las pompas mundanas, se puso insufrible. Parecía una sultana cruel y despótica. A fuerza de ver inmediatamente obedecidos sus caprichos, ni sabía ella misma lo que quería. Tan pronto llamaba a un mancebo y le permitía sentarse a sus pies y le escuchaba y le miraba amablemente, como le arrojaba con ademán feroz y viento fresco. Unas veces exigía que le contasen algo, otras les obligaba a permanecer inmóviles y silenciosos. Fortuna fue que no se le ocurrierra mandar ahorcar de un árbol a Timoteo, porque en el estado en que se hallaban los espíritus, ¡quién sabe lo que sucedería!
Pero el que logró presto sobreponerse a sus colegas y fijar la atención de la bella fue Grass. Y esto no sólo por el prestigio de su corbata, sino porque además era hombre de iniciativa y ocurrente. Cada una de sus frases, un poema de gracia. Cuando tenía que referirse a su propia cabeza, la llamaba «la calabaza». «Yo conocí en Sevilla una señora —decía— que comía por la boca».
Poseía asimismo una imaginación fecunda y audaz para toda clase de farsas divertidas y talento especial para imitar la voz, el gesto y el modo de andar de cualquier persona. Corría y brincaba con agilidad pasmosa, a pesar de su obesidad bien pronunciada. Cantaba con voz de tiple, de tenor, de barítono y bajo, y se sabía que proyectaba figuras en la pared con la sombra de las manos de modo maravilloso. Finalmente, era un prestidigitador consumado. A ruego de varias muchachas, hizo algunos juegos de manos que produjeron entusiasmo en los invitados. Claro está que para efectuarlos necesitaba ayudantes. Grass los elegía entre las jóvenes más lindas. Y aunque todas le servían con agrado y diligencia, se distinguía particularmente por su entusiasmo Presentación. ¡Las diabluras que aquel hombre festivo llevó a cabo con ella, sacándole monedas del pelo, de las narices, del cuello…!
¡Timoteo ansiaba beber su sangre!
A las once, poco más o menos, hizo su entrada triunfal en el Vivero la familia del presidente de la Liga de Productores. En cuanto se tuvo noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia allá, deseando hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hacían viso en la sociedad madrileña y tenían carruaje propio. Venían el presidente, su esposa y dos hijas. El Sr. Corneta tenía la misma elegante figura que un carnicero en día de fiesta. Pequeño, obeso, colorado, con gabán muy largo, las enormes manos aprisionadas por guantes de color de sangre. Llevaba la cabeza echada hacia atrás y hablaba a gritos. Los millones, la Liga, la fábrica de ladrillo refractario, todo le salía de una vez a la cara, pugnando por arrojarse sobre los infelices que se le acercaban y aplastarlos. ¡Qué modo de tender la mano mirando hacia otro lado! ¡Qué voz ruda e impertinente para saludar de lejos! Imposible imaginarse una superioridad más protectora. Y, sin embargo, mucho más protectoras aún las miradas, las sonrisas y los saludos de su amable esposa e hijas. Era el juicio final. Los dos pimpollos vestían con pintoresca elegancia, y la mamá, a pesar de sus años, no les iba en zaga. Ni feas ni bonitas, pero majestuosas; con esa calma imponente que presta a los seres superiores la conciencia de su gloria. Las tres venían provistas de sendos impertinentes, con los cuales empezaron inmediatamente a llevar a cabo atentas y concienzudas observaciones sobre los invitados, como el naturalista que estudia al microscopio la figura y los movimientos de algunos infusorios. Naturalmente, bajo el poder de esta mirada investigadora, las niñas del comercio se ruborizaron y los jóvenes dependientes no sabían dónde poner los pies ni las manos, sobre todo las manos.
—¿No viene Juanito? —preguntó no se sabe quién.
—¡Oh, Juanito!
Las tres damas cayeron al escuchar tal pregunta en un acceso de alegría que les impidió responder, aunque sin interrumpir por eso el estudio microscópico de aquellos curiosos seres.
—Juanito no acostumbra a levantarse a estas horas —dijo al cabo una de ellas.
«¡A estas horas! ¡Las once de la mañana! ¡Qué elegancia! ¡qué distinción!» pensaban los dependientes a quienes el hado adverso obligaba a levantarse de la cama a las seis todos los días.
La familia Corneta fue conducida en triunfo hacia uno de los cenadores, donde Mario y su esposa fueron agasajados por ellos con algunas frases amabilísimas, de las cuales tanto Doña Carolina como su digno esposo Don Pantaleón conservaron por mucho tiempo vivo recuerdo.
Nadie osaría poner en duda entre los convidados la inmensa superioridad de las señoritas de Corneta en cuanto a brillo aristocrático y gracia protectora. Sobre todo permaneciendo calladas tales cualidades adquirían maravilloso relieve. Cuando tomaban la palabra quizá algún crítico escrupuloso pusiera reparos a la voz bronca un poco aguardentosa de la menor y a las frases libres y a los ademanes harto sueltos y descocados de la mayor. Tal vez le arrastrase su espíritu analítico a encontrar algún vago parecido entre estas distinguidas señoritas y las jóvenes que comercian con churros y buñuelos en los parajes excéntricos de la población. Y ¡quién sabe! una vez puesto el pie en el camino de la investigación, es posible que llegara a explicar este fenómeno por las leyes de la evolución, viendo en él la supervivencia o degeneración patológica de las aptitudes orgánicas de su abuela, que freía y vendía tales comestibles cerca de la puerta de Segovia. Pero como en aquella florida juventud comercial no imperaban los procedimientos analíticos, se aceptaron sin controversia alguna el señorío y los privilegios de las citadas señoritas y se las colocó en el cenador en unión de sus papás como dioses mayores, a quienes Doña Carolina y Don Pantaleón y algunas otras personas de edad asistían como dioses menores.
Por esta razón y porque nadie podía disputar a Presentación el premio de la belleza, aquélla continuó imperando despóticamente entre los jóvenes invitados. Su caballero era siempre el odioso Grass, como observaba cada vez con mayor encono Timoteo. Pero de vez en cuando dirigía intensas miradas del lado de Godofredo Llot. Esto no lo observaba Timoteo. Aquel piadoso joven apenas si osaba corresponder levantando de vez en cuando hacia ella sus ojos místicos. La mayor parte del tiempo parecía no advertir la honrosa atención de que era objeto, embargado sin duda por los graves pensamientos ascéticos que continuamente ocupaban su mente.
Después de almorzar, bastante después, cerca ya de las cuatro de la tarde, apareció a lo lejos la silueta elegantísima del primogénito del Sr. Corneta. Se acercó sonriente, benigno, y todos pudieron admirar sus botas de gamuza, el pantalón de punto con botoncitos de nácar a los lados y la preciosa americana de franela que ceñía su talle. Este arreo campestre y el látigo con que venía azotando suavemente las ramas de los arbustos demostraba que había llegado a caballo. Los jóvenes dependientes, al verle, quedaron petrificados de respeto y admiración. Juanito era miembro del club de los Salvajes, y en calidad de tal solía ponerse el frac todas las noches; tenía queridas, caballos, desafíos y deudas, y pronunciaba mal las erres. A pesar de esto, hay que confesar que en aquella ocasión no abusó demasiado del prestigio y la gloria que el cielo había derramado próvidamente sobre él. Saludó al concurso con impensada afabilidad, llevándose dos o tres veces el látigo a las narices, y dijo con voz bastante clara que se alegraba de encontrarse entre tantas chicas bonitas; así; palabras textuales. Naturalmente, las jóvenes, al escuchar tan favorable sentencia, temblaron de gozo, se ruborizaron hasta las orejas y la guardaron en el fondo de su corazón como recuerdo de aquella dichosa tarde. Juanito estaba dotado de mil preciosas cualidades que saltaban a la vista; pero la que realmente le caracterizaba era la languidez. Imposible imaginarse nada más lánguido que este glorioso joven. Cuando hablaba, cuando sonreía, cuando se atusaba el bigote, cuando se estiraba las piernas, una irresistible languidez resplandecía debajo de estos actos vulgares.
Presentación no pudo resistirla. Se encontró subyugada desde el primer momento. En cuanto el joven Corneta, dando pruebas de buen gusto, se acercó a ella y le hizo el honor de dirigirle algunas palabras galantes, ¡adiós Grass! ¡adiós Godofredo también! Aquellos lindos ojos maliciosos ya no tuvieron miradas sino para Corneta; aquella fresca boca movible sólo para él formó sonrisas.
Timoteo observó esto con mezcla de dolor y satisfacción. Le apenaba el entusiasmo de su ídolo por el sietemesino; pero la derrota de Grass le llenaba de regocijo. Y en la expansión de su alegría amarga no pudo menos de acercarse al grupo donde aquel despreciable personaje se empeñaba todavía en imponerse a la atención por medio de sus ridículos juegos de manos. No trascurrieron dos minutos sin que le dirigiese una pulla de mal gusto. Grass no hizo caso. Volvió a la carga con otra: tampoco el catalán se dio por ofendido. Era hombre de buena pasta y amigo de las bromas. Mas el violinista llegó a ponerse tan agresivo, que al fin no pudo menos de decirle seriamente, suspendiendo su juego:
—Oiga usted, amigo, ruego a usted que sea más comedido en las bromas; de otro modo, me parece que no vamos a parar bien.
Timoteo sonrió ferozmente. Y sin tomar nota de esta severa advertencia, al poco rato volvió a las reticencias y sarcasmos; de tal suerte que Grass perdió al cabo la paciencia. Ciego de ira alzó la mano… y el dulce sosiego del bosque fue turbado por una estrepitosa bofetada.
Veinte manos vinieron instantáneamente a sujetarle. Otras tantas lo menos acudieron a contener a Timoteo. Formáronse dos grupos a respetable distancia el uno del otro. Y donde todo era antes alegría y expansión reinó súbito silencio lúgubre y amenazador. Los de un grupo trataban confidencialmente de convencer a Grass de que no era sensato ofenderse por las palabras de un badulaque como Timoteo. Los del grupo de éste le persuadían de que una bofetada no tenía valor alguno cuando la daba un ser tan insignificante como Grass. Todos por acuerdo tácito hablaban en falsete. No se oía más que un murmullo suave como el de un confesonario. Pero la voz fuerte, estridente de Timoteo rompía de vez en cuando aquel silencio.
—¡Lo que yo quiero saber es por qué me pega a mí ese tío gordo!
¡Chis! ¡chis! Un gran siseo sumergía y apagaba aquel grito interrogante. Reinaba otra vez el silencio. Pero cuando parecía que todo iba a quedar sofocado se oía otra vez a Timoteo que desde el centro clamaba con voz agria:
—¡Es que yo deseo saber por qué me pega a mí ese tío gordo!
Al cabo estas preguntas peligrosas se fueron atenuando; se hicieron más raras y débiles. Poco después aquella sociedad bulliciosa volvía con ansia a los recreos inocentes.
No faltaron los brindis ni las improvisaciones poéticas, ni el joven que canta a la guitarra con poca afinación y mucha gracia unas coplitas picantes, ni la niña de seis u ocho años que en esta clase de solemnidades recita siempre, comiéndose la mitad de las sílabas, un monólogo de comedia. Don Dionisio Oliveros leyó un largo epitalamio en tercetos, que pudo escribir, según confesó, robando a duras penas algunos momentos a sus abrumadoras tareas poéticas, entre el tercero y el cuarto acto de un drama. Romadonga gozaba de todo paseando su mirada serena por los circunstantes, en particular por el sexo femenino, recorriendo los grupos y dejando en cada uno testimonios de su gracia y amabilidad. Al contrario de los jóvenes del comercio que gustaban de vocear, don Laureano lo hacía y lo decía todo con sordina. No se le sentía cuando profería suavemente alguna frase galante que conmovía y ruborizaba a las doncellitas o hacía soltar alegres carcajadas a las matronas. Placíanle, sobre todo, los apartes, las conferencias íntimas. A pesar de los años, sus ojos, a la vez desvergonzados y respetuosos, dulces y chispeantes, fascinaban a las damas. Todas se hacían lenguas de él y le pregonaban como uno de los hombres más agradables que hubiesen conocido en su vida.
Después de varias tentativas había logrado tener un aparte con la novia. Allá lejos, al pie de un árbol, charlaban los dos animadamente; él inclinando su gran torso para ponerse a la altura de ella, en actitud insinuante; ella risueña y tan roja como una amapola.
Miguel Rivera, que paseaba con Mario, había mirado dos o tres veces con inquietud hacia allá. Al fin, no pudiendo contenerse, exclamó:
—Mira, chico, haz el favor de llamar a tu mujer, porque ese bandido de Romadonga debe de estar diciéndole alguna desvergüenza.
Mario se apresuró a cumplir el encargo, con gran satisfacción de la pobre Carlota, que estaba en brasas. Don Laureano, sin darse por ofendido, se fue deslizando pian piano hacia otro grupo.
En este momento crítico de la jira campestre se efectuó en el Vivero de Migas Calientes un suceso insignificante en la apariencia, realmente de una trascendencia tan grande que sólo otros tiempos y otras generaciones podrán medir por completo su alcance. En la historia del género humano suele presentarse cuando menos se espera uno de esos fenómenos humildísimos que determinan por la fuerza portentosa y oculta que consigo traen cambios radicales, trastornos inmensos en la esfera científica y más tarde en la vida de los pueblos. Un día Newton, sentado a la sombra de un pomar, ve caer una manzana. La caída de aquella manzana le sugiere una idea. Se descubre la teoría de la gravitación. Otro día Watt ve hervir un puchero. Observa cómo la tapa se levanta. Medita sobre este hecho vulgarísimo. Se descubre la máquina de vapor. Otro, cae por casualidad en manos de Carlos Darwin el libro de Malthus sobre el principio de la población. La idea de la selección natural se presenta a su espíritu. El origen de las especies queda descubierto. De este orden es el hecho de que vamos a dar cuenta.
Acaeció que el Sr. Sánchez, huyendo el bullicio, que no se compadecía con su temperamento melancólico y reflexivo, se alejó de los amigos y se puso a vagar distraídamente por las calles de árboles. Acaeció al mismo tiempo que nuestro amigo Moreno, arrastrado por sus aficiones naturalistas, había seguido antes el mismo camino y se ocupaba en examinar algunas yerbas y flores con una lente de que siempre venía provisto para casos semejantes. En la confluencia de dos senderos al pie de una mata se encontraron. ¡Feliz encuentro que a la larga había de dar por resultado una de las más grandes conquistas del espíritu humano!
Moreno y Sánchez se saludaron cortésmente. Ni uno ni otro podían sospechar en aquel momento lo que tal saludo iba a representar en la historia del progreso humano. Cambiadas algunas palabras indiferentes, Sánchez se quiso enterar de lo que Moreno hacía. Éste, cuya ciencia estaba siempre al servicio de los amigos y hasta de los que no lo eran, le mostró la rama que tenía en la mano; le hizo ver con la lente la textura de las hojas y del tallo, el tejido delicadísimo de sus fibras, la complejidad maravillosa de su organización. Y una vez en el camino didáctico no quiso abandonarlo sin dar a Don Pantaleón un curso de botánica: un curso peripatético. Con las manos a la espalda, deteniéndose a cada instante para comprobar prácticamente su enseñanza teórica, Moreno le inició paseando en los secretos del mundo vegetal.
El espíritu virgen de Don Pantaleón recogió con avidez aquella enseñanza, como la tierra seca recibe la lluvia fecundante. Pocos minutos le bastaron para enterarse de que en el mundo existían dos reinos distintos, el uno llamado vegetal y el otro animal, que aquellas plantas y árboles que tenían a la vista pertenecían al reino vegetal, y él y Moreno al animal, que los árboles se nutrían por la raíz y por las hojas y que se reproducían por medio de órganos que tienen a semejanza de los animales, los cuales están situados en lo que comúnmente se llama la flor, etc.
Por cierto que al hacer el examen minucioso de estos órganos Moreno tuvo una frase feliz que causó profunda impresión en el antiguo comerciante.
—Este polvo, residuo de la digestión de la planta, es precisamente lo que, al herir la mucosa de la nariz, nos causa esa sensación agradable que llamamos aroma. De suerte —añadió con sonrisa de benévola ironía— que el perfume de las flores, cantado por los poetas y que enloquece de placer a los temperamentos románticos, no es otra cosa en realidad que el olor de su excremento.
V
A la manera que el grano depositado en la tierra germina bajo la acción combinada del calor y la humedad, así las preciosas ideas depositadas por Moreno en el cerebro del ingenioso Sánchez germinaron allí toda la noche bajo la tibia temperatura de las sábanas. Hasta que el sueño vino a apoderarse de sus facultades mentales no dejó de repetirse con creciente asombro: «¡El excremento!». Y esta idea, maravillosamente fecunda, iba penetrando poco a poco en su ser, se apoderaba de él y le abría repentinamente inmensos horizontes en los cuales su genio dormido jamás había soñado.
Cuando se levantó por la mañana tenía las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes, todo el cuerpo en tan ágil disposición, que su digna esposa quedó, al verle entrar en el comedor, no poco sorprendida. La sorpresa fue en aumento cuando Sánchez, después de tomar el desayuno, en vez de retirarse a su gabinete para terminar concienzudamente la lectura de La Época, se dirigió a la cocina y preguntó si había alguna legumbre fresca. Como la criada no hubiese traído ninguna aquel día, se apoderó al fin de una cebolla y se fue a su cuarto; destornilló el objetivo de unos gemelos de teatro, y con esta lente improvisada se pasó la mañana dando cortes trasversales al vegetal y examinando detenidamente su estructura. Por la tarde salió a dar su acostumbrado paseo por el Retiro. ¡Ah, este paseo tenía ahora muy diversa significación! Hasta entonces Sánchez había paseado por puros motivos higiénicos, arrastrado de la costumbre. Su pensamiento permanecía inactivo lo mismo cuando daba vueltas en torno del Ángel caído que cuando se sentaba frente al Estanque grande y descansaba horas enteras haciendo rayas en la arena con el bastón. Mas ahora aquellos senderos, aquellas calles de árboles estaban iluminadas por la chispa que ardía en su cerebro. Ya no las cruzaba con la indiferencia vituperable del ignorante. La Naturaleza comenzaba a hablarle su lenguaje grave y solemne, prometiendo revelarle los secretos que guarda en su seno.
Don Pantaleón, dándose cuenta vagamente del alto destino a que estaba llamado y del importante papel que pronto iba a representar en el progreso de los conocimientos humanos, respondió dignamente a los llamamientos del reino vegetal. No daba cuatro pasos sin que se detuviese a conversar con algún árbol del camino. Arrancaba delicadamente una ramita y, aplicando el ojo a la lente, examinaba con atención sus particularidades morfológicas. No sólo los grandes árboles añosos, que bordeaban el paseo, eran objeto de su atención investigadora. Con admirable intuición comprendía ya que las plantas más diminutas merecían el mismo examen atento que los árboles seculares, porque en todas partes la Naturaleza revela su inmensa riqueza. Por eso brincaba a menudo por encima de los setos y se metía por los cuadros de flores para estudiar los organismos inferiores.
—¡Eh, abuelo! ¿Qué hace usted ahí plantado en medio del cuadro? ¿No sabe usted que está prohibido entrar?
La voz ruda de un guarda le arrancaba inesperadamente de su profunda contemplación y le obligaba a volver al camino. La ciencia, el progreso, la humanidad perdían cada vez que esto sucedía inapreciables tesoros de observación. Mas los guardas no lo sabían. El mismo Don Pantaleón, en la inconsciencia de su genio, tampoco lo sospechaba.
Durante varios días realizó, tanto en el Retiro como en el silencio de su gabinete, estudios profundos y minuciosos sobre la estructura de todos los vegetales que pudo procurarse. Al cabo llegó con poderosa intuición a persuadirse de que el mundo vegetal está constituido por un tejido de una complicación maravillosa; que en las frutas y las legumbres este tejido es blando, lo cual permite que sean masticadas, mientras en la madera duro y resistente, por cuya razón no sirve para la alimentación. Una vez comprobadas estas preciosas observaciones, se apresuró a formularlas por escrito en su cuaderno de notas.
Mientras Don Pantaleón se alzaba de golpe con raudo vuelo a las esferas más altas del pensamiento, su amistad con Adolfo Moreno, origen de este memorable suceso, se estrechaba cada vez más. Moreno comenzó a visitar la casa; se pasaba las horas encerrado con aquél en su gabinete. Había hallado por fin el hombre por quien siempre suspirara; un hombre callado, atento, que se interesase por la morfología y que le creyese un sabio. En efecto, Sánchez llegó pronto a convencerse de que Moreno era un hombre distinguidísimo. Al oírle disertar extensamente, unas veces sobre la fuerza repulsiva del sol, otras sobre el radiómetro, ahora sobre el estómago de las plantas, más tarde acerca de la organización y las costumbres de los coleópteros, quedó vivamente asombrado. Adolfo Moreno era un ingenio universal. Economía política, medicina, zoología, química, astronomía, estadística, arte de construcciones, material de guerra, etc., todo lo abrazaba su inteligencia realmente excepcional. Y lo más pasmoso del caso era que cuando tocaba cualquiera de estos ramos del saber lo hacía siempre en un punto concreto y especialísimo, lo cual probaba la solidez de sus conocimientos. Alguno de sus muchos envidiosos quería suponer que esta especialidad no tanto dependía de la profundidad de su ciencia cuanto de la forma en que ciertas revistas esparcen los conocimientos útiles. Pero esta venenosa observación no merece siquiera que se la refute. Su fuerte era la biología y particularmente el desenvolvimiento fisiológico del tipo humano.
—Me sorprende muchísimo, señor de Moreno —le dijo un día Don Pantaleón, después de oírle exponer asombrosamente durante media hora lo menos «las enfermedades de la sangre del ratón»—, me extraña muchísimo que con los grandes conocimientos que usted posee no sea usted médico o ingeniero, o por lo menos doctor en ciencias.
La boca de Adolfo se contrajo con una sonrisa dolorosa y sarcástica. Sacudió la cabeza en silencio, resopló tres o cuatro veces por la nariz, y dijo al cabo sordamente:
—Empecé a prepararme hace algunos años para la carrera de ingeniero de minas, pero comprendí muy pronto que no era ésa mi vocación verdadera, y la dejé después de tener aprobadas algunas asignaturas. Quise estudiar medicina, que, como usted habrá comprendido, es lo que más concuerda con mis inclinaciones. Pues bien, al segundo año he tenido que abandonarla por dignidad. ¿A que no sabe usted en qué asignatura me han dejado tres veces suspenso?
Sánchez le miró con ojos interrogantes.
—Vamos, imagíneselo usted.
Don Pantaleón hizo una mueca para significar que le era imposible.
—¡En fisiología!
Ambos cayeron a la vez en un espasmo violentísimo de risa.
—¡Pero eso es un absurdo! —profirió al cabo con trabajo Don Pantaleón.
—¡Ahí verá usted! —repuso Moreno quitándose las gafas para limpiar los cristales, que se habían empañado con el vapor de las lágrimas producidas por la risa.
—¿Y usted se ha resignado con tal fallo? Ese tribunal merecía un severo castigo —manifestó el caballero, volviendo a su seriedad habitual.
—Yo les hubiera puesto de buena gana una corrección por mi mano… pero… amigo don Pantaleón, estoy muy débil. El hambre me tiene muy débil.
—¡El hambre! —exclamó Sánchez estupefacto.
—Sí; el hambre, querido Sánchez, el hambre. Para la lucha por la existencia se necesitan fuerzas; para tener fuerzas se necesitan glóbulos rojos en la sangre; para que haya glóbulos rojos en la sangre precisa nutrirse… Yo no me nutro, porque no como carne.
Don Pantaleón le miraba cada vez con mayor asombro. Algo había traslucido de la mala situación económica en que Moreno se hallaba; pero viéndole tomar café muy sosegadamente todas las noches y vestir con relativa elegancia, aunque siempre sucio y desaliñado, no podía sospechar que su estado llegase a tal extremo de necesidad. En la tertulia del Siglo muy poco o nada se sabía de sus medios de vivir. Por las frases amargas que a menudo dejaba escapar se suponía que no eran muchos, y por el cuidado con que ocultaba su domicilio y evitaba el hablar de su familia calculaban que debían de ser bien humildes.
—Señor Moreno, yo no pensaba…
—¡Piénselo usted todo, amigo Sánchez, piénselo usted todo! —exclamó el joven con un gesto de resolución desesperada.
Y después de permanecer largo rato silencioso, con la mirada fija en el balcón, profirió al fin sordamente:
—La Naturaleza no ha sido para mí suave como para otros. Yo soy un hombre del arroyo. Entre torbellinos de polvo, arrastrado por el viento, un germen viene a caer cierto día en las inmundicias de la calle. Los transeúntes lo pisotean, los barrenderos arrojan sobre él montones de basura; todo parece conspirar para que el grano no germine. Pero como guarda dentro de sí una fuerza de expansión superior a la mayor parte de sus hermanos, como tiene además una capa dura que le preserva contra las influencias nocivas, el germen no sucumbe. Los agentes externos consiguen tener en suspenso por algún tiempo sus funciones biológicas, pero al cabo el grano logra germinar, hunde sus raíces en la tierra y alza al aire su tallo. ¿Por qué? Porque viene provisto de armas para la lucha por la existencia… Tal es la historia de mi vida. Fui arrojado un día en medio de la sociedad, que me rechazó, que me persiguió, que hizo todo lo posible por que sucumbiese. Lo mismo que pasa exactamente en un bosque en la época de la germinación y durante el desenvolvimiento de los árboles nuevos. Los árboles grandes me interceptaban el sol y la lluvia benéfica, me robaban el alimento de la tierra. Gracias a la energía indomable de mi carácter pude luchar, sin embargo, y logré triunfar. Es la ley de la selección que ya conoce usted. En esta gran batalla de la existencia perecen los débiles; sólo viven los más aptos… He padecido en este mundo muchas privaciones, amigo Sánchez, mucha hambre y mucho frío (guarde usted el secreto); aun hoy los padezco a menudo. Realmente necesité verme admirablemente dotado por la Naturaleza para no haber perecido hasta ahora.
Don Pantaleón se mostró profundamente interesado por estas confidencias, y su admiración hacia Moreno, aquel germen tan apto, creció desmesuradamente. No se atrevió a pedirle pormenores sobre las peripecias de la lucha ni sobre qué terreno se estaba realizando ahora. Lo único que se aventuró a decir fue:
—Espero, señor Moreno, que no tardará usted en triunfar por completo de los agentes externos. Un hombre de tanto mérito como usted no puede menos de abrirse camino en el mundo.
—¡El mérito! ¡el mérito! —murmuró Adolfo con sonrisa sarcástica—. Ahí está precisamente el pecado. A causa de su mérito se persigue a los hombres, como al almizclero por la bolsa donde guarda el almizcle.
Este símil zoológico causó tan profunda sensación en Sánchez que, con la viva imaginación que le caracterizaba, desde aquel día, cuando tropezaba con un hombre de mérito, no podía representárselo sin una bolsita llena de sustancia aromática debajo del ombligo.
Adolfo se pasaba las horas muertas en aquella casa; tantas, que era difícil averiguar cuáles destinaba a la lucha por la existencia. Don Pantaleón se instruía rápidamente con las mil noticias científicas que diariamente le suministraba. Su inteligencia poderosa y predestinada a las grandes investigaciones no se desenvolvía como la de la mayoría de las personas, sino que dando saltos prodigiosos escalaba en poco tiempo las cimas más altas del saber. Las conversaciones con Moreno sugerían en su mente grandes, profundas ideas y provocaban deseos y propósitos que no habían de tardar en realizarse.
Como hubieran hablado durante algunos días de Zoología, habiéndole citado Moreno hechos muy curiosos acerca de los sentidos y el instinto de los animales, Don Pantaleón quiso hacer por su cuenta inmediatamente algunos estudios prácticos. Pesó y meditó algún tiempo sobre qué clase de animales había de dirigir su investigación. Descartó desde luego los invertebrados. Tenía escasísimas noticias de ellos. Entre los vertebrados eligió los mamíferos, y entre éstos, después de mucho vacilar entre los perros y los gatos, decidiose al fin por los primeros. La razón de esta preferencia no fue exclusivamente científica. Su hija Presentación tenía un perrillo faldero llamado Clavel, que había dado repetidas pruebas de inteligencia e ilustración. Por otra parte, en casa no había gatos ni Doña Carolina los soportaba. Las circunstancias le empujaban, felizmente para la civilización, a escribir la monografía del perro.
Clavel era un perrillo como un puño, tan lanudo que apenas se hallaba hueso y carne debajo de aquel felpudo sedoso con que la Naturaleza le había abrigado. Con esto, dotado de una inteligencia enorme y de un temperamento excesivamente nervioso. Esto dependía, sin duda, del desequilibrio que existía entre aquel cuerpecillo minúsculo y su espíritu poderoso. Era sensible, puntilloso, tierno, irascible, terco y goloso, reflejándose en él alternativamente mil sentimientos opuestos, todos expresados con igual viveza. No había ejemplar más a propósito para el estudio.
Don Pantaleón comenzó por observarle atentamente durante horas enteras. Esta atención inesperada escamó muy pronto al Clavel. La mirada de Sánchez le ponía inquieto, nervioso. A los pocos minutos no podía menos de levantarse del sitio donde se hallaba para ir a tumbarse más lejos. Desde allí, haciéndose el dormido, observaba entreabriendo un ojo al papá de su dueña; si le veía acercarse para seguir mirándole, se levantaba acto continuo y salía de la habitación de malísimo humor.
Mientras las observaciones de Sánchez fueron simplemente visuales, las cosas no pasaron de ahí; pero cuando quiso poner en práctica algunos medios de cerciorarse del instinto y los sentidos del perro, éste comenzó claramente a demostrar su desabrimiento.
—Clavel, ven aquí. Mira (y le enseñaba unos guantes). Ve a mi cuarto y tráeme los otros.
¡Que si quieres! El Clavel le echaba una mirada recelosa y daba la vuelta con soberano desprecio.
—Toma, Clavel, toma este pañuelo, llévaselo a tu ama.
Algunas veces lo cogía por compromiso y lo dejaba a la mitad del camino. Otras ladraba tres o cuatro veces para indicar que no eran de su gusto aquellos insulsos experimentos.
Pero cuando Clavel tomó realmente por lo serio las pretendidas observaciones de Don Pantaleón fue cuando éste se valió de un medio ingenioso para convencerse de que los perros distinguían los colores. Cortó cuatro cartones iguales, dos pintó de azul y dos de rojo. Dejó uno de cada color en el suelo, y tomando el otro azul se lo mostró al perro, ordenándole que recogiese del suelo el compañero. ¡Caso extraño! Este acto tan sencillo como inofensivo despertó profunda indignación en el ánimo de Clavel. Gruñó, ladró, se revolvió como un loco por la habitación. Últimamente, después que se hubo bien desahogado, se salió de la estancia sin dejar de ladrar y gruñir y vomitar amenazas de muerte.
A la segunda vez que Sánchez le presentó el cartón no se satisfizo con esto. Lo cogió airado entre los dientes y en menos de un segundo lo hizo trizas. Sánchez comprendió que era necesario esperar que se calmase aquella cólera insensata. Dejó trascurrir algunos días sin repetir el experimento. Y cuando pensó que había desaparecido tal estado de ferocidad, una mañana antes de almorzar, hallándose el Clavel en el regazo de su ama dormitando, se presenta en el gabinete con los cartoncitos en la mano. Verlos el Clavel, lanzarse sobre el sabio a hincarle los dientes en la mano pecadora, fue una misma cosa. Gritos, confusión, vivísimas interjecciones. Don Pantaleón, pálido y secándose la sangre con el pañuelo, se retira profundamente afectado a su dormitorio. La ciencia, la humanidad pierden una interesante monografía del perro.
VI
La familia Sánchez se estrechó un poquito para que cupiese Mario. En el cuarto donde antes alojaban las dos hermanas se aposentó ahora el matrimonio. Presentación pasó a dormir en un cuartito interior, donde antes tenían los armarios de la ropa.
Mario nadó los primeros días en una gloria azul y luminosa sembrada de estrellas, cercada de querubines alados como las que colocan los pintores en la esquina del cuadro cuando quieren representar la muerte de un santo. Don Pantaleón era el Padre Eterno, Doña Carolina la esposa del Padre Eterno, Presentación un ángel, y hasta la cocinera Rita guardaba alguna semejanza con Santa Mónica, madre de San Agustín. En cuanto a Carlota, era la misma Virgen Santísima concebida sin mancha en el primer instante de su ser natural.
No se saciaba de mirarla. Por la mañana, con un pañolito rojo de seda al cuello, los negros cabellos anudados al desgaire y un traje de percal color lila, barriendo y arreglando el cuarto, estaba verdaderamente deliciosa. Un poco más tarde, haciendo el café, cortando el pan y distribuyendo el azúcar y la manteca, le parecía la bella diosa Pomona cargada de frutos ultramarinos. Por la tarde, lavada, peinada, perfumada, con una linda bata color crema, sentada al lado del balcón bordándole a él unas zapatillas, no podía darse nada más correcto y a la vez más interesante. Cuando salían de paseo y se ponía un sombrerito de paja adornado con campanillas rojas y el traje negro de seda, regalo de sus papás, era maravillosa. Por la dignidad del continente, por la delicadeza del cutis, por su belleza sencilla y serena, no había en todo Madrid quien pudiese competir con ella. Pero esto no era nada si se compara a la forma en que se le aparecía los sábados. En este día Carlota tenía por costumbre lavar sus camisas. Con la cabeza ceñida por un pañuelo que dejaba sólo ver algunos rizos, la garganta y una buena porción del pecho al descubierto y los brazos por completo al aire, estaba sencillamente sublime. ¡Qué ondulaciones de torso! ¡qué pureza de líneas! ¡qué armonía! ¡qué majestad!
Un día, con el alma llena de esta belleza plástica que nadie mejor que él podía apreciar, le propuso, no sin ruborizarse, que le dejase tomar apuntes de uno de sus brazos. Carlota le miró risueña y sorprendida, y le entregó su hermoso brazo para que lo copiase. Quiso inmediatamente modelar la cabeza, el pecho, la espalda. La joven se resistió algún tiempo, y al fin, viéndole triste, se prestó a servirle de modelo. Consideraba aquella afición de su marido como un capricho, una manía; pero pensando, como mujer sensata, que esta distracción podía librarle de otras más peligrosas, no se oponía resueltamente a ella. Limitábase a sonreír benévolamente y a darle algunos golpecitos maternales en las mejillas cuando le veía, lleno de ardor y entusiasmo, pasarse el día modelando alguna Juno (la de los hermosos brazos, como la llama Homero), que era ella, Carlota, o alguna Diana (la de las hermosas piernas), que también era ella, por más que no lo confesase.
—¡Qué niño eres, Mario!
En efecto, pocos o ninguno lo serían tanto a su edad.
Su alegría ruidosa, inmotivada, era realmente infantil; su inocencia para las cosas de la vida rayaba en simpleza. Tan sólo cuando se tocaba a su arte adquirían aquellos ojos una expresión grave, concentrada, y su palabra, por lo general incoherente, tomaba inflexiones profundas, se hacía precisa y enérgica.
Había alquilado en la misma casa una buhardilla donde modelaba libre y tranquilamente. Para estos gastos y para los placeres del matrimonio, pues en ropa no había que pensar en algún tiempo, le bastaba su sueldo, del cual nadie le pedía cuentas. Por las noches algunas veces iban al café con la familia; otras, las más, se escapaban a algún teatro o vagaban cogidos del brazo por las calles solitarias, mirando los escaparates, entrando a lo mejor en cualquier tienda para comprar orejones o cacahuetes. Carlota empezaba a tener caprichos. ¡Qué noches aquéllas de dicha inefable! Paseaban horas enteras charlando. Mario dejaba que su mujercita le contase lo que pensaba hacer con el vestido color fresa cuando la falda se ensuciase demasiado, o bien el número de camisas que iba a poner apartadas y las que dedicaría al uso, o las reformas trascendentales que proyectaba en el ramo de chambras. De vez en cuando también él emitía tímidamente su opinión, y ella en no pocas ocasiones la aceptaba como muy sesuda, y si no la aceptaba, por lo menos se reía, que era mucho mejor. Todas estas cosas expresadas con voz suave, insinuante, entre las sombras de la noche, se convertían en un arrullo poético, delicioso, que enajenaba los sentidos de nuestro joven. Sus pies no querían tocar el suelo. A veces el asunto de las chambras y de las tiras bordadas le conmovía tan profundamente, que sin poder contenerse, después de cerciorarse con rápida mirada de que nadie cruzaba por la calle, abrazaba a su esposa con efusión y le aplicaba un beso en la mejilla. Cierta noche se equivocó. Por la calle no cruzaba nadie, pero en un balcón debía de haber gente, porque después de su beso sonó otro más fuerte seguido de alegre carcajada. Carlota, ruborizada hasta querer saltársele la sangre, echó a correr desatinadamente, lloró de vergüenza y le hizo jurar que se abstendría en adelante de tales expansiones imprudentes.
Pues caminando por esta senda deliciosa, alumbrada por los astros más propicios, tapizada de flores que embalsamaban el ambiente, una espinita vino al fin a clavarse en el pie de Mario. Doña Carolina le llamó aparte un día, estando Carlota con su hermana fuera de casa, y le dijo:
—Me causa pena tener que hablarte de un asunto… No sólo me causa pena, sino que me repugna, puedes creerlo… Ya sabes que soy una infeliz mujer que represento poco o nada en la casa… Por mí, toda la vida seguiríamos lo mismo… Mi dicha consiste en veros a todos vosotros felices… Pero, hijo mío, donde hay patrón no manda marinero. Pantaleón me ha advertido el otro día que hacía tres meses que vivías con nosotros y que aún no habías contribuido con nada a los gastos de la casa…
Una ola de carmín inundó repentinamente las mejillas de Mario. La vergüenza le impidió al pronto articular palabra. Aturdido hasta un grado indecible, pudo al cabo balbucir:
—Tiene usted razón… no había pensado… dispénseme usted… En cuanto cobre este mes le entregaré la parte que a usted le parezca…
Doña Carolina, perfectamente serena, sonriendo dulcemente, repuso poniéndole una mano sobre el hombro:
—Lo mejor será que me entregues todo el sueldo. Vosotros los jóvenes no conocéis el valor del dinero. Cuando lo tenéis en el bolsillo gastáis sin reparo. En este punto lo mismo eres tú que tu mujer. Dámelo a mí y yo os iré facilitando poco a poco lo que necesitéis.
Así lo prometió sin reparar lo que hacía. Cuando llegó Carlota se apresuró a comunicarle lo que con su madre le había pasado. La joven se puso igualmente colorada. Ambos permanecieron silenciosos un rato sin saber qué decirse.
—¿Dices que mamá echaba la culpa de este paso a papá? —profirió al cabo ella.
—Sí, sí, no cabe duda. ¡La pobre mamá es tan bondadosa! ¡Si supieras qué trabajo le ha costado decírmelo…! Después de todo, no hay por qué quejarse; tu papá tiene razón.
Carlota hizo una leve mueca de desdén y se fue a su cuarto.
Desde entonces los placeres mundanos de los recién casados sufrieron merma considerable, quedaron reducidos casi exclusivamente a los paseos vespertinos y nocturnos. Adiós teatros, adiós regalos y caprichos. Doña Carolina se apoderaba de la paga íntegra, y a duras penas soltaba de ella una parte insignificante. Cuando su hija, muerta de vergüenza, le pedía algún dinero para Mario, la buena señora reía, echaba a broma la petición y la mitad de las veces no hacía caso de ella. Otras decía que la llave de la gaveta la tenía su marido y no se atrevía a pedírsela. Otras, en fin, se dirigía a Mario.
—¿Verdad, Mario, que tú no has pedido dinero? ¿que es esta manirrota la que se vale de tu nombre para sacarme los cuartos?
El pobre no se atrevía a contradecirla y se resignaba a andar con el bolsillo vacío. Hubo necesidad de dejar la buhardilla que le servía de taller. Para seguir modelando se vio obligado a pedir licencia a Presentación para meter en su cuarto los trastos y aprovechar las horas en que el comedor quedaba desembarazado. Estas molestias no bastaban, sin embargo, a turbar su ventura.
¡Qué efecto tan grato y a la vez tan melancólico producía esta felicidad en Miguel Rivera! Frecuentaba la casa, los acompañaba algunas veces en sus paseos, les demostraba un afecto paternal y les prestaba los servicios que podía y en todo caso el auxilio de su experiencia. ¡Cuántas veces, sorprendiendo sin querer alguna caricia furtiva, se le rasaron los ojos de lágrimas recordando los contados días de su dicha conyugal! Mario lo observaba y le hacía una seña a Carlota. Esta, a quien impresionaba vivamente la fidelidad de Rivera a su esposa muerta, se ponía grave y redoblaba sus atenciones cariñosas hacia aquel buen amigo.
Un día le dijo muy bajito metiéndole la boca por el oído:
—Si es niña, se llamará Maximina.
Miguel le apretó la mano fuertemente y volvió la cabeza para ocultar su emoción.
Así trascurrieron dos meses más. La dicha de Mario comenzaba a molestar ya a los dioses. Fuerza era que pagase el tributo debido a su condición mortal.
En los últimos tiempos había descuidado bastante la oficina. Su amigo y antiguo jefe Oliveros le había advertido que el director no estaba satisfecho de él. La culpa no era de Carlota, como pudiera presumirse. Al contrario, su mujer tenía buen cuidado de recordarle la hora, ponerle el almuerzo y la ropa a punto para que no se retrasase. Pero aquella bendita afición a modelar el barro enajenaba sus sentidos. Cuando tenía entre manos una obra que le agradase, o no iba al ministerio, o iba tarde. La casa estaba llena ya de adornos esculturales: cabezas, brazos, torsos, andaban diseminados sobre las mesas y cómodas o colgados de la pared. Carlota sentía un desprecio profundo hacia estos cachivaches aunque se abstenía de manifestarlo abiertamente por miedo de disgustar a su marido. Pero cuando se quedaba sola y tenía que sacudirles el polvo, en la displicencia con que empuñaba el plumero y en el gesto desabrido con que tarareaba cualquier cancioncilla de zarzuela se advertía perfectamente que el arte de Fidias no había logrado apoderarse de su alma.
Mario fue un lunes algo tarde a la oficina, como de costumbre. En el despacho, a más de la de él, que era el jefe, había otras tres mesas para los oficiales. Éstos no levantaron la cabeza cuando entró, ni menos le recibieron con las alegres chanzas que usaban de continuo, pues nuestro joven era muy estimado de sus subordinados, por su tolerancia. Aquel silencio lúgubre le sorprendió un poco. Avanzó hasta su mesa y vio encima de la carpeta un pliego cerrado con el sobre escrito a su nombre. Lo abrió con mano trémula, presintiendo su contenido. En efecto, era la cesantía. Quedó un instante suspenso y pálido; pero, reponiéndose en seguida, exclamó con alegre semblante:
—¡Caballeros, ya no soy jefe de ustedes!
—Lo habíamos comprendido —dijo uno tristemente.
Y todos a la vez se alzaron de la silla y vinieron a él, expresando su disgusto con afectuosas palabras. Mario hizo de tripas corazón. Se mostró tranquilo, risueño; hasta se autorizó algunas bromitas. Pero cuando después de despedirse cariñosamente salió a la calle, pensó que el mundo se le venía encima, sintió su corazón atravesado por vivo dolor y casi se le doblaron las piernas. No se daba razón de tanta congoja. Era un contratiempo, no una desgracia. Sin embargo, algo lloraba allá en el fondo de su alma, la ruina de su felicidad.
No quiso ir a casa directamente. Necesitaba refrescar la cabeza, coordinar las ideas, pensar en algo que pudiera contrarrestar aquel golpe. Paseó algún tiempo entre calles: al cabo, rendido moral y físicamente, entró en el café Suizo y pidió una botella de cerveza. Allá en un rincón, formando tertulia con algunos señores graves, vio a su amigo Romadonga, que le dirigió un cariñoso saludo con la mano. Poco después, aburrido de la conversación, o quizá por su característica necesidad de variar de compañía, se vino hacia él con su paso silencioso de gato, balanceando gentilmente el torso.
—¿Qué hay, hombre feliz? —dijo sentándose enfrente—. A nadie envidio hoy en Madrid más que a usted. ¡Qué buenos ratitos! ¿eh?
Mario, a quien molestaban muchísimo las bromas cínicas de Don Laureano, hizo un esfuerzo penoso para sonreír y no contestó.
—La verdad es, querido Costa, que en nuestra corta y miserable existencia sólo hay un punto luminoso, un oasis ameno, la mujer.
Chupó en silencio y con placer su cigarro habano, cerró los ojos, como para mirar el pasado, y prosiguió:
—Ríase usted de la caza, de la música, de los viajes, de todos los placeres en general. Los he gustado todos. No valen la pena de molestarse. El único que tiene sabor exquisito, delicado, embriagador, es la mujer… Mejor dicho, las mujeres, si es que usted no se ofende… ¡Las mujeres! ¡muchas mujeres…! Unas por uno, otras por otro, casi todas merecen ser amadas. La que no tiene el rostro bonito, tiene un cuerpo escultural; si la mano es fea, el pie es un primor… ¡Usted no ha escogido mal, picarillo…! Carlota no tiene las facciones correctas de su hermana, pero es una estatua. Mejor que yo lo sabrá usted. Delgada de talle y ancha de caderas, la cabeza graciosa y bien plantada, el pecho alto, firme, valiente…
Mario estaba en brasas. Al llegar aquí no pudo reprimir un gesto de disgusto. Don Laureano lo observó, y soltando la carcajada y poniéndole una mano sobre el hombro, exclamó:
—Pero ¡qué empeño tienen ustedes los maridos en que nadie admire a sus mujeres! ¿Por qué? Yo imagino que debiera ser lo contrario. La convicción de que sólo ustedes son poseedores de sus encantos y que los demás nos morimos de envidia, debiera ser para ustedes un manantial de goces. ¿Te gusta mi mujer, eh? Pues contempla y rabia. Nada más agradable. Ahora también debo de advertirle que yo no serviría para marido. Una sola mujer me aburre pronto. La misma Carlota, a pesar de ser tan escultural, pienso que llegaría a cansarme. Es cuestión de organismo. El mío pide la variedad. A otros les basta la unidad…
Entre el hondo pesar que le embargaba y aquellas palabras desvergonzadas que le herían como latigazos, el pobre Mario no podía disimular ya más. Su rostro se iba poniendo sombrío por momentos. Tanto que Romadonga, aunque no solía fijarse en el semblante de sus amigos, concluyó por preguntarle:
—¿Qué tiene usted? Me parece que está usted preocupado.
Mario lo negó.
—Vamos, algún disgustillo matrimonial. ¡La ley, querido, la ley! Si el matrimonio no fuese más que el placer, ¿quién no se casaría? Pero entiendo que ante todo es sacrificio y que sólo conviene a los hombres virtuosos. Por eso yo, que no me tengo por tal, he renunciado a sus placeres como a sus dolores. Es el estado más decoroso, más noble, no lo niego; pero a las naturalezas egoístas y sensuales como la mía (según dice Godofredo Llot) les va mejor el celibato. Tiene también sus quiebras; el hombre jamás puede ser feliz por completo. Los solteros no tenemos quien nos repase los calcetines ni quien nos enfríe el caldo al lado de la cama cuando estamos constipados; pero en cambio hay otras ventajillas, y bien pesadas las de uno y otro estado, me parece que nosotros no llevamos la peor parte.
Volvió a chupar el cigarro entornando un poco los párpados. Una sonrisa feliz se esparcía por su rostro correcto y expresivo. Cuando exponía sus teorías acerca del matrimonio solía hacerlo con moderación: no quería ofender a nadie. Pero allá en su fuero interno diputaba a los casados por unos mentecatos que habían venido a hacer el primo a la existencia. No se hartaba de felicitarse a sí propio de haber tenido bastante habilidad para no haber caído en la red.
—Amigo Romadonga, por esta vez se ha equivocado usted. No hay tal disgusto matrimonial —dijo resueltamente Mario.
—Me alegro, me alegro muchísimo. Ojalá no haya entre ustedes jamás motivo de discordia —repuso Matusalem con amabilidad.
Pero en su afable sonrisa se advertía un leve matiz de duda, algo que decía: «Si no han venido aún las reyertas, vendrán, querido, no lo dude usted».
—Le confieso que tengo un disgusto, pero es de orden más inferior y más soportable. Acabo de saber que he quedado cesante.
Romadonga se mostró sorprendido. Después procuró poner la cara triste adaptándose a las circunstancias. Quiso enterarse de los pormenores.
—¡Bah! Yo creo que eso se arreglará. No se apure usted. Su papá tenía muy buenas relaciones. En cuanto los amigos se enteren, será usted repuesto. ¿Y no ha habido razón alguna para esa cesantía? ¿Ha tenido usted algún choque con los jefes?
Mario confesó avergonzado que desde hacía algún tiempo no asistía a la oficina con la asiduidad que antes.
—… Qué quiere usted, me ha vuelto otra vez la manía de modelar en barro. Cuando tengo entre manos alguna figura que me interesa no me acuerdo de nada. Comprendo que hago mal, ¡pero se pasan tan buenos ratos!
Romadonga le miró risueño, embelesado, con su acostumbrada benevolencia para todas las locuras.
—¡Bravo! Es usted un hombre original. No deja de tener gracia eso de perder un empleo por hacer figuras de barro. Comprendo que usted se arruinara por mujeres de carne y hueso… pero por muchachas de barro o de mármol, eso, francamente, excede para mí los límites de lo comprensible.
Pocos momentos después nació en su espíritu la sospecha aterradora de que la conversación empezaba a aburrirle. Apresurose a levantarse, y dando algunas palmaditas amicales a su amigo en el hombro y deseándole que se arreglase pronto el asunto, se alejó balanceando su figura distinguida, como los perros cuando ya no hay terrones de azúcar que ofrecerles.
VII
No se arruinaría él, no, por mujeres de mármol. Tampoco por las de carne y hueso, aunque lo comprendiese mejor. Hasta entonces al menos ninguna había logrado tomar de su bolsillo más que lo que en cuenta corriente había destinado a este ramo exquisito de sus placeres. A fuerza de experiencia y de cálculo, cuando emprendía alguna nueva conquista, sabía de antemano lo que iba a costarle; trazaba su presupuesto con la exactitud de un experto maestro de obras.
El de la pobre Concha, la hermosa chula que hacía algunos meses había conocido en el café del Siglo, fue de los más modestos que en su carrera galante había formado.
—Estas chicas populares son el género más barato, y no por eso menos sabroso —solía decir a sus amiguitos del café.
—Supongo, Don Laureano —replicaba alguno—, que el más caro será el de las entretenidas de alto rango.
—Tampoco. Las más caras de todas son las mujeres ricas —manifestaba profundamente aquel hombre ingenioso y erudito, para quien la naturaleza femenina no guardaba secreto alguno.
El cerco de Concha siguió las mismas vicisitudes que el de todas las plazas de este orden. Sin embargo, la hija del sillero, aunque inocente y simple como humilde menestrala, tenía un genio impetuoso, arrebatado, que en más de una ocasión estuvo a punto de dar al traste con los proyectos de Don Laureano, quien procedía con tiento, con la habilidad suprema que había logrado adquirir en cuarenta años de práctica. Un bloqueo prudentísimo primero, intimando poco a poco, acercándose algunos ratos a la mesa y cambiando con la chula bromitas más o menos picantes. Después, un día, con pretexto de que llevaba el mismo camino, les acompañó de noche hasta cerca de su casa. Estos acompañamientos se hicieron frecuentes. Otro día les trajo butacas para uno de los teatros por horas. Más tarde les facilitó entradas para las exposiciones, y sabiendo lo aficionado que era el sillero a los toros, fingiéndose ocupado, más de la mitad de los domingos le daba el billete de su abono. Finalmente entró en la casa.
Romadonga era hombre flexible y dúctil hasta un grado increíble. Con el mismo aplomo entraba en la casa de un grande de España que en la de un menestral. En todas partes desplegaba la misma franqueza cordial, un buen humor y una gracia que hacía apetecer su compañía. Necesitaba pretexto para visitar a menudo la pobre vivienda de Concha. Hallolo en la ignorancia supina de ésta. La infeliz no sabía siquiera leer y escribir. Romadonga, lleno de celo pedagógico, se brindó a enseñarla en poco tiempo. Y todos los días sin faltar uno pasaba una hora o más haciéndole combinar letras y sílabas (ma-ña-na-ba-ja-ra-cha-fa-lla-da-la-pa-ca-ta-ra-ga-sa-lla-da) o seguir con mano inexperta los trazos de un curso de escritura inglesa.
Cuando la vio medianamente impuesta en estas materias no por eso se apagó su ardor instructivo. Prosiguió su obra civilizadora con creciente entusiasmo. Y determinó iniciarla en los misterios de la Geografía enseñándole cuántas son las partes del mundo y las capitales de los principales países, y con más interés aún en la Historia sagrada, haciéndole aprender de memoria las grandes vicisitudes por que pasó el pueblo de Dios antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
En el café del Siglo se tenía noticia de estos cursos instructivos. Se le embromaba con ellos, se comentaban con gracia por toda la tertulia. Pero en aquellas bromas el que marchaba delante y brillaba por su procacidad era él mismo.
—¿Qué tal, Don Laureano, se va instruyendo la niña?
—Admirablemente. Tiene disposiciones asombrosas, sobre todo para la geografía política. Conoce al dedillo todas las capitales del mundo. Ayer, porque se le olvidó la de Venezuela, lloró como una Magdalena y se tiró de los cabellos.
—¿Y en Historia sagrada?
—Tampoco marcha mal. Tiene una memoria envidiable. Se sabe sin borrar un punto ya desde la creación hasta Abraham. Ahora se está aprendiendo desde Abraham hasta Moisés.
Y a los pocos días, si no le embromaban, él mismo tomaba la iniciativa.
—¡Estoy maravillado! Hoy me relató Concha desde Moisés hasta el cautiverio de Babilonia sin errar un punto.
—Bueno; ¿y el amor cómo marcha? —preguntó uno.
—Eso es clase de adorno. Se deja para lo último —repuso con amable y cínica sonrisa el viejo elegante.
¡Pobre Concha! ¡Qué ajena estaba de que aquel caballero tan fino, tan suave, tan delicado, hacía escarnio de su inocencia en la mesa del café!
Poco a poco se había ido interesando. Don Laureano era viejo (mucho más de lo que ella suponía, por supuesto), pero conservaba gallarda figura, un aire distinguido y varonil que a cualquier mujer podía impresionar; mejor todavía a una humilde hija del pueblo que no había tratado más que con hombres zafios y mal vestidos. Aquel señor tan pulcro despedía un vaho de elegancia que despertaba el instinto del arte y la belleza que en toda naturaleza femenina reside. El perfume de sus pañuelos la embriagaba, deslumbrábale el brillo de sus joyas, y las palabras lisonjeras, insinuantes, con que la envolvía sin cesar arrullaban dulcemente su corazón virginal.
Según trascurría el tiempo iba perdiendo paulatinamente aquel humor chancero. Se había hecho más grave, más reservada y tímida. Creció asimismo su susceptibilidad hasta lo indecible. Cualquier broma de Romadonga la interpretaba en el peor sentido, retorcía sus frases más sencillas, queriendo ver en ellas algún signo de desprecio. Y con el temperamento impetuoso de que estaba dotada, cuando menos podía esperarse armaba una gresca de dos mil diablos, le cubría de dicterios y le arrojaba de su presencia. Don Laureano no parecía disgustado con esta nueva fase de su conquista, aunque se dilatase más de lo que había imaginado. En esta materia había llegado a un sibaritismo refinado. Sólo tenía valor para él lo que costaba trabajo. Sin impaciencia ni inquietud esperaba alegremente que la naranja estuviese madura para sacudir el árbol y hacerla caer en su seno.
Para lograr este dulce desenlace apelaba a los medios que los galanes han usado siempre en tales casos; los mismos que Ovidio recomendaba en su arte amatoria. Solía llevarle regalitos de poco valor, un abanico, un dedal, peinetas para el cabello, etc. La niña los aceptaba con regocijo y gratitud. Cierto día el experto seductor quiso dar un avance. Se fue a una joyería y compró una sortija con tres brillantitos en forma de trébol: total sesenta duros. La hermosa chula también aceptó este regalo con un gozo que le hizo prorrumpir en exclamaciones. Aquella tarde estuvo amabilísima y jovial como nunca. Mas he aquí que a la tarde siguiente la decoración había cambiado por completo. Quizá alguna amiga o conocida, al ver la sortija, le había hecho comprender lo que significaba, le habría dirigido pérfidas insinuaciones. Lo cierto es que Don Laureano halló a su ninfa con un semblante más negro y temeroso que nube de galerna. Antes de cinco minutos estalló la tormenta. Gritó, pateó, le arrojó la sortija a los pies y con ella todos los regalos que le había hecho antes. ¿Qué se había creído el tío silbante? ¿que ella era una tal y una cual? ¡Anda, que se había llevado buen chasco! Sortijitas a ella, ¿eh? Ya vería lo que lograba con sus alhajas…
Romadonga aguantó a pie firme y con bastante calma el chubasco. Luego procuró calmarla con sofística dialéctica que hizo poca mella en su ánimo irritado. Al fin, por sí misma se fue serenando y se avino a volverle a su gracia con tal que se llevase todos los regalos que le había hecho y le jurase solemnemente no traerle más.
Don Laureano cargó con todos aquellos chirimbolos. Por la noche decía en el café, chupando con delicia un cigarro habano:
—No hay nada en el mundo como una chula de Lavapiés. Estoy hechizado con mi Conchilla. Ni la mitad del presupuesto voy a invertir. El que tenga la suerte de embarcarse en una de estas fragatas, puede viajar hasta el fin del universo con tres pesetas.
Con razón lo pudo decir, pues a los pocos días había logrado rendirla. La pobre Concha cayó en sus brazos por generosa y amante, no por interesada.
Fue una luna de miel. Romadonga, en la alegría de su conquista, se dejó arrastrar a mil delicadas atenciones, demostrando cerca de ella una asiduidad que rara vez había tenido con otras. Iba a su casa dos o tres veces al día; apenas salía de allí. De noche la acompañaba paseando por las calles más extraviadas, donde tuviera seguridad de no tropezar a algún conocido. Los domingos solía llevarla en coche a cualquier pueblecito próximo; merendaban, bebían lo bastante para ponerse alegres y regresaban con las mejillas rojas, diciéndose mil disparates deliciosos. Hasta se aventuró varias veces a llevarla a un palco segundo en el teatro y a permanecer allí metido detrás de las cortinas. Se comprendía que aquel triunfo de última hora halagaba su amor propio, le enajenaba de gozo.
Pero aunque ambos hacían esfuerzos de habilidad para engañar al sillero, guardándose cuanto podían, inventando mil pretextos explicativos para sus actos, el padre no pudo menos de advertir el nuevo género de relaciones que entre ellos existía. El señor Ángel era un buen hombre, hábil en su oficio y de sentimientos honrados, pero extremadamente pusilánime. Cuando se hizo cargo de lo que pasaba, se entristeció profundamente, mostrose serio lo mismo con su hija que con Don Laureano, andaba cabizbajo y mudo por la casa; pero no se atrevió a adoptar una resolución enérgica. Tan sólo una vez dijo a Concha que no le parecía bien la confianza que había tomado con Romadonga. La chica rechazó con indignación la malévola sospecha que había debajo de sus palabras, se encrespó de tal manera que el pobre no volvió a entrar en explicaciones.
Se retrajo de la compañía de sus amigos. Andaba avergonzado, siempre temiendo que le echaran en cara aquella indecente complacencia. Y así fue. Un día, en la taberna, se lo dijeron bien clarito.
—No eres hombre si no echas al viejo de tu casa.
No, no era hombre para hacerlo el infeliz. Se avergonzó, lloró y quiso retirarse. Pero un amigo le dijo:
—No te amilanes, Ángel. Si no te atreves a armarle bronca al tío, bébete unas copitas de más y le echas por el balcón.
El sillero hizo caso del consejo. Se atracó de vino, y cuando estuvo hecho una cuba se fue para su casa dando tumbos, diciendo a voces que iba a sentar las costuras a un caballero.
Romadonga estaba allí como de costumbre. El sillero se le plantó delante con los brazos cruzados y le escupió más que le dijo:
—¿Y usted qué hace aquí, vamos a ver?
—¿Yo…?
—Sí, usted…
Y descomponiéndose de pronto comenzó a vociferar bárbaramente, a proferir blasfemias y amenazas que hacían retemblar la casa. Concha corrió a refugiarse en su cuarto. Romadonga trató de calmarle; pero viendo que eran inútiles sus esfuerzos y que la vecindad se estaba enterando, tomó el sombrero y se fue. Al bajar la escalera oyó que una vecina decía a otra:
—El señor Ángel ha echado de su casa al tío… ¡Ya era tiempo!
De tal modo inopinado se cortó el curso de aquellas sabrosas relaciones. Don Laureano no cejó por esto. Procuró ponerse inmediatamente en correspondencia con su amante. Hubo cartas y recaditos y entrevistas. Como hombre que sabía extraer delicadamente de este mundo amargo su jugo azucarado, halló nuevo aliciente de placer en la contradicción del sillero y en el misterio que se veía obligado a desplegar. Pero Concha no se avenía tan de buen grado. Disipada la embriaguez de su padre, no le perdonó aquel acto de energía. Comenzó a mortificarle con su constante mal humor, con el descuido de sus obligaciones domésticas: la comida fría, la cama sucia, la ropa sin coser. De vez en cuando le dirigía venenosas indirectas o burlas insolentes, de tal modo que al pobre hombre ya le iba pesando de haberse mostrado tan digno. La dignidad no es absolutamente indispensable para vivir; la ropa y el alimento sí. Finalmente, la resuelta chula, no pudiendo sufrir más aquella situación y convencida de que su padre iría donde le llevasen si se le sujetaba fuertemente por el cuello, aceptó la proposición que tiempo hacía le había hecho Don Laureano: irse a vivir a un cuartito independiente que él le alquilaría. Pero no había necesidad de escaparse. Estaba segura de que su padre cedería si Romadonga sabía hablarle con diplomacia.
Dio un salto el viejo elegante cuando Concha le propuso una entrevista con el sillero. Sin embargo, le convenció de que su padre era un bendito y, no estando borracho, incapaz de entregarse a ninguna violencia de palabra y mucho menos de obra. Sobre esta base el afortunado seductor no tuvo inconveniente en que la chula concertase el cuándo y el dónde de aquella trascendental conferencia. En casa no podía ser. La dignidad le impedía a Don Laureano ir a la del sillero sin obtener antes una satisfacción. En la calle no era decoroso, ni en el café del Siglo prudente. Se convino en que se hablarían en el de Platerías, de la misma calle, a las seis de la tarde, hora en que solía estar solitario.
Don Laureano llegó el primero a la cita y esperó meditando los falaces argumentos con que pretendía persuadir al sillero. Vino éste a los pocos minutos y se acercó a la mesa acortadísimo, balbuciendo las buenas tardes. Romadonga se apresuró a levantarse, y con franqueza campechana le puso la mano en el hombro.
—¿Cómo va ese valor, amigo Don Ángel? En realidad no necesito preguntarlo. Lleva usted la contestación en la cara. ¿Qué va usted a tomar?
—Muchas gracias, no tomo nada.
—¡Hombre, tendría eso que ver…! ¡Mozo! Unas copitas de manzanilla… Ya sabes, de la especial… ¿Y cómo está Concha? —añadió osadamente.
—No va mal —respondió con visible malestar el sillero.
—¿Le han dejado aquellas punzadas dolorosas en el estómago…? Ya le decía yo que ella se tenía la culpa. No guarda regla alguna para comer. Su placer mayor consiste en hacer comistrajos a las horas más extravagantes: tomates, huevos duros, naranjas, todo revuelto con aceite y vinagre. Se necesitaría tener el estómago chapado en cobre para resistir este desorden. Yo le di unas pastillitas que no le han venido mal… Pero lo principal es que tenga método.
Don Laureano hablaba de Concha afectando desembarazo, como si no hubiera pasado nada, como si fuese todavía el amigo íntimo de la familia. El señor Ángel asentía sonriente y turbado. Sin embargo, el aplomo y la franca naturalidad de Romadonga fueron disipando poco a poco su turbación. ¡Era un hombre tan llano, tan jovial y corriente aquel Don Laureano!: le bastaban pocos momentos para inspirar confianza a cualquiera y ganarle el corazón.
Como por la mano supo llevar el discurso desde la salud corporal de la joven a las cualidades de su carácter. Era una pólvora aquella criatura; buenísima en el fondo, con un corazón de cordera, pero arrebatada como pocas. Dejándola serenarse, incapaz de hacer daño a una hormiga, pero en un instante de cólera Dios sabe adónde podía llegar…
—Por supuesto —añadió con un guiño malicioso— que tiene a quien parecerse; porque usted, señor Ángel, que ordinariamente es una malva, ¡tiene un modo de dispararse!
El sillero levantó el brazo y bajó la cabeza, manifestando con mímica expresiva que de aquello no había que acordarse.
—No, no lo traigo a cuento en son de queja. Únicamente quiero significar que a Concha su genio le viene de herencia, y que por lo tanto hay que perdonárselo… De todos modos, es una chica que se hace querer, porque inmediatamente se ve que no hay allí doblez, que no hay engaño…
—¡Eso no! —exclamó el sillero atacado de súbita vanidad—. En nuestra familia nunca se ha engañado a nadie. Podremos, si a mano viene, dar un golpe desgraciado o una cuchillada en un pronto, pero ha de ser por delante. Hacer traición, ¡jamás!
No quedó muy satisfecho el viejo galanteador de estas cualidades nativas de la familia. Casi casi, al golpe desgraciado o a la cuchillada francos y nobles prefería la traición rastrera si no venía acompañada de violencia en las personas.
—Perfectamente; tiene usted razón; pero los prontos hay que refrenarlos, si no, ¡dónde vamos a parar…! Dejemos esto y vamos al caso. Yo me he encariñado con su hija hasta el punto de que nada me agrada ya en el mundo sin su compañía. No lo digo porque sea usted su padre, pero no he hallado en ninguna parte una muchacha más hermosa, más sencilla y al mismo tiempo mejor educada…
—¡Eso sí! ¡Bien criada sí! En ese punto ni su madre ni yo nos hemos descuidado. Cada pie de paliza la hemos dado, que algunas veces se iba a la cama y no podía levantarse en cuatro días. ¡No la hemos dejado pasar una…! Ahí está ella que no me dejará mentir.
—La prueba mejor de que tiene buen natural y que sus instintos son finos y distinguidos es que, en vez de enamorarse de cualquier pilluelo de su edad, ha preferido un hombre maduro como yo, educado en una esfera más elevada que la suya. Su falta tiene, pues, origen en las cualidades más admirables de su corazón. Yo creo que, en vez de sentirse avergonzado por ello, debiera usted estar satisfecho de tener una hija de aspiraciones tan nobles y delicadas… Bueno; ya está consumada la falta. ¿Y qué vamos a hacer ahora…? Pues ahora no nos toca más que procurar remediar en lo posible las malas consecuencias que pueda traer consigo.
El señor Ángel se puso muy grave, bajó la vista y mostró señales de inquietud.
—Mozo, echa otra copita al señor… Lo primero que salta a la vista es que su hija de usted y yo no podemos ni debemos separarnos. Nuestros corazones se hallan tan compenetrados, que sería una verdadera crueldad por parte de usted o de cualquiera otra persona tratar de romper el lazo que nos une…
—Bueno, pues cásese usted con ella —murmuró con timidez el sillero.
—Le diré a usted —repuso sin inmutarse Don Laureano—. Hace ya muchísimo tiempo que no pienso en otra cosa. Mi felicidad mayor consistiría en poderla llamar esposa y presentarla en todas partes como tal… pero… pero el hombre pocas veces consigue lo que apetece con ansia. En la actualidad existen una porción de obstáculos que se oponen a la realización de mi proyecto… Por supuesto que espero vencerlos —añadió con un gesto soberbio de primer actor—. ¡Vaya si los venceré…! Ahora, si usted me preguntase ¿cuándo? ¿cómo? yo le respondería: «Querido señor Ángel, soy ante todo un hombre sincero y leal. Si le dijese tal día, de tal manera me casaré con su hija, como yo mismo no lo sé, mentiría, y la mentira jamás ha manchado mis labios».
Pausa. Romadonga vacía de un trago la copa que tiene delante, se limpia con el pañuelo los labios que jamás manchó la mentira, y prosigue:
—En estas circunstancias especiales, especialísimas, en que nos hallamos, ¿qué partido adoptar…? Conviene que meditemos.
Pausa y meditación.
—Si usted no lo tomase a mal… pero temo que usted lo tome en el sentido peor… yo, teniendo presente que a lo hecho no hay remedio y que mi entrada en su casa es más escandalosa y perjudicial a su decoro, le propondría que Concha se fuese a vivir independiente en un cuartito mientras no desaparezcan las circunstancias que me imposibilitan unirme a ella…
El señor Ángel se puso pálido y reclinó la frente sobre su mano, mirando fijamente al mármol de la mesa.
—¡Lo ve usted…! ¡Ya se está usted figurando una porción de atrocidades!
—No me figuro más que la verdad, don Laureano —profirió con voz alterada el pobre hombre sin abandonar su postura.
—Convengo en que a primera vista esta proposición parece fea; pero, créame usted, aceptándola, evitamos mayores males. Se mudará a un barrio lejano donde no la conozcan, cambiará de nombre mientras no pueda ostentar el mío honrosamente, se guardará el mayor sigilo posible…
El señor Ángel levantó sus ojos doloridos y exclamó con amargura:
—¡Proponer eso a un padre, Don Laureano!
—¡Vamos, señor Ángel, tenga usted mundo! —exclamó Romadonga dándole palmaditas cariñosas en el hombro—. Hoy la sociedad es muy distinta de cuando nosotros nos criamos. Lo que a nuestros padres les parecía imperdonable, ahora es cosa corriente… Mozo, échanos otra copa… Al contrario, en la actualidad se considera de mal gusto y hasta cursi esa virtud austera de nuestros mayores. Los tiempos cambian, amigo Don Ángel, y no hay más remedio que transigir y acomodarse al progreso. La vida se compone de transacciones.
—¡Proponer eso a un padre! —volvió a exclamar el pobre diablo, con la misma amargura, vaciando la copa en el estómago.
—No se fije usted en su condición de padre. Colóquese usted en un punto de vista más elevado. En seguida comprenderá usted que es el acuerdo más conveniente. Si usted se obstina en retenerla en casa y consigue que rompamos nuestras relaciones, un día u otro, créame usted, Concha caerá en la perdición. Usted, entregado a sus quehaceres, no puede vigilarla; yo sí. Y si llega a caer, como es probable, ¿no será para usted un remordimiento el pensar que la ha privado de acomodarse con un hombre que está en posición de sostenerla decorosamente? Además, usted se hará viejo, no podrá trabajar… Para ese caso Concha le podrá ayudar, mientras que de otra suerte…
Todavía prosiguió el viejo seductor por largo rato amontonando argumentos con la fluidez insinuante que caracterizaba su discurso.
Su elocuencia, secundada poderosamente por el manzanilla, logró al cabo marear, si no convencer, al sillero.
Una hora después salían ambos del café con sendas brevas en la boca, colorados, risueños; despidiéndose muy afectuosamente en la primer esquina.
VIII
Seis meses nada más bastaron para que el genio que dormía en el fondo del espíritu de Don Pantaleón Sánchez se levantase y echase a andar por la tierra. En este corto espacio de tiempo su mirada penetrante abarcó de una vez la existencia toda y sondó sus inefables arcanos. En el mundo no había más que hechos, hechos constatados, como decía un libro traducido del francés que Moreno le había dado.
Todas las supersticiones se borraron de pronto de su privilegiada inteligencia: no sólo la superstición de Dios, la del alma y la moral, inventadas por la debilidad de los hombres secundada por la ambición de los sacerdotes, sino ciertas nociones ridículas en que el género humano se había entretenido puerilmente hasta ahora; las ideas de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Risa inextinguible le causaban los que sostienen que se ignora el origen de estas ideas. Lo ignorarían ellos. Moreno y él sabían perfectamente a qué atenerse. Eran sensaciones, nada más que sensaciones, agradables o desagradables, como las que produce la humedad, el calor o la fetidez de las alcantarillas.
Las profundas observaciones que había llevado a cabo en los últimos tiempos sobre las cebollas, las patatas y otros ejemplares del reino vegetal, lo mismo que el estudio atento de algunos animales domésticos, le habían empujado tan fuertemente al análisis que no comprendía otro método. Lo que por medio del análisis no se hallara, inútil era buscarlo por otro procedimiento. Es así que ni el escalpelo ni el microscopio habían tropezado jamás con el alma ni con un Ser Supremo; luego, etc.
Esta inclinación al análisis despertó en su inteligencia poderosa una tendencia razonadora de tal precisión que ni el más pequeño argumento podía escaparse entre sus apretadas mallas. Caía sobre las ideas como un águila, las sujetaba entre sus garras, las examinaba por todas partes y sólo después que mostraba a sus oyentes todos los aspectos las dejaba escapar.
—Papá, ¿te parece que vayamos hoy al Retiro?
—No; está muy húmedo. La humedad es mala para el organismo. ¿Y por qué es mala para el organismo? Porque ataca los tejidos. ¿Y por qué ataca los tejidos? Porque les roba calórico. ¿Y de dónde procede este calórico? De la introducción del oxígeno en la sangre.
—¿Sabes una cosa, Carlota? —decía Presentación otra vez a su hermana—. Margarita está enamorada del chico de Roda. Ella misma me lo confesó ayer.
Don Pantaleón sonrió benévolamente.
—¿Sabéis por qué está enamorada? ¿A que no?
—Toma, porque le gusta. Es un chico muy guapo.
—No, hija, no es eso. Está enamorada porque es joven aún, y como es joven hay un desequilibrio entre la asimilación y la desasmilación. Ésta es la única y positiva razón de ese amor, como de todos los demás. La ternura de las mujeres, ese cariño que os impulsa a hacer locuras, a llorar, a quitaros la vida, no significa sino que los productos de la nutrición, la albúmina, la grasa, el azúcar y el almidón, entran con exceso en la sangre y no bastan para expeler el sobrante la urea, el ácido carbónico y las deyecciones intestinales.
—Pero, papá, ¿qué dices ahí?
—El amor no es más que un exceso de nutrición.
—Ésas no son cosas tuyas, papá —exclamó con indignación la hija menor—. Tú no eres capaz de inventar tales extravagancias. Eso viene del pelmazo de Moreno que, como no hay chica que le quiera, se venga diciendo borricadas de nosotras.
—Las mujeres, hija mía —repuso Sánchez con toda la calma y la autoridad del verdadero sabio—, no podrán jamás llegar a darse cuenta de estas profundas verdades. Yo he hecho mal en revelároslas sabiendo que hay una imposibilidad física para que las entendáis. Si no lo tomaseis a mal, os diría que vuestro cerebro pesa algunos gramos menos que el del hombre por término medio.
—¿También dice eso Moreno? Pues tiene mucha razón. ¡Cómo no ha de pesar menos mi cabeza que la de ese fenómeno! ¡Tendría que ver!
Don Pantaleón sonrió lleno de lástima, y con la flexibilidad peculiar de los grandes hombres se apresuró a llevar la conversación a otro asunto más adecuado a la capacidad craneana del sexo femenino.
Toda la vida había sido un hombre excesivamente sensible. Su mujer se reía de la facilidad que tenía para llorar. La música era su pasión más viva. Para él no había placer comparable a escuchar en una delantera del paraíso del teatro Real con su hija Carlota, aficionada también a la música, la Sonámbula o la Norma, o cualquier otra ópera del género dulzón y pegajoso. Lloraba y moqueaba copiosamente en los pasajes más líricos, avergonzando no pocas veces a su hija.
—¡Papá, que te están reparando!
—¡Qué quieres, hija mía, esto enternece a una roca!
Después de la música lo que más le placía eran los dramas y novelas sentimentales. Había visto infinidad de veces La huérfana de Bruselas, La aldea de San Lorenzo y La carcajada. Se sabía de memoria la comedia Flor de un día y su segunda parte Espinas de una flor. Nunca le fue posible recitar aquellos famosos versos:
sin hacer pucheritos y que la voz se anudase en la garganta. Y lloraba también como un buey con las aventuras de las costureras sentimentales y reinas afligidas de las novelas por entregas.
Pues bien, Moreno le infundió en seguida un desprecio supremo hacia estos lirismos que retrasaban la marcha de la humanidad en el camino del progreso. Se avergonzó de haber empleado tanto tiempo en leer tales quimeras, cuando estaban ahí los hechos, los hechos constatados, la albúmina, el ácido úrico, el almidón, en triste e injustificado abandono. Y un día que se trató de la prensa en el café sostuvo con Don Dionisio Oliveros, el vate burocrático, una acalorada discusión. Entonces fue cuando profirió aquella frase felicísima que más tarde dio la vuelta al mundo en alas de la fama.
—Ha concluido el reinado de los poetas y comienza el de los fisiólogos. Llegó la hora de arrancarse la toga y ponerse la blusa del operador. El alma está hecha de sustancia gris, el corazón es un músculo encargado de dar movimiento a la sangre.
Y, sin embargo, después de escuchar tan grandes pensamientos, todavía Don Dionisio se obstinaba en escribir sonetos en la oficina.
Todos en la casa experimentaban los efectos benéficos de las corrientes científicas que soplaban en el privilegiado cerebro del jefe de la familia. Pero la que los sentía más a menudo era Carlota por su buena pasta. Mario se sustraía cuanto le era posible; inventaba cualquier pretexto para irse; se hacía el ocupado. Si esto no daba resultado, escuchaba distraído las disertaciones fisiológicas de su suegro: al cabo solía dormirse beatamente en la butaca. Presentación era mucho más expedita.
—Mira, papá, no me des más jaqueca con el ovario, la fecundación y todo eso. Son porquerías que no debo oír. El confesor me lo ha prohibido.
—Lo creo —respondía con acento profundo el sabio—. Pero si el confesor tiene interés en mantenerte en la ignorancia, mi deber de padre me obliga a disipar las tinieblas en que vives. Has de saber que los espermatozoos…
—¡Dale! Te digo, papá, que no quiero saber eso.
—Son unos microrganismos dotados de movimientos rápidos…
—¡Vaya, esto es insufrible! Me voy a coser a otro lado.
Aquella rebelión contra la ciencia producía en Sánchez grave desaliento. ¡Cuánto tiempo se necesita aún para que la humanidad marche exenta de preocupaciones por el camino de la experimentación! se decía tristemente.
Con su esposa no se atrevía a comunicar aquellos altos pensamientos que continuamente le embargaban. ¡Tenía un genio tan raro! No obstante, cierta noche, hallándose acostados, habló Doña Carolina con admiración del talento y la bondad de una amiga suya que, dando lecciones por las casas, mantenía a sus padres ancianos y a una caterva de hermanos. La pobre, no teniendo tiempo a almorzar, llevaba algún fiambre en un papel y se lo comía en el portal de cualquier casa. ¡Y a pesar de eso siempre contenta y siempre ingeniosa!
Don Pantaleón se atrevió a decir con voz temblorosa:
—¿Sabes lo que es eso?
—¿El qué?
—¿Esa caridad y ese talento que te admiran?
—¿Qué es?
—Cloruro potásico.
—¿Cómo?
—Que no depende más que de una mayor cantidad de cloruro de potasa en el cerebro.
—Pero, hombre, ¿qué jerigonza es la que estás hablando?
—Para entenderlo es necesario que sepas que todas nuestras ideas y sentimientos dependen exclusivamente de los alimentos que ingerimos en el estómago. La albúmina…
—Mira, Pantaleón, déjame en paz, que quiero dormir. ¿Qué te importan a ti esas cosas? Bien se conoce que estás ocioso. Por ningún motivo nos ha convenido dejar la tienda.
—Únicamente te quería decir que la albúmina y la fibrina…
—¡Pues yo te digo que no quiero oír sandeces, ea…! Buenas noches.
Y se volvió del otro lado. Don Pantaleón suspiró hondamente y se volvió también para dormir.
Pero a los pocos días, lleno de celo científico y de buena fe, dijo otra vez a su esposa:
—Carolina, la otra noche estaba equivocado y te dije una falsedad.
—¿Qué falsedad? —preguntó la buena señora sorprendida.
—El talento de nuestra amiga Felipa no es cloruro potásico, sino ácido fosfórico.
—¿Volvemos a las andadas? —exclamó irritada.
—El hombre de ciencia debe rectificar con nobleza todos los errores.
—Tú no eres hombre de ciencia, sino de tejidos de algodón y de hilo y géneros de punto. A mí no me vengas con embelecos, porque no estoy de humor de oírlos, y además te prohíbo que digas borricadas a la niña, porque la tienes escandalizada. ¡Vergüenza es que necesite yo recordarte tu deber!
Don Pantaleón se abstuvo en adelante de verter ninguna de sus fecundas ideas delante de Doña Carolina. ¡Era tan severa aquella señora en el seno de la intimidad!
Sin embargo, cuando llegó la necesidad supo mantener sus derechos de animal humano frente a su esposa y frente a toda la familia que trataba de vulnerarlos. Por consejo de Moreno había prohibido que le sirvieran en las comidas hortalizas, porque éstas no proporcionaban ningún ácido fosfórico al cerebro, cosa que ellos necesitaban grandemente para sus dificilísimas investigaciones sobre la naturaleza. A pesar de esta prohibición, la cocinera se obstinaba en mandar a la mesa patatas, coles, lentejas, incapaces de producir más que ácido carbónico, celulosa y otras sustancias no menos despreciables e indignas. Sufrió con paciencia algún tiempo. Pero llegó un momento en que la lucha por la existencia exigió de él un rasgo de energía para salvar las circunvoluciones de su cerebro amenazadas. Y lo tuvo.
—He dicho ya muchas veces, y lo repito ahora por última vez, que estoy resuelto a no ingerir ningún alimento vegetal. De hoy para siempre sepan todos ustedes que no quiero carbonatos en mi sangre, sino fosfatos. Si ustedes se obstinan en servirme vegetales, seré capaz de volverme a mi gabinete sin comer.
Aunque la amenaza no espantó a la familia tanto como era de esperar, se convino, no obstante, en no servirle más que alimentos fosfatados.
IX
Sintió Carlota profundo pesar cuando su marido le notició la cesantía. Quedaron ambos larguísimo rato silenciosos y tristes. Algo sonaba también lúgubremente dentro del alma de ella, profetizando la muerte de su dicha. Doña Carolina la recibió con tranquilidad. Únicamente se le advirtió más seria a la hora de comer. Después, habiéndose suscitado una conversación propicia, expresó algunos conceptos acerca de la holgazanería, de la presunción y la ligereza que a Mario se le antojaron alusivos. Tal vez no serían: no había motivo fundado para suponerlo, pues su suegra le había dado repetidas pruebas de afecto y consideración. De todos modos, no pudo menos de sentir el corazón apretado. Cuando se retiraron a su cuarto nada dijo de esta sospecha a su esposa. Se acostaron en silencio y fuertemente preocupados.
La vida de la familia siguió el mismo curso metódico y apacible. No había pasado nada. Mario, a las horas de oficina, se iba de paseo solo o con su mujer. Por las noches continuaban asistiendo al café. A las comidas la conversación solía animarse. Presentación embromaba a su cuñado. Mario la embromaba a ella. Carlota escuchaba sonriente aquel tiroteo, tomando parte alguna vez por su marido. Don Pantaleón les asaba a explicaciones científicas: el vino, el pan, el azúcar, todo era motivo para exponer largamente la muchedumbre de secretos que iba arrancando a la naturaleza. Doña Carolina seguía con el mismo humor benigno, rigiendo la casa a su talante, aunque siempre por delegación de su esposo.
No obstante, una nube de malestar y tristeza, de la cual en el fondo todos se daban cuenta, envolvía a la familia. Las relaciones entre ella seguían siendo en la apariencia tan cordiales; pero cada cual percibía un dejo de inquietud, cierto embarazo que procuraban ocultar exagerando la sonrisa, acentuando la nota cómica. Mario sentía la falsedad de su situación en aquella casa y notaba bien que todos los demás la sentían igualmente. La mayor amabilidad de su cuñada con él era un modo de expresárselo; el silencio de Doña Carolina, la humildad de su esposa para responder a una y a otra, lo mismo. Un sentimiento insoportable de vergüenza iba apoderándose de él.
Carlota también lo padecía. Doña Carolina y Presentación dejaron poco a poco de llamarla a cónclave para resolver los asuntos domésticos. Entre las dos se lo arreglaban todo, callando cuando ella aparecía. Con esto se hizo más tímida, más humilde; no se atrevía a quejarse de las faltas de la criada; trabajaba cada día más en la casa, echando sobre sí, cuando podía, el trabajo de su hermana; hacía esfuerzos por aparecer amable y simpática como si estuviera en casa extraña.
Doña Carolina trataba a su yerno con más ceremonia. Mario se sentía turbado por esta actitud, sin entender por completo lo que significaba. No se le mandaba cerrar la puerta, ni escribir los sobres de las cartas, ni que las acompañase hasta casa de unas amigas, ni se le daban encargos para la calle. Cuando doña Carolina rechazaba cualquiera de sus servicios el inocente exclamaba:
—¡Pero, mamá, no tiene usted confianza conmigo!
—Sí, hijo, sí; pero no hay necesidad de que tú te molestes. Pantaleón, que no tiene nada que hacer, se encargará de ello.
¡Que no tiene nada que hacer! Estas palabras, pronunciadas con perfecta naturalidad y hasta con la sonrisa en los labios, sonaban a sarcasmo. Tampoco él tenía nada que hacer; demasiado le constaba a ella. A veces, cuando el matrimonio joven venía de paseo y entraba en el gabinete donde estaban la señora y su hija Presentación, aquélla les interrogaba con cierta condescendencia irónica:
—¿Qué tal, hijos míos, habéis paseado muy largo? ¿Hasta dónde habéis llegado? ¿Os habéis divertido? El tiempo está muy hermoso. Hacéis bien en no desperdiciar tardes tan deliciosas.
Carlota sorprendió en estas conversaciones más de una mirada burlona entre su mamá y hermana; pero había devorado la vergüenza sin decírselo a Mario. Era tan inocente, tan bondadoso, aquel muchacho, que daba pena hacerle sentir las espinas de la vida. Como esposa fiel y generosa las guardaba todas para sí.
Pero el poco dinero con que Mario se había quedado para sus gastos feneció muy pronto. Llegó un instante en que no tuvo un solo ochavo en el bolsillo. Nada dijo. Aquel día no fumó; al día siguiente tampoco. Su mujer lo observó al cabo y le preguntó la causa. No estaba bien del estómago, le repugnaba el cigarro. Pero ella, no fiándose, le registró los bolsillos cuando se hubo dormido y los halló vacíos. ¡Pobre Mario! Lloró en silencio largo rato. Por la mañana salió temprano a misa y tuvo valor para subir a una casa de préstamos y empeñar una sortija. Cuando su marido se levantó, le dijo sacando un billete de su cómoda:
—Oye, Mario. Cuando salgas hazme el favor de pasarte por la Mahonesa y traerme unas yemas de coco… pero que no se enteren en casa. Ya sabes que me da vergüenza… ¡Ah! Y quédate con el resto del dinero, porque a ti puede hacerte falta y a mí no.
Mario quedó suspenso. Una vaga inquietud agitó momentáneamente su espíritu; pero con la inconsciencia que le caracterizaba no pensó más en ello. Sin embargo, a la segunda vez que esto pasó no pudo menos de preguntar:
—¿Y de dónde sacas tú el dinero?
Carlota se puso colorada.
—He ido ahorrando algún dinerillo estos meses pasados para los dulces del bautizo, ¿sabes…? Pero le encajaré la cuenta a mamá… ¡vaya si se la encajaré!
Y reía a carcajadas. Pero su corazón lloraba, porque sabía muy bien que si esperaba por su madre no se comerían dulces en el bautizo del hijo de sus entrañas.
El dinero de la sortija concluyó pronto. Empeñó otra. Tampoco tardó en gastarse. A Mario le hacían falta botas y guantes; el sombrero de copa estaba ya grasiento; llegaba el verano y era necesario también hacerse ropa. Todas sus joyas de poco valor fueron pasando por la casa de préstamos. El aderezo regalo de sus padres, que era lo que más valía, lo guardaba Doña Carolina.
—¿Pero ese gato que tienes no se agota nunca? —le preguntó inquieto Mario.
Tenía la respuesta preparada.
—Sí, hijo, sí; ya hace tiempo que se ha agotado. Pero papá me ha llamado el otro día a su cuarto y me dio dinero.
El semblante de Mario se oscureció. Quedó profundamente pensativo. No, aquello no podía tolerarse. Era preciso buscarse alguna ocupación donde quiera que fuese. Hasta entonces todas sus gestiones habían sido infructuosas. Visitó a los amigos de su padre: no le faltaron buenas palabras, promesas magníficas. Nada llegaba sin embargo. Miguel Rivera habló al ministro de quien era secretario, y éste prometió colocarle en una carrera que iba a organizar para la inspección de los ferrocarriles.
Carlota había concluido con sus objetos más o menos preciosos. Entonces la mentira que había dicho a su marido convirtiose en realidad. Antes de verle sin dinero en el bolsillo se arriesgó heroicamente a pedírselo a su madre. Fue una escena baja, sórdida, repugnante. Carlota sufrió con valor los sarcasmos de su madre y venció a fuerza de paciencia y tenacidad sus repetidas negativas. Consiguió arrancarle diez duros: se fue a su cuarto y dio rienda suelta a las lágrimas que había podido reprimir. Su marido la encontró con los ojos hinchados.
—¿Por qué has llorado? —preguntole impetuosamente.
—Por nada, hombre; no te asustes. Son cosas de mujeres. ¿No sabes el estado en que me encuentro?
Se convenció. Había oído a los médicos hablar de estas crisis.
Pero la pobre Carlota fue desde aquel día la víctima, la cenicienta de la casa. Su madre la trataba con increíble desprecio; no perdonaba ocasión de vejarla con indirectas crueles. Presentación la ayudaba en esta tarea simpática.
—A mí me gustaría colocarme así, espléndidamente, como mi hermana. ¡Casarme con un pobrete! ¡Puf! Oyes, Carlota, ¿tu marido compra por fin mylord o faetón? Supongo que este año no dejaréis pasar la temporada del Real sin abonaros como el año pasado…
Su madre le mandaba callar con risita maligna, que era una invitación a proseguir. Rara era la tarde en que Carlota se sentase a coser con ellas que al fin no se levantase llorando. Un día, encarándose con Presentación, los ojos rasados de lágrimas, le dijo:
—Haces mal en burlarte de mí. Pretendes que deje de querer a mi marido porque no es rico. Piensa que Dios puede castigarte algún día.
De estos sufrimientos no daba cuenta a su esposo. Al contrario, en su presencia mostraba el mismo semblante tranquilo, risueño. Pero volviendo a necesitar dinero, la escena con su madre fue mucho más cruel. Doña Carolina se enfureció, llamó pobrete, hambrón y holgazán a Mario, y se negó resueltamente a soltar un cuarto.
—Si te figuras —concluyó diciendo— que nosotros vamos a mantener vagos toda la vida, estás muy equivocada.
Esta amenaza la llenó de terror. Se humilló, procuró desarmarla prometiendo no volver a pedirle dinero. Y corrió, como siempre, a encerrarse en su cuarto para llorar perdidamente.
Mario no fumó otra vez en dos días. En su semblante no se traslució, sin embargo, ningún malestar. Su esposa le miraba con el rabillo del ojo haciendo esfuerzos por reprimir las lágrimas. Pero al pasar por delante del cuarto de su padre vio las llaves puestas en el cajón de la cómoda. Se detuvo herida por una tentación irresistible; echó una mirada en torno, y no viendo a nadie, avanzó con cautela, tiró del cajón sin hacer ruido y escudriñó rápidamente su contenido. Allá, en un rincón, había dos libras de tabaco picado. Tomó una y, cerrando de nuevo, salió precipitadamente, ocultándola debajo del vestido. Por la noche se la dio a su marido, diciendo con afectada naturalidad:
—Toma; luego dirás que no me acuerdo de ti.
—¿Dónde has comprado este tabaco?
Respondió que a una prendera amiga suya que lo vendía de contrabando. La había hallado en la calle y habían hecho mercado en un portal para evitar indiscreciones. Pero a los dos o tres días su padre lo echó de menos y se armó el consiguiente tumulto. Hubo quejas, recriminaciones. Don Pantaleón sospechaba de la criada, que tenía un novio soldado. Carlota, viendo con terror aquel motín y temblando que Doña Carolina averiguase la verdad, llamó en secreto a su padre al cuarto, le echó los brazos al cuello y le dijo llorando:
—He sido yo, papá; he sido yo la que te ha llevado el tabaco… Pero que no se entere mamá, que no se entere Mario cuando vuelva. Sé que no fuma porque no tiene dinero y yo tampoco lo tengo para dárselo.
El sabio naturalista quedó estupefacto.
—Pero, hija, ¿por qué no me lo has pedido? Dinero no puedo daros, porque ya sabes…
—Sí, papá… no me digas nada.
El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para instruir a su hija. El tabaco era una planta solanácea de olor fuerte y característico, cáliz tubulado, raíz fibrosa, tallo velloso de médula blanca, hojas alternas laureadas y glutinosas, etc.
Carlota escuchó llorosa y distraída aquellas científicas explicaciones que por el estado de su alma no produjeron el resultado que era de esperar. Don Pantaleón rebañó de su bolsillo algunas pesetas y se las dio.
La situación de la infeliz muchacha era cada día más triste. Todos los rencores y desprecios que Doña Carolina y su hija menor atesoraban para Mario, que no había tenido talento para hacerse inamovible en el puesto que ocupaba, se los arrojaban a ella a la cara. Con el verdadero culpable estaban reservadas, pero finas. No se le hería directamente, pero la atmósfera estaba cargada de electricidad, y a la postre había de estallar el rayo. Doña Carolina sacudía la cabeza con ira cada vez que su yerno volvía la espalda.
Al fin, una mañana en que Carlota estaba fuera de casa, la sagaz señora hizo una seña expresiva a su hija menor, y ésta se apresuró a levantarse y salir del gabinete. Quedaron solos suegra y yerno. Sin alzar la cabeza de la costura Doña Carolina comenzó a hablar con voz un poco alterada.
—Mira, Mario, hacía días que necesitaba hablarte de un asunto bastante desagradable lo mismo para ti que para mí. Lo he ido aplazando de un momento a otro, porque a la verdad me duele en el alma tocar este punto… Pantaleón me ha mandado decirte que sus medios de fortuna no le permiten manteneros a ti y a tu esposa. «Si fuéramos ricos, me dijo, no tendría mayor inconveniente en que Mario se divirtiese y pasase la vida holgando, pero, hija, nosotros tenemos sólo lo necesario para vivir decorosamente… Dile que la obligación primera de todo casado es sostener a su familia con el producto de su trabajo. Así lo he hecho yo y así espero que lo haga él. Es joven y tiene el mundo por delante; que trabaje y se haga hombre…». Hijo mío, yo cumplo el encargo. Espero que no te ofenderás por ello.
Mario quedó tan aturdido que no habló una sola palabra. Las de su suegra le sonaban en el cerebro como martillazos. Una vergüenza inmensa, infinita, corrió por todo su ser hasta las últimas fibras y le paralizó enteramente. Doña Carolina, con una rápida ojeada, advirtió su estado lastimoso.
—No creas que esto es puñalada de pícaro. Te habla así Pantaleón por mi boca porque tiene confianza en tu honradez, en tu dignidad, en que sabrás cumplir perfectamente tus obligaciones. Yo creo que con el tiempo le darás las gracias. Si no te ofendieras —añadió con benévola sonrisa—, te diría que te hace falta un estímulo como éste para abrirte camino.
La lengua se le desató aunque no de buen modo. Se excusó balbuciendo de no haber tomado él la iniciativa en este asunto. Su suegro llevaba mucha razón en lo que decía. Él buscaría trabajo inmediatamente en cualquier parte y de cualquier clase. Estaba dispuesto a dejar la casa al instante…
—Ya te he dicho que no es cosa de apuro…
—Sí, señora; lo es para mí —replicó con dignidad el joven.
Pero la grave cuestión era que Carlota no podía irse con él a la ventura. Se hallaba ya bastante adelantada en su embarazo, y mientras no tuviera casa era expuesto llevársela. Doña Carolina se mostró magnánima. Carlota se quedaría con sus padres hasta que Mario hallase un medio de vivir. Éste le dio las gracias con acento sincero. Desde aquel punto doña Carolina se hizo de miel, le agasajó cuanto pudo, le auguró un bello porvenir, haciendo visibles esfuerzos para borrar la mala impresión que sus palabras habían causado. Mario se retiró al fin grave y tranquilo.
Al llegar Carlota adivinó a la primera mirada su disgusto.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada… he tenido una conversación algo seria con tu madre. Me ha dicho —añadió sonriendo tristemente y tomándole las manos— que tu papá no puede sostenerme más tiempo en su casa…
Carlota se puso blanca como un papel.
—¿Ha dicho eso de veras?
—Sí; a mí no me sorprende; creo que lleva razón. Ya ves, parece feo un hombre sin trabajar, comiendo la sopa boba… Así que me voy desde luego… Pero no te apures, que yo encontraré ocupación; todo se arreglará.
Al proferir estas palabras sonreía con esfuerzo, apretando las dos manos a su esposa. Ésta permaneció muda y pálida mirando con insistencia por encima de su cabeza a un punto fijo. Al fin sus ojos grandes, serenos, se nublaron de lágrimas y dijo sin que los rasgos de su fisonomía se alterasen poco ni mucho:
—Está bien; me voy contigo.
—¡No! —exclamó Mario aterrado—. ¿Dónde quieres ir?
—A pedir limosna, si es necesario —repuso tranquilamente.
—¡Pero eso es una locura! No te precipites…
Y con palabra fogosa le puso de manifiesto los terribles inconvenientes de tal resolución. Un hombre puede rodar por cualquier lado, dormir en un desván, al sereno si es necesario; ¡pero una señora y en el estado en que ella se encontraba! La separación era de absoluta necesidad por el momento. Cuando diese a luz y él hallase medio de vivir, que lo hallaría pronto seguramente, entonces vendría a sacarla para siempre de casa y vivir juntitos hasta la muerte.
Carlota se dejó convencer. La idea de causar el más insignificante daño al ser cuya aparición esperaba con impaciencia la llenaba de congoja. Quedaron, pues, en que él sólo se marcharía.
—¿Pero dónde te vas? —preguntó clavándole una mirada de estupor doloroso.
—No te preocupes de eso. Tengo infinidad de sitios donde ir. Lo importante es que tú estés tranquila. Piensa en que se trata de muy poco tiempo.
Carlota permaneció algunos instantes inmóvil con la cabeza baja.
—Bueno, te arreglaré la ropa —repuso al cabo enjugándose las lágrimas.
Y ahogando los suspiros en la garganta y reprimiendo los sollozos que pugnaban por estallar, su naturaleza tranquila, razonable, valerosa, concluyó por triunfar. Empezó a sacar ropa de la cómoda y a colocarla esmeradamente en un baúl. En aquella operación se mostraba su carácter paciente y sólido. Mario la contemplaba con interés, trataba de ayudarla, pero lo hacía tan mal que renunció en seguida. Poco a poco, en la absorción de aquel trabaja mecánico, se fueron olvidando de su pena. Discutían lo que se había de meter en el cofre como si se tratase de un viaje. A Carlota todo le parecía mucho, creyendo así reducir los días de separación. Mario, al contrario, insistía suavemente en que se pusieran más camisas, calcetines, etc. Preveía que el viaje iba a ser largo, aunque se guardaba de manifestar esta opinión.
Al fin quedó arreglado el equipaje. Entonces permanecieron turbados uno frente a otro sin saber qué decirse, afectando serenidad, insistiendo una y otra vez en tono indiferente sobre pormenores ya resueltos. La emoción que les embargaba advertíase en el timbre velado de la voz, en el leve temblor de las manos. El corazón se les quería salir por la garganta.
—Bueno —dijo al fin Mario poniéndose el sombrero—. Quedamos en que tendrás el baúl preparado. Ya enviaré por él, y me mandarás al mismo tiempo la sombrerera. Por los útiles de modelar ya mandaré más adelante.
Estas palabras provocaron en Carlota una explosión del sentimiento comprimido. Quedaron abrazados estrechamente y llorando en silencio largo rato. Mario logró desasirse, y besando con efusión las manos de su esposa, exclamó sonriendo, mientras bañaban su rostro las lágrimas:
—¡Qué niños somos! Parece que me estoy despidiendo para el fin del mundo.
Y salió de la estancia precipitadamente. Carlota le siguió, y en lo alto de la escalera volvieron a abrazarse.
X
Cuando hubo salido a la calle y traspuesto la esquina, se detuvo. Aquellos infinitos sitios de que había hablado a Carlota eran una piadosa mentira. Quedó inmóvil, con el pensamiento vacío y el corazón apretado. Unas ansias atroces de sollozar le subían del pecho a la garganta amenazando ahogarle. Pero logró tenerlas encerradas: sólo algunas lágrimas brotaron a sus ojos sin darse cuenta hasta que vio la mirada de los transeúntes fijarse con curiosidad en él. Entonces se llevó el pañuelo a la cara como para sonarse, y prosiguió su camino.
¿Adónde iba? Marchó a la ventura largo rato, tratando de coordinar sus ideas. Al fin no halló otra cosa mejor que dirigirse a su antiguo alojamiento. Pero esto le causaba profundo disgusto y humillación. ¿Cómo responder a las preguntas de su antigua patrona? ¿Qué explicación iba a dar a sus compañeros? Al llegar a la puerta cambió de resolución y pasó de largo sin entrar. Subió a la primera fonda que tropezó, alquiló una habitación y volvió a salir. Su inquietud y dolor no menguaron por esto. Al contrario, la idea de que no tenía dinero para pagar el pupilaje le atormentó de modo indecible. Pensó entonces en algún amigo con quien comunicar sus pesares y que le diese algún buen consejo, y los pies le guiaron a casa de Miguel Rivera. Aunque le llevase éste bastantes años y tuviese un carácter burlón y agresivo que a menudo pinchaba a los que se le acercaban, Mario sentía hacia él irresistible inclinación: debajo de aquella cáscara amarga adivinaba un corazón dulce y generoso. Además, si para alguno limaba un poco la punta afilada de su lengua Rivera, era para nuestro joven. Fácilmente se advertía su predilección cuando se hallaba en la tertulia del café.
El antiguo periodista vivía solo con su hijo en un cuarto sin lujo, pero limpio y agradable, de la calle de Recoletos.
—¿Qué traes por aquí a estas horas, Praxíteles? —exclamó alegremente al ver a nuestro joven entrar en su despacho.
—Molestias para usted, Don Miguel. ¿Está usted muy ocupado?
La sonrisa de Rivera se desvaneció al ver la triste y penosa que contraía los labios de su amigo. El semblante de Mario expresaba abatimiento profundo.
—¡Ocupado! Sólo lo está el que espera algo. Yo he renunciado a todo hace tiempo, querido. Di lo que quieras y tómate el tiempo que se te antoje.
Tímidamente y ruborizándose muchas veces, Mario le contó lo que le pasaba, rogándole con insistencia el secreto. Cuando terminó de hablar, Miguel permaneció grave y pensativo. Al cabo dejó escapar un leve bufido de desprecio.
—¡Camarada, qué suegra te ha tocado! Es de lo más fino que he visto en su género.
—¡Si mi suegra no se ha mezclado para nada en este asunto! No ha hecho más que cumplir las órdenes de su marido. ¡Anda, pues si dependiera de mi suegra, ni ahora ni nunca saldría yo de su casa! Usted no sabe el cariño que me profesa la buena señora. Me quiere como una madre, una verdadera madre, don Miguel.
Este le contempló en silencio unos momentos asombrado de su inocencia. Tuvo impulsos de proferir una de sus chufletas sangrientas, pero se contuvo. La maciza bondad y el candor de aquel muchacho le conmovían. Después de todo, pensó, ¿qué se adelanta con sacar a los hombres de los errores que los hacen felices?
—Sí, sí; Doña Carolina es muy buena —dijo al cabo, sin gran calor—. Puede que tenga en realidad la culpa el loco de su marido.
—Yo creo que mi suegro nada tiene de loco, Don Miguel —se apresuró a decir Mario—. Aunque un poco difuso en sus explicaciones, siempre le he hallado muy razonable. Y además, crea usted que es bastante instruído y que tiene un corazón excelente.
Volvió a contemplarle Rivera con sorpresa, y repuso sin poder evitar una sonrisa de lástima:
—Puede, puede ser. Yo le he tratado muy poco, ¿sabes? Desde que ese idiota de Moreno le ha tomado por su cuenta, temía que se hubiese extraviado.
Mario sonrió algo contrariado.
—¡Qué duro está usted con Adolfo, Don Miguel!
—¡Alto ahí, amigo! Pase por tu suegro y tu suegra, pero lo que es ése me lo tienes que dejar entre las uñas. En todos los días de mi vida he conocido un ser más pedante y grotesco. ¡Es un infame!
—¿Cómo infame? —exclamó asustado.
—Sí, cuando la tontería llega a cierto límite degenera en infamia. Creo haberlo leído en Santo Tomás.
—Pues Adolfo estudia mucho: se pasa la vida entre libros.
—No importa, es un infame. ¿Tú has estudiado lógica? Bien, pues sabrás que para que el conocimiento se produzca son necesarios dos términos: sujeto y objeto. Aquí falta sujeto… Pero dejemos eso ahora. Hablemos de ti. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuáles son tus proyectos?
Mario alzó los hombros sonriendo y no despegó los labios. Aquel gesto volvió a poner serio y meditabundo a Rivera.
—Es necesario ante todo buscarte una ocupación lo más pronto posible. La carrera de que te he hablado en los ferrocarriles aún tardará en organizarse… ¿Quieres ayudarme en los trabajos de la secretaría? Hace falta un empleado inteligente… Aunque el sueldo es pequeño.
—¡Cualquier cosa, Don Miguel! —exclamó Mario, viendo el cielo abierto.
No existía tal plaza vacante en la secretaría, pero Rivera la inventó proponiéndose pagarle con una parte de su sueldo. Además le obligó a quedarse en su casa. Nada le estorbaría: al contrario, en la soledad en que vivía le estaba haciendo falta un amigo con quien comunicar sus pensamientos. Mario, embargado por la emoción, le apretó la mano llorando de gratitud.
Poco después escribió una larga carta a su esposa rebosando de ternura. Al final le decía que al día siguiente iría a verla. Al despertarse por la mañana recibió la contestación de Carlota.
«No vengas a verme. No quiero que pises esta casa. Espera a que te indique el sitio y la hora donde podemos vernos. Eres demasiado bueno, Mario».
Y otras frases por el estilo que indicaban que la fiel esposa volvía por la dignidad de su marido con más cuidado que él mismo. En cambio, ella se humillaba la pobrecilla y siguió padeciendo los desdenes de su madre y de su hermana sin quejarse.
Mario no pudo resistir la tentación de pasar aquella mañana por delante de la casa. Los balcones estaban cerrados y no vio a nadie. Pero al llegar de nuevo a la de Rivera se encontró con una esquela de Carlota.
«A las cinco espérame en la plaza de la Independencia, esquina a la calle de Alfonso XII.»
Y una hora antes de la convenida ya estaba nuestro joven en espera con la impaciencia de un galán primerizo. Al verla llegar, al cabo, con su vestidito gris, soportando gallardamente las dos existencias en que su ser se partía, una emoción intensa hizo palpitar su corazón. Corrió hacia ella y se apretaron las manos y se miraron a los ojos con embeleso. Luego, cogiéndose del brazo, entraron en el Retiro, y pasearon charlando bajo los árboles. Carlota no se cansaba de preguntarle todos los pormenores de su existencia en aquellas veinticuatro horas. Mario no tenía tiempo para darle completas explicaciones. Se quitaban la palabra de la boca, se perdían en divagaciones insustanciales, gozando el placer de hallarse juntos, como si no se hubiesen visto en largo tiempo. Carlota aprendió que su marido tenía ya un sueldo, aunque pequeño, y que esperaba en plazo no muy lejano obtener la plaza en los ferrocarriles que le habían prometido.
—Creo que no se pasarán muchos meses sin que vuelva otra vez a casa y vivamos unidos —dijo dando palmaditas cariñosas en el dorso de la mano a su esposa.
Ésta se puso repentinamente grave.
—No pienses en eso, Mario. Nosotros no podemos vivir ya con mis padres. Aunque sea en una buhardilla viviremos si es preciso. ¡En casa, nunca!
—¡Oh, qué orgullosita! —exclamó él pellizcándola—. ¿Y por qué, si yo no me doy por ofendido?
—Porque yo no quiero, y basta —replicó ella con firmeza.
Mario se había acostumbrado a obedecerla y no le iba mal. Así que no insistió.
La noche se echaba encima y bajaron despacio por la calle de Alcalá. Al pasar por delante de un restaurante, Mario tuvo una inspiración.
—¡Si entrásemos aquí a comer!
Carlota se opuso. No estaban ellos para gastar el dinero tontamente. Y siguieron caminando hacia casa. Pero Mario se había quedado silencioso y melancólico. Unos pasos antes de llegar Carlota se volvió hacia él con semblante risueño.
—¿Qué? ¿Estás triste porque no comemos juntos?
Mario sonrió avergonzado.
—Bien, pues volvámonos. Pero nada más que hoy, ¿sabes?
La alegría entró de nuevo como un torrente en el alma de nuestro joven. Volvieron sobre sus pasos, entraron en el restaurante y pidieron un gabinete.
¡Qué hermosas y puras emociones experimentaron en aquella comida! Mario parecía un colegial escapado. Todo lo hallaba sabrosísimo: hablaba por los codos; cubría de atenciones y finezas a su esposa. Estaba como loco; formaba proyectos descabellados; perdonaba a todo el mundo y se deshacía en elogios de su suegra.
—¿Sabes lo que te digo, Carlota? Que quiero a tu madre como si fuese la mía, y que me alegraría que viniese un día a comer con nosotros.
Ella, serena, tranquila, sonreía dulcemente contemplando la ruidosa alegría de su marido con el placer no exento de protección con que se miran los juegos de los niños. Cuando el camarero salía, Mario se alzaba repentinamente, corría a su esposa, la besaba frenéticamente y volvía a sentarse.
—No sé lo que tienes en la cara hoy, cielo mío, que me enajena. Hay en tu fisonomía una dulce gravedad que me recuerda siempre la expresión de la Diana cazadora del Louvre.
—¡Ya salió la mitología!
—Sí, ya salió y saldrá siempre, porque veo en tu rostro la misma expresión dulce, grave, protectora que en las estatuas de las diosas; porque no hallo en el mundo ninguna mujer que se parezca a ti, y sobre todo, te comparo a ellas porque no tengo nada más hermoso a que compararte.
Carlota sonrió y le tendió su mano por encima de la mesa. Mario la besó con el mismo tierno respeto que Peleo besaría la de Tetis, su inmortal querida.
Pero acabado de hacerlo, casi en el mismo instante pareció el mozo con una fuente entre las manos, y Carlota reveló su condición mortal ruborizándose hasta las orejas. Como la puerta hubiese quedado abierta, Mario vio cruzar por el pasillo un hombre que por su figura arrogante y proporcionada, por su alto desprecio de los cuidados terrenales, por la varonil grandeza con que había matado en su corazón hasta los más pequeños gérmenes de la sensibilidad, por la perfecta seguridad con que gozaba de la vida debía de recordarle aún mejor que su esposa los seres que habitaban en la cima del Olimpo. Este hombre privilegiado, semejante a un dios, no podía ser otro que don Laureano Romadonga. Iba acompañado de una joven con mantón y pañuelo a la cabeza.
—¿Has visto?
—Sí.
—¿Esa joven es la del café?
—Me parece que sí. ¡No obstante, como ese hombre trae tantos líos…!
El mismo Don Laureano, entrando repentinamente en el gabinete, vino a sacarlos de dudas.
—¿Conque tenemos juerga conyugal, eh? ¡Bien por los esposos…! También yo vengo a gozar honestamente como un burgués tranquilo… Mi Conchita cumple hoy diez y ocho años, ¿sabéis? y me dijo: «Convídame a comer en la fonda» (para Concha, comer fuera de casa es comer en la fonda). Yo le contesté: «Sí, hija de mi alma, te llevaré a la fonda y beberás champagne». El champagne es para Concha algo elevado, de un orden sobrenatural, inaccesible a todo el mundo excepto al patriarca de las Indias, a los ministros y al capitán general.
—¿Dónde la ha dejado usted?
—Ahí, en un gabinete. Carlota, no me mire usted con severidad. Yo no tengo más que un defecto. Soy aficionado a pasarlo bien en este pícaro mundo. ¿Y quién no lo es? ¿Quién, pudiendo divertirse, opta por estar aburrido?
—¡No, si yo no le recrimino a usted ni con los ojos ni de palabra! —exclamó la joven sonriendo—. Lo único que me atreveré a decirle es que valdría más que usted se divirtiera con placeres lícitos.
—No lo crea usted. Yo no he podido gozar jamás los placeres lícitos. Me aburren. Soy una naturaleza móvil y subversiva. Necesito saber que soy independiente en todos los momentos de la existencia. La idea de que el goce que disfruto es un goce impuesto le quita todo su encanto… Pero perdone usted, Carlota, yo no sé si debo…
—Siga usted, siga usted; no me escandalizo.
—El matrimonio no ha tenido nunca para mí color. Y ya sabe usted que yo soy excesivamente colorista. Considero esto como una desgracia, pero si he nacido así, ¿qué culpa tengo? ¿Por qué disfrutar de una sola obra hermosa de Dios, me he dicho, cuando en el mundo existen tantas y tan preciosas? ¿Hay nada más agradable que repetir la luna de miel, ese feliz estado en que ustedes se encuentran ahora, una y otra vez? Crea usted que aquellos versos de Musset
deben tomarse por divisa. Mientras el corazón tenga fuerzas, echarle combustible para que palpite con las dulces emociones de la pasión. Quiero cantar endechas como el ruiseñor mientras me quede un soplo de vida.
El rostro varonil, expresivo, de Romadonga se contraía con sonrisa mefistofélica al pronunciar estas palabras. Se había sentado; puso los codos sobre la mesa con su habitual libertad y enviaba columnas de humo al aire, revelando un estado de beatitud envidiable. Mario reía; pero en el fondo de su alma estaba inquieto y molesto, como siempre que don Laureano hablaba delante de su esposa.
—No está mal que usted ame lo que quiera —dijo ésta—. Lo malo que hay es que ese amor de usted cuesta muchas lágrimas a algunas criaturas inocentes.
—¡Es la ley de la vida! —repuso el seductor alzando los hombros con resignación y sacudiendo la ceniza del cigarro con su dedo meñique cubierto de sortijas—. Balzac ha dicho muy bien que en el amor hay siempre un dios y un esclavo… Después de todo —añadió al cabo de una pausa—, el destino de la mujer es ése, amar y llorar. El amor en las mujeres engendra fatalmente el llanto, y esto consiste en que es más vivo y más tierno que en nosotros. No hay, pues, que compadecerlas a ustedes tanto, porque si la pena es mayor, mayor ha sido también el goce… Pongamos el caso de esa muchacha que está ahí. Esa chica vivía en un estado de marasmo casi vegetativo. Comer, dormir, barrer la casa, lavar la ropa. Si se hubiera casado con un hombre de su misma condición, ese estado se hubiera prolongado hasta la muerte, corregido y aumentado por los mil dolores que la vida miserable trae consigo. Llegué yo, y no por mis méritos, sino por cierta práctica del oficio, he logrado despertar esa alma, infundir en ella nueva vida, hacer vibrar su corazón con ciertas emociones y gozar de ciertos placeres que probablemente hubiera desconocido…
—¡Pobrecilla! —exclamó Carlota—. ¿Y no sentirá usted pena y remordimiento cuando abandone a esa niña y la deje entregada a la desesperación?
—¿Pena? ¿remordimiento? No sé lo que es, ni quiero saberlo. Sospecho que será algo triste que me impida divertirme a mi gusto. No es mi negocio. Creo que la vida no se nos ha dado para sentir pena, remordimiento, sino amor, alegría. Si se desespera cuando deje de quererla, suya será la culpa. Yo, cuando entablo relación con una mujer, no me considero comprometido a amarla siempre, sino mientras pueda. Lo que hace la desgracia de las mujeres es esa inclinación particular que sienten hacia la eternidad. Si vivieran convencidas de que en este mundo todo es temporal y finito, comprenderían que el amor no puede sustraerse a esa ley y estarían de antemano resignadas a todo lo que pueda sobrevenirlas. Por mi parte, tengo horror instintivo a la eternidad. La palabra siempre me crispa los nervios.
—¡Oh, qué malvado! —dijo riendo Carlota—. No puedo creer, por más que usted lo asegure, que le falte a usted de tal modo el corazón.
—Al contrario, precisamente por tener demasiado corazón es por lo que cometo esos pecados que usted me echa en cara. Lo tengo tan grande, que caben en él todas las mujeres hermosas que hay sobre la tierra. Con todas quisiera poder hacer lo que con esa chica que está ahí.
—Infundirles nueva vida, ¿verdad? —dijo Carlota maliciosamente.
—¡Eso es! —repuso Don Laureano riendo.
En aquel momento apareció en la puerta la arrogante figura de Concha.
—Oye tú, guasón, ¿qué te has figurao? ¿Piensas que voy a estar hasta que amanezca sola en esa alcoba? —profirió sin dirigir el más leve saludo a la compañía, clavando su mirada colérica en Romadonga.
—No, hija, me iba a marchar en seguida —contestó aquél, bastante confuso y apresurándose a levantarse.
—¡Te ibas, te ibas! Adonde te vas a ir es a lo que tú sabes, hablando con perdón de estos señores. Pues hombre, ni que fuera una…
Hablaba con el desgarro peculiar a la chula de Madrid, acentuando cada sílaba de un modo tan insolente que Don Laureano, avergonzado, no pudo menos de salir por su dignidad.
—¡Niña, niña, cuidado con la lengua! Mira que te puede costar un disgusto.
—¿A mí? ¡Ja, ja! ¡Qué infeliz eres!
—¡A ti, sí, desvergonzada! —profirió colérico el tenorio avanzando hacia ella con ademán amenazador.
Concha permaneció absolutamente inmóvil con una calma provocativa capaz de irritar a un santo.
Sus labios perdieron, no obstante, el hermoso carmín que tenían y sus grandes ojos negros brillaron con expresión sombría.
—No corras tanto, que puedes tropezar —dijo con sosiego impertinente, mientras una sonrisa de burla contraía sus labios descoloridos.
—Ahora verás —dijo Romadonga mordiendo los suyos de coraje, abalanzándose a ella.
—No me toques, que puedes pincharte —manifestó con la misma tranquilidad, sin mover un dedo siquiera.
—¡Sí te toco! ¡te toco, deslenguada! —gritó aquél, ciego de ira, sacudiéndola violentamente por un brazo.
Concha cambió repentinamente de actitud. Todo lo que antes fue calma y sorna se convirtió en feroz exaltación. Luchó valerosamente por desasirse chillando al mismo tiempo.
—¿A mí me pegas tú, viejo gorrino? ¿A mí? ¿a mí?
No logrando arrancar de sí las tenazas que la oprimían, le echó la mano a la cara y le clavó en ella las uñas.
La lucha había hecho rodar algunos vasos. Carlota estaba aterrada: se había refugiado en un rincón, mientras Mario, ayudado por el mozo que había acudido al ruido, trataba inútilmente de separarlos. Al cabo de muchos esfuerzos lo consiguieron.
Don Laureano tenía un arañazo en la mejilla, del cual brotaban algunas gotas de sangre.
—¡Qué loca! ¡qué loca! —decía limpiándose con el pañuelo—. Perdonen ustedes el mal rato.
Concha, en pie debajo del dintel de la puerta, se arreglaba con mano nerviosa la ropa y los cabellos.
—Ven aquí —dijo en tono imperioso a su querido.
Pero éste hizo un gesto de desprecio y se volvió hacia el matrimonio para disculparse.
—¡Vaya unos postres que les he dado…! ¿Quién iba a suponer…? Carlota, usted es muy buena y me perdonará esta grosería.
—¡Ven aquí! —gritó con más furia la joven.
Don Laureano la miró, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza con indignación.
—¡Allá voy, escandalosa, allá voy! —respondió entre resignado y furioso, y volviéndose a los esposos añadió bajando la voz—: Me voy por evitarles otro disgusto. El peor de los males no es tratar con animales, sino con locos. Perdonen ustedes. Buenas noches.
Y salió detrás de su querida. En el pasillo se oyó la voz de la chula que decía dirigiéndose al mozo:
—Chico, traiga usted un poco de agua y vinagre.
Los esposos quedaron solos. Se miraron uno a otro con asombro, y ambos a la vez soltaron la carcajada.
—Me parece —dijo Mario cuando hubo sosegado la risa— que Don Laureano ha infundido demasiada vida a esa chica.
XI
Repitiéronse metódicamente aquellos festines conyugales todas las semanas. Esta singular posición les apenaba y alegraba a un mismo tiempo. Sentían dolor cuando pensaban en que vivían separados, como si no estuvieran unidos para siempre por vínculo indisoluble. Pero sus entrevistas tenían por esto mismo sabor dulcísimo, un encanto especial que compensaba todos sus dolores. Hasta que una noche sintió Carlota los precursores del alumbramiento. Se envió recado al médico y a Mario, y éste corrió desalado a la casa de sus suegros, pisándola otra vez contra la voluntad de su esposa. Vino al mundo un niño robusto y hermoso. Según los datos suministrados por algunas vecinas que asistieron o tuvieron conocimiento inmediato de su presentación, había motivos para afirmar que poseía además ingenio profundo y ameno a la vez, unido a un corazón verdaderamente heroico.
Con tal motivo, Mario siguió entrando en la casa, aunque sin comer ni dormir en ella. Su suegra, viéndole en camino de hacerse independiente, le acogía con más agrado, pero siempre mostrando reserva, apercibida a romper toda relación en cuanto tuviese la osadía de quedarse sin qué comer. Don Pantaleón comenzó a sentir por él una predilección tan señalada que el muchacho estaba sorprendido. Al fin paró en lo que paran generalmente estas predilecciones repentinas, en leerle un par de folletos manuscritos que pensaba dar muy pronto a la imprenta. El uno se titulaba Ensayo para una patología administrativa; el otro era una Terapéutica del comercio. Se estudiaba en ellos lo mismo la administración pública que el comercio desde un punto de vista fisiológico, con los modernos métodos de la ciencia positiva, explicándose admirablemente los reglamentos y los aranceles por la acción combinada de las fuerzas naturales, como un simple fenómeno de la vida orgánica, sin necesidad de acudir para nada a la voluntad de los directores y jefes de sección.
Todavía le dio otra prueba de particular confianza y afecto. Después que le hubo hecho saborear los interesantes fenómenos patológicos que su penetrante inteligencia había logrado arrancar a la vida administrativa y comercial, un día le llamó aparte con misterio y le dijo:
—Te voy a enseñar, Mario, una cosa que te ha de sorprender y admirar.
Abrió el cajón de la cómoda y sacó una cajita de madera, y de ella un sello de caucho. Tomó un papel blanco después y lo selló.
—Mira.
—¿Qué es esto?
—Un sello que pienso aplicar sobre las dos obras que voy a dar a luz y sobre todas las demás que escriba en adelante.
—¿Pero qué dice aquí? No leo nada.
—No hay palabras; no hay más que una figura. Obsérvala bien.
—Parece una mancha de tinta.
El ingenioso Sánchez sonrió con benevolencia.
—Fíjate bien.
—Pues no puedo descifrarla —repuso después de sacarse los ojos y dar vueltas al papel cerca de la ventana.
—Es un zoófito.
—¿Cómo?
—La figura de un zoófito.
Y como viese el asombro pintado en el rostro de su hijo político, añadió con sonrisa triunfal:
—Lo he escogido como blasón por ser un símbolo. El zoófito es el primer peldaño de la escala animal. De él procede todo el género humano. Por lo tanto, así como los nobles ponen en sus escudos las hazañas de sus abuelos, yo, como hombre de ciencia, pongo en el mío con orgullo el primero de mis antepasados. ¿Qué te parece? ¿No es una idea feliz?
Mario le contempló con la misma estupefacción, pero sin revelar que se hallase poco ni mucho admirado. Y es porque su espíritu aún no se hallaba maduro para las grandes concepciones científicas.
Luego su suegro le llevó a la buhardilla, donde él había modelado en otro tiempo, y le mostró un verdadero laboratorio. Frascos, retortas, cristales, cacharros grandes y pequeños, se hallaban esparcidos por el suelo y sobre una gran mesa de cocina. Allí era donde don Pantaleón y su amigo Moreno se encerraban para impulsar el progreso de la humanidad.
—De esta pequeña buhardilla saldrá al fin algo que el mundo acogerá con asombro y aplauso —dijo con profética iluminación poniendo una mano sobre el hombro a su yerno.
Éste volvió a mirarle estupefacto.
—¿Tiene usted algún proyecto?
El ingenioso Sánchez no contestó. Quedó largo rato pensativo, y por sus grandes ojos tristes, meditabundos, pasó algo grandioso.
—Sí, tengo un proyecto —dijo al cabo con voz solemne, llevándose una mano a la frente—. Es un proyecto grande, asombroso. Nadie tiene de él conocimiento, ni el mismo Moreno. No saldrá una palabra de mis labios mientras no lo haya realizado.
Mario no quiso preguntarle más, respetando su silencio, y cambió de conversación.
Don Pantaleón le manifestó que le molestaba mucho no tener fogón en el laboratorio. Todos los ingredientes que necesitaba poner al fuego los llevaba abajo. Pero esto turbaba la cocina y además era expuesto. Su esposa se enfadaba y amenazaba con tirar las retortas al patio. La única que le ayudaba algo era Presentación.
—Pero esto es por interés —dijo tristemente—, porque me necesita para llevarla a paseo. En cuanto se case me abandonará.
En efecto, el amor había hecho presa al fin en el corazón de la hija menor del naturalista. Los ojos místicos, el cutis nacarado y la inocencia de querubín de Godofredo Llot lograron lo que no pudieron el ingenio ático y los modales desenvueltos de los chicos del comercio que la festejaban a porfía en el café del Siglo. Estos jóvenes, por lo general, eran hombres de mundo. El trato frecuente con las damas de la aristocracia que entraban por la mañana a escoger enaguas o medias les había hecho adquirir formas elegantes y distinguidas. Todos sabían decir: «¡Ah! no señora, a nosotros nos cuesta más» de modo tan correcto y con sonrisa tan persuasiva que no era posible resistirles. Al mismo tiempo, las aventuras galantes que los domingos solían correr les infundían la audacia y habilidad indispensables para apoderarse de los corazones femeninos. En este punto llevaban inmensa ventaja al piadoso Godofredo, que era todo candor, y que al acercarse a cualquier mujer se arrebolaba como una nube herida por el sol.
Pero las dotes de Godofredo eran interiores y por lo mismo más sólidas. No sólo poseía alma pura y virginal y un cuerpo inmaculado, sino que su inteligencia, acalorada por el entusiasmo místico, producía hermosas obras, frescas y brillantes como las rosas de Mayo. Sus artículos, leyendas y poesías en El Pensamiento Católico y en otras publicaciones religiosas eran cada día más gustadas por el público sano de la España tradicional. Lo que caracterizaba estos trabajos literarios y les prestaba aroma penetrante y embriagador eran la devoción de la Virgen y el entusiasmo por la Edad Media; los dos amores de Godofredo Llot. A la Virgen la requebraba en sus odas con un ardoroso flujo de epítetos que no se agotaba jamás. La Edad Media era el tema constante de sus ditirambos. Las catedrales góticas. ¡Ah, las catedrales góticas! Godofredo no se hartaba jamás de describir la luz «filtrándose por los cristales de colores, la voz del órgano resonando en sus altas bóvedas, las oraciones de los fieles elevándose entre nubes de incienso, la flecha calada de la torre señalando como un dedo al cielo».
Por esta razón todas las damas caían en éxtasis cuando se hablaba de él. Presentación, cansada de hacer víctimas en el comercio, sintió el encanto de aquel estilo florido, y le amó. Doña Carolina se inflamó casi al mismo tiempo de amor maternal hacia él. Las relaciones de Godofredo siguieron las mismas etapas que las de Mario. Fue presentado en el café. ¡Qué rubor tiñó sus mejillas nacaradas! Después, en actitud humilde, rogó a Doña Carolina que le permitiese, no acompañarlas en el paseo, sino tan sólo seguirlas de cerca respetuosamente. Y por muchos días se vio a aquel rubicundo joven por los paseos a tres o cuatro pasos de distancia de dos señoras, sin osar acercarse a ellas. Por último, entró en la casa y comenzó a hablarse de matrimonio.
En este tiempo Godofredo se hallaba terminando una historia de Santa Isabel de Hungría, que se preparaba a dar a la imprenta. Y como quisiese poner al frente del libro el retrato de la Santa, pidió a Presentación el suyo para hacerlo grabar. Este rasgo ingenioso y delicado causó impresión profunda, tanto en su novia como en Doña Carolina. La buena señora empezó a ser para él lo que había sido para Mario, una verdadera madre. Convinieron en que Godofredo la llamase mamá, pero no en presencia de Don Pantaleón, ¡cuidado! y le tuteó y le permitió besarla, y le reprendía, y le gobernaba. En fin, se repitió punto por punto lo que había pasado con Mario. Y si tuviera veinte hijas, veinte veces se repetirían aquellas escenas conmovedoras; porque Doña Carolina tenía un corazón muy grande y muy maternal.
Cualquiera podría imaginar que Timoteo el violinista del Siglo, en vista del curso torcido de los sucesos, había desistido de su desgraciada pasión por la hija menor de los señores de Sánchez. ¡Ah! Los que tal imaginasen no saben lo que es el amor cuando prende en el corazón de un artista. Timoteo se complace siempre en alimentar este amor con incesantes y secretas meditaciones y gusta de exhalar sus quejas lánguidamente por medio del violín. Presentación lo sabe. Sabe que todos los nocturnos melancólicos, lo mismo que las arias trágicas desgarradoras, a ella van dirigidos. Percibe el dejo amargo del andante, la fuga impetuosa del allegro y hasta la ficticia, nerviosa alegría del scherzo. Y no se enternece. Al contrario, en cuanto observa que el violín arrastra las notas de cierto modo particular extraordinariamente lánguido, se pone inquieta, nerviosa, no sabe lo que dice, se muerde los labios y sacude la cabeza con desesperación. Es posible que la niña menor de Don Pantaleón suponga que un violín no tiene derecho a expresarse de modo tan ardoroso, o bien considere como un insulto personal aquel juego inusitado de las corcheas.
Todavía si se circunscribiese al lenguaje musical la pasión de Timoteo, podría hallar tolerancia, si no en Presentación, cuyo entendimiento estaba lleno de prejuicios desfavorables para el artista, al menos para las personas sensatas e imparciales. El lenguaje de la música es vago; las ofensas que puede inferir débiles; se expresan generalmente por un trémolo donde hay más resignación que soberbia. Pero en cuanto terminaba con el violín nuestro joven se venía hacia la mesa donde la familia Sánchez tomaba café y les rociaba de saliva a poco que se descuidasen. Esto, en verdad, no lo sufriría ninguna persona, por sensata que fuese.
—Buenas noches, Doña Carolina. Buenas noches, Don Pantaleón. Buenas noches, Presentacioncita.
Era horrible. Presentación le deseaba de todas veras la muerte.
La actitud de Timoteo respecto a Godofredo, su aborrecido rival, estaba llena de calma y desdén. La mayor parte de las veces cuando se acercaba a la mesa no le daba las buenas noches ni le dirigía siquiera una mirada. Pero en ocasiones, atacado de cierto espíritu sarcástico y jocoso, pretendía burlarse repitiendo del modo más desdichado las bromas de Moreno.
—Hola, Sr. Llot, ¿cuántas misas ha oído usted hoy? ¿Ha estado usted en las Góngoras esta tarde?
Godofredo no se daba por ofendido; sonreía dulcemente, acostumbrado a aquellos martirios que a causa de su piedad le infligían los amigos. Pero su novia se crispaba, se ponía pálida de ira y solía responder por él:
—¡Caramba, que tiene usted gracia, Timoteo! Es usted espontáneo como pocos.
Doña Carolina no se ofendía menos con la insistencia irracional que el violinista mostraba en enamorar a su hija. Podía perdonarle que su boca fuese una regadera cuando hablaba, y la medida anormal de esta boca, y otros defectos corporales; pero, francamente, que pretendiese estorbar el matrimonio de su niña, que un rascatripas como él tratase de competir con aquel claro fanal de todas las virtudes, con aquel lirio fragante que la Providencia iba a darle por yerno, para esto no había perdón ni en la tierra ni en el cielo. Se enfurecía cuando le veía acercarse a la mesa, le daba toda clase de desaires, le demostraba de mil maneras que estaba ejecutando una acción infame. Nada, Timoteo no cejaba. «Buenas noches, Doña Carolina. Buenas noches, Don Pantaleón. Buenas noches, Presentacioncita». La irritada señora llegó a pretender que Mario le hablase para hacerle desistir de su locura, y si fuera necesario le amenazase. Pero aquél se negó a este paso ridículo.
Afortunadamente el matrimonio de su niña avanzaba rápidamente hacia su consumación, y muy pronto quedarían libres de tan enfadosa mosca. Godofredo había insinuado ya varias veces su casto deseo. Doña Carolina le presentó al instante las consabidas dificultades. Era necesario arrancar el consentimiento de Sánchez, un hombre severo, intratable; ella intercedería; haría cuanto estuviese en su mano, etc., etc. Con esto el deseo de Godofredo se encendió más y más, y no paró hasta que lo puso en vía de ejecución. Pero, como joven virtuoso y timorato, quiso dar a este asunto la solemnidad debida, haciendo intervenir en él un representante de la religión.
Godofredo tenía numerosos amigos en el clero de Madrid, alto y bajo. Era el niño mimado de las sacristías. Pero con quien mantenía amistad más estrecha era con cierto presbítero pálido, delgado, huesudo y miope llamado don Jeremías Laguardia. Este Don Jeremías desempeñaba un cargo en el Tribunal de la Rota, tenía el título de predicador de S. M. y el de prelado doméstico de S. S. Era activo, intrigante, de genio vivo y trato campechano. Godofredo y él se hicieron en poco tiempo íntimos amigos. Laguardia tenía tendencias a la dominación; le gustaba servir a los amigos, pero dominándolos. Godofredo, por su temperamento suave y dócil, se acomodaba admirablemente a estas tendencias. Todas las tardes, sin dejar una, venía Don Jeremías a buscar a Godofredo para salir de paseo, y todas las mañanas, sin dejar una tampoco, iba Godofredo a oír la misa que Don Jeremías decía en San Ginés. Recientemente el prelado doméstico había hecho un viaje a Roma, y trajo para su amigo nada menos que un título de hijo predilecto de la Iglesia. Godofredo estaba loco de alegría. Decía que no cambiaría aquella distinción por la cartera de ministro. Doña Carolina lloró de gozo y le abrazó con efusión al saber la noticia. Presentación se ruborizó de placer.
Pues este presbítero, tan servicial como voluntarioso, fue el encargado de conducir las negociaciones para el matrimonio. Godofredo le confió sus poderes o se los tomó él; no es fácil averiguarlo. De todos modos, cierta mañana llegó a casa del ingenioso Sánchez y tuvo una larga y secreta conferencia con los señores. Lo que pasó en esta entrevista no se supo, pero sí pudo observar quien le siguiera los pasos que Laguardia se quitó las gafas para limpiarlas tres o cuatro veces antes de llegar a casa; signo evidente de preocupación: las habituales contracciones nerviosas de su rostro se multiplicaron hasta llamar la atención de los transeúntes.
No se alteró el curso de los sucesos en apariencia. Godofredo siguió acudiendo a casa de su novia. El matrimonio parecía definitivamente concertado. No obstante, cuando menos podía esperarse, Presentación recibió una larga epístola de su futuro en que a vueltas de mil frases dulces, untuosas, impregnadas de resignación cristiana, le manifestaba que por el momento le era imposible pensar en casarse. ¡Rudo golpe para él, que se juzgaba próximo a realizar el sueño de su vida! El deber, un deber penosísimo, le obligaba a desatar el lazo que con tal anhelo aspiraba a hacer indisoluble. Sólo la Religión (con r grande), la fe y la tranquilidad de la conciencia podrían esparcir un bálsamo sobre aquella herida incurable. Godofredo guardaba silencio sobre la naturaleza del deber que le obligaba a faltar a su palabra.
La carta cayó como una bomba sobre la familia Sánchez. Don Pantaleón, aunque sintió el disgusto de su hija, sólo vio en la determinación de Llot un fenómeno fisiológico, pero se guardó bien de explicarlo. En el estado de exaltación en que se hallaban los ánimos pudiera levantar un conflicto. Doña Carolina era la única que sabía a qué atenerse. El presbítero, en su conferencia, había insinuado la palabra dote. La buena señora manifestó que no eran ricos y que sus hijas no podían llevarla al matrimonio. Con esto el presbítero protestó de su intención al pronunciar aquella palabra, declarando que nada había más indiferente a insignificante en el matrimonio que el dinero. «Una niña virtuosa, inocente, piadosa, como su hija, era un tesoro inapreciable. Los intereses cosa deleznable que un joven virtuoso también y de talento, como su amigo, despreciaba absolutamente». Sin embargo, Doña Carolina tenía la certeza que ésta era la clave de la incomprensible epístola.
Presentación lloró, pateó, escribió una carta llena de insultos al traidor, y durante varios días fue el tormento y la compasión de sus padres. Mario tomó parte también muy viva en su pesar. Con él desahogó su pecho la dolorida niña, comunicándole las sospechas que agitaban su alma.
—Créeme, Mario, Godofredo está muy engreído. Tanto le adulan por lo bien que escribe, tantos piropos le echan las condesas y las duquesas con quienes trata, que ha llegado a despreciarnos. Sobre todo, desde que le han hecho hijo predilecto de la Iglesia, te aseguro que se había puesto irresistible. Me hablaba con un tono de superioridad y hasta de compasión que me hería; estaba distraído, me contradecía en todo lo que hablaba y se manifestaba tan frío que me dejaba casi todos los días llorando. Ya ves… Mario —añadió limpiándose las lágrimas que le brotaban a los ojos—, el que sea hijo predilecto de la Iglesia no me parece motivo para que desprecie a una mujer que tanto le quería.
—¡Claro que no!
Tan mal le pareció la conducta de su amigo que resolvió pedirle explicaciones acerca de ella. Presentación se oponía.
—No es por ti solamente —le respondió Mario—. Es que lo que contigo ha hecho resulta en ofensa mía, y quiero saber si puedo seguir siendo su amigo.
Trató de verle en el café; pero Godofredo no asistía allí desde el rompimiento de sus relaciones, por no tropezar con la familia Sánchez. Entonces se decidió a ir a su casa. Llot vivía en una de huéspedes, modesta y patriarcal, de la calle de Jesús del Valle. El paraje tranquilo, los tiestos de flores que observó en los balcones, la escalera limpia y blanqueada y la sencilla amabilidad de la portera produjeron excelente impresión en nuestro escultor. La casa tenía marcado sabor conventual; había allí algo puro, inmaculado, que correspondía admirablemente con la inocencia y las costumbres devotas de su amigo. Es imposible, pensó al tirar del cordón de la campanilla, que ese muchacho haya ejecutado una acción tan fea si no es por algún motivo invencible. Salió a abrirle una vieja, y luego acudió otra, y luego otra, todas muy limpias, muy charlatanas, muy risueñas. La primera se informó de lo que traía por allí. Al saberlo, cayó en un espasmo de alegría tal que nuestro joven no pudo menos de sonreír.
—Viene a ver a Don Godofredo —dijo comunicándole la feliz noticia a la segunda.
Ésta la recibió con el mismo gozo y se apresuró a ponerla en conocimiento de la tercera, que se sintió no menos satisfecha. Las tres se le quedaron mirando en silencio, dulces y placenteras, como si estuviesen contemplando una persona querida que no hubiesen visto en mucho tiempo.
—Pero en fin, ¿está en casa? —preguntó al cabo, un poco molesto de aquella risa inmotivada.
—¡Pues no ha de estar, señor! ¡A estas horas no ha de estar! —exclamó la primera en el colmo de la sorpresa.
—Don Godofredo no sale nunca después de almorzar —dijo otra.
—Espera a Don Jeremías para tomar café. No hace más que un momento que ha llegado —manifestó la última.
—¡Ah! ¿Tiene visita? Entonces me vuelvo —replicó Mario retrocediendo.
Pero ya una de las viejas había cerrado la puerta.
—¡Cómo! ¡No faltaba más! Pase usted, caballero, pase usted. Don Jeremías no es visita. Siga, siga, señor; siga adelante.
Y las tres le empujaban por el pasillo hablando a un tiempo, asustadas sin duda de que por motivo tan baladí quisiera destruir su felicidad.
El pasillo resplandecía de blancura. Aquí y allá había colgadas algunas estampas piadosas. Mario creía percibir el olor del incienso. Al llegar a cierta puertecita adornada con una cortina de cuero, como sólo se ve en las iglesias, una de las viejas llamó con los nudillos.
—¿Se puede?
—Adelante —respondió de adentro una voz que no era la de Godofredo.
La vieja levantó el pestillo y empujó la puerta. La estancia que apareció a los ojos de Mario semejaba talmente una capilla. Había allí tanta estampa con marco dorado, tanto fanalito, tantas palmas y flores contrahechas, que sorprendía no oír el sonido del órgano y el rezo de los fieles. Las cortinas de damasco con una franja de galón dorado. Los muebles viejos y lustrosos por el uso. Había una cómoda con un San Antonio de madera encima y dos candeleros de plata a los lados, que parecía exactamente un altar. Para que la semejanza fuese más completa, había también su pila de agua bendita.
En aquel tabernáculo no podía alojar un hombre como los demás, sino un alma pura y virginal, una blanca paloma, un cordero místico, un San Luis Gonzaga o una Santa Catalina de Sena. Mario notó, al poner el pie dentro, el perfume de placidez y candor que exhalaba y sintiose poseído de respeto. Sin embargo, en el fondo de la estancia no había ningún ángel en oración o virgen en éxtasis, sino dos hombres tomando café al pie de un velador y saboreando copitas de ron. Don Jeremías Laguardia, muellemente recostado en una mecedora, chupaba un tabaco habano de tamaño disforme. Se había quitado los manteos, quedándose en sotana, libre y desembarazado como si estuviera en su casa. Godofredo se levantó apresuradamente al ver a Mario y sus cándidas mejillas se tiñeron de vivo carmín.
—¿Tú por aquí? ¡Cuánto me alegro!
Y le abrazó cariñosamente y le obligó a sentarse, poniéndole una copa delante.
Don Jeremías no se levantó. Su cortesía se satisfizo con incorporarse levemente y enviar al advenedizo, a guisa de saludo, una mueca que quería parecer sonrisa. Mario se sintió cohibido. Aquel cura no le era simpático.
Godofredo, repuesto de la sorpresa, se mostró amabilísimo con su amigo, le colmó de atenciones, hablando sin cesar. De tal modo, que parecía evitar cuidadosamente por medio de una conversación varia e interesante que Mario tuviese ocasión para decirle a qué había venido. Pero éste se mostraba a cada instante más taciturno. Bruscamente le dijo:
—Godofredo, necesitaba hablarte algunos instantes a solas. Tú me dirás a qué hora puede ser.
—¿A solas? —preguntó el terso joven, ruborizándose de nuevo—. ¿Por qué a solas?
—Pueden ustedes hacerlo ahora mismo, porque yo me voy —dijo el presbítero levantándose.
Pero Godofredo le tiró de la sotana y le obligó a sentarse de nuevo.
—De ninguna manera, padre. ¡No faltaba más! Todo lo que Mario ha de decirme puede usted escucharlo muy bien. ¿Verdad, querido? —añadió dirigiéndose a su amigo con amable sonrisa.
Mario quedó confuso.
—Sin embargo, podemos dejarlo para otro día… Yo quisiera que nuestra conversación fuese sin testigos.
—¡Si el padre Laguardia es mi director espiritual! —exclamó el piadoso joven volviendo hacia éste su rostro iluminado por una sonrisa de afección filial y sumisión—. Cuanto puedas decirme no importa que sea escuchado por él. Si no tiene importancia, porque es indiferente que lo sepa. Si atañe a mi conciencia, porque estoy obligado a comunicárselo en el tribunal de la penitencia.
La fisonomía nerviosa del presbítero ejecutó algunas fuertes contracciones. Para mostrarse enteramente neutral dio un largo chupetón al cigarro, envió la bocanada de humo al aire y se quedó mirando al techo.
La sorda irritación que Mario abrigaba contra su amiguito creció. Pensó que no quería quedarse a solas con él por miedo a las recriminaciones. Y resolviéndose de pronto dijo con cierta aspereza:
—Pues bien, el objeto de mi visita ya debes suponerlo.
Godofredo le miró con ojos de asombro, tan dulces y candorosos que su irritación se calmó un poco.
—No quiero que supongas —añadió evitando su mirada— que nadie me envía a ti. Lo mismo mi cuñada que sus padres tienen bastante dignidad para no acordarse más del santo de tu nombre. Pero has sido mi amigo hasta ahora, me has dado parte de tu matrimonio con mi hermana política, y al romperlo tan bruscamente creo tener derecho a pedirte una explicación. Deseo saber si desde que este señor ha ido a casa de mis suegros a pedirles la mano de Presentación tienes algún agravio de ellos o de ella.
Godofredo se puso rojo de nuevo y luego pálido. Al cabo balbució con trabajo:
—Yo creo que mi carta…
—Tu carta es un verdadero cien pies. Después de haberla leído con cuidado dos veces, nada he sacado en limpio. Hay en ella una vaguedad que parece premeditada y hasta ofensiva. Reconozco tu derecho a romper un lazo que la ley no había consagrado todavía, pero debes de comprender que sobre la ley está la decencia, y que entre personas decentes la palabra algo vale. El que la rompe sin motivo podrá no tener pena, pero desde luego queda castigado en la conciencia de las personas honradas.
—¡Mario, por Dios! Me estás tratando con mucha dureza —respondió atribulado el joven, haciendo pucheros para llorar.
—Va usted a dispensarme que intervenga en este asunto —manifestó entonces el presbítero con voz que parecía el chirrido de una bisagra enmohecida, incorporándose un poco y llevándose nerviosamente la mano a las gafas para sujetarlas—. Las relaciones que mi amigo Llot sostenía con su señora cuñada han terminado no porque mediase agravio alguno, sino por un deber de conciencia.
—¡Ah, no sabía que Godofredo tuviese un compromiso de honor! De todos modos, debiera declararlo antes del paso que ha dado, o usted en su nombre.
—No es eso, querido, no es eso —repuso el cura con sonrisa de lástima, recostándose de nuevo y chupando el cigarro—. No se trata de un compromiso como el que usted supone maliciosamente. Mi amigo Llot es un joven de costumbres intachables. ¡Ojalá hubiese muchos como él! Lo que hay es que por las cualidades que Dios le ha concedido se le ofrece un porvenir brillante, y que este porvenir brillante puede ser cortado por un matrimonio hecho a tontas y a locas, esto es, sin ciertas condiciones que yo juzgo de absoluta necesidad en este caso.
Mario se sintió molestado por estas palabras y replicó con viveza:
—¿Pero qué tiene que ver con esto el deber de conciencia de que usted hablaba?
—¡Ahí verá usted! —replicó el presbítero con la misma sonrisa de lástima. Y añadió después de una pausa que se prolongó hasta rayar en la insolencia—: Los hombres a quienes la Providencia tiene reservados ciertos destinos, Sr. Costa, no se pertenecen.
Mario quedó sorprendido.
—¡Ah! ¿De modo que porque Godofredo tiene un porvenir brillante está exento de cumplir sus palabras?
—¡Eso es! —replicó el padre Laguardia, sonriendo de igual modo insolente.
Levantó un poco los pies para mecerse y chupó el cigarro con voluptuosidad.
Aunque nuestro joven no tuviese un temperamento irritable, antes al contrario había dado siempre pruebas de paciencia, los modales groseros, despreciativos, del presbítero estaban a punto de hacérsela perder.
—El porvenir de Llot —se dignó al cabo decir— es de un género particular. En la actualidad, como usted debe de saber, no es fácil hallar hombres que desde el comienzo de la vida manifiesten sentimientos piadosos, se unan con el corazón y la inteligencia a la doctrina de nuestra madre la Iglesia. La juventud está corrompida hasta los huesos. No hay muñeco que no haga gala en el día de pisotear los preceptos religiosos. Así, cuando aparece un joven como Llot, que a un corazón puro y a una piedad ardiente une el talento, la ilustración, la elocuencia…
—¡Padre, por Dios! —exclamó Godofredo angustiosamente.
—Cuando al talento, la ilustración y la elocuencia —siguió Laguardia sin mirar hacia él y dirigiéndose siempre a Mario— une además la modestia, entonces cualquiera puede decir: «Ese muchacho está llamado por Dios para algo grande, para ser un baluarte de la fe y combatir los perniciosos errores que andan esparcidos por el mundo». Los que tenemos la dicha de mantenernos firmes en medio de la tempestad, los que flotamos por la gracia de Dios en este mar de la incredulidad, tenemos el deber de ayudarle. Ahora bien, un matrimonio realizado con ciertos requisitos que no necesito explicarle puede matar en flor las esperanzas que sobre él tenemos fundadas.
—Usted me permitirá. Yo pienso que un hombre debe portarse bien en todos los momentos de su vida, cualesquiera que sean las esperanzas que sobre él funden sus amigos.
—Hay que distinguir, amigo; hay que distinguir —dijo el presbítero volviendo a su actitud grosera—. Los hombres no somos iguales. Hay deberes generales a todos y los hay particulares a cada uno según sus circunstancias. Si Llot fuese un cualquiera, un empleadillo de mala muerte, eso que usted dice estaría perfectamente. Siendo un hombre excepcional no puede sacrificar deberes altísimos a otros más pequeños, teniendo en cuenta que en sus relaciones amorosas nada hubo que pueda perjudicar en lo más mínimo la honra de su señora cuñada.
Mario se sintió herido y confuso. Pensó, y acaso no le faltaba razón, que lo del empleadillo de mala muerte iba con él. La sonrisa despreciativa del presbítero le enrojecía la cara como una bofetada.
—Dígale usted ahora, padre —profirió Godofredo—, que yo, en este asunto, no he hecho más que acatar los consejos de mi confesor.
—Los consejos no; los mandatos —chilló Laguardia—. Yo, como su director espiritual, le he ordenado renunciar a ese matrimonio. Sé que se ha hecho violencia para ello. ¡Tanto más meritorio!
Al pobre Mario, poco diestro y menos aficionado a las polémicas, no se le ocurrió nada para combatir las teorías del presbítero. Las dio por buenas guardando silencio. Sintió malestar indecible y pesar de haber venido.
Godofredo se apresuró a cambiar de conversación. Se habló de los amigos del café; le hizo mil preguntas acerca de él mismo, enterándose con vivo interés de su niño. Estuvo obsequioso y amable como él solo sabía estarlo. Era la dulzura personificada. En cambio Laguardia, que por lo visto había medido el alcance de Mario en los negocios de la vida, no hizo ya de él caso alguno. Habló, chilló, rió, manoteó, dirigiéndose a su amigo como si estuvieran solos. Imposible mostrar una indiferencia más despreciativa.
Cada vez más triste y confuso, Mario se levantó al fin y se despidió fríamente. Godofredo le acompañó hasta la puerta de la escalera.
—Puedes creerme, Mario; me ha costado muchas lágrimas el obedecerle. Si no fuese por el cumplimiento de mi deber, jamás hubiera renunciado a la dicha de contraer matrimonio con tu cuñada. Te ruego se lo hagas presente, y que nunca la olvidaré en mis oraciones —le dijo al darle la mano, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
¡Pero qué facilidad tenía aquella criatura para liquidar sus penas!
Mario marchó, con la cabeza baja y el alma llena de repugnancia, hacia casa de sus suegros. Y en el camino fue cuando se le ocurrieron mil argumentos para desbaratar el sofisma del cura Laguardia. Siempre le pasaba lo mismo. No era pronto más que para ver y sentir: su inteligencia perezosa necesitaba tomarse tiempo para formar razonamientos. Llevaba el propósito de aconsejar a su cuñada que olvidase enteramente a Godofredo. Éste, en su concepto, era un chico de corazón excelente, dulce y sensible como pocos, pero tan débil de carácter que cualquiera le dominaba. Esto, unido a su devoción exagerada, le haría vivir en poder del padre Laguardia.
Cuando llamó a la puerta de su suegro percibió algo que le inquietó. Tardaban en abrirle: creyó oír un gemido doloroso y llamó de nuevo con sobresalto. La criada tenía la fisonomía descompuesta y le miró con ojos extraviados.
—¿Qué pasa? —exclamó anhelante.
Pero en aquel instante su suegra salió de uno de los cuartos y se abrazó a él sollozando.
—¡Ay, Mario del alma, no sabes lo que acaba de suceder!
El joven se puso horriblemente pálido y profirió con voz ronca:
—¡Carlota…!
Su mujer apareció por el extremo del pasillo pálida y grave y avanzó lentamente.
—¡Carlota! ¿el niño…? —volvió a gritar acongojadamente.
Carlota hizo un signo negativo con la cabeza. En aquel momento, un grito desgarrador hirió sus oídos. Era la voz de Presentación.
Doña Carolina quiso contarle lo que pasaba, pero los sollozos le impedían hablar: no articulaba más que frases incoherentes, de dolor unas y de indignación otras. Su mujer entonces le cogió por la muñeca, le arrastró hacia la sala y le puso al cabo de lo que ocurría. Don Pantaleón había dado como otras veces una retorta a Presentación para que la pusiera al fuego. La niña cumplió el encargo, pero al llevársela de nuevo a su padre, cuando éste se la pidió, el líquido se había inflamado y le quemó la cara espantosamente. Se llamó al médico corriendo y la estaba curando en aquel momento.
Mario experimentó vivo dolor. Aunque la desgracia no hubiera recaído en los dos seres que más amaba en el mundo, era tan afectuoso y tenía tal predilección por su cuñada, que el disgusto no fue mucho menor. Trémulo, acongojado, acudió al cuarto de la enferma. La desdichada Presentación exhalaba gemidos lastimeros mientras el médico reconocía las heridas minuciosamente. Eran tan fieras, que Mario al verlas volvió la cabeza con espanto. Sin embargo, pudo vencerse y dijo esforzándose en dar a su voz una inflexión natural:
—No te asustes, mujer, que eso no vale nada. Tu madre y tu hermana me habían asustado. ¿Verdad, doctor, que eso no es nada?
—¡Mario! ¿Eres tú, Mario? —gritó la niña—. ¡No te veo, Mario…! ¡No te veo…! ¡no te veo!
Y su grito era cada vez más alto y desgarrador.
—Ya me verás… No te asustes —repuso el joven, a cuyos ojos acudieron las lágrimas.
Al mismo tiempo hizo un signo interrogativo al médico. Éste respondió sacudiendo la cabeza con expresión de duda.
Un ayudante preparaba hilas. La criada iba y venía atortolada. Doña Carolina sollozaba en un rincón. Sólo Carlota tenía ánimo para sostener a su hermana y mirar sin pestañear las horribles quemaduras. Su honda emoción no se leía más que en la blancura de cera de su tez.
La desdichada Presentación no cesaba de exhalar quejas a las cuales añadía frases desesperadas que desgarraban el alma.
—¡Dios mío, qué pronto se ha concluido el mundo para mí…! ¡Quién había de pensar hace un instante que no os volvería a ver más! Decidme, mamá, Carlota, Mario, ¿he sido tan mala que merezca este horrible castigo?
—Calla, calla, Presentación —decía suavemente su hermana—. Es más el susto que el daño. Dentro de ocho días no tienes nada.
Cuando terminaba la cura, Mario preguntó a su esposa en voz baja:
—¿Y tu padre, dónde está?
No lo dijo tan bajo que no llegara a los oídos de Doña Carolina.
—¡En el infierno! —exclamó con acento rabioso—. ¡Allí debía estar ese bárbaro!
Todo el respeto que durante una larga vida había ido acumulando sobre la cabeza de su marido huyó repentinamente, barrido por la tempestad que rugía en su alma. ¡Qué recriminaciones! ¡Qué desprecios! ¡Cuánto denuesto! Carlota y Mario hacían esfuerzos inútiles por calmarla.
Al cabo éste, pensando en la tribulación de su suegro, le buscó por toda la casa sin hallarlo. Subió a la buhardilla, que le servía de laboratorio, y antes de llegar escuchó sus pasos, firmes, acompasados, por la habitación. Miró por el agujero de la cerradura. En efecto, el célebre fisiólogo se paseaba lentamente, con las manos en los bolsillos, de un rincón a otro de la estancia, atestada de frascos y retortas, estampas de anatomía e instrumentos de física. Tenía los bigotes aún más caídos que de ordinario; los ojos aún más opacos. Éstas eran las únicas insignificantes alteraciones que se observaban en su continente. Por lo demás, la misma suave serenidad se esparcía por su rostro reflexivo; la misma dignidad científica surgía de sus movimientos. Mario empujó la puerta. Don Pantaleón detuvo el paso y volvió hacia él su mirada vaga. Avanzó algunos pasos y le estrechó largo tiempo entre sus brazos en silencio. Al cabo dijo, apartándose, con acento solemne:
—Transformaciones de la materia. ¡Una mártir más de la ciencia!
Mario le contempló lleno de pasmo, como siempre que se acercaba desde hacía algún tiempo a aquel hombre extraordinario.
XII
Presentación no quedó ciega, pero sí desfigurada. Era un dolor ver aquel rostro, tan hechicero en otro tiempo, ultrajado por repugnantes costurones. La infeliz no cesaba de llorar, aunque con esto dañase a sus ojos, aún no curados por completo. Una honda tristeza dominaba a toda la familia.
Sin embargo, su digno jefe Don Pantaleón, por virtud de una actividad incesante, atenta siempre a los hechos, aun los más insignificantes, del mundo de la Naturaleza, y resguardado por las grandes verdades del orden físico y químico que había podido adquirir, se hallaba fuera del alcance de toda emoción penosa. Había publicado ya la Terapéutica del comercio y la Patología administrativa. Pero su inteligencia había crecido de tal manera con el régimen de los alimentos fosfatados a que se hallaba sometido, que estos interesantes libros nada valían al lado de las empresas prodigiosas que su mente proyectaba. Por de pronto, entre él y Moreno comenzaron a redactar dos revistas científicas mensuales, una titulada El Mundo Orgánico y la otra El Mundo Inorgánico, para dar a conocer al público las observaciones que en los dos mundos iban haciendo con maravillosa penetración.
Estas observaciones no se limitaban al laboratorio. El estudio directo de la Naturaleza y de la vida social se las ofrecía muy varias. Para ello hacían frecuentes excursiones a los alrededores y pueblos comarcanos de Madrid. Generalmente las hacían a pie, vistiendo ambos el largo y vueludo gabán característico de los sabios, sombrero de alas amplísimas y zapatos claveteados; en la nariz, las imprescindibles gafas de cristales ahumados y en la mano sendos paraguas de tela de algodón. Con este arreo nadie dudaría que aquellos hombres estaban destinados a arrancar a la Naturaleza sus secretos. Pero Don Pantaleón llevaba gran ventaja en este punto a su compañero. Ningún sabio moderno estuvo dotado de figura más grave, majestuosa y verdaderamente científica. Era necesario remontarse con la fantasía a Solón o a Anacharsis el Viejo para representarse algo tan profundo y reflexivo.
Las excursiones duraban siempre un día. Era condición imprescindible que había puesto Moreno. Y aun así apuraba casi siempre para la vuelta a fin de no llegar después de las siete de la tarde. Traía maravillado esto al ingenioso Sánchez y un sí es no es inquieto, porque ¿cómo acordar estas costumbres metódicas y sedentarias con la existencia azarosa que su amigo había llevado hasta entonces? ¿Cómo no sorprenderse de que un hombre nacido en el arroyo y en lucha constante con la sociedad tuviese tal cuidado de retirarse cuando las gallinas? Llegó a pensar en estas perplejidades si Moreno estaría afiliado a la secta de los anarquistas, y fuese la hora destinada para reunirse y concertar sus planes siniestros de destrucción. Y andaba receloso y observándole; porque Sánchez era un revolucionario del pensamiento nada más y no le hacía gracia alguna hallarse complicado en el asunto de los explosivos.
Algunos meses después del desgraciado accidente de Presentación, el causante directo y el indirecto de aquella desgracia resolvieron hacer una excursión al vecino pueblo de G… distante unas dos leguas, donde les dijeron que había un reo de muerte que sería ejecutado a los pocos días. Uno y otro deseaban tener con él una conferencia, estudiar sus anormalidades orgánicas y comprobar sobre el terreno los datos antropológicos que ya conocían teóricamente. Salieron bien de madrugada una mañana en la disposición que otras veces y caminaron por la empolvada carretera sin hablarse, entregados a las profundas reflexiones que les sugería siempre el gran libro de la Naturaleza, que hoja por hoja se proponían leer hasta el fin. El sol nadaba en un cielo azul y límpido; el cielo de Madrid. Por todas partes se extendía una tierra ondulante de lomos anchos redondeados y vestidos de verde por el trigo y la cebada nacientes. Don Pantaleón, saliendo al fin de su mutismo, hizo en voz alta la observación de que «las gramíneas estaban muy hermosas,» a lo cual respondió su compañero que «era la época del crecimiento de las monocotiledóneas».
Prosiguieron en silencio su camino, y poco antes de llegar a G…, se detuvieron en un ventorro a refrescarse. Había allí un hombre de baja estatura y recias espaldas que paladeaba un vaso de vino para marcharse también. Este hombre trabó inmediatamente conversación con ellos, lo que no es raro en España. El ingenioso Sánchez aprovechó la ocasión para pedirle datos acerca del reo que iba a ver.
—¿Quién, el Pollo? ¡Anda, que buen polvo lleva a estas horas! —exclamó soltando la carcajada.
—¿Cómo?
—¡Na, que se ha fugado esta misma noche de la cárcel! Abrió un agujero en la pared con una palanqueta, que nadie sabe quién se la dio ni cómo la escondía, y se tiró al patio. De allí gateó por la pared y subió al tejado de un almacén, y de allí se echó a las huertas. Hay quien cree que está escondido en el pueblo: los civiles vigilan mucho los alrededores.
Don Pantaleón y Moreno quedaron muy disgustados. Había fracasado su excursión. Pagaron los refrescos y salieron de la taberna. El hombre que les diera la noticia salió con ellos, y al verlos tomar el camino de Madrid, les preguntó con sorpresa:
—¿Pero no iban ustedes a G…?
—Sí, señor, pero íbamos a visitar al Pollo.
El hombre se les quedó mirando con respeto.
—¿Son ustedes, por casualidad, de la Audiencia?
Los sabios quedaron un poco embarazados. Al cabo Moreno dijo:
—No, señor; somos antropólogos.
El hombre les contempló con gran sorpresa y mayor respeto aún. No sabía qué era aquello, pero calculaba que debía de estar relacionado de cerca con el gobierno.
—Pues si quieren pasar por V…, adonde voy, tendrán compañía y menos polvo.
Aceptaron la oferta. Tomaron la vereda que a aquel pueblo conducía, y Moreno y Sánchez, que no perdían la ocasión de enriquecer su cuaderno de notas con las observaciones antropológicas que podían recoger, le abrumaron instantáneamente a preguntas. El caminante les respondía de buen grado. Era de fisonomía inquieta, ademanes sueltos y voz propensa a alterarse. Parecía de carácter franco y alegre. Moreno, encargado de las observaciones botánicas, geológicas y zoológicas, le hizo bastantes preguntas sobre la naturaleza del suelo y sus productos. El ingenioso Sánchez, a quien competían las biológicas y sociológicas, se informó minuciosamente del carácter y costumbres de los habitantes. La conversación vino por fin a recaer sobre el Pollo.
—¿Tiene familia? —preguntó Don Pantaleón.
—Sí, señor; cinco hijos.
—¡Ah! Pues entonces no se hubiera hecho nada con ahorcarle si no se ahorca también a sus cinco hijos.
—¡Cómo! —exclamó el caminante dando un paso atrás—. ¿Quería usted que a esas criaturas, que la mayor tiene nueve años…
—Desde luego —repuso grave y firmemente Don Pantaleón—. Para destruir el delito es absolutamente indispensable destruir los gérmenes.
—Pero ¿qué culpa tienen esos pobres niños? —exclamó cada vez más estupefacto el hombre—. ¿Qué culpa tienen esos pobres niños de que su padre sea un bandido?
Una sonrisa de lástima contrajo los labios e hizo brillar un momento los ojos mortecinos de Sánchez.
—¿Culpa? Esa palabra es un absurdo científico. El delito es un fenómeno, ¿sabe usted? un fenómeno natural. Nadie tiene culpa de él. Al criminal se le debe matar, no porque tenga culpa, sino porque produce una perturbación en el organismo social. Y como esa perturbación se ha de prolongar si tiene hijos por medio de la herencia, precisa eliminar también a esos hijos.
—Me parece a mí, señor —repuso el caminante, que sólo vagamente había comprendido las palabras de Don Pantaleón—, que si a esos niños se les educara con cariño serían personas honradas. Yo conozco al mayor, y parece muy humilde el pobrecillo.
—Sería inútil, créame usted. Hoy se ha adelantado mucho en esa materia. Hoy se sabe perfectamente, examinando el cráneo y los antecedentes hereditarios de cada hombre, quién ha de ser criminal y a qué clase ha de pertenecer, esto es, si ha de ser asesino, incendiario, estafador, etc. Así es que yo creo, y me propongo publicar un folleto sosteniéndolo, que todos los hombres deben ser reconocidos al llegar a cierta edad por antropólogos competentes, y si presentan los caracteres del tipo criminal, que sean eliminados inmediatamente de la sociedad, si no por la muerte, al menos por la deportación.
No respondió el caminante. Volvió a examinarlos con un poco de recelo y cambió de conversación. Al cabo de un rato, deteniéndose, les propuso desviarse de la vereda y tomar un atajo a campo traviesa. Nuestros antropólogos aceptaron sin vacilar, porque estaban ya bastante rendidos.
Marchaba el desconocido delante y ellos detrás. A los pocos minutos, fijándose por necesidad en él Don Pantaleón, creyó notar en su figura algunos signos que le llamaron la atención. Inmediatamente volvió la cabeza y comunicó en voz baja sus observaciones con Moreno. Éste se fijó con más cuidado y corroboró lo que su sabio compañero decía. Cuchichearon animadamente a intervalos. Por último, Don Pantaleón, no pudiendo resistir la gran curiosidad, con mezcla de inquietud, que sentía, tocó en el hombro con su paraguas al desconocido y le dijo:
—Va usted a dispensarme que le pida un favor. Mi compañero y yo nos dedicamos a los estudios antropológicos, como ya he tenido el honor de decirle. Estoy observando en su cabeza, algo que me llama la atención, y si usted no tuviera inconveniente, le agradecería me permitiese tomarle algunas medidas…
El hombre se detuvo, les miró con estupor unos instantes y luego echó una mirada recelosa en torno para cerciorarse sin duda de que se hallaban en completa soledad. Esta mirada ávida causó gran impresión en nuestros antropólogos.
—Bueno —dijo el desconocido—. Tomen ustedes las medidas que gusten, pero les advierto que hace mucho tiempo que estoy cerrado.
Estas ambiguas palabras les puso aún más inquietos.
Don Pantaleón sacó de los profundos bolsillos de su gabán un compás de gruesos y le midió la longitud de la cabeza. Luego leyó en voz baja los milímetros a Moreno, el cual torció el hocico. Tomó después el ancho, y su resultado tampoco les satisfizo. En ambos iba creciendo la inquietud. Sin embargo, procuraban estar finos, y lo echaban a broma de modo que el hombre no se incomodase.
—Cuidado con que no me apriete el sombrero —dijo éste riendo.
Le tomaron después la medida de la talla y la longitud de los brazos en cruz. Al ver el número que señalaba la cinta se dirigieron una mirada de ansiedad: la consternación más profunda se pintó en sus semblantes.
—El traje holgadito, ¿eh?
Pero ni Moreno ni el ingenioso Sánchez estaban de humor para reírse. Lo hicieron, sin embargo, pero resultó la risa del conejo.
—Si usted me hiciera ahora el favor de la mano… —dijo Don Pantaleón con voz temblorosa.
—Hombre, es usted muy viejo… pero, en fin, allá va.
—No, la derecha no, la izquierda.
—¡Vaya por la zurda! —exclamó el hombre alargándola.
Don Pantaleón sacó otro compás, parecido al cartabón de los zapateros, y con las manos trémulas le dobló el dedo medio y se lo midió. Mientras tanto Moreno inclinaba su rostro pálido haciendo esfuerzos para averiguar el número de milímetros. Cuando Sánchez lo leyó en voz alta, dio un salto y emprendió una carrera vertiginosa al través de los campos. Don Pantaleón dejó caer el compás que tenía en las manos y le siguió, esforzándose inútilmente en alcanzarle.
Corrieron hasta que la fatiga les obligó a detenerse. Volvieron la cabeza, y observando que el desconocido no los seguía, se calmaron un poco. El estallido de unos cohetes les hizo comprender que el pueblo estaba cerca, y se dirigieron hacia el sitio donde sonaban a paso largo.
—¡Es el Pollo! —exclamó al fin Don Pantaleón con respiración anhelante.
—¡Quién puede dudarlo! —repuso Moreno echando hacia atrás otra mirada de terror.
Y mientras no se acercaron a las primeras casas, no cambiaron otra palabra.
El pequeño pueblo de V…, contra lo que ellos imaginaban, estaba animadísimo. Los vecinos, en traje de día de fiesta, discurrían por las calles. Las jóvenes, adornadas con lindos pañuelos de colores, formaban grupos a las puertas de las casas. Vendedores de frutas y confites atronaban con sus gritos. Las tabernas rebosaban de gente, y los puestos de vino entoldados que había en medio de las calles lo mismo. Repicaban las campanas y estallaban sin cesar los cohetes. El sol reía en el espacio.
Nuestros antropólogos se enteraron en seguida de que se celebraba la fiesta de la santa patrona del pueblo, y no les pesó de llegar a este tiempo, porque el estudio concienzudo del instinto religioso en el animal humano les preocupaba hacía tiempo, sobre todo a Moreno. Así que, después de descansar unos minutos en los bancos de una taberna, se encaminaron a la iglesia, donde les dijeron que iba a comenzar pronto la solemne misa cantada. Sus figuras, un poco raras, aunque científicas, no dejaban de llamar la atención en el pueblo, aunque estuviese éste tan próximo a Madrid. Quizá en Madrid llamasen también la atención; porque en la capital de España, no hay más remedio que confesarlo, tampoco es frecuente ver a los sabios en su verdadero traje por las calles.
La iglesia resplandecía por dentro de luces y ornamentos. Parecía, según la expresión vulgar, un ascua de oro. Los fieles comenzaban a acudir y se iba llenando lentamente; y según se iba llenando el calor se hacía insoportable. Cerca del altar mayor, en otro portátil, estaba la santa patrona rodeada de cirios y flores. Al cabo de larga espera el órgano hizo vibrar sus notas poderosas por el ámbito del templo, y en la puertecilla de la sacristía aparecieron los tres sacerdotes con sus brillantes capas de tisú de oro y se dirigieron al altar. Detrás de ellos entraron algunos otros clérigos y varios particulares privilegiados, que se acomodaron en el presbiterio para oír la misa. Nuestros sabios quedaron sorprendidos al ver entre estos últimos a su joven amigo Godofredo Llot. A Moreno le hizo extremada gracia, y se propuso sacar mucho partido cuando fuese por el café. A Don Pantaleón no le hizo tanta por las relaciones especiales que entre ellos habían existido. Cerca de él vieron al presbítero Laguardia, y esto contribuyó aún más a ponerle de mal humor; porque odiaba a este clérigo como tal, y además por el papel que había representado en el fracasado matrimonio de su hija.
Pero la observación de aquellos curiosos ritos religiosos que ambos examinaban como si por primera vez los hubieran visto en su vida, le distrajo de todo incómodo pensamiento. De vez en cuando se comunicaban en voz baja las profundas reflexiones que el culto les sugería.
—Siendo todas las divinidades en su origen, como usted sabe muy bien —decía Moreno metiéndole la boca por el oído a su amigo—, individuos humanos que han demostrado alguna superioridad y han hecho algún beneficio, sería curioso saber quién era esa mujer que está ahí en el altar antes de ser divinidad y a qué se dedicaba.
—Yo imagino —respondía el ingenioso Sánchez en voz de falsete también—, teniendo en cuenta su traje rico de brocado, que debía de ser alguna señora pudiente de los contornos que en su tiempo se dedicaba a proteger a los labradores, tal vez facilitándoles dinero sin interés o semillas para la siembra.
—No; yo creo más bien que sería una comercianta que expendía los géneros más baratos, y de este modo se captó la admiración del pueblo, que después de su muerte la erigió en divinidad. ¿No ve usted la cajita que tiene en la mano derecha? Parece un azucarero.
—Es un jarro; repárelo usted bien. Puede que tuviera una gran lechería y diese los sobrantes de la leche a los pobres. El perro que lleva a su lado parece confirmarlo, dado que los perros son los encargados de la guarda del ganado. De todos modos, ya nos informaremos de los vecinos más viejos.
Por más que hablasen bajo, aquel coloquio en el momento de celebrarse el santo sacrificio de la misa estaba escandalizando a una vieja, que al fin les reprendió ásperamente y les obligó a guardar silencio. Obedecieron los sabios pensando que no era prudente despertar «los instintos salvajes del hombre primitivo emocional».
La misa duró una buena hora. Paulatinamente iban perdiendo la gana de hacer observaciones antropológicas y sintiendo la necesidad de restaurar el estómago, pues eran ya las doce del día. Cuando los clérigos se retiraron, la muchedumbre, que se agolpaba a la puerta para salir, les impidió hacerlo en un buen rato. Al poner el pie en el pórtico se tropezaron con un grupo de clérigos, y entre ellos a Godofredo Llot, que sin duda había salido por otra puerta. Aunque tuvo intentos de eludir su saludo no pudo hacerlo: al cabo vino hacia ellos sonriente y afectuoso como lo estaba siempre aquel joven eminente, y les abrazó con efusión.
—¡Ustedes por aquí…! ¡Cuánto me alegro!
Moreno correspondió con agrado a este saludo, pero empezando a cultivar la nota humorística, repuso:
—Pues nosotros al entrar en la iglesia casi teníamos la seguridad de hallarte en ella.
Godofredo no hizo caso y les presentó a los clérigos con quienes se hallaba. Don Pantaleón estuvo digno y cortés. Salieron todos del pórtico, y cuando hubieron andado un corto trecho, Moreno preguntó a Llot si sabía de algún sitio donde se pudiera almorzar medianamente. Oyó la pregunta el párroco del pueblo, que venía entre ellos, y atajó la respuesta diciendo en voz alta, imperativa:
—Ustedes, señores míos, no van a almorzar a ningún lado, sino a mi casa. Los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos.
Los antropólogos quisieron rehusar la invitación porque no les placía comer entre curas; pero no fue posible.
—No se hable del asunto. Ustedes hacen hoy penitencia con nosotros. Aquí ejerzo yo de pontífice: impongo ayunos y vigilias. Otra vez tengan cuidado de no caer en mis dominios.
Era el párroco un hombre de cincuenta años de edad próximamente, alto, seco, moreno, cabellos negros aún, revueltos y crespos, los ojos vivos y severos, la expresión de su rostro franca y resuelta. A pesar de la dureza que en él se notaba inspiraba confianza y simpatía desde luego. Parecía un veterano afeitado y con los hábitos de sacerdote.
Su casa estaba próxima. Entráronse todos por ella, subieron la estrecha y antigua escalera, y en una sala no muy espaciosa hallaron la mesa puesta. Sentáronse presto y dio comienzo el festín. Estaban bien apretados, porque eran más de veinte los comensales, casi todos clérigos, y la mesa no daba comodidad para más de doce o catorce. Se comió y bebió gallardamente. Moreno se mostraba torvo y receloso, hallándose tristísimo en la aborrecible compañía de «tanto explotador de la ignorancia humana». En cambio Don Pantaleón, siempre grande y profundo, parecía hechizado; no se cansaba de hacer observaciones antropológicas sobre todo lo que veía y oía, sacando a cada instante su cuaderno de notas y escribiendo en él, sin advertir la curiosidad de que era objeto.
—Oiga usted, amigo —dijo al cabo con mal humor un presbítero que reventaba de gordo y se había quitado el alzacuello para comer mejor—. ¿Es usted el encargado de las cédulas personales?
Sánchez le miró estupefacto.
—¿De las cédulas…? No, señor. Éste es un libro de memorias.
—El señor —dijo Moreno con sentido irónico y sonriendo maliciosamente— no es el encargado de las cédulas, sino de las células.
Don Pantaleón cambió con él una risueña mirada de inteligencia y quedó admirado de la gracia y penetración de su amigo.
Los clérigos los miraban con sorpresa y desconfianza. Godofredo estaba inquieto, y se apresuró a distraer a los comensales con nueva conversación.
El vino despierta siempre con viveza los sentimientos tiernos y las ideas metafísicas. Así que a los postres, varios de aquellos presbíteros se juraban, estrechándose la mano, eterna fidelidad. Algunos se prometían ayuda corporal en el caso de que el sagrado pasto de los mansos parroquiales fuese violado por las ovejas de los incrédulos. Se hacían reticencias oscuras sobre el obispo, que les hacía prorrumpir en carcajadas desaforadas; se dirigían pullas amistosas acerca de los derechos de pie de altar que cada cual recogía; se hablaba con enternecimiento de la cosecha y se probaba matemáticamente la existencia de Dios.
Esto último no quería oírlo Moreno, quien alimentaba hacia el Ser Supremo un rencor que Don Pantaleón hallaba bien justificado. En realidad, no se abandona así a un hombre en medio del arroyo, expuesto a que todo el mundo lo pise. Y claro está, Moreno hacía contra él lo que más rabia podía darle: le negaba la existencia. Sin embargo, como se hallaba entre sus ministros, le guardaba ciertos miramientos que en otro sitio se hubiera desdeñado de concederle.
—Con permiso de usted, a mí me parece que la existencia de un ser creador de todas las cosas no es tan fácil de probar.
—Se prueba, como tres y dos son cinco —gritó un presbítero escanciándose una copita de aguardiente—. Verá usted si lo pruebo…
Y así que la hubo bebido comenzó a soltar con calma una serie de silogismos en latín que haría estremecer a Tito Livio en su tumba. Los compañeros le escuchaban con poca atención, pero movían la cabeza afirmando. Desde hacía muchos años no se celebraba en los contornos ninguna fiesta parroquial en que después de la comida faltasen los silogismos del cura de N… En cuanto bebía la tercer copa de anisado, ya se sabía, era necesario probar las verdades de la fe.
—Todo eso estará muy bien —replicó atajándole Moreno—, pero dígalo usted en castellano para que yo pueda contestarle.
El clérigo le echó una mirada de soberano desprecio.
—¿No sabe usted latín…? ¡Vaya, vaya a la escuela!
Los compañeros rieron mucho. Moreno, picado en lo vivo, replicó que el latín sólo servía para hacer pedantes, que lo que se había escrito en este idioma no tenía ya utilidad para los grandes adelantos de la ciencia, y que las mismas Escrituras no se habían escrito en latín, sino en hebreo. Con este motivo se empelotaron en una disputa violenta y agria. En el curso de ella Moreno, aunque procuraba tener la lengua por hallarse en casa ajena y entre gente fanática, no pudo menos de verter algunos conceptos poco respetuosos hacia Moisés. El presbítero gordo, que era sin duda el más irritable del concurso y había escuchado la disputa con visible impaciencia, se enfureció de pronto.
—Oiga usted, amiguito, eso que está usted diciendo es herético.
—Yo digo lo que se me antoja.
—Es usted un badulaque.
—Y usted un…
—¡Alto, señores…! ¡Alto…! ¡Un poco de calma…! ¡No irritarse…!
Hubo algunos instantes de confusión. El presbítero quería arrojarse sobre Moreno y Moreno sobre el presbítero. A duras penas lograron contenerlos, sobre todo al primero, que era hombre de bríos.
Cuando se restableció un poco el sosiego, el ingenioso Sánchez, radiante de majestad filosófica, se levantó de la silla, y con grave ademán y sonrisa dulce, cerrando los ojos con un sentimiento de completo bienestar, habló de esta manera:
—Señores, en este momento acaba de producirse aquí un fenómeno del orden natural, y siendo del orden natural, absolutamente necesario. ¿Y por qué es necesario? Porque como ha dicho muy bien un ilustre pensador, las leyes de la Naturaleza son eternas e inmutables. El fenómeno que aquí se ha producido es el de dos cuerpos que, caminando por el espacio en sentido contrario, se encuentran. ¿Qué acontece entonces? Que si la fuerza de ambos es idéntica se neutraliza y quedan en reposo; si la del uno es mayor que la del otro, el primero consigue arrastrar al segundo… Yo espero, señores, que en el presente caso sucederá lo último…
La sonrisa de Sánchez se hizo aún más dulce. Sus ojos opacos, benignos, pasearon una mirada por los circunstantes, que le escuchaban con la boca abierta.
—Señores: una piedra que no esté sostenida por algo caerá seguramente. Es un hecho comprobado por la experiencia. Éstos son los hechos que nos competen a mi amigo Moreno y a mí. Pero hay otros hechos, tales como las ideas de Dios, de la inmortalidad, de lo bello y de lo justo, que no están comprobados por la experiencia y esos os competen a vosotros. Vosotros representáis la infancia de la humanidad; por eso en vosotros existe la debilidad y la inocencia que caracterizan a los niños, algo amable y hasta cierto punto digno de respeto, que yo me complazco en reconoceros. Nosotros representamos la edad viril; por eso en nosotros existe la fuerza, el poder, la dureza si es caso, que son las cualidades del hombre en la plenitud de la vida. Vosotros sois los apóstoles dulces de los sueños infantiles: encariñados con vuestras ideas como los niños con sus juguetes, tembláis y suspiráis cada vez que un hombre inflexible como mi amigo Moreno extiende brutalmente su mano para arrancároslos… Por desgracia, tal dureza es de absoluta necesidad, y así como a los niños se les quita los juguetes para encaminarlos a la escuela, mi amigo Moreno ha necesitado mostraros su poder y su fuerza para que os hagáis cargo de que ha llegado el momento de someter vuestro criterio al yugo inflexible de los hechos. La ciencia, incansable en la investigación de la verdad, ha arrancado a los dioses el cetro y la corona. ¿Y para qué les ha arrancado el cetro y la corona? Para dárselo al calórico, al magnetismo, a la electricidad… Pero vosotros permanecéis fieles a las antiguas ilusiones; lloráis la ruina de vuestras creencias: no seré yo el que os recrimine por esto. Sin embargo, creo que ha llegado ya la hora de secarse las lágrimas, de abandonar los lirismos, de despojaros de esos hábitos y poneros la blusa del operador. ¿Y para qué os habéis de poner la blusa del operador? Para ayudarnos a desterrar de la humanidad todo lirismo, toda poesía, toda superstición. Es necesario abrir los ojos y comprender que el misterio de la existencia no es tal misterio. La ciencia lo ha explicado ya cumplidamente. Es necesario entender que no hay un solo Dios, sino cuatro, que son el oxígeno, el hidrógeno, el carbono y el ázoe…
Al llegar a este punto dio una gran voz el párroco y se levantó de la silla, irguiéndose su figura recia, avellanada, sobre todas las demás, fulminando rayos por los ojos.
—¡Alto ahí, señor mío! Yo no puedo consentir que en mi propia casa, en la casa de un sacerdote y en presencia de otros sacerdotes, profiera usted semejantes blasfemias. Hemos estado escuchando por no faltar a la hospitalidad; ya mi paciencia se ha acabado y no toleraré que usted pronuncie otra sola palabra…
Los demás clérigos se levantaron también, y pálidos y trémulos y clavando en nuestro sabio antropólogo miradas de indignación, gritaban agitando los puños:
—¡Eso es…! ¡No debemos escucharle…! ¡A la calle…! ¡a la calle!
No es fácil representarse el estupor que se apoderó del ingenioso Sánchez al ver a aquellos energúmenos vociferando frente a él y metiéndole los puños por la cara. Todo su discurso estaba lleno de benevolencia, de ideas conciliadoras; creía estar lisonjeándoles; hasta esperaba verlos enternecidos como él andaba cerca de estarlo. Y he aquí que de repente se levantan frenéticos, amenazadores. Tan estupefacto quedó que no acertaba a decir palabra. Inmóvil, con la copa en la mano, les contemplaba con ojos de espanto. En cambio a su amigo Moreno se le desató la lengua mejor de lo que hacía al caso y, encarándose con ellos, les dijo en términos crudos que aquella intolerancia era bien propia de los defensores del oscurantismo, que cuando faltan las razones se acude a las amenazas, y que su amigo Sánchez había hecho mal en malgastar su ciencia con quien no había de entenderle.
—¡Ah! ¿Chillas todavía, pendón? —gritó entonces el presbítero gordo, espíritu impetuoso como ya sabemos. Y alzando la mano, le sacudió un terrible bofetón.
Fue la señal. Más de veinte manos se posaron alternativa o simultáneamente sobre las mejillas del joven naturalista. Don Pantaleón acudió a socorrer a su amigo y también le tocaron algunos porrazos. El furor se enseñoreó de todas las cabezas clericales. Ruedan las sillas, quiébranse platos y botellas; la pequeña sala resuena con los gritos de los enfurecidos presbíteros. Godofredo, llorando a lágrima viva, trata de contenerlos, implorando, persuadiéndoles con palabras fervorosas. El padre Laguardia le ayuda en esta tarea, haciendo lo posible por sujetar al presbítero gordo, el más sanguinario de todos.
—¡Dejadme, dejadme! —gritaba con voz estentórea—. Quiero arrancar todas las muelas a ese esprit fort.
Y este deseo extravagante, más propio de un dentista que de un licenciado en sagrada teología, llenaba de terror el alma de Moreno. Cada vez que llegaba a sus oídos se le doblaban las piernas. Porque nunca había imaginado necesitar, tan joven, dentadura postiza.
Acudieron al estrépito el ama del cura y las mozas que le ayudaban en la cocina; pero en vez de echar aceite a las olas irritadas, soplaron sobre ellas el viento de la cólera. El ama imaginó en seguida que su señor estaba en peligro de muerte por las asechanzas del cura de F…, con quien mantenía rivalidad desde la compra de cierta mula que ambos apetecían, y sin más reparar, con la paleta del fogón le dio un golpe en la cabeza. Similia similibus curantur. Gracias a este revulsivo poderoso apaciguose la cólera de los clérigos. Todos acudieron al pobre cura de F…, que yacía herido en el suelo. La lluvia de bofetadas que caía sobre las mejillas de Moreno cesó como por ensalmo. Hízose el silencio y vino el arrepentimiento. El ama lloraba y pedía perdón. El presbítero gordo también se recriminaba duramente como causante indirecto de aquella desgracia. El párroco dictaba disposiciones para curar la herida de su colega. Entre ellas, la primera fue enviar en busca del médico. Y mientras llegaba se le pusieron compresas de agua fría y se le trasladó a la cama. La desolación reinaba en aquel recinto donde pocos momentos antes todo era júbilo. Y en resumen, ¿por qué? Por si Moisés había echado mal o bien la cuenta de los días de la creación. ¡Una cosa tan lejana!
Los clérigos debieron de entender que se habían excedido un poco en la defensa de aquel patriarca, porque dirigían la palabra con semblante humilde tanto a Don Pantaleón como a Moreno. El mismo presbítero gordo vino a decirles que retiraba todas las bofetadas que había dado. Con esto Don Pantaleón se dio enteramente por satisfecho, y no comprendía cómo Moreno se mostraba aún torvo y enojado.
El médico no estaba en el pueblo. En su lugar vino el albéitar. Los sabios antropólogos dieron un paso atrás, abriendo los ojos desmesuradamente al ver entrar al Pollo.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Don Pantaleón a un clérigo.
—¿Quién ha de ser? El albéitar.
Los dos sabios se miraron uno a otro largamente, con sorpresa por parte de Sánchez, con sorpresa y reconvención por la de Moreno.
—¿Ha tomado usted con exactitud las medidas? —dijo éste, al fin, en voz baja.
—Perfectamente —repuso Don Pantaleón muy quedo también.
—¿No se habrá corrido el compás?
—Ni un milímetro; estoy seguro.
Moreno sacudió la cabeza con gesto dubitativo, mientras su amigo continuaba asegurando por medio de expresivos ademanes la exactitud de los datos antropométricos que había tomado.
El albéitar reconoció al herido y recetó un bálsamo. Al levantar una de las veces la cabeza y reconocer a sus compañeros de viaje preguntó con semblante risueño:
—¡Hola, camarás! ¿están ustedes por aquí? ¿Quieren explicarme por qué han escapado de mí hace poco, como si fuese del diablo?
Los fisiólogos se pusieron colorados.
—No escapamos —balbuceó Sánchez—, es que teníamos prisa de llegar al pueblo.
El albéitar les miró un instante con sorpresa y bajó de nuevo la cabeza para atender a la del herido.
Moreno y Sánchez se hicieron una seña, y aprovechándose de la distracción general, se escabulleron bonitamente, bajaron la escalera y se plantaron en la calle. Desde allí dirigiéronse a la estación del tranvía, y metiéndose en el primero que salió, regresaron en pocos minutos a Madrid, no muy contentos del resultado de aquella famosa salida antropológica.
XIII
Durante año y medio Mario desempeñó atentamente cuantos trabajos le encomendaba su amigo y protector Rivera. Mas no se despidió por eso de su antigua afición a la escultura. En su gabinete, a las horas que tenía libres, seguía rindiéndole el mismo culto fervoroso y humilde. Miguel había hecho poco caso hasta entonces de aquellas aficiones. Mas un día, al pasar por delante del cuarto de su amigo, viendo por la puerta, que se hallaba entreabierta, una figura tapada con un lienzo, se decidió a entrar. Levantó la tela y quedó gratamente sorprendido. Era una pequeña figura de cuatro pies de alto que representaba a Ofelia coronada de flores. Había tanto desembarazo en la postura, tal delicadeza en las facciones, tanta inocencia en la expresión, que jamás había visto una interpretación más viva de la inmortal heroína de Shakespeare. Quedó pensativo y preocupado. Cuando Mario llegó a comer le preguntó afectando indiferencia:
—¿Cuándo has terminado esa figurita que tienes en el cuarto?
Mario se puso colorado.
—Aún no está terminada; faltan algunos detalles.
—No está mal hecha. Hay verdadero sentimiento en ella; se conoce que el Hamlet te ha impresionado hondamente.
Como Miguel era parco en los elogios y su espíritu más propenso a la burla que al entusiasmo, al menos en apariencia, Mario experimentó al oír tales palabras vivo placer.
Trascurridos algunos días, Rivera volvió a sacarle la conversación de la escultura. Se anunciaba una exposición de bellas artes para la próxima primavera. Con tal motivo hablaron de los pintores y escultores más en boga, ponderando los méritos de cada uno. Después de larga pausa en que Miguel quedó pensativo, dijo de pronto:
—¿Por qué no haces algo para la exposición?
Mario pareció confuso. Bajó la cabeza balbuceando algunas frases que revelaban su modestia.
—Creo que estás un poco equivocado respecto a tus fuerzas —replicó Rivera—. No es malo, porque el artista que se engríe se amanera: precisa estar descontento siempre de lo que se hace para progresar. Pero no basta que tú te juzgues: es necesario que te juzguen los demás, y no sólo los amigos, sino el público, o por mejor decir, los hombres de gusto que hay dentro de él. Cuando conozcas una muchedumbre de juicios, comparándolos después con el tuyo, podrás formar idea aproximada de lo que vales. El mío es que tienes aptitud para el arte que cultivas. Si creyese que no la tenías me guardaría de proponerte que presentases obra alguna en el certamen, porque te quiero demasiado para exponerte a hacer un papel desairado o ridículo. Piénsalo, pues, bien, y si hallas en tu imaginación algún asunto adecuado a tus facultades, dímelo y hablaremos.
Con estas palabras Mario quedó profundamente meditabundo. Anduvo varios días inquieto, preocupado, silencioso. Al cabo, dirigiéndose a Miguel con brusco ademán y una particular sonrisa, cuya amargura no se le escapó a aquél, le dijo de pronto:
—He pensado en aquello, Don Miguel. No se me ocurre nada. Más vale que olvidemos eso y sigamos como hasta ahora rindiendo culto al arte de Fidias en secreto y en los ratos de ocio.
Miguel le miró en silencio y con atención algunos momentos.
—No es verdad. Me estás engañando y te invito a que no lo hagas. Creo tener derecho a que me hables con franqueza.
Se obstinó todavía algún tiempo; pero viendo a su amigo triste y disgustado, le dijo al fin esforzándose por sonreír:
—Hace ya tiempo que se me ha ocurrido un pensamiento; pero no me creo con fuerzas para llevarlo a cabo… Además, se exigen una porción de medios…
—Explícame el pensamiento.
Se trataba de un grupo representando la profecía del Tajo al rey Don Rodrigo tal como se describe en la famosa poesía del maestro Fray Luis de León. Aparecerían en él tres figuras: la del rey y la Cava en tamaño natural; la del río en colosal. El pedestal iría cubierto de bajorrelieves representando diversos episodios de la invasión árabe y la caída del imperio gótico.
—Ya usted ve que necesito todo mi tiempo —concluyó diciendo—, si he de terminarlo para la época de la exposición, y un local a propósito.
Miguel no respondió. Se apartaron en silencio. Al día siguiente le condujo de paseo al barrio del Pacífico. Al pasar por delante de unos almacenes sacó una llave, abrió una puerta y empujándole dijo:
—Ahí tienes taller. El tiempo también es tuyo. ¡A trabajar!
Mario le abrazó con efusión. El recinto era espacioso, de techo elevado, lleno de luz. Se trasportaron los útiles inmediatamente, se compró lo que hacía falta y desde la mañana siguiente bien temprano Mario apenas salió de allí más que para dormir. Por espacio de algunos meses vivió en un estado febril; apenas comía, apenas dormía; tan profundamente distraído, que se le olvidaban los menesteres más corrientes de la vida. Si Carlota no le vigilase saldría a la calle con las botas rotas o sin corbata. Hablaba poco y no siempre acorde.
Algunas veces Miguel y Carlota iban a visitarle al taller. Pero, aunque no lo manifestase, estas visitas le turbaban. Únicamente cuando traían a su hijo olvidábase de la obra que tenía entre las manos, como del resto del mundo; lo estrechaba contra su corazón, lo besaba con frenesí y parecía que de aquel contacto mágico sacaba nuevas fuerzas y nueva inspiración.
Una tarde Rivera y Carlota llegaron al taller. Al empujar la puerta vieron al joven revolcándose por el suelo y mesándose los cabellos mientras lanzaba imprecaciones y palabras incoherentes. Carlota quiso precipitarse a su socorro, pero la retuvo Miguel.
—¡Silencio! —le dijo al oído—. No temas. Tu marido se halla en la hora negra del artista. Las sacras musas duermen o están ocupadas en este momento y no pueden atenderle. Pero descuida, no tardará en levantarse.
Dieron una vuelta por los alrededores, y en efecto, cuando tornaron Mario se hallaba de nuevo trabajando y con tal ardor que no advirtió su presencia hasta que le tocaron en el hombro.
Pero Carlota no concedía la importancia que Miguel a los trabajos artísticos de su esposo. El arte para ella era un recreo, una distracción: nada tenía que ver con el problema serio de ganar el sustento, que aún no estaba resuelto. Así que no podía menos de mostrar su indiferencia cuando se trataba de la escultura. En cambio se enteraba con gran interés de cualquier empleo vacante de que le hablasen. Mario notaba esta indiferencia y no podía menos de sentirse entristecido y desalentado. Un día, muy tímidamente, porque adoraba a su mujer, se atrevió a quejarse a Miguel. Quedó éste pensativo unos momentos y le dijo:
—No te pese de la manera de ser de tu esposa. Carlota es un espíritu sensato, lúcido, equilibrado. No tiene la imaginación propensa a los sueños, ni facultades para introducirse en el mundo del arte y la poesía. ¡Qué importa! La poesía es ella misma. Basta mirar su bella figura escultural y contemplar sus grandes ojos suaves, claros, hermosos; basta escuchar sus nobles palabras y ver sus acciones, más nobles aún, para sentirse cerca del origen de toda poesía… Además, nunca he creído que al artista le convenga una esposa de imaginación exaltada, de temperamento nervioso, inquieto y refinado como el suyo. Esta paridad de humores produce casi siempre funestos resultados. Tú sabes muy bien, y perdona lo indecoroso de la comparación, en gracia de su exactitud, que a un caballo demasiado vivo y fogoso se le pone por compañero en el tronco otro firme y resistente, aunque de menos sangre, para que contrarreste sus ímpetus. Pues en el matrimonio sucede lo mismo. Si el hombre de imaginación tiene una compañera de temperamento fantástico como el suyo, ambos corren peligro de precipitarse en la desgracia. Duerme, pues, tranquilo sobre el corazón de tu Carlota; acepta su cariño con gratitud y bendice a la Providencia que te ha concedido una mano fiel para atravesar esta existencia tan triste y oscura… ¡Ay! ¡Yo también tuve una mano…! ¡también tuve un corazón sobre el cual mi alma reposaba sin cuidado…!
Los ojos del antiguo periodista se rasaron de lágrimas al pronunciar estas palabras. Mario le estrechó la mano en silencio.
Llegó por fin el mes de Febrero, época en que debía inaugurarse la exposición de Bellas Artes. Mario hizo un esfuerzo supremo, y el magno grupo quedó terminado a tiempo y vaciado en yeso. Cuando Rivera, que había dejado de ir al estudio en los últimos tiempos adrede, lo vio en esta forma, quedó gratamente sorprendido. La obra superaba a todas las esperanzas que había concebido. Sin embargo, temiendo que su cariño por el artista le cegase, llevó a algunos amigos suyos entendidos en el arte. Los inteligentes confirmaron su juicio. La obra se apartaba bastante de las tendencias dominantes en la escultura. Sus figuras eran menos activas y movidas, pero en cambio brillaban por la gracia y la ingenuidad. Se conocía a la legua que su espíritu se hallaba profundamente impresionado por la estatuaria griega, y que adoraba en ella el sentimiento de la medida, la vida en el reposo, la grave serenidad, el desdén de los efectos. Pero este desdén, que se advertía demasiado en el grupo del joven escultor, en concepto de los amigos de Rivera le perjudicaría mucho para el éxito en el certamen.
Felizmente no fue así. El público se detuvo con placer delante de aquellas nobles figuras ejecutadas sin esfuerzo. La delicadeza y valentía con que estaban modelados los bajorrelieves llamaron asimismo la atención. Aunque hubiese en la sala obras de más apariencia y estuviesen firmadas por escultores reputados, al cabo de algunos días nadie dudaba que el autor de la Profecía del Tajo era un artista sobresaliente que se revelaba con originalidad e independencia. Un periódico llegó a decir que parecía un griego resucitado y que si continuase con la misma fortuna trabajando llegaría a desempeñar en España el papel que hizo Canova en Italia, esto es, sería un regenerador de la escultura.
Estos elogios prematuros le perdieron. El artista cuyos límites se perciben pronto encuentra fácil y llano el camino: las puertas se le abren, las bocas le sonríen. Mas ¡ay! aquel cuyo alcance no se mide de golpe eternamente tropezará con la desconfianza y la aversión de sus émulos. Éstos ocultaban artificiosamente el favor que el público tributaba a la obra del joven escultor. Cuando un maestro se veía obligado a emitir su opinión acerca de ella, lo hacía con esa habilidad que todos conocen.
—¡Oh! ¡Costa…! ¡Buen muchacho…! No cabe duda que tiene felices disposiciones. Cuando se le quite ese encogimiento natural del que principia será un verdadero artista. Hay algunos pormenores en su grupo dignos de llamar la atención… ¿Pero ha visto usted el Titiritero de Suárez? ¡Qué admirable! ¿verdad? ¡Qué expresión! Es la obra de un maestro.
A los oídos de Mario no llegaban estos juicios de sus compañeros. Sólo el rumor del público y de sus amigos le traían elogios y plácemes. Los miembros del jurado se mostraban con él deferentes y afectuosos, le ponían la mano sobre el hombro, le decían palabritas lisonjeras. Uno de ellos, viejo escultor cargado de laureles, le dijo un día contemplándole con admiración:
—¡Qué joven ha subido usted al pináculo de la gloria! Yo no he ganado primera medalla hasta los treinta y seis años de edad y usted la consigue a los veinticinco.
—Aún no la he ganado, señor —se apresuró a decir el joven, avergonzado.
—¡Bah, bah! —exclamó el gran escultor haciendo un gesto de indiferencia—. Demasiado sabe usted que la tiene ganada.
Carlota gozaba tranquilamente del triunfo de su marido, aunque sin comprender bien por qué la gente daba tal importancia a aquellos muñecos de yeso. Doña Carolina estaba igualmente asombrada de que se hablase de dinero tratándose de estatuas. El día que supo que una de aquellas que había en la exposición estaba vendida en tres mil duros no pudo menos de abrazar y besar a su yerno. El mismo Don Pantaleón, aunque refractario a estas frivolidades, pasó por la exposición para ver la obra de su hijo político. El sabio fisiólogo, en presencia de varios amigos y del mismo Mario, expresó sus opiniones acerca de las bellas artes, basadas todas, como es lógico, sobre los últimos adelantos de las ciencias naturales. No admitía más arte que el fundado en la experimentación. Todo lo que se había hecho hasta entonces le parecía enteramente pueril. El método de la experimentación debía de extenderse a la literatura también; los poemas y novelas debían ser estudios de casos patológicos; la poesía una clínica social del animal humano. Sin dos cursos de anatomía, uno de patología quirúrgica y algunas nociones de química orgánica, Don Pantaleón sostenía que era ridículo pensar en hacer versos.
Llegó por fin el día de la adjudicación de los premios. Mario supo el fallo del jurado con una sorpresa que le dejó clavado al suelo. No estaba comprendido entre los premiados con primera medalla, ni entre los de segunda, ni entre los de tercera. Nada: su nombre no se veía estampado en ninguna parte. Apenas podía creerlo. Leía y releía el papel pensando que estaba ofuscado. Pero la compasión de varios colegas que se le acercaron le hizo muy pronto cerciorarse. ¡Dios mío, cuánta compasión le prodigaron en pocos minutos! ¡Qué lamentos! ¡Cuántas invectivas contra el jurado! ¡Oh! ¡No hay nada más grandioso que la compasión de un compañero de oficio!
Mario se mostró sereno. Les dio las gracias con sonrisa dulce y se retiró. Marchó automáticamente al través de las calles, embargado por una honda tristeza que le apretaba el corazón. No era vanidoso ni había cifrado quiméricas esperanzas sobre su obra. Pero había sentido ya el aroma de la gloria; el favor del público le había hecho soñar con adquirir por medio de su arte una posición con que pudiera vivir tranquilamente con su esposa y su hijo. Todo se derrumbaba de golpe. Otra vez se sentía solo, pobre y desvalido; tornaba a ser un mísero escribiente, el mismo ser vulgar en quien nadie fijaba la mirada. Pero más cruelmente aún que este dolor le mordía el alma otro que pocos conocen; el del artista que duda de sí mismo. Mientras trabajó en la oscuridad tenía la vaga conciencia de su genio: una voz interior le decía que las obras que salían de sus manos valían más que otras loadas por la crítica. Sentíase con fuerzas para llevar a cabo algo grande y bello. Cuando escuchó los elogios que se tributaban a su grupo no quedó sorprendido: era la misma dulce canción con que su corazón le arrullaba siempre. De repente un tribunal de hombres competentes le cierra las puertas del templo de la gloria. Podría equivocarse el tribunal o estar apasionado. Pero ¿no era más fácil que él y sus amigos se hubiesen engañado? ¿No sería él uno de tantos aficionados que confunden el entusiasmo por el arte con la inspiración, la voluntad con el ingenio?
Había llegado hasta el Retiro, y por sus caminos arenosos iba a la ventura sin darse apenas cuenta de dónde se hallaba. Al fin, rendidos el cerebro y las piernas, dejose caer sobre un banco y metió la cabeza entre las manos. Acordose de Carlota. ¡Qué triste desengaño para la fiel esposa! Ya no vivirían juntos como pensaban; otra vez volvería a luchar por una miserable plaza en cualquier ministerio, sin saber cuándo la lograría. Las lágrimas se agolparon a sus ojos y sollozó amargamente un buen rato.
El ruido de unos pasos precipitados le obligó a levantar la cabeza. No muy lejos vio a un viejo trabajador con blusa azul, boina raída y alpargatas, que venía corriendo, perseguido de un joven que, a juzgar por las mangas postizas de tartán sujetas al codo y su cabeza peinada y relamida, que llevaba descubierta, debía de ser dependiente de alguna tienda de comestibles. El viejo pasó por delante de Mario sin verlo, y al llegar a la orilla del Estanque grande se precipitó en él. El dependiente sé paró. Mario corrió instantáneamente al sitio, y viendo al viejo luchar con la muerte, sé despojó súbito de la levita y se arrojó a salvarlo.
Aunque sabía sostenerse en el agua no era gran nadador: por otra parte, los pantalones y las botas le embarazaban extremadamente. Frío, aunque corría el mes de Marzo, no lo sintió, sin duda por la emoción de que iba poseído. Acercose como pudo al viejo y trató de cogerlo; pero éste, al sentir su mano, dio una vuelta rápida, y con las ansias de la agonía le agarró por un brazo. Mario se sintió perdido y luchó en vano por desasirse: con el brazo libre trató de ganar la orilla que estaba próxima; pero el suicida le sujetaba férreamente; no era posible nadar. Sumergiose por dos veces. Al salir la segunda gritó con fuerza:
—¡Socorro!
Estaba a punto de perder el conocimiento y dejarse ir al fondo.
Felizmente, dos dependientes del embarcadero que vieron al viejo tirarse al agua, habían saltado en un esquife y bogaban con toda fuerza hacia aquel sitio. Pocos segundos más, y hubiera perecido.
Izáronles a los dos. El viejo en mal estado, con mucha agua dentro del cuerpo. Le pusieron cabeza abajo y se la sacaron como pudieron. Después que recobró el conocimiento dijo los motivos que había tenido para arrojarse al estanque. Debía tres duros al joven que le perseguía; no podía pagárselos, y aquél, enfurecido, salió de la tienda para pegarle. En parte por miedo y en parte por desesperación había querido matarse. El hortera, a quien los guardas del Retiro habían detenido, no negó lo que su deudor decía. Estaba perfectamente sereno y hasta parecía encontrar justo que un hombre que no podía pagar tres duros se suicidase. Mario, indignado, sacó del bolsillo esta cantidad y se la entregó diciéndole al mismo tiempo algunas frases duras. Los guardas y la gente que había acudido le hicieron coro.
Pero en estas contestaciones se pasó bastante tiempo. El joven sintió de pronto un frío intenso. Se apresuró a salir del Retiro y tomó un coche para dirigirse a su casa. Durante el camino fueron en aumento los escalofríos; la vista se le turbaba; creyó no poder llegar sin desmayarse. Al fin pudo subir la escalera y meterse en la cama. Poco después se le declaró una fuerte calentura.
XIV
—Pues yo sostengo que lo que ha hecho mi yerno esta mañana es un acto inmoral.
Los tertulios del café del Siglo quedaron estupefactos al escuchar tan singular afirmación. Todos protestaron más o menos suavemente contra ella. El arrojo de Mario había despertado admiración en la tertulia del café. Se hacían elogios calurosos de su noble corazón y valentía.
El ingenioso Sánchez paseó tranquilamente sobre ellos sus ojos opacos, reflexivos, donde se leía constantemente la concentración profunda de un cerebro positivo, y dijo sin advertir siquiera la indignación de aquellos hombres-niños:
—¿Y por qué es un acto inmoral? Porque ataca los fundamentos mismos de la moralidad. ¿Y cuáles son los fundamentos positivos de la moral? Se creía hasta hace poco tiempo que era algo extraño a las fuerzas que obran dentro de nuestra naturaleza física. ¡Error profundo! Uno de tantos sueños como han turbado la mente infantil de nuestros antepasados. La moral es el resultado de una de tantas combinaciones en que descansa el desarrollo orgánico del animal humano. La moral no es más que el instinto social arraigándose cada vez más de generación en generación. Pero este instinto puramente animal que el hombre comparte honrosamente con los demás seres vivientes, en particular con las focas y los bisontes machos, cuyo sentido moral es admirable, no tiene más razón de ser que el bien general. La moral está fundada, pues, en el bien general. ¿Qué era lo que exigía el bien general cuando ese desgraciado viejo se arrojó al agua? ¿Exigía que mi yerno expusiese su vida por salvarle? No, ciertamente, porque la vida de ese infeliz, sin fuerzas para el trabajo y sin ninguna cualidad sobresaliente, era inútil para la humanidad, mientras que la de mi yerno, joven, inteligente y activo, tiene importancia. Luego Mario, al arriesgar una existencia valiosa por otra que no tiene valor, ha atentado contra el bien general. Luego ha cometido un acto inmoral.
Nadie pudo contrarrestar el empuje de aquella lógica inflexible. Rivera, que era quien solía comentar las proposiciones de Sánchez (siempre con el espíritu frívolo que le caracterizaba), no se hallaba en el café. Asistía en aquel momento a Mario, presa de una pulmonía. El único que se atrevió a protestar, «aunque sólo desde el punto de vista de la estética,» fue Don Dionisio Oliveros, el bardo del ministerio de Ultramar. Oliveros confesaba con su voz de bajo profundo que él no era filósofo, odiaba el análisis.
—Usted, amigo Sánchez, al observar cualquier suceso tratará de investigar su razón de ser. Consiste en que usted es filósofo. Yo no veo más que la situación, porque soy poeta, poeta dramático principalmente. Así que no diré que el acto de su hijo político sea bueno o malo. Lo único que afirmo es que es un acto bello. Para mí basta. Puede usted decirle de mi parte que en cuanto termine el segundo acto de la comedia que ya conoce (que será en la semana próxima, Dios mediante), pienso escribir sobre su acción heroica unos tercetos que mandaré a La Ilustración Española. Quizá esto le sirva de consuelo en su enfermedad, porque Mario es, como yo, artista ante todo.
Al pronunciar estas consoladoras palabras la voz del poeta burocrático resonaba lúgubre, profunda, como si en vez de ofrecer a la imaginación imágenes brillantes de dicha y alegría se hallase invocando a los espíritus infernales en algún cementerio a las doce de la noche.
Los tertulios, bajo la influencia de esta voz sepulcral, quedaron sombríos y mudos. El mismo Don Pantaleón, con ser un espíritu tan analítico, no pudo menos de experimentar el sentimiento de desolación que la voz de Don Dionisio producía. Atusose el desmayado bigote con inconcebible gravedad, tosió ligeramente y manifestó por lo bajo a su amigo Moreno que la poesía no era más que un estado congestivo y muchas veces morboso del cerebro. Moreno hacía ya tiempo que había adquirido esta preciosa certidumbre; pero acogió la observación con el respeto debido a las grandes verdades del orden físico.
Guardó silencio unos momentos, y al cabo respondió que en su concepto los poetas no eran otra cosa que alienados. También Don Pantaleón sabía esto hacía tiempo, mas no por eso dejó de mostrarse satisfecho por escucharlo una vez más. Moreno prosiguió sus observaciones en voz baja, afirmando que donde se conocía perfectamente la identidad del poeta y del loco era en la orina. En uno y en otro aumenta considerablemente la urea en ciertos períodos.
—Verá usted —añadió tocando en el muslo a Sánchez— cómo comprobamos en seguida este dato. Oiga usted, Don Dionisio —siguió, dirigiéndose al bardo—, después que usted termina de escribir una composición poética ¿no siente usted cierto prurito en la vejiga?
—Sí, señor; suelo tener deseos de orinar, sobre todo cuando estoy demasiado tiempo sentado a la mesa —respondió con extremada amabilidad Oliveros.
—¿Y no ha observado usted si en la orina suelen quedar algunos sedimentos?
—Muchos sedimentos. Yo orino casi siempre barroso.
Moreno dirigió a su amigo una sonrisa triunfal, hizo algunos guiños expresivos y por último le dijo al oído:
—Fosfato úrico. La orina de los dementes se caracteriza por el predominio de la urea. Y diga usted —prosiguió en voz alta—, ¿no suele usted tener los pies fríos?
—Helados. En el invierno gasto dos pares de calcetines porque no los puedo sufrir.
—Y la cabeza ¿no se le calienta a usted?
—¿La cabeza? ¡hecha un volcán!
Don Dionisio comprendía que se trataba de ciertas particularidades propias de los poetas y estaba satisfechísimo de ostentarlas.
—Los locos —repuso Moreno a la oreja de su amigo— tienen siempre las extremidades frías y la cabeza caliente.
Con esto el ingenioso Sánchez se creyó en el caso de responder que muchos de los hombres que la humanidad admira como genios sublimes han sido verdaderos dementes. Moreno se hallaba tan conforme con esta observación, que la hizo extensiva no sólo a los poetas, sino a los grandes filósofos, reformadores, matemáticos, historiadores, y por supuesto a todos los santos y santas que la religión venera. Sócrates, Newton, Rousseau, Corneille, Séneca, Catón, Beethoven, Dante y otros varios, fueron verdaderos orates. Estudiando con atención la vida de los grandes hombres, se encontraría siempre un ramo de locura en ellos.
—Lo que ha dado en llamarse genio, para mí es una enfermedad de los lóbulos cerebrales —resumió Moreno—. La santidad, una declarada locura. ¿Qué me dice usted de San Francisco de Asís abrazando y besando a los leprosos? ¿No es un caso de locura inmunda como la de esos desgraciados que suelen verse en las celdas de los manicomios gozando en revolcarse entre sus excrementos? ¿Qué opina usted de Santa Teresa de Jesús? ¿No le parece a usted increíble que haya aún quien tome en serio los desatinos que escribe?
—¡Oh! Santa Teresa es un curiosísimo caso de alucinación. El doctor Charcot hubiera sacado gran partido de ella a haber vivido en su tiempo —respondió Sánchez reflexivamente.
Hubo algunos instantes de silencio. Los dos fisiólogos meditaban. Al cabo se dibujó una significativa sonrisa en los labios de Moreno y profirió, dando a sus palabras marcada intención irónica:
—¿Y qué me dice usted del gran judío?
—¿Quién? —preguntó Sánchez sin comprender.
—¿Quién ha de ser? El judío de Nazareth.
—¡Ah! Jesucristo… ¡Oh! ¡oh! ¡oh…!
Don Pantaleón fue atacado instantáneamente de una risa convulsiva. Aquello realmente era cosa perdida.
Mientras los sabios antropólogos se solazaban experimentando esa inefable alegría del que se siente en posesión de la verdad entre tantos seres como se hallan sumidos en el error, nuestra antigua conocida Doña Rafaela saboreaba sola, como siempre, en una mesa su invariable refresco de grosella. Los dedos, cargados de sortijas de todas las épocas y todos los tamaños, apenas podían jugar para llevar la copa a los labios. Su traje, debajo del mantón alfombrado, brillaba con reflejos metálicos de oro viejo como una casulla de la Edad Media. Quizá fuera el traje de corte de alguna dama de las que acompañaron a María Luisa de Saboya cuando vino a desposarse con Felipe V. La señá Rafaela tenía la costumbre de ponerse las antigüedades de indumentaria femenina que venían a parar a su tienda. Era a la vez un prospecto y un goce para ella.
Como estuviese leyendo con atención la cuarta plana de La Correspondencia, vino a distraer su atención la presencia de un joven que se acercó dándole las buenas noches con acento melifluo.
—¡Hola, Godofredito! ¿es usted?
—¿Cómo sigue usted, Doña Rafaela? Me había dicho Timoteo que no había usted venido en dos días, y temía que estuviese indispuesta; pero la he visto esta tarde en las Góngoras a las cuarenta horas y me tranquilicé.
—¡Ah! ¿Estuvo usted en las Góngoras? ¿Y por qué no se llegó a saludarme, pícaro?
—Salía con el padre Iturralde cuando usted entraba, y no podía detenerme porque íbamos de prisa a la conferencia de San Vicente.
—Pues yo estuve dos días con un catarro, pero ya pasó. Siéntese usted, criatura, que me da pena verle en pie.
Godofredo Llot, elegantemente vestido, y con el mismo rostro nacarado y candoroso de siempre, obedeció a la invitación y se sentó frente a la prendera.
—¿Y cuándo es la boda? —preguntó ésta después de algunas frases insignificantes.
El hijo predilecto de la Iglesia sonrió lleno de confusión.
—¡Oh! No hay aún plazo señalado, Doña Rafaela, pero contando con la voluntad de Dios, me parece que no está muy lejos.
—Me alegro, me alegro, hijo. Ella va bien y usted lo mismo. Creo que es muy rica.
—Señora, esas cosas son para mí tan secundarias que no he querido averiguar nada —respondió Llot modestamente—. Sólo sé que es muy piadosa y que pertenece a una familia cristiana.
—Eso es lo principal, querido —repuso la señá Rafaela adoptando repentinamente una actitud de mística beatitud—. Los bienes terrenales ¿qué son comparados con los del cielo? Hay que sembrar aquí para recoger allá. Los sentimientos religiosos ante todo. Pero voy a decirle una cosa: las muchachas ricas son tan buenas como las pobres… y además son ricas.
—Es lo mismo que me dice el padre Laguardia —manifestó Godofredo con un acento de inocencia que conmovió a la buena prendera.
—Don Jeremías es hombre de muchas letras. Algo me parece que habrá mojado en este matrimonio, porque le quiere a usted mucho.
—Es quien lo ha hecho todo —respondió con la misma inocencia el joven—. Él me presentó a la familia y fue quien dio todos los pasos… ¿Quiere usted conocer a mi novia…? Voy a darle un ejemplar de la Historia de Santa Isabel que trae su retrato…
El hijo predilecto de la Iglesia, sonriente y ruborizado, sacó del bolsillo del gabán un librito de cubierta elegantemente impresa a dos tintas, lo abrió por la primera página, donde aparecía el retrato de la santa duquesa de Turingia grabado en madera, y lo entregó abierto a la señá Rafaela.
—Es guapa la chica y muy joven… y le sienta bien la corona —manifestó la prendera después de calarse los lentes—. Oiga, Godofredito, tengo una idea de que había usted pedido el retrato a Presentación, su antigua novia, para este mismo libro…
—Sí, señora, se lo había pedido —respondió el joven con embarazo—. Y ya estaba grabado, pero las circunstancias… ya ve usted…
—Sí, sí; me hago cargo… La pobrecita está bien desfigurada. El otro día la he visto con su madre en la calle del Carmen.
—No ha sido precisamente eso lo que me ha detenido.
—Tiene mucha razón; la hermosura es cosa pasajera… Pero no le convenía por la posición. Usted merece una chica rica…
—Tampoco es eso —se apresuró a decir Llot—. Lo único que ha enfriado nuestras relaciones y ha concluido por romperlas son las ideas de su padre. De algún tiempo a esta parte ¡se ha vuelto tan impío y materialista! No hace más que escandalizar en todas partes.
—¡Eso, eso es precisamente lo que yo estaba pensando! —exclamó la anticuaria—. Un caballero de tanta religión como usted no podía emparentar con un hombre tan escandaloso. ¡Toda, la culpa la tiene ese bribón de las gafas! —añadió arrojando miradas fulgurantes hacia el sitio donde estaba Moreno—. ¡Si don Pantaleón antes era un bendito! Recuerdo que una vez que estuve en su casa se levantó una tempestad de truenos y relámpagos. Pues él fue quien cerró los balcones y encendió la tenebraria y el primero que se puso a rezar a Santa Bárbara.
Godofredo estaba inquieto, porque la plática se inclinaba demasiado a la murmuración. Así que, bajando los ojos con suave expresión de mansedumbre, dijo en voz apagada:
—A uno y a otro les ha de juzgar Dios. A nosotros no nos toca más que compadecerlos y hacerles todo el bien que podamos.
La prendera le miró enternecida.
—¡Oh, qué dichosa sería su mamá si fuera todavía de este mundo! Desde el cielo le estará bendiciendo.
—¡Así sea! —exclamó el joven levantando sus ojos límpidos al techo—. Mi mamá era una santa, y podría suponerse que está en el cielo; pero como nadie conoce los inescrutables designios de Dios, yo hago por su alma cuanto puedo. Me haría usted, Doña Rafaela, un favor inmenso, que no olvidaría jamás, si la encomendase a Dios en sus oraciones.
—Con todo mi corazón. Pierda usted cuidado. No dejaré un día de rezar por ella y en el aniversario confesaré y comulgaré por su intención.
—¡Oh, señora, eso es demasiado! —exclamó Llot abrumado por tanto favor.
—Eso no significa nada. Ya sabe que yo me confieso cada ocho días.
—Sí, ya conozco sus costumbres piadosas; pero de todos modos, ya le debo otras atenciones que aunque de categoría menos elevada…
—No hablemos de eso, Sr. Llot —se apresuró a decir la señá Rafaela extendiendo la mano.
—Hablemos, sí, señora. Yo no puedo olvidar ni un instante los favores que se me hacen. Precisamente había venido esta noche a arreglar nuestras cuentas.
—¿Pero qué prisa corre, criatura? Tan seguro tengo el dinero en su poder como en el mío.
—Sin embargo, por lo mismo que ha sido usted tan buena siempre para mí, no quisiera perjudicarla en lo más mínimo. Vamos a ver lo que le debo.
Al mismo tiempo sacó del bolsillo un librito de memorias y leyó con voz suave diversas cantidades que la anticuaria le había prestado en distintas ocasiones: un día treinta duros, otro setenta, otro cincuenta. Entre todas sumaban mil quinientas cincuenta pesetas.
—Bueno —dijo el joven metiendo la cartera de nuevo en el bolsillo—. Vamos a hacer una cifra redonda. Le debo a usted dos mil pesetas.
—No, señor; no me debe usted más que mil quinientas cincuenta.
—Sí, señora, le debo a usted dos mil, porque va usted a hacerme el favor de prestarme otros noventa duros… Necesito hacer algún regalito a mi novia y tengo poco dinero —manifestó el joven poniéndose rojo como una amapola.
Doña Rafaela quedó un poco sorprendida de aquel modo original de saldar cuentas; pero viendo el rostro de Godofredo cubierto de rubor, sus ojos serenos, inocentes, posarse dulcemente sobre ella con encantadora expresión de vergüenza, no pudo menos de sonreír.
—¡Conque regalitos, eh! Vamos, no se ponga usted colorado.
El hijo predilecto de la Iglesia se puso mucho más rojo aún. Parecía que iba a saltar la sangre de sus tersas mejillas.
A la prendera le hacía extremada gracia aquel rubor: para gozar más de él le mortificó todavía algún tiempo. Al fin echó mano al portamonedas. Pero Godofredo la detuvo dirigiendo una mirada de susto a la mesa de sus antiguos amigos.
—No; aquí no, señora. Hay muchos curiosos. ¿Quiere usted salir a la calle un momento?
—Con mucho gusto. De todos modos, es hora ya de retirarme.
Doña Rafaela se levantó de la silla y salió. El hijo predilecto de la Iglesia saludó a un amigo para figurar que no iba con ella, pero la siguió inmediatamente.
Una vez en la calle, libre de la vergüenza que le producía la luz y la presencia de la gente, dejó escapar los tiernos sentimientos de cariño y gratitud que rebosaban de su virgen corazón. Mientras caminaba hacia la Puerta del Sol en compañía de la prendera, con labio balbuciente y seductora timidez le hizo algunas candorosas confidencias sobre su situación y sus proyectos. La señá Rafaela sonreía siempre con extraordinaria complacencia, sorprendida de hallar en estos tiempos miserables un joven de corazón tan sano. Godofredo se mostraba hacia ella atento y respetuoso, como pocos hijos suelen estarlo con sus madres. Al llegar a una estrecha travesía la anticuaria se detuvo, avanzó algunos pasos por ella y, protegida de la oscuridad, sacó su portamonedas y le entregó la cantidad del pico en billetes. Godofredo los tomó con mano temblorosa y permaneció mudo frente a su bienhechora sin acertar a emitir una palabra de gracias, embargado enteramente por la emoción. Al fin, con voz alterada, pudo exclamar:
—¡Oh, señora, cuántos beneficios la debo! ¡Si yo pudiera expresar lo que pasa por mi corazón en este momento!
Tan bien le sentaba el embarazo que en aquel momento sentía que doña Rafaela le dio una palmadita en el hombro, lisonjeada hasta un punto indecible.
—Eso no vale la pena, querido. Para mí es un gusto el hacerle cualquier pequeño favor como éste.
—Lo sé, señora, lo sé —exclamó con voz melodiosa el joven—. Pero me siento turbado, porque desde que murió mi santa madre no hallé en nadie tanta dulzura. No por el dinero, sino por el cariño que usted me demuestra, no puedo menos de sentir hacia usted un afecto y un respeto parecidos a los que se sienten por una madre… Todavía voy a pedirle a usted un favor…
—Lo que usted quiera, Godofredito.
—Que me permita usted besar su mano.
La prendera quedó suspensa; vaciló un momento, pero viendo aquel rostro infantil cubierto de rubor, viendo sus ojos azules y límpidos como los de un querubín resplandecientes de gratitud, le entregó la mano sonriendo de la humildad y la inocencia de aquel niño.
—¡Qué cordero de Dios! —murmuró la buena mujer mientras sentía su mano mojada por las lágrimas de Godofredo.
Quiso éste acompañarla hasta su casa: la prendera no lo consintió.
Pero cuando se estaban despidiendo cruzó como un huracán a su lado don Laureano Romadonga.
—¿Qué le pasa a ese hombre? —preguntó la seña Rafaela.
—No sé; va muy pálido.
—Nunca le he visto de ese modo.
La señá Rafaela se apresuró a despedirse de su protegido e hizo ademán de irse hacia su casa; pero en cuanto vio a Godofredo lejos, dio la vuelta hacia el café del Siglo, porque la picaba mucho la curiosidad.
Romadonga entró efectivamente en el café del Siglo en tal estado de alteración que sorprendió a sus amigos. Sentose, o por mejor decir dejose caer sobre una silla, pidió un vaso de agua con azahar al mozo y, respirando trabajosamente, profirió roncamente:
—¡Si supieran ustedes lo que me acaba de pasar!
Eso es lo que todos querían: saber lo que le pasaba. Pero a pesar de sus vivas instancias sólo después que hubo bebido el vaso de agua a sorbos y limpiado repetidas veces el frío sudor que le manaba de la frente consintió en explayarse.
El suceso era portentoso, inaudito. Para mejor comprenderlo Romadonga hizo presente que desde hacía mucho tiempo mantenía amistad cariñosa con la marquesa viuda de Zamara y con su hija Matilde, viuda también de un primo comandante de ingenieros. Pues bien, de esta viudita tan linda como ingeniosa tenía celos su querida, la Concha, la hija del sillero, que todos ellos conocían. Celos infundados, por supuesto, porque jamás se le había pasado por la imaginación mirarla sino como una buena amiga…
La duda se infiltró en el pecho de los circunstantes al escuchar esta afirmación. Pero nadie osó producirla. Don Laureano continuó.
Ya en varias ocasiones habían tenido peloteras sobre este vano supuesto. Concha no quería que asistiese los lunes a la tertulia de la marquesa, y se ponía frenética si sabía que las había acompañado en el paseo. Un día le había amenazado con ir a casa de aquellas señoras y armarles un escándalo. Pero él no había hecho caso. ¿Cómo suponer que su locura había de llegar a tal punto? Sin embargo, llegó y aun pasó muchísimo más allá.
—Hace un momento me hallaba en el teatro de la Comedia. Era el beneficio del primer galán. La sala estaba de bote en bote. En el segundo entreacto fui a saludar a la marquesa de Zamara y a su hija Matilde, que estaban en la primera fila de butacas, cerca del pasillo lateral de los números pares. Me senté al lado de ellas en una butaca que había dejado un caballero, y estábamos bromeando alegremente, cuando de repente veo delante de mí a Concha, de pañuelo a la cabeza y mantón. Y antes de que pudiera reponerme del susto, se arroja como una fiera sobre Matilde a bofetada limpia…
Los tertulios lanzaron un grito de asombro.
—¡Qué atrocidad…! ¡No puede ser!
—Lo que ustedes están oyendo; a bofetada limpia y llamándola al mismo tiempo cuanto puede llamarse a una mujer —profirió trabajosamente el viejo libertino, volviendo a limpiarse el sudor.
—¿Y usted qué hizo?
—¿Yo…? Ya ven ustedes lo que hice… escapar. Los ojos se me nublaron. No vi más que una masa de gente que se levantaba gritando, riendo. Vi a Concha sujeta por dos acomodadores, gritando como ella sabe hacerlo, y vi también que el rey, que estaba en su palco, precisamente sobre nosotros, sacaba todo el cuerpo fuera del antepecho para enterarse, y sonreía… Y no vi más… Es decir, me vi en medio de la calle, sin abrigo y con el sombrero en la mano, lo mismo que estaba cuando el cataclismo.
Las exclamaciones de los circunstantes ante aquel caso extraño fueron interminables. Todos compadecían al viejo elegante: no tenían palabras bastante fuertes para condenar el brutal proceder de la chica. Sin embargo, debajo de los comentarios se adivinaba cierto regocijo que hacía brillar los ojos y pugnaba por salir en forma de carcajadas. El suceso era chistoso. Uno de ellos, cierto almacenista de camas que solía acercarse a la mesa de vez en cuando, se atrevió a decir respetuosamente:
—La verdad es que esa mujer, en mi pobre opinión, no le conviene a usted, señor Romadonga.
—¡Ya lo creo que no me conviene! —exclamó el seductor con furia—. ¡Vaya una noticia que usted me da! Pero si usted hubiera visto la navaja que trae consigo constantemente, de seguro no hablaría usted con tanto desahogo.
—¿Pero sería capaz…?
—¿Capaz? ¡Anda con la niña! La mujer que tiene hígados para lo de esta noche, los tiene para todo. Me ha jurado muchísimas veces que si algún día la abandono me dará una puñalada por la espalda… Y yo estoy convencido de que me la pega… ¡Vaya si me la pega! —profirió con exaltación—. ¿No lo cree usted, Don Dionisio?
—¡Qué situación, si pudiera llevarse al teatro! —exclamó el bardo con voz sepulcral, saliendo de su abstracción poética.
—Pero, hombre, ¿la quiere usted más dentro del teatro todavía? —dijo Romadonga sacudiendo la cabeza desesperadamente.
XV
Mientras una cruel pulmonía postraba en el lecho a Mario, su nombre corría por la prensa periódica, era objeto de apasionadas discusiones. El fallo del jurado, en lo que a él se refería, fue condenado como injusto por varios críticos. Otros lo sostuvieron, o por convicción o por amistad hacia los jurados, o por envidia al nuevo artista. Rivera había quedado casi tan estupefacto como Mario y casi tan acobardado. Temía que su cariño le hubiese ofuscado. Pero cuando vio la lucha empeñada lanzose intrépidamente a ella. Y la pluma del viejo periodista, tanto tiempo colgada, nada había perdido de su destreza y proverbial causticidad; vibraba a impulso de la indignación con tal donaire y desenfado que puso inmediatamente de su lado al público indiferente. Al propio tiempo, como poseía y sabía tocar la cuerda del sentimiento, sacó mucho partido de la enfermedad de su amigo, víctima de su arrojo heroico en los momentos mismos en que lo era de una miserable injusticia.
De tal modo que cuando el joven escultor se levantó de la cama gozaba de mayor reputación y gloria que si le hubiesen dado la medalla de honor. Por esta vez la envidia había errado el golpe. La primer noche que se presentó en el café, sus amigos se pusieron en pie y palmotearon briosamente. Los demás asistentes siguieron el ejemplo: se le hizo una ruidosa ovación, de la cual dieron cuenta al día siguiente los periódicos.
—El arte es la apoteosis de la inutilidad —vertió sentenciosamente Moreno al oído de don Pantaleón, ya que se hubo calmado el entusiasmo—. Cuando los objetos útiles dejan de serlo, pasan a la categoría de artísticos. Un ánfora antes servía para contener agua o vino. Hoy es objeto decorativo sobre las chimeneas o sobre columnas. Éstas, a su vez, antes servían para sostener los techos; hoy adornan los rincones de los gabinetes.
El ingenioso Sánchez se mostró profundamente interesado por estas observaciones luminosas. Cerró sus grandes ojos apagados en señal de asentimiento y meditó.
—Se ha observado —prosiguió Moreno— que los países donde se hallan más desarrolladas las tendencias artísticas son los que dan mayor contingente a los manicomios. Y es porque el arte es ante todo un juego estéril de la imaginación. El arte, lo mismo que el misticismo, concluyen por alterar nuestro desenvolvimiento orgánico. En mi concepto, lo mismo uno que otro deben ser rechazados como tendencias morbosas.
Don Pantaleón agitó las manos convulsivamente, abrió los ojos y profirió una serie de exclamaciones corroborantes. Siempre le pasaba igual al oír la palabra morboso. Este adjetivo ejercía sobre su organismo un efecto extraordinario, mágico, una sensación de deleite inefable que se le advertía en el brillo inusitado de los ojos y en el movimiento de trepidación del bigote. Cuando tenía ocasión de pronunciarlo (y la buscaba con harta más diligencia de lo que convenía a la armonía del discurso), lo mascaba, lo paladeaba con gozo indecible, percibiendo en los labios el mismo grato sabor que algunos santos experimentaban al proferir el nombre de la Virgen María. Así que sin darse cuenta de ello, el ingenioso Sánchez declaraba morbosas casi todas las cosas de este mundo. En su entusiasmo por el vocablo hubiera declarado morbosa a la misma madre que lo había parido.
Nada nuevo, pues, le decía Moreno. Muy de antemano sabía ya el ilustre fisiólogo que el arte y el misticismo eran elementos morbosos del organismo social. Lo eran también otra porción de cosas que Moreno no sospechaba siquiera. Don Pantaleón, hay que decirlo con toda claridad, había llegado más arriba en el camino de la indagación, poseía un conocimiento más completo de los resortes de la Naturaleza que su amigo. Apenas le faltaba explicación para ninguno de los infinitos fenómenos de la creación natural. Como hay de ello muchos ejemplos en la historia de la ciencia, el discípulo sobrepujaba notablemente al maestro. En alas de su genio, Sánchez había volado de golpe a regiones donde el pobre Moreno, a pesar de su aplicación asidua, no llegaría jamás.
Por eso continuaba admirando en su joven amigo la fiera independencia del carácter, la increíble fuerza de que había dado muestras para salir triunfante en la lucha por la existencia que para él había sido tan ruda, la brusca franqueza de su palabra propia del hombre primitivo nacido para el combate. Pero en cuanto al conocimiento de los problemas de la ciencia positiva no tenía por qué admirarle. Don Pantaleón poseía lo menos veinte centímetros más de circunvolución en los lóbulos cerebrales, como ha de probarse en el curso de esta verídica historia.
Desde hacía algún tiempo venía consagrando toda la fuerza de estos lóbulos a la resolución de un problema magno, el mismo que había anunciado vagamente a su yerno como algo que el mundo debía de acoger con asombro y aplauso. Este problema, hora es ya de revelarlo, no era otro que el origen del pensamiento. El ingenioso Sánchez, a la hora presente, sabía de un modo perfecto la geografía cerebral. Con ayuda de su microscopio había escrutado las innumerables células nerviosas de varios animales, siguiendo con ojo avizor la inmensa red de fibras que de ellos parten. Luego había obtenido algunos cerebros humanos y había hecho lo mismo. Conocía las piezas de la máquina. En aquella vasta ciudad de células gustaba de pasear a menudo y seguir la intrincada red de sus caminos y senderos. Pero ignoraba por completo el secreto del mecanismo: recorría las calles, pero nada sabía de lo que pasaba dentro de las casas. Su genio colosal ansiaba apoderarse del secreto. Algunos sostenían que era imposible. El ingenioso Sánchez sonreía y meditaba.
Las noticias que los fisiólogos anteriores a él le suministraban eran muy vagas. Uno sostenía que el pensamiento era una secreción semejante a la bilis o a la orina. Don Pantaleón en sus experimentos no había hallado señal de estas secreciones en la masa encefálica. Otro, que el pensamiento se producía en el cerebro por un método análogo al de la fabricación del pan. Era más verosímil. Sin embargo, pensaba que debía de parecerse más a la fabricación de la cerveza a causa del sistema de destilación, pues no le cabía duda de que las sensaciones para trasformarse en ideas debían de pasar por un finísimo alambique. Mas a pesar de cuantos esfuerzos llevó a cabo para descubrir con el microscopio este cedazo, no lo había logrado hasta entonces.
La resolución de este gran problema le agitaba a todas las horas del día y en muchas de la noche. Su labor era incesante, hasta el punto de no dejarle pensar ni sentir apenas otra cosa. Sin embargo, en los actuales momentos un suceso, al parecer insignificante, le preocupaba bastante, le tenía más silencioso y meditabundo que de costumbre. Viniendo al café aquella noche había tropezado en la calle con un hombre tendido sobre la acera. Quiso levantarle. El hombre no podía tenerse en pie a causa de su extrema debilidad: según dijo no había tomado alimento en treinta y seis horas. Lleno de compasión le arrastró como pudo hasta un restaurante próximo; hizo que le sirviesen caldo y le pagó una buena comida. Después le dejó casi todo el dinero, que llevaba en el bolsillo.
Pues bien, el célebre antropólogo estaba pesaroso, descontento de sí mismo. Sabía muy bien que los llamados sentimientos de humanidad y filantropía son, como el sentimiento religioso, peculiares de las sociedades primitivas. Una sociedad civilizada no puede admitirlos porque se oponen abiertamente a las leyes de la selección y de la lucha por la existencia, que se cumplen en el organismo social como en los inferiores. En esta lucha los débiles deben perecer: así es conveniente para el progreso de la especie. Protegerlos, ayudarles a eludir las leyes indeclinables de la Naturaleza es indigno de un hombre civilizado, y mucho más de quien como él se dedicaba al estudio de la ciencia positiva. El que deba vivir que viva; el que deba caer que caiga. De aquí su remordimiento y tristeza. Y lo que más le avergonzaba era que, viendo comer a aquel desgraciado con apetito voraz, había llorado de ternura. Resabios de su educación primera, llena de juicios absurdos y de imaginaciones infantiles.
Este hecho insignificante probará hasta qué punto aquel hombre insigne había sacudido de su inteligencia el polvo de las preocupaciones y había avanzado en el camino de la perfección positiva.
Una de las cosas que logró dar más luz a sus lóbulos cerebrales fue la compra de un mono. Era el sueño de su vida. Por fin tropezó con ciertos bohemios que se prestaron a venderle uno valetudinario y sarnoso. Se lo hicieron pagar bastante caro, visto el afán que por él mostraba. Cuando nuestro fisiólogo se encontró a solas en su laboratorio en presencia de aquel ser, su precursor inmediato, sintió emoción indefinible. Un respeto profundísimo se apoderó de su mente. Delante de sí tenía al hombre, al hombre primitivo en toda su augusta sencillez y verdad, sin absurdas ideas metafísicas, sin religión, sin moral, sin los tristes idealismos que tuercen y adulteran el curso sagrado de la Naturaleza. ¡Ah, no! Aquel hombre no pretendía ridículamente oponerse, como nosotros, a sus leyes inflexibles, a la ley de la lucha por la existencia, o de la selección. Era el producto espontáneo de la Naturaleza, resplandeciente como ella de majestad y de inocencia.
Acurrucado en un rincón, el hombre primitivo clavaba en el secundario una mirada inquieta y temerosa. Pero viendo que éste no trataba de hacerle daño, concluyó lógicamente por rascarse la barriga, ejecutando después otra serie de maniobras candorosas que el gran antropólogo seguía con mirada escrutadora y reflexiva. La ciencia estaba de enhorabuena. En el cerebro del ingenioso Sánchez germinaban pensamientos fecundos, admirables proyectos de experimentación. Desgraciadamente no pudieron realizarse por una alteración funesta de los nervios de la esposa del fisiólogo.
Doña Carolina no tenía noticia de la compra del mono. Don Pantaleón, que sabía cuán poca simpatía le inspiraban los adelantos de la ciencia, había cuidado de ocultársela. Hallábase, por tanto, la buena señora ajena enteramente a la presencia del hombre primitivo en su domicilio, cuando aquél se encargó de hacérsela notar en la forma más inconveniente que pudo verse jamás. Una noche, atravesando el corredor de la casa con una bujía en la mano, sintió que dos brazos peludos la agarraban por el cuello, y unas uñas infernales se le clavaban en el rostro. La infeliz pensó que el mismo demonio venía a arrebatarla. Dio un grito horrísono y se le cayó la palmatoria de la mano. Cuando la gente de casa acudió yacía en el suelo privada de conocimiento. El mono se balanceaba en lo alto de una percha, revelando en su fisonomía expresiva la sublime indiferencia que caracteriza a los seres no adulterados aún por ideas metafísicas.
Claro está que desde entonces no volvió a hablarse de él en la casa del fisiólogo; es decir, sí se habló, y mucho, pero fue siempre para vejar al ilustre antropólogo, quien por largo tiempo no pudo gozar de tranquilidad a la hora de comer.
Por fortuna, un suceso próspero vino a borrar aquella impresión fatal. Ya sabemos que la hija menor de Sánchez, desde que perdiera su belleza en aras de la ciencia, apenas pisaba la calle. Al café del Siglo no había vuelto jamás. El desengaño de Godofredo al tiempo mismo que le había herido la desgracia, no poco contribuyó también a dejarla en el profundo abatimiento en que vivía. Silenciosa y melancólica la que antes era todo ruido y alegría, parecía una sombra vagando por la casa. A veces se la oía gemir. Su madre sacudía entonces la cabeza, terrible, amenazadora como una euménida; el ingenioso Sánchez bajaba la suya, sometiéndose a aquel castigo, pero satisfecho en el fondo de sus lóbulos cerebrales de haber sacrificado una hija en el altar de la ciencia, no en el del fanatismo metafísico. Si en aquellas negras horas de desesperación todos sus pensamientos eran para el ingrato Llot, sin que un vago e insignificante recuerdo mereciese la pasión de Timoteo, no es fácil averiguarlo. Lo que sí puede afirmarse es que el violín de aquel desgraciado joven seguía exhalando quejas melancólicas por la noche lo mismo que en los tiempos de esplendor de su adorada. Para él no existían quemaduras ni costurones; todo era como antes tersura, nácar y alabastro; sus notas se arrastraban siempre lánguidas, voluptuosas, enamoradas.
En casa del fisiólogo nada se sospechaba del fondo sensual que encerraban. Sánchez no podía reparar en tales futilezas. Doña Carolina iba poco por el café y estaba muy lejos de presumir que existiese en la tierra tal desinteresado amor. Así que fue viva su sorpresa al recibir un día la visita del artista en traje de ceremonia. La esposa del antropólogo no estaba sola. Su hija Presentación bordaba a su lado cerca del balcón. El artista avanzó con tan amable sonrisa que su boca se dilataba de un modo imponente.
—Buenas noches, Doña Carolina… ¡digo no! Buenos días, Doña Carolina; buenos días, Presentacioncita.
Inmediatamente el heroico joven quedó envuelto en una nube de lluvia menudísima, de la cual por fortuna sólo algunas gotas vinieron a caer a los pies de la buena señora. Después se creyó en el caso de refrenar el vuelo de su fisonomía, dándole la gravedad apropiada al caso; pero tan pronto como consiguió llevarlo a cabo, su boca volvió a dilatarse, recobrando la posición anterior como un resorte que se suelta. Tornó a cerrarla con esfuerzo y de nuevo volvió a soltarse, repitiendo la operación algunas veces antes de pronunciar una palabra. Esto, unido a cierto modo extraño y constante de sobarse las rodillas con la palma de las manos como si estuviera dándoles fricciones de algún bálsamo antirreumático, produjo en Doña Carolina un movimiento de impaciencia que procuró refrenar con su amabilidad característica. Al cabo rompió.
—Señora, aquí Presentacioncita sabe perfectamente…
Pero en el mismo instante la aludida se alzó bruscamente de la silla y salió de la sala. El artista, detenido en los comienzos de su discurso, la miró alejarse con sorpresa y dolor.
Presentación, desde que perdiera su belleza, se había vuelto suspicaz, recelosa; pensaba que todos se burlaban de ella. Ésta fue la razón de su brusca partida. Imaginó que Timoteo, desdeñado en otro tiempo, venía a gozarse en su desgracia y a satisfacer una miserable venganza.
¡Cuán lejos se hallaba de la verdad! Lo que en aquel instante sentía el corazón de Timoteo era idéntico a lo que vibraba en el alma de su violín, todo lánguido, todo voluptuoso.
—Señora, yo sé que soy un gusano indigno…
Este comienzo no le pareció mal a Doña Carolina y procuró dárselo a entender con una sonrisa benévola.
—Un gusano… eso es…
—Vamos, Timoteo, cálmese usted. Le veo un poco agitado.
—¡Cómo no he de estarlo, señora! ¡Cómo no he de estarlo si lo que me pasa a mí…! —exclamó el joven apretando las rodillas con sus manos crispadas.
—¿Pero qué le pasa, criatura? —preguntó la señora con una entonación que decía bien claro que lo sabía.
—Ya sé que soy un indigno gusano…
—¡Dale! ¡Cálmese usted, Timoteo, cálmese!
—Yo venía con intención de hablar con usted, señora… pero ya no puedo hablar… ¡no puedo hablar! —profirió con creciente agitación.
Doña Carolina le contempló un instante con sonrisa maliciosa y dijo al cabo:
—Pues yo voy a decirle a usted lo que usted tenía que decirme a mí.
Timoteo la miró estupefacto.
—Señora —venía usted a decirme—, yo sigo tan enamorado de su hija Presentación como el primer día. A pesar de su desgracia la quiero con todo mi corazón, porque mi cariño no se cifraba en la hermosura del cuerpo, que es perecedera, sino en la del alma, que jamás muere.
El violinista se puso horriblemente pálido. Alzose de la silla y comenzó a dar vueltas por la estancia agitando el sombrero con frenesí. Todo su amor, sus tristezas y anhelos, los pensamientos todos que ocupaban su mente desde hacía tanto tiempo salieron de golpe en frases cortadas, incoherentes, que resonaron lúgubremente en la sala como la confesión de un reo en capilla. Pero venían envueltas en una nube tan espesa de rocío que Doña Carolina se vio precisada a apartarse más de una vez y refugiarse por los rincones para no quedar completamente empapada.
Al fin se dejó caer otra vez en la silla, rendido, aniquilado. Doña Carolina también se sentó y le contempló largo rato con mirada chispeante de malicia.
—¡Pícaro, qué bien me conoce usted! —exclamó dándole un pellizco.
Timoteo clavó en ella una mirada de besugo atónito.
—A usted no se le ha escapado el cariño con que siempre le he mirado. Es una debilidad, una manía; nunca he podido remediarlo. Mis hijas me tienen dicho un millón de veces: «¡Pero, mamá, no callas con Timoteo! ¿Y qué le voy a hacer, hijas mías? El cariño no puede razonarse, y yo se lo he tomado a ese muchacho. No digo a Presentación solamente: si diez hijas tuviera y Timoteo me las pidiese, las diez le daría sin vacilar un momento».
Aquella prueba poligámica de simpatía conmovió de tal manera al violinista que se alzó de nuevo agitando el sombrero; pero Doña Carolina logró hacer que se sentase tirándole de la levita.
Finalmente, el artista pidió con más humildad que ceremonia la mano de Presentación, añadiendo que, si no lograba verse unido a ella, sus medidas estaban ya tomadas, su resolución era irrevocable. Y no se explicó más; pero bastaba y sobraba, atento el tono fúnebre con que profirió tales palabras. Timoteo pensaba en divorciarse de la existencia.
Doña Carolina adoptó inmediatamente un continente grave, protector, de una importancia tal que el violinista comprendió que su vida estaba en manos de aquella señora. Largo rato estuvo pensativa. Luego manifestó que por ella todo quedaría arreglado en seguida. ¡Ah, por ella no había dificultad alguna! Desgraciadamente era necesario consultar otras voluntades: primero la de Presentación…
La esposa del fisiólogo se levantó del asiento, tomó de la mano gravemente al artista y le llevó consigo fuera de la sala. Timoteo se dejó arrastrar presa de una emoción que le privaba por completo del uso de sus facultades mentales y a medias del juego de las rodillas. Llegaron al pasillo, y allá a lo lejos columbraron la silueta de Presentación. Mas apenas los divisó ésta, corrió a refugiarse en su cuarto, que cerró con un violento portazo.
Doña Carolina dirigió una sonrisa dulce al violinista, en cuyos ojos se pintaba el espanto.
—Presentación, abre —dijo aquélla llamando con los nudillos a la puerta—. Timoteo necesita hablar contigo dos palabras.
—Nada tiene que hablar Timoteo conmigo —respondieron de adentro.
Doña Carolina volvió de nuevo su fisonomía condescendiente hacia Timoteo, dibujándose en ella otra dulce sonrisa.
—Sí, hija mía, sí. Es una cosa seria lo que tiene que decirte. Abre.
—Ni seria ni risueña: no quiero oír nada —repuso Presentación—. Que se vaya.
Doña Carolina sonrió nuevamente y apretó la mano del violinista. Éste se hallaba consternado.
—Vamos, no seas terca. Abre, hija.
—¡Que se vaya! ¡que se vaya! —repitió la joven con más fuerza.
—Háblele usted por el agujero de la llave. No hay otro medio —dijo la esposa del fisiólogo empujando a Timoteo.
Éste bajó la cabeza y aplicó su boca húmeda a la cerradura.
—¡Presentacioncita! Yo soy un indigno gusano…
—¡Váyase usted! No quiero oírle.
—Pero la adoro a usted con toda mi alma. Es usted desde hace mucho tiempo la estrella confidente de mis amores, y adonde quiera que el destino me arrastre bien puede estar segura que eternamente será mi bandera, bajo la cual pelearé hasta derramar la última gota de mi sangre…
La voz del violinista, al pasar por el agujero de la llave, producía un zumbido oscuro, lamentable, en el cual apenas podían percibirse las palabras. Presentación no respondía. Sin embargo, la imagen expresiva de la bandera y de la gota de sangre debieron de enternecer un poco su corazón. Al cabo de un rato repitió por máquina y con menos fuerza:
—Que se vaya… que se vaya.
—Presentacioncita —aulló de nuevo Timoteo—, ¡quisiera morir por usted! Quisiera morir cuando el sol traspone los montes lejanos del horizonte, cuando muere la luz entre celajes de ópalo y grana. Quisiera morir, y sería feliz si supiese que en mi tumba solitaria vendría usted a depositar algunas margaritas silvestres…
Timoteo repetía los conceptos poéticos que más habían herido su imaginación en la letra de los nocturnos y canzonetas que tocaba. Presentación guardó silencio. Al cabo de un rato aquél volvió a zumbar, incurriendo en flagrante contradicción.
—¡Presentacioncita, por Dios, no me deje usted morir así!
Después de una larga pausa se oyó la voz de la niña que profería estas notabilísimas palabras:
—Mamá, haz lo que quieras.
Inmediatamente Timoteo se sintió en los brazos de su futura suegra. Pálido, trémulo, aniquilado de emoción, se dejó arrastrar de nuevo por aquélla a la sala.
¿Qué pasó allí? Apenas es necesario manifestarlo. Doña Carolina dio rienda suelta a su corazón magnánimo. Se mostró ante los ojos húmedos de Timoteo, no con la apariencia desagradable que hasta entonces se había visto precisada a adoptar, sino como lo que era en realidad, un tesoro de indulgencia y generosidad. Media hora de conversación íntima bastó para que Timoteo se viese tratado con la confianza y cariño de un hijo mimado. No sólo aquella bondadosa señora dio su pleno consentimiento para la boda, sino que ofreció su apoyo para vencer la única grave dificultad que para ella se presentaba, la voluntad de su marido. Don Pantaleón, el terrible Don Pantaleón, seguía pesando como una losa sobre los deseos y aspiraciones de la familia. Aún más: Doña Carolina llegó a consentir que la llamase mamá cuando estuviesen solos, y le prometió tutearle en el mismo caso. ¡Pero cuidado con que llegase a noticia de su marido! No satisfecho su tierno corazón con esto, al despedirse, cerca de la escalera, de su futuro hijo político le dio un beso maternal en la frente. De tal modo que Timoteo bajó los peldaños tambaleándose de gozo, no sin besar antes las manos de aquella adorable señora, derramando sobre ellas un raudal de lágrimas y saliva.
Los dioses no se fatigan jamás cuando quieren hacer a un mortal feliz o desgraciado. Aún le tenían reservado a nuestro artista un nuevo triunfo que saboreó al llegar a su casa. En ella le aguardaba el padre Laguardia, más huesudo y más inquieto que jamás lo había sido. Timoteo no le conocía más que de vista. Después de saludarle rápidamente, el presbítero le preguntó con agitación:
—Venía a que usted me dijese, si es que lo sabe, dónde vive actualmente su amigo Llot.
—¿Mi amigo Llot?
—O su enemigo. Es igual. Dónde vive es lo que me importa averiguar.
—Pues no lo sé, ni lo he sabido nunca.
—¡Nadie! ¡nadie! —exclamó el clérigo terciando el manteo y comenzando a dar vueltas por la habitación como un loco—. ¡Nadie sabe dónde se esconde ese pillo…! Porque es un pillo, ¿sabe usted? —añadió encarándose con Timoteo ferozmente como si no esperase más que éste le contradijese para arrojarse sobre él—. ¡Un granuja! ¡un miserable! ¡un estafador! ¡En cuanto le tropiece le piso la cara!
—¡No puede ser! —dijo Timoteo inundado de gozo.
—¿Que no puede ser? —chilló el cura abalanzándose a él y sujetándole por la solapa de la levita—. ¿Cree usted que yo no soy capaz de pisarle la cara?
—No es eso. Lo que yo quería decir es que me extrañaba que un muchacho tan inocente, que parecía una palomita sin hiel…
—¡Una palomita! —exclamó Don Jeremías sonriendo sarcásticamente—. ¡Una palomita…! ¡Un raposo! —profirió con grito horrísono—. Un raposo a quien hay que cortar las orejas, a quien hay que desollar vivo.
Y comenzó de nuevo a dar paseos agitados lanzando al mismo tiempo tremendas imprecaciones.
Al fin se dejó caer en una silla y se puso a contar lo que le pasaba.
Godofredo le había ido sacando poco a poco y con diferentes pretextos algunas cantidades, las cuáles sumaban a la hora presente seiscientas y pico de pesetas, desapareciendo de la noche a la mañana. No era eso lo peor. Lo verdaderamente infame es que se había valido de su nombre para estafar una porción de dinero a algunos amigos: al cura de San Ginés sesenta duros, al capellán de las Adoratrices cuarenta y cinco, al excusador de San Millán diez y seis, etc., etc. Iba pidiendo estas cantidades como si fuesen para Don Jeremías. Cuando presumía que no bastaba la palabra, presentaba una carta falsificando la firma… Además, había encargado un sin fin de misas por el alma de su madre, y de toda su parentela, sin que jamás hubiese dado un cuarto a los sacerdotes que las dijeron. Resultaba, en fin, debiendo y estafando a todas las personas con quienes le había puesto en relación…
Don Jeremías no podía estarse quieto mientras relataba tales infamias. Se sentaba, se alzaba, paseaba, manoteaba, chillando al mismo tiempo como un energúmeno.
Timoteo sentía correr por sus venas un estremecimiento dulcísimo. A la agitación y cólera que reflejaba el rostro del presbítero oponía su semblante una placidez verdaderamente paradisíaca.
Y más se acentuó esta expresión de beatitud celeste cuando vio salir a Don Jeremías como un huracán, sin decirle adiós siquiera, gritando al trasponer la puerta:
—En cuanto le tropiece, no hay más, ¡le piso la cara!
XVI
Don Laureano Romadonga no era hombre que se dejase aprisionar fácilmente por los artificios femeninos; que comprometiese el sosiego de su vida, sus placeres, su independencia por una mujer, cualquiera que ella fuese. Conocedor profundo de la existencia, había formado hacía mucho tiempo su plan, y de él no se apartaba una línea. Sus días se deslizaban serenos, risueños, libando voluptuosamente la corta cantidad de miel que sólo proporciona este valle de lágrimas a los solterones ricos y sanos.
Desgraciadamente la impetuosidad absurda de su última querida había venido a turbar el curso sereno de estos días. Hacía ya algún tiempo que el viejo seductor comprendiera que le convenía cortar estas relaciones enfadosas. Si no lo ponía en práctica, como en casos semejantes había hecho, no era por falta de voluntad, sino por el temorcillo que la navaja de la chula había logrado inspirarle. No obstante, después de la escena escandalosa del teatro, la separación quedó resuelta en principio. Aunque por un refinamiento de hombre gastado le placiesen para queridas las mujeres de genio vivo y hasta un poco agresivas, los arranques de la hija del sillero rebasaban ya los límites de lo tolerable. No era posible continuar. Sus planes sabios corrían peligro de hundirse para siempre con aquella chiquilla violenta y caprichosa.
Era demasiado listo, sin embargo, para dejar traslucir sus propósitos. Continuó en apariencia tan enamorado. Mantuvo a la Conchita en la ilusión de ser su última y definitiva querida. Hasta le dejó entrever algunos tenues y lejanos rayos de luz matrimonial. Mientras tanto, allá en el fondo de su cerebro artificioso se elaboraba tranquilamente un plan maquiavélico que iba a marchitar en flor tanta dulce esperanza. Romper con la chula quedándose en Madrid era expuestísimo. Aunque avisase a la policía, tenía la seguridad de que Concha le daba una puñalada por la espalda. ¡La conocía bien! A aquella muchacha fiera y escandalosa le importaba un bledo ir a presidio o a la horca con tal de satisfacer su venganza. Era necesario escapar de Madrid. ¿Adónde? Después de meditar varios días este punto, se decidió por París. Aquella inmensa ciudad, emporio de todos los placeres, convenía admirablemente a los fines interesantes que Romadonga perseguía en esta vida. Pasar el invierno en París; desde allí, cuando viniese el verano, trasladarse a Biarritz o San Sebastián; en el mes de Octubre, trascurrido ya cerca de un año, regresar a Madrid. En todo este tiempo la hija del sillero le olvidaría, hallaría otro acomodo, desaparecería de Madrid. ¿Quién sabe lo que podía suceder?
Resuelto, pues, a llevar a cabo el proyecto, comenzó sigilosamente a hacer sus preparativos. Vendió los coches y los caballos, giró a la capital de Francia dinero, envió a su criado por delante con los objetos necesarios, hizo la maleta; y una tarde se metió cautelosamente en un coche del Sud-exprés y huyó de Madrid sin dar cuenta a nadie de su viaje. Una hora antes había estado en casa de su querida. Con sarcasmo mefistofélico pasó largo rato hablándole de planes para lo porvenir, prometiendo llevarla pronto a vivir consigo y viajar con ella algunos meses y comprarla una magnífica cama que juntos habían visto en un escaparate de la calle de Alcalá. Estuvo jocoso y seductor como nunca. Al despedirse le dijo que vendría de noche a buscarla para ir a un teatrito por horas, y que estuviese ya vestida y no se hiciese esperar. La sonrisa cruel que plegaba sus labios al bajar la escalera inspiraba frío y miedo.
¡Pobre niña! ¡Cuán ajena estaba del pensamiento que bullía en la mente de aquel hombre egoísta, sin entrañas!
Mientras corrió el tren por los campos de España, todavía la imagen de la chula venía de vez en cuando a turbar su espíritu. Pero en cuanto atravesó la frontera se le borró por completo. Al llegar a París buscó un cuartito amueblado en lo más céntrico; alquiló coche, compró caballo, se hizo socio de dos clubs aristocráticos y comenzó a hacer la vida a que sus convicciones filosóficas le arrastraban. De tal suerte, que a los quince días se encontraba infinitamente mejor que en Madrid, y principiaba a sospechar que no sólo aquel invierno, sino todos los que a Dios pluguiere concederle, iba a pasar en aquella hermosa capital.
La existencia de Romadonga se deslizaba serena, feliz, egoísta como la de un dios, viviendo únicamente para sí y contemplando con augusta indiferencia los dolores y las alegrías de los otros. Excusado es decir que el sol que más iluminaba y amenizaba aquella existencia era la mujer. Pero no una mujer determinada; la mujer en general; hoy una, mañana otra. Después de paladear la fruta hermosa, pero un poco insípida, de las burguesas madrileñas y morder en la guindilla de las chulas, las cortesanas parisienses, tan elegantes, tan ingeniosas y cultas, le parecían un bocado exquisito. Y hay que confesar que supo aprovecharse. En poco tiempo fue popularísimo entre ellas. Le llamaban riendo el fidalgo español. Su carácter frío, su ingenio reconocido y el cinismo con que se expresaba logró dominarlas. Hasta el exagerado acento extranjero contribuía a dar más gracia a sus frases insolentes en el fondo y correctas en la forma.
Gozando de más libertad que en Madrid, con gozar aquí mucha, tan pronto se le veía con una dama del brazo como con otra, creyendo a puño cerrado que la Naturaleza sólo es bella por su rica variedad. A ciertas horas del día hallaríasele invariablemente paseando por los boulevares con el cigarro en la boca balanceando su esbelta figura entre la muchedumbre; dirigiendo su mirada atrevida, escrutadora, a las bellezas que cruzaban cerca, inclinándose a un lado y a otro para ver mejor; a veces teniendo el paso y siguiéndolas con la vista largo rato.
—Es guapa esa barbiana, ¿verdá tú?
Romadonga sintió un escalofrío mortal correr por sus venas. Volvió el rostro espantado y se encontró con la mismísima Concha. Instintivamente puso las manos por delante.
—¡No seas tan jindamón, hombre! —profirió la chula con voz ronca, apoyándose en cada sílaba y mirándole de arriba abajo con ojos torvos, despreciativos—. ¿No ves que soy una mujer?
La vergüenza hizo que volvieran los colores a las pálidas mejillas del fidalgo español.
—Es que tú no eres una mujer como otras… ¡Ya lo creo, caramba…! ¡Pues si me descuido, caramba!
—¡Ya lo creo! ¡Si te descuidas, caramba! —exclamó haciendo burla la chula.
En verdad que Romadonga estaba descompuesto y aturdido que daba lástima.
—Si te descuidas, ¡na! —prosiguió Concha—. El día que se me meta en el moño te clavo el corazón, con cuidao o sin él… ¿Qué te has figurao, viejo silbante, que después de lo que has hecho conmigo me ibas a tirar a la barredura, como un papel sucio…? ¡Ja, ja…! Que se te quite, infeliz.
El traje, la actitud y la voz de la chula habían hecho pararse a algunos curiosos. Don Laureano, avergonzado y alentado al mismo tiempo, exclamó irguiéndose:
—Vaya, vaya, déjame en paz y sigue tu camino. Nada tengo que partir contigo.
—¿Nada tienes que partir conmigo, malvao? Y la criatura que he dejao en Madrid ¿es la punta de un cigarro que tiras a la calle cuando empieza a quemarte, verdá tú? Y mi honra es otra colilla ¡puf! que se escupe y no se vuelve a mirar… Aquí tienen ustedes un hombre, señores (volviéndose a los circunstantes, que no entienden una palabra y contemplan asombrados la escena). ¿Ven ustedes este viejo baboso, que tiene más años que Matusalén, más pintao que un monumento y más perfumao que una corista? Pues este tío ha conseguío chalarme no sé por qué… por la labia, por la fachenda, por las mentiras… en fin, por lo que a ustedes no les importa. Y luego que me ha visto chalá, y me ha deshonrao, y me ha tenío tres años sujeta como una mona, de la noche a la mañana y sin decir «agur Conchita,» se escapa a París, y ¡venga juerga con las suripantas…! ¡Qué bonito! ¿verdá ustedes…? Pero como yo soy hija de mi padre y de mi madre, y no hay más que una vida que perder, y de mí no se ha reído ningún roío dao por tal como éste, a este tío asqueroso nadie le mata más que yo, ¿saben ustedes?
Don Laureano vio un agente de policía acercarse y, envalentonado, se atrevió a decir con tono despreciativo:
—Anda, anda, sigue tu camino, que todo lo que te he quitado te lo he pagado en buenos billetes de Banco.
Los ojos de Concha relampaguearon como los de una pantera.
—¿Dinero por mi honra, canalla? —gritó en el paroxismo de la cólera.
Y llevándose la mano al seno, sacó rápidamente una navaja de grandes dimensiones, la navaja de marras. Pero en aquel instante las manos del agente la sujetaron por detrás, Don Laureano retrocedió más pálido que la cera.
—Déjenme ustedes que saque las tripas a ese infame —gritaba la chula tratando de desasirse.
Pero al volver la cabeza para ver quién la sujetaba, quedose repentinamente inmóvil.
—¡Un guindilla! Está bien. Tome usted —dijo entregándole la navaja tranquilamente; luego, subiéndose el mantón y apretando el nudo del pañuelo, añadió—: Lléveme usted a la cárcel.
Y volviéndose a Romadonga en una actitud fría, desesperada, que inspiraba miedo y lástima al mismo tiempo, con terrible calma dijo:
—No tardaré en salir. Te juro por la salud de mi hijo que pronto tendrás noticias mías. Cuando recibas el golpe, si tienes tiempo a pensar, ya sabes quién te lo ha dado.
Estas palabras desgarraron el corazón magnánimo de Don Laureano. La vida es dulce a todos los mortales, pero muy especialmente lo era para aquel hombre venerable. Recibir una puñalada por la espalda sin aviso de ninguna clase, le era profundamente desagradable. Así que, antes de que el policía llevase consigo a Concha, se dirigió a él y, en francés chapurrado, le manifestó que aquella señora era su esposa y que le hiciese el favor de soltarla.
Esto fue lo único que comprendió el círculo de curiosos que les rodeaba. La noticia causó sorpresa y no poca risa. El agente no se avino a ello sin llevarlos a ambos antes a las oficinas de la policía. Entonces Romadonga, con la galantería propia de un fidalgo español, ofreció el brazo a la chula y se fueron escoltados por el guardia. La muchedumbre aplaudía riendo.
XVII
Mario llegó a ser un escultor distinguido. Llovieron las demandas de obra en su estudio. Bustos, estatuas, jarrones, mausoleos, todo lo trabajó con gloria y provecho. Comenzó a ganar sumas considerables.
Alquilaron un buen cuarto en la calle Mayor, cerca de la de Ramales, donde sus padres habitaban. Vivieron con desahogo, hasta con lujo; pero sin despilfarro. El ingenioso Sánchez y Doña Carolina andaban un poco apurados de dinero por los gastos del primero en publicaciones, instrumentos científicos, excursiones, etc, etc. Carlota los protegía. Pero a Mario le parecía siempre poco lo que les daba. Era tan infeliz aquel muchacho, que cuando doña Carolina venía a llorarle alguna lástima, por su gusto le entregaría todo el dinero que había en la casa.
—¿Para qué necesitamos nosotros tanto? —decía a menudo a su esposa.
—Para nuestro hijo y para los que puedan venir —respondía Carlota.
Mario le apretaba la cara con entusiasmo.
—Lo que yo pido para mi hijo —exclamaba— es que le gusten las artes y encuentre una mujer como tú. ¡Entonces vale la pena el haber nacido!
El pequeño Mario tenía ya cerca de cuatro años. Era un niño fresco, sonrosado, con grandes ojos suaves y límpidos y una boca de cereza plegada siempre por sonrisa angelical. El escultor le adoraba con frenesí por ser su hijo y además porque era un retrato en miniatura de Carlota. La misma dulzura en la mirada, la misma apacibilidad, la misma igualdad de humor. Cuando aquélla quería que su marido descansase, no tenía más que enviar al niño al estudio. Mientras estuviese allí tenía la certeza de que Mario no tomaría los palillos o el cincel en la mano.
Todo sonreía, pues, a la familia del célebre antropólogo, el cual no cesaba un instante en sus indagaciones preparando a sus descendientes gloria inmortal.
El descubrimiento del origen del pensamiento, aunque no realizado todavía, se hallaba en camino. Últimamente, Don Pantaleón había levantado la tapa de los sesos a un perro, y por espacio de algunos segundos pudo observar el juego de su mecanismo cerebral. Por desgracia, el perro falleció al instante. Sólo ligerísimos apuntes sacó para el famoso descubrimiento. Pero estos apuntes fueron agua preciosa para su molino. El insigne fisiólogo vio hasta cierto punto comprobadas sus felices adivinaciones. En el corto tiempo de que dispuso observó que la sangre de la masa encefálica cambiaba de color en diferentes sitios, tornándose unas veces más clara, otras más oscura. Era, pues, exacto que la fabricación del pensamiento debía de semejar bastante a una destilería, como él había presumido.
Una contrariedad de otro orden vino a perturbar momentáneamente el curso de estas indagaciones. El matrimonio de su hija Presentación iba a llevarse pronto a efecto. Timoteo entraba a todas horas del día en la casa y era considerado ya como un hijo más. Se hacía el equipo, se amueblaba un cuarto en sitio próximo, se arreglaban los papeles. Mas he aquí que un día, al bajarse Timoteo para recoger un corcho que se había caído al suelo, vio don Pantaleón en su cuello una mancha encarnada que al punto le pareció de carácter herpético. Nada dijo por entonces. Procuró con maña cerciorarse. Pronto logró averiguar que Timoteo, en efecto, padecía de herpetismo. El fisiólogo comprendió que era de todo punto imposible la realización de aquel matrimonio.
Por la noche, hallándose a solas, se lo hizo entender así a su esposa con la debida suavidad: no habría exageración en decir timidez. Expuso las razones que tenía para hallar tal unión desacertada, todas rigorosamente científicas y basadas en los últimos progresos de la antropología. El herpetismo significaba una degradación física como todos los vicios de la sangre. Nosotros estamos obligados no tan sólo a no contrariar la selección natural, sino a favorecerla por cuantos medios podamos. Debemos evitar a todo trance que procreen los seres que no estén perfectamente sanos si queremos que la raza vaya siempre mejorando, etc.
Doña Carolina no hizo caso alguno de estas observaciones. Antes tomó pie de ellas para vejar al fisiólogo, maldiciendo de sus aficiones y recordándole con pesadísimas palabras las quemaduras de su hija. Insistió a los pocos días con idéntica suavidad. Nada. La esposa respondió aún con más acritud y desprecio. Entonces, viendo que sus esfuerzos eran inútiles para impedir aquel matrimonio rechazado por los progresos biológicos, se le declaró una tristeza negra que le privaba del apetito y del gusto por la experimentación. Esta gran melancolía hizo crisis a los pocos días con una extraña explosión que puso en espanto a toda la familia.
Pasando una mañana Timoteo desde la sala al comedor, Don Pantaleón, que al parecer estaba apostado en uno de los cuartos del pasillo, se arrojó sobre él de improviso, le echó las manos al cuello y hubiera concluido probablemente por estrangularle si al ruido no hubiera acudido la gente de casa. A duras penas consiguieron arrancárselo de las manos. Todavía, sujeto por Mario, Carlota, Doña Carolina y la criada, gritaba como un energúmeno, los ojos inyectados, el semblante descompuesto:
—¡No se casará usted con mi hija, no! ¡Yo lo impediré aunque sea a costa de mi sangre…! En mi casa no atacará nadie impunemente la ley de la selección… ¡Vergüenza había de darle, con los caracteres orgánicos que usted presenta, intentar un matrimonio que ha de ser funesto para la raza…! Yo no quiero una descendencia degradada… ¿Lo oye usted bien…? ¡No la quiero!
La excitación fue tanta que al fin cayó privado de conocimiento, echando espuma por la boca.
Recobró al poco rato el sentido; estuvo enfermo algunos días; al cabo curó por completo sin que el ataque hubiese dejado rastro alguno como se temía. La boda de Presentación se realizó sin ningún otro incidente desagradable. Todo volvió a quedar en paz.
Mario y Carlota no dejaban de aprovechar los momentos que aquél tenía libres para solazarse, unas veces yendo a paseo, otras al teatro, otras, en fin, comiendo en los restaurants. Era tanto lo que se placía el escultor en estos festines matrimoniales que Carlota consentía en ellos de buen grado, aunque no le gustasen por espíritu de orden y economía.
Una de las pocas amigas que tenía vino un día a invitarla para asistir a cierta comedia casera. Esta amiga era a su vez invitada, pero tenía libertad para llevar a quien quisiese. Consultó el caso con su marido. Hallolo bien Mario y aun prometió acompañarlas si alguna ocupación urgente no se lo impedía. Como era domingo el día señalado, y por la tarde, no hubo inconveniente. Ambos se fueron, pues, de bracero a buscar a la amiguita y de allí a la calle del Amor de Dios, donde estaba la casa en que la representación iba a efectuarse. Era un edificio bajo, antiguo, bien conservado, de un solo piso, en el cual vivía únicamente su propietaria, una señora viuda con dos hijas solteras, un hijo y una nieta de catorce a quince años. Desde que se ponía el pie en el portal se observaba el espíritu religioso, la economía y la limpieza que reinaban en aquella casa. Los muebles de la antesala eran feos y antiguos, pero brillaban por el frote de la bayeta y el cepillo. En uno de los ángulos había un pedestal con una Purísima de yeso, pintada. Los pasillos amplísimos y enjalbegados como los de un convento.
Pasaron a un gabinete donde había ya reunidas bastantes personas y donde la señora de la casa los recibió con amabilidad grave y protectora. Era una dama extremadamente alta, de bastantes años, enjuta, con ojos negros de mirar imponente, los blancos cabellos pegados a la frente con goma. Vestía de negro y estaba sentada en un elevado sillón de cuero, mientras que todos los demás se hallaban acomodados en sillas más bajas. De suerte que Doña Fredesvinda, que así se llamaba, parecía una reina rodeada de su corte. Y ciertamente, la pausa con que hablaba y la majestad de sus ademanes contribuían bastante a hacer la semejanza más perfecta. Las dos hijas solteras que se encontraban en el círculo de los tertulios pasaban ya de los treinta, y vestían el traje con que iban a representar, lo mismo que la nieta. Estaba también el padre de ésta, viudo, hijo de la señora, y que no habitaba la casa porque sus costumbres independientes no se compadecían con el régimen austero que allí se observaba.
Doña Fredes era aficionadísima a la literatura, a la música y en general a todas las artes; se creía muy competente, y sus tertulios asiduos la creían también. Reuníanse en aquella casa los domingos varios poetas y poetisas, alguna de las cuales tocaba asimismo el piano. Solía ir un pintor de marinas que había presentado algunas en distintas exposiciones, sin que hasta la fecha le hubiesen dado recompensa alguna. Doña Fredes juzgaba esto una de las grandes injusticias del siglo diecinueve. Para ella, Martínez, que así se llamaba el pintor, era uno de los artistas más eminentes que hubiese producido la España contemporánea. Con lo cual dicho se está que Doña Fredes era para Martínez el más profundo de los críticos actuales. Era igualmente tertulio un profesor de flauta que había compuesto y publicado varias tandas de valses, una de las cuales había tenido el honor de dedicar a aquella señora. No quedaba sin representación, pues, más que la escultura. Por eso Mario fue acogido con extraordinaria benevolencia.
Inmediatamente, lo mismo él que Carlota, a una señal, mitad amable mitad imperiosa, de la notabilísima señora, fueron a sentarse, formando como los demás círculo en torno de ella. Pasados algunas instantes se dignó dirigirle desde su alto sitial las siguientes palabras:
—Ha llegado a mis oídos, Sr. Costa, que es usted un escultor muy distinguido. Tengo verdadero placer en verle en esta casa, por donde tantos artistas eminentes han pasado y pasan todos los días.
Tan benévolas palabras, pronunciadas con extraordinaria calma y firmeza, produjeron en el auditorio emoción respetuosa. Todos los rostros se volvieron hacia Mario, felicitándole con la mirada por ser objeto de ellas. El escultor dio las gracias sin parecer tan sensible a la honra que se le dispensaba.
Después de algunos momentos de silencio Doña Fredes volvió a tomar la palabra con idéntica calma y majestad.
—La escultura es un arte muy bella. Sé que los griegos la han cultivado con mucho lucimiento. Pero yo no puedo aprobar de ningún modo que presenten sus estatuas desnudas. Ésta es mi opinión y la he expresado ya en varias ocasiones, como alguno de los que me escuchan sabe perfectamente.
Hubo un murmullo de aprobación en el gabinete. El profesor de flauta apuntó tímidamente que, en efecto, él conocía la opinión de Doña Fredesvinda hacía ya mucho tiempo. Ésta le dirigió una mirada grave y afectuosa.
Mario iba a contestar, pero ya Doña Fredes, cumpliendo un deber de cortesía, había convertido la atención a otro asunto.
—Recareda —dijo volviéndose a una de sus hijas—, enseña el pañuelo del que hemos hablado el domingo pasado a tu amiga Marcela.
La hija, que era ya una mujer bien ajada, próxima a los cuarenta, se apresuró a cumplir la orden sacando de un estuche que descansaba sobre la chimenea un pañuelo de narices bordado. Elogiolo su amiga con entusiasmo; después lo hizo pasar de mano en mano, recibiendo de todos las mismas alabanzas. Cuando volvió de nuevo al estuche, doña Fredes dijo:
—Este pañuelo fue bordado por mi hermana Práxedes, que Dios haya. Cuando lo estrenó en un baile del Círculo de Cosecheros, llamó tanto la atención, que se supo en Palacio al día siguiente. La reina envió por él para verlo y quiso que se le hiciese otro igual. No fue posible. Ninguna bordadora de Madrid osó comprometerse a ello.
Las palabras de Doña Fredes produjeron, como siempre, un efecto inmenso en la tertulia.
Mario y Carlota estaban asombrados de todo aquello. La majestad de la señora, el aparato de que se rodeaba y las ideas extrañas que salían de su boca les hacía mirarse de vez en cuando llenos de estupor. Pero tanto y más que esto les impresionaba el respeto profundo que todos los tertulios la tributaban. De tal modo que, cuando por el gesto se conocía que iba a hablar, inmediatamente quedaba todo en silencio. Mientras permanecía callada, charlaban unos con otros, pero siempre en voz baja, como si se hallasen en un templo o en la misma cámara real. Sus hijas Recareda y Valeria, jamonas de alto bordo, se mostraban ante ella tan respetuosas, tan obedientes y sumisas como niñas de diez años; y lo mismo su hijo viudo, lleno de canas. Un gesto, una mirada de su madre bastaban para paralizarlos cuando estaban hablando. Y si no sucedía tanto con los demás tertulios, algo se aproximaba. Todos parecían tener fe ciega en las altas disposiciones de aquella señora singular y reconocían de buen grado su autoridad.
En el gabinete no había lujo. Los muebles y el decorado no acusaban gran riqueza, sino el mediano bienestar de una familia burguesa. Pero todo ello tenía un sello de antigüedad y de orden que lo hacía más respetable que el suntuoso decorado de un palacio moderno. La autoridad indiscutida de Doña Fredesvinda parecía reflejarse en las paredes de la estancia.
Habiendo quedado ésta en silencio algunos instantes, un jovencito escuálido, de pelo rubio y ojos tiernos, se atrevió a levantarse, y con voz turbada pidió permiso a Doña Fredesvinda para leer una poesía que había escrito en su honor. Concedióselo la señora con ademán soberano, y acto continuo el poeta sacó del bolsillo interior de su levita un pliego de papel de barba que desdobló con mano temblorosa. No se oía en el gabinete una mosca.
«A la esclarecida señora Doña Fredesvinda Bejarano.»
Era una oda en que se la ensalzaba hasta las nubes, presentándola como una protectora de las bellas artes, una nueva Cristina de Suecia. Los artistas se amparaban bajo su manto; hallaban en ella la mano que los sostenía y la luz que los guiaba. En torno suyo juntábase lo más selecto que el arte español había producido en los últimos tiempos, formando un divino cenáculo sólo comparable al que la reina de Navarra presidía allá en los tiempos de la Edad Media.
Mientras el poeta de los ojos tiernos dejaba escapar de su boca esta cascada de elogios, Doña Fredesvinda, grave y atenta, hacía con la cabeza signos de aprobación: el gesto era tan benévolo, tan protector, que es imposible que su émula la reina de Suecia fuese más allá en este punto. Al terminar, después de unos momentos de pausa, extendió la mano y tuvo a bien expresarse de este modo:
—La poesía que usted nos acaba de leer, Juanito, es bellísima como todo lo que brota de su privilegiado ingenio. Creo que ni Bécquer ni Garcilaso de la Vega han escrito nada mejor.
Fue la señal para que todos los tertulios felicitasen calurosamente al joven escuálido, el cual, ruboroso, confuso, sonriente, daba las gracias haciendo mil contorsiones, manifestando repetidas veces que no por su mérito, sino porque el asunto se prestaba admirablemente, «la poesía había resultado regular».
—Si usted no tuviese inconveniente en ello —manifestó Doña Fredes dirigiéndose al poeta—, le rogaría me dejase el manuscrito de esa poesía para guardarlo en mi colección de autógrafos y firmas ilustres.
El poeta, confundido por tamaña honra, avanzó tropezando hasta el trono de Doña Fredesvinda y depositó en sus manos el pliego de papel de barba. La imperial señora lo alargó inmediatamente a su hija Recareda y ésta se apresuró a llevarlo con la misma unción que si fuese una reliquia a la caja donde su madre guardaba los manuscritos más preciosos.
—Mi colección de autógrafos —se dignó decir la señora, paseando su mirada imponente por el concurso— es acaso la más rica que hoy existe en Europa. Exceden de seiscientas las firmas de poetas españoles contemporáneos que poseo. No hace muchos días que un amigo me decía que, si se tratase de ponerla en venta, el gobierno inglés me daría por ella una suma fabulosa.
Los tertulios dejaron escapar un grito reprimido de admiración. Luego en voz baja se autorizaron mil comentarios lisonjeros que llegaban a los oídos de Doña Fredes y la arrullaban dulcemente. Un muchacho músico, discípulo del profesor de flauta, se atrevió a manifestar que sería lástima que tal preciosidad saliese nunca de los dominios españoles. Doña Fredes le miró con indulgencia y respondió que aunque se viese en la miseria jamás enajenaría al extranjero esta gloriosa colección. Con lo cual respiró libremente la tertulia. Se la felicitó calurosamente por su desinterés y patriotismo.
Mario se había hallado en bastantes tertulias de todas clases, pero jamás viera una que se pareciese remotamente a la presente. Su asombro iba creciendo cada vez que la señora de la casa tomaba la palabra. Todo lo que oía y veía era tan estrambótico que le parecía no estar en la realidad, sino asistiendo ya a la comedia.
El gabinete iba quedando en tinieblas. Doña Fredes dio orden de que se encendiesen las luces y que se iluminase también el salón donde se había colocado el escenario. Las damas que debían tomar parte en la representación, entre ellas las dos hijas de la casa, Recareda y Valeria, salieron para concluir de arreglarse; su nieta Medarda, que según se decía en la tertulia era un portento y estaba destinada a eclipsar a todas las actrices españolas, lo mismo. Acudía cada vez más gente; no cabiendo en el gabinete, andaba distribuída por los pasillos y el comedor. Se aproximaban la cinco, hora en que debía de comenzar la función.
Doña Fredesvinda apretó con sus manos venerables los brazos del sillón, a inclinándose un poco para hablar, reinó silencio en la estancia.
—Ha llegado a mi noticia —manifestó con voz solemne— que en Madrid se ha dicho que yo hacía descansar todo el peso de las representaciones sobre mi nieta Medarda, lo cual podría causarle fatiga por ser aún muy niña. Para evitar estos comentarios desfavorables he determinado que en la comedia de hoy tomen parte principal mis dos hijas y lo mismo sucederá en las representaciones sucesivas.
Este discurso lleno de prudencia causó viva impresión en la tertulia. El poeta de los ojos tiernos tomó la palabra a nombre de todos y manifestó sin ningún rodeo que sólo desprecio merecían tales rumores y que al vulgo en general le gusta zaherir a las personas elevadas. Los demás hicieron coro al poeta; pero Doña Fredesvinda se mantuvo inflexible. Sus hijas, de allí en adelante, trabajarían tanto como su nieta.
En aquel instante, mirando Carlota hacia la puerta, creyó ver cruzar por el pasillo unas barbas y unas gafas muy semejantes a las de Moreno. Su duda se desvaneció al instante oyendo a Doña Fredesvinda llamar en voz alta:
—¡Adolfo…! ¡Adolfo!
—No puedo ir ahora —contestó éste desde el corredor sin dar la cara.
—¡Soy yo quien te llama, hijo! —profirió la señora irguiendo altivamente la cabeza.
Todavía tardó aquél en aparecer. Al fin se presentó y cruzó el gabinete tan confuso que bien se notaba que había visto a Mario, por más que afectase otra cosa.
—¿Qué tenías que hacer, hijo? —le preguntó la señora con acento altanero.
Moreno balbuceó una disculpa ininteligible. Doña Fredes le miró un buen espacio con fijeza y severidad. Al cabo dijo:
—Todavía no te he presentado a unos señores que han venido hoy por primera vez a esta casa, los señores de Costa… Mi hijo menor Adolfo —añadió presentándolo a Mario y Carlota.
—¡Ah! ¿Eres tú, Mario…? ¿Y usted, Carlota? —exclamó el joven antropólogo fingiendo sorpresa y con un semblante tan colorado que daba miedo.
Mario, reprimiendo a duras penas la risa, le saludó afectuosamente, y lo mismo su esposa.
—¿Conque se conocen ustedes? —preguntó la augusta señora.
—¡Muchísimo! —respondió el escultor—. Somos íntimos amigos hace bastante tiempo.
Doña Fredes dirigió una mirada de sorpresa a su hijo.
—¿Y por qué no me has dicho que tenías por amigo a un artista de tanto mérito?
Moreno comenzó a murmurar cosas extrañas, tan agitado y descompuesto que verdaderamente inspiraba lástima. Sus mejillas parecían de escarlata. Mario temió que le fuese a dar un ataque.
Al fin vino a sacarle de aquel purgatorio su hermana Valeria llamándole para que fuese a arreglar un bastidor del teatro que se había caído.
Doña Fredes entonces hizo que Carlota y Mario se sentasen cerca de ella y comenzó a hablarles de su hijo menor con la misma gravedad solemne que empleaba para todo. Observábase, no obstante, cierta satisfacción y una alegría que les hizo colegir que Adolfo era su predilecto. Se mostró muy contenta de aquella amistad que les ligaba y esperaba que jamás se entibiaría.
—Por parte de mi hijo me parece que no sucederá —añadió—. Es un infeliz, un pobre chico incapaz de ofender a nadie. Peca gravemente el que le infiera daño alguno. De todos mis hijos ha sido siempre el más cariñoso y el que me profesa más respeto. Sus hermanas le motejan constantemente, le llaman holgazán a hipócrita y dicen que me tiene embaucada. Esto me causa bastantes pesadumbres. Yo creo más bien que son ellas las que están prevenidas contra él y que le buscan defectos. Hipócrita no lo es. Holgazán, convengo en ello. Emprendió varias carreras y ninguna ha llegado a concluir; de suerte que hoy se encuentra el pobre sin profesión alguna y viviendo a expensas de su familia. Pasa la vida azotando las calles o leyendo allá en su cuarto libros de medicina. ¡Ya ve usted! ¿Para qué quiere él esos libros sin ser médico…? Pero yo no puedo estar dura con él aunque me lo proponga. Es tan obediente, tan sumiso, que me desarma. Un niño de seis años no estaría más sujeto que él a mi voluntad. Por supuesto que no abuso de este dominio. Le dejo toda la libertad compatible con las costumbres de la familia. Le tengo ordenado que a las siete venga a rezar el rosario conmigo. Pues hasta ahora no recuerdo que haya faltado un solo día. Por la noche le permito que vaya con sus amigos hasta las doce, salvo los domingos en que recibimos, o los días en que rezamos alguna novena. Jamás se ha quejado ni me ha contradicho en nada.
Mario y Carlota se hallaban tan admirados, que apenas podían creer lo que oían. Todavía estaba Doña Fredes loando la obediencia de Adolfo cuando vinieron a avisar que eran las cinco y los actores se hallaban preparados. La egregia protectora de las letras y las artes dio la señal y descendió gravemente de su trono: pidió el brazo a Mario y salió majestuosamente de la estancia seguida de sus adeptos.
Tocoles un buen sitio a aquél y a su esposa para ver la comedia, que era del género llorón; mas apenas lograron fijarse en ella, preocupados con el descubrimiento que habían hecho. Como tenían cerca a Doña Fredesvinda no podían comunicarse las alegres ideas que cruzaban por sus cabezas, y sólo se desahogaban dándose codazos y pisotones. Más de una vez tuvieron que apretarse la boca para no dar suelta a las carcajadas que les retozaban por el cuerpo. Por mucho que hicieron no lograron volver a echar la vista encima en toda la noche a Adolfo. El feroz materialista, el producto bravío de la Naturaleza en lucha eterna con la sociedad, sin duda se había escondido entre bastidores.
Pero cuando al fin salieron de aquella casa y se vieron solos en la calle, ¡entonces sí que rieron a su gusto! Cada cual recordaba una frase patibularia de Moreno, alguna de sus maldiciones y amenazas contra el orden religioso y político. De este modo las carcajadas fluían sin cesar. Mario se dejaba caer contra los quicios de las puertas y se quitaba el sombrero y se apretaba el estómago para no reventar de risa. Casi otro tanto le pasaba a Carlota. Ambos repetían a cada instante:
—¡Dios mío, lo que se va a reír Rivera!
De esta suerte caminaron alegremente la vuelta de su casa. Pero al llegar cerca de la Puerta del Sol Carlota se puso repentinamente seria, como si un soplo de viento helado cruzase por su alma, y exclamó:
—¡Mucho me he reído hoy, Mario! Tengo miedo que me suceda algo malo.
—¡Qué superstición! No seas tonta, mujer —respondió el escultor sin dejar de reír.
¡Pobre Mario! El tonto lo era él en tal instante. El corazón femenino mantiene, sin duda, más estrechas relaciones que el masculino con las fuerzas magnéticas que obran secretamente en el seno de la Naturaleza.
Cuando hubieron andado buen trecho por la calle Mayor, donde vivían, cruzaron a su lado sin verlos Vicenta y Encarnación, doncella y niñera respectivamente de su casa. Marchaban en tal estado de agitación que los esposos se detuvieron sorprendidos y recelosos.
—¡Vicenta!
Las domésticas tuvieron el paso, y al verles, el miedo y el dolor se pintó en sus semblantes.
—¡Ay, señoritos del alma! —exclamaron casi a un tiempo las dos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mario petrificado de terror.
—¿El niño…? ¿un coche…? —gritó Carlota sacudiendo a la niñera por el brazo.
—No, señorita… no le ha atropellado ningún coche. Se ha perdido.
—¡Búsquenlo ustedes! ¡búsquenlo! —gritó a su vez Mario desesperadamente.
—Hace tres horas que lo estamos buscando, señorito —respondió Encarnación rompiendo a sollozar.
Vicenta explicó el caso. Su compañera no acertaba a hablar. Ambas habían ido con el niño al Retiro, permaneciendo allí toda la tarde. El chico se divertía con otros junto a la fuente de la Alcachofa, mientras ellas charlaban con las demás niñeras sentadas en un banco. Los chicos se escapaban de vez en cuando corriendo hasta cierta distancia, como siempre; pero a una voz que les daban volvían a la plazoleta. Pues cuando se acercaba el oscurecer, al llamarlos para irse a casa, se encontraron con que no parecía el pequeño. Llamaron a gritos, recorrieron todos los sitios próximos, avisaron a los guardas. Nada. Los demás niños no daban más razón sino que estaban jugando al escondite y que le habían visto correr entre los árboles para ocultarse, y que luego no le habían visto más.
Mario sé puso a gemir como una criatura increpándolas furiosamente. Carlota, pálida, pero tranquila en apariencia, le mandó callar.
—¿Y no han dicho los niños si habían visto cerca de él a alguna persona?
—Sí, señorita; detrás de él dijeron que iba un hombre cojo con americana clara y sombrero ancho.
—¿No han dado ustedes ese detalle a los guardas?
—Sí, señorita.
Carlota meditó un instante en silencio.
—Y el hombre ese ¿no se había acercado antes al niño?
—No lo hemos visto, ni los demás niños tampoco.
—¿En toda la tarde no se ha acercado nadie al chico?
—Nadie.
—Sí, mujer —interrumpió Vicenta—. Le ha dado un beso esa prendera que conocen los señoritos, que se llama Doña Rafaela. Le besó y le regaló unos caramelos.
—Pensé que la señorita hablaba sólo de hombres —replicó la niñera.
Carlota guardó silencio de nuevo y meditó.
—Está bien —dijo al cabo—. Ustedes se vienen conmigo a recorrer las delegaciones de policía para dar aviso. Tú, Mario, te vas ahora mismo a casa de Doña Rafaela a ver si por casualidad se ha quedado en el Retiro y el niño se ha ido con ella. ¡Quién sabe! Tal vez esté allí. ¿En casa de mamá han preguntado ustedes?
—Sí, señorita, y en casa de la señorita Presentación lo mismo.
—Bien, pues si no parece, hay que seguir la pista a ese cojo. Buena seña tiene para que la policía dé pronto con él… Vamos, no te apures tanto, hombre, que el niño no se ha muerto, y si Dios quiere parecerá.
Y aquella animosa mujer detuvo un coche que pasaba y se metió en él con las dos criadas, mientras su marido, sin dejar de sollozar, corría a la calle de Hortaleza, donde la vieja prendera tenía su domicilio.
XVIII
Doña Rafaela había estado en las Ventas del Espíritu Santo a recoger un dinero que le debían. A la vuelta se apeó del tranvía frente al Retiro, paseó un rato, y mucho antes de llegar la noche se fue a su casa. Allí se encontró una carta, fechada en la cárcel, que decía:
«Mi respetable y amada protectora: Desde hace tres días me hallo en este lugar vergonzoso, tratado como un criminal. La infinita bondad de Dios me envía esta prueba, que no sé si podré resistir, porque soy una criatura débil y pecadora. Bendito por siempre sea su santo nombre. Si no temiera abusar de su bondad le suplicaría que viniese en algún momento libre a consolarme y a fortalecerme con sus sanos consejos. ¡Ojalá no me hubiese apartado jamás de ellos! Si no le fuese posible le ruego por la salvación de su alma que vaya a San José y ponga un cirio en el altar de Nuestra Señora y rece con fervor una salve por su desgraciado amigo que de veras necesita de sus oraciones. —Godofredo Llot».
No bien la hubo leído cuando, volviendo a echarse el mantón sobre los hombros, salió a la calle, montó en un coche y se hizo trasladar a la cárcel. Tenía allí la prendera un sobrino empleado, quien por favor especial hizo llamar a Godofredo a la sala de declaraciones.
Bajó éste con el capuchón de reglamento. Al quitárselo y dejar al descubierto su hermosa cabeza blonda, Doña Rafaela no pudo menos de recordar las estampas piadosas que representan a los primeros mártires del cristianismo en los calabozos de Roma. La luz, dando de lleno en aquella cabeza angelical, hacía resaltar como en apoteosis la delicadeza de sus facciones, la seráfica limpidez de su mirada, las tintas sonrosadas de sus mejillas. Éstas se tiñeron de vivo carmín al instante. Bajó los ojos humildemente, y sin decir palabra rompió a llorar en silencio.
—¡Valor, Godofredo! ¡Valor, hijo de mi corazón! —exclamó la prendera.
Pero la buena mujer estaba tan necesitada como él mismo. No bien pronunció estas palabras tuvo que sacar el pañuelo para secarse las lágrimas. Ambos permanecieron silenciosos bastante rato. Al fin aquélla, enjugándose bien los ojos y sonándose con estrépito, dijo:
—Pero ¿cómo fue eso, hijo querido? ¡Explíquemelo! ¿Cómo fue…?
El candoroso joven, que siempre parecía adolescente, permaneció en la misma actitud humilde, como si estuviese esperando el golpe de la cuchilla que había de segarle el cuello.
—Soy muy malo, Doña Rafaela —articuló dulcemente—. No merezco las bondades con que usted me favorece.
—No le tengo a usted por tal, querido, ni lo tiene nadie… Habrá sido una calumnia…
—No, no es calumnia por desgracia…
Entonces el hijo predilecto de la Iglesia se acercó a la reja, y con labio balbuciente y el rostro encendido se confesó con Doña Rafaela.
Por no abusar más de su inagotable bondad había tenido precisión de pedir seiscientas pesetas al padre Laguardia, que era quien le perseguía y le había hecho prender.
—¡Pero eso es una picardía! —exclamó la prendera sin poder contenerse—. ¿Por seiscientas pesetas le deshonra a usted ese mal sacerdote?
—¡Por Dios le pido que no lo califique así! —profirió el joven con semblante dolorido—. Don Jeremías es muy virtuoso y ha tenido razón para tratarme de ese modo. Mucho más merezco yo…
—¡Qué ha de merecer, cordero de Dios!
—Sí, sí, Doña Rafaela, por Dios, no me juzgue usted bueno… Soy muy malo… ya verá usted…
La prendera no pudo menos de sonreír llena de benevolencia al ver el calor con que hablaba aquel inocente.
—Vamos, diga usted, criatura, diga usted. A ver qué maldades son ésas.
—¡Sí que lo son…! ¡Ay, señora! La idea de que usted me tiene por mejor de lo que soy me martiriza.
La sonrisa de Doña Rafaela se hizo más benévola aún y más indulgente.
Godofredo le contó una historia larguísima de un cuñado comerciante que había dado quiebra a causa de cierta fianza. Quedó en la miseria y con nueve hijos. Su hermana, no teniendo pan que darles, le escribía a menudo pidiéndole dinero. Él publicaba artículos en los periódicos católicos y hacía algunas traducciones; trabajaba cuando podía, pero ganaba poco dinero. Los periódicos y las revistas católicas cuentan con escasos recursos. La riqueza se halla en manos de los impíos. Entonces, sabiendo que su hermana y sus sobrinos pasaban hambre, se aventuró a pedir algunas pequeñas cantidades a varios amigos de Don Jeremías, esperando poder devolverlas pronto cuando en La Paz del Hogar, La España Mística y otros periódicos le pagasen lo que le debían. Hizo más. Cometió un pecado gravísimo… un pecado que le costaba trabajo inmenso confesar… Doña Rafaela le animó a hacerlo, manifestando que el arrepentimiento borra todas las culpas.
—Pues bien, señora —profirió el joven derramando un torrente de lágrimas—. Para pedir ese dinero he usado del nombre del padre Laguardia. ¿No ve usted bien claro ahora que soy un perverso?
—Ese es un pecado, hijo, pero ya sabe usted que el justo peca siete veces al día. Si usted está arrepentido, Dios en su infinita misericordia…
—¡Oh, sí, señora, a la misericordia de Dios he acudido ya! —exclamó Llot con un hondo suspiro que partía el corazón—. En cuanto llegué a este sitio mandé a llamar al capellán de la cárcel, y a sus pies de rodillas he confesado mis pecados.
—Pues si se ha lavado ya en el tribunal de la penitencia no tenga cuidado. Ya veremos de arreglar eso con Don Jeremías.
—¡Oh! Don Jeremías ha hecho bien en perseguirme y en maltratarme de palabra y de hecho. Merezco mucho más.
—¿Pero le ha maltratado de veras? —preguntó sorprendida la prendera.
—Sí, señora; días pasados, en la sacristía de San Ginés, me injurió y me abofeteó delante de varias personas.
—¡Qué escándalo!
—No, no es escándalo, señora. El escándalo ha sido el mío cometiendo un delito. El castigo ha sido muy pequeño para culpa tan grave. Le estoy profundamente agradecido por los golpes que me ha dado y las injurias que me ha hecho, y sólo siento que no hayan sido aún más dolorosos para poder pagar a mi Divino Señor las ofensas que le he inferido.
Doña Rafaela cruzó las manos y levantó los ojos al cielo con un gesto de viva admiración. Después, convirtiéndolos al cautivo, le miró con asombro y cariño largo rato, embargada por la emoción, como si estuviese en presencia del mismo San Luis Gonzaga.
En efecto, el semblante del joven, rebosando de calma celeste y resignación, merecía un nimbo de luz. Todo era puro, inefable, en aquel semblante radioso. Sus mejillas nacaradas parecían hechas de una materia trasparente a fin de que pudiera verse que aquel cuerpo no contenía ninguna sustancia inmunda: todo era puro, blanco, luminoso. Lo que caracterizaba aquel rostro, lo que resplandecía en sus ojos, en su frente, en sus cabellos, hasta en sus orejas, era una ausencia absoluta de malicia. En sus ojos límpidos, húmedos, brillaba siempre la sonrisa dulce y resignada de los seres que han nacido para víctimas. Había en tal adorable criatura algo de cordero y mucho también de paloma, como si estos dos animales hubiesen cedido de buen grado el uno su resignación, el otro su inocencia, para formarle.
Godofredo Llot no era un muchacho de estos tiempos, como decía muy bien Doña Rafaela. Merecía haber nacido en un siglo menos escéptico y malicioso. Su naturaleza candorosa, ideal, estaba divorciada de la triste realidad presente, tenía la nostalgia de la Edad Media. En esta edad de fe y entusiasmo debía de haber vivido. Así que, como si presintiera que aquélla era su verdadera época, Godofredo la estudiaba, la fantaseaba sin cesar. Había publicado unos estudios muy notables sobre las Cruzadas, escritos con tal fervoroso estilo que el obispo de Astorga le había mandado su bendición; y en cuantos artículos daba a la estampa seguían saliendo las catedrales góticas, de las cuales vivía profundamente enamorado. Y realmente su rostro angelical, destacándose en aquel momento del tosco capuchón, parecía el de uno de esos monjes ideales que cruzaban misteriosamente por los claustros de los templos góticos para ir a postrarse ante el altar de la Virgen.
Por eso algunos de sus actos que parecían extraños no lo eran, si se atendía a que este joven vivía con el espíritu en otros tiempos más nobles y santos. Cuando Doña Rafaela, después de haberle confortado con sentidos consuelos y haberle prometido trabajar cuanto pudiera por arreglar el asuntito, se despidió de Godofredo, éste le dijo con rostro humilde:
—¿No me permitirá usted antes de irse besar su mano?
Esto, que sería ridículo en cualquiera, en aquel candoroso joven no lo era.
Doña Rafaela introdujo su mano derecha por las rejas mientras llevaba la izquierda a la faltriquera, preguntando:
—¿Cuánto necesita usted, querido?
Ahora bien, estos dos actos realizados simultáneamente ¿indicaban que Godofredo después de la mano pedía siempre algún metálico? Si hay algún malicioso que lo conjeture, allá se las haya con su conciencia.
El hijo predilecto de la Iglesia besó con respeto la mano carnosa llena de sortijas de la prendera, y todo ruboroso balbució:
—Si usted me hiciese el favor de veinte duros…
Doña Rafaela sacó del portamonedas dos billetes de cincuenta pesetas y se los entregó. Después se despidió con muy cariñosas palabras. Pero todavía antes de marcharse le pidió Godofredo otro favor: que oyese una misa por su intención. Y la bondad de ella fue tanta que le prometió oír dos, cosa que Godofredo rechazó, como es natural; pero la buena mujer se empeñó y no hubo más remedio. El joven, embargado por el agradecimiento, rompió de nuevo a llorar.
En cuanto salió de la cárcel se fue la prendera derecha a casa de Don Jeremías. El iracundo presbítero no quiso oírla, ni aun prometiéndole salir por fiadora de las cantidades que Godofredo adeudaba a él y a sus amigos. Juraba y perjuraba que había de llevarle a presidio y prometía ir a verle salir en la cuerda de presos con el mismo placer que si fuese a la misa del Papa. Desde allí fue a visitar al cura de San Ginés y al capellán de las Adoratrices. Tampoco logró nada en favor de su protegido. Estos presbíteros estaban ferocísimos, tanto o más que el prelado doméstico.
Cuando la buena mujer, fatigada, regresó a su domicilio, hallolo turbado por la presencia de Mario, que después de buscarla en vano por todo Madrid había venido a esperarla. El estado del escultor era tan lamentable que la sobrina tuvo que hacer tila y sacar el frasco del antiespasmódico. Cuando Doña Rafaela le dijo que nada sabía del niño después de haberle besado en el Retiro a eso de las tres, fue acometido de un desmayo. Salió de él en seguida gracias a los cuidados que le prodigaron. Y en cuanto recobró el sentido tomó el sombrero y salió acompañado de Doña Rafaela. Fueron a su casa. Carlota estaba ya de vuelta y con ella su madre, su hermana, Don Pantaleón y Timoteo. Rivera llegó también a los pocos momentos. La casa era un campo de desolación: no se oían más que lamentos y sollozos. Todos parecían haber perdido la razón menos Carlota. La infeliz madre, blanca siempre como una estatua, no se entregaba a vanos gritos de dolor; ocupábase en disponer los medios de recuperar a su hijo. En aquel momento hablaba con el delegado de policía del distrito. Éste se inclinaba a creer que se trataba de un secuestro.
—Verán ustedes cómo no se pasan muchas horas sin que reciban una carta pidiendo dinero por el niño —decía.
—Le daremos todo lo que poseemos, y si no es bastante no faltará quien nos lo preste.
—Nada de eso. No hay necesidad. Como ustedes sigan mis instrucciones, yo me comprometo a rescatarlo y a echar mano a los bandidos.
—¿Para qué? Mi marido y yo nos quedamos con gusto sin nada y trabajaremos toda la vida por nuestro hijo.
Por si la carta no llegaba convinieron en seguir la pista al cojo que habían visto detrás del niño en el Retiro. El delegado había ya dado las órdenes oportunas. Dos agentes llegaron a decirle que este cojo había salido aquella misma tarde por el ferrocarril de Arganda, montando en la estación que se halla detrás de las tapias del Retiro.
Inmediatamente Mario y el delegado tomaron un coche y se fueron a dicha estación. El delegado interrogó al jefe y a los mozos, y todos convinieron en que efectivamente había salido un cojo de las señas indicadas, pero convinieron asimismo en que no iba con él niño alguno. Este dato los desalentó. Mario quedó profundamente abatido y se dejó caer en un banco mientras el delegado telegrafiaba, por si acaso, a los jefes de las estaciones intermedias y al alcalde de Arganda para que en todo caso le detuviera.
Pero hallándose de aquel modo sentado con la cabeza entre las manos, oyó a un mozo decir a otro que no había visto más niño que uno que llevaba una mujer. El escultor levantó vivamente la cabeza.
—¿Qué señas tenía ese niño?
—Pues yo no he reparado bien… Era rojito él y blanco.
—¿Cuántos años tendría?
—Tampoco puedo decirle… Era pequeñito…
—¿Pero iba en brazos?
—Ca, no, señor; andaba él solo perfectamente. Lo llevaba la mujer de la mano.
—¿Tendría cuatro años?
—Por ahí… por ahí…
Mario se alzó agitado y preguntó con anheló:
—¿Qué traje llevaba?
—Un trajecito azul de pantalón corto y con las piernas al aire.
—¿Y un sombrero claro?
—Sí, señor, y un sombrero blanco.
—¡Es mi hijo! —gritó, y echó a correr al telégrafo, donde se hallaba el delegado.
Éste, al escuchar la relación que trémulo y con palabra entrecortada le hizo, quedose pensativo, llamó al mozo y le interrogó de nuevo:
—Bien puede ser —dijo al fin— que ese cojo haya traído consigo una mujer y le haya entregado el niño para despistar. Telegrafiaremos este dato al alcalde, y mañana, en el primer tren, iremos a Arganda.
Mario se le puso delante con las manos cruzadas en actitud suplicante.
—Por lo que más quiera usted en este mundo, amigo García, le ruego que vayamos ahora mismo.
—¡Pero si no hay tren, Sr. Costa!
—No importa, iremos en coche.
Vaciló el delegado algunos instantes, puso varios reparos, pero al fin, vencido de las súplicas del desgraciado padre, se decidió a ir. El coche que les había llevado a la estación no servía por ser de un caballo. Mientras Mario fue a alquilar otro, el delegado telegrafiaba a los jefes de las estaciones intermedias para cerciorarse de que tanto el cojo como la mujer y el niño no se habían apeado en ninguna de ellas. Se mandó un recado a Carlota; trajeron ropa al delegado y se tomaron las disposiciones necesarias para el viaje. Cuando salieron de Madrid habían dado ya las doce de la noche.
Era clara y fría como suelen serlo las del invierno en la capital de España. El disco de la luna resplandecía sobre la llanura árida que se extiende a entrambos lados de la carretera. La augusta serenidad del cielo tachonado de estrellas no logró mitigar la tortura del artista. Otras veces el magnífico espectáculo de la Naturaleza había sido un precioso calmante para las heridas de su corazón. Mas ¡ay! para la que ahora sentía no hay bálsamo en la tierra.
El sordo rumor de las ruedas y las campanillas de los caballos adormecieron pronto a su compañero. Mario le contemplaba con ira. Su imaginación se revolvía atormentada por el dolor, presentándole mil cuadros aterradores. Su hijo secuestrado, su hijo maltratado, su hijo pasando hambre y frío en cualquiera cueva, su hijo llamándole con acerbo llanto, mientras unas manos brutales le tapaban la boca… ¡Hijo de mi alma!
Se apretaba las sienes con las manos temiendo que fuesen a estallar. De su garganta se escapaba un débil y continuo quejido como el de un animal en la agonía. A ratos empujaba convulsivamente la delantera del coche, como si con este esfuerzo le hiciese correr más. A ratos imaginaba saltar fuera y emprender una carrera vertiginosa para llegar antes. Imposible que el infierno haya inventado un suplicio más cruel.
Las estrellas brillaban. Los árboles que orlaban las riberas del Jarama balanceaban sus negros penachos sobre el fondo azul de la noche. El trote de los caballos y sus cascabeles rompían el silencio de la campiña dormida. La luna esparcía sobre ella su luz suave donde flotaban algunos jirones de niebla. García roncaba.
Llegaron a Arganda después de las tres. Mario se hallaba tan trastornado que quería llamar en todas las casas y preguntar por el secuestrador. El delegado procuró calmarle. Fueron a la del alcalde, y éste se levantó solícito y se prestó a ayudarles en todas las indagaciones. Llamaron al jefe de estación y a los mozos y se averiguó en seguida el mesón donde el cojo paraba. Fueron a detenerle con auto del juez municipal. El hombre recibió tal sorpresa que apenas podía hablar. Esto dio fuerza a las sospechas que sobre él recaían. También la dio el ser ave de paso en el pueblo, pues afirmaba que iba a Colmenar, y había hecho noche allí para arreglar por la mañana cierto asunto con un comerciante de la villa. Se avisó a este comerciante y, en efecto, vino a declarar que era cierto lo que el cojo decía, y que le trataba hacía tiempo y le tenía por una persona honradísima. Mario, a pesar de todo, ansiaba echarle las manos al cuello y apretarle hasta hacerle confesar dónde estaba su hijo.
Se indagó el paradero de la mujer y el niño. Nadie daba razón de ella; nadie la había visto. Se trabajó asiduamente. El pueblo se había puesto en conmoción y muchos vecinos, aunque todavía era noche, salieron a la calle para enterarse. Cuando amaneció las calles se llenaron de gente y todos se convirtieron en agentes de policía para averiguar el paradero del niño secuestrado. El asunto preocupaba sobre todo a las mujeres que no cesaban en sus comentarios. De tal suerte, que en menos de una hora corrieron tres o cuatro novelas por el pueblo. El niño fue hijo de un gran señor que daba diez millones por su rescate; fue un expósito a quien su madre, no pudiendo reclamarlo, hacía secuestrar; fue un huérfano al cuidado de aquel señor que allí estaba y que unos tíos quisieron hacer desaparecer, etc., etc. En los corrillos se saboreaban con deleite estas noticias de gusto romancesco.
Pero en uno de ellos, cerca del cual se hallaban Mario y el delegado, una mujer que acababa de acercarse dijo:
—Pues ayer tarde he venido de Madrid con el niño de Don Ricardo y no he visto esa mujer.
Todos los rostros se volvieron hacia ella. El delegado preguntó inmediatamente:
—¿Pero ha venido usted ayer de Madrid con un chico?
—Sí, señor.
—Pues usted es la mujer del niño.
—¡Yo, señor! —exclamó la infeliz asustada—. ¡No lo crea usted! ¡No lo crea por Dios, señor!
—Sí; usted es la mujer del niño… del niño de Don Ricardo… Vamos a ver a ese Don Ricardo ahora mismo.
Y volviéndose a Mario añadió:
—Me parece, Sr. Costa, que ya nada tenemos que hacer aquí. Hemos seguido una pista falsa. Vamos a cerciorarnos de ello y en seguida emprenderemos la marcha otra vez.
En efecto, aquella misteriosa secuestradora no era otra que el ama de gobierno de Don Ricardo Fanjul, un rico propietario viudo. El niño era su hijo, que había pasado algunos días en Madrid en casa de una hermana.
La novela quedó deshecha en un instante. En su vista el delegado y Mario tornaron el tren de la mañana para la capital, por ir más de prisa. El cojo quedó detenido por si acaso, y se dio orden para que se le trasladase a Madrid.
Mario, profundamente abatido, guardaba silencio mientras el tren se acercaba velozmente a la capital. Las lágrimas corrían a menudo por su rostro pálido y ojeroso. García permanecía silencioso también. Una arruga profunda cruzaba su frente, signo de intensa meditación. Al cabo, cuando ya se aproximaban al término del viaje, preguntó con afectada indiferencia:
—¿Hace mucho tiempo que ustedes conocen a esa prendera que se llama Doña Rafaela?
—Sí, señor, hace ya algunos años que somos amigos —respondió el artista con voz alterada.
Y súbito, sin poder contenerse, apretó la muñeca al delegado diciendo:
—Sea usted franco, García… Empieza usted a tener sospechas de esa mujer.
—No tengo por qué ocultarlo —replicó aquel con sosiego mirando por la ventanilla—. La circunstancia de ser la última persona que ha hablado con el niño me da mucho que pensar… Luego, esa visita a la cárcel…
—Pues bien —manifestó Mario con creciente agitación—, le confieso que yo vengo también pensando en lo mismo hace largo rato. Pero al mismo tiempo me parece tan absurdo, tan insensato, que procuro desecharlo de la cabeza como una tentación. Doña Rafaela es una excelente amiga, una mujer buenísima…
El delegado, sin abandonar su actitud reflexiva, alzó los hombros con desdén.
—¡Psch! Eso no significa nada. Todos los delincuentes han sido buenos antes de dejar de serlo. Hay cosas tan misteriosas en materia de crímenes que nadie puede explicárselas. Allá los médicos. Lo que puedo decirle es que después de lo que he visto en mi carrera ya no me asusta nada.
Mario volvió a sentirse acometido de una inquietud insufrible. Quería que volase el tren. En cuanto llegaron corrió a su casa por si se tenían noticias o habían recibido alguna carta. Nada se sabía. Habían llegado, sí, muchas personas a enterarse, porque la prensa hizo circular la noticia y el escultor tenía bastantes amigos. Pero ni un rayo de luz.
Mientras tanto el delegado fue a dar parte al juez de sus investigaciones. Se llamó a doña Rafaela a declarar. Cuando hubo terminado la declaración, el juez le dijo:
—Señora, no se asuste usted. Me veo en la precisión de dejarla a usted detenida.
La infeliz mujer, al escuchar estas palabras, cayó desmayada. Después vertió un torrente de lágrimas y protestó con tan sentidas palabras de su inocencia que logró conmover a los que presenciaban la escena. Se la trasladó a la cárcel de mujeres.
En todo aquel día el juzgado no cesó de trabajar. Se tomó declaración a cuantas personas pudieron haber tenido relación con el niño en aquellos días, a las niñeras que le habían visto en el Retiro, a los chicos, a sus padres, etc. Mario y Carlota recorrían llorosos, anhelantes las casas de todos los conocidos buscando alguna noticia. Al llegar la noche nada se sabía aún. Todos los trabajos que se hicieron para hacer declarar otra cosa a Doña Rafaela resultaron infructuosos.
Cuando regresaban a su casa tropezaron a Don Dionisio Oliveros que salía de ella. El poeta venía a ponerse a disposición de sus amigos. Abrazó conmovido a Mario, y éste tuvo la satisfacción de escuchar de su boca estas palabras aladas:
—¡Qué tremenda desgracia pesa sobre su cabeza, amigo Costa! La vida ofrece tragedias bien dolorosas. Tengo la esperanza de que al cabo después de tanta peripecia conmovedora el nudo de la horrible intriga se desatará; logrará usted hallar a su hijo sano y salvo. Si esto sucede, como yo confío, le ruego guarde en la memoria y me reserve todos los incidentes de esta misteriosa trama. Nosotros los poetas modernos necesitamos inspirarnos en la realidad. Cuando tropezamos casualmente con una acción de un interés tan palpitante como ésta, lo consideramos como un hallazgo y hay que evitar que otro se aproveche… Quizá después que todo se haya arreglado felizmente tendrá usted la satisfacción de ver, sobre las tablas, reproducidos los sentimientos que ahora agitan su corazón, y derramará usted abundantes lágrimas. Pero estas lágrimas serán dulces como lo son siempre las que el arte nos hace llorar.
Esto dijo el bardo del ministerio de Ultramar con voz ronca. Carlota le miró con ojos coléricos; pero Mario, trastornado por el dolor, se abrazó a él sollozando.
—¡Gracias, Don Dionisio, gracias!
—No lo dude usted, amigo Costa. Más tarde o más temprano tendrá usted esa satisfacción —replicó con profunda convicción el poeta.
Y sin pronunciar otra palabra, aquel hombre magnánimo, instruído por las musas, se aleja gravemente, feliz porque tiene la conciencia del alto destino que la Providencia le ha asignado.
¡Qué noche terrible para los desgraciados padres! Aunque les obligaron a acostarse algunas horas, el sueño no cerró sus párpados ni un instante. Al amanecer estaban en pie, con el semblante descompuesto, los ojos hundidos y rodeados de círculo oscuro, testimonio de su acerbo padecer.
Y otra vez emprendieron aquel fatídico calvario por las calles, recorriendo las oficinas de policía, el juzgado de guardia, las casas de los conocidos. Tampoco hallaron noticia alguna. Las tinieblas más espesas seguían envolviendo aquel misterioso secuestro. El juez parecía desalentado. Ni las declaraciones de Doña Rafaela ni las del cojo de Arganda arrojaban luz ninguna. Nueva pista no se presentaba.
Mario llegó a las once de la mañana a casa de Rivera con el alma y el cuerpo deshechos. En cuanto pisó el despacho del antiguo periodista las fuerzas le abandonaron por completo. Dejose caer en un diván, y los sollozos, largo tiempo comprimidos, estallaron, amenazando romperle el pecho. A los ojos de Rivera brotaron también las lágrimas y, sentándose al lado de su desdichado amigo, le dirigió tímidas palabras de consuelo. Bien sabía que para aquel dolor no había consuelo posible. Vanas esperanzas no se atrevía a darle, temiendo que el golpe fuera después más rudo. Al fin le dejó llorar en silencio largo rato. Quedó abstraído en intensa meditación con los ojos fijos en el suelo. Pero lo que en su cerebro bullía reflejábase en ellos pasando como ráfagas vivas. A medida que el tiempo trascurría estas ráfagas se fueron haciendo más recias. Algún pensamiento extraño sacudía furiosamente su alma, porque al cabo de un rato, no sólo los ojos, sino todo el cuerpo, ofrecía singular inquietud. Miraba de vez en cuando a su amigo, se pasaba la mano por la frente, rascábase la cabeza. Por último, no pudiendo vencer su agitación, alzose de la silla donde estaba y comenzó a dar vivos paseos. Mario seguía llorando con la cabeza entre las manos.
Más de una vez se detuvo delante de él como si quisiera decirle algo, pero se arrepentía antes de abrir la boca y continuaba paseando. Al cabo hizo un gesto de resolución y, acercándose y poniéndole una mano sobre el hombro, profirió:
—Escucha, Mario. En estos momentos terribles es conveniente expresar todo lo que cruza por nuestro pensamiento, por disparatado que parezca. Todos los disparates imaginables caben en este mundo absurdo en que vivimos… ¿No has observado que tu suegro presenta desde hace algún tiempo señales extrañas… que ha dicho y hecho cosas muy raras… en una palabra, que su espíritu ofrece síntomas de enajenación…?
Mario alzó la cabeza bruscamente; abrió los ojos de un modo desmesurado, mirando a su amigo con vaga expresión de terror; se puso horriblemente pálido, y, alzándose del diván, salió corriendo de la estancia sin pronunciar una palabra. Rivera quedó un instante inmóvil con la vista fija en la puerta; luego salió también a la carrera en pos de él.
XIX
Don Pantaleón se hallaba en el período de fiebre que suele preceder a los grandes descubrimientos. No comía, no dormía, no sosegaba. Pasaba pocas horas en el laboratorio. Los preparados y el microscopio ya le habían dicho la última palabra. Su pensamiento corría desatado en busca del misterioso origen, esperando una feliz casualidad como las que han entregado muchas veces los secretos de la Naturaleza a los hombres de ciencia. Discurría horas y horas al través de las calles, o por las afueras, abstraído, ojeroso, inquieto, torturado por recónditos anhelos de indagación, incomprensibles para los seres que cruzaban a su lado.
Sin embargo, aquel largo, vueludo gabán, que el gran antropólogo gastaba desde su memorable conversión a las ciencias positivas, llamaba la atención de los transeúntes. La llamaba especialmente cuando el viento, introduciéndose entre sus pliegues, lo agitaba. Entonces el insigne fisiólogo tomaba la apariencia de un negro bergantín desplegando sus velas para alguna lejana región desconocida. Los transeúntes, al hacer esta observación, se hallaban muy lejos de sospechar que tal fugaz apariencia era un símbolo. Porque Sánchez, en las altas esferas de la indagación científica, marchaba osadamente a regiones jamás exploradas hasta entonces.
Una cosa le preocupaba hondamente en aquellos días. Había leído en un libro reciente que el pensamiento debía de producirse en el cerebro por medio de continuas explosiones, trasmitidas desde las células por las fibras nerviosas. No lo creía; más aún: lo rechazaba indignado. Ya sabemos que su teoría era la de la destilación. Pero necesitaba demostrarla con pruebas irrefragables, necesitaba convencer al mundo de la inepcia de los fisiólogos sus predecesores. Sólo sorprendiendo al cerebro en funciones podía lograrse este resultado, que llenaría a los hombres de felicidad y le coronaría a él de gloria.
¿Cómo alcanzar semejante sorpresa? He aquí el pequeño obstáculo en que tropezaba este gran hombre. La primera idea que se le ocurrió fue notabilísima, como todas las que brotaban de aquel cerebro privilegiado: valerse de los reos condenados a muerte para una experimentación adecuada. En este sentido llegó a escribir un artículo luminoso que envió a los Anales de las ciencias naturales, ya que sus revistas El mundo orgánico y El mundo inorgánico no se publicaban hacía tiempo por falta de dinero. Desgraciadamente no fue posible insertarlo, ni allí ni en otra revista extranjera adonde lo remitió. Los celos de sus colegas le perseguían, como ha sucedido siempre en tales casos. El ingenioso Sánchez sabía de largo tiempo atrás que existía una formidable conjuración de antropólogos españoles, con ramificaciones en varios puntos del extranjero, para destruir o evitar que se propagasen los resultados de sus investigaciones. Así que no le sorprendió aquella nueva contrariedad. A pesar de sus indignos perseguidores, estaba seguro de llegar donde se había propuesto.
Pensó después encontrar algún hombre generoso, dispuesto a sacrificar su vida en aras de la ciencia. Lo buscó con afán; pero no fue posible hallarlo. Moreno, a quien propuso indirectamente y con muchas reservas hacerle un agujero de siete milímetros de diámetro en el cráneo, por el frontal, rechazó irritadísimo la proposición y se mostró desde entonces tan huido que apenas lograba echarle la vista encima.
Entonces el ingenioso Sánchez, devorado por la pasión científica, anhelando escrutar aquel gran misterio y temiendo fundadamente que si retrasaba su descubrimiento algún otro sabio, nacional o extranjero, le cogiese la delantera, en un rapto de admirable heroísmo, resolvió ejecutar sobre sí mismo la experimentación. No se le ocultaba que corría grave riesgo de morir; mas, en el caso de que esto sucediese, la humanidad no perdería ninguno de los datos que había adquirido para su gran descubrimiento. Escribió previamente una larga memoria donde se apuntaban con toda claridad. Llegó el momento al fin. Encerrose en su laboratorio; se colocó delante de un espejo con todos los instrumentos necesarios al alcance de la mano. Y tomando la barrena fatal, comenzó a horadarse la frente. La mucha sangre que brotaba le cegó. En vano se la enjugó una y otra vez: necesitaba tener los ojos cerrados, lo cual hacía inútil la operación. Además, cuando la barrena tocó en el hueso, el dolor se hizo irresistible. Estuvo a punto de perder el sentido. Suspendió el experimento y pensó si sería mejor que otro lo efectuase. Pero en tal caso no sería él quien sorprendiese el misterioso origen del pensamiento, sino el operador. Nada podría revelar por su cuenta. Además, la operación necesitaba llevarse a cabo con cloroformo: de eso estaba bien seguro. Una vez cloroformizado, sus facultades mentales quedaban en suspenso. ¿Para qué valía entonces el agujero?
Se puso un trozo de aglutinante sobre la herida; vendose la frente con el pañuelo y se dejó caer en una butaca. La tristeza y el desaliento se apoderaron de aquel hombre ilustre. Era forzoso renunciar a la gloria del gran descubrimiento que había de resolver de una vez todas las dudas, que confundiría para siempre las insensatas aspiraciones de los idealistas y metafísicos. Tal vez ¡oh dolor! no se pasaría mucho tiempo sin que otro sabio tuviese la fortuna de hallar quien se prestase a exhibir el cerebro voluntariamente; y entonces el nombre de aquel sabio brillaría eternamente al través de las edades, mientras el suyo eternamente quedaría sepultado en el olvido.
La voz dulce como un gorjeo de su nietecito Mario le sacó del letargo doloroso en que yacía. El pequeño Mario solía subir a la buhardilla a interrumpirle en sus largos y profundos trabajos. Para el fisiólogo era un descanso la llegada del niño. Le besaba, se entretenía algunos instantes en charlar con él, y cuando le parecía que había robado demasiado tiempo al estudio de la sustancia gris, le decía empujándole hacia la puerta:
—Anda, chiquito, baja con tu abuelita, que yo no puedo perder un solo minuto.
Dejole llegar hasta sus rodillas y le acarició distraídamente pasándole la mano por los cabellos. Mas al tropezar sus dedos con la tersa frente de la criatura quedó súbito paralizado. Sus grandes ojos opacos brillaron con extraño fulgor. Incorporose vivamente y se llevó ambas manos a las sienes como si temiera que por allí fuera a salir algo grave y terrible que convenía tener encerrado. Se alzó de la silla y comenzó a dar agitados paseos por la estancia. De vez en cuando se paraba delante del niño y le clavaba una mirada ansiosa, profunda.
—Abuelo, ¿por qué me miras así…? ¿He sido malo?
—¡No, hermoso mío, no! —respondió el antropólogo cambiando de expresión y volviendo a su benévola sonrisa habitual.
Tornó a pasear, y otra vez se detuvo frente a su nieto y le cogió la cabeza con sus manos trémulas, febriles.
—¿Por qué me palpas, abuelo? ¡Si no tengo nada en la cabeza…! No me he caído.
—¡Oh, sí…! ¡Aquí está! ¡aquí está! —exclamó con expresión concentrada de rabia y de dolor el ingenioso Sánchez.
—¡No, no! ¡No hay nada! De veras no tengo nada, abuelito.
—¡Sí, sí! ¡Aquí está el gran misterio…! No hay más que abrir y mirar… Pero yo no puedo mirar; yo, que he hecho dar tales pasos gigantescos a la ciencia, me veo precisado a detenerme delante de esta pequeña barrera… Necesito cruzarme de brazos y aguardar con paciencia que llegue otro a recoger la gloria del descubrimiento… ¿Y para esto he pasado los días y las noches contemplando con el microscopio los cerebros de tanto organismo? ¿Para eso he comprado a peso de oro a los mozos del hospital la masa encefálica de más de un cadáver…?
Su exaltación al proferir estas palabras era inmensa. Enrojeciósele el rostro y sus ojos se inyectaron mientras con las manos crispadas palpaba la cabeza del niño. De tal modo que éste, asustado, se echó a llorar. Don Pantaleón recobró instantáneamente la calma y, abrazándole y besándole, le bajó acto continuo a su casa.
Pero no sosegó desde entonces. Un pensamiento fatal le perseguía, le atormentaba sin cesar. De día se le clavaba en el cerebro impidiendo la entrada a otra idea cualquiera; de noche le despertaba con sobresalto y le hacía pasar largas horas sin reposo revolcándose en el lecho, sintiendo la sangre hervir y murmurar dentro de las venas y la frente bañada por grandes gotas de un sudor frío. ¡Qué tormento espantoso! De un lado la ciencia, los intereses de la humanidad, la gloria inmarcesible de la más grande conquista que haya llevado a cabo el entendimiento humano: de otro lado, la ternura instintiva de todo animal a su progenie, los respetos tradicionales, las convenciones sociales. ¡Oh, si pudiera arrancarse de una vez toda ridícula preocupación y, contemplando serenamente el pro y el contra de cada asunto, decidirse por lo más útil!
En pocos días aquel hombre ingenioso se desmejoró visiblemente. Sus grandes ojos melancólicos se hundieron, la nariz se afiló, las mejillas se plegaron y todo su inteligente rostro antropológico adquirió un tinte sombrío de dolor y desfallecimiento que puso en alarma a la familia. Pero no quería oír que estaba enfermo. Se encontraba perfectamente. Su abatimiento dependía del exceso en el estudio.
Al fin, como era de esperar, el interés de la ciencia predominó sobre la lepra tradicional del sentimentalismo. Cierta mañana, después de haber pasado una terrible noche de insomnio, noche de fiebre y terror en que de todos los rincones de la estancia acudieron flotando grandes figuras sombrías a incitarle a proseguir en su obra de regeneración; en que escuchó voces proféticas que le anunciaron gloria inmortal, se arrojó violentamente del lecho dispuesto a todo. ¡A todo!
Observó, vigiló, espió los pasos de su familia con astucia sorprendente. Trascurrieron varios días sin que pudiese ejecutar su resolución, en forma que no se descubriese. Al cabo cierto domingo, hallándose apostado en uno de los portales de la calle Mayor, vio salir a las criadas de su hija con el pequeño Mario. Siguiolas de lejos hasta el Retiro. Allí, ocultándose detrás de los troncos de los árboles, estuvo en acecho largo rato. El niño al fin en una de sus escapatorias acertó a pasar junto a él. Le llamó, le besó, y rápidamente le arrastró consigo lejos para comprarle confites. Cuando estuvo a buena distancia de las criadas comenzó a seguir los caminos más extraviados del parque, y por ellos fue a salir a Atocha. Desde allí, dando un gran rodeo para evitar las calles céntricas, se trasladó a su casa. El pequeño se quejaba de cansancio, lloraba. Don Pantaleón le cogía a ratos en brazos.
Antes de llegar a la puerta el fisiólogo dejó al niño en la acera solo, después de cerciorarse de que no había nadie observándolos, y adelantándose con premura ordenó a la portera que fuese a comprarle cigarros mientras él se quedaba al cuidado. Salió la mujer al estanquillo, que estaba a la derecha de la casa. Mientras tanto él cogió al niño, que se hallaba a la izquierda, y más ligero que un gamo subió a la buhardilla. Inmediatamente, encargándole que le aguardase sin chistar, bajó al portal y allí recibió los cigarros que la portera le trajo. Luego, con la mayor tranquilidad, subió de nuevo a su laboratorio.
¡Momentos de amarga felicidad para el sabio! Tenía en su poder el instrumento que tanto apetecía. Iba por fin a sorprender el gran secreto de la Naturaleza. Pero esta grandiosa invención costaría la vida tal vez a una criatura de su misma sangre. Una agitación irresistible se apoderó de su cerebro. Los lóbulos todos debían de hallarse en descompasado movimiento. Presa de horribles vacilaciones, de temor, de anhelo y compasión, se sentó delante de una mesa y metió la cabeza entre las manos mientras el niño, en completa libertad, curioseaba por la estancia enredando con los objetos que estaban a su alcance.
El ingenioso Don Pantaleón salió de su ensimismamiento para mirar el reloj. Eran ya más de las seis. No tardarían en llamarle para comer. No había más remedio que dilatar el experimento, tanto por esto cuanto porque convenía hacerlo a la luz del día. Cogió a su nieto, y sin decirle palabra lo llevó hasta una pieza que había debajo del alero del tejado y servía de trastera. Al abrir la puerta y ver aquella cueva tenebrosa, el niño retrocedió asustado.
—No, yo no entro ahí, abuelito.
—¡Silencio! —exclamó el antropólogo con terrible mirada. Y sacando al mismo tiempo del bolsillo del gabán un enorme cuchillo resplandeciente, añadió—: Como digas una sola palabra te corto ahora mismo el cuello.
El niño quedó paralizado por el terror. Hizo un pucherito y pronto rompería a gritar si el fisiólogo con certero movimiento no le hubiese tapado la boca. Sujetole al mismo tiempo por el cuerpo y lo metió en la trastera de golpe. Tomó del suelo una mordaza y un cordel que allí tenía preparados; le puso la primera; atole con el segundo las piernas y los brazos y lo dejó tendido boca arriba sobre un felpudo diciéndole:
—No te muevas. Si haces el más pequeño movimiento, hay ahí unos ratones que vendrán a comerte las narices.
Cerró la puerta, apagó la luz y se bajó a su casa, sentándose poco después a la mesa con la tranquilidad que otras veces. Pero apenas se habían sentado llegaron las criadas de Carlota con la noticia de la desaparición del niño. Alarmose la casa vivamente. Doña Carolina corrió desalada a la de su hija. Don Pantaleón se vio precisado a acompañarla.
No le fue posible volver hasta las altas horas de la noche. Dejó a su esposa acompañando a Carlota y vino pretextando una indisposición. Tomó del comedor algunos comestibles, pan, leche, pastas y subió de nuevo cautelosamente a su laboratorio. Abrió la puerta de la trastera, desató al chico, y amenazándole de nuevo con el cuchillo si daba una voz le quitó la mordaza. Le mandó comer. La infeliz criatura, entumecida, fría, aniquilada por el miedo, no pudo hacerlo. Don Pantaleón le introdujo a la fuerza algunas galletas en la boca y le hizo beber unos tragos de leche.
—¿Por qué me has atado, abuelito? —articuló al fin el niño—. Yo no hice nada. Llévame con mamá.
Don Pantaleón le miró fijamente. Por sus ojos pasó un relámpago de razón. Le trajo hacia sí, abrazole tiernamente y le besó con efusión repetidas veces. El niño, animado, repitió:
—Llévame con mamá. Me has hecho mucho daño, abuelito, con el cordel. Papá no me ata ni me encierra.
Aquel relámpago inteligente se desvaneció en los ojos del viejo. No quedó más que una triste expresión de extravío y ferocidad.
—Tu papá es un ser frívolo, un hombre desequilibrado que prefiere sentir a conocer, un hombre que se ha quedado atrás en la evolución. Yo no puedo consentir en mi familia un degenerado y le he de matar más tarde o más temprano con este cuchillo.
—¡No! ¡No mates a papá! —exclamó el chico aterrado, viendo a su abuelo blandir el arma con ademán sanguinario.
—¡Silencio! —profirió con voz ronca aquél—. La ley de la selección se cumplirá… Tú también morirás quizá, pobre niño, pero tu nombre vivirá eternamente unido al mío en los anales de la ciencia y en el agradecimiento de la humanidad.
Dicho esto con brusco ademán le puso de nuevo la mordaza, arrastrole hasta la trastera, le amarró otra vez y le dejó como antes estaba tendido sobre el felpudo.
Al día siguiente no le fue posible realizar el experimento. Se le encargaron tantas comisiones para coadyuvar al descubrimiento del chico, que sólo tuvo tiempo para subir dos o tres veces a desatarlo y a darle algún alimento. Además, tenía miedo de engendrar sospechas si se retiraba a su laboratorio por largo rato. Maravillaba la serenidad, la energía y la astucia que desplegó durante aquellas críticas circunstancias.
Nada se logró en todo el día del lunes ni en toda la noche. Las esperanzas de la familia se disipaban poco a poco. Todos se entregaban desfallecidos al dolor y gemían por los rincones de la casa menos la valiente Carlota, cuya actividad crecía a medida que las esperanzas mermaban. Acompañada del inspector y algunos guardias recorría incesantemente los parajes más apartados en pos de cualquiera vaga noticia, cruzando, como una Dolorosa, las calles en busca de su hijo.
Mientras tanto, Doña Carolina y Presentación experimentaban fuertes ataques de nervios. El mismo Mario se veía necesitado a apelar a los antiespasmódicos para no ser presa de ellos.
Amaneció por fin el martes. El ingenioso Sánchez, sintiéndose olvidado, comprendió que había llegado el instante de realizar su famoso experimento, tanto más cuanto que el estado de la criatura ofrecía ya temores. Una de las veces que fue a desatarlo lo halló privado de sentido. Necesitó hacerle respirar algunas esencias y frotarle vigorosamente encima del corazón para volverle a la vida.
A las once de la mañana subió el antropólogo a su laboratorio, echó cuidadosamente el pestillo de la puerta y se dirigió al oscuro desván donde yacía su nieto. Había llegado el momento supremo. Desatolo, le quitó la mordaza y, después de reanimarlo con palabras y caricias, lo llevó a la pieza más clara de la buhardilla y lo sentó sobre una mesa que tenía al objeto preparada. El estado del pobre niño inspiraría compasión a una fiera. Pálido el rostro como la cera y descompuesto, los ojos extraviados por el terror, los labios amoratados, las manos trémulas, todo su cuerpecito agitado por un intenso temblor, parecía realmente que iba a exhalar el último suspiro.
Ya no hablaba, ya no imploraba como antes. El fisiólogo lo contempló con expresión de sorpresa, como si por primera vez le viese en aquel momento. Volvió a brillar en sus ojos opacos la luz de la razón. Su faz se enrojeció fuertemente, sus labios temblaron, tapose la cara con las manos y gritó con un sollozo:
—¿Quién ha sido; quién? ¿Quién ha puesto así a mi nieto…? Alguno de esos infames que me persiguen… ¡La cabeza me arde…! ¡Quitadlo, quitadlo de aquí! Que yo no lo vea… ¡No, no! ¡no he sido yo! Ha sido un malvado fisiólogo que quería hacer con él un experimento… ¡Matadlo! ¡Matad a ese asesino…! Me ha robado mi nieto… Me ha robado el descubrimiento. ¡Matadlo! ¡matadlo!
Después de este rapto de exaltación quedó tranquilo. Paseó con extravío sus ojos por la estancia, convirtiolos a su nieto, y su faz reflexiva se fue serenando poco a poco.
—¡Es preciso! ¡es preciso! —repitió sordamente. Y dirigiéndose a su nieto, exclamó con acento profético—: ¡Alégrate, hijo mío…! Los dolores que has padecido y los que vas a padecer serán los más fructíferos que haya experimentado jamás hombre alguno. Con ellos comprarás la inmortalidad. Tu nombre, unido al mío, se repetirá de generación en generación al través de las edades. Ni Colón, ni Galileo, ni Arquímedes han prestado a la humanidad un servicio como el que tú y yo vamos a prestarle…
—Dame agua —dijo con voz débil el niño, dejando caer su cabecita hacia atrás.
Don Pantaleón se la alzó; pero como no podía ya sostenerse sentado, lo tendió sobre la mesa y fue a buscarle agua.
El fuego de la inspiración ardió de nuevo en las pupilas del sabio. Un estremecimiento poderoso sacudió su cuerpo. En un instante juntó los instrumentos que le hacían falta; trajo esponjas, agua, paños. Después de echar una profunda mirada investigadora al microscopio y cerciorarse de que estaba limpio y preparado, sujetó al niño a la mesa con una larga cuerda. Se detuvo unos momentos. Luego, con rápido ademán, tomó la mordaza y fue a ponérsela…
En aquel instante un golpe violentísimo hizo saltar el pestillo de la puerta. Batió ésta con estrépito contra la pared. Escuchose un grito extraño, desgarrador; y unas manos crispadas se agarraron como tenazas a la garganta del fisiólogo.
Éste y su yerno rodaron por el suelo. Fue una lucha furiosa, terrible. Las sillas se volcaban; la palangana, las retortas y los frascos caían y se hacían cachos. Los gritos, las imprecaciones de uno y otro aumentaban el fragor del combate. Parecía que había veinte hombres luchando en aquel pequeño recinto.
No era fuerte Mario, pero la defensa de su hijo quintuplicaba el vigor de sus músculos. Don Pantaleón era un anciano, pero el estado de exaltación de sus nervios le prestaba una fuerza portentosa. Por algunos momentos la lucha se mantuvo indecisa. Varias veces cayeron el uno debajo del otro y otras tantas se alzaron. Los gritos se fueron apagando. El combate se hizo sordo, feroz, desesperado. La voz dolorida del niño, amarrado a la mesa, repetía sin cesar:
—¡Abuelito, deja a papá…! ¡deja a papá!
El loco al fin fue adquiriendo alguna ventaja. Las fuerzas de Mario mermaban. Sus dedos cedían: el peso y el volumen de Don Pantaleón le asfixiaba. Logró éste al fin ponerse encima de él y sujetarle.
—¡Ya eres mío! ¡ya eres mío! —gritó lanzando feroces carcajadas—. Ahora voy a verte el cerebro. ¡Aguarda un poco!
Y le oprimía con sus rodillas el pecho. De tal suerte que el infeliz escultor hubiera perecido si Miguel Rivera no entrase en aquel momento. Con su ayuda pudo levantarse, y con la de los vecinos que acudieron al ruido se logró sujetar al loco y atarlo con la misma cuerda que aprisionaba a la desgraciada criatura.
XX
Algunos medicamentos recetados por el doctor calmaron en pocas horas el terrible acceso de Sánchez. Se le quitó la camisa de fuerza. Siguiose un estado de grave postración; se temió por su vida. Pero a los pocos días se inició la mejoría; no tardó en ponerse bueno, aunque disparatando cada vez más. Su locura tomó un aspecto apacible. Hablaba de todo con bastante lucidez menos cuando se tocaba el punto de la antropología. El médico, temiendo y aun augurando un nuevo acceso de furia, aconsejó a la familia que lo recluyese cuanto más pronto en alguna casa de salud, Mario se resistía, lleno de compasión.
—¡Pobre viejo! —decía—. Le vamos a dar la muerte encerrándolo en un manicomio. ¡Dejadlo al pobre! ¿Quién sabe si irá mejorando poco a poco hasta ponerse enteramente bueno? Con un par de criados que le vigilen día y noche todo queda arreglado.
Pero Carlota no quería oír de este arreglo. Su temperamento sano, equilibrado, rechazaba con profunda aversión toda insanidad del espíritu. Mientras Mario perdonaba y aun olvidaba el martirio de su hijo, ella lo tenía grabado a fuego en el corazón; no podía arrojar de su alma cierto rencor contra su padre, aunque fuese irresponsable. Tampoco Presentación le había perdonado las quemaduras del rostro. Fue necesario pensar en el establecimiento adonde le habían de conducir. Después de varias conferencias se convino en llevarlo a un manicomio de Carabanchel. Para efectuarlo sin violencia forjaron, como suele hacerse en tales casos, una comedia. Miguel Rivera fue el inventor de ella. Se escribió desde Carabanchel una carta al loco, «el más insigne antropólogo con que hoy contaba la Europa civilizada,» noticiándole la existencia de cierto individuo que ofrecía en sus funciones vitales algunas anomalías reversivas con extraños caracteres zoológicos que hasta entonces no había podido descifrar ningún fisiólogo. Se hacía una descripción, bastante cómica por cierto, de estas anomalías y se le invitaba a él, gran anatómico, gran paleontólogo, gran embriólogo, para que viniese a examinarlo y emitir su opinión.
No bien hubo leído la carta el ingenioso Sánchez, cuando comunicó a la familia su propósito de trasladarse aquella misma tarde a Carabanchel. Se aplaudió su decisión: se le facilitaron los medios. Timoteo salió a alquilar un carruaje. Tanto él como Mario se brindaron a acompañarle y sus esposas respectivas lo mismo. Miguel Rivera, que estaba allí casualmente, también quiso ser de la partida.
A las tres de la tarde salieron todos, en un familiar, de la calle de Ramales, célebre ya en todo el orbe, en dirección a la puerta de Toledo. El día claro y apacible. Saltaba alegremente el carruaje sobre el empedrado de las calles. El gran fisiólogo iba de humor excelente y departía sobre su famoso descubrimiento con Rivera, que apoyaba con vivos movimientos de cabeza sus disquisiciones.
Luego que salieron de la villa y empezaron a correr por la carretera tuvieron un gracioso encuentro. Don Laureano Romadonga iba de paseo en la misma dirección en compañía de su querida; una nodriza delante llevando en brazos un niño. La chula vestía ya de señora con capota y sombrilla: no le sentaba mal. Por iniciativa de Rivera, al tiempo de cruzar a su lado sacaron todos la cabeza por las ventanillas y gritaron:
—¡Adiós, Don Laureano! ¡Adiós!
El viejo seductor saludó visiblemente molestado. La chula les clavó una mirada inquisitorial, agresiva, sin hacer la más leve inclinación de cabeza.
—¿Pero se ha casado ese hombre? —preguntó Presentación.
—No lo sé —contestó Miguel riendo—. Dicen que sí. Al fin ha encontrado lo que tanto apetecía: una mujer enérgica. Creo que le da cada pie de paliza que lo deja verde.
—¡Qué horror! —exclamó la joven estupefacta—. ¡Parece mentira!
—¿Mentira? Repárela usted bien.
La chula no apartaba del carruaje sus ojos con expresión tan fiera y despreciativa que fascinaban como los de una pantera.
—En efecto, debe de ser bien dominante —manifestó Carlota.
—¡Un cabo de vara! —repuso Rivera—. Lo que le hacía falta a ese cínico que se ha pasado la vida burlándose de todas las leyes divinas y humanas.
Llegaron por fin al manicomio. Carlota y Presentación se quedaron a la puerta, haciendo esfuerzos desesperados para ocultar su emoción. Los tres hombres subieron con el fisiólogo con pretexto de examinar también el curioso caso de atavismo. Recibioles el director cortésmente. Don Pantaleón se dejó conducir por él a otra estancia para conferenciar secretamente acerca de las anomalías orgánicas del ser que iba a mostrarle. Trascurrió media hora. Al cabo se presentó de nuevo el jefe.
—Ya está, arreglado el asunto. Pueden ustedes retirarse cuando gusten.
—¿Ha puesto alguna resistencia? —preguntó Rivera.
—Absolutamente ninguna. Queda tan sosegado esperando que mañana le he de enseñar el consabido individuo… Hoy no puede ser —añadió sonriendo—; se encuentra ya durmiendo.
Quedaron los tres silenciosos y tristes. Mario preguntó al fin tímidamente:
—¿Podríamos verlo sin que él nos viese, antes de irnos?
—No hay inconveniente. Se halla en el jardín en este momento… Pasen ustedes por aquí.
Los condujo al través de varias estancias y corredores hasta una puertecita. Abrió un ventanillo que tenía y les invitó a mirar. Miró primero Timoteo, luego Rivera; el último fue Mario. El ingenioso Don Pantaleón se hallaba sentado en uno de los bancos de piedra del jardín rodeado de seis u ocho individuos. Llevaba él la palabra acompañándola con graves y persuasivos ademanes. Aunque no oían lo que decía, supusieron con fundamento que disertaba sobre algún interesante problema antropológico.
Retiráronse al fin en silencio. Todos iban serios. El semblante de Mario, sobre todo, reflejaba tristeza profunda, una emoción que en vano trataba de ocultar. Después de dar algunos pasos por el corredor, todavía se volvió para mirar otra vez por el ventanillo. Le costaba trabajo arrancarse de aquel sitio donde la compasión le tenía clavado.
Cuando salieron no hallaron a la puerta a Carlota y Presentación. El cochero les dijo que las dos señoras se habían ido llorando por el camino de la derecha. No estarían lejos. En efecto, apenas habían dado algunos pasos las vieron a lo lejos en medio del campo. Sus elegantes siluetas se destacaban del fondo claro del cielo con líneas bien recortadas. Ambas se llevaban con frecuencia el pañuelo a los ojos.
Juntáronse los hombres a ellas, y sin decirse una palabra volvieran lentamente en busca del coche. Marchaban mudos y cabizbajos. Carlota, acercándose a Rivera, le preguntó al fin en voz baja y temblorosa:
—¿Ha hecho resistencia?
—Nada. Queda muy contento. Tranquilízate. El director nos ha asegurado que no tardará mucho tiempo en volver sano a su casa.
Mario se había quedado atrás y contemplaba abstraído la puesta del sol. El cielo estaba azul. Sus profundidades se extendían sin nubes sobre su cabeza. Pero la brisa del Norte había amontonado allá en el horizonte montañas flotantes de nubes de fuego formando fantásticas ciudades, cuyas flechas y cúpulas resplandecían temblorosas al través de una gasa azul. La campiña estaba dormida: el aire callado. La tierra se extendía desnuda y árida.
La bóveda celeste brillaba como un inmenso fanal de luces de oro, sublime, infinito, envolviendo los mundos que pueblan sus abismos y soledades profundas. Algunas estrellas azuladas se encendían tímidamente en los confines del Oriente. Desde el Occidente el ojo sangriento del sol las miraba severo.
El sol se acostaba en un mar de púrpura, sobre un vapor flotante y encendido, exhalando sus ardores de reposo y de amor. Balanceábase majestuoso sobre las nubes resplandecientes con melancolía infinita, escuchando graves y sublimes armonías que no llegarán jamás al oído de ningún mortal. El manto carmesí de la tarde tachonado de estrellas caía de las profundidades del firmamento.
Ante el esplendor glorioso de aquel ocaso Mario permaneció inmóvil de sorpresa y admiración. En el paisaje no había más que luz, pero la luz bastaba para llenar de colores y formas el cielo y la llanura. Allá a lo lejos las torres de Madrid temblaban en un vapor azulado debajo de la fantástica ciudad flotante de las nubes.
La noche llega. ¡Oh, quién pudiera vagar por las regiones del aire entre las brisas y los rayos de luz! El joven artista sintió una emoción intensa que enajenó su alma y la suspendió en un paraíso de inmortal claridad y alegría.
—¡Oh, quién fuese una de esas nubes de oro —pensó— para hender con mis alas el abismo azul, para flotar en el rosicler de la tarde y sacudir el fresco rocío sobre las flores dormidas! ¡Oh, quién pudiera huir sobre las olas del aire hasta el trono del sol y habitar el palacio de las noches sin nubes! Las espinas de la vida hieren mis carnes; el frío de la vida hiela mi corazón. ¡Glorioso sol, llévame contigo, llévame por encima de las montañas y las olas, sobre las verdes llanuras y las espumas del Océano; llévame lejos del triste sueño de la existencia, a reposar bajo tu pabellón tejido de estrellas! He visto a mi hijo inocente padecer horribles martirios. He visto a ese desgraciado que ahí queda infligírselos por un impulso fatal. Mi espíritu sangra y no comprende nada. ¡Glorioso sol, arrástrame contigo; condúceme al templo de la Verdad y la Bondad infinitas, a la morada de ese Poder en cuyo seno divino todas las contradicciones se resuelven, todos los dolores se apagan! Quiero ver desde esas puras estrellas que ocultas con tu presencia a esta mísera tierra encadenada a su feroz egoísmo, a su tristeza y oscuridad…
Un estremecimiento de anhelo sacudía, el cuerpo del escultor. Su faz parecía iluminada por una luz inmortal: sus nervios se dilataban por la emoción: en sus ojos extáticos, clavados en el cielo, temblaba una lágrima.
—¿Qué hace Mario allí parado? —preguntó Carlota volviendo la vista atrás.
Rivera se volvió también y, al observar la actitud contemplativa del artista y la extraña expresión mística de sus ojos, comprendió lo que pasaba en su alma.
—Déjalo —manifestó gravemente—. Tu marido quizá sepa en este momento dónde se halla el origen del pensamiento.
—¡No, por Dios! —exclamó la fiel esposa, asustada, corriendo hacia él.
Appendix A
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- José Calvo Tello
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- TextGrid Repository (2022). conssa. El origen del pensamiento. El origen del pensamiento. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DCBB-9