PARTE PRIMERA: LA REINA FLOR DE ORO
I: Escuchando la voz del cielo
El aire parecía transmitir con estremecimientos de inquietud y extrañeza las ondas sonoras surgidas del volteo de la campana. Era la primera vez que esta atmósfera de una tierra cuyos habitantes nunca habían conocido el uso de los metales repetía tales sonidos.
Fernando Cuevas hasta se imaginaba ver cómo los árboles de la selva inmediata adquirían nueva vida, moviendo sus copas con el mismo ritmo de esta voz de argentino timbre. Y los habitantes de la frondosidad secular, monos y loros, saltaban asustados de rama en rama, luego de oír largo rato, con una curiosidad silenciosa, esta nueva voz atmosférica, más potente que todas las voces animales y vegetales de la arboleda tropical.
El antiguo paje Andújar tenía ahora casa propia y estaba erguido ante la puerta de ella, escuchando el campaneo que saludaba por primera vez la salida del sol. Esta casa era un simple bohío, igual al de los indígenas, con paredes de estacas y barro y techo cónico de hojas de palmera. A corta distancia de tal edificio rústico se levantaban otros y otros, en doble fila, formando una ancha calle, semejante a las de los campamentos. El terreno no costaba nada, y todas las vías de la población naciente eran exageradamente amplias y de horizonte despejado.
Al final de su propia calle veía alzarse Cuevas un muro de piedra. Era la muralla recién construida de Isabela, la primera ciudad fundada por los españoles en las islas inmediatas al Imperio del Gran Kan.
El almirante don Cristóbal Colón, predispuesto a la hipérbole, llamaba gravemente «ciudad» a este agrupamiento de chozas, con una cerca de piedra para defenderse de los indios bravos del interior de la isla de Haití, o isla Española, y le había dado el nombre de Isabela, en honor de la reina de España, Cuevas admiraba la prontitud maravillosa con que iba surgiendo del suelo. Estaban en Enero de 1494. Sólo hacia cuatro meses que habían salido de España y ya existía esta población, elevándose sobre sus cónicos techos de paja o de hojas la iglesia, recién construida, con una espadaña de piedra, en la que daba vueltas la única campana traída del otro lado del Océano.
El padre Boil, fraile catalán, nombrado vicario apostólico de las nuevas tierras por Alejandro VI (el segundo papa Borgia), y los doce eclesiásticos que hablan hecho el viaje con él, iban a consagrar aquella misma mañana el nuevo templo con una misa solemne.
Pensaba Fernando en otra ceremonia menos aparatosa, pero más importante para él, que se desarrollaría a continuación: el bautizo de su hijo Alonsico, primer blanco nacido en estas islas asiáticas, vecinas a las Indias y a la boca del Ganges. Dentro del bohío que tenía a sus espaldas, y que apreciaba tanto como un palacio por ser suyo, dormía Lucero, que era madre desde unas semanas antes, y agarrado a su pecho lloriqueaba el recién nacido, siendo su llanto para Cuevas una música grata, comparable a la de la campana.
Pasaban rápidamente por su memoria todos los sucesos ocurridos en los últimos meses al otro lado del Océano.
El doctor Acosta había hecho en Córdoba lo necesario para facilitar en matrimonio con Lucero después del bautizo de ésta. Despedíase de su mujer, que ya estaba encinta, para dirigirse a Sevilla, en busca de su amigo y protector don Alonso de Ojeda. Lucero, que había recobrado sus ropas femeniles, se abstenía de llantos y gestos desesperados al despedirse de su joven esposo.
«Es una verdadera mujer de soldado», se había dicho con orgullo Cuevas, admirando su serenidad.
En Sevilla preparaban Fonseca y el Almirante la segunda expedición para ir en busca del Gran Kan, pero ésta debía salir del puerto de Cádiz. De los dieciocho buques que formaban la flota, catorce eran carabelas y los demás carracas —los buques de mayor tonelaje de entonces—, y esto la impedía anclar en el río Guadalquivir, esperando la orden de partida en el puerto de Cádiz.
Se instaló Cuevas en una de las carracas, mandada por don Alonso de Ojeda. El joven capitán no era marino, se embarcaba por primera vez, pero tenía el mando supremo de la nave, cuidándose de dirigir su navegación dos pilotos que estaban a sus órdenes. En este buque iban los veinte caballos de la expedición, animales de combate que habían estado en el asedio de Granada, y sus jinetes eran antiguos soldados de dicha guerra.
Cuevas lamentó no poseer una de estas bestias y tener que seguir a su admirado don Alonso como escudero de confianza, pero a pie.
—No tengas pena —dijo el joven capitán—. La guerra es para que mueran los hombres, y apenas caiga uno de los hidalgos que están a mi mandar, juro darte su caballo.
Dos días antes de que zarpase la flota, al volver Cuevas a su carraca, luego de haber cumplido en Cádiz unas comisiones de su nuevo amo, tuvo la más inesperada de las sorpresas. Vio sobre la cubierta de la nave a una mujer joven, arrebujada en un manto para ocultar el volumen anormal de su vientre. Era Lucero, que hablaba con don Alonso. Predispuesto éste a aceptar todo lo que fuese audaz y extraordinario, acogía con sonrisas y gestos aprobativos las palabras de la joven.
Se extrañó Lucero de la credulidad de su esposo al despedirse de ella en Córdoba.
—¿Pero creíste de veras que yo podía dejar que se fuese mi hombre sin seguirlo?
Había fingido conformidad para evitarse la oposición de su madre y del doctor Acosta, arreglando en secreto su fuga a Cádiz. Un «cristiano nuevo», arriero de profesión, la había acompañado hasta aquí. Además, su próxima maternidad imponía respeto, suprimiendo las tentaciones que podía inspirar su juventud. Y en Cádiz estaba para atravesar por segunda vez el Océano, pero ahora vestida de mujer.
Inútilmente protestó Cuevas. A don Alonso le parecía bien lo hecho por Lucero, y como dependía de su voluntad que ésta fuese o no fuese en la nave, acabó el joven por callarse. En la flota no iban legalmente más que hombres. Los reyes sólo habían autorizado el embarque de mil doscientos individuos; pero teniendo en cuenta los que recibieron autorización a última hora y los que se ocultaron en las naves para mostrarse luego en alta mar, pasaban de mil seiscientos. También se instilaron en los buques, con más o menos secreto, algunas hembras de baja extracción, que seguían disfrazadas a sus amantes, marineros o soldados. La única mujer de condición legitima que iba en la flota era Lucero, con la aprobación del jefe de la nave, pero sin que lo supiera el Almirante antes de la partida.
El 25 de Septiembre de 1493 salían los expedicionarios de Cádiz antes de que surgiese el sol. En las Canarias habían comprado terneras, cabras y ovejas, para aclimatar dichos animales en la isla Española, así como gallinas y otras aves domésticas.
La carraca de Ojeda, que tenía su cubierta transformada en establo para los caballos, embarcó ocho cerdos, que después habían de reproducirse portentosamente en las nuevas tierras, huyendo a los montes para formar manadas silvestres. Los físicos y herbolarios de la expedición tomaban igualmente en las Canarias semillas de naranjas, de limones y otros frutos, para reproducir en las nuevas islas los mismos jardines que habían dado a las Canarias, en la antigüedad, su nombre de Hespérides.
Cuevas iba inquieto por el estado de su mujer. Sólo le faltaban contados meses para el parto, y temía las terribles consecuencias de esta navegación y sus privaciones. Pero el viaje fue mostrándose tan fácil y dulce como el primero. Navegaban siempre con viento favorable; el mar era tranquilo. Además, Ojeda los había instalado en el alcázar de popa, cerca de él.
Vieron, como la otra vez, bancos de hierbas flotantes sobre el quieto Océano y grandes bandas de loros y otras aves de los trópicos. La tierra ya estaba cerca.
Como Fernando y Lucero eran los únicos en este buque que habían figurado en el viaje anterior, se expresaban con una seguridad de expertos navegantes, y don Alonso, así como los dos pilotos de la carraca, les oían atentamente.
Había modificado el Almirante su rumbo del primer viaje, poniendo la proa más al Sur. Quería ver aquellas islas pobladas de caribes de las que hablaban con asombro los tímidos habitantes de las costas de la Española. Así fue encontrando las pequeñas Antillas, que forman casi un semicírculo desde el extremo oriental de Puerto Rico a la costa de Paria, en la América del Sur, barrera de islas entre el llamado mar Caribe y el resto del Océano.
La primera isla que surgió ante sus ojos la llamó Colón la Dominica, por ser domingo; a la segunda le puso el nombre de Marigalante, como se llamaba la nave en que iba, y a la tercera, mucho más grande, la bautizó Guadalupe, por haber prometido a los religiosos del monasterio de la Virgen de Guadalupe, en Extremadura, convento el más famoso de España entonces, dar este título a alguna de las primeras tierras que descubriese.
Todas estas islas de montañas volcánicas, cubiertas de esplendorosa vegetación, que surgían del mar azul como altísimas pirámides de verdura, estaban pobladas de gentes belicosas que recibían a los expedicionarios a flechazos o huían al interior para preparar emboscadas y sorpresas.
Ojeda desembarcó varias veces por encargo del Almirante para combatir a estos indígenas bravos, pero nunca quiso permitir que Cuevas le siguiese en sus cortas expediciones. Debía atender a su esposa.
A la vuelta, él y sus hombres hablaban de los restos humanos encontrados en las chozas de estos antropófagos. Cadáveres hechos cuartos colgaban de los tedios de las viviendas para curarse al aire, convirtiéndose en cecina. Habían encontrado en una olla pedazos del cuerpo de un hombre joven, mezclados con carne de gansos y de loros, asándose al fuego. Y al mismo tiempo Ojeda describía con un entusiasmo desbordante, propio de su carácter apasionado, las bellezas del trópico, que conocía por primera vez, la fragancia de las flores y las gomas, los colores de los pájaros de sedoso plumaje, los revuelos de tórtolas y palomas silvestres.
En otras islas del mar Caribe fueron sosteniendo batallas con los naturales, asombrándose de que las mujeres indígenas peleasen lo mismo que los hombres. Eran éstas indudablemente las amazonas de que les habían hablado a los españoles en su primer viaje. Sus flechas resultaban tan vigorosamente disparadas, que hirieron a varios cristianos, atravesando las rodelas con que se cubrían.
Algunas de estas hembras, bien formadas de cuerpo y con facciones menos irregulares que otras indígenas, fueron hechas prisioneras, y Colón, que tan severo se había mostrado para evitar el embarque en España de mujeres blancas, distribuyó las indias cautivas entre los capitanes de nave que le eran más queridos. Uno de ellos, llamado Cuneo, italiano de nación, ataba a su india con cuerdas porque se resistía a sus deseos, declarando después de consumada la violación que la beldad cobriza se había entregado a él con tal entusiasmo que podía dar lecciones a las cortesanas más expertas de Europa.
Las costumbres de entonces no veían nada de extraordinario en estas violencias. La guerra lo justificaba todo. Además, Colón, y con él la mayoría de sus contemporáneos, consideraba a estos indígenas como pertenecientes a una humanidad inferior, indigna de los miramientos habituales entre los blancos.
Deseaban los expedicionarios dar pronto término a su viaje, pues los más de ellos se habían embarcado por primera vez. El Almirante, por su parte, sentíase agitado por la inquietud al pensar en el puñado de hombres que había dejado guarneciendo la «ciudad de Navidad», como él llamaba al pequeño fuerte de tablas levantado en las tierras de su amigo el cacique Guanacari.
Los que habían ido en el primer viaje recordaban como una época feliz los días pasados en las costas de Haití, y los demás, creyendo sus palabras, se impacientaban por llegar a una tierra de bosques paradisíacos, abundante en oro.
Cuevas iba recordando todas las sorpresas dolorosas sufridas por los del primer viaje al seguir ahora las costas de la Española en esta segunda expedición. En el llamado golfo de las Flechas, donde había ocurrido la pelea con un grupo de indios bravos, dando él una cuchillada al más audaz de dichos indígenas, el Almirante hizo desembarcar a uno de los mancebos indios que se había llevado a España y que devolvía a su país cristianizado y vestido a la española, para que sirviese de intérprete. Este indígena, cargado de regalos, bajó a tierra y ya no lo vieron más. Sólo quedaba en la flota como traductor un joven de Guanahaní, que se había bautizado en Barcelona, tomando el nombre de Diego Colón, el hermano menor del Almirante, y que se mantuvo siempre fiel o los españoles.
El 25 de Noviembre anclaban ante Montecristi, cerca de la corriente acuática que Colón había llamado Río de Oro. Un grupo de marineros, al explorar la costa, encontraba dos cadáveres, uno de ellos con una cuerda de esparto español atada al cuello; pero estaban tan desfigurados, que resultaba imposible adivinar si eran indios o blancos.
Las dudas que empezaban a sentir muchos sobre el destino de los hombres que se habían quedado en la Navidad se hacían cada vez más siniestras. Cuevas, que había bajado a la playa, descubrió otros dos cadáveres ya en descomposición, pero uno de ellos tenía barba, signo indudable de que era el cuerpo de un blanco.
Al mismo tiempo el Almirante y otros personajes dudaban de que los indígenas hubieran podido atacar a la guarnición de la Navidad, en vista de la franqueza y el desembarazo con que llegaban en sus canoas hasta la flota y subían a los buques para hacer cambios con las tripulaciones. El 27 llegaron al anochecer frente al puerto de la Navidad, manteniéndose a una legua de tierra por miedo a las rocas en las que había naufragado la Santa María durante el primer viaje.
Como empezaba a cerrar la noche con la rapidez de los crepúsculos tropicales, nadie pudo ver el aspecto de la costa. Impaciente Colón por salir de dudas, mandó disparar dos cañonazos. Había dejado en el fuerte de Navidad varias piezas de artillería, y era indudable que iban a contestar a dicha señal. Repitió el eco a lo largo de la costa las dos detonaciones, Luego se restableció el silencio. En vano avanzaron la cabeza, capitanes y pilotos, en todos los buques, esperando oír algún grito de respuesta. Ni luces, ni voces.
Cuevas y Lucero mostráronse inquietos al encontrarse frente al lugar donde habían creído ver morir a su enemigo Pero Gutiérrez. ¡Si viviese aún, por un capricho de la suerte, y los denunciase al Almirante!…
Lamentaban al mismo tiempo este mortal silencio de la noche tenebrosa, indicador de que no quedaba ya ningún vestigio de la pequeña población que habían visto nacer.
Pasaron muchas horas para las gentes de la flota, fluctuando entre la credulidad y el desaliento. A medianoche una canoa se acercó al buque almirante, preguntando los indios desde lejos si Colón venía en él. Y se negaron a subir, hasta que un grumete puso una antorcha junto al rostro del Almirante para que lo reconociesen.
Un pariente del cacique Guanacari entró en el buque, entregando a don Cristóbal dos máscaras con adornos de oro semejantes a las del primer viaje. Sus declaraciones sobre la suerte de los españoles que habían quedado en el fuerte resultaban confusas, pues el indio Diego Colón, único intérprete, era de las Lucayas y su lengua se diferenciaba de la de Haití. Entendió Colón que muchos de los españoles habían muerto, pero otros estaban en el interior de la isla con sus mujeres indias, y también que Caonabo, terrible cacique de Cibao, el «país de las montañas de oro», había atacado a Guanacari por ser amigo de los españoles, y éste había sido herido en una pierna, y todavía se hallaba convaleciente, por lo cual le había sido imposible venir en persona a saludar al Almirante.
Colón, que tenía gran confianza en su amigo el «rey virtuoso», se mostró casi alegre. Era indudable que muchos de los suyos habían muerto, pero otros vivían establecidos en el interior, tal vez para estar más cerca de las minas de oro, y debían guardar grandes cantidades de dicho metal.
La gente de todos los buques esperó la llegada de la aurora con más ánimo. Al enterarse de que los indios habían traído regalos, creían que a la mañana siguiente iban a renovarse todas las escenas agradables relatadas por los del primer viaje.
Cuevas y su mujer se mostraban menos optimistas. Presentían que los indios iban dando al Almirante, en pequeñas porciones, una terrible noticia, y que al amanecer contemplarían los restos de una gran catástrofe. Volvieron a su memoria las protestas de Pinzón y los amigos de éste por haber abandonado el Almirante aquel grupo de hombres entre inmensas muchedumbres de dudosa fidelidad y carácter tornadizo.
Salió el sol, iluminando una costa completamente desierta. Cuevas la recordó como la había visto meses antes, con numerosos grupos de indios en la playa, otros grupos nadando hacia las carabelas y enjambres de canoas deslizándose incesantemente entre la flotilla y la costa.
—Ahora ni una barca, ni un hombre, ni un poco de humo entre los árboles que revele la existencia de un bohío —dijo a Ojeda, señalando la costa desierta.
Inquieto el Almirante por esta soledad, envió una barca a tierra, y don Alonso, no menos ansioso de conocer este misterio, hizo lo mismo en el batel de su nave, acompañándole Fernando como experto en el país.
Del antiguo fuerte sólo quedaban ruinas ennegrecidas por el incendio, cajones y toneles rotos, vestidos europeos hechos harapos, últimos vestigios de un saqueo destructor. Algunos indios que los espiaban a través de los árboles huyeron al verse descubiertos por los españoles.
Bajó Colón a tierra al día siguiente con la esperanza de que viviesen aún algunos de la guarnición y estuvieran ocultos en las cercanías. Hizo disparar cañones y arcabuces para que acudiesen los fugitivos, pero un triste silencio volvió a restablecerse después de las detonaciones.
Recordando que había dado orden a su pariente Diego de Arana para que en caso de peligro enterrase las cantidades de oro que seguramente iba a juntar, dispuso que se hiciesen excavaciones en las ruinas del fuerte y se desaguase su pozo. Pero los toneles llenos de oro hasta los bordes con que había soñado Colón no se encontraron por ninguna parte. Mientras tanto, otros grupos de españoles, al explorar las inmediaciones, encontraban los cadáveres de once hombres ya corrompidos, que por sus trajes y barbas mostraban ser europeos.
Al fin se dejaron ver algunos indios que conocían contadas palabras de español, así como los nombres de todos los que habían quedado a las órdenes de Diego de Arana, y con la ayuda del único intérprete pudo rehacerse la historia de la catástrofe, entre dudas, contradicciones y vacíos inexplicables.
Cuevas se asombró al oír el nombre de Pero Gutiérrez. Unos indios lo omitían en sus relatos; otros hablaban de él como principal causante de lo ocurrido. ¡No había muerto del flechazo en el cuello!…
A juzgar por lo que algunos indígenas contaban de él, dicha herida no había resultado mortal. Su soberbia le ponía en pugna con Diego de Arana, y él y Escobedo, el otro lugarteniente, se negaban a reconocer su autoridad superior. Poseían numerosas mujeres, pero esto no evitaba que se sintiesen tentados por las de los otros, robándolas a padres y esposos. Los dos abandonaban finalmente el fuerte con algunos de sus partidarios, y atraídos por las maravillosas descripciones de las minas de Cibao, iban en busca del rey de dicha tierra, el famoso Caonabo.
Este soberano indio, que era caribe de raza, daba muerte a Gutiérrez y a Escobedo, así como a sus acompañantes, y juntando un ejército caía sobre el fuerte de Navidad. Sólo vivían dentro de él diez hombres, con el gobernador Arana, en lamentable descuido, sin vigilancia alguna. Los demás se habían instalado en los alrededores con sus mujeres. Todos ignoraban que Gutiérrez y Escobedo, por avaricia y soberbia, habían ido en busca de Caonabo, despertando con tal visita la agresividad del terrible cacique. Los europeos eran exterminados antes de que pudieran defenderse. Sólo ocho tuvieron tiempo para huir y se ahogaron en el mar. Guanacari y sus gentes habían intentado defender a sus huéspedes, pero no eran hombres de guerra y con facilidad los hizo huir Caonabo. Guanacari quedaba herido en el combate y su ciudad reducida a cenizas.
Al día siguiente de escuchar este relato, supo Colón que Guanacari estaba enfermo en una aldea cercana. Uno de los capitanes españoles lo había descubierto tendido en una hamaca y rodeado de siete de sus mujeres. Fue en persona el Almirante a visitarlo, seguido de los principales personajes de su flota, ricamente vestidos de sedas y brocados o cubiertos de armaduras de acero.
Derramó, como siempre, el «rey virtuoso» abundantes lágrimas mientras hacía el relato de lo ocurrido en la Navidad y sus esfuerzos por defender a los españoles. Como estaba cojo y se quejaba de agudos dolores, ordenó Colón que lo examinase un cirujano de su flota, y al quitarle éste las vendas no halló signos de herida, a pesar de lo cual el cacique prorrumpía en gritos de dolor cuando le manoseaban la pierna.
Algunos de los blancos presentían en todo esto una falsedad, teniendo a Guanacari por cómplice de Caonabo. El padre Boil, fraile de carácter rudo, exhortó al Almirante para que no se dejase engañar más por este indio embaucador. Pero Colón daba como pruebas de su lealtad el estar quemada y en ruinas su población principal. Además, un castigo del cacique por su perfidia podía aumentar el recelo y la fuga de los indígenas, que trataban ahora a los «hijos del cielo» con menos reverencia que en el primer viaje.
Guanacari visitó al Almirante en su nao, encontrando en ella diez mujeres indígenas que habían sido libertadas de los caribes en una de las islas recién descubiertas. Una de ellas, que ya había sido bautizada, tomando el nombre de Catalina, gustó mucho al cacique, que siempre tenía un harén abundante, y, según afirmaban sus enemigos, lo sometía muchas veces a caprichos antinaturales.
Después de esta visita se estableció una inteligencia secreta entre el cacique, que permanecía en tierra, y las mujeres indias. Una noche, la intrépida Catalina, cuando toda la tripulación estaba en su primer sueño, despertó a sus compañeras, y aunque la nave almirante estaba a tres millas de la playa y era grande el oleaje, las diez isleñas, acostumbradas desde niñas a una diaria natación, se arrojaron al agua, dirigiéndose hacia la obscura costa con vigoroso braceo. Dieron el grito de alarma los vigías, salieron varios botes en persecución de las nadadoras, bogando en dirección a una luz que brillaba en la costa y las servía de norte, pero sólo pudieron alcanzar a cuatro de ellas, escapando la valerosa Catalina con las cinco restantes para ocultarse en los bosques inmediatos a la playa.
Al amanecer el día siguiente envió Colón una orden a Guanacari para que devolviese las fugitivas; pero sus emisarios hallaron abandonada la casa del cacique y no encontraron un solo indio. Después de esta fuga general todos consideraron las desiertas cercanías de la Navidad como un lugar de mal agüero. Las negras ruinas de la fortaleza y las tumbas rústicas que habían erigido a los cadáveres de sus compatriotas ensombrecían la belleza de los bosques inmediatos. Cuevas y Lucero se acordaban con frecuencia del pobre Garvey, su amigo irlandés.
Un lugar situado cerca de Montecristi, con puerto espacioso, tupidas florestas y dos ríos abundantes en peces, fue acogido como solar favorable para la fundación de una ciudad. Además, Colón sintiose atraído por ciertas noticias de los indios, según las cuales, el Cibao, tan abundoso en oro, estaba a corta distancia, extendiéndose sus montañas casi paralelas al nuevo puerto.
Al fin pudieron desembarcar las tropas con los trabajadores y artesanos que iban a edificar la primera ciudad. Echáronse a tierra las mercancías que debían servir para el comercio con los naturales, los cañones y municiones, las herramientas agrícolas, los cuadrúpedos y las aves que habían padecido mucho durante el viaje y la caballada estabulada en la carraca de Ojeda.
Todos se mostraban alegres al verse libres de la penosa estrechez de los barcos, sufrida durante meses y meses, al no respirar la hediondez del amontonamiento y percibir la fragancia de las florestas tropicales.
Cuevas había visto surgir en pocas semanas las calles y plazas de Isabela. El templo, el almacén de provisiones y la vivienda del Almirante eran de piedra. Las casas de los particulares, unas de madera, otras de cañas y de tierra apisonada.
Trabajaron todos con entusiasmo en los primeros días, pensando que el oro les esperaba más allá de los bosques, en aquellas montañas que asomaban sus cúspides sobre la arboleda. Lo urgente era crear la ciudad. Después irían a hacerse ricos en unas cuantas horas, ya que estaban en Cipango.
A los pocos días se desvanecieron estos entusiasmos. Las enfermedades propias de una violenta aclimatación y de una tierra virgen, no domada aún por el hombre, se ensañaron en los colonizadores. No acostumbrados a la vida del mar los más de ellos, habían padecido mucho al vivir encerrados en los buques, alimentándose con provisiones saladas y en mal estado por los accidentes de la navegación. Además, el clima húmedo y cálido, la continua evaporación de los ríos, la atmósfera estancada por las espesas arboledas, empezaron a enfermar a unos hombres acostumbrados a moverse en otro ambiente.
Muchos de ellos habían vivido hasta entonces de hacer la guerra, sin conocer un trabajo regular. Los de profesión manual se veían obligados a edificar una ciudad, desmontando la tierra a toda prisa, cuando necesitaban reposo y descanso, después de tan penoso viaje. Caían enfermos los más, y a sus dolencias físicas iba unida la desilusión. Tenían que llevar una existencia casi salvaje, cuando habían soñado, hasta pocos días antes, con las ricas ciudades de Catay, viéndose alojados en sus palacios de mármol o cobijándose bajo las techumbres áureas de Cipango.
Los indios de los alrededores traían oro para trocarlo, pero en pequeñas cantidades, y era ya indudable que este metal sólo podía adquirirse con perseverante y fatigoso trabajo.
Hasta Colón, el más optimista de todos, caía enfermo, pasando varias semanas en cama. Y en tal situación fue cuando Lucero tuvo a su hijo, asistida por el doctor Chanca, famoso médico de Sevilla, que había pedido voluntariamente figurar en este segundo viaje, seducido por la novedad del descubrimiento y por las seguridades que daba el Almirante de topar ahora con el Imperio del Gran Kan.
Fernando Cuevas, siempre de pie a la puerta de su bohío, fluctuaba entre la decepción y el entusiasmo, como la mayor parte de los blancos que habían venido a establecerse en este lugar, hermoso e insalubre, embellecido por los mayores esplendores de la Naturaleza y hostil al mismo tiempo para los hombres no nacidos en él.
La abundancia de insectos sanguinarios hacía un infierno de sus noches. La nigua y otros parásitos se ensañaban, con la furia de la novedad, en los cuerpos de blanca epidermis. El joven pensaba inquieto en aquel pequeño ser, carne de su carne, que respiraba y empezaba a abrir sus ojos a pocos pasos de él. Necesitaba defenderlo, con precauciones paternales, de los peligros de este ambiente hermoso y poco propicio para los que aún no se habían adaptado a él. Igualmente debía preocuparse de Lucero, muy animosa durante el viaje, pero quebrantada por la maternidad al pisarla nueva tierra.
Un misterio inquietante se abría, ante la imaginación de Fernando al mirar la naciente ciudad. ¿Morirían allí todos, exterminados por el clima adverso, o sorprendidos, como los de la guarnición de la Navidad, por el inesperado ataque de aquellos guerreros cobrizos que vivían, misteriosamente más allá de los bosques, en montañas lejanas, rojas como la sangre a la salida del sol, azules a la hora del crepúsculo?…
Luego, la confianza que mostraba el invulnerable don Alonso, «el Caballero de la Virgen», enardecía a Cuevas. Indudablemente, ya que estaban en Cipango, según decía el Almirante, debían existir en el interior de la isla, cerca de sus minas de oro, ricas ciudades donde un hombre valeroso podía adquirir, gracias a su valor, considerables riquezas.
No podía quejarse aún de su destino. Uno de aquellos veinte caballos que admiraban y espantaban a los indígenas, como animales fabulosos, seria suyo muy pronto. El soldado de Ojeda a quien pertenecía iba a morir de un momento a otro, a consecuencia de un flechazo «con hierba» recibido en una de las islas Caribes. Él iba a ser uno de los primeros que penetraría en el interior misterioso de Cipango. ¿Qué más podía desear?…
Seguía sonando la campana sobre su cabeza. Volaban asustadas las bandas de loros, volviendo poco después atraídas por la curiosidad. Repetía la atmósfera el canto de esta voz metálica con la vibración de un armonioso y claro cristal. Sonreía la mañana con entusiasmo ingenuo y pueril, seducida por esta nueva música.
En lo alto de los árboles se entreabrían las hojas, dejando visibles centenares de cabezas de monos que escuchaban con grotesca gravedad. Abajo, entre lianas y troncos, surgían otras cabezas más grandes. Eran de indígenas del interior que llegaban arrastrándose para escuchar la voz de esta divinidad de bronce, traída por los blancos del cielo, y que podía hablar a enormes distancias.
Y algunos de estos indios eran de luengos cabellos y altos plumajes, con la cara y el cuerpo pintados, llevando arco, flechas y un palo duro a guisa de espada. Lo mismo que aquellos otros que al final del primer viaje habían intentado cautivar al paje Andújar y a un grupo de marineros.
II: Donde el Caballero de la Virgen descubre oro y lucha heroicamente con el hambre
Una tarde, Alonso de Ojeda, que estaba alojado en la misma casa de piedra ocupada por el Almirante, fue en busca de Fernando.
Don Cristóbal, todavía en cama, enfermo de fiebres y con el ánimo muy decaído, había llamado a su joven capitán. Los buques de la flota tenían ya echados en tierra sus cargamentos y debían volverse a España. Había esperado el Almirante disponer de enormes cantidades de oro y especias, acumuladas por la guarnición de la Navidad, y sólo encontró ruinas y cadáveres. ¿Qué dirían en España los reyes y todos los que habían acogido con júbilo la noticia de sus descubrimientos?…
—Es necesario —resolvió Colón— enviar allá algo. Estamos en Cipango y deben existir en el interior de la isla populosas ciudades, en alguna región más cultivada, allende las montañas elevadísimas que desde aquí vemos. Todos los indios hablan de Cibao como lugar de oro, y el nombre de Caonabo, que significa en nuestro romance «Señor de la casa dorada», demuestra la riqueza inmensa de sus Estados. Creo que sus minas no están más que a tres o cuatro días de viaje, marchando hacia el interior. Id, hijo, con algunos de vuestros hombres a explorar la tierra, antes de que zarpen los buques, y si Dios quiere que se confirmen mis esperanzas, la flota podrá llevar a España las nuevas de que hemos descubierto al fin las montañas de oro de Cipango.
Y Ojeda venía a dar aviso a su protegido para que fuese de tal expedición. Se despidió Cuevas de Lucero, asegurando que su ausencia sólo duraría una semana. La joven estaba ya repuesta de su parto, lánguida aún por el cansancio, pero al mismo tiempo animada por el orgullo de su maternidad. Don Alonso había sido el padrino de su hijo, dándole su propio nombre. Los señores más importantes de la nueva colonia se preocupaban de ella y de su niño, por ser éste el primer nacido en Isabela. El encargado de los víveres la hacía frecuentes regalos. Las contadas mujerzuelas que habían seguido ocultamente a los expedicionarios, conmovidas por una solidaridad de sexo, acudían a la casa de la parturienta para servirla como criadas voluntarias. Luego continuaban sus visitas, por la tolerancia bondadosa con que las acogía Lucero, no obstante la desigualdad de sus respectivos estados sociales. Esta vida incierta de aventuras en un mundo completamente nuevo borraba las diferencias jerárquicas que habían subsistido hasta el momento de desembarcar.
También Fernando notaba una transformación importante de su persona en esta nueva existencia. Todos los jinetes mandados por Ojeda habían sido en España jóvenes hidalgos, orgullosos de su linaje y de haber vencido a los moros, mostrando cierta vanidad al hablar de sus parientes ricos o de los personajes nobles emparentados con sus familias.
En España hubiese sido Fernando Cuevas para ellos un mísero paje, hijo de un escudero olvidado. En este mundo nuevo sentíase el joven ensoberbecido por una tendencia igualitaria. Era hijo de un hombre de armas que había muerto en la guerra, como los ascendientes de los otros; no de un menestral de profesión villana, y sentíase tan hidalgo como los demás. Únicamente la simpatía y la admiración le hacían respetar a Ojeda como superior.
Partió a la mañana siguiente con su audaz capitán y seis de aquellos nobles mancebos que eran ahora sus camaradas. Todos iban montados en caballos andaluces, grandes, carnudos, de colas y crines largas, los jaeces adornados con cascabeles, y este continuo tintineo, así como el roce metálico de sus armaduras, daba a los ocho hombres y a sus enredes un aspecto imponente para los indígenas. Iban a creerlos divinos centauros, descendidos del cielo, bestias humanas, mezcla de animal y de hombre, que unas veces se partían y otras avanzaban formando una sola pieza.
Emprendía Ojeda alegremente esta exploración peligrosa y aventurada. Desde muchos días antes sentíase agitado por un sentimiento agresivo de rivalidad y celos, la molestia que siente todo hombre corajudo cuando oye hablar con frecuencia de otro igualmente valeroso.
—Harto estoy —decía— de ese Caonabo, cacique de las montañas. Los indios sólo hablan de él como si fuera a comérsenos. Hagamos una algarada en sus tierras y a ver qué nos pasa.
Marcharon directamente hacia el interior, perdiendo de vista el mar. En los dos primeros días las jornadas fueron penosas y lentas. Tuvieron que atravesar tupidos bosques siguiendo los senderos casi borrosos que los indios abrían con el roce de sus pies desnudos.
No encontraban a nadie. Los indígenas que osaban vivir cerca de la colonia de los blancos huían al ver de lejos a estos hombres de hierro, montados sobre unas bestias quiméricas que sonaban al trotar y conmovían de vez en cuando el silencio de la arboleda con sus agudos relinchos.
En la tarde del segundo día llegaron al pie de una sierra elevada, y a través de angostos desfiladeros alcanzaron la meseta, pasando en ella la noche. Al salir el sol vieron a sus pies una extensa y hermosa llanura, con grupos de árboles y abundantes pueblos, atravesada por el curso serpenteante del río Yagui, el mismo que Colón había bautizado Río de Oro al encontrar su desembocadura en Montecristi.
Al bajar a la planicie, penetrando en pueblos de enorme vecindario, Ojeda y sus jinetes se vieron acogidos con una respetuosa y admirativa hospitalidad, cual si fuesen dioses. Tuvieron que vadear muchas veces el mismo río y otros que afluían a él, llegando a las montañas que estaban enfrente, después de varios días de marcha por la llanura.
Ya estaban en las regiones doradas de Cibao. El temible Caonabo debía hallarse ausente, en alguna expedición guerrera, pues no se presentó a cortarles el paso.
Los habitantes del país iban desnudos como los otros y se hallaban en el mismo estado de vida primitiva. En ninguna parte encontraron vestigios de aquellas ciudades ricas y enormes que suponía Colón en el interior de la isla. Ojeda no se desalentó al ver desmentidas de un modo tan completo las suposiciones del Almirante.
—Ignoro si esto es Cipango o no lo es —dijo a Cuevas—, pero oro lo hay a manta.
La ilusión y la realidad se mezclaba ante sus ojos con deslumbrantes espejismos. Veían relumbrar la tierra de las montañas a causa de las partículas de oro. Los indios separaban con destreza estos pequeñísimos granos para ofrecerlos a los temibles centauros. Otras veces las piedras jaspeadas de metal sin ningún valor les parecían de puro oro, como le había ocurrido al Almirante en el río inmediato a Montecristi.
De todos modos el oro verdadero resultaba abundante. Como los indios no sentían por él gran aprecio, las corrientes acuáticas, al descender de las montadas, habían ido depositándolo, durante siglos y siglos, en el lecho de ríos y barrancos, y este puñado de centauros audaces eran los primeros en explorar, aunque fuese al galope, tales yacimientos.
Encontró Ojeda en uno de los arroyos un pedazo de oro en bruto que pesaba nueve onzas.
—Todo esto no son más que barreduras del suelo —dijo el hidalgo, entusiasmado—. Lo más importante está oculto en las grietas y entrañas de la sierra, y lo iremos sacando cuando volvamos con más calma.
Como el Almirante le aguardaba impaciente para despachar los buques, y las noticias que llevaba Ojeda eran muy gratas, se apresuró a volver a Isabela con su gente.
Dispuesto Colón a creer las más exageradas magnificencias de aquella tierra, se reanimó con los informes del joven capitán, tan imaginativo y entusiasta como él. Todos los de la ciudad se enardecieron igualmente con los relatos que iban haciendo de grupo en grupo Cuevas y los otros jinetes.
La estación era propicia para la vuelta a España, y Colón se apresuró a aprovecharla, quedándose sólo con cinco buques para el servicio de la colonia y despachando los otros con rumbo a Cádiz.
Envió muestras del oro encontrado por Ojeda, así como de frutos y plantas curiosas, y lo menguado y pobre del cargamento lo remedió con largos escritos describiendo la hermosura de la isla y dando seguridades de poder enviar en otro viaje buques llenos de oro y de especias. En cambio, pedía con angustia que le remitieran cuanto antes nuevos cargamentos de víveres.
Existían en Isabela más de mil personas no acostumbradas aún a los manjares indios, y empezaban a escasear los alimentos procedentes de Europa. Una gran cantidad de vino se había perdido durante el viaje por no estar los toneles bien preparados para las altas temperaturas del trópico. Necesitaban alimentos, medicinas, ropas, armas, y también mayor cantidad de caballos. Y como por el momento no podía enviar Colón mucho oro con que adquirir lo que necesitaba la colonia, propuso en su carta a los reyes que le autorizasen para cazar indios caníbales y llevarlos a España, donde serian vendidos como esclavos, bautizándolos antes. De esta manera, el Tesoro real recibiría enormes ingresos, los isleños se verían libres de sus terribles vecinos los caribes, y adquiriría la religión grandes multitudes de adeptos, salvando sus almas a la fuerza.
La partida de la flota para España produjo en Isabela tristeza y desaliento. Centenares de seres vieron alejarse la mayor parte de los buques con rumbo a España, mientras ellos se quedaban en una tierra hermosa, pero inclemente, roídos por las enfermedades, sometidos a ración, como en una nave falta de víveres, teniendo que trabajar en labores que los más de ellos no habían hecho nunca, improvisándose albañiles o labriegos, cuando habían venido como hombres de espada, con la esperanza de conquistarse tal vez un pequeño reino.
Algunos habían vendido o malbaratado las tierras que poseían en España para venir a este nuevo viaje de los argonautas, creyendo asunto de unas semanas nada más el hacerse rico en las tierras del Gran Kan… Y empezaban a ver ante ellos un porvenir de miseria, en medio de poblaciones desandas y sobrias, acostumbradas a una vida sin comodidades.
Se fue generalizando la duda sobre las afirmaciones del Almirante. Volvían muchos a considerarlo un hablador imaginativo, como en los tiempos que era apodado «el hombre de la capa raída». ¿Dónde estaban las ricas ciudades de Asia, todas de mármol, con sus cortejos vestidos de oro y sus filas de elefantes?… ¡Y pensar que muchos de ellos habían buscado influencias en la corte para que los admitiesen en esta expedición, y otros se ocultaron en los buques, arrostrando terribles penalidades, para poder asistir al fabuloso reparto de riquezas que iba a realizarse al otro lado del Océano!…
Colón se excusaba diciendo que bien había advertido en Sevilla y Cádiz, antes de partir la flota, que la empresa no iba a ser tan cómoda como se imaginaban las gentes, y el oro, aunque existía, costaba muchas fatigas el adquirirlo. Esto era cierto; pero el temible imaginativo olvidaba que meses antes, al volver de su primer viaje, había exaltado a todos con exageradas descripciones de las inauditas riquezas que le esperaban allá, y las muchedumbres se aterran siempre a las afirmaciones optimistas del primer momento, olvidando las prudentes rectificaciones llegadas después.
Cuevas empezó a darse cuenta de la animadversión creciente de los españoles contra Colón. Él y Lucero mostraban un respeto admirativo por el Almirante, reconociendo la exactitud de muchas de sus quejas. Pero al mismo tiempo encontraban justas las lamentaciones de una muchedumbre enferma, fatigada y sin ilusiones, afirmando, cada vez en tono más fuerte, que el Almirante los había engañado.
Uno de los personajes más importantes de la colonia era Bernal Díaz de Pisa, hombre bien visto en la corte, y que venía de contador en la expedición. Había perdido su empleo en España creyendo de buena fe que iba a manejar grandes riquezas en las tierras del Gran Kan, como los tesoreros de los cuentos orientales, y su desilusión al encontrarse en una isla salvaje se iba trocando en odio contra el Almirante.
Otro de los descontentos era un ensayador y purificador de metales llamado Fermín Cado. También había venido con la esperanza de que iba a examinar montañas enteras de oro, y al ver este metal solamente en pequeñas cantidades traídas por los indios, y muchas veces de baja ley, negaba públicamente que existiesen en la isla grandes yacimientos auríferos.
Los descontentos formaron el plan de apoderarse de los cinco buques anclados frente a Isabela e irse con ellos a España, llevando a los reyes un memorial, escrito por Fernal Díaz de Pisa, en el que se relataban todas las tristezas de la naciente colonia, exagerándolas para que contrastasen más aún con las fantasías de Colón.
El miedo a los hombres de guerra adictos al Almirante, y la imprudencia de los conjurados, hicieron abortar el plan. Colón metió preso a Díaz de Pisa en uno de los buques, para enviarlo oportunamente a España, y castigó a los demás comprometidos en una rebelión que tantas vetes iba a reproducirse durante su mando.
Como ya estaba restablecido de su enfermedad y necesitaba reanimar a su gente, preparó una gran expedición a las montañas de Cibao. Durante su ausencia le reemplazaría como gobernador su hermano Diego. Cuevas apreciaba su carácter pacífico y suave, reconociendo al mismo tiempo la imprudencia en muchas ocasiones de sus palabras, más sinceras que oportunas. Era el menos inteligente de los Colones; iba vestido con hábitos casi sacerdotales, y su ambición secreta era que su poderoso hermano el Almirante consiguiese de los reyes que lo hicieran obispo.
La mayor parte de la población de Isabela marchó en esta expedición al interior. Como Colón tenía el propósito de levantar una fortaleza cerca de las minas, llevó con él a todos los artífices y trabajadores de la ciudad. Sólo quedaron en ésta los hombres necesarios para guardar su muralla de piedra.
Don Pedro Margarit, noble catalán que había ido en este segundo viaje como jefe de las tropas, cabalgaba al lado del Almirante. Eran cuatrocientos hombres los que formaban el grueso de la expedición, ejército enorme en aquella tierra, dada la superioridad de sus armas. Salieron de Isabela con las banderas desplegadas, al son de trompetas y tambores, seguidos de una muchedumbre de indígenas que habían acudido a presenciar este maravilloso espectáculo. En la vanguardia iba Ojeda con todos sus jinetes.
Al llegar a la montaña, la aspereza del terreno trastornó el aspecto bizarro de las tropas. Hubo que avanzar por estrechos desfiladeros que impedían el paso a las cargas de municiones, víveres, herramientas y armas. Ya no era la expedición a la ligera hecha por don Alonso y sus compañeros. Éstos y otros que habían hecho la guerra a los moros en las montañas de Granada se lanzaron animosamente a abrir un camino, el primero del nuevo mundo, y Colón bautizó este paso con el titulo de Puerto de los Hidalgos, para honrar a los caballeros que le habían hecho.
Al ver desde lo alto la hermosa llanura, la llamó Vega Real, y descendió a sus numerosos pueblos, entrando en ellos con el mismo aparato bélico que había salido de Isabela.
Nuevamente los indígenas volvieron a asombrarse viendo los caballos, que eran en esta segunda irrupción más numerosos, no pudiendo contener sus gritos cada vea que el fabuloso animal se partía, apeándose el jinete, para volver a rehacerse en una sola pieza poco después.
Al pie de las montanas de Cibao tuvieron los españoles que enviar su recua de mulas a Isabela, por haber consumido ya el pan y el vino. No estaban acostumbrados aún a los alimentos de los indios que después fueron encontrando nutritivos y agradables.
Las montañas de Cibao eran yermas, de lúgubre aspecto, como ocurre casi siempre en los países ricos en minas; los árboles pocos y débiles, y el agua, muy abundante en algunos lugares, faltaba completamente en otros. Pero los expedicionarios se consolaban encontrando abundantes granos de oro. Los indios montañeses, viendo cómo los blancos apreciaban este metal, se apresuraban a regalarles pequeños fragmentos que iban a buscar en los lechos secos de los torrentes.
No quiso seguir Colón más adelante. Estaban a dieciocho leguas de su ciudad, y la comunicación era difícil, por tener que salvar dos cadenas de montañas. Lo prudente era hacer un fuerte en el punto a que había llegado, con guarnición que labrase las minas inmediatas y explorase el resto de Cibao. Este fuerte fue construido de madera, sobre una colina rodeada casi enteramente por un río, y con profundo foso en el lado no resguardado por aquél.
Colón, acordándose de sus enemigos de Isabela, le dio festivamente el nombre de Santo Tomás, porque dicho apóstol sólo podía creer lo que viese y tocase. Ya habían visto sus gentes el oro de Cibao y lo tocaban con sus manos.
Llegaban a bandadas los indígenas trayendo oro en polvo o en pepitas menudas, para darlo a cambio de un cascabel. Y como todos los cobrizos eran naturalmente imaginativos y embelecadores, al verse escuchados con tanta atención por estos seres de origen celeste, exageraban a porfía sus informes, afirmando que a pocas jornadas de camino se hallaban pedazos de oro grandes como naranjas, y otros añadían que como cabezas de muchacho. Pero tales riquezas siempre estaban más lejos… ¡más lejos!
Cuando Colón y su tropa volvieron a Isabela, semanas después, encontraron a los habitantes más abatidos y enfermos que antes de su partida. El calor y la humedad obraban prodigios en la fecundación de los campos. A fines de Marzo, un labrador presentó ya al Almirante espigas de trigo sembrado a fines de Enero. Prosperaban rápidamente la caña de azúcar, traída de España, la viña y numerosas hortalizas. Pero el sol abrasador y el suelo vaporoso desarrollaban las fiebres. Todos estaban enfermos o postrados. Las construcciones se paralizaban y los cultivos quedaban interrumpidos. Los víveres traídos de España se pudrían, y era necesario acortar las ya mermadas raciones.
Caballeros que no habían trabajado nunca e iban vestidos con lujosos trajes tenían que suplir a los menestrales y agricultores enfermos. Muchos de ellos no buscaban riquezas. Habían hecho el viaje a las tierras del Gran Kan para realizar hazañas en países orientales, como los paladines de las novelas caballerescas… ¡Y cuando soñaban con ser héroes de epopeya, se veían convertidos en trabajadores manuales, semejantes a los que habían considerado siempre en Europa como de un rango inferior!…
Al mismo tiempo Colón deseaba continuar sus viajes marítimos. Se hallaba cerca de Cuba, que era, según él, la punta avanzada de Asia. Lo mejor para sacar a la colonia de su incierta situación era que él fuera animosamente en busca del Gran Kan, navegando hacia Poniente. Tal vez sólo le separaban unas cuantas singladuras de los grandes puertos de Asia. Y dejando otra vez la ciudad bajo el gobierno de su hermano Diego, se embarcó el 24 de Abril, llevando con él a Juan de la Cosa, el célebre piloto, que le había seguido igualmente en este segundo viaje. Costeando la península llamada Cuba daría indudablemente con el famoso Catay.
Para evitar las enfermedades de Isabela, asegurando al mismo tiempo su dominio sobre la isla, ordenó que se esparciesen por el interior todas las tropas. Alonso de Ojeda; con cincuenta hombres, debía guarnecer el fuerte de Santo Tomás. El resto del ejército, mandado por don Pedro Margarit, correría la provincia de Cibao y luego toda la Española. Y se lanzó a navegar, dejando en Isabela a su hermano, que no obstante ser extremadamente devoto, vivía en guerra abierta con el padre Boil. Margarit, por su parte, consideró inútil el paseo militar por la isla, prefiriendo instalarse en los pueblos de la dulce Vega Real, donde los soldados empegaron a desmoralizarse, llevando una vida de voluptuosidades y violencias. Hasta dejaron de formar un cuerpo compacto y se dividieron en partidas, que corrían a su gusto el país en busca de oro.
No podía consentir Margarit que don Diego Colón interviniese en todos los asuntos, no obstante su reconocida impericia. En ausencia del Almirante, él, por ser jefe de las tropas, se consideraba única gobernador. El padre Boil, vicario apostólico, también se creía rebajado por las intromisiones de este Colón, aprendiz de clérigo, y un día, él y Margarit, con muchos descontentos, resolvieron volverse a España para acusar al Almirante, demostrando a los reyes la falsedad de sus descripciones y la poca valía de las tierras descubiertas, que nada tenían que ver con el rico Imperio del Gran Kan.
Colón se había llevado tres carabelas: la Niña, que en este segundo viaje había tomado el nombre de Santa Clara, y las llamadas San Juan y la Cordera. Dejó en Isabela dos buques mayores, por ser demasiado grandes para explorar costas y ríos, y de ellos se apoderaron los conjurados, haciéndose a la vela para España. El primer general y el primer nuncio apostólico en el nuevo mundo desertaban sin pensar en las consecuencias.
Cuevas y Lucero no presenciaron las agitaciones y desórdenes que produjo todo esto en Isabela. Estaban en el fuerte de Santo Tomás con don Alonso, y durante un mes ignoraron lo ocurrido en la colonia.
Había accedido Ojeda a los ruegos de su protegido, que deseaba vivir cerca de las minas. En Isabela nada tenía que hacer, y ahora que era padre veía acrecentados sus anhelos de riqueza. Estando en Santo Tomás exploraría las montanas de Cibao con la esperanza de adquirir mucho oro. También Lucero, con Alonsico pegado a sus pechos, emprendió el viaje al interior de la isla.
Esta tropa de Ojeda era la única que se mantenía disciplinada y obediente a su jefe. Los soldados dispersos de Margarit habían esparcido el terror con sus fechorías. Huían de ellos los indígenas cuando eran numerosos, o los atacaban al encontrarlos solos. Caonabo, el más temible de los caciques de la isla, que hasta entonces se había mantenido en una actitud defensiva, sin dejarse ver, creyó llegado el momento de exterminar a los blancos, como había hecho con la guarnición de la Navidad.
Ojeda seguía pensando en este enemigo, digno de medirse con él. Había ido conociendo su historia en fuerza de preguntar a los indígenas más importantes de las tierras sometidas.
Este aventurero caribe había venido a Haití en una expedición guerrera, quedándose en la isla para siempre. De cuerpo atlético, irresistible en la pelea y dotado de un instinto estratégico, se había abierto paso inmediatamente, haciéndose proclamar reyezuelo de Cibao e inspirando miedo a los cuatro caciques que gobernaban el resto de la isla. Sus hombres eran los más belicosos, diferenciándose de los otros haitianos, que amaban la paz y la vida dulce.
—Tiene muchas mujeres —dijo Ojeda a Cuevas—, lo mismo que Guanacari y los demás reyezuelos, pero su esposa principal, la verdadera reina, se llama Anacaona, y dicen que es mujer hermosa, muy blanca para su raza y de gran entendimiento. No quería casarse con este bárbaro de gustos tan diferentes a los suyos. A ella le place la música, compone canciones de esas que los indios llaman «aeritos»; sus gentes conocen por dónde ha pasado a causa de los perfumea que deja su cuerpo, y dicen que no gusta de guerras… Pero su hermano, el cacique Behechio, rey de otra parte de esta isla, tuvo que darla como esposa a Caonabo para evitarse una invasión de sus tierras.
Muchas veces, en la soledad de las montañas de Cibao, paseando siempre a la vista del fuerte, olvidaba don Alonso las ambiciones que le habían traído a estas tierras nuevas, para volver su pensamiento a España.
—¿Qué estará haciendo mi doña Isabel en estos momentos? —decía a Cuevas.
Poco después agregaba, con una ironía amarga.
—Bien puede ser que me crea en un salón inmenso del palacio del Gran Kan, vestido de oro y perlas, y se sienta celosa, imaginándose que el «rey de los reyes» pretende casarme con una princesa de su familia… ¡Si ella viese la verdad!
Y volviendo su espalda al río y a la vasta pradera descubierta que se extendía ante la fortaleza, miraba el desolado paisaje de las montañas de Cibao.
Sus preocupaciones de hombre de guerra le hacían olvidar luego el país lejano donde estaba doña Isabel. Le inspiraba inquietud ver cada vez más escasos los indios que venían a hacer trueques con la guarnición.
—¡Ese Caonabo! —dijo una tarde a Cuevas—. No lo conozco, y lo veo rondando en torno a nuestra fortaleza. Tal vez está detrás de esas colinas esperando la noche. Va a caer sobre nosotros. Alguien me lo avisa. Tal vez es la Virgen que tengo junto a mi cama y a la que me encomiendo todas las noches. Acordémonos del pobre Arana y del fuerte de Navidad. Necio el poner confianza en esta gente desnuda. Hasta los más buenos, que vierten lágrimas a cada momento, cambian con facilidad de opinión.
Y como si el supersticioso caballero estuviese verdaderamente avisado por la pequeña imagen que llevaba a todas partes, aquella misma noche cayó Caonabo sobre el fuerte.
Fue a modo de una inundación de carne cobriza, desnuda, pintarrajeada, vociferante, que se extendió por toda la llanura inmediata al fuerte. Había juntado el «Señor de la casa dorada» diez mil guerreros, armados de mazas, flechas y lanzas de madera dura templada al fuego. Muchas de estas gentes eran suyas, y el resto, de los demás reyezuelos de la isla, a los que había coligado secretamente contra los blancos.
Habían marchado silenciosamente a través de las selvas, para caer en plena noche sobre el fuerte de Santo Tomás, aislado en el interior de la isla. Esperaba sorprender a su guarnición, creyéndola en completo abandono, como los otros grupos de españoles que andaban dispersos; pero tenía enfrente a un caudillo tan indomable como él, igualmente despreciador de la muerte y más astuto.
Velaban los del fuerte, y al llegar la invasión de guerreros pintados y empenachados cerca del río y el foso, surgieron de su torre de madera los relámpagos de varios arcabuces y de un falconete, huyendo todos ante estos truenos mortíferos.
Caonabo no podía intentar el asalto del fuerte con sus desnudos guerreros estando advertida la guarnición. Imposible arrostrar las armas de fuego, ni salvar bajo sus disparos el profundo foso. Se propuso tornar la fortaleza por hambre, y desplegó su ejército en los bosques cercanos, ocupando todos los desfiladeros para interceptar las provisiones que, por afán de ganancia, llevaban al fuerte algunos indios.
Este asedio, que iba a durar treinta días, hizo desplegar a Ojeda toda su actividad valerosa y su ingenio para burlar las artes del caudillo caribe.
Fernando Cuevas sintió cierta flojedad de ánimo en los primeros días, al pensar en Lucero y su pequeño hijo. Pero la animosa joven aceptaba, con una adaptación propia de su raza, todos los episodios de esta vida de aventuras, favorables o adversas.
Muchas veces la vio Cuevas a su lado, en lo alto de la torre de madera, vigilando la línea obscura de los bosques que ocultaban a los sitiadores. Mientras dormía el pequeño Alonso en una habitación de abajo, Lucero intentaba ejercitarse en el manejo de las armas de su marido.
Reía Ojeda al escuchar cómo la joven manifestaba su voluntad de morir matando, antes de caer en manos de aquella gente, si es que se perdía el fuerte.
En realidad, vivía mejor que todos los defensores de Santo Tomás, incluso el jefe. Una parte de las provisiones saladas, procedentes de la colonia, que Ojeda iba repartiendo parcamente, era para ella, en consideración a su calidad de madre dedicada a la lactancia.
Cuando estas provisiones empezaron a agotarse, Ojeda hizo frecuentes salidas, combatiendo a campo raso. Cuevas, que iba siempre cerca de él, empezó a creer que realmente era invulnerable, por obra de un poder misterioso. Este hombre de pequeña estatura, desconocedor de la muerte, atacaba siempre el primero, y valido de su asombrosa agilidad, combatía contra numerosos guerreros a la vez, hiriendo o matando sin descanso.
En algunas ocasiones eran tan terribles los golpes de clava que le asestaban sus enemigos, que al pararlos con su escudo, la violencia del choque le obligaba a doblar las rodillas. Pero impulsado por el resorte de su indomable voluntad, volvía a erguirse inmediatamente, continuando el ataque.
Casi todos los que tomaban parte en estas salidas tornaban heridos aunque fuese de poca importancia. Alonso de Ojeda no traía nunca el menor rasguño. Nadie lograba sacarle sangre.
Gracias a estas salidas conseguían víveres, arrebatando cuanto encontraban en los bohíos cercanos o en los techos de ramaje bajo los cuales vivían los sitiadores. Caonabo, a pesar de su renombre de guerrero invencible, procuraba no salir al paso de este héroe blanco, cuya cabeza apenas llegaba a uno de sus hombros y que avanzaba ileso entre espesas lluvias de flechas. Veía en él a un ser extraordinario protegido por los espíritus.
Los más atrevidos guerreros de Caonabo fueron pereciendo en este asedio de abundantes combates. Las fuerzas sitiadoras disminuían diariamente, pues los indios, no acostumbrados a operaciones lentas de guerra, se cansaban del asedio, dispersándose para volver a sus pueblos. Y al fin, el «Señor de la casa dorada» se retiró igualmente, asombrado de las hazañas del que él llamaba «Pequeño jefe blanco». Cuevas aún admiró más a su protector después de las penalidades sufridas durante el sitio.
Un indio pacífico, con la esperanza de que le regalasen alguno de los objetos maravillosos traídos por los blancos (cascabel, pedazo de espejo o gorro colorado), llegó un día arrastrándose hasta el fuerte, pidiendo ver a su jefe.
Traía dos palomas silvestres para que las comiese el valeroso «hijo del cielo». Ojeda quiso regalarlas a la esposa de Cuevas. Esta comida fresca reanimaría a la madre, dando un alimento más nutritivo a su pequeño.
Protestó la joven, rechazando el regalo. Ella había comido, gracias a las últimas provisiones que le reservó don Alonso. Tal vez era la única que había podido hacerlo en todo el fuerte, y no iba ahora, por ser mujer, a reservarse igualmente un manjar inesperado. Bien merecía don Alonso comer las palomas después de tantas penalidades.
Estaban en un cuarto de la torre, y varios soldados, íntimos de Ojeda, presenciaban la disputa cortés. Observó el jefe las miradas ávidas de sus compañeros, y acabó por decir gravemente:
—Es lástima que estos animalejos no puedan saciarnos a todos… Yo no debo regalarme mientras los demás sufren hambre. Seamos todos iguales.
Y abriendo una ventana, dio suelta a las dos palomas, que se alejaron con rápido vuelo.
III: De qué modo el «Pequeño jefe blanco» llegó a apoderarse del «Señor de la casa dorada», admirándole el salvaje por su osadía y su astucia.
Volvió el Almirante a Isabela después de varios meses de ausencia, cuando muchos le creían ya muerto en el mar. Su hermano Bartolomé, al que no había visto desde mucho antes de su primer viaje, o sea cuando se separaron en Portugal, le esperaba en la nueva ciudad.
Este hermano, de carácter enérgico, cuerpo vigoroso y muy dado a imponer su autoridad, le iba a ser más útil que el devoto y poco inteligente don Diego. En su fondo, Cristóbal y Bartolomé eran semejantes, pero el primero sabía disimular la brusquedad y egoísmo de su verdadero carácter con una dulzura estudiada, mientras el otro sólo podía expresarse secamente y con arrogancia.
Al saber Ojeda la vuelta del Almirante, dejó el fuerte de Santo Tomás confiado a uno de sus tenientes, y acompañado de Cuevas y su mujer volvió a Isabela.
Ocuparon otra vez su antigua casa Fernando y Lucero, y un nuevo amigo los visitó con frecuencia. Era el señor Juan de la Cosa, el célebre piloto, que por tener su familia en España, como la mayor parte de los navegantes, buscaba el trato de este matrimonio joven, comiendo muchas veces en su vivienda.
Las provisiones venidas de España eran cada vez más escasas y malas; pero Lucero, con su ágil adaptación al ambiente, había aprendido de algunas mujeres indias el modo de preparar los alimentos del país.
Ella y Cuevas estaban habituados al pan de cazabe y al maíz tostado. Eran también los primeros de la colonia que habían comido iguana, lagarto que causaba horror a los españoles y se veía muy buscado y apreciado por los indígenas ricos. Algunos pequeños cuadrúpedos de la escasa fauna del país eran también utilizados al modo indígena por Lucero y una vieja india que la ayudaba a guisotear.
Juan de la Cosa, en su calidad de primer piloto, conseguía traer del depósito de víveres algún botellón de madera lleno de vino, lo más buscado y precioso de la colonia. Y al final de estas comidas al aire libre, en un terreno a espaldas del bohío, que servía de corral, relataba los incidentes de su última navegación con el Almirante.
Sólo habían hecho un descubrimiento, el de una isla que más adelante fue llamada Jamaica.
—Hemos pasado la mayor parte de la navegación —dijo— explorando las costas de Cuba por el Sur, y el Almirante se muestra convencido, cada vez más, de que es tierra firme, una punta avanzada de Asia, en cuyo arranque espera encontrar el estrecho del Quersoneso Áureo. Hasta promete, si es que encuentra dicho estrecho al final de Cuba, seguir adelante, dando la vuelta a la tierra, y los reyes de España tendrán la sorpresa de verlo llegar por Oriente, luego de haber dado la vuelta al África.
Iba preguntando con ansiedad a todos los indígenas de Cuba, valiéndose de su intérprete, si tenían noticias del Gran Kan. Unos no lo entendían; otros, con el deseo que muestra el indio de saberlo todo, pero colocándolo siempre a gran distancia, señalaban al Occidente, hablando de hombres que iban vestidos con largas túnicas blancas y tenían barcos. (Se referían sin duda a los indígenas del Yucatán y de Méjico, que conocían de fama).
Todo esto mantenía a Colón en la quimera de que se iba aproximando a las grandes ciudades asiáticas gobernadas por el «rey de los reyes». Empezaban a hablar los indígenas de un rico distrito del interior llamado Mangón, y este nombre llenaba de gozo al Almirante. Era indudablemente Mangui, la provincia más rica de los reinos del Gran Kan.
Sus quimeras llegaban a obsesionar a sus propios marineros. Uno de éstos volvía despavorido a las naves, dando gritos, después de una exploración por la selva cubana. En lo más tupido de la arboleda había visto una procesión de hombres vestidos de blanco hasta los pies, a modo de frailes.
Ver hombres vestidos equivalía a encontrarse con apariciones fantásticas en este mundo de gentes desnudas. En vano exploraba el Almirante la selva tropical, esperando toparse con un grupo de enviados del poderoso monarca asiático. Juan de la Cosa tenía la sospecha de que el crédulo marinero, engañado por la luz difusa y el ambiente misterioso de la selva, había tomado por frailes blancos a una especie de grullas enormes que caminaban entre la arboleda buscando alimento.
—Nuestros tres pequeños buques —continuaba el piloto— estaban fatigados y hacían agua. Era prudente regresar a la Española. Pero antes de volver atrás creyó necesaria el Almirante una declaración solemne de todos nosotros, para exhibirla luego, cuando regrese a España, combatiendo de este modo la opinión de los navegantes y hombres de estudio que empezaban a poner en duda su descubrimiento del Asia oriental, y hacen la temeraria suposición de que lo encontrado por él era un mundo enteramente nuevo.
A partir de aquí, Juan de la Cosa continuaba su relato con cierta ironía.
Llevaba navegadas trescientas treinta y cinco leguas a lo largo de Cuba, y le parecía imposible al Almirante que tan enorme longitud fuese de una isla.
—Envió a los tres buques al escribano de la flota, acompañado de cuatro testigos, para que preguntase a cuantas personas había en ellos, desde capitanes hasta grumetes y pajes, si tenían, alguna duda de que la tierra de Cuba es continente y no isla, y que en ella empiezan las verdaderas Indias, llegándose por sus costos a países de gentes civilizadas, o sea a los dominios del Gran Kan… Y todos, hasta los pajes de escoba, hemos declarado solemnemente que Cuba no es isla y que pertenece al Asia.
Juan de la Cosa, al decir esto, sonreía ligeramente. Cinco años después, cuando trazó cerca de Cádiz su célebre mapa —el primero de la futura América—, hacia figurar a Cuba como isla, mientras Colón y sus allegados seguían creyéndola una punta oriental de Asia.
—El escribano —continuó— hizo Armar a todos los de la armada, declarando al pie del documento que todo el que se desdiga luego, afirmando que Cuba es isla, pagará una multa de diez mil maravedises si es capitán o piloto, y caso de ser marinero, grumete o paje, recibirá cien azotes y se le pasará un hierro ardiendo a través de la lengua.
Eran las penas corrientes entonces para los perjuros.
Lo que no sabía Juan de la Cosa era que si un grumete hubiese subido a las gavias en el momento que el escribano iba de buque en buque pidiendo tal declaración, habría visto el extremo occidental de Cuba, y más allá el mar libre. Precisamente el Almirante exigía dicho testimonio cuando le faltaban menos de un par de días de navegación para dar vuelta a la punta terminal de la isla. Y había de vivir luego convencido hasta el momento de su muerte de que Cuba era principio y fin del continente asiático.
Describía Juan de la Cosa la hermosura de un enjambre de pequeñas islas, a las que había dado Colón el nombre de Jardín de la Reina.
—Yo pedí al Almirante que continuásemos navegando, siempre al Occidente, hasta dar con algún puerto rico y famoso de los muchos que debe tener el Imperio del Gran Kan, pero de pronto don Cristóbal sintiose acometido de una enfermedad que le privó de la memoria y la vista, sumiéndolo en profundo letargo, semejante a la muerte.
El célebre piloto había tomado entonces el mando de la flotilla, volviendo a Isabela, donde bajaron de su buque a Colón tendido en una camilla, absolutamente insensible. Y cuando al fin había abierto los ojos y recobrado el conocimiento, lo primero que vio junto a su lecho fue la cara de su hermano Bartolomé. Las relativas comodidades de su casa de piedra y el trato con este hermano, que parecía infundirle una parte de su carácter áspero y enérgico, fueron devolviéndole su perdido vigor.
La resistencia de Caonabo era lo que más le preocupaba. Guanacari había venido a ver a Colón, no obstante su inexplicable huida, para hacerle saber que los otros caciques lo hostilizaban porque no entraba en su confederación contra los blancos. En realidad, no quería comprometerse con unos ni con otros, hasta ver quién vencía.
Consideraba necesario el Almirante apoderarse de Caonabo, medio seguro de restablecer la paz en la isla, pero reconocía al mismo tiempo lo quimérica de tal empresa. Reinaba en la parte central y montañosa de la isla, sobre regiones de difícil acceso a causa de sus fragosos caminos, ríos anchísimos e intrincadas selvas. Combatir a este caudillo astuto en su propio país, donde podía armar continuas celadas, era de éxito incierto y equivalía a buscar la derrota. Y el Almirante, retrasado en su convalecencia por esta preocupación tenaz, hablaba continuamente de Caonabo a sus íntimos.
Alonso de Ojeda, que ahora vivía en una casa inmediata a la de Colón y visitaba a éste con frecuencia, mostrábase igualmente preocupado por el belicoso cacique. Mas en él las dudas eran siempre cortas, pasando inmediatamente del pensamiento a la acción.
Un día lo vio Cuevas a la puerta de su vivienda, hablando con cierto misterio a Juan de la Cosa, del que se había hecho gran amigo. El navegante de carácter reposado, poco hablador y lento en sus acciones, admiraba con un afecto casi paternal a este héroe impetuoso, para el cual no tenía sentido alguno la palabra «imposible» e ignoraba completamente el miedo a la muerte.
A pesar de su parquedad verbal, no pudo contener el piloto varias exclamaciones de asombro mientras escuchaba al audaz hidalgo. Luego don Alonso dio una orden a Cuevas.
—Prepara el caballo y las armas para mañana. Vamos unos cuantos amigos a hacer una visita a Caonabo.
Como Femando era el compañero que le inspiraba mayor confianza, le expuso su plan. Acababa de prometer al Almirante traerle al «Señor de la casa dorada» vivo o muerto. No sabía aún cómo podría conseguirlo, pero había invocado, según costumbre, la protección de su dama la Virgen, y ella arreglaría las cosas en el último instante de modo que saliera con bien de su atrevida empresa.
—Lo primero es ir a las tierras de Caonabo, buscarlo en su misma casa. Luego la Virgen dirá.
AL día siguiente salió el pelotón de jinetes hacia el centro de la isla. Eran diez, jóvenes y vigorosos, con caso, armadura y fuertes lanzas.
No había olvidado Ojeda a su Virgen, y la llevaba colgando del arzón de su silla de montar, considerándola la mejor de sus armas. Ella le infundiría valor o astucia, según fuese oportuno. Marcharon sesenta lenguas a través de bosques y bejucales, hasta llegar a una gran población de bohíos donde residía Caonabo.
Los había dejado llegar hasta allí el belicoso cacique, convencido de que tan escaso número de enemigos no podían venir en son de guerra. El Caballero de la Virgen puso a última hora sobre su casco un vistoso penacho y encima de su armadura una sobrevesta bordada de oro para presentarse al cacique.
Seguido de Cuevas y dos compañeros más, avanzó hacia un sombrajo de hojas de palmera, donde le esperaba sentado el jefe indio, tratándolo con grandes muestras de respeto, cual si hablase a un soberano de Europa. Valiéndose de un indígena que sabía algunas palabras de español por haber estado en tratos con la guarnición de Santo Tomás y usando también las breves frases de la lengua del país que había aprendido, dijo a Caonabo que venía en amistosa embajada de parte del Almirante, que era el Guamiquina o jefe de todos los blancos, y le traía un regalo de incomparable valor.
Mientras tanto, Cuevas observaba al famoso cacique sentado en una especie de trono hecho de un tronco. Era de gran estatura y con los miembros atléticos. Llevaba pecho, brazos y piernas pintarrajeados con dibujos de varios colores, el pelo largo, atado sobre el cogote en forma de cola de caballo, y numerosas ristras de dientes y piedras de colores sobre los anchos y robustos pectorales. Sus ojos oblicuos, de astuta mirada, fingían no ver al embajador, por ser ésta su costumbre. De pronto, olvidando todo disimulo, volvía sus pupilas hacia Ojeda con irresistible interés.
Lo había visto en los combates, alrededor del fuerte de Santo Tomás, y admiraba sus proezas guerreras. Sentía asombro ante la destreza y agilidad de este blanco, cualidades preciosas para un hombre como él, y lo creía además protegido por misteriosos y omnipotentes espíritus.
Habló el cacique, manifestando a su modo, con una caballerosidad de guerrero primitivo, que Ojeda y los suyos recibirán una cordial hospitalidad, pudiendo vivir seguros mientras estuviesen en sus dominios. Y los alojó a todos en uno de los bohíos principales que se alzaban alrededor de una pradera.
Cuevas y don Alonso, desde su rústico alojamiento, seguían el ir y venir de los personajes cobrizos que formaban la corte de Caonabo. Tres de éstos eran hermanos del cacique, guerreros tan membrudos y fuertes como él. Veían igualmente las deambulaciones de numerosas mujeres entre los rústicos edificios ocupados, por el cacique y su séquito. Las que eran esposas o concubinas distinguíanse por sus plumajes y collares, así como por las pinturas que adornaban las redondeces de su cuerpo. Otras, menos jóvenes y compuestas, acarreaban leña y agua o encendían fuego, preparando la comida.
—¿Dónde estará la hermosa Anacaona? —dijo don Alonso.
A él y a Fernando les interesaba la esposa principal de Caonabo, famosa en toda la isla por su belleza, la dulzura y elegancia de sus gustos y su talento natural para la música y los versos. El encanto de su persona parecía crecer, por obra del contraste, viviendo al lado del guerrero más bárbaro del país. Pero en todo aquel día y en los siguientes los cristianos no vieron rastro alguno de la que ellos llamaban la «reina india», llegando a sospechar que tal vez estaba por algún tiempo en los dominios de su hermano, el cacique Behechio.
A la mañana siguiente, luego de haber descansado de un viaje de tres días, habló Ojeda otra vez con este enemigo que tanto le admiraba, empleando su influjo para persuadirlo de que debía hacer un viaje con él a la ciudad de Isabela.
—Dile a Caonabo —ordenó al indio que le serbia de traductor— que le conviene hacerse amigo de los españoles. Dile también que si viene conmigo, nuestro Guamiquina le regalará la campana de la iglesia de Isabela. Yo prometo que así será.
Sabía Ojeda la inmensa admiración que todos sentían en la isla, por dicha campana. Los indios realizaban viajes de días y días, desde los extremos más lejanos de la isla, para escuchar, ocultos en los bosques, los repiques y volteos de este vaso de metal. Y como a continuación de tales campaneos veían a los españoles dirigirse a la iglesia, tenían la certeza de que la campana hablaba y los blancos obedecían sus palabras.
Todo lo que en opinión de los indígenas era venido del cielo recibía el nombre de turey, y la campana, por ser algo sobrenatural, era llamada así, lo mismo que los hombres blancos.
—Turey, campana —decía Ojeda a Caonabo con sonrisa invitadora, uniendo a sus palabras expresivos gestos—. Si vienes conmigo, Guamiquina te la dará.
Brillaban los ojos del caribe con una expresión de codicia y alegría. Muchas veces había oído la campana durante sus correrías ocultas por cerca de la ciudad de los blancos con la esperanza de sorprenderla, pero nunca había llegado a verla. Y al enterarse de que este héroe pequeño de cuerpo e invencible ofrecía regalársela como signo de paz, aceptó la proposición con grandes muestras de regocijo. El intérprete, al traducir su respuesta, causó no menos gozo a Ojeda, aunque éste procuró disimularlo.
—El «Señor de la casa dorada» dice que mañana, al salir el sol, partiréis juntos para, visitar a tu Guamiquina en su ciudad a orillas del mar.
Al apuntar el día siguiente, Ojeda y sus nueve compañeros montaron a caballo para escoltar al cacique y su cortejo. Poco después, vieron con asombro formarse frente a ellos varios miles de hombres como si fuesen a emprender una expedición guerrera, todos con arcos, flechas y espadas de palo duro.
Preguntó Ojeda inquieto, valiéndose del intérprete, por qué Caonabo llevaba tan gran ejército en una visita amistosa, a lo que contestó el cacique con cierto aire altanero, repitiendo sus palabras el traductor.
—Dice Caonabo que un príncipe tan grande como él no puede ir a parte alguna con escasa comitiva.
Don Alonso disimuló su inquietud, hablando en voz muy queda a Fernando, que estaba junto a él.
—La astucia es la principal arma de estas gentes. ¿Quién sabe si se está riendo de nosotros y nos acompaña para sorprender mejor a Isabela, apoderándose del Almirante y todos los nuestros?…
Ya no podía retroceder ni retirar su promesa. Era preciso seguir el viaje. Una parte de los escuadrones indígenas habían emprendido ya la marcha, sirviendo de avanzada al ejército de Caonabo. El cacique, con su astucia india, hizo señas a los centauros de hierro para que marchasen delante, temiendo que pudiesen acometer por la espalda a él y sus principales guerreros.
—Vamos adelante —continuó diciendo don Alonso en voz baja—, y que mi Virgen no nos abandone. Ella me dirá, antes de que se ponga el sol, lo que conviene hacer.
Mientras caminaban a trote corto, para mantenerse al nivel de aquellos miles de hombres que iban a pie, siguió manifestando el hidalgo en voz baja sus dudas y sus inquietudes. Volvíase sobre la silla para que le oyese mejor Cuevas, que iba detrás de él.
—Se lo llevo al Almirante… pero con todo un ejército. En vez de suprimir el peligro, lo hago aún mayor. Estaba en el centro de la isla y lo acompaño ahora a la ciudad… Don Cristóbal desea apoderarse de su persona, pero sin recurrir a una guerra abierta… ¿Qué haré, mi Virgen?… ¿Qué estratagema a lo indio podré emplear?…
Acamparon al anochecer cerca del gran río que atravesaba más abajo la Vega Real, y a la mañana siguiente, antes de reanudar la marcha, fue Ojeda a ver a Caonabo, llevándole un juego de esposas de acero, tan perfectamente bruñidas que parecían de plata.
—Son turey —dijo—, turey venido de un cielo que se llama Vizcaya.
Y Cuevas, que le seguía de cerca como siempre, tuvo que esforzarse para sofocar su risa al oír que el hidalgo, en momentos tan críticos, se permitía bromear aludiendo al hierro de Vizcaya de que estaban hechas las esposas.
Luego, don Alonso siguió hablando por medio del intérprete, para explicar que estas pulseras de metal brillante las usaban los monarcas de España en las grandes ceremonias, y por eso las había, traído con él para regalarlas a tan poderoso cacique. De tal importancia eran estos adornos celestiales, que los reyes nunca se los ponían sin purificarse antes; y propuso a Caonabo que fuera a bañarse en el río, y al salir del agua lo engalanaría con ellos, dejándolo luego montar en las ancas de su caballo. Así podría volver del río con la misma pompa de un rey de España, a sorprender y admirar a sus súbditos.
Se mostró entusiasmado el guerrero salvaje por el brillo de dichos adornos. Su audacia y su orgullo sintiéronse halagados además por el hecho de cabalgar en uno de aquellos animales que sus compatriotas tanto respetaban y temían, y que ningún indígena había montado nunca. Sin tomar precauciones acompañó a Ojeda y sus nueve jinetes hasta la orilla del río, llevando con él únicamente los hombres más íntimos de su cortejo. Nada podía temer de estos diez extranjeros estando rodeado de todo un ejército.
Cuevas, al que había hablado Ojeda antes de amanecer, asistía trémulo de inquietud al desarrollo de esta estratagema ideada por el atrevido hidalgo. Le parecía imposible que tanta audacia pudiese tener buen remate. Seguramente, antes de una hora, él, don Alonso y los demás habrían sido hechos pedazos por la muchedumbre cobriza.
Después que el cacique terminó su baño en el río, el mismo Cuevas, que se había desmontado, lo ayudó a subir, detrás de don Alonso, a horcajadas sobre las ancas de su corcel.
—Ahora, las esposas —ordenó brevemente Ojeda.
Y Fernando colocó las dos anillas de brillante acero en las poderosas muñecas del atleta indio, el cual recibió como un honor esta presión metálica que inmovilizaba sus manos.
Terminada tal operación, salió Ojeda al galope por entre los hombres cobrizos, que veían admirados a su reyezuelo con los resplandecientes adornos de un monarca blanco y montado en una de aquellas temibles bestias. Cuevas había vuelto a saltar sobre la silla y galopaba con los otros ocho, formando a modo de una escolta detrás de Caonabo, grave y altanero por tanto honor.
Gritaban los indios de entusiasmo al ver pasar a su jefe, y al mismo tiempo se echaban atrás, amedrentados por el trote de los corceles y evitando su roce. El pelotón ecuestre siguió dando vueltas, cada vez más abiertas, como si estuviesen realizando un juego, viéndose admirado en sus evoluciones por él asombro de varios miles de guerreros.
En una de tales evoluciones se metieron en el bosque inmediato, y cuando los ocultaron bien los árboles, don Alonso dio un grito:
—¡A mí todos!… Fernandillo, las cuerdas.
Mientras unos jinetes amenazaban al sorprendido Caonabo con las puntas de lanzas y espadas, dispuestos a matarlo si oponía resistencia, Cuevas, el más libero de todos, echó pie a tierra, con varias cuerdas que le había dado por la mañana don Alonso. El temible indio no podía mover las manos, sujetas por las esposas, y Cuevas le ató con prontitud las piernas por debajo del vientre del caballo, echándole además otro lazo por la cintura, que lo unió estrechamente al cuerpo de Ojeda.
Inmediatamente espoleó éste su corcel; los demás hicieron lo mismo, y Fernando, al verse solo, se apresuró a volver a montar, siguiéndoles en su carrera por una pista abierta en el bosque.
Estaba asombrado de la facilidad con que se había cumplido el audaz plan de su jefe. Pero aún tenían que vencer el mayor obstáculo, un camino de sesenta leguas, unas veces por desiertos, otras por llanuras demasiado habitadas, atravesando grandes poblaciones indias. Caonabo no podía escapar, ni el sorprendido ejército que dejaban a sus espaldas tenía medios para alcanzarlos, pero iban a atravesar los territorios de otros caciques que podían atacarles.
Recordó siempre Cuevas, como una de las aventuras más extraordinarias de su existencia, la vuelta a Isabela, viaje largo y trabajoso en el que tuvieron que sufrir durante una semana mucha hambre, muchas fatigas e insomnios, vadeando numerosos ríos, evitando los senderos más fáciles para no entrar en las poblaciones, atravesando éstas a todo galope con la lanza por delante cuando era inevitable pasar por ellas, prefiriendo siempre, en caso de duda, la marcha por las selvas o entre rocas para no ser advertidos.
Al fin entraba el osado hidalgo triunfante en Isabela, llevando a sus espaldas, bien atado, como si fuese un cuerpo gemelo del suyo, al temible caudillo indígena. Se mostró asombrado Colón de la hazaña del Caballero de la Virgen, mirando con curioso interés a este enemigo que se mantenía sereno e impávido, cual si no pudiesen impresionarle los accidentes de su vida, buenos o malos.
El héroe caribe se mostró orgulloso con el Almirante, rehuyendo toda sumisión, contestando con desdeñoso silencio a sus amenazas por haber matado a los españoles del fuerte de Navidad. Hasta se jactó finalmente de la destrucción de dicho fuerte y el exterminio de su guarnición, asegurando que lo mismo habría acabado por hacer en Isabela, de no engañarle con tanta habilidad el «Pequeño jefe blanco».
No mostraba el menor rencor a Ojeda por la estratagema que había empleado para cautivarlo. Lo ingenioso y audaz de tal hazaña parecía aumentar su admiración, pues en las guerras de la isla las principales operaciones eran siempre astucias bien preparadas y ejecutadas. El hombre que había conseguido con sólo nueve compañeros arrancarlo de en medio de todo un ejército, llevándoselo encadenado, era un héroe.
Como el Almirante temía que se pudiese fugar un cautivo de tal importancia, lo alojó en un cuarto de su propia casa, con las manos sujetas por las mismas esposas deslumbrantes que habían servido para hacerle caer en el engaño. La casa no era espaciosa, y todos podían ver desde la puerta al cacique prisionero, teniendo que pasar forzosamente ante él cuantos deseaban visitar al Almirante.
Cuevas tenía el encargo de estar durante el día cerca del cautivo. En ausencia del traductor Diego Colón, él podía servir de intérprete, gracias a su caudal de palabras indígenas que iba aumentando lentamente.
Durante esta vigilancia se veía acompañado por hombres de la colonia faltos de ocupación urgente, que gustaban de escuchar de boca de Cuevas los detalles de la aprehensión del cacique, mientras el héroe cobrizo permanecía en desdeñoso silencio, las manos aherrojadas, sentado en un pedazo de tronco que le servía de escabel.
Algunas veces, al entrar o salir el Almirante, pasaba ante el cuarto donde estaba preso Caonabo. Todos los españoles se levantaban en señal de reverencia, pues don Cristóbal tenía en mucho sus dignidades y títulos, exigiendo un escrupuloso respeto. Al pasar él, debían todos ponerse de pie, quitándose la gorra, y así lo hacían.
Caonabo, al ver al Almirante, seguía inmóvil, y si alguna vez fijaba sus ojos en su persona, era con expresión de menosprecio.
Un día entró Ojeda, que venía a visitar a Colón. Como era pequeño de cuerpo e iba vestido a la ligera, sin armas ni adornos, Fernando no lo reconoció, continuando su plática con los otros españoles; pero atrajo su atención inmediatamente el ver que Caonabo se levantaba, haciendo una reverencia a su modo y sonriendo al recién llegado.
—El Almirante es nuestro Guamiquina —le dijo Cuevas—, es el gran jefe de todos nosotros, y don Alonso tiene que obedecerle.
Entonces el silencioso Caonabo se dignó hablar, y lo hizo con tal expresión de orgullo heroico, que todos acabaron por comprender sus palabras.
Nunca se habría atrevido el Almirante a ir en persona a hacerlo prisionero en sus propias tierras. Únicamente por el valor del Guamiquina pequeño, que tenía ahora delante, y que admiraba tanto, se veía allí cautivo.
Era Ojeda, y no Colón, quien merecía su saludo.
IV: Donde se cuenta lo que hicieron Cuevas y don Alonso en una visita a la bella reina Flor de Oro
La prisión de Caonabo generalizó en toda la isla la hostilidad contra los españoles.
Uno de los hermanos de dicho cacique, llamado Manicaotex, igualmente osado en las operaciones de guerra, se entendió con los demás reyezuelos de Haití, organizando un ataque general contra los blancos. La hermosa Anacaona (nombre que en lengua del país significaba Flor de Oro), esposa del prisionero, influyó con su hermano Behechio, soberano de los ricos territorios de Jaragua, los más poblados de la isla, para que entrase en dicha coalición. El astuto y flojo Guanacari fue el único que se mantuvo amigo de los españoles, informando a Colón de los preparativos de los otros caciques y ofreciéndose como aliado, aunque sus servicios no podían ser de gran importancia en caso de guerra.
Durante la enfermedad del Almirante cuidó Alonso de la defensa de Isabela y del fuerte de Santo Tomás, por conocer el terreno y el carácter de los enemigos mejor que don Bartolomé, el hermano de Colón.
Cuatro buques habían, llegado de España cargados de provisiones, volviéndose allá al poco tiempo con una remesa de esclavos indios, enviada por el Almirante para que los vendiesen en el mercado de Sevilla. Los víveres de refresco vigorizaron a los habitantes de la ciudad, haciendo recobrar la salud a muchos enfermos. También Colón se sintió restablecido, y como recibía continuas noticias de que los caciques aliados estaban aglomerando fuerzas enormes en la Vega Real, a dos días de marcha de Isabela, con la intención de asaltar la ciudad, resolvió tomar la ofensiva, combatiendo a los enemigos en sus propios territorios.
Sólo pudo reunir unos doscientos infantes, marchando como vanguardia los veinte jinetes capitaneados por Ojeda. Sus armas de fuego consistían en las llamadas espingardas, especie de cañones de mano que se apoyaban en una horquilla de hierro y eran montados sobre ruedas. Tenían los blancos la ventaja de sus corazas y sus escudos, que compensaba lo exiguo de su número; pero de todos modos, la victoria no era fácil —caso de tener los enemigos el coraje y el tesón de Caonabo—, por resultar su número enormísimo.
Otra nueva arma, usada algunas veces en Europa, había sido organizada por Colón. Los cristianos llevaban con ellos una jauría de perros amaestrados para la guerra, mastines feroces, comprados a los pastores de las montañas de Andalucía, que resultaban para los indios tan asombrosos como los caballos. En su isla, lo mismo que en Cuba, sólo existían unos gozques, pequeños y mansos, con la particularidad de ser mudos, animales que en breve iban a escasear y desaparecer, pues los españoles, en sus hambres continuas, acabaron por comérselos todos, reputándolos como manjar exquisito. Los perros de presa atacaban ferozmente a los indios, cuyos cuerpos no ofrecían ningún obstáculo a sus dentelladas. Al ver a un hombre desnudo, lanzábanse sobre él, derribándolo para despedazarlo con sus colmillos.
Salió el pequeño ejército de Isabela en Marzo de 1495, avanzando hacia el interior en una marcha lenta de diez leguas diarias, pues los obstáculos del terreno no permitían mayor celeridad. Otra vez subieron el llamado Paso de los Hidalgos, viendo a sus pies la vasta llanura de la Vega Real. Pero ahora todas sus poblaciones eran a modo de campamentos enemigos, y al son de bocinas y caracolas se iban juntando huestes de hombres desnudos, llegados de todos los extremos de la isla.
La imaginación hiperbólica de algunos españoles aumentaba todavía el número de los enemigos.
—Muchos aseguran que pasan de cien mil —dijo Cuevas, que cabalgaba al lado de don Alonso, a la vanguardia del pequeño ejército.
El belicoso hidalgo alzó los hombros.
—Aunque sean más de un cuento, monta lo mismo.
Para él, ya no representaban peligro alguno estas muchedumbres desnudas que arrojaban sus flechas y dardos con gran vocerío, avanzando osadamente, y al sentir el primer empuje de los cristianos abandonaban sus armas, huyendo despavoridas.
Era imposible, en realidad, calcular su número. Se mostraban por todas partes, dando alaridos y disparando sus armas arrojadizas, para ocultarse inmediatamente en las arboledas próximas. Parecían entusiasmados por la enormidad numérica de sus tropas. Creían llegado el momento de exterminar a los blancos con esta alianza general, imaginándose que después ya no llegarían nuevas expediciones.
También se veían, por su parte, en la imposibilidad de calcular la cantidad de invasores. Su aritmética sólo llegaba al número 10, y a partir de aquí colocaban aparte un grano de maíz por cada guerrero, juzgando la importancia de un ejército por el montón que formaban los granos.
Una nube de espías iba siguiendo a través de las espesuras o de roca en roca el avance del ejército de Colón, y estos informadores volvían a presencia del hermano de Caonabo y los reyezuelos aliados, presentando nada más que un puñadito de maíz que representaba la suma total de los enemigos, esto era motivo de risa para los jefes indios, que no podían comprender la osadía de los blancos, dispuestos a arrostrar en tan escaso número una multitud innumerable.
Atacó Colón a los indígenas en las inmediaciones del lugar donde se edificó después la ciudad de Santiago de los Caballeros. La infantería, al mando de don Bartolomé Colón, avanzó en diversas direcciones, siempre al amparo de las arboledas, con mucho estruendo de trompetas y tambores, descargando sus armas de fuego. Estos relámpagos y truenos que esparcían la muerte iniciaron la confusión en la muchedumbre cobriza. Inmediatamente Alonso de Ojeda y sus jinetes cargaron a todo galope, penetrando con la lanza horizontal en la masa de hombres, que empezaron a desbandarse y a huir.
Corrían los perros de presa entre los caballos, saltando a las gargantas de los indígenas para arrastrarlos por el suelo, haciéndolos pedazos. Hasta, se imaginaban los indios en su ignorancia que los caballos eran igualmente mordedores y ávidos de sangre humana.
Lanzando lamentos se refugiaron muchos grupos de guerreros cobrizos en las alturas inmediatas, y desde allí daban alaridos, pidiendo perdón y achacando su rebeldía a los caciques. La confederación de éstos quedaba disuelta. Cada uno de ellos huyó a su territorio, seguido del resto de sus gentes, procurando por separado restablecer sus buenas relaciones con los invasores.
Aprovechó Colón este desaliento general para organizar la tributación de los vencidos, preocupado siempre de encontrar oro. Muchos de los caciques se ofrecían a darle algodón o maíz, sometiendo para esto a cultivo extensos territorios, yermos hasta entonces; pero lo que deseaba el Almirante era verles trabajar las minas y los lavaderos de oro en los ríos.
Ojeda, con unos cuantos jinetes nada más, iba audazmente por el interior de la isla, imponiendo a los caciques las exigencias de su jefe. Estos áureos tributos no eran, en realidad, de enorme importancia, pero la producción de oro resultaba escasa en aquella tierra por la flojedad de los indígenas para el trabajo. Las cantidades recogidas por los blancos en el primer momento procedían de los depósitos que se habían ido formando en las familias. Los reyezuelos importantes tuvieron que entregar cada tres meses una calabaza llena de granos de oro. Los jefes de familia debían dar el polvo áureo que cupiera en un cascabel.
Reía Ojeda de estas medidas al hablar con sus compañeros.
—Los cascabeles que buscaban tanto, cuando llegamos aquí, son ahora la medida de su servidumbre.
El atrevido hidalgo recibió un día a una mensajera de Anacaona, india algo vieja que había vivido en Isabela con los blancos al fundarse dicha ciudad, aprendiendo cierto número de sus palabras. Tal vez había servido de espía a Caonabo, volviendo después al servicio de su esposa favorita.
Anacaona, que residía aún en los dominios de su marido, deseaba servir de intermediaria para restablecer la paz entre su cuñado Manicaotex y los blancos. Luego —según dijo la india intérprete— pensaba retirarse a las hermosas tierras de Jaragua, donde había nacido, y que eran gobernadas por su hermano Behechio. Explicó la vieja por qué razón su señora había preferido dirigirse al «Pequeño jefe blanco», mejor que al viejo Guamiquina que gobernaba en Isabela. Sentía una admiración de mujer vehemente ante las hazañas de este joven señor de los centauros, siempre vestido de luz, que brillaba como las aguas de ríos y lagunas bajo el sol, y unas veces era hombre, marchando con sus pies como los demás, y otras se acoplaba a su caballo, formando una sola bestia divina.
No le guardaba rencor por la prisión de Caonabo. Admiraba su astucia con un entusiasmo de soberana india. Además, la vieja mensajera daba a entender con gestos, más que con sus palabras, que la bella Anacaona tal vez se consideraba más dichosa en su nueva situación, libre para siempre del caribe Caonabo, al que había tenido que entregarse a la fuerza. Era bárbaro, predispuesto a la violencia, interesándose frecuentemente por las hembras que robaba a los otros caciques. Ella gustaba de tratarse con músicos e improvisadores de aquellas canciones de la isla llamadas «aeritos», y estaba convencida de que el aislamiento respetuoso en que la dejaba Caonabo lo debía únicamente al hecho de ser hermana del reyezuelo de Jaragua, que podía vengarla en caso de ofensa.
Esperaba Anacaona al grupo de guerreros blancos en uno de los mejores pueblos de los dominios de su esposo. Su cuñado estaba lejos, después de la derrota sufrida en la Vega Real. El «Pequeño jefe blanco» sólo hablaría con ella. Según dejó entrever la enviada, sentía un ansia femenil por contemplar de cerca a estos guerreros venidos del cielo, de los que todos hablaban y que ella sólo había entrevisto de lejos y fugazmente.
Algunos de los compañeros de don Alonso temieron que tal invitación fuese una estratagema inventada por la esposa y el cuñado de Caonabo para vengar la prisión de éste, apoderándose de Ojeda; pero el joven capitán, siempre atraído por el peligro, mostró aún más empeño en acudir a dicho llamamiento desde que los otros supusieron que ocultaba una celada.
Los jinetes no eran más que ocho, por andar los otros corriendo la Vega Real para la cobranza de los primeros tributos, y en tan escaso número emprendieron el viaje, guiados por la vieja india y un pelotón de hombres cobrizos venidos con ella.
En dos jornadas llegaron al pueblo donde les esperaba Anacaona, ocupando sus mejores bohíos. Ojeda se alojó en uno de ellos, al borde de una explanada que servía de plaza, y Cuevas fue a vivir con él, en su calidad de escudero y confidente.
No tardaron en convencerse de que ningún peligro inmediato les amenazaba. La mayoría de los habitantes de aquel pueblo eran mujeres y niños. Los hombres debían estar con el hermano de Caonabo o temían presentarse a los guerreros celestiales, después del desastroso combate en la Vega Real, donde tantos de su raza habían perecido.
Fue al día siguiente de su llegada cuando Anacaona vino a verles, procurando rodearse de toda la pompa bárbara e ingenua usada por los reyezuelos de la isla, y que ella había modificado con arreglo a sus gustos suaves.
Alonso de Ojeda ya no tuvo que hacer vanos esfuerzos para conocerla, como le había ocurrido meses antes, al ir a la población donde residía Caonabo. Ahora era Anacaona la que venía en su busca, como una de aquellas reinas de países salvajes enamoradas de paladines andantes, tal como él lo había leído en novelas caballerescas.
Ojeda y Fernando, de pie bajo el sombrajo de su bohío y teniendo en torno a los otros seis camaradas, la vieron acercarse llevada en andas por varios indígenas. Abrían la marcha cuatro músicos bárbaros soplando en caracolas nacaradas o en bocinas de una especie de papiro, de las que colgaban cuerdecitas de colores rematadas por conchas. Venían después más hombres, agitando ramas de palmera y otras hojas largas a guisa de abanicos, para alejar a los insectos de la persona de la reina.
Cuatro indígenas forzudos traían a hombros unas andas cubiertas de hierbas olorosas, y sobre ellas iba sentada Anacaona, moviendo lentamente una especie de abanico hecho de plumas de colores, insignia de su alto rango. Cerraba el séquito un grupo de mujeres de Taragúa, las más famosas de la isla por su hermosura, las cuales seguían siempre a esta soberana, nacida en su mismo país.
Los blancos, vestidos con calzas de diversos colores y el pecho acorazado despidiendo luz, contemplaron con cierta emoción a todas estas hembras de epidermis menos obscura que las otras mujeres de la isla, y que en este momento les parecían tan blancas como las de España. Todas iban adornadas con pinturas y tatuajes, incluso la misma reina. En torno a la redondez de sus muslos, pechos y brazos se extendían dibujos circulares. No llevaban más que un corto delantal de algodón teñido, que ocultaba su sexo por delante, dejando completamente desnudo el lado opuesto.
Ostentaba Anacaona su cabellera negra, partida en dos crenchas y brillante de olorosos jugos vegetales, una corona de flores rojas y blancas, o igualmente traía arrolladas a sus brazos y piernas ajorcas y brazaletes floridos, que le envolvían en una atmósfera de fresco perfume. Las mujeres de su cortejo llevaban sobre platos de fibras tejidas montoncitos de granos de oro o hutias muertas, adornadas con flores, maíz tostado y todas las raíces empleadas por los indígenas en su alimentación, presentes que iban a utilizarse después en el banquete con que la reina obsequiaba a sus huéspedes.
Cuevas miró con admiración a Anacaona, de la que tanto había oído hablar. Semejante a la mayoría de los españoles desembarcados en las nuevas tierras, sentía un respeto instintivo hacia los indígenas que las gobernaban. Todos, al otro lado del mar, habían sido educados en un respeto supersticioso a los reyes, considerándolos seres distintos por su esencia a los demás hombres, y esta veneración perduraba en el mundo nuevo, transmitiéndose parte de ella a los soberanos indios. Eran capaces de atropellarlos y matarlos si les estorbaban, pero esto no impedía que normalmente los respetasen, viendo en todo cacique un reyezuelo.
Anacaona era para Cuevas «la reina», y sus compañeros de armas pensaban como él. El mismo Ojeda sintiose impresionado por el porte majestuoso de la bella salvaje. Los ojos de estos europeos, acostumbrados ya a los rasgos fisonómicos de las indígenas y a su epidermis cobriza, admiraron de buena fe la hermosura de Anacaona y de las mujeres de su cortejo. Uno de los jinetes españoles, que había sido estudiante en Salamanca antes de dedicarse a las armas, las comparó con las ninfas que surgían de los bosques para recibir a los héroes de los poemas antiguos. Anacaona le parecía la majestuosa Juno, bajada del Olimpo para saludar a ciertos paladinos de los relatos homéricos.
Sintió una gran turbación Cuevas al notar que los ojos de la reina, después de ir pasando sobre Ojeda y sus compañeros, venían a inmovilizar en él una mirada insistente. Eran de cejas oblicuas, párpados largos y demasiado juntos, córneas húmedas y obscuras pupilas. Su mirar suave recordaba la expresión de algunos animales mansos.
La desnudez de la reina, que en otras hembras indígenas le parecía bestial y repugnante, despertó en su interior una inquietud excitadora de los sentidos. Se ruborizó ligeramente el mancebo y apartó su vista de Anacaona, pareciéndole insolente seguir cruzando sus miradas con las de una reina.
Ojeda y los otros jinetes, aunque muy jóvenes, eran mayores que Cuevas. Esta diferencia de pocos años marcaba la importante separación que existe entre una juventud casi adolescente y otras juventudes ya sazonadas. La vida colonial, con sus rudezas y faltas de reposo, había hecho que estos mancebos españoles olvidasen en las nuevas tierras las costumbres observadas en su patria, dejándose crecer las barbas y el cabello. Además, se iba difundiendo entonces en Europa la moda de no rasurarse, implantada por los humanistas, admiradores de la antigüedad griega.
Don Alonso, que sólo tenía veintiún años, llevaba cubierto parte del rostro por una barba rizosa. Los otros jinetes eran igualmente barbudos. Sólo Fernando Cuevas tenía el rostro lampiño, con un ligerísimo bozo sobre el labio superior, semejante al aterciopelamiento de las frutas que empiezan a madurar.
Había crecido mucho desde que estaba en la isla, como si esta tierra virgen, pletórica de energías concentradas, que reproducía agigantados todos los frutos en plazos cortísimos, influyese también en el desarrollo de su estatura. Con la coraza cubriendo su pecho, la gola férrea, que le obligaba a mantener erguida su enérgica cabeza, y las dos manos apoyadas en la cruz de su espada, aquel compañero de armas aficionado a las Letras lo había comparado muchas veces con un San Jorge muy joven que había visto en la vidriera de una catedral, descansando después de haber dado muerte al dragón, tendido a sus pies.
Se detuvo el séquito regio ante el grupo de europeos, y Anacaona bajó de sus andas para ver de más cerca al «Pequeño jefe blanco», hablándole con lentitud, sin dejar de mover aquel abanico de plumas colorinescas que Cuevas comparaba con un cetro.
El obstáculo del lenguaje se interpuso entre estas mujeres desnudas, adornadas con aros de flores, y los ocho españoles vestidos de hierro. La vieja intérprete, con sus palabras balbuceantes, llegó a explicar lo que decía Anacaona. Deseaba vivir en paz con el Guamiquina y todos los blancos de la nueva ciudad crecida junto al mar. Daría lo que pidiesen en nombre de Caonabo y del hermano de éste, que iba a sucederle en el gobierno. Ella quería retirase a Jaragua, al lado de su hermano el reyezuelo de estas tierras lejanas, situadas en el extremo occidental de la isla, y procuraría que Behechio se sometiese igualmente a los españoles, a pesar de que ninguno de éstos había pisado todavía dicha región. Los invencibles guerreros venidos de Turey podían disponer de todo lo del pueblo como si fuese suyo.
—Anacaona…, reina…, quiere…, estéis contentos.
La vieja india calló después de estas palabras finales, preocupándose de vigilar cómo los portadores de las andas, en las que había vuelto a sentarse la desnuda reina, las levantaban en alto suavemente, y el cortejo se alejó con iguales sones de trompas y caracolas, agitándose en lo alto las hojas y ramas que servían de abanicos, y moviéndose lentamente, como un ave multicolor, el manojo de plumas con que se refrescaba, el rostro la beldad coronada de flores.
La comida, de los ocho españoles fue muy abundante en pescados de río, hutías asadas, raíces nutritivas y frutas gustosas. Además, Cuevas y los pocos que ya estaban acostumbrados a los alimentos del país, comieron los lomos de una iguana, reptil con patas, de aspecto repugnante, cuya carne blanca comparaban con la de la gallina, encontrándola algunos superior.
Fuéronse a dormir la siesta en sus chozas una parte de estos compañeros de armas; otros a vigilar los caballos que estaban pastando en unas praderas inmediatas al río, y don Alonso quedó solo con Fernando.
El joven capitán estaba aún conmovido por la aparición de Anacaona, y hablaba de ella continuamente, llamándola Flor de Oro, y recordando todo lo que había averiguado sobre su persona.
Resultaba difícil conocer la edad de esta belleza indígena, pues los indios contaban mal, enredándose siempre en sus cálculos. Ojeda opinaba que no debía tener más allá de veintiocho años. Caonabo la había hecho su esposa cuando aún era considerada como una tierna virgen en este país donde las mujeres llegaban a la nubilidad tras breve niñez. De su matrimonio tenía una hija única que sólo debía contar unos diez años.
Anacaona era joven, y los enemigos de Caonabo contaban infidelidades maritales de ella para vengarse así de la brutalidad del heroico caribe. Bien mirado, dichas infidelidades, de ser ciertas, no tenían el mismo valor que entre los cristianos. Los caciques vivían en incesante poligamia, renovando a cada guerra el personal de su harén, y las mujeres, por su parte, no conocían otro obstáculo moral que el del miedo, siendo de otros hombres con voluntaria sumisión apenas tenían oportunidad para entregarse. Aquellas gentes no parecían dar valor a la fidelidad matrimonial ni considerar el adulterio delito extraordinario.
—Todos son ladrones —siguió diciendo Ojeda—. Tú sabes que para evitar robos le corté las orejas a un cacique poco después que llegamos a la Española, pero el ejemplo ha resultado huero. Necesitan robar, y lo mismo se hurtan las hembras que las cosas.
Luego hacia elogios del carácter de Anacaona, absteniéndose de mencionar sus cualidades físicas, por lo mismo que aún tenía presente en su memoria todos los detalles plásticos de aquella beldad desnuda. Alababa sus gustos delicados, su predilección por las flores y los perfumes, su voz melancólica para entonar «aeritos» compuestos por ella, y una afición a lo maravilloso, que le hacía admirar a los guerreros blancos, aun reconociendo que iban a ser los opresores de su raza.
Esta tarde no habló a Cuevas, como otras veces, melancólicamente, de la lejana doña Isabelita y de sus esperanzas de casarse con ella al volver a España. Sólo pensó en Anacaona, dándole el nombre de «reina» voluntariamente, como galante homenaje.
Hallábanse los dos tendidos en sus hamacas, y Ojeda hablaba con creciente lentitud, soñoliento por la Influencia de aquella hora, silenciosa y cálida.
—Muy bella, la reina india —siguió diciendo con los ojos ya entornados—. Y no me mira mal después de lo que yo hice con Caonabo… Tendré que devolverle la visita, tal vez hoy mismo, cuando caiga el sol, y entonces…, entonces…
Cuevas notó que se había dormido, y él cerró igualmente los ojos, dejándose rodar por la blanda y obscura pendiente del sueño.
Despertó de pronto, no pudiendo atinar si sólo habían transcurrido unos momentos o una hora entera. El rectángulo de luz solar que entraba por la puerta de la choza había oblicuado un poco sobre el suelo.
Una cabeza asomaba cautelosamente al borde de dicha puerta, invitándole a salir con sus movimientos oscilantes y maliciosos guiños de ojos. Reconoció a la vieja indígena que les había servido de intérprete.
Sin saber por qué, bajó de su hamaca con precaución, procurando no hacer ruido, Don Alonso seguía durmiendo, y él llegó hasta la entrada de puntillas, para no turbar su sueño.
Sintió en una oreja el aliento de la indígena y sus palabras semejantes a un susurro entrecortado.
—Reina quiere verte… Tiré piedrecita para despertarte… ¡Ven!
Y Cuevas, con la misma inconsciencia que le había hecho saltar de la hamaca, volvió al interior del bohío, tomando su espada y su casco para seguir a la indígena. Era una precaución instintiva de soldado en país inseguro. Además, su respeto natural a las jerarquías le hacía preocuparse de su buen aspecto. Anacaona era de raza inferior e ignorante de las verdades del cristianismo, mas no por esto dejaba de creerla una soberana.
Siguió a la indígena por veredas tortuosas que eran las calles de esta población, donde chozas y empalizadas se habían levantado al capricho de sus constructores. El sol se mantenía alto, el calor era bochornoso, y sólo rasgaba el silencio de aquella hora soñolienta el continuo zumbido de los insectos. Celebró Cuevas haberse despojado de su coraza antes de comer, dejándola en el bohío lo mismo que su rodela. La soledad en que estaba el pueblo a dicha hora alejaba de él toda sospecha de peligro.
Lo entró la india por la abertura de una empalizada, atravesaron otras que limitaban varios terrenos a modo de corrales, y penetraron finalmente en uno de aquellos bohíos enormes, redondos y de techo cónico, semejantes a los alfañaques o grandes tiendas de los campamentos cristianos.
Parpadeó Fernando para acostumbrar sus ojos a la penumbra de una habitación cerrada. Un fuerte perfume de flores saturó su olfato, unido a otro más suave de carne femenil ungida de bálsamos silvestres y refrescada por frecuentes baños.
Al mirar en torno de él vio que había desaparecido la vieja, y fue distinguiendo a corta distancia un cuerpo blanco tendido en el suelo, Habituados sus ojos a la luz verdosa que penetraba por dos aberturas de la techumbre, después de filtrarse entre el ramaje de un árbol gigantesco, fue reconociendo que este cuerpo era el de una mujer, con un codo hundido en un lecho de plantas odoríferas y la cabeza apoyada en una mano.
Los ojos de la reina Anacaona estaban fijos en él con la misma expresión de horas antes. Quiso decir algo y desistió de ello inmediatamente. Era inútil. La vieja ya no estaba allí para servir de intérprete. A pesar de esto, la reina empezó a hablarle, empleando al mismo tiempo los expresivos gestos de los indígenas de clase elevada, caciques o hechiceros, asombrosamente expertos en el lenguaje mímico.
Le indicó que se sentase en el suelo cerca de ella, y el joven, que se había quitado el casco para saludarla, se apresuró a obedecer.
¿Qué podía desear la famosa Anacaona?… ¿Dudaría del «Pequeño jefe blanco», queriendo emplearlo a él como intermediario para entenderse con el Almirante?… ¿Por qué se había ausentado aquella mujer que pedía servirles de intérprete?… Estas suposiciones y dudas de Fernando se disolvieron apenas nacidas.
Estaba sentado en el suelo, a corta distancia de la beldad india. Ésta había renovado sus adornos de flores; todas sus guirnaldas eran frescas, pero los perfumes vegetales quedaron anulados repentinamente para él. Era otro el olor que le envolvía, con un mareo semejante al de la embriaguez. ¡Aquella carne de suave color de canela, que parecía respirar como un jardín y era más blanca en la penumbra tentadora de este lugar cerrado y misterioso!… Por los orificios del techo, junto con la luz verde y temblona filtrada por el follaje, descendía el voluptuoso arrullo de unas tórtolas silvestres que se acariciaban en la copa del árbol coloso.
Fernando creyó ver una nueva Anacaona. Los ojos de ella le miraban lo mismo que en la mañana, fijos y dominadores, con una seguridad femenil que se creía irresistible; pero eran menos majestuosos, más humildes y tiernos. Además, la reina sonreía. Sus labios abultados, de un rojo obscuro, habitualmente unidos por un gesto de majestad salvaje, se abrían ahora ingenuamente, como la boca de cualquiera de aquellas ninfas de Jaragua que formaban su cortejo, dejando brillar en la sombra el resplandor nacarado de una dentadura sana y fuerte.
Al mismo tiempo que Anacaona sonreía, notábase en ella cierta preocupación, como si se esforzase mentalmente por recordar algo que escapaba a su memoria. Luego se aclaró su rostro con una expresión infantil y triunfante. Ya había alcanzado al rebelde y fugitivo recuerdo.
—Beso…, beso… —repitió entre risas de niña.
Era la palabra que le había enseñado la vieja, conocedora de los usos de los hombres blancos.
Como todos los de su raza, ignoraba este uso de las gentes venidas del cielo, que necesitan juntar sus bocas como gesto preliminar de las mayores voluptuosidades que guarda la vida.
Había reído de dicha caricia, nueva para ella, aprendiendo la palabra que la expresaba. Quería repetirla con aquel joven turey que horas antes había surgido ante sus ojos como una aparición celeste, entre sus compañeros más rudos y de aspecto temible.
—Beso…, beso…
Y uniendo ella la acción a la palabra, sintió Fernando sobre su boca los labios carnosos y frescos de Flor de Oro.
En su sorpresa creyose el mancebo casi absorbido por la succión de una bestia feroz, acariciante y perfumada, propia de aquel inundo nuevo y misterioso. Para completar esta ilusión, dos tentáculos se arrollaron en torno a su cuello, pero eran redondos, tibios, de satinada epidermis y olían a intensos jazmines nunca vistos por los hombres de su raza.
Los brazos de la reina lo apretaban, al mismo tiempo que las gruesas valvas de su boca, sensual y fresca, insistían en sus caricias absorbentes, como si pretendiesen sacar sangre de los labios de él.
Intentó defenderse, respetuoso y desesperado al mismo tiempo, pero sus manos, al repeler el busto femenil medio levantado sobre el lecho de hierbas floridas, se posaron en dos globos cuyo contacto hizo estremecer al mancebo de la cabeza al centro de su organismo.
En esta penumbra no se veían los adornos pintados de la beldad indígena. Toda ella era blanca, y había prescindido del corto delantal de algodón con que se mostraba en público.
El pobre mancebo la reconocía en aquel momento muy superior a las mujeres del viejo mundo, no había en ella el menor rastro de los lejanos hedores animales que flotaban en muchas ocasiones tras el revoloteo de las luengas faldas cristianas. Este cuerpo desnudo se sumía diariamente tres veces en cristalinos arroyos, lo mismo que las mujeres de su séquito. Una simple vestidura de flores incensantemente renovada había acabado por saturar su piel, como si todo su cuerpo fuese un jardín hecho carne.
Los dieciocho años del mancebo levantáronse pujantes, con pasional agresividad. Se encabritó como un caballo salvaje herido por el látigo, olvidando lo que le rodeaba y quién era. Su deseo tomó un carácter ofensivo. Apretó las firmes redondeces que tenía entre sus dedos como si quisiera estrujarlas, casi mordió aquella boca que pretendía absorberle con sus caricias. Su pasión tenía algo de la cólera belicosa con que repartía furiosos golpes en los combates. Necesitaba luchar con aquel cuerpo que se enroscaba al suyo hasta llegar a vencerlo, y esto le hizo sentir la necesidad de librarse del estorbo de su espada, ceñida aún a su costado.
Ella, como si adivinase sus deseos, aflojó los anillos del doble enroscamiento de sus brazos y sus piernas, y el mancebo, al incorporarse y no respirar de tan cerca aquel perfume carnal, olvidó repentinamente a la hermosa reina.
Vio en cambio con su imaginación el interior de un bohío pequeño y pobre, con la luz del sol entrando libremente por las aberturas de sus puertas y ventanucos. Una mujer menos alta que Anacaona, sin perfumes, con cierta palidez enfermiza, rastro de pasadas enfermedades y alimentaciones incompletas, tenía sus ojos vagos puestos en el infinito, como si no pudiera hacer otra cosa que seguir con su pensamiento a un ausente.
Tenía uno de sus pechos al aire, y con sus dos manecitas puestas en el hinchado globo, un pequeñuelo chupaba y chupaba, adormeciéndose en esta glotonería plácida que había cortado sus llantos caprichosos. ¡Su Lucero!… ¡Su Alonsico!… Tal vez a aquéllas horas su mujer temblaba y rezaba, suponiéndolo en peligro de muerte. ¡Y él…!
Casi trató a la perfumada beldad como a uno de aquellos guerreros cobrizos con los que se había batido en diversos encuentros. Repelió el desnudo cuerpo con un brutal empujón que lo hizo rodar sobre el lecho florido hasta la pared. Y recogiendo su casco del suelo, huyó a tientas, hasta salir de la casa por una puerta distinta, encontrada casualmente.
Fue vagando por el pueblo, que aún estaba solitario, como media hora antes. No encontró quien pudiera servirle de guía. Luego de marchar inútilmente hasta salir fuera de la población, volvió sobre sus pasos, hallando al fin, después de nuevas desorientaciones, el bohío que les servía de alojamiento a don Alonso y a él.
Encontró vacía la hamaca de su capitán, e inútilmente lo buscó por las inmediaciones de la casa. Tal vez el ardiente deseo que Anacaona le había inspirado aquella mañana era la causa de su ausencia. El atrevido hidalgo procedía en su vida osadamente, lo mismo que en sus operaciones de guerra.
Pasó la tarde el joven a la puerta del bohío, sin ver llegar a su capitán. Los otros camaradas, que vagaban por el pueblo en busca tal vez de aquellas mujeres compañeras de Anacaona, preguntaban por Ojeda al pasar ante Fernando. Nadie lo había visto.
La frescura del atardecer impulsó al pensativo mancebo a salir de su casa. Ya se sentía tranquilo, después de una calma reflexiva de varias horas. Mostrábase orgulloso de su sacrificio, de la energía brutal con que había rechazado la tentación.
Dirigió sus pasos hacia el río inmediato, atraído por su frescura, pero cerca de él volvió atrás, internándose de nuevo en el pueblo, había reconocido marchando lentamente por una pradera a don Alonso y a la reina Anacaona. También vio cómo se besaban. La beldad india repetía con Ojeda este gesto, cuyas primicias habían sido para él. Detrás de los dos, y a cierta distancia, iba la vieja india con cierto aire protector.
Entrada ya la noche, volvió Ojeda a su bohío. A la luz de una antorcha atada a uno de los postes del sombrajo vio su rostro ojeroso, pálido, con un estiramiento en las facciones que denotaba cansancio.
Estando ya Cuevas acostado en su hamaca, don Alonso, de espaldas a él, juntó las manos o inclinó la cabeza ante el pequeño cuadro de la Virgen que había colgado del poste central sostenedor de la techumbre del bohío.
Rezaba en voz queda, con una expresión humilde. Adivinó Fernando que imploraba perdón por lo que había hecho aquella tarde: perdón a la Virgen, su protectora; perdón a la mujer amada, en la que había dejado de pensar algún tiempo, y que le esperaba siempre al otro lado del Océano.
Su oración era sincera. En su alma compleja amalgamábase la osadía cruel del hombre de guerra con una credulidad religiosa igual a la de un niño.
Cuevas tuvo la certeza de que había poseído a la mujer de Caonabo con la violencia de un conquistador, sin consultar su voluntad, sorprendiéndola, lo mismo que en una población tomada por asalto. Y la esposa del guerrero indio había acabado por aceptar con entusiasmo a este otro guerrero, más poderoso o invencible, que saciaba su femenil curiosidad, ansiosa de conocer cómo eran las caricias de los hijos del cielo.
Ahora el hidalgo, siguiendo las complicaciones de su fanatismo heroico, pedía perdón a su Virgen y a su dama por tan monstruosa infidelidad. El cansancio de la hartura hacía aún mayor su arrepentimiento.
Antes de dormirse, su alma religiosa encontró una excusa a su pecado. Anacaona no era una criatura de Dios. Nunca había sido bautizada. La Virgen y doña Isabelita debían perdonarle. Su falta era leve, por haberla cometido con una criatura irracional, ignorante de las verdades divinas.
V: Donde se cuenta el descubrimiento de las minas del rey Salomón, la vuelta a España del Caballero de la Virgen, y cómo lloró en una iglesia escuchando el sacristán.
Cuatro naves procedentes de España fondearon ante Isabela con admirable oportunidad. Traían nuevos cargamentos de víveres para la colonia y otra vez reinaba en ésta el hambre, produciendo numerosas víctimas.
Obligados a trabajar para los extranjeros, los indígenas del interior habían adoptado la más desesperada de las resoluciones. Flojos o indolentes por naturaleza para toda labor continua y eficaz, consideraban la peor de las esclavitudes tener que trabajar unos cuantos días cada tres meses para pagar el tributo impuesto por el Guamiquina de la ciudad vecina al mar. Habían buscado voluntariamente granos de oro para los blancos al ver con qué satisfacción acogían este regalo los hijos del cielo; pero desde el momento que dicha busca se convertía en obligación, la consideraron intolerable.
Parcos en la comida, acostumbrados a conseguirla con rápidas y superficiales labores del suelo, empezaron a quejarse en sus lamentosos cánticos de tener que cultivar la tierra de un modo regular para las cosechas periódicas que les exigían sus nuevos amos. Muchos de ellos preguntaban a los españoles cuándo pensaban volverse a Turey esperando ver todos los días los bosques flotantes que los habían traído, extender otra vez al viento su blanco follaje, alejándose para siempre. Pero en lugar de esto, nuevos bosques flotantes y más hijos de Turey iban llegando a la isla, y en señal de posesión interminable, creyendo de poca duración los bohíos, arrancaban piedras a las montañas para construirse sólidas cavernas, pues esto les parecían las casas y también los fortines, cada vez más numerosos en el interior de la isla.
Convencidos de que los blancos nunca se volverían a Turey voluntariamente, decidieron expulsarlos valiéndose del hambre. Huyeron de los valles fértiles para refugiarse en los montes, después de talar los campos y quemar las cosechas almacenada. Así los blancos no tendrían maíz y las raíces alimenticias de aquella tierra que habían adoptado para su nutrición.
Reapareció otra vez el hambre en Isabela y los fuertes, pero de todos modos los europeos conseguían mantenerse, gracias a la cruel limitación de las raciones y a los aportes de algunos buques españoles que iban llegando de tarde en tarde.
El piloto Juan de la Cosa, buen conocedor de personas y cosas, movía la cabeza negativamente al comentar esta decisión de los indios, inútilmente heroica.
—No conocen —decía— la propiedad de los españoles, que cuanto más hambrientos mayor tesón tienen y más duros se muestran para sufrir ellos y hacer sufrir a los demás.
Eran los indígenas quienes experimentaban los efectos más desastrosos de su propia conducta. Para no ser alcanzados por las guarniciones del interior, que cazaban a los indios con el propósito de obligarles a trabajar los campos, se habían refugiado en los lugares más áridos y desiertos de la isla, donde sólo se encontraba alimento, en épocas ordinarias, para pequeños grupos errantes. Las muchedumbres fugitivas morían de inanición en su aislamiento. Enfermedades contagiosas, engendradas por el hambre, aumentaban el estrago general, y al fin los supervivientes descendieron a los valles, a pescar en sus ríos, a cazar en sus arboledas y a cultivar la tierra, aceptando humildemente la nueva servidumbre.
Después de esta cruel experiencia, tan escarmentados quedaban de su intento de rebelión, que un cristiano completamente solo podía viajar por toda la isla sin peligro alguno, llevándole los mismos indios a cuestas, de un lugar a otro, para que no se fatigase.
En medio de la miseria provocada por la fuga de los indios, habían llegado las cuatro carabelas, siendo acogidas con entusiasmo por los famélicos españoles. Algo más que víveres traía esta flota. Venía en ella, como enviado regio, un antiguo caballerizo de los reyes, Juan Aguado, para examinar sobre el terreno si eran ciertas las quejas formuladas ante la corte por el padre Boil, el caudillo Margarit y otros fugitivos de la colonia.
En Isabela habían quedado muchísimos que pensaban de igual modo, quejándose de la absorbente autoridad de Colón, el duro carácter de su hermano don Bartolomé y el fervor excesivo por la grandeza de su familia que mostraba el ignaro don Diego. Protestaban del mal reparto de comestibles que hacían los Colones todas las quincenas, favoreciendo a los que se mostraban ciegamente partidarios de ellos y castigando con mermas o una supresión absoluta de raciones a los que se permitían criticar los actos del gobernador.
—Los reyes —clamaban estos descontentos— envían comestibles de España para todos. Son Sus Altezas quienes los pagan, cuidándose de nuestra, salud, y los Colones no deben hacernos morir lentamente de hambre, disponiendo de lo que no es suyo.
El Almirante, que estaba en el interior de la isla, volvió sin prisas a Isabela. Deseaba hablar con Aguado y temía al mismo tiempo avistarse con él. Todos los descontentos de la colonia mostrábanse enardecidos por la presencia del enviado real.
Había venido Aguado solamente con el encargo de adquirir informes, más el ambiente hostil para Colón le hizo extralimitarse en sus funciones, tomando aires de juez. También los jefes indígenas se reunían en casa del hermano de Caonabo, enviando desde allí una queja contra Colón, al que atribulan lo que era resultado de sus defectos, y también la obra aparte de sus subordinados.
Cuando Aguado hablaba ya de volverse a España y sus cuatro naves estaban listas para zarpar, descargó sobre Haití un ciclón propio de los trópicos, arrasando gran parte de la isla. Los indígenas no recordaban haber visto nada semejante. Bosques enteros fueron descuajados por el huracán. Los naturales corrían a refugiarse en las cavernas viendo desaparecer sus chozas en un instante. Tres de los buques anclados en Isabela se fueron a pique instantáneamente, perdiéndose con ellos todos sus tripulantes. Otros se hicieron pedazos, o llevados por las olas, penetraron a enormes distancias tierra adentro.
Esta horrible tempestad aterró a los indígenas tanto como a los blancos. Unos creían que la habían enviado sus propios dioses o espíritus protectores para indicar a los hijos de Turey que debían marcharse. Otros imaginaban que eran los mismos blancos quienes habían ordenado al aire, al agua y a la tierra que se agitasen con tan horrorosas perturbaciones para alterar la vida apacible de la isla, exterminando a sus antiguos habitantes.
El único buque que se mantuvo a flote fue la carabela Santa Clara, o sea la antigua Niña del primer viaje de descubrimiento, buque pequeño, de vida durísima, que había de realizar aún numerosos viajes a las nuevas tierras, mientras otros barcos más flamantes y poderosos naufragaban, y que acabó muchos años después en una de sus travesías del Océano por hundirse de puro viejo, haciendo agua a través de los numerosos remiendos de su casco.
Dio órdenes el Almirante de que se reparasen las averías de la Niña y se construyese otra carabela con los restos de las destrozadas, a la que puso el nombre de Santa Cruz. Deseaba volver a España con Aguado, temiendo los informes que daría éste a la corte. Necesitaba defenderse con su elocuencia imaginativa, hablando una vez más de la proximidad de las tierras del Gran Kan que no había llegado a ver, pero que indudablemente estaban muy cerca. Lo temible para Colón era no poder llevar más muestras de la riqueza asiática que unos cuantos adornos áureos tomados a los caciques de la isla y las eternas carátulas de huesecillos de pescado con orejas y narices de chapa delgadísima de oro.
Afortunadamente para él, mientras esperaba que las dos naves estuviesen reparadas, fueron descubiertas las minas más importantes de la Española.
Fernando Cuevas conocía el origen de este descubrimiento, tan interesante como un relato novelesco. Un joven aragonés llamado Miguel Díaz era gran amigo suyo desde que vinieron juntos en la carraca mandada por don Alonso de Ojeda. Figuraba entre los de a pie, combatiendo en la hueste mandada por don Bartolomé Colón. Gustaba de ruidos y pendencias, y Cuevas evitó por esto un trato frecuente con él, pues en su calidad de hombre casado prefería vivir pacíficamente. Una noche se peleó Miguel Díaz con otro grupo de españoles en Isabela, hiriendo gravemente a uno de ellos, y seguido de cinco amigos suyos, igualmente comprometidos, huyó de la colonia. Vagando por la isla llegaron a un pueblecito indio en la costa Sur, cerca de la desembocadura del río Ozama, donde había de levantarse luego la ciudad de Santo Domingo.
Dicho territorio estaba gobernado por una cacica, que al poco tiempo se enamoró de Díaz, llevándolo a vivir con ella públicamente y haciéndole compartir su autoridad sobre la tribu. Pero el joven aragonés sentía la nostalgia de su lengua y sus compatriotas, deseando volver a la colonia y temiendo al mismo tiempo el castigo que le impondrían por su delito. La enamorada india, para evitar que se marchase y atraer a los españoles a la parte Sur de la isla, dio conocimiento a Díaz de ciertas minas muy ricas existentes en la vecindad.
Después de convencerse el mancebo de la existencia del oro y observar la fertilidad del país, la hermosura del río y la seguridad del puerto natural en que desembocaba, volvió a Isabela, distante unas cincuenta leguas. Al llegar supo qué su adversario estaba ya restablecido de su herida, y animado por ello se presentó a Colón, relatando sus descubrimientos.
Vi o el Almirante en rodó esto una influencia providencial para que pudiera justificarse al volver a España. Su hermano don Bartolomé, guiado por Díaz y al frente de una partida de españoles, atravesó la isla en busca del pequeño territorio gobernado por la apasionada cacica. Encontraron oro más profusamente que en ninguna otra parte de Haití, incluso la famosa provincia de Cibao. Las corrientes de agua abundaban en granos auríferos. En las montañas observaron profundas excavaciones, siendo interpretadas como indicios de que se habían explotado las minas en otros tiempos. Además, el lugar era más sano para la fundación de una ciudad que el suelo de Isabela, siempre húmedo y favorable a las fiebres.
Miguel Díaz quedó perdonado, pasando a ser favorito de los Colones. Cuevas iba a conocerle algún tiempo después alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, cuando don Bartolomé Colón fundó dicha ciudad, y casado con la cacica, de la que tuvo varios hijos, bautizándola antes con el nombre de Catalina.
Al oír Colón el relato de su hermano y enterarse de que las minas abundaban en antiguas excavaciones, su geografía delirante resucitó, encontrando nuevos puntos de apoyo. No se había equivocado al afirmar que esta isla, llamada por él Española, era el antiguo Ofir.
—Creo, hermano —dijo—, que hemos descubierto las minas de donde sacaba oro el rey Salomón para edificar el templo de Jerusalén. Sus buques, pasando por el golfo de Persia y Taprobana, llegaban a esta isla, que se halla enfrente de la punta de Asia, o sea el promontorio que las gentes de aquí llaman Cuba.
Como ya estaban reparadas las dos carabelas, se apresuró Colón a embarcarse. Le era necesario perder de vista a Juan Aguado, que le trataba con petulancia. Cada uno ocuparía distinto buque. Además, debía sacar de la colonia todos los descontentos que deseaban marcharse de ella.
Sólo iban a quedar en Isabela quinientos blancos. Doscientos veinte se volvían a España. El resto, varios centenares, había perecido en pocos meses.
Entregó el gobierno de la isla a don Bartolomé, al que había conferido el titulo de Adelantado, ordenando que en caso de morir le sucediese su hermano don Diego.
Ojeda también se volvía a España, desengañado como los otros, habiendo perdido su fe en el Almirante.
—Donde estén los Colones —decía— todo es para ellos y nada queda para los demás. Les ofende tener amigos; sólo admiten servidores. Si vuelvo a estas tierras de Asia, será por mi cuenta.
Cuevas y Lucero no quisieron seguirle. ¿Qué podían hacer en el viejo mundo?… Los más de sus amigos, al embarcarse, huían del hambre próxima, de las enfermedades. Veían en la patria lejana la abundancia y la felicidad, por mísera que fuera allá su existencia, mientras que ellos dos se verían siempre favorecidos en la colonia, dentro de la escasez general.
Como habían figurado en el primer viaje, esto les daba cierta jerarquía sobre los otros. El Almirante no olvidaba a su antiguo paje Lucero, de tan novelesca historia, y los demás Colones los favorecían a los dos, como protegidos de su familia. Cuevas sentíase además impresionado por la buena, suerte de su amigo Díaz. Él había venido a las islas asiáticas en busca de un éxito semejante. ¿Por qué iba a tener menos ventura que su camarada?…
—Mi gusto seria seguir a vuesa merced, don Alonso —dijo a su capitán—, pero tengo mujer y mi hijo, y creo preferible quedarme; sobre todo, ahora que se han descubierto las minas del rey Salomón. Además, espero que pronto volveremos a verle por aquí.
Ojeda asintió. Nunca había pensado desistir de su empresa en las tierras del Gran Kan. Pero cuando regresase a ellas sería por su cuenta, sin que nadie le mandase, capitaneando gente propia, por creerse con más cualidades para ello que el Adelantado don Bartolomé, el cual los trataba a todos como subalternos.
Salieron el 10 de Marzo las dos carabelas para. España, cargadísimas de gente. Esta pareja de buques pequeños llevaba, además de sus tripulaciones y numerosos cautivos indios, más de doscientos pasajeros fugitivos de la colonia. La miseria y desaliento de tales gentes sólo era comparable con las exageradas ilusiones que les habían acompañado al emprender el viaje, dos años antes, a las ricas indias, vecinas al Ganges, que Colón creía haber descubierto.
Para exacerbar aún más sus males, esta navegación de vuelta resultó larguísima. Duró tres meses, por haberse empeñado el Almirante en poner desde el principio su rumbo a Oriente, en vez de tomar el rumbo Norte, como a la vuelta de su primer viaje, teniendo que sufrir continuamente vientos contrarios o las calmas del trópico.
Llegaron a escasear de tal modo las provisiones, que muchos hablaban ya de la conveniencia de dar muerte a los cautivos indios, para mantenerse con su carne. Otros menos feroces se limitaban a proponer que los arrojasen al agua, para librarse de bocas inútiles.
En el curso de esta penosa travesía murió Caonabo, el «Señor de la casa dorada», que el Almirante quería mostrar a los reyes españoles. Una profunda melancolía se había apoderado de él al verse humillado, siendo esto la principal causa de su muerte. El poderoso guerrero, del que hablaban los blancos con admiración en los primeros tiempos creyéndole rey de Cipango «la de los tejados de oro», acabó siendo arrojado al mar como un animal muerto.
Cuando las dos carabelas fondearon en la bahía de Cádiz, después de tan duro viaje; vio inmediatamente Colón que la impopularidad salía a su encuentro.
Recordaban todos sus estupendas promesas al emprender el segundo viaje en busca del Gran Kan. Iba a traer sus buques repletos hasta las escotillas de oro y especias preciosas. Y los españoles sólo vieron un desfile de gente miserable, marinería y colonos extenuados por las enfermedades, amarillentos por el hambre, color que recordaba de un modo trágico el resplandor igualmente amarillo de un oro quimérico que nunca habían logrado encontrar.
Habló mucho Colón, intentando por medio de su oratoria vehemente reanimar aquel entusiasmo que lo había saludado a la vuelta de su primer viaje, pero los oyentes sonreían, mirándose entre ellos, o movían sus cabezas con expresión incrédula. Ya no le escuchaban como en Barcelona al explicar su primera expedición. El nombre del Gran Kan era acogido con risas.
Inútilmente relató su exploración de las costas de Cuba, diciendo que esta tierra firme se hallaba cerca del Quersoneso Áureo de los antiguos y era el limite avanzado de las más ricas comarcas de Asia. En vano se jactó de haber descubierto las ricas minas del rey Salomón en la isla Española, que era el antiguo Ofir. Todos escuchaban los esplendores de su geografía fantástica con incrédulo sarcasmo.
Como era naturalmente elocuente y poseía un raro arte para comunicar sus ilusiones a los demás, lograba algunas veces fascinar, como en otros tiempos, a sus oyentes; pero bastaba que éstos viesen o escuchasen después a cualquiera de los hombres vueltos de allá, para considerar ilusorias todas las afirmaciones del Almirante.
Los reyes no le abandonaban. Había recibido de ellos, al llegar a Cádiz, una carta invitándolo a ir a verlos luego que descansase. Mas la opinión pública mostrábase enemiga, o lo que el Almirante consideraba peor, indiferente e incrédula para sus empresas. Se había extinguido el interés por el Gran Kan.
Hombre de gran vehemencia en la expresión de sus alegrías y sus decepciones, reflejaba Colón exteriormente el estado de su ánimo. En vez de mostrarse con ropa de almirante y espada de oro, como a la vuelta de su primer viaje, iba vestido a modo de fraile, con una especie de hábito franciscano y una cuerda de nudos pendiente de la cintura y se había dejado crecer la barba.
Deseaba desarmar con estas muestras de humildad y abatimiento a las gentes que, bajo la influencia de los que volvían de allá, mostrábanse hostiles a su persona. Buscando nuevos amparos pasó una temporada en el monasterio de Guadalupe, el más famoso de entonces, cuya comunidad vivía en frecuente trato con los reyes. Allí bautizó a algunos de sus indios y cumplió los votos que había hecho a la mencionada Virgen.
Al mismo tiempo, el navegante, que se había vestido de fraile para excitar la conmiseración pública, mostraba los mismos gustos teatrales de antes, igual afición a organizar pompas, para deslumbramiento de las multitudes.
Al ir camino de Burgos, donde estaban los reyes, hacía formar en procesión a todos sus acompañantes, indios y blancos, para que se viese, exageradamente agrandado, el oro traído de allá.
Ponía al frente de su comitiva a todos los indios prisioneros, ataviados con sus galas de guerra, y detrás a un hermano menor de Caonabo que tenía treinta años y a un sobrino de aquél que no pasaba de diez. Al entrar en los pueblos hacía que le colocasen al hermano de Caonabo un collar y una cadena maciza de oro, presentándolo como el legitimo rey del aurífero país de Cibao. Esta cadena, que pesaba unos seiscientos castellanos (cantidad equivalente a 3200 dólares actuales), era lo mejor que había traído de su expedición. A causa de esto, apenas salían de un pueblo se apresuraba el Almirante a quitar la cadena al hermano de Caonabo, guardándola en su propio equipaje. El resto de la comitiva mostraba máscaras indias o imágenes de algodón y madera con rostros fantásticos de animales, que la muchedumbre tomaba por representaciones del demonio.
Don Alonso de Ojeda se había separado fríamente del Almirante al llegar a Cádiz. También él empezaba a dudar de la exactitud de sus afirmaciones geográficas, y aun en el caso de que encontrase finalmente al Gran Kan, los resultados de tan magnífica aventura serían para los Colones, gente ávida, capaz de disputar hasta las migajas a cuantos les siguiesen. Y se despidieron para no verse más.
El valeroso hidalgo se fue a Sevilla a saludar a su protector el arcediano Fonseca, que ya era obispo y seguía ocupándose en la organización de las expediciones a las nuevas tierras.
Fonseca, que siempre había vivido en malas relaciones con Colón, oyó con interés lo que Ojeda fue contando de allá, aunque el joven capitán no se mostraba tan extremadamente hostil contra el Almirante como los otros que habían vuelto desesperados de la remota colonia.
Le fue imposible a don Alonso permanecer más de dos días en Sevilla y se marchó, asegurando a su protector una pronta vuelta así que arreglase ciertos asuntos que le esperaban en Córdoba.
Desde su desembarco había buscado inútilmente noticias de doña Isabel. Encontró quien le hablase del licenciado Herboso, por ser jurisconsulto de fama, al servicio de los reyes. Seguía viviendo en Córdoba, y los que le habían visto últimamente comentaban su prematura vejez, atribuyéndola a una enfermedad misteriosa que lo iba royendo interiormente. De su hija Sofía Isabel únicamente sabían que estaba recluida por su padre en un convento. Esto era frecuente en aquellos tiempos de extremada devoción y no excitaba la curiosidad de nadie.
Al llegar a Córdoba, como necesitaba pasar inadvertido, evitó el dar aviso de su presencia a los amigos que le quedaban en la ciudad. Un soldado enfermizo le servía de escudero desde que salió de la isla Española, y con él fue a alojarse en el Mesón de los Tres Reyes Magos.
Mostrose contrariado al saber que su dueño Buenosvinos había muerto un año antes. El mesón pertenecía ahora a otras gentes desconocidas para él, a las que no quiso dar su nombre.
Empezaba a atardecer, y don Alonso juzgó oportuno aguardar la llegada de la noche para ir en busca de sus amigos. Pero como nadie conocía aún su presencia en Córdoba, aprovechó esta circunstancia para pasear un poco por las callejuelas inmediatas al gran convento donde vivía desde dos años antes doña Isabel Herboso.
Este paseo significaba una decisión absurda, digna de un enamorado. De nada podía servirle. Isabel estaba encerrada en un edificio enorme, con numerosos claustros y extenso huerto.
La vida monástica era entonces de disciplina floja y más libre que en épocas posteriores. Monjas y novicias se asomaban a las rejas para hablar por señas con galanes que paseaban la calle o cambiar cartas con ellos por medio de un hilo; pero no era fácil que el azar le deparase la fortuna de que la hermosa novicia estuviese detrás de la celosía de una de las ventanas, esperándolo, como si una voz misteriosa le hubiese avisado su llegada.
Inútilmente paseó por las diversas callejuelas que circundaban la enorme masa del convento. No alcanzó a ver en las esquinas a ninguno de aquellos hidalgos desocupados y platónicos a los que apodaba la gente «galanes de monjas», ni columbró silueta alguna detrás de las celosías.
Se le ocurrió meterse en la iglesia del convento con la esperanza de encontrar un sacristán locuaz al que iría arrancando informes sobre la novicia. ¿Quién sabe si hasta podría servirle de intermediario?…
Regresaba pobre de su viaje, con arreglo a las ilusiones que había concebido antes de emprenderlo, pero su fortuna, era mayor que cuando vagaba, ante las rejas del caserón de Herboso.
Un mercader genovés establecido en Sevilla le había dado una bolsa llena de monedas de oro llamadas «castellanos», a cambio de varías pepitas auríferas de las que había recogido en sus expediciones por el interior de la Española, y aún dejaba guardados en poder de dicho comerciante más pedazos del precioso metal. Naturalmente generoso en sus dádivas, estaba convencido de que acabaría por encontrar un amigo dentro del convento.
Al entrar en la iglesia de las monjas, la sorpresa casi le hizo dar un paso atrás, llevando instintivamente su diestra a la empuñadura de su espada. Un hombre había tropezado con él al salir del templo, y este hombre era el licenciado Herboso, el mayor de sus enemigos.
Luego experimentó una emoción no menor al fijarse en el aspecto humilde y desalentado del gran legista. Apenas si mostró asombro el áspero Herboso al reconocer a Ojeda, y eso que ignoraba completamente su llegada a Córdoba.
Le miró con ojos tristes, enrojecidos, lacrimosos. Pareció vacilar sobre sus pies por obra de un instinto que le impulsaba hacia el joven, como si quisiera caer en sus brazos y apoyar su cabeza en uno de sus hombros. Pero en el duro jurisconsulto no podían durar mucho estas efusiones de su dolor y siguió adelante, lanzando a Ojeda una última mirada, triste, fraternal, que parecía quedar entre los dos como un hilo unidor de sus destinos.
Un criado viejo y otro joven acompañaban al licenciado Herboso con la atenta solicitud que suspira un enfermo. Mientras uno empujaba la cancela de la iglesia, su compañero ofrecía el apoyo de uno de sus brazos al avejentado personaje, para evitar que sus pies vacilantes tropezaran en el umbral.
Tan miserable era su aspecto, que acabó por inspirar compasión a Ojeda, mientras lo seguía con sus ojos.
Luego, en el interior de la iglesia encontró el informador que venía buscando.
Un castellano de oro deslizado en la diestra de un sacristán hizo que éste hablase con rápida verbosidad, dando noticias que obligaron al intrépido Ojeda a apoyar su espalda en una pilastra del templo, mientras se llevaba las manos a la frente y le temblaban las piernas.
El licenciado venía de visitar a su hija. Ninguna tarde dejaba de hacerlo.
Doña Isabel Herboso estaba ahora en la iglesia. Un mes antes había bajado de las celdas del convento a una de las capillas, quedando en ella para siempre.
Y don Alonso se dio cuenta de que aquel cuerpo adorado se hallaba a pocos pasos de él y empezaba a consumirse bajo una losa blanca adornada con una breve inscripción, que no pudieron descifrar sus ojos, turbios y cegados por el agolpamiento de las lágrimas.
PARTE SEGUNDA: EL OSO DEL REY SALOMÓN
I: Donde Colón descubre el Paraíso terrenal, es llevado con cadenas a España, y muere en la horca la reina Flor de Oro.
Seis años transcurrieron antes de que Fernando y Lucero volviesen a ver a don Alonso de Ojeda.
Fue este periodo de su vida el más abundante en cambios de domicilio y de oficio, y al mismo tiempo el de menos provecho. El Adelantado don Bartolomé Colón, los protegía algunas veces, recordando que habían acompañado a su hermano en el primer viaje; pero tal apoyo sólo servía para que el antiguo paje Andújar y su mujer viviesen un poco más desahogadamente que muchos otros recién llegados a la isla.
La ansiada riqueza revoloteaba diariamente ante sus ojos, sin dejarse nunca capturar. Cuevas veía cada vez más oro; pero no era para él. La juventud de los dos parecía relegarlos a una situación secundaria, teniendo siempre delante otros más favorecidos.
Habían acabado los españoles de abandonar la malsana ciudad de Isabela, dejando enterrados en sus alrededores muchos centenares de compatriotas. Surgía a orillas del río Ozama, en las tierras de la cacica, que era ahora esposa de Miguel Díaz, la ciudad de Santo Domingo. Cuevas, por ser de los primeros pobladores de la isla, obtenía un solar cerca del río y levantaba en él una casa indígena, semejante a la de Isabela. Varios indios mansos «encomendados» a él, por obra de una esclavitud disimulada, trabajaban en provecho suyo, constituyendo lo más importante de su naciente riqueza. Poseía igualmente unos campos en las inmediaciones de la ciudad, que lo proporcionaban el cazabe y otras raíces del país para su alimentación.
Vivían con más desahogo que en Isabela. Los cereales y las legumbres de Europa se desarrollaban rápidamente en este suelo opulento. Había ya en las praderas caballos y vacas. En los montes formaban manadas los cerdos descendientes de aquellas ocho puercas que Cuevas había visto embarcar en Canarias pocos años antes. Una prosperidad material, grosera y primitiva, hermoseaba la existencia de los colonos.
Ya no sufrían las terribles hambres de Isabela, teniendo que alimentarse solamente con aquella especie de conejillos llamados hutías y con perrillos mudos. Estos gozques, privados de ladrido, empegaban a extinguirse. Los mismos que los habían devorado por primera vez con repugnancia los buscaban ahora tenazmente, atraídos por su escasez.
Años adelante, Cuevas, como otros de los primeros colonos, al verse ya viejo, recordó muchas veces a los españoles nuevos en la isla este animal, completamente desaparecido. Vacas, cerdos, pavos y pollos, engordados suculentamente en las ricas praderas, parecían sin valor para ellos. El recuerdo de los perrillos mudos les hacia expresarse con goloso entusiasmo. «Aquello era lo bueno. Lástima que ya no quede ni rastro». Los tales perrillos, asados sobre las ascuas de una hoguera en pleno bosque, representaban la juventud.
Fernando tuvo que ausentarse largas temporadas de su nueva casa de Santo Domingo para trabajar en las minas. El Adelantado necesitaba allá hombres de confianza que evitasen los robos de los blancos y la pereza de los trabajadores indígenas. Habían venido de España gentes experimentadas en el laboreo de las minas, y los indios tenían que someterse a un trabajo regular.
Cuevas pasó mucho tiempo como veedor de las minas del rey Salomón, tomando nota de las cantidades de metal que se extraían, custodiando éstas en el bohío que le servía de vivienda, y llevándolas hasta el depósito real, establecido en Santo Domingo.
Cuando muchos años después oyó hablar de las enormes cantidades de oro obtenidas en Méjico y el Perú, diose cuenta de que la producción aurífera de la Española era poca cosa; pero en el tiempo de su juventud las minas del rey Salomón merecían su título por ser la primera riqueza positiva encontrada en las tierras del Gran Kan, y justificaban el titulo bíblico de Ofir que el Almirante había dado a la isla.
La prodigiosa fuerza de aquella tierra, transmitida a plantas y animales, parecía haber acelerado igualmente el desarrollo de los dos jóvenes. Cuevas era ahora un hombrón vigoroso, grande de estatura. Una barba luenga empezaba a esparcirse sobre su pecho, dando a su juventud una serenidad autoritaria de hombre madurado en toda clase de aventuras. Lucero se había robustecido igualmente. Manteníase esbelta, mas con el cuerpo duro y fuerte, notándose bajo la delicadeza femenina de su piel el vigoroso andamiaje de un esqueleto revestido de músculos enjutos, pronto a vibrar con ágil dinamismo.
Como había conseguido librarse de las mortandades del primer momento de la colonización, su facilidad racial para toda clase de adaptaciones hizo de ella, en pocos años, una mujer fuerte. Al verla, Fernando apenas si lograba acordarse del paje Lucero, tímido y delicado. Era una verdadera compañera de conquistador.
Algunas veces volvía a vestir ropas varoniles para acompañar a su marido, como si fuese un soldado más, en las excursiones por el interior. Sólo al volver a su bohío y su huerta en Santo Domingo recobraba las sayas mujeriles. En las minas gustaba de vestir a lo hombre, compartiendo las preocupaciones de su marido. Únicamente se acordaba de que era madre cuando Alonsico, que ya tenía varios años, cometía alguna diablura capitaneando a los chicuelos indios, que le obedecían en todo, por su condición de blanco.
Aunque no conocían aún la deseada riqueza, su existencia era tranquila y abundante. Por desgracia, sus plácidos goces los veían perturbados frecuentemente a causa de las rivalidades que dividían a los Españoles. Cuevas procuraba mantenerse alejado de unos y de otros, mas esto no impedía que sufriese en muchas ocasiones las consecuencias de la guerra civil.
El Almirante había salido de España en un tercer viaje, y al llegar a los mares antillanos enviaba una parte de su flota a Santo Domingo, siguiendo él la navegación con los buques restantes hasta dar con el Imperio del Gran Kan y el estrecho del Quersoneso Áureo.
En Santo Domingo surgía la rebelión contra su hermano. Un protegido del Almirante, llamado Roldan, hombre iletrado pero enérgico y con más condiciones de mando que los Colones, se sublevaba contra don Bartolomé, poniéndolo repetidas veces en una situación angustiosa. Al mismo tiempo, el Adelantado tenía que hacer guerra a los caciques del interior, que habían vuelto a sublevarse, consiguiendo al fin dominarlos.
Llegaba el Almirante a la isla en Agosto de 1498, y ambos hermanos se abrazaban después de una separación que había durado dos años y medio. Cuevas y su mujer, al ver desembarcar a don Cristóbal, notaron los estragos que empezaban a causar en su organismo la edad y las enfermedades.
Agravábase en él aquella manía mística que había hecho creer a Lucero, durante el primer viaje, que su amo hablaba a solas con Dios.
En este tercer viaje había tenido frecuentes visiones. Se le aparecían en el alcázar de su barco personajes celestiales, o el mismo Dios, para darle consejos e infundirle ánimo en las horas de desaliento.
Había explorado las costas de Asia en una extensión de muchas leguas, encontrando el golfo de Paria, abundante en perlas, de las que traía varias libras. Tan considerable era tal riqueza, que a una de las islas vecina a la costa la había dado el título de Margarita, por ser este nombre sinónimo de perla.
No hallaba por ninguna parte vestigios que demostrasen la vecindad del Gran Kan, pero en cambio había encontrado el emplazamiento exacto del Paraíso terrenal y hecho el descubrimiento de que la tierra «no es redonda, como creen muchos, sino en forma de pera o de pecho de mujer», estando en su cúspide o pezón el jardín edénico donde vivieron Adán y Eva.
Las grandes corrientes del golfo de Paria le hacían creer que el mar era pendiente en dicho sitio y había que remontar su cuesta, viendo en ello una demostración de que la tierra no es exactamente redonda, sino con una enorme altura terminal.
También había observado que el mar era dulce en un espacio de muchas leguas: la corriente del río Orinoco, que penetra considerablemente en el Océano. Y Colón reconoció en este río enorme uno de los cuatro que bajan de la cúspide del Paraíso para regar toda la tierra… Esta convicción de hallarse próximo a la montaña en cuya cumbre florece el Edén de nuestros primeros padres le afirmó una vez más en su certeza de que estaba costeando una parte de Asia, ya que para todos los autores el Paraíso está en dicha parte del mundo.
El mal estado de sus buques y la escasez de víveres le obligaron finalmente a tornar a la Española. Deseaba conocer la nueva ciudad de Santo Domingo, estaba satisfecho de los descubrimientos que llevaba realizados, y tenía prisa en describirlos con su pluma a los reyes.
Su presencia en la Española sirvió para restablecer las buenas relaciones entre el Adelantado y Roldán, pasando este último a ser otra vez defensor de Colón, luego de haber capitaneado a todos los españoles descontentos de él, que eran los más.
Algunos meses después, Fernando Cuevas se enteró con gran contento, lo mismo que muchos amigos suyos, de que don Alonso de Ojeda, mandando cuatro buques, había anclado al Occidente de la isla.
Por obra del relativo aislamiento en que vivía la colonia, los más de sus habitantes sólo se enteraban de lo ocurrido en su país con enorme retraso. Los reyes habían comprendido que era absurdo conservar a Colón el monopolio de hacer viajes de descubrimiento. Muchos navegantes españoles, inferiores a él en imaginación pero con un sentido más práctico para observar la realidad, solicitaban incesantemente el permiso real para realizar a su costa nuevos viajes.
Ninguno creía ya en el Gran Kan, ni tampoco que las nuevas tierras fuesen de Asia. Colón era el único que se mantenía aferrado a su geografía fantástica. Este hombre, que ocho años antes pasaba por un innovador, era ahora el más atrasado y tenaz en los viejos errores.
Los aspirantes a descubrir sólo pedían una licencia y no dinero, mientras que Colón hacía siempre sus viajes a costa de los reyes. Éstos, por espíritu de economía y por satisfacer a los solicitantes, habían resuelto al fin dejar libre el Océano a los que quisiesen buscar nuevas tierras, suprimiendo el egoísta y absurdo privilegio.
Cuevas y Lucero se enteraron de que el primero en partir había sido Ojeda, llevando como piloto mayor a su amigo Juan de la Cosa, y como navegante teórico, que hacía su aprendizaje, a aquel empleado florentino del rico mercader de Sevilla Juanoto Berardi, al que llamaban todos Américo Vespucio, españolizando su nombre de Amerigo Vespueci. Los cuatro navíos habían fondeado en el Occidente de la Española sólo para cortar palo campeche, llamado palo de brasa o «brasil» por su color rojo, y llevarlo a España, siendo este cargamento el único resultado comercial del viaje.
Circulaban por Santo Domingo cuantas noticias habían dado sus tripulaciones al desembarcar, poniéndose en relación con los contados españoles que habitaban dicha costa.
Su viaje había sido agitado e interesante, pero sin ganancias. Sostenían grandes combates en las islas pobladas de caribes y en las mismas costas de Tierra Firme, frente a las cuales había pasado semanas antes el almirante don Cristóbal.
Sonreía Cuevas al escuchar tales noticias. Mandando don Alonso la expedición, era natural que hubiese abundado en batallas.
Cruzaban el mar dulce formado por el desagüe del Orinoco, y ni Juan de la Cosa ni su discípulo Vespucio eran capaces de descubrir que procedía del Paraíso. Luego Ojeda, navegando siempre hacia Occidente, entraba en una especie de golfo cerrado, mar interior, en el que iba encontrando poblaciones con calles de agua y grupos de edificios sobre pilotes, lo que les bacía recordar a Venecia. Y don Alonso daba a este país el nombre de pequeña Venecia o Venezuela, que años adelante había de ensancharse, siendo el de toda una nación.
Se alarmó Colón al saber la llegada a su isla de este nuevo navegante. Conocía la audacia de su antiguo capitán y los nuevos sentimientos de éste hacia él. Todos los descontentos de la isla, abandonados por Roldán, se enardecieron al conocer la llegada de don Alonso, viendo en él a su futuro caudillo.
Ojeda, por su parte, al hablar con los pocos españoles que encontró en la costa, se fue expresando con animosidad contra don Cristóbal, haciendo saber su descrédito en España, cada vez más grande, y mostrándose dispuesto a apoyar con sus hombres toda empresa que tuviese por objeto arrojar a los Colones de la Española.
Corrió Roldan con la gente que pudo reunir a aquella costa lejana para evitar el desembarco de Ojeda. Éste, después de varias semanas de maliciosas relaciones con Roldan, en las que cada uno procuraba engañar al otro, acabó por levar anclas y se volvió a España, pues el estado de sus buques y la escasez de provisiones le aconsejaron de pronto tal determinación.
Luego que se alejó don Alonso vio Cuevas completamente perturbada otra vez la tranquilidad de la isla. Fue ahora el amor quien dio al traste con la paz que había creado el Almirante entendiéndose con Roldan.
Fernando volvió a oír a todas horas el nombre de la bella Anacaona, la reina Flor de Oro, que vivía desde años antes en Jaragua, al lado de su hermano el cacique Behechio.
La hija de Anacaona, habida con su difunto esposo Caonabo, estaba en todo el desarrollo de una pubertad que es siempre temprana en las hembras indígenas. Muy admirada por su belleza, tenía las mismas aficiones de su madre por músicas y «aeritos», mostrándose siempre en público vestida de flores.
Un hidalgo joven de ilustre familia, llamado don Hernando de Guevara, buen mozo y de modales distinguidos, fue a vivir en Jaragua, desterrado de Santo Domingo por Colón a causa de sus pendencias de espadachín y su conducta disoluta de mujeriego. Su propósito era embarcarse en los buques de Ojeda, pero llegó a la costa lejana cuando éstos ya habían partido, quedándose en los dominios de Anacaona, que lo recibió con mucha afabilidad, como a todos los blancos.
Guevara y la hija de la reina Flor de Oro se amaron inmediatamente y el hidalgo quiso casarse con ella. Pero el astuto y violento Roldán también estaba enamorado de la virgen india y empezó a molestar a Guevara, ordenándole que se marchase de allí cuanto antes. Era pariente el joven español de Adrián de Mujica, uno de los tenientes más activos de Roldán, y los dos antiguos camaradas empezaron a tratarse con creciente enemistad.
Roldán despojó a Guevara de sus perros y halcones para la caza y acabó por arrestarlo dentro de la mansión de Anacaona, en presencia de su futura esposa. Mujica se sublevó entonces contra Roldán, y todos los antiguos partidarios de éste tomaron las armas.
Reprodujese la antigua rebelión de Roldán, ahora contra él; mas como era hombre acostumbrado a conspiraciones, supo estorbar a tiempo la de sus antiguos camaradas ayudado por Colón y por su hermano, que aprovecharon esta circunstancia para vengarse de sus enemigos personales.
Mujica, con sus principales amigos, fue sorprendido y llevado preso al fuerte de la Concepción. El Almirante, para aterrar a los otros conspiradores, dispuso su muerte inmediata, ordenando que lo colgasen del asta de la bandera del fuerte, después de confesarlo. Y como Mujica dilatase mucho su confesión, pidiendo hacer nuevas declaraciones, para ganar tiempo, mandó Colón que lo matasen arrojándolo de las murallas abajo.
El Adelantado don Bartolomé rivalizaba con su hermano en actividad para el castigo. Llevaba un sacerdote con él, para que confesase sin perder tiempo a muchos de los españoles que prendía, ahorcándolos luego en el lugar mismo. Otros los metía en la fortaleza de Santo Domingo, llegando a tener diecisiete de ellos en una mazmorra subterránea, a modo de pozo, en espera de la horca.
Cuevas manteníase aparte de esta lucha, reconociendo en su interior que, como ocurre muchas veces, los dos bandos tenían razón y los dos igualmente eran culpables.
Los españoles se resistían a obedecer a estos Colones, imperiosos, faltos de condiciones de mando, sin generosidad alguna y con una rapacidad que acababa por alejar de ellos a las gentes. Muchos de los rebeldes habían cometido faltas, pero los Colones agravaban la mala situación atormentándolos por medio del hambre, quitándoles las raciones de víveres que les correspondían, por haberlos enviado los reyes para todos, sin hacer ninguna excepción.
Además, el Almirante y su hermano se guardaban el oro de las minas hacia ya dos años, negándose a repartir a los colonos la parte a que tenían derecho por su trabajo, Y no había que olvidar su calidad de extranjeros, aunque no se sabía en realidad de dónde eran, pues las gentes diferían al hablar de su origen.
En esta situación, cuando los Colones, guiados por Roldan, despeñaban o ahorcaban a los españoles enemigos suyos, y otros de la misma clase huían viendo abortada su conspiración, Cuevas, que estaba entonces en Santo Domingo, vio anclar en la desembocadura del Ozama dos carabelas, procedentes de España.
Venía en una de ellas, como enviado de los reyes, don Francisco de Bohadilla, comendador de una de las órdenes militares y funcionario importante de la casa real.
En los últimos tiempos la impopularidad de Colón y su familia había tomado en España tales proporciones, que los reyes consideraban necesario enviar un funcionario de su corte a la isla Española, con plenos poderes, para averiguar lo ocurrido e impedir la continuación de los abusos. Todo buque que regresaba de las nuevas tierras sólo traía enfermos y desesperados, con la cara «color de oro», como se decía irónicamente aludiendo a su enfermiza amarillez. Gritaban contra Colón y los de su familia, contando las medidas arbitrarias y violentas que habían tomado contra los españoles, más propias de un buque que de una colonia.
Hasta los mayores amigos del Almirante empezaban a reconocer que éste era de excelentes condiciones para el mar, pero no debía descender del alcázar de su buque, pues en tierra resultaba el más inoportuno y desorientado de los gobernantes. Su condición de extranjero servía igualmente para que supusieran en él deseos de proclamarse soberano independiente o de vender a otra nación unas tierras que tanta sangre y dinero costaban a España.
Un día, estando los reyes en Granada, viéronse rodeados al salir de la Alhambra de muchos hombres que acababan de llegar de las Indias, todos enfermos y quejumbrosos, profiriendo denuestos contra el Almirante. Los dos hijos de Colón, Diego y Fernando, que por ser pajes de los reyes estaban presentes, tuvieron que ocultarse, tales eran los gritos y amenazas de estas gentes llegadas de los dominios de su padre. Apodaban a los dos muchachos «los mosquitillos», por ser hijos del hombre que había chupado su sangre como un insecto insaciable, según ellos decían en sus pintorescas y desesperadas expresiones.
Venía Bobadilla predispuesto contra los Colones, y su llegada a Santo Domingo no pudo resultar más fatal para éstos. Al entrar en el río las carabelas del comendador, vio éste en cada orilla una horca con dos españoles recientemente ejecutados. Siete más habían sido ahorcados aquella misma semana, y otros, en número mayor, aguardaban sumidos en un pozo que el Almirante o el Adelantado decretasen su última hora.
Al enterarse de la llegada de este enviado real, todos los enemigos de los Colones cobraron ánimos, mostrándose agresivos. Muchos partidarios del Almirante declararon ahora a gritos que nunca habían creído en él. Otros, incapaces de imitar tal felonía, se preparaban a huir.
Colón estaba ausente, velando por la tranquilidad de la Vega Real después de la ejecución de Mujica. Su hermano don Bartolomé andaba por Jaragua con Roldán ahorcando españoles. Para mayor desgracia de don Cristóbal había quedado de gobernador en Santo Domingo el clerical don Diego, quien con una torpeza propia de su menguado entendimiento intentó no reconocer a Bobadilla, poniendo reparos a los documentos de los reyes que presentaba acreditando su misión. Hasta intentó resistirse con las armas, haciendo un llamamiento secreto a los protegidos de su hermano para atacar todos juntos a Bobadilla.
Cuevas fue de los solicitados por él, pero todos se mostraban flojos y cohibidos por el entusiástico movimiento de opinión que había despertado Bobadilla con su presencia. Miguel Díaz, esposo de la cacica Catalina, que era gobernador de la fortaleza, se negó a entregar ésta al enviado de los reyes, mas no encontró quien se pusiera a sus órdenes para defenderla. Y el comendador, al frente del vecindario de Santo Domingo, penetró sin resistencia en la fortaleza, poniendo en libertad a los presos que esperaban el momento de ser ahorcados.
Volvió Colón lentamente a Santo Domingo, lo mismo que años antes al llegar Juan Aguado, el otro emisario de los reyes. Circulaba por la ciudad la noticia de que había pedido el Almirante a los caciques de la Vega Real que armasen a su gente y le ayudasen para expulsar a Bobadilla, rebelándose de este modo contra las órdenes de los reyes.
A medida que los Colones tardaban a someterse montaba en cólera Bobadilla, extremando sus procedimientos dictatoriales. Durante los dos años que estuvo luego gobernando a Santo Domingo, pudo apreciar Cuevas el carácter de este personaje. Era hombre de honradas costumbres, propenso a equivocarse por la violencia de su temperamento, pero incapaz de dejarse sobornar, íntegro en sus resoluciones y poco apegado al dinero. Su carácter altivo no permitía que nadie pusiera en duda la autoridad ejercida por él.
Al ignaro don Diego Colón, que intentó acogerlo con desprecio, le puso grillos en los pies, primera medida que se empleaba entonces con todo preso, fuese quien fuese, para tenerlo más seguro. Aherrojar a un detenido era la primera disposición de los jueces, y bastaba ser llevado en Europa a una cárcel, aunque sólo fuera por pocos días, para sentir inmediatamente en manos y pies las argollas de hierro.
Cuando al fin se presentó Colón en la ciudad, Bobadilla dio orden también de que le pusieran cadenas y lo llevasen a una carabela, y lo mismo hizo, pasados algunos días, con su hermano don Bartolomé, instalándolo en otro buque.
Nadie protestó de estas resoluciones del nuevo gobernador. El pueblo las aplaudía. Los vecinos de más importancia, que por haber navegado con don Cristóbal estaban acostumbrados a reverenciar su persona, vieron todo esto con un sentimiento de compasión, pero silenciosamente. Uno que había sido cocinero del Almirante le remachó los hierros de los pies con verdadera alegría.
Dentro de las carabelas se vio tratado Colón con respeto. Al partir los buques, la muchedumbre aglomerada en la orilla del río le despidió con insultos y maldiciones, expresando su deseo de no verle más.
Andrés Martín, capitán de la carabela que le llevaba, apenas salida ésta al mar intentó quitarle los hierros de los pies, pero Colón, extremado en sus resoluciones, quiso guardar los grillos, viendo en ellos una prueba material de la ingratitud de los reyes con él.
Cuevas había sabido después que, a pesar de tal jactancia, se presentaba a la reina Isabel humilde como un reo que pide indulto, y no con la altivez del que se considera víctima de una injusticia. Muchas acusaciones de sus enemigos eran apasionadas y falsas, pero le era imposible explicar sus violencias como gobernante, sus crueldades en el reparto de víveres, y sobre todo por qué razón él y sus hermanos guardaban tanto tiempo almacenado el oro de las minas, sin dar su parte a los que trabajaban en ellas.
Los reyes le perdonaban públicamente, diciendo que «más bien querían verle enmendado que castigado», y para que se justificase y recobrara su prestigio, le costeaban un cuarto y último viaje en busca del Imperio del Gran Kan, pues se mostraba ahora más seguro que nunca de encontrar el estrecho del Quersoneso Áureo, llegando hasta, las bocas del Ganges.
El gobierno de Bobadilla era para Cuevas un período de recuerdo poco grato. Veíase alejado de las minas del rey Salomón. Ya no le protegían los Colones, si es que merecía tal nombre el leve apoyo que le dispensaba el Adelantado. Su juventud, su carácter prudente y los buenos consejos de Lucero, que le mantenían alejado de las contiendas de la colonia, fueron librándole de las persecuciones sufridas por otros amigos fieles del Almirante.
Se limitó a vivir en su casa de Santo Domingo del producto de sus tierras. Estaba seguro de que Colón y sus hermanos no volverían más a la colonia.
Pensaba con frecuencia en don Alonso, su amigable protector y el más admirado de sus señores. Esperaba algunas veces verle llegar a la isla. En otras ocasiones dudaba de ello.
Llegaban hasta Santo Domingo los ecos de viajes emprendidos por nuevos descubridores. Tal vez Ojeda navegaba en aquel momento por tierras lejanas, realizando fabulosas ganancias. ¡Y él, hombre de espada, se veía trabajando como labriego en las afueras de una ciudad naciente!…
Bobadilla, que sólo gobernaba con título provisional, se vio reemplazado por otro gobernador en propiedad, don Nicolás de Ovando, personaje importante que llego a Santo Domingo con la flota mayor que hasta entonces se había visto en aquellos mares.
Se componía de treinta navíos que llevaban más de mil quinientas personas. Muchos de los pasajeros eran caballeros principales y traían con ellos a sus familias. Por primera vez desembarcaban en la colonia mujeres casadas, con autorización pública del gobierno. Iba a empezar la verdadera vida de la pequeña ciudad, que hasta entonces había sido a modo de un campamento.
Ovando, semejante a Bobadilla y a muchos hombres de su época, era noble de carácter, pero orgulloso y altivo en sus resoluciones, mostrando una generosidad caballeresca con los de raza blanca y tratando como seres inferiores e irracionales a los indígenas.
Los abusos y crueldades de los españoles acababan por impulsar a la guerra a los naturales del país que aún eran capaces de oponer resistencia. Para prevenir la sublevación invitaba Ovando traidoramente a una fiesta en el campo a los principales caciques, y los exterminaba a todos.
Anacaona, acusada de haber intervenido en los preparativos de una sublevación general, era cargada de cadenas y conducida a Santo Domingo. El gobernador la condenaba finalmente a morir en la horca, y los habitantes de la ciudad acudían en masa a presenciar el suplicio de la reina Flor de Oro.
Todos los llegados con Ovando, que eran ahora la mayoría del vecindario, sólo sabían de la fiereza de Caonabo y la hermosura de Anacaona por los relatos de los colonos antiguos. Fernando era de los pocos que conocía a la famosa reina.
Lucero no la había visto nunca, y con femenil curiosidad quiso presenciar sus últimos momentos. Una ejecución equivalía en aquellos tiempos a una fiesta pública, aun en las naciones más civilizadas. Fernando tuvo que acompañarla, evocando en su memoria la escena de aquella tarde, con su voluptuosa tentación y su valeroso sacrificio, que Lucero no conocería nunca.
Vio pasar a la soberana india con las manos esposadas como Caonabo, casi desnuda, sin guirnaldas de flores, llevando un simple delantal de algodón arrollado a sus caderas. Parecía joven a pesar de los años transcurridos, con una juventud incesantemente renovada, sin inviernos, sin hojas secas, como los jardines eternamente primaverales del trópico.
Iba a la muerte sin la serenidad estoica de los de su raza, mas no por eso con miedo. Avanzaba ligeramente, con pie seguro, sin deseo de prolongar su existencia algunos instantes más… pero no ocultaba su tristeza. Sus ojos de animal dulce tenían el brillo cristalino de las lágrimas.
¡Morir ella, que amaba tanto las cosas hermosas de la vida!… ¡Y morir por voluntad de aquellos hombres blancos a los que había admirado siempre!…
Tal vez pensaba, frente a la horca, en aquel joven señor de los centauros, vestido de luz, cuyo pecho brillaba como los ríos y los lagos a las horas de sol. De estar él presente, no la habría dejado morir.
Y no podía imaginarse que el héroe luminoso como un astro estaba a pocos pasos de ella, perdido en la muchedumbre que presenciaba su muerte.
Su aspecto era ahora distinto; algo avejentado por la amargura de las decepciones, sin su arrogancia de «jefe blanco».
Minutos después, Cuevas la vio en alto, por encima de las cabezas del populacho, con la mandíbula inferior clavada en el pecho, la luenga cabellera caída sobre el rostro, balanceándose al final de una soga que la unía al extremo de un madero saliente cruzado sobre otro madero vertical.
¡Pobre reina Flor de Oro!
II: Donde aparece la india Isabel, y Lucero se entera al fin cuál es la verdadera riqueza del Nuevo Mundo
A fines del año 1500, cuando aún era Bobadilla gobernador de Santo Domingo, vieron Cuevas y Lucero entrar en su casa al señor Juan de la Cosa.
Tenía el mal aspecto de un hombre que acaba de sufrir grandes penalidades. Fernando, al escuchar sus primeras palabras, recordó inmediatamente algo que se venía diciendo en la ciudad desde días antes.
Tres pequeñas partidas de aventureros avanzaban a través de la Española comerciando con los naturales sin permiso del gobernador, y se añadía que cada uno de estos grupos llevaba un cofre lleno de oro y perlas. El célebre navegante era jefe de uno de estos grupos, y los otros estaban compuestos de náufragos que habían perdido sus buques en una costa lejana de la isla, viéndose obligados a comerciar con los indios para obtener de este modo víveres y seguir su marcha hasta Santo Domingo.
Después de su viaje como piloto mayor con Alonso de Ojeda, llevando a sus órdenes a Américo Vespucio, habíase dejado tentar La Cosa por las proposiciones de un escribano del barrio de Triana, en Sevilla, llamado Rodrigo de Bastidas, el cual deseaba meterse a descubridor, enardecido por los relatos de cuantos volvían de las nuevas tierras. Este escribano no era un hombre sedentario, entrado en edad y de gustos pacíficos, como parecía indicarlo su profesión. Estaba en plena juventud, y allá en su barrio de Sevilla veíase celebrado como muy diestro en el manejo de la espada, gran guitarrista y aficionado a los amoríos.
Sus astucias y agudezas profesionales sabía adaptarlas a su nueva vida de descubridor. Empezaba buscando como consejero al más prestigioso de los pilotos de entonces, el señor Juan de la Cosa, que, después del viaje improductivo de Ojeda, vivía cerca de Cádiz, en Puerto de Santa María, trazando el primer mapa del Nuevo Mundo.
Una asombrosa buena suerte acompañaba al gallardo tabelión metido a navegante. Su viaje era el primero que producía riquezas. Navegaban él y La Cosa frente a Tierra firme desde el cabo de la Vela, adonde había llegado Ojeda, hasta el puerto de Nombre de Dios.
Bastidas se distinguía de Colón y de los demás exploradores por sus buenas maneras, su carácter acomodaticio y el modo discreto con que sabía tratar a los naturales. Esto le permitió comerciar pacíficamente, adquiriendo una cantidad considerable de oro y perlas. Era verdaderamente la primera expedición comercial, dirigida por un marino reposado y pacifico como Juan de la Cosa y un capitalista acostumbrado a tratar los negocios con un gracejo andaluz, allá en su notaría del barrio de Triana.
Cuando ya tenían tres cofres llenos de oro y perlas, y veían en lontananza nuevos provechos, que harían de ellos los mayores ricos de las nuevas tierras, su asombrosa prosperidad se derrumbó de golpe. El fondo de sus buques estaba agujereado por la terrible «broma», roedor abundante en las aguas del trópico, del que los navegantes españoles sólo empezaban a tener una ligera idea.
Juan de la Cosa, a costa de muchas dificultades, conseguía llevar los dos buques desde Tierra Firme a la isla Española; pero una vez en ésta, los cascos acababan por abrirse y se iban a pique, luego que Bastidas y su gente consiguieron salvar lo más precioso que llevaban a bordo.
Para no morir de hambre se distribuían los náufragos en tres partidas, y por senderos distintos dirigíanse a Santo Domingo, pues el país no ofrecía víveres para viajar tanta gente junta. Bastidas, al llegar el día antes a Santo Domingo, había explicado al gobernador Cebadilla la necesidad de comerciar con los naturales para proporcionarse alimentos y guías; pero tal justificación le valió de poco, pues le formaron proceso, quedando bajo embargo los tres cofres llenos de materias preciosas.
El intrépido piloto no conocía a la mayor parte del vecindario de Santo Domingo, y había ido en busca de aquel matrimonio joven, cuya casa frecuentó tanto en la ahora abandonada ciudad de Isabela.
Cerca de año y medio permanecieron Bastidas y su piloto mayor en Santo Domingo, esperando que los enviasen a España con el tesoro embargado para defender su causa ante los reyes, y en este tiempo Cuevas y su mujer se fueron enterando de todo lo que el navegante sabía de Ojeda.
Guardaba mal recuerdo del viaje hecho con él por ser el más improductivo de cuantos llevaba realizados. Habían descubierto la tierra titulada Venezuela y otra más al Noroeste, siguiendo la costa de la llamada Tierra Firme, pero siempre entre combates, pues allá donde iba don Alonso abundaban los golpes y corría sangre.
Tal era su humor guerrero, que apenas recibía en las naves la visita de los indígenas, necesitaba disparar su artillería para que se convenciesen de su poder, y toda la gente cobriza, hombres y mujeres, al escuchar los truenos de las bombardas, se echaban de cabeza al mar «como las ranas de un estanque cuando cae una piedra», según expresión de Américo Vespucio.
Unos comerciantes de Sevilla habían facilitado a Ojeda los cuatro buques y hecho todos los gastos necesarios, imaginándose que el intrépido capitán traería grandes riquezas; pero éste había navegado sin encontrar otra cosa que guanines de oro de escaso valor, semejantes a los traídos por Colón en el primer viaje.
Desesperado don Alonso y queriendo llevar a sus consocios algo de provecho, anclaba en la parte occidental de la Española para cortar palo campeche; pero Roldan, enviado por el Almirante, le impedía realizar dicho acopio. Quedaba reducido a vagar por las islas contiguas cazando caribes para venderlos como esclavos en Sevilla, pero no obstante este negocio cruel, que en aquel entonces parecía corriente, el resultado económico de la expedición resultaba tan mezquino, que luego de cubiertos los gastos sólo quedaban quinientos ducados para repartir entre más de cincuenta hombres.
El sesudo piloto ya no sabía más de Ojeda. Al verlo por última vez en Sevilla preparaba otra expedición, apoyado por algunos particulares de dicha ciudad, los cuales deseaban ir con él aprovechando su intrepidez y la experiencia adquirida en anteriores viajes, pero reservándose la parte comercial para obtener mayores provechos.
La Cosa había encontrado poco agradable la compañía de estos asociados, prefiriendo seguir con el escribano Bastidas, de carácter alegre y siempre respetuoso ante sus indicaciones náuticas.
Un detalle de la vida de don Alonso, sin importancia para el respetable piloto, interesó mucho a Cuevas. Su antiguo capitán iba ahora a todas partes con una india de Venezuela.
Se acordaba La Cosa de las mujeres de una de aquellas poblaciones lacustres que había conocido en su viaje con don Alonso. Eran altas, esbeltas, de color más claro que las hembras de otras tribus. Algunas habían querido quedarse por su propia voluntad en los buques de los hombres blancos, y una de ellas se interesaba especialmente por el jefe de la expedición. Ojeda se la había llevado finalmente a España, aunque al principio no mostraba por ella gran interés.
—Era su manceba —continuó el piloto—. La trataba lo mismo que los otros camaradas a sus indias; pero la última vez que le vi en España parecía agradecido al interés que ella le demostró, siguiéndole a todas partes, obediente y fiel como un animalejo. En Sevilla hizo que la bautizasen, dándole el nombre de Isabel.
Cuevas y Lucero se acordaron inmediatamente de doña Isabel Herboso, cuya muerte les había contado igualmente Juan de la Cosa. Ojeda, a pesar del tiempo transcurrido, no olvidaba esta desgracia.
—Antes, cuando el Almirante nos hablaba de los vastos Estados del Gran Kan —dijo el marino con una expresión ligeramente irónica—, Ojeda quería conquistar tesoros y hasta un reino. Muerta doña Isabelita, yo creo que sólo desea emprender viajes para que éstos le entretengan, haciéndole pensar en los otros más que en sí propio. Le gusta mandar, que todos le obedezcan, y cuando llega la hora de repartir las ganancias, cede lo suyo a los camaradas. Se disputa por todo, menos por el dinero. Todavía lleva con él su cuadrito de la Virgen, pero afirma que esta imagen no hace más que guardarle la vida. Era doña Isabelita la que, según él, le proporcionaba la fortuna, y empieza a creer que siempre será pobre. Indudablemente dice esto porque, desaparecida la joven dama, el oro no tiene para él otra utilidad que el derramarlo a manos llenas entre la gente inferior.
Cuando Bobadilla emprendió su viaje de regreso, luego de entregar a Ovando el gobierno de la isla. Bastidas y Juan de la Cosa fueron metidos en un buque, casi como presos, para que respondiesen en España de las inculpaciones que les hacían.
Presenció Cuevas la repentina tempestad que echó a pique, frente a Santo Domingo, la mayor parte de la flota próxima a partir. Un día antes había llegado Colón con cuatro buques, para realizar su cuarto y último viaje de descubrimiento. Los reyes le habían ordenado que no tocara en Santo Domingo, queriendo evitar de este modo nuevos motines, por saber que la gente de allá le era adversa; mas el Almirante, con una agresividad senil, pretextó averías sufridas en su viaje desde España, para fondear frente a Santo Domingo.
Quería que le viesen sus enemigos mandando una nueva flota costeada por los reyes, luego de haber salido de allí dos años antes, con grillos en los pies. El nuevo gobernador Ovando le prohibió enérgicamente que entrase en el puerto, conociendo la intención provocativa del Almirante y el odio que aún sentían contra él gran parte de los vecinos de la ciudad.
Experto en los mares tropicales más que la mayoría de los capitanes de los buques que hacían su primer viaje a las nuevas tierras, avisó Colón a Ovando, de acuerdo con sus observaciones del mar y del cielo, la proximidad de uno de aquellos ciclones que azotaban de tarde en tarde la isla. Su consejo fue desoído, y horas después la tormenta hizo naufragar la mayor parte de la flota.
Sólo se salvaban los barcos de Colón, que habían buscado oportunamente un refugio, y los del gobernador, mandados por navegantes que llevaban ya efectuados varios viajes. La carabela en que iban Bastidas y Juan de la Cosa, con el tesoro embargado, se salvaba sin ninguna avería, gracias a las indicaciones del famoso piloto.
El buque del comendador Bobadilla naufragó casi instantáneamente, pereciendo éste y todos sus compañeros. Perdíase para siempre el proceso de Colón que Bobadilla llevaba a bordo, en el que se consignaban todos los abusos y delitos que motivaron su prisión. Desaparecía igualmente en dicho naufragio la mayor pepita de oro que se había encontrado hasta entonces en las nuevas tierras, la cual pesaba muchas libras y era del tamaño de un pan de Castilla.
Cuevas, con algunos de los españoles que trabajaban en las minas del rey Salomón, había bajado al puerto para acompañar esta muestra de riqueza enviada a España.
Empezaban a sentir todos ellos cierto orgullo patriótico, considerando la isla como si fuese su tierra natal, celebrando como propias las riquezas de este suelo que acababan por disfrutar otros. Recordaba aún el banquete celebrado en las minas para despedir a este pedazo de oro, antes de entregarlo al gobernador. Había sido invitado por sus antiguos camaradas los mineros, comiendo todos un cerdo asado, servido en platos de oro.
Estos españoles de las minas retrogradaban, sin darse cuenta, hacia la vida primitiva, sin más traje que una camiseta y unos calzoncillos de algodón, distinguiéndose únicamente de los indios por tener una espada y una rodela. Intentaban embellecer instintivamente su vida casi salvaje con inesperadas y groseras suntuosidades. La parte de oro que les tocaba como remuneración de su trabajo la empleaban en hacerse platos y jarros semejantes a los de los reyes de Europa. Con ellos comían y bebían, echando migajas o huesos a los servidores indígenas acurrucados a sus pies, lo mismo que anímales domésticos.
En el mes de Septiembre de 1502, después de partir Juan de la Cosa, experimentaron Cuevas y Lucero una sorpresa aún mayor que al ver entrar en su casa al célebre piloto.
Un español de los que habían vivido en Isabela dio noticia a Fernando de que su antiguo capitán don Alonso se hallaba en Santo Domingo desde el día anterior, pero en la cárcel.
Corrió a verle Cuevas, seguido de un servidor indio que llevaba sobre su cabeza un cesto con los mejores víveres que Lucero había podido reunir. Lo vio encerrado en el casucho que servía de prisión, y sus guardianes más bien parecían criados suyos, por el respeto con que hablaban a este héroe, célebre por su intrepidez.
Tenía el mismo aspecto que años antes, pequeño de cuerpo, bien proporcionado, ágil en sus movimientos, con cierta vibración en los ademanes que revelaba una fuerza reprimida pugnando por expandirse. Ya tenía treinta años, pero guardaba la ligereza y la inconsciencia audaz de su mocedad heroica.
Volvía de su segundo viaje de descubrimiento, aprisionado y robado por sus consocios. A los pocos días, el juez principal de la isla lo dejaba en libertad, pero sometido a su vigilancia y a las consecuencias del proceso.
Fue enterándose Cuevas, en sus continuas conversaciones con él de los episodios de este segundo viaje, más desgraciado aún que el anterior.
El obispo Fonseca le había protegido en España una vez más. Sus hazañas le hacían popular en los puertos españoles, especialmente en Sevilla, donde se juntaban todos los aventureros ganosos de ir a las nuevas tierras.
En consideración a sus servicios pasados y a los que podía prestar, le daban los reyes seis leguas de terreno en la parte Sur de la isla Española y el gobierno de la provincia de Coquibacoa, que había descubierto en Tierra Firme durante su primer viaje, autorizándole para equipar a sus expensas una flota que no pasase de diez buques. Falto de capital y temeroso de la usura, de los comerciantes que tanto había pesado sobre él en su viaje anterior, buscó el apoyo de particulares, siendo sus socios cierto Vergara, mayordomo de un canónigo rico de Sevilla, y otro llamado Ocampo. Estos copartícipes sólo aportaban a última hora lo preciso para armar cuatro carabelas, embarcándose en éstas la gente más brava y aventurera que había entonces en Sevilla. Muchos de sus hombres habían figurado en anteriores viajes a las nuevas tierras.
Una expedición con estas gentes acostumbradas a maltratar al indio y con capitalistas mediocres ansiosos de adquirir riquezas, fuese como fuese, sólo podía originar batallas y robos allá donde tocase, teniendo como final la insubordinación y el desorden. Al desembarcar en Cumaná saqueaban las aldeas indígenas, y contraviniendo las órdenes de Ojeda, mataban a varios habitantes, llevándose cautivos a otros. Vergara y Ocampo se reservaban las mujeres, dando libertad a las viejas y las feas, y exigían rescate por las jóvenes que reclamaban sus maridos.
Ojeda no tomaba de este saqueo más que una simple hamaca de algodón. La india Isabel le seguía. Habiendo recogido un poco de oro continuaron adelante, hasta encontrar en la provincia de Citarme a un español de la expedición de Bastidas que había desertado tres meses antes, quedándose allí entre los indios, cuyo idioma acababa de aprender.
Sostenía Ojeda frecuentes combates con los naturales, emprendía la construcción de un pueblo y de una fortaleza, pero la falta de víveres y la pobreza del país hacían que su gente fuese perdiendo la disciplina.
El oro recogido en las correrías estaba depositado en una caja fuerte, cuyas dos llaves guardaba Ojeda, con gran disgusto de sus socios. Éstos sublevaban a la gente contra él y acabaron por sorprenderle mientras dormía, cargándolo de cadenas antes de conducirle a bordo de uno de los buques.
Así salió don Alonso de la provincia que debía gobernar y de la primera población fundada por él con el nombre de Santa Cruz.
En la misma carabela en que iba el gobernador preso se embarcaban igualmente sus dos consocios con la caja origen del litigio. Su plan era acusarle ante las autoridades de Santo Domingo, ya que el estado del buque no les permitía continuar hasta España.
Llegaron a la parte occidental de la isla Española, anclando a cierta distancia de la costa. Ojeda, confiando en su fuerza y su agilidad, se escurrió por un costado del buque, durante la noche, hasta hundirse en el agua, y trató de nadar hacia la orilla. Los brazos los tenía libres, pero sus pies estaban sujetos con grillos y cadenas, y el peso de tanto hierro le iba sumergiendo.
Tuvo que pedir socorro, al mismo tiempo que la india Isabel daba gritos adivinando su peligro. Los enemigos echaron un bote al agua, y el intrépido gobernador tuvo que pasar por la vergüenza de volver medio ahogado al poder de sus desleales compañeros. Lo desembarcaban finalmente, poniéndolo a disposición del gobernador de Santo Domingo, y ellos, mientras tanto, abrían la caja fuerte, objeto de tantas querellas, repartiéndose su contenido.
Cuevas vio a la india Isabel en la prisión, al lado de su amante. Iba vestida a usanza española, con mantilla y amplias faldas. Estas ricas galas habían sido compradas en Sevilla al organizarse la expedición. Cuando Ojeda podía disponer de dinero, lo gastaba descuidadamente, con arreglo a su pródigo carácter. Las ropas de rica calidad ya estaban muy ajadas por los azares de aquel viaje aventurero.
Al verse ahora en una tierra semejante a la suya, la india iba prescindiendo paulatinamente de las diversas prendas de su vestimenta europea, y un año después la veía Lucero semejante a las otras indígenas del país, casadas o amancebadas con españoles, que sólo llevaban sobre su desnudez tradicional alguna saya vieja que denotase su clase, superior a la de las otras indias sin trato con blancos.
Encontraba Cuevas en Isabel cierta semejanza con la reina Flor de Oro. Era una Anacaona más joven, menos lánguida y sin su porte majestuoso; una compañera de aventurero heroico, dispuesta a atravesar las selvas sirviendo a su hombre de guía, lo mismo que a guisotear y limpiar sus armas durante las horas larguísimas y monótonas pasadas en el alcázar de popa de una carabela.
Como todas las hembras de pueblos primitivos, empezaba a marchitarse en plena juventud. No debía estar más allá de los veinte años y tenía ya un aspecto matronil, anunciador de rápido y prematuro agotamiento.
Ojeda fue a instalarse con su concubina india en una casucha de las afueras de Santo Domingo que le proporcionaron Cuevas y otros camaradas de su vida trabajosa en Isabela.
Mostrábase insensible a los sucesos que se desarrollaban en Santo Domingo. No le importaba la vida de esta colonia, en la que sólo podía figurar como simple habitante. Él era de los que fundaban ciudades; había nacido para mandar y no para obedecer. Si vivía allí, era en espera de que le hiriesen justicia, sosteniendo un pleito larguísimo para que le devolviesen lo suyo.
Mostrábase preocupado por los incidentes de este pleito como si se moviese entre las mallas de una red interminable. En Santo Domingo, jueces, abogados y escribanos empezaban a ser los personajes más importantes.
—Media ciudad —decía Cuevas— pleitea con la otra media.
Minero, poseedor de la tierra o navegante, no había blanco que no se creyese despojado e iniciase un pleito contra otro compatriota.
Ojeda, que era pobre, tenía muchos envidiosos de su fama heroica y se había hecho muchos enemigos por las arrogancias de su carácter pendenciero. De pronto se vio condenado por el juez mayor de la isla a perder todo lo adquirido en su viaje y además lo declaraba deudor a la corona, por afirmar sus adversarios que se había quedado con la parte correspondiente a los reyes.
Apeló a los tribunales de España, pidiendo al mismo tiempo apoyo a su protector Fonseca, y gracias a este último pudo conseguir que le hicieran justicia. Mas las costas que debió pagar por el proceso fueron tan enormes, que consumían todo lo que le adeudaban sus socios y el contenido de la caja de caudales.
Quedó su nombre limpio de toda acusación, pero se consideraba más pobre que antes de emprender su primer viaje, dudando ya de poder salir de Santo Domingo al frente de una nueva expedición. Surgía de manos de la justicia triunfante, pero completamente arruinado.
Cuando aún esperaba que el Consejo real le hiciese justicia, se detuvo casualmente una mañana en la plaza mayor de Santo Domingo, atraído por la presencia de una multitud.
Vio pasar a la reina Anacaona camino de la horca, y él, que estaba avezado a matanzas, no pudo presenciar esta ejecución, abominando interiormente de las crueldades inútiles de Ovando y la muerte innecesaria de esta mujer.
No había en su protesta compasiva nada de amor. Los días pasados con Flor de Oro eran un vago recuerdo en su memoria.
El amor había retrocedido a último término en el tumulto de sus deseos. Quería riqueza para repartirla a manos llenas, y sobre todo autoridad, por el áspero deleite que proporciona el poder. Lo único que le preocupaba en su situación actual era verse desconocido u olvidado en aquella isla cuyo interior había sido el primero en explorar.
Se habituó Cuevas a la presencia de su antiguo capitán. Sin dejar de admirarle, lo veía como si fuese otro desde que le inspiraba compasión. Estaba acostumbrado a sus hazañas heroicas, no a sus desgracias.
Sus propios asuntos empezaron a mantenerle algo alejado de Ojeda. La riqueza parecía venir ahora hacia él y Lucero, no rápida y deslumbrante como surgía de las minas para otros, sino lenta, modesta, con un avance monótono pero firme, como la iban conociendo los españoles de gustos pacíficos dedicados al cultivo de la tierra.
Una vieja india, viuda de un pequeño cacique del interior, había conocido a Lucero cuando vivían los dos en las minas, mostrando por ella una admiración semejante a la que sienten los esclavos por un dueño de origen superior. Su fortuna significaba poca cosa en un país donde los blancos recibían mercedes reales de terreno calculadas por días de marcha. Lo que había heredado del cacique sólo eran dos leguas, pero a orillas de un río y de tierra feracísima. El bachiller Enciso, abogado de Santo Domingo, al que conocía Cuevas por su amistad con Ojeda, se encargó de legalizar los títulos de propiedad de la vieja cacica, convertida al cristianismo.
Lucero sabía que el deseo de la indígena era dejar su fortuna a ellos dos y a su hijo Alonsico, por el que mostraba un afecto comparable al de una vieja nodriza. El bachiller Enciso había arreglado ya todo lo referente a la herencia, y Fernando miraba dichas tierras como suyas, lamentando tener que cultivarlas poco a poco, por la escasea de sus medios.
Había conseguido que el nuevo gobernador Ovando y luego los frailes de San Jerónimo, que sucedieron a éste en el gobierno de la isla, le entregasen cierto número de indios, tratándolos con bondad para que le ayudasen en sus trabajos. Pero el indígena resultaba flojo en las labores, y sólo por obra del miedo podía conseguirse que diese un mayor rendimiento.
Empezaban a establecerse en la isla los primeros trapiches de azúcar, venerables antecesores de los que después fueron llamados «ingenios». Los conquistadores trasladaban a este mundo nuevo la caña azucarada de origen asiático que siglos antes habían aclimatado los moros en España.
Un fraile, al desembarcar en Santo Domingo, buscó a Cuevas para entregarle una carta que le habían dado en Córdoba y una pequeña bolsa llena de monedas de oro. El doctor Acosta se acordaba de Lucero y de su hijo.
Este dinero sirvió a Cuevas para el desarrollo de su empresa agrícola, y ocupado en ella dejó de ver meses y meses a su antiguo capitán.
Vivía éste malhumorado en su casucha con la india Isabel, de la que ya tenía dos hijos. Algunas veces obtenía dinero tomándolo a préstamo sobre aquellas leguas de tierra que le habían dado los reyes; otras jugando con los aventureros que volvían de las minas del interior o de algún viaje clandestino de descubrimiento.
Se mostraba constantemente descuidado y manirroto, volviendo en seguida a ser pobre. Altivo y orgulloso en su trato con los espadachines; siempre abundantes en la colonia, sostenía con ellos frecuentes pendencias, y como siempre, era él quien hacía sangre y salía ileso.
Fernando dejó de verle mucho tiempo, y le dijeron que había salido con un grupo de desesperados tan intrépidos como él, en un barco viejo y con escasos víveres, para intentar por segunda vez la fundación de Santa Cruz en aquella provincia de Tierra Firme cuyo gobierno le habían dado los reyes.
Al poco tiempo volvió derrotado y triste, con sólo unos pocos de sus compañeros. Todos los demás habían perecido en las tierras de su ingrata gobernación.
Lucero, con el espíritu conservador innato en la mujer, mostrábase cada vez más enemiga de aventuras y heroísmos.
—Que vayan otros —decía a su marido— en busca del oro. Nosotros procuremos que la tierra mantenga nuestros cerdos, nuestras vacas, y nos dé maíz y cazabe. Que don Alonso y los de su especie busquen nuevas minas. Les venderemos la comida para sus viajes, y Dios hará que al final trabajen para nosotros, sin que nos movamos de nuestra casa.
Aprobaba el marido la cordura de estas palabras, haciendo callar al héroe ansioso de aventuras, peligros y grandezas que llevaba dentro de él. Su diario y pacifico combate con la tierra parecía adormecerle.
Admiró finalmente la sabiduría de su esposa. Ojeda continuaba inspirándole respeto, mas ahora le parecía perteneciente a otra clase de hombres, dignos de ser admirados desde lejos, sin seguirlos nunca.
Y viviendo los dos esposos en tan pacificas y mansas aspiraciones llegó a Santo Domingo la noticia de que, meses antes, el 20 de Mayo de 1506, había muerto en Valladolid el Almirante don Cristóbal Colón.
III: De las verdaderas mirlas del rey Salomón encontradas por don Cristóbal en Panamá, cerca del Ganges, y cómo Fernando Cuevas fue a España enviado por Ojeda, solicitando el permiso para conquistarlas.
Antes de que el Almirante muriese en España, lo vieron Cuevas y Lucero por última vez en Santo Domingo.
El gobernador de la isla tuvo que enviar una carabela para recogerlo en Jamaica, donde permanecía aislado varios meses, con sus buques podridos y una gran parte de sus tripulaciones sublevadas.
Su cuarto viaje de descubrimiento, pagado por los reyes después de muchos titubeos y demoras con el deseo de que Colón se rehabilitase del fracaso de su viaje anterior, resultaba una continua desdicha. Después de haber estado frente a Santo Domingo, sin que Ovando le dejase desembarcar, ponía su proa al Oeste; en busca del estrecho que iba a darle acceso a las verdaderas tierras del Gran Kan y a las bocas del Ganges.
Los elementos de la Naturaleza y sus propias dolencias se conjuraban contra él para hacer aún más triste su última aventura de navegante visionario.
Abundaban las tempestades en su viaje; le atormentaban los reumatismos, tenía que vivir acostado, para lo cual hizo que le construyeran una camareta de tablas sobre la popa del navío, siguiendo así su rumbo sin abandonar el lecho.
Cada vez se hacía más visible la perturbación de sus facultades mentales. Hablaba con seres fantásticos que le visitaban durante la noche para darle consejos e infundirle ánimo. Navegó de tal modo frente al litoral de los países llamados luego Panamá, Costa Rica y Honduras, y que él comprendía bajo el nombre general de Veragua.
Esta Veragua iba a ser la última quimera de su vida, el postrer sueño dorado, enardecedor de sus ansias de poder y riqueza. Los naturales de la costa, al dar informes a los enviados de Colón, hablaban de países distantes solamente unos cuantos soles de marcha, donde los hombres iban vestidos con largas túnicas, llevando adornos de oro en la cabeza y en los brazos. Se referían sin duda al Yucatán y a Méjico. Tales relatos servían para exacerbar aún más las quimeras geográficas del Almirante, haciéndole creer que estaba en la vecindad de los países descritos por Marco Polo. Hasta afirmó, según sus cálculos, que caminando diez jornadas por el interior de Veragua llegaría a las riberas del Ganges y a sus más famosas ciudades.
Las breves correrías de los suyos por las aldeas vecinas a la costa no representaban ninguna exploración seria del país, pero como muchos indígenas principales llevaban sobre el pecho grandes patenas de oro que Colón llamaba «espejos», creyó ciegamente que había tropezado con las mayores minas del mundo.
Dejó de afirmar que las de la isla Española fuesen las del rey Salomón. Donde estas minas se hallaban verdaderamente era en el territorio de Veragua.
Apresó cerca de la costa una canoa enorme, la más grande que había visto hasta entonces, cubierta con una techumbre de paja tejida, muy abundante en marineros y pasajeros y llevando un cargamento de objetos curiosos reveladores de cierta civilización. Esta especie de nave comercial que venía del Norte, donde vivían los hombres vestidos y con adornos de oro, la apreció el Almirante como una primera muestra de la marina asiática que navegaba por los estrechos y archipiélagos de las costas vastísimas del Gran Kan.
Intentó establecer una colonia a orillas de un río que llamó Belén, pero tuvo que abandonarla ante el empuje de los naturales, más temibles que los indígenas de la Española, pues tiraban siempre con flechas envenenadas. El mal estado de sus buques lo obligó a retroceder, fondeando en Jamaica, y allí se abrieron, acribillados por la «broma», quedando encallados en la playa como edificios de madera.
Vivió algunos meses dependiendo él y los suyos de los víveres que quisieran proporcionarles los indígenas a cambio de chucherías, y que al final llegaron a escasear. Llevaba con él a su bastardo Fernando, el hijo de Beatriz Enríquez, el cual empezaba a ser adolescente, y la presencia de este tierno compañero de aventuras aumentaba más la angustia de su situación.
Como le había ocurrido varias veces en su vida de gobernante, la mayor parte de su gente acabó por sublevarse contra él. Su hermano don Bartolomé, a la cabeza de los que se mantenían fieles, sostuvo batallas con los rebeldes, contemplando los indígenas con regocijo estas luchas sangrientas de los blancos.
Un hombre adicto al Almirante, Diego Méndez, realizaba la más inaudita de las hazañas para sacar a todos de este aislamiento en el que iban a sucumbir, Embarcado en una canoa india, sin más acompañamiento que otro blanco y varios remeros jamaicanos, navegaba leguas y leguas hasta la isla Española, consiguiendo llegar a ella después de varias tentativas inútiles. Iba en busca del gobernador Ovando para contarle la angustiosa situación del Almirante, y una carabela enviada desde Santo Domingo trajo a la capital a todos los supervivientes del cuarto viaje, terriblemente enemistados y repitiendo en las calles de la ciudad las querellas que los habían dividido en la costa de Jamaica.
El vecindario de Santo Domingo, que años antes había despedido a Colón encadenado con griterías hostiles y deseos de muerte, lo respetó y hasta lo agasajó, al verlo enfermo, con aire de vencido para siempre. Le faltaba ya el apoyo de la quimera, que había sido siempre su mayor fuerza. Ovando lo alojó en su propia casa, y los que años antes habían sido sus enemigos le miraron con la conmiseración que inspira la desgracia.
Fernando y Lucero fueron a visitarle, y el anciano, que pasaba parte del día en la cama, atormentado por el reuma, pareció alegrarse al reconocer a los dos antiguos pajes que le habían acompañado en su primera y más gloriosa aventura marítima.
Otro amigo, igualmente venerable para ellos, llegó en este tiempo a Santo Domingo, el señor Juan de la Cosa, que había andado ocupado hasta entonces en otras navegaciones. Hablaba con franqueza de algunas de ellas. Otras las mantenía en prudente silencio, o las revelaba contra su voluntad con palabras sueltas.
Cuevas, desde Santo Domingo, estaba enterado de algunas navegaciones clandestinas, emprendidas sin permiso de los reyes. Era indispensable para armar una expedición en los puertos de España que sus capitanes obtuviesen una cédula real. Y como para conseguir tal privilegio eran precisas recomendaciones y largas esperas, algunos se lanzaban al misterio de los muras inexplorados por su cuenta y riesgo, sin decir adónde iban, guardando después en secreto las tierras descubiertas.
Juan de la Cosa aludía con aire misterioso a ciertos viajes que no eran los de Alonso de Ojeda, ni el suyo con el escribano Bastidas, ni tampoco el de Alonso Niño de Moguer al país de las perlas, ni el reciente de Vicente Yáñez Pinzón. Este hermano de Martín Alonso, que mandaba la Niña a la vuelta del primer viaje, se había lanzado otra vez al mar.
No había pensado en viajes mientras Colón tuvo el monopolio de ellos. Los de su familia no podían oír hablar de tal hombre. Luego, al ver abiertas las puertas del Océano, se lanzaba a él mandando una escuadrilla de cuatro barcos que le proporcionaron rapaces usureros. Le atraía más la gloria de descubrir tierras que la riqueza. Era el primero en ver la constelación llamada Cruz del Sur y otras estrellas del cielo austral, completamente nuevas para los europeos. Igualmente era el primero en descubrir el Norte del Brasil y el mar dulce formado por el desagüe de un gran río titulado después de las Amazonas.
Más desgraciado que Bastidas y otros que traían perlas, sólo lograba embarcar palo campeche, y al llegar a España sus acreedores se lo embargaban todo.
Juan de la Cosa procuraba también no mencionar cierto viaje secreto que llevaba hecho con Américo Vespucio, más al Norte de aquella Veragua de la que tanto hablaba Colón; pero Cuevas lo sospechó por ciertas expresiones que se le escaparon al célebre piloto.
Otras navegaciones clandestinas debía haber realizado, a juzgar por el estado de su fortuna.
Al hacerles justicia en España a él y a Bastidas, les habían devuelto gran parte de lo adquirido en dicho viaje, pero indudablemente llevaban ganado más oro en navegaciones posteriores, mantenidas en secreto. También hacía sospechar esto el conocimiento de nuevas tierras que figuraban en su mapa con exactitud, sin que hubiesen sido vistas hasta entonces por ninguna de las expediciones autorizadas. Y él era un navegante sin imaginación, atenido a la realidad de los hechos, incapaz de edificar sobre ellos conjeturas fantásticas.
Este positivismo sereno de navegante práctico le hacía sonreír con lástima de las fantasías del Almirante. Lo consideraba ya muy a la zaga de todos los que iban buscando tierras en el misterio de los mares desiertos.
—Ni ha aprendido ni ha olvidado —dijo una vez hablando con Ojeda y Cuevas.
Y quería expresar con esto que los descubrimientos hechos por él y por otros no habían enseñado nada nuevo a Colón, empeñado en no olvidar aquella geografía delirante aprendida en Marco Polo y Mandeville, que le hacía creerse siempre en Asia. Los que se limitaban a observar sin ningún capricho imaginativo, tenían una noción más exacta de las nuevas tierras.
Colón, poeta del mar, perturbado mentalmente por la vejez y el exacerbamiento de sus fantasías, empezaba a saber menos que muchos pilotos vulgares y prácticos. Además en España eran cada vez más numerosos los hombres de estudio que se reían del Gran Kan y todas las quimeras asiáticas del Almirante, afirmando que las tierras descubiertas eran un nuevo mundo. Pero don Cristóbal seguía aferrado a su ilusión, declarando ignorantes a cuantos ponían en duda sus afirmaciones. Él solamente podía conocer la verdad.
Juan de la Cosa sonreía igualmente al oír mencionar la superioridad náutica del Almirante. Éste, en su inmenso orgullo, iba por el mar creyendo ser el único que poseía el secreto de sus rumbos.
—Se imagina que sólo él tiene ojos, y todos los que le acompañan son ciegos o niños de la escuela.
Hablando don Cristóbal en casa de Ovando con Juan de la Cosa —pues éste era el único piloto que él consideraba digno de atención—, se había jactado de guardar secreto el rumbo a la riquísima Veragua. Nadie más que él sabría volver allá. Para ello había decomisado y roto todos los apuntes y papeles de diversas especies que había visto en manos de pilotos o marineros. Y La Cosa sabía que Porras y otros compañeros de dicha navegación habían ido escribiendo con toda facilidad rumbos iguales al del Almirante.
De cada uno de sus viajes traía el Almirante una ilusión dorada y triunfadora, siendo siempre la última la mejor.
—Al volver a España del primer viaje —seguía diciendo el célebre piloto— veníamos de descubrir Cipango la de los «tejados de oro». El segundo viaje sirvió para descubrir que Cuba era tierra firme, la punta donde empieza o acaba Asia, según vamos a ella o venimos. En el tercero no fui, pero según cuenta don Cristóbal, anduvo cerca del Paraíso terrenal, vio uno de los ríos que bajan de él, y ahora, en el cuarto, descubre las verdaderas minas del rey Salomón y sólo se detiene a unas cuantas jornadas del Ganges. Todo puede resultar cierto, si tal es la voluntad de Dios; pero yo me contento con que resulten tan abundantes como él dice los espejos de oro que llevan las gentes de su Veragua, y con que las minas de aquella tierra den más metal que las de aquí, sin importarme un ardite que sean o no sean las de Salomón.
Partía el Almirante para España reanimado físicamente por el descanso en Santo Domingo, y su imaginación volvía a recobrar la misma pujanza de antes, al sentirse menos enfermo.
Este sembrador de doradas quimeras, al marcharse de la isla, dejaba a sus espaldas un desdoble del fantasma brillante de Veragua, último compañero de los contados días que le quedaban por vivir. Todos en Santo Domingo empezaron a hablar del «país de los espejos de oro», inmediato a las naciones de la India, donde los hombres iban vestidos y tenían buques. Hasta los más recelosos o prudentes comenzaban a sentirse arrastrados por el encanto de Veragua, el antiguo Quersoneso Áureo, donde el oro podía encontrarse a montones, sin necesidad de trabajo para recogerlo. Era la ilusión del primer viaje, que el visionario volvía a reproducir antes de su muerte.
Cuando llegó a Santo Domingo la noticia de su defunción, Ojeda andaba preocupado mucho tiempo por el deseo de ir a Veragua. Alguien debía conquistar esta tierra de oro, y él sabía, como muchos, que el rey don Fernando no miraba bien a los ambiciosos e inquietos Colones, especialmente después de su atrevida conducta en el gobierno de la Española.
Un sentimiento de vanidad herida y de celos hacia más penosa la mala situación de Ojeda, en Santo Domingo. Con el gobernador Ovando había llegado a la isla su camarada de juventud Diego de Nicuesa. Era, como él, pequeño de cuerpo pero ágil y forzudo, maestro en toda clase de suertes de equitación y de esgrima, y muy osado en sus empresas, aunque más prudente y lento en prepararlas que el Caballero de la Virgen.
Tenía sobre éste la ventaja de ser gran tañedor de vihuela y cantar con voz excelente toda clase de romances, lo que le valía en ciertas ocasiones el verse preferido por las damas. Rico además por su familia, esto le daba una gran superioridad sobre su amigo, simple aventurero heroico.
Tales divergencias habían acabado por enemistarlos, Ojeda, en su retiro de Santo Domingo, era muy considerado entre los hombres de espada a causa de sus aventuras, pero los ricos le menospreciaban por ser pobre, y sufría el tormento de ver a Nicuesa figurando entre los próceres más importantes de la colonia, amigo del gobernador y recibiendo de éste toda clase de mercedes.
Acaudalado en su tierra, Nicuesa, al llegar a Santo Domingo, se había enriquecido aún más en pocos años, pues su dinero y el apoyo de Ovando le permitían realizar fructíferas adquisiciones. Tal era el prestigio de su nombre y su fortuna, que los vecinos de Santo Domingo lo enviaban a España como diputado suyo, para que gestionase la resolución favorable de varios asuntos de la colonia.
Ojeda visitaba con frecuencia a Juan de la Cosa, instalado en la mejor calle de Santo Domingo, en una de las casas de piedra edificadas por un antiguo camarada el piloto Roldan. Vivía como rico, no pensando por el momento en nuevos viajes. Además, estaba seguro —mostrando en ello cierta vanidad profesional— de que todos los que intentasen nuevas expediciones se verían obligados a buscar la colaboración de Juan de la Cosa.
El vehemente Ojeda tenía un poder irresistible de persuasión sobre este personaje sesudo, y no tardó en sacarlo de su dulce quietismo. Quería el Caballero de la Virgen ir a la conquista de Veragua, pasando de ella a los otros países donde iban los indios vestidos.
La reina doña Isabel había muerto poco antes que Colón, y el rey don Fernando, preocupado con sus guerras en Nápoles y en la frontera francesa, dejaba los asuntos de los nuevos países en manos de Fonseca, ahora obispo de Burgos. Este severo personaje, monopolizador de las cosas del mar, había protegido siempre a don Alonso, sonriendo con expresión paternal al oír el relato de sus osadías heroicas. Juan de la Cosa, que era rico, podía ir a España en su nombre para hablar al célebre obispo y que éste consiguiese del rey, para ellos dos, el privilegio de conquistar Veragua y otros países de Tierra Firme. El prestigio marino de La Cosa ayudaría también a conseguir este favor real.
Acabó por sentir el piloto las mismas ansias e inquietudes de su amigo, procurando acelerar su viaje a España. Los amigos que Nicuesa tenía en la isla daban por seguro que éste aprovecharía su estancia allá para solicitar la misma merced, y su influencia era grande en la corte por haberse educado en casa del Almirante de Castilla, tío del rey.
Le pareció a Ojeda que no era bastante el apoyo de su protector el obispo y la gestión personal del célebre piloto cántabro.
Cuevas se mostraba igualmente deslumbrado por la visión de Veragua. Despertaban en él sus antiguos entusiasmos de conquistador. En aquella tierra de oro podía encontrar una fortuna más enorme y rápida que la de un agricultor colonial luchando monótonamente con el suelo. Y por una reversión de sentimiento a la que se ven expuestos muchas veces los seres nerviosos e imaginativos, Lucero, que se expresaba siempre con tan prudentes razones al abominar de la riqueza buscada en las minas, prefiriendo la tranquila y modesta prosperidad de la agricultura, sintió de pronto el deslumbramiento de Veragua. Le fue imposible escapar a una obsesión sentida por casi todos los habitantes de la colonia.
En alguna parte debían encontrarse aquellas riquezas tan anunciadas y buscadas desde doce años antes. ¿Cómo podía equivocarse don Cristóbal, tan venerado por ella?…
El Caballero de la Virgen, rápido siempre en la concepción y ensanchamiento de sus planes, dio un compañero a Juan de la Cosa. Fernando Cuevas debía ir con él a España.
Se acordó del doctor Acosta, tantas veces nombrado por este matrimonio joven que recibía de él cartas y hasta dinero. Había salvado al rey cuando le hirieron mortalmente en Barcelona, y era tenido por esto como uno de los hombres de su reino más dignos de ser escuchados a la hora del consejo. Su palabra, después de la del obispo Fonseca, resultarla decisiva.
Ojeda tenía además al físico Acosta por muy rico y esperaba hacer de él uno de los socios mercantiles de su futura empresa, por imaginarse que allá en España el descubrimiento de Veragua habría causado igual emoción que en Santo Domingo.
Consiguió Cuevas sin dificultad que su mujer aceptara el viaje. Duraría un año cuando más. Sus protectores de allá iban a conseguir fácilmente la licencia real. Durante este tiempo dejaría abandonados sus trabajos en las tierras de la cacica, y Lucero, con Alonsico, viviría en su chacra inmediata a Santo Domingo.
Para ella, que había pasado por tan arriesgados trances, tenía poca importancia quedar sola en esta ciudad de aventureros y mujeres de costumbres libres. La vida se había regularizado últimamente con la llegada de familias enteras, que iban imponiendo sanas costumbres. Además, quedaba en Santo Domingo don Alonso con su india Isabel, y el valeroso hidalgo resultaba un protector temible para la gente mala.
Cuando meses después desembarcaron en Cádiz el señor Juan de la Cosa y Fernando Cuevas, diéronse cuenta de la enorme disparidad entre el ambiente que les había rodeado hasta entonces y el de la metrópoli en que se iban adentrado. Todos se acordaban de la reina Isabel, lamentando su fallecimiento. De Colón no se acordaba nadie.
Sólo al llegar a Sevilla y pasar luego a Córdoba, encontraron algunos que hacían memoria del difunto Almirante. Todo lo del descubrimiento de Veragua, «la tierra de los espejos de oro» y las minas inagotables de Salomón, había hecho reír una vez más a la gente. Eran tres los fracasos sucesivos, después de aquellas absurdas ilusiones que había, hecho nacer a la vuelta de su primer viaje. Iban de un lado a otro, por todo el país, con aspecto de náufragos, los que habían vuelto de allá, enfermos y descorazonados.
Hombres de estudio y otros expertos en la vida marítima se ocupaban de Colón, pero era para comentar incrédulamente su quimera asiática y su geografía delirante que le habían acompañado hasta el último momento, como si le fuese imposible vivir sin ellas.
El rey Fernando, ya viudo, lo había recibido en sus últimos días con la conmiseración respetuosa que inspira un hombre de genio perturbado, quimerático y en plena decadencia. El monarca sonreía finamente para ocultar su asombro cuando Colón le pedía buques por quinta vez para ir en busca del Gran Kan y del Ganges. ¿No había perdido aún bastantes?… Esta exigencia costosa llegaba en el momento que más preocupado se sentía por la próxima llegada, a España de su yerno el flamenco don Felipe, enemigo suyo, y de su hija doña Juana, loca de amor, que sólo hacía lo que le mandaba su esposo. Además, debía pensar en sus guerras diplomáticas y militares, para las que no tenía nunca suficiente dinero.
En medio de la indiferencia pública, era el rey el único que trataba con atención al viejo Almirante, en memoria de su esposa, y porque todo hombre que se considera desgraciado en sus asuntos trata instintivamente con benevolencia a otro más infeliz y más viejo.
Prometíale don Fernando ocuparse más adelante de su quinta expedición, cuando tuviese dinero, y para regalo de su persona le proporcionaba todas las comodidades que podía darle.
Estaba prohibido en aquel tiempo, con severísimas penas, que ningún hombre viajase en mula, pues el suave paso de esta montura era motivo de que los varones olvidasen el cabalgar en caballos. Las mulas sólo podían emplearlas las mujeres y los clérigos, y el rey dio un decreto autorizando a don Cristóbal Colón para que fuese el único hombre que ciñendo espada pudiese viajar montado en dicho animal.
No era rico el Almirante, porque las minas de la isla Española, que él había reputado en los primeros momentos como del rey Salomón, no daban aún considerables productos, y resultaba por tanto poco cuantiosa la parte que le correspondía a él. Unos años con otros, el valor del oro enviado a España sólo representaba unos cuarenta mil duros de la moneda actual. Pero no obstante la relativa mediocridad de su fortuna, vivía como un prócer de los de entonces, demostrando su alta posición con el número de domésticos que le acompasaban a todas partes.
La muerte le sorprendía en Valladolid, con un séquito de siete criados, cuando iba en busca del rey don Fernando, cada vez más triste por las inquietudes domésticas que le daban su yerno y su hija, así como por la animadversión de la nobleza castellana, que le iba a hacer abandonar la corona de Castilla, volviéndose a su reino de Aragón.
AL hablar Cuevas con el doctor Acosta, le contó éste algunos detalles de la muerte de Maestre Cristóbal, su antiguo protegido.
En su último testamento se acordaba al fin de Beatriz Enríquez, mostrando arrepentimiento por su ingratitud con ella, pero se limitaba a encargar a sus hijos que no la olvidasen, sin darle ninguna otra cosa de provecho.
Recordó Cuevas muchas veces, en el resto de su vida, lo que dijo Acosta sobre la ingratitud característica de todos los Colones. Sólo les merecían atención los que eran de su tribu y de su sangre.
Años después había de encontrar en Santo Domingo a Diego Méndez, el que realizó el estupendo viaje en una débil canoa de Jamaica a Santo Domingo para salvar al Almirante. Fue también uno de los siete que acompañaban a don Cristóbal al morir en Valladolid, y lo recomendó igualmente a sus hijos. Cuando el mayor de éstos, don Diego Colón, gobernó como virrey en Santo Domingo, no pudo conseguir Méndez de él ningún empleo mediano.
Con Juan de la Cosa, que acompañó varias veces a Cuevas en sus visitas al doctor Acosta, hablaba éste de la geografía delirante de Colón y sus enormes errores científicos.
Había muerto en la creencia de haber descubierto Asia por el Occidente. En sus últimos días había escrito al Papa, jactándose de haber explorado trescientas leguas de costas asiáticas y muchas islas, entre las cuales estaba Cipango.
—Creía el mundo —continuó Acosta— mucho más pequeño que es, y que los mares sólo ocupan una séptima parte de su superficie. Para él era ignorante todo el que pusiera en duda que esas tierras de las que vienen vuesas mercedes pertenecen a Asia… Los que sabemos, por Ptolomeo y otros, el verdadero volumen de nuestro mundo y que los mares ocupan la mayor parte de su esfera, nos opusimos siempre a sus delirios. Pero han surgido inesperadamente esas tierras nuevas, que todavía no sabemos lo que son, tierras que él ignoraba…, y nosotros también.
Se interrumpió un momento Acosta, y después de mover la cabeza con cierto desaliento, continuó:
—¡Quién sabe si algún día el vulgo hará de este visionario de pocas letras un hombre de saber inmenso, aislado en medio de la ignorancia de su época, y a nosotros, los pocos qué teníamos un conocimiento más aproximado a la realidad, nos presentarán como unos asnos!…
Siguió hablando a Juan de la Cosa de la opinión de las gentes doctas de Europa sobre los últimos descubrimientos del Almirante fallecido.
Sólo el primer viaje había interesado. Los otros eran seguidos de relatos tan llenos de inexactitudes fantásticas, que el mundo docto los consideraba cada vez con menos atención. No describía los países vistos por él como debe hacerlo un explorador. Los iba amoldando a los libros que llevaba leídos y a su geografía quimérica de Asia.
Así podía explicarse su muerte en medio de la general indiferencia y el olvido que empezaba a gravitar sobre su memoria.
Acosta no creía en las riquezas de Veragua, como tampoco que Cuba fuese la punta extrema de Asia y el gran río visto por Colón bajase del Paraíso. Se extrañaba de que un cosmógrafo práctico como Juan de la Cosa arriesgase su fortuna en redescubrir las minas del rey Salomón, encontradas por el Almirante en Veragua: las mismas que, según testimonio hecho de Colón, «dieron al rey David tres mil quintales de oro de las Indias, dejándolos éste en herencia a Salomón para ayuda de las obras del Templo».
El célebre piloto iba a perder su fortuna en tal negocio.
—Yo —continuó el doctor— no pienso arriesgar un maravedí en él, a pesar de mi interés por Fernandillo y su mujer. Me limitaré a hablar al rey para conseguir la licencia necesaria. Allá vuesas mercedes, que por ser de oficio marineros o soldados gustan de tales aventuras.
Cambiando el curso de su conversación habló de Américo Vespucio, a quien llamaban en Sevilla Mérigo Vespuche, y que vagaba por dicha ciudad después de sus viajes, habiendo escrito un relato de ellos.
Era para el doctor un imaginativo, semejante a Colón, como una copia puede parecerse al original.
—Se atribuye en sus conversaciones las hazañas de los demás —siguió diciendo—. Habla como si hubiese ido de capitán en viajes donde sólo figuró como aprendiz de piloto. Vuesa merced, señor Juan de la Cosa, que fue maestro suyo y le llevó por primera vez al mar, debe saber algo de esto.
Como si tuviese el don de profecía, volvió el doctor a mover la cabeza, lo mismo que al hablar de la suerte futura de Colón, y dijo con acento triste:
—¡Quién pueda saber la suerte que tendrán esas relaciones de Vespuche cuando las dé a la estampa!…
Pero estaba lejos de imaginarse que los relatos del discípulo de Juan de la Cosa, tan disparatados geográficamente como las epístolas de Colón, aunque faltos de la poesía ingenua y natural de éste, al ser impresos por una pequeña sociedad académica en Saint-Dié, cerca de los Vosgos, como prefacio de una nueva edición de Ptolomeo, servirían para que a las nuevas tierras, que el Almirante don Cristóbal creyó siempre Asia, les diesen el nombre de Vespucio, aceptando el mundo con facilidad el título de América.
Tan olvidado estaba ya el hombre que había muerto en Valladolid, buscando inútilmente al Gran Kan.
IV: En el que se habla de los héroes de las Cuatro Calles y de cómo la animosa Lucero acometió espada en mano al intrépido Ojeda, haciéndole derramar sangre y lágrimas.
En Santo Domingo, el lugar más frecuentado por el vecindario era uno que recibía el nombre de las Cuatro Calles, por servir de cruce a las dos arterias más importantes de la ciudad. El gobernador Ovando se había preocupado mucho de las obras de ensanche y embellecimiento, y al sucederle en 1506 el segundo Almirante don Diego Colón, que había heredado de su padre don Cristóbal el virreinato de las indias, empezó Santo Domingo a adquirir mayor importancia.
Sus habitantes afirmaban orgullosos que no había ningún pueblo en España mejor construido, a excepción de la muy noble ciudad de Barcelona, y que su catedral, todavía sin acabar, iba a ser tan magnífica como las de Europa. Abundaban los veneros de hermosa piedra en las cercanías. Las construcciones del primer momento habían sido de adobes o de madera, con techos de ramaje. Luego, la gran abundancia de materiales y el haber aprendido los indios a dar ayuda a los albañiles venidos de Europa aumentó rápidamente las casas de piedra.
El río, navegable y muy hondo, tenía a un lado la ciudad y al otro campos de labranza y jardines, con muchos naranjos, cañafístulas y grupos de frutales, traídos de Europa. Las calles, bien ordenadas y anchas, daban por uno de sus extremos al río y por el otro a hermosas praderas.
Anclaban las naves junto a las casas construidas a orilla del río. Los buques más grandes, llamados de dos gavias, podían fondear tan cerca, que muchas veces no necesitaban de barcas para su descarga, y por una plancha de madera iban echando fardos y toneles. Una fortaleza defendía el puerto. Dentro de la ciudad algunos colonos enriquecidos construían vastos edificios, diciendo vanidosamente que el rey de España, cuando viajaba por sus Estados, se contentaría con encontrar un alojamiento semejante.
Las vacas traídas por los españoles se habían reproducido tan prolíficamente, que algunas naves empezaban a cargar cueros para llevarlos a España. También las primeras yeguas procedentes de Andalucía multiplicaron prodigiosamente la tropa caballar. Una parte del ganado vacuno y de cerda se había hecho salvaje, perdiéndose en los bosques. Muchos perros y gatos llegados de España en estado doméstico corrían ya los montes como animales bravos.
El vecindario de Santo Domingo iba resultando demasiado grande para la vida tranquila de la colonia, no por su número, sino por la calidad especial de sus individuos. Ovando había traído con él una cantidad considerable de hombres de guerra, hidalgos sin otra fortuna que su espada, ansiosos de aventuras y riquezas. Cada flota aportaba nuevos soldados, y toda esta corriente de energía iba quedándose estancada en la capital, no sabiendo el gobernador cómo dar expansión a una gente tan levantisca.
Ya habían terminado las guerras en el interior de la isla. Todos los caciques estaban sometidos. Los hidalgos de Santo Domingo faltos de bienes deseaban que se emprendiesen nuevas expediciones, de descubrimiento, pero escaseaba el dinero para organizarlas. Además, el virrey don Diego Colón ponía obstáculos a la iniciativa de los conquistadores, exigiendo que todo lo que descubrieran fuese para él, por ser hijo y heredero de Colón. Los que acudían a España necesitaban años enteros y poderosos apoyos para obtener licencia de unos reyes preocupados especialmente por el curso de su política en Europa.
Abundaban en la isla Española segundones de familias nobles, así como caballeros de las Órdenes militares de Calatrava y Alcántara, viviendo confundidos con otros hidalgos pobres que se consideraban no menos nobles, aunque se veían más necesitados que ellos.
La única diferencia verdadera entre esta gente orgullosa, poco sufrida, pronta a sacar la espada y que se creía tan noble como el rey, no reconociendo a éste otra superioridad que la de tener más dinero que ellos, consistía en la separación natural que se establece siempre entre ricos y pobres.
Los que habían hecho fortuna en la isla procuraban vivir en sus tierras o se mantenían en altivo aislamiento, dentro de su casa de piedra, en Santo Domingo, tratándose únicamente con sus iguales y con el virrey. Los pobres se juntaban en las Cuatro Calles para hablar de sus lances de guerra en Europa o de sus viajes con don Cristóbal Colón, al que llamaban el Almirante viejo para distinguirlo de su hijo, el Almirante mozo. También recordaban sus viajes guerreros o puramente comerciales con Ojeda y con Bastidas.
Muchos de estos futuros conquistadores iban a cuerpo gentil, con una mano en la empuñadura de la espada y sin capa, a pesar de que esta prenda era inevitable en aquellos tiempos, lo mismo en invierno que en verano, para ocultar roeduras y remiendos en el jubón y las calzas. Todos estos respetables hidalgos «se habían comido las capas», como ellos decían para expresar que las empeñaron o vendieron, necesitados de obtener algún dinero para mantenerse. Otros más francos, al recordar sus perdidas capas, confesaban que «se las habían bebido».
El osado capitán don Alonso de Ojeda se mostraba, todos los días en las Cuatro Calles, hablando a esta gente crédula, vanidosa y temible con una familiaridad que los enorgullecía. Era casi tan pobre como ellos, y sin embargo, siempre encontraba el medio de favorecerles con pequeños préstamos. Se sabía además con qué prodigalidad derramaba el oro en sus momentos prósperos.
Era el héroe de las nuevas tierras. Todos recitaban de memoria sus aventuras, agrandadas por el entusiasmo. Su astucia para aprisionar a Caonabo era contada como una hazaña de romance.
Comentaban sus habilidades de esgrimidor, la agilidad y la fuerza de su pequeño cuerpo, en el que parecía imposible que cupiese un vigor tan incansable. Aquel jinete, antiguo estudiante en Salamanca, que le había acompañado en su visita a la reina Anacaona, al ponderar sus cualidades se valía de un lenguaje homérico, y aplicándole un apodo, como lo llevan todos los personajes de la Iliada y la Odisea, le llamaba siempre don Alonso «el de los pies ligeros».
Esta popularidad sincera y desinteresada aún se hizo más intensa cuando circuló por Santo Domingo la noticia de que el señor Juan de la Cosa y Fernando Cuevas estaban en España gestionando para Ojeda una licencia real que le permitida emprender la conquista de Veragua, «la tierra de los espejos de oro».
Sabían que era asunto largo de conseguir, mas para estos hombres acostumbrados a moverse en un mundo desconocido y misterioso, el tiempo y la distancia no tenían el mismo valor que para las gentes del viejo mundo. Esperarían, y mientras llegaba el momento de que don Alonso levantase bandera, todos le rodeaban, saludándole como futuro capitán, procurando cada uno conseguir por su parte que le hiciese su teniente.
Entre estos soldados audaces, destinados en su mayor parte a una muerte obscura, y de cuya masa surgieron igualmente conquistadores afortunados de vastísimos Imperios, unos pocos merecían la especial predilección de Ojeda, el cual, teniendo solamente treinta años, era mirado como maestro por otros que le superaban en edad.
Trataba amigablemente a Diego Velázquez, buen soldado, aunque corpulento en demasía, y a otro campanudo en el hablar y de aparatosos ademanes llamado Pánfilo de Narváez. Los dos admiraban a Ojeda desinteresadamente, pues el virrey Colón el mozo proyectaba enviarlos a la conquista de Cuba, todavía inexplorada.
Un joven de tez blanca, ojos alegres y barba rubia, extremeño, nacido en Medellín, placía especialmente a don Alonso por su facilidad para improvisar versos, su propensión a hablar de amoríos, y una prontitud de ingenio que le permitía, salir de las situaciones más difíciles. Había estudiado en Salamanca, teniendo que marcharse de España por haberle sorprendido las gentes de Medellín cuando iba a visitar de noche a una mujer casada, cayéndose de la tapia por cuyo filo iba avanzando. Este estudiante poeta era tan hábil en tañer la vihuela como en el manejo de la espada. Le llamaban Fernando Cortés, y sus amigos desfiguraban su nombre de pila diciéndole unas veces Hernando y otras Hernán.
Había venido a la Española en la misma flota que trajo al comendador Ovando, y como éste también era de Extremadura, le había protegido, dándole algunas tierras y varios indios. Ahora, con la llegada del virrey Colón, la suerte de Hernán Cortés había cambiado, y no veía otro protector que aquel don Alonso, maestro de todos ellos.
—Señor capitán —decía—, cuente con este soldado para su entrada en la Veragua. No allá, sino al infierno iré gustoso con su señoría.
Otro extremeño, algo más viejo, taciturno y de menos palabras, era mirado con igual simpatía por Ojeda. Llamábase Francisco Pizarro y había venido a la Española en una expedición posterior a la de Ovando.
Tenía cinco o seis años más que don Alonso, y esto le hacía figurar entre los más viejos de aquella juventud aventurera, ávida de gloria. Ello no impedía que la admiración le hiciese respetar a don Alonso como si fuese su padre o un hermano mayor. Dicho sentimiento le impulsó a revelar toda su historia, desde sus primeras conversaciones con el Caballero de la Virgen.
Se creía tan noble como el que más, pero su nacimiento era ilegitimo, lo cual, en aquellos tiempos de bastardos encumbrados a las más altas situaciones no constituía un defecto irremediable. Su padre, que se había negado siempre a legitimarlo, era hombre de guerra, el capitán Gonzalo Pizarro, al que sus convecinos de Trujillo apodaban «el Romano», a causa, de haber pasado la mayor parte de su vida peleando en Italia a las órdenes del Gran Capitán, luego de militar igualmente bajo las batideras de César Borgia, hijo del último Papa. Su madre, una mujer humilde, llamada Catalina, había sido criada de un convento de monjas de Trujillo, y el capitán la hizo suya en una de sus rápidas visitas a la tierra natal.
Huérfano de madre y abandonado de su padre, había guardado cerdos en los campos de Extremadura. No sabía leer ni escribir a causa de este abandono, pero mostraba un gran talento natural para las cosas de la guerra y el mando de los hombres. Había hecho a pie un viaje a Italia para ser soldado cerca de su padre y guardaba prudente silencio sobre su vida allá. Tal vez «el Romano», al que otros apodaban también «el Largo» por su alta estatura, había rechazado a este hijo que se presentaba inoportunamente.
—Y aquí estoy, don Alonso —terminaba diciendo con grave sencillez—; y si su señoría necesita gente leal, sin voces ni bravatas, que no conozca el miedo ni eche el pie atrás nunca, yo soy su hombre.
Fuera de este mundo de aventureros, altivos de carácter, bravos y quisquillosos, malhayados con su pobreza, atraídos por el peligro y la muerte, que ya se habían comido y bebido sus capas, Ojeda tenía un admirador, con el que hablaba frecuentemente.
Era el licenciado Martín Fernández de Enciso, que ocupaba una de las nuevas casas de piedra, pasando por ser el abogado más hábil y opulento de Santo Domingo. En pocos años había ganado dos mil castellanos de oro, o sea unos doce mil duros, cantidad considerable para aquel tiempo de dinero escaso. Tal era la afición de los españoles a pleitear entre ellos, en una colonia naciente, donde todavía faltaban muchas cosas elementales para la vida.
Este abogado joven y de carácter intrépido mostrábase tan aficionado a la espada como la mayoría de sus clientes. Un descontento de su posición actual, enfermedad secreta de la mayoría de los hombres, amargaba su bienestar. Influenciado por el ambiente de la ciudad, soñaba con ser conquistador de tierras misteriosas, abundantes en oro. Por eso gustaba de un frecuente trato con Ojeda, escuchando admirativamente sus osadas aventuras.
Don Alonso, por su parte, cuidábase de ir excitando los heroicos anhelos del legista. Pronto a utilizar, como todos los capitanes de guerra, cuantos recursos encontrase a su alcance, pensaba en los dos mil castellanos de oro del abogado, para emplearlos en su futura empresa.
Aparte de su tertulia bulliciosa en las Cuatro Calles y de sus pláticas con el licenciado Enciso, procuraba el heroico hidalgo visitar con alguna frecuencia a la esposa de Fernando Cuevas en su huerta de las afueras de la ciudad.
Las costumbres habían empezado a transformarse en Santo Domingo con la llegada de un gran número de damas procedentes de España. La esposa del virrey don Diego Colón era doña María Enríquez, sobrina del duque de Alba y parienta igualmente del rey don Fernando el Católico. El antiguo «hombre de la capa raída» había conseguido que su hijo se casase con una doncella de la más alta nobleza española, perteneciente a la familia real, sin cesar por esto de quejarse, hasta la hora de su muerte, de ingratitud y abandono.
La virreina empezó a establecer en Santo Domingo una pequeña corte. Había traído con ella varias doncellas, nobles y pobres, para casarlas con los colonos de mejor fortuna. Santo Domingo, que había sido hasta entonces una especie de campamento, adoptó las costumbres de Sevilla y otras ciudades españolas. Los hombres se cuidaban ahora más de sus trajes, y hacían memoria de los saludos y otros gestos de urbanidad usados años antes en la lejana patria, cuando aún no los habían rustificado la guerra y las navegaciones en este mundo hostil al blanco.
De día, los hidalgos más acomodados, llevando la capa al brazo y una mano en la empuñadura de la espada, quitábanse con la diestra la gorra adornada de plumas para saludar en las orillas del río a las damitas venidas con la virreina. De noche, las vihuelas sonaban en las calles, y estas serenatas amorosas poblaban de susurros y risas las rejas de las casas, terminadas por una cruz de hierro.
Don Alonso sólo permanecía en su pobre vivienda a las horas de dormir y de comer, como si evitase la presencia de la fiel india Isabel y de los pequeños mestizos que le había dado.
Siempre que le era posible, se dirigía a la casa de Lucero para hacer acto de presencia en ella, deseoso de que la esposa de su fiel amigo se diese cuesta de que no vivía olvidada y podía contar con su protección.
En realidad, Lucero se bastaba a sí misma, acostumbrada desde dieciséis años antes a los peligros e incertidumbres de una vida de aventuras en las tierras nuevas.
Sin más compañía que la de su hijo, que ya empezaba a ser un mancebillo audaz y valeroso como su padre, vivía fuera de la ciudad tan segura como si estuviese alojada en las Cuatro Calles.
Al irse Fernando, le había dejado su broquel, su espada de guerra, su lanza y una ballesta, con la que se amaestraba como tirador el inquieto Alonsico. Además, Lucero guardaba un puñal de los tiempos en que había vivido en las minas, entre frecuentes alarmas causadas por la aproximación de indios sublevados. Por eso sonreía cuando don Alonso, al visitarla por las tardes, intentaba hacerla confesar que su relativa soledad le inspiraba miedo algunas veces.
No había conocido un solo momento de pavor. Dirigía las labores de su huerta, ejecutadas por cuatro indios «encomendados» a Cuevas. Los mandaba con voces y ademanes varoniles. Algunas veces, para mayor comodidad en sus trabajos e imponer más respeto a los indígenas, vestíase de hombre, con las mismas ropas que había usado cuando acompañaba a su marido por el interior de la isla. Era una hembra de los primeros tiempos de la colonización, una habitante de la ciudad de Isabela, de fúnebre memoria, donde morían los españoles a centenares.
Se ruborizó instintivamente el primer día que don Alonso la sorprendió vestida de este modo, marchando por su huerta. Luego le recibió muchas, veces en traje de hombre, sin emoción alguna, recordando que otros muchos la habían visto así. Como la vida de la colonia empezaba a modificarse con la llegada de las damitas de la virreina, ella tenía cierto orgullo en recordar que era de los tiempos duros y heroicos y había vivido sitiada por hambre en el fuerte de Santo Tomás.
El intrépido Ojeda apenas alcanzaba con su cabeza a los hombros de esta amazona joven. Su cuerpo esbelto, no muy vigoroso en apariencia, poseía una fuerza nerviosa, puesta a prueba muchas veces.
En los últimos años, Lucero y don Alonso sólo se habían visto de tarde en tarde, en presencia de Cuevas y otros amigos. El asedio que les había hecho sufrir Caonabo, cuando ella daba aún su pecho a Alonsico, era el periodo en que se vieron con más frecuencia.
Ojeda mostraba cada vez mayor afición a sus conversaciones vespertinas con la esposa de su amigo. Finalmente acabó por visitarla todos los días, haciendo de esto una obligación que parecía dar a su existencia nuevo interés.
Hablaban en la huerta, sentados al pie de un árbol, de los dos emisarios que habían ido a España para gestionar la magna empresa de la conquista de Veragua, haciendo comentarios, incesantemente renovados, sobre varias cartas que habían llegado de allá, en dos carabelas diferentes, hablando Juan de la Cosa y Fernando Cuevas de sus grandes esperanzas.
Otras veces se ocupaban de los progresos de la colonia, de las nuevas plantaciones de caña de azúcar traída de Andalucía o Canarias, y de los molinos para triturarla que iban estableciendo los vecinos ricos. Conversaban igualmente sobre el desarrollo prodigioso de los ganados y el desenvolvimiento de las plantas traídas de Europa, unas agrandadas considerablemente en poco tiempo, otras macilentas o muertas por no poder adaptarse al nuevo medio.
Invariablemente, tales conversaciones acababan por orientarse hacia el oro y los lugares misteriosos en que se amontonaba, lejos de aquella isla. ¿Qué podían importarles animales y plantas como base de riqueza en un mundo donde, según las ideas que el Almirante viejo había sostenido hasta el momento de su muerte, existían las minas del rey Salomón y el estrecho del Quersoneso Áureo, camino abierto para llegar en pocas jornadas a las verdaderas tierras del Gran Kan?…
Mientras su madre y su padrino hablaban de esto bajo la sombra azulada y movediza de un árbol, en la tarde calurosa, cargada de perfumes vegetales y zumbidos de insectos, Alonsico, aburrido del grave diálogo y ansioso de acción, corría por la huerta disparando pedradas a los pájaros o conversaba con los trabajadores indios, cuyo lenguaje estaba más en armonía con su inteligencia naciente.
Don Alonso parecía influenciado, cada vez más, por las conversaciones a solas con esta mujer de hermosura enérgica y miembros femeniles por sus contornos, y varoniles por su fortaleza. Unas veces le recibía con sayas, como las señoras de la ciudad, otras con calza y coleto de ante, a lo soldado, teniendo aún las manos húmedas por las faenas domésticas.
Empezó Ojeda a lamentarse de la soledad en que estaba, dando al olvido por el momento sus empresas y sus ambiciones. Reconocía de pronto el gran fracaso de su existencia. Había ido de un lado a otro, empujado por su energía exuberante, como uno de aquellos huracanes que caían de vez en cuando sobre la isla trastornándolo todo. Era el famoso Alonso de Ojeda conocido en el nuevo mundo y en el viejo por todos los que admiraban las hazañas intrépidas; pero no había sabido crearse una casa y un amor, ni encontrar una mujer que le sirviese de apoyo y consuelo, como Fernando Cuevas.
Lucero, al oír esto, habló inmediatamente de la india Isabel, y Ojeda pareció indignarse, acogiendo tal recuerdo casi como una burla.
El duro hombre de guerra era sincero al formular su quejumbrosa protesta. Su voz tenía un lejano temblor de emoción, y sus ojos de pájaro de combate brillaban amortiguados por un empacamiento lacrimoso…
Verse tan celebrado por sus hazañas, haber empezado su renombre en la guerra de Granada cuando aún era adolescente, llevar hechos tantos viajes atrevidos a las nuevas tierras, ser el primero que empezó a navegar por su cuenta en busca del Gran Kan, rivalizando con el Almirante viejo, y por todo resultado encontrarse pobre en una ciudad naciente, ocupando un bohío como un cacique sin importancia, teniendo por único amor el de una india recién cristianizada, que de pronto, con inesperadas reversiones, volvía a mostrar los gustos bárbaros de sus salvajes ascendientes. ¡Qué miseria!…
Como si necesitase comunicar a Lucero todas las angustias secretas de su alma para inspirarle mayor interés, siguió hablando de su vida con esta Isabel que le seguía a todas partes, mostrando una lealtad más de animal domesticado que de hembra enamorada.
Muchas veces sentía la necesidad de engañarse a sí mismo, embelleciendo su vida íntima. Después de sus placeres voluptuosos, puramente bestiales, Isabel gustaba de permanecer tendida en el suelo, sin el estorbo de las ropas europeas, con la cabeza en las rodillas de Ojeda, contemplándolo de abajo arriba con la veneración del devoto que adora a un ídolo omnipotente. Y él dejaba caer su mirada sobre este rostro, entornando sus párpados para que su visión fuese más interior que exterior.
«Isabel… Isabel…», decía con voz muy queda; y este nombre que él le había impuesto en el bautismo, como si fuese una palabra mágica, iba cambiando el rostro de la india.
La veía rubia, con los ojos azules. Una sonrisa tranquila y majestuosa dilataba su boca, que parecía respirar bondad. Era la reina doña Isabel, su primer amor de adolescente, un amor respetuoso, caballeresco, que había, sido el ideal común de muchos de los paladines sitiadores de Granada, ansiosos de distinguirse ante la regia señora de sus ilusiones.
«Isabel… Isabel…», volvía a repetir, y la cabeza rubia cambiaba de color. Ahora la cabellera de oro ceniciento tomaba una tonalidad más obscura. Los ojos azules pasaban a ser negros. El rostro majestuoso de la gran señora, algo maduro, tornábase extremadamente juvenil, con la ácida frescura de los frutos primaverales y las flores en capullo.
Veía ahora a Isabel Herboso lo mismo que cuando la tuvo en sus brazos al fugarse juntos a Sevilla, antes de que un padre áspero la llevase a la muerte sin saberlo encerrándola en un convento.
Inclinábase para besarla con una ternura melancólica. Era su segundo amor que resucitaba para acompañarle en este mundo nuevo. Mas al poner su rostro junto al de la aparición borrábanse las facciones adoradas, triunfando la realidad, no podía ocultar entonces su desaliento, acabando por repeler a la india Isabel, que le sonreía con una supeditación animal, mostrando sus dientes agudos; y ésta lloraba finalmente al verse maltratada sin motivo.
Su vida era trágica. Parecía existir en torno a él algo misterioso que iba entenebreciéndola en sus avances. La suerte le había dotado de mejores condiciones que a la mayoría de los hombres. Otros, con menos motivo, llegaban a ser reyes. Y él, en sus momentos de pesimismo, se imaginaba destinado a morir pobre, tal vez de hambre, como le había predicho cierta gitana, allá en Andalucía, cuando aún era mancebo.
La creencia en la fatalidad de su destino le hacía acordarse de Anacaona, la hermosa reina Flor de Oro. Había pasado por su vida rápidamente; sus amores con ella habían durado breves días; sólo representaban un agradable y vago recuerdo; pero el Destino le había deparado el tormento moral de ver a este cuerpo adorable marchando hacia la horca, sin que él pudiese hacer nada para salvarle.
Lucero, siempre que don Alonso exponía las tristezas de su situación, tomaba aires de madre de familia, de matrona que vive al margen de los apasionamientos juveniles, y ha renunciado al amor para dedicarse en absoluto a su hogar.
—No piense más en eso, don Alonso —decía—. Que Dios le ayude en lo de Veragua y recoja el oro a montones. Luego verá cómo las señoronas más altas de España lo buscan para casarse. Mire, si no, cómo el Almirante mozo, por ser hijo del otro con el que vinimos a esta isla, es marido de doña María, pariente del rey.
Pero esta serenidad de hembra fuerte que mostraba Lucero, atrevida en el habla y prudente y fiel en sus afectos maritales, no impedía la existencia dentro de ella de una inquietud creciente.
Empezó a desear que don Alonso repitiese con menos frecuencia sus visitas. Veía en sus ojos una expresión inquietante. No ignoraba la violencia con que sentía los deseos este hombre intrépido y acometedor.
Su astucia femenil fue adivinando en torno a ella los cercos, cada vez más estrechos, de una voluntad que pretendía envolverla.
En cada una de sus visitas. Ojeda hablaba menos, quedando en largo silencio, que a ella le parecía amenazante, mientras el héroe bajaba los ojos, como sí riñesen en su interior interminable batalla los escrúpulos y los apetitos.
Se presentaba a horas inesperadas, cual si buscase sorprenderla a solas. Sentíase tranquila cuando su hijo estaba en la casa, pero Alonsico mostrábase entusiasmado por las lecciones de un viejo colono, amigo de su padre, que le llevaba todos los días a un bosque algo lejano para darle lecciones en el manejo de la ballesta, tirando contra loros y monos.
La animosa Lucero creyó ver en esto una maquinación oculta de don Alonso; pero como su hijo se negaba a obedecerla, siguiendo siempre a su viejo maestro, se resignó a hacer frente al peligro ella sola.
Procuraba no recibir a su visitante en plena, huerta, lejos de la casa, como si la sombra de los árboles, el río, el lejano mar, el canto de los pájaros y el murmullo de las hojas fuesen favorables a los malos pensamientos de Ojeda. Le hacía sentarse siempre a la entrada de su modesta vivienda, en un lugar desde el cual eran visibles un crucifijo colgado en la pared, así como la espada, el escudo y otras armas del ausente. Toda esto devolvería la razón al caballero, extraviado por sus malas pasiones.
Lo que temía la esposa de Cuevas, dudando al mismo tiempo de que pudiera ser, ocurrió una tarde con rapidez brutal, lo mismo que el choque, cuerpo a cuerpo, en una riña que surge inesperadamente.
Don Alonso habló con desesperación. Se daba cuenta ahora de que había amado siempre a Lucero, desde que la vio llegan a su carraca en el puerto de Cádiz, desde que se privó muchas veces de comer, en el fuerte de Santo Tomás, para que ella no sufriese hambre. Ahora era cuando se convencía de dicho amor. La había mirado en aquel tiempo ya lejano con equivocada indiferencia, como si fuese un muchacho aventurero. Además, su próxima maternidad le infundía respeto.
La única mujer digna de un caudillo como él era Lucero, con ánimo fuerte para seguirle en sus más arriesgadas aventuras, con un cuerpo de amazona que podía dar al amor la áspera voluptuosidad del choque entre dos grandes fuerzas encontradas.
Y de pronto se arrojó sobre ella con una pasión agresiva, los ojos extraviados por el deseo, los brazos y manos temblorosos de pasión.
Lucero, con su agilidad varonil, saltó hacia el interior de la casa, librándose de la acometida. Le brillaban los ojos de cólera, se enronqueció su voz, lo mismo que le había ocurrido cierta vez, al lado de Cuevas, defendiéndose ambos de una turba de indígenas armados.
—¡Una villanía!… ¡Una acción de indio salvaje! —dijo con palabras entrecortadas por la emoción—. ¿Y es vuesa merced, don Alonso, quien hace eso?…
Había tirado con mano rápida de la espada de su esposo, colgada del muro, sacándola de su vaina con tal violencia, que todas las armas inmediatas se bambolearon y vinieron al suelo.
Sin importarle herir a Ojeda, deseándolo tal vez en la ceguedad de su cólera, extendió el brazo, apoyando la punta de su arma en el pecho de aquel hombre que la acosaba.
Quedaron los dos inmóviles un instante. Ella parecía mucho más alta, erguida a impulsos de su cólera, empezando a mirar con cierta superioridad a este macho enfurecido, que era de menos estatura y al que pretendía dominar con su espada.
La asombrosa agilidad del héroe «de los pies ligeros» cambió la situación.
La mujer dejó de verle frente a ella, y casi en el mismo momento, la presión de una mano semejante a una esposa de acero sobre la muñeca de su diestra la obligó a soltar su arma.
Inmediatamente se sintió estrechada por unos brazos varoniles, duros, envolventes, inquietos, como si fuesen de metal vivo.
Resistiose desesperada a esta presión doblegante. Reconoció su próximo vencimiento, y la convicción de que iba a caer contra su voluntad aumentó aún más su cólera.
Recibió en su boca un beso de Ojeda, y ella contestó a la caricia mordiéndole el rostro hasta hacerle sangre. Esta herida aumentó la agresividad del asaltante, zarandeándola como si fuese un enemigo, hasta doblegarla bajo el peso de su cuerpo.
Iba a caer al suelo, y comprendiendo la inutilidad de su defensa contra, un enemigo ágil y vigoroso que acabaría por dominarla, apeló a la voz.
Era inútil gritar pidiendo socorro; nadie la oiría. Sus indios estaban muy lejos, trabajando en la huerta, y sus dos criadas indígenas lavaban ropa en un arroyo de las inmediaciones. Pero habló por instinto, presintiendo que la palabra podía ser su única arma en aquel momento.
Entre los estertores angustiados de su defensa llamó al respetable Juan de la Cosa, pidió protección a su Fernando, como si pudiesen presentarse a su voz.
Estos dos nombres, repetidos varias veces, tuvieron la virtud de aflojar las ligaduras musculosas que inmovilizaban a la joven madre, y al fin se incorporó, repeliendo aquel cuerpo hostil que empezaba a gravitar sobre ella con menos pesadumbre.
Después de erguirse, continuó hablando:
—¿Y vuesa señoría se cree caballero?… ¡Venir a robarle su mujer, por la fuerza, a un amigo que siempre estuvo pronto a dar su vida por la amistad, y que ha ido allá lejos para trabajar por su grandeza!… ¿No se afrenta al pensar qué dirá de tan mala acción la Virgen que le protege?…
Quedaron los dos inmóviles, frente a frente, separados por breves pasos. Ojeda tenía ahora los brazos caídos y la cabeza inclinada sobre el pecho, mirando al suelo, mientras corría por su rostro un hilillo de sangre. Los nombres de sus amigos ausentes y la evocación de aquella Virgen de la que se titulaba caballero le habían devuelto una tranquilidad avergonzada y tímida. Parecía un beodo recién despertado de su delirio alcohólico por un medicamento enérgico.
Tal era su aspecto, que Lucero, olvidando su cólera, le miró finalmente con una conmiseración simpática.
—Váyase, don Alonso —dijo—. Por suerte estamos solos y creeré siempre que lo que acaba de pasar no ha ocurrido nunca. Por mí ya está olvidado.
El Caballero de la Virgen fue retrocediendo poco a poco hacia la puerta. Luego volvió con una rapidez impulsiva, cual si fuese a repetir su agresión.
Lucero no se movió. Sentíase tranquilizada, como si adivinase sus pensamientos.
Vio cómo don Alonso se inclinaba ante ella, acabando por poner una rodilla en el suelo, al mismo tiempo que buscaba una de sus manos.
La besó tres veces, mojándola al mismo tiempo con la sangre que brotaba de su rostro y con lágrimas.
No dijo nada, pero Lucero adivinó el significado de estos besos, que resonaban en sus oídos cual si fuesen palabras:
—¡Gracias!, ¡gracias!…
El intrépido hidalgo, vehemente y tornadizo en sus pasiones, agradecía ahora la resistencia desesperada de ella, sus llamamientos, que le habían impedido cometer una acción infame contra su mejor hermano de armas.
V: El desafío de los dos gobernadores, y cómo Ojeda partió finalmente a la conquista de las tierras de oro en Asia, no sin prometer antes a gritos que cortaría la cabeza a sus rivales.
Casi anclaron a un mismo tiempo en el puerto de Santo Domingo las dos pequeñas flotas —llamadas «armadillas» por los españoles— que iban a la conquista de las famosas tierras del oro cerca del Ganges.
El primero en llegar fue Juan de la Cosa con dos carabelas nada más. Había tenido que hacer verdaderos milagros de economía para adquirir en Portugal estos dos buques, por ser él hasta el presente único capitalista importante de tal empresa.
—Mi bolsa —decía el honrado marino— no está repleta, y Ojeda; mi asociado, tiene la suya completamente vacía.
En el primer momento, don Alonso no pudo ocultar su decepción escuchando a Juan de la Cosa y Fernando Cuevas, recién desembarcados. Luego se dijo que otras veces había acometido empresas de igual riesgo con medios más escasos, y acabó por aceptar entusiasmado lo que él llamaba «mi armada».
En los dos buques venían, doscientos aventureros, entusiasmados por los relatos de la prodigiosa Veragua, cuyas riquezas empezaban a ser propaladas exageradamente en las ciudades españolas. Eran gente novel en la vida colonial, no habituados aún a sus alimentos y sus enfermedades, pero bravos todos ellos, habiendo peleado los más en las guerras del viejo mundo, lo que les valió el ser acogidos con simpatía por su futuro jefe. Estos bisoños servirían de acompañamiento al grupo de guerreros veteranos de la colonia entre los cuales figuraban Pizarro y Cortés.
Su entusiasmo volvió a decaer cuando sus dos representantes en España fueron contando el resultado de sus gestiones y lo mucho que habían tenido que luchar con Diego de Nicuesa, rico por su familia, con amigos adinerados, y protegido por un tío del rey que le había educado en su casa.
Don Fernando el Católico, acosado por las recomendaciones de sus cortesanos a favor de uno y otro solicitante, se resolvía al final por favorecer a los dos a la vez, repartiendo entre Ojeda y Nicuesa, la llamada Tierra Firme, que habían explorado casi a un mismo tiempo Bastidas, Colón y Juan de la Cosa.
Daba a los dos caudillos toda clase de dignidades, poderes y honores, pero ni buques ni dinero. Todo el apoyo real consistía en despachos y títulos. Dividía Tierra Firme, a lo largo del llamado Darién —años después istmo de Panamá—, en dos provincias, con una línea de demarcación que atravesaba el golfo de Urabá. A la parte del Este, que se extendía basta el cabo de la Vela, dábale el rey el nombre de Nueva Andalucía —costas actuales de Colombia—, confiándola a Alonso de Ojeda. Su adversario Nicuesa recibía la gobernación de Castilla del Oro —modernas repúblicas de Panamá, Costa Rica y una parte de Honduras—, o sea lo que Colón había comprendido bajo el titulo general de Veragua. Cada uno de los gobernadores debía levantar dos fortalezas en un distrito, y por espacio de diez años disfrutaría los productos de las minas que descubriese.
Mostró Ojeda mayor desaliento al ver que Nicuesa se había llevado la famosa Veragua; pero La Cosa, primer explorador de Urabá y otras costas de la flamante Nueva Andalucía supo reanimarlo infundiéndole la certeza de que también en dicha gobernación abundaba el oro. No le fue esto difícil, pues el heroico aventurero estaba pronto siempre a la ilusión y la esperanza, contando además con meterse en las tierras de su vecino, si es que las suyas no resultaban bastante productivas.
Fue más durable y honda su mala impresión cuando la flota de Nicuesa entró pocos días después en el puerto. Traía cuatro naves grandes y dos bergantines, provistos en abundancia de víveres y con todos los útiles necesarios para un viaje de descubrimiento.
Nicuesa había podido alistar en España mucha más gente que los enviados de Ojeda, y para colmo de su fortuna, mientras las dos carabelas de La Cosa venían directamente a Santo Domingo, deteníase él en una de las islas Caribes, aprisionando cien indígenas, que esperaba vender en el mercado de Santo Domingo a muy buen precio, por ser los indios caribes más duros para el trabajo que los flojos e indolentes da Haití.
Hizo esfuerzos el Caballero de la Virgen para ocultar su ira al ver el diferente aspecto que ofrecían ambas armadillas: la de Nicuesa, compuesta de seis buques, meciéndose con cierta majestad ante las curiosas miradas de los vecinos de Santo Domingo, mientras que sus dos carabelas aún parecían más inferiores comparadas con las naves vecinas.
Pronto se dio cuenta de que la gente aventurera de las Cuatro Calles se apartaba de él para ir en busca de Nicuesa. Los más vocingleros y propensos a la insubordinación se apresuraron a ofrecerse al gobernador de Castilla del Oro, que podía pagar con largueza a sus hombres.
Sin embargo, los más valerosos soldados de la colonia permanecían fieles a don Alonso. El grave Francisco Pizarro saludaba siempre al gobernador de Nueva Andalucía, con palabras de ruda lealtad.
—No olvide vuestra señoría que soy su hombre y le seguiré hasta el infierno si es preciso.
El alegre y galanteador Hernando Cortés no creía necesario hacer nuevas declaraciones. Continuaba siendo amigo del valeroso Caballero de la Virgen y sólo quería ir con él.
Llegaron a ser unos cien los aventureros residentes en Santo Domingo que preferían seguir a Ojeda pobre, que buscar la protección de Nicuesa el rico. Hasta se permitió don Alonso no aceptar en su expedición a hombres útiles pero que le eran antipáticos. En vano Juan de la Cosa, que había recibido en España el título de Alguacil mayor de la Nueva Andalucía o iba a ser vicegobernador de dicha provincia, instó a su amigo para que admitiese a cierto hidalgo que conocía desde años antes, por haber figurado en la expedición organizada por Bastidas.
Llamábase Vasco Núñez de Balboa y era de Jerez de los Caballeros en Extremadura. Sus amigos le apodaban «el Esgrimidor», por su habilidad en el manejo de la espada y tal vez por haberse mantenido en ciertos momentos de su existencia azarosa dando lecciones de esgrima.
Al naufragar la expedición de Bastidas en las costas de la isla Española, dividiéndose los tripulantes en tres partidas para correr las setenta leguas que les separaban de la ciudad de Santo Domingo, había ido Balboa en el grupo mandado por Juan de la Cosa, apreciando éste sus habilidades; para improvisar recursos y su raro don de animar a las gentes con un optimismo heroico.
Luego se había quedado en Santo Domingo, dedicándose a la agricultura, pues este esgrimidor, tan propenso a las aventuras belicosas, sentía al mismo tiempo la atracción de la tierra virgen y las delicias triunfantes del que realiza los primeros cultivos.
Sus empresas de labriego resultaban aún más desgraciadas que sus primeras aventuras como marinero y soldado. Los ciclones, muy frecuentes en los últimos años, y el mal éxito de ciertas cosechas intentadas con semillas de Europa, rebeldes al nuevo ambiente; arruinaban a Balboa, que había tomado unos pequeños campos en el naciente pueblo de Salvatierra, cerca de Santo Domingo.
Los usureros le perseguían por deudas, y desalentado de su lucha con la tierra, quería volver otra vez a las aventuras del descubrimiento. Como prefería a los capitanes por sus hazañas y no por su riqueza, tenía empeño en ir con don Alonso de Ojeda a la Nueva Andalucía.
El gobernador hizo un gesto negativo apenas oyó el nombre de Balboa. Lo había visto algunas veces en las Cuatro Calles cuando venía a la ciudad, buscando el trato con sus antiguos compañeros de armas. Se mostraba cortés y pronto a la admiración con el antiguo raptor de Caonabo, pero Ojeda correspondía mal a tales muestras de afecto. Adivinaba en «el Esgrimidor» un carácter igual al suyo. Allá donde fuese acabaría por ser el primero, o moriría si no llegaba a conseguirlo.
—Su apadrinado no me place —dijo con un tono de resolución que hizo desistir a Juan de la Cosa—. No quiero en mi compañía hombres de su laya.
Y ya no hablaron más de Balboa.
El dinero era lo que preocupaba más a Ojeda en aquellos momentos. Necesitaba fingir que lo tenía en abundancia, para que no riesen de él sus enemigos, y al mismo tiempo debía buscarlo secretamente. Sin un nuevo aporte de capital resultaba imposible la salida de la expedición.
Marchó ahora decididamente en busca del bachiller Martín Fernández de Enciso, y le propuso que fuese asociado suyo en esta expedición invirtiendo en ella sus dos mil castellanos de oro. Él le entregaría una parte de lo que produjesen las minas, y usando los poderes que le había conferido el rey, estaba dispuesto igualmente a darle el título de Alcalde mayor de la Nueva Andalucía.
El abogado, que siempre había tenido que luchar con jueces, sintiose envanecido por la posibilidad de ser el primer juez de un vastísimo territorio, viendo blancos y cobrizos sometidos a sus fallos. Todavía le halagaban más las aventuras de la exploración por países vírgenes, el estudio directo de marea y tierras nunca vistas hasta entonces por los europeos. Tan aficionado al estudio como a las aventuras belicosas, pocos años después, al volver a España, fue el primero que escribió una Geografía de la América conocida entonces, e igualmente el primer Arte de navegar entre los dos mundos, a través del Océano.
Aceptó el bachiller Enciso su asociación con Ojeda y Juan de la Cosa, entregándoles todo el dinero que había ganado defendiendo pleitos; pero aun después de recibir este auxilio, sintiose don Alonso molestado por la preponderancia de Nicuesa; y como ambos eran de carácter altanero, y al mismo tiempo muy activos e inquietos, sostenían frecuentes discusiones sobre la interpretación de los privilegios dados por el rey comprendiéndolos en el mismo decreto.
Fernando Cuevas esperaba todos los días una reyerta de estos dos capitanes que habían sido amigos en su primera juventud.
—Hombres de su condición —decía Cuevas—, y que además son rivales, no pueden vivir mucho tiempo en una ciudad tan reducida como Santa Domingo sin que acaben por pelearse.
El rey les había concedido la isla de Jamaica como posesión común en la que podrían abastecerse, pero ambos gobernadores empezaron a disputar, queriendo la mejor parte de dicha isla. Además, la demarcación de sus dos gobernaciones era vaga y cada uno quería incluir la provincia de Darién en sus dominios.
Nicuesa, que había, sido cortesano, tenía el don de la palabra. Sagaz y ceremonioso, pudiendo dominar en todo momento la violencia de su carácter, procedía de tal modo en las discusiones, que dejaba perplejo a Ojeda ante sus argumentos y conseguía finalmente que las gentes riesen de éste, Viéndose vencido de antemano don Alonso en dicho terreno, pensó que él sabía manejar el acero mejor que la lengua, acabando por adoptar, como solución lógica, un desafío a espada con Nicuesa.
Buscó a Fernando Cuevas y a Francisco Pizarro para que fuesen en su nombre a retar al gobernador de Castilla del Oro.
—Es mejor que nos matemos —dijo a sus enviados— y el que quede con vida que se lo lleve todo. Antes de que fuesen a ver a Nicuesa les recomendó mucho que de ningún modo se enterase el señor Juan de la Cosa, por ser hombre demasiado razonable, aficionado a las soluciones pacíficas y enemigo de duelos.
Don Diego de Nicuesa sintió cierto asombro ante la inesperada proposición de su rival. Era tan valiente como Ojeda, pero tenía una noción más aproximada de la oportunidad en palabras y actos, y reconoció la locura que significaba el tal desafío.
Burlándose en sus adentros de la impetuosidad de su adversario, propuso públicamente a los enviados de Ojeda que, como preliminar del duelo y para que ambos luchasen por algo positivo, debía cada uno depositar cinco mil castellanos de oro, que servirían de premio al que venciese.
Como la mayoría de los aventureros en Santo Domingo era favorable a Nicuesa, encontró muy oportuna tal proposición, apoyándola en los corrillos de las Cuatro Calles, y tal como esperaba Nicuesa, resultó un golpe anonadador para su orgulloso antagonista.
Cinco mil castellanos de oro representaban más de treinta mil duros, una fortuna considerable para aquellos tiempos, y Ojeda, que ya no tenía dinero y era demasiado vanidoso para confesarlo, no supo qué contestar.
Al fin optó por una resolución propia de su carácter.
—Yo lo buscaré personalmente —dijo a Pizarro y a Cuevas— y le daré de pescozones como a un villano, hasta que saque su espada.
Por suerte, el sesudo La Cosa se había enterado del reto. Aunque era hombre tan valeroso como los otros, había perdido la temeridad de la juventud y creyó oportuna su mediación entre los dos exaltados gobernadores.
Yendo de uno a otro, consiguió al fin el marino que ambos se conformasen con que el río Darién o Atrato fuese la línea divisoria de sus respectivos gobiernos.
La partición de la isla de Jamaica no pudo arreglarla igualmente, por haberse inmiscuido en el asunto el Almirante don Diego Colón. Se mostraba resentido éste a causa de las distribuciones hechas por el rey de las tierras de Veragua, que él creía pertenecientes a su familia por los privilegios heredados de su padre don Cristóbal.
Seguía creyendo, con arreglo a las capitulaciones hechas en Santa Pe, que nadie más que los Colones, o los que ellos delegasen, podían ir en busca de las tierras del Gran Kan. Además, don Fernando el Católico, caso de querer hacer una expedición a Tierra Firme, debía confiarla a su tío don Bartolomé Colón, que había estado allá e intentado fundar la colonia de Belén, durante el cuarto viaje del Almirante Viejo.
Mas el rey de España no deseaba nuevos tratos con la familia Colón, recordando que el primer Almirante había intentado, según dijeron muchos, declararse independiente en Santo Domingo con el auxilio de los genoveses. Igualmente existía una poderosa razón económica para su negativa. Los Colones exigían constantemente que la corona pagase los gastos de sus viajes, y Fernando el Católico, siempre apurado de dinero por sus guerras en Nápoles y en la frontera francesa, prefería dar privilegios y títulos, que nada le costaban, a capitanes y marinos prontos a intentar los descubrimientos por su propia cuenta.
Como la isla de Jamaica estaba cerca, el joven Almirante empezó por apoderarse de ella, mientras enviaba a España una carta explicando la razón de tal acto. Rebelándose contra las disposiciones del privilegio real a favor de Ojeda y Nicuesa, envió al más valiente de sus capitanes, llamado Juan de Esquivel, para que con setenta hombres tomase posesión de Jamaica y la conservase sometida al gobierno de Santo Domingo.
Ojeda sólo tuvo conocimiento de esta decisión del Almirante en el momento de embarcarse. Diego Colón temía su impetuosidad mucho más que la diplomacia de Nicuesa, y deseaba verle cuanto antes lejos de Santo Domingo. Por esto dio toda clase de facilidades para la salida de la modesta armadilla mandada por Juan de la Cosa.
Iban en ella las dos carabelas traídas de España y un par de pequeños bergantines, adquiridos en Santo Domingo, llevando en junto unos trescientos hombres.
Francisco Pizarro era uno de los tenientes de don Alonso Cuevas, sin ningún cargo fijo, iba al lado del gobernador, como amigo de confianza.
Hernán Cortés no había podido embarcarse en el último momento. Semanas antes, yendo de caza por la isla, había rodado una piedra sobre él, hiriéndole en una rodilla, y la hinchazón le privaba de moverse. Prometió reunirse con Ojeda cuando saliese de Santo Domingo, algún tiempo después, el refuerzo que estaba organizando el bachiller Enciso.
El prudente La Cosa había creído mejor escalonar la expedición en dos partes, para recibir víveres frescos y gente nueva cuando ya tuviesen su colonia establecida en un sitio favorable del golfo de Urabá.
Sin su herida, Hernán Cortés hubiese partido en una expedición donde murieron los más de los hombres, y caso de salvarse, como Pizarro, habría permanecido, lo mismo que éste, largos años en el Darién y en Panamá, retrasándose varios lustros la conquista de Méjico o siendo otros capitanes los que la realizasen.
Lucero se quedó en su huerta, y por estar más habituada a las cosas de la isla, parecía ejercer cierta autoridad sobre las familias de los que habían partido en la expedición. La esposa y las hijas de Juan de la Cosa, recién instaladas en Santo Domingo, buscaban el apoyo y consejo de esta animosa compatriota.
La india Isabel dejó sus bastardos mestizos en la huerta de Cuevas; Lucero cuidaría de mantenerlos mientras ella seguía a su hombre en esta peligrosa cacería del oro a lo largo de las costas de Tierra Firme.
El gobernador de Nueva Andalucía, al enterarse en el muelle de madera de Santo Domingo, cuando iba a saltar en su batel, de que el Almirante mozo había quitado el dominio de Jamaica a él y a Nicuesa, montó en cólera de tal modo que empezó a dar gritos, desafiando el poder del virrey, prometiendo que iría a dicha isla para posesionarse de ella tan pronto hubiese arreglado lo más urgente de su gobernación.
—Juro por la Virgen —dijo dentro ya de su barca y extendiendo una mano para apoyar su juramento— que si llego a encontrar en Jamaica al capitán Juan de Esquivel, le cortaré la cabeza.
Los que le oían, conociendo su carácter, no dudaron de la realización de tal bravata.
—Y así lo hará —decían todos.
La armadilla, bajo la dirección de Juan de la Cosa, se alejó con rumbo a Occidente, todas sus velas desplegadas.
La de Nicuesa tardó algunos días en zarpar. El gobernador de Castilla del Oro mostrábase más tranquilo después de haberse alejado su rival.
El haberle tocado la famosa Veragua en el reparto de las dos gobernaciones hacia que los más quisieran ir con él, resultando tan considerable el número de los que se alistaban, que hubo de comprar otro buque para transportarlos.
Generoso y dilapidador como su rival Ojeda, había gastado tanto, que se encontraba ya envuelto en deudas, no obstante su riqueza. Y como muchos de sus acreedores conocían la mala voluntad del Almirante para esta expedición, procuraron captarse su benevolencia oponiendo obstáculos a Nicuesa.
Todos quisieron cobrar antes de que partiese. Mientras tanto, iba embarcándose su gente, más de setecientos hombres, bien escogidos y bien armados.
Llevaba varias yeguas de vientre, lo mismo que había hecho Ojeda, por ser el ganado caballar el que se reproducía con más rapidez en las nuevas tierras. Su teniente era Lope de Olano; designación inoportuna, por haber sido este hombre uno de los más bullangueros y desleales en las revueltas ocurridas en la isla.
Toda la armada de Nicuesa zarpó del río de Santo Domingo saliendo al mar, menos un buque que esperaba en la boca del puerto a que el gobernador resolviese los obstáculos que le creaban a última hora ciertos personajes de la ciudad, movidos ocultamente por don Diego Colón.
En el momento que iba a saltar a su barca para ir a juntarse con su armada, se vio arrestado por varios alguaciles, que le llevaron ante el Alcalde mayor, a instancias de cierto vecino que exigía la devolución de un préstamo de quinientos ducados. Debía pagar al contado o ir a la cárcel.
En vano el desgraciado caballero protestó diciendo que le era imposible pagar con tal urgencia, y que le arruinaban, estorbando al mismo tiempo el servicio del rey al impedirle que se uniese a su expedición.
El Alcalde mayor permaneció sordo e inflexible, sabiendo que con su crueldad daba gusto al Almirante; pero un hombre de ley modesto fue más generoso que el alto magistrado, y mostró al mismo tiempo mayor interés por los descubrimientos españoles.
Fue éste un escribano público que presenciaba la escena, sintiéndose conmovido por el noble de Nicuesa. Al verle derramar lágrimas de varonil desesperación, el escribano se levantó, avanzando hacia el juez.
—No puedo ver —dijo— a un caballero tan completo reducido a tal estado. Yo pagaré su deuda.
El gobernador de Castilla del Oro le miró sorprendido, creyendo haber oído mal. Desapareció el escribano, volviendo poco después con una taleguilla repleta de monedas para pagar por él.
Al verse libre Nicuesa, abrazó a su inesperado salvador, prometiendo resarcirle con creces de este préstamo desinteresado. Iba a la prodigiosa Veragua, al Quersoneso Áureo de los antiguos. Él le daría cuanto oro desease.
Y corrió a embarcarse, antes de que Colón el mozo le disparase otro acreedor pidiendo el arresto de su persona.
VI: De cómo salvó su vida el Caballero de la Virgen en la más portentosa de sus aventuras, y cómo murió hinchado de veneno el mayor de sus amigos.
Llegó en pocos días la armadilla cerca del golfo de Urabá, fondeando en un puerto natural donde años después fue establecida la ciudad de Cartagena.
Juan de la Cosa conocía este puerto por haber estado en él ocho años antes, en 1501, cuando lo descubrió Rodrigo de Bastidas, al que acompañaba como piloto mayor.
Con una prudencia que era el resultado de atentas observaciones, aconsejó a Ojeda que no se confiase en los indígenas de esta tierra, muy distintos a los débiles habitantes de la mayor parte de las islas antillanas.
—Son gente caribe y brava —siguió diciendo—; usan grandes espadas de palo de palmera, se defienden con escudos de mimbre y cuero, y mojan las puntas de sus flechas en un veneno muy sutil que mata casi instantáneamente. Las hembras pelean lo misino que los varones, siendo diestras en disparar el arco y arrojar la azagaya.
El prudente marino no sabía que estos indios sentíanse además irritados en aquel momento por los robos de otros navegantes blancos que habían pasado por aquella costa, y así que vieron aproximarse los buques de la expedición, tomaron sus armas.
El consejo de Juan de la Cosa era que Ojeda, al que amaba como si fuese hijo suyo, abandonase tan peligrosa vecindad y fuese más lejos a fundar su establecimiento en el golfo de Urabá, donde, según él, las gentes eran menos feroces y no usaban flechas con «hierba». Pero el Caballero de la Virgen no podía admitir que unos guerreros desnudos trastornasen sus proyectos. Necesitaba además hacer esclavos cuanto antes para mandarlos a la Española y que su venta sirviese de pago a sus acreedores.
Éstos le habían dejado partir sin crearle obstáculos, por convenirle así al Almirante: pero él había de pagarles para que su consocio el bachiller Enciso pudiese completar los preparativos de la segunda expedición.
Saltó a tierra con gran parte de sus hombres. Sólo quedaron en los buques las gentes de mar. Juan de la Cosa era piloto y no hombre de guerra, mas no quiso separarse del impetuoso don Alonso, y desembarcó también para prestarle ayuda.
Cuevas, que iba al lado de su temerario protector, vio al saltar en la playa grupos compactos de indios, de aspecto más fiero que los de las islas, pintados de rojo y negro. Llevaban espadas de palo muy pesadas, como las había descrito La Cosa, escudos de fibras vegetales y unas pequeñas lanzas arrojadizas, cuya punta era un diente o una gruesa espina de pescado.
Miraban desde lejos, con silenciosa hostilidad, a estos hombres extraordinarios que iban desembarcando, con el pecho y la cabeza cubiertos de brillante acero. No huían de ellos medrosamente. Los miraban seguros de su propio poder, y dejaron que el principal grupo se fuese aproximando, mientras permanecían en un silencio amenazador.
Iban en la expedición tres frailes, que debían catequizar a los infieles de la Nueva Andalucía, y uno de ellos fue el designado por el gobernador para que leyese la fórmula.
Esta fórmula era reciente invención de los legistas que dominaban la corte de Fernando el Católico y ciertos obispos y superiores de monasterio, no menos influyentes.
Jurisconsultos y eclesiásticos habían sentido escrúpulos al pensar en los pueblos desnudos y salvajes que los descubridores españoles iban encontrando en las nuevas tierras. Estas pobres gentes, faltas de verdadera religión, vivían en el mismo suelo de sus antepasados, y no era legitimo someterlas a la autoridad de los reyes de España sin explicarles antes las razones legales de ello y el indiscutible derecho que tenían para imponerles el cristianismo.
Desorientados por la enorme distancia y el desconocimiento de la vida en tales países, habían redactado dichos teorizantes un larguísimo documento, ordenando que todo descubridor lo leyese a los indígenas al tomar posesión de sus tierras, y prohibiéndoles entrar en combate sin cumplir antes dicha ceremonia preliminar.
Don Alonso, tan respetuoso con las cosas de la religión como violento en los actos de su vida, avanzó confiadamente hacia la muchedumbre de indios llevando la espada envainada, como hombre de paz. Los frailes le siguieron, y a continuación fueron avanzando Juan de la Cosa, cada vez más inquieto, Fernando Cuevas mirando con curiosidad a todas partes, y Pizarro con un grupo de soldados, a los que por desconfianza y previsión había ordenado que tuviesen las armas prontas.
—Lea su reverencia la fórmula —dijo Ojeda a uno de los frailes.
Y en el amenazante silencio empezó a sonar la voz del religioso, leyendo esta obra de juristas y teólogos con gran fervor, como si los indígenas pudiesen entenderle.
—Yo, Alonso de Ojeda —decía—, criado de los muy altos y muy poderosos soberanos de Castilla y de León, conquistadores de bárbaros, su mensajero y capitán, os notifico y hago saber, del mejor modo posible, que Dios nuestro señor, único y eterno, ha creado cielo y tierra, así como el primer hombre y la primera mujer, de los cuales vosotros y nosotros descendemos…
Y así seguía la fórmula, explicando los fundamentos de la fe católica, el supremo poder de San Pedro y de sus sucesores los Papas sobre toda la especie humana, la donación que había hecho el Pontífice romano a los reyes de España de toda esta parte del mundo, tierras y habitantes, intimando a cuantos oyesen el presente documento a instruirse en las verdades de la doctrina cristiana y a reconocer la supremacía del Papa y la soberanía del rey católico, amenazándolos, de no hacerlo así, con todos los horrores de la guerra, la destrucción de sus viviendas y sus campos, la esclavitud de sus mujeres o hijos.
El documento era muy largo y el fraile lo leía con solemne lentitud. Cuevas, aunque no lo conocía, empezó a encontrarlo pesadísimo, entreteniéndose en mirar los grupos de indígenas, que estaban a unos cincuenta pasos.
Parecían maravillados los salvajes de esta monótona ceremonia, presintiendo en ella algo mágico. Del interior de las arboledas vecinas surgían gritos y bramidos de caracolas. Acallábase este estrépito cuando las gentes cobrizas que lo causaban salían de la selva a la costa, y al verse en terreno descubierto quedábanse en silencio, lo mismo que sus compañeros, mientras el mago de ropa talar y cabeza medio afeitada seguía hablando y hablando con una hoja blanca ante sus ojos.
Algunas veces el ruido que venía de los bosques era tan enorme, que el fraile cesaba en su lectura, poniendo el gesto hosco de un predicador que ve interrumpido su sermón.
—Siga leyendo su reverencia —ordenaba en voz baja el gobernador.
—Tanto monta que griten o que callen; ¡para lo que entienden! —dijo entre dientes Juan de la Cosa.
Empezó Cuevas a darse cuenta de que esta situación resultaba insostenible, y llevó por instinto su diestra a la empuñadura de la espada.
Nuevamente interrumpió el fraile la lectura del larguísimo documento. Una piedra había rozado el extremo de su papel, doblándolo. Inmediatamente varias azagayas y flechas cayeron en torno del grupo más avanzado de los blancos, clavándose cimbreantes en la arena.
—¡No lea más, padre! —gritó el gobernador, temblando de cólera.
Y en el mismo instante estalló frente a él un fiero toque de caracolas de guerra y el ensordecedor vocerío con que los indios acompañaban sus acometidas.
Sintiose Ojeda dominado por la fiera voluptuosidad que experimentaba siempre al entrar en batalla. Había desembarcado llevando pendiente del talle el cuadrito de la Virgen, y lo miró con una ojeada rápida que equivalía a una oración.
—¡Santiago, a ellos!
El gobernador había dado este grito con la espada en alto, corriendo solo hacia el enemigo con osada ligereza y cubriéndose, al mismo tiempo con su escudo. El veterano Juan de la Cosa fue el primero en seguirle con el mismo denuedo, como si hubiese deseado esta batalla.
Los demás soldados cargaron con igual furia sobre los salvajes, arrollándolos y obligándoles a huir después de un choque que hizo rodar a muchos enemigos por el suelo, enrojeciendo con su sangre la arena de la playa. Otros quedaron prisioneros, y sobre los cuerpos de vivos y muertos se encontraron temerosas planchas de oro, aunque de inferior calidad.
Entusiasmado por este triunfo, quiso Ojeda seguir tierra adentro, obligando a que le sirviesen de guías algunos prisioneros. Juan de la Cosa repitió sus consejos prudentes. Ya había visto su amigo con qué denuedo se batían estos bárbaros. Ir a buscarles en medio de los bosques representaba una imprudencia mortal. Pero el gobernador, desoyéndole, había empezado su marcha arboleda adentro, y el leal navegante, que no le abandonaba nunca, le siguió espada en mano, aunque con gesto triste, presintiendo que tal vez marchaban todos hacia la muerte.
Después de avanzar largo tiempo por la selva llegaron a una planicie con abundantes chozas, donde les esperaba nueva muchedumbre de indígenas, con clavas, lanzas, arcos flecheros y escudos.
Otra vez dio don Alonso su grito de guerra, y cargaron los españoles, dispersándose los indígenas después del choque sangriento. Ocho de estos salvajes se guarecían en una gran choza y como héroes de epopeya deseaban morir antes que volver la espalda a tan poderosos enemigos.
Eran hábiles arqueros, y como tiraban con flechas envenenadas, los españoles no se atrevían a acercarse a la temible vivienda.
Gritó indignado Ojeda, insultando a sus hombres.
—¿No os da vergüenza que ocho salvajes desnudos os mantengan a raya?
Uno de los más veteranos, excitado por tales invectivas, se lanzó por entre las flechas para romper la puerta de la choza, pero una de estas saetas ponzoñosas le atravesó el pecho, cayendo muerto instantáneamente.
Furioso don Alonso, hizo echar leños encendidos sobre el techo del bohío, todo él de hierbas secas, y las llamas consumieron en poco tiempo la rústica vivienda y los ocho héroes cobrizos.
Setenta indígenas habían quedado prisioneros en el combate, excelente mercancía para ser vendida en Santo Domingo, por ser los naturales de este país grandes de cuerpo, duros de miembros y sufridos para toda clase de trabajos. Servirían para alivio de gastos al bachiller Enciso.
Y como la guarda de este botín de carne humana era importante, la confió a Cuevas, volviéndose éste con Pizarro y unos cuantos hombres adonde aguardaban las naves. La india Isabel también regresó a la playa con la tropa de esclavos. Llegado el momento de pelear, nadie consideraba necesarios sus servicios como intérprete. Además, la india parecía asombrada y medrosa, como un animal dulce que olfatea el peligro.
Después de registrar el grupo de cabañas, Juan de la Cosa, que no quería separarse un momento de Ojeda, le dio otra vez el consejo de que volviesen a los buques. Empezaba a caer la tarde. Él conocía las costumbres de los indios, y estaba seguro de que iban a aprovechar la llegada de la noche y las fragosidades del terreno para concentrarse y atacarles con mayor éxito.
No quiso oírlo don Alonso, tentado por la esperanza de hacer más esclavos y conseguir nuevos objetos de oro, aunque fuesen de baja ley, y siguió su encarnizada persecución de los fugitivos, siempre bosque adentro. Persistía en él la excitación de un combate terminado demasiado pronto, deseando reanudar la lucha con el enemigo.
Empezaba a obscurecer cuando llegaron a un pueblo llamado Yurbaco, completamente abandonado. Sus habitantes habían huido a las espesuras, llevándose todo lo de sus casas.
Confiados los españoles en el terror que debían sentir los indígenas después de los dos choques tan mortales para ellos, se diseminaron para registrar las viviendas, muchas de ellas esparcidas en el bosque, separadas unas de otras por espesas arboledas.
Juan de la Cosa se mostraba cada vez más inquieto, presintiendo la proximidad del peligro, y repentinamente vio realizados sus temores.
Cayó sobre ellos una masa de indios armados y vociferantes, más densa y numerosa que las que habían visto en los anteriores encuentros. Surgían por todas partes grupos de guerreros indígenas, aullando sus gritos de guerra, haciendo sonar caracolas y bocinas, y los dispersos españoles trataron inútilmente de juntarse para una resistencia común.
Los sorprendieron y rodearon en pequeños grupos, unos en el interior de las casas, otros en el campo libre, pero teniendo en torno macizos de árboles a cuyas copas trepaban los indígenas para flecharlos desde lo alto. Tuvieron los invasores que pelear a la defensiva, con el valor de la desesperación, sin que les valieran ya sus cascos y corazas. Mataban sin descanso, y sobre los enemigos caídos avanzaban otros y otros con la audacia de una segura victoria.
El acero de sus armas defensivas se abollaba o rompía bajó el golpe brutal de las clavas y las espadas de madera dura. Silbaban en torno de ellos nubes de flechas con puntas y coronillas de hierba empapadas en mortal veneno.
No obstante su obcecada confianza, Ojeda había sido el primero en percatarse de la gravedad del ataque, reuniendo con su habitual prontitud unos cuantos soldados para defenderse al abrigo de una empalizada. Las flechas iban disminuyendo rápidamente el número de sus hombres, y Ojeda sólo se libraba de ellas gracias a su agilidad y su astuta inventiva para combatir. La pequeñez de su cuerpo le permitía ofrecer menos blanco que los otros a la flecha envenenada de los enemigos, y él extremaba aún la exigüidad de su estatura marchando sobre las rodillas, cubierto con su escudo.
Así iba de un lado a otro, asombrosamente ligero, destripando con su espada a todos los combatientes indios que se ponían a su alcance. Mientras tanto, sus compañeros caían para morir, retorciéndose como reptiles partidos, a causa de las horrorosas convulsiones producidas por el veneno de las flechas.
Cuando don Alonso se veía ya casi solo, llegó Juan de la Cosa con algunos españoles que había conseguido reunir. El destino del valeroso y prudente navegante era ayudar a Ojeda con un afecto paternal hasta en sus últimos momentos.
Se situó junto a la puerta de la empalizada, haciendo retroceder con sus golpes a los guerreros más audaces. En la lucha cuerpo a cuerpo, el célebre piloto, que era muy forzudo a pesar de sus años, llevaba ventaja sobre los salvajes, pero las flechas envenenadas hicieron caer a muchos de sus hombres y él mismo empezó a recibir mortales heridas.
No obstante su temeridad, se dio cuenta don Alonso de que esta situación resultaba insostenible y era preciso salir de ella. Gritó a su amigo La Cosa para hacerle saber que debían abrirse paso, fuese como fuese, e inició la salida arrojándose con una agilidad de felino en medio de los combatientes, repartiendo cuchilladas a un lado y a otro con tal rapidez, que los indios le dejaron paso franco, desapareciendo en un instante.
Juan de la Cosa quiso seguirle, pero no tenía su agilidad juvenil y estaba además acribillado de heridas. Con el resto de los españoles se refugió en una choza e hizo que arrancasen la techumbre para que los de fuera no pudieran prenderle fuego. De este modo pudo defenderse hasta bien entrada la noche, cuando todos sus compañeros habían perecido, menos uno.
Empezó a sentir el efecto del veneno de sus numerosas heridas. La espada se le caía de las manos, sus rodillas se doblaban. Iba a morir, y llamando a su lado al único de los españoles que aún vivía, le dijo con voz desfalleciente:
—Hermano, ya que Dios os ha protegido hasta ahora, salid y corred, y si encontráis a Alonso de Ojeda, contadle mi muerte.
Este español fue el único que consiguió escapar con vida de los setenta que habían seguido al Caballero de la Virgen en su temeraria expedición; y cuando, un día después, avanzando a rastras por el interior de los bosques, con largas esperas y ocultamientos, consiguió llegar a la playa, encontrándose con una partida de exploradores españoles, éstos quedaron aterrados por las noticias del desastre.
Cuevas y los otros amigos de Ojeda habían empezado a sentirse inquietos desde la mañana siguiente al avance de su jefe tierra adentro. Nada sabían de él ni de sus compañeros. Algunos grupos que intentaban internarse en el bosque retrocedían al oír los aullidos de los salvajes acompañados por sus caracolas y tambores de madera.
Los trompeteros de las naves hacían sonar sus instrumentos en los linderos del bosque, pero tales llamamientos se perdían en un silencio inquietante o eran contestados por la gritería triunfal de los indígenas.
Otros grupos de tripulantes corrían la costa en barcas, disparando sus armas de fuego, mas dicho estrépito era absorbido por una calma silenciosa que a los expedicionarios, ya desalentados, les parecía fúnebre.
Después de escuchar el relato del único fugitivo, todos dieron por muerto a don Alonso. Indudablemente había caído en medio del bosque, envenenado por las flechas, lo mismo que Juan de la Cosa. Les parecía imposible que, de vivir este caudillo extraordinario, no hubiese llegado ya adonde le aguardaban las naves.
La india Isabel era la única que se negaba a creerle muerto. Seguía a las pequeñas partidas que registraban la costa y los linderos del bosque, con rostro impasible, procurando ocultar sus emociones. Cuando los portadores de trompetas se cansaban de hacer sonar sus instrumentos y los arcabuceros creían innecesario consumir más pólvora, Isabel lanzaba un grito estridente, semejante a los aullidos que se oían lejísimos, en el interior del bosque. Era un grito aprendido de niña en su tribu, que le había servido muchas veces, durante el segundo viaje de Ojeda, para reunirse con éste en sus exploraciones tierra adentro.
—Si vive me conocerá al oírme —dijo a Cuevas, que marchaba a su lado.
Dos días después, como si no confiase ya en su llamamiento, gritaba poco. En cambio se detenía muchas veces para husmear el aire, cual si encontrase en él algo que le sirviese de rastro.
Cuevas, con seis españoles y la india, se había alejado, siguiendo la costa, y un pequeño cabo ocultaba a sus espaldas los cuatro buques al ancla.
Era una playa salvaje, teniendo enfrente un mar solitario.
—¡Allí, allí! —gritó la india, señalando el bosque acuático que cubría una marisma.
Esta arboleda era de mangles, que crecen en el agua y cuyas raíces buscan el aire, entrelazándose sobre la liquida superficie.
Avanzó Isabel resueltamente sobre la maraña de las raíces, separando las ramas entre cruzadas. Iba delante con la seguridad y el ímpetu de un perro de caza, y de pronto gritó con expresión de triunfo, al mismo tiempo que Cuevas y los otros veían una especie de sombra tendida entre dos mangles, en la penumbra húmeda y verdosa.
El espectro llevaba vestimenta a la española, y todos gritaron también de asombro y alegría al reconocer a don Alonso de Ojeda.
Parecía un cadáver lívido tendido sobre la raigambre superacuática, conservando el escudo pendiente de un hombro, la espada en una mano y el cuadrito de la Virgen fijo en la cintura, tal como le había rendido el cansancio.
Abrió los ojos al sentir las caricias de Isabel y las voces de sus amigos. Luego volvió a cerrarlos sin poder articular una palabra, pues el hambre y la fatiga le tenían como muerto.
Hizo Cuevas que lo transportasen a la playa y buscó leña seca para encender una fogata. Era preciso ante todo calentarlo, pues el frío y la humedad de su escondite lo tenían yerto. Mientras tanto, algunos de los hombres examinaban la rodela, que habían descolgado de su espalda, encontrando en ella señales de unos trescientos flechazos.
Cuando tomó algún alimento y pudo beber vino, empezó a hablar.
Nunca sintió Cuevas una admiración tan grande por el vigor de su capitán.
—Si no fuese tan robusto, aunque chico de cuerpo —dijo a sus hombres—, ya habría perecido hace dos días.
Se había abierto paso por en medio de sus enemigos, lanzándose a través de los bosques, primeramente en dirección opuesta al mar, sabiendo que los indios no le buscarían por esta parte.
Así había pasado la primera noche, y luego cambiaba de dirección, dando un rodeo para salir al mar. No era empresa fácil guiarse en el enmarañamiento de la selva, teniendo sobre su cabeza bóvedas de ramaje apretado que le impedían ver las estrellas, sirviéndole únicamente de norte el oír o no oír los aullidos de los salvajes celebrando su victoria.
Se ocultaba durante el día, reanudando su camino al cerrar la noche. Marchaba a ciegas junto a los precipicios, abriéndose paso a cuchilladas entre las lianas.
Gritaban sobre su cabeza monos y loros, asustados por la presencia de un hombre que no olía como los del país. Entre sus piernas se deslizaban grandes serpientes a las que había despertado, y tenía que defenderse de ellas partiéndolas de un revés de su espada.
Con frecuencia se creía próximo a morir, y en su desesperación atormentábale el recuerdo de su paternal amigo Juan de la Cosa y el aturdimiento con que había desoído sus consejos. El único sostén de su férrea voluntad era conservar el cuadrito de la Virgen pendiente de su cinturón. Nuestra Señora haría un milagro para salvarle, como otras veces.
Al salir finalmente al mar sólo encontró una extensión oceánica completamente desierta, como si nunca hubiesen pasado por ella las naves de los blancos.
Los altozanos de un promontorio próximo le impedían ver sus buques, y le era imposible ir más allá, de dicho obstáculo, que ocultaba parte del horizonte marítimo.
No podía caminar más; sus piernas se doblaban, el suelo parecía tirar de él. Y necesitando tenderse, buscó con instintiva precaución el refugio de aquel manglar, para que los salvajes no le sorprendieran durante el sueño.
Presintió que este sueño iba a ser el de la muerte. El hambre había agotado sus fuerzas; el frío inmovilizaba sus miembros. Empezó a perder la noción de lo que le rodeaba, pidiendo mentalmente por última vez auxilio a la Virgen.
Un recuerdo tenaz de su primera juventud surgió varias veces en esta silenciosa agonía. Se acordó de aquella gitana de España que, examinando su mano, había hecho la predicción de que moriría de hambre. Iba a llegar este final de su existencia que tantas veces le hizo reír por lo ilógico.
—Pero gracias a la protección de la Virgen —terminó diciendo—, he salido ileso de esta tremenda aventura.
Y todos los que le escuchaban consideraron indiscutible dicha protección, mientras volvían sus miradas al escudo del héroe, acribillado por las huellas de tantos flechazos, todos ellos venenosos. Momentos después se convenció Fernando Cuevas de que la vida real, casi siempre monótona y de aventuras lentas y muy espaciadas, ofrece de pronto coincidencias e inesperados encuentros que tan sólo se ven en los relatos novelescos.
Estaban él y sus hombres conversando con el heroico capitán y ofreciéndole nuevos alimentos y tragos de vino para que se reanimase con más rapidez, cuando vieron poblarse aquel océano solitario de varios buques que venían siguiendo la costa y avanzaban hacia la anclada armadilla de don Alonso, visible para ellos por navegar mar afuera y no ocultársela el pequeño promontorio.
La vista de esta flota hizo recobrar sus fuerzas a Ojeda más aún que lo que llevaba comido y bebido. Sus ojos reconocieron inmediatamente las naves de Nicuesa, y esto le afectó de tal modo, que estuvo a punto de derramar lágrimas, pero eran de cólera, viéndose desarmado y a merced de un rival a quien tanto había ofendido.
Recordó el duelo que había propuesto a Nicuesa y las muchas amenazas que llevaba proferidas contra él.
—Me busca —dijo—, quiere vengarse de mí, y lleva razón en ello. Lo malo es que yo no puedo defenderme.
Inmediatamente sus inventivas de caudillo le sugirieron el modo de salir de este peligro, y dio orden a Cuevas para que volviese con los otros a bordo de sus naves y le dejase solo en la playa, sin revelar a nadie, ni aun a los amigos más íntimos, dónde se hallaba oculto.
Él seguiría allí hasta que Nicuesa se marchase. Estaba dispuesto a hacer frente a todas las partidas de indios que apareciesen en este lado de la costa. Isabel podría traerle ocultamente algún alimento, si es que su adversario tardaba en irse.
Así que ancló la armadilla de Nicuesa al lado de los barcos de Ojeda, lo primero que hizo dicho caballero fue pasar a la nave capitana para enterarse de la suerte del gobernador de Nueva Andalucía.
Pizarro y otros allegados a Ojeda dijeron de buena fe que ignoraban lo que le había ocurrido a éste y que hasta le creían muerto, por haberse abstenido Cuevas de comunicarle su descubrimiento en el manglar.
Al ver que Nicuesa lamentaba con verdadera sinceridad la desgracia de su antiguo amigo, Cuevas llamó aparte al gobernador de Castilla del Oro, pidiéndole que le diese su palabra de no atacar a Ojeda si vivía aún, ni aprovechar sus desgracias para vengarse de las disputas en Santo Domingo.
Nicuesa, que era de carácter noble y generoso, casi se irritó al oír tal súplica.
—Busque vuesa merced a su jefe y tráigamelo, si aún vive —dijo—, que yo empeño mi palabra no sólo de olvidar lo que ya pasó, sino también de ayudarle como a un hermano.
Y cuando Ojeda, dolorido aún por su fuga a través de los bosques y los desfallecimientos del hambre, volvió a su buque, presentándose a Nicuesa, éste abrió los brazos para estrechar en ellos a su amigo de la mocedad y a su enemigo de los últimos años.
—No es de caballeros —dijo—, sino de almas bajas, recordar pasadas desavenencias cuando nos necesitamos el uno al otro. Disponga vuesa señoría de mi como si fuese vuestro hermano. Yo y mi gente le seguiremos dondequiera, hasta que la muerte de Juan de la Cosa y demás compañeros quede vengada.
Cuevas admiró en silencio la caballerosidad de Nicuesa y la mansedumbre cristiana con que sabía dar olvido a las ofensas.
A pesar de que era igual en sentimientos a los dos caudillos, tuvo, por breves instantes, una vislumbre de la dualidad inexplicable de carácter de todos los hombres férreos que durante medio siglo iban a conquistar las nuevas tierras. Mostrábanse siempre entre ellos caballerescos y generosos. Eran crueles en sus rencores, y luego, de una mansedumbre cristiana para perdonarse si es que no se habían matado antes. Sus durezas las reservaban para los indios, humanidad inferior y falta de «razón», según las ideas de la época, que sólo merecía interés por parte de algunos frailes de espíritu evangélico.
Dos hombres de guerra como Ojeda y Nicuesa consideraban imprescindible una pronta venganza, e inmediatamente desembarcaron con cuatrocientos hombres de a pie y unos cuantos jinetes.
Nada les importaba que empezase a anochecer. Las sombras favorecerían la sorpresa del enemigo.
Ojeda recordaba el camino seguido días antes en su imprudente avance, y cerca de medianoche llegaron al pueblecito de Yurbaco, de infausta memoria.
La expedición se dividió en dos columnas, extendiéndose ambas en un movimiento envolvente para que nadie pudiese escapar.
Dormían los indígenas vencedores con un descuido impropio de la astucia de su raza. Habían matado a los blancos más valerosos, y los otros, refugiados en los buques, no se atrevían en sus desembarcos a penetrar en el bosque. Nadie podía venir a sorprenderles.
En vano las numerosas bandas de loros que poblaban los árboles, asustados por el avance nocturno de tantos hombres extraños, empezaron a gritar con estrépito ensordecedor. Los indios que despertaban volvían a reanudar su sueño, sin salirse de sus hamacas.
De pronto, los que aún estaban despiertos vieron ensangrentarse la noche con los resplandores de un vasto incendio. Sus casas empezaban a arder. Intentaron los guerreros cobrizos, envanecidos por su triunfo hasta poco antes, lanzarse fuera de sus viviendas, armados a toda prisa, pero encontraban en la puerta a los blancos vengativos, que relucían como divinidades infernales al reflejarse en sus corazas y cascos el rojo inquieto de las llamas.
Los que pretendían salir eran hechos pedazos, y los que retrocedían al interior de su vivienda se abrasaban. Las mujeres y los niños, viendo por primera vez caballos y a la luz de un incendio, los creían monstruos peores que los hombres blancos, y huían dando alaridos para caer en las llamas.
No pensaron los invasores en hacer prisioneros por ganancia, ni menos en dar cuartel por piedad. Se acordaban de la muerte de sus setenta compañeros, y su indignación aún subió de punto cuando encontraron el cadáver del señor Juan de la Cosa atado a un árbol, desnudo, y tan hinchado y negruzco, por efecto del veneno, que costó gran trabajo reconocerlo.
Numerosas flechas temblaban aún hundidas entre sus costillas. Tal vez había servido de blanco a los tiradores de la tribu, después de muerto.
Mientras unos soldados registraban las ruinas humeantes en busca de objetos de valor, otros descubrían entre los árboles nuevos cadáveres de compañeros atados a postes e hinchados por las flechas envenenadas.
Tal era el horror que sintieron todos ellos de permanecer allí, que se negaron a descansar en aquel sitio, apresurando el momento de volverse a las naves.
Nicuesa ganó en esta expedición más que Ojeda, pues sus gentes reunieron durante el saqueo del pueblo mucho oro y otros objetos de valor.
Los dos gobernadores de Tierra Firme se despidieron al día siguiente, continuando Nicuesa su viaje a Veragua «la de los espejos de oro».
Ambos se abrazaron como hermanos, para no verse más. Ellos y la mayor parte de sus hombres estaban ya mareados por la muerte como presa inmediata.
PARTE TERCERA: EL OCASO DEL HÉROE
I: Los suplicios de San Sebastián, y cómo los indios flecheros se convencieron de que «el pequeño jefe blanco» no era invulnerable.
Sintiose Ojeda desorientado al perder a Juan de la Cosa.
Cuevas era su confidente íntimo y contaba con la lealtad de Francisco Pizarro para las empresas de guerra; pero le faltaba el consejo y la dirección de aquél amigo paternal, sabio y prudente.
Creyó llegado el momento de seguir sus prudentes indicaciones desistiendo de todo proyecto de colonización en esta parte de Tierra Firme, donde sólo había conocido desastres, y puso su rumbo al golfo de Urabá. Allí buscó el río Darién, del que tanto hablaban los indígenas por su abundancia de oro. Éste era el lugar, según La Cosa, más adecuado para la fundación de una colonia. Además, dicho río servía de límite entre su gobernación y la de Nicuesa. Pero, falto de la pericia del célebre piloto, no pudo dar con la desembocadura del Darién, desembarcando en distintos puntos del golfo, siempre en busca de un lugar favorable para establecer su ciudad.
Cada desembarco aumentaba el desaliento de la gente, quebrantada por el desastre sufrido en Yurbaco. Hasta la exuberancia de la vegetación contribuía a aumentar sus inquietudes. Apenas intentaban los españoles avanzar selva adentro, perdiendo de vista el Océano, caían en emboscadas preparadas por los indios, todos ellos flecheros «con hierba», o sea con las saetas empapadas de mortal veneno.
La fuerza de sus arcos era tal, que conseguían atravesar con sus flechas corazas y escudos. La ventaja del blanco sobre el cobrizo, debida a sus armas defensivas, iba desapareciendo en los frecuentes combates. Únicamente a campo abierto conseguían vencer al indígena, gracias a la audacia agresiva de Ojeda y al valor desesperado con que le seguían todos ellos.
La abundante y feroz fauna del país se oponía también a sus avances. Oían en la selva aullidos de panteras y tigres. No había roca ni matorral que no vomitase ante sus pasos enormes y venenosas serpientes. Al avanzar Cuevas, con varios exploradores, río arriba, un enorme caimán cogió de una pata a uno de sus caballos, arrastrándolo al fondo de las aguas.
Todos sentían la necesidad de descansar, estableciéndose cuanto antes en un punto del golfo de Urabá, fuese cual fuese. Apremiado Ojeda por ellos, escogió una altura situada al Este, desembarcando en dicho lugar todo lo que llevaban las dos naves para el establecimiento de una población; y empezaron a levantarse los primeros edificios.
Esta colonia, la primera ciudad construida en Tierra Firme después de la fugaz colonia de Belén fundada por Colón, recibió el nombre de San Sebastián.
—Ya que el santo mártir —dijo Ojeda— murió atravesado de flechas, que su nombre nos proteja a todos de las saetas ponzoñosas de los salvajes.
El principal trabajo consistió en edificar una fortaleza de madera y una alta empalizada que defendiese la pequeña ciudad.
Después del desastre en el que había perecido Juan de la Cosa la expedición estaba mermada reconociendo Ojeda que le sería muy difícil defenderse con tan poca gente de las numerosas tribus que empezaban a hostilizarle.
Como los víveres escaseaban, pensó además en la conveniencia de librarse de los cautivos que había hecho en Yurbaco, enviándolos a Santo Domingo. Necesitaba también dar prisa a su socio Enciso para que viniese cuanto antes con más hombres, armas y provisiones.
Quiso enviar a Fernando Cuevas para que acelerase la llegada del bachiller, pero se negó a aceptar tal proposición.
—Quiero quedarme al lado de vuestra señoría —dijo a Ojeda—, sirviéndole como soldado y no como mensajero.
El gobernador hizo salir a la india Isabel para Santo Domingo en el mismo buque que sus enviados, desoyendo las quejas de ella. No la necesitaba como intérprete, por negarse los fieros indígenas del país a recibir heraldos, y era preciso reducir estrictamente, en la nueva ciudad de San Sebastián, el número de bocas, quedando únicamente las personas que estuviesen en disposición de combatir. La compañera de Ojeda fue portadora de una carta para Enciso y en el mismo buque se enviaron los esclavos y el oro cogidos en el saqueo de Yurbaco. Con esta remesa, que no dejaba de ser valiosa, podría Enciso acelerar sus preparativos.
Cuando la colonia de San Sebastián tuvo terminado el fuerte y la empalizada inició Ojeda el reconocimiento de los terrenos inmediatos, cubiertos de espesas selvas y poblados de tribus hostiles.
Salió al frente de un numeroso destacamento para visitar a cierto cacique de las inmediaciones que tenía fama de ser rico en oro; pero este avance, que el gobernador de Nueva Andalucía había anunciado como una visita amistosa, no pudo ir muy lejos. Apenas penetraron los españoles en una garganta entre montañas de espesa vegetación, viéronse envueltos por una nube de flecheros que disparaban sus saetas envenenadas ocultos en las frondosidades. Unos cayeron muertos instantáneamente, otros se retorcieron en el suelo entre horribles convulsiones.
La flecha ponzoñosa, de un efecto casi instantáneo, acabó por sembrar el pavor entre estos hombres que espada en mano retaban a gritos a los enemigos e iban de un lado a otro sin verlos siquiera. Y mientras tanto, las saetas venenosas llovían sobre ellos, obligándolos finalmente a volver las espaldas, retirándose con el mayor desorden a la fortaleza.
Si no se vieron perseguidos por los indígenas y rematados a golpes de maza fue porque Ojeda, junto con Pizarro, Cuevas y algunos más, retrocedieron dando siempre el rostro, cargando a cuchilladas contra los indígenas que osaban mostrarse.
Tan enorme resultó la desmoralización de los soldados después de tal emboscada, que transcurrieron muchos días antes de que Ojeda pudiese convencerlos de que debían salir al campo otra vez.
Como las provisiones empezaban a escasear, el hambre fue más convincente para ellos que las alocuciones de su jefe, y se aventuraron a salir de nuevo, en pequeñas partidas, por los alrededores de San Sebastián, buscando alimentos más que oro.
En una de estas expediciones, un grupo de españoles volvió a caer en una emboscada de los indígenas, y fue tal su derrota, que los enemigos los persiguieron con ensordecedora gritería hasta corta distancia de las empalizadas de San Sebastián. Muchos quedaron muertos en el bosque y los más de los heridos perecieron dentro de la pequeña ciudad entre horribles convulsiones. Muy pocos conseguían sanar de los flechazos por más que empleaban en su curación diversos remedios, y únicamente se salvaban cuando la saeta recibida había perdido una parte de sus hierbas venenosas. Los que estaban sanos y en disposición de combatir no se atrevían ya hacer salidas en busca de viveras, influenciados por el espectáculo de la horrible agonía de sus compatriotas muertos.
Envalentonados los indígenas, se mostraban ya audazmente en el lindero de los bosques inmediatos a San Sebastián. Estos bosques parecían hervir de enemigos que gritaban día y noche, insultando y desafiando a los guerreros blancos con estrepitoso acompañamiento de atabales de madera, caracolas y bocinas. Los más de los blancos sólo podían comer raíces y hierbas recogidas en los campos próximos a la ciudad, bajo el amparo de las armas de fuego de los centinelas, y aun así, no se veían libres del flechazo ponzoñoso.
La mala alimentación y el hambre empezaron a favorecer las enfermedades. Dentro de la ciudad fallecían todos los días algunos de sus defensores. En dos ocasiones, al vigilar Cuevas por las noches las empalizadas, encontró a varios centinelas muertos de debilidad.
Una resignación fúnebre empezaba a apoderarse de los menos enérgicos. Deseaban morir, viendo en la muerte el único medio de librarse de esta situación desesperada. Solamente Ojeda y sus más íntimos conservaban una férrea voluntad para hacer frente a los enemigos.
Era el mismo gobernador de Nueva Andalucía quien se encargaba de salir a forrajear al frente de un grupo, lo mismo que un subalterno, peleando todos los días con los indios para la conquista de un puñado de alimentos. Cuevas se acordaba del asedio sufrido años antes en el fuerte de Santo Tomás; pero estos tiradores de flechas envenenadas resultaban más terribles que los guerreros de Caonabo, hábiles únicamente para batirse cuerpo a cuerpo.
Empezó a difundirse entre las tribus vecinas a San Sebastián el prestigio heroico del «pequeño jefe blanco», dotado de una agilidad y una fuerza sorprendentes. Él solo mataba, durante las salidas, más enemigos que todos sus soldados. Pasaba a través de las flechas sin que ninguna le alcanzase. Encontraban siempre el obstáculo de su movedizo escudo, clavándose en él como si las atrajese. Todo esto creaba en torno a su figura un ambiente maravilloso.
Algunos indios llevados como prisioneros a la ciudad y luego fugados de ella habían referido a sus compatriotas lo que contaban los soldados de don Alonso, convencidos todos de que su jefe gozaba de una protección sobrenatural. La Virgen que llevaba con él le había hecho invulnerable, y los indios empezaron a creer en la influencia milagrosa de este ídolo de los blancos.
Concentraban los caciques enemigos toda su atención en el ágil e intrépido adversario, olvidando a los otros invasores. Querían convencerse de que verdaderamente era un ser extraordinario, protegido por los dioses, y emboscaron a cuatro de sus mejores arqueros en el límite de la selva, frente a la ciudad, con orden de no apuntar más que al «pequeño jefe blanco», mientras un grupo numeroso salía a campo abierto con ruidosa gritería y gran estrépito de caracolas y atabales, desafiando a los españoles.
Cuevas, que estaba en lo alto de la fortaleza, presintió lo anormal de este reto a pecho descubierto en una gente que prefería siempre la emboscada. Ojeda, furioso por esta nueva insolencia de los enemigos, se puso media armadura y tiró de su espada, llamando a gritos a todos los que estuviesen prontos para seguirlo.
—Téngase vuestra señoría —gritó Cuevas—. Me da en la nariz que todo esto es añagaza para llevarle adonde tienen preparada su muerte. Quédese y yo iré a buscarlos con la gente.
El intrépido Caballero de la Virgen no consentía, en momentos de peligro, oír a sus subordinados ni superiores, y poco después estaba ya en campo raso, corriendo con la espada en alto contra los enemigos.
Huyeron los indígenas hacia el lugar donde estaban emboscados los arqueros, y Ojeda los persiguió con el encarnizamiento de siempre, adelantándose a los demás blancos, valido de su sorprendente ligereza.
Así llegó cerca del escondrijo de los cuatro flecheros, y éstos dispararon. Tres de las saetas las paró su escudo, clavándose en éste, pero la cuarta le atravesó un muslo, haciéndole doblar la rodilla.
Por primera vez en toda su vida el guerrero invulnerable supo lo que era sentirse herido, y sus ojos conocieron el color de la propia sangre saliendo de un profundo desgarrón de su cuerpo.
Orgullosos y alegres los guerreros salvajes al verle herido, huyeron lanzando gritos de triunfo. Celebraban la doble derrota del temible adversario y de su ídolo protector.
Cuevas, que había visto todo esto desde la ciudad, corrió al encuentro del grupo que traía a don Alonso sentado en dos lanzas cruzadas.
Estaba pálido y parecía sufrir una gran angustia. Fernando creyó ver un don Alonso de Ojeda completamente nuevo. No era efecto del dolor material de la herida, ni tampoco que por primera vez en su existencia temiese a la muerte. Su desaliento era un reflejo de la gran decepción moral que acababa de sufrir. El hechizo que hasta entonces le había hecho invulnerable quedaba deshecho para siempre.
No podía dudar del poder de aquella Nuestra Señora que le acompañaba a todas partes. Si le habían herido por primera vez, era simplemente porque ella le retiraba para siempre su protección a causa de sus pecados.
Apenas se vio en el fuerte, tendido en el lecho, volvió a recobrar su fiera energía. Recordó la muerte horrible de muchos de sus compañeros, ocasionada por la ponzoña de las flechas. Un caballero como él no podía morir lo mismo que un perro rabioso.
El síntoma principal del envenenamiento era un frío agudísimo en la herida que atravesaba las carnes como un taladro. Ojeda empezaba a sentirlo, y siguiendo una inspiración tan brutal como lógica, ordenó un remedio que sólo él podía soportar. Cuevas, que estaba junto a su lecho, se hizo atrás, sorprendido y aterrado, al escuchar sus órdenes.
El Caballero de la Virgen exigía que enrojeciesen inmediatamente en una hoguera dos planchas de acero de una armadura y se las aplicasen a ambas bocas de la herida. La flecha la había extraído de su muslo el esforzado caballero en el mismo lugar del combate, sin que su rostro reflejase el menor dolor.
Cuevas se mostró por primera vez reacio a obedecer a su jefe. El cirujano de la expedición apoyó a Fernando en sus protestas.
—Amo demasiado —dijo— al señor gobernador para ser su asesino.
—Y yo os juro —contestó Ojeda con furia— que si no me obedecéis inmediatamente os haré ahorcar.
Fue Cuevas, bien enterado de la terrible voluntad de su protector, quien ayudó al aturdido cirujano en la tarea de calentar basta el rojo blanco las dos piezas de acero. El mismo herido dirigía la operación, sin permitir que Cuevas y Pizarro le mantuviesen sujeto para evitar las convulsiones y saltos de este achicharramiento voluntario.
No profirió un grito, ni hizo el más leve gesto, cuando las planchas candentes, sostenidas con tenazas, le fueron aplicadas en el muslo a las dos bocas de la herida. Un olor de carne tostada se esparció por la habitación, haciendo volver a muchos el rostro, mientras Ojeda continuaba impasible, no permitiendo que retirasen el terrible cauterio hasta que él lo dispuso.
Tal fue después la angustia causada por dicho suplicio, que él mismo pidió que lo envolviesen en una sábana empapada continuamente en vinagre, para templar con su frescura el ardor que la cura brutal había esparcido por su cuerpo. Todo un barril de vinagre fue consumido en esta operación bárbara, inventada por el duro soldado.
Movía los hombros el cirujano con expresión de incredulidad, al mismo tiempo que admiraba el coraje de su jefe. Cuevas también dudaba del éxito de esta original curación, Y todos fueron viendo con asombro, en días sucesivos, cómo Ojeda empezaba a reponerse.
Fernando explicaba a su modo la invención de su protector.
—Es el fuego —dijo— quien consumió el veneno, haciendo desaparecer su frialdad mortal. Pero sólo un don Alonso de Ojeda puede curarse así.
Francisco Pizarro mostraba menos credulidad. Tal vez el caballero, siempre amparado por la Virgen en su diaria batalla con la muerte, había tenido la fortuna de que la flecha llevase perdida gran parte de su ponzoña antes de tocarle.
Los defensores de San Sebastián permanecieron inactivos durante la enfermedad de su jefe. Luego le vieron fuera de peligro, pero muy débil, incapaz de tomar las armas, lo que aumentaba el desaliento general. Era el único que sabía infundir valor a los débiles y sostener la voluntad de los enérgicos, mostrándose en todas partes. Cada soldado, al verle, creía seguir a un poderosísimo ejército.
Oculto durante muchos días e imposibilitado de moverse, la ciudad parecía un cuerpo muerto. No quedaba ya quien pensase en avanzar tierra adentro. Su única esperanza la ponían todos en el mar, esperando el socorro que debía traerles el bachiller Enciso. Pero el Océano manteníase siempre desierto, sin que la más pequeña vela asomase, como la punta de un ala, sobre la línea monótona del horizonte.
Una mañana, cuando más general parecía el desaliento, un vigía colocado en lo alto del torreón de madera de la fortaleza llegó corriendo en busca de Cuevas, encargado de la defensa de San Sebastián durante la enfermedad del gobernador.
—¡Nave a la vista! —dijo jadeando de emoción—. El Alcalde mayor, que viene de Santo Domingo con el socorro.
Cuevas pensó lo mismo. Este buque sólo podía ser fletado por el bachillers.
Cuando después de haber anclado frente a la colonia su capitán y tripulantes bajaron a tierra, éstos declararon, que venían de la Española con cargamento de víveres, pero Enciso no había intervenido para nada en su viaje.
Conocía Cuevas a todos los habitantes blancos de Santo Domingo. Como él y Lucero figuraban entre los más antiguos pobladores da la isla, su memoria era a modo de un registro de nombres y fisonomías, comprendiendo en él a cuantos habían llegado a la Española, con todas sus cualidades y defectos.
Inmediatamente reconoció al capitán de la nave, un tal Bernardino de Talavera, que figuraba entre los más desvergonzados aventureros, siendo mal visto, a causa de sus disolutas costumbres, hasta por las gentes que se reunían en las Cuatro Calles.
—¿Cómo puede este mal hombre —dijo a Pizarro— mandar un navío de su propiedad? Siempre le conocí lleno de trampas y dispuesto a apoderarse de la hacienda de los otros.
A pesar de su mala opinión, lo condujo a donde estaba Ojeda, por negarse Talavera a tratar con otro que no fuese el gobernador.
La vida de azares y aventuras en esta tierra, lejos del núcleo de civilización creado en Santo Domingo, parecía dar mayor audacia a los malvados y una tolerancia forzosa a los que se veían obligados por las circunstancias a recibir su auxilio. Talavera y los hombres que venían con él relataron a las pocas horas, con un cinismo tranquilo, el deshonroso origen de su viaje, oportuno y criminal a la vez.
Bernardino de Talavera iba a ser llevado a la cárcel en la isla Española, por su conducta desordenada y por sus deudas, cuando llegó al puerto de Santo Domingo el buque cargado de esclavos y con gran provisión de oro que Ojeda enviaba a Enciso, después de establecerse en San Sebastián. Como ocurría siempre en todas las expediciones, los del buque, al verse en Santo Domingo, daban al olvido las penalidades sufridas, haciendo exageradas descripciones de la riqueza de la nueva ciudad fundada por el gobernador de Nueva Andalucía. El bachiller Enciso y también la india Isabel procuraron fomentar estos informes engañosos, para el mejor éxito de la expedición de socorro cuyos preparativos estaban terminando. El número de esclavos y la cantidad de oro se multiplicaron ante los ojos absortos de los aventureros que no habían querido ir allá.
Hombre audaz, Bernardino de Talavera formó inmediatamente el proyecto de huir de sus acreedores, yéndose a la nueva colonia. Faltaban recursos a Ojeda, y él pensaba llevárselos, seguro de que tal servicio lo acogería afablemente don Alonso. Éste, como todos los hombres de combate, apreciaba a los osados, sin pararse mucho a considerar sus condiciones morales.
Comunicando sus proyectos a otros desesperados como él, llegó a reunir setenta aventureros de la peor especie, todos perseguidos por la justicia a causa de sus fechorías, sin dinero, sin crédito, con tanto valor y astucia como falta de conciencia. Se enteraba Talavera de que un buque propiedad de un mercader genovés estaba al ancla frente al cabo Tiburón, al Este de la isla Española, cargado de tocino y pan de cazabe para Santo Domingo. La ocasión no podía ser más oportuna para el viaje a San Sebastián. Ya tenían preparado el buque, con abundante cargamento de víveres; sólo les faltaba apoderarse de él.
Talavera y sus setenta hombres salieron en distintas partidas para, despistar a la autoridad, reuniéndose después de varias jornadas de marcha en las inmediaciones del cabo Tiburón, y les fue fácil sorprender a los escasos tripulantes de la nave del genovés, apoderándose de ella, levando anclas y soltando el velamen.
Ninguno de ellos era hombre de mar, y Talavera, improvisado capitán, resultaba el más ignorante de los pilotos.
Ojeda, que gustaba por instinto de todo lo que representase peligro y aventura, escuchó complacido el relato de este pirata.
—Le tengo por grandísimo pícaro —dijo al quedar solo con Cuevas— pero esto no impide que vea yo en su viaje la mano de la Providencia. Sólo así puede comprenderse que unos hombres que ignoran las cosas de la navegación hayan podido venir en derechura hacia nosotros. Debe ser mi Virgen quien ha conducido derechamente a San Sebastián tan flojos y malos marineros.
Y sus ojos, que hasta, entonces habían mirado al cuadrito de la Virgen con una expresión de humildad y de extrañeza a la vez, cual si se considerara abandonado de ella para siempre después de su herida, volvieron a fijarse en la milagrosa imagen con una expresión de agradecimiento.
Se mostraron ásperos y discutidores Talavera y su gente en la venta del cargamento, como si éste les hubiese costado mucho. Al fin, convencidos de que Ojeda no tenía más oro que el ofrecido por Cuevas, accedieron a desembarcar las provisiones.
El reparto de los víveres produjo un trastorno en San Sebastián. Los mismos que se habían mostrado sumisos y modestos en días de hambre protestaron del reparto que hacía el gobernador, encontrándolo excesivamente parco. Comentaban audazmente los más quisquillosos las explicaciones dadas por Cuevas, alegando que don Alonso hacía esto por previsión, deseoso de que los víveres durasen más tiempo, hasta que llegase el bachiller Enciso.
—El gobernador quiere guardar la mejor parte de alimentos para él —decían los más inquietos—. Desde que le dieron el flechazo parece otro hombre. Se acuerda de que le predijeron, siendo mancebo, que moriría de hambre, y guarda provisiones para ponerse a seguro de tal peligro.
El contacto con la mala gente de Talavera quebrantó la disciplina. Muchos empezaban a hablar de volverse a la Española en el buque de los piratas.
En vano los amigos del gobernador anunciaban todos los días la próxima llegada de Enciso, como si tuviesen avisos misteriosos de ella. Los soldados pasaban las horas mirando al mar, sin ver nunca el buque prometido. Empezaban a agotarse las provisiones traídas por Talavera, no obstante las economías del gobernador. Volvió a reanudarse la mortalidad diaria por las enfermedades que originaba el hambre. Unas veces Cuevas y otras Pizarro, hacían saber al gobernador los avances de un complot de sus gentes para escaparse a la Española en el buque de Talavera.
Don Alonso, que ya paseaba por la ciudad, procuró alentar con sus palabras y su presencia a todos los que le habían seguido desde Santo Domingo, intentando hacer revivir en ellos el entusiasmo admirativo y el respeto supersticioso que antes sentían por su persona.
Se consideraba en el momento decisivo de su vida. Una noche, hablando a solas con su fiel Cuevas, le dijo en dolorosa confidencia:
—Si el bachiller no viene a socorrernos, es segura nuestra pérdida; pero ni aun así me resolveré a abandonar la empresa. En esta tierra está nuestra esperanza de hacernos ricos y de mandar. Si nos vamos de aquí pobres y derrotados, ¿cómo obtener otro mando y encontrar crédito para nuevos viajes?…
Al hablar con sus gentes hacía esfuerzos para transmitirles su férrea voluntad.
—Es locura, hermanos —decía—, dejar esta tierra cuya posesión tanto nos cuesta. Sólo necesitamos que llegue el refuerzo del bachiller para dominar los países circunvecinos y adueñarnos de sus riquezas.
Viendo, a pesar de tales razones, crecer en torno suyo la desconfianza y la indisciplina, apaciguó a sus hombres con una inesperada proposición.
—Yo mismo iré a Santo Domingo —dijo— en busca del socorro. ¿Os place así?…
Todos aceptaron con entusiasmo. Confiaban en su energía, su influencia y su habilidad. La llegada de los auxilios resultaba indudable si era Ojeda en persona quien iba a buscarlos. Y los defensores de San Sebastián hicieron un convenio público con su jefe, siguiendo un régimen democrático que en la vida de estos conquistadores de un mundo nuevo volvió a reaparecer siempre que las operaciones militares no exigían el despotismo de una autoridad única.
Francisco Pizarro quedaría mandando la colonia como teniente de Ojeda, hasta que llegase el abogado Enciso, superior a aquél por tener el cargo de Alcalde mayor. Pizarro y su gente permanecerían en San Sebastián cincuenta días, y si concluido dicho plazo no recibían noticias de Ojeda, ni llegaba Enciso, quedaban en libertad para abandonar la colonia y volverse a la isla Española.
Dejó Ojeda dos bergantines, último resto de su armadilla. En ellos podían trasladarse a Santo Domingo los habitantes de San Sebastián cuando el plazo fijado terminase. Él haría el viaje en el barco genovés robado por los piratas.
Bernardino Talavera y su banda deseaban marcharse cuanto antes de San Sebastián, donde morían tantos hombres. Habían venido con la esperanza de grandes riquezas, y hallaban solamente hambre y enfermedades. No podían salir de las empalizadas por la parte de tierra sin oír el silbido de las terribles flechas venenosas.
Les parecía preferible volver a Santo Domingo, aunque allá les esperase la cárcel. Pensaban ya con nostalgia en las miserias sufridas entre los hombres de su raza, más llevaderas que las mortales carestías en esta costa salvaje.
Como Talavera y muchos de los suyos admiraban a don Alonso, atribuyéndole una poderosa influencia en Santo Domingo, tenían la confianza de que éste conseguiría su perdón de las autoridades de la isla Española, haciendo valer que gracias a ellos había podido salvarse la colonia de San Sebastián de ser totalmente destruida por el hambre.
Mostró empeño Cuevas en seguir a su capitán. Pizarro se bastaba para gobernar a la gente y él sería una boca más en la ciudad hambrienta. Le inspiraba también inquietud que un caballero activo y de carácter arrebatado como don Alonso hiciese solo tal viaje en un buque de bandidos.
—Mejor es que seamos dos —dijo—, y vuestra señoría debe no olvidar la mala laya de nuestros compañeros de travesía, procurando tener paciencia para sufrirlos.
Consejo inútil. El Caballero de la Virgen, pálido, débil y cojeando a consecuencia de su herida, volvió a mostrar la misma arrogancia de otros tiempos.
Entró en la nave robada como si tomase posesión de ella, dando órdenes a su tripulación de picaros para que levasen anclas y desplegasen el velamen, con el acento imperioso de un jefe que no duda de verse obedecido.
Presenció Cuevas cómo estando don Alonso en lo alto de la popa, se volvía imperiosamente hacia Bernardino de Talavera, que acababa de colocarse junto a él, cual si pretendiese compartir su autoridad, mezclando sus órdenes con las del otro.
Como en todos los momentos culminantes de la vida de Ojeda, le pareció a Cuevas que «el pequeño jefe blanco» crecía extraordinariamente, dominando con su mirada autoritaria al hombre que tenía al lado.
—Talavera, ¡abajo con los otros! —ordenó, señalando los grupos de hombres que estaban en torno del palo mayor—. Donde está don Alonso de Ojeda no puede haber otro capitán.
II: Donde Ojeda es a la fuerza capitán de piratas, abandona para siempre a su Virgen, y pasan sus compañeros por las más horrendas aventuras, para acabar en la horca.
Obedeció Talavera, intimidado por la autoridad natural de aquel hombre acostumbrado al mando, y bajó de la popa para confundirse con sus camaradas.
Aquel día no pasó nada más, por mostrarse todos interesados en que don Alonso, que era a bordo el único enterado del arte de navegar, colocase bien el velamen y enderezase el rumbo; pero a la mañana siguiente ocurrió lo que esperaba Cuevas.
Bernardino de Talavera, soliviantado por los suyos, subió al alcázar de popa que Ojeda se había reservado como vivienda propia. Quería mandar en la nave lo mismo que don Alonso, o tal vez más, por ser él quien la había traído, no pudo, sin embargo, continuar, quedando cortada su reclamación por el impetuoso gobernador de Nueva Andalucía.
—Lo que tú has hecho es robarla —gritó tuteándole—; pero hay un medio de zanjar el pleito inmediatamente. Desenvaina, y el que quede con vida que sea el jefe.
Desnudó en seguida su espada, marchando contra Talavera, que hizo lo mismo. Pero el pirata sabía que estaban a sus espaldas los setenta hombres compañeros de su criminal aventura.
En un momento don Alonso y Cuevas se vieron envueltos por esta manga de enemigos, sin espacio para moverse, abrumados por el número, y tuvieron que ceder, perdiendo sus espadas.
Inmediatamente les pusieron cadenas a los dos y los encerraron debajo de las habitaciones del alcázar de popa, en una obscura camareta cuyo único respiradero era la reja que servía de puerta.
No perdió Ojeda su agresivo orgullo al verse encerrado y a merced de aquella gente; antes al contrario, sus voces subieron de punto, y cada vez que se aproximaba a la reja alguno de los tripulantes, lo acogía con insultos.
—¡Traidores!, ¡ladrones! —gritaba—. A todos vosotros os desafío, uno a uno, o dos, o cuatro a la vez, como queráis. Decidle a Talaverilla que venga. Seguramente no osará ponerse ante mis ojos.
Y no se equivocaba don Alonso. Tal era su renombre de valiente, que todos aquellos forajidos se alejaban en seguida de la reja, influenciados por la admiración que siempre les había inspirado el héroe. Talavera, objeto de sus continuos insultos, había tomado el partido de callar y permanecer invisible, conservando encerrado al temible caballero mientras durase el viaje.
Don Alonso y Cuevas no conversaban con otra persona que el encargado del fogón de la nave, quien les traía su comida, igual a la de los otros.
Pasados cuatro días, esta tranquila navegación se vio cortada por una gran tempestad, Talavera y su gente, que no eran marinos e ignoraban absolutamente los peligros de los mares tropicales, perdieron en seguida su arrogancia, no sabiendo qué hacer. Sólo se les ocurrió amainar la mayor parte de las velas, dejando la nave casi a palo seco; pero las corrientes eran impetuosas y temían ser llevados por ellas contra ocultos escollos.
Muchos de los forajidos, recordando lo experto que era don Alonso en las cosas del mar, e impulsados por el pánico, fueron a suplicarle en su encierro que tomase el mando del buque, poniéndole en el acto en libertad. Lo mismo hicieron con Cuevas, considerado igualmente como hábil nauta, por haber figurado en el primer viaje de descubrimiento.
Ojeda y su protegido se encargaron de la dirección de la nave, convenciéndose poco después de que sus esfuerzos iban a resultar inútiles para llegar a la isla Española. Durante su prisión, la impericia de sus enemigos, las corrientes encontradas y el huracán habían inclinado el rumbo hacia Occidente, y les sería imposible, en medio de la tormenta, enderezarle otra vez a Santo Domingo.
Flotó muchos días la nave, como un tapón de corcho, a merced de las corrientes del golfo, siendo continuo el peligro de irse a pique a causa del mal estado del casco. Cuba era la tierra más próxima, y Ojeda dirigió finalmente su rumbo a la parte Sur de dicha isla.
Al tocar el buque su una playa desierta se abrió, no pudiendo resistir más golpes la trabazón de sus maderos, y los tripulantes tuvieron que abandonarlo, trasladando a tierra cuantos víveres pudieron llevarse a cuestas.
Cuba estaba aún en estado salvaje. Sólo dos años antes habían bojado completamente sus costas los marinos españoles, demostrando para siempre que era una isla, como marcaba Juan de la Cosa en su mapa y como lo habían asegurado los indígenas desde el primer momento, no la punta oriental de Asia, como afirmaba Colón. Su interior permanecía inexplorado, y para este grupo de náufragos, faltos de recursos, representaba la más peligrosa de las empresas meterse isla adentro, a través de los bosques, hasta las montañas que veían desde la playa.
En el primer momento, al pisar tierra, todos aquellos bandoleros se resistieron a obedecer a don Alonso. Ya no era indispensable para que dirigiese la nave. Talavera intentó recobrar su autoridad de jefe de partida. Ojeda y Cuevas iban a verse otra vez presos y maltratados. Mas no tardaron en convencerse de que los peligros que les esperaban en esta tierra salvaje eran tan grandes como los riesgos del mar, y necesitaban un jefe intrépido y experimentado como el famoso Caballero de la Virgen.
Muchas de las tribus cubanas eran pacíficas, sin otra preocupación que el cultivo de los campos; pero numerosos indígenas de Haití, huyendo de la esclavitud que les imponían los blancos en su isla, se habían refugiado en Cuba, y apenas veían desembarcar algún grupo de marineros españoles para hacer agua o leña, se apresuraban a atacarlo, creyendo que venían para darles caza y llevarles cautivos adonde estaban sus antiguos amos. Su odio a los blancos lo habían transmitido a los habitantes de Cuba, y apenas intentaron los de Talavera una marcha tierra adentro, viéronse recibidos a flechazos.
Después de aquel fracaso se apresuraron a devolver sus armas a Ojeda y Cuevas, reconociendo a don Alonso por jefe, y le siguieron en su marcha hacia el Este.
Tenía Ojeda la inaudita pretensión de caminar toda la isla hasta su extremo oriental para ir desde ella en canoa a la inmediata isla Española, atravesando a continuación gran parte de esta última hasta entrar en la ciudad de Santo Domingo. Menos don Alonso y Cuevas, todos sabían que al final de tal viaje de meses y meses, lleno de peligros, les esperaba la horca, y sin embargo, lo emprendieron como si fuesen en busca de la felicidad. Tanto era su deseo de volver a la vida civilizada.
El hábil capitán se dio cuenta de que con aquellos hombres no podía atacar a ninguna tribu de costumbres guerreras, y se propuso evitar la entrada en las poblaciones. Los guió siempre por el litoral, atravesando anchas y desiertas llanuras, llamadas sabanas, y bosques que llegaban hasta el mar. Esta marcha por la costa Sur de Cuba, completamente desconocida de todos ellos, sin más víveres que los que podían llevar a cuestas, se desenvolvió bien durante los primeros días. Luego fue notando Ojeda con inquietud que los bosques se retiraban del mar, y las sabanas cubiertas de hierbas y plantas trepadoras perdían dureza bajo sus pies, transformándose gradualmente en pantanos.
El suelo, cada vez más blando y resbaladizo, parecía huir de sus pies, hundiéndose los caminantes hasta la rodilla en un lodo infecto.
—Esto no puede ser muy largo —gritaba Ojeda para animar a su gente—. ¡Adelante, por Santiago!… Ya veo la tierra firme.
Creía de buena fe ver a lo lejos praderas de suelo duro, iguales a las que habían dejado atrás, pero su verde engañoso sólo cubría un barro temblón y profundo.
Después de ocho días de marcha se convencieron de que estaban metidos en una interminable marisma, marchando siempre con agua basta la cintura. Para que su situación fuese más angustiosa, el agua era salobre, lo que les hacía sentir con mayor intensidad el rabioso tormento de la sed.
De tarde en tarde el liquido parecía menos salado, bebiéndolo todos con avidez. Era que un río descendía desde las alturas del interior, perdiéndose en la ciénaga, sin desembocadura directa al mar. Su corriente abría en el barro un cauce profundísimo, los caminantes perdían pie instantáneamente, y los que no sabían nadar se ahogaban, sin que sus compañeros pudiesen auxiliarles.
Cada jornada iba marcando la desaparición de varios hombres. Economizaban las raciones sacadas del buque —pan de cazabe y queso—, aprovechando las raíces que podían encontrar; pero esta alimentación, deficiente en el curso de una marcha siempre por el agua, iba aumentando el número de las víctimas.
Cuando les acometía el sueño o sentíanse abrumados por la fatiga, se acostaban en las raíces entrelazadas de los manglares, sobre la superficie acuática. Durante estos descansos, Ojeda y Cuevas contaban silenciosamente el número de hombres que les rodeaba, cada vez menor. El continuo peligro y la proximidad de la muerte hacían a todos cruelmente egoístas.
—¡Hermanos, a mí! ¡La Virgen me proteja! —gritaba a sus espaldas una voz angustiosa.
Era un hombre que se hundía repentinamente en el cieno. Poco después ya no podía gritar, por llenársele de agua la boca. A continuación su cabellera flotaba sobre la liquida superficie como una planta acuática… Y desaparecía para siempre.
Todos eran sordos; nadie volvía la cabeza. Los más fuertes sólo conocían un deseo: marchar y marchar, cuanto les fuese posible, para salir de esta marisma en la que llevaban avanzando quince días, siendo ya locura el pensar en retroceder.
Cada día el agua era más profunda y el suelo menos firme. Las raíces comestibles escaseaban y el pan de cazabe lo había corrompido la humedad.
El jefe era el único que conservaba su energía, marchando el primero para indicar el camino. Ágil nadador, librábase todos los días de la muerte, y conseguía con sus indicaciones que se fuese salvando de los peores pasos aquella expedición, cada vez más mermada y miserable.
Admiró Cuevas como nunca las energías de este hombre extraordinario. Algunas veces, entregándose a la desesperación, se negaba a seguir adelante. Quería morir. Pero la voz del jefe reanimaba su voluntad.
—¡Acuérdate de tu mujer y de Alonsico!… Un hombre, mientras vive, no debe desesperar del auxilio de Dios.
Habían perdido casi todas sus armas en esta marcha por el agua y el fango. Sólo unos cuantos conservaban las espadas, empleándolas como bastones.
Ojeda llevaba en su mochila la pequeña imagen de la Virgen, y cuando hacían alto en algún bosque acuático de manglares, sacaba el cuadrito, lo colocaba entre las ramas y se inclinaba ante él, rezando en voz alta para implorar el auxilio de su protectora. Cuevas hacía lo mismo; y terminadas las oraciones, le decía don Alonso con acento de excusa:
—¡En qué mal paso te metiste, Fernando, por tu empeño en seguir mi suerte!…
Como imploraba con frecuencia el amparo de la Virgen, aquella mala gente que le seguía, obedeciéndole a la fuerza, lo imitó por impulso supersticioso, rezando todos finalmente con verdadera devoción ante la tablita pintada en Flandes y comprada por un obispo español.
Propenso don Alonso al misticismo y a las intervenciones sobrenaturales, buscó una explicación de esta dura prueba a que le sometía su protectora. Llevaban ya veinticinco días marchando por el agua y el barro, siempre hundidos hasta el pecho, o teniendo que nadar y agarrarse a los mangles para no verse sorbidos por el légamo. Esta marisma no iba a terminar nunca. La desesperación sugirió a Ojeda que todo ello era advertencia de la Virgen, fatigada de que él la llevase de un lado a otro, por tierras extrañas y a través de los mayores peligros.
—Yo os prometo, Señora —dijo a gritos el héroe—, que si nos sacáis con vida de tanta agua y tanta tembladera, os erigiremos una capilla en el primer pueblo de indios adonde lleguemos, y allí os dejaré para que seáis adorada por los gentiles.
Cuevas, que murió de viejo, nunca pudo borrar de su memoria este largo y horrible viaje a través de las ciénagas de Cuba. Hablando años después en Santo Domingo con fray Bartolomé de las Casas, el célebre obispo, defensor de los indios, que se ocupaba en escribir la historia de la conquista, de las nuevas tierras, éste le dijo así:
—Los padecimientos de los españoles en el Nuevo Mundo exceden a los que han sufrido los hombres de todas las naciones; pero los de Ojeda y las gentes que ibais con él superan a los demás.
Emplearon treinta días para atravesar esta marisma, de unas treinta leguas de extensión. Los bejucos, raíces y lianas eran, a veces tan espesos, que necesitaban un día para hacer menos de una legua de camino, pero los mismos obstáculos les servían para mantenerse sobre el agua y el suelo movedizo.
En los últimos días de marcha la mortandad fue aumentando. Era tal el hambre y la fatiga, que muchos se dejaban caer para ahogarse voluntariamente. Otros, no pudiendo avanzar más, sentábanse sobre las raíces de un manglar cerrando los ojos:
—¡Dejadme, hermanos! No os ocupéis de mí.
Y esperaban inmóviles la llegada de la muerte, su recomendación era inútil. Nadie pensaba en ellos.
Ojeda, con los más ágiles y vigorosos, continuaba avanzando a través de los obstáculos, hasta que al fin, pasados treinta días, sintieron bajo sus pies una tierra cada vez más firme. Luego marcharon por un sendero seco, llegando finalmente a una aldea india, en cuyas inmediaciones se tumbaron, no pudiendo ir más adelante, como si su energía les hubiese abandonado al verse en lugar seguro.
El cacique, llamado Cueybas, era hombre de paz, lo mismo que sus súbditos, mostrando asombro todos al saber que estos hombres blancos habían atravesado de un extremo a otro aquella marisma donde sólo se aventuraban ellos en casos de inevitable necesidad.
Los destrozados viajeros fueron conducidos a las cabañas, dándoles abundantemente de comer y beber, mientras el cacique ordenaba que otros de su tribu registrasen las marismas para traer a hombros a los españoles que encontrasen aún con vida.
Cuando repuesta su energía hizo Ojeda recuento de su gente, vio que de setenta y dos hombres que habían desembarcado un mes antes, sólo quedaban treinta y cinco, figurando entre éstos Bernardino de Talavera.
AL restablecerse completamente de sus fatigas, quiso don Alonso cumplir su voto a la Virgen. Le causaba honda pena separarse del milagroso cuadro, pues atribuía al mencionado voto el que la imagen le hubiese sacado finalmente de tantos peligros.
Tuvo varias entrevistas con el cacique, explicándole como pudo, gracias a las palabras aprendidas en Haití y a la intervención de Cuevas, más ducho en la lengua indígena, los misterios de la religión católica y lo que era la madre de Dios.
El indio lo acogía todo con movimientos respetuosos de cabeza. Lo que más le entusiasmaba era la belleza del ídolo de los blancos y los brillantes colores que el pintor flamenco había fijado para siempre sobre la pequeña tabla.
Con unas mantas de algodón tejido arregló Ojeda una capilla en la choza del cacique, colocando la imagen sobre una mesa, a guisa de altar.
Pasaron dos semanas más, durante las cuales fueron recobrando fuerzas los tristes expedicionarios, pudiendo al fin reanudar su marcha.
Cuando el Caballero de la Virgen se arrodilló por última vez ante su imagen, empezó a sollozar. Iba a separarse para siempre de su protectora de tantos años. ¡Quién podía saber lo que le reservaba el porvenir al alejarse de esta imagen que le había mantenido incólume a través de tantos desafíos y guerras!…
Cuevas tuvo que infundirle ánimos y tirar de él para que se decidiese a abandonar su Virgen.
Mucho tiempo después, el padre Las Casas, al viajar por Cuba, encontraba aún en el pueblecito del cacique Cueybas la capilla hecha por Ojeda y su cuadro de la Virgen. El célebre religioso decía misa ante ella, e inquieto el cacique al ver que deseaba apropiarse la imagen del «pequeño jefe blanco», sustituyéndola con otra mejor, la ocultaba en el bosque y nadie volvía a verla.
Una partida de indios proporcionada por Cueybas guió ahora a Ojeda a través de los desiertos, llevando además todos los de la expedición abundantes víveres en sus mochilas.
Así llegaron a un lugar de la costa Sur de Cuba, que era el más próximo a la isla de Jamaica. En este territorio, llamado Macaca, el cacique, al que había sido recomendado por Cueybas, dio la noticia a don Alonso de que una partida de españoles se había establecido en dicha isla al mando de un capitán llamado Juan de Esquivel.
Resucitó en la memoria de don Alonso su vida y sus rivalidades en Santo Domingo. Este Esquivel era el capitán que había enviado el virrey don Diego Colón para que se posesionase de Jamaica a viva fuerza, y al que juró él cortarle la cabeza.
—Veo, Fernando —dijo con melancolía, al recibir tal noticia—, que mi destino es tener que humillarme ante las personas que ofendí.
Recordó su desafío a Nicuesa, que meses después lo salvaba de la muerte en la terrible jornada donde pereció Juan de la Cosa. Ahora tenía que pedir auxilio al hombre que había jurado decapitar si se posesionaba de Jamaica. Gracias a dicha toma de posesión, él y sus acompañantes iban a salir de Cuba, que ya les iba pareciendo un encierro del que nunca podrían salvarse.
El cacique de Macaca proporcionó una canoa con algunos indios, y en tan débil e inestable embarcación fue Fernando Cuevas, acompañado de un tal Pedro de Ordaz, para avisar a Esquivel.
Esta peligrosa travesía de veinte leguas, en una embarcación rústica, a través del Océano solitario, casi era comparable a la que algunos años antes había hecho Diego Méndez, yendo en canoa desde Jamaica a Santo Domingo, para sacar a Colón del desgraciado final de su cuarto y último viaje.
Apenas se enteró el capitán Esquivel de la triste suerte de Ojeda, al que se imaginaba rico y victorioso en su gobernación, de Nueva Andalucía, despachó una carabela a la costa Sur de Cuba para que trajese al desgraciado héroe y sus forzosos compañeros.
La entrevista de los dos enemigos fue cordial. Ojeda, que había jurado de buena fe cortar la cabeza a Esquivel, lo saludó con naturalidad —como si hubiesen sido siempre grandes amigos— al poner sus pies en tierra de Jamaica.
—Juan de Esquivel, mis remos ya no reman —dijo después de saludarlo—. Haga vuesa merced de mí lo que quiera.
Y Esquivel le abrazó, llevándole a su casa y ofreciéndole cuanto tenía.
—Los dos somos caballeros —dijo a Ojeda— y nos hemos visto en mejor situación que aquí. Los hombres bien nacidos sabemos entendernos noblemente, olvidando todo resentimiento anterior.
Admiró Cuevas la generosidad de ambos hidalgos, reconociendo una vez más que sus compañeros de armas rivalizaban en grandeza de alma y sacrificio, pero siempre entre ellos, mostrándose implacables y crueles cuando trataban con otros que no fuesen de su raza.
Como tenía prisa Ojeda en volver a Santo Domingo para enviar socorro a Pizarro y la guarnición de San Sebastián, aceptó inmediatamente la carabela que Juan de Esquivel puso a su disposición.
Bernardino de Talavera y los restos de su cuadrilla se quedaban en Jamaica, retardando la vuelta a Santo Domingo. Ahora que estaban en tierra de españoles pensaban con miedo en el Juez mayor de la isla Española y en el proceso abierto por el robo de la nave del genovés.
Temían igualmente que, al recobrar Ojeda su prestigio de gobernador de Nueva Andalucía, les exigiese cuentas por los atrevimientos que se habían permitido con él. Pero este último cuidado lo perdieron cuando don Alonso se embarcó con Cuevas para ir a Santo Domingo.
—¡Que Dios te proteja, Talaverilla! —dijo al pirata—. No creas que olvido tus injurias, pero soy incapaz de vengarlas traidoramente denunciándote a la justicia. Si sales con bien de lo del robo del buque y yo estoy menos ocupado que ahora con lo de mi gobierno, ya nos veremos unos minutos a solas y harás conocimiento con mi espada.
Apenas llegó la carabela a Santo Domingo, el primer cuidado de don Alonso fue preguntar por el bachiller Enciso. Le contestaron que pocos días antes había salido con rumbo a la colonia de San Sebastián, llevando abundantes provisiones, armas y hombres.
Había persistido entre la gente de Santo Domingo el deslumbramiento causado por aquel envío de oro y de esclavos, que dio origen a la expedición pirática de Talavera. Todos los hombres de espada ansiosos de aventuras y riquezas querían alistarse para ir con Enciso al gobierno del que era Alcalde mayor.
El virrey don Diego Colón tenía que intervenir para limitar el número de los expedicionarios. Todos los que estaban procesados por deudas y amenazados de prisión buscaban escapar de la isla y reunirse con Ojeda.
Una guardia puesta por el virrey en la nave de Enciso iba examinando la identidad de cada uno de los expedicionarios. Cuando dicho buque salió a alta mar, fue acompañado a gran distancia por una carabela armada, para impedir que se embarcasen algunos de dichos fugitivos valiéndose de lanchas.
Quedó inactivo Ojeda muchos días, esperando noticias de su asociado el bachiller. Indudablemente, así que llegase Enciso a San Sebastián enviaría su buque a Santo Domingo para que el gobernador de Nueva Andalucía pudiese volver a sus tierras. Pero como transcurriesen semanas y semanas sin que la nave volviese ni llegase a Santo Domingo la menor noticia de Enciso, empezó la gente a afirmar que la expedición había naufragado a consecuencia de uno de los varios temporales recientes.
Fernando Cuevas volvió a su huerta, siendo acogido por las exclamaciones de asombro y lástima que lanzaron Lucero y su hijo.
Las penalidades sufridas en la defensa de San Sebastián y en las ciénagas de Cuba lo habían aviejado. Al verse entre su familia y en la comodidad de su vivienda, se percató por primera vez de lo mucho que había sufrido.
Su mujer y Alonsico escucharon en reflexivo silencio el largo relato de tantas aventuras intrépidas y desgraciadas. El buen sentido de la judía conversa resumió esta historia heroica en un comentario de carácter práctico.
—Si don Alonso vuelve allá —dijo—, no le sigas. Quédese eso del oro para los que no tienen mujer como tú, ni tierras que labrar. Pongamos ahínco en el cultivo de nuestros campos. Acabemos el desmonte de las tierras vecinas al río, que tenemos olvidadas. Nuestra verdadera mina es fabricar pan y carne para los que van a Tierra Firme en busca de oro, y los que marcharán luego, ya que cada vez llegan de España más ilusos.
Deseaba que su marido se fuese apartando de aquellos hombres aficionados a la guerra, desdeñosos de la muerte, que parecían mostrarse más arrogantes según caían sobre ellos las miserias con peso abrumador.
Luego contó a Fernando todo lo que ella había hecho para favorecer a un amigo de éste, mal mirado, no sabía con qué motivo, por don Alonso de Ojeda.
Como dicho hombre estaba perseguido a causa de sus deudas, le había sido imposible conseguir que Enciso lo alistase en su expedición. Por miedo a indisponerse con el virrey no admitía el bachiller deudores ni sometidos a proceso. Además, estaba enterado de que su consocio el gobernador de Nueva Andalucía miraba mal a este solicitante.
—Entonces el pobre acudió a mí —siguió diciendo Lucero—, y como es amigo tuyo, aunque don Alonso no lo aprecia, quise ayudarle.
El hombre se había encerrado en un tonel, y para hacer más creíble su estratagema, rociaba de vez en cuando las paredes interiores con un poco de su provisión de agua. De este modo, las gotas que sallan por entre las duelas no dejaban duda alguna de que era un tonel lleno de agua destinado al barco de Enciso. Así había podido salir de Santo Domingo, a pesar de las precauciones del virrey.
Cuando la nave estuviese en alta mar, este viajero ignorado de todos se proponía saltar una tapa del tonel, ofreciendo de nuevo sus servicios al asociado de Ojeda.
Rió Cuevas la historia, y al ver al día siguiente a su heroico protector, le dijo con cierta timidez, por tratarse de un hombre mal visto por don Alonso:
—¿Se acuerda su señoría de aquel a quien apodaban en las Cuatro Calles «el Esgrimidor», un tal Vasco Núñez de Balboa, que cultivaba tierras en el pueblecito de Durango, estaba entrampado hasta los ojos y no sabía cómo librarse de sus acreedores, que iban a encerrarle en la cárcel?… Pues se ha ido con el bachiller, sin que éste lo supiera, metido en un tonel.
III: En el que se ve la creciente miseria del olvidado gobernador de Nueva Andalucía, y cómo se fue enterando de las aventuras de sus discípulos y los progresos de un tal Balboa, salido de un tonel
Empezó a notar don Alonso en torno a su persona el apartamiento y la desconfianza que acompañan a todos los héroes considerados en decadencia.
Quiso comprar un barco y alistar gente para ir a su ciudad de San Sebastián, mas todos sus esfuerzos resultaron infructuosos. La gente huía de él como de un hombre marcado por la mala suerte.
Las desgracias de su colonia eran ya sabidas por los vecinos de Santo Domingo y las exageraban en sus comentarios. Don Diego Colón parecía aprobar la creciente impopularidad del héroe. Había sido enemigo de su padre, el primer Almirante, durante los últimos años de la vida de éste, y se expresaba con crudeza contra todos los de la familia Colón. Acaso esperaba que don Alonso le visitase para implorar su apoyo y ser capitán a sus órdenes, pero Ojeda, cada vez más altivo, según se aceleraba su decadencia, era incapaz de pedir amparo ni de servir a nadie. Durante el resto de su existencia sólo podía ser un heroico jefe de aventureros valerosos, y de no conseguirlo, prefería morir.
La creciente ingratitud de los hombres le atormentaba, agriando su carácter. Se había visto admirado por todos al aprisionar a Caonabo y al mandar luego armadillas que descubrían nuevas tierras, en rivalidad con Colón el viejo. Un año antes sentíase capaz de desafiar al virrey en pleno muelle de Santo Domingo y amenazar a Esquivel, uno de sus capitanes, con el descabezamiento. Y todos celebraban sus arrogancias, creyendo que la fortuna le acompañaría siempre y no existía obstáculo capaz de cortar sus avances. Ahora, con los bruscos saltos de la opinión popular, le creían un desgraciado, sin porvenir alguno, perseguido por una constante fatalidad.
Todo lo que decía, por racional que fuese, lo consideraban quimérico. Los ricos de Santo Domingo huían de él, temiendo que les pidiese dinero para sus empresas. Se acordaban del bachiller Enciso, al que todos creían perdido para siempre. El gobierno de Nueva Andalucía empezaba a provocar risas cuando alguien hablaba de él en los corrillos de las Cuatro Calles.
Algunas veces, don Alonso, enfurecido contra el ambiente hostil que le rodeaba, pretendía salir de la isla Española, fuese como fuese. Su compañerismo le impulsaba igualmente a reunirse con Enciso y el fiel Pizarro. Tal vez su presencia salvaría, como en otras ocasiones, la colonia de San Sebastián. Pero por más que descendía al puerto de Santo Domingo en busca de capitanes y maestres de naves que se dejasen convencer por sus razonamientos, no encontraba uno que arrostrase la aventura de tomar a bordo al gobernador de Nueva Andalucía, llevándole gratuitamente a sus dominios.
La superstición de aquel pequeño mundo de aventureros contribuía también al descrédito de Ojeda. Marinos y soldados daban por seguro que Enciso había muerto en el mar y no quedaba ya vivo un español en aquella tierra de San Sebastián, donde los indios tiraban con flechas «de hierba». Igualmente debían haber perecido Nicuesa y los ochocientos hombres que fueron con él a la conquista de la prodigiosa Veragua, tan alabada por Colón, y cuyo nuevo título de Castilla del Oro resultaba para muchos de una ironía lúgubre.
Empezaba a comentarse en Santo Domingo la profecía de un fraile que aconsejó a muchos que no se embarcasen con Nicuesa por haber pronosticado el cielo claramente la pérdida de dicho capitán. Todos se acordaban de que días antes de salir la expedición de Ojeda y poco después la de Nicuesa, había aparecido en el cielo un cometa en forma de espada, signo de muerte indudable, según los astrólogos de entonces.
—Pero yo —decía don Alonso, indignado por tales patrañas— me di a la vela casi al mismo tiempo que Nicuesa y sin embargo, he vuelto a Santo Domingo. ¿Por qué razón no puede volver el gobernador de Castilla del Oro?…
Callaban las gentes, por ser cosa peligrosa entablar discusiones con don Alonso, pronto siempre a tirar de la espada, pero sonreían con una expresión cuyo significado adivinaba el héroe. Estas sonrisas significaban que si Ojeda había vuelto nadie sabía aún cuál iba a ser el final de su existencia y si dicho final estaba próximo.
Acabó por evitar el trato con sus antiguos conocidos. Sólo de tarde en tarde se le veía en el centro de la ciudad, envuelto orgullosamente en su capa —para ocultar tal vez los desperfectos de su traje—, la espada rabitiesa, los ojos retadores, la nariz afilada como el pico de un ave de presa, no decidiéndose a saludar a las gentes hasta que éstas lo habían saludado antes con reverente apresuramiento.
Seguía hablando con desprecio del joven virrey, y esto aumentaba la deserción de sus antiguos amigos, deseosos de mantenerse en buenas relaciones con la suprema autoridad.
Hasta Fernando Cuevas parecía apartarse de él un poco. Continuaba admirándolo; pero su esposa, con el egoísmo clarividente de toda dueña de casa, temía que esta veneración por el héroe redundase en perjuicio de la familia.
—Tu don Alonso —dijo Lucero— va a dejarnos pobres como las ratas si le atiendes. Ya te he dicho que no hay más oro seguro que el que se saca vendiendo tocinos y pan, quietos en nuestros campos.
No se equivocaba la esposa prudente. Ojeda, en su desesperación, había insinuado a Cuevas varias veces la conveniencia de vender sus huertas y aquellas tierras del interior, en las cuales cifraba tantas esperanzas. También podían empeñarlas, pues no eran prestamistas lo que faltaba en Santo Domingo. Todos los vecinos ricos ejercían dicha industria.
Con el dinero que él sacase podrían comprar un pequeño bergantín, el más barato que encontrasen en el puerto. Después de la navegación con Talavera, y su cuadrilla, él y Fernando podían embarcarse, sin reparo alguno, en cualquier buque, y así volverían a las tierras de su gobierno, donde tal vez Enciso y sus antiguos compañeros arrostraban la flecha envenenada, pero conseguían reunir enormes cantidades de oro.
Balbuceó Cuevas, no atreviéndose a contestar negativamente a su antiguo protector y deseando al mismo tiempo obedecer a su esposa.
Cuando don Alonso se dio cuenta de que era Lucero quien le había aconsejado que no aceptase, ya no insistió más. Siempre se mostraba algo cohibido en presencia de ella, como si sus recuerdos le avergonzasen… Y durante algunos meses Cuevas dejó de ver al héroe desgraciado.
Empezaban él y su esposa a ocuparse seriamente del desmonte de las tierras heredadas de la cacica y pasaban los más de los días alejados de la ciudad. Cuevas no podía olvidar, sin embargo, a los compañeros que había dejado a la otra banda del mar Caribe, a un lado y a otro del río Darién, en las dos gobernaciones de Ojeda y Nicuesa.
Tardó mucho tiempo en conocer, con todos sus detalles, la trágica historia de esta colonización. Las noticias iban llegando a Santo Domingo fragmentariamente, cuando alguna carabela volvía de allá, casi deshecha, trayendo restos de las dos expediciones.
Otras noticias circulaban, gracias a una transmisión misteriosa, sin que nadie supiese ciertamente quién las había traído.
Siendo ya de edad madura, el rico colono Fernando Cuevas contaba a los aventureros jóvenes que partían para las guerras de Méjico y el Perú la trágica crónica de las dos primeras expediciones a Tierra Firme.
Nicuesa, al separarse de Ojeda, navegaba hacia el Oeste, en busca de su aurífera Veragua. Para explorar mejor las costas de su gobierno embarcábase con setenta hombres en una pequeña carabela, ordenando que su segundo, Lope de Olano, le siguiese con dos bergantines, igualmente ligeros, mientras las naves de mayor calado navegaban mar adentro, evitando bancos y escollos. Una tempestad obligaba a Nicuesa a apartarse de tierra para que su barco no encallase, suponiendo que le seguiría su segundo Olano, por ser una maniobra lógica. Pero Olano se había mantenido toda la noche cerca de tierra, al abrigo de una pequeña isla, y al amanecer, en vez de seguir el rumbo de su jefe, retrocedió para fondear en la boca del río Lagarto, llamado después Chagres —el río del istmo de Panamá—, donde se le incorporaron todos los buques grandes.
Allí hizo circular entre las tripulaciones la noticia del naufragio de Nicuesa, proclamándose a sí mismo gobernador, como lugarteniente del difunto.
Mientras tanto, Nicuesa, que había pasado dos días en alta mar capeando la tempestad, volvió a la costa en busca de Olano, y para aguardar a éste y el resto de su flota, ancló en la desembocadura de un río, crecido enormemente por las lluvias torrenciales. Al bajar las aguas rápidamente a su nivel, la nave encalló con tal violencia, que su casco se deshizo, salvándose a nado los tripulantes.
Esto les obligó a seguir marchando por tierra, siempre al Occidente, en busca de las riquezas de aquella Veragua tan ensalzadas por Colón. Atravesaron pantanos de légamo y playas cuya arena quemaba a las horas del sol. Tuvieron que alimentarse de raíces y moluscos. Los ríos eran numerosos y con las aguas muy crecidas por la lluvia. Habían salvado un bote de la carabela naufragada, y gracias a él pudieron atravesar estas corrientes caudalosas. Los indígenas de Veragua los iban siguiendo por el lindero de los bosques inmediatos a la costa. Admirables flecheros, se entretenían en tomarlos de blanco, cazándolos desde lejos.
Esta expedición de Nicuesa, en la que tanto dinero se había gastado, era la más ostentosa, la mejor armada y bien vestida de todas las conocidas hasta entonces. El gobernador tenía un paje favorito, uniformado con gran lujo. Su sombrero blanco y los alegres colores de su traje daban a este doncel el aspecto de un hermoso pájaro. Un exterior tan brillante atrajo la atención de los indios, y uno de ellos le disparó un flechazo tan certero, que el pobre adolescente quedó muerto a los pies de Nicuesa.
Al llegar a la punta de una bahía que se internaba tierra adentro, creyeron preferible no seguir su contorno y que la gente se embarcase por turno en el batel para ir por mar a la punta opuesta. Así se evitaban una marcha inútil, despistando a los arqueros que venían acosándolos. Al cerrar la noche, el grupo de náufragos se encontró instalado en la punta opuesta, y como habían alternado todos en el manejo del remo, era tal su fatiga, que determinaron pasar allí mismo la noche.
Dos terribles sorpresas les aguardaban al despertar. El bote, su única esperanza, había desaparecido y con él cuatro hombres de la expedición. Empezaron a correr los náufragos de un lado a otro, dando voces, creyendo ser escuchados por los desaparecidos. Y estas correrías les hicieron saber que lo que ellos creían punta de bahía era una isla.
Subiéndose a las rocas más altas vieron mar por todas partes. Una vasta extensión de agua les separaba de la tierra firme. Nicuesa y sus compañeros se habían encerrado sin saberlo en una isla desierta, sobre un mar siempre solitario.
Cuatro de sus hombres habían cometido la inaudita traición de huir con el único bote. Iban todos a morir sin que nadie conociese su esfuerzo. Tal vez pasados muchos años otra expedición de españoles, atraída por la casualidad a esta isla sin importancia, descubriría varias docenas de esqueletos, quedando en la duda de si eran restos de indígenas o blancos.
La desesperación hizo aullar como fieras a algunos, mientras otros se hincaban de rodillas y elevaban las manos al cielo pidiendo auxilio a Dios. El hambre y la sed les obligó finalmente a moverse. Sólo encontraron algunos mariscos en las rocas y tuvieron que beber agua salobre en los charcos de las marismas.
Nicuesa, tan enérgico como Ojeda, aunque de carácter más reposado y dulce, alentó a sus hombres para salir de tal situación. Sin más instrumentos que sus cuchillos y espadas, consiguió que construyesen una balsa con troncos de árboles para cruzar el amplio estrecho que les separaba de la costa. Como no tenían remos, algunos que eran diestros en la natación se propusieron empujarla nadando, pero tal era su debilidad después de tantas privaciones y tan violentas las corrientes, que tuvieron que abandonar la balsa, arrastrada por las olas, volviendo a la isla.
El tenaz Nicuesa mandó hacer nuevas balsas, pero siempre con mal resultado. Y así pasaron semanas y semanas, muriendo todos los días varios de ellos: unos de hambre y sed, otros de tristeza y desesperación.
Los cuatro marineros que habían huido en el bote para evitarse el hambre retrocedieron a remo hacia el lugar donde se imaginaban que estaría la flota, y después de muchas penalidades conseguían encontrarla en el río Belén, donde Colón había pretendido establecer la primera colonia de Tierra Firme y Olano intentaba ahora fundar un pueblo y un fuerte.
Los relatos de los cuatro desertores conmovieron a las tripulaciones, y Olano, contra su voluntad, tuvo que enviar un bergantín a la isla donde estaba Nicuesa, abrazándose llorando los náufragos que habían seguido al gobernador y los marineros, de este buque que venía en su auxilio.
Llevaba el bergantín una buena provisión de dátiles de coco y otros frutos recogidos a lo largo de la costa, y Nicuesa tuvo que imponer su autoridad para que sus compañeros no muriesen de un atracón; con tal ansia famélica se arrojaron sobre dichos frutos. Igualmente bebieron con deleite el agua dulce del buque, y abandonaron la isla, dejando en ella numerosas tumbas.
Llegó Nicuesa a Belén, mostrando una justa indignación contra Olano, queriendo juzgarle como traidor, así como a otros que consideraba sus cómplices; pero al fin tuvo que atender las súplicas de sus gentes, deseosas de clemencia y olvido en un estado angustioso, y decidió dejar para más adelante el castigarlos.
Se hallaba el grueso de la expedición casi tan mal en su reciente colonia de Belén como Nicuesa con sus náufragos en la isla desierta. Los indígenas de los alrededores, que tanto habían hecho sufrir a Colón y a su hermano don Bartolomé durante la breve existencia del primer establecimiento, atacaban con mortífera tenacidad a la nueva expedición de blancos. El hambre hacía estragos, y cada salida de la guarnición en busca de víveres costaba la vida a varios españoles. De los ochocientos hombres que se habían embarcado en Santo Domingo meses antes, sólo quedaban cuatrocientos, y la mayor parte de ellos tan demacrados por las privaciones que parecían cadáveres que se moviesen.
El hambre hizo retrogradar a estos hombres de raza blanca y cristianos al canibalismo de los tiempos prehistóricos. Treinta españoles; al alejarse un poco de Belén para buscar víveres, encontraban el cadáver de un indio en estado casi de putrefacción y se lo comían, pereciendo horas después de haber devorado tan horrible alimento. Nicuesa se veía obligado a ahorcar a otros de sus soldados que habían rematado a un compañero agonizante para comérselo más pronto.
Tuvo que huir del triste río de Belén, y siguiendo las indicaciones de un marinero que había acompañado a Colón en su cuarto y último viaje, buscaron en la costa del istmo un puerto tan hermoso y seguro, que el Almirante lo había titulado Puerto Bello. Dicho marinero daba como señas la existencia de una fuente de agua muy fresca al pie de un árbol corpulento y la de un ancla medio enterrada en la arena. El árbol, la fuente y el ancla de Puerto Bello fueron encontrados al saltar a tierra, pero los indios de los alrededores los acosaron a flechazos y tuvieron que reembarcarse, dejando algunos muertos.
Buscaron entonces otro lugar a siete leguas de allí, indicado por el marinero que había ido en el último viaje de Colón, y que éste llamó Puerto da los Bastimentos a causa de que los indios le proporcionaron víveres.
Al saltar a tierra y no ver enemigos, Nicuesa dijo con satisfacción:
—Detengámonos aquí, en nombre de Dios.
Y sus acompañantes, con la superstición que inspiran siempre contrariedades y desgracias, tomaron las últimas palabras como un augurio favorable, dando a dicho lugar el título de Nombre de Dios.
Tomó posesión de la tierra el gobernador de Castilla del Oro con todas las ceremonias propias del caso, sacando la espada para cortar hierbas y trazando cruces en la corteza de los árboles. Luego, sin hacer caso de la debilidad de su mermada gente, levantó una fortaleza de estacas para resistir los ataques de los indígenas, pues lo mismo que en Belén, todos los indios de las inmediaciones empezaron a hostilizarles.
Al poco tiempo la situación de Nombre de Dios resultaba tan insostenible como lo había sido la de la abandonada colonia de Belén. El hambre era también semejante. Los salvajes destruían los cultivos plantados por los españoles.
Agotadas las provisiones de Santo Domingo, se consideraba gran ventura encontrar una serpiente para comérsela. También servían de alimento pedazos de caimán chamuscados en las brasas.
Envió Nicuesa una carabela a la Española para que trajese pan y tocino, y no volvió nunca. Tantos eran los enfermos y de tal modo la muerte mermaba las filas, que algunas noches no había gente disponible para velar en las estacadas de Nombra de Dios. Todas las heridas resultaban mortales, por la miseria y la falta de medicamentos.
Necesitaba Nicuesa mostrarse cruel para sostener la disciplina de su gente. Un día, al pasar revista a los defensores de Nombre de Dios, vio que de los ochocientos hombres salidos de Santo Domingo, no había más que cien espectros humanos. Ellos y el gobernador de Castilla del Oro, heredero de la quimera dorada de Colón, no tenían ya esperanza alguna. Sólo les quedaba el deseo de que la muerte llegase cuanto antes.
Fernando Cuevas recordaba como una segunda historia paralela lo que estaba ocurriendo al mismo tiempo en Tierra Firme a otro grupo de españoles, situados a una distancia de pocas leguas, e ignorando mutuamente, unos y otros, sus miserias.
El bachiller Enciso, al salir de Santo Domingo para socorrer a Ojeda, había experimentado la sorpresa que Cuevas y su mujer supusieron tantas veces en sus comentarios nocturnos.
Cuando el buque perdió de vista la ciudad de Santo Domingo, tuvo el bachiller la sorpresa y la admiración de ver surgir de un tonel, como si fuese un aparecido, a Balboa «el Esgrimidor». Se indignó al darse cuenta de este engaño, que consideraba una ofensa a su perspicacia, e insultó al fugitivo, anunciándole que iba a dejarlo abandonado en la primera isla desierta que encontrase. Pero el aspecto de Balboa, sus palabras animosas y el hecho de conocer, como ninguno de los que iban en el buque, las particularidades de las costas hacia donde navegaban, por haber figurado nueve años antes en el viaje de Bastidas y Juan de la Cosa, acabaron por amansar a Enciso, aceptando a este hombre, agregado a la expedición de tan extraña manera.
Fondeaba el buque en la bahía donde habían muerto a Juan de la Cosa. La terrible venganza con que Ojeda y Nicuesa habían castigado a los indígenas hizo que éstos, después de algunos intentos de hostilidad, acabaran por entenderse con la nueva expedición de blancos. El bachiller Enciso era hábil para tratar a las gentes, y valiéndose de uno de sus hombres que conocía la lengua de los indígenas, acabó por vivir en paz con éstos.
Iba ya a zarpar de este puerto que había resultado tan terrible para Ojeda cuando vio con asombro cómo llegaba un bergantín tripulado por blancos. Era caso rarísimo y digno de admiración encontrar un buque en estos mares siempre desiertos.
Al entrar el bergantín reconoció Enciso inmediatamente a sus tripulantes como gentes de la expedición de Ojeda. Dado a las sospechas, como hombre ducho en actuaciones de justicia, los supuso, en seguida desertores que habían abandonado a don Alonso, del cual no tenía noticia alguna desde que lo despidió en Santo Domingo. Luego tuvo que tratar a los recién llegados con menos severidad, y puso término a sus expresiones amenazantes cuando el jefe del bergantín le enseñó sus papeles, entre ellos un nombramiento hecho por Ojeda a favor de Francisco Pizarro, dejándole como teniente gobernador en San Sebastián durante su ausencia.
El pequeño bergantín contenía los restos de la abandonada ciudad, y el hombre que mostraba los papeles era el mismo Pizarro.
Después de salir Ojeda de su colonia en el buque de los piratas, el tenaz Pizarro continuó la defensa de la población durante cincuenta días, como lo había estipulado con su jefe. Transcurrido dicho plazo, y considerando imposible prolongar la defensa, dispuso el embarque de la gente.
Aún quedaban setenta hombres de los varios centenares que salieron de Santo Domingo con Ojeda, y como los dos bergantines eran pequeños para contener tanta gente, Pizarro adoptó la más dura de las resoluciones a impulsos de la necesidad. Esperaría para embarcarse que el hambre, las enfermedades y las flechas envenenadas de los indígenas fueran disminuyendo el número de sus compatriotas, lo que consiguió en pocos días, pues la mortandad iba en aumento.
Habían conservado cuatro yeguas, con la esperanza de que diesen crías, y porque era necesario tener alguna caballería para asustar y desbandar a los indios en casos de gran aprieto. Mataron y salaron las cuatro yeguas, llevándose además cuanto podía servirles de alimento.
Un bergantín lo mandaba Pizarro, otro un compañero suyo llamado Valenzuela. Apenas salidas las dos pequeñas embarcaciones del puerto de San Sebastián, estalló una espantosa borrasca. Los del bergantín de Pizarro vieron de pronto cómo se iba a pique el de Valenzuela con toda su tripulación, oyendo los gritos mortales de sus camaradas, sin poder socorrerlos. Algunos marineros afirmaban haber visto una ballena enorme u otro monstruo marino elevando el lomo sobre las olas y dando un coletazo tan formidable, que el pobre barco se deshacía, sumergiéndose en pocos minutos.
Después de correr el temporal; Francisco Pizarra, que se preparaba para más altos destinos en esta terrible aventura de hambres y matanzas, conseguía llegar al puerto de la futura Cartagena, en busca de provisiones, encontrándose allí con la nave del bachiller Enciso.
El deseo de Pizarro y su gente era continuar el viaje a Santo Domingo en aquella débil embarcación. Preferían los riesgos del mar a volver a San Sebastián, de tan horrible recuerdo. No lo entendía así el bachiller Enciso. Por algo había sido nombrado Alcalde mayor de Nueva Andalucía y arrostraba su fortuna en aquella empresa. Necesitaba ejercer su autoridad, y declaró que si el gobernador Ojeda se había ido a Santo Domingo, él haría sus veces mientras no regresase, obligando a Pizarro a retroceder al sitio de sus recientes desgracias con todos sus destrozados compañeros.
Al llegar frente a San Sebastián, el infortunio salió al encuentro de Enciso, lo mismo que había buscado a Ojeda. Su nave chocó con una roca, y él y su tripulación, a costa de grandes fatigas, consiguieron refugiarse en el pequeño bergantín de Pizarro.
Sólo pudieron salvar un poco de galletas y de queso, con algunas armas. El bachiller había comprado para la colonia caballos, yeguas, cerdos y otros muchos víveres. Todo desapareció bajo las olas, perdiéndose en pocos minutos cuanto el abogado había adquirido en largos años de pleitear.
Para colmo de desgracias, cuando saltaron a tierra, sólo vieron las ruinas carbonizadas de la ciudad de San Sebastián. Los indios, al marcharse los últimos españoles, habían incendiado casas y fortalezas.
Hubo que guerrear diariamente con los arqueros de flecha envenenada para avanzar tierra adentro, recolectando raíces comestibles y dando caza a ciertos animales parecidos al jabalí.
Las emboscadas de los salvajes y los efectos de las flechas ponzoñosas desalentaron de nuevo a los expedicionarios. El mismo Enciso, tan ansioso de gobernar, no sabía qué hacer, mostrándose predispuesto al abandono de esta Nueva Andalucía, que hasta entonces sólo había sido un cementerio de blancos.
En este momento angustioso intervenía Vasco Núñez de Balboa, el deudor fugitivo que Enciso quería abandonar en una isla desierta.
Conocía todos los lugares de esta costa por haberlos visto nueve años antes con Rodrigo de Bastidas. Se acordaba de que al otro lado del golfo de Urabá, a orillas del río que los naturales llamaban Darién, había un pueblo indio cuyos habitantes poseían grandes cantidades de oro y provisiones abundantísimas. Eran tan guerreros como los de San Sebastián, pero ignoraban el arte de envenenar sus flechas. Él guiaría a sus compañeros hasta esta tierra de promisión. Y en el pequeño bergantín de Pizarro volvieron a embarcarse los más vigorosos, haciendo vela hacia el río Darién para apoderarse de la mencionada población india que Enciso pensaba hacer capital de su gobierno.
El cacique del país, llamado Cemaco, lo recibió al frente de más de quinientos guerreros, y el bachiller convertido en capitán se dio cuenta de que el combate iba a resultar empeñado y de éxito incierto.
El pequeño bergantín no podía realizar nuevos viajes para traer de Santo Domingo más hombres. Cerrado el camino del mar, era necesario establecerse a orillas del Darién o morir. Como Enciso y muchos de sus soldados eran andaluces, y los más habían vivido en Sevilla, ofrecieron a Nuestra Señora de la Antigua, cuya imagen es adorada en dicha ciudad, el dar su nombre a la futura colonia. Y creyéndose protegidos por la mencionada Virgen, arremetieron con tal empuje contra la gente de Cemaco, que ésta, después de una lucha tenaz, huyó, dejando muchos muertos.
Enciso, abogado y autor de estudios geográficos, se vio convertido en general victorioso, apoderándose del pueblo, cuyas casas registró y saqueó, recogiendo muchos víveres, mucho algodón y gran cantidad de brazaletes y otras joyas de oro, cuyo valor fue calculado en diez mil castellanos, o sea más de sesenta y cinco mil duros.
Jamás el infortunado Ojeda consiguió un botín de tanta importancia. Sus compañeros tampoco habían conocido nunca tal golpe de fortuna en una tierra de miserias y desastres. El pueblo fue llamado desde entonces Santa María de la Antigua del Darién, y luego concretamente Darién, primera ciudad verdaderamente estable que iba a existir en Tierra Firme.
Empezó Enciso a titularse Alcalde mayor de Nueva Andalucía y lugarteniente del gobernador Ojeda, pero un prestigio popular fue levantándose frente a él.
Balboa, llamado simplemente Vasco Núñez por sus compañeros de armas, gozaba de un aprecio general por sus cualidades de soldado y por haberlos conducido a este lugar donde acababan de obtener su primera victoria fructífera.
Era tan atrevido como Ojeda, inteligente y asombrosamente pródigo, dando con facilidad a sus compañeros cuanto poseía. Guardaba rencor al bachiller por los castigos que había querido imponerle cuando salió del tonel, y tanto por ambición como por el antiguo odio, se propuso sucederle en el mando.
Ágil de entendimiento y abundante y convincente en sus palabras, supo atacar al abogado convertido en gobernador en su propio terreno, valiéndose de leyes y añagazas de curial.
Según el convenio entre Ojeda y Nicuesa, sus gobernaciones quedaban separadas en el golfo de Urabá por el río Darién, y por estar el pueblo de Darién al Oeste de dicho río, pertenecía a Nicuesa, Balboa hizo ver con esto que Enciso, titulándose Alcalde mayor y lugarteniente de Ojeda, no era más que un intruso, pues la ciudad de Darién quedaba fuera de Nueva Andalucía. Y como la mayor parte de los españoles sentíanse descontentos de Enciso a causa de su excesiva autoridad. Balboa lo hizo deponer por los más osados, constituyéndose la nueva colonia, con arreglo al régimen municipal de la Edad Media española, en una pequeña república, obediente al lejanísimo rey de España, pero con gobierno autónomo.
Votaron todos los soldados, eligiendo a tres de sus compañeros con el nombre de alcaldes. El que obtuvo más votos fue Vasco Núñez de Balboa, y después otros dos, Zamudio y Valdivia.
Luego, las necesidades militares aconsejaron que hubiese un solo jefe. Unos aclamaban a Balboa, y los envidiosos de su naciente gloria, así como los escasos partidarios de Enciso, hablaban de Nicuesa, ya que estaban en su territorio.
En medio de estas luchas llegó a Santa María de la Antigua una armadilla mandada por Rodrigo de Colmenares, que exploraba la costa en busca de Nicuesa.
Como este Colmenares era gran amigo del gobernador de Castilla del Oro, convenció a los colonos de que debían someterse a la autoridad de Nicuesa por estar en su territorio, y se brindó a conducir en sus buques a dos enviados de la naciente ciudad, para que ofreciesen el mando al desgraciado caballero.
Estaba Nicuesa con los restos de su gente casi próximo a morir en su ciudad de Nombre de Dios, cuando se presentó inesperadamente la flotilla de Colmenares. Éste le traía la noticia de que los restos de la expedición de Ojeda habían fundado, en el territorio de Castilla del Oro, una ciudad importante, pues tal les parecía a todos Santa María de la Antigua, a causa de la abundancia encontrada en ella.
Diego de Nicuesa se parecía a Ojeda en su gran facilidad para olvidar las desgracias y recobrar su altivo orgullo de jefe. Con los víveres de la flotilla improvisó un banquete en aquel fuerte de Nombre de Dios, testigo de tantas miserias. Quería obsequiar como un príncipe a los enviados del municipio de Darién.
Excitado por los buenos manjares, se expresó como en los tiempos que pertenecía a la corte de España. Prometió su protección a los que le escuchaban y los alarmó al mismo tiempo, anunciando despojos y castigos cuando tomase posesión de la ciudad de Darién. Además —y esto fue lo peor—, al enterarse de que el oro del cacique Cemaco había sido repartido entre los conquistadores de la ciudad, afirmó que al llegar él exigiría que le entregasen dicho oro, para hacer nuevo reparto.
Al mismo tiempo, Lope de Olano y otros, a quienes Nicuesa tenía presos por haberle abandonado en la costa de Veragua, hablaban secretamente a los dos comisionados de Darién, convenciéndoles del error que cometían al llevarlo a su nueva ciudad. Era, según ellos, avaro y cruel y pensaba arrebatarles el bienestar de que gozaban.
Los dos enviados procuraron volverse a Darién antes que Nicuesa, y así pudieron informar a sus convecinos de lo que se proponía el nuevo gobernador, levantando una gritería de impopularidad contra él.
Balboa, hábil político, que había fingido conformarse, poco antes, con el movimiento de opinión favorable a Nicuesa, aprovechó esta circunstancia favorable para él excitando a todos contra el gobernador, y cuando éste llegó ante la ciudad, la muchedumbre se opuso a que desembarcase, exigiendo que se volviera a Nombre de Dios.
Tal miedo sentía Nicuesa de volver a su colonia, que suplicó ser recibido en la próspera Santa María de la Antigua, si no de jefe, como simple soldado; mas sus ruegos resultaron inútiles, y cuando se atrevió a saltar a tierra, viose perseguido, prisionero y juzgado por un tribunal popular.
Balboa, que iba a sucederle como jefe por el voto de todos, apiadado de su desgracia, intentó salvarle, pero la muchedumbre mostrose inexorable en el cumplimiento de la sentencia. Según ésta, podía el infortunado Nicuesa volverse a Santo Domingo, pero en el peor de los buques de la colonia, mísero bergantín carcomido por la broma, y con escasos víveres.
Diecisiete partidarios fieles se prestaron a seguirle en su desgracia. El 1.º de Marzo de 1511, el gobernador de Castilla del Oro se lanzaba a los peligros del Océano en el más inaceptable de los barcos, nadie supo más de él. Tragose el mar Caribe la destartalada nave, guardando para siempre el misterio de cómo ocurrió tal desgracia.
En la ciudad de Santo Domingo se dio por cierto el naufragio de Nicuesa al llegar, meses después, la noticia de su embarque forzoso.
Don Alonso de Ojeda habló de este trágico suceso a sus amigos, cada vez más escasos, con una expresión fríamente resignada.
—Siendo mozos los dos —dijo— y viviendo en España, a él le anunciaron que iba a morir en el mar y a mí que moriría de hambre.
Pronto olvidó dicho suceso. ¿Qué podía importarle una muerte más?… Él había vivido siempre en familiaridad con la muerte.
Otros episodios de la vida colonial ocupaban su atención.
Al enterarse el virrey de que vivían en Jamaica el pirata Talavera y los restos de su cuadrilla, enviaba un buque con un destacamento de soldados para que los trajesen a Santo Domingo. Iban a juzgarlos por el robo del buque del genovés y la muerte de algunos de sus tripulantes.
El Juez mayor de la isla hizo comparecer a don Alonso de Ojeda como testigo de las fechorías de Bernardino de Talavera, primer pirata que se había conocido en el Nuevo Mundo.
Se abstuvo el desgraciado caballero de relatar lo que estos forajidos le habían hecho sufrir.
—De todos modos —dijo a sus amigos—, que hable yo o no hable contra ellos, recibirán el castigo que merecen. Me inspiran compasión, pensando en lo mucho que sufrieron para salvarse de aquella ciénaga de Cuba. Nunca se verá en el mundo padecer tanto unos hombres para acabar muriendo en la horca.
Talavera y los suyos fueron ajusticiados. Quedaban aún en la ciudad amigos de ellos, aventureros de la peor especie, que con el deseo de rehabilitar su memoria los describían como unos inocentes, atribuyendo su sentencia a las acusaciones de Ojeda. Algunos de éstos sentíanse ofendidos por la altivez con que don Alonso repelía sus aproximaciones e intentos de familiaridad en las Cuatro Calles. Además le veían cada vez más enfermo, arrastrando un poco la pierna herida, minado interiormente por el veneno de aquel flechazo tan bárbaramente curado. ¿Por qué no matar a este hombre famoso en otros tiempos por su valor y su ligereza de manos?…
Ya no le creían el combatiente ágil que hería siempre y al que nadie había podido hacer sangre. Después del flechazo y de verse abandonado por aquella protección sobrenatural que le sacaba incólume de los combates, todos podían atreverse con él… Y una noche, cuando volvía desde el centro de la ciudad al bohío que habitaba con la india Isabel y sus tres pequeños mestizos, se vio atacado por más de una docena de dichos individuos.
Aún guardaba su antigua agilidad, y antes de que le rodeasen, hiriéndole a la vez de frente y por la espalda, dio un salto para apoyarse en una tapia y tiró de su espada.
La chusma traidora creyó que el triste y desalentado héroe se desdoblaba como en los tiempos de su juventud. Se imaginaron todos ellos tener enfrente a varios don Alonso de Ojeda: cuatro, ocho, doce enemigos… Y cuando empezaron a retroceder, heridos o apaleados por aquella espada múltiple, don Alonso siguió tras ellos un gran trecho, acuchillando por detrás a los menos ligeros.
Ésta fue la última victoria del Caballero de la Virgen.
Limpiando luego su espada, sucia de sangre, en las hojas de un árbol, siguió adelante hasta su bohío, se quitó la capa, encendió una lámpara rústica, cuya mecha estaba empapada en aceite de coco, y tomando una pluma de ave empezó a escribir en un gran cuaderno de papel, la mitad de cuyas páginas estaban ya cubiertas de rojizas líneas.
Don Alonso, para entretener sus soledades, se había hecho escritor.
IV: Donde el orgulloso héroe escribe un libro que no se publicó nunca, y toma sus disposiciones pera que le pisen eternamente todos los habitantes de Santo Domingo.
Amaba Ojeda con preferencia las horas de la noche, por ser las de mayor soledad, aislándose durante ellas del trato con los hombres. Cada día iba en aumento su aversión hacia los antiguos compañeros de aventuras, odiándolos igualmente por su indiferencia o por las conmiseraciones que tenían con él.
La necesidad de buscar dinero le obligaba en las horas diurnas a ir a Santo Domingo, tomando una actitud altiva y algunas veces provocadora al ver de lejos a sus amigos de otro tiempo que venían hacia él.
La noche representaba el descanso en fresca soledad, el momento propicio para la mágica evocación del pasado. Y en el pobre bohío, que era toda su fortuna, escribía horas y horas, relatando las hazañas de su pasado: sus duelos, sus navegaciones, sus guerras, primero con los moros, luego con los indios de esta parte del Asia, cuya verdadera identidad no habían determinado aún cosmógrafos y navegantes.
Aunque no fuese de grandes letras, había leído en su mocedad muchos libros de historia, prestados por su primo el inquisidor y otros hombres doctos. Conocía los Comentarios de César y otras obras de famosos capitanes que al retirarse de sus guerras procuraron describirlas con la pluma.
Su infortunado compañero Juan de la Cosa y otros nautas españoles se habían dejado absorber enteramente por la acción, realizando grandes hechos, sin cuidarse de fijarlos por medio de la escritura, dejando al azar el que otros los relatasen. Sólo aquel mercader florentino de Sevilla, Américo Vespucio, que él había llevado en su primer viaje como aprendiz de piloto, se preocupaba de escribir cuanto tenía visto y cuanto le contaban, dándolo por visto igualmente, y su nombre empezaba a sonar en el viejo mundo.
Hacia esfuerzos el infortunado Caballero de la Virgen para reunir y coordinar los recuerdos de su corta y tumultuosa vida, quedando con la frente en alto, fija su mirada de águila en el techo de paja de su vivienda, del cual caían muchas veces sanguinarios insectos tropicales. Al mismo tiempo mordía distraídamente las barbas de su pluma, una de las plumas de ave que le proporcionaban sus amigos los frailes del convento de San Francisco, recién construido en la ciudad.
Su familia cobriza contemplaba en silencio las meditaciones y escrituras del temible «jefe blanco».
Isabel, después de haber preparado la mísera cena, sentábase en el suelo de tierra apisonada, con los codos en las rodillas y la mandíbula inferior apoyada en ambas manos, fijos sus ojos de brasa en este guerrero cuya audacia había admirado tantas veces desde lejos, durante los combates, y que era a la vez su amante y su amo.
Tres muchachos de diversa estatura, sentados también en el suelo, abarcando sus rodillas con ambos brazos, le miraban igualmente con un silencio admirativo.
Iban medio desnudos; sus carnes parecían brillar en la penumbra con cierta fosforescencia; sus ojos enigmáticos y misteriosos tenían la dulce fijeza de las bestezuelas tímidas.
Una india y tres cachorros mestizos era todo lo que poseía, al final de una existencia tan abundante en altibajos de la fortuna, el famoso hidalgo don Alonso de Ojeda. ¡Y a los veinte años creíase destinado a ser en las nuevas tierras descubiertas uno de los reyes feudatarios del Gran Kan!
Su familia cobriza le rodeaba a todas horas, pronta a servirle y obedecerle. Gracias a esta mujer de otra raza, conseguía comer los más de los días. Y sin embargo, ¡se consideraba tan lejos de todos ellos!…
En los primeros años de su amancebamiento, estos hijos mestizos, carne de su carne, le habían interesado por el encanto de animalillo humilde y gracioso que posee todo niño de las razas que el blanco considera inferiores. Al crecer, sus retoños cobrizos parecían apartarse de él. Se mostraban cada vez menos comunicativos, más supeditados y obedientes, con un respeto excesivo por este padre de origen superior, más temido que amado.
Su pobreza creciente parecía afear a Isabel. Ya no era la india de miembros redondos y frescos, piel suave y sonrisa de brillante marfil. Nada quedaba en ella de la esclava amorosa que había recogido en un puerto de aquel país bautizado por él con el nombre de Venezuela. El trabajo y las penalidades la habían hecho seca, musculosa, con un aire hombruno de bestia de trabajo.
Su nombre y su presencia entristecían muchas veces a don Alonso. Veía a la otra Isabel, fantasma de luminosa transparencia que se paseaba por las lejanas avenidas del jardín de su juventud.
El apartamiento medroso y el excesivo respeto que mostraba su familia ilegítima servía para que la olvidase completamente teniéndola muchas veces a pocos pasos de él, sentada en el suelo, en torno a su rústica mesa. Y la madre y los hijos, mientras el héroe movía su pluma con los ojos fijos en el papel, iba siguiendo su obra desde lejos, en religioso silencio.
Admiraban tal vez la misteriosa operación de trazar signos negros sobre una hoja blanca. Consideraban esto, a pesar de haberlo visto tantas veces, como un arte mágico de profundo misterio.
Cuando el hidalgo estaba ausente, su concubina, al dedicarse a la limpieza del interior del bohío, cuidaba de no tocar este manojo de papeles escritos por su temible señor. El cuaderno parecía reinar sobre la mesa como un fetiche que esparcía en torno efluvios irresistibles. Y su veneración se la transmitía con gritos y golpes a los tres hijos, cuando en la ignorancia de sus pocos años pretendían manosear el grueso cuaderno.
En sus excursiones por la ciudad, encontró varias veces don Alonso a su antiguo protegido Cuevas. No había hecho éste contra él otra cosa que negarse, por indicación de su mujer a arriesgar la propia fortuna en un nuevo viaje a Tierra Firme. Los hechos venían demostrando la oportunidad de dicha negativa; pero Ojeda era incapaz de admitir una opinión contraria a la suya, y esto hizo que mirase a Cuevas poco menos que como un enemigo.
La desgracia agriaba su carácter, haciéndole injusto en sus juicios. No amaba a nadie; no podía creer ya en la gratitud y la amistad. Cierta envidia inconsciente le impulsaba a odiar a cuantos parecían felices.
Algunas veces, olvidando la negativa de Cuevas, mostraba animadversión contra él, simplemente porque parecía satisfecho de su modesta fortuna, porque estaba rodeado de una familia de su propia raza, muy distinta a la otra que él encontraba todas las noches al volver a su bohío.
Cuando Fernando, enterado de la situación cada vez más mísera del héroe, insinuaba tímidamente generosas ofertas para socorrerle o le proponía que fuese a vivir con ellos en el campo don Alonso tornaba a ser el altivo caballero, gobernador por el rey de la provincia de Nueva Andalucía.
—Mis negocios van cada vez mejor —contestaba con arrogancia—. Mis amigos, en la corte, trabajan para que se me haga justicia, y no tardará en llegar una cédula real exigiendo que se me den barcos y hombres para volver a mi gobierno.
Le irritaban las noticias que de tarde en tarde iban llegando a Santo Domingo sobre los progresos de aquel Balboa «el Esgrimidor», al que él no había querido admitir en su expedición.
El voto particular le había hecho jefe de Castilla del Oro. Ahora la gobernación de Ojeda y la de Nicuesa formaban una sola, y los esfuerzos de ambos sólo iban a servir, finalmente, para la prosperidad de este aventurero que había salido al encuentro de la gloria oculto en un tonel.
Otras veces aceptaba don Alonso, con una resignación pesimista, su tremendo fracaso. Había venido a países de la extrema Asia demasiado pronto, a la hora de los navegantes, de los descubridores, cuando aún no había llegado el momento oportuno para las conquistas tierra adentro, y él era un hombre de espada y no de mar.
A sus amigos de rango inferior, que él consideraba como discípulos, iba a tocarles el instante propicio a la gloria y la riqueza. Balboa, tan menospreciado por él, se engrandecía en unas tierras que eran suyas y del no menos desgraciado Nicuesa. Tal vez algunos de sus admiradores de otro tiempo, aquel Hernando Cortés, que estaba ahora en la conquista de Cuba, con Diego Velázquez, o aquel Francisco Pizarro, su teniente en San Sebastián, que se había quedado allá siguiendo a Balboa, acabarían por obtener el oro y la fama que él había soñado a los veinte años, hablando con Colón el viejo sobre las tierras del Gran Kan.
Al verle Cuevas, de tarde en tarde, se dabas cuenta de los estragos que causaban en su organismo la miseria y las enfermedades. El veneno del flechazo tan bárbaramente curado iba emponzoñando su sangre. Cada vez cojeaban más al andar. Su rostro enjuto tenía una amarillez cadavérica. Su mirada, siempre imperiosa, parecía aún más arrogante por el brillo de la fiebre.
Después de sus rápidos encuentros con él, se acordaba Fernando de los leones que los reyes de España se hacían traer de África para tenerlos enjaulados en sus jardines. Algunos de estos animales, majestuosos y fieros, enfermaban de tristeza, y avergonzados de su esclavitud, se dejaban morir, pero de espaldas a los hombres, rechazando alimentos y cuidados, mirando obstinadamente al rincón más obscuro de su encierro, hasta que una mañana los encontraban sin vida… Así iba a terminar el famoso Caballero de la Virgen.
No admitía auxilios de los hombres de espada. Respondía con sarcasmo a los que le aconsejaban que fuese a impetrar el apoyo de Colón el mozo, gobernador de la isla. Con tranquila petulancia hablaba de próximas rehabilitaciones, que hacían sonreír a sus oyentes. Pero estas sonrisas sólo eran a espaldas del antiguo gobernador de Nueva Andalucía, más agriado y peleador que nunca, pronto a desenvainar su espada sin tener en cuenta el número de los enemigos, como si desease morir matando.
La única amistad tranquila y duradera que aún quedaba en su existencia era la de los frailes del convento de San Francisco. Algunos de ellos habían ido en sus expediciones. Otros guardaban memoria de sus hazañas, desde el tiempo de Caonabo, recuerdo verdaderamente extraordinario en una colonia adonde llegaban con tanta frecuencia noticias de atrevidas navegaciones y heroicas aventuras.
Conociendo su orgullo y enterados al mismo tiempo de su miseria, los frailes le invitaban con diversos pretextos a que compartiese la comida de ellos, dándole unas veces alimentos del país, convidándole otras a un banquete extraordinario cuando llegaban naves de España trayendo víveres de allá.
De repente, el altivo caballero parecía adivinar la limosna disimulada de los frailes y dejaba de frecuentar el convento, necesitando éstos ir en su busca e inventar nuevos pretextos para que reanudase sus visitas.
La alegre paz del monasterio recién construido, la fresca soledad de su huerto en el que crecían los primeros naranjos traídos de Europa, el trato afable de estos franciscanos, héroes a su modo, que seguían a los conquistadores en sus avances para predicar el cristianismo, muriendo como los otros bajo el golpe de la macana o atravesados por la flecha «con hierba», fueron ejerciendo una seductora atracción en el fatigado caudillo.
Sintió de pronto el ansia mística de muchos hombres de aquella época, osados pecadores y duros guerreros, que acababan haciéndose frailes.
Su concubina india y sus bastardos cobrizos no representaban ningún obstáculo para él. Las exigencias de la religión sólo le parecían válidas para los blancos. Podía dejar sin ningún remordimiento a esta familia ocasional. Dios no le exigirla cuentas por tal acto.
Pasaba el día entero en el convento, unas veces rezando en la iglesia, paseando otras por el claustro al lado de estos frailes que parecían haber adivinado sus intenciones, y con palabras insinuantes y sonrisas de dulce confraternidad le impulsaban a continuar avanzando por el mismo sendero que habían seguido ellos años antes.
Con un brusco cambio de opinión reconoció el desgraciado caudillo la imposibilidad en que estaba de ser fraile. Para dedicarse completamente a Dios, debía abandonar algo más precioso y ligado a su existencia que esta familia exótica. Tendría, que abandonar su espada, aquella espada que pendía de uno de sus flancos desde los primeros tiempos de su mocedad, la espada que le seguía a todas partes, desde la guerra contra los moros granadinos.
Era un sacrificio más allá de su abnegación. Después de tantos infortunios, renunciar a su espada le parecía el más grande e irresistible que podía caer sobre él. ¡Antes morir!…
Y como si le asustase la posibilidad de que un Alonso de Ojeda pudiese vivir sin llevar un acero al costado, tomó su espada, que estaba pendiente de la rústica silla en que escribía, y la besó repetidas veces. Parecía pedir perdón a su fiel compañera. La besaba como el enamorado extrema sus caricias a la amante, viendo en ello una penitencia por fugitivos propósitos de infidelidad.
Cada vez pensaba más en la muerte, presintiéndola cerca. La miraba de frente como a una antigua amiga, inoportuna, pero familiar, incapaz de infundirle espanto.
Sus desgracias las apreciaba ahora con orgullo, creyéndose más grande cuanto mayor fuese la incomprensión y la ingratitud de las gentes. Ya que no podía servir a Dios como religioso, acataría sus designios con una resignación y una humildad semejantes a la de los santos.
En vano sus amigos los frailes intentaban animar al caballero, cuando éste les hablaba de su próxima muerte:
—Vuestra señoría va a vivir aún muchos años, señor gobernador.
Era una satisfacción para el olvidado héroe oírse llamar gobernador y señoría por estos hombres de Dios, cuidadosos de proporcionarle dicho consuelo moral.
No creyendo en palabras halagadoras para su salud, seguía hablando de su próxima muerte. Deseaba que le enterrasen en la iglesia del convento, colocando sobre su féretro una losa de piedra con una inscripción que dijese: «Aquí yace Alonso de Ojeda, el Desgraciado».
Luego pensó que la póstuma afirmación de sus desventuras era un alarde de vanidad, una protesta orgullosa contra el Destino, perpetuándose a través de los siglos. Dios no podía ver con buenos ojos tal soberbia. Era necesario humillarse más, mucho más, ante el misterio de sus designios.
No pudo seguir sus visitas al convento de San Francisco. Una mañana le fue imposible abandonar su mísero lecho. La pierna herida se había paralizado. Sus fuerzas le abandonaban rápidamente. Esta debilidad se agrandó todavía más por una manía del héroe infortunado.
No quiso comer. La alimentación de él y de los suyos había sido precaria en los últimos tiempos. Muchos días la india Isabel trabajaba en las casas ricas de Santo Domingo para que don Alonso, al volver a su bohío, hallase algo que comer. Cuando le faltaba trabajo iba en busca de los contadísimos amigos que aún le quedaban d Ojeda, a pesar de su altivez y su carácter agriado, pidiéndoles secretamente unos puñados de maíz, un cesto de cazabe, con el que se mantenían su señor, sus hijos y ella en último término.
—Que no lo sepa «el jefe blanco» —decía la india con expresión medrosa.
El infortunado capitán sólo podía admitir a sabiendas la caridad de los frailes, y aun ésta le impulsaba a huir muchas veces, cuando la consideraba demasiado franca.
Otras veces Isabel buscaba a Lucero y a su esposo, cuando éstos vivían en la huerta próxima a la ciudad, y una extraordinaria abundancia alegraba por varios días el bohío del olvidado conquistador.
Al quedar ahora inmóvil en su lecho, los frailes de San Francisco le enviaban diariamente un cesto de vituallas, alegando la circunstancia de su enfermedad; pero el doliente caballero se negaba a comer.
—Debo morir de hambre —le oyó decir Isabel en uno de los delirios de su fiebre—, lo mismo que Nicuesa murió en el mar. ¡Que nuestro destino se cumpla!
Había dado orden a su manceba india de no recibir la visita de ninguno de sus antiguos compañeros, y Cuevas, conocedor de dicha voluntad, se abstuvo de entrar en el bohío.
Unas veces quedaba fuera de él, esperando noticias. Otros días, uno de los pequeños mestizos de Ojeda iba hasta la huerta, en busca de Lucero, para dar noticias de su padre «el jefe blanco» y llevarle al mismo tiempo un cesto de hortalizas.
Cuevas y su esposa adivinaron que don Alonso había muerto al ver entrar una mañana en su casa a la india Isabel. Lo había hallado, una hora antes, frió e inmóvil en su casa, con el rostro vuelto hacia la pared.
—Lo mismo que un león —pensó Fernando.
En la vivienda del muerto encontró a los frailes de San Francisco que amortajaban el cadáver del héroe para llevarlo a su iglesia. Entre los papeles escritos por don Alonso acababan de descubrir uno referente a su enterramiento, y los franciscanos pensaban cumplir con exactitud sus disposiciones.
Había encontrado la verdadera fórmula de humildad para su sepultura. Nada de nombres, de títulos, ni de alardes de su infortunio. Llamarse desgraciado era una vanidad. Resultaba mejor irse de la vida en modesto silencio, olvidando el propio nombre, sumiéndose en la nada. Una losa de piedra sin ninguna inscripción cubriría su cadáver.
Y el hidalgo provocativo y reñidor, que tantas veces había derramado la sangre ajena, incapaz de sufrir el más remoto propósito de ofensa, jactancioso y amenazante hasta en las peores horas de desgracia, disponía que su cuerpo fuese enterrado en la puerta de la iglesia de San Francisco, como una humilde expiación de su pasado orgullo.
«Para que todos —decía el papel— los que entren en la iglesia, grandes o pequeños, se vean obligados a pisar los restos de este gran pecador».
V: Del pavoroso encuentro que tuvo Fernando Cuevas un anochecer en las ruinas de Isabela, y lo que profetizó viendo la prosperidad de sus trabajos y la vigorosa audacia de su hijo.
Quiso tomar Cuevas bajo su protección a la familia de don Alonso, y los tres pequeños mestizos empezaron a pasar días enteros en su huerta, siguiendo al vigoroso Alonsico en sus juegos belicosos y obedeciéndole cual si fuesen servidores suyos.
La india Isabel veía con agradecimiento esta protección a sus hijos. Le gustaba además tenerlos fuera de su vivienda, a causa de sus audacias y gritos. Desde que había desaparecido «el jefe blanco», los tres mostraban un atrevimiento ruidoso de esclavos en libertad. Ya no temían a nadie dentro del bohío. Y para convencerse de su triunfo habían roto en menudos pedazos aquel cuaderno de su padre en el que trazaba signos misteriosos todas las noches.
Así acababan los Comentarios de los primeros descubrimientos del Nuevo Mundo, las Memorias del infortunado héroe. Cuevas aún pudo ver algunos pedacitos de papel revoloteando cerca del bohío.
La india se negó a abandonar aquella vivienda donde había pasado los últimos años con su admirado señor. Le parecía que el héroe aún estaba vivo si ella continuaba habitando la casa. Sólo al salir de allí se convencía de que el guerrero invencible había muerto verdaderamente.
Con un estoicismo propio de su raza, no había llorado ante el cadáver de don Alonso. Sus ojos, agrandados por el asombro, mantuviéronse secos de lágrimas. Lo único que su impasibilidad misteriosa dejaba adivinar era un asombro inmenso, cual si hubiese creído hasta entonces que el caudillo cristiano era invulnerable para la muerte.
En vano Lucero, con una curiosidad femenil, pretendía hacerla hablar para darse cuenta de hasta dónde llegaban los afectos de esta mujer perteneciente a otra raza. Mostrábase la india parca en palabras. Movía la cabeza tristemente, y al fin, acosada por las preguntas de la española, se limitaba a decir en su lenguaje conciso:
—Jefe blanco está en el cielo con su Virgen. Yo iré a buscarle pronto… Tú cuidarás de mis hijos.
No necesitaba Cuevas esta última recomendación para preocuparse de la compañera de su famoso capitán, así como de su prole cobriza.
Se había dedicado a desenmarañar la herencia del héroe infortunado, tratando para, ello con todos los abogados y escribanos venidos a Santo Domingo, desde el otro lado del mar, como una banda de aves de presa. También había visitado al joven Almirante, aunque él y Lucero sentíanse dolidos por la falta de memoria y la indiferencia de este personaje, al que conocieron niño y pobre en el convento de la Rábida. Nunca había hecho nada por ellos. No gustaba de que le recordasen las miserias de su niñez.
Gracias a su tenacidad, consiguió Fernando conocer la fortuna dejada por don Alonso con más exactitud que éste, siempre endeudado, y que tan imprudentemente esparcía las riquezas cuando llegaban a sus manos.
No había que contar con el producto de las seis leguas de terreno en la costa Sur de la isla Española que le habían concedido los reyes. Estas tierras hacía años que las habían embargado sus acreedores por cantidades de poca importancia, y resultaba inútil el intento de arrancarlas a los usureros que las poseían.
En sus averiguaciones incesantes llegó a conocer la existencia de otras tierras en la costa Norte de la isla, cerca de la antigua ciudad de Isabela, que le habían sido dadas a Ojeda cuando era capitán a las órdenes de don Cristóbal Colón, y cuya propiedad olvidó poco después.
Creyó necesario Cuevas emprender un viaje al Norte de la isla. Eran ochenta leguas las que debía hacer por malos caminos y alojándose en aldeas indígenas. Pero toda la isla estaba en paz después de la dureza con que el comendador Ovando había castigado las últimas insurrecciones de los caciques, y un español podía ir de un lado a otro completamente solo, con sus armas y su perro, sin temor a sufrir agresiones de los naturales.
Emprendió el viaje Fernando con un compatriota que le ayudaba en sus cultivos. Iban montados en caballejos ágiles y sobrios, nacidos en la isla, hijos de los corceles españoles, que se habían multiplicado en las fértiles llanuras con asombrosa prolificidad, por ser menor el consumo de estas bestias de trabajo que el de los animales destinados a la alimentación.
Llevaban ambos buenas ballestas para dedicarse a la caza durante su viaje. Las armas de fuego portátiles eran todavía pesadas e inseguras. Estos cañones de mano, cuyo tiro era muy lento y costoso, no podían compararse con la rápida y segura ballesta.
Se alojaron en las aldeas de varios caciques pacíficos, quienes les recibieron con exageradas muestras de sumisión, llegando finalmente a la provincia del antiguo reyezuelo Guanacari, en cuyas costas había visto Cuevas fundarse el trágico pueblo de Navidad, durante el primer viaje de Colón, y un año después la ciudad de Isabela.
Más de quince años habían transcurrido desde que él y Lucero abandonaron esta parte de la isla para trasladarse a la nueva ciudad de Santo Domingo. Recordaba aún las particularidades topográficas de esta costa, en la que se habían creado los dos primeros centros de población europea, y guiándose por datos copiados de una escritura de Santo Domingo, pudo encontrar los terrenos pertenecientes a don Alonso de Ojeda por donación del rey de España.
No eran gran cosa: campos pantanosos en las inmediaciones de un río, y sus partes más altas estaban cubiertas de bosque bravo, de un descuaje largo y costoso. ¿Qué blancos podían venir a cultivar estos terrenos, tan lejanos de la nueva capital de la isla?…
Una soledad fúnebre pesaba sobre la misma región que los primeros navegantes españoles habían considerado como un paraíso. Hasta los indios parecían haber huido de las antiguas tierras gobernadas por Guanacari. Cuevas, en sus correrías por ellas, sólo encontró unos cuantos españoles, que tenían sin duda especial interés en mantenerse lejos de las autoridades de Santo Domingo, y vivían lo mismo que los indígenas, cultivando el suelo allí donde lo encontraban limpio de árboles y malezas. También eran contadísimos los indios que aún permanecían fieles a esta tierra, labrada por sus ascendientes.
Tan limitada población manteníase siempre a distancia de las ruinas de Isabela, creyéndolas pobladas de pavorosos fantasmas.
Afirmaban algunos haber escuchado alaridos horrorosos de muchedumbres invisibles. Otros juraban haber visto de noche «luces del otro mundo», indudablemente las almas de los muchos cientos de españoles muertos de hambre y de enfermedades en la infortunada ciudad.
No dando oído Cuevas a tales supersticiones, cruzó varias veces el recinto de aquella Isabela que había visto surgir del suelo y en la que fue su hijo el primero de los nacidos.
Aún existía la muralla rústica para librarse de los ataques de Caonabo, pero desportillada por el desplome de sus bloques en algunos sitios, cubierta en otros lugares de plantas parásitas, que le daban el aspecto de una alta cerca vegetal.
La fecundidad silvestre del Trópico había cubierto igualmente de follaje las ruinas de los edificios. Mantenían aún las casas de piedra sus paredes verticales, limpias de techo o simplemente con los travesaños de sus vigas rústicas. Los bohíos desaparecidos revelaban su antigua existencia por haberse trocado sus soportes en árboles de raras formas al enroscarse a su maderaje el serpenteo verde y florido de las lianas. El trazado de las calles era visible. Todas se habían convertido en prados de líneas regulares, caminándose por ellas con hierba hasta las rodillas.
Reconoció Cuevas el solar de su antigua vivienda e igualmente las ruinas de las casas del Almirante y otros personajes de la colonia, pero procuró no pisar su interior, cubierto de escombros. La serpiente, de instintos domésticos, prefiere siempre para alojarse las ruinas de las viviendas humanas a los escondrijos de la selva.
En esta soledad de pueblo abandonado, los gritos de los papagayos y otras aves refugiadas en las ruinas, y el correteo bullicioso de las bandas de monos, explicaron a Cuevas aquellos gritos horripilantes que se imaginaban oír los supersticiosos vecinos de las cercanías.
Un interés de cazador impulsó al español a visitar con frecuencia las ruinas de Isabela, más aún que su curiosidad de evocar el pasado. Abundaban los cerdos salvajes en estas tierras solitarias, descendientes de los que habían traído los españoles en su segundo viaje, y que la vida libre de la selva multiplicaba asombrosamente.
Todos los días, Cuevas y su camarada disparaban sus ballestas en las cercanías de Isabela, trayendo a hombros, pendiente de un palo, uno de estos animales silvestres, de los que sólo comían las partes más apreciadas, dejando abandonado el resto a los indígenas.
Esta cacería segura y abundante, que ya no era posible realizar en el Sur de la isla, donde se había aglomerado el núcleo de la colonización, hacía que Cuevas, muy aficionado a esta clase de montería, fuese retardando la vuelta a su casa.
Un atardecer, cuando ya había decidido irse a la mañana siguiente a Santo Domingo, en el camino sintió el deseo de contemplar por última vez las muertas calles de Isabela.
El miedo a caer enfermo de fiebres le impulsaba igualmente a abandonar cuanto antes estas tierras. Lo mismo que la mayor parte de los españoles que habían muerto en aquella ciudad, empezaba a sentir el escalofrío de la terciana, dolencia esparcida en la atmósfera por los encharcamientos del río inmediato y por el ambiente pesado y sin renovación dentro de un anillo de bosques.
Su fiebre naciente le hizo recordar a todos los compatriotas que había conocido allí, dieciséis años antes, y cuyos huesos estaban bajo aquella tierra que iba pisando, vestida por exuberante capa vegetal.
Se había quedado el compañero en el mísero pueblecito donde se alojaban, vigilando, junto a una hoguera, el voltear del último cerdo cazado aquella mañana. Uno de los perros de Cuevas marchó tras él, creyendo que iba de nuevo a la caza, pero a la vista del muro de piedra de Isabela quedó inmóvil, con las orejas erguidas, dejando pasar adelante a su amo, y empezó a aullar lúgubremente.
Fernando, con la ballesta al hombro, atravesó una brecha de la muralla que en otro tiempo había servido de puerta, continuando su avance por lo que fue en sus mocedades calle Mayor. Apenas anduvo por ella lo necesario para distinguir las ruinas de la iglesia, sintiose asombrado viendo cómo venían hacia él dos hileras de hombres, a modo de los frailes cuando van del convento a cantar en la iglesia, marchando uno tras otro.
Parecían gente noble, hidalgos de «capa prieta», como llamaban en la colonia a los españoles que habían sido de la corte y, abandonando su bienestar en la tierra natal, pasaban al Nuevo Mundo, en busca de mayores riquezas. Todos iban bien vestidos, ceñidas sus espadas, rebozados en ricas capas y con tocas de viaje de las que se habían usado en España en tiempo de los difuntos Reyes Católicos. Ahora sabía Cuevas, por los recién llegados a la isla, que las modas habían cambiado en el viejo mundo, dejándose crecer la barba los señores, no llevando ya rasurado el rostro, como sus padres y como estos desconocidos que venían hacia él.
Quedó absorto Cuevas ante las dos filas de gente inesperada, no ocurriéndosele ni una sola vez echar mano a su ballesta. Indudablemente eran españoles que habían desembarcado en la bahía inmediata, donde anclaron los buques de la segunda flota de Colón. Además, aunque no llegaba a distinguir bien los rostros de ellos, medio ocultos por el rebozo de sus capas y el ala de sus tocas, tenía el presentimiento de que eran gente amiga, vista por él otras veces.
Lo extraño del caso fue que los primeros de la procesión habían llegado ya junto a él, y seguían luego adelante, como si no le viesen, descortesía que le obligó a hablar.
—¿Cómo ha podido aportar aquí —dijo— gente tan nueva y ataviada, sin que nadie lo haya sabido en la isla?… ¡Dios guarde a vuesas mercedes, señores hidalgos de las dos ringleras!
Y se quitó cortésmente su gorra para saludar, sin que la procesión de desconocidos respondiese verbalmente a su saludo. Pero todos a un mismo tiempo se llevaron la diestra a sus birretes y sombreros para contestar a su cortesía, y Cuevas vio con terror que al descubrirse llevaban dentro de las tocas sus cráneos completamente blancos, quedando descabezados y desapareciendo después instantáneamente.
Esta desaparición apenas llegó a presenciarla Cuevas, pues, tembloroso e invocando a la Virgen, echó a correr, viéndose al poco rato fuera de la ciudad, al lado de su perro, que seguía aullando con las orejas enhiestas y los ojos fijos en las ruinas.
Aquella noche, mientras se negaba a tomar los bocados que le ofrecía su compañero, reflexionó sobre esta visión, temblándole el cuerpo, no obstante el calor de la fogata que había servido para preparar la cena.
No dudaba de lo que había visto. Sus antiguos convecinos de la Isabela habían salido de sus tumbas para saludarle. En aquel país completamente nuevo, habitado hasta poco antes por una humanidad sin historia, empezaba a crearse la leyenda. La muerte daba nacimiento a la tradición.
Aquella tierra era ya tan española, después de dieciséis años, como la península situada al otro lado del Océano. Los que estaban enterrados en Isabela y otros lugares de la isla resultaban más numerosos que los españoles vivientes… Y Cuevas, que —como todos sus contemporáneos— no poseía ideas precisas sobre las tierras descubiertas y dudaba aún de si eran Asia o pertenecían a un mundo nuevo, tuvo sin embargo un justo presentimiento del porvenir.
La procesión de espectros de esta ciudad en ruinas iba a repetirse en toda una cara de nuestro planeta, a ambos lados de la línea ecuatorial, desde las frías alturas donde crece el abeto a las colinas templadas donde florece el naranjo y las llanuras tórridas cubiertas de bananos.
Las nevadas cúspides de la más larga de las cordilleras de la tierra, las costas del Atlántico y del Pacifico, los ríos que no tienen límites a la vista, cual si fuesen mares, las selvas nacidas en los primeros tiempos de la vida vegetal, los valles paradisíacos del Trópico, los lagos de hierba de las sabanas, los desiertos pintarrajeados por las tintas minerales, todo un mundo iba a quedar completamente descubierto en menos de medio siglo y a obtener una nueva personalidad histórica, gracias a los miles y miles de esqueletos, semejantes a los de esta procesión crepuscular, que fecundarían sus entrañas. No iba a existir un rincón de las nuevas tierras, alto o bajo, húmedo o seco, yermo o selvático, que no guardase, como marca heráldica, una osamenta española.
Al volver Cuevas a su casa de Santo Domingo, enfermo de fiebre, vio en ella a los tres hijos de Ojeda con el aire reposado y tranquilo del que se halla en vivienda propia.
Lucero se apresuró a contarle la muerte de la india Isabel. Una tarde la había visto llegar a la huerta con la misma tranquilidad enigmática que en los días anteriores.
—El jefe blanco me llama —dijo—, y debo obedecerle. Guarda a mis pequeños. No deben seguirme en el gran viaje.
Como Lucero la creía algo loca después de la muerte de don Alonso, la dejó partir sin ninguna inquietud. Todos los indios eran dados a embelecos y gustaban de atraer el interés hacia sus personas con invenciones y cuentos.
A la mañana siguiente, cuando iban a la iglesia los frailes de San Francisco, encontraron a una mujer tendida de bruces sobre la losa sin nombre que cubría la sepultura de don Alonso. Al reconocer a su manceba india, la ordenaron en vano repetidas veces que se levantase y no profanara la casa de Dios con alardes de dolor antirreligioso. Cuando al fin tocaron su cuerpo frío, se convencieron de que estaba muerta. Nadie podía saber cómo había logrado entrar de noche en la iglesia y qué veneno sutil le sirvió para morir sobre la sepultura de su señor «el jefe blanco».
Después de este episodio, la vida siguió transcurriendo pacíficamente para Lucero y su esposo.
Se enriquecían con lentitud, pero sin altibajos de la suerte, ignorando los retrocesos violentos que sufrían en su existencia los aventureros heroicos al ir en busca del oro.
El buen sentido comercial de la judía conversa puso freno muchas veces a las ambiciones repentinas de su esposo.
Al mirar Cuevas su espada colgada de la pared, sentíase avergonzado de su prosperidad de colono. Creíase semejante a las vacas y caballos que engordaban en las fértiles praderas, con una pelambre lustrosa, reveladora de su perfecto bienestar animal.
Llegaban noticias exageradas y asombrosas de Tierra Firme, de aquella colonia de Darién gobernada por Balboa. El oro se cogía con redes, según afirmación de los que venían de allá.
—Déjalos que pesquen —decía Lucero—. Si verdaderamente cogen el oro con redes, una parte será para nosotros. Fabriquemos pan de maíz y carne de tocino para los que van en busca del oro. Lo más seguro y ganancioso en estas nuevas tierras es cultivarlas. El oro se agotará alguna vez, y este nuevo mundo en que estamos dará siempre pan y carne. Sólo serán verdaderamente ricos los que trabajen la tierra.
Y Cuevas pasó la edad madura y llegó a viejo, oyendo hablar de las hazañas de Hernán Cortés en el Imperio de Méjico y la extraordinaria aventura de Francisco Pizarro en la tierra del oro, llamada Perú.
Los había conocido lo mismo que él, simples protegidos de su capitán don Alonso de Ojeda, y eran ahora marqueses por el rey, gobernando además como verdaderos monarcas la herencia de los emperadores vencidos por ellos: Estados más grandes que España. ¡Y él no era más que un labrador colonial, abundante en bienes materiales y pobre en dinero, como ocurre siempre en las sociedades primitivas, agrícolas y pastoriles!…
Su orgullo y su nobleza se cifraban en ser él y Lucero los únicos que habían quedado en la isla del primer viaje de descubrimiento.
Ambos esposos admiraban la audacia de su hijo Alonso, en el que parecían revivir las condiciones heroicas de su infortunado padrino. Su independencia de carácter resultaba algunas veces insolente.
—Yo soy nacido en esta tierra —dijo una vez a sus padres—, y vosotros vinisteis de muy lejos para apoderaros de lo que no era vuestro.
Era el criollo que empezaba a erguirse frente a sus progenitores europeos.
Los tres hijos de Ojeda le obedecían con más facilidad que a los dueños de la casa. Alonso los incitaba en sus juegos contra los otros hijos de blanco venidos de España.
—Nosotros valemos más —decía con orgullo a los tres Ojeda mestizos—. Nacimos aquí, y estos hambrientos vienen a quitarnos lo nuestro.
Sonreía el padre tristemente al comentar con su esposa la independencia agresiva de su hijo.
—Así lo quiere Dios —dijo un día con aire profético—. El amor en la familia va siempre hacia abajo, como el agua de los ríos. Los padres se sacrifican por los hijos, y éstos, a su vez, hacen lo mismo con los hijos que tienen. De España vinimos para trabajar, para construir un mundo nuevo, rabiando y muriendo muchas veces como animales. Lo que hacemos ahora tal vez dure siglos, y después llegará un día en que los hijos de nuestros hijos nos echarán tranquilamente de la casa que levantamos para ellos a costa de tantos sufrimientos, de tanta sangre…
Appendix A
«Fontana Rosa»
Mentón (Alpes Marítimos)
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