La Buscona

Novela médico-social

(Tercera parte de La prostitura)

por

Eduardo López Bago

La moral moderna consiste en buscar las causas de los males sociales, analizándolos y sometiéndolos a experimento.

Claudio Bernard

Madrid

Juan Muñoz y Compañía, Editores

Administración: Espadad, 11, bajo

I

Iba Rosita Pérez por la calle de Hortaleza y calle abajo, ó lo que es lo mismo, en demanda de la Red de San Luis, y andaba muy deprisa, procurando, puesto que había llovido, manchar lo menos posible, con el fango de las calles, sus preciosas botas de charol y sus almidonadas enaguas, con cuyo extremo cuidado era su escrúpulo una coquetería adorable que se resolvía en recoger y levantar el vestido, dejando ver de este modo las menudencias de sus pies y el soberbio arranque de las pantorrillas cubiertas y ceñidas por estiradas medias de seda roja, cuyo matiz pudiera calificarse, no como lo califican los horteras llamándolo color de vino de Burdeos, sino por ser más adecuado simil como rojo de patitas de perdiz.

Era el traje de lana, y el dibujo del tejido formaba cuadros blancos y negros, muy pequeños. Llevaba también abrigo de paño negro con adornos de pasamanería y abalorio de azabache, un sombrerito gris de castor, adornado tan sencillamente, que sólo llevaba las cintas para atarlo y otra cinta igual rodeando la base de la copa, en cuya cinta se sujetaba un ala de golondrina. Completaban su atavío guantes, largos hasta el codo, de piel de Suecia y del mismo color que las medias, y un paraguas de seda, cuya reluciente contera rebotaba de vez en cuando en las baldosas.

Iba así Rosita Pérez llamando la atención y siendo recreo de la vista, y como si el mirar no bastase á muchos de los que con ella se cruzaban, unos acompañaban la mirada con una sonrisa picaresca ó con un suspiro no falto de intención pecaminosa, y otros, abandonando la dirección y el quehacer que llevaban, pareciéndoles mejor el de seguirla, echaban tras la mujer, empezando toda una maniobra de conquista consistente en toses y siseos, á los que ella contestaba volviendo de vez en cuando la cabeza, con arreglo al rito y signos masónicos que se emplean en la busconería para los casos de encuentro por la calle, en el café, en el teatro, ó en cualquier otro sitio distinto de la casa de citas, donde á la postre se daba remate á todas estas suertes de toreo.

Era la tarde una de Enero en que no hacía mucho sol y si bastante frío, siendo el sol tal como puede ser entre nubes y como de invierno, incapaz de secar en las calles el ya mencionado barro de la reciente lluvia. Las fachadas mostraban grandes chafarrinones, señales del pasado aguacero, y parecían rezumar la humedad que verdeaba en los tejados.

En la claridad de aquellos rayos solares, pálida y triste, haciendo pensar en lo lejano que estaba de nosotros el astro que nos la enviaba, lucía más blanca la almidonada enagua que dejaba al descubierto la buscona, resaltaba más limpio todo el traje, que salvaba primorosamente los charcos de la acera, esquivando la mancha, y en el moreno y agraciado rostro brillaban los ojos y parecían despedir más ardientes y amorosas luces, las pupilas que el frío humedeció, dejando correr á veces una lágrima desde las pestañas á las mejillas, tomando en el camino cambiantes iguales á los del agua que también goteaba desde lo alto de las casas.

Rosita sonreía á todas las sonrisas, contestaba con los ojos á todas las miradas y á cada tos volvía la cabeza. Nadie hubiese adivinado al ver tan alegre malicia, vicio tan francamente confesado y tales alardes de picardía expuestos en medio de la vía pública, que quien iba ofreciéndose de este modo á cuantos pasaban con una oferta insistente, incansable, muda, en la que no podían hacer mella los desprecios de uno y otro, era la primera vez que se lanzaba á la calle con tales propósitos, la primera vez que intentaba la caza del hombre y que todos aquellos manejos inspirábalos más la intuición que la costumbre. Nadie sabía que Rosita Pérez iba temblando, asustada de sí misma, de sus resoluciones, de lo que estaba haciendo y de lo que se proponía llevar á cabo. Todos, al verla risueña, atribuían sus lágrimas al frío, cuando en ellas llevaba su desesperación la mejor parte, y al frío también la color de sus mejillas que era debida á la vergüenza.

No era ciertamente, porque la joven fuese nueva en la deshonra, ni ha de decirse por esto que sentía ese miedo al hombre, instintivo en la virginidad. Ninguno podía enseñarla nada que no supiera. No; Rosita Pérez era capaz de dar lecciones al más libertino y crapuloso en materia de goces sensuales. Habíalos experimentado, habíalos hecho sentir sintiéndolos ella misma. Había tenido dos amantes: el primero de ellos un tonsurado; el segundo, el último, un grande de España, el duque de Tres Estrellas. Pero aquello era distinto. Aquello, lejos de ser la caza del hombre, pareció más bien una conquista. Ni el duque ni el padre Lasoga, ninguno de los dos, cayeron en sus brazos llamados y solicitados por ella, sino que, por el contrario, uno y otro la enamoraron y se prendaron de su cuerpo y aun algo de su alma.

Hasta entonces Rosita fué la querida. Y desde aquella tarde empezaba su existencia nueva de buscona, en lo que había un descenso, un rebajamiento de clase, digásmolo así. Querida de un hombre, podía volver á serlo. ¿Quién lo duda? pero no es lo mismo. En aquellos encuentros y citas por la calle, en aquella vida aventurera, entre todos los desconocidos que la miraban ó la seguían, ninguno deseaba más que el goce y la posesión de un momento, ninguno era capaz de otra cosa que de satisfacer ambos, estipular el precio, pagar y despedirse de ella, sin preguntar siquiera el nombre de la mujer que acababan de estrechar entre sus brazos. Solo una casualidad, casi un milagro, era preciso para que al calor de aquellas caricias, al estallido de los besos, brotara un deseo más intenso, un capricho de renovar otro día con la misma hembra tales placeres. Rosita no se hacía ilusiones. Iba á la aventura, pero la buena aventura no pensaba encontrarla. No era para ella. Y así andaba deprisa, recogiéndose el vestido, mostrando sus lindos pies, llorando de frío y de pena, acariciado el rostro por la claridad de un sol que no calentaba, pasando por entre las gotas de agua que resbalaban y caían de los canalones, envuelta ya en la niebla que empezaba á surgir de la tierra húmeda, y repartiendo miradas y sonrisas, ofreciéndose al deseo de cada transeunte, brindando y prometiendo al que quisiera, joven ó viejo, hermoso ó feo, aquel goce, aquélla posesión fácil y cómoda, pareciéndose en un todo á los cocheros de alquiler cuando van de vacío sentados en el pescante, mirando á una y otra acera, con la tablilla puesta y atentos al primer siseo. También ella se alquilaba por horas. No había que darle vueltas. Esa tenía que ser su vida en adelante.

Por la otra acera, una vez que miró hacia aquel lado, iba una señora con su hija y un joven. ¡El novio! Aquel era el novio indudablemente. Se acordó de su madre, de ella misma, de sus primeros amores, del pasado, de todo el pasado que de improviso se le vino á la memoria y la ocupó por entero. Ella, ella había sido una señorita honrada. La hija del capitán de ejército don Tomás Pérez y Pérez, muerto de un balazo en la acción de Monte-Muro. También ella tuvo novios antes de tener amantes. ¡Ah! ¡su madre! ¡La culpa era de su madre! de la mismísima doña Angustias López, la viuda del capitán. ¡Si el difunto resucitara! Si su pobre padre levantara la cabeza y viera á qué extremos habían llegado, y en qué lodazales se manchaba su nombre. Rosita, su querida, su idolatrada hija fué primero la novia de café; en el «Café Nuevo del Siglo,» la novia de media tostada, como decían los estudiantes, la señorita cursi, de la que todos se burlaban y á la que poco á poco y uno por uno se encargaron todos de pervertir y picardear. ¿Qué había de suceder? Lo natural, lo humano. Sobrevino un estado histérico casi constante en su organismo viciado. Se entregó á la bacanal solitaria de las virgenes; de noche, en la oscuridad de su dormitorio lloraba y suspiraba, procurando no hacer ruido, no despertar á su madre; revolcábase en las tibias sábanas, mordía la colcha, abrazaba frenéticamente la mullida almohada, perdíanse sus manos y se olvidaban acariciando las curvas jóvenes de su cuerpo que se extremecía nervioso al calor de aquellos propios contactos, y caía, por último, en un sueño que era más bien un desmayo, del que despertaba con las mejillas ardiendo, el cuerpo frío, la cabeza dolorida, disgustada de sí misma, irritada contra todo lo que la rodeaba, entristeciéndose al ver el sol, llena el alma de reproches contra la naturaleza. Deseaba saciar sus afanes, cumplir sus gustos ó morir, pero morir pronto, ser enterrada en un cementerio que ella había soñado donde no había losas de mármol ni cruces negras, sino tierra y flores, tierra blanda, menuda y movediza como arena, tierra que era un abrigo más que un peso, y que lejos de oprimir se levantaba marcando la forma de los cuerpos sepultados, amoldándose á ella como una sábana, y en tales términos, que á cada paso, en cada fosa, dos montecillos gemelos, uno junto á otro, indicaban, mejor que coronas de azahar y luces en globos de color de rosa, el sitio en que una mujer había sido enterrada sin ataúd y desnuda. Aquel era el cementerio de las vírgenes; allí no iban á rezar los amantes. Iban á llorar, leyendo las últimas cartas de la muerta, atadas en paquete con cintas de seda. Allí no había olor á cadáveres, sino á flores marchitas.

Toda esta insensatez en las ideas, procurábasela su misma enfermedad. Porque ya traspasaba los límites del histerismo y entraba en los primeros grados de la ninfomanía. Para manifestarse ésta sólo era necesaria la ocasión y el amparo de circunstancias favorables. Una tarde la miseria amanazó más de cerca á la familia de Pérez; iban, á verse despedidas de su pobre vivienda, iban á encontrarse en medio de la calle, sin muebles, sin dinero alguno, teniendo por todo bien sus pobres vestidos de seda ajada y recompuesta cincuenta veces. En aquel momento la inquilina del cuarto principal La Pálida, según su mote de guerra, Estrella Sánchez, según su nombre propio, una mujer hermosísima á la moda entonces entre todas las aspasias madrileñas, tuvo, apenas enterada de esto caso extremo, uno de esos arranques de generosidad, que tan comunes son en estas desgraciadas y salvó á las vecinas del tercero, á las que no conocía, poniendo ella misma en manos de Rosita Pérez la corta cantidad que necesitaban para pagar su deuda al casero. ¿Qué sucedió entonces? Al hallarse en el gabinete de la pecadora, al respirar los perfumes que había en el ambiente de aquella habitación lujosa, al ver su imágen reflejada en lucientes espejos, al adivinar las huellas de la orgía en el cuerpo de la prostituida hembra, la naturaleza dió sus órdenes y Rosita obedeció, la ninfomana se arrojó como una bestia hambrienta sobre aquella mujer; besóla y mordióla, con los besos y los mordiscos de la lujuria, y sació por primera vez en con estas monstruosas caricias sus apetitos inestinguibles de carne humana y viva, palpitante entre los brazos.

En casa La Pálida tuvo luego su primer amante, cuyo recuerdo la horrorizaba. Su primer amante un cura carlista que, después de poseerla, confesó haber estado en la guerra y declaró que de su fusil partió la bala que hirió de muerte á don Tomás Pérez y Pérez, capitán de las tropas liberales, ¡á su padre!

¡Ah! entonces empezó la tristeza de su vida. Entonces al poco tiempo La Pálida se trasladó á un lujoso hotel, comprado para ella por el marqués de Villaperdida, y engañó á éste y se enamoró del duque de Tres Estrellas, y ella, Rosita Pérez, tuvo que huir una noche del hotel, dejando sobre la alfombra tendida y muerta de un balazo en la sien á su protectora. Balazo clavado allí por los celos del amante engañado. Tuvo que huir en compañía del mismo duque de Tres Estrellas, y aquella noche durmieron juntos; durmieron juntos abrazados estrechamente, no como dos enamorados, sino como dos seres aterrados ante la horrible escena que acababan de presenciar. El miedo los hizo amar y se amaron. El duque de Tres Estrellas fué el primer amor de Rosita Pérez. El primero, porque ninguno de los que tuviera hasta aquel día interesaron ni profundizaron su ser. El primero, porque antes que con él, jamás pudo adivinar Rosita cómo encariñan las noches, las noches enteras pasadas en el lecho, al lado de un cuerpo que reclina su cabeza en la misma almohada en que descansa la nuestra, que nos besa al despertar y que mientras duerme nos envía su aliento, y en medio del silencio, dentro de la soledad, envueltos en lo oscuro, uno y otro insomnes ó bajo el dominio del sueño van añadiendo nuevos eslabones á la costumbre de unirse, de confundirse, de identificarse. No hay amor quizás en la noche primera, hay acaso extrañezas y repugnancias. Pero si luego se dominan, á la siguiente empieza la aleación, la amalgama ó la mezcla, que en la alcoba con los seres animados sigue las mismas leyes á que obedecen los demás de la naturaleza en el laboratorio químico. Entonces los cuerpos se acercan, se atraen y se complacen en estas atracciones y proximidades, en las que la espiración del uno sirve al otro de aspiración, en que los corazones laten á compás como dos amigos que al cabo de un rato de andar juntos marcan ó igualan el paso, y en aquel momento como se enlazan los brazos, como se tocan las formas, como las bocas se besan, todo es confusión y mezcla, se tienen los mismos sueños, se suspira á la par y el calor que se desprende de un cuerpo abriga al otro y á este calor brota el cariño. ¡Así brotó el de Rosita hacia el duque de Tres Estrellas! Cariño de la mujer al primer hombre que comparte su lecho. Cariño no ideal, sino profundamente humano, palpitante, oliendo á vida y á carne. Pero el duque llegaba á los brazos de la huérfana cansado ya de anteriores excesos, gastado por caricias pasadas y era Rosita una más en la lista de aquel Tenorio á la moderna. Hizo lo que don Juan, aceptó el goce, llevó la copa á sus labios y cuando tuvo bastante dejóla mediada en su mismo sitio, pagó el gasto y se alejó en demanda de otras aventuras, cuya mayor duración fuera como la de aquélla una eternidad de dos ó tres meses.

En esto iba pensando Rosita, en su amor que tuvo que arrancar apenas brotaba, en su abandono, en su soledad, en tanto cúmulo de desgracias como la abrumaba. En esto iba pensando y en su madre y en su casa. El dinero del duque de Tres Estrellas había durado poco. Se remediaron con él grandes y urgentes necesidades de la familia. Se pagaron deudas atrasadas. Se llegó á conocer el bienestar y aun se puso el pie en lo supérfluo, porque como Rosita estaba contenta, quería que los demás lo estuvieran. Bastábale su enamoramiento, para motivar este regocijo, quiso que todos amaran en cierto modo al hombre por ella preferido, y á su madre y á su hermano hizo regalos y procuró bienes con el dinero de aquel hombre para inspirarles agradecimiento. Y cuando la familia de Pérez reunida en el comedor, ante una mesa cubierta de exquisitos manjares, rodeada de buenos muebles, vestida con trajes nuevos se hallaba, complacida, soñando que todo aquello no era debido á la deshonra de la hija, ésta no dejaba nunca de decir, mirando á doña Angustias: «Todo esto lo tenemos gracias al duque, madre. Ese hombre es un angel.» Por lo cual, lejos de brotar en ellos la gratitud, ignoraba la joven que con sus palabras iba haciendo crecer un odio profundo y mal disimulado hacia el duque y hacia ella misma. Madre ó hijo se miraban consternados pensando lo mismo. Aquella muchacha los alimentaba, les vestía, los albergaba, era la hija, era la hermana, pero siempre parecía echarles en cara su deshonra, recrearse en inculparles de ella. ¿Qué necesidad había de recordar en familia ciertas cosas? ¿Qué precisión de nombrar al duque á cada minuto? Ya lo sabían demasiado. Y un día doña Angustias llamó á su hija y se lo dijo en estos términos y con razones parecidas á las expuestas.

Con tales cavilosidades y recuerdos llegó nuestra heroína á la mitad de la calle de la Montera, pasada la red de San Luis. Notó entonces que la seguían y volviéndose quedó maravillada. No era un hombre su perseguidor. Apenas representaba tener veinte años. Era casi un niño, porque había en sus ojos, al mirar á la buscona, la misma alegría, curiosidad y deseo infantil con que miran los niños un juguete de gran precio ó una linda caja de dulces. El amor debió parecerle tierno y almibarado. La mujer, en su edad, era indudablemente una golosina.

Rosita sonrió al verle. No era la sonrisa suya. Era más bien una expresión de enternecimiento maternal que asomó á sos labios ante aquel adolescente que se enamoraba. Era sonreír como sonríe todo el mundo ante la inocencia.

Vacilaba entre tanto el joven. Rosita apresuró el paso. ¿Qué iba á hacer olla de tal conquista? Pero armándose de valor el estudiante ó lo que fuera, la imitó, y aun hizo más todavía, púsose á su lado, la miró y queriendo fingir un atrevimiento que no tenía.

—¿Adonde va usted tan sola... y tan bonita?—preguntó con voz que parecía un canto.

Decía estas frases de cajón, no como quien dice lo que se le ocurre, sino como aprendidas de memoria al oírselas decir á otros en semejantes casos. Conocíase que estaba asustado de sí mismo y que sufría un poco esperando la contestación.

El primer impulso honrado, bueno, fué el de pararse y sin ambajes ni rodeos contestar desengañándole.

—Vete, yo busco viciosos no enamorados. Yo no soy mujer honrada, soy una perdida.

Y si él insistía, negarse á todo en absoluto.

Pero sin saber por qué respondió en el acto.

—Voy á mi casa,—y luego en voz baja, sin energía, sin decisión;—déjeme usted.

Sintióse el joven estimulado.

—¿Quiere usted que la acompañe?

¡Oh! ¡lo que es ahora no se arrepentiría!

—¡No sea usted niño!... no puede ser.

—¿Y por qué?

—¿Por qué?... porque no.

Pero él no se contentaba con tales explicaciones.

—Eso no es una razón.

Al fin tendría que decírselo franca y brutalmente, allí, en medio de la calle, no, en la calle no de ningún modo. Luego varió de pensamiento. ¿Y por qué no? Acaso ya lo sabía, ya se lo figuraba. Pues qué, á los veinte años, ¿cabo suponer tanta inocencia en los hombres? Aquel era como los demás. Debía tratarlo como á todos, hizo un gran esfuerzo.

—Pues hijo, si quieres venir, ven... ó vamos donde tú quieras.

Al oir que lo tuteaba, el joven se inmutó, la miré sorprendido, pero regocijado.

—¡Ah!—exclamó,—Con que... en fin, bueno, mejor... ¿y á dónde vamos?

La buscona se echó á reir.

—¿Y yo que sé?... ¡lo mismo me da!

—Es que... yo no conozco... yo tampoco sé...

Quedaron los dos un momento en silencio. A la verdad que el caso era estupendo. Rosita que, como sabemos, salía aquélla tarde por primera vez no había pensado en ello. Esperábalo todo menos el encuentro con un niño, tan ignorante como ella de los sitios en que encuentra refugio la prostitución clandestina.

Entonces él ingenuamente, dijo:

—¿Pero, tú, cómo no sabes?...

Tuvo Rosita que confesarlo.

—¿Por qué?... porque nunca he salido para esto hasta hoy;—y se sorprendió al sentir rubor en las mejillas, al considerar que sus labios pronunciaban palabras en que se disfrazaba teda crudeza, obedeciendo á un pudor que jamás creyó experimentar y que ahora la dominaba.

Iba á empezar la noche muy pronto. La gente apresuraba el paso y tropezaban muchos con los dos jóvenes que, parados en la acera y mirándose, permanecían raudos, irresolutos, sin saber á dónde ir ni qué partido tomar. Algunos, al tropezar, murmuraban palabras de enojo casi insultantes. Ni ella ni él paraban mientes en esto. Ni ella ni él oían ni veían nada.

—¿Qué hacemos?—preguntó por fin él con una ansiedad manifiesta.

—¿Qué hemos de hacer?... dejémoslo.

Pero al mismo tiempo, y al terminar esta frase, Rosita sintió que la mano del estudiante, penetrando por la abertura del abrigo, cogió la suya, la acarició, la estrechó con fuerza.

—¡Oh! ¡no!... ¡no por Dios!

Era una súplica ardiente. El ruego de un niño que pido caricias y que no le hagan daño, De pronto dijo resueltamente:

—Ven conmigo. Yo encontraré.

La mujer obedeció. Le siguió y empezaron juntos una peregrinación por las calles, alejándose del centro de Madrid, buscando los sitios oscuros, mirando todos los portales estrechos y mal alumbrados, siu atreverse á preguntar á las mujeres que veían en ellos apoyadas indolentemente en el quicio. Daba lástima ver aquellos dos seres jóvenes los dos, loa dos hermosos, más hermosos aúu por la misma ansiedad experimentada, sintiendo en su naturaleza y en su organismo los primeros brotes del amor, y que empezaban con una mirada una historia; pero iban resueltos, ella, á terminarla con el desencanto de una repugnante escena, sofocando y axfisiando toda lo pureza de aquel sentimiento cu los torpes contactos carnales; él, á formar con el beso y el abrazo el primor hermoso capítulo y á continuar así la historia.

Era la de noche, pasaban bajo los faroles que acababan de encenderse, buscando siempre, uno junto á otro, mjjándose, estrechándose para ocupar sin separarse la angosta acera, y la mano de Rosita no se había retirado de la del nido desde que éste la buscó bajo el abrigo con el afán que ya sabemos, con eso infantil anhelo con que se busca un nido en lo espeso de las hojas.

Rosita iba pensando. Conocía lo inútil de aquellos afanes, lo interminable de las pesquisas. Por fin se decidió.

—Vamos á mi casa.

El estudiante (pues por tal lo tuvo) lanzó una exclamación de alogria y de inmensa gratitud.

—Puedes llevarme. Quedarás contenta de mí;—y la estrechó la mano con cariño.

¡Qué alegre retorno y qué regocijada manera de retroceder cu busca del camino y dirección ya perdidos y abandonados! La noche no existía, puesto que no existía la sombra á hora que todo Madrid estaba alumbrado en las calles por los fuertes reverberos de las tiendas, de cuyos escaparates brotaban anchos focos de luz. El adolescente creyó alucinado en una iluminación general hecha para los festejos de su dicha. La cuesta de las calles de la Montera y Hortaleza no le pareció sino como ascensión al cielo donde su ventura estaba.

Llegaron por fin al portal dela casa de Rosita Pérez y ésta entró precediéndole.

—Sube. Es en el principal.

Ligera iba olla dominando los escalones; pero él con más ligereza seguíala refrenando su impaciencia y, como por lo común se dice, pisándola los talones. Sentía fuertes latidos en las sienes, un ruido ensordecedor como el de la caida de uu torrente en la cabeza; ardían sus manos y el corazón le palpitaba apresurado.

Cuando entraron en el piso principal quedó nuestro heroe sorprendido al ver las habitaciones lujosamente amuebladas, por las que ibau pasando ellos dos solos, deprisa y en silencio. ¿Quién era esta mujer? ¿Cómo rodeada de lo supérfluo salía á comerciar con sus caricias para procurarse lo necesario? ¿Cómo le bastaba en pago de ellas el óbolo escaso de la aventura callejera?

Al pasar por delante de una puerta cerrada oyó un quejido.

—Es mi madre, está enferma. No bagas ruido,—dijo Rosita.

Llegaron después de esto ¿uu gabinete que debía ser el suyo. Delante del balcón había un tocador recubierto de raso embastado. En uno de los lados un armario de espejo. La sillería era de cretona rameada en que predominaba el tono gris. Sobro la chimenea veíanse multitud de objetos de porcelana, figuras de barro cocido, uu precioso roló de nickel y bronco, La Gimnasta y La Bañista dos copias reducidas de alabastro de estas célebres esculturas y todo ello se reproducía en el amplio espejo inclinado, cuya moldura llegaba hasta el techo.

Hasta que estuvo en el gabinete no vió qno en el fondo de este había una alcoba y en la alcoba desde luégo descollaba una cama con riquísimas colgaduras de damasco rejo.

—¿Cómo te llamas?

—Miguel.

Se lo preguntaba sin mirarle, despojándose del abrigo del a uto de la chimenea. Después del abrigo desató las tintas del sombrero y con ellas sueltas sin quitárselo sentóse en el confidente.

—Estoy rendida liemos andado mucho.

Miguel permanecía en pie un poco trastornadas sus ideas con todo lo que le sucedía y casi arrepentido de su atrevimiento. Aquella mujer iba á enojarse con él. Y lo que es peor, á reirse y avergonzarlo en cuanto él dejara sobre la chimenea entre La Gimnasta y La Bañista los míseros cuatro duros que vaciaban su bolsa.

¡Cuatro duros! no tenía más no tenía más que estos cuatro duros y su hermosa juventud, sus ojos azules que miraban cariñosos, su naciente bigote bajo el cual la boca fresca y risueña estaba pidiendo besos de vírgenes enamoradas.

—¿Por quó no te sientas?

Y haciéndose a un lado en el confidente recogió su falda, dejándolo sillo junto á ella.

Rosita, inclinado el cuerpo hacia adelante, extendía las palmas de ambas ruanos para recibir el calor de la chimenea.

Miguel se sentó. Continuaba en silencio entregado á sus preocupaciones acerca de los cuatro duros.

lilla, atribuyendo otras causas á su mutismo, dejó la tarea de calentarse, ladeó un poco la cabeza para mirarle y cogiendo con las suyas una mano del joven, se la acarició, la ex trecho dulcemente. Luego acercándose más, sonriendo y sin cesar de mirarle.

—Qué guapo eres,—le dijo. Observó entonces su seriedad.—¿Qué tionos? ¿No querías venir aqui?

—No, no es oso.

Rosita abandonó la mano que acariciaba, lo hechó los brazos al cuello, lo atrajo hacia sí, lo besó en la boca.

—¡Nene!

El beso y el abrazo de la mujer le hicieron olvidarlo todo.

Devolvió con creces la caricia. Tornó á su alegre charla, a sus francas risas, á su regocijo juvenil que motiva el presente y que no se frustra con temor alguno para lo futuro, Cogió á Eosito, la levantó en peso con fuerza maravillosa, la sentó sobre sus rodillas.

—No, no. Espérate.

Y des asiéndose del abrazo, la buscona se irguió, se puso en pie, acabó de quitarse el sombrero y en seguida echó á andar hacía la alcoba y cuando estuvo cerca, volvió la cabeza como hiciera en la calle, miró al joven que continuaba mentado en el confidente.

—¡Anda! ¡ven!—Y desaparecíó detráa de las colgaduras que se cerraron y volvieron á entreabrirse para dar paso á Miguel que iba tras ella.

El gabinete volvió á quedar desierto; el alto quinqué de máquina siguió alumbrando con intensa luz todos los objetos. La Gimnasia, con las manos puestas en el pedestal y los pies por alto, mostraba su blanco y desnudo cuerpo de alabastro, continuando su eterna pirueta. La Bañista, inclinando el suyo hacia delante, juntas las piernas y extendidos los brazos se preparaba á dar el salto desde la roca al mar invisible; y de todas aquellas figurillas la única que parecía sentir el abandono en que habían quedado y hasta tener miedo de la soledad, era la de un piniel o, de barra cocido, que levantándose la camisa, su único traje, llevábase el faldón á los ojos y lloraba amargamente.

No tardaron en reaparecer. Ella con los ojos brillantes, el moreno rostro embellecido por el color, y ól mostrando en su expresión el orgulloso contento dola virilidad satisfecha.

Sentáronse de nuevo en el confidente, risueños, mirándose complacidos, no sintiendo ya más que un solo deseo, una curiosidad creciente que llenaba su pensamiento de preguntas acerca de aquel pasado de los dos, que ninguno de ellos conocía y que no poseían, que no entregaron y dieron, al entregar, al dar y al poseer mutuamente sus cuerpos en una larga caricia. Sabían sus nombres y nada más.

El primero que rompió este silencio fuó Miguel, levantándose de pronto merced á un gran esfuerzo de la voluntad.

—¿Te vas? ¿tan pronto?—dijo Rosita.

—Es tarde para mí. Me esperan ft comer.

—¿Te esperan? ¿Quión te espera?

—Mi padre. Vivo con mi padre.

Rosita no replicó.

Él, entretanto, metióse la mano en el bolsillo. Ya tenía cogidos entre, los dedos índice y pulgar los malhadados cuatro duros. No sabía decidirse á sacarlos.

—¿Qué vas á hacer?—exclamó la buscona con nervioso acento.

—Yo no só... no te ofendas... no tengo más... no traigo más boy.

No se ofendió, perosin ofenderse púsose muy seria.

—No seas niño... tú no sabes con quién tratas... me has encontrado en la calle... me tomas por otra cosa... guárdate eso... lo que sea... no lo saques... lo que yo quiero es que vuelvas... que me quieras... que no me olvides... eso y nada más.

Estaba abrazándole, buscando su boca con un beso, estrechándole fuertemente contra su cuerpo.

—Perdona... perdóname...

No supo decir más.

—¿Volverás, eh?... ¿me das tu palabra?... ¿volverás?

—Mañana, mañana mismo, á la hora que tú me digas.

Pareció reflexionar antes de contestarle.—Yen por la muñan», á las diez, estaré sola.

Y con sos inquietas manos le arreglé el lazo de la corbata, le dió el último beso.

—¡Ahora, vete!

Miguel salió del gabinete loco de amor; Rosita le acompañó hasta la puerta de la escalera.

—Hasta mañana.

—¡Adiós, nene!

Y cuando el adolescente estuvo fuera, cuando Rosita quedó sola volvió á ponerse el abrigo de agremanes negros con adornos de azabache, el sombrero con el ala de golondrina, y salió de nuevo á la calle sin entrar en la alcoba de la enferma.

Iba á remediar el daño. Iba en busca del dinero que había tenido en sus manos y acababa de rechazar. En busca de aquellos cuatro duros. En busca del comprador. En busca del hombre.

II

Miguel Loitia tenía, en efecto, veinte años, y era estudiante, aun cuando no cursaba sus estudios en la Universidad. Sólo se sentó en las aulas del Instituto para obtener el título de bachiller en artes.

Vivía el joven con su familia, y así como le fueron desconocidos casi los motines y asonadas de los claustros universitarios, ignoraba en absoluto la azarosa existencia que en las casas de huéspedes de poco precio soporta la gente estudiantil.

Era el padre de Miguel personaje importantísimo en esta historia, el limo. Sr. D. Pedro Loitia y Gómez, jefe superior de administración civil, ex-gobernador de provincia; cesante desde el mismo día en que se realizó en España la revolución de 1868. Dicho lo anterior, queda supuesto que las opiniones políticas de D. Pedro le caracterizaban como afiliado en el partido moderado histórico, de que ya era jefeen los tiempos en que ocurren estos sucesos el Excmo. Sr. D. Claudio Moynno. Don Pedro Loitia, no tan sólo figuraba en el moderantismo, sino que dentro de él se le recordaba su procedencia de la antigua fracción de los polacos. El conde de San Luis fue condiscípulo y paisano suyo, y esta amistad de la infancia fue base principal de la amistad política. Loitia y Sartorius se tuteaban. El ministro sabía las nobles cualidades de Loitia, y utilizaba sus servicios encargándole aquellos en que la política exigía para desempeñar ciertos cargos, hombres de gran probidad, de rectitud inquebrantable y de lealtad nunca desmentida. Bien pronto tuvo Loitia reputación tal en el moderantismo, que, no sólo Sartorius, sino González Brabo, y hasta el mismo jefe D. Ramón María Narvaez, recordaban su nombre primero que ninguno, y era la de Loitia la primera credencial que se escribía en la combinación de gobernadores, encargándole la provincia de más difícil mando.

Llamaban al Sr. Loitia el gobernador de los moderados, y hasta en la familia y allegados, cuando se hablaba de él se le conocía por el gobernador, siendo esto debido, no tonto á lacircunstancia de haber ejercido dicho cargo, sino á la de contar en él mayor número de años de servicio que ninguno, y considerársele como el más antiguo que había en España.

Esto era el limo. Sr. D. Podro Loitia en su vida pública y como funcionario del Estado. Provincia por él gobernada á los tres meses de ejercer el mando, era como una balsa de aceite. Por encanto desaparecía el bandolerismo, se cerraban las casas de juego, las malas artes no prosperaban, el vicio andaba oculto y como huido, mientras que en las oficinas del Gobierno civil podían presentarse como modelo de empleados, desde el portero basta el secretario, y ni un solo expediente dormía el sueño de I03 justos.

Pero en su vida privada, el gobernador perdía toda aquella entereza de carácter, daba al trasto con su mayor severidad el llanto de uno de sus hijos, y abiertas las fuentes del cariño, tírale imposible inspirar respeto como jefe y cabeza de familia, por más que todos sus esfuerzos propendían inútilmente á conseguirlo.

Don Pedro tenía sesentaiseis años y disfrutaba, como clase pasiva, un haber de 5.000 pesetas anuales, con cuyos mil duros, que no

llegaban á serlo por el descuento, atendía a la manutención y demás obligaciones de la casa. Estaba casado en segundas nupcias, y de su primer matrimonio erau hijos Miguel y Amparo, esta última de mayor edad que el joven á quien ya conocemos.

El gobernador había engruesado durante los obligados ocios de su larga cesantía. Era de buena estatura, y rostro en que la vejez no pudo borrar ni desfigurar¹ las líneas de una belleza varonil correcta y seria, si bien este distintivo de seriedad estaba unido á la expresión bondadosa de toda la fisonomía, de tal suerte, que sólo resultaba como sobrepuesto y artificioso, debiendo ser máscara de las facciones adoptada por D. Podro para los actos de la vida oficial, y para inspirar en la de familia aquel respeto de que hice mención anteriormente, tan deseado como cosa nunca lograda.

La entereza de carácter que le valió senalados triunfos en las provincias de sn mando, perdíase deshecha y como evaporada, ó fíjasele del espíritu toda energía, como si de ella se hubiera despojado, al quitarse el bordado uniforme de jefe superior de administración, al salir de ¡as oficinas, al dejar de estar en presencia de sus subordinados, al verso entro los suyos, al abrazar á Julia, su segunda mujer, al besnr á sus hijos en la frente. Eutoaces la expresión de la cara indicaba claramente que sus único8 pensamientos erou bendecir la vida y dar gracias por su felicidad al Todopoderoso.

Tenia el sefior Loilia manera tal de sentir el amor á la familia, que las manifestaciones de tiste, si bien procuraba contenerlas, salíansolo por los ojos, como vulgarmente se ha dicho. Quería ser para sus hijos un padre severo, y óralo cu las cosas nimias, que las de importancia lo hallaban blando y asequible á todo. Siempre hubo disculpas que llenaban su pensamiento y frases de perdón que se aglomeraban en sus labios.

Llegó Miguel aquella noche algo más tardo que de costumbre, encontrando á su padre, mohíno y cejijunto por haber tenido que sentarse á la mesa y empezar la comida sin espera rlo. Disculpóse el joven como pudo, y de tan fácil manera, que apenas inventada la disculpa el Sr. Loitia la aceptó como buenn, cosa que siempre aconteció en tales casos. El gobernador, viendo en la cara de Miguel muestras de uu gran regocijo, alegróse tarabita siu saber otra cosa, ni meterse en más filosofías. Su hijo estaba contento. Era natural que él también lo estuviera. Y cuando Miguel, antes de sentarse, se acercó á darle un beso, el ceño adusto había desaparecido y encontró tersa y limpia la frente, preparada para recibirlo.

—Come deprisa. A ver si nos alcanzas. Para que no sirvan dos veces.

Esto dijo, y á esto se limitó toda la riña paternal.

La familia de Loitia vivía en la calle de Valverde y en el segundo piso de una casa de reciente construcción. No habia muchas habitaciones, pero sí las precisas para cada uuo de los moradores, y domds de esto la sala, bastante espaciosa con dos gabinetes á uno y otro lado, cada uno de ellos con alcoba, durmiendo en una el matrimonio y en la otra la hija mayor Amparo. En cuanto á Miguel, su cuarto era un verdadero cuarto de estudiante, con ventana al patio de la casa, en el cual cabía su cama, los utensilios precisos para el asea personal y una mesita cubierta de libros y papeles.

El por qué Miguel no era más que bachiller en artes, preciso fuera investigarlo analizando el carácter del joven, y relacionándolo en sus manifestaciones con el ya conocido del Sr. Loitia, con aquella debilidad cariñosa y aquella fatal carencia de energía que le convirtieron siempre en juguete de las decisiones y voluntades de sus hijos.

Era Miguel, de quien todavía no he procurado al lector retrato alguno y sí sólo ligerísimo apunte, inozo de pocos años, como ya sabemos, muy desembarazado en sus modales, de regular estatura, delgado y fuerte, bien proporcionado en todas sus partes, lo que le daba distinción y elegancia, de cutis blanco como el de una señorita, rubio el pelo y azules los ojos, que miraban con extremada dulzura y como adormidos y soñadores á veces, expresión debida á la miopía. Lo más hermoso que tenía Miguel era la frente, espaciosa y alta, bien encuadrada por el nacimiento del cabello, y lo más defectuoso la boca un tanto grande y de labios sensuales y abultados. Había en él una extraña mescolanza de la gracia delicada del niño con el hermoso vigor del hombre, aquélla borrándose ya y próxima á desaparecer y ésto último nacíeute, apuntando como la dorada sombra que empezaba á formarse sobre su labio superior. En Miguel, más que en otro alguno, los veinte años se acusaban y estaban como impresos indeleblemente en su rostro, en sus movimientos, en su expresión, en el conjunto y en el detalle, en las manifestaciones externas y en las internas de su organismo, en lo que decía y en lo que peusaba. ¡Su pensamiento y su lenguaje! Ibau los dos á la par, sin adelantarse el uno al otro, prestándose mutuos servicios, encariñados por esta intimidad, deles hasta el punto de seguirse lo mismo por los senderos de lo vulgar y común, como por los más in trincados laberintos de la fantasía. Hubo en la niñez de mi protagonista una impresión tortísima, recibida durante los estudios del bachillerato, impresión que futí causa determinante de su porvenir. Recibióla al abrir las páginas del tratado de Retorica y Poética. Supo que había expresiones para el sentimiento. Leyó los versos que citaba el libio como ejemplos de la métrica. No se detuvo cucontar loa sílabas. Llamó su atención lo que decían, buscó los autores citados y desde entóneos pasaba largas horas leyendo nuestros clásicos.

De estas lecturas sacaba su imaginación sustancia de gran contentamiento, pero túvolo mayor cuando, dejando el verso por la prosa, hubo de recrearse en el examen de las grandes creaciones de Cervantes y Quevedo, que desde el mismo punto de la primera página lo sedujeron y dominaron, tan por absoluto modo, que no hallaba solaz más que con lo que estos libros consignaban. Terminado el bachillerato, el Sr, Loitia creyó llegado el caso de tratar con su Lijo acerca de la profesión que debía emprender. El antiguo gobernador deseaba para Miguel la más brillante, la mejor, y preocupábase con la elección entre todas las carreras civiles y militares; el Sr. Loitia quedó, pues, maravillado cuando a la pregunta de rigor contestó el joven, manifestando su propósito de no seguir ninguna, bastándole con los conocimientos adquiridos y los que pensaba adquirir en lo sucesivo.

—Yo,—dijo Miguel con gran decisión é ingenuidad,—quiero ser escritor.Por primera ven cu su vida el Sr. Loitia mostró tinto tal réplica, entereza de carácter. Calificó el propósito de niñería, y cuando el estudiante alegó razones en su defensa, terminó el asunto notificando su resolución, irrevocable con respocto al porvenir. Miguel estudiaría, dejándose de literaturas y sandeces, el francés y el inglés, los prolegómenos de derecho, y el derecho internacional, preparándose de esta suerte para el ingreso en la diplomacia, donde el gobernador de los moderados contaba todavía, á posar de la revolución, con influencias sobradas para hacerlo ascender rápidamente á los primeros puestos. No hubo para Miguel otro recurso que el de obedecer, oponiendo únicamente una resistencia pasiva. Resultó para nuestro protagonista uu gran bien de aquel mismo daño, recibido al torcer su voluntad y fué la bieuandauza, que con el conocimiento de los idiomas precitados, amplió sus lecturas, viuiendo en ocasión en que ya lo era preciso tenor enseñanza de la literatura contemporánea. Asi cuando el señor Loitia se regocijaba por su triunfo, al ver los progresos hechos por Miguel en el estudio de de las lenguas vivas, éste devoraba, se pretexto de ejercitarse en la traducción, las obras de Dickens y Collins, las de Karr y Gautier, y otros autores más modernos, afirmándose inás que nunca en sus decisiones literarias.

En estas, llegó el momento preciso del ingreso en la diplomacia, y hubo de acontecer lo que el padre no esperaba y el hijo temía. Miguel sufrió una derrota en el examen de ingreso. La escena ocurrida con este motivo en la casa paterna fud terrible. Pero ante la cólera y el enojo del Sr. Loitía, como auto el llanto y las súplicas de las dos mujeres, el joven supo resistir y mostrarse resuelto y decidido. Repitió su frase pronunciada un año autes. Quiero ser escritor. Y por toda respuesta á las acusaciones de holganza abrió las puertas vidrieras de un armario donde tenía escondido su tesoro, mostró algunos cientos de volúmenes leídos y anotados por él, estudiados detenidamente. Había en aquella biblioteca una preciosa colección de obras maestras de todas las literaturas.

—Pero tú, ¿qué has escrito?—preguntó el gobernador batiéndose en retirada.

—Nada. He preferido leer antes para escribir después.—Pues bien, escribo y verás.

Y el Sr. Loitia, terminó su filípica, saliendo de la habitación de su hijo y encerrándose en la suya con grande ímpetu. Era su manera de declararse vencido. A la llora de comer estaba plenamente convicto del gran porvenir que esperaba á Miguel cultivando las letras patrias, y lo consideraba superior, bajo todos conceptos, al cargo de embajador que antes soñara también como seguro nombramiento que, andando el tiempo, recaería en favor del joven. ¡La gloria! ¿En qué había estado pensando? Si hay gloria, Miguel tenía más derecho y más títulos que nadie para conquistarla. Y allá en lo futuro, así como hasta aquel día, tuvo la visión del palacio de las Tullerias donde, en el centro de un salón inmenso, veía á su hijo adelantándose al encuentre del jefe del estado francés, emperador, rey ó presidente de la república; fingíase ahora toda la nación española metida dentro de un teatro aplaudiendo frenétieamento los sonoros versos de un drama de capa y espada y oía bis aclamaciones de la apiñada muchedumbre; ¡El autor! ¡El autor! Y al salir Miguel al palco escénico caían coronas,y á él se lo llevaban desmayado de júbilo.

—¿Cuándo escribirás tu drama?

No pudo contener esta pregunta. Miguel no pudo tampoco reprimir las lágrimas que de improviso asomaron i sus ojos, miró al anciano, levantóse, abandonó su sitio en la mesa, y acercándose, cogió con ambas manos aquella cabeza venerable, la besó, la abrazó, mientras que las dos mujeres, la hermana y la madrastra, lloraban, como di y se reían. Fuá una comida alegre, y durante la comida una conversación continuada, una charla incesante en la que Miguel lué objeto de las más halagüeñas predicciones. Ninguno dudaba de sus éxitos futuros, de su talento, y desde el siguiente día D. Pedro jamás regresó á su casa sin traer para su hijo debajo del brazo alg ma adquisición hecha en la librería de Fernando Fe, donde tenía encargadas siempre las obras nuevas que se publicaban en España, Inglaterra y Francia y, como cuando Miguel era niño, volvía alegre con su compra, figurándose el eouteuto del joveu, feliz con la sorpresa que le preparaba y que le hacía recordar los saltos y risas con que en aquel entonces eran acogidos los juguetes,comparándolos con el abrazo con que ahora pagaba el futuro escritor los regalos de libros.

—Mira, aquí tienes esto. Yo no sé lo que es, pero me han dicho que es muy bueno.

Y el joven, desatando el paquete con febril impaciencia:

—A ver, á ver. Toma, pues ya lo creo, decía leyendo las cubiertas, David Copperfidds Aventures, La Confmion Aun cnfant dtt siéde. ¡Ah, papá! Cuánto te lo agradezco.

Y papá se retorcía el bigoto mirando con sonrisa placentera la precipitación que empleaba el joven en cogor los tomos y abrir las hojas con la plegadera de marfil, también regalo suyo.

Pero el escritor no escribin. Hastn entonces no pasaba de sor un lector infatigable, que uno tras otro, en revuelta confusión, sin orden ni método alguno, iba haciendo una revista general de autores.

—¿Y ese drama?—le preguntaba á veces el Sr. Loitia.

—ProDto, muy pronto lo empezaré.

Entre tanto, Miguel llegó á cumplir los veinte anos, y si desordenada estaba su educación intelectual, mayores desórdenes y trastornoshabía Ca sus sentí míe atos. Bazar en que lo bueno y lo malo andaba en montón, sin que el brillante tuviera su montura, ni la perla su aderezo; prendería de todo lo creado en el mundo, donde lo antiguo se confundía con lo moderno, hasta el punto de no distinguirse bien cuál era el ídolo de la pagoda, y cuál el botijo-toro de Guenca; tal era la imaginación de Miguel, y como la imaginación su vida afectiva.

El Werther puso en ella semilla y gérmen de amarguras, y en cambio Lamartine hizo brotar la ternura como tallo de flor delicada; Byron y Musset, los dos grandes desesperados, luciéronle escéptico, y sobre el barullo que armaba con sus disputas este excepti cismo, dominándolo, se oía la carcajada de Voltaire; Stendhal le hizo despreciar todas la3 inteligencias, y Balzac amplió los límites de este desprecio, provocando á la náusea de la humanidad; Teófilo Gauthier lo maravilló con su estilo, lo senr-ializó primorosamente, y llegó tarde Alfouso Karr para hacerle discurrir con sentido común. Era, pues, nuestro héroe uu loco, un Don Quijote de nuestra edad que deseaba ser armado caballero de las letras yá quien no faltaba más que el escudero y Dulcinea.

La vida de familia, aquellos extremos del cariño, el retiro en que voluntariamente se encerraba para el estudio, lejos de convenirle, fueron en su daño. La casa de huéspedes, las amistades de café, una aproximación más inmediata y constante á la realidad, hubieran sido la higiene reclamada por aquella naturaleza que vivía soñando y que necesitaba á cada instante andar entre los hombres, aspirar de cerca los fuertes olores de la calle, -recibir codazos y empujones para despertar, aunque despertara con sobresalto.

La materia hizo en él sus oficios y reclamó sus derechos. Miguel, hasta el momento de conocer á Rosita Pérez, obedeció á la materia en estas necesidades y exigencias, mas por su buena ventura, tal vez por las repugnancias sentidas después del acto carnal, verificado con desdichadas criaturas, salió de aquellos encuentros sin recuerdos de afección, sin agradecimientos, sin sentir siquiera calmada la sobreexcitación nerviosa que le pedía mayores y más perfectos bienes.

Pero la noche en que comienza nuestra liigtorio aconteció de otra suerte. Rosita Pérez no era una mujer que pudiera confundirse con las demás, cuyos nombres ya no recordaba, cuyos cuerpos habían estado en sus brazos, sin que dejaran tampoco memoria de sus formas, ni impresión alguna de sus caricias. Para el que había leído La Confession d'un enfant du siècle y Mademoisélle de Maupin, Rosita Pérez era una mujer peligrosa, y desde el primer momento, desdo que la vio en la calle, Miguel recordó las heroínas de estos libros, y vió destacarse, tomar carne, palpitar y respirar ante sus ojos á Margarita Gautier, no menos deseada por todos tos adolescentes. Dulcinea se presentaba. Don Quijote se preparaba ya para su primera salida.

¿Cómo tomó formas y apariencias tan rápidas esta ilusión? ¿Cómo se encaminaron tan decididos por aquella dirección los pensamientos? No pudiera Miguel decir!o, y sí únicamente analizar las impresiones recibidas. Recibió primero la de la belleza y la gracia, belleza del rostro, graciado los movimientos, el rostro todo expresión, los movimientos amigos del donaire. Luégo llegaron por su turno la elegancia de la figura, el esmero del traje, ycomo si esto de bastara, sirvieron para llenar de color el fondo del cuadro, aquella peregrinación por calles y pinzas cuando empezaba la noche, aquel paseo en que iban los dos con las manos enlazadas buscando inútilmente un sitio en lo oscuro para besarse, la ansiedad é impaciencia que los dominaba, y por último, la encantadora voz de la mujer diciendo: «Vamos á mi casa,» la sorpresa de quien imagina llegar á un prostíbulo y encuentra la lujosa mansión de una hetaira moderna. El retrato terminado, completo, una gran figura del sensualismo encerrada en marco digno del cuadro

Cuando salló á la calle iba ol¡endose las monos, y aquel olor lo embriagaba, lo enloquecía. Era el perfume que usaba Rosita Pérez no parecía que acababa de abrazar á una mujer, dijérase que venía de estrujar un ramo de jazmines.

Miguel comió regocijado, como ya bemos dicho. No sintió jamé a tanta alegría. Ni siquiera aquella noche memorable en que después de una tenaz oposición á sus vocaciones literarias, manifestada con llantos de mujer ó increpaciones y amenazas det padre, éste le dijo:—¿Cuándo empiezas tu drama?

¡Su drama 1 Empezaba en aquel momento.

Estaba hecha la primera escena y pensaba sin tregua en la segunda.

—¡Mafinna á las diez en punto volveré á verla!

Y quedaba asustado tanto de no tener ideas fuera de esta, como de encontrar mayores anhelos después del placer satisfecho.

El amar y el poseor habían sido muy rápidos. Deseaba empezar de nuevo.

III

Si la hubieran preguntado loa órdenes que doblegaron su voluntad y á las que obedeció para rehusar el dinero de Miguel, llosita Pérez hubiese tenido que contestar confesando lo inexplicable de su conducta. Lo rehusó, sí, lo rehusaría una y cien voces, si cien veces se lo ofrecieran.

¿Por qué? No lo sabía. Obedeció á un instinto. Era lo único que podía decir. ¿Instinto de qué? En este punto, difícil sería penetrar por el complicado enredo cu que andaban dentro del cuerpo de Rosita Pérez, sentimientos y sensaciones; después del bocho, después que hubo salido el joven, experimentó una vaga tristeza tTodo es inútil, pensaba. Mañana no vendrá. No volveremos á vemos nunca i Por primera vez se miró atentamente al espejo, So miró procurando ser extraña á sí misma para juzgar, como una extraña, de su hermosura; se desesperó al conven corso de que el

Amor propio no la dejaba analizar esto con la imparcialidad de la indiferencia, Luógo quiso recordar palabra por palabra textualmente, y si era posible basta con la misma entonación, las que Miguel había pronunciado, y se maravilló mucho de no tener de todas ellas rada que un recuerdo con luso, como el que se tiene de una conversación oída entre sueños, líocor daba más la impresión de los besos que los besos mismos, que lo que al besar la decía Más el sonido de la voz que el sentido de la a palabras, mis la cara que la figura y en la cara los labios y los ojos; los ojos, sobre todo, a sulcs, cerrándose al mirar, con una contracción de íes párpados que parecían recoger la imágen de ella, de Posita y llevársela á las pupilas, para desde allí esconderla más adentro en el alma. Todo había sucedido en una tarde, en menos de una tardo, en un momento, á traición, en brazos de un niño y sin saber ella misma quó sucedía. Pocas horas antes sus pensamientos fueron muy otros. Pocas horas antes al recorrer la calle de Hortalcza, iba pensaudo todavía en el amante del pasado, en el duque de Tres Estrellas que la abandonó despuós de enamorarla. Ahora ya no se acordaba del duque. No pensaba más que en Miguel, en el hombre nuevo; había salido casi detrás de él con el propósito de ganar con otro desconocido la cantidad que necesitaba, y que se negó á tomar de manos del joven. Su madre estaba enferma, era preciso. Pero cuando se encontró en la calle varió de pensamiento. No, aquella noche no. Otro día. Después de todo, podía hacer dinero por otros medios y sin que su madro lo supiera. Aun estaban intactos todos los regalos del duque. Aquel día era el primero de escasea en la casa. Había de qué ecliar mano. Y resueltamente se encaminó á la Carrera de San Jerónimo. Allí brillaba ya, encendido, frente á la Cervecería inglesa, el farol blanco con letras azules que anunciaba la sucursal del Monte. Subió deprisa. No quería ver á nadie más que al empleado con quien tuviese que tratar la operación. Entró en la sección reservada y con grande alegría, cuando el hombre se presentó, se quitó el guante de la mano izquierda, le mostró su diminuta mano.

—Quiero empeñar esta sortija.

En el dedo meñique lucía uua de oro engarzando un brillante rodeado de perlas.

Después de examinarla detenidamente, el empleado dijo:

—¿Mil quinientos reales, señora?

—Es bastante.

Y cuando volvió á salir, iba tan contenta como si hubiera llevado á cabo una buena acción.

Al volver á su casa doña Angustias, que estaba despierta, se apresuró á llamarla desde la alcoba.

—¿Traes dinero?

—Sí, mamá.

—¿Quién estuvo antes aquí contigo?

Rosita vaciló un poco antes de contestar.

Luégo tuvo una idea que la pareció feliz.

—Pues de ese es el dinero que tengo.

—¡Ah!

La madre reprimía una pregunta que pugnaba por salir de sus labios, sintiendo comezón de saber cuánto había ganado su hija con aquel hombre. Lo quiso averiguar de un modo indirecto.

—Ya sabes que mañana subirán el recibo de la casa. Les dirás que vuelvan dentro de cuatro ó cinco días. Hay que reunir veinticinco duros.

—Mañana pagaremos la casa. Hay que salir de oso cunnío antes.

Doña Angustias se rebujó en las sábanos y estiró los piernas. No quería que las intenciones la salieran al rostro.

—Aniceta pido también su salario.

—No se le debe más que uno. EL del mea pasado.

—Son cuatro duros. Dice que tiene que enviarlos á au pueblo.

—Se los daré también mañana.

La enferma no pudo resistir mas, Se incorporó, miró á Rosita fijamente.

—Pero, oye, ¿cuiluto tienes? ¿Era algún banquero ese hombro?

—Tengo... cuarenta duros. Eso hombre no tiouo lacha de sor banquero... es un pollo,., muy pollo... poro paga bien.

—¿Y no sabes quién es?.

—No lo sé.

—¿Y volverá?

—Vendrá ínañnnB por la mañaua.

La madre sabía ya cuanto quería saber. Recobró su postura.

“Abrígame un poco.

Rosita obedeció. Cuando doña Angustias 30 encontró abrigada, viendo que su hija no se sentaba, guardó silencio y esperó.

—Si no quiere usted nada más, voy á acostarme. ¡Buenas noches!

Ya estaba junto á la puerta; iba á salir.

—Oye, deja eso aquí, encima de la mesa de noche.

—¿El qué?—y esta pregunta la dijo Rosita como un grito estridente.

—“Los cuarenta duros. Yo pagaré esas cosas, y lo demás que sobra lo iremos estirando.

La buscona volvió junto á la cama y, con ademán nervioso, dejó en el sitio indicado los dos billetes de cien pesetas.

—Ahí los tiene usted.

Esta vez salió ya sin que la detuviera ninguna orden.

En la sala no pudo contenerse. No la bastó tenor la palabra formada en el pensamiento. Quiso pronunciarla y la dijo en voz baja, con los dientes apretados por la ira: ¡Cochina!

Oyó que desde la alcoba la enferma gritaba con voz que para ella tenía los acentos de la burla.

—¡Que descanses, hija!

Pero todo el enojo desapareció al entrar enBU gabinete, al verse sola, por fin, en el sitio donde aquella tarde el amor había estado oreando un poco los sentimientos encerrados en su ser que empezaron, al recibir la luz y el aire de las pasiones, á desentumecerse, á revivir.

So desnudó deprisa, sin hacer lo que hizo otras noches, sin detenerse ante el espejo para estudiar sus carnes, para complacerse en el enorgullecimiento que la inspiraban; las curvas de su cuerpo. Aun faltaba la noche entera para llegar al día siguiente, y sin embargo, no parecía sino que Miguel estaba allí acostado antes que ella, esperándola y llamándola con el insistente estribillo del deseo. «Acuéstate, ven. Yen, Rosa, acuéstate.» Se acostó. «A las diez vendrá,Ko pensaba en otra cosa. Xo podía dormir. Roscó en vano el reposo. En aquella cama era imposible. Era blanda y mullida, ancha y abrigada, pero ahuyentaba el sueño. Estaba hecha para abrazarse, para besarse. Dijérase animada, viviente, llena de malicias, acostumbrada á secundar con dóciles complicidades los movimientos más voluptuosos. Se perdía al caer allí el sentimiento de la caída. Xegaba las leyes de la gravedad.Hundía para levantar después. Los cuerpos no pesaban, flotaban, y más que sobre sábanas, parecían tendidos sobre espuma, mecidos por las olas, corriendo por toda la carne el cosquilleo del agua agitada con los juegos lascivos de las ondinas. Y luégo aquella cama figuraba tener á veces voz y aliento. Voz, de los dulces diálogos ocurridos allí en voz baja; aliento, de suspiros entrecortados. Pasó toda la nocbc cn un intranquilo insomnio. Pensaba en Miguel siempre. Miguel era la figura principal de todos los cuadros compuestos y dibujados en su imaginación. Pero allá, en segundo término, estaba también el duque de Tres Estrellas y el padre Lasoga, El grande de España y el eclesiástico miraban al joven y se reían, reían con una carcajada terrible, toda ella nerviosa, inestinguible, insultante, provocativa. Se reían de aquella venda que llevaba Cupido y que estaba humedecida por las lágrimas. El amor de Rosita tenía que ser asi, un pobre niño con los ojos tapados y llorando.

Pensó, al llegar á este punto de sus alucinaciones, en el porvenir, en los dias siguientes, en lo que debía decir y en lo que iba á hacer. «Si Miguel me pregunta, ¿cómo contesto?» jUnengaño! Tenía que fingir. Tenia que inventar algo, cualquier cosa, lo nimio, lo vulgar, lo Comento, hasta lo monstruoso; todo menos lo verdadero. Decirle «yo soy lo que soy,» era decirle judíos! Decirle «no aoy lo que te figuras,» era retenerle, conservarle, guardarle, poseerlo en cuerpo y alma. Y esto por el tiempo que pudiera tardar el joven en saber la verdad de todo. Días, meses, afios, tiempo, en mía palabra, el tiempo preciso para gastar, para estonuar las terribles fuerzas con que se apoderó de ella la pasión desde el primer instanteYa podían reírse, allá en el fondo del cuadro, con la risa de los traidores de tragedia, el duque de Tres Estrellas y el padre Lasoga. Lograría, fuerza de gritos de pasión, abogar con su voz, aquellas cínicas carcajadas; gritada tnnto y tan bien, que Miguel, oyéndola, no sería capaz de parar mientes en las carcajadas de los otros.

A la madrugada se quedó dormida, pero con esc sueno intranquilo y ose dormir, con cuidado por el despertar, incomprensibles en las que no tienen la preocupación del trabajo diario. Y cuando oyó por las habitaciones interiores de la casa el ir y venir de las primeTas faenas, abriéronse sus ojos, sacó fuera de las sábanas un desnudo brazo, buscó el cordón de la campanilla y llamó.

—Cuando venga el señorito que estuvo ayer tarde... ¿sabes? que pase aquí... aunque yo esté acostada. Vendrá á las diez.

Recibida la orden, Aniceta volvió á marcharse y allá dentro cantaba al poco rato:

Con mi capotín, tín, tín, tín
Que esta noche va a llover;
Con mi capotín, tín, tín, tín,
A eso del amanecer.

Era entonces la canción de moda en las cocinas.

Pugnaba ya la claridad del día por entrar en el gabinete, y los rayos solares parecían forcejear en los resquicios y junturas de las puertas cerradas. Con esto, la oscuridad se convertía y transformaba en penumbra, dando fondo gris al cuadro general, en cuyo fondo, lo negro no llegaba á verse todavía, pero en cambio, destacaba fuertemente todo lo blanco. La Gimnasta y La Bañista tenían una blancura deslumbradora, pareciendo que de sus cuerpos de alabastro irradiaba la luz, y sobrouna butaca, Jas enaguas y la ropa interior de Rosita Pérez, no eran menos nevadas, formando una mancha grande de caprichosos contornos, de r¡entes arrugas, informe montón de espuma batida. No se voía el reloj de nickel y bronce, pero desde la cama el oído iba siguiendo el tic-tac persistente de la péndola. Y esto era lo que alegraba á la mujer, porque oyendo asi la medida del tiempo, refrenábanse los impacientes anhelos de la espera. No quería levantarse, no quería esperarlo vestida ya en el gabinete, sino allí, en la alcoba, en aquella media oscuridad favorable a todo, y acostada, desnuda, guardándole la pureza de su noche pasada sin recibir las caricias de nadie y el blando calor de su cuerpo de bacante.

Los discoides ruidos del tránsito callejero eran cada vez mayores. Un carruaje que pasaba ensordecía las notas deí organillo; notas clñüonas que daban idea de lo que puede ser La Traviata cantada por unos cuantos gatos metidos dentro de un cajón que va traqueteándose por el empedrado. Los traperos voceaban con un prolongado grito sus ofertas de compra y venta, y como los traporos, uno tras otro, cada cual á su hora, fueronlanzando su pregón todos los vendedores ambulantes. Cada cual á su -hora, hasta tal estremó de puntualidad, que realmente nuestra madrileña, no hubiese necesitado más que oir loa pregones para prescindir del reloj y saber la hora á punto fijo.

—¡Yo veeendo las plantas dee claveles dobles!

«¡El de las flores!»—exclamó Rosita, incorporándose en la cama.— ¡Las diez! Por fin eran las diez. Iba a venir. Se levantó de un salto acometida de una idea repentina, y sin calzarse las babuchas, en camisa, con los desnudos piés hollando presurosamente la alfombra, llegó al gabinete, buscó á tientas en el tocador, entre los frascos, el que era su olor favorito, y bajándose la camisa, con el irrigador, se perfumó los pechos. Sonó en aquel instante la campanilla. Dió una carrera loca para volver á la cama. Así estaba bien. Tibia y perfumada.

Eu la calle el vendedor de flores seguía voceando:

—¡Yo veeendo las plantas deo claveles dobles 1

Sintió que venían por la habitación iumediata, que descorrían luego la doble colgadura del gabinete.

—Aquí es td,—dijo Aniseta, haciéndose 1 un lado para dejar pasar.

—Entra, Miguel.

Y cuando el joven llegó andando á tientas hasta tropezar con la cama, ya tenia ella los dos brazos lucra de las sábanas, esperándolo, cogiéndole, atrayéndole hacia si para besarle en la boca.

Y en voz muy baja, después del beso:

—Desnúdate, desnúdate y acuéstate aquí conmigo.

Se levantaron;í las doce. Al abrir los postigos del balcón, lanzó Kosita un grito de júbilo. Entró en el gabinete un amplísimo rayo solar que la obligó á cerrar los ojos, y al cerrarlos, la luz transparentando la sangre en sus párpados hizola figurárselos como dos pétalos de rosa. «¡Jesús, qué hermosura!» Volvióse para mirar á su amante. «Escucha, no quiero que te vayas, saldremos juntos, hace mucho sol y estoy contenta. Nos iremos ahora mismo. Almorzaremos en cualquier parte. Es preciso una fiesta para celebrar el primer día de nuestros amores. ¿Quieres?aNo tuvo Miguel fuerzas para oponerse. Por un instante pensó en su familia, en su padre, que estaría intranquilo, esperándole. Pero, ¿cómo decirlo? ¿No era ridículo confesar á la mujer amada aquellos temores de hijo de familia menor de edad?

—Verás, verás que pronto estoy vestida.

Se sentó delante del tocador recibiendo directa la intensa claridad del día, con esa temeridad, con esa confianza en los propios encantos, en la frescura del cutis, en la fortaleza de la carne joven, que da la seguridad del triunfo, la certeza de salir ganando, en verse contemplada así, á toda luz, examinada de cerca y minuciosamente.

Olvidó Miguel sus preocupaciones. La inquietud del Sr. Loitia, inquietud producida por su tardanza y que estaría sintiendo en aquellos mismos instantes, era sin duda una contrariedad. Pero ya sabría él explicar esta ausencia de modo satisfactorio. Contaba además con el cariño que se adelanta y acepta como buenas todas las disculpas. Sin embargo, para tranquilizar su conciencia, que con tales reflexiones le importunaba, dijo de pronto, con indecisión, tímidamente:

—El caso os que mí padre... no sabe nnda. Me esperará. Ya estará esperándome para almorzar. Si pudiéramos enviar un aviso á ni i casa.

—¿Para qué?

—Para que no estén con cuidados y temores.

Levantóse olla soltando poínos y cepillos encima de lamosa, retirando la silla, no con las manos, sino con las piornas, echándola a rodar como de un puntapié, y presurosa á medio peinar, más bolla que nunca en aquel desórden, se acercó, se sentó en sus rodillas.

—¿Tanto to quiere tu padre?

Entreabierto el peinador, dejaba ver el nacimiento del seno, de donde salía aquella emanación frasca de su cuerpo racien lavado, echólo al cuello los brazos; estaba desnuda bajo la bata.

—Me quiero mucho, muellísimo.

—Yo te querré más. ¡Ay! nene, nene mío, tú no sabes...

No. Miguel no sabía nada de estas cosas la loa veinte aíios! No se atrevió á insistir.

—¿No me besas, no me das un beso?

—Sí.Después la mujer se levanté. Continuó su faena. Se peinaba y cantaba. Parecía una alondra alisándose el plumaje.

—Ea, yá estoy. ¿Yes qué pronto?

—Ponte el vestido que llevabas ayér.

—¡AIi! sí, el de ayer tarde. ¿Adónde vamos? Oye, iremos al campo.

Esto lo decía ya desde la alcoba. Hablaba, pero el joven no la veía. Oíase el ruido de las enaguas, la caída de las babuchas, el crugir de la seda. Estaba vistiéndose. Continuó su charla.

—Iremos al campo, sí. Con este día, el campo estará delicioso. Un poco húmedo, pero es mejor, porque olerá tierra mojada. ¿No te gusta á tí ese olor? Tengo ganas de correr y de saltar. ¡Ya verás! Yo corro mucho de fijo que no me alcanzas.

—¿Y adúnde iremos?—¡nterrumpió Miguel, participando al fin del regocijo de su querida, sonriendo ante el rayo solar que daba vivos colores al dibujo de la alfombra.

Ella entonces salió, puesta ya la falda y el cuerpo del vestido, aunque tan de mala manera, que hubo que arreglar aquel desorden de la figura delante del armario de espejo,donde ae veía de cuerpo entero. LuÓgo volvió junto á su amante para ponerse el sombreró de castor con el ala de golondrina. «El de ayer tarde.»

—Pues iremos adonde se almuerce bien, porque yo tongo apetito. Mira, já tí que te parece la fonda del Retiro?

—Donde tú quieras. No ho almorzado allí nunca.

—¡Allí tú no almuerzas más que 011 tu casa,—exclamó la busco na,—poro yo te respondo de que te gustaré, porque se como bien.

Ya estaba el airoso sombrero en la cabeza y hecho el lazo de las cintas. Con un movimiento adorable, de pie como estaba, puso ambas manos sobre los hombros de Miguel, inclinando el cuerpo hacia delante, casi ou la misma actitud que La Bañista.

—¿Te gusto?

El joven, sujeto por ella, no podía incorporarse, poro quiso abrazada, sentarla de nuevo sobre sus rodillas.

—No, no, ahora no. Luego, en el Retiro. Anda, cariño, anda.

Ligera como una gacela, separose bruscamente, trajo ella misma el sombrero del hombre, ella misma lo puso el abrigo.

—Vámonos. ¡A escape!

Al poco rato un simón los dejaba en la fonda del Retiro.

Rosita quería almorzar bajo los árboles, pero-desistió de esta voluntad porque había allí otras paroas, otras gentes. No podrían estar solos. Subieron, pues, en demanda de uno de los comedores del pabellóu rústico.

—Es lo mismo. Desde aquí se ven los árboles, y nadie nos estorba.

La mujer quiso que Miguel eligiera lo que habían de almorzar. Y esto fuá diversión nueva, porque Rosita prorrumpió ou una estrepitosa carcajada al oir al joven, que con gran seriedad pedía huevos fritos y chuletas.

—¡Dios mío! ¡Esto es horrible I Pero chico tú no Buhes nada de nada.

Y dirigiéndose triunfante al camarero que sonreía:

“Primero ostras, tortilla á loa finas yerbas, riñones á la brochette y merluza frita.

—¿Nada de salsa?—replicó el camarero.

—Nada.

—¿Vino?

Grand Ordinaire, y el queso, de Brie.

—¿No quieren otra cosa los señores?

—Manzanilla para las ostras.

—Hay Sauteme excelente.

—Manzanilla es lo que quiero.

—¿Ostras cuántas?

—Dos docenas.

Y cuando el camarero hubo salido.

—Yo me como una docena cu un santiamén. ¿Y á tí, no te gustan?

—Yo me comeré la otra,—replicó el joven ridicula monto reaiguado.

Habíase puesto de m ni lmmor sin saber por qué. A pesar del sol que parecía haberse venido con ellos desde casa, que estaba allí poniendo reflejos como estrellitas en el bordo de las copas y en el labrado de las botellas; á pesar de la incitante blancura de los manteles; á pesar de la alegría de su compañera que, asomlindóse á la ventana, aspiraba voluptuosamente las ráfagas libres del aire y miraba con no menos voluptuosidad, buscando entre los árboles alguno de esos grandes enemigos de la muerto que siguon en invierno abrigándose con sus hojas y persisten ou conservar un verdor eterno.De prouto exclamó:

—¿Cómo a abes tú disponer con tauta presteza un almuerzo en la fonda? ¿Has dispuesto muchos?

¿A él que le importaba que fueran muchos ó pocos? Poro el caso es que la mordedura de los celos habíala sentido comenzar cou aquel fútil motivo, Rosita conoció lo que le pasaba, palideció al ver que su amante sufría. «No seas ni fio,le dijo, y luego retirándose de la ventana:

—«Escucha, cuando estemos solos durante el almuerzo, yo te contaré... Es preciso que sepas muchas cosas.

No supo nada y ereyó saberlo todo. Rosita mintió, como recordarán los lectores, que era su propósito. No fué una historia, fuá un cuento en el que no hubo fnás que una sinceridad, una franqueza, un sólo dato verdadero. La negación de su virginidad física y la afirmación de que ella no tuvo la culpa de su desgracia.

—¿No has observado, no has visto nada extrafio en mi conducta?

—No.

—¿Conque no te sorprende que estando mimadre enferma, yo venga aquí contigo y salga de casa como salí, sin entrar siquiera en la alcoba?

—Juan.

Y Rosa, en voz baja, con la verdad en los labios, terminó:

Esa es la que tiene la culpa de iodo. Apuró de un trago una copa de Grand Ordinaire y siguió almorzando.

—lío hablemos más de esto. Me entristecería demasiado. Ya lo sabes.

Miguel la miraba. La quería más, mucho más. Antea, pocas horas antes, en la hermosura (le aquella mujer, amaba lo desconocido. Lo desconocido era un dolor y aquella mujer ima víctima suya, Rosita, al descubrir su caída, había procurado hacerla interesante. Ahora ya podía aparecer ante él joven como quisiera. Si alguna vez era la bapaute desgreñada, la adoración persistiría porque la bacante llevaba puesta una aureola.

IV

Fueron amores empezados en mal hora y seguidos de mala mauera. Intranquilidad del espíritu, grandes sustos y sobresaltos de la conciencia, nada de lo que es martirio dejó de andar sino muy de sobra en esta pasión, cuyo desarroyo, rápido en demasía, hizo que los sentimientos tuvieran al nacer lo espontáneo de la improvisación; lo espontáneo y lo incorrecto.

En los primeros días hubo regocijo y fiesta, abrazos frenéticos y caricias inestinguibles; estar juntos era una necesidad, separarse una tristeza: amarse un estasis y un furor, éxtasis en las miradas y en los pensamientos, furor en los labios que besaban y en los brazos que estrechaban sus cuerpos uno contra otro, apretándolos mucho, todo lo más posible, con tal extremo, que no se satisfacía este alarde de fuerza hasta que uno de ellos exclamaba con voz ronca, no pudiendo resistir más aqueha ludia: «Vida mía, que me ahogas. Déjame respirar.» Luego en las treguas, en los descansos concedidos á este abrazo, quedaban mirándose, rendidos, pero satisfechos de sü cansancio, y entonces era cuando el espíritu trabajaba, cuando acudían en tropel las ideas á la mente, las frases á ia boca, las dudas y las deseonñanzas, y daba lastima verlos cómo contenían el hombre sus reproches injustos y la mujer sus lágrimas, volviéndose á veces de espaldas á Miguel en el lecho, para enjugarlas y que no las viera. Es que Rosita adivinaba lo que sucedía en la imngi nación de su amante, adivinaba las sospechas, los celos, las preguntas, le oía pensar, y uno por uno iba escuchando los pensamientos que no se decían, porque el decirlos era un horror, después de aquellas locas caricias. ¡Pobre nino!

En la historia inventada por la mujer, contada durante el almuerzo en la fonda del Retiro, historia que le impresionó de tal suerte que hasta hubiera podido escribirla, con las mismas palabras empleadas para el relato; quedaba en blanco un nombre. ¿Cómo se llamaría aquél rival suyo del pasado, aquél, cuya dicha envidiaba; aquél que tuvo virgenen sus brazos este mismo cuerpo que, ahora profanado, herido, estaba cutre los suyos? ¿Cómo se llamaría? ¿Por qué no lo dijo Rosita? No pensaba en otra cosa. ¡Qué horrible martirio! á cada momento, á cada instante, su voluntad contenida por el miedo se revelaba queriendo hacer la pregunta. Temía sufrir más. ¿Sería joven ó viejo? Lo prefería viejo. Se lo figuraba así, y entonces miraba á la buscona intensamente, miraba aquellas carnes, cu3o contacte poco antes le extreineció y despertó poderosamente sus sentidos. ¡Aquellas carnes! ¡Las sobras de un viejo! ¡Qué ascol ¿Sería joven? Entonces peor, mucho peor. Rosita Pérez, por obedecer á su madre, a esa que tiene la culpa de todo, se entregó sin amor, acaso en aquel mismo lecho, en aquella misma alcoba. ¡Bueno! pero, ¿y después? ¿Puede concebirse siquiera la insensibilidad en este caso? ¡Pues qué! ¿la materia no tiene sus leyes ineludibles á las que obedece siempre? ¿La voluntad es tanta que resista á que pueda resistir el imperio délas sensaciones? Al contrario, hay momentos en que la materia manda y el ser entero se somete. No hay que pensar en el amor; no hay que ocuparsede lo3 sentimientos. ISTo se trata de la vida espiritual. El caso es un fenómeno de la vida de relación. ¡El alma! cierto, Miguel cree que el alma existe, aunque tiene sus duda3. Pero lo que seguramente existe, son loa nervios, la sangro y las entrañas. ¡Los sentimientos 1 ¿y qué son los sentimientos cuando nos extremecea las sensaciones? Dos cuerpea humanos, dos naturalezas llenas de juventud, cai¡ne3 sanas, frescas y pletóñcas de vitalidad, sangre que circula caliente por las venas, que las hincha, que refluye al corazón haciéndolo palpitar con fuerza, pulmones que respiran ampliamente deleitándose en la combustión del aire, sexos distintos que se atraen como dos electricidades contraídas, todo este conjunto, sin amarse, sin conocerse, sin poder verse siquiera, en una habitación a oscuras, echadlo como dos masas uña sobre otra en el mismo lecho, de paja 5 de plumas, sobre algo blando ó mullido, á solas con la naturaleza, dejad que la carne huela la carne, que la sienta junto á sí; podrá sobrevenir uua resistencia, pero rápida, pasajera, la resistencia que opone la limpieza á toda mancha, y luego, el calor que desarrolla en los músculos esta misma lucha los cansa, los extenúa; luego la sangre, los nervios, las entrañas, eso que existo con certeza absoluta, piden y mandan, y liay un grito de la virginidad desgarrada y otro grito del placer satisfecho. Cuando Miguel pensaba en esto, todos los demonios de los celos le atenaceaban; y muchas veces, en medio de los mayores expasmos, procuraba tener el oído alerta, escuchaba las palabras que balbuceaba Rosa delirante, para sorprender, cuando se pierde la noción de la vida en los labios de la hembra, la frase producto de una alucinación, un nombre que no fuera el suyo. «Miguel, Miguel mío.» Siempre pronunció este mismo. Jamás el de el otro! La buscona no se equivocaba.

Los sufrimientos de Miguel empezaban con tal empuje, con vigor tal para el ataque, que le asustaban. Además de sus celos, además del infierno aquel en que sufría tormento y consunción, había otro dolor grande, otro disgusto y contrariedad de distinto género, que atacaba con remordimientos á su cariño filial, ¡Estaba engañando á su padre ¡Era un mal hijo! j Ah! ¡su casal ¡su familia! Un mes iba á cumplirse desdo la cobarde ó hipócrita comedia representada por él, al regresar de la fonda del Re Uro. Recordaría siempre el cuati i o que contemplaron sus ojos. Su madrastra abrió la puerta y al verlo lanzó un grito de júbilo:

—¡Pedro! ¡aquí está! ¡Ya está aquí tu Lijo!—y en voz baja con todos los anhelos:—¿Qué te ha pasado? ¿dónde es tu vi síes? ¿Vienes llorido?

—No, no. Tranquilízale, No tengo nada, ¿Y papó? ¿dónde está papá?

“Ven, ven pronto. ¡Que se calmo! que to vea!

Lo cogió, mejor dicho, se agarró á su mano, lo llovaba tras sí, y á medida que se acercaban, adelantando por el largo corredor al cuarto de su padre, iban haciéndose más distintos los sollozos, se oían mejor las quejas, los suspiros.

—Poro ¿qué es esto? ¿qué pasa aquí?

Y al entrar en la habitación á la indecisa claridad de las últimas horas de la tarde, quedó Miguel inmóvil, sin voz ni aliento. Su padre mAs que sentado, postrado cu una butaca, ocultaba la venerable cabeza entre las manos. Cerca de él, junto á él, su hermana procuraba inútilmente consolarle. Aquellas canas, así, abatidas con oí abatimiento de la cabeza, aquel dolor del cual se adivinaba sólo la inmensidad por las con tracción es convulsivas de los hombros, del amplio busto, aquellas manos puestas desperad amente sobre los ojos para recibir el 1 lauto; la hija y el padre llorande por el hijo y el hermano ausente, llorándolo muerto, ó tal vez herido y maltrecho. ¡Qué escena!

—¡Aquí está, aquí lo tienes 1

Y el anciano contestó con un grito.

—¡Hijol—abrió los brazos, irguió la cabeza. Miguel corrió hacía el grupo:—¡qué disgusto nos ha dado !

Y al verle en pié, junto á la butaca, silencioso é inmóvil, enjugó sus lágrimas, 1c miró fijamente.

—¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho? ¿Por qué no has venido á almorzar? ¿Has almorzado ya? Me figuraba todo lo peor. ¿Cómo saliste tan temprano?

—Pero, papá, no es para tanto. No soy un niño. No podía suceder nada.

—Ea o uo en Madrid ocurren muchas desgracias. Los coches atropellan á la gente. Y además, á tu edad salir á las diez de la mañana y no volver. Una ve» hice yo eso, ¿sabes? y lué para batirme, y me hirieron. ¿Qué has hecho tú?

I Cómo mintió! Había encontrado á un amigo, un antiguo condiscípulo del Instituto que, al enterarse de sus aficiones literarias, le prometió buscar para él una plana en la redacción de un periódico. En la redacción de la parte literaria, por supuesto. Era un muchacho muy bien relacionado y rico. Luego no quiso separarse de ét. Desde el Instituto no se habían vuelto a ver. Le convidó y almorzaron juntos en Fornos. Estuvieron charlando largo rato, Luégo le llevó á su casa, le presentó á su familia. «Y ahora, ahora mismo salgo de allí,» terminó con grande aplomo.

El Sr. Loitia lo creyó todo. Estaba dispuesto á creer hasta lo imposible; estaba rendido de llorar, y no tenía alientos más que para el descanso.

Y en los días siguientes, siempre que Miguel salía:

—¿Vás á ver a tu amigo? ¿Cuándo entras en ese periódico?

—Pronto. Hoy tenemos una cita con un director. Tardaré en volver.

E íbase corriendo á casa de Rosita Pérez, disgustado de sí mismo, pensando con envidia en otros padres que quieren menos á sus hijos.

—Y después de todo,—añadía para sus adentros,—lo del periódico voy a tener que hacerlo. Yo necesito dinero.

Parecíale que Rosita, en estos últimos Üíag, le quería menos. Estaba preocupada, seria. A veces daba besos distraída, como de limosna ó como de obligación. No. Ya no eran los suyos aquellos grandes arrebatos del primer momento.

—¿Qué tienes?

—Nada. ¿Qué quieres que tenga? Cosas mías.

Y no podía conseguir otras explicaciones.

Lo cierto es que la buscona tenía motivos para entregarse á cavilosidades. Tenía que pensar en el porvenir seriamente. Estaba viviendo de su3 alhajas. Pero cuando se acabó el dinero de la sortija, mil quinientos reales ¡una miseria 1 empeñó uno de sus aderezos, y recibió con la papeleta otro tanto. Y gracias á que su madre no sabía tales locuras; no lo sabía, porque estaba aun convaleciente, flor que lo que a de fia Angustias aquejaba era una clorosis, de que iba reponiéndose poco á poco, merced al lartrato férrico potásico y al extracto de carne. AL era no vivía en la cama, y se pasaba las Loras muertas sentada en un sillón, cu el comedor, junto á la ventana que daba al patio, mirándose las manos pálidas y flacas, con un aire de consternación espantosa, poniéndolas á la luz, delante de sus ojos, para ver cómo se transparentaban. No pensaba más que en esto y en beber vino puro, en cuidarse, en reponer los glóbulos rojos que faltaban á su sangre, pero sin embargo, desde el sillón observaba, espiaba, y una vez que Rosita entró en el comedor.

—Escucha, ¿no decías que tu pollo era tan rico?

—Sí.

—Pues mira, debe ser Tofioso, Porque esto mes no te ha dado más de dos mil reales, según mi cuenta. Procura que se enmiende. Ya sabes que gastamos más.

La buscona no contestó. El tono con que fueron dichas estas palabras y el texto de ellas eran una orden. Tenía que obedecer. Pero á quien más temía Rosita era á su hermano. Su

hermano que no estaba postrado por ninguna enfermedad, que entraba y salín, que registraba todos los cajonea y la pedía dinero, cuando no saqueaba los bolsillos de los trajes que ella tenía colgados cu el roporo. En una de aquellns pesquisas, era fácil que encontrase las malhadadas papeletas de la sucursal del Monto. Y el día menos pensado echaría de menos la sortija cu las manos de sn hermana, ó el aderezo en su estuche de raso. Precisaba tomar una determinación á todo trance.

Amaba, cierto. No sabía á punto fijo cómo y por qué se apoderó de su ser aquella pasión, poro amaba á Miguel como no creyó amar nunca. Recordaba, como se recuerda la primavera en invierno, aquella entrada de Miguel en su cuarto, cu su alcoba, aquel llegar del amanto hasta la cama, mientras que en la calle se oía el pregón de las flores tempranas.

—¡Yo veendo las plantas dee geranios dobles!

Si ella hubiese tenido una fortuna con esta impresión repitiéndola siempre, podía disfrutar de una felicidad tan larga, tan constante como su vida. Poro no. No podía ser. No tenía nada. Y Miguel tampoco. Miguel era un hijo

de familia, pode vosamente dotado nada nníg que de cariño. Miguel era pobre, y doña Angustias tenía razón. ¡Dos mil reales! Habían sido tros mil justos. Se equivocó en la cuenta. Pero aun con tres mil no liabía b as lauto. «Ya sabes que gastamos más.

Rosita, con ostas preocupaciones, pensaba y temía pensar. Porque todos sus proyectos para el porvenir no podían tenor más que una baso, ¡El hombre! ¡La oxplotacíón de su cuerpo! ¡Y esto, teniendo como cerrados los sentidos it toda sensación que fuera distinta, que fuera otra, de la que eon Miguel experimentaba, oponiéndose su carne á cualquier contacto con esa resistencia purificadora de la mujer enamorada, esto era terrible cosa!

Una tarde al salir el amanto hubo una escena entre Juan y Rosita. Eutre los dos hermanos, Él pidiendo dinero ¡más dinero! para sus interminables ocios de café, y ella negándose con obstinación. ¡No tenía! ¡Dios mío I No tenía.

Y al acabarla cana, durante la cual la madre la miraba con ceño adusto, para posar después sobre el vagabundo esta misma mirada conmiserativa ya, la buscona se levantó, nerviosa, exaltada, dispuesta á todo.

—Escucha, esta noche no puedo darte nada. No tengo. Pero tendré mañana. Dentro de un rato. ¿Cuánto quieres?

—Poco. Un par de duros. Por hoy nada más.

—Espérame aquí. Vuelvo en seguida.

So recobró la paz. Quitados los manteles madre é hijo permanecieron en el comedor, esperando silenciosos la vuelta de Rosita, mirando el reloj de vez en cuando, primero con tranquilidad, luégo, á medida de la tardanza, con impaciento despecho. Iban á transcurrir ya dos horas. El hermano se atrevió á decir:

—¿Dónde estará esa perdida?

Dona Angustias bajó los párpados como asintiendo al epiteto. Luego levantó las manos y se las miró al trasluz. Decididamente de noche se transparentaban mucho más.

¡Esa perdida! Esta vez, el hombro que encontró al paso no era tan ignorante como lo fué Miguel la tarde en que había llovido, ó iba Rosita levantándose la faiia para salvar los charcos de la acera, enseñando la blancura de las enaguas y el comienzo de las bien contorneadas pantorrillas.—¿Aliónele vas tan depriaa, cuerpo bueno? Arza y vento conmigo, chiquiya, que boy lio cobrno.

Y como olla, sin contestar, tuviera un movimiento parecido al de la resistencia, sentido al oir esto chulesco lenguaje.

—Vente. Es aquí, á dos pasos. Y mira que á mí hay que verme despasito, que á las mujores que lovalen como tú, las suerto cinco duros de gorpo.

Levantó los ojos para mirarlo. No. No era un chulo, ni uu torero, aunque hubiera podido creerse por su fraseología flamenca. Vestía un gabán entallado azul, ni corto ni largo, que hacía las veces de prenda de abrigo y de lovita, y con este gabán, nuovo poro de poco precio, comprado en los bazares de ropas hechas, un pantalón de color claro, de mal gusto, que también debía ser de la misma procedencia. El sombrero bongo, las manos sin guantes, de gruesos dedos, y la cara abotargada, estúpidamente maliciosa, llena de sonrisas inútiles, de guiños risibles, bigote negro, y pelo reluciente á fuerza de pomada barata. Se traslucía el disfraz de caballero, usado en los codos por la costumbre de apoyarse en el mostrador, para mirar á la calle, esperando á los parroquianos.

—¿Y usted tiene cinco duros9

—Míralos.

Efectivamente. Deprisa, sólo un momento, sacó de su bolsillo un popel, lo desdobló, lo enseñó y volvió á guardarlo. Por el color,.rápidamente, parecía un billete del Banco.

—Vamos donde usted quiera,—dijo Rosita resignándose.

El hombre echó á andar á su lado, guiando, sonriendo con mayor picardía. Tomaron por la calle del Desengaño á la de la Luna, y allí entró resueltamente por una de las bocacalles que formaba cuesta; una callejuela que parecía movida por un térra moto, levantada en sus primeras casas, ó inclinándose, hundiéndose, como para ir á caerse las íillimas en la calle del Pez. Todo era allí edificios de desigual altura, aceras mal colocadas, piedras salientes, desiguales, y en verano corrillos delante de las puertas; allí se adivinaba la miseria y el yicio que de la miseria se origina. Bastaba ver en lo oscuro á la entrada de cada vivienda, aquellas mujeres que se frotaban las mejillas con papel de colorete, vestidas de percal hasta en invierno, para presentir que vendían su carne barata porque el pan había subido dos céntimos cu cada libreta.

Una sola casa en toda la calle tenía el portal enladrillado coquetamente con ladrillos finos, rojos y blancos, cuyo portal cerraba xma puerta vidriera con cristales de colores. Allí entraron. El hombre se dirigió á un torno, tocó en él con los nudillos, puso diez reales, y recibió una llave con un colgajo de cuerda sucia y mugrienta á cuyo extremo lucía una chapa de h03adelata, en la que á golpe citaba impreso un número, no vieron á nadie. Pero una voz dijo detrás del torno:

—Húmero 7. Escalera de la derecha.—Una vos tal que no se sabía si era de hombre ó de mujer, enronquecida por el aguardiente.

Siguiendo estas indicaciones, subieron. Era la primera vez que Rosita veía de cerca el cuadro y la figura, la casa de eitas y el Tenorio de la busconcría. Aquella casa, segúu explicó el hombre, era toda igual, construida ad hoc para fines aventureros. Tenía tres escaleras, la del centro, la de la izquierda y la de la derecha, todas ellas independientes, y en cada una, de tramo en tramo, una habitación, de la que por diez leales, era dueflo el primero que pasara por la calle, sin más averiguaciones. Era el mis cómodo misterio. Allí entraba el vicio bajo todas sus formas. Parejas de todas clases, sin verso unas á otras, sin molostarso, sin oirse. A veces iban allí un hombre y una mujer, á veces dos hombres, á voces dos mujeres, y en ocasiones hasta un hombro solo. Pagaba, recogía su llave. «Número tantos. Escalera del centro,» y al poco rato volvía á salir, llamando para recobrar su libertad, porque cerrado el cuarto no se podía abrir por dentro; no se podía salir sin ser inspeccionado.

—¿Y oso, por qué?

—Porque hay gentes capaces de todo. Porque en esta soledad de calabozo se pueden hacer muchas cosas. Hay quien trac aquí una mujer para robarla, y amontes celosos que lus traen y las asesinan. No sería el primer caso, ¿Sabes, chiquiya?

Kosita sintió un escalofrío. ¿Es verdadí Estiba allí á la merced de aquel hombre. Si daba un grito nadie la oiría. Y miró con terror las colgaduras blancas, el lecho, la sillería de reps usado y grasicnto, todo aquel ajuar, clásico ya para el vicio y acostumbrado para la lujuria.

El hortera entonces se acercó. Eetrocedió asustada.

—¿Qué te pasa, mujer? Estate quieta, que no voy ¡í comerte.

Y con sus manos, muestrario de sabañones, empezó ó desabrochar el traje de la buscona.

—No, no. Yo to liaré. Déjeme usted.

So prestó ó todo. Obedeció. Soportó las caricias groseras del desconocido. Tenía miedo. Y cuando aquél dejó saciados sus instintos de btístia, la miró y soltó una feroz carcajada.

—Puos na tenías que echártela de novata. Anda, vámonos.

Lo víó tirar del cordón de la campanilla, y á poco sintió que subían por la escalera: iban á abrir. Entonces respiró, tranquilizándose.

Y cuando llegaron á la calle:

—Dome usted los cinco duros.

La miró de alto á bajo, se quitó el sombrero, hizo una inueea de mono burlón que imita los saludos respetuosos del hombre, y dando media vuelta, yéndose á la otra acera:

—¡De verano, hija mía! Echó á andar depilan, dejlindóla sola en medio de la calle, expuesta ¿las miradas curiosas de todas aquellas mujeres vestidas de percal, que estaban en el quicio de las puertas y que al oir la Iraso, prorrumpieron en risas.

Una de ellas se puso á cantar con ironía:

Chiquiya, vente conmigo.
que no le va á ferió, na
para estar ca cueros vivos.

Y otra, no menos flamenca, viendo que Rosita seguía parada en el mismo sitio, sin acertar moverse, contestó á su compañera desde otro portal:

Dinero Uno te daré,
pero te daré mi Sangre,
que vale más que el parné.

La calle entera se regocijaba. El hombre estaba: ya muy lejos. Iba cada vea más deprisa. La buscona le imitó. Quería salir de aquel infierno, subió la cuesta, dejando atrás risas, toses burlonas y cantares que no cesaron hasta que llegó ¿la esquina y entró en la calle de la Luna.

—¡La han dao mico! ¡Jesús, qué lástima!—fué lo último que oyó, como frase de despedida.

Sentía nn furor, un despecho terrible, reconcentrado. De tener á mano un urina la hubiese hundido en el pecho del primor hombre que pasara y la mírase. Luégo se calmó, haciendo un gran esfuerzo, violentándose mucho. Reflexionó. Recordó. No podía volver á su casa con las manos vacías. Allí estaban en el comedor esperando, impacientes ya por la tardanza, los verdugos de su vida. Su madro y su hermano. ¡Dios mío! Era preciso llevar dinero á todo trance. Y el vestido á cuadritos blancos y negros, tuvo movimientos que parecían convulsiones, y el ala de golondrina puesta en el sombrero empezó á cortar el aire. ¡Ah! ¿querían dinero? nada m;í s que eso. La echaron á la calle para buscarlo. Pues bien. Lo buscaría, Y se sintió convertida de pronto en algo que no tenía relación alguna con los organismos vivos. En algo que no contaba con lazos en la sociedad de los adres humanos. Ni familia, ni amores, ni amistades, En algo que se movía automáticamente, que era de acero, que se distendía por medio de resortes y no de músculos; una máquina de hacer monedas. Aquella noche por primera vez trabajaba la máquina, ae movía el volante, caía el troquel, juno! ¡(toa golpes! ¡dos duros s euñtidos! Pero no. No quería llevar esa miseria. Hús, rancho más. Y al primor hombro que pasó por su lado, le miró sonriendo.

—¿Quieres venir? ¡Anda!

¡Dos horas! D03 horas de indescriptibles escenas, el oficio de buscona ejercido de una manera incansable, sin conciencia de lo que hacía, reprimiendo el llanto que estaba tan cerca de los ojos, que uno de aquellos hombres quiso besarla en los párpados y sintió la humedad amarga de las lágrimas en sus labios.

¡Las doce! ¡Eran las doce de la noche! Más que andar corría para llegar antes á su casa. Y cuando entró en el comedor, allí estaban los dos, esperando, como ella suponía, malhumorados. No dijo una palabra. Metióse la mano en el bolsillo.

—¿Me traes eso?

Sacó un puñado de duros y lo tiró sobro la mesa.

Y al retirarse á su cuarto, oyó que detrás de ella, la madre y el hijo contaban las monedas, las removían y empezaban una ágria disputa.

Al día siguiente, á las diez, como siempre, cufió Miguel, llegóse á la cama, los dos brazos frescos y desnudos se abalanzaron á su cuello, le atrajeron, sintió junto á su boca un suspiro, junto a su rostro un rostro lleno de lágrimas.

—¡Ay! ¡nene, nene mío!... ¡No me dejes!

Entretanto el vendedor de flores pasaba voceando:

—¡Yo veendo las plantas dee geranios dobles!

V

El drama empezaba, Migual no llegú á explicarse las lágrimas eou que le acogiera Rosita aquella manan a. Insistió en averiguarlo, repitió sus preguntas, pero la buscona contestaba siempre lo mismo.

—Estaba nerviosa, muy nerviosa. Lloraba sin saber por qué. Efecto de los nervios.

—Pero tú dijistes algo. Mijístos que no te dejara.

La mujer Bonreía, y besándote:

—Eso también te lo digo ahora. Te lo diró siempre.

Y así eludía las explicaciones.

Una m a fian a Miguel entró muy contento. Bu su casa también lo estaban. El Sr. Loitia no cabía tm sí de gozo. El futuro escritor habla escrito, había dado la primera gallarda muestra de su talento. Y no sólo esto, sino que lo escrito por Miguel estaba publicado, Al entrar el joven en la alcoba para comunicar y hacer partícipe á su amada de tan inmensa alegría, llevaba uu periódico en la mano.

He aquí cómo ocurrió el hecho. Algunos diarios políticos, imitando la costumbre de la prensa f raucos a, acababan de dar tregua á sus desdenes y olvidos literarios, consagrando un día á la semana la mitad de su periódico para la publicación de artículos, cuentos y poesías, á cuya publicación llamaron Hoja literaria. Miguel, lleno de temores y sustos, pero con las impaciencias y con el aíán que por ganar algo, por ser algo, empezaban ya á, dominarle, de cuyos anhelos era causa su amor á Rosita Pérez, cogió la pluma y escribió su primera producción. Así la llamaba con grande énfasis el gobernador de los moderados. Después da escrita revistióse del valor necesario para presentarse en la redacción, preguntar por el director de la Hoja de los lunes y entregársela. No supo más, no quiso saber nada más. Llegó á tener por muy seguro que las cuartillas una voz leídas, habíalas roto el literato y hasta se Agoraba las palabras con que acompañó tal acción, sEstq os un disparate.» Llegó el lunes, día por él esperado, á posarde estas sospechas, como espera el jugador el día del sorteo. Estaba vistiéndose para ir á casa de Rosita. La puerta de su cuarto se abrió de par en par y entró el señor Loitío, radiante de júbilo.

—¡Mira, mira! ¡aquí está! Lo han publicado.

Quedóse en mangas de camisa, no acabó de vestirse, cogió el impreso de manos de su padre. ¡Sí! ¡era verdad 1 Allí estaba su artículo, y al final de él su nombre MIGUEL LOÍTÍA en una preciosa letra de molde.

—A estas horas,—añadió el gobernador,—hay treinta mil personas que estén leyéndolo. El Imparcial tira treinta mil ejemplares según veo.

—Pronto lo sabremos,—y Miguel, buscando la primera plana:—Con que treinta mil ¿eb? Mire usted Tirada de ayer 45.587—y añadió profundamente convencido—aquí lo dice. Esto es la pura verdad.

El Imparcial era, pues, el periódico que llevaba nuestro heroe en la mano, cuando se presentó en la alcoba de su querida.

—¿Quieres que lea una cosa?

—¿Una cosa? ¿El qué?No pudo contenerse. Había pensado sorprenderla leyendo, sin decir lo que ora, hasta llegar a la firma.

—Un artículo mío que publica El Imparcial.

Rosita se incorporó, se sentó en la cama.

—Abre, abre ese balcón. Estamos á oscuras.

Y cuando su amante cumplimentó la orden y volvió á su lado.

—¿A ver? Trae.

Le arrebató el periódico de las manos. Quería convencerse por sí misma. Buscó el articulo. Lo leyó deprisa. Miguel sonreía.

—¡Ah! Muy bonito, muy bonito. ¡Dame un

beso!

Entonces él habló de su, porvenir, de sus ilusiones, de lo que esperaba. Ya podía echar cuentas. Acababa de poner la primera piedra de au hermoso castillo. Y luégo...

—Es preciso que te levantes, que te vistas. Tenemos que salir.

—¿Adóude?

—A cobrar en El Imparcial.

—Poro, ¿te pagan?

Soltó Miguel una hermosa carcajada.

—Toma, pues ya lo creo.

—¿Cuánto?—Tío lo sé. Ahora lo sabremos.

—Veto, vete at gabinete. Voy á vestirme.

Lo que pensaba Rosita, lo que sentía al manifestar aquella precipitación, no es difícil adivinario, ¡Ahí por fin, por fin no era Miguel tan pobro como ella había creído. ¡Ganaba dinero! Poco ó mucho. Era preciso saber cuánto. Y mientras se vestía abrumábale á preguntas, Si pensaba escribir más. Si los escritores le conocían.

—No, no me conoce nadie. Pero me conocerán desdo hoy.

—Y escucha, ¿escribiendo se puede vivir bien?

—No lo sé, Eso lo veremos después de cobrar.

No había transcurrido media hora, y yn estaban los dos en la calle, camino de la Plaza de Matulo. Rosita llevaba dinero.

—Tomaremos nn coche. Yo te esperaré cu él mientras tú subes y cobras.

Y allá fueron los dos, sentados en tos mugrientos cogincs, enlazadas las manos, y de vez en cuando estrechándoselas con fuerza.

Llegaron. Miguel bajó y entró resueltamente por el ancho portal de la casa. Rosita quedó sola. El cochero dejó la tralla y se arrebujó en el capote.

De pronto ¡qué cambio! Miguel tenía talento. Eso ya lo sabía ella, no necesitaba que El Imparcial, acopiando y publicando uu escrito de Miguel, lo confirmara.

Pero el talento producía, con el talento se podía gauar algo. Esto sí que no lo sospechaba siquiera. Su imaginación trabajó mucho, i Ganar algo! ¿Cuánto? ¿Cuánto todos los días? ¡Si fuera bastante! ¡Oh, Dios mío! pensar que la noche anterior olla, Rosita, la querida del gran escritor, había tenido que volver á sus escursiones, sus paseos, á sus oficios viles de buscona y sólo á las altas horas de la madrugada, un hastiado, un bo—rracho, la recogió en la osquiua de una calleja desierta, la llevó á la infernal casa de citas, y allá á las tres, pudo regresar á su casa rendida, muerta de sueño, con dos duros disputados, regateados, arrancados casi á viva fuerza de manos del Iránsnochador. ¡Qué vida! ¡Qué horrible vida! Ahora Miguel escribía. Se publicaban sus artículos. Se los pagaban. Miguel no sabría nunca el secreto de sus noches miamos. Pero si él quería, aquello estaba terminado. Para siempre. Sí, Para siempre. Ella para él, para él solo. Suya más que nunca, puesto que se había visto obligada, amándole, á ser de los otros, Su madre y su hermano se someterían. Tendrían que vivir con lo que Miguel tuviese, con lo que les diera y no pedir nada más. Ya estaba cansada de sacrificarse. Lo poco ó mucho que de vida la restaba, quería vivir á su gusto.

Un rostro se acercó á la puertezuela.

—¿Has cobrado?

—Sí. Baja. Despediremos el coche.

Era Miguel. Y cuando la berlina partió.

—Me han dado ocho duros por el articulo. Míralos.

Abrió la mano y brillaron al sol relucientes y nuevos. Qué hermosa palpitación de alegría, tan fuerte, tan parecida á un salto de alborozo, tuvo el corazón de Rosita Pérez!

—¡Ah! ¡Eres hoy más rico que yo!

Entonces el amante con espontaneidad tal en la oferta, espontaneidad que era una nueva dicha:

—¡Tómalos! Son tuyos.

—No, no. Eso de ninguna manera. Pero si tú supieses. Si tú supieses lo contenta que estoy. Más. Mucho más que tú. ¡Ocho durosJ ¿De manera que cada articulo tuyo vale ocho duros?

.—Así parece.

—Escribo muchos. Nono, nene mío.

El se quedó mirándola. No comprendía. Luego la misma juventud, poco amiga de reflexiones y ajena á todas las desconfianzas, hfzole encogerse de hombros. Él también estaba contento. No le bastaba tener los ocho duros, sentir el peso de aquella plata en el bolsillo. Era el primer dinero ganado por sí mismo. De aquellas monedas, no debía nada á nadie, á nadie. Ni siquiera á su padre. Eran suyos, muy suyos. ¡Qué alegre día!

1 Qué sol mis espléndido! Qué hermosa estaba Rosita ¡Y cuánto le quería 1 Aquel mismo regocijo lo demostraba.

“Oye. ¿Qué to parece? Vamos á divertirnos. Te convido. Almorzaremos juntos. Como la otra vez. En la fonda del Retiro.

Pero Rosita no quería volver a La Perla. Tenía sus razones. Allí, entre los árboles, hacíase muy expansiva. Lo contaba todo.

¡No, en el Retiro no! Aquí en Madrid. Castaremos monos, y se e3tá mucho mejor. En cualquier parto. En un café, En una fonda.

Después de discutirlo gravemente, acordaron que el almuerzo en un café era rada alegre. En un café retirado del centro.

—¡Ah, ya sé!—exclamó Hesita.—El Habanero. Hay piano.

Y se encaminaron apresuradamente hacia la calle del Desengaño.

Era la segunda vez que los dos amantes veían la dicha muy de cerca, al alcance de la mano, y lo colebraban. La segunda vez que el Sr. Loitia iba á tener que pagar con posa re 3 las alegrías de su hijo.

—Escucha, Enviaremos un aviso á mi casa.

¡Si vieras lo que sufre mi padre cuando no me v5 á su lado t

—Sí, sí. Por dos reales irán con una caria tuya.

Ya contaba el dinero. No quería que gastase mucho. Divertirse está bien. Pero si no se tienen más que ocho duros, no se debe tirar el dinero por la ventana. Cuando estuvieron en el café, hizo lo mismo. Con una tortilla y un beeítcak tenían sobrado. Tuvo que insistir él para que pidiera de postre aquel queso de Brie que la gustaba tanto. En cuanto á las ostras, no había que pensar en ellas.

Habló, durante el almuerzo, nada más que de intereses. No fué la querida loca que se embriaga con la fiesta presente y no se ocupa dol mañana. Habló razonablemente, como una madre cuando da consejos á su hijo.

—Ahora ya sabes cómo has de hacer para vivir y ser todo un hombre. Es una posición muy bonita, y sobre todo, independiente. Con un tintero, papel y una pluma, te basta. Nada más sencillo. Tienes talento, y el talento se compra. Pues lo vendes. Yo que tú, todas las noches escribía un artículo. Y todos los días cobraría ocho duros. ¡Media onza! ¿Sabes que se paga bastante eso?

Miguel también participaba de estos optimismos. No era sólo El Imparcial. Había otros periódicos donde se pudieran colocar sus trabajos. El Liberal publicaba también Hoja literaria. Y luego quedaban las revistas y semanarios. La Ilustración Española y Americana, La Revista de España, las Ilustraciones de Barcelona. ¡Sabe Dios cuántas! No. No era difícil lo que Rosita suponía. ¡Ocho duros diarios! Una fortuna.

—Esta misma noche escribiré oirá cosa.

Luégo, á los postres, volvió á desdoblar el número de El Imparcial que llevaba en el bolsillo. Entro los dos miraron de nuevo el nrtíeulo. No lo leyeron, porque ya se lo sabían de niomoria, pero quería verlo. Miguel, acercando y separando el papel c o tupi ota monto desdoblado, decía:

—¿No es verdad que está muy bion impreso?

—Y en buon sitio,—agregaba Rosita.—En muy buen sitio. Lo primero que se ve es tu nombre.

Hablaron mientras tomaron café, qnítándo se la palabra el uno al otro, como si las ideas de los dos tuvieran mucha priesa en salir, y salir todas juntas, sin que niuguna pudiera quedarse rezagada por distracción en el cerebro, Ahora comentaban lo que os la gloría. Lo más hermoso. Cierto. Lo más hermoso. Y cosa muy fácil para los que tienen talento.

“Figúrate,—observaba la buscona,—figúrate si no es bueno eso de saber que basta escribir unas cuantas cuartillas bion escritas, como las tuyas, para salir de cualquier apuro.

Reflexionó, y después de una pausa:—«Tienes que hacer un libro. Una de esas novelas bonitas que tanto interesan á todo el mundo.

Pero él entonces se negó rotundamente. Artículos, cuentos, todo eso perfectamente. Mas, no. Todavía no era capaz de tanto. «Además,—añadió,—yo no tengo experiencia. No conozco lo que pasa en la vida.

Lo que pasal Rosita Pérez podía decírselo.

Podía explicarlo también algo de las marañas que tienen los sentimientos, los más puros, los más intensos, los más profundos. Pues que, ¿ella misma no estaba experimentando los efectos de un fenómeno á todos luces absurdo? Ella, que amaba á Miguel, que se figuraba tener bastanto con esto amor para su dicha, desdo que supo que el amanto ganaba dinero, pensaba en descubrir su situación, en confesar el estado de miseria en que vivían, pensaba en explotarlo. En explotarle, y desde que vió brillar al sol las monedas, sólo tuvo una idea, que tomó esta forma: «Esta noche no saldré á la calle.

Así es, que al terminar, cuando el joven llamó trionfalmente al camarero, cuando le pagó y éste se hubo alojado, acercóse más y le dijo al oído, con seguro acento, sin balbucear, con esos ánimos y esos confianzas que dan después de comer poco los yapo res del vino barato:

—Préstame, si no lo necesitas.

Y el otro, alegre también:

—¿Cuánto es io que quieres? ¿Lo quieres todo?

Tuvo el en la imaginación, y casi lo pronunciaron sus labios.

—No, todo no, la mitad.

—Toma.

So levantaron y salieron.

—¿Qué Lacemos ahora? ¿Adúnde varaos se lo preguutaba estrechando su brazo, del que hubo de cogerse, mirándole más enamorada como á un hombre nuevo.

—¿A mi casa, quieres?

Sí. Miguel quería cuanto ella quisiera, y sobro todo, era preciso terminar la fiesta abrazándose y besándose. ¡Oh! esta vez cou pasión nunca experimentada, con todos los sentidos despiertos por el regocijo, y todo3 los músculos Ueuos de fuerza: cVida raia, que me ahogas, déjame respirar.

Llegaron, y al verso de nuevo solos en el gabinete, acercáronse el uno al otro, sin sentarso, de pie, vestidos como estaban, y ella le dió aquel largo beso del que habla el poeta:

Con honda sed, bebítndonic el aliento con mi boca en la suya aprisionada.

Y cuando ya en la alcoba se entregaron á los arrebatos de la pasión, volvió á sentirse virgen entre los brazos del amante.

Estaba anocheciendo, corno la otra vez, como el día del almuerzo en el Retiro, cuando Miguel regresó á su casa. Pero iba más tranquilo. Su padre recibiría el aviso enviado desde el café. Un papel cualquiera, y allí escritas con lápiz tres ó cuatro líneas á lo sumo. «Almuerzo con mi condiscípulo. No podré volver hasta la hora de la comida. Estoy muy contento.»

El Sr. Loitia fuó quien abrió la puerta. El entraba diciendo aturdidamente:

—Hola, papá, me he divertido mucho.

—Tengo que hablarte,—contestó el gobernador muy serio, mirándolo á los ojos, obligándole á que los bajara.—Tengo que hablarte á solas. Ven.

No vió á su hermana, ni á Julia, pero oyó sus voces. Estaban en las habitaciones interiores, Oyó un ¿ay, Dios inio, es él) y sin saber por qué, siutióse sobrecogido.

Cuando estuvieron en el cuarto de BU padre, ésto cerró la puerta, se sentó auto una nicsa cargada de legajos y Guias oficiales, Miguel coutinuaba de píe.

—¿Dónde has estado?

—Ytt envié una carta desde la Tonda. He almorzado con mi amigo. Ya sabo usted. El del Instituto.

—¡No mientas! ¡Dime la verdad! Prefiero que me ia digas, sea cual sea.

Comprendió el joven que estaba descubierto su ardid, pero no tuvo fuerzas para la confesión pedida. Ni fuerzas, ni valor.

—lie dicho la verdad.

Un puñetazo terrible, dado sobre la mesa, hizo saltar los mangos de pluma simétricamente colocados en el tintero.

—¡Mentira! ¡Mientes! ¡Ya te he dicho que mientes !

Iba á levantarse imponente, amenazador, pero se contuvo. Sintió dolorida la mano por el golpe, y al acudir al dolor, sintió otro má3 grande en 3U cariño y una conmiseración hacia el hijo que estaba allí, delante de él, eonstemado, sufriendo quizásvergüenza por aquellos apóstrofos con que le insultaba.

Se había propuesto la severidad, la energía. Severo y enérgico podía ser, pero no hasta el punto de tratar á Miguel como trataba antaño á los malhechores y á los presos políticos que llevaba la Guardia civil ó la policía á su despacho.

—Siéntate y no tratos de engañarme. Sé dónde has estado. Lo BÓ por el mismo que trajo tu carta. ¿Quién es esa mujer?

El hijo se obstinó en continuar de pié y en guardar silencio. No era obstinación, he dicho mal, era confusión y despecho. Además, ¿cómo decir á su padre la verdad, toda la verdad que era lo que pedía?

—¿No hablas? Di algo, contesta.

Pero mientras siguiera aquel tono autoritario, en que se adivinaba una irritación mal contenida, la confusión y el temor iban creciendo.

—Cálmese usted ¡por Diosl y esto, nada más que esto, pudo decir.

—¡Calma! ¡Tranquilidad! ¡Animov sereno! ¿Y eres tú el que me lo dice? ¿El que me lo aconseja? ¡Luego confiesas que es verdad!

¡Y te figuras que yo no tengo entrañas, que puedo verte así, hecho un calavera, rodando por los cafés, yendo públicamente por la calle con una perdida, dando un escándalo, y que debo mirarlo con indiferencia, con sangro fría, como si tú no fueras mi hijo, como se ven osas cosas en un extraño, en un desconocido?

—No es una perdida. No hay escándalo.

Con esta réplica acrecentó elfuror del señor Loitia.

—¡Ah! ¿conque no? ¿Conque no es una perdida, una tunanta? Tú estás ciego. Estás obcecado. ¿Dónde tienes los ojos? ¿De qué te sirvo el talento? Yo no la he visto máa que hoy. Sí, la ho visto. Pero ibas tan ciego que no me has visto á mí. No veías nada. Os he seguido. Te lo repito, es una perdida y una tunanta.

Miguel se puso lívido. Tuvo que reprimir sil voz para no gritar tanto como su padre. Tuvo que contener su voluntad. ¡Ella, Rosita Pérez insultada, con repetidos insultos delante de él 1

—¡Padre, mire usted lo que dice!

Pero el gobernador, ya con aquella grande expansión, estaba más tranquilo en cambio, Miguel necesitaba herir de algún modo.

—Me quiero y yo la quiero. (Con toda mi alma!

Sí. TUTO valor para pronunciar tan terribles palabras. Pero después de la temeridad, se asustó de sí mismo. Retrocedió dos pasos, sintió miedo, cerró los ojos, esperó algo espantoso, la mayor violencia, y no quiso vor erguirse la figura del anciano, venir hacia él, y coutestar abofeteando la cara del osado.

¡TJÜ segundo, dos, tres! Los contaba por el latir apresurado del corazón. Seguía el mismo silencio. Entonces miró. El Sr. Loitia, con ambos codos apoyados en la mesa, escondía, como la otra vez, su cabeza entro las manos; pero esta, sin llorar, inmóvil, mudo, más pálido por el dolor que por la ira, Miguel quedó sobrecogido. No se atrevía á moverse, miraba, miraba silenciosamente, como un estúpido sin comprender. Alguien sollozaba. Era detrás de él. Detrás de la cerrada puerta. Julia y gu hermana. Las dos mujeres indudablemente. Lo estaban oyendo todo.

Luego, el Sr. Loitia abandonó su postura, dejó caer las manos, los dos brazos sobre el pupitre, y sin volver la cabeza, fíjala mirada delante de sí, no como dirigiéndose al culpable, sino como analizando en su pensamiento lo que acababa de sentir, pronunció con profundo aconto estas palabras:

—¡Mo has liecho mucho daño! ¡Mucho, hijo mío I ¡Dios te lo perdono!

Los sollozos aumentaron. Llevaban lágrimas. Y nada más se oyó, porque las pasiones y la voluntad, dentro de cada sér, rugían y batallaban con grande estrépito, dcjaudo fuera el silencio.

Venció esta última en Miguel. No pudo contenerse por más tiempo. Se adelantó; se acercó. El Sr. Loitia, sintiéndolo venir, volvióso bruBcahiente.

—¿Qué quieres? ¿Qué más quieres?

El hijo le miró con angustia indecible.

— Perdóname!

Ahora él también sollozaba como las otras. Y las lágrimas corrieron abundantes por sus mejillas, pero sin cerrar sus ojos. No quería, sino ¿través de ellas y con ellas, recibir en la suya la primera mirada compasiva de su padre.

El ex-gobcmador, cogiéndole una mano, la que tenía abandonada, la que estaba impaciento por la caricia, pero sin atreverse á hacerla, se la estrechó con fuerza.

—¡Vamos! Tranquilízate, No seas ni fío. No llores, Siéntate y hablemos.

Bn seguida, mirando á la puerta, con el tono entre imperativo y cari líos o de quien da más que una orden un consejo:

—¡Dejadnos solosl ¡Ya no pasa nada!

Y al o ir el crujido de las faldas que se alejaban, repitió dirigiéndose al joven;

—Siéntate, siéntate. Quiero que me lo digas todo; no como á un padre. Yo soy tu mejor amigo.

No fue confesión de culpas. Miguel hizo más bien una justificación de su conducta. Al hacerla, defendía á la mujer amada. No. No era una perdida, una tunanta. Al contrario, Rosita Pérez pertenecía á la misma clase que ellos. Hija de un capitdn de ejército. Ocultó lo que sabia. Lo que la misma buscona le declaró. No quiso decir la verdad. No era conveniente que su padre se enterase de lo que ou realidad podía confirmar sus acusaciones injuriosas. No dijo que al recibirla en sus brazos era un cuerpo mancillado por otras caricías; bastante sufría él con esta ideaY además el Sr. Loitia vituperaría esta pasión como degradante. La combatirla. Confesó, sí, porque no hubo remedio, cuanto los apariencias demostraban. Rosita Pérez no era su novia. Era su querida.

lío pudo sabor el efecto que en el ánimo de su padre causaron estas confidencias. Sólo levantándose con gran trabajo del sillón, y dándolas por terminadas:

—¡OhI ¡la juventud! ¡Cuánto cree!

Dijo con voz tranquila ya, pero doliente.

Luego, viendo que el joven no se movía, añadió:

—lío hablemos de eso ni una palabra más, Yamos á comer, que nos estarán esperando. Anda.

¡La comida! So comió en silencio. El gobernador estaba serio, distraído, con esa expresión del que lueba rendido ya, sin fuerzas y acepta el vencimiento, no como una vergüenza, sino como un descanso. Las mujeres, con 1 os ojos enrojecidos, suspiraban y miraban á Miguel, que comía inclinando mucho la cabeza, encorvándose sobre el plato, violento, disgustado de sí mismo, recordando lo que había dicho y pcaaroso de su sinceridad. Le molestaba lodo. La luz, el ruido de los cubiertos, la blancura de los manteles y el olor de las viandas. ¡Qué suplicio 1

Servidos loa postres el joven se levantó y se encerró en su cuarto. Quería estar solo. Quería escribir. No pudo. Todas sus ideas estaban embrolladas, agitadas, inquietas. No era posible hacer presa en ninguna de ellas, para sacarla afuero. Huíau, se acercaban, volvían á retirarse cuando ya touinn casi el ropaje de la expresión; ó las diez se acostó desesperado.

Y al día siguiente, cuaudo salió ya vestido, dispuesto á volver al iado de Rosita, su padre, viéndolo pouerso el sombrero:

—¿Te vas?

—Sí, Hasta luego.

—¿Vendrás á la hora del almuerzo?

—Sí, sí. Como siempre.

No se cruzarou más palabras. Salió y cerró la puerta. Detrás de él, no sabía, no quería sabor lo que dejaba.

VI

—Desde mañana, ven por la tarde.

—¿Por qué?

So lo explico adoptando un tono de naturalidad y valiéndose de razones tan sencillas, que supo alejar del amante las sospechas. Por la mañana bahía que hacer infinidad de cosas en la casa. Y como viniendo éí á las diez ya no se levantaba la buscona hasta las doce, andaban retrasadas las tareas domésticas. La enfermedad de su madre, que se prolongaba mucho, que la tenia sentada, inútil ó inepta para todo, dejaba estas tareas al cuidado torpe de Anicctu; lio sita era, pues, la verdadera ama docasa, líl joven bajó la cabeza convencido.

—Vendré por la tarde.

—A las tres, ¿eh? no vengns hasta las tres que estará todo arreglado, y no tendré ya que ocuparme más que de ti.

—Bueno, como tú quieras.

Se dieron el último beso, incorporándose ya en la cama, sacando las piornas cada uno por distinto lado, y con esto beso de la separación, se levantarou. Al poco rato, Miguel iba por la calle de San Onofro y estaba cerca de su casa. Iba tranquilo. Se llevaba para leerlo, durante el almuerzo, un número de El Imparcial, al cual suscribió á su querida, por capricho, por complacerle, porque el joven gustaba de leer en la cama con ella todos los días el periódico que publicó el famoso artículo y que no publicó niuguuo más y eso que Miguel había escrito otro que esperaba su turno en el cajón de la mesa del director literario. Estaba aceptado. Ya saldría.

El Imparcial, sí. Aquella mañana, en la sección de noticias, el amanto había leído en voz alta lo siguiente:

«lia llegado á Madrid con licencia el señor duque de Tres Estrellas, primor secretario de nuestra legación en Londres.»

Lo leyó sin levantar los ojos del impreso, con osa entonación con que todos leen lo insignificante; si en aquel momento hubiese fijado sus miradas en el rostro de la buscona, quizás, quizás no iría ahora tan confiado, tan satisfecho, tan convencido de que nada tenía de particular aquel cambio (lo horas que sobrevenía en aus entrevistas.

Esta escena sucedió al mes de la terrible y dolorosa ocurrida entre el padre y el hijo, en nn mes pudieron desengañarse los enamorados de las ilusiones y de los locos optimismos que la publicación del artículo hizo nacer en ellos. ¡Vivir de la literatural ¡Cobrar media onza todos los días! ¡Imposible! ¡Publicar un artículo diariamente, puesto que diariamente se escribe! ¡Sueños! ¡Nadamás que sueños! Cinco, seis, veinte, entre cuentos, estudios críticos y artículos de costumbres tenía Miguel repartidos por las redacciones. Y, sin embargo, en ninguna parte lograbais rapidez de la inserción.

—Tenemos mucho original. ¡Son tantos los que escriben 1 Lo de usted es bueno. Se publica. Cueute usted con ello. Pero tiene que esperar algo.

—¿Y cuándo?...

—No sé. Ilay aquí cosas que tengo en mi poder desde lince tres meses.

Rosita se desesperaba. Miguel, en su calidad de escritor, hablaba perrerías de España, donde el talento se recompensa mal y poco. La buscona recordó haber oido decir que Cervantes se murió de hambre.

—¿Es verdad eso?

—No lo sé. Lo dicen.

Luego, viéndole contagiado de su tristeza, procuró echarlo a broma: «¡Ocho duros mensuales! Ya tienes para tabaco, si no fumas puro.»

Pero cuando se quedaba sola, ia desesperación contenida en presencia del amante, era grande, inmensa. ¡Una noche! Solo una noche de descanso. Y luego seguir lo mismo. Yolver á sus correrías, ¡La caza del hombre! El horror constante, el horror repetido de aquellas caricias pagadas, de aquel alquiler de su cuerpo. Conservaba sus muebles, sus trajes, sus alhajas, menos la sortija y el aderezo. Pero ¡á cuánta costal Era preferible venderlo todo, empezar á echar fuera de la barquilla todo aquel lastre que pesaba espantosamente, que apresuraba la caida. Pero ¿y su madre? ¿Y su hermano? ¡Ellos si que eran felices! ¡Egoístas! Estaba rendida¿no podía más. Todos aquellos burgueses miraban mucho el dinero antes de darlo. Regateaban siempre. Eso sí, regateaban después del hastío, porque aníes eran muy amables, xnuy generasos. Antes, cuando todavía lo tenían en el bolsillo. ¡Ser la mujer de todo el mundo! No. La práctica demostraba que era imposible. Que todo el mundo paga muy poco y que no parece sino que conocen que es mejor pagar á escote para que salga la suciedad mayor y el placer mía económico.

En esta situación de ánimo oyó la lectura de la noticia. Luégo Miguel siguió leyendo, pero Kosita no cscucbó nada más. Una idoo, una sola idea, confusa primero, pero absorbente, y poco á poco llenándose de luz y de contornos, quedó como clavada á martillazos en su cerebro. Tenía que combinar el medio, pero su resolución sería inquebrantable. Necesitaba ver al duque de Tres Estrellas. Ye ríe como ella sabia, como otras veces. Despertar en él los recuerdos del pasado y hacer que en ella siguieran durmiendo. No le amaba, no amaba a nadie. A Miguel únicamente. Por eso quería conservar aquel cariño como el que ya al sacrificio quiero á voces llevar en sus manos, en lugar de la cruz, un rizo de cabellos, una flor marchita, pero flor al cabo. No amaba al duque, pero el duque volvería a sus brazos. ¡El duque! El duque no era un hombre. ¡Era un rico!

Aquel día lo pasó Rosita Feroz impaciento, luchando con la mi ama resolución tomada; de una parle, su voluntad en contra, su amor a Miguel y, lo que es más incomprensible todavía, ciertas castidades que se despertaron en su cuerpo que conservaba esa libertad del objeto que, pasando de mano, no es sin embargo más que de uno solo de los que lo tocan: y de otra, en pro, incondicionalmente en pro, la vida, las impurezas aconsejadas por la realidad, por el presente, por las necesidades materiales, todas aquellas monstruosas cosas que calan como piedras tiradas con honda, describiendo una parábola á cuyos dos extremos estaban, al uno, su madre y su hermano tiréndelos; su frente al otro, herida; su cráneo destrozado, recibiéndolas.

—El duque de Tres Estrellas—oía decir dentro de sí misma a una voz sin palabras, que se parecía a la de doña Angustias;—el duque de Tres Estrellas es el bienestar.

—¿Poro y Miguel?—contestaba loca de desesperación.

—Miguel no es nada más que el amor, ¡Ko

seas tonta! Todo puede arreglarse.—Y luégo, viendo que vacilaba, añadíala misma voz, no ya persuasiva, sitio con tono imperioso;—¡yo te lo mando!

Pero el duque la abandonó. El duque no la quería. ¿A qué, pues, pensar en lo imposible, en lo irrealizable, en lo inverosímil? Sentía al llegar á este punto de sus reflexiones algo parecido á la esperanza, todas sus ilusiones cifrábanse ou los desprecios del antiguo amante. Duraron sin embargo muy poco. El tiempo que tardó en mirarse al espejo, con un afán, con anhelo tan grande, de verso envejecida, gastada, que más que andando i legó se á donde aquél estaba de un salto. ¡Ah! ¡qué desgracia! Era hermosa, y en cambio cuando el duque la conoció sólo podía llamarse bonita. ¿Quién ha dicho que el vicio afea? Era hermosa! ¡Hermosísima! ¡Irresistible! Estaba en la plenitud de su desarrollo, como una flor completamente abierta; desplegábanse las curvas de su cuerpo en redondeces incitantes, brillaban sus ojos con las pupilas húmedas, negras, fascinadoras, y bajo los ojos la pasión dejaba á su pago una estela azulada que aumentaba la sombra y el misterio encantador

de la mirada, Loa labios de encendido color, la boca empequeñecida por el hábito de fruncí rae para el beso, y uu tono cálido en la tea, el mismo que tenía toda su carne, igual, uniforme, como si bajo la epidermis hubiera fuego. Hermosa, sí. De manos y pies pequeños, con algo inquieto, nervioso en los brazos y los muslos, algo que, siendo movimiento, no era velen te sino obligado, adquirido por hábito; algo que la estremecía mucho tiempo despula del goce sensual, como esas notas que siguen vibrando en el aire, agitando las ondas sonoras y que son las últimas de una gran sinfonía; como las cuerdas del arpa, cuyo temblor dura más cuanto más pronto se aparta de ellas la mano que arrancó el sonido. Hasta su estatura era un encauto, más bien baja que alta, no como la Venus de Milo, sino como la de Médieis. Una diosa que tenía que ponerse de puntillas para abrazar á los hombres.

¿Cómo era posible que el antiguo amante la desdeñara? Sus esperanzas huyeron. Una lágrima de pesar asomó á sus ojos, y se alejó con ira del esfejo. Estaba más hermosa llorando.

Asi terminó el día y con estas mismas inquietudes y zozobras la noche entera. Una noche cu que no salió buscando aventuras porque habla en casa para comer al día siguiente y nada más. Lo preciso.

So levantó. Madrugó mucho, atendiendo á sus costumbres. Cuando salió de su cosa eran las nuevo de lo mañana. IIja á poner en práctica su decisión. Iba en busca del duque de Tres Estrellas. Ya sabía dónde encontrarlo. Donde siempre. Porque el duque, verdadero hombro á la moderna, no tenía casa. Vivía en la fonda. En la más cara, y dentro de ella en las mejores habitaciones. Tuvo prisa por llegar y pronto estuvo en la calle de Espoz y Mina; pronto subió las escaleras alfombradas del liotol de Embajadores. Abajo, en el despacho, había preguntado:

—Sí, señora. Está. Es en el principal. Número 1, pero está durmiendo todavía.

—No importa.

Y sin parar mientes, ni importárselo un ardite de la sonrisa maliciosa que obtuvo su «no importa» por todo comentario, cuando vió delante de sí la puerta del cuarto número I, dió vuelta al pestillo y entró, volvió á cerrar y quedóse á oscuras en medio de la sala.Nadie estorbó su acción. Ya saben los camareros retirarse ó tiempo cuando no hacen falta sus servicios.

Ella conocía el cuarto.

La alcoba estaba á la derecha. Hacia aquel lado, en el silencio, se oía una respiración tranquila y regular. El duque estaba, cu efecto, durmiendo. Se adelantó en aquella dirección, se acercó, llegó hasta tocar el palosanto del íeclio. Y allí quedó inmóvil, presintiendo muy cérea de sus manos que caían á lo largo del busto, el cuerpo aquel que respiraba. Vaciló por última vez. ¿Volvería ¿marcharse? ¿Se decidiría por fin á despertarle? O así dormido, inerme, á su merced, en lugar de un abrazo, ¿no seria mejor matarlo? Sobre la mesa de noche, como en otro tiempo, el duque de Trea Estrellas dejaba siempre su íwolver, cargado de balas y su bolsillo repleto de oro. ¿Y por quó no coger el bolsillo y salir? jRobar! Eso no. Ni robar ui matar.

—¡Mariano!

No despertó. Se acostaría tarde. Estaría en su primer suefio.

—¡Mariano!

Esta vez la mano derecha buscó el bulto,buscó el cuerpo humano, palpando la colcha de raso.

—¿Eli? ¿quién? ¿quién es?

—Soy yo, Mariano, soy yo. ¡Roaa!

Sintió que el duque se incorporaba, ao sen

taba en la cama sorprendido; una mano cogió la suya.

—¡Toma! ¿Conque crea tú? ¡Qué demonio! ¿Y de dónde sales tú ahora? Espora, capera.

Y deprisa, con afán verdadero, encendió un fósforo y con él la bujía que calaba en la mesa de noche. Volvió en seguida á mirarla, entornando loa párpados por el enojo de la súbita claridad.

—Chiquilla, jqud guapa estás! Siéntate, siéntate ahí, en la cama.

Cogió de nuevo la mano de la buscona, acercó sel a á sus labios y la besó en lo palma.

Ya no había esperanza.La última, con aquel Leso, había desaparecido. Se revistió entonces de valor, necesitaba fingir, necesitaba ocultar ante aquel hombre lo que se le salía por loa ojos, las lágrimas y el amor á Miguel.

—Ya mo has visto bien. Apaga la luz, Estamos mejor á oscuras.—No, déjala. Lo dicho, muchacha, estás guapísima.

Poro ella, ineh Liándose un poco, apagóla luz de un soplo, cogió la fosforera y la tiró, Para prevenir todo enfado, sacó desús nervios, ya que no pudo de su alegría, una carcajada, Él también se rió.

—Pero escucha, cuéntame. ¿Cómo has venido? ¿Cómo sabes que estoy de vuelta? ¿Conque Cs decir que no me olvidas, que no estás enojada conmigo, que me quieres aún? Pues mira, me alegro. Me alegro mucho, porque te repito que me gustas mucho más que antes.

Y allí á oscuras extendió los brazos, rodeó el tallo de la mujer, cuyo cuerpo cayó obediente á la fuerza que lo atraía. No fué cutregamo, fué someterse.

Puó someterse, sf. Pero después de la sumisión, Rosita Pérez se separó bruscamente del hombre. Su traje estaba en desórden, pero mayor era el trastorno de sus pensamientos. Estaba irritada contra las rebeldías de la carne, colérica, i Aii I ¡Conque e3 decir que la naturaleza puede más! ¡Que los sentidos mandan ó ia voluntad! ¡Que ella amando a Miguel!...»Amando 4 Miguel acababa de decir con acento inefable, dando un grito, al oído de este otro: « I Mariano, nene mío!» Tampoco confundía loa nombres. Tampoco esta vez la buscona se equivocaba.

Púsose en pie de un salto.

—Vamos, obre el balcón. ¡Qué demonio! Ahora ya me dejarás que te vea. Además, tenemos que hablar, y no me gustaría hablar en tinieblas.

Y cuando fuó cumplida esta orden, volvió la mujer junto á la cama.

—Siéntate. No. En la silla no. Aquí, en los colchones.

Se complacia en mirarla.

—Lo dicho. Estás hecha una hembra de primera.

Hablaron, El duque recordó lo pasado. Lo recordó dulcemente.

—Hocididamentc hice una tontería dejándote, cansándome de lo mejor. Pero ¡qué demonio! ¡Vaya usté á figurarse uua cosa asi! Yo creí que tú serías siempre lo mismo. Bonita y nada más que bonita. Mas graciosa que liúda. Ahora es distinto. Tengo dos meses de liuencia. Dos meses! Lo bastante para queuna mujer como tú me vuelva loco. Luégo te vienes conmigo a¡extranjero. Al país que lo guste más, porque pediré el traslado para donde tú quieras.

¡No! no necesitaba los dos meses. Mirándola, después de gozarla, se estaba enamorando intensa, profundamente. No era el mismo hombre que cono dé ella On otro tiempo. La altivez, oí desdén de buen mozo con que entonces trataba álas mujeres, trocábase ahora en suplicantes ruegos.

—Escucha. No te vayas aún. ¿Por qué no te quedas aquí todo el día? No saldremos.

Pero se negé. Su madre estaba enferma. No podía dejarla sola. Tenía que volver en seguida.

—RLIOUO. Ya lo irás. Espérate un poco.

—No, no. Ahora mismo. Estoy muy intranquila.

—Pero dime, mujer, dime. Contesta a lo que te preguuto.

Y el duque sacó un brazo fuera de las sábauos y se apoderó de su mano.

—¿Quieres venirte conmigo?

—Hablaremos. No seas loco. Esas cosas no se baceu así.—¿Hablaremos? Bueno. Para hablar necesito verte. Ir á tu casa. ¿Dónde vives?

—Donde vivía. Sigo allí. Sigue todo lo mismo.

—3Ah! Entonces, quiere decir que esta noche, esta misma noche... Oye, espérame á las nueve.

l, o dijo con alegría terrible.

—Sí—contestó Rosita, bajando la frente.—La noche es tuya.

—Como antes ¿eh?....—y quiso incorporarse para darla un beso.

—Justo. Como antes.

Esquivó la boca y el beso fué á parar á la

mejilla.

—1 Adiós 1

Lo dojó allí presa de nuevos deseos de poseerla, acostado, inquieto, sin encontrar postura cómoda, ardorosa la piel, secos los labios y la mirada fija en un objeto cualquiera que no veía.

El aire libre aplacó un tanto la agitación nerviosa de la mujer. Llegó á su casa. No quería ver á su madre ni á su hermano. A ninguno de los dos. No hubiera podido contenerse. Lo parecía sentir cólera tal, que llegó Acreer positivamonte en una cosa risible, llegó a creer que sus manos estaban llenas de bofetones. Ordenó á Aniceta que la sirviera el almuerzo en el gabinete.

—Y que no entre nadio, Quiero estar sola.

—Descuido usté, señorita.

Aniceta era la defensora de Rosita. En aquella casa, el único cariño con que la buscona podía siempre contar no era fácil que la buena muchacha comprendiese el drama visto por sus ojos, Pero sabía positivamente el papel que representaba cada uuo de los personajes; sabía quiénes eran los verdugos y quién la víctima, Sabia, ademós, como sabe siempre estas cosas la servidumbre, que en realidad el diuero lo mauojaba doña Angustias, pero salía de los bolsillos de la hija. Con esto bastaba. Por afecto y por conveniencia la juró lealtad y 1a reconoció por dueña en su imaginación todo aquello no tomaba proporciones dramáticas, porque su imaginación tenía el defecto de empequeñecer y reducir para que las ideas cupieran en corto espacio. Pero aun así, no dejuba de verlos objetos, aunque confusos, como les acontece á los miopes. Todos sus comentarios eran aiempro estna tíos palabras: ¡Pobre señor ¡tal» 5 estag otras: «¡Vaya una tnndreli dirigidas ¿doña Angustias. «¡Valiente zángano!y entonces pensaba en el hermano.

Después de almorzar, Rosita se vistió de nuevo, porque, variando de pensamiento, no quería estar en la soledad de aquel encierro voluntario. Salir y ver gente, distraerse de algúu modo; andar mucho, rendir el cuerpo para que la imaginación no pensara. Temía la explosión de su dolor, de su gran sufrimiento i Miguel! ¿Seguía queriéndolo lo mismo que antes? Entonces se acordó. No podía salir. Miguel iba á llegar de un momento á otro, la las tres t ¡Qué variación en todo, hasta en esto I á esa hora no pasaba ya, aturdiendo los oídos, el alegre grito del vendedor de flores.

Quedóse, pues, vestida y sentada, esperando, y cuando souó la campanilla se extremoció, palideció intensamente.

—Lo quees hoy tienes que pagarme la buena noticia. Una noticia excelente.

Lo miró. Entraba hablando desdo la puerta con el júbilo aquel de niño mimado, que era su mayor encanto.—¿Una noticia? ¿Y cuál 03?

Entonces, sentón (loso junto á ella, la cogió las manos y empezó á con lar. Por la mañana había emprendido sus correrías de redacción en redacción. Porque no se publicaba en Madrid un periódico en el cual Miguel no hubiese entregado un artículo solicitando la inserción. Y con una tenacidad verdaderamente lastimosa visitaba los directores, riesgo de parecer importuno; aquella mnfiana su primera visita fuá para el director de un diario político de reciente fundación: léjos de negarse á recibirle, cosa que esperaba, porque ya le sucedió muchas veces, salió él mismo á la redacción al oir el nombre del joven:

—I Pase usted! iPase usted 1 Me alegro mucho de que haya yen ido. El artículo de usted está compuestoCorregirá usted las pruebas. Y luégo, cuando estuvieron los dos solos en el despacho, el director cerró la puerta, y sin ambajes ni rodeos, le propuso de pronto una píaa de redactor en el periódico.

—Es para tomar ó dejar. La manera de escribir de usted me gusta. Eso artículo es pre cioao. No lo pude leer hasta ayer tarde e inmediatamente lo envié á la imprenta. Tieuousted talento. Mucho talento. Yu necesito gente así.

E inmediatamente expuso sus proposiciones. Deseaba que Miguel aceptase. El día anterior había despedido á uno de Ies red actores, hombro de mucha imaginación, pero holgazán, perezoso, con más amor al cigarro que al trabajo, preocupándose más de hablar que de escribir, polemista más útil en un cafó que en un periódico.

Mientras que Miguel iba contando su buena fortuna, mirábale Rosita y le escuchaba con interés creciente. ¡Dios raio! ¡Si ella lo hubiera sabido! En lugar de ir al hotel en busca de su antiguo amante, ahora que Miguel podía, hubiese continuado fiel ti este amor que era su vida. Ah! La impaciencia I ¡La precipitación en el obrar! Todo ello acón—aojado por la falta de fe. Lo que no se encuentra en un mes, puede surgir de un momento á otro. Pero no importa. El mal estaba hecho. Un mal muy grande. Afortunadamente resolución había para no persistir en él. Si. Puesto que Miguel contaba ya con un sueldo fijo, á la noche, cuando viniera el otro, leal mente, de una yez, con tres palabras, ledespediría. «Tengo otro amante. Lo quiero. Beta mañana hice, una locura, Yete.»

—¿De manera que aceptantes?

—Ya lo creo.

—Y... ¿qué sueldo tienes?

—¡OhI no es mucho. Veinticinco dures mensuales.

La buscona no pudo reprimir uu movimiento brusco de ira y de desprecio. ¿Se burlaba de ella? ¡Veinticinco duros! Recordó la frase de Doña Angustias, «Con dos mil reales no tenemos bastante. Gastamos mucho más.»

—Hijo, á ese paso podemos echar coche,—exclamó lanzando una carcajada cruel.

El joven la miró. Podemos. Hablaba en plural. Por primera vez dejaba Rosita Pérez adivinar algo de su pensamiento, Luego aquella mujer echaba cuentas, y tenía planes con respecto á él. ¿Tendría razón su padre? Armóse de energía.

—Escucha, ya sabes que yo no soy rico. Ya te lo dije el primer día. Tongo que vivir siempre de mi trabajo. Hiciste mal en quererme.

Pero ella se repuso, ¡Torpe 1Y volviéndose, levantándose, se sentó en sus rodillas.

—¿Y quién te dice lo contrario? ¿No lo sé yo? ¿No me vez? ¿Te figuras que yo necesito algo más que tu cariño? ¿Te pido otra cosa? Yo tongo lo bastante para vivir. Vamos, no te pongas serio, bésame.

Y como al acercar sus labios, hiciera un movimiento para rechazarla, no pudo contener sus lágrimas, ¡Lloró! Lloró amargamente.

Tocóle á su vez consolarla, que fue cosa fácil, porque apenas trató de rodear su talle, de buscar su boca, la boca be3ó frenéticamente, á pesaT del llanto que seguía corriendo, aunque de una manera más conmovedora, no como de desconsuelo, sino como de pasión. Nunca le Toeeó así. No la vió llorar hasta aquella tardo, adurmiendo su pesar á medida que cou las caricias que la prodigaba, despertaba su sensualismo. Con la última lágrima apareció la primera sonrisa. Fuá arrancada por una palabra que la dijo al oído.

La llevó en brazos hasta la alcoba.

—¡Tonto 1 iba diciendo ella con un acento cariñoso durante este dulce transporte.—¡Tonto! y se abrazaba á su cuello temerosa de que la soltara, no pudiendo sostener aquel peso.

V

El Sr. Loitia estaba desconocido. Su mirada tenia, al fijarse en Miguel, la expresión desconsoladora de una profunda tristeza. Inclinábase su cabeza, cada día más venerable, más encanecida, casi blanca por ambos lados, que era donde únicamente quedaban cabellos; inclinábase, doblegábase sobre el pecho y permanecía así horas enteras lanzando suspiros entrecortados, abatido todo el cuerpo, caídos los brazos, temblorosas las manos, Era como añoso roblo que aun está, en pie, pero ya medio derribado por el viento de una tempestad. Andaba trabajosa, perezosamente, porque sus piernas no soportaban el peso de aquella mole de carne, sino á duros penas. El síutoma más terrible, el más alarmante era éste y el de la costumbre adqui-. rida de ir por la calle con el sombrero en la mano, descubierta la cabeza, y á pesar de ello, tenor precisión de recurrir ni pañuelo para enjugar el copioso sudor de su calva que lo mo

jaba completamenteSos más largos paseos se limitaban á recorrer diariamente el corto trayecto que separaba su casa, sita, como ya sabomos, en la calle de Valverdo, del ca Id Suizo, donde se reunían todas las noches unos cuantos amigos suyos; la mesa da los vadres, como la llamaban los camaleros, Llegaba allí jadeante, y por lo común, mientras los otros viejos tomaban café, él, cuando cesaba el sudor y descansaba, pedía un refresco, un vaso muy grande lleno baste el borde de limón ó naranja, y que apuraba de un trago con el insaciable afán de su sed eterna.

Lo miraban compadeciéndole.

—Cuídese usted, Loítia. Haga más ejercicio. Andar, andar mucho. A nuestra edad no es bueno apoltronarse.

—Ko puedo. Me canso. Dentro de poco tendré que venir en cocho.

Ludgo uno de ellos le preguntaba:

—¿Y su hijo de usted, sigue escribiendo?

—I Mi hijo! Sí, escribe.

Todos mirándolo enmudecían. Sabían la historia. Comprendían, el dolor de aquel antiguo amigo. Era la mayor desgracia.

—Vamos, no piense usted en eso. Cosas do

chicos. Un amorío y qué demonio! Ya se le pasaré.

—y Ah, no lo espero! Ustedes no conocen á Miguel. Esa mujer, esa ó cualquiera otra, será

la pasión de su vida. La primera que ha encontrado es la última. Tiene el corazón así. Pero la suerte ha querido que la primera fuese... lo que es.

Para aliviar un poco el pesar, conocían loa amigos del Sr. Loitia la palabra mágica, y siempre la empleaban con éxito.

Uno de ellos decía;

—Y el caso es, que el demonio del muchacho tieDe un gran talento. Hoy he leído su artículo. Es admir able.

El padre erguía la cabeza.

—y Oh! eso sí. Miguel escribe cada día mejor. Y escribe mucho. Figúrense ustedes. Un artículo diario. A mí me admira. Yo no sé de dónde saca esas cosas que se lo ocurren. Aquí llevo ese artículo de que habla usted; usted lo conoce, pero eetoa señores no. Por eso lo he traído.

—A ver, venga. Yo lo leeré.

Y uno, el que tenía menos edad que todos, teniendo cincuenta y seis años, á cuyo cargopor cata razón cataba la tarca de lector, lo arrebataba el periódico, sacaba los anteojos, clabáselos, tosía y empezaba con voz campanuda.

Mientras duraba la lectura, la cara del señor Loitia se transfiguraba; escuchaba atentamente, y era de ver cómo se movíaij sus labios, cual se mueven para rezar en voz baja, repitiendo así, una por una, las palabras que el lector iba pronunciando. A veces lo interrumpía bruscamente, y casi con tono colérico.

—lío dice eso. Se ha comido usted algo en eso párrafo. Lea usted otra vez y no se equivoque.

Se sabía el artículo de memoria. Al final tenía loa ojos llenos de lágrimas, húmedos, brillantes, y en el corazón, en todo su ser, una sola exclamación que lo llenaba de orgullo. ¡¡Hijo, hijo miol!

—Este cilico,—comentaba uno—llegará á ser ministro.

—¡Ah, si no lucra por esos amores!—objetaba el padre.

—¡Bah! ¿y qué importa? No sea usted niño, Hay muchos hombres de gran talento á quienes lm pasado eso mismo.Llegó á creer en esta profecía. Por eso iba al café. Para que la formularan todas las noches. Con esto regresaba á su hogar, contento, más ágil en el andar, sudando menos, á pesar de que el camino de vuelta era cuesta arriba.

Acostábase, poro no dormía. Permanecía despierto hasta las tres Ó las cuatro dé la madrugada, hora en que Miguel entraba. El diario de cuya redacción formaba parte se publicaba por la mañana. Miguel trabajaba de noche.

—¡Miguel I—gritaba el Sr. Loitia desde la alcoba.

—Buenas noches, papá.

—Acuéstate, hijo. No te pongas á leer. Duerme, que vendrás reudido.

Y cuando consideraba transcurrido el tiempo necesario para que el joven hubiese cumplido estas amonestaciones, se levantaba, abrigábase con la bata, una bata de colores múltiples, que en otro tiempo fuá mantón de señora, y andando de puntillas si podía, y si no arrastrando los pies en el silencio de Ins altas horas de la noche, se acercaba el padre á la puerta del cuarto del joven, y escuchaba

sin moverse, hasta oir la tranquila respiración del sueño.

Aquel moderado histórico, tan gordo y tan predispuesto á la apoplegía, tenía para sus hijos más cariño de madre que de padre.

Volviendo después al lecho, decía á BU mujer al encontrarla despierta:

—¡Ya duerme!

Con júbilo y con el acento de quien da una buena noticia.

Por la mañana, el sueño de Miguel era motivo de los mayores respetos. Hasta que el escritor se levantaba, que era siempre á la hora del almuerzo, hablábase en voz baja, se hacía el menor ruido posible. El Sr. Loitia esperaba impaciente al repartidor, que jamás llegó á echar el periódico por debajo de la puerta, porque el padre conocía sus pasos al subir por la escalera; abría y tomándolo de sus manos, esperaba el despertar del hijo leyendo muy despacio el artículo, ¡lo único que leíal una, dos, tres veces, hasta sabérselo casi de memoria como ya he dicho.

Eran éstas las únicas horas de veutura que disfrutaba, saboreándolas y procurando aturdirse con ellas, para no pensar en aquellasotras de la tarde, cuando de sobremesa Miguel se levantaba de la silla al oú la primera campanada de las dos, como movido por nn resorte, y salla del comedor precipitadamente. Entonces, ¡ali i entonaos el Sr. Loitia, en el pasillo, junto á la puerta, cruzaba con Miguel su eterno diálogo:

—¿Té vas?

—Sí. Hasta luégo.

—¿Vendrás a la hora de comer?

—Sí, BÍ. Como siempre.

La voz deí padre era temblorosa, casi suplicante. La del hijo nerviosa, apresurada, llena de acentos de impaciencia.

Le esperaba ella. ¡Ella! Rosita Pérez íbase corriendo para no ver la pesadumbre ni oír el gemido de aquel hermoso sufrimiento.

Él también sufría. Su amor estaba lleno de sospechas, de celos y desconfianzas. Todas las tardes acudía á la casa de la calle de Hortaloza, y al entrar qn el gabinete empezaba su martirio. No. Aunque procuraba Rosita disimular, era en vano. El cariño de la mujer era grande, intenso, pero no el mismo. Lo quería. Indudablemente. Pero aquellos ojos uegros expresaban algo más que lo expresado siempre; aquellos labios besaban de otra manera y pronunciaban palabras que sonaban como las de uu lenguaje desconocidoBajo la blanca Trente, dentro de la cabeza, que no soportaba sino á duras penas el peso de los perfumados cabellos, en el cerebro, había otro peso mayor. Allí dentro y también dentro del corazón, pasaba algo. Pero, ¿el qué? Miguel estudiaba, analizaba, es decir, procuraba estudiar y analizar los gestos, los movimientos, la expresión, todo lo externo de su querida, y muchas tardes, al encontrarla rendida, soñolienta, amoratado casi el cerco, cada vez más visible debajo de los párpados, sentía una irresistible tentación de arrojarse sobre olla brutalmente, y sin decir por qué, abofetearla. Entonces, como si adivinara la hembra estos propósitos y tratase de anularlos, abandonaba su perezosa postura, se acercaba, con recelo del golpe, ponía la cara junto á sus labios, y mirándole, mirándole con expresión inuenarrable:

—¿En qué piensas? ¿Por qué me miras tanto? Vamos. Un beso.

Pero lo decía tristemente; no como quien pide caricia, sino perdón. A veces, en mediode los actos más apasionados, lo rechazaba.

—Quita, por Dios, déjame.

Y si él obedecía, lloraba, se quejaba amargamente de esta obedioncia.

—¡Ah! Miguel, ya no me quieres. No puedes quererme.

Una tarde, después de frases como estas, Miguel irritado replicó:

—Me quieres menos. Tú si que me quieres de otro modo. Tú quieres á otro.

Se puso muy pálida.—«¡Yo!»—y abrazán dolé:—«No lo creas. Por Dios, no lo creas.»

Hubiéraso dicho que se rebelaba contra la verdad.

Miguel, basta el extremo que llegaron estas sospocbas en la palabra, no las tuvo en el pensamiento y en la intención. El joven tenía dudas hasta de sus celos.

Ignoraba que fuesen la misma certeza. Ignoraba la ludia de sentimientos opuestos que se libraba en el ser de la mujer nmada. Iba su desconfianza mucho mas atrás, y quedábase como rezagada de los acontecimientos.

Era cierto, Rosita quería a otro. Mejor dicho, Rosita experimentaba con igual fuerza dos sentimientos que, dentro de la más perfectaigualdad, eran distintos. Rosita amaba á Miguel y a Mariano. Amaba á los dos hombres que la poseían. Jamás pudo ocurrlrsele la posibilidad de este hecho. Jamás creyó en el reparto equitativo de sus caricias, realizado con el mismo entusiasmo, con idontidad de pasión. Poro la realidad no engaña.

Por las tardes, cuando Miguel la estrechaba en sus brazos, sentía como antea toda la languidez sensual, todos los expasmos del placer de la carne, y al mismo tiempo una ternura infinita, un ansia de sacrificarse, de martirizarse por aquel cariño que la dominaba siempre, y que no variaba de lo sentido desde el primer día. Marchábase el amanto postrero.

Llegaba la noche. Volvía su corazón á palpitar con fuerza, se impacientaba por la tardanza de cinco minutos; el amor, con lodassus manifestaciones, apoderábase de BU ser nuevamente. Ahora no pensaba más que ou el amante antiguo en Mariano, que renovaba cada vez con más entusiasmo aquellos abrazos de que huyó en otro tiempo. Y cuando el duque de Tres Estrellas se presentaba en el gabinete donde vagaba aún el recuerdo del otro, Rosita Pérez abalanzábase á su cuello, apoyaba su cabeza en aquel pecho donde tantas veces reposara, y sentíase desfallecer el entregarse, cerraba los ojos y se extremecía voluptuosa al más ligero contacto.

¿Qué era aquello? Semejaba más que nadn, uno de los terribles síntomas de la ninfomanía. Si. No podía ser otra cosa. Sólo así, sólo explicándoselo por medio del vicio orgánico, de la naturaleza enferma, sujeta al placer como una dolencia, Rosita Pérez acallaba y tranquilizaba su imaginación con tales fenómenos; estaba próxima al desvarío y á la locura. Notaba, sin embargo, otras cosas que la aterraban. Estas no pertenecían á la sensación, sino al sentimiento. Cuando ninguno de I03 dos ostaba á su lado, procuraba pensar en uno sólo. No era posible. Pensaba en los dos. «Marineo y Miguel, ¡cuánto los quiero 1» Unía de tal suerte aquellos nombres, confundía en sus recuerdos de modo tan íntimo los extremos de pasión de uno y otro, que á veces quedábase deseando un imposible, mientras su mirada se fijaba en el leebo. Aquel lecho espacioso, mullido, lujoso, pudiera dar cabida á tres cuerpos. Entonces se llevaba las manos á la frente de una manera iustintiva, para sujetar,para comprimir con las yemas de los dedos las sienes que estallaban. Decididamente la buscona perseguiría el amor constantemente sin alcanzarlo. Porque no es amor, según dicen, lo que no tiene carácter y sello de exclusivismo, lo que no vive con la vida de lo absoluto. Y sin embargo, estaba segura de sus sentimientos, que si en lo rolatívo al goce material eran constantes en manifostarse con igual intensidad, en lo que nada se relaciona con ésto eran distintos, perfectamente distintos. ¡Miguel 1 Miguel sería siempre para ella el ser protegido, Mariano el ser protector. Mariano era el varón fuerte, el luchador abezade á loa combates de la vida, que descansaba de sus hazañas al volver junto á la mujer amada, y Miguel, en cambio, seguiría siendo constantemente el niño; los papeles estaban trocados; ella, cuando desfallecía este último, dábale alientos, cuando lloraba, enjugaba sus lágrimas, «Nene, nene mío.» Era la querida, y sin embargo, parecíale á veces llenar para con él los oficios de una madre. Miguel era pobre, y el otro tenía bienes de fortuna. La pobreza del escritor dábale nuevos atractivos. La riqueza de Mariano deslumbraba en cambio como una aureola. Si. Aquellos dos amores eran distintos, se combatían, luchaban terriblemente, los sentía Rosita en sus entrañas como dos embriones que empellan su proverbial ó duelo muerte. Uno de loa dos, el vencedor, ganaría en premio el dón de la existencia.

Días hubo en que la buscona, de resultas de este combate, y como peripecia, amaba á uno sólo. Entonces el otro la encontraba insensible, fría, indiferente, distraída al besar, tarda en corresponder, balbuciente al jurar amor eterno. Cuando sufría, cuando lloraba, cuando necesitaba consuelo, amaba at duque. Pero si estaba llena de júbilo, y sintiéndose generosa y capaz de prodigalidades de cariño, Miguel era el que las recogía y cobraba. Entonces la víctima se rebelaba contra el tormento, contra el pesar, y ocurrían escenas en que el hombre dejábnso ver tal como es, no desnudo, sino despedazado, mostrando al descubierto el rojo de la llaga viva, la trabazón y ligamento de venas y arterias, los grandes pesos de las entrañas principales, todo aquello como muerto y colgado de una escarpia ¿la ontrada de una camecería. La náusea de los transeuntes, jUn cerdo!Tenían, en tales casos la voz de Rosita, el gesto y la mirada, estrañezas para el oido y para los ojos del amante. Salían las palabras como dejando girones de sílabas entre los dientes apretados, que eran como filos de dos laminas cortantes que al pasar la3 desgarraban. Las pupilas, sus brillantes y hermosas pupilas negras, mostraban también reflejos y durezas de acero. Y era que entonces pensaba en el otro, y necesitaba vengarlo de la infidelidad de alguna manera. Entonces la pobreza de Migue!, léjos de hacerle interesante, era su ignominia. Entonces Rosita, mirándole de aquel modo y habiéndole así, pensaba que el escritor, con todo su talento, era un pobre diablo. Pero si el triunfo era de éste y la víctima el duque de Tros Estrellas, pensaba Rosita: «Mariano os insoportable. Es un burro cargado de oro.» Y á lo mejor lanzaba una carcajada estrepitosa.

—¿De qué te ríes ahora?

—De nada. De cosas que se me ocurren.

Una vez, sentándose á horcajadas en las rodillas del duque, en lugar de acariciarle, le azotó la cara con un pañuelo, y sin poder contenerse, «¡arre, burro, arre!» gritó con el canallesco acento de los carreteros. El duque optó por reírse como ella.

—Decididamente no tienes juicio. Eres una chiquilla.

Y sucedió que, al mover el hombre las piernas, con cuyo movimiento levantó el cuerpo de Rosita, imitando el trote de la cabalgadura, tan chiquilla era, que de improviso convirtió sus juegos en llanto.

—Pero, ¿qué tienes? ¿qué te ha dado ahora? No llores.

—¿Déjame, estoy nerviosa esta noche.

Dos dos amantes, al acontecer estos hechos, se desesperaban, dando tortura á su imaginación.

¿Q.uó tenía? ¿Estaba loca?

Por las noches procuraba permanecer despierta el mayor tiempo posible. No quería dormirse. Porque siempre soñaba lo mismo. Una pesadilla horrible. Su cuerpo estaba atado á la cola de dos caballos, el verdugo daba latigazos, los caballos trataban de partir en distintas direcciones y no podían vencer la resistencia. No podían, y al chasquido del látigo duplicaban sus fuerzas; los huesos crujían, iban á llevarse cada uno su pedazo. Iban á descuartizarla. Sentíase morir. Despertaba dando un grito igual á los dolores sentidos.

—¿Qud tienes? ¿Qud soñabas?

Y buscaba amparo, rendida y como muerta, en los brazos del duque.

—Tranquilízate.

—Endeudo la luz. Tengo miedo.

VI

El duque de Tres Estrellas era un hombre vigoroso y de gallarda presencia, de imaginación viva y despierta, de natural elegancia, sueltos modales, amenísima y chispeante conversación, gran conocedor de mujeres, y sobre todo, de mujeres de la vida airada, jugador tan de pura sangre, que sólo al juego debía los elementos con que podía atender á cubrir los gastos que originaba la vida de cuantos figuraban en la high-life, que diría Almaviva, sin que nadie pudiese atribuir á malas artes, y sí solo á su arrojo y buena suerte, las ganancias adquiridas por este medio [1]

Así, salvo error de memoria, describía yo á este personaje en mi anterior novela, y así me parece conveniente transcribir aquí la copia de aquel retrato, que no tiene más altera

ciónos sino los naturales del tiempo transcurrido hasta la fecha. Entre listas, la más notable y la que más interesa al lector, era la producida por el retoño de su amor i Rosita. Era más viejo y más amante. Sí pudo un día abandonar sin pena á la mujer, hoy era distinto. Convertí aso de dueño en esclavo. Una verdadera metamórfosis moral motivada por el crecimiento de hermosura y algún tanto por los espejismos de aquel amor, experimentados en la separación y la ausencia.

Como jugador, su generosidad no contaba el dinero que daba; dábalo á puñados, la plata revuelta con el oro, y en idéntica forma entregaba sus caricias. Hombre de mundo, curtido at sol de todos los climas, herido con todas las armas que hieren el sentimiento, claro es que su nñcióu extremada á la buscona diferenciábase mucho de la que Miguel sentía. Eran dos hombres distintos. Mejor dicho, eran un hombre y ün niño, sometidos al mismo experimento, á la misma influencia; los fenómenos eran varios, diversos. Donde el agento, que hemos llamado Rosita, hada llorar al uno, obligaba al otro a encolerizarse. El que lloraba era el niño. La cólera delataba la existencia del hombre. Otras diferencias m:ís esenciales existían en ambos sores.

El duque de Tres Estrellas, capaz de amar, no amaba por vez primera. Así como el amor de Miguel era una revolución del sentimiento, era el suyo una reacción. Violantes ambos, en el uno era la violencia un arrebato, mientras que en cierto modo revestía en el otro los caracteres de represalia. El escritor amaba con desenfreno, con orden; el aristócrata, con ese orden de que son tan amigos los solterones, y que á veces les lleva ó casarse con au ama de llaves.

Si el duque hubiera sido un viejo, el caso de ninfomanía que hemos analizado en Rosita Pérez no se hubiese presentado. Pero Mariano estaba en la mejor edad, competía ventajosamente su fuerza, su gallardía, su hermosa seriedad varonil, con las gracias juveniles de Miguel. Y cuando aquel hombre, abriendo el broche de su cartera ponía en manos de la buscona un billete del Banco, su ademán, su expresión, no eran los del que paga lo que le venden, sino los del que regala por agradecimiento de lo que le dan.

El duque tenía además, para Rosita, unagran fuerza atractiva, El pasado. El pasado, o pitan eando los recuerdos, guerreaba en favor suyo, porque cuando la mujer abrazaba y besaba, entregarse, abandonarse á este hombre, era una alegría como la de la vuelta á la patria, la del regreso después de larga ausencia á los muros que noa guardaron, y al techo que nos cobijó en mejores Loras y que nos conoce y conocemos acaso por más felices aventuras.

Miguel ora, en cambio, el presente, Miguel era el sufrimiento. Y ¡oh misterio! Rosita amaba á Miguel tiernamente, porque si el duque representaba para ella la risa y el bienestar, representaba en cambio el otro una ne cesidad mayor y más urgente que el goce de reir.

La necesidad de las lágrimas.

Risas y llanto en ella, se contrapesaban unas voces, y otras vencía uua de estas expresiones, asomando entonces á su rostro para entonar allí su cauto de victoria. En su rostro estaban, pues, loa platillos de la balanza. Los ojos y los labios. Y cuando el aristócrata estaba en sus labios, entreabiertos por la sonrisa, el escritor estaba en los ojos. Miguel estaba en el platillo que pesaba menos, pero á la postre también ganaba. Más arriba. Acercándose más al pensamiento. Más alto.

Ninguno de los dos amantes llegó á saber que, para dar su parto de felicidad á cada cual, lo que dividía entro ellos Rosita Pérez era su desdicha. Ninguno de los dos adivinó siquiera el tremendo combato que se libraba dentro de aquel cuerpo de mujer; ninguno sospechó que en esto mismo cuorpo era lo que para ellos placer, enfermedad casi incurable. ¡La ninfomanía! ¡Bah! Si algún médico lo hubiera dicho, no dejarían de contestar: «¿Pero la medicina sigue siendo un cuento pornográfico?»

El duque de Tres Estrellas se aprovechó de las ventajas que resultaban del reparto de horas hecho por Rosita Pérez. Suyas eran las noches. Y llegó una mañana en que declaró BU deseo de permanecer junto á ella el mayoT tiempo posible. Al levantarse no le gustaba salir enseguida. Prefería almorzar allí. Luego á la tarde iría al hotel exclusivamente para cambiar de traje y emprender sus correrías y quehaceres de hombre elegante.

—Bueno, pero á la una te vas.—¿A launa? ¿Y por qué?

—¿No te lo lie dicho mil veces? Estoy sola en la casa. Mi madre no puede moverse de una butaca. Yo tengo que ocuparme de todo. Estando tú aquí no es posible.

Y viendo que á pesar de tan buenas razones, tan estudiadas para que se ajustaran perfectamente á la lógica, el amante seguía mirándola receloso:

—Te vas á la una, y en cambio vienes por la noche más temprano. Quiero tenerte á mi lado el mayor tiempo posible.

—¿Más temprano? Si vengo Alas nueve.

—Pues bien, vienes a las siete, y con eso almorzaremos y comeremos siempre juntos. ¿Quieres? Anda, carino, di que sí.

Dijo que sí. Ella, al oirlo, palmoteó loca de alegría. Estaba conjurada la tormenta.

Pero con Miguel costábalo mAs trabajo cualquier victoria. Los celos del joven, lo mismo que la pasión, iban tomando rápido y aterrador incremento. Las llamas subían ya á grande altura.

Miguel llegaba á las tres de la tarde, Sentábase frente á ella, haciendo de modo que la mujer estuviese frente á la luz. Hablaba pocoy la miraba mucho. A veces no podía soportar la insistencia de aquella mirada. Poníase nerviosa, irritada.

—¿Te has quedado mudo? ¿No te se ocurre nada que decirme?

—¿Y para qué quieres que hable? Prefiero mirarte.

—Pues ya me tienes bien vista.

Entonces, contagiándose con aquel acento irritado, contestaba el amante en el mismo tono.

—No lo creas. Necesito verte, porque te encuentro muy cambiada.

—¿Más fea?

—No. Es otra cosa. No me obligues á decírtela.

Y como si la reticencia fuera una provocación, erguíase la buscona.

—Dila. Ya la supongo. Hoy vienes de mal humor y quieres pegarla conmigo. Dila y acabemos de una vez.

—Pues digo... que tienes cara de haber dormido muy poco.

—¿Y qué?

—Y nada más.

Callaban los dos arrugando el entrecejo, bajando los párpados, con todos los pensamientos encogidos, como retracta el tigre sus garras preparándose para dar el salto formidable, midiendo la distancia que le sopara de su presa.

La buscona rompía el silencio.

—Acaba de decir lo que piensas.

—No lo digo. No hace falta. Demasiado lo sabes tú.

Entonces, unas veces la cólera de Rosita Pérez estallaba de pronto, con todas las expresiones darás, fuertes, crueles; otras lo increpaba, parecía gozar en el tormento de aquel nifío y no saciarse con ninguna de las atrocidades que para este objeto se le ocurrían; unas veces la mujer se mostraba horrible, y otras, según el estado de postración, podía, suplicaba una tregua, acercábase, no con los puños cerrados, sino con las manos abiertas, mendigando el perdón, se arrodillaba ante él y abrazábase;í sus piernas.

—¡Nene, nene mío! Por Dios, no me hagas sufrir.-No sufras tú. Vamos. Dejemos eso. Yo te quiero. Te quiero á tí solo. Mírame. No quiero á nadie más que á tí.

—J óramelo.:—¡Oh! ai. To lo juro. ¿Por qué? ¿Por qué quieres que te lo jure?

Miguel la cogía las inanos, la obligaba á evantar la cabeza, á mirarle. Luégo buscaba cu su imaginación la fórmula de aquel juramento. Nadu le parecía bastante sagrado, bastante fuerte, y, por último:

—Júramelo por el alma de tu padre. Por la salvación de su alma.

Rosita Pérez poníase densamente pálida.

—¿No quieres? ¿No to atreves?

—Sí, Miguel, sí.

—Pues dilo.

—Lo juro por el alma de mi padre.

Bien decía el Sr. Loitia: ¡La juventud! ¡Cuánto cree!»

VII

Sin tenor razón ni prueba alguna en que fundar su certeza, Miguel llegó al convencimiento con respecto á la infidelidad de Rosita. Rosita le engañaba. Parecíale esto indudable. Quiso sin embargo que sus ojos vieran el daño. En este trance resolvió lo que resuelven los celos. Se propuso expiar la casa de su querida. Mas como la señé Petra, la portera, le conocía, parecióle cosa miis práctica tenerla de su parte y solicitar sus confidencias. No hubo más obstáculo sino el de la reserva con que fueron contestadas sus preguntas. Y esta reserva honraba mucho, muchísimo á la interrogada. Porque, si bien tornó el duro, un Amadeo casi nuevecito y casi reluciente, y no sólo hizo esto por no desairar al joven, sino que lo guardó con otros; es el caso que estos otros procedían directamente de la bolsa del duque de Tres Estrellas, [164] amo y señor a quien había jurado servir la vieja, en atención á una laudable frecuencia en esto de las propinas.

—¡Ay! mire usté, señorito, que yo no sé nada. Aquí entra y sale mucha gente; pero como en la casa hay tres pisos, yo no puedo asegurar que van al piso principal. Porque, eso sí, la señorita Eosa será lo que quiera, pero el mismísimo Evangelio es lo que yo digo. Que ella no sale de casa y se pasa la vida entro esas cuatro paredes, aburriéndose de lo liúdo, y cuidando la buena pécora de doña Angustias, que se defiende de morir sin sangre lo mismo que un gato, y Y vaya un genio que ha cebado doña Angustias! Sí, señor. Parece un gateen una estera. Le digo á usté que su novia, ó lo que sea, ha ganado el cielo con su paciencia.

Y por más que insistió Miguel, todo fué inútil. Cuando la señá Petra se proponía no decir nada, á cada pregunta contestaba con un diluvio de palabras como las que acabamos de leer. Por último, cansada de charlar, díjole con eufado:

—Mire usté, señorito, basta de conversación. Yo tengo mis quehaceres y los estoy desacuidando. Ya sabe usté lo mismo que yo. Es decir, que no sabe usté na.

Cuamlo el joven se hubo marchado, lasefiá Potra, lmcleudo un ademán indecente, nñndió:

—El que quiera saber, que se vaya á Salamanca) que allí se aprenda. ¡Misté que tiene gracia 1

Y díó un tremendo bofetón al gato que se habla subido Ala cómoda para dormir, y estaba echado sobre la baraja y á punto de derribar al menor movimiento un Niño de la Bola, de barro, pintado de color de carne herpética y escocida.

—No, pues lo que es yo se lo digo á Rosita para que tome sus precauciones. Vaya con el mequetrefe! Al primer dura que me da, ya quiere que le explique el misterio de la Santísima. Y el otro siempre esté con el tomo UBIÓ,» y nunca pide.

La seña Petra cerró con llave su chiribitil y subió las escaleras, ronqueando, llevándose el reuma como á rastras y dió un fuerte campanil lazo en casa de doña Angustias.

—¿Qué quiere usté?—preguntó Aniceía.

—Hijn, contigo na. Pero tengo que hablar con tu señorita de una cosa que le interesa.

—jSeñá Petra, pase usté!—gritó Rosa, saliendo al pasillo al conocer la voz de la portera.—¿Qué hayí ¿qué es ello?

Escachó Rosita con atención ó interés toda la confidencia.

—Está bien, tome usté y gracias.

Otro duro! Ya eran dos aquella tarde, doe y la conciencia tranquila.

—Ahora quiero estar sola. Tengo que arreglarme. El duque va á venir de un momento i otro.

—Adiós, hija mía. Y mucho ojol

—Yaya usted con Dios y descuide. Ya sé yo lo que he de hacer.

La vieja volvió a salir. Al bajar la escalera no parecía sino que el susodicho reuma lo llevaba a cuestas. Tuvo que pegar otro bofetón al gato. Ah, maldito I Esta vez el Niño de la Bola y la baraja estaban en el suelo. La sefli Petra recogió primero la baraja.

Rosita quedó reflexionando. Aunque fuese inverosímil, léjos de hallarse contrariada por la conducta de Miguel, estaba contenta. Ella misma no sabía explicarse tal regocijo. En él era la parte mayor un sentimiento de orgulloy de envanecimiento especi filísimo. ¡Pobre nene, cuánto la quería! ¡Cuánto estaría sufriendo I Había en su amor á aquellos dos hombrea, algo que es caaí siempre en la hembra inherente á todas sus afecciones; algo que en lo femenino lleva á dar la mayor parte de su ser en beneficio del que ve nula menesteroso. Entre Mariano feliz y Miguel desgraciado, Rosita empezó aquella tardo a sentir esa predilección con que se preocupan las madres por el porvenir y la vida del hijo enclenque y enfermizo.

Y cuando llegó el duque, elegante, apuesto, generoso, exento depesares, que no cabían en la plenitud de su amor correspondido; cuando en el gabinete resonaba su voz alegre, y ú ima insinuación de la buscona resonó también su bolsillo repleto, un bolsillo de malla de plata que cayó sobre la repisa de la cbimenea tirado desde Id jos, á lo 1). Juan; cuando después lmoln sentar á su lado, Rosita Pérez, clavando en los ojos del amante antiguo sus miradas curiosas y escudriñadoras, le preguntó de pronto:

—¡Oye! ¿Tú no tienes celos?

—¿Celos?¿Yo? ¿Y de qué? ¿De quién?—De mí.

—A mí no. ¡Pues bueno fuera! Ya sé yo que tú me quieres.

Tuvo que volver la cabeza á un laclo para que el duque no viera la expresión de soberano desprecio que estas palabras dieron á su rostro. ¡Estúpido! ¡Necio! «Ya seque tú me quieres. ¡LosabíaI Y el otro, Miguel, con más pruebas de carino, con mayores muestras de ternura, dudaba y sufría por dudar horriblemente, ¡Ah! ¡Los celos I Se tienen cuando se aprecia en mucho el bien que se posee; loa celos son el temor constante de perderlo. Eso es amar, Y Miguel era el que la amaba de este modo.

Pensando en esto, estaba mirando el bolsillo, por entre cuyas mallas de plata salían los dorados reflejos de los centenes. El dinero no se da de ese modo, tirándolo así, á lo grande, insultando á la gente con estos aires de rumboso, El duque no conocía la delicadeza. No había más que verlo. Estaba allí como en terreno de conquista, como un sultán en el cuarto de su favorita. Cualquiera pensarla que aquella era su casa, Ahora mismo habíase quitado la levita para estar más cómodo. Comía así muchas veces, Y luego, cuati de ella se despertaba á medía noche, le oía roncar de una manera ígnoble. « Ya sé que túrne quieres. » Esta seguridad era irritante. Es la segLili dad el optimismo propio de los tontos. Aquella noche el duque de Tres Es tro I las no pudo vencer el influjo funesto de tales comparación es. Eo pudo hacer que bajase el platillo de la balanza. Y eso que puso en tí), como ya hemos visto, un bolsillo de malla henchido de centenos de oro.

Todo se conjuraba en contra suya. Todos los pensamientos y reflexiones de Hesita le eran adversos. Porque otros tuvo después de los antedichos que le causaron el mayor daílo, y fueron éstos relacionados con la madre y el hermano de la buscona de fia Angustias y Juauito, desde que se reanudaron las relaciones aquellas, vivían como el pez en el agua. Asi como cu otro tiempo cobraron al duque rencores que ya liemos mencionado, al verlo ahora regresar y con su regreso coincidir cd antiguo bienestar que ya iban echando démenos, no cesaban en sus alabanzas siempre que de estas cosas tírales permitido y posible hablar con Rosita Pérez.Ahoradoña Angustias ero lo que decía:

—Desengáñate, hija, ese hombre es un ángel.

Y cuando Rosita hablaba del otro, de Miguel, la madre y el hermano encogían los hombros desdeñosamente. Ya no podían engañarles dos Teces. Sabían que el amante nuevo era pobre. «Tiene mucho talento,» dijo nua vez la buscona.

—ÉI1 ¡Talento él!—replicó amostazado Juanito, el parroquiano de todos los cafés.—Quita, por Dios. ¡Uncoplero!

Con mucho menos hubiera bastado para que Rosita Pérez, en esta situación de ánimo especialísima, al dia siguiente, á la tarde, cuando Miguel acudió á las tres, como de costumbre, la viera desde la calle en el balcón por primera vez impaciente esperándole.

Ella misma abrió la puerta.

—Yen. Ven pronto. Tenemos que hablar de muchas cosas y sériamente. Muy seriamente.

¿Cómo se decidió á con fosarlo todo? ¿Cómo tuvo valor bastante? ¿No temió perder para siempre aquel cariño, ahora que cifraba en él toda su vida? ¡Ah! Es que en lo más íntimo de su ser, una especie de presentimiento, que lavo en ella algo de inspiración, la gritaba.—«¡Ten esperan ¡sal Xo lo pierdes. Por eso no lo pierdes. Es tuyo. Te ama. Lo que tú has hecho ha sido sacrificarte al vicio, como otras se sacrifican i la virtud. Tú no eres uua buscona. Eres una víctima de la buaconerla, Él lo comprenderá. Ese niño vale más que todos los hombres, Precisamente por eso. Porque es niño. Háblale. Confia. ¡Ten esperanza I»

Le hizo sentar en una butaca y se sentó ella en el suelo, delante de él, junto ú él, entre sus rodillas, y mirándole intensamente, como no le había mirado nunca, empezó en estos ó parecidos términos:

—Sd que tienes celos. Sé que sufres mucho. Pero os preciso que sufras más, nene mío; es preciso que lo sufras todo de una vez, para que ludgo puedas recibir una grande alegría, sin que la felicidad te vuelva loco. Después de lo que voy á decirte me resigno á lo que tú quieras hacer de mí. Sime desprecias, será porque no comprenderás, ó porque yo no sabré explicarme. De todos modos, lo que quiero yo es uua cosa, convencerte de una cosa. De que no deseo más que tu dicha y la mía: nuestra dicha de que desde hoy no vivo másque por tí y para tí. Ya me vea, estoy exaltada, estoy nerviosa, casi no sé ordenar las ideas; pero es mejor que salgan así, como se me van ocurriendo, no como ideas, sino como sangro que brota de üua herida á borbotones. Cuando salga toda, podrás ver el corazón. Escucha, ¿me perdonas? Yo le quiero con toda mi alma, más que á mi vida. Yo presiento que no puedo querer á nadie más que á tí. Y mira, me expongo á perderte. Pero lo profiero á engañarte. Óyeme, no me mires cou esos ojos. No te asustes, no estoy loca, no. Estoy enamorada. Te quiero tanto, que ahora mismo dejaría de hablar para besarte. Y eso que el hablar es preciso. No. No me interrumpas, No quiero callar. Tengo que decirlo todo de una voz ó no lo digo. Yo no soy lo que tú te figuras. En la fonda del Retiro te engañé. Fuí cobarde porque te quería. Pues bien, ahora te quiero más y seré temeraria. No vivimos mi madre, mi hermano y yo de nuestra pensión. Ellos viven de mí. Mi madre y mi hermano, sabes, mi madre y mi hernia no viven á costa mía; tú eres muy joven. Empiezas a vivir ahora; no puedes comprender que haya una madre como la mía. Pues ahora misino,ahora mismo si yo me quedase aquí muerta de repente, con la vergüenza de estas cosas que te estoy diciendo, ¿sabes lo que liarla mi madre? ¿Llorar por mí? ¡Qué disparato! Llorar por ella, tocarme por todas partes para ver si estaba bien muerta, para conven corso de que ya no ni o quedaba un soplo de vida. Porque si me quedaba uno solo,., esto que voy á decirte 03 un horror, pero es verdad. Si me quedaba uno solo, mientras durase mi agonía, iría oda misma á buscar á los hombres dictándoles alegremente: «Daos prisa. Todavía siente, todavía su cuerpo se ex t re mece y su corazón palpita. Venid. Dentro de uua hora tal vez no lleguéis á tiempo. Aun podéis gozar, Venga, venga el precio de ese goce.» ¿Estés aterrado? Lo comprendo. Yo digo lo que debo decir. ¿JSO lo crees? Escucha, puedo ser que exajero, puedo ser que mi madre no hiciera nada de esto, pero no importa. Este no seré su retrato fiel, será menos monstruoso; pero que hay monstruosidad, no lo dudes. Se le parece mucho. Tienes celos. Lo sé. Sé que me espías. Me lo han dicho. No quiero que hagas eso. ¿Para qué? Es inútil. Yo te lo voy á decir todo. Te lo voy á decir, aunque me cueste tragarmelas ligrimas que Tea asomar á mis ojos y que no llegan á salir, porque no quiero llorar sin hablarte. Es verdad. Otro hombre viene á esta casa. ¡Otrol No me preguntes cómo se llama. No te lo dije en la fonda del Retiro, ni te lo diré aquí. Sí. Es ese mismo que tú piensas ahora. Es mi antiguo amante. Viene y paga. Paga y se ya. ¡Es rico! Es el hombre que me sostiene con esto lujo. Es el favorito de mi madre y de mi hermano. Es todo lo que hay que ser para que yo no le ame. A tí, a tí solo; tú eres mi vida y mi alma. ¡Oh! ¡qué horrible es estol ¿Por qué no me miras? Cómo estás sufriendo! Yo también sufro mucho. No puedo, no puedo seguir hablando, Dios mío i No me cojas las manos. Déjame. Déjame llorar un poco. Que me desahogue. Pero no me digas nada mientras llore, No quiero o ir tu voz hasta luego, hasta que acabe, hasta que lo sepas todo.

Y Rosita dejó caer su cabeza en las rodillas de Miguel. Lloró con grandes gritos que procuraba sofocar, con terribles convulsiones, que su energía dominaba para que no terminasen en desmayo.

—Vamos, Rosa, vamos. Tranquilízate. Bastíi,—decía el sin ventura de ven en cuando.—No hables más. No me digas nada, Hoy ya no puedes. Hafluua...

—¡Ah! no. ¡Jfallana no!—exclamó irguiéndose, enjugando sus lágrimas de tal suerte, que no parecía sino que luchaba con ellas á puño cerrado.

—Hallaua no. ¡Hoy! Hoy mismo. Ahora mismo.

Dicho esto, reemplazando su pasada exaltación con un acento tan triste, que sus palabras al salir sonaban á quejidos de enfermo.

—Voy á decirte lo que fafta. Quiero ser sincera en lodo. El di a que to encontró en la calle, el día que viniste, ibas á darme dinero id salir de aquí. ¿Te acuerdas? Y yo no quiso tomarlo. Hice mal. Debí decirte como á todos: «Paga.» No lo dijo porque aquella tarde empecé ¡i quererte de tal modo, que necesitaba que tú me quisieras. Hubieras pagado, pero quién sabe si no hubieras vuelto. Conseguí lo que me proponía. Helias querido. Yo estoy orgullosa de ser tu primer amor. Pues bien, cuando te fuiste, salí yo casi detrás de tí. Iba á buscar otro hombre que me diera las monedas ofrecidas por tí. Rechacé las luyas, perolas de otro cualquiera las tomaría. En la calle, después de tris abrazos, sentí que esto era imposible. Todo mi ser se resistió. Entonces empeñó mi sortija, porque volvor sin dinero era mis imposible todavía. Hacía falta. Traje lo que me dieron. Y me acostó contenta en la soledad de mi lecho, pensando en tí y esperándote á la mañana. Así nació mi cariño. Así empecé y sigo queriéndote. No. No mo lo agradezcas. Lo hice por mí. Gozaba yo en hacerlo. Después hice otras cosas. No quiero contártelas. Son horribles. Tan horribles, que cuando aupé la vuelta á Madrid de eso otro, de mi antiguo amante, fuí á su encuentro y lo consideré como un salvador. No me preguntes más. Figúrate lo que quieras. Todo lo que to figures, todo es verdad. Poroso no tengo fuerzas para decírtelo. Ahora habla tú. Habla tú, por Dios. Y si vas ti decirme que lie perdido tu carillo, que te lie perdido para siempre, entonces no 1 labios, calla. Calla y vete.

Así terminó la mujer. Seguía sentada en el suelo, delante de él, junto ¡í él) entre sus ro dillaa, como una esclava. Mirábala el joven y i pesar de aquellas últimas amonestaciones,ninguna frase pronunciaron sus labios. En cambio sus manos crispábanse nerviosas. ¿Qué sentía? Un dolor agudo en la nuca, una opresión en el pedio, un ahogo en la garganta. No podía hablar. Sólo articuló trabajos amento una petición.

—¡Aire! ¡Abro ese balcón! ¡Que entre el aire!

Y ella, juntando las manos:—«Oh! ¡Dios mío, cuánto daño te lie hecho! ¡Cuánto sufres!»

Luógo se alarmó. Se puso de rodillas pitra estar más alta, para llegar á tocarle la frente con la mano. Y al notar el calor febril en su palma.

—¡Vida mía! ¡Vas á ponerte malol ¡Por Dios! ¿Qué quieres? ¿Quieres algo?

Extendió el brazo, cogió del tocador una botella de cristal azul.

—Toma, mi bien, toma esto. Es azahar. Agua de azahar. Anda. Un sorbo, un poquito. Es lo que yo tomo. Te aliñará. Llorarás. Porque eso es lo que tü tienes. Que no lloras.

—Deja, déjame. No quiero llorar. Esto se me va pasando poco á poco. No mo digas nada. „

É hizo aspiraciones fuertes para dar entrada á una gran cantidad de aire en loa pulmones.

Rosita, en silencio, veía sufrir y respetaba lo que vela.

De pronto el joven se levantó. Sus facciones tenían una expresión dura, cruel, la expresión que debe amoldarse al rostro de un malvado en el momento de cometer el crimen.

—¡Adiós 1 lie voy.

Le contestó ella con un grito desgarrador, delirante:

—No, Miguel. No. No te iras así. No quiero que to vayas. Por tu madre, Miguel, por tu madre que está en el cíelo. Por lo que mds quieras. Dime algo. Contéstame. No me dejos así. ¿No mo ves? ¿No ves que estoy loca? No...

Y arrastrándose se abrazó á los muslos del hombre, que seguía de pie; se abrazaba allí como á uua cruz el mártir, y con un hipo que no dejaba salir mis palabras, siguió diciendo, en voz ronca de sollozos, con desconsolador estribillo:

—No... no... no... no...

—¡Suelta! ¡Déjame!—decía Miguel al principio, furioso por aquellos lazos que le sujetaban, casi disponiéndose para una lacha á brazo partido. «¡Suelta! ¡Déjame!» siguió diciendo; pero aquel monosílabo de la mujer tenía la insistencia de la gota de agua sobre la roca. «No... no... no... Miguel... no...» Era más dominador que el llanto, más poderoso, más incontrastable, irresistible. Llegó un momento en que el joven no se hubiera marchado, aun teniendo libre la salida y libres también los movimientos. Sólo con seguir ella delante de él á sus pies, y pronunciando la misma palabra, que tenía todas las elocuencias, porque prescindía de todas, hubiera hecho lo que hizo. Sentarse de nuevo, ó, mejor expresado, dejarse caer en la butaca.

—Bueno. Calla. Ya no me voy. Calla.

Estaba vencido, resignado, accediendo á todo y sin fuerzas para oponerse á nada. Como ensordecido y mareado por la misma palabra repetida siempre.

—¡Oh, vida mía, nene mío, cariño mío!—suspiró entonces la buscona, no encontrando más dulzores ou el habla castellana.—¡Miguel, Miguel! Tú no sabes lo que yo hubiera Lecho, Si llegas á salir ¡te lo juro! acabo de una vez. No puedo más, mi alma; estoy desesperada. ¡Qué vida, Dios mío, qué vida!Gayó en sus brazos. No le besaba, lo mordía, No le abrazaba, dijérase que trataba de ahogarle. Él se sintió como envuelto eo estas caricias, como inundado por aquellas lágrimas, y durante largos años, mientras vivió, siempre recordó aquella escena, la más culminante de sus amores, nublada y confusa, porque es lo cierto que entonces, en aquel momento, no vió nada, nada más que los ojos y la boca de Rosita Pérez, ni sintió otra cosa sino el calor de aquel adorado cuerpo que parecía entrar en el suyo.

VIII

—Sí. Ayor to dije eso, es verdad, poro no fue para tomar resoluciones de ningún género. Fué para que lo supieras, para que estuvieses tranquilo, para darte la seguridad de que yo no quiero á ese liombro, de que te quiero á ti soto. Y eso ya lo sabes. Y"a tienes pruebas de ello.

—¿Que lo sé? ¿Que tengo pruebas? Ninguna. Absolutamente ninguna. La primera que te pido es natural, lógica. Es mucho más. Si tú rao das osa prueba, yo te prometo, en cambio, no ir á buscarlo, no batirme con él.

—¿Batirte? ¿Y él qué culpa tiene? No seas chiquillo. La culpa es mía. La culpa es del dinero, la culpa es del pan que hay que comer y de la casa en que hay que vivir. Fon estos deberes á una parte, y de la otra mis únicos recursos para cumplirlos: mi hermosura y mi juventud. Ya ves que no puedo ser más sincera. Cada una de estas cosas que te digote alejan de mí, me lineen perder tu efirmo. Tu cari fio, Miguel. ¿Tú sabes lo que es eso, mi dma?

—Pues aunque no tenga la culpa, esperaré aquí á que venga; puesto que no quieres decirme quién es, ni dónde vive, esperaré á que venga para disputarlo tu amor y tu cuerpo cara á cara, de una vez, con cualquier arma ó con las manos. Poro lo que yo no acepto es la medianería, la partición. Él ó yo.

—¡Tú! ¡Tú! ¡Nada más que tú!

—Pues entonces, ¿por qué no se lo dijiste anoche? ¿Por qué no quieres decírselo hoy? ¡Que se vaya! ¡que no vuelva! Yo no creo en tu cariño, no creo en nada, como no sea de este modo. ÉL ó yo,—tornó á repetir, porque el exceso mismo de razones no daba espacio á las palabras.

—Tranquilízate. Tú no harás eso. Tú no lo esperarás aquí, Miguel mío. Yo le diré que se vaya y se irá. Tú no tienes que verle. No tienes que saber quién es. Te repito que él no te ofende. Aquí la ofensa os mía y ya la perdonastes, Vamos. Venciste por fin.

—Y... ¿so irá?

Entonces ella, tristemente, repitió como uneco, afirmando lo que Miguel preguntaba:

—Se irá. Desdo hoy mismo, al quieres, las noches serán tuyas. Las noches y los (lías. Aquí no entra ya más hombro que tú. Desdo mafíana venderá todo esto. Empozará á vender hasta el último mueble, todas mis alhajas. Vivirá con eso y luégo Dios dirdl no quiero pensar en el porvenir. Por ahora te tengo á tí. Ese es mi presente.

Estas palabras fueron hiriendo rudamente la imaginación del joven. Eran la lórmnla del sacrificio. Eran el programa de toda la trágica ceremonia, desde la salida de la res coronada de flores, su marcha triunfa! hacia la muerto, y luágo la cuchilla del sacerdolo hundiéndose y abriendo las arterias dol cuello.

Guardó silencio nada más que el tiempo preciso. Después, tímidamente, con la misma timidez que experimentó el primer din, cuando no llegó á sacar del bolsillo los cuatro duros que parecieron exiguo pago de las caricias recibidas, acercóse á Rosita como el amanto pobre, como lo que era, y ofreció su dinero, su sueldo, los míseros quinientos reales que ganaba en la redacción. Los ofreció avergonzándose, Dij árase un mendigo en amorado de una reina, que no pudiendo dar nada como obsequio del amor que siente, entra en palacio, se acerca á la regia cámara y pone sobre el cofrecillo de las alhajas todo aquello que pudo comprar con la limosna. Un ramo de violetas frescas y recién cortadas. Un florón arrancado á la corona de la naturaleza. Cuesta un real. No brilla. Pero tiene color y perfuma.

—No tongo más. Por ahora no gano más que esto. Debes aceptarlo. Es tuyo. Lo exijo. De otro modo no puedo yo consentir...

Le interrumpió.

—Cuidado, Miguel, cuidado. ¿Qué ibas á decir? Mira bien lo que yo soy y lo que tú eres. Por degradada que esté, palabras hay que me degradarían todavía si tú las dijeras. Lo tomo ó no lo tome, nunca será como precio de nada, porque entre los dos desde boy no puede haber eso.

—Pero yo quiero... yoJebo...

—¡Tú quieres! ¿Y el qué quieres tú? ¡Al niño! ¡niño! ¿Dónde te figuras que estamos? En la tierra. En la realidad. Viviendo. No sueñes. ¡Tu paga! ¡Tu dinero! Desde boy no vuelvas á decirlo. ¿Sabes la gramáticamía? Pues en mi gramática, Beñor escritor—añadió, contrastando el gracejo elegante de la frase, con la amargura del tono—no hay tuyo ni mío. Ho existo el singular. Se dice nuestro dinero, por una razón muy sencilla, porque también se dice nuestro amor. ¿Estás contento ahora? ¿Quedas satisfecho?

De esta manera aceptó Eosíla Pérez, habiendo más mérito en la aceptación que en la oferta. De esta manera al llegar la noche se separaron. Aquella fuú la primera vez en que los dos amantes hablaron de intereses.

—¿Tendrás esta noche? ¿Te espero? Puedes venir. Estaró sola. Descuida, Yo no tengo más que una palabra. Desde hoy, ya te lo he dicho, tuya y nada más que tuya.

Vacilaba. Estaba indeciso, irresoluto, ¡Sil padre! ¿Cómo podría justificar esta ausencia de una noebe entera pasada inora de su casa?

—¡AndaI Decídete! ¡Di que sil

—¿Y el periódico?—contestó.—Ya sabes que se escribe de noche.

—¡Oh! ¡esta noche!... ¡no vayas! ¡No escribas!... ¡osla primera!... ¡la única tal vez!,..

—¡Pues bien, eí! Espérame. ¡Tendré!

Quedó sola nuestra heroína, ¡Quedó solaesporo mío lo llegada del duque de Tros Estrellas! ¡Esperando el peligro! ¡La catástrofe! ¡El drama! Deseaba cuanto antea terminar con lodos aquellos sufrimientos. Temía no tenor el valor necesario para llegar liasta el fin.

¡Lo tuvo! Nuevamente hubo en el gabinete una escena que debió ser mucho más terrible que las habidas con Miguel, á juzgar por la acalorada disputa que las voces delataban, La que habló má3 alto fué Rosita, La madre y el hermano prestaban atento oído desdo el comedor, donde esperaban á que terminase aquello para empezar la comida. ¡Dos días! Dos días en los cuales esa perdida no cesaba de disputar con sus amantes.

—¿Qué tiene? ¿qué la ha dado?

Una vez llegaron á oir. Era Rosita la que hablaba.—«Hago lo que tú hiciste conmigo la otra vez. Donde las dan, las toman.» Tras estas palabras se oyó un gran ruido. Luégo la misma voz dijo con ira y con soliozos:—«¡Infame! ¡Cobarde! ¡Vete!» Contestó el duque. Parecía suplicar, desesperarse. Por último, oyéronse pasos por el corredor. So abrió la puerta de la escalera. El duque se marchaba. No comía allí aquella noche. Madre y hijo miráronseconsternados, sintiendo redoblarse su curiosidad. Esperaron la entrada de Rosita para saber algo. Pero Rosita no comió con ellos. Comió sola, encerrada en el gabinete aquel bautizado por JuanNo con el nombre de La caja de los truenos.

Miguel llegó a las nueve. Encontró á su querida esperándole, pero acostada ya.

—¿Estás mala?

—No. Mis malditos nervios. Pero ya se me pasará.

El joven no preguntó nada. La encontró sola, en libertad de entregarse á todas horas: ¡suya, suya únicamente! Se acercó más al lecho. Entonces vió que tenía, como producido por un golpe brutal, un rosetón en la mejilla.

—¿Qué es eso?

—No sé. Pero siento calor ahí. Puede Ber un poco de erisipela. Acuéstate, carino, aunque sea temprano. Estaremos sin dormir. Pero estaremos á oscuras. La luz me haco mucho daño. Me duele la cabeza. No puedo abrir loa ojos.

Entretanto en el café Suizo decía el Sr. Loitia a sus amigos.—Ea demasiado trabajo el que tienen loa periodistasMi liljo ha tenido que salir esta noche roncho ni á a temprano, porque parece que hay crisis y van á escribir qrtículos de acusación.

—¿Hay crisis? Míre usted lo que son las cosas,—contestaron en la mesa de los padres;—nosotros no sabíamos nada, ni lo indica ningún otro periódico.

—Pues es cierto. En cuanto comió se íuó. Ya ve usted si mi hijo, como periodista, catará, enterado.

Y la conversación se animó. Hablaron de política hasta las doce, hora en que todos regresaron a sus casas.

El Sr. Loítia, en cuanto se acostó quedó dormido. Había charlado mucho, recordando tos tiempos en que tíl también hacia política. La política de Luis Sartorios, de su condiscípulo de Sevilla. ¡Qué ti ero pos 1 Entonces escribía famosísimos artículos Lorenzana; Coirón era gacetillero; Albareda y otros ingenios publicaban El Contemporáneo. La política se tomaba más en serio. Los que pertenecían á distintos bandos casi no se saludaban. La enemistad, la riña de unas opiniones conotras llegaba á ser á veces enemistad y rifia en el trato social. Pues, ¿y los gobernadores? No, sino que no había más que decir un ministro, «hágote gobernador,» para que el gobernador fuera hecho. Entonces se hilaba más delgado. -Entonces no iba á mandar ninguna provincia cualquier chisgaravís de poco fuste.

Despertó á las cuatro de la madrugada, porque se durmió con esto cuidado. Prestó ateución á los ruidos extraños de la noche. So oía el péndulo del reloj. «Tic-tac... tic tac.» La respiración de Amparo en la habitación inmediata, y de vez en cuando un sacudimiento de plumas, con lo que volvía á esconder en cabecita para semejar una bola amarilla, el canario que dormía en la jaula. «¿Habrá venido Miguel? Habrá entrado sin que yo lo oyera.» Permaneció un gran rato escuchando. Nada. Siempre lo mismo. El reloj dió una campanada. Las cuatro y medial Era imposible que Miguel no hubiese regresado. Quisp quedar convencido. Se levantó, y como todas las noches, salió al pasillo. La puerta de la habitación de su hijo estaba abierta de par en par. Entró. ¡Era tan distraído que se había olvidado de cerrarla! Pero sus ojos se quedaronfijos. La cama estaba intacta. Miguel no había vuelto.

—¡Julia!... ¡Amparo!...

Apenas gritó estos nombres, sintió que las rodillas se negaban á sostenerle; un vahído, un desvanecimiento de la vista, una punzada en el corazón. Tuvo que caer desplomado allí, delante de aquella cama abandonada.

IX

A las ocho de la mañana se levantaron los dos amantes. Miguel se vistió de prisa.

—Que vengas luego. A la tarde. Después de almorzar.

—Descuida.

Iba preocupado.

Llegó á su casa cuando el médico salía.

—No es nada, hijo, no es nada. No ha sido nada. No te asustes, Ya se me pasó. Sólo mo queda esta mano un poco hinchada y torpe. Sin duda al caer, caí sobre ella y yo peso mucho. Peso tanto, que ya ves; cuando me dió el vahído íué aquí. Yenía yo á buscar no sé qué cosa, y ¡cataplum! al suelo. Pues entre Julia, Amparo y la criada, que también se levantó, éntrelas tres no pudieron llevarme á mi cuarto. Y aquí me tienes. En el tuyo. En tu cama. Y ya estoy tan ricamente. El médico ha dicho que me levante. Pero ¡yo tongo una pereza!.

Procuró sonreír j pero le fuó imposible. Miguel había palidecido, y estaba allí, escuchando aquella explicación sin atreverse á preguntar nada, contentándose con los detalles que lo tranquilizaban.

—Yo no lio venido esta noche...—articuló por último.

Pero el Sr. Loitia no le dejó concluir.

—Sí, ya supongo... por el periódico... por la política... estarás rendido... te se conoce en, la cara... has velado... acuéstate si quieres.

Y trabajosamente la mole de carne se incorporó:

—¡Vaya!... enseguida te harán la cama de nuevo.

—lío, no. No tengo sueño.

—Como quieras. Yo de todas maneras me levanto.

El joven iba á salí?.

—No te vayas. Espera. Cierra esa puerta. Estate aquí mientras yo me visto.

Rápidamente, al quedarse los dos solos, el padre dijo lo que hasta entonces había ocultado.—No vuelvas á engallarme. No lo intentes, porque no lo consigues. Ya te lo rogué una voz. Yo no quiero respetos tuyos que pueden confundirse con el temor. Quiero cariño. Quiero ser tu mejor amigo. Ya ves. No trato de reñirte. Eso se acabó ya.

Miguel bajó la cabeza.

—No trato de reñirte, pero deja que lo sienta. Con toda mi alma. ¡Hijo! esa mujer te ha vuelto loco. Haz lo que quieras. Ya eres un hombre y mi oposición no serviría de nada. Haz lo que quieras. Haz tu desgracia y la mía. Yo espero no sé qué. ¡TJu milagro! que Dios te ilumine. Que te se caiga esa venda de los ojos. Y si esto no sucede, lo que no consiga mi pesar, no lo puede lograr mi enojo de todas maneras, hagas lo que hagas, quiero que me lo consultes todo, quiero estar yo á tu lado, quiero vigilarte, porque en tu caso, en tu situación me necesitas para que yo te salve del peligro en que estás. No lo dudes. Estás en peligro de perder dos cosas. Las únicas que hoy posees. La inteligencia y la dignidad.

Irguióse el hijo. Iba i hablar, á dar una réplica, a interrumpirle con una protesta dichasinceramente, poro no profundamente sentida.

—Cállate, ca inútil. Sé lo que vas á decirme. Tú lo crees ahora. Quiera oí cielo evitarte la experiencia de lo contrario, Ta estás en la pendiente, y tienes que seguir. Por primera voz no has dormido aquí, cu tu casa, y ¿quién sabe? Empiezo á perderte. Ahora son las noches, dentro de poco serán las noches y los días. Yo viviré poco, pero por de prisa que venga la muerte, más pronto y más rápido ya siendo esto cambio. Tú no esperarás. To irás de esta casa, y estarás muy léjos; no podrás llegar á tiempo para verme morir y cerrarme los ojos.

—¡Por Dios, padre!

—¿Qué? Estas cosos que digo entristecen. Tienes razón. Hoy no debemos pensar en el mañana. Quiero que mis sentimientos vivan al día. Hoy longo hijo. Iloy me lo dejan. Estás conmigo lías venido. Celebrémoslo. Ea, no se hable mas de este asunto.

Y mientras acababa de vestirse, se complacía en que Miguel le ayudara.

—«¡Estoy tan gordo, hijo, que no puedo hacer muchas cosas 1» Y el hijo, arrodillandose ante él, le puso las botas, los pantalones, luégo le abrochó el cuello de la camisa.

—Mira, Julia y Amparo no saben nada. Creen que has estado en la redacción. No se lo he dicho. ¿Para qué"? Esto ya liemos convenido en que son secretos tuyos y míos. Las mujeres, ¿sabes? no pueden comprender á veces. Y á lo mejor, con su exaltación romántica, lo echan á perder todo.

¡Iluso, iluso hasta en esto! ¡Que no lo sabían! ¡Que no! Pues sí él no lo dijo, debieron enterarse de algún modo. Escu el laudo detrás de las puertas. Porque es lo cierto, que cuando Miguel dejó vestido al Sr, Loitia y salió al corredor, en lo oscuro de éste, encontró una mujer (pie lo detuvo, y apretándole el brazo con fuerza nerviosa, dijo estas cuatro palabras en voz baja, con ira reconcentrada;

—¡Estás matando á papá!

Era Amparo. Su hermana. No le dió tiempo á contestar. Se alejó.

Pero Miguel tampoco trató de detenerla. Miguel estaba en tal situación de ánimo, que ignoraba á punto lijo si era alegría ó tristeza. Sentía las dos á la vez; alegría, por su victoria, porque como tal consideraba el haberconseguido lo que consiguió de Rosita Pérez. Rosita lo amaba con pasión tan deliranto, que sacrificaba por él su bienestar. No otra cosa; Rosita lo había dicho. Rosita no quería al otro, cuya rivalidad y buena suerte sólo debió á su dinero. Despedirlo, confesarlo todo. ¡Qué hermosa estuvo durante aquella confesión! ¡Cuánto trabajo la costaba pronunciar, una tras otra, las palabras que, al oirlas él, debieron desgarrar, destrozar algo de aquello que lo dijo su padre que iba a perder! ¡La inteligencia y la dignidad! Aquí daba eomiomo la tristeza del joven. ¡La inteligencia! ¿Y por qué la inteligencia? No es cierto el adagio, ridiculamente axiomático, de que la pasión quita conocimiento. No lo quita en manera alguna. Pues-qué, ¿ignoraba él acaso en quó consistía su desgracia? Amaba, y su amor no era la claridad del día, sino el fulgor del incendio. Sabíalo demasiado. El primer beso, el primer sentimiento, impuros los dos, los dos carnales; la mujer querida ¡una buscona! Mejor. Lo profería así. Nada divino y todo humano. ¡Todo! El placer, snngre; el dolor, nervios; la cólera, bilis; la tristeza, llanto. ¡Mirar á lo alto! ¿No es mejor la tierra? Arribano hay más que azul. Abajo están todos los colores de la paleta. TJna virgen soñadora, un cuerpo delicado vestido por el pudor y por la túnica. ¡No! Una bacante, suelta y destrenzada al viento la cabellera, desceñidas las vestiduras. Esto es mejor. No ama la boca que no besó á nadie, cuando da su primer beso; ama la que da el último á uno solo. La dignidad tampoco estaba en peligro. ¿Por qué? IIubiéralo estado de continuar Rosita recibiendo el dinero y las caricias de otro hombre. Pero llosiia iba á vender sus muebles, sus alhajas, todo lo que de este hombre aceptó. Iba á vivir pobre para él, para él solo.

Contaba los minutos. Quería volver á verla. Su cabeza no estaba para tantas reflexiones. Vagaba todavía cu su imaginación el recuerdo de la noche pasada. ¡Una noche entera! Cuando creyó perderla, cuando oslaba resuelto á separarse, juntarse más los cuerpos y las almns, reunirse, soldar más fuertemente la cadena á los pies y á los brazos, con esposas y grilletes. Se contuvo, sin embargo. Supo refrenar su impaciencia, aquietar su afúu ante la mirada triste de su padre. De su padre, que cou aquellos ojos en que la bondad era todala pupila, parecía expresar una stfplíea, mientras que loa parpados se bajaban á veces como resignándose de antemano á la negativa. «Quédate, que espere por mí—decía toda la expresión;—por ella esperé yo toda la noche.» Y le hablaba de política, de literatura, de periodismo, de cosas que no entendía; hasta hizo conversación de aquella gran mentira de la crisis, y profetizó él, moderado histórico, hombre de confianza de González Brabo, que el gobierno de Cánovas no podía durar mucho, y que este país estaba perdido si no volvían al poder los liberales. ¿Por qué? Si el eondo de San Luis, su amigóte, resucitara para preguntárselo, no dejaría de contestar lisa y llanamente: «Porque los liberales son los de mi hijo. ¿Te parece poco?»

Pero no hubo remedio. No se le había ocurrido atrasar el reloj á escondidas del joven.

Y cuando más empeñado estaba en entretener á Miguel, variaron de pronto sus resoluciones. El enamorado sufría, se violentaba. «¿Note vas? Anda, hombre, que yo con mi charla no te dejo y tendrás hoy muchas ocupaciones.» Balbuceó un «es verdad, tengo que hacer. No me acordaba.»

[199]

Y salió apresuradamente para evitar un nuevo encuentro con su hermana en lo oscuro del pasillo. De todo lo ocurrido, lo que más dnnosamento llegó á sus oídos, fue aquella frase, aquellas cuatro palabras: «¡Estás matando á papá!» ¡Qué formidable acusación!... Le atormentaba como una idea mala, persistía en repetirse. «¡Estás matando a papá!» No pensaba en otra cosa. Y en lugar de ir alegremente á la cita de sus amores, iba reflexivo, tardo el paso y en el corazón había sentido la amargura y el golpe seco de los presentimientos funestos.

Rosita estaba contenta. Lo recibió sin quejas por la tardanza. En la vida de nuestra buscona, los acontecimientos motivaban esto júbilo, puesto que después de todo, ean variación, novedad y cambio. Lo que necesitaba para no sentir el hastío. Tres días llevaba de vivir dramáticamente, de ser personaje principal en aquellos episodios que la parecieron realistas, muy realistas. Porque Rosita era también literata de afición y tenía por un observador profundo al autor de La Dama de las Camelias, tomaba por buena toda la pedrería americana de este libro. Y cuando Dumas (hijo) metía el escalpelo en el corazón, se figuraba que estaba operando en una entraña humana, aunque tocándola viese que era de cartón-piedra. Para nuestra heroína, imitar á Margarita Gauthier no era romanticismo, Y aquella decisión suya, aquellos desprendimientos, aquel despedir al amante rico para consagrarse al amor, á la juventud y á la pobreza de Miguel, no era novelesco, sino práctico. Margarita Gauthier hubiera hecho lo mismo. En una palabra, consistía el romanticismo de Rosita en no querer tenerlo.

Cuando se marchó el joven por la mañana, hubo en la casa una disputa, una reyerta, casi una riña. Doña Angustias y Juanito habíanse enterado del caso estupendo. La esceua fue repugnante. Creyeron fácil intimidarla, ejercer sobre ella el dominio que durante tantos años la tuvo á su merced como una cosa, como un instrumento dócil. Pero esta vez, Rosita se resistió, sacó á relucir energías que nunca la conocieron, y sin discutir, impuso los hechos con cuatro palabras muy bien dichas, como ella sabía decirlas.

—Basta. Es verdad. El duque no vuelveporque yo no quiero. Miguel viene porque á mí me da la gana.

—¡Descarada!—grité doQa á ngua tí as.

—¡Bespeta á tu madre!—secu n á ó J uanito.

—¡JE madre! Si pudiera dudarse eso, lo dudaría. ¿Qué ha hecho conmigo mi madre¹! Que lo diga, que me conteste. Ahora mismo, ¿por qué me increpa, por qué me riñe? Porque me niego á la explotación asquerosa. Yo soy uua perdida, pero lo seré menos con Miguel, á quién amo, que con el duque, á quien me vendo lio dicho que no quiero discutir. Mo pregunta mi madre qué es lo que pienso hacer, y voy á decírselo. Pienso vivir con lo que tengo y con loque tiene mi amante. Ya está decidido esto entre los que lo han de decidir. Entro él y yo, entre los dos. Él tiene ahora poco, pero tendrá más, tendrá lo suficiente. Y os advierto, que si algún día se le antoja venirse á vivir conmigo, conmigo vivirá.

—En mi cnsa no,—objetó la madre.

—¡Ah! cierto. Puede usted oponerse. Puedo usted echarme de aquí. Esta casa la pago yo, pero el contrato y los recibos están á nombre de usted, Puede usted hacerlo.

—Y lo haré.—Usted lo hará y yo liaré otra cosa. Los muebles todos son míos. Tengo las cuentas extendidas á mi nombre. Usted se queda con su casa y yo con mis muebles. Veremos quién sale perdiendo.

—Tú no harás eso—exclamó Juanito levantándose de la silla, dando un puñetazo en la mesa para imponerse.—Tú no harás eso, porque estoy aquí yo para oponerme. Para defender á mi madre.

—No des golpes, no grites, que no nio asustas. Yo no haré eso si mi madre no hace lo que ha dicho. En cuanto á tí, es distinto. En cuanto á tí también he pensado que no tengo obligación ninguna de mantenerte. Eres un hombre. Destinos hay en Madrid, hijo, y si no, arrancas piedras. Couque, basta de disputas. Luégo vendrá Miguel;—y llamando:— Anieetal

Se presentó al punto.

—Cuando venga el señorito, que pase a mi cuarto.

Díó media vuelta y los dejó solos en el comedor. Madre é hijo quedaban aterrados. Juanito no salió no recorrió los cafés aquella tarde. Estuvieron hablando largo rato.

X

¡Cuánta razón tenia el Sr. Loitiai ¡Cuánta razón, cuando seexpresaba con aquellas tristísimas palabras que escuchaba el hijo sin oponer la repuesta única que tienen y de pie auto su padre: de rodillas es como se escuchan, y pidiendo perdón es como se contestan.

«Hoy no debemos pensar en el mañana. Quiero que mis sentimientos vivan al día. Hoy tengo hijo, noy me lo dejan. Estás conmigo. Has venido. Celebrémoslo.»

Tros meses después, Miguel no volvía. El gobernador de los moderados recibió una carta. ¡Una carta 1 La primera. Nunca se escribieron porque nunca se habían separado.

Hasta el procedimiento era torpe, era cobarde. Se escribe lo que no se tiene valor para decirlo de palabra. ¡La carta de Miguell Una carta absurda, llena de bajezas que solo se disculpaban con la demencia de quien la escribió. Un hombre de talento acordándose de la desesperación suya, y no pensando en la de loa demás, Pidiendo perdón y dando puñaladas, ¡Un parricida! Y en loa mis suplicantes párrafos se adivinaba que la pena estaba iéjos de su ánimo, que la precipitación por llegar á la firma, era prisa por encontrar después del líltimo trazo una grande alegría, alío puedo vivir más que con ella. 8o ha sacrificado por mí, lio quiere, y yo la quiero. No me despido de nadie. No me voy de Madrid. Nos veremos lodos loa di as.» ¡Egoísta! Loco I i Ingrato I Pero sobre todo, loco, ¿Quién sino un loco tiene valor para herir de esta suerte? El Sr. Loitia resistió el golpe, porque ya estaba preparado para recibirlo, porque lo esperaba.

—¡Dios lo perdono á esa mujer el daño que me ira ce!

¡Siempre lo mismo! Su hijo no era culpable. Era ella. Y por el amor dol lujo, quería todo lo más sublime que puedo querer la abnegación. Quería que por este amor se salvara. ¡Que Dios la perdonase!

Eu cuanto al hijo, también tuvo una súplica ferviente, también hizo un voto al cerrar la carta, al enviarla á su destino. Se acordó de las cuatro palabras famosísimas de Amparo, de su hermana.

—¡Dios quiera que viva mi padre!

Pero Rosita oataba á su lado para disipar estos temores. Rosita Pérez, casi, casi, desdo aquel día podía llamarse Pérez de Loitia. Desdo aquel día, desde aquel momento iban á vivir como marido y mujer. Eso lo dijo olla.

—Ya verás qué buena pareja hacemos.

Y luégo, como él se entristeciera, como él se apurase al considerar los pocos recursos cou que para vivir contaban.

—No importa, Aííguel mío, no importa. Seremos pobres, para ser felices.

Como estas frasea, tenía muchas Rosita, la enemiga del romanticismo.

Al principio todo se convirtió en motivo de fiesta. Era una diversión cada vez que se acababa el dinero y tenían que vender ó que empeñar algo. Había mucho. La casa estaba bien surtida de todo cuanto Dios crió. Si era vento, se recorrían Jas tiendas de muebles usados. Si empeño, las casas de préstamo, Salían los dos alegres como si fueran de compras. Buscaban el sitio donde les dieran la mayor cantidad. Cobrada ya, jamás dejaron de celebrar el negocio de algún modo. Aunque no fuera más que con una caja de dulces. En cuanto á la vida era fácil, cómoda, y con esta nota de bohemia, tenia grande encanto. Miguel iba á la redacción á los diez de la noche, escepto alguna que otra, en que el regocijo era mayor, porque en el periódico se recibían localidades de todos los teatros de Madrid, cuyas localidades se repartían los redactores por riguroso tumo, y cuando éste era el de Miguel, al recibir las dos butacas de ordenanza y de costumbre, daba un salto de gozo.

—¡Mira! ¿A que no sabes para qué teatro son?

Pero la buscona ya las conocía poT el color de los talones, y nunca los escondía él con la debida presteza.

—¡Ah! Sí. Ya las lie visto. Son para el que á mí me gusta. Son verdes. Para Eslava.

Se daban las disposiciones oportunas. Aniceta apresuraba la comida. Porque había que comer más temprano. El teatro era la diversión favorita de Rosa. Le gustaba el teatro por el teatro, por la comedia ó el drama que representaban; no iba por la gente, por los espectadores; no iba como va la mujer, sino como el niílo. No quería perder ni la primera escena. Desdo que estaban las localidades en su poder, era el suyo un regocijo infantil lleno de impaciencia. «Me vestiré ahora mismo. Y tú también. Comeremos vestidos. Hoy no tomamos cafó d, los postres, ¿entiendes? Hay que llegar á tiempo. La función empieza á las ocho y media.» Y buscaba El Imparcial, al que continuaba suscrita para ver los títulos de las obras que se ponían en escena. Por los títulos quería adivinar la bondad de las producciones. Gustábala más la risa que el llanto. Llorar en el teatro constituye una diversión para los que no derraman muchas lágrimas en la vida real, para los seres felices. Prefería las funciones por horas, los sainetes, y hasta llegó á tenor sus autores predilectos. Ricardo de la Vega figuraba á la cabezado todos ellos; Luceüo, Mariano Barranco, Estromera, Vital Aza, Miguel Echegaray, esos, esos eran los que sabían escribir, en concepto de Rosita Pérez, y como se ve, no era nn concepto erróneo, y pronunciaba sus nombres tal como acabo de escribirlos, sin merced ni sefloría, tal como los oía en boca de su amante, que en su calidad de periodista-literato, adoptó estas familiaridades del oficio acostumbradas para todo personaje. Por la calle iba de prisa, irritábase criando Miguel se detenía á comprar cigarros, y después de comprados á encender uno, «Vamos á llegar tarde.» Eran siempre los primeros. Tarareaban las sinfonías de cada coliseo, porque ya las conocían, hasta el punto de decirlo el uno al otro: «Eso que estás silbando es la sinfonía que tocan en Variedades.»

Una vez ún las butacas, los ojos de Rosita Pérez no miraban más que al escenario. So quejaba de la duración de los entreactos. Aquella naturaleza enferma tenía sus predilecciones por la comedía, que demostraban el esquí sito gusto y el sentimiento maravilloso de la betleza-Yerdad. No sabía dar razones críticas, pero el drama Jo encontraba falso, y Echegaray antojAbásele un autor de poco valer. «¡Oh! los versos, sí. Bus versos me gustan. Pero lo demás no tiene mérito.» «¿Y por qué? ¿Qué sabes tií?»—replicaba Miguel.—«Es verdad, yo no sé nada, pero mira, sé lo que son las pasiones, y yo te digo que eso no lo sabo como debiera saberlo tu autor dramático.»

Todos estos comentarios se hacían siempreó la salida del teatro. Rosita acompañaba á Miguel hasta cerca da la redacción. Allí metíase en un coche que la llevaba á su casa. «¿Que acabes pronto, eh? Y si estoy dormida, me despiertos.» Nunca tuvo que hacerlo. Noches hubo que el esees o de trabajo 1i izóle regresar á las cuatro de la madrugada. La encontraba despierta, esperándolo. Contaba lo que había escrito, porque ella deseaba saberlo, y así llegó á estar muy enterada de la política, y la gustaba mucho. Esa política menuda, de personalidades y de chismes, la política nuestra, la española, antojábase)o hecha por mujeres y para mujeres. Leía los extractos de la sesión, y cuando dos diputados se insultaban, sorprendíase en extremo de que no se batieran. A las diez, cuando oían oí conocido grito del vendedor de flores, despertaban siempre. Pero no se levantaban hasta las doce dadas. No iban al comedor. Allí mismo, en el gabinete, tomaban su almuerzo, una tortilla, un poco de carne asada, una taza de caló con leche, una laza grande, hume ñute, en la que mojaban sendas rebanadas de pau tostado con manteca. Y nada más. Eran pobres y no tenían-para otros lujos; dijéraso que estabantomando la pobreza como cosa de juego y risa, á juzgar por el apetito y la alegría COD que empezaban y terminaban esta primera comida.

Vestíanse luego, si el día estaba hermoso, sí no amenazaba lluvia, y juntos, muchas veces del brazo, como dos reción casados jóvenes, íbanse á dar un paseo por loa sitios en que habia poca gente, por el Campo del Moro, por las alturas de Fuencarral, en dirección al Depósito de Aguas, aun cuando este itinerario no les gustaba mucho; era triste, veían siempre los cementerios, y en cambio, en las umbrosas alamedas del Retiro, en las que están más léjos del paseo de coches, perdíanse sus pasos haciendo crugír la menuda arena, y sonaban á veces bajo los árboles, en los sitios más escondidos y solitarios, sus carcajadas y sus besos. Estaban allí hasta muy tarde, y entonces Rosita cantaba, con su hermosa voz de contralto, su voz que era como sus sentimientos, hermosa, pero no educada ni bien dirigida, cantaba los couplets de los sainetes, las arias de las zarzuelas, todo lo que oyeron los dos yendo gratis á los coliseos con las butacas que regalaban á la redacción.

[211]

En la vida de Miguel no había más que un remordimiento, una sombra que se interponía á veces como una nube para quitarle todo aquel sol. Esto sucedía siempre que se acordaba de BU familia, Algunas noches, no pudícmdo resistir al deseo de ver á su padre, simulaba tener trabajos urgentes y apremiantes en el periódico, adelantaba la llora de salida, íbase á las nueve. ¡Dios mío! ¡Si estará mi padre enfermo! Hace dos días que no le veo. No sé nada. Entraba en el cafá Suizo. No. No estaba enfermo. Allí estaba. Donde siempre y cou los de siempre. En la mesa de los padres. Pero ¡qué cambio! Ya no se lola allí el articulo de Miguel. El Sr. Loitia, rodeado de sus antiguos amigos, descubierta la cabeza, cuya calva reluciente y limpia yeíaso desde todas partes, no era ahora el que llevaba la batuta en las conversaciones. Los otros hablaban, procurando distraerlo, y el escuhaba á veces sin oir, pensando sólo en una cosa, volví dudóse de vez en cuando para mirar á ta puerta de entrada. Ahí viene.» Y los amigos cnllaban, dirigían todos la vista hacia el mismo sitio. Ya sabían quién era el que venia. El hijo, el hijo ingrato que iba al café á yor ó su padre: Siéntate, Toma algo.» ¡Qué emoción, en la YOZ! ¡Qué manera de decir estas palabras! Miguel sentíase turbado, conmovido. «¿Qué haces? ¿Trabajas? ¿Ganas mucho? «¡Sí, si! Bastante. Pero ¿y usted, papó? ¿Cómo está usted?» «Yo... bueno, muy bueno. No siento nada. No me duele nada. La mano, ¿sabes? Eso es lo que me molesta, Está muy torpe. No muevo bien los dedos desdo la noche de la caida. Pero, ¿cómo no has venido? Dos días 1 ¡Hace dos días! ¡Hijo! no te acuerdas de mí.» Y luógo con mayor súplica, bajando la voz: «Cuando no te veo, me figuro lo peor, Si caes enfermo, ¡por Dios! vuélvete á casa.» Aveces no podía resignarse. Entonces íbase con él á otra mesa para que no le oyeran, a Vamos á vor, eso e3 una locura, Esporo que te se pasará muy pronto. No es decente, no es decoroso. Me estós poniendo en ridículo. Y tú pierdes. Tú pierdes mucho. Vivir con una querida! Ya me lo dicen, ¡Qué lástima! Te desprestigias. Nadie lo ha visto bien. Estabas en muy buen concepto.» Pero el joven resistía, porque aquellos mismos reproches tenían el sello de la debilidad de carácter de que adolecía el gobernador de los moderados para con su familia. Volvía con la resistencia del uno la resignación del otro, «¿Necesitas algo? Ta sabes que yo no puedo darte mucho. Pero no te apures. No pases angustias. Siempre acude á mí, autos que ¡i nadie.» «No, no. Tengo dinero.» Y á la hora de separarse, la última pregunta: «¿Estás contento? ¿Eres feliz siquiera?» No se resignaba con verle partir. «Espérate. Yo también me marcho. Te acompasaré hasta la red acción. Con eso iremos hablando de nuestras cosas por el camino.» Y apoyándose el padre en el brazo dol hijo, sallan así del café. Siempre tenía una esperanza, la de convencerlo á fuerza de cari fio y amonestaciones de todo género. La del regreso del hijo al hogar. La despedida definitiva era siempre igual. «¿Vendrás mañana, oh? ¿Vendrás mañana?» «Si, si, papá, hasta mañana. Cuídese usted mucho.»

Pero jamás logró el Sr. Loitia ver al joven dos días seguidos. Había una lucha entablada entre el gobernador y Rosita. La mujer amada tenía celos del padre; celos y temor. Por eso ocultaba Miguel sus entrevistas. La buscona recelaba, estaba intranquila; su cariño, como todos, era egoísta. Adivinaba lo que enacuellas conversaciones era objeto de repetidos ataques. T ella también, también procuraba contrarestar el efecto que pudieran producir en el ánimo de su amanto los ruegos y quejas paternas. Ah! si Miguel volviera á su casa, todo estaba perdido para siempre.

Inútil temor. El amanto aquel no era como los otros, no era ni siquiera como el duque de Tres Estrellas; á Miguel no pudiera la buscona, en identidad de casos, despedirlo con una primera reyerta; no era fácil romper los lazos formados por la juventud entusiasta de este hombre que amaba por toda la vida y por una vez sola. Bien lo sabía y lo preelijo el señor Loitia: Su corazón es así. Esa ó cualquiera otra. La primera será la última.» Tenia razón. El duque de Tres Estrellas, hombro de mundo, acostumbrado á sufrir, tuvo el valor de resignarse, de poner á salvo su dignidad, que estaba en riesgos de obedecer á la pasión sentida, haciéndole postrar de hinojos ante aquella buscona, ante aquella carne de mujer que acababa de abofetear, y suplicarla en esta actitud humillante. El duque de Tres Estrellas al día siguiente regresó á Londres, herido, maltrecho, pero entero, gritando como [215] las víctimas del circo: ¡Morituri te salutant! y cayendo con gracia esclavo del vicio, pero más esclavo del buen tono. Miguel no. Miguel, por amor á sí mismo, por amor á la vida, que esperaba larga, como la espera el joven; por amor á la íelicidad que se presiente á los veinte años; por todos estos tumores, y no por los que tenía á Rosita Pérez, persistiría basta el fin, sacrificándolo todo, tirando al mar sus mejores joyas, su tesoro, el talismán que tuviera, y hasta el último instante, desgarradas las ropas, sintiendo el frío penetrar mortal mente en loa huesos, seguí rln, desnudo y agonizante, abrazado al cuerpo de la mujer, aun cuando la mujer, por salvarse, le rechazara, ¡aun cuando muriese I sin soltar el cadáver, porque los cadáveres son cuerpos flotantes sobre las olas.

Así sucedió, y pudo convencerse de ello Rosita Pérez, cuando pasndos los primeros días, cuya tristeza se soportaba por la novedad de la vida en común, tuvieron Rosa y Miguel su primer disgusto, y la realidad vino á poner sus rudos y groseros estribillos á la canción de amor.

—¿Tienes dinero, Miguel?—No. Hasta fin de mes, ya sabes que no cobraré la paga.

—Pues es preciso que la pidas adelantada.

—No puedo ser. Yo no hago esO.

—¡Tú no haces eso! ¡Tú no haces eso! ¿Y por qué? ¿No hago yo otras cosas?

El joven la miró sorprendido. No conocía aquel lenguaje. Hasta aquella noche su querida eludió la conversación siempre que recaía sobre los recursos con que se contaba para las necesidades de la vida. El daba íntegro el sueldo que disfrutaba en el periódico. Yeía la desaparición de un mueble, «notaba la falta de un traje, de una pulsera.

—¿Pues y eso?

—¡Ahí ¡eso! puedes figurártelo—contestaba Rosita riendo—ya está convertido en plata.

Y si él se entristecía, era Rosita la que exclamaba.

—No seas tonto. Qué le hemos de hacer. Ya vendrán días mejores. Ya ganarás tú más. Nosotros, al reunimos, no ha sido para poner casa. Sino para quitarla.

Pero todo cansa. Los días mejores tardaban mucho en llegar. Miguel seguía cobrandoúnicamente los quinientos reales mensuales. La buscona vendió primero una sillería que reemplazó con otra de madera curvada, y ganó en el cambia una diferencia de cincuenta duros. Otro mes se vendió el piano; después de todo no lo sentía, porque era un objeto de pura lujo, ella lio lo tocaba. Procedióse luego al empeño de alhajas. Ahora no llevaba nada, ni pendientes en las orejas, ni anillos en los dedos, ni pulseras en los carnosos brazos. Este fuó su primer sentimiento, pero en último coso quedaba la esperanza de pagar los intereses, y las alhajas no estaban perdidas.

Pero ya se trataba de una cosa más seria. Era distinto. Después de los muebles innecesarios, tenía que tocar á los que fueron de uso, á los que nos interesa poseer, porque se les cobra cariño, porque forman parte de nuestra vida, y son, cajones en qué se guardan más recuerdos que ropa; sillas que tienen como huella la forma de nuestro cuerpo; mesas cuyos tableros más de una vez rozó el codo cuando en momentos de meditación apoyamos la mano en la mejilla; retratos que parecían estar mirándonos siempre; cuadros que distrajeron nuestros ocios; espejos que contestaban á largas consultas con una afirmación halagüeña.

Esto para la mujer no es vender muebles, sino amistades, y aquel día lo pasó Rosita Pérez pensando mucho, antes de decidirse á

la conversación que por la noche tuvo con eí

«

joven. Era necesario. Si Miguel no ganaba pronto un sueldo, doble por lo menos, aquello iba ¿sor un desastre.

—No te incomodes. No quiero que tengamos nunca disputas por dinero.

—Si no es eso. Es que necesito para mafiaña esos veinticinco duros. Es que si no los pides en el periódico, mañana tendré que vender, y... no quiero.

—¿No has vendido otras veces?—preguntó, increpó el joven adivinando el cariño que pudiera tener Rosita á los regalos del duque de Tres Estrellas, y sintiendo renacer sus celos,—haz lo que te parezca. Tú no quieres vender, y yo no puedo pedir adelanto alguno.

Con esto separáronse mal humorados, y cuando volvió de su trabajo no la encontró como otras veces, despierta y esperándole, aun cuando fueran las cuatro de la madrugada. Dormía ó simulaba dormir. al día siguiente cuando se despertó Migue, Be encontró solo en el amplio lecho. Rosita habla salido muy de mañana sin duda. Leyantóse mal humorado, se vistió, y abriendo el halcón la esperó allí, impaciente, ¡ntranquilo, mirando á todos los que pasaban. La vió venir de lejos, andando de prisa, nerviosamente. La acompañaba un sugoto á quien el joyen creyó conocer. Cuando estuvieron más cerca se convenció de que no se engañaba. Lo conocía. Eva el prendero á quion hablan vendido el piano y la sillería.

Entraron los dos apresuradamente. Miguel siguió en el balcón, no quería presenciar la venta. Pero oyó la voz de Rosita detrás da él. Se trataba de algún mueble del gabinete.

—Tamos, sea usted más razonable. Sesenta duros es muy poco. Ya lo sabe usted. Dos mil reales y trato hecho.

El prendero se resistía...

—No puedo. Eso sí, la cama lo valo, pero no puedo. Los negocios están muy malos.

¡Ab! La cama. Iba á vender la cama. El también sintió entonces lo mismo que la buscona, Se conmovió, sufrió, ¡Dios mío! ¡Maldito dinero!

La venta se terminó por una transacción de ambas partes.

—Se hablemos más. Ochenta duros y una cama de acoro muy bonita, y tan ancha como ésta. La que tongo en la tienda, á la derecha. Ya la ha visto la señora.

Cuando se íué el prendero, Miguel entró de nuevo en el gabinete: de pió ó inmóvil anta el objeto vendido, estaba la mujer llorando.

—¡No llores! Rosa. ¡No llores! Tranquilízate. Yo me voy ahora mismo...

—¿Adónde vas till ¿Con tu padre? ¿Ta también me dejas?

—No, vida mía, no. No te dejo. Me voy á decirle á ese hombre que no vendes la cama, que no mando el dinero, que no se la llevo.

—Y quó haremos. ¡Dios mío!

—Pediré el adelanto de los veinticinco duros. ¿No te basta con eso? ¿No me digistes que eso era lo que necesitabas?

Las lágrimas se secaron, lanzó un grito de alegría, se abrazó á su cuello.

—¡Abl ¡Bendito seas! ¡Qué bueno eres! Nono, nene mío. Anda, mi vida, corre. No vayan á venir. No vayan á llevársela. ¡Es nuestra cama!

XI

Por la tardo fueron á cumplir sus gustos, dando uno de aquellos larguísimos paseos por las alamedas más umbrosas del Retiro, Estaban contentos. Habíanse reconciliado por medio del generoso arranque de Miguel. En el periódico, por ser la primera vez y sin ejemplar (estas fueron las frases del director-propietario), le adelantaron el sueldo. En cuanto se vió Rosita bajo los árboles, empezó á correr y á saltar como una chiquilla.—¿A que no mo alcanzas? ¿A que corro más que tú?»

Y sus precipitados pasos llevábanse un torbellino de enaguas y de seda, de ruidos y perfumes que se alejaba por la arboleda, asustando á los pajarillos, tronchando flores y pisando el césped. Volvía el rostro de vez en cuando,.Miguel corría más, iba ya á sus alcances; daba un hermoso grito de ninfa perseguida por un fauno, grito que pudiéramos llamar de temor, si no tuviera este temor todas las alegrías de la esperanza, y corría más, muclio más, palpitábale el corazón, afluía la sangre á colorear sus morenas mejillas, se cansaba. ¡No me oojas! ¡no me cojas! Y al poner él la mano en la cintura, se paraba jadeante, quería reir y tenía que respirar, «Vamos á sentarnos.» «No hay bancos.» «Aquí en el césped». Ella se sentaba muy bien, burlándose de Miguel que no sabía, que estaba incómodo en cualquier postura.

Entonces hablaban un rato formalmente.

—Desde hoy vida nuera. No quiero que vendas nada. Yo buscaré. Ya conozco á mucha gente. Voy á escribir un libro. Una novela, Td verás. Y todos esos artículos los cobrará. Iré á las redacciones donde los aceptaron. Los venderé a mitad del precio que pagan, con tal de que me entreguen el dinero en el acto.

Y Rosita le creía. Tenía como él, puesto que como él era joven, la confianza en el porvenir, Tabíén ella tomó sus resoluciones.

—Y si no encuentras, no le apures. Lo que yo nú quiero es que riñamos como ayer y por lo de ayer. Eso nunca. ¿Sabes? Yo te quiero á tí. En teniéndote á mi lado, estoy contenta.Me basta. La cama no la venderemos, pero lo demás, si es preciso, yo te prometo que saldrá de casa sin sentirlo, sin apenarme por ello. Me distes una lección esta ni a (lana y sabré apro vedi armo de ella.

—No, no. Te repito que no se vondorá nada.

—Bueno. Bueno. Tú déjame á mí, Que yo sé lo que tengo que hacer en llegando el caso.

Ya estaba oscureciendo. Volvieron por la calle de Alcalá, y al llegar á la Cibeles, empezaban á encenderse los laroles.

—Vamos de prisa. Aníceta seria capaz de echarnos un trepe por la tardanza. Sabes que no lo gusta servir la comida cuando no está en su punto.

—Parece muy buena muchacha.

—Sorá siempre nuestra criada. Nos quiero mucho. ¡Si tú supieras 1...

Estaban en uno de esos momentos de felicidad, en que gusta hablar bien de todo el género humano.

Llegaron pronto. Al verlos en el portal, la aeüd Petra sallé de su chiribitil. Era su rostro la expresión de la maldad, era constante. Puso una cara muy compungida para ocultar su regocijo. Con esto aumentaron sus amigas de tal suerte, que repugnaba.

—Señorito,—dijo, fijando en Miguel sus ojillos lacrimosos,—una noticia, una mala noticia» Han traído un recado para usted.

—¿Para mí? ¿Quién?

—Una señorita. Ha estado aquí. Yo la dije que subiera, pero no quiso. Venía llorando. Al saber que usted no estaba, y que no podía yo decir dónde se le encontraría, quedó consternada. Por último se decidió á dejarme dicho lo que era, con encargo de que en cuanto usted viniese...

—¿Y qué? ¿Qué es ello? Acabo usted por Dios.

—Pues rae ha dicho, dice: Dígale usted que se vaya á casa inmediatamente, que papá ha tenido un ataque de apoplegía y el médico no responde.

—¡Mi hermana I Era mi hermana!—y después del terror con que salieron esta3 paísbras, gritó con desesperado acento.—Mi padre se muere! Virgen santa! ¡Voy! ¡voy corriendo!

Y salió como un loco. Rosita tuvo que sentarse en la portería, pálida, casi desmayada.—I Tome usted un poco de agua!

Pero rechazó la oferta. Y en cuanto cesó el temblor convulsivo, en cuanto pudo sostenerse en pie, subió la escalera, sin ideas, siu fuorzas casi, anonadada.

Así entró, sola, y cayó desvanecida como una musa en brazos de Anieeta, da aquella buena muchacha que los quería tanto.

Miguel iba tan siu tino, que hubo de detenerse una vez, porque no conocía la calle. Tal aspecto nuevo toman las cosas que hemos visto siempre, cuando los ojos que las miraron sorcuos, reciben la imagen en una retina que debe sufrir alteración en su limpieza, comunicada ¡quién sabe si por las alteraciones mismas de la sangre y del cerebro! El hecho es, que estaba en la calle de Fuencarral y lo costó gran trabajo convencerse de ello. Después siguió andando, no por la acera, sino por medio, por el arroyo, evitando instintivamente los ruedas de los carruajes, apretando los pullos, cerrándolos hasta clavarse las ufias en ia palma de la mano, los dedos enroscándose sobre sf mismos, como serpientes, para hundirse en la carne, como aceros, para pincharle. Y él no sentía nada, Ni siquiera observó que las gentes le miraban, Contenía el llanto para apresurar el paso. Contenía el llanto como si inora sangró de una herida. Si acababan de herirle, y si se desangraba iba á caer. Tal se figuraba de su dolor, que como un golpe lo sentía, no moral, sino hasta íisicamente. Un golpe, una estocada nmj cerca del corazón, tan cerca, que su corazón, no lo recibió, por encogerse del susto, por replegarse, y ahora el pecho apenas latía. Más experimentaba terror que pena tSe figuró que le seguían como á un criminal t¡¡A ese! ¡á esc! Ha matado á su padre.» Era la voz de su hermana, La ilusión fuá tal, que tuvo intenciones de huir, volvió la cabeza. No. Todos seguían su camino... Su padre estaba muriendo. Tenia que llegar pronto, cuanto antes, para encontrarle con vida. Meterse en un coche. Imposible. Se negaba el cuerpo al reposo. Morir él también, 1c parecía irremediable, si se detenía, si se sentaba. «Anda ¡andaI janda! janda!» Llegó á decírselo á sí mismo, como un mandato incesante de la voluntad. La calle de Valverde estaba muy cerca. Ahora entraba cu la de San Onoíre. Había pocagente. ¿Sí 1c dejarán correr? iCoaa extraña I Un medio de aquellos anhelos de su pesar, se opuso á este deseo por el ridículo temor de llamar la atención, de provocar las carcajadas de los transeuntes y los silbidos de los pilluelos. Andaba, eso sí, muy de prisa, y siempre por en medio, por el arroyo, tropezando en las desigualdades del empedrado. ¡Se acabó la calle de San Onofre! Ya estaba en la de Yalverdel en la esquina de estas dos, balda una turba de chiquillos jugando. Empezó á subir la cuesta, con el cuerpo indinado hacia delante, moviendo las piernas y los brazos, ayudándose como podía. La misma atmósfera antojábasele un obstáculo. Una barrera que iba salvando, arrollando, á fuerza de empujones, puñadas y puntapiés. De pronto le pareció que le seguían. Esta vez era verdad. Detrás de ól dos ó tres chiquillos, al ver aquel señorito que andaba así, sin guardar los miramientos debidos a la seriedad de la chistera, el reposo que tan recomendable es para los faldones de la levita, iban pisando por donde ól pisaba, moviendo como ól los brazos, á semejanza de las aspas de un molino, burlándose, imitándolo. Esto le irritó. Luego [228] el desgraciado, se apoderó de uno de ellos, el que estaba más próximo, y que por tanto no tuvo tiempo para huir. Quería pegarle, poro ao contuvo. Su desconsuelo no daba lugar á los arrebatos de la Ira.

—¡Tienea padre!

—Sí.

—¡Pues mira, no te burles de mí! Sabes por qué voy de esto modo. Porque voy á ver al mío, que se me está muriendo.

El chiquillo se puso muy serio, «Vaya usted, vaya usted, señorito, y el primero que quiera divertirse, ahora tendrá que verso a morras conmigo.»

Entonces él, á pesar de la prisa, se detuvo. Era la primera compasión que encontraba. Se detuvo, levantó al muchacho á pulso y lo dió un beso.

Por fin, por fin ya estaba en su casa. Subió ¡as escaleras como un loco. La puerta de la escalera estaba abierta. Oyó lágrimas. Entró, no con el mismo ímpetu, sino acometido de un profundo y repentino respeto, de puntillas. Vió caras desconocidas. «Es el hijo»—oyó que decían aquellas gentes, dejándole paso.

—¡Vivel ¡Dónde está mi padre! ¡Julia! ¡Amparo!

Acudió la madrastra, que venia por el corredor.

—Pero ¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿Cómo ha sido esto? Diinelo. ¿Pero ha muerto? ¿Ha muerto ya?

—Tranquilízate. Yive aún. Vive, pero no conoce á nadie. ¡Se temo un derrame !

—¡Quiero verle !

—Entra.

Entró en la alcoba. No lloraba. No quería llorar aún. ¡Quería veri Sobre una cómoda, una bujía alumbraba la habitación. Habla dos ó tres personas. No saludó, no supo quiénes eran, ui lo que hadan allí. Rodeaban la cama.

—No lo veo, ¡Fuera! Quítense ustedes.

—¡Es el hijo I—volvió ¿repetirse en sus oidos, y entonces obedecieron. Dejaron libre el paso, y la cama en ton eos apareció ante sus ojos. Sólo, junto á la cabecera, una de aquellas Jornias humanas no se bahía movido. Una mujer envuelta en un mantón negro, que escondía la cabeza entre las ropas del lecho. Estaba sollozando.Era su hermana. Era Amparo.

Miguel fijó las miradas en el moribundo. Sintió fijas en su cara las de los demás. Presumió que le contemplaban con esa curiosidad compasiva que siente el prójimo hacia todo protagonista de un drama de la vida real.

Sobro el locho estaba el cuerpo del Sr. Loitia, del gobernador de los moderados. ¡El cuerpo! Sí. La Tazón, el conocimiento ya no estaban allí. Lo que veía Miguel era lacarne de su padre, carne viva aún, cuya vitalidad sólo estaba consagrándose á la respiración y á la queja estertórea, Aquél no eia su padre. ¡Dios mío I ¡No llegar á tiempo! ¡Ah! ¡Hesita! ¡El Retiro! ¡Maldito paseo!

—Desde que cayó perdió el conocimiento,—dijo en medio de aquel silencio la voz de la madrastra.

Amparo seguía en su actitud desolada. Siu levantar la cabeza.

—¿Pero no conoce? ¿Estás segura?—preguntó Miguel en voz baja.

Y al oir una queja mayor, un gemido más prolongado del cuerpo que sufría.

—¿Qué es eso? ¿Qué le pasa? ¿Qué pasa ahora?—¡Ay! nada. El médico dice que ese es nuestro único consuelo. Que él no tiene conciencia de su agonía. Que no sabe que se muero. Que se muere sin saberlo. Es la apoplegía.

—¿Pero se muere? ¿No hay esperanza? Di. ¿No da ninguna eso médico?

Julia bajó los ojos.

No pudo Miguel resistir más. Salió de la alcoba, y allá se fué á la sala, cayendo sobre un sillón, con todas sus Ligrimas contenidas hasta entonces, queriendo brotar á un mismo tiempo.

Al oir sus sollozos, una de aquellas que estaban en la alcoba, se acercó:

—Cálmese usted, vamos. Resignación. Esto había de suceder. Estaba indicado.

Una mujer. Una extraña. Miguel comprendió entonces su situación.

Ahora el Sr. Loitia no estaba allí para decir á todos: «Es mi hijo. Ea tu hermano. Abrazaos.» El Sr. Loitia no podía hablar.

—¡Ah, señora! ¡Ah, señora!

Y sin saber quién era, dejó caer su cabeza sobre aquel regazo, y siguió llorando.

—¡Bueno! Llore usted. Eso es bueno. Desahóguese usted.

Luógo separándose.

—Vengo enseguida.

V salió. Pero no fué sino un milmto. Allá, detrás de aquel tabique, en la alcoba del moribundo, oyó su voz insinúa uto, procurando convencer, rogando, suplicando.

—Vamos, hija, en estos casos... Al fin y al cabo tienes que considerar que el pobre sufro tanto como tú. Está allí. Está solo. Está llorando. Anda, ven comulgo. Dale un abrazo. Es mejor que lloráis los dos juntos.

Las puertas vidrieras volvieron á abrirse. Esta vez la desconocida no venía sola. Otra mujer la acompañaba. Otra mujer que, al llegar la claridad de la vela basta el sillón donde el sin ventura estaba, separóse de ello, se adelantó, cayó en brazos dul joven, besándole, llorando como ól, sollozando.

—¡Miguel! i CJ uó desgracia! j Qué horror! ¡No te lo decía! ¡Pobre papá !

—j Amparo I Hermana 1 Hermana de mi alma!

Y se besaron, quedando después rendidos y como desmayados en un abrazo.

Ella fué la primera que se repuso.

—¡Vflmosl ¡Basta! ¡Ton fuerzas! Ten valor! Ea preciso que tomes algo. Una taza de tila. Han traído anti-espasmó dice. Habrás sentido unaimpresión terrible. Ven, ven conmigo.

Le obligó á levantarse. Llevóle cogido de la mano al comedor, lo hizo sentar.

—La lila está hecha y caliente. Ahora mismo la tomarás.

—Bueno, sí liará lo que tú mandas. Lo mismo me da, Pero quiero verle otra vez. Quiero darla un beso. No se lo he dado, j Un beso, por Dios! Ahora vive todavía. Antes de que muera.

—Cálmalo. Si, Irás. Se lo darás. Ahora misino. Pero toma antes la tila. Estás nervioso, muy nervioso.

—Enseguida, Que la traígan enseguida.

Y de nuevo volvieron ¿í nublarse sua ojos. Lloró más. No creyó Miguel nunca que pudieran los ojos dar salida á tantas lágrimas. En cnanto á su estado norvioso, no creía en 61. Sólo cuando cogió la taza y se la acercó á los labios, comprcudió que su hermaua tenia razón. Temblábale el pulso. La porcelana castañeteaba entre sus dientes. La mandíbula infolio r tenía una irresistible tendencia á cerrarse contra la superior. Apuro de un sorbo oí hirviente líquido.

—Vamos, ya está. Vamos á la alcoba, 5 El beso! Quiero dárselo. Tú le habrás dado muchos. Lo quiero. Lo mando.

lío sabia más fórmulas que las de la súplica ó la orden.

Amparo comprendió que era imposible resistir tales estados del ánimo.

—Ven, ven conmigo. Iremos los dos.

Volvieron á la alcoba del moribundo. La vela seguía alumbrando con una lúa que se prolongaba cada vea más, a medida que se consumía, y daba oscilaciones y como latigazos de llama; seguían allí las vecinas de la casa. Los dos hermanos se acercaron á la cabecera.

El Sr. Loitia tenía puesto sobre la cabeza un gorro de goma que se llenaba de hielo, y se renovaba de vez en cuando. La almohada sobro que reposaba aquella cabeza era también un pellejo hinchado con agua helada. Todo esto para la lucha desesperada con la sangre que subía, con el derrame cerebral, que era inminente.

—¿Y qué más? ¿Qué más habéis hecho? preguntó el hijo ansiosamente.Una de las Tecinas contestó:

—Se han puesto sinapismos volautes en las pantorrillas. Tiene á los pies una botella de agua caliente. Y por último, el módico ha dicho que...

—¿El qué? ¿Qué ha dicho el módico?

—Qno á la desesperada, aunque la medicina moderna no es partidaria de semejante cosa, que ól no lo receta, pero que si la familia quiero darle nna sangría, ha de ser de brazo.

—Inmediatamente,—exclamó Miguel.—Inmediatamente que vénga el sangrador. ¿No dice que á la desesperada? Pues bien, sea. Que se haga todo. Que no quede nada por hacer.

Y era terrible oír en la nlcoba aquellas palabras que sólo inspiraba la locura del dolor y siendo la única interrupción que tenían el estertor creciente del cuerpo que reposaba como una mole de carne inerte sobre los colchones.

—Además,—añadió el hijo,—yo no he visto a ese módico. Quiero hablar con él. Que le avisen, ¡Que venga!

Entonces, la hermana, revistiéndose de valor, conociondo que era forzoso disipar de una vez tales esperanzas.

—Es inútil. El médico se ha despedido para no volver. Ha dicho, ha dicho,—y en este punto reprimió los sollozos,—¡que avisemos á la parroquia!

El hijo se cubrió el rostro con ambas manos.

Sintió de tal suerte, que no supo si arrodillarse ó blasfemar.

—¡Padre! ¡Padre de mi alma! ¿Qué es esto? ¡Virgen santa! ¿Qué es esto?

—Vamos. Dale el beso. En la frente. Dáselo y vete. Tú no tienes valor. No puedes estar aquí.

—Sí. Lo tengo. Ya lo verás.

Y serenándose, se acercó, se inclinó sobro aquel idolatrado rostro, contempló un momento aquellos ojos cerrados, que no volverían á abrirse, aquella expresión de bondad que ni la muerte pudo borrar de las facciones, puso sus labios en la frente y los sintió mojarse en el sudor malsano de la agonía.

—¡Obi me quedo. Me quedo aquí basta que muera,—gritó después del beso.

Pero la hermana y la madrastra se abrazaron á su cuello.

—No seas niño. Vente. Ni tú, ni nosotras.—¡Que no! ¿Y por qué no? Vosotras sois mujeres. Yo soy hombroEs distinto.

Y sintiendo un arrebato de cólera—¡Quitaros! Dejarme,—se agarró con ambas manos ó los hierros de la cama,—no hay fuerzas humanas capaces de nrraucarme de esto sitio,—dijo, dando una gran voz.

—Déjenlo ustedes,—¡ntervinieron la vecinas.—lío se quedaré solo.

—Gracias. Muchas gradas,—replicó Miguel, sentándose donde antes estuvo Amparo.

Ésta y Julia salieron. Cada vez se demacraban más ¡as facciones del agonizante. El derramo no podía combatirse.

¡Qué noche I ¡Qué horrible noche! En toda la casa no se oía más queel estertor, un hervidero de flemas, cada voz mayor, más fuerte, hasta el punto que, oyéndolo, repugnaba á loa sanos su propia respiración, puesto que la respiración había de acabar de esto modo.

¡Tres horas! jCuatro! Y el Sr. Loitia no se moría. Y el hijo continuaba allí, sin llorar más, saliendo de la alcoba de vez en cu nudo ou demanda de hiolo para renovarlo en el gorro y en la almohada. ¡Estaba loco! Aun tenía esperanza.Por allá dentro oíase hablar en voz baja y sollozar á Julia y Amparo. ¡El moribundo, á veces dejaba de respirar cinco, seis segundos 1 Entonces tampoco respiraba nadie. ¿Había muerto? No! El estertor se roanudaba.

A las tros de la madrugada se oyó una imprecaeiónhomblo. Era la voz de Miguel.

A poco, entre dos hombres sacaban al joven de la alcoba, accidentado, presa de convulsiones tales, que nponas podían contrarestar la fuerza comunicada por los nervios á la musculatura.

Y otro grupo se formó alrededor de Julia y Amparo que lloraban abrazándose.

El Sr. Loitia acababa de espirar.

EPILOGO

¡Bah! el epilogo. ¿Qué falta noshace? Pueden figurárselo todos los lectores que no sean románticos.

Miguel estuvo sin ver á Rosita Pérez los nueve días necesarios para recibir las visitas de duelo.

Pero luégo...

Luego, uua noche, Bosita Pérez oyó que llamaban violenta y apresuradamente á la campanilla, y al poco rato entró Anicotn con júbilo tal en su dnimoque no supo decir más que estas palabras:

—Señorita... aquí está... es él.

Y detrás de la buena muchacha apareció Miguel, vestido de luto, muy pálido, más delgado.

—¡Ay! mi neue.Se levantó. Corrió á su encuentro. El joven la abrazó estrechamente.

—¡Mi vida! jNo lloros! Yo te quiero. Te quedo yo, ¡Yol

No lloraba. Quedó líalo esa tristeza sin lágrimas que requiero más ternura y mayores consuelos.

—¡To quedas, oh! ¡Vuelves! Vivirás conmigo como autos, ¿no es verdad, como antes?

La rechazó dulcemente. La apartó de sí para verla mejor. La dió un beso. Después miró i su alrededor, como complaciéndose en los objetos que lo rodeaban. La Gimnasta y La Bañista, á uno y otro lado, en la repisa de la chimenea, seguían simbolizando, la una con su pirueta, y con su salto la otra, los dos ejercicios corporales. El armario de espejo reflejaba_ su imagen, la suya y la de su querida. El alto quinqué de máquina, daba una luz aminorada por la bomba de color de rosa, en forma de tulipán. Todo estaba lo mismo. Lo último en que se fijaron sus ojos fné en la cama.

—Como antes no, Rosa. Como antes es poco. Mejor que antes. Porque abora ya no1103 separaremos nunca íío me queda más carillo que el tuyo.

—¡El mío! ¡Lo tendrás siempre!

Hablaron no sé de qué cosas, muy cerca el uno del otro, y en voz baja.

A poco se acostaron, Se les olvidff apagar la luz.

Y quedó, como la vez primera, el gabinete desierto, y de todos los bibclotes y figurillas, la tínica que parecía sentir siempre su soledad y abandono, era la del pilludo de barro cocido, que levantándose la camisa, su único traje, llevábase el faldón á los ojos y lloraba amargamente.

FIN DE LA NOVELA.
[...]

Appendix A

Note: Véase La Pálida.

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Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2023). Spanish ELTeC Novel Corpus (ELTeC-spa). La buscona : edición ELTeC. La buscona : edición ELTeC. . ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-F490-B