- I -
Parece que quien escribe o cuenta de su vida, necesariamente ha de decirnos las maravillas del héroe, la excelsitud del genio, la destreza del pejenicolao o los donaires y travesuras de un Don Pablo...
Yo no he de asombraros por mis audacias, ni cegar vuestro entendimiento con las lumbres del mío, ni quiero que se me tenga por pícaro, gracioso y desenvuelto.
Empiezo confesando que mi nombre es el de Antonio, y mi linaje el de Hernando, de los ricos labradores de La Mancha, humildes y temerosos de Dios. Mis padres, por llaneza y poco cuidado en imaginar, no lo tuvieron de adornarme con nombre, que, delante de Hernando, calificase el apellido y aun entrambos se diesen pompa quimérica y resonancia. Pusiéranme Gerardo, Guillermo, Galileo -de la inicial G noble entre todas-, o Alejandro, Augusto, Alberto -aun de la misma A tan principal y de sencilla elegancia-, o Cayo, Castor, Carlos -de la C, letra romántica y gentil- y al oírlo o leerlo me imaginaríais con más agrado o presunción de lances estupendos.
Yo soy moreno como el pan de las familias pobres; soy alto y desmañado; y hay en las líneas de mis facciones algo como una duda o vacilación entre el europeo y cualquier hijo de raza oriental.
El haber dicho que tengo tan entreverado pergenio, pudiera llevaros a suponerme misterioso. Y no quiero: os recuerdo que mis padres eran manchegos, con residencia en la vega murciana, y añadiré que además de Antonio o Antón, según me han llamado siempre, ilustran mi cédula de nacimiento los nombres de Sebastián y Macario; aquél, para complacencia de mi padrino, Sebastián Reyes, mercader en cerdos y ovejas; y el último, porque vine a la vida el día de San Macario, pero Macario de Enero, pues se sabe de otro varón, santo igualmente, que la iglesia celebra el uno de abril. Estos conocimientos del martirologio se los debo a una abuela mía, que me guió y educó devotamente hasta su desaparición de la tierra.
Debo a la misma abuela la peregrina noticia de que nací al declinar el sol, cuando su redondo filo parecía hender la torre de una aldea lejana. Por eso, según la señora, los lóbulos de mis orejas están separados de los maxilares, y se advierte distinta tonalidad en la parda color de mis pupilas. ¿Pensáis que esto huele a brujería?
¡Pues no barruntéis ese infame pecado!, que mi abuela era cristiana rancia, piadosísima, limpia de alma y muy sana de cuerpo. Conservó vista para coser mis delantales, y blanca y entera la dentadura hasta doblados los ochenta años. Habitaba sola una ruin casita cerca del río. Me llevaba por las tardes, y contábame milagros y martirios de santos. Pensaba tanto en la muerte, que, en vida, pagó su entierro a once parroquias.
Y una noche, el buen río se hinchó con pujanza y estruendo, y llevose a mi pobre abuela dentro de su casa, y le dio ignorada sepultura sin la santa intervención de las once Iglesias.
Ya menguado y dócil el Segura, fui a su ribera, y lloré y maldije sus aguas.
Por las noches, el croajar de las ranas parecíame murmuración burlona de viejas malvadas que repetían parrr-ro-quiá, parrr-ro-quíá, parrr-ro-quiá.
Nuestra casa era grande, blanca y ruda; el campo muy ancho, de llanura y verde; los árboles y cáñamos y mieses tenían siempre la fresca limpieza que deja la lluvia recién pasada y buena. Cruzaban la tierra acequias de quijeros muy espesos de hierbas, y el agua limpia, rizada, peinada por las matas caedizas, figuraba sendas estremecidas, resplandecientes y vivas; separaban los tableros de hortaliza moreras muy rapadas por la poda; y los bardales que guardaban los generosos naranjos eran de aromas, de cuyas ramas, me dijo mi pobre abuela, hicieron los judíos la corona del Señor.
No lejos se parecía la barraca de la familia labradora; tenía la cruz de ciprés bendito, el hastial siempre encalado, y en esa blancura caían apretadamente las lenguas llameantes de los pimientos y los dorados racimos de las mazorcas. Delante, subía una parra vieja, y sobre el techo de mantos de leños y henestrosa, bajaba amparándola el ramaje de dos olmos, asilo de pájaros y cigarras, y también protección y sombra del tinado o pesebre, donde roznaban las vacas que se volvían a mirarnos, al zagal del hortelano y a mí, cuando jugábamos con la becerra; y ella nos topaba, nos derribaba y lamía. La madre labradora nos avisaba los peligros, mientras le daba teta a una criaturita nacida el mismo día que la becerra, o fregaba negras escudillas, lebrillos y cántaros en el remanso de la acequia.
Jesús, mi amigo, y yo, nos pasmábamos de que la ternerita fuese más grande, ágil y graciosa que su hermano.
Jesús era albino, pecoso, gordo, pesado, me seguía y me obedecía, pero receloso y medrosico.
Como el paisaje era tan llano y suave, veíamos el tren, que pasaba por las tardes, y puso en mí la primera levadura de sueños en tierras lejanas, desde que asomaba diminuto, haciendo un gritito de pájaro cansado, entre la arboleda del confín, y luego crecido, largo, negro, retemblando por mitad de los campos hasta reducirse y perderse en un copo de humo dejado encima de los caseríos, claros y menudos como granitos de arroz esparcidos. «¡Ahora se va a meter dentro del sol!» -le decía yo a Jesús. Es que entonces el sol iba cayendo como una gota enorme de sangre... y diciéndolo, me lo creía, sintiendo estremecidamente que el tren horadaba, taladraba el cielo por el círculo abrasado... Jesús tuvo miedo.
Las mañanas de fiesta, mi madre, que siempre vestía luto, quitábase el delantal y tocaba su rubia cabeza con mantilla muy fina y graciosa; mi padre poníase camisa planchada sin lustre, aunque no se mudase el traje de pana; entonces, sus mejillas y sus manos tostadas, grandes, muy nobles, resaltaban como las hogazas de nuestras añacales en la blancura de su mantel.
Recuerdo que si no veía a mi padre con esa rígida camisa, y al de Jesús de negro, y recién afeitado y con las esparteñas nuevas, no me parecía que verdaderamente fuese domingo.
Agrupadas las dos familias, caminábamos por las ardientes sendas al humilladero de la partida. Oíamos misa, y después, en el comedor de casa, desayunaba con nosotros el señor capellán.
...Había yo recogido un perrito desorejado por las feroces manos de un lañero; era humilde y agradecido animal, que cuando miraba tenía los ojos mojados como si llorase. Pues el señor capellán lo aborrecía, porque le imploraba de la dulce torta servida para el chocolate. Algunas veces le daba sonriéndole, pero yo vi que por debajo de la mesa pisaba y rechazaba al desorejado. Se lo conté a mi madre, y me dijo que acaso todo lo hiciese la esquivez o enemiga mía, y que si era cierto, que lo perdonase. Me escondí entre las sillas y reparé en que el cura llevaba alpargatas rotas, y pantalones astrosos de mendigo. Luego, sentándome, me fijé más en aquel hombre flaco, inquieto, de boca ancha como desgarrada y dientes largos casi saliéndosele de las encías, descoloridas y enfermas; tragaba vorazmente, mirando con ansiedad la fuente de las pastas.
Una tarde, corriendo con mi perro, llegué cerca de la barraca del clérigo; vivía con su madre, vieja, doblada, huesuda, sorda. El hijo estaba llorando. Me recaté para espiarles y oírles. ¡Y supe que el señor cura lloraba de hambre!
Cerca vivía mi padrino, Sebastián Reyes. Hallé a su mujer cociendo patatas para los cerdos. Mis padrinos eran hacendados ricos y logreros.
En la cámara o sobrado tenían tinajas de cecina; en el corral, gallinas y conejos, y en la alacena, huevos y roscos. Le dije a mi madrina la miseria del cura, y se me quedó mirando y exclamó:
-¡Válgame nuestro Padre Jesús, y con qué poca decencia habla este chico de un señor capellán!
Y de merienda diome pan y uvas agraces.
De mi casa enviaron socorro al sacerdote, y yo le llevé un cordero añojo y blanco que tenía. Fui gozoso, y estuve sofocado al ofrecerle mi regalo. Cuando regresaba pensé en el animalito y me dio mucha tristeza. Me dormí llorando mi cordero, y se me deshizo y apagó la caridad y el amor por el pobre cura.
...Una noche, víspera de los Santos Reyes, yo no quería acostarme. Me decían las criadas de la llegada de los buenos Magos, mientras partían nueces, desgranaban y tostaban maíz y preparaban harina y fundían miel para hacer nuégados y pestiños. Yo, que entonces veía los ángeles y a la Virgen María, siendo el asombro del señor capellán -aun antes de lo del corderito-, vi esa noche a los graciosos soberanos cruzar hacia la sala y mi dormitorio. El rey negro iba envuelto en un manto rojo; al mirarme relumbraron sus ojos como los de un gato en hogar apagado. Me sonrió, y resplandecieron sus dientes tan blancos, tan fríos, que yo me estremecí. Miedo y alegría me hicieron gritar. Ardíanme las sienes y la frente, y las venas del cuello latían hasta azotarme la garganta. Me acostaron. El espectro del amado Melchor ya solo me aterraba; y sus manos negras, sudadas y enormes, me oprimían, me reducían el cuello. Mi padre quiso aliviarme, negando y deshaciendo la dulce leyenda de los Magos.
Pero Melchor no me dejaba.
Amaneció; y vino el médico. Era viejo, enjuto, larguísimo, todo brazos y zancas como un pulpo monstruoso retorciéndose siempre. De su cara sólo se le descubría la nariz pesada y encendida y los ojos grises y fríos como dos gotas de plomo congelado; lo demás se ocultaba bajo maleza corta, apretada y áspera que en vez de afeitarse debía segarla como un pasto seco.
Ahora, recordando, hallo semejanza entre el médico y el cura.
¿Tendría también hambre, Señor?
Vivía solo. Hablaba tronadoramente.
Me dijeron que mis padres le contestaban despacito para que él lo imitase. Y el viejo seguía voceando.
Me miró; me abrió la boca. Sus manos se parecían a las del rey negro. ¡Oh, mis últimos Magos!
Luego, gritó el médico:
-¿Hay aquí parra?
-¡Parra! -exclamaron mis padres.
-Sí; parra. ¿Dónde está?
Y desciñose de su costado el botiquín, que era una caja mugrienta como la de un buhonero.
Le pidieron que dijese el mal que yo padecía; y él gritó que difteria.
Todos se angustiaron; hicieron oración. Y en tanto, el médico fue a la barraca, y de la vid cortó una rama larga y tierna, y la dobló cerrándola redondamente para saber y probar su temple o resistencia en lo flexible.
Volvió y pidiendo hilas las empapó en agua azul y salina de una redoma que llevaba en su caja, y las puso atadas en cabo del verde sarmiento.
A mí colocome entre sus duras rodillas, y me hundió la vara en la garganta. ¡Oh, me moría de tanto padecer! El tapón de hilas salía ensangrentado.
Repitiose por la tarde mi martirio.
Mis padres y el labriego miraban al viejo con susto y aborrecimiento. Acabada esa ferocísima cura, me trababa de los pies, abría la ventana, y sacábame colgando al frío de la noche, y me golpeaba en la nuca.
La primera vez que lo hizo, mi padre se abalanzó contra el médico para estrujarlo. Entonces el viejo le miró como miran las estatuas; impasible, siniestramente, pronunció:
-Si no le curo, puede usted pegarme un tiro en el cuello, en la sien, donde usted quiera; me es igual.
Gimiendo, llamaba yo siempre a mi amigo Jesús.
Lo supo el padre y me trajo al chico, que me miraba desde la puerta vidriera, todo pasmado y temeroso.
No consentía mi madre en dejarlo que entrase.
Entonces, cuentan que el hortelano murmuró:
-Todo es lo que Nuestro Señor quiere. Mi chico pasa, que si ha de tener algún mal, vendrá el mal aunque lo suba a la torre de la ciudad; y si no, libre tiene que ser aunque se acueste con Antón.
Todavía no quisieron mis padres.
Y el otro, tercamente:
-Ha de pasar y quedarse...
Entró Jesús, trayéndome dentro de una hoja de moral ancha y lustrosa un gusano de seda, que se nos murió aquella noche.
Desde que conmigo vivía Jesús yo estaba muy contento y respiraba con alivio. Mis padres le acariciaban y regalaban, dándole mis juguetes, hasta entonces guardados por lo preciosos, y confituras que traían del pueblo, y cremas y dulce de zamboa que mi madre hacía muy rico. Mi padre no se cansaba de bendecir la santa eficacia de la religión ferviente y heroica.
Con los cuidados y abundancia, aún engordó más Jesús.
Y cuando yo sané del todo, el viejo médico, que en verdad me había curado, aunque bárbaramente, se perdió en su soledad; y toda la gratitud fue para mi amigo.
Jesús, vuelto a su pobre hogar, decaeció y afligiose.
Y la primera mañana que yo corrí gozoso para jugar con él y la becerra, Jesús recibiome mohíno y hasta sañudo, y mirándome con rabia a la garganta, dijo:
-¿Cuándo te pondrás malo?
Nuestra alma está siempre sedienta y necesitaba del jugo y de la sal de la vida, que es el cariño y el amoroso halago.
Era yo entonces un muchacho, y la sequedad de Jesús me infirió la primera tristeza y desconfianza.
El alma más distraída, infantil o ciega, sabe o presiente que se le ama o rechaza. El niño, el perro, el pájaro acuden solo por una sonrisa y se apartan por una mirada.
¡Jesús no me quería...! Y lloré.
- II -
...Cuando cumplí nueve años, mis padres me pusieron interno en un Colegio de religiosos, muy antiguo y nombrado en toda aquella comarca.
La vastedad y el silencio de los Estudios, del refectorio, de los claustros; la umbría de los pasadizos cavados dentro de los muros; lo siniestro de las mal alumbradas hornacinas de los dormitorios, en cuyas paredes se tendía la espantable sombra de un santo obispo de talla descomunal y pavorosa; la negrura y pesadez de los tejados y torres donde se acostaban nieblas, y volaban lentos y gritando pájaros rapaces que yo contemplaba desde mi pupitre; lamentos de campanas, clase de gramática, zumbas de los antiguos, visión de la dulzura y libertad del cielo y de los campos, todas las sensaciones fueron partes que, ayudadas de mi flaqueza, me mustiaron y entristecieron y acabé por enfermar, pero no de modo que necesitase volver a mi casal ribereño. La melancolía de mi ánimo se tradujo y manifestó en mi cuerpo con un plebeyo reuma en la rodilla izquierda. Había de ir en pos de las brigadas, zaguero y cojo como cría lisiada de un rebaño.
Mis grandes miedos los sentía las mañanas de los lunes y los siguientes de fiesta al sentarnos en clase y ver a los profesores.
Es que estaban recién afeitados, y todas sus facciones destacaban con dureza en la piel pingüe y rojiza, o macilenta y cavada, singularmente la boca y la nariz. Las narices de los padres y hermanos, sin ser desaforadas como las de Tomé Cecial, eran también grandes y demasiado inflamadas y sonoras.
Ahora me procura fácil explicación el recuerdo de que todos sorbían ávidos, insaciables, negro rapé de sendas tabaqueras de un hueso amarillento, que parecía recién cortado de cráneos.
Yo no tenía «queriditos», ni amigos. Tampoco era bullicioso ni listo, ni tenía fuerza.
Si en los recreos jugábamos a carros, carros bajos de hierro en los que uno montaba de pie como romano triunfador, y otros se uncían a los varales y cuerdas, yo siempre era de los que tiraban.
En los paseos y excursiones campesinas formábamos ternas.
Yo apenas hablaba, y así atendía y observaba con mucha eficacia.
Todos contaban de sus casas y bienes; mientras uno decía, el otro estaba ganoso, impaciente de hablar de lo suyo venciéndole.
Un muchacho de Biar, ya talludo, de apellido Senabria, siempre nos hacía menudo recuento de las alhajas de su padre, asegurando que tenía un reloj de plata tan ancho como un huevo frito, pero mal frito, no lo pude olvidar; y cuando me dolía el vientre, figurábame que andaba dentro el enorme reloj del padre de Senabria, un reloj con yema amarilla y endurecida, de clara aceitosa y blanca, y todo ya helado y apestoso.
Llegué a los doce años.
En filas y en estudios estaba a mi lado un mallorquín alto, pálido, de buen talle, muy presumido y aficionado a rociarse de colonia el pañuelo y las ropas. Su calzado era el más limpio y elegante, y sus corbatas muchas y vistosas. Cuando salíamos, ladeábase la gorra, y a hurto de los hermanos inspectores, miraba sonriente y picaresco a las muchachas ventaneras. Se llamaba Bellver.
Sus galantes barruntos tuvieron imitación en los colegiales mayores, y por culpa de ellos se decretó que nuestros paseos fuesen siempre apartados: la vía del tren, la carretera, el camino del Calvario, las blandas orillas del Segura...
Todos los trimestres recibía Bellver la visita de su madre y hermanas, que vestían con suma elegancia y riqueza.
Al bajar a los claustros oíamos las risas de damas hermosas, percibíamos su delicado perfume... Los hermanos inspectores, entonces, murmuraban y mostraban mayor severidad; y anotaban en sus temidas carteras a los que volvíamos la cabeza para mirar... Yo siempre la volvía sin querer.
Si era en los Estudios, cuando le avisaban para la visita, salía Bellver taconeando reciamente y mirándonos y sonriéndonos desde su alta dicha. Por él sabíamos de su casa-palacio en Palma y de sus posesiones y castellar en el frondoso valle de Sóller, y que su opulenta familia había de viajar embarcada.
Y Bellver salía, y yo me quedaba con la Epístola ad Pisones y el Diccionario Latino Español, de Lomas, delante de mis ojos, sin pasar en la traducción de
Humano capiti cervicem pictor equinamJungere si velit...
... Junguere si velit... junguere si velit... Y es que mis pobres ojos sólo veían a la madre y hermanas de Bellver, fragantes y hermosas, en un navío de color de sol, con velas de nieblas, dejando su isla, imaginada isla de misterio y leyenda...
Sucedió que una visita que mis padres me hicieron coincidió con la de la fastuosa familia de Bellver.
Juntos fuimos a la sala. Yo colorado de vergüenza me refugié entre los míos, mirando escondidamente a las bellas insulanas.
Bellver debía decirles de mí, porque ellas se fijaron en nosotros, y me sonrieron. ¡Señor, yo nunca me he conmovido tanto ni he sido más venturoso!
Entonces, mi padre saludó. A poco estábamos reunidos, mezclando nuestra alegría y los dulces y pasteles. Los de Bellver tenían el gusto suavísimo y fragancia de las bocas de sus hermanas, y, singularmente de los labios de la menor, que me besaron dos veces en la despedida; me sentí encendido y trémulo como la llama; desfallecido de felicidad y de... miedo.
Y es que el padre prefecto nos avizoraba por encima de su breviario, y recatado entre un viejo rosal que florecía en la tristeza del claustro.
De nuevo en el estudio, me afligí como si me dejasen por vez primera mis padres... mis labios, mi lengua, mi garganta, todo yo estaba lleno de la delicia del dulce de plátano que comía Elena, la hermanita de Bellver, cuando me besó... ¡Y, oh ruindad y desesperación mías! ¡Yo, que ni osaba alentar para retener el beatísimo sabor, no imaginaba la boca húmeda y florida, y los dorados ojos, y toda la gentil figura de la doncella que no viese, y sintiese sobre mi alma, los sumidos labios y las imponentes gafas y toda la negra y larga fantasma del padre prefecto!
...Como yo, Elena iba a cumplir trece años, y de altos éramos iguales. Sus cabellos negros y rizados le caían gloriosamente sobre la maravilla de su espalda; era pálida y sonreía con entristecimiento. Bajo los nevados encajes y sedas se le insinuaba la curva palpitante y casta de su pecho; y sentada, descubría el fino origen de su pierna. No la veía ni se me apareció vestida de color de fuego como dice Dante de su Beatriz, pero al besarme Elena y recordarme besado «yo digo en verdad que el Espíritu de la Vida, que reside en la más secreta bóveda del corazón, comenzó a temblar tan fuertemente que el movimiento se transmitía dentro de mis venas más pequeñas; y temblando, pronunció estas palabras: Ecce Deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi».
Más fuerte que yo era y soberano mío, pues la amada imagen no me abandonaba ni en el dormitorio, ni en la capilla, ni en la mesa, ni en los patios, ni aulas.
Si Dante se abrasó en amor a los nueve años, el mismo sabroso mal llagó mis entrañas cuando apenas los míos se acercaban a trece. Para ser él un elegido, y yo pobre criatura, no me aventajó demasiado en el despertar y floración del alma. Recordando mi temprano amor, tomaría asiento la vanidad en mi ánimo, si otra evocación desgraciada no me presentase el grosero camino que seguí, tan alejado de la celeste ruta hollada por la planta divina del Poeta.
Y fue, que al Dios más fuerte que yo y soberano mío se mezcló el diablo.
Abandono la pluma para tender mi brazo y cruzar mis dedos en juramento de que no trastorno un ápice la verdad de mi historia. El diablo cometió vileza en el Sancta Sanctorum de mi Amor.
Habréis de saber, si proseguís el cuento de mi vida, que cuando en ella nacía una flor espiritual, una emoción alada, la majaban estacas grotescas.
...Yo admiraba y servía a Bellver, porque era carne y sangre de mi amada, y hablábame de su casa, de sus juegos en prados y bosques con la hermanita.
El pupitre de Bellver estaba en pos del mío; y sobre el suyo me recostaba y sorbía el deleite de sus narraciones, llenas de la santidad de su nombre.
Delante de mí, sentábase Senabria; su espalda era recia, su cuello blando; las orejas, arracimadas de sabañones; el cráneo trasquilado. No; yo no lo aborrecía, pero me repugnaba desde lo del reloj de su padre, y por otras groserías que cometía y contaba.
Como veis, yo estaba delante de la suma de la gracia y poesía reflejadas, y detrás de la vulgaridad y rudeza... Dentro de esta paradoja he vivido siempre.
...Bellver me decía de la infancia de Elena, pero también me nombraba a sus criadas, y singularmente a la cocinera, pintándola alta, maciza, fresca, callonca, muy habladora y desenvuelta, con la que jugaba en la soledad de los sobrados, umbrías y bancales.
Y una noche, estudiando Álgebra, percibí el suave y convenido golpecito que me daba Bellver con su bota para que me reclinase a escuchar su plática. Y, de nuevo, hablando de la fermosa y robusta cocinera, me confesó que, en las últimas vacaciones, le había ella enseñado los pechos, y los tenía blancos y firmes como la nieve de las cumbres.
Inflamose mi cara, y sentí que se me rizaba toda mi médula. Y la flama de mi piel y la vibración de mis nervios subieron de punto cuando la voz de mi amigo, oscurecida, honda y trémula de lascivia, aún dijo:
-Antón, Antón... ¿quisieras tú verlos?
¡La pálida imagen de Elena estaba ya mezclada con la desnuda carne de una cocinera!
Jueves era el día siguiente.
En el paseo de la tarde iba yo en medio de la terna, y a mis costados Bellver y un riojano amigo de la jácara y guapeza, ya iniciado en él para mi secreto venusino. Era íntimo del hermano de Elena, y se decían sus malos pensamientos en una germanía o habla de su invención.
Sentíame humillado por mi grande ignorancia y cortedad. ¡Oh, ellos habían llegado a fuerte y pasmosa varonía, y aun eran los esotéricos de un estupendo culto!
Oyéndoles me veía alejado de Bellver por mi falta de iniciación, y tuve celos. Y pensando que su intimidad les llevaría a coloquios en que sonaría el nombre de Elena y de la criada, tuve tristeza y un latido de ira en todas mis entrañas...
Pronto cifrose el diálogo en la placentera sirviente. Y lo escuché con avidez; y hasta sonreí con malicia para manifestarme sabedor y gozoso de tanta licencia; y es lo cierto que ella me traía enojo, inquietud y rebajamiento.
De súbito, quedáronse entrambos mirando y riéndose y luego me hicieron esta medrosa confidencia:
-¿Tú quieres verla desnuda?
-¡Sí, quiero verla desnuda! ¿Pero a quién? ¡Oh, no reconocí mi voz de torpe y balbuciente que la hice!
Sin inmutarse, Bellver, repuso:
-¿Que a quién ¡Toma, a mi cocinera!
-¿Es que dónde está? -dije yo con deseo y angustia.
-Y el riojano, burlando, exclamó:
-¡Dónde quieres que esté! Pues, en Palma, ¿verdad? Pero desde aquí puedes verla si te atreves...
Eso oía, cuando se acercó a nosotros el hermano inspector. Y callamos. Yo sudaba fríamente. Me miró el hermano, y temblé creyendo que veía mi infamia.
Y no me atreví...
Tornamos al Convictorio.
Llegados al estudio, abrí el pupitre y saqué papeles y textos para hacer la «composición» de la primera clase de la mañana, que tocaba de griego. Pero yo no tenía sosiego, ardiendo en odio contra el riojano, pensando en Elena, y ¡oh Dios! pensando también en el desnudo pecho de la criada. Para bien imaginarlo traíame el recuerdo del que viera antaño a la hortelana, madre de Jesús. Pero ¡cuánta había sido mi transformación, que entonces debió ser el robusto seno de la campesina como tiernísimo símbolo de vida y de maternidad, pues sólo pensé en mi madre y en mí, recién nacido, y ahora solo me cercaban impurezas!
Tan apartado me hallaba del griego y del colegio, que me aterré cuando descendió de la tribuna la conocida voz, incisiva y severa, del hermano:
-Señor Hernando: guarde más decencia en su postura.
Replicar estaba prohibido. Pues, yo asombrado y sañudo, repliqué:
-¿Yo? ¿Es que yo, qué hago?
Y vime muy sentadito, con los libros delante de mis distraídos ojos y mis brazos descansando noblemente en la carpeta.
-¿Y sus pies? -amonestome el hermano.
Todos me miraban riendo y gozándose de mi afrenta, pero nadie me enfureció tanto como el señor Senabria. Senabria, tan cordato y grandón, al volverse me enseñaba un carrillo macizo, redondo, inflado por la burla.
-¿Y sus pies? -insistía el inspector.
-¿Mis pies?
Miré hacia las losas y palidecí horrorizado... ¡¡Dios mío, yo no tenía pies!!
No pude contenerme, y di un grito de espanto.
-¡Mis pies!... ¿Dónde están mis pies?
El bullicio de los estudiantes tanto sonaba que atrajo al padre prefecto.
El hermano bajó de su tarima. Levantáronme del brazo, y entonces dime cuenta de que sin ella, me había sentado sobre mis piernas, cruzadas a usanza musulmana.
Y, sin embargo, creyendo justificarme, aún dije impetuoso, y altivo y sandio:
-¿Y quién me los ha puesto?
Crecieron las risas, estridentes, largas, agudas que traspasaban mis sienes como buídos y feroces puñales.
Odié a mis compañeros, y para mí mismo tuve injurias considerándome ridículo; y pensando que Elena sabría el divertimiento y befa que de mis pies se había hecho, pues todo se lo contaba su hermano, quise allegarme y penetrar más en la gracia de este. Vencí miedos, rasgué las últimas nieblas de la castidad infantil; y temblando, porque presentía que me acercaba a los portales del pecado, dejé caer el pañuelo, y, para recogerlo, volvime y deslicé al oído de Bellver:
-¡Sí que quiero ver desnuda a tu cocinera!
Vuelto al pupitre, me recosté en el de mi amigo, y estuve aguardando.
Y habló Bellver produciendo un silbo de serpiente.
Y sentí que una frialdad viscosa resbalaba por mi espalda, y subía a mis hombros y cercaba mi cuello, y que el encendido dardo de una lengua penetraba en mi oído (precisamente en un oído que yo tenía enfermo), y vertía gotas de ponzoña.
Y Bellver me dijo que para ver a su criada había de entregar mi alma al diablo, el cual acudiría luego, tomando la naturaleza o forma de la mujer deseada; y desnuda se acostaría en mi cama.
-Pero... ¿y si los hermanos, al mirar por las celosías de la camarilla, me ven con el demonio?
Repuso Bellver que no tuviese miedo, pues el demonio sólo de mí sería visto.
Mucho me repugnaba acostarme con el diablo, que, aparte el oprobio y tremendo pecado, equivalía a acostarme con una sierpe gorda, escamosa, helada, de lengua de llama, o con un macho cabrío, hirsuto, cornudo y todo.
Para acabar de bruñir mi voluntad, hízome Bellver tan grandes promesas de que no había de asquearme culebra ni cabrón, sino que vería y tocaría hembra suavísima, que ladeándome le dije a la serpiente que bueno, que sí; y le pedí enseñanza del pacto satánico.
La voz que sonaba a mi espalda volvíase bronca, trabajosa, y algunos momentos se adelgazaba y rompía irónicamente. La misma o semejante debió escuchar Fausto cuando el gozquecillo refugiado detrás de la estufa se hinchó, se levantó y cambiado en el hombre de la cola de caballo le dijo: «¿En qué puedo serviros?».
Supe que era preciso invocar la presencia del Príncipe de las Tinieblas, con eficacísima oración, que me fue dictando y yo escribiendo como si hiciese un trabajo de gramática. Añadiome ceremonias y el aviso de que escondiese las santas estampas y vaciase del agua bendecida la pilita que había en mis paredes. Después, acostado, esperaría la espantable y pronto deleitosa aparición...
...Esa noche no pude cenar; y en la capilla, donde rezábamos y hacíamos examen de conciencia antes de subir a los dormitorios, hundí la cabeza entre mis manos, no atreviéndome a mirar... a que me mirase el Corazón de Jesús.
Llegué a mi camarilla, o celda, convulso, aterrado, enfermo.
Delante de ella, alumbraba una lámpara de aceite que el inspector de servicio entornaba después de encerrarnos.
Crujió la cerradura de mi puerta, y menguada la luz, cumplí todos los advertimientos de Bellver; y me desnudé y acosté precipitadamente, cubriéndome hasta la cabeza con las ropas; y, dentro de la cálida oscuridad de la cama, resonaba el latido de mi vida, como si todo yo sólo fuese un corazón monstruoso y negro.
...Y he aquí que, de súbito, oigo una voz que me decía:
-Señor Hernando... ¡Señor Hernando!...
¡Oh! Rechinaron mis quijadas, temblé empavorecido, hícime un ovillo, y sollocé:
-¡Dios mío; ya está ahí el diablo!
La voz repitió:
-¡Señor Hernando, señor Hernando!
Lo de «señor Hernando», en boca de Lucifer, lo tuve por demasiada policía y dulzura de palabra, pero recordé que usa y se sirve de suavidades y falacias para conseguir sus infernales designios. De todos modos, que se presentase tan comedido y bien criado lo estimé grandemente, y me dio confianza. Y dije en mí: ¿Es que se me presentará de cocinera, sin otro requisito?
Saqué la cabeza entre el cobertor y... vi, detrás de las puertas de celosía, la densa silueta de un hermano. Era un pobre diablo; bienaventurado y manso inspector, amedrentado siempre por el otro rigoroso que me afrentara en los Estudios.
-No se tape de esa manera, señor Hernando, que padecerá sofocación.
Y alejose, pisando blandamente, que de noche descalzábase de sus recios zapatos, trocándolos por mudas alpargatas.
Confieso que tuve enojo y decepción de que no fuera verdaderamente el demonio.
¿Y había de volver a implorar el infernal advenimiento?
Me alenté, me reprimí; vacilé...
Cansado de dudar, quedé dormido.
En el primer recreo de la mañana vinieron presurosos a saber de mi aventura el mallorquín y el riojano. Denotaban burla y anhelo, pero al descubrir mi tranquilo contento, quedaron sorprendidos y me pedían que todo lo dijese.
Pues todo lo conté; y por entusiasmo y demasiada simplicidad hice tan entera confesión, que les dije lo que todavía no he dicho, y fue que apenas me rindió el sueño, lo tuve de sumo regalo y delicia, pues sin sortilegios ni diabólicas artes, no subió, sino que descendió a mi cama la hermanita de Bellver, Elena, desnuda y castísima como una tibia escultura, y nos besamos, nos abrazamos, y estuvimos acostados juntos y desnudos, como hicieron Dafnis y Cloe antes de que el pastorcico recibiese enseñanzas de la taimada Lycenia. No había acabado de declarar mi sueño, que al cabo era de pagana inocencia, cuando sentí toda mi boca bañada en sangre a golpes ferocísimos de Bellver, que como un perro me mordió la oreja dañada.
Me acorrieron otros chicos y acudió un hermano, no el suave y pacífico, sino el otro, que para despegarnos nos daba hondos pellizcos, tan reprobados y prohibidos por Santa Teresa de Jesús en una de sus cartas.
A gritos desaforados, y llorando el ultraje de mi sueño, o tal vez por una puñada mía que le alcanzó, sin miramientos al sagrado parentesco con Elena, Bellver refirió lo sucedido: él y el riojano me acusaron furiosamente, librándose ellos con astucia y embustes de la complicidad de mi pecado, y diciendo, de lo innegable y verdadero, que lo habían hecho para bromear y probar hasta qué punto iba mi disolución y oprobio.
Mi vergüenza y humillamiento les dio eficaz ayuda.
-¡Inmundo y obseso! -fueron las primeras palabras que, como venablos, salieron de la boca del Inspector y se engancharon en mi alma.
Y fui apartado de todos, como hacían los hebreos con sus poseídos del demonio, pues luego debieron censurarme de este último modo.
Y sin embargo, yo no estaba contrito.
Yo estaba lleno de tristeza y rabia, porque me convencí que siendo Bellver y el riojano más viciosos que yo, lo eran bellacamente, y nunca se atrevieron a acostarse con el diablo ni a invocarle, refocilándose con mujeres de verdad durante las vacaciones, y en la clausura querían saber del nefando delito de entretenerse con íncuba sirviéndose de mí como catador.
En vez de arrepentimiento, yo sentía un inefable deleite trayéndome, repasando y fijándome el sueño.
Y más que haber pecado, me exasperaba y dolía de hallarme solo en el pecado.
...Lo supo el Rector y toda la comunidad, y seguidamente llamaron a mis padres.
Mi padre estaba enfermo de tercianas, que en aquellas huertas abundan por la podredumbre de las balsas de cáñamo.
Diéronme confesor de doctrina y de rigor, y fama en toda la Orden.
La penitencia que me impuso había de cumplirla de noche, arrodillado delante del nicho de la estatua del obispo, mientras todos dormían. ¡Perdón, perdón, oh, santísimo obispo! ¡pero su siniestra sombra, que bajaba a mi lado y se tendía por el suelo, me aterraba más que la espera del demonio!
A hora avanzada, un hermano me llevaba a mi dormitorio, y apenas dormido, acometíame la pesadilla: la imagen, el riojano y Bellver me paseaban y brincaban sobre mi pobre cuerpo.
¡Y nunca, nunca se me apareció la hermosa cocinera!
...Una noche, mi sueño fue de inefable ternura.
Vi una mujer delgada y pálida, vestida de larguísimos y flotantes lutos. Y se me acercó deslizándose silenciosa como las nubes. Sus manos parecían dos azucenas juntas. Me miró mucho la frente y dentro de mis ojos; y entonces la cara de la mujer era la de mi madre, y lloraba; sus labios tenían un gesto inolvidable de amargura. Se fue alejando la dulce y dolorosa aparición. Postrose y alzó sus manos; y entonces le parecía a mi madre y... a Elena... Y de súbito, fundiose en una llama cándida, vivísima, que me abrasó el alma y me cegó...
Por la mañana pedí confesión, y avisado mi padre espiritual, le conté sollozando el sueño de la afligida y amorosa enlutada.
-¡Antón Hernando! -dijo el confesor exaltándose mucho- la mujer que se te ha aparecido en sueños no era tu madre, ni esa doncella que dices.
-¡Mi madre, mi madre era la de la visión: los ojos anchos, negros y lucientes de llorar eran los suyos; y suyo aquel cabello espeso, partido y cayéndole en bandas sobre las sienes, que la hacía más humilde y entristecida... mi madre... y después, Elena!
No permitió el confesor que lo creyese; y dijo que la mujer soñada representaba a mi propia alma, arrepentida y prosternada implorando gracia, y que el Señor, fundiéndola en aquella blanca lumbre, débil reflejo de la llama viva de su amor, y cegándome, revelaba que sólo en amarle, servirle y creerle estaba mi remedio. Advirtiome, también, el padre espiritual que no me opusiese a esa versión de mi sueño, que cometería grave pecado de contumacia. Pues, sin quererlo, me opuse y rebelé contra las sublimes palabras del padre, y pedí que otro me escuchara y dirigiera.
Eligieron entonces al padre Salguiz, varón gordo, casi redondo, muy culto en Física y principalmente en Astronomía, y nada pacífico, contraviniendo lo que Cervantes dijo de la quietud de estas naturalezas, anchas y lardosas.
Al padre Salguiz o padre Astrónomo, según se le conocía, apenas lográbamos verle. Sólo algunas veces distinguíamos, por el largo pasillo del Oratorio, algo como una bola inquieta, precipitada, y antes de que pudiésemos bien mirarla, escapaba por una puertecita ferrada, detrás de la cual comenzaban las escaleras que subían, subían a la cumbre de la más alta torre del colegio. Allí estaba el Observatorio, y allí tenía su lecho y morada el padre, como una cigüeña.
No entendía de predicaciones ni de enseñanza, ni asistía a recreos con la Comunidad, ni a fiestas académicas; siempre aislado y hosco; murmurábase de él, pero se le respetaba por su grande sabiduría.
-¿Tú eres el endemoniado? -me preguntó limpiando con un trozo de gamuza una hermosa lente.
-¡Yo soy! -y acongojado me postré en el reclinatorio.
A poco de estar confesándome, el padre Salguiz levantose de su viejo sillón barbotando:
-Escrúpulos, escrúpulos... Bueno; anda, sube conmigo y verás el lucero...
Pasmado le obedecí.
Y en la callada altura contemplé la ciudad como despeñada y rota; vi las espesas alfombras de los campos, y un río azul y vaporoso que se torcía entre arboledas; y vi el cielo limpio y pálido cayendo en los horizontes, amparándonos como una inmensa cúpula de plata, y sentí que me anegaba en la paz y pureza del crepúsculo. Mi alma se bañaba y penetraba de claridad celeste... Apareció el lucero, y también su luz cándida llegó a mi alma. Su luz era blanca como la que quedó de la mujer afligida de mi sueño. Me conmovía y me entristecía bienaventuradamente...
...¡Mi alma estaba hecha de la plata del cielo, de la luz del astro, de la luz de mi madre y de Elena!... Yo era dichoso y gozaba el sentimiento de mi purificación, más que gocé el de mi perdida inocencia...
Dos tardes subí al nidal del padre Salguiz. Más no me permitieron.
Es que comenzaban nuestros Ejercicios espirituales.
Entonces, el altar de la Capilla lo colgaban de paños negros; y en este fondo lúgubre destacaba la amarillez de un Cristo y seis cirios. Durante la semana de Ejercicios guardábamos rigoroso silencio; no teníamos estudio, leyendo sólo libros de piedad y penitencia; cantábamos, sin órgano, preces y salmos imploradores; y escuchábamos dos pláticas diarias. El Pecado y la Muerte eran palabras que se cernían negra y constantemente sobre nosotros como los grandes pájaros que volaban a la querencia de los muros y torres del colegio.
Sepultose mi alma en el pensamiento del Infierno, y ya sólo ansié mortificaciones. Hincábame plumas y lápices en el cráneo, y me privé de comer tocino. Yo no podía ofrendar en mi ara paloma ni cordero. Del cocido del colegio, lo sabroso para mi gusto, aunque se me tache de zafio y pesado, era el tocino, y tocino ofrecía. Pero deseaba yo que mi ración quedase en la fuente, como si necesitase ver el sacrificio o aguardase que se elevara milagrosamente en forma de niebla, o que se lo llevasen a la cocina; ¡todo, menos que profanase otro el tocino, comiéndoselo! Y casi siempre se lo comía Senabria, el del reloj como un huevo frito. ¡Señor!... ¡Y esa criatura crasa, glotona, torpe, sucia, que llevaba galones y era insignia en las clases, y no sufría tentación ni se apuraba en el sacrificio, era acepto a los ojos de Dios!
¡Oh desventura mía y ruindad mía! Mi acto, loable y virtuoso, se contaminaba de un egoísmo enfermizo, y lo que es más vituperable, llegaba a proposiciones y envidias heréticas, hallando injusticias en la distribución de la gracia.
...Ya estaba perdonado y unido a todos, considerándome limpio, pero me miraban como si tuviese señalada mi carne por la uña de fuego de Satanás.
Enfermé de descontento, de tristeza; y otra vez estuve tullido de reuma, y por las noches padecía fiebre.
No venían aún mis padres. Los llamé, y me enviaron a Jesús que ingresó de fámulo en el Convictorio, pero ninguna consolación recibí de su compañía. Jesús se había agrandado vastamente, y su cabeza resultaba chiquitina. No hablaba, no se reía. Entraba en la enfermería con un libro, y estudiaba vorazmente, engullendo declinaciones y raíces de verbo. Jesús se parecía a Senabria. ¡Dios mío!
Mientras él repasaba su lección, miraba yo el paisaje abierto por el río azul; los árboles ribereños desmayados, se me figuraban almas afligidas... En la quietud dulcísima de los campos lejanos, se me desvanecía, se fundía toda mi vida...
...Una tarde abriose la puerta de la enfermería y apareció mi madre, mi madre muy pálida y enlutada, lo mismo que la soñé. Abrazados y llorando me dijo que mi padre había muerto.
Lejos, tocaba la campana de la última clase; Jesús agarró ansiosamente sus libros y desapareció.
La vega, el río, sus árboles y el cielo, todo estaba lleno de la tristeza de mi padre muerto. Me dio congoja... Y en el crepúsculo, enlazadas mis manos a las manos de azucenas de mi madre, salí del Colegio.
Cuatro años había estado en encerramiento. Allí brotó mi amor y, ¡apenas nacido, lo ultrajé!
Apartándome de los viejos muros, sentí sobre nosotros el vuelo de los pájaros negros, en la torre paseaba la figurita redonda del padre Salguiz, ¡altísima, tierna y amorosa alma...!
- III -
Mi madre y yo siempre estábamos solos en nuestro casal. Sebastián Reyes acudía algún domingo y nos aconsejaba que debíamos trasladarnos a La Mancha, al amor de los únicos parientes que de los Hernando quedaban, y al cuidado de otros bienes que poseíamos. Y abandonamos la apacible vega murciana, vendiendo antes la hacienda a mi padrino.
De noche llegamos al pueblo manchego, elegido para nuestra residencia.
Sobrecogiome el silencio, soledad y tristeza del lugar. En el espacio, negreaba el fantasma de la torre con su farol, guía de andariegos de ganados y yuntas; su luz melancólica parecía una lágrima desprendida de una estrella.
Por la mañana corrí el pueblo; vi que era grande, y de día también silencioso. Las calles largas, empedradas rudamente, tenían soledad y ambiente de campo; las formaban dos, cuatro casas viejas y encaladas, siempre alguna con escudo en su dintel, y luego todo el recinto era de tapias de corrales, donde se recogían los mozos y mulas de labranza, que llegaban al acabar la tarde, arrastrando el arado con mucho estruendo. Los gorriones saltaban y picaban descuidados por esas calles, como en senderos desiertos.
Era lugar de hidalgos y labradores.
En la cercanía, los campos daban promesas de frescura de huertas y frondas muy viciosas; pero después seguía majuelo y la rojiza inmensidad de las sembradas hazas bajo un azul denso y raso, oscurecido, de tiempo en tiempo, por el reposado volar de las grajas. Frente a la iglesia parroquial se espaciaba el paseo con olmos, tablado para la música, y bancos para solearse los mendigos.
A espaldas del templo vivíamos nosotros. Las sombras de sus muros apagaban nuestra casa; sólo por la mañana penetraba la alegría del sol. Desde la reja de mi cuarto oía las voces de los chicos misarios y campaneros, el órgano, el canto llano del coro.
Los entierros pasaban todos delante de nuestro portal, y como las campanas doblaban por ricos y menesterosos, creíamos vivir en un eterno día de las Ánimas. Mi madre siempre estaba rezando padrenuestros por difuntos. Muchas veces cerraba yo mis libros o interrumpía las obras de un palomar que me estaba labrando en el patio, patio enorme y rudo, orillado de matas de dondiegos, y salía mezclándome a los entierros; sentía un invencible prurito de ver muertos; y como nunca los conocí vivos, cuando en el cementerio destapaban las cajas, no me despertaban una idea o memoria de dulzura, de enojo, de mirada, de vida. Los muertos eran para mí esos, los desconocidos. Parecíame que siempre debieron estar así: enlutados, rígidos, con las manos cruzadas apretadamente... muertos...
Del pueblo sólo trataba entonces a un hombre de bien y miserable cuya casa estaba frontera a la nuestra; y a un caballero rico y tacaño, seco y viejo, que traía peluca azafranada y gafas azules. De aquél fui amigo porque ayudome a dolar las maderas de mi obra, y le dio mi madre ropas mías y antiguas para su chico. Pasé a la confianza del hidalgo, porque le devolví un ganso que se le había escapado saltando por la leña amontonada de su huerto-corral, paredaño de nuestro patio.
Muy temprano le veía, con su parda anguarina y gorra de piel, salir de sus bodegas a los solares. Me saludaba con mucha complacencia.
Al poco tiempo de nuestra llegada, la esposa del caballero habló con mi madre a la salida de la parroquia, y la amistad y comunicación de ambas familias se hizo muy solícita.
Doña Francisca, que así se llamaba aquella señora, aunque había pasado de la mocedad, parecía hija del señor Maroto, su marido.
Vestían luto de rigor de un hermano de él, cuya herencia creció su caudal, ya sano y grande.
La señora era alta, rubia, muy blanca, sin mudas ni artificio alguno; y más de una vez, al ceñirse o volársele el manto, descubrí lo elegante y brioso de sus formas; tenía verdes los ojos, la boca gruesa, y siempre húmeda; la risa fácil y sonora, y el enojo también, según las voces que daba a las criadas y aun al señor Maroto. Decían que era impresionable, antojadiza y piadosa.
El matrimonio no tuvo hijos; y bandadas de primos y sobrinos del marido aojaban y acechaban la salud del tío.
Doña Francisca los aborrecía; decía que eran señoritos baldíos, llenos de vicios y ruindades y que sólo pensaban en la muerte de su señor Maroto.
Cuando visitamos al matrimonio, hasta los criados nos hicieron su cumplimiento y agasajo. Nos dieron chocolate con almendras; y para luego, leche de oveja.
Doña Francisca nos enseñó la casa; era muy anchurosa, rica y mueblaje rancio y entreverado de lo moderno. Nos mostró hasta el cuarto de baño. No lo había yo visto nunca tan lindo; todo blanco de reluciente estuco y zócalos de mármol; la pila de porcelana; las llaves del agua y el aparato de duchas semejaban de plata, y el tocador un trono de blancura y resplandores; las paredes con grandes lunas opuestas para la entera y refinada contemplación de la desnuda, y en fin, todo muy oloroso de colonias, esencias y jabones finísimos.
Miré a doña Francisca, y sin darme cuenta, me detuve en el pensamiento de los cuidados y exquisita limpieza que tenía para su espléndido cuerpo.
Es verdad que en mi casa había baño, y que naturalmente soy limpio; pero nuestro baño se reducía a una tina vieja con su cañón para los encendidos carbones. Si nosotros éramos naturalmente limpios, doña Francisca nos aventajaba en serlo, además con primoroso arte.
Y la idea de la limpieza me llevó a encumbrar a doña Francisca, viéndola como la espuma de todos los hidalgos del lugar.
Comparé su lozanía y hermosura con la sequedad y senectud del señor Maroto y la atribuí abnegación de santa y mártir.
Enfadábame y contendía con mi madre porque no la juzgaba de mi ardiente manera, aunque la quisiese y se apiadase creyéndola mal avenida y hasta enferma.
Una tarde, sacó llorando doña Francisca de un rico y oloroso armario pañales, ropas, gorritos blancos, leves, espumosos, que había preparado gozosamente, todavía recién casada, porque creyose haber concebido... Y no resultó maternidad.
Doña Francisca nos hizo la confidencia de que era desventurada. Sí, ¡faltábale un hijo! ¡Qué soledad la suya si el señor Maroto falleciera!
Doña Francisca, al decirlo, cayó acongojada en los brazos de mi madre.
Yo me estremecí de compasión.
Después de esto ¿qué pensaba mi madre de la gentil y atribulada señora? La salud del señor Maroto ya me pareció sagrada, preciosísima.
A un licenciado en Farmacia, con quien solía hallarme por los majuelos, pregunté frecuentemente qué le parecía de la salud del señor Maroto; me dijo que le tenía sin cuidado.
Tales palabras me enojaron mucho; pero las olvidé por el sobresalto que recibí de la noticia que añadió:
El señor Maroto padecía mal de asma. Y me contó el origen de su enfermedad.
Años atrás el señor Maroto aguardaba en el Casino la hora de la cena leyendo periódicos, o platicando con sus amigos.
Una noche de invierno que regresaba a su casa, cuando penetró por la negrura que proyectaba la Parroquia, saliole un hombre y le pidió que lo socorriese, pues estaba sin trabajo, y él y su familia tenían hambre. El señor Maroto, apresurando el paso, le gritó con desabrimiento: «Si no tiene trabajo ni dinero, ande y robe».
Pasó algún tiempo y olvidose el hidalgo de ese encuentro.
Y otra noche, dentro de las mismas tinieblas, el señor Maroto se sintió bruscamente sujeto por los brazos y la garganta, y en el pecho le pusieron el cañón de una pistola.
Por la voz reconoció en el salteador al pordiosero, que le dijo: «Suelte usted cuanto lleve; si grita le mato, y si luego me denuncia, le mataré también antes de que me prendan».
El señor Maroto no resistió y entregó dineros, reloj, cadena y hasta el anillo nupcial.
Llegó a su casa enfermo, y solo dijo el lance a doña Francisca.
Ya estaban acostándose, cuando se escucharon recias aldabadas. Abrieron el postigo; ladraron los perros, y la voz del alguacil avisó que luego se presentase en el juzgado el señor Maroto. El cual, imaginando espantables peligros y protestando de la violencia que con él cometía la justicia sin miramientos a su condición de rico caballero, obedeció al mandato. Hubo de ir en su galera y acompañado de un criado.
Recibiole el juez con mucha severidad y en su estrado. Y desde allí le dijo:
-Acérquese, señor Maroto. ¿Conoce usted esta bolsa?
Y el señor juez presentole una larga, de seda verde con anillos de plata.
Negó el amedrentado hidalgo, jurando que no sabía cuya era.
-No jure, no jure -dicen que habló el juez-. Esta es su bolsa. Y ahora cuente sus dineros.
Las trémulas manos del viejo palparon todas sus monedas; la suma estaba cabal.
Mostrole el juez el reloj, la hermosa leontina, la sortija de boda.
El señor Maroto trasudaba; y ya iba a tomar sus bienes, cuando recordó la amenaza de muerte que le hiciera el forajido, y negó la propiedad.
Entonces moviose el rojo repostero del dosel, y apareció el hombre de las tinieblas que, altivo y bizarro, acusó al caballero de mandamiento de robo.
El señor Maroto, afrentado y rendido, recibió muy severa amonestación de la Justicia; y prometió al generoso hombre un seguro jornal vitalicio.
...Me dijo el farmacéutico que el hidalgo daba graciosamente esa pensión sin cambio de trabajo, por no ver al pensionado cuya muerte codiciaba. Del susto quedole asma al señor Maroto.
Pues el conocimiento de este lance hizo que doña Francisca me pareciese más amable y meritoria viéndola enlazada con tan miserable varón. ¡Lástima de cuerpo tan limpio y hermoso! Doña Francisca nos visitaba con frecuencia, y me miraba y hablaba tiernamente; ella y el señor Maroto admiraban que yo viviese tan apartado y triste, sin bullir ni zahorar con los señoritos del pueblo. Preguntáronme qué edad tenía. Contestó mi madre que pronto iba a cumplir los diecinueve.
-¡Ya diecinueve, bendito Dios! -dijo doña Francisca mirándome todo-. ¡Y es como un colegial de inocente!
Yo me sofoqué por el recuerdo de mis pecados, y... por aquella mirada de la señora.
...Algunos días paseaba yo con el señor Maroto. Íbamos hasta sus olivares. Siendo él el rico, y doña Francisca la pobre, cuando la mentaba mostraba sumisión.
A su lado pensaba yo en las intimidades del matrimonio, y no lograba imaginarme al señor Maroto besado por doña Francisca. Y sí que se besarían y todo...
Una tarde, el señor Maroto y doña Francisca, asomados a los balcones de su comedor, que salían encima del huerto, me sorprendieron trabajando en la techumbre de mi palomar. Me saludaron, y doña Francisca me dio el parabién, porque el alcahaz resultaba muy lindo, y quiso que le dirigiese otro.
Prometí, gustosamente, que iría después para elegir y trazar el emplazamiento.
Y doña Francisca, riéndose, dijo:
-¿Después? ¡Pero, bendito, si está ya dentro de casa!
¡Señor, era cierto!, porque divertido con la plática subí, de mi obra, a las bardas del solar de Maroto.
Me avergoncé, pero con extraña complacencia, de verme en la altura del cercado ajeno. ¡Cuán fácil era!
Antojóseme que iba a saltar furtivamente la albarrada, porque doña Francisca me estaba aguardando para llevarme a su blanco baño, y bañarme.
En seguida rechacé tan fatuo y peligroso pensamiento. ¡Cómo! ¿Y era posible que la imaginación de la pulcritud y limpieza de doña Francisca, y el candoroso pasatiempo de un palomar, avivasen mi dormida concupiscencia como la ponzoñosa palabra de Bellver?
¿Iba la inocencia a conducirme al pecado, habiendo perdido por el pecado la gracia de amar altamente a Elena, suma de lo inocente y puro?
Me distrajo la voz de doña Francisca.
-¿Tiene miedo de saltar? Pues espere, que Maroto le ponga una escalera.
Obedeciendo, el marido desapareció de su balcón. Pero yo me descolgué con mucha gallardía.
Lo de la gallardía no es vanidad; lo declaro porque doña Francisca me lo dijo; y cuando llegué bajo su mirada, la recibí larga y deliciosa, con una sonrisa que descubrió sus blanquísimos dientes.
En este venturoso trance, el señor Maroto abría las puertas de su bodega y los dos subimos. Un grande espejo de la antesala ofreció nuestras imágenes: Maroto, decrépito, doblado, lacio; yo, alto, fuerte; vi resplandecer mis ojos y la alborotada negrura de mis cabellos y mi cuello y mis brazos desnudos... ¡Oh cuánta presunción, y comparándome con el señor Maroto!
-¡Está usted sudando! ¡Venga, venga aquí, que el aire de La Mancha, de primavera, lleva muchas traiciones!
Y doña Francisca me condujo al ansiado baño.
¿Pero, es que doña Francisca determinaba desnudarme y bañarme? ¿Había adivinado las insanas promesas que yo me hice subido a las bardas de su huerto?
No; doña Francisca lo que hizo fue darme un frasco de colonia para que yo me friccionase la nuca, la frente, la cabeza, pues sudaba demasiado, y las manos del señor Maroto me enjugaran.
Y, entre tanto, mirando yo la lustrosa pila, grité como un muchacho:
-¡Ahora mismo me arrojaría dentro para que me cayeran encima los chorros de agua helada!
-¡Es locura, Antón! Helada y caliente... ¿Quiere usted bañarse?
-¡Por Dios, por Dios, doña Francisca! -dije yo sintiendo una hoguera en las mejillas. Salimos al comedor.
-Descanse, descanse, y luego bajaremos al huerto.
Me sirvieron bizcochos de monja, y de un vino añejo, espeso, dulce y cálido como hecho de la miel de higo, que derramaba por toda mi sangre una dulcísima llama. ¡¡Qué inefable alegría la de mi vida, entonces!! No era alegría grosera, y envilecedora, aun participando de sensualidad; era alegría de sentirme amplio, fuerte, asomado al mundo. Todo me parecía bueno y hermoso... hasta el señor Maroto. El cual, agradecido de mis alabanzas, explicome que del generoso vino solo bebía doña Francisca, y de fuera de casa nada más lo habían catado un señor arcipreste de Ciudad Real, que predicó la Cuaresma, y un joven notario de Manzanares y yo; que el vino procedía de una venerable candiotera ya guardada y estimada por sus abuelos.
Al refrigerio me acompañaba doña Francisca; yo, arrebatado, equivoqué la copa, y puse mis labios en la fina humedad dejada por los suyos; y me miró al advertir el cambio, y al mirarme sorbí también el vino de fuego y de vida de sus ojos.
Conversábamos de los campos murcianos, de mi infancia de Colegio; celebraba el señor Maroto mis muchos estudios; y aquí estábamos, cuando se presentaron dos de sus sobrinos, jóvenes, flacos, muy zalameros.
Los acogieron fríamente. Y, delante de ellos, invitome el matrimonio a que cenase allí, y hablaríamos del palomar.
Salí gozoso para decírselo a mi madre.
Cayeron de lo alto de la parroquia tres campanadas zumbadoras que pareciome verlas como tres barras de hierro desprendiéndose negras y pausadas. Después, una campanita sonó ronca y fatídicamente; y apareció en mi calle un muchacho con sotanilla plegosa alumbrada por el farol del viático, y detrás, el señor vicario revestido del paño de hombros, que debió ponerse malhumorado y nervioso, y la vestimenta le estaba torcida. En los portales y ventanos, las mujeres sacaban candiles encendidos; rapazas con hermanitos llevados en sus lisas caderas, corrían gritándose y rodeaban al clérigo. Y todos entraron a la casaca de mi vecino. Al pasar junto a la reja de la sacristía, vi el tumbado arcaz con un cajón abierto, la llamita de un cirio torcido, y las piernas secas, lívidas y ensangrentadas de Nuestro Señor.
El recuerdo de los Ejercicios espirituales me ataba a los viejos hierros; pero doña Francisca era más poderosa, y me aparté.
Mi madre, siempre afligida y humilde, había ido para dar consolación al moribundo.
Ya me volvía a la gustosa amistad del matrimonio; pero yo mismo me acusé de alma desjugada y egoísta. ¡Oh, agonizaba mi pobre amigo y yo le esquivaba y huía! Y sentí miedo; y más ansias de deleite.
Me acerqué a la casita; pasé. Una cortina blanca caía en la entrada de la alcoba; y sobre el lienzo danzaban las sombras del señor vicario, del acólito, de una vieja, de hijos pequeños. Largo y fijo se proyectaba el perfil del postrado.
La gente, amontonada, oscilaba al relevar la rodilla; y el cambio de postura extraía de la carne y de las ropas sudadas y untuosas un fuerte y agrio hedor a miseria.
Había empezado la noche, noche quietísima, constelada, dulce. Yo trabajaba mi espíritu para acercarlo a la meditación de la muerte y a la mancilla por el moribundo; y miraba las estrellas, y recordaba a doña Francisca, y me dije que eran hermosas en esos momentos de dolor para otros.
Mi madre estaba arrodillada junto a la cortina. No pude hablarla. Jesuseaban y suspiraban las mujeres. Se murmuraban los hombres, y sospeché que estaban contentos como los chicos, contentos, ¡y no les esperaba la delicia de cenar con doña Francisca!, contentos, aunque lo encubriesen y rezasen; por lo menos contentos de no ser cada uno de ellos el que padecía la angustia mortal... Un viejo, flaco y bruno, estiraba su hendido cuello para atisbar al enfermo; bajo el pañuelo anudado en el raído occipucio asomaban las sienes recias y calvas. Detrás, una mujer gorda que no podía ver nada por impedirlo el anciano, miraba a este con odio y se entretenía en buscarle y hallarle pliegues de pellejo colgadizo, y se holgaba en el temblor de sus quijadas y en la horrenda quietud de un tumor duro, y enorme, agarrado a una oreja.
El clérigo, severísimo, levantó la hostia diciendo:
-¡Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada!
Siguió silencio. Todos atendían con ansiedad, y una voz crespa, rota de hipo, repitió las palabras del sacerdote.
-¡Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada! -dijo, de nuevo el vicario.
Y el enfermo apenas pudo balbucirlas.
El clérigo, brioso, con ímpetu, como si quisiera prender fortaleza y constitución en el agónico, que no se estremecía de humildad y fervor oyendo y diciendo las mismas palabras, recitó otra vez:
-¡Señor, Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada!
Y el enfermo rindiose sobre el cabezal.
Entonces, muchos se dijeron mirándose: «¡Sí que se muere!».
-¡A lo primero, a lo primero qué claro hablaba! -comentó la crasa mujer.
Y el viejo del tumor, moviendo la cabeza, le repuso:
-¡Sí, pero ya has visto ahora!
Y la mujer reconciliose con el tumoroso.
Sentí compasión de no hallarla por el que sufría; pero presentí que la piedad podía mustiarme y alejarme del goce prometido. Y huí. Cuando llegaba a la casa de doña Francisca, se desprendieron de la torre tres campanadas lentas, que perduraron en la noche. El viático regresaba.
¿Cómo vino tan recio, Antón?, exclamó doña Francisca sonriéndome.
Y al recodar lo dejado, creía haber vencido a la muerte.
Durante la cena, doña Francisca habló con mucho donaire de las principales señoras del pueblo. También dijo tiernamente de los afanes de su señor Maroto que se perecía por el bien de la agricultura y de los braceros, recibiendo tan solo malquerencias e ingratitudes.
¡Válgame Dios, y cuánta burla hice de mis ufanos y placenteros designios! Doña Francisca resultaba discretísima censora de las licencias de algunas damas lugareñas, y lejos de ser desamorada esposa por olvidos seniles del marido y por otros agravios que yo me fingía, demostraba grande solicitud y entusiasmo hacia el decrépito hidalgo. ¡No, no había sacrificio alguno en aquel hogar, sino beatíficos esposos coronados de altas virtudes!
Más de una vez me preguntaron la razón de mi silencio. Primero dije que naturalmente era callado. Insistieron; y entonces repuse que me quedaba la aflicción de la sombra y de la voz de un moribundo.
-Dice un moribundo, por Dios, Antón que nos diga, ¿quién fue? -murmuró compungiéndose doña Francisca.
Y cuando lo nombré, el señor Maroto pareció conmoverse, pidiome muy prolija noticia; y después hizo su glosa: «¡Habrá sido mal repentino!».
Sin ver al pobre hombre, se impresionaban más que yo. Y me acusé de sequedad de alma. Levantados los manteles, quise bajar al huerto para mitigarme de tantas querellas.
Me acompañó el hidalgo.
-Lo hemos dejado que se pierda todo para arrancarlo -me dijo.
Brillaba un trozo de luna afilada como una hoz.
Junto a los tapiales había masas pavorosas de leña.
-Es de olivera -me avisó el señor Maroto- ¡ahí la había de cuando mi abuelo!
¡Oh la pobre leña, muchos años, más de cincuenta, más de setenta reposando en la soledad del patio de este hidalgo! Yo vi en sus pingues bancales de los llanos los olivos centenarios. La canción del yuntero pasaba muy despacio entre las frondas grises, por las almantas terronosas; en los troncos abiertos de esos árboles, un grano de tierra llevado por el viento, una simiente caída del pico de un pájaro que buscó asilo en el árbol, produjeron una flor; lluvias, sol y azul libres, gozosos, dieron brotes tiernos y fruto nuevo en la herida de las ramas amputadas. Y sus muñones eran de las ramas que se pudrían en los ángulos del patio. ¡Oh, la pobre leña hollada y ultrajada por un averío escarbador, sucio y cacareante que rendía obediencia a un pollo casi desplumado, antipático como un hombre! Yo lo miraba desde mi ventana muchas tardes; se le parecía al señor Maroto. ¡Las pobres ramas muertas, y aún vivían los árboles-padres, los árboles-hermanos! Yo vi en el cementerio limpiar nichos, traspasar restos; y si al extraer y abrir una caja aparecía conservado el cadáver, me angustiaba que lo enterrasen de nuevo, me figuraba que lo enterraban vivo o que se había muerto dos veces. ¿Y para quedar así murió? ¡Señor, pues bien estaba vivo! Después, si en el pueblo conocía al que fuera padre, hermano, mujer o querida del cadáver entero, y se reían y gozaban, yo me conmovía desventuradamente como mirando las ramas amontonadas y recordando los olivos vivos y felices.
-Lo primero que he de arrancar son los cipreses -pronunció el señor Maroto.
Y eran muchos cipreses juntos, afilados y negros. Tenue lumbre de la luna enverdecía los agudos fastigios; y las sombras se prolongaban en la tierra.
Doña Francisca me llamaba dulcemente desde la empalizada, asomada a la inmensidad. Entonces asistí al despertar de mí mismo. Mis ojos, mis oídos, mi olfato, mi piel, percibían lo más escondido de la vida. Sentíame hundir en el dulce gremio de la noche; su misterio, su olor y suavidades, me daban sensación de mujer, para mí, sello de delicias y conjunto de peligros.
Maroto había desaparecido. Doña Francisca y yo contemplamos el profundo paisaje. De todo se elevaba una vibración amorosa; sonaban élitros de plata; otros insectos hacían un estridor leve y medrosito como si me llamasen siseos femeninos. Temblaban, vislumbrando, las estrellas, y el cántico dulce y humilde de los campos imitaba en armonía el estremecimiento del cielo.
-¿Quiere que subamos? -me balbució doña Francisca, acariciándome su voz. Arriba, todo estaba apagado. Las criadas reían en la honda cocina.
-Esperaremos a Maroto en mi salita. En el comedor no; es muy grande y... me da miedo... ¿Se ha reído de mí?
Oh, doña Francisca hablaba como una doncellita. Quise contestarle y no pude, ahogado, desfallecido de ternura.
-¿Qué tiene usted? -y sentí la tibia fragancia de la mujer envolviéndome todo, como el ambiente de la noche primaveral en el huerto. Me conmoví más; incliné mi cabeza, y la noche de carne recibió mis primeros besos de voluptuosidad, besos de tanta vida que padecí dolor deleitoso de entregarla...
¡Mía doña Francisca! Mi vida sabía a la suya. Y yo prorrumpí, yo subí del abrazo carnal a la contemplación grande y purísima de lo creado, como la mata engendrada en vileza de la tierra crece, y se eleva y abre flores besadas por la inmensidad.
Aún nos besábamos en los ojos, cuando sonaron pasos de cansancio, y el señor Maroto preguntó:
-¿Dónde os metisteis?
Y ya a nuestro lado, dijo:
-Pues el bendito hombre ahora acaba de morir. Dios lo perdone como yo le perdono su bellaquería... Hace una noche caliente... ¡Esta Mancha!, ¡esta Mancha no hay quien la entienda! ¿A usted qué le parece, Antón?
En este momento, clamorearon las campanas por mi vecino. Miré a la torre, que asomaba su negrura, sobre las casas, y la lucecita de un faro se me quedó mirando.
Y salí reducido y entristecido del corazón, ¿sería por los malos dejos del Pecado, que dice el místico? Pero es que no los sufrí hasta la llegada del señor Maroto.
...En la casuca del muerto había una ventana abierta; y la luz se vertía y trepaba por mis paredes.
A la claridad, acudieron, como libélulas, niños que hablaban despacito y se ayudaban para encaramarse y mirar.
-Yo no le veo la cara.
-¿Por qué le han atao los pies?
-Oye, le han puesto un cacho de pan encima!
-Es para que no se hinche.
Una niña rubia, delgadita, muy pálida, lo escuchaba ansiosa; su frente recibía la luz del cuarto; no miraba nunca dentro. Salió un chico rollizo; y todos se le allegaron. Era hijo del muerto. Le miraban, le preguntaban; le dieron regalicia. Y el huerfanito admitía muy dignamente la privanza de los amigos, que siempre se le habían burlado, porque era tartajoso.
-¡Oye; esta le tiene miedo a tu padre!
Y la niña, blanca, percibió el peso de la mirada fuerte, altiva y larga del huérfano.
¡Qué débil, qué pequeñita se sentía ella! No podía mirar dentro, y lo codiciaba, pero ¿y los pies del muerto, y el trozo del pan sobre el vientre, y aquel pañuelo negro, con una punta, un pico levantado por la nariz del cadáver!... ¡Si ella mirase, lo vería todo siempre!
Entraban y salían mujeres, labriegos, un perro vagabundo y hambriento que escapó aullando.
Dos hombres que pasaban murmuraron:
-¡No hay remedio!
-¡Ya tendrá descanso el señor Maroto!
Y les pregunté; y supe que mi vecino muerto había sido el pensionado por ladrón de obediencia y magnánimo.
De tiempo en tiempo, se veía en los muros de mi casa, bañados de luz de cirios, la silueta agrandada y espantosa de una vieja.
Los chicos se fueron, y el huérfano postrose en el peldaño de un portal. Los amigos se llevaron la tristeza que halaga, y mitiga, la deleitosa lástima que el huérfano sentía por sí mismo, y sólo le quedó el pesar en su crudeza y verdad. Era su dolor más pobre que antes, y, ¡oh Dios, tenía más padecimiento ahora! Y lloró en su abandono, y llorando veía la sombra de un cuerpo postrado, y la ventana siniestra; y sintió miedo. Y su miedo le arrebataba el dolor por el padre muerto. No amaba, no lloraba; todo lo temía. Y sólo le acarició el recuerdo de la niña delgadita y rubia, de boca trémula, de ojos ávidos y asustados y en su frente una gota de la luz del muerto.
...Amaneció el último día de Mayo, templado, transparente, lleno de lumbre que caía como un rocío en lo íntimo de los sembrados, en los árboles, en el musgo de las calles dejándoles un tierno y fresco brillo, como de agua cuajada de sol.
Muy temprano, marchose mi madre con una familia amiga, que celebraban fiesta religiosa en la ermita de su hacienda.
Quisieron que yo fuese, pero me negué. Yo no podía apartarme de los insaciables brazos de doña Francisca, «contento -según confiesa San Agustín- de verme atado con recias y funestas ligaduras, para ser luego azotado y herido con varas de hierro ardiendo, que esto son, para quien ama, los celos, las sospechas, las iras y contiendas».
Y en esa mañana de mayo, tan limpia y gozosa, que yo me preguntaba incrédulamente si era posible que alguna criatura exhalase un grito de desgracia, un sollozo, un gemido de aquella sinfonía dolorosa que oyera Guyau en sueños, arrebatado por el ala de un arcángel; en esa mañana que hasta la torre apagada y decrépita de la parroquia, besada por el azul, tenía la espiritualidad de los ancianos que sonríen ante la dicha de todos, me hirieron esas varas de fuego que dice el santo obispo. ¡Pero, oh Señor, ni el goce ni el sufrimiento me invadía o asaltaba de modo supremo ni con grandeza trágica!
Mi vida no ha sido ese delgado estambre de que hacen mención los poetas, sino tejido trenzado por una mano pálida de reina o de santa, y la mano gorda y peluda de un mesonero, de un enano-genio de lo grotesco. Y aquel día primaveral no flageló mi corazón el Destino, como suele hacer con los héroes románticos, sino un capitán de la Guardia Civil, gigantesco, macizo, de faz bruñida como un etiope.
Yo salí, cantándome y vibrándome en toda mi sangre el alborozo de la Pascua de la tierra.
Venía la deleitosa hora del bario, mientras el señor Maroto platicaba con sus cachicanes y contendía de precios de caldos y granos con tratantes en el escritorio que estaba en las bodegas.
El señor Maroto me quería como a un sobrino heredero, y no de los suyos.
Al principio de mi felicidad en su casa, me inquietaban remordimientos comparando mi falacia con la ternura del hidalgo. Los razoné; y decidí rechazarlos. Yo no escarnecía al señor Maroto, porque no me alegraba en su mal, ni lo comenté nunca con un linaje de regocijo. Todavía me figuraba obligado en la misión de llevar consuelos de juventud a la necesitada doña Francisca, sin que supusiese él rapacería o hurto de lo que ya no tomaría su legítimo dueño. La verdad: no pensaba, tampoco, en el señor Maroto. Me parecía que doña Francisca fuese mía nada más, y que el viejo hidalgo era tan solo su rodrigón o ayo.
Quiero defender al señor Maroto. ¿Era el señor Maroto demasiado complaciente para merecer el injusto y oprobioso dictado o nombre de esa pobre bestia tan brava y rijosa que sabéis?
El señor Maroto, como otros señores Marotos, solo tenía demasiada confianza y obediencia para su doña Francisca; y acaso demasiados años.
Que yo pasase mucho rato con ella en su salita, lo estimaba el esposo por merced y fineza mía, pues siendo yo tan mozo amenizaba la soledad de doña Francisca, privándome de holganzas y zahoras con amigos.
Es lo cierto que el señor Maroto me hacía todas las mañanas un amoroso acogimiento. En la que antes dije, me sonrió alzándose las gafas azules sobre la frente.
Y yo subí desbordante de alborozo y ansiando transfundirlo en doña Francisca, tan placentera y mía.
Tenía el cuarto de baño ancha ventana hacia los campos, y como yo disfrutaba la consideración de sobrino o deudo muy amado, prometíame entrar seguidamente a la pulcra estancia, y gozar de la visión campesina desde la delicia del agua dorada del sol. Cerca del comedor me hallaba. Y de súbito salieron a mi encuentro las risas de doña Francisca y una desconocida voz.
Las negras manos del rey mago, que en tiempos remotos estuvieron a punto de estrangularme, las sentí esa mañana ceñirme angustiadamente toda mi alma. Y no por el nuevo acento de hombre, que podía recelar de aperador o pariente, sino por las risas.
Las risas de doña Francisca sonaban desmayadas, en ondulación de caricia; eran iguales que las por mí escuchadas en nuestros solaces; tan iguales, que durante un momento dudé de mi autosensación, de los límites de la personalidad, y tuve la insensata creencia de que yo no fuese yo, porque yo estaba dentro, al lado de doña Francisca.
Fui desaladamente.
No era yo el que bromeaba con la gentil señora, sino el capitán de la Guardia Civil, recio y atezado como guerrero etiope.
Insinuó el militar la cortesanía de levantarse; mas doña Francisca le contuvo diciéndole:
-¡Bendito Dios; si es como de casa!
Y volviéndose a mí pronunció suavemente:
-¿Qué novedades cuenta el buen Antón?
¡Buen Antón! ¡Novedades!
No pude hablar palabra. Me senté como un seminarista, teniendo mi sombrerito en las manos, y las rodillas muy juntas; mi asiento era pequeño y por su humildad aparentaba yo mayor encogimiento y torpeza. ¡Y en mis entrañas rodaba bravío, inmenso, un torrente de hiel!
¡El señor capitán! ¡El señor capitán bebía de un trago, sin paladeo, soldadescamente, con sed, el rancio vino de la sagrada candiotera.
No me ofreció mi copita doña Francisca.
Oyose el rebullicio de los sobrinos odiados.
¡Oh, todo acaecía lo mismo que la venturosa tarde que yo salté las bardas del corral ajeno! ¡Cuánto se repiten las sensaciones, siendo o hallándonos, entonces, muy alejados y distintos de nosotros mismos!
El señor capitán bebía en medio de nuestro silencio.
Al cabo, doña Francisca, exclamó:
-Capitán; hoy come usted con nosotros. Quiero que pruebe la alboronía de mi tierra. Y ha de oír cosas muy graciosas de los principales y de las principales del lugar.
No invitó a los parientes. A mí tampoco; sino que me dijo:
-Antón baje, baje y enséñele a éstos dónde se ha de hacer el palomar.
Mi padecimiento, mi rabia, parecía agrietarme el pecho, y que el corazón fuese a saltar y estrellarse en la encendida boca de doña Francisca.
Salí sin despedirme.
Los sobrinos hicieron las risueñas cortesías a que estaban avezados.
Al señor Maroto, que quiso entrarme a su escritorio para enseñarme una muestra de aceite, lo rechacé con iracundia. Y quedose lamentando mi acritud.
En la calle se me reunieron mis compañeros. Iba yo pensando si entonces no sería indigno el señor Maroto permitiendo que un capitán de la Guardia Civil visitase a doña Francisca. Todavía lo disculpé diciéndome que esto lo consideraría como prueba de las finísimas prendas de doña Francisca, suficientes para pasar coloquios con un señor capitán de la Guardia Civil, que en un lugar de La Mancha, y aun de otras regiones, es siempre varón ilustre, de merecimientos.
Fue coincidencia que rompieran a reír los sobrinos.
El uno dijo:
-Antón; nuestro tío se nos quejó de tu ingratitud, después que se comportó contigo tan amorosamente.
Y el otro repuso:
-Y el muy ribaldo, le dio este consuelo: ¡Ay, señor tío, qué mundo!
¡Bien dicen: después de aquello, apaleo!
Y me abrazaban mirándome y mirándose.
-¿Cuánto, cuánto tiempo estuvimos en la privanza, buen Antón?
Yo fui tan simple que me quedé meditando el cómputo; y suspiré:
-¡Pasaba de tres meses! ¡Sí; pasaba!
-Pues ganó al señor notario de Manzanares y al otro. Para el propósito de nuestra señora tía con un mes basta; y aun creemos que todo sobra, pues parece que si nuestro tío es senil, la doña Francisca es infecunda... Veremos el comportamiento del señor capitán.
¡Infecunda, comportamiento! ¡Y el armario de ropitas blancas y pañales!
¡Oh, yo no había sido admitido por amado, sino por lo que hacen en los prados algunos animalitos de generosa fortaleza!
¡Y yo que amé a doña Francisca por limpia; y un palomar que originó la andanza!
- IV -
...El día de la Inmaculada, mi madre amaneció muerta. Estaba enferma del corazón. Mujer santísima, dulce y callada siempre, hizo su tránsito silenciosa y sola. ¡Y yo estaba cerca, y no pudo verme!
Mis paseos al cementerio, detrás de los entierros, me habían gastado o encallecido la impresión de los muertos. Hasta entonces yo sólo pensé en los muertos. Mi madre me hizo pensar en la muerte.
Mi dolor y abandono, y los libros místicos y románticos, me redujeron a mi interior, y en mí mismo hice asilo y refugio. Y en mi retiro he sido vano. Yo me creí forjado de santo y de caballero novelesco bellamente herido y triste. ¡Y aun olvidé que me llamaba Antón! Bueno; pero ¡Antón suelen o pueden llamarse muchos hombres!
...No ocultaré que algunas veces me cercaba el recuerdo de aquel amor soez y mentiroso, que yo gusté sediento y por el que me creí elevado a la comprensión de toda hermosura. Pero al mirar su vileza y escarnio, yo me dije con Marco Aurelio: «¡Tú, oh alma mía, te deshonras a ti misma; te lo vuelvo a decir, te deshonras a ti misma; ni piensas que no tendrás tiempo de adquirir aquel subido honor que a ti misma te debes!».
...No me dejaba el anhelo de ser amado. Creía ver la figura de Elena, enlutada y llorosa, como soñara a mi madre; y que me miraba dentro del corazón... Era uno de los instantes que tejía mi vida la mano blanca y leve de princesa o de santa.
...Místico y héroe yo me pudría en la soledad de mi casa grande, vieja y helada. Me conturbaba ruinmente la visión del señor Maroto con su anguarina y gorra de piel, paseando por su huerto seco en las horas de sol.
...Y «la del alba sería» de un día de marzo, cuando salí, bien apercibido de los dineros y camisas limpias que me quedaban, de aquel lugar de La Mancha, ¡de cuyo nombre tampoco quisiera acordarme, y nunca se me olvida!
Los Amores de Antón Hernando componen un manuscrito muy copioso, con algunas páginas rotas. No puedo daros para remate del cuento, sino breves noticias.
Este Antón Hernando, después que abandonó La Mancha, según he leído en su historia, quedose pobre y dio en un género de locura, padecido con frecuencia por los mozos, que fue hacerse poeta.
Más tarde un Hernando célibe, algo pariente suyo, murió, dejándole mucha herencia. De ella gozó en una ciudad levantina. También escribió aquí sus impresiones, de las que yo entresaco las siguientes.
...Esta ciudad, morada mía, es ancha, clara, tan luminosa que parece tener un sol para ella. La tierra es de color tostado o moreno, de fruto maduro cuya miel se está derramando siempre en el ambiente; tan dulce es. Sus campos son muy abiertos y suaves. Lejos figura rizarse el cielo; son sierras azules de gentiles contornos, tan delgadas y vaporosas, que mirándolas temo que una brisa las arrugue o deshaga.
Yo nunca he visto, nunca he gozado de tanto azul.
Me siento en la terraza de la fonda y caminan incesantemente mis ojos por el azul del cielo y del mar dócil, quieto y limpio, que se acerca y recibe la imagen de nuestras palmeras.
Llega el ocaso, y la ciudad se torna dorada. Entonces, contemplándola de lejos, encima del azul de las aguas y protegida por el de los cielos es como un puñado de oro esparcido en el viento.
Pues a esas horas de santidad y belleza, los hombres de este lugar aun mantienen recias contiendas jugando al dominó. Y no son menestrales humildes, sino varones de letras, de jurisdicción, ¡del más poderoso comercio. ¡Dan mucho gusto por la sencillez de sus almas!
...Mis amigos son pocos, pero todos muy contentos y maleantes. Me han atraído haciéndome emerger de mi hondura.
A veces, llego a exclamar: ¡Yo estaba engañado, Señor! ¡Apenas me asomé a la orilla de la vida, retrocedí temiendo en todo armadijos y peligros, y creyéndome grandísimo pecador! Y en toda la vida hallo que florece una perdurable sonrisa de lenidad, de indulgencia.
Mis amigos sonríen al escucharme.
Pero, si usted es una criatura -me dicen.
-Mire; fíjese, Hernando, en esos tres señores delgados, rubios como el rastrojo; son hermanos y los tres, padres. ¿No ve delante una nodriza muy garrida que lleva un rapaz? Pues los tres hermanos gozan al ama. Aún queda otro hermanito; y la buena mujer quizás aguarda que se case.
Y otra vez se han reído. Yo les imito descuidadamente. Y ganado de su alegría, he contado mi aventura con doña Francisca.
Había en el ruedo un señor concejal, hombre diserto y filósofo sin embargo, que ha dicho al acabar yo mi relato:
-Antón, de ninguna manera le pese lo que hizo doña Francisca por conseguir un hijo. Yo temo, yo temo -añadió con pomposa lentitud- que todo amor sea nada más un encubierto medio para alcanzar lo mismo. ¡Ya ve que doña Francisca es un símbolo!
Los amigos, riendo, han pedido un símbolo.
Tanto me mitigaron las sabias palabras del señor concejal, que he recordado a doña Francisca sin repugnancia.
He vuelto al Hotel. ¡Oh, tengo muy grosera sensualidad!
Yo me he criado en abundancia. Mi casa era rica, pero sin primores. Y esta noche al llegar a mi fonda he percibido el tibio vaho de hojaldres, de asados y trufas; y comiendo los delicados manjares, y oliendo las flores y frutas de mi mesa, y el tenue perfume de las mujeres tan exquisitas en sus actitudes, tan musicales en su risa, tan tentadoras en su castidad, me he conmovido voluptuosamente, pero creyéndome un espíritu trabajado, solitario, prócer, resignado en su tristeza. Y me he dicho: Las tribulaciones, las amarguras pasadas pulen y alumbran nuestra alma, la suben a la cumbre del sentimiento, y hasta la contentan serenamente. Podemos ser venturosos dentro de la tristeza. ¡Qué vale, qué cuesta conseguirlo! -exclamé en mí, esperando que el elegante mozo me sirviese el helado. ¡Qué cuesta el ser felices, aun en este abandono mío? ¡Oh, bellaquería humana! No sé qué vocecita íntima me ha dicho: ¡Acaso, 9,50 diarios de pensión!
...En esta noche estival, sentado con mis amigos bajo las viejas palmeras y contemplando el mar, en cuyas negras aguas penetraban las luces de los barcos, trémulas, rizadas, me he conmovido de soledad, de falta de amor. ¡No son los brazos de doña Francisca, blandos y gustosos, mejores para morderlos que para besarlos, los que necesito y anhelo; ya no! Es amor de Elena lo que quiero; Elena que se me aparece en la noche, como en el colegio, pero que viste de largo, ¡y no me besa! ¿Y por qué no han de coincidir las almas!, ¡por qué no ha de aguardarme la suya!
La sirena de un buque, ancha, lenta y profunda como un acorde de órgano, ha rasgado el sueño de la noche del mar. No sé quién ha dicho:
-Ese es el correo de Palma.
-¡De Palma, Señor! ¿Va a las islas Sagradas? -he gritado apasionadamente.
-¡Sagradas! Me refiero a las Baleares.
¡Oh, la santa nave! Las manos de azucenas han hilado mi vida dejándola estremecida y vibradora.
Lascivias, burlas y hasta el vaho de suculencias de cocina de Hotel, todo lo grosero se me ha presentado bajo la forma de doña Francisca; y yo he aborrecido el símbolo, y lo he roto.
Todas mis emociones son apuradas, augustas, aromadas por efluvios de Elena, que vienen por el mar hasta mi alma.
Iré a Palma.
Y no ha sido menester que navegase.
Hallábame en la terraza, viajando con los ojos, anticipándome mi beatísimo arribo a la encantada isla, cuando sentose a mi lado un hombre de barba bellida y apuesto continente.
Al mirarnos por curiosidad, un brumoso recuerdo me ha hecho contemplarle. Después, han coincidido nuestros ojos; y ellos han ido acercándonos.
-¿Se llama usted Antón Hernando?
-Antón Hernando soy; y usted, usted es... ¡yo le conozco! yo le...
-Antón Hernando, ¿te acuerdas de cuando se te perdieron los pies en el colegio, e invocaste al Enemigo?
-¡Tú eres Bellver, Bellver! ¡Bellver!
Nos hemos abrazado. ¡Oh, todas las criaturas de la tierra me han parecido de una misma familia santa y amorosa!
...Hemos comido juntos. Bellver hablaba torrencialmente de nuestra época de convictorio. Cuando por la evocación quedaba con la mirada alta, quieta, enternecida, se me aparecían en sus ojos los de la hermana.
No he podido privarme del deleite de nombrarla.
-¿Elena? Elena está hermosísima. ¡Si supieras Antón! ¡Y ahora, por qué no decirlo todo! Mira; mi madre, no llevaba últimamente a Elena al colegio, porque... mi hermana se había enamorado de ti... ¡En fin, niñadas!
-¿De mí? ¡Y dices que niñadas! ¡Bendito seas, Bellver!
¡La mano pálida, mano de hada buena, de luna!
Olor tibio y untuoso me hizo reparar que mi cuchillo partía, entonces, un rubio y delicado vol-au-vent de perdiz.
¡Y era posible que a la pureza de mi dicha, se mezclase el sabor del hojaldre, que en noches pasadas pudo ser origen de mis concupiscentes lirismos!
Indignado repudié el hojaldre.
-¿Y de Senabria qué te diré? ¿Recuerdas a Senabria?
-Sí; un bruto. No me lo nombres, que creo, en seguida, comerme un reloj, ¡un reloj que sabe a huevo frito, ya frío!
Amohinose Bellver, y dijo:
-Hernando: Senabria es hombre de provecho; muy serio y rico. Senabria está gobernando en Palma una empresa de gran importancia... Y además; Senabria, puedo decir que pertenece a mi familia; se casará pronto con Elena...
-¡Senabria! ¡Senabria y Elena! ¡Dios mío!
Y sin querer, engullí un trozo del pastel de ave; pero la mano que lo acercaba a mi boca, no era la mía, ¡Señor!, ¡sino la del médico de las huertas murcianas, o la negra de Melchor, o la peluda y callosa del mesonero o del enano, la mano grotesca que ha labrado toda, toda la vida mía...!
...El concejal-filósofo me acompañaba esta tarde. Era mi último paseo por esta ciudad, que dejaré pronto para hundirme en el lugar de La Mancha que conocéis.
Le he contado a mi amigo la jornada postrera de mis amores. El señor concejal ha sonreído, claro es que filosóficamente. Y deteniéndose, ha dicho:
-Yo, de usted, me tendría por venturoso. Fíjese que hablando y escribiendo solo buscamos la fineza psicológica del humorismo, de la amarga ironía. Pues, Antón Hernando, usted es un elegido de la Ironía. Yo, de usted, la verdad, sentiría una espiritual complacencia.
¡De modo que yo he sido un ironista vivo! ¡Yo no lo sabía! Y ahora que lo sé, quisiera llorar, en vez de sonreír. Ironía debe de ser como una goma aromosa, como un perfume que se quema en la brasa del corazón, y que regala a la nariz ajena, mientras nosotros no podemos percibir la fragancia, porque nos estamos quejando de la escondida llaga.
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Amores de Antón Hernando. Amores de Antón Hernando. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2D42-6