- I -
Entonces no era mi pueblo la mitad de lo que es hoy. Componíanle cuatro barriadas de mala muerte, bastante separadas entre sí, y la mejor de sus casas era la de mi padre, con ser muy vieja y destartalada. Pero al cabo tenía dos balcones, ancho soportal, huerta al costado, pozo y lavadero en la corralada, y hasta su poco de escudo blasonado en la fachada principal. Nunca pude darme cuenta de lo que venían a representar aquellos monigotes carcomidos y polvorientos; pero mi padre, que afirmaba haberlos alcanzado en su prístina forma, me aseguró muchas veces que eran unas abarcas, a modo de las del país, es decir, almadreñas, y el busto de un gran señor con barbas y capisayo, y que todo aquel conjunto era como jeroglífico que significaba, en castellano corriente, Sancho Abarca, del cual descendíamos los Sánchez de mi familia. Parecíame ingeniosa y hasta agradable la interpretación, y aceptábala sin meterme en nuevas investigaciones, no tanto porque así complacía a mi padre, que se pagaba mucho de estas cosas, cuanto por lo que de ellas se mofaban los Garcías contiguos, gentes ordinarias que nos miraban por encima del hombro, porque contribuían por lo territorial algo más que nosotros, y nunca salían del ayuntamiento.
La verdad es que la hacienda de mi padre y el pelaje de su media levita no eran cosa mayor para echar grandes roncas a sus convecinos, toscos labradores, pero pobres felices, que tenían en mayor estima un pedazo de borona que los mejores timbres de nobleza esculpidos en un sillar ruinoso.
Pobres felices dije, puesto que no es desgraciado, por el mero hecho de no ser rico, el hombre que no tiene necesidad de ocultar su pobreza a los demás, que como pobre vive y trabaja, y para pobres educa a sus hijos. Desgraciado es el pobre que, por respetos humanos, necesita andar en hábitos y holganzas de rico, para sostener el prestigio de un don de bambolla que heredó de sus mayores, como censo irredimible.
Mucho de esto acontecía en mi casa. Éramos cuatro hermanos (tres hembras y yo). Para mantenernos a todos de señores, sólo contaba mi padre con cinco mil escasos reales que venían a producirle, en especie y en dinero, las tierras y ganados de su pertenencia, parte administrados por él, y parte dado a renta y aparcería, más otros dos mil, no completos, procedentes de una carga de justicia, tan pronto reconocida como puesta en tela de juicio por el Gobierno; por lo que se llevaba la mitad de su producto este incesante trabajo de sostener un derecho que jamás llegaba a ponerse enteramente claro.
Mis tres hermanas eran garridas mozas, bien afamadas de tales; pero como eran señoras pobres, se veían y se deseaban para acomodarse, pues se juzgaban demasiado altas para bajarse hasta los mocetones del lugar, y las tenían en poco los galanes ricos de las inmediaciones.
Al fin, partiendo la diferencia, acomodóse la mayor con un jándalo hacendoso que la conoció en una romería, no sin grandes repugnancias de mi padre, que tasaba el lustre de su alcurnia en mucho más, y ya transigente una vez en punto tan espinoso, casáronse las otras dos al año siguiente, con un arbitrista bien redondeado y con un procurador del partido, mozo de porvenir en la carrera, según informes de toda la curia del juzgado, sin que faltara el respetabilísimo y fehaciente de su Señoría.
Yo era el menor de los hijos de mi padre, y en mí tenía éste puestos los cinco sentidos, no solamente por ser el Benjamín de la casa, sino por mi calidad de varón, llamado, por ende, a conservar el apellido de familia, de lo cual se pagaba mucho el candoroso autor de mis días, ni más ni menos que si los Sánchez no abundasen en el mundo, o hubiera en la rama directa de los de mi casta alguna particularidad eminente que valiera la pena de irse esculpiendo en la memoria de las sucesivas generaciones de mi familia, o no pudiera ni debiera endosarse a cualquier otro Sánchez de los muchos que había en el lugar, o al primero con quien se topase al revolver la esquina, a faltas de otro mejor.
Con haberse aliviado mi padre del peso de mis hermanas (que no llevaron otra dote que las que debían a la naturaleza, y la parte ideal que les correspondía de los preclaros timbres del apellido), vime yo en casa más regalado y mejor vestido que antes; y hasta anduvo mi padre en tentaciones de darme una carrera literaria, aun a costa de someterse él a mayores y nuevas angosturas en lo de pura necesidad para la vida; pero, echadas bien las cuentas, no alcanzaban a tanto sus haberes, ni a mucho menos; y tras de que ello era poco, pidióse por entonces una nueva revisión de la desdichada carga de justicia, con lo que nos faltó también este importantísimo recurso.
Contaba yo a la sazón doce años bien cumplidos, y sabía cuanto podía aprenderse en la escuela del lugar, regida por un maestro del antiguo sistema, pero, afortunadamente, por ser yo hijo de quien era, amén de gozar gran fama de listo y amañado para todo, cogióme por su cuenta el párroco, no bien me dejó de la suya el pedagogo, y me enseñó casi todo el latín que él sabía, con algunas cosas más, que, aunque no muy nuevas, no eran malas, con lo que dicho queda que eran útiles. De este modo, y con leer a menudo la Clarisa Harlowe, El hombre feliz y el Quijote, que andaban algo empolvados en la alacena que en mi casa hacía las veces de librería, cobré señalada afición a la amena literatura, y comencé a abandonar mis hasta entonces ordinarios entretenimientos con los muchachos de mi edad, toscos motilones en quienes no entraba la gramática ni a puñetazos, y el catecismo a duras penas, no por falta de entendimiento seguramente, sino por la índole grosera de sus obligaciones ineludibles, mal avenidas siempre con toda clase de perfiles escolares.
Como además de esto, era yo, por naturaleza, blanco de color, pulido de facciones y bien contorneado de miembros (lo cual era el orgullo de mi padre, pues me creía cortado por la mano de Dios para ser un caballero), creyéronme a lo mejor enfatuado por tales prendas mis rústicos camaradas; dieron en mirarme recelosos, Y concluí por separarme de ellos y por hacer vida aparte, sin gran esfuerzo, aunque bien sabe Dios cuánto me gustó siempre tocar las campanas a vísperas los domingos y fiestas de guardar, y al mediodía casi todos los de la semana, acechar nidos, jugar a la cachurra, coger mayuelas, o fresas silvestres, en el monte; saltar las huertas; apedrear los nogales; calar la sereña en la cercana costa; hacer, en fin, cuanto hacer pudiera el más ágil, más duro y más revoltoso muchacho de mi lugar.
No por el nuevo rumbo que tomaban mis ideas llegaron éstas a volar tan alto que traspusieran las cumbres de los montes, entre los cuales y la costa, que por el lado opuesto me cerraba la salida, se desparramaba el pueblo, señor de un reducidísimo valle tapizado de verdor perenne, eterno jardín con callejos por sendas y manchas sombrías de espesos robledales, olorosos limoneros y laberintos de zarzas y madreselvas. En aquella fragante hondonada yacía desde que el mundo era mundo, al decir de mis viejos convecinos, tan resignado a su pobreza y tan satisfecho con ella, que ni siquiera se tomaba el trabajo de estirarse un poco hasta plantar una casa sobre la loma del Poniente para ver desde allí la mar que le pertenecía, y hacerse cargo de la hermosa y abrigada playa con que lindaba por aquella parte su término municipal. Un solo edificio parecía acometido de aquella mala tentación, pues se le veía arrastrándose cuesta arriba en dirección al mar, pero sin llegar a columbrarle, ni con la monterilla de la chimenea. Dijérase que, arrepentido de su temeridad a medio camino, se había quedado allí despatarrado y sin ánimos para volverse atrás, estribando en los pedruscos calcáreos de una pradera, y con la espalda guardada por un castañal frondoso. De los muchos años que llevaba en aquella actitud violenta e indecisa, eran irrevocable testimonio las yedras que le ceñían por un lado y le estrujaban hasta el punto de haber reducido a escombros entre sus brazos temibles, medio hastial del Oeste y el correspondiente alero del tejado. El tal edificio, mejor conservado por las fachadas de Este y Mediodía, era grande y tenía cierto aspecto señorial. Pertenecía, con las tierras que le circundaban y otras muchas desparramadas en las mieses del pueblo, a la casa del Infantado, bienes que administraban en mi lugar los ya citados Garcías: aquellos Garcías que se mofaban del escudo de armas de mi familia, y nunca salían del ayuntamiento.
Comunicábase el pueblo con los inmediatos por unas malas camberas, verdaderos caminos de cabras, donde sólo podían andar los pesados rodales y las cabalgad uras del país: así es que ver en aquellas callejas un jinete forastero o un carro entoldado con gente desconocida amontonada en el colchón de la pértiga, acontecimientos eran que ponían de punta la curiosidad de todo el vecindario, el cual no sosegaba hasta averiguar quiénes eran, de dónde venían y adónde se encaminaban.
Del movimiento y del hervor del mundo, sólo llegaba a la apacible y grata soledad aquélla lo que cabía en un periódico harto serio y formalote, que pagaban a medias el párroco y mi padre, en el cual periódico se leían las noticias de Madrid, la reseña de una sesión de Cortes borrascosa, los temores de un cambio ministerial, o las sospechas de un pronunciamiento, con la estoica tranquilidad, no exenta por eso de cierto asombro, con que hoy nos enteramos de lo que acontece en el corazón de la China o en las cumbres del Himalaya. Fuera de los muchachos que había en el ejército o en las tabernas de Sevilla, ganando un puñado de duros para volver hechos unos jándalos al pueblo (y no pasarían de cuatro entre unos y otros), ningún hijo de él andaba apartado de sus términos más allá de tres leguas, y eso para ir al mercado o a la feria o al molino, de modo que, sin el periódico de mi padre y del señor cura, y sin las tardías cartas de los cuatro ausentes, la estafeta del lugar hubiera sido innecesaria.
¡Y cuántos pueblos había en la provincia en igual estado de patriarcal inocencia que el mío entonces, y aun muchos años después!... hasta que, de repente y como por reflujo de lejana tempestad, allanáronse los montes, alzáronse los barrancos, taladráronse las rocas y llegó el bufido de la locomotora a confundirse con el bramar de las olas al estrellarse en la antes desierta y ociosa playa; el firme, llano y placentero arrecife sustituyó al áspero callejón, y el sonoro cascabeleo de los coches de colleras, al lento tintinar de los cencerrillos de la mansa yunta; descubrióse por las gentes cultas de Madrid que no se podía vivir ya sin los aires campestres y las aguas salobres de las costas del Norte en verano; invadiéronnos aquéllas y otras tales en alegre y regocijado tumulto; huyó de las arboledas el pastoril y rústico caramillo; y las vírgenes comarcas sometiéronse al imperio del invasor trashumante, que, sin imprimirles la cultura de que él alardea, les quitó, con la tranquilidad que era su mayor bien, cuanto de pintoresco y atractivo conservaban: el amor a sus costumbres indígenas, el color de localidad, el sello de raza.
No voy por este camino a acometer la harto desacreditada empresa de discurrir sobre las ventajas y desventajas de que se borren todas las fronteras y se reduzca la humanidad a un solo pueblo, regido por una sola ley: ¡en buen atolladero me metía!... La tal parrafada ha caído en el papel por sí sola, al venírseme a las mientes la increíble transformación obrada en el modo de ser de algunas comarcas del Norte, desde que yo era muchacho y aún se hallaba mi pueblo en el inocente y primitivo estado que tanto encarecía yo; y a este punto me vuelvo, pues quiero decir, porque debe tenerse en cuenta, que cuando me apuntó el bozo, y di en mirarme al espejo, y en pagarme mucho de mi persona, y me tuvo el párroco por regularmente instruido en letras humanas, ni por descuido me asaltó la tentación de ser ministro, ni siquiera diputado a Cortes, ni de meterme a periodista, ni a poeta dramático, ni a funcionario de la nación, aunque fuera de los de corto sueldo. Todas estas cosas y otras muchas más, estaban tan lejos de mi lugar, tan fuera del alcance de la máquina de mis pensamientos; tan limitado era el círculo de mis ideas; tan enclavado estaba en los angostos linderos del terruño nativo, que hubiera yo tomado a sueños febriles aquellas imaginaciones, si alguna vez se me hubiera metido entre los cascos.
Y no vaya a deducirse de aquí que, a pesar de las enseñanzas del párroco y de mis constantes lecturas de las mencionadas novelas y hasta de las que publicaba en su folletín el periódico de mi padre, estaba yo tan en barbecho como cualquiera de mis rústicos convecinos: nada de eso; para entonces ya escribía mis correspondientes versos a la luna, y al borrascoso mar, y a cuanto se me ponía por delante, y agotaba consonantes para llorar imaginadas amarguras y fingidos desengaños, y cansancios prematuros, mal, muy mal, por supuesto, aunque no me pareciera así; y hasta me ponía triste y llegaba a tomar mis pesadumbres por lo serio. ¡Pues poco me dieron que hacer y que escribir los amores de Grisóstomo y los desdenes de Marcela! Lo cual me demuestra que el hombre por sí, es tonto a cierta edad de la vida, sean cuales fueren los elementos que le rodeen; o lo que es lo mismo, que los resabios peculiares a la naturaleza humana pueden corregirse con la educación, pero no desarraigarse.
Volviendo al asunto, digo que cuando me vi bien trajeado, regularmente instruido, suelto de pluma y galán incipiente, todas mis ambiciones se cifraban en llegar a ser, andando los años, secretario del ayuntamiento, plaza que valía poco más de doscientos cincuenta ducados. Atrevíame también a pensar, pero sólo a pensar y a decírselo muy bajito a mi padre, que lo consideraba tan tentador y tan difícil como ganar un terno seco a la lotería de entonces; atrevíame, repito, a pensar en la administración de los mencionados bienes de la casa del Infantado, radicantes en el lugar: administración que andaba desde tiempo inmemorial en manos de los Garcías consabidos, y que no les produciría menos de onza y media cada año; la cual administración podía llegar a obtener yo, por influencias de mi cuñado el procurador con el juez de primera instancia, amigo particular del regente de la Audiencia del territorio, muy emparentado (el juez, no el territorio) con un sobrino del marqués del Perejil, pariente cercano del conde de la Chiribía; Y así sucesivamente. Y teniendo yo un sueldo fijo de tres mil quinientos reales, más los cuatro terrones que algún día habían de pertenecerme, ya estaba mi comida asegurada; y teniendo asegurada la comida, buscaría en los contornos una señorita que trajera la cena: y en hallándola así, ¿quién me tosía en el mundo?
Así Dios me salve como no pasaban de aquí mis ambiciones, ni llegaban a tanto las de mí padre cuando trataba conmigo el delicado punto de «hacerme un hombre» sin salir de las fronteras de mi tierra nativa.
- II -
Los Garcías se llamaban así, en plural, siguiendo una costumbre muy añeja en el pueblo, como se dice los Osunas y los Oñates, aludiendo más a la casta en general que a sus individuos en particular; costumbre que revela cierta importancia en la cosa nombrada, por no ser ésta casual y transitoria, sino de influjo permanente y extensa envergadura. Por lo demás, en el tiempo a que me refiero, no había en mi lugar más que un solo García, de los Garcías temibles y manducones; pero este García era alcalde casi perpetuo, y administrador de los consabidos bienes del Infantado, y administrador y alcalde había sido su padre, y alcalde y administrador su abuelo, y todos ellos mercadistas, ferieros y gente de mucha trapisonda: ninguno de ellos fue más malo que su antecesor, y todos adolecían de los mismos achaques. De aquí la costumbre de nombrarlos a todos juntos aunque se tratara de uno solo.
Su no disimulada inquina a los Sánchez, también venía de padres a hijos, así como sus burlas y menosprecios. Y esto consistía, a mi entender, en la media levita de mi casta, hidalga aunque pobre distinción que inspiraba cierto respeto en el pueblo; el cual respeto jamás lograron conquistar ellos con sus interesadas y vejatorias demasías. A pesar de ellas, no levantaba su casa un dedo más que la nuestra, ni en el pico del arca atesoraban mayores caudales que mi padre en su viejo y claveteado pupitre, ni sus ganados eran más copiosos ni más lucidos que los de mi casa, ni llegaba a cuarenta carros de tierra la diferencia que nos sacaban en fincas de labranza, aun contando a su favor las heredades que llevaban en arrendamiento de las mismas que administraban. Pero ¡ya se ve! eran los tales de cepa labradora, y ellos se lo guisaban y ellos se lo comían; y como con lo que cuestan una mala levita de paño fino y unas faldas de alepín de la reina y una hornada de pan de trigo, se compran cuatro chaquetas de paño pardo, seis refajos de estameña del Carmen y una carga de maíz, siempre andaban ellos más nuevos y galanes que nosotros, y hasta si se quiere, más hartos y satisfechos de estómago, y, por ende, más alegres y descansados; es decir, que relativamente, vivían con mayor desahogo que nosotros, puesto que eran labriegos bien acomodados, al paso que los Sánchez éramos señores menesterosos. De aquí sus zumbas y menosprecios, y el andar mi padre muy retraído siempre y algo acoquinado, y sus hijos poco menos.
Pues de las garras de un enemigo tan temible había de sacar yo la plaza de secretario del ayuntamiento, cuando vacara, y la administración de los bienes de la casa del Infantado, cuando Dios quisiera. Hay que advertir además que mi padre no tenía en toda la provincia ni fuera de ella un apoyo que valiera dos cuartos. Los valedores de los hombres como mi padre, habían pasado para no volver, al decir de amigos y enemigos, al paso que los Garcías, como gentes activas en el nuevo curso de ideas y de sucesos en que iba entrando la sociedad más que deprisa, tenían, en primer lugar, a los Calderetas de la villa no lejana, familia en quien venía vinculándose la representación casi oficial, y sin casi omnímoda, de los altos poderes de «arriba» para cuanto en aquellas comarcas circundantes hubiera que cortar y que rajar, lo mismo en el orden político que en el administrativo, y aun sospecho que en el judicial, en bien del Estado, se entiende, y con la mejor de las intenciones, siendo muy de tenerse en cuenta que en la tal familia había ramas de todos colores, y hombres, por lo tanto, para todos los apuros; de modo que los Calderetas siempre estaban en candelero, y, por consiguiente, los Garcías de mi lugar, ¿Cómo demonios había de conseguir yo arrancar a éstos una administración que conservaban ellos tanto por cuestión de honra como por razón de provecho? Por eso dije antes que aunque la tal administración tentaba mucho a mi padre, la consideraba tan difícil de alcanzar como acertar un terno seco a la lotería primitiva, no obstante la intimidad de mi cuñado el procurador con el juez del partido; la de éste con el regente de la Audiencia del territorio; el parentesco del regente con el marqués del Perejil...
No por tan dificultoso reputaba yo lo de la secretaría, pues como ésta había de proveerse por todo el ayuntamiento, tenía mi padre recursos propios para influir en la elección de concejales cuando llegara el caso, además de que en la casa de los Garcías no había por entonces ningún varón que sirviera para el cargo, a la sazón desempeñado por un hombre que a medida que envejecía iba apartándose del sempiterno alcalde que ya no podía verle. Era, pues, indudable que el cargo vacaría a la hora menos pensada, y no muy aventurado creer que al llegar el caso de proveerle, bien por medio de una lucha descarada o por virtud de un acomodamiento entre mi padre y el alcalde, me llevaría yo la plaza.
Felizmente ni mi padre ni yo teníamos prisa. Había en casa qué comer; yo andaba bien trajeadito, y entretenía mis ocios, que eran muchos, ora leyendo los libros de la alacena y los folletines del periódico, ora persiguiendo las codornices en la mies, las liebres y las sordas en el monte y las ánades en la costa. Pasaba también algunas temporadas, muy breves por no dejar solo a mi padre, con alguna de mis hermanas, especialmente la procuradora, en cuya casa no había los laberintos que en las de las otras, y éste mi cuñado, por la índole particular de sus ocupaciones, era de trato más atractivo para mí que el jándalo y el arbitrista, en quienes asomaban demasiado las costras del oficio, siendo muy de notarse que hasta sus mujeres se habían contaminado no poco de ellas, lo cual antes me complacía que me disgustaba; pues esa asimilación de las flaquezas de sus maridos les ahorraba la pesadumbre mortal de conocerlas.
Entre tanto, rayaba yo en los diez y ocho, y ¡asómbrense los imberbes de ahora, cansados de amar y rodar por el mundo! aún no tenía pizca de novia, ni trabajaba para tenerla, ni me acordaba de ello, ni había salido dos leguas más allá de los términos de mi lugar; y ¡asómbrense más todavía! el andar mi padre a la sazón empeñado en llevarme a dar un vistazo a Santander, me traía sin hora de sosiego, indeciso y turulato, sin poder darme cuenta yo mismo de si aquella impresión rarísima, por lo profunda y cosquillosa, me alegraba o me entristecía.
Llegó al fin el momento de decidirme, y, dos días después, el de sacar del fondo del baúl los trapitos de cristianar; meter, «por si acaso», una muda de mi padre y otra mía en la maleta; colocarla en el arzón trasero de la vieja silla de borrenes, puesta ya sobre el hirsuto lomo del manso tordillo del cura; cabalgar de un salto, mientras mi padre, con sombrero de felpa, alto y bien armado corbatín de raso negro, larga levita verde botella y botas de media caña, puesto el pie izquierdo en el estribo, pasaba con alguna dificultad su pierna derecha por encima de las vacías alforjas, atadas sobre la grupa de su peludo rocín, harto de roer los helechos de la sierra; dar un adiós de despedida a los curiosos que nos contemplaban, y salir del pueblo sacando lumbres de los morrillos de sus callejones con las herraduras de los jamelgos.
¡Válgame Dios, qué grande me parecía el mundo a medida que entraba yo en lo desconocido, y a una hondonada seguía una cumbre, y a la cumbre otra hondonada, y luego una sierra y después un valle, y otra vez la cumbre, y vuelta a la hondonada! ¡Qué variedad de contornos, de matices, de objetos, de luces y de horizontes! Aquí la aldehuela agazapada entre peñascos y robledales; allí el molino maquilero, debajo de una chopera, a la margen del río, manso y transparente, reflejando en sus aguas sus festones de laurel y zarzas, alisos y parra silvestre, y su puente de dislocados sillares, mal sostenidos por ligazones de compacta yedra; junto al fresco manantial encerrado en un arca de mohosos cantos, el solitario humilladero, obra de la piedad de un pueblo cristiano, si no de los remordimientos de un pecador arrepentido, pero reflejo siempre de una época de arraigada fe; sobre el camino que serpenteaba cuesta arriba, en lo alto de la sierra, un espeso cajigal con una ermita blanqueada: la ermita, para el santo patrono del lugar inmediato; el cajigal, para dar sombra a los romeros un día cada año. A cada paso algún signo de éstos, perenne testimonio de la fe de mis conterráneos. Y nada más puesto en razón en un país donde no hay un detalle cuya belleza, bien observada, no sea un himno de alabanza a la bondad y a la grandeza de Dios.
Y anda, anda, siempre una loma por delante, que me parecía la última, y al trasponerla, otra nueva más allá.
Al fin se acabaron las alturas; fuese allanando el terreno; la senda áspera y tortuosa que seguíamos trocábase en sólida carretera, la carretera en ancha calzada, y los edificios próximos a ella iban perdiendo su aspecto rústico y aldeano, y enfilándose en ambas orillas. Del corralón de uno de ellos salió echando demonios el primer coche de colleras que yo había visto en mi vida. Volaba delante de nosotros entre nubes de polvo, gritos del mayoral, matraqueo del herraje y sonar de las cascabeleras de las caballerías. Perdióse pronto de vista al fin de la calzada; y siguiéndola nosotros, llegamos al camino real, anchísimo arrecife, blanco como la nieve y duro como una peña. Había allí un parador de mala muerte, y entramos en él a descansar un rato de las tres largas horas de jornada que llevábamos; tomamos un refrigerio, y ofrecimos otro a los rendidos bucéfalos, consistente en un maquilero de maíz por boca, con la correspondiente paja, no de la fina de Castilla, pues algo tiraba, por lo negra y correosa, al trigo de la tierra.
Media hora después volvíamos a cabalgar y enderezábamos el rumbo a Santander. No se tome a exageración; pero es lo cierto que me sentí nueva y penosamente impresionado al verme entre gentes extrañas por completo para mí. Entre gentes extrañas digo, porque a los pocos pasos de nuestra salida del mesón topamos con la villa principal de la comarca, patria y residencia de los Calderetas consabidos. Advirtiómelo así mi padre; y como la carretera pasaba rozando la parte principal de la villa, vi casas aparatosas, calles que se me antojaron enormes, y personas que, por el atavío, me parecieron de mucha cuenta. Algo me tentó la curiosidad, y muchas preguntas hice a mi padre y hasta le apunté el deseo de ver un poco «lo de adentro»; pero como íbamos en busca de cosa más grande, y lo restante del día no daba ya para muchas detenciones si habíamos de llegar con sol a la ciudad, contentéme con poner el rocín al paso mientras atravesábamos aquel contorno de la población, y observar lo que buenamente se nos metía por los ojos.
Dejada la villa un buen trecho a la espalda comencé a sentir en los ojos, hechos a las dulces entonaciones y suaves tintas de la agreste naturaleza, la blancura deslumbrante del camino real, cuyos trozos, como los anillos de una inmensa serpiente columbraba a lo lejos, ya trepando la falda de una sierra, ya tendidos en la llanura de un valle, aspecto fatigoso, en verdad, para el que, como yo, estaba tan poco avezado a semejante monotonía, y llevaba encima la mejor ropa de su baúl, blanqueada ya por el corrosivo polvo que movían carros y viandantes de todas especies.
Lo de los carros me admiraba mucho, viéndolos en interminables hileras, todos entoldados, y tan arrimada la yunta del uno a la rabera del otro, que parecían eslabones de una larguísima cadena.
-Estos carros que tanto te llaman la, atención -me dijo mi padre-, van de Reinosa, o de Alar del Rey, cargados de harina, a Santander, donde se embarca para medio mundo: todos son montañeses que se dedican a este tráfico. Las filas que pasan por nuestra derecha van de vacío. Cuando se haga el ferrocarril, que ahora se proyecta, entre Alar y Santander, concluirá esta carretería. ¡Gran beneficio para la agricultura, harto descuidada en las comarcas vecinas al camino real!
Pasó un coche muy grande con seis mulas, enganchadas de dos en dos.
-Eso es una diligencia -díjome mi padre- que corre, en días alternos, entre la ciudad y la villa. La que va a Madrid desde Santander es enorme, y tiene más de doce bestias. Este río que llevarnos a la izquierda -continuó- es el Besaya, reunido al Saja media legua más atrás. Luego volveremos a verle, aunque desde lejos, en su desembocadura.
Más adelante vi salir de entre un monte y una llanura verde muchos mástiles de barcos. Asombréme. Sonrióse mi padre y me dijo:
-Es el puerto de Requejada. Aquí desemboca el río. Como la ría es angosta y tú y yo estamos lejos, desaparecen a nuestros ojos los cascos de los buques entre las dos orillas; pero mira más allá y la verás culebrear por la ribera, hasta perderse detrás de unos cerros. Verás luego un pueblo sobre el más alto: pues es Suances. Allí está el verdadero puerto: San Martín de la Arena. Estos grandes edificios junto a los cuales vamos pasando son almacenes para depositar el trigo de Castilla, que viene en carros, como la harina, y se embarca en esos buques cuyos mástiles te parecen salir del monte. También esto morirá cuando se haga el ferrocarril... si se hace.
De este modo seguimos caminando más de tres horas, durante las cuales anduvimos menos de cuatro leguas, pues las cabalgaduras no podían ya con el rabo, y a mí me dolían los talones de tanto machacar con ellos, inútilmente, los peludos ijares del tordillo. Aunque mi padre no cerraba boca diciéndome cómo se llamaba cada pueblo, cada sitio, cada venta que encontrábamos al pasar, mi atención llegó a dormirse por completo y mi cuerpo a no sentir otra cosa que un quebrantamiento muy grande en los riñones.
Al cabo, me dio en la nariz el tufillo de la mar; descubrieron mis ojos, siguiendo la dirección marcada por el índice de la diestra de mi padre, un trozo de bahía con medio bosque de mástiles; entramos bajo un toldo formado por gigantescos álamos, cargados sus troncos de verrugas, achaques de su vejez; y siguiendo aquella tenebrosa pero plácida senda, antes de un cuarto de hora llegamos a las puertas, como quien dice, de Santander, donde había un parador de mucha fama. Allí nos metimos con caballo y todo; allí descansé a mis anchas, y allí cenamos y dormimos, y de allí salimos al otro día, bien temprano, a dar el ofrecido vistazo a la ciudad, de la que sólo conocía hasta entonces los faroles del alumbrado, o mejor dicho, el alumbrado de los faroles contiguos al parador, el ruido insólito de la calle y el cantar dormilento y perezoso del sereno del barrio.
De casi toda aquella rápida inspección apenas me queda otro recuerdo que el de haberla hecho; ¡tan desorientado me encontraba yo y tan atropelladamente pasaban ante mis ojos puertas, establecimientos, encrucijadas y personas! Y yo creo que de esto tuvo más culpa que mi cortedad y atolondramiento de aldeano, el desmedido afán que había en mi padre de llamarme la atención hacia todo cuanto se nos ponía delante. No cesaba un punto el buen señor: «Este del sable es un policía... Mira esta casa ¡qué balconaje!... Repara esta tienda ¡qué riquezas contiene!... Cinco soldados juntos: son de infantería... Mira a la izquierda: la casa del ayuntamiento... Mira a la derecha: la catedral... El muelle: ¡qué grandiosidad, qué palacios!... La bahía: parece un mar. Lo menos hay en ella quinientos barcos de cruz... Ésta es la pescadería: tápate las narices... Por debajo de este puente ¿le ves bien? se va a la plaza de la Verdura... Este señor de borlas en el bastón pudiera ser muy bien el jefe político. Por si acaso, salúdale como yo, pues nobleza obliga.» En fin, no cerraba boca.
Ocurriésele llevarme a oír la misa mayor de la catedral, y por esta ocurrencia sola no dije yo al comienzo del precedente párrafo que de toda aquella rápida inspección no me queda otro recuerdo que el de haberla hecho, sino de casi toda, porque es de saberse que aquella misa, que aquella hora pasada en la catedral, me dejó impresión tan honda, que no han logrado borrarla ni las peripecias más culminantes de mi vida.
A un mozo de regular sentido le es fácil construir en su imaginación una ciudad, sin haber visto otra como ella; llenarla de tiendas aparatosas, de caballeros principales... y aun de lo que no existe sino en los cuentos maravillosos; cabe, en fin, hasta mejorar la realidad, y con frecuencia se observa este fenómeno en las gentes sencillas que han soñado mucho y han visto poco. Pero es imposible adivinar hasta dónde puede elevarse, cuánto puede sentir el espíritu humano excitado por el concurso de agentes externos, de los cuales no se tiene la menor idea. Yo me vi en este caso entonces. No me maravilló el templo con sus tres naves góticas, su coro bajo frente al altar mayor, su suelo de mármoles y sus capillas sombrías; pues si he de hablar con verdad, cosa más grande y más rica me había imaginado yo para una catedral de población tan renombrada e importante; pero comenzó la misa, y ya el ir y venir de los canónigos arrastrando las negras colas; el solemne y ostentoso ceremonial del presbiterio; los preludios del órgano; las nubes y el olor de los incensarios agitados por los inquietos monaguillos vestidos de rojo y blanco, y la templada luz que se descomponía en todos los colores, del prisma al atravesar los vidrios de las ojivas, imprimieron un nuevo rumbo a mis ideas, sacándolas de sus ordinarios y naturales cauces. Después, a medida que la misa adelantaba, crecía la fuerza de mi atención, porque nuevas ceremonias y no soñadas impresiones la sorprendían y la cautivaban, sin poder yo darme cuenta todavía de si aquel arrobamiento en que comenzaba a caer era solamente una inesperada excitación de mis sentimientos religiosos en ocasión y sitio tan señalados, o si en él influía también un exceso de curiosidad. Pero llegó un momento en que a las voces estentóreas de los sochantres, y a las atipladas de los niños de coro, y al sonar de las campanillas de los monagos, y al cántico trémulo e inseguro del oficiante se unió el estruendo de toda la trompetería del órgano, formando el conjunto un verdadero torrente de armonías que se desbordaba de las naves del templo y parecía estrellarse en inmensas oleadas contra los fustes, y saltar en ecos resonantes desde los mármoles del pavimento hasta los rosetones de las bóvedas. Entonces sentí un extraño cosquilleo que se deslizaba por todas las fibras de mi cuerpo; perdí la noción racional de cuanto tenía delante y en derredor de mí; hundí la cabeza en el pecho; parecióme que los haces de columnas se alargaban y crecían hasta perderse de vista, diáfanos y aéreos, y que la tempestad de sonidos se extendía por todo el espacio hasta llenar los ámbitos del mundo, como la voz terrible de Jehová...; Y LE Vi, Sí, LE vi flotando sobre nubes de incienso y de armonías, entre las desvanecidas bóvedas del templo, Y LE sentí en mi corazón y en mi conciencia, y crecieron en ella las más leves faltas hasta la magnitud de enormes culpas, al ardor de la fe, que también crecía en mi pecho; humillé mi cabeza... (creo que toqué con la frente el duro mármol en que se hincaban mis rodillas); negóse mi labio trémulo a pronunciar las plegarias que salían de mi corazón; brotaron mudas lágrimas de mis ojos; y al verme en presencia de Juez tan grande y majestuoso, avergonzóme la altura del suelo que me sostenía, y envidié la obscuridad y bajeza del mísero gusano que se arrastra bajo las costras de la tierra.
Doliente y quebrantado salí de aquel éxtasis extraño cuando el silencio volvió a reinar en el templo, y, mi padre, después de plegar en tres dobleces el pañuelo de yerbas sobre el cual se había arrodillado, me tocó en el hombro para advertirme que era hora de marcharnos, pues se había concluido la misa y no quedábamos allí más que nosotros y cuatro viejas rezadoras.
-Parece que te ha gustado la solemnidad -me dijo al llegar a los claustros-. ¡Nunca te vi oír una misa con tanta devoción!
En toda mi vida he vuelto a sentir impresiones como aquéllas.
De vuelta para la posada, compró mi padre medio queso de bola, una docena de lechugas y dos bacaladas de langueta; comimos a las doce, cabalgamos a la una, después de meter las compras en las alforjas; y al cerrar la noche, quebrantados los cuerpos y dolorida mi cabeza de mirar cara a cara el sofocante sol de junio durante siete horas, nos apeábamos en la nativa aldea, debajo del balcón solariego.
A esto se llamaba entonces dar un vistazo a la ciudad. Ya he dicho que sólo traje a mi casa el recuerdo de haberla visto, recuerdo vago y confuso, como el de un sueño febril que en nada alteró las apacibles realidades de mi vida en el angosto recinto de mí lugar. Ni un solo punto se extendió el horizonte de mis ambiciones en aquella mi primera exploración del mundo.
- III -
Pasaron años sin que yo volviera a salir de mi pueblo sino para hacer breves excursiones a algunos de los inmediatos, y pasó con ellos el tan temido riesgo de que la mala fortuna me llevara a ser soldado de la patria, u obligara a mi padre a vender lo mejor de la hacienda para librarme de ello. Este feliz acontecimiento que me dejó dueño y señor de mi voluntad, causa fue de que los nunca dormidos intentos de aspirar a la secretaría, por de pronto, y a la administración en hora favorable, renacieran con nuevo calor en nuestras conversaciones, y hasta de que se pensara en llevar a vías de ejecución procedimientos tantas veces examinados y discutidos. Pero quiso el azar que en aquellos meses los ya casi rotos vínculos de unión entre el alcalde y el secretario volvieran a reanudarse por no sé qué fechoría administrativa de entrambos, que reclamaba este mutuo esfuerzo de abnegación para librarlos de una causa criminal con todas sus consecuencias, y héteme otra vez resignado y tranquilo con la esperanza de lograr más propicias coyunturas, y vuelto a la vida de caballero descuidado, mozo ya de bien nutrido bigote, muy fornido de miembros, y según público decir (no del todo desmentido por el espejillo de mi cuarto, ni por los más amplios de las pozas del lugar), la mejor estampa de galán que se paseaba en muchas leguas a la redonda. Podría haber sobre esto algo de exageración en los dichos de las gentes y un poquillo de vanidosa ceguedad en mí; pero lo que no tiene duda es que yo continuaba siendo, entre tantos estímulos para ser un haragán completo, un inverosímil ejemplar de bien arreglado y edificante doncel, perseverante en aquellas literarias aficiones insinuadas bien temprano en mí, con el aditamento de otra nueva, hacia las faenas campestres, que últimamente comenzaba a solicitarme con vivísimas fuerzas.
En esto, el tan debatido plan de unir las áridas llanuras de Castilla con el mejor puerto del Cantábrico por medio de un ferrocarril, iba a dar el primer paso en el terreno de los hechos consumados. ¡Y de qué manera!: «bajando» la corte, o una parte muy integrante de ella, a solemnizar con su presencia y concurso un acto ya, por su naturaleza, solemne y trascendental. Con tan fausto motivo los santanderienses echaban la casa por la ventana, y se agitaba y se conmovía la providencia entera, entre la curiosidad y los recelos, hijos una y otros de esas hondas impresiones que causan en los hombres pacíficos y sedentarios los misteriosos rumores que le anuncian un súbito cambio de vida y costumbres, la invasión inmediata de extraños elementos que han de borrar en breves días de febril actividad la obra de tantos siglos de inmovilidad y de sosiego. Los periódicos de la capital, henchidos de programas de fiestas y jolgorios, inundaban pueblos y caseríos, y el aldeano más apático y remolón daba un tiento a la enjuta bolsa por si topaba en ella algo con qué vivir dos días fuera de su casa, para satisfacer la tentación de ver las anunciadas maravillas, entre las que descollaba la de un rey, no en su trono precisamente, rodeado de ostentosos magnates, con el cetro en la mano, la corona en la cabeza y el manto sobre los hombros (pues, tratándose de reyes, así se los imaginaban en mi lugar), sino en medio de una pradera, hiriendo el suelo con el azadón, cargando la removida tierra en una carretilla, y conduciéndola con su augusto esfuerzo, entre sus regias manos, algunas varas más allá. Verdad que el azadón sería de plata, y de plata la pala, y de barnizada madera la carretilla; pero ¿no consistía en esto mismo la novedad del lance? ¡Un monarca cavando la tierra como un simple ganapán, y sus cortesanos formándole la cuadrilla! Hay que advertir que así, al pie de la letra, tomaban el suceso mis toscos convecinos, entre quienes abundaban los que ya veían los chorros de sudor cayendo por la augusta faz abajo. Y todo esto iba a suceder dentro de breves días, y a las puertas, como quien dice, de sus hogares, y en unos tiempos en que los monarcas españoles no se codeaban todavía con los simples mortales, ni dejaban el alcázar de Madrid sino para habitar alguno de los de sus cuatro sitios celebérrimos. Así es que se despoblaron materialmente las aldeas con motivo de aquel memorable acontecimiento. El cual también me sacó a mí de casa y me arrastró a la ciudad con grandísima complacencia de mi padre, que se resistió a acompañarme so pretexto de que, a sus años, más le molestaban que le divertían estruendos y baraúndas tales, aunque yo jurara que se privó de ellos porque luciera en mí solo el puñado de duros de que podía disponer a la sazón y que cariñosamente deslizó en mi bolsillo.
Ésta fue mi segunda salida del paterno hogar. Hícela a caballo hasta el camino real, y en diligencia desde la villa.
¡Bueno estuvo aquello! Dígolo por el estruendo y revoltijo de cosas y de gentes; pues de las funciones apuntadas en los prospectos no vi pizca, unas veces porque no era de los llamados, otras, porque, siendo públicos los actos, o llegaba tarde a ellos, o me perdía en el mar de curiosos que se ponían de puntillas para lograr, a lo sumo, ver los sudorosos pestorejos de los que nos precedían y también se estiraban sin enterarse de cosa mucho más divertida.
-¡Ahí va! -oí decir varias veces, mientras asomaba por una bocacalle un tropel de gentes a todo correr; y enseguida:
-¡Ése es!
-¿Cuál de ellos? -preguntaba yo, hecho todo ojos y curiosidad.
-¡Ese que va en coche!
Pero pasaban por delante de mí, con la rapidez del viento, entre nubes de polvo y turbas de desocupados jadeantes, lo menos cuatro coches llenos de personajes hechos un ascua de oro; fijábame en el más relumbrante de todos ellos, y resultaba luego que no era aquél, sino el otro; otro que iba en el primer coche, en cuyo coche no reparó yo creyéndole ocupado por gentes de poco más o menos.
Al principio no dejaba de entretenerme el bullicioso y pintoresco hervor de la ciudad, y hasta me asombraban, por lo incansables y resistentes, aquellas oleadas de curiosos que invadían calles y paseos al solo impulso de un vago rumor de que por allí iba a pasar; conmovíanme aquellos racimos de pudientes señorones, de granujas entremetidos y de populacho sencillote, colgados de rejas y faroles, victoreando, enronquecidos ya, al augusto huésped desde que le columbraban a lo lejos hasta que le perdían de vista; me entusiasmaba el acendrado realismo de aquella elegante juventud que alfombraba con sus levitas las gradas de la catedral al subir por ellas el egregio visitante, o se vestía de simple marinero para tener la honra de hogar en la regia falúa, o siquiera en las que le servían de cortejo, desde el sitio de la inauguración de las obras hasta la rampa larga del muelle-, despistojábame leyendo los lemas de los arcos de laurel y los versos arrojados a cada instante por ventanas y balcones, como espesa lluvia, en papel de lo más majo; versos, dicho sea sin ofensa, no mucho mejores que los que en mi lugar escribía yo de cuando en cuando... ¿y cómo no entretenerme y fascinarme a mí, sencillote aldeano, tal revoltijo de cosas, estruendos, jerarquías y colores?
-Pero al cabo, el esfuerzo mismo de la curiosidad, siempre excitada y tirante, y rara vez satisfecha, llegó a producirme un mortal cansancio de espíritu y de cuerpo. Mareábanme las muchedumbres, y hube de sentir algo como indigestión de uniformes, marciales ruidos de tambores y charangas, flámulas de percalina, lugareños papanatas, cruces, bandas y libreas, víctores de todas clases, cañonazos y cohetes. Latíame la cabeza, dolíanme los músculos del pescuezo, y las piernas me flaqueaban. Entristecíme, y hasta me asaltó la nostalgia de mi lugar.
Desde entonces huí de los bullicios y algaradas, y busqué los puntos donde la población estaba en reposo y en silencio, en sus hábitos de trabajo y con su cara de todos los días. Con este procedimiento conseguí dar descanso a mi imaginación, meter en sus quicios las dislocadas ideas y ver cada cosa a la luz que le pertenecía. Logré separar en el cuadro lo postizo y casual de lo permanente y necesario; y entones fue cuando comencé a entretenerme con fruto observando lo que jamás había observado: en la aldea, por su natural obscuridad y la propia sencillez de mis ambiciones; en la ciudad, por un deslumbramiento de mis sentidos. Observé que con la sociedad acontece lo que con la naturaleza contemplada desde lejos: atraen la atención los altivos picachos, los agudos perfiles, las grandes moles; el resto del panorama es una masa descolorida, de triste aridez y penosa monotonía; júzgase inaccesible lo saliente; y no hay en lo vago y confuso nada que mueva la curiosidad; y a lo uno y a lo otro se va acostumbrando la vista sin el más leve escozor del deseo. Pero acércase el observador al cuadro; y en aquellos antes vagos y descoloridos términos, piérdese la consideración en un cúmulo de no soñadas maravillas: la pintoresca roca entre rozagantes arbustos, el aterciopelado suelo, el parlanchín arroyo, la sombría cañada, el silvestre rosal, el gigantesco roble... y el más insignificante de estos y otros mil detalles, le seduce y atrae más que la admirada eminencia, que de cerca es triste por escabrosa y árida.
Contemplada la sociedad desde el agreste retiro, colúmbranse las figuras de primera magnitud; los monarcas, los guerreros de fortuna, los magnates, los atletas de la política, los héroes de la riqueza; nombres que la fama trae y lleva a su antojo. Todo lo restante es masa deforme que bulle y se agita a merced de aquellas irresistibles voluntades, como las aguas del mar a los caprichos del viento. Pero salga el observador de su retiro; métase entre el bullir de las gentes, y ¡cuán distinta de lo imaginado verá la realidad!
Cavilando yo sobre esto, después que, terminadas las fiestas, se quedó la ciudad como escenario de teatro cuando se retiran los actores y se apagan las candilejas; cavilando sobre esto, repito, de vuelta a mi lugar, caballero en el paterno rocín que hallé esperándome al apearme de la diligencia en la villa de los Calderetas, según lo convenido antes de salir de casa.
-¡Válgame Dios! -exclamaba para mis adentros-: sin ser rey, ni ministro, ni general, ni diputado a Cortes, ni gobernador de provincia, ni escritor de fama, ¡cuántas cosas puede ser un hombre además de secretario de ayuntamiento y administrador de unas cuantas fincas de la casa del Infantado! ¡Cuántas posiciones existen en el mundo al alcance de la mano, con un poco de fortuna o con mucha fuerza de voluntad!
Y exclamaba yo de esta manera, porque en aquel instante desfilaban en mi memoria los átomos y burbujitas de la masa deforme; los pintorescos detalles del término indeciso del consabido panorama; cuantos representantes había visto de las ciencias, de las artes, del comercio, de la industria, ya en la ostentosa comitiva, ya en medio de los afanes de sus respectivas ocupaciones; cuya manifestación palpable era aquella varia riqueza que yo admiraba citando las muchedumbres desaparecían y quedaba el barrio entregado a sus propios y naturales elementos.
Pero no se deduzca de este mi modo de discurrir, que al volver de la ciudad a mi casa paterna llevaba ya conmigo el roedor gusano de las desmedidas ambiciones. Nada más lejos de mí. Juro a Dios que me entregaba a aquellas meditaciones tan fresco y desimpresionado como si nada tuviera yo que ver con ellas; y que al llegar a mi casa, ni en lo más mínimo lastimó su pobreza ni conturbó la serenidad de mi espíritu el recuerdo que tan fresco traía de las pompas y relumbrones que durante tres días habían estado pasando en la ciudad por delante de mis ojos. Ni por esto que afirmo se me tenga por un admirador romántico de la paz y hermosura de mi aldea, téngaseme sencillamente, y se estará en lo cierto, por un mozo con las mejores condiciones de carácter para vivir muy a gusto en el elemento que me había tocado en suerte; siendo también de advertir que nada de ello era obra de enrevesadas filosofías, ni del esfuerzo de virtudes sobrehumanas, sino pura, simple y prosaicamente, porque de ese barro quiso hacerme Dios.
- IV -
Pocos días después de esta mi llegada al pueblo, aparecieron en él, en sendos caballos poderosos, desempedrando los callejones y excitando la curiosidad de todo el vecindario, el señor de Calderetas y otro personaje de gran estampa, con los correspondientes espoliques. Uno de éstos se adelantó, corriendo a más no poder, hasta la casa de los Garcías. Llamó recio con dos garrotazos a la puerta del estragal; salió el alcalde, oyó el recado, vistióse apresuradamente la chaqueta que tenía echada sobre los hombros, y siguió a buen andar al emisario; alcanzaron ambos a los caballeros al revolver de una calleja; saludóles muy fino y reverente el alcalde; contestáronle ellos lo menos que pudieron, y todos juntos, después de breves palabras enderezadas al García por el señor de Calderetas, echaron barrio arriba, sin parar hasta la casona solitaria.
Allí permanecieron largo rato, examinándola el desconocido personaje por afuera y por adentro, y el castañar contiguo y la huerta y el prado, desde cuya loma contempló después, con grandes aspavientos, el mar y la playa y cuanto desde aquel observatorio alcanzaba la vista en todas direcciones.
Tras esto y algunas preguntas sueltas dirigidas por el mismo personaje al alcalde, descendieron a la casona los señores, cabalgaron otra vez, y salieron del lugar entre las sombreradas del alcalde y el asombro de los vecinos.
¡Cuánto hubiera dado mi padre, y cuánto hubiera dado yo por estar a la sazón en buenas amistades con los Garcías, para saber inmediatamente de su boca a qué habían venido al lugar aquellos personajes!
Afortunadamente no se pasaron muchas horas sin que lo supieran hasta los sordos; porque a los hombres vanos, como el susodicho García, no se les pudren en el cuerpo las noticias de tal calibre. Piensan que publicándolas crecen ellos muchos codos en la consideración del vulgo; y por eso se supo antes del mediodía que el acompañado del señor de Calderetas era un personaje de Madrid que quería comprar la casona solitaria, para componerla y habitarla después con su familia durante los veranos.
Y el dicho se confirmó, porque, transcurridas dos semanas, vinieron gentes extrañas, y con la del pueblo que a ello se prestó, comenzaron a remendar lo ruinoso, a afirmar lo débil, a revocar por aquí y a tillar por allá, con tal apresuramiento, que antes de mediar julio parecía nueva la casa, y hasta contenía los necesarios muebles para ser habitada inmediatamente.
El efecto que aquella noticia y estos acontecimientos causaron en el lugar, parecería increíble en estos tiempos en que tan acostumbrados están los montañeses de la costa a rozarse en callejas y desfiladeros con gentonas veraniegas, de altísimo y hasta egregio copete. Pero todos mis convecinos echaron la impresión a buena parte: sólo mi padre y yo la recibimos como una pesadumbre, porque, bien examinado el asunto y vista la intervención de los Garcías en él, perdimos las pocas esperanzas que teníamos de arrancarles la administración de los consabidos bienes.
Antes de acabarse el mes de julio, nueva y más honda impresión en todo el lugar, con la llegada de los señores a la casa restaurada, en entoldado carro del país, con otros tres que le seguían cargados, de sirvientes y equipajes.
En los ocho primeros días no se vivió de traza en la aldea, ocupado hasta el más perezoso y esquivo en averiguar lo que se hacía y se guisaba en el remozado palacio, cuyos dueños se dejaban ver muy poco y a lo lejos, y se reducían al personaje ya mencionado, y a una jovenzuela, su hija, algo desmedrada y enclenque, a la cual, según rumores, se le habían prescrito, por la ciencia de curar, los aires de la costa cantábrica, precisamente de la costa cantábrica; mucha aldea, mucho ejercicio, poca sociedad y bastante agua ferruginosa.
Entre tanto, hubo en mi casa largas y calurosas porfías entre mi padre y yo, sobre si debíamos o no debíamos ir a ofrecer nuestros respetos y servicios a aquellos señores. La voluntad, bien sabe Dios que era inmejorable; pero temiéndonos un recibimiento frío y desdeñoso, el condenado puntillo montañés se sublevaba y no sabíamos en qué acertar. Al fin, mi padre, invocando su lema sempiterno de «nobleza obliga», disipóme las no muy arraigadas repugnancias que yo sentía; resolvióse él también, y allá nos fuimos una mañana, muy planchados, eso sí, y con lo mejor del baúl a cuestas; pero harto recelosos, y hasta conmovidos, por no habernos visto jamás en otra.
A la puerta del estragal nos encontramos con el alcalde que salía, como Pedro de su casa, muy orondo y satisfecho; y aun se infló mucho más cuando nos vio llegar bajo la mal disimulada impresión de timidez y recelo ya mencionados. Verdaderamente nos contristó mucho aquel encuentro, no tanto por lo que contribuyó a encrespar la vanidad del García, cuanto por lo que en presencia de éste nos apocaba a nosotros.
Subimos, y un criado con más que ribetes de grosero, nos introdujo en la sala, en la cual se presentó, antes de media hora, el señorón de Madrid, de bata chinesca, gorro por el estilo y pantuflas coloradas. Era hombre de buena edad, frescachón, patilludo, protuberante de estómago y rollizo y blanco de manos y pescuezo. Saludámosle muy reverentes; correspondió fino y suelto a nuestras reverencias y sombreradas; sentóse a nuestro lado, y diose comienzo a la visita en los términos que sabrá cualquiera de corrido, por ser los mismos, los mismísimos que ahora se usan, y se usarán probablemente en todos los casos parecidos a aquél; pues en este particular no han adelantado las gentes un solo paso.
En un dos por tres nos dijo el personaje:
-El país me encanta. Jamás le había visto hasta que vine a Santander con Su Majestad. (Estas palabras las recalcó mucho.) Necesitaba yo un rincón tranquilo, de aires puros e inmediato al mar; hablóme mi amigo el señor de Calderetas de este pueblo y de esta casa; la vimos, compréla al punto... y aquí me tienen ustedes a su disposición. (Aquí nos descoyuntamos a reverencias mi padre y yo.) Pero, amigos, no quiero ocultarles que si lo de los aires puros y los campos risueños y los bosques frondosos y el mar sin límites me enamora, como a buen manchego que soy, lo de la soledad y el reposo ha resultado mucho más de lo imaginado, y hasta de lo que se puede resistir. Verdaderamente es esto insoportable para un hombre que lleva veinte, años metido en el hervor de la vida madrileña, entre los combates de la política y las agitaciones del gran mundo. Así es que devoro los periódicos que recibo cada tres días, y los libros que conmigo traje; cuento desde el balcón los árboles del monte, y de noche las estrellitas del cielo, y aún me sobran horas que no sé en qué invertir.
Compadecimos de veras al ostentoso y contrariado manchego, y le deseamos días más llevaderos, hasta por la honrilla del lugar, único alivio que podíamos ofrecerle, y con poco más que esto y menos de otro tanto que él nos dijo, nos levantamos para despedirnos.
Levantóse también el personaje, y apretando una mano de mi padre, y otra mía con lar, suyas, nos rogó que le visitáramos a menudo, porque en ello recibiría gran merced.
A lo cual mi padre, como si le hubieran pisado el dedo malo, respondió sin poder contenerse:
-Gran honor sería para nosotros esa merced que usted recibiera con nuestra humilde presencia en esta casa; pero como ya hay quien se nos ha anticipado, y no nos gusta molestar...
-¡Anticipado! -exclamó el señorón algo sorprendido-. Como no sea el alcalde, única persona del pueblo que nos ha visitado antes que ustedes... Por cierto que, sin ofensa de su señoría, paréceme un tantico entrometido, y un si es no es impertinente.
Miróme aquí mi padre, cargada su faz de mal disimulado júbilo, y replicó al instante:
-Ya ve usted... la falta de cuna, de educación...
Y sin considerar que acaso dijera de nosotros cosa semejante al otro día, prometímosle acompañarle a menudo, y nos retiramos sospechando yo, y en ello no me equivocaba, que el personaje de Madrid había pescado en el dicho de mi padre la mala ley que éste y el alcalde se tenían.
A todo esto no habíamos visto a la joven delicada de salud, aunque oportunamente preguntamos muy finos por ella a su padre, el cual se limitó a respondernos que se encontraba mejor desde que había llegado a la Montaña, y bastante menos aburrida que él; pero al salir del estragal a la corralada, la vimos que llegaba envuelta en una bata blanca, con el pelo negro y abundante, desmadejado sobre los hombros y la espalda, y defendiendo del sol la cabeza con una sombrilla, blanca también, de largo y torneado palo. Descubrímonos al pasar junto a ella; respondiónos, creo que sin mirarnos, con una ligera inflexión de pescuezo, y entró en su casa mientras nosotros salíamos a la calle.
Parecióme esbelta y de no vulgar continente; descolorida en extremo, dura de faz y más que medianamente descarnada. En nada de esto te fijó mi padre, puesto que lo que me dijo, tan pronto como pusimos los pies en la calleja, revelaba que no había pensado en otra cosa desde que se despidió del personaje; y lo que me dijo fue:
-Ya lo has oído, Pedro: vino «con Su Majestad»; vive hace veinte años en Madrid «entre las batallas de la política y las agitaciones del gran mundo»; le ha gustado la Montaña; necesitaba aires puros y proximidad al mar, y ha comprado esta casa, ¡la que nos parecía invendible!... ¡la del Infantado!... ¡y sin regatearla! y en ella nos ofrece sus servicios, y solicita nuestro trato, y, por añadidura, le desagrada el del alcalde...
-Bien, ¿y qué? -respondí yo.
-Pues nada, si te parece -repuso mi padre dando un fuerte golpe en un canto del suelo con el regatón de su vieja caña de Indias con puño de plata y borlas de seda negra-: un personaje de tales requilorios, que se hace servir, casi de espolique, por un señor como el que le acompañó a este pueblo el primer día que vino a él... ¡digo si será pájaro de cuenta!
-Por tal le tuve desde que le conocimos; y por eso no me sorprende ahora, como le sorprende a usted...
-Hombre, tanto como sorprenderme, tampoco a mí, si bien se apura el caso; pero, vistas las condiciones extraordinarias del caballero, eso de no tragar al alcalde, al paso que a ti y a mí nos ruega que le visitemos a menudo, me parece, Pedro, me parece...
-Es verdad -dije, adivinando la intención de mi padre-. Pero, a todo esto -añadí, mientras caminábamos muy ufanos hacia nuestra casa-, ¿quién será?
-Por lo que rezan los sobres de la correspondencia, que llega a montones para él a la cartería, el «Excelentísimo Señor Don Augusto Valenzuela».
-Ya lo sé -añadí-. Pero quiero yo decir qué pito tocará ese hombre en el mundo.
-Hijo -respondióme mi padre humillando la cabeza-, sobre ese particular nada puedo yo decirte en este momento; pero -añadió, irguiéndose con la fuerza de un profundísimo convencimiento-, ¡pito muy principal debe de ser!
- V -
No se le cocía el pan a mi padre hasta hablar con aquel caballero tan atento y campechano que le había pedido a él, pobre y obscuro fidalguete de lugar, la merced de sus visitas. Así fue que le hicimos la segunda sin cumplirse dos días desde que tan satisfechos salimos de la primera.
Acababan de llegar, padre e hija, de la playa, donde habían pasado lo mejor de la tarde jugueteando con las olas, echando firmas en el arenal y acopiando cascaritas y pedrezuelas. Descansaban ambos de la fatigosa tarea cuando llegamos nosotros; el padre muy repantigado en un sillón, dándose aire con un periódico, y la hija arrimada a una mesa, sobre la cual clasificaba, por especies y tamaños, el pintoresco botín de su campaña.
-¡Muy señores míos! -exclamó al vernos el personaje, sin dejar de abanicarse, con grandes extremos de alegría, de seguro falsa. Pero falsa o verdadera, nos animó muchísimo, lo cual nos hacía buena falta; pues al notar, cuando entramos, la desmadejada actitud del uno, y tan absorta, lacia y taciturna a la otra, entendimos que más ganosos estarían de quietud y de silencio, que de la insulsa conversación de dos extraños impertinentes.
-¡Vean, vean, amigos! -añadió el Excelentísimo, señalando hacia la mesa, después de los obligados cumplimientos de una y otra parte-: ¡vean si esta tarde se ha perdido el tiempo!
Vimos, en efecto, como era nuestro deber, lo señalado; y en cumplimiento de otro no menos ineludible, en nuestro concepto, hartámonos de ponderar la riqueza del acopio; y ya, puestos a ponderar, ponderamos la playa también que lo daba, y hasta lo divertido y lo saludable y aun lo instructivo que era correr por ella y atropar litos y concharras; de modo que llegamos a convenir sin dificultad los cuatro, en que era una ganga tener a las puertas del hogar una playa así, con unas olas tan bonitas, un rumor tan agradable y unas brisas tan higiénicas.
Por remate de estas cosas y otras no menos divertidas, nos dijo el señor de Valenzuela que aquel día era uno de los más agradables que había pasado en la Montaña, puesto que, para que nada le faltara, había tenido carta de Pilita, de la cual no había sabido cosa alguna en toda la semana, a lo que observó tímidamente mi padre:
-Pues creí que no tenía usted más hijos que esta señorita.
-Pilita es mamá -dijo aquí la aludida, tomando parte por vez primera en la conversación.
-Pilita es mi señora -confirmó casi al mismo tiempo el personaje.
-Vamos -se atrevió a añadir mi padre-, se ha quedado en Madrid.
-No, señor -repuso el otro-: está en Vichy con Manolo, nuestro hijo. Tiene esa costumbre hace mucho tiempo, y no puede prescindir de tomar aquellas salutíferas aguas.
-Quiere decir, que nos honrará con su presencia cuando termine su temporada.
-Escasamente -respondió el Excelentísimo-. Desde Vichy irá a Biarritz a pasar el resto del verano con su pariente y amiga la duquesa del Pico... Es su costumbre. Nos reuniremos en Madrid ya bien entrado el otoño... a la apertura de los salones.
Confieso que antes que en lo, para mí, insólito de aquel modo de vivir en familia, me fijé en lo dispendioso que era y en el caudal que necesitaba poseer el personaje, en cuya casa me hallaba, para atender a tantas necesidades con la abundancia que éstas exigían. A mi padre le sucedió lo mismo, según me confesó después.
Poco a poco se fue reduciendo el tema de la conversación; llegóse a la política, manjar muy del gusto de mi padre; y mientras los dos se entretenían en saborearle, afirmando y exponiendo dogmáticamente el uno y asintiendo a puño cerrado el otro, parecióme a mí que debía acercarme a la mesa donde continuaba la joven arreglando su tesoro de pitas, cáscaras y caracolillos, y así lo hice, bien sabe Dios con cuánta desconfianza y cortedad.
Para entonces había tenido yo ocasión de observarla detenidamente, muy de cerca; y por venir ella de su expedición harto desencajada y porosa, en las mejores condiciones para no equivocarme en mi juicio. Así, pues, afirmo que, más que delgada, era flaca, bastante angulosa por ende; obra, si vale la comparación, más de azuela, y garlopa que de torno. Era, no obstante, armónico y agradable el conjunto de todas sus partes. Su rostro, en el cual brillaban como dos centellas los ojos negros rasgados, bajo unas cejas negrísimas también, de las cuales parecían la sombra unas ojeras cárdenas, y casi relucían, por lo limpio del esmalte, dos filas de menudos dientes entre unos labios finos con un ligerísimo matiz de rosa pálida, hubiera sido hasta hermoso, algo más lleno y menos descolorido; pero de los que se imponen, no de los que atraen y enamoran. Faltaba a sus ojos la dulzura, que es el mayor encanto de la belleza; antes eran de mirar duro y osado, y muy poco codicioso de lo que tenían delante, y a menudo se reflejaba en ellos un espíritu desabrido e indómito. Echábase de menos también en aquella cara seca el ambiente de la sonrisa, compañera inseparable de la dulzura de los ojos. La sonrisa de Clara (así se llamaba la joven) era un acto mecánico de su voluntad, una mueca, una simple contracción de los músculos faciales. Acompañábala ordinariamente una palabra dura, en un timbre de voz áspero y varonil, y esta condición hacía doblemente desagradable la sonrisa, las pocas veces que ésta se dejaba ver en la faz de Clara.
En fin, que me pareció la hija del Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela, considerada en conjunto y en detalle, una mujer desenfadada, imperiosa y tesonuda, especie de alma de acero encerrada en un estuche de alambre, condición siempre temible, aun cuando en ese temple excepcional tengan mucha parte los golpes de la experiencia en las batallas de una larga vida mundana; pero de incalculable poder cuando le da formado ya la naturaleza en una joven casi niña. Quizá era éste el verdadero atractivo de Clara, no para mí, bien lo sabe Dios, sino para los hombres que pudieran tratarla con la experiencia que yo también adquirí después en las borrascas de la vida.
Por entonces, si se me hubiera obligado a hacer su retrato, hubiérame limitado a decir que la hija del personaje de Madrid no me gustaba, sintiendo instintivamente lo que hoy trato de explicar en este breve análisis de su carácter.
Digo que me aproximé a Clara desconfiado y corto, y he de añadir que hasta trémulo, pues no se me ocultaba a mí, aunque inexperto, que cuando un galán se acerca a una señorita está obligado a decirle algo que la distraiga y entretenga, siquiera para que el acto de cortesía no resulte pesada cruz para quien es objeto de él; y daba la maldita casualidad de que yo ni entonces fui, ni después de rodar por el mundo he sido gran repentista en esto de sutilezas y perfiles galantes. Siempre pequé de soso al acercarme a una dama, y jamás se me venían a los labios las buenas ocurrencias hasta apartarme de ella, es decir, cuando ya no las necesitaba. ¡Cómo envidiaba yo en aquel apurado trance las donosuras y bizarrías de ciertos diálogos que había leído en las novelas de mi casa! Hasta recordaba algunas de ellas que podían aplicarse al caso que me apuraba tanto, y aun tentado me vi en los primeros trasudores a encajarlas allí de corrido; pero felizmente (y no se tome esto a vanidosa jactancia), a faltas de las apuntadas condiciones de travesura, he tenido siempre cierto buen sentido, del cual me he amparado para salir de apuros de este jaez, ya que no triunfante ni muy airoso, tampoco abochornado ni corrido; es decir, que me he limitado a seguir mi canto llano y no meterme en contrapuntos «que suelen quebrar de sotiles», como diría el buen maese Pedro; lo cual se consigue hablando poco y a tiempo y de aquello que se le alcance a uno algo; y eso es lo que hice entonces, tomar pie del interés con que la joven continuaba escogiendo y agrupando en montoncitos lo atropado en el arenal, y decirla cuál de aquellas chapucerías se llamaba almeja, cuál peregrina, cuál burión, cuál era un chinarro que no merecía la honra de ser recogido por tales manos; en qué sitios y en qué épocas del año se pescaban vivos los animalejos correspondientes a aquéllos y otros despojos que también abundaban en la playa; cómo se guisaban y a qué sabían. Jamás historia curiosa ni cuento peregrino fueron escuchados de oídos infantiles con la atención y el interés que prestó la hija del señor de Valenzuela a aquellas mis prosaicas observaciones; merced a lo cual, tornéme sereno y animoso, como dueño que era de mí mismo, y no fue esto poco adelantar.
Presumo yo que al llegar aquí quien estos apuntes acertara a leer, había de asombrarse de que pretenda yo, en estos tiempos en que la curiosidad necesita, para ser excitada, muchísima sal y pimienta, entretenerle con inocentadas que desdeñan los precoces galanes al uso, que se levantan la tapa de los sesos antes de apuntarles el bozo; y aunque pudiera disculparme con el ejemplo de tal cual relato novelesco contemporáneo, no mucho más interesante, reconozco humildemente la increpada delincuencia, y digo que incurro en ella arrastrado por mi inquebrantable propósito de apuntar aquí cuantos acontecimientos dejaron alguna impresión en el fondo de mi alma, como éste que voy refiriendo, no seguramente por su magnitud absoluta, sino por mi pequeñez y blandura en aquella edad y en medio de las condiciones apacibles y sosegadas de mi existencia... Y ahora añado que si muy satisfecho quedó yo por haber vencido tan fácilmente los pasos del temido atolladero, mucho, pero muchísimo más quedó mi padre de su conversación con el señor de Valenzuela.
-¡Éstos son hombres, Pedro! -me decía mientras tornábamos a nuestra casa- ¡Qué afabilidad, qué penetración, qué tino, qué experiencia... qué palabra! ¡Si vieras lo que me ha dicho, lo que me ha confiado! ¡Cómo me ha puesto delante de los ojos el cuadro en esqueleto de la gobernación del Estado, con sus gobernantes de ayer, sus gobernantes de hoy y los que trabajan para serlo en el día de mañana! ¡Qué pericia, Pedro, y qué ojo! ¡Es un asombro cómo desde la altura de su importancia atendía y consideraba la menor de mis observaciones! Para todas tenía fácil y pronta respuesta, y a cada momento me decía: «porque usted, con su buen juicio e ilustrado criterio, no podrá desconocer esto y aquello... porque a su penetración no puede ocultarse lo otro y lo de más allá». Te digo, Pedro, que después de oír a estos personajes que tantos motivos tienen para ser altaneros y desdeñosos con obscuros aldeanos como nosotros, asco, verdadero aseo da el acordarse, no más que acordarse, de los humos de un chapucero pelagatos como los Garcías.
Convine en ello sin dificultad; y el resultado final de aquella visita y de los subsiguientes comentarios fue decirme mi padre, al acabar de cenar y estando cada uno de los dos palmatoria en mano, con el correspondiente cabo de vela de sebo comenzando a correrse y a oler mal:
-Si esto sigue como empieza, dentro de un par de días se podrá ir preparando el terreno.
-¿Para qué? -respondí.
-Para tantear el vado.
-¿Qué vado?
-El de la administración... En mi juicio, va a ser, Pedro, coser y cantar. Con este hombre no se conciben imposibles. Nada te digo de la secretaría, porque en cuanto le haga una seña con el dedo al señor de Calderetas, ya está el alcalde boca abajo.
Repliqué a esto, aunque me halagaba muchísimo, que, en mi opinión, convenía dejarlo para más adelante, porque no creyera el Excelentísimo señor que el interés de la ganga era lo que nos movía a ser tan atentos y obsequiosos con él. Túvose por bueno mi reparo; y sin otros particulares que dignos de narrar sean, nos fuimos a la cama.
- VI -
Continuando sin perder día el trato de aquellas empingorotadas gentes, llegó a establecerse entre ellas y nosotros cierta familiaridad que, sin menoscabo del debido respeto, quitaba de nuestras conversaciones y empresas la estudiada ceremonia y la artificiosa etiqueta, estorbos de gran monta para llegar a conocerse y estimarse las personas.
Con esto se me venían a las manos las ocasiones de acompañar a los forasteros; y como yo cuidaba de no pasar más allá de aquello en que se me alcanzaba alguna cosa y para lo cual era llamado, quedábame la seguridad de no ser impertinente, ya que en punto a la calidad de la estimación que me iba conquistando, me conformaba con muy poco.
Era asaz poltrón y perezoso el señor de Valenzuela; pero, en cambio, su hija era una andarina de grandes alientos; y como de complacerla en todo se trataba, y se le había recomendado el ejercicio por la ciencia de curar, todos los días los acompañaba en sus expediciones, que yo mismo proponía, por conocer los sitios merecedores de la visita de nuestros huéspedes. Yo les enseñaba el mejor camino, ya para llegar más pronto, ya para dar mayor regalo a la vista en la contemplación de hermosos paisajes o pintorescos horizontes. Yo les conducía a la ignorada fuente forruginosa en lo más hondo y obscuro de la sombría cañada, o a la gruta de estalactitas cerca de los abruptos peñascos de la costa. Yo les informaba, cruzando el valle, de las labores campestres, y les decía el nombre, calidad y valor positivo de los frutos del país; les apuntaba cuanto sabía de sus costumbres, y colocado entre ambos en lo alto de la pradera que dominaba el mar, les hablaba de sus temibles veleidades, de sus arrullos mentirosos, de sus tempestades imponentes, y de la arriesgada y espinosa vida de los marineros. ¡Y cómo brillaba entonces en los ojos de la madrileña, de ordinario mudos y sombríos, el fuego de los agitados pensamientos! ¡Qué poder tan asombroso el de sus pupilas al registrar los pliegues misteriosos de la inquieta superficie! ¡Qué actitudes tan resueltas y bizarras las de aquel débil cuerpecillo mientras el aire fresco y pegajoso agitaba sus mal prendidos cabellos y los largos pliegues de la falda, y se clavaba su vista en los agudos peñascos donde las olas se estrellaban convirtiéndose en blanca y hervorosa espuma!
En una de estas ocasiones me preguntó, con su voz áspera, sin dejar de contemplar una gaviota que se cernía sobre las rompientes:
-¿Hace usted versos?
Al oír esta pregunta me puse más rojo que un tomate, porque, como si temiera que Clara los estuviera leyendo por encima de mi hombro, recordé cuantos había escrito en mi vida, y todos me parecieron a cual peor. Así es que, sin titubear, respondí:
-¡Jamás!
-Me alegro -añadió sin mirarme siquiera-: eso prueba que es usted hombre de gusto. Me encanta la verdad, y jamás la hallo en los copleros, en su afán de vestirla de arlequín y de medirla por sílabas. Ya no se hacen versos más que en España... y en Turquía.
Confieso que me gustó poco esta sinceridad en boca de una mujer tan joven; porque entendía yo, por instinto natural, que para elevación del alma, singularmente la de la mujer, hay mentiras necesarias y hasta indispensables, como son las del arte en cuanto tienden a embellecer la naturaleza y dar mayor expansión y nobleza a los humanos sentimientos.
Lo cierto es que aquella respuesta seca y prosaica, juntamente con lo resuelto y aun airado de la actitud de Clara en el momento de pronunciarla con sus labios marmóreos, infundióme algo como temor, semejante al que producen la soledad de los páramos o la yerta aridez del invierno. Sin embargo, la pregunta misma, hecha en tal ocasión, revelaba que el alma de Clara no era insensible a los encantos de la naturaleza: no en el ritmo dulcísimo de su reposo, sino en el fragor y estrago de sus tempestuosos desconciertos, en los cuales quizá soñaba el espíritu bravío de la joven en el instante en que contemplaba el acompasado batir de las olas sobre los peñascos de la orilla.
Por lo demás, todo iba para mi padre y para mí a pedir del deseo; quiero decir, que cada día intimábamos más con los madrileños, y parecíamos serles más útiles y agradables. A menudo me llamaban «Pedro» a secas, y «señor don Juan» a mi padre, en vez del ceremonioso «Sánchez» o «señor de Sánchez» con que al principio se nos nombraba, las pocas veces que se nos hacía dignos de servir para algo a aquellos señores. El cura les había perdido también el miedo y les hacía la tertulia con nosotros. El señor don Augusto, cuando le faltaba el resuello breña arriba, se colgaba familiarmente del brazo de mi padre, no muy sobrado de alientos por la pesadez de los años, mientras que Clara me desafiaba a hundir la vista con mayor serenidad en el negro fondo de un abismo desde la peña más escarpada y resbaladiza. Habíamos comido tres veces con ellos en su casa, y más de otras tantas habíanse ellos refrescado a la sombra de nuestros limoneros, con los limones cogidos por Clara y el agua traída por mí de un fresco manantial encajonado entre esponjosos cantos, en el rincón más frondoso de la huerta.
Con todo lo cual y mucho más que omito por innecesario, el alcalde no asomaba a la restaurada casona sino cuando a ella era llamado por el señor de Valenzuela para que hiciera componer tal callejón mal empedrado, o llegar en posta alguna carta a manos del señor de Calderetas, encargos que desempeñaba el García con la misma sumisión y diligencia que si emanaran del soberano en cuyo nombre ejercía la autoridad en el pueblo. ¡Figúrense ustedes si con estos lances y aquel alejamiento le retozaría a mi padre el alma dentro del cuerpo! Como que llegó a decirme una mañana entrando en mi cuarto, espoleado por la vehemencia misma de su propósito:
-Pedro, de hoy no paso sin dejar arreglado ese punto.
Entendíle yo, por constarme que no pensaba en otra cosa, y no le opuse el menor reparo. La verdad es que o don Augusto Valenzuela no podía cosa mayor en el asunto de que se trataba, o la administración iba a ser mía tan pronto como se le apuntara el deseo de conseguirla.
¡Y qué feliz casualidad! Precisamente fue aquel día cuando se le antojó al señorón de Madrid, hallándonos mi padre y yo a su lado aguardando una coyuntura favorable para entrar en materia, preguntarme por mi plan de vida para lo porvenir. Verdad que la tal pregunta fue originada por una insinuación, no del todo pertinente, de mi padre, sobre la corrupción de los tiempos y los peligros de la juventud ociosa en los pueblos, por falta de medios o valedores.
Conmovióse de los pies a la cabeza el bendito señor, pues vio llegado el instante de que sonara la voz del oráculo que había de revelar el misterio de mis destinos, y expuso a la vista del personaje el cuadro de todas mis ambiciones. Mientras no supo el señor de Valenzuela qué casta de administración era aquella que se pretendía, nada dijo en bien ni en mal de la pretensión; pero cuando averiguó que entre ella y la secretaría del ayuntamiento no producirían arriba de tres mil quinientos reales, no acababa de asombrarse de nuestra pequeñez de miras. Clara se santiguó al oírme que con aquello me bastaba para vivir hecho un príncipe en mi lugar.
-Señor don Juan -exclamó el Excelentísimo don Augusto encarándose con mi padre-, hay que distinguir de tiempos; y entienda usted que en los que corren, eso que quiere hacer su hijo de usted equivale a un suicidio, del que Dios le ha de pedir cuentas.
Aquí fuimos nosotros dos los asombrados.
-No comprendo la razón -balbució mi padre, descolorido.
-Un suicidio he dicho, y lo sostengo -continuó el señor de Valenzuela-. ¿Usted sabe lo que son tres mil reales hoy... ¡tres mil reales! que los gasta una familia, por modesta que sea, en un par de semanas? Las generaciones, señor don Juan, y hoy con doble motivo que en los tiempos que usted alcanzó y va dejando atrás, se siguen y no se parecen. A usted le bastó la hacienda que tiene para crear una familia y sostenerla con cierta independencia, porque las costumbres de entonces en estos pacíficos retiros no exigían cosa mayor; pero su hijo de usted no puede conformarse con eso sólo, porque las circunstancias han variado mucho y han de variar mucho más. Mientras viva al lado de usted, vaya con Dios, pero a la hora menos pensada deseará casarse, y se casará... y tendrá hijos... quizá muchos hijos; y para entonces se habrá transformado completamente este pueblo, porque llegará hasta él, en día no lejano, el movimiento de la nueva vida que comienza a extenderse desde el corazón a las extremidades de la península; verá sus hijos vagar medios desnudos por estos callejones, y crecer bravíos entre la cultura y el lujo de los forasteros que han de veranear aquí, no muy tarde, atraídos por la hermosura de la playa. Mas aunque estuviera decretado que este pueblo no saliera jamás del aislamiento en que hoy se halla, la transformación de los comarcanos dejaría sentir en él su influjo avasallador. Pedro no podría soportar las cargas que le impusiera la vanidad de su alcurnia, y sin abnegación bastante para decidirse a labrar la tierra con sus manos, acaso se corrompiera la bondad de su corazón, movido de las tentaciones a que le arrastraría la calidad de su empleo. ¿Qué mayor suicidio que éste, señor don Juan? Además, y aun suponiendo que le bastara con los tres mil y pico de reales del sueldo y de la administración, más los cuatro terrones que le pertenezcan de la hacienda de su padre, para vivir sin ahogos y sin trampas, ¿no es un dolor, un verdadero pecado mortal, que un mozo de sus prendas, tan gallardo y despierto (¡qué de reverencias hice yo aquí!) se conforme con vivir y morir en esta obscura soledad, como el árbol en el monte?... Me dirá a esto el señor don Juan que así ha vivido él sin corromperse ni encanallarse; pero a eso le replicaré repitiéndole que a otros tiempos, otras costumbres. Usted fue entonces por donde iban todas las gentes de su condición, porque no había otro camino que seguir ni otras ambiciones que acariciar; pero hoy se van abriendo muchas puertas antes cerradas a las empresas de los hombres como ustedes, y es hasta un deber de hidalguía en los jóvenes, como Pedro, salir a romper una lanza en ese palenque donde los mozos de corazón conquistan honra y provecho.
Todas estas reflexiones, expuestas, al parecer, con cariñosa vehemencia, eran completamente nuevas para mí; quedéme absorto al oírlas, como paleto ante cuyos ojos se descorre por primera vez la cortina de un escenario lleno de mágicas maravillas, y no me atreví a replicar una palabra. Mi padre, no menos asombrado que yo, dijo al terminar su discurso el señor de Valenzuela:
-Muy al caso está todo eso, señor don Augusto; pero usted sabe muy bien que no siempre es la suerte para quien la busca.
-Si no se halla la suerte -repuso el personaje-, se halla algo que se le parezca, y, de seguro, mucho que valga más que la secretaría de este ayuntamiento. Cuando menos, se ve el mundo, se aprende algo y se cumple con el deber de luchar por la vida.
-Bien está -tornó a decir mi padre-; pero ¿si se pierde lo cierto y no se logra pizca de lo dudoso?
-Se vuelve a empezar y se lucha de nuevo.
-Ya; pero usted no considera que para lanzarse a esas aventuras, para dar los primeros pasos, para proveerse, digámoslo así, de las indispensables armas, no todos cuentan con los recursos necesarios, a falta de valedores de generosos...
-En plata, señor don Juan -exclamó aquí el manchego personaje-: el buscarle a Pedro un destinillo en Madrid con que pueda ir viviendo mientras la suerte y sus merecimientos le pongan más arriba es para mí cosa facilísima. Díganme ahora, con franqueza, sí les conviene la oferta que les hago con todo mi corazón.
Miróme aquí mi padre y miréle yo a él, y no me atrevo a asegurar quién de los dos estaba más conmovido y desencajado.
El resultado final de aquella memorable escena fue rogar al señor de Valenzuela, después de agradecer, cuanto cabía en pechos hidalgos, la protección con que me brindaba, que nos permitiera meditarlo despacio, antes de darle la respuesta, que no pasaría del día siguiente.
¡Meditarlo! ¿Para qué, si antes de salir de casa del personaje ya me imaginaba yo ser otro que tal, y no andaba mi padre a dos dedos de mis figuraciones, según colegí de lo primero que me dijo al poner los pies en la calleja?
Al día siguiente, muy temprano, monté a caballo, y no corrí, sino volé a casa de mi hermana la procuradora: referíle el caso, pedíle su parecer delante de su marido, y antes que yo concluyera de hablar, ya me estaban empujando los dos, locos de contentos, para que volviera a coger al rumboso don Augusto por la palabra. Brindáronse también a ayudarme con cuanto fuera necesario en todo aquello para lo cual no alcanzasen los ahorros de mi padre; tomélo muy en cuenta, y de otro tirón me planté en casa de la jándala. Alegróse también ésta de la suerte que se me metía por las puertas, y me excitó a que, cuanto antes, aceptara la oferta del señorón; Pero ni ella ni su marido soltaron la menor prenda referente al auxilio pecuniario que yo pudiera necesitar. Tenía el jándalo fama bien ganada de roñoso, y ya he dicho en otra ocasión que esta mí hermana iba asimilándose poco a poco todos los resabios de su marido. También el arbitrista y su mujer me aconsejaron que aceptara el destino; pero en lo tocante a lo otro, no fueron más rumbosos que la jándala.
Volvíme a casa antes del mediodía, no sin haber sacado a espolazos los pocos bríos que le quedaban al cuartago de mi padre; referí a éste el éxito feliz de mi viaje; comimos luego bastante desganados y muy pensativos, y fuímonos por la tarde a dar al señorón de Madrid, afirmativamente, la respuesta que le habíamos prometido.
En esto avanzaba el mes de septiembre; el tiempo iba refrescando, y se comenzaba en el caserón restaurado a preparar la vuelta de sus dueños a Madrid.
-De manera -dijo mi padre al despedirnos aquel día-, que usted avisará desde Madrid cuándo ha de ir Pedro a tomar posesión del destino.
-Nada de eso -respondió don Augusto-. Lo más acertado es que Pedro vaya a Madrid tan pronto como yo esté allá. Su presencia será para mí el mejor aguijón en medio del cúmulo de negocios que me rodea en cuanto pongo los pies en aquel infierno de ocupaciones.
Y en ello quedamos.
- VII -
Hubo algunos días después un solemne consejo de familia, convocado por mi padre, al cual consejo asistieron mis tres hermanas con los correspondientes maridos. El punto sometido a examen en aquella patriarcal asamblea abarcaba dos extremos principales: 1º Ventajas y desventajas de que saliera yo a correr las aventuras por esos mundos de Dios. 2º Recursos indispensables y modo de adquirirlos para mi equipo, viaje y fondo de reserva, por lo que pudiera acontecer. El primer extremo, ya ventilado y resuelto en lo más substancial, dio poco que hacer y menos que discurrir al consejo; pero, en cambio, el segundo a pique nos puso a todos de que acabara aquello como el rosario de la aurora. Pedir dinero al jándalo y al arbitrista era sacarles una tira de pellejo; así es que, lejos de ofrecérmelo, me echaron en cara la sopa boba que estaba dándome mi padre, con perjuicio grande de los intereses de sus hijas. Indignóme la grosería, terció el procurador en el lance mientras mi padre se contenía a duras penas en obsequio a la necesidad; y como la del dinero que solicitábamos era imperiosísima, aviniéronse a darme hasta tres mil reales mis dos avarientos cuñados, merced a un compromiso que les firmé de pagarles en el día de mañana con mi legítima, si antes no lo adquiría por otra parte.
Ofrecióse el procurador a darme graciosamente hasta dos mil reales; y con éstos y los otros, más lo que aprontó mi padre, y un viaje que hice con la procuradora a la villa antes de acabarse septiembre, me hallé con un equipo como jamás le soñé, y un billete de interior de las diligencias Peninsulares, para la que debía pasar por la villa, desde Santander, el día 5 de octubre.
Entre tanto, los huéspedes de la casona iban disponiendo su marcha; la cual emprendieron acompañándolos el cura, mi padre y yo hasta la villa, nosotros a caballo y ellos en carro del país, ocho días antes del en que había de salir yo de la Montaña.
De ella iban muy contentos padre e hija; y en verdad que con muchísima razón, porque si alguna vez los aires han hecho milagros, fue aquélla en la enfermiza, pálida y angulosa Clara. ¡Qué otra volvía de la que había venido dos meses antes a mi lugar! Don Augusto no se cansaba de mirarla y de decirnos:
-Vean ustedes, vean ustedes, y enorgullézcanse de ser hijos de tan benéfico país. ¡Cómo la apuntan los colores, y se nutre y redondea!... ¿eh?... Pero si ha dado en comer como un sabañón: ¡ella que comía menos que una calandria cuando vino de Madrid! ¡Los aires, amigos, los aires... y el ejercicio; y, sobre todo, la libertad y las aguas!... ¡Prodigioso, prodigioso!... Otro veranito aquí, y revientas el corsé, hija mía... ¡jajajá!... Te aseguro que no te va a conocer tu madre.
Y en esto, y mientras se reía a carcajadas, el Excelentísimo señor daba golpecitos en la espalda de Clara, cuya sonrisa había ganado bien poco con las ganancias evidentes del rostro en que brillaba, sin duda porque los achaques del espíritu piden otra terapéutica que los del cuerpo.
Poco o nada nos dijo la joven en todo el camino; y verdaderamente parecía ser ella, a juzgarla por su continente, la que menos importancia daba a lo que había ganado durante el verano en encantos y salud.
Cerca de la villa ya, nos salió al encuentro el señor de Calderetas, en cuya casa habían de pernoctar los madrileños para tomar la diligencia al otro día muy temprano; y media hora después, a las puertas de la morada de aquel personaje, despedímonos todos muy afectuosos, y volvímonos a mi lugar el señor cura, mi padre y yo, haciéndonos lenguas del señor de Valenzuela, sin haber logrado averiguar todavía qué pito tocaba en la cosa pública este caballero; pero sin asomo de duda de que bajo su amparo había de lograr yo, en menos de tres tirones, encaramarme sobre los mismos cuernos de la luna.
¡Qué días los ocho que siguieron a éste! ¡Cuánta ansiedad! ¡Qué insomnios! ¡Qué incesante tensión la de mi espíritu! Veinticinco años, los primeros de mi vida, corridos en el apartamiento, en el sosiego, en la obscuridad, sin deseos, sin ambiciones, al dulce calor del hogar paterno; avezado a abarcar con la mirada, desde la solana de mi casa, todo el escenario en que bahía de desenvolverse la insulsa comedia de mi vida, por larga que ella hubiera sido... De pronto, el mundo entero ante mis ojos; el mundo, con sus estruendos, sus confusiones, sus azares, sus halagos, sus inclemencias, sus risas, sus dolores, sus grandezas, sus miserias... Póngase cualquiera en mi lugar, y dígame si el trance no era para andar caviloso, inapetente y desvelado, como andaba yo... Pero mucho más desvelado, inapetente y caviloso andaba mi padre, aunque hacía heroicos esfuerzos para ocultármelo.
Acabóse septiembre, comenzó octubre, y llegó la hora tremenda. Era ésta la del amanecer. El bien provisto baúl de mi equipaje estaba en la villa desde la tarde anterior, el viejo cuartago me esperaba en el corral con todos los arreos encima, la cabeza gacha, el belfo lacio, las riendas sobre la enmarañada crin, y a su lado el mozo que había de servirme de espolique.
Acercóseme mi padre, que no había dormido en toda la noche; y, sin decirme una palabra, deslizó en mi diestra dos roñosas onzas de oro, que quizá eran las economías de toda su vida. Pasaba de dos mil quinientos reales lo que yo tenía ya en el bolsillo, y me pareció una escandalosa y hasta inhumana gollería recibir aquella nueva suma que tanta falta podía hacer a mi padre a la hora menos pensada.
-Para ti las tenía guardadas: tuyas habían de ser de todos modos -me dijo para vencer mis reiteradas resistencias-. Vas a un mundo desconocido; pueden fallar los cálculos que hemos hecho; puedes enfermar, ¡quién sabe!... y ¿qué sería de ti, solo, desconocido y sin dinero?
Enseguida nos abrazamos descoloridos, convulsos, como si nos despidiéramos para la eternidad; y bajé al corral precipitadamente, huyendo de los pensamientos que me asaltaban, a la vista del honrado y amoroso anciano, que se quedaba solo y triste, cuando más necesitaba el amparo y el calor de la familia.
Salí del pueblo sin atreverme a volver los ojos hacia él. ¡Nunca me parecieron más hermosas sus campiñas, ni sus aires más fragantes, ni sus celajes más pintorescos!... Envidiaba al pobre campesino y a la mansa bestia que conducía a la sierra, y al árbol solitario, destinados a morir sobre el misino terruño que los nutría. Refrenaba con ímpetu al achacoso bruto en que cabalgaba yo, pareciéndome que era la rapidez del viento su derrengado trote... y, en fin, hasta le pedí a Dios que me enviara de pronto aunque no fuera más que un dolor de tripas para tener un pretexto racional de volverme a casa y no salir jamás de mi pueblo. ¡Tanto me abrumaba el recuerdo de mi padre y me consumía el fuego del amor a la tierra nativa, en el instante de abandonarla, quizá para siempre, después de haber pasado lo mejor de la juventud soñando vivir y morir en ella!
Pero llevaba yo tres mil reales mal contados en el bolsillo, para mis necesidades y recreos, cantidad fabulosa en un mozo de mis condiciones; un baúl atestado de ropa nueva, fina y a la moda; ancho mundo por delante y libertad omnímoda para gozarla; la protección de un personaje de gran cuantía; veinticinco arios apenas, y una salud de bronce, con las cuales ventajas no es obra del otro jueves descargar el corazón de penas y melancolías.
Muy llevaderas eran ya las que sobre el mío pesaban, tan pronto como traspuse la primera cumbre, y con ingenuidad declaro que al llegar a la villa podían más las risueñas imaginaciones que habían vuelto a bullir en mi cabeza, que el sentimiento de abandonar los patrios lares, y los recelos temerosos a lo desconocido.
Recogí el baúl donde se hallaba depositado desde la víspera, convidé y gratifiqué rumbosamente al espolique, y hasta le di un abrazo de despedida para que se lo transmitiera a mi padre, cuyo recuerdo volvió a conmoverme, y quedéme solo, cerca del camino real, esperando la diligencia que debía llegar de un momento a otro.
- VIII -
Cuando la tuve delante, arrastrada por diez o doce briosas mulas, con su postillón en la izquierda de las dos primeras, entendí que era una casa ambulante con gentes asomadas a sus balcones, incluso el de la buhardilla, que tal me pareció el altísimo cupé. Mostró mi billete al mayoral, subieron mi baúl con e auxilio de una escalera de pinos al desván de la casa, alzando por un costado el tejadillo de cuero, y embutiéronme a mí en el departamento central, técnicamente interior, en el que había ya cinco personas, las cuales me recibieron como debía recibir el atormentado la cuña destinada a apretar la prensa de sus huesos. Cedióseme una esquina que me pertenecía de las cuatro del local, como lo rezaba el billete, acomodéme del mejor modo posible en la parte de cojín que me correspondía en aquel banco, y por entonces no me pareció muy duro que digamos, ni tampoco me lo parecieron las paredes del coche, revestidas, como el almohadón, de bayeta encarnada, con un poco de mullida, Dios sabe de qué.
En esto se oyeron hacia el pescante cuatro gritos, diez interjecciones de cuadra, el restallar del látigo y mucho cascabeleo, viniéronse los tres que iban de espaldas a las mulas sobre los otros tres que las llevábamos de frente, como si un huracán los empujara, y comenzó a rodar el coche camino de Madrid, con un ruido de cristales, de muelles envejecidos y de portezuelas mal ajustadas, que verdaderamente ensordecía y atolondraba.
Poco a poco me acostumbré a él, y hasta fuimos, a fuerza de sacudidas y cerneduras, entrando en caja los seis pasajeros que poco antes íbamos casi en vilo de puro apretados, y con este relativo bienestar, pude enterarme de las cataduras que me acompañaban en aquel departamento de la diligencia. El pasajero de mi derecha era un medio señor gordo y poroso, tipo de lo que era, como andando las horas se supo allí: traficante en caldos; bufaba muy a menudo, y chupaba de vez en cuando una punta de cigarro puro de infame calidad, que llevaba ordinariamente entre el índice y pulgar de su mano izquierda, apoyada ésta ligeramente sobre el muslo del mismo lado. Además de bufar se bamboleaba mucho, y cada vez que se me venía encima parecía un brasero por el calor que despedía. Ocupaba más de asiento y medio, y no nos reventó a los dos colaterales, porque el que le seguía por la derecha era un estudiantillo enclenque que cabía sin apreturas en la media plaza, no cabal, que le quedaba libre. Enfrente de mí iba una joven poco notable a primera vista, por la misma corrección y armonía de sus facciones y contornos: verdaderamente no había una tacha que poner en ella. Vestía con mucha modestia, y bajaba los ojos, negros y dulces, en cuanto yo fijaba la vista en ellos. Cambiaba a menudo algunas palabras y sonrisas con una mujer, ya cincuentona, pequeñita y fea, que iba a su izquierda, inmóvil, casi rígida, pero curioseándolo todo sin cesar, dentro y fuera del coche, con sus ojillos de rámila. Por último, ocupaba el cuarto rincón un hombrecillo inquieto, limpio y muy impresionable, enjuto y moreno de faz, de crespo y entrecano bigote, cadena de similor y gorro de terciopelo. Este personaje llamativo y simpático, era, según luego supe, padre de la joven, y la mujer pequeñita, su ama de llaves y servidora única desde muchos años atrás.
Como no podía estarse callado, y el estudiante dormitaba, y el caldista solamente le respondía por monosílabos... cuando le respondía, y lo de casa no le llenaba mayormente, encaróse conmigo, y en un dos por tres supo quién era yo, de dónde venía y adónde iba, y cuando nada de esto le quedó por saber, comenzó a hablarme de las mieses entre las cuales corría la diligencia, del maíz, de las calabazas, del fresco y aterciopelado retoño, del rústico caserío, del ganado vacuno... en fin, de cuanto veía, y él se lo hablaba y se lo aplaudía; y tan pronto entonaba himnos de admiración a la belleza de la Montaña, como tristes lamentos al escaso valer de sus productos en relación con el penoso trabajo que exigían al labrador. Empeñábase mucho en interesar con sus observaciones a todos los viajeros que le acompañábamos, y por eso su vista saltaba rápida y bullidora de semblante en semblante. Siguiéndola yo en sus vertiginosas exploraciones con infantil curiosidad, más de dos veces se encontraron tope a tope mis ojos con los de la joven, que me pagaba con una sonrisa cada gesto con que yo demostraba mí aquiescencia a los pareceres de su padre. El cual hablaba tanto como con la lengua, con las manos, con los ojos, con las piernas, y hasta con el gorro de terciopelo. No he visto jamás hombre que más dueño fuera de todos los músculos de su cuerpo, ni que mejor supiera armonizar el menor de sus movimientos con las inflexiones de su voz. Lo del gorro, especialmente, me tenía cautivo. ¡Con qué facilidad le bamboleaba sobre su cabeza sin tocarle con las manos! ¡Cómo lo echaba sobre la frente en cuanto apuntaba una sospecha maliciosa, o lo arrojaba hacia el cogote al confundirnos con una conclusión irrefutable, o lo derribaba sobre una oreja mientras exponía un antecedente o soltaba un chiste!... Porque era también chistoso el hombrecillo aquél, y agudo hasta no poder más; sobre todo, pintoresco y entretenido.
Se fue estrechando el valle poco a poco, hasta que nos vimos en las angosturas de las Hoces de Bárcena, cuyo paso duró hasta media tarde. Llegamos a Reinosa, y allí nos apeamos para comer en un parador, del cual salirnos casi de noche y tiritando de frío; por lo que, bien comidos y al calorcillo consolador que producíamos los seis viajeros apretados en el interior de la diligencia, a pesar de la incesante charla del hombre del gorro, no tardamos en arrimar la cabeza a las paredes del coche y en dormirnos profundamente.
Cuando me despertó el sol del nuevo día estábamos rodando sobre las llanuras de Castilla la Vieja. Nunca olvidaré la aflictiva impresión que me produjo en el ánimo la contemplación de aquel paisaje negro y esponjoso, como rimero de escorias: ni un ser viviente, ni un sonido, ni un árbol, ni un pájaro, ni un arroyo en cuanto alcanzaba la vista. Cediendo a un impulso de mi corazón tendí la mía sacando el busto por la ventanilla, hacia lo que quedaba atrás; y allá lejos, muy lejos, formando la barrera del horizonte, columbré una cordillera de montes plomizos que parecían nubes, y una faja de nubes que parecían montes. Entre los picachos muy altos observé una mancha tenue y azulada, recortada en línea horizontal por el cielo; y al fijarme en ella, a punto estuve de lanzar un grito desde lo más hondo de mi pecho. La fuerza del deseo, el amor a la tierra nativa, el profundo aunque acallado dolor de abandonarla, me hicieron ver en aquel instante los perfiles de sus montañas, y el mar cuyos estruendos habían arrullado los mejores sueños de mi vida. Contemplé con los ojos de la imaginación la apacible y pintoresca aldea, y en ella el hogar querido, y en el hogar a mi padre triste y errabundo y solo. Pronto me convencí de que todo ello era una alucinación de mis sentidos; la nostalgia de la patria se apoderó nuevamente de mí, y a pique estuve de que publicaran mis ojos la negra pesadumbre que me abrumaba el ánimo. Quizás no comprendieran bien este exceso de sentimiento todos los lectores y lo achacaran muchos de ellos a un vicio de mi educación patriarcal, cuando no tomaran mis palabras por un pueril alarde romántico. Algo puede haber de lo primero; lo segundo no tendría disculpa hoy en mi pluma. De cualquier manera, no serían montañeses los que se asombraran de lo que refiero; porque un montañés de pura raza es capaz de todo, menos de contemplar sin pesadumbre un suelo tapizado de secos rastrojos, sin árboles que le asombren, sin arroyos que le refresquen, sin verdes colinas que le limiten y sin pájaros que le alegren.
De esto hablé un poquillo con mi linda compañera de viaje, no tanto por desahogar mi corazón, cuanto por dar a mis ojos, cansados de la aridez del paisaje que me rodeaba, el regalo de su belleza.
De tarde en tarde hallábamos un pueblo derramado sobre la llanura, como las fichas en un tablero de damas, sin una mata, ni un ribazo, ni un muro, ni una huerta, ni una desigualdad que rompiera antes, al fin o alrededor de él, la triste monotonía de su forma escueta y de su color negro terroso, como el suelo que le sustentaba, y los pocos seres humanos que perezosamente discurrían entre sus moradas, y el rebaño de ovejas que herbajeaba en la era, y el cabizbajo, taciturno y embrutecido pastor que cuidaba de ellas.
En uno de estos pueblos, después de habernos desayunado en Palencia con los famosos bollos del parador de Pampín, nos detuvimos a comer, a las dos de la tarde. Entramos en el parador por la cuadra, con las mulas del tiro que se reanudaba allí, y pasamos a un comedor de adobes, como todo el edificio, donde nos sirvieron en larga mesa, regularmente limpia, tras de los clásicos garbanzos, pollos y palominos en varios condimentos, queso ovejuno, dulce de membrillo y una infusión de salvia que allí denominan té. ¡Con qué minuciosa exactitud recuerdo todas estas cosas al cabo de tantos años, y con qué placer las revuelvo en la memoria! Bien sabe Dios el trabajo que me cuesta cerrar la válvula para que no salten sobre el papel otras infinitas de la misma casta; y con qué recelos apunto las pocas que se me escapan en el relato, temiéndome que ni aun por su interés histórico y arqueológico las aceptarían de buen grado, si llegaran a verlas, los jóvenes que hoy van en diez y ocho horas de Santander a Madrid, en cómodos vagones de ferrocarril, y tienen la fortuna de no haber rodado nunca en diligencia sobre aquel interminable camino, verdadero río de polvo zurcido en un mar de paño pardo.
Que, entre tanto, el señor del gorro no cerraba boca, no necesito decirlo; pero he de declarar que, aunque continuaba entreteniéndome mucho su expresiva y pintoresca conversación, me entretenía mucho más la de su hija, que para entonces me había perdido el miedo y hablaba conmigo a ratos sin cortedad alguna. Me encantaba por ingenua, por sencilla... y por todas y cada una de las cualidades y prendas que iba descubriendo en ella. Era la más acabada antítesis de Clara; y no sé si esta observación que se me impuso súbitamente, influyó algo en el juicio que de ella formé entonces. Si esto no, el ser la segunda mujer de aquel pelaje que yo había tratado en mi vida, y la intimidad que se establece entre los compañeros de un largo y nada cómodo viaje, bien pudieron ser parte a que mi imaginación la viera sobre más alto pedestal que el que en buena justicia le pertenecía.
Por ella supe que su padre era un empleado del Gobierno, declarado cesante en Santander cuatro meses antes. Iban a Madrid, donde ella había nacido, porque su padre había logrado en empleíllo particular allí, al amparo del cual pensaba vivir mientras trabajaba para que le repusiera el Gobierno en su destino. El cesante se llamaba don Serafín Balduque; su hija, Carmen, y la mujercilla fea, criada antiquísima de la familia y casi aya de la joven, como ya queda dicho, Quica.
En otro poblachón como en el que habíamos, comido, cenamos a deshora de la noche los mismos pollos, los mismos palominos, el propio queso con membrillo en dulce, y la mismísima salvia por remate... Y vuelta a dormir y a rodar en llano, hasta que amaneció el nuevo día entre polvo del camino real y campos de desolación. Sobre ellos, como sobre los que iban quedando atrás, descollaban acá y allá muy de tarde en tarde, tal cual tumor, plomizo y rapado, encima de alguno de los cuales se erguía un castillete coronado de unos barrotes, entre los que subía y bajaba una cosa negra, a modo de caldero. Eran los telégrafos ópticos, que, lejos de alegrar el paisaje, le entristecían todavía más; pues a la contemplación del insulso detalle iba unida la consideración de que dentro de aquella jaula de sólidas paredes, había seres humanos incomunicados con el resto del mundo; y para mayor burla de la desgracia, ellos, los encargados de conducir maquinalmente la palabra de los demás a través de la tierra, estaban condenados a no hablar con nadie, fuera de lo que hablaran entre sí.
No sé por qué comparaba yo aquellos destellos de luz, relativamente al sitio en que brillaban, con la mocosa candileja que se deja ver en el fondo negro de un vasto subterráneo.
Nos explicó don Serafín cuanto se le alcanzaba del modo de funcionar de aquellos aparatos; y llegando a decirnos la miserable retribución con que pagaba el Gobierno el suplicio moral de los empleados que los manejaban, puso a todos los gobiernos españoles como no digan dueñas; y una vez enzarzado con ellos por aquel motivo, despellejólos vivos por todos los imaginables, y especialmente por los que a él le atañían.
Entonces nos refirió su historia con todos sus pormenores el bueno de don Serafín Balduque, historia que me puso a mí los pelos de punta, y no era para menos.
Según su relato, el tal don Serafín había comenzado a servir al Estado, bajo la protección de un personaje influyente, a la edad de diez y siete años y con cuatro mil reales de gratificación. Desde entonces hasta la fecha en que nos lo decía, cuarenta y siete años justos, con una hoja de servicios limpia como una patena, había sido cesante veintitrés veces, que representan veintitrés larguísimas temporadas de angustiosas privaciones, y otras tantas batallas rudísimas para conseguir la reposición. Como la necesidad le obligaba a aceptar lo que le ofrecían, cada vez que le empleaban, vuelta a tejer el pobre hombre casi de nuevo la destejida tela de su oficio en otro ramo diferente de la Administración del Estado. Así saltaron sobre él todos sus contemporáneos, y jamás pudo llegar a la categoría que le pertenecía de derecho, para jubilarse con un sueldecillo mediocre, y descansar de una vez. Había sido empleado en casi todas las poblaciones de España en que hay oficinas del Estado, y pasaban de tres las ocasiones en que al ir a tomar posesión de su nuevo destino, atravesando para ello toda la península, antes de presentar sus credenciales al fin de la jornada, ya era cesante otra vez.
-Es cosa sabida -concluyó-, y hasta proverbial entre las gentes del oficio: ¿hay que hacer un hueco para colocar a un intruso recién llegado? Pues Serafín Balduque cesante. ¿Ambiciona alguien el puesto mío en una capital determinada? Al día siguiente ya está Serafín Balduque trasladado a los quintos infiernos. ¿Se habla de crisis? Balduque al agua. ¿Se arma un tiberio político en cualquiera parte del mundo? Don Serafín sin empleo.
-Eso es ya mucho exagerar -apuntó aquí el caldista con voz de sochantre.
-¡Exagerar! -exclamó don Serafín mirándole con ojos de lástima, después de haber echado con un rápido movimiento de cabeza el gorro sobre el entrecejo-. ¿Y por qué?
-Porque no tiene nada que ver el destino que usted desempeña con lo que suceda por esos mundos.
-¿Y cree usted -volvió a preguntar el cesante echando el gorro hacia la oreja derecha- que tiene algo que ver mi empleo con la venida del rey a Santander?
-Maldita la cosa -respondió el caldista.
-Pues bueno -continuó don Serafín-: en cuanto supe yo que S. M. venía a inaugurar el ferrocarril, y vi la ciudad en movimiento y la gente alborotada, me di por muerto.
-¡Vaya una aprensión!
-Aprensión, ¿eh?... En mayo estuvo el rey en Santander, ¡bien sabe Dios lo que yo le aclamé, y las visitas que hice al jefe de mi negociado que le acompañaba, y lo puntual y asiduo que estuve siempre y para todo!... pues a mediados de junio ya me habían limpiado el comedero.
-Casualidad.
-Enhorabuena; pero, como la capa del otro, tan llena está mi vida de esas casualidades, que han llegado a ser la ley por que me rijo.
No perdía yo ripio en esta conversación, puesto que el asunto de ella tenía bastante más concomitancia con mis proyectos que las crisis europeas con el destino de don Serafín. Metí mi baza en la porfía, y dije al sempiterno cesante:
-Carecerá usted de valedores.
-¡Calabaza, careceré! -respondióme al punto echando el gorro hacia la nuca-. Los tengo como todo hijo de vecino.
-Pues no lo comprendo.
-Lo que hay es, que así como en fuerza de aburrirlos, no dejándolos a sol ni a sombra, me ayudan algo para colocarme, es decir, para verse libres de mí, después, si te he visto no me acuerdo.
-Corriente -dije yo-; pero esa serie de casualidades que le persiguen a usted, aunque para usted han llegado a ser una ley ineludible, no lo serán para todos los empleados del Gobierno.
-Hombre -replicó don Serafín con nerviosa viveza-, no diré que a cada cuarenta y siete años de servicio correspondan en España, irremisiblemente, mis veintitrés cesantías; pero lo que es veinte, docena y media siquiera, no se las quita a nadie el lucero del alba... salvo, se entiende, los niños mimados de la suerte, que comienzan por donde uno acaba y llegan a la cumbre en un dos por tres. Pues si no fuera así, la carrera de empleado era una canonjía para los hombres como yo, de pocas necesidades.
-Gran consuelo es todo eso que usted dice para los aspirantes a esa carrera -expuse yo aquí con la ingenuidad que puede presumirse.
-Le aseguro a usted, señor don Pedro -me dijo Balduque con toda la solemnidad que cabía en él-, que no tiene vergüenza el hombre que, con salud y mediano entendimiento, se echa hoy en España por ese camino. Cuando vuelvo los ojos atrás y cuento los años que llevo sirviendo al Estado; la burla que sus gobernantes han hecho de mí; los apuros, los ahogos en que estas burlas me han puesto tantas veces; las privaciones a que me he sometido; la fe... hasta el entusiasmo con que he trabajado en los múltiples cargos que se me han cometido; la edad que tengo, lo atrasado que estoy en la carrera; lo que será de esa infeliz (y miraba conmovido a su hija, no muy serena), si Dios me quita la vida a la hora menos pensada, me asombro del buen humor que tengo, de no deber un céntimo a nadie... y de lo honrado que soy... De lo honrado que soy, sí; porque conmigo se ha hecho todo lo posible para que no lo fuera. ¡Cuantas veces mi pobre mujer... (de resultas de un forzado viaje penoso por el puerto de Pajares, en el corazón del invierno, la perdí), cuántas veces me aconsejó que abandonara la carrera, sólo en desdichas fecunda para la familia, por cualquiera de las ocupaciones que, a Dios gracias, he tenido siempre en Madrid durante mis cesantías...! La verdad es que a remendón de portal que me hubiera dedicado cuando tuve el mal acierto de aceptar el primer destino que me ofrecieron, tendría a la presente fecha mejor pelaje del que tengo, y, sobre todo, hogar y reposo... Dicen que reina cierto malestar en el mundo político y que se temen acontecimientos graves... Bien sabe Dios que no soy hombre de matices ni de pasiones de ese género; pero les aseguro a ustedes que, hoy por hoy, me creo capaz de echarme a la calle con el moro Muza, si el moro Muza lo fuera de exterminar a garrotazo seco la pillería que medra con todos los partidos, y manda y dispone y es causa de mis desventuras, y de otras mucho mayores, que también me duelen porque las llora la patria.
¡Pobre don Serafín! ¡Qué lástima me daba de él en estos casos, y cuando, quizá por no tener con qué pagar las comidas y las cenas, le veía yo, mientras los demás pasajeros de todos los departamentos de la diligencia nos regodeábamos con los vulgares, pero abundantes y calientes condumios de la mesa de los paradores, comprar, medio a escondidas, un poco de pan para volver a comerlo en la diligencia, en compañía de Carmen y de Quica, con los míseros fiambres que éstas sacaban cuidadosamente de un saquito de alfombra que llevaban sujeto entre las correas del techo! ¡A qué tristes consideraciones me arrastraba el ejemplo de aquella desdichada familia, cada vez que pensaba yo con alguna serenidad en los propósitos que me habían sacado de mi lugar!
En una ocasión, y no sé a cuento de qué, cité yo el nombre de don Augusto Valenzuela. Preguntóme don Serafín si le conocía; respondíle muy hueco que tenía la honra de ser gran amigo suyo por haberle tratado mucho aquel verano en mi lugar; díjome si pensaba visitarle en Madrid; contesté que tan pronto como llegara, aunque me guardé mucho de decirle el porqué de la visita; y desde aquel instante don Serafín, Carmen y hasta la misma Quica, no supieron ya dónde ponerme, ni cómo contemplarme; y al oír a don Serafín ponderar el influjo del orondo manchego en la política dominante, y el valor de una amistad como la suya, verdaderamente me acusaba la conciencia de haberme dejado arrastrar con exceso del demonio de la vanidad al hablar de mis intimidades con el personaje; pero sirva como atenuación de mi pecado el cordial propósito que hice de emplear en beneficio de don Serafín, tanto como en el mío propio, cuanta estimación hubiera conquistado yo hasta aquella fecha, y pudiera conquistar en adelante, en el corazón del influyente manchego. No se lo oculté a don Serafín, y esto acabó de darme una importancia colosal a los ojos de aquella apreciable familia, con la cual departía yo a todas horas con la más patriarcal franqueza, especialmente desde que, habiéndose quedado el gordo caldista en Olmedo, y no estorbándonos para nada el imberbe estudiantillo, vivíamos los cinco en el interior de la diligencia como en el propio hogar. A los demás viajeros sólo los veíamos a las horas de comer. Conocíamonos todos de vista, y nos tratábamos con la cortesía de vecinos de una misma escalera, pero nada más. Y no es de tachar la comparación, pues los mismos puntillos de etiqueta que entre las familias de una misma vecindad, se observaban entre nosotros: quiero decir, que los pasajeros de la berlina nos miraban con cierto desdén a los del interior, al paso que éstos, es decir, nosotros, nos creíamos un tantico más entonados que los de la rotonda, y mucho más que los del cupé.
Y andando andando, es decir, rodando rodando, concluyéronse las llanuras, y comenzó la subida del áspero y largo Guadarrama. A la bajada de él me dijo don Serafín, echándome una mano sobre el hombro derecho y señalando con la izquierda hacia el horizonte del Sur:
-¡Allí le tiene usted...! La cúpula de San Francisco el Grande, la torre de Santa Cruz, la mole de Palacio...
Miré con ansiedad hacia donde me señalaba el dedo de don Serafín, y, en efecto, vi cuanto el cesante me iba nombrando, alzándose sobre un cerro amarillento y pelado, y recortándose sus perfiles en el azul purísimo de un cielo incomparable.
-Aquello es Madrid -añadió mirando hacia allá asido con las dos manos al marco de la ventanilla, y bamboleando el encorvado cuerpecillo, según lo pedían los tumbos y vaivenes que daba la diligencia en su rápido y estruendoso descenso -¡Ah! ¡si yo tuviera poder para tanto...! Un recadito secreto a las gentes honradas para que escurrieran el bulto; luego una lluvia espesa de pólvora fina; enseguida otra lluvia de rescoldo... y como en la gloria todos los españoles.
Hízome reír y diome que pensar esta ocurrencia, y ya no se habló más que de Madrid en todo lo restante de la jornada. El estudiantillo metió la cuchara en la conversación muchas veces, Y aun se me antojó más versado en las cosas de Madrid que en los códigos de Justiniano. Oyóme decir que me gustaría vivir en la corte entre paisanos, y me recomendó cierta posada de estudiantes montañeses, mozos de buen humor, en la calle del Caballero de Gracia. Tomé nota de ello en mi cartera, y tomóla también don Serafín, porque pensaba visitarme a menudo, tanto como se lo permitieran sus ocupaciones en la corte, entre cuyos laberintos y encrucijadas quería servirme de piloto. Diome en justa correspondencia las señas de la casa donde él iba a parar (Olmo, 42 duplicado, cuarto 4º interior de la derecha); y en éstas y otras tales, al rayar el mediodía, sin un árbol, ni un sembrado, ni un detalle de los mil que anuncian en toda tierra de cristianos la proximidad a una gran población, llegamos a la puerta de San Vicente, y veinte minutos después, a la calle de Alcalá, parador de las Peninsulares, en cuyo patio nos apeamos entumecidos, polvorientos y desgreñados. Hubo allí, tras el registro de ordenanza, las acostumbradas despedidas entre los viajeros de cada departamento: me dolió de veras la que hice de la hermosa Carmen, en cuyos ojos leí un vivísimo deseo de que volviéramos a vernos pronto; prometíselo con otra mirada no menos elocuente, mientras estrechaba en mi diestra la suya blanquísima, suave y menuda; y encomendando mi baúl a las espaldas de un forzudo mozo de cordel, seguíle a la posada, cuyas señas le di, tropezando con el espeso oleaje de transeúntes de la calle de la Montera, ensordecido con el estruendo que producía el rodar de los coches y el hablar de tantas gentes, y deslumbrado y borracho por la novedad del sitio, del movimiento y de los colores; extraño mar en que yo me zambullía de repente, desde el fondo de un cajón con ruedas, venido de las agrestes soledades de mi lugar atravesando interminables arideces, tristes como las estepas de Rusia.
- IX -
Hallé cuarto en la posada aquélla, aunque obscuro y angosto; y por él y la comida ajustéme en siete reales diarios. Por de pronto me sirvieron un tentempié; a las tres de la tarde, después de escribir a mi padre, me metí en la cama, y del primer tirón dormí hasta las, ocho de la mañana siguiente. Tal necesidad tenía yo de dar descanso y mullida a mis huesos machacados.
A las diez me llamó la patrona para almorzar; y la misma mujer, ajamonada y no fea ni sucia, me condujo al comedor a través de un tortuoso, nada claro y estrecho pasadizo. Estaba la mesa preparada para ocho personas, en una estancia reducidísima, con luces a un patio.
-Siéntese usted -me dijo-, que enseguida vendrán los demás; todos chicos cariñosos y paisanos de usted.
Sentéme en la silla indicada por la patrona, y marchóse ésta. Momentos después comenzaron a llegar «los demás». ¡Sorpresa jamás olvidada por mí! Primeramente llegó un joven repolludo, blancote y de afeminadas facciones, en calzoncillos de punto, con botas de charol de altas cañas de tafilete encarnado; una levitilla corta puesta del revés; una toalla por corbata, y gorrita de jockey: cabalgaba sobre el lomo de una silla de paja, y con ella entre piernas caracoleaba y daba brincos y hasta botes de carnero; castigábala a menudo con un latiguillo, y no sin grandes fatigas consiguió arrimar a la mesa la contrahecha cabalgadura. Apeóse de ella, enderezóla, me saludo muy fino, volvióse junto a la puerta, y allí se cuadró. Apareció enseguida en el hueco de ella un mozo moreno, de rizada melena negra, altísimo sombrero de copa, tirillas de papel, a la inglesa, corbata blanca, ceñido frac azul con botones dorados, pantalón negro, tan raído y maltrecho como el frac, guantes blancos de algodón y zapatillas de badana. Andaba este personaje a paso trágico, y miraba con altivo gesto. Inclinóse el lacayo delante de él, y después de recibir de sus manos el sombrero y los guantes, preparóle una silla junto a la mesa. Sentóse el caballero grave y solemne; saludóme también muy fino, y se acomodó a su lado el fingido jockey después de arrojar debajo de la mesa los guantes y el sombrero de su señor. Tras éste llegó un mozo de negra barba, tipo árabe, con un viejo albornoz sobre los hombros, boina blanca en la cabeza, un diccionario de la Lengua debajo del brazo y una guitarra en la mano; al cual mozo acompañaba un cuarto personaje, asaz largo y macilento, despechugado, mal ceñido de calzones y peor trajeado de cintura arriba; pero muy armado de espadín de veras al costado, y con un sombrero de tres picos de lo más superior y neto, sobre la cabeza. Casi al mismo tiempo que estos dos comensales vinieron otros tres: el uno rehecho, musculoso, chispeante de mirada, muy crespo de bigote, envueltos el cuello y las quijadas en una bufanda de veinticinco colores, y sobre el occipucio una montera asturiana; el otro cubría el suyo con un raído bonete de doctor, cuya amarilla borla, grasienta y deshilada, parecía un ataque de ictericia mortal: no recuerdo al pormenor lo demás de su vestido, aunque puedo jurar que todo ello no valía tres pesetas. Acaso no valiera tanto lo que llevaba encima el último estudiante que entró en el comedor, y cuya especialidad digna de mención era el ir tocado con una papalina.
Con estos tres huéspedes se llenó la mesa, y yo me vi entre todos ellos dudando si soñaba o si era lo que delante tenía un anticipado carnaval... o una burla que querían dedicar a mi rustiquez de lugareño aquellos endiablados montañeses. Esta sospecha me desconcertó un poquillo, por ser cosa muy distinta lo que yo me prometía al acomodarme en aquella posada, y no contar con paciencia bastante para tomar a risa zumbas de tal calibre y tan inmerecidas. Afortunadamente me convencí muy pronto de que las sospechas me engañaban, pues una vez arrimados a la mesa los estudiantes, mostráronse conmigo atentos conterráneos y corteses camaradas, sin ajustar, para maldita de Dios la cosa, su comportamiento al tono de sus raros disfraces, antes bien, olvidados de ellos como si ya no los llevaran encima, o el llevarlos así fuera la cosa más natural del mundo; incongruencia que daba al cuadro el aire más cómico y pintoresco que puede imaginarse. En adelante observé que ni un solo día se sentaron a almorzar aquellos mis compañeros de posada vestidos como Dios manda, y por eso cito el hecho; que de haber ocurrido una vez sola con aire de calaverada, no tendría gracia maldita.
Noté que las prendas más codiciadas de todos eran el espadín y el sombrero de tres picos, piezas correspondientes al uniforme que usaban entonces los alumnos de la Escuela de Ingenieros civiles, a la cual pertenecía el mozo de la bufanda pintoresca y de la montera asturiana, que jamás en casa quitaba de su cabeza. Algo más incomprensible era la tenaz afición del taciturno del albornoz y la cara moruna al diccionario de la Lengua y a la guitarra. No conocía dentro de casa otros entretenimientos que puntear la una y hojear el otro. Qué conexión misteriosa podía haber entre ambos instrumentos, nunca lo supimos, ni nos lo quiso decir entonces el aficionado a ellos, ni muchos años después me lo ha podido explicar, ni se explicará en los siglos de los siglos. Pero es un hecho que no negarán el interesado ni los testigos de él que aún viven y pueden dar fe de la exactitud de todos estos y los otros mis asertos, en la confianza de que no he de sacar a relucir aquí otras menudencias de los mismos tiempos y del propio lugar por respetos fáciles de presumir.
También este pasaje de mis apuntes es de los que habían de provocar desdeñosa sonrisa en los imberbes escolares al uso; y sin embargo, merece algún respeto como dato curioso para la historia de las costumbres; pues han de saber estos hombres precoces, que aquellos muchachos recalcitrantes no eran menos listos, ni más tontos, ni menos ingeniosos que ellos; pero les daba por las susodichas inocentadas, porque no era costumbre entonces entre los estudiantes fundar periódicos batalladores ni asaltar las cátedras del Ateneo y de las Academias para difundir la luz de la ciencia por todos los ámbitos de la patria; tarea peliaguda, cuyo intento estaba, con mediana suerte, encomendado a unos cuantos hombres con canas y de reconocida autoridad.
Durante el almuerzo, supe de qué pueblo de la Montaña era cada uno de los estudiantes, y supieron ellos de dónde era yo. Recuerdo que el jockey (muerto pocos meses después, de una tisis galopante), su amo (médico de nota hoy) y el larguirucho del espadín (años ha desaparecido del mundo de los mortales), eran de la capital: el árabe de la guitarra y del diccionario, malogrado arquitecto entonces y hoy encanecido entre los azares de los negocios, trasmerano; el de la bufanda pintoresca y la montera asturiana (capaz de improvisar ahora un camino de hierro sobre dos hilos de araña), de Toranzo; el de la papalina, de Torrelavega, y el de la amarilla borla, pasiego.
Diéronme por de pronto minuciosas señas de la calle del Príncipe, porque yo les dije que en ella vivía don Augusto Valenzuela, a quien necesitaba visitar; me explicaron cómo podría yo, recién llegado a Madrid, con algún dinero en el bolsillo, pasarlo regularmente entretenido, de día brujuleando por las calles, de noche con ellos, a primera hora en el café de La Esmeralda, en la calle de la Montera, y más tarde en Capellanes o en el paraíso del Teatro Real, etc., etc., y para matar las horas sobrantes dentro de la posada, brindáronme con una copiosa colección de novelas, cuyos títulos me cautivaron desde luego. No podían ofrecerme comidilla más de mi agrado: la novela era mi tentación... ¡y cuánta había en aquella casa donde apenas existía un libro de texto!
Estando de sobremesa todavía, entró en el comedor un joven muy bien vestido, hasta elegante. Saludó breve y expresivamente a todos los comensales a la vez, y se dejó caer en el desvencijado sofá que estaba debajo de las vidrieras por donde pasaba la luz del patio. El tal mozo era pequeñito y flaco, blanco de tez, de mirar sutil y malicioso; barba corta, pero negra y espesa; el cabello ralo, y muy limpio y bien aliñado todo su traje. Recibiéronle muy regocijados mis siete compañeros de mesa, y tuvo para cada uno de ellos algún apóstrofe picaresco y bien adecuado al caso y a la persona. Continuando el tiroteo de frases, no siempre de color de rosa, acertó alguien a preguntarle por «el poema»; respondió que «así» le tenía aún; rogóle el estudiante del frac azul que les recitara otra vez la introducción, y no hubo necesidad de repetirle el ruego. Con reposado y solemne ademán, sonora voz y magistral acento, comenzó a soltar octavas reales por aquella boca. No he oído jamás cosas más indecentes ni versos más gallardos, robustos y armoniosos. Quevedo no los hizo mejores. Terminada la introducción del poema, que a mí, pobre o inexperto provinciano, me puso colorado de vergüenza, comenzó el poeta a recitar epigramas de su cosecha contra todo lo existente y otro tanto más: graciosísimos, punzantes o ingeniosos. Yo estaba asombrado. Estrujando el chirumen en mi aldea y royéndome hasta las puntas de los, dedos, había logrado escribir media resmilla de ternezas quejumbrosas, insulsas y descoloridas, ¡y aquel mozo tenía en la cabeza una fábrica de versos y otra de malicias y donaires!
El empecatado poeta era extremeño: se llamaba Mata; llamábanle Matica, y estudiaba medicina en el colegio de San Carlos, es decir, debía estudiarla, porque llevaba nueve años matriculándose en la facultad, y aún no había llegado a la mitad de la carrera. Conocía a todo Madrid, y tuteaba a la cuarta parte de él. Era mozo de verdadera chispa; pero sin señales de juicio, y muy capaz de poner en solfa la misma Summa Theologica. Había acometido muchas obras serias; recitaba comienzos magníficos, estrofas incomparables de composiciones épicas y místicas, trozos en los cuales parecía emular la entonación robusta de Herrera y la dulzura y suavidad de Fray Luis de León; pero de allí no pasaba jamás: destellos, chispazos de un fuego cubierto de frías y sucias cenizas; lo vulgar, lo grotesco, lo brutalmente carnal le solicitaba; desvanecíale la altura; el águila perdía sus bríos, y descendía rápida a manchar sus alas en los lodazales de la tierra. Frecuentaba las redacciones de los principales periódicos de Madrid, y en todas ellas se hubieran recibido con palmas las flores de su ingenio, si éste hubiera sido capaz de amoldarse a las condiciones sanitarias, digámoslo así, en que vivían los suscriptores y la ley de imprenta; se le tentó con halagos de todas especies, hasta con pingües sueldos... todo inútil; aquel pájaro no sabía cantar dentro de la jaula, ni podía sujetar los raudales de sus armonías a ninguna ley; necesitaba la libertad del monte para dar al viento toda la rica variedad de los registros de su numen, y así cantaba como un salvaje.
Es muy de notar que en su trato ordinario era culto, y revelaba sus instintos de artista de raza hasta en las cosas más nimias; su conversación era siempre amena, su imaginación fecundísima; su habilidad para trazar en cuatro rasgos la biografía de un personaje de los infinitos que él conocía en la política, en las artes y en las ciencias, tremenda; sacaban sangre sus trazos, y levantaba ampollas su colorido. Oyéndole pocas veces, se le creía capaz de las más altas empresas; frecuentando su trato, se caía bien pronto en la cuenta de que tenía dos enemigos invencibles: la sujeción y el método. Era un vagabundo incurable que derrochaba su ingenio a borbotones en las mesas de los cafés y entre estudiantes desenfadados. Estaba bien por su casa, y de eso vivía holgadamente en Madrid, pues no era vicioso ni gastador. Había sido condiscípulo de algunos de mis compañeros de posada, y por eso la visitaba de vez en cuando.
Todo esto me contaron de él, enseguida que se marchó, los que creían conocerle más a fondo. No tardé mucho en persuadirme de que el retrato moral, aunque parecido, no era exacto. Matica valía mucho más.
Deshecha la tertulia de sobremesa, vestíme con lo mejor del baúl, y lancéme a la calle, buscando, medio a tientas, la del Príncipe, donde vivía el Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela, causa tentadora de mi presencia en Madrid, y faro, luz y guía de todas mis esperanzas.
- X -
Con las indicaciones que llevaba yo bien impresas en la memoria, no me costó gran trabajo dar con la calle del Príncipe. Una vez en ella, pronto encontré la casa. El portal era grande, la escalera ancha y vieja, de ladrillo el suelo de los descansos, y acuarteronada y sarpullidas de gruesos clavos las puertas de los pisos. Llamé a la del segundo, y me abrió un criado a quien yo conocía de haberle visto en mi lugar. Mostróseme un si es no es risueño, y díjome que el señor no estaba en casa; preguntéle por la familia, y me respondió que aguardara la respuesta. Fuese por aquellos pasillos adelante, y volvió luego para conducirme a la sala, en la cual me dejó encerrado y a media luz. La estancia aquélla era amplísima; tenía rica alfombra en el suelo, lujosos cortinones en las puertas, grandes espejos en las paredes; brillaban el oro y la seda en los sillones, y estaban mesas y veladores cubiertos de cachivaches y muñecos tan varios como artísticos. Jamás me había visto entre tanto lujo, ni le había soñado siquiera; me daba lástima pisar aquel finísimo vellón con mis botas de becerro, y no me atreví a sentarme sobre el pulido raso de la sillería. La dudosa calidad de mi vestido, aunque flamante, realzaba su ordinariez y aspereza entre aquellas tintas brillantes y delicadas, y yo mismo, aunque de buen cutis y no mal perfilado, me veía en los espejos con un no sé qué de montaraz y palurdo, que me hacía sudar de congoja. Viéndome en tal guisa y tomándolo muy a pechos, sentí que también me iba embruteciendo por dentro, y temí que cuando llegara el caso de hablar en aquel aparatoso escenario, mis palabras y mi estilo, y hasta mis ideas, habían de disonar tanto como mi persona. ¡Tan pobre concepto había formado de mí mismo en presencia de aquellas inesperadas y desconocidas grandezas, testimonios deslumbrantes de la altísima importancia de las personas a quienes iba a molestar, recordándoles el mendrugo que me habían ofrecido en mi pueblo! Malo es el pecado de la petulancia y del atrevimiento desfachatado, pero el de la modestia que raya en sandez, como el que yo cometía entonces, creo que es mucho peor.
Cerca de media hora pasé sumido en aquel espanto; y ya me asaltaba también el de que me dejaran allí olvidado, lo cual hubiera tenido que ver, cuando reapareció el consabido sirviente; abrió las puertas que daban a un gabinete, alzó el pesado cortinaje, y apartando el cuerpo a un lado, me dijo, mostrándome con la zurda la despejada senda:
-Pase usted.
Y pasé a otra estancia más pequeña, pero no menos lujosa que la que dejaba atrás. Había allí tres personas arrellanadas en sendas butacas de rica tapicería. Una de las personas era Clara, no con aquel desgaire en que yo solía verla en mi pueblo, sino cargada de moños y follados muy sobresalientes; tenía delante un lindo costurero y entre manos una labor casi invisible por su tenuidad y sutileza. En buena justicia, no debí quejarme del recibimiento que me hizo, pues siendo ella la misma sequedad, quiso como sonreírse, y hasta me presentó a su madre, que se sentaba cerca de ella. La turbación en que yo me hallaba no me impidió ver, a la primera ojeada, los afeites y perifollos con que aquella señora quería falsificar su fe de bautismo. Después acá he conocido muchas mujeres de su tipo, viejas presumidas y rebeldes contumaces al poder de los años y a la ley de la naturaleza; madres frívolas que ven con mayor pesadumbre la caída de un diente o la aparición de una nueva arruga que la muerte de un hijo. Ya se sabe que la señora de Valenzuela se llamaba Pilita; y bastaba verla una vez, afectando aires y hasta formas de niña dengosa y elegante, para comprender la razón del diminutivo con que se la conocía.
Vuelta de espaldas a la poca luz que entraba en el gabinete por una vidriera oculta entre cortinajes, entreteníase en juguetear con un abanico, que abría y cerraba sin cesar, inmóvil en la postura estudiada que parecía haber elegido para lucir a un tiempo su afectada altivez, su vestido, su pie pequeño y su busto de Ceres trasnochada. a la presentación hecha por Clara, respondió con un imperceptible movimiento de cabeza, mirándome al mismo tiempo con los ojos fruncidos y con un gesto entre desdeñoso y de asco, como si contemplara un bicho raro y molesto. Recuerdo perfectamente, porque fue uno de los detalles que más me desconcertaron, que al sonar mi nombre en los labios de Clara, le subrayó su madre con un riiichsss-raaachsss de su abanico, que me hizo el mismo efecto que si me te barriera con una escoba.
Detrás de Pilita estaba su hijo Manolo, a quien también me presentó Clara al mismo tiempo que a su madre. Era un mozo encanijado y escrofuloso, con una barbucha lacia, mucha nuez poco pelo, largas uñas, dientes rancios, gran pechera, poca corbata, largo talle y ojos saltones. Hojeaba un grueso volumen con láminas, respondió a mi saludo, desconcertado y humilde, con un amago de levantarse de la butaca en que estaba repantigado, y una inflexión de pescuezo; pero ni acabó de incorporarse, ni me dijo una palabra, ni cerró el libro por entero.
Yo me senté en una silla que estaba desocupada cerca de Clara, y pregunté por don Augusto. Respondióme su hija que estaba en el ministerio... y se acabó la conversación. Como Pilita no cesaba de mirarme con los ojos fruncidos, ni cesaban tampoco los riiichsss-raaachssg de su abanico, únicos rumores que se oían en la estancia, no contando tal cual ronco carraspeo de Manolo, y Clara no levantaba la vista de su labor, convencíme de que mi presencia era allí un estorbo, pero un estorbo ridículo, por haberme metido donde no me llamaban. De todas maneras, ya fuera esto la pura verdad, ya que mi cortedad de aldeano me hiciera ver visiones, el hecho innegable era que yo estaba representando en la visita un desairadísimo papel, sin que hubiera en mi derredor un alma caritativa que me prestase su auxilio para salir del atolladero; y esta fundadísima consideración acabó de desconcertarme: no sabía qué postura tornar en la silla, ni cómo romper aquel silencio enloquecedor, más bien medido que roto por el diabólico charrasqueo del abanico de Pilita; y, sobre todo, cómo preparar una despedida decorosa que no dejara entre aquellas gentes un recuerdo grotesco de mí. Si no por echarlo a perder, yo hubiera dicho a aquellas desatentas señoras, y muy especialmente para que me oyera el grosero mozo que no cesaba de hojear el librote con láminas:
-Han de saber ustedes que yo he venido aquí en virtud de lo convenido en mi lugar con el señor de Valenzuela, que me lo propuso, y con usted, Clara, que lo aplaudió, muy pocos días hace, cuando mi padre y yo nos despepitábamos por hacerles llevadera la vida de la aldea, y ustedes parecían muy satisfechos de nuestras cordialísimas y desinteresadas atenciones. Si mi inexperiencia y cortedad de aldeano me han puesto en este trance angustioso al pisar por primera vez en mi vida alfombrados salones, y verme entre gentes encopetadas a quienes jamás he saludado, a usted, Clara, que me ha tratado y sabe por qué vengo y a lo que vengo a esta casa, y que no en todo soy tan zafio como en el arte de presentarme con desembarazo en ella; a usted, repito, le toca sacarme del apuro, apuntando la única conversación que aquí vendría al caso ahora, o diciéndome cuándo y en dónde podría yo hablar con el señor de Valenzuela.
Pensaba yo todo esto, cuando la ruda voz de Clara se dejó oír de este modo:
-¿Va usted a estar muchos días en Madrid?
No podían darse unas palabras más opuestas a las que, en mi concepto, debían salir de los labios de Clara, puesto que la tal pregunta revelaba un completo olvido del asunto que me llevaba a Madrid y a aquella casa. Prodújome este desencanto cierta irritación de espíritu, y respondí al punto:
-Eso dependerá de lo que disponga el señor don Augusto.
Un fortísimo riiisch, terminado en seco, me hizo volver los ojos hacia Pilita, y observé que no sólo fruncía los suyos para mirarme, sino también las cejas, como si, al oírme, la moviera la curiosidad tanto como el desdén. No replicándome Clara una palabra, pensaba yo explicar mi respuesta, y de este modo encarrilar a mi gusto la conversación, cuando se presentó a la puerta del gabinete el sempiterno criado, y dijo con voz solemne, mientras hacia media reverencia:
-El coche.
Estas palabras, dos charrasqueos muy briosos del abanico de Pilita, una mirada harto dura de Clara, y el arrojar Manolo su libraco sobre un velador, me dieron a entender en el acto que yo estaba allí de sobra. Levantéme, y de muy buena gana, puesto que la casualidad deparaba a mi visita un término menos ridículo que el que yo estaba temiéndome; mas no quise despedirme sin preguntar dónde y a qué hora podía yo ver al señor don Augusto.
-En el ministerio toda la tarde -me respondió Clara.
-¿Está usted segura -volví a preguntar, escarmentado con lo que acababa de pasarme allí-, de que me recibirá en su despacho, o me dejarán llegar a él?
-¿Y por qué no? -me preguntó a su vez Clara con ceño adusto.
-Por sus muchas ocupaciones, verbigracia -respondí tratando de enmendar el efecto de la sequedad de mi reparo.
Entonces Clara, abriendo las portezuelas de un mueble adornado de ricos embutidos, que estaba cerca de mí arrimado a la pared, sacó una tarjeta con su nombre, y me la dio después de escribir algunas palabras en ella con lápiz.
-Haga usted que le entreguen ésta -me dijo al dármela.
Agradecí el obsequio, y me despedí con toda la finura y elegancia de que me juzgué capaz.
Ya en la calle, por demás se entiende que no pensé en otra cosa sino en analizar por átomos el quid de la visita que acababa de hacer. ¿Debía yo tomarlo en cuenta para calcular el éxito de mis planes? Verdaderamente que lo acontecido en casa del Excelentísimo señor de Valenzuela no se parecía en nada a lo que yo esperaba de la cuasi intimidad que en mi pueblo me unía al encopetado personaje, y aun a su hija, ni guardaba la más mínima relación con las espontáneas y reiteradas ofertas de amparo, hechas por el aparatoso manchego; pero ¿qué mayor afabilidad podía esperar yo del seco y desabrido carácter de Clara? ¿Fue, por ventura, en mi lugar, mucho más expresiva y afectuosa conmigo, cuando faltaba alguna circunstancia externa cuyo peso rompiese el hielo de su naturaleza esquiva? En cuanto a su madre y a su hermano, ¿qué obligación tenían ellos, fatuos o insubstanciales madrileños, de ser corteses y obsequiosos con un ente como yo, que comienza por sudar gotas de angustia en cuanto se ve entre alfombras y tapices, y se ataruga y atraganta con el charrasqueo de un abanico en manos de una vieja presumida? Lo que a mí me importaba era que el señor don Augusto Valenzuela me cumpliera lo ofrecido; y hasta entonces nada había acontecido que a ello se opusiera. Del repolludo manchego, hombre sencillote y locuaz, atento y cariñoso, tenía yo que esperarlo todo; y con él iba a tratar tan pronto como las puertas de su despacho se abrieran con el talismán que guardaba en mi bolsillo.
Discurriendo así y tropezando con todo el mundo, llegué al ministerio, cuyas señas había pedido yo oportunamente. ¡Dios sabe las vueltas que di en el laberinto de sus escaleras, pasadizos y encrucijadas, hasta llegar al departamento de que era jefe el señor de Valenzuela! Preguntó por él a un portero soez que apenas se dignó responderme. Mostréle la tarjeta: y al ver el nombre litografiado en ella, desarrugó un poco el fruncido ceño, la tomó en la mano, y diciéndome que le aguardara allí, fuese; abrió, con el rechinamiento de un mastín que se despierta, una mampara que se veía enfrente, y desapareció a la parte de allá, cerrándose sola también entre gruñidos, y por la virtud de un resorte, la mugrienta y resobada hoja.
Poco después volvió el portero.
-Que venga usted otro día -me dijo-, porque hoy está muy ocupado.
-¿Cuándo? -preguntó con las alas del corazón caídas.
El adusto cancerbero se encogió de hombros y me volvió la espalda.
- XI -
Si me hubiera dejado llevar de las impresiones que me dominaban en aquel momento, en lugar de irme derechamente a mi posada, me hubiera detenido en la administración de las Peninsulares para comprar un billete de vuelta a la Montaña; pero como el que no se consuela es porque no quiere, yo me consolé bien pronto aceptando por buena la disculpa del señor don Augusto. Porque bien considerada, ¿en qué se oponía a lo convenido entre él y yo en mi lugar? Que estaba muy ocupado y no podía recibirme aquella tarde: ¿no me había dicho él cien veces que no le dejaban en Madrid un instante de sosiego los asuntos de su cargo? Verdad es que pudo haberme recibido siquiera para demostrarme con un apretón de manos que no me tenía olvidado, y para decirme a cuántos estábamos del asunto o cuándo podríamos tratar de él... pero ¡vaya usted a saber con quién estaría entretenido en aquellos momentos -acaso con el ministro-, y qué negocios traerían entre manos! Decididamente me cegaba un poquito la quisquillosidad montañesa, y otro tanto la novedad del elemento en que había caído de repente.
Discurriendo así y andando hacia mi casa, me encontré con el bueno de don Serafín Balduque en la calle de la Montera. Abalanzóse a mí, y me abrazó por el pecho, por no alcanzar sus brazos más arriba. Abracéle yo casi por el cogote, por no poder hacerlo más abajo sin encorvarme mucho, y me dijo el pintoresco cesante, tan pronto como nos desenredamos:
-Vengo de casa de usted. Dos veces he estado allá esta tarde.
-¿Para verme a mí?
-Para verle a usted.
-¿Algún asunto urgente, quizá?
-¡Qué asunto ni qué calabaza! El simple deseo de verle, de preguntarle si ha descansado de las fatigas del viaje, de ponerme a su disposición para acompañarle...
-Tantísimas gracias, señor don Serafín...
-¡Qué gracias ni qué calabazas, hombre!... Conozco a Madrid a palmos; no tengo en estos primeros días maldita la cosa que hacer, porque del destinillo de temporero que se me ha proporcionado en una empresa particular, no puedo tomar posesión hasta mediados de mes, por no dejarle hasta entonces el sujeto que hoy lo desempeña; y, por último, tendría un grandísimo placer en servirle a usted de algo... y aquí estoy a su disposición.
Si en estas fervorosas declaraciones no entraba para nada, la circunstancia de mi supuesta intimidad con el señor de Valenzuela, la conducta de don Serafín era por todo extremo digna de mi mayor gratitud.
-¿Y Carmen? -le pregunté.
-Tan buena y tan guapa -me respondió-; quiero decir, tan alegre y entretenida, arreglando los cuatro cachivaches de nuestra casita... que es de usted también.
-No he olvidado la oferta, señor don Serafín; y sepa usted que si no he ido a visitarlos ya, es porque no he tenido tiempo.
-¡Calabaza!, pues si llegó usted ayer, y es además forastero en la corte... Pero más días hay que longanizas; y sépase usted que tanto Carmen como yo contamos con la visita.
-Ahora mismo, si usted quiere, voy a pagar con el mayor gusto esa deuda de cortesía.
-Poco a poco, señor don Pedro: hoy no está mi casa en disposición de que la honren personas tan distinguidas como usted.
-¡Señor don Serafín!...
-La verdad pura, amiguito: nunca me perdonaría Carmen que yo le permitiera a usted asaltar hoy nuestro chiribitil.
-¿Por qué?
-Porque ya usted sabe que las mujeres transigen con todo menos con que se las sorprenda desaliñadas y con los trastos de la hacienda patas arriba... ¡y le aseguro a usted que tiene que ver la pobre muchacha en su afán de acabar para mañana el arreglo de la casa sin otra ayuda, que la de Quica!... Ello es poco; pero como la gracia está en que se ha de ver la cara hasta en los suelos...
-¿De manera que usted conservaba su casa puesta en Madrid?
-¡Calabaza!... ¡Pues buenos están los tiempos para esos lujos!... Lo que hay es que tengo cuatro trapitos y media docena de trastos viejos aquí, hace ya muchos años, en poder de un amigo, comerciante de ultramarinos. Me dejan cesante en provincias, donde, si lo puedo remediar, vivo con los muebles alquilados, y si no, hago almoneda de ellos, como me ha sucedido ahora en Santander, y le digo al amigo de Madrid: «dómame una casita barata y pásame a ella el pobre ajuar que me tienes recogido»; y el amigo me sirve, mirando por mis pobres intereses como si fueran los suyos propios, mientras llego yo de provincias... porque ya usted sabe que tan pronto como me dejan cesante, me vuelvo aquí a pretender de nuevo, con el surplús de un empleíllo particular que nunca suele faltarme... el mendrugo del día, como si dijéramos... Esto me sale mucho más barato que vivir de posada... Pero ¿por qué estamos parados en medio de la acera, señor de Sánchez? Lo mismo podemos echar un párrafo andando... ¿Iba usted a su casa?
-Sí, señor; pero como nada tengo que hacer en ella hasta la hora de comer, y son las tres de la tarde, lo mismo me da ir con otro rumbo, si usted quiere.
-Pues vamos a brujulear un poco por esas calles para que comience usted a conocerlas.
Esto dicho, retrocedí yo; y mientras bajábamos hacia la Puerta del Sol, me dijo, entre otras cosas, el bueno de don Serafín:
-¿Y cómo va de visitas?
-¿De qué visitas? -pregunté a mi vez.
-¡Calabaza!, de las innumerables que tendrá usted que hacer en Madrid... porque ustedes, los pudientes de la Montaña, son el mismo demonio en este particular.
¡Los pudientes de la Montaña!... ¡Pudiente yo!... Este piropo me hizo recordar que por un escrúpulo, hijo a medias de mi vanidad y del triste efecto que me causó la historia de don Serafín, este pobre hombre ignoraba que era yo en la corte tan pretendiente como él, y acaso más desvalido, pues que ni siquiera me recomendaban sus años de servicios y sus grandes desventuras. Oyóme decir que era mi íntimo amigo el Excelentísimo señor don Augusto Valenzuela; me vio caminando hacia Madrid, bien vestido y guapo mozo, y túvome por algo.
¡Si me hubiera visto una hora antes sudar de congoja en casa del resonante manchego, y lacio y desvaído a la puerta de su despacho, después de darme con ella en las narices!... Parecióme un pecado mortal la falsa idea que había hecho concebir de mi importancia al pobre cesante, y allí mismo le hubiera sacado de su error, si un vago presentimiento que comenzaba a dominarme, no me hiciera reputar por inútil la rectificación. Pero le dije, tratando de hablar en verdad, sin ser la verdad misma:
-Ni soy pudiente, señor don Serafín, ni tengo que hacer en Madrid más que una sola visita, que, por cierto, está ya medio hecha.
-¿La del señor de Valenzuela, acaso? -preguntó el cesante clavando en los míos sus ojos vivarachos.
-La misma -le respondí-. Y digo que está ya medio hecha, porque, aunque he saludado a su familia, no le he visto a él todavía, por estar muy ocupado en su despacho.
-Como siempre -respondió mi acompañante, metiendo ambas manos en los correspondientes bolsillos del pantalón- Esos señores jamás se desocupan... ¡Pues si tuviera usted que pedirle algo!... ¡Como no le cogiera usted a tenazón, calabaza, ya podía aguardarle sentado!... Lo mejor de mi vida me he pasado yo enamorando porteros y volviendo «mañana» a contemplar la puerta de todos los Valenzuelas habidos hasta ese amigo de usted. A esas gentes hay que apretarlas por arriba.
-¿Cómo por arriba?
-Quiero decir, con recomendaciones que manden, no que supliquen... Pero esto tiene que ver conmigo, pobre menesteroso, no con usted, que, por su suerte, nada. tiene que pedir a estos farsantes...
Con un pretexto cualquiera atajé a don Serafín en estos razonamientos, que me descorazonaban lo que él no podía imaginarse, y manifestéle mi deseo de que consagráramos el resto de la tarde puramente a brujulear por las calles, como él me había dicho, para que empezara yo a conocerlas. Y así lo hicimos durante dos horas, al cabo de las cuales me volví a la posada, acompañándome don Serafín hasta la puerta, donde nos despedimos después de haber convenido en que al día siguiente iría a buscarme para continuar el «brujuleo» y conducirme él a su propia casa.
A las seis de la tarde, o más bien de la noche, y tan pronto como llegó el último de mis compañeros de posada, comimos. Encontrábame yo bastante rendido y muy perezoso todavía, y no quise aceptar ninguno de los modos que aquellos buenos paisanos me propusieron de pasar la noche en su compañía. Resuelto a no salir de casa y a acostarme temprano, pedíles una novela, y me dieron a elegir entre más de ciento que me fueron mostrando, llevándome de alcoba en alcoba. Todo Paul de Kock andaba por allí; lo más crudo de Pigault-Lebrun; lo selecto de Dumas y Soulié; El judío errante, a la sazón objeto de las más terribles anatemas de la censura eclesiástica, y Nuestra Señora de París, prohibido también por el Ordinario.
¡Inexplicables contubernios de juveniles y veleidosas fantasías! Revueltas con aquel fárrago de malas pasiones y de libidinosas profanidades, andaban las Confesiones, de San Agustín, y la Guía de Pecadores, de Fray Luis de Granada.
Tomé al azar unos cuantos volúmenes de los profanos, y me encerré con ellos en mi alcoba, mal alumbrada por la luz vacilante y perezosa de un velón de tres mecheros, pero con una sola mecha, que la patrona había colocado sobre una mesita de pino, muy arrimada a la pared. Allí, engurruñado en una silla de paja, con la cabeza entre las manos, los codos sobre la mesa, y el libro debajo de las narices, devorando páginas y más páginas, engolosinado con las travesuras, no siempre santas, de estudiantes y grisetas, y seducido por los lances, tan inverosímiles como descomunales, de Los tres mosqueteros, me dieron las doce de la noche, y quizá me la hubiera pasado toda en vilo, si las continuas oscilaciones de la llama del velón, que no parecía sino que andaba bregando por no caerse, como cuerpo escaso de vida, no me hubieran advertido que iba a quedarme a obscuras. Aproveché los últimos destellos de la luz, que se moría por momentos, para meterme en la cama; y tan deprisa anduve, que aún me sobró tiempo para ver desde ella las fantásticas sombras que dibujaba en techo y paredes el incesante caer y levantarse de la expirante llama, que al fin se extinguió con un débil chirrido, mientras comenzaban a confundirse en mi cerebro amodorrado las monstruosas sombras que aún conservaba en mis retinas sensibilizadas, y el recuerdo de las pendencias, liviandades, estocadas y travesuras, cuyos relatos acababa de devorar yo sin punto de sosiego.
- XII -
Era muy entrada la mañana del día siguiente cuando desperté; y bien puedo asegurar que a medida que por una puerta de mi cerebro se largaban las visiones quiméricas engendradas en él durante el sueño por la lectura de las novelas, por otra le invadían las imágenes del mundo real con la necesaria carga de pensamientos ajustados a las impresiones que más honda mella me habían hecho el día anterior. Así fue que, no bien abrí los ojos, ya me sentí verdaderamente poseído, repleto de la familia Valenzuela con todos sus memorables adherentes, como las alfombras y los cortinajes de la sala; el gesto dengoso y el abanico rechinante de Pilita; la barba lacia, la nuez picuda y los ojos saltones del descortés Manolo; las «ocupaciones» de su padre, y el portero brutal de su oficina.
Este hartazgo súbito me costó un suspiro con largos dejos de honda pesadumbre. Yo no sé qué atractivo pueda tener el momento de despertar para todos los pensamientos tristes; pero lo cierto es que hasta los más remotos acuden a él volando a porfía; y para mayor tortura del que despierta, vestidos con lo peor y más negro de la casa... Pero, en cambio, ¡qué recuerdos tan dulces me asaltaron de la mía paterna, y qué tentadora la vi, para complemento de mi pesadumbre, a través de la bruma de mis tristes pensamientos!
Poco a poco se fue disgregando cada parte del abigarrado montón que me abrumaba el juicio; sentíme fuerte y animoso tan pronto como sacudí la modorra y me vi dueño de toda mi razón; entraron en sus quicios mis ideas, y obra fue de escasísimos minutos el ver barrido de nubes el sonrosado cielo de mis ilusiones.
Pero aun en el supuesto de no encerrar malicia lo acontecido en las dos visitas hechas a la familia Valenzuela, ¿debía yo insistir inmediatamente en la de don Augusto, o aplazarla para algunos días más allá? Todo tenía sus inconvenientes y sus ventajas; y en apreciar las unas y los otros, sin resolver cosa alguna, se me fue lo mejor de la mañana.
Vestíme, llamáronme para almorzar; y almorzando estaba entre mis paisanos, tan pintorescamente ataviados como el día anterior, cuando llegó don Serafín. Su presencia me recordó el compromiso con él contraído de ir a saludar a su hija aquel mismo día, y esto acabó de decidirme a dejar para otro la visita a mi empingorotado protector. Así como así, ningún remedio podía buscarse tan oportuno y eficaz como la dulce y atractiva belleza de Carmen para templar en mi memoria el molesto recuerdo de las caras de vinagre de la familia Valenzuela.
Y a todo esto, ¿por qué le había caído yo tan en gracia a don Serafín Balduque? ¿Tendríame él y su hija por algún primogénito ricacho que iba a Madrid a despilfarrar el oro que me sobraba? ¿Serían frecuentes en el mundo, que yo desconocía, las intimidades de escopetazo, como la que parecía unirnos al sempiterno cesante y a mí?
¿No habría en las afectuosas demostraciones de este hombre algún propósito de mala ley... egoista siquiera?... ¿Y por qué no habían de bastar su carácter campechano, su genial impetuosidad, y mi desembozada y campesina sencillez para crear profundas simpatías entre ambos, durante tres días de viaje, dando tumbos sobre las mismas ruedas, dentro de un mismo cajón, sorbiendo polvo de una misma nube, contemplando las mismas arideces y despertándonos las mismas interjecciones y los propios trallazos del mismísimo mayoral?
Así pensaba yo mientras bajaba las escaleras de mi casa delante de don Serafín, que no cesaba de hablar; y como bastaba mirarle para creerle, y era yo mozo incapaz de inclinarme a lo malo en los dudosos juicios acerca de los hombres, y me acordaba de Carmen, retrato vivo de los corazones sin hiel, y de la historia narrada por el pobre cesante, sentíme algo avergonzado de las dudas con que por un instante le había agraviado, y me faltó muy poco para pedirle perdón por aquellos recelillos que jamás volvieron a asaltarme las mientes.
Mostréme de propio intento muy afable y cariñoso, y así, en regocijada plática, atravesando calles y enterándome del nombre y calidad de cada una de ellas, llegamos al número 42 de la del Olmo. Guiándome don Serafín, entramos en el portal, no muy ancho ni limpio, del cual arrancaba, a la derecha, la escalera que daba acceso a los cuartos con luz a la calle, a la izquierda estaba el tabuco del portero, sastre remendón de oficio, a juzgar por la obra que traía a la sazón entre manos. Entre la portería y la escalera había un pasadizo angosto, y por él salirnos nosotros a un patio descubierto, pero más grande que el portal, verdadero fondo de un pozo, en cuyo brocal, a una altura de sesenta o setenta pies, se quebraba un rayo de sol, dádiva de la madre naturaleza, que sólo servía de tortura a los habitantes de aquel agujero: en el frío invierno, porque le veían sin sentir su calor; en el sofocante estío, porque era un tizón más de la hoguera en que se abrasaban. Atravesando el patio, entramos en un portalillo lóbrego, en el que comenzaba una escalera angosta, sin más luz que la necesaria para no subir por ella a tientas.
-Perdone usted por lo poco -me dijo don Serafín-, que no es culpa mía, sino de los infames gobiernos que me ponen en tales estrecheces.
Y comenzamos a subir tramos y más tramos. En el cuarto piso, con cuyo techo andaba mi sombrero si toca o llega, nos detuvimos. Tiró don Serafín de un cordelillo que colgaba de la pared; sonó dentro una campanilla; abrióse momentos después la puerta, y apareció Quica en el claro resultante, con pañuelo a la cofia y amplio mandil de cocina. Fea estaba como un demonio, pero limpia como la plata. Despepitóse conmigo en saludos y reverencias; y por mi parte, creo que hasta le di un abrazo. Oyónos Carmen desde adentro, y salió a recibirnos... ¡Qué monísima estaba! Jurara yo que se le enrojecieron un poco las mejillas al encararse conmigo. Parece que la estoy viendo todavía con su cabellera abundosa, un poquito rizada naturalmente, los labios húmedos y rosados, los dientes como la más limpia porcelana, los ojos dulces y rasgados, la nariz un si es no es aguileña, en cada carrillo un hoyuelo, el cutis fino y transparente, y el cuello como de rosas y azucenas; después una pañoleta azul sobre el seno túrgido, y un vestidillo de percal, fresco y almidonado, cuyos pliegues descendían del esbelto talle hasta el suelo, formando cola por detrás, y no tan largos por delante que, al andar, los pisaran unos pies como dos almendras, prisioneros en sendos zapatitos bajos, sobre unas medias como los ampos de la nieve. Reiríanse de ello, si a leerlo acertaran, los libertinos al uso; pero la verdad es que sólo me atreví a tocar ligeramente con la mía, la suavísima y ebúrnea mano que me tendió, un poquillo ruborizada, la hija de don Serafín. Tal respeto me infundió la irradiación de su fragante y casta hermosura en aquella lóbrega mansión de la pobreza.
Pasamos inmediatamente a lo que llamaban sala Carmen y su padre, reducidísima estancia que casi se llenaba con un menguado sofá, cuatro sillas de Vitoria y una consola de nogal, y recibía la luz por una ventana que daba al patio. Esta salita, un gabinete contiguo, dos alcobas en el corredor, enfrente de la puerta de la escalera, y la cocina y el comedor al otro extremo, componían toda la casa. Pero ¡qué limpio, oreado y hasta fragante estaba cuanto de ella vi! Sobre el sofá de la sala había, colgado en la pared, un cuadrito con la estampa de la Virgen del Carmen; en la consola un vaso de porcelana con musgo y siemprevivas, y encima, en la pared se entiende, un espejillo de dos pies en cuadro; delante del sofá un felpudo nuevo, y otro debajo de la ventana, junto a una silla de labor y un canastillo con obra de costura; pobre defensa contra el frío de las baldosas del suelo que, más que fregadas, parecían bruñidas. Unas cortinillas blancas, de muselina rameada, en las vidrieras, completaban el lujo visible de aquella humilde vivienda que, sin exagerar, cabía toda en el ostentoso salón de la familia Valenzuela.
Mientras nos sentábamos don Serafín y yo en el sofá, Carmen lo hizo en la sillita que estaba debajo de la ventana, muy cerca de él; y sin dejar de mirarme a menudo con su cara dulce y placentera, ni de tomar parte en el interrogatorio de lugares comunes con que nos acribillábamos los tres, cogió del canastillo una prenda a medio hacer, que era un enorme chaleco, y comenzó a coserla por donde sin duda lo había dejado para salir a recibirme a mí. Lo de ser tan grande el chaleco, siendo tan exiguo el tórax de don Serafín, ya me llamó un poquito la atención; pero me la llamó mucho más el hecho de que, al tomarle Carmen en sus manos, quedaron al descubierto, sobre el canastillo, otras dos piezas preparadas, que me parecieron chalecos también.
-¡Cáspita! -dije a don Serafín, señalándolos con el bastón-: veo que se pertrecha usted de firme para el invierno.
Cruzóse cierta sonrisa triste entre Carmen y su padre, y me respondió éste:
-Si hubiera de romperlos yo, con más gusto trabajaría en ellos la pobre Carmen. ¿No es verdad, hija mía?
Comprendí por estas palabras y aquella sonrisa que había cometido una imprudencia al decir lo que dije, y añadí para enmendarla:
-Perdóneme la franqueza, si con ella me he metido donde no me llamaban.
-¡Perdonarle! ¿Y de qué, calabaza? -saltó don Serafín muy asombrado-. ¿De haber descubierto que Carmen me ayuda con su trabajo a levantar las cargas domésticas en mis largas cesantías? Ya ve usted cómo ella lo oculta... ¿y por qué lo había de ocultar? ¿Es un pecado trabajar honradamente para comer? Pecado fuera quitarlo de la boca para emplearlo en moños, o morirse de hambre por no confesar la pobreza, que no viene de despilfarros viciosos, sino de maldades de pícaros ministros... Que me diga usted que es duro, eso es ya diferente; porque duro, muy duro es, y hasta frío como un puñal, para mí que lo veo, el que un ángel de Dios como ése le quite al sueño muchas horas para... ¡calabaza!; pero que diga ella si yo le he impuesto, ni siquiera aconsejado, el sacrificio, y si le consiento tan pronto como me emplean y da el sueldo para todo. Allá con su madrina, la señora del comerciante de ultramarinos que me recoge los muebles y me busca casa cuando es necesario, lo arreglaron durante una de mis cesantías. Desde entonces, un sastre de rumbo le proporciona cuanta obra se le pide, y de la menos penosa, como esos chalecos que usted ve... Ayer los trajo Quica en cuanto acabaron de arreglar la casa: ya está el uno temblando... También hay quien proporciona ropa blanca; en fin, se hace a todo; y cuando hay apuros, ayuda Quica, que cose como unas perlas. Estas faenas dice Carmen que la entretienen mucho, y que sin ellas no sabría qué hacerse en una casa que tan poco entretenimiento da por sí sola, como la nuestra... Y el caso es que yo he llegado a creerlo, porque en cuanto se halla ociosa se le hacen las horas siglos... y no me extraña, que en las jaulas a obscuras, sin sol y sin cielo, como ésta y cuantas habitamos aquí en tiempos de estrechez y penuria, están de más los ojos y el entendimiento, si no se emplean de puertas adentro.
-Pero esta vida de encierro y de trabajo -interrumpí yo mirando a Carmen con honda pesadumbre-, no es para continuada mucho tiempo, porque el cuerpo no es de bronce.
-Sana es como unos corales -respondió Balduque-, y ya verá usted cómo hasta la engordan estas faenas... ¡La Providencia de Dios!
-Pero -insistí-, la procurará usted en tales casos algunas distracciones...
-Eso sí -respondió su padre-: de movimiento, siempre que tenemos una hora de sobra en día de trabajo; en los festivos, de sol a sol, como quien dice: por la mañana, después de oír misa tempranito, entre calles; por la tarde no nos cabe en Madrid, y nos vamos los tres al Príncipe Pío, o al Retiro, hacia el cerrillo de San Blas, o a Chamberí... en fin, adonde haya más luz que ver y más aire que respirar... Solemos permitirnos también, en estas ocasiones, la calaveradilla, a la vuelta, de un café por barba, y alicuando alicuando, es decir, de mes a mes, si hay cunquibus, el escándalo de unas delanteritas de grada por la noche en el teatro donde trabajen Romea o Arjona... porque ha de saber usted que esta mi hija, en materia de funciones dramáticas, o las quiere buenas o no quiere nada, en lo cual va con mi gusto, y también con el de Quica, que, por gustarle todo, se acomoda perfectamente al nuestro. Es raro, calabaza, lo que le pasa a esta mujer en el teatro: todo cuanto ocurre de telón adentro le causa las mismas impresiones; todo la hace llorar; que muera en el drama hasta el apuntador, o que a los personajes les toque la lotería, y Mariano Fernández haga desternillarse de risa a los espectadores, la cara de Quica no se limpia de goteras.
Reíase Carmen como una chiquilla al oír a su padre, y continuó éste:
-Ya comprenderá usted que me refiero, en este cuadro de vida que le trazo, a los tiempos calamitosos de mis cesantías, pues tantas han sido y tan periódicas, que me han permitido establecer un plan de existencia inalterable durante ellas... Porque mientras estoy empleado, le aseguro a usted, calabaza, que vivimos como príncipes: tenemos casa con vistas a la calle, tomamos el sol cuando nos da la gana, y vamos al teatro, si le hay en la población, todos los domingos; porque entonces Carmen no cose más que para nosotros; yo tengo horas cómodas de oficina, y ahorro una buena parte del sueldo... Conque ya ve usted, mi buen amigo, cómo, por fas o por nefas, no somos tan dignos de compasión como a primera vista parece... Hasta tenemos nuestro correspondiente vicio.
-En efecto -dije siguiéndole el humor a don Serafín-, tienen ustedes el vicio de la luz y del aire libre.
-Y el del teatro -añadió Carmen con cierta sonrisilla entre picaresca y codiciosa.
-¿Le gusta a usted mucho? -le pregunté, comprendiendo su intención.
-¡Muchísimo! -respondió-. Si fuera rica no perdería noche. Ya ve usted si soy viciosa.
-Ése no es vicio, Carmen: antes es afición que enaltece.
-¿Lo cree usted así?
-Sin la menor duda. El teatro es escuela de moral y buenas costumbres -exclamé con gran aplomo, lo mismo que si hubiera visto un teatro en todos los días de mi vida, y no hubiera tomado la máxima del periódico de mi padre, que la repetía a menudo, aunque con minuciosas salvedades.
Rodando la conversación sobre este tema, asaltóme el deseo (puesto que me sobraban medios de realizarle, y realizándole satisfacía yo la curiosidad que comenzaba a sentir) de ofrecer a aquella singular familia un extraordinario esparcimiento de los que tanto apetecía Carmen. Busqué el modo que me pareció más prudente para decirlo sin ofensa de ninguna fibra sensible, y logré que conviniéramos don Serafín y yo, con visible regocijo de Carmen, en que iríamos todos juntos al teatro en la noche del día siguiente, con dos condiciones que impuso Balduque: primera, que, por entenderlo mejor que yo, recién llegado a Madrid, habíamos de ir a las localidades que él eligiera (sin duda para serme menos gravoso el obsequio); segunda, que había de aceptar yo la recíproca cuando llegara el caso.
¡Si me hubiera sido tan fácil reponer a don Serafín en su destino como proporcionarle a su hija tres horas de descanso y de recreo...! Y bien sabe Dios que, al asaltarme entonces el enojoso recuerdo de mi malograda visita al influyente Valenzuela, no fue por lo que me interesaba personalmente.
Algo hablamos de él allí, y de mis cordialísimos propósitos de recomendarle la reposición del mísero cesante; algo también de los primeros pasos dados por éste, sin éxito alguno, en el terreno de sus particulares conexiones; y mucho más de ciertas generalidades que me entretuvieron grandemente, por ser Carmen quien hizo el mayor gasto en la conversación.
Llegó la hora de despedirme de ella, y salí con don Serafín a la calle. Recorrimos otras muchas, siempre bajo la dirección de mi amigo, que se complacía en no llevarme dos veces por una misma; y en la de la Magdalena nos detuvimos delante de una fachada medio cubierta de carteles.
-Este es el teatro de Variedades -me dijo Balduque-. Veamos qué función habrá en él mañana... La misma de esta noche, Adriana: ¡soberbio! Verá usted qué Teodora Lamadrid y qué Joaquín Arjona. Es cosa de partírsele a uno el alma, según dicen los que han visto la tragedia... Tomando de víspera la localidad, cuesta una friolerilla de surplús; pero tiene uno la seguridad de no quedarse sin asiento y la ventaja de escogerle a su gusto.
Entramos en el vestíbulo, y pasando a la contaduría del teatro, pidió y escogió don Serafín cuatro delanteras de grada, que importaban menos de treinta reales, que me apresuré a pagar con sumo gusto.
-Ahora, a brujulear otra vez -me dijo el cesante mientras salíamos a la calle y me guardaba yo los cartoncitos que, según me informó don Serafín, y no me pesó de ello, pues jamás las había visto más gordas, acreditaban mi derecho a entrar en el teatro y a sentarme en la localidad pagada.
-Mañana cuidaré yo de ir a recogerle a usted a su casa; pues si se lanza solo en busca de la mía, se expone a extraviarse.
Y brujuleando estuvimos, viendo yo nuevos barrios y nuevas calles, hasta que anocheció, y se despidió don Serafín a la puerta de mi casa.
Aquella noche, o porque estuvieran más insinuantes mis paisanos, o porque me hallara yo mejor dispuesto para todo, no solamente los acompañó al café después de comer, sino a los recién inaugurados salones de Capellanes, de donde no salimos hasta muy cerquita de la media noche.
No eran entonces aquellos famosos bailes lo que han llegado a ser después acá los de su misma categoría; pero así y todo, es fácil calcular cuál sería el estupor que me produjo la inesperada contemplación de aquel mar de frenéticos, corriendo entrelazados alrededor del deslumbrante salón, al compás de una música encaramada allá arriba, entre gritos, porrazos y estridentes algarabías, teniendo presente que jamás había visto yo otros bailes que los aldeanos de mi tierra, al son del encascabelado pandero; bailes en que el demonio tiene poquísimo o nada que hacer, porque es imposible que, con toda su infernal astucia, logre extraer un adarme de malicia de aquel piafar inocente, ni de aquellas respetuosas y acompasadas mudanzas, sin asomo de contacto entre ambos sexos.
Muy a menudo me asaltaban, sin saber por qué, el recuerdo de mi padre y el de la linda costurera de la calle del Olmo, y hasta observé que coincidían estos asaltos con los instantes en que más infernal y libidinoso me parecía el cuadro; y notaba en mí, al propio tiempo, un instintivo e inconsciente empeño de ahuyentar aquellas consoladoras, pero severas imágenes de la honradez y del pudor, como se oculta, por un movimiento maquinal, la cadena del reloj en cuanto se oye gritar ¡ladrones! Pero lo cierto es que aunque me sucedían estas cosas y me pasé la noche sin tomar parte más que con la vista en el jolgorio, no me parecieron largas las horas.
Volviendo hacia mi casa con dos de mis compañeros y paisanos, pues los restantes por allá se quedaron todavía, lamentábame yo de la corrupción de los tiempos y de la perversión de las costumbres, en vista de lo visto.
-Cuando se observa de lejos, como usted lo ha observado esta noche -me respondió uno-; pero desde adentro parece muy distinto.
-Lo cierto es -concluí con la mayor ingenuidad-, que si he de sacar partido de estas cosas, necesito aprender a bailar.
Por conclusión, y después de acostarme, me, di un hartazgo de novela de Paul de Kock. Me leí Zizina de punta a cabo.
- XIII -
Mi segunda visita a mi protector no alcanzó mejor éxito que la primera. Había salido de su despacho, y el desabrido portero no supo o no quiso decirme adónde, ni si volvería ni cuándo; de volver a su casa, no me había quedado gana maldita, y para esperarle en los pasadizos del Ministerio y echarle el alto de sopetón, no servía yo, corto y apocado aldeano lleno de desconfianzas y miramientos. Dolíame perder un día más, y aquello no me gustaba; pero como no era mía la culpa ni el remedio estaba en mis fuerzas, tornéme a la posada y arremetí con las novelas, las cuales no dejé de la mano hasta la hora de comer.
Después llegó don Serafín vestido de día de fiesta; y según lo convenido, me acompañó a su casa, donde ya nos esperaban Carmen y Quica: aquélla poniéndose los guantes, y ésta, a su lado, abanicándose maquinalmente, tiesa, muy tiesa, como clavada en el suelo, la boca fruncida, la mirada de asombro, y algo conmovida, cual si su espíritu estuviera meciéndose ya entre las emociones que barruntaba. Con su actitud jeremíaca y sus atavíos estrepitosos estaba horrible: lo mismo que un muñeco de esos que asustan a los niños alzándose de un brinco dentro de una caja, en cuanto salta la tapadera. A Carmen le sucedía entonces lo que a todas las chicas guapas per se: cuanto más se acicalan y se atusan y se prensan, más se desfiguran. Valía mucho menos vestida de señorita pobre, que de simple costurera. Sin embargo, estaba muy linda, porque lo mucho da para todo.
Renuncio a pintar las impresiones de asombro, de gusto y de curiosidad que me causó el teatro lleno de luz, de caras, de vestidos y de rumores desde que penetró en él hasta que, a fuerza de propósito, logré, a media función, orientarme en la forma, usos y procedimientos de aquella maravillosa región en que me encontraba por primera vez en mi vida; porque si doy en aficionarme a este género de pinturas, va a ser el cuento de nunca acabar, hallándome, como entonces me hallaba, en un mundo enteramente nuevo para mí, y en la edad en que con mayor actividad se piensa y se siente. Digo que logré orientarme allí a fuerza de empeñarme en ello, porque careciendo yo de virtud bastante para confesar que nunca me había visto en otra, observaba hasta el menor de los detalles, para deducir yo solo la ley por que se regía el mecanismo del escenario, y la relación establecida entre este mundo ficticio y las gentes de telón afuera.
Recorriendo con la vista las localidades del teatro, repletas de elegantes damas, de caballeros presumidos y de vulgo sencillote y embelesado, topé con la familia Valenzuela, acomodada en uno de los palcos de preferencia: Clara ceñuda e impasible como siempre; Pilita con la espalda vuelta al escenario, el fastidio pintado en su faz, y zarandeando el abanico: lo mismo que en su casa; Manolo, en el fondo del palco, muy bien vestido, pero muy mal sentado. Don Augusto no pareció por allí en toda la noche; pero, en cambio, entraban y salían, durante los entreactos, jovenzuelos del pelaje de Manolo, a hacer reverencia y cortesía a las señoras, quienes, especialmente Pilita, se mostraban con ellos bastante más atentas y risueñas que se habían mostrado conmigo. Entró también a lo último, y allí se quedó como si fuera de la familia, un señor entrejoven, de gran estampa, muy planchado y reluciente, guapote, y. al parecer, muy pagado de su marcialidad y elegante postura. Pensé yo si sería el ministro, porque de aquel corte me los imaginaba a todos los del oficio.
Observé que casi todas las damas de copete y la mayor parte de los caballeros distinguidos veían con la misma indiferencia que la familia Valenzuela lo que ocurría en el escenario, y que cuanto más nutrido era el aplauso que arrancaba al sencillote público un arrebato apasionado de Teodora Lamadrid, más se acentuaba el desdén en las gentes principales. Andando el tiempo me persuadí de que la moda impone a sus esclavos exigencias verdaderamente inconcebibles.
¡Qué contraste formaba aquella estudiada frialdad con las profundísimas emociones que estábamos experimentando nosotros! Quica era un goterial de lágrimas y un incesante puchero. Don Serafín, electrizado y nervioso, no cabía en su asiento, y se revolvía como si le punzasen agujas las asentaderas; sacaba el busto fuera de la barandilla, estiraba el pescuezo, y con los ojos fijos en el actor, hacía embudos con los labios mientras éste hablaba: remedábale todos los gestos, marcaba las cadencias con la cabeza, y parecía trazar en el aire, con la mano derecha, todos los signos ortográficos del diálogo. Carmen, en las situaciones de apuro, volvía hacia mí sus grandes ojos algo empañados, y yo le respondía con una sonrisa contrahecha, inútil disfraz del nudo que me ponía en la garganta la extremada tensión de mi espíritu, partícipe verdadero de todos los fingidos infortunios de la heroína del drama que se representaba.
Para mí, aficionado hasta la pasión a las ficciones novelescas, aquello que estaba presenciando era la realidad de un suceso. En el libro hallaba el relato sobre el cual tenía yo que construir con la imaginación cuanto no podía darme el libro; allí estaba todo hecho, vivo, real y tangible: el hombre en cuerpo y alma, con sus vicios y sus virtudes: un cómodo rinconcito del mundo, donde se exponían a la contemplación de los curiosos las batallas de la vida humana, sus grandezas, sus caídas, lo noble y lo bajo, lo serio y lo cómico. Aquella noche, me tocaba padecer; otra noche, o en otro teatro, me tocaría reír. ¡Admirable espectáculo...! Y el gozar de él a menudo no era dificultoso para un hombre solo que, como yo, tuviera el bolsillo bien repleto y pocas necesidades de otra especie.
Expongo estas reflexiones en el mismo orden en que me las iba haciendo yo insensiblemente, y a medida que las peripecias del espectáculo me cautivaban; las cuales reflexiones fueron germen de otras muchas del propio género a que me entregué después de salir del teatro, y base de muy largos y detenidos razonamientos, cuyo resultado fue el engolosinarme de tal manera a este deleitoso pasatiempo, que en menos de quince días conseguí (si vale la frase) tomar la embocadura a los diversos géneros dramáticos que se cultivaban en los pocos teatros que entonces existían en Madrid, y familiarizarme con los nombres y aptitudes artísticas de los respectivos actores.
Con esto quiero decir que no era sólo el atractivo del argumento ni el de la disposición material del espectáculo lo que, me seducía y cautivaba; había en mí un instinto artístico, cierto gusto pasivo, algo como tentación de análisis, que me arrastraba a investigar el porqué y la calidad de las cosas. Evidente es que mis juicios, por mi inexperiencia y por mi ignorancia, no podían ser completos ni enteramente atinados; pero, al cabo, eran juicios, que me procuraban, sobre el placer de admirar lo desconocido, el más sabroso de cotejarlo a mi manera con los preceptos rudimentarios de unas leyes que yo llamaba mi parecer.
El cual hizo a mi gusto esclavo de Julián Romea, desde la primera vez que con su asombrosa naturalidad (que después se ha llamado realismo) le vi interpretar una de las mejores obras de su repertorio, El hombre de mundo, movió mis manos para aplaudir al ya decrépito Guzmán, en El enfermo de aprensión; a su heredero único en los donaires de gracioso del castizo teatro español, Mariano Fernández, y me infundió cierta repugnancia que jamás he podido vencer, a la híbrida zarzuela, sostenida entonces, y casi creada, por Salas y Caltañazor, en el Circo de la Plaza del Rey; con lo cual podría ver cualquier persona de buen gusto, que el mío no se manifestaba mal encaminado por lo que al teatro se refiere; y válgame esta confesión, si se tacha de presuntuosa, en gracia de la que también hago de que, en cambio, en el ramo de novelas entraba con todas, y no era yo otra cosa que un glotón insaciable, sin pizca de paladar: todas me sabían lo mismo; mejor dicho, todas me gustaban con tal que me interesasen de cualquier modo; y aun prefería las más farragosas y descomunales.
¡Teníamos que oír don Serafín y yo, durante los intermedios, haciendo comentarios sobre lo visto, y pronósticos sobre lo que nos faltaba que ver, mientras Quica lanzaba suspiros entrecortados, como los niños recordando una azotina! Y aún duraron los comentarios, y hasta con notas de las dos mujeres, mientras caminábamos hacia su casa, después de terminada la función con harta pesadumbre de todos. De aquella noche me pasé en claro la mayor parte, poseído, repleto de los lances de la tragedia, de los acordes de la música, de las luces de la araña, del rumor y apiñamiento del público, de Quica, de Carmen, de Balduque... Todo lo sentía junto y revuelto en la cabeza, y me rechispeaba en los ojos, aunque estaba a obscuras, y en los oídos, aunque los tapara. ¡Memorable noche!
Durante los tres días que la siguieron, continuó don Serafín acompañándome por las calles de Madrid, en su tenaz propósito de que le conociera yo como la palma de la mano. No quedó rincón que no visitáramos, ni paseo, ni camino de ronda que no midiéramos con los pies. Era incansable el hombrecillo aquél; y yo me congratulaba de su empeño, por lo mucho que me entretenía. Al fin tuvo que tomar posesión de su destinillo transitorio, y ya no le veía sino muy de tarde en tarde.
Quedéme, durante el día, solo, como quien dice, y dime a observar con sosiego mucho de lo que me había ido mostrando bastante más deprisa mi complaciente amigo; y cuando se me pasó el atolondramiento de recién llegado a aquel populoso centro tan distinto de cuanto yo conocía, y logré separar las cosas de los ruidos y de los colores y del movimiento, porque al principio todo caía revuelto y en oleadas sobre mí por dondequiera que andaba, comencé a escribir largas cartas a mi padre, especie de crónica minuciosa de viajero impresionable y reparón; con la cual tarea, además de estar yo seguro de complacerle mucho, entretenía mis diurnos ocios y mis murrias, producto necesario del sospechoso aspecto que iba tomando el asunto que yo perseguía en la capital de las Españas.
Era por entonces ésta, en lo que atañe a sus condiciones exteriores, bien diferente de lo que es hoy; y la altísima idea que yo tenía de las grandezas de una corte, por razón de la misma pobreza y angostura del pueblo en que yo había vivido siempre, hacía que saltaran a mis ojos, en doble tamaño del verdadero, las muchísimas deformidades y miserias de que adolecía la famosa villa del oso y del madroño, al paso que se me antojaban bastante menos que sorprendentes sus decantadas maravillas. Por cierto que si la generación que ha venido después y se ha formado en el Madrid de ahora, o le ha conocido siquiera de vista, echara la suya sobre aquellos mis bocetos del Madrid de entonces, fieles copias de la verdad, no obstante lo fuerte y recargado de algunos de sus trazos o perfiles de escasa monta, tomáralos por invención de mi fantasía, costándole mucho trabajo creer que en un lapso de tiempo, relativamente tan corto, pudiera obrarse el casi milagro de haberse convertido en lo que es actualmente, aquel lugarón desmantelado, viejo, sucio y árido, que parecía no tener enmienda ni compostura por ninguna parte. De lo que hablé mucho, muchísimo, a mi padre, fue del ferrocarril de Aranjuez. No había en España más que él, y otro de Barcelona a Mataró.
Digo que así me entretenía y pasaba las horas, hasta que llegaban las de la noche y me iba al teatro, después de un buen rato de tertulia en el café con mis amigos, o a algún baile público, sin privarme por eso del café ni del teatro; pues la noche, que no se entendía allí como en mi tierra, daba para todo... y mucho más. ¡Gran vida!
Pero ¿había ido yo a Madrid para eso? ¿Podía, en conciencia, entregarme a aquellos lujos y crearme tantas necesidades mientras no adquiriera con mi propio esfuerzo los medios suficientes para satisfacerlas? Pero ¿tenía yo la culpa de que el señor don Augusto no me abriera las puertas de su despacho? ¿No había llamado también a las de su casa, y hasta penetrando en ella inútilmente? ¿Había de tomarlas por asalto y exigir mi credencial a bofetones?
¡Ah, si este medio hubiera valido...
- XIV -
Al fin, logré romper el cerco misterioso, no sé si a la undécima o a la duodécima tentativa, y penetrar en el encantado recinto. Allí estaba el santón pomposo, repantigado en alto y bien mullido sillón, sobre peluda alcatifa, algo raída a trechos y no del todo limpia, entre cónicos cestos de papeles rotos, medio embutido en la panza de un escritorio negro, cerca de una chimenea, negra también, debajo de un retrato de la soberana, y con un puro de a tercia entre los labios.
Soltó unos papelotes que examinaba cuando yo entré; y tomando con la zurda el cigarro que chupaba, díjome, sin hacer caso de las palabras de cortesía que, pálido y temblando, le dirigí:
-Ya sé que anda usted por aquí a menudo. ¿Qué se le ocurre?
-¡Buenas y gordas! -dije para mí, sintiendo a modo de un escalofrío en todo el cuerpo; y respondí en voz alta y tartamudeando:
-Pensé que Vuecencia (no me apeó el tratamiento) recordaría lo que tuvo a bien ofrec... prop... digo, indicarme en mi lugar... Por eso vine desde allá hace tres semanas...
-Creo recordar, en efecto, que, deseando usted un destinillo, le prometí hacer algo en su favor.
-Eso es -respondí, con el alma a los pies.
-Pues estoy en ello, señor Sánchez, estoy en ello -añadió serio y aparatoso, y dejando caer sus palabras como si me las diera de limosna-; pero no puedo en estos días... ¡no puedo!... ¡no puedo!... Veremos si un poco más adelante... Vuélvase usted por ahí a menudo para recordármelo...
En esto, cogió otra vez los papelotes, llevó de nuevo el cigarro a la boca, y viendo que yo permanecía enfrente de él atusando la felpa del sombrero.
-¡Vuélvase, vuélvase! -me dijo casi en el mismo tono con que se echa un perro a la calle.
En virtud de lo cual, hice una reverencia y salí, temblándome las piernas y viendo chiribitas delante de los ojos.
¡Qué hombre, Dios mío! Bien que no me cumpliera lo que me habla ofrecido; pero ¿por qué me trataba con aquella frialdad y aquel desdén? ¡Ni siquiera las buenas palabras y la afabilidad de otras veces! ¿Le cogería en mal cuarto de hora? ¿Le abrumaría el peso de los negocios? ¿Le habrían incomodado mis asedios? ¡Pero si él me los aconsejó en mi lugar... y acababa de aconsejármelos de nuevo; y por eso precisamente había ido yo a Madrid, y desvalijado a mi padre y a mis hermanas, y estaba gastando lo que no me pertenecía! ¿Cómo me callé como un idiota, cuando pude haberle confundido respondiéndole esto y lo otro y lo de más allá? Pero bien mirado, mejor era así, porque si se sulfuraba de veras y me cerraba las puertas y renegaba de mí... Después de todo, estaba al comienzo de la empresa; y con un poco de tacto, mucha paciencia, otra visita a Clara que, al cabo, era lo más atento de la familia... Y con esto, y mucha fuerza de voluntad y el apego que iba tomando a la corte, consoléme; y tan pronto como llegué a la posada, escribí a mi padre diciéndole que el asunto marchaba bien, aunque despacio; que el señor don Augusto acababa de repetirme, después de colmarme de atenciones (como me colmaba toda su familia, cada vez que la visitaba), que no me olvidaba un momento, y que pronto me daría pruebas de ello...
Verdad que aquel día andaba yo un poco preocupado con una empresa que debía acometer por la noche; la cual empresa consistía en bailar por primera vez en Capellanes, considerándome ya muy apto para ello, no sólo por el propio convencimiento, sino por el dictamen de mis amigos y compañeros de hospedaje, uno de los cuales, al son de la flauta que tocaba otro, me había dado las necesarias lecciones prácticas de baile en la salita de la posada, que estaba siempre a disposición de los huéspedes y de los amigos de los huéspedes, que eran muchos, aunque ninguno de ellos valía a mis ojos lo que Matica.
Este endiablado extremeño me sorbió los sesos desde el día en que le conocí. Me daban miedo su frialdad de espíritu, su imperturbable continente, lo crudo de sus ideas políticas, su fe sospechosa, las liviandades de su obscena musa, y su lengua acerada y mordicante; pero me arrastraban cautivo los donaires de su conversación, su altísimo ingenio, su frase castiza y pintoresca, su elocución fácil y sobria, la originalidad de sus juicios, el vigor artístico con que los imponía y acreditaba, y, sobre todo, la agudeza, fluidez y gallardía de sus versos incomparables. Hasta su cuerpecillo delicado, por lo armónico de sus partes y el aseo y buen gusto con que le ataviaba, me atraía.
¿Cómo, cuándo y de qué nació la estimación en que me tuvo desde que nos tratamos superficialmente en la posada, y la cordial y bien notoria amistad en que esta estimación se convirtió después? ¿Conoció la admiración que yo sentía por él y halagó esto su vanidad? No es creíble en un mozo de tan superior entendimiento. La razón del cariño subsiguiente ya es más obvia: hice de él, poco a poco, mi guía y mi consejero en todo lo intelectual y recreativo; y como no pecaba yo de impertinente ni dejaba de sacar fruto de las lecciones recibidas, Matica se complacía en dármelas a cada instante; de la cual manera nació en nosotros el mutuo y arraigado afecto que a menudo se ve entre un maestro entusiasta por la profesión, y un discípulo dócil y muy aprovechado, sin que la intensidad de este afecto altere las distancias ni confunda las jerarquías.
Debía yo a Matica, entre otras atenciones delicadas, la de no traer a cuento jamás, en nuestras particulares conversaciones, las verdes crudezas de su especial humorismo; no sé si porque conocía mi repugnancia instintiva a ese género de desnudeces, o por no desprestigiar delante del discípulo su autoridad de maestro. Inclínome a lo primero, porque se aviene mejor con una cualidad, especie de pudor artístico, que brillaba en Matica como una de las mayores contradicciones aparentes de su carácter. Es, pues, de saberse, que aquel empecatado mozo que en la intimidad de sus amigos, de sobremesa o en la de un café, despellejaba con una frase la honra mejor acorazada, o enrojecía a la misma desvergüenza con una copla indecente, no podía sufrir una palabra mal sonante en medio de la calle, ni un pasaje de sospechosa pulcritud en un periódico o en un libro o en el teatro; detestaba la zarzuela, y no había que mentarle los bailes públicos. Llamo yo a esta cualidad «aparente contradicción» de su carácter, porque cabe en lo humano, y hasta es usual y corriente, tener el sentimiento de lo bello, admirar el orden y todas las virtudes fuera de casa, y pecar del vicio contrario dentro de la propia. Juraría que en los mejores códigos del mundo han andado algunas manos así.
He vuelto a sacar a colación a Matica, porque desde la hora y punto en que las despabiladeras de mi protector me demostraron bien claramente que mi pleito, aun ganándole yo al fin, había de durar mucho, me propuse sacar el mejor partido posible, en bien de mis gustos o inclinaciones, del terreno en que me hallaba y de los recursos que tenía a mi disposición. El principal de éstos era, a mi entender, Matica; y a él acudí tan pronto como hube satisfecho mi brutal antojo de estrenarme en Capellanes como danzante. Sucedió lo que yo esperaba: cogí un hartazgo de restregones y zancadas, y una ronquera al salir a la calle con la camisa pegada al cuerpo, los huesos macerados y las narices atascadas de polvo y de pelusa, y en ocho días no quise ni que me hablaran de semejante barbaridad. En descargo de mi conciencia, declaro que nunca fui gran devoto de ese pasatiempo, más propio de salvajes que de hombres cultos que se estiman en algo.
Ya he dicho que mi pasión dominante fue el teatro desde que le hube gustado por vez primera; pero aún lo fue en más alto grado en cuanto logró satisfacerla en compañía de Matica, el cual tenía entrada libre y asiento gratis en los principales coliseos de Madrid, por sus intimidades con poetas, actores, empresarios y periodistas, y era tan aficionado como yo a esta clase de entretenimientos. Digo que experimentaba en tales ocasiones y al lado del agudo extremeño nuevo y más sabroso placer, porque sus advertencias y juicios, lo mismo sobre las obras que sobre sus intérpretes y accesorios escénicos, iban perfeccionando poco a poco mis rudimentarias y naturales aptitudes, depurando mi gusto, educando mi sentimiento y poniendo a su alcance y al de mi percepción las bellezas y los secretos del arte; comparaba pasajes con pasajes, obras con obras, autores con autores, comediantes con comediantes, géneros con géneros, estilos con estilos, y épocas con épocas; y de este modo iba haciéndome insensiblemente explorador y casi ciudadano de una región totalmente ignorada de mí hasta que la columbré por casualidad desde una galería del teatro de Variedades, y sin idea alguna de su extensión y riqueza hasta que el experto guía me puso dentro de sus linderos. Vi varias comedias del teatro antiguo, y leí muchas más, y hasta hube a las manos, siempre por mediación de Matica, los inapreciables Orígenes, de Böhl de Faber, en una hermosa edición de Hamburgo; con lo cual, los nombres de Naharro, Lope de Rueda, Juan del Encina, etc., me fueron tan queridos y familiares como los de Lope de Vega, Tirso, Moreto, Rojas y Calderón. No estaba tan boyante el teatro español como en aquel siglo de colosales ingenios, en las humildes calendas a que me refiero; mas no por ello me merecían menos respeto y admiración los escasos poetas que sostenían la patria escena con sus creaciones. ¡Cuán exiguo era el número de éstos, y qué escaso el positivo valor de la mayor parte de las obras!
Lo que más abundaba eran las traducciones y arreglos del francés; y como la zarzuela comenzaba a estar de moda, a pergeñar libretos de zarzuelas se daban no solamente los escritores que no valían para otra cosa, sino muchos de los que preferían a los lauros de Talía, el lucro positivo con que les brindaba la musa cascabelera de la plaza del Rey.
Volviendo a lo interrumpido, digo que también me hablaba Matica, en ocasión oportuna, de las damas y caballeros que ocupaban las principales localidades. De muchas y de muchos sabía curiosísimas historias y anécdotas muy interesantes; y como el Madrid de entonces era pequeño, y relativamente exigua su buena sociedad, y a ésta pertenecían las gentes que eran «ornamento de los teatros», y este ornamento no pasaba de ser un simple trasiego de un mismo público a diferente vasija, resultaba que con verme siempre entre las mismas personas y conocer las respectivas historias, parecíame estar viviendo en familia, lo cual doblaba a mis ojos el interés del espectáculo.
Que en muchos de ellos tropecé con la familia Valenzuela, no necesito decirlo. ¡Y de qué buena gana le hubiera dicho a Matica alguna vez: «¡Cuénteme usted algo de esas gentes»; pero el temor de que el desenfadado cronista confirmara mis recelos, y con ello deshiciera el castillo de mis esperanzas, me contenía. Lo extraño es que no se le ocurriera a él ese algo sin que se lo apuntara yo. ¿Me juzgaba, por lo que me había oído hablar de esa familia, recién llegado yo a Madrid, más ligado a ella de lo que en rigor estaba, y me guardaba la consideración de no desollarla viva delante de mí?... Porque era imposible que aquellas gentes, siquiera Pilita Y Manolo, no tuvieran flaco en que cebarse la acerada lengua de mi amigo.
Como el buen mozo del teatro de Variedades no solía faltar nunca entre los más asiduos concurrentes al palco de esta familia, pregunté una noche a Matica:
-¿Quién es ése?
-Ése es Barrientos -me respondió.
-¿Y quién es Barrientos? -insistí.
-Pues Barrientos -insistió él también.
-Ya me entero.
-Pues no se dan otras, señas, sin ofensa del que pregunta, del sol, de la lluvia, del aire; y ese mozo es aquí como el aire, como la lluvia, como el sol, porque es Barrientos, nombre que tiene usted obligación de conocer, llevando dos meses de residencia en Madrid.
-Pero ¿es pariente de esa familia, o amigo o qué?..., porque le veo muy a menudo con ella.
-Barrientos es un personaje que «revienta de buen mozo», concepto que se lee en su frontispicio resplandeciente, tan pronto como se le mira; pertenece en cuerpo y alma a esa región de preferencia que se llama gran mundo; y tal es la fama de sus galantes proezas en él, que no hay familia en Madrid, con derecho a llamarse distinguida, si te falta, especialmente en público, la intimidad de Barrientos, el cual explota a maravilla las ventajas de tan alta preeminencia. Además, monta bien a caballo, y cuenta, según la fama, algunos triunfos de mérito en otros tantos lances de honor; tiene todas las grandes cruces, un cargo de lustre en Palacio, y, sobre todo, mucho dinero. Un dato que puede ahorrarle a usted una pregunta: a veces juega por tabla; quiero decir que no siempre que toma una posición es para quedarse en ella, sino para batir otra con mayor comodidad.
Dime por enterado, y no preguntó más a mi amigo.
Recorriendo las calles se valía éste del mismo procedimiento para lo que llamaba yo desasnarme, y él ponerme al uso. Delante de las librerías hablábamos de los libros de recreo, y especialmente de la novela, que entonces estaba menos que en pañales en la patria del Quijote. Me indicaba las menos malas entre el inmenso fárrago de las traducidas, y las rarísimas buenas de las españolas, y hasta me largaba substanciosos párrafos sobre la historia y vicisitudes de este ramo de la literatura nacional, y me exponía sus caracteres propios, sus peculiarísimas condiciones, y los puntos en que debía diferenciarse una novela de costumbres españolas de las que con tal rótulo se exponían en los escaparates, escritas a destajo en perverso castellano, y vaciadas en moldes extranjeros, por literatos salidos de pronto del mostrador de una botica, y hasta de los talleres de los sastres. Pero en este particular, aunque me lo callaba muy bien, rara vez íbamos de acuerdo el maestro y el discípulo, no porque no reputara yo por muy cuerdos sus dictámenes, sino porque en lo referente a novelas, y como ya lo tengo advertido, contra lo que el buen sentido propio y el parecer de Matica me aconsejaban, entraba con todas; y cuanto más farragosa y más novelón era la obra, más me seducía. En la comedia, en cualquier otro libro de imaginación, saboreaba la frase y el estilo, los donaires y las filigranas; pero en las novelas, siempre los argumentos... ¡Ah los argumentos!... Las sorpresas, lo desconocido... lo inesperado, las anagnórisis, que dijo el pedante: ¡sobre todo, las anagnórisis! Andar tres docenas de personajes, blancos unos, negros otros, éste banquero, mendigo aquél, duquesa aquélla, menestrala la otra; aquí un niño sin madre, allá un padre sin mujer, y media carta resobada, y el relato de un incendio, con un cadáver calcinado y un pastor que lo vio y se quedó mudo de repente, y es el único personaje que podía delatar al criminal, que es un caballero tétrico e intratable que vive en una quinta solitaria... ¡y el diluvio de cosas!; andar, digo, deslizándose todo ello, sombrío y altisonante al mismo tiempo, por las encrucijadas misteriosas del asunto, dejando un cabo suelto en cada bardal, quiero decir, capítalo; y cuando ya nadie se entiende allí, y la novela es un montón de acontecimientos y una maraña de personajes, y están las pasiones para reventar, las víctimas extenuadas de hambre, rotas y descalzas y a las puertas de la cárcel, y los pícaros con el fruto de su rapiña asegurado, y el pastor haciendo contorsiones delante del juez conmovido, para romper a hablar, porque de pronto se descubrió un medallón o una cicatriz en el pecho del niño desvalido, o una marca con corona en el pañuelo de la menestrala, los rencores se calman, el acero se cae de las manos, el hombre malo prorrumpe: ¡hijo mío!; el hijo: ¡padre!; la duquesa: ¡hija!; la menestrala: ¡madre mía!, confundiéndose todos en un cuádruple abrazo, mientras el pastor exclama con un bramido formidable: ¡bendita sea la providencia de Dios!, y el juez, soltando la vara, repite, mirando al cielo: ¡bendita sea! ¿Hay nada más dramático y conmovedor? Todos estos lances me ponían a mí carne de gallina, me oprimían el corazón y la garganta, y arrancaban mudas lágrimas de mis ojos.
Pues no digamos nada de las de intriga caballeresca, y las románticas de amor fino, como una que todavía recuerdo, en un tomo colosal, si no eran dos, obra de la triste imaginación de un poeta muy sonado en aquellos tiempos, no sé si por lo resonante de su firma o por lo mucho que gemía en verso y en prosa en liceos y en periódicos. Titulábase la novela La enferma del corazón, y a pique me puso su lectura de padecer yo la misma enfermedad que la heroína. De El judío errante, Los misterios de París, Los tres mosqueteros con todas sus consecuencias, El hijo del diablo, El conde de Montecristo, y otras que por entonces imperaban en el gusto público, no necesito decir hasta qué extremo me emborrachaban.
De líricos, tampoco andábamos sobrados; pues los buenos, o estaban ausentes de España o dados a la política o tenían enfundado el laúd; y de los malos no quiero hablar, aunque mucho me habló de ellos Matica para ponérmelos por ejemplo de lo abominable y vitando.
A todo esto, tenía yo un memorión colosal, y una singular disposición para asimilarme el estilo y la estructura de las obras ajenas. Y lo declaro aquí, porque en virtud de esta memoria y de este poder de asimilación, en poniéndome a escribir hacía cosas que me asombraban; y, sin embargo, no valían dos pitos, como me lo demostró Matica en más de una ocasión y con motivo de pedirle yo su parecer sobre lo que había hecho.
-Esto es de Bretón -me dijo una vez.
Juré lo contrario creyendo jurar verdad; pero me dejó confundido recitándome una letrilla del famoso vate, de la cual era la mía un remedo. Sin embargo, yo no había pensado en la una al escribir la otra, y así lo afirmó.
-Lo creo -replicó mi censor-, porque hasta ahora no ha hecho usted sino engullir, amontonar en el almacén de su memoria; y de ese montón es lo que sale, por su propio peso, en cuanto abre usted la puerta, creyendo abrir la del ingenio. No hay que confundirlas.
Otra vez resultó calco de Zorrilla lo que yo presenté a mi amigo como de propia cosecha. Entonces me dijo:
-Por esto, por lo otro y por todo cuanto conozco a usted, le aconsejo que no caiga por ahora en la tentación de echar a la calle sus engendros poéticos; pues si entre los ignorantes ganaría algún lauro de alquimia, los entendidos le molerían a palos. Y digo «por ahora», porque quizá más adelante, cuando haya adquirido mayor caudal de ideas propias, si es que las hay, y digerido bien las ajenas, logre vencer con ello el mal enemigo de su buena memoria. Donde ésta sea el único almacén de la casa, jamás se producirán acabadas obras de arte, pues no puede haberlas sin la condición que las distingue y enaltece: la originalidad, el sello de fábrica. De distinto modo le hablara si tratáramos de la metralla periodística, o de peroraciones de tribuno de ocasión, o de cualquiera de esos empeños en que sólo se busca el efecto inmediato, y de los cuales no queda a las pocas horas sino el recuerdo de sus relumbrones. Pompas de jabón. Por cierto que las hace usted primorosas cuando llega el caso. Tiene usted hermosa voz, fácil y bien acentuada palabra, mirada firme y valiente, gallardas actitudes..., en fin, cuanto se necesita para hacerse oír, arrancar aplausos y falsificar la razón cuando se habla sin ella. Lo he observado en sus porfías de sobremesa y del café de La Esmeralda. Y no le pese de ello, que estas dotes, que acaso le envanecen poco por no habérselas tasado yo en mucho, no se adquieren a ningún precio, y pueden llegar a ser eminentísimas, al paso que las otras, que tanto ambiciona, se consiguen a veces por hombres como usted, o, cuando menos, algo que las aparenta y ofrece sus mismos goces. Conque ánimo, y no le ofendan mis claridades, que yo no puedo ser de otro modo. Si le tuviera a usted por ladrón, lo mismo se lo diría.
A veces interrumpía sus razonamientos para ensenarme, con las ilustraciones y comentarios de costumbre, un literato de nota, un personaje político o una mujer de historia que acertase a pasar por la acera de enfrente; o un edificio notable, un pecado de ornato, un buen mozo famoso, o un desdichado sin vergüenza, de gran celebridad, no ya en Madrid, sino en toda España. Entonces la gozaba un grotesco personaje llamado Don Pepito, como la gozó luego Cepedita; no sé quién después, y últimamente el perro Paco.
De esta manera hablábamos de todo lo imaginable y mucho más, y siempre había para cada cosa su merecido en el inagotable saco del mordaz extremeño.
Entre tanto, yo que nada le ocultaba y me complacía en oírle hasta cuando fustigaba mis debilidades y resabios, no le había dicho todavía el verdadero motivo de mi estancia en la corte. Sólo sabía de mí que era un montañés de pocas rentas, que había ido a Madrid por asuntos particulares. Lo mismo que sabían en la posada y en casa de Balduque. ¡Singular escrúpulo el mío!
- XV -
La educación que me daban los estudiantes mis paisanos era, como se habrá visto por alguna muestra ya exhibida, muy diferente de la que recibía del extremeño.
La cátedra de café, en el de La Esmeralda, era diaria, y desde que acabábamos de comer hasta la hora de ir a otra parte, o hasta que se disolvía la tertulia por cansancio. La asistencia al café era entonces, y creo que continué y continúa siéndolo, una verdadera necesidad para la gente madrileña: no he visto pueblo más aficionado a cocerse en el baño de María; que no otra cosa es un salón de aquéllos, donde el aire se corta, por lo espeso, el calor asfixia, y el rumor de voces y cuchareteos y el bullir de entrantes y salientes aturden y marean.
Por lo común, no se habla en los cafés, sino que se disputa, o, por lo menos, se grita, pues de otro modo no podrían entenderse los interlocutores. Sin duda por esto no se trata allí cuestión que valga dos cominos, y se echa la lengua sobre nimiedades que se presten a la zumba, o sobre temas que, por su propia naturaleza, traigan aparejada la pasión con todas sus legítimas intolerancias y voceríos. Hay quien da como causa de esto la calidad de los asistentes a esos concursos: estudiantes, artistas, empleados de poco sueldo, jubilados y cesantes, haraganes empedernidos, gentes, en fin, alejadas, por hábito y por necesidad, de los estudios serios y de los negocios graves.
Sea lo que fuere, es lo cierto que hay hombres para quienes esas tertulias son la primera necesidad de la vida, por la taza de café, por las luces, por la bulla, por la concurrencia, por el periódico, por el olor de la atmósfera avinagrada y pegajosa, por el piloncito, o caramelo, o terrón sobrante, según el uso, por cada una de estas cosas y por todas ellas juntas. De estos hombres era un tal Agamenón, que se arrimaba algunas noches a nuestra mesa. Era grandote y áspero, áspero de todo: de voz, de genio, de pelos, de cutis, de palabras y de meollo. Había sido teniente de movilizados, contaría a la sazón medio siglo, era manchego y solterón, y llevaba veinte años en Madrid comiéndose descansadamente el escaso producto de unos censos o cargas de justicia, o no sé qué. Con un periódico en la mano y otro debajo de las posaderas «para después», la taza de café y la copa de ron delante, tan pronto sorbía, como leía, como estornudaba, como metía cucharada en la conversación, o la manaza libre en el platillo de acá o de allá, donde hubiera terrones de azúcar sobrantes. «Hágame»... decía en tales casos, y cuando ya tenía la zarpa en la presa, y lo mismo decía después de quitarnos el cigarro de la boca para encender el suyo, o el vaso de agua, de la bandeja correspondiente, o de tumbar con los hombros al más descuidado de los colaterales, mientras arrastraba la banqueta hacia aquel lado para hacerse más ancho lugar. «Hágame» era, pues, una abreviación de «hágame usted el obsequio», y tanto la repetía, que le pusieron Agamenón.
Pues este Agamenón, amante bestial de Madrid, pero de Madrid por fuerza, es decir, de sus casas, de sus calles, de sus plazuelas y letrinas y mercados, en suma, de cuanto se ve, se palpa y se huele andando todo el santo día de Dios a pata y a la intemperie, como andaba él, tenía la singularísima gracia de creer y afirmar que la culpa de que no fuera Madrid la primera maravilla del universo, pues del mundo sublunar ya lo era en su opinión, la tenía «las infames provincias que la esquilmaban sin caridad con subvenciones para esto y sueldos para lo de más allá, carreteras por aquí y puertos por el otro lado». Es texto suyo, que le oí soltar muchas veces. Para aquel hombre singular, el dinero del Erario era del manantial de Madrid. Si, por ejemplo, se secaba un árbol de los pocos y malos que había y tenía él muy contados, exclamaba al relatar el suceso:
-Yo lo creo, ¡barraganes! En cambio, vaya usted por esas infames provincias, y verá bosques enteros de árboles como navíos... Para ésas nunca falta dinero en el Tesoro de Madrid... Ya les daría yo... ¡barraganes!
Cuando nuestra tertulia se deshacía, o cualquiera de las varias a que él se arrimaba, porque se arrimaba a muchas, íbase con los suyos, que eran cuatro o cinco originales por el estilo, que se acomodaban en la mesa más cercana al mostrador. ¡Barraganes, y qué peloteras se armaban allí en cuanto Agamenón llegaba!
Como mis amigos le tenían bien estudiado, sacaban gran partido de él buscándole las cosquillas, que bien a la vista estaban.
Uno de ellos le dijo, la primera vez que yo lo tuve delante:
-Presento a usted este caballero que acaba de llegar de provincias.
-Ya se le conoce -respondió el hombrazo, mirándome con mal gesto, y añadió-: Vendrá a lo que todos los de esa banda: ¡a medrar aquí a nuestra costa!
Cargáronme soberanamente la grosería, la voz, la cara, el gesto; el hombre, en fin, de pies a cabeza; tomé la cosa por lo serio, y le solté tal andanada, y tan de corazón, que yo mismo, que no recordaba haberme enfadado jamás, me asombré de lo mucho que se me ocurría y de lo elocuente que estuve. Aplaudiéronme los estudiantes con el piadoso fin de echar más leña al fuego en que se quemaba el otro, y lo lograron, porque Agamenón se puso hecho un jabalí, y solamente se le bajaron las cerdas y escondió los colmillos cuando me vio dispuesto a pegarle un botellazo, si él por su parte trataba de acudir a razones de parecido calibre. Después revolvió la banqueta sin levantarse de ella, tumbando con las patas otras dos desocupadas; y se fue gruñendo, con un periódico en cada mano y el bastón debajo del brazo.
Explicáronme entonces mis amigos lo que era aquel animal que parecía un hombre, y me pesó lo que había hecho; pero Matica, que estaba presente, aprobó en serio mi conducta y me saludó en broma como al Cicerón abrumador de aquel estúpido Catilina. ¡Y vaya si me dio cierta consideración entre las mesas circunvecinas aquel lance! y aun cierta soltura y como un poquillo de afición a la frase oratoria, para las sucesivas, pero amistosas controversias, en que tomaba yo parte muy activa con mis compañeros y paisanos. a estos lances se refería Matica, sin duda alguna, cuando ponderaba mis «pompas de jabón».
En cuanto al hombrazo aquél, volvió a la noche siguiente a nuestra mesa, tan fresco como si nada hubiera pasado entre nosotros, de lo que me alegré mucho, porque, sabiendo lo que era, me divertían sus originalidades.
Uno de mis amigos (el de la montera asturiana) tenía una novia. Comenzaron por hacerse gestos detrás de las vidrieras, siguieron las cartitas por debajo de la puerta, y concluyó la novia por franquear las suyas a mi amigo. Encarecíame éste los ratos que pasaba adentro, y yo no lo ponía en duda. Según él, todo era allí patriarcal y amoroso como una égloga de Garcilaso, todo sencillez, todo familia, en el sentido más dulce de la palabra. La novia, Trinis, era un ángel intus et foris; su hermana mayor, Luz, un tipo de vestal romana, con las virtudes y el arreglo de una monja paulista; la madre, una santita de Dios, y su padre, un patriarca bíblico. Además, solían bajar algunas noches las del cuarto piso y subir las del segundo; y como había un pianejo regular en la sala, se bailaba los domingos, y en las noches de entre semana cantaba Luz tres melodías a cual mejor; en fin, que se pasaba allí muy bien el tiempo. Mi amigo se había tomado la libertad de anunciar mi presentación en aquella casa, a título de mayorazgo rico y soltero, que había ido a Madrid a ver el mundo, y ellas, que me conocían ya por haberme visto en la calle con él, esperaban mi visita con vivísimos deseos. De manera que con este solo motivo (sigue discurriendo mi amigo) yo no podía, decentemente, dejar de entrar en la casa. Además me convenía, para ver y aprender un poco de todo, e irme instruyendo y soltando en los usos y procedimientos del trato social. Las reuniones eran de entera confianza; podía ir con lo puesto, sin gastar un ochavo: a lo sumo, un par de guantes de medio color, no por la casa precisamente, sino por mi propio lustre.
¡Grandísimo tuno! Lo que en mí iba buscando era un cirineo que cargara en la tertulia con la cruz de toda la familia, para dedicarse él, con mayor fruto y sosiego, a la empresa que le llevaba allí. Pero me dejé presentar de buena gana, porque también yo pensaba que me convenía saber de todo, si estaba a mis alcances.
Si las hubiera habido en la casa, me hubieran recibido con volteo de campanas; y lo afirmo porque, a faltas de ese agasajo, me hicieron cuantos podían hacerme aquellas excelentes personas. «¡Tenemos tantísimo gusto!... ¡Pase usted!... ¡Más adentro!... ¡Aquí, en la butaca!... ¡No, en el sofá!... ¡Deje usted el sombrero!... ¡Trae esa luz al velador, Trinis!... digo, si no ofende a la vista... ¡La pantalla verde!... ¿Por qué se ha quitado usted el abrigo?...» Y yo, a todo esto, cabezada va y encorvadura viene, apretón de manos aquí, cumplido allá, sin saber a quién, porque toda la familia me rodeaba y se movía y hablaba a un tiempo; y en el sitio en que empezaba una de las hijas, concluía su papá: parecía que estábamos jugando a las cuatro esquinas.
Al fin se calmó aquello y nos sentamos todos: Trinis junto a mi amigo, en el rincón de la derecha; Luz a mi izquierda; su mamá al otro lado, y junto a ésta; en una butaca su papá. Y empezó la sesión con todas las majaderías y vulgaridades de costumbre, sobre si me gustaba Madrid, y cuánto tiempo hacía que había llegado; si le veía por primera vez; si echaba de menos a mi país; si tenía buenas noticias de mi casa...
El señor de la en que me hallaba (y comienzo por él por tenerlo enfrente), don Magín de los Trucos, era bajito y regordete, y muy corto de vista, de brazos y de cuello; tenía peluca y unos asomos de patilla rala y entrecana, recortada a la altura de los oídos. De allí para abajo, todo era moflete limpio.
-¡Conque de las Montañas de Santander! -exclamó con voz algo atiplada, enfilándome los anteojos y restregándose las manezuelas.
-Para lo que ustedes me manden -respondí yo, muy fino, golpeándome suavemente la boca con el puño del bastón.
Por cierto -añadió don Magín cambiando de postura en la butaca y buscando con la voz los puntos más graves que podía alcanzar-, que la última vez que yo hablé de ese país, fue ocho años hace con mi pobre amigo Trigales, con motivo de necesitar éste una nodriza para su sobrina. ¡Qué coincidencias tan extrañas se ven en la vida! Tal como hoy hablamos de la Montaña, y quince días después se moría mi amigo de una pulmonía. ¡Vea usted qué casualidad!
No la veía yo tal; pero asentí a la exclamación con otra parecida; y saltó la señora de don Magín, y dijo:
-El año pasado me regalaron unas amigas mantequilla de las Montañas de Santander. ¡Qué rica era con el chocolate! Abundará mucho allí, ¿no es verdad?
Volvíme para responder a esta señora, y entonces reparé en que era el vivo retrato físico de su marido; y más que su mujer, parecía su hermana mayor, porque representaba más años que él, y aun era más barriguda y fuerte de voz, y quizá de barba.
-Es lástima -continuó-, que esa tierra no sea más conocida, porque me han dicho que es muy pintoresca, y está toda llena de pasiegas... y de peñascos espantosos.
Advierto que por entonces, «todo Madrid», incluso los literatos, tenían de la Montaña la misma idea que la señora de don Magín de los Trucos; el cual, sin darme tiempo para responder a lo expuesto por doña Arcángeles (que así se llamaba su mujer), díjome:
-Y de política, ¿qué tal se anda por allá? Mal, supongo yo; porque ustedes, atentos a sus rebaños, a sus boronas y a sus besugos... Hombre, ¡qué casualidad!, el mismo día que comí yo besugo la última vez, ahora por Navidad va a hacer un año, me tocaron cuarenta y dos reales a la lotería primitiva. Mire usted que es raro, ¿verdad? Pues como decía, aquí, en cambio, hallará usted los ánimos hechos una pólvora con eso de las economías de Bravo Murillo: unos, porque si no sabe lo que se trae entre manos; otros, porque si lo sabe con exceso, y que zurra y que dale... ¡y vea usted qué casualidad más rara!, el mismo día en que fue nombrado Bravo Murillo presidente del Consejo, cumplí yo sesenta y dos años y perdí la última muela que me quedaba en la boca... Por lo demás, caballero, aquí hallará usted una pobreza, si se quiere; pero confianza y buen deseo, como sabe muy bien su amigo de usted desde que nos honra con su presencia. Luego vendrán las chicas de la vecindad; y con éstas, que son también animadas de por sí... en fin, se pasa tal cual el rato.
Uno bien largo duró todavía este sabroso tiroteo del apreciable matrimonio, sin dejarme meter baza, siquiera con unos cuantos monosílabos de cortesía, mientras Trinis y su novio no daban paz a la lengua (muy bajito), ni a los ojos, y jurara que ni a las rodillas, y Luz se entretenía a mi lado jugueteando con los colgantes del cinturón de su vestido.
Al fin se marchó con mi venia don Magín, pretextando ocupaciones urgentes en su despacho, y poco después, con parecida excusa, su dignísima señora. Quedéme solo con Luz. Solo digo, porque Trinis y el estudiante se conceptuaban a solas también. Miróme Luz entonces, como diciéndome: «a ti te toca empezar», y respondí yo con otra mirada, sin ocurrírseme cosa mejor que decirle,
No era tan «vestal» como me había pintado mi amigo; pero sí resto muy agradable de algo parecido a ello. Estaba un tanto marchita y como trabajada por largos y malogrados deseos de cambiar de vida; pero aún eran bellos e insinuantes sus ojos, blanca y apretada su dentadura, y esbelto y bien contorneado su talle. En cambio, su hermana rebosaba de juventud y frescura. Era toda una guapa moza, quizá con exceso metida en carnes, por ser de talla menos que regular. Para ángel, como la había llamado su novio, me pareció demasiado maciza. Lo que era, sí, muy pegajosa; y eso bien a la vista estaba.
Como yo no rompía a hablar, lo hizo Luz con las generales de la ley; y en esto estábamos candorosamente entretenidos, cuando comenzaron a llegar los contertulios del cuarto y del segundo: entre todos, diez personas por el estilo de las de la casa, en cuanto a pelaje y flaccidez del atavío; pues en lo que toca a nutrición, si se exceptúa a Luz que no pecaba de rolliza, la familia de don Magín era mucho más lucida que las otras, que se descomponían en cuatro papás (dos matrimonios, se entiende), cuatro señoritas y dos muchachones deslavazados, zanquilargos, orejudos y narigones, de voz bronca y desentonada, y algo cortos de mangas y perneras, como que estaban en el período de muda. Eran estudiantes de San Isidro, con ánimos de ir para boticario el uno, y para ingeniero el otro, y comenzaban entonces a bailar en familia, para irse haciendo a la buena sociedad. En este punto, lo mismo que yo. Entre tanto, habían vuelto también a la sala don Magín y su señora, y me fueron presentando a todos y a cada uno de los recién llegados, a título de «caballero principal de las Montañas de Santander, soltero, que viajaba por recreo».
Y ya la tertulia en pleno, y sin dejar que se sentaran los que aún estaban de pie, comenzó don Magín a dar recias palmadas y grandes voces para imponerse a la algarabía que reinaba allí; y empujando a éste y apercibiendo a aquél y haciendo que se sentara al piano una de las señoritas del segundo.
-¡Ea! -gritó cuanto pudo-. ¡A bailar se va!
Después metió el velador del centro en el gabinete, y fue arrimando a la pared las butacas y cuanto estorbaba en la sala, que no era grande. Cubría su suelo embaldosado una estera de cordelillo, y colgaban de las paredes dos grandes cuadros bordados con felpilla (un Divino Pastor con su borrego, y un Bautismo del Salvador en el Jordán), obras ambas de las niña. cuando iban al colegio; un espejo de trapo, un reloj de centro y dos pastores de cascaritas, cosa muy estimado, entonces en Madrid; un grupo al daguerreotipo, de toda la familia, y un tirador de campanilla, ancha cinta de seda terminada en un anillo de latón dorado; la sillería era de caoba vieja y damasco de lana verde marchito, como la cinta y como el papel de las paredes, en cuyos ángulos había rinconeras con tazas y platillos de porcelana, toreros de barro y otras baratijas.
Rompimos el baile Luz y yo, por todo lo fino, y Trinis y su novio, que parecían el papel y la oblea por lo pegados que iban. Los demás se arreglaron como pudieron. Y así, con ligeros descansos Y trocando las parejas (menos mi amigo, que no soltó la suya un momento) y con dos melodías cantadas por Luz, bastante mal, hasta las once de la noche.
Al despedirme, empeñada ya mi palabra de volver «a menudo», díjome Luz:
-Sé que es usted poeta, y me va usted a hacer un favor.
Asombréme de que tal supiera, y díjome que lo sabía por mi amigo. El tal amigo se había despachado a su gusto.
-Suponiendo que lo fuera -respondí yo-, ¿qué favor puedo hacer a usted con serlo?
-Honrar mi álbum escribiendo algo en él.
¡Su álbum! En aquel tiempo estaba el álbum en todo su auge y en la fuerza de su esplendor. Todo el mundo tenía álbum, y al hombre más inofensivo se lo enviaban a su casa para que «pusiera algo» en él, cuando no se lo metían por los ojos, de sopetón, para que en el acto escribiera «alguna cosa bonita». Sin embargo, como la oferta del álbum era una patente de capacidad, había hombres que se pagaban mucho de esas ofertas y hasta las solicitaban con intrigas. En descargo de mi conciencia, declaro que en aquella ocasión me infló un poco la vanidad la oferta del álbum de Luz a título de poeta, aunque me constaba que me había levantado ese falso testimonio el novio de su hermana. Acepté, pues (no sin remilgos y protestas de fingida modestia), y Luz me entregó el libro, o mejor, el estuche que lo encerraba.
Lleváronme casi en volandas hasta la puerta, donde puede decirse que se despegaron Trinis y mi amigo; y pregunté a éste en cuanto nos vimos en la calle:
-Pero, alma de Dios, ¿adónde piensas llegar (me tuteaba ya con todos mis compañeros de posada) por ese camino?
-¿Por cuál? -preguntó, a su vez, mi amigo.
-Por ese en que te he visto toda la noche con tu novia.
-Pues nos dejamos conducir tan guapamente.
-Ya; pero ¿hasta dónde?
-Hombre... pues todo lo más allá que yo pueda. -Y añadió, arrimándose mucho a mí-: ¡Ay, Pedro Sánchez de mi alma! no me dejes, no me abandones. ¡Si vieras qué beneficio nos has hecho! ¡Sin ti no soy hombre: tengo que atender a todo; estar en todo, especialmente cuando no es noche de tertulia; ser joven atento y fino con los papás, y, al mismo tiempo, apasionado galán de mi novia; y como la familia ya sabe que lo soy, y en tal concepto me abrió las puertas, tendré que hablar de mis honestos fines, y apuntar propósitos para mañana, y deslizar noticias de mi familia y bienes; y esto no puede ser, porque me reiría yo de mí mismo...! Pero estando tú... ¡oh!, tú lo llenas todo: todos te miman, todos te escuchan y casi te adoran; y al amparo tuyo... ya la has visto... ¡Ay, qué noche, Pedro Sánchez!
-¡Cáspita! -exclamé, apartando de un codazo al fogoso novio de Trinis, ¡pues me honras con el oficio que me das!
-¿Por qué no haces tú lo mismo con Luz? -preguntóme, volviendo a arrimarse a mí-. Pues yo contaba con eso, porque ella está deseándolo... ¡Y mira que es guapa...!, y hasta un poco sentimental, como a ti te gustan... ¡Y digo!, al ver ella que un mozo de tu estampa..., porque, sin adularte, la tienes de primera; y que, además, es mayorazgo rico que viaja para ver mundo, y quizá casarse a su placer... Vamos, que será las puras mieles. ¡Te digo que no merecerás perdón si desaprovechar la ganga...! Mira qué pronto se largaron los papás en cuanto te vieron arrimado a ella.
-Pero ¿en qué casa me ha metido? -pregunté con la mayor ingenuidad a mi amigo, al oírle hablar así.
-Pues en una casa muy honrada -me contestó.
-¡Mucho, cuando se consienten y hasta se preparan esas cosas!
-Así y todo. Óyeme. Del tipo de esta familia las hay a centenares en Madrid: viven de una jubilación, de un destinillo, de una renta mezquina..., de cualquier cosa; pero viven, y no deben nada a nadie, y son buenas y hasta devotas. Pero tienen la manía de los novios para «las chicas»; y llega uno de éstos, y se va, y no vuelve; y no escarmientan; y reciben otro, o le buscan, y se larga también, y aun se dan casos de llevarse algo que no tiene vuelta posible; y tampoco escarmientan: a otro enseguida; ¿es un estudiante?, él acabará la carrera; ¿es un desdichado sin empleo?, él mejorará de posición; ¿es un cadete?, él llegará a general. Lo primero es que haya novio; ¡novio a todo trance! Aquí donde me ves, hago el número cuatro de los que ha tenido Trinis a las barbas de sus adorados papás. ¡Sabe Dios el que harás tú en la larga lista de los de Luz, si te decides a requebrarla...!, que sí te decidirás, por la cuenta que nos tiene.
El demonio me lleve si no me entraron ganas de estrellar el álbum que conservaba bajo el brazo, contra los adoquines de la calle, al oír al pícaro estudiante. No me había forjado yo grandes ilusiones con el recibimiento que debí a la familia de don Magín de los Trucos, puesto que sabía que fueron causa principal de él los falsos informes de mi riqueza dados por mi amigo; pero ¡tanto como escribir coplas por lo fino a una mujer así...!
-Pues tómala como se te presenta, bobo -dijo mi acompañante respondiendo a estos reparos-; y ¡a vivir! Después de todo, ¿qué te importa si no te has de casar con ella? ¡Cuando te digo que te resiente, mucho del país...!
Y era verdad que me chocaban extraordinariamente aquellas costumbres nunca por mí vistas ni soñadas.
Cuando llegamos a casa y me encerré en mi dormitorio, mi primer cuidado fue abrir el estuche para ver el álbum. Tenía tapas forradas de terciopelo azul, con esquineros y el rótulo del centro dorados. Le abrí, y, arrimándome al velón, comencé a hojearle. Me asombré. Estaba lleno de todos los imaginables artificios poéticos. Había acrósticos hacia arriba, hacia abajo, de través, en diagonal, a la derecha y a la izquierda; estrofas en forma de cáliz, de guitarra, de cruz, de pirámide y de reloj de arena; sonetos encerrados en orlas de pichones con guirnaldas en el pico; seguidillas encestadas... ¡qué sé yo!, y el nombre de Luz en cada copla; y Luz cantada por todas partes: por los dientes, por los ojos, por el pelo, por el talle, por la voz y por cuanto a la vista estaba y mucho más. Las firmas eran de Eduardo López, Arturo Díaz, Santos Perales, Alfredo Granzones, y así por el estilo. Yo elegí el cuello por estar casi intacto en el álbum; y en cuanto me hube acostado, «discurrí» materiales para dos décimas, sin que se me quedara perdido en la memoria un solo voquible del catálogo usual y pertinente al caso: tornátil, ebúrneo, alabastrino, mórbido, níveo..., nada se me olvidó. Al día siguiente escribí, a pulso y pareadas, las dos décimas; las separé con una flecha punta arriba, y firmé con mi nombre y apellido completos; que bien podían estar tranquilamente allí donde había tantos que no valían más que ellos, ni sonaban mucho mejor. Encima de todo escribí, en gruesa francesilla, que sabía yo hacer muy bien: Al cuello de Luz; y se lo llevé por la noche.
Ahora querrán saber ustedes en qué paró aquella historia. Pues paró en que, al cabo, «me declaré» (como decíamos entonces) a la hija mayor de don Magín de los Trucos. Pero ¿cómo no hacerlo, si me echaba unos ojos, y se arrimaba tanto, y me respondía de un modo...! Luego, aquellos estúpidos papás, lo mismo era vernos juntos, que nos dejaban solos, enteramente solos; porque la otra pareja, cada día estaba más distraída y apartada.
Y una noche, saliendo, me dijo mi amigo sonriéndose:
-¿Piensas tú volver?
-¿Y tú? -preguntéle yo a mi vez, y también algo risueño.
-Yo no -me respondió.
-Pues yo tampoco.
Y no volvimos más.
- XVI -
Dejóme aquella aventura como niño con zapatos nuevos; y tan engolosinado a la sociedad, que aún piqué en otras dos por el estilo, si bien un poco mas serias, en las cuales me presentaron, respectivamente, el mismo estudiante que me llevó a casa de don Magín de los Trucos, y otro, su compañero, y mío también, de posada: por más señas, aquel que se llegó a la mesa disfrazado de caballero grave con frac de botón dorado.
No tomé tan a pecho estas empresas como la otra, quizá porque las circunstancias no me empujaron; pero cobré con ellas algún apego mayor que el que tenía al adorno exterior de mi persona; y pareciéndome que «en sociedad» saltaba demasiado a la vista el corte provinciano del sastre que me había vestido, atrevíme a reformar un poco mi equipaje con prendas de más autorizada tijera; lo cual me obligó a dar un buen pellizco a mi bolsa, sobre los varios que le iba dando.
Como me vio Matica tan metido en estos trotes y con tan buena vocación, díjome un día, lamentándose de que un buen juicio como el mío se diera con tal ansia a placeres de tan mal gusto:
-Bien que una vez... o dos, y por variar y saber de todo, pero a pasto y sin conocer otra cosa... vamos, eso no se compagina bien con sus nobles aficiones de otro género.
-Ya ve usted que persevero en ellas -repliqué en el mismo tono medio de chanza que él empleaba conmigo.
-Sí, pero con intermitencias: sobre todo, mientras duró la campaña de los Trucos... Me lo van a echar a usted a perder, señor Sánchez.
-Pues usted no es un santo, señor Mata, ni los que me han enseñado esos caminos.
-Cierto, pero esos amigos y yo podemos andar por ellos, porque llevamos armas que le faltan a usted, y no se ofenda, recién llegado de la patriarcal inocencia de su lugar. Yo no quiero hacer de usted un santo: ¡tomáralo para mí!, pero deseo que, ya que el diablo le lleve, sea con su cuenta y razón, es decir, que no me pesa verle tan ágil y bien dispuesto para el mundo, sino que no sepa sacar partido de él, ya que el mundo le tira y le seduce... Vamos a ver, ¿cómo andamos de ropero?
-Pues... tal cual -respondí a tientas, ignorando los fines de la pregunta-. Ya ve usted...
-Sí, para la calle no está usted mal, y para los salones de don Magín de los Trucos, pero ¿no hay más que eso?
-Y otro poco por el estilo... Pero ¿qué pretende usted?
-Hacerle subir dos escalones.
-¡Demonio! -exclamó entre el placer y el espanto.
-Nada de etiqueta. Si la hubiera, no le llevara yo a usted ni fuera yo tampoco. Lo que se llama de confianza: toda la que puede haber a ciertas alturas. Es una dama de buen gusto que recibe en familia algunas noches a las personas de su intimidad... y a otras que no lo son. Se baila poco, a veces nada, pero se habla mucho y hasta se canta y se lee. Salones lujosos, eso sí, tal cual dama indigesta y algún que otro caballero insufrible... ¿Se estremece usted? Es natural, pero mal hecho. A mucho menos está usted obligado allí que en casa de don Magín de los Trucos. En ésta se llevaba usted las atenciones... y los comentarios de todos, en la otra nadie se fijará en usted, incluso la señora, que, después de responder a la presentación que yo le haré de usted con cuatro frases de pura cortesía, le dejará dueño de andarse por donde se le antoje y de arrimarse a quien más le agrade. ¡Y si fuera usted solo el que no sabrá qué hacerse allí...! Pero muchos habrá de tercera fila en este alféizar y en aquel rincón, o a la sombra de los demás, retorciéndose el mostacho o jugueteando con la leontina, sin que se les ocurra cosa mejor en toda la noche, si no es mirarse a menudo en los espejos, hacer cuatro cabriolas si tocan a bailar, ojear a las chicas guapas y oír lo que les agrade, no dejando allí más rastro ni más huella que los pájaros en el aire... Conque nos haremos una levitilla, con otros ligerísimos accesorios...
-¡No iré! -dije resueltamente, por el sinnúmero de razones que en un instante se me pusieron por delante de los ojos.
-¡Pues hemos de ir! -insistió Matica-, porque ha de saber usted que la principal golosina de esos salones es la presencia en ellos de una parte muy considerable del estado mayor de nuestros literatos y políticos. Tendrá usted, pues, ocasión allí de verlos, de palparlos y de oírlos, y hasta de convencerse de que los más de ellos, mientras no ejercen, son tan inofensivos y sencillotes ciudadanos como usted y como yo.
Estaría escrito o no lo estaría, pero es lo cierto que tentándome Matica por un lado, y por otro mis flaquezas y debilidades, desmoronóse aquella mi fortaleza de cuerdas reflexiones, e hízose todo como mi amigo quería, y una noche me desconocía a mí propio, reflejándome en el espejo de la salita de la posada, embutido en la intachable librea que se exige a los hombres de «buena sociedad» en una tertulia que no es «de etiqueta». Mi cabeza estaba hecha una escarola de rizos (especialmente por el lado derecho, prescripción de la moda reinante a la sazón), y obra eran del mismo peluquero que tal me había emperejilado la cabellera después de raparme la barba hasta sacar lustre al pellejo, las descomunales guías en que terminaban, a diestro y a siniestro, mis negros y lustrosos bigotes.
Matica envuelto en ancho gabán, las manos en los bolsillos y el sombrero puesto, se hallaba a mi lado, viendo cómo yo me calzaba los guantes de color de fila, sin dejar de mirarme al espejo y dando a menudo pataditas en la estera para acomodar los pies en las flamantes botas de charol que los oprimían. Haciendo estaba los últimos contoneos, puestos ya los guantes y estirados los pliegues de la levita, cuando me dijo mi amigo:
-En verdad te repito, Pedro Sánchez, que eres el más gallardo mozo que ha pisado madrileños salones, y te añado que provoca la ira de Dios quien, manejándose con la libertad y la gracia que tú debajo de las prensas de la moda, se queja todavía de timidez y apocamiento.
Hablaría el amigo con el corazón en la lengua, aunque no en justicia, pero yo sudaba de miedo y de zozobra. Púseme el sombrero, me cubrí con la capa y salimos. Las diez menos cuarto marcaba el reloj del Buen Suceso cuando atravesábamos la Puerta del Sol. Qué calle tomamos ni en qué portal nos detuvimos, no he de declararlo, porque no es de necesidad, amén de que, si este relato ha de ser fiel reflejo de la pura realidad, no debo ser aquí muy minucioso en detalles de que apenas me daba cuenta en aquella ocasión. Creí observar en la penumbra de mi razón calenturienta, desorientada, como cuando se está entre la vigilia y el sueño, que subíamos por una ancha y bien alumbrada escalera, que la puerta del primer piso se nos abría sola y sin necesidad de que llamáramos a ella, que alguien nos despojó de la capa a mí y del gabán a mi guía, que éste me condujo, casi a remolque, hacia unos cortinones, por entre los cuales se veían mucha luz y los dibujos de una alfombra y gente que se movía, que una vez dentro de aquello que me deslumbró por los colores y los reflejos y el rumor y el movimiento, vi señoras y caballeros en caprichoso revoltijo, unas sentadas, otros de pie, éstos hablando, aquéllas riendo, que Matica hizo unas reverencias medio maquinales, y que yo le imité con otras tantas, que pasamos a otra estancia, donde cerca de una chimenea había otros grupos y una dama entre ellos, gentil y apuesta matrona, la cual nos salió al encuentro, que mi conductor le dijo de mí yo no sé qué, y que ella, tendiéndome una mano cual no la cincelara en alabastro el mismo Miguel Ángel, me dijo, descubriendo al decirlo, con una sonrisa de pecado mortal, una dentadura de tentaciones, algo que sonaba muy bien y parecía muy al caso, a lo cual respondí yo, ciego y balbuciente, una sarta de majaderías, que la dama habló algo más, y muy familiarmente, con Matica, y que éste, después que la dama nos dejó, saludó a muchas personas que parecían muy complacidas de verle allí, que en estas exploraciones del terreno me iba yo rezagando poco a poco, y que, al fin, volvió a cogerme el amigo por su cuenta, y me llevó a paraje donde el aire parecía más respirable, la luz menos deslumbradora y el peso de la fascinación más llevadero.
Estábamos, como quien dice, fuera de escena, aunque sin perderla de vista. Convencíme de que nadie me miraba, y como en esto se revolvió todo el concurso, porque se puso a cantar, acompañándose al piano, un galancete muy acaramelado, que se las echaba de tenor, llevóse este los ojos y hasta las maldiciones de la tertulia en masa, y acabé yo de tranquilizarme. Limpiéme el sudor que copiosamente corría por mi faz, me arreglé el vestido a mi gusto, y por entonces me creí orientado en el terreno. Lo observó Matica y me dijo, tan pronto como el seudo-tenor acabó su romanza y el público de aplaudírsela:
-Ya ve usted que aquí no se come a nadie, mientras no se hagan majaderías, como ese desdichado que acaba de cantar. ¡Qué cosas dirán ahora los mismos que le aplauden, de su voz, de su estampa y hasta de su desfachatez!, y él, en tanto, ¡véale usted cómo se pavonea! Se juzga más tenor que Mario y Tamberlick. Pues no faltará alguna Alboni de doublé, que dentro de un rato nos dé un nuevo disgusto por el estilo... y tan satisfecha y ufana, y usted, que en nada se mete, porque tiene sentido común, temblando de miedo a una mirada y a una crítica que han de cebarse en otros, por ser harto merecedores de ellas.
Juzgábame yo en aquel instante completamente sereno, y así se lo dije a Matica, el cual me preguntó dándome una palmadita en el hombro:
-¿Puedo fiarme de esa serenidad?
-Respondo de ella -contesté- mientras me halle en este sitio.
-Pues aprovechémosla antes que se pierda para examinar el cuadro. Por de pronto, ya usted ve que aquí hay de todo, como en botica: algunas mujeres hermosas, otras que quieren aparentarlo y no lo consiguen, aunque se lo figuran, hombres de varias cataduras, más o menos simpáticas..., lo mismo que le había pronosticado a usted. No quiero hacerle una revista minuciosa de las mujeres, porque no me diga usted, al hablarle de algunas, que me complazco en arrancarle las cándidas ilusiones que acaricia sobre el sexo en general, ni tampoco de sus cómplices del otro sexo por la misma razón caritativa. Voy a lo que nos importa y por lo cual hemos venido aquí esta noche. ¿Ve usted, junto a la puerta de aquel gabinete, un hombre no muy alto, bastante grueso, de pecho prominente, imperiosa mirada, y con un bigotazo negro que le cubre media barbilla? González Bravo, el famoso orador que tan fiera tormenta desencadenó esta tarde en el Congreso con su candente palabra. De los dos que hablan con él, el pequeñito y enjuto, bien hecho y elegante, de frente espaciosa, acentuada nariz, ojos algo saltones, negra patilla casi unida al bigote, es Ventura de la Vega.
-¡El autor de El hombre de mundo! -exclamé devorándole con la vista.
-El mismo. Pues fíjese usted ahora en aquel grupo de damas en íntima y, al parecer, agradable conversación con dos caballeros. El anciano de blanca, rizosa y muy poblada cabeza, altísima frente, alongada faz, a la cual sirven de adorno unas patillas tan blancas y espesas como el cabello, pulcro y atildado en el vestido, y que aún mira a las señoras como los lechuguinos de sus buenos tiempos, con lentes de oro, cuyas cinceladas cachas no suelta de su diestra, es Martínez de la Rosa. No quiero ofender la ilustración de usted ponderándole sus muchos, grandes y ya gloriosos talentos. El que con él comparte la tarea de entretener el corrillo, hombre afable, malicioso y risueño si los hay, que parece hablar tanto con los fruncidos ojuelos como con la boca que más bien se adivina que se ve bajo sus rubios y desmayados bigotes, Patricio Escosura, el hombre que brilla lo mismo cultivando la política, que el teatro, que la historia, que la novela. Tiene indudablemente mucho talento, pero, salvo mejor parecer, picando en tantas cosas a la vez, no le hallo verdaderamente completo en ninguna de ellas. Repare usted en estos dos personajes que, vienen hacia nosotros en íntima conversación. El menos joven de ellos y de más modesta apariencia, pero atractivo y simpático, aunque para hermoso le falta mucho, es Rubí.
-¡El autor de La trenza de sus cabello! -exclamé.
-Sí, y de Borrascas del corazón -añadió Matica con picaresca sorna-, pero, sobre todo, de El arte de hacer fortuna, una de las más lindas y mejor cortadas comedias del teatro moderno. No confundamos en esas otras dos el talento de la actriz que las ha popularizado con el escaso valer de ellas. El que viene con Rubí...
Cortó aquí bruscamente su discurso Matica, porque se le llevó consigo, asiéndole por la cintura al pasar, el que venía con Rubí, mozo que ya me había llamado la atención por lo gentil de su cabeza, que estaba pidiendo los hombros, la ropilla y los gregüescos de un poeta contemporáneo de Quevedo y Villamediana.
Quedéme, pues, solo, y volví a tener miedo, ¡mucho miedo!, porque no bastaba a tranquilizarme el ver algunas estatuas de carne y hueso, como yo, en otros apartados términos del cuadro. Al fin tendría que salir a la luz, y en saliendo, era hombre perdido. Claro que allí no se comía a nadie, como decía Matica; pero eso no obstaba para que a mí me devorara una gusanera de pensamientos que me habían acometido de pronto. «Todas esas gentes -reflexionaba yo-, sin contar los hombres ilustres que acabo de conocer de vista, valen, tienen y servirán para algo; y estando aquí, están en su natural elemento, siquiera por su educación y trato frecuente de unos con otros; pero yo, ¡ánimas benditas...! ¡Si supierais, elengantísimas damas y distinguidos caballeros, y, sobre todo, vosotros, ilustres personajes, príncipes del talento, que este mozo tan emperejilado que os contempla desde aquí es un mísero hidalguete montañés que anda en Madrid a caza de un destinillo que le ofrecieron en su lugar; que gasta en lujos ridículos el puñado de pesetas que le echó su padre en el bolsillo para que no se muriera de hambre en la corte mientras perseguía la limosna del destino; que ésta es la segunda vez en su vida que huellan sus pies, hechos a trepar ásperos breñales, la velluda alfombra de los salones de tono; que este sudorcillo que baña su rostro y este azoramiento de su mirada son de miedo a que te pongáis en la necesidad de hacer algo para justificar su presencia entre vosotros, porque no sabe nada, absolutamente nada de lo que hay que hacer aquí, ni nunca las vio más gordas!...»
Felizmente nadie me conocía en aquel concurso, y si no me delataban mis propias imaginaciones... En esto, oí a mi derecha un rumorcillo, un charrasqueo, el sonar de una cosa que, sin saber por qué, cuajó la sangre en mis venas. Volví los ojos hacia allá... ¡Virgen de las Angustias!, ¡cuáles no serían las mías al ver que aquello era un abanico que entraba; y detrás de él, Pilita; y con Pilita, Clara; y con las dos, Manolo; y los tres me vieron, y los tres se asombraron, cada cual a su modo; y yo no me morí entonces de repente, porque la señora de la casa, que salió a su encuentro, los distrajo; y con esta tregua me repuse un tantico. Pero no podía tener ya sosiego completo con aquellas nuevas gentes en escena; las únicas que, por saber quién yo era, tenían derecho para reírse de mí y para hacer que me dieran una corrida en pelo los demás.
Resolví largarme cuanto antes; y discurriendo estaba el modo de hacerlo sin dar con ello un nuevo testimonio de mi agreste encogimiento, cuando volvió Matica.
-Perdone usted -me dijo- que le haya abandonado unos instantes (¡yo los reputaba siglos!). Este doncel que me llevó consigo es mi paisano y amigo de la infancia, Adelardo Ayala, el autor de Un hombre de Estado y de Los dos Guzmanes; todo un ingenio de la Corte del Buen Retiro, conservado de milagro desde el siglo diez y siete para honra y gloria del muy prosaico en que usted y yo vivimos.
Atrevíme todavía a buscar con los ojos al insigne poeta que tanto ruido hizo después en el teatro español, y más tarde en el de la política; y sin dejar de contemplarle, cuando hube dado con él, dije a Matica con entera resolución:
-No me siento bien aquí, y voy a marcharme a casa.
-¡Qué oportunidad! -respondió el amigo-. Precisamente cuando venía a darle a usted una gran noticia... Pero, en fin, si usted no quiere oírle, váyase bendito de Dios.
-¿Oír a quién? -pregunté con un poco de curiosidad.
-No hace un cuarto de hora que ha llegado, mírele usted.
Y me señalaba un hombre ya maduro, macizo, vulgar, tipo de mayordomo bien acomodado, y, por apéndice, tuerto.
-¿Y quién es ese señor? -torné a preguntar.
-Pues ese señor es el mismísimo Bretón de los Herreros.
-¡Ave María Purísima! -exclamé, haciéndome cruces-. Jamás me lo hubiera imaginado así. ¿Y dice usted que le vamos a oír?...
-Justamente: los que nos quedemos.
-¡Es que yo no me iré sin oírle!
-Demasiado lo sabía yo -dijo entonces, riéndose, mi amigo.
En esto comenzó a rebullir la gente de la tertulia, por acomodarse más a su gusto cada cual; y cuantos había en gabinetes y escondrijos salieron al salón, arrastrados de la misma curiosidad. Nosotros dos salimos también, y, por lo que a mí respecta, curado en aquel instante de todo linaje de aprensiones y sobresaltos. ¡Tal ansia tenía de ver y oír de cerca al celebrado autor de Marcela!
Hallábase ya éste arrimado a uno de los candelabros que sostenía una elegante y rica consola, y cuyas luces, multiplicadas en el limpio cristal del espejo, envolvían la cabeza del poeta en una aureola que por lo resplandeciente deslumbraba. ¡Poder de la imaginación exaltada! Desde que yo sabía que aquel personaje era Bretón de los Herreros, y le vi, radiante de luz, excitando la curiosidad de tan distinguido concurso, no comprendía que se pudiera ser hombre de altísimo ingenio sin aquella faz ramplona y aquel ojo tuerto.
Nos leyó dos cantos de La desvergüenza, poema en el cual derramó a oleadas el ilustre dramaturgo los donaires de su musa retozona y los primores de la lengua castellana. Jamás me he explicado la razón de que apenas sea conocida en España esta regocijadísima obra del perínclito poeta riojano. ¡Con qué ganas le aplaudí, y qué fervorosamente le admiré! Y aun dije para mí:
-Esto, entre otras ventajas, tiene la de justificar mi presencia en estos encopetados salones: me parece, remilgadas damiselas y caballeretes indigestos, que bien vale el placer de oír tales estrofas, recitadas por su mismo autor, el sacrificio que me cuesta.
Con lo cual y el movimiento y los rumores que volvieron a notarse entre los tertuliantes apenas acabada la lectura, me sentí muy confortado y animoso; tanto, que habiéndome colocado la casualidad casi en contacto con Clara, me atreví a saludarla: y ¡fíese nadie de atolondramientos!, merecí la más afectuosa de las acogidas de la hija de la insufrible Pilita, que, felizmente, esgrimía su diabólico abanico en el extremo opuesto del salón, entre dos cotorronas muy emperifolladas... Y hasta hablamos un poquito de los versos leídos, y aun de las obras de Bretón; y hablando, hablando tan de cerca, y yo en pleno dominio de mi serenidad, pude notar, con gusto, que la encanijada madrileña de mi lugar se iba reformando poco a poco; que sus vacíos se llenaban y que se redondeaban sus ángulos; que las curvas imperaban ya entre las líneas de su talle esbelto, y que el color de la salud iba insinuándose en su fino y transparente cutis; con todo lo cual y aquellos ojos negros, dominantes y casi feroces, se apuntaba en Clara el peligroso tipo de una singular belleza. «¡Qué ocasión -pensaba yo, viéndola relativamente tan afable-, para recomendarme a la benevolencia de su papá, si no fuera ridículo y estúpido pedir una limosna, vestido de media etiqueta en unos salones como éstos!...» Y dicho está que no te hablé de tal cosa; ni ella a mí tampoco, acaso por idénticas razones. Pero, en cambio, se trató de bailar después; y continuando yo a su lado todavía, me permití invitarla; y aceptó, y bailé con ella, eso sí, con un miedo de mil demonios a que se me conociera el estilo de la escuela de Capellanes y Paúl, únicas en que yo había cursado la danza, sin contar la de los salones de don Magín de los Trucos, y otras tales, que allá se iban con aquéllas; pero creo que lo hice bastante bien, porque Clara se dejó conducir sin protesta; antes me dijo por despedida al ir a sentarse:
-Veo con gusto que se aclimata usted muy bien a los aires de la corte.
¿Por qué me lo diría? Sin duda porque me veía allí tan apuesto y campante, apenas salido de la obscuridad de mi aldea. Pero ¿se burlaba de mis vanidades aunque aparentaba cosa muy distinta? ¿Y a qué devanarme los sesos para descifrarlo en la impasible faz y en el extraño acento de aquella esfinge en miniatura? Lo importante era que con aquel feliz tanteo de fuerzas con lo más temible que había para mí en la tertulia, acabé de envalentonarme. Tanto, que después me complacía en exhibirme y en mirar a todo el mundo a la cara: hasta creo que hubiera cantado allí a tener siquiera la voz y el arte del tenor de marras, o de Lola Quiñones, señorita anémica que cantó después unas malagueñas en falsete.
Pero Matica, que no me perdía de vista, vino a mí y se colgó de mi brazo, y leyéndome en la cara todos los pensamientos, me dijo, acompañándose con una sonrisa de todos los demonios:
-Mira, Pedro Sánchez: tan malo es pasarse como no llegar; pero en la duda y en sitios como éste, preferible es lo último. Te veo ahora como en mesa de bodas los niños cortos, luego que, merced al barullo, pierden la vergüenza: al principio no catan bocado; después hasta meten los dedos en las natillas.
Lo cierto es que así andaba yo a la sazón, y que me vino de perlas la compañía de mi amigo, que me volvió a mi centro, y ya no se apartó de mi lado hasta que, muy a deshora y después de habérsenos servido un té, con todos los requilorios del caso, en el cual trance me porté heroicamente, despedímonos de la gran señora y nos fuimos a la calle.
Ancha era y bien solitaria estaba a aquellas horas; pero así y todo, no bastaba a contener mi vanidad. ¡Tan inflada me la puso el triunfo que yo me imaginaba haber alcanzado aquella noche!
- XVII -
La curiosidad, llevada a la pasión, tiene una fuerza irresistible; y no solamente arrastra a los hombres, sino que los ciega o los enloquece. El afán de registrar los misterios que encierra el fondo de un abismo hace que el temerario estudie solamente los medios de bajar, y baja; pero ya en el fondo y satisfecha la curiosidad, y quizá desvanecido el encanto, hay que pensar en subir... ¿Cómo?... ¿por dónde? Y allí es el temblar de la voz y el crujir de los dientes...
Yo fui uno de estos insensatos, dejándome arrastrar de mis vanidades, que son punto más fuertes que la curiosidad de los sabios indiscretos. Embriagóme el aura de aquellas regiones, que para mí tenían el doble encanto del esplendor y de la novedad, y sólo pensé en el modo de penetrar en ellas. Después, muy poco después, la embriaguez fue disipándose, llegó el momento de despertar... ¡y qué despertar tan amargo! La extenuación de mi bolsillo, comenzada en teatros, librerías, bailes y cafés, y continuada en tertulias de poco más o menos, estaba a punto de consumarse con la última pluma que adquirí para las alas que me subieron adonde no debí haber subido, puesto que maldita la falta hacía allá. Mis reservas para los trances de apuro estaban expirando, consumidas en vanas superfluidades, y yo en Madrid, tan desvalido y desamparado como el día en que llegué; mi padre descansando tranquilo en mi cordura, y muy cercana la hora en que... ¡Dios eterno, qué tempestad se desencadenó de pronto en mi corazón y en mi cabeza, y con qué claridad tan desesperante vi en un momento lo que mucho antes no quise examinar al columbrarlo entre la bruma de mis intemperancias! Era, pues, mi situación de las que no dan respiro ni tregua. Y la culpa de todo, bien examinados los términos del conflicto, la tenía el aparatoso personaje que con reiteradas promesas me había sacado de mi lugar, dejándome luego solo y olvidado en aquel infierno de asechanzas y malas tentaciones. Pues a ese personaje debía yo pedir inmediatamente cuentas de su incomprensible conducta conmigo, aunque para llegar a él tuviera que atropellar al cancerbero que le guardaba la puerta, y todas las puertas y todos los obstáculos del camino de su oficina.
Resuelto a ponerlo por obra, salí de casa apresurado y con fiebre. Llegué; y cual si el adusto guardián me hubiera leído los propósitos en la cara, me dejó libre el paso, libre hallé también, por fortuna, la puerta del encantado aposento que buscaba. Entré. El hombre ostentoso estaba solo y leyendo unos papelotes, como la otra vez. Hícele un saludo, doblando el espinazo, y no reparó en mí, o no me hizo caso maldito. Aguantéme a pie firme y resuelto a todo.
Tosí dos veces, y el hombre leyendo. Al fin me dijo, sin soltar los papeles:
-La impaciencia, señor Sánchez, es el peor enemigo de los necesitados.
¡La impaciencia! ¿No era esta palabra el colmo de la burla que estaba haciendo de mí aquel hombre? a responder comenzaba, no sé qué cosas, de oportunidad, aunque estudiando mucho las palabras antes de emplearlas para elegir las más inofensivas, cuando me atajó con estas otras:
-Todos los pretendientes dicen ustedes lo mismo, como si aquí tuviéramos los bolsillos repletos de credenciales, sin hacerse cargo jamás de los gravísimos que pesan sobre uno, especialmente en días tan azarosos como los que corren.
Verdaderamente había sobrado motivo para descalabrar de un tinterazo a aquel farsante que tales cosas me decía, después de haberme sacado de mi casa brindándome con una protección que jamás había solicitado yo.
-Ruego a Vuecencia -repliqué, tragando a borbotones la saliva-, y se lo ruego por el amor de Dios, que no olvide que Vuecencia mismo fue quien se empeñó en que yo viniera a Madrid para recordarle de palabra la oferta que tuvo a bien hacerme espontánea y generosamente en mi pueblo, Tres meses llevo aquí, llamando casi todos los días a esa puerta, hasta por reciente encargo de Vuecencia, y ésta es la segunda vez que tengo la honra de ser recibido.
-Y eso ¿es un cargo que me hace el señor Sánchez? -me preguntó el señor Valenzuela, mirándome a la cara con una sonrisilla burlona.
-Es una razón que me permito exponer a Vuecencia -respondí, insistiendo en el tratamiento, por lo mismo que el hinchado personaje no pensaba en apeármele-, para demostrarle que todo cabe en mí, pobre montañés sin experiencia, menos el propósito de ser molesto a nadie.
-Por cierto -añadió Valenzuela entre severo y sarcástico-, que nadie le creería a usted con esa comezón de empleo, al verle matar los ocios en Madrid tan alegre y descuidado.
Lo decía, sin duda, por las noticias que le habría dado Clara de mis exhibiciones mundanas. Alentóme esta sospecha, por la cola de recuerdos que traía consigo, y respondí con entereza:
-Razón de más, señor don Augusto, para que me aguijonee el deseo de hallar lo que vine buscando. Madrid está lleno de atractivos que yo desconocía; soy joven, tengo libertad completa, me sobra todo el tiempo y no soy un santo... Póngase Vuecencia en mi lugar.
Parecióme que estas mis palabras, dichas, de propio intento, con cierta acentuación quejumbrosa, suavizaban algo las asperezas del rollizo manchego; y no me equivoqué, pues que me dijo, trocando el aire desdeñoso de su fisonomía en otro que tiraba un poco a dolorido y amargo.
-No le extrañen a usted, amigo Sánchez, ciertos desabrimientos que parecen inconveniencias de carácter, en hombres como yo y en determinados momentos de la vida. Todo lo que usted alega es cierto; tan cierto como leal y sincero fue cuanto yo le dije y le prometí poco tiempo hace en la Montaña; pero los acontecimientos son más fuertes que la voluntad y los propósitos de los hombres; lo que es ahora una nubecilla tenue, dos horas más tarde llega a ser tempestad formidable sobre el horizonte; los grandes conflictos absorben la atención y las fuerzas, y borran en uno hasta el recuerdo de las cosas pequeñas, como el destino para usted; los altos intereses de la patria, amenazados por la ambición insensata de un enemigo criminal y alevoso... ¡hasta el instinto de propia conservación!...; en fin, deje usted que pasen estos días de prueba, y yo le prometo que habrá para todos. Entre tanto, y para que usted no se moleste yendo y viniendo, déjeme su nombre y las señas de su casa: yo cuidaré de avisarle tan pronto como tenga algo bueno que decirle.
Que el reluciente manchego se refería en las altisonancias de su discurso a la borrasca que a la sazón reinaba en el mar de la política española, borrasca cuyos bramidos trascendían al público, harto evidente era; que al pedirme mi nombre por escrito y las señas de mi casa se proponía quitarme todo pretexto de volver a molestarle con mis visitas, también me pareció notorio... Pero, en este caso, ¿para qué me sacó de mi lugar el grandísimo...? ¡Oh, qué heroicamente rechacé el tropel de pensamientos que por este lado me asaltaban! Temí que el exceso de razones me arrastrara a cometer allí una imprudencia que echara a perder lo poco que había ganado, y me despedí del personaje con la mayor cortesía que pude, dejándole una tarjeta, en la cual constaban todos los pormenores que él decía necesitar; y con esta tarjeta, la última esperanza de que las puertas de mis apuros se abrieran por donde me lo había hecho creer en mi lugar el repolludo y pomposo don Augusto Valenzuela.
Al llegar a mi posada, después de esta memorable entrevista, halló sobre la mesa de mi cuarto una carta de mi padre.
El cual, entre otras cosas, me decía:
«Hijo del alma: cada día me persuado más de la buena ley del afecto que has logrado arraigar en el corazón del señor don Augusto. La misma lentitud con que camina en el asunto de tu colocación, muestra bien a las claras el deseo que tiene de ofrecerte cosa que te honre a la vez que te aproveche, pues nada le sería más fácil, si sólo de cubrir el expediente se tratara, que despacharte, en un quítame esas pajas, con un destinillo de tres al cuarto, que fuera, como el otro que dice, pan para hoy y hambre para mañana. Persevera, pues, hijo mío, en esos tus buenos propósitos, que a menudo me manifiestas, de no mostrarte impaciente ni desconfiado con ese buen señor y su dignísima familia, a quienes tantas, tan frecuentes y tan señaladas finezas debes desde que estás ahí, según me refieres en casi todas tus cartas; finezas y atenciones que no me sorprenden, pues este mi ojo, tan ducho en el conocimiento de los hombres, no podía engañarme cuando, no bien hubimos saludado aquí a tu excelso protector, le reputé por una gran persona, modelo de caballeros y de corazones sin hiel ni dobleces ni falsías, campechano y noblote; alma privilegiada a quien no desvanece el vértigo de las alturas.
»Procura, en fin, hijo de mi corazón, a fuerza de economía (sin que se entienda que quiero que te prives de lo necesario), ajustar tus recursos pecuniarios al rigor de las inevitables dilaciones, que nunca serán tan largas que lleguen más allá que el amparo de aquéllos; porque la Providencia divina no te sacó de esta apacible soledad para abandonarte luego en medio de esas extrañas muchedumbres, que son la más horrible de las soledades...»
¡Ojo ducho en conocer a los hombres...! ¡Santo varón! ¡Modelo de caballeros, campechano y noblote el señor de Valenzuela...!
Esta carta, testimonio vivo de la honrada sencillez del pobre viejo autor de mis días, acabó de indignarme contra el farsante manchego que así jugaba, no ya con mi credulidad, sino con la de mi padre, en quien un desengaño como el que estaba a pique de sufrir, tras de las ilusiones que se había forjado, podía costarle hasta la vida.
Sentí que la comezón febril antes crecía que se me aplacaba, y volvíme a la calle, sin saber por qué ni para qué. En la Carrera de San Jerónimo me fijé en un caballo largo, largo y anguloso que venía de hacia el Prado, dando zancadas con las cuatro estacas que le servían de extremidades, gacho y muy estirado el cuello, empinadas las orejas y tieso, casi horizontal el medio rabo en que terminaba por atrás aquella desgarbada máquina viviente. Desde que llegué a Madrid me llamaron mucho la atención esos cuadrúpedos desmazalados y exóticos con que el extravagante capricho de la moda sustituyó, en calles y paseos, al gallardo potro cordobés. Sobre el penco mencionado se desparrancaba un jinete no más repolludo ni lozano que él, con las zancas encogidas, el estribo engargantado, el cuerpo muy echado hacia adelante, y el cuello y la cabeza en la misma dirección que los del caballo; no cesaba de dar culadas encima de éste, a modo de conatos de brinco, y parecióme en su dejadez y desencuadernamiento, quebrantado y fatigoso del rudo ejercicio que traía el infeliz; el cual resultó ser, cuando le vi más de cerca, el mismísimo Manolo Valenzuela.
Estando próximos a cruzarnos en las Cuatro Calles, una joven, que salió de la del Príncipe para atravesar la Carrera, se vio de pronto casi entre las aspas delanteras del bucéfalo. Aunque hubo los chillidos y sobresaltos de costumbre, y la joven cayó hecha un ovillo a media vara del animal, éste siguió inalterable la recta que llevaba, porque su jinete pareció no reparar siquiera en el percance. Entre tanto, avancé yo de un brinco hasta la joven, y la levanté del suelo. Júzguese de mi sorpresa al reconocer en ella a Carmen, por fortuna ilesa aunque muy asustada. Que se sobrecogió algo al conocerme a mí, no necesito decirlo, ni tampoco que me extrañó grandemente ver a la hija de don Serafín sola, en aquel sitio y a tales horas (empezaba a anochecer).
-¿Y Quica? -le preguntó cuando los curiosos se dispersaron y volvimos a ser Carmen y yo dos simples transeúntes.
-En la cama dos días hace, aunque no de cuidado -me respondió al punto; y aun añadió anticipándose a mis deseos de saber algo más-: y mi padre en su tarea, que no puede dejar hoy hasta las nueve de la noche. Urgía entregar la labor que llevo en este pañuelo, y me arriesgué a hacerlo yo misma. ¡De buena me he librado... gracias a usted!
-Cierto que en peores manos pudo usted haber caído -dije, creo que con doble intención-; pero a nadie más que a su ligereza debe agradecer el haber salido ilesa de tan grave peligro.
-¡Si parece castigo de Dios...!, es decir, no, ¡porque si yo le dijera a usted lo urgente que me era entregar esta misma tarde la obra que llevo aquí...
-¿Va usted muy lejos? -preguntéla sin querer saber más.
-Ahí enfrente -me respondió-. A ese piso donde dice, en letras doradas, Utrilla.
-Pues suba usted -repliqué-, que aquí le aguardo para acompañarla de vuelta a su casa.
Fuese, y volvió muy pronto. Yo la esperaba en el portal del famoso sastre.
Mientras caminábamos por la calle del Príncipe, me dijo Carmen, con los mismos escalofríos de gusto con que lo manifiesta el que se arrima al calor de la lumbre después de atravesar un páramo cubierto de nieve:
-¡Qué bien se va así...
-¿Qué entiende usted por «así»? -le pregunté, acentuando lo mismo que ella el adverbio.
-Acompañada como voy ahora -respondió volviendo a estremecerse un poquitín-. ¡Si viera usted qué miedo da andar sola por estas calles, cuando no hay costumbre de eso...! Pensaba yo que tanto daba llegar hasta aquí como hasta los ultramarinos de enfrente de mi casa, o al pasamanero de la esquina... ¡Cada vez que pienso lo que pudo haberme sucedido si doy dos pasos más!
-¿Sabe usted, Carmencita, lo que reflexionaba yo mientras la esperaba en el portal de Utrilla? -díjela de pronto.
-¿A ver? -exclamó la joven, picada de la más viva curiosidad.
-Pues reflexionaba, yo que pudo usted muy bien, cuando menos, haberse descalabrado entre las patas de aquel animalazo; y que si tal hubiera acontecido...
-¡Qué horror!
-Pues no, señora; y acaso, acaso me hubiera alegrado de ello.
-Muchas gracias.
-Déjeme usted concluir. Si usted se hubiera hecho tanto así de daño -y señalé la punta de la uña del dedo meñique-, hubiera tenido yo derecho para lanzarme sobre el cuadrúpedo; apear al jinete de un bastonazo, y solfearle después la cara a bofetones...
-¡Justo! -exclamó Carmen estremecida de espanto-, y enseguida el corro de gentes desocupadas, y los guardias municipales, y yo a la botica entre brazos, y usted a la prevención; y mi padre notando mi falta en casa, corriendo en mi busca por esas calles de Dios... y los periódicos dando al otro día cuenta del suceso; y mi nombre... y el de usted, sabe Dios en dónde... y de qué modo. ¡Virgen María...! Pero ¿está usted loco...?
-Creo que tiene usted razón -respondí con la mayor formalidad-. Pero como no todos los días se parecen entre sí, y el condenado temperamento suele también contagiarse de los trastornos meteorológicos, en ocasiones se siente uno más batallador, pongo por caso, que lo de costumbre.
-Vamos -dijo Carmen sonriéndose-, a usted le ha pasado hoy algo grave.
-¿Por qué lo cree usted?
-Porque, o yo me engaño mucho, o se halla usted sobreexcitado y caviloso..., digo, si desde que yo no le veo le han hecho cambiar de temperamento los aires de Madrid.
-Ni lo uno ni lo otro, Carmencita, sino que somos así los hombres, créame usted... y hágame el favor de no correr tanto por el amor de Dios... ¿o es que ni conmigo se cree usted segura ya?
-Lo que hay es que tengo muchas ganas de llegar a mi casa.
-Justo, porque le molesta a usted la compañía... Muchas gracias, Carmen.
-Lo dicho, hoy no está usted en sus cabales.
-Ni usted tampoco, si a juzgar vamos por las apariencias.
-¿Qué apariencias?
-Ese sobresalto y esa...
-Me parece que después de lo que me ha sucedido, y, sobre todo, de lo que pudo sucederme...
-Pero ahora va usted conmigo, y no hay razón para que tema usted cosa alguna: ¡pues le caía el premio gordo al que se permitiera...! ¿Ve usted...?, ya corremos otra vez... Es que parece mentira que con esos piececines se pueda andar tan de prisa... ¡Caramba si son menudos y primorosos...! ¡No, pues las manos...!
-¿Lo ve usted, señor Sánchez?
-Pues porque lo veo lo digo.
-No es eso lo que yo quiero que usted vea, sino que con razón le decía yo que, o no está usted hoy bueno, o ha variado mucho en pocos días. Antes no era usted así tan reparón y tan... ¿me deja usted que se lo llame?
-¡Pues no he de dejarla!
-Tan atrevido.
-¿Atrevido... porque pondero su pie... y su mano?
-Por eso mismo... Antes no se fijaba usted en esas pequeñeces o, por lo menos, no lo decía.
-¿Y usted prefiere lo de antes?
-Le sentaba a usted mucho mejor. Eso que usted me dice ahora se le ocurre a cualquier estudiantillo desatento.
-Dura es la lección por ser de usted, Carmen; pero sepa usted que la acepto, aun cuando puedo jurar que no la merezco si me la dio por descortés y atrevido a sabiendas; y a lo mío me vuelvo con muchísimo gusto; sobre todo, si así le inspiro a usted más confianza.
-Con ello y sin ello me la inspira usted siempre; sólo que como en materia de gustos es permitido escoger, yo le prefiero a usted tal y como le conocí viniendo de la Montaña... y algunos días después.
-Pues ése soy, y pelillos a la mar; ese mismo con su insipidez...
-No hay nada insípido ni sabroso: todo depende del paladar.
-Con tal que al de usted le supiera yo a mieles...
-¿Otra vez, señor Sánchez?
-¿También por aquí peco, hija mía? Pues esto no es hablar de los pies ni de las manos de usted.
-Pero al fin son chicoleos de mal gusto, tan impropios de usted como de la ocasión.
Y en esto apretaba más el paso, y yo no sabía ya si dejarla sola o si acompañarla; si hablarla o callarme la boca; en fin, cómo la servía mejor. Pero ¿por qué se mostraba Carmen tan escrupulosa en materia de tenias de conversación, y tan rigurosa conmigo? La verdad es que meterse uno a protector de una desvalida y comenzar por galantearla no concordaba gran cosa que digamos. De todas estas y otras incongruencias tenía la culpa el fachendoso Valenzuela, cuyo recuerdo me crispaba los nervios; pero de este asunto no debía hablar con Carmen; y cabalmente era el único de que a la sazón me era posible hablar con oportunidad, abundancia y hasta brillantez. Tan repleto de él estaba.
Sin nuevas discrepancias, llegamos al fin de nuestra breve jornada. En el portal de la casa se detuvo Carmen; volvióse hacia mí, que no había pasado de los umbrales de la puerta, y me dijo:
-Muchas gracias; mil perdones por las reprimendas que le he echado a usted en el camino, y que no sirvan éstas de excusa para dejar de visitarnos a menudo: ¡cuidado si se vende usted caro de un tiempo acá! ¡Ah!, no cuente usted el suceso a mi padre.
Respondí lo que podrá verse en cualquier tratado de urbanidad y buenas costumbres, y, en señal de despedida, me tendió Carmen la mano. Tal se la apreté con la mía, que si la hija de don Serafín Balduque no vio en aquel momento las estrellas, no debió de faltarle el canto de una peseta.
Mientras caminaba hacia mi casa se me agarraron al pensamiento el encuentro con Carmen, su soledad, su azoramiento mientras yo la acompañaba, sus remilgos en los temas de mi conversación con ella, su encargo de que no supiera su padre que había salido sola...
-Y si todo esto fuera una comedia -díjeme de pronto-, ¿qué papel ha sido el mío?
Pero como el asunto no me llegaba muy adentro, volví a llenar la memoria con el señor de Valenzuela, y así llegue a casa.
Después de comer poco y de hacer la oposición más tenaz en cuantas conversaciones se apuntaron en la mesa, volvíme a la calle solo y resuelto a pasar la noche a mi gusto. No había que pensar en las dulces y ordenadas emociones del arte escénico: me faltaba hasta la paciencia necesaria para estar sentado media hora seguida entre gentes de buena educación. Aun el salón de Capellanes que, en su género, era de lo más ordenado y bien regido, me pareció insoportable; por lo cual me fui a Paúl, donde me pasé cuatro horas largas bailando como una bestia, y dando codazos y pisotones a diestro y siniestro.
Acostéme rendido a la una, y me dormí soñando que desde la peña más saliente de la costa vecina a mi lugar arrojaba de un puntapié a los abismos del mar al señor de Valenzuela y a toda su distinguida familia.
- XVIII -
Me abrumaba la carga de tristes presentimientos, y era harto crítica mi situación en aquellos días para no sentir, con la necesidad de un consejo desapasionado, la más apremiante de un desahogo de pesadumbres.
La casualidad me presentó una coyuntura favorable, y la aproveché. Hallándome a solas con Matica le pregunté en crudo:
-¿Qué juicio le merece a usted el señor don Augusto Valenzuela?
-Téngole -me respondió al punto- por un grandísimo bribón.
-¿Así como suena? -repuse.
-Así como suena -insistió.
-Por supuesto -añadí sin maldito el propósito de disculpar al personaje manchego-, usted se refiere al estadista, al político, no al...
-¡Qué estadista ni qué niño muerto! -atajóme Matica con su natural desenfado-; me refiero al hombre: yo no admito esos distingos que han inventado los retóricos al uso para legitimar el socorrido oficio de vivir sobre el país. El que hace una pillada política es un pillo como todos los pillos; quien no es honrado en su vida pública tampoco puede serlo en su vida privada. ¡Ni que fuera la honra prenda de dos caras, o mueble de varios usos! Mas aunque admitiéramos como excusa de buena ley para todos los crímenes oficiales esa peregrina distinción, insisto en el calificativo por lo que respecta al encopetado manchego de que tratamos. El señor de Valenzuela es un caballero que si el Código penal rigiera en España por igual para todos los españoles, estaría años hace arrastrando treinta libras de cadena en un presidio, con otros muchos personajes que también gastan coche a expensas del Estado.
-¿Quitamos de esa pintura siquiera los toques de estilo del pintor?
-Hombre, puede usted borrar el cuadro entero, si tal como ha salido le disgusta por conexiones que pueda haber entre usted y el original...
-Ninguna que valga dos cominos.
-Pues lo dicho, dicho, señor Sánchez... Pero ¿dónde mil demonios ha estado usted metido para que le suenen a nuevas estas cosas que yo le digo ahora de ese famoso personaje?
-No le extrañe a usted esta ignorancia mía -respondí con entera ingenuidad-: la política me interesa muy poco; y es tan frecuente el hablar mal de los gobernantes, que todas las maldiciones me suenan ya lo mismo, y por un oído me entran y por otro me salen. Pero ahora es distinto el caso... Conque siga usted, amigo Mata, y dígame por qué debía estar en presidio el señor de Valenzuela.
-Por muchas razones. En primer lugar, por ladrón.
-¡Ave María Purísima!
-Y lo pruebo. Los gastos visibles de ese personaje, sus trenes, sus fiestas, sus lujosos aposentos, sus palcos en los principales teatros, sus viajes de recreo, su ostentación escandalosa, los vicios de su hijo, los caprichos de su mujer y cuanto de estos dispendios se sigue y se completa, no me comprometería a pagarlos yo con diez mil duros al año... Pues no pasa de sesenta mil reales lo que vale su destino. ¿De dónde sale lo demás?
-Del caudal que habrá ido acumulando -dije por decir algo.
-¡Acumulando! -exclamó Matica imperturbable-. ¿Sobre qué? Desde que es personaje gasta lo mismo, aun ganando menos que hoy: luego no ha habido ahorros; luego hay manos sucias, agios, escamoteos..., porque no hemos de creer que a ese señor, por raro y singular privilegio, todos le sirven y todo se le da de balde.
-Estaría bien por su casa, y vivirá de sus rentas -añadí todavía.
-Conozco al dedillo la historia de Valenzuela desde que salió de la Mancha -replicó Matica-. Su padre era secretario de ayuntamiento en un pueblecillo cercano a Ciudad Real. a su lado aprendió a leer y a escribir, y probablemente los rudimentos del oficio en que después se ha ejercitado con singular disposición y notorio aprovechamiento. Imberbe aún, por manejos de su padre consiguió una plaza de escribiente, dotada con cuatro mil reales, en el gobierno de aquella provincia. Años andando, fue nombrado auxiliar de no sé qué, en una Aduana de Andalucía. Allí se casó con Pilita, que, por entonces, según reza la fama, era un manojito de gracias, aun entre las de su tierra. Supuesta esta verdad, hay que convenir en que ha variado mucho la hija del desbravador Pedro Jigos (que ésta es la alcurnia de la indigesta consorte de nuestro personaje). Otro que lo era ya entonces y ha continuado siéndolo hasta hoy en la política española, aunque con la varia suerte de todos los de su calaña, hombre famoso por sus despilfarros, y más aún por su insaciable afición a las hijas y mujeres del vecino, conoció a Valenzuela recién casado, y se le trajo a Madrid con un morrocotudo empleo. De aquella fecha datan las grandezas y pomposidades del insigne manchego, las lujosas exhibiciones de su mujer en teatros y paseos, sus lejanas excursiones de verano...
-Pues ahí tiene usted explicado el misterio -dije interrumpiendo a Matica-. Tales pueden ser las larguezas de ese protector, que ellas solas basten a satisfacer las necesidades de la casa de Valenzuela.
-No hay tal protección, pues ésta concluyó mucho antes que empezaran a marchitarse las gracias de la andaluza, y se notaba la falta del filón en las cesantías de Valenzuela, no obstante los grandes ascensos que había tenido en su carrera; lo cual prueba que el verdadero platal de ese hombre está en la entraña del destino que desempeña. Luego de los diez o doce mil duros en que yo presupongo el gasto anual de esa familia cuando está en candelero, siete o nueve mil son mal adquiridos; es decir, estafados a la Hacienda pública, o a los particulares que se dejan robar por ignorancia... o por malicia.
-Suponiendo -repuse- que esas conclusiones de usted sean el puro Evangelio, sabemos de dónde sale el dinero que gasta y malgasta nuestro hombre; pero ¿y su importancia?... porque ésta no se roba ni se presta.
-Cierto -dijo Matica-; pero este caso le probará a usted que se puede ser hombre importante sin chispa de entendimiento. Basta con ser mal inclinado y tener poca vergüenza; añada usted, si quiere, cierta travesura., buena fachada, mucho énfasis, algo de abnegación, criminal, por supuesto, y hete a Valenzuela. El único talento que posee este hombre es el de saber para qué sirve, sin querer pasar de allí. Sabe que nació para raposo, y prefiere serio de verdad a representar falsos papeles de lobo. Trabajando a la sombra en segunda o tercera fila, la misma obscuridad ampara sus asechanzas y estimula su escaso valor. Si le miraran los ojos de las gentes, era hombre perdido. Como no repara en medios, las arma pronto y muy gordas; y una vez armadas y con el jugo ya entre los dientes, le importa un bledo que el mundo se le venga encima. «Échenme a mí la culpa», dice al ministro. Y he aquí por qué, apenas se descubre un gatuperio gordo en las regiones gubernamentales, Valenzuela es el yunque sobre el cual descargan los golpes de sus iras las oposiciones del Congreso, la prensa de todos los matices y los maldicientes de todos los corrillos. El ministro del ramo no le defiende, aunque remeda intentarlo, y los periódicos ministeriales le abandonan, como si dijéramos, en medio de la vía pública... Y Valenzuela impávido y calladito, porque contaba con ello; y además, sabe que en España no hay escándalo que interese más de ocho días, ni criminal de copete que no se imponga «al país» que se lo llama, con una salida a tiempo, humos de gran señor y cara sin rastro de vergüenza. Hombres de tal temple y de tal abnegación no tienen precio para los gobernantes en estos gloriosos días en que el poder es un campo de batalla donde no hay hora de reposo ni instante seguro para la vida... Pero (y usted perdone la pregunta si la juzga impertinente) ¿de dónde nace su repentino deseo de conocer la casta de ese pajarraco?
Aquí, vencido el último de mis pueriles escrúpulos, se lo conté todo a Matica. Me miró con cara de lástima, y me dijo, después de oírme:
-Pero, hombre, ¿es posible que, con su buen entendimiento, no haya conocido usted hasta ahora que fiar su porvenir de un hombre como ése es punto peor que tirarse al estanque del Retiro con un canto al pescuezo? ¿En dónde está la proverbial malicia montañesa?
Por aquí siguió Matica despachándose a su gusto; y entre ponerme a mí de inocente y majadero, y al otro de pillo y de ladrón, se pasé un buen rato, hasta que le dije:
-¿Y qué hago yo en este conflicto?
-Una de dos cosas -respondió Matica inmediatamente-: buscárselas por otra parte o volverse a su lugar.
Aquí me fue necesaria otra declaración aún más penosa que la anterior. No tenía en el mundo otro valedor que Valenzuela; y para adquirirlos por mi propia virtud necesitaba continuar viviendo en Madrid; para vivir en Madrid era indispensable el dinero, y mis reservas estaban a punto de acabarse, porque las había malgastado en la confianza de que el farsante manchego me libraría de apuros dándome lo prometido.
Matica se atusaba la barba mientras iba yo desembuchando con grandes repugnancias estas cosas, y me dijo, tomando el discurso donde yo le dejé:
-Además, ya no estamos en los tiempos de Gil Blas de Santillana, ni los humos de usted le permitirían acomodarse a todos los servicios por donde fue pasando aquel famoso semicoterráneo suyo para hacer carrera, ni daría usted al remate de ella con un caballero que te regalara fincas en Valencia. Ya no se estila eso. Ahora, con buenos asideros, se toman per saltum las grandes prebendas, o se muere uno de hambre...; lo probable es morirse de hambre, porque hay, hablando mal y pronto, quinientos burros para cada pesebre. a veces suele soplar la fortuna por donde menos se espera, y sin contar, con los casamientos ventajosos con que tanto sueñan los galanes pobres (y no aludo a ningún montañés en particular), hay huracanes de sucesos que arrollan al más descuidado, y de la noche a la mañana, me lo plantan en lo más alto de la rueda. Bien pudiera usted ser uno de estos venturosos mortales...
-Dejemos la broma, amigo Mata -le dije, interrumpiéndole-, y hablemos en serio, que bien lo merece mi apurada situación.
-Pues qué, ¿piensa usted -me replicó el cáustico extremeño- que no es serio lo que le digo porque no lo hago en el tono campanudo y pomposo de su amigo Valenzuela, prototipo y cuño de los hombres serios de día? Este error en que usted vive es otro resabio aldeano de que debe usted corregirse, si no está resuelto a volverse a su pueblo a esperar sosegadamente a que, andando los años, le den la administración de las fincas del Infantado y la secretaría del ayuntamiento... ¿Qué tal?... ¡Mala cara pone el amigo Sánchez!... ¿Se cree usted todavía con virtud bastante para conformarse con eso solo después de haber conocido lo grande que es el mundo y el ruido que hacen las gentes en él?
-¡No! -respondí sin titubear, por las razones que se le ocurrían a Matica y por otras muchas que me carcomían tanto como ellas, por lo mismo que eran miseriucas del amor propio.
-Pues he ahí por qué no le he aconsejado a usted en serio y en seco que se volviera a la Montaña; consejo que, de seguro, le hubieran dado, después de oírle a usted como yo le he oído, todos los letrados que nunca se sonríen. Pero yo veo en usted algo más que un pobre secretario de ayuntamiento de aldea; y mientras no le crea repleto otra vez de esa vieja y patriarcal vocación, me guardaré muy bien de decirle «por ahí se va», aunque ése sea uno de los caminos que le mostré para huir del apremiante conflicto que me expuso.
-¿Y si el señor de Valenzuela llegara a cumplirme su palabra? -me atreví a apuntar.
-¡Inocente de Dios! -exclamó Matica mirandome con lástima-. ¡Todavía tiene usted esperanzas!... Pero, aunque éstas se realizaran, ¿de qué le serviría a usted?... ¿Usted no sabe que los días de Valenzuela están contados, porque los gobernantes, a cuyo amparo vive y medra, se tambalean ya? ¿No tiene usted ojos ni oídos? ¿No lee usted periódicos? ¿No oye a las gentes? ¿No siente usted, por dondequiera que va, un rumor extraño y persistente, y no sabe que eso es el estertor de los gobiernos impopulares y aborrecidos? Y cuando Valenzuela caiga, ¿de qué le serviría a usted la credencial que deba a su munificencia, si caerá usted al mismo tiempo que él, como una de sus hechuras?
-Pues no hablemos más del asunto -dije viéndome sin salida entre aquellas reflexiones, cuya fuerza consistía, precisamente, en ser idénticas a las que yo me había hecho más de una vez, por lo mismo que no era tan sordo ni tan ciego como Matica me juzgaba.
Y no se habló más.
- XIX -
Pero el malhadado pleito no se apartaba un punto de mi imaginación; y en ella se multiplicaban con asombrosa fecundidad, como toda mala semilla, y crecían y se esponjaban los sombríos pensamientos sin hora de verdadero reposo para mí.
Pasé de este modo una semana bien cumplida; y cuando ya comenzaba a acostumbrarme a la carga, y aun intentaba aligerarla un poco con el recurso de ciertas esperanzas que la triste necesidad me fingía en lo más obscuro de la mente, entró muy de mañana en mi cuarto el ínclito don Serafín Balduque, con el sombrero en la mano, chispeantes los ojuelos, torcido el corbatín, desabrochado medio chaleco y la capa arrastrando.
-¡Mueran los pillos! -gritó por todo saludo, mientras me tendía la mano.
Creí que se había vuelto loco, y le miré con asombro sin decir una palabra.
-¡Choque usted, señor don Pedro! -continuó, oprimiendo mi diestra con la suya trémula y ardorosa-: ¡la patria está de enhorabuena, y usted y yo también, y todos los españoles honrados!
-Pero ¿por qué, hombre de Dios? -le pregunté, lleno de curiosidad.
-Pues ¿por qué ha de ser sino porque cayeron los viles, los tiranos, los ladrones, los...?
-¿Quiénes son esos tiranos y esos...?
-¡El Gobierno, calabaza!
¡Yo sí que caí entonces despeñado en el más triste de los desalientos!
-Y no dirá usted -continuó el hombrecillo que el egoísmo enciende mi entusiasmo, pues allá se van en ideas los nuevos con los caídos, y nada espero de ellos; pero, al cabo, son otros hombres; no los infames que me quitaron a mí el pan y trataban de dar un puntapié a la Constitución... Porque ya sabrá usted que intentaba un golpe de Estado el Ministerio de las economías... Aquí está, calentito, El Clarín de la Patria, que lo reza punto por punto, con la lista de los nuevos ministros. Todos me parecen peores, y de ninguno de ellos espero cosa mayor; pero no importa: ya he dicho que no son los otros; los que me dejaron cesante y no han querido reponerme, ¡repillos...! ¡Y que esos hombres caigan en blando como las gentes honradas... ¡Mueran los ladrones...! Pero, hombre, ¡qué cosas dice Él Clarín al dar cuenta del suceso! No sé cómo se lo consienten, porque, al fin y al cabo, todos son lobos de una misma camada... Verdad que lo dice a medias palabras y entre renglones. ¡Cuidado si es caliente de boca el tal periódico... También trae la lista de los altos funcionarios que han presentado sus dimisiones al caer el ministerio. Excuso decir que el primerito está su amigote Valenzuela... Supongo que le tendrá a usted sin cuidado, ¿no es verdad? ¡Para el caso que le ha hecho a usted cuando me ha recomendado a él...! Por cierto que si no fueran ustedes tan íntimos, quizá me atreviera...
-¿A decir algo malo de él? -pregunté al cesante ¡interrumpiéndole nervioso-. Pues si es eso, diga cuanto guste, que más merece la muy serrana partida que me ha jugado.
-¿También a usted...? ¡Ah, tunante manchego...! Pues digo de él que es el capitán de la cuadrilla; y que me asombra que haya tardado usted tanto en oírlo y en conocerlo. Muchas y muy gordas ha hecho; mucho ha podido, y quizá pueda mañana más que ayer, porque en España somos así..., pero, por de pronto, está boca abajo, nada le debo, y ¡mal rayo le parta!
Lo que don Serafín despotricó con este motivo, no cabe en papeles. Por conclusión me dijo:
-¿Usted no será hombre de echarse a la calle enseguida?
Excuséme con ocupaciones perentorias y con las poquísimas ganas que tenía de moverme de casa, en nada de lo cual mentía, y díjome Balduque calándose el sombrero:
-Pues yo, señor don Pedro, la corro hoy, aunque me cueste otra cesantía; necesito aire y movimiento, mucha noticia y mucho comentario, ¡sobre todo, los comentarios!, ¡parece que me nutren y me regeneran! De paso, se informa uno; se inquiere, se indaga; y como por lo más obscuro amanece... Ya procuraré verle a usted para comunicarle las impresiones recibidas... Conque repito la enhorabuena, y... ¡hasta siempre, amigo mío!
Tendióme la mano, y salió de mi casa tan nervioso y desconcertado como había entrado en ella.
Entre tanto, desvanecidas del todo mis débiles esperanzas con la noticia que me trajo don Serafín, había formado yo una resolución irrevocable. Escribiría a mi padre sin pérdida de tiempo dándole cuenta del fracaso de nuestros proyectos, no por culpa de Valenzuela, pues esto equivaldría a una puñalada en el honrado corazón del pobre hombre, tan pagado de las hidalguías y larguezas del personaje, sino por razón del reciente cambio político que, por entonces, hacía inútiles los buenos deseos de mi generoso protector, y le anunciaría mi próxima vuelta a la Montaña a esperar tiempos mejores. Con el poco dinero que me quedara después de liquidar mis cuentas con la posadera, tomaría el rincón más barato de la diligencia; y si ni para esto me alcanzaban los sobrantes, haría el viaje en galera acelerada, o séase carromato de cuatro ruedas, que tardaba diez o doce días de Madrid a Santander. Una vez en mi casa, ya hallaría yo modo de ir informando a mi padre poco a poco de la verdad, y de explicarle, sin que le doliera mucho, la inversión de mis reservas a tanta costa adquiridas; armaríame de valor para sufrir la, rechifla que me esperaba de los Garcías y de otros que no eran Garcías, al verme tornar con el moco lacio, pobre y desvalido, al mísero hogar del cual me vieron salir tres meses antes entre los resplandores de los prestados rayos del manchego sol que había deslumbrado a todo el pueblo; establecido ya en él, iría borrando de la memoria, con la fuerza de la necesidad, las golosinas del mundo que había catado, y tornaría a pretender la secretaría del ayuntamiento, y hasta sería capaz, si no me la daban, de labrar la tierra con mis propias manos, con tal que así lograra satisfacer las primeras necesidades de la vida y servir de amparo y de consuelo a la honrada vejez de mi padre.
Bajo estas impresiones me puse a escribirle; y escribiendo estaba todavía, cuando se me presentó delante Matica.
-¿Qué se hace? -me preguntó sin saludarme.
-Ya usted lo ve -respondíle señalando a la carta.
-¿Para quién es...?, y usted dispense la franqueza.
-Para mi padre.
-Lo suponía. Le dará usted cuenta de la caída del ministerio.
-Justamente.
-Y acaso, acaso, y con este motivo, le anuncie usted propósitos de volver a la tierra...
-Cabal. ¿En qué lo ha conocido usted?
-Después de lo que hablamos el otro día, eso es lo que procede en un hijo tan honradote y concienzudo como usted.
-Me falta media carilla, y no quisiera perder el correo. ¿Me da usted su permiso para concluirla?
-No, señor: antes le mando que suspenda la tarea; óigame, y continúela después si le parece.
Dejé la pluma, sentóse Matica, pusímonos frente a frente, y me habló así:
-¿Le conviene a usted un empleo en Madrid, con veinticinco duros mensuales, pagados a tocateja, duradero, de poco trabajo y no precisamente antipático?
Parecióme la oferta una canonjía llovida del cielo de repente.
-¿Y si yo dijera que sí?
-Sería para usted.
-¿Desde luego?
-Desde hoy mismo.
-¡Demonio! -exclamé en el colmo de la sorpresa-. Hágame usted el favor de explicarme eso.
-Está vacante la administración de un periódico de importancia; lo he sabido anoche; hablé con el director (propietario a la vez), gran persona y amigo mío; le ofrecí un administrador de las condiciones y señas de usted, una por una... y un poquito más, por si acaso... siempre a reserva de que te convenga a usted la plaza, que yo creo que le conviene, y por eso me acordé de usted; aceptó la oferta el amigo, que me sirve siempre que puede, a reserva también de que usted le convenga a él; y como esto acontecía cuando ya era por filo la media noche, he madrugado hoy para enterarle del caso, ganando todo el tiempo posible, porque en Madrid abunda el hambre, los buenos bocados se huelen de lejos, y no hay que fiar demasiado en palabras de los hombres.
Oyendo esto, di media vuelta sobre la silla, soltó las chinelas de dos pernadas vigorosas, y comencé a calzarme las botas, que estaban al alcance de mi mano. Matica se sonreía y me dejaba hacer. Después cogí la capa, luego el sombrero, y, por último, rasgué la carta que había empezado a escribir a mi padre.
-Estoy a las órdenes de usted -dije a Matica, conmovido y acelerado.
Celebró el tal con grandes risotadas el desconcierto en que me veía; y yo exclamé, temiendo que se burlara de mí en todo cuanto me había referido:
-¿No dice usted que hay que aprovechar los instantes?
-Sí que lo dije; pero no hemos de tomar los dichos tan al pie de la letra. ¡Estos caballeros rurales tienen una virginidad de impresiones...! Considere usted, amigo Sánchez, que el periódico es matutino, por lo cual sus redactores velan hasta muy tarde, y es posible que, a la hora presente, no encontremos todavía con quien entendernos en aquella casa. Demos, pues, tiempo al tiempo, y entre tanto, hablemos un poco del asunto. Todavía no sabe usted de qué periódico se trata.
-Cierto -respondí-. Pero ¿qué más da?
-Creo haberle oído a usted manifestar cierta ranciedad de ideas en política.
-La impresión de la lectura del periódico de mi padre -dije, con escaso respeto a las tradiciones de familia-. Pero, de todas maneras, yo no he de predicar allí en ningún sentido.
-Es verdad -replicó Matica-; pero como en esto de malas ideas, en opinión de ustedes los apegados a lo de antaño, tanto peca el que tiene la oveja como el que la desuella, yo quiero descargar mi conciencia de toda responsabilidad, advirtiéndole que el periódico de que tratamos es batallador, irreconciliable, por sistema, con todo lo actual y cuanto pueda venir a su semejanza, alarmista, reñidor; en fin, revolucionario.
-Que lo sea.
-Puede haber palos allí alguna vez...
-Que los haya...
-Pues ante tan heroica resolución, no tengo más que decirle sino que el periódico se titula El Clarín de la Patria.
-Le conozco.
-Periódico muy arraigado -continuó Matica-, de gran circulación y de mucha autoridad en la política revolucionaria. Paga bien y a tiempo..., ¡cosa rara! Buenas gentes las que le redactan..., demasiado levantiscas quizá.
-Y no está mal escrito, en lo que yo recuerdo.
-Todo lo bien que puede escribirse al son del himno de Riego, que no es gran cosa. En lo puramente literario está mejor vestido: suena mucho su aplauso y es muy codiciado de las gentes literatas. Sus sátiras tienen justa fama, y el Gobierno las teme de lumbre... En fin, que tiene grandes elementos de vida, y no hay temor de que fenezca con ella, de la noche a la mañana, el cargo de administrador.
-¡Aunque no me dure una semana! -dije lleno de convicción-; esa tregua iré ganando, después, Dios dirá.
-Por lo demás -continuó mi amigo-, el empleo es cómodo y llevadero. No es la oficina que le hubiera ofrecido Valenzuela, con su papel de barbas, sus legajos polvorientos, su uniformidad de mesas, de gorros de terciopelo y de manguitos de percalina. Verdad que no son poéticos los casilleros, el talonario de bonos, la lista de suscriptores, el libro de caja y tantos otros útiles que pondrán bajo la inmediata responsabilidad de usted en esa administración; pero sobre no haber que temblar por los cambios súbitos de situación, las veleidades de un superior jerárquico, las traslaciones forzosas de residencia, etc., para las aficiones de usted, educación patriarcal y prendas de carácter, no puede hallarse empleo más a propósito en las circunstancias que actualmente le rodean. No va usted a esgrimir la pluma en el agitado campo de la literatura y de la política; pero si a vivir en sus fronteras, a contemplar sus horizontes, a conocer sus gentes y su modo de ser, a presenciar sus batallas, a oír sus gritos de combate y admirar sus bríos indomables, sus fervorosas y apasionadas luchas sin hora de descanso. El incesante gemir de las prensas vomitando proyectiles de ideas arrullará sus oídos, y el tufillo diabólico de la pringosa tinta que ha transformado el mundo producirán en usted misteriosos, invencibles cosquilleos que pondrán en loca ebullición su sosegadamente, y harán que en su diestra se agite la pluma y corran sus puntos sobre el papel, solicitados de una fuerza que no estará seguramente en los encasillados del libro Mayor. No nacerán allí, porque es campo revuelto y agitado, los frutos intelectuales que necesitan, para su gestación y desarrollo, largas meditaciones y ardorosa inspiración; pero, puerto franco y abierto, llegará a él la riqueza de todos sus similares, muestra peregrina de la varia actividad del pensamiento humano en esta castiza tierra de los garbanzos y de los motines. El folleto insulso, con aires de diatriba venenosa contra el ministro del ramo o del partido político que cometieron la injusticia de desoír y desatender al autor; el tomito de versos, en variedad de tonos y para todos los gustos; la lujosa Memoria repleta de guarismos, en la cual la gerencia manifiesta a los señores socios que en el ejercicio próximo aquello será un platal, si dejan que los recursos naturales y legítimos de la sociedad se desenvuelvan dentro de la esfera del crédito, a faltas de moneda de mejor ley; el drama tremebundo, impreso en justo desagravio de la silba con que le recibió un público alevoso; la obra del erudito, fárrago interminable enderezado a fijar la naturaleza de la argamasa invertida en la construcción de la Cloaca Máxima, llamada por Catón Cloacale flumen; el Ramillete oloroso de advertencias morales, «que una madre piadosa dedica a la educación de la tierna infancia»; Las pesquisiciones históricas a través de los siglos más remotos, opúsculo de un dómine rural, que entretiene así sus largos ocios... y su hambre; El despertar de la modorra del pueblo, centón de máximas políticas, glosadas por un patriota, mártir de la santa causa de la libertad: el Tratado de partos; la novela de costumbres, la histórica, la científica, la teológica, la, marítima; el Prontuario de cambios; el Canto épico, modesto ensayo de un joven alumno de veterinaria; el Manuale rusticorum, fechoría de un humanista empedernido... hasta el ejemplar de la nueva edición del Breviario, o del Misal; en fin, de todo lo imaginable habrá sobre aquellas mesas, y debajo de aquellas mesas, y sobre las sillas, y debajo de las sillas, y en el pasadizo, y en los rincones, y detrás de los armarios, y en los cestos, y en el montón de la basura; y cada cosa habrá ido allí por el correo, o a la mano, con el autógrafo correspondiente en la anteportada, recomendándose humildemente a la indulgencia del periódico, pero con el propósito de que éste ponga la obra sobre los mismos cuernos de la Luna... Pues ¿qué le diré a usted del entrar y salir de gentes de tan varios temperamentos y cataduras como los asuntos que les mueven, y las conversaciones que entablan, y las porfías que suscitan, y los planes que exponen, y las sospechas que apuntan o las noticias que dan? ¿Qué de los donaires de este redactor; de las cosas del otro, de las aprensiones de aquél; de los resabios del de más allá; de los alientos, de las esperanzas o del desánimo de todos, según corran los aires de la política, y los suyos se aproximen o se alejen? Pero no quiero quitarle a usted el interés de la sorpresa, anticipándole, informes que han de ser sabroso cebo de su curiosidad... Hágame usted el favor de darme un aplauso por este parrafejo, que, para soltado de pronto, no me ha salido del todo mal; y... el señor Sánchez tiene la palabra.
No un aplauso, sino un abrazo muy estrecho fue lo que yo di entonces al agudo extremeño; la mejor moneda con que podía pagarle allí el cariño que me demostraba y el grandísimo favor que me había hecho.
Y hablando, hablando, pasó una hora más, y juntos y charlando todavía, salimos a la calle.
- XX -
Era el tal empleo una verdadera ganga, si no por el estipendio, que no pecaba de pingüe, aunque a mí me lo parecía, por lo llevadero del trabajo, lo cómodo de las heras y la índole de las gentes a quienes servía yo. Algo me costó convencer a mi padre de que tanto daba estar empleado allí como en otra parte, porque el buen señor, aun sin la instintiva repugnancia que sentía hacia un periódico de las ideas de El Clarín de la Patria, hubiera preferido mi vuelta a la aldea mientras la nueva tortilla ministerial se volcaba, y tornaba a estar en candelero Valenzuela, de cuya paternal solicitud por mí esperaba torres y montones; pero al fin se convenció, y creo que de buena fe, y con ello me descargué del único pesar que entonces me afligía.
Por encarecimientos y recomendaciones de Matica, que era niño raimado en aquella redacción, fui considerado en ella desde el primer día bastante más que como un simple empleado de la casa; pero recientes escarmientos me habían enseñado los riesgos de salirme de mis quicios, y me guardé mucho de abusar de estas ventajas, lo cual se tradujo allí en rasgo de modestia, y con ello me afirmé un tantico más en la estimación de todos los redactores.
Eran éstos, los que podían llamarse de plantilla, cinco con el director, porque los colaboradores, amigos y aficionados de todas especies, no tenían número. El director, a quien daré el nombre, por no dejarle sin alguno, para mayor facilidad del relato, de Redondo, tenía toda la fe, todo el entusiasmo y todo el tesón de un verdadero sectario. Era de la Rioja, patria de los grandes progresistas, y rico. Olózaga era su Minerva, Espartero su Marte, la Milicia Nacional el sustentáculo del Olimpo, y la Constitución del 37, con las liberales reformas reclamadas por las necesidades de los tiempos que corrían, su libro santo. A esta empresa había consagrado, con heroico desinterés, cuatro años hacía, fundando aquel periódico, su caudal, su poco talento, su reposo y aun el de toda su casta. Jurara yo que no cabían en aquel hombre otras aspiraciones que las de arrojar de España «la tiranía», descargar el presupuesto nacional del «ominoso renglón del culto y clero», y restablecer, por ende, el imperio de la libertad al son del himno de Riego y al amparo del Duque de la Victoria. A lo sumo, a lo sumo, la de sentarse en los escaños del Congreso, proclamado el sufragio universal, por el voto libre de un distrito de su provincia; y no por míseras vanidades ni con lucrativas intenciones, sino por velar así más de cerca contra las asechanzas de «la mano oculta de la reacción».
Era vehemente, nervioso; y con esto y la fe que tenía en sus principios políticos, la práctica de tratar de ellos a todas horas y en todas partes, lo saturado que estaba de la idea, y el horror que sentía por todo gobierno reaccionario, y periódico, libro o folleto que los amparase, era una verdadera máquina de escribir artículos de fondo; pero muy al caso y buenos: al caso, porque al entusiasta riojano no le dolían prendas, y siempre peleaba en terreno firme, aunque con la escasa libertad de movimientos a que le sujetaban los preceptos de la ley; buenos, porque por tales se reputaban los que, como aquéllos, abundaban en hinchazones rimbombantes y en ese fraseo pomposo y descomunal de lugares comunes y vocablos hechos; brillo de talco y estruendo de hojarasca, que han venido siendo (y no digo que son aún, porque algo noc hemos enmendado los españoles en ese resabio, de entonces acá) el ritmo de las batallas periodísticas, en las cuales pagaba siempre los vidrios rotos, y, a las veces, los paga todavía, saliendo descalabrada y maltrecha, la inocente lengua castellana. En este género de faenas era todo una especialidad el progresista Redondo; y en virtud de ello, excusado es decir que se le reputaba por uno de los más valientes, ilustrados, hábiles y temibles periodistas de aquel entonces.
Pero ¡qué vida la suya! Me estremecía su actividad incansable, siempre con el mismo tema y enderezada a un solo fui. Lo de menos era, con ser mucho y penoso, el trabajo que tenía en la redacción. Fuera de ella no sosegaba un punto: el salón de Conferencias y los pasillos del Congreso; el café de La Iberia; la visita a algún prohombre del partido; la cita con el emisario del círculo patriótico de aquí; la respuesta al mensaje de los liberales de allí; el asedio al ministro de la Gobernación por el zapatero preso o el excedente perseguido... ¡y qué sé yo! Todo lo recorría, y en todas partes estaba empujado por la misma fuerza, hablando del mismo asunto y sirviendo la misma causa. Su mujer y sus hijos eran los que menos le veían. Llegaba tarde a las horas de comer; comía poco y de prisa, y vuelta a la calle. Trasnochaba. y al buscar en el lecho algún descanso, asaltábanle las pesadillas en cuanto le rendía el sueño. A todo esto, esperando cada hora que el Gobierno le enviara a Cádiz, y desde allí, bajo partida de registro, a comer el amargo pan de la emigración a los quintos infiernos. ¡Y tan satisfecho!
No tenía cincuenta años, y era bastante bien parecido; y aunque se preciaba de esmerado en el ornamento y atavío de su persona, atrasaba mucho, pero mucho, en el reloj de la moda imperante. Achaque era éste muy común en los hombres de sus mismas ideas. ¡Y si atrasaran sólo en el vestir y el afeitarse...! Pero no es de extrañar: ocupados en predicar el progreso se olvidan de practicarlo.
Parecíame a mí que los dos redactores que le ayudaban en la parte puramente política del periódico no tomaban el asunto tan a pechos como él; y eso que rayaban más alto en ideales, palabreja que ya comenzaba a sonar entre los atisbos democráticos que centelleaban a ratos al choque de las ideas. El uno era madrileño; andaluz el otro; jóvenes ambos y muy duchos ya en el oficio, al cual, en sus lucubraciones periodísticas, llamaban sacerdocio. El cuarto redactor tenía a su cargo la gacetilla y otras menudencias. Parecía de pronto lo más insignificante de la casa; y, sin embargo, de aquel rinconcito salían los tiros más certeros, los proyectiles más envenenados, los golpes más contundentes, lo que daba, en fin, verdadero interés al periódico; porque a nadie le disgusta ver crucificado a un ministro en un soneto, o narrada la vida de otro en unas aleluyas chispeantes, o achicharradas las flaquezas del lucero del alba en una letrilla de rescoldo; y todo eso lo hacía a maravilla aquel endiablado mozo, que me recordaba a Matica, cuando Matica se conformaba con ser mordaz sin ser obsceno.
Me consta que algunas veces le ayudó éste con gran éxito en su «misión» corrosiva y demoledora.
Las revistas literarias semanales estaban encomendadas a un colaborador que se firmaba Segismundo, y que, como este famoso personaje, no se mordía la lengua, para cantar las verdades al más guapo, ni se olvidaba de que tenía en su desfachatez fuerzas bastantes para arrojarle por el balcón al mar de todos los oprobios, si llegaba el caso, como llegaba a menudo, porque lo malo abunda, desgraciadamente.
Estos hombres, más otro inofensivo redactor de tijera, a cuyo cargo estaban las noticias de provincia y del extranjero, con tal cual insulso y ñoño comentario, eran los que de ordinario alimentaban de materia legible a El Clarín de la Patria; pues las correspondencias de medio mundo que se publicaban en él eran escritas, casi siempre, en la misma redacción.
Ocupaba ésta lo mejor del piso bajo de la casa en que estaban instaladas todas las oficinas. La mía se hallaba cerca de la puerta de entrada, y tenía otra de escape que comunicaba con la redacción, espaciosa sala con un gabinetito de respeto donde se recibía a los visitantes muy esperados, y se trataban los asuntos de mayor cuantía. El resto de la casa lo ocupaba la imprenta. Todos los sirvientes, de redacción abajo, estaban a mis órdenes, dos de los cuales me ayudaban en la oficina de mi cargo: y como eran antiguos en ella y muy duchos en aquellas incumbencias, no solamente me aliviaban de una gran parte de mi trabajo, sino que en pocos días me pusieron al corriente en todo cuanto abarcaba mi jurisdicción administrativa. Entonces pude ver, con mucho gusto mío, que El Clarín de la Patria tenía grandísima suscripción y comenzaba a ganar no poco dinero.
Cuantas noticias me había anticipado Matica referentes a aquella casa eran la pura verdad: los libros y los folletos andaban en ella por los suelos; y de periódicos nada se diga, porque cambiaban con El Clarín casi todos los de España y muchos extranjeros; así es que me faltaba tiempo para engullir fárrago y más fárrago; pues es de notarse que mi voracidad era tanto más insaciable cuanto mayor era el acopio en que se cebaba. Solamente uno de mis subalternos de oficina poseía cerca de treinta novelas recortadas por él de folletines; pues todas me las leí en semana y media; y como la redacción tenía butaca gratis, cuando no dos, en cada teatro, siempre había alguna de sobra, de la cual disponía yo por especial obsequio del director, que conocía mis aficiones. De manera que en estos dos vicios, que tanto dinero me habían costado antes, podía hasta encenagarme sin gastar un maravedí; lo cual representaba un sobresueldo de mucha consideración. Aprendí un poquillo de francés con un perdulario que entraba mucho en la redacción a título de agente de los liberales de allá, y me daba una lección diaria por treinta reales al mes. Bastante más le sacaba al inocente director, a quien tenía sorbido el seso trazándole planes y encajándole estupendas bolas sobre «socorros mutuos de progresismo internacional», como decía Matica cuando el candoroso Redondo le contaba los milagros que podían obrarse por mediación de aquel sinvergüenza, que apestaba a cognac desde el vestíbulo.
La ordinaria concurrencia de extraños a la redacción podía clasificarse en tres grupos: ociosos pegotones que iban a darse allí un hartazgo de periódicos de todos colores; liberales vehementes que, no contentos con lo poco que podía publicar la prensa y lo contradictorio de los rumores de café, buscaban con avidez noticias gordas en buenas fuentes, y amigos e iniciados en los secretos del partido. a los primeros de este grupo pertenecía Matica, que me visitaba muy a menudo; a los segundos «un honrado hijo del pueblo», carretero de oficio, con taller en la plaza de la Cebada, y que se llamaba Godos (a) Bujes; el cual Bujes era un hombre de «cierta edad», rehecho, bien aplomado y muy belludo; morenote, sereno de faz, algo cuadrada ésta y rigorosamente inscrita en un marco negro como el cisco, marco formado por las patillas, sin bigotes, unidas por delante de los oídos al pelo de la cabeza, recortado en medio punto a dos dedos escasos sobre las cejas hirsutas. Vestía pantalón y blusa corta de mahón azul muy obscuro, sobre burdo traje de paño, y gastaba en la cabeza barretina morada, caída hacia el hombro derecho. Hablaba poco y no mal, en voz reposada y muy sonora; y cuando se enardecía algo, era hasta un poquillo elocuente. Pues este Bujes tenía mucho influjo entre los hombres de su barrio, y era, gran propagandista de las ideas de El Clarín. Había sido sargento 1º de la 4ª compañía del 1º de Ligeros de la Milicia Nacional disuelta el 43; y estuvo muy metido en el ajo del 48, creyendo que sólo se trataba de restablecer aquella benemérita institución, por cuya vida estaba él siempre dispuesto a dar la suya y otras ciento que tuviera. Cuando advirtió la equivocación era tarde para y por un milagro de Dios, tras de haber expuesto la vida en el negro trance, se libró de ir ensartado a Filipinas. Esto de la Milicia Nacional era el eje sobre que giraba toda la máquina de las ideas políticas del buen Godos; y aun, apurando un poco la materia, no la Milicia como «institución salvadora de los sacrosantos intereses de la libertad», sino el 1º de Ligeros, o quizá, quizá, el empleo de sargento de la 4ª compañía. Por supuesto que él no lo creía así, y antes se tenía, y lo era en rigor, por el más consecuente liberal de la Constitución del 37, sin restricciones ni reservas, de cuantos se paseaban por las calles de Madrid, y se paseaban de éstos a millares. Pero quiero yo decir (y sin ofensa de la honrada memoria de aquel benemérito progresista), que sin haber vestido los marciales arreos de miliciano ni conocido al general Espartero, tal vez no se hubiera consagrado con alma y vida, como lo estaba, al servicio de todas las cosas cuyo triunfo era de necesidad para que volviera Espartero, y se restableciera la Milicia Nacional, y, por consiguiente, la 4ª compañía del 1º de Ligeros. Después de todo, aun afirmando lo que pongo en duda con relación a Bujes, tampoco sería caso raro este ejemplar, como podían atestiguarlo, si fueran un poco dados a sutilizar conceptos y desenmarañar ideas mal digeridas tantos y tantos honradísimos representantes del comercio de aquende y de allende, ejemplares y hasta heroicos padres de familia, incansables contribuyentes por lo urbano, y miles y miles de ciudadanos pudientes, sin mácula ni tilde, que fueron honra, esplendor y sustentáculo del partido en sus mejores tiempos... ¡Y es natural, qué diablo! El uniforme guerrero tiene mucho atractivo, no vistiéndole a la fuerza, y al más panzudo y estevado le cae a maravilla; y el centellear del acero desenvainado, y la carrillera del morrión entre los dientes, y el batir de las cajas y sonar de las trompetas en esta parada y en aquel desfile enfrente de la honrada esposa y de los pequeñuelos asombrados, o delante de la novia emperejilada... Vamos, que es para que el más tibio arrime el hombro a cualquier pronunciamiento que lo traiga, por lo mismo que la «mano de la reacción» se lo lleva siempre que se le antoja.
Volviendo a Bujes, añado que era el agente preferido de Redondo, por activo, de confianza y valiente si los había. Podría ser inconsciente efecto de un escondido impulso de amor a la «benemérita»; pero ninguno servía a la causa entera y verdadera con mejor voluntad ni más abnegación que él. Esto lo sabían todos en aquella casa, y por ello era de todos muy cordialmente estimado.
Iba muy a menudo a hablar con el director, y casi siempre le recibía en el gabinete reservado, señal de que se trataba de asuntos de contrabando.
Allí se vivía en perpetua conspiración. Y, en verdad, que con sobrados motivos. Desde que imperaban los hombres que habían sucedido al tirano Bravo Murillo (copio el estilo de Redondo), estábamos todos los buenos liberales trinando de indignación: a un atentado seguía otro atentado; a un atropello, otro atropello; a una iniquidad, otra iniquidad. Al abrigo de su misma insignificancia personal, consumaban ¡cobardes! la obra infame que sus predecesores solamente se habían atrevido a iniciar. Nos habían aherrojado el pensamiento, apretando los tornillos que los otros pusieran a la prensa; habían atacado la inviolabilidad senatorial, destituyendo senadores por el pecado de votar, conforme a sus conciencias, desempeñando cargos oficiales; en fin, hasta habían devuelto los bienes a Godoy, ¡al amigo de María Luisa! ¿Se podía hacer más? ¡Y todo por cierta influencia oculta, a la cual se debió también que, al cabo, y cuando ya la luz iba a hacerse en el seno de la representación nacional, se declarara, de real orden, terminada aquella legislatura! ¡Por entonces sí que hubo movimiento en la redacción! Bujes ardía y chirriaba, como una manga sin engrasar dentro de su apellido, y Redondo no comprendía, ya que el partido yacía en letargo embrutecedor, cómo los adoquines de la calle de las Rejas no se levantaban solos para vengar de tanta afrenta al pueblo esquilmado y oprimido. De modo que en aquellos días, rebosándonos la indignación por encima de los estorbos de la ley, tuvimos tres recogidas y otras tantas causas criminales, que nos costaron mucho dinero y grandísimos disgustos.
Mi padre, que recibía el periódico regalado desde que yo andaba en su administración, no cesaba de conjurarme, por todos los santos de la corte celestial, a que no me dejara inficionar de aquellas endiabladas políticas que podían dar al traste conmigo, y aun con cosa más alta y respetable. Y vean ustedes: yo, que entre las gentes y los fervores de El Clarín de la Patria vivía tan fresco, indiferente y descuidado, me las echaba de terne con mi padre, y le hablaba de «las corrientes del siglo», de «vendas en los ojos», de la «necesidad de transigir y de andar para no ser atropellado», del «viejo obscurantismo», de «la luz de las nuevas ideas»... Nada, pura fatuidad.
En esto había llegado el verano, seco y achicharrador en aquella Libia desconsoladora, sin agua y sin árboles; los teatros estaban cerrados, y mis compañeros de posada y Matica se habían ido a pasar las vacaciones con sus respectivas familias. ¡Cuánto envidié a los primeros, que estarían recreando la vista en los verdes y frescos paisajes de mi tierra, al arrullo del espeso follaje mecido por las auras refrigerantes del Cantábrico, mientras a mí me ahogaba el tibio y espeso ambiente de las calles, que parecía salir de la boca de un horno de fundición!
Valenzuela se quedó también en Madrid, como un simple mortal; pero, a mi ver, en expectativa de los acontecimientos políticos que se sucedían con inusitada frecuencia. Por de pronto, el ministerio había caído al día siguiente de obtener el decreto de clausura de las Cortes, y el incoloro que le había sucedido tras una larguísima y trabajosa crisis no era viable, según el dictamen de expertos doctores en la materia. Se esperaba una situación más vigorosa y acentuada; y se esperaba con tal fe, que el mismo don Serafín renunció a gestionar en favor de su reposición, persuadido de la poca consistencia de aquel Gobierno.
-Pero ¿qué idea le ha dado a usted de meterse en estos líos? -me dijo en mi oficina al día siguiente de haber tomado yo posesión de ella.
Y como me asaltara cierto ruborcillo de decir la verdad a un hombre que me había tenido, y acaso me tenía aún, por un pudiente montañés,
-¡Qué quiere usted! -le respondí-: caprichos de los hombres; compromisos de amistad, y luego, que hay que saber de todo; y como a nadie le amarga un dulce, y éste lo es por muchas razones...
-Ya, ya. Pues, calabaza, me alegro de veras. Me gusta a mí este periódico por lo frescas que las canta. ¡Pues como pusiera yo en él la pluma, Santo Cristo del Amparo, con el saco de bilis que yo tengo!... Pero si no la pongo, ya le daré a usted ocasión de ponerla de modo que levante en vilo a algún pillo desorejado...
Y desde entonces iba a verme tres o cuatro veces a la semana. No con tanta frecuencia visitaba yo a su hija, pero la visitaba. Desde la noche que la hallé sola en la calle y la acompañé a su casa parecía haberme perdido el respetillo que antes me tenía: verdad que tampoco estaba yo a su lado, desde entonces, tan respetable y formalote como de recién llegado a Madrid. Sin embargo, siempre propendía un poquillo a lo sentimental la hija del buen Balduque. Sabiendo que le gustaban mucho las novelas, le di algunas, y observé que prefería siempre las más empalagosas por lo tiernamente tristes. ¡Pero qué monísima estaba, y cómo le rebosaba la frescura a medida que apretaban los calores del verano!
¡Como donde menos me abrumaban éstos era en las oficinas del periódico, bastante frescas, relativamente, en ellas me pasaba la mayor parte del día y de la noche; y sobrándome el tiempo hasta para leer, escribía y escribía... ¡Cuánto escribí en aquel verano, y cuánto oculté, como si fuera pecado, o rompí teniéndolo a crimen imperdonable! Porque la profecía de Matica se cumplió: el olor de la tinta de imprenta me embriagaba, y el ejemplo de los redactores me seducía. Escribí en verso y en prosa, serio y alegre; en fin, escribí de todo y sobre todo; porque, según ya lo he declarado otra vez, con una memoria descomunal y gran facilidad para asimilarme asuntos y estilos ajenos, en poniéndome a escribir no acababa, y daba un chasco al más pintado. Algo de lo escondido se vio, sin embargo, porque mi trato con la gente de la redacción iba siendo ya bastante íntimo y muy continuo. Aplaudiéronmelo, y, que quieras que no, lo enviaron a las cajas. Era a modo de reseña humorística de los acontecimientos político-sociales de la semana, que no valía dos ochavos; pero se imprimió, y alea jacta est.
Ni César se vio más resuelto y decidido al otro lado del Rubicón, que yo ufano cuando leí conmovido en la sección de Variedades de El Clarín de la Patria, el primer parto de mi ingenio que había merecido los honores de la imprenta.
Aquel mismo día cayó el ministerio. ¡Cosa más rara!, como diría don Magín de los Trucos. Murmurábase que le había derribado la misma oculta influencia que lo trastornaba todo en aquellos tiempos. Sucedióle otro presidido por el conde de San Luis, y volvió Valenzuela a gustar las dulzuras del presupuesto. El Clarín de la Patria saludó el acontecimiento con un botasilla que le costó un disgusto de los gordos. Pocos días después me escribía mi padre:
«¡Ahí le tienes ya, hijo mío! ¡Acude a su amparo, que no te lo negará ahora que puede y está agarrado en firme; y deja esas interinidades, tan peligrosas para el cuerpo como para el alma!...»
¡Para dejarlas estaba yo, después de haber catado la tinta de imprenta, y teniendo en casa la manera de arrimar una paliza diaria al pícaro manchego!
- XXI -
Comenzaba el otoño; tornaban a sus hogares los expedicionarios veraniegos de Madrid, que entonces no eran tantos ni tan varios como ahora; inauguraban sus campañas, de invierno los teatros; despolvoreábanse los aristocráticos salones; comenzaba, en fin, a palpitar la vida de invierno en el corazón del adormilado Madrid del estío, y El Clarín de la Patria aún tenía echada la llave a la sección de revistas semanales, crónica razonada del movimiento literario de España, con entretenidas excursiones, a veces, hasta por la elegante indumentaria de salón. ¿Y cómo abrirse aquellas puertas si el que vivía dentro se había mudado de casa? Es de saberse que Segismundo había cambiado su pluma de revistero por la de oficinista en el ministerio de la Gobernación, adonde le había llevado el conde de San Luis, gran protector de literatos, si es que puede llamarse protegerlos el colocarlos de modo que o tengan que dejar de escribir, o que descuidar los asuntos de su cargo. Y que no amengüe en nada la franca exposición de este mi leal parecer la buena memoria de aquel rumboso prócer, en lo que atañe a su incansable deseo de amparar a los hombres de talento; pues bien sabe Dios que si desapruebo el modo, estoy muy lejos de no aplaudir la intención.
El caso es que como no era decente que Segismundo cobrara con una mano la respetable nómina de su destino, y con otra escribiera en el periódico de más rabiosa oposición de cuantos se publicaban en España, se despidió muy cortésmente de Redondo, con expresiones para todos los demás de la casa; y habiendo acontecido esto, un día me llamó el director a su gabinete, donde estaba con los demás redactores, y después de poner a Segismundo de pancista, de liberal de pega y de otros tales primores, que no había por dónde cogerle, me dijo:
-Hemos acordado ahora mismo que se encargue usted de hacer las revistas literarias.
Necesité que me repitieran a coro todos los presentes estas palabras, para convencerme de que estaba despierto y de que no se burlaban de mí aquellos señores, cada uno de los cuales podía desempeñar el cargo muy gallardamente, al paso que yo...
-No hay excusa que valga -me decían, atajando uno a uno mis reparos-. Es cosa resuelta. Ninguno de nosotros puede dedicarse a eso por falta de tiempo, y aun de dotes que abundan en usted.
Me asustó el piropo, y quise sacudirme de él. Me lo volvieron a echar encima. Expuse mi ignorancia, mi inexperiencia...
-Le hemos oído a usted muchas veces -dijo el gacetillero- atinadísimas observaciones sobre las obras dramática s que conoce, y en lo que lleva publicado en El Clarín hay muestras de todo lo que se necesita para ser un revistero en regla...
-No es lo mismo -repliqué- emitir una opinión hablando familiarmente que escribir un juicio razonado, que ha de leerse y criticarse...
-¡Qué juicio ni qué calabaza, hombre! -replicó el redactor madrileño, que escribía hasta de teología sin haberla saludado-. ¡Medrados estábamos si tuviéramos que conocer a fondo todos los asuntos que ventilamos en la prensa! ¿Para qué es el ingenio, para qué las callejuelas y puertas falsas del arte, de la lengua y del estilo, sino para entrar donde se nos antoje y salir cuando nos acomode, sin temor de que nadie nos cierre el paso ni nos sorprenda ni nos corte la retirada? Es natural -continuó-, por lo mismo que es usted modesto, que le asuste un poco la idea de lanzarse de golpe y porrazo a fallar en última instancia pleitos de tan especial naturaleza; pero si usted reflexiona que, por de pronto, no es de necesidad absoluta que esos fallos sean tan claros que todo el mundo los entienda, ni siquiera que sean fallos, la cuestión cambia de aspecto. Vea usted un plan. Mientras examina usted el terreno y toma posiciones y se acostumbra a mirar cara a cara al enemigo, y al olor de la pólvora y al estruendo de las primeras embestidas; en una palabra, mientras no sea dueño absoluto del campo (que no tardará en serlo) no suelte usted prenda alguna allí donde vacile siquiera, despáchese con un poco de pirotecnia que deslumbre y haga ruido; donde se considere algo más firme y mejor pertrechado hunda el arma hasta la empuñadura, o sacuda el incensario hasta que se acabe el humo. Para hacer esto con valentía y desparpajo, y sobre todo con acierto, comience usted por dividir las obras que examine en dos grandes grupos: las de nuestros amigos y las de los otros. Entiendo por obras de nuestros amigos las comedias, las novelas, los folletos, cuanto publiquen los hombres de nuestras ideas o de nuestra amistad íntima, o aquellos a quienes siquiera hablemos u oigamos hablar en el café, o nos merezcan alguna estimación en cualquier concepto simpático; y entiendo por obras de los otros las que publiquen los enemigos de la libertad y no nos saluden en la calle. Pues bien: supongamos que en una obra de nuestros amigos anda muy descuidada la forma; que es una comedia con cual se duermen los espectadores, o silban y patean; o un libro que se cae de las manos y afrenta a la lengua castellana. «Cierto -diremos- que hay algunos desaliños de lenguaje, y algunas contradicciones de carácter, y si se quiere, también algunos descuidos de monta en la trabazón de la fábula; descuidos, contradicciones y desaliños que no significan nada, absolutamente nada, en las obras de arte, por lo mismo que son de fácil y mecánico remedio, siempre que el autor se digne descender de las altas esferas de su inspiración desbordada para ocuparse en prosaicas maniobras de taracea. Pero el fin objetivo, pero la idea, pero los cauces que allí se abren a las corrientes de la nueva civilización; pero el altísimo criterio con que se expone y se desenvuelve esto y lo otro y lo de más allá...» Y aquí derrama usted el talego de todas las ponderaciones hasta sacar en consecuencia que en la tal obra lo bueno es de lo mejor, y lo malo no pasa de ligeros lunares. No hay para qué decir que cuando las obras de nuestros amigos son siquiera medianas en la forma y en el fondo, se voltean todas las campanas de la crítica. Pues supongamos las mejores condiciones de bondad en las obras de los otros. «No puede negarse -diremos- que está bastante bien escrita, que tiene cierta gracia, y que interesa hasta cierto punto; pero ¿cómo ha de ser bello lo que está concebido en la obscuridad y el frío de los sepulcros, y en la lobreguez de las ruinas? ¿A qué fin artístico responde el propósito fundamental de este libro o de esta comedia o de este drama? ¿Quién le ha dicho al autor que el arte, que es la belleza, puede hermanarse nunca con horribles ideas que pugnan con las corrientes de las modernas sociedades: el frío mortal del invierno con el calor vivificante del estío; la luz con las tinieblas?» Y así le va usted abrumando poco a poco, hasta que le mata, demostrando que la obra que analiza es una verdadera abominación. Si además de lo malo del fondo, por no ser de nuestras ideas, tiene flojilla la forma, cuatro despreciativos garrotazos, y a otro asunto... Desengáñese usted, no hay oficio más cómodo.
¡Ay Matica de mi alma! ¿Por qué retrasaste tu vuelta a Madrid? ¿Por qué no sanaste primero del prosaico romadizo que fue la causa de ello? ¿Por qué no estuviste a mi lado en aquellos infaustos días en que la serpiente me tentó con fruta tan de mi gusto? ¡Tú, con tu buen seso y parecer tan distinto del de aquellas empecatadas gentes, no me hubieras dejado caer en la tentación!... Porque caí, sí, caí sin que me valieran razones ni alegatos que se desvanecían en el humo del incienso con que me trastornaban el juicio mis interlocutores. Llegué a creerlos y a creerme a mí, por ende, capaz de las más altas empresas crítico-literarias; y cuando volvió Matica, muy cerca de fin de octubre, ya era tarde para retroceder. Ya había probado dos veces los deleites de aquel apetitoso magisterio, que a tantos mortales, tan firmes de mollera como yo, ha hechos unos pobres mentecatos antes y después acá. ¡Buenas cosas me dijo! ¡Grandes verdades me cantó palmoteando sobre los mismos testimonios de mi delincuencia!; pero ni Matica ni el Preste Juan eran capaces de convencerme de que no debía continuar la empresa que traía entre manos, desde que yo había leído en todos los periódicos liberales de Madrid estas palabras, remitidas, como supe andando los meses, por el gacetillero de El Clarín: «Están llamando la atención de todos los literatos las revistas críticas que publica en El Clarín de la Patria el distinguido escritor que oculta su verdadero nombre tras el modesto seudónimo de Pedro Sánchez. No tiene nuestro colega por qué sentir la deserción del famoso Segismundo al campo enemigo.»
He de decir cuatro palabras acerca del estado en que se hallaban mis dominios al empuñar yo el cetro de la crítica. En la novela imperaban las traducciones del francés, y eran los autores preferidos V. Hugo, Dumas, J. Sand, Sué, Paul de Kock y Soulié. La española tenía pocos cultivadores, y no abundaban los lectores que preguntaran por ella. Sabíase, creo que de oídas, que Villoslada había escrito Doña Blanca de Navarra, y que era ésta una novela excelentísima al modo de las de Walter Scott; alguna de Fernández y González era bastante más leída y celebrada. Fernán Caballero acababa de publicar Clemencia, después de haber adquirido fama con La gaviota, en 1849; pero es de advertir que, por resabios románticos que quedaban aún en el gusto del público, éste prefería el amor empalagoso e inverosímil de aquella sensible y lacrimosa heroína, al ridículo y extravagante inglés, y las inaguantables escenas a que este punto da lugar, a los sabrosos pasajes y cuadros llenos de color y de verdad, en los cuales entran, como figuras de primer término, don Martín, don Galo Pando, la Marquesa, la Coronela y la tía Latrana. Esto se desechaba por vulgar y poco elegante; y, sin embargo, era la miga del ingenio de Fernán; lo que ha hecho que viva y no muera jamás esa novela, como no morirán La gaviota ni otras muchas de la misma ilustre autora, precisamente por estar llenas de «vulgaridades» por el estilo. Como efecto de aquella misma causa, gozaban de cuanta boga podían gozar entonces libros en España, Jarilla y La Sigea, dos novelas románticas de Carolina Coronado, y El... (no recuerdo qué) de Monjaucon, otra que tal de la Avellaneda; en la cual novela andaba la heroína con la cabeza de su amante colgada del pescuezo, por medio de una cadena de plata, suplicio a que le había condenado el bárbaro castellano su marido. Antonio Flores había dado a luz otra de costumbres contemporáneas, con el título de Fe, Esperanza y Caridad abundante en cuadros curiosos y no mal pintados: pero atestado de lugares comunes de novelón por entregas. Vale mucho más que esto su galería de cuadros, Ayer, Hoy y Mañana, comenzada a exhibir en 1854, y terminada por completo años después. Reciente estaba también la publicación de El libro de los Cantares, de Antonio de Trueba, el mejor y más fecundo cuentista de cuantos se pasean en España, y el autor español más traducido a extrañas lenguas. Ayguals de Izco se había propuesto ser el Eugenio Sué de acá, y no quiero decir cómo lo lograba. De Antonio Hurtado se conocía una novela, Cosas del mundo, premiada recientemente por la Academia de la Lengua. Otra circulaba bastante, de Patricio Escosura, El Patriarca del Valle, y se elogiaban una de Juan de Ariza, Un viaje al infierno, sátira del Madrid de entonces, en que había muchos anagramas demasiado trasparentes, y otra, La dama del Conde Duque, bien pergeñada y con mucho sabor de época, de Diego Luque, a la sazón casi un muchacho.
El Curioso parlante había cerrado su cartera de apuntes literarios, y se entretenía en escribir de vez en cuando sobre Mejoras de Madrid, mientras saboreaba la gloria del renombre que le habían dado sus Escenas matritenses.
En el Museo de las familias, de Mellado; la mísera y casi andrajosa Ilustración, de Fernández de los Ríos, y El Semanario Pintoresco, no recuerdo de quién, pero sí que andaba en sus postrimerías, dábanse a luz, entre muchas traducciones, algunos trabajillos sueltos con las firmas precedentes que no han de inmortalizarse allí, y otras tantas que se han olvidado ya, o que, de seguro, estarán en Los españoles pintados por sí mismos, mamotreto célebre en que se declara todo menos lo que el editor se propuso; porque entiendo que en España hay algo más, como color nacional y distintivo, que zapateros de portal, beatas, canónigos, toreros, mozos de cordel y cuanto se inventaría en aquel catálogo de excepciones singularísimas; lo cual no quiere decir que cada figura de por sí no sea digna obra del pincel que la trazó; pero sí que el rótulo del álbum fue mal aplicado, o no se ajustaron a su sentido los pintores que iban llenando las hojas.
Y esto, salvo alguna insignificante omisión en que pueda haber incurrido mi memoria, es cuanto daba de sí el género, aunque parezca mentira.
El duque de Rivas, Zorrilla, Villergas y otros poetas de nota, andaban fuera de la patria, o calladitos en su pueblo o a la sombra de un destino. La Avellaneda, la Coronado y García de Quevedo, publicaban tal cual lucubración romántica, de tarde en tarde. El surtido de poesías de los pocos y malos periódicos literarios que existían, corría de cuenta de los Larrañaga, Vila y Goyri, Ribot y otros de quienes ya no me acuerdo o no quiero acordarme.
El teatro, ya que no por la cantidad por la calidad de los poetas, tenía más lozana vida que la novela. Bretón de los Herreros, aunque en el crepúsculo de la tarde, iluminaba todavía la escena en que tantos lauros había ganado, con frescas y agradables luces de su inagotable ingenio. Hartzenbusch escribía comedias tan delicadas como Un sí y un no; García Gutiérrez, aunque muy tentado demonio de la zarzuela, no olvidaba del todo a la musa que le inspiró El Trovador y tantas obras coronadas por el aplauso y la admiración del público de su tiempo; Tamayo trepaba a la más alta jerarquía del ingenio dramático con su tragedia Virginia; Ventura de la Vega, trabajando también a destajo para la zarzuela, saboreaba los aplausos que le valía El hombre de mundo, que aún no había perdido la novedad en los carteles, igual que acontecía con Don Francisco de Quevedo, lo único bueno que supo hacer para el teatro el ingenioso bohemio, haragán impenitente, Florentino Sanz; de Ayala se estrenaba Rioja con mediano éxito, y de Rubí De potencia a potencia y algo más que no recuerdo; Eguilaz había aparecido el invierno anterior con Verdades amargas, comedia ruidosamente aplaudida, y que no por estar plagada de incorrecciones de lengua, y hasta de arte, dejaba de anunciar un poeta dramático de buena cepa; inmediatamente después obtuvo otro gran éxito su drama Alarcón; y en la temporada de mi advenimiento a la crítica, su obra El caballero del milagro no fue menos afortunada que las anteriores; Serra emulaba los donaires de Bretón en humoradas tan lindas como La boda de Quevedo; Juan de Ariza escribía comedias muy agradables; y, en fin, y sin contar otras producciones más efímeras ni mencionar otros poetas de menor cuantía, se representaban traducciones tan importantes como Adriana y Sullivan, drama este último que valió a Julián Romea los mayores triunfos de su ya entonces larga y gloriosa carrera de actor.
Este hombre insigne, con la Palma y el viejo Guzmán, representaban aquel invierno en el teatro de los Basilios; en el del Príncipe, Arjona con Teodora, Lamadrid, Calvo y los Osorios; en la Cruz, Variedades o Instituto, compañías de poco más o menos entreteniendo con melodramas, magia y hasta cuadros disolventes, el escaso público de que podían disponer.
Aún se representaba de vez en cuando algo del género andaluz, puesto de moda años antes por el actor Dardalla y sus imitadores. Yo alcancé a ver todavía El corazón de un bandido en el teatro del Instituto, y el Tío Caniyitas en el del Circo, drama romántico muy afamado la primera de estas obras, y popularísima zarzuela la segunda, de Franquelo y Sanz Pérez, respectivamente, como casi todo lo que se representaba y se había representado del mismo abominable género.
El teatro de moda era el Circo de la Plaza del Rey, donde Salas y Caltañazor habían encontrado una mina de oro con la zarzuela, que comenzaba a volar muy alto, y se estrenaron, entre otras que no recuerdo, en aquella sola temporada, obras tan importantes como El Marqués de Caravaca, de Ventura de la Vega y Barbieri; El Grumete, de García Gutiérrez y Arrieta: El Valle de Andorra, de Olona y Gaztambide, y El dominó azul, de Camprodón y Arrieta.
Para juzgar de todas estas y aquellas cosas y de cuanto con ellas se relacionara, según los fueros de su bien ganada autoridad, estaban el ya entonces sabio y respetado Fernández Guerra (don Aurelio), que se firmaba Pipí, y Ochoa (don Eugenio), en La España: y en El Heraldo, Cañete.
Hecho este ligero croquis del campo de mis hazañas, declaro que, para mantener mi absoluto dominio dentro de él, no contaba yo con otras fuerzas ni más caudal de saber que el fárrago de novelas y de toda clase de libracos que había engullido, y de cuya mala digestión conservaba en la memoria, juntamente con lo atrapado en periódicos, corrillos y cafés, montones de parrafadas retumbantes, tumultos de hueca palabrería, apotegmas lamentables que yo sabía zurcir en el aire tomando del almacén tres de aquí y una de allá, y algunos latinajos de calamo currente, muy usados en la prensa política, como ¿risum teneatis?; ¿quare causa?; donec eri felix...; amicus Plato, sed magis amica veritas; fiat justitia et ruat coelum; timeo Danaos et dona ferentes... y otros tales. Sabía también, por habérselo oído a Matica, y por haberlo leído, que hubo un Boileau que escribió un Arte poética, reflejo de otra de Horacio, conocida con el nombre de Epístola a los Pisones; la cual Epístola, a su vez, estaba inspirada en la Poética de Aristóteles; sabía llamar preceptiva a cada uno de estos cuerpos de doctrina: preceptiva de Aristóteles... preceptiva de Horacio... ¡Sonaba muy bien! Después mucho de delinear caracteres, fluidez de lenguaje, estilo ameno, catástrofe, dualismo, unidades, razones estéticas, y sobre todo, el conflicto, el problema, los ideales. Estas palabrejas no las soltaba yo de la pluma en cuanto me caía una novela por la banda. «¿Cuál es el problema...?» «¿Dónde está aquí el conflicto...?» «¿Qué ideales se persiguen...?» Sabía algo sobre Moliére: que algunas de sus mejores obras eran arreglos de otras de Plauto, y llamaba tartuffe a todo gazmoño, y no ignoraba que Moratín había imitado y hasta traducido a aquel insigne francés. También habían llegado a mis oídos, como modelos de arranque sublimemente enérgico, los famosos Quos ego, de Virgilio en boca de Neptuno, para apaciguar una tempestad, y ¡Qui'l morût! del viejo Horacio en la tragedia de Corneille. ¡Mucho juego me dieron estas palabrotas!
Pues bien: con todo esto y con los nombres de los poetas y muchas comedias de nuestro teatro antiguo, y un poco más a su semejanza, y un compendio de Retórica y Poética, de Araujo, en preguntas y respuestas, que compré, para estar al tanto del tecnicismo del arte, y saber lo que es peripecia, anagnórisis, hipálaje, metonimia, hipotiposis y similicadencia, y la escasa luz que podía darme aquel mi buen sentido educado en los teatros por Matica, pero trastornado por el vértigo de la altura en que me había puesto a predicar sobre lo que apenas sabía discernir, me lancé a la brecha.
Recuerdo que me costó un poquillo tomar la embocadura a la tarea, pero con unos preludios de falsa modestia, un sahumerio discreto al talento de mi predecesor, y unas excursiones, eruditas a mi modo, por los cerros del arte, fuese templando el horno. Comencé entonces a barajar nombres y metafísicas y latinajos, y la política, imperante y la moral de los estoicos y los fríos de la estación, con el carácter distintivo de la dramática moderna y cuanto se me iba ocurriendo de sopetón, y aquello era volar, porque el meollo me ardía. me devoraba la fiebre estética, que dijo un doctor de fama, y de mi pluma caían, entre mares de tinta, borbotones de frases caldeadas. Nada tenía que ver todo ello con el asunto de que se trataba; pero la verdad es que abultaba mucho y que sonaba mucho más. Parecía una función de fuegos artificiales terminada con la explosión de una caja de cohetes.
Leíselo a mis compañeros, y lo aplaudieron; se publicó después, y gustó a los lectores. Esto acabó de cegarme; y desde aquel día, proclamándome señor y dueño del campo, comencé, con inaudita desvergüenza, a tratar al arte de tú y a mirar por encima del hombro a poetas, novelistas y comediantes. Declaréme, por supuesto, sprit fort, para estar en consonancia con el periódico en que escribía; y vi que era de necesidad aplicar a los escritores la ley de razas, tal como me la había explicado el madrileño. Recuerdo que la primera justicia que hizo fue en Fernán Caballero, con motivo de su flamante novela Clemencia. Yo no podía hablar bien de este autor (cuyo sexo verdadero me era aún desconocido), por ser un pertinaz propagandista de ideas reaccionarias (lo cual iba con El Clarín más que conmigo), y no saber dar interés laberíntico, ni unidad ni fondo a sus libros, repletos de charranadas andaluzas (y esto era de mi particular iniciativa y de mi especial incumbencia). Además, era de los de afuera, otra casta de escritores que había descubierto yo; porque es de saberse que casi iba persuadiéndome de que no se podía tener talento en España más que en Madrid. Para estas pobres gentes usaba yo un procedimiento particularísimo, de mi exclusiva propiedad: una ironía zumbona, sobre la cual retozaba una sonrisa de protectora compasión; tal, que no parecía sino que la mención aquélla era un mendrugo arrojado de caridad al hambriento de mis elogios. Pues con esta sorna cargante me fui sobre el libro; y, por si era poco y no me entendía el autor, convencido de que con ello le mataba para las letras, adelantándome treinta años a los pedantes de ahora, le asesté estas puñaladas, que, en mi opinión, no tenían cura: «¿Dónde está el argumento? ¿Qué problema se plantea en él? ¿Qué conflicto se resuelve? ¿Qué ideales se persiguen...? ¿No hay ideales? ¿No hay conflicto? ¿No hay problema? ¿El argumento es pobre? Luego no hay novela.» Y ya, puesto a matar, lancéme sobre Ochoa y Eguilaz, que acababan de publicar sendos artículos poniendo a Clemencia en los cuernos de la luna, cosa que yo no podía consentir. Por fortuna nadie me hizo caso; pero muchos jóvenes sabios, que no conocían ni de oídas a Fernán y se tuteaban con Cúchares y el Regatero, me colmaron de elogios.
Así crecía mi fama, y se acreditaba mi autoridad, y me temían ciertos cómicos, y me saludaban desde lejos determinados autores, y me tuteaban muchos periodistas; y tanto llegué a inflarme, que esquivaba la compañía de Matica, cuyas sinceridades eran mi castigo, y abandoné la tertulia del modesto café de La Esmeralda y la sociedad de mis paisanos, y me hice concurrente al Suizo entre la bohemia de la gacetilla y de la dramática al menudeo; y allí cobré afición a la disputa, y llegué a distinguirme por una facilidad de palabra verdaderamente espantosa.
A todo esto, mi padre estaba aturdido. «Hombre -me escribía una vez-: no entiendo bien esas cosas que plumeas; pero no quiero ocultarte que revelan mucho saber; y me asombra lo pronto que lo has adquirido y lo gallardamente que lo derramas. Estos Garcías, a quienes he hecho que lean algo de ello por medio del señor cura, están que trinan, y sostienen que el que lo firma es otro Sánchez, que nada tiene que ver con los Sánchez de mi casa. ¡Qué burros!»
En idéntico sentido me hablaba el cura, y de paso me enmendaba la ortografía de algunos latines usados por mí malamente. De mis cuñados, a quienes enviaba gratis el periódico, solamente el procurador se dio por entendido, y aun por entusiasmado. Me lo demostró en una décima, en estilo curial, que tenía que ver.
En fin, que adonde quiera que miraba y por donde quiera que iba, hallaba el camino sembrado de flores.
- XXII -
No me conformé con esto solo: había otro campo en que espigar nuevos y muy sabrosos triunfos, y nadie en mejores condiciones que yo entonces para colarme en él. Este campo era el mundo, la buena sociedad. Quería seguir las huellas que me dejó trazadas mi predecesor; y cuando lo consiguiera, mis revistas tendrían doble atractivo, y mi imperio se dilataría en casi otro tanto por las regiones del buen tono. Ya no era yo el apocado y meticuloso provinciano recién llegado a Madrid a pretender un destinillo que nunca se me daba; que estudiaba en los transeúntes el modo de andar y de vestir a la moda, y, estrujando los bolsillos para sacar un puñado de pesetas que no eran mías, adquiría con ellas un contrahecho arreo con que presentarme, tropezón y balbuciente, entre las gentes elegantes; ya no temía encontrarme con la familia Valenzuela, porque Clara respondía muy atenta a mis saludos, cuando de lejos se los hacía, y a los demás no quería saludarlos yo; vestía a la moda, porque mi sueldo, casi doblado desde que me había metido a crítico, daba para ello; era yo, en fin, un publicista que tenía un nombre que sonaba mucho en tertulias y cafés, y amigos y admiradores, y trato de gentes, y soltura y desembarazo para andar por Madrid como por mi casa... ¿Quién, pues, como yo para entrar con planta firme en los empingorotados salones, y aspirar a ser el mimado cronista de sus fiestas y ornamentos?
Y entré, comenzando por aquellos en que me había presentado Matica meses atrás. Pero me engañaba algo el pensamiento. Delante de los hombres me desenvolvía tal cual; mas delante de las damas desconocidas continuaba siendo un pobre babieca: me faltaba el pertrecho de ingeniosas frivolidades con que los chicos de mundo improvisan un tiroteo de galantes agudezas con una mujer, tan pronto como se acercan a ella; pertrecho que, por lo común, no se adquiere comenzando a buscarle cuando se tiene ya la cara llena de barbas, y se ha pasado el tiempo que queda atrás en los jarales de una aldea. Por fortuna mía, estaba allí Clara aquella noche; y viéndome perplejo y desorientado, a Clara me acerqué, como de escala en puerto conocido. No me pesó de ello.
¡Singular naturaleza la de esta joven! Siempre me hacía el efecto de una estatua con voz y movimiento. Costábame trabajo persuadirme de que detrás de aquella piel tersa, mate, verdaderamente marmórea, hubiera nervios sensibles, y arterias con sangre caliente, y un corazón que palpitara como el mío, y un alma que se asomara a aquellos ojos duros, imperiosos, negros, tan negros, que tizne de su negrura parecían las cárdenas ojeras que los circundaban. ¡Qué labios aquéllos, aunque húmedos y finos, pálidos, y, en la apariencia, yertos; y aquellos dientes menudos, blancos, cual si fueran tallados en una pieza de porcelana, y no nacidos uno a uno... y la voz, cadenciosa y hombruna, que, por una fascinación ejercida por este conjunto de singularidades plásticas, más me parecía efecto inmediato de la luz de los ojos que formada al modo de todas las voces humanas...!
Pero estatua o no, la hija de don Augusto Valenzuela había llegado ya a un grado de morbidez tan simpático, que se estaba uno a su lado muy a gusto. Ni ¿cómo era posible que yo, que la había conocido un año antes tan angulosa y enfermiza en la Montaña, contemplara las ronchas que le hacían los guantes en las rollizas muñecas, la redondez de su cuello y turgencia de sus hombros, mal velados por la transparente gasa de su ondulante y parlero camisolín, sin un sentimiento, cuando menos, de lícita vanidad, por ser hijo de la tierruca cuyos aires tales maravillas habían obrado en tan poco tiempo?
Creo que hablamos algo de ella, es decir, de mi tierra; pero ni una palabra de mis empresas literarias. O no las conocía Clara, o las estimaba en poco: de todas maneras, no era la omisión para envanecerme. Después bailamos juntos; y cuando descansaba de la fatiga del vals apoyándose en mi brazo, un poquillo jadeante y con un amago de sonrisa y una mirada rápida me explicaba la razón de su lícito abandono, entrábanme como deseos de decirla: «cánsese usted mas, señora, que aquí hay brazo para todo.» Pero me conformaba con admirar otra vez, en conjunto y en detalle, mientras hablábamos de cosas bien distintas, la obra regeneradora y escultural de las brisas de mi pueblo.
Apenas se hubo sentado, llegóse el fachendoso Barrientos a saludarla, y yo me separé de ella.
Mis subsiguientes empresas, aunque no a todo mi gusto, como tanteo de bríos no me dejaron descontento. Al otro día, que lo era de revista para el periódico, escribí algo de aquella soirée consta que la mención fue del gusto de las damas aludidas.
Me animó el éxito del ensayo y lancéme a otros salones: hízose en ellos ancho lugar el ruido de mis lisonjas; prestóme la osadía la travesura que me faltaba, y se colmaron mis ambiciones de ser el rey de la crítica literaria y el primer cronista, del mundo elegante. ¡Poder de cuatro dones aparatosos de la madre naturaleza, y de una desfachatez imperturbable!
Entre tanto, el gobierno de los polacos nos daba un disgusto cada día, y estaba poniendo en el disparadero la paciencia de la gente liberal. Hablábase de tropelías, de concusiones, de vandalismos; en fin, de todo linaje de desafueros cometidos por el poder; protestaba la prensa contra la opresión en que vivía, en un manifiesto al público, y eran encarcelados los repartidores y encausados y multados los firmantes; adheríanse a este manifiesto los periodistas y escritores de todas castas; uníanse estrechamente progresistas y moderados, y manifestábanse también contra la tiranía del Gobierno...; hasta «la juventud» indignada lanzaba su protesta correspondiente, pidiendo de paso «espadas; y si no las había, chuzos, y si no, piedras».
O'Donnell andaba oculto, porque burló la vigilancia de la policía, mientras salían «de cuartel», a varios puntos del reino, Armero, Concha, Infante... y no sé cuántos generales más; y muchos personajes civiles, unos a la fuerza y otros por precaución, desaparecían de la noche a la mañana; y como se había declarado una guerra a muerte entre el poder y las oposiciones, la palabra «insurrección» se traslucía en la forzada insipidez de los periódicos; oíase clara y terminante en las conversaciones de todos los corrillos, en la calle, en las tertulias y en los cafés... hasta que estalló en Zaragoza en forma de pronunciamiento, en el cual perdió la vida el brigadier Hore que se había puesto al frente de él.
La política, pues, lo absorbía todo en aquellos días vecinos a la primavera; pero la política tumultuosa, candente, convulsiva, oliendo a pólvora y a motín. En esto apareció El Murciélago, hoja clandestina que, bajo sobre enlutado, se colaba en todos los bolsillos, y hasta en los regios aposentos de Palacio; en la cual hoja se estampaban en letras de molde cuantas desvergüenzas se murmuraban al oído en las conversaciones reservadas. Y aquello fue un volcán, uno de cuyos cráteres más activos era la redacción de El Clarín de la Patria, como órgano de la fracción más inquieta y avanzada del progresismo de entonces.
¡Válgame Dios, qué hervidero aquél! El bueno de Redondo daba compasión, con los ojos hundidos, los bigotes erizados, los dedos sucios de tinta; sin comer, sin dormir, sin afeitarse; tan pronto perorando en la mesa de la redacción, como cuchicheando en el gabinete a puertas cerradas, con emisarios y cómplices; a veces escondido, a veces escondiéndose, sobresaltado, nervioso, inapetente... Bujes no cesaba de ir y venir. ¡Y qué gentes solían acompañarle! ¡Y qué cosas referían, y a qué cosas se brindaban! Los redactores, mis subalternos de la administración, los repartidores, todo el mundo hacía algo, servía para algo allí; todo el mundo menos yo, que, en aquellas horas de vértigo, atolondrado y absorto, hasta me olvidaba de que había en el periódico una sección que estaba a mi exclusivo cargo. Pero, en cambio, tenía, como nadie, el don desdichado de apropiarme los gustos, las impresiones y hasta las majaderías de los demás; una propensión funesta a contagiarme de las pasiones que flotaran en el ambiente que yo respirase; y, al cabo, me contagie de aquella fiebre revolucionaria que consumía a mis compañeros.
Síntomas de ella fue la admiración que comencé a sentir por los hombres que de tal modo se sacrificaban por la libertad de su patria; y Brutos, Catones y Gracos me parecían hasta Bujes y el portero de la redacción. El éxito ruidoso de los manifiestos y periódicos secuestrados por la autoridad, me llenaban de noble envidia; y comparándome yo con los hombres que tales riesgos afrontaban, dábame vergüenza del chisporroteo de mis batallas a alfilerazos con poetas y comediantes, y de los afeminados perfiles que mi pluma consagraba a los fútiles pasatiempos del mundo elegante.
Comencé a discurrir que, no obstante la importancia que mi altísimo ministerio (así llamaba yo al oficio) me prestaba entre editores, autores, empresarios, damas encopetadas y galanes a la moda; a pesar del pisto que yo me daba recibiendo, «en testimonio de consideración» y de otros sentimientos, ejemplares de cada libro, de cada comedia, de cada folleto, de cada copla que vomitaban las prensas de imprimir, la plaza de revistero prometía muy poco para en adelante; y el día en que la abandonara, nada me quedaría que la recordase sino la enemistad de los flagelados, el agradecimiento insulso y platónico de los pocos amigos a quienes había colmado de elogios, y el de las mujeres feas y de los hombres fatuos adulados por las lisonjas de mi pluma. Necesitaba yo, indudablemente, sin renunciar por entero a estos triunfos pacíficos, otros más resonantes y viriles; algo en que ejercitar las fuerzas que me prestaba la atmósfera que me envolvía, y más compatible con las aspiraciones de que me vi henchido de repente. Al logro de estas aspiraciones se caminaba por la sección de política palpitante de El Clarín. En busca de este camino enderecé resueltamente mis pasos.
Continuaba la prensa periódica más vigilada y opresa cada día; y, por lo mismo, más empeñados los periodistas en hablar de cuanto les estaba prohibido, que era mucho. De aquí el estudio y los esfuerzos de ingenio que se hacían para decirlo todo sin decir nada, y el hábito de afrontar riesgos muy graves a trueque de satisfacer las propias comezones y la curiosidad del público, ávido de escándalos con que entretener el desasosiego en que vivía.
Sin dar cuenta a nadie de mis proyectos; bien pertrechado de hojas sueltas y de algunos números de El Murciélago; tomando de las unas y de los otros hechos y nombres que yo desconocía, y procacidades y desvergüenzas calumniosas, cuya sola lectura me asustaba, convertílo todo en substancia y compuse con ello, en el silencio Y la soledad de algunas noches, un Cuento oriental que concluía empalando el pueblo al Visir, hombre infame y tirano que tenía secuestrado al Califa, a quien hacía, con viles amaños, encubridor de sus torpes y descomedidas ambiciones. Morían también los eunucos del serrallo y no sé cuántos servidores del alcázar, por desleales a su señor y cómplices del gran Visir en todos sus crímenes abominables. Estaban los lances del cuento rigurosamente ajustados a los sucesos políticos evidentes y a los rumores calumniosos del día, y abundaban las reflexiones satíricas y maleantes y los comentarios insidiosos, para que se fuera leyendo entre renglones lo que no alcanzaran a explicar los hechos descarnados del asunto. Dicho sea sin vanidad, el cuento resultaba no mal pergeñado, bastante entretenido y, a pesar de su tremebundo desenlace, muy risueño. Se lo leí a Matica antes que a nadie, y lo ponderó muchísimo.
-Parece mentira -me dijo- que esto lo haya escrito la misma pluma que tanto ha barbarizado haciendo revistas literarias. Hay que publicarlo, suceda lo que suceda.
Después se leyó a claustro pleno en el gabinete de la redacción.
-Aunque me cueste un viaje a Filipinas -exclamó Redondo entusiasmado-, esto se publicará, y en la sección de fondo: mañana mismo. La hoguera necesita más leña, y este solo tizón es un incendio. ¡A las cajas!
¡Cosa rara! El Argos de la censura previa, que no daba paz a sus cien ojos rebuscando en los impresos delitos que perseguir, fue ciego aquel día con El Clarín de la Patria; y sólo cayó en la malicia del cuento después que los repartidores se habían echado a la calle. Entonces comenzó el ojeo de la policía; y con los estruendosos alardes de costumbre, se secuestraron simultáneamente los ejemplares que quedaban en la redacción y los que se arrebataron de las manos de los repartidores. ¡A buen tiempo! Una gran parte de la tirada se había distribuido ya en Madrid. y con el pretexto de que los suscriptores que no habían recibido el número supieran la causa, El Clarín tuvo buen cuidado de referir en un suplemento el suceso, con el mayor número posible de pelos y señales.
Sucedió lo de siempre: el secuestro, y secuestro tan extemporáneo, avivó la curiosidad; buscáronse con avidez los ejemplares repartidos; leyóse el cuento pecaminoso; parecieron sus malicias de doble relieve del que les correspondía; cundió la fama de ellas; creció la curiosidad; y no bastando los ejemplares que existían en el dominio público, hízose copiosa edición clandestina del cuento; y de este modo no quedó casa ni café ni taberna ni bolsillo donde no anduviera mi obra, ni boca que no pronunciara el nombre del autor. Porque yo mismo lo declaré, «en confianza», al primero que me preguntó por él, tan pronto como caí en la cuenta de que tanto ruido y matraqueo era un toque a gloria para mí, y lo confirmaron en todas partes, sabiendo que en ello me complacían, Matica y mis compañeros de redacción. Para que nada faltase a mi popularidad, Bujes entusiasmado, y después de abrazarme conmovido, diomela en los barrios bajos repartiendo las hojas a docenas, descifrando los enigmas de la historia y ensalzando el talento y las cívicas virtudes del autor. Excitaba en la calle la curiosidad de los transeúntes, y me estrechaban la mano gentes que me eran desconocidas.
Yo estaba borracho de felicidad. Sin embargo, no dejaba de conocer que en circunstancias normales no hubiera producido el cuento tan extraordinario aplauso; que éste era obra de la persecución del Gobierno y del estado de los ánimos. En el embrollado mar de la política no tienen otros méritos tantos y tantos escritos que después del mío se han hecho muy famosos.
Hasta tal extremo lo fue éste, que llegué a abrigar muy serios temores de que el Gobierno me disipara la embriaguez del triunfo con algún disgusto serio. Lo mismo opinaban mis compañeros y amigos.
En esto recibí una carta de Valenzuela, el cual me llamaba a su despacho para tratar de un asunto que me interesaba. La primera impresión que sentí fue de espanto. Después me tranquilicé considerando que para apoderarse el Gobierno de mí, no necesitaba tenderme un lazo, ni mucho menos valerse para ello de la mano de Valenzuela, en quien no podía concebirse tan ocioso alarde de maldad, por malo y pícaro que fuese.
Consulté el caso, y hubo tres pareceres: que acudiera a la cita; que no acudiera; que me ocultara. Opté resueltamente por lo primero.
¡Qué fino, qué cariñoso... y qué desmejorado hallé al rumboso manchego! Me tendió la mano y hasta me preguntó por mi padre.
-Quiero demostrarle a usted -me dijo- que soy hombre de palabra, cumpliendo la que le empeñé aquí mismo, de avisarle tan pronto como pudiera ofrecerle algo que le conviniera.
-Siento muchísimo -respondí humildemente que ese testimonio de estimación con que Vuecencia me honra llegue un poco tarde.
-¡Tarde! -exclamó Valenzuela-: ¿por qué? -Porque temiendo morirme de hambre -repuse sin altanería-,en espera de cosa mejor, acepté, apenas cesó Vuecencia en el alto cargo que hoy ejerce de nuevo, el empleo que un amigo me proporcionó en la administración de un periódico.
-Algo más que administrarle bien ha sabido el afamado revistero Pedro Sánchez -añadió Valenzuela en tono lisonjero, y, a mi parecer, acordándose más del Cuento que de las revistas-; y precisamente porque conozco esas muestras de su buen ingenio y de su gallarda pluma, quiero emplearle a usted de modo que dentro de sus aficiones trabaje menos y le luzca más. ¿Entiende usted?
-Si Vuecencia se sirviera explicarse...
-Ante todo, déjese usted de tratamientos ceremoniosos, amigo Sánchez...
-Como usted guste -dije siguiéndole el humor.
-Pues quiero -continuó Valenzuela, encareciendo mucho sus palabras con el tono y los ademanes- darle a usted algo que no sólo valga la pena desde luego, sino que le sirva como de ingreso a más lucida y provechosa carrera. En este concepto, tiene usted a su disposición una plaza de redactor de un periódico que merece todas las simpatías del Gobierno, por estar identificado con su política salvadora. Ya sabe usted lo que esto significa, dicho en este sitio por un hombre como yo.
-No lo ignoro -respondí algo turulato, así por la índole como por lo inesperado de la oferta-; pero le ruego a usted que considere cuáles son las ideas de El Clarín de la Patria, y los compromisos de gratitud que tengo con él.
-Esas delicadezas le honran a usted mucho, señor Sánchez; pero han de servirle de muy poco. Los hombres consecuentes y los escritores concienzudos son los primeros que se mueren de hambre en los tiempos que se usan. Pero, en fin, allá usted. Por lo que a mí hace, atento solamente a lo que puede convenirle, le reitero la oferta. Dígame con entera confianza si la acepta o no.
Me faltó valor para responder categóricamente lo que sentía, dando por cierto que los ofrecimientos de Valenzuela descendían por línea directa del éxito ruidoso de mi Cuento oriental, y le pedí el plazo de algunas horas para estudiar el asunto con la debida serenidad.
-Tómese usted cuantas necesite -me respondió secamente, penetrado, sin duda, de mis verdaderas intenciones.
Despedíme con poco más que una fría reverencia, y volé a dar cuenta del suceso a mis amigos, que me aguardaban anhelosos en la redacción.
-No alcanzo -dije, después de referir punto por punto la entrevista- qué interés puede tener el Gobierno en que yo escriba en su periódico de cámara, cuando cuenta con plumas bastante más diestras en esas lides que la mía.
-Lo que menos le importa al Gobierno -replicó Matica, que se hallaba presente- es lo que usted pueda escribir en favor suyo: demasiado sabe él que la enfermedad que lo está matando no se cura con sahumerios ni con panegíricos, aunque se los haga el mismísimo San Pablo; pero sabe también que el nombre de Pedro Sánchez, desde la publicación del Cuento oriental, que es obra suya, anda en todas las bocas que se complacen en decir algo malo de la situación; y que seria de gran efecto, por lo que desencantaría a las oposiciones, la aparición en todos los periódicos ministeriales de un sueltecito que dijera, sobre poco más o menos: «Desde hoy figura entre los redactores de El Mensajero el joven y afamado escritor don Pedro Sánchez.» Esto, en las actuales circunstancias, equivaldría al paso de un regimiento al enemigo en el momento de comenzarse la batalla. ¿Se entera usted? Pues para eso, para que deserte, le ha llamado a usted el rumboso Valenzuela. Conque ¿qué piensa usted contestarle?
-¡Que no! -respondí, muy ofendido de semejante pregunta.
-Pues dígalo usted por escrito -me aconsejó el madrileño con la conformidad de todos los demás-, y no envíe la carta hasta después de hallarse escondido en lugar seguro; porque para usted no hay escape: o se sacrifica a los dioses del poder, o te envían a las fieras del circo.
La disyuntiva me espantaba; pero era la pura verdad. ¡Esconderme, renunciar a la luz y al aire de la libertad!... ¿Y en dónde?, ¿hasta cuándo?
Don Serafín Balduque, que venía preguntando por mí, me halló en estas mentales lamentaciones. Confiéle en secreto la causa de ellas; y llevándome al rincón más apartado me dijo al oído.
-Arregle usted sus cosas aquí y en la posada, y deje lo demás de mi cuenta, que yo le prometo encerrarle donde no le huelan los mejores sabuesos de la policía. Después de encerrado, me encargaré también de descubrir el encierro a las personas que usted designe... Pero que sean pocas, porque secretos de muchos...
Convine en ello de muy buena gana; y quedando con don Serafín en que volviera a buscarme después de anochecido, le pregunté:
-Y usted ¿para qué me buscaba?
-A la noche se lo contaré a usted más despacio -díjome, y salió de la redacción como un cohete.
Pasé el resto del día ocupado en los preparativos de mi viaje: escribí una carta muy fina a Valenzuela, y se la di a mis compañeros con encargo de que no la enviaran a su destino hasta el día siguiente. Después de anochecido volvió don Serafín; despedíme de todos, y salí con él.
-¿Adónde me lleva usted? -le dije en la calle.
-A mi casa -me respondió muy ufano-. ¿Dónde más seguro ni mejor cuidado había de hallarse usted, calabaza?
- XXIII -
No tuvimos necesidad de llamar a la puerta; pues Carmen, que nos esperaba detrás de ella vigilante, nos la abrió tan pronto como oyó el ruido de nuestros pasos. Asaltóme al entrar el recuerdo de la primera vez que había visto yo a la hija de don Serafín en aquel mismo pasadizo. ¡Con qué respeto, con qué ruborosa admiración a su belleza, con qué cortedad de lugareño le tendí la mano entonces! Pero en esta otra ocasión, después de lo que yo había aprendido en la escuela del chico y del gran mundo; de haberme acostumbrado al trato de tantas y tan diversas gentes; después de haber ejercido durante un año una verdadera dictadura en la república de las letras, y, sobre todo, con la aureola que me daba la persecución del Gobierno por la publicación de una obra cuya resonancia había hecho de mi nombre una bandera en la corte de las Españas, donde tantos hombres de altísimo valer viven obscuros y desconocidos, ¡qué grande me vi en la pequeñez de aquella morada, y con qué aires de protector me digné tutear a Carmen, mientras tomaba sus dos manos entre las mías y las completaba risueño y bondadoso desde la altura de mi grandeza!
Creo que no le desagradó aquella muestra de paternal confianza. Desde que me hice publicista noté yo en ella, las pocas veces que nos vimos, ciertas señales de admiración a mi talento. No es de extrañar que la admiración llegara al asombro en aquellos días en que tanto ruido hacía mi nombre.
Condujéronme padre o hija al gabinetito de la sala, que habían destinado para mí, y notó bien pronto que a expensas de aquélla estaba muy bien provisto de muebles. Sobre una mesita con tapete encarnado, en el centro de la estancia, había recado de escribir. con abundancia de papel blanco, algunos libros y los últimos números de El Clarín de la Patria. Vi en todo ello la delicada previsión de Carmen, y le di las gracias con una mirada de grande hombre reconocido. ¡Sabe Dios en qué apreturas y estrecheces se habría metido aquella pobre familia para proveerme a mí de todo lo necesario!
Cuando nos quedamos solos en el gabinete don Serafín y yo, dije a éste:
-Antes de tomar posesión de este placentero refugio que usted me ha proporcionado, necesito decirle que sólo le acepto con la condición de que, mientras en él me halle, ha de correr de mi cuenta el gasto diario de la casa. De otro modo, ahora mismo me largo...
Hubo tras esto una porfía que no refiero porque se presume fácilmente, y quedó este punto arreglado del mejor modo posible.
-Ahora -añadí- dígame usted para qué me quería esta mañana cuando fue a buscarme a la redacción.
Nublósele la faz a Balduque, se rascó la cabeza, se atusó el crespo bigote con toda la mano y me respondió al fin, mustio y desalentado:
-Pues le quería a usted... ¡Qué calabaza!, no sé a punto fijo para qué le quería. Por de pronto, para desahogarme un poco en la confianza de su buena amistad; después, para decirle: aquí está un hombre que no teme riesgos ni peligros; un hombre dispuesto a todo con tal de ganar honradamente... lo que gana el portero de la redacción... Porque ha de saber usted que estoy tres días hace sin el empleíllo particular que desempeñaba. El usurero judío que me lo dio, casi a regañadientes, dice que se basta y se sobra para desempeñarle, por la cama y la comida, un sobrinazo que le ha llegado, no sé de dónde, y me ha plantado en la calle. ¡Y en qué ocasión!... días después de haber levantado mi compadre su tienda de ultramarinos, y marchádose para siempre con su mujer al último rincón de Galicia. Por ahora no me apura la situación, porque hay algunos ahorrillos, a fuerza de economía, y estas mujeres ganan todo lo que necesitamos; pero pueden enfermar; puede llegar el día en que yo no les consienta trabajar tanto; puede... ¡Qué sé yo, calabaza!... Mire usted, señor don Pedro: de un tiempo acá me entran unas aprensiones, unos temores... y unas murrias!... Me falta aquella fe que yo tenía antes para esperar la reposición en cuanto llegaba la cesantía. últimamente he dado en verlo todo obscuro, en desconfiar del mañana y de los hombres..., hasta de mis propias fuerzas. Y esto debe consistir en que, a mis años y con mi mala suerte, la menor contrariedad parece el fin de la vida... ¡Ahora se está armando una gorda, y se armará como Dios está en los cielos! No son tiempos éstos de pensar un hombre como yo en que le hagan justicia los mismos que le agraviaron... Llegará el día de reventar, y esto reventará..., ¡vaya usted a saber por dónde, calabaza! De modo que negro el presente, obscuro el porvenir!... Porque ríase usted, señor don Pedro, de toda esta vocinglería patriotera que se oye por todas partes; eso de moralidad. honra, justicia, economías y libertad, lo he oído yo gritar veinte veces en otras tantas vísperas de pronunciamiento, de buena fe si usted quiere y con igual entusiasmo que ahora; pero al día siguiente, después de ganar la partida, ¡música celestial!: lo mismo que los otros, punto más, punto menos. Lo mejor, para los atrevidos; y los desechados a gritar contra ellos a la plaza... Ya lo verá usted. Por de pronto, bueno es que se arme algo, porque así no se puede estar; pero... Hablemos de otra cosa. Ésta es su cárcel de usted, y todos los carceleros estamos a su disposición con alma y vida... Duerma usted, pues, con entera tranquilidad, que mucha fuerza ha de mandar la desgracia para que le descubran aquí los polacos. Por de pronto, nadie le persigue todavía; quizá no se le persiga nunca, ¡y ojalá que tal suceda! Pero si no sucediese, considere usted que otros pájaros más gordos andan más a la vista, y aún no han dado con ellos los polizontes... Y ahora, dígame a quiénes he de enterar mañana del paradero de usted, y cuanto se te ocurra para el mundo de los vivos; porque, hoy por hoy, téngase usted por muerto, si no prefiere que le maten los polacos a disgustos; y entienda que entre ese mundo y usted no ha de haber otro medio de comunicación que yo.
Hablamos, en efecto, de este particular que, por interesarme muy de cerca, hizo que me olvidara de la tribulación de don Serafín; después, por exigencia inía, entró Carmen con su labor en el gabinete; y en muy agradable tertulia los tres, se acercó la hora de recogerme.
Al otro día tuve un despertar medianejo. Limpia y cómoda era mi cárcel; monísima y dulce como una tórtola la carcelera, pero, al cabo, yo no era libre, y tras de no serlo, no estaba seguro de que a la hora menos pensada no me arrojara la suerte en una cárcel verdadera. ¿Cuánto duraría aquella situación? ¿Cómo se resolvería? ¿Qué sería de mí si la conspiración fracasaba y el Gobierno se afirmaba con el triunfo, y teníamos polacos para todo el año?
No quise echar mis pensamientos por este lado, y me arrojó de la cama. Una hora después me servía Carmen el chocolate en la mesita del gabinete.
-En verdad -le dije-, que muchos trocaran su libertad por mi cautiverio, si supieran qué carcelerita me sirve a la mesa.
-¿Chicoleos otra vez? -respondió Carmen con burlona sonrisa.
Acordéme de los de la noche de marras, y convine con la hija de don Serafín en que la había dicho una majadería.
-Le prometo a usted la enmienda -añadí-, si me perdona el pecado.
-Anoche me tuteaba usted -me respondió.
-Otra majadería quizá -repuse.
-No lo entendí yo así.
-¿Prefiere usted que siga tuteándola? En este, caso, ha de ser a condición de que usted me tutee también.
-No es lo mismo -dijo Carmen poniéndose más encendida que la grana.
-¿Por qué no es lo mismo? Si yo peinara canas, o fuera un hombre de esos cuya sombra es un amparo..., cuyo nombre inspira respeto; cuyo...
Esperaba yo que Carmen me atajara diciéndome: «cabalmente porque usted es de esos hombres»; pero no me atajó así, sino que dio media vuelta, y con una sonrisita muy mona, se fue, después de decirme, aludiendo al chocolate:
-Que aproveche.
Aquella mañana supieron mis compañeros de redacción y Matica el lugar de mi refugio; y recibí, con las precauciones convenidas la víspera entre nosotros, equipaje y libros. Según don Serafín, las cosas marchaban viento en popa; tanto, que Matica, aunque muy entrado ya junio, se quedaba en Madrid en espera de los acontecimientos que se preparaban; mi carta a Valenzuela había, sido llevada a su destino, y el Gobierno buscaba sin descanso el escondrijo de O'Donnell, alma de la conspiración; pero no daba con él... Casi lo mismo que yo sabía antes de esconderme.
Después leí durante una hora; almorcé «en familia»; me paseé a lo largo de la sala y a lo ancho del gabinete hablando al mismo tiempo con Carmen, que cosía sin cesar, o con su padre, que entraba y salía, o con Quica cuando llegó a ayudar a Carmen. Luego, vuelta a leer otro rato y a pasearme enseguida... hasta que volvió de la calle don Serafín con cuatro noticiones absurdos y una noticia comprobada: la do que me andaba buscando la policía. Esto me hizo poquísima gracia, y noté que Carmen se inmutó al oírlo. Mostró una tranquilidad que no tenía, y a las seis comimos. Después de comer, lo mismo que la noche anterior.
Con ligerísimas variantes, ésta fue mi vida durante dos semanas. Mi padre, aunque sin saber todo lo que me pasaba, me escribía con sobre a Matica, y yo le escribía a él por conducto del cura del lugar: cuatro palabras secas para darnos mutuamente fe de vida: no estaban los tiempos para otros lujos.
Por fin se rompió la monótona regularidad de aquel vivir, el antepenúltimo día del mes. Volvió de la calle, a la hora de almorzar, don Serafín, cubierto de sudor y acelerado.
-¡Se armó la gorda! -dijo, arrojando el sombrero, y arrojándose él mismo después encima del sofá.
Quedéme boquiabierto, y Balduque me refirió lo siguiente en voz baja y anhelosa:
-Esta madrugada se ha pronunciado el general Dulce, director de Caballería, al frente de toda la que había en Madrid, más un batallón de infantería... Han dado el grito en el Campo de Guardias, donde se les ha unido O'Donnell para ponerse al frente del movimiento. Se cuenta con tropas de Toledo; toda la guarnición de Alcalá... ¡qué sé yo!, y con el mismo demonio que se ha desencadenado para acabar con la infame polaquería. El Gobierno está aturdido, y no deja ni respirar a los sospechosos... ¡Ah!, se me olvidaba: Redondo está en el Saladero con Sixto Cámara, Rivero y no sé quiénes más. Las gentes hormiguean en las calles, y comienza el conde de Quinto a publicar cada bando que asusta. En la redacción de El Clarín no he hallado más que al conserje... Se teme el alzamiento del pueblo; pero hasta ahora no se menea... De todos modos, la cosa es formidable, y el Gobierno está en capilla.
Pasé el día entre emociones, procurándomelas don Serafín con las noticias que me traía de vez en cuando, de sucesos que no se acentuaban todo lo que yo deseaba.
Al siguiente supe que El Clarín, como todos los demás periódicos que, tras de hablar algo fuerte en favor del pronunciamiento, no reprodujeron los decretos de la Gaceta deshonorando a los generales pronunciados, había sido suprimido por una orden de la autoridad militar. El 30 por la noche me espantó Balduque refiriéndome los horrores que se contaban del encuentro de las fuerzas insurrectas con las del general Lara en los campos de Vicálvaro, a las puertas, como quien dice, de Madrid, desde cuyos tejados distinguieron muchos curiosos, o lo soñaron, el movimiento, y hasta oyeron el ruido de la batalla.
-¿Y en qué paró? -pregunté anheloso a don Serafín.
-Según el Gobierno - respondióme Balduque-, en que huyen a la desbandada y derrotados, los otros; y según los partidarios de éstos, en que Im fuerzas de Lara se han refugiado en Madrid, acosadas por las tropas de O'Donnell hasta la puerta de Alcalá. No; y correr, bien corría calle abajo Vista-Hermosa con un tropel de soldados que yo vi entrar al anochecer.
-Y el pueblo soberano, ¿qué hace en presencia de esas cosas?
-Enterarse de ellas achantadito... Él sabrá la causa; porque agallas no deben de faltarle.
-Pues que las guarde para mejor ocasión -dije, desconfiando de las supuestas agallas y comenzando a sentir el desaliento, que llegó a su colmo al saber al otro día que las tropas sublevadas tomaban el camino de la Alancha, en busca de la frontera de Portugal.
¡Dios mío!, ¡cómo se me desvaneció entonces de repente todo el humo de la cabeza! ¡Yo político; yo revolucionario; yo autor de un escrito sedicioso, tejido tal vez de calumnias alevosas; yo perseguido por la policía; yo escondido como un criminal; yo expuesto a no poder andar sobre el suelo de mi patria a la luz del sol, como los hombres honrados! Y ¿por qué todas estas cosas? Por un falso y repentino entusiasmo, como el que anima al comediante cuando representa un papel que le han escrito, debajo de unos hábitos que no son los suyos, y delante de unas gentes a quienes no conoce. ¿Estaba yo seguro de que fuera cierto todo cuanto se decía del Gobierno que mandaba? ¿Serían más honrados los otros, puestos en las mismas condiciones? ¿No habría siquiera un poco de pasión de partido, algo de furor de secta, de deseos de lucro, de ambiciones de mando, de apego a los destinos públicos, en la mayor parte de los que le difamaban y le escarnecían y se levantaban en armas contra él? ¿No habría entre tantos ardentísimos patriotas, algunos centenares de inocentes como yo, cuyos gritos de ¡adelante! fueran arrancados por el ansia de hallar una salida, después de haberse cortado incautamente ellos mismos la retirada...? Porque yo no cesaba entonces de pedir al cielo el triunfo de los pronunciados; y juro a Dios que sólo lo hacía por el deseo que me hormigueaba de andar libre por la calle, como el último de los barrenderos de la villa. ¡Y don Serafín, por todo consuelo, me traía los partes que publicaba el Gobierno, «para satisfacción del leal vecindario», dando cuenta a éste de las ventajas alcanzadas por la división perseguidora, de Blaser, sobre los perseguidos, los cuales, a creer al ministro interino de la Guerra, sólo esperaban, para presentarse en Madrid como rebaños de corderos, a que la Reina les perdonase la calaverada! Verdad que al mismo tiempo me traía noticias muy al contrario, que le daban para mí los redactores de El Clarín, iniciados en los asuntos de la revolución; pero ¡estaban tan desacreditadas las ponderaciones de la gente revolucionaria...!
Notaba Carmen estos mis desalientos, y me dijo una vez:
-¡Qué pesada se le va haciendo a usted la cárcel!
-Bien sabe Dios -respondí-, que no es por culpa de sus guardianes.
-No lo será -replicó ella-; pero tampoco consiguen, por más que lo intentan, hacerle a usted llevadera la prisión.
-Pues ¿qué sería de mí -exclamé tomando entre mis manos una de las lindísimas de Carmen- en tantos días de forzoso encierro, sin los cuidados que me consagra y los consuelos que me da y la luz que esparce en su derredor mi hermosa carcelera?
Una leve tinta ruborosa en sus mejillas fue la única respuesta que me dio. De pronto, retiró su mano, y preguntóme, tras un suspiro muy hondo:
-¿Usted sabe qué le pasa a mi padre...? ¿Ha hablado algo con usted?
-¿De qué, hija mía? -preguntéle yo a ella con mucha curiosidad.
-¡Qué sé yo...! -me dijo-. Hace tiempo, muchos meses, que no es lo que era. Anda caviloso..., a lo mejor habla solo; apenas come, duerme muy mal... Cuando me ve disimula, y hasta quiere bromearse como antes; pero más se le conoce así... Desde que perdió el empleíllo particular y se marcharon a su pueblo mis padrinos, se han agravado tanto en él estas cosas, que a veces me da miedo... Cuando le pregunto algo, se ríe de lo que él llama «mis aprensiones...» Puede que tenga razón; pero antes no era así... Como ustedes hablan tan a menudo a solas, podía haber sido más franco con usted que conmigo.
-¡Bah! -exclamé, riéndome también de las aprensiones de Carmen-, no sea usted niña. ¿Qué me ha de haber contado su padre de usted? Es un manojo de nervios, y ahora le da por ahí.
Y no hablamos más, porque el tal, con un ruidoso taconeo, apareció en la sala diciéndome con gran encarecimiento:
-¡El brigadier Buceta, al frente de mucha tropa y mucho paisanaje, ha entrado en Cuenca!
-¿Y qué hacemos en Madrid en vista de ello? -preguntéle, siguiendo el hilo de una aprensión que se me había metido entre los cascos.
-Pues... achantaditos hasta que se presente la ocasión.
Pocos días después:
-¡Valladolid está en armas!
-¿Y el enano? -pregunté muy serio a don Serafín.
-¿Qué enano? -preguntóme a su vez éste, con asombro.
-El de la venta.
-No sé una palabra -respondió Balduque con un candor angelical.
Echéme a reír de todas veras, aunque me estaban llevando los demonios de coraje.
Al día siguiente, lunes, por la mañana: don Serafín, entrando desaforado:
-¡Zaragoza...! ¡Barcelona...!
-¡Y nosotros -dije yo-, ni por ésas!
-Dicen -añadió don Serafín- que el elemento militar ha desvirtuado la revolución; que no es el interés del pueblo lo que ha sacado a las tropas de los cuarteles.
-Cuatro días hace que me trajo usted un ejemplar del manifiesto de Manzanares, en el que se demuestra todo lo contrario.
-Hombre, sus razones habrá para no moverse; porque agallas no faltan.
El mismo día, al anochecer: Balduque entrando:
-¡Ahora sí que va de veras! Ya podemos gritar a voz en cuello: ¡mueran los tunante!, ¡mueran los ladrones...! Choque usted esos cinco. Desde esta mañana está el ministerio boca abajo. ¡Y el pobre pueblo, sin saber nada...! De modo que en cuanto lo ha olido al salir de los toros, ¡buf!, ¡no le cabe en las calles! y grita que se las pela; y ha mandado que repiquen todas las parroquias; y pide las cabezas de los ministros, y la de...
-Pero ¿qué otro Gobierno se ha nombrado? -preguntó con ansia.
-Ninguno. Dicen si Córdoba está encargado de formarle: pero o no quiere, o no halla el modo, porque en este momento no hay más Gobierno en Madrid que la gente que grita por las calles.
-¿Es decir que yo soy libre de andar por donde se me antoje?
-¡Claro que si, calabaza!
No quise saber más. Me vestí precipitadamente.
-Si no vengo a una hora regular -dije a toda la gente de la casa que me contemplaba atónita- no me esperen. Conque hasta luego, o hasta mañana.
Don Serafín trataba de acompañarme.
-De ningún modo -le dije-. No son estos lances para dejar solas a dos mujeres. Vea usted, las pobrecillas, qué miedo tienen.
Carmen estaba pálida, y Quica tiritando y comenzando a hacer pucheros. Los abracé a todos, y salí como potro desbocado.
- XXIV -
Parecíame que no había en la calle bastante aire para mí, ni el espacio que yo necesitaba para dar ejercicio a los músculos del cuerpo entumecido. Noté que éramos pocos los transeúntes en aquellos barrios, y que todos marchábamos en la misma dirección, hacia el centro de Madrid; bastante gente asomada a los balcones, y casi todos los tenderos arrimados a sus puertas; pocas conversaciones, mucha boca abierta y mucho taconeo; lejano son de campanas, y ni un soldado ni un polizonte al alcance de la vista.
Llevaba yo el propósito de ir, ante todo, a la redacción de El Clarín, no tanto por el deseo que tenía de abrazar a mis compañeros y amigos, cuanto por adquirir cabal noticia de lo que estaba pasando; y cruzando calles y calles, siguiendo el indicado rumbo, vime en la del Príncipe, donde los arroyuelos de atrás íbanse convirtiendo en río de gente, murmurador o inquieto como todos los ríos, pero no impetuoso ni desbordado. Algún inocente gritó a la libertad; el resonar de los golpes descargados sobre el cajón o caseta de la policía, de la vecina plaza de Santa Ana, por cierta clase de ciudadanos que se entretenían en hacerle astillas; tal cual hombre armado de chafarote y fusilón de chispa; muchas gentes a las puertas de las casas; luces en varios balcones; saludos a gritos, apretones de manos y cosas tales; y como curiosidad y acontecimiento verdaderamente notable, un miliciano nacional con el uniforme de la del 43, con su llorón de cerda roja, cayendo por la chapa abajo de su morrión formidable.
En la Carrera de San Jerónimo, el río engrosaba, pero sin embravecerse; y siguiéndole yo agua abajo, di en la Puerta del Sol, donde las corrientes se detenían formando ancho golfo; y también me detuve yo, junto a la farola del centro, enfrente del Ministerio de la Gobernación.
¿Qué pasaba allí? Creo que nadie lo sabía. Notábase un oscilar de cabezas y un ruido sordo, como de resaca, de mar de fondo. Alguna voz más alta que otra, o un grito aislado, casi siempre de mujer: graznido de gaviota augurando tempestades sobre una mar preñada de misterios. Quizá no había en toda aquella masa bullente una sola persona con propósito bien determinado. Los huracanes populares se forman casi siempre de la manera más extraña: gentes inofensivas que caminaban por la calle más de prisa que lo acostumbrado; rostros pálidos y miradas en las cuales se pintaba el temor y la curiosidad, el afán de lo desconocido; noticias extraordinarias, absurdas tal vez, que parecen circular por sí solas en las ondas del aire, de barrio en barrio, de grupo en grupo, de oído en oído; diez curiosos detenidos delante de un edificio, porque en él hay algo de lo que estorba al común anhelo; otros diez que se detienen después por la misma causa; y luego otros tantos, y enseguida ciento, y mil, y más, hasta que ya no se cabe; y empiezan, con el roce y el tufillo de las muchedumbres, el escozor de la curiosidad no satisfecha y la inquietud nerviosa en cada burbujita, que luego engendra el lento bamboleo de toda la masa; y el bamboleo, la hinchazón de las olas; las olas, el choque, el estruendo, y la espuma, y al fin, el desastre.
Como ya estaba encaramado en el pedestal de la farola y ésta alumbraba bien, dominaba en mi rededor una buena parte de la multitud. Observé que abundaban las mujeres de rompe y rasga, y que no escaseaban los hombres de mala catadura; castas que parecen nacidas para esas cosas, porque nunca se las ve más que en los motines: légamo que sale a la superficie cuando las corrientes embravecidas revuelven el fondo de los cauces. De estos hombres, algunos iban armados; pero casi todos estaban muy mal vestidos. Pude observar también que las puertas del Principal estaban cerradas; y por los rumores que hasta mí llegaron, entendí que la guardia se resistía a abrirlas aunque se le intimaba a ello, fraternal y pacíficamente; pues es de advertir que ni los de adentro tenían una orden a que ajustar su conducta enfrente de aquel tan serio como inesperado trance, ni los de afuera plan ni concierto ni dirección. Por lo visto, todos éramos curiosos más o menos interesados en que se diera el placer de quitar aquel estorbo a unos cuantos aficionados de la primera fila que lo pretendieron. Y en estas finas y corteses embajadas se anduvo larguísimo rato por la ventana baja, próxima a la calle de Carretas.
Pero es cosa probada que las muchedumbres, ni en serio ni en broma pueden estarse quietas y de pie mucho tiempo. Yo mismo comencé a impacientarme por la falta de un desenlace cualquiera; porque aun cuando los rumores crecían y los gritos se acentuaban y el bamboleo iba convirtiéndose en serio oleaje, aquello no tenía fin.
¿Y por qué no lo tenía?
Entonces, de repente, me acordé yo de que era Pedro Sánchez; no el hijo del pobre hidalgo montañés don Juan Sánchez; no el inofensivo Pedro Sánchez que estaba allí como un curioso más; sino el Pedro Sánchez redactor de El Clarín de la Patria; el Pedro Sánchez «perseguido por la causa de la libertad»; el popular autor de un escrito incendiario; el Pedro Sánchez que acababa de salir del escondrijo donde burló la vigilancia de los esbirros del poder, que le buscaban porque su nombre era bandera de batalla en manos de la revolución; y aquella que fermentaba en derredor mío, era, en gran parte, obra de mi ingenio, chispa de mi pluma fulminante... ¡Oh!, ¡qué grande volví a verme en aquel momento! ¡Qué borracho de ideas tumultuosas y revolucionarias! ¡Qué odio se encarné en mi corazón hacia los «hombres funestos que habían arrastrado al país hasta el borde del precipicio» ¡Cómo execré a los «nefandos conculcadores de las leyes, expoliadores del erario público, escándalo de la moral y ludibrio de gobernantes» en la patria de Riego y de Padilla! (Estaban muy de moda entonces estos dos personajes.) ¡Con qué facilidad podría yo inflamar aquel reguero de pólvora y convertir en mar embravecido lo que ni siquiera había llegado a lago turbulento! Desde lo alto del pedestal de la faro. la, lanzar mi nombre por encima de todos los ecos y rumores de la multitud; después, cuatro arranques tribunicios bien empapados en el espíritu revoltoso que palpitaba en aquellas gentes inflamables, y, al fin, arrastrarlas en mi seguimiento, cual desbordado torrente, por donde a mí me diera la gana. ¡Dios mío, qué cosquilleo sentí entonces en la garganta! ¡Cómo forcejeaba en ella todo el aire de mis pulmones para formar un nombre, y lanzarle al espacio, sonoro y penetrante, como toque de clarín de guerra! ¡Cómo se estremecían todas las fibras de mi cuerpo! ¡Qué temblar el de mis brazos! ¡Qué gallardía la de los apóstrofes que me asaltaban las mientes, caldeados al fuego del entusiasmo que me devoraba! No podía más: alcé el brazo que no necesitaba para agarrarme al pedestal; arranqué el sombrero de mi cabeza; moví los labios trémulos...
En esto crecieron los gritos y la agitación de las primeras filas; y el resplandor de una hoguera, arrimada a las puertas del Principal, iluminó aquella parte del sombrío cuadro. El inesperado acontecimiento me contuvo. Momentos después, entre aplausos y patriótica bullanga, ardían los portones. ¿De quién fue la idea? ¿Quién trajo la leña, y de dónde? ¡Vaya usted a saberlo!
Abierta la brecha, se lanzó por ella, con la impetuosidad de un torrente, lo que del mar de afuera cupo dentro del edificio. Esta evolución removió toda la masa sobrante; y por los huecos que iban resultando avancé yo, a fuerza de puños, hasta la acera misma del Principal. El tumulto había atropellado la guardia; y como no halló resistencia, apoderóse, entre abrazos a los soldados y vivas a todo lo de costumbre, de las armas y municiones de éstos.
La cosa hasta entonces iba arreglándose tal cual: ni un tiro, ni una herida, ni un insulto entre los dos tradicionales enemigos. Harto más alborotaban las furias ociosas de la Puerta del Sol, que habían dado en la gracia de pedir las cabezas de determinados personajes. En medio de estos gritos salieron del Principal a la calle muchos hombres, armados con sables y fusiles que habían adquirido adentro; otros, que ya estaban afuera con armas, se unieron a ellos. No sé si fue por contagio de los gritos de las mujeres, o porque les hizo más feroces el verse tan unidos y bien pertrechados; pero es la verdad que apenas estuvieron agrupados en la calle, comenzaron a rugir amenazas de muerte y exterminio. ¡A casa de Fulano! ¡A casa de Mengano...! Y el coro, la gran masa, lo repetía con voz formidable y ademán aterrador. Y noté que en este vocerío tremebundo se nombraban con preferencia un palacio de la calle de las Rejas, muy aborrecido entonces, y la casa de Valenzuela. Y sin duda por ser ésta la más cercana, los forajidos aquéllos enderezaron el rumbo hacia allá. Me estremecí. Luego, movido de una resolución súbita, avancé, apartando la gente a empellones, hasta ponerme delante de los primeros.
-¡Alto! -grité como un energúmeno, alzando los brazos mucho más arriba de la cabeza.
¡Suerte loca la mía! En la vanguardia del pelotón armado iban Bujes y tres de sus camaradas, que, como él, me habían conocido en la redacción.
-¡Pedro Sánchez!... ¡Viva Pedro Sánchez! -gritaron, abrazándome Bujes y alzando los otros los fusiles al aire- ¡El defensor de los hijos del pueblo! ¡El perseguido por los enemigos de la libertad!
Cientos y cientos, y creo que miles de bocas repetían mi nombre, cuya resonancia, no cabiendo en los ámbitos de la Puerta del Sol, fue a perderse en rugidos en todas las calles que desembocaban allí. Manos sin número estrecharon las mías, y brazos sin cuento me estrujaron, me oprimieron y aun me levantaron en vilo.
-¿Adónde vais? -pregunté con aires de tribuno romano, tan pronto como pude resollar.
-¡A comenzar por casa de Valenzuela las venganzas del pueblo oprimido! -me respondieron los más elocuentes.
-Pues si ese santo fin os guía -repliqué, tomando posturas de héroe de tragedia-, habéis errado el camino... ¡Al tronco, al tronco... ¡Herid el tronco, y dejad las ramas para cuando el árbol esté en el suelo...! ¡A la calle de las Rejas!
¡Yo que tal dije! Ni el pelotón de soldados mejor instruídos hacen una conversión hacia la espalda con mayor rapidez que aquella muchedumbre la hizo entonces; y con tal suerte mía, que estando yo el primero delante de ella en dirección a la Carrera de San Jerónimo, me quedé el último y solo cuando el lago de gentes se precipitó por la calle del Arenal, bramando estas palabras mías:
-¡A la calle de las Rejas!
¡Que Dios me perdone, en gracia del caritativo fin que me inspiraba, la culpa que tuve de que se anticipara algunas horas aquel desastre, que estaba decretado y había de cumplirse de todas maneras!
Con el mayor disimulo posible, acelerando mucho el paso y echando por los atajos para desorientar a los que pudieran conocerme, me dirigí, apenas logrado mi primer intento, a la calle del Príncipe, por fortuna poco concurrida a la sazón, por estar la pública curiosidad empeñada en otra parte. Llegué sudando, y con la brega que había tenido en la Puerta del Sol, desaliñado, conmovido y polvoriento. Subí de cuatro en cuatro los escalones; y sin detenerme a respirar, llamé a la puerta de Valenzuela, ante la cual había llamado otra sola vez en mi vida, también tembloroso y conmovido, aunque por bien distintos motivos. Tardaban en abrirme; y, entre tanto, oía yo ruido de gente acelerada allá dentro. Volví a llamar más fuerte, y tras el mismo rumor de pasos, de voces discordantes y de palabras sueltas, abrió un criado el ventanillo.
-¡Necesito ver inmediatamente a los señores! -le dije con imperio, llevándome el diablo con aquellas precauciones en que se empleaba un tiempo que tan necesario podía sernos para cosa más importante.
Sentí a poco rato que el ventanillo volvía a abrirse, pero con mucho cuidado, como si se tratara solamente de examinar la catadura del que llamaba. Entonces di mi nombre, rogando por todos los santos del cielo que me abrieran la puerta cuanto antes, pues de abrírmela o no dependía la salvación o la ruina de toda la familia. Noté que llegaba otra persona al ventanillo; y apenas había tenido tiempo para mirar por él hacia afuera, cuando la puerta se abrió. Clara, que apareció en el hueco un instante, volvió a cerrar tan pronto como yo hube entrado. Estaba terriblemente hermosa la hija de don Augusto Valenzuela: pálida, ceñuda, con los ojos fulminantes, algo convulsos y contraídos los labios, alta la cabeza, destacado el pecho, y apartando impaciente la cola de su bata con el menudo pie... Detrás de ella, Pilita con la faz desencajada, cárdena y roja a trechos, porque el sudor de su angustia le había barrido parte del colorete; revueltos los postizos y asomando el crepé por las rendijas del moño y de las cocas..., ¡pero con el abanico en la mano! Verdad que hacía un calor de todos los demonios. Allá en el fondo, arrimado a las jambas de una puerta, lacio, amarillento, exánime, Manolo. Tal era el cuadro que, en el momento de entrar yo, pude examinar rápidamente a la luz de la lámpara que alumbraba el vestíbulo.
Mientras Pilita retrocedió dos pasos al verme penetrar de un salto y en tan sospechoso desaliño en su casa, su hija, leyéndome los pensamientos en los ojos, me habló así:
-¿Qué peligro corremos? ¿Qué es eso que está pasando y que nadie nos explica bien? ¿Qué tiene que ver con nosotros...?
-¿Don Augusto...? -pregunté anhelante.
-Está fuera de Madrid desde esta madrugada, y en lugar seguro -me respondió Clara-; pero bien ajeno a todo temor de que pueda correr su familia el menor peligro.
-Algo es eso -repliqué-, pero no es bastante.
Entonces referí, como mejor pude, no todo lo que sabía, sino algo que les diera una idea del riesgo que les amenazaba.
-Y bien, ¿qué remedio tiene eso? -me pregunto Pilita con espanto, mientras Manolo se desplomaba sobre una silla.
-Usted traerá un plan meditado seguro -dijo Clara, clavando en la mía insinuante su mirada de acero.
-Sí, señora -respondí con fe-; seguro es mi plan, si ustedes se someten a él sin vacilaciones y sin perder un momento en fútiles reparos...
-Al momento... ¡Diga usted! -respondió Clara firme y resuelta.
-Pues bien: recojan ustedes alhajas, dinero... cuanto se pueda llevar a la mano... y enseguida prepárense para salir a pie conmigo... y sin lujos ni aparato; porque importa mucho que no nos conozca nadie... y, sobre todo, ganar tiempo... Si hay un criado leal a quien pueda confiarse el secreto del refugio de sus amos, que nos siga a cierta distancia con algún equipaje indispensable...
-¡Vamos, mamá; vamos, Manolo! -dijo Clara por toda respuesta, empujando a Pilita y a su hermano hacia las habitaciones interiores.
Yo me dejé caer, rendido de cansancio y de emociones, en una banqueta del mismo recibidor en que me hallaba. Enseguida comencé a oír allá dentro ruido de tiradores abiertos de prisa; recias llamadas a aquel criado y a esta doncella; el estrépito de una porcelana hecha añicos en el suelo; el pisar recio de los unos; el crujir de las faldas de las otras; trastazos de puertas, carraspeos, suspiros... Y entre tanto, los minutos me parecían años, y cada rumor de la calle que penetraba por la escalera y llegaba a mis oídos me ponía los pelos de punta, porque temía que volvieran los forajidos, que yo dejó en la calle del Arenal, a consumar la obra que ya habrían consumado sin el éxito feliz de mi temerario alarde.
Mi plan era harto sencillo: llevar, con un largo rodeo, a la familia Valenzuela a mi posada, que, por ser época de vacaciones, debía estar completamente desocupada. Hallándose a buen recaudo el objeto principal de los odios populares, como yo había presumido, porque tales pájaros huelen la pólvora desde muy lejos, bastaba con separar, por el momento, de los caminos trillados que habían de seguir las turbas, al resto de la familia, para librarla de un bárbaro atropello. Después, Dios diría.
Apareció Clara arrastrando los graciosos pliegues de la falda de un sencillísimo vestido, y envolviéndose el gallardo busto en una ligera mantilla, cuyo velo, arrollado sobre la cabeza y cayendo en pabellones hasta los hombros, parecía un fondo pintado de intento para destacar con mayor fuerza las enérgicas facciones y el pálido color de la cara. Enseguida llegó Pilita, bastante más emperifollada que su hija; pero traía el velo de la mantilla echado sobre la faz; y este eclipse de astro viejo fui ganando en aquella partida. Manolo iba detrás de ella, vestido, en su afán de disfrazarse bien, con lo más anticuado y triste de su ropero, y se había cortado las barbas con las tijeras: llevaba en la diestra un elegante saquito de mano, muy repleto. Parecía un seminarista que volvía a su aldea cargado de desalientos... y de calabazas. Pilita me dijo abanicándose:
-He estado pensando que deberíamos irnos, una vez que tenemos que salir de casa, a la de Chuncha.
-Y ¿quién es Chuncha? -pregunté con la mano en el pestillo de la puerta.
-La duquesa del Pico -respondió Pilita debajo de su velo.
-¡Ay señora! -repliqué-: no corren ahora tiempos de duquesas; son malas recomendaciones los nombres encopetados cuando andan las muchedumbres armadas y rugiendo por la calle.
-¡Vamos adonde usted quiera... y pronto! -dijo entonces Clara, con su acento rudo y aire resuelto, mirando a su madre.
Abrí la puerta y salimos. En el descanso de la escalera dudaba yo si dar el brazo a Clara o a Pilita, porque las leyes de la buena cortesía se ajustaban muy mal en aquella ocasión A las de mi deseo.
-Manolo -dijo Clara-: da el brazo a mamá; nosotros iremos delante.
En esto me lanzó una mirada de las suyas, no sé si para confirmarme la orden, o para pedirme mi parecer, que bien manifiesto estaba; se echó el velo sobre la cara, y enseguida sentí en el brazo que galantemente le presenté, el dulce peso del suyo, blanco, redondo y desnudo, asomando por la anchísima boca de la manga de embudo, que entonces era de moda. Con la otra mano se recogía los pliegues de la falda para no pisarlos, al bajar con su lindo pie, que yo no podía menos de admirar; y por eso recuerdo que iba encerrado en estrecha bota de satén de color de ceniza, como su vestido. Bajamos. Antes de llegar al portal me adelantó yo a reconocer el terreno. No había en la calle el menor síntoma de motín: mayor concurrencia y algo más ruido que de costumbre; pero nadie se fijaba en la casa de Valenzuela.
Volví a tomar a Clara del brazo; y advirtiendo a su madre que nos siguieran a cierta distancia, salimos. Me latía mucho el corazón, y sentí como una sacudida nerviosa en el brazo de Clara.
Cuando a algunas varas de la puerta nos hallamos confundidos con los demás transeúntes, que no reparaban en nosotros, nos tranquilizamos; y después de observar que Manolo y su madre nos seguían. me dijo Clara:
-Quiero que me lo cuente usted todo; todo cuanto usted ha visto y oído esta noche; todo cuanto usted ha hecho.
No hubo remedio: tuve que contarlo todo, todo; porque cuando escrúpulos de modestia o consideraciones de otro orden me hacían titubear en el relato, ella misma, con arte diabólico, me arrancaba las palabras que yo no quería decir. En estos casos, porque la vehemencia de su deseo la impulsaba, sentía yo mi brazo fuertemente oprimido contra su pecho, y veía, a través de las tenues mallas del velo, el brillo fascinador de su mirada fija en mis ojos deslumbrados. ¡Cómo resistir la fuerza de aquellas armas! Hubiérame mandado dar un ¡viva! a los hombres arrojados del poder por la mañana, grito que a la sazón equivalía a una sentencia de muerte, y lo mismo la hubiera complacido.
-Ahora -añadió, después de oír mi relato-, quiero saber qué sentimientos le han movido a usted a sacrificarse así por una familia a la que tan pocas atenciones debe.
No era tan fácil responder a esta exigencia como a la anterior. Decir que había obedecido a un impulso maquinal y filantrópico era poco y no era la verdad; decir que, a pesar de que Valenzuela no lo merecía, me había arriesgado a salvarle era demasiado; que lo hice acordándome solamente de Clara, aunque fuera verdad, no podía decirlo sin agravio de los demás de su casa, ni sin que se tomara mi aserto a necia galantería; que me inspiró el arrojo (y acaso era lo más cierto) el buen recuerdo de los amables huéspedes de mi lugar, implicaba una censura de conducta posterior. En vista de estas dificultades tomé el punto de soslayo y respondí:
-En buen derecho nada me debía su familia de usted que no me haya pagado.
-A su manera es cierto -replicóme Clara-: a la manera que pagan sus deudas de buena y honrada amistad los santones de la política. Mire usted: mi padre es el mejor de los hombres entre su familia, en los pasillos del teatro, en su pueblo de usted..., en todas partes menos en el sillón de su despacho oficial, y donde quiera que ejerza de político entre los suyos. En estos casos se transfigura y pierde la memoria de las cosas sencillas y ordinarias del mundo, porque lo posee de pies a cabeza el demonio del imperio con todas sus durezas y vanidades. Es una enfermedad propia de las gentes del oficio, y no tiene cura... Y no digo esto para que usted le perdone los malos trances en que le puso por no querer acordarse en Madrid de la palabra que le empeñó en su aldea, aunque buen testimonio es de que no son invenciones mías las prendas que en él alabo, la sinceridad con que confieso sus graves faltas: demasiado sé que hay agravios que no se olvidan aunque se perdonen, y usted ha perdonado muchos; muchos que yo he lamentado sin poderlos remediar. Dígolo, porque lo juzgo al caso en el capítulo de las deudas a que usted se ha referido... Pero no se trata de eso, sino de responder derechamente a mi pregunta.
-Pues por respondido, Clara -repliqué al punto y entrando sin resistencia en la boca de la trampa que se me ponía delante-; reconociendo yo en su padre de usted las mismas prendas, buenas y malas, que usted misma le reconoce, ¿no basta esto y la franca amistad que nos unió en mi pueblo, por razón de lo poco que acabo de hacer por él?
-No -respondió su hija, acentuando el monosílabo con un enérgico movimiento de cabeza-. Con eso solo y lo que usted perdona sin olvidarlo se deplora el suceso; pero se encoge uno de hombros y deja correr la tempestad..., si es que no se la llama con cierta complacencia, justicia de Dios... Y usted ha hecho bastante más: se ha plantado delante de ella exponiéndose a ser arrollado.
¿Qué diablos quería aquella mujer que yo la declarase?... ¿Y cómo no declarárselo, si lo que quería oír fuera algo que cruzó sólo como una chispa por mi mente en aquel peligroso trance, y que después, al contacto del brazo de Clara,,al roce de su vestido, al fuego de sus ojos, en ocasión tan extraña, siendo yo su único amparo, su escudo y su guía, iba convirtiéndose por instantes en voraz incendio?
Dejéme caer del lado a que me inclinaba el deseo, y respondí sin tanteos ni remilgos:
-Pues considéreme usted, con respecto al señor don Augusto, en el más desfavorable de los supuestos; téngame hasta por inhumano y vengativo si le acomoda: ¿sería justo que a usted, tan joven, tan bella, tan afable y tan buena conmigo siempre y en todas partes, la hiriera el mismo golpe con que la ira popular castigase en otros supuestas o comprobadas maldades? Y no siéndolo, ¡qué cosa más natural que hacer lo que hice para evitarlo?
De nuevo sentí, al decir esto, acentuada presión del brazo de Clara; y otro rayo de sus ojos hiriendo los míos volvió a deslumbrarme. Todo pasó como una ráfaga, pero ráfaga cargada de eléctricos efluvios. Enseguida me habló así mi original y peligrosa protegida:
-Verdaderamente le parecerá a usted pueril este empeño mío en momentos tan señalados, por la seriedad de las cosas que nos están ocurriendo; si es que no juzga que hasta el cariño de hija pospongo a mis vanidades de mujer. Todo es posible, y, sin embargo, nada sería menos cierto, puesto que si tanto me apuró el deseo de saber lo que al cabo he sabido, fue por convencerme de que pudo inspirar mi recuerdo tan noble empresa en beneficio de mi padre. Hombre, le hubiera defendido contra todos los que le ofendieran; débil mujer, me complazco en servirle con la fuerza de tan heroicos defensores como usted... ¿No es esto muy natural?
No me lo parecía mucho; pero como a Clara no se la podía medir con la misma vara que a las demás mujeres, acepté su teoría que, por de pronto, me apagó algo los fuegos de la imaginación.
Andábamos, a todo esto, entrando por la calle de la Visitación en la del Lobo; y cuando nos hallamos algunas varas dentro de ella, Pilita, que nos seguía los pasos, dijo al verla casi libre de transeúntes:
-¡Ay, qué miedo da andar por aquí... Mala es la muchedumbre, ¡pero esta soledad!... ¡Si cualquier forajido nos observa... y nos detiene... y nos conoce!...
Manolo, que temblaba de miedo, fue del mismo parecer, y propuso que retrocediéramos. No lo consentí, aunque el hijo y la madre tenían mucha razón en temer aquella soledad en noche de tan gordas aventuras, y sin gobierno y sin ley en la villa. Recomendé el silencio y la serenidad, y continuamos marchando sin tropiezo hasta la Carrera de San Jerónimo. Pensaba yo salir a la calle de Alcalá por la de Cedaceros; pero observé que había en ésta gran vocerío patriótico y mucha gente detenida. Recordé al instante que allí había una casa de las denunciadas por la furia popular en la Puerta del Sol, y temblé, porque presumí lo que estaría pasando o iría a pasar inmediatamente.
-¿Qué es eso? -preguntó Clara estremeciéndose.
-Poco más de nada -respondí-. Populacho que se divierte gritando. Vámonos por la calle del Turco, puesto que no hay paso por ésta.
Y así lo hicimos. Mientras bajábamos hacia el Congreso, me dijo Clara:
-¡No puedo pintarle a usted lo que siento delante de estas cosas!
-Me lo imagino -respondí.
-No es fácil -añadió-. Es más que antipatía; es aseo y pena, y es ira y es indignación, todo a la vez. Y no lo siento por lo que hoy me sucede: lo mismo lo sintiera si mi padre fuera el esparterista más estúpido. Es que me ataca a los nervios sin poderlo remediar, por feo y de mal gusto. Esta abigarrada mezcla de gentes dando gritos, desaliñada y sudando, me hace el efecto de una bestia revolcándose en basura y complaciéndose luego en restregarse contra las fachadas limpias y la ropa de los transeúntes.
¡Y yo que cuando tal oía iba hecho un Adán, por obra de mis patriotadas de la Puerta del Sol!
Conoció Clara, en mi silencio y en la mirada que a mí propio me eché, el apuro en que me hallaba; y me dijo, cargando un poco más de lo corriente y usual, el peso de su lindo cuerpo sobre mí:
-No le pido a usted perdón ni me arrepiento de lo dicho; porque entre eso que brama y usted, aunque parezca que un mismo interés los une, hay enorme diferencia; como la hay entre el rebaño y el pastor, entre el látigo y la mano que le esgrime. Si fuera usted un patriotero vulgar, parte maciza de ese gran montón de inocentes y de malvados, le aconsejaría que se apartara de tan mala senda, y huyera de tan peligrosa compañía; pero yo sé cómo y por dónde ha ido usted a parar ahí; y el lance de esta noche, que confirma todos mis supuestos de algún tiempo acá, dice bien claro hasta dónde puede usted ir con sus propias fuerzas por ese camino, si no se amedrenta ni se encoge.
Luego Clara, la esquiva, la orgullosa y medio bravía Clara, «desde un tiempo acá» me había seguido de lejos en todas las etapas de mi breve y triunfal carrera. ¿Por qué? ¡Oh incitantes dudas y sabrosas quimeras de la vanidad!... Y sin embargo, el hecho que las producía era evidente. ¿Qué mucho que lo que corazones bien aguerridos no hubieran podido resistir sin conmoverse, causara honda perturbación en las tranquilas e indefensas regiones de mi pecho?
Diome aquel punto tema para seguir un largo diálogo entretejido de ingeniosas perífrasis, rebuscadas anfibologías y otros análogos tiquismiquis, recurso a que se apela siempre que en galantes empeños se quiere explorar el campo sin descubrir mucho el cuerpo, y lo terminó Clara (que, por cierto, me ganó en la puja de sutilezas la partida) diciéndome:
-Ya usted ve cómo lo que le digo no es vana lisonja con que trato de pagarle este gran favor que todavía nos está haciendo. Creo que tiene usted alas con qué volar muy alto en el espacio que se abre ahora delante de usted, y le aconsejo que vuele. Para los hombres como usted hay una brillante carrera en ese campo en que tanto abundan las nulidades. y tan necesarios son los ánimos esforzados y las almas generosas... Y no se quejo usted de mi desinterés, cuando, sabiendo lo que usted vale, lo empujo hacia el enemigo.
No pude responderla, porque nos abordó Pilita cuando esto pasaba y subíamos por la calle del Caballero de Gracia.
Pilita quería saber adónde íbamos y cuándo llegábamos, cosas que todavía no me había preguntado su hija, ni yo me había acordado de decírselas; y ponderaba mucho el miedo que le habían dado ciertas gentes desaforadas con que nos habíamos encontrado al atravesar la calle de Alcalá. Tampoco habíamos hablado de ellas Clara y yo: ni siquiera las vimos. En cambio, Manolo había visto y sentido por todos. ¡Cómo sudaba de congoja el infeliz, y qué amarillo y anheloso estaba!
Momentos después llegamos, sanos y salvos, al portal de mi posada.
-¡Respiren ustedes! -iba a decir triunfante a la familia entera, sin considerar que allí había, como en la mayor parte de los portales de Madrid de entonces, una hedionda letrina, que ya había hecho torcer el arrugado gesto de Pilita.
Subimos; y como yo supuse, la casa estaba completamente libre de huéspedes. Alegráse mucho de verme mi patrona. Díjela en pocas palabras de qué se trataba, aunque tuve buen cuidado de callarme el apellido de sus nuevos huéspedes; y acomodólos como yo deseaba, en la salita, que tenía un gabinete contiguo a otro dormitorio con puerta al pasadizo.
-Estas señoras y este caballero -dije a la patrona, de modo que no me oyera nadie sino los presentes-, para todos, menos para usted y para mí, en esta casa son una familia forastera que estará en Madrid muy pocos días; familia pudiente y recogida, que come en sus habitaciones y no sale de ellas para nada. ¿Lo entiende usted?... Pues no hay más que hablar.
Diose por enterada la patrona, y yo quedé satisfecho; porque era muy leal y campechana la buena Micaela.
-Ahora -dije a las señoras- den ustedes a su criado las menos órdenes posibles; y adviértanle que cuando vaya y venga, lo haga por caminos diferentes... por si acaso. Aunque nada temo, las precauciones no sobran. Esta cárcel no durará mucho: lo que se tarde en encauzar el torrente que brama ahora por esas calles. Un poco de paciencia, pues, y mucha confianza. Yo trataré de inspirársela, y cuidaré de tenerlas al corriente de lo que suceda. Con este fin me vuelvo a la calle, donde puedo ser a ustedes más útil que aquí.
Y con esto y muy poco más, despedíme de todos, y muy particularmente de Clara, «hasta más tarde»; dije lo mismo a Micaela, para su gobierno, en el pasillo; mandé entrar en la sala al criado de Valenzuela, que, con un gran saco de noche, nos había seguido a cierta distancia; y lleno de la imagen y de las palabras de aquella singular criatura bajé la escalera resuelto a enterarme de lo que pasaba en la calle de Cedaceros, síntoma terrible de lo que pudiera acontecer a la hora menos pensada en otras muchas calles, y estaría aconteciendo, seguramente, en la de las Rejas.
Dos horas hacía que había salido yo de mi forzado encierro al aire de la libertad. En tan breve tiempo, ¡cuántos y cuán graves sucesos! ¡Cuántas y cuán distintas emociones!
- XXV -
La muchedumbre que yo había visto a la entrada de la calle de Cedaceros se había ido extendiendo por la Carrera de San Jerónimo; y allí, frente a la iglesia de los Italianos, entre una masa de caras, atónitas unas, ferozmente alegres las más, ardía una enorme hoguera, cuyos rojizos resplandores alumbraban por igual los harapos y las costras de los holgazanes malvados, la atildada levita del indiferente curioso, y el casual, si no estudiado, desaliño de los patriotas vocingleros y de los asombrados como yo.
Desde el fondo de la otra calle, y en el mismo afanoso rebullir de un hormiguero en sus tareas, llegaban sin cesar hasta la hoguera hombres de aspecto patibulario, agitando en la punta de un sable, de una bayoneta o de un garrote, una rica colgadura, una extraña prenda de vestir, un cuadro de gran valor, una bata de cachemira... un pañuelo; o conduciendo al hombro o arrastrando o en la mano, un mueble de preciadas maderas, una alfombra, libros lujosísimos, candelabros, estuches y los más primorosos caprichos de arte. Un grito bestial anunciaba la llegada de cada objeto, y otro más nutrido y feroz llenaba la calle en cuanto caía en medio de las llamas. Así se alimentaban aquellas que a mí me espantaron. Las ricas tapicerías, los artísticos tallados, las finísimas y exóticas pieles; el grabado de Alberto Durero y de Morghen; las aguafuertes de Rembrandt; los cincelados de Benvenuto; la armadura florentina; el rarísimo incunable y el lienzo en que palpitaban el genio y el pincel de Velázquez y Murillo se confundían en breves instantes en un solo montón de ceniza. Y, entre tanto, en la morada de donde tantas riquezas salían se destrozaban a golpes las porcelanas sajonas, los vidrios de Murano, ánforas y barros etruscos..., hasta los artesonados de los techos y las doradas molduras de las paredes. ¡Y todo este inicuo saqueo, todo este brutal destrozo, se hacía al grito de ¡mueran los ladrones! y en la casa de un hombre desligado muchos años hacía de todo linaje de políticas, pródigo de su dinero ganado en colosales empresas, cuya prosperidad refluía en la del Estado y en bien del pueblo trabajador!
¡Qué razón tenía Clara! Sólo una bestia, con horror ingénito a lo limpio y a lo hermoso, podía deleitarse en consumar tantas profanaciones a un tiempo.
Huí de aquel sitio, lleno el corazón de pena y hasta de remordimientos. Temí que estuviera aconteciendo lo mismo en la calle del Príncipe. Miré hacia ella al atravesar su desembocadura en la Carrera; pero, afortunadamente, nada vi que confirmara mis temores. En cambio, oí que en la de las Rejas, en la del Prado y en alguna otra más, ardían también hogueras alimentadas con el saqueo hecho por la fiera en las moradas de otros tantos personajes caídos.
Llegué a la redacción de El Clarín no sé cómo ni por dónde, puesto que el miedo de volver a contemplar espectáculos que tanto me repugnaban, me hacía caminar muy de prisa y casi con los ojos cerrados.
Encontré a todos mis compañeros reunidos, y llevaba la palabra Redondo, que había sido puesto en libertad por algunos revolucionarios que abrieron las puertas de la cárcel a todos los presos políticos en cuanto se inició el movimiento. Abrazóme gozoso, y le abracé de muy buena gana, y todos los de la casa me abrazaron después. Pero bien sabe Dios que a ninguno estreché contra mi corazón con tanta fuerza como a Matica. Ya se sabía allí mi aventura de la Puerta del Sol. ¡Cómo me la aplaudieron y con qué calor me la admiraron! Ya se ve: era yo de la casa, y mi gloria se reflejaba en ella. Redondo se asombró de que, por miramientos mal entendidos, hubiera empleado yo la fuerza de mi prestigio a favor de un hombre como Valenzuela; y yo me asombré de que Redondo no se avergonzara de lo que estaba pasando en las calles de Madrid. Sin embargo, tenía buen cuidado, a pesar de su fanatismo revolucionario, de llamar bandidos y enemigos pagados de la revolución, a los ejecutores de aquellas justicias. «¡Esos monstruos no son el pueblo!», decía, y decía muy bien; pero aceptaba los hechos en odio a los ajusticiados, como un ejemplo necesario. ¡Quién era el guapo que podía traer a la razón a un hombre capaz de tales acomodamientos de juicio!
Matica, que me apoyaba en la porfía, dijo terminándola:
-Por de pronto, esos vandálicos sucesos han dado ya su resultado natural y lógico. El Gobierno, en vista de su gravedad, ha sacado fuerzas de flaqueza; las tropas han recuperado el Principal, y en la calle de las Rejas ha habido muertos y heridos. La guerra, pues, está declarada entre el poder y el pueblo; y usted, señor Redondo, y usted, señor Sánchez, vuelven a vivir de contrabando, y quizás todos nosotros, lo cual no acontecía dos horas hace.
Yo, que no sabía una palabra de estas cosas, me quedé yerto.
-Pues ¿dónde ha estado usted, alma de Dios? -me preguntó Matica que, por lo acontecido en la Puerta del Sol y por el tiempo transcurrido desde entonces, me juzgaba más enterado de los sucesos.
-Poniendo en lugar seguro a la familia Valenzuela -respondí secamente y sin dar otros pormenores.
Sentóle muy mal esta respuesta a Redondo, en quien el fanatismo de secta se sobreponía, en ocasiones, a los impulsos de su buen corazón; pero Matica elogió el hecho como el más digno y generoso remate de mi hazaña de la Puerta del Sol; y este elogio, por ser de quien era, me supo muy bien.
El resultado de la conversación que se siguió a las palabras de mi amigo, que tan triste impresión me causaron, fue el amargo convencimiento de que mi situación era mucho más grave que cuando me hallaba oculto en casa de don Serafín Balduque. Entonces sólo se trataba del autor de un escrito satírico; últimamente, era yo el caudillo aclamado por las turbas en el momento de empezar éstas a cometer las horribles fechorías que habían sacado de su inacción al débil y desalentado Gobierno. Si el paisanaje no triunfaba, vendrían, con la velocidad y el alcance del rayo, las duras represalias, las sangrientas venganzas, los tremendos castigos; y no habría cuartel ni miramientos ni caridad con los hombres señalados, como yo, por el ruido de una popularidad que en aquellos instantes era una infalible sentencia de afrentosa muerte en un patíbulo, o detrás de las tapias de un cementerio. Esto acontecería tan pronto como el Gobierno alcanzara en Madrid la más pequeña ventaja sobre la revolución, y se extendiera la noticia del suceso por las provincias, donde ganaría con ello el necesario prestigio para acabar de afirmarse. Y, entre tanto, el paisanaje carecía en Madrid de una inteligente dirección que le organizase y le hiciera capaz, cuando menos, de oponer una seria resistencia al empuje de las tropas, embravecidas ya con el espectáculo de la sangre vertida en los primeros encuentros. Urgía, pues, organizar al pueblo, y ayudarle en su empresa con alma y vida. No entendía yo jota de lo primero, y Dios me es testigo del horror que me inspiraba la fratricida guerra de las calles; pero la resolución que me negaba mi falta de fe política, me la dio la necesidad con largas creces; y a lo segundo me brindé con ciega abnegación, jurando llegar en la contienda tan lejos como el más guapo.
Muchas veces me he preguntado después acá: ¿influiría algo en aquel arrebato mío, en momentos tan peligrosos, la excitación de Clara a que siguiera yo el camino de las aventuras de la revolución, seguro de llegar muy lejos si no me amedrentaba ni encogía? Lo que tomé por un recurso de la necesidad, ¿no pudo ser el fruto de la semilla arrojada en mi corazón por las palabras de aquella mujer, a quien no podía olvidar un momento desde que me había separado de ella?
De dudar es el caso; pero ello fue que cinco horas después, a la madrugada del 19 de julio, me batía como un desesperado en la calle de Jacometrezo contra las avanzadas de Palacio; que rechazadas éstas por nosotros hasta la plaza de Santo Domingo, continuaba batiéndome allí, sin saber todavía por qué no me asustaban las balas que oía por primera vez; cómo resistía, sin desplomarme, los rayos del sol que caían sobre mi cabeza descubierta cual chorros de cristal fundido; cómo miraba sin espanto A los infelices que mordían el polvo a mi lado, y entregaban a Dios el alma entre borbotones de sangre y quejidos de agonía, ni qué espíritu diabólico se había apoderado de mí para hacerme ver en cada soldado un enemigo mortal de quien era preciso deshacerse con el plomo de mi certero fusil; que seguí tan tenaz en la encarnizada lucha, que se necesité todo el prestigio popular que había ganado en Vicálvaro el coronel Garrigó, cayendo herido a la boca de los cañones del Gobierno, para que, viniendo de intercesor, cesara aquélla cerca del mediodía, sin lo cual, ¡Dios sabe lo que hubiera sido de mí!; que una hora después me hallaba disputando a la Guardia civil la Plaza Mayor, y que, tras una lucha bárbara por ambas partes, fui uno de los doce locos que avanzamos a cuerpo descubierto por el boquete de la calle de Ciudad Rodrigo hasta la verja de la estatua ecuestre del centro; dando con esta locura tal ejemplo a los demás, que hicimos retirarse a los soldados por la calle de Postas, y quedó la plaza por nosotros. Sobre regueros de sangre entramos en los desalojados soportales, y, sin embargo, yo hubiera sido capaz de celebrar el triunfo empapando mis labios en ella. ¡Tan embrutecido, tan borracho me tenían el tufillo, de la pólvora y el ardor de la refriega!
Tan borracho, que sin dar descanso a mi cuerpo ni otro alimento que un pedazo de pan y dos sorbos de vino, por la tarde me batía contra el coronel Gándara en la calle de Atocha... Recuerdo el extraño efecto que, no obstante mi insana obcecación, me causó la vista de aquel hombre, de gallardo continente, con su hermosa barba negra, vestido de paisano, hasta con sombrero de copa, a caballo, al frente de algunos soldados, en medio de la calle, batiéndose contra un enemigo invisible que le hostilizaba por ventanas y buhardillas. Era gran amigo del personaje con las riquezas de cuya morada se había alimentado la hoguera de la Carrera de San Jerónimo. Presenció este injusto y bárbaro atropello; y tal como se hallaba, después de acudir al ministerio de la Guerra, montó a caballo. El impulso fue noble y generoso. Desde entonces, hasta que le vi en la calle de Atocha, no se había apeado; y sabía yo que al aventar a balazos por la mañana aquella hoguera después de haber aventado otra parecida en la calle de las Rejas, algo más que pavesas se habían llevado sus proyectiles por delante.
Pero no obstante el tributo rendido por mi imaginación novelesca a estos rasgos de paladín legendario, yo tiraba a matar cuando le tuve enfrente con los suyos, porque a matar venían ellos.
Los últimos tiros de este empeño resonaron pavorosamente en medio del silencio y la soledad de la noche; y mientras desfilaban las tropas de Gándara hacia la calle de Carretas, después de haber depositado algunos cadáveres de infelices soldados en las bóvedas de San Sebastián, yo, por otras calles, deslizábame en busca de mi casa para reponer un poco las quebrantadas fuerzas y dar a Clara un testimonio de que no había olvidado mi compromiso de velar por ella.
Estaban tiznadas mis manos, y había sangre en ellas, y sangre también y polvo en mis vestidos; y debía tener yo todo el aspecto de un bandolero, cuando aparecí delante de la familia Valenzuela, y sin cumplidos ni ceremonias, rendido por la fatiga y las emociones, me dejé caer en el sofá, con espanto de Pilita, asombro de Manolo y no sé si admiración de Clara, que en un buen rato no apartó de mí sus ojos fulgurantes. Huyendo de su invencible firmeza los míos, los fijé en el espejo que tenía enfrente; y entonces vi que mi cara no estaba más limpia ni mejor aliñada que el resto de mi cuerpo. ]~ramos Clara y yo, en aquel instante, tal para cual: yo un acabado modelo de matón de barricada, y ella la viva encarnación del genio inspirador de hazañas como las mías.
Referí, a sus instancias, todo lo. que había visto y sabía, y lo que podía referirse de cuanto yo había hecho; infundí en Pilita, pues Clara no parecía preocuparse con ello, grandes esperanzas de que en breve acabaría su cárcel; y aunque nada me quedaba que hacer allí, y el cuerpo me reclamaba alimento y descanso, dejábame con gusto vencer de la fuerza fascinadora con que los ojos y las palabras de Clara me retenían a su lado.
Al otro día, ¡nunca él amaneciera!, era yo aclamado jefe de una barricada que en la calle de la Montera habíamos levantado muy temprano, bajo los fuegos incesantes de las tropas del Principal. Por una serie de casualidades que no hay para qué referir, Matica estaba a mi lado, tan sereno y mordaz enfrente del enemigo, como en el blando sillón del teatro o en la banqueta del café. El aspecto que ofrecía Madrid en aquella mañana era verdaderamente aterrador. Ni una puerta abierta, ni un transeúnte en las calles, ni otros ruidos que el de las descargas de fusilería acá y allá, y algún grito de los combatientes, cuando no el ¡ay! lastimero del moribundo. Un sol africano, abrasador, digna luz de tal cuadro, le iluminaba.
Pues en estas circunstancias, cuando el reloj del Buen Suceso acababa de dar las once, apareció entre nosotros, deslizándose calle abajo, por la acera de San Luis, muy pegadito a las casas, el sempiterno cesante don Serafín Balduque. Movidos instantáneamente de un mismo impulso Matica y yo, nos lanzamos sobre él y le metimos en el portal contiguo a la barricada. ¡Le hubiera sopapeado entonces de buena gana por imprudente y mentecato!
-¿Qué demonio le inspiró a usted la idea de venir a este estrelladero de balas? -le dije casi pegándole.
-Déjeme usted hablar -me respondió sentándose en el primer peldaño de la escalera, y limpiándose el sudor de la calva con el pañuelo-. Déjeme hablar; que hablando se entiende la gente... Ayer no salí en todo el día de casa; y usted, que había quedado en volver, no pareció por ella. Como se anduvo a tiros todo el día y parte de la noche anterior, y usted estaba tan metido en los belenes revolucionarios, temimos que le hubiera sucedido algo... y no así como quiera, sino que a mí me aplanó la murria por entero; Carmen no probó bocado en todo el santo día, y Quica no cesó de mojar la pestaña. Con estos temores y el escozor de saber algo de lo que había pasado en Madrid, esta mañana, al ver que parecía la villa una balsa de aceite, aventuréme a asomar las narices a la calle con ánimo de ir explorando el terreno poco a poco y hasta donde se pudiera. Carmen no quería. Quica, que es más curiosa, me animaba; y como yo tengo más agallas de lo que parece, y de un tiempo acá, como sabe usted muy bien, tanto me da pepinos como calabazas, entre si salgo o no salgo... salí. Por aquella parte no se movía una mosca... salvo unos tiritos que sonaban hacia la calle de Toledo; seguí andando, y tampoco; y andando, andando, aunque veía en esta calle y en la otra gentes muy afanadas en levantar adoquines, llegué sin tropiezo ni rodeo de importancia hasta la de Atocha... ¡No miento si aseguro que tiene encima una alfombra de cascotes de más de medio pie de espesor! Contemplando esto y las marcas de las balas en la fuente de la plaza de Antón Martín, me pasé un rato. Un transeúnte de regular catadura me explicó lo que había sucedido allí... y también me aconsejó que no me detuviera mucho a la intemperie. Supuse que no lo diría solamente por el calor que hace; pero aunque también había por aquellas alturas mucho revoltijo de adoquines, notó que se podía ganar un poquito de camino más hacia dentro. «¡Pues vamos allá, qué calabaza! -me dije-, y veamos lo que pasa»; y entré por la calle del León, y seguí después la del Prado arriba, donde ya la cosa se iba formalizando y era el tránsito un poco más difícil. Pero pasé; y ya, puesto en la calle del Príncipe, dije: «vamos hasta la del Caballero de Gracia, y allí preguntaré por ese hombre en su misma posada». Costóme gran trabajo, y en más de un riesgo me vi, porque en tiempos de revolución no son confites todo lo que anda por el aire, ni todos los caminos están como la palma de la mano, ni todos los hombres tienen el don de gentes ni la más esmerada educación; pero llegué, y, ¡calabaza!, estaba el portal cerrado... como todos los que iba dejando atrás. «Pues no retrocedo -me dije-, porque a estas horas estarán tapadas todas las salidas, al paso que iban las barricadas y las cosas cuando yo las vi... Pues vamos por la Red de San Luis...» Verdad que estaba oyendo yo rato hacía tiros hacia la Puerta del Sol; pero también habían sonado algunos hacia Cibeles... y yo por algún lado había de salir, ¡calabaza!... Y fuime a lo desconocido, por si acaso era mejor que lo otro, que no era bueno, puesto que a poco me santiguan con un balazo al atravesar la calle de Alcalá. Ya en la Red, y obstruidas por barricadas las calles que en ella desembocan, tomé una carrerita en busca de, la plazuela del Carmen... Pero cata que, mirando hacia esta barricada, los distingo a ustedes; y, ¡calabaza!, ¿qué había de hacer sino llegarme a darles un abrazo y pedirles un refugio?
-¡A buena parte ha venido usted a buscarle! -exclamó Matica, medio en serio y medio en broma-. Usted sabe que aquí no pasa un cuarto de ahora sin que lluevan las balas a docenas.
-De manera -dijo don Serafín-, que como no me han dado a escoger...
-Debiera usted -añadí yo hondamente disgustado- no haber hecho la locura de salir de su casa; y ya que salió, haberse vuelto a ella cuando pudo hacerlo. Usted no es un muchacho en quien puedan disculparse las calaveradas de esta especie. Tiene usted una hija...
-Mire usted, señor don Pedro -me respondió Balduque interrumpiéndome con muy mal gesto-, todo lo que pueda sonar en esa cuerda, me lo estoy oyendo yo sin cesar... ¡Ojalá no sonara tanto! Ahora estamos aquí tratando de otra cosa muy distinta.
-Pero hay que pensar en todo... ¿Sabe usted cuándo acabará esto, y cómo acabará..., y cómo acabaremos nosotros, y los que con nosotros se hallan en esta ratonera...?
-Si me echara yo a pensar todas esas cosas... y si no cavilara tanto en otras muchas, seguro que no me hallara aquí en este momento...
Cuando así hablaba don Serafín, oyéronse los tiros que volvían a cruzarse entre el Principal y la barricada. Salí a ella, recomendando mucho a Balduque que no se moviera de allí. Muy poco después volvía al portal con un hombre que acababa de recibir una herida en un brazo. Teníamos allí a prevención algunas hilas, aglutinantes, etc., y en el entresuelo de la misma casa catres y colchones para lances más graves. El herido arrimó el fusil a la pared; sentóse, y llegó Matica, que aseguraba recordar algo de lo que había oído explicar en San Carlos; y reconociendo la lesión, dijo que se curaba con dos cuartos de ungüento.
Mientras esto sucedía, Balduque, con el sombrero en la coronilla, las manos tan pronto en los bolsillos del pantalón como rascando la cabeza o sobando los bigotes a contrapelo, los ojos errabundos, y moviéndose todo de un lado para otro, revelaba hallarse bajo el imperio de una excitación nerviosa que me alarmaba. Encargué mucho al herido que cuidara de él mientras yo volvía; y salí de nuevo a la barricada, porque el fuego no cesaba un punto... Por salir cayó en mis brazos un combatiente, con un balazo en el pecho. Ayudéme otro hombre a sostenerle, y entre los dos le condujimos hasta el entresuelo.
-Esto es más grave -dije a Matica al llegar al portal; y a don Serafín por que no se quedara solo-: Suba usted también para ayudarnos en lo que pueda.
Y subió con los demás, y nos ayudó a descubrir la herida, que parecía cosa muy seria. Temblábanle las manos al cesante y hablaba sólo palabras incoherentes. La triste obra en que todos estábamos empeñados, llegó a ocupar toda mi atención. De pronto noté la falta de Balduque en el grupo que componíamos los demás alrededor del nuevo herido. Alcé la cabeza, y tampoco estaba en el entresuelo; corrí a la escalera, y vi con espanto que, con un fusil entre las manos, se lanzaba del portal a la calle.
Bajé de dos brincos, y salí tras él, en medio del tiroteo que no cesaba.
-¿Adónde va usted, desdichado? -gritéle.
-¡A ganar con mis puños lo que se me debe en justicia...! ¡A enviar al Gobierno con una bala el memorial de mis agravios...!
Y esto lo voceaba encaramándose ya en lo alto del parapeto, echándose a la cara el fusil, ¡que ni siquiera estaba cargado!
-¡Viva la justicia! -gritó allí como un desesperado.
Y un instante después, ¡aciago instante!, cuando tocaba yo los faldones de su levita con mis manos, se desplomaba entre ellas con la inerte pesadez de un moribundo.
En presencia de aquella tremenda desgracia, sin valor para resistir el vocerío de los pensamientos que diabólicamente eslabonados me asaltaron la cabeza, desde el fondo de mi corazón pedí al cielo otra bala para mí; pero no hubo una, entre tantas como silbaban a mi lado, que anidar quisiera en un pecho tan lleno de pesadumbre.
Todos cuantos recursos terapéuticos nos había proporcionado la previsión de Matica, que no eran muchos, se emplearon inmediatamente en el empeño de volver a la vida a aquel pobre hombre que parecía un cadáver. Hasta se puso de nuestro lado, ¡bien tarde ya!, la feliz casualidad de haberse suspendido en aquel instante las hostilidades entre el paisanaje y las tropas, quitándonos con ello el único cuidado que pudiera separarnos del moribundo.
-No se cansen ustedes -nos dijo éste, con voz apenas perceptible, vidriosa la mirada, lívido el semblante, jadeante el pecho y ensangrentada la boca-; tengo la muerte allá dentro... y hará su oficio muy pronto... Yo la busqué con una locura... hija de muchos pensamientos, ¡muy tristes!, ¡muy negros!... Sé que debí vencerlos, porque hombres hay más desgraciados que yo, y no los tienen; pero no pude... No es culpa mía... y por eso me absolverá la misericordia de Dios, cuando a su tribunal me acerque... ¡Hija mía!... ¡Ésta sí que es pena sin consuelo para mí!... ¡Sola!.., ¡sola en este mundo sin justicia!... Y sola, porque yo no pensé bastante en ello... al arriesgar hoy mi vida entre las balas..., con el deseo de ganar a tiros lo que se me debe en buena ley... Esto no sé si me lo perdonará Dios, aunque disculpa y razón tiene en las flaquezas humanas... Usted que la conoce..., mi buen amigo, no la desampare de todo... Y usted, señor Mata, haga por conocerla... ¡Verá usted cómo la juzga digna de su amparo!... ¡Que tenga siquiera una sombra!..., algo a que arrimarse para llorar, más que la triste Quica..., ¡pobre Quica! ¡Desventurada Carmen!... ¡Dios mío!...
Tomóle aquí un desmayo... y no volvió de él. ¡Me pareció un sueño aquel tan inesperado, tan rápido y tan tremendo infortunio! Maldije otra vez a la revolución, y me maldije a mí mismo, y maldije la brutal empresa en que yo estaba empeñado desde la víspera, causa quizá de la muerte de aquel desdichado, del desamparo de la pobre huérfana y de las acerbas lágrimas que vertería en su dolor sin consuelo.
El mismo Matica, tan frío y sereno de ordinario, permanecía pálido y mudo delante de aquel cadáver. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Apenas me di cuenta de los restantes sucesos del día, no obstante la activa parte que tomó en ellos por razón del cargo que desempeñaba allí. Sé que la suspensión de hostilidades lograda por negociaciones entre el Gobierno y una Junta de armamento y defensa, formada aquella misma madrugada por hombres notables del partido progresista, bajo la presidencia del general San Miguel, duró sólo algunas horas; que a media tarde se reprodujo con mayor saña la refriega en todos los barrios de la villa; que me batí de nuevo hasta anochecer; y que entonces, nombrado capitán general de Madrid y ministro de la Guerra San Miguel, hizo saber éste, urbi et orbi, que había sido llamado Espartero para formar ministerio y arreglar la cosa política tal cual se quería en el Manifiesto de los generales pronunciados; con lo cual abrazáronse tropas y paisanos, y, con gran regocijo de todos, acabóse aquella bárbara matanza; pero quedando el pueblo armado en sus barricadas, «por si acaso...» Lleváronse los heridos a los hospitales de sangre, y los muertos al campo santo. ¡Pobre Balduque! Si se supo en qué lugar del mundo reposaban tus honrados huesos, a mi previsión fue debido, al celo de Matica y a la fidelidad de dos hombres que no se separaron de tu cadáver hasta dejar señalada con una cruz la tierra que le cubrió.
No pude hacer más por ti en aquel instante.
Para lo que hubo que hacer tan pronto como fue posible el tránsito por las calles, no hallé fuerzas en mi espíritu. Matica, que le tenía más sereno y no estaba ligado a la pobre huérfana por los afectuosos vínculos que yo, se aventuró, en obsequio mío, a darle la noticia del mejor modo que pudo... Nunca quise oír a mi amigo el relato de aquella dolorosa entrevista. No sé aún lo que pasó en ella, aunque sé que fue terrible.
Cuando, al otro día, acudí yo a ver a Carmen, las fuentes de su corazón se habían secado. No quiso que le hablara una palabra del suceso. Pálida, recogida en su dolor, muerta en su rostro la sonrisa, estaba como tanteando los bríos de su alma para afrontar con ellos los azares en la triste soledad de su vida.
- XXVI -
Pero si las propias amarguras se dulcifican con las drogas de la providente necesidad, y los dolores más vivos del alma se mitigan y hasta se borran con el roce de los tiempos en su marcha fatal e inalterable, ¿qué mucho que las tristezas engendradas por ajenos males se desvanezcan con los vientos de la imaginación y las locuras de la vanidad?
No olvidaba yo un punto a la desvalida huérfana de Balduque, ni se apartaba de mi memoria la trágica o inopinada muerte de este pobre hombre; pero no me creía tan obligado a llorarla como en el portal de la calle de la Montera, cuando, por ejemplo, Clara, después de devorar los relatos que la prensa hacía de los sangrientos lances, tan pronto como se le permitió hablar de ellos a su gusto, relatos henchidos de mi nombre y de mis proezas, me decía arrugando el periódico sobre su falda y volviendo hacia mí sus negros ojos:
-¡Hubiera querido yo ver eso!
Y yo, al oírlo, ¡Dios me lo perdone!, hubiérame arriesgado a repetirlo, por sólo el gusto de que lo viera.
Pilita, mujer fútil, alma insubstancial, sin otra aspiración ni otro anhelo que ser un figurón decorativo del gran mundo, y encerrarse en su tocador atestado de pringues y menjurges, no podía resistir la vida en aquella humilde posada, ni aun considerando el porqué de estar en ella.
Pasábase el día entre bostezos, suspiros y pueriles impaciencias, insensible, extraña a todo, menos a su antojo de volver a su casa, que, por un milagro de Dios, se había librado del saqueo a que estuvo sentenciada. Ni cogía un libro ni una labor entre las manos, para hacer más llevaderas las horas; oía bostezando el relato de los más terribles sucesos de las recientes jornadas; y por no pensar en nada, ni siquiera pensaba en el aún dudoso paradero de su marido.
-Pero si todo esto ha concluido ya -me dijo un día, medio escondida detrás de su abanico-, ¿por qué no nos volvemos a nuestra querida casa?
-Porque no es tiempo todavía, señora -respondí-; deje usted que llegue Espartero, y entonces nos iremos.
-Y ¿qué tengo yo con ese buen hombre?
No podía meter en la cabeza de Pilita una idea tan trivial como la relación que había entre su seguridad personal y la llegada de Espartero a Madrid.
Más atrás dije que al cesar por completo las hostilidades entre la tropa y el pueblo armado, éste se quedó arma al brazo en las calles «por si acaso»; es decir, en garantía del cumplimiento de la oferta, hecha por el trono, de que vendría el famoso general, a la sazón en Zaragoza. Por de pronto, se convocó al Ayuntamiento y a la Diputación disueltos en 1843; y estas liberales corporaciones, apenas reunidas, y la Junta de armamento, que, auctoritate qua fungor, se despachaba en todo con humos de gobierno provisional, comenzaron a funcionar en sus respectivas esferas.
Tratóse de organizar la Milicia ciudadana, y fuimos declarados milicianos natos cuantos estábamos en las barricadas. Como jefe de una de ellas, tenía yo un par de galones como dos soles en cada bocamanga; y con éstos y mis proezas, sabidas de memoria hasta por los chicuelos, dióseme el mismo grado en un batallón; es decir, que se me aclamó comandante de él. Asignáronse, al mismo tiempo, cinco reales diarios a cada sirviente de barricada, contando con que había en ellas mucho pobre, y con que la cosa podía durar; y hete aquí que cada vecino se dio a construir su barricadita particular a la puerta de la casa, y a colocar en ella al hijo, y al amigo, y al aficionado, con sus fusiles de verdad y su trompetita correspondiente, y hasta con su letrerito indispensable en lo más alto, de: Pena de muerte al ladrón; con lo cual Madrid, en un par de días, fue una verdadera red de barricadas, cuya malla más grande apenas dejaba el espacio necesario para pasearse el centinela, arma al brazo; conversar en pintorescos grupos los demás héroes de servicio, y comer el rancho marcial coram populo... ¡Toma!, y que fueron estos intrusos los primeros en lucir el chambergo gris con cinta verde, y la blusa y los calzones de dril; prendas que se adoptaron, con mediana suerte, como distintivo de héroe de barricada; y los que discurrieron adornarlas con arcos de fresco ramaje, inscripciones épicas y retratos de generales y otros hombres del partido revolucionario, tan pronto como el vecindario dio en recorrer las calles, como un inmenso hormiguero, por los portillos abiertos en las aceras. Y como en estas exhibiciones se ponían muy huecos y marciales, llevábanse la admiración y el respeto de las gentes, mientras el puñado de bolonios que habíanlos cargado con la farda en los tres días de balazos, tal vez pasábamos allí por patrioteros del día siguiente.
Entre tanto, Espartero no llegaba, y nadie sabía decirnos por qué; y entre el escrúpulo de Gobierno que teníamos, la Junta y el Ayuntamiento, reinaba la más encantadora discordancia de pareceres; de esta discordancia nacían la debilidad y el desprestigio de los discordes; y las barricadas, llenas de gentes de todas procedencias y de toda clase de aspiraciones, hacían lo que les daba la gana. En los barrios del Sur, donde imperaban los Miguelones y los Puchetas, se fusilaba al sursumcorda sin formación de proceso.
Así murió el famoso don Francisco Chico. Un día se presentó la turbamulta en su casa; le arrancó de la cama en que yacía postrado; le sentó medio desnudo en unas angarillas; cogió después al portero que le servía; echóle a andar junto a su amo; y en ruidosa procesión, calle de Toledo abajo, llegó todo junto, entre oleadas de curiosos y de furias, hasta el último tercio de ella; y allí, a las diez de la mañana, arrimados los reos a una pared, con angarillas y todo... ¡cataplum! Ésta era ya la tercera justicia que hacían aquellas bondadosísimas gentes. Bajó San Miguel allá, echéles un trepe rudo entre algunos piropos indispensables, y le prometieron la enmienda; pero no se enmedaron cosa mayor.
Yo, que, por mi calidad de jefe, me hallaba en frecuente trato con la Junta, sabía muy bien hasta qué punto la alarmaban estos y parecidos alardes de indisciplina y de rebelión, en circunstancias tan graves, y el aprieto en que la ponían otros desmanes que, sin ser tan públicos ni tan ruidosos no eran menos temibles. Uno de estos peligros, en opinión de la Junta, y aun del público rumor, era cierto Círculo patriótico, que celebraba de día sus sesiones públicas en un teatro; club nacido con el buen fin de ayudar en su difícil empresa a la Junta en aquel peligroso interregno; pero descarrilado -bien pronto por la ambición y la pedantería. Tanto se contaba de lo mucho que se charlaba allí, y tal importancia se daba a las peloteras que se armaban de vez en cuando, y tan curioso y divertido lo pintaban cuantos lo habían visto, que un día quise verlo yo también.
Presidía la junta o mesa, o como se llame, en medio del escenario, un famoso conde muy progresista, y el público llenaba palcos y sillones. Yo me acomodé, no sin dificultades, en una de las galerías bajas, muy cerca del proscenio. Cuando entré, había allí un zipizape de todos los demonios: la campanilla se desbadajaba sonando, y el público rugía porque sí y porque no y porque qué sé yo; y un ciudadano anguloso, de barba lacia y mirar sombrío, con poco pelo y ése muy erizado, el cual ciudadano lo había revuelto todo, protestaba contra las imposiciones de la presidencia y contra la presidencia misma y contra todas las presidencias del mundo; porque -decía-, «yo soy tan liberal, que no quiero presidentes de nada ni en ninguna parte, puesto que donde hay presidencia hay tiranía».
La palabreja arrancó aplausos; calmóse el alboroto, y aprovechó la tregua el orador para concluir pidiendo, exigiendo, de los tutores de la revolución triunfante, que cuando entrara en Madrid el general Espartero, fuera delante de él desde la Puerta de Alcalá, en la punta de una lanza, la cabeza de... (y nombró la persona). Así descansó el energúmeno y se quedó tan fresco.
Alzóse otro orador cerca de mí, porque le tocaba hacerlo en riguroso turno. Era grandote y algo chato, aparatoso de traje, pródigo de tirillas y pechera, y muy holgado de mangas. Echando mas de medio cuerpo fuera de la barandilla, precedido de un brazo descomunal, comenzó en voz áspera un preludio majestuoso con los sobados temas de «las conquistas del nuestro glorioso alzamiento», «la generosa sangre de nuestras venas, derramada por la causa de la libertad», «la tiranía derrocada por nuestro heroico esfuerzo», y otros tales; dijo que «la revolución no podía, sin deshonrarse, faltar a sus generosos fines delante de la Europa civilizada que nos estaba contemplando con asombro»; y cuando yo pensé que todo aquel campaneo resonante iba con los retóricos de la casa, salta y añade que con ocasión de haber ido él a visitar el día anterior unas fincas de su propiedad (después supe que nunca tuvo el preopinante otras fincas que unos granos de mala traza en el cerviguillo) al inmediato pueblo de Getafe, había visto, con honda pena de su corazón, con vergüenza de sus sentimientos liberales, que aquel ayuntamiento, «hechura de la ominosa situación derribada», aún estaba sin disolver, «por intrigas de la mano oculta de la reacción, para mengua y baldón de la causa de la libertad».
Tomóse en cuenta, entre aplausos, la denuncia; y apoyó el tema un ciudadano de mal pelaje, desde un palco segundo, con el ejemplo de una gran señora perteneciente al «lujo inmoral de un latromanate», descubierta por él la pasada noche después de cuarenta y ocho horas de pesquisas, cerca de Aranjuez y traída a Madrid aquella misma mañana, «a la inominia pública, entre un piquete de veinte caballos, a son de clarín». Verdad que al llegar supo que la dama arrestada no era la prenda del manate, sino otra señora muy honrada que nada tenía que ver con él. Pero para el caso daba lo misino; el esfuerzo estaba visto, y la voluntad probada. Eso y mucho más era él capaz de hacer por la causa de la libertad, por la cual se había batido en la calle de la Paloma, y velaría a pie firme mientras dormían los que debieran defenderla.
Y como se tocaba el capítulo de servicios prestados a la revolución, salieron a docenas, por otros tantos agujeros, los acreedores de la pobre señora. Quién se alababa de haber hecho trizas hasta cuatro cajones de la policía; quién, de tener despellejados los dedos de arrancar adoquines para hacer barricadas; quién, de haber roto con sus propias manos, en el palacio de la calle de las Rejas, dos candeleros, cinco cortinones y un reloj de música; quién, de, haber abofeteado en la Puerta del Sol a un empleado «de los ladrones caídos, que huía a esconderse, avergonzado de la luz de la libertad»... Salió también, y por el foro, para mayor estruendo, un oficialete del ejército, que, conmovido y tartajoso, dijo unas cosas que nadie entendió; pero tomóle bajo su amparo un padre grave de los del capítulo del escenario, que era buen orador y no mal médico, y díjonos que aquel valiente quería decirnos, y no podía porque le embargaba patriótica emoción, que hallándose en un puesto confiado a su lealtad y vigilancia por la ominosa tiranía derrocada, se había pasado con todas las fuerzas de su mando a la revolución, porque «antes que todo, y antes que soldado, era liberal». Pensé yo que, después de contarnos esto el orador, nos pediría, un piquete para fusilar a aquel modelo de pundonorosos capitanes; pero nos pidió que le otorgáramos todo nuestro amor y todo nuestro entusiasmo, porque soldados como él eran los que necesitaba la causa del pueblo... En fin, col, decir que hasta Bujes, que asomó la gaita por un proscenio bajo, hizo un discurso a mazo y escoplo, como pudiera hacer una carreta, narrando los hechos heroicos consumados por él y los ciudadanos de su calle, «para romper las cadenas con que los oprimía el déspota», está dicho todo.
Aquello era una jaula de mentecatos, una puja indecente de merecimientos que, o eran ridículos, o afrentaban la causa en cuyo nombre se exponían; y todo iba a cuento, a vueltas de tanto cacareo de abnegación y de sacrificios, de reclamar un mendrugo de los que habían de repartirse tan pronto como llegara de Zaragoza el presidente del nuevo festín. El aseo y la ira me espoleaban; la lengua me hervía en la boca, y al fin pedí la palabra. Los que se sentaban delante de mí, sin duda para verme y oírme mejor, brindáronme con un hueco que hicieron entre todos; aceptéle, y avancé hasta la barandilla que nos separaba del patio de las lunetas.
Ya he dicho que poseía yo, amén de una voz de gran potencia, una verbosidad extraordinaria, y ciertas naturales dotes de tribuno, no muy comunes. Además, en aquel momento debía ofrecer mi persona el aire pintoresco de un condottiere, o de un bandido de teatro. Llevaba toda la barba, que me había dejado crecer durante mi reclusión; holgado cuello de camisa con corbata suelta al desgaire; descomunal cuchillo de monte a la cintura, oculto a medias por la entreabierta tuina de dril, de color ceniza, y sobre cuyas bocamangas brillaban los dobles galones de comandante de barricada; tenía en la diestra un enorme chambergo gris con escarapela, y aún ostentaba mi rostro las huellas del sol abrasador de aquellos días de encarnizada lucha. Con tales dotes, señas y arrequives, a poco esfuerzo que yo hiciera, el éxito no podía ser dudoso en medio de aquel singularísimo concurso.
Sin más que exhibirme ante él, cierto rumorcillo que recorrió la sala al instante, como brisa de verano en espeso robledal, me hizo creer que comenzaba yo a ser objeto de la pública curiosidad, excitada por la delación de alguien que me conocía allí. Esto ya era otra garantía del buen éxito de mi empresa. a lanzar iba la primera palabra, cuando el presidente, pluma en mano, me interrumpió diciéndome:
-Sírvase declarar su nombre el ciudadano que va a hablar.
A lo cual respondí yo, con voz sonora y ademán altivo:
-¡Pedro Sánchez!
No bien lo dije, cuando el rumor de la sala se trocó instantáneamente en bramidos de entusiasmo y en estruendo de palmadas. La batalla estaba ganada, el campo era mío. Podía cortar, herir y machacar donde quisiera.
Y así lo hice.
No entré en el asunto por los caminos trillados y las puertas conocidas del vulgo; le asalté a exabrupto seco y a apóstrofe limpio. Me encaré osadamente con todos y cada uno de los que habían hablado antes que yo; clavé en la picota de mi indignación y de mis burlas, según los casos, el hueso de sus peroraciones de hojarasca; traje al debate los rumores públicos; expuse las alarmas de los hombres cuerdos enfrente de aquellos temerarios desvaríos, afirmé que, después de lo que había presenciado allí, aún me parecían pálidos los colores con que lo pintaban los que temían que el fruto de tanta sangre y tanto sacrificio pereciera en manos de mentecatos y de charlatanes. Como los preopinantes contaban sin duda con el apoyo de mis fuerzas cuando me vieron levantarme para hablar, mis palabras causaban en ellos marcado asombro, y aun estupor; pero como los que no habían soltado prenda alguna eran muchos más, y muchísimos más todavía los que se hallaban allí en busca de jaleo y de emociones fuertes, y todas estas dos grandes porciones acogían cada fin de mis hinchados y resonantes períodos con gritos de entusiasmo y recio palmoteo, algunos de los apostrofados, especialmente el hombre de los pelos de punta y de la barba lacia, me acribillaban a menudo con preguntas sueltas o frases mal intencionadas, que yo recogía en el aire con mucho gusto, porque en este tiroteo me ayudaba con todas sus fuerzas el público, que siempre está de parte del que habla más recio y pega con mayor saña. a veces me llamaba al orden el presidente, y aun se ponía del lado de mis contrincantes, cuya calma, hasta cierto punto, era la suya, como lo es de todo padre sin carácter la de un hijo mal educado; pero yo hacía con el presidente lo mismo que con sus presididos; y entonces los aplausos de la multitud eran mucho más recios, porque si gusta como dos ver apalear a los iguales, cuando se prende a la justicia el goce es mucho mayor.
Este duelo a estocadas duraba ya demasiado, porque el efecto estaba producido, y ciertas impresiones no pueden sostenerse en el ánimo por mucho tiempo: érame preciso concluir, y concluir bien, y en una pieza, para que el éxito fuera completo. Así traté de hacerlo. Un breve resumen de cargos, bien nutridito de color; una invocación a las víctimas de la cruenta lucha; un atrevido alarde de mi derecho para hablar así en medio de aquellas bizantinas porfías; y enseguida este parrafejo atronador, progresista y amenazante:
-La revolución tiene un programa bien definido, por cuyo triunfo se ensangrentaron las calles de Madrid; ese programa debe cumplirse..., ese programa se cumplirá, aunque para conseguirlo haya que ensangrentarlas otra vez, luchando a muerte contra los nuevos enemigos de la libertad. ¿Sabéis quiénes son estos enemigos? Los charlatanes que la comprometen, los mentecatos que la ponen en ridículo, y los ambiciosos que la deshonran.
Este remate, dicho con fiera voz y adornado de tres brazadas marciales y una gallarda sacudida de pelo con la erguida cabeza, produjo la tempestad de vítores y aplausos más ruidosa que se hubo formado jamás en el recinto de aquel viejo templo, levantado al arte que de esas tempestades se alimenta.
En medio del estruendo de ella salí, sin detenerme siquiera a echar una mirada de triunfo sobre aquel campo cubierto de cadáveres.
Por la noche, y al día siguiente, todos los periódicos daban minuciosos detalles del suceso; algunos reproducían párrafos enteros de mi discurso. Unos me apoyaban, otros me combatían; pero todos iban unánimes en declarar que mi oración patriótica era digna de los mejores tiempos de la tribuna romana.
No hizo más ruido que el mío el discurso con que, muy poco después, en un meeting del teatro de Oriente, se encaramó Castelar en la región de las celebridades tribunicias desde la obscuridad del vulgo de los mortales.
El Círculo no volvió a reunirse más; se declaró disuelto, y la Junta, agradecida, me dio una silla en sus consejos.
Pero esto, por más que halagara mi amor propio, no bastaba a conjurar los serios conflictos de que estábamos amenazados a cada instante. Afortunadamente llegó Espartero a Madrid; y entre formar para recibirle a su llegada; y formar para desfilar ante él, al otro día, en la Puerta del Sol, con nuestras banderas de percalina y nuestro abigarrado equipaje; y formar después en las barricadas cuando dedicó a muchas de ellas una cortés visita, se adormecieron las malas pasiones durante media semana; y para cuando quisieron despertar, ya estaba decretado el despojo de las calles, y la vuelta a sus ordinarias ocupaciones de tantos miles de patriotas que hormigueaban, cargados de armas y municiones, entre los amontonados adoquines.
¡Cuánto susto costó separarlos de aquel peligroso juego a que se habían ido acostumbrando! Gracias a que hubo otro juego con que engañarlos, por de pronto: el de la Milicia Nacional, en la que, si no eran tan bravucones, tendrían mejor disciplina y serían soldados más de verdad; esclavitud a que se acomodan siempre con grandísimo gusto los hombres libres, enemigos jurados de todo linaje, de opresiones y de tiranías.
Acabóse, pues, la guerra de las calles con la instalación de un Gobierno regular, ' y comenzó otra, si no tan ruidosa, mucho más tenaz, en los ministerios. La guerra de los destinos. No hablo de ella, porque de la noche a la mañana me dieron uno de los mejores en Gobernación. Cerca andaban de mí, aunque no tan altos, mis compañeros de redacción, menos Redondo, que no quiso ser más que comandante de un batallón de Nacionales. ¡Hasta el portero y los repartidores de El Clarín se colocaron!
Estos compañeros, Matica y demás amigos, estaban asombrados del ruido que yo hacía y de lo alto que volaba; yo no, porque había ido persuadiéndome, poco a poco, de que eso y mucho más merecían los hombres de mi importancia. Tampoco Clara se asombraba de ello, porque lo esperaba. Eso me dijo después de leer un rimero de periódicos, adquiridos no sé cómo, que hablaban de mi discurso; y cuando tuvo noticia de mi entrada en la Junta, y cuando me dieron el destino en Gobernación. Nada le asombraba en mí; pero yo estaba asombrado de que de todo me creyera capaz una mujer como ella, y de que lejos de aburrirse en mi pobre posada, nunca me manifestara el menor deseo de abandonarla. En cambio, Pilita y Manolo, la una hecha ya un esqueleto y el otro una momia, sólo daban señales de vida para preguntarme cuándo saldrían de allí; y yo no me atrevía a decirles «ahora», porque aunque las calles comenzaban a verse expeditas, y las gentes apaciguadas y en orden, el odio a Valenzuela estaba tan fresco en el corazón del populacho como el primer día; y era muy arriesgado ponerle delante de los ojos cosa tan allegada al aborrecido personaje, como su propia familia.
Un feliz incidente vino a resolver esta dificultad, que ya comenzaba a apurarme un poco. La duquesa del Pico, sorprendida en Madrid por los acontecimientos, y en comunicación con Pilita desde que ésta le descubrió su escondrijo tan pronto como se deshizo la primera barricada, se disponía a pasar el resto del verano en una de las más tranquilas provincias del Norte, en la cual poseía una elegante y bien provista casa de campo. «Acompañadme vosotros -decía a Pilita en el mismo perfumado billete en que la noticiaba aquella su resolución-, y todos saldremos ganando en ello, cuando nos veamos juntos y libres y bien oreados en aquel apacible retiro, a dos pasos de la frontera.»
Pilita me enseñó esta carta, y Clara me pidió mi parecer. Sin vacilar respondí que aceptaran lo propuesto por la duquesa. Nada más cuerdo ni conveniente en aquellas circunstancias, ni punto de refugio mejor situado para esperar el fin del fin de la política borrascosa con entera tranquilidad.
-¿Está usted seguro de que no le engaña su buen deseo de que salgamos de Madrid? -me preguntó Clara subrayando, con toda la fuerza de su vigorosa pronunciación, aquella palabra.
-Mi deseo no puede engañarme -respondí dando igual arrastre a la misma palabra, por si acaso tenía la de Clara doble intención-; porque no es el deseo lo que me dicta el consejo, sino la triste necesidad, que no tiene entrañas.
-Pues cuando quieras, mamá -dijo Clara a Pilita después de pagarme la galantería con un amago de sonrisa y un chispazo de sus terribles ojos negros.
Y Pilita, nerviosa, desconcertada de alegría, tras de abrazar a Manolo, que de gusto hizo dos piruetas y entonó con voz cascajosa un tricota del Matre infelice, de El Trovador, ópera recién estrenada en el Teatro Real, respondió al billete de su amiga; y tal arte se dio su actividad, que antes de una hora quedaba acordado el viaje para tres días después en el coche-correo, el cual esperarían fuera de Madrid para exponerse menos a ser conocidas del populacho.
-Está en Bruselas... ¡y en grande! -me dijo Pilita después de enterarme de todo lo referente al viaje.
-¿Quién? -pregunté yo.
-Valenzuela. Lo hemos sabido por buen conducto. Y también él sabe de nosotros... y de usted; y le está muy agradecido, porque no ignora lo que usted ha hecho por su familia.
-Pues déle usted memorias -dije a aquella pobre mentecata, sin que su hija me lo oyera.
Esto acontecía al empezar la tercera semana de agosto. Para entonces, ya estaba mi padre impuesto de todas mis aventuras y prosperidades, porque había cuidado yo de hacer Regar a sus manos resmas de papeles que las puntualizaban bien y cartas en que lo decía lo que no podían narrarle aquéllos, como mis servicios prestados a la familia de su excelso amigo; cosa que hinchó de honrada satisfacción al pobre viejo, cuya admiración al runflante manchego no había mermado un punto con las atrocidades que de él se escribían, porque las reputaba calumnias miserables de la envidia.
Lamentábase mi padre de que tantas cosazas hechas por mí, tanto renombre y tanta gloria alcanzados en tan poco tiempo, fueran en pro y a beneficio de una causa tan del gusto de los enemigos de Dios; porque este escrúpulo le impedía abrir toda su alma al torrente de emociones que se la asaltaban al verse padre de semejante hijo; pero vime enseguida encumbrado en la alteza del destino que me dieron; halléme con influjo y mangoneo en región tan importante; y yo, que sabía cuáles eran los platos más del gusto de mi padre, escribíle al punto diciéndole: «ya no debe haber Garcías en ese pueblo, ni otro señor árbitro de sus destinos que usted... Corte, pues, y rajo a su gusto, que aquí estoy yo, por ahora, que soy el dictador de la provincia entera».
¡Desde que nació no se había visto en otra el buen hidalgo! Ya podía toser fuerte en su lugar; esgrimir la escoba sobre el suelo en que imperaban los Garcías; hartarse de barrer Garcías, y alzar diez codos por encima de su estirpe aborrecida los venerables monigotes de su escudo nobiliario. Y no se descuidó en hacerlo. Ni el alguacil quedó en pie a los primeros escobazos. Toda la administración municipal se vistió de ropa nueva, al gusto de mi padre, que se quedó sin cargo alguno porque no dijeran de él que le movían vulgares e insanas ambiciones.
«¡Qué bien se está aquí ahora! -me escribía después de darme cuenta de la limpieza que había hecho en el lugar-. Parece que se ha ensanchado el territorio y que se respira en él mucho mejor... Por lo demás -concluía la carta-, las revoluciones son como otras muchas cosas: fuera de su quicio, corrompen; bien regidas, son hasta útiles. Cierto que yo, en principio, jamás podré ser revolucionario; pero por lo que respecta a esta última revolución, tanto me he acostumbrado a considerarla como obra de tus manos, que hoy por hoy, aunque como revolución la deteste, como cosa tuya la miro con cierto amor... y no me estorba.»
- XXVII -
En este cielo alegre y sonrosado en que de tal modo despilfarraba sus luces la estrella de mi fortuna, había una nube negra que a veces la empañaba y muy a menudo me entristecía. Esta nube era el recuerdo de la pobre Carmen, sola y cargada de penas y de luto.
Visitábala yo con la posible frecuencia; pero no podía arrancarla, por más esfuerzos que hacía, de las cadenas de aquel dolor mudo que se había apoderado de ella. Las grandes pesadumbres ofrecen también su deleite en el recuerdo mismo de los sucesos que las producen. Guarda la memoria los minuciosos trámites de la muerte que nos llevó del mundo a un ser querido: allí están grabados todos, uno por uno, desde la insignificante dolencia que le postró en el lecho, hasta el último ruido del estertor de su agonía, con los más nimios pormenores de las largas noches de vela; del rumor de los pasos del médico; del eco de sus palabras, unas veces produciendo esperanzas, otras matando las concebidas; del color de las coberturas del lecho; de la mortecina luz de la escondida lámpara; de nuestras propias cavilaciones, de nuestros sobresaltos..., de todo; y de todo ello se habla después, porque esas conversaciones parecen una continuación de lo pasado sin el abismo de la muerte... Pero en la memoria de la infeliz Carmen no quedaba nada de eso. Su padre, alejado de casa, lleno de vida; después un extraño, turbado y conmovido, que la hace un triste relato de fieras matanzas en la calle, y que, en vez de traerle lo que ella espera con mortales ansias, le da la horrenda noticia de que un balazo casual lo tendió sin vida sobre las duras piedras. ¡Ni siquiera el consuelo de besar su frío cadáver! ¿Cómo no apartar los ojos del libro en que se grabaron tales recuerdos? ¿Cómo llorar cuando el horror obstruye las fuentes del sentimiento?
Así me explicaba yo, por conjeturas, la extraña actitud de Carmen; y digo que por conjeturas, porque la desdichada persistía en su evidente propósito de no hablar conmigo de su padre.
Era esto una grandísima contrariedad para mí, poique me alejaba del único camino por donde yo podía llegar a conocer las verdaderas necesidades de aquella casa, y tratar del modo de acudir a ellas; a lo cual me obligaban tanto mi palabra empeñada a Balduque en los últimos instantes de su vida, como los impulsos de mi corazón, lleno de afecto sincero y de gratitud hacia aquellas infelices mujeres. No pudiendo acercarme al asunto por derecho, buscábale por apartada callejuela; pero siempre me salía Carmen al encuentro para cerrarme el paso.
Una vez me dijo, atareada como siempre en sus labores de costura, respondiendo con ello a unas mal disimuladas indirectas mías:
-Nunca el trabajo ha sido más abundante ni me ha entretenido tanto como ahora: hasta nos sobra el dinero. ¡Cuando no nos hace falta! ¡Vea usted qué oportunidad!
Aquel mismo día me dijo, lacónica y tristemente, al despedirme de ella:
-Mañana son los funerales.
Díjome también la hora y en qué templo, y fuime. Busqué a Matica; prestóse gustoso a acompañarme a aquel acto; invitamos a otros amigos, unos porque conocieron vivo a Balduque, y todos porque tenían noticia de su trágica muerte; y de este modo, el humilde túmulo alzado en el centro de la iglesia, mientras las preces del coro y del altar se elevaban al Dios de las Misericordias, no se vio solo entre cuatro blandones funerarios.
En un momento en que cesaron los cánticos, oí sollozos detrás de mí. Volví la cara y vi a lo lejos, en la penumbra de una capilla, dos mujeres arrodilladas y cubiertas de luto. La una era Quica, y presumí que la otra, cuyo rostro ocultaba el profuso velo de su manto, sería Carmen.
A la salida las esperamos Matica y yo a la puerta y las acompañamos a casa. Durante el camino notó en la triste huérfana señales de una emoción de que no la había visto poseída desde la muerte de su padre. Comenzaba, sin duda, a ceder el obstáculo a los embates del contenido torrente... ¡Pobre criatura!... No bien llegó a su casa, dejése caer en una silla; los sollozos la ahogaban; sus ojos se humedecían, y al fin, convertidos en arroyos de lágrimas, dieron salida al dolor acumulado en su pecho durante tantos días. La dejamos llorar, porque llorar en aquel trance era suavizar las penas y tornar a la vida.
Después de llorar mucho, como si me viera por primera vez desde el acontecimiento que ocasionaba sus lágrimas, comenzó a evocar todos aquellos recuerdos de su padre que tuvieran alguna conexión conmigo: sobre todo, los de nuestro viaje desde la Montaña y los del tiempo en que hicimos juntos vida de familia. Hasta los más insignificantes pormenores de estos sucesos conservaba en la memoria. Y aunque los evocaba con el triste consuelo que siente el desterrado al pensar en la patria y en los seres que no ha de ver más, al fin hablaba de cosas que facilitaban el camino a mis propósitos. Siguiéndole con tino, llegamos a tratar de ellos franca y abiertamente. Entonces me aseguró, sin el menor síntoma de que me ocultaba la verdad, que le sobraba con el recurso de su trabajo para atender a todas sus necesidades.
-Pero puede usted enfermar -le dijimos-, o verse sin su fiel compañera, a la hora menos pensada.
-¡No lo permita Dios! -repuso Carmen-; pero si tal sucediera, entonces sería ocasión de utilizar el apoyo que tan de corazón me ofrecen ustedes. Por ahora, con que no me olviden; con que de tarde en cuando vengan a despejar un poco mis tristezas, harán mucho más de lo que yo merezco.
-Convenido -repliqué, afectando un tono de broma que no sé si pegaba bien allí-; pero a condición de que no me ha de ocultar usted el primer apuro en que se vea.
-¿Cómo he de olvidar yo -respondióme conmovida y con el alma palpitando en el dulce mirar de sus ojos-, que es usted el único amparo que me queda en el mundo?
Poco después salíamos mi amigo y yo de aquella triste casa, tristes también los dos. De camino tratamos, y no por primera vez, del modo de conseguir que luciera en beneficio material de la huérfana la heroica muerte de su padre en lo más alto de una barricada.
-Imperdonable sería en nosotros, y sobre todo en usted que tanto puede y vale ahora, que por falta de protección se desgraciara tan angelical criatura.
¡Y eso que sólo la conocía por lo poco que había visto, y los vagos informes que le había dado yo!
Acontecía todo esto el mismo día señalado para el viaje de Clara con su familia. La noche anterior habíamos hecho una escapadita, en hora conveniente, a la calle del Príncipe, para que Pilita y sus hijos prepararan los equipajes que habían de remitirse, como de la duquesa del Pico, al punto designado por ésta. Después volvimos felizmente a nuestro escondite, del cual, mejor que de su casa, podrían salir, sin riesgo de ser conocidas, para tomar el carruaje en que irían con la duquesa a esperar el coche-correo al camino de Francia. Todas estas precauciones se habían adoptado por mi consejo; y además proveí a las viajeras de los documentos y salvoconductos necesarios para que las acompañara por todas partes la protección oficial del ministro. Eso y más podía yo entonces, y ninguna ocasión mejor que aquélla para lucirlo. Estaba delante la duquesa, que por indicación de Pilita había ido unos instantes a ponerse de acuerdo con sus amigas, cuando yo entregaba a éstas los papeles y les informaba de lo que valían. Pilita, no obstante su pueril egoísmo, me miró con el asombro pintado en la revocada faz; pero la duquesa, mujer de intriga, viuda pertinaz, solitaria e independiente, que no ignoraba la calidad de los vínculos que me unían a sus amigas, después de dedicar un gestecillo burlón al asombro de Pilita, miróme a mí, y enseguida a Clara, con una sonrisilla imperceptible, ¡pero tan maliciosa!... Clara la resistió bien; pero yo me puse más colorado que un tomate. Después de este suceso fue cuando acompañé a la familia Valenzuela a su casa. Los únicos instantes en que nos vimos un poco separados de Pilita y su hijo Clara y yo, los aprovechó ésta para decirme, con hechicera burla:
-Hay que convenir en que, o miente la fama muy a menudo, o los valientes, vistos de cerca, en el trato ordinario, tienen bien poco que admirar.
-¿Por qué me dice usted eso? -le pregunté siguiéndole el humor.
-Porque usted, tan sereno entre las balas, no resiste sin inmutarse la mirada de una mujer curiosa. ¡Cuánto más valiente soy yo que usted!
-El efecto de ciertas miradas -repliqué comprendiéndola-, no depende del temple de ellas mismas, sino de la importancia de lo que descubren. Por tanto, entre usted y yo no cabe comparación en el lance a que se refiere.
-Lo cual es lo mismo que suponer -repuso Clara-, que yo no tengo nada que ocultar a la curiosidad de la mirada que a usted le turbó tanto... Hay que hablar de esto, y muy a fondo...
Con harto pesar mío cortó aquí nuestro diálogo la intrusión impertinente de Pilita; diálogo que en toda la noche logramos reanudar, ni mucho menos a la mañana siguiente, por los tristes motivos consignados más atrás.
Con estos antecedentes, júzguese si podían ser más opuestas entre sí las dos fuerzas entre las cuales se agitaba mi espíritu en el momento de separarme de Matica cerca del portal de mi casa. De un lado, el recuerdo de Carmen, pobre, sola y desconsolada; de otro, el anhelo de saborear las confidencias íntimas, de descubrir los secretos del corazón de una hermosa mujer que tanto pesaba ya en el mío. ¡Singulares contrastes de la vida!
Faltaban apenas dos horas para la marcha de Clara, y la brevedad de este tiempo aguijoneaba mis vehementes deseos de pasarlo todo a su lado. Después que ella se fuera, ¡qué triste y solitario quedaría todo en mi derredor! Casi me arrepentía de haberla aconsejado que se marchara. Cuando hay de por medio ciertos antojillos del corazón, o de cosa que lo parezca, se hace uno un egoísta de todos los diablos.
Subí. La halló arreglando unos cachivaches de camino sobre el velador de la sala. Ya estaba vestida, pero sin arrequives ni perifollos: todo liso entreclaro, y a cuerpo. ¡Qué cuerpo, señor! ¡Qué plenitud tan armónica! ¡Qué turgencia, qué frescura! El pelo, dispuesto ya para recibir el sombrero de camino, caía por los lados en tirabuzones, que se estremecían en cuanto rozaban la tersa y redonda superficie del cuello al menor movimiento de la cabeza; ¡y qué cabeza, con aquel peinado y sobre las curvas gallardas de aquellos hombros helénicos!
Pilita estaba encerrada en el gabinete con la doncella que había ido a ayudarlas en tan complicadas faenas; Manolo, en su cuarto, vistiéndose también: se oían desde la sala los hipidos con que destrozaba a Verdi.
Clara, pues, estaba sola en aquellos momentos.
Me quedó hecho una bestia contemplándola. Volvióse hacia mí, y me dijo afablemente, sin abandonar la obra en que se empleaban sus ebúrneas manos:
-Comenzaba a temer que tendría que despedirme de usted por el correo.
-¡No lo permitiera Dios! -respondí con el corazón en la lengua.
-Pues juzgue el más indolente: estoy ya con el pie en el estribo, y desde anoche no nos hemos visto hasta ahora... Esto, por sí solo, ya es algo... sin contar -y aquí hizo una breve pausa, como si exigiera toda su atención una lazadita que estaba dando a la cinta de un diminuto envoltorio que al fin guardó en un precioso saquito de mano-, sin contar... con que en nuestra última conversación quedó un grave asunto pendiente.
Esta tentadora alusión a un hecho que desde que había acontecido no se apartaba un instante de mi memoria, prodújome tales brincos en el corazón y tales porrazos en las sienes, que apenas acerté a exponer la razón de mi larga ausencia.
-En cuanto al asunto pendiente entre nosotros -añadí, temblándome un poquillo las piernas y la voz-; en cuanto a ese asunto...
Y me atajó Clara aquí, después de observar mi turbación con el rabillo del ojo, diciéndome:
-Pudiera usted desear que no se ventilara hasta mi vuelta... Hay gustos.
-¡No, Clara, no! -exclamé entonces sin poder refrenar la vehemencia de mi deseo-. No soy hombre de ese temple: no es posible que goce mi alma un instante de sosiego con el escozor de tal incertidumbre. ¡Juzgue usted si habré contado bien todas las horas del día, y qué esfuerzo no hubiera sido capaz de hacer para no gastar estos instantes fuera de casa!
Nunca tal aire de melodramática solemnidad había dado a mis palabras hablando con Clara, y eso que no era la primera vez que me valía de parecidos recodos para responderle; verdad que tampoco habían sido tan diáfanos nuestros «asuntos pendientes», ni me había puesto ella tan en el disparadero como entonces, ni estado tan cerca de apartarse de mí por larga temporada.
Como dio por terminada la sencilla faena que la entretenía, precisamente al pronunciar yo la última palabra, dejando el saquito y otras monerías colocadas sobre la mesa con el aseo y el primor con que saben hacer esas cosas las mujeres elegantes, vínose hacia mí; y mientras se movía y me miraba, y con el finísimo pañuelo de la mano se frotaba suavemente las dos, díjome, no en tono tan alto ni tan firme como de costumbre:
-¡Ea pues!, ánimo, y aprovechémoslos, por lo mismo que son tan breves, si el asunto le interesa a usted tanto como parece.
Yo estaba cerca del sofá; sentóse Clara en él, y maquinalmente me dejó caer a su lado.
-No olvide usted -me dijo- que se trata de saber quién de los dos ha sido más valiente en cierto trance, y por qué lo ha sido. Va a ser esto, pues, una especie de duelo entre dos valientes: breve y sin cuartel. Verdad que a mí me falta, para entrar en él, la maestría que quizá le sobra a usted, porque ésa se adquiere con la experiencia, y yo no la tengo; pero la supliré con mi carácter, que es firme y desengañado, y allá saldremos los dos con escasa diferencia.
Y vea usted: ¡tanto! alarde de valentía, ella que no los necesitaba de ordinario, precisamente cuando lo inseguro de su voz, la palidez de su rostro y otras señales bien ostensibles, declaraban a gritos que estaba muerta de miedo! Y ¡cosa más extraña aún!: yo que lo conocía, en lugar de envalentonarme con ella, más me encogía y me apocaba, y más fuerte y desordenado era el latir de mi corazón.
-A usted le toca empezar -añadió Clara tras una ligera pausa-; y sea breve y conciso, si no quiere que nos interrumpan a lo mejor.
¡Dios mío, qué trance aquél! Yo me acordaba de todos los amantes imberbes de las tertulias graves y de los bailes por lo fino; yo me veía como los había visto a ellos tantas veces, atarugados, lacrimosos y sentimentales, haciendo, con hiperbólicos rodeos, una declaración rimbombante y mimosona, a una mujer que les apagaba los imaginados fuegos con una burlona sonrisa, cuando no con una carcajada. Y me acordaba de ellos, porque ni estaba yo menos conmovido, ni menos atarugado. Por otra parte, pensaba que aquel trance no había sido buscado por mí; y que, aun sin esto, yo tenía algunos títulos en qué fundar, cuando menos, la esperanza de que no se rieran de mis cuitas; cierto derecho a decir lo que sentía, y pruebas notorias de que lo sentía de veras. Pero si yo no era un amante imberbe, soñador ni ridículo, Clara, cuya actitud podía engañarme, estaba a cien leguas del tipo común de las mujeres, por su temperamento, por su carácter y hasta por su inteligencia. La proporción resultaba, y el riesgo, por ende, existía. Y con estas cavilaciones que me acometían con la velocidad y hasta con la luz deslumbradora del rayo, esquivaba el tema del asunto y me escondía detrás de una metáfora, o me escapaba por una callejuela de vulgaridades. Pero los ojos de Clara me perseguían implacables; y aguijándome con la mirada, tornábanme dócil y manso al redil. En una de estas escaramuzas me amarró diciéndome:
-Porque usted se puso colorado y yo no, al mirarnos a los dos unos mismos ojos, me tuve por más valiente que usted, y usted me negó esta ventaja que yo creo llevarle, so pretexto de que a usted no le ruborizó la mirada por ser mirada, sino por lo que descubría. Es decir, que en demostrando yo que había en mí tanto que descubrir como en usted, queda probado que soy mucho más valiente, puesto que resistí la mirada sin inmutarme. Ésta es la cuestión: ver lo que hay oculto en usted, y ver lo que hay oculto en mí. Ahora vengan esos secretos de usted, y enseguida aparecerán los míos.
No había escape. Era preciso resolverse, y me resolví; se necesitaba valor, y le tuve. Pero me faltó el método, y hasta el estilo. ¡Tiene tres perendengues esto de declarar cosas tan serias a una mujer de talento! En tomar bien el asunto consiste todo; porque el trance está tan cerca de lo serio como de lo ridículo, y a mí todas las tentativas se me inclinaban a este lado. Cuando los gladiadores romanos estudiaban tanto el modo de caer con gracia sobre la arena del circo, por algo lo hacían.
-Clara -dije al fin, sudando de congoja-, le juro a usted que no es valor lo que me falta para declarar todo lo que siento: es que no hallo modo que me satisfaga, sin temor de que la pintura no sea digna del asunto, ni de usted que me la inspira.
Sonrióse ella y atajóme diciéndome:
-Voy a ayudarlo a usted a salir del apuro... ¡y, por Dios, no se ría de mí si me equivoco en mis presunciones! Hace algún tiempo (no mucho) que en el corazón de usted ocupo yo un sitio algo mayor del que ordinariamente se otorga a una amiga. ¿Es cierto?
-No... porque le ocupa usted todo, le llena todo -exclamé con vehemencia tal, que me valió el dulcísimo castigo de que sellara mi boca la tibia, fragante y suave mano de aquella sin igual mujer.
-Es decir -continuó ésta, bajando la voz y retirando su mano de mis labios convulsos-, hablando en castellano corriente, llamando a las cosas por su nombre, que usted... me quiere un poco...
-¡No! -le interrumpí, borracho de dulces emociones-, ¡sino con toda mi alma, con toda mi vida, con todo el fervor de un corazón que siente esas cosas por primera vez!
-Sea así -repuso Clara-, y tanto mejor. Ya sabemos qué secretos eran los que intentaba descubrir en usted la mirada de mi amiga. Réstanos saber ahora si yo tenía otros idénticos que ocultar de ella... Apurado es el trance para mí; pero no he de tomarlo por pretexto para faltar a la palabra empeñada.
En este instante era yo todo ojos y oídos y nervios y ansiedad; todo menos un hombre en su cabal razón; y, ¡qué demonio!, el caso lo pedía. ¡Y precisamente fue este instante el escogido por el estúpido Manolo para acercarse a preguntar a su hermana si con el traje claro de camino jugaría mejor la corbata de piqué a lunares marrón, que la de granadina crema! Apartóse Clara repentinamente de mí en cuanto oyó los pasos de su hermano; y no sé qué sequedad le respondí cuando se llegó a saludarme. Clara, que estaba tan impaciente y tan contrariada como yo, despidióle lo antes y lo menos mal que pudo; pero apenas había salido de la sala, cuando apareció Pilita en ella, incrustada en revoques y postizos, juguetona, dengosa, impertinente, como niño mal educado que se sale con la suya.
Desde aquel momento todo fue ruido y movimiento allí. La doncella que entraba y salía, recogiendo cosas que había de llevarse después que se marcharan sus amos, la patrona que ayudaba a la doncella; el criado que servía a Manolo y dejaba sobre una silla el rollo de mantas, bastones paraguas; las mil advertencias de Pilita a sus sirvientes, para entonces y para después; su incesante asedio a Clara para que concluyera de arreglarse; sus llamadas a Manolo para que hiciera lo mismo; la entrada de Manolo; sus cien preguntas impertinentes; sus cánticos inaguantables a la sordina; la lluvia de cumplidos falsos de él y de su madre conmigo: «la pena que sentían al separarse de un amigo tan excelente; que mejor haría en irme con ellos...»; en fin, no se los podía aguantar en una situación de ánimo como la mía; sobre todo, desde que Clara, complaciendo a su madre, había entrado en el gabinete y me faltó el dulce recreo de sus furtivas miradas y el espectáculo de su presencia. Duró este barullo cerca de una hora, y terminó con otro mucho más estrepitoso, armado tan pronto como se supo que el coche esperaba en la calle.
¡El coche en la calle ya; Clara lejos de mí, y el punto sin resolver!
¿Cómo pintar la comezón, la impaciencia que me consumía y me llevaba de un lado para otro, pulverizando entre mis dedos las puntas de los bigotes, a fuerza de retorcerlos maquinalmente?
En tanto, Pilita y Manolo no cesaban de gritar ni de moverse.
-¡Acaba, hija mía!... ¡Clara, por Dios!..., ¡que aguarda el coche!..., ¡que nos espera Chuncha!..., ¡que se hace tarde!... Pero ¿no vienes?... Pero ¿no acabas?...
Y vino al fin Clara. Traía sobre sus hombros una manteleta o chal, o no sé qué, pues nunca fui gran inteligente en el ramo de indumentaria femenil; pero ello era cosa muy elegante y suelta, y entonaba muy bien con el resto del traje; y cubríala parte de la frente el mal recogido y tenue velo de gasa azul de su sombrero de paja bajo cuyas dos aletas laterales, sujetas con ancha cinta anudada sobre la garganta, asomaban, trémulos Y desmayados, los negros tirabuzones. Calzábase uno de los guantes con la otra mano, desnuda todavía. Pilita, al verla, argadillo y carraca a la vez, por lo que se movía y alborotaba, tocábalo todo, dejábalo después, empujaba a su hijo, cargábale con algo, descargábale de ello enseguida, endosábaselo a Clara; y que «vamos», y que «no olvidéis alguna cosa», y que «por aquí» y que «por allá». Nadie se movía con arte. Vino el criado y cargó con lo más voluminoso... ¡Y llegó el momento de salir!
Yo no sabía qué hacer. Miré a Clara, que estaba inalterable, y parecióme que me decía algo con los ojos; algo que se ajustaba perfectamente a mis deseos... o que quise entender así. Lo cierto es que al ver que ella no se movía, híceme yo también el roncero.
-Vayan saliendo todos -dijo entonces-, que yo cuidaré de que nada se nos olvide. Así hizo salir de la sala a su madre y a Manolo... pero quedábase la doncella a su lado.
-Baje usted esto al coche -díjole en cuanto reparó en ella, entregándole... el cabás que ya tenía en la mano.
Nos quedamos solos, solos un instante, en un rinconcito de la sala. Después de convencerse de ello con una rápida mirada en su derredor, me tendió su mano desnuda; y al rumor de las voces de los que se alejaban por el tortuoso pasadizo, díjome, con el doble anhelo del interés Y de la prisa:
-Me voy con la pena de no dejar a Madrid asegurado de ciertos peligros. Estas cosas no están bien afirmadas todavía. Puede reproducirse en las calles, a la hora menos pensada, algo como lo pasado. ¡Dios no lo permita!... ¡Pero si aconteciera...!
-¿Qué? -le interrumpí, admirado de tan extraño temor en aquel momento.
-Que basta ya de pruebas temerarias...
Creí comprenderla, y le dije, oprimiendo su mano palpitante entre las mías nerviosas:
-Antes, casi empujándome hacia esas aventuras; y ahora queriendo apartarme de ellas. ¿Por qué es eso, Clara? ¿Vale hoy mi vida más que valía ayer?
-Para mí, ¡sí! -respondió con la bravura de una pasión indómita-; ¡porque ya es mía!... Por eso no quiero que se exponga..., por eso exijo... ¡que no la pierdas!
¡Esto, todo esto cayó sobre mí, como si lo trajeran de repente los efluvios de una tempestad; y estalló en mis oídos y repercutió en mi corazón comprimido y en mi cerebro trastornado!... Y yo no halló palabras con que traducir mis ideas en tumulto, ni voz con que formar las palabras; la luz de los ojos de aquella mujer irresistible me envolvía en su centelleo fascinador; veía el agitado ondular de su seno, y su boca estaba cerca de la mía... y aún nos acercamos más, porque un mismo impulso nos movió a los dos; y entonces mis labios, que no acertaban a modular una sílaba, sellaron en los suyos con fuego la respuesta.
Apartóse de mí con la fuerza y la velocidad del rayo; salió de la sala, y salí yo detrás, ciego, enloquecido...
¡Ay! ¡Aquella hermosa estatua; lo que yo creí, en un tiempo, frío y duro mármol, abrasaba!
- XXVIII -
Aquí comienza una nueva fase de mi vida, o como ahora se dice, una nueva dirección en la órbita de mis pensamientos. Hasta aquí había sido yo dócil masa, ave sin rumbo, nave sin brújula; las olas y el viento me conducían, y la mano de la ciega casualidad me formaba a su antojo. Desde aquí, el pájaro no vuela al azar; la nave sigue su derrotero inalterable, y la masa tiene un molde a que se ajusta y acomoda. Se acabó el aventurero que vive de entusiasmos y borra sus impresiones de ayer con otras más recientes; que acopia sin codicia y esparce sin duelo, porque es errante peregrino, guíale la buena fortuna y aún no columbra el fin de la jornada. Ya es el hombre advertido y cauto, que se detiene y descansa, y reflexiona y consulta sus fuerzas, pues sabe adónde va.
Porque no podía resultar otra cosa de aquella despedida, de la ardorosa correspondencia que la siguió y de las reflexiones que me hice. Un solo camino vi que me llevara por donde tantos y tan imperiosos afanes hallaran el apetecido término; juzguéle llano y expedito, y propúseme lanzarme a él. Entonces o nunca. Clara parecía haber hallado en mí el único hombre capaz de conmover su alma bravía; yo estaba loco por Clara; ella era hermosa, terriblemente hermosa; yo, amén de romántico admirador de lo excepcional y de lo dificultoso, gozaba a la sazón de los mimos de la fortuna, y podía, con esta prosa vil, alimentar el idilio de mis amores con algo más que pan y cebolla. Repito que entonces o nunca. Optó por lo primero; y desde aquel instante remaché, con un propósito firme, las cadenas con que me sentía ligado a Clara desde nuestra separación. A la fuerza de su atracción obedecen ya todos mis pensamientos, en su derredor giran, hacia ella van, de ella vienen, de su calor se nutren y con su luz se iluminan...
Sin embargo, la pasión no me quitó conocimiento, quizá porque la memoria es la potencia del alma más al abrigo de las tempestades del corazón; y en mi memoria estaban impresas, una por una, todas las palabras de la historia que me había contado Matica de la hija del desbravador andaluz y de su aprovechado marido. Pero ¿y qué? Suponiendo que aquella historia fuera la pura verdad, ¿tenía algo que ver la hija con las debilidades de los padres? Y aunque lo tuviera: la que más limpia se juzgase de esas máculas, ¿se atrevería a gritarlo muy recio en la Puerta del Sol, sin miedo de que le sellara la boca algún inesperado testimonio de lo contrario?
A un razonamiento semejante sometí los fresquísimos recuerdos de las causas en que se fundaba el odio popular a Valenzuela. Esto por lo que respecta al posse del asunto. Por lo que hace al cuándo, ya me parecieron más atendibles aquellos precedentes, por lo mal que se acomodaban con mis flamantes títulos de revolucionario de nota. La soldadura de ambos apellidos no podía lograrse en aquellos días, sin un estruendo que despertara los adormecidos odios y expusiera a muy rudas y peligrosas pruebas el temple de mi buena fortuna. Cierto que, mirando el asunto por la cara buena ' para lavar originarios pecados de polaquería, ningún Jordán como yo en aquel entonces; pero en la duda sobre la eficacia del lavatorio, ¿cuánto mejor era poner la confianza en la voluble condición del populacho y aguardar a que el río de sus iras se encauzara y tornara a correr manso y tranquilo, como correría en breve si el empuje de alguna imprudencia o de alguna debilidad del Gobierno imperante no le embravecía de nuevo?
No se diga tan mal de mi cordura, cuando a tales reflexiones me entregaba en medio de la amorosa fiebre que me consumía... Verdad que más cuerdo hubiera sido no ponerme en ocasión de entregarme a ellas, y mucho más cuerdo todavía someter la enfermedad determinante de la ocasión a un tratamiento racional, antes de declararme vencido por ella; mas para todo esto era preciso que Clara hubiera sido una mujer como todas las demás, y yo un «apreciable joven» que andaba a caza de gangas; en el cual caso ni hubiera acontecido lo que aconteció, ni me hubiera sobrevenido la fiebre, ni yo hubiera tenido que pensar en el modo de curarme de ella.
El trance mío era un trance verdaderamente excepcional: excepcional por la rapidez y extrañeza de los sucesos que me habían colocado en él; por la índole singularísima de Clara; por la misma frescura y virginidad de mi pasión, y excepcionalmente tenía que resolverse, y no por los trámites usuales en todos los compromisos que llegan por sus pasos contados y se acomodan a la estrechez de las argucias retóricas, o pueden reducirse a fríos cálculos de aritmética.
Apuntaban ya las primeras destemplanzas del invierno, cuando volvió a Madrid la familia Valenzuela; pero no a la calle del Príncipe, sino a otra bastante más retirada. Había aconsejado yo este cambio de domicilio en mi constante propósito de alejar del olfato populachero todo rastro que pudiera inspirar malas tentaciones, a la hora menos pensada. Yo mismo busqué la nueva habitación por encargo de Clara; y por su encargo también, dirigí los mecánicos trabajos de la mudanza.
Cuando le enteré de que iban a comenzarse, «cuídame mucho -me escribió- mi tocador Luis XV, mi mecedora japonesa, mi escritorio de ébano...» Y así iba, la condenada de ella, enumerándome los muebles y objetos de su uso particularísimo, como si se anticipara a satisfacer la ardiente curiosidad que yo sentí al entrar en la abandonada vivienda, o supiera las extrañas impresiones que produce en un hombre enamorado la contemplación del aposento de la mujer amada, y se complaciera en obligarme a preguntar por el suyo, por si no se me había ocurrido a mí.
¡Con qué celo tan pegajoso y hasta impertinente cumplí su encargo! No me hartaba de resobar aquellos tan varios como innumerables, lindos y elocuentes trastos y cachivaches, en los cuales me era lícito poner las manos.
Solamente las mías se emplearon en acomodarlos en el gabinete de la nueva casa, elegido por Clara en presencia de un planito muy curioso que yo le tracé en una carta. No sé qué tal me porté en aquel empeño, pues a pesar de poner en él los cinco sentidos y tener en la memoria el orden de colocación anterior de las mismas cosas, todo era de temer en un hombre tan desmañado como yo; pero lo esencial era hacerlo al gusto de Clara; y lo que es eso, vive Dios que lo conseguí, con pruebas sobre el terreno. Pues a pesar de todas éstas y otras minuciosidades íntimas, señal de la perfecta concordancia de nuestros amorosos ímpetus, nada la hablé del trascendental propósito formado por mí durante su ausencia; no porque me arrepintiera de haberle formado ni por temor de que no se aceptara, sino porque me complacía yo en saborear gota a gota todas las dulzuras de aquel trámite antes de pasar a otro nuevo.
En esto, me ofreció la fortuna otro testimonio de que no se cansaba de empujarme hacia arriba. El ministro de la Gobernación, después de encarecerme mucho la necesidad de llevar al Congreso hombres notoriamente identificados con el nuevo orden de cosas; de prestigio revolucionario y mimados del aura popular, me brindó con un distrito, garantizándome el triunfo en él.
Confieso que me tentó mucho la oferta; pero no llegó a cegarme. Aunque tenía formado mi juicio sobre el caso, lo consulté con Clara. Para ella vivía ya, con sus ojos miraba y con su entendimiento discurría, y nada podía ser de mi gusto si no se acomodaba rigorosamente al suyo.
En su opinión, la tribuna del Congreso era algo más seria que la de la plaza pública. Siendo yo diputado, estaba en la obligación, por mis antecedentes oratorios, de tomar parte muy activa en los debates políticos; y era muy probable que, por la extrañeza del lugar o por la calidad y destreza de mis adversarios, y, sobre todo, por desconocimiento del asunto, hiciera allí un triste papel y me pisotearan los laureles ganados y la fama adquirida entre las turbas amotinadas, en los apasionados debates del club y en los corrillos de las plazuelas. Más adelante, con algún conocimiento del teatro y mejor estudio del papel, era cuando debía yo aspirar al aplauso de que me hacían merecedor mis excepcionales dotes de tribuno.
Exactamente lo mismo que yo pensaba, y lo propio que me dijo Matica al otro día al saber de mi boca que no había querido aceptar la oferta del ministro. Verdad que se asombró de este mi rasgo de cordura tan poco frecuente entre los castizos españoles, y, sobre todo, a mi edad y en circunstancias tan tentadoras como las que me rodeaban; pero más asombrado estaba yo, por conocer la fuerza del hechizo que a tan insólitas abnegaciones me conducía, sin amago de resistencia ni asomo de disgusto.
Estos tranquilos y sazonados testimonios del interés con que ligaba Clara su atención a todos mis asuntos personalísimos, me enloquecían mucho más que sus apasionados abandonos y como nada me quedaba ya que saborear en el trámite de las protestas mutuas y de las confianzas íntimas en que vivimos durante un mes, aventuré la declaración de mi arraigado propósito trascendental, en los términos menos prosaicos y ramplones que pude, de manera que resultaran, más bien que comienzos en seco de un nuevo capítulo, tintas vagas, palabras decorativas del fin del anterior. La necesidad me hizo conocer entonces que con una mujer de tan buen gusto como aquélla, aun ofreciéndole lo mismo que desea, puede perderse todo lo ganado en su estimación. Cuestión de estilo y de oportunidad. a mí me salió tal cual la oferta.
No le dio la menor importancia; como no se le da a lo que se espera y se ve llegar a su debido tiempo. Así es que, para ella, este punto de nuestro amoroso empeño parecía un punto secundario: le trató con la mayor frescura.
-No hay que pensar en eso por ahora -me dijo al último.
Y tras esto, me expuso las mismas razones que yo tuve, cuando se me metió entre los cascos el propósito, para aplazar su ejecución hasta más allá de mis deseos; y aun me añadió otras de puro respeto a la excepcional y medio luctuosa situación de su familia, que me parecieron muy cuerdas y atendibles. Por conclusión me dijo:
-O estas cosas políticas se encarrilan pronto, o se van por la posta. De cualquier modo, el juicio, si no el cansancio, ha de imponerse a las malas pasiones; hará el olvido lo que no haga la justicia con los ausentes; y si éstos no vuelven todavía, para entonces habrá llegado la primavera, que es la estación de las flores, de los pájaros... y de los nidos.
Cómo pronunció esta palabra su boca y qué acento le dieron sus ojos, el demonio que lo pinte: yo me declaro incapaz de ello, no obstante la exactitud con que guardo en la memoria la eléctrica impresión que me produjo aquel conjunto diabólico de sonidos, de fulgores y de malicia. La eternidad me parecieron entonces los pocos meses que me separaban de aquella primavera africana, de tal modo prometida.
Al otro día escribí a mi padre, sometiendo a su parecer el punto, en abstracto, de mi posible casamiento.
«Es el estado perfecto del hombre -me respondió a vuelta de correo-, al decir no sé si del Espíritu Santo o de un Padre de la Iglesia; pero el dicho es de autoridad competente, y el hecho de notoria necesidad, así por la ley de Dios como por la de la Naturaleza. Pláceme verte llevar los pensamientos por tan buen camino. Hombre eres ya dueño de ti mismo; a nadie sino a Dios debes lo que vales y lo que posees, puesto que hasta con réditos has devuelto a tus hermanos (y era la pura verdad) las sumas del vil metal que te anticiparon para emprender la carrera, En cuanto a mí, sin contar las prodigalidades de la misma especie con que a menudo me agasajas, aún me mucho menos; pues siendo tu padre, tus prosperidades son las mías, tus virtudes refluyen sobre mí, y tus glorias resplandecen en mis honradas canas.
»Pero ¿tienes, por ventura, elección hecha ya? Porque asunto es ese que me tocas, que no suele ventilarse sino cuando el corazón se halla interesado en él. ni se es, hijo mío, el punto más delicado de la cuestión: el acierto en la elección de compañera. Háblame de esto.»
Y le hablé largo y tendido, porque hablar de ella y con ella, y pensar en ella, era mi incesante entretenimiento; y por lo mismo que él la había conocido descarnada y enfermiza, gasté un plieguecillo entero en pintársela tal como se había vuelto, y cerca de otros dos en ponderarle sus talentos y virtudes.
Contaba yo con que le había de alegrar la noticia, porque sabía hasta qué punto le tenía sorbido el seso la pomposidad de Valenzuela; pero con saberlo tanto, no pude imaginarme el grado de exaltación a que llegó su alegría al averiguar que estaba a pique de ser consuegro de tal hombre. Se conocía por lo irregular de la letra, de ordinario limpia y correcta, como la mejor bastarda de su tiempo, que le había temblado la mano al escribirme cuatro caras en folio, de ardorosos plácemes y de fervientes aleluyas, con maliciosas insinuaciones enderezadas a la probable quemazón de los Garcías. Por conclusión me preguntaba.
«¿Y qué dice de esto mi buen amigo y, por la gracia de Dios y de tus altos merecimientos, Mucho más que amigo dentro de poco, el excelente caballero don Augusto?»
La verdad es que ni siquiera había pensado en preguntárselo. Era asunto de la exclusiva dirección de Clara, y a su cargo corría el cumplimiento de todos esos preliminares íntimos. Yo, hasta entonces, no era oficialmente en la familia más que un amigo de la mayor confianza. De las cosas de Pilita y de las miradas de la duquesa deducía yo que ambas estaban en el secreto de mis intenciones; y estándolo ellas, lo estaría también Valenzuela; pero como el parecer de estas gentes me tenía sin cuidado, mientras el de Clara se conformase al mío, ateníame a él sin pensar en otra cosa ni dárseme una higa por toda la casta de los restantes Valenzuelas.
Andando los días, y ya muy cerca de los últimos del invierno; regularizada la marcha de la cosa política; fríos los rencores populares, y cuando la familia Valenzuela, tras unos meses de recogimiento y de vida modesta y sosegada, salía a la calle a pie sin excitar la curiosidad sospechosa, de las gentes que la conocían; cuando, merced a esta conducta prudente y a ciertas voces que yo había sabido propagar a tiempo, comenzaba el público impresionable a convencerse de que la fama había calumniado en más de la mitad de sus vociferaciones al fugitivo manchego, y se trocaban, las maldiciones al padre en muestras de compasión a su familia, me dijo Clara:
-Ahora es la ocasión de hacer eso.
Eso era, según lo tratado en otras conversaciones, llenar el requisito, pro fórmula, de pedir oficialmente su mano.
Aquel mismo día escribí con la mía temblorosa, no por el miedo a una repulsa contra lo que estaba bien garantido, sino por lo que el acto me aproximaba a la primavera, una carta al desterrado personaje, con todas las finezas, declaraciones y salvedades de rigorosa necesidad en trances de tal naturaleza. Vestíme enseguida con algún esmero mayor que el de costumbre; y depositando con mi propia mano la carta en el correo, fuime a ver solemnemente a Pilita.
Cumplí como un bravo mi cometido, y me asombré como nunca de la insubstancialidad de aquella mujer, que ni siquiera supo disimular la poca gracia que le hacía el ingreso de un hombre de tan poca sociedad como yo, en una familia tan coruscante como la suya. Así traduje sus gestos empalagosos, y los cuatro siseos y la media docena escasa de monosílabos con que respondió, con la cabeza entornada y los ojos fruncidos, a mi demanda cortés. Llamó a Clara; enteróla solemnemente de mis pretensiones, como si las dos no las conocieran tan bien como yo, y a pique nos vimos todos, por la simplicidad de la madre y el malicioso mirar de la hija al encararse conmigo, de que tocara en lo bufo aquella singular escena dirigida por la cómica gravedad de Pilita.
La contestación de Valenzuela llegó a vuelta de correo. ¡Tenía que ver! De tollo me hablaba en ella: de la revolución; de sus injusticias con los hombres necesarios, íntegros Y abnegados como él; del día no lejano de las grandes reparaciones; del «pan del ostracismo»; de la nostalgia de la patria querida y de la familia adorada; de la política de Espartero y del abrazo de O'Donnell...
Al fin respondía a mi instancia, otorgándome el solicitado consentimiento, ya que en ello se cifraba la felicidad de su hija; rogábame que continuara yo siendo el amparo de toda su familia mientras él se viera obligado, por la maldad de los hombres, a gemir, pobre y calumniado, en lejana tierra extranjera; y para compartir conmigo el peso de la carga que echaba sobre mis hombros, anticipábame gustosísimo... su paternal bendición.
Con esto quedó definitivamente rematado el asunto aquella misma noche, y acordada la boda para los primeros días de mayo; pero sin ruido ni ostentación, en la intimidad del hogar, como si nada extraordinario aconteciera. Ni aconsejada por mí hubiera la necesidad dispuesto estas cosas más al gusto de mis deseos.
Y para que todo anduviera a la medida de ellos en tan venturosos instantes, al otro día votaron las Cortes una pensión a la huérfana de don Serafín Balduque, veterano servidor de la patria, perseguido durante su larga carrera por los rencores y las injusticias de los tiranos, y muerto heroicamente en lo alto de una barricada, proclamando a gritos la santa causa de la libertad y de la justicia». Éste fue el tema, suministrado por mí, de acuerdo con el ministro, del discurso con que ganó el pleito el diputado de mejores pulmones que hallamos en la mayoría. Así es que se votó la proposición de ley sin el más leve tropiezo.
Aquel mismo día era el elegido por mí para dar, en confianza, parte de mi casamiento a los amigos de mi mayor intimidad. Pensaba comenzar por Carmen. ¡Qué ocasión tan oportuna para llevarle la noticia del acuerdo tomado por las Cortes! ¡Dos alegrías a un tiempo para la pobrecita! Bien las necesitaba; pues aunque ya se sonreía algunas veces hablando conmigo, señal era, más que de estar libre de la carga de pesadumbres, de irse acostumbrando a ella. Fuime a su casa.
Temiendo que se malograra el intento de la pensión, nunca le había dicho una palabra acerca de ella. La noticia, pues, tenía que causarle una gratísima sorpresa. Gozándome yo en considerarlo, díjela por entrar:
-Hoy es día de grandes acontecimientos, Carmen.
Y enseguida le hablé del que más la interesaba. No me habían engañado mis presunciones: la noticia le produjo una verdadera alegría; yo la sentí mayor al observarlo. Quica, que se hallaba presente, le abrazó, haciendo pucheros y sorbiendo lágrimas. Después me preguntó Carmen:
-Y ¿por qué el Congreso se ha acordado de mí?
-Porque... porque Dios lo ha querido -respondí yo.
-Cierto -me replicó ella-; pero de alguien se habrá valido acá abajo...
-Se supone; pero ¿qué más da eso?
-¡Mucho! -me contestó resuelta; y añadió, mirándome con una valentía inusitada en ella-: ¿Por qué he de privarme del gusto de saber que es usted quien me ha hecho tan grande beneficio?
-Porque no es eso enteramente la verdad -repuse- Cierto que yo recomendó el asunto al diputado que lo trató en las Cortes, y que antes obtuve el beneplácito del ministro, y que... Pero, al fin y al cabo, ese recurso fue uno entre los muchos propuestos por varios amigos míos y de usted, animados de las mismas intenciones que yo. Luego no es a mí solo a quien tiene usted que agradecer esa verdadera reparación de agravios debida por el Estado a un servidor tan antiguo, benemérito y mal recompensado como el pobre don Serafín.
Como observé que le entretenía mucho hablar de estas cosas, seguí la conversación hasta agotar la materia. Entonces, contando con que iba a procurarle una nueva satisfacción,
-Vaya -le dije- la segunda noticia del día.
Y enseguida la di, en crudo, la de mi casamiento. Le causó el mismo efecto que el estallido inesperado de una bomba: un sacudimiento convulsivo de pies a cabeza; palidez repentina del semblante; la vista, entre asombrada y de espanto. Entendí que le acometía algún acceso mortal, y miré a Quica alarmado. Estaba peor que su ama: boca, narices, ojos..., todas y cada una de las partes de su cara se habían inflado de repente, y se movían, y se juntaban, y volvían a separarse, contraíanse y se alzaban, como vejiga a medio henchir entre manos infantiles; hasta que, al empuje de dos sollozos histéricos, brotaron arroyos de los ojuelos fruncidos, y fue un charco de lágrimas toda la faz.
Para impresión de alegría, me pareció demasiado todo aquello. Volví a mirar a Carmen, y ya la hallé más serena.
-Esa boba -me dijo, con voz insegura-, todo lo convierte en llanto: el mismo efecto le causa lo alegre que lo triste.
A pique estuve de decirle: «no, pues en usted tampoco varían gran cosa esas señales». Y como a las rarezas de Quica se agarró con notoria terquedad para tema de nuestra escasa conversación, y ni siquiera se le ocurrió preguntarme con quién me casaba, no traté de volver el diálogo hacia ese lado; y me despedí bien pronto, un poquillo resentido de que con tal indiferencia se recibiera en aquella casa la noticia de un acontecimiento que tanto me interesaba a mí.
La tal noticia estaba de malas aquel día. Después de dársela a Carmen se la di a Matica, y también se quedó hecho una estatua al saber con quién me casaba. Cierto que para explicar la sorpresa y el pasmo de este amigo existía el antecedente de los horrores que me había contado de toda la casta de mi novia; pero así y todo, para un hombre de las malicias, del talento y de los recursos de Matica, aun en trances más apurados que el en que yo le puse con la noticia, era demasiado pasmo el suyo.
-¡Ah!, si conocieras a Clara más de cerca, ¡de qué diverso modo procederías! -pensaba yo caminando hacia su casa.
Y con esto me tranquilizaba.
Con Redondo, en cuyo periódico escribía yo artículos de política muy a menudo, reñí de veras; porque su odio de sectario a los enemigos de la libertad, y en especial a Valenzuela, se extendía implacable hasta más allá de la cuarta generación de los odiados y de cuanto les perteneciera. Me dijo muchas barbaridades en respuesta a la noticia que le di en confianza.
El ministro se hizo cruces; pero éste, lo mismo que los amigos a quienes fui dando en secreto la noticia, hallaban la justificación del caso en los novelescos sucesos de marras, bien conocidos en Madrid, y en la afamada, excepcional belleza de la heroína.
A este solo dato se agarraron los estudiantes mis paisanos (con quienes no vivía yo desde que era funcionario de la nación) para colmarme de enhorabuenas. Uno de ellos la conocía de vista, y se la dio en el acto a conocer a los demás en un retrato que les hizo en cuatro frases al fuego y media docena de expresivos trazos en el aire, con las dos manos a la vez. Todos se declararon polacos de la hija de Valenzuela. Esto ocurría de sobremesa, y hasta la patrona se llegó a brindar por su hermosa pupila. Pagaba yo el agasajo, y duró el jolgorio largas horas. Un teólogo recién llegado del seminario de Toledo, donde estudiaba (hoy ejemplar sacerdote y elocuentísimo orador sagrado), al son de la bandurria, que tañía admirablemente, improvisó unas aleluyas epitalámicas, en montañés callealtero, que fueron el más sabroso y regocijado remate que podía darse a una fiesta como aquélla. Juráronme todos guardar el secreto de la noticia; y chacun par son cotê, como dijo uno de los presentes, al separarnos, y lo dice todavía en casos parecidos; mozo entonces aspirante a boticario en una farmacia de la calle del Príncipe; dirimidor más tarde de pleitos internacionales en Marruecos; hoy casi viejo notario de la villa cercana, y padre venturoso de no sé cuántos «lactantes».
A pocos más que a estos y a aquellos amigos y compañeros confié el secreto de mis acordadas bodas, Con las mismas precauciones las había anunciado mi padre en la Montaña. Escribíame el santo varón lamentándose de no poder asistir personalmente a ellas, por lo avanzado de su edad y lo penoso del camino; y yo, que no se lo había propuesto, no por olvido ni por falta de ganas de verle a mi lado, sino por muy fundados recelos de otra especie, sospechaba que me lo decía por tirarme de la lengua. Busqué con discreción el parecer de Clara, y conocí, por los síntomas, que era opuesto al mío. Me causó honda pena el descubrimiento. Cierto que tampoco su padre asistiría y que el acto había de celebrarse con la mayor reserva posible; pero yo no hablaba de Valenzuela con su hija con el despego y la frialdad que Clara al mencionar entre dientes al pobre hidalgo que se desvivía por ella. «Cuestión de temperamento; resabios de la corte», decíame a mí propio.
Y así daba a las cosas que no me agradaban de pronto (y que no dejaban de abundar en aquella casa) el aspecto que más convenía a la ceguedad de mi pasión.
Entre tanto, los días iban pasando, y yo contemplaba, mudo y electrizado, cómo en el gabinete más espacioso de la casa se renovaba todo su contenido, y se entretejían y barajaban muebles y cachivaches que yo llamaría, si se me permitiera, masculinos y femeninos; con algún otro más importante, del género común de dos; pasaba diaria revista a los regalos que hacían a Clara sus amigos y los míos: le enseñaba los recibidos por mí, que no eran muchos, y nos regalábamos mutuamente tal cual alhaja y muchas miradas y muchas promesas, cada cual en su estilo: yo siempre verboso y apasionado; ella serena y fría, pero dando las lumbres a tiempo como los pedernales...
Y así fue acabándose abril muy poco a poco; y empezó mayo con sus flores y sus pájaros... y sus nidos. Y un día me dijo Clara:
-Éste es el nuestro -mostrándome hasta el fondo del recién preparado gabinete, verdadero nido de amores, entre bóvedas de misterioso ramaje.
Y aquella misma noche troqué por el dulce calor de sus blandos algodones, las yermas soledades y el frío de mis playas de soltero.
- XXIX -
-Entre otras mil razones, porque el destino que desempeño aquí lo tengo a la puerta de casa, como quien dice; es cómodo, sin responsabilidad alguna para mí...
-También es obscuro.
-Otra razón más en su favor: nadie repara en él, ni en mí, ni en ustedes...
-¡Si, a fuerza de escondernos, de encerrarnos, como si hubiéramos robado la tienda de la esquina!... ¡Hijo, que también se cansa una de tan largo cautiverio, y desea aire libre y movimiento... y sociedad!
-Pues a ese recogimiento deben ustedes la tranquilidad que viven a estas horas. Déjenle de repente, y aparezca mi mujer en primera fila ostentando los relumbrones del cargo de su marido, y se excitará la curiosidad pública; y unos dirán que blanco, y otros que negro; y lo olvidado reaparecerá...
-¿En provincias?... ¡Inocente!
-En provincias, señora, se toman esas cosas más por lo serio que en Madrid... Además, yo no entiendo jota del papel que entonces me correspondería desempeñar; me falta la experiencia; soy un recién llegado al campo de la política... y luego es oficio caro: exige una ostentación que no cabe en el sueldo que dan por ejercerle...
-¡Hijo! ¿También eres de los que suman y restan los dineros?
-Señora, yo no sé que los dineros tengan la propiedad de estirarse a capricho de la necesidad; y no teniéndola, no conozco otro modo de vivir sin trampas y con sosiego.
-¡Bah!, déjate de boberías y de ranciedades de antaño, y aprovecha esa ocasión de dar a tu mujer el brillo que merece. «¡La señora del gobernador civil de una provincia de primer orden!» Compárame esto con «la mujer de un empleado del Ministerio de la Gobernación», y si no salta a tus ojos la diferencia, te digo que no tienes sangre.
-Pues precisamente porque la tengo y veo esa diferencia, pienso como pienso.
-¡Y dígote! Una capital de puerto de mar; y el verano asomando, ¡con unos calores que nos matarán en este Madrid de fuego! Hasta por la salud, hombre, hasta por la salud nos conviene ese cambio de destino.
-¡Ah!, si sólo por esa razón me lo aconsejara usted, ¡qué fácil me sería arreglar las cosas de modo que todos quedáramos contentos!
-¿De qué modo, hijo?
-Trasladándonos a un hermoso rinconcito de la Montaña; junto a las olas del mar, donde está la casa de mi padre, donde conocí a Clara...
-¡Puff!..., ¡la rustiquez de la aldea, con sus puercos callejones y sus lagartos y sus gentuzas con remiendos! Quita, quita, hijo, que entre morir allí de espanto y de tristeza, y asarme aquí de calor, prefiero esto, que, cuando menos, está bien acompañado... ¿Y tú serías capaz de ir con gusto, ahora que estás casado, a meterte en aquellas espantosas escabrosidades?
-¿Cómo puede usted dudarlo siquiera?
-En fin, hijo..., allá os las avengáis; que, después de todo, yo no sé por qué tomo tan a pechos asuntos que no son míos. Ahí está tu mujer oyéndonos, sin desplegar los labios: que diga lo que le parece, si le acomoda, que con ella va el cuento más que conmigo.
Esto acontecía tres semanas después de mi casamiento; a los ocho días de haberme manifestado Pilita deseos de que trocara mi destino de Madrid por el cargo de gobernador de provincia, y a las pocas horas de haber preguntado al ministro, por mera curiosidad, si eso era posible, y de saber que en mi mano estaba el ir a desempeñar un gobierno de primera clase en una capital del Mediterráneo. Andaba allí el partido de opinión caliente algo soliviantado; y nadie para traerle a mandamiento como un hombre de mi prestigio revolucionario. Tuve la debilidad de referirlo así en mi casa, y se declaró al instante empeñada porfía lo que en días atrás no había pasado de insinuaciones leves de Pilita, con sospechas en mí de que fueran hijas de la intención de Clara.
Respondió ésta al llamamiento de su madre arrimándose a mí por de pronto, quitándome después unas pelusillas de la barba, y, por último, con estas palabras, sin dejar de manosearme donde le parecía mejor:
-Yo creo que todo puede arreglarse de modo que tú (señalando a su madre) quedes contenta, y tú (por mí) muy satisfecho.
-¿Y tú? -la pregunté.
-Estando contentos vosotros, ¿cómo no he de estarlo yo? -respondióme al punto.
-Pues veamos tu plan -dije.
-Complace a mamá haciéndote gobernador, y vete a pasar unos días con tu padre a la Montaña, antes de tomar posesión de tu gobierno.
Cuando así me hablaba, debía yo tener algo entre el cuello de la camisa y el cerviguillo, porque por allí andaba su mano haciéndome cosquillas.
-¿Estás convencida de que eso es lo más conveniente? -le pregunté, bajando un poquito la cabeza para que me rascara más adentro.
-Lo estoy -me respondió sin vacilar y manoseando lo que yo quería.
-Pues sea -concluí, a ciencia y conciencia de que hacía un desatino dejándome vencer en aquella notoria conspiración doméstica.
Poco después entró el aparatoso Barrientos, que menudeaba bastante las visitas a mi nueva familia: dejéle con ella, y me fui a ver al ministro.
-Acepto el gobierno -le dije-; pero le advierto a usted que no respondo de desempeñarlo bien. Nunca las vi más gordas.
-¿Es usted capaz de tenerme a raya aquellas gentes? -me preguntó.
-Eso sí -respondíle sin titubear-; pero exige el cargo otros requisitos delicados para la buena administración...
-¡Bah!..., ¿quién piensa en eso? Yo le daré a usted un secretario que le saque de toda clase de ahogos.
-Pues adelante.
-Mañana se extenderá el nombramiento.
-Necesito quince días de licencia para ir a la Montaña a dar un abrazo a mi padre.
-No estorba lo uno a lo otro: irá usted a su tierra con el carácter de gobernador electo.
Y en ello quedamos. Referílo después en casa; y ¡qué noche de júbilo en ella, y qué...!
Al otro día llamé al sastre y al zapatero, y les di que hacer para dos semanas. Mi mujer y su madre llamaron a la modista: no quise averiguar para qué, porque lo presumía y me daba miedo.
Por la noche todos los periódicos daban cuenta de mi nombramiento de gobernador de la provincia de..., unos aplaudiéndolo y otros maltratándome. Lo de costumbre.
Al día siguiente salí para la Montaña, después de haberme despedido en el patio de las Peninsulares más de dos docenas de personajes de la situación. También esto lo contaron los periódicos de la casa, con grandes ponderaciones, como supe después. ¡Válgame el Señor! Menos de tres años antes había llegado yo a aquel mismo patio, solo, pobre y desconocido. ¿Qué virtudes había en mí para haber adelantado tanto camino en tan poco tiempo?
Esto me preguntaba a mí mismo mientras rodaba la diligencia hacia la Puerta de Hierro. Cuando se perdió bajo las arboledas del puente de San Fernando, y, por verlas, me acordé de las de mi lugar, y de mi padre, y de la sosegada vida campestre, y con ello rompí, por un instante, la misteriosa cadena que me llevaba unido al agitado mundo que dejaba atrás.
-Ninguna -me respondí con profundo convencimiento-. Un soplo de la fortuna me encumbró. Otro puede derribarme a la hora menos pensada... ¿Qué será de mí entonces?
Y como me acordé de muchas cosas que me asustaron por primera vez, porque nunca las había desmenuzado seriamente con la razón oreada por las brisas del campo, aparté el pensamiento de ellas y lo puse en el término de mi viaje, por ser el negocio que más me interesaba a la sazón. También me acordaba mucho de la familia Balduque, cuya compañía me había hecho hasta placentero aquel triste camino que iba recorriendo; del pobre don Serafín, tan lleno de vida entonces, y después..., ¡qué recuerdo!; de Carmen; de su mirar dulce; de su boca risueña; de su casta frescura; de sus bondades conmigo; de sus incesantes atenciones mientras me dio hospitalidad en su casa; de sus penas horribles poco después; de su triste luto... y, sobre todo, de la extraña impresión que le produjo la noticia de mi casamiento... ¿Por qué?
Y aquí las brisas campestres, llevándose otras brumas de mi cerebro enfermizo, dejáronme empeñado en las más inesperadas cavilaciones. No quiero decir a qué género de razonamientos me arrastraron éstas, ni recordar la lucha que emprendí con ellos en mi propósito de arrojarlos de un terreno donde, en buena justicia, no podían entrar ya. ¡Es increíble lo que influye el punto de vista en el conocimiento de las cosas!
Dos días después dejaba la diligencia al llegar a la villa de marras. Aguardábanme allí mi padre, el señor cura, mi cuñado el procurador, el nuevo alcalde del lugar, el de la villa con tres concejales, diez notables y el comandante de la milicia; una murga que me disparé a quemarropa el himno de Riego, no bien pisé el camino real, y más de cincuenta curiosos que acudían a la novedad de la escena. Lloraba mi padre de gusto, y casi llorando yo también de alegría, abrazámonos muchas veces, sin llegar a soltarnos del todo hasta la última. Abracé después a mi cuñado y al cura, y a todo el que se me puso por delante. Aguanté un discurso del alcalde de la villa en nombre de todos los agrupados en su derredor, y le solté en pago otro que los dejó aturdidos y me valió un aplauso de la concurrencia, y otra explosión de la murga con el himno de Espartero.
En el mesón contiguo se había dispuesto un ligero agasajo en mi obsequio, y no lo desairé: componíase de almendras garapiñadas, cortadillos de vino blanco y bizcochos de soletilla. Hice un regular consumo de todo, y mucho más de palabras, porque entre aquellos señores cada sorbo era ocasión de un brindis «al valeroso defensor de la causa de la libertad», y yo no quería pecar de descortés. La murga, entre tanto, no bien dejaba un himno, la emprendía con el otro; ellos eran tres: los dos del principio y el de Vargas. No sabía más. Mi padre estaba aturdido, y el cura en ascuas, en medio de una atmósfera tan patriotera. Después de todo, ellos tenían la mayor parte de la culpa de lo que estaba pasando, por no haber hecho otra cosa, desde el amanecer, que andarse por la villa contando a todo el mundo que habían ido a recibirme. El resto fue obra de los periódicos llegados la víspera, en los cuales se daba la noticia de mi nombramiento de gobernador de... y la de mi salida para la Montaña.
Al fin se acabó aquello; y cabalgando en el jamelgo que me tenían preparado, entre mi padre y el cura, al frente de una comitiva numerosa de pardillos y señoretes que nos acompañó un buen trecho, salí para mi lugar, donde fui recibido con repique de campanas, tiros de escopeta (entonces eran raros los cohetes en los pueblos), y cantándome las mozas al son de las panderetas... Igual que al obispo.
Desde el día siguiente comenzaron a regalarme pollos todas las vecinas del pueblo que los tenían, y a echarme memoriales sus padres o sus maridos. Me creían capaz de los imposibles aquellas pobres gentes, y a mi poder acudían con las pretensiones más extrañas. En fin, se corrió que mi mujer había resultado de la familia real, y que si yo rae volvía tan pronto a la corte, era porque la reina se iba a Aranjuez, y mientras allá estuviera, tenía yo que quedar en Madrid haciendo sus veces.
¿Y mi padre? ¡Dioses inmortales! No se quitaba de encima el vestido bueno, ni se hartaba de oírme, de contemplarme..., de admirarme. No le cabía en casa ni en la calle; andaba inapetente, y creo que se pasaba las noches en vilo.
-¿Y los Garcías? -le pregunté una vez-. No los veo por ahí.
Hizo un gesto violentísimo, en el cual se pintaban a un tiempo el asco, el desprecio y la conmiseración; y me respondió dando una rabonada con la levita:
-¿Quién piensa ya en los Garcías? Eso acabó para siempre. Era polvo indecente, y está donde debe estar: bajo mis zapatos.
Después escupió recio y me habló de mi mujer, cuyo retrato le había regalado yo, y de su consuegro, el excelso don Augusto, como él le llamaba. ¡Cuánto sentía que Clara no me hubiera acompañado en el viaje! ¡Y con qué facilidad creyó todo lo que inventó para demostrarle que más lo había sentido ella...! Lo de mi gobierno, verdaderamente le hinchaba de satisfacción.
-¡Eso se llama ser algo, Pedro! -me decía temblando de orgullo-, y no está... En fin, no quiero, hablar.
Y así todos los días. Mis hermanas me visitaban mucho, y también sus maridos y sus respectivas proles. Por cierto que no eran aquéllas tan crédulas como su padre en lo tocante al apego de mi mujer a la familia de su marido. Achacábanla pecados de orgullo, y a mí me dolía el supuesto, acaso porque era verdad.
Felizmente no abundaban las ocasiones de hablar de estas cosas, porque apenas me alcanzaba el tiempo robado al descanso para correr al aire libre y atender a las impertinentes visitas que recibía, sin punto de sosiego, de las gentes más extrañas. Media comarca me visitó: el indianete del lugar vecino; la comisión del ayuntamiento liberal de allá,; el presidente del Casino progresista de acullá; el capitán de, los voluntarios de aquende, incorporados al batallón de Nacionales de allende; el delegado de los patriotas de Pedregales; Patricio Rigüelta el de Coteruco..., ¡qué sé yo!; y por último, el presidente, el secretario y tres concejales del municipio de la villa, con el testimonio, el papel marquilla con orlas de cisquero, de la sesión en que se me declaró hijo adoptivo de aquélla, «en premio a mis extraordinarios servicios prestados a la causa de la libertad y del progreso». Esta visita me costó una comida, tres discursos y un fortísimo dolor de cabeza.
Un hecho curioso: no salía una vez a la calle sin acercarme al viejo caserón de mi suegro. Allí había conocido a Clara, y, sin embargo, me entristecía contemplando sus macizos paredones, viendo con la imaginación, a través de ellos, vagar silenciosa por sus obscuros pasadizos la enfermiza figura de Clara, con su bata blanca, sus cabellos desprendidos y sus rasgados, negros y centelleantes ojos, muda, pero terrible, como Magdalena Usher en el lóbrego subterráneo de su ruinoso castillo, hasta sentía una penosa impresión de frío en el alma, como si tuviera miedo.
Trataba de desvanecerla considerándola a más risueña luz: desde que la vi en los salones madrileños embelleciéndose poco a poco, hasta que en el colmo de su incitante y singular hermosura me admiró como a un héroe y me aceptó por marido; pero al recorrer de este modo los trámites de esta tan breve como agitada historia de mis primeros amores, echaba de ver que todo era en ellos fuego que aniquila y consume aquello mismo que te alimenta: no el suave calor que atrae y vivifica, aliento de dos almas que se buscan, se unen y se compenetran para no separarse jamás; y por la propia virtud de mis razonamientos, se borraba de mi memoria la imagen provocativa y sensual de mi mujer en sus íntimos abandonos, y surgía en su lugar la yerta, solitaria, seca y bravía figura de la enfermiza hija de Valenzuela, olvidada en aquellos vacíos y destartalados aposentos, como si a ella, insensible y descorazonada, estuvieran ligados mis destinos, y no a la briosa hermosura que inspiró mis hazañas de forajido.
Llamaba yo a estas visiones «resabios de mi fantasía»; pero fantástico o no, el cuadro me hacía muy poca gracia cada vez que lo contemplaba, y lo contemplaba muchas veces.
Fue la única nube que turbó un poco el sereno cielo de mi espíritu durante los breves días que estuve en mi lugar.
Llegó el de marcharme; y a deshora y por caminos desusados, salí a tomar la diligencia donde no me conociera nadie. Dejé a mi padre y la aldea natal con una pena que no puede describirse; y era muy de notar que esta pena, lejos de calmarse, se agravaba a medida que iba aproximándome a Madrid. Más que el pájaro que vuela hacia su nido, parecía yo el ave triste arrojada de la costa por la fuerza de su destino a la negra región de los huracanes.
¿Por qué estas imaginaciones fatigosas en tal ocasión, precisamente cuando el recuerdo de Clara y la idea de mi próxima llegada a su lado me conmovían, reverdeciendo en mi sangre el fuego de la pasión de los primeros días? ¿Por qué estas impresiones ardorosas no bastaban a desvanecer aquellas inexplicables tristezas? ¿Por qué no se cumplía en mí la ley de todos los enamorados? Me daban mucho que hacer estas cavilaciones.
Aún andaba a vueltas con ellas, cuando caí en brazos de Clara que, con Pilita y Manolo, me aguardaban en el patio de las Peninsulares. ¡En aquel momento sí que lo vi todo de color de rosa!
Caminando hacia casa en un coche de alquiler, me hablaron de las faenas en que habían estado empeñadas durante mi ausencia, con el piadoso fin de que al volver hallara en orden y bien dispuestos los equipajes. El mío, los de ellas, el de Manolo, todos estaban listos ya y en disposición de ser remitidos a nuestra ínsula. ¡Qué actividad! ¡Qué celo tan cariñoso!... Me preguntó Clara muchísimas cosas; Pero ni por casualidad me preguntó por mi padre. En cambio, le hablé yo de él con gran encarecimiento, y de lo entusiasmado que estaba con su hermosa nuera; pero mi suegra me cortó el discurso con tres preguntas sandias sobre nuestro próximo viaje, y un huracán de viento y diez o doce charrasqueos seguidos, nerviosos, de su abanico; y no llegué a saber la opinión de Clara sobre el particular.
En cuanto entramos en casa me condujeron a un cuarto grande, de poco uso, y me le mostraron atestado de baúles, sacos, líos, cajas y sombrereras. Cada cosa, bien envuelta y amarrada y con su rótulo correspondiente. Lo menos conté catorce baúles.
-Estos tres más pequeños son los tuyos -me dijo Pilita señalándolos con el abanico-, y aquella sombrerera, y aquel saco, y aquel lío de bastones... Estos siete más grandes son míos y de tu mujer...; te digo que van ahí los trajes nuevos como en la tienda: tan desahogaditos y bien plegados... ¡Ah!, los tuyos se guardaron según te los envió el sastre. Si tienen algo que enmendar, allá lo harás... El bastón de gobernador va solo en su funda de cuero: mírale allí. Ya sabes que te lo regalo yo: en eso quedamos. Estos otros dos baúles son de Manolo, y los demás de la doncella y del criado... ¿Ves qué bien está todo? Pues calcula el trabajo que nos habrá costado a Clara y a mí, y las molestias que te hemos evitado haciéndolo antes que vinieras...
¡Catorce baúles! ¡Más de otros veinte bultos!, ¡lo que habría dentro de ellos! ¡Pilita, Manolo, dos criados!... ¡Y quizá todo sobre mis Pobres costillas de empleado de sueldo fijo y, relativamente, corto! No respondí una palabra, ni quise preguntar lo que aquello costaba, ni lo que se había pagado, ni con qué, ni lo que se debía, ni quién lo debía... Punto era éste de los ochavos que jamás había tocado yo con mi nueva familia. Desde que entré en ella me propuse hacer a Clara administradora de mi sueldo y economías, y comencé a cumplirlo antes de ir a la Montaña. No podía hacer más. ¿Entraban mis dineros en el fondo común? ¿Vivía cada cual a expensas de los suyos? ¿Pesaba toda la carga sobre mí? Esto es lo que yo no sabía ni quería averiguar. Pero temíame lo peor en aquel caso concreto, en el cual, aun con lo mío solo, bastaba para doblarme los lomos.
Por la noche fui a presentarme al ministro para ponerme a su disposición y recibir sus instrucciones. La entrevista fue bastante larga, y quedamos al fin en que dos días después saldría yo a encargarme del gobierno.
-¿Y el secretario? -le pregunté al despedirme.
-Está allá tiempo hace -me respondió-. Es una alhaja para el oficio; pero tenga usted cuidado con él, porque a lo mejor tira al monte: es algo granuja.
Cuando volví a casa me encontré en ella con Barrientos. Me iba cargando ya bastante aquel mozo que, entre otras gracias, tenía la de no hacer más caso de mí que del último extraño a la familia de mi mujer. Un saludito ceremonioso, poco más que una cabezada, y agur; la franqueza y las atenciones, para las señoras, y hasta para el estúpido Manolo.
Díjele algo, medio en broma, a Clara aquella noche.
-Usos de la buena sociedad -me respondió arreglándose el pelo para acostarse-. Ya te irás acostumbrando.
¡Un demonio me acostumbraría!
Atrevíme a preguntar a Pilita, al día siguiente, por curiosidad siquiera, pues nunca se había ventilado el punto entre nosotros:
-Diga usted, ¿por qué dejamos esta casa puesta?
-¿No nos dan allí palacio amueblado sin que te cueste un maravedí? -me respondió con asombro.
-Es cierto -repliqué-; pero podíamos ahorrarnos este alquiler, ¡que no es grano de anís!
-Justo, ¡como si fueras un empleadillo de tres al cuarto! ¡Hijo, qué bolsón vas a hacer con ese mimo con que tratas al dinero!... Y si nos cansa la vida de provincia a tu mujer y a mí, y queremos pasar el invierno en Madrid, ¿dónde nos alojamos si no tenemos casa?... ¡En San Bernardino, si te parece!
Con estas lindezas de Pilita y el absoluto apartamiento de Clara de los negocios que las producían, se me ponían a mí los pelos de punta, no de ira, sino de espanto. ¡Qué ideas de economía y buen gobierno!
Sin duda por la fuerza del contraste, me acordó de Carmen instantáneamente. Enseguida fui a despedirme de ella. Me preguntó por mi «señora» con la misma voz apagada y el propio acento indeciso que el día que la vi antes de salir para la Montaña; sólo que entonces no di importancia alguna a estos detalles, y esta otra vez me causaron honda sensación. Con la tristeza intensísima en que había vuelto a caer, me sucedía lo mismo. Cuando la advertí, achacábala a un recrudecimiento de sus penas conocidas; y aunque me afligía, no me inquietaba; después me pareció un libro abierto en el cual no me atreví a poner los ojos por no leer allí lo que yo había soñado, por primera vez, en mis meditaciones mientras caminaba hacia mi lugar. Por obra del mismo sentimiento fingía prestar poca atención a sus nuevos dolores; y he aquí cómo pudo creer la atribulada huérfana que iba yo cercenándole mi afecto, precisamente cuando más vivo y acentuado lo sentía. Por distraerme y distraerla, le hablé de su pensión. Preguntéle si la cobraba ya; díjome que sí. Con esto quedaba a cubierto de muy serias contingencias; y el considerarlo, en el instante de alejarme tanto de ella, descargaba a mi ánimo de un gran peso.
Al despedirme no me atreví a decirle que fuera aquélla mi última visita antes de marcharme de Madrid; pero es lo cierto que en cuanto me aparté de ella se echó a llorar. Nunca otro tanto había acontecido. También por primera vez dejó de acompañarme hasta la puerta. Lo uno me explicaba lo otro. En cambio, me acompañó Quica hecha un diluvio de lágrimas. Abrió, salí; y después de cerciorarse de que estábamos sin testigos, me dijo, echando medio cuerpo fuera de casa, a chorros el llanto de los ojos:
-¡Por el amor de Dios!, escríbale usted de vez en cuando..., ¡que se queda muy sola!
Volví la cabeza rápidamente, como si me sintiera tocado de pronto en lo profundo del pecho por una varita mágica. La puerta estaba cerrada ya. Nadie me veía sino Dios. ¡Que Dios solo sepa en qué forma se manifestó lo que pasaba dentro de mí, durante el primer cuarto de hora que siguió a las palabras de aquella pobre mujer!
Al otro día, muy temprano, salían nuestros criados, con la impedimenta, de la administración de diligencias de la calle de la Victoria: y yo, con toda mi nueva familia, por la tarde, en el coche-correo, por el camino de Aranjuez, después de habernos hecho los honores de la despedida mucha gente y pocos amigos.
No faltó Barrientos.
- XXX -
Mi secretario resultó ser un patriota recién llegado de Filipinas, adonde había ido a parar, a la fuerza, por sus demasiados notorios servicios a la revolución del año 48. No tendría más de treinta de edad, y ya empezaba a encanecer. Era desvaído de cuerpo y de color, algo pitarroso y belfo; y aquí estaba su especialidad, quiero decir, entre los gruesos y mal cerrados labios; y consistía en lo enorme de sus dientes, aunque no muy blancos, sanos, prietos y cabales; y avenidos los de arriba con los de abajo de tal manera, que se los creía capaces de cortar puñales buídos, de una sola dentellada. Iban siempre al descubierto y apenas los sombreaba un bigotejo lacio y desmedrado. Sin caer en la alucinación morbosa de aquel personaje fantástico que veía una idea en cada diente de su adorada, contemplando los de mi secretario había que pensar fatalmente en una panadería, y ver en cada uno de ellos una hogaza triturada. No se concebía el cansancio de aquella máquina, ni la hartura de la sima en que caían sus moliendas.
Por lo demás, era mozo listo, complaciente y, al parecer, muy entendido en los negocios de mi cargo. Fingida o no, manifestaba mucha admiración a los títulos que me habían hecho hombre insigne entre los más conspicuos patriotas al uso.
Había invertido el tiempo hasta mi llegada en examinar el campo de mi nuevo señorío, el estado de los ánimos y el carácter de las dificultades políticas que había que vencer allí, y en estudiar el modo de dominarlas sin producir otras nuevas.
En ambos empeños había salido airoso, a juzgar por el cuadro que me trazó y el plan que me propuso.
-Bien está -le dije-, por lo que hace a la cosa política de mi negocio; pero ¿y la otra?
-¿Cuál? -me preguntó.
-La más esencial quizá: la administrativa.
-Ésa -me dijo al punto, corre de mi cuenta mientras usted se va acostumbrando al oficio poco a poco. He pasado lo mejor de la vida entre expedientes gubernativos, y respondo de que en ese particular hemos de hacer grandes cosas.
Al mismo tiempo colmaba de atenciones a mi mujer; intimaba con mi suegra y con Manolo; servíales a punto y bien en los menesteres más extraños a su destino, y todos se complacían en mi casa en mimarle, considerándole como un valiosísimo estuche de cosas y de habilidades.
Y, sin embargo, a mí no me entraba. Aun sin la advertencia del ministro, hubiérame bastado verle para desconfiar de él.
Las dificultades de mayor embarazo para mí, recién llegado a aquel gobierno, nacían, precisamente, de las condiciones más salientes de mi propia personalidad.
Para los díscolos de la oposición avanzada, gentes que nunca se ven hartas de motín, quizá porque siempre llegan tarde al regodeo que sigue al triunfo, y toman a pecado de prevaricación hasta el sacudirse el polvo de la batalla y ponerse camisa limpia, era yo un enemigo, a pesar de mis hazañas populacheras, por el solo hecho de representar allí la fuerza de la autoridad, cobrar un sueldo del Estado y vivir como los opulentos reaccionarios... Pues ¿cómo me mirarían sus ojos, teniendo sobre mi conciencia, además de estos pecados de necesidad, el crimen particularísimo de estar casado con la hija del «latro magnate» más aborrecido, del polaco más odioso de todos los polacos fugitivos?... Hasta para el otro batido, para el del orden dentro de la situación imperante, era motivo de desconfianza el contrapeso de mi mujer. Además me tachaba de joven y de inexperto, porque temía que con estas dos condiciones me faltaran el tino y el carácter necesarios para meter en cintura a los díscolos que habían hecho imposible el gobierno de mi predecesor. Tampoco el elemento mercantil, que todo lo fía al sosiego y a la tranquilidad, me miraba de buen ojo, por los mismos defectos de juventud o inexperiencia; y en cuanto a las aristocracias de los pergaminos y del dinero, ¿cómo habían de simpatizar con un matón de barricada, convertido en personaje político de la noche a la mañana? En cambio, estas dos importantes porciones de aquella sociedad heterogénea, eran muy partidarias de mi mujer, por lo mismo que ésta llevaba, como su madre, pintado en la cara el asco que le producían gentes y cosas del nuevo orden; lo cual era, entre los liberales crudos, otro pecado notorio que pesaba sobre mí.
Pues todas estas y aquellas dificultades que representaban un estorbo y una traba a cada paso mío en la senda de mi flamante cargo, fueron dominadas con asombrosa facilidad, merced a los atinados consejos de mi secretario y a la entereza inquebrantable con que yo los puse en ejecución tan pronto como comprendí lo mucho que valían. Hasta me atreví a meter la hoz en la milicia, que era un elemento perturbador por obra de los exaltados que la mangoneaban; y en cuanto éstos se penetraron de que era yo muy capaz de cumplir la amenaza que les hice de domarlos a la fuerza, si por la razón no se daban a partido, trocáronse en mansos y dóciles corderos. Con este rasgo de energía, que era de mi exclusiva propiedad, me capté el beneplácito de todos mis gobernados, para quienes era un constante motivo de alarma y de sobresaltos la actitud de aquella facciosa minoría. ¡Gran resultado me dio en aquellos conflictos mi elocuencia de relumbrón!
Encauzóse, pues, la gobernación de mi ínsula, en lo tocante a la política y orden público, y llegó el caso de pensar en hacer administración, como se dice en la jerga del oficio; lo cual acontecía a poco más de medio verano. Entonces abdiqué por completo en mi secretario, tanto por consejo suyo como por imperio de la necesidad, que también me lo exigía, para descansar un poco de las recientes batallas, volviendo a ser hombre de familia.
Dábame la provincia casa y coche, por razón de mi alto empleo. La casa era grande, casi un palacio, y palacio le llamaban; y el ajuar se me antojaba de perlas. Hubiera yo, de buen acomodar, por naturaleza un tanto espartana, vivido allí como un patriarca. Pero a Pilita le parecía todo muy otra cosa; y como la apoyaba Manolo, y Clara no la contradecía y el secretario también le daba la razón, tuve que convenir con ella en que, tal cual estaba la casa, no podía habitarla la familia de un gobernador que se estimara en algo. Había muros desconchados, otros con lamparones, muebles perniquebrados, tapicerías resobadas, alfombras en esqueleto, colchones medio podridos, sábanas de telaraña por lo molidas y tenues, vidrieras mal avenidas... y «¡horror de indecencias!», como decía mi suegra pasando minuciosa revista a todos y a cada uno de los aposentos del gubernamental palacio, tan pronto como nos alojaron en él. Con el coche acontecía lo propio: era viejo y destartalado; tan viejo y destartalado como el tronco que le arrastraba y el cochero que lo conducía. Felizmente la Diputación provincial era de casa; y previas unas enérgicas excitaciones de mi secretario, votóse inmediatamente un crédito supletorio para todos aquellos menesteres; y en pocos días quedó el palacio vestido de nuevo, y el coche reemplazado por otro más lucido. Pero aún echaba de menos mi familia una multitud de cosas indispensables; y como el crédito estaba consumido hasta su último maravedí, tuve yo que pagarlas de mi peculio, con el doble dolor del quebranto que ocasionaba a mi extenuado bolsillo, y de saber que las había iguales y holgando en nuestra casa de Madrid.
La prensa reaccionaria habló bastante mal de este despilfarro de la Diputación en obsequio a un funcionario del Estado, precisamente a raíz de una revolución hecha contra los malversadores de los caudales públicos. Lo mismo dijeron los periódicos avanzados; y no me defendieron gran cosa los ministeriales, pues de todos había en la localidad. Nada de ello me sorprendió, porque lo esperaba.
Por entonces comenzaba yo la campaña de conciliación, tan felizmente terminada poco después; mi familia se preparaba, con la meditación y el reposo necesarios, para lucir en hora conveniente los relumbrones del empleo con la apetecida solemnidad, y no se daba a luz sino las menos veces posibles, y de incógnito, como los príncipes viajando.
De puertas adentro, mi mujer y su madre eran tremendas con las personas del elemento oficial que por cortesía las visitaban. Teníanlas por gentezuelas de poco más o menos, y las aburrían en el vestíbulo antes de dispensarles el honor de admitirlas a su presencia, para confundirlas con dos sonrisas contrahechas y media docena escasa de palabras sin substancia. Con estas altiveces me llevaba a mí el demonio, porque eran otras tantas causas de resentimientos que me ayudaban muy poco a triunfar en la empresa en que me hallaba empeñado. Trataba de hacerlo comprender; pero no había enmienda en el pecado: antes reincidían en él, con la mayor frescura, las vanidosas mujeres, porque tenían el vicio en la masa de la sangre. Las deferencias, las atenciones y la afectada cortesanía se reservaban para los particulares que las visitaban oficiosamente o por recomendación de nuestros amigos de Madrid; y aun en estos casos intentaba Pilita guardar las distancias que ella suponía existentes entre una dama de su procedencia y una señora o personaje cualquiera de provincias, por encopetados que fueran. Nada digo de mi mujer, porque, contrariada o complacida, en casos tales siempre era la misma Clara, de actitud marmórea y de mirar terrible.
Llegó la hora de salir al escenario, que era la de cumplir con las gentes que nos habían visitado; y de esta delicada empresa se trató tan pronto como yo triunfé en la ya mencionada mía, y me entregué a un relativo descanso. Mi suegra sostenía que con las señoras (y subrayaba mucho la palabra con la voz y con el gesto) de la nómina progresista, harto cumplidos estábamos siempre, pues éramos sus superiores jerárquicos; y sus visitas, por ser de obligación, no tenían vuelta.
-Nosotros -concluyó- somos... nosotros; y ellos... son ellos.
-Justamente -repliqué-; y por eso mismo no soy del parecer de usted. Cuanto más alta es la jerarquía de una persona, más le obligan las leyes de la buena educación... Aparte de que esas señoras no están en el deber, como usted cree, de visitarles a ustedes.
-Pues entonces han hecho muy mal en venir a vernos; y no deben esperar nuestra visita en pago, si no son unas descomedidas ambiciosas.
-Después de todo, señora -dije aquí a mi suegra, harto ya de sus insensateces-, no es usted quien debe resolver este punto.
-¡Hola! -me replicó muy retorcida-, ¿ya me echas de casa?
-Esas visitas -continué, fingiendo no reparar en la nueva sandez de mi suegra- no han sido a usted, sino a la gobernadora; y sobre ésta y no sobre usted han de caer las censuras que merezcan las groserías que cometamos. Con Clara, pues, y conmigo, va exclusivamente ese particular, y espero que mi mujer ha de pensar de muy distinta manera que su madre.
Di cierto aire de mandato a estas palabras, por lo mismo que se hallaba presente Clara. La cual, después de mirarme con una dureza tan fría que picaba en sañuda, díjome con voz un tanto enronquecida:
-Se hará todo lo que tú dispongas; pero creo que debemos comenzar por los notables de la población, que nos han visitado sin tener obligación alguna de hacerlo.
-Convenido -respondí, convenciéndome de que en todo lo que fuera cuestión de absurdas vanidades se ponían al mismo nivel la simplicidad de la madre y el talento de la hija.
¡Y al otro día fue ella! ¡Cuando se lanzaron a la calle con todos los requilorios encima, y en pleno y soberano dominio de su papel! A pie salieron, porque les convenía salir así para sus intentos de lucirse mejor. No les cabía en la acera, y yo, que las acompañaba, iba por el arroyo. Crujía la seda de sus vestidos ostentosos, y varas de ella arrastraban por detrás alzando nubes de polvo. El andar de Clara no se parecía a ningún andar de mujer europea: era algo al modo de reina egipcia, como hubiera andado Cleopatra siendo gobernadora de una provincia de España, sin dejar de ser la ostentosa y soberbia hermosura que cautivó a Marco Antonio. Los transeúntes nos cedían el paso desde lejos, y luego se paraban a contemplarla con cierto asombro mezclado de codicia, y yo, que lo observaba, complacíame en ello, porque, al cabo, Clara era mi mujer, y por ende, cosa mía; y los hombres somos así. ¡Era de ver con qué imperiosa y gallarda frialdad respondía a los saludos que nos hacían las gentes, por ser yo quien era! Pilita hacía a maravilla su papel de reina madre. Dos polizontes nos precedían a cierta distancia, y otros dos nos seguían. Uno de ellos se adelantaba; y cuando llegábamos al portal de la caza adonde nos dirigíamos, ya sabía si habían salido o no las personas que íbamos a visitar. En el primer caso, subía nuestras tarjetas; en el segundo, subíamos nosotros.
Al día siguiente lo mismo, pero con diferentes ornamentos. Las menos veces fueron en coche. Éste lo reservaban para ir a paseo. Llevábanle abierto; y entonces se las veía tendidas contra el respaldo y como flotantes sobre las encrespadas faldas de sus vestidos fantásticos, que llenaban todo el hueco de la carretela, dejando apenas el indispensable, hacia el vidrio, para destacar sobre la nube, y pegado a la tolosa, el busto lacio o indigesto de Manolo. ¡Reventaban de vanidad!
-Pero ¿en qué la fundan? -pensaba yo-. No será en mis merecimientos personales, cuando tan pocas consideraciones me guardan de puertas adentro; ni en los blasones que no tienen, ni en el caudal que les falta, ni en el nombre que llevan, infamado por el rumor público. ¿En que ésta es una capital de provincia, y ellas son damas de la buena sociedad madrileña, y la familia del gobernador?
Pues nada más que en eso. Pilita ya me había anunciado esos deleites de la vanidad al ponderarme en Madrid las ventajas que llevaba este destino al que yo desempeñaba en el Ministerio de la Gobernación, y Clara era soberbia y altiva por educación y por naturaleza; pero nunca pensé que llegara a tal extremo el vicio capital de mi nueva familia.
Con la entrada del otoño comenzaron los espectáculos nocturnos; y con este motivo, para lucirse en primera fila, allá van vestidos y perifollos y tocados; y como las damas de la ciudad iban tomando a Clara por modelo en el vestir y en el andar, ella se complacía en lucir en cada exhibición una cosa nueva, y su madre otra mejor; y hasta el imbécil de mi cuñado se emperejilaba a su manera, esperando formar escuela de mozos distinguidos. La condesa del Rábano recibía los miércoles, y los señores de Cerneduras los viernes; y como aquellas reuniones eran verdaderos certámenes de lujo, y Clara concurría a ellas y era la más mirada y atendida por ser en el pueblo la mujer de moda, ¿cómo no había de dar en cada caso la necesaria novedad a su elegante atavío? Y en cuanto a Pilita, que la acompañaba siempre, ¿cómo había de presentarse en más vulgar arreo que su hija?
Y aconteció muy pronto lo que yo venía temiendo por ciertos síntomas que notaba en mi casa; y fue que, para corresponder a los elegantes miércoles de la condesa del Rábano y a los espléndidos viernes de los ricos señores de Cerneduras, hubo necesidad de establecer los lunes del Gobernador. Y heme aquí, porque los salones eran «de poco más o menos», y ciertas paredes estaban desnudas, y tal aposento sin alfombrar, y el comedor en ropas menores, contemplando estremecido cómo invadían el palacio los tapiceros, y sin cuenta ni razón le llenaban otra vez de muebles, telas y garambainas que maldita la falta me hacían. ¡Y si hubiera sido este solo el disgusto que me costaron aquellas memorables fiestas! Pero no se habían inaugurado todavía, cuando ya me procuraron otro terrible; y fue con ocasión de tratarse, en familia, de las invitaciones que debían hacerse para el primer lunes. Clara, porque entonces era ella, desgraciadamente, y no su madre, quien llevaba la palabra; Clara, repito, pretendía que no se invitase a ciertas personas que yo había puesto en lista, porque no las conceptuaba de bastante tono para alternar en su casa con el encopetado señorío de su predilección. Volvió a relucir lo de la nómina progresista, en son de mofa, y tuve que recordar a mi mujer que de esa nómina salían los lunes de su marido.
-¡Pues no vendrán! -me dijo altanera.
-¡Pues no habrá lunes! -repliqué en el mismo tono.
¡Qué cara me puso! y de qué manera me dijo, un momento después de haberme oído:
-Que vengan enhorabuena; pero yo te prometo tratarlas de modo que no vuelvan a poner aquí los pies.
-¡Muy bien dicho! -exclamó Pilita, nerviosa de entusiasmo.
-Y yo te prometo a mi vez -respondí a Clara sin hacer caso de la impertinencia de su madre reparar una por una todas tus descortesías; y si esto no alcanzara a mi propósito, cerrar a las gentes de tu devoción las puertas por donde salgan las de la mía. ¡No lo olvides!
Para dar una idea de la actitud y el aspecto de mi mujer después de oírme hablar así, es necesario pensar en una leona domesticada, que, por obra de un grito lejano o de un tufillo pasajero, se acuerda de pronto de la libertad de sus congéneres en la inmensidad del desierto africano. No me replicó una palabra; pero el centelleo de sus ojos y la palidez de su semblante, mientras crujía el abanico entre sus manos crispadas, decían demasiado. Jamás la había visto así. Verdad que nunca me había puesto hasta entonces en ocasión de despertar su adormecida braveza. Me daba miedo: no por aquel instante, sino por todos los de mi vida.
Horas después recibí carta de mi suegro. Gemía, como siempre, por sus propios quebrantos; por «la pobre España» en poder de los hombres ineptos que le habían expatriado a él; por las tristezas que consumían a su adorada Pilita, a su dulce Clara y a su angelical Manolo; y me rogaba que los arrancase de su obscura soledad y me desviviera por divertirlos. ¡Qué oportunidad de hombre!... ¡Y qué perspectiva para empezar a vivir!
Por borrarla un poco de mi imaginación, dediqué lo mejor del día a escribir a Carmen. Creo que se me fue algo la pluma y que la empapé demasiado en las nuevas amarguras de mi alma; nuevas, porque no era aquélla la primera vez que sentía en el corazón el frío mortal de los desencantos, y en mi imaginación el triste vacío de las ilusiones desvanecidas. Las respuestas de la pobre huérfana eran como suyas: cariñosas, pero sencillas y breves; ni una frase, ni una palabra que recordase nuestra franca y cordial amistad de otros tiempos. Y yo admiraba esta prudencia, y a la vez me lamentaba de ella; comprendía la razón de los miramientos de Carmen, y sentía que no fuera más confiada y expresiva conmigo. Y no era esto un contrasentido pueril, ni resabio de una imaginación dengosa y versátil, sino que yo vivía en perpetua equivocación, y el alma quería regirse por sus propias leyes, que no eran las que le imponía la fuerza brutal de los hechos consumados.
- XXXI -
En esto veía acercarse, con el andar de un nublado tormentoso, el primer lunes de los míos... Y llegó, porque todo lo malo llega siempre que se anuncia, y aún peor de lo que se teme; y se inauguraron mis fiestas con el estruendo y el despilfarro que yo no me atreví a soñar, ni aun viendo los preparativos hechos bajo la dirección de mi mujer, aconsejada por su madre, que es todo cuanto podía verse. ¡Hasta la Guardia civil, no bastando la urbana, amén de nuestros propios criados, se empleó en aquellos menesteres de telón afuera! ¡Qué tal andaría lo de telón adentro! Deslumbraba el aparato y asustaba el lujo que se arrastraba por allí, pues las gentes aquéllas eran ricas y habían hecho de mis salones palenque en que lucir el poder de sus caudales. Engreíase mi mujer viéndose centro esplendoroso de astros tan resplandecientes, y correspondía a los honores que de esta manera se tributaba a su buen tono, excediendo en lujo a la más encopetada y vistosa, y disponiendo cada ambigú, que dejaba aturdido a los mismos comensales que los devoraban. ¡Qué carnes se me pondrían a mí con todo ello! ¿Y cómo evitarlo ya, una vez hecho costumbre? ¿Y cómo sostenerlo sin poseer una mina de onzas acuñadas?
Pues así fui tirando, hasta que lo arregló de otro modo algo que es más fuerte que todos los respetos humanos.
Es, pues, el caso, que no solamente descansé, sino que llegué a dormirme en la ciega confianza que me inspiraba mi secretario; confianza nacida más que de un profundo convencimiento de la capacidad de mi subalterno, de mi escasa afición al expedienteo; del gusto con que me agarraba a cualquier disculpa para alejarme de él, y de la necesidad en que me veía de fijarme con preferente atención en el negocio político, que no estaba para descuidado un punto. Antojábaseme, andando los días, que en lugar de afirmarse la paz, el orden y la confianza en torno mío, retoñaban las asperezas y los desacuerdos, y perdía su virtud mi celo conciliador, como si mi prestigio comenzara a andar de capa caída. Hombres que al principio me escuchaban como a un oráculo y hacían de mis palabras evangelios que predicaban luego a los demás, se me acercaban recelosos y descontentos: y me daba más que pensar lo mucho que parecían callarse, que lo poco y turbio que me decían. Sospechaba yo que en el partido que allí me apoyaba cundía la desconfianza; y con esta sospecha, desvivíame por mostrar a mis amigos los firmes y leales propósitos que seguían animándome, y suplicábales que me expusieran los motivos de sus embozadas quejas para acudir a remediarlos, como antes lo había hecho; pero la misma vaguedad de las respuestas me sumía en nuevas inquietudes.
Mi secretario, con quien las consultaba a menudo, encogíase de hombros, o me aseguraba que todo iba a maravilla, y que si había quejas lo serían de vicio.
Y todo esto acontecía precisamente cuando mi familia andaba en el colmo de sus dispendiosas exhibiciones; lo cual llegó a traerme a vueltas con las más extrañas y tumultuosas ideas; ideas que no me daban punto de reposo y me robaban el sueño, y hacían incompatible mi discurso con todo el negocio extraño al círculo de mi vida doméstica. Sólo dominado por una preocupación semejante, podía estar yo tan ciego y torpe que no viera lo que tenía delante de los ojos y palpaba con mis propias manos.
Ni mi mujer ni su madre me decían jamás lo que costaban sus lujosos atavíos ni sus espléndidos festines, ni me pedían un céntimo para pagarlos. Cierto que ellas continuaban siendo las administradoras de todo mi dinero, del único que tenía, del que cobraba mensualmente del Estado; pero ¿cómo daba aquel dinero para tanto? ¿Con qué se suplía lo que faltaba? ¿Contraían deudas en mi nombre? ¿Lloverían sobre mí, a la hora menos pensada, créditos que no podría recoger? Y por temor a esto y a sus horribles consecuencias, hablé a Clara un día.
-¿Cómo os las componéis -la pregunté-, para hacer esos gastos con tan poco dinero?
-No te apures -me respondió secamente-, que aún lo tenemos de sobra.
-¡Imposible -repliqué-, si pagáis todo cuanto consume vuestra vida ostentosa!
-No se debe un cuarto a nadie -afirmó volviéndome enseguida la espalda.
Quedé más aturdido de lo que estaba, porque me persuadí de que mi mujer no me decía la verdad. Por espontánea confesión suya había sabido yo, poco después de nuestra salida de Madrid, que todos los ahorros de su padre apenas alcanzaban para vivir él modestamente fuera de su patria, y para que en un apuro «muy extremo» no se murieran de hambre en una buhardilla su mujer y su hijo. Luego no era el dinero de Valenzuela el que suplía las faltas del mío para cubrir los gastos de mi casa; y como éstos excedían en más de otro tanto al que cobraba yo con una mano y entregaba con la otra a mi mujer, evidente era que vivíamos de prestado, y que ésta me lo ocultaba. Entonces pensé muy seriamente en arreglar las cosas de otro modo; me armaría de carácter, porque era preciso que me armara; y haría, y acontecería...
Y nada hice al fin, porque es condición de nuestra flaca naturaleza dejarse caer en los peligros reales por huir de los imaginarios. Clara no me había perdonado aún el «atrevimiento» de contrariarla en el asunto de las invitaciones, y su madre no tenía atadero, y era capaz de todo lo que no se ajustara a las leyes del sentido común; resolverme a meter a las dos en cintura con un rasgo de autoridad era producir un estruendo que de seguro trascendería fuera de mi casa..., ¡y yo era el gobernador de la provincia, relacionado a la sazón con lo más granadito de la ciudad!..., ¡y qué se diría!..., ¡y mi prestigio!... ¡Y si tras el escándalo venían los acreedores alarmados!... ¡Qué horror! Y me aguanté por entonces.
A todo esto, el descontento público crecía y se revelaba muy acentuado en la prensa local, que yo cuidaba de leer con suma atención desde que me la habían llamado grandemente ciertas insinuaciones suyas. Ya no se andaban los periódicos, lo mismo los situacioneros que los otros, con paños calientes. Declaraban que jamás, ni aun durante las más inmorales administraciones, había habido en aquella capital un desgobierno más completo, una falta más absoluta de policía y de pública moralidad. Uno de ellos dijo textualmente, por remate de un artículo, verdadero memoria de agravios administrativos enderezado a mi «patriotismo sellado con sangre de los tiranos: -Cualquiera pensaría, al ver lo que aquí sucede, que las riendas de este gobierno están en manos polacas». Comprendí la alusión, y la sentí como un balazo en mitad del pecho. Llamé inmediatamente al secretario.
-¿Qué hay de cierto en todo cuanto aquí se dice? -le pregunté, mostrándole el periódico que tenía yo en la mano.
Tomóle él en las suyas con la mayor serenidad; y después de pasar la vista por el artículo me lo devolvió diciéndome:
-Absolutamente nada. Ganas de hacer ruido.
-¿Está usted seguro de lo que me afirma?
-Si no lo estuviera no lo afirmara.
-Corriente -díjele después de meditar un momento.
En cuanto me quedé solo mandé llamar al director del periódico. No tardó en venir. Me encerró con él y le supliqué que, como en el secreto de la confesión, me declarara los fundamentos de lo que se decía, y, sobre todo, de lo que se callaba en su periódico. Me espantó lo que supe entonces; y eso que el periodista me ocultó lo principal, por respeto a mi propia persona. Dile las gracias, prometiéndole que no le pesaría de haberme arrancado la venda de los ojos; y en cuanto se apartó de mí, llamé al jefe de la policía.
-Sé -le dije, mirándole indignado- que tiene usted puestos a contribución a todos los criminales y a todos los viciosos de la ciudad.
Se quedó yerto, lívido como un cadáver. Tartamudeó algunas palabras, que no entendí, y añadíle estas otras:
-Elija usted entre ir a presidio o declararme toda la verdad.
-Es cierto -me respondió entonces, animándose súbitamente-; pero entienda V. S. que, al obrar así, no hago más que cumplir las órdenes que se me han dado.
-¿Y quién se las ha dado a usted?
-El señor secretario.
-¿El de este gobierno?
-El mismo.
-¿Y adónde van a parar los fondos recaudados de esa manera por usted?
-Al señor secretario.
-¿Íntegros?
-Íntegros, menos la pequeñez con que remunera el trabajo de la recaudación.
-Y esa recaudación, ¿es de importancia?
-Bastante... Quizá más que el sueldo de V. S. ¡Como lo malo abunda, y todo lo malo paga!...
Me dio asco lo que me decía aquel hombre: impúsele silencio, y le mandé que saliera.
Volví a llamar al secretario. Entró, cerré la puerta y le dije en crudo cuanto acababa yo de saber por el jefe de la policía. Me oyó impávido y no negó los hechos. Me espanté; pero logré dominarme, porque era de necesidad, y añadí:
-Hay todavía otro punto delicado, que debe ser de la exclusiva incumbencia de usted. Se dice que no todos los expedientes que se tramitan en estas oficinas de mi cargo se resuelven conforme a justicia, sino que se subastan los acuerdos...
-Pudiera escudarme -me respondía el tuno- con la firma de usted, que autoriza esas resoluciones; pero como de ese modo correspondería muy mal a la ciega confianza con que usted me entregó ese importantísimo negociado, desde luego echo sobre mí toda la responsabilidad moral de esos delitos, que tampoco niego.
Y como leyera en mi actitud el efecto que estas palabras me causaron, añadió muy tranquilo:
-Lo que a mí me asombra es que usted se asombre de todo esto.
Mi primer impulso fue buscar con los ojos una silla para partirle la cabeza.
-Pues ¿por quién me toma usted? -exclamó indignado, sin renunciar por entero a aquel propósito.
-Y después de todo -dijo con desdeñoso retintín -, yo poco más de nada me meto en el bolsillo.
-¿Adónde va a parar entonces el producto de esas infames exacciones? -pregunté más y más asombrado.
Aquí el hombre de los largos dientes se atrevió a enfilar la legaña de sus ojos con los airados míos; y metiéndose ambas manos en los correspondientes bolsillos del pantalón, me dijo, como si me dijera la cosa más natural del mundo:
-A su casa de usted.
¡Que jamás en oídos de hombre honrado suenen palabras como aquéllas!...
Las pocas que pude articular en medio de la angustia que me ahogaba las empleó para preguntar al infame, pero bajo, muy bajo, como si me acusara ante Dios de un ignorado crimen Y temiera que me estuviera oyendo el juez, que podía enviarme al palo, o el mundo, que me escupiera a la cara:
-Y... ¿qué manos lo reciben de la de usted?
-Las de su señora mamá política -me respondió con entera desfachatez.
-¿A ciencia y conciencia de lo que es? -pude preguntar todavía.
-Naturalmente -contestó el cínico.
-Está bien -dije, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no caerme redondo allí, de indignación y de vergüenza-. Retírese usted.
De dos saltos atravesé el largo pasadizo que separaba de mi habitación el despacho donde esto ocurría. Llamé aparte a mi suegra, que estaba emperejilándose para salir con Clara, y le expuse, sin preámbulos ni miramientos, el caso que tan fuera de quicio me tenía. Oyóme la embadurnada vieja mirándome de hito en hito con las más vivas señales de curiosidad, y exclamó al cabo, lo mismo que si descargara su ánimo de un gran peso:
-¡Ave María Purísima!... Hijo, ¡qué susto me diste! ¡Si no creí, al verte tan erizado, que se quemaba la casa o te habían dejado cesante!
¿No había para matarla?
-Pero ¿es o no cierto -preguntéle en el paroxismo de la ira-, que mi secretario hace eso en perfecto acuerdo con usted?
-Puede que sí... o puede que no: como mejor te parezca -respondióme sin dejar de contonearse delante del espejo que había en la habitación-. Recuerdo que un día hablamos, de recién venidos aquí, sobre si el sueldo de gobernador era poco o era mucho. Sostenía él lo primero y yo le daba la razón; y hablando así, díjome que había ciertos arbitrios lícitos de los cuales se podía echar mano muy honradamente; pero temía que tú te resistieras a ello, por escrúpulos de empleado novel... y que si nosotras le autorizábamos con nuestra aquiescencia., ¡y qué sé yo qué otras boberías!... Y a poco de esto, comenzó a traemos dinero..., pero bastante, no te creas, y a menudo... Por cierto que gracias a ello, ¡que si no!... Ahora me dices que si ese dinero sale de aquí o sale de allí... No sabía yo tanto; pero, después de todo, ¿qué más da?
-¿Y Clara? -pregunté, recordando que era ocioso tratar asuntos serios con aquella insufrible mujer-, ¿sabe lo mismo que usted de la calidad de ese dinero?
-Como que ella lo administra. Con una mano lo recibo, y con otra se lo doy... Pero ¿a qué vienen esos aspavientos, hombre?
Llamé a Clara. Vino enseguida; y, por verla, perdí la mitad de mis bríos. Siempre me sucedía eso. ¡Tan hermosa estaba! Hubiera dado la mitad de mi vida porque no fuera cierto lo que su madre aseguraba, y toda ella por infundir en su pecho algo de la honrada sensibilidad que agitaba el mío.
Expúsele mi queja con los mayores miramientos, y no mostró el más leve síntoma de apurarse por ella.
Tan inconcebible frialdad deshizo el encanto que su belleza me causaba, y prorrumpí en amargas declamaciones. Negóme muy serena que hubiera motivo para ellas. Había para volverse loco.
-¿Pues cuáles son motivos serios para ti? -lo dije sin poder contenerme-. ¡Vuestros festines, vuestras galas, todo el aparato de vuestra loca vanidad sostenido a expensas de todas las almas infames de la población! ¿Todavía te parece poco?
-No me he cansado -me dijo con terrible dureza- en apurar tanto el origen de ese dinero.
-Pero te has guardado muy bien -repliqué de decirme que lo recibías; señal de que no lo juzgabas lícito.
-O de que temía tus ridículos pujos de caballero andante... ¡Somos incompatibles en tantas cosas!
-Por fortuna para mí, en el modo de juzgar esa de que tratamos; por desgracia para todos, en la principal. ¡Lástima que ya no tenga en mi mano el remedio de lo uno como tengo el de lo otro!
No quiero recordar hasta qué extremos nos condujeron, una vez puesto el diálogo a esta altura, la terrible y desengañada frialdad de mi mujer y el apasionamiento de mi impresionable carácter. Fue un estampido que acabó en un instante con varias cosas a la vez. los lunes del Gobernador, las ostentosas exhibiciones públicas de mi familia... y la última esperanza de que entre Clara y yo pudiera haber ya otro vínculo de unión que el que, en un instante de vértigo mío, nos había amarrado para no soltarnos jamás, a no cortarlo la guadaña de la muerte. Aquel tremendo altercado fue la piedra de toque en que apareció comprobada la falsa ley del corazón de Clara; el choque que derribó la bruñida losa y dejó a la vista los gusanos del sepulcro. No me asombró el descubrimiento, porque venían anunciándolo grandes señales de él; pero la consideración de lo que del hecho iba a seguirse me aterró.
Por de pronto, volvíme a mi despacho y di a elegir a mi secretario entre presentar su dimisión o comparecer ante los tribunales de justicia.
-Por cierto que iría bien acompañado -me dijo con marcada intención y cínica sonrisa.
-¡No importa! -le respondí, comprendiéndole-, porque estoy resuelto a todo; a todo, menos a ser pantalla de ladrones...
Optó por la dimisión, y me alegré de ello. Horas después quedaba también sin destino el polizonte.
Desde el día siguiente, limpias las oficinas de tunantes y la casa de escándalos de lujo, consagréme con todas mis fuerzas a enderezar el torcido rumbo de mi descuidada administración, y a hacer algunas economías. No tenía en mi casa coja quien hablar, es cierto, y la comida me amargaba y mis suelos eran horribles pesadillas, pero la opinión pública coronaba con aplausos mis esfuerzos de voluntad, que producían milagros de acierto, y yo sentía, en medio de, las penas que me abrumaban, la dulce satisfacción que trae consigo el cumplimiento de los deberes.
Entre tanto, el Gobierno de la nación andaba tan desatinado como lo había estado el mío, y la, obra de la revolución de julio comenzaba a tambalearse. Socavaban sus fundamentos todo linaje de torpeza, ambiciones y asechanzas; y eran ya infinitos los desencantados españoles que aplaudían al satírico Padre Cobos, ariete formidable con que la batía sin tregua ni descanso el partido de la reacción, que había de recoger su herencia.
La famosa sonrisa de O'Donnell iba acentuándose por momentos-, tomábanla ya las gentes liberales como disfraz de sazonados planes liberticidas, y todo el mundo se preguntaba en qué pararía, y cuándo, su no menos famoso abrazo al general Espartero, en el balcón de la calle de la Victoria, recién llegados a Madrid ambos personajes.
Las dudas se aclararon muy pronto: el abrazo aquél acabó en una zancadilla que derribó a Espartero de la noche a la mañana, y en un chaparrón de soldados bien instruídos que en pocas horas reorganizaron la milicia ciudadana, disolviendo a tiros sus batallones, donde éstos se resistían a dejarse desarmar por la buena.
Volvióse el duque de la Victoria a llorar un nuevo desencanto en su retiro de Logroño, haciéndole coro los incorregibles progresistas; y con todo ello y lo que se traslucía en la nueva situación creada, dejé yo mi gobierno antes que me separaran de él, y tornéme a Madrid pobre, triste y con la carga de una familia insoportable, que pagaba en esquivo apartamiento y en odio mortal el dinero y la sangre que me consumía.
- XXXII -
Para que todo fuera tenebroso en torno mío en aquella fatal ocasión, Valenzuela era uno de los pocos emigrados polacos que no debían pensar en volver a España por entonces, puesto que entraba en las miras políticas del nuevo Gobierno alardear de incompatible con hombres tan mal afamados como mi suegro.
No me cabía, pues, la esperanza de que acudiera a tomar la parte que le correspondía de la carga que yo aguantaba solo. Le escribí acerca de esto, muy claro y muy breve. Me respondió con gemidos y con tristes elegías, como siempre, a la amada patria, al corazón ulcerado, a las virtudes escarnecidas..., a todo; pero sin enviar un cuarto ni decirme de dónde había de sacar los muchos que consumían la fatua de su mujer y el estúpido de su hijo.
Yo entré en Madrid, de vuelta de mi desventurado gobierno, con un puñado de pesetas y un cúmulo de obligaciones ineludibles por todo el resto de mi vida; ¡y estaba en los comienzos de ella! ¡Me espantaba asomar los ojos a este abismo de tinieblas!
Pero ¿adónde los volvía, si la misma resonancia de los hechos que me habían alzado tan alto en la pasada situación, me cerraba todas las puertas en la que mandaba entonces?
Fuime a ver a Redondo, y logré que me colocara en la redacción de El Clarín de la Patria, que había vuelto a ser periódico de radical oposición. Con este amparo tenía ya para no morirme de hambre, y aun me bastara para vivir hecho un duque si hubiera continuado soltero; mas para sostener el peso de todas mis cargas, ¿qué valía? Entonces fue cuando escribí a Valenzuela. Su respuesta evasiva me puso en la necesidad de tomar una resolución heroica. La casa que habitábamos, aunque no tan costosa como la que yo mismo ayudé a desalojar en la calle del Príncipe, rentaba una enormidad, relativamente al estado de mis recursos pecuniarios. Había que buscar otra muy barata, pero de las más baratas, en cualquier rincón de Madrid: esto era de necesidad, de imprescindible necesidad. Casi desnudo y a media ración se podía vivir; pero no a la intemperie; y estar abocado a ello era habitar en casona grande sin tener con qué pagarla, como me acontecía a mí. Con un poco de paciencia, no tardé en encontrar lo que me convenía, en una encrucijada, a espaldas de la calle de Leganitos: cuarto tercero, largo y angosto, portal obscuro con carbonero, taberna al lado y hojalatero enfrente. Era lo menos malo que pareció en todo Madrid por la renta que yo podía pagar. ¡Soberbio alcázar para alojar la vanidad de Pilita y la indómita altivez de Clara!... Pues le tragarían por malas o por buenas. Eso, por de pronto; después... Dios diría.
En estas disposiciones de ánimo me volví a casa, resuelto a acometer el asunto por derecho. Apenas recordaba ya el sonido de la voz de mis mujeres. ¡Tanto hacía que no se cruzaba entre nosotros una palabra! ¡Y qué hermoso tema el elegido por mí para reanudar nuestras interrumpidas comunicaciones orales!... Pues me atreví a soltarle hallándome enfrente de las dos. Hizo el efecto que era de esperar: el de la caída de una bomba con espoleta, especialmente en mi suegra, que no sabía disimular como su hija. Ésta palideció al verme tan entero y resuelto, y se fue encrespando poco a poco, como león embravecido que se dispone a dar el salto sobre su retador. En cuanto a Pilita, me llamó bárbaro, salvaje, estúpido; y se mesó los postizos, y lloró y me amenazó con contárselo al capitán general, y al comisario de policía, y a la reina si era necesario. Y ya, preso por mil, eché el resto declarando que los muebles que no cupieran en la nueva casa, se venderían para invertir su producto en algo más útil y de más imperiosa necesidad. La fiera actitud de Clara se resolvió entonces en un ademán despreciativo, que me hirió como la frase más punzante.
Por acudir al golpe, y no por responder a las sandeces de la madre, dije a ésta:
-¿Conoce usted el modo de adquirir lo que nos falta para seguir viviendo como hasta aquí? ¿Espera usted que se nos dé de balde todo lo que necesitamos? Supongo que no. Y en tal caso, ¿qué recurso nos queda sino el de elegir entre... robarlo, o vivir como los pobres? Y en esta elección, ¿quién es capaz de dudar un instante?
Pilita, que me oía con la jeta fruncida, torció el acorazado busto y respondió, mirándome de medio perfil:
-Un hombre que se atreve a decir eso en una situación como la nuestra, no debiera haber soñado jamás en ser marido de una dama como tu mujer.
-Es la única verdad que ha salido de sus labios de usted desde que la conozco, señora -repliquéla al punto-; y aun ésa la ha dicho usted por equivocación... De todas maneras, hace usted muy mal en tomar ese camino, donde me es muy fácil cortarle la retirada.
Aquí echó Clara el montante de su fiera altivez. Enderezóme dos frases aceradas que produjeron otras mías no más suaves; sobrevino Pilita con nuevos dicterios; respondíla al caso; y el lance iba tomando visos de gresca de vecindad, cuando el fámulo acudió presuroso para anunciarnos la llegada de Barrientos. Me alegré infinito. Salí por la puerta excusada, por no topar con él, y después a la calle en busca de aire y de luz y de ruidos que no se parecieran a los ruidos, a la luz y al aire de mi casa.
¡Inexplicables aberraciones del moral organismo humano! Yo, que salía tan repleto de desventuras que llorar, comencé a preocuparme de repente con la noticia que me trajo tres días antes una carta de mi padre, de haberle dado los Garcías no sé qué cencerrada en celebración de mi caída; y pasé largas horas saboreando el imaginado deleite de andar otra vez a tiros en las barricadas para reconquistar el perdido imperio; no por la mina que necesitaba, sino por verme en situación de castigar el descomedimiento de los Garcías, castigo que mi padre aguardaba, de un momento a otro, de su «querido consuegro, el excelso don Augusto», a quien ya veía en el poder.
La historia de todos los grandes berrinches y desconsuelos humanos está llena de estas puerilidades; es decir, como la mía... y como la de mi padre también.
Cuando mis distraídos pensamientos volvieron a hundirse en la negra realidad de mi situación, las carnes me temblaban acordándome de la pasada refriega doméstica, porque iba, camino de mi casa, decidido a tocar otra vez, para dejarle resuelto, el prosaico tema que la había producido. ¡Gran sorpresa fue la mía cuando, no bien me dejó caer, desfallecido de cuerpo y con la más negra melancolía en el alma, en un sillón de mi apartado dormitorio, llegóseme Pilita, blanda como una seda, tímida, humilde y respetuosa! Sentóse a mi lado, y me habló así, después de unas cuantas salvedades y excusas, no muy bien concertadas ni del todo pertinentes, señal de lo aturdida y recelosa que andaba:
-Me parece a mí que deberíamos olvidar eso de esta mañana. ¿No te parece a ti lo mismo? Hijo, yo tengo un corazón que no sirve para guardar rencores... Soy así, ¡qué quieres!... Y no me pesa de ello... Yo reconozco que estuve atroz, ¡vamos, atroz de todo! y que te dije cosas algo duras, bastante duras, ¡muy duras!... Pero también es verdad, hijo, que tenías tú un aire... ¡y una cara!... Luego, dices las cosas de un modo!... y con lo nerviosa que yo soy, y lo..., en fin, que me pongo atroz enseguida, y ya no reparo... y ¡puf!, allá va. Por otra parte, el punto que tocabas nos sorprendió tanto, nos admiró tanto, ¡nos asombró tanto!... Eso no quita que, a tu manera, estés cargado de razón; porque donde no lo hay, ¿qué le vamos a hacer?... Pero ¡esto de meterse una en un covacho, en un tabuco, en un dedal roñoso, de la noche a la mañana, con tantas relaciones como tiene una en la buena sociedad!... Y no lo digo por mí tanto como por tu mujer, hecha, desde que nació, a vivir como una princesa en su palacio... ¿Cómo había de esperar ella caer desde tan alto sin más ni más?,... Y no vayas a creerte por eso que somos tan fatuas que no pensáramos nunca en que la suerte cambia a lo mejor. ¡Vaya si lo pensamos, hijo!... Como que lo estamos viendo todos los días; y bien a menudo ha pasado por nosotras... Sólo que nadie nos lo ha conocido... y si te dijera que ni nosotras mismas, puede que no te engañara. Cómo se hace esto, hijo, por demás veo que no se le alcanza a un sencillote mozo recién llegado de su aldea, como tú..., ni a mí tampoco; pero se hace, y aquí lo hace todo el mundo que se halla en nuestro caso; salvo el coche y, a lo más, algún gastillo que otro por el estilo, la misma vida con empleo que sin él, ¡la misma, hijo, la misma! Pregunta a tu mujer si en nuestra casa se han conocido nunca las cesantías de su padre por haber suprimido ni un garbanzo en el puchero... y pregunta en las casas de todos los altos empleados y te responderán lo mismo... Y en lo que toca a la nuestra, no será eso por los caudales que tenga en conserva mi marido. ¡Ay, si los tuviera, otro gallo nos cantara hoy a todos!... Cierto que tú puedes preguntarme: «y ¿por qué ese hombre no hace ahora los milagros que hacía otras veces? ¿Por qué en otras cesantías levantaba tantas cargas a un tiempo, y ahora ni siquiera echa una mano a esta que me está quebrantando a mí?...» Bien preguntado se lo tengo yo a él también, hijo; bien preguntado..., ¡muy preguntado! Y ¿sabes lo que me responde? Que, fuera de Madrid, fuera de España, es hombre perdido, hombre nulo, hombre in capaz: y que esta caída no se parece a otras. En las otras, puede decirse que nunca caía por entero; siempre quedaba agarrado con algo a lo que venía tras él: siquiera con la esperanza de volver a levantarse... y, sobre todo, quedaba en su casa, en su terreno, en su filón-, y a tientas, a ojos cerrados, ponía él la mano sobre la tajada. Pero esto no ha sido caída; esto ha sido desnucarse, hijo, desnucarse... Ya ves: expatriado casi a puntapiés; tan lejos de su finquita (que así llamaba el ángel de Dios a Madrid) y difamado además, ¿qué ha de hacer, el pobre, por mucha que sea su habilidad?... Y bien la barruntaba, y bien me lo pronosticó... Cuando echó la barredera a lo poco que había a sus alcances por lo que pudiera tronar, y tronó bien pronto, mandó la mitad al extranjero y nos dio la otra mitad a nosotras... Pues con esto vivimos, hijo del alma, desde que él se marchó hasta que tú viniste; y con algo de ello te ayudamos después, Sin que tú lo supieras-, pero se acabó, porque no era mucho, y en Madrid se va el dinero por los aires... Y este temor era el mayor clavo que llevaba consigo el infeliz. ¿Qué sería de nosotros sin su amparo? ¡Así él se apuraba; mí él gemía al despedirse! ¡Ay, si le hubieras oído entonces; sobre todo, mientras abrazaba a la que hoy es tu mujer!... «No contéis, en los apuros, con los amigos -decía-, porque enseguida se cansan de dar dinero y como vosotras no servís para pobres, lo mejor será, hija mía, que te humanices un poco con los hombres... hasta que des con uno que cargue con el peso que desde hoy no podré yo llevar sobre mí, por alejarme de vosotros quizá para siempre... Y no te descuides ni pidas gollerías, que la necesidad es grande y el tiempo corto...» ¡Y mira qué casualidad!..., aquel mismo día, como quien dice, pareciste tú por casa... ¡Ah, tu suegro!..., ¡qué hombre, hijo, qué hombre!, ¡qué hormiguita!, ¡qué fábrica de monedas si le hubieran dejado a la vera del filón!... Dígote todo esto, hijo mío, no para que te ingenies y hagas otro tanto, que por lo de hoy y lo de más atrás, bien veo lo sencillote que eres y la poca agua en que te ahogas; sino para que te pongas en la razón y no creas que lo de esta mañana fue sólo por el gusto de llevarte la contraria... Tú crees que no tiene una los sentidos puestos en todo, y que vive a tontas y a locas... Hijo, ¡qué chasco te llevas sí tal crees!... Se calcula todo, se piensa en todo y se apura una por todo; y si no fuera así, no tomara una ciertas cosas tan a pechos cuando los cálculos fallan, por lo mismo que estaban a mazo y martillo y no podían fallar, como el que hicimos Clara y yo cuando tú te casaste. Hablándote en verdad, no eras el mejor de los acomodos para una mujer del rumbo de mi hija, porque, por muy alto que subieras entre la chusma de tu partido, a lo mejor, ¡cataplum!..., porque hay cosas tan malas, tan atroces de por sí, que no pueden durar de pie mucho tiempo, pero a esto que a mí se me ocurría, y también a Clara, decíame ésta: «Cuando caiga mi marido subirá mi padre, y, de este modo, siempre estaremos en candelero...» Y por eso te..., es decir, por eso sólo no, porque algo habría de cariño, supongo yo... Pero a lo que voy. ¿Quién había de pensar que este indecente Gobierno había de tener a menos traer a su lado a un hombre como Valenzuela?... ¡Grandísimos tunantes!... Hijo, creo que me pongo nerviosa otra vez...
Aquí hizo un alto mi suegra, porque le faltó el resuello y se le saltaron las lágrimas de coraje; y yo no quise interrumpirla hasta saber adónde iba a parar con aquella sarta de bachillerías, entre las cuales no dejaba de haber algo que excitara mi curiosidad. En determinados casos, de las sinceridades de los niños y de los mentecatos se saca mucho partido.
Después de cobrar alientos, de secarse los ojos y de darse aire con el abanico, prosiguió mi suegra de este modo:
-Dirás tú que a qué cuento vienen todas estas cosas... Pues, hijo, a que las consideres bien, si quieres hacernos ese favor; y después, a que, por la Virgen María y por todos los santos del cielo, nos des un respiro antes de matarnos de melancolía y de vergüenza en esa cárcel en que nos quieres encerrar... Mira, yo tengo un plan: a ver qué te parece... Tu suegro tiene para pasarlo regularmente, nada más que regularmente, donde está; pero puede dar un pellizco a sus recursos sin llegar a verse en los apuros que nosotros; y lo dará, porque es su obligación, y sé yo que lo dará en cuanto reciba la carta que le escribí después que tú te marchaste esta mañana. Nosotras dos, aunque la estación nos coge desnudas, enteramente desnudas, porque desde que llegamos a Madrid no nos hemos hecho una triste hilacha, nos arreglaremos con lo del invierno pasado... Ya ves que esto es una economía. Chuncha es mujer que tiene hoy buenos asideros entre las gentes del Gobierno: yo sé que si pide algo a ciertos hombres, no han de negárselo, y pienso hablarle para que saque un destinillo a Manolo... ¡Pobre hijo mío!, ¡verse precisado a trabajar como un cualquiera!..., ¡él, tan distinguido, tan mimado y tan tiernecito!... Pues ya tienes aquí otro recurso de qué echar mano, porque yo te prometo que lo que gane Manolo y lo que dé su padre ha de ser para cubrir los gastos de primera necesidad que tanto te apuran... Ya sé que vas a decirme: y si Manolo no halla destino y su padre no nos da un cuarto, ¿de qué sirven esos planes?... De nada, hijo, de nada..., de maldita de Dios la cosa... Pero mientras se ve si sirven o no, danos un respiro..., no te pido mucho, dos meses..., ¡un mes siquiera!, vamos, me parece que no es mucho un mes..., ¡un mes para ir haciendo fuerza de voluntad!... Mira, te lo pido por Dios..., ya que no lo hagas por nosotros; y de rodillas, si crees que no me humillo bastante...
Y trataba de hacerlo como lo decía, la desdichada mujer; y lloraba con toda su alma, y me cogía las manos entre las suyas, y me daba compasión, no su desdicha, sino su poco fuste, que era la principal causa de ella y del exagerado desconcierto en que la veía. Costóme algún trabajo conseguir que se tranquilizara. Después le pregunté:
-¿Y qué piensa Clara de todo esto que usted acaba de decirme?
-Pues, hijo, lo mismo que yo.
-¿Y por qué me lo calla?
-Como estáis de moños... Pero la llamaré, si te parece.
-¡No haga usted tal cosa!...
-Hijo..., como quieras... Y a todo esto, ¿en qué quedamos de...?
Después de dudar unos instantes, respondí:
-En que concedo dos meses para que desenvuelva usted sus planes...
No me dejó concluir, pues en oyendo esto, salió de mi cuarto. dando brincos, como una chiquilla resabiada.
Con aquella concesión que yo hacía en bien de la paz doméstica (y entiendo aquí por paz la cesación de la guerra encarnizada, no el sosiego ni el bienestar de toda casa bien regida), quedéme en un relativo descanso de espíritu, como fatigado viandante que arroja la carga mientras refresca los labios y repara sus fuerzas, tendido a la sombra junto a la fuente... ¡Pero la carga está allí, a su lado, y el camino también; y hay que volver a echar la una sobre las espaldas, y emprender el otro!...
- XXXIII -
Siguieron a este suceso días tristes, muy tristes para mí. Después que pasa la fiebre que enardece las ideas y finge bríos al cuerpo, es cuando el paciente, con el ánimo en reposo, conoce la importancia de la enfermedad que le postra. Por rigor de la misma ley, nunca tuvo mi espíritu una fuerza de visión tan potente como en aquellas horas de relativa calma; creo que era la primera vez que yo lograba estudiar con lucidez perfecta, juicio reposado y a su verdadera luz, el cuadro de mis desventuras, en el cual acababa de estampar la mano de la desgracia que me perseguía, un nuevo detalle. El Gobierno suspendió las pensiones concedidas por el anterior en virtud de merecimientos excesivamente revolucionarios, y Carmen se vio sin la suya cuando más falta le hacía, porque su salud empezaba a quebrantarse. Súpelo por Quica, que me lo dijo muchos días después del suceso que su ama me ocultaba, sin duda por no añadir ese disgusto más a los muchos que le confiaba yo en aquellos días. Porque cuando me vi henchido de penas y sentí la necesidad de abrir las válvulas del pecho dolorido, los amigos me daban miedo, y sólo en ella me atreví a depositar los secretos de mi corazón; y acabé por confiárselos todos, todos, aun aquellos que, en mis tristes meditaciones, me resistía a declarar a mi propia conciencia. Y es que, al confiar mis desventuras matrimoniales a la indulgente y cariñosa amiga, sentía yo, con el placer del alivio de un peso formidable, algo como la satisfacción que nace de un penoso deber cumplido. Sospeché que así lo entendía ella también; y de esta mutua inteligencia resultaba un nuevo interés en nuestras conversaciones, mal contenidas a veces en los términos que nos trazaban consideraciones y respetos menos fuertes que la secreta intención que a ambos nos movía.
Pero ¡qué breves eran estas horas, por lo mismo que pasaban sobre mis tristezas como ráfaga de aire por herida de fuego! ¡Después volvían los negros pensamientos, la realidad de las cosas, el hecho brutal!... Y ¡qué horas tan largas y tan distintas!... Sobre todo, la del retorno a mi hogar... ¿A qué? ¡Dios mío! Se puede vivir pobre y enfermo y perseguido; se puede vivir en una cárcel y atado a una cadena, sin aire y sin sol; pero no como yo vivía con mi propia mujer. Son frecuentes, quizá de necesidad, las rencillas y desavenencias en los matrimonios. Duran un día, una semana, un mes... un año; pero las sostiene un motivo casual, más o menos grave, que al fin se ventila y se olvida; y vuelve la paz a reinar en la casa, porque nunca faltó el amor en los corazones; pero en mí no cabía esta esperanza, porque Clara, que nunca me amó, había roto el único lazo afectuoso que nos unía, al primer choque de su impetuosa altivez ofendida con mi tesón de marido desencantado. El mármol que se animó un instante, porque el infierno lo quiso, amasando cálculos de interés con una epopeya bestial en una mente bravía, volvió a ser dura peña tan pronto como los cálculos fallaron y no quedó del héroe de un momento más que el hombre prosaico con unas cuantas virtudes de pacotilla. Por ajustar a sus leyes mi conducta, el frío llegó a ser alejamiento, y el alejamiento, mortal antipatía. Yo sabía esto, no porque Clara me lo hubiera dicho, sino porque lo leí en ella como en un libro abierto, en cuanto se apagó en mí la última pavesa del fuego de la carnal pasión que me condujo, ciego, a echar sobre mí la cadena de la más horrible de las esclavitudes. Cabalmente era la falta de disimulo la única virtud de mi mujer. Pero yo no la aborrecía; y aun hubiera llegado a convertirse en verdadero amor mi desatinado deseo, si en ella hubiera podido más la idea de sus deberes que la insana vanidad de los placeres ostentosos; si hubiera sido capaz siquiera de pagarme en falsa consideración los riesgos que afrontó gustoso por ella, y de no olvidarse tan pronto de aquellos apasionados arrebatos de los primeros días.
Pues con este infierno de consideraciones en la cabeza entraba siempre a mi casa, donde me aguardaba la yerta o implacable impasibilidad de mi mujer por único consuelo. Y así un día y todos los días; y esto al comienzo de nuestro matrimonio; y yo muy joven aún, y ella más joven todavía. ¡Cuántos años por delante! ¡Qué camino tan largo, tan obscuro y escabroso! ¡Qué agonía tan espantosa, sin la esperanza de la muerte! Muchas veces pensé en ella con criminal delectación; y bien sabe Dios que no fueron respetos humanos lo que me impidió cometer entonces el mayor de los desatinos.
Una vez en el paroxismo de mi desconsuelo, antojóseme que brillaba un punto luminoso en la densa obscuridad que me rodeaba. Entre Clara y yo no había mediado todavía un verdadero examen de las causas de nuestro mutuo alejamiento. Verdad que lo que salta a la vista no hay para qué desmenuzarlo en palabras; pero ¿no podíamos vivir equivocados los dos, ya que no en lo fundamental, en algo accesorio siquiera? Y aunque no lo estuviéramos, ¿debía darse por resuelto un asunto tan grave y trascendental, sin agotar todos los trámites del proceso? ¿Y no era el principal de todos ellos una serena y detenida explicación del punto litigioso? De todas maneras, así no se podía vivir; y en hablar no se perdía nada. Propúseme tener una entrevista con mi mujer; y resuelto a ello entró en m' casa a la hora de costumbre, precisamente en ocasión de salir Barrientos de ella. Éste era otro punto que comenzaba a preocuparme un poco. Busqué a Clara, y la hallé muy serena en su gabinete, en el cual acababa de encerrarse después de despedir a su amigo. Se extrañó de verme allí, y me lo dio a entender con una mirada de las suyas; yo le expuso en el acto mi propósito, después de sentarme a su lado. Esta escena me trajo a la memoria otra bien semejante a ella en sus detalles externos; pero ¡cuán distinta en la situación moral de los personajes! Por lo mismo, quise utilizar el recuerdo para poner a prueba la sensibilidad de mi mujer.
-También se trataba entonces -le dije- de examinar el fondo de nuestros corazones; y tú te complacías en decirme lo que ibas leyendo en el mío, que cuidaba yo de ponerte delante de los ojos; y cuando llegó el caso de descubrir lo que había en el tuyo, ¡de qué modo, y en qué ocasión me lo mostrastes, Clara! ¿Te acuerdas...?
Como si hubiera llamado con los nudillos en un muro de cal y canto. Se encogió de hombros, se apartó un poco de mí, y me preguntó secamente:
-¿Adónde quieres ir a parar con esas ñoñeces que traes ahora a colación?
Sentí la burla como una bofetada, y contesté:
-A que, tratándose también ahora de descubrir el fondo de nuestras conciencias, muestres un poco del afán en que entonces me aventajabas, para saber en cuál de los dos reside el hielo que apagó la hoguera de aquella pasión que parecía consumirnos a entrambos; quién de nosotros es más culpable de este alejamiento en que vivimos; quién se complace en ello, o quién lo deplora; cuál es el remedio que se necesita, o si no queda ninguno para que cese esta situación insoportable.
-Te dije en otra ocasión -respondióme, fría y dura como una peña- que éramos tú y yo incompatibles en muchas cosas. Hoy te lo vuelvo a repetir. La razón de esta incompatibilidad, se siente mejor que se explica... Nace de muchas pequeñeces y de algunos motivos graves que se van acumulando poco a poco, y al fin llegan a imponerse al corazón y al juicio, por su propio peso... y yo no sé mentir... Y ¿qué te extraña?... ¿No está sucediéndote a ti lo mismo?
-Sí -repliqué-, ¡pero por cuán distintas causas!... ¿Quieres que las analicemos fría y desapasionadamente? ¿Te atreves a enumerar las condiciones que, en opinión tuya, me faltan para hacerte llevadera y grata la vida a mi lado, como me atrevo yo a decirte lo poco que necesito para creerme venturoso, aun en medio de la penuria en que vivimos por un azar de la suerte?
Se encogió de hombros al oírme, y me contestó con glacial aspereza:
-No quiero perder más tiempo en necias puerilidades.
-¡Lástima -exclamé entonces, sin poder contenerme-, que te falte el valor para cosa tan honrada y trival, mientras te sobra para la inicua empresa en que estás empeñada conmigo! ¡Formarían un hermoso contraste los dos cuadros! En el uno, tu soberbia indómita; tu única religión, tu única fe: la adoración a ti misma; tu amor insaciable a la ostentación de todas las vanidades frívolas y mundanas; tus malogrados intentos de hallar en mí el complaciente marido que, de cualquier modo, colmara las ambiciones de tu alma empedernida. En el otro cuadro, mis vulgares virtudes de lugareño; mi corazón dispuesto a perdonarte, y aun a quererte, si registrando las frías soledades del tuyo, reconoces la razón con que me quejo y el derecho con que maldigo aquellos días en que, a la falsa luz de tu pasión de artificio, lograste que te creyera capaz de hacerme venturoso entregándote confiada a mí para correr juntos los riesgos más comunes de la vida... Mis efímeros triunfos, mis afortunadas locuras, cuanto he sido, cuanto valgo; mis pensamientos más íntimos, mis aspiraciones..., todo te lo he sacrificado gustoso..., todo ha sido para ti... ¿Y qué me has dado en cambio?... Unas horas de brutal embriaguez, mientras tus insanas ambiciones no hallaron el menor obstáculo que las resistiera; un infierno de torturas desde que te convenciste de que no me hallaba dispuesto a sacrificarte también la vergüenza y el honor, cuando lo necesitaras para pedestal de tus vanidades.
Todo esto le dije de un tirón, con voz vibrante y ademán enérgico, mirándola a la cara, sin miedo a las saetas de sus ojos... Pues como si callara, o se lo dijera a una estatua de granito.
La única señal que observé de que me había oído fue el acentuar mucho el gesto altanero y despreciativo, habitual en ella, tiempo hacía, en cuanto me tenía delante. Enseguida me dijo, en un tono y con una voz y una mirada verdaderamente dilacerantes:
-El alma de una mujer tiene misteriosos resortes, cuya acción produce muy contrapuestos sentimientos. En saber herir esos resortes consiste toda la ciencia de hacerse amar. Tú has tenido la desgracia de ser muy torpe en ese empeño conmigo.
-De poco acá -le interrumpí-: desde que contra esa torpeza no cabe el recurso de desistir del empeño. Cuando cabía, era yo bastante más diestro. ¡Qué casualidad!
-Pudo serlo, si quieres -replicóme impávida-; pero el hecho resulta, y yo le lamento tanto como tú, porque la misma cadena nos ata.
-Por eso, y porque no puede romperse, trato de hacerla más llevadera. Ayúdame en mi propósito.
-No veo la manera; porque, te lo repito, no sé fingir virtudes que no poseo.
-¡Cumple, al menos, con tus deberes!
-Hasta donde me obliguen las leyes humanas que me esclavizan a tus derechos notorios; pero jamás intentes pasar de aquí.
-Eso es una declaración de guerra a muerte.
-Entiéndelo como te plazca; a mí me tiene sin cuidado.
Y así acabamos, con esta terminante comprobación deque mi desventura no tenía humano remedio.
- XXXIV -
Entre tanto, mi suegro había aflojado los cordones de su bolsa, no muy repleta, y su mujer cobraba con la necesaria puntualidad una suma que me entregaba después escrupulosamente, y era bastante para pagar el alquiler de la casa. Con esto sólo había desaparecido el peligro de que se renovaran las terribles peloteras de marras: había muy fundadas esperanzas de colocar a Manolo, y Chuncha se desvivía por atendernos y obsequiarnos. Hasta regalaba vestidos a mi mujer y a Pilita. Así me lo afirmó ésta al presentarse un día con uno nuevo. Desde que estábamos caídos, el afecto de la duquesa a sus amigas parecía haberse doblado. Clara andaba algo retraída y salía poco de casa; pero su madre no se apartaba de Chuncha en todo el santo día de Dios. Jamás había visto yo tan separadas a la madre y a la hija; aunque esto no me extrañaba, porque Pilita, con las ocasiones de divertirse que le procuraba su amiga, no podía sujetarse al relativo apartamiento del mundo en que vivía Clara; la cual alegaba por razones de ello, ante su madre, sus disgustos domésticos, y ante el público, su deseo de amoldarse a mis costumbres. ¡Ejemplar esposa!
Y yo, que tomaba a mi hogar por un presidio, particularmente desde mi última entrevista con Clara, no posaba en él sino el tiempo indispensable para comer deprisa, desganado y en silencio, y dormir algunas horas entre el horror de mis pesadillas infernales. El resto del día y de la noche lo invertía entre mis amigos en la redacción, en orear mis penas al aire libre en algún solitario paseo, y en la placentera compañía de Carmen, cuyos quebrantos de salud iban imposibilitándola para el trabajo, precisamente cuando más necesitaba de él para vivir. La fortuna se complacía en cobrarme, hasta con réditos- usurarios, los favores de que me había colmado poco antes.
Un día, o porque el peso de mis dolores morales llegó a vencer las fuerzas de mi cuerpo, o porque la ley de mi destino se cumpliera así, sentíme enfermo; y a media tarde dejé mis tareas de redacción. Como la peor de todas las enfermedades me parecía mi propio hogar, intenté curar el repentino acceso con la distracción y el aire fresco de la calle. Me engañó el pensamiento. Mis piernas se negaban a sostenerme, y las sienes me latían; la luz ofendía a mis ojos, y mis manos abrasaban. Tenía fiebre; y la necesidad, más fuerte que mis repugnancias, llevóme a mi casa. Llamé, y abrióme la puerta la doncella de mi mujer, no el criado, como de costumbre. Verdad que yo no la tenía de entrar a aquellas horas.
-No hay nadie -me dijo al verme.
¿Y qué más me daba que hubiera alguien o no, si a mí nadie me echaba en falta jamás, ni por nadie preguntaba yo, porque todos me estorbaban lo mismo? Pero noté que la sirviente tosía muy seco, y muy a menudo y muy fuerte, y que no estaba entera mente serena cuando me hacía una advertencia tan inusitada. Y con esto, y con ver en la percha en que fui a colgar mi sombrero otro muy reluciente, con las alas muy reviradas, que no era mío ni de Manolo, y una ráfaga, como soplo de Lucifer, que pasé instantáneamente por mi cerebro excitado, adelantéme de un salto a la doncella, que ya me precedía en el camino que yo intentaba seguir; y en otros dos llegué al gabinete de mi mujer. La puerta estaba cerrada por dentro. Descargué sobre ella todo el peso de mi cuerpo; saltó la cerradura, y abriéronse de par en par las débiles y charoladas hojas..., ¡hojas de un libro inmundo en que vi estampada la última afrenta que podía echar sobre mí aquella infernal criatura!
La fiebre que me devoraba ya, y que en aquel instante debió llegar a su grado máximo, diome las fuerzas de un león. Pues aún me parecieron pocas en medio del frenesí con que agarraba cuanto hallé al alcance de mis trémulas manos, y lo arrojaba a ciegas sobre el ladrón, por no tener un puñal que clavarle en el pecho, mientras la infame huía por una puerta excusada... No quiero detenerme en pintar los detalles de aquella lucha bárbara en la angostura de un aposento que retemblaba a los golpes de los muebles hechos astillas y al eco de mis maldiciones. Acabóse antes, mucho antes de lo que yo deseaba, porque el crimen hace cobardes a los hombres más fuertes; y él supo aprovechar mi primer descuido para huir por la misma puerta por donde había entrado yo.
Cuando salí en busca de su cómplice, ésta no se hallaba ya en casa. Me alegré de ello.
¿De qué me hubiera servido tenerla delante, si había de atarme las manos la misma hidalga reflexión que me impidió matarla en su aposento?...
Sin perder un instante me dirigí al mío. Reuní cuanto a mano pude hallar de mi equipaje y otras menudencias de mi particularísima propiedad; y en un mísero baúl, no mucho más lucido que el de un estudiante, mandé que me lo bajaran al portal. Hacíanseme siglos los momentos que tardaba en salir de aquella aborrecida casa, cuyos techos parecían desplomarse sobre mí al peso de tanta ignominia.
En el primer coche que pasó desalquilado por la calle me fui a la posada de Matica, cuyas señas no di al cochero hasta verme lejos de la casa que abandonaba. No quería dejar en ella el menor rastro de mi paradero. Aquella noche deposité, entre lágrimas amargas, en el alma de mi amigo, el bochornoso secreto de la mía. ¡Me ahogaba ya la plenitud de tanta desventura! Sus atinados pareceres, sazonados con el jugo de su fraternal carino, me consolaron; pero cuando más tarde me sepulté, calenturiento y dolorido, bajo las coberturas del lecho, el sueño me negó el beneficio de sus halagos, y pasé la noche desmenuzando en la ardorosa mente el terrible suceso, saboreando planes de venganza. Tres días estuve sin salir a la calle.
El demonio quiso que, al poner los pies en ella, nos tropezáramos cara a cara Barrientos y yo; aún llevaba en la suya más de una señal de mis golpes. Recrudeciéronse mis odios de repente, y le añadí otra nueva con mi mano. Separónos la gente; diome él, airado, las señas de su casa; y cayendo yo en la cuenta de lo que iba a suceder, le di, no las de la mía, sino las de la redacción de El Clarín. Previne a Matica, y afeó mi conducta que ponía mi vida a merced de la destreza de mi adversario. Fuimos de la misma opinión; pero ya no había remedio, amén de que, aun a riesgo de morir, yo no me vería jamás harto de habérmelas con un hombre tan aborrecido... Y, sin embargo, ni aun con matarle quedaría yo satisfecho; porque no era él el verdadero delincuente, sino ella..., ¡ella era quien, en buena justicia, debía morir entre mis manos!
Dos elegantones apadrinaron a Barrientos; Matica y Redondo me apadrinaron a mí. Hubo pocos trámites, porque la cosa iba de veras, y yo no impuse a mis amigos otra exigencia que la elección de armas contundentes, si era posible. Matar de un tiro me parecía cosa por demás insípida, puesto que yo no trataba de probar mi serenidad con una certera puntería, sino de desahogar mis iras moliendo a golpes o a cuchilladas.
Se eligió el sable, porque a mi adversario todo le era lo mismo; y a la madrugada siguiente, en la Alameda de Osuna, tras unos preliminares que me parecieron solemnemente ridículos, nos pusimos frente a frente los dos, desnudos de medio arriba. A la primera señal me lancé como una furia sobre mi contendiente, creyendo, incauto, que todo el éxito dependía de la fuerza. Sin embargo, en mi furor impetuoso, llegué a desconcertarle de tal modo, acaso porque su corazón no correspondía a su destreza, que la necesitó toda para defenderse de mis golpes incesantes; pero al cabo se hizo dueño de mí; y tras de darme una paliza a su gusto, pudiendo matarme sin gran esfuerzo, se contentó con arrancar el arma de mi mano, descoyuntándome la muñeca.
Diose con esto el lance por terminado, y yo me volví a casa acompañado de mis amigos, tan afrentado como había salido de ella, más con la vergüenza de haber sido apaleado por el mismo que me afrentó. ¡Y estos lances los han discurrido los hombres cultos para lavar manchas del honor! ¡Mentecatos!
La prensa habló al otro día de este encuentro, sin citar nombres; pero con tales señas, que los más torpes nos conocieron; y conociéndonos, se trató del motivo en todas partes, y con ello se hizo público en pocas horas lo que, con saberlo yo solo, me ponía rojo de vergüenza. ¡Y Barrientos creció dos palmos en la opinión de las gentes, así por la conquista como por su hazaña en el lance que motivó!... ¡Y mientras el ladrón se pavoneaba recibiendo los honores del triunfo por las calles, el robado no se atrevía a salir a la luz del sol, temiendo los silbidos del mundo! ¡Ésa es la justicia que se usa entre los que tanto se pagan de él!
Después de este suceso érame imposible la residencia en Madrid; su luz, su aire, sus ruidos, todo cuanto me rodeaba allí me decía una misma cosa, sonaba a una misma cosa, me hería de la misma manera: todo me parecía un pregón escandaloso de mi ignominia. Pero ¿adónde ir? ¿A esconderme en las soledades de mi tierra? ¿Qué hijo pundonoroso se atreve a enjugar en el regazo de su madre el llanto de pesadumbres como la mía?
Era preciso huir lejos, ¡muy lejos!... Adonde no hubiese llegado la funesta resonancia de mi nombre; adonde no me conociera nadie; donde yo pudiera cambiar radicalmente las costumbres de mi vida y trabajar de otra manera, y ya que no perder por completo la memoria, refundir mi naturaleza al influjo de otros climas, de otros hábitos y de otras gentes.
Y la idea de abandonar a Carmen cuando más necesitaba de mí me asaltó al punto, como un obstáculo insuperable puesto delante de mis propósitos. Y entonces, en medio de la exaltación que me robaba la serenidad, quise conjurar el conflicto con una nueva locura: con la de llevarme a la honrada huérfana conmigo... porque la amaba y me amaba...,¡qué enormidad! Precisamente la razón de más peso que yo debí tener presente para respetar su buena fama. Y hasta cometí la torpeza de proponérselo; y sólo caí en la cuenta de mi insensatez, cuando el asombro se pintó en su mirada y el rubor en sus mejillas. Pero yo no podía resignarme a abandonarla a los azares de su mala fortuna, ni renunciar a mis propósitos de alejarme de España, quizá para siempre.
Dando tortura a mi imaginación, concebí un plan que sometí al juicio de Matica, no fiándome ya del mío. Lo aplaudió, y era éste: mi amigo velaría por ella con el mismo celo que yo; y en un caso extremo, o porque las fuerzas la faltaran, o llegara a quedarse sola, o fuera la suerte tan implacable conmigo que me negara el consuelo de ampararla desde lejos, se la enviaría a mi padre, a cuyo lado hallaría cordial y placentera hospitalidad. En previsión de este suceso, habléle algo de él al escribirle aquel mismo día, noticiándolo mi propósito de alejarme de mi patria, donde la fortuna me era bien adversa; pero cuidando mucho de que no trasluciera el noble y honrado viejo en mis palabras, de intento risueñas y animosas, la amargura de mi espíritu, ni el más leve vestigio de la tempestad levantada en mi vida conyugal. ¡Cómo me costaba dejar la pluma de la mano, no creyendo nunca bastante bien cumplidos los dos propósitos que me guiaban al escribir al pobre hidalgo!
Sin dar tiempo a que más frías reflexiones pudieran entibiar algo mi última resolución, reduje a dinero todas mis alhajas, que no eran muchas; entregué a Quica una buena parte de ello, porque Carmen no hubiera querido recibírmelo; hablé a ésta del plan acordado con Matica; vio en él la señal de lo largo de mi ausencia; lloró..., lloramos todos; estampé en su frente casta un beso que no la empañó con la más leve mancha de impureza; abracé a Quica también, y huí, con el corazón oprimido, de aquellos afectos que enervaban los bríos que me hacían falta para lanzarme a la empresa en que me había empeñado la dura ley de la necesidad. Pasé con mi amigo el resto del día; y al siguiente, muy temprano, salí de Madrid por el camino de Andalucía, agobiado el ánimo bajo la tiranía de la memoria, que no se cansaba de ponerme delante de los ojos las más risueñas ilusiones enfrente de todos los errores y desencantos de mi vida.
Y por único consuelo en esta cruda batalla de contrapuestas ideas, el misterio de mi porvenir hacia el cual iba sin rumbo ni derrotero, como inerte masa lanzada al espacio por la fuerza brutal de mi desdicha... ¿Adónde iría a caer? ¿Qué sería de mí?
Entonces aparté la consideración del mísero polvo de la tierra; y, con los ojos inmortales del alma, a la luz que guardé siempre con amor de cristiano en el sagrario de mi fe, vi la Providencia de Dios que no abandona ni a los pájaros del aire, y me entregué, confiado, a sus designios.
- XXXV -
Veinticinco años han pasado desde entonces. En tan largo tiempo, ¡cuántos afanes!, ¡cuántos trabajos!, ¡qué pocos goces y cuán breves!
¿Adónde quiso Dios que me arrastraran los huracanes contra mí desencadenados? ¿Qué hice allí? ¿Con qué nuevas adversidades luché? ¿Por qué derroteros me encaminó el azar?... Sería larga, muy larga, la tarea de referirlo, y ya se fatigan mi mano de escribir y mi memoria de recordar. Quiero poner fin a estos apuntes, y voy a hacerlo añadiéndoles solamente algunos brevísimos del segundo período de mi vida aventurera, por lo que se relacionan con lo que pudiera llamarse cabos sueltos del anterior relato.
Valenzuela murió en la emigración tres años después de mi salida de Madrid. Para entonces ya se habían cansado Barrientos y otros dos sucesores suyos de proteger a su familia, la cual, sin más amparo que el mezquino sueldo del destino que al cabo obtuvo Manolo (porque la duquesa se guardó muy bien de echarse toda la carga encima, y la herencia del emigrado era exigua y duró poco), tuvo que tragar por la fuerza de la necesidad lo que no pude yo conseguir que aceptara por la del convencimiento. Quiero decir, que dio con todo su necio orgullo en un miserable chiribitil. Allí se las arreglaba como Dios quería, vistiendo de lo de antaño, descolorido y volteado, y comiendo de pegote en tantas mesas como días tiene la semana. Pilita no arrastró su cruz muy largo tiempo, y fue enterrada de limosna. Clara, desesperada, comenzó a languidecer y a marchitarse en su miserable soledad. Recogióla entonces la duquesa del Pico; y en su casa murió impenitente, fría y altanera, como una pagana.
Viéndose su hermano solo y libre, robó a una bolera de cuarta fila, del teatro de la Cruz, y se casé con ella. Casarse y ponérsele cobrizas las escrófulas, y brotarle fuentes del corrosivo humor por garganta, labios y narices, fue todo uno. No duró seis meses el pobre chico. Verdad que lo que hicieron las escrófulas, a falta de ellas lo hubiera hecho su apreciable suegro, que tenía el peor de los aguardientes, y en cargándose un poco de bebida, le sacaba la navaja si no le colmaba de monedas el extenuado bolsillo; y así le daba cada disgusto que le aturdía.
Todos estos sucesos, con los más prolijos pormenores, me los participaba Matica; y tan escrupuloso y previsor era, que cuando me escribió para decirme que me había quedado viudo, me incluyó en la carta la fe de defunción de mi mujer. ¡Cómo alabé a Dios en el memorable instante en que me enteré de un suceso de tan grande trascendencia para mí! Porque rompía las cadenas de mí esclavitud, me devolvía la libertad, y con ella el único remedio que yo conocía para cicatrizar las dolorosas heridas de mi corazón. Las densas nubes en que mis recuerdos me envolvían se rasgaron; un rayo de sol penetró por ellas; y mientras su calor vivificaba mi alma aterida, su luz me descubría sendas hasta entonces; obstruidas por obstáculos amontonados por la mano de mi mala suerte, libres, francas y abiertas a mi paso. ¡Por allí se iba en busca de Carmen, cuyo dulce recuerdo me alentaba para trabajar sin descanso; de Carmen, con quien compartía el fruto de mi trabajo; de Carmen, cuyo amor no era ya un delito ante las leyes del mundo, y podía publicarse a voces, como el intenso, tranquilo y consolador que yo sentía por ella!
Los negocios iban en buena marcha; y con mi atención constante sobre ellos, en muy pocos años lograría clavar yo la rueda de la fortuna; quiero decir, poseer lo bastante para vivir en mi patria en una desahogada medianía. Pero estos pocos años eran siglos cuando pensaba en aplazar, hasta que se perdieran en los abismos del tiempo, el cumplimiento de mis ardentísimos afanes. Anticipar éste alejándome yo de los negocios era hacerlos retroceder en su próspera marcha, y exponer demasiado el comprobado éxito de mis cálculos. Entre estos dos extremos había un medio que lo arreglaba todo: que Carmen se decidiera a ir a mi lado desde luego. Escribíla sobre el caso, y escribí a Matica también: las razones eran de peso; ella estaba animada de los mismos deseos que yo; los medios de comunicación eran frecuentes y no penosos...
Y fue. Y nos casamos. Y Dios, que me había hecho el inapreciable beneficio de que no diera fruto mi primera unión, otorgómelo en la segunda. La alegría, el amor, el sosiego, reinaban al fin en mi casa. Sabía de mi padre con la posible frecuencia; y del contexto de sus cartas deducía, con lícita vanidad, que la abundancia en que vivía por obra de mis prodigalidades con él, hacíanle muy llevadera la vejez. Poco, muy poco me faltaba ya para considerarme en el colmo de la felicidad: volver al lado del pobre viejo con mi nueva familia, y alegrar con las caricias de sus nietezuelos (porque yo contaba que no sería uno solo) los últimos días de su vida. En menos de dos años podían verse realizados estos planes.
Pues todos me los desbarató la suerte, o Dios que quiso someter mi resignación a otra prueba más; todos se destruyeron como castillo de naipes al primer soplo del viento. Carmen, nuestro hijo, Quica: los tres desaparecieron del mundo en pocas semanas, víctimas del recrudecimiento de una enfermedad endémica allí. En mi amarga aflicción, acordéme de mi padre, como el único refugio para mi alma tan rudamente combatida... ¡y también la muerte se atravesó en este camino!
Busqué entonces, no la distracción, sino el aturdimiento, en el tráfago de los negocios; y no sé cuántos años pasé así, amontonando un caudal que parecía burla de la suerte, por dármelo cuando ya no lo necesitaba.
Los únicos afectos que sobrevivían en las ruinas de mi corazón se habían reconcentrado en Matica, cuyas cartas me consolaban mucho, y me enteraban de lo poco que podía interesarme en el mundo. Así llegué a saber la muerte de la duquesa del Pico, y que Barrientos había dado con un mozo que, sin gozar fama de espadachín, le había hundido en el pecho media vara de florete con todas las reglas del arte.
Matica había concluido, al fin, su carrera; pero no la ejercía, porque su delicada complexión se lo vedaba. En cambio, se había entregado con gran fervor al cultivo de las bellas letras; y tenía dos comedias terminadas y, como quien dice, en turno para ser puestas en escena en el primer teatro de Madrid. Le afligía bastante un pertinaz catarro, desde el invierno anterior; pero esperaba curarle con las brisas de mayo. Esto me decía en febrero. Pues en abril, con la inesperada noticia de su muerte, hundió Redondo, que me la transmitía, el último clavo doloroso en mi corazón.
Después viajé mucho, ¡mucho!, apenas recuerdo por dónde; porque ya no buscaba en mis viajes el placer de las impresiones adquiridas en la contemplación y el estudio, sino el ruido, el movimiento, la variedad, el vértigo... Hasta que el cansancio me rindió, y comencé a pensar, viéndome envejecer, encanecido y sin designio que cumplir en la tierra, en qué rincón de ella arrojaría la pesada e inútil carga de mis huesos. Sentí entonces dentro de mí, en lo más hondo y obscuro, la santa voz de la patria que me llamaba a su maternal regazo; y vine a mi tierra nativa resuelto a exhalar el último suspiro donde vieron mis ojos el primer rayo de luz.
¡Otro desencanto con el cual no contaba yo!
Por remate de mi larga y azarosa carrera me vi casi extranjero y solo en mi patria; porque ser extranjero y estar solo es vivir entre generaciones que se han formado lejos de nosotros, y han creado una sociedad que en nada se parece a aquella en la cual nacimos y nos formamos después a su manera.
Al movimiento innovador y reformista iniciado ya con brío a mi salida de España, había sucedido la revolución política de 1868, harto más radical y demoledora que la del 54, en que tan activa parte había tomado yo. El primero transformó el aspecto exterior de los pueblos; la segunda influyó grandemente en el modo de pensar de los hombres; y al impulso de estos dos agentes poderosos, la sociedad salió de sus antiguos cauces, y entróse por otros nuevos; creóse la vida distintas necesidades, y se transformaron radicalmente las costumbres.
Hallé en mi humilde lugar hermosas casas de campo con sus correspondientes parques a la inglesa; una fonda en la playa; carreteras en todas direcciones; un casino con periódicos y mesa de billar; dos confiterías; una taberna en cada esquina; tres chalets con alamedas en la pradera cercana al mar, y seis casas de posada... Los Garcías... ¡qué Garcías ni qué niño muerto! No quedaba señal de ellos. Quien lo mandaba todo era un hijo de mi contemporáneo Toño Calambrios, que dejó la labranza y se hizo feriero; se metió después a demócrata posibilista, y hoy se cartea con Castelar, y es presidente del comité; de este pueblo, donde tiene cuarenta suscriptores El Globo Terráqueo y cerca de veinte La Bocina Montañesa, periódico posibilista madrileño el primero, y federal-conmutativo-bilateral de Santander el segundo...
En cuanto a la saya de bayeta fina con lorza y tira de terciopelo, y al justillo de pana, y al zapato bajo y la media con calados, y el pandero con cascabeles, ¡buenas y gordas! Aquí no gastan las mozas menos que vestidos de larga falda y chaquetas ceñidas, con adornos de pasamanería; el pelo en rodete, y flequillo por delante, a uso de señoras; y a uso de señoras bailan los domingos agarradas a los mozos, por todo lo fino, al son de dos violines y una flauta que se pagan de fondos municipales.
Añádase a todo esto que los chalets y casas de campo pertenecen a gentes forasteras que los habitan en verano; que forasteras son las que acuden a la fonda de la playa y a las posadas del lugar; que los viejos que yo dejé en él no existen hoy; que los mozos de entonces parecen viejos caducos ya; que los mozos de ahora no habían nacido todavía; y por último, y es lo más triste para mí, que de toda mi parentela, dispersa por las inmediaciones, no me quedan más que unos cuantos sobrinazos que me visitan de tarde en tarde, y eso porque soy rico y sin herederos forzosos; y diga el más nimio en esto de enmendar voquibles, si no me sobra la razón para considerarme solo y extranjero en mi lugar nativo.
Y no me pesa de ello después de bien considerado: así vivo más independiente y quedan menos huellas con que reverdecer mis, aunque penosos, amortiguados recuerdos. La única que, por llegar, me los ofreció muy amargos, fue el caserón donde conocí a la funesta familia, causa de todas mis desventuras. Siempre que miraba hacia él, veía la misma figura escuálida, ceñuda y silenciosa, errar por sus pasadizos. Su último poseedor le había destinado a fonda. Traté de comprarle, y pidiéronme triple de lo que valía. Paguélo gustoso; y a pretexto de reconstruirle, le demolí hasta sus cimientos. Y así permanece, hecho un montón de escombros. Pues ¡ni por ésas! Cada vez que los miro, veo encaramada sobre ellos la aborrecible figura blanca, con el pelo desgreñado, el entrecejo fruncido y los ojos fulminantes. Es mi gato negro.
Hallé la casa paterna indivisa y cerrada. Se la compré a mis coherederos; compúsela, y en ella vivo. Arreglé también la huerta, y, además, cerqué una gran extensión de tierra en la loma que domina el mar. Estoy suscrito a varios periódicos y revistas de otros tantos colores y castas. Me entretienen mucho sus algarabías, por lo mismo que no me apasiono por ninguno de los contendientes.
No se parecen estas políticas a las de mi tiempo. ¡Cómo ha cambiado todo! Hasta el estilo. Sin embargo, aún se escriben muchos artículos a la manera de los de Redondo, y particularmente muchas críticas como las que yo enjaretaba en El Clarín de la Patria. ¡No me faltaba, en mi desdicha, más que el remordimiento de haber formado escuela! Pues algunas veces le tengo, porque el género abunda como la mala yerba, y la crítica esa se parece a la mía como un huevo a otro.
El señor cura, nuevo también en el lugar, me acompaña largos ratos: es joven y celoso de su deber. Hablamos poco, casi nada, de lo de tejas abajo, y mucho de lo de tejas arriba. Nos entendemos bien en este delicado particular, y yo me alegro de ello.
En el cierro tengo una labranza montada en grande, y mis ganados son la admiración de toda la comarca. Pero no puedo conseguir que mis convecinos los tengan como ellos, sin más trabajo que hacer lo que yo les mando y recibir lo que les ofrezco. La rutina es su debilidad, y también su castigo. En la huerta he llegado a hacer primores en materias de injertos y otras habilidades. Cultivo algunas plantas de adorno, y yo mismo podo los árboles y sorrapeo los caminos. De vez en cuando voy a echar una calada desde las peñas de la costa; y me saben después a gloria las lobinas y los saperos que trabo... Y así por el estilo; y, como pueda remediarlo, siempre solo.
En casa leo, trabajo en carpintería menuda, y últimamente he escrito todo lo que antecede.
¿Por qué, siendo de tan penoso recordar lo que más abunda en ello? ¡Qué sé yo! Quizá porque, al entretener horas sobrantes de las pesadas noches de invierno, escudriñando los pliegues de la memoria y los escondrijos del corazón, experimento cierto placer algo parecido al que siente el avaro al revolver y manosear su tesoro; pues, al fin y al cabo, de breves goces y de amargas y muy hondas pesadumbres se compone el caudal de la vida humana.
Bien sé que me expongo a que el soplo de algún diablillo enredador esparza, a la hora menos pensada, mis papeles por el mundo.
Yo lo daré por bien empleado, con tal que el ejemplo de mis desengaños llegue a servir a alguno de escarmiento.
POLANCO, octubre 1883.
Appendix A
- Holder of rights
- José Calvo Tello
- Citation Suggestion for this Object
- TextGrid Repository (2022). conssa. Pedro Sánchez. Pedro Sánchez. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DC95-3