PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO
La ría de Pasajes

Monte Orgullo es nombre muy apropiado del promontorio pirenaico que domina la capital donostiarra.

El mar se explaya a su frente, labrando la preciosa «Concha»; dos ríos, el Urumea y el Oyarzun, bordean sus contornos. El primero desemboca formando «la barra de la Zurrióla»; el segundo, viniendo de Rentería, desagua en la bahía de Pasajes, forma la ría de este nombre y separa las dos poblaciones de San Juan y de San Pedro.

Ambas son factorías de San Sebastián, y a esta circunstancia deben su progreso.

Con todo, el Pasajes primitivo, el de la banda opuesta al muelle, conserva inalterable su aspecto sencillo de pueblo ribereño, habitado casi exclusivamente por familias de marineros, pescadores, pelotaris, carabineros de la costa y contrabandistas, así en amigable consorcio los últimos con los penúltimos.

Esto se explica, porque el contrabando no es una deshonra entre estos fronterizos. Por espacio de muchos siglos, los vascos vivieron con fueros o privilegios, sin leyes prohibitivas ni aduanas; de ahí su sorpresa, cuando de la noche a la mañana se les impuso unas y otras. Creyéndose lastimados en sus derechos, se indemnizaron, jugando malas pasadas a los empleados del Gobierno; pero el oficio de contrabandista va de capa caída, porque la rebaja de las tarifas aduaneras lo hace inútil o poco productivo.

Tampoco Pasajes es sombra de lo que fue.

Allá en el siglo XV los marineros de Guipúzcoa salían en la primavera para Terranova, y volvían en otoño a descargar en Pasajes, desde cuyo puerto remitían el bacalao y las grasas de ballena a Castilla, Aragón, Inglaterra, Francia y los Países Bajos. Ejecutoria de su grandeza fue el puerto de Pasajes, de gran celebridad por ser el más seguro de la costa, y por sus astilleros, donde se fabricaron todas las capitanas de las armadas de España durante la dominación de la casa de Austria. Entre los caminos de Pasajes y la Zurrióla, aún se conserva la casa donde nació el almirante Oquendo, aquel que al embalsamarle se vieron en la punta del corazón tres cerdas gruesas, que los testigos tuvieron por muestra extraordinaria del esforzado ánimo del gran general de la mar.

Dos o tres calles paralelas a la ría componen toda la población del antiguo Pasajes de San Juan. A un extremo de la calle Mayor se levanta la gótica parroquial, notable más que nada porque no tiene campanario; y en el fondo de la ría la casa del vicario, desde cuyo mirador se puede pescar cuando la marea sube.

Casi al pie de la vivienda, emergen del agua gruesos pilotes de hierro con argollas, para que los marineros amarren sus barcas, de vuelta de sus excursiones pesqueras, o en los días que la galerna les obliga a estar ociosos.

Bandadas de alciones y gaviotas hurgan a placer en los detritus de la resaca y hacen la policía de la ribera.

El paisaje que desde la ría se contempla es de una hermosa serenidad, como el alma de la Vasconia. Una neblina tenue y uniforme envuelve casi siempre el contorno; pero hay días en que el sol puede más que ella, le hace jirones, y luego la brisa arrastra hacia el mar los cendales que flotan en la atmósfera. Entonces, los Pirineos, recamados de parda vegetación, muestran sus interminables graderías de crestas y pináculos, dejando ver a distancia el monte de San Marcial y la cúspide del Jaizquibel, en los que la mirada descansa, como si se sintiera atormentada por la visión del caos granítico del Pirene.

A la caída de una hermosa tarde de julio, hacia la hora en que es costumbre repartir el último correo, el cartero de San Juan embarcaba en una de las «gabarras» que hacen el servicio de pasajeros.

¡Agur, Chimún! (Salud, Simón) —dijo al barquero; un lobo de mar que, por tener amputada una pierna, llevaba puesta otra de palo, a cuya causa hubo de darse de baja en la navegación de altura y resignarse a patronar un chinchorro—. Date prisa —añadió el cartero— que es tarde.

El barquero, ajustando los remos a los toletes, se aprestó a la maniobra.

—Mucho te retrasaste esta tarde —dijo.

—Razón tienes, Chimún. La culpa es del correo, que llegó con retraso. Gracias que despaché a los maketos, que son los que más dan que hacer. Lo de menos son los kompañarrac, a quienes voy ahora.

Los maketos eran para el cartero los almacenistas y comerciantes extranjeros del muelle, los empleados castellanos de la aduana y de la estación, los huéspedes cosmopolitas de los hoteles, etc.; los paisanos eran los genuinos vascongados de enfrente.

Por el tamaño de los sobres que iba sacando de la cartera, preparándolos para el reparto, y más que por el tamaño por la letra en que estaban escritos, se conocía que la última correspondencia era puramente familiar y aun de gente poco acostumbrada al manejo de la pluma. Algunas iban con tan pésima ortografía, con tan vergonzoso enlace de mayúsculas y minúsculas, que el cartero había de descifrarlas.

Sin embargo, de entre el manojo de cartas, dos se destacaban por la hermosa letra en que iban puestos los sobres, iguales también en tamaño. Una iba dirigida a don Basilio Mendi; la otra, a María Mendi, y ambas consignadas a Pasajes de San Juan, Vicaría.

A todo esto, el bote se iba acercando al desembarcadero, formado por una escalinata junto a la rectoral. Una joven se asomó al mirador, y el cartero, al verla, levantó el brazo mostrando las dos cartas consabidas. Las cuales, no tanto por la calidad de los destinatarios, cuanto por estar más a mano su entrega, fueron las primeras que repartió el empleado, bajando a recibirlas la joven. Esta se guardó una en el seno, y, con la otra en la mano, subió a entregársela al vicario, diciéndole:

—Tío, carta de Miguel.

—Miedo me da abrirla —contestó el cura—, porque vendrá con la balumba de encargos y peticiones; que libros, que pape-les de música... pero siempre a mi costa, porque él nunca envía el dinero. ¿Qué se ha figurado Miguel? ¡Que tiene por tío al arcipreste de Santa María!

—Tío —contestó la moza—, cuando Miguel pide, señal que le hace falta. Además, siempre pide cosas razonables.

—¿Razonables dices? —repuso el cura mirándola, al mismo tiempo que rompía el sobre—. ¿Qué has de decir tú, abogada sempiterna de Miguel? ¡Buen par de primos estáis hechos! Aunque para primo yo.

—Esto lo dice, tío Basilio, porque sí; porque hoy está con la luna. De sobra sabe que tanto Miguel como yo le queremos como se quiere a un padre, a un protector de nuestra orfandad. Ea, dese prisa a leer la carta, porque Paula puso ya la mesa.

Paula era la nodriza de la joven, convertida en sirvienta de la casa. La vieja criada vino a corroborar lo dicho por su hija de leche, anunciando que el etzecaria, el potaje, estaba servido.

—Vamos allá —dijo el vicario, calándose las gafas para leer la carta.

Pero antes que todo, bendijo la mesa. Luego, en tanto que la sobrina le llenaba el plato, leyó en voz alta.

Razón tenía el tío. El sobrino, a vuelta de mil cumplidos y de encomios de su vida estudiantil, concluía encargándole le comprara en un almacén de música de San Sebastián el ofertorio del abate Perosi, el maestro de la Capilla Sixtina. La partitura valía cinco duros.

—¡Cinco duros! —exclamó escandalizado el cura, envainando las gafas—. ¡Veinticinco pesetas, cien reales!, pero él escribe cinco duros, como quien no pide nada. ¿Y por qué no me los manda?

—Ya sabe usted que no gana para tanto —contestó la joven—. ¡Cualquiera se gasta cinco duros en música!

Y con mucha zalamería anudó la servilleta al cuello del cura.

—¿Sí, eh? Pues lo mismo digo yo —replicó el clérigo, dejando hacer a su sobrina, que acabó por sentarse enfrente, diciendo:

—Usted está en otra posición, tío; sin contar que esto que pide Miguel será en beneficio de la parroquia.

—No lo veo.

—Muy sencillo; ese ofertorio, que habrá oído el Padre Santo y los cardenales de Roma, lo oiremos en Pasajes en la primera misa cantada que acompañe Miguel.

—Aunque así fuera —repuso el clérigo, no queriendo dejarse vencer tan fácilmente—. Yo no soy un cardenal, y, además, he de dar cinco duros por la audición de un ofertorio.

—Vaya, tío Basilio, yo le ayudaré con los ahorros de mi alcancía.

—Guárdatelos, que no serán muchos —repuso don Basilio, soplando el plato de potaje—. En fin, ¿qué remedio queda? Se lo mandaré. ¡Pero cuidado con el mancebo! Como en su día me dé viejo por nuevo, Eslava por Perosi, le cierro la bolsa.

A esto no tuvo nada que objetar la joven, y tío y sobrina siguieron comiendo silenciosos.

En este intermedio vamos a dibujarlos.

CAPÍTULO II
La familia Mendi

EL vicario de Pasajes se llama don Basilio de Mendi, o Mendi a secas, porque el clérigo es de los buenos vascongados que creen que para probar la nobleza de su apellido basta con justificar que este es vasco legítimo.

Tendrá sus sesenta años cumplidos, pero más que viejo es un anciano, por el aseo de su persona y lo venerable de su aspecto. Los años le trajeron canas y arrugas, pero no han conseguido doblar su procer cuerpo, desmintiendo aquel aforismo de Hipócrates: «La gran estatura da gentileza a la juventud, mas en la vejez es incómoda y le lleva ventaja la pequeña».

Don Basilio es oriundo de Alza, pueblecillo al otro lado de Pasajes nuevo, perdido entre bosques de castaños y manzanos. De joven ganó por oposición el curato de San Juan, y al enviudar una hermana suya, la madre de María, se trajo a su lado madre e hija.

Otro hermano tuvo, organista de una parroquia de San Sebastián, y este fue el padre de Miguel. Los dos viudos murieron con diferencia de pocos meses, dejándole por albacea y tutor de sus respectivos hijos. La niña siguió en la vicaría y el chico pasó a Alza, con otros parientes; pero cuando tuvo la edad suficiente, su tío lo llevó al Seminario de Vitoria.

Por el tiempo que empieza esta relación, Miguel había cumplido veinticinco años y María veinte con las setenas; es decir, que a esta edad en que otras jóvenes son rosas tempranas, ella estaba en todo su desarrollo y lozanía.

No era de esas mujeres en que cada rasgo es un detalle pues los ojos eran más expresivos que bonitos y su nariz aguileña demasiado prominente, hasta el punto de justificar esta aguda frase de su tío: «No estoy muy seguro de que tal nariz pertenezca a esa cara. Se me antoja un pico de papagayo descansando sobre cerezas» —que eso parecían sus labios encendidos—. Pero tenía busto de diosa, tez resplandeciente de frescura, brazos y manos admirables y esa expresión varonil de las facciones que es el peculiar encanto de las vascongadas, sobre todo cuando le realza una espléndida cabellera, que en algunas llega hasta los talones cuando la desatan.

Por regla general, el pelo de las vascongadas es negro como la endrina; no así el de María, que era rubio castaño, color que casaba admirablemente con el de sus pupilas garzas; ojos que, sin tener la fascinación de los ojazos negros de las andaluzas, fascinan a su manera. No es la mirada de fuego que quema los corazones, sino la atracción del lago que, mansamente, muy despacio, incita a quien le mira a arrojarse al fondo.

Cuando María salía a la calle con su sencillo manteleta, especie de manto vasco con capucha guarnecida de encajes, parecía una duquesa de Goya vestida de mujer de pueblo. Los mozos se paraban a mirarla y se decían que era la nescacharra, la muchacha más bonita de Pasajes. Los domingos, si ocurría entrar ella en el ruedo de mozas a bailar el aurrescu, todos tributaban elogios a su hermosura, pero ninguno se atrevía a decirle palabras de amor, como a las otras jóvenes. Muchas veces era simple espectadora de la fiesta y esto les tenía a todos contentos y satisfechos. ¡Sobrina del cura! Esto en los pueblos es una categoría.

Don Basilio, admirador de la belleza en todas sus manifestaciones, se sentía orgulloso de tal sobrina, y no pocas veces que la veía cruzar por la sala, mientras él estaba con el breviario, levantaba los ojos y exclamaba: Cerúlea pubes! Ella, creyendo que rezaba la letanía, no hacía caso.

Los dos primos andaban enamoricados, si bien nunca hubieran mediado declaraciones mutuas: —¿Me quieres? —Te quiero. Esto para ellos fue siempre una vana fórmula desde que, habiéndose tratado toda su vida, casi juntos crecieron y llegaron a quererse por instinto. Sin promesas, sin juramentos de amor al oído, el uno se guardaba para el otro con esa castidad reposada, pero fuerte, de la juventud vascona.

En los siete años que llevaba Miguel en Vitoria, a veces se escribían y a veces venía a verla en tiempo de vacaciones. Don Basilio que, a ser obispo, hubiera hecho de su sobrino un letrado o un ingeniero, en vista que ni su peculio ni la herencia del organista daban para más, determinó hacerle clérigo, por ser la carrera más digna y ventajosa para un estudiante pobre. Milicia o igreja desea a su hijo la vieja, es un antiguo decir que sigue siendo válido en muchas partes de España.

Miguel se dejó llevar por la corriente, y más por dar gusto a su tío que por otra cosa, se recibió de menores. Mientras tanto cultivaba la música, por la que sentía decidida vocación, heredada sin duda de su padre el organista. Tenía además una hermosa voz de tenor, y tal era su adelantamiento y competencia musical, que en el Seminario daba lecciones de canto y armó-nium, lo que le valía una pequeña remuneración sobre la beca que disfrutaba.

Por el momento hemos de representárnosle como un apuesto mancebo, de cara lampiña, con cerquillo del diámetro de dos pesetas, y con bien cortada sotana, así como cumple a un levita o aspirante al sacerdocio.

Llevaba siete años en el Seminario, como se dijo, y este era el decisivo. Según su tío, había de ingresar definitivamente en el sacerdocio, ordenándose de subdiácono. A este tenor, don Basilio entendía que su sobrino se quemaba las cejas en el estudio de súmulas, cánones y decretales, alternando con el más alegre de la música; porque así estaba enterado el buen señor del querer de sus dos sobrinos como de lo que pasaba en los antípodas.

Quizá Miguel se aplicara en la teología en la medida que pensaba su tío, pero por lo que va a verse, era un teólogo enamorado, a la manera de Abelardo, el amante de Eloísa.

La Eloísa de este cuento, María, al levantar el mantel, fuese a su habitación, y sacando la carta del seno, dio principio a su lectura.

«Mariucha —escribía el seminarista—, ya poco falta para que nos veamos. Estamos en vacaciones, y en cuanto me den suelta, me plantifico en Pasajes con la sotana liada.

Esto no puede seguir así. Yo no he nacido para cura. Hay que dárselo a entender así a tío Basilio. Tú, como dueña de su voluntad, procura catequizarle. Yo no me atrevo, porque si le digo ahora que quiero ahorcar la sotana, él, aunque tan bueno, me querrá ahorcar a mí; y entonces te quedarías tú sin aquel que tanto te quiere, y pronto será contigo, Micael».

CAPÍTULO III: CÓMO UN OBISPO DE GINEBRA INSPIRA A UN VICARIO VASCONGADO

PENSATIVA se quedó la moza con este mensaje. Tanto se atrevía ella como su primo a irle con el cuento a tío Basilio. Llamó a la vieja fámula que estaba al corriente de todo, y como le pidiese consejo, la buena Paula dio media vuelta, y haciéndose una santiguada se sacudió la mosca.

Pero había que dar el notición, porque como escribía el seminarista, «aquello no podía seguir así». Mas ¿cómo decírselo al tío? ¿Poco a poco? ¿Hacerle tragar la píldora dorándosela con zalamerías y arrumacos en los que María era maestra? Esto era lo que entendía Miguel debía hacerse, cuando hablaba de catequizar al tío; pero María imaginó otro expediente, entre ejecutivo y dilatorio: que don Basilio lo supiese, y no por boca de ella, y esperar a ver por dónde salía.

Y por quien lo había de saber el tío era por la misma carta de Miguel que ella pondría sobre la mesa de estudio del cura como cosa olvidada.

Y como lo pensó lo hizo; sólo que con intuición diplomática esperó la hora de acostarse ella, que es cuando el vicario tenía por costumbre enfrascarse en la lectura para coger el sueño. El tío vería la carta sobre la mesa, la leería, y como quedaba una noche por medio, la tempestad habría perdido mucho de su fuerza cuando ella la afrontara.

Los tres huéspedes de la vicaría rezaron el rosario a la hora de costumbre, y cuando sonó la de acostarse, María dio las buenas noches y se retiró, dejando la carta de Miguel, metida en el sobre, en lugar visible del escritorio, alumbrado a la sazón con dos bujías, única luz artificial que sufrían los ojos del cura.

El tipo de don Basilio es tan interesante que vale la pena de perfilarlo del todo.

Era hombre muy leído; tal vez demasiado sabio para un pueblo, así que tenía que refrenarse no pocas veces, porque la ciencia y el fuego no se pueden ocultar. En vez de discursos y conferencias, que pocos de sus acostumbrados oyentes entendían, repartía su tesoro de erudición a dosis, en frases y sentencias breves, que valía por todo un discurso. Bien es verdad que así disimulaba un gran defecto que tenía en su oratoria: el arrastrar las erres y a veces comérselas. De ahí que fuese acérrimo adversario de la erre doble, hasta el punto de proscribirla en absoluto de su lenguaje. No obstante, disimulaba este defecto diciendo:

—A la erre doble llamáronla los latinos canina, por la aspereza de su pronunciación.

Tomaba rapé, como luego se dirá. Un día entró en el estanco y pidió un eal de apé.

—¿Esto qué es, señor cura? —le preguntaron.

—Un eal de apé —repetía él—; ¿no sabe usted lo que es apé}

Y enseñaba la tabaquera.

El estanquero se lo dio. Entonces díjole don Basilio:

—Este polvo se vendió un tiempo en las boticas con el nombre de Clisterium nasi. Ya lo sabe usted; cuantas veces se lo pida o mande por él con este título, me lo da del mejorcito que tenga.

Esto del rapé era la única concesión que hacía al tiempo viejo, porque, por lo demás, era un hombre muy bien avenido con los progresos modernos. Cuando iba a San Sebastián gustaba de acercarse al teléfono, no le incomodaba el ruido de los automóviles, y una vez que vio volar desde su casa un aeroplano que evolucionaba por los alrededores de la ciudad, le bendijo.

Dijimos que obligado a abatir el vuelo de su verbo, tanto por el defecto de pronunciación, cuanto por ponerse al nivel de la inteligencia de sus feligreses, se indemnizaba con frases y apotegmas que valían por un discurso, pero con tanto ingenio, que siendo mordaz en ocasiones, no pasaba por maldiciente, sino por moralista.

A una chismosa que hablando con María se lamentaba de que se le caían los dientes y preguntaba de qué sería, respondió él, que lo estaba oyendo: —De las muchas coces que les das con la lengua.

Reprendiendo en su presencia un escaso a un liberal porque había dado a un necesitado, por un par de gallinas una peseta, le interrogó: —¿Las compraras tú si te las diera por un real? —Sí, comprara. —Pues en tanto tiene este una peseta como tú un real.

Hablándole de un feligrés que hablaba mucho y daba poco, puso este comentario: —El mejor hombre del mundo sería, si los cerraderos que tiene en la bolsa los tuviera en la boca.

De una mujer fea que se casó con gran dote, dijo a María, al volver de la boda, que el novio la había tomado por el peso, no por la factura.

Una noche le quisieron robar el gallinero. Como oyese ruido, se asomó a la ventana del corral y dijo a quien fuere: —Vuelve más tarde, que aún no estamos dormidos.

Otro día lo hizo mejor. Un labrador que varias veces había entrado furtivamente a comerse las manzanas de la huerta, pare-ciéndole esto poco, entró también a pastar una borrica. Don Basilio, que vio suelto y solo al animal, cogió del ronzal a la bestia y se la llevó a la cuadra, sin decir nada a nadie. No hay que hablar de la desesperación del aldeano, que daba por robada y perdida la burra. Don Basilio le dejó que se tirase del pelo dos días, y al cabo de ellos le mandó el animal con un cartelón en el cuello que decía: «En lo sucesivo, ni yo ni mi amo pastaremos en terreno de otro».

Sus libros estaban asimismo plagados de extrañas anotaciones.

Leyendo en una obra de secretos naturales que el tener poco arqueados los arcos ciliares es señal de necio, tomó una vela en la mano, porque era de noche, para mirarse al espejo, y se chamuscó las cejas, por lo que escribió al margen de la cita: Comprobado.

Tamaño percance le ocurrió por la poca costumbre que tenía de mirarse al espejo, desde un día que se vio lleno de canas, con la cara arrugada y los ojos hundidos: —No hacen los espejos ahora como solían —dijo—, que me acuerdo yo que hacían un rostro que era alegría de verse.

Esto demuestra que era un hombre tan ingenioso como espiritual, según lo probará otro detalle. Mientras vivió don Carlos de Borbón (Carlos VII), rezaba en la colecta de la misa Pro rege nostro Carolo; pero muerto este, habiéndole sucedido en sus derechos al trono su hijo don Jaime, nuestro clérigo hízose alfonsino, por parecerle más eufónico decir Ildefonso que Jacobo.

No se cansaba de repetir estas dos máximas de higiene, moral la una, corporal la otra. «Los cuidados y las zozobras añaden un cero a los años»; o bien: «Levantarse a las seis, almorzar a las diez, comer a las seis y acostarse a las diez, hacen vivir al hombre diez veces diez». Y por nada del mundo transgredía este horario, a menos que la cura de almas le forzara a ello.

Eran las nueve dadas y don Basilio no podía con sus párpados que se entornaban, invitándole a dormir. ¡Vana tentación! Hasta las diez no les daría gusto. Entonces sí, se acostaría, cerraría los ojos y no volvería a abrirlos hasta las seis de la mañana, porque a pesar de sus años, hacía su dormida de un tirón.

Con todo, para ahuyentar el beleño, hubo de auxiliarse con una toma de rapé.

Había adquirido esta costumbre porque tenía comprobado desde su juventud que el polvo del tabaco era un excelente remedio contra la sensualidad, y que tomado moderadamente no solamente es útil, sino que también necesario a las personas que por su estado religioso se obligan a llevar una vida casta y a reprimir los impulsos sensuales que pueden tentarle.

A propósito de estas tentaciones de la carne, repetía este dicho de su homónimo san Basilio: «Yo no sé lo que son las mujeres, sin embargo no soy virgen».

Dicho queda que al rapé no le llamaba así, a lo vulgar, sino Clisterium nasi, tanto por preciosismo latino de clérigo, cuanto por su aversión a la letra canina. Si bien tenía sumo cuidado de no manchar la pechera de la sotana, con todo, ensuciaba tantos moqueros, que su sobrina le reconvenía no pocas veces por tan puerca toma. La única concesión que hizo don Basilio, y fue magno sacrificio, consistió en no tomarlo delante de ella, y únicamente para despabilarse en sus lecturas nocturnas.

Aspiró, pues, un polvo, estornudó, despejó la cabeza y alargó el brazo para coger un libro que por aquellos días estaba leyendo: La Introducción a la vida devota, de san Francisco de Sales, obispo y príncipe de Ginebra.

En esto reparó en la carta de Miguel. Como el sobre era idéntico al que abrió horas antes, dudó si sería la misma, y aunque estaba seguro de habérsela guardado en el bolsillo del balandrán, la sacó para cerciorarse. Luego tomó la que estaba sobre el tapete a nombre de María Mendi. Sin pizca de recelo, movido únicamente por la picara curiosidad, sacó la carta del sobre y la leyó.

Si en vez de tomar rapé la lee antes, queda desvelado de golpe y porrazo, sin estornudos y emporcamientos de narices; tal fue la sacudida que le produjo la epístola del seminarista.

Botó del asiento, y dando bufidos como una marsopla, se asomó a la ventana que daba a la ría, a despejar la cabeza con la brisa nocturna, porque creía estar soñando. Tornó a sentarse, a leer la carta y vuelta a levantarse y a dar paseos por la estancia. En una de las veces que llegó a la puerta, a punto estuvo de despertar a María y a voces llamarla a capítulo. Pero se contuvo.

Volvió a su sitial y, dando un suspiro, abrió la Vida devota, por ver si daba otro curso a sus pensamientos. Estaba en la tercera parte, capítulo primero, y por allí siguió leyendo esto que escribe el santo obispo:

«Es una gran falta en muchos que aplicándose al ejercicio de alguna virtud particular, porfían en cualquier tiempo y ocasión, que las acciones no salgan nada de aquello que desean; como aquellos antiguos filósofos que siempre lloraban o siempre reían; y aun hacen peor cuando menosprecian y censuran a los que como ellos no ejercitan siempre estas mismas virtudes. Es menester alegrarse con los alegres y llorar con los que lloran (dice el Apóstol), y la caridad es paciente, benigna, liberal, prudente y condescendiente».

—¡Bendito oráculo! —exclamó el vicario—. Qué bien me dicta lo que debo hacer.

Y para más persuadirse, apeló a eso que los creyentes del Islam llaman la prueba delfal: abrir a la casualidad un libro de religión y aplicar el primer pasaje que se ofrezca a las circunstancias del momento. Para ello se sirvió del mismo libro. Lo cerró, lo volvió a abrir a la suerte, y sus ojos tropezaron con este pasaje:

«Aviso es del rey San Luis el no desmentir a nadie no habiendo pecado, o gran daño en lo contrario, y esto por evitar todas contiendas y disputas. Cuando importa, pues, el contradecir a alguno y oponer su voluntad a la de otro, menester es usar de grande mansedumbre y destreza, sin querer violentar el espíritu del otro; porque así como así, no se gana nunca nada tomando las cosas con aspereza».

Con estas citas, cobró don Basilio relativa tranquilidad y fuese a acostar porque ya eran dadas las diez. Algo tardó en conciliar el sueño, caviloso como estaba en lo que haría y acontecería con sus sobrinos; pero al cabo se durmió, después de haber trazado su plan de conducta.

Cuál fuera este lo veremos enseguida.

CAPÍTULO IV
En el que se vislumbra el porqué del título DE ESTE LIBRO

EL primer menester a que atendía don Basilio al levantarse era decir misa en la iglesia. Salía de la vicaría con esclavina y bonete, y a paso lento tomaba calle arriba rezando en el breviario.

Poco después que él, al tercer toque de campana, salían María y Paula, que, con media docena más de mujeres, constituían las abonadas a diario a la misa tempranera. Los domingos era otra cosa; el oficio divino era a hora más conveniente, y el vecindario en masa acudía al templo, porque para católicos practicantes los vascongados.

Don Basilio llamaba a aquel grupo de mujeres «su guardia de honor». Esta guardia iba vestida con hábitos de varios colores, según la particular dedicación de cada devota. El de la Purísima, celeste; el del Carmen, marrón; de la Dolorosa, negro; san Antonio, gris; san Francisco, azul y negro; el de Jesús, morado, y el de santo Domingo, blanco. María, como muchacha casadera, lo llevaba de san Antonio, y Paula, como viuda, negro, de santa Rita; con la diferencia que María tenía siempre limpio y co-quetil su hábito, en tanto que su nodriza, como se había impuesto el voto de romper el suyo, lo llevaba muy raído. Los caballeros andantes se imponían la obligación de romper unos zapatos de hierro; las beatas como Paula hacen el voto de romper un hábito.

María oyó, pues, la misa de su tío, y acabada que fue, regresó a la vicaría con la vieja criada, a preparar el desayuno del celebrante. Quien no tardó en presentarse, siendo servido, como de costumbre, con una jicara de chocolate y un vaso de leche venida de la casería de Alza. El chocolate, según don Basilio, resolvía un problema de difícil solución: encerrar en un pequeño volumen de fácil digestión gran cantidad de sustancia nutritiva.

Nerviosa y agitada estaba la moza, esperando de un momento a otro un chaparrón de imprecaciones y amenazas; pero, con gran sorpresa suya don Basilio se mantenía inalterable. —¡Quizás no habrá leído la carta! —pensó María; pero se convenció de lo contrario cuando, al entrar en la sala a dar una mano de limpieza, vio encima del tapete la carta tendida separada del sobre.

—No hay duda que se ha enterado —dijo María—. Cuando nada me dice, es que se reserva para Miguel.

Y el mismo día escribió a su primo enterándole de todo.

A rejalgar supo al seminarista las nuevas de su prima; es decir, el endoso de su carta al tío; y lo mismo que María, se preparó a ser el pagano de todo. Por de pronto, se resignó a no ver el ofertorio de Perosi.

Pero se equivocó a medias, como su prima en lo otro.

Dos días después de la carta de María llegaba a manos del seminarista la respuesta del tío, acompañada de una libranza de veinticinco pesetas. Don Basilio explicaba el milagro en estas líneas, que Miguel leyó con avidez:

«Si estás bueno, me alegro; yo también lo estoy. (Así, como Cicerón, empezaba las cartas don Basilio con personas de su confianza).

Te envío veinticinco pesetas. En cuanto las cobres vienes a verme. Despídete del Seminario, a cuyo rector escribo por el mismo correo, dándole las gracias por sus atenciones y enterándole del viaje, aunque no de los motivos.

No quiero violentar tu vocación, por más que tú debías haberme desengañado antes. Pero de esto hablaremos más despacio. Quítate la sotana, porque es hábito sagrado que no debe profanar quien está reñido con ella. Cuélgala, líala, como tú dices, regálala, pero que no te vea yo con ella; porque, por respeto a la mía, no quiero se convierta la tuya en disfraz.

Es cuanto tiene que decirte por el momento tu tío, Basilio».

—¡Con poco se contenta mi tío! —exclamó Miguel al final de la lectura—. ¡Qué bueno es él, y qué mentecato fui yo en no haberme espontaneado con un confesor tan indulgente!... ¿Qué habrá resuelto tío? ¿Darme a María, o enviarme a freír espárragos? Lo que fuere, sonará. En fin, Miguelucho, alea iacta est-, que no porque dejes de ser cura has de renegar del latín que tantas vigilias te cuesta...

Adelantándose a su despedida, el rector le hizo llamar.

Aunque don Basilio escribiese a este señor sin soltar prenda, limitándose a notificarle la salida del sobrino, no dejó de intrigarle la repentina llamada del seminarista adelantándose a las vacaciones. Llegado Miguel a su presencia, hízole algunas preguntas veladas; trató de sonsacarle qué hubiera de cierto, pero el joven tuvo buen cuidado de atribuir su partida a su afán de perfeccionarse en la música en el orfeón de San Sebastián. Adiestrándose en la armonía y composición de música sacra, podría hacer oposiciones a maestro de capilla u organista.

—Esto lo puedes hacer sin salir de Vitoria —objetó el rector.

—Según y conforme —replicó Miguel—... Pero, de todos modos, así lo quiere mi tío.

—Pues, lo siento de veras; porque el Seminario, yéndote tú, pierde su Orfeo. Eres ya un músico excelente, y tuyos serán los lauros a que aspires. ¡Ojalá sea así, para que tu apellido se sume a los Eslava, Gaztambide, Zubiaurre, Sarasate, Gayarre y demás artistas líricos de la Vasconia! Vete bendito de Dios, y cuenta siempre con el cariño de esta casa.

Miguel se despidió después de los demás profesores y de sus íntimos camaradas, a uno de los cuales regaló su sotana casi nuevecita, quedándose en pantalones y en mangas de camisa. Como el viaje en tercera de Vitoria a la capital de Guipúzcoa es muy barato, le sobró dinero para comprarse una chaqueta de alpaca en reemplazo de la beca, y una boina azul para cubrir la mollera, y más que todo el cerquillo, que, si bien no más grande que una hostia de comulgar, le parecía un calvatrueno.

En tal guisa, día de Santiago apóstol, patrón de España, después de oír misa en la capilla del Seminario, salió de Vitoria.

No hace muchos años, antes que la bella Easo alcanzara el grado de esplendor que ahora tiene, uno de los atractivos de Pasajes eran las famosas bateleras, que con inusitada algazara rodeaban las diligencias que llegaban de San Sebastián, disputándose la preferencia para llevar a los viajeros a la otra banda.

Cuéntase del rey Felipe IV que a su paso por Pasajes, en mayo de 1660, cuando sus vistas en el vecino Bidasoa con su hermana la reina Ana de Austria, quedó tan encantado de la agilidad y destreza con que estas mujeres manejaban el remo, que se trajo a Madrid varias de ellas para el servicio de las góndolas del Retiro.

Las bateleras de Pasajes han dado también argumento a una de las comedias de Bretón de los Herreros. Vistas en escena, aparecen todas jóvenes, bonitas, casi elegantes; con hermosos ojos negros, cabellera de ébano caída en dos trenzas sobre una espalda de alabastro, o recogida coquetamente con el gracioso pañuelo; boca de carmín, manos de cera, y un traje compuesto de corpiño de seda y zagalejo corto hasta media pierna, con su correspondiente calzón ceñido y medias y zapatos de raso sujetos con galgas.

Pero hay mucha diferencia de lo vivo a lo pintado. Las pocas auténticas bateleras que aún quedan son pobres mujeres que pasan su vida sufriendo el rigor de las estaciones, y con mil afanes han de ganarse un pedazo de pan; por lo que bien poco pueden parecerse a las comparsas de teatro que hacen sus veces en la comedia de Bretón. Tienen curtidas y tostadas por el sol cara, manos y piernas; visten de percal limpio, pero muy usado; pañuelos de esos que llaman de hierbas, de colores muy vivos, y sombrero de paja ordinaria con enormes alas y con ramos de siemprevivas metidos en la cinta por todo adorno.

Pero ninguna de ellas salió al paso de nuestro viajero de Vitoria, cuando este, con su maleta, con más papeles que ropa, y una caja de violín, desembocó de la estación para tomar la gabarra con que cruzar la ría.

A bien que Chimún, a quien ya conocemos, en cuanto le vio le llamó por su nombre, diciéndole que le esperaba con su bote. Como Miguel conocía muy bien al inválido, quien, por su larga práctica en el canal, era conocido hasta de las gaviotas, cuanto más de los vecinos de Pasajes, se dejó llevar por él.

—¿Conque sabías mi llegada? —preguntó a Chimún.

—A punto fijo, no; pero sabía que estabas al caer. Como llevo todas las mañanas a la vicaría la leche de Alza, allí me lo dijeron.

Sin más averiguaciones, el viajero saltó a la gabarra. El batelero izó vela porque la brisa favorecía, y enderezó el gobernalle hacia el desembarcadero, junto a la rectoral.

—¡Buen viento! —dijo Miguel, por decir algo—. Te ahorra el manejo de los remos.

—Es el mejor regalo que nos viene de Francia —contestó Chimún, dando a entender con esto que el viento del norte refrescaba la atmósfera quemada por los rayos del sol—. Tú también debes agradecerlo, Micael, porque te lleva viento en popa a casa de tu tío.

Por un impulso instintivo se ladeó el joven, por ver si en la vicaría había alguien asomado; pero como la casa quedaba a sotavento, ni él veía ni podía ser visto, porque le ocultaba la vela. Y contuvo su ímpetu entreteniéndose enjugar con la estela que dejaba la barca, metiendo la mano hasta el puño en el agua y paseando la mirada por el paisaje del abra, tan familiar, y por esto mismo tan querido para él.

Al fin hubo de preguntar a Chimún:

—¿Están buenos en casa?

—No hay novedad —respondió lacónicamente el barquero—; pero ahora que me acuerdo, me olvidaba cumplir un encargo de tu prima.

—¿Qué encargo?

—Pues que Mariucha díjome que cuando te trajera en mi barca izara en el tope la bandera. Ya no me acordaba.

—Pues ponía, Chimún; date prisa, porque poco falta para llegar.

Abrió el batelero el pañol de popa, sacó un trapo rojo y lo izó en el palo que aguantaba la vela. Al soplo de la brisa la bandera se desató sin una arruga.

Oportuna fue la señal, porque a las pocas orzadas, Chimún hubo de amainar el lino para arrimarse al desembarcadero, a cuyo tiempo vio Miguel a María y a la vieja Paula en el mirador, pareciéndole ver detrás de ellas, en la penumbra, al tío Basilio.

Como quiera que fuese, las dos mujeres solas bajaron a recibir al recién venido al pie de la escalinata. Primo y prima dié-ronse la mano, y algo hablaron que no se oía bien; pero lo que sí se oyó muy bien fue esto que dijo ella a él cuando este se disponía a pagar el pasaje:

—Micael, dale un realito más a Chimún por la banderita.

Escarricasco, Mariucha —contestó el barquero, tomando lo que le daban—. Agur.

Y los tres de a pie subieron a la vicaría.

Don Basilio estaba asomado en el rellano de la escalera. Miguel se adelantó, y como tenía por costumbre cuantas veces veía a su tío después de larga ausencia, le besó la mano.

—¿Vendrás con hambre? —fue la primera pregunta que el tío hizo al sobrino.

—Regular, tío, regular; pero mayores son las ganas que tenía de ver a ustedes.

—Muy zalamero vienes, Miguel —contestó el cura mordiéndose el labio para no sonreírse—. Pero te corresponderemos. Ea, dense prisa a servir la comida; adelantaremos la hora en honor al viajero.

María y Paula se fueron a la cocina y les dejaron solos.

—Tenemos que hablar —dijo don Basilio a su sobrino, haciéndole entrar en el despacho.

—Como usted quiera, tío —respondió Miguel, revistiéndose de valor para aguantar la monserga que suponía iba a oír.

—Satisfice tu deseo —fue la introducción que a su plática puso don Basilio—. ¿No quieres ser cura? Pues no lo seas. Pero esto debías habérmelo dicho a las claras. Tu falta de confianza conmigo es un agravio hecho a mi bondad. Cuando se teme confiar un secreto a quien tarde o temprano lo ha de saber, es porque no se le cree digno de merecer los honores de la confianza... Lo que escribiste a tu prima podías habérmelo escrito a mí y así te ahorrabas intermediarios.

—Fue cosa de María la entrega de mi carta. Obró muy poco diplomáticamente.

—¿Poco dices? A mí me parece que mucho. Le pasó lo que a todas las mujeres: que les sale bien cuanto ejecutan de momento, al tun tun, sin pensarlo, porque si lo piensan entonces lo echan a perder.

—¡Pero así tan de sopetón la noticia le habrá ocasionado a usted un disgusto!

—Disgusto, no; chasco, sí; porque yo te creía con perfecta vocación para el sacerdocio... Pero dime, Miguel, ¿estás seguro de no tenerla?

—Tío Basilio —contestó el joven poniéndose la mano en el pecho—, el cielo me envió otras inspiraciones.

—Guarda, sobrino, que no sean del diablo.

—Por el contrario; parece que los ángeles vinieron a traérmelas, porque ellas llenaron mi alma de gozo inefable, como si recibiese la gracia de Dios.

—Sin embargo, Miguel, ¡cuán dulce y misericordioso fue contigo el Señor en el tiempo que fuiste suyo en el orden de Mel-quisedech! ¡Qué de dulzuras divinas te hizo sentir con los sacramentos, la oración y la lectura piadosa!

—Verdad, tío; pero yo comparo los efectos de mi dedicación levítica con el dichoso cambio operado ahora con mi libertad, y noto ese espiritual contentamiento que resulta de la armonía del corazón con la voluntad. Por lo menos me siento tranquilo.

—¡Bienaventurado tú si lo conseguiste! Porque has de saber, Miguel, que después del pecado la inquietud es el mayor daño del alma. La intranquilidad de espíritu enturbia el corazón de tal manera, que el enemigo del hombre echa la redada como quien sabe que a río revuelto ganancia de pescadores.

—Así es, tío Basilio; por esto yo desde que recobré la tranquilidad, desde que su carta de usted me abrió la salida del Seminario, me siento mejor conmigo mismo y para con los demás; más alegre, más tratable, más paciente, más animoso; señales de que estas consolaciones vienen de lo alto, así como se conoce el árbol por sus frutos.

—Sea enhorabuena, hijo mío, porque la complacencia interior es signo de salud espiritual, y es agradable a Dios... Pero, además, estás enamorado.

Miguel bajó los ojos sorprendido por la brusca derivación del diálogo.

—¿Qué tiene esto de particular? —añadió don Basilio en tono apacible—. Si la gente no se casara, el mundo se acabaría. ¿Prefieres ser padre de familia a padre de almas? ¡Allá tú! Enamorado quiere decir casado en plazo más o menos corto. Lástima no sea posible a los hombres tener hijos fuera de las mujeres, dice Eurípides; así vivirían exentos de males. Ni quito ni pongo rey, porque las mujeres no me han hecho ningún daño, pero te recuerdo estas palabras para tu gobierno... Sin embargo, esto es hablar por hablar, porque la manzana de tu matrimonio aún está muy verde. Para casarse hay que poder mantener la familia. ¿Qué planes son los tuyos? ¿Qué género de vida vas a emprender?

—Tío, me inscribiré en el orfeón, cantaré en las iglesias, daré lecciones de piano y violín, trabajaré, en fin, cuanto sea hasta que pueda abrirme camino. Como mi padre fue organista, ¿por qué yo no he de ser maestro de capilla, o director de banda, o si no cantante de nota? ¿Quién sabe?

—Me parece muy bien que tomes por este camino. Yo te ayudaré en lo poco que pueda, porque también soy aficionado al divino arte. Pero por el momento tienes bastante para ir pasando, porque te tengo guardados algunos ahorros que puedes acrecentar cuidando la pequeña hacienda que te dejó tu padre. Eres mayor de edad y debes incautarte de ella. A mí no me está bien ordeñar vacas, quiero decir, administrar una vaquería. Vete a Alza y encárgate de la tuya. San Sebastián está a un paso y es compatible la vaquería con el estudio de la música... Ahora medita bien lo último que voy a decirte. ¿Ya sabrás quién fue Orfeo?

—Sí, tío; el músico tracio, hijo de Apolo y de la ninfa Calío-pe. Por más cierto, ese nombre me daban los compañeros de Vitoria.

—¿Sí, eh?, pues no les faltaba razón, porque así como tú, Orfeo fue a un tiempo músico y teólogo. Fue Orfeo el primer teólogo de los griegos, dice Lactancio Firmiano. Empezó cantando himnos y tañendo la cítara en alabanza de los dioses; luego cambió de tono porque se enamoró de Eurídice. Otro parecido con-tigo. El amor le hizo bajar al Averno, con tan mala ventura que vino a perder amor, felicidad y vida. Escarmienta en tu tocayo. Aún estás a tiempo de retroceder; de elegir entre la paz del santuario o la odisea del infierno, que infierno es este picaro mundo al que ahora te asomas. Mira, Miguel, no se cumpla en ti el retro fata vocant que pone Virgilio en boca de Eurídice.

—¡Por Dios, tío, no augure usted tan mal! De todos modos le agradezco el consejo... pero mi resolución es irrevocable.

—Era cuanto tenía que decirte... Ahora anuncia a las mujeres que vayan poniendo la mesa.

Miguel pasó el recado, y en la cocina tuvo este parlamento con su prima:

—Se conjuró el conflicto, Mariucha.

—¿Qué dijo tío Basilio?

—Amén a todo.

—¿Nos deja ser novios?

—Sub conditione, es decir, que he de hacer méritos para ganarte.

—Me parece bien.

—¡Valientes picaros! —exclamó Paula, que les estaba oyendo.

—¿Por qué, Paula? —preguntó Miguel.

—Porque la autorización del noviazgo se la habéis arrancado como la de esas bodas furtivas a la bendición de la misa, por sorpresa.

Sentáronse a comer tío y sobrinos.

María, como de costumbre, hizo los honores de la mesa, sirviendo con especial mimo al clérigo, como si quisiera recompensarle por su bondad. Poco o nada hablaron. Aunque Miguel trató de esto y de lo otro, don Basilio le contestaba lacónicamente, según era su costumbre máxime cuando en la anterior conferencia se había excedido.

Sirvieron a la mesa una tortilla, pero a don Basilio un par de huevos pasados por agua, que era como más le gustaban.

—Tío sigue tan aficionado a los huevos frescos —dijo Miguel a su prima—.¿Qué virtud les encuentra para que así los prefiera?

—Lo que no tienen muchos ricos —contestó el cura—: dar mucho y presto.

Torció Miguel la conversación sobre Vitoria, y hablando de un sacerdote, catedrático de Humanidades del seminario, condiscípulo de don Basilio, alabando su entendimiento, dijo que era todo un hombre de letras.

—¡Qué duda cabe! —repuso el vicario—. Sus letras son como de canto llano, pocas y gordas.

Miguel vio que era inútil entablar diálogo seguido y se aplicó a comer.

Acabada la refacción se asomó al mirador de la ría, y dando una voz a Chimún, que por allí iba barloventeando por si atrapaba algún pasajero en una u otra orilla, le mandó atracar. Volvió a besar Miguel la mano a su tío, dio un apretón de manos a las dos mujeres y con esto se despidió para Alza.

CAPÍTULO V
Chiquito de Alza

MIGUEL saltó a tierra en la otra orilla con la ufanía de Oquendo de regreso de una hazaña. Cruzó el muelle y los terrenos de la vía férrea y siguiendo una calle del Pasajes nuevo, tomó el sendero de la montaña en que Alza se esconde.

Subiendo las estribaciones que se despliegan en laderas y explanadas, siempre verdes y vistosas a favor de la humedad que rezuman las montañas vascas, arribó a la linde de la pomareda a cuyo extremo está el pueblo. Ya el sol se hundía por la parte del golfo y el joven apresuró el paso.

En el pomar oyó el aidá de un boyero, y conociendo quién era por la voz, ahuecó una mano y soltó el irricina. El otro, que era un vecino de Alza, repitió el grito y parando los bueyes dejó llegar a Miguel. Los dos se saludaron; el joven acarició los bueyes, viejos conocidos suyos también, y dejando la impedimenta sobre la carga de heno, se adelantó.

Por fin llegó a la rinconada donde está la aldehuela de Alza con sus blancas casucas, su iglesia del siglo XIV vigilándolas, y su cementerio de paz apoyándose en los muros del templo.

En la plazoleta se encontró con un grupo de mozos del lugar que le saludaron tirando las boinas al aire. Uno de ellos se llevó a Miguel aparte y le acompañó a su casa.

Era un íntimo y amigo de infancia, Melchor Goñi o Chiquito de Alza, como se hacía llamar en los frontones; un pelotari de poca más edad que Miguel, que ya se había hecho de un capitalito jugando en las principales canchas de España y del extranjero.

—Hace pocos días llegué de Italia —le dijo a Miguel—. Pregunté por ti en Pasajes y supe que seguías en Vitoria y que poco te faltaba para ordenarte.

—Esto se acabó —contestó el ex seminarista—, porque vengo de colgar la sotana.

—Me alegro, chico, y te felicito en nombre de las mozas de Alza, que se reñirán por ti.

—Pues que esperen, Melchor.

—Te habrá sorbido el seso alguna alavesa, porque son muy guapas las de Vitoria.

—Lo son, pero yo prefiero a nuestras paisanas.

—Y yo también, Miguel. Considera tú si habré visto mujeres en mis campañas de Barcelona, de Alejandría y de Milán. Pues si me caso, será con una guipuzcoana; como nuestras nescachas, ninguna.

—¿Has venido a casarte, Chiquito?

—Todavía no; digo como tú, que esperen. La de pelotari y la de marino son dos carreras peligrosas para el matrimonio, por razón de las continuas ausencias. Pero en cuanto gane lo bastante para viajar con mujer, una contrata a La Habana, por ejemplo, me caso, chico, me caso y a Roma por todo... ¿Saben en la casería que vienes?

—Les habrá avisado mi tío, el vicario.

—El otro día le visité —repuso Melchor parándose a encender un cigarro—. Por cierto que me convidó a almorzar, para que le hablara de mis viajes; pero resulta que él estaba más enterado que yo de cuanto le contaba, y el entretenido fui yo. Vi también a tu prima Mariucha, tan guapa como siempre.

—¿Verdad que sí, Melchor?

—He ahí una nescacha que no me gustaría para mujer.

Miguel dio un paso atrás, extrañado de esta observación.

—No por nada —añadió Chiquito— sino porque la encuentro demasiado señorita. Debe tener muchos pájaros en la cabeza.

—Y si yo te dijese que te equivocas, ¡que es mi novia!

—Pues contesto que hice una plancha y que me dispenses, Miguel.

—Estás dispensado.

—Pero no se lo vayas a contar, porque no hay necesidad de poner enemiga entre ella y yo.

—Descuida, Melchor; además que si tú hablas así de ella, es porque no la conoces bien.

—Pues así como yo piensan los demás mozos. Ninguno se atreve con ella. Por este lado puedes estar tranquilo.

—Pues yo no soy más que ellos, y ya ves cómo me hace caso.

—¡Cómo vamos a compararnos contigo! Porque yo me pongo entre ellos. Tú eres bachiller, maestro de música, según me dijo tu tío hablándome de tu vida en el Seminario; persona, en fin, de educación y de carrera. Sois tal para cual.

—También te engañas, Melchor; porque si vengo a Alza no es a darme pisto, sino a trabajar, a hacerme casero.

—¿Hacerte casero? —repuso Melchor riéndose—. No sirves para esto.

—¡Tú qué sabes! No se trata de arar la tierra, sino de seguir el negocio de la lechería con las vacas que ahí tengo.

—Esto me parece mejor... Pues, oye, así como dije lo que pienso de tu prima, te diré lo que opino de ti..., que te cansarás de la vaquería. Cuando esto suceda véndeme las sabinas. (Estas eran unas vacas así llamadas por lo que luego se verá). Como si quieres vendérmelas ahora mismo, tengo dinero para comprártelas, y me harías un favor, porque es el mejor regalo que puedo hacer a mis viejos.

—Lo tendré presente, Melchor; pero por ahora no pienso venderlas. En algo he de ocuparme.

Habían llegado a la puerta de la casería de Miguel y Chiquito se despidió. Los caseros salieron a recibir al amo, muy extrañados de verle de chaqueta y boina, pues le hacían en el Seminario arrastrando sotana.

Eran un matrimonio sin hijos, a quien don Basilio tenía arrendada la casa de su hermano a nombre del pupilo. Una de las rentas más saneadas era el envío de leche a San Sebastián, que el hombre hacía todas las mañanas a caballo para ahorrar los fletes del tren; pero este negocio era por cuenta y riesgo del tutor, que quiso reservárselo para atender a los gastos estudiantiles del sobrino. Fue tanta su probidad, que en el tiempo de la cúratela, sobre pagar la pensión al estudiante, le tenía apuntado en su haber un puñado de duros.

A este remanente se refería don Basilio cuando anunció a Miguel que podía contar con algunos ahorros.

Entró, pues, el joven en su casa, como Pedro por la suya. Los caseros le enseñaron las vacas, muy gordas y lustrosas, y aun ordeñaron una buena jarra de leche a guisa de refrigerio, porque era pasada la hora de cenar. Acompañáronle luego a su habitación, la misma que ocupaba el seminarista cuantas veces venía de Vitoria, y la mujer le hizo la cama.

El marido salió a recoger el equipaje que venía en el carro y, a su regreso, Miguel se acostó como aquel que había llevado un día de mucho ajetreo.

CAPÍTULO VI
Donde se cita y explica este refrán italiano:

LA BOTTA DÁ DEL VINO CH’ELLA HÁ

ES un decir, «Hacienda, tu amo te vea»; pero esto se entiende de aquello en que el amo es perito, porque, de lo contrario, servirá de estorbo más que otra cosa.

¿Qué entendería el ex seminarista de economía rural, ni de esquilmo de vacas? Menos que el vicario, el cual, si bien cuidó de traer el toro Sabino, padre de la vacada, delegó en los caseros la administración de la vaquería, primero, porque de esto no sabía jota; segundo, por razones de disciplina eclesiástica.

Con el nuevo día fue Miguel al establo a ver ordeñar las vacas. Cuatro eran estas; todas de cabeza fina, mirada apacible y cariñosa, cuerpo alargado, caderas anchas y pelo fino y lustroso, signos de perfecta salud y buen cuidado. Vistas por atrás, cada una parecía una máquina de leche; una enorme ubre, sostenida por cuatro columnas, que eran las piernas.

En el pueblo las llamaban las Sabinas del vicario, por un raro quid pro quo.

Es de saber que don Basilio, a fuer de hombre de empresa, hizo venir años atrás de Inglaterra un toro Durham para mejorar la raza. Le llamó Sabino y los aldeanos, creyendo que tal nombre designaba la raza del animal y no el animal mismo, llamaron sabinas a las primeras crías. A don Basilio le hizo mucha gracia el mote, y como casi se alimentaba de huevos y leche, solía decir;

—Estoy en la segunda lactancia, pero ahora me amamanta una sabina.

A este propósito daba una lección de selección animal a los aldeanos, diciéndoles:

—Las sabinas fueron unas mujeres que dieron buenos hijos a los romanos; vosotros debéis cruzar vuestro ganado con mis sabinas, para tener buenas crías.

La casera, que, como todas las mujeres de nuestras provincias del norte, tenía a su cargo el esquilmo del ganado vacuno, hizo reparar a Miguel en el escudo de las cuatro vacas. El «escudo» es esa superficie sobre la ubre, que a veces se extiende hasta las nalgas, a ambos lados de la teta del animal, en que el pelo se cría para arriba en vez de criarse para abajo. Cuanto mayor es el escudo, tanto mejor lechera es una vaca.

Esta fue la primera lección vaqueril que aprendió el joven, siendo la segunda el retener los nombres de las cuatro sabinas.

Tras las bellezas y cualidades de sus vacas, quiso enterarse de la edad y del rendimiento de cada una. Esto se lo explicó el casero, al tiempo que enalbardaba el caballo con que había de llevar los cántaros de leche a la ciudad.

La explicación fue harto sencilla.

Los cuernos tienen anillos en la base. La vaca cuenta tantos años como anillos tenga, más dos. Con cinco anillos tiene siete años; o tres años cuando el primero y uno por cada uno de los demás anillos. A esta cuenta, las cuatro vacas estaban entre los cinco y siete años, términos de la edad en que estos animales dan mayor rendimiento.

Tocante a este, no podía precisarse con igual justeza. El producto mensual en leche y manteca era variable: unas vacas daban un kilogramo de manteca con 18 a 20 litros de leche, y otras necesitaban para lo mismo de 30 a 40 litros.

El acarreo y la venta de leche es un oficio tan grato a los vascos, que en muchas localidades estos acaparan ambos ramos de lechería. Así en Montevideo y Buenos Aires es de ver a los emigrantes de la Euskalduna con la clásica boina, a horcajadas sobre un caballo pampa, repartiendo de casa en casa leche del ganado de los tambos, nombre que dan a las lecherías en el Río de la Plata. De esta guisa, de boina y a caballo, partió el casero de Alza a la ciudad donostiarra, llevando en las alforjas las vasijas de metal, muy lustrosas y bien taponadas, y entre ellas la destinada a la vicaría de Pasajes, obligado flete matinal del barquero Chimún.

A la partida del hombre, quedaron solos Miguel y la casera. Esta se dedicó a sus quehaceres domésticos, y el joven se entretuvo con el violín, agilitando los dedos con un zorzico, aire nacional que se presta a más variaciones que la jota o el «Carnaval de Venecia».

Tocaba y cantaba a un tiempo. A los pocos compases le hicieron coro las vacas mugiendo en el establo, y la volatería cacareando en el corral. Luego aulló el perro, y a este contestaron los otros canes de la vecindad. Pero entre todos estos ruidos se destacó la voz de Chiquito, desde la casa vecina, haciendo dúo con la de Miguel.

Oyó después este cómo la casera llamaba a las aves para repartirles grano, y, dejando el violín, bajó al patio a ver la escena.

Abierta la puerta del corral, salieron en montón gallo y gallinas, patos, pavos, gallinetas y palomas. No hubo amigos para amigos. A cada puñado de maíz que al voleo tiraba la mujer, la volatería se arremolinaba como en arrebatiña infantil. Quienes salían peor librados eran los polluelos y los patos, para quienes era un suplicio de Tántalo ese festín aéreo. A bien que la casera les indemnizó con platos de salvado, que hubo de defender de la insaciable voracidad de los otros picudos.

De esta guardia se encargó Miguel, interponiéndose como juez de campo entre los dos bandos. Volvía a su entretenimiento de cuando era niño. ¡Cuántas veces habría hecho de pavero, aquí, en la misma casa, en vida de su madre! Pero entonces era un muchacho travieso, y ahora un joven reposado y reflexivo. Por esto, en vez de correr a las gallinas, de arrancar una pluma al gallo o de incomodar a los pavos para que se les encendiera el moco, como hacía de chiquitín, ahora se solazaba en la contemplación de los volátiles, haciendo de cada uno un personaje a su manera.

En la gallina vulgar, que pone huevos sin conocer macho, se le representaba la virgen de las teogonias; en el pato pletórico, pausado y ventripotente, un orondo sochantre de Vitoria que él conoció; en el pavo de Indias, de moco y cogotera punzó, el Dante con su cogotera de escarlata. Veía luego en el gallo un Cyrano de Bergerac, narigudo, con penacho, capa y espuelas; en la pata, volviendo a sus hijuelos que, al caer de espaldas, no pueden enderezarse ellos solos, la madre que levanta a una criatura; en la paloma, de paso perezoso y contoneado, la odalisca; en la gallina de Guinea, una vieja corcovada vestida de negro con pintas blancas y cara almidonada...

De estas consideraciones le distrajo la llegada de Chiquito de Alza.

—Bonito espectáculo, Miguel —dijo riéndose de veras al ver a su amigo, caña en mano, poniendo orden a la volatería—. ¡Se conoce has tomado en serio tu oficio de colono! De esto a que lleves a pastar las vacas, ya poco falta.

—Todo se andará, Melchor. ¿Crees que no soy capaz de hacerlo?

—No lo dudo; pero ¿qué dirá Mariucha? Se avergonzará de tener un novio pastor.

—Conque ella se haga zagala también, está todo arreglado.

—¡Qué ganas de ir contra la corriente! ¡Parece mentira, Miguel, que te dé la chifladura de cambiar el arco de violín por la vara de pavero! ¡Vaya un zorzico que te oí desde mi casa! Me acordé de otro igual que en las fiestas de Pamplona cantó un año Gayar re, acompañado de Sarasate. Vengo a felicitarte.

—Gracias, Melchor; pero yo nunca cantaré ni tocaré como estos dos.

—¡Quién sabe! ¿Por qué no has de llegar a ser un Sarasate o un Gayarre, como yo un Portal? Sólo que para esto hace falta lanzarse al mundo, estudiar en los modelos, competir con los iguales, presentarse ante los grandes públicos que son los que proporcionan celebridad y dinero. ¿Qué fama ni qué riqueza lograremos, tú, reducido a cantar o tañer el violín en este rincón de Guipúzcoa, y yo, a pelotear en el trinquete de la iglesia, como cuando era muchacho? ¡Arreglado estaba si no saliese de Alza!

—Es que a mí no me contratan como a ti, Melchor.

—¿Y por qué me contratan? Porque me conocen en los frontones; ven mi juego y los empresarios se me disputan entre sí. ¡Ya ves! Acabo de venir de Italia y ya me solicitan de Madrid para la próxima temporada de otoño. Esto sin contar con algún partido de verano que caiga en San Sebastián o en Biárritz. Tú, en cambio, haces lo del cangrejo, vas para atrás. Estabas en Vitoria y retrocedes a Alza; enseñabas en el Seminario y ahora te reduces a tocar zorzicos en la casería.

—Es un compás de espera, Chiquito, hasta que me crezcan alas para volar.

—¡Como no eches raíces en los pies!; porque entre las vacas y tu prima de Pasajes, se me figura que te apoltronarás en la casería y ¡adiós ambiciones artísticas!

—La vida de aldea es compatible con el arte...

—Pero no tratándose del tuyo y del mío..., que también es arte saber jugar a la pelota. El cantante y el pelotari necesitan de ambiente, de exhibición personal. Aprende de mí. Ya ves que pudiera estarme quietecito en el pueblo, descansando de mi campaña de invierno; pues no señor, aprovecho todas las ocasiones de lucimiento. A propósito, el zaguero Treçet me escribe desde Irún si quiero acompañarle en un desafío a chistera, contra otros dos pelotaris biarrots, en el frontón del Juncal. Yo he aceptado. En el primer tren ascendente voy allá, a concertar el color y las bases del partido. ¿Por qué no te vienes conmigo? Verás al paso a los amigos de Lezo y Rentería y a la noche estamos de vuelta.

—Tendré mucho gusto en acompañarte, Melchor.

—Aún faltan tres horas para el viaje. Otra proposición. Vente a mi casa, comemos allí y luego bajamos juntos a Pasajes.

Aceptó Miguel el convite de su amigo, y avisó a la casera que hasta la noche no volvería. Por donde vino a salvar la vida uno de los pequeños Dantes de la manada; un pavipollo que la buena mujer tenía destinado al sacrificio para servírselo a Miguel, como yantar de bienvenida.

Miguel saludó en casa de Melchor a la familia del pelotari y este le llevó a su cuarto; una estancia al estilo vasco, blanca y aseada, con las vigas al natural, disimuladas cuanto más por una lechada de yeso. De una de las vigas colgaba un abultado manojo de hierbas, de esas que llevan a bendecir las mujeres el día de Ramos y luego sirven de talismán casero y de matamoscas en el verano.

Por todo mobiliario, una cama de hierro, el tocador, una mesa y algunas sillas de enea. En la testera de la cama un cuadro del

Cristo de Lezo, y en la pared de enfrente la percha de la ropa y unos trebejos de mimbre, colgantes de unas alcayatas, corvos y oblongos como garras enormes de tamanduá o garfio de romana. Eran las chisteras o cestas de jugar a la pelota.

Junto a la ventana una mesa, y a modo de estantes, dos portarretratos de alambre con fotografías y tarjetas postales. Lo que más llamó la atención a Miguel fue una Guía de Italia, con planos y vistas de las principales ciudades; pero como estaba en italiano, le costaba trabajo deletrearla.

—Ea, cuéntame algo de Italia —dijo a Melchor—. ¿Qué te ha parecido aquello?

Las campañas de Egipto y de Italia (porque Chiquito había estado también en El Cairo y Alejandría) eran cabalmente el orgullo del pelotari y por lo que quería lucirse ante su amigo; así que a la primera insinuación empezó a desembuchar sus impresiones de viaje.

Un invierno había actuado en Alejandría de Egipto y otro en Milán, y en ese tiempo hizo tal cual correría a los lugares comarcanos. Llegó hasta El Cairo y vio las Pirámides y la Esfinge; fue al lago de Como y entrevio los Alpes. Esto es cuanto viera, y fue bastante; porque del mismo Milán, a excepción del Duo-mo, adonde iba a misa los domingos, y de la Scala, en la que estuvo un par de noches a oír la ópera, no sabía nada más. El peloteo en el frontón y el copeo en las trattorias acapararon todo el tiempo, sin que esto quiera decir que lo perdiera, pues vino de allí chapurreando el italiano y con abundantes liras.

Lo cierto es que un hombre que había visto las Pirámides de Egipto y la catedral de Milán, y que había oído, sobre todo, a los cantantes de la Scala, debía causar la admiración de Miguel, que del mundo no sabía más que San Sebastián y Vitoria.

Lo que más envidiaba era la visión de Italia. —¡Italia! —se decía—. ¡La tierra del bel cantol ¡Milán! ¡Patria de músicos y cantantes excelsos! ¡Quién pudiera veros! Y mirando las postales y deletreando los títulos, pedía noticias al pelotari con la ansiedad que el personaje de Zorrilla dice: Háblame, Teudia, de mi amada España.

Pero uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla. Melchor era un joven sin más instrucción que la primaria; era nulo, por consiguiente, en Historia y Bellas Artes, y sus impresiones de viaje fueron meramente sensorias, no emotivas. El pelotari guipuz-coano estuvo, sí, en Egipto y en Italia; pero lo vio todo con la bárbara ignorancia del guerrero cántabro que dos mil años antes pasó por los mismos climas, acompañando a Pompeyo, hasta los campos de Farsalia.

La conferencia de Chiquito se redujo a señalar con el dedo esta y otra vista y decir enfáticamente a guisa de vocero de cinematógrafo: ¡Las Pirámides de faraón! ¡La catedral de Milán! ¡Vista del lago de Como...!

Miguel hojeó después el plano de la Lombardía y llegó aquí y acullá: Bérgamo, Cremona, Mantua, Pavía... nombres que en la mente del ex seminarista despertaron un enjambre de evocaciones.

—¡Hombre! ¡Pavía! —dijo a Melchor—. ¿Conoces esta ciudad?

—¿Para qué, si allí no hay frontón?

—¿Olvidas, mastuerzo, que allí se dio una gran batalla?

—¿Qué batalla?

—Pues una muy sonada entre españoles y franceses en la que cayó prisionero un rey de Francia.

—Ahora me entero de la noticia.

—Pues no tienes perdón de Dios; porque como buen gui-puzcoano debieras saber que quien recibió la espada del prisionero de Pavía fue un paisano nuestro, de Hernani, el capitán Juan de Urbieta... Entonces, menos sabrás aún que en Milán nació san Ambrosio; en Mantua, Virgilio, y en Bérgamo, Doni-zetti, tres cisnes canoros, cada uno por su estilo; que Cremona es patria de Monteverdi, músico de nota, y que allí se hacen los mejores violines del mundo; que...

—Déjame de historias —repuso Chiquito—. Yo no tengo más noticias que de los melocotones de Pavía, del queso de Mantua, de las peras bergamotas, de la polenta lombarda...

—Y del arroz a la milanesa —añadió, riéndose, Miguel.

—Sí, el risotto. ¡Si vieras qué rico está! Se diferencia del arroz a la valenciana, que hacen nuestras caseras, en que allí te lo dan con queso...

—¡Tú sí que me la das con queso con tus salidas de pie de banco! Te pregunto por cosas de arte y me contestas con cosas de comer... Si no fueras amigo mío, te diría que eres un bruto.

—Oye, Miguel —replicó el pelotari sin incomodarse—; oye este refrán que aprendí en Italia: La botta dá del vino ch’ella há, esto es, cada uno procede como quien es. Soy un atleta, un hombre que se gana la vida lanzando la pelota y ha de comer bien para fortalecer los músculos. Si no pego fuerte, si no remato con brío, si no sudo, se acabó el cartel. En cambio, vosotros los cantantes os lucís con la garganta y aun tenéis la suerte de que os den dinero por daros gusto a vosotros mismos. ¡Así os queda tiempo para soñar y aprender! Yo, cuando voy a un país nuevo, no me entretengo en pasar revista a los museos de arte ni a las academias de música, sino a los comestibles del mercado para pedirlos en la mesa.

—Y a los bebestibles...

—También, Miguel. En Milán no hay sagardúa, pero sí un vino de la tierra superior. Para los paladares finos, el Chianti. Quiero dártelo a probar, porque me traje una botella de recuerdo.

Melchor destapó un frasco de mimbres y sirvió una copa a su amigo.

—¡Excelente! —dijo Miguel paladeándole, con los ojos en éxtasis, no por el vino en sí, sino porque siendo de Italia le parecía ambrosía de los dioses.

—Ahora, como complemento, toma este charuto —añadió Melchor, sacando un cigarro delgado y de un palmo de largo, atravesado por una paja.

—Quita allá, no fumo.

—Privación de cantante, haces bien; pero guárdalo para tu tío.

A este punto les llamaron a comer y se sentaron a la mesa redonda con los demás de la casa. En acabando, Chiquito cogió una cesta de pelota y los dos amigos bajaron por el sendero de la montaña a tomar el tren de Irún, a la estación de Pasajes.

CAPÍTULO VII
TÚ SERÁS REINA

MÁS que los baños, el atractivo de San Sebastián en los meses de verano es el ambiente mundano que allí se respira. Desde que la corte trasladó allí su residencia veraniega, la capital de Guipúzcoa es una sucursal de los Madriles.

La Concha donostiarra es, indudablemente, una de las mejores playas del Cantábrico para baños; pero otras hay en el mismo litoral, más espaciosas, tan limpias y tranquilas y nadie hace caso de ellas. Es que les falta el casino, el bulevar y demás atractivos que forman el marco de la otra, y eso llama mucho a los forasteros, a los madrileños sobre todo, que a título de bañistas, juegan, enamoran y se divierten en grande.

De ese torrente inmigratorio alcanzan algunas salpicaduras a los pueblos vecinos.

No pocos aldeanos alquilan sus casas a los veraneantes y con el alquiler tienen para vivir el resto del año, ayudándose con la industria casera y la labor agrícola. Es la única renta en dinero que pueden sacar a su inmueble y hacen bien en aprovecharla.

En San Sebastián, en la temporada de baños, se hace una vida de Corte en miniatura; pero en los pueblos la vida es quieta y tranquila; una vida campestre, sana y agradable, pues si algo falta de comodidades y diversiones, en cambio se goza de completa libertad y de una franqueza sin límites.

Comprendiéndolo así, muchos forasteros mal avenidos con los bárbaros precios de la ciudad y con la balumba de la población, que en verano es muy distinta de como aparece al viajero en invierno, paga a gusto el puñado de duros que les cuesta la temporada en uno de estos pueblos pirenaicos en los que también se respira la brisa del mar, para hacer vida ordenada y económica como si estuvieran en sus casas.

Alquilan una amueblada, se hacen de una criada del pueblo si no la traen, y casi por lo mismo que gastan en Madrid veranean divinamente; porque en estos pueblos la vida es barata, y, desde luego, infinitamente más que en los hoteles y casas de huéspedes de San Sebastián.

Una vecina de Pasajes, viuda de un sargento de carabineros, tía por más señas del pelotari Chiquito, anunciaba todos los veranos en un periódico el alquiler de su casa, con menaje y todo. En vez de hacer como otros dueños cicateros que cuando alquilan las mejores habitaciones se pasan al sotabanco o a los sótanos, la tía de Chiquito tenía el tino y buen gusto de abandonar por completo la casa al inquilino. De este modo, cobraba más por el arriendo y se excusaba molestias y etiquetas hospederiles.

Por los días que empieza esta historia había ya arrendado su casa en treinta duros a una señora de Madrid, por la temporada de canícula, de Santiago a la Virgen de septiembre, y ella se trasladó a la casería de su hermana en Alza, donde era recibida siempre en palmas, por su doble carácter de pariente y de futura legadora; pues nada más natural que no teniendo en el mundo más que su hermana, la madre del pelotari, a ella o al sobrino les dejaría la casa de Pasajes comprada con las pagas del carabinero galoneado.

La inquilina de Pasajes era una forastera de Madrid, que habiendo leído sin duda en un periódico de la ciudad el anuncio del alquiler de la casa; fue a verla, y gustosa del sitio y del precio del arriendo, firmó el contrato, pagó y al otro día se instaló en la finca, tomando a su servicio una moza del pueblo.

El vecindario no hizo hincapié en la forastera, como acostumbrado a estas visitas de verano, además que ella era una mujer ya jamona y esto llama menos la atención. La mitad del día se lo pasaba en el balcón, tras la cortina, haciendo labor o leyendo, y como quiera que su casa era frontera a la vicaría, una de las vecinas a quien primero conoció y habló fue María.

Empezaron por saludarse y siguieron hablándose de balcón a balcón. Las conversaciones eran cortas, porque a don Basilio le molestaba el ruido de la charla, que repercutía adentro.

La recién llegada no recibía visitas ni cartas; parecía estar sola en el mundo, pero tampoco necesitaría nada de nadie, porque se trataba a qué quieres boca, según la cesta de provisiones que la criada traía todas las mañanas de la compra. Los pescaderos de Pasajes se pasaron la voz y a su puerta llamaban uno tras otro para ofertarle los mejores frutos del Cantábrico: langostas, besugos o lenguados, alternando con los revendedores de frutas.

No obstante que la afluencia de bañistas eleva el valor de los frutos en verano hasta el punto de pedir por un lenguado cuatro pesetas y por un melón una, la forastera no regateaba el precio, por lo que sólo en pescado y fruta gastaba un duro diario.

En julio no hay ostras, por ser uno de los meses correspondientes a la cría, época en que el molusco está lleno de un líquido lechoso que influye desagradablemente en quien la come; con todo, cierto día la forastera recibió una encomienda en la que venían dos docenas de aquellos moluscos en conserva, delicioso producto preparado en Puebla del Caramiñal (Coruña). De las dos docenas, la forastera se quedó con una y envió a su vecina la otra por conducto de la criada. María correspondió a la tarde, enviándola por Paula una cazuelita de barro con angula a la vizcaína, tal como se sirve en el país.

En el almuerzo sirvieron las ostras a don Basilio, que no las comía hacía mucho tiempo, por no poder permitirse este lujo, si bien era muy goloso de ellas. Con gran tiento, con suma delicadeza, fue sorbiéndolas de una en una, y para más saborearlas las aderezó con esta conferencia ostrícola que María y la vieja Paula aguantaron impávidas, como quien oye un sermón:

—El Universo, hijas mías, es como una inmensa hostería donde la tierra y las aguas proveen al hombre de todo cuanto es necesario a su subsistencia. En las profundidades misteriosas del mar hay jardines y vergeles tan fértiles como los que se encuentran sobre los ribazos terrestres más soleados. Los valles submarinos, los arrecifes, están poblados de extraños seres, adheridos a las algas y a las rocas como la flor al árbol, desplegándose como ella en albores primaverales. Son los moluscos.

La ostra es la reina de ellos. No lo es por la gracia ni por la belleza. Ya lo veis, hijas mías —señalando la concha número seis, que estaba abriendo—. Por su aspecto se asemeja a un tosco guijarro; no atrae la mirada, pero cuando se abre, cuando se sorbe ese delicioso fruto del mar, ¡la ostra\, ¡qué deleite al paladar, qué regalo!

Aquí don Basilio arrebañó el molusco, y como hacía tantos días que no hablaba largo y corrido, y además era una materia de la que tan pocas veces podía tratar, siguió diciendo con animación, al compás que daba cuenta de los restantes moluscos:

—Ya no basta cogerlas en las rocas de los océanos; se las cultiva en parques y viveros como las legumbres en las huertas. El rico romano Sergio Orata fue el primero que tuvo la idea de establecer parques ostreros en el mar de Bayas, para hacer la ostra más fina. Cicerón era apasionado por ellas; Horacio las cantó, y Séneca exclamaba: «¡Ostra querida y golosa; ostra bienhechora que excitas y nunca satisfaces! ¡Todos los estómagos te digieren, todos los estómagos te bendicen!». Vitelio las comía cuatro veces al día, y a Sesostris le llamaron así porque todas las mañanas se desayunaba con seis ostras. Yo soy más que Sesostris, soy Dodecaostris porque me comí las doce sin dejaros ninguna.

—Hizo usted bien, tío —contestó María—; no es bocado que nos llame la atención.

—Está bien —replicó don Basilio, después de tomar un vaso de leche para que nadaran en ella las ostras ingeridas—. Pero sí debe llamaros la atención este detalle. Dicen por ahí que el número 13 es de mal agüero. Pues doce eran las ostras y conmigo trece, y yo deshice el conjuro comiéndomelas. Así debe el hombre luchar con el hado; contrarrestándole y haciéndose superior a él.

Por este regalito empezó a serle simpática a don Basilio la vecina de enfrente, antes de conocerla. Preguntó a su sobrina quién era ella, y María le dijo que una señora de Madrid, cuyo nombre ni siquiera sabía aún.

Pero esto lo supieron al siguiente día, y fue de este modo:

Por ser domingo, la forastera asistió a los divinos oficios. A la puerta de la iglesia estaba pegado un anuncio en demanda de limosnas para el culto. Los donativos podían hacerse indistintamente en la sacristía o en la rectoral.

Concluida la misa, la forastera se acercó a María pidiéndole que la presentara a su tío. Don Basilio, que ya se había desvestido de sus ornamentos, en cuanto las vio entrar, las recibió.

—Señor cura —dijo la dama adelantándose, con ese desparpajo de las mujeres de la buena sociedad—. Vengo a dos cosas: como vecina a saludarle, y como feligresa, a dejarle mi óbolo para la iglesia. Leí el anuncio y quiero contribuir con algo. Tome usted.

Y sacando de la escarcela un billete de cinco duros se lo entregó a don Basilio.

—Señora —repuso este—, usted nos confunde con su bondad. Ayer ostras a la sobrina, hoy veinticinco pesetas al tío, es decir, al cura. ¿Cómo pagarle tanta liberalidad?

—Muy sencillamente —replicó ella—; permitiéndome ser amiga de ustedes. Soy forastera y no me vendría mal una ami-guita con quien charlar y entretenerme a ratos. Además, somos vecinos.

—Con mil amores, señora, y a mucha honra de María Men-di, mi sobrina, y de Basilio Mendi, servidor y capellán.

—Y yo Flora Vargas —dijo la dama, inclinándose primero y dando luego un beso a María en prenda de amistad.

Al despedirse ella, mandó don Basilio a su sobrina que la acompañase. La visita de la señorona dejó en la sacristía un fuerte vaho a esencia de tocador.

—¡Qué bien huele esta mujer!, don Basilio —exclamó el viejo sacristán que por allí estaba plegando la casulla.

—No es mujer, Juan; es señora —contestó el cura.

—¿Lo dice usted por el papelito de Banco?

—Y por lo otro:

¡No ves un campo de flores con olor y sin color!
Pues así por el olor se conoce a los señores.

—¿Habla usted en serio, don Basilio?

—Sí, pero por boca de ganso; porque has de saber, Juan, que estos versos son de otro cura, don Pedro Calderón de la Barca. .. El papelito que tú dices da a entender que la señora es buena cristiana. Grande es la limosna que ha traído, pero más que todo me alegro por el buen ejemplo que da al vecindario; porque si una forastera da, ¿qué han de hacer los del pueblo?

—Pues la tal señora —replicó el sacristán— da buenos ejemplos por partida doble; porque cuando pasé a hacer la colecta dejó un duro en la bandeja, que deslumbró a cuantos lo vieron. Ahí estará.

La colecta u oblada es el óbolo que dan los fieles todos los domingos, y en muchas feligresías pobres constituye el pie de altar del párroco.

El sacristán volcó la bandeja en un pañuelo, y, en efecto, entre el montón de calderilla apareció el duro, como un atún en banco de sardinas.

—¡Esto más! —exclamó don Basilio—. Dios se lo pague.

Tan satisfecho quedó don Basilio del porte de la dama y de su rasgo, que en el almuerzo dijo a su sobrina que aquella misma tarde fuera a hacerla una visita.

A prima tarde, María se apretó el corsé, alisó sus hermosos bucles, púsose una enagua planchada para ahuecar la falda del hábito y tomando el abanico se echó a la calle sola, con esa libertad de que gozan las muchachas en los pueblos.

Llamó a la puerta de enfrente y doña Flora la recibió en el rellano de la escalera. Vestía de bata blanca, pero peinaba y calzaba irreprochablemente.

—¡Qué sorpresa tan agradable! —dijo a María, besándole—. Dispénseme usted si le recibo en esta facha.

—¡Sí, que yo vengo hecha una marquesa! —contestó María alegremente.

—¡Qué más marquesado que veinte años, hija mía! Porque esa edad tendrás... ¿Me permites que te tutee?

—Sí, tráteme usted de tú...

—Y tú también a mí.

—Yo no, porque no me está bien.

—Porque soy vieja, ¿no es verdad? Como tú quieras. Pues sí, hija mía; ya quisieran muchas marquesas de Madrid cam-biar sus blasones por tu lindo palmito... ¡Cuidado que eres guapa!

—Muchas gracias, doña Flora.

—Ea, siéntate y hablaremos con más comodidad. ¿Tienes que hacer esta tarde?

—Nada; hoy, como domingo, mi tío me da asueto.

—Como una colegiala. Ya he notado la vida retirada que haces; en casa siempre, acompañando a tu tío... ¿No tienes novio?

María no supo qué responder, porque sus relaciones con Miguel no eran oficiales y se quedó cortada.

—Haces bien en no tenerle, porque una mujer como tú no es para un boina.

—Gracias, doña Flora; pero una muchacha de pueblo no puede aspirar más que a esto.

—O a lo otro; ¿tú qué sabes? No serías la primera aldeana que se casa con un señorito. Hasta pastoras ha habido que se casaron con príncipes.

—Las pastoras de los cuentos.

—Los hombres son muy caprichosos, María. ¿Quién te dice que el día de mañana te vea un señorito de esos que vienen a San Sebastián y te enamora?

—Pues perdería el tiempo, porque... (María iba a decir que a causa de Miguel, pero lo que dijo fue), porque por ahora no pienso casarme.

—Pues nadie lo diría viéndote con este hábito, que no parece sino que le estás pidiendo novio a san Antonio.

María se rió y no dijo nada. La verdad es que si ella vestía ese hábito no era para pedirle novio al santo, pues ya lo tenía, sino porque la bolsa del cura no daba para más.

—Pues tampoco pensarás hacerte monja —añadió doña Flora.

—No, eso no.

—Como eres sobrina de cura y casi todas acaban así...

—Menos yo, puede usted creerlo, doña Flora; no me llama Dios por este camino.

—¡Pues mira, qué más monjío que la vida que llevas! De casa a la iglesia y de la iglesia a tu casa. ¿Crees que no lo he reparado? ¡Qué lástima de joven!, me digo muchas veces. ¡Lástima de hermosura escondida en un pueblo! Oye, María, a ti te pasa lo que a las ostras del Cantábrico, que aquí no les dais importancia y en Madrid se las disputan. Por eso me acordé de ti cuando me las enviaron, y te mandé la mitad... ¿No te gustaría ir allí, a Madrid?

—Sí me gustaría; Madrid debe de ser muy bonito.

—Lo es más de lo que te figuras. ¿Ves a San Sebastián en este tiempo? Tal es Madrid todo el año. Madrid es el paraíso de las mujeres bonitas, el purgatorio de los hombres que por ellas penan y el infierno de los caballos que arrastran los coches de la hermosura. Aplícate el cuento, María. Tú eres hermosa, triunfarás allí; se te rendirán los hombres y tendrás coche, luciendo joyas y ricos vestidos.

—Vaya, doña Flora, no me hable usted de estas cosas que no pueden ser.

—Pues no se hable más. Pero te hablé de alhajas, y aunque son pocas las que traje aquí, quiero enseñártelas, como se acostumbra entre amigas.

Doña Flora se levantó, abrió un armario y puso sobre el velador un cofrecillo, del que fue sacando pulseras, pendientes, broches, sortijas y un collar de perlas. Como las joyas se parecen a las flores necesitan luz para que el sol diese en las preseas.

Los diamantes, los rubíes, las esmeraldas, el nácar de las perlas, brillaban con destellos de mil cambiantes, casi hiriendo las pupilas de María que parecía embelesada ante aquel tesoro.

—Vas a ver qué bien te sientan —dijo doña Flora, acercando un espejo en trípode.

Enseguida, como madrina que viste a la novia, fue adornando a la joven con el collar de perlas, con sendos pendientes y pulseras y un anillo de brillantes. María le dejaba hacer, mirándose silenciosa en el espejo. Si en vez del hábito viste blanco brial, cualquiera dice estar viendo a Margarita del Fausto en el aria de las joyas; ni sería extraño que por la imaginación de María cruzaran iguales pensamientos que por la de la heroína de Goethe.

—¡Parezco una reina! —exclamó al cabo, satisfecha de sí misma.

—Son regalos de mi juventud —contestó doña Flora—, porque yo también he sido hermosa... Como a mí me los regalaron, también te los pueden regalar a ti.

No de otra manera dijeron las brujas a Macbeth: «¡Tú serás reina!». La joven se turbó y al fin dijo:

—Ya me he visto, doña Flora. Quíteme usted estas alhajas.

—No corre prisa. Antes quiero que veas mi guardarropía. En algo hemos de entretenernos.

Y tomando de la mano a María le condujo a otra habitación donde tenía el vestuario.

Doña Flora, aunque vieja, era elegante. Colgados en perchas o desplegados en sillas estaban dos o tres vestidos y sombreros, sin duda los más indispensables para la estación veraniega, pero muy vistosos. Alegando que no estaba de humor para ponérselo, le puso a María un sombrero redondo de paja, forrado de terciopelo azul, con un gran penacho de plumas de avestruz, desmayadas las de atrás sobre el pelo. Y como complemento, echó sobre los hombros de la joven un chal de seda blanca. Luego, empujándola hacia una luna, dijo:

—Mírate, ¡qué guapa estás!

Plugo a María verse así; pero soltó la carcajada y dijo, quitándose el sombrero:

—¡Cómo se reirían en el pueblo si me vieran así!

—Te envidiarían, hija mía. Pero tienes razón; esto no es para un pueblo; por eso no me pongo sombrero aquí. Ya me verás cuando vaya a San Sebastián... A propósito, esta tarde pienso ir allá. ¿Por qué no me acompañas?

—Tendría mucho gusto, pero esto depende de mi tío.

—Pues le escribiré para que te deje ir conmigo.

—Mire usted, doña Flora, que yo no tengo más vestido que

el puesto...

—¿Qué importa? A las amigas se las quiere por la persona, no por el vestido. Veremos la Concha, daremos una vuelta por el bulevar y anochecido estamos de vuelta.

—Repito, que no depende de mí —repitió María, encantada del programa.

—Lo comprendo, hija mía. Voy a escribir a tu tío. Como diga que sí, me avisas desde el balcón; yo me visto, tú te pones la mantilla y nos vamos.

Entretanto María se había quedado como cuando entró. Doña Flora guardó sus alhajas y luego escribió estas líneas en una tarjeta de visita:

«Flora Vargas B. L. M. a don Basilio Mendi y le ruega permita a María hacer una escapada con ella a San Sebastián».

¿Cómo había de negar don Basilio a la señora de las ostras y de los cinco duros el primer favor que le pedía?

Consintió de buena gana y aun dio a María una peseta para ayuda de viaje.

—Supongo —le dijo, al despedirla— que la señora lo pagará todo; ¡porque es tan generosa! ¡Pero por si acaso! Toma esta apuntación (y le entregó un papelito) y si te sobra dinero cómprame en San Sebastián un paquete de Clisterium nasi, ¡ya me entiendes!; porque allí lo venden muy bueno. Amor con amor se paga.

Este dicho venía a cuento de la enemiga de María al rapé y del permiso que él le daba para ir a la ciudad. Avisada doña Flora desde el balcón, la joven fue a reunirse con ella.

—¿Qué le digo a tu primo, si viene? —le preguntó Paula cuando bajaba la escalera.

—Pues que me he ido a San Sebastián.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¡Vaya unos humos que gasta la niña! —dijo Paula, que no estaba acostumbrada a estas réplicas secas de Mariucha.

CAPÍTULO VIII
Silbidos de serpiente

EN efecto, aquella misma tarde, que fue al otro día del viaje a Irún de Chiquito y Miguel, cayeron en Pasajes los dos jóvenes.

El ex seminarista, que así seguiremos llamándole hasta tanto no le crezca el pelo de la tonsura, se sintió muy contrariado con la ausencia de María, pero se calló. Habló un rato con su tío, y por ser día de fiesta, marchó a la plaza a reunirse con Chiquito.

En el país vascongado la plaza mayor tiene gran importancia, porque en ella baila la gente del pueblo al son del tamboril. Los Ayuntamientos pagan un tamborilero para que los días de fiesta se solace el vecindario, costumbre muy laudable, porque así se evitan no pocos excesos de los que cometen los menestrales en sus báquicas diversiones.

Cuando llegaron los dos amigos, había empezado el aurrescu al son del tamboril, acompañado por una especie de pífano que produce muy buen efecto.

Aurrescu, en lengua euskalduna, quiere decir «mano de adelante». Este baile, nuevo y original para el forastero, tiene para los hijos de las nobles provincias vascongadas todo el sabor de los tiempos patriarcales de la tierra.

Una banda de jóvenes, unidos en cadena, sale a la pista, y al son de la música despréndense de cada una de las puntas y por turno los bailarines, ejecutando saltos y cabriolas. Los compañeros hacen el rodeo, y entre giros sencillos y airosos pasan las primeras figuras, hasta que vienen las mozas. Entran dos al principio, cada una del brazo de dos acompañantes.

Los bailarines de las puntas, siempre por turnos, salen entonces a hacer los homenajes y primores, y la figura termina colocando cada bailarín su boina en la cabeza de una joven.

Témanlas ahora del brazo, quitándoselas a los antiguos compañeros, y entran con ellas a la cadena general, donde continúan la zambra unidos con pañuelos, hasta que nuevas danzatrices llegan, y se dividen en grupos los bailarines, terminando el baile con el tradicional ariñ, ariñ, que quiere decir: ligero, ligero; especie de fandango alegre y movido, con el que da fin el baile, siendo saludado con los aplausos de la concurrencia.

A última hora, los corros de baile se ven reforzados con los chicos y niñeras, pues hasta las criaturas toman parte en esta diversión, y se conmueven y saltan en los brazos de las zenzain, que los levantan y zarandean al compás de la música, ni más ni menos que como muñecos movidos por resorte. Ni faltan las mozas de servicio, con el cántaro o herrada llena de agua en la cabeza que, de vuelta a sus casas, se detienen para participar de la fiesta; porque no hay gente más alegre en el mundo que los vascos, y el aurrescu les saca de quicio. Por otra parte, el llevar una cubeta de agua en la cabeza no es obstáculo en las mujeres para bailar, pues del tal modo están acostumbradas a guardar el equilibrio, que nunca se les cae al suelo ni vierten una gota de agua, eso que las vasijas van descubiertas.

En este baile los hombres no abrazan a las mujeres, y si alguno se propasa, suele el cura del pueblo prohibírselo y es obedecido siempre.

Sin embargo, don Basilio, cuantas veces se paraba a ver a los danzantes antes de entrar en la iglesia a la hora del rosario, hacía la vista gorda tratándose de abrazos y manoseos. «Los bailes —decía— son a beneficio del cura; de ellos salen bodas y bautizos». Lo que no consentía eran borracheras y palabras malsonantes. Hasta tal punto llegaba su condescendencia, que muchos domingos llevaba a María a la plaza para que bailara.

Esto eran las ansias de Miguel aquella tarde; poner su boina en la cabeza de su prima y entrar con esta en la cadena una y dos veces para que todos vieran que eran novios.

Viéndose defraudado, se entretuvo bebiendo sagardúa; al revés de Chiquito, que se las pelaba bailando.

¿Qué hacía entretanto ella, es decir, María, en San Sebastián?

La barca de Chimún, obligado servidor de los huéspedes de la vicaría, la pasó a la otra banda en compañía de doña Flora, y en breve tiempo un tranvía las condujo a la ciudad.

Doña Flora iba muy elegante, tocada con una gran capelina de plumas magníficas y raso, y en las manos un muestrario de pedrería. A su lado, parecía María una doncella o dama de compañía; pero doña Flora iba muy a gusto con ella.

Por lo visto, la señora no estaba para andar; le ahogaba el calor. Al pasar por delante de un café del bulevar se sentó con María en una mesa de fuera y pidió dos sorbetes. Se los trajeron. Cuando los tomaron, el camarero retiró el servicio y limpió el velador.

—¿No espera usted a que le pague? —preguntó doña Flora.

—Un caballero pagó por ustedes, señora —contestó el mozo.

—Pues vámonos —dijo doña Flora a María como si le pareciera natural lo ocurrido.

—Así se pueden tomar muchos sorbetes —exclamó riéndose la joven.

—Es costumbre madrileña; por allá son muy galantes con las mujeres guapas. Seguro que el pagano es algún madrileño que estaría cerca de ti, porque ya comprenderás que el convite fue por ti, no por mí. ¿Quieres que repitamos la suerte en otro café? Verás como pasa lo mismo, porque esto está lleno de madrileños.

—No, no, doña Flora; prefiero que vayamos a tomar el aire.

—Como quieras, niña; iremos al Parque Alberdi-Eder, pero en coche, porque me avergüenzas en la calle.

—Lo comprendo, doña Flora; pero ya le advertí con tiempo cómo iría vestida.

—Calla tonta, no es por esto, sino porque todos los hombres se fijan en ti y de mí nadie hace caso, esto que voy hecha un brazo de mar. Es natural, ¡como tú eres joven y yo vieja! ¡Como que pudiera ser tu madre!

—¿Es usted viuda? —se atrevió a preguntar María.

—¡Quita allá, niña!; no tuve el mal gusto de casarme. Soltera soy, pero he tenido muchos novios. Aprende, María; diviértete con los hombres, pero no te cases nunca.

—Entonces, ¿qué será de mí cuando muera mi tío?

—A las mujeres guapas no les falta nunca un protector —respondió sentenciosamente doña Flora.

Subieron al primer coche que encontraron libre, y doña Flora lo tomó por horas, haciéndose llevar al parque.

El paseo estaba muy animado. Tocaba una música, y los alegres trajes de verano, las sombrillas de las señoras, los sombreros de damiselas y dondiegos, vistos desde el coche, parecían girándolas de carnaval veneciano.

Por la parte del mar, la luz del sol poniente producía matices de color indefinible en la fragilidad de la vaporosa neblina que empezaba a levantarse sobre las aguas. Una impalpable gasa transparentaba la decoración áspera, salvaje, del Pirineo que al otro lado cerraba el horizonte.

Aunque el espectáculo no era nuevo para María, pues no era la primera vez que veía San Sebastián, con todo, en este momento se sintió transportada a cien leguas de distancia.

—¡Qué bien se está aquí! —exclamó.

—¡Ya lo creo!... mejor que en la plaza de Pasajes... ¿Qué hacías allí los domingos a esta hora?

—Pues sudar, bailando el aurrescu.

—¡Qué tontería!, ¡tragar polvo y tocar las manazas de los boinas! Esto no es para ti. Mientras yo esté en el pueblo no te lo consentiré. Los domingos saldremos a una u otra parte para quitar la ocasión.

Este inciso del diálogo hizo pensar a María que su tío la estaría esperando para comer.

—Si le parece a usted, doña Flora, volvámonos a Pasajes, que he prometido a mi tío estar en casa antes de anochecer.

Doña Flora no opuso ningún reparo, y dio orden al cochero que les llevara a la parada del tranvía.

A esta sazón se acordó María del encargo del Clisterium nasi. Estaba perpleja y todo se le iba en dar vueltas al papelito entre los dedos.

—¿Qué te pasa, niña? —preguntó doña Flora advirtiendo la maniobra.

—Que he de comprar esto para mi tío y no sé cómo arreglarme.

Doña Flora le quitó de las manos el papel y lo leyó.

—¿Esto qué es? —dijo.

—Rapé de estanco... ¡Qué vergüenza!; apearse una mujer de un coche para pedir rapé.

—¿Qué tiene esto de particular? Como si pides tabaco. Déjalo a mi cargo.

En efecto; doña Flora hizo parar el coche ante un estanco, y dando una peseta al auriga le mandó comprar un paquete de rapé, del más fino, y una cajetilla Susini.

—¡Vaya una tía —se dijo el cochero—, que fuma y toma polvo!

Pero cumplió el mandado y regresó con los paquetes. Doña Flora los tomó.

—Este para miquis —dijo guardándose los cigarrillos— y esto para tu tío —entregando el polvo a María.

—¿Fuma usted? —preguntó esta.

—Sí, María. Esto no debe extrañarte, porque está de moda en las señoras; pero no te lo aconsejo. El humo del tabaco ensucia los dientes y tú los tienes muy bonitos.

El coche las dejó en el paradero, y el tranvía las llevó a Pasajes. Aquí cruzaron el canal, y cambiando un beso se separaron en la calle donde vivían.

Miguel, que no quería regresar a Alza sin ver a su prima, le estaba esperando en la puerta.

—¿De modo que el primer domingo que paso en el pueblo, me das esquinazo? —dijo, encarándose a ella.

—¿De modo —replicó María— que el primer día de este verano que se me proporciona ir a San Sebastián y voy, a ti te parece mal? Ni que fueras un marqués.

—Esto quisiera ser para que hicieras más caso de mí.

—Pues procura serlo, porque a mí no me vendría mal ser una marquesa.

—¿No pudiéramos rebajar la medida, Mariucha?

—Muy poco, porque te advierto que me he vuelto muy ambiciosa.

—Por lo visto la madrileña te ha llenado de aire la cabeza...

A este punto vieron venir a don Basilio de vuelta del rosario y le esperaron a pie quieto.

—¿Quieres comer con nosotros? —dijo el cura a su sobrino.

—Gracias, tío; bebí mucha sagardúa y estoy inapetente. Me voy a Alza. Buenas noches.

—Miguel está perdiendo el tiempo —repuso don Basilio, cuando el joven se fue.

—Tome usted su dichoso polvo —interrumpió María—. Le salió de balde, porque es regalo de doña Flora.

—¿Otro don de Flora? —dijo alegremente don Basilio, tomando el paquete y la peseta que le devolvían—. ¡Pero esta mujer se empeña en ser mi ninfa Flora de este verano!

—¡También es ocurrencia llamar ninfa a una mujer del calibre de mi amiga!

—Yo me entiendo; Cloris erat quœ Flora vocor —replicó el implacable latino, mascando y comiéndose las erres.

CAPÍTULO IX
Lupus est in fabula

¿QUIEN es, a todo esto, la flamante amiga de María?

Si se lo preguntásemos a Chiquito que, en calidad de amanuense de su tía, escribió el contrato de arriendo, nos diría que según la cédula personal que exhibiera la inquilina, esta era Flora Vargas, natural de Madrid, de cuarenta y cinco años, soltera y pensionista.

Esto de pensionista es de concepto muy elástico. Llámanse así aquellas huérfanas o viudas que cobran del Montepío, por servicios al Estado de sus difuntos padres o maridos, a condición de mantenerse solteras o no volver a casarse.

Hay pensiones que por su cuantía constituyen una buena dote. Por esto, la mayor parte de las pensionistas no se casan; cobran todos los meses del habilitado y viven independientes sin tutela marital; prueba elocuente de que el amor no es el único móvil del matrimonio en las mujeres. No pueden casarse so pena de perder el montepío, pero como sienten la necesidad de amar y ser amadas, algunas reemplazan el matrimonio por otras uniones.

En lo demás, aparentan y guardan todos los reparos de la honestidad, con tal disimulo, que pasan por señoras irreprochables en el barrio, en la calle y hasta en la casa donde viven.

La que es hermosa y despejada, además del montepío, cobra otra pensión de su protector.

Son monógamas en tanto dura el lujo y las comodidades con que se las mantiene. Como tienen de por sí la vida asegurada, para ser amigo suyo hay que ser más rico que ellas. Sin embargo, fidelidad que depende del presupuesto y no del corazón, corre inminente peligro de quebrantarse; y aunque así no fuera, el capricho, la liviandad, la tentación, y, sobre todo, la costumbre de entregarse, contribuye a que hagan partícipes de su amor a este u otro amiguito.

Luego, de caída en caída, se convierten en pecadoras privilegiadas, difíciles e imposibles de calificar y de empadronar.

Ponen mil pretextos a las ansias ardorosas del buscón, para hacerse valer más; se dan por casadas que tienen ausentes sus maridos, o por viuditas. Esto depende de la edad y de la conservación física de cada una. En fin, por su independencia, su porte, sus artes y su origen, pueden considerarse como la plana mayor de las prostitutas.

Cuando pasan de moda, se hacen beatas o Celestinas. En el último caso se rodean de una corte de amor en la que se desquitan del matrimonio ciertas personas a quienes su estado o posición social les impone reserva o discreción.

En estas moradas se traman las más artificiosas intrigas, se conciertan las más hábiles citas y se cotizan los medios de procurar a un hombre la mujer que desea, con el ardor correspondiente a los obstáculos que se oponen a la satisfacción del lujurioso apetito.

Flora Vargas era una de estas sibilas.

Hija de un general, cobraba su buena pensión; desplumó muchos amantes y, a última hora, como vieja sacerdotisa del amor, se convirtió en alcahueta.

Era veterana del oficio. Se dedicaba a la trata de blancas con la frescura y tranquilidad de conciencia que a otro negocio de compraventa lícita. Se abastecía de género con el envío de reclutas enviadas por ganchos de bazares y obradores. Así se les llama metafóricamente, pues como los de los traperos, recogen en el arroyo los desperdicios del festín sexual.

De tarde en tarde, tropezaba con una perla, una margarita ad porcos, con una inocente paloma extraviada o deslumbrada; pero de estas caían pocas o ninguna; la colecta, en general, era averiada; eso que en Madrid la pesca de doncellas es abundante. Pero eran criadas, obreras, modistillas todo lo más, y Flora Vargas buscaba algo mejor. Sus parroquianos eran personas de gusto y de dinero, y necesitaban carne fresca, pero exquisita.

¡Hecho singular! Estas Celestinas están gordas y frescas como si se alimentaran de la sangre de sus víctimas. Flora Vargas parecía toda una Juno cuarentona.

Uno de sus clientes, si que también asociado como ha de verse, era el barón de San Jorge, persona de respetabilidad de quien nunca pudiera creerse tal infamia.

Era título pontificio.

En Roma expenden tres clases de títulos: marqués, conde o barón, todos por el mismo precio, diferenciándose la tasa según los títulos sean personales o hayan de pasar a los sucesores. En el primer caso cuestan 2.906 liras; en el segundo, 8.125. Los poseedores de estos títulos tienen que revalidarlo en sus respectivos países, so pena de nulidad en los documentos públicos que firmen.

Para obtener un título de nobleza pontificio hay que patentizar pruebas de servicios prestados a la Iglesia, buenas obras, ofrendas al dinero de San Pedro, etc. El título da derecho a usarlo en las cartas y tarjetas de visita, con la corona y el escudo que se hayan escogido.

A este tenor, nuestro personaje ostentaba en sus membretes el óvalo rematado por la corona de baronía de un caballero alanceando un dragón y firmaba: el Barón de San Jorge. No obstante, en la Guía Bailly Baillière aparecía con estos nombres: Vicente Sánchez Rojo, y a continuación el título.

Era viudo y tenía una sola hija.

Aparte de su dinero y de su baronía, era un hombre vulgar; uno de tantos ganapanes venidos de la Montaña, «que tienen suerte» y se hacen amos de Madrid. Visto una vez no se despintaba de la memoria; porque usaba patillas a lo gitano, era muy orejudo y calvo hasta el occipucio. Para más agravante, pasaba de los cincuenta.

Sus sitios de reunión: la Bolsa, el Círculo de Comercio y el palco abonado a escote con otros amigos. Sus puntos de cita con las mujeres: las sacristías de la Puerta del Sol o las cervecerías, según operase en este o en otro distrito. Porque don Vicente —que así le llamaban muchos— era un oso a quien le gustaba la miel y andaba siempre al husmeo de un panal. Si algunas avispas le picaban, él como práctico, sacaba la careta de la baronía para que se les embotase el aguijón y se dieran a partido.

Todo esto se entiende que es pura metáfora, pues las avispas a que hacemos referencia son las mujeres cuyo amor trataba él de comprar. Con todo, como era hombre ruin y miserable, sólo se dedicaba a mujeres fáciles, a las que contentaba con un café con tostada y un par de duros.

Así se explica que sus citas fueran de ocultis y que, por de contado, ninguna pisara en casa de él. Sólo monjas pedigüeñas y limosneros de conventos subían la escalera a recibir los donativos con que don Vicente justificaba su título pontificio. No por esto alardeaba de devoto, por lo que no podemos llamarle Tartufo.

Era gran conocedor del «ganado femenino», como él lo llamaba; pero no pocas veces se equivocaba. Las mejores propinas se las llevaba el camarero que le daba cuenta de tal o cual ejemplar nuevo de estas mujeres, para quienes el café es un reclamo. A la segunda o tercera convidada, lograba una cita con cualquiera de ellas; creía haber hecho una conquista, y resultaba que había hecho el primo. Tropezaba con un chulo o con un matón.

De este modo fue escarmentando, y mujer que él no estrenara no la quería. Se había convertido en minotauro insaciable. Ultimamente conoció en un café a Flora Vargas, que también iba a su negocio, y se hicieron amigos y aliados. Le protegía con su influencia, le prestaba dinero si hacía falta, pero a condición que de cuando en cuando le sirviera una virgen auténtica, y de cierta calidad; no una alcarceña fregatriz.

Esto de auténtica necesita una explicación.

Por más que sean en mayor número los hombres a quienes les es más sabroso el rebusco que el esquilmo principal, don Vicente estaba por lo último, ya por la vanidad de gozar las primicias de la doncellez, ya por preservarse de ajenos lodos. Ahora bien, Flora Vargas, como todas las auxiliares del amor libre, era maestra en falsificar virginidades por un recetario que no es del caso detallar.

La factura de vírgenes es demasiado conocida para que nos entretengamos en desmenuzarla. La táctica con que se engaña a eré-dulos e inexpertos es todavía la misma de la escuela de la Tía fingida: «—¿Hay más que hacer (escribe Cervantes) que incitar al tibio, provocar al casto, negarse al carnal, animar al cobarde, alentar al corto, refrenar al presumido, despertar al dormido, convidar al descuidado, escribir al ausente, alabar al necio, celebrar al discreto, acariciar al rico, desengañar al pobre, ser ángel en la calle, santa en la iglesia, hermosa en la ventana, honesta en la casa y demonio en la cama?».

Don Vicente desconfiaba, pues, de las vírgenes puestas a almoneda, y repetía con Góngora:

Si tanto engañan quince años, tanto cubre un faldellín,
¡mal hubiere el caballero que cabalgue sin candil!

Necesitaba, por tanto, de una cómplice que criase a sus pechos, como quien dice, la víctima propiciatoria para convencerse que no le daban gato por liebre.

Obligada a pagar el tributo al minotauro, la Vargas estaba esta temporada en descubierto con él. Atendiendo a esto, fue a San Sebastián, pero como vio en la ciudad las mismas entretenidas y vírgenes locas de Madrid, se trasladó a Pasajes, sin intención pecaminosa, con el sano propósito de ahorrar gastos y de vez en cuando pasarse por San Sebastián o Biárritz.

La fatalidad puso a María al alcance de sus garras. La vio sencilla y hermosa y trató de hacérsela suya. Y como al santo se le adora por la peana, Flora Vargas se captó las simpatías de don Basilio del modo que sabemos.

CAPÍTULO X
El partido de pelota

SIENDO Miguel y Chiquito los únicos desocupados de Alza, no es extraño les volvamos a encontrar hablando, a falta de otra cosa.

Pero no hablan por hablar, a juzgar por lo que dicen.

—Melchor, estoy resuelto a acompañarte a Milán.

—¿Qué vas a hacer allí? ¿Apostar a mi favor? ¿Y si pierdo? Porque te advierto que yo juego legal; no hago tongos.

(Tongo es argentinismo que ha tomado carta de naturaleza en el juego de pelota para significar que un pelotari juega al ganapierde; esto es, que sale a perder).

—No soy jugador, Melchor —respondió Miguel.

—Haces bien. La vida del frontón me ha hecho ver que el jugador es como la gallina que va a dejar un huevo cada día en el mismo sitio, por más que conozca que pone para otro... Entonces, ¿para qué quieres ir a Milán?

—Para aprender a cantar. No basta tener buena voz; hay que educarla. Así como nuestra tierra es el país de los pelotaris, Italia, Milán sobre todo, es el país de los cantantes. ¿Comprendes ahora a lo que voy? ¿No me dijiste el otro día que hacía falta lanzarse, estudiar en los modelos, competir con los iguales, etc., etc.? Sigo tus consejos.

—¿Y qué dice tu tío?

—Aún no lo sabe; porque esto se me ha ocurrido de la noche a la mañana. Aún faltan días de aquí a que nos vayamos.

—No tantos como parece, Miguel. Un mes se pasa volando, y a primeros de septiembre hay que estar allá. Bueno; dejemos a un lado a don Basilio; pero, ¿y las vacas? ¿Renuncias ya a ser vaquero?

—Cuento con ellas para ir a Italia.

—¿Vas a hacer el viaje en

dos torres altas con cuatro andadores, un espantamoscas y dos miradores,

como cantan las niñas en el corro?

—Lo digo en el sentido que con lo que me valgan en venta irme a Milán.

—Pues no me vuelvo atrás, Miguel; te las compro.

—Ya lo sabía; y yo te las vendo; pero este es asunto que arreglarás con mi tío, porque yo no sé lo que costaron ni lo que valen los animales.

—Mira, Miguel —dijo don Basilio a su sobrino cuando este fue con la noticia del traspaso de las vacas—, no vayas a quedarte sin prenda y sin dinero. ¿Qué necesidad tienes de ir a Milán? ¿No tienes más cerca Madrid? Yo había pensado trabajar el asunto con una señorona, vecina nuestra, que tal vez te hubiera allanado el camino en la Corte.

—Tío —contestó Miguel—, esto estaría bien si no pudiera valerme por mí mismo. Vendiendo las vacas tengo sobrado para una temporada en Milán que, musicalmente hablando, supone mucho más que Madrid. La carrera de cantante es corta y hay que aprovechar el tiempo; no puedo desperdiciarlo yendo de casa en casa, dando lecciones de piano y de solfeo, aun suponiendo que en Madrid encontrase ocupación. Esperando, esperando, se apaga la voz. Dum Roma conssulitur, Saguntum expugnatur. Al buen entendedor...

—Entendido, Miguel —repuso don Basilio—. La metáfora me convence, hasta el punto de que paso por lo que tú quieras. Veré a Chiquillo y hablaremos del negocio, ya que me haces tu apoderado.

Aquella misma semana, las sabinas cambiaron de dueño. Don Basilio fue con su sobrina a Alza a despedirse de ellas.

Las vacas tanto conocían al cura como al Preste de las Indias; pero como aquel las pasaba la mano por el lomo y les daba terrones de azúcar, ellas le lamían las manos y el buen clérigo tomaba esto como muestra desinteresada de cariño.

—¡Adiós, gorriyal ¡Adiós beltzal —iba diciendo a cada una, según su pelaje—. No me riñáis si os vendo; yo no tengo la culpa. Mira, Miguel, que delegar en mí la venta de mis nodrizas, ¡es el colmo!

—¿De qué vaca —preguntó Miguel a los caseros— sacan ustedes la leche para mi tío?

—De esta, de la beltza —respondió la casera, señalando una vaca negra.

—Pues esta no se vende —repuso el joven—; yo se la regalo a tío Basilio. A Chiquito lo mismo le dará tres que cuatro vacas.

—Como quieras —respondió el pelotari.

Salieron del establo y mediante un simple recibo firmado de buena fe por ambas partes contratantes, se hizo el traspaso de la vaquería. Chiquito pagó en el acto 750 pesetas por las tres vacas y otras 500 a cuenta de la clientela; en suma, 1.250 pesetas.

La beltza y su ternera quedaron con los antiguos colonos, que lloraron a lágrima viva cuando vieron llevarse las otras vacas. María les consoló diciéndoles que con el dinero de ellas ganaría Miguel para comprar otras y que tuvieran paciencia hasta entonces.

Aprovechando la visita, el pelotari invitó a don Basilio al partido de pelota que había de celebrarse en Irún.

El cura prometió asistir, pues era muy aficionado a este deporte. En su juventud había jugado en los trinquetes, aunque a mano y a pala, porque entonces aún no se había puesto en moda la cesta o chistera, que es importación francesa.

A aquella época se refiere esta anécdota que él contaba para demostrar el entusiasmo que antaño había por la pelota en las Vascongadas.

Siendo teniente cura en Rentería, jugó un partido, mano a mano, con un abogado de la localidad. A mitad del partido se presentó un cliente de este último, quien tomándole del brazo hubo de decirle, mostrándole un pliego de papel sellado:

—Hay que redactar a todo trance un escrito. Si no lo presentamos hoy, estoy perdido.

El abogado se hizo traer pluma y tintero, y de bruces sobre el enlosado de la cancha, hizo el escrito, con lo que vino a ganar primero el partido y después el pleito.

Vendidas las vacas, como no tenía razón de ser la estancia del ex seminarista en Alza, este hacía frecuentes excursiones a Pasajes a ver a su prima. Como don Basilio sabía ya a qué atenerse, guardaba la viña y no les dejaba solos. Esto tenía cohibido al doncel y de ahí que se retrajera bastante. María no le echaba de menos, porque andaba muy entretenida con doña Flora, la cual le convidaba a comer, o bien se la llevaba consigo a dar un paseo por la ría o por los alrededores.

Llegó por fin el día del partido en Irún y don Basilio decidió ir a verlo. La víspera, hablando con su sobrina de esto, le dijo:

—Es una fiesta local que gustará a la vecina. Llévala a Irún y así correspondes a tanto agasajo de su parte.

María cumplió el encargo y su amiga aceptó la invitación. Don Basilio, que para nada intervenía en el trato de las dos amigas, como que tan siquiera había vuelto a hablar con doña Flora desde el domingo de marras, dijo que se arreglaran entre ellas y se fue por su lado.

Sabido es que los vascos son aficionadísimos al juego de pelota y que raro es el pueblo, por pequeño que sea, donde no haya trinquete; pero el partido de que vamos a hablar reunía una porción de circunstancias notables.

Dos jugadores españoles, Chiquito de Alza y Trecet, se habían desafiado con otros dos franceses, Cambó y Egui, y se señaló Irún como punto intermedio para sitio del palenque. De antemano se había aumentado el número de gradas y balcones en el lugar del espectáculo. Horas antes de la designada, los caminos se veían cuajados de gente, sin distinción de clases, edades y sexos, que desde las caserías venían a caballo, en artolas o a pie, cada cual según sus posibles; esto sin contar los forasteros que llegaban en el tren. Las calles y la plaza del pueblo apenas bastaban a contener la concurrencia, y en las casas particulares, principalmente las de alguna categoría, la que menos tuvo diez huéspedes.

A media mañana empezó a caer el sirimiri, lluvia menuda y persistente, como acontece en esta provincia de Guipúzcoa, mas no por esto desmayó el entusiasmo de la gente. En muchos sitios se cruzaban apuestas de antemano, sirviendo de corredores o intermediarios unos hombres con un número en la boina, que recorrían los grupos diciendo:

—Tengo veinte duros en favor de los colorados.

—Yo tengo diez —replicaba otro— por los azules.

De este modo se atravesaba mucho dinero.

A la tarde se despejó el cielo y en todos los semblantes se notaba la satisfacción de ver realizada la fiesta. Las cinco era la hora designada para el partido y ya todas las gradas estaban llenas, y en los balconcillos algunas señoras, las autoridades, incluso algunos curas de los pueblos vecinos, y no pocos forasteros de San Sebastián, Biárritz y otras residencias veraniegas.

El punto de vista que presentaba el frontón era pintoresco por el garbullo de tanta gente y por los rodetes de las boinas, que parecían un mar de amapolas agitado por el aire de los abanicos.

Minutos antes de las cinco salieron los pelotaris a ensayar en la cancha. Vestían camisa y pantalón blancos, calzaban alpargatas y, para mejor distinguirse, cada bando llevaba fajas y boinas de distinto color; la pareja española, rojo; la francesa, azul.

A la hora en punto comparecieron los jueces designados para fallar sobre la validez de las jugadas, presididos por un árbitro o juez supremo. En el caso de discutirse una jugada entre los dos jueces, que podemos llamar ordinarios, el árbitro dicta sentencia en última instancia y su fallo no tiene apelación. En los pueblos pequeños este papel incumbe al alcalde; y si oyéramos a don Basilio, nos diría que allá en su tiempo, cuando el principio de autoridad no andaba tan maltrecho como ahora, ocurrió más de una vez que al estallar un motín en el trinquete, el alcalde levantaba la vara y mandaba a los amotinados que se fueran a la cárcel; siendo de ver cómo todos, chicos y grandes, rojos y azules, obedecían y se iban al encierro como mansas ovejas. Ahora es distinto; a cada jugada dudosa, los que se creen perjudicados con el fallo abuchean al presidente como en la plaza de toros.

Después que los delanteros escogieron seis pelotas de las doce que les presentaron a escoger en una cesta, el presidente tiró un duro al aire (antes se tiraba una onza de oro) para decidir a cara o cruz cuál de los dos bandos sacaría primero. Tocó sacar a los rojos, y con esto empezó el partido a cuarenta tantos.

Como en la riña de gallos, a cada instante crecía el vocerío de las apuestas mutuas. ¡Diez colorados!, o sean diez duros a favor de este color; o bien, ¡Veinte a diez azules! o ¡Diez a veinte colorados!, es decir que los azules viéndose con ventaja en el tanteador dan doble contra sencillo; o bien estos, pensando alcanzarles, piden momio a los que van delante.

Como se ve, la concordancia con que se gritan las apuestas es vizcaína legítima, pues veinte a diez azules, verbigracia, expresa todo lo contrario de lo que dice; porque son los azules quienes dan veinte duros contra diez colorados.

Los noveles en esta clase de espectáculo se aturden y se hacen un lío con esto; pero los adiestrados se entienden perfectamente como los zurupetos en los corros de la Bolsa.

Mientras tanto, los pelotaris van recibiendo la pelota en las cestas y las despiden como proyectil, haciendo verdaderos juegos de carambola en las dos paredes. Los zagueros, que son los de atrás, se distinguen por su pegada y por el rebote, que consiste en dejar pasar la pelota por encima y esperarla cuando bote de la pared opuesta. Los delanteros matan el tanto con rasas, cortadas y dejadas, y si esto no puede ser, procuran cansar al adversario pegando fuerte y atrás.

Unos y otros requieren destreza y piernas, mucha vista y mucha muñeca para seguir los movimientos de la pelota y correrla o esperarla a tiempo para, con rápido movimiento, devolverla. Hay algo en la apostura y en la belleza de las actitudes que recuerda a los atletas que lanzaban el disco. En su musculatura y en su agilidad se adivina la fuerza y soltura con que envían la pelota.

A cada tanto, una salva de aplausos y de silbidos a un tiempo da a conocer, clara y distintamente, quiénes son los parciales y quiénes los antagonistas del pelotari que lo gana o lo pierde. Desde luego, la victoria empezó a declararse en favor de los azules, y aunque los colorados, que eran excelentes jugadores, lograron por dos veces igualar, al fin quedaron vencidos.

Enseguida se disgregó la concurrencia.

—Consuélate de la derrota —dijo don Basilio a Chiquito, cuando este pasó a su lado—, que si los franceses nos han vencido con proyectiles de cuero, los españoles les hemos humillado más de una vez con proyectiles de plomo.

—¿Ha perdido usted dinero, don Basilio? —preguntó el pelotari.

—No, Chiquito, no jugué un céntimo.

—Así se comprende que esté usted con ganas de historias —repuso el pelotari con el mal humor que da el amor propio lastimado y la pérdida de una buena apuesta.

A María le entretuvo el espectáculo, al revés de doña Flora, que se mareó con el griterío de los corredores y que además no entendía una palabra del juego. Juntas entraron y juntas salieron del frontón.

Al disponerse a subir al tren, llamaron a doña Flora desde un automóvil. Paró el chauffeur, y un caballero que iba en el coche la saludó muy amable, brindándose a llevarla a ella y a su amiga donde quisieran.

—Acepto, barón —contestó doña Flora—. Presento a usted esta amiguita de Pasajes... ¡María, el barón de San Jorge!

La joven se quedó deslumbrada por el título y por el automóvil. El barón mandó al mecánico les llevase al muelle de Pasajes. El gavilán y la arpía se sentaron juntos, y en el banquillo de enfrente, la paloma.

María no había ido nunca en automóvil y parecía sorprendida. El barón la contempló a su sabor e hizo un gesto de aprobación a su cómplice.

—Realmente es una perla —le dijo en voz baja.

—Pero una perla que no puede abrirse sino en Madrid —contestó Flora.

—Pues hay que asegurarla... ¿Se marea usted, joven? —añadió el barón, levantando la voz.

—No, señor.

—Porque si no, mandaría ir más despacio...

—María ha nacido para gran señora —repuso la Vargas—; le gusta lo bueno... ¿No es una lástima, barón, que una joven de sus prendas vegete en un pueblo? Ya la voy convenciendo que se venga conmigo a Madrid.

—¿Y usted, qué dice? —preguntó él a María.

—Lo que digo a doña Flora, que esto no depende de mí.

—Pues si usted quiere, Flora le ayudará a vencer los obstáculos que se opongan. Es muy buena amiga y no lo pasaría usted mal a su lado. Tiene muy buenas relaciones en Madrid y le establecería a usted bien.

Siguieron hablando de otras cosas que no vienen a cuento, hasta que el automóvil llegó al embarcadero de Pasajes. El barón ayudó a bajar a las viajeras, y cuando atracó el bote, las despidió galantemente.

CAPÍTULO XI

Viajeros a Milán y a Madrid

COSTO estaba ya por terminar, y Chiquito de Alza y Miguel

Italia.

Mendi con el pie en el estribo para emprender viaje a

Horas antes de la partida fue el ex seminarista a despedirse de los suyos. Don Basilio, haciéndose cargo de las circunstancias, dejó que hablaran a solas un rato los dos primos.

—Por ti me marcho, Mariucha —dijo Miguel—; quiero hacerme digno de ti... ¿Me esperarás?

—¡Ya lo creo! Pero te esperaré en Madrid; porque supongo que tu ausencia será por mucho tiempo.

—Por mil pesetas; es decir, por lo que me dure este dinero... Pero, ¿a qué santo vas tú a Madrid?

—La señora forastera se empeña en llevarme allí para señorita de compañía, y a mí no me parece mal. Allá, en Madrid, tomaré un baño de Corte, que buena falta me hace. O ¿es que te disgusta que yo me pula?

—No; pero me sorprende la noticia, a última hora...

—No es cosa resuelta, Miguel, porque tío no sabe nada aún; pero te lo participo por si acaso.

—Haz lo que quieras, Mariucha; tengo confianza en ti, pero júrame que serás mía —añadió él, tomándole la mano.

Los dos jóvenes cambiaron un beso a hurtadillas, y este ósculo de amor, el primero que se daban, llenó de alegres esperanzas el corazón de Miguel.

No tardó en comparecer don Basilio.

—Cara Eurídice —dijo a María—, déjame que hable a tu Orfeo.

Salió ella, y el cura, sin sentarse, soltó esta plática a su so

brino:

—Carísimo, esta vez no vas a Vitoria, vas más lejos, partes a lejano clima; eres como quien dice, pollo que sale del cascarón. Padre espiritual soy tuyo y debo darte los consejos que se deben a un hijo que se asoma al mundo.

»A tres órdenes los reduciré, supuesto que tres son nuestras vidas: la espiritual, en cuanto al alma; la corporal, en cuanto al cuerpo, y la civil, en cuanto a la buena reputación.

»Las grandes ocasiones de servir a Dios se presentan raras veces, pero las pequeñas muchas; y debes aprovecharlas. Hazlo todo en su nombre y estará bien hecho.

» Movible es la rueda de la Fortuna: No te dejes abatir por los contratiempos, ni te engrías en la prosperidad. Considera que así como Dios nos da a gustar la leche de su misericordia, nos priva de ella, en ocasiones, como una madre quita el pecho a su hijo, para que se lo pida con más ansias.

»Sé justo y equitativo en todos tus tratos. Ponte siempre en el lugar del comprador, vendiendo, y del vendedor, comprando, y tu comercio será siempre de buena fe. Es la mejor paráfrasis que se me ocurre del “Ama al prójimo como a ti mismo”.

»No te fíes de los amigos. Te diré de ellos lo que lo de los hongos: Hay que escogerlos bien y en poca cantidad, y aun estos pocos resultan malos.

» Diviértete, pues eres joven; pero sean tus diversiones recreo, no ocupación; o lo que es lo mismo, emplea poco tiempo en ellas y no te fatigarán.

»No seas trápala. Habla poco, pero con sustancia y, sobre todo, con sinceridad y energía. Así debe entenderse este verso de Eurípides: “La palabra lo vence todo e iguala en fuerza al acero”.

»Si algo pretendes, pídelo con entereza. Quid timide rogat, do-cet negare. Acuérdate de aquel pasaje de los caballeros de la Tabla redonda que tantas veces leías de niño en las veladas de invierno: “Gisberto vio a un campesino que llevaba un gavilán y le preguntó cuánto quería por él. El campesino le pidió cinco francos. Gisberto le dijo que siempre sería pobre y le hizo dar veinte”. Pero no todos son como Gisberto.

»Sé constante. El tiempo y la paciencia cambian la hoja de la morera en seda, pero cuando hayas hilado tu capullo vende tu seda; de otro modo: date a conocer. “Saber, y saberlo mostrar, es saber dos veces”, dice Gracián.

»No seas acreedor ni deudor, porque lo prestado suele perderse con el amigo y el pedir prestado entorpece el manejo de la hacienda propia.

»No seas nada mentiroso; porque aunque no siempre convenga decir la verdad, tampoco es lícita la mentira. Una excusa ingeniosa tiene más gracia y más fuerza para justificarse, que una mentira estudiada. Por esto decía Lessing, que si le dieran la verdad en una mano y en la otra el ingenio, la agudeza y la fantasía que se emplea a veces en buscarla, desdeñaría la verdad y se quedaría con las otras prendas.

»Sé pulcro y aseado. El aseo a los hermosos les da más gracia y a los feos les hace hermosos, y la hermosura es una carta de recomendación, según dijo la primera Isabel. Con justa causa son preferidos los que parecen bien, a los deslabazados y sucios, porque el cuidado de la persona da indicios de que se es cuidadoso en lo demás y a muchos hay que entrarles por la vista, como los buenos manjares.

»Suma y compendio de tanto oráculo:

«Confianza en sí mismo; audacia, serenidad para expresarse; dominio de las pasiones; concentración de la energía; entereza en la adversidad; voluntad vigorosa que no se deje amilanar por las impresiones depresivas, ni arrastrar por las excitantes; determinación reflexiva de la vocación; perseverancia en el esfuerzo después de estudiar las dificultades; estudio desapasionado y sereno de los hombres con quienes sea necesario trabar relaciones, porque así será fácil conquistar sus simpatías y obtener su cooperación; buen trato y cortesanía para con todos, bondad con los inferiores, rectitud y seriedad en los negocios, y exactitud en el cumplimiento de las promesas.

El mismo día que el correo trajo a Pasajes la noticia de la llegada de los viajeros a Milán, María anunció a su tío la visita de doña Flora, quien se presentó en escena con una caja voluminosa, que hizo dejar a la criada en una silla del despacho.

—Señor cura —dijo—, mi primera y última visita a esta casa, porque me voy pasado mañana. ¿Quiere usted algo para Madrid?

—Nada, señora, muchas gracias —contestó don Basilio desde el sillón de su escritorio—. ¡Con decirle a usted que la única vez que fui a la Corte no pasé de la estación! Le contaré el caso. Al recoger el baúl, hallé que me lo habían desvalijado en el furgón de equipajes. En lugar de ropa blanca, vi papeles y trapos. Yo, que me vi desnudo, sin una muda siquiera, me quedé en la estación y en el primer tren regresé al pueblo. Menos mal que había tomado billete de ida y vuelta y el paseo me salió más barato.

—Es el colmo de la mala suerte —replicó doña Flora, riéndose—, porque lo que a usted le pasó no le pasa a nadie, o a lo sumo, a uno entre mil... ¿De modo que el señor cura no conoce a nadie en Madrid?

—A nadie, señora.

—¿Cómo se explica entonces este envío de allá que me mandan para usted?

Don Basilio miró el bulto, que allí estaba de cuerpo presente, al que señalaba doña Flora, y no sabía a qué atenerse.

—Pues sí, señor cura —añadió la Vargas—. El barón de San Jorge, caballero muy distinguido que me honra con su amistad, me escribe que se digne usted aceptar este piadoso obsequio en su nombre.

—No sé de quién me habla usted, señora... ¿Dice usted que esto es para mí?; ¿que es un obsequio piadoso?

—Sí, señor. Va usted a verlo.

—¡Qué será! ¡Qué no será! —pensó don Basilio, intrigado—. Veámoslo.

Doña Flora abrió la caja y, atónito, el vicario vio un hermoso manto de Virgen, con lentejuelas y recamado.

Entre ella y María lo desdoblaron muy delicadamente, y para más realce, doña Flora lo colgó de los hombros de la joven.

—¡Qué riqueza! ¡Qué hermosura! —balbuceó don Basilio—. ¡Me deja usted pasmado, señora!

—Pues acéptelo usted como un donativo del señor barón.

—¿Pero a qué obedece esto?... Porque, como repito, es la primera vez que oigo hablar de este señor.

—Ahora se lo diré a usted, don Basilio. Sentémonos. El barón de San Jorge, como lo indica su título, es persona de alto rango, avecindada en Madrid. La baronía es pontificia, y esta es otra recomendación que debe usted tener en cuenta. Digo recomendación, por lo que sigue ahora.

»E1 barón es viudo, sin más hijos que una señorita que está para salir de un internado. El barón, por sus muchas ocupaciones, no puede dedicarse a ella. En estos casos, las personas de su posición apelan a lo que se llama una “dama de compañía”, es decir, una joven de ciertas condiciones que acompañe a otra en la calle y en las visitas. Yo tengo el encargo de buscar una así para la hija del barón. Me he fijado en María, en la sobrina de usted, y vengo a pedírsela; usted me conoce, sabe ya quién es el barón, y excuso ofrecerle más garantías.

—Señora —contestó don Basilio, reponiéndose de su sorpresa—. La caridad bien entendida debe empezar por uno mismo. María es mi única compañera, ¿cómo quiere usted que se la ceda a otro?

—No es cesión, es traspaso por poco tiempo. Cuestión de un año o menos, porque en este tiempo se busca otra y le devolveremos su sobrina. El caso es complacer al barón, porque le urge. Después de todo no le vendrá mal a su sobrina quitarse el polvo de la dehesa, como decimos en Madrid, y usted me perdone la libertad con que hablo.

Como María no decía palabra, don Basilio supuso, y supuso bien, que estaba confabulada con doña Flora, y así hubo de decir a aquella, con cariño:

—¡Ah, picara!, ¿conspirabas contra mí?

—No la inculpe usted —replicó doña Flora—, tampoco sabía nada. Creí inútil hablarla de esto, ya que usted dispone de ella.

—Hasta cierto punto —repuso el vicario—. Como un padre dispone de su hija... Pero no quiero que el día de mañana me tache de egoísta. Decida ella lo que quiera.

—Tío —contestó María—; irse no es despedirse... Tratándose de poco tiempo...

—Basta —dijo don Basilio—. Puede usted llevársela, señora. ¡Dios mío! ¡Qué desgraciada es la vejez! Los viejos queremos a los jóvenes, pero estos no quieren a los viejos; los aguantan, los soportan. La afectividad baja, pero no sube.

Hasta en sus duelos, el vicario no abdicaba de sus epifonemas.

—No se desconsuele usted —repuso doña Flora—. Peor sería que su sobrina se casara, porque entonces la perdería usted para siempre, mientras que ahora sigue a su disposición. Con llamarla basta... Ea, vámonos a la iglesia a probar el manto a la Virgen.

La alegría que produjo a don Basilio ver a su Virgen con manto de reina amortiguó el pesar del viaje de su sobrina: con todo, llegado el momento de despedir a esta, cuando la vio alejarse en el tren, el pobre anciano lloró a lágrima viva.

Húmedos aún los ojos, del sentimiento, volvió a su casa donde le esperaba Paula, más furiosa que leona a la que han robado su cachorro; pero como respetaba demasiado a don Basilio para desmandarse con él, desahogó su furia en la advenediza que se llevó a María.

—Fíese usted de la gente forastera —decía—. Son como las golondrinas que hacen su visita cuando el tiempo está alegre, claro y sereno; pero en queriendo venir el invierno, empañándose el cielo, os desamparan la casa y el alquiler que os dejan es quedar sucia...

—Esto no va con doña Flora —repuso don Basilio—; porque buen puñado de duros dejó a la tía de Chiquito, y a la Virgen, un manto.

—Esta golondrina fue peor que las demás —replicó Paula—; porque le dejó a usted sin vista, como al santo Tobías; porque ceguedad, y muy grande, es haberse desprendido de Ma-riucha.

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

Del caño al coro

A grandeza de Italia no consiste en su unidad, en su poder

-i—J militar, ni en un acuerdo de diplomáticos reunidos en conferencia internacional; es grande porque no ha cesado de contribuir, ni aun en sus momentos más críticos, a la obra del progreso. Porque no ha dejado nunca de estar representada, en el gran anfictionado del progreso, por sabios, artistas, filósofos y poetas, completando su obra, por último, con la independencia más difícil de conseguir: la económica.

En su propio solar encuentra hoy, no sólo los productos naturales más esenciales para la vida, sino que ha llegado a libertarse de la tutela de las grandes naciones industriales, construyendo ella misma sus instrumentos de trabajo. Puede enorgullecerse viendo la mejora de sus ferrocarriles desde que los administra el Estado. Sus locomotoras son de construcción nacional, como las turbinas que transforman en riqueza sus saltos de agua, y los automóviles que recorren sus carreteras, y los trasatlánticos que llevan a todas partes su exceso de vida y producción. Y este es precisamente el signo más característico de su grandeza: la fuerza expansiva.

Dos ciudades italianas representan hoy más especialmente que todas las otras la obra del país: Milán, su fuerza productora, y Génova, su fuerza expansiva.

Pero todo esto a los artistas les tiene sin cuidado. Para ellos Italia es Italia, la madre del genio latino, el jardín del Renacimiento en el que se abrieron esas flores pomposas que serán siempre el encanto de la humanidad: Roma, Florencia, Bolonia, Nápoles, Venecia...

Miguel Mendi, que no era pintor ni poeta, ni aun arquitecto, sino músico, debía preferir a todas estas ciudades, Milán, escuela del bel canto y emporio de la moderna música italiana.

Instalado en la misma casa con Chiquito, se dedicó con ahínco a aprender el italiano. Un Quijote en este idioma y Promessi sposi de Manzoni que iba cotejando con las ediciones españolas, fueron sus primeros maestros, ayudándose de una gramática para las declinaciones y conjugaciones.

Su academia práctica fue el frontón, para el que le sacó el pelotari un pase libre, a título de pariente suyo. Allí oía Miguel las interjecciones y apostrofes de los que apostaban, y prestaba oído a los diálogos en alta voz, que no por ser en dialecto lombardo, dejaban de ser instructivos. En menos de un mes chapurreaba la lengua del Dante con más acierto y copia de voces que Chiquito, a quien la filología le tenía sin cuidado.

Otro expediente lingüístico tan ejecutivo como económico de que se valía Miguel era la lectura de periódicos, cuyo lenguaje fácil y corriente, por aplicarse a cosas comunes, a pocas palabras que se sepan permite ir atando cabos y traducir de deducción en deducción.

Repasando el Secolo vio el anuncio de una academia de canto dirigida por un artista de la Scala. Pareciéndole a Miguel que era tiempo de empezar, fue a enterarse.

Para esto hubo de subir la interminable escalera de una casa de buen aspecto, pues la academia estaba instalada en el primer piso bajando del cielo, en uno a manera de estudio de pintor. En cambio, las vistas eran magníficas, porque daba a la plaza del Duomo, y el palomar artístico quedaba a igual plano de las terrazas y del campanario de la gran catedral, «toda de mármol, como una cristalización colosal y magnífica» (Taine).

Miguel empujó una mampara y fue recibido por el director de la academia, signor Cesare Maffi. El signor Maffi era un veterano del arte lírico, y por esto y por haber encanecido en el escenario de la Scala, tenía asignada la dirección de los coros de la Opera. Como cantante había pasado largas temporadas en Buenos Aires y Montevideo. Debido a esta circunstancia hablaba el español, si bien con muchos dejos criollos. Lo cierto es que cuando Miguel empezó a hablar en italiano, el signor Maffi conoció que era español, y para más animarle le dijo podía expresarse en castellano.

—¡Ah! —exclamó nuestro joven— ¿conque usted entiende el español?

—¿Cómo no, mi amigo? —contestó el signor—; lo entiendo, anche lo parlo. No trepide usted en hablar en castilla.

Tras este prefacio Miguel soltó la lengua. Dijo que pretendía hacerse cantante dramático, pero que no era un principiante, hasta el punto de ser ya cantor de capilla.

Esto perjudicaba más que favorecía en opinión de Maffi. Hay mucha diferencia entre el teatro y la iglesia, y habría que quitar resabios, amaneramientos, etc.; pero que probaría la voz.

Y sentándose ante un piano de cola, probablemente tan antiguo como el tañedor, hizo una escala hasta ponerse a tono con la voz del joven. Este se soltó con el «Ave María», de Gounod, y el otro le fue acompañando.

—Dio mío! ¡Qué bella vocel —exclamó entusiasmado el maestro—. Le garanto que es deprimo cartello.

—¿Habla usted de veras?

—Yo no macaneo, ¿sabe? —repuso Maffi girando en el taburete—. Al que no sirve se lo digo francamente para que meta violín en bolsa y se mande mudar. Repito que su voz es de gran artista. Si como tiene tesitura y timbre, tuviese estilo y fraseo, no tendría nada que enseñarle. Falta también aprender las apoyaturas y fermatas, la dicción dramática y después moverse, accionar, porque la escena no es como el coro de una iglesia. Pero esto, es cuestión de práctica; lo primero y principal es lo otro... Recién, este invierno, he presentado en la Scala un alumno de igual registro de voz que el de usted... Dio mío! ¡Qué suceso! Puede usted informarse si lo desea...

—No hace falta; conque lo diga usted basta... ¿Qué honorarios cobra usted por las lecciones?

Acerca de este particular, el signor Maffi hizo algunos distingos, cada uno con su respectiva tarifa. Lo correspondiente a lo que pretendía Miguel valía doscientas liras mensuales por lecciones de una hora. No obstante, Maffi se comprometió a hacer entrar a Miguel en los coros de la Scala, allá en noviembre, cuando se inaugurase la temporada lírica y, además, proporcionarle particellas de tenorino en tal cual teatro de los pueblos.

—¿De suerte que podemos empezar mañana? —preguntó Miguel.

—¡Qué esperanza! —repuso Maffi—; la primera visita la cuento por lección, de modo que ya hemos empezado. Probar la voz, acompañar al piano, dar opinión... creo que lo merece.

—Tiene usted razón —contestó Miguel, sacando de la cartera dos billetes de cien liras, por ser otra de las condiciones, pagar por adelantado.

Cesare Maffi se guardó el dinero, extendió recibo y acompañando hasta la mampara a Miguel, le dijo complaciente:

—A domani, signor Gay arre.

—Ya sabe usted que me llamo Mendi —contestó el joven; pero comprendiendo por qué se lo decía, añadió—: «Si sono rose, fio-riranno». Grazie, signor, à rivederci.

Cesare Maffi era uno de tantos inválidos del arte lírico, divos o coreógrafos, que se dedican a dar lecciones a los aspirantes a la escena. No desahucian a ninguno; si un cojo se empeña en aprender a bailar, le enseñan; si a cantar, un sordomudo, le dan buenas esperanzas; la cuestión es que lo paguen.

Esto no va en deshonra del gremio; pues si valieran escrúpulos profesionales, ni el abogado se encargaría de un pleito que ve perdido de antemano, ni el médico recetaría a un enfermo que se está muriendo.

El signor Maffi aceptaba, pues, y animaba a cuantos se presentaban en su flamante academia.

En la carrera del teatro hay mucho de vanidad y petulancia. El dilettante es el arte por el arte; el cantante es el arte por los aplausos y el dinero. Todos los principiantes se creen predestinados y que la llama de la inspiración arde en su frente.

Que esta llama tardara en encenderse, o que no flameara nunca, al signor Maffi le importaba un comino; no por esto iba a dar pasaporte a un discípulo, con mengua de sus ingresos académicos. Bastantes círculos dantescos había recorrido el bravo artista, no siendo el menor aquel tormento de

ricordarsi nella disgrazie del felice tempo...

para que soltara el terrible Lasciate!, que privándole de un alumno, le disminuyese en doscientas liras el presupuesto.

La academia era una canariera. Allí voces de tenor, de barítono y de bajo; allí voces de falsete y de nariz. El signor Maffi hacía a todas las cuerdas y enseñaba a sacar partido de todos los recursos.

Bien es verdad que no se fatigaba en demasía. Procuraba que las lecciones fueran simultáneas a pretexto de concertar dúos y tercetos, y si los alumnos iban en crescendo, los amontonaba en coro, haciendo de capo el más adelantado. No importaba el vocerío; para esto cantaban en las nubes, o sea en el estudio de un quinto piso.

Cesare Maffi había sido barítono de los buenos. Conservaba relativo volumen de voz; pero en lo que era todo un maestro era en la mímica, en la expresión de los personajes. De esta cualidad se asía como de un clavo ardiendo para dejar patidifusos a sus alumnos.

Tendría sus cuarenta y cinco años, estaba bastante grueso, pero conservaba incólume su melena, recortada por el afeite del cogote, gordo y colorado, si aquella lacia y canosa.

En ciertas sesiones, en aquellas singularmente que alegraba el convite de cerveza u otro licor de algún educando rumboso, era de ver al antiguo divo haciendo de Rigoletto, de Don Giovanni, de Amleto, o de Yago del Otelo. En tal ocasión le acompañaba al piano Miguel Mendi, que leía muy bien la música.

En estos ejercicios pasó nuestro joven cerca de tres meses. De tarde en tarde, se escribía con su tío de Pasajes, el cual, como nada le preguntaba de María, nada le decía de ella. Suponía que los dos primos seguirían entendiéndose a distancia. No era así, sin embargo; aunque Miguel no se impacientaba, pues pensaba regresar pronto a España, en vista que entre los honorarios del maestro de canto y los gastos de manutención, las mil pesetas se iban acabando. Lo peor es que no podía contar con Chiquito, porque este se había ido ya a Madrid, terminada su contrata de Milán.

Mafïi cumplió sus ofertas. Al abrirse la Scala metió a Miguel en el coro, proporcionándole además papeles secundarios en las óperas baratas por las cercanías de Milán. Estas correrías, en vez de aviar a Miguel, le ocasionaban gastos; porque como Maffi se cobraba el tanto por ciento de la comisión, la ganancia era poca; y esta, por añadidura, se reducía a nada, por gastárselo el joven, deteniéndose aquí y acullá, al regreso de una excursión.

Como quiera que sea, así vio Miguel los lugares más mentados de la Lombardía y se avispó.

CAPÍTULO II

PASADAS las Navidades, recibió Miguel una carta de Pasajes, en la que don Basilio le escribía:

«Estoy enfermo; temo que lo que tengo es grave y que no pueda resistirlo mi edad avanzada. Mis postrimerías coincidirán, seguramente, con las del año. No me atrevo a rogarte que vengas, porque comprendo que te será imposible hacerlo. Lo mismo le ocurre a tu prima, que sigue en Madrid. Me cuida la buena Paula, pero ¡sería para mí una pena tan grande partir para el último viaje sin despedirme de vosotros...!».

Miguel echó sus cuentas; vio que, a todo estirar, le quedaba un mes en Milán, y considerando ser obra de caridad y obligación suya el ir a consolar al anciano, preparó su partida.

El signor Maffi que seguía cobrándose los honorarios, ahora mejor que nunca, pues le había proporcionado la honra de pisar las tablas de la Scala, trató de disuadirle, diciéndole que era una lástima que retrocediese a mitad de su triunfal carrera; que ninguna parte del mundo como Milán para aprender de los grandes divos; que le proporcionaría una contrata ventajosa y más honorífica que las anteriores, etcétera. Miguel que, en medio de todo, había cobrado cariño al maestro, le respondió que iba a reponer la bolsa, porque la tenía escurrida.

Ante este argumento, Maffi cesó en sus exhortaciones y le dejó ir en paz.

Don Basilio fue zahori en su enfermedad. Cuando llegó Miguel se lo encontró en las postrimerías.

El médico no atinaba todavía en el diagnóstico de la dolencia y el enfermo se moría. La vieja Paula contó a Miguel que, a raíz de la partida de María, don Basilio fue perdiendo el humor y luego la salud; que María era una olvidadiza, que apenas si había escrito un par de cartas desde que se fue a Madrid, siendo lo peor que, habiéndosele notificado la gravedad de su tío, ni había venido, ni se sabía de ella.

Esto precipitó el desenlace del enfermo. El pobre anciano pasaba horas enteras esperando ver entrar a su sobrina, de la que tantos consuelos recibiera, y cuando se convenció de que no venía, se resignó a morir, como lámpara que se va apagando por falta de aceite.

Sus últimas palabras fueron para recomendársela a Miguel. Diole las señas de Flora Vargas, la señora que se la llevó, y mandó que se repartiese con su prima los escasos bienes que dejaba, sin desatender a la fiel servidora.

—Me desconsuela no ver a María a mi cabecera —acabó por decir—. Su ausencia será un clavo más remachado en mi féretro.

Enseguida se preparó a morir, confortado con los últimos sacramentos, que le administró su coadjutor. Rodeábanle sus feligreses con velas encendidas y a todos pidió perdón de las ofensas involuntarias que pudiera haberles inferido.

Sólo con un enemigo no se reconcilió: con la letra R. Murió clamando: Domine, in manus tuas commendo animam meam! Así, sin ninguna erre doble ni sencilla.

CAPÍTULO III

La virgen loca

LORA Vargas se había llevado a María a su casa de Madrid, un principal bien puesto, con relativo lujo; una de estas habitaciones que visten la mano del tapicero, el arte del ebanista y los surtidos de los bazares, antes que el arte casero y paciente de la mujer de su casa.

Por toda servidumbre una criada coetánea de la señora. ínterin tomaba María posesión de su empleo en casa del barón, convivió con su amiga, que parecía desvivirse por complacerla.

Como preliminar de su presentación allá, la quintañona, que así podemos llamar a doña Flora sin inconveniente, convenció a María que debía ataviarse y arrinconar el hábito. La llevó a una modista y en un par de días la joven quedó transformada en una elegante damisela de sombrero y zapatos de charol, con tacón alto.

La joven se quedó asombrada de verse tan guapa, pero una cosa le inquietaba: ¿quién pagaría todo esto?

—No te apures, chica —le decía la otra—; ya me irás pagando cuando te acomodes. Quiero que el barón te vea elegante. Cuanto mejor te presentes, mayor será la paga. Hasta para pretender algo, se necesita vestir bien.

Tarde y noche la llevaba a pasear para que conociera Madrid y se acostumbrase al run run de la Corte. En una ocasión la hizo entrar en la sacristía del Colonial.

Llaman sacristía en Madrid a un local de café junto a una puerta de escape, adonde acuden ciertas personas que no quieren exhibirse o ser vistas. Es el diván de clérigos que toman a solas su taza de moka; de matrimonios viejos, sin hijos, que renuevan el idilio de Filemón y Baucis, saboreando juntos el aromático soconusco; de prestamistas, esperando la presa; de citas amorosas de tapadillo, y así por el estilo.

Ya sabemos que el barón era aficionado a estos escondites. Esta vez fue tan oportuno, que no bien acababan de sentarse las dos amigas, entró él.

Las saludó, se sentó a su misma mesa y empezaron a hablar.

—Ahí la tiene usted, barón —dijo doña Flora, señalando a María—. Me ha costado un triunfo quitársela a su tío; supongo que me hará usted quedar bien y tratará a mi recomendada como se merece.

—Sin esta condición —contestó él— no hubiese solicitado a esta señorita para mi hija... Pero habrá que esperar unos días, porque ella aún no está en casa. Le ha tomado tal afición al colegio, que su conducta empieza a preocuparme. Usted no la conoce, Flora; pero es una joven talludita, es ya mujer, y a la edad en que otras suspiran por salir del encierro, a mi hija hay que convencerla para que lo haga. ¡Con tal que no me la hagan monja! Bien dicen, no con quien naces, sino con quien paces... Sentiré causar perjuicio a su amiga con esta tardanza.

—No se apure usted, barón —repuso doña Flora—; puede tomarse el tiempo que quiera. Estamos muy a gusto juntas y María tendrá paciencia.

—Pero no estaría bien en mí —replicó él— que siendo cosa mía, usted se perjudique, Flora... Supuesto nos hemos encontrado, vamos a poner los puntos sobre las íes. ¿Cuándo llegaron ustedes?

—El día de la Virgen.

—Ocho de septiembre... Está bien... Pues a partir de este día hasta que su huéspeda entre en mi casa, corren a mi cargo los gastos de ella.

—No lo consiento; estas son cosas de amigas en las que usted no puede meter baza.

—Lo discutiremos en otra ocasión... ¿Qué le parece a María este Madrid?

—Encantador, barón —contestó la joven—. Y a usted ¿qué le parezco con este disfraz que me ha hecho poner doña Flora? —añadió, riéndose, señalando el sombrero y su talle ajustado.

—Pues como a usted Madrid, encantadora; —repuso galantemente el barón.

El cual, dando por terminada la entrevista, agregó:

—Las dejo a ustedes porque tengo que hacer... Uno de estos días les haré una visita.

Y se fue, pagando el servicio al camarero.

—¡Vaya, hija! —dijo doña Flora—. Con buen pie entraste en Madrid. El barón, antes que tu señorito, quiere ser tu protector... ya me entiendes; un caballero rico que procura no le falte nada a su protegida... Casi te convendría esto más que ser acompañanta de su hija.

—Pero a esto vine a Madrid...

—No seas boba; toma lo que te den y baila al son que te toquen. Déjate aconsejar de mí y harás carrera. ¿O es que te resignas a ser doncella de una señoringa? Tanto valiera entonces seguir de ama de cura al lado de tu tío.

Hay que confesar que Madrid no dejó boquiabierta a María; le pareció un San Sebastián más grande, más hermoso y más divertido. Insensiblemente se fue amoldando a la vida ciudadana y amoldándose a las circunstancias, con esa prontitud y talento de asimilación que caracteriza a las mujeres. Una chica de pueblo se convierte en señorita con más prontitud que un zagalón venido de la aldea. Vistamos de duques, a un tiempo, a Dafnis y Cloe, y al cabo de un año, mientras él parecerá un lacayo, ella se habrá convertido en damisela auténtica. Más que por el vestido, la mujer se transforma por el arte de agradar. Si a esto se añade ambiente propicio a esta metamorfosis, esto es, vida ociosa y regalada, y trato con personas de educación, el cambio es radical, completo. De ahí esos milagros tan frecuentes en las grandes capitales de jóvenes advenedizas que hacen buen papel en la vida del gran mundo. Lo principal es la belleza; lo demás viene por añadidura.

María no necesitaba transformarse de crisálida en mariposa, porque ya lo era. Su tránsito a Madrid no hizo más que dorar sus alas y hacerla revolar por más espléndidos vergeles; vale decir, por paseos, cafés y teatros.

En estos sitios, en los que le inició su compañera, tuvo la joven el convencimiento de su hermosura. Los hombres la galanteaban y las mujeres la miraban con envidia. Los que conocían a la quintañona, creyendo que la exponía en almoneda, se acercaban a hablar en secreto a la Vargas. Esta se mantenía entre dos aguas, les gastaba bromas, y al cabo de la sesión, cuando el buscón había pagado el gasto del café o el coche del teatro, le decía que la paloma tenía su dueño; naturalmente, dicho todo de cierta manera para que ni el galán se desanimara, ni María cayera en la cuenta, porque la otra era muy taimada.

Mujeres como la quintañona y su pupila abundan en ciertos sitios y espectáculos de Madrid. Se las encuentra invariablemente al anochecer en restaurantes, cervecerías y cafés, vestidas elegantemente, entre un círculo de amigos o con un amante accidental, y riendo y bromeando, haciendo las delicias de los dueños del establecimiento.

No pocos de estos, y algunos teatros también, dan libre entrada y carta abierta a algunas de esas mujeres, cargando a gastos generales el dispendio que ocasionan, en la seguridad de reintegrarse con creces con los parroquianos que atraen, si no hoy, mañana.

Con la llegada del pagano empieza el tejemaneje de su complicado negocio. El camarero ofrece lo mejor y más caro de la lista; la ramilletera prende una flor; el cerillero de la puerta pone sobre la mesa el número de la suerte, etcétera. El galán lo paga todo con un ciento por ciento de recargo... Se disuelve la compañía y quedan sobre la mesa: botellas de exquisitos vinos, mediadas; dulces y frutas casi sin tocar, de lo cual se aprovechan respectivamente quienes cobraron a buena cuenta, a menos que los beneficios se repartan entre la cliente y el mostrador.

Con este género de vida, María perdió su inocencia y se convirtió en virgen loca.

Esta palabra hay que entenderla en el sentido que le da la Sagrada Escritura. La virgen loca lo sabe todo o desea saberlo todo, que para el caso es igual; no está desflorada físicamente, pero ha perdido la virginidad moral; se considera feliz porque conserva el azahar indispensable para el matrimonio, aunque en el naufragio de su inocencia haya arrojado por la borda los sentimientos más puros del alma.

Las virginidades sin inocencia —dice Bourget— constituyen una especialidad de nuestros tiempos; los bárbaros que violaban las mujeres, en las ciudades que tomaban por asalto, dejaban tras de sí inocencia sin virginidad.

Las vírgenes a medias, o vírgenes locas, como hemos convenido en llamarlas, son la mejor presa del minotauro.

El barón, como hábil estratega, no se prodigaba. Aún no había hecho la ofrecida visita, pero hacíase el encontradizo con las dos amigas.

Una vez las metió en la sacristía para almorzar; otra les envió butacas para Apolo. Otro día, en fin, las sorprendió paradas ante el escaparate de una joyería. María estaba mirando el rico muestrario sin codicia, con la curiosidad placentera de quien contempla una exposición de flores raras.

—¿Ustedes por aquí? —les preguntó él.

—Comprando con la vista —contestó doña Flora.

—¿Y por qué no con el dinero?

—No se hizo la miel..., y demás —repuso la otra, agitando el monedero vacío—. Y en verdad que siento estar desprevenida, porque María se ha encaprichado por una pulsera, que mañana puede no estar en el escaparate.

Esto no era verdad; pero como la joven estaba acostumbrada a las trapisondas de la quintañona, no chistó siquiera.

El barón hízose el inocente y respondió:

—¡Qué Flora esta! ¡Qué bien sabe comprometer a los amigos! Porque ¿cómo voy a permitir yo que María se quede con las ganas? ¿Qué pulsera es la que le gusta a usted, joven?

Como María no se había fijado en ninguna, ni menos se esperaba tal proposición, tardaba en contestar.

—Esta, barón —dijo doña Flora, señalando en el aparador—. Si espera usted que hable ella, no lo hará en un año, porque es muy corta.

—Entremos —respondió el barón.

Doña Flora hizo sacar la pulsera, se la probó a su amiga y preguntó el precio. Tasáronla en cincuenta pesetas; las mismas que aflojó el barón.

María, que ya había aprendido mucho, tuvo el tino de no dar las gracias en el acto, sino que esperó a salir a la calle. El otro, como aquel que no hizo nada de particular, sino servir a unas amigas que se encontró en la calle, las dio la mano y se fue.

—Este hombre me va oliendo a otra cosa —dijo la Vargas a María—. Apostaría a que se ha enamorado de ti... Te advierto que es muy aficionado a las faldas.

—Lo será; ¿pero cómo había de fijarse en mí, que soy o seré la doncella de su hija?

—Es que esto puede variar. Con buscarte una sustituía, basta... Además, él es muy reservado... En fin, chica, se van cumpliendo mis predicciones. ¿Te acuerdas de lo que te dije en Pasajes, de cómo triunfarías en Madrid y tendrías joyas, vestidos y coche? Ya poco falta para que lo tengas todo. ¡Y pensar que llevas nada más que tres semanas en Madrid! ¡Vaya una suerte la tuya! Esto se llama llegar y besar el santo.

Tres semanas antes, efectivamente, cuando la Vargas dijo aquello a María, esta sintió alarmado su pudor; ahora era otra cosa; la discípula se había puesto a dúo con la maestra, y por toda contestación respondió con malicia:

—Pero es un santo muy feo.

Flora se sonrió.

—Tienes razón, es feo, si que también viejo, pero ello es una ventaja, porque así no te lo disputarán otras mujeres... ¿Ves estos mequetrefes (paseaban por la Carrera), que te están comiendo con los ojos y te echan flores? No dan más de sí. Son tan fatuos que si les haces caso, van a creer que eres tú quien les enamoras a ellos. No dan dinero a las mujeres y muchas veces se lo piden a ellas. Para dinero, amor y reserva, los viejos.

CAPÍTULO IV

El minotauro

LLEGO, por fin, la anunciada visita del barón.

El ínclito prohombre creyó que un almuerzo de dos pesetas y una alhaja de diez duros eran dádivas suficientes para ganar una fortaleza. Entró con aire de protector, fumando y sin quitarse el sombrero, hasta que llegó al saloncillo. Aquí se sentó retrepado en el sofá, con las piernas cabalgando una encima de otra, haciendo el número cuatro.

No por esto venía al festín del amor; era demasiado experto en la materia para tener tal jactancia. El minotauro venía tan sólo a olfatear de cerca su víctima, a acariciarla; a hacer ganas para devorarla después con más apetito.

La Vargas, como hábil tramoyista, entornó el balcón, corrió un stor que llegaba hasta la alfombra y el saloncillo quedó en la penumbra, tamizada la luz de una hermosa tarde de otoño. De la calle subían las canturrias de los vendedores ambulantes y las notas de un piano de manubrio con que unos organilleros obsequiaban a unas modistillas de taller.

Doña Flora llamaba a este gineceo «la sala roja» porque la tenía empapelada de este color, casando con el igual de la tapicería de sillas, alfombras y cortinas. La tanagra de una mujer desnuda, de pie entre un enjambre de alegres figurillas de porcelana, ornaba la consola, mostrando en el espejo su alabastrino torso, como la Venus de Velâzquez.

María vestía blanca bata suelta de anchas mangas, que dejaban al desnudo sus torneados brazos. Su blanca figura, destacándose en el fondo rojo de la estancia, dábale la apariencia de un arcángel vestido de albo brial.

Y a su lado el demonio.

Dante hizo de Satanás un monstruo aherrojado en el centro de la tierra; Taso le armó de cuernos, y Milton lo representa en figura de arcángel con la cicatriz del rayo en la frente. Goethe lo encarna en un caballero rojo, y Arrigo Boito le pone librea negra. Así viste el demonio que ahora tienta a María.

Mefistófeles y Margarita están solos, porque Marta les dejó libre la escena.

El barón, dejándose de requilorios, empezó por tutear a la joven.

—Ya te habrá dicho Flora —pronunció con grave acento— lo que opino de ti; que no sirves para doncella de mi casa.

—¿Cómo puede ser esto? —contestó alarmada María—. ¿Qué ha visto usted en mí para que mude de parecer?

—He visto que eres demasiado bonita —repuso él cambiando de tono—. Te asusté, ¿no es verdad...? ¿Sentirías volver a tu pueblo?

—Lo sentiría; porque así, tan pronto, dirían allá que me devuelven por inútil.

—En cambio, te agradaría que te vieran volver hecha una marquesa, así como Flora fue a Pasajes.

—¿Quién piensa en esto?

—¿Tan imposible te parece? ¿Y si yo te dijera que el verano que viene podías presentarte allí de esta manera? Ya ves que no está tan lejano el plazo...

—No digo que no —repuso María sonriéndose—. De aquí a allá puede tocarme un premio gordo a la lotería.

—¿Qué más premio gordo que el que tienes a tu alcance ahora?

—¿Cuál?

—Yo, María —agregó él, acariciándole la mano y besándosela.

En esto, entró la Vargas, y María retiró la mano, casi a la fuerza, porque el barón, a quien nada importaba la llegada de un tercero, no la soltaba.

—Besándose, ¿eh? —dijo la quintañona, cruzando la sala, como quien busca algo.

—Ayúdame a convencerla, Flora —dijo don Vicente, tuteándola también—. Figúrate que le estoy ofreciendo un premio gordo y ella se hace la remolona. Tú ¿qué harías en su lugar?

—Ofrézcamelo usted a mí, y verá.

—¡Quita allá! Estos regalos no los hago sino a María. Pues ya lo ves; ¡aún lo piensa!

—Eso no se piensa, María: se toma en el acto.

—Pero ¿cómo voy a tomarlo —contestó la joven, risueña—, si el gordo que me ofrece es él, en persona? ¡Poco que pesará!

—El cariño no pesa, María; a esto me referí... —repuso el barón, con acento que parecía sentimental, si no le traicionara la expresión lasciva de los ojos.

—Pero usted no puede casarse, barón —se le ocurrió decir a la Vargas, para atenuar la declaración—. Tiene usted una hija muy crecida.

—¿Y a usted quién le da vela en este entierro? —exclamó furioso don Vicente, poniéndose en pie—. Hablar de mi hija en esta casa es una profanación. Si vuelves a mentarla, te mato. Salga de aquí, ¡so tía!

La Vargas, ante este exabrupto, los volvió a dejar solos, sorprendida de que su cómplice hubiese tomado a mal sus palabras.

Don Vicente permaneció en pie, pero serenó el semblante, y abrazando por la cintura a María, díjole:

—Resuélvete, chiquilla; piso, alhajas, coche, tendrás si tú quieres. Olvida para lo que viniste a Madrid; yo no te quiero para doncella de mi casa, sino para amiga mía...

Y como aquel que conoce muy bien el terreno que pisa, tomó la puerta solo.

María se quedó inmóvil ante la declaración del seductor. Suponía sus intenciones, pero no tan brusca acometida. Con todo, lo que más le atosigaba por el momento, era su cambio de situación. Su empleo de señorita de compañía justificaba su estancia en Madrid; ahora iba a debatirse en el vacío.

Don Basilio (y el lector hará el cómputo de las escenas) le escribía con frecuencia; pero como ella aplazaba contestar hasta tanto no se colocara, pasaban tantos días que el vicario se aburrió y dejó de escribir. ¿A qué contar ahora sus cuitas? Su tío la llamaría a su lado y ¡adiós Madrid! Buscaría por otra parte. Ya que no podía ser en casa del barón, se acomodaría en otra; todo, menos entregarse por dinero a un hombre. Aunque muy atenuada, pasó por su mente la imagen de Miguel, que por ella estaría luchando en Milán...

En estas cavilaciones se le acercó la Vargas.

—¿Qué has hecho a este hombre, que se ha ido tan enfadado?

—No hacerle caso, doña Flora. ¿Cree usted que yo me vendo por una pulsera? Devuélvasela usted...

María dejó la prenda sobre el velador.

—Ya te lo descontará del sueldo en su día.

—Esta es otra. Me ha dicho que no piense en esto; o suya o nada... ¡Ah! ¡Lo voy comprendiendo todo, doña Flora!

—¡A que yo voy a salir culpable de todo lo que está pasando! ¡Esto me faltaba!... Después de todo no pierdes nada en el cambio que te propone. Ya te preparé con tiempo, pero está visto que tú eres una simple.

—Lo seré; pero devuélvale la pulsera.

—Hablas como una precipitada, María. Supongamos que se la devuelves. ¿Y el dineral que llevo gastado contigo desde que estás en Madrid, pensando me lo resarciría el barón? Ahora resulta que dejas colgado a él y a mí ahorcada, debiendo a cada santo una vela por causa tuya.

—Ayúdeme a buscar otra colocación por el estilo y le amortizaré la deuda —repuso María, verdaderamente angustiada.

—¡Buena me la fías! ¿Cuánto piensas que te darán? Seis o diez duros mensuales todo lo más; con este dinero no tienes para alfileres. ¡No creí que fueras tan tontona! Tienes la ocasión en la mano y la dejas escapar. Yo no digo que des gusto a este hombre, de golpe y porrazo, pero sí que lo jalees, que no le pongas mala cara, que no le desengañes. Haz ver que le quieres y explótale...

Creyó la quintañona haber convencido a su pupila y no dijo más.

Como era la hora del paseo, vistiéronse y se echaron a la calle.

CAPÍTULO V: LO INEVITABLE

PASARON algunos días desde aquel en que fue la visita del barón. En este lapso de tiempo, la Vargas, con suma habilidad, fue aglomerando dificultades financieras en torno de María, haciendo ver a esta que sus deudas le tenían con el agua al cuello. No es que le echara en cara la hospitalidad que le daba; pero le hacía el endoso de las cuentas de la modista y del sedero, pues la Vargas tuvo buen cuidado de que las facturas vinieran a cargo de la joven.

Esta se desesperaba cuando los ingleses llamaban a la puerta. Entonces la Vargas iba en su auxilio; daba una capea magistral, y pasado el peligro, decía invariablemente a su protegida:

—¿Lo estás viendo? ¡Si tú hicieras caso a aquel hombre, sobre ahorrarte estos disgustos, nadarías en dinero...! ¿Quieres que le hable?

María no contestaba porque aún no estaba resuelta. Pero pasaban días, no veía salida por ninguna parte y empezó a tomar horror a aquella casa donde estaba expuesta a la insidia de la dueña y a la porfía de los acreedores.

Un día, en ocasión que doña Flora había salido, hizo un lío de ropa blanca y lo llevó a empeñar, juntamente con la pulsera, al Monte de Piedad. Diéronle por todo diez duros. Al siguiente empaquetó un vestido de calle y sacó otros diez duros. Con este dinero buscó una guardilla, resuelta a emanciparse de la Vargas.

Menudo escándalo armó esta cuando le fue con el parte.

—¡Cómo se entiende! ¿Te vas dejándome que pague yo los platos rotos? No, señora; cada palo que aguante su vela. ¡No voy a quedar sola para dar la cara a tus ingleses; bastante tengo con los míos!

—Si yo creía hacerla a usted un favor yéndome... Le soy gravosa y...

—No te preocupes de mí; ya te tengo dicho que mi casa es la tuya. Cama y mesa no se niegan a una amiga. Eso no arruina a nadie; lo que no puedo es hacerme responsable de tus deudas. ¿No comprendes que si te vas de mi lado el barón pierde la esperanza y no larga un cuarto; que los acreedores pondrán el grito en el cielo y me insultarán por encubridora tuya? Además, te perseguirán en todas partes. Supon que te encuentran en la guardilla. Esto sería el acabóse, y con razón. ¿Qué garantías les ofrecerá la inquilina de un sotabanco? Ahora, por lo menos, te ven bien instalada y tienen paciencia; porque es lo que yo les digo: vendrán mejores tiempos y se pagará todo.

—Doña Flora, yo no puedo vivir en este tormento continuo. Cada campanillazo que suena en la puerta me crispa los nervios.

—Culpa es tuya, por no querer que sea el barón quien la toque.

—Se me resiste este hombre; es viejo, es feo.

—Más fea es una guardilla. ¡Digo! ¡Ahora que viene el invierno! Te morirás de frío. Pero para guapo el casero, cuando se te presente con el recibo a primeros de mes.

—¿Cree usted que no ganaré lo suficiente con la aguja?

—Ganarás para con Dios, porque vivirás muriendo, sacrificándote, perdiendo el tiempo y la salud. Serás una obrera, ¡puf! qué asco.

—Pero seré una obrera honrada.

—¡Ya salió aquello! La honradez en tu caso es la estupidez del armiño, que por no mancharse, se deja matar en vez de huir al barrizal. Para ti la honradez consiste en la doncellez. Está bien; eres casta, ¿pero fuiste cauta? No lo has sido, María; te has prodigado en ciertos sitios, medio Madrid te conoce y los adoradores que te lisonjean, antes pretenden hacerte su querida que su esposa. Virgen eres, pero a medias, y en concepto de muchos, ni aun eso; te tienen por una mujer galante.

—Poco favor se hace usted diciéndome esto, porque a su lado me han visto siempre.

—A mí me tiene sin cuidado el qué dirán. Siempre he sido muy despreocupada; de joven con más cambiantes que un camaleón; ahora con más conchas que un galápago. ¿Qué trabajo te cuesta ser mi discípula?

—Confórmese usted con que sea su amiga.

—Ya sé a lo que vienes a parar, a lo del principio; a repetirme que te vas a la guardilla.

—Así es doña Flora, ya la tengo tomada. Me compraré una camita y un par de sillas y veré por dónde salgo. Déjeme usted probar siquiera un mes.

La Vargas no sabía qué hacer, si escandalizarse o resignarse.

Lo que más le preocupaba era soltar la presa; abrir la jaula a la paloma a riesgo que la cazase otro que no fuera su cómplice; pero como peor hubiese sido que optara María por volverse al pueblo, pasó por la separación, acordándose de la vuelta del hijo pródigo, y en último caso recobrarla con otros engaños.

¡También don Basilio se confió en esta vuelta y se murió sin verla! Aún vivía el cura cuando su sobrina andaba en estas andanzas. ¿Cómo no se le ocurrió a ella volver a la casa solariega? Por timidez, por orgullo mal entendido y porque su renunciación no era tan absoluta que pensara dar el adiós definitivo a sus ilusiones de mujer hermosa y a sus esperanzas cortesanas.

No parecía sino que las oraciones de don Basilio eran las que la detenían al borde del precipicio. ¿Qué sería de ella cuando estas le faltaran? ¡Ah!, cuántas veces al ver en el fondo de su ropero el hábito azul con que vino a Madrid, creía ver al pobre anciano que la hablaba, que la abría los brazos llamándola a sí. ¡Pero junto al hábito los vestidos de seda, las pieles, el sombrero de plumas! El contraste del sayal con las vistosas prendas daba la impresión de un vestuario preparado para representar las Tentaciones de san Antón, haciendo de diablesas, damiselas de faldas trabadas y muy escotadas de seno.

Esto daba la medida de la indecisión de María. En lugar de hacer como aquel visir de los cuentos orientales que en un escondrijo de palacio tenía oculto su pellico de pastor, el que volvió a ponerse al despedirse de la Corte, María no volvió a su sayal porque amaba el lujo; de modo que su heroico cambio de frente venía a ser un simple cambio de postura, un compás de espera. Algo así como una artista que rompe una contrata por diferencias con el empresario, pero suspirando por volver a la escena y por los halagos del público.

Los empresarios para el caso eran la Vargas y el de San Jorge. De la primera pensó librarse, apartándose de su lado; del segundo se creía a salvo porque no le había visto en mucho tiempo. ¡Vana presunción! Los dos pólipos la tenían cercada con sus tentáculos y vigilaban la presa.

Ya tenemos instalada a María en una guardilla de la calle de Jardines, tan pequeña, que sólo tiene tres huecos: sala, alcoba y cocina. Así y todo renta tres duros que, con los tres de fianza, hacen seis.

Lo que en los pueblos son desvanes o guardamuebles, en la capital de España son viviendas que llaman guardillas o sotabancos. Las hay lúgubres, como nichos abiertos en el fondo de un corredor largo y estrecho, o a ambos lados del pasadizo que, por única ventana, tiene el tragaluz de un apestoso retrete al descubierto; pero las hay alegres, ventiladas, con vistas al cielo y a los tejados.

En verano se ven revolotear los vencejos; en invierno se ve cuajar la nieve sobre las tejas. En las noches de luna óyense invariablemente los arrumacos de Zapirón y Zapaquilda.

El sol, que es la alegría de los pobres, es la visita que más se agradece en las guardillas. Los vecinos de los cuartos bajos le tienen en poco, por lo que en su lugar han de llamar al médico. Un mucho de aseo casero y un poco de fantasía hacen de una azotea aguardillada un columpio entre el cielo y la tierra. Un pájaro enjaulado entre un rosal y una mata de albahaca bastan a convertirla en un pensil colgante.

Una de estas alegres guardillas era la de María. Una capa de cal dejó techo y paredes más blancas que la leche; una estera cubría el suelo, y cuatro muebles vestían la habitación. Lo que más abultaba era el baúl de ropa, esto que faltaba la mitad del equipaje.

La portera le subía la compra temprano, y María se apañaba. Una gatita blanca, que algún vecino se dejó olvidada al mudarse de casa, se asomaba invariablemente todas las mañanas a la ventana, pidiendo permiso para entrar. María, compadecida del animalito, le convidaba con un platillo de leche, y acabó por darle hospitalidad. El minino y un jilguerillo cantor eran sus únicos compañeros.

Doña Flora subió a verla un día; pero, horrorizada ante tanta pobreza, juró no volver más. ¡Ni falta que hacía! La quintañona fue para decirle que le había costado Dios y ayuda aplacar al modisto, pero que al fin le había convencido de que esperara hasta el otro mes.

—Si en este mes no escarmientas —acabó diciendo la Vargas— te enviaré la mosca para que te la sacudas tú misma.

Pero María no esperó a que se cumpliese el mes. Cansada de la soledad de la guardilla, entristecida por el frío del invierno que se echaba encima, no sabiendo por dónde empezar para buscar trabajo, y más que todo, sintiendo añoranza de las noches de café y de teatro, aprovechó la segunda visita de la Vargas para irse con ella, dejando la guardilla al cuidado de la portera. Había cobrado cariño a la gata y al pájaro, y por estos dos animales siguió pagando el alquiler del cuarto.

Escrito está: «Quien ama el peligro, perecerá en él». María había avanzado tanto al borde del abismo, que, cuando quiso retroceder, sintió el vértigo que no le dejaba.

La insidia de la Vargas, las dádivas y promesas del barón, temores y esperanzas a un tiempo, vencieron el ánimo de la joven, que al fin se avino a parlamentar.

El castillo de su virtud tenía tantas brechas, que era imposible defenderlo más tiempo; lo mejor sería sacar partido de una capitulación ventajosa. Cansada de esperar al príncipe encantado de sus ensueños, que la hiciese rica y feliz, forzoso era entregarse al sitiador brutal que por toda compensación le ofrecía un puñado de dinero. Al pie del ara donde creyó vendrían a quemar incienso gentiles amadores, sólo vio acercarse el ogro que venía a comprar sus encantos.

¿Qué había hecho cotizable la hermosura de María? El gusto a la vida mundana, la afición al lujo, el ocio bullanguero de la calle y del café, tantas cosas, en fin, que dicen a los hombres: Esta mujer se vende; la cuestión es saber por cuánto.

Y sobre el precio, María trató a sangre fría con el barón. Este le haría un presente como regalo de boda y luego un tanto alzado, pero de una vez, para que ella se agenciara un modo de vivir: casa de huéspedes, negocio como el de la Vargas, etc.; porque él no se comprometía a más. Tenía una hija crecida, a punto de salir del colegio, y no quería escandalizarla. Nada de queridas con piso pagado y pensión fija, que luego se convierten en censo comprometedor. A todas sus amigas las dejaba en completa libertad de acción. El, más que amante, se avenía a ser un protector.

¡Ah! Contratos así acostumbraba hacerlos de buena fe por ambas partes.

Y no hubo más que hablar; sino que cierta tarde, el barón fue a casa de la Vargas, y esta vez la entrevista con María no fue ciertamente en la sala roja.

CAPÍTULO VI

Una broma pesada

EL minotauro devoró su presa, y, abotargado por la digestión, se hizo tardo de piernas y de oído. Lo primero porque consumado el festín, apenas si volvió un par de veces más a la casa; lo segundo, porque a las demandas pecuniarias de la joven contestaba con evasivas y un se proveerá. ¿Qué más podía exigírsele si había cumplido su palabra? El presente nupcial consistió en pagar a María la cuenta del rabioso modisto y en el desempeño de las papeletas del Monte; el tanto alzado, un billete de mil pesetas, base, según él, del futuro bienestar de su protegida.

—Con menos empecé yo —le dijo cuando se lo dio—. Vine a Madrid ganando en una tienda una peseta diaria; a los dos años ascendí y gané dos. Tardé diez años en juntar la cantidad que ahora te doy de un golpe. Con mil pesetas me establecí, y al cabo de los años, el aprendiz montañés llegó a rentista y barón pontificio. ¿Por qué tú no has de prosperar, siendo joven y hermosa? No dirás que no soy fiel cumplidor de mi palabra. Te dejo en libertad completa.

—Es decir, ¡que me abandona usted!...

—¿Abandonarte? No, señora. Yo no abandono a las que fueron mis amiguitas. ¡No faltaba más! Pero yo soy viejo, tú eres joven; te dejo arreglada y me hago a un lado para no quitarte otras proporciones. Así es como entiendo mi protección. No puede ser que sigamos en relaciones íntimas. ¡Qué dirían en mi casa si se enteraran! Y se enterarán, porque en Madrid se sabe todo, y más tratándose de mi posición. Conque ¡sé práctica, María!... Precisamente tienes una amiga a cuyo lado no te faltará nada, si te dejas llevar de ella... Adiós y hasta otra.

Las mil pesetas se fueron por la posta a no tardar. De diez en diez y de veinte en veinte duros, María las gastó en faralaes, yéndose el resto en la cuenta del hospedaje con la Vargas.

Al barón no se le veía el pelo.

—¡Qué hombre tan miserable! —decía María cuando se convenció de su retirada.

—¡Qué hombre tan frío!, dijeras mejor —replicaba la Vargas—. ¡Mira que hacerse de rogar por una mujer como tú! ¿Sabes lo que opino? Que le busques sustituto. A rey muerto, rey puesto; y para rey, Manolo Gil, el jerezano que te ha salido en el café. Es un joven muy simpático y rico. A ver si esta misma noche te arreglas con él, porque si no, volverás a las andadas, a empeñarte y... la guardilla será contigo.

El tal Manolo era un andaluz dicharachero, fino y elegante. Tenía fama de rico, porque era sobrino de su tío, el dueño de una acreditada marca jerezana. La verdad es que no pasaba de ser un comisionista de la bodega, al que su tío tenía señalado un sueldo mensual de 30 duros, si bien Manolo, con énfasis andaluz añadía un cero, y decía que disfrutaba de una pensión de 300.

Pagándose de las apariencias, la Vargas y María le hacían condueño de todas las viñas de Jerez, esto porque Manolo era jugador, y cuando daban buenas, galleaba y pagaba el gasto de la peña del café a la que asistían las dos mujeres. Por donde le acontecía, no pocas veces, que por no ir acordes sus venturas en el juego con sus venturas de amor, había de recurrir a ingeniosos ardides para sentarse en el festín del amor y marcharse sin pagar.

En tan crítica ocasión, fue cuando la de Vargas le puso en los labios la miel de María. Pero Manolo no se arredró, prometió el oro y el moro, y la cató sin escrúpulos. Y como anticipo de lo que se proponía gastar con ellas, la misma noche las convidó a última hora a una buena cena. El resto de la peña, envidiando su fortuna, le dejaron solo con ellas.

Cenaron, pues, de lo bueno y de lo caro; al ir a pagar, como Manolo tenía confianza con el camarero, echó mano a la cartera y sacó un papelito sin valor, un anuncio de la bodega de su tío que imitaba muy bien un billete de cincuenta pesetas. El camarero sabía que la aceptación del pseudobillete le valía una buena prima cuando tocaban a liquidar; porque Manolo, eso sí, era buen pagador.

Así pues, descontando el importe de la cena, el camarero puso sobre la mesa el cambio de las cincuenta pesetas.

Con este sobrante, verdadero préstamo que hacía el camarero a Manolo, este, a quien la aventura lo cogió sin una peseta, tuvo para pagar otra cena. Los regalos, las dádivas de amante, los aplazaba para cuando llegase de Jerez el cheque del tío.

Manolo era, por lo visto, partidario de aquel principio sa-lernitano: Sin Ceres y Baco, el amor se enfría. Desde que entabló relaciones con María, todo su afán era comer bien y beber mejor.

Al tercer día propuso a las dos mujeres pasar la tarde en uno de los alegres merenderos de la Bombilla, cabe un soto del Manzanares. Harían la jira en automóvil con otra pareja de tórtolos que tiempo atrás había casado también la Vargas. Reuniéronse los cinco y en un auto de alquiler, de los de la calle del Carmen, tomaron la carretera del Pardo.

En llegando a La Huerta, que así se llamaba el merendero, los dos galanes encargaron cinco cubiertos de primera, y entretanto diéronse a triscar con sus corderas por el sotillo, a montar en los columpios y a bailar al son de un piano de manubrio. La Vargas, como una sibila, no les hacía caso y al pie de un árbol leía un periódico.

Llamaron a comer, y para más comodidad, lo hicieron en un reservado.

—Camarero —dijo Manolo al desplegar la servilleta—, sírvanos usted bien, pero en particular a esta señora (la Vargas), porque ella es la que paga.

Doña Flora lo tomó a broma y se calló y dejó correr la bola, para que el mozo, por fas o por nefas, la tratara mejor que a las demás.

Los comensales regaron los manjares con vinos selectos y acompañaron el café con deliciosos licores. Lo hicieron tan bien, que doña Flora se quedó dormida de sobremesa, dejando que las dos parejas jugaran al escondite.

El camarero de servicio estaba impaciente por coger la propina; el chauffeur no tanto, porque los viajeros le enviaron un buen plato y media botella de rioja.

Como hacía una hermosa tarde de otoño, el establecimiento se fue animando y el parterre se convirtió en salón de baile. Después, cuando empezó a oscurecer, se encendieron las bombillas de luz eléctrica.

María, la otra joven y doña Flora con ellas, subieron al gabinete, donde fue la comida, a ponerse los abrigos, porque sentían frío. Manolo, a fuer de precavido, les había dado a entender que era necesario precaverse del relente cabe el Manzanares, y para más demostración él y su amigo fueron también por sus abrigos al automóvil.

Pero hicieron más que esto. Montaron en el coche, mandaron al mecánico que se diese prisa a arrancar, y entre las sombras del crepúsculo, el 40 H. P. tomó la vuelta de Madrid...

Tanto tardaban en aparecer, que las tres mujeres se pusieron en cuidado. Fueron adonde paró el automóvil y no lo vieron. Preguntaron a otro chauffeur que allí estaba y este les dijo que el que por quien preguntaban, rato hacía se había ido con dos señoritos.

—¡Es extraño! —exclamó María.

—¡A que nos han dado el camelo! —añadió la otra joven.

—¡Qué mal pensadas sois! —concluyó la Vargas—. Es que les hemos gastado más de lo que pensaban y habrán ido a Madrid a por más dinero... a empeñar el reloj, si a mano viene. Estos calaveras son así...

¡Buena la hicieron los fugitivos! Para empeño en el que metían a doña Flora; porque cuando, al cabo de las horas, convencida de la treta que le habían jugado los jóvenes, llamó al fondista y le explicó lo ocurrido, el camarero que estaba presente, contestó:

—Señora, antes de comer, advirtió públicamente uno de los señoritos que usted era quien pagaría; de manera que es con usted con quien debo entenderme. Allá usted, después, con él.

—¿Cómo se entiende? —replicó indignada la Vargas—. ¿Pero usted lo tomó en serio? ¿No comprende usted que donde hay caballeros no pagan las señoras?

—Lo único que sé —repitió el camarero— es que usted quedó señalada para el pago, que ellos se han llamado andana y que yo no puedo quedarme sin cobrar.

—Pero, caballero —añadió ella, dirigiéndose al dueño—. Ayúdeme a convencer a este hombre.

—Señora —contestó el fondista—, lo siento mucho, pero a quien he de convencer es a usted para que abone la cuenta, porque de lo contrario...

La Vargas entendió lo que querían decir los puntos suspensivos. Pero más que la comisaría, le preocupaba el espectáculo que estaba dando ante algunos de los concurrentes que allí se agolparon.

—Está bien —dijo—. Deme usted la cuenta.

Diéronsela, y al pie de ella leyó horrorizada: Total, 52 pesetas.

—¡Canallas! —exclamó furiosa, con los puños vueltos a Madrid—. ¡Cincuenta y dos pesetas!... No tengo más que un billete de cincuenta, caballero.

—Con esto me conformo, señora —respondió el fondista—. ¡Qué remedio queda!

Y hecha una arpía, seguida de las dos ninfas, tomó el tranvía que las llevó a Madrid.

En cuanto se apearon en la Puerta del Sol, la inmediata fue entrar en el café en busca de Manolo. Pero Manolo aquella misma noche cambió de tertulia y no pudieron dar con él.

Cuando la Vargas vio perdida la partida, desbordó su cólera. Hizo responsables, casi cómplices de lo sucedido, a las dos jóvenes, y a voces por la calle las apostrofaba, diciéndoles, entre otras cosas, que eran unas sinvergüenzas, que mantenían chulos, que a ella no se la pegaba nadie y que podían buscarse otra encubridora.

Esto iba más por María que por la otra; pero esta otra, como no tenía pelos en la lengua, le contestó con cuatro frescas y le dijo ¡abur!, no sin despedirse con un beso de María. La cual a su vez, harta ya de la Vargas, aprovechó este resquemor para anunciar su separación.

—¿Otra vez? —repuso atónita la quintañona, que no esperaba tal salida—. ¿Encontraste algún acomodo?

—No tengo que darle a usted cuenta de nada, sino que me voy.

La Vargas no podía gritar como la otra vez porque ahora María no le debía nada. O porque supuso que volvería como antes, o porque ya le estorbaba, lo cierto es que no quiso rebajarse a pedir más explicaciones y la dejó marchar con todo lo suyo.

CAPÍTULO VII

La visita de Friné

¿/^XUE haría en adelante? ¿En qué se emplearía? María no se detuvo en meditarlo.

Hay momentos en la vida en que se toman resoluciones enérgicas, sin mirar atrás ni adelante. Es lo que en sentido figurado se llama un «salto mortal», lance que casi siempre decide de la suerte de una persona. A veces se cae bien, a veces se rompe uno el esternón.

Lo cierto es que María se resolvió a darlo, y de este modo vino a caer por segunda vez en la guardilla que, a dicha, conservaba.

Para sostenerse hubo de apelar al empeño de las alhajas que tenía, tan pocas y de tan bajo precio, que en un mes dio cuenta del préstamo. Por un resto de coquetería no quiso desprenderse de su ropa, y entonces se dio a pensar en qué se ocuparía para vivir.

La portera, a quien refirió sus cuitas, tenía su marido de ordenanza en un bazar, y dio la casualidad que en el establecimiento necesitaban una señorita empleada. El portero, sabiendo lo que se hacía, llevó a María al bazar, y el gerente la tomó en el acto, muy satisfecho de la adquisición. Púsola en la sección de guantería y la asignó el sueldo de dos pesetas diarias, pagadero por quincenas.

Para atender a su empleo, la joven hubo de desatender la casa, teniendo que comer en un restaurant económico. La gata y el jilguero la echaban de menos. Los dos animales se pasaban horas enteras mirándose el uno al otro, como preguntándose qué era de su amita. Al fin se abría la puerta; pero la amita venía tan cansada que le faltaba tiempo para acostarse. Gracias que no los olvidaba; porque ninguna mañana se iba sin darles sendas raciones de cordilla y de alpiste.

La vida del bazar daba tedio a María.

Aparte de la sujeción, tenía que aguantar las insolencias de las cursis, las impertinencias de los gomosos, la envidia de las compañeras y el asedio de los empleados. El reglamento interno del bazar prohibía a estos la charla y el enamoricamiento con las empleadas; pero esto era letra muerta para los gerifaltes de la directiva.

El primero en respirar por la herida fue el gerente.

Cumplida la quincena, hizo llamar a María al despacho, y a solas con ella le dijo que tendría mucho gusto en visitarla en su casa para proponerla un cambio de sección y un aumento de sueldo. María le vio venir y le contestó que en su casa no recibía a ningún hombre. Resentido del desaire, el gerente le pagó la quincena y la despidió con cualquier pretexto, pero previniéndola que cuando quisiera volver, no tenía más que escribirle, que él negociaría su ascenso y le llevaría a casa la contestación. María le miró con desprecio y se fue.

Contó el percance a la portera, y esta, con buena intención, la recomendó a una modista de sombreros.

La madama —porque era francesa y así la llamaban las oficialas —resultó ser una pájara como la Vargas. Su taller era un cimbel de palomas cándidas. Allí iban de tertulia unos señorones que se entretenían en hacer la corte a las oficialas guapas, regalándolas con pastas y cerveza, siendo raro el día que no saliese alguna en coche a llevar un encargo.

María aguantó pocos días, porque como escurría el bulto y era además aprendiza en el oficio, siendo, por consiguiente, perfectamente inútil a la madama, esta le dio el pasaporte.

Era el segundo fracaso en el espacio de tres semanas.

La joven volvió a la paz de su guardilla como amazona que se retira a su tienda después del combate. Ni vencida ni vencedora, estaba alegre porque se veía libre. A carcajadas se reía ella sola de los azares corridos en sus dos escarceos; de los bellacos ardides con que pretendían hacerla prisionera. ¡Que el mino-tauro la venciese, pase; pero que los dragones de carne barata osaran lo mismo!

Todas las asechanzas provenían de que la veían hermosa, y esta consideración que a cualquiera otra mujer le llenaría de orgullo, a ella la ponía melancólica, con la melancolía de aquel que para hacerse de dinero, ha de ser a costa de una preciada prenda. ¡La fatalidad quería que ella también, para vivir, hubiera de hipotecar sus encantos!

¡Qué desgracia la suya! ¡Qué mala suerte la que le perseguía en este Madrid! ¡Cuántas mujeres, menos hermosas que ella, oían amores castos y se encumbraban dignamente! A ella no le salían más que seductores de baja estofa y viejos crapulosos. ¡Y se desesperaba como si viese el rosal de su ventana plagado de orugas y limacos, en tanto que la pobre albahaca era la preferida de las mariposas! ¿No vendría por los aires un libertador, un paladín joven y amable, a arrancarla de la guardilla, como en una escena de aviación que había visto en un cinematógrafo?...

Una discreta llamada a la puerta le distrajo de estos pensamientos.

Y apareció en el umbral una agraciada morena, tocada de mantilla negra, que María conoció enseguida ser su compañera de la aventura de la Bombilla.

—Olimpia, ¿tú por aquí? —la dijo María, saliendo a su encuentro.

—Sí, chica, agradécemelo, porque vives muy alto.

Y tomó asiento. Era una joven de alegre aspecto y de talle elegante, pero que adoptaba posturas un tanto varoniles. Al sentarse cruzó las piernas y dejó ver unos pies breves, bien calzados, y a través de las medias caladas se traslucía el rosa de la carne.

—He sabido —siguió diciendo— que vivías aquí, y se me ha ocurrido hacerte una visita.

—¿Vienes de parte de la Vargas? —preguntó María con desconfianza.

—No me hables de ella; es una alcahueta indecente que nos explota a todas. Desde el día de marras no la he vuelto a ver. ¿Y tú?

—Tampoco. ¡Ni ganas!

—Esto debías haberlo comprendido antes, María, en vez de hacerle el caldo gordo tanto tiempo. ¿Viste cómo la envié a paseo cuando me chilló?

—Pues yo te imité; la dejé plantada y aquí me tienes.

—¿De veras? ¿Te sublevaste al fin? ¡Viva la libertad!, María.

—Sí; pero libertad con dinero para disfrutarla... No sé cómo empezar para ganarlo.

—¿Esto te apura? Ya vendrán a ponértelo en la mano sin que tú lo pidas.

—Difícil será, Olimpia. Estoy cansada de correr caravanas. Los hombres se ríen de una mujer sola...

Y contó sus lances del bazar y del taller de la madame.

—Desengáñate —le contestó Olimpia—; ni tú ni yo servimos para burras de trabajo. Tocante a los hombres hay mucho que hablar; no todos son como Manolo y Desiderio. Sobre todo el segundo, el mío, es un vividor que ¡ya, ya! Estoy por decir que el camelo que nos dieron fue inspiración suya. ¡Como que otra vez me jugó una mala pasada por el estilo! ¿Quieres que te la cuente? Tiene mucha gracia.

La joven encendió un cigarrillo, aspiró una bocanada de humo, como un hombre, y siguió diciendo:

—Antes de lo de la Bombilla vivía yo en un cuarto bajo de la calle del Ave María, que me ayudaba a pagar Desiderio. Un día paró un simón a la puerta de la casa, en el que venía él. Lo primero que hizo fue mandarme aun café próximo a por doce huevos con tomate y dos cafés con media tostada. En tanto, esperaba el coche en la calle, porque lo había tomado por horas.

»Mano a mano dimos buena cuenta de la tortilla y de las medias tostadas. Desiderio, en el sopor de la digestión, no sólo olvidó que tenía el coche en la puerta, sino que debía una fortuna al camarero. Cuando este llamó a la puerta para recoger el servicio y cobrar, Desiderio me dijo: “Si no tienes ahí cinco duros que me van a hacer falta, no abras”.

»Yo tomé a broma la cosa; pero ante la insistencia suya le manifesté que no tenía ni una linda perra. Los nudillos del camarero se deshacían mientras tanto sobre la puerta, y Desiderio, apuradísimo, no vio más escape que el balcón y descolgarse en la calle.

»E1 cochero, en vista de que la espera iba para largo, había abandonado el pescante para estirar las piernas y libar en la taberna de al lado. El balcón es bajo y Desiderio tuvo la suerte de que el simón estuviese parado bajo él; montó en el pescante, fustigó al pura sangre y el coche voló calle del Ave María abajo.

»E1 cochero fue advertido de lo que pasaba por algunos vecinos y salió corriendo tras el coche. Le siguieron los vecinos, varios perros, el camarero, los guardias y los transeúntes que iba encontrando a su paso. Yo también me eché a la calle por ver en qué paraba aquello.

»La carrera fue desenfrenada y animadísima, digna de una película cinematográfica. Al llegar a la plaza del Avapiés, Desiderio fue alcanzado por sus perseguidores, y después de unos cuantos coscorrones de estos, pero sin gran detrimento, se le condujo a la comisaría y después al juzgado. Arregló el asunto como pudo y volvió a mi lado a reír lo sucedido. Pocos días después repitió la suerte en la Bombilla. ¡Menos mal que esta vez la víctima fue la Vargas!

—¡Vaya por Desiderio! —dijo María por todo comentario, riéndose a más no poder—. ¿Ha aparecido ya?

—Le he perdido de vista, y me alegro; porque hombres así no me convienen. Más es lo que sacan que lo que dan a las mujeres. Prefiero un hombre que, ya que no me dé nada, sólo me pida cariño. ¡Me siento platónica, chica...! ¡Si vieras el sustituto que he encontrado a Desiderio!

—¿Quién es él?

—Un poeta tronado a quien conocí en el estudio donde hago de modelo. No me da dinero, pero me dice unos versos muy bonitos, llenos de besos, de pájaros, de flores y de estrellas.

—Olimpia, tú puedes proporcionarte este lujo, porque te ganas los garbanzos de modelo. ¿Qué tal te va en el oficio?

—No me quejo; es muy socorrido. Por un lado paga el pintor, por otro llueven convidadas de las visitas del estudio.

—Con su cuenta y razón... —apuntó maliciosamente María.

—¡No lo creas! Las modelos gozan de mala fama, sin merecerla. Enseñan el cuerpo, lo cual no quiere decir que lo vendan;

es más, lo defienden, porque la pureza conserva el clasicismo de las formas, las líneas, los nácares y el oriente de esa perla que es nuestro cuerpo femenino.

—¿Pero no les da a ustedes vergüenza enseñarse desnudas a los hombres?

—¡Vergüenza..., vergüenza! Sí; mucha se pasa al principio, pero se va perdiendo poco a poco. Se empieza enseñando los hombros, luego el pecho, después las piernas, hasta que un día tiran del velo y se muestra todo. Pero el desnudo completo es excepcional. Además, los verdaderos artistas tienen cierta religiosidad que les veda profanar la materia de que sacan sus vírgenes, sus ninfas o sus diosas. ¡Pues mira que con las modas que hoy se estilan, es lo mismo que si las mujeres fuésemos en cueros! Ayudamos a los hombres que, con su mirada, nos desnudan a todas en la calle. Yo me dejo de gazmoñerías: saco a escena lo que Dios me dio, cobro por ello, y por añadidura, me queman incienso en los altares.

—¿De las iglesias?

—¡Claro está!

—¿Y hay curas tan crápulas que te inciensan estando tú en cueros?

—No he hecho la prueba aún; por ahora lo que inciensan es a mi carita de cielo que el artista atribuye a la Purísima o a la Dolorosa, según convenga. ¡Vaya por las veces que me toca hacer de bacante o de bailarina desenfrenada! Pero virgen o bacante he resuelto el problema de comer y divertirme.

—¡Que no es poco!...

—Me divierto, porque mi trabajo es entre gente de buen humor, y como todos los días porque nunca me falta un duro. ¡Te aseguro que si mi poeta me pusiera en el compromiso que el tunante de Desiderio, no le dejaría llevar a la comisaría! Pero el poeta es persona decente que no dará lugar a ello.

—¡Ay!, Olimpia, cómo envidio tu alegría, tu despreocupación sobre todo.

—Qué, ¿no eres de mi cuerda? ¿Estás acobardada porque estás de más? ¿Qué es de tu vida?

María volvió a contar a su amiga sus amarguras de vida de obrera.

—¡Eso ya lo sabía yo! —replicó Olimpia cuando acabó ella de hablar—. Siquiera los artistas pagan por el desnudo nada más, mientras esa gentuza de comerciantes, por el mismo dinero, acaso menos, quieren el desnudo y lo otro. ¿Por qué no te haces modelo como yo? Hay para todas. Conozco maestros que te tomarían enseguida, porque eres una divinidad.

—Gracias, Olimpia.

—Yo no soy envidiosa; hablo con el corazón. Eres el gran tipo para un artista. Tienes además una ventaja sobre otras mujeres, que es ser rubia. Los maestros beben los vientos por una rubia guapa en esta tierra de las morenas. ¿Quieres que te presente en mi estudio?

María reflexionó un momento. Pensó que estaba viviendo a fuerza de coleccionar papeletas del Monte; que se le acababan los recursos; que de seguir así no tendría más remedio que regresar a Pasajes o volver a casa de la Vargas, y que así como Olimpia encontró un amador platónico que la escudaba con su lira, ella podía encontrar otro que le ayudara a la ascensión al cielo de sus sueños.

—Está bien —acabó por decir—; llévame al estudio, pero sin comprometerme. Tantearé el terreno... y veremos.

CAPÍTULO VIII

El juicio de Paris

EL estudio del pintor de Olimpia está emplazado al extremo de la calle de Ferraz, allí donde empiezan los desmontes del Parque del Oeste, en el sitio más ameno y despejado de Madrid, con vistas a la Moncloa, a los montes del Pardo y a las cumbres del Guadarrama.

Para los pintores es el clásico pedazo del ambiente madrileño: cabe el Manzanares, los sotos y las praderas goyescas; en la planicie, las hondonadas, los ribazos y los árboles de los fondos de los cuadros velazqueños; los cielos luminosos, calientes, arrebolados.

El pintor es un viejo artista, de imaginación risueña y juguetona, que cultiva con acierto el naturalismo de nuestros pintores del Siglo de Oro; de los pocos que sostienen la tradición en la paleta y en la estética de la gran escuela española. Se aplica, sobre todo, al estudio del natural como elemento inexcusable pictórico; bien sea tal estudio a través de la interpretación de los grandes maestros, bien tomando la interpretación directamente.

La crítica le elogiaba por la variedad y la caprichosa combinación de sus cuadros. Es retratista, pintor de costumbres y de género, y en todas estas manifestaciones de su talento pictórico, se muestra como artista de brío imaginativo y señaladamente por lo fogoso de su paleta y lo castizo de ella. Goya le entusiasma y él pretende imitar a su ídolo, trazando cuadros con asuntos parecidos a los del gran aragonés. Mucho le falta para asimilarse la corrección de dibujo del maestro, pero en cambio sabe entenderle las brillanteces y su sentido de lo pintoresco.

Tal extremo lo prueba el desnudo de mujer que se propone trasladar al lienzo. El escorzo y las redondeces de su femenino modelo son un arreglo de la Maja desnuda, si bien el artista sabe ser original sin caer en la imitación servil.

La exhibición de la modelo y el esbozo de la nueva obra han llevado al estudio del pintor a tres amigos, con los que vamos a trabar conocimiento.

Olimpia está tendida sobre la alfombra de sus cabellos destrenzados. La luz cenital ilumina fuertemente el rostro de la hermosa, sus senos de efeba, pequeños y duros, y sus niveas redondeces esculturales. Muestra sus piernas finas, su talle delgado y esbelto, y la juvenil cabeza encuadrada en el triángulo que forman los brazos enarcados.

A su vera, pequeños detalles de coquetería femenil: los zapa-titos al pie de la otomana y el sillón cargado de ropa; la enagua, el corsé, las medias y la camisa de seda perfumada. El fondo está cerrado por un tapiz rojo, y desde un ángulo de la sala viene el tibio calor de una estufa encendida, en la que está puesta a calentar aromática infusión.

A la cabecera del diván está María, acompañando a Olimpia. Las dos amigas charlan a media voz, o bien ríen lo que dicen los hombres que están al frente. El pintor, sin apartar la vista de la modelo, deja hacer a sus amigos, que, a la verdad, están más distraídos de lo que puede suponerse en unos espectadores jóvenes de un cuadro al vivo.

Uno de ellos es Gamboa, profesor de dibujo, a ratos pintor y escultor, y que ahora se entretiene en modelar una tanagra que quiere ser María; el segundo, Longo, crítico de bellas artes, que anda de un lado a otro sirviendo el té con pastas con que convida el maestro a la reunión; el tercero es el poeta de Olimpia. Un joven de descollante estatura, delgado y flexible; de cabellos largos, negros y lustrosos; de ojos de almendra, de mirada profunda y tan ávida, que cuando miran fascinan, y de tez pálida; un verdadero faccia smorta, de suave tinte trigueño; tipo byroniano, en fin, de esos que no pueden pasar inadvertidos en la calle.

Los hombres decían al verle: ¡Un bohemio! Las mujeres: ¡Qué lindo joven! Los que le conocían le llamaban Luque.

Luque está inspirado. Su orgullo de amante de la espléndida modelo aviva su numen. No hace versos, pero entona un ditirambo a su amiga.

»—¡Oh, mi amada! —le dice—. Eres hermosa, porque eres perfecta. Tu hermosura no es la de la Esfinge, que tenía rostro de doncella bellísima, pero lo demás de leona; ni la de la Sirena, mujer por arriba y pez por abajo. Eres hermosa de pies a cabeza. A la vista está. Tu cuerpo es un ampo de nieve, y por esto te llamas Olimpia. Olimpo viene del griego ololampao, todo luciente, porque ninguna nube empaña la claridad del divino monte, así como ninguna gasa vela el misterio de tu divino cuerpo. Divino, sí, porque ninguna imperfección ni tacha se ve en tu figura, sino una junta y avenida de perfecciones y gracias; que no es hermosa la mujer que tiene una bonita cara, unos ojos rasgados y grandes, sino la que en todo y por todo es hermosa.

A este punto, Longo, que acababa de servir sendas tazas de té a las dos jóvenes, dijo algo a Olimpia que le hizo reír, y, satisfecho de su gracia, hizo una extraña pirueta, como todos los cojos cuando dan media vuelta, porque Longo era rengo.

—Ea, Vulcano —interrumpió el poeta—, deja a las diosas y sirve a tus compañeros.

Una carcajada general resonó en la sala. Longo se sintió mortificado, porque no hay peor cosa que recordar a alguien sus defectos, y replicó:

—Paréceme, Luque, que te das mucha importancia porque eres poeta. ¿Qué es un poeta al fin y al cabo?...

—Un poeta es un hombre como los otros, pero que además hace versos —contestó Luque—. Continúo: ¡Olimpia! Tu frente es la estrella de Diana; tus ojos son negros, rasgados, de largas pestañas, a cuya sombra duermen los genios del amor; tu boca se despliega, al mover los labios, en curvas tan graciosas, que parecen ondas del lago de la felicidad. Tienes los brazos blancos de Juno, los dedos de color de rosa de la aurora, los pies de plata de Tetis... Me sé de memoria la silva nupcial de Juan Novizano, en que se ponen las treinta cosas que se requieren para que una mujer sea perfectísima en su hermosura, y proclamo que tú las tienes todas sin faltarte ninguna.

—Pido la palabra —repuso Gamboa—. Luque ha cantado las excelencias de la maja desnuda; yo diré las de la maja vestida que a su lado está; él como poeta, yo como artista. María es también perfecta, también es clásica... Supongo que Olimpia no se molestará con este paralelo.

—Todo lo contrario —replicó Olimpia—; me satisface que encuentren guapas a mis amigas.

Gamboa lavó sus manos sucias de la pasta con que estuvo amasando la estatuita y habló así:

—La cara de María es, con ser tan bella, el menor de sus prodigios. Nada digo de sus cabellos. El vulgo no distingue más que dos categorías de rubias, las de ojos azules y las de ojos negros; pero los poetas y los coloristas distinguimos hasta siete matices de cabello rubio: el rubio dorado, el rubio ceniciento, el rubio alemán (matiz cruchete, como el de Carlota, la de Werther); el rubio inglés, transparente como una infusión de té Su-Kong; el rubio de lino, el rubio veneciano (matiz caoba), y, por último, el rubio castaño, matiz café, que permite a algunas semimorenas deslizarse en el campo de las rubias. Este es el color de María: un matiz indefinible sobre el que se esparce la luz en tornasoles y cambiantes.

»Apreciada en conjunto, el equilibrio de su cuerpo asombra. La altura de su cuerpo es clásica, siete veces el diámetro del pecho. La longitud del rostro, desde el nacimiento del pelo hasta el copete de la barba, es equivalente a la distancia comprendida entre los dos extremos de las cejas. Su cabeza sólo tiene la séptima parte de su estatura. La medí para tomar las proporciones de la tanagra. La línea ondula con suavidad desde la cabeza al pie, y al escorzarse, sus contornos admirables y blandos adquieren ese movimiento gracioso y ondulante que sólo tienen la llama y la palma. Redondas espaldas y admirables brazos forman misteriosa armonía con las bien torneadas columnas del cuerpo. En su pecho nacen y se desarrollan...

—¡Que se vean!, ¡que se vean! —exclamó el cojo Longo.

—Sí, que se vean —añadió Luque—; no vale hablar de memoria, ¿no es verdad, maestro?

—Voto con la mayoría —contestó el pintor levantando el tiento.

—Señores —agregó Olimpia—, piden ustedes demasiado a una joven que por primera vez se presenta en esta reunión. Otra vez será.

—Pues quede el juicio para sentencia —respondió Luque.

Entonces tomó la palabra el crítico Longo, dando de mano al servicio del té.

—Este juicio será el de las tres Gracias, no os pondréis de acuerdo, porque para vosotros los artistas, la Belleza sigue siendo la evocación clásico-milenaria greco-itálica.

»¿Qué es el clasicismo, señores clásicos? Es una manera de otra época que, por preceder a la nuestra, llamamos clásica. La estética actual sigue siendo la imitación del arte clásico y del Renacimiento. ¿Es serio creer que la humanidad necesitó miles y miles de años para aprender a dibujar, a pintar? El clasicismo es el triunfo del dibujo y del color, la historia de la habilidad suntuaria; arte esencialmente naturalista, porque sólo se emociona por las fuerzas vivas, y aspira únicamente a reproducir lo natural. Su mérito se aquilata por la mayor o menor habilidad de reproducir o aproximarse a la realidad.

»Esa pretendida esencialidad naturalista del arte, esa exclusiva manera de emocionarse, si no es por las formas vivas, niega la beligerancia a otro arte, al que yo patrocino: el arte abstracto.

—¿Qué es esto? —preguntó Gamboa, que con el pintor y Luque eran los únicos que prestaban atención a lo que decía Longo, porque Olimpia se estaba ya vistiendo tras de un biombo, ayudada de María.

—¿El arte abstracto? —continuó el crítico, contestando a la pregunta de Gamboa—. Lo ideal junto a lo real; la estética de lo no vivo, sujeta a leyes rígidas, pero regulares. En una palabra, frente al naturalismo, la abstracción como motor estético... ¿No estáis conformes conmigo? Pues desde vuestro punto de mira, épocas enteras del arte quedan desprestigiadas e incomprensibles. El estilo geométrico de los primitivos arios, la decoración árabe, persa, china y en parte la japonesa, son otros tantos hechos artísticos que niegan la vida orgánica, que huyen de ella, la repelen.

—¡Abajo el iconoclasta! —gritaron a dúo Gamboa y Luque.

—¿Y la emotividad —objetó el maestro—, madre de la inspiración, de la Belleza? Lo Bello es lo proporcionado, la armonía que rige las formas corporales. ¿Por qué dijo Luque que el ta-lie de Olimpia es divino? Porque es armonioso. El artista busca en lo plástico ese placer causado por el ritmo placentero de lo orgánico, que constituye el tema del arte clásico. La negación de la masa, del color, del claroscuro, no es arte, es metafísica pura, fantasía lineal.

—Maestro —contestó Longo—. Sobre esa fantasía lineal se han calcado las primeras creaciones artísticas. Hoy mismo un calígrafo es un pintor, como un pintor tiene algo de calígrafo. El carácter de la escritura representa no un sonido, sino una idea, un objeto; de suerte que toda escritura es en cierto modo una pintura, como toda pintura participa algo de la escritura. Esta ambigüedad de origen persiste aún en la pintura de algunos pueblos. Entre los chinos, verbigracia, cuyo arte parece de letrados, casi de intelectuales, en vez de pintores propiamente dichos, se advierte una técnica que huyendo de la meditación plástica, se sirve de líneas y colores, no por el placer de combinarlos, sino para ilustrar ideas o sentimientos.

—Esto probará cuanto más —argüyó el pintor—, que esta gente se paga más de la belleza moral que de la belleza plástica; que caben dos órdenes de inspiración, pero nunca que la línea, por sí sola, sea capaz de expresión orgánica.

—Por esto —continuó Longo—, porque la línea carece de matiz orgánico, su expresión ha de ser diferente de la expresión orgánica. Sobre la base de ese esquema lineal se aplica el arte de la ornamentación. De la línea al trazo, del trazo a la ojiva. En una simple orla de un traje se manifiesta la belleza gótica tan fuerte como en las más puras catedrales del siglo XIV. De esa geometría nacieron los más bellos monumentos del mundo. Vosotros los plásticos reducís la belleza artística a los modelos greco—itálicos; pero el arte no es antropomorfo, es más bien un enlace afectivo, ideológico, entre el hombre y el mundo; un misticismo artístico tan necesario como la reacción religiosa o la reacción científica; porque eso es misticismo: aproximarnos a la verdad por medios más perfectos que lo que se ve y se palpa.

—¡Metafísica pura, oscura y tediosa! —replicó Gamboa, que si bien más dibujante que pintor, rechazaba esta teoría del estilo lineal abstracto—. Tu estética, Longo, no me convence; es fría, insustancial. La Belleza es el goce objetivado. A las armonías de las esferas, del sueño de Escipión, prefiero una sonata de Beethoven; al obelisco, Cleopatra; a la pantomima, la representación hablada...

—¡Alto ahí! —interrumpió Luque—. Véase por dónde tengo quien alabará en la prensa una producción mía nueva, esotérica, tan peregrina en lo dramático como la teoría de Longo en lo artístico.

»Oíd el argumento; oye también tú, Olimpia, porque tú has de colaborar en mi obra... Estoy adiestrando una compañía dramática de perros. No entendáis por esta palabra que sea de actores malos, sino de canes que saldrán a escena, a representar deliciosas comedias y espeluznantes dramas. La obra del debut será un drama en un acto y tres cuadros, titulada El Rapto. Tiene dos méritos altísimos; no es simbólica y no está escrita en verso ni en prosa. No soy yo quien ha de llamar vuestra atención sobre la belleza de los pensamientos que ella encierra; pero sí quiero hacer constar que el crítico más severo no podrá afirmar que en toda la obra dicen los personajes ni una sola tontería. Ya lo veréis en su día. Lamento no poder haceros un análisis detallado de mi nuevo drama, pero digo, sin jactancia, que voy a quedar a mayor altura que Rostand en su Chantecler, y Linares Rivas en Maese Lobo. El amigo Longo me dará la razón cuando lo vea.

CAPÍTULO IX
La reina de Lidia

A visita al estudio fue del gusto de María. Desde luego, le

A-J parecieron más simpáticos, más agradables aquellos artistas, pobres de dinero si ricos de imaginación, que la piara de buscones que hasta entonces le ensordecieron con sus brutales gruñidos. Como no tenía nada que hacer acompañaba a Olimpia en sus lecciones de modelo.

Ya los días empezaban a estar fríos, y en el estudio hallaba calor y distracción a su soledad.

Luque, tan aficionado a los nombres poéticos, le puso el de Ma-riflor y así la llamaban en la tertulia. Así como a Luque, veía también todos los días a Gamboa. Al salir del estudio, el poeta emparejaba con Olimpia y Gamboa con María y los cuatro se iban juntos a tomar café o a cenar en un restaurante económico, según el estado monetario de los galanes, pues ambos estaban atenidos a muy poco dinero; lo que ganaba el uno con sus versos y cuentos, y lo que le daban al otro por enseñar dibujo en un colegio.

Gamboa se había convertido en chevalier servante de María. La trataba con delicadeza, le prodigaba atenciones y cuidados. La joven se confió a él como a un amigo. Aunque siempre se les veía juntos, sus relaciones eran comedidas como dos buenos novios ingleses. María llegó a pensar si Gamboa sería el soñado paladín que la redimiera y rehabilitara; pero, de todas maneras, hallaba particular encanto en el afecto desinteresado de ese hombre. Casi, casi llegó a quererle, porque como la dama de Calderón podía decir:

De obligada pasé a agradecida; luego, de agradecida a apasionada;
que en la universidad de enamorados, dignidades de amor se dan por grados.

Ya no se acordaba de su primo. Comprendía que su caída era un obstáculo infranqueable entre ella y él. A todo esto, don Basilio aún vivía; pues, como se recordará, este murió a fines de diciembre y lo que contamos de María hay que referirlo a principios del mismo mes.

¡Cuán ajena estaba ella de pensar que el bueno de su tío perecía por verla, y que su primo ansiaba volar a su lado!

A pesar del nimbo poético que ahora le envolvía, la vida de la joven era precaria; y gracias a que el ropero iba dando para lo necesario. Olimpia, menos mal, ganaba de modelo, y como Luque era de la manga ancha, no le pedía cuentas de lo que hacía. Tampoco Gamboa a María, pero aparte de alguna convidada, de ahí no pasaba.

Un día, de parte del maestro, que no se atrevía a decírselo, propuso a su amiga servir de modelo para un cuadro de la reina de Lidia. El pintor trataba de dar otro golpecito a la leyenda de Giges, como Gérome y Teófilo Gautier lo dieron a lo que tratan Herodoto, Plutarco y Eusebio Cesariense.

María se hizo contar el argumento y Gamboa se lo refirió:

—Candóle, rey de Lidia, estaba casado con una mujer prodigio de hermosura. Orgulloso de su posesión quiso que uno de sus oficiales viera desnuda a la reina, para que fuera testigo de su dicha. Este fue Giges. A este fin, sin saberlo la reina, el rey Candóle le ocultó en la alcoba matrimonial, para que al acostarse aquella la viese Giges, a su sabor, oculto tras una cortina. Pero la reina se percató de la celada. Por la mañana hizo llamar a Giges al jardín y dio traza y orden con que matara al rey, para que no fueran dos los hombres que la habían visto desnuda. Giges mató a Candóle y se casó con la reina.

—¿Qué opinas del tal Candóle? —preguntó María a Gamboa, al final de la leyenda.

—Que fue un mentecato.

—Pues aplícate el cuento, Gamboa.

A este le halagó la indirecta y no le volvió a proponer más desnudos.

Toda esta temporada vivió María alegre y despreocupada. Su vida podía compararse a la de estos pajarillos con los que se hace el experimento del oxígeno en la máquina neumática; que aletean, pían con frenesí, y de repente, languidecen y caen exánimes.

Que es lo que a la postre sucedió a la joven, como hemos de ver.

CAPÍTULO X

El maestro de música

POR estos días llegaba Miguel de Italia a tiempo de recibir el último suspiro de don Basilio. No bien dio cristiana sepultura al cadáver, resolvió ir a Madrid en busca de su prima, de la que no sabía en tanto tiempo.

El caudal que dejó el finado fue tan escaso, que entre mandas pías y el legado a Paula, se fue todo. Miguel dio hospitalidad además a la vieja servidora, alojándola en su casa de Alza.

Por cierto que al llevarla allí, hubo de ver la última sabina del cura, de la que ni tan siquiera se acordaba, y determinó escribir a Chiquito para cambiarla por dinero. De esta resolución le disuadió una carta de Vitoria. Por ella, el rector del Seminario dábale el pésame por la muerte de don Basilio, seguía ofreciéndosele como su fino amigo, y, al final, esta posdata:

«Tus nuevas vienen muy a tiempo. Acabo de recibir un encargo que quizás te convenga. La superiora de un colegio de educandas de Madrid, hermana mía, me pide un maestro de música para el establecimiento. Prefiere un provinciano a un madrileño, por razones que ella se sabrá. Condiciones: treinta duros mensuales y viaje pago. Dime si te conviene, a vuelta de correo».

La contestación de Miguel fue plantarse al otro día en el Seminario. Vio al rector, se puso al corriente de otros detalles, cobró el importe del billete a Madrid y se embarcó.

En llegando a la Corte, nueva para él, fue a encontrar a Chiquito, que no parece sino que este fuera su aposentador y guía en todas partes. Mudó de traje, se puso hasta elegante, y como si temiera llegar tarde, se presentó en el colegio.

La superiora, una matrona de toca y hábito, muy pulcra y zalamera, le recibió amablemente, no tanto por tratarse de un recomendado de su hermano, cuanto por ser paisanos. Le enseñó el colegio y a lo último la sala de música.

Sor Visitación, que así se llamaba la madre, tomó asiento, y Miguel, comprendiendo que esto equivalía a una tácita invitación a que él demostrase su competencia, se sentó al piano, apretó los pedales, y pulsando las teclas, tocó una de las mejores piezas de su repertorio. Al eco del concierto comparecieron dos o tres mon-jitas, con las manos en las mangas. Cuando acabó, la superiora les presentó al nuevo profesor, y mandó a una de aquellas que a su vez presentara a este sus futuras alumnas.

No tardaron en entrar unas pocas educandas, de dos en dos, vestidas de azul con lazos encarnados. Madre Visitación, muy grave y erguida, anunció a las niñas que vieran en aquel señor el nuevo profesor de música, y que al siguiente día empezarían las clases. Miguel, puesto también en pie, aguantó impávido los alfilerazos de tantas miradas. Las niñas fueron saliendo como habían entrado, con la diferencia que ahora daban muestras de satisfacción; unas batiendo palmas, a la chita callando, otras hablándose al oído y volviéndose a mirar al maestro.

—Ha causado usted buena impresión —dijo sor Visitación cuando desfilaron todas.

—Muchas gracias, señora.

—No me llame usted señora, llámeme madre Visitación o sor Visitación. Prefiero el último tratamiento, porque «sor» deriva de las sórores de Guipúzcoa, antiguas sacristanas o diaconisas encargadas de los templos, y como usted ve, el título viene de perlas a una monja vascongada. Yo por mi parte le llamaré a usted don Miguel... Pues sí, don Miguel, no sabe usted cuánto me alegro de que haya caído en gracia a mis niñas. Esta dichosa clase de música es mi tormento. ¿Vio usted estas niñas? Pues no son la cuarta parte de las que hay en el colegio; es clase extraordinaria, que se da únicamente a quienes la pagan. Antes que usted tuve contratada a una señora de edad, pero las niñas le cobraron antipatía y algunas se dieron de baja; siguió a ella un organista de iglesia, viejo también, y la baja fue en aumento. Quedaron esas pocas que vinieron aquí, las más pequeñas, porque las desertoras fueron las más talluditas, unas locuelas, que quieren un maestro joven y simpático... Parece ser que usted resuelve el problema...

—Señora..., sor..., madre... —exclamó Miguel, no sabiendo a qué carta quedarse.

—Sobre todo mucho juicio, don Miguel, ¡se lo pido por Dios!

—Sor Visitación, ¿me lo pide por Dios, nada menos?

—Sí, porque entre las educandas hay jóvenes granadas que querrán ser sus alumnas. No porque sea yo religiosa dejo de confesar la verdad; a las jóvenes les gusta la música y que se la enseñe un buen mozo. Por otra parte, cuento con pocas auxiliares y no puedo distraer tan siquiera una para tenerla de centinela de vista, aparte que ello implicaría una ofensa al profesor. Confío en que usted corresponderá a mi confianza y hará buenos los informes de mi hermano de Vitoria.

Sor Visitación se levantó, dando por terminada la audiencia.

A este punto, un toque de campana anunció la hora de asueto de las colegialas. El colegio, que hasta entonces parecía convento, se convirtió, como por ensalmo, enjaula de alegres avecillas. Al silencio claustral sucedió una garulla de voces infantiles, de risas argentinas, de chillidos, cantos y llamadas.

La superiora acompañó a Miguel hasta el pie de la escalera, y aquí les alcanzó un joven, que saludándoles, sombrero en mano, se disponía a salir.

—Voy a presentarles a ustedes —dijo sor Visitación, haciendo una seña al último para que se detuviese—: Miguel Mendi, nuevo profesor de música; Luis Gamboa, profesor de dibujo.

Gamboa estrechó la mano a su nuevo colega, y se marchó.

La superiora y Miguel cruzaron el patio de recreo, en dirección a la portería. Algunas de las colegialas se acercaron a besar la mano a la madre, y no pocas se quedaban paradas mirando con curiosidad al joven. Entre ellas una, que si bien vestía como las demás educandas, iba de largo, y por su estatura y desarrollo de formas, más que una niña era una adolescente.

—Esta zagalona —dijo la superiora, señalándosela al maestro— la tendrá usted por alumna.

—¿Pero esta señorita es colegiala? —preguntó Miguel fijándose en la joven.

—Más que colegiala es compañera nuestra. Terminó sus estudios, pero se encuentra bien a nuestro lado y nunca se resuelve a abandonarnos.

—¡Una crisálida de convento! —pensó Miguel—; una monji-ta en ciernes.

Un corro de niñas de doce a catorce años rodeó al maestro.

—Maestro —preguntó la más despejada—. ¿Es usted partidario de la música italiana?

—Acabo de llegar de Italia, hermosa —respondió Miguel.

—Pues me enseñará usted a cantar el Vorrei morir.

—Si la madre no se opone... —contestó él mirando a la su-periora.

—¿Esto qué es, chiquilla? —interrogó sor Visitación.

—Una romanza muy bonita en la que una se muere de gusto cantando: «Quiero morir, quiero morir...».

—Y a mí la Stella confidente —pidió otra a Miguel.

—Querrás decir la Stella matutina, niña —repuso la Superiora.

—No, no, Stella confidente.

—Bien, te la enseñará, hija mía.

—¡Ay, qué gusto! —respondieron las niñas.

—Madre, apúntenos usted en la lista del piano.

—¡Y a mí!

—¡Y a mí! —chillaron otras, consecutivamente.

—¡No hay como darles gusto! —dijo la monja a Miguel—. En cambio, con el pobre organista se declararon en huelga porque no les enseñaba más que himnos a Nuestra Señora. ¡Válgame Dios, qué niñas estas!

CAPÍTULO XI

La bajada de Orfeo al infierno

TRANQUILO por este lado fuese Miguel en derechura a casa de doña Flora, a que le diese noticias de María. ¡Qué de cosas pensaba decir a su prima! Ante todo, una filípica por no haber ido a Pasajes a asistir al tío Basilio, si bien conjeturaba que algún raro incidente lo estorbó; después le contaría sus impresiones de Milán, su bautismo artístico en la escena, y tras esto, diría ella las suyas de Madrid.

Pero antes de entrar en el portal de la casa, paseó la acera como si un vago pensamiento le dijera que no encontraría a quien buscaba, y que era inútil subir la escalera. Lo más natural en este caso era pedir informes en la portería. Iba ya a entrar en el portal, cuando reparó en un zapatero de viejo que estaba, dale que dale, claveteando una suela, en un cuchitril frente a la casa, y se le ocurrió una idea:

—Buenas, maestro —dijo—. ¿Podría usted ensancharme ahora mismo una bota que me aprieta una atrocidad?

—Nada más fácil. Quítesela, y meteré la horma.

Miguel se sentó en un taburete y se descalzó un pie.

—Buen material y buena hechura —dijo el zapatero mirando la bota—. Este calzado no es de Madrid.

—Lo acertó usted; es extranjero.

—Lo conocí enseguida. ¿En qué dirá usted? En el cosido. Entre nosotros no se trabaja con tanto primor. ¿Cuánto le costaron? —Veinte liras.

—¿Veinte... qué?

—Veinte pesetas italianas.

—¡Bien se conoce que Italia es el país de la música! ¿Sabe usted que es un nombre bonito para dado a la moneda? Convida a gastarlo alegremente; porque, ¿quién no se divierte llevando liras en el bolsillo?

—No se haga ilusiones, maestro; una lira italiana suena lo mismo que una peseta española... menos cuando esta está enferma.

—¿Es usted de allí?

—No, pero hace poco llegué de aquel país.

—También me lo figuré cuando le vi pasear la acera; este joven, me dije, debe de ser forastero.

—¡Ah! —exclamó Miguel algo contrariado—; ¿reparó usted en mí?

—Sí, señor; le he visto andar arriba y abajo, como tantos otros que rondan la novia.

Miguel vio por ahí asidero para informarse de lo que quería.

—¿Conoce usted a las vecinas? —preguntó al remendón.

—¡Figúrese usted, llevo tantos años en esta calle! ¿Por quién pregunta usted?

—Por una rubia de enfrente, que vive con una tal doña Flora.

—Vivía —contestó el zapatero—. ¿Habla usted de una pelirrubia alta, pechierguida, que se llamaba María?

—La misma. ¿La conoce usted?

—¿No la he de conocer, si es parroquiana? Pero repito, hace tiempo que ya no vive aquí.

—¿Y no sabe usted dónde se mudó?

—Eso lo sabrá la señora con quien vivía. Por cierto que me interesa también saberlo, porque ahí tengo muertos de risa unos borceguíes de la joven y no sé dónde llevárselos. Aquí están, y no me dejarán mentir.

El zapatero apuntó a unos borceguíes de tafilete que estaban aparte, y Miguel, no satisfecho con verlos, los tomó en la mano y los contempló como una reliquia.

—Pues se me ocurre una idea —dijo al cabo—. ¿Por qué no sube usted al piso a preguntarlo?... Sí, esto debe hacer; ya hay bastante con lo mío; quite la horma. ¿Cuánto le debo?

—Un real.

—Tome esta peseta, sin vuelta, pero a condición que enseguida haga el encargo que le digo.

—Hace bien el caballero en encomendarse a mí —repuso el remendón con cierto retintín—, porque de otro modo no sacaría nada en limpio.

Miguel no dio importancia a estas palabras, porque halló natural que el otro hiciera valer su servicio.

—Voy al encargo; espéreme aquí —concluyó por decir el zapatero, arremangándose el mandil.

Miguel se quedó a solas en el tenducho con el aprendiz, un chico corcovado que a primera vista parecía un mono amaestrado, dándole al tirapié y a la lezna.

A intervalos miraba al joven a hurtadillas como si quisiera hablarle y no se atreviera. Miguel no reparó en este detalle, pero al sacar la petaca, convidó al muchacho. Fumando estaban, cuando llegó el maestro.

—Trabajo perdido —dijo a Miguel—. La vecina no sabe o no quiere decir dónde está la rubia... Así pasa con la mitad de los encargos. ¡La culpa la tiene uno en no cobrar por adelantado! Pero yo averiguaré por otro lado, porque no voy a quedarme con el trabajo hecho. Bese usted otra vuelta por aquí que tal vez pueda darle noticias de ella.

—Antes quiero probar si soy más afortunado que usted, subiré a hablar a doña Flora.

—Ya no la encontrará usted en casa, porque me la encontré en la puerta a punto de salir.

Miguel creyó buenamente en lo que decía el zapatero y salió del tenducho, prometiendo volver.

No había hecho más que doblar la esquina, cuando sintió que le tocaban en el brazo. Quien así le llamaba era el jorobadete aprendiz.

—Caballero —dijo—, si usted me promete no descubrirme...

—¡Hola, buen mozo! ¿Qué ocurre?

—Sígame usted y le llevaré adonde vive la señorita por quien preguntaba al maestro.

—¿Pero tú sabes?...

—Sí, sé dónde vive, porque cuando se mudó nos dejó las señas de su domicilio y yo las recuerdo.

—¿Entonces, tu maestro ha hecho la comedia?

—Sí, señor; por la cuenta que le tiene. Como usted le largó la peseta sin más, ni más, creerá que cada visita de usted le valdrá otra.

—Pues la erró, porque no volverá a verme la cara. Quien va a ganar la propina eres tú; toma dos realitos para café.

—Gracias, señorito. Si yo hago esta trastada al maestro, es porque sobre matarme de hambre y de trabajo, se queda con las propinejas que me dan.

—Bien, hermoso; lo que es esta no te la quita. ¿Adonde vas?

—A entregar un mandado, y como le he alcanzado a usted, a llevarle a casa de la rubia.

—Pues andando.

Echó por delante el corcovado, y como un gnomo, condujo a Miguel por un dédalo de calles hasta llegar a la de Jardines. El aprendiz se paró ante el número 4.

—Aquí es —dijo—; pregunte a la portera.

Y se separaron.

El aprendiz dijo la verdad. No una, sino dos y tres veces había dado María a componer su calzado al remendón y este se lo había mandado a su casa, de suerte que aquel sabía de sobra dónde esta vivía; pero viendo en perspectiva otra visita de Miguel y otra propineja, se calló las señas y hasta hizo la farsa de simular que iba a preguntárselo a doña Flora, con la que ni siquiera habló. Pero el aprendiz le ganó por la mano e hizo lo que ya sabemos.

Llegó, pues, Miguel al portal de la casa de su prima y se precipitó a hablar a la portera.

—Señora —dijo a una mujer que allí estaba sentada—; ¿vive aquí una joven que se llama María Mendi?

—Sí, señor; aquí vive —respondió la portera.

—¿En qué cuarto?

—En el sotabanco derecha.

—Pues subo a verla.

—En mala ocasión viene usted, joven, porque está enferma en la cama.

—¿Enferma? ¿Qué tiene?

—No sé: dicen que una pulmonía; lo cierto es que está muy abatida y no recibe.

—¿Quién la cuida? ¿Vive sola?

—Sólita vive y entre todos la cuidamos.

—¿Los vecinos?

—Los vecinos y otros que no lo son.

—¿Pues no dice usted que vive sola?

A la portera, como a todas las de su clase, se le había ido la lengua y no sabía cómo enmendar la plana, porque tampoco sabía con quién hablaba; pero Miguel la animó enseñándole una peseteja. La mujer sacó las manos de debajo del delantal, guardó la moneda, y dijo por todo:

—Usted dirá.

—Le advierto que soy primo de María.

—¡Ah! —repuso la portera que, muy amiga de esta, ignoraba que tuviese parientes en Madrid—. Me alegro; menos compromiso. Yo creí que venía usted con otro objeto; porque a la verdad, como es una chica tan guapa y vive sola, a veces la siguen los hombres y me preguntan por ella y yo he de desengañarlos, porque a ella le basta con el que tiene.

—¡Ah! ¿Tiene novio? —replicó Miguel, palideciendo.

—Un joven muy formal y muy decente que se interesa mucho por ella.

—¿Muy decente, y la tiene en una guardilla?

—La decencia no está reñida con la pobreza, señorito; es un artista que no puede hacer más.

—¿Quién es? ¿Sabe usted su nombre?

—¿Le interesa a usted saberlo?

Miguel entendió la indirecta y largó unas perras sueltas que le quedaban. Ante este suplemento, la portera fue desembuchando.

—Digo que es artista, porque es pintor, dibujante o cosa así. Ha de ser una de estas dos cosas, porque el cuarto de arriba está lleno de dibujos. ¡Si viera usted una caricatura que me hizo en una pared nada más que con carboncillo! Además, María y él se reúnen muchas veces con otra pareja por el estilo: un joven de mucha melena y una joven muy echada para adelante. Casi son los únicos amigos que tienen María y Luis, porque el novio de la prima de usted se llama Luis Gamboa.

Como no hacía dos horas que en el colegio le habían presentado a un profesor de dibujo de este nombre y apellido, Miguel supo enseguida a qué atenerse. Sin embargo, contuvo la sorpresa que le causó la declaración de la portera, y sobre todo, refrenó su ardiente deseo de ver a María.

Comprendió lo desairado de su situación; lo ridículo que le estaría ir a pedir celos a su prima, y angustiado, taciturno, volvió las espaldas como un general que ve perdida la batalla en el preciso momento que cantaba victoria.

—¡Qué! —le dijo la portera—. ¿Se arrepiente usted de la visita? ¿Quiere usted que pase algún recado?

—Hágame el favor de no decir nada... hasta nueva orden; ni siquiera que he estado aquí. Ya volveré.

La portera fue tan obediente a la consigna, que, en cuanto se fue Miguel, subió con el cuento a María, que, efectivamente, estaba en la cama. La noticia causó tal sobresalto a la joven que la otra comprendió lo mal que hizo en dársela, por lo que quiso disculparse:

—La verdad, María, creí proporcionarle a usted una alegría. ¿Quién no se alegra de ver a un pariente?

—¡Ay, señora Petra! ¿Qué haría usted si se le apareciese un muerto?

—¡Jesús, qué miedo! ¡Ponerme a temblar y echarlo con agua bendita!

—Pues eso debe usted hacer si vuelve: echarlo con buenas palabras.

—Pues el tal primo no parece ser un aparecido; por el contrario: es un joven guapo y lleno de vida.

—¿Le hizo a usted muchas preguntas?

—Las que le he dicho al principio.

—¿Y dijo que volvería...?

—Sí; pero con no dejarle subir, todo está arreglado.

—Sí; no quiero verlo; quiero morirme en paz.

—¿Quién piensa en morirse? Ea, a sudar y quietecita en la cama.

A todo esto la mujer había encendido una hornilla de alcohol y puesto a calentar una tisana. Se la sirvió a la enferma, y cerrando la puerta con el picaporte para que aquella no tuviera que molestarse en levantarse cuando llamaran, salió de la habitación.

CAPÍTULO XII ¡Ay,

HARÍA unos seis días que María estaba postrada en el lecho. Una puñalada del Guadarrama le había herido en un pulmón, poniéndola entre la vida y la muerte.

En estos días de forzosa quietud, de recogimiento en sí misma, la imaginación, con su dedo de fuego, la representó todas las peripecias, todos los azares y desengaños de aquel su drama de tres meses en Madrid. La fiebre le hacía entornar los ojos, y una de las veces soñó estar volando por una región oscura; que ella era una paloma y que la perseguían dos feos pajarracos, uno con cara de la Vargas, otro con cara del barón. La paloma huía de sus perseguidores en la oscuridad de la noche, porque una estrella muy hermosa la guiaba hacia el palomar.

Este palomar, este alcázar de su salvación era la casa de Pasajes, la casa del tío Basilio. Pero otra luz que se encendió en el horizonte la desorientó en su huida; un globo fosforescente que llevaba por lastre talegas de oro y ricos vestidos y preseas. De la barquilla salían ruidos de cantos, de carcajadas, de taponazos de champaña. La paloma deslumbrada vino a posarse en la navecilla. De pronto un rayo hendió los aires, rasgó la tela del aeróstato y a la caída los dos pajarracos que acechaban a la víctima hicieron presa en ella...

Vuelta a la realidad, la pobre enferma veía desde el fondo de su alcoba la luz gris, opalina, de un cielo que anunciaba nieve, y oía silbar el cierzo a ras de los tejados, enflautándose por las claraboyas y la chimenea del sotabanco.

La soledad y el frío la angustiaban despierta, y las pesadillas, dormida.

En el silencio de la guardilla pasaba largos ratos sin más consuelo que oír saltar al jilguero en su jaula, que ya no cantaba porque no veía el sol, y roncar a la gata que, acurrucada al pie de la cama, hacía isócronos sus ronquidos con la sibilante y fatigosa respiración de la enferma.

La portera, la señora Petra, como oímos llamarse, era entusiasta propagandista de esas sociedades de socorro que, según la tarifa, proporcionan a la clientela, médico, botica y viaje mortuorio, con más o menos pompa. A todos los inquilinos baratos, lo primero que hacía era preguntarles si estaban afiliados a alguna sociedad de socorro, y dijeran que sí o que no, ella les ponderaba las ventajas de la suya y no cesaba hasta que los hacía sus consocios.

A cambio de esta propaganda la sociedad la eximía a ella del pago de la cuota correspondiente.

Una de las catequizadas por la elocuencia de la señora Petra fue María, la cual desde que se instaló en la guardilla pagó su cuota correspondiente, más que para aprovecharse de las ventajas facultativas y funerarias (porque, ¿quién piensa enfermar y morir siendo joven?), por complacer a su portera que tan servicial se mostraba con ella. Por donde ahora le venía de perlas el auxilio facultativo, casi de balde, en su repentina enfermedad.

Pero bien dicen que lo barato es caro; porque médico y medicinas eran tan deficientes, que más que curar a la enferma la ayudaban a morir.

Gamboa, el caballero andante de María, consecuente a su táctica de no dar una peseta a las desvalidas damas que tomaba bajo su protección, subió a verla cuando supo que estaba enferma, y asustado del progreso de la enfermedad, exhortó a María a que se dejase llevar al hospital. A la joven le daba miedo esta palabra y se opuso terminantemente.

Olimpia, que con su inseparable Luque, estaba a la sazón de visita, la apoyó.

—Dices bien, Mariflor. El hospital, ¡puf! La sala más limpia huele a cloroformo, a yodo, a secreciones de enfermos y a cera de muertos. ¡En una ocasión estuve allí un mes y no sabes los frascos de colonia que gasté para quitarme el mal olor! A lo que has de añadir las impertinencias de las hermanas que te tratan como una arrepentida, y las libertades de los practicantes que, como hayan de operarte, no reparan en subirte la camisa más de lo necesario. Después, como nadie la reclame a una, a la mesa del anfiteatro donde hacen herejías con el cadáver... ¡Parece mentira que a Gamboa se le ocurra un expediente tan prosaico!... Di, Luque, ¿qué harías tú si yo cayera enferma?

A lo que contestó el poeta declamando con mucho énfasis:

—Con la sonora cítara doliente, acompañada con el dulce canto, a la parca fatal pondría espanto, aplazaría el término inclemente

pero como es lance forzoso en teniendo uno vida, morir, si te pierdo, sacrificaré un gallo a Esculapio.

—¿Para pagar mi entierro?

—No, Olimpia; para comérmelo después con arroz; porque los duelos con pan son menos.

Es de suponer lo preocupado que saldría Miguel de su parlamento con la portera.

Sin gran esfuerzo adivinó la vida equívoca a que se había lanzado su prima; pero la había querido tanto; por tanto tiempo había sido la señora de sus pensamientos, que no se resolvía a odiarla, antes sí sentía por ella inmensa piedad.

Ya en la calle, titubeó entre alejarse o retroceder donde ella estaba; verla, perdonarla antes de oírla; no querer saber nada y auxiliarla en su enfermedad. ¿Acaso no era un deber suyo? ¿No se la había recomendado tío Basilio en su último trance?... ¿Pero cómo presentarse a ella? La portera fue harto explícita: María tenía un amante. La abnegación de Miguel no llegaba a tanto que se resignara a sufrir un rival a la cabecera de la enferma.

Ante esta eventualidad no quiso subir al cuarto de María. —Mi dignidad no me lo permite —se decía para engañarse a sí mismo; porque la desesperación, la rabia, el despecho, los celos, le devoraban interiormente.

Hecho un ovillo de confusiones, se reunió con Chiquito de Alza, a quien contó los trascendentales episodios de su primer día de Madrid.

—¡Vaya con la nescachal —dijo el pelotari—. Aunque no me toma de sorpresa, porque ya te acordarás de mi pronóstico allá en el pueblo. Era una chica con muchas ínfulas. Dios dio alas a la hormiga para su perdición. Pero yo creía más avispada a tu prima, porque siendo tan guapa, ¡enredarse con un pelagatos que la tiene en una guardilla! ¡Será algún chulo de los muchos que hay en Madrid que viven a costa de las mujeres!...

—Sé mejor hablado, Melchor...

—¿Esas tenemos? ¿Sales a la defensa de ella? Entonces es que la quieres. Haces mal. Acuérdate de aquello que oirías en Italia: qui non me vuol, non me mérita. Despréciala y olvídala.

—No se puede mandar en el corazón —contestó Miguel, meneando la cabeza—. Pero por de pronto está enferma de cuidado. Aconséjame lo que he de hacer, porque estoy tarumba.

—Pues, como dije una cosa, digo otra. Tu obligación es atenderla. Habla con ella, que hablando se entiende la gente.

—¡Imposible! Hay un hombre por medio. Te comisionaré a ti para que la veas y le proporciones lo que necesite.

—No lleves las cosas a punta de lanza, Miguel. No sabemos qué clase de relaciones son las de María con ese hombre. Dijiste que le conoces, que te lo presentaron en el colegio, que es tu colega de profesorado; pues abórdalo allí, procura sonsacarle la verdad. Si realmente es amante de tu prima, haces bien en inhibirte, pues sería rebajarte demasiado; pero si no lo es, si sus relaciones no pasan de una lícita amistad entre jóvenes que están libres, me ahorraré la comisión que quieres darme.

A Miguel le pareció tan pertinente el consejo de su amigo, que al día siguiente lo puso en práctica.

Fue al colegio por la mañana, pasó lista a sus alumnas, probó las voces, examinó los métodos de solfeo que servían de texto y no hubo más por el momento. A otra hora de la tarde dio principio a las lecciones, y cuando tocaron a recreo, como coincidió su salida con la de Gamboa, el profesor de dibujo, ambos se encontraron y juntos salieron a la calle.

Fueron hablando de cosas del colegio; de las educandas, de las madres, y sobre todo de la superiora, riendo uno y otro las amonestaciones y saludables advertencias de esta al profesorado laico; pues también sor Visitación había pedido por Dios, a Gamboa, mucho juicio con las diablillas de la clase de dibujo.

—He de confesarle, señor Mendi —dijo a este propósito Gamboa—, que hasta que no he visto otros pantalones en el colegio, no se me ha pasado el miedo de verme en la calle.

—¿Cómo así, señor Gamboa?

—Porque estas monjas en viendo pantalones creen ver al diablo; pero por lo visto, contratándole a usted, es porque van perdiendo el miedo al profesorado laico. No por esto nos confiemos demasiado, querido colega; cualquier día nos reemplazan, a usted con una santa Cecilia de toca, y a mí con un san Lucas de sotana. Es natural; cada oveja con su pareja... ¿No le pidieron información de vida y costumbres?

—A mí no, sin duda porque vine recomendado por un clérigo, hermano de la superiora.

—Pues a mí sí —replicó Gamboa—, ya usted ve, como la vida del artista es algo libre, me veo expuesto a que cualquier envidioso...

—¡O indiscreto! —interrumpió Miguel—, y estos son los peores, porque hacen el mal sin darse cuenta. Ejemplo, cierta portera que, sin preguntárselo, me ha puesto al corriente de un tapujo amoroso que tiene usted por ahí... Si llega a oídos de sor Visitación, excuso decirle...

Gamboa miró sorprendido a Miguel y sólo atinó a decir:

—¿Es una portera de la calle de Jardines?

—La misma que viste y calza.

—¿Y qué le contó a usted?

—Que usted era el amante de una linda joven que vive en la casa.

—¡Mentira! —replicó Gamboa, parándose en seco—; yo no tengo querida allí ni en ninguna parte. Son bachillerías de portera.

—¿Cree usted, amigo Gamboa, que yo le voy a descubrir? ¿Hay cosa más natural que un artista joven se inspire en una musa?

—Usted lo ha dicho, Mendi. Los artistas necesitamos una mujer que nos anime en la lucha, porque después de la victoria, las tenemos de sobra. Mi amiguita de la calle de Jardines es mi ninfa Egeria, por otro nombre Mariflor; la casta musa que me inspira, como diría un poeta que conozco y fue quien le puso este nombre.

—Pero su verdadero nombre...

—Es María Mendi: ¿por qué se lo he de ocultar a usted?

—Gamboa —repuso Miguel, parándose a su vez y mirándole de hito en hito—. ¿Es usted sincero? ¿Dice usted la verdad?

—La verdad, Mendi, aunque parezca lo contrario, porque los hombres acostumbran alabarse de lo que no es. ¿Cree usted que si esta mujer fuese mi querida la tendría en un sotabanco? La conocí en el estudio de un pintor, simpaticé con ella y como la visito con frecuencia y nos ven salir juntos, de ahí las malévolas suposiciones, que si llegasen a oídos de sor Visitación... Hizo usted bien en avisarme, porque de esta hecha, la dejo plantada.

—¡No sea usted cruel! ¿Va usted a hacer esto ahora que está enferma?

—¡Muy enterado veo al amigo Mendi de la vida y milagros de mi ninfa! ¿La conoce usted? ¿Le interesa en algo?

—¿No la he de conocer, no me ha de interesar si es mi prima?

—Pues ella nunca me habló de usted.

—Lo creo, ¿cómo le había de hablar de mí si ocupa usted mi vacante?

—¿Es decir, que además de primos fueron novios?

—Sí, señor.

Y con este motivo Miguel explicó a Gamboa toda su historia y sus dudas acerca de María.

—Allá ustedes —replicó Gamboa—; yo, como le dije antes, no tengo nada con ella, y aunque así fuera, amigo Mendi, presentándose usted en escena, «io ve la dono, io ve la cedo». ¿No se dice así? Véngase conmigo, porque precisamente iba yo a ver a su prima.

Esta vez no tuvo reparo Miguel en ver a María, y se dejó llevar por Gamboa.

Con gran extrañeza de la portera que los vio juntos, subieron uno tras otro a la guardilla. Gamboa empujó la puerta y adelantándose a Miguel, que se quedó esperando en el pasillo, dijo a María:

—¿Cómo te encuentras, Mariflor}... ¿Sabes con quién acabo de encontrarme en la escalera, y subía a verte? Con un tal Miguel Mendi, maestro de música en el colegio donde doy lecciones de dibujo. Díjome que era primo tuyo y que tendría mucho gusto en saludarte.

—¡De veras! —contestó ansiosa María—. ¿Y tú que le dijiste?

—Que yo le acompañaría... Aquí lo tienes.

Cuando Miguel se abalanzó a la alcoba, María se tapó los ojos, como si viera un fantasma. Volvió a mirarle y rompió en sollozos. Los dos primos no sabían qué decirse.

Gamboa, con suma delicadeza, dijo:

—Aquí estorba uno, y este soy yo. Hasta luego.

Quedaron solos los dos primos al cabo de tanto tiempo que no se veían, ni sabían el uno del otro.

¡Qué encuentro, Dios santo! En un tabuco enjalbegado, a la luz tristona de una tarde de invierno, ella enferma y él a su cabecera, como imagen del dolor. María comprendió que Miguel no venía a pedirle cuentas de su amor, sino a traerle el consuelo de su perdón. Con esto conoció que iba a morirse, porque Dios únicamente otorga estos grandes consuelos en la hora suprema.

Comprendiéndolo así, sus ideas cambiaron de rumbo. Miguel, que tantas veces se le apareciera en sueños como espectro acusador, se le representaba ahora como ángel de reconciliación. Serenó el semblante, y con voz débil, pero segura, dijo a su primo:

—Miguel, ¿me perdonas?

Tal fue la expresión con que imploró, que Miguel no pudo contenerse y la abrazó llorando.

—Sí —continuó María, sin fuerzas para rechazarle—. Necesito tu perdón, porque fui una gran pecadora. Pequé contra ti y contra Dios. Este me perdonará porque he sufrido mucho, y, además, porque tío Basilio se lo pedirá en sus oraciones.

—¿Tío Basilio? —repuso Miguel, señalando la gasa negra que llevaba en la manga—. ¿No ves este luto?

—¿Murió nuestro buen tío? —contestó María sin gran sorpresa—. Pues esto más voy ganando, porque él me saldrá al encuentro en el gran viaje que voy a emprender.

—No me gusta oírte hablar así —replicó Miguel con dulce reproche—. Anímate, pasará esta crisis y recobrarás la salud.

—No lo creas, Miguel; soy una muerta que te habla... Si no, ¿cómo tendría valor para verte, para hablarte como lo hago ahora?... ¿Verdad que me perdonas? Repítemelo, porque esto me hace mucho bien.

Miguel, conteniendo los sollozos, decía que sí con la cabeza.

—Después de todo —continuó María, haciendo grandes esfuerzos para hablar—, no he sido tan mala como parece. Me trajeron engañada a este infierno de Madrid. Mi ángel malo fue Flora Vargas, aquella forastera que en el verano último fue nuestra vecina en Pasajes. Hizo peor que engañarme, comerció conmigo, entregándome a un cómplice suyo. Sí, Miguel; hasta este punto he llegado. ¿Qué vergüenza, verdad?; pero yo te lo cuento todo, porque es mi confesión de moribunda. El hombre que me perdió, para abandonarme luego, fue el barón de San Jorge. ¿Cómo había de volver yo a nuestra casa después de esta afrenta?... Cuando vuelvas a Pasajes, pídele a Paula un manto de Virgen que aquel hombre regaló a nuestro tío, y quémalo, porque este manto es maldito; fue el regalo con que engañaron a tío Basilio... No te digo más, me canso, me ahogo... ¿Cómo conociste a Gamboa?

María no se acordaba ya de las palabras con que este preparó la presentación de Miguel.

—¡Ah! —siguió diciendo—. ¡Si todos los hombres con que he tropezado en Madrid hubieran sido como él! Gamboa es un buen amigo; verdad es que no se ha sacrificado por mí, pero me ha guardado de otras caídas, me ha tratado con tal respeto que a su lado me sentí dignificada...

En este instante se oyeron voces juveniles en el corredor y que se abría la puerta.

—Son los únicos amigos que me quedan —dijo María aguzando el oído.

Y entraron en la estancia Gamboa, Luque y, primero que todos, Olimpia, que, con gracioso andar, se acercó a la enferma, la besó en la frente y luego, volviéndose a Miguel, le saludó con una inclinación de cabeza. Lo mismo hizo Luque. Sin duda estaban advertidos por Gamboa de quién era el personaje que allí encontrarían.

Miguel cedió a Olimpia su asiento junto a la cama, y llevándose a la salita a Gamboa y a Luque, dijo al primero:

—¿Qué médico asiste a María?

—Uno, que después que la desahució, no se ocupa más de ella. Como es de una sociedad, cree haber cumplido ya con su deber.

—Pues voy a escape por otro, porque el caso es grave.

Y girando sobre los talones, bajó corriendo la escalera. No conocía ningún médico en Madrid, pero confiaba en que Chiquito se lo proporcionara.

Halló al pelotari en el frontón, en el preciso momento que se vestía, a la conclusión de un partido; le confió su cuita, y Melchor llamó al facultativo de la casa, que estaba entre la concurrencia. Los tres montaron a un coche, y como la distancia entre la calle de Jardines y el Frontón Central es tan corta, en cuestión de minutos llegaron a la habitación de la enferma.

María conoció a su paisano, el de Alza, y le saludó con una sonrisa. El médico encontró a la enferma un pulso rápido, pero débil e irregular, con vivo dolor en el pecho, y se sentó a recetar para justificar la visita.

—No debía usted haberme llamado a mí —dijo a Miguel al despedirse—, sino al cura. Esta joven no tardará en entrar en la agonía.

Por si acaso, Chiquito se lanzó a la calle a comprar la pócima.

María estaba tan abatida, que todas las artes de Olimpia para animarla y distraerla fueron inútiles. Luque, de ordinario alegre y decidor, estaba silencioso e inmóvil junto a Gamboa, como en visita de duelo. En el silencio del cuarto sólo se oían los saltos del jilguero y el maullido lastimoso de la gata, que olía la muerte. La enferma decaía visiblemente; sus ojos se hundían, los pómulos se le dilataban, sus labios se teñían de un color violeta. En la media luz, los dientes relucían entre la línea dura de sus labios resecos, que parecían no poder reunirse.

Llegó el pelotari con el menjurje de la botica, y Olimpia hizo de enfermera.

El airoso talle de la modelo, el frescor que exhalaba su juventud, hasta el blanco delantal que llevaba puesto, dábanle la apariencia de un ángel de luz en aquella estancia, sobre la que empezaban a cernirse las sombras combinadas de la muerte y del crepúsculo de una tarde de invierno.

Casi al tiempo de incorporar a María para darle la medicina, la enferma inclinó la cabeza y se dobló desvanecida. Cuando volvió en sí, miró con ojos extraviados a los que le rodeaban.

—¡Ah!, ¿sois vosotros, amigos míos?... —dijo—. ¿Verdad que os hice esperar mucho rato? ¡Qué viaje tan largo el que acabo de hacer! He volado alto, muy alto... Olimpia, quítame las alas, que estoy cansada...

Olimpia se acercó para limpiarle el sudor de la agonía.

—No, no me las quites —repuso la enferma, desviando el brazo a su amiga—. Si me las quitas no podré volar y volverán a cogerme entre Flora y el barón.

—Tranquilízate, Mariflor —dijo Olimpia—. Estás con nosotros; nadie te hace daño.

—¿Está aquí Miguel? —preguntó María.

Miguel se puso a su lado.

—Oye, Miguel; oye, Gamboa; no los dejéis entrar; son los monstruos que vienen a llevarme. ¿No oís que llegan?

En efecto; la puerta, mal entornada, había hecho un pequeño ruido movida por una corriente de aire del pasillo. Luque salió a cerrarla, y, cuando volvió a la alcoba, le dijo la enferma sonriéndole:

—Gracias, Luque... ya estoy más tranquila... ¿Por qué no declama usted aquellos versos tan bonitos que dice a Olimpia?

—Estoy algo acatarrado, Mariflor —contestó el poeta—; hoy no puede ser. Lo que importa es que se ponga usted buena para que vea el ensayo de El Rapto, aquel famoso drama que usted sabe. Va a ser enseguida.

—Bueno —replicó María—, cuando vuelva de Pasajes. ¿Verdad, Miguel, que me llevarás allá? ¿Has avisado a Paula?

—Sí, María —contestó el joven—. Y a Chiquito también. ¿No lo ves? Aquí estamos los dos para llevarte al pueblo. ¿Te acuerdas de las sabinas? La beltza te está esperando con su leche. ¡Verás qué buena te pondrás!

—También habrá que avisar a tío Basilio —balbució María...—. Pero deja, Miguel, esto corre de mi cuenta... Oiga usted, tío Basilio...

La palabra expiró en sus labios. Suave sonrisa quedó estereotipada en su semblante, como si en el reino de la muerte continuase el interrumpido diálogo.

Olimpia cerró amorosamente los ojos de la muerta, tapó la cara con un pañuelo, y Miguel pidió a todos una plegaria por el alma de su prima.

—Poeta— dijo Gamboa a Luque—, habrá que pensar en el epitafio de Mariflor.

—Pensado lo tengo —contestó Luque—:

¡Ay, infeliz de la que nace hermosa!

CAPÍTULO XIII
El dúo de La Africana

EL nuevo profesor de música cumplía con celo y puntualidad en el colegio. El número de alumnas iba en aumento, y esto, unido a la corrección de modales y a la competencia profesional de Miguel, le granjearon las simpatías y la confianza de sor Visitación.

Era la clase de música en una sala que además servía de salón de actos y de visitas; una amplia estancia de altos ventanales, con cuadros al óleo en las paredes, veladores en los medios y divanes interpolados entre ringleras de sillas enfundadas. En días solemnes —como el santo del colegio, exposición de labores de las alumnas, o reparto de premios a fin de curso—, el salón se convertía en paraninfo de mamás y amigas suyas, atraídas más que por el espectáculo en sí, por los bombones y caramelos que repartían las aristocráticas monjas.

Allá en invierno, un pesado tapiz separaba el estrado donde estaba el piano del resto de la sala, y el abrigado hueco, bien alumbrado por dos ventanas al jardín, se convertía en santuario de la música. Las alumnas acudían por turno, y Miguel las dedicaba más o menos tiempo, según eran las aptitudes o el adelanto de cada una.

Aparte de las más pequeñas, había un grupo de niñas crecidas y tan presumidas, que querían cantar y tocar el piano por arte de birlibirloque, sin los enfadosos prolegómenos de vocalización y escalas. El profesor se veía impotente para reducirlas a un programa metódico; como que más de una vez tuvo que llamar en su ayuda a una de las celadoras o a sor Visitación; hasta que cansado de tanta brega, se resolvió a darles gusto.

—Maestro —le decía la del Vorrei morir, una pollita de doce años, más viva que la pólvora—. Se acerca el santo de papá; vendrán a casa muchas amiguitas y yo quisiera lucirme en la reunión.

—¿Cómo quieres lucirte —contestaba Miguel—, si no estudias?

—Estudiaré, pero por el momento sáqueme del compromiso. Ensáyeme el Vorrei morir como me ofreció. En tres días lo aprendo.

—Pero, niña, si das cada gallo que hasta las gallinas se asustan.

—No importa; otras hacen lo mismo, y las aplauden.

—Pues vamos allá.

Otra pollita en igual o parecido caso, pedía le enseñara el acompañamiento a cuatro manos de un vals a la moda.

—Esto es más difícil que lo otro —observaba Miguel—, porque aún no sabes leer el pentagrama.

—Tocaré de memoria; con aprender los bajos basta... Tengo buen oído.

—Sea.

Y así resultaba que cada discípula de estas venía a ser como una placa impresionable de gramófono o piano de manubrio que cantaba o tocaba por rutina, y de ahí no salían. El caso es que ellas estaban contentas y sor Visitación también. La supe-riora veía en perspectiva un brillante examen musical de sus educandas, ante la exhibición de aquel variado surtido de cotorras amaestradas.

Pero no todas eran así; las había también muy aplicadas, que hacían honor al maestro. Entre ellas, dos jóvenes que eran las últimas en dar la lección; sor Dominica, una monjita de porte distinguido; y Luisa, la educanda aquella «compañera de las madres», según indicara la superiora a Miguel, cuando este, extrañado de verla tan granada, hubo de preguntar si era también colegiala.

Al maestro le fueron simpáticas las dos desde el primer momento, aunque la segunda más que la primera, no por otra cosa sino porque en la monja adivinaba la santa Cecilia anunciada por Gamboa, que con el tiempo había de limpiarle el comedero. Y que a esto iba la monja, lo demostraba su obstinada aplicación, como que progresaba más de lo que Miguel quería.

En cambio a la compañera no le corría tanta prisa. Sesiones enteras las dejaba pasar hablando con el maestro de cosas frívolas o haciéndole tocar algunos trozos clásicos. En cuanto los veía distraídos, sor Dominica volvía al taburete y tomaba lección doble, porque el maestro no podía por menos de corregirla tal cual nota o calderón.

La colegiala honoraria, digámoslo así, Luisa, tendría sus diez y ocho años. Era una morena más agraciada que bonita, pálida y ojerosa, de lindo talle, pero que a pesar de su eflorescencia nú-bil daba la impresión de una flor de estufa que las madres cultivaban con cariño y solicitud para transplantarla al vergel de su instituto. No era, sin embargo, gazmoña ni corta de genio, antes bien, locuaz y bullanguera. Era la niña mimada del convento y la amiga mayor de las colegialas; grave y formal con las madres, si alegre y retozona con sus compañeras.

Las monjas no estaban muy seguras de la vocación de Luisa, pero se las prometían felices de aquella cordera que teniendo franca la salida, no salía del redil. Tan aficionada estaba con él, que lo prefería a su casa. No tenía madre ni hermanos; era hija única de un hombre de negocios, frío y escéptico, a quien sus ocupaciones no le permitían dar calor al hogar.

Estos casos patológicos sociales, por una u otra causa, entre colegiales ricos, abundan en los internados religiosos y constituyen la preciada levadura que se mezcla con la harina de los noviciados de la orden.

El lector habrá adivinado quién era Luisa: la hija del barón de San Jorge, si bien en el colegio se la conocía por Luisa Sánchez.

Su infancia se había deslizado junto al lecho de su madre, siempre enferma; y a la edad en que el espíritu se abre a todas las sensaciones, su padre, incapaz de sacrificarse por su hija, la puso en el internado. Luisa se volvió huraña y sombría, y toda la alegría y ternura que dedicara a su madre ya difunta, la convirtió poco a poco hacia las monjas que la trataban como una niña mimada. Su padre, vulgar y bajuno a pesar del título que ostentaba, no hizo ningún mérito para atraérsela, y cuantas ve-ces se veían, la mirada de aquella niña, juiciosa y reflexiva, le reprochaba su desidia, su abandono espiritual.

Queríanse sin embargo, aunque el amor filial de la una y el paterno del otro fueran ni muy tiernos, ni muy expresivos. El padre se consideraba postergado en el cariño de su hija, y esta a su vez, no se mostraba muy inclinada a demostrarle lo contrario.

Aunque sabía que era rica, su porvenir no se le presentaba risueño, pues temía, conociendo el carácter de su padre, que este la sacrificara a instintos menos nobles y delicados de los que ella soñaba en sus sueños de amor; de ahí que sintiendo la necesidad de amar, Luisa siguiera en el colegio haciendo buenas las esperanzas de las monjas.

La seriedad de Miguel le dio que pensar; por su aspecto frío y triste comprendió que sufría o que había sufrido y que un vínculo de simpatía les unía. Como quiera que fuese, la visita de un profesor joven y guapo, como era él, causó buena impresión en Luisa.

Miguel Mendi no era ya aquel seminarista pelón, ensotana-do y de ademanes cohibidos, sino un arrogante mancebo hecho al trato con las gentes, casi elegante en el vestir, y de carácter franco y abierto como cumple a un joven de veintiséis años. Le había crecido el bigote y en cuanto al cabello no hay que decir: lo usaba a la italiana, largo y melenudo. Cuando se sentaba al piano; cuando cantaba, sobre todo, con aquella voz de tenor a la que tan buenas liras sacó el signor Maffi, y erguía el torso y agitaba la sedosa cabellera, parecía un Apolo. En su arrogante cabellera, de frente ancha y espaciosa; en su continente juvenil, pero austero, se leían grandes promesas para el porvenir.

Hasta sor Dominica sentía la atracción de un hombre así; pues cuantas veces tenía tacto de codos con él o ponía a dúo su voz con la suya, la monjita se transfiguraba; erguía la cabeza, sus castos ojos irradiaban de un modo extraño y el blanco peto se movía al ritmo de desusadas palpitaciones. Pero sor Dominica era monja y contra el enemigo tenía un arsenal de devociones.

No así Luisa, que había de desafiarlo a pecho descubierto, sin más armas que el natural recato de la mujer. A la mística palo-ma le empezaba a embelesar la voz del maestro como el reclamo de un cimbel.

Al principio hubo entre maestro y discípula la natural amistad que despierta el trato continuo; luego, se fue despertando, a lo menos en Luisa, esa sutil atracción entre jóvenes de distinto sexo. La joven sintió brotar en su corazón el germen de un afecto distinto de las amistades que hasta entonces sintiera; la lección de música, el cuarto de hora que pasaba al lado de Miguel, le fue siendo necesario como manjar de su alma. Los domingos, los días de fiesta en que por vacar la clase no lo veía, estaba retraída y pensativa, en vez de mezclarse, como antes, a los alegres corros del jardín. Sor Visitación atribuía este cambio a los efectos de la vocación que Dios se servía operar en la predestinada.

Miguel se percató de la afición de su discípula por las extrañas miradas con que esta le envolvía, y por el tono apasionado con que le hacía dúo en algunos trozos de ópera que la ensayaba. Pero Miguel se hacía el desentendido, primero porque era sobrado cuerdo y dueño de sí mismo para jugarse el destino por una chiquillada; luego, porque tampoco estaba seguro que aquello fuera de veras.

Así como Luisa, no faltaban otras pollitas que emulaban en coquetería y en alardes de mujercitas pagadas de sí propias, y a las que no les desplacía ser objeto de las preferencias del maestro, o que este les llamara hermosas y elegantes. Tales eran las caprichosas cotorras amaestradas para lucirse en los salones.

Sor Dominica, como sus demás hermanas de comunidad, no era de esas monjas fanáticas vulgares, reñidas con el mundo, que ven la sociedad al través de un lente ahumado. La regla de su instituto no exige clausura ni rejas, con muy buen acuerdo, porque si votos, ¿para qué rejas?; si rejas, ¿para qué votos? Reemplaza, además, la vida contemplativa por la enseñanza.

Los tres votos simples y el hábito religioso que visten, les dan patente de honorabilidad y de suficiencia; y como, por lo regular, las otras mujeres que ejercen el magisterio sólo hacen alarde de lo segundo, del título profesional, las mamás, que están en todo, de sabia a sabia, prefieren las monjas a las seglares para maestras de sus hijas.

Tal es el secreto de los institutos religiosos docentes, así católicos como protestantes, como budistas e israelitas. El maestro es más maestro si se viste de teólogo, o de bramán, o de rabí. Desde que el gran Rabí de Nazaret llamó a sí a los niños, a partir de él, el magisterio cristiano reviste aspecto hierático.

Siguiendo las máximas del Hombre Dios, la enseñanza entre cristianos debe ser un bien de caridad, obra de misericordia; tan es así, que ningún establecimiento docente se atreve a poner: «Escuela de niños o de niñas ricos» (aunque pongan de señoritos, que no es lo mismo). Y no se atreven, no por vergüenza democrática, sino por pudor cristiano. El gran agente de la selección social, don Dinero, opera el deslinde de clases y categorías en la enseñanza como en los demás órdenes de la sociedad. La pensión de ciertos internados sólo está al alcance de los ricos. En este sentido, sin renegar de la caridad cristiana, el instituto religioso al que pertenece sor Dominica, sólo educa a niñas ricas, y las monjas son de las llamadas aristocráticas, por su obligado roce con el gran mundo.

De ahí que recluten sus novicias entre jóvenes de la buena sociedad. La superiora, por ejemplo, sor Visitación, al tomar el velo, aportó a la comunidad la bonita suma de cincuenta mil pesetas, que constituía su herencia de huérfana. Otras monjas eran señoritas de más bajo vuelo, que aportaron lo preciso para la dote monjil. Como se ve, era una comunidad de verdaderas señoras.

Y que sor Dominica lo era, lo acreditaba su fina educación, lo delicado de sus facciones, la finura de sus dedos y el dejo señoril con que se movía en el sencillo sayal. Era rubia, de ojos azules; un tipo tan distinto del común de nuestras mujeres, que las niñas la seguían llamando la Inglesa.

Y se dice que seguían, porque sor Dominica, antes que monja, fue educanda en el mismo colegio, y sus condiscípulas de entonces la bautizaron con aquel nombre. Menos vacilante que Luisa, de interna pasó a novicia y tomó el hábito. Se complacía en ver en la otra una hermana de vocación que iba al encuentro del divino Esposo por los mismos trámites que ella. Y como habían sido condiscípulas, se tuteaban y queríanse como dos buenas compañeras.

Algo notó sor Dominica en su amiga, que le hizo pensar si estaría enamorada de Miguel; y así, con toda franqueza, hubo de llamarle la atención sobre este punto. Luisa soltó la carcajada al oír la monserga, y la monja acabó por reírse con ella, pues lo que la otra decía: «Nada más natural que sentirse amable con el serafín caído en el colegio».

Esto de serafín se lo puso sor Visitación al maestro en una ocasión muy sonada: en el cumpleaños de la madre.

Fue día de asueto para las educandas, pero Miguel y Gamboa diéronse cita en el colegio, porque se creyeron en el deber de felicitar personalmente a la superiora.

Esta les recibió en el salón de visitas y les convidó a pastas y vino dulce. Gamboa, para más congraciarse con ella, le regaló un cuadrito al óleo de una Virgen, hecho por él mismo, y que Miguel, al verlo, conoció enseguida era el retrato de su prima María. Sor Visitación lo tenía en las manos y no se cansaba de mirarlo y de dar las gracias al artista. Miguel no pudo contenerse y dijo a la madre:

—¿Me permite usted que bese este cuadro?

—¡Pero si aún no está bendito! —respondió la monja—. En fin; béselo usted.

Acompañaba a la superiora, sor Dominica, la cual, poniendo en un aprieto a Miguel, le pidió que cantase algo, a fin de que la madre saborease el encanto de su voz, que aún no había oído. Miguel se mostró propicio a hacerlo y se dirigió al piano. Sin embargo, parecía perplejo, porque no sabía qué cantar que no fuese profano a los oídos de una monja. Gamboa lo comprendió y le dijo en voz baja:

—Cante usted el Paradiso de La Africana.

A Miguel le pareció excelente la idea y se sentó resueltamente al piano. La superiora quiso que las otras madres participaran de aquella serata de onore y las mandó avisar por sor Dominica. Entretanto, para tener libres las manos, puso en un estante, frente al piano, el cuadro de Gamboa.

No tardaron en comparecer tres monjas más, contando a sor Dominica, quien, por tratarse de música, se trajo consigo a Luisa.

A este punto, Miguel tocó el preludio de la admirable romanza de Meyerbeer, y con suave arrobamiento, mirando el cuadro de Gamboa, empezó a cantar de memoria: O vidente suol...! Las monjas se miraban unas a otras embelesadas, y sor Visitación cabeceaba repetidas veces dando muestras de complacencia. El repetido O paradiso! 0 paradiso!, la llegaba al alma y creyó que la famosa aria era un trozo de música sacra, un himno a las delicias de la celestial Jerusalén.

Miguel quedó a gran altura como buen cantante y como buen cristiano. Tan satisfecha quedó la superiora que al concluir le felicitó en estos términos:

—Maestro, canta usted como un serafín.

Y no contenta con decirlo una vez, lo repitió a sus compañeras cuando se despidieron los dos profesores.

—Válgame Dios, madres, ¡con qué serafín nos regaló mi señor hermano de Vitoria!...

Gamboa rió el incidente en la calle.

—Las monjas tragaron las píldoras —dijo a Miguel—; mi Virgen y el Paradiso de usted... Pero bromas aparte, ¿sabe usted, amigo Mendi, que es usted un verdadero cantante? ¿Por qué no se dedica al teatro?

Miguel le contestó que este sería su gusto, pero como no estaba relacionado con ningún empresario, ello era harto difícil. Y hablando, hablando, le contó su estancia en Milán, donde se perfeccionó en el canto y en la composición.

—Pues se me ocurre una idea —repuso Gamboa—. Usted confiée a Luque. Nuestro amigo va a estrenar en breve su drama perruno El Rapto-,drama, como usted debe suponer, mudo. Pero los perros, al igual de las personas, trabajan mejor y se animan oyendo música. Precisamente Luque anda buscando un maestro que interprete la obra con una música representativa. Vamos a verle; él le explicará el argumento; usted se aplica a escribir la música, y vea usted por dónde su nombre sale en los carteles y por ahí se empieza.

La única de las monjas que verdaderamente sabía qué clase de paradiso cantó el maestro era sor Dominica, esto por dos razones: por su gran afición a la música, que la hacía conocedora del repertorio de los grandes maestros, y porque el dúo del cuarto acto de La Africana, de tenor y tiple, constituía precisamente la lección de canto que estaba ensayando Miguel a Luisa.

Sor Dominica, que había tomado a buena parte la afición de la discípula al maestro, no tenía inconveniente en dejarlos solos a ratos. Cuando esto sucedía, a Luisa se le agolpaba la sangre al rostro y parecía turbada. Miguel acabó por comprender que la joven estaba enamorada de él; que la cosa iba de veras y se asustó. Temió perder la chaveta, y ¡adiós empleo, adiós los treinta duros de sueldo!

Una de las veces en que se disponía a acometer el dúo, la vio tan nerviosa que se levantó, y paseó la estancia pidiéndole a san Antón, abogado contra las malas tentaciones, que le librara a él de una. Dejó pasar un rato por ver si volvía sor Dominica, que le salvara del compromiso, pero a la monja le dio por tardar más de lo acostumbrado. Miguel no tuvo más remedio que sentarse al piano y empezar la lección.

Hay que conocer la partitura y darse cuenta de lo que se dicen Vasco y Sebea, pues no es del caso transcribir aquí la letra.

Baste decir que la escena representa una situación de las más dramáticas. La Africana queda a solas con Vasco, y a vueltas de llamarlo cruel e ingrato le declara su amor; le dice que puede huir con la gloria de su descubrimiento y dejarla sumida en el dolor. Vasco se extraña de esta manifestación, y ella añade:

Non comprendí mai che puossi amar, soffrir e morir di dolor ?

Vasco exclama: ¿Qué oigo? ¿Qué error ha sido el mío? ¿Qué velo te ha ocultado a mis ojos? A lo que Sebea contesta: Quoi velo?... Lo sprezzo.

Vasco se conmueve, la pide perdón y dice que es suyo.

Tu, sposo mió!, ah! —exclama Sebea, y a este punto cantan los dos:

O trasporto, o dolce ebrezza, etc.

La partitura pone estas acotaciones en el papel de Sebea: tris-ta, ebbra di gioja, diffidante, y al final: Se lie a si getta eolio di Vasco.

Luisa cantó su papel como una verdadera actriz; daba a su voz acentos de cálida pasión, y arrebatada por el estro acabó por arrojarse a los brazos de Miguel...

En este preciso momento, se levantó la cortina y apareció sor Dominica.

—¿Qué es esto, niña? —preguntó asombrada.

Miguel se desasió de los brazos de Luisa y tuvo la serenidad bastante para decir:

—Lea usted lo que ahora sigue, sor Dominica (apuntando a la partitura), después que Selica si getta al eolio di Vasco. Ahora le toca a usted hacer de gran bramino, levantar las manos sobre nosotros y seguir cantando: Divina trinitá, etc...

Y cerrando el piano, dio por terminada la lección.

CAPÍTULO XIV
Dime cómo calzas y te diré quién eres

UNA tarde se le ocurrió a Miguel pasar por la calle en que

VJ vivía la Vargas, para que el zapatero de viejo le remendara unas botas. Maestro y aprendiz le conocieron enseguida y le brindaron con un taburete junto a la puerta.

—¿Qué, le duele a usted el pie? ¿Hay que ensanchar algo? —le preguntó maliciosamente el zapatero.

—No, hoy es viceversa; las botas aquellas me vienen anchas y hay que mudarlas las gomas.

—Las conozco —dijo el otro, desenvolviendo el paquete—. Son las italianas.

—¡Buena memoria, maestro! A ver si me las arregla bien, porque las tengo cariño.

—Se las dejaré como nuevas —repuso el zapatero tirando el calzado a un cesto.

—¿Qué? ¿No las señala usted? —preguntó Miguel, tomando la cosa a desidia—. ¡No vaya a cambiármelas!

—¿Cambiarlas? No hay cuidado. Aun sin mirar a las personas las adivino por el calzado. Cada par de botas es para mí como una tarjeta de identificación de esas que ponen en los billetes kilométricos... Críspulo, acerca este calzado.

Críspulo, el jorobeta aprendiz, acercó tres pares de botas ya compuestas, que estaban en una repisa.

—¿Ve usted este calzado? —siguió diciendo el zapatero—. Yo no conozco a sus dueños porque los encargos los recibió el muchacho; pues bien, uno por uno, yo le diré a quién pertenecen, como si en cada bota viniera la filiación personal.

—¿Practica usted las ciencias ocultas?

—Es cuestión de pupila y mucho de aquí —contestó el maestro, dándose una palmadita en la frente—. A la prueba me remito. Estas botas, recias, gruesas, anchetas, con bultos como dos habas en los juanetes, ¿de quién se figura que serán?

—De alguno que tiene callos en los pies —respondió Miguel, riéndose de la distracción que le proporcionaba el remendón.

—Y de ahí no pasa usted. Yo añado de un hombre condenado a estar de plantón horas y más horas. La horma de un pie con callos es muy distinta de un pie tumefacto. Así, pues, estas botas serán de un hortera o de un guindilla... Críspulo, ¿cúyas son estas botas?

—Del guardia Rubiales, el portero del cinco —contestó el aprendiz.

—¿Y estas bien cortadas, casi elegantes? —volvió a preguntar el maestro a Miguel.

—De algún señorito...

—Fueron, pero ya no son, pasaron a los pies de otro a quien le vienen anchas; se conoce en que las punteras levantan. De consiguiente, de criado de casa grande. Críspulo, ¿de quién son estas botas?

—Del ayuda de cámara del principal.

—¿Y estas otras? —siguió preguntando el remendón—, ¿mates y de una pieza?

—De un militar —respondió Miguel.

—Tampoco; de un sotana. Se conoce en los tirantes. Un militar los mete dentro, un cura no. En el primer caso los tirantes se doblan como dedos de guante, en el segundo se mantienen tiesos, como orejeras. ¿A quién hay que llevar estas botas, Críspulo?

—Al coadjutor de San Luis.

—Según esto, ¿qué filiación les pone a mis botas? —repuso Miguel.

—Botas de artista; porque igual saco las personas por el calzado que el calzado por las personas.

—Esto soy, artista —retrucó Miguel—; ¿y tiene usted el mismo tino para conocer los malos pagadores?

—En esto soy un pobre hombre; me tima el que quiere. He contado las horas de trabajo que me quitan al año los tramposos, haciéndome subir escaleras u obligándome a acudir al Juzgado municipal, y en junto sumarán un mes perdido de jornal. Gracias que sobre no pagar, no peguen, porque se dan casos.

»Y si no, esto que pasó en la Casa del Pueblo. Un día fui allí y encontré un “compañero” perorando. Es un vividor, ¿sabe usted?, uno de estos obreros que no trabajan, porque se dedican al bien público. Lo cierto es que vive de gorra y a mí me debía las medias suelas y tacones de las botas que llevaba puestas. Mi hombre estaba en pie, y tronaba contra los burgueses, contra la costumbre madrileña de quedar a deber al pequeño comercio, de comprar al crédito. “¿Cómo es posible —decía— que los pequeños comerciantes vivan, los panaderos, los vinateros, el lechero, el tendero de comestibles, por ejemplo? Estos han de pagar a los abastecedores, han de pagar plazos comerciales, y muchas veces no pueden hacerlo, porque la venta al fiado es más que la efectiva... Compañeros, hay que abolir esta costumbre inicua. Si los burgueses no tienen para pagar en el acto una arroba de vino, que beban agua; si no tienen para el café con leche del desayuno, que coman sopas de ajo como los obreros... Otros hacen peor; clavan al sastre o al zapatero. Prefiero andar desnudo y descalzo a perjudicar a un hermano. Botas remendadas llevo puestas, pero no me avergüenzo; estoy parado sobre suelas de honradez.

”—No es verdad —interrumpí yo no pudiéndome contener viendo el cinismo de aquel hombre—. Estás parado sobre unas suelas que aún no me has pagado”.

»Escándalo, mojicones y luego juicio de faltas. Añada usted —continuó el zapatero— a los morosos, los que no vienen a recoger los encargos, y dígame si no trabajo de balde la mitad del año... ¿Se acuerda usted de aquellas botas de la rubia por quien vino a preguntar usted hará cosa de un mes? El chico fue a llevarlas, y la portera le atajó diciéndole que ya no estaba allí, que se había mudado.

—Dijo la verdad —contestó Miguel—, la pobre se fue al otro barrio.

—¿Se murió? ¡Me ha matado usted!, ya no cobro...

—Compadre, ¡vaya una oración fúnebre que echa usted a sus parroquianos! —repuso Miguel—. Muchacho, toma estos dos reales y tráete una botella de vino para que se consuele el maestro.

—¿Cómo le gusta a usted más, tinto o blanco? —preguntó el aprendiz a Miguel.

—Allá usted, porque yo no lo he de catar.

—Ni yo tampoco —pensó el muchacho.

—Entonces te lo traes tinto, y que te midan bien el cuartillo —repuso el zapatero—, lo beberé a la salud de la muerta. ¡Lástima de mujer!

—¿La tiene usted presente todavía?

—Como si la estuviese viendo; una pelirrubia muy guapa, que daba gusto verla. ¡Me he dado cada hartazgo de mirarla desde este escondite! Pues ahora que está muerta, le diré lo que antes no le dije: que hubiera usted perdido el tiempo en pretenderla..., porque tenía su arreglito.

—¡Hombre, esto es muy fuerte! —replicó Miguel dolido de la franqueza del zapatero—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Esto se conoce enseguida entre vecinos... Además, todos los de la calle conocen al ama de la casa en que vivió; una buscona de ringorrango.

—¿Flora Vargas?

—La misma. No se puede negar que tiene buen gusto, porque todas las huéspedas que la he conocido han sido de rechupete.

—¿Tenía casa de huéspedes? —repuso Miguel, aprovechando la ocasión para averiguar algo del pasado de su prima.

—De huéspedas —repitió el zapatero—; que no es lo mismo.

—¿De modo que esta es casa alegre?

—No, señor; doña Flora es mujer de mucho pesquis, que hace las cosas sin escándalo; sólo que entre vecinos se olfatea todo. El único hombre que frecuenta la casa es un personaje, cuyas visitas coinciden con la llegada de una nueva pupila; como que malas lenguas dicen si la otra trabaja para él.

—¡Qué infamia! ¿Y en qué conoce usted el puerco negocio a que se dedica esta gente?

—Las señales son mortales —respondió el zapatero, que a punto de vaciar la botella de vino que trajo Críspulo, se creyó en el caso de decir a este—: Chico, bébete lo que queda y vuelve a llenarla en la taberna.

—Toma —añadió Miguel, entregando unas monedas al aprendiz—; yo pago también.

—Gracias, joven —dijo el zapatero, satisfecho de verse comprendido—. Pues como iba diciendo, la cosa está clara. Todas las ninfas que trae esta mujer —y yo he conocido varias en poco tiempo— representan ser muchachas de medio pelo; eso sí, muy bonitas, porque la indina —como le dije— tiene un tino especial para escogerlas. A la semana o quince días, a la novata la vemos en el balcón o en la calle, muy ele-gantona, de sombrero y bolitas de charol. Se supone que quien las viste y las calza a todas es el personaje de quien le hablé, porque mientras las visita, dura lo bueno, y en dejando él de venir, ellas se pierden de vista. Algunas pasan por sobrinas suyas; pero lo que dice el portero: «Son muchas sobrinas para un tío». Para mí que es un tío con toda la barba; un aprovechado que se dice: Sopas y amores, los primeros los mejores-, y digo esto, porque después que cortó la flor, deja que otros la pisen.

—¿Le conoce usted? —preguntó Miguel.

—De vista sí, pero no sé cómo se llama. Precisamente en la casa está de visita, de modo que si se espera usted se lo enseñaré... Ahora entra en escena la alcahueta —continuó el zapatero con la brutal franqueza de la gente de pueblo—, porque ya habrá usted comprendido que la mujer de enfrente no es otra cosa. Luego que el otro se cansa, ella recoge las sobras y negocia con ellas. El socio se eclipsa y aparece un segundo y un tercer primo, que son el hazmerreír de los que estamos en el secreto, porque se antojan gozquecillos que vienen a roer un hueso. ¡Bien le va a doña Flora con ellos! Es la temporada de coche a la puerta, comida de fonda y teatro todas las noches, hasta que de repente, se acaba todo; la ninfa se va, otra la sustituye, y vuelta a empezar la comedia, o la tragedia, porque crea usted, caballero, que todo esto da risa y lástima a un tiempo.

—Lo mismo opino, maestro —contestó Miguel caviloso; —¿de modo que por este estilo fue la historia de la rubia?

—Hombre... sentiría... No sé con qué fin me lo pregunta usted...

—Hábleme con franqueza —dijo Miguel viendo perplejo al zapatero.

—Pues con franqueza —repuso este poniéndose la mano en el pecho, con gran prosopopeya—; tal fue la historia en esta casa de la rubia aquella... ¡Mírelo usted, ya sale! —añadió señalando al portal de enfrente—. Este es el hombre de quien le hablé.

Miguel se levantó como impulsado por un resorte, a ver ese que señalaba el zapatero. Como la calle era estrecha y el aludido se paró en la portería a encender un cigarro, el joven pudo verle a su sabor: un caballero de gabán, alto, grueso, de alguna edad, con la barbilla afeitada, lo que le daba tipo de banquero judío. A paso lento y aplomado, pasó por la acera de enfrente y Miguel le siguió con la vista. Las manifestaciones del zapatero le hicieron pensar si este hombre sería el espectro de que hablaba María en su lecho de muerte, y en poco estuvo que se lanzara a él, le preguntara si era el barón de San Jorge, y le abofeteara.

Pero se reprimió, y con los puños crispados le dejó que doblara la esquina.

El zapatero que notó la emoción de Miguel, hubo de decirle:

—Veo que este hombre le es a usted tan antipático como a mí.

Miguel se calló. En esto vio cruzar el arroyo una mendiga joven; la llamó, y cogiendo las botas de María, se las puso en las manos. Pagó las tres pesetas en que las tasaba el maestro, y salió del tenducho.

—¡Buen día, Críspulo! —dijo el remendón guiñando el ojo al aprendiz.

—Y que lo diga usted, maestro... ¡Y a mí que se me figuraba que este señor acababa por darle a usted un estacazo!

—¡Zape! ¡Yo que le hablaba mano a mano!

—Pues sí; conforme usted iba hablando, yo le veía hacer a él tales visajes y tales reconcomios, que temí se volvía loco y le diera un patatús.

—Menos mal que le dio por pagarme una cuenta perdida y además convidar a vino. Vaya, Críspulo, acaba con la botella y tráete otra.

—¡Acabar! —repuso el jorobeta muy compungido—. Va por dos veces que me dice usted lo mismo, y no queda gota.

—A la tercera va la vencida —replicó el remendón—. Vuelve a llenarla y te dejaré tocar la trompeta el primero. ¡No dirás que soy un ansioso!

CAPÍTULO XV
La revelación

INICIADO el idilio, las relaciones entre el maestro y la discí-pula se modificaron. Miguel, a pesar de la tristeza que había dejado en su corazón el recuerdo de María, parecía aceptar el tierno afecto de Luisa, sintiéndose halagado en su amor propio.

Entrambos a dos se hallaban en aquel estado de ánimo asequible al entusiasmo propio de la juventud, si bien sus relaciones, más que de amantes, eran de amigos íntimos.

Sin embargo, cuando sor Dominica los dejaba solos, los dos se hablaban un lenguaje más expresivo que las palabras, y no pocas veces en viendo venir a la monja, tenían que parodiar la escena de Rosina y Almaviva en la lección de música del Barbero. La monja, desde la sorpresa del final del dúo aquel, empezó a recelar y a vigilar a Luisa; pero como no hay guardianes para el amor, los dos jóvenes se decían lo que tenían que decirse.

A todo esto, ni ella sabía de él más sino que se llamaba Miguel Mendi, ni él de ella, sino que era Luisa Sánchez.

—Dime, Luisa —le preguntaba él en cierta ocasión—. ¿Eres huérfana? ¿No tienes familia? ¿Cómo no te sacan del colegio? —Porque no quiero —contestó ella—; estoy muy bien aquí. —¿Piensas hacerte monja?

—Si no te hubiera conocido, tal vez...

—¡Pobre Luisa! ¡No te hagas ilusiones! Soy un artista que empieza y de poco puedo valerte. De casarte debes hacerlo con un hombre de carrera, un abogado, un médico, un ingeniero.

—¡Quita allá, Miguel! Los abogados son unos embusteros y embrollones; los médicos son unos materialistas y descreídos; los ingenieros que andan haciendo máquinas, y ferrocarriles, y puentes, muy toscos.

—Entonces comerciante...

—¡Ni por soñación! Los comerciantes son muy prosaicos. Ahí tienes a mi papá que ha sido comerciante y no sueña más que con el dinero; le oyes hablar y no conversa sino de negocios y cotizaciones de Bolsa. ¿Quién le haría caso, como no fuera por el dinero que tiene?

—Pues esta es la reputación más sólida, la más práctica.

—Lo será, pero el caso es figurar de otra manera; entre un comerciante rico y un artista como tú, te prefiero a ti.

—Sí; conmigo pan y cebolla.

—No, contigo ilusión y dicha... Además, siendo rico papá...

—¡Qué caso va hacer de mí tu papá!

—¿Quién sabe?, porque como me quiere tanto, saldría con mi gusto.

—Entonces, ¿por qué no vives con él?

—Deja las cosas como están. Aquí nos vemos con libertad, y desde aquí amenazo a papá y le digo: o me casas con Miguel Mendi, o me hago monja.

—¡Pues no te da poco fuerte! ¡Ahí es nada la alternativa!

—Es necesario, Miguel; conozco muy bien a papá. Si en vez de un artista pobre fueras un noble tronado, no pondría ningún reparo; porque como él es rico y título además, quiere para mí un hombre que sea una de las dos cosas.

—¿Conque tu papá es título?

—Es barón; el barón de San Jorge.

Miguel se estremeció, como si hubiera recibido la descarga de una botella de Leyden.

—¿Tú, hija de este hombre? —repuso desencajado—. ¡Ah, Luisa, por algo me daba el corazón que estos amores morirían en ciernes!... ¡Todo acabó entre nosotros!

—¿Qué es esto? —contestó Luisa palideciendo—. ¿Qué te ha hecho papá? ¿Es algo tuyo?

Creería cuando menos que Miguel iba a resultar hermano suyo, como esos que surgen de improviso en algunas novelas. Como quiera que fuese, la emoción que se pintaba en la cara del joven le hizo insistir:

—Habla, te lo suplico.

La situación de Miguel era harto violenta. Le era forzoso explicar sus palabras, y, por otra parte, duraba mucho la conversación para que el silencio del piano no llamase la atención de sor Dominica. Se acercó, pues, al piano, tecleando con una mano para hacer ruido; se ladeó mirando a la puerta, y, bajando la voz, habló así a Luisa:

—Tu padre es un criminal. Sus crímenes no son de los que la sociedad castiga, pero los castiga Dios, tarde o temprano; y ha sido buena inspiración la tuya el no salir del colegio, porque a su lado pudiera herirte un rayo del cielo. Tu padre, Luisa, es un demonio en figura de hombre, un demonio que quita inocencias en la tierra y roba almas al cielo, porque hace desesperadas.. . Yo amé una mujer, antes que a ti. Luisa; ella fue mi primer amor; por ella abandoné la paz del santuario y me lancé al mundo, ebrio de entusiasmo y de ilusiones. Esta voz, que a ti te enamora, oro es que yo quise acrisolar para dárselo en ofrenda. Yo partí a Italia, y ella, esperándome, vino a Madrid, donde tu padre la sedujo, la engañó... El amor, Luisa, es salud y vida o enfermedad y muerte; es caridad o crimen; es cielo o es infierno; es ángel o demonio. Calcúlate tú lo que yo he sufrido, pasando de unos extremos a otros; porque yo tengo llagada el alma, y vivo en el infierno, todo por obra de tu padre... Este, el barón de San Jorge, diré mejor, pues no quiero llamarte hija de ese hombre, cuenta hazañas así por docenas. A ti te adorará como una virgen, tal vez se resigne a verte Esposa mística, pero tu azahar, Luisa, lo mancha él, ¡qué sarcasmo!, con la deshónra de otras vírgenes...

Miguel dijo todo esto trémulo de ira, atropellando la dicción, sin incoherencia casi; Luisa, en cambio, iba rehaciéndose conforme él hablaba, y aguantaba con fortaleza de mártir aquellas palabras que taladraban sus oídos como gotas de plomo derretido.

Al cabo se irguió, miró de hito en hito a Miguel, y le dijo:

—¿Puedes probarme estas infamias de mi padre?

—¿Cómo, Luisa? Ya comprenderás que esto es difícil...

—Pero como tú lo sabes, otros lo sabrán, y con otro testimonio tendría yo bastante.

—¿Cómo proporcionártelo, si estás aquí encerrada?

—Iré donde haga falta, porque tengo permiso para salir en cualquier tiempo.

—Pues oye: una calle hay en Madrid, y una casa en esta calle, donde él tiene su antro. ¡Como no lo averigües allí!...

—Lo averiguaré. Cuento contigo, Miguel.

Lo que siguieron hablando fue en voz tan baja, que sor Dominica, cuando entró, no entendió una sola palabra. Felizmente, los dos se habían entendido ya.

CAPÍTULO XVI
La pena del talión

UQUE, como tantos jóvenes pobres, que no tienen para ser socios de un casino ni cuentan con comodidades en casa, tenía su peña en un café.

El café donde era su tertulia es uno de tantos que hay en Madrid, donde todos se conocen y cada camarero tiene su turno invariable. Entre cuatro parroquianos llenan una mesa, y a consumición por barba pasan las veladas de invierno hablando, leyendo los periódicos de la noche u oyendo al pianista. Si son artistas, se entretienen además en criticar a Fulano y a Mengano.

Con Luque se sentaban Olimpia, Gamboa y Miguel, que había hecho buenas migas con el poeta, desde que se hizo su colaborador musical. Días ha que Miguel había escrito su composictón; la estaban ensayando ya, y Luque estaba contentísimo.

Los cuatro se reducían al gasto más indispensable, y con esto pasaban las horas muertas, mojando terrones de azúcar y tarareando trozos de alguna ópera vieja...; porque el pianista del café era hombre de edad, y, como tal, aficionado al repertorio antiguo.

En otro turno inmediato al de Luque y sus amigos, se sentaba Flora Vargas, que, avergonzada por el timo de Manolo el jerezano, había cambiado de café. Unas veces se sentaba sola, y otras, acompañada de alguna ninfa. La primera noche que encontró allí a Olimpia la saludó, y con esto hicieron las paces. Olimpia hablaba pestes de ella con sus amigos, y la Vargas, que lo comprendía, para aplacarla le enviaba por el camarero un plato de dulce cuantas veces cenaba a última hora. Aceptaba el obsequio la joven, y por todas gracias decía:

—¡Si creerá la muy puerca engancharme con esto, como si fuera yo un quinto!

Miguel, que tenía muy presente el nombre de esa mujer, la vez primera que supo quién era, la tomó un odio atroz; pero se contentaba con darle las espaldas. A Gamboa le era también antipática, y la sacaba sobre el mármol de la mesa horribles caricaturas. Luque, fumando su pipa, solía decir filosóficamente :

—Ustedes la aborrecen; pero mujeres como la Vargas son necesarias en la república. ¡Quién sabe si un día u otro necesitaremos de ella...!

Este día llegó, porque la misma noche en que fue la escena del capítulo anterior, Miguel habló a Olimpia en secreto, y aprovechando una ocasión en que la Vargas estaba sola, los dos se acercaron a saludarla.

No hay que decir si se reiría Luque, cuando esto vio.

—Capitular se llama esta figura —les dijo, cuando estuvieron de vuelta—. ¿No dije que la Vargas era necesaria y que tarde o temprano hincaríamos el pico?

—Esto va con Mendi —contestó Olimpia—; yo no he hecho más que presentarle a ella y dejar que se arreglaran.

—¡Bravo, don Miguel! ¡Qué callado se lo traía usted! ¿De suerte que necesita de la sacerdotisa que le abra el templo de Venus? ¿Y se puede saber cuándo es la cita?

—Mañana mismo —contestó Miguel.

—Mañana es domingo —repuso Luque—. ¿Olvida el amigo Mendi que por la tarde es el estreno de nuestra obra?

—No lo olvido; hay tiempo para todo.

—De manera que dos estrenos en un día, ¿eh?

—Así parece —respondió Miguel, esforzándose en poner cara risueña.

—Amigo Mendi —dijo Gamboa, metiendo baza en la conversación—. Hame dado en la nariz olor a cesantía. Si se entera sor Visitación que va usted de picos pardos, excuso decirle...

A prima tarde del siguiente día, una joven modestamente vestida, al parecer doncella o camarera de casa rica, se apeaba de un coche ante la escalinata del colegio de educandas, y entrando en la portería pidió ver a la señorita Luisa Sánchez. Hicié-ronla pasar al saloncillo de descanso, y cuando bajó la colegiala la otra le dijo:

—Soy Olimpia y vengo de parte de Miguel Mendi.

—Está bien —contestó Luisa, dándole la mano—. Aguarde un poco, que voy a hablar con la superiora.

Lo que Luisa dijo a sor Visitación es que una doncella de su casa venía a buscarla y que, con su permiso, iba a salir. Como la monja estaba acostumbrada a estas salidas de Luisa, dio su beneplácito y la despidió con un beso en la frente. La joven cambió su traje de colegiala por otro negro de calle, y echándose el velo sobre la cara, fue a reunirse con Olimpia.

El auriga fustigó al caballo y no paró hasta la casa de Flora Vargas. Aquí, Olimpia despidió el vehículo, y junto con Luisa subieron la escalera. Llamó aquella y salió a abrir la Vargas, quien, al ver a las dos jóvenes, las recibió derritiéndose en mieles.

—Entra, paloma —dijo a Luisa—; esperándote está él. Creíamos que ya no venías... i Ven, ven!

Iba Luisa con la cara tapada, roja de vergüenza, medrosa y a paso lento. En el umbral se despidió de Olimpia, que tan siquiera entró en la casa.

La Vargas condujo a Luisa al saloncillo rojo.

En el gineceo, hábilmente dispuesto, se cernía tenue y misteriosa luz, destacándose en la rosada penumbra el alabastro de una mujer como en actitud de lanzarse al baño, y el óvalo de un bruñido espejo. La Vargas dio un empujoncito a Luisa para que entrara. Miguel, que allí estaba, salió a recibirla, y acto continuo la otra, como dama duende, desapareció.

Luisa permaneció en pie, corrido el velo y mirando a todos lados.

—Tranquilízate —le dijo el joven—, porque es ahora cuando necesitas de todo tu valor.

—No me falta —contestó ella—; será lo que Dios quiera.

—No hables de Dios aquí, porque estamos en un círculo del infierno. No temas, sin embargo; tú lo atravesarás ilesa y pura como la Beatriz del Dante... ¡Cuán fácil fue la entrada!, ¿verdad? ¡Qué bien se está aquí, pisando alfombras, entre rasos y brocados! ¡Son las flores que ocultan la boca del abismo! Aquí se despeñaron muchas honras. Si preguntáramos al dragón que nos franqueó la entrada, diría que ha perdido la cuenta... Este es, en fin, el campo de operaciones de tu señor papá.

—A esto he venido, Miguel, a que me lo pruebes.

—Tienes razón, estoy hablando de más —repuso Miguel, levantándose y apretando con el dedo un botón eléctrico.

Se entreabrió la puerta y una voz meliflua preguntó:

—¿Habéis llamado? ¿Queríais algo, hermosos?

—Entre usted, doña Flora —dijo Miguel.

Luisa estaba destocada y bajó los ojos ante la escrutadora mirada de la quintañona.

—¡Lindo pimpollo! —exclamó esta—. ¿Quién se lo proporcionó a usted? ¿Olimpia, quizá?

—Sí... No... —contestó Miguel.

—¿En qué quedamos?

—Quiero decir que lo que me proporcionó Olimpia fue la cita en esta casa, como a usted le consta.

—Y debe usted agradecérmelo joven; porque ya le habrá dicho ella que sólo recibo a contadas personas.

—Ya lo sé; ya sé que esto es feudo del barón de San Jorge.

—Mucho decir es esto —replicó la Vargas—. Veo que habla usted por boca de Olimpia, que está enterada de mis cosas; pero, en fin, es verdad; el barón me protege y yo me esmero en servirle... ¿Le conoce usted?

—¿No lo he de conocer? Un viejo verde como hay pocos.

—¡Ya, ya!; enamorado hasta lo ridículo. Hay que verle donde usted se sienta ahora, tratando de convencer a esas muchachas para que le quieran. Por supuesto, ¡que si no fuese por el dinero que suelta! Pero ya me cansan sus cadetadas; cualquier día me proporciona un disgusto.

—Disgusto, ¿por qué? —preguntó Miguel, con mucha naturalidad.

—Porque ya son muchas las que me ha dejado para que yo las dé pasaporte, y puede salimos la criada respondona.

—O morirse —observó Miguel—, porque una conocí yo que el barón perdió y ya se ha muerto.

—¿Quién?

—Una tal María.

—¡Ah, sí, pobrecilla! Ya me lo dijo Olimpia... ¡Si supiese usted el trabajo que me costó conquistarla, lo que ella se resistió y la porfía del barón! Total, ¿para qué?; para cansarse de ella a los cuatro días y dejarla plantada... ¡Pobre María!... Pero vamos a ver, ¿para qué me han llamado ustedes?...

En esto sonó el timbre del piso y la Vargas salió a ver quién llamaba. Desde el saloncillo rojo se oyeron los pasos lentos y grávidos de un hombre, y una voz recia que decía:

—Visita de médico, Flora; entrar y salir.

—¡Mi padre! —exclamó Luisa, asiéndose instintivamente del brazo de Miguel.

—Valor, Luisa —contestó el joven—; estoy a tu lado.

—¿Qué pasa, barón? —se oyó preguntaba la Vargas en el pasillo.

—Te lo diré, Flora —respondió el otro, en voz alta y risueña—. No puedes figurarte el anónimo tan gracioso que he recibido esta mañana. Dice así, te lo leeré: «Si el señor barón de San Jorge tiene a bien ir a casa de la Vargas a horas cuatro de esta tarde, encontrará cierta persona que desea verle». La letra, como ves, es de mujer. ¿La conoces? ¿No? Y yo tampoco. Será cosa de algún bromista; pero por lo que pudiese ser he venido. Hay tantas desesperadas que dicen que no, y luego que sí. ¡Ja, ja, ja! Di, Flora, ¿sabes algo de esto? ¿Me espera alguien?

—Sí, barón —respondió Miguel, asomándose a la puerta de la sala—; pase usted adelante, aquí dentro le espera una señorita.

Algo se inmutó el barón al oírse contestado así, pero como vio un joven como en visita, y él estaba, además, en casa tan de confianza como la de su amiga Flora, no vaciló en ir donde le llamaban.

—¿La conoce usted? —dijo Miguel, señalando a Luisa.

Esta se había puesto en pie, en actitud grave, majestuosa, como una Némesis vengadora. El óvalo de su cara, destacándose sobre el negro de la mantilla, daba la impresión de un camafeo trazado por el bruñido diamantino con piedra fina, o de una cara de marfil. El barón dio un paso atrás, sorprendido ante esta aparición.

—¡Tú, Luisa! Tú —balbuceó—. ¿Qué haces en esta casa?... ¿Pero tú sabes a quién has recibido? —preguntó a la Vargas, que no se daba cuenta de aquella escena—. ¿Sabes quién es ella?

Y enarboló el bastón contra Flora.

—Calma, barón —repuso Miguel, parando el golpe—; esta mujer no ha hecho más que cumplir con su oficio. Me ha servido a mí, como antes a usted y a tantos otros. Péguela, mátela usted después, que bien lo merece, pero ahora no.

—Y tú, Luisa, ¿qué dices? —continuó el barón—. ¿No respondes? ¿No te disculpas? Dime que te trajeron aquí engañada.

—No —contestó Luisa, con voz entera—. He venido por mi voluntad.

—¿Qué celada es esta? —repuso exasperado el barón—. ¡Ah!, ya comprendo. Este hombre te ha traído a este sitio para hacer presión en mí y dejarle casar contigo, es decir, con mi dinero. ¡Malditas monjas!... ¡Ah, canalla! —vociferó a Miguel, amenazándole.

—Si vuelve usted a insultarme —replicó el joven, apuntándole con un Browning—; si no refrena la lengua, le quemo a usted la cabeza. Calma, y oiga lo que tengo que decirle.

—No tengo nada que oír... Me llevo a mi hija, y nada más.

—No —respondió Luisa—, es forzoso oírle.

—¡Cómo se entiende! ¿Me desobedeces? Te haré llevar a la fuerza.

—¡Que me van ustedes a perder! —gimoteó la Vargas.

—Esta mujer tiene más sentido común que usted —argüyó Miguel—. Ni a ella ni a usted les conviene que intervenga la autoridad. Tocante a mí, me tiene sin cuidado, y a Luisa menos, porque es ella quien preparó esta escena.

—¿Cómo se entiende?

—Muy sencillo, barón —continuó Miguel, imperturbable—. Luisa es una niña de alma ingenua, desconocedora de las ruindades y miserias de la sociedad, que se resistía a creer que el apellido que lleva fuera el de un bribón; ha querido convencerse de ello y ya está convencida. ¿De modo que yo soy un canalla porque estoy aquí con ella? Pues usted es canalla, infame cien veces porque otras tantas, en este mismo lugar, mató porción de honras. Supongamos que lo hace usted por deporte, por pasatiempo, como una diversión, ¡peor que peor!, porque esto equivaldría a que usted hace el daño a sangre fría.

—Déjese de sentimentalismos, joven —argüyó el barón, más repuesto—. El daño que yo hago es dar dinero a mujeres que lo necesitan.

—Los caballeros no pagan honras con dinero. Y el mal que ocasiona usted, el porvenir truncado de una mujer, la deshonra de una familia, las ilusiones rotas de un amante, ¿con qué dinero se pagan? ¿Cómo me indemnizará a mí, por ejemplo, del amor de una mujer, en la que cifré todos mis ensueños y a la que usted prostituyó? Murió ya; murió María Mendi, pero sus manes piden venganza, y yo la vengo ahora... Ahí tiene usted a su hija; se la devuelvo pura e intacta por respeto a ella y no a usted, pero se la devuelvo muerta, que es lo mismo que no devolverla; muerta para usted y para mí. Para usted, porque Luisa reniega de su padre; para mí, porque yo reniego del amor de la hija de un infame...

Esto era más de lo que esperaba Luisa. La fiera entereza de la joven se vino abajo y, ocultando la cara con el pañuelo, estalló en sollozos.

—Pobre Luisa —continuó Miguel, oyendo los sollozos de la joven—, ¡pobre víctima inocente de culpas ajenas! ¡Perdóname!...

El barón, a quien todo lo que no fuera su hija le tenía sin cuidado, tranquilizado por la manifestación de Miguel acerca de ella, repuso, con cierta socarronería:

—A Luisa no la faltarán novios...

—Renuncio a ellos —respondió la joven serenándose—; de aquí al colegio y del colegio al noviciado. Ya te escribirá sor Visitación.

—¿Hija mía, me abandonas?

—Aquí no le reconozco por padre mío... Acompáñame, Miguel.

Y altiva, serena, aunque pálida por la emoción, echándose el velo a la cara, tomó el brazo que le ofrecía Miguel.

—Barón —exclamó este, volviéndose desde el umbral—, ¡ojo por ojo, diente por diente!

—Esto no puede quedar así —rugió el barón a solas con la Vargas—. La culpa de todo la tienes tú por no enterarte de las personas que recibes. ¡Toma!

Y la arreó un estacazo que dio con ella en tierra.

Miguel hizo parar el primer coche libre que encontró y subió a él con Luisa. Cuando se acercaban al colegio, se despidió de ella:

—Adiós, Luisa: ya no volveré a esta casa, porque después de lo que ha pasado, tu padre hará que me despidan. Antes que esto suceda, presentaré mi renuncia. Si tú persistes en hacerte monja, es posible que no volvamos a vernos.

—Nos veremos en el cielo —contestó Luisa, con melancolía, dando la mano al joven, que este besó con religioso respeto.

CAPÍTULO ÚLTIMO
El Rapto

EL cartel del Circo de Price anunciaba, para la tarde del domingo, el estreno de El Rapto, drama en un acto y tres cuadros, representado por una compañía... de perros. Avaloraba la obra la música que la acompañaba, debida a un autor novel, y de la que los profesores de la orquesta hacían grandes elogios.

Por todo esto y por ser día de fiesta, el teatro estaba lleno. Representáronse algunos números del programa, y cuando le tocó el turno al drama, a eso de las cinco de la tarde, en vista de que el autor de la música no comparecía, otro maestro tomó la batuta y la orquesta preludió la sinfonía.

Tras de la cortina del escenario se oían ladridos de perros, impacientes por corretear en las tablas. Al cabo se levantó el telón, y primero que todo apareció una arrogante joven en traje de domadora: de tabardo, calzón de punto, botas de ante y guantes en la mano, empuñando un latiguillo. Olimpia, porque era ella, se acercó a las candilejas, y con gracioso mohín saludó al público. De las localidades altas y de las gradas se oyeron bravos y aplausos a la mujer hermosa, y con tan felices auspicios, empezó la representación.

Una linda perrita blanca, con vestido de cola y sombrerete, hace carantoñas con un chucho elegante, desmocking, cuello almidonado y sombrero hongo. En lo mejor del coloquio les sorprende el padre de ella, un perrazo gordo y de mal carácter, a juzgar por sus gruñidos, que viste como un capitalista. El perrazo ahuyenta al chucho, a manotazos y mordiscos, a la vista de la perrita, que toda medrosica está sentada en una silla.

Se va el padre, y súbito vuelve a aparecer el galán. Camela a la novia y la convence que debe huir con él. Suben a una silla de postas y empieza el viaje de novios. Llegan a una posada, servida por una perra vestida de hostelera; comen, bailan, se divierten y por último se retiran a una alcoba.

En esto llega el padre, acompañado de dos guardias, y reclama a su hija a la hostelera. Sale el galán en paños menores y hay el gran escandalazo, acabando por llevarse los guardias al novio, y el padre a la novia, también en camisa.

Seis u ocho perros toman parte en la acción. Actúan con gracia y naturalidad asombrosas; visten como hombres o mujeres, y se saludan, danzan, se engañan y muerden como personas civilizadas.

Luque desde las bambalinas toca la trompa del postillón, hace sonar la tralla y los cascabeles en la fuga de los novios y dispara un pistoletazo en la sorpresa por los guardias. Olimpia con rara maestría hace mover a los personajes, enmienda algún detalle de indumentaria, como atacar las bragas a este o subir el faldellín a la otra, y premia con terrones de azúcar a los protagonistas. A todo esto, una música alegre, retozona, verdaderamente representativa, subraya cada escena y entretiene el oído.

Una salva de aplausos coronó la obra.

Olimpia, entre la jauría que retoza a su alrededor dando ladridos de gozo, se adelanta al proscenio, contoneando gallardamente las caderas, a dar las gracias a la concurrencia.

—¡El maestro! ¡Que salga el maestro! —gritaron dos voces en las alturas (la de Chiquito y la de Gamboa).

—¡Que salga el maestro!... —repitieron cien voces más.

—Respetable público —dijo Olimpia volviendo a salir—, el maestro no se encuentra aquí; a estas horas está interpretando, en otra parte, un drama por el estilo del que se acaba de representar.

Appendix A

Creative Commons Attribution (CC BY 4.0)

Holder of rights
CoNSSA

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2022). CoNSSA. conssa. Orfeo en el infierno. Orfeo en el infierno. . CoNSSA. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-9A1F-4