Gnosis
Hay dos maneras de conocer, que los místicos llaman Meditación y Contemplación. La Meditación es aquel enlace de razonamientos por donde se llega a una verdad, y la Contemplación es la misma verdad deducida cuando se hace substancia nuestra, olvidado el camino que enlaza razones a razones, y pensamientos con pensamientos. La Contemplación es una manera absoluta de conocer, una intuición amable, deleitosa y quieta, por donde el alma goza la belleza del mundo, privada del discurso y en divina tiniebla: Es así como una exégesis mística de todo conocimiento, y la suprema manera de llegar a la comunión con el Todo. Pero cuando nuestra voluntad se reparte para amar a cada criatura separadamente y en sí, jamás asciende de las veredas meditativas a la cima donde la visión es una suma. Puede una inclinación filosófica ser disciplina para alcanzar el íntimo consorcio con la suprema esencia bella, divina razón que nos mueve al amor de todas las cosas, pero cuando una vez se llega a este final, el alma queda tan acostumbrada al divino deleite de comprender intuitivamente, que para volver a gustarle, ya no quiere cansarse con el entendimiento, persuadida de que mejor se logra con el ahinco de la voluntad. A esta manera llamarón los quietistas tránsito contemplativo, porque al ser logrado el fin, cesan los medios, como cuando la nave llega al puerto acaba el oficio de la vela y del remo: Es manera más imperfecta que la intuición mística, atendiendo que la una nos llega por enlaces de la razón que medita, y la otra es infusa: Una vista sincera y dulce, sin reflexión ni razonamiento, como escribe Miguel de Molinos.
Estos Ejercicios espirituales son una guía para sutilizar los caminos de la Meditación, siempre cronológicos y de la substancia misma de las horas. Ante la razón que medita se vela en el misterio la suprema comprensión del mundo. El Alma Creadora está fuera del tiempo, de su misma esencia son los atributos, y uno es la Belleza. La lámpara que se enciende para conocerla, es la misma que se enciende para conocer a Dios: La Contemplación. Y así como es máxima en la mística teológica, que ha de ser primero la experiencia y luego la teoría, máxima ha de ser para la doctrina estética, amar todas las cosas en una comunión gozosa, y luego inquirir la razón y la norma de su esencia bella. Pero siempre del significado sensitivo del mundo, como acontece con la ciencia mística, se les alcanzará más a los humildes que a los doctos, aun cuando éstos pueden también entrever alguna luz, si no se buscan a sí mismos ni hacen caso de su artificiosa sabiduría. Más alcanza quien más olvida, porque aprende a gozar la belleza del mundo intuitivamente, y a comprender sin forma de concepto, ni figura de cábala, ni de retórica. El amor de todas las cosas es la cifra de la suma belleza, y quien ama con olvido de sí mismo penetra el significado del mundo, tiene la ciencia mística, hállase iluminado por una luz interior, y renuncia los caminos escolásticos abiertos por las disputas de los ergotistas. Tres son los tránsitos por donde pasa el alma antes de ser iniciada en el misterio de la Eterna Belleza: Primer tránsito, amor doloroso: Segundo tránsito, amor gozoso: Tercer tránsito, amor con renunciamiento y quietud. Para el extático no existe mudanza en las imágenes del mundo, porque en cualquiera de sus aspectos sabe amarlas con el mismo amor, remontado al acto eterno por el cual son creadas. Y con relación a lo inmutable, todo deviene inmutable. El Maestro Ekart aconseja que el alma en esta cumbre, debe olvidar el ejercicio de la voluntad, y no decidir ni del bien ni del mal de las cosas, estando muy atenta a que la intuición hable en ella. Y con la misma enseñanza adoctrinaba a sus discípulos, bajo las sombras de un jardín italiano, frente al mar latino, el español Juan de Valdés. Pero los sabios de las escuelas en ningún tiempo alcanzaron a penetrar en la selva mística. Su ciencia ignora el gozoso aniquilamiento del alma en la luz, y todo el místico conocer, porque nadie sin gustarlo lo entiende. La ciencia de las escuelas es vana, crasa y difusa como todo aquello que puede ser cifrado en voces y puesto en escrituras. El más sutil enlace de palabras es como un camino de orugas que se desenvuelven ateridas bajo un rayo de sol. Hermano peregrinante que llevas una estrella en la frente, cuando llegues a la puerta dorada arrodíllate y medita sobre estas palabras de San Pablo:
Si quis inter vos videtur sapiens esse, stultus fiat, ut sit sapiens.
El anillo de Giges
Cuando yo era mozo, la gloria literaria y la gloria aventurera me tentaron por igual. Fue un momento lleno de voces oscuras, de un vasto rumor ardiente y místico, para el cual se hacía sonoro todo mi ser como un caracol de los mares. De aquella gran voz atávica y desconocida sentí el aliento como un vaho de horno, y el son como un murmullo de marea que me llenó de inquietud y de perplejidad. Pero los sueños de aventura, esmaltados con los colores del blasón, huyeron como los pájaros del nido. Sólo alguna vez por el influjo de la Noche, por el influjo de la Primavera, por el influjo de la Luna, volvían a posarse y a cantar en los jardines del alma, sobre un ramaje de lambrequines… Luego dejé de oírlos para siempre. Al cumplir los treinta años, hubieron de cercenarme un brazo, y no sé si remontaron el vuelo o se quedaron mudos. ¡En aquella tristeza me asistió el amor de las musas! Ambicioné beber en la sagrada fuente, pero antes quise escuchar los latidos de mi corazón y dejé que hablasen todos mis sentidos. Con el rumor de sus voces hice mi Estética.
De niño, y aun de mozo, la historia de los capitanes aventureros, violenta y fiera, me había dado una emoción más honda que la lunaria tristeza de los poetas: Era el estremecimiento y el fervor con que debe anunciarse la vocación religiosa. Yo no admiraba tanto los hechos hazañosos, como el temple de las almas, y este apasionado sentimiento me sirvió igual que una hoguera, para purificar mi Disciplina Estética. Me impuse normas luminosas y firmes como un cerco de espadas. Azoté sobre el alma desnuda y sangrienta con cíngulo de hierro. Maté la vanidad y exalté el orgullo. Cuando en mí se removieron las larvas del desaliento, y casi me envenenó una desesperación mezquina, supe castigarme como pudiera hacerlo un santo monje tentado del Demonio. Salí triunfante del antro de las víboras y de los leones. Amé la soledad y, como los pájaros, canté sólo para mí. El antiguo dolor de que ninguno me escuchaba se hizo contento. Pensé que estando solo podía ser mi voz más armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde, y pájaro cantor. Si hubo alguna vez oídos que me escucharon, yo no lo supe jamás. Fue la primera de mis Normas.
I.
Sé cómo el ruiseñor, que no mira a la tierra desde la rama verde donde canta.
En este amanecer de mi vocación literaria hallé una extrema dificultad para expresar el secreto de las cosas, para fijar en palabras su sentido esotérico, aquel recuerdo borroso de algo que fueron, y aquella aspiración inconcreta de algo que quieren ser. Yo sentía la emoción del mundo místicamente, con la boca sellada por los siete sellos herméticos, y mi alma en la cárcel de barro temblaba con la angustia de ser muda. Pero antes del empeño febril por alcanzar la expresión evocadora, ha sido, el empeño por fijar dentro de mí lo impreciso de las sensaciones. Casi siempre se disipaba al querer concretarlo, era algo muy vago, muy lejano, que había quedado en los nervios como la risa, como las lágrimas, como la memoria obscura de los sueños, como un perfume sutil y misterioso que sólo se percibe en el primer momento que se aspira. Y cuando del arcano de mis nervios lograba arrancar la sensación, precisarla y exaltarla, venía el empeño por darle vida en palabras, la fiebre del estilo, semejante a un estado místico, con momentos de arrobo y momentos de aridez y desgana. En esta rebusca, al cabo logré despertar en mí desconocidas voces y entender su vario murmullo, que unas veces me parecía profético y otras familiar, cual si de pronto el relámpago alumbrase mi memoria, una memoria de mil años. Pude sentir un día en mi carne, como una gracia nueva, la frescura de las yerbas, el cristalino curso de los ríos, la sal de los mares, la alegría del pájaro, el instinto violento del toro. Otro día, sobre la máscara de mi rostro, al mirarme en un espejo vi modelarse cien máscaras en una sucesión precisa, hasta la edad remota en que aparecía el rostro seco, barbudo y casi negro de un hombre que se ceñía los riñones con la piel de un rebeco, que se alimentaba con miel silvestre y predicaba el amor de todas las cosas con rugidos. Otro día logré concretar la forma de mi Daemonium. Ya lo había entrevisto cuando niño, bajo los nogales de un campo de romerías: Es un aldeano menudo, alegre y viejo, que parece modelado con la precisión realista de un bronce romano, de un pequeño Dionysos. Baila siempre en el bosque de los nogales, sobre la yerba verde, a un son cambiante, moderno y antiguo, como si en la flauta pánida oyese el preludio de las canciones nuevas. Cuando logré concretar esta figura, tantas veces entrevista bajo el pabellón de mi cuna, creí llegado el momento. Todas las larvas de mi reino interior eran advertidas, las sentía removerse como otros tantos arcanos, y había aprendido a oír las voces más lejanas. Entonces alcancé la segunda norma de mi Disciplina Estética.
II.
El poeta solamente tiene algo suyo que revelar a los otros, cuando la palabra es impotente para la expresión de sus sensaciones: tal aridez es el comienzo del estado de gracia.
Qué mezquino, qué torpe, qué difícil balbuceo el nuestro para expresar este deleite de lo inefable que reposa en todas las cosas con la gracia de un niño dormido! ¿Con cuales palabras decir la felicidad de la hoja verde y del pájaro que vuela? Hay algo que será eternamente hermético e imposible para las palabras. ¡Cuántas veces al encontrarme bajo las sombras de un camino al viñador, al mendigo peregrinante, al pastor infantil que vive en el monte guardando ovejas y contando estrellas, me dijeron sus almas con los labios mudos cosas más profundas que las sentencias de los infolios! Ningún grito de la boca, ningún signo de la mano puede cifrar ese sentido remoto del cual apenas nos damos cuenta nosotros mismos, y que, sin embargo, nos penetra con un sentimiento religioso. Nuestro ser parece que se prolonga, que se difunde con la mirada, y que se suma en la sombra grave del árbol, en el canto del ruiseñor, en la fragancia del heno. Esta conciencia casi divina nos estremece como un aroma, como un céfiro, como un sueño, como un anhelo religioso.
Recuerdo un caso de mi vida: Era en el mes de Diciembre, ya cerca de la Navidad: Yo volvía de un ferial con mi criado, y antes de montar para ponerme al camino, había fumado bajo unas sombras gratas, mi pipa de cáñamo índico. Hacíamos el retorno con las monturas muy cansadas. Pasaba de la media tarde, y aun no habíamos atravesado los Pinares del Rey. Nos quedaban tres leguas largas de andadura, y para atajar llevábamos los caballos por un desfiladero de ovejas: Mirando hacia bajo se descubrían tierras labradas con una geometría ingenua, y prados cristalinos entre mimbrales. El campo tenía una gracia inocente bajo la lluvia. Los senderos de color barcino ondulaban cortando el verde de los herberos y la geometría de las siembras. Cuando el sol rasgaba la boira, el campo se entonaba de oro con la emoción de una antigua pintura, y sobre la gracia inocente de los prados, y en el tablero de las siembras, los senderos parecían las flámulas donde escribían las leyendas de sus cuadros, los viejos maestros de aquel tiempo en que las sombras de los santos peregrinaban por los senderos de Italia. Atajábamos la Tierra de Salnés, donde otro tiempo estuvo la casa de mis abuelos, y donde yo crecí desde zagal a mozo endrino: Sin embargo, aquellos parajes monteses no los había traspuesto jamás: Íbamos tan cimeros, que los valles se aparecían lejanos, miniados, intensos, con el translúcido de los esmaltes: Eran regazos de gracia, y los ojos se santificaban en ellos. Pero nada me llenó de gozo como el ondular de los caminos a través de los herbales y las tierras labradas: Yo los reconocía de pronto con una sacudida: Reconocía las encrucijadas abiertas en medio del campo, los vados de los arroyos, las sombras de los cercados. Aquel aprendizaje de las veredas diluido por mis pasos en tantos años, se me revelaba en una cifra, consumado en el regazo de los valles, cristalino por el sol, intenso por la altura, sagrado como un número pitagórico. Fui feliz bajo el éxtasis de la suma, y al mismo tiempo me tomó un gran temblor comprendiendo que tenía el alma desligada. Era otra vida la que me decía su anuncio en aquel dulce desmayo del corazón y aquel terror de la carne. Con una alegría coordinada y profunda me sentí enlazado con la sombra del árbol, con el vuelo del pájaro, con la peña del monte. La Tierra de Salnés estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal. Quedé cautivo, sellados los ojos por el sello de aquel valle hondísimo, quieto y verde, con llovizna y sol, que resumía en una comprensión cíclica todo mi conocimiento cronológico de la Tierra de Salnés.
III.
El éxtasis es el goce de ser cautivo en el círculo de una emoción tan pura, que aspira a ser eterna. ¡Ningún goce y ningún terror comparable a este de sentir el alma desprendida!
Recuerdo también una tarde, hace muchos años, en la catedral leonesa. Yo vagaba en la sombra de aquellas bóvedas con el alma cubierta de lejanas memorias. Ya entonces comenzaba mi vida a ser como el camino que se cubre de hojas en Otoño. Había entrado buscando un refugio, agitado por el tumulto angustioso de las ideas, y de pronto mi pensamiento quedó como clavado en un dolor quieto y único. La luz en las vidrieras celestiales tenía la fragancia de las rosas, y mi alma fue toda en aquella gracia como en un huerto sagrado. El dolor de vivir me llenó de ternura, y era mi humana conciencia llena de un amoroso bien difundido en las rosas maravillosas de los vitrales, donde ardía el sol. Amé la luz como la esencia de mí mismo, las horas dejaron de ser la substancia eternamente transformada por la intuición carnal de los sentidos, y bajo el arco de la otra vida, despojado de la conciencia humana, penetré cubierto con la luz del éxtasis. ¡Qué sagrado terror y qué amoroso deleite! Aquella tarde tan llena de angustia, aprendí que los caminos de la belleza son místicos caminos por donde nos alejamos de nuestros fines egoístas, para transmigrar en el Alma del Mundo. Esta emoción no puede ser cifrada en palabras. Cuando nos asomamos más allá de los sentidos, experimentamos la angustia de ser mudos. Las palabras son engendradas por nuestra vida de todas las horas donde las imágenes cambian como las estrellas en las largas rutas del mar, y nos parece que un estado del alma exento de mudanza, finaría en el acto de ser. Y, sin embargo, esta es la ilusión fundamental del éxtasis, momento único en que las horas no fluyen, y el antes y el después se juntan como las manos para rezar. Beatitud y quietud, donde el goce y el dolor se hermanan, porque todas las cosas al definir su belleza, se despojan de la idea del Tiempo.
IV.
La belleza es la intuición de la unidad, y sus caminos, los místicos caminos de Dios.
Antes de llegar a este quietismo estético, divino deleite, pasé por una aridez muy grande, siempre ¡acongojado por la sensación del movimiento y del vivir estéril. Aquel Espíritu que borra eternamente sus huellas me tenía poseso, y mi existencia fue como el remedo de sus vuelos en el Horus del Pleroma. He consumido muchos años mirando cómo todas las cosas se mudaban y perecían, ciego para ver su eternidad. Era tan firme el cimiento de mi egoísmo, que sólo alcanzaba a conocer aquello que en algún modo guardaba relación con los afanes de cada hora, y los sentidos aprendían coordinados con ellos, sin desvincularse jamás, sin poder rasgar los velos que ocultan el enigma místico del Mundo. Ciego, sin la luz de amor que hace eternas todas las vidas, fui como un hombre condenado a caminar por arenales, entre ráfagas de viento que los transmudan. Hallé y gocé como un pecado místico la mudanza de las formas y el fluir del Tiempo. Años enteros de mi vida eran evocados por la memoria, y volvían con todas sus imágenes, llenos de una palpitación eterna. El momento más pequeño era un sésamo que guardaba sensaciones de muchos años. Mi alma desprendida volaba sobre los caminos lejanos, los caminos otras veces recorridos, y tornaba a oír las mismas voces y los mismos ecos. Yo sentía un terror sagrado al descubrir mi sombra inmóvil, guardando el signo de cada momento, a lo largo de la Vida.
El Tiempo era un vasto mar que me tragaba, y de su seno angustioso y tenebroso mi alma salía cubierta de recuerdos como si hubiese vivido mil años. Yo me comparaba con aquel caballero de una vieja leyenda santiaguista que, habiendo naufragado, salió de los abismos del mar con el sayo cubierto de conchas. Los instantes se abrían como círculos de largas vidas, y en este crecimiento fabuloso, todas las cosas se revelaban a mis sentidos con la gracia de un nuevo significado. Cada grano de la espiga, cada pájaro de la bandada, descubrían a mis ojos el matiz de sus diferencias, inconfundibles y expresivos como rostros humanos. Yo conocía fuera de la razón utilitaria, transmigraba amorosamente en la conciencia de las cosas y rompía las Normas.
Mis ojos y mis oídos creaban la eternidad.
Esta gracia intuitiva la disfruté por primera vez una tarde dorada, mirando al mar azul. Llegaban las barcas pescadoras, las anunciaba el caracol, volaban las gaviotas en torno de las velas ambarinas, y mis ojos las podían seguir en sus círculos más ligeros, y viéndolas desaparecer a lo lejos, al volver las reconocía una a una, no sólo en el plumaje sino en el secreto de su instinto, por cansadas, por viejas, por hambrientas, por feroces…
La tarde había perdido sus oros, y era toda azul. Yo, sentado bajo el parral de mi huerto aldeano, me puse a rezar. En aquella beatitud del campo, del mar y del cielo, me sentí lleno de un sentimiento divino. Todo el amor de la hora estaba en mí, el crepúsculo se me revelaba como el vínculo eucarístico que enlaza la noche con el día, como la hora verbo que participa de las dos substancias, y es armonía de lo que ha sido con lo que espera ser. Seguía sonando el caracol de los pescadores, y sobre las ondas se tendía el último rayo del sol: Por aquel camino luminoso se remontaron mis ojos al azulado término del mar. Entonces sentí lo que jamás había sentido: Bajo las tintas del ocaso estaba la tarde quieta, dormida, eterna: El color y la forma de las nubes eran la evocación de los momentos anteriores, ninguno había pasado, todos se sumaban en el último. Me sentí anegado en la onda de un deleite fragante como las rosas, y gustoso como hidromiel. Mi vida y todas las vidas se descomponían por volver a su primer instante, depuradas del Tiempo. Tenía el campo una gracia matutina y bautismal. Como las nubes del ocaso, el racimo que maduraba en el parral de mi huerto, mostraba en el azul profundo de sus granos maduros, la sucesión de sus metamorfosis, hasta el verde agraz. Me conmovió un gran sollozo, y en la estrella que nacía vi el rostro de Dios.
V.
Cuando se rompen las normas del tiempo, el instante más pequeño se rasga como un vientre preñado de eternidad. El éxtasis es el goce de sentirse engendrado en el infinito de ese instante.
Nuestros sentidos guardan la ilusión fundamental de que las formas permanecen inmutables, cuando no es advertida su inmediata mudanza.
Hallamos que las cosas son lo que son, por lo que tienen en sí de más durable, y amamos aquello donde se atesora una fuerza que oponer al Tiempo. De todas las cosas bellas para los ojos, ninguna tanto como los cristales. El goce de los ojos al mirarlos, es un sentimiento sagrado, porque para los ojos los cristales no tienen edad. Cuando pensamos que su ayer es de mil años y que permanecerán sin mudanza al cumplirse otros mil, sentimos la emoción religiosa de considerarlos fuera del Tiempo. La luz de los cristales tienen algo de oración. Concebir la vida y su expresión estética dentro del movimiento, y de todo aquello que cambia sin tregua, que se desmorona, que pasa en una fuga de instantes, es concebirla con el absurdo satánico. Los círculos dantescos son la más trágica representación de la soberbia estéril. Satanás, estéril y soberbio, anhela ser presente en el Todo. Satanás gira eternamente en el Horus del Pleroma, con el ansia y la congoja de hacer desaparecer el antes y el después: Consumirse en el vértigo del vuelo sin detenerse nunca, es la terrible sentencia que cumple el Ángel Lucifer. El giro de los círculos infernales apresurado hasta lo infinito, haría desaparecer lo pasado y lo venidero trocando en suprema quietud el movimiento. La aspiración a la quietud es la aspiración a ser divino, porque la cifra de lo inmutable tiene el rostro de Dios. Todas las cosas, bajo la sombra del pecado, se mueven por estar quietas sin conseguirlo jamás, pero el místico que sabe amarlas descubre en ellas un enlace de armonía, una divina onda cordial: La Gracia.
En todas las cosas duerme un poder de evocaciones eróticas. Algunas parecen despertarse apenas nos aproximamos, otras tardan en revelarse, otras aun no se revelaron, otras no se revelarán jamás. Pero si un día pudiésemos conocerlas íntegramente, las veríamos enlazarse en sucesión matemática y concretarse en un solo impulso de amor, como las entrañas de la tierra concretan en la claridad de los cristales el esfuerzo de miles de años. El conocimiento de un grano de trigo, con todas sus evocaciones, nos daría el conocimiento pleno del Universo. Un conocimiento mucho más ingenuo, mucho más claro, mucho más inocente que la mirada de un niño. En este mundo de las evocaciones sólo penetran los poetas, porque para sus ojos todas las cosas tienen una significación religiosa, más próxima a la significación única. Allí donde los demás hombres sólo hallan diferenciaciones, los poetas descubren enlaces luminosos de una armonía oculta. El poeta reduce el número de las alusiones sin transcendencia a una divina alusión cargada de significados. ¡Abeja cargada de miel!
Alma mía, que gimes por asomarte fuera de la cárcel obscura, enlaza en un acorde tus emociones, perpetúalas en un círculo y tendrás la clave de los enigmas. Descubre la norma de amor o de quietud que te haga centro, y tocarás con las alas el Infinito. Pon en todas tus horas un enlace místico, y en la que llega vierte todo el contenido de la hora anterior, tal como el vino añejo del ánfora pequeña se trasiega en otra más capaz y se junta con el de las nuevas vendimias. Para romper tu cárcel de barro, colócate fuera de los sentidos, y haz por comprender el misterio de las horas, por persuadirte de que no fluyen y que siempre perdura el mismo momento. Que sean tus emociones como los círculos abiertos por la piedra en el cristal del agua, y que en la última se contenga toda tu Vida.
VI.
Dios es la eterna quietud, y la belleza suprema está en Dios. Satán es el estéril que borra eternamente sus huellas sobre el camino del tiempo.
Este momento efímero de nuestra vida contiene todo el pasado y todo el porvenir. Somos la eternidad, pero los sentidos nos dan una falsa ilusión de nosotros mismos y de las cosas del mundo. Velos de sombra, fuentes de error más que de conocimiento, nuestros sentidos sacan el hoy del ayer, y crean la vana ilusión de todo el saber cronológico, que nos impide el goce y la visión infinita de Dios. El poeta, como el místico, ha de tener percepciones más allá del límite que marcan los sentidos, para entrever en la ficción del momento, y en el aparente rodar de las horas, la responsabilidad eterna. Acaso el don profético no sea la visión de lo venidero, sino una más perfecta visión que del momento fugaz de nuestra vida consigue el alma quebrantando sus lazos con la carne. Este soplo de inspiración muestra la eternidad del momento y desvela el enigma de las vidas. El inspirado ha de sentir las comunicaciones del mundo invisible, para comprender el gesto en que todas las cosas se inmovilizan como en un éxtasis, y en el cual late el recuerdo de lo que fueron y el embrión de lo que han de ser. Busquemos la alusión misteriosa y sutil, que nos estremece como un soplo y nos deja entrever, más allá del pensamiento humano, un oculto sentido. En cada día, en cada hora, en el más ligero momento, se perpetúa una alusión eterna. Hagamos de toda nuestra vida a modo de una estrofa, donde el ritmo interior despierta las sensaciones indefinibles aniquilando el significado ideológico de las palabras.
Era yo estudiante, y un día contemplando el juego de algunos niños que danzaban como los silvanos en los frisos antiguos, peregrinó mi corazón hacia la infancia y tornó revestido de una gracia nueva. Al caminar bajo la sombra sagrada de los recuerdos, no experimenté la sensación de volver a vivir en los años lejanos, sino algo más inefable, pues comprendía que nada de mi psiquis era abolido. Hasta entonces nunca había descubierto aquella intuición de eternidad que se me mostraba de pronto al evocar la infancia y darle actualidad en otro círculo del Tiempo. Toda la vida pasada era como el verso lejano que revive su evocación musical al encontrar otro verso que le guarda consonancia, y sin perder el primer significado entra a completar un significado más profundo. ¡Aun en el juego bizantino de las rimas, se cumplen las leyes del Universo! Con los ojos vueltos al pasado, yo lograba romper el enigma del Tiempo. Encarnados en imágenes, veía yuxtaponerse los instantes, desgranarse los hechos de mi vida y volver uno por uno. Percibía cada momento en sí mismo como actual, sin olvidar la suma. Vivía intensamente la hora anterior, y a la par conocía la venidera, estaba ya morando dentro de su círculo. A lo largo de los caminos por donde una vez había pasado, se hacía tangible el rastro de mi imagen viva. ¡Era el fantasma, la sombra eterna que sólo los ojos del iniciado pueden ver, y que yo vi en aquella ocasión terrible siendo estudiante en Santiago de Compostela! ¡Desde aquel día cuántos años se pasaron mirando atrás con el afán y el miedo de volver a ver mi sombra inmóvil sobre el camino andado! ¡Cuántos años hasta hoy en que el alma sabe desprenderse de la carne, y contemplar las imágenes lejanas, eternas en la luz lejana de una estrella!
VII.
Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño. Quien sabe del pasado, sabe del porvenir. Si tiendes el arco, cerrarás el círculo que en ciencia astrológica se llama el anillo de Gyges.
El milagro musical
Los monstruos clásicos: Este título lleno de promesas es el de un libro viejo que hallé al acaso en el taller de un maestro pintor. Sus páginas, ya rancias, reproducen en estampas los monstruos creados por la imaginación de los antiguos. Al hojearle, yo recordaba cómo en ningún día del mundo pudo el hombre deducir de su mente una sola forma que antes no estuviese en sus ojos. Puso el asirio las alas del pájaro en el lomo del toro, y el heleno pobló de centauros los bosques mitológicos de sus islas doradas. Combinaron las formas, pero ninguno las creó. La observación es vieja y solamente la saco a memoria para hacer más claro mi pensamiento y llegar a decir como algo semejante acontece con las palabras. El poeta las combina, las ensambla, y con elementos conocidos inventa también un linaje de monstruos. El suyo. Logra así despertar emociones dormidas, pero crearlas nunca. Lo que no está en nosotros larvado o consciente, jamás nos lo darán palabras ajenas. Aquello que me hace distinto de todos los hombres, que antes de mí no estuvo en nadie, y que después de mí ya no será en humana forma, fatalmente ha de permanecer hermético. Yo lo sé, y, sin embargo, aspiro a exprimirlo dando a las palabras sobre el valor que todos le conceden, y sin contradecirlo, un valor emotivo engendrado por mí.
Las palabras son siempre una creación de multitudes: Alumbran en la hora que se hacen necesarias como verbos de amor y comunión entre los hombres. Así acontece que aquellas larvas de emoción recóndita, indefinible, nebulosa, que a unas conciencias distinguen de otras, no pueden ser aprisionadas en sus círculos ideológicos. Habría dos hombres en toda la apariencia iguales, y cada uno se sabría distinto del otro. Esta razón de diferencia es el sentimiento de nuestra responsabilidad, el enigma que nunca puede cifrarse en signos y en voces. El poeta ha de confiar a la evocación musical de las palabras, todo el secreto de esas alusiones que están más allá del sentido humano apto para encarnar en el número y en la pauta de las verdades demostradas. Las palabras son humildes como la vida. Pobres ánforas de barro, contienen la experiencia derivada de los afanes cotidianos, nunca lo inefable de las alusiones eternas. El hombre que consigue romper alguna vez la cárcel de los sentidos, reviste las palabras de un nuevo significado como de una túnica de luz. Entonces su lenguaje se hace sibilino. Sólo podemos comprender aquello que tiene sus larvas en nuestra conciencia, y que va con nosotros desde que nacemos hasta que morimos. A veces la música de una palabra logra despertar estas larvas, y otra las hace remover, y otra les da alas, pero jamás aprendemos nada. Todo se halla desde siempre en nosotros, y lo único que conseguimos es ignorarnos menos. Por eso han de ser las palabras del inspirado como las estrellas en el fondo cenagoso de una cisterna: Un punto de luz y un halo tembloroso sobre el agua espejante, sombría, muerta. Todos los ojos verán la estrella como una simiente de oro en el fondo de las aguas negras, pero en el halo misterioso cada mirada penetrará con una visión distinta. ¿Qué adjetivo, qué imagen, qué ensamblaje alejandrino de las palabras podrá fijar cada una de esas visiones y mostrar el matiz de su diferencia? El secreto de las conciencias sólo puede revelarse en el milagro musical de las palabras. ¡Así el poeta, cuanto más obscuro más divino! La obscuridad no estará en él, pero fluirá del abismo de sus emociones que le separa del mundo. Y el poeta ha de esperar siempre en un día lejano donde su verso enigmático sea como diamante de luz para otras almas de cuyos sentimientos y emociones sólo ha sido precursor. El poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano, y luchar por decirlo, y no satisfacerse nunca.
I.
Cada día de Dios hemos de abrir en nuestra alma una sima de emociones y de intuiciones, adonde jamás haya llegado la voz humana, ni en sus ecos.
San Bernardo predicando en la vieja lengua de oil, por tierras extrañas donde no podía ser entendido, levantó un ejército para la Cruzada de Jerusalén. Cierto que ninguno alcanzaba sus divinas razones, pero era tan viva la llama de aquella fe, que cegaba los caminos cronológicos del pensamiento, y llegaba a las conciencias intuitivamente, contemplativamente, porque las palabras depuradas de toda ideología eran claras y divinas músicas. La unción con que hablaba ponía en las almas aquel religioso latido de la piedad caballeresca que convertía las florestas en lanzas. Fue obrado este ardiente milagro por la gracia musical de las palabras, no por el sentido, que acaso entendidas cabalmente hubieran sido menos eficaces para mover los corazones, porque siempre acontece que donde el intelecto discierne, arguye la soberbia de Satanás. En la predicación de aquel santo iluminado había una devoción trágica, una divina angustia, dolor y amor ante el recuerdo de la tierra de Palestina con el Sepulcro de Cristo en poder de infieles, y arrasados de sangre los verdes y fragantes senderos que habían visto pasar las sombras sagradas, y realizarse los milagros evangélicos. La triple llama que encendía el alma del monje cisterciense, estaba como una suma mística en su voz, cuando esta voz se alzaba sobre las colinas y por casales y siembras, para pedir el rescate del Santo Sepulcro. La devoción trágica, la divina angustia, el amoroso desconsuelo eran la substancia de todas las palabras, y en cada palabra resumen de la unidad emotiva. Cuanto pudiera alcanzarse por la comprensión clara y sucesiva de las cláusulas, se contenía en la virtud del tono. El largo, cronológico y ondulante camino de los pensamientos, se cerraba en un círculo, como la muerte cierra la vida. El milagro musical realizaba el misterio de la Asunción.
II.
El verbo de los poetas como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical.
Rafael de Urbino, el más maravilloso de los pintores, modificó siempre la línea que le ofrecían sus modelos, pero lo hizo con tal sutil manera, que los ojos solamente pueden discernirlo cuando se aplican a estudiarle y comparan las imágenes vivas frente a las de sus cuadros. Entonces se advierte que ninguna de aquellas figuras pudo moverse con la gracia que les atribuyó el pincel. Este milagro conseguido sobre las líneas, desviándolas y aprisionándolas en un canon estético, ha de lograrlo con su verbo el poeta. Elige tus palabras siempre equivocándote un poco, aconsejaba un día, en versos gentiles y burlones, aquel divino huésped de hospitales, de tabernas y de burdeles que se llamó Pablo Verlaine. Pero esta equivocación ha de ser tan sutil como lo fue el poeta al decir su consejo: Cabalmente el encanto estriba en el misterio con que se produce. Adonde no llegan las palabras con sus significados, van las ondas de sus músicas. El verso, por ser verso, es ya emotivo sin requerir juicio ni razonamiento. Al goce de su esencia ideológica suma el goce de su esencia musical, numen de una categoría más alta. Y este poder del verso, en la rima se aquilata y concreta: La rima es un sortilegio emocional del que los antiguos sólo tuvieron un vago conocimiento. Los poemas rimados de la decadencia latina están llenos de una gracia emotiva más próxima a nuestras almas y a nuestras liras que el amplio hexámetro retórico y perfecto. Estos poemas de la baja latinidad son hermanos, en el sentimiento, de la imaginería gótica donde la línea humana adquirió expresión ardiente y torturada, y fue cárcel de almas, lo que nunca había sido en la suprema armonía de los mármoles pentélicos. No lo confesamos, porque la crítica de la literatura y de las artes clásicas se ha inmovilizado en un falso e hiperbólico gesto. La rima junta en un verso la emoción de otro verso con el cual concierta: Hace una suma, y si no logra anular el tiempo, lo encierra y lo aquilata en el instante de una palabra, de una sílaba, de un sonido. El concepto sigue siendo obra de todas las palabras, está diluido en la estrofa, pero la emoción se concita y vive en aquellas palabras que contienen un tesoro de emociones en la simetría de sus letras. Como la piedra y sus círculos en el agua, así las rimas en su enlace numeral y musical. La última resume la vibración de las anteriores. Y únicamente por la gracia de su verbo se logra el extremado anhelo de alumbrar y signar en voces las neblinas del pensamiento, las formas ingrávidas de la emoción, la alegría y la melancolía difusa en la gran turquesa de la luz. ¡Toda nuestra vida dionisiaca entrañada de intuiciones místicas!
III.
Solamente cuando nos perdemos por los musicales senderos de la selva pánida, podemos oír los pasos y evocar la sombra del desconocido que va con nosotros.
Soulinake es un polaco místico y visionario, que viene a sentarse bajo mi parra, por las tardes, cuando se pone el sol. En esa hora dice su eterno monólogo al viento del mar y de los pinos. Sobre la frente calva y dorada vuela su mano haciendo la señal de la cruz. Para Pedro Soulinake, el nihilismo en las ciudades rusas es una larva de los espíritus afrancesados, un círculo de turbulencias místicas donde todos muerden la manzana de París. Sentado bajo la parra de mi huerto, el viejo Soulinake de barbas apostólicas y claros ojos de mar, divaga. Para Soulinake los revolucionarios rusos son niños que aman la libertad al través de un melodrama, y la patria de los melodramas es Francia. Ningún pueblo despierta tantos ecos sentimentales. Francia, con las lágrimas y las efusiones de una mala literatura, ha echado a volar por el mundo la linda balada de Amor y Libertad. Francia tiene en sus agitaciones cantos alegres, mofas de la canalla, y por momentos una emoción estética, frenética y profunda. Esos momentos son las teas que encienden la revolución rusa. Para Soulinake, el espíritu galo está todo en los giros de su gramática, y el estudio de las declinaciones basta para llevar a las dormidas ciudades rusas, el eco de las Revoluciones de Francia. Cada lengua contiene el pasado de su gente, y la lengua francesa lleva en sí, con las notas de la Carmañola, los gritos de la agonía de un rey.
IV.
El idioma de un pueblo es la lámpara de su karma. Toda palabra encierra un oculto poder cabalístico: es grimorio y pantáculo.
Los idiomas son hijos del arado. De los surcos de la siembra vuelan las palabras con gracia de amanecida, como vuelan las alondras. La pampa argentina y la guazteca mexicana crearan una lengua suya, porque desenvuelven sus labranzas en trigales y maizales de cientos de leguas, como nunca vieran los viejos labradores del agro romano. Los idiomas son hijos del arado y de la honda del pastor. Caín tuvo labranzas, y rebaños Abel. Labranzas y ganados ocuparon la mente del hombre en el albor del mundo, después de la caída. ¡La mente del hombre que ya estaba llena de la idea de Dios! Así advertimos en las más viejas lenguas una profunda capacidad teológica, y una agreste fragancia campesina. El pensamiento toma su forma en las palabras, como el agua en la vasija. Las palabras son en nosotros y viven por el recuerdo con vida entera, cuando pensamos. La mengua de nuestra raza se advierte con dolor y rubor al escuchar la plática de aquellos que rigen el carro y pasan coronados al son de los himnos. Su lenguaje es una baja contaminación: Francés mundano, inglés de circo y español de jácara. El romance severo, altivo, grave, sentencioso, sonoro, no está ni en el labio ni en el corazón de donde fluyen las leyes. Y de la baja substancia de las palabras están hechas las acciones. La entereza y castidad mental del vasco se advierte en los sones de su lengua, y la condición del brusco catalán asoma en su romance, que porta el olor de los pinos montañeses con la brea de los bajeles piratas y la sal del mar, La urgencia y cordura que hubo la Vieja Castilla en dictar fueros y ordenaciones, conforme cobraba sus villas de mano del moro, están en el bronce templado de su castellano. Y en el latín galaico cantan como en Geórgicas, las faenas del campo con mitos y dioses, presididas por las fases de la Luna, regidora de siembras, de ferias y de recolecciones. Tres romances son en las Españas: Catalán de navegantes, Galaico de labradores, Castellano de sojuzgadores. Los tres pregonan lo que fueron, ninguno anuncia el porvenir.
Toda mudanza substancial en los idiomas es una mudanza en las conciencias, y el alma colectiva de los pueblos, una creación del verbo más que de la raza. Las palabras imponen normas al pensamiento, lo encadenan, lo guían y le muestran caminos imprevistos, al modo de la rima. Los idiomas nos hacen, y nosotros los deshacemos. Ellos abren los ríos por donde han de ir las emigraciones de la Humanidad. Vuelan de tierra en tierra, unas veces entre rebaños y pastores; otras, en la púrpura sangrienta de un emperador; otras, renovando la dorada fábula de los Argonautas, sobre la vela de las naves, con sol y con viento del mar. En las alas con que volaron cuando eran invasoras, se mantienen muchos siglos las maternas lenguas, y declinan de aquel vuelo originario cuando nace una nueva conciencia. El espíritu primitivo—pastoril, guerrero o mitológico,—deja de animarlas, nace otro espíritu en ellas y abre círculos distintos. El encontrado batallar del alma humana agranda la cárcel de los idiomas, y a veces sus combates son tan recios, que la quiebra. Y a veces los idiomas son tan firmes en sus cercos, que nuestras pobres almas no hallan espacio para abrir las alas, y otras almas elegidas, místicas y sutiles, dado que puedan volar, no pueden expresar su vuelo. Los idiomas nos hacen, y nosotros hemos de deshacerlos. Triste destino el de aquellas razas enterradas en el castillo hermético de sus viejas lenguas, como las momias de las remotas dinastías egipcias, en la hueca sonoridad de las Pirámides. Tristes vosotros, hijos de la Loba Latina en la ribera de tantos mares, si vuestras liras no quebrantan todas las cadenas con que os aprisiona la tradición del Habla. ¡Y más triste el destino de vuestros nietos, si en lo porvenir no engendran dialectos suyos, ciclos de una nueva conciencia en la lengua de los Conquistadores! Al final de la Edad Media, bajo el arco triunfal del Renacimiento, estaba la sombra de Platón meditando ante el mar azul poblado de sirenas. ¿Qué sombra espera bajo los arcos del Sol al fin de Nuestra Edad?
V.
En la ética futura se guardan las normas de la futura estética. Tres lámparas alumbran el camino: temperamento, sentimiento, conocimiento.
En la imitación del siglo que llaman de oro, nuestro romance castellano dejó de ser como una lámpara en donde ardía y alumbraba el alma de la raza. Desde entonces, sin recibir el más leve impulso vital, sigue nutriéndose de viejas controversias y de jactancias soldadescas. Se sienten en sus lagunas muertas las voces desesperadas de algunas conciencias individuales, pero no se siente la voz unánime, suma de todas y expresión de una conciencia colectiva. Ya no somos una raza de conquistadores y de teólogos, y en el romance alienta siempre esa ficción. Ya no es nuestro el camino de las Indias, ni son españoles los Papas, y en el romance perdura la hipérbole barroca, imitada del viejo latín cuando era soberano del mundo. Ha desaparecido aquella fuerza hispana donde latían como tres corazones la fortuna en la guerra, la fe católica y el ansia de aventuras, pero en la blanda cadena de los ecos sigue volando el engaño de su latido, semejante a la luz de la estrella que se apagó hace mil años… Nuestra habla, en lo que más tiene de voz y de sentimiento nacional, encarna una concepción del mundo, vieja de tres siglos. En el romance de hogaño no alumbra una intuición colectiva, conciencia de la raza dispersa por todas las playas del mar, poblando siempre en las viejas colonias. El habla castellana no crea de su íntima substancia el enlace con el momento que vive el mundo. No lo crea, lo recibe de ajeno. Poetas, degollad vuestros cisnes y en sus entrañas escrutar el destino. La onda cordial de una nueva conciencia sólo puede brotar de las liras.
Era nuestro romance castellano, aun finalizando el siglo XV, claro y breve, familiar y muy señor. Se entonaba armonioso, con gracia cabal, en el labio del labrador, en el del clérigo y en el del juez. La vieja sangre latina aparecía remozada en el nuevo lenguaje de la tierra triguera y barcina. El tempero jocundo y dionisiaco, la tradición de sementeras y de vendimias, el grave razonar de leyes y legistas fueron los racimos de la vid latina por aquel entonces estrujados en el ancho lagar de Castilla. Y quebrantó esta tradición campesina, jurídica y antrueja un infante aragonés robando a una infanta castellana, para casar con ella y con ella reinar por la calumnia y la astucia. Fernando V, traía con las rachas del mar Mediterráneo un recuerdo de aventuras en Grecia y la ambición de conquistas en Italia. Castilla tuvo entonces un gesto ampuloso viendo volar sus águilas en el mismo cielo que las águilas romanas. Olvidó su ser y la sagrada y entrañable gesta de su naciente habla, para vivir más en la imitación de una latinidad decadente y barroca. Desde aquel día se acabó en los libros el castellano al modo del Arcipreste Juan Ruiz. Las Españas eran la nueva Roma: El castellano quiso ser el nuevo latín, y hubo cuatro siglos hasta hoy de literatura jactanciosa y vana.
Ya nuestro gesto no es para el mundo. Volvamos a vivir en nosotros y a crear para nosotros una expresión ardiente, sincera y cordial. Desde hace muchos años, día a día, en aquello que me atañe yo trabajo cavando la cueva donde enterrar esta hueca y pomposa prosa castiza, que ya no puede ser la nuestra cuando escribamos, si sentimos el imperio de la hora. Aparentemente, tal manera perdura porque miramos las palabras como si fuesen relicarios y no corazones vivos: Las amamos más, y nos parecen más bellas cuando guardan huesos y cenizas. Las palabras son estáticas y se perenniza en ellas el sentimiento fugaz de que nacieron ; dándonos la ilusión de que no hubo mudanza en nuestra conciencia. Desterremos para siempre aquel modo castizo, comentario de un gesto desaparecido con las conquistas y las guerras. Amemos la tradición, pero en su esencia, y procurando descifrarla como un enigma que guarda el secreto del Porvenir. Yo para mi ordenación tengo como precepto, no ser histórico ni actual, pero saber oír la flauta griega. Cuanto más lejana es la ascendencia hay más espacio ganado al porvenir. La rosa se deshoja a poco de nacer, y para nuestras ilusiones el cristal no nace ni muere. El Arte es bello porque suma en las formas actuales evocaciones antiguas, y sacude la cadena de siglos, haciendo palpitar ritmos eternos, de amor y de armonía.
VI.
La belleza es la posibilidad que tienen todas las cosas para crear y ser amadas.
El tiempo desgrana eternamente sus horas, y en cada hora los sentidos del hombre aprenden a conocer el Universo. Un día nuestros ojos y nuestros oídos destruirán las categorías, los géneros, las enumeraciones, herencia de las viejas filosofías, y de las viejas lenguas habladas en el comienzo del mundo. Ojos y oídos, sutilizados por una educación de siglos, crearán nuevas razones entre las cosas. Nuestro conocimiento será más cabal, y por cada grano de la espiga, por cada hoja de la flor, por cada pájaro del nido será distinta la emoción en las almas. Todas las cosas, lo mismo en sus diferencias que en sus semejanzas, se multiplicarán para el goce del conocimiento, y los sentidos aun sutilizados indefinidamente, no podrán contenerlas jamás. El Universo, sin haber cambiado, nos dará una emoción distinta y dirá otra relación con Dios. ¡Pero en la luz divina de este día aun seguiremos cautivos de los ritmos clásicos, y de su tradición y de sus claras normas! Aparentemente nada tan efímero como las almas que guardan su misterio fecundo en líneas, en ritmos, en números de palabras, y, sin embargo, son las únicas que vuelan sobre los siglos. Un largo pasado de amor, de quietud y de armonía, es siempre augurio de un largo porvenir: Las rosas nacidas con el alba se deshojan cuando llega la tarde, y sólo el cristal que cuenta mil años puede contar otros mil. La conciencia estética del pasado está siempre en lo futuro, porque toda acción de belleza es un centro de amor que engendra los infinitos círculos de la esfera. El instante más pequeño de amor, es eternidad.
Afanosos por conservar aquellas normas clásicas que fueron como soles, animamos con nuevos significados el arte de los antiguos y luchamos antes de alejarnos para siempre de su comprensión. Se ha oscurecido el significado de los poetas griegos, y seguimos llevando en nosotros su culto con una llama de fe y de amor al amor pasado. ¡Cuántas veces al buscar la belleza en los rudos poemas de otro tiempo somos como tejedores de una tela inconsútil y dorada! Nuestras almas inquietas de modernidad vierten en los ritmos viejos el tesoro de sus emociones nuevas. Los poemas famosos y fabulosos, teologales y musicales crisoles del alma antigua, serían como apagadas escorias si nosotros no los vistiésemos de luz. La obra de belleza, creación de poetas y profetas, se acerca a la creación de Dios: Ha tenido una significación en lo pasado, y lleva a lo futuro otra distinta, como el Universo. El alma demiurga está en nosotros, y el verso y el ritmo vuelven a ser creados.
VII.
Toda forma suprema de amor, es una matriz cristalina y eterna. Ser bello es hacerse centro de amor, y morar otra vez en el himen divino.
Fueron las artes de los metales y de la piedra las primeras en definir el arquetipo de su belleza, porque son realizadas sobre substancias duras, firmes, casi eternas, que a través de los siglos perduran en una gracia matinal llena de evocaciones y de luz. Son las artes de los ojos de un conocimiento fácil y placentero, y las literarias arcanas por demás. ¡Siempre alejándose, siempre en espectros! Las hace inexpresivas la mudanza en los usos, absurdas el cambio de religiones, intrincadas la modificación en las escrituras, opacas la corrupción prosódica de las lenguas. Las artes literarias dan la sensación de no haberse definido aún, y de luchar por ser. Aparecen como largos caminos por donde las almas van en la exploración de su Mundo Interior, Y las otras artes que cifran en la luz el goce de su belleza, son como rosas de la Geometría. Por lo permanente de su emoción, por la alegría del conocimiento, por la esencia de sus normas, tienen algo de cristales. Son las artes engendradas y definidas por el Sol.
Yo gusto de hacer clara distinción entre los dos sutiles caminos matemáticos por donde nos llegan las emociones estéticas: Todas las cosas bellas y mortales que nosotros creamos, son para los ojos o son para los oídos, alternativamente. Su goce no pueden disfrutarlo los dos sentidos a la vez. En las creaciones del alfabeto, la luz es un medio para el conocimiento, pero la esencia que exprimen las letras, es de la música. Solamente en el baile se juntan los sutiles caminos de la belleza, sonido y luz, en una suprema comprensión. La armonía del cuerpo perdura en la sucesión de movimientos por la unidad del ritmo. El baile es la más alta expresión estética, porque es la única que transporta a los ojos los números y las cesuras musicales. Los ojos y los oídos se juntan en un mismo goce, y el camino craso de los números musicales se sutiliza en el éter de la luz. En la luz está la purificación de todas las cosas. Los sonidos son más de la substancia de las horas, más yuxtaposición de un instante con otro instante. Todo el sistema de las palabras es un sistema de larvas, de formas embrionarias, de matrices frías que guardan yerto el conocimiento de las ideas adquiridas bajo el ritmo del Sol.
VIII.
La suprema belleza de las palabras, solo se revela, perdido el significado con que nacen, en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana por la virtud del tono, vuelve a infundirles toda su idealogia.
La edad de oro amanecía, y los griegos, divinos pastores, contemplaban aún las pálidas estrellas. Era en el silencio de las majadas, sobre las colinas con olivos, entre los perros vigilantes. Sus almas se revelaron con la aurora, aquellos cabreros tenían los ojos soberanos de las águilas y todas sus intuiciones las arrancaron a la celeste entraña del Sol. Los bosques de sagrados senderos, los arroyos claros, las grutas de donde vuelan en los ocasos los pájaros de largas alas, las sombras de los laureles, las playas lejanas y doradas, con el mar azul, fueron los pobladores de sus almas. Con ojos maravillados bajo la luz, recibían todas las imágenes como especies eucarísticas, y eran tantas y tan diversas las imágenes que en ellas se cifraban las normas de todo el conocimiento. El sentir de los griegos fue hijo del mar y del cielo, de las colinas con olivares y viñedos, y de las serranías con rebaños, de los bosques con genios y de la lujuria de las formas. La varia emoción que iban devanando los ojos por los agrios caminos, dio agilidad a los cuerpos y a las mentes. No recibían el conocimiento del mundo como una herencia fría en la urna de las palabras, manera de entender siempre larga, obscura, cronológica y crasa. Para aquellos pastores las ideas significaban números y formas bajo el ritmo del Sol. Cuando se reposaban en las alturas mirando al fondo de los valles arados, verdes, intensos, experimentaban la emoción mística de la suma. Aquellos pastores arcádicos gozaron el éxtasis pánida desde las crestas donde trisca el macho cabrío. Lo que habían aprendido de una manera semoviente, era gozado en quietud. El conocer cronológico se hacía estático, y las almas se despojaban de la memoria como de la tela del tiempo, para aprender por el divino camino del Sol. Fue después, bajo el cielo latino, cuando los poetas, guiados por el hilo de las palabras, tal como sonaban en la pauta griega, quisieron revelar el secreto de un mundo que no sabían ver. Nació entonces el arte bajo del remedo clásico. Pero aquellos hombres míticos, después de arar el pardo regazo de la llanura, de conocer uno a uno sus senderos, como largos relatos, se hacían centro y conciencia de visión sobre las cumbres. Y cada noche estrellada, reunidos en torno de las hogueras, sintiendo el vaho de los rebaños dormidos, era el goce de recordar las imágenes del día, y hacerlas revivir en el relato de los más ancianos. Y fue un ciego cantor, para quien la noche parecía eterna, quien primero en la música de las palabras hizo arder la corona del Sol.
IX.
El padre Homero pudo llamar a sus versos con un nombre de flor: helio-tropos.
Son las palabras espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo. Matrices cristalinas en ellas se aprisiona el recuerdo de lo que otros vieron, y nosotros ya no podemos ver, por nuestra limitación mortal, aun cuando todas las imágenes y todos los verbos sean eternidades en el seno de la luz, como explicaba el mago Apolonio de Tyana. Para el iniciado que todas las cosas crea y ninguna recibe en herencia, la luz es numen del Verbo. Las palabras en su boca vuelven a nacer puras como en el amanecer del primer día, y el poeta es un taumaturgo que transporta a los círculos musicales la creación luminosa del mundo. En los números pitagóricos aprisionad las Ideas de Platón. Pero las imágenes, eternidades en la luz, sólo dejan en la palabra la eternidad de su sombra, un rastro cronológico de aquello que los ojos contemplaron y aprendieron de una vez. El pensamiento humano es como el fruto sagrado del Sol. Así en todas las lenguas madres se revela la condición expresa de un paisaje, y así la armonía de la lengua griega es fragancia de las islas doradas. Los mitos helénicos nacen en las cristalinas cuevas de los montes, en el verdoso seno de las frondas, en la azul ribera del mar. Si el eremita ama su yermo, es porque su pensamiento se reposa fuera del mundo, y para mantenerlo en quietud huye las solicitaciones de la naturaleza. Toda llanura es yermo espiritual. En la llanura sólo florecen los cardos del quietismo. El criollo de las pampas debe a la vastedad de la llanura su alma embalsamada de silenció, y si alguna emoción despiertan en ella los ritmos paganos, es por la mirra que quema en el sol latino, la lengua de España. En la llanura las imágenes son tristes y menguadas, se suceden con medida monótona y tarda, como sombras arrastradas en los pasos de un lento caminar. Allí la emoción para los ojos está en lo largo de los caminos y en lo largo del tiempo para mudar la vista de las cosas. Aquel horizonte monótono y curvo, ante el cual los ojos se aduermen un día entero de jornada, aquieta y aniquila las almas. Es el desierto donde la fantasía muere de sed. Estas llanuras miliarias recorridas de un cabo al otro cabo por los pasos del hombre, son largas como una vida, y en ellas los ojos jamás gozan en un acto puro la emoción de ser centro, sino es mirando al cielo. ¡Ay, faltan las suaves y azules montañas que ofrecen desde sus cumbres, la visión integral de los valles, el conocimiento gozoso de la suma, la mística quietud del círculo y de la unidad! ¡Qué enorme y difusa entre dos mares, la Pampa Argentina! Allí los poetas tienen los ojos estériles, y su sentimiento clásico sólo se nutre en el seno cristalino de las palabras, que, como divinas ánforas, atesoran los mirajes de los países lejanos. Las imágenes verbales, a pesar de su esencia cronológica y de representar todas las cosas en teoría, son en aquella soledad más fecundas que las formas de la naturaleza. Están más llenas del secreto de vida que buscaba en la forma sensible el divino Platón. Todo el conocimiento délfico de los ojos, es allí convertido en ciencia de los oídos, y en sutil aprender de topos. Se siente el paso de las sombras clásicas, pero ninguno puede verlas llegar. Los pueblos de la pampa, cuando hayan levantado sus pirámides, y sepultado en ellas sus tesoros, habrán de hacerse místicos. Sus almas cerradas a la cultura helénica oirán entonces la voz profunda de la India Sagrada.
X.
Águilas y topos son las bestias que simbolizan los modos del humano conocer. Águilas de ojos soberanos, y topos auditores. Del divino laurel del día, nace la rosa del milagro musical.
Exégesis trina
El enigma bello de todas las cosas es su posibilidad para ser amadas infinitamente. Cristo Señor Nuestro cifró en el amor la suma perfección, y su divina norma, prodigio de prodigios, tiene el aspecto ingenuo de una flor en el campo. El mortal que resolviese en amor todas sus acciones, volvería al estado primitivo de sobrenaturaleza y vería el rostro de Dios. Este milagro se obra en el éxtasis, cuando el alma abiertas las alas angélicas y despojada de la conciencia humana, penetra bajo el arco de la otra vida, que en la interpretación gnóstica no guarda el enigma del futuro, sino el del pasado. Amar es comprender, y el éxtasis es la rosa mística del conocimiento, por sus caminos tornamos a ver el mundo bajo el rocío sagrado de la primera aurora, y aun cuando sea gracia concedida a pocos, no por ello habrán de negarse sus dones. Ásperos son los caminos para desnudarse de la percepción cronológica, sin embargo, quien no los anda yerra en toda la doctrina estética, pues siendo la belleza atributo de la esencia divina, no puede realizarse su logro por las rodadas del Tiempo. Nuestros sentidos solamente son gusanos de luz sobre el místico y encumbrado sendero por donde la humana conciencia transmigra en las cosas, y está en ellas como la imagen en el fondo del espejo, que no puede ser separada. Cuando se realiza este vínculo, todas las representaciones inteligibles y sensibles dejan de ser en el hilo de las horas, y convertidas en intuiciones eternas aparecen despojadas su sentido efímero. Para el extático no existe mudanza en las imágenes del mundo, porque en cualquiera de sus aspectos sabe amarlas con el mismo amor. El éxtasis es el goce contemplativo de todas las cosas en el acto de ser creadas: Uno Infinito Eterno. Y el Arte es nuncio de aquel divino conocimiento cuando alumbra un ideal de conciencia, una razón de quietud y un imán de centro, plenarios de vida, de verdad y de luz. Tres son los tránsitos por donde pasa el alma antes de ser iniciada en el misterio de la eterna belleza: Primer tránsito, amor doloroso: Segundo tránsito, amor gozoso: Tercer tránsito, amor con renunciamiento y quietud.
I.
Amor es un círculo estético y teologal, y el arte una disciplina para transmigrar en la esencia de las cosas y por sus caminos buscar a dios.
En la antigüedad griega los amados de los dioses nacían bajo la estrella de un destino funesto. La fatalidad, como un viento sagrado, los arrastraba agitando sus almas, sus vestiduras y sus cabellos. Era así la fatalidad un don celeste, porque las vidas convulsas de dolor son siempre amadas. Si los héroes de la tragedia se perpetúan en nuestro recuerdo con un gesto casi divino, es por el amoroso estremecimiento con que los miramos. En la exégesis teológica de la tragedia amor y dolor son como el símbolo de la vida humana y nunca van deshermanados. Amor sin dolor es una comprensión divina: Dolor sin amor un círculo de Satanás. Dentro del esoterismo de la tragedia, la fatalidad es gracia teologal, tiene algo de aliento de los dioses y pone en las pasiones humanas un sentido eterno. Las sombras de las fábulas antiguas, cubiertas de horror y de sangre, levantan sus brazos entre la niebla de los mitos, como espectros de nuestra conciencia que se busca ávidamente en todo grito de dolor y tiembla al reconocerse. Y este instinto obscuro que nos advierte cómo bajo el imperio de la fatalidad pueden mordernos todos los dolores, es al mismo tiempo una intuición estética. Aquel gesto violento y divino con que pasan ante nosotros los héroes de la tragedia, tanto nos sobrecoge de horror, cuanto promueve una onda amorosa, piadosa, gozosa, cordial. ¡Amable milagro salido del seno de la Esencia Bella!
Toda la doctrina estética es una enseñanza para amar el bien, y ninguna máxima encamina nuestra conciencia hacia este logro, como la fatalidad en las fábulas griegas. Amor y dolor son vientos de estrago que pasan sobre ellas: Está determinado en los astros el camino sangriento de las vidas, y la gloria de los claros linajes se les junta para mover a piedad los corazones. Aquellos reyes de resplandecientes armas, aquellas princesas convulsas de un terrible mal, nos conmueven con otra eficacia que las cuitas de un mendigo, porque siempre somos más llamados de la soberbia que de la humildad: Jamás olvidamos por entero nuestros fines mundanos, y aun en el amor nacido de la emoción estética vigila aquel gallo negro que simboliza el humano egoísmo en el Ritual Mágico de Cornelio Agrippa. Los lívidos héroes de las venganzas, los bermejos mancebos del amor, se revisten en nosotros y nos imbuyen su conciencia en voces desesperadas. Son figuras ululantes, violentas y carnales, pero de un sentido religioso tan profundo, que mueven al amor como los dioses, y este es el don sagrado de la fatalidad.
II.
Alma en cárcel, si quieres amar se taumaturga por el dolor en la conciencia ajena. Amor con dolor es el primer tránsito de la iniciación estética, y el enigma de la fatalidad en la tragedia antigua.
El siglo XIII, siglo de alquimistas y de teólogos, exhala una canturía de ingenuo latín. Yo me lo imagino como esos cielos cubiertos de constelaciones y de zodíacos nigrománticos que hay en los libros de la Astrología. Bajo la bóveda cristalina de aquella gran hora mística se oye una voz que habla con la hormiga, y con el agua, y con las yerbas y los ajenjos del monte. Es el alma del Pobrecito de Asís, carece de ciencia teológica, pero está llena de la inocente fragancia que tienen las malvas en los huertos de sus monjas Claras. Un gran ideal estético se guarece como divino ruiseñor en el capillo franciscano que enseña la Imitación de Cristo Jesús. Las parábolas en el recuesto de las colinas verdes, los milagros por caminos de sementeras y de vendimias, las pláticas con los hombres que pisan la uva en los lagares, los consejos a las mujeres que hilan bajo los techos de cedro en las casas de Nazareth, toda la vida campesina y enigmática de los Evangelios, tiene un sentido nuevo en el corazón del Santo de Asís. Con el amor por las cosas humildes y fragantes enseñaba una comprensión de la belleza, como si el mundo acabase de nacer y aun estuviese cubierto del rocío de la mañana. Todo el arte de los primitivos italianos se unge con la emoción franciscana igual que con un divino óleo. La pintura se hace amable, y en las vidrieras y en los frescos murales, y en las claras tablas de la escuela florentina aparecen los milagros evangélicos como rosas que acaban de abrirse. El alma de los pinceles está llena de emoción y de sonrisa, los temas son de un candor amoroso, de un sentimiento familiar y divino. El concepto religioso y el concepto estético, en hermandad, se apartan del fatalismo griego y del terror medioeval de la muerte. La pobreza franciscana enseña a los corazones el sendero de un amor gozoso, más intenso que el amor y la lástima por los héroes de la tragedia. Los Cristos lívidos y sangrientos del arte gótico quedan olvidados en la penumbra de las capillas, aquel temblor milenario que pobló de monstruos las puertas de las catedrales, se convierte en sonrisa, y las arcadas se pueblan de ángeles cantores que solfean en los rollos de piedra. Los esmaltes, los paños litúrgicos, las tablas pintadas donde brilla el oro, tienen una emoción de latín rimado. Pero aquellos primitivos aun seguían oyendo las músicas paganas y no pudieron descubrir toda la amorosa y viva entraña del Pobrecito de Asís. Sus almas, como murciélagos de la noche, temblaban bajo el arco de aquel místico amanecer, sin poderlo pasar. Solamente algunos ascéticos advirtieron el sentido inefable de una belleza donde los ojos aman por la gracia de ver y los oídos por la gracia de escuchar, sin el halago de las formas sensibles, con olvido del sentimiento genitor que anima la tragedia. Toda la vida franciscana está llena de este ejemplo, y en algunos pasos su emoción es tan honda que sobrecoge. Yo me represento a Meser Francisco, como le llaman las viejas historias de los conventos, caminando en compañía de Fray León desde Perugia a Santa María de los Ángeles: Ya cerca del anochecido oyen la campana de un leproso que viene hacia ellos, y entonces Meser Francisco, como por su voto de pobreza no puede hacerle limosna de dineros, lleno de amor le besa en la cara hedionda, y puesto otra vez a caminar le explica a Fray León el sentido de la perfecta alegría. Esta rosa del rosal franciscano tiene el aroma de aquellas que se abrían en los huertos nazaritas cuando pasaba la sombra de Jesús. Pero la comunión con el espíritu del seráfico mendicante estaba reservada a los humildes, y mejor que los teólogos y definidores la tuvieron aquellos legos que en las cocinas de las granjas por donde postulaban, referían a modo de cuento ejemplar los milagros y penitencias del Glorioso Señor San Francisco. Estas son las Florecillas que un siglo después ponía en escritura Fray Hugolín de Monte Giorgio. El Pobrecito de Asís, con total olvido de las razones egoístas y carnales, nos enseña el amor inocente, igual por la oruga que por la estrella. Ama las cosas, no por lo que son para nuestros fines, sino por aquella razón de conciencia que a todas las hace ser distintas y buenas: Unas veces para sí, otras para el ajeno, otras para Dios.
¡Alma que peregrinas en busca de la eterna belleza, pon cilicio a tus gustos, castígalos y quebrántalos! ¡Un día sentirás el gozo de amar las ásperas ortigas como si fuesen verdes y suaves linos! No mires con desabridos ojos el calvero, ni el tremedal con susto, sobre el calvero salta el agua primaveral de la nieve con claros cristales, y en el tremedal tiene seguro el sapo venenoso. ¡Busca en todas las cosas un ingenuo conocimiento y procura amarlas en el bien ajeno, olvidada para siempre de tus fines mundanos, alma peregrina del mundo! Si tal alcanzas, te será revelada la íntima belleza de todas las cosas, y sin ciencia de sabios, cubierta de luz, entenderás la palabra campesina y enigmática del Hijo.
III
Gozo y amor en la gracia de todas las vidas, es el segundo tránsito para entender la belleza del mundo.
Las ideas platónicas son intuiciones del quietismo estético, en cuanto todo lo inmutable es eternamente bello. Pero mejor se logra esta comprensión conformándose a la doctrina de los gnósticos y buscando la quietud en nosotros mismos, más allá de las formas, muerta la voluntad, muerto el deseo, crucificada el alma en un solo pensamiento, amando por igual todas las imágenes del mundo, las entrañas fecundas y las estériles, infinitamente olvidada la razón generadora de los estoicos. Los monstruos del arte bizantino donde las formas originarias degeneran hasta el absurdo, nos enseñan esta comprensión de la belleza, en pugna con aquel helenismo que perpetúa el sentido eterno de la vida en las Ideas de Platón. Gárgolas, canecillos, endriagos, vestiglos, traían esta nueva intuición entrañada en sus formas perversas, y el carácter, rebusca de lo singular, fue contrapuesto al arquetipo tras el cual había peregrinado el mundo antiguo. El espíritu de los gnósticos descubre una emoción estética en el absurdo de las formas, en la creación de monstruos, en el acabamiento de la vida. Dueños de una doctrina alucinante, deducen de ella categorías de belleza libres de aquel íntimo enlace con el genio de la especie que había tenido el arte arcaico de los griegos. Para los gnósticos la belleza de las imágenes no está en ellas, sino en el acto creador, del cual no se desprenden jamás, y así todas las cosas son una misma para ser amadas, porque todas brotan de la eterna entraña en el eterno acto, quieto, absoluto y uno.
Descubrir en el orden del mundo un sentido de belleza más allá de nuestros fines mortales, y de la reproducción de las eternas formas, es caminar por los senderos del quietismo y sumirse en la Divina Cáligo. El hombre que penetra en el misterio siente en los hombros las alas del ángel y halla en las cosas una razón de conciencia fuera del orden de las horas, como explica el iluminado Taulero. Pero esta comprensión esotérica del mundo es ajena al arte clásico, y aún hoy continúa vinculada en la Teología Mística. Fue, sin embargo, doctrina profesada por pitagóricos y neoplatónicos. La Escuela de Alejandría conservó esta enseñanza en medio de una gran confusión de mitos y símbolos: De Plotinio y Porfirio la reciben los gnósticos y los priscilianistas, acaso también el filósofo arábigo Aben-Tofail. Llega de Oriente, como todo el conocimiento estático, y tiene su origen en las prácticas de los yoguis, que hacen penitencia bajo los soles caniculares, metidos en las ciénagas de los ríos cuando abren sus flores azules los grandes cañamares de Bengala.
IV.
Alma, permanece en tu cimiento olvidada del discurso y fuera de los círculos mortales. Ama por igual todas las cosas y ninguna en sí. El último y más levantado tránsito de la intuición estética es el amor con aniquilamiento, renuncia y quietud.
Tres son las veredas extáticas, aun cuando de antiguo solamente dos fueron , declaradas y seguidas : Caminos contrarios, que sin embargo conducen a un mismo final, porque todos los caminos prolongados hasta el infinito, fatalmente en el infinito se encuentran. De estas dos veredas la una es gozosa y la otra desengañada: La una descubre el pecado en todo el entender carnal de los sentidos, y la otra un feliz desleimiento en el seno de todas las cosas: Por la una oye el alma las músicas pánidas, por la otra sólo alcanza desconsolada soledad, yerma quietud, y en toda la largura de estas dos veredas tan contrarias, se percibe el ondular sutil de la serpiente: En la ortodoxia cristiana, panteísmo y quietismo proyectan una sombra de herejía, porque las almas nunca peregrinan por sus tránsitos sin quebrantar el Enigma Ternario de Dios. Panteísmo y quietismo son aquellas dos columnas simbólicas que estaban a uno y otro lado de la magna puerta, en el templo cabalístico de Salomón: Estas dos columnas representaban en la doctrina oculta de los magos caldeos, los misterios del antagonismo, y la lucha entre el hombre y la mujer, porque según la interpretación hermética, la mujer debe resistir al hombre y el hombre debe fascinarla, para someterla. El principio de acción busca al principio de negación, y así la serpiente del símbolo quiere morderse la cola, y al girar sobre sí misma se huye y se persigue. Quietismo y panteísmo, son las dos claves místicas, representadas en Bohas y Jakin.
¡Y las dos columnas simbólicas se unieron bajo la curva del arco! ¡Y entre las dos iba un camino de estrellas! Desde aquel día de amor, quien buscó una orientación cierta para llegar a conocer intuitivamente, fue por este camino siguiendo las pisadas y la sombra blanca de Cristo Redentor. No hay otra verdad que las celestiales palabras con que se cierra el libro cabalístico de La Tabla de Esmeralda: Te doy el amor en el cual está contenido el sumo conocimiento. —Sólo el corazón que ama milagrosamente todas las cosas, sólo la mano que bendice, puede enlazar el momento que pasó con el que se anuncia, y detener el vuelo de las horas. Aquél que en el grano infinitamente pequeño de cada instante gozase en amor todas las vidas que una vez han sido, todas las que son, todas las que aguardan ser, volvería a trasmudar el pan y el vino en la carne y la sangre del Verbo. Si la serpiente cerrara el círculo se tornaría divina. Tornarse centro de amor, tal es el ideal abierto como una fuente viva en la roca del mundo, por aquel blanco techador de casas que murió en la cruz y fue anunciado como el Hijo del Hombre. El Nazareno, por el amor, unidad y eternidad de su esencia, gozó la comunión con el Espíritu: Por el amor se convirtió en las ansias de todo lo creado y en la Idea del Padre Creador.
El Símbolo del Verbo enlazó la doctrina estática de quietistas y panteístas. El quietismo, tal como lo entendieron los gnósticos alejandrinos, es el beato desasimiento de la vida, y el aborrecimiento por las ejemplares formas de las cosas, eternos vasos del Eterno Padre: El quietismo es la comunión con el Paracleto. Y contrariamente, el éxtasis pánida representa la suma en el arcano sideral y los desposorios con el Alma Creadora: Así por modos diversos, quietismo y panteísmo rompen el Divino Ternario. ¡Y sin embargo, en la antagonía de estos dos caminos encuentra el alma iguales goces cuando se reposa en su término, porque los caminos más contrapuestos se juntan en el Infinito! El Paracleto representa la quieta Unidad. El Demiurgo resume el Todo. El Verbo es el amor universal que las enlaza.
V.
En la ciencia hermética de los magos, el centro, en cuanto unidad, y la esfera, en cuanto infinito, son símbolos del padre y del espíritu.
Son tres las rosas estéticas, y cada una tuvo amanecer distinto. Son tres como las normas de amor y de conciencia. Fue la primera la rosa erótica, rosa de sangre que se abre en el corazón del mundo guardadora del enigma pánida, plena de amor y plena de posibilidades.
Los Coros de Himeneo agitan sus antorchas con las divinas furias del sol mancebo bajo el cielo estrellado del mundo antiguo. El arte primitivo de los griegos, evocador del sentido eterno de la vida, cifraba la suprema comprensión de la belleza en el conocimiento que se alcanza colocando las imágenes del mundo fuera del Tiempo. En aquel mítico amanecer del ciclo arcaico las formas son logos de multiplicación, vasos fecundos de la imagen eterna. La Idea del Demiurgo está en la estética como en la teología, y la tragedia, toda mito y símbolo, encarna en el furor erótico la eterna voluntad del mundo. Sus héroes se nos aparecen como dioses condenados a vivir vida de hombres, tienen una humanidad que nace del dolor, y un dolor que nace del sexo. Nunca los griegos supieron del terror de la muerte, buscaron la belleza, con un impulso ciego, en aquella condición armoniosa y fecunda que hace eternas las formas, y olvidando que el hombre perdura en el bien y en el mal de sus obras más que en el semen, sintieron como un anhelo religioso el instinto de perpetuarse. El erotismo anima como un numen las normas de aquel momento estético donde la voz del sexo es la voz del futuro. Eternos ritmos vitales conmueven el arte arcaico de los griegos, sus números sin enigma tienen la claridad del día y el enlace armonioso de las horas, la euritmia de los cuerpos desnudos anima los mitos religiosos y heroicos: Apolo y Venus representan el ansia religiosa del instinto genitor por hacer divino el ideal humano. La antigüedad helénica nunca fue inquietada por el enigma singular de cada vida, por el secreto que cada conciencia sella, peregrinó eternamente enamorada de las supremas normas. En el ciclo arcaico los ojos estuvieron ciegos para todo el conocimiento místico, porque siempre los fines de la especie se prevalen y esconden en los goces de la lujuria. Toda la carne arde por ella y por ella se consume. En el erotismo del arte griego se descubre el sentido hermético de las Ideas Platónicas: Es la afirmación eterna del futuro por el amor que perpetúa las formas. En todos los momentos del mundo la belleza ha sido una cifra de amor y una clave teológica, pero este vuelo místico sólo lo alcanza cuando rompe el enigma ternario del Tiempo: La estética entonces se revela como una aspiración al éxtasis, y devuelve a la vida su significado religioso, divinamente bello.
Equilibrio y armonía son quietud. Cuando se rompe el enigma temporal, cualquiera de sus tres modos, Pasado, Presente, Porvenir, desvinculado de los otros, es una representación eterna y quieta.
VI
La primera rosa estética florece del concepto teológico del logos espermático: se abre en el cielo del padre creador y sella con el enigma del futuro, la eterna voluntad del mundo.
En el segundo círculo se abre la rosa clásica, rosa de maravillosa geometría, rosa andrógina, rosa verbo que junta en una suprema síntesis el antagonismo de las horas y de las vidas. No guarda el enigma del futuro como la rosa erótica, ni guarda el enigma del pasado, que sólo existe cuando recordamos y sabemos de nosotros mismos por las voces que da la conciencia: Su anhelo es enlazar las formas contrarias, los movimientos contrarios, y el instante que pasa y el que se anuncia. Todo el renacentismo italiano aparece imbuido de este concepto metafísico, que en el mundo antiguo había tenido su más hermética alegoría en los mitos de sirenas y centauros. Pero Leonardo de Vinci, más sagaz, busca el ideal estético en la expresión ambigua: El nacer y el declinar de la sonrisa, es el sutil comentario que exprimen sus pinceles sobre la boca de la Gioconda. Y el mismo sentido del arte se advierte en el vasto pincel velazqueño que difunde todas las imágenes en la luz y las aleja en el espacio revistiéndolas de un encanto quietista, como hace la memoria al evocar las imágenes alejadas en las horas. A Don Diego Velázquez yo me lo figuro en una vasta estancia encalada, con su brasero de cobre en el fondo, sus puertas de tracería obscura y una ventana abierta sobre el cielo norteño. La claridad del día penetra igual, sin accidente durante muchas horas, y entre largos espacios de reflexión pinta Don Diego. La luz parece aprisionada, es una creación del pintor para el cuadro y un bien gozado largamente. El español y el florentino, con maneras diversas, expresan el mismo concepto metafísico y estético que tres mil años antes había alumbrado en el mármol andrógino de Venus Afrodita. El griego enlaza las formas contrarias. El florentino los movimientos. El español las horas. La rosa clásica, maravillosa armonía de antagonismos, nos llega de los azules y estrellados campos donde aman los dioses. La trae en el pico el cuervo de Prometeo. Todo enlace es amor, y el clasicismo fue en el orden de la belleza el anuncio de la Ley de Gracia.
El motivo flamígero en el arte ojival es una interpretación mística de este concepto. Bajo el pico de un cantero devoto, la llama fugaz, indecisa y mudable, se perpetúa en una evocación estética sobre la piedra dura, obstinada y terca, rebelde a modificar el perfil de su arista. Lo ingrávido se enlaza con la substancia grávida en una divina armonía de contrarios. ¿Dónde aprendió el viejo cantero a labrar en la piedra el temblor de la llama? ¿Qué brujo maestro de masonerías, imbuido por los terrores del milenario, definió y labró el primero con su pico en la piedra, la expresión de la llama en el viento? Cantero medioeval, con tu oración de terror ante el misterio de la muerte, el viento y su instante en la llama, tornaste en llama y en viento de piedra. ¡En la llama viste, en la piedra revestiste temblando al decir Amor de Dios! Devoto cantero, místico cantero, brujo cantero, abren las alas en tu oración Viento, Mudanza, Tiempo. Viejo cantero que alumbraste como un cirial, tres ángeles rebeldes son esclavos en la piedra de las catedrales que tu pico beato labró. ¡Viento! ¡Mudanza! ¡Tiempo! Tres enemigos de Dios. Este enlace dice la belleza eterna del Hijo. El arte ojival interpreta teológico y místico, la quietud y el vuelo de las horas en la piedra. La llama fugaz, indecisa y mudable, se perpetúa en una evocación Estática y Estética.
VII.
La rosa clásica de maravillosa geometría, enlace del momento que pasa y el que se anuncia, sella el enigma del presente y se abre en el cielo, todo amor, del verbo.
La tercera rosa estética apenas se anuncia en el alba del día, rosa enigmática del matiz, su aroma perdura en todas las vidas, a través de las horas y de las mudanzas: Con las vidas nace, con las vidas muere. El matiz, modo el más sutil de amar la belleza, es una intuición quietista que intenta el conocimiento de todas las cosas por aquella condición que no muda en ellas, y busca necesariamente al hombre en el secreto de su conciencia, como él se busca a sí mismo, y en la responsabilidad que le hace eterno para el enjuiciamiento de Dios. Conocer las cosas en su eternidades conocerlas en un sentido divino. El arte arcaico las buscó en la eternidad de las formas, el clásico en la eternidad del amor que todo lo enlaza, el místico en la eternidad de conciencia.
Pero esta sierpe de orgullo que hace sus anillos de nuestras horas, es lo más difícil de conocer y definir. Apenas sabemos balbucear el secreto sentimental que nos hace distintos, porque cuando creemos vivir para nosotros, vivimos para la especie. Nos guía su instinto lo mismo en el dolor que en el deleite. Conocemos con un conocimiento que busca la razón de utilidad, y esclavos del impulso obscuro del eterno semen, no podemos descifrar el sentido esotérico del mundo. Para llegar a tan sutil y transcendente estado hay que amar todas las vidas como ellas se aman, y conocerlas fuera de los sentidos, como ellas se conocen, en un supremo alejamiento de cuanto a nuestros fines dice utilidad. El conocer de los ojos y de los oídos, todo el humano y carnal conocimiento exprime dolor, porque encubre siempre el deseo de perpetuarnos sobre el haz de la Tierra. Los sentidos aprenden a distinguir las cosas, no por lo que ellas son, sino por el aspecto que conviene a nuestro egoísmo, que es el egoísmo de la especie, y cuando creemos saber mejor, solamente aumentamos el caudal de nuestras acciones utilitarias. Para amar las cosas hay que sentirlas imbuidas de misterio, y contemplarlas hasta ver surgir en ellas el enigma obscuro de su eternidad. Solamente cuando nuestra conciencia deduce un goce ajeno a toda razón de utilidad temporal, comenzamos a entrever el significado místico de la onda, del cristal, de la estrella. Contemplación, meditación, edificación, son caminos de luz por donde el alma huye de su cárcel. La rosa del matiz es la llama pequeña con que nace una vida, y la llama pequeña con que se apaga. Es el primer instante y el último instante de todas las esencias, místico enlace que junta los dos polos del nacer y del morir en el principio de conciencia que nos pasa de claro como una flecha. El hierro que me rasga el costado derecho, es el mismo que por el izquierdo me asoma, y así pudieron decir los sabios magistas que el primer instante está contenido en el último instante. Todas las mudanzas de nuestra vida temporal, son vanas apariencias, y a su final se integran como unidad de amor o de dolor en el arcano de otra vida inmortal. Este es el terrible misterio del camino que hacemos sobre la tierra. ¡Labramos un estado eterno de conciencia sobre el vuelo de las horas, y las hacemos quietas en la razón de responsabilidad, al pasar bajo el arco de la muerte. Pero nunca sabremos de nosotros mismos, sino recordando y mirando atrás. Del grano de las horas fluye la eternidad del Pecado.
VIII.
La tercera rosa estética, unidad de conciencia, sella el enigma del pasado, y se abre en el cielo estático del paracleto.
Por cualquiera de las tres veredas estéticas que peregrinen las almas, siempre en el reposo del último tránsito, allí donde se cierra el círculo, rompen el enigma del Tiempo. Pasado, Presente, Porvenir, los tres instantes se desvinculan y cada uno expresa una cifra del Todo. El cimiento esotérico del éxtasis no es otra cosa que el poder espiritual para quebrantar el enigma trino del Tiempo. Cada Persona de la Divinidad sella uno de los instantes, uno solo, absoluto, distinto, perfecto y fuera de los otros dos. El Demiurgo, arcano de la vida, sella la Idea del Futuro: El Verbo, arcano del amor, sella la Idea del Presente: El Paracleto, arcano del conocimiento, sella la Idea del Pasado. Es el Pronoia de los gnósticos, donde mora aquella verdad cardinal que la vida esconde y la muerte desvela, lo que una vez ha sido ordenado y nunca acaba. Tres son los tránsitos de amor, y los caminos extáticos y los de la belleza: Tres las caídas en la culpa. Por el amor y por el pecado nuestra conciencia es una y trina: Mundo, Demonio y Carne se nutren de Pasado, de Presente y de Futuro. A los tres centros divinos están vinculados los tres círculos temporales, y a los círculos temporales los tres enigmas del Mal. El Pecado del Mundo fluye de la entraña del día, está en el hilo angustioso de las horas, en lo que pasa y no vuelve jamás, en lo que acaso nunca ha sido. El Mundo, en su interpretación teológica de enemigo del alma, simboliza el mudar de las cosas y el cuidado que ponemos en ello. Toda nuestra vida es una mirada atrás, y un recordar para saber. El Mundo nos aprisiona en el círculo de sombra que cada hora difunde, y nos veda el conocimiento contemplativo, la comunión con el Paracleto. Su alegoría es la serpiente enroscada a los pies de la paloma: Su enigma, el Pasado.
El Demonio encarna en nosotros la culpa angélica, por eso libertados del hilo de las horas, y desnudos de la tierra, perduramos en él: Nexo en tantos dolores y mudanzas como padecemos, no nos deja jamás, y está del lado de la vida como del lado de la muerte: Tiene una eternidad estéril, sin quietud, sin amor ; sin posibilidad creadora, desmoronándose en todos los instantes y volviendo a nacer en cada uno: Es el que grana el rencor y la envidia, la aridez y el odio. Es la sierpe satánica del yo, la ondulación que atraviesa por todos mis días, la que los junta y me dice quien soy. Su enigma es el Presente: Su alegoría, el alado dragón que, obstinado en ser divino, vuela en el Horus del Pleroma.
La Carne es el pecado nefando, aquel goce sensual donde se relaja y profana la Idea Creadora. Es la lujuria estéril que no perpetúa la vida en la entraña de la mujer con el sagrado semen: El Incubo, Sodoma y Onán. Su alegoría es la serpiente enroscada al árbol de la vida: Su enigma, el Futuro. El Monstruo de la Lujuria libra sus combates contra el numen fecundo que los antiguos representaban con aquel mítico coro de mancebos desnudos y fuertes, que enlazados los brazos y las voces van en carrera veloz agitando la antorcha bajo la bóveda estrellada. El concepto teológico de los antiguos, está animado por las infinitas posibilidades del Logos Espermático. Viendo nacer el sol en el alba del primer día, los hombres caminaron hacia el oriente para ser dueños de la luz. Agiles y saltantes, iban con ellos los sátiros, los faunos y los silvanos. Trenzaban los sátiros las patas de chivo con el impulso sagrado de correr la tierra, reían los faunos, se coronaban de acanto los silvanos, y los hombres cantaban con el ritmo alegre que conduce las almas a través de los sueños…
Pero durante la noche, en el gran silencio del mundo, los hombres se sintieron sobrecogidos por el enigma de su Destino. Un enigma rudo como aquel primer sendero que abrían peregrinando sobre la tierra, para llegar a los Reinos del Sol. Desde entonces el pensamiento del mañana se hermanó en cada una de sus jornadas con el pensamiento de la muerte y fue creciendo con ellas. Aquel primer sendero abierto en los bosques abría otro sendero de luz en la conciencia de los hombres. Y aún cantaba la tribu nómada: ¡Más allá! ¡Más allá! Ninguno llevaba el cuento de las jornadas. Debía hacer mucho tiempo que peregrinaban, porque el enigma de la muerte empezaba a cubrir sus almas, como la sombra de las montañas cubre la llanura al tramonto del día. Fue una desde entonces, en las conciencias, la idea de la muerte y de la vida. Pero la risa de los faunos y la siringa de los sátiros, y la danza trocaica de los silvanos aún estremecen los bosques, y los hombres no han dejado nunca de oír a los genios inmortales. En el comienzo del mundo los sentidos exaltados son conducidos por los siderales corceles. El arte arcaico es una creación de pañidas que se desenvuelve en la eternidad de las formas, mientras que el arte alejandrino, creación de atormentados, se desenvuelve en el secreto de la conciencia, noción mística engendrada por el recuerdo de las horas pasadas. El arte alejandrino es la expresión estética del enigma singular de cada vida. Al modo que esta senda conduce a la quieta unidad, la otra conduce a la universal armonía, y abierta en infinitos brazos como un río paternal, se derrama en la selva del sol. Enlace de uno y otro camino tan contrarios es el símbolo del Verbo. Lo que pasó y lo que está por venir se juntan en la eternidad del enlace. Pero la serpiente al morder la manzana en el árbol del mundo, quedó prisionera en el seno difuso de las horas, y en esta prisión levanta sus tres cabezas rebeldes contra la Divina Triada. Una cabeza mira atrás, otra mira adelante, otra muerde el corazón del mundo. De cada cabeza brota la llama de un pecado distinto.
IX.
A los tres centros divinos están vinculados los tres círculos del tiempo, y al tiempo los tres enigmas del mal. La carne peca contra el padre. El demonio peca contra el verbo. El mundo peca contra la comprensión extática que resplandece en el paracleto.
El quietismo estético
Toledo es una vieja ciudad alucinante. Yo he sentido bajo sus arcos que se desmoronan el paso de la muerte, la densidad de los siglos, el fluir continuo de las horas como la arena de un reloj… Las crónicas, las leyendas, los crímenes, los sudarios, los romances, toda una vida de mil años parece que se condensa en la tela de una araña, en el huso de una vieja, en el vaivén de un candil. Sentimos cómo en el grano de polvo palpita el enigma del Tiempo. Toledo es alucinante con su poder de evocación. Bajo sus arcos poblados de resonancias, se experimenta el vértigo como ante los abismos y las deducciones de la Teología. Estas piedras viejas tienen para mí el poder maravilloso del cáñamo índico, cuando dándome la ilusión de que la vida es un espejo que pasamos a lo largo del camino, me muestra en un instante los rostros entrevistos en muchos años. Toledo tiene ese poder místico: Alza las losas de los sepulcros y hace desfilar los fantasmas en una sucesión más angustiosa que la vida.
La ciudad alucinante ha tenido un artista también alucinante que alumbra como un cirio de cera en esta gran penumbra de piedras góticas: Domenico Theotocópuli tiene la luz y tiene el temblor de los cirios en una procesión de encapuchados y disciplinantes. Parece estremecido por un rezo de brujas. Cuando se penetra en las iglesias donde están sus pinturas, aún escuchamos el vuelo de aquel espíritu bajo las lámparas de los altares, un vuelo misterioso y tenebroso que junta los caprichos del murciélago y la quietud estática de la Paloma Eucarística. En la penumbra de las capillas los cuadros dan una impresión calenturienta, porque todas las cosas que están en ellos han sufrido una transfiguración. Sobre los fondos de una laca veneciana y profunda están los rostros pálidos que nos miran desde una ribera muy lejana. Las manos tienen actitudes cabalísticas, algo indescifrable que enlaza un momento efímero con otro momento lleno de significación y de taumaturgia. Esta misma significación, esta misma taumaturgia tiene el ámbito sepulcral de Toledo. En el vértigo de evocaciones que producen sus piedras carcomidas prevalece la idea de la muerte como en el trágico y dinámico pincel de Domenico Theotocópuli.
I
Todas las cosas se mueven por estar quietas, y el vértigo del torbellino es el último tránsito para su quietud. Atracción es amor, y amor es gracia extática.
Toledo es a modo de un sepulcro que guarda en su fondo huesos heroicos recubiertos con el sórdido jirón de la mortaja, y cuando todas sus piedras se hayan convertido en polvo se nos aparecerá más bello, bello como un recuerdo. Toledo sólo tiene evocaciones literarias, y es tan angustioso para los ojos, como lleno de encanto para la memoria. En nuestras creaciones bellas y mortales, las imágenes del mundo nunca están como los ojos las aprenden, sino como adecuaciones al recuerdo. En el recuerdo todas las cosas aparecen quietas y fuera del momento, centros en círculos de sombra. El recuerdo da a las imágenes la intensidad y la definición de unidades, al modo de una visión cíclica. El recuerdo es la alquimia que depura todas las imágenes, y hace de nuestra emoción el centro de un círculo, igual al ojo del pájaro en la visión de altura. Las nociones de lugar y de tiempo se corresponden como valores del quietismo estético: El águila, cuando vuela muy alto, parece tener las alas quietas, y todas las cosas que pasaron y son recordadas, quedan inmóviles en nosotros, creando la unidad de conciencia. La quietud es la suprema norma. Si purificásemos nuestras creaciones bellas y mortales de la vana solicitación de la hora que pasa, se revelarían como eternidades. Todas las imágenes del mundo son imperecederas y sólo es mudable nuestra ordenación de las unas con las otras. Con relación a lo inmutable, todo es inmutable, y el alma que sabe hacerse quieta se convierte en centro, de tal suerte que, en la relación con ella, todo queda polarizado e inmóvil. El encanto del tiempo pasado está en la quietud con que se representa en el recuerdo. Así las viejas y deleznables ciudades castellanas, son siempre más bellas recordadas que contempladas, ciudades como aquellas desaparecidas hace mil años, las que nunca hemos visto, y las mismas ciudades malditas castigadas y abrasadas por el fuego del Señor.
II.
En las creaciones del arte, las imágenes del mundo son adecuaciones al recuerdo donde se nos representan fuera del tiempo, en una visión inmutable.
De todas las rancias ciudades españolas, la que parece inmovilizada en un sueño de granito, inmutable y eterno, es Santiago de Compostela. La ciudad de las conchas acendra su aroma piadoso como las rosas que en las estancias cerradas exhalan al marchitarse su más delicada fragancia. Rosa mística de piedra, flor románica y tosca, como en el tiempo de las peregrinaciones conserva una gracia ingenua de viejo latín rimado. Día por día, la oración de mil años renace en el tañido de sus cien campanas, en la sombra de sus pórticos con santos y mendigos, en el silencio sonoro de sus atrios con flores franciscanas entre la juntura de las losas, en el verdor cristalino de sus campos de romerías, con aquellos robles de excavado tronco que recuerdan las viviendas de los ermitaños.
En esta ciudad petrificada huye la idea del Tiempo. No parece antigua, sino eterna. Tiene la soledad, la tristeza y la fuerza de una montaña. Sus piedras no exhalan esa impresión de polvo, de vejez y de muerte que exhalan las ruinas de Toledo. En su arquitectura la piedra tiene una belleza tenaz macerada de quietismo, y las ciudades castellanas son deleznables y sórdidas como esos pináculos de calaveras que se desmoronan en los osarios. Ciudades amarillas, calcinadas y desencantadas, recuerdan el todo vanidad de las cosas humanas. Acaso sus hastiales de adobe tienen las evocaciones de una crónica que en bárbaro latín reza loores de santos y hazañas de reyes, acaso sus claustros que se desmoronan bajo el encalado moruno, juntan a la emoción ascética, una emoción literaria, pero su ámbito sin resonancias nunca es bello con la belleza de la arquitectura, toda fuerza y armonía, sonoridad y quietud. El romance es lo único que vive con vida potente en el cerco de estas ciudades de adobe, donde sólo por acaso se encuentra algún sillar más fuerte que los siglos. Y Compostela, como sus peregrinos de calva sien y resplandeciente faz, está llena de una emoción ingenua y románica de que carece Toledo. Toledo es en todos sus momentos la calavera que ríe con tres dientes sobre el infolio de un anacoreta, y dice que todo es polvo. La ciudad castellana, evocadora como una crónica, sabe de reyes y reinas, de abades y condes, de frailes inquisidores y de judíos mercaderes. En Toledo cada hora arrastró un fantasma distinto. Pero Compostela, inmovilizada en el éxtasis de los peregrinos, junta todas sus piedras en una sola evocación, y la cadena de siglos tuvo siempre en sus ecos la misma resonancia. Allí las horas son una misma hora eternamente repetida bajo el cielo lluvioso.
III.
Solo buscando la suprema inmovilidad de las cosas puede leerse en ellas el enigma bello de su eternidad.
Las almas menores son eternas enamoradas de lo perecedero, el movimiento las llama y pone en vela porque siempre es más advertido que la quietud. Así sucede con la estrella fugaz que pasa por el cielo y desaparece, en tanto que la estrella fija permanece perdida en la inmensidad y en el número. La relación efímera de las conciencias con el mundo es como el polvo de los caminos cuando pasan los rebaños, y el arte que engendra tampoco vale más que una ráfaga de polvo. Y acontece en este sutil adoctrinamiento estético, que lo efímero no sea lo que vuela más ligero en las horas, sino aquello que aun pasando tardo apenas labra surco en la memoria. La chispa luce fugaz en el pedernal, y, sin embargo, lo define mejor que la forma, porque va unida a todas las mudanzas y en todas las horas puede brotar. La chispa revela la íntima substancia.
Descubrir en el vértigo del movimiento la suprema aspiración a la quietud es el secreto de la estética. Amamos la vida porque sabemos que al final del camino está la muerte, y somos como las sombras de una tragedia que sólo alcanzan plenitud de belleza en aquel gesto que presagia su Destino. Entonces la ráfaga de violencias adquiere la significación de la quietud, porque un instante basta a revelar el sentido inmutable de la órbita. Decía Leonardo que el movimiento sólo es bello cuando recuerda su origen y define su término, y lo comparaba con la línea de la vida en los horóscopos. El quietismo estético tiene esta fuerza alucinadora. Inicia una visión más sutil de las cosas, y al mismo tiempo nubla su conocimiento porque presiente en ellas el misterio. Es la revelación del sentido oculto que duerme en todo lo creado, y que al ser advertido nos llena de perplejidad. Cuando los ojos quieren mirar fuera de la caverna obscura quedan ciegos de luz, divina cáligo de cuantos alcanzan una comprensión del mundo más allá de la enseñanza temporal y mortal de los sentidos.
Como Ireneo Alejandrino, el iniciado no mira el vuelo de la flecha porque penetra en la conciencia del arquero. Sabedor de los destinos, es sabedor de los caminos, sin ser ellos desenvueltos. Y el camino de la flecha estuvo antes en el ojo y en la mente del arquero.
IV.
Para el ojo que se abre en el gnóstico triángulo, todas las flechas que dispara el sagitario están quietas.
En los comienzos de mi iniciación estética sólo tuve ojos para gozar y amar el divino cristal del mundo, ojos como los pájaros que cantan al alba del sol. Todas las formas y todas las vidas me decían el secreto inefable del Paraíso, y me descubrían su lazo de hermandad conmigo. Ninguna cosa me era ajena, pero yo sentía la congoja del místico que sabe engañoso su camino. Las horas aun labraban una continua mudanza en mi conciencia, y el alma, eterna peregrinante, se desarraigaba del goce que conocía, para buscar un goce desconocido. En esta ansia divina y humana me torturé por encontrar el quicio donde hacer quieta mi vida, y fui, en algún modo, discípulo de Miguel de Molinos: De su enseñanza mística deduje mi estética. Yo también quería advertir en la vana mudanza del mundo la eterna razón que lo engendra en cada instante, creando la divina identidad de todos los ayeres con todos los mañanas. Fue una áspera disciplina hasta encontrar la norma estética sobre el mismo sendero que conduce a la beata quietud. Estaba solo, sin otra alma que me adoctrinase, y caminaba en noche obscura. Solamente me guió el amor de las musas.
Ambicioné que mi verbo fuese como un claro cristal, misterio, luz y fortaleza. En la música y en la idea de esta palabra cristal, yo ponía aquel prestigio simbólico que tienen en los libros cabalísticos las letras sagradas de los pantáculos. Concebía como un sueño, que las palabras apareciesen sin edad, al modo de creaciones eternas, llenas de la secreta virtud de los cristales. Y años enteros trabajé con la voluntad de un asceta, dolor y gozo, por darles emoción de estrellas, de fontanas y de yerbas frescas. Como un viejo alquimista busqué el rostro de su inocencia en el espejo mágico, y quise verlas nacer de la entraña del día, rosas délficas llenas de luz y llenas de esencia. Me torturé por sentir el estremecimiento natal de cada una, como si no hubiesen existido antes y se guardase en mí la posibilidad de hacerlas nacer.
Fue un feliz momento aquel en que supe purificar mis intuiciones de lo efímero, y gozar del mundo con los ojos divinizados. Igual que en las palabras, escudriñé en las acciones humanas una actualidad eterna, y vi desenvolverse las vidas por caminos sellados como la pauta de las estrellas. En estas horas fue mi maestro Pico de la Mirándola. Iniciado en parte de su ciencia, tuve como dos intuiciones, la mudable de los ojos y otra quieta, que por ser del alma despojaba todas las imágenes de la vana solicitación de la hora que pasa, y las llenaba de eternidad. ¡Pero cuánta aridez y desgana a lo largo del sendero, antes de poder imaginarme esta vida mía en el comienzo y en el final de las edades separada por siglos de siglos, y en los dos polos hallarla una! Obseso de aquella ciencia alejandrina, quería descubrir en las cosas el secreto de lo que habían sido, y el secreto de lo que estaban llamadas a ser, para alcanzar su significado hermético, en la conjunción fugaz que tenían conmigo. Y maceré mis intuiciones con el fervor de descubrir en las formas su razón eterna, y en las vidas su enigma de conciencia. Y un día, por la maravillosa escala de la luz peregrinó mi alma a través de vidas y formas para hacerse unidad de amor con el Todo. Desde una ribera muy remota contemplé mi sombra desencarnada y conté sus pasos sin eco.
V.
Cuando nuestra intuición del mundo se despoja de la vana solicitación de la hora, se obra el milagro de la eterna belleza.
De todas las imágenes entrevistas un instante a lo largo del camino, parece que se han desprendido las divinas sombras ejemplares, y que van con nosotros y que se inclinan para verse en los remansos del alma, como los sauces en las fuentes claras. Y por el hilo sutil de esta mística verdad, me vino aquella otra verdad de que ninguna cosa del mundo es como se nos muestra, y que todas acendran su belleza en los cristales del recuerdo, cuando se obra la metamorfosis de los sentidos en la visión interior del alma. Sólo la memoria alcanza a encender un cirio en las tinieblas del Tiempo. Todo el saber es un recuerdo. El Adamita al morder la simbólica manzana, contaminó de ciencia y de experiencia el inmaculado conocer de los sentidos, y desapareció de los ojos aquella visión gozosa del mundo, que aun cambiando bajo los números del sol, era quieta. Antes del pecado, la gracia colmaba las almas, y la vida en sus espejos era eterno renacer, y toda la tierra era Paraíso. Las almas moraban siempre felices en el quicio beato del instante único, siempre cubiertas del rocío de la primera aurora, siempre encantadas ante el nacimiento del mundo. Gracia plena de amor en todos los instantes, por todas las formas y todas las vidas, creaba el eterno instante. Y ahora, alma mía, sólo tienes cinco caminos de tierra por donde volver al goce quieto del mundo, cinco estrellas se encienden sobre ellos, y abren sus círculos en tu noche obscura, son las cinco rosas de la memoria. Era la intuición un divino cristal, y lo quebró el pecado. Las almas cegaron, y el dolor de la culpa fue conciencia de la hora pasada y conjetura de la venidera. En las mudanzas del mundo sólo hallaron los hombres el terror de la muerte. El inmaculado conocer de los sentidos se manchó de ciencia y de experiencia, la geometría lo profanó con sus tres pautas de dimensión: Tres caminos cronológicos, tres modos de la idea. El alma aún quiso volar, redimirse de su silo de tierra, pero los ojos estaban llenos de sombras, y como habían perdido la gracia extática de ser centros, no podían volver a sellar en una mirada el círculo del horizonte: Habían de pasar sobre su curva remota, desenvolverla y recordarla, para que la memoria, después de haber aprendido sucesivamente, sacase de sí un círculo de conocimiento. Se le negó a los ojos contemplar la forma cabal de la esfera. Sólo en la suma de todas las miradas puede engendrarse la ideal mirada fuera del Tiempo. Alma mía, dedúcela de ti, vuelve a sellar las tres mesuras geométricas en una sola mesura, intuición absoluta de la Idea. Las imágenes se suceden a lo largo del camino, pasan como las horas, pero su gesto extático queda reflejado en el fondo de la conciencia.
VI.
Para que el recuerdo se haga quietud y visión interior, olvidemos los caminos por donde nos llega, como cuando la nave llega al puerto olvida el oficio de la vela y del remo, que amaba decir Miguel de Molinos.
Estos mis ojos de tierra están tristes de mirar y de amar. Yo, sin embargo, cuando evoco las imágenes desvanecidas a lo largo del camino, siempre procuro olvidarme de que son los ojos que han visto. La conciencia, como ha depurado mis intuiciones, me ayuda para este logro, y todas las imágenes que estuvieron un momento en los ojos se me aparecen desintegradas de sus cristales, a modo de creaciones innatas. Recuerdo que en aquellos comienzos de mi adoctrinamiento estético, cuando aun caminaba por caminos de pecado, fue tan vivo mi ardor por alcanzar la intuición quietista del mundo, que caí en la tentación de practicar las ciencias ocultas para llegar a desencarnar el alma y llevar el don de la aseidad a su mirada. Y esta quimera ha sido el cimiento de mi estética, aun cuando no hallé en las artes mágicas el filtro con que hacerme invisible y volar en los aires, como aquella Sor María del Valle y de la Cerda. Teofastro Paracelso, sin embargo, me enseñó que la mirada mortal es algo tan efímero que puede comparársela con el punto que vuela, como decía de la línea recta el divino Platón.
Son de tierra los ojos, y son menguadas sus certezas. Cada mirada apenas tiende un camino de conocimiento a través de la esfera que se cierra en torno de todas las cosas, y que en infinitos círculos guarda la posibilidad de las infinitas conciencias. La unidad del mundo se quiebra en los ojos, como la unidad de la luz en el prisma triangular de cristal. Es preciso haber contemplado emotivamente la misma imagen desde parajes diversos, para que alumbre en la memoria la ideal mirada fuera de posición geométrica y fuera de posición en el Tiempo. Las pupilas ciegas de los dioses en los mármoles griegos, simbolizan esta suprema visión que aprisiona en un círculo todo cuanto mira. Es la gracia plural y matinal que tienen los viejos poemas y las viejas piedras de la arquitectura. ¡Gracia plural, gracia religiosa, comunión con la eterna substancia!
La expresión estética llena de luz como una estrella, centro de amor y de conocimiento, sólo puede nacer de la visión cíclica. La expresión estética es un divino cristal, los viejos poemas y las viejas piedras de la arquitectura tienen la claridad del día, parecen creaciones eternas alumbradas bajo la gran turquesa azul, en la pauta de los números solares rimadores de toda vida. Su palpitación oceánica y profunda está inundada de amor y de sangre, tiene la armonía y la plenitud generosa del apolíneo sol en conjunción con la tierra madre, paridora y devoradora de carne humana. Los pueblos son círculos de almas con la mirada ciega de los dioses, la mirada eternamente quieta, llena de símbolo. Dentro de este karma esotérico y fatal, el poeta abre el karma suyo como otro círculo. El Padre Homero es la voz de las islas doradas, en sus exámetros canta la lujuria solar de dioses y bestias. Aun no se han borrado las huellas del celeste toro en la orilla del mar azul, aun suenan en pastoriles flautas alegres dianas, y al obscurecer de la tarde, cuando vuelan de las ruinas de mármol los pájaros de largas alas, resucita el viento entre los últimos laureles, el reposado murmullo de los diálogos socráticos, estelar filosofía transmigrada de mitos y fábulas.
Y tú, alma mía, abre las alas gnósticas para volar, para entender. Sólo la mirada extática puede hacerte centro de amor y de conocimiento. Pero en tanto mires las cosas con codicia de buena pro, estás ciega. Sal del silo de barro, ama y desea con el corazón del mundo, crea en ti la voluntad de estar en todo, transmigra a través de vidas y formas, sé el ansia de cada una y las infinitas ansias. Mira al árbol como lo mira el labrador cuando recoge el fruto, y el peregrino que busca la sombra, y el pájaro en los aires para hacer el nido, y la oruga enroscada en la hoja verde. Se para el árbol Universo.
Míralo con los ojos de todas las criaturas, ámalo con todas sus codicias, limpia de lucros, olvidada de ti y de tus fines mundanos. Trueca en eucarístico don la mirada egoísta del labrador, la del peregrino, la del pájaro, la de la oruga, purifica en tus ojos la voluntad tiránica y desenamorada del mundo.
VII
Peregrino del mundo, si miras con todos los ojos amarás con todos los corazones, y tu intuición será un círculo.
Yo conocí a una santa siendo niño, y nunca me fue acordada mayor ventura. Después de muchos años he vuelto como un peregrino a visitar el huerto de rosales donde en la tarde azul, la tarde que es como el símbolo de toda mi infancia, tuve la revelación de aquella santidad. Al final del camino de cipreses, en la escalinata de piedra, estaba sentada mi Madrina. Leía bajo un vuelo de palomas con el libro devoto abierto en la falda. Aun recuerdo cómo me sentí penetrado de la gracia de su mirar ideal y Cándido. Aun evoco y revivo en mí la emoción sagrada. Otras muchas veces había visto a mi Madrina en igual actitud, al término del camino de cipreses que se juntaban en una sucesión de pórticos, y solamente en aquella tarde de leyenda piadosa gusté tan inefable alegría al contemplarla. Bajo la sombra de los viejos cipreses, mi alma de niño enlazaba la emoción estética y la emoción mística, como se enlazan en la gracia de la rosa color y fragancia. Acaso fue aquella mi primera intuición literaria: Yo había llegado a encarnar en la substancia de la vida y en sus sombras más bellas las historias piadosas y los cuentos de princesas que mi abuela me contaba.
La tarde azul en el huerto de rosales fue el momento de una iniciación donde todas las cosas me dijeron su eternidad mística y bella. Yo guardé aquel secreto de emociones con el recelo del niño que advierte cómo no puede ser entendido el misterio de su alma y teme profanarlo. Así callando, celando un día y otro día, el secreto infantil y Cándido se convirtió en un anhelo doloroso que llenó de angustia mi infancia, que hizo gemir como un arco mi adolescencia, que ahora en la vejez me salva y me vuelve a Dios. A los nueve años me enamoré de mi Madrina. Y no he comprendido jamás cómo aquella sombra amable y bella que pasó tan de prisa por el mundo se me reveló en la tarde lejana con su encanto de azucena celeste, cuando tantas veces la había visto sin alcanzar nada de su perfume ni de su gracia. Pero desde aquel momento todos sus actos se me aparecieron llenos de un divino significado. Mi Madrina me mostraba las estampas de su libro devoto, cortaba las rosas, sonreía mirando una estrella, y todas sus acciones, al sucederse me parecían la misma, porque todas estaban ungidas de una emoción igual y única. Mi Madrina era llena gracia, y ninguna cosa en el mundo podía cambiar el sentido de su vida, que decía siempre Amor. Contemplando a mi Madrina durante horas enteras, yo experimentaba una sola emoción inefable y sutil que ascendía por luminosa escala a divinas estancias: Tránsito, Arrobo, Deliquio, Éxtasis. Mi alma era entonces en su amanecer de cristal y hallábase apta para comprender el sentido esotérico del mundo: Todo nacía para ella y todo le contaba el misterio del nacer. Y mi Madrina, en la más leve de sus sonrisas, decía su destino celeste, como si en cada una de ellas volviese a ser y se contuviese toda entera. Tal en la forma eucarística la substancia eterna.
VIII.
Aprendamos a descubrir en cada forma y en cada vida aquel estigma sagrado que las define y las contiene.
Domenico Theotocópuli, bajo la insignificancia de nuestras actitudes cotidianas sabía inquirir el gesto único, aquel gesto que sólo ha de restituirnos la muerte. En el hospital de San Juan Bautista está colgado a la sombra del presbisterio el retrato del Cardenal Tavera. Una figura monástica, de ojos cavados y macerada sien. Domenico Theotocópuli parece ser que no había visto nunca a ese terrible místico, y alguien cuenta que la pintura donde le representa es una evocación hecha sobre la máscara mortuoria calcada por Alonso Berruguete. Confirmado está en papeles viejos que cuando el pintor cretense llegó a la ciudad castellana ya se cumplían treinta años desde que había pasado por el mundo el prócer cardenal Don Juan de Tavera. Pero la máscara donde la muerte con un gesto imborrable había perpetuado el gesto único, debió ser como la revelación de una estética nueva para aquel bizantino que aun llevaba en su alma los terrores del milenario y las disputas alejandrinas.
¡Cuántas veces en el rictus de la muerte se desvela todo el secreto de una vida! Hay un gesto que es el mío, uno solo, pero en la sucesión humilde de los días, en el vano volar de las horas, se ha diluido hasta borrarse como el perfil de una medalla. Llevo sobre mi rostro cien máscaras de ficción que se suceden bajo el imperio mezquino de una fatalidad sin transcendencia. Acaso mi verdadero gesto no se ha revelado todavía, acaso no pueda revelarse nunca bajo tantos velos acumulados día a día y tejidos por todas mis horas.
Yo mismo me desconozco y quizá estoy condenado a desconocerme siempre. Muchas veces me pregunto cuál entre todos los pecados es el mío, e interrogo a las máscaras del vicio: Soberbia, Lujuria, Vanidad, Envidia han dejado una huella en mi rostro carnal y en mi rostro espiritual, pero yo sé que todas han de borrarse en su día, y que sólo una quedará inmóvil sobre mis facciones cuando llegue la muerte. En ese día de la tierra, cuando los ojos con las pestañas rígidas y los párpados de cera se hundan en un cerco de sombra violácea; cuando la frente parezca huir levantando las cejas; cuando la nariz se perfile con una transparencia angustiosa; cuando la mandíbula, relajada en sus ligamentos, ponga en los labios una risa que no tuvieron jamás, sobre la inmovilidad de la muerte recobrará su imperio el gesto único, el que acaso no ha visto nadie y que, sin embargo, era el mío… Contemplémonos en nosotros mismos hasta descubrir en la conciencia la virtud o el pecado raíz de su eterna responsabilidad, y la veremos quieta y materializada en un gesto.
IX.
El quietismo estético es la significación mas expresiva de las cosas, en un nuevo entrever.
Este sentido astrológico del mundo, que parece desencarnar las almas de los cuerpos, que advierte en todas las acciones un significado sobrenatural, que conoce el gesto único de cada vida y lo llena de eternidad, de responsabilidad y de misterio, estremeció mi alma de niño como un viento nocturno. Aun recuerdo la angustia de mi vida en aquel tiempo, cuando estudiaba latín bajo la férula de un clérigo aldeano. Todos los sucesos de entonces se me aparecen en luz de anochecer y en un vaho de llovizna. Nos reuníamos en la cocina: El ama, con el gato en la falda, asaba castañas, el clérigo leía su breviario, yo suspiraba sobre mi Nebrija. Llamaban a la puerta, en el regazo del ama avizorábase el gato, y entraba una vieja que acudía a la vela después de las cruces. Era ciega, ciega desde mocina, ciega de las negras viruelas. Sabía contar cuentos, y todos tenían una evocación nocturna: Cielo estrellado, sombras de árboles, viento húmedo, luces por los caminos, martas por el filo de las tejas. Entraba con un estremecimiento de frío, llena de luna y de campo. Sus cuentos nunca sucedían en el mundo de nuestros sentidos. Tenían un paisaje translúcido. Eran relatos campesinos que convertía en mitos el alma milenaria de aquella aldeana ciega, parecían grimorios imbuidos de poder cabalístico, tan religioso era el respeto que ponía en el signo de algunas palabras. Las figuras, el ondular de los ropajes, el rumor de las pisadas, el temblor de las almas, las vidas y las muertes, todo estaba lleno de taumaturgia y de misterio. Emanaba una sensación de silencio de aquellos relatos forjados de augurios, de castigos, de mediaciones providenciales, y el paisaje que los ojos de la narradora ya no podían ver, tenían la quietud de las imágenes aprisionadas en los espejos mágicos.
Antes de cegar había sido costurera, y guardaba del campo una visión de anochecido, cuando finada la tarea iba a las cruces. La iglesia, entre cipreses, tenía un atrio verde cubierto de sepulturas. Era en medio de maizales y caminos luneros. Aquel paisaje acendrado, inmovilizado, embalsamado de recuerdos, era el de sus historias. Todas las cosas estaban imbuidas de un misticismo estático: Las almas en pena, las mozas ofrecidas, los robos y las muertes se mezclaban en acciones profundas y silenciosas que más parecían vistas por las estrellas del cielo que por ojos humanos. Desaparecía la idea temporal, eran acciones contempladas por una conciencia difusa, milagrera y campesina, la conciencia de un karma. Y al modo que acontece en los sueños, la lógica espiritual de las acciones quebrantaba la lógica de los cuerpos. Aquella ciega de aldea cuando contaba sus historias parecía estar mirándolas en el fondo de su alma, algunas tenían el terror trágico de los poemas primitivos, sobre otras pasaba el vuelo inocente de los ángeles. El alma de la ciega era como un caracol marino lleno de resonancias, oía las voces de cien generaciones, estaba llena del rumor de los maizales, y los cuentos que contaba parecían nacidos a lo largo de las veredas bajo el influjo de la luna. ¡Felices los ojos que ciegan después de haber visto, porque purifican su conocimiento de geometría y de cronología! Para que nuestras creaciones bellas y mortales sean divinas pautas, penetremos religiosamente bajo ese arco de luz donde todas las cosas son cerca y lejos, rotos los lazos del lugar y de la hora.
X.
Solo el alma que aprende a desencarnarse puede desvelar el enigma del quietismo estético.
La piedra del sabio
Anochecido, cuando bajaba del monte hacia mi casa, impensadamente, en el trillado del sendero di con una sierpe partida en dos pedazos que se retorcían sobre la arena. Una piedra estaba en medio del paso, y un pastor sobre las bardas. Sentí repugnancia, algo como grima agorera, y me detuve queriendo penetrar el sentido oculto de aquella sierpe cercenada que se retorcía sobre mi camino, por volver a juntarse en sus pedazos. Atemorizado hallé el símbolo de mi vida, también estaba rota, también se debatía bajo la losa de los remordimientos. Y al caminar de nuevo, puesto a pensar en los afanes de otro tiempo, los miré tan ajenos que casi no me parecieron míos. Pero las negras horas del pecado aun tenían una palpitación de sangre, y recordé a la sierpe que se retorcía sobre el sendero del monte, y tuve miedo de que se juntasen sus pedazos. Acaso hubiera vuelto atrás, pero se me representó el pastor sobre las bardas, dorado por el sol poniente como un arcángel, y solamente hice la señal de la cruz. He llegado a ese momento en que se siente a la muerte tejer sus velos, cuando la conciencia nos dice que se ha cumplido todo nuestro Destino. Voy por el mundo con los ojos vueltos atrás, estoy lleno de recuerdos como si hubiese vivido mil años. En una gran tiniebla, sobre un vasto mar de naufragio, se me representa mi vida.—Algunos viejos recuerdan tiempos de su mocedad con una sonrisa iluminada, que yo comparé otras veces a los rayos del sol poniente en los cristales de las altas torres, pero mi recordar es dañino, adusto y opresor como la carlanca de un mastín. Yo estoy obseso de remordimientos, estas larvas de un pasado que no se ama, que no puede amarse, son mis agonías de conciencia. ¡Esclavo de los instintos fui violento, torvo y heridor, llené mi alma de rencores, la arrastré desnuda por camino de cardos, pasé en una ráfaga con los malos espíritus, y cuando ya no me queda sino una breve tarde, advierto cómo fueron carnales las ansias que me consumieron, y todo tan lejos, tan deleznable, tan ajeno a lo que debiera haber sido y al amor que me estaba reservado!…
He vivido en el grano de cada instante, sobre oleajes de tormenta y lenguas de llama. Fui el creador de un mundo de miserias que mi alma desencarnada habrá de contemplar desde su estrella. A lo largo de los caminos por donde he ido, queda mi sombra en velos invisibles para los ojos mortales, presiento el sentido eterno de mis acciones, tengo la intuición de sus círculos que han de ser cilicios en carne espiritual. En este momento mi cadena de sombras sufre, llora y peca, como sufrí, lloré y pequé. Mi vida se repite en el mundo incorpóreo de los fantasmas, y cuando llegue la muerte, con el alma libre de la cárcel de barro, veré todo el pasado en el círculo eterno de las sombras mías. La forma carnal se despoja en todos los instantes de una parte impalpable de sí misma, y deja su rastro a lo largo del camino. Por donde una vez más pasamos, allí perduramos. ¡Y todo perdura igual!
I.
Mirar atrás con el dolor de haber vivido, es pasar bajo el arco de la muerte.
Ya Zenon de Elea había presentido que la flecha que vuela está inmóvil, pero como era sofista no supo demostrarlo por los caminos de la verdad, y acudió a engañosas sutilezas. La eterna inmovilidad de la flecha no puede ser referida a la conjunción efímera con nuestros ojos, sino a la visión gnóstica que sólo alcanzan los iniciados, como enseña la ciencia alejandrina guardada en la Tabla de Esmeralda. Hay siempre una estrella remota adonde los rayos de nuestra vida solar llegan al cabo de los siglos, y el espíritu allí desencarnado puede ver a la flecha partir del arco tenso, cuando ya se ha perdido en el mundo la memoria del arquero. Y así las almas de los muertos pueden ser evocadas en las prácticas nigrománticas, ciencia negra que las fuerza a pasar por un zodíaco desde donde vuelven a contemplar su vida carnal. ¡Acaso el César Juliano, que tanto amó la bóveda celeste, mira hoy desde un sol apagado volar la flecha que desde hace quince siglos lleva clavada en el corazón! ¡Acaso está viviendo su vida en aquel extremo dolor, un dolor que puede hacerse eterno transmigrando a través de los espacios siderales!
Pero de la corona solar a mi cárcel mortal apenas llega un rayo, el haz que brota de la entraña encendida se quiebra infinitamente para llegar a mí, y el dardo de luz, mínima comprensión de la celeste esfera, es cuanto pueden alcanzar los ojos, que nacidos de la tierra son sobre la tierra dos gusanos. Del error con que los ojos conocen nace la falsa ideología de la línea recta y todo el engaño cronológico del mundo. El Tiempo es como una metamorfosis del rayo del sol, un instante que vuela, mínima intuición de la esfera espacial y luminosa, como es la línea recta un punto que vuela, mínima intuición de la esfera geométrica y tangible. Siempre engañados, siempre ilusionados, nuestros ojos quebrantan los círculos solares para deducir la recta del rayo. Y paralelamente la conciencia quebranta el círculo de las vidas para deducir la recta del Tiempo. Consideramos las horas y las vidas como yuxtaposición de instantes, como eslabones de una cadena, cuando son círculos concéntricos al modo que los engendra la piedra en la laguna. En vano sobre el camino por donde se alarga nuestra sombra, camino de tierra, queremos hallar los significados ocultos. En el rayo de sol se engendra el engaño de la línea recta, y el engaño de las horas. Son los sentidos fuentes de error más que de conocimiento, y de los círculos eternos que abren nuestras acciones, no sabemos más que sabe la piedra cuando cae en el agua y abre sus círculos.
Yo he querido bajo los míticos cielos de la belleza, convertir las normas estéticas en caminos de perfección, para alcanzar la mirada inefable que hace a las almas centros, y mi vida ha venido a cifrarse en un adoctrinamiento por donde acercar la conciencia a la suprema comprensión cíclica que se abre bajo el arco de la muerte. El alma que busca divinizar en sus ojos la visión del mundo busca desvelar el enigma estético de la eterna quietud, borra en sí toda memoria de lo que pasó y todo anhelo por lo que será, aquieta las horas, y con las alas abiertas se cierne sobre el abismo de las supremas intuiciones. Ser centro es hacerse extático y vivir en la hora sagrada del Génesis: Es un eterno nacimiento en el grano infinitamente pequeño de todos los instantes, y contemplación gozosa en el acto teologal y fecundo: Es arrobo dulcísimo de engendrar y ser engendrado, beato esponsal del alma liberada de la carne, con el Logos Espermático.
II.
Toda expresión suprema de belleza es un divino centro que engendra infinitos.
El amor nace de la entraña cristalina del día. Los ojos que pudiesen aprisionar de una vez en sus cristales a todos los rayos del sol serían centros como esos divinos corazones clavados de espadas. Ya Máximo de Efeso en sus disputas con los cristianos, explicaba que la luz es el Verbo. El Empíreo, en aquella teodicea alejandrina un poco candorosa, obscura y llena de símbolos, no era solamente la última de las doce esferas donde moran, entre espíritus angélicos, las almas desencarnadas de los filósofos y de los héroes, era también el centro de la llama inma incorruptible, y el arcano del primer móvil. Todo el gnosticismo enseña que la materia sólo se actuó como sujeto de las formas, después de la luz, y que en la luz está la Universalidad. Para aquellos iniciados, como para los neoplatónicos que llevaron a los mitos helénicos la última interpretación sabia, el sol es el Logos. ¡Los infinitos caminos de amor, se abren en la clara entraña del día!
Recuerdo un caso de mi vida en que me sentí lleno de luz y de emoción musical, como si todo hubiese cambiado de repente en la percepción de mis sentidos. Yo estaba en la era llena de sol, y el viejo cachicán me trajo un puñado de trigo, que con grandes encomios del agosto, trasegó en la palma de mi mano, vertiéndolo en ramales por entre los dedos. Me cegó un tumulto de sangre y sentí en su latido la hermandad de mi carne con la tierra. La vía sacra del mundo se abría para mí, y me colmó el alma tan beato amor por aquel puñado de fruto tendido al sol en la palma de mi mano, tan mística intuición, tan gozosa eucaristía, que cada grano se me reveló distinto, con otra promesa de simiente, con otra gracia de color y de forma. Un lostrego de sangre encendida me había puesto en los ojos la mirada inefable, la visión gnóstica que aun pide a mi ciencia de las palabras expresión distinta por cada grano. Y cuando al caer la tarde abandoné la era, de tornada por el sendero del monte, aún me estremecía aquel conocimiento místico que había tenido sobre una almuerza de trigo, y cavilaba que, logrado igual sobre todas las cosas del mundo, sería amoroso aniquilamiento en el numen solar que pauta el círculo de nuestras vidas. La beata visión tenía el vértigo de los abismos, mi carne sentía la voz obscura de su hermandad con el barro del mundo, y mi alma vislumbraba presente en todo cuanto existe, aquel instante genesiaco que hizo conceptos sensibles en la clara entraña del día, las Divinas Ideas.
Es enorme y difusa la memoria con que el limo se reconoce y se junta a través de las infinitas metamorfosis. En vano la larva angélica cautiva al mirar, cautiva al conjeturar, siempre cautiva, quiere romper la ley geométrica y fatal que impuso al barro el Demiurgo. La lontananza que abarcan los ojos, ésta regula de la tierra que pisan los pies. Como a la piedra y al árbol me aprisionan el paraje donde reposo, y el camino por donde peregrino. Alma mía, para estar en todas las cosas como la imagen en el fondo del espejo, que no puede ser separada, ama tu cárcel y todas las cárceles, ama tu enigma y todos los enigmas. Alumbra en ti la triple llama, junta la voz sagrada del barro y la voz genética de la forma, con el gemido de tu conciencia angélica. Interpreta el símbolo trino del mundo con la clave trina de tu humanidad, según enseña la palabra fragante de misterio, guarda en la Tabla de Esmeralda.
¡Alma, si quieres sentirte creada y gozar la gracia edénica del primer instante, ama la Idea del Mundo en la Mente Divina y en el Verbo del Sol!
III.
Toda la ciencia mística, como toda la creación estética, es amor y luz.
El universo se rige por una ley de sideral simpatía, la atracción en los astros es el amor en los organismos, y únicamente gira extravagante de esta norma, aquel soberbio que no puede amar, como suspiraba la ardiente Teresa de Cepeda. La conciencia genética está eternizada en el barro del mundo, por el numen de los sexos, y todo se halla sometido al círculo de las vidas y de las muertes, todo menos la creación estética, verbo espiritual que se perpetúa en influencias diversas de ella misma. La creación estética es una larva angélica. Fruto de la luz, como la clara entraña del día puede ser comparada a una matriz cristalina, donde cada mirada penetra con distinto rayo y alumbra un mundo distinto. Toda expresión suprema de arte, se resume en una palpitación cordial que engendra infinitos círculos, es un centro y lleva consigo la idea de quietud y de eterno devenir, es la beata aspiración. El alma, cuando desnuda de sí, trueca su deseo egoísta en el universal deseo, se hace extática y se hace centro. Entonces el goce de nosotros mismos se aniquila en el goce de las Divinas Ideas. Sólo Dios puede estar en las cosas y amarlas con plenitud, mejor que se aman ellas, porque su mente cifra la conciencia del mundo.
El centro es la unidad, y la unidad es la sagrada simiente del Todo. El centro, como unidad, saca de su entraña la tela infinita de la esfera, y sin mudanza y sin modo temporal se desenvuelve en la expresión geométrica inmutable y perfecta, sellada y arcana. La unidad no lleva mudanza a la esencia de los números, no se multiplica, pero guarda la posibilidad del infinito, porque el infinito es una expresión de ella misma.
El infinito y la unidad son modos del quietismo matemático y alegorías del quietismo teologal. En la esfera está la alegoría sensible de la gnóstica Triada. El Paracleto se simboliza en la sagrada simiente del centro. El Demiurgo en la universalidad de la forma. El Verbo en el enlace de la forma y la esencia. El centro es la razón de la esfera, y la esfera, la forma fecunda que desenvuelve las infinitas posibilidades del centro. La expresión inmutable de la unidad se transforma en la expresión inmutable del Todo. Unidad Potencial es el centro, y la esfera, Unidad Actual. El Verbo es su enlace, la cópula eucarística realizada fuera del Tiempo.
El corazón que pudiese amar todas las cosas sería un Universo. Esta verdad, alcanzada místicamente, hace a los magos, a los santos y a los poetas: Es el oro filosofal de que habla simbólicamente el Gran Alberto: ¡La Piedra del Sabio! Todas las cosas bellas y mortales, cuando revelan su íntimo significado, se aparecen como pantáculos de los números solares. La creación estética es el milagro de la alusión y de la alegoría. Solamente los ojos del iniciado aciertan a mirar una oveja en el rebaño, como el pastor y como el lobo. Solamente el iniciado descubre la eternidad de los Destinos. En vano las imágenes del mundo cambian, trashuman, desaparecen, y en vano se suceden las vidas, el goce de amor es siempre uno para el alma que mora vestida de luz en el castillo hermético, purificada la visión interior hasta gozar de todas las cosas en la Eternidad de su Idea. El milagro del éxtasis engendra el Universo. La unidad, inmutable como la divina substancia fecunda, saca de su entraña la expresión, también inmutable, de lo infinito. Sólo el número, llamado siempre a mudanza, es plural.
IV.
El alma estética deviene centro cuando ama sin mudanza, y por igual, todas las imágenes del mundo en las divinas normas.
La mente divina sella todo el conocimiento, toda la voluntad y todo el amor en una sola luz. Su reflejo, que alguna vez llega a los ojos ingenuos, en otro tiempo también se manifestó en los míos. Era gracia de amor por todas las vidas y todas las formas, era gozo de estremecer y morir. Mis ojos, en aquella hora, estuvieron llenos de supremas intuiciones, pero al peregrinar por los caminos del mundo, creyendo conocer cegaron, y la estela del milagro se quebró en ellos como el rayo de sol en el prisma triangular de cristal. Cuando caminé por caminos, cuando navegué por la mar, todo se desligó como las letras sagradas de los exorcismos, por las artes de brujería. Alboreando a mozo, estuve lleno de violencia y desamor. Fui lobo en un monte de ovejas, y el divino reflejo de la Idea Única, se abrió en un haz de ideas menores. Después, el resto de la vida, ya fue andar a tientas para volver a juntarlas. El mundo perdió su divina transparencia, las formas de las cosas fueron silos herméticos, y la voz del limo, la voz originaria soturna en ellas, sólo me habló con atracción profunda en la forma de la mujer.
Y pasaron áridos los días, caravana de deseos, desierto de sed… Y en medio de un gran dolor han vuelto a cantar en mi oído las alondras del amanecer. Acaso va a cerrarse el círculo de mi vida, y en la noche que acaba se anuncian las estrellas del alba. ¡Maravillosa resurrección! Aun ayer mi alma se dolía como el árbol seco de una cruz sin Cristo. Era en los últimos días de la invernada, una tarde azul ya llena de pájaros: Yo había llegado paseando hasta un campillo verde con oliveras y cipreses, que hace arrodeo a la iglesia de Lugar de Condes. Aromaba el hinojo, aromaba todo el campillo cubierto de flores menudas, llenas de gracia franciscana:—Una cabezuela amarilla entre cuatro hojas inocentes—Me senté a la puerta de la iglesia. Había gran silencio. Después de las eras encharcadas donde pacía alguna vaca, se rizaba el mar. De tiempo en tiempo doblaba la campana y abría en el aire un círculo sonoro que se dilataba y se perdía en el azul de la tarde llena de pájaros. Me sentí asistido de una paz devota, con angustia y gozo, como acontece en los momentos de máxima emoción, cuando la aridez interior se torna duelo de nosotros mismos. Era un estado ascético que yo conocía de otras veces: En él tengo entrevisto todas mis verdades, y en aquella hora aprendí que no hay más acendrada ventura que llorar las propias tribulaciones, como si fuesen ajenas. Yo las lloré en tal hora, no por mías, sino por el conocimiento que mi conciencia entrañaba de aquellas agonías de vida. Era el alma, libertada de los vínculos carnales, la que amaba y lloraba mirándolas desprendidas de su momento, como larvas del humano dolor, eterno sobre los caminos del mundo. Se me representó todo el pasado en un violento girar de torbellino, y mi atención estaba como el grano de arena, suspensa y quieta en el vórtice. Volvían las horas, se materializaban en círculos poblados de espectros, y unos círculos salían de otros. De pronto, al rasgarse el sésamo de los recuerdos infantiles, apareció aquel campillo verde con los pájaros revolando en torno de la iglesia, y las flores inocentes de la manzanilla. Me conmovió un gran sollozo, un eco a través de toda mi vida, un eco que se aleja, que se pierde, que no vuelve más…
Y en aquel momento, como mirase hacia el mar, volví a extasiarme, llenos los ojos de inocencia, y el corazón imantado hacia todas las cosas. Las más espúreas estaban en mí con unidad de amor, allegadas por veredas iguales, que se abrían en círculo como los rayos de una lámpara. Eran de amor todos mis caminos, y todos se juntaban en la luz del alma que se hacía extática. La espina de la zarza y la ponzoña de la sierpe me decían un secreto de armonía, igual que la niña, la rosa y la estrella. Yo gozaba la belleza del mundo penetrado de un sentimiento genesíaco, me sentía nacido de la tierra como las flores del campillo verde. Hablaba en mí la voz melliza de todos los limos, himen de todas las formas, memoria sagrada que pauta el conocer de los sentidos y los llena de bíblicas intuiciones. ¡El alma, amaba su cárcel de tierra porque era un don recibido del Señor!
V.
La belleza es aquella razón inefable que por la luz descubrimos en las cosas para ser amadas, y para crear, porque amor es la eterna voluntad del mundo.
El arco del círculo basta para deducir el centro, y deducido el centro el círculo está cerrado: Tal es el fundamento de la Astrología como la enseñaba el viejo Albertus Theutorius. Y es gran verdad que los ayeres guardan el secreto de los mañanas. Si volvemos los ojos a lo que pasó, sabremos de lo venidero, pero no será sin evocar toda nuestra vida y desandar los caminos llorando sobre ellos, porque sólo en este dolor y en este arrepentimiento se despierta la conciencia y alumbra la luz del más allá… El dolor del pecado agranda el ámbito de nuestra ciudad interior, y lo llena de resonancias infinitas. Desde que nacemos hasta que perecemos, en toda la largura del camino, la voz del misterio y el terror de la muerte hablan en nosotros. El terror de la muerte es el nudo de horca con que el pecado nos sujeta en este tránsito. Tememos el misterio porque el misterio no es de nuestra naturaleza mortal, y las almas en la cárcel de los sentidos, tiemblan bajo la mirada de los fantasmas, como el agua de las albercas bajo las estrellas lejanas…
Todo nuestro saber temporal es una yuxtaposición de instantes, una línea recta, un rayo de sol. Sin embargo, este momento tan efímero volveremos a vivirlo en la remota eternidad, y lo que ahora es corno el punto que vuela, será un círculo inmutable. Por la eternidad del pecado somos creadores de un mundo que la conciencia mortal no puede abarcar, pero que la muerte nos revelará, pues ninguna cosa existe sin ojo que la vea y pensamiento que la juzgue. En un día sin término, con sed de aniquilamiento mayor que fue la sed de vida en el ciclo de barro, contemplaremos este mundo soturno creado en las horas carnales, y todas nuestras acciones las veremos inmóviles en sus últimas consecuencias. El conocer contemplativo, fundamento de toda la doctrina mística, es una vislumbre de este conocer. El alma cuando se hace extática queda del todo privada, en una fatalidad indiferente para el bien como para el mal, escribe el iluminado de las Instituciones Místicas: Taulero.
A través de los espacios siderales reconoceremos nuestras acciones mundanas, y las abarcaremos en su responsabilidad eterna, con dolor desconsolado. Los momentos de nuestra vida mortal, son menguadas intuiciones de los círculos donde el ánima en pena se hace centro, para recoger en un acto sumo de conciencia el fruto acedo de sus horas. En esta comprensión astrológica, los pensamientos y los deseos más fugaces son larvas eternas de amor o de dolor. Al pasar bajo el arco de la muerte todas las almas aromarán como rosas, todas sentirán el mismo anhelo celeste, pero en unas el tránsito será gozoso, y en otras atribulado, porque cautivas en los círculos creados por ellas mismas, verán con distintos velos la Divina Faz. Solamente nuestras obras pueden abrirnos la puerta hermética del huerto embalsamado, donde mora la sombra blanca que santificó el mundo con su palabra de vida, de verdad y de luz. Divino Maestro, tu resplandor está en nosotros, y en cada una de nuestras acciones podríamos ver tu semblante santo, si las conformásemos a tu ley. Amor que damos es amor que alcanzamos, amor engendra amor, pero aquellos que fuimos sembradores de odios solamente tendremos cosecha de hieles, al romperse los lazos de la carne, cuando se haga en lo arcano del alma la conciencia máxima de todas nuestras horas mortales. Cada vida es un instante, el instante infinitamente pequeño que vuela infinitamente, y crea el círculo eterno, que los sentidos no conocen jamás. Y esta intuición hizo decir a los antiguos astrólogos, que la muerte desvela el enigma de lo que ya fue.
VI.
Al pasar bajo el arco de la eternidad, en la suprema comprensión de nuestra vida mortal, está el premio y está el castigo.
Peregrino del mundo, edifica tu ciudad espiritual sobre la Piedra del Sabio. Hermano, pálido adolescente lleno de inquietud y de dudas, haz alto en el camino, aprende a ser centro y alma solitaria sobre el monte. Como los antiguos alquimistas buscaban el oro simbólico, sello de toda sabiduría, en el imán solar, busca tú la gracia de amor que no tienes, y acaso un día podrás ver sobre el camino de la tarde, la blanca sombra, encarnación humana del Verbo de Luz. Infunde en tu alma el goce de lo bello, crea belleza, vive en belleza, y al contemplar tu pasado desde la ribera remota, contemplarás amor. No olvides que la última y suprema razón que todas las cosas atesoran para ser amadas, es ser bellas. Todas son nacidas del influjo solar, y por la luz aprendidas. El limo se hace sagrado en la clara entraña del día al encarnar las celestes normas, y en el barro del hombre se redime la tierra de su obscuro pecado. La Humanidad es el fruto elegido en el connubio de tierra y sol. Cristo Jesús hace divina la negra carne del mundo, y su divinidad transciende a la eterna substancia de las cosas, en el pan y en el vino de la Cena.
Aquellos que buscan la iniciación gnóstica se consumen en un anhelo por ser centros encendidos de amor, y caminan sobre la blanca estela del Ungido. Son las almas que reciben la luz de la gracia, pero hay otras menos felices y fortalecidas donde esta luz se quiebra, almas para quienes la intuición mística viene a ser como una estrella de argentinos caminos: Por el de la belleza peregrinan las vidas estéticas. Cada atributo teologal es un sendero con diferente resplandor, y todos conducen al regazo del Padre. En la gran noche del pecado, cuando los malos espíritus volaban sin tregua en torno de los hombres, el sendero de la belleza ya partía como un zodíaco divino, la bóveda obscura y sin luceros. Es el primer camino que se abrió en las conciencias, es anterior a toda razón ética, porque desde el nacer los ojos de las criaturas fueron divinizados en la luz, y el logos generador fue Numen.
Las almas estéticas hacen su camino de perfección por el amor de todo lo creado, limpias de egoísmo alcanzan un reflejo de la mística luz, y como fuerzas elementales, imbuidas de una obscura conciencia cósmica, presienten en su ritmo, el ritmo del mundo. Adustas acaso para el amor humano, se redimen por el amor universal, y cada una es un pantáculo que sella la maravillosa diversidad del Todo. Aún se acuerdan del día genesíaco cuando salieron del limo, y sienten el impulso fraterno que enlaza las formas y las vidas en los números del sol. La luz es el verbo de toda belleza. Luz es amor.
VII
Peregrino sin destino, hermano, ama todas las cosas en la luz del día, y convertirás la negra carne del mundo en el aureo símbolo de la piedra del sabio.
Appendix A
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- TextGrid Repository (2022). CoNSSA. conssa. La lámpara maravillosa. La lámpara maravillosa. . CoNSSA. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-9A84-0