A Cipriano de Rivas Cherif

Prólogo

Buena porción del Jardín de los frailes se publicó, no sin recato, en los cuadernos de La Pluma, pronto hará seis años. Es obra vieja. Antes de enranciarse la imprimo completa en volumen, venciendo el pudor. Razones en apoyo de haberla suspendido cuando la escribía, no tengo; tampoco en disculpa de publicarla hoy, si todavía es necesario disculpar la aparición de un libro. Quisiera tan sólo declarar a los amigos inclinados a otorgarme la merced de leerlas, el enigma de unas confesiones sin sujeto. Se exige demasiado a la amistad: incluso que lea los libros y no los desacredite. Pondré aquí los límites del crédito a que este libro aspira.

Quien posea menos humanidad que espíritu crítico, fallará adversamente si el primer encuentro de un mozo con lo grave y lo serio de la vida se diluye en frívolos devaneos de colegio. Tal sucede en mi narración. Trazándola pensaba yo haber elegido un tema personal, de suerte que en vez de relegar al ocaso de la profesión literaria el componer mis memorias habría empezado (si empezar es esto) por escribirlas. No me reconozco en ellas. Aprisionan la fugaz realidad de un concierto de luces reflejado en tales nubes que, dispersas, no han vuelto a juntarse como ya se juntaron. Repaso indiferente el soliloquio de un ser desconocido prisionero en este libro. No es persona con nombre y rostro. Es puro signo. Habrá de no pararse en el signo quien pretenda gastar su benigna atención en leerlo útilmente. Acaso valga el esfuerzo lo significado, donde han creído reconocerse algunos contemporáneos del colegial.

He puesto el mayor conato en ser leal a mi asunto, respetando, a costa de mi amor propio, los sentimientos de un mozo de quince a veinte años y el inhábil balbuceo de su pensar, en tal cruce de corrientes y tensión que en otro espíritu pudieran mover un giro trágico. No gusto yo, con afición egoísta, del tiempo pretérito. Me apiado de la mocedad verdadera, ignorante de su virtud: los placeres en proyecto son el origen del infortunio.

Nada más digo. ¡Quién no se forja la ilusión de escribir para gente avispada!

Madrid, diciembre 1926

I

La primera vez que oí hablar de los Schlegel fue en El Escorial de Arriba, una tarde de otoño, hace ya veintitantos años. No eran pasto de la murmuración del vecindario de San Lorenzo: se hablaba de ellos en una sala baja, fría, donde un par de docenas de adolescentes, de codos en los pupitres de pino todavía pegajosos de barniz, sufríamos la iniciación literaria. Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados de sangre, daba suelta a su elocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva, con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba. Era el padre Blanco, uno de los brotes más lozanos que ha dado en nuestra época el añoso tronco agustino. En el aula hostil, la luz cenizosa de noviembre pesaba en los párpados. A tales horas ya nos rendía el cansancio cotidiano. Esforzábamos la atención para no sucumbir al tedio o al sueño. La lección del padre Blanco era, no obstante, soportable como ninguna porque hablaba de cosas inteligibles y amenas cuya inserción con nuestra sensibilidad personal veíamos patente. Teníanle los suyos por crítico literario de primer orden y ponderaban su arremetida contra «Clarín», para los frailes arquetipo del impío. Dentro y fuera de clase era el padre Blanco parlanchín y burlón. Los estudiantes le llamábamos fray Sátira. Andaba casi a brincos; cada ademán, una sacudida. Empezaba a toser; ardía en sus pupilas la calentura. Murió algunos años después, creo que en Jauja. Su «Historia», que nunca nos dieron a leer, no vale tanto como pensaban.

Nuestra preparación de bachilleres, si juzgo por la mía, era modesta. El que más, recitaba de coro páginas del Campillo, Yo había cursado ese librito en mi colegio de Alcalá y conservaba en la memoria algunas nociones más sólidas: «¿Qué son tropos? Formas figuradas de hablar». O bien: «Criticar es aplicar los juicios de la sana razón a las obras literarias y artísticas». Campillo fue uno de esos catedráticos zumbones, amigos de ensañarse con los alumnos haciendo chistes a su costa. Era exigente y, como decían, clerófobo; al verlo en la comisión de exámenes, los alumnos del colegio de segunda enseñanza se helaban de espanto. Pero los frailes lo amansaban a fuerza de comidas pantagruélicas y vino sin tasa. Tomábase don Narciso licencias increíbles. Una tarde, sentado en el tribunal, como le doliese un callo, se quitó una bota, la puso sobre la mesa, ex10 trajo del bolsillo una navaja y recortado un pedazo de cuero en la parte que le laceraba, se calzó tan campante. Andando el tiempo, alcancé a Campillo en el Ateneo, donde tuvo apestosa fama. Era un andaluz procaz, de ingenio pronto, fecundo en chocarrerías. En la biblioteca de la casa hubo un ejemplar de La Regenta, famoso por las notas que don Narciso le puso al margen. El ejemplar desapareció, ni sé si por decreto de un bibliotecario pudibundo o porque algún bibliómano curioso lo haya guardado para sí. Dos hijos que don Narciso tenía no heredaron la vocación literaria de su padre: tal vez los reverendos Escolapios de Alcalá, en cuyas aulas fueron a cursar la segunda enseñanza, suscitaron en ellos otras inclinaciones y se dedicaron a barristas.

Mis condiscípulos, sin tener más afición que yo, no estaban mejor preparados. Ignoro si llevaría alguno en el coleto el mismo fárrago de lecturas desordenadas que perturbó los albores de mi adolescencia. Sólo sé que estudiar leyes me parecía el suicidio de mi vocación. El tiempo sólo a medias me ha desmentido. Las novelas de Verne, de Reid, de Cooper, devoradas en la melancólica soledad de una casona de pueblo ensombrecída por tantas muertes, despertaron en mí una sed de aventuras furiosa. Amaba apasionadamente el mar. Soñaba una vida errante. La primera vez que me asomé al Cantábrico y vi un barco de verdad, casi desfallecí de gozo. Me sucedía lo que a los niños de ahora les ocurre con el cine: ellos quieren ser Fantomas como yo quise ser el capitán Nemo. Esa enfermedad se pasó pronto; me libré de ser pirata; no ha habido disciplina ni conveniencia capaces de doblegarme a ser jurista. Leía, pues, sín previa censura. Devoré con manifiesto estrago de mi paz interior cuantos libros de imaginación hallé guardados en la librería de mi abuelo: Scott, Dumas, Sue, Chateaubriand, algo de Hugo, traducidos, y sus secuaces españoles. Recuerdo haber vivido entonces en un mundo prodigioso. De esa prueba, que me sirvió para entender la locura de Don Quijote, salió encandilada mi afición precoz a leer de todo. El padre Blanco la conocía. Quiso enmendar mí gusto y me dio a leer a Pereda. Era lectura lícita y la alternábamos con los folletines de Rocambole recibidos a escondidas. Dióme más adelante Pepita Jiménez. Me aburrió.

—Es natural —dijo el padre—. Hay que estar muy versado en los místicos españoles.

Fuera de esos regalillos, en punto a lecturas nos tenían en seco. Reducíase la historia literaria a las páginas del libro de texto, grueso tomo con nociones preliminares de estética traducidas o adaptadas de Levéque: «La gota de rocío suspendida de los pétalos del lirio, el puro y casto andar de la doncella, la inmensa masa del océano agitado por la tempestad…», decía el libro para empezar a inculcarnos la noción de lo bello. El padre Blanco, oyéndonos decorar entre risas tales sandeces, se impacientaba. El mismo padre rigió aquel año la cátedra de Historia de España. Leíamos la obra de Ortega y Rubí, bondadoso señor, enemigo irreconciliable de Felipe II. No he olvidado algunos rasgos de su estilo: «Felipe II desembarcó en Inglaterra, bebió cerveza, fue galante con las damas y se captó las simpatías de los ingleses». Hablaba también de su «mano de hierro». El libro tenía entonces dos tomos; ahora, muchos más. O la materia o el saber del autor engrosaron con los años.

Para acabar de formarnos el espíritu estudiábamos un libro de filosofía, parto de un profesor de Barcelona, almacenista de bacalao que en los ratos de ocio producía metafísica. Ortodoxia pura.

—Vamos a ver, jóvenes —interrogaba el fraile—. ¿Qué es la verdad de conocimiento?

—«Adequatio intellectus et rei» —respondíamos con aplomo.

Nunca he vuelto a pisar terreno tan firme.

Cúpole iniciarnos en el tomismo a un padre montañés, de poca talla, locuaz en demasía, un tantico suspicaz y marrullero. Voz aguda, ojos claros, y en los labios finos, remuzgos fugaces de desdén o de ira. Listo como el hambre, el único fraile «señorito», a lo que creo, de seguro el más sociable. Tenía gracia para hablar a las señoras. Era mejor jinete que metafísico. Poseía el colegio una cuadra de seis u ocho caballos, picadero y guadarnés bastante bien puestos. Algunos estudiantes tenían montura propia. Cuadra, picadero y guadarnés entraban en la superintendencia del padre. Allí pasaba los grandes ratos cabalgando en la «Peonza», yegua alazana de pura sangre, nerviosa y fina, que a pocos se les podía confiar. Las tardes de paseo montaba en la yegua, y calada la teja, remangados los hábitos sobre el sillín, al viento la muceta y la cogulla, salía por las puertas falsas seguido de los alumnos de equitación, soberbio en el animal que se encabritaba, y se iban a galopar por las carreteras de Guadarrama o de Valdemorillo.

Comentarios sobre los méritos y gracias de la yegua entreveraban (no siempre ha de estar el arco tenso, recomienda Esopo) la clase de metafísica. Servía de comodín en la hermenéutica.

—Eso —explicaba el padre— es como sí pensásemos una «Peonza» con ocho patas… ¿entienden? Eso… ¿entienden…? Es como si yo les dijese: la «Peonza» es verde y amarilla…

El padre quedábase a lo mejor absorto, de codos en la mesa y el rostro entre las manos. No bastaba nuestra algazara para despabilarlo. Nos tiroteábamos con libros y boinas. Algunos encendían a hurtadillas un cigarro, batiendo el aire con furia para disipar el humo. Los días muy fríos, un pelirrojo del diablo solía bajar un frasquillo de alcohol, y derramándolo en la tarima entre dos filas de bancos, prendíalo fuego. Sus vecinos se apretujaban disputándose el sitio para acercar a la llama los dedos ateridos.

II

El colegio de donde venía pasaba por bueno. Caserón prócer, muros desplomados; sobre el dintel armas en berroqueña, suelo de guijas en el zaguán, oscuras salas cuadrilongas, húmedas, a los haces del patio ensombrecido por la pompa rumorosa de laureles y cinamomos. En el estrado, a la diestra del director, sucinta diputación del reino mineral, en un armario. Y a la mano siniestra, en cierta alacena, retortas con telarañas, probetas y tubos de ensayo en sus espeteras, desportillados, y cantidad de tarros con substancias desusadas y temibles, que de primera intención parecían cosa de botica. Profesor de física, un médico, por venir de facultad contigua a las ciencias experimentales; profesor de aritmética y geometría, un capitán retirado, ducho como militar en ciencias exactas. Pasantes famélicos, irrisión de la gente menuda cuando exorables, o azote funesto si las cóleras fermentadas en el lapso de su vida les tornaban con arrebato la cabeza. Las lecciones, por tandas; los estudios en común, y a voces, para meter por los oídos en los desvanes de la memoria, a favor de un raudal de sones cadenciosos, las materias de no fácil recordación. Borrascas de lapos y cachetinas imbuían en los torpes la sintaxis del latín: más lágrimas he visto correr sobre el texto de los Comentarios que sangre vertió el propio César en el suelo de las Galias. Colegio bueno: confusión de voces, de torpezas, de resabios. En los Escolapios pegaban con vara; en el nuestro, quien más, atrapaba media docena de correazos. «Dios castiga, pero sin palo»; tal es el introito de la sabiduría infantil. Era patente que los maestros seglares se acercaban más que los eclesiásticos al poder de Dios.

Aridez, turbulenta grosería en el colegio; lóbrega orfandad en casa. Un espíritu tierno, como de niño, ambicioso de amor, empieza luego a tejer un capullo donde encerrarse con lo mejor de su vida, con todas esas apetencias, generosas o no pero fervientes, que el mundo desconoce o pisotea. En esa edad, por el corazón se vive tan sólo. ¿Qué me importaban a mí los romanos ni la noción de lo sublime ni las luchas del Pontificado con el Imperio? Heroísmo, el mío; emociones, no la naturaleza exterior ni el estudio de los modelos, sino el divagar por la selva del alma me las brindaba; y en secreto, siempre. Los maestros preguntan de historia, de física, de agronomía…; pero de ese laberinto en que el mozo se aventura a tientas, con pavor y codicia del misterio, nunca. Larva de funcionario que será por vocación padre de familia en cuanto se libre de quintas: así reza el cartel que a uno le cuelgan del pescuezo. Y entonces empieza el amarse a sí mismo con monstruoso amor, macerado en la soledad, y el zambullirse, culpable la conciencia, en el deleite de los ensueños. Porque toda la maleza que en tal sazón vamos viendo crecer y tupirse es sin duda el desorden, es el mal, es lo prohibido, lo vergonzoso y recóndito de que no se debe hablar. O acaso los demás no están dañados y uno es el caso insólito: un monstruo. ¡Qué fardo ha creído uno llevar o más bien ha llevado realmente sobre sí en la que llaman edad dichosa! Menester es aceptarse; no hay opción. ¡Pero aceptarse así, a escondidas, creyendo cometer un crimen, y asomarse con remordimiento y pavor a los veneros que en el fondo de nuestra humanidad bullen y nos fascinan…! Cuanto me ha reconciliado con la vida: el amor o el arte, el afán de saber o la amistad, el apego a la acción por la acción misma, y el estímulo de añadir al mundo moral alguna criatura de mis manos no son sino las formas en que ha buscado empleo y saciedad aquella pujanza juvenil que entonces me puso miedo creyéndola ponzoñosa, y que todos, todos parecían ignorar no sólo en mí, pero en el ser humano. Con más cordura, sumiso al orden, la hubiera destruido. La defendí; fui un rebeldillo, un enemigo, prestando al orden la aquiescencia mínima. Vivía para mí solo. Amaba mucho las cosas; casi nada a los prójimos. Amaba las cosas en torno mío; amaba los objetos triviales de mi pertenencia, porque eran dóciles y sugerentes y andaba en ellos algo de mi persona. Amaba mis libros, y el aposento en que leía, y su luz, su olor. Amaba la casa, tan temerosa en los anochecidos, rondada por las sombras de los muertos, llena a mi parecer del eco de ciertas voces extinguidas por siempre jamás. Y el patio, y un conato de jardín entre escombros, donde las tardes de la canícula, apenas puesto el sol, atendía a los furiosos giros de los vencejos en torno al chapitel del convento contiguo, a las campanadas del rosario, a las voces de las mujeres que iban a coger agua en la fuente del hospital, y a otros rumores del pueblo desgarrado por la congoja vespertina. Amaba poco a las personas. Se me antojaba hostil su proceder. La más entrañable estaba casi tres cuartos de siglo distante de mí. Pero iban otros héroes y heroínas de mi talla a una plazuela sepulcral, pegada a los muros de San Bernardo —cedros y tilos entre acacias y un estanque a par del suelo ceñido de laureles rosa—, que oyó en las noches del verano las efusiones de nuestro delirio.

En noches tales me acostaba feliz. De pronto, desde la alcoba tocante con la mía me gritaban:

—¿Te has dormido?

—¡Aún no!

—¿Qué haces? Reza el Señor mío Jesucristo. ¡Si te murieras ahora caerías en el infierno! ¡Arder, arder siempre! ¡Por toda la eternidad!

Era pavoroso ¡y tan injusto! Devoraba la injusticia, del mismo sabor que mis lágrimas. Digo que paladeaba su amargura. Llevaba el corazón henchido de orgullo: teniendo razón contra todos, era su víctima.

—Tú vas a ir con los frailucos, nieto —me dijeron al acabarse aquel verano.

Fue más grande la sorpresa que el disgusto. Frailes, yo no los había visto. Alcalá fue en otros tiempos copioso vivero de insignes religiones. En los míos era un pueblo secularizado, abundante en canónigos pobres y sin demasiado celo proselitista, adscritos a la nómina, que iban a ganarse el sueldo cantando en el coro de la Magistral: «Deus in adjutorium meum intende»… como otros empleados iban a la Administración subalterna o al Archivo. Había capellanes de escopeta y perro, o que imitaban al pie de la tierra la vocación de los apóstoles pescando barbos en el Henares; curas de rebotica y algunos goliardos. De los frailes quedaban los conventos reducidos al cascarón, el nombre de los pagos más fértiles, que suyos fueron, y las memorias frescas aún de sus luchas por el rey neto en la era fernandina. Para la gente moza el fraile era un tipo corpulento, con barbas y sayal, rasurado el cráneo, que lo mismo asestaba un trabuco contra franceses que azuzaba a los voluntarios realistas contra los «negros». ¿Y una caterva tan brava abría escuelas? ¡Dura cárcel me prometían! Pero el llanto era al desprenderme del orbe estrecho en que solía imperar; dónde fuese a dar con mis huesos me importaba menos.

Los parientes me dijeron adiós como si emprendiera la exploración del Amazonas. O tiraban a consolarme de aquel a su entender ilustre infortunio: «Es por tu bien. ¡Cuando seas hombre lo agradecerás!».

—¡Si tu abuelo levantara la cabeza…! —murmuró uno, acordándose de la ejecutoria doceañista de mis mayores.

Llevé por viático ósculos de monja. Me besó la provecta Superiora, quien con tanto taparse y arroparse daba a su faz pachucha, asomada al marco redondo que le ponían los cañones almidonados de la toca, no sé qué calidad de carne indecente, de obscena desnudez. Las buenas madres me sonreían tiernamente. Mostraban prendido en el pecho un corazón de trapo vomitando llamas. No su fuego, sino el tamiz de las cortinas bermejas vertía en el locutorio vislumbres de púrpura. Y con despedirme de las cosas, por parecerme que en faltando yo unos meses nunca volvería a verlas (aún no había aprendido cómo nos vence su permanencia), amanecí en El Escorial, donde no tuve otra impresión el primer día que la de entrar en un país de insólitas magnitudes. Me recibió el padre Valdés, y alzándose las gafas hasta la frente, mirándome con los ojillos entornados, me preguntó:

—Tú, ¿por qué estudias? ¿Por convicción?

Respondí con risas y encogimiento de hombros. Me dejé llevar a mi celda y luego me Incorporé a cuatro bigardos que estaban en el patio oyendo contar historias de mujeres. El narrador era un andaluz granujiento que escupía por el colmillo y apestaba a yodoformo.

III

Hay que ser un bárbaro para complacerse en la camaradería estudiantil. Por punto general, entre escolares, los instintos bestiales salen al exterior en oleadas y so pretexto de compañerismo allanan las barreras que para hacer posible la vida en sociedad erige la educación. Una masa de estudiantes degenera velozmente en turba, ligada por la bajeza común. Y todo hombre que no esté atacado de futilidad incurable y aspire a formarse en el curso de la vida una conciencia noble, no hace sino emanciparse de aquella necedad primaria, que cuando más es, no rebasa el nivel de la licencia chabacana y sin sentido. Muchas gentes acarician las memorias de sus años estudiantiles, ponderan su dulzor y vuelven hacia ellos los ojos tiernamente, pensando que fueron la edad de oro de su vida. Es aberración del entendimiento, a no ser que los tales hayan arribado a situación más aflictiva, por ejemplo: a presidiarios, o rememoren en efecto la juventud que ya perdieron, sin discernir entre su esencia y los accidentes pintorescos.

No tengo por qué alabar la sociedad del colegio. El fastidio de tantas horas vacías devorado en común, la pesadumbre del encierro, la privación de afectos suaves y el ver frustrados los gustos individuales por el rasero de la disciplina uniforme, añadían no sé qué punto ácido a la mezcolanza de los modales e inclinaciones divergentes. Mundo en miniatura, gota de agua, donde era harto más difícil que en la charca en que me ha tocado vivir el uso de estos lenitivos contra la aspereza del trato humano: elección y soledad. Aislarse parecía sospechoso, o siquiera raro. Más lo parecían, por algunos escarmientos que hubo, las amistades particulares. Formábanse, con todo, asociaciones limitadas que en lo más sabroso y cordial de ellas eran secretas. Qué destino presidía en su nacimiento, yo no lo sé. Afinidades profundas y sólidas no serían, porque no he visto subsistir ninguna fuera de los muros del colegio, y las amistades que conservo desde tan lejos, no son sino amistades rehechas, injertas en el antiguo tronco, pero maduradas en otra sazón y tocadas con otro contraste. El brote de aquellas preferencias apasionadas era, pues, azariento; no venían determinadas por elección verdadera, y lo que se ponía en común era un sentimentalismo caedizo y fatuo, irritado por falta de empleo. Uníanse en piña cerrada un cabecilla y dos o tres secuaces. Mostrábanse juntos en el billar, en el gimnasio y demás recreos. Hacían rancho aparte en los holgorios campestres, cuando nos llevaban al Batán o a la Fuente de las Arenitas a comer la paella de reglamento. Tenían reuniones clandestinas en alguna celda, por la tarde, para jugar al monte y al tresillo y leer novelas, o bien, de raro en raro, por la noche hasta las altas horas, sobre todo en el buen tiempo, estándose de codos en la ventana en inocente contemplación, callados, para oír el concierto del álamo sonoro y del sapo flautista y embriagarse en el oreo voluptuoso de la Herrería. Y a la función de suplir por la intimidad de que el colegio hacía tabla rasa, estas alianzas acumulaban otra, puramente defensiva contra los desmanes ajenos.

La sociedad del colegio enseñaba a ser cauto. No había que fiar mucho en los arranques compasivos de los mozalbetes; por añadidura, se recriaba allí un enjambre de zánganos, de haraganes de café (recluidos en El Escorial para tentar fortuna en los exámenes al amparo de la supuesta influencia de los frailes), gente careada al vicio y no limpia de baratería, que se alzaba con la prerrogativa de e coger el hazmerreír del colegio. Proveían el cargo con ineptos, con tímidos, con algún afeminado o algún triste que anduviesen vagando entre filas sin haber hallado cobijo amistoso. La Universidad le reconocía por víctima; mas, con reírse de él a toda hora y mentarle con desprecio, no dejaba de advertir que una protección singular le amparaba, cubriéndole contra las agresiones de los estudiantillos de poco más o menos: era que cualquier Manifero o alguna pandilla de igual calaña se apropiaban del infeliz y le socorrían con la limosna de una tutela aparente a cambio de soportar en silencio burlas, denuestos y, por descuido, algunos golpes. Los más caían en tal servidumbre contra su voluntad, por falta de arrestos para concertar entre iguales aquellas ligas de protección. Pero otros mentecatos, a quienes hubieran debido poner en manos de los médicos, aceptaban de grado esa vida, la más torturante que a sus años podían llevar, por el aberrado gusto de hombrearse con los doctores del vicio y parecer uno de ellos.

Estímulos de esta índole preponderaban en la sociedad del colegio. Propensos a echárnoslas de hombres avezados, no había más cabal signo de hombría que el aventajarse en experiencia sexual. El erotismo exacerbado por el encierro atenazaba la imaginación, apartándola de todo otro cebo, y el colegio brincaba animalmente, azuzado por la brama. La insurrección de la carne alumbraba siempre aquel vivir, incluso cuando se triunfaba de ella: la conciencia religiosa se iba formando en esa lucha; lo que nos atosigaba no eran dudas teologales; y ciertas formas de religiosidad exaltada y duras penitencias y mortificaciones de que se tuvo noticia no estaban en lo hondo limpias de fermentos de lujuria. Casos de contagio fulminantes hubo muchos: ninguno más notable que el de un madrileñito de sangre azul que llegó de Inglaterra, donde se había educado, sin saber articular dos palabras en castellano y cándido como una paloma. Tenía dieciocho años. En muy pocos días aprendió a emborracharse y a blasfemar como el más terne y a jactarse de la suciedad de sus nuevas costumbres. Era una diversión oírle ensayar con lengua estropajosa el vocabulario que iba adquiriendo.

El retiro en la celda debiera haber sido el más gustoso remedio contra los sentimientos desapacibles que la perenne convivencia de tantos jovenzuelos no podía menos de fomentar. Encerrarse entre las cuatro paredes era salir a otro mundo, y al recuperar la posesión tranquila de sí mismo, se alejaba infinitamente aquel en que uno solía estar, como si el alma agigantada de súbito, lo perdiese de vista. Mas no todos podían soportar la soledad. Algunos hablaban con terror de las horas que por obligación habían de pasar en la celda: el aislamiento durante el estudio, ya de noche, era para los tales un suplicio. Se paseaban arriba y abajo en el aposento como fieras enjauladas, o leían en alta voz o canturreaban, porque al oírse se creían más acompañados. Conocíamos también una disposición del ánimo, una manera de tedio que en el aislamiento se enconaba, lejos de curarse. Era un descontento sin causa aparente, un aborrecimiento de sí, donde venían a condensarse el cotidiano desplacer de la personalidad en ciernes y los chascos por que ya se juzgaba acreedora de la vida. No nos apretaba la tristeza, sino el furor, o entrábamos cuando menos en una predisposición a la cólera muy peligrosa y pasábamos del abatimiento a la iracundia por la ocasión más fútil. Entonces el colegio parecía solitario, frígido y repelente como nunca. Entonces las Personas parecían más encastilladas, incomunicables.

Era este un acceso violento del mal que, atenuado, padecían todos: la pesadumbre del tiempo. El tiempo nos aplastaba y, corriendo tan vacío, era menester, para agobiarnos así, que llevásemos encima montañas de tiempo, masas de tiempo incalculable; hubiéramos querido volarlas, despedazarlas; hubiéramos querido asesinar el tiempo enemigo, interpuesto desde el momento presente sobre el mañana indeciso, en que la vida empezará a ser valiosa. El espíritu adquiría el hábito de no contar con el instante vivido y de proyectarse violentamente sobre un futuro sin fecha ni nombre, ni otro valor que el de una escapatoria abierta en el hoy. Todo en nuestra regla nos inducía a creernos en un punto de espera desdeñable: primero, el aparato formal y la razón de aquel vivir sujetos hasta que fuésemos hombres; después, la absoluta ociosidad de nuestro espíritu. Ello parecerá inverosímil a quien pretenda que a un mozo la disciplina del colegio le induce con firme suavidad al recogimiento. Yo no me he encontrado nunca, interiormente, menos dirigido. Iba como Don Quijote al surcar el Ebro, en una barca sin remos ni jarcia alguna; no es mucho que se despedazase. Todas las noches, antes de acostarnos, entrábamos en la capilla; un fraile nos exhortaba: «¡Pongámonos en la presencia de Dios y démosle gracias por los beneficios recibidos!». De haber tenido entonces el juicio más afilado y sobre todo más atento, hubiera hecho en aquel minuto de reflexión comprobaciones angustiosas.

IV

En noche de invierno un colegial oyó golpes débiles en el tabique de su cuarto. Se arrojó de la cama, a medio vestir pasó a la celda contigua, que era la de un fraile. Halló al padre incorporado en el lecho, envuelto el tronco en una manta. Sobre la colcha yacía un libro abierto. Con voz mustia el padre le dijo:

—Socórrame, por Dios. Me he quedado frío leyendo y no puedo desdoblarme.

Le ayudó a estirarse. Llamaron al enfermero. Fray Marcelino, lucio y sonriente, acudió con unas friegas y el padre cobró un poco del calor que le negaba su pobre sangre. No fue corta nuestra algazara cuando al día siguiente, en cátedra, el mismo fraile nos contó su apuro. Era, en efecto, de inverosímil flaqueza, macilento de color y de ánimo, y más de una vez creímos que moriría así, destruido por clima tan rudo. La sonrisa amarga que de tarde en cuando se desperezaba por entre sus barbas densas de cuatro días, y aquel mirar de carnero triste con que acompañaba la relación de su penuria, le hacían, más que lastimoso, repulsivo. Tenía un pronto desapacible, agrio quizá; antojábase hombre de rigor y esquinado; en el fondo sólo era exánime. A este fraile en cecina llamábasele en el colegio «la Pescada». No sé si vive o está muerto. Es probable que el ventarrón de El Escorial lo haya arrebatado, y se halle, nuevo Elías, vivo en otra esfera.

Dos años arreo me tuvo ese fraile bajo su laxa férula. El achaque de sus dolencias servíale para escurrir el bulto como un estudiantillo disipado. Todavía al profesar el derecho canónico, el peso de su reputación propia le obligaba a contenerse. Teníanle sus correligionarios en opinión de canonista de muchísimos quilates: nunca le oí sino parvas glosas de un texto raquítico; pero era asiduo y grave, y se echaba de ver que había leído unos libros mucho más gruesos que nuestros pobres libros. Premioso en el discurso, no más suelto de lengua, al empezar a salirle de la boca los períodos, despacio, reptantes, entablillados con muletillas y apoyaturas, parecía como si se le volviesen hacia dentro, y los mascullaba, tornando a proferirlos entre náuseas, mientras movía la mano flaca que le colgaba con desmayo de la muñeca, como un trapo pendiente de un asta. Usaba sin tino de los adverbios de modo: «El Concilio de Nicea, que generalmente se celebró el año de tantos…», solía decir. Entre su saber incomunicable y nuestra desgana, quedaba una zona muerta que ninguno intentó salvar. Andábase por ella el padre musitando cánones con respeto, con unción y poseído de religioso temor ante una materia de tan augustas concomitancias.

Sellamos pacto de alianza con el fraile al curso siguiente, cuando vino sin pensarlo a regentar otra cátedra. El pobre, al pisar terreno nuevo, no supo dónde dar con sus huesos: se pasó a nuestro bando. Los simoníacos, Prisciliano, Trento, Letrán… son grandes nombres; pero la ley de Minas, las Diputaciones provinciales, lo Contencioso, entes de que sólo se trata en las oficinas públicas. Un mismo asco invencible nos unió, y puesto que habíamos de correr juntos aquella mala fortuna, resolvimos adoptar la postura más cómoda: la decisión tácita fue que nos ocuparíamos del derecho administrativo tanto como de las lluvias de antaño. Suspendimos el uso de bajar a las aulas, que eran muy frías: el padre nos convocaba en su celda, y haciéndonos sentar en torno de la mesa abría el libro de texto por el capítulo de tanda. Los alumnos proseguíamos a media voz el coloquio comenzado en los pasillos, o lo abríamos gravemente dejando caer en los silencios bien medidos alguna palabra dicha por la intención del fraile, que no dejaba de acudir al señuelo y la conversación revivía al punto por más de una hora. Nuestros temas, graduados en función de su poder aliciente, eran el tiempo, la política, la insurrección de Filipinas. La historia anecdótica de El Escorial, las glorias agustinianas y algún cuentecillo o chuscada traídos de Madrid por los escolares mismos, componían el picante sainete. Cuando por raro caso, ni la lluvia, ni el viento, ni la nieve, ni el calor o el frío, ni Sagasta, ni Cánovas, ni Don Carlos, ni los republicanos, ni «el compañero Iglesias», ni otros cebos apetecibles daban con su virtud en tierra, nos bastaba pronunciar a manera de ensalmo alguna palabra de éstas: Rizal, Polavieja, Ymus; o bien: masones, prisioneros, autonomía, para que el padre se despabilara y clavándonos la mirada mortecina inquiriese: «¿Qué? ¿Pasa algo nuevo? ¿Qué dicen?». A veces la campana que nos llamaba a comer rompía el coloquio.

—¿Tienen alguna dificultad en la lección de hoy? —preguntaba el padre.

—No, señor; ninguna.

—Entonces, para mañana la siguiente.

Este maestro gélido gustaba de sacar al sol su pereza. En los días de primavera precoz que suele traer febrero, nos llevaba a pasar la hora de clase en el jardín de los frailes. Salíamos tras él de la Universidad como a hurtadillas, y por las galerías que cierran la Lonja del lado de los Alamillos, ganábamos la de Convalecientes y luego el jardín, íbamos desde la oquedad fría de nuestros corredores, desde la desnudez agria de las paredes blancas, desde los ruidos tristes del colegio, a batirnos en el aire azul de un ámbito vaporoso, sin límite, protegidos por el silencio fluido de uno de los lugares deleitables del mundo, donde reina el egoísmo certero de las lagartijas. Estos animalillos se dejaban difícilmente sorprender por nuestra saña. Despatarradas en la barbacana, sobre el voluptuoso lecho de líquenes viejos que vegetan en el granito, en sintiéndonos llegar se arrojaban de golpe en las madrigueras. Allí las íbamos a buscar hurgando en los intersticios de los sillares. Algunas nos dejaban entre los dedos su apéndice caudal; nuestra cultura era ya demasiado fuerte para creer que los quiebros y meneos de los rabillos cercenados fuesen —como nos enseñaron en la infancia— maldiciones. El hechizo del jardín a tales horas era un sosiego gozoso, una paz —paz sin melancolía ni barruntos, paz toda en sazón y fluente— que nos devolvía el alma a la externa quietud dominical, donde se mece en la holgura que dejan las normas cotidianas abolidas. El sol reverberaba en las pizarras, en los cristales, en la haz del estanque: el lienzo de granito entre las torres, hiriente e impasible y sin fondo por lo común, se arropaba en una atmósfera más densa, suave, donde temblaba la luz. Y en el aire cargado del efluvio de los bojes, había ya un esplendor, promesa del regocijo de la Pascua. ¡Qué bueno el sol, metiéndose por las ventanas en las celdas de los frailucos, llevándoles tanta alegría y esta paz! Uno asoma su bulto negro, estáse mirándonos muy quieto y de pronto ha desaparecido. Otro se ensaña en arrancar al violín vagidos discordes. Estarán todos en sus celdas, quien leyendo o meditando, quien paseándose arriba y abajo con el breviario registrado en la mano, farfullando el rezo. Y el padre Víctor en la sala prioral mostrará el caserío de Madrid a unos visitantes forasteros, con aquel catalejo puesto en un trípode. De pronto una campana voltea, voltea dentro del monasterio. Los frailes salen de sus celdas, siguen los claustros lóbregos, cruzan por el lucernario donde está una fuente que surte agua por cuatro caños en un pilón de granito, y entran en el refectorio, tan frío, hediente a condumios. Nuestras horas son otras. Nos quedamos en el jardín. Me gusta echarme en la barbacana, cara al cielo, con las manos bajo la nuca, inmóvil por no despeinarme a la huerta. El hortelano sorrapea el suelo, suelo blando, vahante; se oye el tintineo de la azada al chocar en las pedrezuelas. La galería y el árbol, la torre y la montaña periclitan; uno está como suspenso en el aire y le sale al encuentro la cigüeña, que se alza ensanchando sus giros y lleva en el pico broza para rehacer su casa en la chimenea y en la garra un palitroque.

V

El rapto del espíritu en lo bello natural era un modo de arribar súbitamente a cierta felicidad donde cesaba la pugna entre la inclinación y la ley. Por vez primera el antagonismo se resolvía en mi favor. Triunfaba de todo límite, y al aprender a evadirme así de aquella vida estrecha, no cesé de alabar el tesón con que había mantenido mis esperanzas. ¿Vendrían gentes al mundo con sobrada capacidad de sentir, no más de para guardarla incólume en alguna mazmorra y gozarse solitariamente en ella, como el avaro recuenta sus riquezas estériles? La coerción externa, el comercio humano habían empezado a enseñarme quién era yo y a podar y mondar de sus brotes espontáneos mis impulsos. Privación dolorosa, pero interina; yo lo sabía. Tras de comparar la generosidad de mis sentimientos, tan bien medidos con las solicitaciones bellas del mundo, y la cautela o la álgida apatía de los bárbaros, lo que deduje no fue mi impotencia sino la indignidad ajena. A otros les convendría esquivar el dolor a fuerza de estar quietos y proclamar unas máximas destiladas de la cobardía y los desengaños; mas yo no quería admitir que hablasen en mi nombre las conciencias escarmentadas. El auge de mi vida sentimental era fenómeno nuevo. No pertenecía a ninguna experiencia anterior. Y esa fuerza pura, inorientada, yo sabría emplearla con el fausto y la dignidad pertenecientes a su grandeza y agotarla sin más norma que mi arbitrio… Pero antes sería menester sofocar las voces del miedo. Decían tanto mal de mi demonio interior que si me sorprendía a mí mismo contemplándolo y deleitándome en sus promesas, el pavor me congelaba la raíz del pelo, como si estuviese ya cautivo de un infortunio irrevocable. Eran de calidad vil los motivos que me determinaban, pues en último caso reducíanse a temer o no los resultados que me trajese la conducta. La razón más persuasiva que el antagonista acertaba a insinuar en mi conciencia era la del «amargor de los frutos de las pasiones», incitándome mansamente a precaver el chasco postrimero con no apartarme de la vida descansada en que consiste la ventura asequible. Mas no importa el sinsabor de los frutos, sino alcanzarlos en sazón. Me repugnaba inmolar la vida al remordimiento. Y la renuncia, tan alabada, y el desvío cerca de las emociones proscritas, no me aportaban tampoco la sedación ni la paz que me prometieran. Yo no tenía espíritu de sacrificio, ni humildad, ni el don de lágrimas; no podía zambullirme en el deleite de mi abnegación, que es un modo de consuelo, ni admirar mi heroísmo y suputar el premio; la acritud del corazón me forzaba a ser sincero: mi inhibición era el despego soberbioso de quien no se arriesga a sufrir chafaduras en el amor propio. En estos coloquios recatados, que abrieron sin notarlo yo el surco por donde ahora puedo remontar a los albores de mi vida moral, solía prestar a mi contradictor interno el asentimiento bastante para eximirme de su acoso; pero aunque no la nombrase, llevaba yo bien guardada la certidumbre de que todas estas cárceles se derrumbarían; y si aquel miedo infuso me dejaba, la alarma venía a sobrecogerme ante el rápido discurso de las horas, que pasaban sobre mí con levedad, sin dejar rastro.

¿Qué sortilegio me echaban el aire y la luz para sus pender mis diálogos y elevar el alma a ese punto en que se borran la acepción de bien y de mal y los deseos? Virtud de la contemplación, que lleva al aniquilamiento si la caricia en los sentidos nos hechiza y el pábulo del pensar, derretido, se evapora, dejándonos en quietud transparente, sin contornos, deshecho el dualismo vital de hombre y mundo. En tal desleimiento de la persona consistía a mi entender la sumidad de la vida; era, por el contrario, un modo de perderla, de abolir la reflexión, de no parar los ojos en la historia de hombre que empezaba a grabarse con dolor en la conciencia. Narcótico era, manantial de placeres puros, esto es, sin mezcla. Por gozarlos busqué cada vez más el tacto con la naturaleza. Pedíale la exaltación sensual que me arrebatase al pasmo ya gustado. No la encontré sumisa a mis antojos. Se entregaba cuando menos podía yo esperarlo. A veces, las más, era inútil mi solicitud. En vano daba yo suelta al raudal emotivo que artificialmente acertaba a suscitar: no se producía aquella unión misteriosa. Era tanto como acariciar a una estatua. Entonces mi capacidad amatoria se atenía puramente a lo concreto: ponderaba las formas, los colores, la proporción, los aromas, los sonidos, sin pasar a más. De tales contención y sobriedad, por las que fui enumerando los objetos y sacándolos de la masa donde antes estaban empotrados, vino el liberarme de la pavorosa impresión de mi pequeñez con que el mundo hasta allí indiviso me agobiaba. Me desembaracé de algunos sentimientos, incorporándolos en las cosas. Empecé a poblar el mundo exterior con engendros de la fantasía. Reiné sobre los seres y dispuse de ellos como de material para mis juegos, que no eran ya de niño. Hice solio de la ventana de mi celda, que daba a los Alamillos, y desde allí fui metiendo en las fuerzas naturales la intención de que antes, estúpidamente, carecían. Echaba sobre los cerros cogullas de niebla, si estaba triste; apagaba los ruidos del mundo con mantas de nieve; dilataba los cóncavos cristales de la noche cuando era mayor mi aliento; y si el mal humor me infundía propósitos malignos desataba los vientos rabiosos, dejándolos noches y días enteros correr por las pizarras y desgarrarse las fauces con los aullidos. Mi inspiración peor deleitaba a las señoras, y más aún a las hijas de las señoras 38 que a la puesta del sol cruzaban por los Alamillos, de vuelta del Paseo de los Pinos. Componía un cuadro con luz de ocaso y brumas sutiles y resplandor de lumbres de pastores, lejos, y humaredas densas enredadas en los árboles, y unas puntas de ovejas que volvían de la Herrería al colgadizo de la huerta a dar de mamar a los recentales. Olor de leñas quemadas, vaho de hojas en putrefacción, balidos lastimeros: todo estaba a punto.

—¿Os gusta? —decía a las damiselas.

—¡Oh, sí! ¡Mucho! —y ponían lánguidamente los ojos en las ventanas del colegio. Pero a mí me cargaba su excesivo amaneramiento y apenas las novias habían dado la última vuelta por el jardín, de un empellón sumergía el cuadro en las tinieblas.

Por esos portillos empecé a salir de mí mismo, y tal es la deuda más grave que tengo con El Escorial, o mejor, con su campo: en la edad de ordenar por vez primera las emociones bellas, me sobrecogió el paisaje. La obra humana, el monasterio, quedaba aparte, ininteligible, no sé si diga hostil. O lo admirábamos a bulto, sin saber muy bien por qué (acaso por su grandor), o veíamos una obra extravagante, cargada de intenciones anacrónicas, que no hacía presa en nuestra sensibilidad ni acertábamos a explicar según los modos de que nuestra razón iba aprendiendo el uso. Vislumbro el origen de aquella tendencia a mirar el monasterio como un error grandioso, no sólo en que el intelecto, viniendo más tardío, era incapaz aún de penetrar el secreto de esta obra, superior en dignidad —como del ingenio humano— a las obras naturales y de menos fácil acceso al espíritu que las sugestiones patéticas del paisaje; pero además en el encargo de contemplar el monumento dentro de su representación histórica, sobreponiéndole un valor de orden moral, significante, que postergaba su valor plástico. Pienso que así quedaba desconocido el monasterio, llevándonos a medirlo por el mismo canon que la expedición de la Armada invencible.

¿Pero qué hacer de esas experiencias mías ni cómo emplear los hallazgos, por mínimos que fuesen, fruto de mi actividad personal? Yo no sabía si estaba enriqueciéndome o si, más bien, era el rico ocioso que despilfarra sus tesoros. Lo mejor de mi vida no era sino vagabundeo, holganza pura, indisciplina, visto que desde el campo donde solía merodear, al cercado de mis obligaciones no había tránsito prevenido. De cuantos deberes nos imponía el colegio los únicos que prendían en realidades presentes en nuestro espíritu eran los religiosos, ya los acatásemos devotamente, penetrados de temor cristiano, ya suscitasen en algún corazón rebelde angustias mortales. Pero un hombre no tiene sólo el alma para jugársela a cara o cruz con el demonio. Tan claro es esto, que aparentemente gastábamos lo más del día en trabajar por ornamentarla, salvo que ese trabajo carecía de conexión con la vida superior del espíritu. Yo había visto en el presidio de Alcalá a los penados tejiendo Pleita. No puedo representar mejor mi estado. Un ser sin cerebro, una máquina, hubieran dado cima a nuestras tareas con más puntualidad y no menor brillantez que nosotros. De manera que para aligerar el trabajo maquinal, era útil enseñarse a hacer trampas.

VI

Declaro con rubor que fui en El Escorial alumno brillante. Si me contase en el número de las personas que a falta de mejores títulos o por perversión del estímulo de la simpatía, pretenden elevarse en el aprecio ajeno ponderando las dolencias que han padecido, no podría vanagloriarme de otra más grave que el envenenamiento característico del escolar aventajado. Me abstengo de hacerlo por urbanidad y por no empeorar con una superchería el pecado contra el buen gusto.

Debí de parecer, siendo estudiante, caso mortal: desparpajo, prontitud, lucimiento alegre. En las degollinas de fin de curso (clases enteras sacrificadas por clerofobia del catedrático o por rigores del sabio de fama local, demasiado convencido de la importancia de su asignatura), yo era de los dos o tres que se salvaban y me salvaba con gloria. Mi ruta natural ya se columbraba desde aquellas tesis que sostenía en nuestros certámenes, desde aquellas notas excelentes. Un joven de provecho triunfa en la vida si, apenas salido de la Universidad, promulga sendos folletos sobre el Estado social de la mujer y la Necesidad de mejorar la aflictiva situación de las clases trabajadoras; si asiste en bufete conspicuo y granjea, sacando de penas a la hija de algún mastuerzo, además de la entrada legítima en el cercado de Venus, otros bienes —entre los que suele contarse una manada de electores numerosa—, menos fugaces que los deleites severos del connubio. Por dónde iba, paso a paso, la ilación entre nuestras tareas de colegiales y esas cimas vertiginosas yo no lo sabré decir, pues me senté en el comienzo del camino; pero quien daba suelta a la ambición calculadora y se ponía a conjugar fines y aprestos, tasaba al punto nuestros trabajos en su valor positivo: la gimnasia del entendimiento, absorbiendo la ley de las Doce Tablas, el Decreto de Graciano y diversas refutaciones del panteísmo, permitía escalar el solio de un cacicazgo rural; el matrimonio de ventaja, el mandato en Cortes, un ministerio, eran los grados siguientes a la licenciatura y al doctorado en una facultad que empezaba descifrando a Irnerio para terminar naturalmente al servicio de Sagasta (entonces era Sagasta), con sólo sustituir valores iguales, a compás del progreso de nuestro espíritu. El cálculo se robustecía en la contraprueba: fuera del adelanto en esa senda, nuestros conatos no daban de sí maldita de Dios la cosa. Tal sería también mi destino; tal mi vocación presunta.

Si alguno de mis buenos maestros, en la esfera donde está, compara aquellas promesas y estos frutos, podrá decir que he malogrado sus desvelos, pues la inteligencia sirve, no para encontrar la verdad, sino para conducirse en la vida, y a mí me habían puesto desde jovencillo en el carril de los triunfos. Cierto: les volví la espalda; desmentí los vaticinios más claros; abrasados fueron aquellos años, aventadas sus cenizas. Lo digo sin amargura, sin furor, no obstante el peligro en que estuve, pues ahora sólo me place recordar que me salvé. Salvarme fue, más que cordura, virtud de la indolencia. Porque escatimé el esfuerzo, la infección no pasó a mayores, a pesar de los síntomas. No puedo alabarme siquiera de haber corrido una borrasca intelectual. Salí del colegio sin adquisición alguna; nada tenía que abandonar ni que perder. Armas de cartón me habían dado para un combate en que por suerte mía yo no estaba propenso a entrar; las arrojé sin duelo, me encontré a mis anchas, no busqué para el caso otras mejores. Dijeron que era descarrilar y que me perdía. Sea. No he llegado a hombre de presa ni, cuando menos, a prohombre. Me consuelo, pues mi fuerte ingenuidad me hubiese celado el espectáculo de mi encumbramiento. No habría sabido juzgarme, ni vivir desligado íntimamente de las cosas. No soy santo ni humorista, ni creo yo, lo bastante canalla para no haberme entusiasmado con mi propia obra. En el ápice del poderío, más aire me hubiese dado a Robespierre que a Marco Aurelio: hubiese tomado en serio mis gestas, sin prevenir resguardo para mirarlas del revés; elevado al rango de portavoz de vaciedades comunes, como me falta el cínico despego de los canallas (nada puedo regatear al afán del momento), habría dado a luz un varón togado, con ínfulas de apóstol, y engañándome a mí mismo por no engañar a sabiendas a prójimo. Cabalmente, ese es el personaje que más detesto.

En mis triunfos fáciles no sé con certeza quién defraudaba a quién: si yo al colegio echando por el atajo de la memoria, que era menor esfuerzo, o el colegio a mí, dejándome sobredorar metales inferiores. Entonces creía yo ser el matutero. Por buen sabor que tuviese el descanso adquirido con engañifas, no dejaba de sentir el malestar de quien vive agobiado por tareas ingratas, de las que se alivia un poquito desviando la atención. Conocí el suplicio de tener escindidos el trabajo y el cuidado; pocos hay que más duelan. Fijar el ánimo por el trabajo mental y acompasarlo merced al esfuerzo sostenido no se alcanzaba nunca. En nuestro espíritu había un desequilibrio tormentoso. La atención se iba de merodeo por los mundos imaginarios: también eso era cansado, insuficiente, y venían la expectativa desasosegada, el deseo confuso de sentar el pie, de hacer presa. Si el colegio nos parecía una suspensión temporal de la vida propia, debíase más que nada al sobreseimiento en la cultura de la inteligencia. Allí era el hacer que hacíamos, el dejarlo todo para mañana. No digo que anduviésemos ansiosos mendigando de los frailes el saber y nos afligiera quedar insatisfechos. Cierto: un entendimiento activo, original, pujante, habría padecido con tal régimen privaciones análogas a las del lascivo en abstinencia forzosa. Pero nosotros debíamos de ser perezosos en demasía; nos resignábamos a estar a dieta. Esa conformidad casa muy bien con el desasosiego que germinaba en el baldío del intelecto; no lo destruye, lo corrobora. Nos faltaban, simplemente, estímulos serios. Pocos dejábamos de advertir la inanidad de nuestros conocimientos. La vida intelectual robusta no podría empezar justamente hasta salir del colegio. Todo cuanto en él adquiríamos era para olvidarlo en el punto de llegar a hombres. Tantos programas y libros, tantas clases, tantos exámenes no eran sino para ganar ciertas habilidades de orangután domesticado, habilidades caedizas, de las que nadie volvería a pedirnos cuenta en la vida. Esfuerzo que empleásemos en adquirirlas, esfuerzo perdido. Nuestra inteligencia era menos pueril de lo que pensaban los frailes; afectábamos un candor, una docilidad de entendimiento que en el fondo no teníamos. Los frailes, sin recatarse, estrechaban el campo que nuestra curiosidad mejor estimulada hubiera debido explorar. Había cosas que era malo, o peligrosamente inútil, o, cuando menos, prematuro saber. El toque estaba en distinguir la ciencia falsa de la verdadera: una valla erigida hace veinte siglos las dividía; del lado de acá, de nuestro lado, lucía la verdad pronunciada de una vez para siempre; en el otro se amontonaban los errores tenebrosos. Lo más de la historia del pensamiento humano quedaba a la parte de afuera. Y uno retrocedía vagamente conturbado ante predestinación tan fuerte. Entreveíamos el fraude piadoso y que al fin habíamos de hacer un descubrimiento análogo al de que los niños no vienen de París; más: ya lo habíamos descubierto; fingíamos no saberlo; y esa inocencia simulada, necesaria para llegar pacíficamente al cabo de nuestra ruta escolar, empezaba por corromper la fuente de la probidad intelectual, hacía sospechosa toda noción, minaba las bases del respeto al saber, era la causa última de la desgana, del insondable descontento.

Aprendimos a refutar a Kant en cinco puntos, y a Hegel, y a Comte, y a tantos más. Oponíamos a los asaltos del error buenos reparos: «1.º, es contrario a las enseñanzas de la Iglesia… 2.º, lleva derechamente al panteísmo…», y otras rodelas imperforables. El positivismo disputaba al materialismo el calificativo de grosero. El panteísmo era repulsivo. ¡Lo que nos tenemos reído del judío Spinoza! Y el día en que el padre profesor de Derecho Natural nos leyó para escarmiento unas líneas de Sanz del Río, quedamos bien impuestos del peligro que hay para la sana razón en apartarse del redil. A Hegel le reducíamos sañudamente a polvo. Tomábamos ejemplo del catedrático de Madrid, quien tras de explicar una lección tocante al hegelianismo decía muy socarrón: «Ya que hemos acabado con Hegel…».

Era el enemigo más temible. Lo prueba que el mismo catedrático disparaba este argumento: «¡Señores: Hegel fue monárquico…!»; y si al padre se le ocurría decir, como quien dice algo: «Hegel, una de las inteligencias más poderosas que se han paseado por la tierra…», parecía gran concesión.

Más rebeldes que a la conservación de la doctrina éramos a la restauración de los modos. En los certámenes había que discurrir por silogismos. Dos veces comparecí ante el colegio en pleno a sostener tesis de encargo. El padre Blanco me confió la primera: «De la belleza como cualidad suprasensible». Sería entonces cuando fundé mi reputación. Al año siguiente nos pusimos a desenredar en público los pleitos de un ciudadano romano. Presenté mis conclusiones. El adversario me asestó un silogismo violento. Sin rendirme, clamé:

—¡Niego la mayor!

—¿Cuál es la mayor? —replicó desconcertado.

Aquella noche no discutimos más.

VII

Sentado de espaldas al jardín en la baranda de la Galería de Convalecientes, el padre V. decoraba con ruda prosodia versos abundantes en aparecidos, cánticos penitenciales, procesiones de esqueletos y otros arbitrios de ultratumba. Lugareño era, encendido de color, atlético; la voz cavernosa, el mirar tranquilo, los modales poco adelantados en sus pretensiones de finura; el porte encogido, de mozo trasplantado en sociedad mejor que la suya, con cierta vergüenza honesta o quizá despecho de verse orondo en la flor de los años, lejos del tipo de fraile macerado por el ayuno. Su modestia soportaba con apuro el don de la salud rebosante y de las buenas carnes y hubiera preferido recatar esas gracias excesivas que rompían el canon monástico y eran piedra de escándalo —hipócrita escándalo— de los libertinos. Los colegiales le zaherían con alusiones tocantes a la bucólica; llamaradas de fuego le abrasaban la faz, de por sí ruborosa. Dolíanle esas burlas, no por certeras sino por injustas, y se esforzaba en demostrar que no vivía esclavo de su vientre. Sólo trataba cosas graves. Parco en palabras, temeroso de comprometer su autoridad, las que decía decíalas puestos los ojos en el suelo, con el púdico embarazo de un novicio. Sin la desenvoltura de algunos ni la llaneza de casi todos sus correligionarios, descollaba por tímido, ya lo fuese de verdad, ya lo pareciese no siéndolo, por el contraste entre su mónita y lo que prometía su estampa: siempre creía uno estar viéndole arrojar los hábitos y acudir en mangas de camisa, con desaforados ademanes y voces, a tirar a la barra en la plaza del pueblo, o, restituido a su aldea, en la fuga de la trilla, arrear con blasfemias robustas a las mulas. Encerrábase en tal corpacho un alma impresionable: en la sazón que digo, el padre V., al recitar versos sepulcrales, traducía con medios de prestado sus emociones del momento. Sobrecogido de pavor vespertino, elevaba los brazos, agitaba las manos, fruncía las cejas, violaba el ritmo de los versos arrastrando las cadencias sonoras, pero no se atrevía a levantar la voz. Aún nos asaltaban el sentido restos vagorosos del mundo en trance de extinguirse. Del jardín quedaba el aroma de los bojes, del convento el fulgor que exhalaban las celdas, del estanque un destello sin foco. Sensaciones dislocadas, tenues, residuos del naufragio del día en el mar del silencio. A tales horas, en las cocinas del pueblo del padre Y, se habla de ajusticiados, de apariciones de muertos. De lo mismo trataba el fraile. Daba a su recitado acento misterioso; al conjuro de su voz amortiguada, la fábrica de San Lorenzo se poblaba de sudarios fosforescentes, de clamores del purgatorio. Pero las ánimas que aducía el padre eran de muchas campanillas: ánimas de emperador, de reyes, de teólogos. El padre recitaba en la Galería de Convalecientes el Miserere de Núñez de Arce. El influjo de la noche, el del convento, la aprensión de la muerte, desataban sus emociones y no pudiendo ya meterlas en los cauces de aquellas consejas gustadas en la niñez, se acogía a formas poéticas más altas, pertenecientes a su espíritu enriquecido por la clericatura.

El padre V, con sentimientos tan simples, abundaba en la interpretación del monasterio más accesible, por venir urdida en ideas que entendíamos muy bien: muerte, expiación, eternidad. Esas nociones tocaban tan en lo íntimo de nuestra vida y nos acompañaban ya desde tanto tiempo y de continuo, que no nos parecía haberlas adquirido siendo de alguna edad, sino con la existencia misma. Ellas prestaban a nuestros pensamientos y acciones resonancias profundas. Ellas nos hacían entender la repercusión del acto personal en lo infinito. Sobre todo por la certeza del castigo, la conciencia advenía a dignidad mayor, temible, pues hallándonos adolescentes aún, casi niños, con responsabilidad reducida ante el mundo que en mil modos nos amparaba, en el fuero íntimo era menester soportar aquella voz tonante, que no sé de dónde venía, y estar así solos, sin refugio posible. La formación de una conciencia culpable nos emancipaba; envejecía el alma, adelantándonos en la vida más de lo que aparentaba la edad, y nos consagraba internamente hombres. Copioso repertorio de Imágenes teníamos para representar la marchitez del alma: reducíanse todas al intento de figurar la vejez prematura. Arribar el espíritu a súbita madurez por la experiencia personal de la caída, daba espanto; fuera mejor desandar lo andado, detenerse en la puericia. ¡Ah! ¡La melancolía del mozo si se persuade que ha mancillado el ampo de su vida! Imagínase haberla consumido en un instante; quédale por hijuela la pesadumbre de echar de menos lo que pudo ser y no fue; padece la pena de sentirse personalmente arrojado del Paraíso. Pero en la insinuación de la culpa, signo de hombría, cobrábamos grandeza; más de una vez, dejándome adoctrinar pensé: «¿Cómo puedo yo hacer tanto mal?». Esta magnífica tentación me revelaba el reducto, inexpugnable por el castigo, donde asisten el desquite y la fatigada gloria del rebelde que se aferra en su daño y nunca pide perdón. Conocía yo muy bien el número que tiene la soberbia en la tabla de los pecados capitales; conocía sus facciones. En viéndola asomar, me humillaba: «¡Si eso puedes, no es por ti, es por Él!». Renunciaba a saber, y al exhortarme a acatar un poder infinito, cerraba de grado los ojos temiendo descubrir en el fondo del corazón fibras inquebrantables. A otros, la capacidad para el mal los enloquecía. Estaban como en carne viva; un soplo les hacía chillar. «De judas a mí, ¿qué diferencia? —venía a decirme un triste, abrasado de remordimientos—. ¡Un grano menos de desesperación!». Desesperado y todo, vivía, sin osar fugarse por las puertas de la muerte, llevando presente el suplicio irrescatable que le destinaban más allá.

Hallé corazones cerrados a los terrores de la vida religiosa no sólo entre los incrédulos, pocos en suma, y entre los creyentes tibios (lo éramos casi todos), pero entre ciertos devotos que cumplían los deberes más impresionantes, con fría puntualidad: almas cuidadosas, tranquilas porque estaban en regla y se creían inscritas en el padrón de los elegidos. Los incrédulos no podían motivar seriamente su impiedad: no conocían lo bastante el hebreo ni el griego, el siriaco ni el arameo para criticar las fuentes de la tradición cristiana; su infidelidad, sin base filosófica ni filológica, era espontánea, selvática: «Verdaderos paganos —decían los frailes— como si Cristo no hubiese venido aún a padecer por ellos». Alguno entre esos pocos era sacrílego declarado, caso ejemplar, como la Providencia los escoge para hacer en su cabeza escarmientos milagrosos. Las profanaciones de que se jactaba producían más extrañeza que escándalo; tal vez por eso el milagro no vino, o por no desacreditar el colegio, o porque otros, ardiendo en creencias vivas, rescataban sus desmanes. El fervor religioso adquiría fácilmente en nuestra edad y con nuestros hábitos, giro de padecimiento. Por de pronto, nadie lo apetecía. A ninguno vi acogerse a las creencias en busca de reposo y de paz o de consuelo. Fuese lento el contagio o fulminante, la actividad religiosa procedía de una sorpresa de la sensibilidad subyugada por la evidencia aflictiva de las realidades de ultratumba. El poseído de esta visión echaba a su pesar por un sendero de ascuas y se incorporaba a la caravana lastimosa que iba numerando cuantos pasos la acercaban a la boca del infierno. Sin escapatoria posible: rondaba el pensamiento de la muerte, que a lanzazos metía en vereda a los fugitivos. El espanto tronaba en el umbral de nuestra vida religiosa: miedo de la carne a las penas de sentido con que nos amenazaba el azar imprevisible llamado a jugarse en nuestra última hora. Lo que es yo, para pensar en la muerte tenía el solo signo del perecimiento corporal, ya lo impregnase de dolor físico, ya lo adornase voluptuosamente con cándidas galas de víctima humilde, arregostada al sacrificio, y me gozase en merecer la conmiseración ajena; dulce anestesia contra un dolor imaginario. Mas nunca la muerte era acabamiento. Empezaba allí otro vivir, distinto del presente en dos modos: en carecer de libertad, en ser invariable. En este mundo terreno mi albedrío iba a entrar a saco; con tener fijos en él los sentidos, apenas presentía sus tesoros; descubrirlos era la promesa esencial de esta vida. No así en la otra. Y si nos representábamos la muerte a fuerza de apilar imágenes cadavéricas y apariencias lúgubres, de la vida futura sólo podíamos formar una perspectiva figurándonos sus tormentos. El puro concepto de lo divino era inabordable. Dios, en cuanto dejaba de ser el Señor bondadoso, de barbas níveas, que nos tuvo de su mano durante la infancia, se transmutaba en un triángulo con un ojo en medio. Del Paraíso estaban desterradas las complacencias sensuales, aunque no lo estuviesen del infierno las privaciones y los desabrimientos de igual orden. Lo más comprensible de cuantos motivos fundaban el deber religioso y que ponía en movimiento los mismos resortes impulsores de otras acciones en la vida, era el miedo al dolor. Sobre él soplaba vigorosamente la palabra catequista.

Quien se encendía en esa pasión, hallaba en El Escorial cebo para alimentarla. San Lorenzo: tabernáculo de la muerte, recordatorio de la agonía, yerta cámara de difuntos: cuanto en El Escorial es mortuorio, pía recordación, ofrenda y desagravio, entraba a pie llano en el espíritu trabajado por iguales congojas. La pasión que lo levantó era esa misma; entonces podía hablar de ella, describirla en otra alma, como si me interrogaran acerca del sabor de mi sangre o acerca de la onda que corre densamente debajo de mi piel y mantiene el cuerpo transido de calor.

Con más fantasía, hubiésemos demolido el monasterio para ordenar en otra forma sus piedras; hubiésemos hecho un obelisco, un túmulo. Variada la estructura ¿perdíase algo mientras subsistiese el propósito? El valor de la obra se desleía en la intención piadosa. Más pesaban el rey fundador y el cuidado de su alma que el arquitecto y su genio. Destino regio, encararse con la muerte recomendado por tan formidable máquina, e instituir un colegio orante que siglo tras siglo derrame sus preces sobre una fosa siempre abierta. Para que el tránsito sea todos los días actual y nos enternezca un dolor presente. Creo haber otorgado al triste rey arrecido en la vastedad de su gran iglesia y a los muertos de su linaje que imploran con él la piedad de los fieles, la limosna de mi compasión. En la gloria del grupo de Leone oran sus bultos majestuosos, se prosternan con mesura; son de bronce, y los cirios arrancan a los mantos rayos de oro. Pero en el haz de la basílica, en torno del túmulo negro, sus almas doloridas temblequean en la llama de las hachas y exhalan súplicas de paz. La liturgia fúnebre, que apenas se interrumpe, retrae las almas al momento de partirse de este mundo, las evoca, diciéndoles aquellos pungentes improperios recibidos por vez primera cuando su cuerpo se acababa de enfriar. No reposan. Arrastran en las cavidades de El Escorial una vida endeble, interina, en espera del olvido eterno, moroso en llegar por el rango que tuvieron. Quítense los cuerpos de esos anaqueles donde los tienen insepultos, déseles tierra, y en cuanto la tierra se los coma se apaciguarán las almas; y que el cántico funeral en la basílica se apague.

VIII

El retorno puntual de la cigüeña nos valía la tarde de huelga que con la Candelaria y San Blas inauguraba febrero. Como señal de fiesta la llegada del ave sólo cedía en importancia al asueto de las Candelas, no al de San Blas, a quien de año en año se respetaba menos. Puedo decir que he visto desvanecerse una tradición escolar pura. ¿Sería San Blas uno de los santos coevos del arte románico que, como San Millán, San Martín, San Facundo, tuvieron clientela hace ocho o diez siglos y hoy apenas conservan alguna? ¿O será más bien un santo de cabeza de partido, un prestigio local? Me inclino a este parecer. San Blas fue un diosecillo rústico, un dios-límite entre heredades, erigido cabe una haza candeal, en tierra abierta y reseca, y sin tacto con los húmedos genios forestales; áspero como el cascabillo del trigo, y tozudo —de que es buen testimonio el proverbio—. Los labriegos de teatro llamáronse Blas; y todo Blas se asfixia donde no llegue el olor del ajo crudo. En el colegio, los nacidos en tierras cereales, que es decir sin ensueños, sabíamos quién fue San Blas, pero los cortesanos, los montañeses y los ribereños del mar ignoraban su virtud y hasta se reían de su nombre, de suerte que los procuradores de su fiesta tradicional hablaban un lenguaje incomprensible para los otros. Yo era observante, lo confieso. Del pingüe patrimonio universitario de Alcalá todavía formaba parte principalísima en mi tiempo la festividad de San Blas, guardada en escuelas y colegios por herencia de las aulas ildefonsinas; otros rastros menos profundos habrán dejado tras de sí. Los editores de la Políglota fueron a buscar ciencia lejos, pero en los usos se amoldaron el rito local. Instaurar la vacación de San Blas en los claustros alcalaínos fue contagio dimanante de la gran villa de Meco, que a simple vista levanta la mole de su iglesia al borde del alcor y se asoma al valle donde el Henares decrépito, carraspea y dormita. En Meco tuvo San Blas culto solemne y romería y de ella nos llegaba a los mozalbetes alcalaínos unas rosquillas coruscantes, de enrevesada estructura, sacada tal vez con mazo y escoplo de una tabla de pino barnizada. Procedíamos como si el santo fuese natural, quién sabe si vecino, de aquella villa; yo tenía una representación concreta del personaje por una imagen suya venerada en casa de mi abuelo, imagen de talla en madera, embadurnada de almagre, rostro de simple, cabellos lacios sobredorados, rozagante vestidura, y por pupilas dos abalorios negros. La imagen me sirvió para personificar las historias sobrenaturales aprendidas en la niñez y de blanco en mi rebeldía cuando, sin ser gigantes, otros mocitos y yo hicimos la primera tentativa de escalar el cielo: barrenamos al santo por el ombligo, le pegamos a los labios un cigarrillo de papel y le vaciamos los ojos. Nos espantó sobremanera ver el desacato impune.

Febrero, pues comenzaba bajo auspicios tan prósperos, era clemente: la cigüeña abría a picotazos un desgarrón en el toldo parduzco que nos velaba el cielo; prendidos en los riscos quedaban rebocillos de bruma que marzo no tardaría en barrer. Gustosa paz la de esos primeros días de calma, días que ya entretienen el paso y se demoran en el llano antes de morir, dejando a El Escorial en la quietud sollozante de sus tardos crepúsculos: los picachos sin su oro, las pizarras apagadas, la Herrería en sombra, mientras arde en la raya del horizonte la pira bermeja del caserío de Madrid. Don Carnal y doña Cuaresma disputábanse nuestras horas; mejor aún: libraban en nuestro corazón su batalla sin término. Cebo único de nuestros ensueños era el remedo de los holgorios distantes; pero las fiestas del colegio, tan pueriles, apenas podían servir de asidero. Cuantos se hallaban, a los quince años, propensos a estar tristes sin motivos, iban a naufragar en el oficio de vísperas, hora en que la basílica nos recibía con insólita suavidad y sin confortarnos adulaba al ánimo atribulado por deseos sin nombre.

IX

De los solaces profanos que aportaba Carnaval, el más relevante era el teatro, concesión al espíritu del siglo reiterada en otros días de marca: el santo del rector y la Conversión de San Agustín veían también alzarse el tinglado en la sala del billar o en el claustro bajo, que entonces el templo de la musa aún no había echado raíces en el colegio. Sólo un año vi conmemorar a Santa Mónica con toros embolados: dos becerros de muerte lidiamos que, contra todas las previsiones, en efecto murieron; desastradamente, pero murieron. El suceso de la corrida, desaprobado por los frailes más rígidos, no se repitió. Por venir sin sangre ni estrépito, el teatro parecía inocuo contra la disciplina; no derogaba el orden. Una laxitud gustosa sobrecogía por momentos a los entrometidos en esas fiestas sin sabor, donde todo pasaba en emblema y por símil, decente pero vana cautela contra los desmanes de la imaginación. En este Saint-Cyr para donceles, puesto como el de la Maintenon devota bajo un patrocinio egregio, Carlos Arniches suplía a Racine. No supimos de «Esther» ni de «Athalie». Íbamos con el gusto callejero, que no se templa en lo sublime, porque en su día nos fuese menos agrio el descenso al mundo donde nos destinaban a brillar. Rehicimos el repertorio de Apolo y otros teatros de su jaez. Sin retoques, apenas. Nos permitían simular en las tablas la diferencia de sexos, franquicia nunca gozada por los impúberos del colegio de segunda enseñanza. Muchas veces vi a esos desventurados representar zarzuelas en boga; mudábanse en hermanos los amantes y los coloquios de amor en epístolas de dudoso sentido, repugnante insensatez de que sacaba provecho burdamente nuestra malicia. En la Universidad no sufríamos tanto desdoro. Había jovenzuelos esbeltos y pizpiretos especialmente aptos para los papeles de primera tiple; y quien juntaba a la crasitud precoz una dicción reposada, hallábase en potencia de advenir a dama de carácter. La recluta del coro hacíase por leva de chillones. Metidos en el aula del piano, tratábase de concertar lo mejor posible el desacordado vocerío de tanta laringe virginal. El pianista era un estudiante pontevedrés, zumbón, sentimental, cacique de una pandilla de colegiales, a quien acertó a inocular la morriña galaica. Muchas tardes del curso, acabadas las clases, daba pábulo a su mansa tristeza arrancando al piano hora tras hora muñeiras y alboradas. Tres o cuatro de sus compinches le asistíamos en el rito. La música lánguida y el acento quejumbroso de las canciones, que eran como unos lamentos y unos ayes, nos metían el corazón en un puño. Mirábamos por las rejas a la Lonja, árida, sola; venía del monasterio el clamor de las campanas, sufragio por algún rey podrido en los sótanos; nos enternecían añoranzas vagas. ¿Añoranzas de qué? De otros días sin saciedad, de otras prisiones, de otros deseos marchitos sin arribar a colmo. O era más bien que el albedrío, agazapado en lo obscuro del alma, donde vivía sumiso pero en rebelión latente, empollando la irrefrenable voluntad del desquite futuro, se quejaba. ¡Nos prometíamos ser tan felices en saliendo de allí! Y con abandonar a la coerción externa del colegio lo más de nuestra vida, sólo vivíamos realmente por los tesoros de soberbia que acertábamos a poner en salvo en aquel figurado escondrijo.

No sé qué día entró en el aula del piano el padre Florencio. El galleguito dejó de tocar y cantar. Todos se pusieron en pie. Yo leía el Madrid Cómico, junto a la ventana. El padre Florencio me pidió el periódico y hojeándolo paró la atención en un artículo; apenas leyó las primeras líneas, una sonrisa acerba le descubrió los dientes amarillos y grandes como los de una mula y con saña rasgó el papel en cachitos, diciendo al despedazarlo: «¡El señor Sinesio…! ¡El señor Sinesio…!». Para un mozo que se creía superior al padre Florencio, e incluso (ya he mentado nuestra soberbia) al «señor Sinesio», la humillación fue terrible. Además, me indujo a error; tardé algún tiempo en descubrir que ese ingenio no era el vicario de Satanás en la tierra.

Maestro concertador era el padre Rafael, ahijado de Euterpe, de quien recibió en la cuna un violín famoso. Muerto el padre Aróstegui, un vasco que por las hopalandas negras, la talla ingente, la sonrisa enigmática y el casco blanco de la pelambrera se parecía a Merlín el encantador, rasurado, el padre Rafael se alzó por decirlo así con la monarquía de la música en el colegio. Era en la ejecución poderoso brazo. El violinista Monasterio nos visitó cierto día. Reunidos en la rectoral frailes y alumnos, pedímosle que tocase alguna cosa. Trajeron el violín del padre Rafael; Monasterio nos regaló con una pieza superferolítica, ¡Adiós a la Alambra!, que nos dejó pasmados. (Algunos frailes propalaban que Sarasate era mejor ejecutante porque tenía los dedos muy largos, pero que Monasterio tocaba con más sentimiento). El maestro, al terminar, parecía sudoroso, y soltando el violín exclamó:

—¡Es un violín de coracero!

El padre Rafael sonreía, cortado. Era angelical, suave. Se le ha de ver en el Empíreo entre las Dominaciones y los Tronos arrancar a brazo partido de su violín de hierro los láudes del Señor.

El padre Rafael profesaba principalmente Derecho Civil. El año que anduve gateando por esa robusta rama del árbol de las ciencias jurídicas, el buen padre, en vísperas de Carnaval, me administraba dos veces al día su magisterio: de mañana nos desojábamos sobre los códigos; por la tarde nos enseñaba de oído la música de Los Africanistas. Más numerosa caterva había de amaestrar el padre en los ensayos de la zarzuela que en la lección de derecho; pero con harto menos trabajo nos agenció en la escena laureles que se malograron en el aula. A su curso asistíamos seis o siete veteranos supervivientes de aquella generación que vio galopar a la yegua «Peonza» por el ámbito de la clase de metafísica. Ya la vida del colegio no tenía para nosotros secreto alguno. Afrontábamos los deberes y la agobiante rutina de cada día sin empacho ni alarma, sin premura, con el aplomo y el desembarazo pertenecientes a la madurez. Aunque tan mozos aún, en el orbe minúsculo, escolar y frailuno, de nuestra vida, hombres maduros éramos, en un todo al cabo de la calle. Desde el primer día el padre Rafael nos convocó en su celda. Sopesamos el libro de texto. No tardé en advertir que a todos nos aguardaban las mismas sorpresas. Nació entre el padre y nosotros una suerte de compañerismo con que se templó el respeto, encendiéndose más y más el primero y tierno afecto que por él sentíamos. Le quisimos fraternalmente; era un hermano mayor, sesudo y bueno, enriscado por las sendas escabrosas de la virtud y del estudio, mientras nosotros triscábamos en los pradecillos de la holganza. Vivo en los modales, atropellado en el habla a causa de un conato de tartamudez, era en la apariencia brusco, máscara de su corazón mansísimo. También nos quería entrañablemente. Y aunque de tarde en tarde arrojaba fogaradas de esa cólera estéril, tan divertida, con que los hombres mansuetos pretenden recuperar fuera de tiempo el predominio que se les escapa, harto se echaba de ver su desmaña en el enojo, movimiento desusado de su ánimo, y que le angustiaba y desolaba el enfadarse, como amarguísimo cáliz. En torno de la mesa de su celda disipamos en charlas amistosas la mayor parte de las mañanas de un invierno. Yo empleaba el ocio en darle tajos en la cabellera a la estatuilla de Schiller, de plomo, encaramada en la escribanía. Tesoros de paciencia monacal gastaron otros en cubrir de letreros y figuras el centro de la mesa. Quedaba margen amplio para el buen humor. En llegando a clase, alguien solía extraer del bolsillo una alcayata descomunal y un mazo y la clavaba donde le venía más a mano, fuese pared o estante, cerco de la ventana o marco del biombo. Luego colgaba gravemente la boina en la alcayata. El padre Rafael mirábale mohíno, acabando por encogerse de hombros. Cierto día llevé a clase una varita con la que de alguna manera debí de molestarle. Me ordenó tirarla y me amenazó. No obedecí. Volvió a amenazarme; volví a no hacerle caso. Se puso en pie y asiéndome por las muñecas me forzó a soltar la vara, arrojándola luego en pedazos a la carretera. Al otro día aparecimos con variedad de armas: un mazo de polo, un machete cubano, un revólver. Nos sentamos.

—¿A dónde vais con eso?

—Es para defensa de nuestros derechos, padre. Si vis pacem

Esa vez —la única— nos arrojó de clase. Por nuestra corta ventura, el tiempo, corriendo más veloz que nuestros estudios, nos abocó al final del curso sin haber hincado el diente a la mayor parte del texto se alarmó el padre. Luego de averiguar cuántos días laborables restaban, dividió por su número el de páginas del libro no leídas aún. Cúpole a cada jornada treinta y cuatro páginas. A paso gimnástico dimos con nuestros caletres en la que, parecía meta inasequible: «Fin del tomo cuarto y último», no sin vomitar a diario sobre la mesa de la celda leyes y escollos en jirones, restos indigeribles de la bazofia engullida en pocos minutos, y no sin que el fraile nos arrease también a diario con la misma seña: «Ya sabéis, jóvenes: para mañana, las treinta y cuatro páginas siguientes».

En la lección de música, el padre empuñaba una batuta de papel y juntos echábamos el bofe cantando al unísono la zarzuela de tanda. Quienes habían visto la función en Madrid, nos socorrían con advertimientos saludables. En un plazo también fatal era menester dejarlo todo a punto. Una tarde cortamos el ensayo para asistir al entierro de un niño que murió en el colegio de Alfonso XII. Llegamos ya anochecido al Campo Santo; pusieron el ataúd en el tumbillo y lo destaparon. Vimos al colegial muerto, aterido en la caja. Bien cantado le dimos tierra y a más andar tomamos la vuelta de la Universidad azuzados por el frío. Otra Vez en torno del piano —no se podía perder tiempo— nos pusimos a trabajar vorazmente; machacábamos con furia en un estribillo jacarandoso y nos sonaban en el oído desgarradores acentos. Nuestra música se enzarzaba con la salmodia de los curas. Repetíamos al borde de la fosa abierta de súbito en el comedio de nuestras fútiles diversiones un cantar chocarrero, impregnado ya en desconsuelo para siempre, como ya para siempre el pobre muerto no iba a tener otra manera de representarse en nuestro ánimo sino los oficios de un ritmo bufo con sus memorias del Campo Santo y del viento que azotaba las tapias llevándose a tiras el responso, y de una faz afilada, de una frente opaca bajo el remolino de cabellos negros donde se había helado el sudor, y del viso de una pupila empañada, en la hendidura de los párpados entreabiertos.

X

Más allá del espanto, abordé en una tristeza grave, gastada la primera turbulencia de la pasión en ejercicios cotidianos, dispuestos para desbravarla. Fue también discernimiento, no sé si diga astucia; de fijo, un adelanto en mi aprendizaje, pues vine a enfrenar el abandono. Restañé el afán de tocar en lo absoluto: ver enfriarse la generosidad, me dio lástima. Aprendí que mi desbarajuste se correspondía con otras experiencias, muy añejas, disecadas ya, articuladas en ideas; como si en el hervor de la vida me careasen con mi esqueleto. En fin, los albores de paz trajeron visos de desengaño; abdicaba una pesadumbre grandiosa, como si toda magnificencia me estuviese vedada, en el temor o en la esperanza, por mi flaqueza.

No me precio de haber devorado en lo religioso una vida excepcional pero sí violenta en su cortedad y prematura; aún no desdeñaba los juegos infantiles cuando el susto de ver que me convertía me aterró. Mi originalidad en lo religioso es poca, o nula. He ido por donde el vulgo y a remolque de las circunstancias, o dígase de otras pasiones, que acaso hayan vivido a expensas de mi capacidad religiosa. Ni estoy muy instruido en esa esfera; si comparo el número, la calidad de mis experiencias con los ámbitos sin fin que otros exploran, conozco lo incompletas que son. La indolencia expectante con que suelo mirar las cosas del mundo y que en todo me retiene, quizá me ha privado en lo religioso de una estofa rica y tupida, dejándome en desgarradora soledad para el combate con un dios personal, sin la presencia difusa de lo divino y su perenne auxilio, que otros describen. Por indolente me arrebató de sorpresa en su remolino un delirio religioso, una manera de persecución apasionada del más allá y de preverlo en formas sensibles, sin poder evadirme de su contemplación ni de la angustia sofocante de contemplarlo; esa pasión me golpeó, me machacó, tomándome sin defensa, antes de saber yo siquiera que tal pasión existía ni cuáles eran sus síntomas ni su cebo.

Tenía yo en Alcalá un confesor elegante que me saludaba en el confesionario con palabras corteses, me daba tironcitos de orejas y tras de gastar algunas cuchufletas, concluía por recomendarme que al volver a casa besase la mano a mis mayores. ¡No le habían quemado los labios con un ascua a este levita! Ni se pudría por los yerros de los hombres. Lo que atase y desatase en la tierra sería cuando más lazos de seda. Gracias a él no me ponían miedo las cosas de iglesia. Adquiridas no sé cómo ni dónde —entre faldas acaso— las nociones fundamentales, era capaz de repetirlas y de fijo las repetía en siendo menester, pero no tenían sobre mí más imperio que la geografía asiática o la lista de reyes visigodos; no habían pasado de la memoria. Llegaron misiones al pueblo. Estando en el gran colegio alcalaíno, vimos entrar en la sala de estudio dos curas, dos jesuitas, con sendos crucifijos en el pecho. La clase se puso en pie. Venían con el director a exhortarnos que asistiésemos a la misión aquella tarde; el director prometió por todos que asistiríamos. Temeridad mayor no la he cometido. Los mismos que nos prohibían salir solos y vigilaban nuestras lecturas o nuestros coloquios, nos dieron suelta donde soplaba el vendaval de las misiones, sin mirar que podía troncharnos. Estaba la Magistral tenebrosa; en las esquinas del sarcófago del gran cardenal, guarnecido de paños de luto, cuatro luces cadavéricas llameaban en lo alto de unos mástiles vestidos también de paños plegados, negros. No más alumbrado, fuera de las lámparas en las capillas. La turba anhelosa se apretujaba al pie del púlpito. En el raudal caliente de las palabras, en los acentos patéticos, reconocí al jesuita que nos había exhortado en el colegio. Predicaba del infierno. Amontonaba imágenes que al punto se encendían y fulguraban, como quien saca de una leñera haces de sarmientos para meterlos en la lumbre. De las gradas de la capilla mayor se despeñó un prójimo voceando «¡Eso es mentira!». Repuesto de la sorpresa el jesuita atacó al incrédulo; descargaba tajos de retórica tremebunda, a todo evento y al montón, ya que no era posible hacer puntería en lo obscuro. Con sus denuestos acalló los gritos y sollozos de las mujeres y se remontó victorioso, cerniéndose sobre el auditorio impregnado de su emoción misma. De pronto sentí que todo eso iba conmigo por modo personal y exclusivamente; el jesuita vociferaba mi historia secreta. Una mano saldría de las tinieblas y asiéndome por los cabellos me levantaría en alto, para que todos supieran de quién se hablaba. El horror venía sobre mí. Algo iba a ocurrir que yo no quería que fuese. Me resistía. ¡Oh! ¡Si cerrar los ojos hubiese bastado! Busqué asidero; quise durar más en la vida de entonces —¿no era aquello irse muriendo?—. No pude; rodé al precipicio; lo que no podía dejar de haber sido, fue. «¡Que Dios os toque en el corazón!», clamaba el jesuita. No lo pidió en vano. Con un vuelco de las entrañas me deshice en tantas lágrimas, que al volver a casa me escondí porque no advirtiesen las huellas del llanto.

El régimen de El Escorial en las devociones captó esa vena, y fue sangrándola; cardó la pasión, dejándola presentable y dócil, de agreste que era. Al convertirme no di en beato, no me comía los santos ni rezaba apenas. ¡Qué más oración que esa llama y la resolución del alma implorante para entregarse en el momento actual, sin esperar al que sigue ni precaverse con sacrificios y preces! Quería forzar lo pasado, enmendarlo; escardar en la conciencia lo corrompido; y no pudiendo, desde la aspiración a crear un ser nuevo caía en aborrecer el antiguo. Los frailes me volvieron a la razón por sus pasos contados. Me explicaron mis creencias; me miré en otros ejemplos; supe lo que podía esperar y temer; algunas congojas se desvanecieron. La asistencia en tantas misas, rosarios, confesiones, los ayunos, las vigilias, me habituaron a la religión reconciliada con la vida, como parte de las costumbres que tiene su hora, su medida y su término. Efecto notable del hábito fue curarme de aquella niñería de la pureza absoluta, del rigor intransigente que pedía mi lógica destructora. Una criatura visitada por la gracia no podía menos de querer morirse al punto, y si la muerte no llegaba ir en su busca, como los niños mártires de Alcalá fueron a que los descabezasen. De ese pensamiento vino mi repugnancia por la medianía y el susto de un fraile oyéndome decir con heroísmo desesperado que prefería condenarme desde ahora a ir todos los meses, por reglamento, a confesar los mismos pecados. Entre el infierno del réprobo y la vocación del mártir admití la realidad humana de vivir a trancos, como se puede, cayendo aquí para levantarse allá; en fin, en un alma de niño despótico, inexorable, se insinuaba la misericordia. Mis creencias echaron raíz; la sensibilidad se irritó menos. La mente adquirió el concepto del deber; perdí la intuición dolorosa de haber marrado mi destino. Tuve más ideas, menos amor.

De dos estilos de apacentar almas que conocían los frailes —el uno terrorífico, opresor; calmante el otro—, acabé por abrazarme con el segundo. «Todavía ayer —contaba en una prédica el padre Uncilla—, un moribundo me preguntaba entre estertores: ¡Padre! ¡Padre! ¿Me salvaré?». Así corría el primer modo. El padre Uncilla, que lo usaba, era barítono, buen mozo, de nobles facciones y ojos grandes, tranquilos. Con ser muy benigno y apacible, en poniéndose a catequizar se templaba en el rigorismo desesperante. Algunos acentuaban con tal dureza la dificultad de llegar salvos a la otra banda, que nos persuadían sin proponérselo la desconfianza, y gran desmayo. Modo sedante, el del padre Valdés. Severo de sobra era el porte de este fraile, el más afrailado y temido de cuantos entendían en nuestro gobierno. Jamás fue familiar ni comunicativo siquiera; recuerdo su sonrisa como suceso notable por su rareza: sonreía a su pesar, violentando su gravedad, y no tardaban sus facciones poco graciosas en absorber y secar el rocío de la sonrisa. Era por ventura más inteligente o tenía más experiencia del corazón que sus cofrades. Riguroso en el aula y en los claustros, dulcificábase en la capilla. No escaldaba las almas con el terror ni las forzaba a optar entre el heroísmo y la perdición; pedía buena voluntad, no más; inculcaba la certidumbre de que el esfuerzo más humilde no quedaría estéril y sin pago. Pese a su frialdad, rendíase a la ternura delante de ciertas obras cumplidas por la religión. Un domingo de abril estábamos tres en el patio viendo los chorros gruesos de la fuente subir y descogerse en moños de plata, cuando el padre Valdés, que se paseaba leyendo en su breviario, se nos acercó. Veníamos de la capilla. El espíritu pudiera competir en fresca tersura y novedad con el día; el cuerpo estaba en la feliz desazón que engendra un apetito violento, a pique de saciarse: era inminente la llamada para el desayuno.

—¿Habéis confesado y comulgado? —nos preguntó.

Contestamos que sí y estuvo un rato mirándonos.

Clavándome los ojos me dio un golpecito en la mejilla y exclamó:

—¿Entonces estás en gracia…?

Se le saltaron las lágrimas y se alejó sin añadir palabra, volviendo despacio a sus rezos. Tras de esa efusión no me adherí más que antes a la persona del fraile, pero me aficioné a su templanza que me aliviaba del peso de lo irremediable y del espanto. Si hasta allí había buscado en vano la reparación descomunal que me restituyese la paz, comencé a gustarla en percibiendo que nada se restituye ni se restaura. Hice buenas migas con esta miseria: soslayar la tormenta en vez de arrostrarla, irme por caminos de travesía, acomodarme con deformidades morales apartadas de la rectitud absoluta en que consiste el deber. La etapa en que iba entrando me parecía un fraude, dadas mis fuerzas, bastantes para más; y una fuga, pues desoía las voces de lo alto. Arrollé esos reproches. Estaba rendido. Quise descansar en una paz de esclavo. Paz sin gloria, de esperanzas humildes, profundamente afligida. Aún zumbaba la resaca de mi conversión precoz.

Llegaba la declinación de una borrasca sentimental, punto gustoso: el ánimo al recobrar la serenidad se mira en la zozobra que va huyendo y en la paz que apenas llega y tasa con más juicio el propio valer, los vaivenes pasados. El hombre que exprime ese zumo de la madurez se alegra en su sosiego apacible; se alegra con moderación porque ha aumentado su sabiduría. Con calma podía yo mirar el espantable alboroto de mi conversión; pero mi madurez era sin humorismo. El lastre de las creencias pesaba demasiado. Mi pasión podía haber sido fuego fatuo, viento, nada. Mas no quedé libre al volver al suelo. Esta aventura no se ganó como la del Clavileño con sólo intentarla. Proseguiría hasta el fin, pero el fin, ¿dónde estaba?

XI

Creo haber maltratado mis sentimientos al descubrir en las soledades de la celda la tibieza del corazón delante del estímulo piadoso. Tan recio solía ser el tiro de esos afectos, que bastaron para llevarse tras de sí los apetitos divergentes de mi vida y absorber en uno todo erotismo y las quimeras nobles. Despacio perdieron su virtud. Firme como nunca en las creencias, no entendí al pronto por qué me emocionaban menos y anduve buscando remedio a la frialdad de la pasión. Culpa nueva se me antojaba la algidez; en su engaño, la conciencia se acusaba de descreimiento. Apegado a la unidad interior, aun ganándola por rutas tormentosas, me apetecía recaer en el deleite casi mortal del acto de abnegación, que es llevar de grado al suplicio, en el ara del misterio impasible, la voluntad de poseer profundamente la vida. Ese acabamiento repetido, esa postración, frutos de un ejercicio donde se amaestra la actividad total del espíritu, suplían por otras efusiones y me dejaban el contento de no ignorar nada de mí. Cuando la unidad vino a romperse y la llama, por barruntar otros cebos, vagó desprendida del tema religioso que hasta allí estuvo entreteniéndola, creí perderlo todo: la caridad y la fe. Quise perdurar en el amor furibundo y me acribillé a espolazos. Hurgué en el origen de la pasión mortecina: ido el espanto, ninguna contemplación me sacó de la apatía. Remonté el surco de los años, agité mis memorias: los amantes refrescan con las suyas los apetitos estragados. Repasé por el trance de la conversión, por las ansias posteriores, y me enternecía mi corta ventura, que tan temprano me sacó de la impiedad inocente. Me engañó esa emoción viciosa: pensando restaurar en su empleo la pujanza original, devoradora de experiencias, me fui con el bajo aliciente de la conmiseración de mí mismo, a echarme en el regazo de la degradación sentimental.

Me propuse ser algo en religión cabalmente al apagarse mi actividad espontánea, punto en que, cohibida la inteligencia, la convicción era más honda y el entusiasmo cedía. No me propuse ser mártir, ni santo, ni siquiera fraile o devoto, pero acompasar los sentimientos con las creencias. Si mi sobresalto de neófito se calmó al aprisionarlo la doctrina, que organiza lo sobrenatural y lo resume en nociones al alcance de la mente, tampoco iba a soportar una verdad rigurosa, áspera, donde no hallase esparcimiento la vena sensible. Pugnaba por regir mi inspiración e introducir cierto orden voluntario, poco patente, que deja a las emociones levantarse y revolotear, pero atándoles un hilo en la patita; y cuando, al parecer, van más sueltas, la sagacidad las ha cazado y las expresa. A ese equilibrio no supe llegar. Veía la disociación presente, y si no acerté con el motivo, menos con el remedio; en el fondo, apuros del aprendiz en sus tanteos. Aspiraba a concluir una obra que no por relegarse en los limbos de la vida secreta dejaba de aparecer de bulto ante mis ojos. Consistía en impregnar de amor las creencias, y si me avasallaban sin yo quererlo, trajéranme al menos la paz y, placiéndose en ellas, arribasen a colmo las inclinaciones generosas del ánimo. Trenzar las ideas con el sentimiento motor no me fue posible, como si escribiendo este libro no acudieran a rellenar su trama los vocablos expresivos pertenecientes. La marea levantada de improviso por la revelación del más allá, en lugar de echarse como antes sobre mí y anegarme, refluía. Quise correr tras ella. Aceché su retorno. Solicité ocasiones —fuera de las que incluía adrede el horario conventual— en el roce de alguna sensación propicia, pues en granjear la complicidad del mundo exterior para sonsacar al ánimo su querencia recóndita, cualquiera, desde niño, es hábil. La celda curaba de suscitar mis soliloquios. Los cuatro muros que en las horas de sol me aislaban del colegio, después de anochecido cobraban levedad y cierto género de imaginada transparencia, como si la materia se atenuase, e iban reculando hasta el confín del silencio, dejándome en el centro de un ámbito frío, solo. Entonces nada había fuera de mí. La celda, abolidos sus límites, era tan vasta como el mundo, y el mundo estaba muerto. Es indecible la acerbidad de este gusto: sentirse único —principio y fin— y afrontar la verdad pura, la verdad absoluta, confundida con uno mismo; uno mismo es toda la verdad. La idea de aniquilamiento entraba en mí al punto: quería zozobrar en el silencio. Suspensa la atención, me zambullía en ese agua insondable, que me expulsaba como el mar devuelve los cuerpos… El tronco de luz amarilla reanudaba la cadena de mis sensaciones. Por incapacidad de deslimitarme y perecer, volvía en demanda de voces amigables que rompiesen esta soledad interior. En vano. La invención y los deseos, la fronda viciosa en que solía perderme se frustraban. En abstrayendo las representaciones carnales, la reflexión sólo encontraba el vacío del alma: seca, agostada toda, rasa. Vergüenza me daba la esterilidad, traída por las luces nuevas de la mente, enseñada ya a tasar en su precio justo los fines de la vida. ¿Cómo podía ser que nada me conmoviese? Pues así era. El alma como un secarral, y vigilante sobre ella, una atención agudísima, en acecho del más leve temblor. Ingrato es guardar una viña vendimiada. El hastío de esa quietud me inducía a buscar el parasismo en las plegarias, y no sabiendo inventarlas, en las plegarias de encargo, ofrecidas por el repertorio de rezos. De haber tenido medios propios de expresión, a borbotones hubiesen manado de mis labios, no súplicas, improperios. Profería, atenido a la pauta de un librito, jaculatorias blanduchas, estomagantes, de tantos ayes y suspirillos como traían: querellas no inflamadas por la emoción de nadie. Pero en el libro, un pasaje desgarrador —el único: una oración en la muerte, tan inverosímil como cruel— impetraba misericordia acoplando sus antífonas a los pasos de la agonía, escandidos lentamente. El cuerpo iba muriéndose poquito a poco en el curso de las preces, y asistía uno al apagamiento de los sentidos como a la extinción de un árbol de pólvora. Al apagarse cada bengala de esas, reaparecía más urgente la súplica, acercándose la obscuridad postrera. La plegaria horrible no dejaba de estremecerme con repeluznos de miedo, entreverado de amor hacia el tercer enemigo del alma, pues el rezo mismo obligaba a considerarlo aherrojado por la muerte, y fuerza era despedirse de él y de sus promesas. Me arredraba en el umbral de la contemplación prohibida.

Advierto en ese propósito descaminado de rescatar el amor a viva fuerza, el yerro de un espíritu todavía, informe, pidiendo a la religión complacencias sensuales incomunicables. Del hechizo inmediato de la iglesia me había evadido pronto. Los juegos de la luz y de la música, el incienso y otras suavidades del altar, no me trajeron saciedad alguna; donde muchos caen en arrobamiento y por el deleite de la vista o del olfato suben al empíreo, yo me mantuve reacio, escatimando la atención al lenguaje de la liturgia, que ya me había inoculado por sorpresa emociones sospechosas, turbulentas, poco placenteras. En la afición de los sentidos, mejor pábulo era el campo. Un día de sol, las formas de los montes, la sonoridad de la Herrería, no Me forzaban a concluir en nada; no me amenazaba lo natural con intenciones segundas y acabó por derrotar a las sensaciones maceradas en la iglesia. Más tarde topé con esa insuficiencia del fervor religioso —anduviese refrenado y doméstico, o siquiera bravío— para llevarme al punto donde el ánimo, fuera de sí, aspira a disolverse y se disuelve a veces en otro aliento de más amplio giro; pasmo ya gustado en la invención de lo bello natural, por el corte momentáneo en la insoportable continuidad de mi presencia. Al contrario, la religión me constreñía; me apretujaba contra el centro moral de mi persona; todos los dardos centrífugos los metía en un cíngulo de acero; iba esculpiéndome ¡con qué cincel inclemente! y me dotaba de límites cada vez más distintos y sensibles. La religión me oponía no sólo a las demás personas pero al Universo. Ya no estaba esbozado en él; y siendo insoportable la cárcel, quería romperla, divagar fuera. Casos de unión estática con lo divino pululaban en las lecturas religiosas y en los ejemplos puestos por los frailes. Ese vuelo en alas del amor, premiado con el olvido, con la suspensión del pensamiento ¿iba a negárseme si estaba advertido del rebullicio del corazón en columbrando la enseña religiosa? Entonces probé una y mil veces a dar ese brinco, como tengo dicho. Fui el explorador más atolondrado de los caminos místicos. No adelanté un paso ni me alcé del suelo una pulgada. Tamaña ambición de sublimarse no se ha visto pagada nunca con más irritante servidumbre a lo presente y contiguo. De esos fracasos salía la percepción aguzada, más capaz y alerta, y los sentidos más voraces. Si era en la celda, me quedaba el resto de las horas inmóvil delante de los libros, filtrando gota a gota la represa enorme del tiempo. El tañido del reloj del monasterio, al caer las ocho, levantaba al colegio de su sepulcro. Portazos, voces, pasos de gentes. La atención se distendía. ¡A cuántas esperas angustiosas no habrán puesto fin aquellas campanadas!

Los frailes, haciéndome buen cristiano, no pudieron contagiarme la tercera virtud, la más entrañable. Una sola poesía cabal. Nombré caridad a ciertos sentimientos de rara bajeza. La ternura, la efusión de convertido, fueron no más espanto de bestezuela acoquinada por la evidencia de su infortunio. Me poseyó la emoción del riesgo; el egoísmo asustadizo dio suelta a su temblor. Domado el alboroto primero, quedome una verdad fría grabada en la mente y troqué la inspiración interna por la disciplina recibida de fuera. No más alzamiento explosivo de los afectos, pero una pauta angosta para encajonar la vida sin aquiescencia libre. La verdad religiosa me subyugaba —por razón de autoridad y del consenso ajeno— con el vigor de las verdades prácticas sacadas de la observación personal. También era verdad que arrojándome por la ventana me estrellaría o que me ahogaría si me tiraba al estanque; fuera insensatez no atemperar a tales verdades la conducta. Me sometí, renca la voluntad, a contrapelo del gusto. La inteligencia, esclava; las pasiones, segadas en verde; observante, por prudencia humana: tal fue mi arte. Aceptar el credo por molicie me sabía a corrupción. De ahí mi aborrecimiento de las amplificaciones sentimentales y de las digresiones poéticas de algunos libros edificantes. En el refectorio, viniendo del silencio de la celda, acaso me tocaba leer desde el púlpito unas páginas de El Genio del Cristianismo (sin René), cuando no eran de Fabiola o, caso peor, de Las ruinas de mi convento. Tolerables los romanos de Wiseman, por caer yo de nuevas en esas evocaciones pintorescas, Paxot, el lacrimoso, me daba náuseas y mucha fatiga como rodeo sin término la amenidad de Chateaubriand. Las campanas…; el peregrino que retorna a su aldea y halla rejuvenecido a su padre…; la elegancia de las ruinas… ¡Si se hubiera tratado de eso! Placentero arbitrio ¡pedir inspiración católica a los robles! Chateaubriand se quedaba lejos del foco de la creencia y de su hálito candente como el solano que asura las mieses.

La escisión se consumó; viví a lo hipócrita, administrándome la seguridad falsa de haber extirpado lo inconfesable. En ese punto tan bajo de la depresión, no es posible estimarse menos. Falta valor para mirar cara a cara los designios solapados que se van superponiendo y, mezclando, y acaba uno por no saber dónde está la mentira ni la verdad. Es vivir en una suspensión cuaresmal harto triste y prepararse no sé a qué: acaso a perdurar en la timidez, en la reserva. Pero la insinuación primaveral, el simple descuido de ser joven llegan irresistibles. En el refugio vespertino de la basílica —el altar sin pompa, sin devoción el alma—, el llamamiento atronador del coro rebota en las bóvedas; nos doblega. El puro azul asoma en las vidrieras altas de la cúpula. ¿Qué sugiere? ¿No es mejor renunciar, que hagan de nuestras vidas a su antojo, estar en paz siempre…?

Al salir de la basílica, por deprisa que fuésemos, el azul, sorbido por la noche, ya no estaba.

XII

Decía con frase acerada el padre Miguélez: «No es necesario que el septentrión los lance; ¡los bárbaros están en España!».

Debo a El Escorial —a sus escuelas— el apresto necesario para entender esa máxima impregnada de españolismo y recibirla en espíritu y verdad; y a la percepción cabal de su sentido —decadencia del estado glorioso preexistente—, una timidez egoísta, un recelo que me impedían avanzar por la ruta abierta a mis sentimientos españolísimos. Me atollaba sin saberlo en un desbarajuste raro; la pasión nacional encandilada por muchos cebos, quería encabritarse y alzaba la cerviz soberbia: puro goce de dar suelta al orgullo y henchir con su viento el énfasis, la hipérbole y otras capacidades donde asiste el desenfreno. El ánimo se lanzaba en tal orgía por engreírse a sus anchas una vez siquiera: érale permitida toda licencia, en razón del objeto sublime. Pero buscaba saciedad apacible, que no martirios nuevos. Al desmandarse, la pasión nacional embestía con el cimiento histórico de nuestra noción de España y replegaba maltrecha las alas.

Tarde comencé a ser español. De mozo me criaba en un españolismo edénico, sin acepción de bienes y veía en el mapa las lindes de una España, pero éste era nombre sin faz; moralmente, no advertía sus límites ni sospechaba que los hubiese. Las anécdotas colegidas bajo el rótulo de Historia general no vivían más que un libro de estampas. Acaso me deslumbró el gran fuego de nuestro hogar alcalaíno. Restos de la tradición literaria complutense aleteaban en mí pueblo al declinar el siglo diecinueve. Juristas viejos, imbuidos de humanidades; algún hidalgo desvencijado, sin dos adarmes de meollos, recitador de Horacio; labradores ricos que empezaran en su mocedad a cursar «estudios mayores»; escribas de la curia toledana, que a poco más hubieran alcanzado a Flórez embanastado en su celda de San Agustín; y un canónigo, el último catedrático de la Universidad, que murió de un atracón de sandía…, mantuvieron en Alcalá el culto fervoroso de los antepasados. No vivían en su tiempo; el mundo no rodaba desde el día mismo que la Universidad de Cisneros se cerró; las prensas dejaron de parir en cuanto los tórculos alcalaínos se enmohecieron. En sus rancios libros, en sus buenos libros —hechos trizas luego, cuando sus bibliotecas dilapidadas fueron a parar en las droguerías—, se empapaban de erudición anodina. Sabían los aniversarios, las idas y venidas de los héroes, sus posadas, sus sepulturas. Eran tercos, grandilocuentes. Daban guardia a la cuna de Cervantes, defendiéndola de los manchegos rapaces venidos por hurtarla. Cisneros llamábase siempre «el conquistador de Orán»; Cervantes, «el príncipe de los ingenios», «el manco de Lepanto», «el cautivo de Argel», «el manco sano», con otras perífrasis no usadas. Juntábanse y se rejuntaban para proferir discursos, loas poéticas, vejámenes, ditirambos; glosas «al libro inmortal», loores del conde de Lemos, denuestos venenosos contra Avellaneda el sacrílego. Nadie más odiado que el supuesto Avellaneda, después de Judas. He necesitado llegar al ápice de la cordura para caer en la cuenta de que nada malo me ha hecho el misterioso personaje, ni estoy ofendido con él, ni he de vengar en su memoria agravio alguno. Los patriotas alcalaínos alborotaban el manso cotarro de su lugar con profusión de veladas, lápidas, iluminaciones, catafalcos; pero su patriotismo era local. Nos persuadían la grandeza única de Alcalá, no la de España. Es verosímil que el suelo, el aire o el agua de la ciudad poseen una virtud predisponente para la gloria y no se sabe quién otorga más a quién: el genio a la ciudad, si el hado propicio le encamina a ver en ella la luz, o la ciudad al genio, amasándolo con ingredientes nada comunes. Esta opinión es la más probable. El buen alcalaíno créese no menos que copartícipe en el Quijote e incluso generador alícuota de la persona de Cervantes. Nacer en Alcalá fue el acierto de ese ingenio; si aparece en otro pueblo no le habrían mentado, como no mientan a otros varones excelentes, salvo que un rayito del sol alcalaíno los alumbre. Dios mismo, que obra milagros dondequiera, ha hecho en Alcalá prodigios desaforados. En suma: es pueblo elegido, colaborador en los designios de la Providencia. La historia era inteligible si podíamos prestarle rostro y acento complutenses; cuando no, caía en las tinieblas exteriores. Participábamos en ella como en hijuela repartida entre el común de vecinos. La actitud, de pasmo; el tono, ponderativo; el temple, gozoso; y como ejercicio —que suple a los impulsos abordados—, el hábito de alabarse por méritos del prójimo y el mirar como prendas propias lo más incomunicable y azariento de las obras ajenas: la inspiración personal o las mercedes gratuitas, ya las dispensase Dios por modo directo, ya sus representantes en el reino de Toledo, los señores arzobispos.

Adiviné al rango de español por dos caminos; ensanchando hasta el confín de la Península el área plantada de laureles y robando a mi propensión admirativa su inoperante candor. Temblé con emociones menos suaves; descubrí un antagonismo; milité contra las fuerzas agresivas, dotadas de significancia moral opuesta a la que ministraban los frailes. Mis sentimientos españolistas ganaron en violencia lo que perdían de libertad, y retrayéndose a su origen, oprimidos, zumbaron amenazas sordas, como nube de pedrisco a punto de desgajarse. No me bastó, llanamente, engrosar el caudal de las cosas que sabía ni seguir la inclinación del instinto, para verme de pronto roído por el despecho, abrasado de malquerencias, o presa de abatimiento rencoroso, como quien viene lisiado al mundo, o enfermo incurable, o desposeído sin justicia de alguna cualidad común al mayor número de gente: en el pasto de que iba nutriéndose mi opinión de español, debieron de echar cierta levadura que se agrió. Padecíamos en cuanto españoles la suerte de Abel. Nuestra virtud, la superior comprensión del plan eterno, suscitaron la liga de los bárbaros con el espíritu del mal. Es el español semidiós derrocado; su generosidad pertenece a otro siglo. De tal manera, descubrir nuestra posición en el mundo —el crimen contra España, escándalo de la Historia— y quedar emponzoñados, viendo frustrarse en la raíz las esperanzas naturales, era todo uno. A quién aborrecíamos más: si al extranjero envidioso o a los españoles apóstatas —los bárbaros del padre Miguélez—, no lo recuerdo.

Los frailes hubieran podido someternos a dos férulas: jurídica e histórica, y elevar el tono de nuestro carácter, no ya formarnos la inteligencia. El estudio del derecho —sin la infección de bajo y estéril profesionalismo que desde el origen lo daña— habría servido no sólo para lograr la destreza formal del juicio y aguzarlo, mas para insertar la noción de la ley en las apetencias profundas de nuestra vida moral, si le hubiese precedido una explanación seria de la idea de justicia. La materia de la historia no habría sólo mejorado nuestra capacidad de discurso, poniéndonos como críticos a escudriñar el valor de los testimonios, pero nos hubiese abierto ese horizonte ventilado y puesto en esa altura para la observación donde la frivolidad perece. Los frailes, que admitían el Derecho Natural, no sospechaban una historia natural de los móviles humanos. Íbamos de los recovecos legistas a las abstracciones intencionadas. Aprender derecho era andar al estricote con fórmulas hueras; la historia, proselitismo. Difícil es que un mozo se amolde a decorar los capítulos del Fuero Real; si el celo del maestro choca con la desgana del alumno, éste es quien acierta. Viéndonos rebeldes a su disciplina, el padre Rafael nos gritó un día: «Mañana os tomaré la lección con puntos y comas». Llegado esa mañana empezó alguien a decir gravemente: «Lección novena, "punto". Rota en mil pedazos la unidad nacional, "coma" se rompe también la unidad legal, "punto"». La indignación del fraile y nuestra algazara probaban de qué parte estaba el ridículo. Repaso ahora el gusto con que las inteligencias deformadas por tan mala postura se habrían avezado a conocer los seres naturales, las piedras, las plantas, a poseer lo concreto mediante la observación, siempre inactiva. Disecar un arbusto, pesar una piedra, notar su forma, su color, palpar los contornos, aprehender con los sentidos; sacar el mundo de aquella su representación polémica, del torbellino oratorio donde lo veíamos girando y restituirlo en su reposo, en su bulto, ¡qué alivio! Tal como respirar el aire húmedo campestre tras una encerrona en atmósfera viciada y seca. Un apetito del mismo orden me movía acaso en la diversión de poblar el escenario de El Escorial con figuras sacadas de los libros de historia. No me jacto de haber puesto a prueba en esa porción de mi cultura de entonces, mi sagacidad crítica. El primer año me plantearon esta dificultad: «¿Fueron los concilios de Toledo verdaderas Cortes?». Hecho alarde de las opiniones contradictorias, como eran de peso igual, la cuestión quedó indecisa. Al año siguiente, de nuevo tropecé con ella; el tiempo no la había esclarecido. Desde entonces no vi texto ni me encaré con profesor que no me la propusiesen. Y el día venturoso en que, dentro de la zahurda maloliente de la Universidad de Madrid, me preparaba a cortar del árbol académico la valiosa borla doctoral, un sacerdote valetudinario, parapetado detrás de una mesa, me espetó después de interrogarme sobre Simón Mago el insoluble enigma: «¿Fueron los concilios de Toledo verdaderas Cortes?». Todavía es esta la hora en que no lo sé.

Más que por insuficiencia crítica, advertida apenas, la historia me fatigaba por su aridez inhumana. Con estar incorporada sucintamente en unas docenas de personajes grandiosos, la catadura de estos héroes no era de hombre. Habían llegado al mundo con el encargo de recitar un papel aprendido de memoria y colmar los decretos providenciales. No aprendíamos nosotros lo que ellos hicieron; más parecía que ellos se adelantaron a cumplir lo escrito. Quien debía salir sobresaliente en los exámenes no éramos los estudiantes, aprendiéndonos la lección de los Reyes Católicos, sino los Reyes Católicos mismos que sin olvidar punto ni coma (ni la conquista de Granada, ni el descubrimiento de América, ni la expulsión de los judíos, en fin, nada), respondieron muy bien a todas las preguntas que les concernían en el Gran Programa. La historia se ahilaba en la longura del tiempo, perdía corporeidad, densidad; diferencias insondables separaban las edades; lo inmanente era la venganza de Dios. Por ventura presentía yo el rumor lejano de un caudal de emociones retrospectivas, y en modos pueriles tanteaba su invención, poblando la tierra que alcanzaban a ver mis ojos con gentes de los siglos esquilmados. Habríame dicho: «Aquí estamos los de siempre» si hubiese sido capaz de pensarlo. Me sorprende la magnitud del esfuerzo que necesitaba para mantener presente esta idea: que los peones de la historia no son seres fantasmales ni conceptos de la escuela: otros hombres, amortajados hoy en los libros, gravitaron sobre esta tierra misma, se esparcieron en esta naturaleza; aunque hallándome muy apoderado de ella, se me antojase proyección enteramente mía. Abrazándome con lo sensible, me representaba la perennidad de sus formas y al punto surgían del paisaje, también con trazos perennes, los seres vivos, tributarios del mismo sol. Sobre el material humano resucitado podía echar el color histórico que me conviniese. El llano y la montaña, la luz, prestaban un fondo invariable; el reguerillo que corría por el aula de historia se mudaba en catarata, nacida en mis sensaciones, en mis deseos. Atroné los términos de El Escorial con batallas, desfiles, cacerías: mis representaciones de la historia eran de movimiento, fúlgidas, sonoras; mas no pasé de ahí, de la cáscara. Pasiones, no las había, no acerté yo a prestárselas a los héroes; su resorte era la vanidad ostentosa, el saber que alguien estaba mirándolos: mis reyes cabalgaban siempre con manto rozagante y estoque en el puño. Me humilla esa incapacidad para la invención verdadera: ya las tocase con el morrión del Cid o con la boina carlista, tantas figuras venían a ser una sola, como una voz sola repetía las arengas que les achacaban los textos.

La historia guisada en pociones caseras por sus paternidades nutrió mi conciencia española. Adquiríamos un extracto del saber, resumido en conclusiones edificantes; los frailes las obtenían manipulando en el archivo de las cosas que ignorábamos y siempre habríamos de ignorar; no éramos llamados a saberlas. Alicortar la ambición intelectual parecía el supuesto de los estudios. No ya por coacción de la fe religiosa o del régimen que partía las lecturas en lícitas y prohibidas: la actitud humilde del estudiante en el colegio, como hoy puedo verla, tocaba en la vocación y en las capacidades del entendimiento, no menos que en la calidad de las materias por conocer. No la predicaban en parte alguna; los frailes se espantarían al descubrirles la entraña del sistema, pero es verdad: los mozos mirábamos las nociones serias, el saber a fondo, como selva inexplorable y tarea de gigantes, reservadas a los bríos de la casta que alumbra filósofos, escritores, catedráticos; sobre todo, catedráticos. No despreciábamos la sabiduría. Un temor pegadizo nos clavaba en la orilla de su tenebrosa vastedad; nadie soñaba en arrojarse dentro. Respeto natural era éste, sin dejos de privación. Como los pobres de buen conformar otorgan al ornato de la vida la admiración boba de lo inasequible y exclaman con retintín donde el orgullo se regodea: ¡Esto no es para nosotros! —así los colegiales descansábamos en la evidencia de nuestra inferioridad nativa para la cultura—. Los frailes nos contagiaban su modestia. O propendían a humillarse con ingenua reverencia de aldeanos ante los espíritus superiores de que alcanzaban noticia, o la aplicación docente no pasaba de ser —en los más cultivados— empleo subalterno de la vida. En los albores de la pubertad dejaban las aldeas leonesas o la montaña para ser novicios, pintado en el semblante anguloso y en los ojos atónitos el candor rústico. Virtudes, todas; y ánimo de perseverar en el sacrificio porque se enclaustraban. Ciencia, de misacantanos. Podían destinarlos a evangelizar paganos o a filosofar con los españolitos encerrados en su Universidad. Más arduo era salir airosos en el colegio que en las Indias. No bastaban la santa obediencia ni la vocación de mártires; no los amparaba el prestigio del castila. ¿Qué horizontes les iban a descubrir el seminario y la aldea? ¿Qué pesaba en su vida la curiosidad ni cómo encenderse en el ardor comunicativo del buen maestro? ¿En qué ambiente? ¿Por qué estímulos? No poseyéndolos, sería maravilloso si la enseñanza hubiese pasado de salvarnos en los apuros de junio. Tanto nos incitaba al cultivo superior del entendimiento como a subir a la luna. ¡Tremendo chasco, frailes de buena voluntad, asiduos en las lecciones, que por nuestro amor, pensando acertarla, abreviabais los libros tomándoos el trabajo de dictar súmulas para ahorrarnos la digestión e incluso la lectura de los textos! Muy escasos de jugo, todavía los libros universitarios guardaban el aparato técnico, el vocabulario, las alusiones a vivas realidades, evaporados en los extractillos. Los frailes concienzudos trabajaban al revés de su cometido recto: ponderar la dificultad del arte; no descorazonar ningún esfuerzo; provocarlo; ensanchar las cuestiones por la misma escala de las capacidades habría estado en su punto. Lo contrario hacíamos: el esfuerzo, suprimido; el arte, ingerido en píldoras o abreviaturas. Éramos inútiles para otros empeños. Tentar la curiosidad debía de parecer un despropósito: nunca nos soltaron entre colecciones de libros por observar siquiera nuestra conducta en ese paso: si los destrozábamos, o los robábamos (bibliomanía precoz), o nos poníamos a leer. En tres lugares de El Escorial pudo hacerse la prueba: la Biblioteca Real o como se llama el almacén de códices preciosos, de líbros raros; la librería de los frailes, dotada de teólogos y canonistas, baluarte contra maniqueos, y la sala de lectura de] colegio. Principal ornamento de la sala era una mesa guarnecida de hule, donde solía haber números de L' Univers, La Croix y La Época; atrasados, por añadidura. En la gran Biblioteca, qué podíamos hacer nosotros, si entraba únicamente en ella de siglo a siglo algún estudioso extranjero; harto era mostrarnos el Códice Áureo y calcular por sospechas fabulosas su precio venal. Ni en la librería de] convento, atiborrada de ciencia eclesiástica, libros prohibidos y tratados espinosos sobre moral casuística «non cumplideros de leer», como el salaz jesuita de Córdoba a quien mentaban los frailes diciendo: «Si quieres saber más que el demonio, lee a Sánchez, De Matrimonio». Pero quedaban libros de humano interés —legibles en sentir de los mismos frailes sin aventurar la salvación—, que hubieran guarnecido muy bien nuestra sala de lectura y servido de cebo, dejando uno en el hule de la mesa a todo evento. En las horas de tedio, algunos estudiantes erraban solos, aborrecidos de las compañías forzosas, del abandono perpetuo en la celda. Los domingos, el colegio se antojaba desierto: huían todos a esconderse no sé dónde; hasta el billar estruendoso y el gimnasio estaban vacíos. Entonces era el buscar un cobijo discreto y no encontrarlo; el ir de una parte a otra, abrir cien veces las mismas puertas —también la del cuarto de lectura— en demanda de novedades y hallar donde quiera la nada. ¿Pudiera calmarnos la sociedad de un libro? Teniéndolo a mano habríase probado la fuerza de la desesperación para inducirnos a colmar dignamente el ocio.

Demostrado por la historia en qué consiste el ser de un español, creábase en el mismo punto la ortodoxia españolista. Cómodos atajos, al soslayo de las rutas del discurso, nos llevaban desde la apariencia desdeñada de las cosas a la esfera moral en que se reflejan, suplantando la defensa de los sentimientos al logro de la verdad. Las formas del españolismo de colegio, placientes a la jactancia natural, al prurito alabancioso y a otros resabios que la educación extirpa o sofoca, incitaban a profesar en esa milicia, donde la constricción era en apariencia nula. No tardábamos en advertir la pesadumbre de la vocación española, incierta, temible como la del cristiano. La ortodoxia españolista nos imponía solapadamente una revelación segunda, chapurrada con la revelación religiosa. De los misterios cristianos sabíamos la ilicitud de juzgarlos; pero llamábamos crítica, frente a los sucesos históricos, al devaneo de apreciarlos según el refuerzo que aportan a una explicación previa, intencionada. La idea de mi cualidad nacional pedía para su contenido asenso obligatorio; en mi conciencia de español, el deber eminente era aceptarse como tal, abundar en las representaciones históricas, base de los valores morales que la constituyen. Esta es la semejanza del postulado españolista y la insinuación del dogma cristiano: iluminado el entendimiento, queda embebida la conducta. El dogma no enmascara su pretensión radical de abolir la crítica; nuestro credo de españoles, por el contrario, echábaselas de demostrable e hijo de la experiencia, alzándose luego a un seguro casi religioso en nombre de la cualidad misma que acababa de revelarnos. Cualidad espiritual ante todo. Lo que inspira el ser físico de España, cuanto en mi carácter viene de la sangre y me ata en la estirpe con tantas generaciones era nada para el rango de español. El toque está en participar de una tradición y esforzarse a restaurarla; en asumir el encargo a que estoy prometido. Prueba su temple la cualidad española en la adhesión a las formas que han incorporado históricamente el ser de España. No son formas emblemáticas ni trofeos memorables que puedan en rigor mudarse por otros; poseen virtud agente, sacramental, y adornan a quien las recibe con particulares gracias de estado. España es la monarquía católica del siglo dieciséis. Obra decretada desde la eternidad, halló entonces los robustos brazos capaces de levantarla; empresa guardada para el héroe español; su timbre único. Ganar batallas y con las batallas el cielo; echar una argolla al mundo y traer contento a Dios; desahogar en pro de las miras celestiales las pasiones todas ¡qué forja de hombres enterizos! Nos daba tan fuerte gozo el remedo de esa unidad interna, que los frailes no disponían de argumento más sutil para inculcarnos su españolismo. Con siglos de por medio, dilapidado el poder, tan diversos como parecen un enjambre de aventureros y una pollada de estudiantes reclusos, nos bastaba entrar en las proezas de los españoles truculentos para ver concordes nuestras creencias y lo que quisiéramos ser, nuestra obligación superior y los impulsos del ánimo bravo. Iguales en los pensamientos, no en las acciones, las reemplazábamos con el sabor de la gloria y esta persuasión tácita: que el heroísmo es en el español virtud inmanente aunque a ratos dormida, y reaparece en sazón cuando lo ha menester. Yo no sé si nacía de esa inmanente virtud la perennidad del esfuerzo español, que nunca era pasado, sino actual; y lo sentíamos inundar por decirlo así nuestro pecho, vivamente. Este es el mayor misterio del entusiasmo. Quitar de en medio las edades y hacernos ver los mitos, no disecados en el ejemplario nacional sino fluentes, reponiéndolos en su eficacia. Nuestro espíritu se inflamaba ante el vastísimo retablo donde los héroes todos asistían con presencia igual, respirando con el mismo latido. La gloria española lograba un vigor demostrativo, una utilidad increíble; podíamos detener una invasión con los pechos numantinos y enviar contra la América del Norte las naves de Lepanto. Digo que serían increíbles si los porrazos de estos molinos de viento no nos hubieran dejado cicatrices. Restauro en la memoria disposición tan singular merced a los ensalmos que conservo, tales como éste: «La infantería española es la mejor del mundo»; repitiéndolo en modo de jaculatoria, sin pensar en cosa alguna, pronto se pone a mi alcance entre tinieblas aquella figura de españolismo que he descrito. Perfecta es su unidad interior. Creencia y pasión nacional se traban tan estrechamente, los apetitos de dominación concurren tan a las claras a propagar el plan divino, que es posible y grato abandonarse a ellos sin reparos de caridad ni de humanidad. La causa de la religión católica es la causa española en este mundo; nadie la ha servido mejor que nosotros; a nadie ha sublimado como a nosotros. La contraprueba es fácil: España, si no campea por la Iglesia se destruye. Los luteranos desde fuera no la vencieron. Ha transigido con el espíritu del mal y dejándose inficionar el corazón por las doctrinas de los bárbaros: sus energías se amortiguan. Nada crea; sacrifica en balde su originalidad; sólo consigue malograr sus dones excelsos.

El arquetipo español entronizado por los frailes venía al propósito de zurcir el ideal puro cristiano de perfección interior y de santificación por las obras, con la urgencia, más baja, de pertrechar a unos jóvenes para la vida civil. Cediendo en el rigor monástico, los frailes salían del aislamiento contemplativo a mezclarse en faenas útiles, tocantes con el siglo. Este rodeo equivale al giro que tomaba su educación; declara la amalgama en que consiste; la hace Posible; la representa. Los frailes sepultaban en los fondos cenagosos de nuestra alma un sillar, la fe católica, que se abría camino con su borde más afilado: el terror de la otra vida. Servía de fundamento a la persona moral, mas el colegio no era plantel de monjes ni los maestros piadosos nos catequizaban para correligionarios; una reserva decente amparaba su vocación y de paso la nuestra. Es lo más serio que hacían (en saliendo de los estudios se acababa lo frívolo): no jugaban a contagiarnos la abnegación y aunque vivían en comunidad donde —por ser todo lo mismo en todos—, parece que pudieran entrar infinitos más y echándoles encima la cogulla dejarlos empadronados para el cielo, se entendía que la uniforme vida en común era acatamiento externo, asaz lejano del ímpetu inicial, cobijado misteriosamente en los limbos impenetrables por la curiosidad; se colegía así de algún silencio, de cierto mirar… Destinados a ser buenos clientes de la Iglesia, pero en el mundo, nos era menester una moral que paliase la espada y la cruz guardándonos de rebelión, de martirio, no menos que del desvío, y brindase al César nuestro esfuerzo de caballeros cristianos. No hallábamos esa moral en la ruta de la piedad. En contra del mundo está la fe, que aparta de los negocios terrenales al creyente si de veras arde en creencias vivas; nada hay que le importe fuera de su eterno destino y se mira en horrenda soledad. La fe pura es insociable. No es útil en la república; ni robustece su potestad ni la defiende. El soldado cristiano prometido a los honores del triunfo, tan bizarro y glorioso como parece en sus armas, se desciñe alegremente la coraza y la espada para entregar el cuello al verdugo. Su gozo es mayor cuanto es más grande el sacrificio según el mundo; ninguna victoria iguala a la que alcanza sobre sí mismo; más le importa vencer a los enemigos de su alma que a los del Imperio. El simple cristiano, humilde y pobre, dechado de mansedumbre, no es ciudadano. La caridad va contra el Estado, opresor, soberbio. Entre las mallas puestas por la razón política, la caridad libérrima se escabulle, las rompe. El corazón cristiano, por entrar en los designios de Dios, anonada los móviles cívicos; ama al prójimo aunque milite en otras banderas. El mendicante, el ermitaño, ¿qué sociedad fundan? ¿Para qué empresa se cuenta con ellos? Es demoledor cualquier apostolado; la contemplación induce en esquivez y desplace al soberano como una injuria. De esa manera, los sentimientos primordiales en nuestra educación, exaltados por su propia virtud al tono sublime, habrían disuelto la vida civil de no templarlos y encauzarlos sin renegar de los principios la moral del patriotismo, que transportaba al orden político la fogosidad de las almas impacientes y secundaba la gloria de Díos a través del gobierno humano. Los frailes, con la mejor voluntad, daban entrada al patriotismo necesario para fijarnos en la tierra e introducir en la esfera de nuestros motivos el de la utilidad común, y solían irritarlo adrede dirigiéndolo sobre objetos que a su parecer brindaban con pertinente empleo; pero el concepto de España, del que sale la norma patriótica, sufría un expurgo previo, no fuesen a prender en él gérmenes dañinos o se acreditasen encubiertas por el nombre de la patria ideas de mala reputación Nuestro mundo interior descansaba, como globo de cristal en el cabo de una aguja sostenida por algún malabarista, en el libre albedrío: si al juglar le falla el pulso la bola se hace añicos; extinguirse la centella del libre arbitrio y hundirnos en cualquiera de los abismos bordeados por la ruta ortodoxa hubiese sido todo uno; abismos correspondientes con el infierno de la religión, como si abrieran un averno en la metafísica. Profesábamos el orden sacándolo del origen divino de la autoridad. Nuestra figura de España tenía apenas base física; en el sentimiento patriótico, lo instintivo animal, la querencia espontánea, cuanto pudiera introducir una sombra leve de necesidad se relegaba en lo obscuro; abstraer de la entidad de España sus facciones históricas para mirarla convencionalmente como una asociación de hombres libres estaba prohibido. Nos propinaban una patria militante por la fe; España es en cuanto realiza el plan católico. Las sugestiones todas de la pasión nacional aprovechaban al propósito divino. Usurpación temible.

Mirándolo bien ¡qué vida regalona nos proponían! El español bueno no tiene que devanarse los sesos; ser castizo le basta. Todo está inventado, puestas las normas: gobernar como Cisneros; escribir como Cervantes; y hallándose frente al mundo en actitud de litigante desposeído por la fuerza del bien que le pertenece, meterse en un rincón a devorar el reconcomio, no tratarse con nadie, pedir para los émulos victoriosos el mayor mal posible. Su deber es imitar, conservar, en espera de tiempos mejores o que fallado el último juicio, confundidas las potestades diabólicas, la misión española se justifique. Holgorio del caletre preparado para cortas fatigas y de la reacia voluntad era esa pauta; pero el sentimiento de la injusticia universal nos penetraba de amargura. Creíamos inadmisible nuestra virtud; no podíamos negar la ruina del poder; la oposición entre los méritos que alcanzábamos y su paga nos volvía el mundo en un valle de lágrimas; estábamos más tristes cuanto más convencidos de nuestra capacidad, de nuestro derecho. En poco tiempo la crítica soliviantada por escarmientos ruidosos acreditó otra opinión: la ruina española es aborto de una raza incapaz. Desabrido fallo, no muy lejano psicológicamente de la ilusión antigua. Me pago de haber sabido por uno de los más listos intérpretes de los oráculos este aforismo:

—En España escasea lo ario, ¡eso es lo espantoso!

Preguntaban si la casta española se avendría con la civilización y la respuesta diferida tantos siglos era adversa: mala ralea, poco rejo; las calaveras lo prueban, dejándose medir. ¡Pesado infortunio! Pero el encantamiento quedó al descubierto. Fuese por excelencia en la virtud y consecuente inquina del mundo o por tacha del linaje, la culpa no es personalmente nuestra; inútil sería revolverse 104 contra el destino. En los años de colegio, cuando la persuasión de pertenecer a un pueblo corrupto, retoño enclenque de un tronco viejo, no había podrido la raíz de mi españolismo, nuestra protesta sentimental contra el despojo era aferrarnos en lo que poseíamos, adorar lo que nadie podría quitarnos, caer pasmados ante los emblemas. Después de la religión, en nada nos mirábamos como en la literatura del Siglo de Oro. Más ortodoxia que guardar. Habíamos sacado el arte y el idioma de la nada o los había puesto Dios en nuestra alma como puso al primer hombre en el paraíso. Bien que no pudieran arrebatarnos esa prenda, tras de las Américas, no era floja tarea conservarla pura. Los frailes nos excitaban a perseverar.

—¡Los tengo aquí, todos, todos…! —decía el padre Miguélez tirándose del lóbulo de la oreja.

Se refería a los galicismos.

El aspecto de los soldados, si entraba en El Escorial una manga de ellos, nos enardecía. Subiendo por la carretera dos filas de jinetes, tan altos, con plumeros blancos y recias hombreras de metal, sable en mano, al paso cadencioso de los fuertes caballos, una tarde de entierro queríamos escaramuzar con dos colegiales norteamericanos. Los jinetes daban escolta al cuerpo de una infanta vieja que poco antes de morir nos visitó, quizá por serle urgente recabar sepultura. El banquete que le dieron en un comedor donde preside el «Choricero» de Goya, acabó impensadamente con mal presagio. Tres estudiantes desmandados, introduciéndose a hurtadillas, cuando levantaban los manteles, en el comedor, devastaron cantidad de viandas y de mosto. Salieron claustro adelante por el palacio, pasaron al coro de la basílica y con horrísonas blasfemias, inéditas en la mansión del Rey Prudente, ahuyentaron a la comunidad que estaba en sus rezos; danzaron una danza báquica en torno del grandioso facistol y dándole a la lámpara vertieron por el suelo a chorros el aceite y el agua. Los manes del lugar debieron de irritarse. Ello es que la Infanta murió enseguida, aunque la pobre no tuvo culpa en el sacrilegio. De la pompa con que la enterraban era tan fascinante el séquito militar que decíamos a los camaradas ultramarinos, señalando a los coraceros:

—¡Eh! ¿Qué tal? ¡Con éstos entramos en Nueva York!

XIII

Renace el campo en El Escorial, y el acuerdo retórico de monasterio y paisaje se disipa. Desnudo en invierno, el campo no rebulle; la expresión del monasterio, plena y señera, atiende a corroborar lo que insinúa el contorno. Si el ánimo, penetrado de congolas en el monte, en el valle sumiso, en el húmedo robledo, se vuelve al monasterio, verá cómo las ordena, las clarifica, sacándolas de la maraña selvática del corazón natural, y las departe merced a la experiencia sazonada que lleva en sí el estilo. Quien esté solo, si su soledad le pesa, o barrunte un vivir frustrado o no espere ser más, mitiga el desengaño en midiéndolo por el patrón que brinda el monasterio. Todo en él aspira a ser eterno, y es ya impersonal, diría sobrehumano. No simpatiza, ni recrimina, ni conturba; formula sin ambages una verdad incompatible con la ironía. No es melancólico, aunque sus piedras amarillecen, porque nada echa de menos. Ni reticente; propone un sí o un no, sin medias tintas, a muerte o a vida, jamás un vivir muriendo, lánguido, ni muerte deleitosa o de buen sabor. Extirpa del corazón lo novelesco, de la paz del claustro el prestigio sentimental… Renace el campo; vuelve la Herrería a sonar, a brillar; enciéndense de luz los montes, y el monasterio padece: en la inquietud de la primavera, su rigor se quebranta.

Inquietud también la nuestra, abocados a un misterio irreductible al marco de la disciplina. Recogerse tres días en el silencio y la meditación, preliminares de la memoria anual de la Cena, era ponernos en libertad forzosa. Los estudios, en suspenso; arrimados los libros; de escolares, sólo el nombre: querían restaurar en nuestras almas el candor de la primera edad cristiana, sustraernos a los accidentes del siglo para que el sacrificio, más que rememorado, pasara ante nuestros ojos. En tres días, ni apremio ni trabajo; ninguna obligación aparente, salvo el escrutinio de nuestra vida interna, acercándonos a un trance que hubiéramos querido relegar en los limbos de un futuro incierto. ¡Pesada libertad! Cada cual a solas, con su persona siempre, testigo y juez, objeto único. Ninguna novedad ni hallazgo impensado, sino verse profundamente como ya mil veces se habría visto uno a todos aires y luces, con regocijo o tristeza, nunca sin amor, ahora bajo la condición terminante de abnegarse.

—De otra manera —decían— el jueves de la Cena cometeréis un gran crimen.

Una hora de celda, pocos minutos en la capilla, y salíamos en grupos de seis con un fraile por guía a esparcimos en coloquios mesurados bajo los robles o en el jardín, a comprobar en las salas capitulares la movilidad de la oveja que mira al espectador en el lienzo de Ribera. En tales paseos los frailes nos trataban y los tratábamos por estilo nuevo. Ninguna conexión de maestro a discípulo subsistía. No eran más desafectos al holgazán que al estudioso, ni el listo se aventajaba al bruto. Quien más podía quejarse de nosotros en el aula, los enojados de la víspera, los que se enojarían al recobrar el fuero magistral, dispensaban una igualdad compasiva, atentos a nuestro ejercicio de cristianos. Afeites de inocencia, elevación piadosa en el diálogo, palabras medidas, por fingir que entrábamos —los más duchos— en las miras del fraile, o entrando en ellas —los más dóciles, los más niños— con el abandono ya conocido de mí, que muy tarde se rescata: así respondíamos. La celda nos recogía —era el ritmo de la jornada— por otra hora. ¿Qué incentivos trasponían el umbral en seguimiento de la vocación indecisa? A media luz, primera sombra deleitable, la celda nos brindaba sigilo. La lectura del libro ascético no iba más allá de los primeros renglones. Los tipos se desencajaban, salíanse a brincos de las páginas. En el fondo de la atención un escenario incitante: arboledas sonoras, remansos de luz, el arcano sombrío de las arroyadas, donde el agua fragorosa rebate y espuma. Lisonjas del natural renaciente. Yerba húmeda, resol en la encinada, agua pura, quemante en las fauces, agua viva vertiéndose en el agua quieta, y el gamonal florido, del que tronchábamos las espigas tiernas fustigando el tallo. Temple suave, día jocundo, concuerdo de la sazón y el deseo: para gozarlo habría que habitar el bosque, desnudos, alanceados por el sol y exponerse al misterio insidioso con que amagaban nuestro descuido la espesura y el gorjeo enfático de los arroyos. El deber consistía en la fuga. Cerrar los ojos sobre nosotros y el mundo, tender los brazos a la cruz, no inquirir el misterio, no reconocerlo; y como era indivisible la capacidad erótica según el objeto a que propendía, planteábanse ofrendas turbias, penitencias voluptuosas, donde la represión del hervor sensual no iba sin barruntos de asentimiento y goce.

Hallaron a un colegial desnudo en su celda, de hinojos en el sitio que bañaba el sol. Se santiguaba las espaldas con un atado de correillas. Del mismo dolor, o bien de vergüenza y susto, se desvaneció. Puesto en la cama, el médico vino a reconocerlo. Estaba hecho una criba.

—¿Por qué se da usted ese trabajo? ¿Quién se lo manda?

—Nadie. Es que me gusta.

—¡Cómo degeneran las razas! —concluyó el médico.

El penitente era nieto de un general isabelino, vencedor en cien batallas.

Los puntuales ejercicios de Semana Santa fenecían en la comunión del jueves, ápice del año religioso, el solo día que el gran altar de la basílica nos aprestaba ese banquete. Los menos sensibles debían de tener miedo. Allí estaba el fruto de las plegarias, del sonrojo confesional, de pésames indecibles; la conclusión de un triduo dispuesto para alentar amores y esperanzas divinos, del que salíamos con pulcritud en fuerza de obstruir las rutas imaginarias, tan holladas, y de enfrenar la apetencia de los sentidos. Quien poseía la fe nacida de espantos, preguntábase cómo doblaría el cabo, si en mayor perdimiento o en salud. Quien poseía la fe filial, los primerizos sin edad de ser justos, mostraban la conformidad placentera que pintan en los adolescentes mártires. Debajo de la cúpula, frailes y alumnos, la comunidad de San Lorenzo, los novicios, el monasterio completo, formábamos luengas hileras. El chantre en el coro exclamaba antífonas gloriosas, entre claros silencios, y su voz nos impelía hacia el altar donde los oficiantes habían trocado el terno de luto por el blanco. El espíritu anestesiado dejaba de padecer. Corazón leve. ¿Estaríamos, al fin, perdonados? Vasto silencio. El chantre se callaba cada vez más; los frailes —reguero negro— volviendo de comulgar, edificaban a las devotas parpadeantes, y, servidos por el acólito, bebían un sorbo en un cáliz.

XIV

Entonces dejé de profesar mi religión natural, fabricada por actividad espontánea delante del mundo. Aunque de nombre cristiano, rehíce en la infancia un paganismo auténtico; y a fuerza de buscar representación sensible para las memorias evangélicas, reduje cuanto se me alcanzaba de esa tradición a un repertorio de mitos campestres. No que las fuerzas naturales se divinizasen o les prestara figuración humana, sino que propendía a solicitar por el rodeo emocionante del paisaje la virtud comunicativa de lo divino, que en otra manera, ni mellaba mi sensibilidad ni se dejaba aprisionar en el entendimiento. Era un desánimo para afrontar las entidades morales puras, el mal y el bien, el castigo y el mérito, que reconocí más tarde. El Cristo, sus discípulos, las santas mujeres, revivían por mi amor sus fastos terrenos en los límites de un campo breve, de unos valles, de unos huertos, de una arboleda prestigiosa; fueron la conclusión sentimental de un primer arrebato frente a las obras bellas de la luz, los fantasmas del sosiego junto a un manantial en la ribera, la sugestión de un vestigio romano —ruinas de un templo, de un palacio— bruñido por leyendas sacras. Fuera del paisaje, las encarnaciones religiosas perdían pie; sin la evidencia de una emoción, se desleían en el acervo metafísico del Credo, donde nada se les cumple a la inventiva ni al amor. El misterio de la primavera en El Escorial, mostrando en la sazón necesaria que estaba cortado para siempre el tránsito de la contemplación ingenua del mundo a las efusiones de mi religiosidad, me enseñó a separar los cebos del erotismo en buenos y malos.

Misterio nunca sentido en la primavera del campo sin montaña por donde va el Henares: la vena del río, sonante en invierno; un festón de negrillos al pie de escabrosos pastizales; la sierra esculpida en nácar, en ópalo, no tan próxima que agobie ni tan lejos que no sea límite; la gleba dócil, abierta, loada por los hombres que han cumplido sobre ella el rito de sembrar; y entre el alcor y el río, la vega armoniosa, reparo de imaginaciones desmandadas. Tierra escueta, y tan árida, que el ornato más pobre —un olmo solitario, un pradecillo, el retamar silvestre, la poca agua que basta para humedecer las yerbas del arroyo— vibra con fulgurante alegría. Campo que fui poseyendo en la mejor sazón, por lo que valía a mis sentidos en esparcimiento puro, como no he vuelto a verlo, perdida la inocencia del placer en alusiones a las memorias humanas remanentes en el paisaje. Humanizado, vive tanto como yo; me sigue paso a paso. Somos el uno del otro. Le debo un estilo, quizá, allende las letras: la certidumbre, la confianza alegre que no se rinde a los años. Me debe la fuerza expresiva que yo le otorgo, e intenciones que antes de mí no tuvo. ¿Cómo se llama la impulsión de nuestro espíritu a dejar algo de lo suyo por donde quiera que va, a impregnar las cosas o a recibirse en ellas tanto que no puede soltarlas sin desgarradura? Voracidad que no se ejerce sin algún perecimiento del caudal propio. Mirar ese campo investido de mi contemplación me desazona, como si viera alzarse contra mí, exigiéndome la realidad que no supe darles, los ensueños frustrados en el curso de la vida, amables porque murieron.

¿O será la calma de esos lugares un engaño, un recuerdo falso? Quisiera saberlo y no puedo. Todavía si atino a devolverles su impávida hermosura, el reposo en que estaban antes de ser míos, extraigo de los juegos de la luz la sensación en que consistió su hechizo. Desde la cuesta —verdor reluciente en los pastizales que se desploman sobre el río—, la campiña y la vega humean y se desperezan en el deshielo matutino, heridas por el sol tardío del invierno. Vellones copudos se despegan del suelo, se estiran sobre el cauce, se rasgan en la leña negruzca de la chopera. Por los surcos nuevos expira la tierra un vaho entrañable; toda brilla y se estremece. E invaden el silencio de la hora más alta, consagración del día, el fragor de un molino, el estrépito del Henares embravecido. O bien, bordeando el alcor al declinar las tardes de la canícula, punto en que las cosas derretidas por el sol recobran su perfil concreto, emergen de la masa blanquecina donde los colores se destiñen y se embazan las líneas. El poniente repinta el carmín de los visos; los cerros se hacen ascua. Veladuras de rosa ennoblecen la compostura vil de los barrancos. A ras del suelo se evade la luz por el boquete dorado del ocaso, y la vega se vacía de claridad. Siluetas gigantes se desmayan en los árboles de la ribera; las sombras, angustiadas, apenas gravitan; cada bulto se dispone a soltar la suya. El chapitel, el torreón se apagan. A tono con sus olivos, los huertos se ciñen a los muros cenicientos. La materia se decolora en la atmósfera lechosa donde aún tiemblan los cuerpos: en ella se cuajan, se enfrían. El mundo queda en rigidez marmórea, no sólo yerto y pálido, pero quieto, varado en el crepúsculo. Ámbito impasible: no absorbe ni destella sentimientos de nadie; el goce se purga de la morosidad egoísta que engatusa al ánimo enflaquecido. Esto sucede en mi memoria; el natural devuelve una imagen pensativa. No es triste ese campo que me entristece; triste, la historia —de uno o de muchos— y el corazón que la sueña o la recuerda.

En los mayos de esa vega miraba la corona pacífica de una esperanza anual, el término de los trabajos divinos. No entendía los misterios, pero hallaba concordes la naturaleza y la leyenda. Cuando el mundo renacía, y, bajo un temple suave, era tan bueno ir mirándolo, correr, gritar, y el simple respiro, ¿podría el Señor estar doliente, muerto? Un sábado, al cual nos conducían, del cual nos separaban todos los demás días del año; un sábado, previsto ya en los ritos fúnebres —el sepulcro no se cerraba para siempre, harto lo sabíamos—, cumplíase en la iglesia sin lámparas la renovación de los dones naturales: un tonsurado inventaba el fuego, en memoria de otra invención antigua; purificaba el agua, exhalando el resuello sobre el haz de la pila, en memoria del poder, mucho más viejo, mucho más grande, que separó también con su hálito las aguas y el firmamento. Y luego era la mágica irrupción de cánticos, de resplandores. «¡Alegrémonos! —clamaban en la iglesia—. ¡Cristo ha resucitado!». Sí: lo esperábamos. Su muerte era revocable, como la del sol cotidiano.

Yo retuve de las sugestiones causadas por la doctrina y la liturgia, las más placenteras, y de ellas me servía, a falta de expresión directa y propia, para poblar de imágenes el campo. Retuve los fastos gloriosos, el júbilo pascual, la inocente albura de la ofrenda. Retuve las promesas confortativas, el bálsamo de misericordia, que no deja cicatriz; la asistencia en un tabernáculo radiante, donde el amor es tan actual y seguro que se parece ¡oh descanso! al olvido. Retuve las señales de regocijo: el oro del altar, el incienso nacarado, los himnos, las palmas; las apariciones benignas, rebasado ya el Calvario, cuando Jesús reposa de sus trabajos cumplidos, ilumina la tierra que pisa y la apacigua. El encuentro con los discípulos que iban a Emmaús, sería en un camino estrechado por las mieses; en el albergue fresco, de la orilla partieron el pan. ¡Qué delicia! Barrido el ensueño por la muerte, los pobres pescadores, dudosos, chasqueados un poco, afligidos mucho más, se resignaban a expulsar de su vida las quimeras celestiales. De súbito recobraban el amor, y un alma infantil, asaz maltrecha, veía la intención profunda de esa escena, la apetencia de consuelo que en ella se colma. Es válida la ilusión que aguarda contra la muerte. Mi ronda de fantasmas adorables vendría alguna vez, ya pronto, a restituirse en mis brazos. Yo lo soñaba, sabiendo que era soñar, pero aguardaba de la vida ese milagro, esa promesa: que abolido el dolor, prueba inicial, momentánea, cualquiera deseo tropezaría siempre con su objeto, resumiéndose el secreto de los años en una posesión imperturbable, feliz. Por eso el campo entonaba presuroso una canción fascinadora, acompasada con el ímpetu mío de arribar a la fuerza viril, donde se me cumpliera la justificación benigna de mi destino. Canción pagada con lágrimas de gratitud, por estar cierto de una ventura tan grande y vivir traspasado de emoción en una naturaleza conforme a mis límites, donde lo divino se achicaba amorosamente al tamaño de mi corazón ambiciosillo. Niñez intacta, que una tarde se marchitó oyendo predicar a un jesuita.

XV

Octubre, sin desnudarse los pámpanos, me devolvía al colegio, frustrando la semejanza de libertad, la suave carencia de estímulo en que consiste una vacación de escolares. Yo usaba lo más de mis ocios en lecturas sin tino, por simple codicia de leer. Declinante el estío, los términos de la Alcarria y la Campiña brindaban profusión de liviandades —las ferias, la caza, las romerías— vencedoras de mi despego. En tal coyuntura el señorito cabalga y arrostra de pueblo en pueblo la hospitalidad temible de los lugareños. La familia del señorito es poderosa, con clientela. El señorito será mucho en el mundo: esos labradores que le agasajan predicen a su amigo una carrera triunfal, según el patrón de arribismo cortado de los periódicos y la idea que se forman de la alta política. Se hospeda en la mejor casa del pueblo. Guárdese de herir el orgullo picajoso de sus huéspedes, dolido cuando menos lo espere. El arte se formula mejor que se cumple. Hablarles en su lengua de lo que el señorito no entiende: el trigo, la viña, las mulas, las ovejas; tentar con delicado pulso el enredijo de sus amistades y enemistades y asumirlas ciegamente; comer cuanto le sirven, beber cuanto le brindan, fumar cuanto le ofrecen, bailar si bailan, jugar si juegan, no parecer hipócrita cortesano. Llaneza, sin darse por familiar: pedir el trato ordinario agravaría al huésped. Es menester que despliegue su lujo y pille la despensa, el corral, la bodega. Alabar, no demasiado. ¿Alaba el señorito la abundancia, el esmero, y se confunde por el obsequio? «Lo que hay se ofrece de corazón», replica el dueño. El ademán descubre su lealtad y una pizca de recelo. Lo que hay podrá no ser bueno: líbrate de juzgarlo y considera el ánimo liberal. La etiqueta del rico de Daganzo, de Brihuega, de Anchuelo, grave y prolija como la del real palacio, la excede en finura, mirado el objeto de la hospitalidad, porque no significa reverencia al señor de la casa sino al viajero, y se propone aturdirlo con deleites. Por fortuna ha llegado a perderse sin que el labrador lo entienda la antigua ceremonia del rey Perion, que aderezaba en su propia alcoba lecho a los caballeros andantes no más de por hacerles cortesía y honrarlos. De otros alicientes que pudieran ser de alcoba no hablo. La hermosa Quiteria no aguarda en su aldea un galán poeta y pobre, sino el riquísimo Camacho que la instale por sus trámites en Madrid, donde son las buenas funciones de teatro y de iglesia.

En la sazón que digo, cursaba yo los usos aldeanos. Datan de aquella edad mis correrías por entrambas riberas del Henares: la Alcarria, bermeja y torreada, abundante en historias que suspiran por un narrador, y la Campiña, tan árida que un girasol la decora, ven cumplirse en el comienzo del otoño un rito muy antiguo, bajo diverso nombre asociado de religión en religión al disfrute de los campos. La lluvia lenitiva de septiembre restaura la blandura y cobra el suelo alegre paz y amenidad muy suave, Apuntan flores en los raros jardines. Brota el pasto nuevo. Las semillas caídas se esponjan, se abren, dan olor. La tierra es habitable. Cristos y vírgenes dejan la sede parroquial y van por nueve días a recibir homenaje en las ermitas del campo, tal vez levantadas en la margen, el recuesto y el gollizo donde el romano civilizador fabricó un puente, abrió una capilla, captó una fontana. Luego incide la vendimia. Los naturales se alegran sin razón. El amo apura la ganancia; mas la gente, sumisa al dictamen de la sangre, vieja como el terruño, corta y acarrea las uvas en estilo de fiesta y se alboroza sin mirar que trabaja en provecho ajeno, como labran y melifican para otro bueyes y abejas. Está concedido al labrador holgar un día en la edad viril del año. «Primero —dice afanado en su agosto— recoger lo que da Dios». Guardado el esquilmo es justo elevar a los genios terrícolas preces de gratitud, no ya de esperanza cual los rezos de primavera. El labrador, grave en la misa, en la capea bárbaro, se prepara un desquite. No atino a ponderar el ardimiento de esos pueblos cuando se entregan al placer anual. El carpetano rústico, espaciando el goce lo acrecienta. Revuelve piedad y algazara, pitanza y religión. El día del Cristo o de la Virgen adora su propio vientre y sacrifica —es idólatra— cien toros a Moloch. Sangre de la hecatombe y vino, alias «sangre de Cristo» por manera de admiración y respeto, tiñen la plaza. No fluye tan caudalosa como quieren decir los filántropos la sangre humana.

Alcalá dicta lecciones incomparables a las del campo. La vena popular se esconde en la vieja Compluto ante las obras magistrales de la razón. Preside la urbana mesura impuesta desde el origen por el constructor del foro, del pretorio, del frontón sobre aquella surgente ribereña que pregona una victoria del César. El romano acertó para siempre a condensar la virtud de esa tierra que tan fácilmente se ordena, parcela natural de un imperio de juristas y labradores. Aluviones sotierran la obra antigua: el gañán labra un terreno más moderno que la era de los mártires. Tirando hacia levante, la ciudad se ha rehecho según la propensión a eternizar —por armonías severas, razonables y claras— ambiciones que desdeñan lo pintoresco local y se emplazan en la historia. El civismo romano sembró sin querer otro germen en el agro alcalaíno. Un procónsul degolló a dos inocentes confesores de Jesús. Las rodillas de los mártires impusieron su molde en la piedra, y ungida con sangre de tan rara virtud, rezuma un humor prodigioso que embeben las devotas en su lenzuelo. Imán del favor celeste, la piedra vale por otro cimiento de la ciudad: sus hijos reciben con el patrocinio de los niños degollados y la memoria de un fallecimiento glorioso, la imagen de la infancia sonriente en el suplicio, vencedora de la vida inmortal. Desde entonces, la ciudad asediada de rastrojos se es-fuerza en desprenderse del hábito campesino, subyuga lo espontáneo, se acendra, depura y magnífica por obra del estilo. Cuanto ha sido o persiste en Alcalá se engendra de la gracia amaestrada y la elegante sabiduría valedora de un propósito trascendental. El intelecto secunda la tesis romana: la fe absorbe y quema en su pábilo la substancia popular, desbasta el sentimiento y lo somete a disciplina. Grandeza y ascetismo se reparten el señorío. Histórico semeja el ente de la ciudad y en la historia se enraíza la emoción que difunde. El venero poético del realismo ingenuo, a ras de pueblo, se extenúa desde hace siglos y corre tan delgado que nadie lo presiente. No es menos admirable la nulidad de su fantasía. La imaginación rural señoreada por la vida urbana, pierde en ciudad tan prestigiosa el arte de crear: aplica su fuerza a los milagros sancionados: no vuela; no es agorera ni temerosa: nada inventa. Una escarda feroz ha pasado sobre ella. Las «Brujas» que nombran un barranco fueron exorcizadas. Lo que es gigantes, de uno solo hay noticias, el gigante Muzaraque, enterrado en la gran cuesta Zulema. Debió de ser un pobre gigante, muerto de nostalgia en la emigración. Nombre hay de Cueva de los gigantones. Murciélagos la habitan. Los alcalaínos que por todo esculpen lápidas Y se afanan en loores onomásticos, no han rebautizado plaza alguna en honra de Muzaraque, ni buscan su gran fosa, ni celebran su centenario. Por ventura aciertan. Los geólogos salen ahora diciendo que el terreno es anterior a la edad de los gigantes. Tortugas fósiles sí han encontrado; huesos de gigante, ninguno. La ciudad urbaniza los milagros campestres. Se aparece la Virgen a un pastor y Alcalá se la apropia. Una imagen de María se reveló en las alamedas del Henares. Llevada a la Magistral, la imagen huyó al sitio de su epifanía. Traída de nuevo, volvió a fugarse. Leyeron los intérpretes la voluntad de nuestra Señora: tener culto en la floresta donde se había manifestado: eso quería. La ciudad urdió una componenda: fabricó la ermita y puso en ella un traslado de la imagen aparecida. Las potestades celestes no insistieron: aceptan ese arbitrio del espíritu legista, herencia de Roma.

El tronco viejo retoña vicioso en los suburbios. Posaderos y herradores de la Puerta del Vado, que guardan los refranes de la antigua sabiduría y están en sus poyos al socaire de la posada y de la fragua profiriendo como de limosna, por palabras adustas, los fallos de su prudencia; matarifes de la calle de la Pescadería, desgastadores de vino; gruesas putas del Carmen Descalzo, tábanos de la soldadesca; ventrudos esquiladores de la Puerta de Madrid (aciales y tijeras insertos en el cincho de cordobán), sin tilde de gitanismo, que hablan a las bestias mientras las esquilan, como habla el barbero a su parroquiano bípedo; el barbero mismo, oficial malicioso, cazador furtivo, y su pareja el cura de escopeta y perro, heredero del manso hurón de don Diego Miranda; el bigardo que tiende en el río las artes de pescar (la caña, la nasa, el esparabel), y tantos pegados al suelo como el olmo y la cepa, esparcen en los bordes de una ciudad cargada de representaciones onerosas el sabor genuino de pueblo. Huele su barrio a lumbre de leña. Computan el tiempo por las fiestas solemnes. Guardan la ropa en cofres montados sobre zancas de pino. Conservan el nombre de las cosas. Su religión se cifra en la cofradía: tomar el cetro en la del Carmen o de las Mercedes no es menor caso que meter mano en quintas. Nada se les representa allende la muerte con más fuerza que las ánimas del Purgatorio. Reprueban los modales y habla forasteros de que alberga ejemplos la posada: tejeros de Valencia, segadores gallegos, mondejanos que portean aceite, y los hijos trashumantes de Maranchón, propuestos a la reventa de mulas. El pan de flor, el vino sin malicia aventajan su tierra sobre las del mundo y proveen al regalo de su incurable sensatez en el transcurso de la cuna a la sepultura.

La ralea aldeana no participa en los fastos complutenses. ¿Qué lugar tendría en esa pompa rozagante sino el de patán gracioso? En la historia no le reparten papel. Es generación bastarda. Yo mismo vine a conocerla muy despacio. Antes de aprender la diferencia de clase, parecíamos iguales en la escuela. ¡Qué rumbos divergentes luego! Avezarme a la disputa en forma, rebatir maniqueos y donatistas, persuadirme vanidades y en mérito de ellas adscribir me a las clases que llaman directoras, en tanto el camarada puesto a oficio, es carpintero, viñador, mozo de pala. Hallé un verano al chico más despierto de la escuela mudado en jayán. Dentro el taller fuliginoso un mocito tiraba del fuelle, ladeándose —ritmo de cojo— a un costado y promovía el resuello intermitente de la fragua. Chorros de blanca luz escupía el fuego iracundo, entre ronquidos y silbos de pecho asmático. El bulto del herrero surgía en resplandores: el rostro pizmiento, el torso bermejo, y los brazos, uno a la tenaza que volvía y revolvía sobre el yunque un ascua de metal, otro martillando: golpes sordos en el hierro candente, golpe campanil en la bigornia, repicado por los brincos del martillo. El cíclope —mi amigo de la escuela forjaba callos para un buey descalzo. Dejada la herramienta se enjugó la frente con un brazo, las palmas con el mandil y se adelantó a mi encuentro. Apenas pudimos conversar.

—¿Has acabado la carrera? —dijo. (Era lo importante).

—Ya ves, chico —repuso a mis preguntas—, trabajando.

Esbozó una sonrisa humilde. «¿Qué puedo hacer yo?», quería significar. Así me adulaba. Percibí lo forzado de su humildad. Me esforcé a la llaneza, a no hacerle de menos. Que fuese orden natural nuestro suceso desde la escuela no lo dudamos: acaso mi amigo estuviese más lejos que yo de la duda. Esa convicción nos apartó. «¿Qué venía yo buscando?», me dije al salir de la fragua. Quise explicarme un malestar. ¿Será una pifia esta visita con sabor a desengaño? El herrero, más experto, recelaba del señorito, le volvía a su rango. Sin recelar de nadie proseguía yo en espíritu la igualdad confusa de la escuela. Me dolí de no ser creído. Por vez primera contemplé en el juicio ajeno la imagen que daba mi condición, no mi persona. Preso en los atributos de un género se esperaba de mí la conducta pertinente.

Deploro haber gateado por las ramas de una historia con segundas intenciones, ponzoña del amor natural a la tierra, y desdeñado el tronco que sufre sin perecer tales injertos. Mi afición vino a enmendarse con mejores letras. Provisto yo de tantas que me parecían invenciones literarias, percibí —en tratos de feria, en fortunas de caza, o huésped de algún parador— gravitar en torno mío, cobrar cuerpo, henchirse de sangre los graciosos fantasmas descubiertos en los libros: pude adscribir a su modelo cada ejemplar. Lo pintoresco ni las formas del lenguaje no me hechizaron: mágico era el signo de hermandad, acento inefable. Descubrí esa cantera, figurada —coincidencia biográfica— en el suburbio alcalaíno, y la exploré, habiéndola despreciado por antihistórica. Los personajes populares del Quijote bullen en la Puerta del Vado. No sé yo la deuda con su tierra, pobre en lo imaginativo, que tenga Cervantes, inventor maravilloso; la otra faz no menos rara de su genio, faz pulida en la experiencia, donde la increíble sorna y el plano buen sentido destellan a pura maestría con las luces del mejor lirismo, corresponde a un modo de rechifla vernacular y apura un carácter de su país, que no entiende de locos. Esa faz me declara lo perenne del hombre popular, labriego o artesano, sin edad política; destruye el valor representativo de la gran procesión histórica; reduce a categoría de accidentes la hechura formidable de tal siglo, la pujanza de estotra religión, usurpadoras de un valor típico en lo hispano. La acción de trasmutar en arquetipos ilustres lo natural presente y modelarlo por obra anticipada del estilo se me cumplió en la baja ralea. Otras castas permanecieron de carne momia. La solemne historia, donde me habían enseñado a buscar mi progenie, entraba en la custodia de un museo, pasto a la aplicación subalterna del curioso. Sentimientos y designios quedaban fuera de mi uso, como el manto de aquel emperador, el morrión de este guerrero. El énfasis normativo mostraba su oquedad terrible, almacén de aire para la ortodoxia grandilocuente. Me reveló lo necesario de España el arte alimentado de experiencias particulares que sube con intuición poderosa a lo universal y genérico. El ser de español reside en las artes, que no en obras políticas. ¿Qué es chapurrar una y otra grandeza, aducir las emparejadas a formar un espíritu? Cervantes pone en labios de loco el discurso de las armas y las letras. Cervantes dejaría todas las victorias contra el turco imaginables en trueco del simple coloquio de Sancho y el narigudo Cecial en el umbrío bosque. Yo también las trocaría por el placer de leerlo, no ya por la gloria de haberlo escrito. Puede copiarse la planta de un imperio. César, Carlos Quinto, Bonaparte plagian miserablemente un catafalco imperial reducido por uno y otro siglo a polvo. La gloria de Octaviano, el poder de Luis XIV pueden tratarse a lo bufo. Felipe II, alabado como Dios (creyentes hay para todo), maldecido como demonio (quedan protestantes asustadizos), me inspira un regocijo inextinguible. Se concibe una parodia gigantesca que ilumine la faz, sombría hasta el presente, del rey, y le otorgue el primer puesto en el orbe de los mitos hilarantes. Quien exalta el designio personal y se gradúa de intérprete del plan divino, no pide otra fama que la burlesca. Las obras del orgullo, del espíritu mesiánico, los planes del fanatismo arrastran una comicidad dolorosa, patente en la ineluctable voltereta final que los derrumba. La comicidad proviene de estar preso el engreído en su mismo engreimiento. No elude la férula cómica el ambicioso dominador, aunque se entrevere de un granuja. En corte imperial, la criatura inteligente sería el bufón, nuncio de la posteridad: el bufón sabe que al papel de emperador pretende quien no sirve para otra cosa. Adoctrinar la ambición es vil empleo. Triste personaje en el teatro universal se me antoja Maquiavelo, que malgasta su ingenio sobre necios fines y le pudren rencores del patriotismo. El más cargante en castellano, ese taimado Gracián, baturro jesuita, loco de vanidad porque tiene talento ¡caso inaudito!, que plantea el propósito de hacerse valer en la vida sobre expedientes de astucia. Risible astucia. Las fábulas se mofan de la zorra, que incorpora la astucia en cuatro pies. Y al hombre más astuto, sentencia el poeta, le nacen canas.

Sólo es original la emoción poética, pena de no existir. Durable, la creación desinteresada, la hermosura que se realiza por alto entendimiento de la vida, ya se contemple el espíritu a sí mismo en la reflexión, ya se extasíe en lo natural corpóreo. Shakespeare o Cervantes son inmunes a la burla. No podré reírme de ellos, por ganas que tenga de reír. El genio exorable se levanta a su esfera sin valerse de mi sangre o mi sudor y me deja todavía su corazón en prenda. Pertenece a la sensibilidad monstruosa del genio arribar de golpe a lo esencial, expugnable por el arte. Tal poeta en una página me descubre de España más cosas que pudiera yo aprender en todo Simancas si polvorientamente lo leyese. No sólo otras cosas: las únicas que para mi objeto importan. Un poeta que cante las luces de esta sierra y el sabor de sus aguas enriscadas, empieza a influirme un ser de España perenne como el objeto y la virtud que lo caza, preferente a los designios estilizados en la fábrica de San Lorenzo. Mas de la vida moral sólo declara un valor semejante el poeta que raya en lo humano, allende las garambainas castizas. La sensibilidad no puede alzarse a noble rango si el aguijón mental no la estimula. Chusca vanidad es titularse poetas nacionales, porque se enfundan en un maniquí guarnecido de cintajos y plumas, y llueven palabras que no significan sentimientos de nadie. Secreto penoso, mi secreto desvío de las obras consagradas a poetizar la España, que incitan la capacidad sensible a percibir por imágenes un gran ser, manifestando lo bello de su carácter. Nada manifiestan. No me conmueven. ¿Mi corazón se endurece cuando se derriten otros? El carácter rehúsa dejarse aprisionar en atavíos de máscara, o a parecer por representaciones falsas amortajado en la cima de un túmulo.

El catafalco imperial deslumbra. ¿No se oyó en mi mocedad a uno que pretendía explicarse España clamar delante de nosotros —los españoles más antiguos, los más rancios españoles nacidos hasta ahora— clamar por una descendencia española sin mestizaje, poniendo que está virgen la España natural y no ha criado en veinte siglos un retoño? Vemos desmontado el catafalco. Pasó la casa de Austria y en Daganzo gobiernan todavía los alcaldes que Cervantes vio elegir. Me consta; son mis amigos. Los alcaldes, Trifón el del alfar, el posadero de la Cruz Verde, entenderán la aventura del rebuzno sin desperdiciar su humor, darán nombre a los personajes y, acercándose a la observación del poeta, casa en alguna aldea, quizá en la gran Chiloeches, que urde tiras de pleita desde la aclimatación del esparto y en balde se llama cuna de las artes industriales de España. Lean aquéllos La devoción de la Cruz: no alcanzarán pizca de la idea inspiradora. Las obras del genio especulativo sacadas por deducción de conceptos generales, dramatizando en ellas bajo apariencia humana la contienda apologética, se ajaron al probarlas candorosamente en el ácido sentimiento popular. ¿Alientan con soplo vital si los conceptos se vacían y descaecen y el rumbo del pensar se muda? Bordean la avenida de las letras catafalcos mellizos del de orden Político. Los destruye la observación realista, por más que la deforme o exacerbe el designio burlesco. «Llegará día en que se are con maridos en Castilla», dice Quevedo. ¿Qué podrá ser «el médico de su honra»? Una entelequia funesta y sombría: discursos de cura célibe: cálculo aberrado de un corazón —distante del de Otelo— sin amor. Comprueba su derrota la experiencia y saca libre de infanda locura al pueblo. Los celos son hijos de la carne, tercer enemigo del alma; hijo del mundo, enemigo primero, es el honor, patrón de caballeros calderonianos. No hablo del demonio, suelto en el campo intelectual, que turba la fe argumentando a lo teólogo. Terca, poderosa criatura, y algo estúpida es el demonio calderoniano: insiste en persuadir la herejía a fuerza de silogismos y le vencen la caridad, la esperanza, que no un silogismo. El pueblo no pasa fatigas mentales sobre la fe, ni asesina fríamente por puntos de honra. Más cristiano parece que los héroes del gran poeta de la monarquía católica, siquiera por omisión nacida de laxitud, de abandono, de atemperarse al curso de la vida. La omisión —rareza del heroísmo— revelada al observador, delata la calidad falible de lo humano y nos aparta de los muñecos ejemplares. ¿Habrá de subyugarme un prototipo español férreo, apenas con carne sensible sobre los huesos, el intelecto ergotista y el alma fanática de un vate hebreo, que ignora la sonrisa, la sencillez, la gracia? Relega su grave melancolía a un camarín cortesano: paños de seda escarlata, suntuosa negrura del velludo, cintillos de oro. El auténtico sentir del compatriota, hombre sin sobrecejo ni pesadumbre, allegado a mí, corre por otro estilo. Movíamos al África en tal sazón una guerra desbaratada. Regían tópicos muy gratos a los frailes de El Escorial: misión histórica, glorias de la Cruz, traducidas al furor verboso, inane. El pueblo artesano y labriego andaba en su trabajo mansamente, sordo a la bélica fama, ajeno al odio, renegando en ocasiones de Marte y sus acólitos. ¿Sería un pueblo apático, corrupto despojo de otro pueblo consciente de su destino? Me respondió negando un texto preclaro. El buen ánimo cívico influye la despedida de Sancho y Ricote, españoles fraternos, inducidos vanamente a odiarse por empeños de la razón de Estado. Ricote, enemigo del rey que así lo estatuye, no lo es de Sancho, hijo de la misma tierra. «Do quiera que estamos —decía Ricote— lloramos por España, que en fin nacimos en ella, y es nuestra patria natural». El rey instalado a la diestra del Señor fulmina persecuciones en su nombre. Más religioso y aun cristiano que el rey se aparece Ricote, humilde ante lo divino: «Ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo lo tengo de servir». Sancho piadoso entiende este lenguaje: no se le ve, ardiendo en ira, despedazar al infiel; encubre el delito de Ricote, empieza a ser culpable de traición. Parten el pan, beben de la misma bota. ¿Dónde paran, en el sabroso almuerzo del morisco y del cristiano, las rencillas de secta?

Los temas de opinión reciben del poeta especulativo hechura diferente. Declara el dogma político, gemelo del religioso: por contrario que sea a la experiencia y al común sentir, le subordina su arte. Calle el hombre natural, rinda sus sentimientos: harta paga es conferirle una hijuela en el acervo de gloria. Calderón desciende a propagandista. Del parte oficial de una batalla extrae una comedia, El sitio de Breda, y administra a los reacios compatriotas de Sancho y de Ricote la enfática lección del sol perenne sobre el imperio:

«¿Qué mucho, pues, que un monarca,
que a un tiempo tiene doscientos
mil hombres en la campaña,
peleando y defendiendo
la fe, pida a sus vasallos
que ayuden al justo celo,
sirvan a la acción piadosa
de tan religioso efecto?
El alma y la vida es poco;
que la hacienda de derecho
natural es suya; aunque
a su dilatado imperio
sirva de testigo el sol,
sin que le falte un momento».

¿Sería esta la razón española? ¿Tal figura hacemos? ¿Mi aversión naciente valdría por un reniego pecaminoso? ¿El corazón juvenil, en busca de clima bonancible, tendrá que desgarrarse del genio de la patria? Vino a consolarme la hombría natural del pueblo. Aboliendo falsos dioses, mis quejas ya no sonaron a blasfemias. Me puse —dicho en dos palabras— del lado de los patanes, enfrente de los caballeros. La vena popular me traía una imagen literaria acorde con la piedad. En virtud de aquel minero se han dicho en nuestra lengua las más suaves y deleitosas palabras y labrado las pocas figuras que merecen nuestro amor.

¿Me culparán si he malogrado la ocurrencia de instaurarlo todo en el patán, que pudo ser fecunda, de no embarazarme un patetismo frívolo? Del acto debí educir la doctrina, levantar la patanía a patanismo. El patán carece de memoria colectiva. Nadie se contempla más independiente: en su persona comienza el mundo y se acaba. No suscribe el pacto social. Su actitud —ni buena ni mala en sí misma— frente a la historia es vandálica. Pende su valor de la conciencia que acertemos a formar en el patán, del rumbo de su impulso historicida. Juan Jacobo discurrió la metafísica del patanismo, sin pasar al acto; Rusia brinda hogaño el raro festín del patanismo en acción forrado de filosofía. No siendo yo filósofo ni economista habría predicado la patanidad formal que ahormase el intelecto de mis patanes. Destrozos habríamos hecho con esa lógica, aplicable dondequiera. Raro será el trajinante, el mesonero, el labrador ducho en filosofía de la historia. Tabla rasa habrían sido. Su ignorancia y mi fatiga, viniendo a casarse, hubieran engendrado un héroe truculento, devastador del ayer prestigioso, un Caliban que tratase las creaciones históricas como Alarico a Roma. Lo actual es carapacho embarazoso y protector, no menos que el espaldar y el peto de Sancho la noche triste de Barataria: descortezado de lo actual mi héroe, llevaríale por cima de las barreras del tiempo a interrogar al español del Siglo L. Más lejos circula el planeta Marte y le hacen guiños los astrónomos.

Pensamos poco en el español del Siglo L. ¿Qué es andar la barba sobre el hombro espiando en el semblante imaginario del abolengo un signo de aprobación, si realmente el pasado comparece ante nosotros y, en tanto que posteridad, somos el juez y nos compete el fallo? Héroes que fuesen los antiguos, no pretendían intimidarnos. De nosotros penden. Imploran tolerancia, la necesitan. También nosotros viviremos cuanto el español futuro nos consienta vivir. Lejos de empeñarnos en determinar su vida, salvemos la propia. Pensar en el remoto compatricio hacia que vamos, es prudencia, si dejadas las ínfulas apostólicas se procura legarle una memoria honesta. Equivale a contemplar la resurrección de la carne en la asamblea universal del valle de Josafat. Cada día el sol alumbra un josafat: el vulgo, falto de imaginación, no se lo representa. Atribuye al pretérito la autoridad fundada en la sabiduría, olvidando que entre hacer las cosas y saber cómo se hicieron, el sabio es quien las aprende, no quien las hizo. Se le aparece el ayer a manera de río ya surcado; el mañana, como abismo donde se vierte a pico la catarata del río que navegamos. Es inimaginable el dilatado curso plano venidero. Lo español presente nos sostiene, al par que nos arrastra prosiguiendo su inadvertida carrera, y quita de pensar en los confines que esa inundación habrá cubierto, a fuerza de subir y derramarse, en el área inmensurable del tiempo. El español nacedero al cabo de treinta siglos, formado de nuestro limo, será, en cualquier altitud moral donde aparezca, mi compatriota, como yo lo soy de Indivil, y Mandonio, de Viriato. No entendemos la del Lacio. No guardará con Lepanto, Bailén y Zaragoza más obligaciones que yo guardo con Sagunto y los numantinos. Se habrá muerto el último papa. No regirá el Derecho Romano. ¿Qué abolengo podrá envanecer a un español de ese corte? ¿Qué fallo querrá pronunciar sobre nosotros, sus muertos sagrados? Aducidos a tal punto mis patanes, servíales yo de dragomán para entender a su centésimo netezuelo. La distancia a que unos se hallan, y el otro se ha de hallar, respecto de mi ambiente, les confiere un parecido de familia. El patán que me ojea las piezas en el monte, el que raja leños de encina y los carboniza en la lumbre sofocada del hormiguero, desconocen la Santidad romana, la Majestad católica, la Autoridad lingüística; atienden a El Escorial menos que yo a Cumas o Delfos; la forma de mi espíritu les cae tan peregrina como al español del Siglo L. Unos y otro concuerdan a través de la edad en no haber recibido la impregnación que facciona mi pensamiento: unos, de presente, la desconocen; otro, cuando venga, nacerá bajo signo diverso. Todos son mis compatriotas, o han de serlo, por más que postulen la destrucción del mundo moral donde respiro. Si el más ahincado sillar en que estriba humanamente es lúgubre barbarie, animal esfuerzo; si Atalante nos soporta para dejarnos caer en la nada, fuera bueno anticiparse a suscitar las fuerzas atroces de destrucción yacentes como el fuego en el pedernal, en la patanía. «Je me plonge stupidement dans le néant», profiere Montaigne enfrente de la muerte. No me aflijo. Sea al menos sin estupidez la zambullida. Muéstrese la juventud —pensé, a la desesperada— en abolir decretos del tiempo y trasponga propiamente a vida mejor, al encuentro de un cabezal muelle.

La imagen del español remoto se levantó en mi horizonte a modo de cometa, prometiendo ruina. Le recibí con aplauso. Clamando por salir de entre los muertos tendíale mis brazos. Arbitrio del pavor, invención de la fatiga. Sugestiones de lectura demasiado fuerte, inflamaban la tela sensible y me valían una presencia interior muy áspera. La noche —noche de agosto: olmos tremantes, negra procesión de cipreses mecida en fulgores de plata, resuello desmañado del silencio— desamparaba mi nulidad. El intelecto y el sentido servíanme con demasiado vigor temas indominables: su muchedumbre me indujo al escondite de un vago nihilismo. Vivir fue pavoroso, se entiende vivir en disciplina, limitado, por renuncia voluntaria aunque no libre a la enmienda universal que el juicio concibe. ¡Innúmeras cosas de urgencia declarada en el entendimiento, y apenas me sería dable tantear alguna! Percibí en bosquejo un drama personal: la razón apura calidades (como no es de nadie), sacándome del suelo donde arraiga mi ser propio; el arte crítico se acicala desollándome el carácter. Aborrecido de mí, si ofusco los claros dictámenes; peregrino, si los prosigo, en todos los hospitales. Vida de Quijote no es posible, si hay cordura y se sabe que los rebaños de ovejas son tales rebaños y verdaderos molinos de viento los gigantes. Vendría el suplicio de perecer destroncado a la cola de dos caballos. Solución del drama, si en rigor la tuviese, pretendió ser el suicidio figurado en el emblema del español venidero, en cuya vida quise desleír la propia. Se columbra que el mítico español yacerá en su cepo: ignoro todavía cuál podrá ser: no representarme su malestar fue, para envidiarlo, como si ninguno le amenazase. Envidioso provoqué en mi horizonte tamaña alucinación, cifra del raro pavor a la vida responsable que me asaltó una noche de estío.

Séame disculpa que en tal edad yo no había filosofado bastante. Advengo a reflexión, a la paciencia. No sé qué alas le nacen al hombre paciente. Gran merced: al par que soy más juicioso el cometa funesto alarga su carrera y tarda en reaparecer bajo los cielos. He aprendido a soldar en armonías agradables la escisión dolorosa de mi mocedad. Agradables para mí, quise haber dicho; ellas aportan el placer estético. Gran obra es que pueda surtir limpiamente la emoción de lo bello, enturbiada en su origen por el patetismo trascendental, calificado de frívolo, como pudiera de cursi y filisteo. Arrojado de la plaza, el patetismo se embosca en mi ruta, me acecha, a traición me asalta. Por su culpa he querido tales veces oponerme al tiempo ¡Mi único aliado! y volcarme a empresario de reconstrucciones —delante de esa ruina, de aquella memoria— cuando la menguada educación deposita sus fines parásitos en el puro goce de contemplar y pretende regir su vuelo.

Algún fraile pensó mal en mi ocurrencia. Volviendo a El Escorial en fin de las últimas vacaciones, respondí al padre Blanco que exploraba mis devaneos:

—He soñado destruir todo este mundo.

La malicia chispeó en sus ojos. Se contrajo su rostro. Todo él se crispó, en acecho. Temblaban sus labios, queriendo dispararme una agudeza; ninguna le acudió, de regocijo que sentía. Yo comencé a explicarme y el padre se recobró.

—Es una tentación impropia de tus años.

Posó con descuido amigable una mano en mí hombro. Recuerdo las hebras sanguinosas perdidas en sus ojos calenturientos, y en el rasgo de la boca —salivaba mucho— glóbulos de espuma.

—Pecado contra la Providencia. ¿No eres cristiano? ¿Dudas de la Providencia? Debes decírselo al confesor.

XVI

Las vírgenes prudentes de El Escorial guardaban encendida su lámpara sin desmayar en la espera. El bizarro plantel del colegio podría destacar sujeto suficiente a obrar en ellas la mudanza que según el fabulista desentumece el ingenio de las jóvenes. Cada octubre volvíamos a mirarlas, arreboladas por el frío temprano, en la hora vesperal del Paseo de los Pinos y del jardín de los frailes. Renuevo de esperanzas quería ver en nosotros la curiosidad de las jóvenes. Ellas nos deparaban la emoción de recobrar una costumbre. La congoja de tornar sobre lo andado venía de su presencia, que no del reencuentro con los lugares. Nuestra atención descargada de erotismo debía de parecerles negligente. El paso del tiempo en el colegio curaba de Pintárnoslas cada vez más bonitas. En los principios de curso el colegial ponderaba sus recuerdos, confesando tales proezas que ofuscarían la jactancia de los barones carolingios. Las vírgenes de El Escorial, llegándose después al ámbito del deseo, bastaban a poblar de ninfas y dríadas el bosque de la Herrería. Madrid nos disputaba en domingo señoras impacientes de abrazar a sus colegiales: rastros de buen aroma en los pasillos, graciosos perfiles, el andar y la mirada, besos de regalo, rodeaban de prestigio al escolar demasiado parecido a su linda hermana.

El orden moral de un buen colegio solicita frigidez. Funda su regla en motivos de conciencia. Déjase a la carne sus armas cabales, sin prevención ascética. No menguándole nada su entereza juvenil, el espíritu combate a brazo partido. Más prudente la experiencia antigua proscribe a Ceres y Baco para enfriar a Venus. Grandes ayunos y vigilias no eran de observancia, ni otros castigos; de tal suerte, los menos sensibles al pavor religioso apenas lograban enfrenar el que llaman asnillo los ascéticos. Un joven malayo, mestizo de castila, traído por los frailes desde Luzón, como fruto notable de las misiones, dio argumento a los que impugnan la unidad original del espíritu humano. El pobre mozo se arreglaba malamente al orden frígido del colegio. Debía de ser insensible a los motivos de la pureza cristiana, estaba su conciencia demasiado próxima a la barbarie idólatra. Acaso entendía a lo grosero, como algunos de su raza, los misterios de la religión. Contaban los frailes de un tagalo instituido cura párroco de un pueblecito indígena, que tenía en su aposento un barril entre dos velas ardiendo. El vicario que giraba una visita a la parroquia se demudó: el cura había consagrado de una vez seis arrobas de vino para la misa. «¡Gente así —argüían los frailes—, pide gobierno autónomo!». En moral trataba mi compañero tan a ciegas como el cura tagalo con el santo misterio. ¡Qué impudor selvático! Meditar los Desengaños de la lujuria, del padre Albiol, probó ser vano remedio. Ya que no el alma, hubieron de tratarle el cuerpo, destruido por momentos. Empezó a faltar de El Escorial los domingos, yéndose a Madrid en demanda de curanderías, licencia envidiada de los colegiales. Un fraile, gran escriturario, razonaba el caso elevándolo a una esfera general: «La Ley Nueva ha quitado muchas libertades —por ejemplo, la poligamia— que permitía la Ley Antigua "ad duritia cordis vestris", por la dureza de vuestro corazón». Sería de bronce el corazón del malayo.

Fue el colegial más desdichado. El clima, la extrañeza de las costumbres, el rigor del patriotismo, no menos cruel por desahogarse en bromas fútiles, le atormentaron. Amansaba su nostalgia en coloquios con los frailes misioneros repatriados, frailes muy viejos, que surcaron a vela la ruta de Filipinas y doblaron el Adamastor, corriendo fortunas increíbles, en la edad todavía paradisíaca de la colonia: paradisíaca a gusto de ellos, que les tocaba el papel de vicarios del Señor y de la metrópoli. Alguno había imperado medio siglo en tales parroquias, sólo de su raza entre tagalos, con el dominio pertinente a su orden y a la tez blanca. Venían a jubilarse en El Escorial, guillados un poco, repletos de experiencia peregrina; la inacción conventual, la celda, los usos de Europa quizá les hacían lamentar su magnífico albedrío de sátrapas en las tierras que gobernaron. Los inválidos secuaces de Legazpi y Urdaneta veían sin entusiasmo salir para Filipinas a los ardientes reclutas de las milicias de Cristo. Eran otros los tiempos. Presencié la partida de una misión extraordinaria. En ella incluyeron —díjose que por error— un lego del colegio, el caduco fray Ángel, asustadizo y flojo. El enjambre negro apretujado en torno de la cruz cantaba, atronando el Patio de los Reyes, el himno de la Virgen del Consuelo. Voces conmovidas entonaban con tal fervor y ahínco, sin tener el llanto, dilatadas las fauces, que echaban el alma en el cantar y sus afectos al aire: el apego al sitio y al camarada de estudios, a la pacífica clausura y al hábito truncado por el sino tremendo de la obediencia. El viaje prometía males, efusión de sangre. Los isleños rebeldes sacrificaron muchos misioneros. Fray Ángel padeció, como Orfeo, muerte en cruz. Sabida la noticia proclamamos al colegial filipino masón filibustero. No estaba en nuestras manos fusilarlo; suerte que Rizal envidiaría.

XVII

Mi rebelión personal sobrevino en la buena compañía de las letras, alzándose el rencor fermentado en cuatro años de renuncia al mundo libre. Debo a la brusquedad de la ruptura el desplacer de haberme creído, en el uso primero de mi albedrío civil, ingrato. Me reprocharon, apenas con palabras, la altanería, el despego; el tesoro en que me hicieron partícipe; el ejemplo, en vías de frustrarse, de su virtud. No me acusé yo menos. Discordia del corazón renegado, propuesto a no servir, y la conciencia premiosa en el cambio, regida por el hábito de ciertos móviles, segura de cierto auxilio, que de súbito mira inoperantes los móviles, suspenso el auxilio: tal fue mi trance. Permanecían los datos inteligibles, el juicio redundaba en su antigua destreza. Aquel perenne testigo, renqueante en pos de mí —sin que acertase yo a esquivarlo— conocedor de mis huellas, que las seguía como un perro, como un pordiosero, tan pronto insolente, o burlón, tan pronto amigable —si no es más viejo que yo ¿dónde ha robado su experiencia?—; aquel cínico observador me denunciaba la mortal consunción del sentimiento, antaño caudaloso, que maduró mi espíritu. Sumisa la mente, habría yo confesado cuanto mandasen confesar; el corazón apóstata aborrecía su práctica más suave. ¿No es bueno que pude conllevar en esta crisis la impiedad y la creencia? Entonces juzgué remanecida el ansia de liberarme: no era sino facultad ya vieja, en busca de uso nuevo. Había gozado en el colegio de libertad interior omnímoda; ningún deber, ninguna vocación me echaban su argolla. La potencia sensible padeció toda intemperie, a lo salvaje, y pudo ahitarse en lo natural y en el más íntimo reino, recién descubierto. La coerción externa, lejos de ser gravosa, me confinaba en tierras vírgenes, pasto de mi codicia. El áspero compañerismo abonaba mi propensión a sublimar las cosas: un árbol, el mejor camarada, y más amable; la mejor sociedad, el bosque. No rayaba en vicio la lectura, sola comunicación tranquila con el prójimo. Vida de Robinsón, solaces de un náufrago perdido en otra ínsula, tal vez remanentes en la poca necesidad que tengo de divertirme; aquél fue mi uso de libertad. Aprendí a refinar el egoísmo, a no fundar esperanza en la compasión: a maltraer un poquito cualquier deseo, lo que baste si exacerbado se logra para crecer el gozo, para loar la cautela si la abstención lo consume. Tracé sobre el futuro una perspectiva deleitable a mi soberbia, donde pudiese cumplir a mis anchas el viaje de la vida: incógnito, sin nombre ni estado, en esquivez taciturna ¡oh regazo amoroso! por no desollarme en el comercio humano. El pobre —decía entre mi— quiere la ostentación más que el rico.

La fase de mi educación sentimental que prometía sacar un nuevo Alceste, tuvo tiempo de agotarse y se agotó a puro cansancio de la facultad sensible. Religión y paisaje dejaron de prestarse a mi capricho de inventor, no me sostuvieron más, obrando su fuerza ascensional en el ánimo leve, no vi más sobre ellos la proyección de mi sombra, como el picacho tiende su disforme silueta por la Herrería en el atardecer de invierno. Religión y paisaje se tornaron hostiles. La creencia dictaba un catecismo: rehusé gobernarme por la idea, si alentar la emoción que le dio fuerza, reenchirla, era intento vano. Al degradarse los sentimientos, el antiguo fervor pavoroso me indujo a repulsión. Apenas el orgullo descubrió que obedecía, se negó a obedecer más. La exasperante evidencia de mi razón contra todos quebró la base de la disciplina, antepuso la absurdidad del colegio, su orden inhumano, concebido por abstracción del caso personal, que lo proscribe, y si ocurre lo sofoca ¡oh impavidez de verdugo! bajándolo al nivel pertinente al tamaño mediocre. La mengua de mi lógica sentimental, obcecada en rasar apetitos y modos, me abrevó de injusticia. El egoísmo adolescente lloró por vez primera en el suplicio de su incurable amor, no lágrimas de mozo desvalido, goloso de su llanto, pero lágrimas acerbas, de iracundia viril. Me juré soltar aquellos lazos, no padecer martirio. ¿Los años en flor vendrían a marchitarse, dejándome el recuerdo de humildes soliloquios murmurados en la Galería sola, abierta sobre el jardín, teatro de un drama de la esperanza? Me iba yo de tarde a pedir al sol en la Galería la limosna de su tibieza. El ventarrón soberbio arrufaba en la Lonja, preso en cárceles de granito. ¿Qué pieza cazaba el viento echando su masa, formidable de aúllo y clamor, contra el rincón de la torre y la Galería? A salvo de su embate le oía yo darse de testarazos —monstruo desatinado— en la piedra, mientras los ojos imploraban del jardín, de la campiña —todo en calma— un ritmo más célere. La vibración de la luz insiste en los cuerpos, se trasfunde a mis venas. Ráfagas ardiendo, girar de ondas, efusión de esplendores, y un derretirse en remolinos transparentes la virtud enérgica del sol, incitan al cadáver de la tierra a cobrar vida. Se aguarda por instantes un gran bullicio. Algo es inminente en respuesta al vértigo luminoso que no admite espera: un cataclismo que enganche por fin la tierra al móvil de la luz. Es aguardar en vano. La tierra no resucita. Arabescos de boj, bojes cortados en prismas, en esferas, un destello azulino en la balsa distante, mendrugos de roca dentellados por la intemperie famélica, oponen al hervor fluente de los cielos la quietud de un rostro muerto. La profusa caricia solar resbala sobre el gran bulto inerte. Acaso palpita un anhelo, torturado por falta de expresión, bajo esa apariencia. La tierra, de cuerpo presente, quisiera florecer y no puede: es invierno. Y la torre, manca, rígida en sus líneas, querría volverse a la cantera, ser otra vez monte. Nada se le antoja al árbol, que no puede —perdidas todas— mover una hoja. ¡Y el silencio vasto como el éter a cada respiro del viento! Y soledad tan grande —mis pasos apagan el eco muy antiguo de otros pasos—, que mi presencia se inscribe en las memorias de esta Galería, se sale del tiempo actual y me enlaza a las sombras que vinieron y las que vengan aún a lamentar su esperanza cautiva. Contra esa ilación, recayente en mi persona, entre el ayer esquilmado y el mañana, formé voto de libertad. El fuego fatuo de una podredumbre de siglos no me induciría más con su prestigio a recibir, prestándoles algo propio, los afectos caducos de otras almas: que rondan en procesión dolorosa junto a los vivos implorando el renacer: porque remita la pena del tiempo irrevocable y a nuestra costa logren sus deseos una vida precaria. ¿Qué me querían la tierra impregnada de añejos designios, sus fantasmas opresores? Leí en el horizonte —neblinas de rosa, borrones de humo negro, chispazos del caserío— señales de Madrid. Allá era el comienzo de la vida. Barruntaba el mayor hechizo. En tal punto las promesas juveniles alardearon, tan fastuosas y bellas que excedían al ensueño. Magnifiqué el secreto guardado para mi edad. Todo sería descubrimiento y creación. Me adelanté a vivir en un relámpago fugaz, profundo, la juventud cabal, de suerte que la experiencia corroborase mi previsión instantánea, sacándola verdadera, sin agotarla nunca. ¡Oh fascinante apocalipsis! ¡Oh posesión anticipada! ¡Qué insolente clarinazo pregona el reto de la mocedad al borrascoso futuro! Mocedad injuriosa para el prójimo, cómo venciste a la simpatía, y ardiendo —a tu entender— en heroísmo maltrataste a la justicia. Triunfé de la compasión, de la piedad. ¿Qué valdría el dolor, no sintiéndolo yo, o un acabamiento, si yo empezaba? Allá, los que hubieran marrado el blanco de la vida, los que el tiempo troncharía delante de mí, abriéndome plaza, cuantos reciben el sol de espaldas: la madurez entrecana, la senectud aprensiva de la muerte, buscasen en su importante gravedad consuelo de no ser jóvenes. Merecían sólo desprecio. Ni siquiera les fue dado columbrar la tierra de promisión: llegando en la plenitud de los tiempos, me tocaba dominarla. ¿Alguien arrostraría mi fuerza poniéndose a caer del balcón al mar?

Me dispuse, pues, a la gran cabalgada; comenzaría fugándome por traza novelesca, aunque pudiese trasponer sin estorbo el umbral del colegio. Respondió a mi espera la supresión de valores plásticos que nos dejaba ciegos: diciembre turbio abolió formas y luces, embebiéndolos en pleguerías flotantes, húmedas. Pactaron tregua el día y la noche. Los días se remansaron, iguales todos, contenido por la bruma el fluir del tiempo. Claridad y tiniebla apenas se departieron. La noche efundía a bocanadas en mi celda su informe cuerpo gaseoso, oliente a la madera de los álamos desvanecidos, norteándose al fulgor de mi lámpara las vagas apariencias gris de plata perdidas en el ámbito donde solía estar la arboleda. La mañana descorría un solo párpado, mostrando un globo sin profundidad ni rayo, globo sin pupila, empañado de fluido amarillento. Una pareja monstruosa, dos bichos antediluvianos iban y venían calladamente, ingrávidas en la bruma, porteando piedra. El mundo saldría muy otro de aquel paréntesis oscuro. Salió blanco, tupido y relleno, más redondo. Ni quebrajas ni aristas. Áfono, de frialdad, y yo por ende sordo. Arrasó el cielo, y un sol impotente para subir al cenit jugaba, asomándose a las cumbres, en los iris congelados sobre el ramaje. Un árbol decrépito se desgajó. Aludes se derrumbaban de la techumbre de pizarra. Desertaron los últimos pobladores. A mujeriegas en sus blases las serranas —walkirias de un numen leñador—, rebozada la cabeza en la saya, cortaron en huida por los Alamillos, dando al eco paño de risas y voces y al ampo virgen un reguero sinuoso de huellas oscuras. ¿Yo no había de escaparme? A su hora, una columna flamígera me indicaba el viaje: la fogarada del tren jadeante en la noche por la linde de la Herrería.

Rompimos en calma; el apresto formal que dispuse salió inútil. Al empezar el curso, habíamos fundado un periódico, intento bienquisto de los frailes, gozosos de traer la educación en el pie más moderno. Caballos, teatro, velódromo, un frontón, el foot-ball naciente, en fin, la prensa: Eton no podría competir. Dieron a la redacción una celda vacía y a los redactores algunas dispensas en el horario. El material era famoso. Hojas de papel engrasado que el mejor calígrafo del grupo, meneando propiamente el estilo, arañaba con punzón; rodillo de entintar, plancha y bastidor para las copias: con tal pergeño salimos a luz. Me ensucié las manos y la ropa en el gobierno de las tiradas, pero no la conciencia literaria, todavía informe, escribiendo artículos. Preferí el trabajo de maquinista al esfuerzo de pasarme siquiera una hora delante de las cuartillas, indolencia que auguraba poco bien de mi fecundidad. En el fondo, me retuvieron de escribir el respeto casi religioso por las letras y una cobardía rara, la pavura de afrontar —previendo su seriedad— tan confusa inclinación, y de explicarme con ella para aceptarla o rechazarla, o como habría hecho cualquiera mejor enseñado, someterla a prueba. Eso me habría puesto en un conflicto superior a la energía de mi mocedad voluntariosa. Sin confesármelo, esquivé el conflicto. Nada sabía yo del arte. No veía el tránsito de la emoción y el ensueño deleitables a la obra conclusa, desprendida de la mente, y aunque tuviese a mi alcance la abundancia natural de la lengua hablada y las más de mis horas de colegio transcurriesen en escarceos imaginarios, tal vez delirantes, el primor de ordenarlos, la puntual docilidad de los vocablos viniendo de los últimos desvanes de la memoria a significar la fantasía, se me antojaron virtudes de orden poco menos que sobrenatural, y una contravención del reglamento el gusto de alucinarme. Un grande amor intimida. Prefiere que adivinen su reserva, pide la adivinación como justicia. Yo no osaba profanar un objeto cándido, pero es indecible cómo se estremecía mi vanidad si celando y todo esta inclinación, me contaban entre los alumnos calificados para las letras. Así en la fundación del periódico. Otros habrán padecido tamaña puerilidad, de la que es lícito burlarse benignamente (hollado un tanto aquel primero y virginal temor), en el punto y hora de sentar la cabeza. Un fraile zahorí (¿he de ocultar lo que me honra?) adivinó el secreto. Urdió una superchería inocente, y al asociarme en ella postulaba mi capacidad de escribir poemas. El padre me leyó cuatro pliegos de barba cubiertos de versos decasílabos.

—¿Qué te parece?

—Muy bueno.

—Vas a recitarlo en la velada de Santa Mónica. Dirás que es tuyo.

Fui con los pliegos al padre Blanco, intendente de las musas. Se dejó leer la obra. Por el agudo semblante del padre corrían remuzgos de burla. Yo pensé que debiera admirarse más, teniendo por míos los versos.

—¡Dámelos! —dijo—. Les va muy bien la música del himno de Riego.

Y escandiendo con la diestra, repitió:

Agustín en profundo silencio

ocultaba su llanto y veía

de su madre la dulce agonía

de su pecho la triste aflicción.

Picado, revelé el nombre del autor. El padre Blanco se rió más. En la velada no impresioné al vulgo, aunque me aplaudieron. Es menester que la fama despeje el camino a las obras.

La celda donde instalamos la redacción abrigó una pandilla de escritores en agraz, poco numerosa, que tuvo de profesional cuando menos el talante despectivo con la gente de fuera, a quien no dábamos parte en los cuchicheos de nuestro círculo. Ninguno he conocido tan estrecho ni que fragüe literatura más recóndita. Hubo redactores catecúmenos, aspirantes a entrar en el templo, y al fin algunos entraron —la amistad valía por mérito— a costa de novatadas insufribles. Pronto subían a los grados superiores de nuestro rito. Verlas venir, devastar copiosas meriendas, inspirarse en el alcohol metido de contrabando solía ser el oficio, rematado por cantares y efusiones de amistad grandiosas. Padecía el orden moral más que el literario.

En tal coyuntura nos sorprendió el padre inspector, la noche del rompimiento. Un colegial, camarada antiguo, se moría. Declaró el médico (era el «vaso más flaco» de que habla el texto: alguna vez el viento marcero le tiró patas arriba en la Lonja), fallidos los recursos de la ciencia. «No sabemos nada», decía al rector, saliendo del cuarto del enfermo, el liviano facultativo, secuaz de la Medicina Scéptica del doctor Martín Martínez. Se proveyó al trasiego de un ánima de este mundo al otro. En la galería baja hallé una procesión fúnebre. Dos hileras de cirios, un fraile portador del Sacramento, y alumnos en pelotón, graves. El fraile, entornados los párpados, iniciaba la jaculatoria:

—¡«Christus…»!

Seguíase un grueso mosconeo de rezo múltiple, adelgazado poco a poco hasta una sola voz que profería distintamente las últimas sílabas. En el claustro se atascaba el séquito: al andar con paso menos vivo que su emoción, arrastró los pies. Alumbraron los cirios en el lóbrego pasillo alto sombras fugitivas por los muros de cal, rostros bermejizos sobre una masa negra en movimiento. Entrado el Viático en la celda, recularon todos, arrodillándose. Silencio pasmoso en la estancia. Dos colegiales, en disputa por reencender un cirio, se agitaban. La mirada de un fraile les impuso paz. Doblaron la cabeza, se golpearon unánimes el pecho, en tanto que las preces, comenzando sumisas, luego recrecidas, prevenían al comulgante.

—… «in vitam aeternam amen» —se oyó decir clara y blandamente en la celda. Sintiendo correr la sangre por mis venas, todo yo fosco y reacio a la pompa circunstante, percibí horrorizado que mi aversión, al espesarse, apenas daba curso a un hilito de lástima hacia el moribundo, transpuesto ya a una esfera sobrehumana, donde no podían seguirle mis sentimientos. Allí le dejamos. La procesión se arremolinó en el hueco de la escalera, que fue engullendo luces y sombras. Los dos colegiales en la zaga ventilaban a empellones su disputa.

Anochecido, el fraile que iba llamándonos a confesar se quedó boquiabierto en el umbral de la redacción. El humo le hizo guiñar los ojos y toser.

—¿No habéis oído la campana?

Voces discordantes le respondieron con un estribillo de zarzuela, elevado al registro sobreagudo.

Miró las botellas vacías, el estrago en los muebles.

—¡Están todos borrachos!

—Todos no, padre.

—¡Padre sin hijos! El fraile enrojeció.

—¿No les da vergüenza? Mañana se ofrece una comunión porque se salve su compañero. Anden a confesar. ¡Qué modo de prepararse!

Salí el último.

—Ve a la capilla me dijo amistosamente.

—No me confieso.

—¿Qué te ocurre?

—¡Que no me confieso! El tono colérico de mi repulsa quería ser insultante. Retraído en la celda, levanté cuanto pude el temple de mi rencor. Preveía una escena difícil, violenta quizá, o patética, si algún fraile tomaba el caso por el modo tierno y persuasivo. «No me tratarán como a un chiquillo», dije entre mí. Puse en orden las mejores armas de la soberbia y acicalé algunas réplicas, para lanzarlas, como sentaba a mi altivez y a mi hombría, en el coloquio previsto. Alarde inútil. Nada me dijeron en los pocos días que aún me albergó el colegio. Quien más había curado de mi espíritu dejó parecer en sus ojos la compasión, el asombro. Debí de ser el garbanzo negro. Repaso ahora los modales, el porte, el acento que gasté en mis últimas jornadas de El Escorial y confieso haber puesto a prueba la humildad, la paciencia de sus paternidades. ¿Me habrían soportado de no serles yo prenda muy cara? La incidencia de la Pascua nos abrió la jaula. Me despedí, sabiendo unos y otros, sin decirlo nadie, que yo no volvería.

XVIII

En fin, dejé mi cárcel: por acabarse todo al salir, pensé haberlo soñado. Zozobró el navío frailuno. Se me fue a pique, posándose en la hondura donde pudre. El barrunto de que asciendan y floten de nuevo restos peligrosos del naufragio sería, retraído a tal edad, un sentimiento anacrónico. Estoy cierto de haberme creído entonces una criatura en libertad excepcional, sin saber qué haría a puro dominar el tiempo y los caminos del mundo. El ánimo se me antojaba intacto, de tan deleble que fue la huella de El Escorial; raya, a mi entender, trazada sobre arena. La riente ambición que abarca todo objeto, el futuro insondable, la curiosidad despierta; el gozo, en suma, de ser libre cubrieron de alegría un escenario agolpado al asalto de mis ojos recién abiertos, sin dejarme percibir distancia ni volumen. Interpuesto en la ruta un destino que opera sobre masas y las nivela sin acepción de persona bajo la común suerte, quebró, al uso trágico, mi placer.

El abril más suave y bienvenido recreció las guerras con otras guerras. Los estudiantes fuimos llamados de prisa a la Universidad: se adelantaban los exámenes. La nación iba a empeñarse en hechos memorables: conquista de la Florida, saqueo de Nueva York, limpieza del océano espumando naves. El Estado —todo vista, todo manos— quería poner en la campaña los sentidos que tenga: descargarse de oficios menores: que no le distrajese el vuelo de una mosca. ¡Fueran los estudiantes a gritar en sus casas el día del triunfo! La Majestad que apeada del solio aboliese la escuela, la cárcel, el hospital, el ministerio, diciendo: «Ea, compatriotas: marchaos de aquí; no os molestamos más, empieza la guerra, no gastemos tiempo», habría estado en su punto. Inscritos los alumnos de El Escorial en cierta universidad provinciana, me dispuse al viaje con un camarada. En la estación vimos salir un convoy de tropas. El patriotismo administrado por comisiones, el patriotismo sin orden de la muchedumbre, bullían. Nos mezclamos al delirio popular. ¡Dulce abandono, ya sin restricción, en aquel vértigo! ¡Columpiarse en el vaivén rotundo, al ímpetu del gentío! ¡Dejarse ir a merced de los soplos de un abril insidioso, que finge candor e insinúa placeres! Sin más esfuerzo seríamos felices. Ya nuestra vida personal y la vida española podrían, conjugadas, florecer y cargarse de fruto, podrían —cada hombre y el pueblo entero— hacerse valer sin límite, en su propio carácter, vencidas por fin la reserva y la funesta desconfianza que nos oprimieron a causa de antiguas descalabraduras. Resucitaba la gran historia. Asistíamos a un paso descomunal, trasunto de aquellos que relatan los libros. Llorábamos. Faces descompuestas por la emoción se cuajaban en la mueca del grito. Los vivas subieron de tono al llegar las cigarreras, nietas —averiguaron los periódicos— de las heroínas del Dos de Mayo; roncas, como sus abuelas, aunque no empujasen cañones. Mi camarada, matizando su sentir con recuerdos de biblioteca, voceó al moverse el tren: «¡Viva la infantería española!». Supuso que los bisoños no dejarían mal a los tercios viejos.

Repasamos en el viaje los vaticinios de cumplimiento inminente. Fausta gloria, en rigor simple justicia, alboreaba. Los eventos traían sabor añejo. Marchaban tropas a las islas. ¿Guerra en el mar Caribe? Provéanse las Baleares. Tal se usaba en el gran siglo, cuando el turco —el yankee de entonces— quería bajar con gruesa escuadra. «Su Majestad —pudiéramos decir repitiendo palabras de Don Quijote— ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus Estados con tiempo porque no le halle desapercibido el enemigo». No nos hallaría. Restaba que las coronas católicas, influidas del Papa, se ligasen con nosotros para vencer un nuevo Lepanto. No podría faltarnos la casa de Austria, pariente de la española; ni el Santo Padre, que ya nos diera la razón en la disputa con Alemania. En fin, quedarse solos ¿implicaba al triunfo? El enemigo se guardaría de ponerse a nuestro alcance en tierra. En la mar usaríamos el corso, arma terrible. La misma Inglaterra que entrase en la lid con su enorme flota, temblaría de los corsarios de España. Nos persuadíamos que España había cosechado sus mejores lauros en ese género de guerra. Allá las grandes potencias anduviesen fatigando el mar con gravosas máquinas acorazadas: llegaría el intrépido español en sus ligeros barcos y a fuerza de ingenio y sutileza burlaría a los sesudos almirantes inexpertos, ganando el prez. ¡Cuánto más lucido y propio del genio hispano! Las guerrillas echaron de España al francés ominoso. Así en la mar el corsario humillaría la soberbia anglosajona.

Los colegiales de El Escorial y un fraile de su guarda nos recibieron en aquella ciudad, por ventura gloriosa. Besamos el hoyuelo excavado por minadas de besos en la columna sacra, prenda celeste. Nos tradujo el fraile un letrero —«intus ego»—, inscrito al pie del león, memoria de fuertes pechos, que corona el portillo lacerado por balas francesas. La ciudad, vahando el ardor húmedo de una primavera tan caliente, y sus olores, fue alcahueta al deseo de los jóvenes, magnificado en delirios de colegial. El tábano picaba furioso y hacía rebrincar a los galanes, sacándolos del narcisismo y la contemplativa dejadez. Se hablaba de batallas pensando en Coralito la cordobesa, en la navarra. Las noticias de la guerra alimentaron la exaltación patriótica: en país enemigo, los pobladores de la costa huían al interior. No lo extrañamos. Un papel extraordinario pregonó el primer triunfo: «¡Dos barcos yankis a pique!». Los pronósticos se cumplían. La basílica vomitaba gente devota que comprado el papel, se esparcía en el atardecer irrespirable, ennegrecido por nubes de tormenta. Un general pasó a caballo y le aplaudieron. De noche presidió en la cena, a la diestra del fraile, el metafísico de más luenga barba, si no el más profundo de España. Leyó el telegrama de Manila: «Salgo, con escuadra tomar posiciones en busca del enemigo». Vítores. Aplausos. Temblaban las mejillas del fraile. A diestro y siniestro barría la barba del metafísico un plato de fresas, sacando en los pelos chispas de escarlata. Oímos en el teatro hasta las altas horas cantar jotas berroqueñas.

¡Qué llanto vertía luego el fraile sobre las ruinas! «¡Tantísimas islas, tantos miles de leguas, tantos millones de súbditos! ¡España no sabe lo que pierde!» Su aflicción prestaba al suceso color de infortunio personal. Los colegiales, desorientados un poco, no se compungieron. Quedaban cartas por jugar; y alegría impertérrita en el solaz cotidiano:

—Tú, Paca, eres una metrópoli que tiraniza a sus colonias, ansiosas de emanciparse —decía el más político, mirando a las huéspedas.

No ansiaban tal. Parecían generosas y obedientes. La cordobesa tenía menudos pies, delgado el tobillo, ojos verdes, el pelo de azabache y pulideces trigueñas que su indecoro de bestezuela no le consentía guardar secretas. La opulenta navarra semejaba la diosa Juno, decaída de su rango. Ambas tenían estilo propio. Ya se habrán muerto: su trajín no prometía menos. De ellas no escribe la historia ni las recuerdan algunos hombres de pro que sestearon en sus brazos. Es piadoso evocarlas en su ambiente: el umbrío patio de Madame Paca —francesa de Barcelona— y los bancos recién pintados de verde, resol en la calle, el silencio de las alcobas y su fuerte adobo.

XIX

Coloquio postrimero en el jardín

«¿El hijo pródigo? ¡Oh, no!»

Dos frailes peliblancos ambulan con pausa en la Galería, al dulce sol de febrero. El hervor de la fuente bajo los arcos señorea un trozo del jardín solitario, cubriéndolo de murmullos aquel borboteo presuroso, colérico a veces, otras burlón, cortado de gorjeos, de risas, de estridores sedeños, silbo de lienzo que se rasga. Por la fuente, en el ámbito que llena su ruido, vive el jardín. El agua rumorosa inyecta en la quietud perennal una vena de tiempo mensurable; en el silencio, su canción. Si el agua es jocunda (de algo se ríe el caudal), ¿por qué me acongoja su nacencia de ser vivo? La fuente gradúa esta soledad, este silencio en que más lejos recae el jardín, expuesto vanamente a la caricia de la luz creadora. Destellan vislumbres cobrizas los prismas de boj: arden las pizarras: las aristas se afilan en azul. Mas el jardín desfallece y se aterra bajo el sol incitante. La llama, el arrebato que la luz pretende no se alzará nunca. Queda el estanque, la tersa belleza desnuda de su haz, ofrecida a los cielos que la gocen. En otro tiempo, el estanque vacío nos dejaba en seco la imaginación.

Contemplo el andar pasicorto de los frailes en la Galería. ¿Serán de mis maestros? Sus canas me representan el tiempo corrido. Los frailes se paran. El uno vibra sobre su cabeza un dardo imaginario y deja por fin caer el brazo inerme. Ademán ensayado en el púlpito, que me revela el nombre de su autor: el padre Mariano acaba de proferir una sentencia, un vaticinio.

—¡Eh, padre Mariano! ¡Eh, padre Mariano! Aquí estoy. ¿No me recuerda usted?

Subo corriendo en su busca. Quizá el encuentro me depare la emoción que este día no hallo: los seres más amables ya no platican conmigo; me desconocen. Han cobrado independencia: se retraen: son como nunca objetos. Pues yo ¿no los inventé? ¿Qué distancia se interpone de ellos a mí y nos aísla? Soñado invento. Memorias de una creación aniquilada era este hechizo que el contraste de lo real disipa. Ningún aliciente subsiste de cuantos puse en la gran iglesia, en el jardín, en los álamos. El lienzo de San Mauricio me suspende en su ser de pintura, sin otra intención. Los álamos fraternos han envejecido menos que yo. El colegial que me sucede en la celda, a quien otorgo de gracia mi poder antiguo, se asienta en el alféizar de la ventana y toma el sol, punteando la bandurria: llevará de ensayo veinticinco años. Madreselva bien peinada cubre los muros del colegio: faltan la cretona, el «tea-room», un «golf», secuaces del reino de lo trivial. Conserva su hosquedad de nido amoroso desalquilado la Casita de arriba. Llamean cipreses nuevos, de angélica figura. En el estanque los peces concentran desde el fango sobre una miga de pan rayos de fuego: pellices rojas, de plata, de oro: el mayoral de los peces reviste cándida sobrepelliz de tul. Frailucos novicios miran, como yo, nadar los peces.

—También las aves se casan volando —exclama por resumen de su contemplación el novicio menos docto. Me alejo, sin desengañarlo, y recaigo en el jardín. La fuente se ha reído de mi chasco hora tras hora.

Encuentro al padre Mariano cargado de hombros, rugoso y flaco. Su semblante de viejo prematuro traduce un pensamiento solo, una aprensión grave: no sé qué pavor —mal refrenado— del propincuo más allá.

—Ya recibo el sol de espaldas —me ha dicho, sonriendo a mis cumplidos. La sonrisa descubre más pesadumbre y amor que desdén por la vida. Yo le veo en la fuerza de su edad y me comporto puerilmente. Disimulo a pesar mío lo acerbo de una historia viril. Rara alegría me invade —cuando esperaba tristeza, ternura— y el deseo de prorrumpir en descaros de colegial.

—¿Se acuerda del gran poema a Santa Mónica que quiso usted colgarme?

Nos reímos. El padre Mariano me devuelve la confianza y deja correr su antiguo afecto: le han interesado desde lejos mis azares, el rumbo de mi espíritu. ¡Me quería tanto! ¡Había puesto en mí esperanzas tales!

—¿Tú qué haces?

—Pasear por Madrid. En mi casa, fumo y contemplo las musarañas.

—Siempre fuiste perezoso.

Me disculpo de no ser diputado, ministro, embajador; de no abogar en los tribunales. Parece gran vergüenza que malgaste mi habilidad de señorito.

—¿No te has casado? Te lo prohíbe la Institución Libre de Enseñanza…

—Soy ajeno a la casa, ni creo que propugne la soltería. Ustedes han adelantado mucho, padre Mariano. En mi tiempo no se hablaba aquí de esos señores. Quizá eran ustedes menos militantes.

El padre Mariano se apiada de mi suerte; lo entreveo. Gustoso me serviría de lazarillo, si yo me confesase ciego. No me lastima: el orgullo se rinde junto al fraile a quien abarco fugazmente con sus adversos en un rapto de simpatía. Quisiera estrecharlo en mis brazos, reír mucho de todo, de nosotros primeramente.

—¡Ea, padre Mariano! —vengo a decirle—. ¿Seremos siempre amigos? ¡Todo aquello para tan lejos… tan lejos…! ¿No es ya la otra vida? ¡Más vale desleírse en la compasión, que nos alza a eternidad!

—¿Y nada te importa?

—Al contrario. El amor a la vida crece en fuerza y nobleza con la madurez del espíritu.

Cuanto más inventa y posee, tanto se desbasta la inclinación candorosa a tenerse en mucho y adviene a compasión el egoísmo juvenil de observarse tiernamente, de adorar las promesas atesoradas. Para una compasión universal el espíritu quisiera ser eterno, gozar la profundidad transparente del aire, donde surge toda cosa y las circunda, batir con el ansia del mar, que a todo perfil se amolda, tan surcado, y sin cicatrices. Si usted hubiera descubierto en mí tal estofa, yo no sería, padre Mariano, el infortunado que usted piensa. Sin reproche, sin rencor, padre Mariano. Tampoco a mí me sobra cordura. He desmochado lo frondoso de mi experiencia interior, cuanto no cabía en los signos generales preciados por la educación: la intimidad personal se me antojaba viciosa. Discurso férreo, esquema inflexible para mí y el mundo: es mi gobierno. Y ánimo de inquisidor o sectario contra las potencias rebeldes al despotismo de la mente: salvo que a nadie persigo, fuera de mí, aplicándome a sembrar de sal la tierra fértil.

—Tus palabras me afligen. La soberbia te ciega más que nunca.

—¿De qué modo?

—Dejar que la conciencia se disuelva en una vaguedad panteística es abolir por cobardía la disciplina moral cristiana. Es dura la disciplina del cristiano. Existe un Dios personal, hijo mío. Tú eres también una persona, con límite y responsabilidad. A tu esquema inflexible le falta para ser legítimo y obligatorio, no ya condenable y funesto como pretendes, referirse a la ley de Dios. Conservas, a pesar tuyo por lo que oigo, una forma intelectual y has desechado la sustancia. Aquí la recibiste. ¿No te acuerdas?

—Me queda un sabor de ceniza.

—¿Tienes paz?

—Casi siempre.

—Peor es eso.

—No estoy muerto, padre Mariano. La paz proviene de aquietarme en la experiencia. ¿Qué más sé yo?

—Es obligatorio rebasar la experiencia. El combate con el ángel te salvaría.

—Desde el nacer, me acompaña un personaje, que no debe de ser un ángel, rezongando de continuo, descontento de mí, como si yo pudiese darle mejor vida, sin acabar de decirme quién es ni qué pretende. Estoy, al cabo, aburrido de él. Matarlo sería un placer y no puedo. Lo empujo con el pie, y se revuelve como Segismundo en la torre antes de soñar su reino. Es un monstruo. Sólo se me alcanza ponerlo en ridículo.

—Dios haga que escuches al monstruo y seas un día nuestro hijo pródigo.

Se fue el padre Mariano.

Solo estoy en la punta del jardín, ya frío. Vagan tres frailes en el huerto prioral. Las delgadas siluetas negras, sin gravidez, accionan levemente; algo se dicen, miran al suelo. Se calan la cogulla: a ellos y a mí el cierzo nos hiere. Una cima se encumbra lejos, encapuchada de nieve y rosa.

En túmulos de escarlata
corta lutos el silencio.

Es el ocaso.

Appendix A

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José Calvo Tello

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TextGrid Repository (2022). conssa. El Jardín de los frailes. El Jardín de los frailes. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DC74-9