Silverio Lanza
La rendición de Santiago
Retrato del autor
Prólogo de Don Pedro Martínez
Madrid, 1907
Asociación de escritores y artistas
Librería. -Alcalá, 18.
Advertencia
Aun está usted a tiempo de dejarme, lector y señor mío. Olvide usted que para leerme gastó usted unas pesetas; añádalas usted a las muchas que ha empleado mal o le han robado o le han exigido, y tire usted este libro sin leerlo, si no sabe usted leer.
Quiero decir que si usted buscaba un libro que adornase, su biblioteca o su mesa de despacho, ha perdido usted su tiempo. Si usted buscaba el libro de moda, ha perdido usted su tiempo. Si usted buscaba el libro nuevo para hablar de él a los amigos y a los contertulios, ha perdido usted su tiempo, porque nadie le escuchará si de mí le habla. Si buscaba usted un libro que le deleitase, busque usted otro, porque éste es triste y soporífero. Si quería usted un libro que le ilustrase, no ha escogido usted bien, porque éste no le dirá nada nuevo; le dirá solamente lo que usted ya sabe, aunque no se atreva a decir que lo sabía. Y si buscaba usted un libro malo para darse el placer de censurarlo, también ha perdido usted su tiempo, porque en las primeras páginas del libro le advierto a usted que protesto de una manera enérgica y rotunda contra las censuras de usted.
Al comprar usted el libro, ha adquirido usted el derecho de leerlo, pero no el de censurarlo. Esto le parecerá a usted raro, pero se lo explicaré a usted.
Desde luego son censurables un impuesto, un alcalde, una tormenta, un parto y una prisión preventiva y un embargo provisional, porque todo ello es necesario sufrirlo sin desearlo; y las leyes humanas, bien las políticas, bien las morales, bien las de enjuiciamiento o bien las que se llaman de la Naturaleza (porque no han podido destruirlas otras leyes), no le permiten a usted la menor censura. Si graniza, y se queja usted, sigue granizando; y si llama usted bruto a un alcalde, el alcalde le multa a usted (exceptúese algún alcalde que no sea bruto); conque si esto le ha molestado a usted, sin haberlo buscado, no tiene usted derecho a censurarlo.
Después se deduce sin esfuerzo que, si algo que usted deseó y buscó le molesta a usted, debe usted sufrirlo sin queja; y, por consiguiente, no debe usted censurar este libro, pues nadie le obligó a usted a comprarlo; y yo (el autor) aconsejo a usted que no lo lea.
Pero hay más razones. Lo mismo que usted no está autorizado para opinar en asuntos judiciales, porque no es usted curial ni letrado; ni en asuntos de medicina ni de higiene, porque no es usted veterinario ni médico; ni en asuntos religiosos, porque es usted seglar; ni en materia táctica, porque es usted paisano: no debe usted opinar en asuntos de libros, porque no es usted editor, ni autor, ni crítico; el editor habla de libros, porque come con ellos; el autor habla de libros, porque aspira a comer y desahogarse con ellos; y el crítico habla de libros, porque no puede hablar de otra cosa. ¿Es usted editor?, pues no censure usted este libro, que no mermará en lo más mínimo la venta de sus libros de usted; ¿es usted autor?, pues no censure usted este libro, que no mermará en lo más mínimo su gloria y su público de usted (que nunca serán tan grandes como los que usted merece); ¿es usted crítico?, pues censure usted este libro del modo más grosero: insúlteme usted, pónganos usted en ridículo a mi libro y a mí; pero no lea usted el libro, porque no necesita usted leerlo para censurarlo: es su oficio de usted.
Quedamos en que solamente los críticos tienen derecho a censurar este libro; las personas decentes, si lo hallan malo, deben callarse y olvidarlo; y, siendo caritativas, deben compadecer al autor, que no acertó a escribir bien. Pues ahora añado que tampoco los críticos deben censurar este libro: no les conviene ni están autorizados para ello. No les conviene, porque su crítica (siempre injusta y brutal) llama la atención pública hacia el autor: muchos lectores se apasionan contra la crítica apasionada y ponen por las nubes el autor mediocre, y los más indiferentes se habitúan al nombre de aquel autor y le confunden con Ovidio o con Chateaubriand, a quienes tampoco leyeron; y de esta manera llegaría yo a ser un literato insigne. Esto no les conviene a los críticos, porque siempre odiaría su crítica grosera; y sería doloroso ver a los críticos españoles tratados a puntapiés por un eminente autor. Además, los críticos no están autorizados para censurar mis escritos, porque jamás les he pedido nada, ni aun el saludo. Cuando publico un libro, envío ejemplares a mis amigos (que también son ejemplares), y como algunos de ellos son periodistas, suelen tener conmigo la galantería de publicar un breve elogio de mis producciones; quizá engañen a los suscriptores, y alguno corra el riesgo de comprar mis obras; es el único inconveniente de esa galantería, que yo agradezco con toda la ternura de mi alma; pero jamás me he sometido voluntariamente a la autoridad (!) de ningún crítico de oficio, como jamás me he sometido voluntariamente a ninguna autoridad de esas que mandan lo que quieren y cuando quieren, y hacen las leyes nuevas sin contar conmigo, y me aplican las leyes antiguas, según el criterio que les agrade. Esas gentes me molestarán y hasta me suprimirán; pero no se jacten de haber tenido sobre mí la menor alteza excelente, porque a mí sólo me manda el que me enseñe, el que me defienda, y el que me llore; me manda quien me ama: los demás, me obligan a obedecerles.
De modo, que no sometiéndome a la autoridad de los críticos, no deben ocuparse con mis producciones. Pero bien pudiera ser que yo fuera un rebelde, y que los críticos tuviesen autoridad para criticarme. Vamos a verlo. Cualquier autoridad lo es porque está encargada del cumplimiento de la ley; y si yo atropello las leyes de la fonética, de la gramática, del buen gusto y de la propiedad intelectual, el crítico me censura, y hace perfectamente. Pero yo escribo libros y los publico al amparo de la ley de imprenta, y si esa ley no me ampara, debe el crítico defenderme, sin que yo le pida auxilio, de la misma manera que censura sin que nadie le pida su opinión. Si un crítico hiciese algo en defensa de la libertad del pensamiento o siquiera del derecho constituido, ese tendría autoridad para criticar. Yo, como escritor, no he logrado fama en España (no la merezco), pero tengo historia española: quiero decir, que he estado en la cárcel por escribir libros; y como ningún crítico profesional me dio el menor consuelo, estoy autorizado para recusarles.
Es necesario que nos amemos, aunque sólo sea porque odiándonos vivimos todos muy mal; es necesario que acabemos con los dioses que condenan al fuego, con las autoridades que condenan al hambre y a la paliza, con las leyes donde no existe una palabra de amor y que parecen hechas por un monstruo sediento de sangre humana; con todo lo agresivo, lo grosero y lo indiferente; con quienes creen que vivir es luchar; y con quienes creen que el amor es peligroso e inútil. Y ya que la fuerza bruta nos impide acabar con las autoridades agresivas que tienen el apoyo del Estado, acabemos siquiera con esas autoridades de la crítica, creadas por la ignorancia, y la falta de honradez y valor para vivir de un oficio o de un trabajo servil. Antes que los críticos logren siquiera la categoría oficial del guarda jurado y nos procesen por desacato, aprovechémonos de que no tienen fuero legal, y convengamos en que el ser que censura groseramente a un autor, no es hombre, es una bestia, y no merece ninguno de los honores reservados a los seres inteligentes.
Las personas de buena educación respetan a las mujeres, aunque sean feas o necias; a los viejos, aunque chocheen; a los curas, aunque cortejen; y a los médicos, aunque se equivoquen; pues mayores respetos merece el autor, que a nadie obliga ni a escucharle siquiera.
Usted, lector mío, no debe seguir la lectura de este libro si se cree con derecho a censurarlo, porque el dinero que yo he recibido de usted ha sido solamente a cambio de papel impreso, y ya lo tiene usted en sus manos. Ni por las pocas pesetas que me ha dado usted, ni por ningún dinero me avengo a que me censure usted, que podrá ser, o no, una persona distinguida. Si desea usted censurarme, quiérame usted; disculpe mis faltas; corríjamelas razonadamente; convénzame usted de que es superior a mí en cultura, en cortesía y en corazón; y yo me someteré gustosísimo a su autoridad de usted.
Prólogo
Entre los innumerables escritores que se florecieron a fines del pasado siglo, ocupa un lugar Silverio Lanza, cuyas obras va publicando su amigo D. J. B. A., a quien debo lo que nunca le podré pagar y a quien complazco escribiendo estas líneas que me tiene pedidas para algunos de los tomos, y que envío al señor A. para colocarlas en la cabeza de éste.
No es LA RENDICIÓN DE SANTIAGO el mejor libro de Silverio, ni es tampoco el peor. Si yo pudiese olvidar la serenidad de juicio y la discreción altísima que son prenda de buena crítica y que me acompañan siempre, quizá diría que esta obra que nos ocupa quedaba más bien a un extremo que al otro. Lo que sí es cierto con indubitable certidumbre, es que este libro es de su autor, sin que esto envuelva la afirmación de una personalidad típica, que sólo llegamos a conseguir quienes perseguimos el único o vario que dijo Sócrates.
Sin negar a Silverio Lanza condiciones más bien de genial que de humorista, cae dentro de la esfera de acción del tropo; defecto que en todos los evos caracteriza las literaturas mediocres, dicho sea sin servicia. Y no me refiero al tropo, en cuanto es causa formal, sino en cuanto es interrogación sindérica; que si sólo a la influencia del tropo en la forma hubiéramos de atenernos, perdonables serían todos los errores de las literaturas tropicales.
Lo he dicho en todos mis discursos en Academias y Ateneos, recordando el bellísimo apólogo del Santo Apóstol: rodearemos la montaña si así ha de sernos más dulce la pendiente, pero aquí aparece la condición didáctica del tropo en el tropo mismo. Bien sé que es muy difícil de tejer aquella doble reja de que nos habla Jovellanos, que no dejaba penetrar por su interior la mano de un hombre, y sí el rayo de sol; y en una de mis obras que ha merecido unánimes elogios de la crítica y del público y que el Gobierno de Su Majestad honró, digo a propósito de esto las siguientes palabras:
«Y como en inextinta línea del círculo, rueda constantemente el pensamiento, renovándose los pasados juicios, y sin hallar jamás si el origen filológico del concepto está en el emotivo o en el reflexivo. Pues lo mismo sucede entre la condición genitiva y la condición activa, que mejor debiera llamarse relativa en este caso amplísimo; y de aquí la necesidad del tropo o acaso su origen; como relación convenida o por ley innata como sucede en eufonía.
»Pero allí donde la relación está acordada o se deriva de natura, el tropo no puede dispensarse sino como un eufemismo, allí donde no produzca un grave peligro de anfibología».
Pues ese es el defecto más grave de cuantos tiene Silverio Lanza, quien, como particular, fue en su tiempo una persona excelente, muy cuidadoso del aseo de su persona y de sus deberes para con la iglesia, las autoridades y sus semejantes.
Y como no es este un libro que necesite un trabajo de hermeneusis para guiar al lector entre las páginas, doy aquí por terminada la misión mía, esperando con los brazos abiertos a la nueva juventud, que ha de respetarnos si quiere ser respetada.
PEDRO MARTÍNEZ
Villa Arcadia, en Pozuelo.
Mi retrato
Como este libro llegará a ser vendido a diez céntimos, aunque en las librerías marque dos pesetas, bueno es que lleve mi retrato para que lo anuncien con el retrato del autor.
Siempre he regateado mi imagen a editores y a periodistas, porque se me figura que soy muy feo, y bien lo prueba que jamás he hallado quien me quisiese por mi linda cara.
También he tenido la suerte (desgracia lo es para muchos) de no figurar en ningún suceso, porque
y así, ni por necesidad he tenido que poner mi cara en vergüenza.
Pero hoy me hallo con buen aspecto: para ocultar mis canas, me he afeitado como un sacerdote, y me he teñido el pelo de la cabeza; he engruesado, porque me va hinchando la hipertrofia de mi corazón; y creo que pareceré agradable a los majaderos, que son las únicas personas a quienes les interesa que Plinio fumase en pipa, que el gran Napoleón fuese aficionado al fonógrafo y que yo tenga las narices largas.
Haremos la orla que adorne mi retrato, colocando en la parte alta una cartilla (el primer libro que pusieron en mis manos, y que me costó muchas lágrimas, porque mi maestro no conocía más pedagogía que los azotes), y en la parte baja un ejemplar de «Ni en la vida ni en la muerte», libro que me costó muchas penas y muchas pesetas (porque las autoridades no conocen más crítica que el calabozo y el embargo); así quedará justificado el profundo horror que los ricos tienen a leer y a escribir, y el desprecio que les merece quien cifra en estas faenas su esperanza de comer y de hacer fortuna.
Desde el libro que hemos puesto arriba hasta el libro que hemos puesto abajo, haremos que corra una guirnalda de flores cordiales (discreta alusión a mi pertinaz catarro) sujetas, ora en una cadena (recuerdo de mis prisiones), ora en una culebra (¡lagarto!), recuerdo de mi mala sombra; ora en un calabrote, recuerdo de la Armada Naval, donde he obedecido sin protestas las órdenes de los héroes de Cavite y de Santiago de Cuba, a quienes tuve siempre en el concepto que merecen de las personas sensatas. Dentro de esta orla, cuyas ondulaciones dejo a la imaginación artística de mis lectores, aparece la imagen de mi cabeza, que, por necedad de los legisladores, es una cabeza de mi familia, aunque yo no tenga familia ninguna.
Corona mi frente un cabello enhiesto como las cerdas de un cepillo, cabello que sin cesar crece para tranquilidad de la caspa, que me produce un picor insoportable.
Bajo mi frente, estrecha, plana, rectangular, que parece una tablilla anunciadora sin ningún anuncio, brotan dos cejas espesísimas, que juntas pueblan los comienzos de mi nariz. ¡Hermosa nariz!
Y debajo una grieta finísima, que es mi boca, de labios muy delgados, cuyas comisuras apenas son perceptibles: ¡el hábito de callar! Siendo yo chiquitín, si tenía hambre y lloraba, me pegaban en seguida para que me callase; el alimento, si me lo daban, venía después de los cachetes. He tenido que callarme ante mis maestros, que solían ser indoctos y no admitían réplicas; ante las autoridades, ante las mujeres, que generalmente gustan de que no se las interrumpa; y ante la mayor parte de mis conocidos, porque hablan de cuestiones que no entiendo: devaneos de tiples, boquillas culotadas, martingalas legales para ascender sin equidad, lenguajes de las flores y de los abanicos, pactos vergonzosos para ganar votos, e influencia civilizadora de la religión, desde nuestros días hasta los pueblos anteriores a la creación.
Y termina mi rostro con una barba puntiaguda que se adelanta como heraldo monstruoso para anunciar la fealdad de mi fisonomía.
Las orejas no se ven, porque son diminutas, ratoniles, como anfractuosidades de los temporales; y los ojos no son perceptibles a través de los gruesos cristales de mis gafas, que empecé a usar por pedantería, siendo yo estudiante, y me han dejado casi ciego.
Aseguro a ustedes que este retrato es tan bueno (y más económico) que las fotografías que pagué; y que en ellas, como en ésta, no me conocería ni la santa madre que me crió para que me disfrutase el Estado.
Respecto a mi fisonomía moral no me es posible decir nada, porque no puedo alabarme ni escarnecerme, y así tendrán ustedes que contentarse con la opinión que me es ajena. Los caballeros a quien he pagado el café, me llaman espléndido; y los tunos a quienes he negado una talega, me llaman tacaño; las feas, me llaman descortés; las hermosas, soso; las indecentes me huyen en público, porque les asusta, según lo dicen, mi vida licenciosa; y las discretas y honradas no dan certificados de buena conducta como los alcaldes de conducta pésima. Hablan mal de mí los viciosos, porque no alterno con ellos; los curas tontos, porque admiro a Pí; los libre-pensadores mal educados, porque admiro a Monescillo; los cobardes, porque no les temo; los ricos, porque no les adulo; y los pobres sucios, porque no les socorro. Me odian y me injurian los que tienen algo de qué avergonzarse, si sospechan que yo lo sé, y temen que yo lo diga.
Además, noventa y nueve de cada cien de mis conocidos, son personas que no me conocen y que no conozco. Quienes pudieran juzgar de mí, sólo pueden hacerlo bajo un aspecto de mi vida; y sería necesario reunirles (yo no podría conseguirlo) para constituir una imagen, que acaso no fuese exacta, de mi fisonomía moral.
Si esto ocurre conmigo, que soy sencillísimo e insignificante, ¿quién cree a Plutarco ni a ningún historiador? Yo no creo en ellos; y, para mí, la Historia cuya filosofía no he llegado a presumir ni guiándome la Etnología y la Antropología, es una hablilla culta: ¡lo que dirían de mí Herrodoto y Thiers si sustituyesen a las cuatro comadres de sexo dudoso que forman mi cortés de críticos!
Es lo mejor que ustedes se contenten con mis autorreferencias: y es muy poco lo que he de añadir a lo dicho.
No tengo deudas ni dinero, ni podría conseguirlas ni conseguirlo. No puedo pasar con lo que tengo, pero me acomodo a pasar sin lo que no tengo. Y ahora voy a confesar mis dos graves faltas, que son gravísimas, porque aun habiéndome sido castigadas, no he procurado la enmienda.
Es una, escribir libros; y me ha producido procesos y prisiones; y no he padecido una condena gracias a mí, que, realmente, no pequé, y gracias a que no pecan los tribunales que me juzgaron.
Y es la otra, que me gustan las mujeres. Las he quitado muchas penas y jamás les he producido una lágrima ni una deshonra. Pero he visto pueblos casi enteros enfurecidos contra mí, sospechando que pudieran gustarme las mujeres. He padecido anónimos, pasquines, agresiones a traición y difamaciones respetables. Y no es mía la culpa, porque heredé esa idiosincrasia de mi padre y de mis abuelos, pues en mi familia se asciende hasta Adán sin pasar por Sodoma.
Pésame, señores influyentes, de haberos molestado, escribiendo libros y adorando a las mujeres; y llévenlo sus señorías con paciencia, porque poco he de vivir. Entretanto, achacoso, con los pies hinchados y dentro de la sepultura, sigo adorando a las mujeres, y escribiendo cuartillas con todas mis potencias y sentidos.
¡Y basta de retrato! Conténtense con este los lectores, y péguenme a la pared, o cuélguenme donde más les plazca.
La aristocracia de la sangre y la aristocracia del vino
Franceses: Tenéis todo lo que necesitáis para ser dichosos; sólo os falta el vivir seguros de que dormiréis en vuestras casas cuando seáis inocentes.
A. Dumas
En aquel tiempo era gobernador un aristócrata que jamás había entrado en una taberna, y legislaba acerca de las tabernas con la ignorancia habitual en la mayoría de los legisladores.
La nueva ley ordenaba que a las dos estuviesen cerrados todos los establecimientos de comidas y de bebidas. El café de N tenía abierta una puerta y por la de la calle se subía al restaurante: allí cenaba de madrugada el señor gobernador. En la taberna de La Pura pasaban por la puerta entornada los señoritos que gustaban de emborracharse. La casa de Antonio no se cerró nunca, y allí se abrigaba la policía. En todos los distritos un café y una taberna desobedecían tranquilamente las órdenes de la autoridad; y ésta, como el alguacil del cuento, sacaba el sueldo por prender, y el sobresueldo por dejar hacer.
Ramón era un gallego honrado, trabajador y buen mozo, y tenía por esposa a Rosario, que era alicantina, honrada, trabajadora y una real moza. Ambos habían establecido una taberna muy bien puesta, y un hogar tan bien dispuesto que, a los diez meses de matrimonio, tuvieron un hijo que se llamó Santiago Albo y Mas.
Ramón tenía a sus padres viviendo estrechamente en su país natal, en Vilaldea. Rosario no tenía padres; pero su hermano, tejedor de esparto en Crevillente, empezaba a trabajar por cuenta propia, y estaba casado con una hermosa mujer. Las cuñadas no habían congeniado, no habían reñido, se temían y no se odiaban.
La taberna vivió lánguidamente hasta que Pablito, camarero del Suizo y padrino de Santiago, logró que los camareros de café, fuesen de madrugada a cenar en casa de Ramón. Entonces la taberna empezó a ser un negocio de importancia.
Los dos esposos trabajaban sin desmayar: ella guisando, limpiando la casa y criando a su hijo; él sirviendo de noche las cenas, sirviendo por la mañana el aguardiente, y contratando con todos. Ella dormía en las primeras horas del día; él descansaba en las últimas horas de la tarde. No pensaban en quejarse, ni había motivo para ello.
-Eres muy bueno -decía Rosario.
-Y tú, eres más.
-De apellido.
-Y de todo lo que vale para un hombre.
Pero el matrimonio cometió la tontería de creer la necedad vulgar de que el trabajo y la honradez hacen felices a los humanos, y como no tuvieron experiencia que les aconsejase, ni leyeron historias que les instruyesen, se olvidaron de ponerle al diablo una velita; y una tarde se presentó la autoridad pidiendo una vela, digo una multa de cincuenta pesetas, porque la taberna no estaba cerrada a las dos. Dijo Ramón que la taberna estaba cerrada; replicó el agente, que, si las puertas no estaban abiertas, estaba la taberna llena de consumidores. Ramón buscó argucias; era inútil: lo preciso era buscar las cincuenta pesetas; lo hábil hubiera sido buscarlas antes y regalarlas antes; ya era tarde, y Ramón dijo que pagaría la multa.
Pablito supo aquella noche lo que ocurría; encargó a su compadre que no lo hiciese público, y prometió arreglar la cuestión.
La noche siguiente, consiguió Pablito quedarse a solas con su compadre.
-¿De modo, que tú no eres ni de los unos ni de los otros?
-Soy un tabernero.
-Pues te irá mal.
-¿Es preciso ser monárquico para vender vino?
-No: se puede ser republicano en la apariencia; y esto también produce.
-Pues yo no soy más que un tabernero.
-Como quieras, pero te irá mal, porque ni en época de elecciones te dejarán vivir; no tienes votos.
-Tengo vergüenza.
-Chico, conmigo no te incomodes, que yo no soy quien ha hecho el mundo.
Pocos días después pagó Ramón una multa de veinticinco duros. La semana siguiente fue Ramón a la cárcel para no pagar en dinero otra multa de ciento veinticinco pesetas. Mientras estuvo preso siguió la taberna abierta por la noche.
Y así fue Ramón pagando con su cuerpo o con su bolsillo las multas de quinientos reales que se le imponían, con la constante amenaza de cerrarle el establecimiento.
Una crisis ministerial podía arreglarlo todo, pero la crisis no vino; lo que ocurrió fue que Ramón se murió en la cárcel; que Rosario se quedó viuda; que Santiago se quedó huérfano; y, que el gobernador se volvió a su casa tan caballero como salió, y sin haber hecho nada que dejase huella, excepto las persecuciones con que inocentemente afligió a los taberneros.
De manera, que si yo no escribo y publico estas líneas, no queda rastro de un aristócrata que, por su ilustración, por su caballerosidad y por su fortuna, pudo haberse ganado el agradecimiento de su patria.
Pero, ¡qué tontos son los aristócratas de la sangre y los aristócratas del vino!
La vil policía
Parece que escribo una obra contra la Policía, y así les parecerá a los tontos. Voy a desengañarles.
Desde luego, perdería mi tiempo atacando a funcionarios que no me molestan, ni me han molestado, ni, probablemente, me molestarán; que no han de procesarme (beneficio prodigioso para vender libros), y que no me ofrecerán dos pesetas para que los juzgue cariñosamente.
Además. Imaginar un perverso agente de Policía, un perverso cura, un perverso juez y un perverso guardia civil y publicar tales perversidades, es de la mejor conveniencia para esas instituciones, porque sus individuos parecen ángeles si se les compara con el perverso imaginado. Lo temible para el clero son los curas santos concebidos por Víctor Hugo, Alarcón y Escrich; lo temible para la Policía son las aventuras de Mr. Lecoq. Al lado de aquellos personajes fantásticos parecen los reales poco airosos.
Conque, si yo pretendiese atacar a la Policía, habría de imaginar a Dios hecho polizonte.
Mi propósito es el opuesto: es contribuir a la dignificación y a la exaltación de todos los agentes de la Policía gubernativa y de la Policía judicial, porque lo merecen, y porque, al fin, son ellos quienes han de protegerme contra las bestialidades de la plebe. ¡Ojalá pudieran también protegerme contra las bestialidades de los poderosos!
La Policía que usa de insignias y de distintivos no es mala, ni parece tan buena como lo es; ni siquiera es Policía.
¿Por qué?
Porque la verdadera Policía de España es brutal, bestial, inmoral, cobarde, satánica, ignorante, omnipotente y gratuita.
De ella forman parte todos los españoles, menos las excepciones naturales en toda ley; y las que es preciso consignar por miedo o por cortesía. Esa policía miente, porque es irresponsable; y, como miente, parece saberlo todo; y como es poderosa por su número, impone su criterio; y, como persigue un fin injusto, tiene el apoyo de los apasionados.
Esa policía y yo, tenemos pendiente una continua cuenta de medio siglo; y todo lo que he pensado acerca de ella voy a decirlo en un segundo: me produce asco.
Poca o mucha, hay responsabilidad para el juez que ordena la detención de mi correspondencia; pero el administrador de correos que abre las cartas que yo envío y las que se me dirigen, y cursa de ellas las que así le place, y las divulga comentadas, desfiguradas o hilvanadas maliciosamente, es un canalla policiaco que abusa de la impunidad que le aseguran su astucia y su servilismo hacia el cacique. Sépalo el diminuto danzante: me produce asco.
Y me lo produce el clérigo que convierte la confesión en arma policiaca; el médico que se convierte en polizonte, olvidando el sagrado secreto profesional; el agente de negocios y el empleado bancario que divulgan, por truhanería o por vanidad de policías, los negocios de sus mandatarios o de sus clientes; la autoridad gubernativa que simula confidencias; los antropomorfos que usan pantalones; y todas las mujeres, agradables animalitos, que charlan hasta su deshonra.
Si se realiza un crimen, lo relatará con pelos y señales la policía canallesca y gratuita. Pero al comparecer ante el juez uno de esos polizontes, o al ser interrogado por un agente oficial de la Policía, se callará el muy canalla, alegará que habló por referencia; y, si algo cierto sabe, lo callará por miedo; por un miedo que, al fin, es el miedo característico de los canallas: el miedo de ser personas decentes.
Esa policía asquerosa se filtra entre la Policía oficial; y yo, que no temo a ésta, porque soy honrado, y que no temo a aquélla porque la he vencido en muchas ocasiones y he de tratarla a puntapiés siempre que me moleste, escribo este librito para avivar la dignidad y el espíritu de conservación de los buenos agentes de la Policía, y excitarles a que no transijan con nadie, absolutamente en nada, que merme el buen concepto que merecen y han de merecer siempre, quienes han de librarnos de las brutalidades de la plebe, ya que no pueden librarnos de las brutalidades de los poderosos.
Es necesario que la Policía judicial y la Policía gubernativa sean modelos de caballerosidad perfecta; pero antes conviene que se adecenten un poco los señores de los altos cargos, porque.
La autoridad
El buen Luis se quedó aterrado: ¡un novio para su hija! Fue preciso que Ramona reprodujese fielmente la confesión de Ángela. El muchacho la requebró a ella, a la jorobada, y la pidió amores en una carta muy bien hecha; y claro es que Angelita quería decirle que sí, pero lo había consultado con su madre, y Ramona la había oído y la había respondido:
-Pues, hija, a tu padre se lo diré.
Luis no creía que un hombre honrado pudiera desear aquella criatura deforme.
-Y él, ¿es guapo?
-Yo no le he visto, respondió Ramona; pero la muchacha dice que sí.
-Y, ¿qué es? ¿Tiene oficio o carrera?
-Pues él, es carpintero.
-Pero, carpintero, ¿de qué? ¿Trabaja o no trabaja?
-Yo creo que debe de trabajar, porque dice Angelita que va muy bien puesto.
-Pero, ¿tú no sabes dónde trabaja?
-Ahora no; pero ha trabajado en la obra del Banco.
-Sería con el señor Juan.
-No lo sé.
-En fin, ¿cómo se llama?
-Ricardo Muñoz.
-Bueno, pues yo arreglaré eso.
Luis era ujier del Senado; era un buen hombre. Se le suponía algún dinero y mucha influencia. De su matrimonio con Ramona, había tenido una niña que se crió enfermiza y concluyó por padecer de una lordosis que afeaba su cuerpo y hacía más atractiva la triste belleza de su rostro. Angelita era buena: todo lo excelente y bueno que puede ser un lisiado.
Su primer novio era aquel joven guapo, bien vestido, con aspecto de obrero hábil, y que la dijo en la calle:
-¡Es usted más bonita que la Virgen!
El piropo no la gustó, porque era ofender a la Virgen bendita. Otra mañana, la dijo así:
-¡La voy a usted queriendo más que a mi madre!
Tampoco esto era bueno, porque a la madre hay que quererla más que a todos.
Pero el día que Ricardo consiguió pararla un instante, y la dijo:
-¡Es usted más bonita que la Primavera; y la quiero a usted más que a mi sangre!, creyó Angelita que aquel galán la iba olvidando.
Después vino la carta. Estaba bien manuscrita y bien redactada: era cortés; pedía una respuesta; y, como Angelita creyó que debía responder, consultó con su madre.
Ramona no cesaba de preguntar a su hija:
-Y, ¿no hay más?
-No, señora.
-¿De veras?
-No, señora.
-¡Como te pones tan colorada! Y no había más.
A la mañana siguiente fue Luis al gran taller del señor Juan Alsina. Cruzando entre oficiales y bancos y virutas, llegó al despacho del maestro. Alsina examinaba un primoroso atlas de carpintería.
-Veterano, ¿usted por aquí?
-Sí, señor, ¿cómo vamos?
-Viviendo, ¿y la familia?
-Bien, gracias. ¿Y la esposa?
-Rezando. Desde que tiene dinero no hace más que rezar. Antes echaba cada ajo...
-¡Pobre doña Paca!
-¿Y los senadores? ¿Cuándo los fusilan a todos?
-Por ahora no se piensa en eso.
-Conste que yo le dejaría a usted el cargo.
-¿Para qué, si no había Cámaras?
-La del pueblo soberano.
-Eso está lejos.
-La culpa la tuvo Pí, por ser un hombre de bien.
-¡Pobre don Francisco!
-Bueno; y usted vendrá a encargarme una casa, porque ya no sabrá usted dónde meter los cuartos.
-No, señor; vengo a hablarle a usted seriamente de un asunto que me interesa.
-¡Diantre! Pero, a usted no le ocurre nada. Quiero decir, que ni a usted, ni a Ramona, ni a la chica, les pasa nada malo de salud ni de intereses.
-No, señor.
-¡Ah! Bien. Pues entonces se espera usted un poco que yo cierre y coja el sombrero, y nos vamos a tomar café aquí, al lado, porque en casa todo me huele a pino.
Luis dijo lo que sentía. Se trataba de todo el porvenir. Y Alsina, después de beberse un chubasco de gotas de coñac, llegó a ponerse serio, y mirando fijamente a Luis, le dijo:
-Se ha reventado usted.
-¿Por qué?
-Porque la chica se casa, ¿que no se casa? Vamos, hombre, que se casa. La pobreta no puede escoger; y, ya ve usted, donde no se puede escoger... Se casa, y se han perdido ustedes todos; pero, que todos; porque él es un mal hombre. Y tenga usted cuenta, que cuando el maestro Juan le dice a un padre y a un amigo lo que yo estoy diciendo, pues lo hace porque sabe lo que dice, y porque sabe lo que debe decir.
-Muchas gracias.
-Él es un mal hombre. Yo le conozco bien; y no como oficial de mi casa, porque, por eso, yo diría si trabajaba bien o mal; y ni aun eso, porque un hombre puede aprender lo que no sabía. Pero a ese le conozco por su madre: es decir, que le conozco antes de nacer, porque la Margarita ya era muy conocida cuando tuvo ese chico, que no tiene padre conocido; y la sangre no ha de ser buena porque, o de señorito sinvergüenza, o de chulo de mala ley.
-¡Qué horror!
-Yo hablo y digo la verdad; y cuando usted quiera que me calle...
-No, señor; muchas gracias, y siga usted.
-Bueno. Pues la Margarita no lo quiso tirar, e hizo bien; en esto hizo bien. Y como el chico la sujetaba, pues se metió a planchadora; pero allí, lo que se hacía era arrugar la ropa; y contentando a ese del Gobierno, hasta que el chico fue mayor y consiguió meterlo en un colegio, que más falta le haría a otros muchachos; pero siempre la cuestión de las influencias. ¿Es verdad? ¿Sí, o no?
-Sí, señor; muy cierto.
-Y después, quitó lo del planchado; y luego ya no la vimos por ahí, hasta que pasan los años, y un día me la encuentro en la calle, como una mujer de bien; pero, vamos, que ella siempre ha tenido atracción; y me encuentra, y me dice que tiene un puesto de lechería y de natas y de esas cosas que sacan de la leche; y que al hijo le han enseñado el oficio de carpintero, y que es preciso ponerle a trabajar, y que le dé yo trabajo. Y se lo di, sí, hombre, que se lo di; porque el trabajo no se le niega a nadie; y, aunque hubiera sido el verdugo, pues, lo mismo. ¿No es cierto? ¿Qué culpa tiene el hijo? Pues si volvemos otra vez a que los ciudadanos están partidos en castas, ¿qué va a ser esto? ¿Digo bien?
-Sí, señor; sí, señor.
-Me trae el chico; y, vamos, no trabajaba mal: la rutina que les enseñan en las escuelas de oficios. Pero era listo el hombre y se expresaba bien, y atendía y comprendía; pero, ¡un bribón!
«Pues señor: que hoy le falta una herramienta a este, y mañana falta una gruesa de tornillos, y al otro, otra cosa; y, total, lo que pasa en los talleres, que me empezaron a espiarle y me trajeron el soplo. Y yo, con calma, porque el hombre cuanto más alto está necesita tener la cabeza más firme; y lo mismo digo de un andamio que de un ministro; pero que no es igual, porque en el andamio, te falta la cabeza y te vas al otro mundo; y en el ministerio, te falta la cabeza y te dan una embajada y te aplaude la disciplina de la mayoría. Sí, hombre; así pasa. Digo, que usted lo sabrá mejor que yo, que está usted al lado de ellos. ¿No es verdad?»
-La pura verdad.
-Pues, bien: yo tuve calma y obré por mi cuenta; y me fui al Rastro, al señor Manuel, el que tenía conmigo el abono en la meseta del toril; y le llevo un cepillo de afinar, de los buenos, de platina de acero, que los tenemos para los repelos de las maderas finas. Y le llevo el cepillo y le enseño una señal, y le digo:
«Si vienen a traerte este cepillo, lo compras y das la entretenida, y llamas a la pareja y le detienes al que sea, bajo mi responsabilidad; y que me llamen.
»Esto lo hace un maestro que ya tiene mundo, como yo; y el sábado, le pongo a afinarme unos tableros de una vitrinas. ¡Buena pieza!, ¡de lo bueno que ha salido de mi casa! Y al recoger la herramienta, veo, como al descuido, que el cepillo estaba en el banco acuñando el torno. Muy mal hecho, porque las herramientas no sirven para eso; pero que él lo hacía porque, si yo la notaba la falta del cepillo, pues, para decirme que estaba allí: total, un regaño, y nada más. Pero yo me callé y pagué a todos, y le pagué; y se fue al banco por la chaqueta y el sombrero, y cuando yo fui tras él, pues el cepillo había tomado las del humo.
»A la mañana siguiente me voy al café de la cabecera del Rastro y le envío a Manuel un recadito: que si van a venderle la herramienta, que no llame a los guardias y que me llame a mí. Y ya lo habrá usted comprendido, porque no me gusta machacar las cosas. Me llamó, llegué, le eché mano a Ricardo, le metí en el patio y cantó todo. Compré las herramientas que les había vendido a los oficiales, y pasó porque habían parecido en casa. Porque yo no castigo a los hombres, porque no tengo ese derecho, ni quiero que otros hombres los castiguen porque yo no he dado ese derecho. ¿Estamos? Pero él, es un granuja. Me ve en la calle, y sombrerazo, y yo no le contesto; y, donde me ve, me saluda. ¿Es que me tiene agradecimiento? No; porque me hubiera hablado, me hubiera pedido perdón; y, vamos, que si me lo pide, le perdono; porque, vea usted: eso de perdonar, es un derecho que yo tengo y que lo ejercito; pues, si yo quisiera ser rey no más que para eso: para perdonar a todos, y para tomar café bueno. ¿Quiere usted más?»
-No, señor; ya he tomado bastante.
-Digo, que si quiere usted saber más del chico.
-No, señor; también es bastante. Y Angelita no se casará con ese.
-¿Que no? Por casada la tengo; y perdidos les veo a ustedes.
-No lo querrá Dios.
-De todos modos, esto lo sabe usted porque yo se lo he dicho; pero nadie más lo sabe, ni lo sabrá. Y cuando la chica esté casada, no me huya usted: hablaremos de todo menos de él; y nosotros seremos amigos como siempre.
-Es usted muy bueno.
-No, hombre, no. El bueno lo es usted; porque el bueno no es nunca quien hace la merced, sino quien la merece.
Un año después, Alsina detenía a Luis en la Puerta del Sol.
-¡Veterano! Pero, hombre, ¿va usted contando las losas?
-¡Ah!, señor Juan, ¿está usted bien?
-Poco más viejo.
-¿Y doña Paca?
-Más vieja que yo. ¿Y la familia?
-Bien, gracias.
-¿Lleva usted dinero?
-Sí, señor; ¿por qué?
-Para que me convidara usted a una copa de coñac.
-Con mucho gusto.
-Pero antes, tomaremos café por mi cuenta.
-El caso es que yo tengo prisa.
-Prisa, ¿de qué?
-Tenía que ir a un asunto.
-No lo crea usted. Ya ha llegado donde iba.
-Bueno: un momento.
Ante el café servido y el licor paladeado, se encaró Alsina con Luis, y le dijo:
-Me han dicho, que busca usted un taller de carpintería. ¡Hombre!, no se ponga usted colorado, porque buscar un taller no es cosa mala, ni usted tampoco lo oculta, porque ha estado usted en tratos con uno; y si yo me meto en esto, no es porque le vaya a usted a vender el mío, sino porque no quiero que le engañen a usted; y porque sé de uno que lo darán barato y es bueno; pero es de un hombre que no quiere deber ni mentir, y le cogieron los dedos en la puerta con una obra que no cobró, y, hombre perdido. Pues, bien, es trabajador y sabe su oficio, y lo que él quisiera, es que le comprasen el taller, y quedarse allí trabajando. Y, vamos, que yo le fío. Y es lo que usted necesita; porque el maestro, que será del taller que usted busca, me parece que va a trabajar muy poco. Y usted perdone si la he metido, porque ya es su yerno de usted, y quedamos hace un año en que no hablaríamos de estas cosas. Pero lo del taller, se lo recomiendo porque le conviene.
-Y, ¿dónde está?
-En la calle de Juanelo.
-Iré a verlo.
-Y sin tapujos: aquí no hay chalanes.
Al taller se fue a vivir Angelita con su marido. Tomás, el antiguo dueño, llegaba a las seis y media de la mañana: llamaba a la puerta, y volvía a llamar; y a las ocho abría Angelita, soñolienta, porque había estado hasta las cuatro esperando a Muñoz.
Por fin, se le arregló a Tomás una habitación en la trastienda, y el taller se abrió con regularidad a las siete de la mañana. Pero producía poco; lo suficiente para pasar los jornales, la contribución y el alquiler de la casa. Esto no era el ideal de Muñoz; así no se compraban sortijas brillantes, sortijas que desvanecen a las mujeres propicias a desvanecerse.
Muñoz instaló un baile en un solar próximo. El baile produjo, pero el empresario no llevó a su casa las ganancias; hizo relaciones con perdidos y con perdidas, y pensó en grandes negocios.
Los negocios abundaban. Cualquiera de ellos era una mina de monedas de oro. Había una contrata de recreos en un casino: dicho así, no suena la palabra garito, ni la palabra rufián. Un teatrillo de Varietés aceptaría un socio en la empresa: esta enunciación, oculta hábilmente al lupanar y al chulo. Había eso, y además había un préstamo, que iba creciendo al amparo de la ley, al amparo de la codicia y al amparo de la holganza; y lo que disfruta de tales amparos, crece y se desarrolla rápidamente. Aquel préstamo lo tuvo que saldar el señor Luis, después de una triste escena de familia, donde Ricardo usó de todas sus desvergüenzas; Angelita, de todas sus lágrimas; Ramona, de su prudencia; Luis, de sus ahorros, y Tomás, que se vio obligado a presenciarla, de toda su silenciosa discreción.
Aquel saldo, y aquella escena, tuvieron consecuencias inesperadas. Muñoz confesó a su suegro, que no se avenía a serrar, ni se contentaba con el producto de tal trabajo. Necesitaba un bastón: un bastón con borlas; un puesto en la Policía; una plaza de delegado de un distrito, o de delegado a las órdenes del gobernador. Y esto era urgente, porque no quería perder el tiempo y volver a las andadas. Además, Angelita estaba encinta, y Muñoz quería empezar seriamente su vida de padre.
Luis usó de su influencia, como había usado de sus ahorros; y un ministro encarnó la autoridad en la persona de aquel granuja, como le llamaba Alsina; y cuando éste, el laborioso hijo de Granollers, lo supo, se fue al café próximo, sorbió de la taza, sorbió de la copa; y, como no tuviese otro auditorio, obligó al mozo a que le escuchara, y terminó así su relación.
-De modo, que ya lo ves: la autoridad, que es la idea más grande que cabe en la cabeza del hombre; que es la idea fundamental de las sociedades; que es el lazo de todos, y la esperanza de todos; en fin, la que... echa unas gotas.
-Ahí está la botella.
-No la había visto. Pues, bien: haz autoridad a un granuja, y es como hacerme obispo; yo no gano en devoción, aunque gane el sueldo por ir a la iglesia, y la religión no gana nada. No gana, y pierde, porque así se pierde aquí el respeto a todo, por hacer autoridad en todo, o en cada cosa, a quien no puede ser autoridad en nada, porque ni personalmente tiene autoridad. Vamos, es lo mismo, que si yo...
-¡Allá voy!
-Cobra antes de marcharte. En fin, que esto ya no tiene arreglo. No me hago solidario de las afirmaciones de Alsina.
Nosotros, los hombres de mérito extraordinario: unos, porque gobiernan el Estado; y otros, como yo, porque nos dejamos gobernar humildemente, sabemos que la autoridad es don divino, que emana de Dios, que anida en la cabeza de seres privilegiados, y que no es posible comprenderla, ni menos definirla: la autoridad se nos hace sensible y amable, por medio de nuestra fe, de nuestra fe bendita.
Un sacerdote embriagado, con las manos manchadas por la carne de su manceba, coge la hostia, la bendice, la pone en mi boca, y hace llegar a mí el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. El sacerdote podrá sufrir una amonestación, podrá ir a la horca, degradado previamente, pero el sacramento se consumó; y si yo muriese al recibir aquella hostia, moriría con el perdón de todos mis pecados.
Pues, bien: un polizonte beodo, con las manos manchadas por el vino, por los naipes y por la obscenidad, me denuncia como autor de un delito que no he cometido, y me convierte en un criminal perseguible, y perseguido; abominable, y abominado. Ese polizonte, podrá sufrir una amonestación; podrá ir a la horca, degradado previamente, pero la corrección se ha consumado; yo soy criminal, hasta que otra autoridad opine lo contrario; y aun, si así opina, soy para siempre un procesado que no sufrió condena; y que aquella virginidad del alma, que yo llamaba mi honor, ha desaparecido. La autoridad es, la autoridad; eso: algo que ennoblece a quien la usa, y deshonra a quien la sufre; algo que debiera ennoblecer a quien la sufre, y ser ennoblecida por quien la usa; pero, que no es así y es del otro modo, y está muy bien que sea como es; porque estos asuntos no son materia de razón, sino artículo de fe; de una fe que se logra fácilmente, pasando, como yo, algunas semanas en la cárcel; y decidiéndose, como yo, a no volver a la cárcel, por un poco más o menos, de una fe que es tan cómoda.
El expediente
La mañana del día que fue enterrado el tabernero, apareció la taberna cerrada, y en la puerta un letrero, que decía así:
CERRADO
POR DEFUNCIÓN
POR TRES DÍAS
Al mediar el tercero, llamó Ricardo Muñoz, y abrió Rosario.
-¿Es usted la señora viuda?
-Servidora de usted.
-He pasado, he visto el rótulo que hay puesto, y me he sorprendido, porque no sabía nada. ¿De qué ha muerto su esposo de usted?
-Dicen que de un resfriado. Pero ha muerto en la cárcel.
-¿En la cárcel? Y, ¿qué hacía allí?
-Pagando una multa.
-Perdone usted, señora, que me extraño, tanto más, cuanto que yo soy inspector de vigilancia en el distrito, y jamás he oído una queja contra este establecimiento.
-Las multas eran por cerrar tarde.
-Eso es distinto; porque en ese asunto no intervengo yo. Es cierto que algunas noches he podido comprender que después de las dos había concurrencia en esta casa; pero lo interesante para un buen agente de la autoridad, como yo, es que no se produzca escándalo.
-Eso no lo ha habido nunca.
-Lo sé, señora; y si arriba se me hubiera consultado al imponer la primera multa, no se hubiera impuesto, y acaso su esposo de usted estaría vivo.
-¡Pobre Ramón!
-Es natural que llore usted, señora; y no pretendo consolarla, porque esas penas no tienen consuelo.
-¡Pobre Ramón mío!
-Y, ¿le ha quedado a usted familia?
-Un niño pequeño, que está estos días en casa de su padrino.
-En fin, ya tiene usted una compañía para el día de mañana.
-Pero, ¡hasta entonces!
-¿Piensa usted seguir con la taberna?
-Mejor quisiera traspasarla; pero, con esta persecución de multas, no habrá quien la tome.
-Pero esas multas cesarán.
-Cerrando temprano.
-Y no cerrando. Deje usted eso por mi cuenta, si la merezco confianza; y yo hallaré un expediente.
-Muchas gracias, caballero. No sé cómo pagárselo a usted.
-De ninguna manera, ni aceptaré nada en ese sentido. Es de justicia y de humanidad.
-Ya ve usted la situación en que me hallo.
-Pues saldrá usted adelante. Dios aprieta, pero no ahoga. Yo voy ahora mismo a empezar la formación de ese expediente, que pudiéramos llamar secreto; y usted, si viene alguien a las claras, o con indirectas, preguntándole a usted quién concurre aquí por la noche, dice usted que vengo yo y los individuos a mis órdenes y mis amigos. Nada más; y, desde mañana, cierra usted a la hora que quiera.
-Muchas gracias, caballero.
-Mi nombre es Ricardo Muñoz, y soy el primer inspector de este distrito.
-Caballero: Dios y la Virgen se lo paguen a usted.
-La lástima es, que esto no se haya hecho antes.
-¡Pobre Ramón mío!
La taberna no volvió a estar cerrada, ni a sufrir más multas; pero Pablito dejó de concurrir a ella; poco a poco, desaparecieron de allí los mozos del café, y el establecimiento se llenó de prostitutas, policías y gente maleante.
A las dos de la madrugada entraba Ricardo por la puerta que daba al portal, y en la salita de la tabernera cenaba, daba órdenes y recibía partes y confidencias.
Ya era Santiago un mocito de nueve años, y un día tuvo un desvanecimiento.
Cuando Ricardo llegó aquella noche, preguntó a la tabernera:
-¿Qué ha sido eso del chico?
-No parece cosa mayor. Se ha empeñado en levantarse, y en la tienda esta.
-Pues, has hallado el expediente.
-¿Para qué?
-Para enviarle al pueblo con su abuelo.
-Es verdad.
-Y además...
-¿Qué?
-Que así cubrías el expediente.
Y a Santiago le enviaron a Vilaldea, para que viviera con su abuelo.
Por razones que aquí omito, se sabe en los pueblos todo lo que pasa en Madrid, cuando a los aldeanos les interesa; y se ignora en Madrid todo lo que pasa en los pueblos, aunque a los cortesanos les interese.
El abuelo de Santiago sabía lo que pasaba en la taberna, y retuvo consigo al nieto. Pero cuando supo que Rosario, a consecuencia de una caída, estaba en cama, y no la visitaba el polizonte, halló el expediente que deseaba y envió a Santiago con su madre para que la asistiese, y así dejó cubierto el expediente.
Curó Rosario, gracias a Dios y a las atenciones de Ricardo, que volvió a visitarla; y como Santiago había hallado el expediente de estar en la taberna, oyó tranquilamente el proyecto de volver a Vilaldea, pero contestó que el abuelo estaba viejo y pobre, y le hacía trabajar mucho, y le daba mal de comer y le aconsejaba en contra de la madre. Y así cubrió el expediente.
¡Desdichada humanidad, dedicada a hallar un expediente y a cubrir el expediente, o sea, hallar una mentira y disfrazarla!
¡Bienaventurado quien halle en la punta de su bota el expediente para acabar con los expedientes; y, dándoles un puntapié, logre cubrir el expediente!
La Patria
¿Qué no se le perdona a un niño? Se le perdona el ser señor, el ser príncipe, el ser rey.
Victor Hugo
Cuando Rosario volvió a su casa, no estaba Santiago.
¿Por qué?
Rosario salió a las cinco. Fue a comprar tela y a pagar unas facturas. Eran las siete y media. Anochecía.
Mariano, el medidor, y Romualda, la asistenta, decían lo mismo:
-Santiago salió después de las seis; llevaba una bota de arroba, la vieja, la que tiene el remiendo. Iba a la calle de la Aduana. Era un aviso de un parroquiano nuevo. No iba a nada más.
A las ocho, Santiago no había vuelto, y a las nueve, no había vuelto Santiago.
A las nueve y media, se enteró Rosario, con exactitud, del domicilio de aquel parroquiano nuevo de la calle de la Aduana.
A las diez, Rosario, se echó sobre sus hombros el pañuelo de crespón, y salió a la calle. En la de la Aduana, miró los números de las casas en las muestras de las tiendas, y llegó donde iba.
El portal estaba a oscuras, y en la entrada, había una joven vestida con extravagancia, y una vieja al lado suyo. Aquella era una casa de prostitución, y Rosario se echó atrás.
Pero la madre venció a la mujer; buscó la manera disimulada de llegar a la puerta, y preguntó tímidamente:
-¿Ha venido esta tarde un joven a traer vino?
-Yo, no sé.
-¿Qué?; ¿qué es eso? -preguntó la vieja.
-Desearía saber, si esta tarde ha venido un hijo mío a traer vino.
-¡Ay!, pues, no lo sé; pero yo creo que sí.
-Lo mejor -dijo la joven agradablemente-, es que suba usted al principal; allí está el ama.
¿Subir? ¿Allí? ¿Subir ella? ¿Allí? ¡Cuántas ideas tuvo Rosario en un segundo!
Era preciso subir, y subió.
-¡La puerta! -gritó una mujer, en el descansillo de la escalera.
-¡No!, ¡no! -respondieron desde el portal.
Dos muchachas, fantásticamente desnudas, adelantaron sus bustos por encima de la barandilla; y cuando Rosario subió por la alfombrada escalera hasta el piso principal, sintió espanto de quedarse allí hablando con aquellas mujeres, y preguntó por el ama.
-¡Remedios! -dijo una.
-¡Señora! -dijo otra.
-Aquí la buscan a usted -dijeron las dos.
Y Remedios, una hermosa jamona, con amplia bata de seda, salió al dintel de la puerta; y, con una sonrisa que dulcificaba la severidad de aquel rostro, preguntó a Rosario:
-Señora, ¿qué deseaba usted?
-Un momento, sólo un momento; es que un hijo mío ha traído vino hoy; porque yo tengo taberna.
-Creo que sí; pero nos aseguraremos. Pase usted, si usted gusta, y descanse usted un momento. La fatiga a usted el subir la escalera. Eso es. Son pocos escalones, pero está usted gruesa. Pase usted por aquí.
Y entró en un saloncito tapizado con mucho gusto, pero cuyos divanes y cuyos cortinajes, aparecían a trozos nuevos, y a trozos usados y hasta raídos.
Entraron las dos mozas, y luego otra; y luego, una que estaba cantando en la habitación inmediata; y después, la cocinera; y después una rubia muy linda, y la que estaba en la puerta, así que terminó su guardia. Iban allí, sin darse cuenta de ello, a disfrutar de un raro espectáculo. Había en el lupanar algo respetable; algo, amantemente respetable; algo, que se podía, y se quería y se debía respetar sin violencia. No era la autoridad, que insulta para mandar; no era el cómplice del vicio, ni era el cómplice en el lucro; era una mujer honrada, que no escarnecía la deshonra ajena; era una madre, que buscaba a su hijo; y todas aquellas mujeres, sintieron ansias de respetar y de querer a la mujer, porque esto era de justicia, y porque era honroso.
Hablaron todas, y se interrumpieron unas a otras. Apareció el delito, y protestaron de él, y negaron su intervención, y se erigieron en justicia, y formularon penas y procedimientos procesales. Y cuando comprendieron su impotencia para juzgar, y para vengarse, lloraron la pena de aquella madre, que tenía en la cárcel al hijo; y, no sólo lloraron con amor al prójimo, sino con espanto, porque comprendieron que si era posible arrollar a una mujer honrada, ellas, miserables prostitutas, vivían milagrosamente en una sociedad, donde lo equitativo no siempre es lo justo, y donde lo justo no es siempre lo usual.
En la calle, Rosario, sintetizó lo que había oído. Santiago llegó con la bota, la vació, y le pagaron. Dos agentes de la policía secreta (según decía la acompañanta), bromeaban con las chicas en el comedor; vieron al muchacho, le preguntaron dónde vivía, contestó que en la Torrecilla, y, entregándole un maletín, le encargaron lo llevase al número 32 en la calle de Quevedo, y le gratificaron con dos pesetas. La calle de Quevedo, no tiene número 32; el engaño era evidente, Santiago había caído en la trampa, y estaba acusado de robo, de anarquismo, de expender billetes falsos; Santiago moriría en la cárcel, como su padre. Era preciso hacer algo: era preciso ir al Gobierno civil y al Juzgado de guardia. ¿Allí? ¿Para qué? El gobernador, sería un caballero; el juez, sería un caballero: pero, ¿cómo se llega en España hasta un caballero, sin atravesar entre rufianes? No: al Gobierno, no; al juzgado, no.
Rosario llegó a su casa, y ordenó a Mariano que cerrase el escaparate y la puerta, y sólo dejase encendida la luz del mostrador. Después, se fue Mariano a la calle en busca de noticias. Llamaron varias veces a la puerta, y Rosario no quiso abrir.
Cerca de las doce, dieron grandes golpes.
-¿Quién?
-¡Rediez!, ¡yo! ¿Qué pasa?
Abrió Rosario, y Muñoz, entró en la taberna.
-Pero, ¿qué pasa?
-Que Santiago se fue esta tarde, y no ha vuelto.
-Y, ¿a qué se fue?
-¿A llevar vino a la calle de la Aduana?
-¡Bah! Se habrá gastado el importe con las clientes.
-Acaso.
-Y, ¿eso es motivo para cerrar la taberna?
-Yo creo que sí.
-Parece que lo dices con mucha solemnidad.
-No; lo digo naturalmente.
-Pues, estás equivocada. Ya se va a abrir ahora mismo. Los establecimientos tienen sus compromisos y sus parroquianos, y no se cierran.
-Pero esta casa tiene un amo, y el amo ha desaparecido.
-El ama eres tú.
-No: él.
-Ni él, ni tú; ¡rediez! El amo soy yo, y mando que se abra, y se abre; porque me sobran medios para cerrar esta casa, cuando yo quiera, y dejaros sin ella, a él y a ti.
-Lo creo. Para lo que no tienes medios, es para hacer que se abra.
-Ahora mismo.
-No lo intentes. Piénsalo bien y busca a Santiago, y tráele a su casa. Y si no viene esta noche, mañana no se abre y me daré de baja en la contribución, y me despediré del casero. Y ya lo sabes, de aquí para siempre: en faltando de aquí Santiago, se acaba la taberna.
-¿A ti no te han señalado la cara?
-Todavía no; pero si tú me la señalas ahora, ya no volverá a abrirse la taberna.
-De modo, que por haberte entrado esa extravagancia, va a ser preciso que, un hombre como yo, ande de chamizo en chamizo, y de chirlata en chirlata, buscando un niño vicioso.
-Haz lo que quieras; yo no te obligo a nada.
-Me obligas, porque sabes que deseo tu bien, y tu bien, es que vendas.
-Pues, trae a Santiago.
-Le traeré; es decir, le buscaré; porque tú comprenderás que, si el chico ha hecho algo malo, no voy a comerme crudos los tribunales de justicia.
-Tráele.
-Bueno, mujer; pero, en cuanto venga Mariano, abre la taberna. ¿No comprendes que esto es dar un escándalo?
-Tráete a Santiago.
-Que sí; pero ten en cuenta...
-Vete, y vuelve con él.
-Eso, no; volverá solo.
Y Muñoz, se fue; y Rosario cerró, oyendo que su amante murmuraba en la calle una asquerosa blasfemia.
La pobre mujer llegó al mostrador; colocó sobre él los codos, y la cabeza en las manos, y se dijo:
-Que mañana Santiago pueda condenar mis pecados, pero que no crea nunca que yo no fui su madre.
Tierra donde nací, donde aprendí, donde enseñé, donde quisiera morir: deja que censure tus pecados, y procura que nunca llegue a creer que no fuiste mi madre.
Poco puede costarte conservar el amor que te tengo; y, si un día te falta, considera serenamente que, si yo he descendido a todas las infamias, y aun a odiarte, ¡desdichado de mí, cuando, al desprecio de todos, haya de añadir el bochorno que me produce tu indulgencia!; y, si me conservo bueno, y no te amo, ¡desdichada de ti, si buscas por la fuerza, lo que no quisiste conservar sin esfuerzo!
Madre, sólo con que no me odies basta para que yo te quiera, y me sienta orgulloso de ser hijo tuyo.
Madre, si me odias, no me escarnezcas.
Madre, si me escarneces injustamente, hazlo ante mis hermanos, y todos te amaremos.
Madre, si me encarneces ante el extraño, quizá él y yo te perdonemos. Madre, si me encarneces ante nuestro enemigo, soportaré mi afrenta; pero él te pisoteará, porque le causarás asco.
Madre, si nuestro enemigo te afrenta, aunque él tuviera razón de ello, yo te defenderé; pero es preciso que digas que soy tu hijo.
Porque si niegas que soy tu hijo, no iré por ti contra la razón y contra la justicia. Y, si me matas, yo habré ascendido a mártir, y tú habrás descendido a verdugo.
Madre, no hablemos de estas cosas tan tristes, y di que me quieres, aunque no fuera verdad.
Patria, sé madre, y tendrás ciudadanos.
El gran poder
A las doce y media, llamó Santiago a la puerta de la taberna.
-¿Quién?
-Madre, soy yo.
Contó lo que sabía. En la calle del León, le detuvieron dos agentes de la secreta; le preguntaron dónde iba, dónde le habían dado el maletín, y adónde lo llevaba. Se burlaron, le amenazaron a Santiago, y éste, dio en la prevención de la calle de las Huertas. Pidió que le dejasen enviar un recado a su casa, y le contestaron:
-Se hará de oficio. Y, nada más.
Después de las doce le llamaron, le dieron la bota, y le dijeron que se fuese en seguida.
Él mismo, Santiago, ayudó a Mariano a encender las luces y a abrir el escaparate y la tienda.
El público asistió, como de costumbre; los mismos policías y la misma gente del mal vivir; pero Muñoz, no fue.
El día siguiente, a las once de la mañana, llegó Muñoz con su hijo; este estrenaba su uniforme de alumno.
Era primer domingo del mes: el muchacho tenía libertad hasta la noche, y el polizonte se acompañaba de su hijo y le presentaba en todas partes, o sea, en la delegación, en la taberna y en el café.
Y aquello no era amor, era orgullo, pero orgullo necio, porque Muñoz creía que, llevando el muchacho aquel uniforme, bien podía el padre llevar el de Maestrante.
Y no era amor, porque Muñoz no amaba a su hijo. Aquella figurilla que crecía, le era tan indiferente, como la madre, planchadora, y la esposa, jorobada. Luisito era otro ser a quien se podía explotar, y Muñoz, para explotarle bien, buscaba la manera de hacerle producir pronto y mucho.
En otro tiempo, la disciplina universitaria constaba de dos partes: la disciplina de los profesores, y la disciplina de los alumnos. No recuerdo en qué país.
Los estudiantes estaban obligados a ser monárquicos, a ser católicos y a practicar los respectivos cultos. Además, debían asistir puntualmente a clase, adular a los catedráticos, comprar los libros de texto, aunque fuesen indoctos y costosísimos, y renegar de la historia de la patria, de la región y de la familia. En cambio, no se les obligaba a estudiar, no se les enseñaba nada, y se les aprobaba el examen, si iban recomendados. También se les permitía huir y curarse ocultamente en sus casas, cuando la fuerza pública los diezmaba a tiros y a sablazos.
Los profesores estaban obligados a ser cejijuntos y descorteses; a ser monárquicos o republicanos, católicos o herejes, senadores o diputados, concejales o embajadores, según se lo ordenaba el Gobierno. En cambio, no se les exigía que estudiasen ni que enseñasen, y les era permitido usar de la fuerza pública, para zurrar a los alumnos.
A esta enseñanza, dada por el Estado, era preferible la enseñanza dada por las Comunidades religiosas; porque los agustinos, los escolapios y los jesuitas, tenían el pudor de leer la lección antes de preguntársela al alumno; vivían directamente de los discípulos, y no los mataban en los claustros y en las calles; contrataban la educación y la instrucción con los padres de familia, y cumplían el contrato.
Cuando miles de frailes extranjeros llenaron de escuelas católicas del país; cuando los jóvenes de las sucesivas generaciones fueron ignorantes y beatos; cuando un Presidente del Consejo de Ministros, tuvo la valentía de elogiar ante las Cámaras la enseñanza clerical, lanzaron los liberales contra los conventos todas las calumnias que se pueden imaginar, y todos los insultos que se pueden decir; pero no hubo un espíritu fuerte que restableciese el prestigio de los Institutos oficiales de enseñanza, creando, bajo la más estricta justicia y la más severa responsabilidad, una disciplina que obligase a los profesores a enseñar, y a los discípulos a aprender, y no obligase a unos y a otros a ningún convencionalismo grotesco.
Muñoz tenía la seguridad de que Luisito, entregado a los Religiosos, sería bachiller a los quince años y abogado a los veintidós. Y abogado sin vicios, o sin escandalizar con ellos; sano, sin la vejez prematura producida por el estudio o por el hambre; cobarde, como buen beato, y astuto y malo, como buen cobarde. Con estas disposiciones felicísimas, haría gran carrera Luisito, porque Muñoz no pedía nada, no molestaba a nadie; iba acumulando la gratitud que se le debía, y, para cobrarla, esperaba a que Luisito fuese doctor en Derecho.
Un personaje ordenó que se gratificase con tres mil pesetas a Muñoz, por los servicios realizados para conservar el orden público en cierta ocasión. Muñoz dio las gracias a su protector, le entregó el recibo firmado, y recibió quinientas pesetas.
-A usted le será lo mismo, amigo Muñoz, y me saca usted de un apuro.
-¿Necesita vuecencia de estos dos mil reales?
-No tanto, no: muchas gracias; y bien entendido, que las dos mil quinientas pesetas, son un préstamo que usted me hace, y que...
-Creí que vuecencia iba a dispensarme la honra de ser su amigo, y no el oprobio de ser su usurero.
-Amigos, Muñoz; eso es, buenos amigos.
Y aquel otro gran señor, que acuñaba plata en su casa palacio, en el centro de Madrid, donde no lo veía nadie, porque nadie podía imaginar tal desvergüenza.
Y aquel presidente de aquella gran sociedad, que era un garito.
Y aquel tasador, acaparador, fundidor y desmontador de joyas robadas. Y el del escándalo de la granja agrícola, desde cuyo sitio se iba ocultamente a una casa de religión, para conspirar y para regodearse...
No faltaba nada: que pasasen los años, y que Luisito fuese doctor de Leyes.
Muñoz se presentó con su hijo: éste llevaba en las manos un paquete de caramelos que entregó a Rosario, quien lo puso sobre el mostrador, diciendo a Santiago:
-Ahí tienes eso; Luisito te lo regala.
Además, el niño dejó sobre un velador, un ejemplar de un diario de la mañana.
Rosario, obsequió a Luis con un bollo tierno y una copita de vino rancio; Muñoz, bebió una copa de aguardiente, e hizo la visita sin aludir al suceso de la noche pasada.
-Y, nos vamos, porque el gobernador me tiene dicho, que quiere conocer a éste.
Y se fueron.
Mariano señaló al paquete de caramelos, y preguntó a Santiago:
-¿Esto es para comer?
-Me parece que sí.
-Pero, ¿tú no quieres probarlos?
-Te cedo mi parte.
Rosario, aparentó no haber oído.
Santiago cogió el periódico, se acercó con él a la puerta, y comenzó a leer tranquilamente. Mariano bajó a la cueva, comiéndose los caramelos, y Rosario se fue a la cocina.
Santiago se aburrió leyendo el artículo de fondo. Seguía otro artículo acerca de cuestiones de Hacienda. Después, un artículo literario que tenía la firma de un señor muy nombrado; muchas palabras raras, muchas frases arcaicas; una niña que va con su mamá a misa, y las dos son muy pobres, porque el papá de la niña era un general muy honrado, y las dejó en la miseria; y se encuentran a un pobre viejo que las pide limosna, y se la dan, y el viejo las reconoce y ve que la madre es hija del viejo, pero el viejo no es pobre, porque ha sido general en un pueblo que está muy lejos, y ha hecho una gran fortuna, y viene a Madrid, y se disfraza de pobre, y pide a todas las niñas rubias que lleven su mamá vestido de luto. A Santiago le gustó el cuento, y siguió adelante. Las sesiones de las Cámaras: él no entendía eso, y no lo leyó. A mordiscos, infanticidio y parricidio; era el relato de un crimen horrible. Un obrero enloquecido por el abuso del aguardiente, mata a mordiscos a su esposa y a dos niñas de ocho años; el criminal no hace resistencia, y se entrega a los guardias. Aquí reflexionó Santiago que con pocas copas nadie se pone tan loco, y con muchas copas se rueda por el suelo. Después, venía una exposición elevada al ministro por las fuerzas vivas del país pidiendo que no se cobrase la contribución a los labradores, ni se permitiese la entrada de ningún grano por ninguna aduana; así se salvaría el país. Venían después las noticias: citando a juntas en muchas sociedades; refiriendo las milagrosas curaciones obtenidas con ciertos específicos; participando defunciones, llegadas, salidas, casamientos, ascensos y tertulias de gentes desconocidas para la mayor parte de las gentes. Seguía una sección que se titulaba El hampa: una riña entre dos tahoneros borrachos; un robo en una buhardilla.
-¡Dios! ¿Qué es esto?
También fue puesto a buen recaudo.
-¡Pero si éste soy yo!
También fue puesto a buen recaudo un joven de dieciséis años, llamado Santiago Albo y Mas, mozo de rara taberna, y que en una casa donde fue a llevar vino robó un maletín con ropas y efectos.
Santiago sintió que su rostro enrojecía, que su corazón palpitaba con violencia, y que las piernas temblaban. Hizo un esfuerzo, no cayó, y empezó a llorar; pero comprendiendo que su madre volvía de la cocina, guardose Santiago el periódico, fue a la trampa de la cueva y comenzó a bajar, diciendo a Mariano:
-Sube; yo haré eso y tú cambias el agua de las aceitunas.
No quería que su madre se enterase de aquella nueva afrenta, porque Santiago tenía suficiente instinto para comprender que su madre no quería hablar de la detención sufrida la víspera, que su madre padecía y callaba, y él también debía callar para que su madre no padeciese.
Santiago puso su esperanza en tres escritores jovencitos, melenudos y desarrapados, que todas las noches iban a la taberna, comían aceitunas, bebían vino, censuraban todo lo existente, y solían pedir que se les fiase lo gastado. Llegaron los críticos estériles, supo Santiago hacerles hablar, y obtuvo esta afirmación: con arreglo a la ley, se le puede exigir al director de un periódico que publique una rectificación con igual letra, y en el mismo sitio que se publicó lo rectificado. Y si el director se niega, se le envían los padrinos, y se le pide una reparación por medio de las armas.
Aquella noche soñó Santiago que el director del periódico era un señor muy alto, muy grueso, con unas melenas muy largas, pero con buena ropa y que pagaba el vino. El director le recibía cortésmente, y hacía publicar en el periódico el retrato de Santiago y un artículo muy bien escrito, como el de la niña rubia que daba limosna. Y en el artículo se decía que Santiago Albo y Mas no había robado el maletín, ni había nunca robado nada, ni en el cajón del mostrador, ni en el arca de su abuelo.
A las nueve de la mañana Santiago pidió permiso a su madre para dar una vuelta, y se fue al domicilio del periódico.
En el vestíbulo había un hombre barriendo.
-¿Va usted a la Administración?
-No, señor.
-Lo decía, joven, porque no se abre hasta las diez; pero luego la tiene usted abierta hasta las tres de la madrugada por cuestión de los funerales.
-Deseaba ver al director.
-Si es para un asunto absolutamente personal, daré a usted, joven, las señas o dirección de su domicilio. No obstante, si es asunto de carácter íntimo, me tiene autorizado para intervenir en ello.
-Quería que se rectificase una noticia.
-¡Ah!, vamos. Pues sí, irremisiblemente, tiene usted, joven, que hablar con él, ha de hacerlo después de las doce de la noche, porque a esa hora, o después, viene por aquí.
-Lo mismo se me da, con tal que rectifiquen la noticia.
-Es mi deber no preguntarle a usted indiscretamente lo que desea, pero es mi deber advertirle que según lo que usted desee, así habrá de proceder.
-Pues dicen que Santiago Albo ha robado un maletín.
-Y usted quiere hacer público que no es usted ese Santiago Albo. Es posible que le atiendan a usted; pero también es posible, joven, que no le atiendan, porque se ha abusado de eso para hacer el reclamo, y nosotros cobramos los reclamos. De modo que...
-No, señor; no es eso lo que yo quiero.
-Pues explíquese usted, joven.
-Yo soy el Santiago Albo, pero no he robado ningún maletín.
-Pues ese es el caso que yo le decía a usted.
-No, señor, porque yo soy el Santiago del robo del maletín.
-No nos entendemos. A usted se le acusa del robo de un maletín.
-Eso es.
-Pero la acusación, siquiera fuese verídica, no es cierta de toda certidumbre.
-¡Que no es verdad!
-Pero, ¿el asunto está subjúdice? Porque en ese estado, entienda usted, joven, que no podemos afirmar ni negar.
-Yo no sé si está como usted dice.
-Pues esa es la base.
En la escalera gritó una voz:
-Araus, ¿se acaba eso?
-Ya está todo barrido.
-Perdone usted. ¿Es usted el señor Araus?
-No, señor; me llaman así de mote. Y me voy porque me buscan. Venga usted de nuevo a las dos, y yo le recomendaré a usted. Se me ha hecho usted interesante.
Duró largo tiempo la emoción que experimentó Santiago, creyéndose delante del insigne periodista.
¡Araus!
Y, sin embargo, el Araus auténtico hubiera dado a Santiago la misma contestación dada por el Araus de befa.
-Yo pude afirmar que era usted ladrón, porque así me lo dijo la policía; pero no puedo afirmar que usted no robó, si la autoridad no lo asegura también. ¡Pobre Araus!
Hay ideas que no parecen vibraciones de células, sino las células mismas; hay afectos que no parecen movimientos del corazón, sino fibras estriadas de ese gran músculo que no obedece a la voluntad. Y así, hay pasiones que no arrastran al hombre, sino que son el hombre mismo. Arquímedes no creyó en la palanca como yo creo en la Prensa. ¡Bah!, un pedazo de papel impreso cambiaría el Cosmos, si el Creador supiese leer. Y todos esos papeles impresos que se llaman periódicos y que, reunidos, forman la Prensa Española, no cambian nada de lo que existe; y si se jactan de que hicieron algo, mienten; es que de ellos, de su fuerza poderosa, se valió alguien para cambiar algo. Son cada uno de ellos, y todos reunidos, como aquel diario donde se pudo decir que Santiago robaba, y no se podía decir que Santiago no era ladrón.
Y yo que, para martirio de mi vida, había de tener una idea y un afecto tan intenso y tan permanente que constituyen una pasión señora de mí, un tirano indiscutible, tengo la pasión del periodismo; tengo el convencimiento de que esa es la fuerza mayor de las sociedades humanas, acaso la mayor fuerza de la Naturaleza; y creo que si Dios o el diablo quisieran llevar los hombres al bien o al mal, tendrían que valerse de la Prensa, como se valió Muñoz para infamar el nombre de Santiago.
¿Creéis que no se puede curar el cáncer? Pues bien, decid mañana y decid siempre en la Prensa de todo el mundo, que la profilaxis y el tratamiento del cáncer se reducen a beber agua hallándose ayuno, y el cáncer desaparecerá. ¿Por qué? Porque habréis extendido las prácticas de higienización por uso del agua; y porque la fe cura. ¿Que no? La fe es la autosugestión; y, ¿qué es la enfermedad?: una sugestión. No creéis en el mal de ojo, para no parecer majaderos; pero os veis obligados a creer en los contagios, y en contagios tan raros, que son sugestiones. Pues bien, la sugestión externa, como la autosugestión, pueden curar o matar. ¿No lo creéis?, ¿no creéis en las maravillas que produce la fe? Por eso no estáis habituados a tener fe honda. Vuestra fe suele ser una ridiculez que mentís, y de la que estáis dispuestos a abjurar en cuanto ello os convenga. Sois periodistas sin tener fe en su periódico. Merecéis que os denuncien, y vivís denunciados.
Y esa fuerza omnipotente que puede hacer y deshacer honras y fortunas; que puede crear, impedir y terminar las guerras; que puede cambiar el curso de los ríos y la vida de las comarcas, que puede extinguir, modificar o consolidar la idea humana acerca de Dios, que es, así, otro Dios quizá más adorable que ninguno de los imaginados por el hombre, porque es un Dios que está visible entre sus criaturas; ese Dios perdurable como la humanidad; ese Dios de dioses tiene su religión y tiene sus templos; pero, ¡ay de mí!, tiene también su Satanás maldito.
Mi antigua amiga doña Tránsito, cuando reza el Credo, lo termina diciendo así: Amén, periodista. Su yerno es una gloria de la Prensa española; pero la suegra dice bien:
-Si fuese algo: zapatero o, en fin, algo; pero, ¡periodista!... eso es lo mismo que no ser nada.
Tienen razón doña Tránsito y los transitables.
En todas las profesiones se puede hacer fortuna con el trabajo propio o con el trabajo ajeno, y es posible ejercerlas legalmente, aun siendo incompetente para ello de una manera notoria. Suponiendo que un médico, un abogado y un militar, fuesen aptos, al terminar sus estudios, para ejercer sus respectivas profesiones, se habrá de convenir en que si esos señores pasan veinte años sin ejercer y sin estudiar, serán tres positivas nulidades; pues el Estado no lo cree así, y velis nolis, encarga a esos caballeros de defenderme contra el tifus, contra el verdugo y contra el invasor, y tengo que soportar humildemente estas ruinosas defensas.
A doña Tránsito no le importaría que su yerno fuese un bodoque y que ganase poco, con tal de que fuese algo.
Esta opinión de doña Tránsito es la opinión de casi todas las madres de familia, y para mí son estas señoras más respetables que los padres, porque no tengo seguridad de que éstos lo sean.
Afortunadamente, la complaceré cuando yo sea Presidente del Consejo; porque uno de mis grandes proyectos es convertir el periodismo en una carrera del Estado; así doña Tránsito se quedaría tranquila, el Gobierno se quedaría tranquilo, y Moya, Cavia, Troyano, Francos, Ortega-Munilla, Arias, Suárez de Figueroa y otros, serán algo; ¡infelices!
Claro es que el periodista ha de ser sano y fuerte para resistir los peligros de los climas, y los peligros de la vida desarreglada. Así lo son.
Han de ser valientes, para no temer los terremotos, las inundaciones, las guerras, los motines, ni los desafíos, ni las denuncias con arreglo a las leyes escritas, ni las leyes escritas con arreglo a las denuncias. Así lo son.
Han de ser honrados, para no quedarse con el dinero de la caridad, según costumbre de ciertas personas que tienen fama de caritativas; para no explotar los reclamos como las cursis que tienen fama de distinguidas; para no llevarse el tintero de la redacción, como desapareció, en una reunión de cofrades, aquella escribanía de metal fino, según contaba Taboada; y para no tener deudas bochornosas, y mantener con decoro a sus familias. Así lo son.
Es necesario que sean instruidos, instruidísimos, con una instrucción vastísima, profundísima y sincerísima, porque lo han de saber todo en todos los instantes, supuesto que han de escribir sin preparación y han de explicarse con tan hábil pedagogía y con tan rara elocuencia que se hagan comprensibles para todos, porque realmente la Prensa tiene la positiva dirección intelectual de las modernas sociedades. Así son los periodistas.
Han de ser buenos, porque son el único (señor cajista, hágase usted el favor de componer ÚNICO con letras de cartel) consuelo permanente de los desesperados. Mi amigo Malagarriga sospechaba que Galeote cometió su crimen porque se creyó abandonado de la Prensa. En muchas ocasiones no hallaréis una autoridad que os ampare, un sacerdote que os confiese y un médico que os cure; pero si en la localidad donde estéis existe un periódico, hallaréis en seguida un periodista que os consuele y os defienda. Contad vuestras penas a cualquier redactor de El Correo Español o de El País, y los veréis siempre unidos para realizar una obra de bondad o de justicia. Y yo creo que si todos los desesperados frecuentasen las redacciones y se acostumbrasen a no esperar de ninguna autoridad ni de ningún santo, y a esperarlo todo de la Prensa, disminuirían extraordinariamente el número y la importancia de los delitos; porque creo que el hombre llega a ser malo cuando la virtud no le produce ni la más remota esperanza; y lo creo así porque el ser bueno es muy cómodo, y nadie deja esa ventura sino obligado por la necesidad. Yo mismo, si disfrutase de los dos grandes privilegios de los hombres libres, la ciudadanía y la propiedad; si yo supiese que me bastaba con ser trabajador y honrado para gozar como español de los derechos de ciudadanía, y como hombre sociable de los derechos de propiedad y no de los derechos a litigar, que esta es la propiedad actual, no agotaría mis nervios y mi vida en escribir de esto, y me limitaría a escribir a mi familia y algún cuento candoroso.
No es así, y siempre que se me ha perseguido, he hallado en seguida el dulce consuelo de la Prensa; y juro, en nombre de Dios, que la quiero tanto como a mi madre. A ambas acudiré siempre en busca de esperanzas, y para darles todo lo mío si de ello necesitasen. Dichosos los pueblos que tienen Patria y que tienen Prensa, y dichosos los desesperados que antes de robar o de asesinar o de suicidarse, se acuerdan de un periódico y van allí, y cuentan sus penas; porque todos, absolutamente todos los periodistas parecen ángeles, cuando escuchan el dolor ajeno; y, lo mismo que las madres con sus hijos hallan siempre energías y medios para defender a sus amparados. Así son los periodistas.
Claro es que han de ser muy laboriosos, porque necesitan trabajar mucho, aunque no tuviesen humor de ello; ni pueden, como en otras profesiones, fingir que trabajaron; y han de ser sobrios porque ganan muy poco, y han de...
-¿Se puede?
-Adelante.
-¿Todavía está usted trabajando?
-Haciendo que hago. ¿Y esa oficina?
-Como siempre. ¿No ha venido el cura?
-No, señor.
-¿Y el capitán?
-Tampoco.
-Pues en cuanto venga alguno empezaremos el tresillo, a menos que no le interese a usted mucho lo que escribe.
-Unas líneas acerca de los periódicos.
-Los pondrá usted de oro y azul.
-No, señor; ni consiento esa sospecha.
-Cálmese usted, amigo Lanza. Usted es muy vehemente, y yo le citaría a usted un periódico que no defendería usted.
-¿Cuál?
-Un diario.
-¡Imposible!, los conozco todos.
-Donde sólo hay colaboración: escrito sin gramática.
-Algún diario de oposición de los que le molestan a usted.
-Nada de eso. Las suscripciones se logran a sablazos.
-Muchas veces la necesidad...
-No por cierto. Es político y no tiene consecuencia política.
-Vivirá de una subvención.
-Ya le he dicho a usted que vive del sablazo. Publica artículos que deshonran y que matan y que arruinan.
-¡Diantre!
-Él ha llevado al pueblo a la revolución.
-¿Y no lo denuncian?
-Nunca.
-No lo creo.
-Créame usted. No tiene colaboradores fijos; nunca paga la colaboración, y muchas veces la cobra. La misma Academia Española dice de él que es mentiroso.
-Pero, ¿qué periódico es ese?
-¿Para qué quiere usted saberlo?
-Para decirles cuatro verdades a los redactores.
-Son muy perfectos caballeros. Allí quien manda es el editor.
-Pues a ese.
-Ese no se batirá con usted. Empezará por embargarle.
-¡Ah! Ya comprendo.
-Claro está.
-De modo que...
-Exactamente.
-¡Qué desgracia!
Noble Prensa Española: con tus grandes diarios, con tus grandes revistas, con tus miles de hojas llenas de poesía y de ciencia, de utilidad y de deleite; y con tu cachaza para soportar diariamente una nueva ley y una nueva denuncia, eres al fin, ¿te lo digo?; pues bien, eres, ¿te lo digo?: eres el suplemento ilustrado de la Gaceta de Madrid.
¡Pobre Prensa!
Desacato casero
He dicho en el capítulo anterior, que Ricardo no amaba a su hijo, y esto habrá satisfecho a los cuatro tontos y a los cuatro granujas partidarios de la policía irracionalmente organizada. Les habrá satisfecho, porque hallarán que exagero, y argumentador que miente, es vencido.
Voy a quitarles la satisfacción a esos señores, diciéndoles que, en mi humilde opinión, los polizontes pertenecen a la especie humana, y se distinguen de los demás hombres en que no se aman a sí mismos. Un policía puede amar a su madre, a sus hijos, a sus amigos y a sus paisanos, pero si se amase a sí mismo, dejaría de ser policía.
El desamor de Ricardo hacia Luisito no provenía de que Ricardo fuese polizonte, sino de otras causas; y voy a referirlas:
Una noche que Ricardo no tenía dinero le ocurrió la idea de robar en su casa.
La idea era vulgar, como dejo dicho, pues casi todos los hogares son víctimas de la rapiña de los amos, de los señoritos, de los criados, y, especialmente, de la señora de la casa. Y, como la idea era vulgar, la tuvo Ricardo; y la realizó.
Era domingo, y en aquella hora (las nueve de la noche), debía de hallarse Angelita en la casa de sus padres, y Tomás en el café, única distracción de que disfrutaba. Ricardo tenía llave de la cerradura inglesa que defendía la puerta del taller, que era también la entrada a la habitación.
Abrió Ricardo, convencido de que nadie le veía entrar; cerró en seguida, adelantó algunos pasos caminando a oscuras, y dijo:
-¡Angelita! ¡Tomás!
Nadie le contestó; estaba solo.
Entonces encendió una cerilla y fue hacia la alcoba de Angelita para descerrajar la cómoda.
Pero al pasar delante del cuarto de Tomás, vio dentro el baúl donde el oficial guardaba su hacienda.
Allí debía de estar el dinero que el señor Luis le dio por el traspaso del taller; y allí debían de estar las economías de aquel mariquita que no tenía vicios.
Ricardo no dudó; fue hacia el baúl; lo halló cerrado; volvió al taller; cogió un desclavador, y el pestillo, después de doblarse, se rompió.
Alzó Ricardo la tapa: ropa; y, en la bandeja siguiente, más ropa; y en el hueco inferior, ropa; pero entre ésta palpó Ricardo una caja, y tiró de ella; pero, seguramente, estaba atornillada al fondo del baúl. Una contrariedad, una pérdida de tiempo. A puñados sacó la ropa que rodeaba la caja; cogió ésta con las dos manos y tiró; crujía, pero seguía sujeta.
Era preciso arrancarla en seguida, y marcharse a escape.
Ricardo dejó de encender fósforos; se puso de rodillas, apoyó la mano izquierda en el borde del baúl, y con la derecha, armada del desclavador, empezó a apalancar por debajo de la caja; ésta crujía, iba rompiéndose, pero tardaba en quedar suelta.
Ricardo descansó un momento; sacó del baúl la mano derecha; soltó la herramienta para que los dedos quedasen libres, y respiró para desahogar el pecho, lleno de rabia y de espanto.
Entonces cayó con fuerza la tapa del baúl, y el fleje de su borde se clavó en la mano izquierda de Ricardo. El vivísimo dolor, unido al miedo del polizonte, le arrancaron un grito y le hicieron caer desvanecido, dejando la mano presa en aquel lazo.
En seguida sintió que le asistían, que le mojaban las sienes y que le libertaban la mano herida. Abrió los ojos, vio luz y a Tomás en calzoncillos y a Ángela en camisa.
Tomás concluyó de vendar con un pañuelo la mano, y Ricardo se levantó y fue a hablar, y hubiera hablado a no haber visto que Tomás pasaba de la boca a la mano un reluciente escoplo.
-¡Salga usted de aquí!
Ricardo fue hacia el taller, y después hacia la puerta.
-¡Ah; oiga usted!
Ricardo se detuvo.
-Deje usted ahí la llave de la puerta; ¡silencio, granuja! Aquí no puede usted volver a entrar sin mi permiso mientras yo esté aquí, y no me marcharé nunca.
Ricardo, lívido y tembloroso, dejó la llave sobre uno de los bandos.
-¡Otra cosa! Si usted habla, yo grito. Usted no tiene pruebas, pero yo sí; las lleva usted en esa mano desgarrada, y el baúl estará siempre como usted lo deja.
Salió Ricardo, cerró Tomás, volviose con Angelita al lecho y dijo a la jorobada.
-No sería malo que tomases algo para quitarte el susto y para que no se nos desgracie el chico.
Y Ricardo, que tenía conciencia de su degeneración, como hombre, no amaba a su hijo; y, como polizonte, estaba dispuesto a explotarle.
Otro gran poder
Santiago bajó a pie desde la casa del periódico hacia la Puerta del Sol. Ya en la calle, pudo convencerse de que le seguía un sujeto con el tipo de los chulos.
La persecución fue tan inmediata que el desconocido, viendo que Santiago se encaraba con él, tuvo que disculparse y dijo:
-Perdone usted; creí que era usted un amigo que me había encargado que se lo arreglase todo para irse de voluntario a la guerra de Cuba.
-Pues no, señor.
-Ya, ya lo veo; pero se parece a usted; claro, todos los que van son jóvenes, y hacen bien; si yo tuviese treinta años menos allá me iba. Empiece usted por que le dan a uno quinietas pesetas, que siempre vienen bien, séase para la familia si está necesitada, o para la novia si se queda en mal estado, o para uno mismo, porque esas quinietas arreglan a cualquiera.
-Pero no las darán en seguida.
-¿Que no? Mismamente al embarcarse en Cádiz o donde sea. Pero quiere decirse que si usted necesita antes algún dinero se lo adelanta a usted el agente, y luego él lo cobra sin usura y sin engaño. Con estas cosas de la milicia no se puede jugar.
-Y, ¿cuánto adelantan?
-Pues cinco duros, o media onza, o cincuenta pesetas, o cien pesetas. Claro, hombre, eso varía con los casos.
Imagine el lector, según le plazca, la continuación de este diálogo y sus consecuencias.
Una mañana salía Santiago de Madrid por la Estación de Atocha; la infeliz víctima de Ricardo Muñoz era soldado, iba de voluntario a la guerra, iba con otros muchos españoles a defender en Cuba nuestro territorio y nuestro honor; y Santiago, hambriento, casi desnudo y con siete pesetas en el bolsillo, sintió frío por la espalda y sintió que el corazón le latía con violencia cuando oyó las notas de la Marcha de Cádiz; cuando coreándola, gritaba un inmenso gentío, ¡viva España!; y cuando un grupo de generales, de jefes y de oficiales saludaba militarmente al montón de muchachos que iban sonrientes a dejarse matar en defensa de la patria, guiados por la sacrosanta bandera del regimiento.
Y el lector me perdonará que de este lugar de la novela arranque un artículo magistralmente compuesto y correctísimamente escrito que refería la vida y las hazañas de Santiago durante la guerra.
Claro es que yo alabo holgadamente el artículo porque sé que nadie ha de leerlo; y lo retiro, no por miedo a que se le juzgue, sino por miedo a que yo sea el juzgado.
La ley de la gravedad será buena o será mala, pero es ley de Dios y se cumple fatalmente sin intervención de las autoridades. Si fuese ley del Estado, y yo elevase un globo en la atmósfera, el vulgo ignorante creería que yo había infringido la ley; y, por bestialidad revolucionaria, aplaudiría frenéticamente; y aunque los altos magistrados supiesen Física, tendrían, por razón de Estado, que condenarme.
Suprimo, por consiguiente, mi admirable artículo hasta que me halle seguro de que saben Física quienes han de juzgarme y quienes han de leerme.
Pero aprovecho la oportunidad para decir algo que nunca vi escrito y que interesa a la patria y al Ejército; y que se me perdone la redundancia (que no es mía), porque ya sé que son filosófica y prácticamente comunes e inseparables los intereses del Ejército y de la patria.
Parece racional que, siendo el Ejército una masa de soldados, se pensase, para tener buen Ejército, en tener buenos reclutas. Es doloroso que a los niños de los pueblos no se les dé instrucción militar, que no se les dé ninguna instrucción, que se les deje morir de hambre, que se les abandone en sus enfermedades y que se les abandone a todos los malos contagios; pero es más funesto que el mozo, cuando va a ser recluta, haya perdido el buen sentido moral.
Sabe que su cacique es malo, y sabe que su cacique es todopoderoso. Y en estos conocimientos basa su criterio acerca de la organización social. Su cacique es más poderoso que el coronel que reparte los reclutas a los Cuerpos. Y si el coronel es más poderoso será más cacique, o sea, más malo; quizá cueste más dinero sobornar al coronel; pero se le sobornará seguramente.
El mozo entra en filas, y en seguida trata de sobornar al sargento. No lo consigue, y emplea el medio de dominar al cacique cuando éste no admite dinero. Se emborracha para tener valor, busca al sargento y le desafía. Cualquier cacique (que, desde luego, es cobarde), ante un mozo arrojado, transige y ofrece su protección y su amistad al madrugador atrevido; pero el sargento denuncia al soldado, y éste va al calabozo.
Desde allí escribe a su pueblo cartas dictadas por la ira y por el deseo de venganza; y el cacique las lee en alta voz, y por éste y por aquéllas se enteran los mozos y sus padres de que la disciplina es una barbarie, de que los sargentos y los oficiales y los jefes son unos verdugos, de que el rancho es mezquino y asqueroso, de que hace falta mucho dinero en gratificaciones para que el soldado no muera a puntapiés, y de que, pudiendo gastar ese dinero, es preferible redimirse, y no pudiendo gastarlo, es preferible desertar.
¿Quién niega la exactitud de este cuadro? Algún truhán interesado en ocultarlo o algún ignorante de la vida en los pueblos españoles.
Mozos acostumbrados a respetar esa vergüenza nacional que se llama cacique, y acostumbrados al triunfo de la perversión y de la procacidad, serán bestias a quienes se les pueda enseñar a alinearse, pero no serán verdaderos soldados, porque la milicia es la religión del honor. Por su honor juran los militares, con los tribunales de honor se hacen justicia y en el campo del honor ventilan sus agravios. Este ambiente de honor, este procedimiento de honor y esta finalidad de honor, son condiciones necesarias y esenciales de un ejército que ha de vencer o ha de sucumbir honrosamente, y ha de resolver aquellos problemas de sentimiento honroso que no pueden resolverse por cálculo de la conveniencia.
Y así como hoy no sería ejército regular y apto el dirigido por malhechores, y bien lo prueba el esmero con que nuestros oficiales son caballeros cumplidísimos, así, creo yo, salvando todos los respectos (que no sean de caciques), que no es ejército apto el constituido con reclutas de perversión moral creada por el ejemplo y por la omnipotencia del caciquismo.
Y así, digo yo que el más grosero insulto hecho a nuestro Ejército es prepararle conscientemente y deliberadamente reclutas educados en la más asquerosa perversión moral.
Y así, creo yo, salvando todos los respetos, que si un ministro de la Guerra pudo suprimir en un día los sargentos primeros, no sería imposible, y sería oportuno, que las autoridades militares suprimiesen en un día los caciques españoles.
¡Si el Ejército los exterminase!
No admito discusión sobre las consecuencias. Prefiero que un caballero pundonoroso tenga la arrogancia de pasar sus espuelas sobre mi cara a que un cobarde cacique tenga la villanía de robarme y de injuriarme eludiendo las prescripciones de un Código que yo cumplo fielmente.
Prefiero cualquier inquisición, en nombre de cualquier dios, a la más insignificante tiranía en nombre de la libertad.
Si yo fuese capitán general y tuviese el amor de mi patria y la adoración del Ejército, el cachito mayor de cacique sería de este tamaño. (Véase el punto).
Y una mañana regresó Santiago a la estación de Atocha.
En el tren había dormido, así le dijeron; y en Alcázar había tomado sopa y vino, se lo dijeron así. Lo cierto es que Santiago no se daba cuenta de ello. Recordaba que al desembarcarse en Cádiz le habían socorrido con unos duros, y le habían dicho que ya no era soldado: el contrato concluía.
En Cádiz muchos hombres le dieron de beber; pero no le dieron cama, ni medicinas, ni sopa; había que pedirlo y había que lograrlo.
Le gestionaron la inclusión en una lista de repatriados que el día siguiente iba a Madrid, y montó en el tren tiritando y sin haber comido. Supo que en Cádiz daban comida y mantas unos señores muy buenos y unas señoras muy hermosas; pero él no pidió y no le dieron nada.
En el pequeño espacio de su asiento de tercera tuvo sitio suficiente para enroscar el esqueleto cubierto de piel, y la fiebre le dio un sueño tan consolador y tan largo que Santiago llegó a la estación de Atocha sin el aburrimiento de los viajeros ricos.
En la estación no había música ni señores; una Comisión de la Cruz Roja, una Comisión de El Imparcial y algunos curiosos.
Le dijeron que se fuese al vestíbulo, y allá se fue; se sentó en un banco y la fiebre le dejó dormido.
Le despertaron y le dijeron que se fuese a la casa de El Imperial. En el vestíbulo habían repartido bonos; pero como él no pidió nada...
Empezó a subir la cuesta de la calle de Atocha y empezó a toser y a fatigarse. Comprendía que estaba muy malo, que necesitaba de muchas cosas, y que era preciso pedirlas; sí, era preciso acostumbrarse a pedir. Pero, ¿a quién? Pasaba entonces entre los estudiantes agrupados a la puerta de San Carlos. Le dejaron libre el camino, se descubrieron y gritaron ¡viva España! A Santiago le satisfizo el homenaje, y, por orgullo, no pidió a los jóvenes patriotas.
Siguió subiendo; la tos y la fatiga aumentaban. Comenzó el vértigo a iniciarse. Santiago tuvo miedo de morir, comprendió que necesitaba pedir para no morirse y extendió la mano hacia dos señores curas.
Los curas empezaron a protestar. Habían dado mucho dinero para socorrer a los repatriados.
Se hizo un corro y se habló como buenos españoles: todos a un tiempo y todos a gritos. Aquello era vergonzoso. El Estado se comía el sudor de los patriotas. Los ministros compraban casas con el dinero de la guerra; esto lo sabía todo el mundo (es lo que se dice cuando nadie lo sabe ciertamente). El Imparcial se comía el dinero de la suscripción, lo decía también todo el mundo. Además había muchos granujas que se fingían repatriados para vivir a costa de los buenos corazones, esto se veía por todas partes. Pero aquel parecía repatriado de verdad; se estaba muriendo. Acaso no lo fuese; hay algunos pillos que todo lo falsifican muy bien. Pues allí venía una pareja de guardias y lo aclararían.
Llegó la pareja, se enteró de lo que ocurría; y el guardia más antiguo se encaró con el repatriado, y colocándole una mano sobre el hombro...
El peso de la mano aquella bastó para hundir el cuerpo de Santiago, que cayó al suelo, dando contra un árbol la descarnada cabeza, que empezó a verter sobre la arena un reguerito de sangre.
En la Puerta de Atocha se decía que dos curas habían dado muerte a un repatriado; en la plaza de Antón Martín se dijo que un guardia de Orden público había concluido a tiros con un repatriado de Cuba.
A Santiago le llevaron en una camilla al hospital; y cuando el médico de guardia vio que la herida era leve, pero que la inaniación era extremada, dijo al practicante, encargándole la mayor reserva, que yo también guardo:
-¡Bah! Un Ejército que no tiene libertad, ni medios, ni derecho para defender a un soldado, ¿cómo va a defender la Patria?
La verdadera terapéutica
Cuando Santiago se dio cuenta de que vivía y comprendió que se hallaba en el hospital, sintió el frío del espanto.
Es necesario ser pobre para comprender el horror que el hospital produce.
Los socialistas majaderos, que suelen ser artesanos holgazanes con pretensiones cursis, se anotan como victoria (¡tiene gracia!) el haber conseguido una ley sobre accidentes del trabajo. Han sustituido los recursos de una caridad que pudiera ser inagotable (y que ya no es preciso ejercerla), con unas pesetitas tan escasas o tan litigadas, que aseguran el hambre del paciente durante su enfermedad.
Y el hospital sigue siendo un matadero, porque al hospital no va ninguno de los señores que informan las leyes.
Mucho aterra el hambre al pobre, pero sabe que hallará una limosna que le remedie. Mucho aterra la cárcel al pobre, pero sabe que le darán un defensor; uno de esos jóvenes cuya viril cabeza parece rodeada de un nimbo de gloria, y que allá, en los estrados de las salas de justicia, dicen siempre lo mismo con palabras que perfuman de amor los ojos y los corazones.
«No habéis probado que mi defendido sea el autor de ese delito, y no le debéis castigar. Pero si lo probaseis, debierais tener en cuenta que habría cometido ese delito impulsado por una ley de Naturaleza, que si es fatal, puede lanzarnos a todos nosotros por igual camino; y si puede eludirse, por la educación o por la riqueza, no debe constituir pregón de ignominia para este infeliz a quien quitasteis los medios de ser rico y de ser culto».
Lo que aterra al pobre es el hospital, porque no es templo de la caridad, sino alcázar del egoísmo. Donde nadie puede servir al prójimo, porque no hay quien (aun para vivir miserablemente) no haya de quitar algo del amor, de la medicina y del alimento que el enfermo necesita.
Allí, por decoro del Estado y de la humanidad, debiera todo ser gratuito, y allí todo cuesta dinero; dinero para el conserje, dinero para el practicante, misas y velas para las hermanas, cigarros habanos para el doctor y para el administrador y para el visitador. Y si no se hace esto, ¡a morir!; porque el hospital le dice al enfermo: «No te doy de comer y prohíbo que te traigan comida; si la quieres, dame dinero».
¡Preciosa campaña para el doctor Tolosa Latour, cuyas virtudes referimos todos, y resumió don Ángel E. Caro, diciendo:
Atrévase mi ejemplar amigo a dignificar el hospital, y verá con qué desvergüenza le despluman sus alas de ángel.
Entretanto yo pido con todas mis energías que se entreguen los hospitales a los frailes curanderos y a las monjas enfermeras, porque prefiero la Inquisición en nombre de cualquier Dios, a la Inquisición en nombre del perro chico.
Hace muchos años anuncié que abortaría una revolución de comerciantes, y así ha sucedido; hace muchos años anuncié que triunfaría una revolución de enfermos, y así sucederá. Revolución de enfermos fue la que produjo la matanza de los frailes.
Y es que el pueblo necesita salud y música; un pueblo sano y alegre no protesta, y transige con los sarcasmos del Sufragio Universal. Esto lo sabe cualquier estadista, y no lo saben los nuestros, porque son majaderos de siempre y ministros de un día.
Ya verán lo que ocurre cuando se desarrolle una epidemia, cuando cada hombre huya de los demás por miedo al contagio, cuando no haya camas en los hospitales, ni pan ni leche para los enfermos, ni consuelo para los agonizantes, ni ropa limpia, ni médicos, ni luz clara en plena noche, ni rayos de sol en pleno día. Cuando dentro de los hospitales, que parecen cárceles malas (las cárceles buenas debieran parecer palacios), mueran los enfermos hambrientos en las gradas de las escaleras, alrededor de los caloríferos y al pie de los tragaluces; y mueran, no por asfixia, con las manos abiertas, sino con los puños cerrados, por congestión del cerebro, agotados por la ira, maldiciendo de la sociedad en que han vivido y de aquel hospital donde los médicos ganan una limosna y necesitan estar ausentes para lograr el sustento de su familia; donde las hermanas, famélicas, rezan a San Rafael, según se lo ordena el prelado, y no cuidan a los enfermos según se lo ordena su vocación y su instituto; donde el administrador no puede centuplicar los panes y los peces, y contentar con buenas palabras a los abastecedores que no cobran; y donde el director dice:
Cuando ante las puertas de los hospitales, en la vía pública, ruja la muchedumbre, viendo los enfermos que mueren en el arroyo y viendo que allá dentro no se puede llegar porque no se tiene suficiente influencia para conseguir un pase; y que aquella carne querida por la que se luchó en el taller, en el campo, en el bufete, en la guerra, se muere hambrienta, porque si hubo dos reales para regalarle un pan, no hay dos reales para regalar al portero.
Ya verán entonces que alguien publica la lista de las haciendas robadas a los hospitales, y explica el origen de muchas fortunas; y ya verán cómo los poderosos que no hayan huido de la peste no podrán huir del motín, que pondrá una horca en cada farol, ante los aplausos de los soldados que no harán fuego sobre la muchedumbre, porque también ellos pensarán que acaso, al día siguiente, les lleve la epidemia a uno de esos hospitales militares que parecen pocilgas, y que son un grosero insulto hecho al más patriota de los ejércitos.
Y aunque se llegue a la locura en el saqueo y en la matanza, nadie tocará a la carne y a los bienes de Castelo, de Rubio, del Marqués de Cubas y de cuantos han hecho su nombre popular y bendito en las salas de los Hospitales, que NUNCA merecen la visita de esos poderosos y de esos cursis que van a todos los teatros, a todas las ruletas, a todas las casas de lenocinio y a todas las ejecuciones capitales.
¡Pobres médicos! A veces lucháis vergonzosamente por un panecillo y salváis al enfermo, para matarle después hambriento o abochornado por su deuda. Pensad que la Iglesia tiene consigo las multitudes, porque siempre da un consuelo para los dolores de la conciencia, y que el apoyo de las muchedumbres le da su influjo sobre la escéptica aristocracia.
Pensad que también vosotros seríais poderosos, si pudieseis dar siempre un consuelo para los dolores de la carne.
Pensad que los productos de la justicia son para los letrados y los curiales, y los productos de la fe, para los sacristanes y los clérigos, y que los inmensos productos de la caridad no son para vosotros, porque habéis consentido que los administren, y los usufructúen, y los roben, cuatro caciques sin vergüenza.
¡Pobres médicos!
¿Qué noción tenéis de vuestra nulidad, que así olvidáis la razón que os asiste, la ley que os ampara y el decoro profesional que os obliga?
Estoy harto de ver directores generales de Sanidad, que son doctores ricos afamados, ilustradísimos, diputados a Cortes, directores de periódicos, hombres poderosos, libres y correctísimos, que no se atreven a perseguir a los sumisos consentidores y alcahuetes de la beata que receta oraciones, del entrometido que receta emplastos, del fraile que cura el cáncer del estómago y la hipertrofia del corazón, del canalla que facilita abortivos y del vividor que explota la dermis y la obscenidad ajenas.
¡Pobres águilas que se dejan picar por las gallinas!
¡Pobres médicos!
Cuando Santiago comprendió que se hallaba en el hospital, sintió el frío del espanto.
Oyendo el murmullo de las conversaciones, algún quejido, y el continuo golpear de la mampara, pasó Santiago la tarde. Encendieron las luces, llegó la noche, y adormecido por la canturia del rosario, rezado en un rincón de la sala, se durmió Santiago sin haber comido y sin que nadie le hubiese molestado. Al amanecer tuvo sed, y bebió de un agua blanquezca que le dejó la boca pastosa; volvió a dormirse; se despertó a las siete, y oyó desperezos y lamentos, el ruido que producían los mozos al hacer la limpieza, y la conversación de dos vecinos que esperaban coger el alta aquel mismo día.
A las nueve llegó el doctor con su acompañamiento de practicantes, mozos, Hermanas y amigos.
-¿Y éste?
-Vino ayer; le vio don Matías.
-¿Sin novedad?
-Sí, señor.
Siguió adelante. El general silencio de la sala hacía más perceptibles las palabras del enfermo y del practicante al acercarse a cada cama. En ésta se reía, en aquélla se lloraba; más allá, hablaba el médico, pero callaba el enfermo; en otra cama se oía un grito de dolor; en otra no se oía nada: las cortinas estaban corridas: el enfermo había muerto durante la noche; los mozos llevarían el cadáver al depósito y el hospital heredaría las ropas del muerto.
Santiago sintió el frío del espanto. Volvieron a colocarle a la cabecera la jarra del agua blanquizca, y Santiago la bebió con ansia; tenía sed y aquella medicina le había facilitado un sueño tranquilo. Se debía tener fe y esperanza en las medicinas, y en los médicos y en aquellos practicantes de las blusas y en aquellas hermanas de las tocas. ¿Qué querían ellos?; pues curar, curar a todos. No era el hospital tan malo como lo pintaban las gentes. Y Santiago, presa de la fiebre, volvió a dormirse, soñando que la medicina de la jarra le curaba en seguida; que él ponía una taberna con el dinero que le diese el Gobierno, y que Muñoz llevaba muchos meses enterrado en el camposanto.
Se despertó y buscó la jarra; se la habían llevado, y Santiago se calló y volvió a dormirse. Cuando abrió los ojos miró a la tabla que había en la cabecera; la jarra estaba allí, y Santiago bebió con avidez; se bebió toda la medicina y se sintió muy aliviado.
Con los ojos abiertos, ni miraba ni veía, cuando le volvió a la realidad la voz de un sujeto que se acercó a la cama.
-¿Usted fuma?, vecino.
-Sí, señor; pero no tengo tabaco.
-Pero si yo vengo a ofrecérselo. ¿Tiene usted calentura?
-Creo que no.
-Porque si el fumar ha de hacerle daño...
-No, señor.
-Pues tenga usted.
-Muchas gracias. -De modo que no tiene usted tabaco.
-No.
-Pues dicho que era usted un repatriado que venía de Cuba.
-Sí, señor.
-¿Y no trae usted tabaco?
-No, señor.
-Pues, ¿qué trae usted de allá?
-¿De allí?, pues no traigo nada.
-Pues si todos los empleados hubieran hecho lo mismo.
-Ea.
-Me parece. ¿Y usted trae alguna herida?
-No, señor. Es que me caí en la calle de Atocha.
-Tropezaría.
-No, que me dio un desmayo.
-El hambre que traen ustedes, es verdad.
-Algo de eso.
-Pero aquí todo se lo tienen a ustedes preparado, y le llevan a usted a su tierra sin costarle nada.
-Yo soy de Madrid.
-Mejor que mejor. ¿Y tiene usted familia?
-Ninguna. Es decir, aquí ninguna. Tengo familia de mi padre en Vilaldea.
-Eso es tierra mía, de mi provincia; yo soy de Brañas; es verdad.
-Mi padre era gallego.
-Ya, ya; pues hombre, si fuera usted allí, se ponía bueno en seguida. ¡De Vilaldea! ¡Vaya! Pues doña María también es de Viladaveiga. Sí que lo es.
-No la conozco.
-¿A quién?
-A doña María.
-Pues ya la verá usted, porque todas las mañanas ha de venir a verme, y en cuanto yo se lo diga que usted es de allá, no hay más que decir. Y como buena, es buena, y con poder; porque es el ama de gobierno del señor duque.
-¿Qué duque?
-Mi amo; vamos, que lo será; porque ella me lo ha prometido por él. Mi trabajo me cuesta, porque ya ve usted si estoy entrapajado. Ea, a curarse. Había llegado el practicante. Humedeció con un líquido incoloro el vendaje que cubría la cabeza de Santiago, y se marchó sin hablar palabra.
-¿Le duele a usted?
-No, señor.
-¿Qué busca usted?
-Voy a beber la medicina de la jarra.
-¿De esa?
-Sí.
-Pero eso no es medicina.
-¿Que no?
-Como que eso es leche.
-¿Leche? Pues no sabe a leche.
-Leche de hospital. No beba eso. En cuanto el practicante se vaya de la sala yo le traeré a usted cosa mejor.
Y cuando el practicante se fue, el gallego le trajo a Santiago pan muy tierno, un gran filete de ternera y media botella de buen vino manchego.
-Y si quiere más, dígalo, porque a mí doña María ha de traerme lo que yo no me coma y más. Por supuesto, que ya ve usted que me quedé sin un hueso sano.
-Y, ¿qué fue eso?
-Pues el amo, vamos el que lo será, que ha venido en el automóvil y me coge, y allá va ese hombre, y me trajeron aquí, es verdad. Y yo doy las declaraciones a favor de él, y ya ve usted que se me cuida y mi mujer está sin trabajar y cobrando un tanto, y de que yo salga de aquí, que ha de ser muy pronto, nos vamos a una portería de una casa del amo, y a mí me colocarán. La suerte de los hombres, que ninguno sabe dónde la tiene; es verdad.
La carne, el pan y el vino hicieron su efecto, y Santiago durmió soñando que el duque hacía una guerra, y a todos sus soldados les zurraban, y doña María les repartía a todos chuletas y buen vino y pan muy blanco, y todos subían sin caerse la cuesta de la calle de Atocha.
Al día siguiente, se acercó doña María a la cama de Santiago, y le trató atentamente, pero sin llaneza. Román le había dicho que el padre del repatriado era de Vilaldea.
-¿Y se llamaba?
-Ramón Albo.
-¿Entonces, eres nieto del señor Juan el que llevaba el molino de Vilaldea?
-Sí, señora; como que yo estuve en el pueblo cuando murió mi padre, y viví en el molino con mi abuelo, que ya ha muerto.
Doña María prometió a Santiago interesarse por él, y repitió altivamente que su recomendación valía tanto como la mejor de todas.
Cuando Román y Santiago se quedaron solos, afirmó Román que doña María estaba en lo cierto, que ella entraba allí diariamente y que era más ama que nadie.
Efectivamente, las Hermanas visitaron a Santiago, le encargaron que se levantase y le harían muy bien la cama con otro colchón y otras ropas, y se aseguraron que le curarían los Sagrados Corazones.
El practicante volvió a humedecer el vendaje; notificó a Santiago que se le daría ración especial; le encargó se quejase de hambre en la visita del médico, y le aseguró que la medicina le curaría irremisiblemente.
Santiago, satisfecho y esperanzado, se durmió, convencido de que las gentes del hospital obedecían, por la representación de doña María, los mandatos del duque, que este era la verdadera caridad, una caridad efectiva; y que un hombre, que podía consolar y consolaba, era el único que podía tener derecho a atropellar en automóvil a los pobres.
Y ya Román no se separó de Santiago; tuvieron las camas próximas, y doña María regaló a los dos.
Una mañana Román fue dado de alta previas las fórmulas legales, y cuando llegó doña María dijo a Santiago.
-Ahora no vendré yo, porque no estaría bien; pero vendrá éste todos los días a traerle a usted lo que necesite; y el día que se vaya usted, que será muy pronto, se va usted a la portería que se les ha dado a estos; ¿sabe usted las señas?
-Sí, señora; es usted muy buena. Dios se lo pagará a usted.
-No hablemos de eso. Se va usted allí derechito y que me avisen, y yo le diré a usted si le he encontrado colocación; por supuesto, si le conviene a usted.
-Señora, yo haré lo que usted me mande.
-Es usted un niño y está usted llorando como una criatura.
-Es que usted es muy buena.
-A cuidarse, a comer y a vivir.
Ocho días después, Santiago, todavía muy flaco, muy pálido y muy débil, salió del hospital.
Pasó por delante de San Carlos.
-¡Bah! ¡Los médicos! Pero si el médico es el que cura, ¿quién es el médico, el verdadero médico? ¿Quién? El duque.
Lo que se llama aristocracia
El celibato del clero es una desgracia para los sacerdotes, para la iglesia y para las naciones católicas.
El celibato eclesiástico no es dogmático: lo han defendido los curas jóvenes, y lo soportan los curas viejos.
El celibato priva al sacerdote del amor de todos y del amor a todo, que son los amores que, con el suyo de ella, proporciona la mujer.
Ser casto sin justificación fisiológica y sin justificación patológica, es una horrible desventura; eso lo saben por experiencia todos los españoles, incluso los sacerdotes.
La iglesia pierde altezas como quien ordena o consiente un absurdo; pierde altezas porque expone al sacerdote a ser pecador; y pierde altezas si no castiga (como generalmente no lo hace, ni puede hacerlo) el pecado del sacerdote. Además, pierde la tribu de Leví, cuya importancia no se ha comprendido bien, no llena los seminarios con jóvenes educados y aficionados por sus legítimos padres (sacerdotes) a la misión evangélica y a la misión pastoral, y renueva el clero con infelices a quienes la miseria o la ineptitud, y siempre la recomendación del párroco (acaso padre pecaminoso del seminarista), llevan a una carrera que precisa vastos estudios y constantes sacrificios, que sólo realiza bien una decidida vocación.
Y las naciones católicas se hunden porque pierden la familia, que es la base de la nacionalidad. Si la religión es excelente y si el cura es excelente, la castidad es una excelencia, y natural es que se imite o se aparente. Si se imita, la procreación desaparece; si se aparenta, desaparece la familia, porque siendo el amor carnal motivo de vergüenza, ha de realizarse con pérdidas del decoro propio, a hurtadillas, con los malditos caracteres de la prostitución, aunque se realice en el tálamo de dos esposos unidos por la bendición del sacerdote.
Y las sociedades donde la castidad es una excelencia, van a la barbarie. Barbarie positiva en que no creemos (y por eso la negamos), porque no la vemos desnuda lanzando flechas en los bosques. Inquisición brutal que producía espanto en aquellos pueblos, cuya grandeza de alma se denunciaba en la grandeza de alma de sus héroes. Inquisición aún más brutal ahora, y que no apercibimos, porque todos somos inquisidores, porque todos odiamos a nuestro prójimo, y porque de nuestra pequeñez es pregón elocuente el alma misérrima de nuestros gobernantes. ¿Qué amor podrá esperarse de los hombres cuando han prescripto que sea vergüenza el amor de la pareja humana, que es un amor fatal, encantador e inofensivo?
¡Dichoso el hombre que ama a las mujeres, porque lo amará todo!
¡Dichoso quien todo lo ama, porque basará su bien propio en el bien ajeno; porque no se asociará a ninguna empresa de injusta persecución ni de exterminio, y porque velará sin angustia y dormirá sin remordimiento! ¡Dichoso quien por amor logra la enemiga de los anafroditas, del vulgo y de las autoridades!
¡Dichoso quien todo lo ama, porque perdonará las injurias y no vivirá con el torcedor de la venganza proyectada, y con el torcedor de la venganza satisfecha!
¡Dichoso quien, además de amarlo todo, ama a la mujer del cacique, porque contribuirá a su tranquilidad propia, a la tranquilidad de ella, a la tranquilidad del otro y a la tranquilidad del municipio, de la provincia y del Estado!
Doña María de los Dolores Ruiz de Salazar, viuda del general Gutiérrez, se halló rica, vieja, sin hijos y encargada de la educación y de los bienes de dos sobrinos; la señorita Remedios Gutiérrez, hija del famoso capitán de lanceros, y el señor don Ricardo López Ruiz, hijo de una hermana de doña Dolores y del opulento millonario don Darío López.
El capital de Remedios no era cuantioso: algunas láminas de renta perpetua, algunos derechos hipotecarios, la ruinosa casa palacio de Madrid, y algunas tierras, y un caserón muy grande en el pueblo de Valdezotes de Abajo. Remedios había heredado de su madre el título de duquesa de Valdezotes. El capital de Ricardo era inmenso.
Remedios, huérfana de madre, vivió con el famoso capitán hasta que éste murió en un desafío. Pocos días después murió de la gripe don Darío, que ya era viudo; y doña Dolores vino de Cannes a encargarse de los sobrinos, se instaló en el palacio de los duques y siguió llamándose La generala.
Pasado el primer mes de luto, se ofreció cortésmente la tía a la Madre Superiora del Colegio de Religiosas del Amor Bendito, y el Padre Superior del Colegio de Escuelas Vaticanas, dirigido por Reverendos Padres de la Salud Espiritual. Los dos superiores visitaron a la señora, y a Remedios la llevaron al colegio de las monjas, y a Ricardo le llevaron al colegio de los frailes.
La generala, para orientar la educación de los niños, se expresó así: Remedios es hija de un hombre vehemente, que se casó depositando a su novia, a quien enloqueció de amores. El capitán no hizo carrera, porque era un militar dispuesto a la indisciplina. La aristocracia de su mujer no le interesó nunca, y casi se avergonzaba de ser duque. Finalmente, murió batiéndose con otro calavera, por culpa de una bailarina. Era preciso destruir los gérmenes de irreflexión que Remedios hubiese heredado de su padre. Era preciso que Remedios fuese una señorita distinguida, que supiese lucir su corona ducal, y que no se aviniese con las democracias ridículas, con nada que fuese grosero. En una palabra, elevar muy alto el espíritu sobre la materia. Respecto a Ricardo, convenía recordar que el difunto señor López apenas sabía leer y escribir, que por su ignorancia y por su sencillez casi rústica no pudo llegar a ministro, y que, si bien Ricardo debía conservar de su padre el buen talento natural y la buena suerte en los negocios, no debía conservar la irreflexión con que el millonario ejercía la caridad sin consultar con las personas piadosas, y se acomodaba el regalo sin consultar con las personas de buen tono. Era preciso que Ricardo aprendiese y que se aristocratizase. En una palabra, elevar muy alto el espíritu sobre la materia.
Íbamos en el expreso de Andalucía dos monjitas del Santo N., un cosechero de vino de Jerez y éste su servidor de ustedes.
Hablábamos del atraso de España, y el cosechero dijo a las monjas:
-Yo tengo una hija, y hallándome en Marsella, donde he residido muchos años, llevé a mi niña a un colegio dirigido por ustedes; confieso que la educación era esmerada, y que mi hija aprendió bien la lengua francesa, la Historia francesa, la Geografía francesa y cuanto debe saber una francesa instruida y buena. Ahora vivo en Jerez y tengo mi hija en Sevilla, en un colegio dirigido por ustedes; allí ha olvidado lo que aprendió en Marsella, y sólo ha aprendido a hablar un lenguaje impertinente y chulesco, algunas canciones picarescas, a ofender a sus padres y a coquetear con los jóvenes. ¿En qué consiste que sean tan diferentes dos educaciones dadas por las mismas personas?
-Pues consiste en que nosotras necesitamos vivir de la enseñanza, y enseñamos a gusto de los padres. Advierta usted en el colegio que es usted un español excepcional.
Las maestras de Remedios y los maestros de Ricardo cumplieron religiosamente la misión que les había confiado doña Dolores.
La generala, que conocía bien a las gentes de iglesia, porque les había matado el hambre muchas veces, supo que a Remedios no le enojaría ser monja, y sacó inmediatamente a la niña del colegio, y la llevó consigo al palacio de los duques. Remedios tenía diecisiete años. Ricardo tenía veinticinco; y terminaba, bajo la dirección de los reverendos Padres, la carrera de Derecho. Entonces fue cuando la generala proyectó la boda de la duquesita con el millonario, y, para conseguir su propósito, se valió de don Saturnino.
Y diré quién era don Saturnino.
Don Saturnino era asturiano, y, por consiguiente, era hombre listo; porque nunca hubo un asturiano tonto.
Cuando Saturnino llegó a la corte, bajo la protección de un tío de él y cobrador de una casa de banca, entró de lacayito, al servicio de los duques de Valdezotes. La madre de Remedios era entonces una niña.
Saturnino llegó a ser una necesidad en el palacio, singularmente para don Manuel, que era el apoderado general de aquella casa, abogado conocidísimo en Madrid, y que obligó a los duques a sostener un pleito que duró veinte años y que perdieron sus excelencias con la mayor parte de su fortuna. Esta ruina retrajo a los aristócratas pretendientes de Remedios (madre), y facilitó a Gutiérrez, simpático oficial de caballería, la mano de la duquesita. Ya entonces, don Manuel, viejo y sin la confianza de los duques, estaba sustituido de hecho por don Saturnino, a quien trataban así los criados, y que cobraba, pagaba, contrataba, y huía de los tribunales de justicia.
Finalmente, el capitán Gutiérrez plantó en la calle a don Manuel, apoderó a don Saturnino, y éste pasó de sus habitaciones modestas a las confortables del apoderado general. Salomé se alegró muchísimo.
Y ahora veamos quién era Salomé.
Cuando doña Remedios (madre) era mocita, tenía a su servicio inmediato una muchacha de diecisiete años, natural de Valdezotes de Abajo, y llamada María Salomé. Cayó ésta enferma de viruelas, y para no llevarla al hospital y para evitar el contagio a la duquesita, se instaló a la variolosa en las apartadas habitaciones de Saturnino. Cuando Salomé sanó, quedó horriblemente desfigurada, y fue a Valdezotes para terminar la convalecencia. Algunos meses después volvió al palacio, pero antes, la tía Ceferina, enseñaba a los vecinos del pueblo una hermosa nena que la habían entregado en la Inclusa de la capital.
Los duques y la duquesita, cuando volvió Salomé, se hallaron en el conflicto de despedir injustamente a la sirviente, o soportar aquel monstruo de fealdad; y don Saturnino resolvió el conflicto sometiéndose a que Salomé le sirviese de criada.
Poco después, se casó la duquesita con Gutiérrez; sustituyó don Saturnino a don Manuel; nació doña Remedios (hija), y cuando ésta tenía cinco años, la señora Salomé trajo de Valdezotes a la ahijada de Ceferina, para que la nueva duquesita tuviese en María una compañera con quien jugar y una esclava a quien reñir.
María se aprovechó hábilmente de las lecciones que recibía Remedios, y ésta, en lugar de sentir envidia, sintió admiración por aquella aldeana, guapa, robusta y de superior inteligencia.
Murió la duquesa, murió el capitán, fue Remedios al colegio de las monjas, y en el palacio vivieron la generala, don Saturnino, encargado también de los asuntos de esta señora, y María, que intervenía en todo con acierto.
A los dos años murió Salomé.
Y cuando la generala pensó en casar a Remedios con Ricardo, encargó del proyecto a don Saturnino.
El señor administrador recogió al nuevo licenciado en Derecho, le trajo a la casapalacio, donde estaba la duquesa, y se lo llevó a París. Al mes siguiente, Ricardo escribía a Remedios una declaración formal.
En seguida, la generala apresuró el casamiento, para que ninguno de los enamorados perdiese la buena ocasión, para dar por terminada aquella curatela, y para volverse a Cannes, donde era de buen tono apuntar en la ruleta, y donde abunda esa gente fina que está muy mal educada.
Se acordó que el día de la boda saldría la generala y los esposos en el expreso de Barcelona, donde se detendrían un momento, continuando luego su viaje a la frontera, y separándose en Narbonne. Desde este punto, la tía marchó hacia Cette y Marsella, y los recién casados a Lourdes, a donde llegaron a media noche.
La venerable Madre Superiora del Colegio de Religiosas del Amor Bendito, y el reverendo Padre Superior del Colegio de Escuelas Vaticanas, habían cumplido. En sus educandos, el espíritu, apenas ennoblecido, estaba muy por encima de la materia brutal y obstinadamente empobrecida.
Algún día se estudiará ese cretinismo característico producido a la juventud por todos sus maestros. Por todos. Mientras el Estado confunda estúpidamente la educación con la enseñanza, y mientras el Estado tenga enseñanza oficial, no será posible en el país una buena enseñanza y una buena educación. Yo he conocido al Estado anticlerical, y de los adoquines de la calle salían maestros con chaquet, con soberbia y con la cabeza vacía, y llenaban los claustros de las Universidades viejas y de los Institutos novísimos. He conocido al Estado clerical, y de los pepinos de las huertas salían escolapios y jesuitas con ropón, con soberbia y con la cabeza vacía a imponerse en todas las Universidades viejas y a monopolizar todos los Institutos novísimos. Y si mañana el Estado es decididamente militar, los cien sabios que haya ya en el Ejército no bastarán para mangonear todas las escuelas, todos las Institutos, todas las Universidades y todos los centros docentes; y será preciso sacar de los cascos de los caballos unos maestros majaderos con espuelas, con soberbia y con la cabeza vacía.
Ricardo vislumbraba el matrimonio a través de la obscenidad. Y ésta la había conocido y la había saboreado en el colegio, donde los alumnos tenían libros y estampas de la más asquerosa lujuria, y en París, donde don Saturnino, para convencerse de las disposiciones viriles del futuro duque, le había dejado en libertad de enviciarse. Y Ricardo, viendo a la duquesa flaca, fea, acostándose como una criaducha, huyendo de toda alusión carnal y rezando inoportunamente, dedujo, en buena lógica, que su mujer era un convencionalismo social, necesariamente soportable, y se dispuso a soportarla.
Remedios tenía del matrimonio un conocimiento dogmático y un conocimiento por presunción. El conocimiento dogmático se lo había dado la generala diciéndole: La mujer no tiene que hacer más que obedecer a su marido; y, si no lo hace, ha de buscar la manera de que el hombre no se entere. El conocimiento por presunción, tenía esta historia: Enseñaba ella a una niña, que María fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto; y volviéndose a la profesora, preguntó:
-¿Qué es el parto?
La hermana repuso secamente:
-Continúe usted enseñando la lección, señorita.
Remedios no volvió a insistir en tal pregunta.
Poco tiempo después supo que la hermana de una compañera había muerto de parto. Remedios se calló.
El día de la festividad de la Purísima, patrona del colegio, el predicador, económico y con pretensiones de erudito, habló en su sermón de la flecha del parto. Remedios no pidió explicaciones.
Pero viviendo con la generala, aprovechó una ocasión oportuna, y preguntó a María lo que era el parto.
-¿Pero usted no sabe nada de eso?
-Yo, no.
-Pues ya lo sabrá usted cuando se case.
Y Remedios, cuando se acostó en Lourdes, esperaba que Ricardo se lo dijese; pero estaba decidida a no obedecer a su esposo, sin que éste se enterase, y huir del parto, que mataba, que arrojaba flechas, y que debió de ser un grande martirio de la Santísima Virgen.
Acababa don Saturnino, el apoderado general, de leer la carta de su ama, y llamando a un criado, le dijo:
-A doña María, que la ruego pase por aquí.
Este tratamiento y estas atenciones para con la ahijada de Ceferina, merecen una explicación previa.
Cuando a Salomé le dijeron que se preparase a bien morir, conversó secretamente con María, que llamaba señor a don Saturnino. Y cuando éste volvió del entierro de Salomé, oyó que a la puerta del despacho llamaba María, diciendo:
-¿Da usted su permiso, don Saturnino?
-Adelante.
Llamarle don Saturnino aquella moza, que ya era el ama de gobierno del palacio, fue una revelación para el apoderado general.
-¿Qué querías?
-¿Necesita usted algo, don Saturnino?
-No, nada.
-Pues me voy.
Pero antes de dirigirse a la puerta, fue a la consola, cogió el retrato de Salomé, lo besó llorando, y, con los brazos abiertos, se fue hacia don Saturnino, quien la estrechó cariñosamente y la llenó de besos la cara y las manos. Padre e hija no se dijeron nada, ni era necesario: se habían comprendido.
El día siguiente, y por orden de la generala, la servidumbre llamaba doña María al ama de gobierno de la casa-palacio de la señora duquesa. Padre e hija no volvieron a recordarse el lazo que les unía; pero a menudo, don Saturnino daba a doña María noticias como las siguientes:
-He comprado a tu nombre, y muy barato, el huerto de Valdezotes. Como tus ahorros no eran suficientes, la señora generala ha dispuesto que te adelante tres onzas y que te suba el sueldo a ocho reales. Dale las gracias.
-En este legajo, donde están los papeles que te interesan, he guardado una carta de Martínez, el lotero, enviándome los quinientos duros, que por orden tuya he cobrado, del número 1.936 que tú misma compraste, según él me lo escribe.
-La señora generala ha dispuesto que a tu favor te aplique el beneficio de dos y medio por ciento sobre el líquido de las cuentas que pagues, y el treinta por ciento de la reducción obtenida en dichas cuentas. Dale las gracias.
-Por setenta duros, y a pacto de retro, te has quedado con la casucha del tío Ungido. Vale poco, pero es de piedra sillería hasta los aleros; y como está medianera con el huerto y enfrente de la parroquia, puedes ya tener en el pueblo la mejor finca, que va desde la plaza hasta el río.
-Como recompensa a lo bien que me has asistido durante mi enfermedad, he dicho a la señora generala que yo pensaba regalarte doscientos duros. No me interrumpas. Y la señora me ha dicho que te agregue mis honorarios de administración durante el tiempo de mi enfermedad, sin perjuicio de que yo también los perciba. En tus cuentas anoto esta manifestación y te ingreso lo dicho y mis honorarios, que también te regalo. Todo ello lo he invertido en papel del Estado, porque no quiero que compres más bienes en Valdezotes. Me he propuesto justificar tu capital; y que, además, no produzca escándalo.
-Ayer, antes de marcharse los señores, les pregunté si tenían algo que advertirme respecto a la servidumbre, y dejaron el asunto a mi resolución. La señorita Remedios dijo que a ti no te podía considerar como sirviente; la señora generala prometió enviarte desde Marsella una joya; pero como yo le recordé la sencillez con que vestías, me dijo que al vender sus láminas de la Deuda, te reservase un título pequeño. Y mañana, aprovechando la tranquilidad en que nos deja el viaje de los señores, iremos al Banco para crear a tu nombre un depósito de tu papel y una cuenta corriente, donde te abonarán los intereses. Así, sólo tienes que molestarte en firmar talones cuando necesites dinero.
-¿Y a qué nombre se abrirán el depósito y la cuenta?
-Tú eres María Santa Cruz con todas las formalidades legales. Con ese nombre te has educado y con ese nombre contratas desde que eres mayor de edad. ¿Qué dices a esto?
-Que estoy conforme. Algo he de hacer yo para defender la honrada memoria de mi madre.
Doña María, llevando a la mano una carta abierta, entró en el despacho de don Saturnino, que la enseñaba otra carta. Se rieron, cambiaron los papelitos y los leyeron silenciosamente.
-¿Qué te parece?
-Era de temer.
-Pero esto puede producir graves consecuencias.
-Usted procurará que no se arruinen.
-Seguramente.
-Y yo procuraré que no se aburran. Ricardo escribía a don Saturnino:
«Conviene que cerca de mi despacho se ponga una cama para mí, por si la señora necesitase algún día dormir sola en la cama grande».
Y Remedios escribía a María:
«Ponme una cama pequeña cerca de mi tocador; el señorito dormirá en la cama grande. La que tenía mi tía es buena para eso».
La cama de la generala fue instalada al lado del cuarto-tocador, e inmediata a esta alcoba de Remedios, puso María su alcoba con la mayor desfachatez. A continuación estaba el hermoso dormitorio con la cama matrimonial, y después la alcoba de Ricardo. Los esposos nada dijeron acerca de esta combinación, y empezaron a usar de ella el mismo día que regresaron de su viaje.
Antes de terminar el año, ya estaba sistematizada la vida de los señores duques. Remedios sólo se trataba con mujeres que la adulasen, siempre viejas, pobres y cursis. No gustaba de alternar con hombres y con curas. Apenas salía de casa; vestía con lujo, regañaba duramente a los criados; pasaba el día recibiendo visitas, paseando la casa y leyendo novelas. Por la noche charlaba en su alcoba con doña María, hasta que, rendidas de sueño, se retiraba ésta a dormir. Ricardo sólo se trataba con hombres que le adulasen; pero los inventores de negocios, los fundadores caritativos y los chalanes de caballos, de antigüedades y de mozas, se habían retirado del palacio, porque don Saturnino se hizo fuerte en la caja de caudales. Y formaron la corte del duque un diplomático insignificante, un escritor discreto y atildado que no escribía nunca, un abogadillo sin pleitos y con buena ropa, el diputado a Cortes y el diputado provincial por Valdezotes (de Arriba y de Abajo) y los aspirantes a sustituir a estos señores.
Con esta corte tampoco le faltó al duque la orgía barata; pero esta orgía es aburridísima como el sport, sin exponerse a un riesgo; y cuando Ricardo sentía el hastío, charlaba con doña María, al terminar ésta de charlar con la duquesa.
Don Saturnino vivía siempre con la misma levita negra y el mismo criado viejo, y encerrado en su despacho.
Doña María era una hermosa jamona prematura. Seguía vistiendo sencillamente; presidía la mesa de la servidumbre; manejaba la casa a su antojo, con mucho acierto y con mucha normalidad, y trataba a sus amos siempre con el mismo respeto servil.
El atropello cometido por el duque con su automóvil en la persona del infeliz Román, alteró un instante la vida del palacio. El diplomático se dispuso a ejercer toda su influencia, y el abogadillo toda su habilidad; pero el duque, por consejo de don Saturnino, les hizo quedarse a comer; y, entre tanto, el administrador, en el Juzgado, y doña María, en el hospital, encauzaron hábilmente el asunto.
Lo que se llama anarquía
Por escribir yo articulitos candorosos como el anterior, me ha llamado anarquista (produciéndome inocentemente muchas molestias) mi grande amigo y mayor literato D. Pío Baroja.
El ser anarquista no produce a nadie temor ni sonrojo; pero es peligroso y vergonzoso que le llamen anarquista.
De aquí ya se deduce que se usa mal del vocablo.
Ciertos asesinos cuya ferocidad es inexplicable, y que, aleccionados por la historia social (porque no hay barbarie posible que no haya sido cometida, en paz o en guerra, por los Gobiernos de los Estados), matan monstruosamente, se llaman anarquistas de acción, para no llamarse fieras o majaderos. Supuesta la existencia de los anarquistas de acción, se convendrá en la existencia de los anarquistas pasivos, que desearán y aplaudirán los citados crímenes, pero no los realizarán.
Estos cobardes son mayores monstruos que los precedentes, a quienes inducen al crimen.
Hay, además, anarquistas circunstanciales y anarquistas por metáforas. Quien ataca a un Gobierno es anarquista circunstancial para el que gobierna. Quien vive pobremente, con estricta honradez, lee mucho y no se afeita, es anarquista por metáfora para el cándido vulgo.
¿Cuál es el verdadero anarquista?
La respetable Academia de la Lengua lo dice: «Es anarquista quien desea o promueve la falta de todo gobierno (Gobierno) en un estado (Estado)». Así, los dos grandes anarquistas de España somos mi cacique y yo. Mi cacique es anarquista porque promueve la falta de gobierno riéndose de los Gobiernos. Él con los liberales, y su cuñado con los conservadores, en ríen de las leyes y de quienes las representan. (Aquí, la palabra cuñado es un discreto eufemismo usado habitualmente por una cantadora que deseaba incluirme en los cuñados de su esposo).
Yo soy anarquista porque deseo la falta de todo gobierno basado en el caciquismo, y como éste es indispensable mientras influyan en la política (voten), gentes sin instrucción, sin educación, sin responsabilidad moral o material, sin civismo y sin conciencia de sus actos, soy anarquista circunstancial para todos los políticos demócratas, y en España no hay políticos (incluso los carlistas) que no prediquen, con buena o mala fe, una democracia que no mejora nada, ni aun las condiciones morales y materiales de los electores infravertebrados, y que sólo beneficia a los caciques y a sus protegidos.
En esencia no soy anarquista, porque armonizo el individualismo con el colectivismo mediante la resobada frase: Todos para cada uno y cada uno para todos: conque niego la ciudadanía de quien no se sacrifica por todos: conque niego la ciudadanía de quien no se sacrifica por todos (Sociedad, Estado) y niego el Estado que no se sacrifica por cada individuo.
Desde que admito la sociedad, admito su gobierno, su forma de gobierno y su personal Gobierno; pero quiero el gobierno dirigido por la aristocracia intelectual, formada con la aristocracia del saber, del trabajo y de la virtud.
Para desearlo así y parecer anarquista circunstancial tengo mis razones, que ahora no expongo, como tampoco pido la razón que existe para que gobiernen los granujas. Esos buscan y logran el Poder por medio de pilladas, y yo busco el Poder (para los míos) induciendo a estos, y habituándome yo, al estudio, al trabajo y a la virtud.
Lo existente se hunde porque es pésimo y porque es viejo; lo que yo deseo, brota porque es bueno y porque es necesario.
Y no es utopía. Para demostrarlo escribí una novelita con título de Las hecatombes de Saida.
Es el último todo de la serie Historia de un pueblo, y aunque de ella sólo he publicado tres tomos, ya me ha originado dos procesos.
En aquel pueblo (como en Francia), la Monarquía, destronada por la República, triunfa del imperio sucesor de los republicanos; y el nuevo monarca, hombre sencillo y angelical, cree cumplir sus deberes constitucionales regulando su veto con arreglo al aparente espíritu de unos gobernantes y de unas Cámaras que de ningún modo representan la opinión del país, que puede opinar.
La Monarquía marcha sin dificultad, porque Remy gobierna la Hacienda y logra afianzar y elevar el crédito económico. Y como esto trae el respeto internacional y el apoyo de las clases elevadas, nadie interrumpe a Remy en su labor hacendista, que se reduce a contratar monopolios.
Así se crean empresas monopolizadoras del agua (incluso la pluvial), de la fabricación del papel, de la producción y elaboración del tabaco, de la sal, del alcohol y las glucosas y sus derivados, del fuego como calefactor, del fuego con todas las fuerzas motrices, incluso la gravitación; y hasta se llega a la Sociedad de Seguros generales de la Propiedad; esta empresa se encarga del reconocimiento, litigio y custodia de bienes; indemniza al robado y castiga al ladrón, si robó a un asegurado.
Con este régimen aparece aquel pueblo en mi novela. Pero un día se presenta en el país una epidemia espantosa. Mueren los jueces, los abogados y los curiales; mueren los farmacéuticos y los médicos; mueren los periodistas, los actores y los literatos; mueren los banqueros, los hombres de negocios y los ricos, y nadie quiere heredarles. La Monarquía pierde su aduladora corte, y el rey se queda sin cortesanos, y huyendo de pueblo en pueblo, donde la peste no perdona a sus víctimas, llega a un pueblecito de la costa; allí sólo ha muerto el secretario del Ayuntamiento, y la epidemia parece terminada.
Allí las escuadras de Francia, de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos van representando la Humanidad para destruir aquella anarquía. Allí los extranjeros desembarcan, constituyen tribunales, recaban la gestión de los Bancos abandonados, recetan, despachan fórmulas y redactan la mísera Prensa que las leyes autorizan. Y aquellos extranjeros mueren, y el rey vuelve a caminar errante por el territorio asolado, y las escuadras cruzan por alta mar esperando el desenlace de la más espantosa tragedia.
Una tarde viene a verme mi cacique, y salgo lívido y tembloroso a recibirle, temiendo una desdicha. Pero mi cacique sonríe, da palmaditas en mi hombro y limpia la ceniza de cigarro que ensucia mi chaleco.
-El señor gobernador me ha encargado una misión de confianza: acompañarle a usted esta noche al correo de Andalucía. Para que nadie moleste a usted en su viaje, llevará usted a sus órdenes, y consigo, una pareja de la Guardia Civil. En Cádiz le esperará a usted el gobernador; se embarcará usted en seguida y, marcha que marcha, hasta la Atarjea. Parece ser que la anarquía de allí es espantosa y que usted entiende de eso. Yo creí que no servía usted para nada.
-Es usted muy modesto.
A tres millas de la costa transbordé a una lancha de vapor; en el muelle me esperaba un automóvil, y a las quince horas llegué a Granburgo, capital del Estado.
Su Majestad Salvio VI me recibió con todas las pompas posibles donde no quedan personas con pompa, y me presentó a su hija la princesa Celinda y a su yerno el príncipe Nicanor. Los dos principales habían enviudado con motivo de la peste. Nicanor parecía un sacristán de colegiata, y Celinda, descotada, hasta donde lo permite un pudor indulgente, era lo más agradable en aquella Monarquía de apestados.
Resumiendo, diré que tres días después me hallaba sentado en Garden-Loock, frente al más hermoso panorama del mundo: el que en mi ARTUÑA contemplan enamorados Águeda y el capitán Luis Noisse.
Veinte pasos detrás de mí, el pueblo, silencioso, esperaba la buena nueva de su salvación o la pérdida de su última esperanza. Y mientras ellos me miraban ansiosamente, yo, que ya había descubierto el secreto de la peste anárquica, cuestionaba con mi conciencia.
Era propicia aquella ocasión para convertirme en monarca, en gran sacerdote, en dios de un pueblo, para terminar definitivamente todas las hambres de toda mi triste vida y para lograr allí, con engaños, un respeto y un amor que en mi patria no pude conseguir con la más correcta caballerosidad y la más molestísima virtud. Pero seguí siendo caballero y virtuoso, no tuve el momento de flaqueza que hubiera borrado mi larga vida de honradez y de sufrimientos, y me resolví a decir la verdad, a salvar sin mentiras aquel pueblo, y a volverme al mío, para que mi cacique siguiera creyendo que yo no servía para nada útil, que yo sólo servía para morir avergonzado y hambriento.
Volví al palacio, donde el rey con sus hijos salió a recibirme. Nicanor me miraba hostilmente, y Celinda abusaba de la indulgencia de su pudor. Cuando el rey supo en qué consistía la peste anárquica y se convenció de mis afirmaciones, me dijo arrogantemente en la catedral, al terminarse el Te Deum.
-Que este nuestro Dios os dé su eterna gloria; y ahora pedid lo que deseéis, siquiera sea la real corona de mi cabeza.
-Señor, sólo deseo marcharme en seguida a la Puerta del Sol, para donde me tiene citado de tres a siete un amigo que no conozco.
Nicanor me abrazó enternecido; ya no tenía recelos, y Celinda me anunció su próximo viaje de consolación a Europa.
-Visitaré vuestro castillo.
-¿Mi castillo, princesa? Oíd al gran Pío Baroja, superior a Buda, a Confucio y a Zoroastro: Hay en... un hombre misterioso que vive en una casita baja; el hombre soy yo.
-Lo había adivinado. Pues bien, juradme sobre esta cruz de mi pecho que nos volveremos a ver.
-Señora, dar un golpe al príncipe sería dar un golpe en vago; jurar ahí sería perjurar.
Si vais a Europa, visitad las cárceles y los hospitales.
Y volveremos a vernos.
Y así termina mi novelita Las hecatombes de Saida.
He olvidado decir que la peste se produjo porque la empresa monopolizadora del papel empleaba en las pastas substancias tóxicas. Todos los papeles, desde el billete de Banco hasta el papel de fumar, eran venenosos, y las gentes morían empapeladas, como ocurriría aquí (con otro procedimiento) si ya, por herencia, no fuésemos indemnes respecto a la mayor parte de los papelitos.
Y yo, que vi en la Atarjea una anarquía producida casualmente, creo que, produciéndola de una manera racional y metódica, sería posible y perdurable lo que hoy se llama circunstancialmente anarquía, o sea la falta absoluta de todo Gobierno informado y dirigido por bestias y por granujas.
Y por eso me llama anarquista (produciéndome inocentemente muchas molestias) mi grande amigo y mayor literato don Pío Baroja.
El sempiterno femenino
Santiago llegó, no sin cansancio, a la casa de Román. El cuchitril que servía de garita a los porteros tenía abierto el paso hacia el portal y el paso hacia el patio. En el inmediato fondo de éste lavaba en una artesa la mujer del gallego. Santiago, antes que quisiese llamar, empezó a toser; acercose la portera, y cuando vio al repatriado, a quien a conocía, le hizo sentarse, le ofreció agua fresca, y le felicitó por verse libre del maldito hospital.
-Si Román sábelo que usted hubiese de venir, pues que no sale; pero que está en casa del amo, porque han de ir todas las mañanas con don Saturnino a tomar la orden.
-Ya vendrá.
-Claro; pero yo voy a avisarle a doña María que usted ha venido.
-Ya lo sabrá.
-Lo sabrá porque he de decírselo yo, porque nos tiene muy encargado que en cuanto usted venga que se le avise en seguida. Es verdad.
-Yo le agradezco mucho el interés; pero no creo que sea tan urgente el...
-Yo, mire usted, lo que me dicen, hago, y me voy ahora mismo; conque ahí se queda usted de portero, lo cual que si vienen a ver el cuarto desalquilado, pues dice usted que son once duros y trece piezas, y si lo quieren ver que esperen. Y si la señora del segundo izquierda pregunta que si le han comprado lo suyo, que sí y que espere. Y si...
-Pero no sería mejor que usted esperase a que volviera Román.
-Si él volverá en seguida.
-Pues tanto mejor para aguardarle.
-No, señor; tanto mejor para que no esté usted solo; pero así soy yo quien va a darle el recado a doña María, porque también es bueno que a una la vean por allí. Porque mañana, pongo por caso, se me muere Román, y si no me conocen, pues me darán dos patadas.
-Haga usted lo que quiera.
Estuvo poco tiempo solo en la portería aquel repatriado aún flaco y pálido, cuyos grandes ojos negros parecían escapar de las huesudas órbitas. Román llegó muy pronto, abrazó a su compañero de sala, le hizo beber aguardiente del bueno, le obsequió con un cigarro puro para después, y con un cigarrillo de papel para desde luego, y le contó detalladamente aquella buena vida con seis reales de sueldo y casa, y luz y propinas de los inquilinos y de doña María.
-Hanos dicho que a usted le buscaría en seguida un empleo, porque dice, y dice bien, que usted necesita cuidarse mucho y curarse en seguida, antes que le venga un mal de los que no se curan pronto o nunca, y hanos dicho también que usted no está para trabajo del cuerpo, vamos, para un trabajo como el mío, es decir, como el que yo tenía antes; y que le pondría a usted en cosa de escribir si usted sabe bien, porque se lo preguntó a usted un día, y usted dijo que sí.
-Y creo que en eso no la engañé.
-Y si no es cosa de escribir, pues será, creo yo, cosa de cobrar y pagar y andar en cuentas.
-Dios se lo recompense.
-Pues lo que hace con usted lo hace con todo el mundo, porque no hay pena que vea o que sepa o que la adivine, pongo por caso, que no viva ella como una reina y la arregle, pero que en seguida y bien. Es verdad.
-Yo se lo agradeceré siempre.
-Sí, hombre, hay que agradecer una cosa así. Vea usted lo que ha hecho por nosotros, y no se diga que fue por taparme la boca por lo del atropello, porque tapada está ya, y ahora podía enseñarnos una mala cara; pues no señor, como el primer día y como siempre. Y con usted hará lo mismo, porque ella se ha enterado bien de usted, pero bien de verdad, porque me ha tenido yendo y viniendo y averiguando cosas de usted, y, además, lo que ella haya averiguado por otras partes; pero, vamos, que todo eso es natural, porque quien ha de dar, procura que no le engañen.
-No dirá que yo la he engañado en nada.
-Pues eso es lo que ella quiere, y se conoce que por eso tiene más deseo de servirle a usted, es decir, de socorrerle a usted, porque ha visto que usted era hombre de bien, y que no mentía.
-Yo, no.
-¡Hombre!, y lo cual que por lo que yo he sabido, vamos, que lo he sabido porque ella ha querido que yo lo supiera para saberlo ella. Pues sí, digo que usted no ha tenido suerte demás.
-Ninguna.
-A eso voy, porque de tan niño y sin padre, y después, vamos, como quien dice, sin madre. Lo cual que su madre de usted también.
-Mi madre no fue responsable.
-Bueno; pero que... juraría que en ese coche viene doña María.
En efecto; del coche bajaron doña María y la portera, sonriente, satisfecha, que pagó al cochero, y vino con la vuelta del duro para entregársela a doña María, quien, con el reverso de su mano, rechazó suavemente la mano y el dinero que hacia ella acercaba la mujer de Román.
Doña María vio a Santiago, le saludó con afecto, pero con arrogancia de ama, y se extrañó de verle tan flaco.
-¿No ha comido usted bien?
-Sí, señora.
-Román debió de ir todos los días.
-La señora perdonará, pero fui todos, todos los días.
-Sí, señora. Es usted muy buena, y Román también. Todos los días he comido mucho, me sobraba la comida. Pero en el hospital falta el aire, y aunque se coma no se vive.
-Tiene usted razón, Santiago. Pues ahora, a respirar y a vivir, y si usted no tiene hechos sus proyectos, y si éstos pueden alterarse, yo haré por realizar los míos, y conseguir para usted una colocación honrosa, decente, sin gran esfuerzo corporal y que le vaya permitiendo crearse una nueva vida, ya que está usted solo y tiene que buscársela.
-Dios se lo pagará a usted, señora y mi madre la bendecirá a usted.
-Bueno, bueno. A estos también les prometí ayudarles si me complacían.
-Señora: nosotros somos dos perros para que usted nos pegue si quiérelo. Es verdad.
-Lo que yo deseo es que el bien que procuro sea un bien positivo. ¿Están ustedes contentos?
-Señora, crea en Dios que sí.
-Pues si éste dice que sí, yo soy mujer y soy más clara, y digo que no, que no, señora, que no estamos contentos, porque nosotros querríamos que usted nos mandase muchas cosas y a todas horas, y que siempre la estuviésemos sirviendo a usted aquí o en donde fuera, y como se corre que hay ahí tanto tifus, si le diera a usted, y a nosotros nos dejan entrar hasta la cama, pues ya verá usted.
-Pero será mejor que todo ese cariño lo veamos con salud.
-La señora perdonará; pero mi mujer nunca sabe lo que dice, porque nunca dice lo que quiere decir.
-Y usted, Santiago, ¿también querría verme con el tifus?
-Señora, yo la quiero ver a usted con todas las felicidades de la tierra.
-Pero no se ponga usted tan serio. Vaya, vaya; es preciso cuidarse. Aquella América ingrata consume a la gente joven.
-También el hospital es un ingrato.
-También. Y, ¿cuándo ha salido usted?
-Esta mañana.
-Y, ¿dónde ha estado usted?
-Me vine aquí en seguida, como usted lo había mandado.
-Y en seguida fui yo a decírselo a usted.
-Muchas gracias a todos, pero yo no exigía tanta diligencia. Mi deseo era únicamente saber pronto la salida de Santiago, para ver en qué estado se hallaba, y prometerle mi apoyo antes que él se desesperase o se crease compromisos y deudas que luego no se pueden saldar.
-Muchas gracias.
-Y desde que está usted aquí, ¿qué ha hecho usted?
-Estuve sentado primeramente solo y después con Román.
-Que le habrá a usted dado un buen desayuno.
-No necesito nada.
-Pero, Román, a un compañero de fatigas no se le ve sin obsequiarle.
-La señora perdone, pero él no me ha dicho que necesitase nada; y la verdad, hemos bebido unas copas tan sólo.
-¡En ayunas y bebiendo! ¡Parece mentira! En fin, supongo que hoy convidarán ustedes a Santiago a comer.
-Hubiésemoslo hecho siempre, a menos que la señora nos lo hubiera prohibido.
-Todo lo contrario. Y, ¿tampoco le han enseñado a usted la Habitación que tienen?
-La señora perdone, pero como no hemos estado juntos mi mujer y yo, pues he tenido que estar aquí abajo en la portería.
-Vaya, vaya. Arriba tienen un semipalacio. Deme usted la llave, y yo le enseñaré aquel nido a este repatriado que necesita aire para vivir.
-Subiré yo.
-No, deme usted la llave. Román que se quede aquí, y usted prepare la comida. Vamos subiendo. Ya verá usted, Santiago, qué nido tienen arriba. Allí sí que hay aire, luz y vida, y aroma del jardín inmediato. Vamos subiendo. Lo molesto es la escalera para mí que estoy gruesa, y que no tengo costumbre de subirla; pero ellos la suben muchas veces al día sin cansarse jamás. Efectivamente, la ascensión era penosa para la arrogante jamona, y en el descansillo del segundo piso hubo de pararse. Santiago, también respiraba, silbando el aire tenuemente al entrar y al salir del aparato respiratorio.
En el descansillo del tercer piso no se paró doña María, pero al subir algunas escaleras más, se detuvo bruscamente y se agarró al pasamanos.
-¿Se pone usted mala?
-No; además, no puedo hablar. Cuando se tranquilizó algo, dijo:
-Es que al principio he subido demasiado deprisa.
Al llegar al cuarto piso, se puso doña María de pechos sobre la barandilla, apoyándose en ella con ambos codos. La jamona tenía el rostro rojo y sudaba copiosamente. Después de un rato de descanso, dio a Santiago la llave de la habitación.
-Suba usted y abra. Es la puerta que está enfrente de la escalera. Hay otra puerta en el fondo del corredor, pero esa es la de las buhardillas trasteras.
-Allá voy. ¿Quiere usted que la baje aquí una silla?
-No, no; lo que yo necesito es otra cosa. Ahora subiré.
-Pero suba usted despacio. Da pena verla a usted ahogarse.
Abrió Santiago la puerta, y, como le pareciese imprudente entrar, se colocó de pechos sobre la barandilla de la escalera. Desde allí veía ortogonalmente a doña María que se limpiaba sin cesar el sudor que corría por su rostro.
Y cuando doña María hubo subido el último escalón, entró precipitadamente en el cuarto de Román, hizo seña a Santiago de que cerrase la puerta, y dejándose caer sobre una silla, levantó los codos, se sujetó las sienes con las manos, y dijo con voz angustiosa:
-Yo me ahogo.
-Acercose Santiago lleno de afecto.
-¿Qué quiere usted que yo haga?
-Nada; esto se pasará, esto se va pasando. Es este vestido tan ajustado, el corsé, las cintas; que no tengo costumbre, que he subido muy deprisa. Se ha asustado usted. No hay más remedio. Me ahogo.
Y doña María desabrochó el cuerpo de su vestido, empezando por el cuello, y al sentirse libres aquellos dos pechos enormes, subieron aún más por encima del corsé, crujió el borde de la camisa que los sujetaba, se acercaron el uno al otro, llegaron a la barbilla, y doña María echó hacia atrás la cabeza, y dijo con voz desmayada.
-Ya era hora; me sentía morir.
Santiago no estaba prevenido, y cuando quiso mirar a otro lado, ya había visto aquella carne blanca, fina, redonda, seductora y adorable. Santiago siguió mirando, apretó una contra la otra sus mandíbulas y todo el calor de su cuerpo se reunió en la cabeza tendida hacia aquel desnudo seno.
-Abra usted esa ventana para que entre el aire.
Era una ventana de buhardilla: la única ventana del cuarto; por ella entraba la luz y el aire, primeramente a la salita, y después a la alcoba. Estas dos habitaciones y una tercera, muy baja de techo y vacía, formaban el nido, el semi-palacio de los porteros. Abajo guisaban, comían y murmuraban.
Santiago abrió, y doña María puso el pañolito de bolsillo sobre el amplio descote, y se acercó a la ventana.
-Ahora ya se respira bien. Usted se asustó.
-Sí, señora, lo confieso.
-Es muy malo estar gorda. No servimos para nada. Venga usted. Esto es hermoso. Todo ese jardín es de aquel palacio. Asómese usted, y verá la capilla.
¡Asomarse!
Para asomarse con otra persona a la ventana de una buhardilla, es preciso que las dos personas estén más cerca que próximas y que juntas: es preciso que estén apretadas; y para apretarse Santiago con doña María, era preciso que rozase la cara del repatriado con aquel seno donde el pañolito parecía un medallón.
Y cuando Santiago sintió tan cerca aquella carne blanca, fina, redonda, seductora y adorable, la besó lleno de timidez, porque lo cierto es que la hubiera mordido.
-¿Qué hace usted?
-¿Yo?
-¡Vaya un atrevimiento!
-Es que...
La jamona se retiraba, poniendo sobre el seno una mano tentadora, que más parecía señalar que defender.
-¡Qué atrevimiento y qué desvergüenza! Tendré que estar sola para no ahogarme.
Santiago comprendió que su deber era retirarse y excusarse; y, por mandato de la inteligencia, se desplazó el cuerpo hacia atrás.
Entonces debió sentir doña María una dulce compasión hacia aquel joven, lleno de arrepentimiento. Entonces sintió Santiago el mandato de la biológica ley esencial, de la hermosa necesidad orgánica que las sociedades no encauzan, y niegan y condenan, y llaman bestialidad y vicio, y desnaturalizan así la organización social, y la perturban y acaban con el cuerpo y con la alegría de la especie humana, y deshacen el equilibrio armónico de la obra de un Dios que, sea el que fuere, no detuvo un instante la atracción de la materia.
Por eso Santiago tampoco se detuvo cuando la compasiva doña María le dijo:
-Ha sido usted un imprudente; pero le perdono.
Y Santiago hundió su rostro en aquel seno abundante.
¡Vivid la vida!
Pésame de haber descrito la brutalidad cometida por Santiago en la rolliza persona de doña María, porque si algún lector llegó a esta página, de seguro que no continúa leyendo; encierra el libro donde no puedan hallarlo mujeres, viejos y jóvenes; y después de condenar mi obscenidad, prostituirá a su sirviente, deshonrará a una niña, seducirá a una casada o bestializará, si es su hábito.
Así fueron mis ayos, mis maestros, mis preceptores y mis consejeros respetables; por su culpa, no gocé de las grandes creaciones de la pintura, de la escultura y del arte literario; por su culpa, no gocé de mi misma vida, que era mía, exclusivamente mía, y que me robaron villanamente, sin que ahora, que la veo terminar, me quede otro consuelo que apretar contra el papel los puntos de la pluma y maldecir de mis consejeros respetables, de mis preceptores, de mis maestros y de mis ayos.
Pero entiéndase que no maldigo sus personas, porque, al fin, lucieron la necedad que era costumbre: he aquí la que yo maldigo. Siempre he sentido un intenso amor a las personas, y un odio intenso a las costumbres. Esto debe de ser gran virtud, porque me la han reído siempre. Ella me ha enseñado lo que muchos ignoran; y creo que, si todos la practicasen, haríamos en veinticuatro horas una extraordinaria revolución.
Aquí interrumpe un lector, llamándome bestia, escritor anticuado, analfabeto o algo más mortificante; y yo, sin perjuicio de restablecer mi decoro por todos los medios posibles, no insulto a mi agresor, sino me pongo a estudiar los motivos de su agresión. Cuanto más obscuros sean, tanto más los indago; y hallo siempre que todos mis enemigos obedecen, por necesidad ineludible, a una costumbre perniciosa.
En seguida desaparece mi enojo contra el agresor; me libro de la insoportable impedimenta que producen los odios personales; conozco otra costumbre mala, y no la sigo; espero ocasión de servir a mi crítico, y de hacerlo tan bien, que mi servicio no le humille, aunque demuestre mi superioridad; y sin pasiones mezquinas o circunstanciales, digo mi labor, reducida a probar que vivimos malamente; que podíamos vivir bien; y que, en mi paso por la vida social, he tenido suficiente paciencia para cumplir con exactitud las leyes, y suficiente inteligencia o laboriosidad para comprender que eran inútiles o nocivas.
Claro es que mi amor a las personas y mi odio a las costumbres, me producen funestos resultados, porque, sabiendo los hombres que no he de ofenderles, me olvidan, me desprecian y me injurian; y para esto último, hallan constante ocasión en mis ataques a las costumbres, pues son tan infelices los humanos, que las defienden encarnizadamente, aunque no las entiendan ni las necesiten.
La historia de los pueblos se reduce a morir hombres para que subsistan las costumbres. Pero éstas también llegan a morir viejas y ridículas; y es costumbre hallar ridículos a quienes las defendieron. Yo los amo como a mis conciudadanos, porque también éstos viven con penas, y me injurian, y se dejarían matar por defender costumbres, que morirán necesariamente, y que mañana mismo nos parecerían ridículas, si hoy tuviéramos la serena cordura de abandonarlas.
Y así, y solamente como representantes de las absurdas costumbres que existían en tiempos de mi juventud, maldigo de mis preceptores, de mis maestros, de mis consejeros y de mis ayos.
Y cuando veo gente moza que llevan por el camino que yo recorrí, siento ansias de gritar: ¡Mirad que os engañan! ¡Negaos a que os engañen! ¡Amad! ¡Reíd! ¡Vivid la vida!
Escarmentad en mi cabeza, y acordaos del pobre Silverio, que estudió mucho, muchísimo, tanto, que el enumerarlo sería en mi vanidad risible, si a reírla diera lugar la tristeza de verme (sin tener que avergonzarme de ningún acto ni de ningún vicio) a merced de un cacique ignorante y vicioso.
Escarmentad en mí, que no robé particularmente ni al servicio del Estado; que hube de renunciar a mis amadas, para obedecer a mis preceptores, a mis convecinos, y que ahora produzco lástima a las gentes, porque no me he creado una posición y una familia. ¡Qué sarcasmo!
¡Triste de mí que niego la necesidad y la conveniencia de que nos dirijan los viejos, nos ensucien los niños, nos ridiculicen las mujeres y nos maltraten los caciques!
¡Triste de mí que no cogeré el fruto de mi labor! Porque la incubación de las ideas sociales es mucho más lenta que las incubaciones morbosas en los seres orgánicos. Quien hoy vence en una lucha social, no sabe que él es el último eslabón de una cadena que empezó a forjarse desde tiempos lejanos, y cuyo mayor mérito corresponde a quien forjó el primer anillo. ¡Pobre juventud la que respeta a cualquier don Pedro Martínez, como mi prologuista cursi!
¡Pobre juventud la que va, como yo, gregariamente adonde la llevan!
De la odiosa esclavitud en que viven los jóvenes, solamente se libran los ricos y los miserables: aquéllos, porque pueden imponerse a todas las convenciones sociales, y estos, porque nadie se ocupa de ellos. Pero la juventud de la mesocracia es tristemente mártir. Se la sujeta a la moral convenida y a la labor convenida.
La moral convenida es sencillísima, porque no tenemos moral social, y nos regimos por la moral religiosa, y como nuestra religión diviniza la castidad, la moral se reduce a que seamos castos.
La labor convenida es que seamos útiles al Estado.
De nuestros apetitos y de nuestras necesidades no tenemos quien se cuide, y morimos sin haberlos satisfecho, o morimos por haberlos satisfecho. Se nos hace estudiar una carrera y se nos dice que así estaremos respetados y mantenidos, y se nos engaña inicuamente.
Sería cierto, si existiera de hecho y de derecho, dentro del Estado, la aristocracia intelectual, formada por la reunión de la aristocracia del saber y la aristocracia de la virtud. Si de hecho y de derecho existiera la aristocracia intelectual en el Estado, tendría ella privilegios que oponer a los de la aristocracia del nacimiento, a los de la aristocracia de la riqueza, y a la nueva aristocracia del trabajo, que es el socialismo obrero: lo que se llama por antonomasia Socialismo.
Porque el socialismo obrero es, sencillamente, la aristocratización de la clase obrera en el Estado. «Agruparse para imponerse», decía en su juventud don Pablo Iglesias, crearse un privilegio que oponer a otros privilegios; aristocratizarse. Los socialistas, para realizar su labor (constituirse en aristocracia), tenían dos caminos: uno, breve y recto; otro, largo y sinuoso; y creyeron que éste, por ser más difícil, era más seguro; y se han equivocado. El camino breve era crear la aristocracia intelectual, rechazando toda tendencia democrática. Separados así de la gobernación del Estado los infravertebrados, los bestias que no quieren aristocratizarse, se hubiera formado la mayor parte del Censo electoral con los intelectuales (entre ellos los obreros), y esta aristocracia, por su gran número, hubiera decidido en seguida de la política del país. No lo hicieron así los socialistas: siguieron la orientación democrática, y se han hallado con la hostilidad de los intelectuales y con la hostilidad de los caciques. De modo, que en el lugar donde hay un noble, un rico, tres intelectuales, cinco socialistas y cien bestias, el noble (aristócrata del nacimiento) es senador por derecho propio; el rico (aristócrata de la riqueza) es diputado, porque compra los cien votos de bestias que maneja el cacique; y los intelectuales y los socialistas son los verdaderos esclavos, porque los bestias no pueden ser esclavos, porque son bestias, y ni siquiera tienen noción de la libertad. Si los intelectuales y los socialistas se uniesen (unión continuamente cantada y suspirada por los tontos de ambos bandos), no lograrían el éxito sino renunciando a la tendencia democrática, porque entonces serían ocho contra dos (el noble y el rico). A éstos (el rico y el noble), es a quienes favorece, por la intercesión del cacique, el régimen democrático, y los muy astutos parece que lo soportan con resignación de mártires.
Los socialistas aspiran a socializar a los bestias; creen posible que el pueblo llegue a gobernarse por sí mismo, y esperan que el año próximo todo el Censo esté formado por trabajadores inteligentes, agremiados y sin abulismo.
Esto es una utopía. En un año les ocurrirá lo siguiente: algunos socialistas dejarán de serlo para convertirse en nobles, en ricos o en intelectuales; y, además, vendrán al Censo nuevos bestias a quienes habrá que convertir en socialistas. ¿Es que esos nuevos electores ya estaban instruidos por el socialismo? ¿En qué fecha? ¿Cuándo esos futuros electores tenían veinte años? Pues entonces ya debieron votar, supuesto que tenían conciencia de sí mismos. Y si votan a los veinte años, serán bestias a los quince. Y si a los quince están instruidos para votar y votan, serán bestias a los ocho; y llegaremos a la necesidad de que las mujeres paran electores con toda la barba; y lo que las mujeres paren son vertebrados que no saben nada, cuyos instintos aparecen muy lentamente, y a quienes hay que dar medios para vivir la vida del cuerpo y la vida del espíritu, a quienes hay que impedir el suicidio corporal y el suicidio mental; pero así como al hombre que se mata no le consideramos ya entre los vivos, al hombre que es un bestia no le debemos considerar entre los ciudadanos.
Separados los bestias de la gobernación del Estado, desaparecerían los caciques, nos regiríamos por las aristocracias, sería posible y útil la función de los intelectuales con los obreros, formando la aristocracia intelectual (del saber y la virtud), y la riqueza sería menos amable que las monedas de hierro creadas por Licurgo; y los nobles significarían menos que aquellos senadores romanos acosados por los tribunos de la plebe.
¡Oh, jóvenes!, descansad un ratito si me habéis seguido en mi discurso.
Decid a vuestros ayos, a vuestros maestros, a vuestros preceptores y a vuestros consejeros respetables, que no os fatiguen aprendiendo lo que no es cultura primaria ni esencial, sino complementaria. Y decidles después que no os fatiguen estudiando una carrera, si antes no os procuran el privilegio aristocrático de la intelectualidad, porque es muy triste que vuestros planos los corrija un artesano extranjero o un cacique español, o que éste enmiende vuestras recetas o vuestros sermones, o dé al traste con vuestra elocuencia y vuestra hermeneusis.
Decidles que queréis ser hombres libres que ejercen una profesión, y no servidores del Estado, retribuidos miserablemente, porque es preferible ser rico por cualquier robo legal a aumentar el número de bestias gregarios que manejan los caciques.
Y decidles que si fueron o son de los ruines explotadores que han convertido la democracia en máquina de lucro, vosotros ni queréis explotarla ni mancharos con ella, y sois y queréis ser aristócratas intelectuales.
¡Oh, amados jóvenes! Os advierto que no vengo a predicaros la buena nueva, ni he descubierto nada, ni es gran mérito descubrir lo visible. Pudiera engañaros fingiéndome Mesías o siquiera Moisés, pero odio todos los engaños por que, al fin, resultan reflexivos, y jamás engañé a mi mujer para no tener que engañar también a la querida, y sufrir que me engañasen las dos.
Predico que os aristocraticéis, porque veo que ya os vais aristocratizando. Quizá no lo sospechéis, como no se apercibe el propio crecimiento. Os aristocratizáis como los socialistas y como se aristocratiza todo. La intervención europea en Marruecos es un problema de aristocratización. En vez de llamar a los árabes para que elijan los parlamentos de Europa, va ésta a Marruecos para civilizarlo o suprimirlo.
El catalanismo es una expresión de aristocracia. Se lucha por imponer el lenguaje catalán, porque el dialecto se ha aristocratizado, convirtiéndose en idioma. El brutal terror, según las escasas muestras de terroristas auténticos, es la desesperación insana, irracional, feroz y repugnante de aristócratas a quienes convierten en fieras la preterición de los inteligentes creada por el régimen democrático. Quien está en Barcelona leyendo al ignorado, eminente y dulcísimo Guanyabens, y sale en el expreso, y llega en carreta a Valdezotes, se siente para siempre catalanista. Y el catalanismo no ha triunfado, porque prefiere también el voto del elector bestia, catalán, al aplauso y a la cooperación del intelectual castellano.
El modernismo, que es obra de la juventud actual, exclusivamente vuestra, aunque os la quieran robar o imitar los viejos, es la aristocratización del arte. Mis predecesores y mis coetáneos hacían arte para que la entendiesen y la admirasen los brutos, y vosotros hacéis arte para que la entiendan y la admiren los artistas. En arte habéis prescindido de los bestias que forman la mayoría del Censo electoral: habéis prescindido de la democracia: os habéis aristocratizado.
Vuestros dibujos, vuestros cuentos, vuestros cantos, vuestra escultura y vuestra arquitectura, respiran aristocracia.
En arte sois ultravertebrados, porque vuestro cráneo es una vértebra más, y vuestras vértebras un cráneo para alojar una materia gris extensa, purísima y vibrante.
En arte habéis hallado la cuarta dimensión porque desplazáis vuestros trazos y vuestras ideas como se desplazan las generatrices de las superficies gauchas, sin que pueda determinarse cómo pasan de una proyección a otra: como si se refiriesen también a un cuarto plano de proyección que aún no hemos concebido.
En arte sois el todo; y, si lo niegan los viejos, compadecedles, porque se han dejado envejecer.
En sociología sois unos indiferentes majaderos o unos majaderos indiferentes. Me recordáis las mujeres que todavía se dejan seducir por chucherías, como los antiguos salvajes, y hasta aspiran a intervenir en derecho político, y no se ocupan las incautas en mejorar su situación dentro del derecho civil.
Habéis creído, porque os lo han dicho los viejos, que la juventud debe estar al servicio de la vejez; y no sabéis que de hecho y de derecho la vejez está al servicio de la juventud. Y esto es tan positivo, que las leyes, aun estando hechas por vuestros explotadores, os conceden beneficios que no explotáis, quizá porque no los conocéis como las oraciones arcaicas y las enseñanzas mentirosas con que abruman vuestra memoria y atrofian vuestra inteligencia.
¡Desdichada juventud! y ¡desdichado también yo que no he tenido la comodidad de envejecer!
Desdichado soy porque por mi espíritu huye de los viejos; y, por mis canas, me huyen los jóvenes.
Si yo renaciese y me viera entre vosotros, os enseñaría a ejercer la fuerza social que tenéis y no concebís. Y vosotros me ampararíais ya que nadie me ampara porque no puede ampararme; porque suplico a los seres cultos, y todos ellos viven a merced de diez millones de bestias manejados astutamente por un millar de caciques.
Sólo puedo deciros que améis, que riáis y que hagáis siquiera lo que yo hago.
Y es esto:
Uno de los críticos que me salieron cuando publiqué Artuña, decía en un artículo tribunicio y poniendo el paño al púlpito:
-¡Yo quisiera saber adónde va Silverio Lanza!
Pasó mucho tiempo, y un hermoso día de otoño vi a mi crítico en la calle de Alcalá.
-¡Hola, don Silverio!
-Buenas tardes, amigo mío.
-¿Dónde va usted?
-A dar una vuelta.
No comprendió que yo respondía a su artículo, y que mi respuesta era una síntesis filosófica: y cuando veo gente joven siento ansias de gritar:
-¡Eh, muchachos! ¡Aprovechad la ocasión, y dad una vuelta!
Ese es mi consejo.
Antes de morir, ¡vivid la vida!
Y recordad que la vida propia se puede vivir sin la vida ajena, como la digestión se hace sin el estómago del prójimo.
El bloqueo de Santiago
Cuando llegó doña María al portal dijo al matrimonio.
-Santiago está muy malito, muy débil. Le ha dado como un vértigo al asomarse a la ventana y verse a tan grande altura. Le he hecho acostarse en su cama de ustedes, y allí sigue desmayado.
-¡Pobre muchacho!
-Eso no tendrá importancia; pero es preciso cuidarle y les encargo a ustedes de hacerlo.
-Lo que usted mande.
-Pero exijo que él no se entere de que yo le socorro; y así todo ha de agradecérselo a ustedes. Ahí va dinero para ponerle arriba una cama y darle bien de comer.
-La señora perdone; pero nosotros no haremos sino lo que la señora mande.
-Y usted cállese, porque no quiero que nadie se entere de mis caridades.
-La señora hace bien en recomendárselo a ésta, porque las mujeres se vacían en seguida.
-¡Qué animal eres, hombre!
-Menos la señora; iba a decirlo.
Román halló a Santiago en la cama, muy pálido y volviendo del desmayo producido por la anemia, por el sensualismo y por el esfuerzo muscular que exigen noventa kilogramos de carne femenina.
Santiago sólo supo que doña María se había marchado. Pero ocho días después se hallaba sin noticias de doña María. Indudablemente, la señora no quería verle y estaba enojada; pero, entonces, ¿por qué le atendían solícitamente los porteros? Pasó una semana, y Santiago dijo que se hallaba muy bien y que se decidía a buscar trabajo; y el día siguiente se halló Santiago con que los porteros le ponían cara hosca y, con su grosería propia, demostraban a Santiago que la amistad había concluido. Y cuando, después de comer, salió Santiago a la calle, salió tras él Román.
-Tenemos que hablar.
-Lo que usted quiera.
-En el café de la esquina, porque no quiero en mi casa, porque no quiero que me oiga ni me interrumpa ninguna mujer.
-Vamos allá.
¡Santo cielo! Santiago creyó que iba a perecer de espanto y de pena. Doña María había contado a los porteros la escena de la buhardilla. Y la había contado porque las consecuencias eran terribles. Doña María tenía la sospecha de que se hallaba en estado interesante. ¡Santiago era un monstruo que pagaba con agravios los favores recibidos!
Doña María era una mujer santa e indigna de aquel atropello brutal. Los porteros se habían indignado y prometieron poner a Santiago en medio del arroyo; pero doña María les había pedido que enterrasen a Santiago y le trajesen a ella una respuesta.
Santiago tenía que contestar.
Y contestó.
Contestó llorando.
Es una de las dos respuestas que dan los humanos; es la que generalmente dan los acusados, y es la única que dan en España los acusados que son inocentes.
Aquellas lágrimas sin palabras, o con palabras sin congruencia, fueron llevadas por los porteros a doña María, que dijo:
-Está bien. Siga todo como siempre. Esperaremos, y a callar.
¡Solo!
En la Naturaleza la soledad más absoluta y mejor soportada es la que rodea a un hombre de bien.
No hay poder humano que pueda nada contra un corazón que se siente solo en medio de la vida; la mayor fuerza que se conoce en el mundo es la de un hombre solo.
Tomás Maestre
La célula mal nutrida se hace libre, forma un organismo independiente (el lupus o el cáncer) y produce la muerte del sujeto. Si las sociedades quieren defenderse han de ser amables y necesarias para cada individuo.
Santiago salió en busca de dinero y de testigos para su boda. Santiago, como soldado en Cuba, tenía un crédito expreso contra el Estado, y como hombre de bien, tenía un crédito tácito contra su patria.
Se acordó de su madre; pero su madre había muerto. Desde Crevillente recibió Santiago una carta donde le decía su tío: «Tu madre, que tuvo que dejar la taberna y no sacó de ella ni un céntimo, se vino a vivir con nosotros, y ya llegó muy enferma, y, aunque se le hizo todo lo que mandaron los médicos, ya ves que todo fue inútil».
Santiago no sabía más, porque en Cuba sólo había recibido esta carta y otra de su madre diciéndole que los acreedores la iban a embargar la taberna.
Santiago ignoraba la muerte de Muñoz por quien no quiso preguntar a nadie. Ignoraba que la muerte de Muñoz había sido la ruina de la taberna, porque no tenía pagados a los proveedores, aunque Rosario le tenía entregadas las cantidades suficientes.
Santiago ignoraba también cómo había muerto Muñoz, y yo voy a referírselo a los lectores, porque constituye una lección que no será provechosa y agradable a los soberbios, pero confortará a los humildes.
Cuando Santiago se marchó a Cuba hubo serios altercados entre la tabernera sin pagar multas. Rosario dijo que la taberna y el polizonte. Este recordó que por su protección había vivido la taberna no había vuelto a tener los ingresos y la buena parroquia que tuvo en tiempos de Ramón. Ricardo le dio recuerdos para el difunto. Rosario respondió que Ricardo había matado a Ramón para conseguirla a ella, como lo hizo, aprovechándose de un momento en que estuvo sola. Muñoz contestó que si ella hubiera gritado fuerte la hubieran oído hasta en el Tribunal Supremo.
La paz entre aquellos dos seres quedó rota; pero el polizonte siguió frecuentando la taberna hasta que el rápido encumbramiento de Muñoz le hizo alejarse de todo contacto democrático.
Y veamos cómo fue el encumbramiento.
No hay pueblo libre sin tirano muerto.
Saint-Andre
Un personaje a quien Ricardo había prestado ciertos servicios, le sacó de la policía callejera y le encargó de la persecución especial de los anarquistas. Muñoz se dispuso a tranquilizar el planeta; pero se halló con que no había anarquistas, y que los clubs terroríficos estaban formados con agentes de la policía, cuatro vividores holgazanes y cuatro infelices sin meollo, y servían de ratonera para cazar anarquistas, que jamás caían en el lazo, porque los regicidas eran sencillamente fieras creadas por el encadenamiento de la soledad, la soberbia, la envidia y la fiereza, y que al ser copados, después de cometer sus crímenes, se declaraban anarquistas, para que las gentes no les llamasen majaderos después de llamarles monstruos.
Se convenció Muñoz de que los únicos anarquistas que existen (y habrán de buscarse otro nombre) son seres muy cultos, muy serios y muy virtuosos, que rechazan la intervención del Estado en la instrucción, en la provisión del derecho y en otras actividades sociales, hasta llegar a la supresión de ese convencionalismo que se llama Estado, y cuya existencia no es necesaria en ninguna fórmula de gobernación social.
Y cuando Muñoz vio que nada tenía que hacer, se dedicó exclusivamente a ciertos servicios que le habían valido su cargo y le valieron ser jefe de un Negociado constituido ad hoc para el polizonte, y donde debía ocuparse en la persecución internacional de los grandes estafadores. Pero como éstos eran personas de viso y sujetos influyentes, nada tuvo que hacer Muñoz, y siguió prestando ciertos servicios, y fue nombrado secretario de un gobierno, y llegó un día, un memorable día, en que el personaje protector le invitó a almorzar y le dijo cuando tomaban el café:
-Muñoz, ha sido usted nombrado gobernador de Barcelona.
-¡¡¡...!!!
-Y crea usted que es hoy el cargo más importante en la gobernación del país, porque la cuestión catalana es... bien lo sabe usted. Y bien lo sabrá usted estudiándola en su despacho, a donde no deben concurrir sino los servidores del Gobierno civil, porque el resto de la población es sospechosa. Y bien la estudiará usted en Valvidrera, donde nuestros amigos políticos le darán a usted el consabido almuerzo y le enseñarán de lejos el Llobregat, célebre en la Historia; el castillo de Monjuich, célebre en la Historia; la antigua Ciudadela, también célebre en la Historia; la iglesia de la Sagrada Familia, que va picando en historia, y detrás la casa donde murió un tal Verdaguer, que hacía versos, según dicen, y cuya historia conviene tomarla como histórica. ¡Je! ¡je! ¡je!
-¡Siempre tan satírico!
-Ya sé que ha de dejarme usted airoso y que en Barcelona preparará usted un buen recibimiento a Patro, que tanto tiene que agradecerle a usted.
-¿A mí?
-A usted; porque la vigilancia que usted ha ejercido sobre ella ha servido para probarme que esa mujer me es fiel, que corresponde a mi cariño, y que eran calumniosos aquellos anónimos que despertaron mis horribles celos.
-La suerte de usted fue buscarme a tiempo: yo me he limitado a vigilar sin descanso y a transmitir fielmente a usted lo que vi en esa señora.
-Gracias, gracias.
-Yo soy el agradecido.
Ricardo fue a su casa, un lindo entresuelo de la calle de Ferraz, e hizo pasar al despacho a Martínez, agente que siempre había estado a las órdenes de Muñoz.
-¿Sabe usted la novedad?
-Que va usted a Barcelona.
-¿Quién se lo ha dicho a usted?
-Lo dice todo el mundo.
-Y ese mundo, ¿quién es?
-Entre otras personas acaba de decírmelo la señora Rosario.
-¿Sigue usted ocupándose de los asuntos de esa infeliz tabernera?
-Hasta que usted disponga lo contrario. Hoy mismo me ha entregado ese dinero que tiene usted ahí para pagar como siempre el vino tinto, el blanco, los aguardientes y la cerveza.
-Está bien; se pagará.
-También acabo de encontrarme a Luis.
-¿Qué Luis?
-El señorito Luis, su hijo de usted.
-¿Y anda suelto ese granuja?
-Usted le sacó de la Delegación la última vez.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? Ha causado la muerte de su abuelo; tiene medio enterrada a su abuela; está matando a disgustos a su madre; destroza cuanto gana el pobre Tomás, y abusando de que lleva mi apellido, que yo quiero conservar puro y sin mancha, se lanza al vicio y hasta a la estafa, y llegará al robo y al asesinato. Tiene dieciséis años y es el mayor calavera de Madrid: esto es incomprensible. ¿Qué le ha dicho a usted?
-Qué vendría a darle la enhorabuena, y que se iría con usted a Barcelona.
-¿Conmigo? Que se vuelva al Colegio. No quiero verle, ¿lo sabe usted? No le traiga usted ni me prepare emboscadas.
-Esté usted tranquilo.
-Quien vendrá a Barcelona será usted, si le conviene.
-Yo estoy siempre a sus órdenes.
-Gracias. Y ya que va usted a la Puerta del Sol, diga usted a Martín, el sastre, que me envíe en seguida un oficial.
-¿Para hacerle a usted el uniforme?
-Claro que sí.
-Le sentará a usted admirablemente.
-Vaya usted con Dios, adulador.
Ocho días pasó Muñoz leyendo los periódicos de oposición donde le arrojaban todo el cieno del lenguaje; y los periódicos sensatos, donde nadie le amparaba. Pero Muñoz siguió tranquilo, porque con iguales prestigios han subido al poder la mayoría de nuestros gobernantes, y porque sabía que a los partidos avanzados se les entusiasma con cualquier desplante, y a los partidos de orden se les seduce con una misa.
Vino por fin el uniforme, se vio solo Muñoz, y se vistió aquel traje que, debiendo ser pregón de altezas, era entonces hopa maldita de un miserable que esquivaba el patíbulo.
Y, cuando se colocó el sombrero puntiagudo, fue al gabinete a contemplarse en el gran espejo, cuya inclinación permitía a Ricardo verse desde los pies hasta la cabeza.
Se halló hermoso, elegante y fuerte. Él era el verbo y la efigie de la sana democracia triunfante. Él, nacido en el humilde hogar de un pobre, e hijo de una honrada planchadora, había subido por sus propios méritos a las más altas esferas de la gobernación del Estado, y era así el símbolo de las modernas monarquías, porque él ataba con lazo indisoluble el trono, la aristocracia, la burguesía y el estado llano. Quizá no se hallaba en el término de su carrera: quizá entonces empezaba su historia política, la que había de conservarse y de divulgarse en el gran libro de la Historia. Y parecía indicarlo la significativa circunstancia de que él iba a gobernar donde fracasaban todos los gobernadores, en aquel raro pueblo donde germinaban y se desarrollaban y se reproducían con fecundidad asombrosa todas las ideas de protesta contra el gran poder central, y donde era preciso acabar de una vez con aquellos tenderos y aquellos fabricantes enriquecidos a costa del país, con aquellos obreros endiosados, con aquellos escritores plagiarios y con aquella chusma adinerada o hambrienta que, solamente por insultar a España, ladra un dialecto con el que fingen entenderse.
Él sometería aquellos levantiscos levantinos; él haría explotar bombas que arruinasen el comercio; él prohibiría los juegos que entretienen y protegería los juegos que arruinan; él impondría la asfixiante moral de las beatas viejas y alentaría la corrosiva inmoralidad de los estafadores modernos; y, cuando el ensanche y la ciudad antigua y todas aquellas maravillas de arte y de riqueza fuesen un montón de cascotes, haría aún más, lanzaría al mar a todos los catalanes para que sucumbiesen en un largo éxodo por los mares y por los desiertos, y entonces volvería a Madrid para ser jefe de Gabinete o quizá jefe del Estado; y, matando hambrientos, tercos, impetuosos e indiferentes, acabar con el hambre de Andalucía, con la terquedad de los gallegos y de las gentes del Norte, con la exaltación de los valencianos y con la peligrosa indiferencia de los pueblos de Castilla.
Mirose Muñoz en el espejo, y calculó que tamaña ferocidad no se compadecía con aquel uniforme tan bonito y con aquel cuerpo elegante, y se acordó de las catalanas, magníficas esculturas de carne tibia, que debieran rodear el carro triunfante, donde él exhibiría su omnipotencia por las ramblas de Barcelona. Y pensó que más le convendría ser quien librase del poder central a la hermosa Cataluña, donde se asomaba y se estacionaba el cosmopolitismo, donde se hablaba el varonil idioma que engendró la lengua de España, donde era práctica constante el respeto a la propiedad y a las creencias ajenas, donde el trabajo no parecía servidumbre social, sino una armónica condición fisiológica, donde la cultura y la riqueza sacaban de la infancia a los pueblos y les hacía pedir un sitio entre los organismos directores y responsables, y donde él, traicionando las órdenes que se le habían prescrito, pudiese constituir Cataluña en un Estado independiente donde Ricardo I fuese el fundador de una dinastía, de un Estado y de una raza. Y si ésta rompía el equilibrio político de Europa, el gran rey catalán sería el primer guerrero del mundo y dominaría la Península, quizá el continente y quizá el planeta.
Volvió Muñoz a mirarse en el espejo; serenose la fantasía acalorada, y convino en que aquel gobernador que tenía delante era un tío sin vergüenza, dispuesto como todos sus semejantes a vivir de Cataluña, destruyéndola o explotándola, encanallado desde que nació, que había cometido muchas infamias, que seguiría cometiéndolas para vivir a gusto y librarse del presidio y servir a sus amos, y que, en Barcelona, soportaría los desaires de las personas decentes, saborearía las adulaciones de sus esclavos, explotaría el juego y la prostitución y...
Muñoz comprendía que aquel gobernador se acercaba hacia él, y no comprendió nada más, porque el gran espejo cayó sobre el polizonte y le envió a la otra vida.
Así murió Muñoz: aplastado por su propia grandeza. Inconvenientes de ser demasiado grande cuando no se es suficientemente modesto.
Así murió Muñoz: víctima de su desacato, por llamar granuja a un indecente vestido de autoridad.
El azogado cristal se clavó en los ojos de Muñoz; y aquellos ojos cegaron la primera vez que se vieron bien a sí mismos. ¡Pobres de los malvados poderosos, si alguien les pone delante un espejo! Ya no se hacen las revoluciones con explosivos, sino con máquinas fotográficas que reproduzcan fielmente.
Así murió Muñoz.
Las ministeriales le supusieron víctima de las tenebrosas maquinaciones del catalanismo; el Gobierno puso un grillete más a Cataluña, y, en el resto de España, los ignorantes y los timoratos se hicieron cruces, sin dejar de hacerse la habitual cruz en la boca.
Así murió Muñoz.
El hombre pensador y consciente puede tener el ideal del bien o el ideal social, que no son opuestos como los extremos de una barra y los polos de una corriente eléctrica, ni antagónicos como los músculos que, resistiéndose entre sí, producen la perfecta fisiología en el movimiento de un órgano. El ideal del bien y el ideal social son completamente extraños el uno al otro.
El ideal del bien es ser bueno por el placer de serlo.
El ideal social no es un ideal de amor, pues a la sociedad no se la ama, porque siempre estamos quejosos de ella: se sirve a la sociedad por miedo o por egoísmo. Cuando la servimos por miedo, cumplimos las leyes sociales, y esto se llama el ideal de justicia. Cuando la servimos por egoísmo, buscamos la infracción de las leyes sociales o nos aprovecharnos de aquéllas que favorecen a unos ciudadanos y perjudican a otros: esto se llama el ideal de injusticia.
Las luchas entre el egoísmo grande (ideal de justicia) y el egoísmo pequeño (ideal de injusticia), son las luchas sociales; y en ellas -según las condiciones del momento- pasa lo justo a ser injusto, y recíprocamente, las sociedades siguen perturbadas, y los individuos siguen molestados.
El ideal del bien no produce lucha aunque produzca víctimas. El bueno no aspira a vencer, sino a amar; y si por amar tiene que sucumbir, sucumbe sin quejarse de su martirio.
Cuando un ideal de bien tiene adeptos, la sociedad los persigue; si aumenta el número de adeptos, se aumentan también las persecuciones; y si el número de adeptos es respetable, la sociedad acepta el ideal de bien, lo mistifica, lo lleva desvirtuado a las leyes sociales, y los hombres buenos vuelven al redil común sin percatarse del engaño que se les ha hecho.
Con el dicho, hay suficiente para comprender y definir el ideal del bien y el ideal social, dividido éste en ideal de justicia e ideal de injusticia.
El primer ideal que se da en el ciudadano, es el ideal de justicia, el de respeto a las leyes. Si con él vive a gusto, sigue así hasta su muerte. Si con él no vive a gusto, adopta (raramente) el ideal del bien y es un Cristo Nazareno, o adopta (generalmente) el ideal de injusticia. Pero el ideal de injusticia tiene dos matices: perjudicar al prójimo por beneficio propio, o perjudicar por el placer de ser malo. Parece que este matiz debiera constituir el ideal del mal, opuesto al ideal del bien, y extraño, como éste, a los ideales sociales; pero no puede ser así, porque la perversidad humana (placer de ser malo) sólo se manifiesta en el individuo constituido en sociedad, pues fuera de ella ningún ser hace daño sino en beneficio propio.
Así, pues, existen: el ideal supra-social de bien (Cristo); el ideal social de justicia por egoísmo (César Borgia), y el ideal social de injusticia por perversidad (Morral).
Pero entre Borgia y Morral hay un tipo característico y monstruoso tan perverso como Morral y tan egoísta como Borgia.
Ese monstruo es el cacique español.
Cuando hayan pasado algunos siglos, se considerará fabuloso al cacique español. Ahora nos es imposible creer en el Centauro y en la Sirena; pero en el siglo XXII se reirán los ciudadanos a carcajadas cuando lean que un hombre sin honor personal y acaso sin ninguna cultura, era la base para el ejercicio del sufragio y para la constitución del santo poder legislativo; era, por tanto, superior realmente (aunque no explícitamente) al Poder gubernativo; y en el pleno siglo XX quedaba un país de hombres honrados sujeto al feudalismo ridículo y perverso de cuatro caciques, que, explotando la indiferencia o la codicia o el optimismo ajenos, realizaban sus crímenes, con una impunidad que nunca pudo tener ningún bandido.
Yo juro en nombre de Dios que podría denunciar a cualquier canalla, pero jamás denunciaré a un cacique. ¿Por qué? Porque hay un Código penal para los crímenes ordinarios, y hay una ley especial contra la monstruosidad anarquista; pero no hay una ley especial contra la monstruosidad del caciquismo. Porque ese caciquismo es el germen único de todos los delitos; porque él es quien crea los criminales. El cacique es el que aísla y azuza al hombre de bien. Y cuando éste se convence de su soledad, cuando se persuade de que no le alcanzará el amparo de la ley ni el beneficio del amor ajeno, si no se siente con las energías necesarias para ser un Cristo, llega a ser un Morral o llega a ser más perverso, y entonces adula, imita y ayuda al cacique, y logra sustituirle o competir con él.
En cuanto salió Santiago a la calle, supo que su crédito contra el Estado no valía entonces un céntimo de peseta.
Santiago no podía contar con sus parientes de Vilaldea. El pobrecito abuelo que tuvo arrendado el molino de Valdezotes, había muerto. Santiago no tenía dinero ni testigos para casarse, y le era necesario aceptar el dinero y los testigos de la novia. Esto era poco airoso; pero... Santiago estaba solo.
La primera amonestación
-¿Da usted su permiso, don Saturnino?
-Adelante, doña María.
La jamona cerró cuidadosamente la puerta y se acercó a la mesa del despacho.
-¿Qué hay de nuevo?
-Vengo a pedirle a usted consejo para casarme.
-¡Je, je! El mejor consejo es que te cases bien.
-Creo que sí.
-Pero, ¿hablas en serio?
-En serio.
-¿Quién es él?
-Un repatriado natural de Madrid. Su padre era de Vilaldea.
-Paisano tuyo.
-Pobre.
-Bueno.
-También es bueno.
-¿Y te quiere?
-No; le gusto.
-¿Y tú le quieres?
-No; me conviene.
-¿Dónde le has conocido?
-En el hospital.
-Ya sé quién es: el compañero de Román.
-El mismo.
-Según me lo ha pintado la charlatana mujer de Román, ese joven debe ser un infeliz.
-Por eso se casa conmigo.
-Es que tú mereces...
-Lo sé.
-Y, además, no necesitas...
-También lo sé. Pero si usted se muriese (no lo quiera Dios), tendría que improvisarme un marido.
-Es cierto.
-Lo preparo con una anticipación que deseo sea muy larga.
-Muchas gracias. ¿No hubieras podido escoger otro?
-Con escándalo, sí; hay muchos hambrientos, pero no tienen vergüenza.
-¿Y ese?
-Ya ha dicho usted que es un infeliz. Usted arreglará los papeles sin intervención de él.
-¿Cómo se llama?
-Santiago Albo y Mas.
-Conocí a su padre, que seguramente era Ramón.
-Que tenía una taberna.
-Y fue mozo de Gafe. Todo un hombre honrado; y, efectivamente, era de Vilaldea.
-Pues bien; usted buscará testigos y usted será el padrino.
-Lo seré en nombre de los duques.
-Ahora lo que necesito con urgencia es darle dinero a Santiago.
-¿Cuánto te ha pedido?
-Nada; ni lo pediría. Pero está desnudo: sólo tiene el traje de rayadillo.
-Pero con él podrá venir a verme.
-Eso sí.
-Que venga; le ofreceré, ¿cuánto?
-Siquiera cuatrocientos duros.
-Pues le ofreceré cuatrocientos duros porque renuncie, en favor tuyo, los bienes que le puedan corresponder en Vilaldea por la muerte de su abuelo.
-Comprenderá que eso es un regalo.
-Mejor.
-¿Y si renuncia?
-No deberás casarte con un hombre tan necio, porque sería peligroso.
-Es verdad. Después de la boda, iremos a la Coruña y a Valdezotes.
-Y le dejarás allí; lo he adivinado.
-Obedeceré en eso las órdenes de usted.
-Te las enviaré bien terminantes.
-¡Ah! Olvidaba decir a usted que nos casamos para reparar las consecuencias de una falta que hemos cometido.
-Pero, ¿eso es cierto, María?
-Ca, no, señor; lo cree él; pero yo no pierdo la cabeza.
-¿Y eso lo sabe alguien?
-Román y su mujer. Ahora se callarán, y cuando lo digan, ya no tendrá importancia. Todo prescribe.
-¿Y no pudiste hallar otro medio?
-Para salvar el decoro del presente, se suele sacrificar el decoro del porvenir. Usted lo sabe bien.
Don Saturnino miró a su hija, y quedó callado. La jamona le dio gracias por todo, y salió arrogante y sonriendo por la puerta del despacho.
Santiago flaquea
Santiago renunció en beneficio de su futura esposa, y por cuatrocientos duros, la herencia del abuelo muerto en la mayor miseria.
Santiago obedece
Román y su mujer se repartieron la boda. La mujer estuvo en la iglesia y en el almuerzo, y Román estuvo en la comida de campo, que se celebró en Puerta de Hierro.
Cuando los porteros se acostaron reunieron sus impresiones.
No había escaseado nada.
Santiago parecía atontado.
En cambio, ella estaba en todo.
-Estaba en presumir, como todas.
-¡Pues mira que vosotros, los hombres!
-Calla, si puedes. Un hombre se arregla para que le quiera una mujer. Y una mujer se arregla para que las otras se mueran de envidia.
Es verdad.
Don Saturnino estuvo espléndido y parecía muy cariñoso con Santiago. Desde Puerta de Hierro se marcharon los novios a la estación del Norte, y allí tomaron el tren para Coruña.
-También yo iría de viaje.
-Ya irás.
-Pero no iré al Norte, porque iré al Este.
-Pues mira si esto dura diez años y no nos pone don Saturnino o el demonio en cosa mejor...
-Que nos pondrá, porque nos pondrá doña María; que es más ama aún que nadie, y que tiene que contentarnos.
-¿Por qué?
-Porque sabemos cómo se ha casado.
-¡Mira qué secreto! Ayer valía algo, y hoy no vale nada.
-Pero siempre agradecerá que lo callemos.
-Y lo callaremos. En la boda decía todo el mundo que los novios lo eran desde pequeños, allá en el país.
Al llegar a Coruña y a la fonda de la Ferrocarrilana, hallaron los novios tres despachos telegráficos.
Repito mi anterior. Si enfermedad sigue vendrá Santiago. Si concluye pronto volverá Valdezotes. -Saturnino.
Otro telegrama decía:
Señora enferma. Ven inmediatamente. Deja Santiago en Valdezotes. -Saturnino.
Y el restante:
Telegrafiadme llegada, recibo de mis telegramas, salida para Valdezotes y salida tuya para aquí. En León tendrá jefe estación telegrama para ti. -Saturnino.
Telegrafiaron a Valdezotes para que el tío Cachelos, que llevaban el molino, o el tío Romana, que llevaba el huerto, salieran con caballerías a Enlace y esperasen a Santiago.
Y telegrafiaron a don Saturnino.
Salimos en seguida. Recibidos sus tres telegramas. Santiago quedará en Enlace. Seguiré a Madrid. Recogeré telegrama en León. -María.
La novia entregó un abultado sobre a Santiago, cuando salieron de Madrid, para Galicia, y dijo a su novio:
-Guarda ese dinero: creo que habrá suficiente para el viaje. Cuando llegaron cerca de Enlace, dijo doña María:
-Dame doscientas o trescientas pesetas. ¿Cuánto has pagado en la fonda?
-Veintidós pesetas.
-¿Has cambiado algún billete del sobre?
-No he tocado a él. Tenía yo dinero y he pagado también el ferrocarril.
-Pues dame cuarenta o cincuenta duros, siquiera para llegar hasta Madrid.
Santiago abrió el sobre; seguramente había allí más de tres mil pesetas.
En Enlace los saludó el tío Romana, que conocía a la jamona. Los esposos se abrazaron, doña María continuó su viaje, y Santiago, montado en la borrica, y Romana en el buche, tomaron vega abajo en dirección a Valdezotes. En León se presentó doña María al jefe y la entregaron este telegrama:
Prohíbo terminantemente que sigas. Vete a la mejor fonda y descansa. Cuando quieras vienes. -Saturnino.
Doña María contestó:
Gracias. Sigo mi viaje. Estoy descansada. -María.
Cuando Santiago y el tío Romana llegaron a Valdezotes, ya eran amigos, y el día siguiente, ya tenía Santiago amistad con todos los vecinos de Valdezotes. En aquella hermosa casa, que iba desde la plaza hasta el río, pasaba Santiago la noche durmiendo, la mañana cuidando las hortalizas y la tarde sentado a la sombra en la entrada del molino y charlando con el sacristán, que también era maestro de escuela, barbero y secretario del Ayuntamiento y del Juzgado de Paz. El alcalde, el cura, el telegrafista, el síndico, el médico y el juez, en seguida comprendieron que Santiago no tenía influencia con su esposa, ni con don Saturnino, ni con los señores, ni con nadie y no le hicieron la menor visita.
Al mes empezó Santiago a sospechar que su mujer le abandonaba, y le escribió sus quejas. Le contestó don Santurnino devolviéndole la carta y diciéndole:
«No entrego ese papel a doña María para no darle un disgusto que no merece. Supongo que tendrá usted dinero del que le entregó doña María, y acaso encargue a usted de abonar ahí alguna cantidad».
Santiago se calló, se acordó de su madre, y, lo mismo que ella, se resignó a obedecer.
La mancha de la mora
Acabo de leer las anteriores cuartillas a mi amiga la lavandera que pone en colada mis calzones y mis manuscritos, y me dice que lo de Barcelona no saldrá bien, y me pregunta si esa mancha es de grasa o de pintura.
-Es la consabida mancha de la mora.
-Explíquese usted.
-Allá voy, y siéntese, porque la explicación será larga.
Todo lo grande está hueco. Sería posible que algo muy grande fuese macizo si se hiciese en completo reposo. Esto es imposible, y todo lo grande es hueco. Para que un árbol grande no fuese hueco se necesitaría que tuviese unas raíces inconmensurables que alimentasen de sabia a las innumerables fibras. Cuanto más grande es una bola de hierro más poros tiene: es el eterno problema de la fundición. ¿Me entiende usted?
-Pero que divinamente.
-Madrid y Barcelona son dos pueblos grandes y están huecos. Si los sacude usted, suenan como si hablasen castellano; así dicen los catalanes de lo que suena a cascado y a vacío.
Aunque Barcelona y Madrid están huecos, son muy resistentes, porque un tubo de paredes de un milímetro es más resistente que una varilla maciza de dos milímetros de grueso, con arreglo a condiciones mecánicas que yo estudié en Resistencia de Materiales, porque no esperaba quedarme sin más ocupación que agradar a mi cacique y sin más recompensa que su aplauso de usted.
De la resistencia de un tubo formará usted idea recordando que una platina de hierro la rompe usted más fácilmente por la tabla que por el canto, y de ambas maneras hay que vencer el mismo esfuerzo de cohesión de las mismas moléculas; pero la fuerza que usted hace se aplica de diferente modo y a diferente distancia. ¿Me comprende usted?
-De primera. Vamos, es como si usted me da un desaire, que lo siento en el alma, pero no en el carrillo; y si me da usted un bofetón lo siento en el carrillo y en el alma.
-Eso es, amiga mía; coge usted las ideas rápidamente, se las asimila, las desenvuelve, las fecunda y, transformadas, las expresa usted con precisión. Creo que debiéramos llamar a uno de nuestros gobernantes para que nos lavase la ropa y los manuscritos.
Continúo.
Madrid, hueco, pero resistente por una centralización que también es hueca, se llama representante de España y es impotente para meter en cintura al cacique de un pueblo castellano. Barcelona, hueca, pero resistente por una riqueza que también es hueca, se llama representante de Cataluña y es impotente para remediar la miseria en un pueblo de la montaña.
Madrid y Barcelona son esponjas hinchadas con sudor de aldeanos. Si vence Madrid, aprenderán los catalanes honrados que la redención está en el amor a los honrados hijos de Castilla, que admiran las virtudes catalanas: en la reconquista honrada por procedimientos honrosos. Si vence Barcelona, será productivo hermosear Sevilla y alzarse con ella y con la tierra andaluza.
Madrid es la mancha de la mora madura, y acaso la quite Barcelona, que es la mora verde.
-Resultarán dos manchas que no salen.
-¿Y a fuerza de puños?
-Tampoco. Lo mejor es dejar la prenda para usarla en casa.
-O no usarla nunca. Barcelona y Madrid no abrigan el alma y el cuerpo de ningún español desdichado, porque nuestra hambre, nuestra sed, no se aplacan con una mora añeja ni con una mora verde.
Es hambre y sed de justicia.
Santiago tiembla
Yo vivía accidentalmente en Valdezotes de Arriba, donde pasaba la cuarentena de los baños medicinales, y Santiago vivía en Valdezotes de Abajo.
El ir de caza me servía de pretexto para pasearme armado, y salía de caza diariamente. Conocí a Santiago en su molino, le visité a menudo y llegó el pobre hombre a contarme las desventuras con que formé la novelita que dejo terminada.
Una tarde fijó Santiago su atención en mi escopeta y me dijo:
-Buena arma.
-¡Ya lo creo!
-Habrá costado más que la mía.
-Cuatrocientas pesetas.
-¡Qué atrocidad!
-Pero a mil metros hace blanco.
-Habría que verlo.
-¿Lo dudas?
-Digo que habría que ver el blanco.
-Total, que no lo crees. Pues bien, haz la prueba.
-¿Cómo?
-De aquí al campanario de la iglesia habrá cuatrocientos metros.
-Algo menos.
-No importa. Apunta a las campanas, y si haces blanco lo oiremos.
-Ese es un tiro muy difícil.
-No lo creas; la dificultad está en sugestionarse. El torero mata bien cuando trabaja convencido de que matará perfectamente. En todos los actos de la vida la seguridad en el triunfo hace al triunfador.
-¡Qué cosas tan raras dice usted!
-Son fenómenos sin estudiar. Haz la prueba. Los dos cañones están cargados con bala. Apunta.
-Ea, pues ya apunto.
-Y ahora imagina que en aquella mancha negra que se ve en el campanario (y que es donde está la campana) se halla la cabeza de don Ricardo.
-¡Si fuese verdad!
-Pues imagínalo, persuádete de que allí está el autor de las infamias que has padecido. Asegura bien la puntería, porque acaso no se presente otra ocasión de tomar venganza. Cree firmemente que allí está, que te mira sonriendo y despreciándote. Es él, el canalla de siempre. ¡Calma!, ¡calma!, se espera un minuto, un año, una vida entera; pero es preciso que no se yerre el tiro. Es preciso que la bala llegue al punto negro, donde está la cabeza de don Ricardo riéndose del pobre padre muerto en la cárcel, de la santa madre escarnecida, golpeada, besuqueada con lujuria, de...
-¡Pum!
-Silencio, Santiago.
Y a nosotros llegó el sonido de la campana, solo, breve, como un suspiro del Dios de aquel templo.
Santiago volvió a la realidad, serenose su mirada, se deshizo la contracción de sus mandíbulas, y, devolviéndome la escopeta, me dijo:
-Le hubiera matado.
-Así se apunta, y si en Santiago de Cuba apuntaste así...
-Yo, en la guerra, siempre tiré al aire.
-¡Cómo! Pues allí había que defender algo más valioso y más sagrado que tú y que yo. Allí había que defender la Patria.
-Y a mí, la Patria, ¿qué?
-¡Insolente! La Patria es mi madre, es la madre de todos los españoles, y solamente los españoles canallas y locos pueden consentir que se desprecie a su madre. Para que defendieses la Patria te dimos pan y halagos, y fuiste traidor. Contra ti clama la sangre de los soldados muertos, la tristeza de los soldados vencidos y el hambre de los pueblos arruinados. Defiéndete, porque voy a matarte.
-Porque es usted más fuerte.
-No lo creas. Coge la escopeta, que sólo tiene un cañón vacío. Y dispara pronto: si me echo sobre ti no tienes salvación.
Santiago vaciló.
Pero fui hacia él con los puños en alto y la mirada amenazadora. Retrocedió de espaldas, tuvo miedo, se echó a la cara la escopeta, vaciló aún, pero, al fin, disparó.
La bala pasó muy lejos de mí.
-¿Y ahora corres, cobarde?
Y corría, pero le di un puñetazo y Santiago cayó al suelo.
-Te rindes, ¿eh? ¡Y lloras! ¡Me das asco!
-¿Por qué no pega usted a quienes tienen la culpa?
-Calla, Santiago, calla.
-¿Por qué no pega usted a los que me han hecho odiarlo todo?
-¿Yo?
-A los que me han engañado en nombre de Dios. ¿Se calla usted? A los que me han robado y me han deshonrado en nombre de la Ley.
-Silencio, Santiago.
-A los que me han quitado el amor de mi madre y el amor de mi esposa. Y si es usted tan valiente y tan honrado y tan patriota como lo parece, ¿por qué no mata usted a todos esos?, y, ¿por qué no mata usted a quienes no me enseñaron, ni de niño ni de hombre, a conocer la Patria y amarla y a tener esperanza en ella?
-¡Nombre de Dios!: porque no puedo.
Por si muove
No soy el culpable, y quizá no lo sean ni Dios ni el diablo, de la infinita necedad humana; y he de soportarla con paciencia, porque me es preciso soportarla.
Si hablo de un Lucas caballeroso, ningún Lucas decente (y habrá muchos) se cree aludido, y me envía un cajón de cigarros. Pero si hablo de un Manuel que tiene sarna y se muerde las uñas, se creen aludidos todos los Manueles que conozco, aunque sean personas pulcras y sanas.
Si pinto un pueblo con caudaloso río y encantadores jardines, no me nombran hijo adoptivo en Aranjuez. Pero si añado que las mujeres son chismosas, se irritan contra mí todos los pueblos de España, aunque no tengan río ni jardines.
Así no es posible escribir.
Si después de evitar palabras que injustamente provocan la malicia, y después de evitar cacofonías indispensables en un idioma que nadie mejora, y después de suprimir barbarismos que son indiscutibles, y después de imaginar eufemismos para no caer en galicismos que nunca lo fueron y que censuran los críticos cuatezones que están ayunos de lengua castellana, y después de librarse de arcaísmos racionalmente abandonados y de neologismos que sólo pueden curarse entre ignorantes pedantuelos; y si después de tanta labor se escribe una novela, hay que resignarse a que las mujeres la rechacen porque se creen aludidas en la protagonista que no tiene vergüenza; a que los hombres la rechacen porque se creen ridiculizados por el perrito de la marquesa; a que el clero me excomulgue, porque el cura de la obra es un libertino o es con demasía hombre de bien; a que el juez P. me crea incurso en el Código Penal, o el juez Q. me crea incurso en otra ley de las especiales, aunque al fin resulte (porque todos los magistrados no tienen tan pocas letras como P. y Q.) que no ha pasado nada sino el tiempo pasado en la cárcel y el dinero pasado a otras manos.
Desde mi último proceso medito mucho mis escritos, no tanto por el juicio que merezcan de las personas ilustradas, como por la malicia que puedan despertar en los majaderos. Y siempre dedico a éstos un artículo como el que ahora termino.
Perdóneme Valdezotes. El pueblo que soporta a un cacique que no es una necesidad moral ni legal es un pueblo de zotes.
Valdezotes está en toda España, desde el Pirineo, donde termina la libertad francesa, hasta el Estrecho, donde empieza el despotismo de un sultán, cuyo despotismo será bueno o malo, pero es perfectamente legal.
Que un quidán, o unos cuantos, manejen a su gusto los hombres y formen a su gusto los Cuerpos Colegisladores, sólo ocurre en España.
Y a estas afirmaciones, que también hace don Antonio Maura, no se contesta procesándome, sino acabando con los irritantes privilegios que tiene esa aristocracia negativa: la aristocracia de la delincuencia.
No es gran pena ir a presidio por ladrón: es mayor pena la de vivir siempre robado.
Mientras los señores de las grandes urbes, hablan de España sin conocer nada más que un casino y un paseo, yo, que también he vivido en poblaciones pequeñas, he observado que los hurtos y los robos inmediatamente preceden o siguen a las elecciones. En esas épocas, los granujas cuentan con la amistad del cacique, y roban.
En la cuenta de los caciques hay que cargar las brutalidades actuales, y la impunidad que permite a locos y a majaderos, armados de bombas, de cuchillos y de procesos, molestar al rey, a Maura y a mí.
Santiago se humilla
Aquí no manda la ley, ni el rey, ni Dios, ni el diablo; sino el señor Santiago.
Pasquín aparecido en la fachada del Ayuntamiento de Valdezotes.
Mis dolencias volvieron a llevarme al balneario próximo a Valdezotes de Arriba; y cuando terminó el tratamiento hidroterápico, resolví saludar a los amigos de aquella villa serrana. Anuncié al cura mi proyecto y, cuando llegué a Valdezotes, me esperaban casi todos los vecinos.
Recibí sus afectos, les hice manifiesto el que yo les profesaba, y aseguré que el día siguiente emprendería mi regreso. Tomábamos las once en la secretaría del Ayuntamiento, y aquella plana mayor me refirió la rápida fortuna de Santiago.
Entre alusiones y reticencias maliciosas, y entre adjetivos fuertes, me dieron noticia de que Santiago era un cacique de fondo perverso, de palabra petulante, vicioso, usurero, cruel, irascible, y más me hubieran dicho a no presentarse el alguacil anunciando que el señor Santiago subía por la escalera principal de aquella Casa de la Villa.
Santiago vestía el sencillo traje de un caballero que reside en el campo. Estaba bien cubierto de carnes, guapo, moreno y con aire de satisfacción cumplida.
Su primer saludo fue para mí.
Aquellas gentes le rodearon, le cumplimentaron y permanecieron con la atención sumisa de quien espera órdenes.
-Esta mañana me han contado que anoche llegó usted aquí.
-Es cierto.
-Pues bien, abajo tengo la jardinera para nosotros dos; y, si usted me lo permite, invito a los señores a que honren mi mesa.
-Muchas gracias.
-Muchas gracias.
-Por mi parte, con mucho gusto.
-Y por mi parte.
-Yo iba a enviarle a usted ahora el mismo recado -dijo el alcalde.
-¿Es que don Silverio almorzaba con usted?
-Así estaba pensado, pero, amigo don Santiago, baza mayor quita menor.
-Le agradezco a usted la preferencia que me concede.
-Yo soy el agradecido.
-Pero -dije yo- ¿conmigo no se cuenta?
-Usted -respondió Santiago sonriendo- obedezca una vez a la autoridad del señor alcalde.
-No -contestó éste-. Usted, don Santiago, es quien manda.
-Yo suplico. Y vámonos, caballeros, que hay media horita de sol hasta llegar al río.
Santiago me colocó al lado suyo en el lindísimo carruaje, cogió las riendas, fustigó la jaca y, respondiendo a los saludos del vecindario, salimos a la carretera y la seguimos deprisa.
Cuando llegamos al huerto vi, en lugar del molino, una hermosa casa.
-Eso ha mejorado, ¿no es verdad?
-¡Ya lo creo!
-Pues es de usted; es mi nuevo molino.
Y señalando hacia el fondo del paseo de entrada, me dijo:
-Allí me pegó usted.
-Lo siento.
-Y esta tarde me pegará usted otra vez. Llegaremos a una casa, al extremo del huerto, e inmediata a la iglesia.
Allí se detuvo el carruaje. La calle y la casa estaban llenas de gente que me saludaba, me estrujaba, me preguntaba por mi salud y por mi familia, y me ofrecía lumbre para el cigarro.
Por fin, una guapa moza, de aire resuelto, se me acercó con una copa de vino, y me dijo jacarandosamente:
-Yo soy servidora de usted, para lo que usted guste mandar.
-Muchas gracias; y yo de usted.
-¡Romualdo!
-¿Qué quiés, mujer? -respondió a lo lejos un mocetón.
-Pero, condenao, si tiés las jarras ahí mesmo, ¿por qué no les das a tóos?
-Venga, venga, señor alcalde, dijeron a Romualdo los concurrentes. Santiago llegó, me cogió del brazo y empezó a enseñarme la casa. Terminó la visita en el comedor, y allí nos esperaban los amigos de Valdezotes de Arriba, Romualdo, el párroco y otros personajes de Valdezotes de Abajo.
El almuerzo fue suculento.
Cuando concluyó, se presentó la mujer de Romualdo a servirnos el café y los licores, y Romualdo sirvió los cigarros.
Hablose de la cosecha, del regadío y de toros. Cuando ya la merma de la razón llevó a los comensales a hablar de política, me guió Santiago a su despacho, cerró la puerta de éste y la puerta de la habitación anterior; puso sobre la mesa una caja de buenos cigarros habanos; se sentó enfrente de mí; encendimos los puros, y suspirando fuertemente me dijo:
-Usted ha sido mi confesor, y tenía ansias de volver a confesarme.
-¿Para que le absuelva?
-Quizá.
Cuando, hace seis años, y después de pegarme, se marchó usted del molino, tuve intenciones de ahogarme en la presa. Pero llegó Remigia, esa hembra que nos ha servido el café, y que, según murmuran, es mi querida; y Remigia llevaba sobre el burro una fanega de trigo para moler, y en su cuerpo de ella muchas cosas bastante agradables. Además, Remigia era casada y podía proporcionarme el vengativo placer de aumentar el número de los maridos desgraciados. Y lo aumenté.
Cada sumisión que tuvo para mí Romualdo, el marido de Remigia, motivó una sumisión mía para el señor duque; y cada atención que me concedió el señor duque, aumentó mis atenciones para Romualdo.
A los cinco meses se me nombraba juez municipal; y como entonces hube de ir a la feria de Cañogroso de Arriba, aprendí allí lo que nunca he olvidado y me ha servido de mucho. Por aquel pueblo andaban separados, y con traza de no conocerse, un hombre y una mujer a quienes había visto aquí, en las mismas condiciones, tres meses antes. La mujer pedía limosna, ensalzando el Santísimo Nazareno de Cañogroso de Arriba, como había ensalzado la Virgen de la Vega, en Valdezotes de Abajo; allí, como aquí, alababa y adulaba a todos, y sacaba muy buenos dineros. El hombre, acompañándose con una guitarra, cantaba coplas insultando y escarneciendo a Cañogroso de Abajo, como aquí había insultado y escarnecido a Valdezotes de Arriba; así recogía mucho muchísimo. Quizá alguien amase más el dinero que las adulaciones de la mendiga; pero todos amaban, más que el dinero, aquel placer de oír al cantador injuriando a quienes eran casi sus convecinos, casi hermanos, y, por lo menos, amigos naturales y próximos. Y yo, desde que volví de mi viaje, me dediqué a adular a este Valdezotes de la Vega, y a molestar al Valdezotes de la Montaña, y como tenía más ilustración que estos zafios, fueron tan extraordinarias y oportunas mis adulaciones y mis insultos, que en las primeras elecciones me vi obligado a ser alcalde. El señor duque me nombró su apoderado general en este partido, y yo dejé a Romualdo encargado de la molienda y del huerto.
Dos años después hice a Romualdo concejal, y me sustituyó en la presidencia, porque yo abandoné la vara para quedarme con el arrendamiento de los Consumos, negocio que yo había preparado para mí. Desde entonces, fui claramente el cacique. Aprovechándome de una absurda ley que permitía el establecimiento de Juzgados de primera instancia en los pueblos que costeasen tal gasto, instalé aquí ese tribunal y una casa-cuartel para la Guardia civil, y una cárcel de partido. He hecho al juez, al alcalde y a los guardias cómoda la vida. Soy aquí el único representante de las casas comerciales, de las sociedades de seguros, de los editores, de los principales periódicos y de la explotación de monopolios. Muelo con una hermosa molinería austro-húngara, de cilindros de acero. Y no soy diputado provincial, porque en las pasadas elecciones trabajé, por orden del duque, a beneficio de un vejestorio, que, de puro agradecido, acaba de morirse para dejarme la vacante. Y aquí tiene usted mi historia desde que no nos vemos.
-Está bien.
-¿Quiere usted ser el diputado provincial?
-¿Yo?
-Ríndase usted a la realidad de la vida.
-Pero, ¿cuál es la realidad?
-Venga usted a vivir aquí, y escribirá esos libros que nadie compra, que nadie lee y que nadie aplaude. ¿Le molesta a usted que yo diga esto? Pues lo dice todo el mundo. Se le tolera a usted como a un loco pacífico; en cuanto pegue usted a un guardia, le encierran a usted.
-No pegaré a nadie.
-Pues le pegarán a usted hasta los chiquillos, don Silverio; usted no conoce el mundo. Venga usted a vivir conmigo, y ayúdeme usted en la tarea de ilustrarme.
-¿Puedo hablar?
-Estaba deseando que usted me interrumpiese para cerrar mi pico.
-Bueno, Santiago; allá va mi respuesta. Quizá usted me quiere porque le he zurrado. No se agravie usted; eso es condición de perros, de mujeres y de hombres débiles.
-Vamos adelante.
-No soy tan desgraciado que merezca la caridad de usted. Es cierto que no tengo salud, ni dinero, ni consideraciones ajenas. Es cierto que se me desprecia, que se me persigue. Pero todo esto me ocurre porque no adulo a ningún hombre ni escarnezco a su enemigo. Si tal hiciese, ganaría más que aquellos mendigos de Cañogroso, más que usted y más que muchos; me sobrarían esos bienes que emplean ustedes en tener comensales para lucir su mesa en banquetes que agradecen los estómagos, pero no los corazones; y me faltaría la unción con que saboreo mi pobreza, con que me duermo sin remordimientos y con que perdono las injurias que recibo. Usted me necesita -según lo dice- para instruirse. Pues bien: yo no puedo estar aquí, porque protestaría contra todos los atropellos cometidos por el caciquismo de usted, y nuestra situación sería absurda e insostenible. Pero, fuera de aquí, cuente usted con que le enseñe cuanto sé, si usted no lo sabe y quiere saberlo.
-Muchas gracias.
-A primera vista debe usted ser el agradecido; pero, bien mirado, el agradecido seré yo. Me explicaré. La ilustración que usted va adquiriendo rápidamente le sirve para aumentar y consolidar sus injusticias; y yo debiera negarme a enseñarle a usted. Eso hacen nuestros gobernantes cursis: si temen que yo use de la libertad y los contradiga, me suprimen hasta las ilusorias garantías constitucionales. Los grandes hombres de Estado jamás merman las libertades públicas, porque les orienta la libre y sincera expresión popular, y porque saben que los pueblos libres, como los hombres libres, son buenos, muy buenos, santos, verdaderos hijos de Dios. Lo que aprenda usted ahora, le sirve para ser un cacique; lo que aprenda usted mañana, le servirá para gobernar malamente una provincia, y acaso la nación; pero, si no se detiene usted en el estudio y sigue aprendiendo, sentirá usted nacer en sí los grandes ideales del amor humano; presumirá y comprobará las leyes de armonía del Universo: verá usted los errores de nuestra organización social; verá usted cómo se remedian imitando la sabiduría de Dios; y entonces no querrá usted ser gobernante, ni cacique, ni ladrón en ningún modo, ni asesino en ninguna manera, ni encubridor en ninguna forma; y saboreará usted con unción el hambre; dormirá usted sin remordimientos; perdonará las injurias que reciba, y vendrá usted a buscarme para...
-Para que nos lleven a un manicomio.
-¡Santiago!
-No nos entendemos. Está usted apasionado, y no halla usted nada útil en el caciquismo.
-¡Nada!
Aquí el juez, el cura, el médico, el guardia civil, el administrador de Correos, el medidor, y hasta la Santa Patrona, están a las órdenes de usted.
-Exacto.
-Porque usted les quita su empleo o les obliga a trasladarse.
-Efectivamente.
-Eso es una vergüenza para ellos.
-Es una condición del cargo; ya la conocían cuando empezaron a ejercer.
-Pero es una vergüenza que tratarán de quitarse.
-No pueden.
-¡Qué infamia!
-Muy agradable.
-No la envidio, porque cuanto más viva el malo más padece. Juro por Dios y por mi santa madre que no me cambiaría por los caciquillos que me persiguen, aunque entre ellos haya personajes muy envidiados por los tontos.
-Tampoco se cambiaría usted por mí.
-¿Por usted? ¡Pero si usted es el cacique más desdichado que hay en el mundo! Ha sufrido usted todas las amarguras del hombre de bien; y, cuando empezaba usted a conocer su oficio e iba usted a obtener las dulces recompensas que da la conciencia tranquila, se decide usted a ser malo y a emplear en lo malo todas las energías que empleó usted en lo bueno, y de los dos oficios sociales que son más perversos, el de anarquista y el de cacique, elige usted el que necesita mayor perversidad, y el que no tiene disculpa en usted.
-Ninguno la tendría.
-Ninguno, ante mí, que odio todas las maldades, pero no ante esa masa enorme de majaderos que hallan justificación a las pasiones. Ante ellos hubiera usted podido disculparse siendo anarquista.
-¿Por qué?
-Por herencia. Usted reniega de su padre y de usted renegarán sus hijos.
-¿Qué quiere usted decir con eso?
-Que prefiero suponer que a usted recién nacido le hallaron en medio de la calle, a suponer que usted sea hijo de aquella Rosario, víctima de un cacique y de aquel laborioso tabernero que, al morir víctima del caciquismo, en aquella cárcel inmunda, no pudo sospechar que a su hijo le avergonzarían por no defender la Patria y le avergonzarían por no defender la memoria de su padre.
Y como yo me levanté para salir, me dijo Santiago:
-Es verdad; pero no hay remedio. Aquí hay que ser víctima o ser verdugo.
Appendix A La rendición de Santiago
Silverio Lanza, autor de esta obrita, murió en Salamanca, en una miserable casucha de la calle de Tentenecio. Tocábamos juntos en un café, y así nos ganábamos la vida; pero Silverio, sin familia, y encerrado en aquella ratonera, gastaba mucho, comía mal, y la tisis se apoderó de él.
Ya no pudo tocar la bandurria y pensó en irse al hospital para morir allí.
Vendió su escasa ropa y sus escasos muebles, para franquear las cartas que escribía pidiendo caridad. Muy pocas personas le contestaron, y éstas se limitaban a recriminarle.
Yo recordé a Santiago Albo y Mas, y sin consultar a Silverio, escribí a Valdezotes de Abajo. Días después, y al caer la tarde, se presentó en el zaquizamí una guapa señora vestida de riguroso luto. Sentí pasos en la escalera patibularia, e hice entrar a la señora en la buhardilla donde Silverio estaba flaco, lívido, tembloroso, esputando constantemente, febril, y sentado en una silla, porque había vendido el colchón del catre. La señora se sentó en el baúl y yo escuché en pie.
Dijo que era la señora de Albo; que su esposo era diputado y no podía venir por altas cuestiones de la política, y por la testamentaría del duque que había muerto dejando a don Santiago de albacea y a ella con un gran legado; que vivían con la duquesa que estaba muy malita del corazón, y que venía resuelta a llevarse a Silverio a Madrid.
-Para esa delicada comisión vale más una mujer. Además yo tenía deseos vivísimos de conocer a don Silverio.
-Muchas gracias.
Era ya la hora de irme al café, y dije que me marchaba, pero la señora quería trasladar en seguida a mi amigo y llevarle al hotel; y convinimos en que yo pediría permiso al amo, y me volvería.
Pero el amo me obligó a que ejecutase un par de números; y cuando volví me dijo la tripera que habitaba la planta baja:
-He sentido ruido arriba. ¿Está solo el señor Silverio?
-No, señora.
-Más vale así. Crea usted que me había asustado.
Silverio tenía lleno de color el rostro, sonreía alegremente. La señora también parecía agitada y satisfecha.
-¿He tardado? -pregunté.
-No.
-Y, ¿qué han decidido ustedes?
-Pues yo he decidido quedarme en casa; que acompañes a la señora al hotel para que descanse, y mañana saldremos.
Acompañé a la señora, y volví.
-¿Te ha dicho algo en el camino?
-Que tenías vida para mucho tiempo.
-¡Hubiera sido la primera mujer que me comprendiese! Échate en el catre y duerme con tranquilidad. Si te necesito, te llamaré.
Cuando desperté comprendí que yo había dormido mucho. Silverio daba largos y profundos ronquidos. Me levanté, entorné la ventana y miré al enfermo. Silverio estaba agonizando. Me acerqué a él, y me dijo lentamente y en voz muy baja:
-Abre bien, para que entre el sol, y me vea morir. Media hora después, me dijo:
-Págame el entierro como puedas, y no me dejes agradecido a ningún canalla.
Y así lo hice.
Pero antes leí el testamento.
«En el nombre de todas las autoridades, de todos los caciques, de todos los críticos, de mis consejeros oficiosos, de mis enemigos pagados, y, además, en el nombre de Dios, mi particular maestro y camarada, digo que esta es mi voluntad para después de mi muerte.
»Si hubiese perseguido el bienestar de mi cuerpo, hubiera explotado las blancas, los naipes y las leyes. Siempre he aspirado a la inmortalidad; y, lógicamente, no quiero nada de lo que dan los mortales.
»Prohíbo solemnemente la impresión de mis manuscritos y la reproducción de mis obras impresas.
»Prohíbo que a costa de mi muerte se busque notoriedad, con entierros fastuosos, coronitas, veladas pseudo-literarias, necrologías mentirosas, declaraciones de paternidad predilecta o adoptiva, hecha por Ayuntamientos de brutos y de caciques; y menos que se dé mi nombre a calle nueva o que se sustituya con el mío otro que, por ignorancia de lo pasado, pueda ser ridículo al presente.
»Celebraré que mis herederos hagan polvo la herencia que les deje; y así quedará probado que yo les superaba en buen gobierno; y si nada les dejase, no lo tengan a mal, sino porque no quise ofenderles dándoles más de lo que me tenían dado.
»Si antes de morir yo, me hubiera algún extravagante prestado dinero para aliviarme el hambre o la desnudez, téngase por pagado con la notoriedad de la excepción y escarmiente para no prestar a los pobres, cuando son honrados, porque, al fin, el bueno no merece que le socorran, sino antes, que le paguen.
»Quiero que se lave mi cadáver, especialmente lo que de él haya de quedar cubierto, pues así me lavé en vida el cuerpo y el alma mirando más la satisfacción propia que el juicio del prójimo.
»Y basta de testamento, que, aun siendo para la eternidad, ha de ser breve en quien no tiene que reparar lo pasado, ni repara en lo futuro.
»Este mi testamento ha de cumplirlo mi amigo don J. B. A., quien puede no cumplirlo sin que yerre, pues si en mi vida pasó él por lo que yo hice, también es justo que en mi muerte, pase yo por lo que él haga.
»¡Adiós, y hasta luego!»
SILVERIO LANZA
Appendix B Filosofía descarnada
Ya saben ustedes que si guardan sesenta kilogramos de difunto en un ataúd de zinc, llega un día que la carne ha desaparecido. ¿Quién se ha comido al muerto? Preciso es confesar que el muerto se ha comido a sí mismo a fuerza de discurrir.
Y, ¿qué discurren los muertos?
Como la vida nerviosa subiste después que termina la vida muscular claro es que el muerto se apercibe de que le tocan, y oye lo que se dice a su lado. Y después... nada nuevo: algún ruido de trepidación, y a comerse hasta los tobillos discurriendo.
Olvidaba decir a ustedes que todas las leyes (sabias) tienen su verificación experimental, y no le falta ésta a mi ley de la autofagia de ultratumba. En efecto, ni la santidad ni la perversidad, ni las enfermedades ni la robustez determinan la consunción del cadáver. En cambio, vengo observando que al destapar el ataúd de un tonto aparece intacto el muerto: el pobrecito siguió sin discurrir.
Appendix C Ave, César: tu víctima te saluda
Al terminar el alquiler de la sepultura de Silverio, no pude renovarlo, y sólo obtuve la gracia de presenciar la exhumación.
Al abrir el ataúd, cayó un papel que yo había colocado y donde aún podía leerse:
Me extrañó que el papel estuviese roto, y me fijé en la actitud del esqueleto. Silverio se había movido.
El antebrazo derecho aparecía flexionado hacia su brazo, y entre ellos estaban los huesos de la mano izquierda.
Pero nunca supe si aquel era su último saludo a los caciques de los vivos o su primer saludo a los caciques de los muertos.
¿Quién, con mayor poder, se atreve a tanto como se atrevía, vivo o muerto, el infeliz Silverio Lanza?
J. B. A.
- Rechtsinhaber*in
- ELTeC conversion
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- TextGrid Repository (2023). Spanish ELTeC Novel Corpus (ELTeC-spa). La rendición de Santiago : edición ELTeC. La rendición de Santiago : edición ELTeC. . ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-F4C6-F