Prólogo
A los lectores que con tanta indulgencia como constancia me favorecen, debo manifestarles que en la composición de EL ABUELO he querido halagar mi gusto y el de ellos, dando el mayor desarrollo posible, por esta vez, al procedimiento dialogal, y contrayendo a proporciones mínimas las formas descriptiva y narrativa. Creerán, sin duda, como yo, que en esto de las formas artísticas o literarias todo el monte es orégano, y que sólo debemos poner mal ceño a lo que resultare necio, inútil o fastidioso. Claro es que si de los pecados de tontería o vulgaridad fuese yo, en esta o en otra ocasión, culpable, sufriría resignado el desdén de los que me leen; pero al maldecir mi inhabilidad, no creería que el camino es malo, sino que yo no sé andar por él.
El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra, y con ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del -VI- autor, narrando y describiendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo como la Historia, que nos cuenta los acontecimientos y nos traza retratos y escenas. Con la virtud misteriosa del diálogo parece que vemos y oímos sin mediación extraña el suceso y sus actores, y nos olvidamos más fácilmente del artista oculto; pero no desaparece nunca, ni acaban de esconderle los bastidores del retablo, por bien construidos que estén. La impersonalidad del autor, preconizada hoy por algunos como sistema artístico, no es más que un vano emblema de banderas literarias, que si ondean triunfantes, es por la vigorosa personalidad de los capitanes que en su mano las llevan.
El que compone un asunto y le da vida poética, así en la Novela como en el Teatro, está presente siempre: presente en los arrebatos de la lírica, presente en el relato de pasión o de análisis, presente en el Teatro mismo. Su espíritu es el fundente indispensable para que puedan entrar en el molde artístico los seres imaginados que remedan el palpitar de la vida.
Aunque por su estructura y por la división en jornadas y escenas parece EL ABUELO obra teatral, no he vacilado en llamarla novela, sin dar a las denominaciones un valor absoluto, que en esto, como en todo lo que pertenece al reino infinito del arte, lo más prudente es huir de los encasillados, y de las clasificaciones -VII- catalogales de géneros y formas. En toda novela en que los personajes hablan, late una obra dramática. El Teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la Novela moderna constituye acciones y caracteres.
El arte escénico, propiamente dicho, ha venido a encerrarse en nuestra época (por extravíos o cansancios del público, y aún por razones sociales y económicas que darían materia para un largo estudio) dentro de un módulo tan estrecho y pobre, que las obras capitales de los grandes dramáticos nos parecen novelas habladas. Saltando de nuestras pequeñeces a los grandes ejemplos, pregunto: el Ricardo III de Shakespeare, colosal cuadro de la vida y las pasiones humanas, ¿puede ser hoy considerado como obra teatral práctica? Hace un siglo lo representaba Garrick íntegramente, y existía un público capaz de entenderlo, de sentirlo, y de asimilarse su intensísima savia poética. Hoy aquélla y otras obras inmortales pertenecen al teatro ideal, leído, sin ejecución; arte que por la muchedumbre y variedad de sus inflexiones, por su intensidad pasional, en un grado que no resiste lo que llamamos público (mil señoras y mil caballeros sentaditos en una sala), difícilmente admite intermediario entre el ingenio creador y el ingenio leyente, que ambos creo han de ser ingenios para que resulte la emoción y el gusto fino de la belleza.
Que me diga también el que lo sepa si la Celestina es novela o drama. Tragicomedia la llamó su autor; drama de lectura es realmente, y, sin duda, la más grande y bella de las novelas habladas. Resulta -VIII- que los nombres existentes nada significan, y en literatura la variedad de formas se sobrepondrá siempre a las nomenclaturas que hacen a su capricho los retóricos. Sólo tengo que decir ya a mis buenos amigos, que sin cuidarse de cómo se llama esta obra, humilde ensayo de una forma que creo muy apropiada a nuestra época, tan gustosa de lo sintético y ejecutivo, la acojan con benevolencia.
B.P.G.
DRAMATIS PERSONAE
- D. RODRIGO DE ARISTA-POTESTAD, Conde de Albrit, señor de Jerusa y de Polan, etc., abuelo de
- LEONOR (Nell), y
- DOROTEA (Dolly).
- LUCRECIA, condesa de Laín, madre de Nell y Dolly, y nuera del Conde.
- SENÉN, criado que fue de la casa de Laín; después, empleado.
- VENANCIO, antiguo colono de la Pardina; actualmente propietario.
- GREGORIA, su mujer.
- EL CURA DE JERUSA (D. Carmelo).
- EL MÉDICO (D. Salvador Angulo).
- EL ALCALDE (D. José M. Monedero).
- LA ALCALDESA (Vicenta).
- D. PÍO CORONADO, preceptor de las niñas Nell y Dolly.
- CONSUELO, viuda rica, chismosa.
- LA MARQUEZA, viuda campesina, pobre.
- EL PRIOR DE LOS JERÓNIMOS (Padre Maroto).
Jornada I
Escena I
¡Eh... Venancio!... Que estoy aquí.
Voy... Más de cincuenta duquesas se han caído con el ventoleo de anoche.
¡Anda con Dios!... Deja las peras y ven a contarme... ¿Es verdad que...?
¡Brrr...!
Pero, hombre, sácame de dudas. ¿Es cierto lo que han dicho? ¿Tendremos tarasca?
Sí. ¿Has visto tú alguna vez que falle una mala noticia?
¿Y cuándo llega la señora Condesa?
Hoy... Pero no te apures; se alojará en casa del señor Alcalde.
Menos mal.
Pues otra... Si llega también el señor Conde, se juntarán aquí el agua y el fuego.
Se pelearán hoy como ayer... Suegro y nuera rabian de verse juntos. Si no quedaran de uno y otro más que los rabos, ¡qué alegría!... Por supuesto, al señor Conde habremos de alojarle.
¿Qué duda tiene? No faltaba más... Yo digo: ¿vienen y se topan aquí por casualidad... o es que se dan cita para tratar de asuntos de la casa?... porque de resultas de la muerte del Condesito habrá enredos...
¿Yo qué sé? La Condesa Lucrecia vendrá, como siempre, a dar un vistazo a sus hijas.
Y a pagarnos la anualidad vencida por el cuidado, manutención y servicio de las dos señoritas que puso a nuestro cargo... ¡Ah, ruin pécora...! Las tiene en este destierro para poder zancajear y divertirse sola por esos Parises y esas Ingalaterras de Dios... o del diablo... ¡Tunanta! Lo que yo digo, Venancio: comprendo que su suegro, el señor Conde de Albrit, que es el primer caballero de España, ¡y que lo digan! le tenga tan mala voluntad a esa condenada extranjera, de quien se enamoró como un tontaina su hijo (que esté en gloria)... Lo que no me cabe en la cabeza es que parezca por aquí, si sabe que ha de hocicar con ella... O será que lo ignora... ¿Qué piensas, hombre?
Pronto hemos de ver si vienen a posta los dos, o si la casualidad les hace empalmar en Jerusa... ¡Y que no traerán ella y él las uñas bien afiladas!... Créetelo... hemos de ver por tierra mechones de barbas blancas o de pelos rubios, y tiras de pellejo... porque si el Conde D. Rodrigo quiere a su hija política como a un dolor de muelas, ella en la misma moneda le paga.
Yo digo lo que tú: el pobre D. Rodrigo viene a que le demos de comer.
Así lo pensé cuando supe su viaje.
Es cosa averiguada que no ha traído de América el polvo amarillo que fue a buscar.
Ha traído el día y la noche. Cuando embarcó para allá, había desperdigado toda su fortuna... Esperaba recoger otra, que le ofreció el Gobierno del Perú por las minas de oro que allá tuvo su abuelo, el que fue Virrey... Pero no le dieron más que sofoquinas, y ha vuelto pobre como las ratas, enfermo y casi ciego, sin más cargamento que el de los años, que ya pasan de setenta. Luego, se le muere el hijo, en quien adoraba...
¡Infeliz señor!... Venancio, tenemos que ampararle.
Sí, sí, no salgan diciendo que no es uno cristiano, ¡Quién lo había de pensar!... ¡Nosotros, Gregoria, dando de comer al conde de Albrit, el grande, el poderoso, con su cáfila de reyes y príncipes en su parentela, el que no hace veinte años todavía era dueño de los términos de Laín, Jerusa y Polan!... Díganme luego que no da vueltas el mundo...
¿Oyes lo que te digo? Que tenemos que ampararle. Es nuestro deber.
¡Qué caídas y tropezones, Gregoria; qué caer los de arriba, y qué empinarse los de abajo!... Claro, le ampararemos, le socorreremos. Ha sido nuestro señor, nuestro amo; en su casa hemos comido, hemos trabajado... Con las migajas de su mesa hemos ido amasando nuestro pasar.
Pues, sí: hay aquí cristianismo, delicadeza...
Estos son tomates, Gregoria... Que venga el Cura refregándonos los suyos por las narices... Pues, sí, mujer: me da lástima del buen D. Rodrigo.
Pero las judías no granaron bien.
Mira esto... También a mí me aflige ver tan caidito al señor Conde... Parece castigo... y si no castigo, enseñanza.
Castigo, has dicho bien. Todo ello por no ser económico, y no pensar más que en darse la gran vida, sin mirar al día de mañana. Ahí tienes el caso, Gregoria, y pónselo delante a los que le critican a uno por la economía. En fiestas y viajes, en caballos y trenes, en convitazos y otras mil vanidades, se le escurrieron al señor los bienes de la casa de Albrit, y parte de los de Laín, que eran de su madre. La casa venía empeñada de atrás, pues dicen las historias que ningún Conde de Albrit supo arreglarse. Mira por dónde las culpas de todos las paga este desdichado. Ya ves, después que le dejan en cueros los acreedores, le falla el negocio de América; luego le quita Dios el hijo, y se encuentra mi hombre al fin de la vida, miserable, enfermo, sin ningún cariño... Es triste, ¿verdad?
Ahora caigo en que viene a ver a sus nietas: sí, Venancio, anda en busca de un querer que dé consuelo a su alma solitaria...
Puede ser... ¿Y qué tienes que decir de estas berenjenas?
No son malas... Lo que digo es que al señor Conde le atrae el calorcillo de la familia.
Pero ya verás: mi D. Rodrigo, buscando el agazajo, mete la mano en el nidal, y toca una cosa fría que resbala... ¡Ay! Es el culebrón de la madre, es la extranjera, la mala sombra de la familia, pues desde que el Conde D. Rafael casó con esa berganta, la casa empezó a hundirse...
En fin, que en tomates y berenjenas no hay quien nos tosa... pero no sabemos qué vientos echan para acá al señor Conde de Albrit.
Él nos lo dirá. Y si se lo calla, no callarán sus hechos.
No te descuides, Gregoria; que venga por lo que venga, tienes que prepararle una buena mesa... Ya es un respiro que la extranjera no se meta en casa.
Y aunque viniera... Nunca está más de dos días o tres. Jerusa es muy chica, y esa necesita tierra ancha para zancajear a gusto.
¡Ay, Venancio de mi alma, lo que se me ocurre! ¡No haber caído en ello ni tú ni yo! ¿Apostamos a que Doña Lucrecia viene a llevarse sus niñas?
Puede que aciertes... Ya son grandecitas... mujercitas ya. Pues, mira, nos fastidia...
¡Hijo de mi alma, cuándo nos caerá otra breva como esta!
No es mucho lo que nos pasa cada trimestre por cuidarlas y mantenerlas; pero algo es algo: rentita puntual, saneada... No, no: verás cómo no se las lleva.
Ea, no nos devanemos los sesos por adivinar hoy lo que sabremos mañana.
¿Sabes tú quién nos lo va a decir? Pues Senén. Desde ayer está aquí.
¿Senén?... ¿El de la Coscoja?... Sí: las niñas me dijeron que le habían visto, y que está hecho un caballero.
Empleado público, funcionario, como quien dice, nada menos que en las oficinas de Hacienda de Durante. Fue criado de la Condesa, que en premio de sus buenos servicios le ha dado credenciales, ascensos; en fin, que de un gaznápiro ha hecho un hombre.
Le protege, según dicen, porque le servía de correveidile y de tapa-enredos en sus...
Chist... Cuidado... puede llegar... Le espero. Ha quedado en traerme noticias.
De tapadera en sus trapisondas amorosas... Ello es que siempre que nos visita la señora, recala Senén, y no la deja vivir con su pordioseo impertinente: que si la recomendación; que si la tarjeta al Jefe, que si la carta al Ministro, o al demonio coronado... Y como la tal Condesa es persona de grandes influencias, y trae a los personajes de allá cogidos por el morro...
Senén es listo, se cuela por el ojo de una aguja. Pues me ha contado que doña Lucrecia salió de Madrid el 12, y que de aquí irá a visitar a los señores de Donesteve en sus posesiones de Verola. Todo lo sabe el indino. Él es quien ha dicho al Alcalde que la señora llega hoy, y... ¡Ah, pues se me olvidaba lo mejor! Le harán un gran recibimiento, por los grandes beneficios y mejoras que Jerusa le debe.
¡Festejos! ¡Y aquí no sabíamos nada!... Y de esta visita del Conde, ¿tenía Senén conocimiento?
¡Pues no! Como que se le han respingado las narices de tanto olfatear, de tanto meterlas en todos los secreticos de la casa en que sirvió antes de andar en oficinas. Se cartea con marmitones y cocheros de la casa de Laín, y allí no vuela una mosca sin que él lo sepa.
Pues ese, ese pachón de vidas ajenas nos ha de sacar de dudas.
Ya tarda... Me dijo que a las diez. Ha ido a telegrafiar al jefe de la estación de Laín, y al Alcalde de Polan...
Me parece que está ahí... Alguien anda por la huerta llamándote.
Él es...
¡Senén, Senén, chicooo...!
Escena II
Allá voy. Estaba mirando las peras...
Hola, Gregoria; usted siempre tan famosa.
¡Y tú qué guapo... y qué bien hueles, condenado! Estás hecho un príncipe.
Hay que pintarla un poquillo, Gregoria. Es uno esclavo de la posición.
Vengan pronto esas noticias.
La Condesa llegará a Laín en el tren de las doce y cinco. He tenido un parte.
Se lo he llevado al Alcalde, que no estaba seguro de la hora de llegada.
Y D. José irá a esperarla en su coche.
Claro.
Y el Municipio ¡oh!, le prepara un gran recibimiento, una ovación entusiasta.
¡A tu ama!
A la que fue mi ama. ¡Estaría bueno que no se hicieran los honores debidos a la ilustre señora; por cuya influencia ha obtenido Jerusa la estación telegráfica, la carretera de Jorbes, amén de las dos condonaciones!
Puede que, si hay festejos, tengamos aquí a Doña Lucrecia más tiempo del que acostumbra.
Creo que no; está invitada a pasar unos días en Verola con los señores de Donesteve.
¿Y del Conde qué me dices?
Que Su Excelencia debió llegar a Laín anoche, o esta mañana en el primer tren. De modo que no me explico... digo que no me explico, mi querido Venancio, que no le tengas ya en tu casa.
De fijo habrá ido a Polan a visitar el sepulcro de su esposa, la Condesa Adelaida.
Bueno, Senén. Tú que todo lo sabes... naturalmente, has vivido en la intimidad de la familia, conoces sus costumbres, la manera de pensar de cada uno, sus discordias y zaragatas, dinos... ¿D. Rodrigo y su nuera se encontrarán aquí por casualidad, o es que...?
No: se han dado cita en Jerusa.
¿Cómo es eso? ¿Y para qué se citan los que se aborrecen? ¿Qué hacen?
Lo contrario de lo que hacen los que se aman. Los amantes se acarician; éstos se muerden.
Vamos, es al modo de un desafío... Dicen: «en tal parte, a tal hora, nos juntamos para rompernos el bautismo».
Será que el señor Conde, que no ha visto a su nuera desde que él embarcó para el Perú, querrá ajustar con ella alguna cuenta...
De interés, o de cosas tocantes al honor de la familia, pues para nadie es un secreto... no te enfades, Senenillo... que tu protectora la señora Condesa... En fin, no está bien que yo repita...
Sí, que el repetir es cosa fea. ¿Qué les importa a ustedes, ni qué me importa a mí, que el señor conde de Albrit y su nuera la Condesa viuda de Laín se peleen, se arañen y se tiren de los pelos por un pedacito así de honra, o por un pedazo grande...? Pongamos que es pedazo de honra tan grande como esta casa.
Tiene razón Senén. Haiga virtud o no la haiga, nada nos dan ni nada nos quitan.
Yo no sé sino que el viejo Albrit, que hasta ahora, desde la muerte de su hijo, no se ha movido de Valencia, escribió a la Condesa...
Pidiéndole dinero.
Hombre, no: le proponía una entrevista para tratar de asuntos graves...
De asuntos de familia. Y como la Condesa no quiere altercados en Madrid, porque allí puede haber escándalo, y se entera todo el mundo, y hasta lo sacan los papeles, le ha citado en este rincón de Jerusa, donde sólo vivimos cuatro papanatas, y si hay zipizape aquí se queda, y la ropa sucia en casita se lava. ¿Qué tal, señor cortesano, entiendo yo a mi gente?
Di que no es lista mi mujer.
Sabe griego y latín. ¡Vaya un talento! Y para acabar de granjearse mi estimación me va a traer un vasito de cerveza. Estoy abrasado.
Ahora mismo: hubiéraslo dicho antes.
Y tú, rey de las hormigas, ¿qué pretendes ahora de tu ama? ¿Otro ascenso, una plaza mejor?
Quiero adelantar, salir de esta miseria de la nómina, del triste jornal que el Gobierno nos da por aburrirnos, y aburrir al país que paga.
Picas alto. Digan lo que quieran, chico, tú tienes mucho mérito. Yo te vi salir del lodo.
Y me verás subir, subir... El lodo, créeme, es un gran trampolín para dar el salto.
Dime, Senenillo, ¿y para tus medros, no te agarras también a los faldones del señor Conde?
Albrit no tiene una peseta, y nadie le hace caso ya.
Ese roble ya no da sombra, y sólo sirve para leña.
Vamos a ver, hijo, ¿por qué no nos cuentas el por qué y el cómo de que tan mal se quieran la Condesa viuda y el abuelo? Tú lo sabes todo.
Vaya si lo sabe; pero no muerde el gosque a quien le da de comer.
Ya lo ves: callado como un besugo. Dinos otra cosa. Será cuento todo eso que se dice de tu señora... Es cuento, ¿verdad?
Me permitiréis, queridos amigos, que no hable mal de mi bienhechora. Os diré tan sólo que es un corazón tierno y una voluntad generosa y franca hasta dejárselo de sobra. No le pidáis gazmoñerías, eso no. Es mujer de muchísimo desahogo... Compadece a los desgraciados y consuela a los afligidos. Y como persona de instrucción, no hay otra: habla cuatro lenguas, y en todas ellas sabe decir cosas que encantan y enamoran.
Todas esas lenguas, y más que supiera, no bastan para contar los horrores que acerca de ella corren en castellano neto.
¡Horrores!... No hagáis caso. La honradez y la no honradez, señores míos, son cosas tan elásticas, que cada país y cada civilización... cada civilización, digo, las aprecia de distinto modo. Pretendéis que la moralidad sea la misma en los pueblos patriarcales, digamos primitivos; como esta pobre Jerusa, y los grandes centros... ¿Habéis vivido vosotros en los grandes centros?
Ni falta.
Pues en los grandes centros veríais otro mundo, otras ideas, otra moralidad. La Condesa Lucrecia no es una mujer: es una dama, una gran señora. ¿Qué? ¿Que le gusta divertirse? Cierto que sí; se divierte por la noche, por la mañana y por la tarde... No, no me saquéis el Cristo de la moralidad. Yo os digo, y lo pruebo, que es cosa esencial en las sociedades que las damas se diviertan; porque del divertirse damas y galanes viene el lujo, que es cosa muy buena...
Ya... papanatas; creéis que es malo el lujo... Vivís en Babia. Pues os digo, y lo pruebo, que el lujo es lo que sostiene la industria... la industria de los grandes centros, por la cual y con la cual, lo pruebo, come todo el mundo. Reasumiendo: que si hubiera moralidad, tal y como vosotros la entendéis, la gente no se divertiría, y sin diversiones, no tendríamos lujo, y por ende, no habría industrias: la mitad de los que hoy comen se morirían de hambre, y la otra mitad mascarían tronchos de berzas.
Vaya que eres parlanchín, y entiendes la aguja de marear.
¡Senén, tú serás ministro!
¿Ministro yo? No, no: mi ambición, como nacida del lodo, no quiere viento, sino barro, barro substancioso que amasar. Mis tendencias son a lo positivo; tiendo a ganar dinero, mucho dinero. No me conformo con un sueldo más o menos cuantioso; ambiciono más; ambiciono el trabajo libre...
Manos libres, quieres decir.
Lo que tú buscas, tunante, es una dote; andas a la husma de una rica heredera.
Por eso vistes tan elegantito, y te quitas el pan de la boca para comprarte trapos... Por eso gastas anillos, y te echas esencia en el pañuelo. Vaya, que hueles bien.
¿Qué es eso? ¿Heliotropo?
Es mi perfume favorito... Pues no he pensado en casarme, y lo pruebo. Claro, si se me presentase una buena ganga matrimonial, no la desperdiciaría. Estamos a la que salta.
Por un camino o por otro, has de ser rico.
A trabajar, se ha dicho. En la corte hay mil maneras de afanar el garbanzo.
Allí donde hay bambolla, derroche, y donde los ricos por su casa gastan, según dicen, más de lo que tienen, el pobre allegador, económico y despabilado como tú, sabe encontrar piltrafa. Ahí tienes el caso del señor Conde. Toda su riqueza se ha repartido entre muchos que andaban quizás con los codos al aire.
Prestamistas, curiales, cuervos y buitres, y todos los golosos de carne muerta.
Mal fin ha tenido el prócer. Vaya usted preparando, Gregoria, las buenas calderadas de patatas, las sopitas de leche, para que se acostumbre a la frugalidad, y olvide sus hábitos gastronómicos.
No, no: lo que es hoy, al menos, si viene, tengo que prepararle una buena comida.
Como se entretenga en Polan y no coja el coche que ha salido de allí a las diez, no vendrá hasta mañana.
Me inclino a creer que le veremos venir en carreta, porque el buen señor padece tal tronitis, que no tendrá para el coche.
No exageres... Esos nobles arrumbados siempre guardan algo para sus últimas, y también te digo que suelen encontrar algún tonto que les alimente los vicios.
Albrit no tiene más vicios que la rabia de verse pobre, y el orgullo de casta, que se le ha recrudecido con la pobreza.
Dime, Senén, ¿y al señor Conde no le dará la ventolera de quitarnos las niñas?
¿Para qué?... ¿Y a dónde las lleva?
A un colegio de Francia.
No temáis perder esta ganga. El Conde no tiene con qué pagarles un buen colegio, y la mamá no está por esos gastos, que dejarían indotado su presupuesto. Todo es poco para ella. Además, la presencia de las niñas en sociedad junto a ella, la envejece. Su obsesión es ser joven, o parecerlo.
Su... ¿qué has dicho? ¡Vaya unas palabras finas que te traes!
Pero ya son creciditas, jinojo... Algún día tiene que presentarlas en la corte, casarlas...
¿Casarlas? Dificilillo es... y lo pruebo.
¿Cómo no, si son tan monas?
Les concedo el buen palmito. Pero cualquiera carga con ellas, educadas en la ñoñería, con hábitos y maneras de pueblo, y, por añadidura, pobres..., porque la Condesa está dando aire a la fortuna, y cuando toquen a liquidar no habrá más que pagarés vencidos, cuentas no liquidadas, y el diluvio... Ya lo dijo Luis XV:
Apré muá, le diluch.
La madre será lo que quieran: una feróstica, una púa extranjera; pero Dorotea y Leonor a ella no salen, digo que no salen... y lo pruebo también.
Son buenísimas, aunque algo traviesas; almas puras, ángeles de Dios, como dice D. Carmelo.
Créelo, Senén; las quiero como si fueran mis hijas, y el día que se las lleven me ha de costar algunas lágrimas.
¿Y de instrucción, qué tal?
Poca cosa les enseña D. Pío, el maestro jubilado del pueblo. Sobre que él sabe poco, no tiene carácter, y las chicas le han tomado por monigote para divertirse.
Todo el día se lo pasan enredando. Ya se ve: no están en su esfera, como dice Angulo, nuestro médico.
Su institutriz es la Naturaleza, su elegancia, la libertad, su salón el bosque. Bailan al compás de la mar con la orquesta del viento.
¡Buena la hemos hecho!
¿Qué te pasa?
Que con tanto charlar se me olvidó el encargo del señor Alcalde.
¿Para nosotros?
Sí... ¡qué cabeza! Pues que inmediatamente le llevéis las niñas, para que la Condesa las vea en cuanto llegue.
Es natural. Y comerán allí.
¿Están en casa?
De paseo andan por el bosque.
No las veo.
Correteando, y de juego en juego, se habrán ido a media legua de Jerusa.
¿Y las dejáis andar solas por el bosque?
Solitas van. Todo el mundo las respeta.
Hay que ir corriendo a buscarlas.
Si queréis, iré yo... ¿No saben todavía que hoy viene su mamá?
No lo saben... ¡pobres hijas!
Pues yo se lo diré, y las traeré por delante, como un pavero de Navidad.
Las encontrarás, de fijo, bosque arriba, en el sendero de Polan... Pero mira, chico, no les hagas la corte. Verdad que sería inútil...
¿La corte yo?... ¿Yo, este cura? ¡Señoritas que no viven en su elemento y reúnen todo lo malo, orgullo y pobreza...!
Están verdes.
Que las madure quien quiera. ¿Decís que bosque adentro?...
Vete, y tráelas pronto.
Vivo...
¡Vaya un pájaro!
¡Vaya un peje!
Escena III
Estoy cansada; yo me siento.
Estoy entumecida; yo quiero correr.
¡Qué gusto poder subir y posarse en una rama!... ¡Nell!
¿Qué quieres?
Decirte una cosa. ¿Qué te apuestas a que me subo a este árbol?
Te desgarrarás el vestido...
Lo coseré... sé coser tan bien como tú... ¿A que me subo?
No está bien. Nos tomarían por chiquillas de pueblo.
Pues ser chiquilla de pueblo o parecerlo, ¿crees tú que me importa algo? Dime, Nell, ¿andarías tú descalza?
Yo no.
Yo sí. Y me reiría de los zapateros.
¿Qué haces?
Quiero repasar mi lección de Historia. Ya hemos corrido bastante; estudiemos ahora un poquito. Acuérdate, Dolly: ayer, D. Pío te dijo que no sabes jota de Historia antigua ni moderna, y en buenas formas te llamó burra.
Burro él... Yo sé una cosa mejor que él: sé que no sé nada, y D. Pío no sabe que no sabe ni pizca.
Eso es verdad... Pero debemos estudiar algo, aunque no sea más que por ver la cara que pone el maestrillo cuando le respondamos bien. Es un alma de Dios.
Mejor la pone cuando le damos alguna golosina, de las que guardamos para Capitán.
Anda, ven; estudiemos un poquito. ¿Sabes que es un lío tremendo esto de los Reyes godos?
El demonio cargue con ellos. Son ciento y la madre... y con unos nombres que pican como las zarzas, cuando una quiere metérselos en la memoria.
Ninguno tan antipático y majadero como este señor de Mauregato.
¡Valiente bruto!
Nada: que tenían que echarle cien doncellas por año para desenfadarle.
Para desengrasar, como dice D. Carmelo.
La verdad es que la Historia nos trae acá mil chismes y enredos que no nos importan nada.
Figúrate qué tendremos que ver nosotras con que hubiera un señor que se llamaba Julio César, muy vivo de genio... Ni qué nos va ni nos viene con que le matara otro caballero, cuyo nombre de pila era Bruto... ¿A mí qué me cuenta usted, señora Historia?
Pero, hija, la ilustración... ¿A ti no te gustaría ser ilustrada?
Ilústrate tú también, Capitán. La verdad: me carga la ilustración desde que he visto que también se ha hecho ilustrado Senén. ¿Te acuerdas de cuando estuvo aquí hace dos meses, creyendo que venía mamá?
Sí: a cada instante sacaba la Edad Media, y qué sé yo qué.
¡Qué tendremos nosotras que ver con las edades medias o partidas!... Y el mejor día nos salen con que a Cleopatra le dolían las muelas.
O que a Doña Urraca le salieron sabañones.
Pero, en fin, nos ilustraremos algo, puesto que mamá, en todas sus cartas, nos manda que aprendamos, que seamos aplicaditas.
Mamá nos idolatra; pero no nos lleva consigo.
¿Por qué será esto?
Porque, porque... Ya nos lo ha dicho. Como nos criamos tan raquíticas, quiere que engordemos con los aires del campo. Ya sabe mamá lo que hace.
Mamá es muy buena. Pero que venga al campo con nosotras a robustecerse también.
Tonta, ¿no le oíste que se espanta de engordar, y que lo que quiere ahora es enflaquecer?
Gorda o flaca, mamá es guapísima.
Sí que lo es... Ya nos llevará consigo cuando seamos mayores. Yo no tengo prisa.
Como prisa, yo tampoco.
Me gusta el campo.
Y la soledad, ¡qué me gusta!
En la soledad piensa una mejor que entre personas.
¡Y esta libertad...!
Yo te digo una cosa: creo que cuanto más salvajes, más felices somos.
Eso no: la civilización, Dolly...
Me carga la civilización desde que oigo hablar tanto de ella a nuestro amigo el Alcalde, que se ha hecho rico y personaje fabricando fideos.
Salvaje no quiero yo ser... ni civilizada a estilo de D. José Monedero. También te digo que dentro de la civilización puede existir la soledad que tanto me agrada. ¿A ti no se te ha ocurrido alguna vez ser monjita?
¡Ay, no! Nunca he pensado en eso.
Yo sí, sobre todo cuando nos llevan a misa a las Dominicas. ¡Qué iglesita más mona y más sosegada! Me figuro yo que de aquellas rejas para dentro hay una paz, una tranquilidad...
La religión es cosa bonita... lo mejor entre lo bueno. El rezar consuela... Pero eso de estar siempre rezando, siempre, siempre... francamente, hija... Y metida entre rejas, como están las monjas, ni ves árboles, ni ves flores...
Tonta, si tienen huertas y jardines...
Pero no ves el mar.
¡Bah!... Veo a Dios, que es más grande.
¡Si Dios está en todas partes! ¿Crees que no está también aquí, oyendo todo lo que decimos?
Pero no le vemos ni le oímos nosotras.
Hay que mirar bien, Nell, y escuchar callandito.
¿Qué oyes?
Como un aliento muy grande. ¿Y tú, qué ves?
Como una mirada grandísima.
Pero se nos va el tiempo charlando, y no hemos estudiado ni una letra.
¡Está el día tan hermoso!
Salimos con ganas de leer. Tú dijiste que estudiaríamos en el campo mejor que en casa.
Porque allí nos molestaban los berridos de Venancio.
¡Sus, valientes, y a los libros!
Mira, lees en alta voz, y así nos enteramos las dos a un tiempo.
Dame acá. ¿Sabes lo que se me ocurre? Que conviene que se instruyan también los pájaros... Toda la ciencia no ha de ser para nosotras.
¿Qué haces, tonta?
Ya lo ves.
¡Buena la has hecho! ¿Y cómo lo cogemos ahora?
De ninguna manera. Los pájaros se enterarán ahora de lo que hicieron D. Alejandro Magno, el señor de Atila y el moro Muza.
¡Si a los pajaritos todo eso les tiene sin cuidado!
Como a mí.
¡Vaya un compromiso! ¡Si pasara por ahí un chiquillo que se subiera a cogerlo!
Me subiré yo.
No, no, que te
desnucas.
Espérate; le tiraré piedras a ver si se atonta y cae.
Hay viento... Puede que vuele el libro.
¡Ay, no, que es muy pesado!
A mí, bribón; baja, ven acá.
Basta, Dolly. Viene gente... ¡Qué vergüenza! Te tomarán por una desarrapada del pueblo.
¿Y qué me importa?
Que te estés quieta.
Aquí viene un señor, un hombre... por el camino que baja de Polan, ¿ves?... Mira.
No le veo.
Mírale... Se ha parado al vernos, y allí le tienes como una estatua. No nos quita los ojos...
Escena IV
Es un pobre viejo... ¿Por qué nos mira así? ¿Nos hará daño?
Parece el Santa Closs de los cuentos ingleses. Pero no trae saco a la espalda.
¿Sabes que tengo miedo, Dolly?
Yo también. ¿Será un mendigo?
Si tuviéramos cuartos, se los daríamos... ¡Ay, no se mueve!...
Y ahora, en nosotras clava los ojos...
Parece que habla solo... ¡Qué miedo!
Y no pasa un alma. Si llamamos nadie nos oirá.
No nos hará nada, creo yo.
Lo mejor es hablarle.
Háblale tú... Dile: «Señor mendigo...».
Mendigo no es. Parece más bien una persona decente mal trajeada.
Capitán, ven acá...
¡Ay, Nell, yo conozco esa cara!...
Y yo también. Yo le he visto en alguna parte... ¡Ay, ay!
Ahora se adelanta...Nos hace señas...
Parece que llora. ¡Pobre señor!...
Preciosas niñas, no me tengáis miedo. ¿Sois Leonor y Dorotea?
Sí, señor: así nos llamamos.
Pues abrazadme. Soy vuestro abuelo. ¿No me conocéis? ¡Ay! Han pasado algunos años desde que me visteis por última vez. Erais entonces chiquitinas, y tan monas... Me volvíais loco con vuestra gracia, con vuestra donosura angelical...
¡Abuelito!
Yo decía: le conozco.
Por el retrato te conocemos.
Y yo a vosotras por la voz. No sé qué hay en el timbre de vuestras vocecitas que me remueve toda el alma. ¿Y cómo es que los dos sonidos me parecen uno solo? Dejadme que os mire bien: ¿serán iguales vuestras caritas como lo son vuestras voces?... No, no puedo veros bien, hijas de mi alma. Estoy casi ciego. Vamos, sigamos hacia Jerusa.
¡Qué sorpresa tan agradable, abuelito! Pues, mira, te tuvimos miedo.
¿Miedo a mí, que os adoro?
Senén nos dijo anoche que venías; pero no creíamos que llegases tan pronto.
¿Y cómo no has venido en el coche?
Me molesta horriblemente el traqueteo de ese armatoste... y el venir prensado entre otras personas groseras y estúpidas... No, no... He preferido venirme a pie, sin más compañía que la de este palo, que me ha regalado un pastor de mis tiempos, a quien encontré en Polan. ¡Figuraos si será viejo el hombre! Era yo un niño, y él un mocetón como un castillo que me llevaba a la pela por estos montes...
¿Pero vienes de Polan?
Allí pasé la noche, en la cabaña de Martín Paz... Luego me he venido pasito a paso por el filo del cantil, recordando mis tiempos. ¡Ah!, todos los caminos y veredas de este país me conocen; conócenme las breñas, las rocas, los árboles... Hasta los pájaros creo que son los mismos de mi niñez... Esta hermosa Naturaleza fue mi nodriza. No podréis comprender, niñas inocentes que empezáis a vivir, cuán grato, y cuán triste al mismo tiempo es para mí recorrer estos sitios, ni cuánto padezco y gozo haciendo revivir a mi paso cosas y personas! Todo lo que me rodea paréceme a mí que me ve y me reconoce... y que desde el mar grande al insecto casi invisible, todo cuanto aquí vive, se queda en suspenso... no sé cómo decirlo... se para y mira... para ver pasar al desdichado Conde de Albrit.
Apóyate en mi brazo, abuelito.
En el mío.
En los dos... Una por cada lado. Así... Me lleváis como en volandas.
Escena V
¡Qué estropeado y qué caído está el viejo león de Albrit!... Hoy por hoy, no me conviene malquistarme con él. Nunca se sabe de qué cuadrante sopla la suerte.
Señor Conde, bien venido sea, mil veces bien venido, a la tierra de sus mayores. ¡Qué hermosa figura hace Vuecencia en medio de estos dos ángeles!
¿Quién me habla?
Es Senén, papá.
¿No te acuerdas?
Senén Corchado, señor, el que fue... no me avergüenzo de decirlo... criado del señor Conde de Laín.
¡Ah, lacayo!
¿Vienes a que te dé dos palos?
¡Señor...!
Abuelito, ¿qué haces?
¡Si es de casa, si es nuestro amigo!
Perdonadme, niñas queridas... he confundido sin duda... Y tú, Séneca, Cenón, o como quiera que te llames, perdóname también... te he tomado por otro. Pensé que eras tú el infame que se permitió decirme... Ven acá, dame la mano. Tengo el genio poco sufrido...
Siempre fue lo mismo Vuecencia.
Luego, esta continua disminución de mi vista no me permite distinguir a los bribones de las personas honradas. La ceguera me hace irascible... ¿Y qué tal? Ya recuerdo que me hablaron de ti: sé que estás hecho un hombre.
Aunque me iba muy bien en casa del señor Conde de Laín, me dio por abandonar la servidumbre y trabajar en cualquiera industria o negocio...
Muy bien pensado. Así se hacen los hombres. ¿Y qué eres ahora? ¿Zapatero?
Señor, no.
Papá, si es empleado.
Empleado de Hacienda con tantos miles de sueldo.
Vamos, que tú querías ganar dinero a todo trance... El dinero lo ganan, Senén, todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden: fíjate en esto.
La señora Condesa me consiguió un destinito...
Mamá le ha protegido y le protege, porque es buen muchacho...
La Condesa es una gran potencia. Nadie le niega nada. Ya sabes tú, picaruelo, a qué aldabones te agarras.
Aquí donde le ves, papá, es la economía andando, y mira por su ropa como una mujer.
Séneca, digo Senén, tú pitarás. Y ahora, ¿estás aquí con licencia?
He venido de Durante para tener el honor de saludar al señor Conde de Albrit y a la señora Condesa de Laín, que también debe de llegar hoy.
¡Que viene mamá!
¡Jesús, qué alegría!
Pues no sabíamos nada. ¿Lo sabías tú, abuelito?
Sí.
Vamos aprisita.
Tenemos que arreglarnos.
Las señoritas han de ir al hotel del señor Alcalde, a esperar a su mamá.
¿Pero va mamá a casa del Alcalde?
¿Por qué no viene a la Pardina con nosotros, con abuelito?
La Pardina no le parecerá a tu mamá bastante cómoda... En fin, no quiero que os detengáis por mí... Vamos, hijas mías.
¡Ah! Se me olvidaba... Amigo Senén, ¿querrías hacernos un favor?
Todo lo que las señoritas quieran. ¿Qué es?
Subirse a aquel árbol a coger la Historia.
¡A coger la Historia!
El pícaro libro, que se echó a volar.
Jugando, lo tiramos al aire.
Comprendo, sí... Estudiáis mirando al cielo... Senén, intrépido Senén, sube pronto, hijo... Anda, que cuando eras muchacho ya treparías más de una vez para coger nidos.
Allá voy.
Ten cuidado no se te rompa el traje.
Que es nuevo... ya lo ven.
¡Vaya un alfiler de corbata que te traes!... Por Dios, no te caigas.
No temáis: éste sabe subir y agarrarse bien. Si cae, será porque le tiene cuenta.
Por ahora, señor Conde, me tiene más cuenta apoyarme bien en las ramas fuertes... Ajajá... Ya te cojo, Historia maldita.
Bájate pronto...
Dios te lo pague. Vaya, sigamos.
¿No quiere el abuelito entrar por el pueblo?
No, no: vamos por el atajo, que nos lleva directamente a la Pardina sin pasar las calles de Jerusa. No quiero ver gente, y menos jerusanos.
¡Lástima no haber sabido antes que venía el señor Conde! El pueblo le habría preparado un buen recibimiento.
¿A mí?... ¿A mí Jerusa?... Brrr...
Habría salido la música, el orfeón... No faltaría el arquito de ramaje, y luego lunch en la Casa Consistorial.
Veo que eres un cursi tremendo. Conozco esos homenajes, que en otro tiempo, cuando los merecía y estaba en disposición de recibirlos, me halagaban, sí. Hoy me harían el efecto de una burla cruel. Antes de verme tan viejo y tan pobre como ahora, tuve ocasión de apreciar la villana ingratitud de mis compatriotas los habitantes del señorío de Jerusa.
Veinte años ha, la última vez que aquí estuve, los colonos que habían llegado a ser ¡Dios sabe cómo! propietarios de mis tierras, los señoritingos nacidos de mis cocineras, o engendrados por mis mozos de cuadra, me recibieron con frío desdén, que me llenó de tristeza y amargura. Dijéronme que la villa se había civilizado. Era una civilización improvisada y postiza, como la levita que compra el patán en un bazar de ropas hechas.
Papaíto, no olvida tu pueblo los beneficios que de ti ha recibido.
No los olvida, no. La calle principal de Jerusa se llama de Potestad.
La fuente de los cinco caños, junto a la iglesia, se llama del Buen Conde.
Sí, Sí, mi abuelo paterno. Historia, cosas pasadas, que sólo dejan tras sí un letrero, una inscripción... Todo se borra, ¡ay! aun las piedras escritas. Cuando la roña y el musgo las empuercan, y se han criado en ellas cien generaciones de arañas y lagartijas, viene el progreso, y las manda picar para escribir otra cosa... o aprovecharlas en una alcantarilla. No me quejo, no. Ese es el mundo. Rodamos todos hacia lo infinito.
Jerusa, por más que digan, no puede olvidar que debe su existencia a los Albrit de la Edad Media.
Y a mis abuelos y a mí todo lo que en ella es de algún valor. La casa Ayuntamiento, que era el primitivo palacio de los Condes de Laín, fue donada por D. Martín de Potestad, capitán de las galeras de Nápoles. La calzada de Verola y el puente sobre el río Caudo, obra fue de mi madre. Mi abuelo materno hizo el hospital y la casa-cuna; y yo traje las aguas riquísimas de Santaorra; levanté el muro de contención que defiende al pueblo de las avenidas del Caudo; fundé y doté la Hermandad de Pescadores, haciéndoles además una dársena para abrigo de sus lanchas; repoblé el monte comunal... sin contar otras mejoras de que ya no me acuerdo. ¿Y cómo pagaron mis paisanos tantos beneficios? Pues cuando me vieron mal de intereses, recargaban horrorosamente mis propiedades en todos los repartos de contribución para obligarme a vendérselas... Y lo conseguían... En sus manos rapaces está todo.
Abuelito, no pienses cosas tristes.
¿No estás alegre de vernos y de tenernos a tu lado?
Sí, sí, ángeles inocentes. Soy feliz con vosotras, y lo demás nada me importa.
Y de que no seríamos justos achacando a Jerusa el pecado de la ingratitud, tenemos hoy una prueba elocuente, señor Conde, porque, sabida con antelación la llegada de la señora Condesa de Laín, se le prepara un recibimiento entusiasta, cual corresponde a quien tan grande fomento ha dado a los intereses materiales y morales de esta villa. Saldrá el Alcalde a la estación...
Y se dispararán cohetes. Todo eso está muy en carácter.
¡Cohetes, música...! Vamos, vamos pronto.
Abuelito, por aquí, si quieres que vayamos derechos a la Pardina.
¿Estamos ya en la loma que llaman la Asomada?
Sí, señor: de aquí se ve toda la villa; y si Vuecencia quiere dar un vistazo a la población, en dos minutos estamos en la plaza.
No, no. Gracias. Por esta otra calleja bajamos a la Pardina.
Sí, sí... te conozco, Jerusa; distingo un montón de tejados rojos y de ventanales blancos... más allá manchas de verde lozano. Eres Jerusa; te siento bajo mis pies, te huelo al pisarte... Tu ingratitud me da en el olfato. Hiciste escarnio del que fue tu señor, aplicándole un mote burlesco... Pues ahora, el león flaco de Albrit, que nada te pide, que para nada te necesita, te manifiesta su desprecio con toda la efusión de su alma, no queriendo de ti ni un pedazo de tierra para sepultar sus pobres huesos.
Si me muero aquí, que me lleven a enterrar a Polan, o que me tiren al mar.
Papaíto, no es hoy día de cosas tristes.
¡Si estamos muy contentas!
Sí, sí... Vamos, para que lleguéis a tiempo de presenciar los homenajes a vuestra mamá.
Por esta calleja llegamos en un instante a la Pardina.
Conozco bien el camino... En este sitio, torciendo a la izquierda, dejamos de ver el mar.
¡Oh, qué hermosura! Es el amigo de mi infancia.
¡Y qué espléndido, qué azul! Hoy se viste de gala para recibirte.
¿Sabéis por qué gozo tanto en mirarle? Porque le veo... es lo único que distingo bien, por razón de su magnitud. Desde que voy perdiendo la vista, hijas mías, mis pobres ojos no aprecian bien más que las cosas grandes... ¡Cuanto mayores son, mejor las veo! Quisiera que en el mundo fuera todo colosal, inmenso... Lo pequeño, creedlo, me entristece, me enfada...
Escena VI
Ya está aquí Capitán... ¡Oh!... allí vienen.
¡Jesús, lo que veo!
¿Qué?
¡El Conde con ellas, el señor Conde!
Sin duda ha venido a pie por el atajo del bosque. Es gran andarín.
¡Pero qué viejo está! Mira, mira.
¡Y qué mal trajeado! Da pena verle... ¡Quien fue siempre la misma elegancia...!
¿Sales a recibirle?
A escape... Prepárale café, que de fijo lo pide al entrar...
Sí, sí...
Y manda un recado al señor Cura, que nos dijo que le avisáramos en cuanto el Conde llegase...
El café... recado al Cura... ¿Y la comida? Voy. ¡Pero si ya están aquí! ¡Jesús me valga!...
Escena VII
Bien venido sea mi señor...
Y que entre en su casa con bendición.
Gracias, gracias, mis buenos amigos Venancio y Gregoria. Me alegro de veros contentos y saludables... digo, como veros...
No, no veo bien más que las cosas grandes.
¿Se sienta el señor aquí?
Donde quieras.
Y ahora nosotras, abuelito, hemos de vestirnos a escape...
Sí, sí; no os detengáis.
Pronto volveremos, papaíto... Vendrá mamá con nosotras... supongo.
Sí, sí...
Hasta luego...
Vivo, vivo... Vais a llegar tarde.
Yo también, con permiso del señor Conde, me retiro.
Sí, sí... Ve a disparar cohetes...
Si el señor me necesita...
No... muchas gracias... Y me alegro de que te ausentes... No, no es por nada ofensivo para ti, Séneca... o Senén. ¿Te lo digo?
Nada que usía me diga puede ofenderme.
Pues deseo que te marches, porque... Hijo, gastas un perfume, que marea. Los aromas demasiado fuertes me dan vahídos... Dispénsame...
perdóname que te despida con una impertinencia.
Señor... una gotitas de heliotropo...
No he dicho nada... Abur.
Malas pulgas trae el león flaco de Albrit.
Escena VIII
¡Ay, Venancio! La emoción que he sentido al entrar aquí, no me deja respirar...
No creí volver a verte, casa mía, casa bendita de mis mayores, de mi madre... No esperaba recibir en mi alma esta ola de vida, formada por los recuerdos, embate de calor y de salud, que al pronto reanima al ser caduco; pero después... mata, sí, mata. La memoria me abruma, el sentimiento me ahoga...
No debí venir, no, no.
Señor, los recuerdos de la Pardina serán gratos para Vuecencia.
En esa alcoba nací yo... En ella nació también mi madre, y en la de arriba murió... No sé si es que me engaña mi poca vista; paréceme que nada ha variado, que los muebles son los mismos... ¡Qué ilusión!
Poco hemos cambiado. Se conserva todo a fuerza de cuidado y aseo.
Aquí pasé mi infancia, al lado de mi madre, que enviudó a los pocos días de mi nacimiento... Heredero de los Condados de Albrit y de Laín, ¡cuántas veces, joven, en la plenitud de la vida, y con todo el verdor de las ilusiones fomentadas por la grandeza de mi linaje; cuántas veces, solo, con mi esposa, o con mis amigos, vine a pasar alegres temporadas en la Pardina! En aquel tiempo tú eras un niño. Tus padres, y otros padres de gentes ingratas que andan por esos mundos en diferentes oficios, eran entonces mis servidores. En mí veíais al señor, al rey de la Pardina, y hasta cierto punto, al amo de toda Jerusa... Pasó tiempo; creció mi hijo Rafael. Correspondiéronle por muerte de su madre, y según el fuero de Laín, este Condado y esta casa... Yo volví a la Pardina: ya no era el señor; mas era el padre del señor, y tú, ya grandecito, y los demás servidores de esta antigua casa, me mirabais con respeto, con cariño, con veneración. El Conde de Albrit, poderoso todavía, os remuneraba vuestros servicios con la noble largueza que era en él habitual.
Siempre fue Vuecencia el primer caballero de España.
Pues hoy, el primer caballero de España, el generoso y grande, viene a pedirte hospitalidad. Vicisitudes y trastornos que no quisiera recordar, esta revolución crónica que hace y deshace los Estados y las familias, y todo lo trueca y baraja, te han dado a ti la propiedad de la Pardina. En ella entro yo a pedirte albergue, no como señor, sino como desvalido sin hogar, abandonado de todo el mundo. Si me la das, ya sabes que has de hacerlo por pura caridad, no por remuneración ni recompensa. Soy pobre; todo lo he perdido.
El señor Conde viene siempre a su casa, y nosotros, hoy como ayer, somos sus criados.
Gracias... Te lo digo tranquilo y sin ninguna afectación, pues con la realidad no caben juegos de retórica. He llegado a los escalones más bajos de la pobreza; pero por mucho que descienda, no he llegado ni llegaré nunca al deshonor. Fuera de la decadencia material, soy y seré hasta el último día lo que fui.
Y yo igualmente, hoy como ayer, servidor humilde del señor D. Rodrigo.
Te lo agradezco, créeme que te lo agradezco en el alma... Pero... bien mirado, es tu obligación, y cumples como cristiano. Todo lo que eres y todo lo que tienes, me lo debes a mí.
Sin duda.
No haces nada de más en ampararme... en ver en mí a tu señor, y en respetar, no sólo mi nombre y mi historia, sino mi ancianidad, mis achaques... Las desgracias, hijo mío, me han hecho algo quejumbroso, algo impertinente. Mi genio altivo se exacerba cada día más con la pérdida de la vista... No puedo sofocar mis ímpetus de absolutismo, de persona acostumbrada a mandar.
Bien, señor.
Y a ser obedecida.
También tengo el hábito de la obediencia... Y ante todo, señor, ¿en qué aposento quiere vuecencia dormir?
Arriba, en la alcoba que fue de mi madre.
¿La que da al pasillo grande? La tenemos llena de trastos.
Pues sacas los trastos y me metes a mí.
Señor, es un trastorno...
¿Ya empezamos?
La hemos convertido en secadero: allí colgamos las judías...
Pon las judías en otra parte. ¿Vale tan poco mi persona que no merece... una molestia insignificante de las señoras hortalizas?
Bien, señor... Ello es que...
¿Todavía refunfuñas? Debiste, desde que te lo dije, asentir con delicadeza obsequiosa. ¿Será preciso que te lo mande?... Por poco me apuras
¡Oh, triste cosa es para mí ser huésped de mis inferiores! Venancio, quiero someterme al destino, quiero olvidarme de mí mismo, y no puedo, no puedo. La autoridad es esencial en mí. Por Cristo, súfreme o arrójame de mi casa, quiero decir, de la tuya.
Eso no...
Ya tiene aquí a su amigo D. Carmelo.
Escena IX
¡Carísimo amigo y dueño, D. Rodrigo de mi alma!...
¡Pastor Curiambro, ven a mis brazos!... Pero, hijo, ¡qué gordísimo estás!... No me cabes... ¿ves?, no me cabes... Me cuesta trabajo poner en tu espalda las palmas de mis manos.
¡Qué sorpresa tan grata, qué alegría!
Pero, chico, ¿es tuyo todo esto? ¿Es ésta tu barriga, o te has traído por delante el púlpito de tu iglesia?
Es que en esta tierra, Sr. D. Rodrigo, de nada le sirve a uno hacer penitencia.
¿Penitencia tú? ¡Hombre, qué cosa tan rara!... En fin, siempre que des gusto a tus feligreses...
Tenernos un párroco que vale mas que pesa.
¿Y de salud, bravamente? Tu cara...
Pues, mira, te veo, te veo bien. ¡Como eres tan grandón! ¡Ah!... Me permitirás que te tutee, a pesar del tiempo transcurrido.
¡Señor Conde, por amor de Dios!...
Bien, Carmelo; bien, Pastor Curiambro. Siéntate a mi lado. ¡Cómo corren, ¡ay!, cómo se escabullen los pícaros años! Tú... a ver si acierto... andarás en los cincuenta.
Andaba en ellos... dos años ha.
Como yo. Somos del mismo tiempo.
No podía ser menos. Tenías veintiséis cuando...
Cuando murió mi padre. A la generosidad del señor Conde debí el poder terminar mi carrera de Teología y Derecho.
Pues, mira tú, de eso no me acordaba.
¡Ah, yo sí!
¿Te acuerdas de aquellas merendonas del Soto de Aguillón? Desde entonces, te profeticé que serías la première fourchette de l'Espagne.
Era un tenedor tremendo, sí, sí...
¿Y sigues con la higiénica costumbre de comer copiosamente, y de digerir clavos?
Ya no soy ni sombra de lo que fui; pero todavía...
Todavía... si el caso llega, no deja mal puesto el pabellón.
¿Te acuerdas de cuando apostabas con Valentín, el escribano de Verola, a quién comía más?
Y siempre le gané, siempre.
Un día de vigilia..., Venancio, no lo creerás, pero es verdad... le vi comerse una langosta de este tamaño, entera y verdadera, detrás de un arroz con pescado y marisco... y delante de docena y media de torrijas.
Esos tiempos pasaron.
Pero hasta hace poco... yo recuerdo el día de la jira en Novoa... su postre era un queso de bola, enterito.
¡Lo que yo gozaba viéndole comer!
Me tranquiliza sobre ese punto la opinión de San Francisco de Sales, que dice: «Lo que entra por la boca no daña al alma».
Y tenía razón.
Escena X
Aunque el señor no lo ha pedido, como sé que le gusta tanto el café...
¡Oh, qué bien!... Tu previsión, hija mía, es muy de alabar. Carmelo, te sirvo...
Las señoritas están concluyendo de arreglarse. En seguida nos iremos.
Que no se entretengan; ya será hora.
A ti te gusta dulzón, si no recuerdo mal.
¡Qué memoria tiene usted!
No siendo para los favores que me hacen, también la pierdo, como la vista.
¿Se le ofrece algo más al señor?
No... Gracias.
¿Y qué?... Señor Conde, ¿qué le parecen a usted sus nietecitas? ¿No las había visto después de su regreso de América?
No.
Son angelicales... ¡Y qué lindas, qué graciosas! Se le meten a uno en el corazón... Verlas, tratarlas y no quererlas, es imposible.
Dios ha hecho en ellas una parejita encantadora, para regocijo y orgullo de su madre... y de usted.
¿Decías?... ¡Ah! Sí, son hechiceras las chiquillas.
Comprendo la impaciencia de usted por verlas. Al santo anhelo de conocer a sus nietas y abrazarlas, debemos el honor de tenerle en Jerusa...
Yo he venido a Jerusa, principalmente, por...
Tú...
¿Señor?...
Haz el favor de dejarnos solos.
Escena XI
Ya me dijo Senén que la Condesa y usted se habían citado aquí...
Aquí pueden ventilar con toda calma las cuestiones de intereses...
O las cuestiones de otra índole, cualesquiera que sean.
Volviendo a las niñas, te diré, querido Carmelo, que han producido en mi alma una impresión hondísima.
¿De alegría?...
Sí... Estas alegrías pronto las convierto yo en intensísima tristeza, agobiado como me veo por crueles desgracias, perseguido de pensamientos revoltosos, obra de esta fiebre de análisis que traen consigo la experiencia del mal, el excesivo tesón de mi carácter, los años, la ceguera misma... Figúrome que no me entiendes, mi buen Carmelo, y has de permitirme que por ahora no te diga más.
Francamente, me he quedado en ayunas.
¿En ayunas tú?... No lo creo.
¿Tienen algo que ver esas tristezas, que sin duda son nerviosas, con el porvenir de las señoritas?
No sé... Déjame que te diga otra cosa. Mi primera impresión al verlas y oírlas, fue... claro que fue excelente, de gran regocijo y orgullo, como has dicho. Creí notar una perfecta consonancia, igualdad más bien, en el timbre de sus voces. Como no veo bien, sus rostros me han parecido como dos reproducciones exactas de un mismo tipo. ¿Serán, por ventura, iguales también sus caracteres, sus almas?
¡Oh, no, Sr. D. Rodrigo! Ni son iguales sus voces, ni sus caras, ni menos sus caracteres.
Pues siendo distintas, la una será forzosamente mejor que la otra. Dime, tú que las has tratado y visto bien, ¿cuál de las dos es la más inteligente; cuál la de corazón más puro, recto y generoso?...
Difícil es, a fe mía, la respuesta. Ambas son buenas, dóciles, inteligentes, de corazón hermoso y nobilísimo... algo traviesas, eso sí; pero observantes de la ley del pudor, muy firmes en los principios elementales, temerosas de Dios.
Todo eso es lo que hay en ellas de común: comprendido. ¿Y qué las diferencia?
Pues discrepan... Verá usted... Dolly toma la iniciativa en las travesuras; Nell parece más inclinadita a las cosas graves, más previsora... Dolly es una imaginación viva, una voluntad impetuosa; Nell, una naturaleza reflexiva, más fija y constante que la otra en sus aficiones; Dolly, divagando, muestra pasmosas aptitudes para la vida práctica; Nell, haciendo diabluras, nos deslumbra con destellos de asombrosa inteligencia... ¿Pero qué he de decirle yo al señor D. Rodrigo, si en cuanto las trate familiar y diariamente, usted ha de conocerlas y diferenciarlas mejor que nadie?
De eso trato; a eso he venido.
¿Ha venido a...?
A estudiarlas, a intentar un análisis detenido de sus caracteres... Las razones de esto no está bien que las sepas por ahora...
Oye, Carmelo, ¿por qué no te quedas hoy a comer conmigo? Gregoria no te tratará mal.
La conozco... y sé lo que vale. Pero sin perjuicio de tributar a Gregoria en otra ocasión los honores debidos, hoy, lo que es hoy, señor Conde de Albrit, se viene usted a mi casa, a hacer penitencia con este cura.
Acepto; sí, señor, acepto... ¿A qué hora?
A la una y media en punto.
Escena XII
¡Oh, mediquillo, ven!...
Salvador Angulo, nuestro médico titular.
Muy señor mío.
Vengo a ofrecer mis respetos al Señor de Jerusa y de Polan...
Angulo, Angulo... espérese usted...
Es hijo de Bonifacio Angulo, aquél que llamaban aquí por mal nombre Cachorro, guarda de los montes de Laín.
¡Oh, sí!... Cachorro, hombre sencillo y un tanto rudo... servidor fiel... Le recuerdo perfectamente.
Y no habrá olvidado el Sr. D. Rodrigo que a este chico le costeó la carrera en Valladolid.
Por lo cual, debo al señor Conde lo poco que soy y lo poco que valgo.
De eso no me acordaba... mi palabra que no me acordaba.
Pues ha de saber usted... no es porque esté delante... que este chico es una notabilidad... pero una notabilidad, en la ciencia médica.
Por Dios, D. Carmelo.
Bien, hijo mío; dame un abrazo.
Me permitirás que te tutee. No puedo corregir este hábito de familiaridad desde que entro en Jerusa.
Y ya, ya sé por qué vienes tan pitre, cañamoncito de Jerusa.
Me han nombrado de la comisión que ha de recibir a la señora Condesa de Laín... Dispénseme, señor Conde, si después de saludarle con el debido respeto, me retiro...
Hijo, no hay prisa todavía.
Sí, sí: ve, anda.
Oye, Salvador. en cuanto se acabe la función, una vez que el pueblo desfogue su entusiasmo con un poco de pólvora y cuatro berridos, y suene en los aires la última simpleza del discurso que ha de pronunciar D. José Monedero, te vienes corriendito a casa, y tendrás el honor de comer con el señor Conde y conmigo.
Bien, bien. ¡Qué honra tan grande!
¡Qué feliz coyuntura para consultarle con toda calma!
¿Un padecimiento?
No es eso. Tú conoces a mis nietecitas; las habrás asistido en alguna dolencia.
Nell y Dolly disfrutan de una salud enteramente campesina y plebeya. Las he visitado para indisposiciones sin importancia.
Pero que a ti, como perspicaz observador, te habrán bastado para conocer sus temperamentos, qué afecciones prevalecen en cada una, qué predisposiciones patológicas se marcan en una y otra naturaleza... porque de seguro habrá diferencia grande en la complexión, en la constitución anatómica y fisiológica de las dos chiquillas. No sé si me explico.
Perfectamente. Pero hasta hoy no he tenido ocasión de determinar entre una y otra notorias diferencias.
En fin, ya tendrán ustedes ocasión de hablar largo y tendido.
Ya está aquí.
Ya llega...
Anda, hijo, anda.
Con su permiso... No necesito decirle... Humildísimo, incondicional servidor...
¿Y tú, no vas, Carmelo?
Indefectiblemente tengo que asomar las narices por allí. No diga la Condesa que soy descortés...
No eche de menos la población figura tan culminante en esta clase de ceremonias.
Sí, sí... Me voy. Cuidado, señor Conde. A la una y media en punto.
No faltaré. De las pocas cosas que me quedan, una es el respeto, la religión de la puntualidad.
Hasta luego.
Divertirse...
¿Me ayudarán éstos en mis investigaciones?... ¿Se penetrarán del espíritu de rectitud, del sentimiento de justicia con que procedo?...
Lo dudo... Viven en ambiente formado por las conveniencias, el egoísmo y la hipocresía, y cuando se les habla de la suprema ley del honor, ponen cara de asombro estúpido, como si oyeran referir cuentos de brujas. Si no me auxilian, trabajaré yo solo. El viejo Albrit se basta y se sobra.
¡Ah! Ya llega, ya entra en Jerusa Lucrecia Richmond... ¡Ya estás aquí, bestia engalanada, estatua viva, deshonesta! ¡Cuánto deseaba yo esta ocasión!... ¡Tú y yo solos, frente a frente!
No sé quién es peor: si tú que paseas impune por el mundo tu desvergüenza, o un pueblo servil y degradado que te festeja y te adula.
Repican por ti... y luego tocarán a la oración.
¡Pueblo imbécil, esa que a ti llega es un monstruo de liviandad, una infame falsaria! No la vitorees, no la agasajes. Apedréala, escúpela.
Jornada II
Escena I
Hijas mías, no me harto de besaros. ¿Teníais ganitas de verme?
Figúrate...
Hemos venido a la carrera... ¡Cuánta gente! Creí que no podíamos entrar, y que nos atropellaban los coches.
¡Qué fastidio! Vengo a Jerusa sólo por ver a mis niñas, y me encuentro con este horrible entorpecimiento del entusiasmo público.
Mamá, la gratitud del pueblo...
Creed que he pasado un sofoco y una vergüenza...
Te quieren.
Demostraciones tan molestas como ridículas. ¿Y a mí, por qué me aclaman?... En fin, ya hemos pasado el mal rato de la entrada triunfal...
Estáis muy bien... las caras tostaditas. Eso quiero: que se os ponga la tez como de manzanas pardas, señal de salud y de buena sangre...
Mamá, tú sí que estás guapísima.
Vosotras, mis ángeles salvajitos, sí que sois bellas y buenas, y...
Escena II
Dispense usted, Condesa. Mi esposo y yo hemos tenido que convencer a los notables del pueblo de que usted, por razón de su luto y del cansancio del viaje, no puede recibir a nadie...
Mamá, mamá, si está la plaza llena de gente.
Quieren que te asomes para darte vivas.
Por Dios, Vicenta, líbreme usted de este compromiso... ¡Vivas a mí! Yo no salgo; no sirvo para eso... Por Dios, que se vayan, que me dejen. Y lo agradezco en el alma...
Las ovaciones populares, por más que sean merecidas, molestan y fastidian... Jerusa no puede mostrarse ingrata, ni olvidar los beneficios que usted le prodigó...
¿Qué beneficios ni qué niño muerto? Yo no he hecho nada, absolutamente nada. ¿Pero están locos aquí? Créalo usted, Vicenta, me da miedo la voz pública.
Mamá, que te asomes... Quieren despedirse de ti.
Hay pueblo y señores... y hasta curas... Mamita, ¿qué te importa que te vitoreen? Mira que si no sales, nos darán los vivas a nosotras.
Que no salgo, vamos. Vicenta, por Dios, que su marido de usted me haga el favor de echarles una arenga, diciéndoles... que estoy enferma, y que les agradezco infinito sus manifestaciones... que no las merezco... En fin, él sabrá.
Ya, ya se van... ¿Pero qué le costaba a usted, Condesa, asomarse un poquito? Con una inclinación de cabeza cumplía usted. Pero, en fin, respeto su repugnancia de la apoteosis. Lo mismo me pasa a mí. Siempre que me ovacionan me echo a llorar, y se me descompone el vientre.
¿Pero qué he hecho yo, señor D. José de mi alma, para estos obsequios, este entusiasmo?
Hija, la carretera de Forbes, la estación telegráfica... la condonación...
Me bastó pedírselo al Ministro...
Más que todo eso vale el Instituto de segunda enseñanza, que nos disputaban los de Durante. Nada agradecen tanto los pueblos, señora mía, como el que les den algo que se le quita al vecino. Cuestión de amor propio: la entidad pueblo es lo mismo que la entidad persona. Fastidiar al vecino, y caiga el que caiga. Jerusa verá siempre en la ilustre Condesa de Laín una individualidad digna de todos nuestros respetos. Y yo, que llevo el corazón en la mano, que digo siempre la verdad llana y monda... soy así, muy bruto, muy francote... le aseguro a usted que la queremos aquí... como sabe querer Jerusa; y si lográramos que nos concedieran la Escuela de Comercio que pretenden los de Durante, no le quiero decir a usted... La apoteosis que le haríamos retumbaría en la China.
Yo sí que no vuelvo de mi apoteosis.
Ya, ya se retiran.
Parece que van descontentos ¡Y cómo nos miran!
No extrañe usted, Condesa, las vehemencias de mi Marido. Desde que es edil,
no vive. La fiebre de la cosa pública altera su genio pacífico. Verdad que no hay otro que mejor cumpla, ni que sepa consagrarse tan de lleno a los deberes de un cargo espinoso.
Estos son los hombres, estos son los grandes ciudadanos...
Esto mandan a la señora Condesa las monjas Dominicas.
¡Huevos moles! ¡Qué ricos!
¡Vaya un regalo, mamá!
Para que diga usted que no se portan bien las monjitas de mi tierra.
¡Pobrecillas! Tendré que visitarlas.
Iremos. Son finísimas.
De parte de los capataces de la Granja modelo...
También tendré que hacerles una visita.
Iremos; sí, señora. Verá usted los carneros moruecos, que han traído ahora para padres.
Mire usted, Lucrecia, lo que manda la maestra del colegio de niñas.
¡Ay, qué precioso!
Mira, mamá. ¿Es un gorro?
No, hija: es un cosy para cubrir las teteras...
Es un adminículo extranjero. Aquí no lo usamos.
Tiene usted que visitar el colegio.
¡Pobre Condesa! Ya le cayó que hacer.
Y podrá decir que en ninguna parte del mundo ha visto usted labores tan primorosas como las que hacen las alumnas del colegio de Doña Severiana.
Bordan a maravilla... Ya lo ve usted... Y allí tiene usted a las chicuelas todo el santo día sobre los bastidores...
Y a todas éstas, Vicenta, son las tantas y no comemos. Mi señora Doña Lucrecia tiene apetito... las niñas están desfallecidas. ¿Verdad, Nelita y Dolita, que deseáis sentaros a la mesa?... y yo... ¿por qué no he de decirlo?, estoy ladrando de hambre... Con que...
Me arreglaré un momento.
Subamos a mi tocador. Mientras usted se arregla, dispondré que nos sirvan la comida.
Y yo, si la señora Condesa me lo permite, voy a librarla de otra lata horrorosa.
¿Qué?
El orfeón del pueblo quiere venir a cantar durante la comida.
¡No, por Dios!
Ahí está el director. Voy a quitárselo de la cabeza...
Sí, sí; que lo agradezco, que siento mucho...
Que está muy fatigadita. Crea usted que no perdemos nada. Desafinan como perros.
Y que, motivado al luto, no está usted para músicas... Ya, ya sabré despacharles... Y sobre todo, que lo mando yo, ea...
Escena III
¡Qué descanso! Solas un momento. Prefiero una enfermedad a los entusiasmos de Jerusa.
Mamá, es que te quieren.
Sí, sí: cariños que reclaman la fuga inmediata, como quien escapa de una epidemia. Es violentísimo tener que mostrar gratitud ante estas mojigangas.
Mamá, ten paciencia.
Lo mismo que soportar las amabilidades de estos pobres cursis... Son muy buenos, lo reconozco... y les aprecio verdaderamente. Pero en Jerusa no quiero ver a nadie más que a vosotras.
Mamá, ¿cuándo nos llevas contigo?
No sé... Tal vez muy pronto. Depende de circunstancias eventuales...
Mamá, ¿no sabes? Ha llegado el abuelito.
Ya, ya lo sé... Llegó esta mañana. ¿Y qué? Tan gruñón y desabrido como siempre.
A nosotras nos quiere mucho.
Irás a verle...
Sin duda. Ya sé que hoy come con D. Carmelo... ¿Y con vosotras ha estado muy expansivo? ¿Qué hacíais cuando llegó?
Le encontramos en el bosque. Primero tuvimos mucho miedo, porque no le conocíamos.
Y después de conocerle, más.
No, no: el pobrecito no acababa de hacernos cariños. Nos da mucha lástima de verle tan agobiado, viejecito, casi ciego.
Y en el camino del bosque a la Pardina, ¿no habló con nadie? ¿No le salió al encuentro alguna persona conocida?
Sí, mamá: SENÉN.
Ya me han dicho que está aquí ese tábano. El tal marea... y pica. Os recomiendo el menor trato posible con él.
Cuando usted quiera.
Ya estoy.
Vea usted, Lucrecia, los apuros que pasa mi esposo por defenderla a usted de impertinencias. Ese con quien habla es Pepito Cea, el periodista de Jerusa, que quiere colarse aquí para celebrar con usted una interview.
¡Una interview!... ¿Pero está loco ese hombre?
Mire usted... mire usted a José María, más colorado que un pavo... Parece que quiere romperle el bastón en la cabeza... Ahora le coge de las solapas... Al fin parece que le convence.
¿Pero qué quiere preguntarme ese tipo, ni qué tengo yo que decirle?
Pues nada: a qué hora entró en el tren; si le gustó el paisaje; si le prueba bien Jerusa; si quedó contenta de la ovación o le ha parecido poca, y, por fin, cuál es su actitud en el asunto de la Cámara de Comercio, es decir, si apoyará a raja-tabla en Madrid las pretensiones de esta villa.
¡Dios me ampare!
Ya, ya le ha despachado. Allá va el pobre Cea con viento fresco. Pondrá esta noche las paparruchas que le habrá encajado José María... Que usted adora al pueblo; que ha venido muy cansada y con dolores de reuma, y que se desvivirá por conseguirnos lo de la Cámara de Comercio, apabullando a los de Durante... Ya entra mi marido. Bajemos al comedor.
Es delicioso. Pero no me hace ninguna gracia que ponga ese majadero la noticia falsa de mi reumatismo. Es una enfermedad que me desagrada más que otras, porque, no siendo grave, hace engordar.
Es muchacho fino, y dirá que está usted nerviosa.
¡Menos mal!
Escena IV
Ya comprenderá la señora Condesa que no he venido esta tarde sólo por el gusto de verla, que siempre es grande, sino...
Ya, ya... Ha comido usted con él... y me trae algún mensaje; recadito por lo menos.
Dispénseme si le digo que se equivoca. El señor Conde no me ha dado ninguna comisión ni recado para la Condesa de Laín.
Entonces...
Lo que yo diga será por cuenta mía, por inspiración propia y consejo de amigo.
No, no se retire usted, Vicenta. No hablamos nada reservado. Puede usted oírlo. Siga, Don Carmelo. Mi ilustre papá político, como si lo viera, habrá dicho de mí... qué sé yo... horrores espeluznantes.
No, señora. Ni una sola vez la ha nombrado a usted durante la comida.
Permítame el Sr. D. Carmelo que no le crea, con todo el respeto debido. Es usted un santo, que en este instante no dice la verdad... por exceso de virtud. Se dan casos.
Habló mucho de su hijo muerto, dignísimo esposo de usted; ponderó sus virtudes, su mérito no común, lloró...
También hablaría de su desdichado viaje a América. Lo emprendió atraído por la ilusión, por el espejismo de un caudal que allí dejó su abuelo el Virrey, y después de mil fatigas y trabajos, sufriendo desaires y persecuciones, ha vuelto descorazonado y sin una peseta. Al diantre se le ocurre plantarse en el Perú a reclamar las famosas minas de Holgayos, olvidadas durante un siglo.
También nos habló de eso... y de otras cosas. Demuestra un cariño ardiente a sus nietas. Oyéndole hablar de ellas hemos observado Angulo y yo cierta exaltación del afecto paternal, y una tenacidad monomaniaca en el propósito de estudiar y desentrañar los caracteres de una y otra... Por la incoherencia con que se expresa, no hemos podido apoderarnos de su pensamiento, si es que alguno tiene. Angulo cree más bien que en aquella cabeza hay un desconcierto lastimoso, ideas de grandeza, ideas de venganza, el orgullo y la miseria, que rabian de verse juntos.
No será extraño que las desdichas, amargando su alma, toda soberbia y altanería, lleven al buen D. Rodrigo a la locura...
No diré yo tanto. Sólo apunto la idea de que el señor Conde, por su ancianidad, por su pobreza, por el estado de amargura e irritación de su espíritu, merece y reclama exquisitos cuidados, y de esto precisamente quería que hablásemos usted y yo.
Por mí no ha de quedar. Pienso decir a Venancio que si el Conde permanece en la Pardina tenga con él toda clase de miramientos, le cuide, le agazaje, atienda con delicadeza a sus necesidades. Pero yo dudo que acepte estos beneficios dispuestos por mí. Usted le conoce...
Sí, y sé que es atrabiliario, descontentadizo, y que la exaltación de la dignidad le impulsará a rechazar el bien que usted le ofrezca.
Entonces, ¿qué debo hacer? Vicenta, dé usted su opinión.
Yo... ¿Qué quiere usted que le diga? Paréceme que no será difícil encontrar un medio de darle amparo decoroso, digno de su alcurnia, sin que la vidriosa dignidad de D. Rodrigo se sintiera ofendida.
Mucho, mucho... Vicenta, con su talento admirable, nos indica el mejor camino. Pues bien: yo tengo una idea, que quiero someter al buen criterio de usted...
Lucrecia, ahí tiene usted una visita. El Prior y dos Padres Jerónimos del convento de Zaratán vienen a ofrecer sus respetos.
¡Ah!... Zaratán... Ya me acuerdo. Di una cantidad para la restauración... y Rafael consiguió del Gobierno un dineral para que estos benditos pudieran instalarse.
¿Están en la sala? Vamos un momento. No tema usted que la fastidien. Son finísimos.
Vamos allá... ¡Qué oportunidad, qué feliz coincidencia!
¿Quieren ver la pajarera?
Lo que queremos ver es las sortijas que llevas tú en el dedo meñique.
Son preciosas. Ya podías regalárnoslas.
Están a su disposición.
¡Truhán! Ya sabes que no las tomaríamos.
¿Por qué no? Hagan la prueba.
Te morirías de rabia.
Las necesita para deslumbrar a las chicas del pueblo.
¿Cuántas novias tienes? Dinos la verdad.
Lo menos dos docenas.
Que yo conozca, tres... A mí no me lo negarás, pillo, engañador. Te he visto de telégrafos con Delfina, la del confitero; sé que te carteas con Amalia Ruiz, y es de dominio público que le mandas versitos a ese retaco de Hilaria Sevillano, y que ella te envía, con la mujer del peón caminero, peras de su huerta. Todo se sabe, amiguito.
Sí, y lo primero que sabemos es que se deja usted tamañita a La Correspondencia. Todo lo averigua y todo lo trabuca. Para que se entere, no han sido peras, sino abridores.
Y ahora te está preparando una calabaza de cabello de ángel. Es rica la niña, aunque cargadita de espaldas; pero los padres, que son plateros y conocen el oro falso, no te pasan... Tienes liga...
¡D. Pío, Pío, Piito, venga, ven acá!... entra.
¿Es Coronado, vuestro maestro?
Maestro, maestrillo, entra. Mamá quiere verte.
No seas vergonzoso... ven.
No entrará ni a tiros. Es muy corto de genio.
¡Pobrecillo!... ¡Le queremos más!...
¿Se puede saber a qué han venido los padricos de Zaratán?
Visita de parabién, y nada más.
La verdad, D. Carmelo, aquí que nadie nos oye: ¿D. Rodrigo le dijo o no le dijo a usted los horrores que supone Lucrecia?
Psch... Exageraciones, monomanías... chocheces.
A esta buena señora no le vendría mal mirar un poquito por su reputación... Ella será buena; pero no puede hacerlo creer a nadie.
Chitón, Consuelo. Lucrecia está en mi casa.
De todas las historias que por ahí corren, descontemos lo que añaden la malicia, la envidia, el afán de los chistes, y...
Quite usted todo el jierro que quiera, y siempre quedará lo que es público y notorio.
¿Y quién te asegura que no sea invención?
No creo en las invenciones, ni siquiera en la de la pólvora... Esta Vicenta, cuando se pone a no querer entender las cosas...
Indicábamos que podría ser invención...
¿He inventado yo que esta buena señora no tenía ni pizca de amor a su marido... y que le dejó morir como un perro en una fonda de Valencia?
¡Consuelo, por Dios...!
Hija, en Madrid lo oí... Los chicos de la calle no sabían otra cosa. Bueno: que es mentira. ¿Queréis que diga y sostenga que miente todo el mundo? Pues lo digo: a benevolencia nadie me gana. Pero también os aseguro una cosa: en mi fuero interno creo que el Conde de Albrit tiene razón en odiar a su nuera, y lo pruebo, como diría Senén.
Recomiéndele usted a su fuero interno que no sea tan malicioso.
Pero no puedo recomendar a mis ojos que no vean lo que ven; y han visto que la cara de la Condesa se queda como el mármol cuando le nombran a su suegro.
De mármol blanco. Es que tiene una tez que ya la quisiera usted para los días de fiesta.
Yo no presumo.
Podía...
Basta. Mientras esta señora esté en mi casa, yo no tolero...
Claro... pero conste que ella viene a honrarse a tu casa... no eres tú quien se honra con recibirla y agasajarla. ¡Pues no le han dado hoy poquita ovación!... Y dice que no le gustan los vivas... A poco más revienta de orgullo.
Señora Doña Consuelito, no abre usted la boca sin decir algo en ofensa del prójimo. Haga caso de mí, que la quiero bien: ponga mesura en sus palabras, y enfrene un poco su curiosidad de las vidas ajenas.
¿Qué mal hay en saber lo que pasa, siendo verdad? La curiosidad es hija de Dios, y de la curiosidad nace la historia que usted cultiva, y nace la ciencia que descubre tantas cosas.
La curiosidad perdió a Eva.
Hay opiniones...
Es dogma.
Bueno... lo creo por ser dogma, que si no, no lo creía. Una cosa siento, acordándome de lo del Paraíso... Sí, señor, siento no haberlo visto yo, para que nadie me lo contara.
Silencio... Aquí viene.
¡Pobre Senén! Las chiquillas le traen loco.
Ya sé que has visto a ese hombre, que le has hablado.
Viene de malas.
¿Y qué me importa? Forzoso es darle algo para que viva... Me dejará en paz.
Lo dudo... Como soberbio que es, no querrá limosna; como quisquilloso y camorrista, querrá escándalo.
¡Escándalo!... ¿Qué?... ¿te ha dicho algo?
A mí, no... En Madrid, un amigo mío que vivió en Valencia con el señor Conde, me dijo que éste, desde la muerte de su hijo (Dios le tenga en su gloria), no vive más que para un fin: revolver lo pasado, los desechos del pasado...
Como los traperos en los motones de basura.
Revolver para sacar... lo que encuentre.
Y a ti te haría mil preguntas... Sabe que fuiste mi criado... y los criados siempre poseen algún secreto... digo mal, algún dato de las intimidades de sus amos.
En mí tuvo y tendrá siempre la señora Condesa un servidor leal...
Lo sé... Confío en ti.
Y aunque no me obligaran a la lealtad los motivos de agradecimiento que me hacen esclavo de la señora, seré fiel y seguro, porque tengo la honradez metida en las entrañas...
Lo sé...
Sirvo a la Condesa de Laín desinteresadamente en todo aquello que guste mandarme, sea lo que fuere... Pero no olvide la señora que su humilde protegido, el pobre Senén, no merece quedarse a mitad del camino en su carrera.
¿Pero qué... quieres más? ¿Solicitas otro ascenso? Ahora es imposible.
No es eso. Por la administración a secas no se va a ninguna parte.
¿Pues qué pretendes?... Dilo pronto y acaba de una vez. ¿Quieres el arzobispado de Toledo o la cruz laureada de San Fernando?
Aspiro a una posición obscura y de mucho trabajo, con lo cual podré asegurar mi subsistencia en lo que me quede de vida.
Bueno: la tendrás. ¿Es cosa que puedo hacer yo?
Facilísimamente, no dejando pasar la ocasión. Es cosa muy sencilla. Que me nombren agente ejecutivo de la cobranza de Derechos Reales.
¿Y eso da dinero?
¡Que si da!...
¿De modo que pidiéndolo al Ministro...?
Como tenerlo en la mano.
Si es así, cuenta con ello.
Permítame la señora un momentito...
¡Insufrible pedigüeño! ¿Todavía más?
Se me olvidó decir a la señora que para desempeñar ese cargo necesito fianza.
¿También eso?
Una fuerte fianza.
Yo no puedo ponértela...
Pero el señor Marqués de Pescara me la facilitará sólo con que la señora se lo diga... o se lo mande.
¡Oh!... Esto ya es absurdo... Pides cosas difíciles, enfadosas.
Si la señora no quiere molestarse para que yo salga de pobre, no he dicho nada... Se me olvidaba manifestarle que el dinero estará seguro, y el señor Marqués cobrará intereses de la Caja de Depósitos.
Está bien... Pero es dudoso que yo pueda ver a Ricardo...
Le verá mañana o pasado.
¿Dónde?... ¿Qué dices?... ¿Dónde?
En Verola, a donde la señora va desde aquí.
¿Y cómo lo sabes?
Cuando lo digo, es porque lo sé... y lo pruebo.
¡Él también en Verola!... ¡Ah!, lo sabes por su ayuda de cámara, que es tu primo. ¿Estás seguro?
Prométame la señora que si encuentra allí al señor Marqués le pedirá la fianza. Con eso me basta.
Yo veré... Ignoro en qué disposición encontraré a Ricardo.
Prométame hablarle de mi fianza si le encuentra en buena disposición. Me conformo.
Te prometo no olvidar el asunto, mirarlo con interés... siempre que tú me asegures una lealtad a toda prueba...
¡Señora!...
Retírate...
¿Qué... está la señora constipada?
No, hombre... Es que usas unos perfumes tan fuertes, que no se puede estar a tu lado... Vete ya.
Pues yo creía... No molesto más...
Señora...
¡Qué desgraciada soy, Dios mío! ¡Tener que soportar a ese animalejo, y oírle, y olerle... sólo porque le temo!...
¿Qué hace usted, Lucrecia?
Limpiar la atmósfera de los perfumes que usa este imbécil.
Sí, sí: tiene infestada... toda la población.
Hola, pillo, ¿vienes a ver a tus niñas?
¿Qué trae por aquí el chiquitín de la casa? Tú no has venido solo, Capitán.
¿Con quién has venido?
Ahí tiene usted a Venancio, con un recado del León de Albrit... Cuidado que no le llamo flaco ni gordo, ni hablo de sus pulgas.
Voy... ¿Qué será?
Esta tarde no podremos librarnos del orfeón. Ya le he dicho a Fandiño que con un par de cantatas nos daremos por bien servidos.
Y echarán, aplicándolo a tu amiga, el coro dedicado a Isabel la Católica, que dice: «Salve, matrona excelsa...».
El tábano de Cea debiera celebrar su interbú contigo. Pero como estás sorda, le encargaré que se traiga una trompetilla.
¡Sorda yo!
Quiero decir que debieras serlo... y muda.
Eso quisieras tú, para hacer mangas y capirotes en el Ayuntamiento.
Mi noble suegro me pide hora y sitio para nuestra entrevista. He dicho a Venancio que le contestaré esta tarde.
Me parece bien que no se demore el careo. Sea usted humilde si él es orgulloso. Tiene usted la juventud, la fuerza, no sé si la razón... Él es anciano, infeliz... Merece indulgencia.
No sé qué pretenderá... Lo sabremos mañana.
Citémosle aquí. Verá usted cómo conmigo no se desmanda. ¡Leoncitos a mí!
No sé... no sé...
Si quiere usted celebrar la entrevista en mi casa, pongo a su disposición una sala hermosísima... Con franqueza. Estarán ustedes solitos... Se cierran bien las puertas...
No, gracias... Iré a la Pardina.
Fije usted la hora, y yo le llevaré el recado.
Mañana, a las diez.
¡Mañana que pensaba yo llevármela a visitar a las monjitas!
Y el colegio, y la fábrica, y el matadero, y los casinos de la masa obrera, y el hospital, y el instituto, y las escuelas... Condesa, que espere el león un día más.
No puede ser, mi querido D. José María, porque me voy mañana.
¿Cómo es eso? ¡Lucrecia, por Dios...!
¡Trómpolis! Eso no es lo tratado.
No, hija mía; no lo consentimos. Dijo usted que cuatro días.
Me opongo. Saco la vara.
Y yo saco el Cristo.
¡Ingrata! ¡Dejarnos tan pronto!
Lo siento en el alma...
¿Pero tan mal la tratamos?
Sin duda la tratan mejor en Verola, en el castillo de sus amigos los Donesteve.
Compromiso ineludible. Me esperan mañana. Pero no hay que apurarse... volveré.
¿De veras? ¡Cómo nos está tomando el pelo!
No, no nos engaña. Volverá.
Como que es muy probable que allí determine llevarme a las chiquillas... Francamente, me inquieta un poco dejarlas en Jerusa.
Tal vez...
¡Mamá, el orfeón!
¡El orfeón! Ahí están.
¡Qué gusto!
¡Qué alegría!
«Salve, matrona excelsa...».
Escena V
Señora Condesa...
Agradezco a usted que haya tenido la bondad de concederme esta entrevista, aunque para merecer yo favor tan grande haya tenido que venir a Jerusa.
Es obligación sagrada para mí acceder a su ruego... aquí o en cualquier parte. Obligación digo: durante algún tiempo me ha llamado usted su hija.
Pero ya no... Esos tiempos pasaron... Fue usted, como si dijéramos, una hija eventual... transitoria, una hija de paso...
Y a las hijas de paso... cañazo.
Extranjera por la nacionalidad, y más aún por los sentimientos, jamás se identificó usted con mi familia, ni con el carácter español. Contra mi voluntad mi adorado Rafael eligió por esposa a la hija de un irlandés establecido en los Estados Unidos, el cual vino aquí a negocios de petróleo...
¡Funestísima ha sido para mí la América!... Pues bien: como todo el mundo sabe, me opuse al matrimonio del Conde de Laín; luché con su obstinación y ceguera... fui vencido. Me han dado la razón el tiempo y usted; usted, sí, haciendo infeliz a mi hijo, y acelerando su muerte.
Señor Conde... eso no es verdad.
Señora Condesa, es verdad lo que digo. Mi pobre hijo ha muerto de tristeza, de dolor, de vergüenza.
No puedo tolerar...
Calma, calma. No se acalore usted tan pronto... cuando apenas he comenzado...
Es monstruoso que se me pida una entrevista para mortificarme, para ultrajarme.
Señor Conde, usted nunca me ha querido.
Nunca... Ya ve usted si soy sincero. Mi penetración, mi conocimiento del mundo no me engañaban. Desde que vi a Lucrecia Richmond la tuve por mala, y si en algo han fallado mis augurios ha sido en que... en que salió usted peor de lo que yo pensaba y temía.
Si esta conferencia, que yo no he solicitado, es para insultarme, me retiro.
Como usted guste. Si prefiere que lo que tengo que decirle lo diga a todo el mundo, retírese en buen hora. Por la cuenta que le tiene, preferirá sin duda oírlo sola, por mucho que le desagraden mi voz y mis acusaciones. ¿No es eso? El oprobio de que pienso hablarle quedará entre los dos. Nos lo repartiremos por igual, sin dejar nada para los extraños. ¿No es esto mejor que arrojarlo fuera, a puñados, sobre la multitud?
¿Ve usted como no le conviene dejarme con la palabra en la boca?... Así es mejor.
Sí, sí... Le suplico la brevedad... Lo que se propone decirme, dígalo pronto, pronto...
Es un poquito largo...
¿A qué tanta prisa? ¡Cuánto mejor está usted aquí conmigo, oyendo las terribles verdades que salen de mi boca, que entre gentes aduladoras y embusteras, que públicamente la festejan, y en privado la denigran! ¿Acaso es usted tan candorosa que se paga de esa estúpida farsa de la ovación callejera, y los vivas y los cohetes? Todos los que se han quedado roncos aclamando a la Condesa de Laín, se aclaran la voz contando aventuras galantes, anécdotas maliciosas. Y también digo que, con ser usted mala, no lo es tanto como creen y afirman los imbéciles que ayer la victorearon.
¡Más vale así!... Siempre es un consuelo ser mejor de lo que nos creen los amigos.
Siéntese usted. Después de oír tantos embustes y lisonjas, no le viene mal oír la voz de la justicia, de la verdad... y oírla con paciencia cristiana.
¡Paciencia! Ya ve usted que la tengo, aunque no sea tanta como su malicia. Pero no hay que abusar, señor mío; no vea usted cobardía en lo que es respeto a la ancianidad, a los lazos que nos unen y que usted no puede desconocer, a sus terribles infortunios...
Sí, sí: soy muy desgraciado.
Pero usted, Sr. D. Rodrigo, no aprende nunca. Las desgracias, que son lecciones y avisos de la Providencia, doman al más soberbio, y suavizan al más atrabiliario. Esta ley, sin duda, no reza con usted. Francamente, yo creí que la pérdida total de su fortuna y el horrible desengaño de América, amansarían su orgullo... Veo que no. El león, caduco y pobre, vuelve a España más fiero.
¿Qué quiere usted?... Dios me ha hecho fiero, y fiero he de morir.
Es usted, según creo, el hombre de las equivocaciones, y bien puede decirse que todo aquello en que pone la mano le sale mal. Le hacen creer que el Gobierno peruano está dispuesto a reconocerle la propiedad de las minas de Hualgayos, y se embarca, la cabeza llena de viento, discurriendo cómo traerá la enorme carga de millones que allá le tenían muy guardaditos... Pero la realidad le deparó tan sólo desprecios, cansancio inútil, humillaciones... Y no teniendo sobre quién descargar su despecho, se resuelve contra una pobre mujer, y la injuria y la maldice.
Si al regresar de aquella excursión que consumó mi ruina hubiera yo encontrado a mi hijo vivo, su cariño me habría hecho olvidar mi triste situación. Pero la muerte de Rafael, acaecida hace cuatro meses, avivó en mí la irascibilidad, despecho si usted quiere, el sabor amargo que en mi alma dejaron las desdichas... y avivó también el odio a la persona que creo responsable de la infelicidad y de la muerte de aquel hombre tan bueno y leal.
¡Responsable yo de su muerte! Eso es una infamia, señor Conde.
Mi hijo ha muerto... del abatimiento, del bochorno a que le llevaron los escándalos de su esposa. Eso lo sabe todo el mundo.
Mire usted lo que dice. Se hace usted eco de viles calumnias. Tengo enemigos.
Más que los enemigos, difaman a Lucrecia Richmond... sus amigos.
Repito que es calumnia.
Ahora lo veremos...
Lucrecia... aún podría suceder que yo me equivocara, que fuese usted mejor de lo que supongo... Este error mío lo confirmaría usted, dándome con ello una dura lección, si tuviera el arranque de confesarme la verdad...
¿La verdad?...
Sí... sobre un punto delicadísimo sobre el cual le interrogaré.
¿Cuándo?
Ahora mismo... sí, y contestándome sin pérdida de tiempo, me proporcionará el placer inefable de perdonarla. Crea usted que al fin de mi vida, quebrantado, triste, moribundo casi, el perdonar es gran consuelo para mí.
¡Interrogarme! ¿Soy acaso criminal?
Sí.
Todos somos imperfectos... No me tengo por impecable... ¿Pero a usted... quién le ha hecho confesor... y juez?
Me hago yo mismo... Quiero y debo serlo, como jefe de la familia de Albrit, y guardador de su decoro.
Esto es insoportable... No puedo más...
No, no. No puede usted negarse a responderme... al menos para demostrarme que no tengo razón, si en efecto no la tuviera y usted pudiese probarlo. Lo que voy a preguntar es grave, y el acto de preguntarlo yo, de contestarme usted, ha de revestir cierta solemnidad. Ahora no soy yo quien habla: es el marido de la que me escucha, es mi hijo, que resucita en mí...
Siéntese usted.
Por piedad, señor... Me está usted martirizando.
Perdóneme usted... Es preciso... Hay que sufrir algo, Lucrecia. No todo ha de ser gozar y divertirse.
Al llegar a Cádiz de mi frustrado viaje, entregáronme una carta de Rafael, en la cual me manifestaba su dolor, su amargura hondísima. La vida había perdido para él todo interés. Hallábase enfermo, y en su desesperación no anhelaba curarse. Le consumía el desaliento, la pérdida de toda ilusión, la vergüenza de ver ultrajado su nombre...
¡Señor Conde, por Dios...!
Mi hijo vivía separado de su esposa desde el año anterior.
¿Y quién asegura que fue culpa mía?
Yo lo aseguro: por culpa de usted.
No es cierto.
No me desmienta usted. Calle ahora y escuche.
Rafael no me decía nada concreto. Expresaba tan sólo el estado de su espíritu, sin exponer las causas...
No decía nada concreto. Luego...
Pero, a poco de recibir la carta, me dio cuenta detallada de las aventuras de la Condesa de Laín un amigo mío queridísimo, persona de intachable veracidad, que no sólo refería lo que era público y notorio, sino algo que por circunstancias excepcionales tuvo ocasión de conocer y comprobar; hombre que no ha mentido nunca, tan bueno y noble, que al hacerme la triste historia de aquellos escándalos, casi, casi los atenuaba... No necesito nombrarle. Usted le conoce.
Yo... no.
Usted sabe quién es. Y no se atreve, no se atreve a sostener que ha mentido, porque su conciencia, Lucrecia, se sobrepone a su cinismo; y antes dudará usted de la luz que de la veracidad de ese hombre, venerado de todo el mundo, gloria de la magistratura...
El hombre más recto puede equivocarse... sobre todo si respira un ambiente malsano de hablillas y embustes...
Sigo. Me refirió todo, todo... es decir, todo no. Falta algo, tan secreto, que sólo usted lo sabe... y usted me lo va a decir.
¡Qué suplicio, Dios mío!
¡Suplicio! No se acuerda usted del de su esposo, fugitivo, solo, muriendo de melancolía, sin que ningún cariño le consolara... porque yo estaba ausente, y usted, que no le amaba, no hacía más que rebuscar pretextos para apartarse de su lado... Claro que al recibir la carta y al oír los informes de mi amigo, me faltó tiempo para correr al lado de Rafael. Tomé el tren, y sin parar en ninguna parte, me fui a Valencia...
¡Ay de mí!
Dos horas antes de llegar yo, mi adorado hijo había muerto. Agravose su enfermedad en aquellos días. Él no hacía caso... Un tremendo acceso de disnea, el espasmo... la muerte. Todo en unas cuantas horas...
Murió en el cuarto de una fonda... vestido sobre la cama... mal asistido de gente mercenaria... ¡Jesús... qué dolor...!
¡Oh! Señor Conde, aunque usted no lo crea, yo le amaba...
¡Mentira! Si le amaba usted, ¿por qué no corrió a su lado al saber que estaba enfermo?
Porque... no sé... Complicaciones de la vida que no puedo explicar en breves palabras. Yo...
Déjeme concluir... Fácilmente comprenderá mi desesperación al encontrarle muerto. ¡No escuchar de sus labios explicaciones que sólo él podría darme! Terrible cosa era perderle; pero más terrible aún verle yerto, frío, mudo para siempre, como le vi yo... y no poder consolarle, no poder decirle: «cuéntame tus martirios, y tu padre te contará los suyos».
¡Oh, pena inmensa, agonía lenta de mi vejez, más espantosa que cuantos males en todo tiempo sufrí! Verle cadáver, hablarle sin obtener respuesta, sin que a mis caricias respondiese con un gesto, con una mirada, con una voz. ¡Y sabiendo yo el infinito dolor que amargó sus últimos días, ver que todo se lo llevaba, todo, al abismo del silencio, la muerte, sin darme una parte, un poco de dolor suyo, que era su alma!...
¡Horrible, pavoroso!... Usted no tiene corazón y no sabe lo que es esto.
¡Qué hermoso sería que en este instante pudiéramos llorar usted y yo por aquel ser querido!...
No... Tú, no...; usted, no.
Sinceras son mis lágrimas.
Naturalmente... Viendo mi pena... No es usted de bronce, no es usted una fiera... Pero no, no sostenga que amaba a su esposo; al hombre que se ama no se le engaña solapadamente, pisoteando su honra, y arrojando al escándalo y a la befa del público su nombre sin tacha.
Al fin calla usted. Ahora, ahora veo a la desdichada Lucrecia en el único terreno en que debe ponerse, que es el de la resignación sumisa, esperando un fallo de justicia.
¿Declara usted que su conducta con mi hijo, al menos en determinadas épocas de su vida, no fue buena?
Lo declaro... Pero algo debo decir en descargo mío...
Ya escucho.
Mis desavenencias con Rafael son antiguas.
Lo sé... Datan de los primeros años del matrimonio, porque usted, penoso es decirlo, no hubo de esperar mucho tiempo para lanzarse por mal camino. ¿Lo niega usted?
Acusada con tanta fiereza, no acierto a buscar razones, que algunas hay siempre en estos casos, para disculparme.
Búsquelas usted... pero antes, ¿reconoce sus faltas?
Las reconozco. Sería una hipocresía indigna de mí negarlas en absoluto. Pero...
¿Pero qué...?
Digo que Rafael, llevándome desde el principio, contra mi gusto, a la esfera social más favorable a la relajación del vínculo matrimonial, contribuyó a perderme. Me vi rodeada de gente frívola, de aduladores, de personas sin conciencia...
¡Sin conciencia! Tuviérala usted, ¿y qué le importaban los demás?
En aquel ambiente no supe o no pude combatir el mal. A mi lado no tenía un censor severo de mi propia debilidad, un guardián vigilante...
Difícil es guardar a la que guardarse no quiere.
¡Oh, señor Conde: si hubiera usted encontrado vivo a su hijo, si hubiera podido escuchar de sus labios la confidencia o confesión que deseaba... estoy segura de ello, Rafael, que era sincero y justo, habría tenido la generosidad, la rectitud de decirle: «no sólo es ella culpable; yo también...!».
No lo habría dicho, no.
Creo, como esta es luz, que Rafael, al juzgarme, no habría sido extremadamente duro.
Fue, más que duro, implacable.
¿En sus últimos momentos?
En sus últimos momentos: fíjese usted en lo que afirmo.
Pero si acaba usted de decirme...
Que le encontré muerto... sí.
Entonces...
Los muertos hablan.
¡Y Rafael...!
Desesperado, loco, permanecí... no sé cuántas horas... ante el cadáver de mi pobre hijo, sin darme cuenta de nada que no fuera él y el misterio inmenso de la muerte. Pasado algún tiempo, empecé a fijar mi atención en lo que me rodeaba, en sus ropas, en los objetos que le pertenecieron, en los muebles que había usado, en la estancia...
En la estancia había una mesa con varios libros y papeles, y entre ellos una carta...
¡Una carta...!
Sí. Rafael estaba escribiéndola a las tres de la madrugada, cuando se sintió mal. Vino bruscamente la muerte, le atacó con furia, ¡ay!... El infeliz llamó; acudieron... Se le prestaron los auxilios más perentorios... Todo inútil... La carta allí quedó medio escrita... Allí estaba, ¡hablando... y viva!, hablando... ¡era él!... La leí sin cogerla, sin tocarla, inclinado sobre la mesa, como me habría inclinado sobre su lecho si le hubiera encontrado vivo... La carta dice...
¿Era para mí?
Sí.
Démela usted.
¿Pues cómo he de enterarme...?
Basta que yo repita su contenido. La sé de memoria.
No basta... Si me acusa, necesito leerla, reconocer su letra...
No es preciso. Yo no miento. Bien lo sabe usted... Principia con un párrafo de amargas quejas que pintan la discordia matrimonial, lo inconciliable de los caracteres. Siguen estos gravísimos conceptos:
«Te anuncio que si no me envías pronto a mi hija, la reclamaré. Quiero tenerla a mi lado. La otra... la que, según declaración tuya en la desdichada carta que escribiste a Eraul, y que pusieron en mi mano sus enemigos... no es hija mía... te la dejo, te la entrego, te la arrojo a la cara...
¿Eso decía... eso dice...?
Esto dice...
«La otra... la que no es mi hija, te la dejo, te la entrego, te la arrojo a la cara». Y luego añade: «Ya sabes que lo sé. No puedes negármelo... Tengo pruebas».
¡Pruebas!... ¡Quiero ver la carta!
¿Duda usted de lo que digo...?
No lo dudo... no sé... Pero la carta puede ser falsa. La escribiría algún enemigo mío para vilipendiarme.
La escribió mi hijo.
No, no quiero verla... ¡Qué abominación!
Luego, usted niega...
¡Lo niego!
Y yo ¡necio de mí!, esperaba encontrar en usted la suficiente grandeza de alma para revelarme toda la verdad, sin ocultar nada, única manera de obtener el perdón. Llevado de este noble anhelo, solicité la entrevista, y aspiraba y aspiro a que la infeliz Lucrecia complete su revelación diciéndome...
¿Qué... qué más...?
Diciéndome... cuál de sus dos hijas es la que usurpa mi nombre, la que simboliza y personifica mi deshonor.
¡Infame idea!... No, no es verdad.
«Ya sabes que lo sé... No puedes negármelo».
Lo niego... Es falso...
¿Niega usted que hizo... a Carlos Eraul, pintor, muerto hace un año... la grave revelación que ahora le pido?
¿La tiene usted?
Luego existe...
Quiero decir que si la tiene usted, si posee algún papel que me comprometa, será falso... habrán imitado mi letra.
Como no puedo mentir, diré que no poseo ese precioso documento. Lo he buscado inútilmente entre los papeles de mi hijo.
Todo esto es una farsa, una impostura, de la cual no culpo a nadie... sólo acuso a mi destino.
Ya que no satisface usted mi anhelo de la verdad, conteste al menos a esta otra pregunta: ¿Ama usted lo mismo a las dos niñas?...
No, lo mismo no... digo, sí... a las dos igual... Deseche usted esa torpe idea.
Antes hará usted del día noche y de la noche día que conseguir arrancarme de la mente la idea de que lo escrito por mi hijo es la pura verdad.
Dígame usted pronto, pronto, cuál de esas dos adorables niñas es la falsa... o cuál la verdadera: es lo mismo. Necesito saberlo, tengo derecho a saberlo, como jefe de la casa de Albrit, en la cual jamás hubo hijos espúreos, traídos por el vicio. Esta casa histórica, grande en su pasado, madre de reyes y príncipes en su origen, fecunda después en magnates y guerreros, en santas mujeres, ha mantenido incólume el honor de su nombre. Sin tacha lo he conservado yo en mi esplendor y en mi miseria... No puedo impedir hoy, ¡triste de mí!, este caso vergonzoso de bastardía legal; no puedo impedir que la ley transmita mi nombre a mis dos herederas, esas niñas inocentes. Pero quiero hacer en favor de la auténtica, de la que es mi sangre, una exclusiva transmisión moral. Esa será la verdadera sucesora, esa será mi honor y mi alcurnia en la posteridad... La otra, no. Falsa rama de Albrit, la repudio, la maldigo... maldigo su extracción villana y su existencia usurpadora.
¡Por piedad!... No puedo más.
Lucrecia, ¿reconoce usted al fin la razón que me asiste?... Llora usted...
Sin duda expongo mis quejas con demasiada severidad; sin duda interrogo con altanería... No puedo vencer la fiereza de mi carácter. Perdóneme usted.
Ahora no mando... no acuso... no soy el juez... soy el amigo... el padre, y como tal suplico a usted que me saque de esta horrible duda.
Valor... Una palabra me basta... Después de oírla no he de decir nada desagradable. La verdad, Lucrecia, la verdad es lo que salva.
¡Oh, no puedo más!... ¡Un balcón abierto para arrojarme!... Huir, volar, esconderme... Este hombre me mata... ¡Favor!
Bueno, bueno... Veo que no quiere usted entrar en razón... ¿No me contesta?...
¡Nunca!
¿De veras?
¡Nunca!... ¡Antes morir!
Pues lo que usted no quiere decirme, yo lo averiguaré.
¿Cómo?
¡Ah!... yo me entiendo.
Está usted loco... Su demencia me inspira compasión.
La de usted, a mí no me inspira lástima. No se compadece a los seres corrompidos, encenagados en el mal.
Continúa injuriándome, ¡a mí, a la viuda de su hijo!
La que me habla no es la viuda de mi hijo, pues aunque la ley, una ley imperfecta, así lo dispone, por encima de esa ley está la autoridad moral del jefe de la familia de Albrit, que la coge a usted, y la arranca, como cosa extraña y pegadiza, y la arroja a la podredumbre en que quiere vivir.
¡Albrit!... raza de locos... caballería burlesca... honor de bambolla para cubrir la mendicidad. ¡Qué sería del viejo león si yo no le amparase! Soy generosa, le perdono sus injurias, y cuidaré de que no muera en un hospital o arrastrando su melena gloriosa por los caminos.
Lucrecia Richmond, quizás Dios te perdone. Yo... también te perdonaría... si pudieran ir juntos el perdón y el desprecio.
Basta ya.
Podéis pasar.
Escena VI
Prendas queridas, dadme mil besos.
Mamita, tú has llorado.
Estás sofocadísima...
El abuelo y yo hemos evocado recuerdos tristes.
También el abuelito ha llorado.
Venid... abrazadme... ¡Os quiero tanto!
Le atenderéis, le cuidaréis como a mí misma. Pero no dejéis de vigilarle siempre, siempre...
Esta tarde pasearemos.
Sí, sí: no me separaré de vosotras. Charlaremos, estudiaremos.
Nos enseñarás la Aritmética, la Historia...
La Historia... No, esa vosotras me la enseñaréis a mí.
¿Qué tal? ¿Tenemos reconciliación?
Calle usted... Encargo mucha vigilancia...
Y a usted, señor Angulo, no me cansaré de recomendarle que le observe bien.
Señor Conde...
Descuide usted... Le observaremos...
Y a mi regreso dispondré...
¿Pero insiste usted en dejarnos hoy?
Volveré pronto...
No se vaya usted.
Tengo que estar en Verola hoy mismo. Es para mí... no sé cómo decirlo... cuestión de vida o muerte. Adiós.
Mamita, ¿te acompañamos a tu casa, o nos quedamos un rato con el abuelo?
Como queráis.
No, no: decídelo.
Lo que el abuelo disponga.
Me parece natural que si vuestra mamá se va esta tarde, estéis a su lado hasta la hora de partir.
¡Oh!, no os veo bien, no os distingo; me parecéis una sola...
¿Qué? ¿La vista no anda bien?
Mal estamos hoy... Toda la mañana he notado una obscuridad, una vaguedad en los objetos...
No veo nada... apenas distingo...
No veo bien más que a Lucrecia... a esa, sí... la veo... allí está... Mi ceguera creciente no me permite ver más que las cosas grandes... el mar, la inmensidad... y ella es grande... enorme... la veo... como el mar... Es otro mar, un mar de... de... de...
Jornada III
Escena I
¿Que no sé una palabra? Mejor... Ni falta que me hace.
No dirá lo mismo Nell, que desea aprender.
Sí, señor, digo lo mismo: ni falta que me hace.
Está bien, muy bien. He aquí dos niñas finas, criadas para la alta sociedad, y que se empeñan en ser unas palurdas.
Sí, señor: queremos ser palurdas.
Salvajes, como quien dice.
¡Anda, salero! ¡Salvajes las herederas de los condados de Albrit y Laín!
Sí, sí, maestrillo salado. ¿No eres tú muy ilustradito?
¿Y de qué te sirve?
¡Vaya un pelo que has echado con tu ilustración!
Puede que estéis en lo cierto, niñas de mi alma... Bueno, sigamos. Dolly, otra miajita de Historia... ¡Vamos allá!
¡Piito, qué guapo eres!
Señorita Dolly, juicio.
Tu cara parece una rosa. Si no fueras viejo y no te conociéramos, diríamos que te pintabas.
Juicio, Nell... ¡Pintarme yo!
Dime otra cosa: ¿es verdad que cuando eras pollo hacías muchas conquistas?
Juicio, niñas. Sigamos la lección.
Nos han dicho que las matabas callando.
Y que tenías las novias por docenas.
¿Novias...? Oh, no: quítenme allá eso... Son muy malas las mujeres.
Peores son los hombres. No hables mal de nosotras.
Vaya, que estáis hoy juguetonas y desatinadas.
¡Por vida de...! Si no dais la lección, os lo digo con toda mi alma, os lo juro...
¿Qué?
Que me enfado.
Ya lo había conocido. Estamos temblando.
Toca, toca las castañuelas.
Orden, juicio. A ver: decidme algo de Temístocles.
Sí: el que le cortó la cabeza a una mala mujer, que llamaban la Medusa.
¡Por Dios, por todos los santos de la corte celestial, no me confundáis la Historia con la Mitología!
Tan mentira es una como otra.
Y nos importan lo mismo.
¡Ay, ay, cómo estáis hoy!... ¡Silencio, formalidad! Pronto, referidme los principales hechos de la vida de Temístocles.
No nos gusta meternos en vidas ajenas.
Temístocles, grande hombre de la Grecia, natural de Tebas, vencedor de los lacedemonios.
¡Ah!, no... le confundo con Epaminondas... ¡Cómo tengo la cabeza!...
¡Ay, que no lo sabe, que no lo sabe!...
¡Vaya con el preceptor de pega!
Es que me volvéis loco con vuestros juegos, con vuestras tonterías.
Así no podemos seguir.
Digo lo mismo.
Queremos ser burras, y salir a los prados a comer yerba.
Pero mi conciencia no me permite engañar a la Condesa, que sin duda cree que os enseño algo, y que vosotras lo aprendéis...
Piito, estamos aburridísimas.
¡Que me los rompes, hija!
Piito salado ¿no sería mejor que nos fuéramos los tres a dar un paseo por la playa?
Está bien, muy bien. ¡Magnífico! ¡De pingo todo el santo día, aun las horas dedicadas a la educación! Muy bonito; sí, señoras, muy bonito... Y heme aquí de figurón, de monigote irrisorio; yo, que soy la ciencia; yo, yo, que estoy aquí para inculcaros...
Piito, no nos inculques nada, y vámonos.
En la playa seguiremos dando lección. Frente al mar, la del viaje de Colón a América.
Y el paso del Mar Rojo.
¡Ay, qué niñas! ¡No hay quien pueda con ellas! Bueno, pues transijo... Pero antes pasemos un poco de Gramática.
¡Viva Coronado!
La Gramática es el arte de hablar correctamente el castellano...
Vamos más adelante. Dolly, dígame usted qué es participio.
¡No me da la gana!
Participio... Una cosa que se parte por el principio.
¡Tontas, casquivanas, que no tenéis aquel punto de amor propio que veo yo en otras niñas, ¡Señor!, en otras niñas aplicaditas y formales, que aprenden para lucirse en los exámenes, y para que a sus padres se les caiga la baba oyéndolas!
No queremos lucirnos, ni a mamá se le cae ninguna baba... ¡Vaya con el maestrillo este!
Coronadito, si no tienes juicio te pondremos de rodillas.
¡Anda, salero!... ¿Pero qué trabajo os cuesta retener en la memoria cosas tan fáciles? Luego seréis mujercitas aristocráticas, y cuando vuestra ilustre mamá os lleve a los salones, os vais a lucir, como hay Dios... Figuraos que en los saraos se habla del participio, y vosotras no sabéis lo que es. ¡Bonito papel harán mis niñas! Dirá la gente: «¿pero de qué monte ha traído la Condesa este par de mulas?». Eso dirán, y se reirán de vosotras, y no os querrán vuestros novios.
Los novios nos querrán aunque no sepamos el participio, ni la conjunción, ni nada.
Que seamos bonitas, que seamos elegantes, y verás tú si nos quieren.
Sí, sí: lindas borriquitas seréis. Pues yo me planto, señoras mías; ya sabéis que soy atroz cuando me planto; tengo mal genio.
¡Terrible!
¡Ay, qué miedo!
¿Sabes, Piillo, que estoy observando una cosa? Tienes los ojos muy bonitos.
Parecen dos soles... pillines.
Ea, burlaos de mí todo lo que queráis.
No es burla, es confianza.
Es que te queremos, maestrillo, porque eres muy bueno y no tienes malicia.
¡Es un buenazo este D. Pío! Por eso te hacen rabiar las niñas de Albrit, que son y serán siempre tus amiguitas...
¡Zalameras, melosas, carantoñeras!
Di una cosa: ¿es verdad que tienes muchas hijas?
Muchas, sí...
¿Son guapas?
No tanto como lo presente.
¿Te quieren?
¡Quererme... ellas!
Me han dicho que no. Si es así, no te importe, que bien te queremos nosotras.
¿Y tú, nos quieres?
Nos idolatra... Estudiamos cuando se nos antoja, y cuando no, jugamos.
Y eso haremos hoy: jugar, irnos a la playa.
¡A la playa!
Está un día espléndido.
Y el cielo y la mar nos dicen: «¡Venid, volad, y traed a vuestro adorado preceptor!».
¿Yo... también yo? ¡Viva la indisciplina!
Vendrás con nosotras, porque si no, Venancio no nos dejará salir ahora. Tú tienes que decirle: «hoy han estudiado tanto, que en premio de su aplicación las saco a dar una vuelta».
¡Anda, morena! ¡Vaya, que si la señora Condesa se enterara de cómo cumplo mis deberes profesionales!...
Lo que quiere mamá es que estemos siempre a la intemperie, y nos hagamos robustas como unas aldeanotas.
¡Y qué diría vuestro abuelo!
El abuelito nos quiere lo mismo en bruto que pulimentadas.
Os adora, sí. Como que sois sus nietas. Acompañadle, dadle palique, hacedle mimos: también él es niño. Y cuando le oigáis un disparate muy gordo, se lo contáis al señor Cura y al Médico.
No dice disparates el abuelo.
Ayer me decía que vosotras dos no sois más que una para él...
Y eso, ¿por qué ha de ser disparate, maestrillo?
Quiere decir...
Que el grande amor que nos tiene nos iguala, y hace de las dos una sola.
Esta chica es un portento.
Hola, hola; ¿y para mí no hay piropo?
¿Te enfadas, ángel?
Está eso bueno. Mi hermana es un portento... y yo nada.
Tú otro portento... ¡Vivan las nenas de Albrit!
¡Viva el más sabio profesor y catedrático de la antigüedad pagana, mitológica... y cosmopolita! En fin, ¿nos vamos o qué?
Esperad. Parece que viene alguien.
Siento el vocerrón de D. Carmelo.
¡Orden, formalidad!... Pues hemos dado un repasito a la Gramática, venga ahora un buen jabón a la Historia. Niñas, el Papado y el Imperio... A ver...
Escena II
Presentes, mi general. Yo soy el Papado, y el Imperio es éste.
¿Cómo vamos de lección?
¿Saben, saben mucho estas picaruelas?
Regular... Hoy, vamos, hoy, no lo han hecho del todo mal.
No me fío. Este Coronado es la pura manteca.
¡Qué monada de criaturas!
Muy monas, pero desaplicaditas... No quieren más que corretear por el campo.
Mejor... ¡Aire, aire!
Y su abuelito, en vez de reprenderlas para que se apliquen, les dice que la señora Gramática y la señora Aritmética son unas viejas charlatanas, histéricas y mocosas, con las cuales no se debe tener ningún trato.
¡Qué bueno!... Si digo que el Conde...
¿Y anoche, cuál fue la tecla que nos tocó?
Que no debo introducir más paja en la cabeza de las señoritas, pues lo que les conviene es educar la voluntad.
No está mal...
Por eso a mí no me gusta saber nada de libros, sino de cosas.
¡Brava!
¿Y qué son cosas, señorita?
Pues cosas.
Cosas.
Ya... Pero el arte de la vida ya lo iréis aprendiendo en la vida misma.
Y eso no quita que estudien lo de los libros, ¿verdad, D. Pío?
Tan distraídas están con el corretear continuo, que ya Dolly ni siquiera dibuja.
¡Qué lástima!...
Y aquellos monigotitos, y aquellas vaquitas, y aquellos...
Ya no dibuja. Le gusta más cocinar.
¿De veras?... ¡Oh, serafín de los cielos!
A lo mejor se nos mete en la cocina, se pone su delantal de arpillera, y allí la tiene usted entre cacerolas, tiznada, hecha una visión...
¡Divino!
¡Miren que una señorita de la aristocracia, con las manos ásperas y llenas de pringue!
Eso es juego... Pero no está de más saber de todo... por lo que pueda tronar. ¿Y Nell, no cocina?
A mi hermana le gusta más lavar cristales... mojarse, fregotear, pegar cosas rotas, limpiar las jaulas de los pájaros, y echarles la comidita.
También es útil. Bien, bien, niñas saladísimas; seguid estudiando.
Es que...
D. Pío había dicho que... pues hoy hemos trabajado bárbaramente... podíamos pasear.
¡Ah!... permítanme... dije que si acabábamos la Aritmética, saldríamos, y en el bosque les explicaría algo de Geografía.
Paseen, sí.
Pero por el bosque no.
A la playa.
El Conde suele pasear por el bosque. Llévelas usted a la playa... No se separe de ellas... ¿Se entera de lo que le digo?...
Sí, hombre. A la playa...
¿Ha salido ya el abuelito?
No; ni creo que salga. Vayan las señoritas con el maestro.
¿Y usted se queda, D. Carmelo?
Sí, hija mía: espero al amigo Angulo, con quien tengo que hablar.
Ya está aquí.
Pues bajemos todos. Las niñas por delante.
En marcha.
¡Capitán!
¡Capitán!
Escena III
¿Cómo es que no ha salido aún a dar su paseo de la mañana?
¿Yo qué sé?... Todavía le tiene usted en su cuarto. He mirado por el agujero de la llave, y está dando paseos arriba y abajo, con las manos en los bolsillos.
¿Come bien?
Regular.
¿Sabe usted si duerme?
Esta mañana, cuando le entré el desayuno, le dije... con todo el respeto del mundo, claro: «¿Qué tal ha pasado la noche el señor Conde?» y me contestó: «Bien»; pero en seco, y con un tonillo que, a mi parecer, era lo mismo que decir: «Mal».
¿Qué? ¿Hay algo de nuevo?
Nada. Hoy no le he visto aún. En la conversación que anoche tuvimos, pude observar que a la exaltación del orgullo aristocrático, añade nuestro D. Rodrigo otra monomanía: la sutileza del honor y de la moral rígida, en un grado de rigidez casi imposible, y sin casi, en las sociedades modernas.
Lo mismo observé yo en nuestro paseo de ayer tarde. Por cierto que... me hizo pasar un mal rato.
¿Qué ocurrió?
Nada... Es que por lo visto gusta de pasear solo... Desde que salimos, hube de comprender que le desagradaba mi compañía. Claro que no me despidió de mala manera: su buena educación no se desmiente nunca. Pero con perífrasis ingeniosas, me decía: «Mejor voy solo que mal acompañado». Francamente, creía yo hacerle un favor dándole el brazo, entreteniéndole con una conversación grata...
Pues mire usted, D. Carmelo: en esto no conviene contrariarle. ¿Quiere andar solo? Pues solo. No, no se cae. En mi opinión, ve bastante más de lo que dice.
Lo que puede usted hacer es mandar un criado que le vigile a distancia...
En esta época, Sr. de Angulo, no tenemos a nuestra gente tan desocupada...
D. Carmelo, D. Salvador, yo que ustedes diría a la Condesa que su señor suegro estará mejor en otra parte. Y esto no significa que queramos echarle. Es nuestro deber tenerle aquí; hemos sido... fuimos, como quien dice, sus criados...
El cuento es que el Sr. D. Rodrigo, por haber venido tan a menos, no encaja en nuestras costumbres de gente pobre, ni se acomoda al trato modestito que le damos. Y es natural: yo me pongo en su caso.
Hay que mirarlo todo, señores. Con la consignación que nos ha señalado la señora no podemos hacer milagros. A un grande de España, por más que ahora sea chico, no hemos de tenerle aquí como un estudiantón, hartándole de puchero, y... vamos, que con tanto extraordinario y tanta finura de cocina, se nos van nuestros ahorros que es un gusto.
En efecto...
Y, por añadidura, vivimos siempre sobresaltados... Que si sale, que si tarda, que si le habrá pasado algo... Se necesita un regimiento de criados para servirle y atenderle.
Tenemos aquí mucho trajines. Vivimos de nuestro trabajo.
Atendemos a la tierra, a las plantas, al fruto. Hay que mirar a todo.
Al ganado de pelo y de pluma.
Ahora me tienen ustedes todo el santo día en la cocina; y que no trabajo menos con la cabeza que con las manos: ¡Señor, qué pondré hoy!... ¡Si le gustarán las manos de ternera!... ¡Si acertaré a freír el filete!... ¡Ay, Jesús!... Y a todas éstas, mis judías sin coger, mis tomates pudriéndose en las ramas... y mis gallinas olvidadas...
Olvidadas, no, que aquí estoy yo para retorcerles el pescuezo... A este paso, señores míos, pronto liquidará la Pardina.
Vamos... siempre habéis de ser lo mismo... aldeanos que se ahogan, aunque naden en la abundancia.
Siempre llorando... y escondiendo a la espalda las llaves del granero.
¡Avarientos, mezquinos!
Sr. D. Carmelo, no hemos dicho nada.
Sr. D. Salvador... ustedes mandan.
Por lo demás, yo creo también que el pobre león de Albrit estará mejor en otra leonera.
A ver si ha pensado usted lo mismo que yo.
Tengo una idea...
Yo tengo también una idea...
Llevarle a Zaratán.
Al convento de Jerónimos.
Eso, eso.
Solución que debe ser la mejor, pues se aprueba por unanimidad.
Allí estará como un príncipe. Falta que los reverendos quieran.
Deseándolo, querido Salvador, deseándolo. Locos de contento en cuanto les propuse...
¿Pero habló usted con el Prior?...
¡Toma! ¿Creen que soy de los que cuando dan con una feliz idea, la están rumiando siete meses?... Y no sólo he hablado con el Prior, sino que he escrito a la Condesa...
Cuidadito, que aquí viene.
Escena IV
Señor Conde, ¿cómo va ese valor?
¡Ah!, pastor Curiambro, ¿estás aquí? No te había visto...
¿Y este bulto...?
No es bulto, es nuestro gran médico...
Señor Conde...
Perdona, hijo... ¡Veo tan poco! Y aquél es Venancio... a ese le conozco sin verle. Y Gregoria... Ya está aquí todo el cónclave... Bien, bien... Antes de que me lo preguntes, médico ilustre, te digo que, fuera de este achaque de la vista, me encuentro muy bien... ¡Y qué contento vivo en la Pardina! Venancio, Gregoria, sabed que estoy contentísimo, y que tendréis la satisfacción de alojarme por mucho tiempo...
Es lo que deseamos...
¿Va el señor Conde a dar su paseo?...
Si ustedes no disponen otra cosa... Pero me quedaré un poquito por hacer los honores a las dignas personas que honran mi casa.
Mil gracias, señor Conde. Veníamos...
Ya me lo figuro: a pasar revista a la huerta y examinar los tomates, y armar las grandes peloteras con Gregoria sobre si son mejores los de allá o los de acá...
Los míos son así de gordos.
Ya quisiera...
Basta de polémicas, y si arrojáis en esta placentera reunión el tomate de la discordia, yo, deferente con el bello sexo, adjudico el premio a mi patrona... Gregoria, Venancio, Dios os colme de prosperidades... a ver si salís de pobres...
En ello voy ganando, porque de lo que tengáis hijos míos, algo ha de participar siempre este pobre viejo... ¿Verdad que sí?...
Sí, señor.
¿Con que bien...?
Pero no de la vista. Cada día se nublan más mis ojos.
El señor se pondría bueno de la vista... y de la cabeza... ¿lo digo?, si no tuviera tan mal genio.
¡Mal genio yo! Si con la voluntad siempre en guardia he logrado dominarme, y ya no riño, ya no me oiréis gruñir...
Nos dice palabras blandas, pero con intención dura... Entre flores esconde el látigo con que...
¿Yo? No, hijo mío. Precisamente quería aprovechar esta ocasión para decirte que admiro y alabo tus hábitos de arreglo, y tus grandes dotes de administrador.
¿Qué quiere decir Vuecencia?
Que eres un ejemplo digno de ser imitado por cuantos manejan intereses propios o ajenos. Así prosperan las casas. Si no eres ya rico, Venancio, yo te auguro que lo que posees en tomates y berenjenas lo tendrás pronto en peluconas. Carmelo, Salvador, oigan este golpe: cuando llegué a la Pardina, este buen amigo mío y antiguo servidor puso a mis órdenes a un muchacho llamado Rogelio, inteligente, listo, para que fuese mi ayuda de cámara. Toda mi vida he tenido un servidor de esta clase. Mentira me parecía que pudiera pasarme sin él... Pero me paso, sí, señor, me paso... porque ayer me quitaron el criadito, y ya ven... estoy perfectamente.
Señor, es que... Rogelio...
Fue preciso mandarle a traer yerba...
Pero, tontos, si no os riño; si me parece bien lo que habéis hecho... si os lo agradezco, porque así me vais educando en la pobreza, y enseñándome a ser como vosotros, económico, administrativo... No quiero ser gravoso; quiero que prosperéis; y con medidas como ésta claro es que habéis de llegar a ser riquísimos.
Señor, díganos las cosas claras.
Digo lo que siento. Y otra: tienes una mujer que no te la mereces. Esta Gregoria vale más que pesa, y con su instinto de gobernante de casa te ayudará, te empujará para que subas pronto a la cima de la opulencia.
Señor, ¿por qué lo dice?
Porque es verdad. ¡Cuánto siento no estar ya en edad de tomaros por modelo!
¿Pero qué...?
Que esta Gregoria, con su arte sublime de mujer casera, me ha suprimido mi bebida favorita: el buen café.
Señor, si se lo llevé esta mañana.
Me serviste un cocimiento de achicoria, recalentado y frío, que... Pero no te riño, no. Si está muy bien. Siempre me dais mucho más de lo que merece este pobre viejo inútil, enfadoso... Prosperad, prosperad vosotros, y que os vea yo llenos de bienestar, desde el fondo de esta miseria en que he caído.
No somos ricos, ni aspiramos a serlo.
Conviene que se sirva al señor Conde un café muy bueno. Yo lo mando.
Y yo... Y si no se le da como es debido, lo haré yo en casa, y se lo enviaré.
Gracias... Pero ya veis que no me enfado... Soy pobre, y como a pobre quiero que me traten. Este Venancio, esta Gregoria, que tanto me quieren y no pueden olvidar los beneficios que de mí han recibido, desean hacerme a su imagen y semejanza, y que como ellos viva, y como ellos coma, para de este modo sujetarme y tenerme siempre a su lado. ¿Verdad que es esto lo que anheláis? Pues me tendréis. De aquí no me muevo. Estad tranquilos, que vuestro huésped seré... tendréis Conde de Albrit para un rato.
Seguramente. Estos aires le prueban bien.
No me cuido yo de los aires, sino de la misión que tengo que cumplir.
¿Aquí precisamente?
Aquí... al menos por ahora.
Pues si el señor Conde quiere oír un consejo de amigo y de médico... de médico más que de amigo, me permitiré decirle que la misión más adecuada a su edad y a sus achaquillos es darse buena vida.
Y no cuidarse de nada y de nadie.
La ancianidad da derecho al egoísmo; pero a mí, pásmense ustedes, me han rejuvenecido las desgracias, y tras las desgracias han venido las ideas a darme vigor. Por unas y otras, yo tengo aún que hacer algo en el mundo.
¿Sería tan amable el Sr. D. Rodrigo que nos dijera qué misión es esa?
Misión que, en cierto modo, tiene cierto paralelismo con la tuya, Salvador, y con la tuya, Carmelo.
Tres misiones paralelas.
Tú, pastor Curiambro, luchas en el terreno de la moral, disputando almas al pecado; tú, Salvador, te bates con la muerte en el terreno físico, tratando de arrancarle los pobres cuerpos humanos; yo combato en la esfera moral contra el deshonor,
que es lo mismo que decir: por el derecho, por la justicia...
Veo poco, amigos míos; pero lo bastante para hacerme cargo de que os reís de mí.
¡Oh!, no, Sr. D. Rodrigo...
Si no me enfado, no. ¡Ay! El quijotismo inspira siempre más lástima que respeto. Si compadecéis el mío, yo compadeceré el vuestro: el religioso y el científico... ¡Cómo ha de ser! En la relajación a que hemos llegado, el honor ha venido a ser un sentimiento casi burlesco.
Reconozcamos, mi señor D. Rodrigo, que lo han desacreditado los duelistas...
Sí, sí, y los nobles presumidos. Aparte de eso, ¿no alcanzáis a ver la relación íntima del honor con la justicia, con el derecho público y privado? No, no la veis... Sin duda sois más ciegos que yo... Y decidme ahora, tontainas: ¿también os parecen cosa baladí la pureza de las razas, el lustre y grandeza de los nombres, bienes que no existen, que no pueden existir sin la virtud acrisolada de las personas que...?
No, no me entendéis. Tú, clérigo, y tú, doctorcillo, vivís envenenados por los miasmas de la despreocupación actual de ese asqueroso lo mismo da, de ese inmundo ¿y qué?
Comprendemos la idea; pero...
Es una idea feliz; pero...
¡Pero qué!...
Si tuviera tiempo y ganas de entretenerme, os explicaría...
¿Quién anda ahí?
Venancio, Gregoria, ¿por qué andáis por ahí acechando como espías? Venid a mi lado, que lo que digo, decirlo puedo y quiero también delante de vosotros. Ya todos somos iguales. Venid.
Pues decía: a ti y a ti,
según veo, os importa un ardite que las familias honradas... y no me refiero sólo a las aristocráticas, sino a toda familia pundonorosa y decente... conserven la limpieza del nombre de la sangre...
Y vosotros, ¿qué pensáis, papanatas? También a vosotros os tienen sin cuidado las usurpaciones ignominiosas de estado civil, nombre, riqueza...
¡Ah, todos lo mismo: el sabio, el ignorante, igualmente ciegos ante el sol de la moral pura, de la verdad!
Me voy... no quiero más conversación, no quiero...
Pero, señor Conde...
Señor, aguarde...
No quiero, no... Me voy... Abur, abur.
Escena V
Allá va: habla solo, golpea el suelo con su palo.
¿Qué les parece a ustedes?
A mí, cosa perdida.
A mí... peligroso.
No precipitarse a juzgar. Le tengo por uno de tantos. El hombre piensa; su idea le invade el espíritu; su voluntad aspira a la realización de la idea. Uno de tantos, digo, como usted y como yo, mi querido D. Carmelo.
¿No ves la demencia en ese pobre anciano?
Veo la exaltación de un sentimiento, una inteligencia que trabaja sin desmayar nunca, una voluntad agitándose en el vacío, con fuerza hercúlea que no puede aplicarse...
Estos médicos siempre han de dar a las cosas nombres raros.
Para que no entendamos.
¿Es eso locura, o qué es?
¿Queréis que os hable con toda sinceridad, como médico honrado? Pues no lo sé.
¿Es o no clara la monomanía?
En toda monomanía hay una razón.
Bueno: yo veo...
Sí: yo veo también...
Todos vemos que... Lo diré claro: las barrabasadas de la señora Condesa han influido en que nuestro D. Rodrigo esté tan perdido del caletre...
Exactamente... De ahí le viene la tos al gato.
Porque... aquí, que nadie nos oye, señores... la Condesa...
Todo lo que digas es poco.
No siga usted, D. Salvador... La señora...
Callamos por respeto; pero ello es que la tal Doña Lucrecia...
Chitón...
No chistamos...
Nos sale al encuentro un caso delicadísimo de la vida privada, y ante él cerramos nuestros picos, y nos lavamos nuestras manos. La misión de los que ahora estamos aquí reunidos no es enmendar los yerros de la Condesa de Laín, ni tampoco sacarla a la vergüenza pública. Nuestra misión...
nuestra misión, digo, es tan sólo aliviar, en lo que de nosotros dependa, la triste situación física y moral de ese anciano desvalido, de ese prócer ilustre, verdadero mártir de la sociedad, amigos míos. Y recordando que en la época de su poderío y grandeza él nos tendió la mano y fue nuestro sostén, correspondámosle ahora con nuestra filial solicitud y cariñoso amparo.
Escena VI
¡Qué hermoso día!... aire manso y tibio, cielo claro, las nubes replegadas sobre el horizonte, el mar azul, tendido, adormilado... el bosque en silencio. ¡Qué solemne tranquilidad! El paso del hombre no ensucia este cuadro grandioso y puro...
¿Vendrán las nenas de paseo? Pareciome oír sus voces lejanas... El corazón me ha saltado en el pecho... No son ellas, no. Es que el bosque tiene ruidos extraños, modulaciones misteriosas que a veces semejan llanto de niños, a veces risotadas de muchachas que anduvieran volando entre el ramaje.
¡Ah! ¿Serán ellas? No... son insectos o no sé qué animaluchos, que remedan la voz humana.
Por allí vienen... Pero no son ellas. Esas voces ordinarias no son las de las graciosas niñas de Albrit.
Adiós, hijas; que os divirtáis mucho...
Ya estoy solo otra vez... No sé qué voz del alma me dice que no vendrán por aquí mis chiquillas. ¡Cómo han de venir las pobres, si toda la mañana las tienen encerradas con el preceptor, un simple, a quien se paga para embrutecerlas! Pero no conseguirán haceros idiotas, ¿verdad, hijas mías?...
¡Nell, Dolly! ¿cuál de vosotras es mi nieta, heredera de mi sangre y de mi nombre?
Señor, ¿las amo o las aborrezco? En mi corazón hay plétora de amor a mi descendencia. Pero la certidumbre de que una de las dos, una... no es de ley, me vuelve loco... No, no es esto locura, no puede serlo; esto es razón, derecho, justicia, el sentimiento del honor en toda su grandeza...
Daría mi vida por ellas... las mataría... no sé.
No puedo, no debo consentir intrusos en mi linaje... Al fuego la hierba mala, traída a mi hogar con engaño, contrabando del vicio... Esa diabólica mujer no ha querido decirme cuál es la falsa; pero no importa... Verás, verás, infame, cómo yo lo averiguo sin ajeno auxilio, sin interrogar a los que seguramente conocen tus secretos... Dios me dé una intensa penetración para desentrañar la verdad; sabré leer la historia de mi deshonra en esas preciosas caras; y si por mi ceguera no acierto a descifrar los rostros, leeré la invisible cifra de los pensamientos, penetraré en la hondura de los caracteres, y no necesito más, pues los caracteres son el temperamento, la sangre, el organismo, la casta... Adelante, Rodrigo de Albrit... Voy a sentarme en aquel altozano del bosque que parece suspendido sobre el mar, y que está siempre seco y bien bañado de sol.
No sé que tengo hoy, que no me canso nada, pero nada. Andaría mis dos leguas como un hombre...
¡Cómo pica el sol! Turbonada esta tarde... Allá lejos, en la playa, distingo unos bultitos blancos que se mueven... Dios mío, ¿serán ellas?
Sí, sí... juraría que son ellas... Aquel vagar rápido, aquel vuelo de mariposas...
Ellas son. Hasta me parece que oigo sus chillidos alegres.
Y distingo también un bulto negro, una especie de cigarrón que las persigue... Es el maestro, el pobre Coronado... ¿Qué haré? ¿Las llamo, les hago una seña con el pañuelo, voy a buscarlas?
¡Dios mío, estas lindas criaturas serían mi encanto, mi gloria, mi consuelo, si no me amargara la vida el convencimiento de que una de ellas es intrusa, fraudulenta, usurpadora! Quiero idolatrarlas; pero antes, urge separar la verdad de la mentira, para poder amar exclusivamente a la que lo merezca... ¿Cuál es, cuál de las dos, Señor?
Misterio terrible, ¿será posible que yo no pueda penetrar en ti...?
¿Qué atracción es ésta que hacia ellas me llama?... Fuerza superior a mi voluntad. No quiero ir, y voy... Atracción del enigma, el ansia inmensa del ¡qué será!...
¡Ah, parece que me han visto! Creo notar una agitación de cosas blancas, como si me saludaran con los pañuelos. Sí, sí: ya percibo sus vocecitas más dulces, más musicales que cuantos sones hay en la Naturaleza...
Sí, sí, Nell, Dolly; aquí estoy... Ya os había visto... os veo en medio de la inmensidad... ¿Queréis que baje, o subís vosotras?...
Ya, ya vienen. No corren, vuelan.
Escena VII
¡Abuelo, abuelo!...
No corráis, hijas, que podéis caeros.
Abuelo, te vimos, te vimos.
Yo fui la que primero te vi.
No, que fui yo.
Yo bajaría; pero este camino, lleno de zarzas, es tan quebrado que temo caerme.
No te muevas, que allá vamos.
Por esta veredita, Nell.
Por aquí.
¿Por qué habéis venido tan a prisa? Claro, como sois ángeles, nada os cuesta volar.
D. Pío no quería que viniésemos.
Allá sube como una tortuga el pobre viejo... ¡Qué trabajo le cuesta seguirnos!
Sentaos ya, y descansad aquí conmigo.
¿Estás ya contento?
¿No lo ves? ¿Por qué me lo preguntas?
¡Como esta mañana estabas de tan mal humor!...
Sí, sí... y cuando entramos a darte los buenos días, nos asustaste.
Nos dijiste: «¡Idos; dejadme solo!».
No hagáis caso. ¡Es que Gregoria me había servido tan mal...!
De veras, ¿no estás enfadado con nosotras?
Nunca. Os quiero, os idolatro.
Y como Gregoria y Venancio te sirvan mal, ya les ajustaremos las cuentas. ¡Vaya...!
Niñas mías, la gente pequeña, cuando se hincha de vanidad y coge debajo a los que fueron grandes, es terrible, es peor que las fieras.
Señor Conde, saludo a usía. Como soy viejo, no puedo seguir a estas criaturas, que tienen alas de mariposa.
¡Pobre Coronado, cuánto le marean a usted! ¿Y qué tal? ¿Se han sabido la lección?
Señor, ni palotada. Me lo puede creer.
¡Habrá picaruelas...!
Como usía es tan tolerante, puedo decírselo: hacen burla de la ciencia y de mí.
¡Qué monas! ¡Ángeles divinos! Besadme otra vez, Nell y Dolly, amables borriquitas. Vuestro D. Pío, que os consiente todas las travesuras y juega con vosotras cultivándoos en la ignorancia, demuestra ser un verdadero sabio.
Di que queremos sorprenderle, y aprendemos sin que él lo note.
Le hacemos rabiar un poquito para amansarle el genio, porque este D. Pío, aquí donde le ves, tan suavecito, es un tigre.
No, hijas mías, es un cordero, un santo cordero... ¿No le veis esa cara?... Dios le hizo santo, y su familia le ha hecho mártir. Yo le quiero. Seremos amigos.
Señor, usía me honra demasiado.
¿Y por qué es mártir D. Pío?
¿No tiene muchas hijas?
Pero no son buenas, como vosotras.
¡Ay, pobrecito, cuánto padecerá!
Ya no volveremos a hacerle rabiar.
No se hable más de eso. Y ahora que nos hemos encontrado y no necesita usted estar al cuidado de las señoritas, puede irse a descansar, Sr. Coronado.
Señor Conde, yo no puedo dejar a las señoritas, porque el Sr. Venancio me encargó mucho que no les consintiera separarse de mí; que con ellas salía y con ellas tenía que volver a casa.
Ya que no es usted su maestro, porque ellas no aprenden, le mandan a usted que sea su pastor. Pues para pastorear este rebaño, me basto y me sobro, Sr. Coronado.
No se incomode, señor. Yo no hago más que cumplir órdenes de Venancio.
¿Y mis órdenes no significan nada para usted? Esa bestia mandará en su casa, pero no en mi familia.
Abuelito, por amor de Dios, no te incomodes.
¡Si D. Pío se va!... ¿Qué tiene que hacer más que lo que tú le mandes?
Ya ves cómo no lo hace, y me obligará a decirlo por segunda vez, cuando estoy acostumbrado a que a la primera se me obedezca.
Váyase, D. Pío... Piito, lárgate.
Señor Conde, yo creí...
Pronto... Retírese usted.
Me retiro, puesto que lo manda usía con tanto imperio... Y si me riñen allá, que me riñan... Lo que yo digo: es malo ser bueno.
Escena VIII
Ya estamos solitos los tres.
¡Qué gusto!
Los dos, digo, los tres, porque vosotras, ¡ay!, sois dos, aunque a mí me parezcáis una.
¡Que parecemos una!
Lo he dicho al revés: sois una, aunque parezcáis dos... No está bien hoy mi cabeza... Quiero decir que en vosotras hay algo que sobra.
¿Algo que sobra? Ahora lo entiendo menos.
Quiere decir el abuelo que en nosotras, en las dos, no en una sola, hay lo malo y lo bueno.
Y lo malo es lo que sobra.
Y debe quitarse, arrojarse fuera.
O será que una de nosotras es mala, y la otra buena.
Quizás...
En ese caso, la mala soy yo y la buena Dolly.
No, no: la mala soy yo, que siempre estoy haciendo diabluras.
Chiquillas, acercaos más a mí; aproximad vuestros rostros para que os vea bien.
Así, así...
No veo, no veo bien...
Esta condenada vista se me va, se me escapa cuando más la necesito... Y por más que os miro, no hallo diferencia en vuestros semblantes.
Dicen que nos parecemos. Pero Dolly es un poquito más morena que yo, menos blanca.
¿Y el cabello, lo tenéis negro las dos, muy negro, muy negro?
Sí, estrepitosamente negro. El pelo castaño de mamá es más bonito.
¡Qué ha de ser!
Otra diferencia tenemos. Mi nariz es un poquitín más gruesa.
Y mi boca más chica que la tuya.
¿Y los dientes?
Las dos los tenemos preciosos; no es por alabarnos.
Pero yo tengo este colmillo un poquito encaramado... así, como retorcido. Toca, abuelito.
Es verdad... colmillo retorcido.
Otra diferencia tengo yo: un lunar en este hombro.
Yo tengo dos más abajo, así de grandes.
¿Dos?
Sí, señor: dos que parecen tres.
Vuestros ojos, cuando los examino con mi corta vista, me parecen igualmente bellos. Nell, hazme el favor de mirar bien el color de los ojos de tu hermana... Y tú, Dolly, fíjate bien en los de Nell. Decidme el color... justo.
Los ojos de Dolly son negros.
Los de Nell son negros; pero los míos son más.
¿Más? ¿Los tuyos, Dolly, tienen acaso un viso verde?
Me parece que sí... entre verde y azul.
Lo que tienen los tuyos es rayitas doradas... Sí, sí, y también algo de verde.
Pero son negros. Los de vuestro papá, mi querido hijo, negros eran como el ala del cuervo.
Era guapísimo nuestro papá.
¿Os acordáis de él?
¡Pues no hemos de acordarnos!
¡Pobrecito, cuánto nos quería!
Nos adoraba.
¿Cuándo le visteis por última vez?
Hace... creo que dos años, cuando se fue a París. Entonces nos sacaron del colegio.
¿Se despidió de vosotras?
Sí, sí. Dijo que volvía pronto, y no volvió más. Después fue a Valencia.
Mamá salió también para París, pero se quedó en Barcelona. No nos llevó.
Al volver a Madrid estaba muy disgustada, sin duda por la ausencia de papá.
¿Y en qué le conocíais su disgusto?
En que se aburría, y estaba siempre en la calle. Nosotras comíamos solas.
¿Y en esa época os trajeron aquí?
Sí, señor.
Decidme otra cosa. ¿Queríais mucho a vuestro papá?
Muchísimo.
Me figuro que una de vosotras le quería menos que la otra.
No, no, no... Las dos igual.
¿Y creéis que él quería lo mismo a entrambas?
A las dos lo mismo.
¿Estáis bien seguras?
Segurísimas. Desde París nos escribía cartitas.
¿A cada una por separado?
No; a las dos en un solo papel, y nos decía: «Florecitas de mi alma, únicas estrellas de mi cielo...». Pero de Valencia no nos escribió nunca.
Ninguna carta recibimos de Valencia. Nosotras le escribíamos, y él no nos contestaba.
Abuelito, ¿te has dormido?
¿Queréis que andemos un poquito?
Sí.
¿A dónde quieres que vayamos?
Guiad vosotras.
Iremos hacia el Calvario y la gruta de Santorojo.
No nos alejaremos mucho.
Nos alejaremos todo lo que queramos, y volveremos cuando nos dé la gana... Parece que sopla viento de turbonada... ¿Qué? ¿Se ha nublado el sol?
Sí, y de aquel lado vienen nubes gruesas. Lloverá.
Si llueve, que llueva, y si nos mojamos, que nos mojemos.
¿Quieres que te demos el brazo?
No, chiquillas, no quiero aprisionaros. Corred solas y con libertad... Ya estamos en sendero franco, y pisamos la finísima alfombra del bosque sombrío.
¿A que no me coges?
Las facciones nada me dicen...
Hablarán los caracteres... Ya se clarean, ya. Nell paréceme más grave, más reposada; Dolly, más frívola y traviesa... Pero noto que cambian, permutan las cualidades de una y otra, de modo que aquélla parece ésta, y ésta, aquélla. Observemos mejor.
No me has cogido, no.
Que sí... Corro yo más que tú.
Nunca.
Ayer te gané.
Mentira.
Yo digo la verdad.
Ahora no... Es que eres tú muy orgullosa.
Abuelo, me ha dicho que miento.
Y tú no mientes nunca; no está en tu natural la mentira.
Ella me dijo ayer a mí... embustera.
¿Y qué hiciste?
Echarme a reír.
Pues yo no consiento que me digan que miento.
¿Lloras, Nell?
Tonterías, abuelo.
Soy muy delicada. Mi dignidad por la menor cosa se ofende.
¡Tu dignidad!
Lo que tiene es envidia.
¿De qué?
De que todos me quieren más a mí.
Yo no soy envidiosa.
Vaya, Nell, no llores, pues no hay motivo para tanto. Y tú, Dolly, no te rías. ¿No ves que la has ofendido?
Siempre es así. Todo lo toma a risa.
Nell tiene dignidad. Esta es la buena.
Dolly, te he mandado que no te rías.
Es que me hace gracia.
Tú eres noble, Nell. En ti se revela la sangre, la raza... Vaya, haced las paces.
No quiero.
Ni yo...
Esa risita, Dolly, es un poquito ordinaria.
Bueno.
Estoy algo cansado. Dame el brazo.
Dolly está sentida... Le has dicho ordinaria, y esto le llega al alma. ¡Pobrecilla!
Dime, hija mía, ¿has notado otra vez en Dolly estos arranques...?
¿De qué?
De naturaleza ordinaria.
No, papá... ¡Qué cosas tienes! Dolly no es ordinaria. Creo que se lo has dicho en broma. Dolly es muy buena.
¿La quieres?
Muchísimo.
¿Y no estás incomodada con ella porque te dijo que mentías?
Yo no... Cosas de nosotras. Reñimos, y en seguida hacemos las paces. Dolly es un ángel: le falta sentar un poquito la cabeza. Yo la quiero; nos queremos... ¡Ya tengo unas ganas de abrazarla y decirle que me perdone!
¡Otro rasgo de nobleza! Nell, tú eres noble. Ven a mí...
Y esa loca, ¿dónde está?
Ya viene.
Abuelito, llueve. Me ha caído una gota de agua en la nariz.
Y a mí dos.
Papá, ¿quieres que nos metamos en la gruta de Santorojo? Has hecho mal en no traer paraguas.
Es un chisme que no he usado nunca.
¡Ya... acostumbrado a andar siempre en coche! Pero ahora no tienes más remedio que andar a patita, como nosotras.
Se burla de mí... ¡Qué innoble!
¡Ay, qué gotas tan gordas!
¡Menudo chaparrón nos viene encima!... Abuelito, ¿quieres que vaya a casa en cuatro brincos, y te traiga un capote de agua?
No.
Ahora quiere desenojarme con sus zalamerías.
Nos meteremos en la gruta. Oiremos el eco.
Por aquí. Yo iré delante, apartando las zarzas para que el abuelo no se pinche... ¡Ay, ay, qué pinchazo me he dado!
¿Te has hecho sangre?... Ya ves: por traviesa, por correntona.
Si ha sido por abrirte camino, para que no te hicieras daño. ¡Así me lo agradeces!
Sí que te lo agradezco, tontuela.
Dolly, da el brazo a papaíto, y tráele con cuidado.
Chiquilla, ¿de veras te has hecho sangre?
Poca cosa. La he derramado por ti. Derramaría más: toda la que tengo.
¿De veras?
¡Oh, sí!... Pruébalo... ¡Si pudiera probarse...!
¿Tanto me amas?
Más de lo que crees.
¿Me querrás más que tu hermana?
No, más no. Ofendería a Nell si dijera que ella te quiere menos que yo. Las dos somos tus nietas, y te queremos lo mismo.
Pues esto es nobleza... y de la fina. ¿Resultará ésta la legítima y la otra la falsa?... ¡Dios mío, luz, luz!
¿Dónde está Nell?
Ha dado un rodeo para no engancharse el vestido. Sabe sortear las púas.
¿Y tú?
¿Yo? Tengo la piel mechada y endurecida de tanto aguijonazo, y una encarnadura que no la merezco. Mi hermana es más delicada que yo. Por eso, cuando me has llamado ordinaria, dije para mí que tenías razón.
Razón... verdad... duda... problema.
Dolly, ¿por qué nos has traído por esta vereda? Es la peor.
¿Qué sabes tú...? Sigue, sigue, que a la vuelta tienes la entrada de la gruta.
Llueve... Vamos a prisa.
Que os mojáis... Yo estoy en salvo ya.
Paréceme Nell un poco egoísta... ¡Qué horrible duda, Señor! ¡Si resultará que Dolly es la buena!
¿Llegamos por fin?
Abuelo, por aquí... cuidado... Otro escaloncito, otro...
Os habéis mojado; yo no.
¡Cuántas veces, niño, me he refugiado, como ahora, en esta soberbia estancia natural de Santorojo!
¿Y es cierto que aquí vivió y murió un ermitaño llamado Toronjillo, que hacía milagros?
Es tradición que viene labrando en la mente popular desde el siglo XIII. Ejecutorias de la casa de Laín mencionan al santo Toronjillo, que desde este balcón amansaba las olas furibundas con un gesto... Aquí abajo, al pie de la pendiente llena de malezas, bate la mar.
Ya se ven de aquí los espumarajos.
¿Y esto no te da miedo? ¡Si te cayeras...!
Llegaría al mar en pedacitos así.
Por Dios, hermana, no te acerques al abismo.
Dolly, no hagas tonterías... Una tarde, siendo Rafael niño, quiso descender por esta escarpa... Al primer salto que dio, ya no podía bajar ni subir. ¡Qué susto pasó su madre! ¡Nos costó un trabajo subirle!
¡Qué trance!...
De pensarlo, me da escalofríos.
Dicen que nuestra abuelita era muy hermosa...
Sí: la figura más arrogante y noble que podríais imaginar.
Y que Nell se le parece mucho.
No sé... no veo bien las facciones de tu hermana.
Por el retrato que hay en casa, más se parece a Dolly que a mí.
¡Si fuera verdad! ¡Qué gusto parecerme a una señora tan santa y tan... bonita! Abuelo, mírame bien, y haz memoria.
Díme que haga vista.
¿Me parezco?
No sé... No veo...
Eso no puede decirlo más que el abuelo.
Eso no puede decirlo más que el abuelo.
¿Quién habla?
Yo.
Yo.
Ese yo me ha sonado como si lo pronunciara mi pobre Adelaida, vuestra abuela.
Es el eco, papá.
Conde de Albrit, soy yo.
Soy yo... yo...
Venid aquí... No os apartéis de mi lado... No hagáis hablar al eco... Me asusta.
¿De veras?
No creas, a mí también me asusta un poquitín.
¡Confusión horrible!... «Soy yo», dice la Naturaleza... ¿Y quién eres tú?...
¿Será Nell la mala?... ¿Será Dolly?
¡Jesús, qué miedo!
¡María Santísima!
¿Cuál de las dos se asusta de los truenos?
Yo.
Y yo... pero me hago la valiente. No me rinde un poco de ruido.
Carácter entero.
Yo no finjo, yo no disimulo la falta de valor. Digo lo que siento. Cualidad de la familia, como decía papá.
Es cierto... Ven acá, que yo te bese.
¿Y a mí no?
También a ti.
Abuelo del alma, las niñas de Albrit te adoran.
Por Dios, no gritéis, no hagáis hablar al eco... Me espanta... no lo puedo remediar.
¿Y los truenos no te impresionan?
Los truenos, no; el eco, sí. La tempestad corre hacia el Este.
Hay una clara. ¿Quieres que nos vayamos?
Sí... La gruta me confunde más de lo que estoy... Estas rocas son mi propio cerebro... Siento el eco aquí, como si mis ideas hablasen solas.
Ahora no llueve. Aprovechemos esta clara, y vámonos. En cinco minutos llegaremos a las primeras casas; y si el aguacero se repite, nos metemos en la casucha de la tía Marqueza.
Bien pensado. Y con cualquiera de los chicos mandamos un recado a la Pardina.
Sí, vamos... Llevadme.
Escena IX
Mira, Gilillo, ¿no es aquél el señor Conde con sus nenas?
Sí que son... madre, ellos... Cá vienen.
Señor mi Conde, Dios le guarde. ¡Quién pensara verle más!... ¿Quiere descansar?
Sí: descansaremos un rato.
No llueve. Madre Marqueza, sáquenos el banquito.
Gracias, mujer... ¿Era tu marido Zacarías Márquez?
¡Ay, señor... no me haga llorar recordándomelo!... Hace dos meses que me le quitó Dios...
Era más viejo que yo, mucho más. Buen hombre, recio como ninguno para el trabajo, y honrado a carta cabal.
Vea, señor, a qué pobreza hemos llegado desde el tiempo de usía... Entonces teníamos hacienda, ganado, y Zacarías traía napoleones a casa.
¡Ay!, desde aquel tiempo ha dado muchas vueltas y sacudidas el mundo, y se han caído algunas torres. Otros conozco yo que eran más ricos que tú, mucho más, y ahora son pobres, más pobres que tú... Y tus hijos, ¿qué ha sido de ellos? Yo recuerdo unos mocetones como castillos.
En la América están dos... Dicen que ricachones. Los demás se han muerto. Para mí, muertos todos... Pasó la nube, señor, y se llevó lo bueno, dejándome a mí para rociarlo con mis lágrimas. Estas criaturas son de mi hija, la Facunda, que enviudó por San Roque, y en las minas trabaja como una mula. Vivimos en miseria. Dispénseme, señor mi Conde; pero no tengo nada que ofrecerle.
Gracias. Yo tampoco puedo darte más que palabras tristes... el tesoro del pobre. Estamos iguales.
Marqueza, yo te voy a traer ropita para tus nietas.
Y yo los cuartitos que tengo ahorrados, para que tú les compres lo que quieras.
Bendígalas Dios... ¡Qué par de pimpollos tiene aquí el buen Conde! Da gloria verlas tan reguapas, tan bien apañaditas... ¡Ay, qué vieja soy, y cuánto he visto en este mundo! El día en que nació el señor Condesito Rafael, padre de estas nenas, estábamos mi hermana y yo en la Pardina. Las dos le planchábamos a la señora Condesa. Usía no se acordará...
Mi memoria flaquea. ¿Y tú te acuerdas de mi hijo?
Como si lo tuviera delante. Ya sé que está gozando de Dios.
Dime una cosa: ¿se parecen a él mis nietas?
Se parece la señorita Nela. Es la misma cara.
¿Y su hermana?
La señorita Dola no... digo, sí, también tiene la pinta; pero cuando se ríe, nada más que cuando se ríe.
Rafael era muy serio...
¡Y qué galán! Tan caballero y respetoso que toda Jerusa se quitaba el sombrero cuando pasaba, y hasta la torre de la iglesia parecía como si le hiciera la reverencia.
Dime, Marqueza, ¿qué hacen ahora las niñas? Oigo sus risotadas; pero no las veo.
Juegan con mis chicos... ¡Qué bonitas son, y qué afables con el pobre! La señorita Nela quiere bailar con mi Narda, y la señorita Dola y mi Gil están ahora cogiendo moras. Las niñas de la Pardina llevan la alegría por donde quiera que van. ¡Ay, si el señor las hubiera visto aquí, esta primavera, cuando venían a pintar...!
¡A pintar!... ¿Acaso mis nietas son pintoras?
Anda, anda... ¿Pues no sabe...? Si pintan como los serafines. Pues en un librote grande retrataron toda esta casa, y a mí mesma... y hasta el guarro, con perdón, hasta el guarro, tan parecido, que era él en persona.
Nell, Nell... Ven acá, hija...
Oye lo que dice la Marqueza...
Yo, no. Es Dolly la que dibuja y hace acuarelitas...
Dolly... ven... ¿Es verdad esto, Dolly?...
¡Qué callado te lo tenías! ¡Tú pintora!
Me dio por hacer monigotes. Aquí veníamos algunas mañanas, por ser éste el sitio más bonito de los alrededores de Jerusa.
Tiene un álbum lleno de apuntes preciosos.
No valen nada, abuelito.
Di que sí. Pinta y dibuja... ¡Si tuviera fundamento, qué preciosidades haría!
Quita, quita.
¿Quién te ha dado lecciones?
Nadie: lo que sé lo he aprendido yo solita, mirando las cosas. Me gusta, eso sí, y cuando me pongo a ello no sé acabar.
Unos señores que vinieron acá una tarde... eran de Madrid, y traían unas cajas con trebejos y cartuchitos de pintura... vieron lo que hacía la señorita Dola, y se pasmaron...
No hagas caso, papá.
Y dijeron que esta chica, si estudiara, sería una gran artista... sí que lo dijeron. No vengas ahora con farsas.
¡Eres pintora, Dolly... y te avergüenzas de serlo! Dime, ¿sientes una afición honda, un gusto intenso de la pintura? ¿Te sale del fondo del alma el anhelo de reproducir lo que ves? ¿Ayúdante los ojos y la mano, y encuentras facilidad para dar satisfacción a tus deseos?
Facilidad, sí... digo, no... Me gusta... Quiero, y a veces no puedo...
¿Y hace tiempo que sientes en ti ese ardor, esa fiebre del arte, don concedido a la criatura desde el nacer, que no se aprende, que se trae del otro mundo, de...?
Me entró la afición... qué sé yo cuándo.
Desde niña hacía garabatos...
Ya me acuerdo. Cinco años tenías, y me quitabas todos los lápices.
¡Ángel de Dios!
Y tú, Nell, ¿no dibujas?
¡Soy más torpe...! No sirvo... no acierto. Me aburro.
¡Tú eres pintora, Dolly, tú... tú...! ¡Y te avergüenzas!... Bueno, hijas, seguid jugando. Dejad aquí a los viejos que hablemos de cosas tristes.
¡Qué par de serafines! Ya puede el señor estar contento.
¿Qué tiene, mi señor, que está tan triste?
¡Ay, Marqueza, qué malo es vivir mucho!
Lleva razón. Mientras más se vive, más cosas malas se ven. Digo yo, gran señor, que los niños de pecho ya saben lo que hacen al morirse.
¡Y otros ¡ay!, qué bien harían en no nacer!... Porque después de nacidos y crecidos, ya no hay remedio...
¿Y los viejos, qué tenemos que hacer aquí?
Por algo estamos cuando estamos.
Es verdad: somos troncos, que servimos para que las plantas tiernas se agarren y vivan.
Tú eres útil, Marqueza. Hoy me has hecho un gran servicio.
¿Yo?
Señor... ¿qué le pasa que no habla?
Has sido la sibila que me ha revelado lo que yo quería saber. Dios me trajo a tu choza.
¿Qué dice que soy?
Mis horribles dudas, gracias a ti, se han trocado en triste certidumbre...
¿Quiere que le dé un vasito de vino? Lo tengo blanco y bueno.
No, gracias.
Lo que tiene mi Conde es debilidad.
Es tristeza, y mi tristeza no se disipa bebiendo. Es muy honda. A veces el descubrimiento de la verdad nos amarga la existencia más que la duda. No sé cuál es más terrible monstruo, si la madre o la hija, si la duda o la verdad...
No se caliente la cabeza, señor... porque, ¿de cavilar, qué sacamos? El cuento de que las mentiras son verdades y las verdades mentiras. Todo es dudar, gran señor... Vivimos dudando, y dudando caemos en el hoyo.
¿Y qué debo hacer yo?
Pues dude siempre el buen padre, y hártese de dudar y de vivir... tomando las cosas como vienen, y vienen siempre dudosas.
Eres la sibila de la duda. Te agradezco tu filosofía. No sé si podré seguirla.
Abuelo, vienen a buscarnos.
Sí, es Venancio; oigo su rebuzno.
Escena X
Locos buscándole, señor Conde... En cuanto vi venir el nublado, salimos... Mira por aquí, mira por allá. Nos dicen que en el bosque... nos dicen que en la playa, nos dicen que en la gruta.
Es muy de agradecer tu solicitud. Nos hemos mojado poco. Las chiquillas, tan contentas.
A casa. La humedad no es buena para usía. Lo ha dicho el médico.
Pues si lo ha dicho el médico... boca abajo. Vamos a donde quieras. Tú mandas, Venancio.
Yo no mando, señor.
Que sí. Eres el amo, y aquí estamos todos para obedecerte.
No necesitamos de tu oficiosidad, Venancio. Nada nos pasa, y sabemos volver a casa.
Ya lo ves... Te riñe esta mocosa. Chiquilla, no: hay que respetar las jerarquías... Vaya, pongámonos en marcha, conforme al deseo del señor de la Pardina... Yo te digo, Venancio, que hoy has sido muy previsor... No, no quiero capote. Supongo que será tuyo... Póntelo tú.
Yo contigo.
Sí... y vayan delante Venancio y la pintora. Adelantaos todo lo que queráis. Esta y yo no tenemos prisa, ni hemos de perdernos. Adiós, Marqueza. Que prosperes... que vivas muchos años.
Vayan con Dios... Señorita Nela, señorita Dola, la Virgen las acompañe.
Escena XI
¿Qué secretos son ésos, pastor Curiambro? Toda la noche picoteando con Dolly.
¡Ah!, son cosas nuestras. La señorita Dolly es muy simpática y ocurrente. Yo celebro infinito que el señor D. Rodrigo haya alterado esta noche la colocación de costumbre, y me haya cedido a una de sus nietas...
Por variar. Cuando están las dos a mi lado, me aturden.
A mí esta me encanta... ¡Qué pico, qué sal!
Como está tan desganadito, no sé cuántas cosas tengo que decirle para hacerle comer.
¡Si es ella la que no come, y tengo que partirle la comida en pedacitos, y dárselos envueltos en un poco de sermón para que no me desaire!
Yo me como el sermón y él los pedacitos. Cada uno lo que más le aprovecha.
¿Te gustan mis sermones?
Sí, padre; quiero enflaquecer.
Cuando acabes de reír las gracias de Dolly, continuaremos lo que hablábamos de los monjes de Zaratán, y del Prior...
¡Ah! sí... ahora voy...
¿Decís que el Prior desea verme?
Sí, señor... quieren ofrecer sus respetos a D. Rodrigo de Arista-Potestad, cuyos antecesores fundaron aquel insigne Monasterio.
Y lo dotaron espléndidamente. Después vinieron años malos, la exclaustración. Siendo yo niño vi frailes en Zaratán. Desde aquel tiempo hasta hace poco ha permanecido el edificio como un panteón en ruinas.
Hasta que el Conde de Laín, Diputado por Durante, gestionó que se incluyera una partida para restauración, y que volvieran los monjes...
No ha tenido poca parte en la resurrección del Monasterio el actual Prior, hombre de gran virtud, de una actividad asombrosa, conocedor del mundo...
Como que es de la escuela romana... hombre de mucha sociedad, instruidísimo. Treinta y tantos años ha estado en las oficinas De Propaganda Fide.
¿Y cómo se llama ese sujeto?
Padre Baldomero Maroto...
Baldomero... Maroto... Pues debiera llamarse con más propiedad. El abrazo de Vergara.
Eso dice él... y se ríe... Su nombre y apellido no carecen de simbolismo, porque el hombre es el puro espíritu de la conciliación...
Enlace entre las ideas que pasaron y las vigentes, siempre dentro del dogma...
Y por su trato se diría que ha pasado la vida entre aristócratas... ¡Qué finura, qué tacto y delicadeza en la conversación!
He oído decir que procede de una gran familia.
¿Es navarro quizás?
No, señor; malagueño... Es punto muy fuerte en heráldica, y cuando se pone a hablar de linajes no acaba. Conoce el Becerro como nadie.
¡Ah!... pues sí, me gustaría charlar con él.
Abuelito, ¿qué Becerro es ese?
Un libro... ya te lo explicaré.
Don Carmelo, ¿qué es el Becerro?
Ya te lo diré.
Un libro. Debe de ser como un Diccionario.
¡Ah!, lo que tiene usted que ver, Sr. D. Rodrigo, es el monasterio.
Han hecho maravillas, en el año y medio escaso que llevan en él.
Yo lo he conocido habitado por los lagartos.
Pues ahora... ¡qué amplitud, qué comodidad! Luz y ambiente por los cuatro costados. No hay en toda la provincia lugar más higiénico.
¿De veras...?
Resguardado de los vientos del Norte por el monte de Verola, disfruta de un temple meridional.
Y la huerta, que propiamente es un extenso parque, rodeado de tapias, mide ochenta hectáreas.
¡Oh!, allí verá usted toda clase de cultivos, desde el naranjo al almendro.
Son agrónomos de primera... Además, tienen vacas holandesas, faisanes, un palomar con más de quinientos pares, gallinas de famosas razas, colmenas... estanques con riquísimas carpas... y qué sé yo...
Convengamos, amigos míos, en que esos pobres frailecitos se dan una vida de perros.
Ellos trabajan infatigables, eso sí, de sol a sol. Por la vida común, por la igualdad en el disfrute de los dones de la tierra, por el orden y la división del trabajo, vemos en el instituto religioso de Zaratán como un esquema de las futuras organizaciones sociológicas...
¡Ah, ya te lo diré yo...!
D. Carmelo, ¿qué es esquema?
Es...
Cosas de estos sabios... nada.
Hermoso será sin duda.
De mí sé decir que siempre que voy a Zaratán me dan ganas de ponerme la cogulla y quedarme allí.
¿Por qué no te quedas? Te convendría, créeme, entablar relaciones con el azadón.
¡Oh!, sí... Pero no soy libre. Pertenezco a mis feligreses. Usted sí, Sr. D. Rodrigo; usted sí que debería ser el Carlos V de ese Yuste.
No es mala idea...
El señor Conde no gustará quizás del excesivo regalo y confort que allí tendría.
Seguramente no. Los monjes le tratarán con demasiado mimo, y el mimo y los agasajos excesivos pugnan con el carácter rudo y llanote del Conde de Albrit.
Según y conforme, amigos míos.
Antes de resolver nada en este delicado punto, la primera persona con quien debo consultar es Venancio, a quien debo generosa hospitalidad... Venancio, acércate. ¿Has oído? Sí, tú todo lo oyes. ¿Qué te parece? ¿Debo ir a Zaratán?
Señor, en ninguna parte está usía como en su casa.
Ya veis... ¡Cómo he de desairar yo a este hombre tan bueno para mí... que me hace la limosna con cristiana delicadeza!... ¡Ea!, hablemos de otra cosa.
Pero esto no es óbice para que el señor Conde reciba al Prior...
Ni para que le pague la visita. Iremos todos. Yo quiero que se haga cargo de la organización admirable de Zaratán.
¿Iremos, abuelito?
D. Carmelo... ¿iremos nosotras?
Veremos esa maravilla... Gregoria.
Ven acá, mujer... Quiero felicitarte delante de todos por la excelente cena que nos has dado. Sin necesidad de que yo te lo advirtiera, te has esmerado esta noche, porque tenemos dos buenos amigos a nuestra mesa. Así me gusta. El régimen de sobriedad y economía se guarda, naturalmente, para cuando estamos solos las niñas y yo.
Señor...
Yo alabo tu arreglo, y me parece muy bien que, cuando como solo con éstas, no se conozca que eres buena cocinera, ni que tu despensa está bien surtida, ni que posees vajilla elegante y manteles limpios. Decidido a dejarme educar por vosotros en la sordidez y en la miseria, que tan bien cuadran a este tristísimo fin de mi vida, os daría la satisfacción, si lo quisierais, de comer con vosotros en la cocina...
Yo te felicito una y otra vez, porque distingues, con claro talento, entre mi persona humilde y la de mis amigos. Nos debemos a la sociedad.
Y estoy bien seguro, porque te conozco, de que el café de esta noche será excelente, como tú sabes hacerlo cuando no estamos en familia, en la santa llaneza a que os obligan vuestros escasos recursos...
El Sr. Angulo toma té, ¿verdad?
Sí: el café me desvela.
A mí, no: venga café.
Lo serviremos nosotras.
Ponlo en aquella mesita.
Aquí está.
Chiquillas, servidnos ya.
Yo le sirvo al abuelo.
Le sirvo yo.
Yo...
A mí me corresponde.
¿A ti, por qué?
Porque no me senté a su lado. De algún modo se ha de compensar...
No me conformo.
Vaya, no reñir, niñas. ¿Qué más da?
Sí da.
Pues que lo echen a la suerte.
Eso es: dos pajitas.
Vaya... A la suerte.
Una pajita grande y otra chica.
En manos del león de Albrit está la suerte.
Sea. Chiquillas, venid, y aquí tenéis la solución de vuestro destino.
Yo gané.
Ha habido trampa.
¿Qué?
El abuelo ha hecho trampa.
¡Que yo hago trampas!
Porque no me quiere.
¡Qué innoble! No hay duda, es la falsa, la mala, la intrusa.
¡Si os quiere a las dos! Dolly, no te enfades.
Yo no me enfado.
¡Se ríe... qué descarada... después de ofenderme!
Abuelo... ahí lo tienes como te gusta, amarguito.
Dolly me sirve a mí. Ya sabes: pónmelo dulzacho.
Ahí va. Ahora el té para el doctor.
¡Y aún se ríe!... Carece de delicadeza... No le hacen mella los desaires. Epidermis moral muy gruesa... extracción villana.
¿Qué tal os sirve la pintora?
Divinamente.
Siempre juguetona y atropellada.
Señor Conde, un poquito de ron.
Es riquísimo; le probará bien.
No me sientan bien los alcoholes. Pero si te empeñas... Y parece muy bueno.
¡Qué guardadito lo tenías, Gregoria! Así se hace: estas cosas ricas para las ocasiones.
Ahora, chicuelas, un poquito para vosotras.
No, no... ¡qué asco!
Yo, sí... póngame media copa, D. Carmelo.
Te emborrachas unas miajas, y a la camita.
¡También eso!... ¡Qué ordinaria! ¡Buena diferencia de esta mía, que en todo revela su origen noble!...
¿Qué... qué es eso?
Nada... se me va un poco la cabeza... Ya te dije... los alcohólicos...
Parece que se aletarga.
Sr. D. Rodrigo...
Está fatigado.
¡Abuelito!
Lo he soñado.
¡Pero si no has tenido tiempo de soñar nada! Ha sido un instante.
Medio minuto.
Lo he soñado... ¡Qué imitación tan perfecta de la realidad!
¿Qué dices?
Le he visto... como ahora te veo a ti.
¿A quién?
A tu padre... Entró por aquella puerta. No le veíais, yo sí... Acercose a la mesa, y se sentó junto a Dolly... sin decir nada... A mí sólo miraba.
Papaíto, debes retirarte... Estás rendido.
Sí, sí: a la cama.
Vamos.
Sr. D. Rodrigo, a dormir.
No tengo sueño ya... Pero, pues tú lo quieres, Nell, vamos... Tú mandas, hija mía...
Señores, mi abuelito les pide permiso para retirarse.
Sin cumplidos... ¡No faltaba más!
¿No quiere que le acompañe a su dormitorio?
No es preciso. Gracias, querido Salvador. Estoy bien... muy bien. Carmelo, buenas noches.
Buenas noches.
No vengas.
Acompaña a estos señores. Aprende a ser cortés.
¿Qué tienes, chiquilla?
También la marea el ron.
El... abuelo... no me quiere.
Escena XII
El CONDE.-
Bien despierto estoy, no puedo dudarlo... En vela, paréceme que duermo; dormido, veo y toco la realidad. ¿Qué es esto? Tan cierto como esa es luz, yo vi a Rafael entrar en el comedor, acercarse a la pequeña y... La primera vez no hizo más que mirarme... movimiento, ninguno: no tenía brazos. La segunda vez, Rafael tenía brazo derecho y mano... nada más que un brazo y una mano. No sé qué arma era la que llevaba. Sólo sé que así, así... de un golpe, mató a Dolly. La pobre niña no dijo ¡ay! Murió calladita y risueña... como un ángel, cumpliendo la ley del destino, que ordena que las hijas paguen las culpas de las madres...
Sueño ha sido; mas no debemos despreciar los sueños como obra caprichosa de los sentidos, ni creer que éstos, al dormirnos, se sueltan, se embriagan, se dan a la imitación burlesca y desenfrenada de los actos normales dictados por el juicio... No, no son los sueños un Carnaval en nuestro cerebro. Es que... bien claro lo veo ahora... es que el mundo espiritual, invisible, que en derredor nuestro vive y se extiende, posee la razón y la verdad, y por medio de imágenes, por medio de proyecciones de lo de allá sobre lo de acá, nos enseña, nos advierte lo que debemos hacer...
¡Cómo suena esta noche la mar! ¡Y yo, durmiendo, creía que ese bum-bum eran mis ronquidos! ¡Y es el mar el que ronca!
¡Qué silencio en la casa! Todos duermen: las niñas también, ignorantes de que urge expulsar a la intrusa. Ley de justicia es. No he inventado yo el honor, no he inventado la verdad. De Dios viene todo eso; de Dios viene también la muerte, fácil solución de los conflictos graves. Tiene razón Laín: el que usurpa, debe morir, debe ser separado... Rafael y yo separamos, apartamos lo que por fraude se ha introducido en el santuario de nuestra familia.
Esto es más claro que la luz. Siempre lo has dicho, Albrit; siempre lo has dicho. La causa de que las sociedades estén tan podridas, la causa de que todo se desmorone es la bastardía infame... el injerto de la mentira en la verdad, de la villanía en la nobleza... Tú lo has dicho, Albrit; tú debes sostenerlo. Albrit...
No duermen... Parece que rezan. Oigo confusas sus dos voces, que no son más que una.
¡Oh, Dios! ¡Si me parece que las amo a las dos; que no puedo separarlas en mi amor; que la falsa se agarra a la verdadera y se hace con ella una sola persona...! Esto no puede ser; esto es una cobardía... Albrit, mira quién eres: la justicia, la verdad están en tu mano... ¡Oh!, ahora distingo mejor las voces...
No, no hay cántico de ángeles que iguale a sus vocecitas... No rezan; ahora hablan. Nell parece que quiere consolar a Dolly... Oigo mi nombre... «el abuelo...». Dolly solloza... Sin duda se aflige porque la reñí, porque le manifesté despego, diciéndole que no viniera conmigo, como de costumbre.
¡Señor, Señor, haz que las dos sean legítimas!... Pero ni Dios, con todo su poder, puede impedir que Dolly sea falsa... La denuncia su carácter villano... es el contrabando infame introducido en mi casa por esa ladrona de mi honor...
¡Y si las dos son falsas, si las dos son...!
No, no, Albrit; tú no puedes, no sabes... no sirves para la ejecución de estas obras crueles, por más que sean justas...
¿Y de qué modo se amputa y arroja la maleza, si una ley torpe, inicua, ampara el fraude?
¡Pobrecitas, se asustarán si entro tan a deshora!... Y Nell me dirá... de seguro me lo dirá... «Abuelo, no mates a Dolly». Tú lo has dicho también, Albrit; tú lo has dicho: «Todo ser humano que tiene vida debe vivir». Dios se la dio... nosotros no debemos quitársela...
Hasta podría ser... sí... podría suceder que la espúrea, que es Dolly, fuera buena... buena y espúrea, ¡qué sarcasmo!... ¡Así anda el mundo, así anda la justicia!... Pero de eso no tenemos culpa los pobres mortales: es el de arriba quien tiene la culpa, el que permite la rareza extravagante de que salga buena la falsa...
Escena XIII
¿Por qué está levantado el señor Conde?
Porque quiero... ¿Quién eres tú para interrogarme en esa forma descortés?
Nada tiene que hacer usía a estas horas en los pasillos oscuros, rondando como alma en pena.
Si tengo o no tengo que hacer, eso no es cuenta tuya.
Entre usía en la alcoba.
¡Lacayo!... ¿te atreves a mandarme?
Me atrevo a guardar el orden en mi casa, y a no permitir...
Vil... vete de mi presencia.
Estoy en mi casa.
¡En tu casa, sí!... Pero eso no es razón para que te insolentes con tu señor.
No hay señor que valga. A mí sólo me manda una persona, la señora Condesa de Laín.
Es cierto... Eres un villano que dice la verdad... y yo estoy aquí de limosna... Pues bien: quiero mandar un recado a tu ama, dignísima reina de tal vasallo.
¿Qué?
Un mensaje de gratitud...
Toma... De mi parte.
¡Ay!... ¡Maldito viejo!
¡Sujetarle!... Ese hombre está loco.
¡Villanos, al que se atreva a poner la mano en el león de Albrit, al que manche estas canas, al que toque estos huesos, le mato, le tiendo a mis pies, le despedazo!
¡Encerradle, encerradle!
Jornada IV
Escena I
Aquí me tenéis otra vez.
Senén de todos los demonios, te juro que me alegro de verte.
Muy pronto has vuelto de Verola.
¿Qué?... ¿traes instrucciones de la Condesa?
Sí... lo primero, que me alojéis aquí... Descuidad: os molestaré muy poco.
Te pondremos en el cuartito de arriba.
Próximo al del Conde. Sin duda la señora quiere que nos ayudes a quitarle las pulgas al león.
¡Y qué pulgas, Senén!
Ya, ya llegó a Verola la noticia de tu descalabradura. Una caricia de la fiera.
¡Que uno aguante esto!
Es un viejo de cuidado. A los sesenta años conserva los músculos de acero de sus buenos tiempos, y la voluntad de bronce. No hay quien le amanse. Te digo que más quiero verme ante un tigre hambriento que ante el Conde de Albrit irritado.
Pues yo le juro que de mí no se ríe. Un hombre libre, que vive de su trabajo y paga contribución, no está en el caso de sufrir esas arrogancias de figurón de comedia.
Poco a poco, Venancio. La señora Condesa me encarga te diga que... tengas paciencia.
¿Más paciencia, jinojo?
Y que sigáis guardándole las consideraciones que se le deben por su rango, por sus desgracias, sin perjuicio de vigilarle...
Y si nos mata, que nos mate.
Por si acaso, desde ayer le vigilo... con un revólver.
Calma...
¿Vendrá por aquí?
Me ha mandado que le sirva el desayuno en la terraza.
Pues le espero.
¿También traes instrucciones para él?
No; pero necesito... sondearle. Ya sabéis: soy muy largo, me pierdo de vista. Con que... me tenéis de huésped.
¿Vienes a tu cuarto?
Luego. Me atrevo a suplicar a mi simpática patrona que en el cuidado de esta maleta ponga sus cinco sentidos. La quiero como a las niñas de mis ojos.
¿Qué traes ahí?
Pues pesa, pesa...
Es mi relicario. Recuerdos, cositas que sólo para mí tienen interés. Y juro por mi honor, que no la estimaría más si la trajera llena de brillantes del tamaño de almendras. En fin, Gregoria, usted me responde de ese tesoro.
El león viene.
Voy por el café.
Escena II
Buenos días... Hola, Senén, ¿qué traes por aquí?
¿Qué ha de traer el pobre más que las ganas de dejar de serlo?
Y con las ganas, la decidida voluntad de enriquecerte. Eres joven; tienes estómago de buitre, epidermis de cocodrilo, tentáculos de pulpo: llegarás, llegarás... ¿Y tú, Venancio?... ¿Cómo va esa herida? Vamos, hombre, no es para tanto. Poco mal y bien quejado. Ya estarás bien.
Todavía, todavía... El señor tiene un genio imposible.
Sí, sí... Y tú crees que la miseria debe ser mordaza y grillete para este genio maldito que me ha dado Dios. No sé, no sé: gran domadora es la pobreza; pero soy yo muy bravo. Me propongo contenerme dentro de la humildad y sumisión; pero llega un momento de prueba... un insensato que con frase agresiva me ofende, echándome al rostro mi humillante miseria, y entonces... ¡ay!, no soy dueño de mí, pierdo la cabeza...
Aquí tiene, señor.
Pero no tardo en recobrar mi serenidad de persona bien nacida y educada; vuelvo a sentir la hidalga benevolencia con que he tratado siempre a los inferiores, y... ya tienes al león aplacado, y pesaroso de su fiereza...
Pensara el señor esas cosas antes de levantar el palo...
Es mi manera de aleccionar a los que quiero bien... En fin, Venancio, hoy, como ayer, te pido que me perdones. Yo no te faltaré... pero has de guardarme, fíjate bien en esto, la consideración que me debes...
¿Quieres café?
Mil gracias, señor Conde. Me desayuné con aguardiente y buñuelos en el parador.
¿Pero qué servicio es éste?
Fastídiate, viejo regañón.
¿Qué habéis hecho de la cafetera y del jarrito de plata en que me servisteis estos días?
Mandamos que los limpiaran, y...
Y para no hacer esperar al señor...
¿Y aquellas tacitas de porcelana fina...? En fin, con tal que el café esté bueno...
¿Lo has hecho tú?
Con muchísimo cuidado... Veremos si hoy está a su gusto.
¿Qué es esto?
¡Agua indecente de achicoria... y recalentada... y fría!... Vamos, las sobras del café de anoche, que ya era malo adrede...
¿Y de dónde habéis sacado esta piedra que me dais por pan?... Con ser tan duro, no lo es tanto como vuestros corazones.
Culpa del panadero, señor...
Culpa de vuestra sordidez villana.
Echad esto a vuestros perros, y dadme a mí lo que para ellos tenéis, pues de fijo les dais trato mejor que a mí. Guardad esta preciosa vajilla, no se os deteriore, no se os desgaste en mi servicio.
¡Queréis aburrirme, queréis hacerme imposible la vida! Al último pastor de cabras, al último mendigo que llegara con hambre a vuestra puerta, le haríais la limosna sin humillarle. ¿Por qué, ingratos, me humilláis a mí?
Se servirá otra vez... Nosotros...
No quiero. Me quedaré en ayunas.
Eso no. Mandaré traerlo del café...
No te molestes.
No tenéis ni un destello de generosidad en vuestras almas ennegrecidas por la avaricia; no sois cristianos; no sois nobles, que también los de origen humilde saben serlo; no sois delicados, porque en vez de dar un consuelo a mi grandeza caída, la pisoteáis; vosotros que en el calor, en el abrigo de mi casa, pasasteis de animales a personas. Sois ricos... pero no sabéis serlo. Yo sabré ser pobre, y puesto que con vuestras groserías me arrojáis, me iré de esta casa, en que no hay piedra que no llore las desgracias de Albrit.
Los deseos de la Condesa son que se prodiguen al señor todas las atenciones que merece por su categoría...
Ya lo veis: esa mujer liviana y sin pudor es más cristiana que vosotros, y más generosa y delicada.
La Condesa no puede mandarme... yo... digo, la Condesa es mi señora... dueña de todo...
De la Pardina no.
La Pardina es mía.
Sea de quien fuere, y en tanto que decido si me quedo o me voy, no quiero veros. Idos de mi presencia.
Decídalo pronto, porque...
Pronto.
Sufrámosle un día más, un solo día.
Y es mucho... ¡jinojo!
Escena III
Siéntate aquí, Senén... Tengo que hablar contigo.
Nada más temible que esta plebe hinchada, señor; estos patanes hartos de bazofia, que porque han logrado reunir cuatro cuartos se atreven a medirse con las personas comilfot...
La villanía es perdonable; la ingratitud, no... En mi cuarto había un lavabo bastante bueno, muy cómodo para mí. Ayer me lo han quitado esos viles, poniendo una palangana de latón de este tamaño, como las que hay en los asilos...
¡Qué atrocidad!
Parece que escogen las servilletas y manteles más sucios para ponerlos en mi mesa. Saben que me gusta la mantelería limpia...
Pues, como he dicho, traigo instrucciones precisas de la Condesa... ¡Oh!, crea usía que si se entera de estas infamias, se pondrá furiosa.
Sí. Me odia, como yo a ella; pero no desconoce que mi persona exige atenciones, respetos...
¡Qué duda tiene...!
Y aunque obra suya es seguramente la intriga que se traen Carmelo y el Doctor para arreglarme una jaula en los Jerónimos...
¡Oh!, no sé... no tengo noticia...
Pues sí: desde ayer andan de mucho trasteo conmigo. Yo les calo la intención... y me hago el tonto... Pero dejemos esto, Senén, que de cosa más grave y de mayor transcendencia para mí quiero hablarte.
Ya escucho.
¿Nos oye alguien?
Nadie, señor. Estamos solos.
Estos miserables se ponen en acecho tras de las puertas, oyendo lo que se habla.
Nadie nos oye. Puede hablar el Excelentísimo Sr. D. Rodrigo de Arista-Potestad.
Dudo mucho que seas bastante afecto a mi persona para responder a todo lo que te pregunte.
Usía debe contar siempre con mi adhesión incondicional...
como cuento yo con que el señor Conde no ha de pedirme nada contrario a mi dignidad.
¡Tu dignidad!... Dispénsame: creí que no la habías adquirido aún... Ya sé que estás en camino de adquirirla... vas muy bien... llegarás.
Señor Conde de Albrit, aunque humilde, yo... me parece.
Nada, nada. Ya no te hago las preguntas.
¡Ah!, puede usía interrogarme con toda confianza.
Señor Conde... de usía para mí...
Entre amigos...
No, no, porque si salimos ahora con que hay dignidad, o esta dignidad es incorruptible o es venal... En el primer caso, Senén, no me dirás nada... en el segundo... Soy pobre y no podré cotizarla en lo que vale.
Creo que nos hallaríamos en el primer caso.
Pues, hijo...
Adiós.
Si el señor Conde me lo permite, diré una palabra. Usía quiere preguntarme... algo referente a su hija política, en el tiempo en que tuve el honor de servirla.
Y cuando aún no habías echado dignidad.
La eché después... Y ahora, sin faltar al respeto que debo a usía, tengo el sentimiento de manifestarle que por gratitud, por estimación de mí mismo, por mil razones, no puedo en manera alguna revelar secretos que no me pertenecen.
No se trata de secretos... que quizás no lo sean para mí. Quiero tan sólo informaciones exactas acerca de una persona...
Ya...
Íntimamente relacionada...
Comprendido.
El pintor Carlos Eraúl. Tú estuviste a su servicio algún tiempo, al dejar el de mi hijo; tú...
Senén, por lo que más quieras, por la memoria de tu madre, revélame cuanto sepas.
Sr. D. Rodrigo, por todos los gloriosos antepasados de usía, le ruego que nada me pregunte, pues antes perdería la vida que responderle.
Dame al menos alguna luz... sin ofender a nadie, sin faltar a los respetos que debes a tu ama. Dime: ese hombre era de baja extracción.
Sí.
Hijo de un pobre vaquero de la ganadería de Eraúl, en Navarra.
El cual, despedido por mala conducta, se metió a contrabandista.
Carlos, el hijo, también despuntó por el contrabando...
¡Oh, no...!
Sé lo que digo... Su genio pictórico le abrió camino. Fuera de la educación artística, que se debió a sí mismo y al estudio del natural, era un ignorante, un bruto...
Poco menos.
Ni alto ni bajo, moreno, de ojos negros... vigoroso... voluntad potente.
Su apellido era Vicente, pero él firmaba con el nombre de ganadería: Eraúl.
Exacto.
Le conoció Lucrecia en una de esas rifas o kermessas que organizan las señoras para...
Basta, señor Conde. No sé nada más.
Responde.
No sé nada. Usía no me conoce.
Te conozco, sí. Tu discreción no es virtud; es... cobardía, servilismo, complicidad. No eres el hombre digno que calla la culpa ajena; eres el esclavo, obediente a los halagos o al látigo del amo que le compró.
¡Maldígate Dios, villano! Que la luz que me niegas, a ti te falte. ¡Que enmudezca tu voz para siempre, que cieguen tus ojos! ¡Que vivas sin poseer la verdad, rodeado de tinieblas, en eterna y terrible duda, palpando en el vacío, tropezando en la realidad!... ¡Que busques la justicia, el honor, y encuentres mentira, infamia, dentro de un vacío tan grande como tu imbecilidad!...
Vete, vete; no te acerques a mí.
¡Demonio!... Saca las uñas el león... ¡Hola, hola!...
¡Ah!... señorita Nell!...
Deme acá.
No, no... ya puedo.
Cuidadito con él... Está de malas.
Escena IV
¡Ah! Nell... ¿qué traes ahí?
¿Cómo habíamos de consentir que no te desayunaras? Hemos reñido a Gregoria.
¡Oh!, ¡qué ángel!... A ver... ¡Oh, esto sí que es bueno!... recién hecho... ¡qué aroma!... Dios te bendiga.
No merezco yo las bendiciones, sino Dolly, que es quien te lo ha hecho.
Pero la idea habrá sido tuya.
No quiero engalanarme con plumas ajenas. La idea fue de ella... Se ha puesto furiosa... Y a Venancio, le ha echado una buena peluca.
¡Atrevidilla!
Le gusta cocinar... y sabe... ¿Qué tal está?
Riquísimo... ¿Dices que Dolly sabe cocinar?
Le gusta. Quiere aprender. Pues ahora está preparando un guisote, y luego te hará fruta de sartén. Verás qué bueno.
¡Qué criatura! Dile que venga.
Cree que estás enfadado con ella, y no se atreve a venir.
Que venga, digo.
A Dolly, que venga. Dolly, ven... Dice que no está enfadado.
Abuelito, con esta facha no quería presentarme a ti.
Ven... no seas tonta... Gracias, chiquilla, por el excelente café que me has hecho.
Y si me dejase Gregoria, te haría un arroz... que te chupabas los dedos.
Bien, bien... Vaya, posees el genio de dos artes muy difíciles: la pintura y la culinaria.
Para servir a usía, señor Conde.
Mientras nosotras estemos aquí, no te faltará nada papaíto.
Pues aplícate, hija, aplícate, y serás una excelente cocinera. Quizás te conviene más de lo que tú crees. ¿Y Nell, no guisa?
¡Ay!, yo no sirvo para eso. Me da repugnancia... Además, no sé; vamos, que no me gusta.
Cada cual según su temperamento.
Esta es tan finústica, que para fregar un plato, es preciso que el plato esté limpio.
Esta es tan a la pata llana que no lava las cosas sino cuando están muy sucias.
Claro.
Cada cual, chiquillas, es como es, y no puede ser de otra manera. ¡Y yo que no veía diferencia entre vosotras! Ahora, no sólo os distingo, sino que os considero con absoluta desigualdad. Ya separo vuestros caracteres, separo vuestras voces, separo vuestras almas... Sois el día y la noche, el alfa y la omega... la... No, no os digo lo que pienso, pobrecitas; no me entenderíais.
Escena V
La paz sea en esta casa.
Curiambro; buenos días... Yo bien, ¿y tú?
Pasando... Ya me enteré... Venancio y Gregoria se han llevado un mediano réspice. No se repetirá el disgusto; yo se lo aseguro al noble león de Albrit.
El león de Albrit, que no teme las fieras, pero siente repugnancia por las alimañas inferiores, tendrá que buscar otra cueva.
A propósito de cuevas, el Prior de Zaratán, que, entre paréntesis, quedó ayer encantadísimo de la exquisita cordialidad con que usted le recibió, nos invita hoy a tomar un bocadillo en su Monasterio.
¿A mí también?
A usted principalmente. Iremos Monedero, Angulo y yo, en calidad de séquito, de cortesanos o chambelanes de Vuestra Señoría, por no decir majestad.
Gracias... Pues no me opongo. A cortesía nadie me gana. Visitaré gustoso el Monasterio.
No, si vosotras no vais. No queremos estorbos. Además, Vicenta Monedero, por mi conducto, os invita a comer en su casa, y a pasar allá la tarde.
¿La Alcaldesa?
Celebra su fiesta onomástica... Allí tendréis a toda la juventud florida de Jerusa.
Lo siento... Mejor me estaba yo todo el día en mi cocinita.
¡Tonta, si el abuelo no ha de comer aquí!
¿Cómo no?
Segura mente, los señores frailes no nos soltarán a dos tirones. Me figuro el convitazo que habrán dispuesto, algo así como las bodas de Camacho, o los festines de Lúculo. Ea, chiquillas, hoy secuestro al león. Yo cuidaré de que no se aburra lejos de vosotras.
Malditas ganas tengo yo de festejo.
Sí que iremos. Nos divertiremos mucho.
Nell es más sociable que Dolly...
Pero, tonta, ¿no te avergüenzas de que te vean tiznada?... ¡Uy!, ¡cómo apestas a cebolla!
Mejor. Pues a usted bien le gusta que le den comiditas buenas... y bien se regodea y se relame.
Veremos lo que te dura esa ventolera de los afanes domésticos...
Cada cual, según es...
¿Dan permiso?
Adelante, gran Coronado.
Hoy no hay lección, Piito. Tengo mucho que hacer.
¡Qué gracia! El juego de las comiditas.
Pues hoy me da a mí por estudiar de firme, ea.
¡Bravísimo!
Quiero aprender, quiero instruirme. La ignorancia me avergüenza, y empieza a estorbarme. Hoy estudiaré por las dos. ¿Te gusta, abuelito?
Cada una, según su natural...
¿Vamos?
Yo, a mis cacerolas.
Y yo, a darle la jaqueca a D. Pío.
Y yo, a ponerme de acuerdo con el Alcalde sobre la hora a que hemos de salir.
Vendremos por usted.
Hasta luego, hijo.
Cuando terminen, la una sus lecciones, la otra su trajín, prepárense para la fiesta de Vicenta. Que os pongáis bien guapas, ¿eh?... Cuidado, chiquillas, que representáis en el mundo la gloria, la nobleza, la tradicional elegancia de Albrit.
Bueno, bueno. Estamos enteradas.
Dolly...
Abuelito...
No estoy enfadado contigo. ¿Y tú conmigo?
Lo estuve... pero ya pasó...
Nell, aguarda... Quiero asistir a tu lección. Llévame, hija mía.
Escena VI
¿Qué haces, chiquilla?
Ya lo ves: arreglándote la leonera. ¿No has reparado que esa bribona de Gregoria, ni limpia aquí, ni barre?... Toda la casa la tiene como una tacita de plata, menos esta alcoba tuya, que debiera ser el sagrario...
Hija mía, como no veo bien...
Te digo que la maldad de esta gente me subleva... Entérate de lo que he dispuesto. Entre la Pacorrita y yo hemos traído el lavabo bueno, que esos indinos quitaron de aquí para ponerlo en nuestro cuarto. Luego te mudaremos la cama, poniéndola en aquel rincón, para que estés más resguardadito del aire que entra por las rendijas de la ventana.
¡Admirable! ¿Y a ti se te ha ocurrido todo eso?
Todito ha salido de esta cabeza.
¿Y has acabado ya tus guisotes?
Como te vas a comer con los frailes, he suspendido lo que tenía preparado para hoy. Pero mañana te haré una cosa muy rica, que a ti te gusta mucho.
Eres un ángel... Lo uno no quita lo otro. Cabe en lo humano que seas lo que eres... y al propio tiempo criatura inocente, buena... quizás rematadamente buena. ¿Verdad que sí?
Pero tú no me quieres.
Sí te quiero. Es que...
No vayas a creerte que hago yo estas cosas porque me quieras. Pégame, y haré lo mismo. Las hago porque es mi deber, porque soy tu nieta, y no puedo ver con calma que a un caballero como tú, poderoso en otro tiempo y dueño de toda esta comarca, le desatiendan gentes groseras, que no valen lo que el polvo que llevas en la suela de tus zapatos.
Deja que te bese una y mil veces, criatura. ¿Con que tú...?
Y a esos indecentes, que no se acuerdan de la miseria que tú les remediaste, ni de que crecieron, yerbecitas chuponas, en el tronco de Albrit; a esos puercos, arrastrados, canallas, les estaría yo dando en la cabeza con el palo de esta escoba, hasta que aprendieran a respetar al que honra su casa sólo con pisar en ella.
¡Y tú... tú piensas eso!
Y lo digo... y lo hago...Esta noche, cuando vuelva del convite, te arreglaré toda la ropa, que la tienes bien destrozadita. Esa pánfila de Gregoria no da una puntada en tu ropa. Fíjate en la de Venancio, que parece un Duque.
¡Y lo haces por mí, por mí!
Sabiendo que me quieres menos que a Nell. Reconozco que Nell lo merece más que yo, porque es más fina... y además tan buena...
Pero a ti... a ti te quiero también. Dime la verdad: ¿te incomodaste porque no te dejé subir conmigo?
¡Vaya con el desprecio que me has hecho... dos noches seguidas! La primera vez, D. Carmelo y el Médico, que cenaron aquí, me consolaban... Pero anoche... ¡ay!, me entró tal tristeza, que no pude dormir, y los ratos que dormí tuve sueños muy malos.
¿Qué soñaste? A ver si lo recuerdas.
Pues soñé... Primero soñé que tú eras malo... ¡Ya ves qué desatino! Después soné que entraba en nuestro cuarto mi papá... con una cara tan triste, tan triste... y se llegaba a mi cama, y me daba muchos besos...
Antes iría a la cama de Nell...
Ni antes ni después... Yo soñaba que Nell no dormía en mi cuarto. Ya ves, otro desatino.
¿Y no te dijo nada tu papá?
Sí: algo me dijo, juntando su cara con la mía; pero no puedo acordarme: de eso sí que no me acuerdo... ¡Luego hablaba tan bajito, tan bajito...!
Es lástima...
No hagas caso. Lo que soñamos es todo mentira, ilusión.
No aseguro yo tanto. Mi vejez resulta más candorosa que tu infancia. Yo creo en los sueños.
¡Pues cuando tú lo dices...!
¿Qué tienes, papaíto? ¿Por qué estás triste?
Hija mía, tu charla inocente, tu ingenuidad, tu alma, que sale con tu voz, y aletea en tus resoluciones, hacen en mí el efecto de un tremendo huracán... ¿no entiendes?... sí, de un huracán que me envuelve, me arrebata, me arroja en medio de la mar...
¡Abuelo...!
Sí: aquí me tienes forcejeando en medio de este oleaje de la duda. Una onda me trae y otra me lleva... y yo... ahogándome sin morir en esta inmensidad negra y fría... ¡Oh, no puedo vivir, no quiero vivir!... Señor, o la verdad o la muerte... No te asustes, niña querida. Son arrebatos que me dan. Tras esta duda quizás venga la certidumbre que deseo, que pido a Dios con toda mi alma; certidumbre que no será la que perdí: será otra, qué sé yo...
Dolly, ¿dónde estás? Ven a mí; suelta la escobita y abrázame.
Si eres tú, porque lo eres... si no, porque... no sé por qué... porque sí... no lo sé.
Escena VII
Pero, señor león de Albrit, ¿se olvida de que abajo estamos esperándole?
Voy... Perdona... me entretuvo esta chiquilla.
No nos sobrará el tiempo.
Adiós, abuelito. Toma tu palo y el gabán.
El día está bueno. Te divertirás mucho.
Adiós, hija mía. Quieren que vaya a Zaratán... Pues a Zaratán. Hasta la noche.
Escena VIII
Me anonada usted, señor Prior, saliendo a recibirme con la dignísima Comunidad... Vamos, que esto es hacer de mí un Emperador Carlos V.
Para nosotros, imperio ha sido la casa de Albrit, y las glorias de Zaratán se confunden en la historia con la grandeza de las Potestades.
¡Oh, grandezas desplomadas!... Albrit y Laín no son ya más que polvo y ruinas.
Y agradezco más los honores que en esta ocasión se me tributan, porque veo en ellos un absoluto desinterés. Señor Prior de Zaratán, el último Albrit no puede corresponder a tan noble agasajo con ninguna clase de beneficios. Es pobre.
Nosotros también. En los tiempos que corren, no hay más riquezas que la virtud y el trabajo, y más vale así.
Admirable cultivo. Esta santidad agricultora es un encanto... y un gran progreso, el único progreso verdad.
Trabajamos porque Dios lo manda. Dios quiere que no cultivemos sólo el cielo, sino la tierra; la tierra, que es el complemento de la fe.
Y, como la fe, la tierra no engaña. Ella nos alimenta vivos; muertos nos acoge...
¡Compadres, vaya una vida que se dan ustedes!
¡Bendita sea la cepa que da este caldo! Debe de ser la que plantó Noé.
Conviene que vea y aprecie las excelencias de Zaratán bajo el punto de vista de la vida orgánica y de las comodidades, porque, como buen aristócrata, se inclina al sibaritismo.
Dígame, compañero, ¿de dónde demonios han sacado ustedes la simiente de esa remolacha forrajera que he visto en algunos tablares?
Es de Lombardía, y también el grano turco.
¿Qué es eso?... ¡Ah!... el maíz... Buenas cañas. Me han de dar ustedes unas mazorcas. Pues ¿y la alfalfa? Dan ganas de comerla... También quiero simiente... Yo no ando con repulgos; soy muy francote... barro para adentro... Verdad que también doy cuanto tengo... el corazón inclusive...
Señor D. Rodrigo, yo que usía, francamente, me dejaría ya de hacer el caballero andante, y me vendría a vivir con estos compadres, que me parece... vamos... que no lo pasan mal.
¡Oh!... si monseñor viviera con nosotros, nos honraría extraordinariamente.
Yo... se lo he dicho... ¡las veces que se lo he dicho!... Pero no quiere hacerme caso... Él se lo pierde.
Eccellenza, otra copita.
No... Muchísimas gracias.
No puede desechar el recelo de que en Zaratán carecería de libertad. ¿Verdad, señores, que aquí estaría tan libre como en su casa?
Viviría en la más hermosa y abrigada celda que tenemos; comería lo que más fuese de su agrado; se pasearía de largo a largo por nuestros plantíos y praderas, y estaría dispensado de asistir a los oficios, y de ayunos y penitencias. Si esto no es buena vida, que me traigan al que descubra otra mejor.
Su edad exige cuidados exquisitos, que aquí tendría como en ninguna parte.
Señores míos, yo agradezco infinito su solicitud, y me siento orgulloso del afecto que me demuestran, deseando tenerme en su compañía. Lo agradezco en el alma; pero no puedo acceder a sus nobles deseos, no y no. Y rechazo la oferta, no por mí, sino por la Comunidad, por lo mucho que la quiero, la respeto y la admiro.
¡Viejo más marrullero!...
Veremos por dónde sale.
Estoy bien seguro de que los señores monjes, a los pocos días de alojarme aquí, no me podrían aguantar, y renegarían de haberme traído. Créanlo: tengo un genio imposible.
¡Eccellenza... por Dios...!
¡Zorro de Albrit, remolón, pamplinero, si acabarás por venir aquí y tomar lo que te den, aunque sean sopas!
Sí, soy inaguantable. Cuando no ha podido domarme el infortunio, ¿quién me domará?
Yo... sí, monseñor, yo... ¡También suelo gastar un geniecillo!...
La dulzura, el tacto, el don de gentes del Padre Maroto, son una garantía de concordia... Vivirán en santa paz.
Además, hay otro inconveniente. En mi vejez triste no puedo vivir sin afectos; me moriría de pena si no pudiera tener a mi lado a mis nietecillas, una de ellas por lo menos, la que escogiera yo para mi compañía.
Pues que las traigan. Es lo único que falta en Zaratán para que esto sea completo: un par de niñas...
¡Ah!, eso no. Aquí no pueden vivir mujeres. Las señoritas le escribirían con frecuencia.
Ya se iría jaciendo. Y alguna vez podrían las niñas venir a visitarle.
Que no me conformo. ¿Cuántas veces he de decirlo?
Sí, sí... No se hable más.
No desconozco la fuerza de las razones expuestas para convencerme. Ni quiero que vean ustedes en mí un hombre terco, atrabiliario y desagradecido... No, Prior; no, amigos míos. Mal genio tengo; pero de las tempestades de mis nervios suele surgir el juicio sereno y claro. Hermoso es Zaratán, simpáticos y agradabilísimos el Prior y sus dignos cofrades. ¿Quieren tenerme por compañero y amigo? No digo que sí; no digo que no... No debo aparecer ingrato, ni tampoco ansioso de un bien que no merezco.
¡Si al fin, monseñor, hemos de comer juntos muchos potajitos... y nos hemos de pelear aquí... como buenos hermanos!
¡Si digo que...!
Escena IX
Señor de los cielos y la tierra, ilumíname, dame la verdad que busco... No muera yo sin conocerla... Que acabe mi vida con mis dudas horribles... Padre nuestro que estás... Creí que la falsa es Dolly, y la legítima Nell... y ahora creo lo contrario: Dolly es la buena, Nell la mala, la intrusa... Señor, que no prevalezca en mi familia la usurpación infame... El pan nuestro...
Recordare Domine quid acciderit nobis... Intuere et respice opprobrium nostrum.
No me tengas, Señor, sobre esta zarza de las dudas... Me revuelco en ella, y mi cuerpo es todo una llaga... Dame la verdad, y que la verdad sea puerta para entrar en la muerte... Líbrame del oprobio de mi nombre, y aparta de mi descendencia el deshonor.
Haereditas nostra versa es ad alienos, domus nostrae ad extraneos...
¡Excelente organito!... Regalo de su hijo de usted, el señor Conde de Laín, que nos lo mandó de París. La carta en que me anunciaba este obsequio fue la última que de él recibí.
Pues me lo había figurado... Como apenas veo, mi oído tiene una sutileza extremada, y en esos dulces acentos escuché la propia voz de mi pobre Rafael resonando en la iglesia... ¡Desdichado hijo mío! ¿Verdad, P. Maroto, que mi hijo merecía mejor suerte? Pero la felicidad no es para los buenos.
¿Qué dice el señor D. Rodrigo?
Me parece que hablo claro... La falsa es Nell. Me lo dice quien lo sabe...
¡Ah!... perdone usted... No he dicho nada. Estas cosas no deben decirse.
Eccellenza... hemos terminado nuestro rezo. Tome usted mi brazo, y saldremos.
Es hermoso poseer la verdad...
Cuando se posee.
Yo la tengo.
Verdades hay, amigo mío, que no merecen que las poseamos. Vale más la duda que ciertas verdades. Lo que hay que tener es fe.
También la tengo. A ella me acojo, y de ella tomo mi energía para esta batalla con la espantosa duda...
Pero dígame, ¿dónde se meten Carmelo y el Alcalde y el Médico de Jerusa? No les siento. ¿Es que están todavía examinando carneros y vacas?
Pues D. Carmelo...
¿Es que duerme aún la siesta para empalmar mejor la comida con la merienda? Me asombra que el Alcalde, que es tan beato... por dar ejemplo a las masas, como él dice... no haya venido a las vísperas.
Señor Conde de Albrit, esos señores se han vuelto a Jerusa.
¡Se han vuelto a Jerusa...!
Esos caballeros piensan, como yo, que el señor Conde debe permanecer aquí.
Me han traído con engaño, me dejan con perfidia... se van... Me encierran como a una bestia dañina... ¡Me ponen en manos del carcelero, que es usted, la Comunidad... Zaratán maldito!
Escena X
Yo ruego al ilustre Albrit que se sosiegue, y que vea en esto un acto sencillísimo, dictado por la amistad, por el afecto que todos le profesamos.
¡Encerrarme traidoramente, como a un loco, como a un criminal!
Eccellenza, considere que está en su casa... ¿No dice nada a su espíritu la paz de este santo instituto? Cuantos aquí vivimos con sagrados al servicio de Dios y al trabajo de la tierra, somos sus amigos, no sus carceleros.
Estimo la buena intención, señor mío; pero a mí no se me enjaula, atentando inicuamente a mi libertad.
¿Y para qué quiere usted esa libertad más que para calentarse los sesos, acometiendo empresas ideológicas en busca de una luz que no ha de encontrar?
Créame a mí, que soy su amigo. Estos señores dejan a mi cuidado al león de Albrit, y yo respondo de que, pasada esta efervescencia de amor propio, monseñor nos lo agradecerá. Mi orden me manda acoger al desvalido, y practicar en todo caso las obras de Misericordia.
Muy bien. La novena dice: «No encerrar al prójimo contra su voluntad...». Dígame usted por dónde se sale.
Por segunda vez, Sr. D. Rodrigo, le invito a considerar que es locura oponerse a esta santa reclusión, dispuesta por la familia, patrocinada por los amigos, aconsejada por la Facultad... En ninguna parte tendrá monseñor la paz, la tranquilidad y los bienes materiales que aquí le prodigaremos sin tasa.
Maldigo a la familia, maldigo a los amigos, a la Facultad y a este endiablado laberinto de Zaratán, donde quieren que yo me vuelva loco... Pronto, señor Prior, mande usted que me franqueen la salida.
Reflexione usía, señor Conde; considere que ofende a Dios renegando de este santo recogimiento, en que la Religión y la Naturaleza le ofrecen descanso y paz...
No me hable usted de religión... Aquí no la quiero... ¡aquí, donde tendría que oír las misas que dice usted con ese cáliz!...
Del cáliz nada tengo que decir, porque está consagrado... ¡Qué culpa tiene el pobre cáliz!... ¡Pero la misa... usted... esa tal!... No, no quiero vivir en Zaratán, no quiero estar preso... ¿Ni quién esa cuál para encerrarme a mí?... Me encierra porque no haga públicas sus ignominias... ¡Y el Prior de Zaratán es su cómplice; el Prior de Zaratán dice misa en su cáliz; el Prior de Zaratán se presta a ser mi carcelero para que no hable, para que no investigue, para que no descubra la verdad odiosa!... Pero no les vale, no, porque ahora mismo, señor D. Maroto o señor don Diablo, va usted a mandar que me abran aquella puerta, que jamás, jamás ha de volver a abrirse para el Conde de Albrit.
Señor Conde, que ya me va faltando la paciencia.
¡La salida... pronto, la salida!
Le digo a usted que conmigo no se juega. Albrit es un niño, y como a tal habrá que tratarle. A los niños mañosos se les sujeta y se les...
Abusas tú, Prior, de la desigualdad de nuestras fuerzas, y porque me ves solo pretendes acoquinarme. Pero yo te aseguro que si me vence el número, no será sin que caiga al suelo alguno de estos bigardones, y bien podría suceder que el que caiga no se levante más.
Ahora lo veremos. ¡Leoncitos a mí!...
¡Aquí te espero!
¡Ah! Se me obedece al fin... Abierta la jaula, el león recobra su libertad... ¡Ay del que quiera sujetarle!
¡Pobre demente! Te ofrecemos el descanso y lo rehúsas; te damos el olvido de lo pasado, y prefieres revolver las escorias inmundas de tu deshonrada familia. Rechazas nuestra dulce compañía por correr tras un enigma cuya solución no has de encontrar... no, no la encontrarás, porque Dios no lo quiere...
No, no lo quiere; yo, único mortal que sabe la verdad, no puedo decírtela, y aunque pudiera, menguado y díscolo viejo, no te la diría...
Mirad, mirad cómo corre. Ni una sola vez ha mirado para atrás. La inseguridad de su paso denuncia el tumulto de sus ideas...
Toma la dirección del Páramo.
Quiere ir como hacia la mar.
Hacia el cantil de Santorojo.
Dios ataje sus pasos si van en busca de la muerte. Recémosle un Padrenuestro.
Ya no se le ve... Cae la tarde, hermanos; vámonos a cenar en paz y en gracia de Dios.
Escena XI
Ya me lo decía el corazón... Carmelo, el Mediquillo, y ese Alcalde que envenena a media Humanidad con sus fideos falsíficados, han vendido sus conciencias a la infame. ¡Hechuras mías habían de ser! Yo les favorecí, ellos me crucifican, me escarnecen, quieren enjaularme. ¡Dios mío, las veces que le he matado el hambre a ese Pepillo Monedero, cuando venían inviernos crudos y no podía trajinar con sus caballerías!... Con el vino que me ha robado, cuando me traía las tercerolas de Villarán, se podría emborrachar Carmelo, cuyo vientre es una bodega... Al padre de ese mediquejo le libré de presidio, cuando las talas de Laín. Era un hombre que siempre que Rafael o yo pasábamos por su lado, se ponía de rodillas, y teníamos que darle de palos para que se levantara... Y ahora ¡ay!... ¡Generación ingrata, generación descreída y que nada respetas, generación parricida, pues devoras el pasado, y menosprecias las grandezas que fueron! El honor, la pureza de los nombres, ¿qué son para estos menguados, que se pasan la vida hociqueando en el suelo, para recoger el pedazo de pan que la suerte les arroja? Son de vista baja, y no ven el cielo, ni el sol que nos alumbra... Y ahora, recobrada mi libertad, voy detrás de mi idea, como los Reyes Magos tras de la estrella que les guió al pesebre, en que acababa de nacer la verdad.
¡Cómo brama! Mal vino trae esta noche el agua... Y allá, el reventar de la ola suena como cañonazos... Desde este borde distingo el tremendo salivazo de espuma cuando lo escupe para arriba... ¡Hermoso, sublime!
Vaya con el aire... hay que ponerle la proa sin miramientos, y cortarlo con la cabeza, después de bien asegurado el sombrero. De nada me sirve el palo... ¡Qué soledad! O yo no veo absolutamente nada, o no pasa alma viviente por estos sitios... ¿Quién demonios, quién que no sea el estrafalario Albrit, este loco enjaulable, se ha de arriesgar por el horrible páramo en noche tempestuosa?
Hola, hola, ¿esas tenemos, señor vientecito? Pues ahora nos veremos las caras. Primero se cansará usted que yo. Recojo mi palo, y adelante. Potestad me llamo: no hay quien me rinda.
Vaya... parece que afloja la racha. No podía ser menos. ¡Vientecitos a mí...! Adelante...
¿Qué voz es esa? Si no es que el viento se da a la imitación del graznido de los hombres, ha sonado una voz.
Sí, hasta parece que oigo mi nombre... No, no: es el viento, que sabe pronunciar la última sílaba: brit... brit...
Escena XII
¿Quién es... quién me llama? Si es el viento... perdone, hermano, no llevo suelto.
Soy yo, señor. ¿No me ha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.
¡Ah! Coronado... Acabáramos. ¿Y qué traes por estos sitios tan amenos, en noche tan deliciosa?
En el momento de encontrar a usía buscaba mi sombrero, que arrebató el viento.
Pues no es fácil que te lo devuelva. Si temes constiparte sin sombrero, ponte el mío. En verdad, no me sirve más que de estorbo...
Gracias, señor Conde. Estamos en el peor sitio. Agarrémonos bien el uno al otro, y vámonos a lugar más abrigado y seguro... Por aquí, señor...
Por lo visto, las revueltas del Páramo te son familiares.
Si es mi paseo favorito. Esta soledad, esta aridez, este ruido de la mar me enamoran. Llega para mí un momento, al terminar el día, en que me hastían de tal modo las personas, que me arrimo a los animales; pero me hastían también los domésticos, y busco la compañía de los lagartos, de los saltamontes, de los cangrejos, y de todo lo que más se diferencia de nosotros.
Comprendo tu odio al género humano, infeliz Pío. Dícenme que eres muy desgraciado en tu casa.
Sí, señor. Más de una vez he venido a estos cantiles con el propósito de arrojarme por el más empinado. Pero...
Te ha faltado valor.
Sí, señor... Me faltan ánimos. Esta noche misma llegué decidido, tan decidido, que ya me estaba viendo cenado por los peces; pero en el momento crítico...
¡Matarse, qué locura! Hay que luchar, luchar sin desmayo para aniquilar el mal.
¡Ah!, eso no es para mí. Luche quien pueda. Yo no sirvo; nací para dejar que todo el mundo haga de mí lo que quiera. Soy un niño, señor Conde, y no un niño de raza humana, sino de la raza ovejuna; soy un cordero, aunque me esté mal en decirlo. Nací sin carácter, y sin carácter he llegado a viejo. Permítame que me alabe. Soy el hombre más bueno del mundo; tan bueno, tan bueno, que casi he llegado a despreciarme a mí mismo, y a futrarme, con perdón, en mi propia bondad.
Y tuya es una frase que corre como proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es ser bueno!».
Porque de la bondad me vienen todas mis desgracias... parece mentira. En mí no encuentro fuerza para hacer daño a ningún ser, llámese mosquito, llámese mujer u hombre. Donde yo estoy, está el bien, la verdad, el perdón, la dulzura... y llueven sobre mí las desdichas como si mi bondad fuera un espigón de metal que atrae el rayo... Señor, he llegado a un extremo tal de sufrimiento, que ya no puedo más; quiero arrojar por ese cantil el fardo de mi bondad, que es mi vida. Mi vida, o sea mi bondad, ya me enfada, me apesta, me revuelve el estómago... ¡Váyase a los profundos abismos, bendita de Dios!
Ten paciencia, Pío. Si eres tan bueno, Dios te dará tu merecido... Pero si hemos de charlar, desahogando en la confianza y amistad recíprocas las penas de uno y otro, no será malo, bendito Coronado, que me lleves a un sitio cómodo donde pueda sentarme. Por mi nombre te juro que estoy cansado.
Precisamente llegamos a un recodo donde estaremos a cubierto del vendaval. Entre estas peñas enormes, que parecen dos formidables canónigos con sus sombreros de teja, he descabezado yo mis sueñecitos algunas noches que he dormido fuera de casa. Aquí podemos sentarnos, sobre esta limpia arena llena de caracolitos, y hablar todo lo que nos dé la gana.
Dime, Pío: ¿al fin se murió tu mujer?
¡Al fin!, sí, señor. Dos años hace ya que el infierno la quiso para sí.
¡Cuánto habrás padecido, pobre Coronado! De veras te digo que no hay en la sociedad vicio más desorganizador ni de peores consecuencias que la infidelidad conyugal; y cuando ese atroz delito trae el falseamiento de la ley del matrimonio y el fraude de la sucesión, no hay palabra bastante dura para anatematizarlo. Pues bien: aquí donde me ves, yo estoy en el mundo para combatir y anular las usurpaciones de estado civil, producidas por el desacuerdo entre la Ley y la Naturaleza. Nuestros legisladores no han tenido valor para abordar este problema. Yo lo tengo. He declarado la guerra a la impureza de los nombres, y a todas las ilegitimidades producidas por el infame adulterio.
Ya... ¿Y qué hace el señor Conde para...?
Por de pronto, descubrirla usurpación... sacarla a la vergüenza pública... ¿Te parece poco?
Pero no hablemos ahora de mis cuitas, sino de las tuyas. Tu mujer, según creo, te dejó un mediano surtido de hijas.
Seis...
Que son seis arpías, según se cuenta.
Llámelas usía demonios o fieras infernales, pues arpías es poco. No me tienen ningún respeto, ni viven nada más que para martirizarme.
¡Y lo aguantas! Tu bondad, pobre Coronado, raya en lo inverosímil, porque si no miente el vulgo... permíteme que te hable con una franqueza que resulta tan extremada como tu bondad... tus hijas... no son tus hijas...
Señor, por duro que sea declararlo, yo... En efecto, tan cierto como ésta es noche, esas hijas... no me pertenecen.
Y si de ello estás tan seguro, ¿cómo las tienes contigo?
Por ley de la costumbre, que es la gran encubridora de las perrerías que hace la bondad. Desde que nacieron las tengo a mi lado. Me quito el pan de la boca para dárselo a ellas... Las he visto crecer, crecer... Lo peor es que de niñas me querían, y yo... ¿para qué negarlo?... las he querido, casi las quiero, no lo puedo remediar...
No tengo vergüenza, ¿verdad, señor Conde? No soy digno de hablar con un caballero como usía.
Eres un desgraciado, y yo quiero que seamos amigos. Dime otra cosa: esas tarascas, ¿permanecen solteras?
Dos casaron con los primeros ladrones del pueblo. A una la abandonó el marido, y está otra vez en mi casa: empina el codo, y me dice las cosas más indecentes que se le pueden decir a un hombre. María y Rosario tienen por novios a dos perdidos: el uno barbero, el otro muy dado al matute. Esperanza es loca por los hombres, y se va tras ellos por las calles y caminos, sin reparar que sean soldados, amoladores o titiriteros, y Prudencia, la más chica, me ha salido un poquito bruja. Echa las cartas, cura por salutaciones... y roba todo lo que puede.
No conozco otro ser más dejado de la mano de Dios. Sobre tu bondad caen todas las maldiciones del Cielo. ¿Cómo en tantos años no has tenido un día, una hora de entereza de carácter, para echar de tu lado a esas hembras espúreas que te consumen la vida?
No me pida el señor Conde que tenga carácter, que es como pedir a estas peñas que den uvas y manzanas. Soy bueno; me reconozco el mejor de los hombres. En un punto está que uno sea un santo o un mandria. Mi mujer, que de Satanás goce, me dominaba; me hacía temblar con sólo mirarme. Yo hubiera tenido valor delante de una docena de tigres; delante de aquel monstruo no lo tenía. Tan grande como mi paciencia era su liviandad. Me traía los hijos; nacían en casa. Yo le decía verdades como puños; pero no me escuchaba. ¿Qué había de hacer yo con las pobres criaturas, ni qué culpa tenían ellas? ¡No las había de tirar en medio de la calle! Crecían, eran graciosas, se dejaban querer. El tiempo me alargaba la bondad, y yo era más bueno cada día... y me dejaba ir, me dejaba ir... Nunca tuve resolución... Mañana será otro día, decía yo, y, en efecto, señor, todos los días, en vez de ser otros, eran los mismos... El tiempo es muy malo, es como la bondad... Entre uno y otro hacen estas maldades que no tienen remedio.
Buen Pío, tu filosofía resulta dañina; tu bondad siembra de males toda la tierra.
Déjeme que siga contándole, para que acabe de despreciarme. Lo que sufro con esas culebronas a quienes llamo hijas no hay palabras para decirlo. Ellas me pegan, ellas me insultan, ellas me matan de hambre; ellas gozan con mis dolores, con mi vergüenza... ¡Qué malas, qué malas son! Cada una es un demonio, y juntas el Infierno. Y que no me vale huir de mi casa y abandonarlas, porque salen desaforadas a buscarme, y me cogen, y me llevan por fuerza, y me besuquean y hacen mil carantoñas. Tengo el corazón tan blando, que cuando veo llorar a alguien soy un río de lágrimas. Pues cuando alguna se pone mala, ¡si viera usía lo inquieto y apenado que estoy! Nada, que me falta tiempo para correr a casa del médico, a la botica...
Eres cosa perdida. Vas al abismo, buen Coronado.
Lo sé, señor Conde... Por eso pido a Dios que me lleve pronto al Cielo, porque allí, lo que es allí... supongo que podrá uno ser tierno de corazón y de voluntad sin perjudicarse... allí puede uno ser todo amor, sin que le descalabren, le pellizquen y le aporreen.
El Cielo, sí. Para ti no hay otro sitio. Aquél es tu mundo, y no debiste, no, Coronado, no debiste venir a éste.
¿Pero acaso yo me he traído?
Si no te has traído, puedes volverte cuando quieras. Ahora comprendo la razón y excelente lógica de tus propósitos de suicidio.
Me suicido porque soy un ángel, y nada tengo que hacer en este mundo.
Es verdad... Vete pronto al tuyo, al Cielo. Por hacerme compañía no te entretengas.
Si quisiera el señor Conde prestarme su pañuelo para sonarme, pues el mío me lo he puesto por la cabeza...
Hijo, sí; tómalo y suénate todo lo que quieras... Me parece que debemos continuar andando, porque nos enfriamos. Yo estoy aterido.
Como el señor Conde guste.
El viento afloja; ahora se descubre la luna.
Pues en este momento, mi buen Coronado, se me ocurre una idea que puede ser tu salvación. Tú te librarás de todo mal a que tu bondad te ha traído, y yo tendré el gusto de producir en ti el único bien que has disfrutado en tu vida.
¿Qué idea es esa, Sr. D. Rodrigo?
Pues muy sencillo. Tú no tienes valor para lanzarte de este mundo al otro. El valor que a ti te falta, a mí me sobra. Te agarro, te arrojo por el cantil, y al llegar abajo ya eres cadáver y se han acabado tus sufrimientos.
Es una idea excelente. Por mi parte, no me opongo... Al contrario... Lo único que temo es que la muerte no sea muy rápida...
¿Pero qué estás diciendo? Morirás en menos de cinco segundos. No, no encontrarás muerte mejor, ya emplees arma, veneno, o el ácido carbónico. Muerte instantánea, súbita entrada en la felicidad, en el Paraíso, de que nunca debiste salir. Si no me engaño, estamos en una parte del cantil que ni de encargo. Aquí la cortadura es vertical, la altura vertiginosa... Con que...
Sí, sí... Pero ahora caigo en otro inconveniente, y éste sí que es grave, gravísimo, señor Conde. Como alguien nos habrá visto venir hacia acá, fácil es que acusen a usía de mi muerte; y le metan en la cárcel... y causa criminal al canto, por homicidio, con nocturnidad, alevosía... No, no, señor Conde. ¡Cómo había yo de consentirlo!
Nadie nos ha visto, ni es lógico que sospechen de mí... Decídete: ya ves qué fácil, ahora... ¿Oyes la mar que brama, como pidiendo que le arrojen algo con que entretenerse?... Pero hay más, carísimo Pío: figúrate tú el chasco que se llevarán tus hijas cuando vean que ya no tienen a quién martirizar, que se les ha escapado la víctima... ¡ja, ja!... Se revolverán unas contra otras, y furiosas, tirándose de los pelos, se enzarzarán con uñas y dientes...
Sí, sí... y a ver quién les mantiene el pico... ¡Y que van a rabiar poco esas bribonas cuando yo me vaya! ¡Y con qué júbilo les diré yo desde allá: «Fastidiaos ahora, grandísimas puercas...!». Por supuesto, créame el Sr. D. Rodrigo, al recibir la noticia de que me ha tragado la mar, llorarán... porque, en medio de todo, me quieren... a su modo.
Y tú a ellas también. Remachas tu bondad con el tremendo deshonor de amarlas. Para poner fin a tanta ignominia es preciso...
Otro día, señor Conde, otro día... Esta noche me encuentro algo destemplado.
Como tú quieras.
No podemos, no podemos tomar esa determinación sin que yo escriba un papel en que diga que sucumbo de motu proprio.
Bien. No está de más hacer las cosas con la preparación y formalidad debidas.
Otra noche, después de disponerlo todo muy bien, nos reuniremos aquí.
Pues mira, ahora me alegro de que se quede la función para otra noche, porque así podrás darme algunas informaciones acerca de mis nietas... Dime: ¿en dónde estamos ya?
Cerca del Calvario, en el lindero del bosque.
Pues al pie de la cruz echaremos otra sentada... Me harás el favor de decirme...
Todo lo que el señor Conde quiera.
Muy bien estamos aquí... Hablemos de Nell y Dolly. Dime, ante todo: ¿tú te sientes con el saber, con la suficiencia necesaria para instruir a mis nietas? ¿Te reconoces verdadero maestro de lo que ellas ignoran?
Señor Conde, yo...
Nada, nada: deja a un lado el amor propio, y respóndeme. Olvídate de quién soy y de quién eres. Somos dos amigos.
Pues amigo Albrit, diré a usted... digo a usía que, tan cierto como ese astro es luna, yo no sé una palabra de nada. Sabía, sí, sabía mucho, aunque me esté mal el decirlo; pero las desgracias me han desconcertado horriblemente el magín. Mi memoria es un desván lleno de telarañas. Subo a él en busca de mi sabiduría, y sólo encuentro retazos deshechos, trastos inútiles... Y como soy hombre de conciencia, más de una vez le he dicho a D. Carmelo que busque otro preceptor para las niñas... Una sola ciencia, o arte más bien, conservo en mi caletre. Es lo único que me queda en esta dispersión tristísima de mis conocimientos.
¿Qué es?
Pues la Mitología. Todo lo he olvidado, menos el admirable y poético simbolismo de los griegos... Es raro, ¿verdad? ¿Y a qué debo atribuir que se agarre a mi entendimiento la dichosa Mitología? Pues lo atribuyo a que en ella todo es falso. En conciencia, señor Conde, yo declaro que no puedo enseñar a las niñas más que dos cosas: la reforma de letra, por Torío, y la fábula mitológica.
Ya no tendrás que enseñarles nada, bendito Coronado... Y ahora, vamos a mi asunto: tú que las has tratado íntimamente, tú que has vivido en contacto con sus inteligencias en capullo, con sus corazones virginales, dime: ¿cuál de las dos te parece más noble, más moralmente bella, más digna de ser amada?
No es tan fácil determinar...
Porque iguales no han de ser. En la Naturaleza no hay dos seres enteramente iguales.
Igualdad, en efecto, no hay. Los caracteres son distintos. Vaya usted a saber si salen al padre, a la madre, o a los abuelos...
Yo quiero que designes la mejor. Figúrate que una ley ineludible te obliga a tomar una y a sacrificar la otra.
Hazte cuenta de que no hay más remedio, de que no puedes evadir el dilema terrible.
¡Vaya un compromiso! Pues si la cosa es tan por la tremenda, si no hay más solución que escoger una...
Pues... con todas sus travesurillas, con toda su inquietud diablesca, y, si se quiere, desvergonzada, la preferida es Dolly.
¿Y en qué te fundas para tu preferencia?
No sé... Hay algo en Dolly que me parece superior a cuanto vemos en el mundo. O mucho me equivoco, señor de Albrit, o la engendraron los ángeles.
Mi Rafael era un ángel. Soy de tu opinión con respecto a Dolly, agudísimo Coronado. Veo que tu inteligencia sabe penetrar en la razón y fundamento de las cosas. Y me figuro que tu juicio se funda en observaciones...
Sí, señor... también. Cuando estuvo aquí toda la familia dos años ha, observé en el señor Conde de Laín la misma preferencia.
¿De veras?... ¿Qué me dices?
Cuando paseaban, que era las más de las tardes, Dolly iba colgadita del brazo de su papá.
¡Oh, Coronado ilustre, qué consuelo me das!
Y Nell del de su madre. D. Rafael idolatraba a Dolly.
¿Dices que hace dos años?
Y antes lo mismo. Después no volvió por aquí.
Pío, gran Pío, abrázame. La concordancia de tus ideas con las mías me llenan de júbilo.
El señor Conde es feliz. Sus nietas le adoran y le dan mil consuelos. Yo, en cambio, tengo el Infierno en mi casa.
Respira, hijo. Tus infortunios concluirán pronto, gracias a mí, y te hartarás de bienaventuranza, y tu bondad podrá explayarse, ser eficaz, y servir de ejemplo en el Cielo mismo.
Parece que está contento el señor Conde.
Sí... ¡Siento en mí una alegría...! Me río de pensar en la cara que pondrán Gregoria y Venancio cuando me vean entrar. Esta noche cenarás conmigo.
Bueno: así entraré más tarde en casa. Cuando llegue a las tantas, y cenado, será ella.
Te acompaño, ¿quieres?, y armados los dos con buenas estacas, daremos un recorrido a las bribonas de tus hijas.
Por Saturno, padre de los dioses, señor, que eso sería un lindo paso. Pero, ¡ay, cómo se vengarían después las muy perras!
¡Y ese bon vivant de Carmelo, y el Médico, que creen haberme dejado preso en los Jerónimos, figúrate la cara que pondrán...!
Sí, sí: estará bueno el sainete.
Vamos, vamos, que ya es hora de que nos riamos tú y yo, para desenmohecer nuestros espíritus, quitándonos las murrias de esta noche lúgubre... Bendito Coronado, padre general de los pelmazos, compendio de todos los males que acarrea la bondad, ya mereces la alegría... Vena a mi casa...
Escena XIII
Me parece mentira que estemos libres de ese estafermo insoportable.
¡Ay qué descanso! Ya vivimos otra vez en la gloria. Cenaremos tranquilos, y nos acostaremos dando gracias a Dios.
¿Y estáis bien seguros de que se conformará con el encierro?
Y si no se conforma, que llame a Cachán.
Dice D. Carmelo que se quedó dormidito en el coro. Pues como se desmande y quiera escabullirse, no faltará quien le sujete; que el Prior de Zaratán no es hombre de mieles como nosotros, y las gasta pesadas.
¡Jesús me valga!
Ha sonado la campana... Alguien entra...
Será José María...
¡Qué chasco, si fuera Albrit!...
Si me parece que he oído su voz diciendo: «¡Ah de casa!».
No puede ser...
¡Rayos y jinojos, él es!
Será un alma del otro mundo...
Se ha escapado el león...
Sí, aquí está la fiera... Soy yo, mis queridísimos Gregoria y Venancio; el propio Albrit, vuestro señor que fue, después vuestro huésped.
Y me acompaña mi buen amigo D. Pío Coronado, a quien veis en esa extraña facha porque el aire le privó de su sombrero.
Perdón les pido... Me retiraré si estorbo.
Aquí no estorba nadie...
Ya comprenderéis que no vengo a pediros nuevamente hospitalidad. Con vuestras groserías me arrojasteis de la Pardina. No veáis en mí al pobre importuno que, despedido cien veces, cien veces vuelve. No: no entro en vuestra casa; entro en la casa de mis nietas, a quienes necesito ver esta noche.
Señor... yo no he arrojado a usía... Es que se creyó que estaría mejor en los Jerónimos.
¡Al diablo tú y los Jerónimos!
La santa Virgen nos ampare.
Lo que quiere decir el señor Conde es que...
Lo que quiero decir es que necesito ver a mis nietas pronto. ¿Dónde están? ¿Por qué no han salido a recibirme?
Ha olvidado el señor que las convidó la señora del Alcalde.
Que vayan a buscarlas inmediatamente.
No, de ti no me fío... Tampoco tú eres de fiar... D. Pío, hágame el favor de traerme a Nell y Dolly.
Iré yo también, para que vea usía con qué solicitud ejecuto sus órdenes.
El señor querrá tomar algo.
Como no contábamos con usía, nada hay preparado.
Os lo agradezco. Cuando vengan mis nietas decidiré. Tú, Venancio, me harás el favor de ir a la Rectoral, y decir a Carmelo que deseo verle esta noche.
El señor cura estará cenando...
Eso no es cuenta tuya. Haz lo que te digo.
Bien, señor.
¿Y a mí qué me manda usía?
Que puedes irte a tus quehaceres. Deseo estar solo.
¡Por Dios, Venancio...!
¡Otra vez en mi casa...! Yo te juro que mañana no habrá en la Pardina más que un león... el de piedra, que está en el escudo.
Escena XIV
Sí, señora, que vayan al momento. Nos ha mandado a D. Pío y a mí con esta comisión. Al maestro le he dejado en el jardín como un palomino atontado. Esta y no otra es la razón de que vengamos a turbar el regocijo de su fiesta monocrástica.
Onomástica, Senén.
En Madrid lo decimos de varios modos. Decimos también fiesta morganática.
Bien, hombre, no riñamos por una palabra... Pero no acabo de creer que el león se haya escapado de la espléndida jaula de Zaratán. Cuando lo sepa José María, ¡bueno se pondrá! ¡Y D. Carmelo tan confiado en que el Prior se daría sus mañas para retenerle!
Me inclino a creer que no hay quien pueda con Albrit. Para su soberbia no se han inventado jaulas ni barrotes fuertes.
Te advierto que las chicas no saben nada de esta conspiración para enjaular a su abuelo.
Conviene que lo ignoren.
Es un dolor que ese viejo extravagante las llame en lo mejor de la fiesta. ¡Están tan divertidas las pobres! Lo que han gozado esta tarde no puedes figurártelo. Entra, y tomarás un dulce y una copa.
Está esto imposible... Pues sí: ahora se ve que a estas infelices niñas de Albrit les gusta la sociedad, y que para la sociedad han nacido. Da pena verlas hechas unos saltamontes, del bosque a la playa y de la playa al bosque, cuando su centro, su atmósfera, como quien dice, es la buena sociedad, el dar broma con decoro, y el divertirse lícitamente. Esta tarde lo hemos visto. ¡Virgen, lo que han picoteado con Manolo y Serafín, los de la confitería! Ellos son saladísimos, llenos de picardía, eso sí; pero elegantitos. Estudian en Madrid.
Les conozco.
Van a los estrenos, frecuentan las reuniones, saben de memoria todas las tonadillas del género chico, montan en bicicleta...
Son chicos muy simpáticos... Allá veo a Dolly de conversación tirada con el tontaina de Tomasín, el del Registrador. Como hay Dios, que le está tomando el pelo.
¿Esa? Es capaz de tomárselo al lucero del alba.
Procure usted, Doña Vicenta, echármelas para acá, y si no puede usted a las dos, cójame a la que pueda... que ya es tarde y el león debe de estar impaciente, sacudiendo las melenas.
Señorita Nell, aquí estoy.
¡Vaya un fastidio, Senén! ¡Qué poco nos dura el contento! ¿Por qué no nos deja el abuelito cenar aquí? ¿Se ha puesto malo?
Pues nos iremos. Espérate un poquito... A ver dónde está Dolly.
¡Es lástima que las señoritas no disfruten de la sociedad!... Pero, según mis informes autorizados, pronto se les acabará el aburrimiento y la sosería de este destierro de Jerusa.
«Según tus noticias», has dicho... Ah, Senén, tú has estado en Verola. ¿Hablaste con mamá?
Vine esta mañana de Verola. Los vientos que allí corren son que la señora Condesa, cuando regrese a Madrid, no dejará a sus hijas en esta villa provinciana.
Aquí no se cabe, señoritas y caballeros. Al jardín, a mi jardín, que para eso os lo he iluminado a la veneciana.
Dime pronto. ¿Te habló mamá? ¿Nos llevará consigo?
¿Pero es verdad, o suposiciones tuyas? ¿Vuelve mamá por aquí?
Seguramente. Dentro de unos días... Hay allí mucha grandeza, marqueses y duques.
¿Y eso qué...?
La señora no podrá... En fin, no sé. Eso depende...
Habla pronto; dime lo que sepas, o me voy.
No podré comunicar nada a la señorita si no tiene un poquitín de paciencia.
Mejor hablamos aquí. Ya ve la señorita que nos hemos quedado solos.
Bueno: pues aquí me estoy.
Por esta noche, me limito a consignar... y esta es noticia adquirida en los centros oficiales... que la señora Condesa ha decidido presentar a sus niñas en sociedad.
Tú me engañas, Senén maldito. ¡Oh! Pues si eso fuera verdad, y acertaras... vamos, te regalaría yo muy pronto un alfiler de corbata mejor que ese que llevas... ¿Hablas en broma?
Hablo con toda la seriedad propia de mi carácter. Y si la señorita me promete guardar secreto, le diré otra cosa. Pero ha de asegurarme que esto no saldrá de entre los dos. ¿Palabra?
Palabra... y el alfiler si resulta que no me engañas.
Maldito, habla de una vez... Vamos, no sé qué te haría.
Queda entre los dos... No fastidiar... Pues... quieren casar a la señorita...
¡A mí!
A usted... con el primogénito de los Duques de Utrech... Ya sabe: Paquito Utrech, Marqués de Breda... lleva ese título hace seis meses. ¡Vaya un partido! ¡Rico él, elegante él, guapo él!...
¡Vaya unos embustes que te traes! Quita allá... ¿tú crees que yo soy tonta?... No me digas esas cosas si no quieres que te...
¡Nell, Nell!
Aquí estamos... Voy.
Hija, no sé dónde se ha metido tu hermana. Hace un momento estaba aquí...
¡Dolly!
Vámonos pronto.
Se habrá ido con él.
Sin duda. En la Pardina la encontraremos.
Escena XV
Ya vienen.
¡Abuelito de mi alma... aquí, tan solito, y nosotras de fiesta!
Alma mía, paréceme que hace un siglo que no te veo.
En cuanto le dije que usía la llamaba, le faltó tiempo para echar a correr.
¡Hija querida!
Ni siquiera se despidió de Doña Vicenta. Me ha traído ¡ay!, como si viniéramos a apagar un fuego.
¿Y Nell?
Por no detenerme no me cuidé de buscarla entre el tumulto.
Ya me parece que llega.
Albrit... ¿qué ocurre? ¿Qué le pasa al primer caballero de España, mi ilustre abuelo?
Chiquilla, desde que no nos vemos has estudiado más de lo que creí... has adelantado prodigiosamente en la ciencia del mundo.
¿Has paseado mucho...?
Demasiado... ¡Pobrecito! ¡Cómo habíamos de permitir tal infamia si la hubiéramos sabido!
¿Pues qué ocurre?
D. Carmelo te lo dirá.
Niñas mías, podéis creer que al llevarle a Zaratán nos guiaba el deseo de aposentarle dignamente. Creía y sigo creyendo...
No te apures, Carmelo, por sincerarte. Estas tontuelas no están bien enteradas. Todo se reduce a que me llevasteis a dar un paseo en coche, y yo tuve la humorada de volverme a pie en compañía del buen Coronado.
Me lo temía, sí... me lo temía. El señor Conde se nos ha vuelto un chiquillo...
Y desconoce el grandísimo bien que hemos querido hacerle.
¡Vamos, que fugarse del Monasterio! No he visto otra... ¡Desmentir así su respetabilidad!
Amigo Monedero, no es lo mismo hacer fideos que encerrar leones.
En una y otra cosa, Sr. de Albrit, me tengo por hombre que sabe su obligación.
No la sabe muy bien cuando tan mal le ha salido esta tentativa.
Permítame, señor Alcalde...
Digo y repito que sé mi obligación, y que no necesito que nadie me enseñe a sujetar a los que no deben estar sueltos.
No te conozco... No puedo ver en esas arrogancias al buen Pepe Monedero, servidor que fue de mi casa, cuando aquí, siguiendo las tradiciones de mi santa madre, consagrábamos parte de nuestra hacienda al socorro de los desvalidos.
Pues si usted me desconoce, le diré...
No te empeñes en ello. No te conozco. Sobre que no veo bien, la ingratitud desfigura los rostros...
No sea usted ingrato, D. José María.
Haga usted entender a su señor abuelo que soy el Alcalde de Jerusa.
Pues al Alcalde de Jerusa, y al Cura de Jerusa, y a todos los alcaldes y a todos los curas habidos y por haber en el mundo, les digo yo que es una oficiosidad inicua lo que han querido hacer con mi abuelo...
¿Pero tú...?
¡Esta mocosa...! Usted...
Sí, señor, yo... yo misma. Han faltado al respeto que merece el noble desvalido, el anciano, el padre de Jerusa, el que no debiera entrar en estos valles y en este pueblo sin que antes las piedras se levantaran para bendecirle, y hasta los árboles se arrodillaran para adorarle... ¿Por qué queréis privarle de libertad? No padece más locura que el cariño que nos tiene; y si los que se han criado a su sombra le menosprecian o le ultrajan, aquí estamos nosotras, sus nietas, para enseñar a todo el mundo la veneración que se le debe.
¡Señor, Señor, ella es... es la mía...! Su noble fiereza lo declara...
Esta, esta... la mía.
Cálmate, hija mía: tratábamos de mejorar su situación...
¡Vaya un geniecillo!
Abuelito querido, sosiégate. Creyeron que en Zaratán tendrías mejor albergue que aquí... Y no me parece mala idea, francamente, porque si nosotras nos vamos con mamá...
Sí: tú, tú puedes marchar cuando quieras.
Se acabó la cuestión... Ahora descansas... Antes se te dispondrá la cena. Dolly, démosle de cenar.
Podría venir a mi casa...
¡Pero si está en la nuestra!
Dígolo porque... Bien sabéis que las desavenencias de estos días han creado cierta incompatibilidad entre el señor Conde y Venancio...
¡Incompatibilidad! Estamos en nuestra casa.
Perdone la señorita. Las señoritas, lo mismo que el señor Conde, están en mi casa.
Es verdad; pero...
¿Qué dices...?
Digo que, a pesar de todo, por esta noche le alojaremos y le serviremos.
¿Cómo se entiende? Por esta noche! Por esta y por todas las noches del mundo, mientras nosotras estemos aquí. La casa es tuya, es verdad; pero somos tus amas nosotras, mi hermana y yo: somos tus amas, ¿lo entiendes bien? A excepción de esta huerta, las tierras que cultivas y que tienes en arrendamiento casi de balde, o en administración, nuestras son, nuestras. Somos las herederas de la casa de Laín, y tú, Venancio, y tú, Gregoria, servís a mi abuelo, no por caridad, que caridad está visto que no tenéis, sino porque yo os lo mando, ¿lo entendéis bien?, yo os lo mando...
La que manda... es...
La señora Condesa.
Silencio. A disponer la cena...
Tú a la cocina... de cabeza... El Conde de Albrit vive con sus nietas. No nos tenéis de limosna... Cenará aquí, cenaremos los tres aquí,
en esta mesa. Dormirá en su aposento, que para eso se lo arreglé yo misma esta tarde. Y si no queréis ir a la cocina, iré yo... Y si habéis descompuesto la alcoba, irá Nell a arreglarla... Pronto, vivo...
A poner la mesa... Señores, se les convida.
Gracias.
Pero, chiquilla, tú...
Yo... Me basto y me sobro. Nieta soy de mi abuelo.
¡Sí, sí!... ¡Sangre mía, corazón de Albrit!
Jornada V
Escena I
¿Qué tal, señor Conde? ¿Ha pasado usted mala noche?
Malísima... Insomnio, ideas lúgubres, ideas de exterminio; cosa nueva en mí, pues aunque de genio impetuoso y autoritario, nunca hice mal a nadie. Al contrario, mi ruina proviene del...
Ya lo sé: del altruismo desordenado, de no saber contenerse en la generosidad y protección a todo bicho viviente.
He cultivado la ingratitud. En el jardín de mi vida, las rosas que planté se me han convertido en zarzales, y entre ellos... no faltan culebras.
Tenemos que enfrenar los nervios, y, sobre todo, cerrar la llave, el grifo de la ideación, demasiado afluente.
Facilillo es eso... ¡Tasarle a uno las ideas o medírselas con cuenta-gotas!
Todo depende de que usted trate de contener su vida cerebral en los límites de lo presente, de lo práctico, y, si se quiere, de lo prosaico. ¿Me explico?
Sí, hijo, sí. Entiendes por poesía la idea exaltada del honor, de la justicia. Es un rodeo parabólico para evitar el empleo de la palabra locura.
¡Y queríais curarme con la prosa de Zaratán!
No se hable más de eso. Considérelo usted como una broma. Y si me apura, le diré que nos equivocamos... en el procedimiento, se entiende...
¡Sí... la libertad, la preciosa libertad!... Estamos conformes... Ahora explíqueme por qué le encuentro hoy más desanimado y caviloso que otros días.
¿Pero estás en Belén? ¿Ignoras que Lucrecia ha vuelto de Verola... y que viene de mal talante, y con la malvada intención de llevarse a las niñas?
En su buen juicio, no desconocerá usted que las señoritas necesitan otro ambiente, otra sociedad...
¡Privarme del único consuelo de mi vida! No, no lo consiento, no puedo consentirlo.
Me opongo, me opondré resueltamente, y por cualquier medio, al inicuo monopolio que esa perversa quiere hacer del cariño filial.
Sosiéguese... Ya trataremos de arreglarlo.
Sí, sí... ¡Buenos arregladores sois vosotros! ¡Qué amigos me han salido en esta tierra, donde creí haber arrojado a manos llenas simiente de bendiciones!... ¡Pero qué remedio!... No puedo hacer que las piedras se vuelvan amigos.
¿Qué... qué dice? ¡Ya nos está poniendo de hoja de perejil!
¿Qué ocurre por aquí? Me dicen que el señor Conde desea verme...
Sí, Carmelo... Caigo, me hundo, y en mi desolación me agarro a lo único que encuentro: a las piedras, a vosotros.
Comprendido: se agarra a lo firme, a lo que seguramente le sostendrá.
No sois buenos, no...
Pero no está el tiempo para disputas, Carmelo. No eres bueno, pero te necesito.
Quiere decir que soy un mal necesario.
Dos palabras: te perdono lo de Zaratán, y a ti también, Angulo. Olvido la pasada broma, a condición...
A condición de que hagamos comprender a la Condesa que es una triste gracia arramblar con las niñas.
Es inicuo, cruel...
Pero como a Lucrecia no le faltan motivos razonables para presentar a sus hijas en sociedad, a las manifestaciones que le hagamos en el sentido que pretende nuestro arrogante león de Albrit, contestará mandándonos a paseo. La cosa es tan lógica, tan sencilla, tan racional...
Vete a verla, Carmelo; vete allá...
¡Si de allá vengo! Pero no ha querido recibirme. Ni las moscas pasan a verla. Según me ha contado Vicenta, viene la condesa de Laín en un estado moral lastimoso. Algo ha ocurrido en Verola que la contraría, que la aflige profundamente. ¿Qué ha sido? Lo ignoramos. Dicen que está abatidísima, los ojos encendidos de tanto llorar, y la pena que agobia su alma la desahoga con los pobres pañuelos, haciéndolos trizas con los dientes.
¿Y qué creéis vosotros? ¿Ese estado de su ánimo será favorable o adverso a lo que yo pretendo?
Antes de responder, sepamos la causa de ese duelo.
Sea lo que quiera, tú, pastor Curiambro, vuelves allá. Le dices que vas de parte mía...
¿De parte del león?... Razón más para que me dé con la puerta en los hocicos.
No lo creas. Vas como representante de Albrit, para proponerle una transacción o componenda.
Ya me figuro. Puesto que se disputan las dos niñas... a dividir. Es un juicio harto más fácil que el de Salomón.
Partes iguales. No está mal pensado.
Ni puede concebirse solución más práctica y elemental. Una para ella, otra para mí... Pero es condición precisa que yo escoja la mía.
Sí, sí. Con proponérselo nada perdemos. Falta que se ponga al habla, y que yo pueda hoy dedicar mi tiempo a estos negocios. Señor Conde, esta noche predico.
Ya tendrás tu sermón bien guisado... Preséntate a Lucrecia... pero pronto... No te descuides.
Escena II
Aquí me tienen otra vez.
¿Y tu mamá, está mejor?
Un poquito más sosegada.
Como no podemos atender a las dos casas a un tiempo, hemos determinado partirnos.
¿Os partís?... De eso hablábamos, hija mía.
Allá se queda Nell con mamá, y yo me vengo a la Pardina para cuidarte a ti.
¿Lo veis? Su grande inteligencia, sin ninguna sugestión de mi parte, percibe y pone en ejecución la componenda lógica.
Yo dudo que...
¿Dudas?... Oh, Carmelo, no me quites la esperanza, no aumentes mi congoja. ¿Te ríes?
Sr. D. Rodrigo de mi alma, ni he dicho nada, ni me he reído, ni haré más que cumplir fielmente sus órdenes. Vuelvo allá.
No, no vayas; aguarda... Sí, sí, vete y dile...
¿En qué quedamos?
En que vas. Pero te limitas a anunciarle que yo la visitaré hoy mismo para tratar con ella de un asunto de familia. Cosas tan delicadas no puedo fiarlas a nadie. Tete à tete la pantera y el león, yo propondré...
Y puede que la convenza, sí, señor... Hay panteras razonables.
Luego volveré. Supongo que seguirá usted en la Pardina.
De ningún modo. No me faltará hospitalidad en cualquiera de las casas de labor, o de las cabañas que fueron mías. En Forbes, en Polán y Rocamor, todos mis antiguos colonos están deseando que el viejo Albrit llegue a su puerta, pidiéndoles un pedazo de pan y un albergue humilde. Verdad que en ninguna de estas casas hallaré las comodidades de la Pardina. Pero no me importa; prefiero guarecerme en la última choza de pastores a soportar aquí la estolidez egoísta de estos ingratos. A otra parte con mis huesos. Iré de puerta en puerta, con la esperanza de encontrar un corazón noble, un alma cristiana...
Bueno; pues... ya vendré con la respuesta.
Aquí te aguardo.
Hasta luego.
Al fin, nuestra pobre fiera apencará con Zaratán.
¡Sí es lo mejor!
¡Lo único, señor, lo único!
Abuelito, tengo que decirte una cosa. Que te quiero mucho, mucho.
¡Corazón grande!
Y vas a saber otra cosa.
¿Es también secreta?
Sí, muy reservada... Que no se entere nadie. Quiero seguir tu suerte. Si pasas trabajos, yo también... Si vas de puerta en puerta, como dices, también yo... Yo contigo, siempre contigo.
¡Señor, qué alegría!... ¡Compensación hermosa de mis infortunios! Todo lo que padecí, quebrantos de fortuna, humillaciones, pérdida de seres queridos, se contrapesa con este inmenso galardón de tu cariño, que Dios me da sin yo merecerlo...
¿Pues qué merezco yo, que nada soy, que nada valgo ya?... Dios da la bienaventuranza en esta vida, ya lo veo... a mí me la da. No necesita uno morirse, no, para entrar en el Cielo...
En la prosperidad o en la desgracia, abuelito, tu Dolly no te abandonará.
Y yo, por el nombre de Albrit, por los gloriosos emblemas de mi casa, por todos y cada uno de los varones insignes y de las santas mujeres que de ella salieron, asombro y orgullo de las generaciones; por la conciencia del honor y de la verdad que Dios puso en mi alma, por Dios mismo, juro que antes me harán pedazos que arrancar de mi lado a la que es luz, consuelo y gloria de mi vida.
Escena III
Aquí otra vez; mas ahora no vengo por mi cuenta. Mensajero soy, amigo...
Ya, ya... alguna nueva leonada.
¿Pero qué quiere ese hombre?
Ya me va cargando a mí ese fantasmón, que, después de todo, no es más que un desagradecido, pues bien podía mirar que, enchiquerándole en Zaratán, le dábamos más de lo que merece la polilla de sus pergaminos... Agradezca que da con un hombre de mi pasta...
Amigo mío, hay que respetar las grandezas caídas.
Pues digo... ¡los moños que se puso anoche, María Santísima!...
Hijo, como no somos aristócratas...
Y hay más. Bien sabía el vejete que ayer celebrábamos tu fiesta monástica...
Onomástica.
Y ni un recado de atención, ni una fineza... Pues digo, la niña segunda, esa Dolly, ha heredado el tupé y la caballería andante o cargante de todos los Albrites y Laínes del obscurantismo. ¿Pues no se me subió a las barbas la muy mocosa? ¡Si la hubieras oído, Vicenta!... Y todo ello cuando acabábamos de atracarla de dulces y de atenciones, aquí, en tu fiesta numismática.
Ono... mástica.
Lo mismo da... Sacan ahora unas palabras que le vuelven a uno loco... Acabaremos por tener que hablar por señas.
Lo de anoche, mi querido Monedero, ha perdido su interés con la vuelta repentina de la Condesa en ese estado de tribulación que ustedes me pintaron esta mañana.
Lo que yo digo a ésta: menudo jollín habrán armado en Verola los duques y marqueses...
¿Y no se espontanea con usted, no le cuenta...?
Ni una palabra.
Este tunante de Senén debe de saber algo. Pero ahora, desde que ha dado en tener bouquet, como el vino de Burdeos, se nos ha vuelto tan reservadillo, que ni con saca-corchos se le destapa la boca.
Tú, funcionario, ven acá... o te voy a poner en mi jardín de estatua de la Hacienda pública esperando un ministro.
Desde las ocho de la mañana le tiene usted ahí, esperando audiencia de la que fue su ama.
Ya he dicho que no sé nada.
No negarás que estuviste en Verola.
¿Qué personas de viso había en el castillo de Donesteve?
Anda, anda... ¿quién las puede contar?
¿A que no faltaba el Marqués de Pescara?
Llegó el lunes, y con él los duques de Utrech y sus hijos, y el martes otros, y otros...
¿Viste a la Condesa?
Sí, señor... Cuatro minutos nada más.
¿Qué cara tenía?
La de siempre: la bonita.
Pues si no nos das más noticias debemos decirte que nos devuelvas el dinero.
Este es muy cuco y no se compromete.
Aquí viene Consuelito, y en la cara le conozco que no ha perdido el tiempo. Trae comidilla.
Con tal que no sea fiambre...
Escena IV
Ya estoy de vuelta, y con las alforjas bien repletas.
¿La de la espalda?
Las dos... Sois unos mandrias, que aguantáis, sin rascaros la comezón de la curiosidad. Yo no puedo: o averiguo lo que no sé, o reviento.
¿Sabes algo, maestra?
¿Cómo algo?
Y algos.
No me ofendáis suponiendo que sé las cosas a medias. No: Consuelo Briján, o las ignora por entero, o las sabe de cabo a rabo; y todo, todito lo que pasó ayer en Verola lo conoce ya... y vosotros... ni palabra... y estáis rabiando porque yo os lo cuente: de donde resulta que sois tan curiosones como yo; pero hipócritas al propio tiempo, porque os regaláis con la fruta que buscan los que llamáis chismosos... ¡Ay, dejadme que me siente!... estoy cansadísima... he venido volando para contaros... No, no: punto en boca. Ahora me vengo de los hipocritones, negándome a darles la golosina...
No, no: no digo nada. Sois más fisgones que yo, y más ávidos del escándalo ajeno que yo... Mira, mira los ojos chispos del Alcaldillo... Y el curita... cómo se relame esperando el dulce... Pues me callo... Soy muy discreta... No me gusta meterme en vidas ajenas.
Es pecado; es falta de caridad, de delicadeza... Cada cual se las arregle para buscar la comidilla, que a mí mi trabajito me ha costado sacarla de las entrañas de la tierra. ¡Ahora se fastidian, se fastidian!
Vaya, no marees, y dinos lo que sepas.
¿Pero cómo puede usted saber...? ¿Acaso tiene espías en Verola?
Los tiene en todas partes. Son corresponsales que le escriben, y hasta le ponen telegramas.
Espías, no; pero tengo mi representación en Verola. ¿Cómo no, habiendo allí tanta gente gorda de la que da que hablar, y estando además Lucrecia, que por sí se basta y se sobra para dar materia a setenta corresponsales?
Pues suelta la sin hueso. Abre la espita. ¿Qué ha ocurrido?
Una bronca fenomenal. Lucrecia ha reñido con el Marqués de Pescara, el cual, en una entrevista que tuvieron en la estufa, debió de insultarla... ¡Cosas tremendas, señores, que ponen los pelos de punta! ¡Qué tal habrá sido la gresca, que de ella resultó desafío...!
Dios nos asista.
La conducta del de Pescara no le pareció bien al Duquesito de Malinas... Que si esto, que si lo otro, que patatín y que patatán. Salieron desafiados para la frontera, donde a estas horas se habrán disparado el uno al otro la mar de tiros.
Pero la causa, el por qué de toda esa zaragata...
Vete a saber. Probablemente celos...
Algún motivo daría Lucrecia para que el Marqués echara los pies por alto.
No habrá sido la Condesa quien ha dado el motivo, sino el Marqués, que hace tiempo venía faltando...
¡Ah!, tunante; luego tú sabes... Permítame la señora Doña Consuelo Briján que ponga en cuarentena todo ese folletín de La Correspondencia que acá nos trae...
Mis informaciones, Sr. D. Carmelo, son siempre competentemente autorizadas, y proceden...
De chismes de lacayos o marmitones.
Eso no: el corresponsal de mi prima en Verola es un punto que sabe su obligación.
Tadea, la planchadora de los Donesteve.
Y que no se descuida. Larga unas cartas de seis pliegos, llenos de garabatos, que parecen una alambrera. Ésta sola los entiende.
Y que no se le escapa nada. Antes de la gresca, los Donesteve y Lucrecia habían concertado casar a Nell con el marquesito de Breda, primogénito de Utrech.
Buena boda. ¿Y a Dolly?
Seguían los tratos para apalabrarla con el hijo segundo.
Eso se llama barrer para adentro.
¿Y qué más?
La noticia gorda, la bomba final... ¡Ah!, esa no te la digo si no me la pagas en lo mucho que vale.
¿Qué quieres por ella?
Me has de dar el tarro de dulce de coco con batata que recibiste ayer de la confitería. Ya sabes que me muero por el coco.
Golosa había de ser.
Está bueno. ¡Que le den el dulce por las mentiras!
Pues si no me lo dan, no hay caso. No suelto una palabra.
Hija, no: lo que es el coco, no lo catas...
Pues no cataréis vosotros la miel que tanto os gusta... ¿Ves, ves al curita cómo se relame?...
Vicenta, dele usted el tarro, ¡por San Blas!, porque si no se lo dan, no habla; y si no habla, revienta.
Bueno; le cederé la mitad.
Anda, cicatera... Pues la noticia es que a Lucrecia le dieron como unos siete ataques espasmódicos seguiditos.
Bah, bah...
Espérate... Y se tiró de los pelos, y se abofeteó a sí misma, diciéndose por su propia boca muchas más abominaciones que han dicho de ella las bocas de los demás.
Principio de arrepentimiento.
Como que reconocía que por haber sido ella tan alegre de cascos pasan estas trifulcas. Y consternada, medrosa del Infierno, volvió los ojos a la verdad, y... vamos, que se le ocurrió confesarse.
Pásele usted recado, Vicenta. Dígale que estoy a sus órdenes.
Tarde piache. Desde Verola mandó un propio a Zaratán.
Sí, hombre... Hace dos años, se confesó también con Maroto. Por cierto que dijimos: «Ya no volverá a las andadas». Pero al poco tiempo... ¡trómpolis! Lo que hacen estas: vaciar de pecados viejos la conciencia, para hacer hueco, y poder ir estibando los pecados nuevos.
Pero entendámonos: ¿mandó aviso a Maroto anunciándole que ella iría a Zaratán, o le suplicaba que fuese él a Verola?
La carta no lo puntualiza. Está escrito en una postdata, momentos antes de salir el peatón.
Bueno; y después de todo, ¿qué nos importa? La especie de la confesión apenas vale un cuarto kilo de dulce.
Sí vale, sí... En fin, Vicenta, hágame el favor de decir a la Condesa...
Al momento voy.
¿Quién entra?
¡D. José, D. José!...
¿Quién es?
El Prior de Zaratán.
Que pase a la sala... ¡Y me coge en zapatillas!...
Yo le recibiré.
Yo espero que después de la confesión recibirá a los amigos.
¡Y si no los recibe, qué le hemos de hacer...! Yo predico esta noche. Comenzamos la novena de la Esperanza, y entre repasar el sermón y vestir un poquito la iglesia, se me va el día... Me parece que no podré volver.
¿Y las niñas?
Nell estaba con su mamá... ¿Pero no sabes?... Dolly se ha vuelto a la Pardina, sin decirnos nada. La Condesa me encarga que la mande venir inmediatamente. Quiere que las dos estén a su lado.
Lo que digo: es loca esa chicuela. Anda, Senén; vete a la Pardina y te la traes. Dile que lo manda su mamá, y que también lo mando yo, el Presidente del Ayuntamiento. Ya le bajaremos los humos a esa leoncita...
Escena V
Ya me figuro, señor Conde de Albrit, a qué debo el honor de verle en mi casa.
Deseo hablar con Lucrecia. Y no sé con qué palabras solicitar de usted la benevolencia que necesito por esta libertad, por esta osadía de mal gusto con que llego a su casa.
¡Oh, señor Conde...!
Es que su esposo de usted y yo no hacemos buenas migas. Anoche hemos cruzado algunas palabras un tanto mordaces... Si el Sr. Monedero me arroja de su casa lo llevaré con paciencia...
Ya no me importa. En el conflicto en que me veo, la dignidad, ¿qué digo dignidad?, la vergüenza, no significa nada para mí. Voy derecho a mi objeto con cara insensible, y mi objeto es...
Ver a Lucrecia, sí.
Y me atrevo a rogar a usted que haga comprender a su amiga que sólo me mueve a molestarla la necesidad imprescindible de tratar con ella, sin recriminaciones, un grave asunto de familia.
Yo se lo diré. No dude usted que hablaré a mi amiga con vivo interés.
Gracias, millones de gracias, señora mía. Carmelo quedó en proporcionarme la entrevista; mas sin duda sus ocupaciones se lo han impedido. Cansado de esperarle, deshecho, ardiendo en impaciencia, no he podido refrenar mi temperamento ejecutivo, y arrostrando el disgusto del señor Alcalde, aquí me tiene usted...
Abrigo la esperanza de ser afortunada en la misión que usted me confía. Pero no puedo evitar al señor Conde la molestia de esperar un ratito, porque Lucrecia, que ha venido malísima, en un estado nervioso imposible, ¡ay qué pena!, ha podido al fin conciliar el sueño. La verdad, no me atrevo a despertarla.
Aguardaré todo lo que usted quiera: tres días con sus noches, si fuese preciso. Para mí no es molestia esperar. Si para usted no lo es tener a este pobre viejo en su casa, aquí me estoy, sentadito, hasta que mi ilustre nuera se digne mejorar de sus nervios, y acuerde recibirme.
Abuelito, hasta ahora no me habían dicho que estabas aquí.
Hija mía, vengo a ver a tu mamá.
¡Oh, cuánto sufre la pobre! Yo te ruego que no hables con ella más que un ratito. Y si pudieras dejar la conversación para mañana, mejor.
Mañana... ¡ah!, estoy muy viejo. Los viejos no pueden esperar tanto.
Lo he dicho pensando que sería lo mismo para ti.
Porque mañana no estará mamá en disposición de que nos marchemos.
¿Tienes prisa?
Ninguna. Lo que tengo es una penita de dejarte... ¡qué pena! Pero yo te aseguro, te doy mi palabra, ¿me crees?... de que siempre que podamos vendremos a verte.
¡Ojos que te vieron ir...!
En buena lógica, debemos suponer, y aun afirmar, que vendrán.
¡Ah! Cuando os encontréis en ese mundo que ha de aprisionaros con sus mil atractivos y seducciones, no os acordaréis del viejo Albrit, a quien dejáis en Jerusa aposentado de limosna.
Papaíto de mi alma, no digas que te olvidamos, porque me enfadaré contigo. Ni yo ni Dolly podemos olvidarte. Las dos te queremos lo mismo. Te escribiremos cartitas, y tú a nosotras también, pidiéndonos lo que te haga falta. ¿Qué quieres, qué deseas?
Por el momento, que despierte tu mamá.
¡Si está despierta! Apenas ha dormido veinte minutos.
Pues voy allá, oficiando de introductora de embajadores.
Sí, señora, vaya usted... Se lo agradeceré toda mi vida.
Desde esta mañana, tenemos aquí a ese cataplasma de Senén con la pretensión de que mamá le reciba.
Por lo visto, hay cola. Senén y yo nos encontramos en igual situación de solicitantes de audiencia; pero como yo estoy en desgracia, pobre viejo que soy, y regañón insoportable, verás cómo tu madre atiende a ese lacayo antes que a mí. Tu abuelo será el último, lo verás... No me importa, no. Ya dijo nuestro Señor: «Los últimos serán los primeros». Seamos humildes, aunque, la verdad, se necesita gran violencia y abnegación grande para ponerse en fila detrás de Senén.
¿No te lo dije?
No: si es porque se vaya de una vez, y quitarnos de encima esa mosca.
Bueno. Vaya delante la mosca. Luego pasará el moscardón...
Ya sube ese hombre. Dios le dé lo que no tiene: la santa concisión.
Escena VI
Pasa y cierra... Pero no te acerques. Quédate ahí. Traerás, como siempre, tus endiablados perfumes.
Dispense la señora... He puesto mi ropa al aire...
No te aproximes... ¿Qué quieres? Dímelo pronto. Ya ves qué mala estoy.
Ya debe suponer la señora que vengo a...
Aquello no ha podido ser.
Ya lo sé. Han nombrado a otro. Por eso digo que vengo a quejarme.
¡A quejarte! ¿De qué? Pues eso me faltaba. ¿Crees que tengo yo en mi mano los destinos, las fianzas, y todo eso que ambicionas?
La señora no ha conseguido la fianza, que era lo principal, porque no ha querido. Teniendo la fianza, la plaza es lo de menos. Ya tenemos otra vacante de agente ejecutivo.
¿Y cómo había de conseguir yo la fianza?
Ya, ya sé que al señorito Ricardo no podía pedírsela... No se enfade la señora: yo me pongo en lo razonable... A D. Ricardo no era posible... Pero con que la señora hubiera dicho al Duque de Utrech: «Señor Duque, quiero...».
¿Pero de dónde sales tú? En ese mundo de tu ambición ridícula se pierde, por lo visto, toda noción de la realidad. Está bien: yo no tengo más que hacer que importunar a todos mis amigos, pidiendo fianzas para este gaznápiro.
Sí, ya sé... la señora no puede... ¡Qué le hemos de hacer! Es difícil... y además, ¿quién soy yo para que la señora se moleste por mí? No, no lo pretendo. Los servicios que he prestado a la Condesa de Laín, mi lealtad a toda prueba, ¿qué valen?
Tus servicios bien pagados están. Ea, me canso ya de contemplaciones. Senén, no te debo nada.
Bueno... sea como la señora dice. Yo me callo. Eso he hecho yo toda mi vida, callarme; y de tanto callar, me veo tan atrasado en mi carrera... de tanto callar, sí, señora; y si quieren que lo pruebe, lo pruebo.
Tu silencio me importa ya tan poco, que no doy nada por él... No me tiene cuenta.
Eso quiere decir que la señora en nada estima mi fidelidad, esta fidelidad de perro, que no tiene igual... y lo pruebo.
Lo que estás probando tú es mi paciencia.
No molesto más. Aunque la señora me da este pago, yo no le haré ningún perjuicio. Pero, en justicia, bien podría desquitarme. Como soy tan caballero, me he perjudicado por guardarle la consecuencia, por poner arrimos a su decoro, por custodiarle los secretos, por tapar la boca de todos los que hablaban de ella... lo que la señora no debiera oír...
Vamos, que ni por su madre haría ningún hombre lo que yo he hecho. De suerte que si la señora dice que no le importa...
No me importa. Vete pronto.
Pues bien puedo jurar que a mí me importa menos.
Bastante tiempo he sufrido a este animalucho siniestro, con sus garras clavadas en mí. Ya no más. Si no sales pronto, llamaré para que te arrojen a escobazos.
No alborote, no alborote, que es peor.
¿Cómo que es peor? ¡Trasto, si no te vas...!
Si no digo nada; si yo... si es que...
Por favor, arrójenme de aquí a este hombre, y a su paso vayan echando ácido fénico.
¡Eh... tú...!
Ácido fénico... Por donde ella vaya... hace más falta... y lo pruebo.
Escena VII
Hija, si llego yo a sospechar esto, cualquier día le dejo pasar.
No; si es mejor así. Se me ha resuelto un absceso; me he sacado una muela, que me dolía horriblemente.
Pues digo, lo que le espera a usted ahora, mi querida Lucrecia.
¡Ah!, el león... Hija mía, no he podido evitarlo... ¿Qué había de decirle?
Pues muy claro: que llamara a otra puerta. ¡Ah!, si soy yo quien le recibe...
¿Queréis que os diga la verdad? Pues mi ilustre suegro, que me inspiraba un pavor horrible, ya no... Es raro... Vamos, que ya no le temo.
Mamita, por más que le digo al abuelo que mañana, insiste en que ha de verte hoy.
Hoy, sí...
¿Le digo que...?
Ve tú, hija, y suéltame al león.
Nos pondremos todos en guardia detrás de esa puerta, ¡trómpolis!, y en cuanto oigamos el menor rugido...
No es necesario... ¿No me ven tan tranquila? Me siento ahora muy bien, despejada, casi alegre, y con ganas de ver a mi papá político, y de pasarle la mano por la melena... Es que mi espíritu se ha refrescado, soy otra... aire nuevo en mí.
El león sube. ¡Pobre viejo!... Ya, ya está aquí... Ya llega... Déjenme sola con él.
Por aquí.
Escena VIII
Siento infinito molestar a una persona que, según me dicen, no está bien de salud.
Me siento mejor. Tome usted asiento.
¿Y usted en pie?
Como por encanto se me ha quitado la pereza. Ya sabe usted que estos arrechuchos nerviosos... la epidemia de las señoras... de improviso nos acometen y de improviso también se nos pasan.
Lo celebro mucho.
Enfermamos como heridas del rayo, y basta una vibración del aire para ponernos buenas. De la espantosa crisis sólo me queda cierta alegría interna, y un deseo ardientísimo, irresistible...
¿Qué...?
El deseo de besarle a usted la mano...
y de pedirle perdón por las injurias que aquel día triste le dirigí.
Lucrecia... ¿qué es esto?...
Mi única pena es que usted sospechará quizá... que le engaño.
No, no; creo que es verdad...
Necesito explicar a usted cómo ha venido esta crisis... sacudimiento moral, revolución de todo mi ser...
Los temblores de tierra trastornan el suelo... Una catástrofe horrible en mis sentimientos me ha trastornado a mí, me ha hecho morir y revivir en menos de dos días... ¿Es esto nuevo? Yo creo que no. Ha ocurrido mil veces... Fácilmente lo comprenderá usted... Un desengaño de los que anonadan... la perfidia de un hombre... tempestades del alma que todo lo destruyen y todo lo iluminan. Mi dolor ha sido como un incendio entre las ruinas... He visto mi conciencia... la he visto. Ya sé que no debo ser la que he sido, y estoy decidida a ser otra.
¡Bendito desengaño, bendita convulsión del alma, que trae el arrepentimiento!
Pero el arrepentimiento, lo reconozco, necesita probarse. Por eso digo: «Espere usted y verá...».
Pues lo veremos... y pronto... Si el arrepentimiento es verdad, nos lo dirán los hechos.
Y aguardando confiada los hechos, he querido dar a mi enmienda una sanción soberana, una garantía que asegure mi convicción y la de los demás.
Hoy he confesado con el Padre Maroto.
¡Ah!... ya me dijo la niña que estuvo aquí el Prior... Mas no sospeché...
No tenía sosiego, no podía vivir mientras no descargara mi alma de la horrible balumba... ¡Qué alivio, qué consuelo!
Me da usted una grande alegría... Por de pronto, ¡qué situación tan distinta de aquélla... la última vez que hablamos en la Pardina!
En efecto, yo he variado radicalmente.
Yo también.
¿Usted? ¡Ah!, sí, se ha despejado su razón, y ya no piensa en hacerme las terribles preguntas que en aquella conferencia me hizo.
Mi razón no ha estado nunca turbada. ¿Y por qué no había de repetir yo en esta ocasión la pregunta que usted llama terrible? Ya no lo es. Su estado de conciencia facilita la respuesta, que sería la confirmación de lo que sospecho, de lo que sé... porque al fin, Lucrecia, he podido descubrir...
Hoy no puedo incomodarme, señor Conde. No abuse usted de que estoy desarmada...
Incomodarse..., ¿por qué?
Porque viene usted a remover en mi corazón heces muy amargas, a trastornar de nuevo mi espíritu, queriendo penetrar los misterios más profundos del alma y de la Naturaleza... Eso, señor mío, eso que aun de nosotras mismas quisiéramos recatar, porque el pensarlo sólo nos avergüenza, eso, a que no doy nombre, porque si lo tiene yo lo ignoro...
ya lo he dicho a Dios, único a quien debo decirlo... Y crea usted que, para expresarlo, he tenido que violentar mi voluntad de un modo espantoso. Todo el que no sea Dios es un extraño, es un profano, sin derecho ninguno a recibir declaración tan grave. Ni una palabra más.
Sea. Ni una palabra más. Reconozco la extremada delicadeza del asunto, y no puedo menos de respetar el sosiego reparador en que hoy se halla su espíritu. No insisto. Ni es justo que la martirice exigiéndole una manifestación dolorosa, toda vez que lo que usted había de decirme... ya lo sé.
¡Que lo sabe!
Sí.
Pues si lo sabe, es más generoso no preguntármelo.
Es verdad. A generoso no me gana nadie. Ahora conviene que haga usted alarde de hidalguía, Lucrecia. Si le satisface que crea yo en su arrepentimiento, empiece usted por ser magnánima, aceptando la proposición que voy a hacerle.
¡Proposición!
No he venido a otra cosa. Su conformidad con mi deseo establecerá la concordia inalterable de nuestras almas... En suma, quiero que partamos el bien que Dios nos ha dado: las niñas. Una para usted, la otra para mí.
¡Para usted!...
¿Cuál?
Acceda usted a la partición, y después escogeré. ¿A las dos quiere usted lo mismo?
Lo mismo: son mis hijas.
Yo no puedo decir lo propio: las dos no son mis nietas.
Otra vez la tremenda interrogación.
Otra vez, y siempre... Llévese usted a una de las dos, y déjeme a mí la otra, la que yo quiera.
¡Dejarla aquí, en poder de usted, y sola con usted! Señor Conde de Albrit, eso es imposible. Además, me hace falta el amor de mis hijas.
Y a mí el de mi nieta. Tengo derecho a ese consuelo.
Hoy es indispensable que las dos estén a mi lado, por muchas razones. No sólo debo atender a su porvenir, sino a la salud de mi alma, a mi corrección, en una palabra. Como las plantas necesitan aire y luz, yo necesito el cariño de esas dos criaturas, que fundiré en un solo cariño.
No son iguales para usted.
Lo son... Otra vez clava usted los ojos de su alma en lo que para usted será siempre tremendo enigma... Son iguales, y si no lo fuesen, yo haré que lo sean. Por nada de este mundo me separo de ellas.
¿Y yo...?
En ninguna situación será el Conde de Albrit un extraño para mí. Nell y Dolly vendrán conmigo a verle... en la temporadita de verano... y usted, como ahora, a las dos las querrá por igual... por igual. Esa es condición indispensable para la concordia de nuestras almas, de que usted me hablaba. Dejemos el misterio allá, ante Dios que lo ve, y atengámonos a la realidad... convencional, a la realidad de la ley.
No... ¡Maldita sea la ley...! La Naturaleza...
¡La Naturaleza, no... la ley!
No, no. Abomino de una ley infame. Quiero a mi nieta; me pertenece, la reclamo, y usted me la dará.
A mí me pertenecen las dos: las he llevado en mi seno.
¡Triste de mí! Lucho con la ley, lucho con la madre... contienda imposible...
Y ni como madre, ni como tutora puedo acceder a lo que mi padre político pretende.
¿Será usted capaz de rechazar mi proposición, de desairarme, de negar lo que pide el infortunado Albrit?
Con grandísima pena me veo precisada a negarlo. Mis hijas son mis hijas. A ellas les conviene el calor maternal, y a mí el cariño y la presencia continua de entrambas para vivir en paz con Dios, y asegurarme la rectitud de mi alma. La una es mi deber, la otra mi error. Mi conciencia necesita los dos testigos, las dos presencias, para que yo pueda tener siempre entre mis brazos, sobre mi corazón, mis buenas y mis malas acciones.
Y entre mis brazos y en mi corazón, la soledad, el horrible vacío.
No, no, Lucrecia, no me conformo... Por Dios, no me lance usted a la desesperación.
Sea usted razonable.
Sea usted generosa.
Soy madre...
Soy abuelo, soy viejo... Necesito familia, amor.
En mí y en mis hijas lo tendrá.
Última palabra: véngase usted con nosotras.
¡Con usted... con las dos! ¡Nunca!
¡Loca obstinación!
Entereza, sentimiento del honor.
Demencia.
Si es demencia, maldita sea la razón.
Yo arreglaré la vida de usted... yo...
Sin lo que pido, sin mi nieta, no quiero nada.
No tardará el viejo Albrit en renegar de esa independencia, impropia de su edad y de su situación. Acójase a mí, o su vejez será muy triste.
Nada me arredra... nada temo. Lo mismo me importa la vida que la muerte.
Lucrecia, por última vez...
No insista usted... Se cansa en vano...
Bien: no diré nada más. Ni está en mi carácter extremar la súplica... Lucrecia, adiós para siempre.
Eso es locura.
Sí, sí... y los locos pacíficos... cuando no se les da lo que piden, hacen lo que yo... se van. Mas no saldré sin decir a usted que no veo, que no toco el cambio moral que debía ser resultado de su arrepentimiento. No. Lucrecia Richmond es siempre la misma... Confesada y sin confesar, la misma siempre... No creo que la haya perdonado Dios... ¡No la ha perdonado, no la ha perdonado, no, no!...
Escena IX
¿No lo decía yo? ¿Ha sacado la zarpa?... Si estoy por bajar, y aplacarle un poquito los humos.
No, no... ¡Pobre viejo!... Es muy sensible que no pueda yo acceder a lo que pretende. Dejarle.
¿Se caerá en la escalera? Vicenta, mande usted que le acompañe alguien.
De veras, ¿no se ha desmandado?
No... Debemos compadecerle, cuidar de él con todo el cariño del mundo.
El pobrecito llora... Parece que no puede tenerse en pie. Pero se resiste a que le acompañe un criado. Quiere andar solo.
Solo... ¡Qué dolor! ¡Triste ancianidad!...
¡Oh, Dios mío!, ¿dónde está la paz que diste a mi alma? Ese hombre me la quitó... Es el agitador de mi conciencia... ¡Otra vez el tumulto en mi mente... otra vez la ansiedad, el temor, la duda!...
¿Otra vez mal, amiga mía?
Que venga el médico.
Al instante.
Los dos... Que vengan los dos médicos. Quiero ver al Prior... Que vuelva.
Mandad recado a la Rectoral: allí estará.
Sí... yo no quiero ser mala; no quiero padecer... quiero curarme. Se renueva la herida. Meteré la mano en ella, y si duele, que duela; y si con el dolor se me acaba la vida, que se acabe. ¿Dónde está mi hija? Nell, alma mía.
Ven, abrázame. ¿Verdad que no te separarás de mí, que no quieres separarte de mí?
Nunca, nunca.
Escena X
Ya lo veo, ya lo veo; es lo único que veis, ojos míos... que estoy de más en el mundo. ¡Pobre Albrit, tu vida termina...! «Imposible, ha dicho esa mujer, imposible...». Y ese imposible cierra todo espacio a la esperanza... Ya no hay esperanza... Vida, te acabaste; alma, vete de aquí... El monstruo me ha negado mi consuelo, me roba el único bien de mi triste vejez... Señor, Dios mío, ¿qué delito he cometido para caerme en este abismo de desolación?... ¡No poder estrechar entre mis brazos a mi hija, a mi Dolly, retoño preciosísimo de mi raza, flor nueva de una familia que no debe extinguirse!... ¡Y se la lleva... se las lleva a las dos, quizás para envilecerlas!... Porque no creo en su arrepentimiento, no. Se siente abrumada por las terribles consecuencias de sus pecados... le duele el mal... y cuando el pecado duele, el pecador llora... Sus clamores quieren decir dolor, opresión, empacho del vicio; mas no quieren decir arrepentimiento. Cuando el glotón se indigesta, maldice la comida; pero pasa el mal y vuelve a comer... No creo en tu enmienda, diablo harto de carne, ni creo que te haya perdonado Dios... No, a Dios no le engañas... ni tampoco al viejo Albrit... ¿Verdad, Señor, que no la has perdonado?
¡Albrit!
¿Quién me llama? Conozco esa voz; es voz familiar.
Soy Coronado, tu amigo... quiero decir el amigo de usía.
¡Ah!, mi único amigo quizás... Ven, acompáñame. ¿En dónde estamos? Mi Jerusa también se vuelve contra mí, y me trastorna con el cariz nuevo de sus calles reformadas.
Por aquí. Si va usía a la Pardina, entremos por el callejón del Cristo.
No sé a dónde voy... ¿Es de noche ya?
Sí, señor. Júpiter está encendiendo los faroles.
¿Quién es Júpiter?
El farolero, señor. Se llama Jove, Pepe Jove, y yo por broma le llamo Júpiter, aunque más le cuadraría Baco, porque es el primer borracho de Jerusa.
¡Noche triste, más triste que aquella en que nos reunimos en el Páramo! No hay humano juicio que pueda discernir esta noche cuál de los dos es más desgraciado.
¡Ah, señor!, ahora y siempre, Coronado se lleva la palma. Y lo comprendería el señor Conde, si ver pudiera las magulladuras y cardenales de mi cara, donde esas condenadas han escrito esta tarde, con sus uñas, la maldad de sus corazones.
¿Qué me dices?
Me han insultado, clavándome sus garras en el rostro; me han herido en la cabeza con una palmatoria... me han tenido todo el día sin comer. Gracias que en casa de un amigo me dieron estos pedazos de pan...
¿Y no las matas? Si malo es ser bueno, peor es no ser hombre.
Albrit amigo, yo no soy hombre... yo no sé lo que soy.
Mátalas.
¿Matar yo?... Ni un mosquito ha recibido la muerte de mi mano. Que las espachurre Dios si quiere... Y usía, señor D. Rodrigo, tenga la dignación de acabar conmigo esta noche, porque ya no puedo más, ya no aguanto más. Coronado no ha de ver salir el sol de mañana, porque ese sol significaría más vida; significaría luz, aire, sonido, y yo quiero... ver las tinieblas, oír el silencio.
Así me gusta. ¿De modo que estás decidido?
Tan decidido, que todo lo he dispuesto. Escribí la carta, en la que digo que a nadie se culpe de mi muerte, y no me he vestido de limpio, porque esas bribonas me han empeñado la ropa... ¿Pero qué me importa la ropa, si esta noche he de acabar? Ahora iba yo en busca de usía para que me cumpliera lo ofrecido.
Sí... lo haré, lo haré con toda el alma... Me siento esta noche... no sé... me siento criminal.
No será un crimen, sino favor.
Sí... morirás, Pío; caerás rodando por el cantil... antes de llegar al fondo del abismo, te harás pedazos. Morirás, sí. El hombre extremadamente bueno debe morir. Es una planta viciosa, estéril... Sí, bendito Coronado: verás con qué gracia y con qué denuedo te arrojo a la sombría inmensidad como si lanzara una pelota. Aún tengo vigor para eso y para mucho más...
Ahora mismo, si usía quiere...
No, ahora no. Tengo que ver a mi Dolly, a mi adorada Dolly... quiero darla el último adiós, comérmela a besos... sí, lo que se llama comérmela... Abur, Coronado, no me sigas. Puedo andar solo.
Espero a Vuecencia...
En el Páramo.
Más seguro será en las Tres Cruces, al extremo de la calleja que sube a Santorojo, a la entradita del bosque.
Bueno... Iré. Déjame ahora.
¿No quiere usía que le acompañe?
No... ya estoy cerca.
Todo seguido. Allí se ve una luz: es la Pardina... Adiós.
Hasta luego.
Escena XI
¿Qué hace el señor Conde?
Ya lo ves: recojo algunos papeles que deseo llevar siempre conmigo.
¿A dónde va usía?
A donde a vosotros no os importa. ¿Por qué no viene Dolly? Dos veces la he mandado llamar.
Ahora vendrá.
Pues voy a donde quiero. A vosotros os bastará saber que os dejo en paz.
Me alegro de que el señor Conde facilite la separación, porque yo vengo a decir a Vuecencia... que... que no puede seguir en mi casa.
Nada más que por el carácter soberbio del señor Conde... que por lo demás...
Sí: mi carácter altanero no se aviene con el vuestro, tan suave, tan pacífico.
Por lo cual he determinado que Su Excelencia se aloje en donde guste, fuera de mi casa... Por esta noche puede quedarse; pero mañana...
Esta noche misma: no te apures. Tú te quedas en tu Pardina, y yo me voy... a donde me acomode. No hablemos más. Al fin y a la postre, tengo que agradeceros la hospitalidad que me habéis dado.
Nada tiene Vuecencia que agradecernos. Lo que me duele es que no hayamos podido hacer buenas migas.
Las migas hacedlas vosotros... y que os aprovechen... Os pido el último favor. Traedme a Dolly. Los minutos que paso sin verla me parecen siglos.
Vamos.
¡Ah!, ella es...
Soy yo, señor...
¡Maldito seas!
¡Que venga Dolly, que venga al instante!
Dejadle conmigo. No hará nada, y en todo caso, yo sabré ponerle como un guante.
Escena XII
¡Ah!... te dejan aquí, como de guardia, por temor de que yo...
No, señor: vengo... porque es de todo punto indispensable que hable dos palabras con usía.
¿Conmigo?... ¿Palabritas tú? No: tú vienes a vigilarme. Creen que voy a pegar fuego a la casa... No, Senén; yo no hago mal a nadie.
¡Oh!, ¿qué es eso?... ¡Dolly grita... llama! ¿Es su voz... o estoy yo loco y no sé lo que escucho?... Infames, ¿qué hacéis a mi hija, a mi Dolly?
Deténgase usía. Ya no puede evitarlo.
¿Qué?
Que se la llevan.
Ya, ya salen con ella.
¡Bandidos, ladrones!
Deténgase, y óigame un instante.
¿Qué haces?... ¡Me encierras!
Una palabra, señor Conde, una sola, y usía comprenderá que quiero prestarle un gran servicio... Yo le explicaré...
Pronto.
La niña... Su madre la mandó llamar; no quiso ir... Ha venido el Alcalde con toda su fatuidad, y con una pareja de la Guardia Civil, y se la ha llevado.
Ábreme ese puerta, o te mato ahora mismo. Ciego, aún tengo vigor para defenderme, para defender el ser amado. Ábreme te digo.
Abriré... pero antes... quiero deshacer el grave error de usía.
Habla... pronto.
Usía, movido del honor, ha pretendido descorrer el velo, señor; descorrer el velo...
Acaba.
El velo ¡ay!, para descubrir la verdad, el endiablado secreto de la familia.
Sí.
Y usía no ha visto nada.
Sí he visto.
Lucrecia no ha querido decir a su padre político la verdad... Ese secreto, señor Conde, no lo posee más que un hombre en el mundo, y ese hombre soy yo.
¡Tú!
Yo, que lo oculté, y ahora lo revelo. La hija falsa, la hija espúrea... es Dolly.
¡Oh!... No, no... ¡Tú mientes!
Lacayo vil, tú mientes, y yo... ahora mismo,
¡te ahogo, rufián!
¡Villano, serpiente!... te mato, te ahogo, te aplasto.
¡Qué furor!... ¡Así paga mi servicio! Tengo pruebas.
Tus pruebas son falsas.
Ahora lo veremos.
¡Falsario, traidor! Dolly es mi sangre.
Aquí, aquí la verdad, señor... Tan verdad como que hay Dios.
Venga.
No veo... no veo...
¡Dios mío, luz a mis ojos; quiero luz!... Este hombre me engaña.
Aguarde un poco.
No veo... Toma, toma tus papeles...
No... léemelo tú... pero no me engañes.
Abrir... Abre, Senén.
¡Qué importunidad!
Luego los veremos.
¿Qué demonios quieres?
Dice que han traído una carta de la Condesa.
¿Para mí?... Venga pronto.
No veo...
Léemela tú.
«Señor Conde, por consejo de mi confesor, he autorizado a este para revelar a usted la verdad que desea saber. -Lucrecia».
¿Dice eso?
Eso dice.
Basta.
El Prior está en la parroquia.
Corro allá.
Escena XIII
Salgamos; esto es insoportable.
¿Por qué no sube usía a su sitial, en el presbiterio? Por la sacristía puede pasar sin apreturas.
Gracias, amigo... me voy fuera. Se ahoga uno aquí con tanto calor y tanta retórica.
Pues, señor, D. Carmelo lo ha tomado con gana. ¡Vaya una correa de sermón que se ha traído!
Es pesadísimo. Todos estos que comen mucho hablan sin término. El chorro de palabras les facilita la digestión... ¡Y no es floja contrariedad para mí! ¿Pero esto, Dios mío, no se acaba nunca?... Sin duda Carmelo quiere lucirse con el Prior, y no cae en la cuenta de que el pobre fraile estará tan aburrido como nosotros.
Escena XIV
Abuelito mío, ¿tú también aquí? ¿Por qué no has pasado? Arriba, junto al altar, tienes tu silla.
¡Nell, qué hermosa estás! Te veo; veo la caperuza blanca...
Esta es una de las que usó su abuelita Adelaida, Condesa de Albrit. La conservo yo como recuerdo histórico.
Nell, veo tu rostro. Una aureola de nobleza y majestad lo rodea...
Albrit... ¿por qué me miras así? ¿Por qué tiemblan tus manos?... ¿Lloras?
Hija mía, tu presencia me causa tanto regocijo como orgullo. Te reconozco. Eres mi descendencia, la continuidad gloriosa de mi sangre. ¡Rama florida de Arista-Potestad, Dios te bendiga!
Abuelo querido, ¿por qué has venido tan solo?
¿Pero no hay en la Pardina quien le acompañe?
Mejor estoy solo. Y tu hermana, ¿cómo no ha venido contigo?
Mamá me ha mandado a la iglesia, encargándome que rece por ella y por ti.
Y harás bien en rezar... por ella más que por mí.
No ha querido que venga Dolly, porque está un poco mañosa.
Como que fue preciso traerla a la fuerza de la Pardina.
La pobrecita quería estar más tiempo contigo. Mañana iremos las dos a verte.
No vayáis, no vayáis, porque no me encontraréis.
¿Pues a dónde te vas?
Sucesora de Albrit, futura marquesa de Breda... ya sé... ya lo sé... sigue tu camino lleno de luz, y déjame en el mío tenebroso.
Papaíto, ¿qué razón hay para tanta tristeza? ¡Si te queremos lo mismo! Yo te aseguro que vendremos a verte, y que nos enfadaremos con mamá si no nos trae.
No os traerá... ¿Y para qué? ¿Qué soy yo? Un despojo miserable... El viejo tronco muere; pero quedas tú, gallardísimo árbol nuevo, que perpetuará mi nombre y mi raza.
Abuelo mío, si tanto me quieres, ¿por qué no haces lo que yo digo, lo que yo te mando? Eres un niño, y los que te aman deben... no digo mandarte... eso no... dirigirte. ¿Me permites que te dirija?
Marquesa de Breda, tú mandas.
Pues si alguna autoridad tengo sobre ti, oye lo que te digo, y hazlo, hazlo por Dios... Acepta el recogimiento de Zaratán.
Adiós, Nell... Vete con tu madre.
En Zaratán estarás muy bien.
Como un príncipe, como un emperador.
Vendremos a verte.
Adiós, Nell...
¿El Prior dónde está?
En la sacristía... Por aquí.
Niña, vámonos... Ya le has dicho lo que debías decirle. ¡Pobre anciano! Es, en verdad, un niño... demente.
¡Qué pena, Dios mío!...
¡Abuelo, abuelo!...
Déjale ya... El león arrogante y fiero entra en la sacristía. No dudes que nuestro buen Prior le armará una bonita trampa... Verás, verás cómo cae...
¡Horrible, horrible! Ni siquiera ha manifestado el deseo de vivir en mi compañía... Ni siquiera me ha dicho, como su madre: «Vente con nosotras». Lo que quiere es encerrarme... Esto es dar con el pie al ser inútil, al ser caído, que estorba... La duda, oh Dios, me asalta otra vez; la duda sopla otra vez en mi alma como huracán, y de las pavesas que se iban apagando levanta llamaradas... No, no es ésta la legítima, no puede serlo. Todos me engañan... Nell no tiene corazón; su frialdad desdeñosa desmiente la noble sangre. No es, no es...
¡Padre Maroto! ¡Prior de Zaratán!
Escena XV
Buen hombre, ¿por dónde se va al Infierno?
¿Tabernas? Por aquí no las hay.
¿No hay un rayo del cielo que me haga ceniza? Nell es la verdadera; la falsa es Dolly, Dolly, ¡la que me quiere más! ¡Vanidades del mundo, grandezas del honor, con qué mueca tan horrible me miráis!
¿Quién va? ¿Eres tú, Senén? Lo que me dijiste es verdad. Tu revelación traidora resulta verdadera. Es verdad. Maroto no miente. ¿Ves qué burla?... Mis ideas me persiguen, no ya como águilas voraces, que quieren picotearme el cerebro, sino como cotorras charlatanas, que con su graznido, semejante al habla de hombres afeminados, se mofan de mí...¡Maldito rufián, déjame! Eres una babosa perfumada... hueles horriblemente... y tu contacto da frío... No me toques.
¡Señor, mi Conde, por aquí solito a estas horas!
¿Quién eres? Soy Albrit, el último Albrit de la línea masculina. ¿Tú, quién eres?
¡Ah!, la Marqueza... Sibila de Jerusa, aquí me tienes. Ya no dudo: luego no existo... Esto que ves en mí, no es la persona de Arista-Potestad: es su esqueleto. No te asustes: los esqueletos no hacen daño. Asustan por el chocar de los huesos, por el mirar burlón de sus ojos vacíos... pero nada más.
Señor, ¿qué le pasa? ¿Qué disparates dice? Voy a la Pardina con esta cesta de caracoles que me ha encargado el Sr. Venancio. ¿Quiere algo para allá? ¿Por qué no se viene conmigo?
¿Yo a la Pardina?... ¿Has visto a las niñas de Albrit? ¡Qué feas son!... repugnantes como gusanos venenosos. La legítima no me quiere: me manda al manicomio. Dolly, que me ama, no es mi nieta. Es hija de un pintor vicioso y grosero... linaje de contrabandistas en el Alto Aragón.
Dime, Sibila, ¿dónde está el hoyo más hondo de basura y lodo para meterme, y hacer en él mi cama eterna? Como escarabajo, allí labraré la nueva casa de Albrit, toda inmundicia.
Buen señor, no piense cosas malas.
Vete, déjame. Si ves a Venancio, le dices que me arrodillo ante su radiante imbecilidad... Adiós, Sibila, adiós.
Escena XVI
Albrit, hijo mío, ¿qué horas son éstas de venir? Ya me cansaba de esperarte... digo, de esperar a usía.
¿Quién me llama? Eres tú, excelso Coronado, mi amigo del alma. Gran filósofo, dame la mano: no puedo ya con mis huesos, que pesan como barras de plomo.
Subamos un poco más, y nos sentaremos en la grada de las Tres Cruces. ¿Qué tal? Yo vengo decidido... Como tenía mucha hambre, me he traído estos pedazos de pan.
Dame un poco. También yo estoy desfallecido, hijo. Es cosa poco higiénica matarse con hambre.
Claro, tomando algún alimento podemos aguardar hasta la madrugada, hora la más propicia...
Te arrojo a ti, y después yo.
No, usía no; no lo consiento. Me sublevo; no hay trato.
Bueno; pues juntos, en amor y compaña.
Usía no. Mire que aviso, y vienen los celadores. Arrójeme a mí, según lo tratado, y váyase usía tranquilo a su casa.
¿Sabes que es amargo tu pan?
Lo que amarga es la boca.
Soy todo amargura, y más desgraciado que tú. ¿Sabes una cosa? Mis nietas, que yo adoraba, se diferencian poco de tus hijas. Con buenas palabras, Nell me ha arañado el rostro. Espinas de rosas rasguñan lo mismo que espinas de zarza... Y con todo, Nell es mi legítima descendencia: lo sé por testimonio irrecusable. Dolly, que me ama, no es mi descendencia; es una intrusa, la cría infame de la traición, que con fraude se introdujo en mi casa, y se escondió entre los brocados de Albrit.
Señor, mire lo que habla.
Y yo quiero que me digas... antes de caer al abismo, lanzado por mí... quiero que me digas, gran filósofo: ¿qué piensas tú del honor?
El honor... pues el honor... Yo entendía que el honor era... algo así como las condecoraciones... Se dice también honores fúnebres, el honor nacional, el campo del honor... En fin, no sé lo que es.
Hablo del honor de las familias, la pureza de las razas, el lustre de los nombres... Yo he llegado a creer esta noche... y te lo digo con toda franqueza... que si del honor pudiéramos hacer cosa material, sería muy bueno para abonar las tierras.
Y criar la hermosa lechuga y el rico tomate. Para semilleros, he oído que no hay nada como la gallinaza y palomina.
Y para la hortaliza social, para este mundo de ahora, nacido sobre acarreos, la mejor sustancia es la ignominia, la impureza y mezcolanza de sangres nobles y sangres viles... Quedamos en que tú no aciertas a decirme lo que es el honor, ni te has encontrado nunca esa alimaña en tus excursiones filosóficas.
Pues el honor... Si no es la virtud, el amor al prójimo, y el no querer mal a nadie, ni a nuestros enemigos, juro por las barbas de Júpiter que no sé lo que es.
Ya sales con tu Mitología... Por cierto que en la fábula mitológica no figura para nada el honor: los dioses hacían el amor a las hijas del pueblo, así como las diosas se enamoriscaban de cualquier pastor de cabras.
Como que no había más aristocracia que la hermosura.
Pues mira, sería bueno que ahora, después de bien estrellados y deshechos contra las rocas, nos convirtiéramos tú y yo en dioses o semidioses mitológicos.
Aunque fuera cuartos de dioses. Nos pondrían en el séquito de Neptuno.
¡Abuelo, qué fría estará la mar!...
Mejor. Así, fresquitos y bien desmenuzados, seremos más del gusto de los peces.
Es horrible... ¿Y qué hace uno en el estómago del pez?
Lo que haría probablemente Jonás en el vientre de la ballena: aburrirse... Porque no se dice que llevara periódicos que leer, ni baraja para hacer solitarios.
Yo me figuro que cuando llegue a lo hondo del cantil, ya no estaré vivo... Y así es mejor, Albrit. No le gusta a uno padecer, ni aun en el momento crítico de poner fin a sus padecimientos... Esperemos a la madrugada, hora en que no pasa por aquí alma viviente. Hasta media noche, hay el peligro de que algún pescador rezagado pase, nos vea, y nos denuncie...
¡Ah!, por allí viene alguien.
Será un vagabundo... quizá un animal; que en las noches claras, como en días de brillante sol, suelen confundirse los cuadrúpedos con las personas.
Es una mujer.
Escena XVII
¡La voz de Dolly!... ¡Será una racha de viento!... Dios mío, ¡qué extraña sensación!
Pues, sí, me parece que es Dolly.
Niña, estamos aquí.
¡Dolly! ¿Pero qué...?, ¿se abre la tierra y me traga?
¡Abuelito querido... lo que me ha costado encontrarte! ¿Sabes? Me escapé de casa. Corrí a la Pardina, y en la puerta me encontré a la Marqueza con una cesta de caracoles, y me dijo que te había visto subir hacia el Calvario.
¿Pero qué haces? ¿Vuelves la cara?
Cuenta, niña... Hemos oído mal. ¿Dices que te escapaste?
Tuve que saltar por la verja... Me lastimé un pie... A Monedero se le antojó ponerme presa en su despacho, porque dije a mamá que a todo trance quiero quedarme en Jerusa con el abuelo, y vivir siempre con él... ¡Ay, lo que he corrido!
Veo la ignominia, veo la sublimidad, no sé lo que veo... ¿Se hunde el cielo, se acaba el mundo, o qué pasa aquí?
Papaíto, ¿por qué no miras a tu Dolly?... ¿Qué dices?... ¿Ya no quieres a tu Dolly?
Eres mi oprobio... Dolly... ¿por qué me amas?
¡Vaya una pregunta!
Ya te dije esta mañana en la Pardina que tu Dolly no se separará nunca de ti... A donde tú vayas, voy yo... Váyase Nell con mamá; yo quiero compartir tu pobreza, cuidarte, ser la hijita de tu alma.
¡Oh, Dolly, Dolly!...
¿Qué tienes?...
Parece que me ahogo... Es que Dios me abre el pecho de un puñetazo, y se mete dentro de mí... Es tan grande, tan grande... ¡ay!, que no cabe...
Si Dios entra en tu corazón, allí encontrará a Dolly con su patita coja... Abuelo, abuelo mío, cuando todos te abandonan, yo soy contigo.
Cuando todos me desprecian, tú eres conmigo... El mundo entero pisotea el tronco de Albrit, y Dolly hace en él su nido.
Sí que lo haré... De veras digo que si no me llevas en tu compañía a donde quiera que vayas...
Si no te llevo, ¿qué?
Me moriré de pena.
Señor, ¿qué es esto? ¿Tal monstruosidad es obra tuya? ¿Qué nombre debo dar a esta cosa espantable y enorme que llena mi alma de gozo?... Del seno del cataclismo salen para mí tus bendiciones... Ya veo que de nada valen los pensamientos, los cálculos y resoluciones del ser humano. Todo ello es herrumbre que se desmorona y cae. Lo de dentro es lo que permanece... El ánima no se oxida.
Señor, ¿hacia qué parte de los cielos o de los abismos cae el honor? ¿En dónde está la verdad?
Aquí...
Dime, amigo Coronado, ¿he dicho muchos disparates? Porque siento que vuelve a mí la razón. Esta chiquilla, trastornándome, me ha vuelto a mi ser, y yo, trepidando, recobro mi equilibrio. Ya ves... Todos me desprecian; ella sola me ama y consagra a este pobre viejo su florida juventud.
Albrit, ¿quién te quiere?
Tú sola.
No te llamaré Albrit, sino Abuelo.
Sí, sí: me gusta ese nombre... ¡Es tan dulce! Puedes darle el sentido que quieras.
Dios es el abuelo de todas las criaturas.
Por eso es tan grande. La eternidad, ¿qué es más que el continuo barajar de las generaciones? Y ahora, Pío, gran filósofo, si te dan a escoger entre el honor y el amor, ¿qué harás?
Escojo el amor... el amor mío, porque el ajeno lo desconozco. Nadie me ha querido. Lo juro por la laguna Estigia.
¡Eres tan infeliz como yo dichoso, pobre Pío!...
Vámonos.
¿A dónde?
A pedir hospitalidad a cualquiera de mis antiguos colonos. Son pobres; pero a Dolly no le importa la pobreza.
Con mi cariño te haré yo rico.
Coronado, ¿has oído esto?
Oigo a Dolly... Ángeles he visto yo en sueños; pero siempre mudos. Ahora hablan.
Vámonos... Pío, te nombro mi amigo, te hago la síntesis de la amistad. Ven, síguenos.
Pero...
Estás lucido. ¡Matarme yo, que tengo a Dolly! ¡Matarte a ti... que me tienes a mí! Ven, y esperaremos a morirnos de viejos.
Escondámonos en cualquier aldea.
Dios nos protege.
¿Está cojito mi ángel? Ven a mis brazos. Pesas poco, y yo aún tengo vigor para cargarte.
Vámonos primero hacia Rocamor. Allí espero encontrar almas compasivas.
¿El mal... es el bien?
Appendix A FIN DE LA NOVELA
- Holder of rights
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- TextGrid Repository (2022). CoNSSA. conssa. El abuelo. El abuelo. . CoNSSA. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-9C06-D