DEDICATORIA - A mi hijo.
Con grata sorpresa pude averiguar que algunas de las obras que he lanzado a la publicidad estaban agotadas y otras a punto de estarlo. Fue pasión incontrastable de mi ánimo, no esperanza de lucro o de gloria, la que me arrastró a novelar en esta edad tan poco feliz para las musas. Desde que, recién salido de las aulas, entregué mis primeras cuartillas a la imprenta, vi claramente que no era ésa la vía para lograr los halagos de la vanidad ni los regalos del cuerpo.
Nuestra nación se halla desde hace algunos años con disposición indiferente, más bien hostil, hacia todas las manifestaciones del espíritu. La pasión de lo útil, un sensualismo omnipotente, invade a la sociedad española, y muy singularmente a esa clase media que en la primera mitad del siglo tantas y tan gallardas muestras dio de su amor a lo justo y a lo bello. La juventud, de quien suelen partir los impulsos generosos, los anhelos espirituales, no se ocupa actualmente sino en abrirse paso a codazos para llegar al poder, a la influencia, a la comodidad. Mi padre me decía que, en su tiempo, viendo un joven errar solitario con un libro entre las manos, se podía apostar a que este libro era de versos. El tuyo te dice que actualmente hay seguridad de que el libro es la ley municipal o un compendio de Derecho administrativo. ¿Caminamos por este sendero a la civilización y al engrandecimiento de la patria, o vamos derechos a la barbarie y al desprecio de las naciones cultas? Tú o tus hijos lo sabréis. Yo moriré antes de que se averigüe.
De todos modos, a nadie se le oculta que las letras cuentan con pocos apasionados en España. La prensa periódica, en vez de difundirlas y alentarlas, contribuye no poco con su desvío a la tristeza y languidez en que vegetan. Es más; la facilidad que el primer advenedizo logra (a condición de solicitarlo) para ver sus producciones, malas o buenas, ensalzadas hasta las nubes, demuestra mejor aún el desdén con que se miran.
Pero como no existe en este mundo tan relativo nada absolutamente bueno o malo, pienso que hay en tal desvío algún motivo para regocijarse. Cuando las letras se hallan en auge y agitan y apasionan al público y engendran disputas y encienden la cólera de los críticos, me parece punto menos que imposible que el escritor se sustraiga a la influencia nociva de tanto ruido. El anhelo del aplauso y las ventajas materiales que consigo arrastra por una parte, y por otra el temor a las censuras de los críticos, le turban, le excitan, le impiden, en suma, escribir con aquella serenidad sin la cual se hace imposible la producción de una obra de arte duradera. Ya no consulta libremente el oráculo de la naturaleza, sino las aficiones de un público tornadizo o el gusto de algún crítico irascible, pedante y ramplón.
Por fortuna, de tales plagas, que abundan en Francia y en otras naciones, nos vemos libres los escritores españoles. Aquí, ni el interés con que el público acoge nuestras obras puede seducirnos, ni el látigo de la crítica debe inspirarnos cuidado alguno. Disfrutamos de envidiable libertad. El literato español sabe de antemano que, escriba en una forma o en otra, sea osado o comedido, páguese del arte y la medida, o escriba cuantos desatinos le acudan a la mente, sea realista, o romántico, o clásico, el resultado ha de ser poco más o menos él mismo.
Y si alguna rara vez el público y la prensa tejen coronas, no son ciertamente para los que cultivan su arte con amor y respeto, sino para quienes le ofrecen manjares picantes y llamativos. El vulgo no agradece que se le deleite suavemente, que se le haga pensar y sentir. Para otorgar su aplauso es preciso que el escritor le deslumbre o por el número de obras, o por su desmesurada magnitud, o por el relumbrón de los efectos, o con descripciones aparatosas y prolijos análisis de caracteres, tan prolijos como falsos, o con un lenguaje arcaico y pedantesco. El vulgo desprecia lo sincero, lo natural, lo armónico. Para obtener su admiración precisa ser un poco charlatán y cursi. Escritores conozco de indisputable mérito, tanto en España como fuera de ella, a quienes si se les quitase los granitos de charlatanería con que sazonan sus obras, dejarían en el mismo punto de ser populares.
Pero sobre todas las cosas de este mundo, el hombre adocenado odia la medida. Nada le enfurece tanto como ver una obra proporcionada y armónica. Al que la produce dipútale desde luego por artista apocado y enclenque. Componer obras monstruosas, emitir ideas estupendas, no decir jamás algo que no sea completamente nuevo, inaudito, aunque sea un desatino: tal es el secreto para sujetarle. Un día se entusiasmará con cualquier escritor francés que identifique las pasiones humanas a los ciegos impulsos de las bestias, que describa nuestros amores con la libertad brutal y repulsiva que si se tratase de los de un toro y una vaca: al siguiente caerá de hinojos ante un místico ruso que tenga a pecado el amor conyugal y niegue a los tribunales el derecho a juzgar a los delincuentes. En una u otra forma adorará eternamente la locura o la charlatanería.
Los que como yo aborrecen lo excesivo no alcanzarán jamás sus favores. ¿Qué importa? Aunque me agrada el aplauso público, mi espíritu no vive de él. La gloria se encuentra entre las cosas que Séneca considera preferibles, no entre las necesarias. Puedo vivir feliz sin la admiración del vulgo y los elogios de la prensa; tanto más cuanto que de casi todos los países civilizados del globo recibo testimonios de simpatía que me alientan y me calman.
Y, sin embargo, te lo confieso ingenuamente, hijo mío, aunque renuncio sin dolor a los homenajes de los revisteros y a sus adjetivos arrulladores, no puedo menos de sentir tristeza pensando que jamás seré el héroe de una de esas ovaciones nocturnas con que la muchedumbre obsequia a sus favoritos. No soy hipócrita; me alegraría de llegar siquiera una noche en la vida a mi casa como un cónsul, precedido de lictores con las fasces en alto o rodeado de cirios encendidos, como Nuestro Señor Sacramentado cuando se digna visitar a los enfermos.
Me consuelo imaginando que los dioses me han concedido el gusto de las artes y alguna escasa habilidad en una de ellas para embellecer y hacer felices los días de mi vida, no para dejarlos correr en medio de las miserables inquietudes que engendra el amor propio. Me consuelo asimismo con la idea de que también en materia de triunfos el exceso se paga cruelmente. La medida no es sólo la esencia del arte, sino que lo es también del mundo entero, como afirmaba Pitágoras. Tanto vivo persuadido de ello, que juzgo locura, como Horacio, hasta el exceso en la virtud.
Siempre he tenido la intuición de esta gran verdad, que nutrió al pueblo más grande que ha pisado la tierra y produjo el arte más asombroso. En casi todas mis obras se hallará como tendencia más o menos ostensible. Desgraciadamente, como la reflexión y el estudio no la habían confirmado, me aparté de ella en diversas ocasiones. Falsos conceptos unas veces, otras estímulos de vanidad literaria, me arrastraron a hacerlo.
Me arrepiento, en primer término, de haber principiado a novelar demasiado pronto. En la edad juvenil se puede ser excelente poeta lírico, pero no cultivar con acierto un género tan objetivo como la novela realista. Sólo en la edad madura es dado al artista emanciparse de los lazos con que su sensibilidad le ata al mundo fenomenal y adquirir la calma, la perfecta serenidad necesaria para concebir y penetrar en el carácter de sus semejantes.
Asimismo deploro el empleo de ciertos efectos de relumbrón que hallarás en algunas de mis obras. Cuando salieron de mi pluma ten por seguro que no atendía al consejo de las musas, sino al gusto depravado de un vulgo frívolo y necio.
Me pesa, finalmente, de haber escrito más de lo que debiera. La fecundidad tal como el vulgo de los críticos la entiende es, en mi opinión, un vicio, no cualidad digna de aplauso. Para que las obras de arte se acerquen a la perfección y nazcan viables, es menester que se nutran antes largo tiempo en el cerebro y se trabajen con sosiego. No se me oculta que hay espíritus privilegiados a quienes basta poco tiempo para engendrar y producir frutos delicados; pero juzgo que ni aun a estos mismos les perjudicará un saludable retraso. Recuérdese el ejemplo de Goethe, que concibió a los veinte años la idea de Fausto y no terminó su inmortal poema hasta los ochenta. Actualmente, oprimidos unas veces con el afán de lucro, otras con la pasión de la gloria, los que escribimos para el público vivimos en una fiebre devoradora de producción. El público exige a cada instante novedades: es menester servírselas, aunque vayan hilvanadas. Si no aparece cada poco tiempo un libro nuevo en los escaparates de los libreros, pensamos con terror que se nos va a olvidar, sin prever que ése es el medio más seguro para ello; porque ese público cuya atención anhelamos cautivar a toda costa es un Saturno que devora nuestros pobres libros sin digerirlos: es igual que le den a mascar carne de dioses o piedras berroqueñas.
No, compañeros, no: tratemos de producir obras sazonadas, sacando de nuestro ingenio todo el partido posible. Quien haya producido una sola obra en su vida, si es bella, jamás será olvidado. No nos fatiguemos en dilatar nuestra popularidad agradando a la muchedumbre, sino en obtener la aprobación de los pocos hombres de gusto que existen en cada generación. Éstos son los que al cabo imponen su criterio. Si así no fuese, si el renombre del escritor dependiese de la turbamulta, ni el Quijote, ni la Iliada, ni la Divina Comedia, ni ninguna de las obras maestras del ingenio humano, serían estimadas en lo que merecen.
La fecundidad del escritor no debe medirse por el número de sus obras, sino por el tiempo que éstas duran en la memoria de los hombres. Escritor fecundo es aquel que a través de las edades hace sentir su influencia, fecundiza con su obra el pensamiento de la posteridad, vive con todas las generaciones, las acompaña, las instruye, les hace gozar y sentir. En este supuesto, Cervantes con un solo libro es más fecundo que Lope de Vega con sus millares de comedias.
Lejos, pues, de enorgullecerme por el número de obras que llevo escritas, me avergüenzo pensando en los grandes escritores que tras larga y laboriosa vida no han producido otro tanto. Es un vicio de la época al cual tampoco he podido sustraerme.
Nadie recorrerá las muchas páginas que seguirán a ésta con igual paciencia que tú, hijo mío. En ellas leerás la historia íntima de mi pensamiento. Sobre ellas he exprimido la sangre de mi corazón. A ti te las dedico, no a ningún prócer que las ponga bajo su amparo, no a ningún crítico que las defienda y las alabe. Alguna vez, leyéndolas, las lágrimas se agolparán a tus ojos. ¡Llora, sí! Harta razón tendrás para ello. Por debajo de la ficción verás palpitar la tremenda realidad, adivinarás los tormentos de tu padre y tu propia desdicha. Lo que para los demás es fábula más o menos divertida, para ti será triste y solemne confesión. Poco vale desde el punto de vista del arte, pero he gozado escribiéndola. No hay medio más eficaz de suavizar nuestros dolores, de aplacar nuestra cólera y arrojar el veneno de las pasiones que verlas reflejadas en el espejo de una obra de arte.
Ninguna otra recompensa espero. Estoy plenamente satisfecho. Pero si al recorrer el mundo, cuando llegues a la edad viril, escuchando tu nombre, algunos ojos brillan con simpatía, algunas manos se extienden hacia ti, será quizá que alguien recuerde todavía los cantos de tu padre. Estréchalas, hijo mío: recibe esta simpatía como una herencia sagrada. Corta es, pero ha sido ganada con alegría y sin mancilla.
I
Abriose la puerta y entró en la sala un joven flaco, que saludó a los circunstantes inclinando la cabeza. Las dos señoras, sentadas en el diván de damasco amarillo, y el caballero de luenga barba, situado al pie del balcón, le examinaron un momento sin curiosidad, contestando con otra levísima cabezada. El joven fue a sentarse cerca del velador que había en el centro, y se puso a mirar las estampas de un libro lujosamente encuadernado.
Reinaba silencio completo en la estancia esclarecida a medias solamente. La luz del sol penetraba bastante amortiguada al través de las persianas y cortinas. Detrás de la puerta del gabinete vecino percibíase un rumor semejante al cuchicheo de los confesonarios.
El caballero de la barba se obstinaba en mirar a la calle por las rendijas de la persiana, dándose golpecitos de impaciencia en el muslo con el sombrero de copa. Las señoras, sin despegar los labios y con semblante de duelo, paseaban la mirada repetidas veces por todos los rincones de la sala, cual si tratasen de inventariar la multitud de objetos dorados que la adornaban con lujo de relumbrón.
Al cabo de buen rato de espera, se entreabrió la puerta del gabinete y escucháronse las frases de cortesía de dos personas que se despiden. La señora que se marchaba cruzó la sala con una hermosa niña de la mano y se fue dando las buenas tardes. El doctor Ibarra asomó la cabeza calva y venerable, diciendo en tono imperativo:
—El primero de ustedes, señores.
Adelantose con prontitud el caballero impaciente. Y volvió a reinar el mismo silencio.
El joven flaco siguió hojeando el libro de estampas, que era un tratado de indumentaria, sin hacerse cargo del minucioso examen a que le estaban sometiendo las dos señoras del diván. Era casi imberbe, dado que el tenue bozo que sombreaba su labio superior no merecía en conciencia el nombre de bigote. A pesar de esto, se comprendía que no era ya adolescente. Los lineamientos de su rostro estaban definitivamente trazados y ofrecían un conjunto agradable, donde se leían claramente los signos de prolongado padecer. Alrededor de los ojos negros y brillantes advertíase un círculo morado que les comunicaba gran tristeza; en los pómulos, bastante acentuados, tenía dos rosetas de mal agüero, para el que haya visto desaparecer deudos y amigos en la flor de la vida.
En tanto que el barbado caballero se estuvo dentro con el doctor, nuestro joven continuó repasando los preciosos cromos del libro con sus dedos tan finos, tan delicados, que parecían hacecillos de huesos prontos a quebrarse. ¿Pero con tales manos puede un hombre trabajar? ¿Se puede defender? Eran las preguntas que a cualquiera le ocurrirían mirándolas. Las señoras del diván contempláronlas con lástima y se hicieron una leve señal con los ojos, que quería decir: ¡pobre joven! Después se hicieron otra señal, que significaba: ¡qué pantalones tan bonitos lleva, y qué bien calzado está! Indudablemente aquel muchacho les fue simpático. La vieja se irritó en su interior contra las mujeres infames, como hay muchas en Madrid, que se apoderan de los chicos y les beben la sangre, al igual de las antiguas brujas. La joven pensó vagamente en salvarle la vida a fuerza de amor y cuidados.
—El primero de ustedes, señores—dijo nuevamente el doctor Ibarra, despidiendo al caballero, que salió grave y erguido como un senador romano.
Las dos señoras avanzaron lentamente hacia el gabinete. Antes de encerrarse, la niña dirigió una mirada de inteligencia al joven flaco, tratando sin duda de decirle: «No soy yo la que vengo a consultar; es mi madre. Gracias a Dios, yo estoy buena y sana para lo que usted guste mandar.» Los labios del joven se plegaron con sonrisa imperceptible y siguió examinando el pintoresco manto de un caballero de la Orden de Alcántara que le había dado golpe, al parecer. No obstante, de vez en cuando volvía los ojos con zozobra hacia la puerta del gabinete. Trataba inútilmente de reprimir la impaciencia. Aquellas señoras tardaban mucho más de lo que había contado. Dejó el libro, se levantó, y como no había nadie en la sala, se puso a dar vivos paseos sin perder de vista el pestillo, cuyo movimiento esperaba. Al cabo de media hora sonó por fin la malhadada cerradura; pero aún en la puerta se estuvieron las señoras largo rato despidiéndose. Cuando terminaron, la niña le miró: «No tengo la culpa de que usted haya esperado tanto: ha sido mamá ¡que es tan pesada!» El joven contestó con otra mirada indiferente y fría y entró en el gabinete. La niña salió de la sala con un nuevo desengaño en el corazón.
Era el célebre doctor Ibarra un anciano fresco y sonrosado, pequeñito, con ojos vivos y escrutadores, todo vestido de negro. El gabinete donde daba sus consultas distaba mucho de estar decorado con el lujo cursi y empalagoso de la sala. Se adivinaba que el doctor, al amueblarla, siguió el modelo de todas las salas de espera, al paso que en el gabinete había intervenido más directamente con sus gustos y carácter un tanto estrafalarios, resultando una decoración severa y modesta, no exenta de originalidad. La mesa en el centro, las paredes cubiertas de libros, y el suelo también, dejando sólo algunos senderos para llegar al sofá y a la mesa. Por uno de ellos condujo el doctor, de la mano, a nuestro joven, hasta sentarlo cómodamente, quedándose él en pie y con las manos en los bolsillos. Después de permanecer inmóvil algunos instantes examinando con atención el rostro desencajado de su cliente, dijo poniéndole una mano en el hombro:
—¿Es la primera vez que viene usted a esta consulta?
—Sí, señor.
—Bien; diga usted.
El joven bajó la vista ante la mirada penetrante del médico, y profirió con palabra rápida, donde bajo aparente frialdad se traslucía la emoción:
—Vengo a saber la verdad definitiva sobre mi estado. Estoy enfermo del pecho. El médico que me ha reconocido dice que me encuentro en segundo grado de tisis pulmonar, y por si la ciencia tiene aún algún remedio para mi mal, me dirijo a usted, que está reputado como el primer médico que hoy tenemos.
—Muchas gracias, querido—contestó el doctor, dirigiéndole una larga mirada de compasión.—Le reconoceré a usted y le diré mi opinión con franqueza, pues que así lo desea... Pero antes de que procedamos al reconocimiento, necesito saber los antecedentes de su enfermedad... Vamos a ver... ¿Cuánto tiempo hace que está usted enfermo?
—En realidad, puedo decir que lo he estado siempre. Apenas recuerdo haber gozado un día de completa salud. Siempre he tenido una naturaleza muy enclenque, y he padecido casi constantemente... unas veces de uno y otras veces de otro... generalmente del estómago.
—¿Malas digestiones?
—Sí, señor; siempre han sido muy difíciles.
—¿Con dolores?
—No los he tenido hasta hace poco. Durante la niñez he padecido mucho. A los catorce o quince años empecé a sentirme mejor, a comer con más apetito y me puse hasta gordo, dado, por supuesto, mi temperamento; pero al llegar a los veinte, no sé si por el mucho estudiar o el desarreglo de las comidas, o la falta de ejercicio, o todo esto reunido, volvieron a exacerbarse mis enfermedades, y puedo decir que, durante una larga temporada, mi vida ha sido un martirio. Después mejoré cambiando de vida; pero he vuelto a recaer hace ya algún tiempo.
—¿A qué ocupaciones se dedica usted?
El joven vaciló un instante y repuso:
—Soy escritor.
—Mala profesión es para una naturaleza como la suya. Las circunstancias con que ustedes trabajan generalmente... a las altas horas de la noche, hostigados por la premura del tiempo... la falta de ejercicio... y el trabajo intelectual, que ya de por sí es debilitante... ¿Y dice usted que de algún tiempo a esta parte se ha recrudecido la enfermedad del estómago?
—El estómago, no tanto: lo peor es la gran debilidad que siento en todo mi organismo desde hace tres o cuatro meses. Una carencia absoluta de fuerzas. En cuanto subo cuatro escaleras, me fatigo. No puedo levantar el peso más insignificante...
—¿Ha tenido usted algún síncope, o siente usted mareos de cabeza?
—Mareos, sí, señor; pero nunca he llegado a perder el sentido. Sin embargo, en estos últimos tiempos he temido muchas veces caerme en la calle.
—¿Tose usted?
—Hace un mes que tengo una tosecilla seca, y el lunes he esputado un poco de sangre. Me alarmé bastante y fui a consultar con un médico que conocía...
—¿La sangre vino en forma de vómito o mezclada con saliva?
—Nada más que un poquito entre la saliva.
—Antes, ¿no había usted consultado?
—Sí, señor, muchas veces; pero como se trataba de una enfermedad crónica, me iba arreglando con los antiguos remedios: el bicarbonato, la magnesia, la cuasia...
—Bien; deme usted la mano.
El doctor Ibarra estuvo largo rato examinando el pulso del joven. Después, observó con atención sus ojos, bajando para ello el párpado. Quedose algunos momentos pensativo.
—Desearía reconocerle el pecho.
—Cuando usted guste. ¿Es necesario que me desnude?
—Sería mejor. Aquí no hace frío.
El joven empezó a despojarse velozmente. Parecía tranquilo a primera vista. No obstante, quien le observase con cuidado, notaría que había crecido un poco la palidez de su rostro, y que tenía las manos trémulas. Cuando estuvo desnudo de medio cuerpo arriba, interrogó con la mirada al médico. Éste consideró el miserable torso que tenía delante, con profunda lástima. Las costillas pudieran contarse a respetable distancia: el cuello salía de sus estrechos hombros largo y delgado, y adornado con prominente nuez. Hízole seña de que se tendiese en el sofá y fue a sacar de un armario el estetoscopio. Después se coloco de rodillas al lado del sofá, y comenzó el reconocimiento. El doctor se entretuvo largo rato a palpar y repalpar el pecho, apoyando los dedos y dando sobre ellos repetidos golpecitos. En el lado derecho algo le llamó la atención, porque acudía allí con más frecuencia. Nada turbaba el silencio del gabinete. El joven observaba de reojo la fisonomía impasible del doctor. Una mosca se puso a zumbar tristemente en torno de ellos. Pero aún más triste zumbaba el pensamiento por el cerebro de nuestro enfermo, quien sentía escapársele la vida cuando se hallaba en los umbrales. Todos los instantes de dicha que había gozado acudieron en tropel a su imaginación: la vida se le presentó engalanada y risueña, como una mujer hermosa que le esperase: hasta sus dolores y quebrantos le parecieron amables en aquel momento en que le iban a notificar que dejaría de sentirlos para siempre. No obstante, si sus ideas y recuerdos le pusieron triste, no consiguieron enternecerle. Había en su alma tal fondo de entereza y orgullo, que consideraba indigno asustarse con la perspectiva de la muerte.
El doctor tomó el instrumento, se lo puso sobre el pecho y aplicó el oído.
—Tosa usted... así... no tan fuerte... Ahora respire usted con fuerza y acompasadamente.
Hubo un largo silencio.
—Vuélvase usted un poquito... así... Tosa usted otra vez... Basta... Respire usted con fuerza...
Nuevo silencio, durante el cual el enfermo comenzó a acariciar una idea horrible.
—Ahora hable usted.
—¿De qué quiere usted que hable?
—Recite versos, ya que es usted literato.
—Bueno, recitaré los que más me convienen en este momento—repuso el joven sonriendo con amargura. Y empezó a decir en voz alta la admirable poesía de Andrés Chenier, titulada Le Jeune malade.
Cuando hubo recitado algunos versos, el médico le interrumpió:
—Basta... Siga usted respirando tranquilamente.
Tornó a reinar el silencio. Un larguísimo rato se estuvo el médico con el oído atento a lo que en las profundidades del pecho de nuestro joven acaecía, explorando los más leves movimientos, los ruidos más imperceptibles, como el ladrón que fuese de noche a penetrar en una casa. A veces creía sentir los pasos de la muerte, como el soldado los de su enemigo, y la frente del anciano se arrugaba, pero volvía a serenarse al momento, adquiriendo expresión indiferente. Su atención era cada vez más profunda. En tanto, el paciente tenía fijos en el techo los ojos, donde empezaban a dibujarse las señales de una sombría decisión. Las cejas se fruncían: las negras pupilas despedían miradas cada vez más duras y tristes.
El doctor levantó al fin la cabeza, y preguntó fríamente:
—¿Qué médico le ha dicho a usted que estaba en segundo grado de tisis?
—Ninguno—repuso el enfermo con la misma frialdad.
El anciano se puso en pie vivamente, y le miró lleno de estupor. Después se santiguó exclamando:
—¡Jesús qué atrocidad!—Y sonriendo con benevolencia:—Ha hecho usted una locura, joven. ¿Qu� hubiese usted ganado con que le dijera que se moría?
—Saberlo de un modo indudable.
—Muchas gracias; ¿y después?
—Después... después... después yo no sé lo que hubiera pasado.
—Sí, lo sabe usted... pero más vale que no lo diga. Afortunadamente, le ha salido bien la treta; porque no necesito decirle que no tiene usted ningún pulmón lesionado: sólo hay un leve desorden en las funciones. Lo que usted tiene, salta a la vista de cualquiera, porque lo lleva escrito en el rostro: es la enfermedad del siglo XIX, y en particular de las grandes poblaciones. Está usted anémico. La dispepsia inveterada que padece no acusa tampoco ninguna lesión en el estómago, y es perfectamente curable. No tiene usted, por consiguiente, nada que temer, por ahora. Recalco estas palabras para que usted comprenda que urge ponerse en cura, porque a la larga, esta enfermedad engendra la que usted creía ya tener... Y ahora se ofrece para mí una grave dificultad. Yo puedo recetarle algunos medicamentos que le aliviarían, pero sólo momentáneamente. Mientras subsistan sus causas, la enfermedad no se curará radicalmente, y le hará a usted padecer cruelmente toda la vida, y al cabo concluirá con ella demasiado pronto... Hábleme usted con franqueza... Nosotros, los médicos, somos los confesores de los hombres que no creen en la confesión... ¿Es usted casado, o soltero?
—Soltero.
—Pero usted tiene una mujer que le ama demasiado...
—Acaso...—repuso el joven sonriendo y ruborizándose levemente.
—¿Tendría usted fuerzas para alejarse de ella por una temporada?
La frente del enfermo se arrugó, y sus ojos adquirieron expresión fija y dura.
—No deseo otra cosa.
—Perfectamente... ¿Y pudiera usted también dejar sus negocios y pasar una larga temporada en el campo, sin hacer absolutamente nada?
—Creo que sí.
—Entonces nos hemos salvado. No importa que sea un sitio u otro donde usted vaya, en el Norte o en el Mediodía; lo indispensable es que usted descanse y respire aire más puro, que corra usted entre los árboles unas veces y otras al sol, que coma usted alimentos suaves y nutritivos, que se levante usted temprano y no se retire tarde, que trueque, en fin, la vida artificial y antihigiénica que lleva, por otra natural y sencilla, y que dé a ese pobre cuerpo lo que está reclamando a gritos.
El anciano médico se alargó todavía bastante dándole consejos sobre su proceder en lo futuro. El joven le escuchó religiosamente, concediéndole la razón en su interior. Cuando hubo terminado, se levantó y quiso pagarle. El médico no lo consintió: sentía mucha simpatía hacia los jóvenes escritores, y en el caso presente comprendíase que la simpatía era aún más viva. Llevole de la mano hasta la puerta de la estancia, y al despedirse le pronunció otro corto discurso, dándole afectuosas palmaditas en el hombro:
—No ser loco, no ser loco, joven. Tenga firme por la vida, que usted no sabe lo que pasará cuando la suelte... Y sobre todo, más vale pájaro en mano... Los hombres que tienen, como usted, valor e inteligencia, deben reservarse para las empresas grandes y útiles. Cúrese usted, robustezca usted su cuerpo, y verá cómo después no siente tanto desprecio por la existencia... Adiós, joven... No deje usted de escribirme pronto desde su retiro, para que le envíe una receta. Por ahora no quiero darle medicamentos. Necesito saber la influencia del cambio de vida y de clima sobre su organismo... ¿Se llama usted D. Andrés Heredia, no es verdad?... Perfectamente: no me olvidaré... Adiós, Sr. Heredia; no deje usted de irse cuanto antes de Madrid.
Al pasear la mirada por la sala, el médico tropezó con un cliente que, sentado en un diván, tosía apretando las sienes con las manos. Bajando la voz, añadió al oído del joven:
—Ese pobre se curará en otro campo distinto del que usted va a visitar... Adiós, querido, adiós.
II
Andrés Heredia perdió en la niñez a su padre, magistrado del Tribunal Supremo, que había tenido la flaqueza de casarse, ya viejo, con una sobrinita de diez y ocho años. Su tardío matrimonio y algunos quebrantos de fortuna, que por la baja repentina de los fondos públicos había experimentado, dieron con él en la sepultura. El fruto de esta unión desacertada fue un niño menudo y enteco, que se crió trabajosamente a fuerza de mimos y cuidados.
A la muerte de su padre heredó 40.000 reales de renta que, unidos a la viudedad de su madre, les consintió vivir con bienestar en la corte. La joven viuda no quiso contraer nuevo matrimonio, aunque no le faltaron buenas coyunturas para ello. Cifró los anhelos y las esperanzas todas de su vida en aquel niño, que necesitaba de su maternal solicitud para no perecer al golpe de las muchas dolencias que padeció en la infancia: para ella era un goce intenso y continuo irlas venciendo y verle salvo y cada vez más robusto. El chico, al mismo tiempo, iba descubriendo un natural sensible y despejado: adoraba a su madre y la enorgullecía con sus triunfos en el colegio: todos los meses diploma de honor: en todos los exámenes sobresaliente o notablemente aprovechado. Más tarde, cuando alcanzó los diez y seis años, le trajo un periódico donde aparecían unos versos firmados por él. Lisonjeada en su vanidad de madre, la pobre mujer rompió a llorar. Desde entonces la carrera de Andrés quedó fijada: fue poeta. No hubo revista literaria ni periodiquillo de provincias que no se viese comprometido a insertar alguna de sus lacrimosas composiciones, ni certamen poético o juegos florales donde no ganase una escribanía de plata, algún libro lujosamente encuadernado, y tal vez que otra hasta la misma flor natural reservada a los poetastros más preclaros. El género en que más sobresalía eran las leyendas. Con una cruz de piedra, un par de jinetes rebujados en sendas capas, un camarín bien amueblado, una dama de rara belleza, un castillo con ventanas ojivales y una noche de luna llena, tenía lo bastante nuestro mancebo para armar un belén de seis mil diablos muy interesante, capaz de poner la carne de gallina a cualquiera. Cuando tuvo bastante número de composiciones, publicó (a ruego de algunos amigos) un tomo; y después otro; y después otro. Le costaban un caudal; pero lo daba por bien empleado, porque los periódicos donde tenía amigos comenzaban a llamarle «el inspirado poeta, nuestro particular amigo D. Andrés Heredia.» Por desgracia, su madre se murió antes de verle en el pináculo de la gloria: murió rápidamente de una tisis pulmonar. Andrés, que sólo contaba veinte años a la sazón, tuvo por curador de sus bienes a un hermano de la difunta; pero no quiso vivir con él, y se trasladó con algunos de sus bártulos a la fonda.
Aquí da comienzo para el joven Heredia una era muy diversa del resto de su vida anterior. Pasó repentinamente de la atmósfera tibia de su casa al fresco de la calle, de la existencia dulce y tranquila que el amoroso cuidado de su madre le hacía observar, a la desarreglada y trashumante de las fondas. El exceso de libertad le hizo daño. Su naturaleza había cambiado bastante desde los diez y seis años. El método riguroso, la conducta ordenada, habían conseguido darle una robustez relativa; de suerte que, al trasladarse a la fonda, se hallaba bastante fuerte para disfrutar de la vida. Por otra parte, su curador le pasaba una muy bastante cantidad para sostenerse con desahogo. De todas estas ventajas comenzó a usar largamente nuestro joven, presentándose en el mundo con el brío y la petulancia de los pocos años. Pisó los teatros a menudo, y los cafés, y los salones, y hasta los lugares menos santos; contrajo amistades y deudas; despeñose en aventuras amorosas que no son el amor. Todo le sonrió en un principio. Mas no se pasó mucho tiempo sin que la naturaleza diese el grito de alarma. De nuevo se presentó la antigua dolencia del estómago, más áspera que nunca, por la falta de método en las comidas y el desdén de los remedios oportunos. Y el constante padecer que le envenenaba todos los placeres, comenzó a influir de modo notable en su carácter: se tornó hipocondríaco, pesimista, irascible. Llegó un instante en que se vio precisado a retirarse del comercio social, para no tener a cada instante alguna reyerta. Se hizo susceptible, desconfiado; una palabra le desconcertaba, una mirada le hería; no transcurrían ocho días sin que riñese con algún amigo por cualquier bagatela. Uno de ellos, médico, después de cierta escena violenta, le dijo que no discutiría más con él mientras no se pusiese en cura. Esto le hizo volver en sí: comprendió que estaba efectivamente enfermo, huyó con particular cuidado toda ocasión de disputa, y comenzó a jaroparse con los remedios que usualmente se dan contra la bilis. No le fue mal con ellos: el estómago se le entonó, comió con más apetito, y al cabo pudo volver a la vida ordinaria, aunque resentido y quebrantado.
En esta época había dado paz temporalmente a las musas, y descendió a escribir en prosa, no vil, sino poética y ensortijada como ninguna. Entró de revistero en un periódico, y con ocasión de los saraos, banquetes, funciones de teatro, corridas de toros y toda laya de fiestas públicas y privadas, comenzó a soltar de la pluma un millón de lindas frasecillas ingeniosas y acicaladas, que no había otra cosa que alabar entre las damas. Y como natural consecuencia de la boga de sus artículos, también su persona alcanzó inusitado favor en los salones. Se le juzgó fino, gentil, elegante: las mamás le bloquearon con sonrisas y lisonjas. Pero no estaba por los amores lícitos: gustaba de morder en la manzana prohibida, y es fama que en poco tiempo le dio muchos y fuertes bocados. Por cierto que uno de ellos le costó un lance de honor, del cual salió levemente herido; pero esto le hizo ganar prestigio entre el sexo femenino. Últimamente, tuvo la mala ventura de ligarse a una mujer no joven, ni bella, ni rica, pero tan hábil y experta, de tal infernal atractivo, que en poco tiempo logró atarle de pies y manos, tenerle rendido y sumiso a sus pies como un esclavo. Era la esposa de un alto empleado a quien las aventuras de su señora no parecían dar frío ni calor. Cesaron las de Andrés al tropezar con tal mujer: dejó la vida alegre y bulliciosa, y hasta el trato de sus amigos íntimos; no pensó desde entonces más que en servir y festejar a su ídolo. Y de esta suerte transcurrieron más de dos años, perdiendo en aquellos amores necios sus fuerzas físicas e intelectuales; porque había abandonado el estudio, y hasta la pluma ya no le servía más que para trazar algunas insulsas composiciones en honor de su dama.
Al llegar a la mayor edad entró en la libre disposición de sus bienes, que halló no poco mermados, gracias al buen aire que supo darles su señor tío mientras los manejó. Con este motivo hubo disputas y fuertes desabrimientos entre ambos, y aun amagos de litigio: al fin se zanjó el asunto por la intervención de algunos amigos oficiosos, no sin perder Andrés en la transacción buena parte de su hacienda. Estos disgustos y todos los demás se compensaban por los dulces momentos que sus vergonzosos amores le hacían pasar. Mas al fin, también fueron perdiendo mucho en su atractivo: la esposa del empleado se empeñaba en abusar de su poder y en exigir mayores sacrificios, al mismo tiempo que el amor se iba gastando en el pecho del evaporado joven. Esto produjo tirantez entre ellos, algunas reyertas y no pocas desazones. Andrés concluyó por desear un rompimiento; pero se dejaba arrastrar de la costumbre, sin fuerzas para tomar una resolución violenta, como sucede casi siempre en las relaciones añejas.
Presentose al cabo lo que era inevitable. Su salud, siempre arrastrada y temblona, se resintió de modo alarmante. Ya no eran solamente la delgadez singular, la fatiga y la inapetencia los fenómenos que se advertían en su organismo. En los últimos tiempos comenzó a sentir agudos dolores de estómago a ciertas horas del día, que le dejaban extremadamente abatido y triste. Cuando en la calle le acometían, apretaba fuertemente la parte dolorida con el puño del bastón, y así caminaba con el rostro pálido y angustiado, sin oír ni ver nada de lo que a su alrededor pasaba. Por fortuna, duraron poco tiempo: el bismuto que le recetó el amigo con quien solía consultarse consiguió aliviarlos notablemente.
Pero a los pocos días, un esputo de sangre, que arrojó al toser, le asustó. ¿Estaría tísico? Semejante idea le llenó de espanto. Nunca había pensado en la muerte, sino como elemento artístico que utilizaba para sus poemas románticos, sacándola a relucir, demasiadamente por cierto, en apoyo de la sinceridad de sus ansias amorosas, y como medio de conseguir un bálsamo para sus penas. Mas ahora, la muerte se le presentaba de modo mucho menos simpático, lívida, descarnada, hedionda, empuñando en sus huesosas manos la guadaña fatal apercibida a segarle el cuello; era la muerte sin consonantes ni ripios, totalmente desnuda de galas retóricas. En su presencia sintió impresión muy distinta a la que le había inspirado el poema Amor y muerte, que pocos meses antes había publicado cierta revista literaria titulada Los Ecos del Manzanares: sintió frío y miedo y apego sin condición a la vida, de la cual tantas veces había maldecido en verso. Pasó dos días en extraordinaria agitación, encerrado en su cuarto, sin ver a su amiga ni otro ser viviente más que a la doméstica que le servía sus cortas refacciones, sin resolverse a consultar con algún médico de experiencia por el temor de adquirir la fatal certidumbre de su desgracia.
La agitación, no obstante, cedió y se transformó, como sucede generalmente, en abatimiento y tristeza. Y poco a poco, de este abatimiento, del que muy contados humanos escaparían en idéntico caso, brotó como planta vigorosa la resignación, o más bien una indiferencia estoica y varonil nacida de la vergüenza de haber sentido miedo. Su corazón alzose bravamente ante el fantasma terrible de la tisis, y dijo: «No se muere más que una vez... Días antes o días después... ¡Bah! ¡Qué importa!» Y por un supremo esfuerzo de la voluntad quedó sereno, completamente sereno, observando su propia tranquilidad con noble orgullo. Sólo un pensamiento logró enternecerle dulcemente: «Mi madre murió tísica; allá voy a juntarme con ella.» Y derramó algunas lágrimas que le refrescaron el alma. Después arregló in mente todas sus cosas, trazando una minuta ideal de su testamento, se lavó, se vistió con pulcritud y salió de casa en busca de la del doctor Ibarra, uno de los más celebrados médicos de Madrid, resuelto a saber la verdad de su estado y el tiempo que aún le quedaba de vida. Algo siniestro, espantoso, flotaba por encima de su resignación, sin que él mismo se atreviese a definirlo.
¡Cuán distintas fueron sus impresiones al salir de aquella casa! Había entrado pocos momentos antes indiferente, frío, con el espíritu desmayado y el paso vacilante. Al salir, le palpitaba el corazón fuertemente, los ojos le relucían, las mejillas se coloreaban, los pies bailaban sobre la escalera con redoble firme y alegre. Es que el doctor Ibarra, el médico más afamado de la corte, un sabio respetado en toda Europa, un semidiós de la ciencia, le acababa de prometer la vida.
¡La vida! Al poner el pie en la calle, la encontró hermosa y amable como nunca. El sol resbalaba por el diáfano cristal del firmamento con dulce sosiego, y sus rayos caían sobre la ciudad como suave y divina bendición. Discurría la gente por las aceras en animado movimiento; brillaban los cristales de los escaparates y los de los balcones; cruzaban los carruajes hacia el paseo estremeciendo el pavimento, y despidiendo de sus ruedas vivos y gratos reflejos; un piano mecánico alzaba sus sones en medio de la calle tocando el brindis de Lucrecia; una vendedora de violetas cruzaba con el cestillo en la mano, dejando tras si el ambiente perfumado; escuchábanse las risas de los niños que jugaban en el balcón de un entresuelo; veíase la linda cabecita rubia de una joven que desde otro balcón mucho más alto exploraba la calle, evitando los rayos del sol con la pantalla de su mano nacarada... Todo era grato y placentero; todo palpitaba, todo cantaba, todo resplandecía. El cielo enviaba una dulce sonrisa protectora a la tierra. La tierra contestaba con frescas carcajadas de júbilo.
El alma de Andrés también reía. Quedó inmóvil un instante a la puerta del bendito doctor, deslumbrado, el corazón henchido de emociones, bebiendo y aspirando la luz que le inundaba, gozando como dicha infinita el vaivén y los rumores de la calle. Y del fondo de su espíritu caviloso y triste salió un grito que dominó todas las emociones, todas las ideas y deseos. ¡Vivir!
Vivir, vivir de cualquier modo que fuese; vivir sin placeres, porque el vivir es el mayor de todos. Era el grito de ¡socorro! de un ser en peligro, el ruego acongojado de un cuerpo dolorido; el mandato imperioso de la naturaleza viva que lucha con la muerte desde el comienzo del mundo. ¿Cómo algunos minutos antes desdeñaba a tal punto la vida, cuando ahora renunciaría de buen grado a todos los goces de la tierra por poseerla? No acertaba a comprenderlo.
Mientras caminaba hacia su casa, bañándose en la dicha de vivir, iba pensando en el modo más adecuado de cumplir los preceptos del doctor Ibarra y satisfacer el deseo vehemente, irresistible, de su atribulada naturaleza. Se acordó de que tenía un tío en una de las provincias del Norte, párroco de cierta aldea pintoresca y sana, al decir de los que la habían visitado, y decidió escribirle inmediatamente.
Escribiole, en efecto, arregló el cobro de sus intereses con el agente encargado de ellos, hizo su equipaje y al día siguiente se embarcó en el tren del Norte, sin ver a su amante, ni dar parte a nadie de su marcha repentina, como quien escapa de violenta y temerosa persecución.
Ni la justicia ni enemigo mortal alguno le perseguían. El único que le acechaba los pasos, esperando impaciente el momento oportuno de acometerle, era aquel fantasma pálido y hediondo que se le había aparecido al arrojar algunas gotas de sangre por la boca.
III
Cuando el joven Heredia se acercó al despacho del ferrocarril minero que enlaza el puerto de Sarrió con la villa de Lada, solicitando un billete de primera, el expendedor le clavó una mirada honda y escrutadora, y le examinó detenidamente de la cabeza a los pies, preguntándose con curiosidad:—¿Quién será este joven? Me parece que no le he visto hasta ahora. ¿Algún nuevo ingeniero que hayan traído los Iturraldes? Está bien flaquito el pobre.
En la vasta sala de espera, negra por el polvo de carbón, no había nadie. El expendedor pudo examinar largo rato aún al viajero. Al cabo de un cuarto de hora de pasear por aquel inmenso y sucio camaranchón, apareció un mozo con el rostro embadurnado también de carbón, empuñando una campana de bronce que hizo sonar con fuerza; y encarándose al propio tiempo con nuestro joven, gritó reciamente:
—¡Viajeros al tren!
—Oye, Perico—gritó el expendedor desde la taquilla.—¿Quién te ha mandado dar la señal?
—Es la hora—repuso el mozo, malhumorado.
—Y ¿quién te ha dicho a ti que era la hora?
—El reloj.
—Pues aquí no hay más reloj que yo; ¿lo entiendes, mastuerzo?—dijo el expendedor con voz colérica, sacando cuanto pudo el airado rostro por la ventanilla.—¡Vaya, vaya! ¡Pues no faltaba más que estuviésemos aquí sujetos a la voluntad de los señores mozos!—Usted dispense, caballero—prosiguió volviendo los ojos a Andrés;—pero este mozo es más animal que el andar a pie... Hoy no podemos salir a la hora en punto, porque va el señor gerente con el ingeniero a reconocer unas minas... De todos modos, no será cosa lo que nos retrasemos...
Andrés levantó la mano, como diciendo:—¡Por mí no se molesten ustedes!
Y siguió paseando por la sala con la misma calma.
—¿Quiere usted facturar el baúl?
—¡Ah! Sí, señor; se me olvidaba.
Facturado el baúl, creyó que podía salir a dar algunas vueltas fuera de la estación.
—No se aleje usted mucho, caballero: el señor gerente no tardará en llegar: suele ser puntual.
En efecto, el gerente y el ingeniero tardaron poco en aparecer, conversaron unos instantes con el expendedor y se metieron en un coche reservado, algo menos sucio que el que a Andrés le tocó en suerte. El hombre de la taquilla, después de apretar la mano repetidas veces al gerente y al ingeniero y de hacer un sinnúmero de saludos con su gorra galoneada, se dirigió en voz alta al maquinista:
—Ya puedes arrancar, Manuel.
Silbó la locomotora, prolongada, triste, agudamente; lanzó después sordos bufidos de angustia, cual si le costase esfuerzos supremos remover el cortejo de vagones que le seguían; por último, empezó a caminar suave y majestuosamente; después con más celeridad, aunque no mucha.
El valle en que estaban asentados el pueblo y la estación de Navaliego, intermedia entre la villa marítima y la carbonífera, y adonde había llegado nuestro joven desde la capital con sólo hora y media de diligencia, era amplio y dilatado: la vista se derramaba por él sin topar obstáculo en algunas leguas: el terreno solamente hacía leves ondulaciones. En el país donde nos hallamos, el más quebrado y montuoso de la Península, el valle de Navaliego constituye una feliz o desdichada excepción, según el gusto de quien lo mire. Es más árido que el resto de la provincia; hay poco arbolado. No obstante, sembrados aquí y allá, se ofrecen muchos y blancos caseríos que resaltan sobre el verde pálido del campo y rompen alegremente la monotonía del paisaje.
El tren o trenecillo donde Andrés iba empaquetado lo atravesó todo lo prontamente que le fue posible, y se detuvo a la falda de una montaña, delante de otra estación. Allí se subió al mismo coche un matrimonio obeso que saludó cortésmente a nuestro viajero. Un hombre, calzado de almadreñas, gorro de paño negro y bufanda, que se paseaba por delante de la estación y dictaba órdenes en calidad de jefe, hizo señal con la mano, y el tren tornó a silbar y a bufar y a partir.
El valle se había ido cerrando poco a poco. Los montes que lo estrechaban estaban vestidos de árboles, dejando entre su falda y la vía férrea hermosas praderas de un verde esmeralda. Andrés contemplaba con júbilo aquel exuberante follaje, que en la vida había visto, comparándolo con la empolvada pradera de San Isidro. Es indecible el desprecio que en tal instante le inspiraba el recinto de la famosa romería, donde no existe más verde que el de las botellas.
Un hombre apareció por la parte exterior del coche, preguntándole:
—¿Adónde va usted?
—A Lada.
—Bueno, entonces ya me dará usted el billete; no hay prisa... ¡Sr. D. Ramón!... ¡Señá Micaela!... (dirigiéndose con efusión al matrimonio obeso). ¡Ustedes por acá! Hace ya lo menos dos meses que no vienen a ver al chico: ya sé, ya sé que Gaspara ha parido un niño muy robusto... ¿Vienen ustedes a ver al nieto, verdad?... D.ª Micaela cada día más gorda.
—Pues no es por lo que dejo de pasar, hijito.
—¡Qué ha de pasar usted, señora! ¡Con esas espaldas y esas!... ¡Vamos, hombre, si da ganas de reír!
—Que sí, que sí, hijito; que lo estoy pasando muy mal desde el día de San Bartolomé; que lo diga Ramón si no...
—Es verdad, es verdad—bramó sordamente el elefante del marido.—Lo está pasando muy mal... A mí me parece que es histérico...
Andrés dejó de escuchar la conversación y se mudó a la otra ventanilla para seguir contemplando el paisaje. Al poco rato, el revisor se alejó y volvió a reinar silencio en el coche.
El valle se había cerrado aún más. Las faldas de los montes avanzaban casi hasta el borde de la vía, dejando poquísimo espacio de campo. A trechos, sólo quedaba la anchura suficiente para el paso del riachuelo que corría por la cañada. Los árboles extendían de cerca, y por entrambos lados, sus ramas, cual si tratasen de atajar la marcha del tren.
Parose éste repentinamente, cuando menos se esperaba, en medio de la mayor apretura de la garganta, donde no había rastro de estación ni otra fábrica de menor calidad que hiciese sus veces.
Andrés, después de asomar la cabeza por las ventanillas y mirar y remirar en vano, se atrevió a preguntar a sus compañeros:
—¿Qué significa esta detención?
—Nada, que se apeará aquí el gerente.
—¡Ah!
Marido y mujer cambiaron entonces una mirada menos vaga y mortecina que las que ordinariamente despedían sus ojos revestidos de carne. Un mismo pensamiento cruzó por sus acuosas masas encefálicas.
—Si el maquinista quisiera parar antes de llegar a Piedrasblancas—dijo la mujer—nos ahorrábamos deshacer el camino.
—Es verdad—dijo el marido.
—Díselo a Felipe.
—No sé si cederá.
—¿Qué se pierde con pedírselo? El no ya lo tienes en casa.
El marido asomó su faz redonda por la ventana, y espió largo rato los movimientos del revisor. Al fin se resolvió a hacer seña de que se acercase. Vino el revisor, escuchó la proposición de la faz redonda y la halló un poco grave. Era comprometido para el maquinista y para él; ya les habían reprendido severamente por actos semejantes; el servicio se interrumpía; los viajeros se quejaban; se perdían algunos minutos...
La mujer escanció un vaso de vino, y se llegó con él a reforzar los argumentos de su consorte. Negocio terminado. El tren pararía media legua antes de Piedrasblancas, ¡pero cuidado con bajarse en seguida! ¡Mucho cuidado!
—Pierda usted cuidado.
En efecto, al poco rato el tren detuvo un instante su marcha; sólo el tiempo necesario para que marido y mujer dijesen a Andrés:—Buenas tardes, caballero, feliz viaje—y se bajasen con la premura que les consentía la pesadumbre de sus cuerpos.
Tornó a quedarse el joven solo. No tardó en abrirse nuevamente el valle, ofreciéndose a los ojos del viajero con amena perspectiva. Era más fértil y frondoso que el de Navaliego, pero menos extenso: un río de respetable caudal corría por el medio: las colinas, que por todas partes lo circundaban, de mediana elevación y cubiertas de árboles. Allá, a lo lejos, los ojos del joven columbraron un grupo de chimeneas altas y delgadas como los mástiles de un buque y adornadas de blancos y negros y flotantes penachos de humo. En torno suyo, una población cuya magnitud no pudo medir entonces. Era la metalúrgica y carbonífera villa de Lada.
Mucho humo, mucho trajín industrial, mucho estrépito, muchas pilas de carbón, muchos rostros ahumados.
Al apearse del tren vaciló un momento acerca de lo que había de hacer.
Decidiose a interrogar al primer mozo que le salió al paso.
IV
—Oiga usted: ¿me podría informar si hay en la villa algún alquilador de caballos?
—Sí, señor; hay dos.
—¿Quiere usted guiarme a casa de uno de ellos?
Pero en aquel momento un joven alto, de nariz abultada y bermeja, vestido decentemente con pantalón y chaqueta negros, bufanda al cuello, negra también, y ancho sombrero de paño, también negro, los abocó, preguntando al viajero:
—¿Sería usted, por casualidad, el sobrino del señor cura de Riofrío?
—Servidor.
—Pues vengo de parte de su señor tío para que, si gusta de ir conmigo a las Brañas, lo haga con toda satisfacción. Tengo en la cuadra dos caballerías...
El enviado del cura mantenía suspendido el sombrero sobre la cabeza, sin quitárselo por entero ni acabar de encajárselo.
—¡Ah! ¿Viene usted de parte de mi tío? ¡Cuánto me alegro!... Pero póngase, por Dios, el sombrero... No esperaba yo esa atención... Pues cuando usted guste... Lo peor es el baúl... no sé cómo lo hemos de llevar...
—Que se lo traiga un mozo hasta la posada, y de allí podrá marchar en un carro... El carretero es de satisfacción.
—Perfectamente... Vamos allá.
Ambos se emparejaron, entrando en la industriosa villa como dos antiguos conocidos.
—Vaya, vaya... pues la verdad, no esperaba yo que mi tío me enviase caballo... No le decía categóricamente el día en que había de llegar.
—Tampoco me lo dio él como seguro. Yo tenía asuntejos que arreglar aquí, en Lada, y pensando venir hoy, se lo dije... Entonces me dijo:—Hombre, Celesto, mañana puede ser que venga un sobrino mío en el tren de la tarde: ¿quieres llevar mi caballo por si acaso?...—Oro molido que fuera, señor cura... ¡Vaya, que no faltaba más!
—Pero lo raro es que usted me haya conocido tan pronto.
Celesto hizo una mueca horrorosa con su nariz multicolora. Porque es tiempo de manifestar que la nariz del mensajero no era bermeja, como a primera vista le había parecido a Andrés, sino que, dominando este color notablemente, todavía dejaba que otros matices, tirando a amarillo, verde y morado, se ofreciesen con más o menos franqueza entre los muchos altibajos y quebraduras que la surcaban. En verdad que era digna de examen aquella nariz. Un geólogo hubiese encontrado en ella ejemplares de todos los terrenos volcánicos.
—¡Ca, no señor, no es raro! El señor cura tuvo cuidado de decirme:—Mira, mi sobrino viene muy delicadito, casi hético el pobrecito; de modo que no te será difícil conocerlo... Y efectivamente...
No dijo más porque comprendió que no debía decirlo. Andrés se puso triste repentinamente, y caminaron en silencio hasta llegar a la posada, que estaba a la salida de la villa. Fueron a la cuadra, enjaezó Celesto los caballos, sacáronlos fuera. ¡En marcha, en marcha!... No; todavía no. Celesto no se siente bien del estómago, y se hace servir una copa de ginebra, que bebe de un trago, como quien vierte el contenido en otra vasija. Andrés quedó pasmado de tal limpieza y facilidad. Ahora sí; en marcha: ¡Arre, caballo!
Los rucios emprendieron por la carretera un trote cochinero. Las vísceras todas del joven cortesano protestaron enseguida de aquel nefando traqueteo, y a cosa de un kilómetro clamaron de tal suerte, que se vio obligado a tirar de las riendas del caballo.
—¿Sabe usted, amigo, que el trote de este jamelgo es un poco duro? Si usted tuviese la bondad de ir más despacio...
—Sí, señor; con mucho gusto. Pues no le oí nunca quejarse al señor cura de su caballo. Antes dice que es una alhaja...
—Como yo no estoy acostumbrado a esta clase de montura...
—Eso será... Aunque vayamos con calma, hemos de llegar al oscurecer a casa.
Y ambos se emparejaron y se pusieron a caminar al paso, unas veces vivo, otras muerto, de sus cabalgaduras.
Conforme se alejaban de la villa industrial, el paisaje iba siendo más ameno. La carretera bordaba las márgenes de un río de aguas cristalinas, y era llana y guarnecida de árboles. El polvo y el humo de carbón de piedra que invadían la villa y sus contornos, ensuciándolos y entristeciéndolos, iban desapareciendo del paisaje. La vegetación se ostentaba limpia y briosa: sólo de vez en cuando, en tal o cual raro paraje, se veía el agujero de una mina, y delante algunos escombros que manchaban de negro el hermoso verde del campo.
—¿Y de qué padece usted, señor de Heredia, del pecho?
—No, señor; más bien del estómago.
—¿No tiene usted ganas de comer?
—Pocas.
—¡Hombre, le compadezco de veras! Debe de ser fuerte cosa eso de sentarse delante de un plato de jamón con tomate y no poder meterle el diente. No he padecido nunca de ese mal... Bien es verdad que tampoco usted padecería si se hubiera pasado cinco años en el seminario comiendo judías con sal, y arroz averiado: saldría usted de allí comiéndose las correas de los zapatos, como este cura...
—¿Es usted cura?
—No, señor; es un decir: estudio para ello.
—¡Ya me parecía!
—No tengo tomadas más que las órdenes menores... Verá usted: cuando entré en el seminario fue con la intención de seguir la carrera lata; pero se murió mi padre hace cosa de seis meses, y no he aprobado más que un año de teología. La pobre de mi madre no puede sostenerme tanto tiempo en el seminario ni en posada tampoco: es necesario abreviar la carrera y ordenarse cuanto antes... Si no puedo ser teólogo, seré cura de misa y olla... ¿Y qué importa?... De todos modos, la curapería anda perdida; ¿verdad, D. Andrés?
—No me parece tan mala carrera.
—Se asegura el garbanceo y nada más. Ya sabe usted que hasta se están vendiendo los mansos de las parroquias...
—¿Y cómo está usted ahora aquí, en la aldea?
—Desde el fallecimiento de mi padre (que en gloria esté) vivo en casa: los negocios no han quedado muy bien, y costará todavía algún tiempo el arreglarlos. A pesar de todo cuento, Dios mediante, cantar misa de aquí a dos años... Ea, bajémonos un poco a estirar las piernas y a tomar un piscolabis... ¿No quiere usted echar un cuarterón o una copita, D. Andrés?
Se hallaban delante de una casucha solitaria, sobre cuya puerta tremolaba una banderita blanca y encarnada, dando testimonio de que allí se rendía culto a Baco.
—No tomo nada, pero bajaré a acompañarle a usted. Me está lastimando el diablo de la silla.
—No perderá usted el tiempo—dijo Celesto acercándose a tenerle el estribo y bajando cuanto pudo la voz.—Va usted a ver una de las mejores mozas del partido, más derecha que un pino, bien armada y bien plantada... Se chupará usted los dedos...
Las muecas que el seminarista hizo al proferir tales palabras no son para descritas. Sus ojos acuosos brillaron como diamantes brasileños y la volcánica nariz se estremeció de júbilo.
—Vamos, Amalia, sandunguera, échame una copa de bala rasa y a este señor lo que guste. ¡Así pudieras echarte tú en la copa, salerosa, y beberte yo con toda satisfacción, mas que reventase después como una granada!
—¿Tan mal estómago te haría, capellán?
—No lo sé, cielo estrellado; lo único que puedo decirte es que me alborotarías mucho los nervios.
—Pues tila, querido, tila. ¿Qué quiere usted tomar, caballero? (dirigiéndose a Andrés).
—Un vaso de agua.
Mientras Amalia lavaba el vaso en un barreño colocado al extremo del mostrador, Andrés la examinó a su talante.
Los datos de Celesto le parecieron exactos. Era una moza de arrogante figura y buenos ojos, de brazos rollizos y amoratados; gorda y colorada en demasía. Cuando abría la boca para reír, enseñaba unos dientes blancos y sanos, aunque nada menudos.
—Échame otra, cara de rosa, que cuando te veo se me seca el gaznate... Vamos, D. Andrés, ¿no se la llevaría para casa de buena gana?
—¿Y para qué me había de querer este señor en su casa?—preguntó riendo maliciosamente la joven.
—Para darte confites, princesa;—¿no es verdad, D. Andrés?
—¡Vaya!
—No me gustan los dulces.
—¿Y si yo te los diera, lucero?—preguntó el seminarista con voz almibarada, entrando en el recinto cerrado por el mostrador y acercándose con paso de gato a la moza.
—¡Bah!... entonces me los comería con mucho gusto—replicó ella en tono irónico.
—¿De veras, cielo?—preguntó Celesto cogiéndola al mismo tiempo por la barba y clavándole sus ojos claros de besugo, encendidos por una chispa amorosa.
Andrés consideró que debía salir a ver cómo andaban los caballos. No se habían movido del sitio; tranquilos, cabizbajos, abstraídos. Los examinó detenidamente, revisó sus cascos a ver cómo estaban de herraduras, arregló los aparejos, mientras escuchaba dentro de la taberna un alegre y continuado retozar, salpicado de frases tiernas, carcajadas y no pocos golpes. Allá, después de bastante rato, salió Celesto con las mejillas pálidas de fatiga y las narices más requemadas que antes.
—Vamos, en marcha... Hay que apretar el paso... ¡Qué moza, D. Andrés! ¿verdad?... Pues tiene una hermana que va a ser mejor que ella todavía... ¡Qué chiquilla más espetada y más rica!—tan bien formadita por delante como si tuviera veinte años, y no tiene más de catorce... ¡Arre caballo! ¿No repara usted, D. Andrés, cómo agradecen los caballos que el jinete eche unas copitas? Es cosa sabida; para hacer andar un caballo remolón, no hay como verterse entre pecho y espalda un jarrito de ginebra... Pues ahí donde usted la ve, D. Andrés, la Amalita no tiene nada de arisca.
—Ya, ya veo que sabe usted buscarle los pliegues.
Celesto rió de satisfacción hasta saltársele las lágrimas.
—¡Bah! Ya se los han buscado antes que yo otros muchos. Me divierto un poco con ella cuando voy y vengo... pero no pasa de ahí... Por supuesto, D. Andrés, que esto no dura más que hasta que tome las órdenes mayores, porque no quiero ser un mal sacerdote...
—Hará usted muy bien; de otro modo, más vale que siga usted distinta carrera.
—Nada, nada, estoy resuelto a ello: el mismo día que me ordene sanseacabó... fuera vino, fuera mujeres, y vida nueva como Dios manda...
Siguió moviendo la lengua el seminarista con creciente brío mientras duraba la operación que en la cabeza le hacían las copitas de ginebra. Cuando se cansaba de hablar, entonaba alguna canción picaresca con ribetes de obscena, que hacía reír no poco al joven cortesano. La alegría es contagiosa, como la tristeza. La de Celesto consiguió pegársele y llegó pronto a hacerle el dúo, poniendo en inusitado ejercicio las fuerzas de sus desmayados pulmones.
No por eso dejaban de caminar a paso vivo por la amena carretera, que ceñía como una cinta blanca las faldas de las colinas.
El valle se iba cerrando. Por detrás de las colinas frondosas asomaban ya sus crestas algunas montañas anunciando que los viajeros no tardarían en penetrar en otra región más fragosa, en el corazón mismo de la sierra. En efecto, la carretera terminó bruscamente cerca de una fuerte apretura de los montes, donde se asentaba un caserío de poca importancia. Desde allí siguieron por un camino tan pronto ancho como estrecho, que faldeaba la montaña a semejanza de la carretera, y estaba sombrado a largos trechos por los avellanos de las fincas lindantes. El paisaje era cada vez más agreste. El valle se había trasformado en cañada, por donde un río bullicioso y cristalino corría entre angostas aunque muy deleitosas praderas. A trechos la cañada se amplificaba, como si desease merecer tal nombre; otras veces se cerraba hasta más no poder trocándose en verdadera garganta, donde había poco más espacio que el que ocupaban el camino y el río.
Éste, a medida que caminaban hacia su nacimiento, iba perdiendo en caudal, aunque ganando mucho en amenidad y frescura: más vivo, más diáfano y sonoro. Los grandes guijarros de color amarillo que formaban su lecho dejábanse ver con toda limpieza, y hasta en los pozos más hondos, labrados al borde de alguna peña, exploraban los ojos todos los secretos del fondo... Las montañas a veces se levantaban sobre él a pico, y eran blancas y coronadas de vistosa crestería, entre cuyos agujeros se mostraba el azul del cielo. El musgo formaba en ellas grandes machones de un verde oscuro, que resaltaban gallardamente sobre la blancura de la caliza. Muchedumbre de arbustos, y en ocasiones árboles, metían las raíces dentro de sus grietas y aparecían como colgados en retorcidas y fantásticas posiciones sobre el río.
La voz del seminarista, entonando sin cesar sus groseras anacreónticas, resonaba formidablemente entre las peñas.
Andrés callaba ya como un mudo. Se hallaba sobrecogido de respeto y emoción ante aquella vigorosa naturaleza, que no había visto más que en los paisajes al óleo o a la aguada.
—¿Estamos muy lejos de Riofrío, amigo?
—No, señor; ya hemos entrado en el concejo de las Brañas. Riofrío, que es la capital, está en el centro mismo. En cuanto salgamos de esta apretura y subamos un repechito corto, lo veremos. A usted no le gustarán estos peñascotes, ¿verdad? acostumbrado a vivir en las ciudades...
—Al contrario, me encantan: esto es hermosísimo.
El seminarista volvió su rostro inflamado por la ginebra, temiendo que Andrés bromease; pero viéndole muy serio, hizo una leve mueca de sorpresa, y arreando al caballo con la vara de avellano que empuñaba, tornó a coger el hilo de su canción favorita.
Y no dio paz al cántico hasta que divisó a una muchacha que llegaba con un cesto sobre la cabeza.
—Hola, Telva, cuerpo bueno: ¿adónde te vas a estas horas, chiquirritilla? Supongo que no será a Lada...
Al mismo tiempo le cerraba el camino con el caballo y le aplicaba golpecitos en las mejillas con la vara.
—Pues a Lada me voy.
—¿Y si te comen los lobos?
—Poco se perdería.
—Se perdía una moza como un sol.
—¡Sí, del mediodía! Déjame pasar, Celesto.
—En seguidita; pero antes vas a decirme adónde vas.
—A Lada, ¿no lo sabes?
—Eso no es verdad: tú te vas a Marín a llevar fruta a tu tía, y de camino a ver a tu primo.
—¡Buena gana tengo yo de ver a primos ni a tíos! Vamos, déjame paso, que llevo prisa.
Andrés había seguido caminando, en la sospecha de que la conversación iba a ser larga y no muy divertida (para él al menos).
Subió el repechito de que había hablado Celesto, avanzó algo más, y al dar vuelta a un recodo del camino, ofreciose de improviso a su vista un espectáculo que le dejó suspenso. A sus pies, allá en el fondo, se columbraba un vallecito ameno y virginal, surcado por un riachuelo cristalino que hacía eses, dejando a entrambos lados praderas de un verde deslumbrador. Cerraban este valle algunas colinas pobladas de árboles de tono más oscuro. Por detrás de las colinas, en segundo término, alzaban su frente altísimas montañas de piedra blanca; más allá de éstas alzábanse otras aún más altas; después otras más altas todavía, y así sucesivamente una serie indefinida de peñascos, apoyándose los unos sobre los otros, cual si se empinasen para echar una ojeada a aquel rinconcito fresco y deleitoso.
La tarde fenecía y comenzaba el crepúsculo. Andrés quedó en éxtasis ante aquel semicírculo inmenso de montañas, que parecían los escaños vacíos de un congreso de dioses. En los más altos tocaban casi las nubes rojas que acompañaban al sol en su descenso. Desde las colinas a los más bajos mediaba cortísima distancia, aunque la vista suele engañar en tales casos. Manchando de blanco el verde oscuro de las colinas, aparecían sembrados, o mejor, colgados sobre el valle algunos caseríos. En lo más hondo se percibía uno mayor que los otros, descansando entre el follaje de una vegetación soberbia.—Aquél debe de ser Riofrío—se dijo Andrés poniéndose la mano por encima de los ojos, a guisa de pantalla, para examinarle con más comodidad. Mas la gentil aldea se resistía a la inspección, ocultándose a medias detrás de los árboles, que le servían en toda su extensión de poético baluarte. No podía darse nada más bello. El río, iluminado por los rayos oblicuos del sol, era un cinturón de plata bruñida que lo aprisionaba. Nuestro viajero experimentó la dulce sorpresa del que tropieza con un tesoro. Recordó los valles vírgenes de las novelas por entregas, y convino en que nunca se había imaginado cosa tan linda y recatada. Dichoso, pensó, el que haya nacido en este apartado retiro y nunca lo perdió de vista. Al mismo tiempo vino a su mente un tropel de tristes reflexiones, inspiradas en parte por su lastimoso estado, en parte también por la amargura de los escritores románticos, de los cuales estaba saturado.
Mas cuando se hallaba por entero embebido en ellas, he aquí que un caballo, enjaezado y sin jinete, llega y cruza velozmente. Reconoció al punto el jamelgo de Celesto.—¡Canario! ¿Qué habrá sucedido? ¡Si lo habrá matado!—Y a toda prisa dio la vuelta y bajó hacia el sitio donde lo dejara. Celesto se encontraba en situación apuradísima. Encogido, doblado, hecho un ovillo, yacía al pie de una de las paredillas del camino, mientras Telva se erguía un poco más arriba, en actitud airada, los ojos centelleantes, las mejillas pálidas, arrojándole sin piedad todos los pedruscos que hallaba a mano. Y la lengua la movía con igual celeridad que las manos.
—¡Desvergonzado! ¡Puerco! ¡Eso te enseñan en el seminario, gran tuno! ¡Malos diablos te lleven a ti y a todos los capellanes! ¡Ven acá, ven otra vez y verás cómo te arranco esas narizotas podridas!
Andrés se interpuso y logró que la moza no arrojase más guijarros sobre el desdichado seminarista, que estaba a punto de pasarlo muy mal si uno de ellos le acertaba; mas los denuestos continuaron a más y mejor, mientras se iba aplacando lentamente la cólera.
—¡El demonio del capellanzote!... ¡Si pensará que está tratando con alguna pendanga!... ¡Sucio! ¡sucio! ¡suciote!... Ya se lo diré a tu madre, que cree que tiene un santo en casa... ¡Anda, anda con el santo! ¡No, las misas que tú digas que me las claven aquí!
De esta suerte prosiguió vociferando y alejándose poco a poco, mientras Andrés levantaba del suelo a la víctima y la sacudía con la mano el polvo. Celesto se tocó por todas partes, a ver si tenía algún paraje del cuerpo magullado, y dijo exhalando un suspiro:
—¡Qué gran yegua!
—Yo pensé que le había tirado a usted el caballo, porque pasó delante con gran rapidez...
—Sí, como huele cerca la cuadra no ha querido esperar. Monte usted, D. Andrés.
—¿Y usted?
—Yo voy perfectamente a pie.
Así se hizo. Celesto estaba un poco avergonzado.
—Por supuesto, D. Andrés, que todos estos líos concluirán el día que tome las órdenes mayores—dijo después de caminar un rato en silencio.
—Tiene usted razón—repuso Andrés sonriendo irónicamente,—ese día... sanseacabó.
—Justamente... sanseacabó.
Bajaron con todo sosiego al valle por un camino estrecho, trazado en zig-zag. La casa rectoral era la primera del pueblo, alejada buen trecho de las otras. Delante de ella se detuvieron. Era de un solo piso, vetusta; gran corredor de madera ya carcomida, cubierto casi todo él por una vigorosa parra, que lo aprisionaba por debajo con sus mil brazos secos y le servía de hermosa guirnalda por arriba; el vasto alero del tejado poblado de nidos de golondrinas; la puerta de la calle negra por el uso y partida al medio como las de toda aquella comarca; por entrambos lados huerta, cuyos árboles frutales aventajaban con mucho la altura de la pared.
—¡Hola, señor cura!... ¡Doña Rita, doña Rita!... ¡Vamos, despáchense ustedes, carambita, que traigo forasteros!—principió a gritar Celesto, aplicando al propio tiempo rudos golpes a la parte inferior de la puerta, que era la que estaba cerrada.
Casi al mismo tiempo aparecían en el corredor y en la puerta respectivamente el cura de Riofrío y su ama.
—¿Quién es?—preguntaron el cura desde arriba y el ama desde abajo.
—¡Casi nadie!... Su sobrino en persona, señor cura—contestó Celesto.
—¡Cáscaras! Me alegro... No pensé yo que sería tan puntual. Allá voy, allá voy ahora mismo...
Pero ya se había adelantado la señora Rita, con su faz mórbida y pálida y la figura de perro sentado, a recibir al viajero con entusiasmo que rayaba en frenesí.
—¡Virgen del Amor Hermoso! ¡El señorito Andrés! ¡Qué escuálido viene el pobrecito! ¡Si parte el corazón!
Y al proferir tales palabras, como Andrés no se había apeado, le besaba una de las manos con efusión. A nuestro viajero le sorprendió agradablemente que su mal estado de salud partiese el corazón de una persona que nunca le había visto. Echó pie a tierra, se despidió afectuosamente de Celesto, y abrazado de su tío y escoltado por el ama, subió la tortuosa escalera de la rectoral.
V
El cura de Riofrío frisaba en los sesenta años. Era un hombre pequeño y grueso, de cuello corto, rostro mofletudo y rojo, o por mejor decir, morado; los ojos claros y redondos, como trazados a compás; ágil en sus movimientos, a pesar de la obesidad, y fuerte como un atleta. La expresión ordinaria de su fisonomía, dura, casi feroz; mas cuando tenía que expresar algo, aunque fuese lo más insignificante, v. gr., cuando preguntaba la hora o el tiempo que hacía, hinchaba de tal suerte su nariz borbónica, abría los ojos desmesuradamente y los clavaba con tal fuerza en el interlocutor, que éste necesitaba mucha presencia de ánimo y sangre fría para no echarse a temblar.
Andrés se sintió profundamente intimidado cuando su tío le propuso que se quitase las botas y se pusiese las zapatillas.
—Me parece que no hay zapatillas en la maleta... Vienen en el baúl que trae un carretero—dijo, con el aspecto encogido y el acento del que confiesa un delito.
—¡Cómo! ¿No traes zapatillas?
—No, señor—se atrevió a responder con voz débil.
—Bien; entonces te pondrás unas mías.
El cura entró un momento en la alcoba oscura de la sala, y salió empuñando un par de zapatillas como lanchas, que dejó caer con estrépito a los pies de su sobrino.
—Ahora quítate esa gabardina.
—¿Qué gabardina?
—La que traes puesta, hombre... no vale nada... parece de papel... Te estás muriendo de frío.
Andrés comprendió que se refería al jaquette.
—No, señor, no tengo frío.
—Sí lo tienes; ponte ese chaquetón forrado; ya verás qué pronto entras en calor.
En el chaquetón que le presentaba su tío cabían cómodamente, a más de él, otros dos sobrinos. Pero Andrés estaba tan asustado, que se lo metió sin replicar.
—Ahora hace falta que te abrigues esa cabeza, hombre, ¡esa cabeza!... El sombrero lastima la frente... Espera un poco; tengo yo un gorro que te vendrá de perilla.
Era un gorro de terciopelo negro, alto y vueludo, que le tapó las orejas. Cuando se miró en el espejillo que colgaba sobre la cómoda, hacía una figura tan lúgubre y extraña, tan semejante a la de un amortajado, que sintió miedo.
—Siéntate ahora en ese sillón.
—No estoy cansado.
—Siéntate, digo, y responde a lo que voy a preguntarte. ¿Me contestarás con toda franqueza?
—Sí, señor.
—¿Cómo te encuentras del estómago?
—Así, así.
—Eso no es decir nada... Tú me has prometido franqueza...
—Me encuentro medianamente.
El cura, que paseaba por la sala con las manos atrás, se detuvo delante de su sobrino, y clavando en él una mirada de increíble ferocidad, le dijo con acento enérgico:
—¡Pues es necesario curarse!
Andrés no respondió.
—¡Pues es necesario curarse!—repitió en voz más alta y sin dejar de atravesarle con la mirada.
—Procuraré—dijo Andrés entre dientes.
—¿Cómo?
—Procuraré.
—Procurarás... está bien; está perfectamente—dijo el cura dulcificándose un poco y continuando sus paseos.—Lo primero que debemos hacer para curarnos es cuidar del abrigo, sobre todo del abrigo del estómago. Traerás faja, ¿no es cierto?
—No, señor.
—¡Cómo! ¿No traes faja?—exclamó quedando inmóvil, petrificado.
—No, señor; no me ha hecho falta.
—Mañana te pondrás una mía de franela. A mí me da cinco vueltas. A ti supongo que te dará alguna más.
—¡Me dará quince!—pensó con desesperación Andrés, que sudaba ya copiosamente dentro de la zamarra.
El cura siguió paseando y desenvolviendo su sistema terapéutico, fundado casi exclusivamente en el algodón y la lana. Andrés le examinaba en tanto con viva curiosidad no exenta de miedo, imaginando que había hecho muy mal en venir a caer en las garras de aquel salvaje.
Concluida la exposición del sistema, el cura se informó de muchas cosas, que no sabía, tocantes a la familia. Treinta años hacía que desempeñaba aquel curato, sin traspasar sus términos más que cuatro o cinco veces para ir a la capital del obispado. Había sido muy camarada del padre de Andrés; le había querido en el alma; pero desde su matrimonio no le había vuelto a ver. En cierta ocasión habían reñido por cuestión de intereses: se habían cruzado entre ellos algunas cartas muy agrias, que Andrés había encontrado entre los papeles del ministro. Éste le decía en una que «para llegar a la posición que él ocupaba en la magistratura, algún discurso y algunas partes intelectuales se necesitaban.» El cura respondía que «para alcanzar el estado sacerdotal también se requerían cualidades de inteligencia.» El ministro replicaba furioso: «Cuando a ti te han ordenado, hombre de Dios, ¿no habrían podido ordenar igualmente al jumento que te llevó a Valladolid?» Estas y otras groserías se habían olvidado, al parecer, por ambas partes. El magistrado, cuando hablaba del cura a su hijo, le decía: «Más claro que mi primo Fermín, el agua.» El cura, cuando se refería al magistrado, llevaba siempre el dedo a la frente con respeto, para indicar dónde estaba el fuerte de su primo. Aunque algo sabía de lo que había pasado después de la muerte de aquél, no estaba al corriente de los varios sucesos ni de las reyertas que el muchacho había tenido con su curador por motivo de intereses. Andrés, un poco más tranquilo ya, empezó a referírselas por menudo. Al llegar al punto del rompimiento se le inflamó el rostro de tal manera al cura, que Andrés temió una congestión.
—¡Pobre muchacho!... ¿Y qué es de esa buena pieza?
—¿Quién, mi tío?... Pues paseándose muy tranquilo y comiéndose la tercera parte de mi fortuna, que le he cedido por no llevar a un hermano de mi madre a los tribunales.
—¡Majadero!—gritó el cura abalanzándose a él con los ojos terriblemente inyectados; pero dulcificándose súbito, añadió:—Tú no tienes la culpa... eres Heredia al fin y al cabo, como tu padre, como yo, como mi hermano Pedro... ¡Unos tarambanas todos!...
La conversación se había prolongado. La señora Rita entró a encender un velón de aceite, pues la estancia ya estaba casi en tinieblas; después extendió el mantel para la cena sobre una mesa de castaño, negra y pulida por los años de uso. Al poco rato vino con una cazuela humeante, que depositó sobre la mesa, diciendo:
—La cena en la mesa.
—¡Santa palabra!—exclamó el cura levantándose.
Al sentarse frente a él, Andrés observó que la luz del velón hería de lleno cierto cuadro que colgaba de la pared, representando un militar a caballo.
—¿Qué general es ése, tío?—preguntó, dando por supuesto que era un general.
—D. Ramón Cabrera—dijo el cura ahuecando la voz.—¿No le conoces por su mirada de águila?—Y extendiendo en seguida la mano derecha sobre la cazuela, a guisa de bendición, masculló algunas palabras en latín, que Andrés no pudo entender.
—¡A cenar, muchacho!
—Cabrera fue un gran general—dijo Andrés para adular a su tío.
—¡Quién lo duda, chico, quién lo duda!—exclamó éste dejando caer la cuchara sobre el plato.—Sólo algún liberal botarate puede llamarle todavía cabecilla... ¡Anda, anda con el cabecilla!... Si le hubieran visto en la batalla de Muniesa con el anteojo en la mano, me entiende usted, echando líneas y paralelas... Aquí, escondida detrás de este repecho, la caballería para cargar cuando haga falta... En la retaguardia los batallones navarros... En la vanguardia los castellanos... «Capitán Tal, despliegue usted su compañía en guerrilla y moleste usted al enemigo por el flanco derecho... Coronel Cual, proteja usted con un batallón al capitán Tal para el caso de retirada... Comandante Tal, ataque usted con cuatro compañías aquella posición... Coronel Cual, proteja usted con un batallón al comandante Tal en el caso de retirada... Brigadier Tal, marche usted con los regimientos Tal y Cual por el flanco izquierdo a coger la retaguardia del enemigo... Brigadier Cual, prepárese usted a atacar de frente en el momento que yo lo ordene.»
El cura de Riofrío, al poner estas órdenes en boca de Cabrera, imitaba la voz y los ademanes imperiosos de un general en jefe; señalaba con el dedo los diversos rincones de la sala, cual si realmente estuviesen escondidos en ellos batallones, regimientos y brigadas.
—Y mientras tanto—continuó,—¿qué hacía el general Nogueras? Figúrate, muchacho, que le habían hecho creer que Cabrera no era más que un cabecilla de mala muerte, un estudiante, un teólogo que no sabía palabra del arte de la guerra. Así que, tomando el anteojo, me entiende usted (el cura hacía ademán de aplicárselo al ojo derecho), dijo a sus ayudantes: «Muchachos: el seminarista se atreve a presentarnos batalla con los desharrapados que le siguen; es necesario darle una lección muy dura para que en su vida vuelva a ponerse delante de un general español.» En seguida, me entiende usted, da sus órdenes y dispone el ataque. Suena el toque de fuego, ¡pin! ¡pan! ¡pun! de aquí, ¡pin! ¡pan! ¡pun! de allá... ¡pom! ¡pom! suena la artillería de los liberales. La de los carlistas, callada esperando la ocasión... Los liberales parece que llevan ganada la batalla, y avanzan... En esto el general Nogueras, que seguía contemplando con su anteojo el combate, mientras charlaba y reía con sus ayudantes, se pone serio de pronto... «¡Rayos y truenos! ¿Qué es lo que veo?... ¡La vanguardia del ejército envuelta! ¿De dónde mil rayos ha salido esa tropa? ¿Qué caballería es aquélla?... A ver, uno de ustedes, a enterarse de por qué retroceden los batallones de cazadores... Que cargue la caballería... ¿Dónde está?... ¡Si tiene cortado el paso!... ¡Los planes de este seminarista ni yo los entiendo, ni el diablo que lo lleve tampoco!»... En esto llega un ayudante gritando: «Mi general, escape V. E. a uña de caballo, porque estamos envueltos y vamos a caer en las manos de Cabrera.» El general Nogueras, acto continuo, pone espuela al caballo, diciendo: «¡Qué cabecilla ni qué barajas!... ¡Éste es un general consumado, que da quince y raya a todos los generales de la reina!»
El cura, al terminar su descripción, tenía el rostro tan inflamado que daba miedo. Algunas gotas de sudor le salpicaban la frente. Se le había caído la servilleta, que estaba prendida por una punta al alzacuello.
—Habrán cogido ustedes muchos prisioneros—dijo Andrés.
—¿Cómo nosotros?—repuso el tío con acento irritado.—Yo no he sido nunca militar... ¡ni ganas!
Después comió con tranquilidad la sopa, y durante la cena siguió la conversación estratégica. Al finalizar, rezó en voz alta un Padre Nuestro en acción de gracias, acompañado del sobrino, y ambos se fueron a la cama, poco después que las gallinas.
VI
Poco después que cantara el gallo por vez primera, se personó el cura de Riofrío en el cuarto de su sobrino, voceando ya como si fuesen las doce del día. Abrió la ventana con estrépito, y los rayos fríos, pero hermosos, del sol matinal dieron en el rostro de nuestro joven, que los acogió con una mueca nada estética.
—Vamos, gran dormilón, arriba: ¡arriba, hombre, arriba! Si te dejase, ser�as capaz de estarte en la cama hasta las siete de la mañana.
Andrés oyó entre sueños el absurdo de su tío y arrugó las narices con espanto.
—Vamos, muchacho, vamos—siguió el cura sacudiéndole,—que ya son muy cerca de las seis.
—¡Ah, las seis!... ¡las seis!—dijo el sobrino restregándose los ojos.
—Sí, hombre, sí, las seis... ¿A qué hora te levantabas en Madrid? Estoy seguro de que no bajaría de las ocho o las nueve.
—Por ahí...—respondió Andrés, cada vez más aterrado.
—¡Es claro!—prorrumpió el cura chocando con fuerza las manos.—¡Y luego queréis no estar enfermos, y no tener ese color de cirio que tú tienes! ¡Cocidos en la cama, me entiende usted, toda la mañana como si fueseis a empollar huevos!... Vamos, vamos, levántate que hoy es domingo, y es necesario mudarse la ropa.
—Me la he mudado ayer—contestó Andrés, pensando ganar algunos minutos.
—¿Cómo ayer?—replicó el cura lleno de estupor.—Si ayer fue sábado, muchacho...
—Y eso ¡qué importa!
—Pero en Madrid, chico, ¿no os mudáis la camisa los domingos?
—En Madrid se muda la gente la camisa cuando está sucia.
—¡Bah, bah, bah! No me vengas con monadas; en Madrid los domingos son domingos como aquí, y en toda tierra de garbanzos, y los domingos se hicieron para descansar y ponerse camisa limpia los cristianos... Conque arriba, que me voy a afeitar... A las ocho la misa...
Ya que se hubo vestido nuestro joven, con no poco trabajo y dolor de su alma, se asomó a la ventana. En vez de tropezar su vista con los balcones de la casa de enfrente, pudo derramarla a su buen talante por el magnífico paisaje que había contemplado el día anterior. La rectoral estaba más alta que el pueblo, dominándolo perfectamente, y lo mismo al valle. Éste se presentaba con la púdica frescura de la mañana, saliendo del negro manto que la noche le había tendido.
Todavía no se ha levantado la neblina que por las tardes desciende sobre el río. Las praderas que lo guarnecen están matizadas de blanco por la escarcha. Las cimas de las altas montañas se ofrecen a lo lejos teñidas de fuerte color de naranja. Los bosques de castaños esparcidos por las faldas de las colinas guardan aún todas las sombras, todos los misterios de la noche. Debajo de estos bosques duerme segura la aldea, cuyas casas blancas déjanse ver apenas entre el follaje. En los ángulos y rincones del valle la escarcha es tan fuerte que parece un manto de nieve. El cielo está diáfano, de un azul pálido, tirando a verde en el Levante, oscuro hacia el Poniente. Algunas nubecillas leves y blancas, como copos de vellón, flotan, no obstante, por la atmósfera; los rayos del sol las tiñen a veces de color de rosa; resbalan lentamente por el cristal del firmamento; en ocasiones descansan breves momentos sobre la cima de los peñascos más altos, como si viniesen adrede a proteger los secretos amores de los genios de la montaña. Por todos lados es necesario levantar mucho la vista para ver el cielo.
—Estoy metido en una jaula—pensó Andrés,—en una jaula deliciosa. Sin embargo, hace tiempo que no he respirado tan bien: parece que se me ensancha el pecho y me entra con el aire nueva vida.
Después se rió de sus ilusiones, achacándolas a las ideas tan favorables al campo que le había inculcado el doctor Ibarra. Así que hubo tomado el desayuno, en compañía de su tío, se echó fuera de casa, para comenzar a poner por obra lo que le habían recetado.
Delante de la rectoral estaba el camino, que hacia la derecha y bajando conducía al pueblo, y por la izquierda y subiendo guiaba a Lada; el mismo que él había traído. Detrás había una huertecita en declive con hortaliza y frutales: después de la huerta un bosque, también en declive, perteneciente a los mansos de la parroquia y denominado la Mata. No era una mata en la acepción verdadera de la palabra, sino un bosquecillo formado de árboles de distintas clases, plantados por el antecesor del actual párroco, y que no contarían de existencia más de cuarenta años. Debido a lo cual, los que crecen lentamente, como el roble, el nogal, el haya, etc., no tenían aún la corpulencia que habían de alcanzar con el tiempo; en cambio, otros se presentaban en la plenitud de su desarrollo. Veíanse soberbios plátanos de espléndido ramaje con sus anchas hojas erizadas de picos; magníficos olmos de oscura copa tallada en punta como las agujas de las catedrales, y formada de espesísimas y menudas hojas; grandes y robustos castaños de aspecto patriarcal, exuberantes de salud y frescura; al lado de éstos ostentaban los abedules sus blancos y delicados troncos. Había también acacias silvestres sosteniendo con endebles pilares una inmensa bóveda de hojas; numerosos fresnos de elegante figura, representando en su copa bien cortada la pulcritud clásica; espineras silvestres, tejos, álamos, moreras y otras varias clases de árboles, todos fraternizando en el pedazo de tierra parroquial que las aficiones selváticas del cura anterior les había asignado.
Andrés sintió un deseo irresistible de ensotarse en aquella espesura. A pesar del vago terror a lo desconocido que un bosque inspira siempre, sobre todo cuando no se han visto más que los del Retiro de Madrid, y del miedo razonable a los bichos que allí suelen tener guarida, penetró en él resueltamente.
Nunca había visto vegetación tan poderosa, entregada por entero a si misma, libre para engrandecerse y ostentar caprichos extraños y monstruosos. El buen cura había arrojado un puñado de gérmenes en aquel pañuelo de tierra. La naturaleza había respondido al llamamiento con una sacudida formidable de sus fuerzas interiores, levantando sobre la alfombra de césped un inmenso templo de cúpulas movibles, una catedral de verdura cuyos fustes de todos colores y tamaños se alineaban en serie indefinida hasta perderse de vista. Y de sus bóvedas altas y tupidas, rasgadas a veces por singular capricho para que se viese el cielo, bajaba más grata frescura, un silencio más religioso que de las naves de piedra de nuestras iglesias góticas. La luz, entrando con esfuerzo al través de aquella múltiple celosía, caía sobre el césped discreta, misteriosa, llena de exquisita dulzura, convidando a las emociones profundas y suaves.
Experimentó una turbación deliciosa al poner la planta en aquel recinto. El olor acre y penetrante de la selva, cargado de emanaciones balsámicas, producto del sudor de los árboles y la tierra, le embriagó dulcemente. La infinita diversidad de luces y sombras que bailaban sin cesar, el contraste de los varios matices del verde, desde el negro profundo hasta el dorado, le ofuscaron. Se sentó, mejor dicho, se dejó caer sobre el césped, y acometido a la vez por la admiración, el temor, el bienestar y la sorpresa, giró la vista en torno, contemplando el templo sublime de la naturaleza. No osaba mover un dedo siquiera por no turbar la majestad silenciosa y la paz de sus naves. Olvidose en un punto de toda su vida, de sus placeres como de sus dolores: creyó nacer de nuevo en otras regiones más altas, más puras, más felices. Aquellos árboles, llenos de vigor, henchidos de salud y de fuerza, le seducían: su inmovilidad augusta, el recogimiento de sus copas, le causaban una sensación melancólica: la fortaleza de sus enormes brazos, que se extendían por el espacio firmes y poderosos, repletos de savia, le infundían respeto y envidia. El bosque todo se ofrecía con vida desordenada y exuberante, con el brío y la soberbia de la juventud: ningún árbol carcomido, ninguna planta marchita; todo viril, todo sano, todo fuerte. Jamás la flaca naturaleza de nuestro joven se sintió tan humillada. Junto a aquellos atletas crasos y pletóricos que ostentaban su musculatura sosteniendo sin esfuerzo la enorme masa de sus copas, sintiose tan pobre, tan pequeño, que se asombraba de vivir.
Mas esta humillación, lejos de causarle pena, parecía regenerarle. Una alegría extraña penetraba en su corazón y se esparcía por todo su ser, inundándole de tal suerte que le causaba congojas. Era una alegría que le apretaba la garganta y le refrescaba la sangre. Nunca experimentara sensación de placer tan puro ni un sentimiento tan profundo de la belleza. Por primera vez ¡él, que había escrito tantos millares de versos! vio cara a cara la poesía; el corazón se lo dijo claramente. Era la poesía genuina, esplendorosa y diáfana, sin estrofas ni consonantes, ni mucho menos ripios, que nace de la comunicación de un alma sensible con la naturaleza. Era la poesía que en aquel momento expresaba un mirlo, que vino a posarse cerca, con sus notas puras y cristalinas. El bosque se estremeció de dicha al escuchar aquel grito aflautado, aquel canto tierno y melodioso que recogía la frescura, las armonías, los misteriosos hechizos del bosque, para dirigirlos al Hacedor como un himno matinal de gracias. Andrés también sufrió una sacudida. La emoción, que le había ido embargando poco a poco, se desbordó en lágrimas por sus ojos. Lo que sentía era tan nuevo, tan dulce, que llegaba a hacerle daño. El llanto le refrescó.
VII
Sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia, respondiendo con un concierto bullicioso e ininteligible al canto claro y sosegado del mirlo. Andrés se levantó para oír misa. Estaba la iglesia no muy lejos de la rectoral. Cuando llegó a ella, aún no habían terminado el rosario, que en las aldeas precede los domingos al sacrificio incruento. Pero al rosario asisten solamente las mujeres y los devotos: los espíritus lúcidos, los temperamentos volterianos de la aldea se quedan en el pórtico fumando y charlando en alta voz.
En ocasiones, las voces son tan altas, que el cura se ve en la precisión de salir a imponerles silencio. Con tal motivo, les pronuncia siempre un discurso, en que los llama, entre otras cosas, escribas; pero los feligreses recalcitrantes no se dan por ofendidos, y reciben las pedradas del pastor bajando la cabeza con sonrisilla irónica.
Nuestro joven entró en la iglesia, que era reducida y pobre, y después de hacer una genuflexión ante el altar mayor, siguió hasta la sacristía, cuartito más pobre aún que la iglesia, con una ventanilla redonda por donde entraban los rayos del sol. Un arca con tiradores a modo de mostrador ocupaba entera la parte inferior del lienzo más grande de pared; un crucifijo horriblemente ensangrentado pendía sobre el arca. Lo primero con que tropezó fue con Celesto que, de rodillas a la puerta, rezaba el rosario. Esparcidos por el recinto, unos sentados, otros de hinojos, estaban: el maestro de escuela, que era un joven rubio afeminado, con traje de labrador en día de fiesta; el escribano del lugar, que trabajaba toda la semana en Lada y venía los sábados por la tarde a pasar el domingo con su familia; rostro enjuto, nariz aguileña, aspecto de raposo; cierto caballero llamado D. Jaime, hijo del pueblo, que había llegado recientemente de América: color de aceituna, ojos pequeños y hundidos, enfermo del hígado, de cuarenta y cinco a cincuenta años de edad; el sacristán y otras dos o tres personas, que por su aspecto representaban la transición entre el labrador y el caballero.
—Buenos días, señores.
—Santos y buenos los tenga usted.
El rosario terminó en seguida. D. Fermín entró en la sacristía tan altanero y furibundo como el conquistador que pone el pie en una ciudad capitulada; entró diciendo con increíble arrogancia y crueldad:
—Esta noche ha helado como en Diciembre; me parece que no vamos a tener fruta este año.
Los circunstantes asintieron; no les quedaba otro recurso. Sin embargo, el escribano se atrevió a apuntar humildemente que no se perdería más que la fruta temprana; la que viene tarde aún podía lograrse.
—¿Cree usted?—dijo el cura clavándole sus ojos preñados de amenazas.
—Sí, señor—repuso el escribano con gran presencia de ánimo.
Contra lo que pudiera presumirse, don Fermín no cayó como un rayo sobre él. Sacó un inmenso pañuelo de yerbas para sonarse y replicó:
—No sé qué le diga a usted, D. Félix; ahora está toda la savia arriba y apenas ha caído flor...
—¡Eso qué importa!... Los perales tienen la corteza dura, y los castaños y los nogales lo mismo—dijo el escribano con creciente osadía.
La misma aterradora mirada por parte del cura.
—Me alegraré, D. Félix, me alegraré; mis perales de Marco han echado un carro de flor este año... No quisiera, por algo de bueno, que se me perdiera la cosecha... ¿Y usted, D. Félix, cómo tiene su pomarada?
El cura, mientras hablaba, se había despojado del bonete y empezaba a meterse el alba de lienzo ayudado por el maestro y el sacristán. D. Félix hizo una descripción detallada del estado de su finca: algunos pomares habían cargado mucho; otros, en cambio, no tenían una sola manzana.—Algo raro está pasando con la sidra—terminó diciendo mientras arreglaba un pliegue del alba, que el maestro y el sacristán habían dejado mal.—Antes los pomares producían un año y descansaban al otro. Ahora se contentan con dar un puñado de manzanas todos los años.
—Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris—murmuró el cura, poniéndose el manípulo en el brazo izquierdo.—Vamos, D. Félix, no ofenda usted a Dios con esas quejas. Un hombre, señores (volviéndose a los circunstantes), que ha recogido el año pasado treinta y siete pipas...
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo he recogido treinta y siete pipas de sidra y tengo quince días de bueyes de pomarada; y D. Pedro de Marín no tiene más de nueve, y hace dos años metió en el lagar muy cerca de cincuenta pipas.
—Redde mihi, Domine stolam inmortalitatis quam perdidi, etc.—murmuró el cura poniéndose la estola.—Pero dígame a cómo le han pagado a usted las pipas y a cómo se las han pagado a don Pedro.
—¡Hum, hum!—gruñó el escribano, cogido en el garlito.
—¡Eh!... ¿qué tal? Que se lo diga a ustedes, señores, que se lo diga—exclamó el cura con aire triunfal; y sin querer aguardar la réplica que el escribano estaba meditando, se metió con un solo movimiento la casulla por la cabeza, tomó el bonete, hizo una profunda reverencia al Cristo ensangrentado, y salió de la sacristía dirigiéndose al altar mayor.
Gran rumor en la iglesia a la aparición del sacerdote: las mujeres se arrodillan, la mayor parte de los hombres también. En la sacristía se opera un movimiento de concentración hacia la puerta. Don Fermín, dentro del presbiterio, inclinado profundamente, comienza a recitar con voz hueca y oscura las preces de la misa; un niño que tiene al lado le contesta. El maestro, el escribano y Celesto abren un enorme misal de letras coloradas, lo colocan sobre el arca de la vestimenta, y con voz destemplada principian a cantar. Imposible que se diera algo más inarmónico y endiablado. Andrés, después de haberlos contemplado un rato con espanto, se refugió en la puerta y desde allí comenzó a explorar los rincones de la iglesia. Estaba enteramente ocupada por la gente de la aldea, todos labradores; las mujeres delante, vestidas la mayor parte de tela de estameña negra, pañuelos de color a la garganta y la cabeza cubierta con mantilla de franela; los hombres detrás, con chaqueta de bayeta verde o amarilla, calzón corto de pana, medias blancas de lana sujetas por ligas de color. Todos asistían con profunda devoción y recogimiento a la misa.
El joven cortesano, no muy fervoroso, paseó una y otra vez su mirada distraída por el concurso, ahora fijándose en una mujer que pellizcaba a su hijo para que se estuviese atento, después en un anciano que rezaba con los brazos en cruz, más tarde en unos niños que se entretenían en meter la cabeza por el enrejado del altar. Había algunos rostros bastante agradables entre las mujeres, frescos y sonrosados, los cuales, por más que aparentasen mucha atención y recogimiento, no dejaban de volverse a menudo, y con visible curiosidad, hacia el forastero pálido que se apoyaba en el quicio de la puerta de la sacristía. Había, particularmente, uno moreno, gracioso, de nariz levemente aguileña, boca chiquita y fresca, ojos no muy grandes tampoco, pero negros y vivos, frente estrecha y adornada con rizos de pelo negro, que consiguió llamarle la atención.—¡Vaya una chica salada!—pensó, devorándola al mismo tiempo con los ojos. A la joven aldeana también debió de extrañarle Andrés, porque le miró larga y fijamente un buen espacio, sin importarle nada de la insistente curiosidad de éste. Después que le hubo examinado a su sabor, hizo una levísima mueca con los labios y entornó de nuevo los ojos al altar. El forastero, con la percepción clara y fina del hombre culto, adivinó por esta mueca que no había gustado. El rostro trigueño no volvió a inclinarse hacia su lado en todo el tiempo que duró la misa. En cambio, Andrés, por una especie de atracción magnética, apenas pudo quitarle ojo. Al mudar el misal para leer el Evangelio, la joven se levantó, tomó un hacha de cera que tenía delante, colocada sobre unos palitroques, y fue a encenderla en uno de los dos cirios que ardían al pie de la verja del altar. Entonces nuestro héroe pudo contemplar una figura más alta que baja, esbelta y airosa, un pecho subido y pronunciado que, digámoslo en menoscabo de su pureza, no fue lo que menos impresión le causó desde el principio.
Al llegar al Ofertorio, el cura se dispuso a predicar a sus feligreses. Algunos de éstos, los más próximos a la puerta, se salieron; las mujeres se sentaron; en la sacristía, el escribano también se sentó en un banco, sacó el bote de plata con tabaco y se puso a liar un cigarro: no tardaron en acompañarle algunos otros. Andrés, el maestro y D. Jaime permanecieron en la puerta.
—«Tengo que deciros una cosa—comenzó el cura en el tono más cavernoso que pudo adoptar.—Tengo que deciros que sois unos verdaderos fariseos, porque aparentáis cumplir con los preceptos de Nuestro Señor Jesucristo y de Nuestra Santa Madre la Iglesia, y hacéis, me entiende usted, befa de ellos en secreto. Venís a misa, rezáis el rosario, asistís a las procesiones; pero es porque no os cuesta ningún trabajo. En cambio, si a mano viene, no os importa trabajar en día festivo, faltando a uno de los primeros mandamientos de la ley de Dios, que dice «santificar las fiestas...» Lo que hacen mis feligreses en tiempo de yerba, como ahora, es un verdadero escándalo, y está dando que decir, me entiende usted, a todas las personas piadosas del concejo. Con la mayor frescura levantan la yerba los domingos, la cargan y marchan con su carro chillando por el medio del pueblo, como si Dios no los mirase, como si no clavasen con su pecado una espina más en la cabeza de nuestro Redentor. Esto no está bien, no está bien, y espero que os corrijáis, si no queréis ser los sepulcros blanqueados de que nos habla el Evangelio, llenos de podredumbre, me entiende usted, y de inmundicia por dentro, y limpios por fuera... eso es...
»Pero alguno me dirá: ¿De modo que, bajo ningún pretexto, se puede trabajar los domingos?... Yo le contestaré: Distingo... Si Juan, Pedro o Diego, pongo por caso, tienen la yerba tendida en la heredad y temen que se les pierda de no meterla cuanto antes en la tinada, bien porque el día amenaza nublado y amanece a llover, o bien, me entiende usted, porque ya esté seca de algunos días o por cualquier otra causa; si aprovechan la mañana del domingo para meterla, y efectivamente la meten, procurando no dar escándalo... no pecan... Pero si Juan, Pedro o Diego se ponen a revolver la yerba o a meterla un domingo por estar más desocupados el lunes, o porque, me entiende usted, quieren concluir cuanto más antes esta labor para comenzar otra, o por decir que la tienen en la tinada antes que los demás vecinos, o por cualquier otra causa que no sea legítima... entonces pecan mortalmente.
»Por consiguiente, ya lo sabéis... No se puede trabajar los días festivos sin causa; que lo oigan bien esos que están a la puerta... ¡sin causa legítima!... Los que trabajen pecan mortalmente y están condenados, si no se limpian en el sagrado tribunal de la Penitencia, a las penas eternas del infierno.
»Por consiguiente, ya lo sabéis... El tercer mandamiento de la ley de Dios es «santificar las fiestas.» Todos estamos obligados, me entiende usted, a guardar los días de precepto, no sólo para bien de nuestra alma, sino por el ejemplo que con nuestra buena conducta damos a los otros. Los que falten a este sagrado precepto sin necesidad, cometen un grave pecado. Dios ha descansado el séptimo día cuando hizo el Universo, y quiere que nosotros descansemos también...
»Por consiguiente, ya lo sabéis...»
Todavía siguió el cura buen rato arrastrando con esfuerzo el carro de la palabra, repitiendo los mismos conceptos, a veces con las mismas palabras, buscando en los nudillos de los dedos, que frotaba suavemente, nuevas ideas y argumentos. La voz era profunda, particularmente al terminar los períodos: al principiarlos, más gangosa que profunda.
Los rostros de los feligreses expresaban aburrimiento resignado. Las mujeres, sentadas en el suelo, miraban cara a cara al cura con ojos distraídos. Los hombres de la puerta bostezaban, abriendo la boca hasta descoyuntarse las mandíbulas. Andrés, el maestro y D. Jaime, fatigados de escuchar, se replegaron también hacia el banco donde estaba el escribano. Se empeñó una conversación animada acerca de lo que podía recaudarse entre los vecinos para la fiesta parroquial, que no estaba muy lejos. El escribano, D. Jaime y otro de los que allí se hallaban sostenían la causa de los vecinos y se oponían a que se les gravase, alegando que la fábrica aún tenía algunos fondos: el maestro y Celesto defendían la del cura.
Al fin terminó éste su plática, y prosiguió la misa. Todos volvieron a sus primitivos puestos. Los cantantes apenas tuvieron ya que decir en adelante más que amén y et cum spiritu tuo, respondiendo al cura. Cuando éste, después de cantar solemnemente el ite misa est, echó la bendición al pueblo, los circunstantes se volvieron unos a otros, diciendo un «buenos días» amical y apresurándose a recoger los sombreros. Algunos se marcharon; otros, entre ellos Andrés, esperaron al cura, que entró en la sacristía mascullando latines, los ojos bajos y las manos juntas. Después que se despojó de la casulla, saludó con expansión a sus amigos.
Cuando nuestro joven salió de la iglesia, las campanas repicaban alegremente. El sol bañaba ya enteramente el valle. Mozos y mozas formaban pintorescos grupos dentro y fuera del pórtico, que empezaban a moverse en dirección al pueblo. En uno de ellos atisbó a la morenita que le había llamado la atención.
—Oiga usted, Celesto, ¿quién es aquella chica morena que está a la izquierda del hombre de la boina?
—¿Cuál, la del pañuelo azul?
—No, la del pañuelo negro y corales en la garganta... la que ahora se despide, mire usted.
—¡Ah, sí!... la hija de Tomás el molinero... No piense usted en ella, D. Andrés... (bajando la voz y en tono confidencial). Yo le daré a conocer otras mucho más amables en cuanto usted se mejore un poco... Ésa es una yegua.
VIII
Al mes de hallarse en las Brañas, Andrés había mejorado notablemente. Sin otras medicinas que el andar constantemente al aire libre, montar a veces el caballejo de su tío, salir otras con Celesto a cazar (en realidad a espantar pájaros), jugar a los bolos, acostarse y levantarse temprano, acudió el apetito y desapareció la extremada debilidad que le inquietaba. El color siempre pálido, pero se iba tostando un poco. Bajaba a menudo al pueblo, compuesto de unas cuantas docenas de casas, blancas unas, pardas otras, todas pequeñas y de un solo piso, diseminadas sin orden por el espacio de tierra llana que el río dejaba en su margen derecha. Las grandes huertas, que algunas de ellas tenían detrás o a los lados, ensanchaban bastante el perímetro de la aldea. En el centro, o hacia el centro, estaba lo que pudiera llamarse plaza, o sea un pedazo de tierra cercado a trozos por casas, a trozos por árboles, surcado por la acequia de un molino, que se salvaba por medio de un pontón de madera. Tal pedazo de tierra sin cultivar servía de desahogo al pueblo. En el medio había una columna de madera, carcomida por la intemperie, a cuyo extremo se hallaba sujeta una campana que se hacía sonar con cadena. Servía para convocar a los vecinos en caso de necesidad, y también la utilizaba el cura para rezar el Angelus cuando las horas del mediodía o el oscurecer le sorprendían entre sus feligreses. Los que anduviesen cerca se agrupaban en torno, la cabeza descubierta, los ojos bajos: el cura, de pie en la escalerilla que servía de pedestal, dominándolos a todos, rezaba en alta voz, dando con lentitud tres campanadas antes de cada Ave María. En una cierta mañana en que Andrés bajó al pueblo, halló gran número de hombres reunidos al pie de la columna. Se introdujo en el grupo para saber de lo que se trataba. Un vecino sostenía con calor (con el calor relativo que emplean los paisanos hasta en los negocios más importantes de la vida) que el toro del concejo no servía, que era demasiado corpulento y que había causado graves daños a sus vacas y a las de otros. Los perjudicados apoyaron los argumentos del preopinante, y después de breve discusión, en que sólo sostuvo la causa del toro el vecino encargado de mantenerlo (por haberse encariñado con él, según se aseguraba por lo bajo), decretose, de acuerdo general, que fuese vendido en el primer mercado, y se comprase otro de menor tamaño.
Solía por las tardes ir a dormir la siesta a la Mata, debajo de una gran acacia, y se placía extremadamente en escuchar horas enteras los gorjeos de los pájaros, los rumores de los árboles, el canto de los insectos. Tendido boca arriba en el césped, contemplaba sin pestañear el firmamento, sumergiendo la mirada en sus profundos senos azules, pensando algunas veces descubrir detrás de ellos algún inefable misterio. Aquella posición le mareaba al cabo. Entonces solía ver el cielo como inmenso mar de cuyas aguas salían formando bosques de algas las copas de los árboles: los pájaros eran las naves que lo surcaban. Cuando el viento azotaba las hojas y removía la tenue gasa azul que las envolvía, corría gozo extraño por todo su cuerpo, acometíanle locos deseos de volar por aquellas diáfanas regiones, imaginábase en medio de ellas solo, perdido, árbitro de surcar la inmensidad en todas direcciones, sentíase envuelto y acariciado por las olas sutiles del éter; la vista entonces se le ofuscaba; el vértigo se apoderaba de su cabeza. Quedaba algunos instantes con los ojos abiertos sin ver, con el pensamiento despierto sin pensar. Era, no obstante, un mareo tan delicioso, un bienestar tan grande, que hubiera querido que durase eternamente.
En la aldea comenzaban a tratarle con familiaridad: le llamaban D. Andrés el sobrino del señor cura, y le instaban para que entrase en las casas, y le agasajaban mucho cuando le tenían dentro. Se había corrido la voz de que era rico y que «escribía en los papeles.» No había necesidad de más para que el pueblo entero le respetase y se interesase por su salud. Ningún vecino había que, al tropezarle por los caminos, no le preguntase si tenía más ganas de comer. El apetito de Andrés fue por una temporada la cuestión palpitante en Riofrío.
Cuando se hubo repuesto un poco, Celesto se atrevió a proponerle una salida nocturna a caza de aventuras galantes por los caseríos comarcanos: el cura no se enteraría de nada: tampoco D.ª Rita: después que todos se hubiesen retirado, él colocaría una escalera de mano debajo de la ventana, y por ella bajaría y subiría sin que alma alguna lo advirtiese. Pero no aceptó la proposición. Se encontraba en uno de esos períodos de la vida en que las mujeres interesan poco, en que lo femenino no basta a llenar el alma embargada por otra clase de sentimientos. De un lado, la admiración y las sorpresas que diariamente le proporcionaba aquella rica naturaleza; de otro, la necesidad imprescindible de restaurar su organismo, de renovarse, de asegurar su vida expirante.
Sin embargo, en este sosiego físico y espiritual que disfrutaba todavía su temperamento, excesivamente impresionable, se alarmaba alguna vez. Eran leves y periódicas sacudidas que, por fortuna, duraban poco. Los domingos, cuando iba a misa, solía contemplar a aquella muchacha morena del primer día arrodillada en el mismo sitio y ejecutando a la lectura del Evangelio la misma operación de levantarse y encender su hacha. Desde la puerta de la sacristía se la veía admirablemente. Y como no hubiese por allí cerca otro objeto más interesante en que fijarse (salvo la misa), la verdad es que Andrés se fijaba en ella más de la cuenta. Esto se iba murmurando, por lo menos, en un grupo de mujeres cierto domingo al salir de la iglesia. Mas no se crea que a nuestro joven se le daba un ardite de la morenita. La prueba de ello es que en toda la semana volvía a acordarse de su figura ni del santo de su nombre. Creía estar a demasiada altura en achaques de amor para ir a enamorarse en un dos por tres de una muchacha morena que enciende un hacha de cera en misa. Pero lo que es mirarla, no hay más remedio que confesarlo, la miraba con profunda y escrupulosa atención. Y ¡quién sabe! si no hubiera sido por aquella malhadada mueca de desagrado que hizo la chica el primer día, no hubiera sido imposible que nuestro héroe procurase ponerse al habla con ella. Pero era tan susceptible como impresionable; tenía aquella mueca siempre delante de los ojos como barrera insuperable. Por otra parte, después que salía de la iglesia, ya no hallaba ocasión de verla en toda la semana. Según le habían dicho, no habitaba en el mismo pueblo, sino algo más lejos; cosa de un tiro de bala hacia la montaña. No había, pues, modo de verla sino haciéndole una visita. Andrés no pensaba en ello.
Cierto suceso, puramente casual, vino, sin embargo, a modificar un tanto sus planes y sentimientos en este punto. Celebrábase en los términos del concejo, pero a distancia respetable, la romería de Nuestra Señora de la Peña, en el corazón mismo de la sierra. Aunque para llegar al santuario la ascensión fuese penosa, era siempre de las más concurridas. En las aldeas acaece a menudo que no son las más próximas y asequibles las romerías animadas; quizá por el deseo que nos arrastra a todos a vencer dificultades, aunque sea para divertirnos. Celesto vino a proponerle el sábado por la tarde la excursión a ella; se la pintó con tan hermosos colores que, aun a riesgo de fatigarse, consintió en ir, con tal que la vuelta no fuese de noche.
—Vendremos antes de ponerse el sol, D. Andrés... y le aseguro que vendremos bien acompañados.
Esto dijo el seminarista guiñando un ojo. Y, en efecto, al día siguiente de madrugada, cuando aún no se veía del todo claro, llamó a grandes golpes a la puerta de la rectoral. Despertaron a Andrés de su profundo sueño, y después de mucho sacudirle, consiguieron ponerle en pie y que se aderezase.
El viaje, aunque largo y difícil, no dejó de ser alegre. El tiempo estaba sereno; el sol todavía no molestaba gran cosa. Celesto iba armado de gaita. Andrés llevaba las provisiones. Cuando pasaban por delante de algún caserío, se detenían a instancia del seminarista; descolgaba éste la gaita de los hombros y comenzaba a soplar con furia. El toque de alborada, risueño y bullicioso, estremecía de júbilo la silenciosa aldea; las gallinas batían las alas despertándose, ladraban los perros, los puercos gruñían en su pocilga, las vacas sacudían la cadena que las sujetaba en el establo, dentro de las casas oíase rumor de pasos y conversaciones. No tardaba en abrirse algún ventanillo y aparecer por él un rostro fresco y sonrosado que al ver a Celesto sonreía mostrando unos dientes admirables.
—¿Eres tú, capellán?
—Soy yo, Josefina.
—¿Qué vientos te traen por aquí?... ¡Ah! sí, la romería de la Peña; ya no me acordaba.
—¿Te vienes con nosotros?
—No; iré hacia la tarde.
—Vente ahora, y te llevaremos en brazos.
—Soy muy pesada.
—¡Aunque fueses de plomo!
—¿De veras? Ya sé que no te falta voluntad; pero esta última vez has venido muy flojo del seminario.
—Ven a probarlo.
—No tengo gana.
—¿Lo ve usted, D. Andrés? Me tiene miedo. Adiós, Josefina, hasta la tarde. ¡Cuidado que faltes!
—¡Ya! Porque sin mí no hay romería.
—¡Mucho que sí! Adiós, resalada.
Tornaba Celesto a inflar los carrillos, y tornaba la gaita a exhalar sus notas penetrantes alegrando la campiña. Cuando salía de la aldea, se echaba otra vez el instrumento a la espalda.
De caserío en caserío fueron subiendo hasta el paraje donde se celebraba la romería. Era una pradera en declive, cerca ya de la cima de una de las más altas montañas. Formaba pequeña hondonada verde entre dos escuetos picachos blancos: la capilla de la Virgen en el centro completamente aislada. No había por allí ningún otro edificio. Desde las primeras horas de la mañana acudió la gente de los contornos y mucha también de sitios lejanos. Al mediodía estaba la romería en todo su esplendor. La muchedumbre se derramaba por los alrededores de la capilla en pintoresca y agradable confusión. Los vivos colores de los pañuelos y delantales resaltaban prodigiosamente sobre el terciopelo negro de los dengues y faldas de estameña, lo mismo que las chaquetas verdes y amarillas de los hombres lucían sobre los calzones negros de pana. El constante movimiento de aquella multitud abigarrada producía una especie de titilación que deslumbraba. Todo era ruido y algazara. Aquí en un grupo bailaban al son de la gaita y el tambor unas cuantas parejas: allá en otro hacían lo mismo otras al toque destemplado de una zanfonia. Las mesas de confites, más duros que el pedernal, y las cestas de fruta estaban rodeadas de mujeres y niños: los puestos de vino y sidra, atestados de hombres.
Andrés había tropezado a primera hora con Rosa; pero ésta pasó tan seria a su lado, que no le entraron deseos de requebrarla. Celesto le llevó de un lado a otro, haciéndole beber contra su voluntad algunos sorbos de sidra en los corros de los hombres (los que el seminarista se propinaba eran tragos horrendos) y tomar avellanas de mano de las mozas que le iba presentando. Las tales mozas, amigas de Celesto, eran excesivamente amables, enseñaban mucho los dientes al reír y bromeaban con harta desenvoltura. De uno en otro grupo iban rodando, parándose a saludar a éste y al otro paisano, casi todos ebrios ya, que les entretenían larguísimo rato con charla impertinente y grosera. Andrés se aburría soberanamente. Por el contrario, Celesto parecía cada vez más alegre, y seguía con marcado interés todas las conversaciones, por necias y disparatadas que fuesen.
A la tarde dieron con su cuerpo cerca de un grupo de muchachas que bailaban la giraldilla un poco apartadas del grueso de la gente. Detuviéronse a contemplarlas. Rosa estaba entre ellas, moviéndose con más ligereza y garbo que ninguna, luciendo su talle flexible, que aprisionaba un pañuelo de Manila, regalo de su señor tío el americano D. Jaime, y adornada la cabeza con otro colorado de seda, por debajo del cual asomaban los rizos de su negro cabello. Un collar de gruesos corales le ceñía la garganta, y pendientes largos de perlas colgaban de sus orejas. Tenía la hija del molinero de Riofrío figura arrogante y esbelta, y en sus movimientos había gracia inexplicable. Su rostro trigueño y sonrosado ofrecía ordinariamente expresión dura y hasta desdeñosa; pero era tan vivo, tan fresco, tan salado, que causaba en los hombres impresión placentera y picante al mismo tiempo.
En pie, a cierta distancia del corro, Andrés la contempló sin pestañear buen rato, siguiendo con atención sus movimientos. Celesto se había colado dentro de la giraldilla, y estaba causando entre las mozas mucha risa y algazara con sus dicharachos y muecas: las abrazaba, les pasaba la mano por el rostro cuando bien le venía, les pegaba fuertes empujones, sin que ninguna se diese por ofendida.
—Vamos, D. Andrés, véngase a menear un poco las piernas, que estas chicas lo desean.
Las mozas, avergonzadas, protestaron. Andrés sonrió, sin atreverse a aceptar. Al fin, atraído por el deseo irresistible de aproximarse a Rosa y por la necesidad de sacudir el aburrimiento, se introdujo también en el corro.
La primera a quien sacó a bailar fue a Rosa. Creía con esto rendirle un homenaje; trataba de captarse su simpatía. Mas, contra lo que esperaba, la joven aldeana, al verle frente a ella en actitud de invitarla al baile, le volvió rápidamente la espalda y se puso a bailar con la compañera que tenía al lado. Andrés quedó un instante suspenso y corrido. Luego, fingiendo indiferencia, sacó a otra muchacha y siguió bailando. Pero el desaire, siquiera fuese el de una zafia aldeana, le roía el alma. Por más que aparentase alegría, y brincase y cantase como un estudiante crapuloso, lo cierto es que tenia los nervios excitados y prestos a dispararse. Después de bromear largo rato, sin dignarse mirar a su linda enemiga, pero con el pensamiento fijo en ella, atraído por el desaire pasado como por un imán, y buscando el desquite como el jugador que ha perdido, se puso de improviso otra vez frente a ella y la invitó de nuevo. El mismo resultado. Rosa dio la vuelta y se puso a bailar con otra amiga. Entonces los nervios de Andrés no pudieron sufrir más. Soltose bruscamente de la rueda, y murmurando algunas palabras coléricas, se alejó del corro. Celesto le siguió inmediatamente, muy apurado.
—¿No se lo decía yo a usted, D. Andrés?—le dijo cuando le hubo alcanzado.—¿Por qué no ha querido usted hacer caso de mí? ¡Al fin le ha dado la coz!
En tanto, las mozas rodeaban a Rosa y le afeaban su conducta. A cuantas advertencias le hacían contestaba con acento irritado y un gesto altivo de reina salvaje:
—Yo soy una aldeana. No quiero bailar con los señores.
Tal resultado obtuvo el primer paso de Andrés para acercarse a su morenita de la iglesia. Cuando al meterse en la cama aquella noche recordaba el lance, se le encendía la sangre y disparaba injurias mentales contra la rústica chicuela. Por la mañana, al vestirse, todavía las seguía disparando, porque todavía seguía recordando el desaire. Al mediodía lo mismo. Allá en el pensamiento, y aun entre dientes, la apellidaba tonta, soez, presumida y hasta fea. Pero, contra su voluntad y sus esfuerzos para distraerse, no podía apartarla de la imaginación.
Después del mediodía, en vez de irse a dormir la siesta a la Mata, como tenía por costumbre, se bajó pian, pianito, al pueblo, sin objeto determinado. Estaba casi desierto. La gente se había marchado al trabajo: la mayoría de las casas cerradas. El sol de Junio alumbraba y quemaba en la plaza a unos cuantos niños medio desnudos que jugaban arrastrándose por el suelo. Andrés la atravesó lentamente, como quien marcha a la ventura, y fue a salir por el extremo opuesto de la aldea. Allí se abría una cañada que iba a la montaña, por donde bajaba un arroyo tributario del río de las Brañas.
La cañada era frondosa y amena, y tenía el atractivo de lo desconocido para nuestro joven, quien, al dar los primeros pasos en ella, de ningún modo se hubiera confesado que le impulsaba otro móvil que el puro amor a los paisajes. Si se lo hubiera confesado, seguro que hubiese dado la vuelta.
Para mejor recrearse, no quiso seguir el camino que ceñía la ladera: prefirió caminar por el álveo mismo del arroyo, que en el verano estaba casi enjuto. Formaban sobre él los avellanos que salían de las fincas lindantes una espesísima bóveda, tan baja que a veces no permitía el paso de un hombre sin doblarse: en ocasiones llegaba hasta interponerse como una barrera, como una muralla de verdura: entonces nuestro joven se veía obligado a buscar un agujero por donde colarse, sosteniendo con las manos el ramaje mientras pasaba. A un lado y a otro veía, por entre las hojas, la alfombra verde de las praderas que el sol matizaba de oro. En el cauce del arroyo no penetraban sus rayos. Era un túnel fresco y oscuro; tan fresco que, a pesar de lo elevado de la temperatura, sentía de vez en cuando leves escalofríos. Si las ramas de los avellanos no le permitían caminar derecho, la naturaleza del suelo tampoco le dejaba afirmar el pie con desembarazo. El lecho del arroyo era pedregoso y desigual. Además, aunque no trajese mucha agua, todavía era la bastante para formar menudos charcos, que se veía obligado a salvar saltando de piedra en piedra. Éstas alguna vez falseaban y se mojaba la punta de las botas. Entonces soltaba alguna violenta interjección y se detenía a tomar aliento; porque el tránsito, aunque no vivo, era fatigoso. Paseaba la vista en torno, y en todas partes tropezaba a corta distancia con una tupida cortina verde. Estaba como perdido, anegado en un mar de verdura. La monotonía del color empezaba a marearle. Sólo el hilo de agua que corría por el suelo despedía hermosa vislumbre de plata, que alegraba la oscura galería.
A punto estaba ya de suspender la excursión por ella, pues le iba enfriando y fatigando un poco, y saltar a los prados y luego al camino, cuando acertó a oír detrás del follaje rumor de voces. El corazón le dio un salto; él sabría por qué; y sin vacilar, apoyó los pies en la paredilla de guijarros, cubierta de musgo, que separaba el prado del arroyo, apartó las ramas, se agarró fuertemente a una más gruesa que las otras, y dando un brinco, cayó sobre el césped mullido de una muy hermosa pradera.
El paisano, que encorvándose liaba un hacecillo de varas, levantó la cabeza sorprendido. La muchacha, que algo más lejos, sentada en el suelo, miraba pastar a unas vacas, también se volvió instantáneamente.
—¡Diablo de señorito!—exclamó el paisano tranquilizándose inmediatamente.—Me ha asustado... Salta como un contrabandista.
La muchacha le miró fijamente sin despegar los labios.
—Dispensen ustedes—dijo Andrés un poco acortado.—Venía siguiendo el cauce del arroyo, y no sabía ya dónde estaba... Oí voces y salté...
—¿Y qué caza venía usted siguiendo, señorito?—preguntó el paisano con acento socarrón.
—No traigo carabina... ya lo ve usted... Venía tan sólo por conocer estos lugares, que todavía no he visto.
—Y también por ver a esta reitana, ¿verdad?—dijo el aldeano soltando una grosera carcajada.
La reitana se puso encendida como una cereza. Andrés también se ruborizó y no supo qué contestar.
—Vaya, estoy viendo—continuó el paisano—que voy a tener que armar garduñas alrededor de casa para los señoritos que me quieren comer las uvas.
—¡Padre!—exclamó la muchacha sofocada.
Andrés sonreía estúpidamente.
—¿Que no se las quieren comer?—repuso el paisano.—¡Anda, anda! ¡Pues si tú no las guardases bien, ya darían buena cuenta de ellas! ¿verdad, D. Andrés?
—Tiene usted unas hijas muy guapas—dijo éste, ya sereno.
—Pero la que más le gusta a usted es Rosa.
—¡Padre!—volvió a exclamar la chica con voz angustiada.
—Verdad que sí... Pero como yo no le gusto a ella, no tendrá usted necesidad de poner garduñas.
—¡Quiá!—exclamó el aldeano, soltando otra vez la carcajada.—No crea usted eso, D. Andrés... Las muchachas están rabiando porque alguno les diga algo, y si es un señorito, mejor que mejor... Mire usted, yo tengo dos hijas; pues no sé cuál de ellas tiene más ganas de salir de casa... Yo les digo: ¿cuándo diablos me atrapáis un señorón rico que os mantenga para que me dejéis en paz?... Pero nada... se pasa el tiempo... van al mercado los jueves, van a las romerías, y nada... no acaban de dejarme solo a mis anchas.
—Pues yo me atrevo a desembarazarle de una—dijo Andrés adoptando el mismo tono zumbón del paisano.—De las dos no me comprometo.
—No me lo jure, que lo creo... Pero en estos asuntos me gusta mucho que intervenga también el cura... Y ustedes no lo pueden ver más que al demonio, ¿verdad, señorito, verdad?
Y el paisano no cesaba de reír con socarronería.
—Según—repuso Andrés, otra vez acortado.—Algunas veces también nos gusta...
—Cuando tropiezan una moza guapa y rica. ¡Ya!... Aquí viene usted equivocado... Ni lo uno ni lo otro... Aquí no podemos ofrecerle más que miseria y compañía... Vaya—concluyó, echándose a la espalda el haz que acababa de liar,—hasta luego, que me voy... Rosa, a ver si te das arte para atrapar a este señorito... Quede con Dios, D. Andrés...
Y se alejó riendo, con paso perezoso, hacia la casa, que estaba situada en la parte superior de la finca, al borde del camino.
Andrés le estuvo mirando hasta que desapareció, por no atreverse a convertir los ojos hacia Rosa. Mas al fin tuvo que hacerlo. Entonces vio que lloraba, ocultando el rostro con las manos. Acercose a ella y se sentó silenciosamente a su lado.
—¿Por qué llora usted, Rosa?... ¿Tengo yo la culpa?
—No, señor—contestó en tono colérico.
—¿Entonces?
—¡Este padre, que no tiene más gusto que avergonzarme!
IX
Desde aquel día Andrés acudió a casa de Rosa. Iba de ordinario por las tardes, después de comer, y se volvía a la rectoral al toque de oración. A veces también por la mañana le guiaban a ella el deseo y los pies. La casa era como la de todos los paisanos, aun los mejor acomodados, pobre y fea: en el piso bajo estaba la cocina, con pavimento de piedra y escaño de madera ahumada: arriba había una salita con dos cuartos: en uno dormían Rosa y Ángela; en el otro, su padre; abajo, en un cuartucho, Rafael y el criado. Estaba aislada, cerca del camino, y tenía delante una corralada; por detrás, miraba a la finca donde Andrés había penetrado de improviso, y tenía puerta para el servicio de ella. Llamaban a aquel sitio el Molino, por más que no estuviese allí, sino un poco más lejos. Tomás y su familia no eran conocidos más que por «los del Molino:» Tomás el molinero, Rosa del molino, Rafael el del molinero, etc. En el pueblo, «ir al Molino,» lo mismo significaba ir efectivamente a tal sitio que a la casa de Tomás. Las tierras que éste cultivaba, el molino, la casa misma que habitaba, no le pertenecían: todo lo llevaba en arriendo, como su padre y su abuelo. Su hermano Jaime, al llegar, haría cosa de un año, de la isla de Cuba, quiso comprar la casería; mas aunque daba por ella lo que no valía realmente, su propietario, un marqués residente en Madrid, no se la quiso vender. Tomás vivía con bastante desahogo, dada su condición, pero sin economizar un ochavo, y a veces un tantico apurado.
Su hija Ángela era una muchachota fresca y robusta, de diez y ocho años, uno más que Rosa, que tenía poco de particular, lo mismo en lo físico que en lo moral. Rafael, un chicuelo de catorce, de pocas carnes y mucha malicia. A Rosa ya la conocemos. Poco más de dos años hacía que estos chicos habían quedado huérfanos de madre, muerta, según decían en la aldea, «de punta de costado y pulmonía.» Desde entonces, Ángela y Rosa quedaron al frente del manejo interior de la casa, lo cual no les excusaba de asistir al trabajo en tiempo de labores, para ayudar a su padre, a Rafael y al criado.
Andrés, con buen acuerdo para sus planes, trató de captarse la amistad de estas personas, y lo consiguió al cabo de pocos días. Escuchaba riendo las chanzonetas pesadas y groseras de Tomás; bromeaba con Ángela, dejando deslizar siempre que podía alguna lisonja, que en el campo, como en la ciudad, producen admirables efectos; contaba anécdotas picantes a Rafael, y le proveía de tabaco; hablaba del tiempo y las labores al criado, una especie de animal tardo y perezoso como el buey y con la testa casi tan dura. En cuanto a Rosa, su conducta era distinta: adoptaba la reserva diplomática y fría de que hacen uso los hombres refinados para vencer a los seres inocentes, y que suele ser de feliz resultado.
Todos le trataban con familiaridad, y hasta parecían haberse olvidado del motivo que le había traído a la casa: tanto cuidado ponía en mostrarse llano y amable. Las tardes lluviosas las pasaba sentado en el escaño de la cocina charlando con la familia, interesándose por las intrigas de la aldea, tan complicadas o más que las de la corte, y dando su parecer acerca de ellas con toda seriedad. D. Félix había prestado 14.000 reales a Juan el tabernero. Todos se mostraban sorprendidos de esta liberalidad, porque Juan no tenía un palmo de tierra donde caerse muerto. El tío Tomás, sin embargo, meneando el fuego con un tizón, decía sentenciosamente: «El hombre que engañe a D. Félix no ha nacido todavía: de alguna parte saldrá ese dinero, aunque sea de las tiras del pellejo del pobre Juan.» Algunas veces se vertían consideraciones filosóficas sobre el mundo y la sociedad: el problema de los intereses materiales era el único digno de atención. El tío Tomás parecía más escéptico y pesimista que Schopenhauer: el pobre siempre debajo, el rico siempre encima; para el pobre los palos, para el rico los gustos: lo único que debía procurarse en este mundo era el hacerse rico. Burlábase zafiamente de los curas; contaba acerca de ellos mil chascarrillos obscenos: no obstante, como todos los aldeanos, era supersticioso, por más que lo ocultaba. Su donaire burdo y soez hería a veces en lo vivo de las ridiculeces humanas: tenía un temperamento observador cargado de malicia: bajo su exterior calmoso y frío se adivinaba un espíritu sagaz y travieso que había carecido de medios para desenvolverse. A Andrés no le era nada simpático; pero tenía sus razones para sufrirle y aun para bailarle el agua.
Cuando estaba bueno el tiempo, solía ir directamente a las fincas donde trabajaban, sin pasar por casa. Allí se sentaba sobre el césped, a la sombra de un árbol, dándoles conversación cuando el trabajo era en los prados, o bien sobre una cesta con la sombrilla abierta, si en los maizales. A veces ponía empeño en ayudarles, tomando el azadón, la pala o la guadaña que le prestaba por algunos momentos el criado o Rafael: acometía con ardor la tarea bajo la mirada burlona de Tomás y sus hijos, que hacían alto para contemplarle: golpeaba con todas sus fuerzas y sin compás alguno la tierra, sudaba, se inflamaba y al poco rato soltaba el instrumento, rendido y jadeante, pálido de fatiga. Hombres y mujeres reían al verle en aquel estado y le aseguraban, bromeando, que no servía para aldeano. Él sostenía que esta fatiga le venía bien; y así era, en efecto; cada vez se encontraba con más fuerza y apetito.
Su reserva y disimulo con Rosa produjeron al fin el resultado propuesto. Aquella fierecilla, cuando vio que no la hacían caso, empezó a domesticarse. Ya no huía cuando él llegaba, ni ponía la cara seria, ni se fingía distraída cuando hablaba. Pasado algún tiempo, concluyó por acogerle con la sonrisa benévola y respetuosa que los demás, y dirigirle la palabra, aunque pocas veces. Hasta se le figuró a Andrés que las preferencias calculadas que otorgaba a Ángela no le hacían mucha gracia. Observando siempre con el rabillo del ojo, advirtió que, cuando se acercaba a aquélla y le hablaba en tono confidencial, Rosa se alejaba con cualquier pretexto. Una vez que llegó hallándose ésta sola en la cocina, al cabo de un instante le dijo en tono indiferente, pero donde se adivinaba algo que a nuestro joven le agradó mucho: «Ángela está arriba.»
Entonces comprendió que era preciso variar de táctica. No le pesó nada, en verdad: al contrario, se imponía extremada molestia para representar su papel de displicente. O Rosa se iba haciendo cada día más graciosa, o a él le iba haciendo cada día más gracia. No podía ver su figura, aunque fuese de espaldas, sin sentir extraordinario deleite; no podía escuchar su voz sonora y cristalina sin conmoverse. Si Rosa hubiera tenido algunas nociones de coquetería, no la hubiera engañado aquel señorito con su cara seria y sus modales diplomáticos: muy pronto advertiría que le temblaban las manos cuando iba a entregarle algún objeto, y se le escapaban de los ojos miradas relampagueantes y codiciosas. La pobre no entendía jota del «arte amatorio,» ni era capaz de ver el doble fondo de las acciones humanas. Tenía diez y siete años; el alma, como si no hubiese cumplido los catorce. La ignorancia, la falta de trato y la vida constante de trabajo habían cubierto los gérmenes de delicadeza artística, de admirable penetración que en toda mujer existen, y les habían impedido brotar. Poseía, sin embargo, una cierta altivez que podía confundirse con la rusticidad, un orgullo salvaje que a veces coloca Dios en las almas inocentes como ángel custodio; arma que el pudor tiene cuando la naturaleza no le ha otorgado el don de la perspicacia. La aspereza de su carácter le había valido la opinión de necia y mal criada, pero la había salvado de un gravísimo peligro; y esto era lo que nadie sabía en la aldea.
Ya que nuestro joven la encontró mejor dispuesta, comenzó a dirigirle a menudo la palabra, tuteándola, por supuesto, como hacen los señores de la ciudad con las chicas campesinas, inventando algunas bromas para hacerla reír, y procurando por todos los medios imaginables captarse su simpatía, aunque dejando aparecer lo contrario. Nada de requiebros, ni mucho menos frases amorosas: comprendía que era espantar la caza, que la fruta estaba muy verde, y que era mejor tener paciencia y sacudir el árbol cuando sazonase. La embromaba con algún mozo que no le pareciese rival temible, improvisaba contra ella de vez en cuando algunas redondillas burlescas, que dejaban sorprendidos y extasiados a todos, muy particularmente a Rafael, que no se hartaba de reír y repetirlas, y contemplar con admiración a Andrés, como si el hacer versos fuese cosa de milagro, y la engañaba siempre que podía contándole alguna estupenda patraña, en medio de la algazara general. En cambio, Rosa, que poseía singular aptitud para remedar los gestos y ademanes de cuantas personas veía, una vez que entró en confianza, se puso a imitar los de Andrés con tal gracia y perfección, que pudiera competir con el mejor cómico de Madrid. Se atusaba el bigote y abría los ojos desmesuradamente lo mismo que él cuando estaba distraído; hacía ademán de meterse las manos en los bolsillos, y se encogía de hombros para remedarle cuando iba paseando; contrahacía su risa, su modo de andar y sentarse, la forma de llevarse el cigarro a la boca. Cuando esto no bastaba para hacerle callar, se burlaba de su extremada delgadez; ponía un palito derecho sobre el escaño y lo tiraba de un soplo, parodiando la poca consistencia del joven; al salir, le abría el ventanillo superior de la puerta, invitándole a pasar por él. Ángela, a veces, la reprendía por su falta de respeto.
De broma en broma llegaron a venir a las manos, esto es, a retozar alegremente donde quiera que se encontraban, generalmente en los prados. Claro es que Andrés en este juego llevaba la peor parte. Si trataba de sujetar a Rosa por las muñecas, ésta de una sacudida se zafaba, dejándole tambaleando; cuando quería pellizcarla, ella a su vez le tenía tan bien sujeto, que le era imposible moverse. No hallaba modo de causarla la menor molestia. En cambio ella, cuando se lo proponía, jugaba con él como el gato con un ratoncillo, le hacía dar vueltas para marearle, levantábale en peso, sentábale siempre que quería y obligábale a ponerse de rodillas pidiendo perdón; todo esto con gran risa y regocijo de los presentes, que animaban a Andrés y le ayudaban de vez en cuando. Rafael se perecía por ver a D. Andrés jugando con su hermana. Ésta mostraba también hallarse en sus glorias retozando; gozaba en correr y brincar como una cervatilla, y en desplegar su prodigiosa agilidad; la rica sangre que corría por sus venas ansiaba el movimiento, y así que lo conseguía, salpicaba de vivo carmín las rosas frescas de sus mejillas. En cuanto se ponía a jugar se embriagaba: más que para vencer a su contrario, atacaba y se movía con vertiginosa rapidez por el placer que esto le proporcionaba. En ocasiones, Andrés se estaba quieto, dejándose atormentar por ella sin compasión por contemplar a su sabor aquel hermoso modelo de mujer, mórbido, exuberante y vigoroso como una Venus del Septentrión, ágil y nervioso como las hijas del Mediodía. Aquella naturaleza virginal como la de un niño, espléndida como una rosa de Alejandría, tan pródiga de lo que a él hacía falta, le fascinaba y le atraía. Era la salud y la belleza confundidas. La primera impresión de agrado que había sentido al verla se dilató con el tiempo, fuese infiltrando, por decirlo así, en su carne lentamente, y concluyó por sojuzgar su temperamento. El contacto frecuente de los juegos y bromas había contribuido a sobresaltarlo. No apreciaba como debía su alma candorosa, ni su innato y vivo sentimiento del pudor, ni su imaginación pintoresca; pero, en cambio, ningún cuerpo mortal fue admirado y deseado con tanta intensidad como el de Rosa, a las pocas semanas de relacionarse con el joven cortesano.
Nada de esto sospechaba ella, porque Andrés tenía buen cuidado de ocultarlo bajo exterior indiferente y jocoso. Para Rosa no era más que un señorito llano y amable que gustaba de jugar con ella y embromarla. Hasta entonces había tenido muy mala idea de los señores. Una vez que había ido a Lada, varios jóvenes que salían de un café le dijeron algunas frases obscenas: otra vez, unos señores que habían venido de caza a Riofrío, hallándola sola en un camino, le dijeron también palabrotas groseras, y uno de ellos se propasó a vías de hecho. Además, en su vida existía cierto acontecimiento, del que hablaremos más adelante, que le daba razón para odiarlos y temerlos. «¡Los señores! Unos puercos todos, sin vergüenza y sin religión,» decía a sus amigas. Andrés, con su proceder comedido, le obligó a rectificar un tanto esta opinión.
Pero aunque se mostrase más delicado que los otros, hay que confesarlo, era de la misma pasta. No había formado plan para seducirla, pero aspiraba a hacerse amar de ella, incitado a la vez de su belleza, que sentía y apreciaba vivamente, ya lo sabemos, y de los obstáculos que su carácter arisco y desdeñoso le oponía. Alguna vez, retozando, la admiración y el deseo que rebosaban del alma habían salido a los ojos; se detenía, quedaba inerte; la contemplaba con mirada húmeda y anhelante, y estaba a punto de flaquear y rendirse a pedirle humildemente un beso de su fresca boca; mas al instante, el temor muy fundado de asustarla y perder su confianza le obligaba a seguir representando el papel de joven aturdido y bromista. Adivinaba que Rosa, colocadas las cosas en el terreno serio, no se dejaría tocar la punta de los dedos.
En una ocasión, sin embargo, no pudo resistir más y se entregó. Fue en las postrimerías de Julio... Estaba Rosa apacentando el ganado de casa, cinco o seis vacas y dos o tres becerros, en un prado de las cercanías. Andrés, que la husmeaba, apareció por allí con la carabina colgada del hombro (la caza era el pretexto que adoptaba para vagar por los contornos siempre que le convenía). Rosa, sentada sobre el césped, miraba con ojos extáticos cómo pastaban las vacas.
—¿A que sé en qué estás pensando, Rosa?
—¡Jesús, qué diablo de hombre, me ha asustado!—exclamó la chica volviendo la cabeza.
—Dejémonos de sustos... ¿A que sé en qué estabas pensando?
—¿En qué?
—Pensabas en Jacinto, el de la tía Colasa.
—Lo mismo que en usted.
—¡Eso quisiera yo!... Pues mira, me lo he encontrado ayer y le he sacado del cuerpo que te quería. Aconsejele que te lo dijese cuanto más antes y, sobre todo, que hablase a tu padre... Ha quedado en ello.
Rosa, al observar el tono serio en que hablaba, le miró sorprendida. Después, viendo señales de burla en su rostro, hizo una mueca desdeñosa y guardó silencio. A nuestro joven le pareció tan linda en aquel momento, sin saber por qué, que, después de contemplarla extasiado un rato y sentir cierto cosquilleo tentador por el cuerpo, se arrojó a decir en tono de burla, pero con voz temblorosa:
—Tú no quieres a nadie más que a mí, ¿verdad, Rosa?
—¡Ya lo creo!... Lo mismo que usted a mí.
—¿De veras?
—¡Vaya!
El tono de la joven era irónico. Andrés lo advertía con disgusto, porque deseaba tomase sus palabras en serio.
—Yo te quiero mucho, Rosa; más de lo que tú piensas...
—Y ¿para qué me quiere usted?—preguntó volviendo hacia él su rostro y mirándole fijamente.
Andrés quedó un instante suspenso.
—Te quiero... yo no sé por qué te quiero... No lo puedo remediar.
—¡Ya, ya! ¡Buen truchimán va usted saliendo!... ¡Qué condenada vaca, siempre empeñada en meterse por el prado del tío Fernando!... ¡Garbosa, eh! ¡Garbosa, fuera! ¡Garbosa, aquí!
Viendo que la vaca no obedecía, se levantó y fue a ella corriendo, y la obligó a separarse de la linde. Cuando tornaba, Andrés, que había vuelto un poco en su acuerdo, se levantó y, saliéndola al encuentro y tomándola por las manos, le dijo en broma:
—¿Conque no me quieres, eh?... Pues ahora vas a quererme a la fuerza.
Y se trabó con ella a brazo partido, queriendo besarla. Rosa se defendió bizarramente, aunque la risa le impedía a veces desplegar todas sus fuerzas. Un buen rato lucharon y retozaron como dos cachorros por el campo. Andrés, no pudiendo de ningún modo acercar los labios al rostro de la zagala, por primera vez perdió el respeto que la tenía y trató de hacer uso brutal de las manos. Rosa se formalizó de repente y le rechazó con violencia. Pero él, sin hacer caso de esta vigorosa advertencia, se obstinó en el primer intento. Ella entonces, encolerizada, le arrojó al suelo, y echándole las manos al cuello y apretándoselo más de la cuenta, le preguntó severamente:
—¿Volverá usted a hacerlo? ¿volverá usted?
Andrés dijo que no, y pudo levantarse. Pero estaba tan irritado, que fue a buscar en silencio el sombrero que se le había caído, recogió también la carabina y se marchó sin despedirse.
Ni al día siguiente ni en otros tres pareció por el molino. Su desabrimiento en parte era verdadero, en parte fingido. Conveníale saber si Rosa sentía por él algún interés o simpatía, y ningún medio mejor para averiguarlo. Ocho días determinó pasar sin visitarla; pero al quinto ya no pudo contener su impaciencia: así que comió, lanzose al campo con la escopeta al hombro, resuelto a ver a Rosa. Por disimular no fue directamente al sitio donde aquellos días solía estar apacentando el ganado. Tomó el camino del monte y ascendió por él buen rato. Cuando juzgó el momento oportuno, comenzó a descender lentamente hacia el prado consabido, que estaba en la falda de la montaña. No tardó en columbrarlo desde lo alto. Era un campo de figura irregular, más verde que los contiguos por tener riego, todo él circuido por dos filas de avellanos, cuyas ramas, saliendo de la tierra en apretado haz, tomaban la forma de enormes ramilletes. La figura de Rosa sentada en medio y la de las vacas que, diseminadas, mordían tranquilamente la yerba, resaltaban como puntos negros sobre el verde claro del césped. Buen trecho antes de llegar disparó un tiro, como si en efecto anduviese de caza, mas en vez de preparar con esto el encuentro y hacerlo más casual, lo echó a perder. Rosa, advertida de su presencia, fuese corriendo a ocultar entre los avellanos de las lindes. Cuando bajó hasta tocar en ellas y echó una mirada al prado, no vio más que a las vacas. Su dignidad no le permitía ponerse a buscar a Rosa. Así que, después de descansar breve rato con la carabina apoyada en la sebe, afectando distracción y fatiga, tuvo mal de su grado que alejarse, sin conseguir lo que se había propuesto, el paso tardo, el ánimo caído.
Ya se hallaba a regular distancia, y cerca de perder de vista el venturoso prado, cuando la voz de Rosa rompió el silencio de la campiña, entonando una de las melodías largas y melancólicas del país. Detuvo el paso, y sonrió maliciosamente. Después, poquito a poco, deshizo el camino andado y se acercó de nuevo a la sebe. Pero en vano se estuvo allí plantado otro buen rato, apoyándose en la carabina, en actitud meditabunda. Rosa no tuvo a bien presentarse. Otra vez se vio precisado a marcharse, ahora más descontento y cabizbajo.
Al llegar al sitio de antes, Rosa volvió a cantar. Entonces el joven cortesano entendió, con deleite, que se trataba de un juego: la coquetería no podía adoptar forma más inocente y sencilla. Y sin vacilar tornó a paso vivo, saltó al prado y comenzó a registrarlo escrupulosamente.
—Rosa... Rosa... ¿Te escondes de mí, pícara?... Ya parecerás, a no ser que te hayas metido en un agujero, como los grillos.
Al cabo la halló agazapada al lado de un avellano. Al verse descubierta, hizo una graciosa mueca de enfado.
—¡Déjeme usted, D. Andrés... déjeme usted!
Y corrió de nuevo a ocultarse en otro sitio. Andrés la siguió.
—Eso no vale... ya estás descubierta.
Tornó a hallarla en la misma posición que antes, metida dentro del canastillo de ramas de otro avellano. La mueca que entonces hizo fue más expresiva, ejecutando visibles esfuerzos para enfadarse.
—¡Vamos, D. Andrés, déjeme usted!... ¡déjeme usted!
Y viendo que el joven se acercaba a cogerla:
—¡Déjeme usted, caramba!... ¡Qué pesadez!... ¡No quiero bromas con usted!
—¿Y por qué no quieres bromas conmigo, Rosa?—repuso él, avanzando en actitud humilde.
—Porque no... Márchese usted.
—¿Me despides?
—Sí.
—Esa es una falta de cortesía.
—¡Bien... mejor!...
—Y tú, que eres una chica amable y bien educada, no serás capaz de cometerla; estoy seguro de ello.
—¡Qué pez me ha salido usted!—dijo ella clavándole una mirada entre respetuosa y burlona.
—No sé por qué dices eso—repuso él con fatuidad.
—Vamos, déjeme en paz y váyase a cazar.
Y al decir esto, fuese a sentar un poco más lejos. Andrés la siguió, y se sentó silenciosamente a su lado. Los dos se miraron un rato, pugnando para no reír.
—Las manos quietas, ¿eh?—preguntó ella.
Andrés contestó afirmativamente con la cabeza.
—¡Vaya, vaya con D. Andrés! ¡Tan bueno y encogido como parecía! ¡Pues no va sacando poco los pies de las alforjas!
—Querrás decir las manos.
—Eso es, las manos... ¡cierto!—repuso soltando a reír.
—Pues bien, las volveré a meter si tú me lo mandas. Yo no puedo hacer nada que te disguste... Te quiero demasiado para ello...
—Poco se conoce.
—¿Pues?
—Cuando se quiere a las personas, se las viene a ver...
—No ha sido por falta de voluntad... Estos días he tenido muchísimo que hacer—dijo él, relamiéndose interiormente por el triunfo que empezaba a vislumbrar.
—No crea usted que a mí se me importaba nada... Solamente que mi padre me decía: «¿Cómo no viene D. Andrés ahora?» y todos los de casa lo mismo. ¡Como si yo tuviese obligación de saber porqué viene usted o deja de venir!
—Pues bien sencillo es saber por qué vengo...
No se dio por entendida, y siguió mirando fijamente al suelo. Después de esperar en vano la pregunta, Andrés dijo en voz más baja, donde se traslucía la fuerza del capricho:
—Si vengo es por ti, exclusivamente por ti.
La pastora soltó una carcajada de burla para disimular la emoción placentera que estas palabras le causaron. El rubor subió a sus mejillas.
—Y cuando no viene usted, ¿por qué es?
—También por ti.
—¿Sabe usted que tiene gracia eso? Cuando viene es por mí, y cuando no viene también...
Andrés le explicó, riendo, esta contradicción. El día pasado había creído que, lejos de serle simpático, ella le odiaba: por eso se había estado tanto tiempo sin venir a visitarla: no le gustaba relacionarse sino con las personas que le querían. Después se puso a recordar las circunstancias con que la había conocido, las misas que había oído sin atención por mirarla...
—Sí, sí, ya me acuerdo... Yo decía: ¿Pero qué mirará ese señorito?
—Y del desaire que me hiciste en la romería, ¿te acuerdas, pícara?
—¡Vaya si me acuerdo! ¡Me dio una rabia cuando usted vino a sacarme!
—¿Por qué?
—Por las demás, que me llamarían tonta viendo que un señorito me prefería.
—La verdad es que entonces no me tenías muy buena voluntad, ¿eh, Rosa?
—Verdad que no.
—¿Y ahora?
—Ahora... ahora... ahora... ¿qué sé yo? ¡Qué preguntas tiene usted, D. Andrés!
La zagala hizo un gesto de impaciencia. No estaba en su naturaleza, arisca y desdeñosa, el confesar sus sentimientos. Por algo sus hermanos, cuando reñían con ella, la apellidaban «cardo» y «puerco-espín.» Andrés, que la iba entendiendo, no insistió, y mudando de conversación, procuró hacerla reír recordando las simplezas del criado o algún dicho malicioso de Rafael. La charla entonces se animó. Rosa contaba con gracia mil pequeños episodios de la vida de la aldea, describiendo con pintoresca, ya que no correcta, expresión los tipos y las actitudes. Andrés, la mayor parte del tiempo, no atendía al argumento del discurso por contemplar más a su placer el juego expresivo y gracioso de su fisonomía, sus ojos brillantes, su boca virginal, los movimientos vivos, resueltos, de su cuerpo, mórbido y exuberante de vida.
Pero esta charla interminable de una parte y esta contemplación extática de la otra, cesaron súbitamente. Detrás de ellos, una voz irritada de hombre profirió terribles blasfemias, que les hizo volver la cabeza con espanto. En pie, cerca de ellos, con una hoz en las manos, vieron a un paisano viejo, la faz demudada, los ojos inyectados en sangre por la cólera, el cual, encarándose con Rosa, vociferó más que dijo:
—Oye, grandísima pendona, ¿no te he dicho ya que si la vaca volvía a saltar a la tierra te iba a cortar las orejas?... ¿Sabes que me están dando intenciones de hacerlo para que aprendas de una vez a tener más cuidado, mala cabra?
Andrés, repuesto de la sorpresa, se puso en pie vivamente, y con palabra y actitud enérgicas se dirigió al aldeano:
—Lo primero que usted va a hacer es hablar como se debe, ¿lo oye usted?
El paisano quedó sorprendido a su vez de este exabrupto, se puso más pálido y, mirándole con extraña fijeza, balbució humildemente:
—Yo... hablo... como debo.
—No habla usted tal.
—Yo no me meto con usted... no se meta usted conmigo... La vaca me está causando todos los días perjuicios...
—Pues quéjese usted al juez.
—Antes de quejarme al juez, he de arreglar a esa grandísima...
—Ya se librará usted de hacerlo.
—Lo veremos.
Y el aldeano se alejó lentamente, murmurando amenazas salpicadas de groseras interjecciones. Cuando ya estaba a alguna distancia, se volvió y dijo en tono más alto:
—Si esa desvergonzada no estuviese haciendo porquerías con los señoritos, las vacas no saltarían del prado.
Andrés se enfureció al oír esto, y recogiendo velozmente la escopeta del suelo, hizo ademán de apuntarle. En las aldeas, las armas de fuego inspiran un terror supersticioso. El aldeano, al ver el cañón frente a sí, se asustó mucho y comenzó a gritar, extendiendo las manos hacia Andrés:
—¡No tire usted, señorito! ¡no tire usted, señorito!
El joven bajó el arma y le dejó marcharse.
Cuando se volvió hacia Rosa, la encontró riendo por el terror del paisano. Sin embargo, no tardó en ponerse seria y en decirle gravemente:
—Ya lo acaba usted de oír, D. Andrés. Lo que ha dicho el tío Fernando no crea usted que sea cosa de él solamente. En el pueblo lo habrá oído... Me está usted causando mucho daño... Hágame el favor de marcharse...
Andrés trató de persuadirla a que despreciase el dicho del aldeano, inspirado sin duda por la cólera; pero fue en vano. Ella sabía mejor lo que pasaba en el pueblo; no quería verse en lenguas de la gente. El joven se vio obligado a despedirse.
X
Algunos días después de este suceso, a la hora de salir Andrés de casa por la tarde, su tío le retuvo, diciéndole con solemnidad inusitada:
—Andrés, necesito hablar contigo.
El joven dejó otra vez el sombrero encima de la mesa, y mirando con sorpresa al cura se sentó.
—No, no, mejor es que salgamos de paseo; el asunto es delicado, y por esos andurriales podremos hablar a nuestras anchas.
—Como usted quiera.
Cogió el párroco su bonete, echose el balandrán sobre la sotana con peligro inminente de asarse vivo, y sacando de un rincón de la sala el tremendo cayado en que solía apoyarse, fue a avisar a la señora Rita de que salía.
—¿Adónde?—preguntó ésta, malhumorada.
—Voy de paseo un rato con Andrés.
—De paseo... de paseo... ¡dichoso paseo!... Y yo aquí espera que te espera, a que le dé gana de tomar el chocolate.
—No te apures, mujer... Procuraré venir a tiempo.
—No, por mí puede quedarse por allá... Haré el chocolate a la seis, y lo dejaré quemarse al rescoldo...
El cura de Riofrío quedó anonadado. La perspectiva de un chocolate con tela por encima y requemado le aterró.
—No hagas tal, mujer, no hagas tal... Vendré a tiempo.
—Ya le digo que a mí no me importa, que se quede por allí si gusta...
—Pero, mujer, no te sulfures por tan poco... Has de ser razonable.
—Yo soy como Dios me crió... y usted también... Pero no he de estar hecha una esclava todo el santo día al pie del fogón, sin poder disponer de un minuto...
—Bueno... bueno... bueno: entonces me quedaré en casa... no hay nada perdido, mujer.
—No, señor, no; váyase con el sobrino de paseo, que aquí queda la esclava tostándose la piel, hasta que al señor se le antoje sacarla del fuego.
—Vamos, mujer, no te incomodes... me quedaré...
—¡Si no me incomodo! ¡Incomodarme yo!... ¡Anda, anda, pues buena soy para incomodarme!... Váyase, váyase cuanto antes con el sobrino...
El párroco, viendo que la tormenta arreciaba y que no había esperanza de conjurarla de ningún modo, después de vacilar algunos instantes, giró sobre los talones y salió de la cocina con el semblante encendido. Andrés le esperaba a la puerta de casa. Cuando estuvieron a algunos pasos de ella, el cura dijo con terrible entonación «que las mujeres eran todas unas bestias.» Andrés no se atrevió a preguntar el motivo que tenía para pronunciar este dictamen tan desfavorable al bello sexo, aunque lo sospechaba. Algunos pasos más lejos, dijo «que era mejor tratar con las vacas que con ellas.» El mismo silencio por parte de Andrés. Por último, el cura declaró «que había hecho muy bien un filósofo, no sabía cuál, en llamar a la mujer ánima imperfecta, porque, en efecto, ninguna tenía las facultades cabales.» Ya que se hubo desahogado un poco de esta suerte, quedó más tranquilo. Y el paseo continuó sin nuevas interrupciones.
Estaba la tarde serena. El sol molestaba todavía bastante, por lo cual, después de bajar al pueblo, eligieron el camino sombrío que conducía a la montaña por una cañada paralela a la del Molino. Marchaban pareados, a no ser cuando el camino era demasiado estrecho, que iban uno en pos de otro. Andrés, que abrigaba vehementes sospechas, muy próximas a la certeza, de lo que su tío quería decirle, trataba, por cuantos medios hallaba, de divertirle de su propósito. Preguntábale a cada paso a quién pertenecían las fincas que dejaban a los lados; se enteraba menudamente de la riqueza de cada vecino, de la forma del cultivo, de las vicisitudes agrícolas de los años anteriores. El cura respondía de buen grado a la granizada de preguntas que el sobrino le disparaba: hasta parecía complacido de mostrar sus conocimientos en el cultivo y valor de las tierras. Cuando la conversación aflojaba, Andrés hacía supremos esfuerzos para reanimarla.
Mas llegó un momento en que fue preciso hacer alto. La montaña estaba delante, y el camino comenzaba a ser harto pendiente y agrio para un paseo higiénico. D. Fermín propuso descansar en un bosquecillo de robles que señoreaba el camino: subieron a él y se sentaron. «Ya estoy cogido; preparémonos,» pensó Andrés. El cura se limpió el sudor del rostro y del cuello con un desmesurado pañuelo de yerbas, se sonó después con horrísono trompeteo, dijo tres o cuatro frases insignificantes a propósito del calor y la humedad, y por último, encarándose con su sobrino y clavándole sus ojos grandes, redondos y saltones como los de los cíclopes, y tan fogosos, le dijo pausadamente, dejando caer las palabras graves y solemnes como las campanadas de un reloj de torre:
—Tengo entendido, Andrés, que visitas con harta frecuencia la casa de Tomás el molinero; que te pasas allí las horas muertas... Me han dicho además que el motivo de estas visitas es una de las muchachas, la más joven, a quien al parecer haces cocos... Esto me disgusta, Andrés; mucho me disgusta. Tú no has venido aquí a hacer cocos a las muchachas, me entiende usted, sino a robustecerte... Yo no te digo que hagas vida de fraile; cada edad pide lo suyo. Los jóvenes deben divertirse y gozar y hasta hacer diabluras... perooo (aquí una pausa) pero con su cuenta y razón... En esta aldea no tienes, me entiende usted, muchachas que puedan emparejar contigo... Yo no quisiera por nada en el mundo que pasases entre mis feligreses plaza de calavera, ni mucho menos que te metieses en algún belén que acarrease disgustos a todos... El ponerte a cortejar a una pobre aldeana podrá parecer mal a muchos... Acaso alguno creerá que llevas intención perversa... En fin, que no está bien. La muchacha con quien hablas es una criatura inocente, me entiende usted, y cándida como una paloma... Yo la estimo a ella y a toda la familia... La he confesado desde chiquita... Sentiría que con tu labia de madrileño turbases el alma de esa pobre niña...
—¡Pero, tío, si no hay nada de eso que usted piensa!... Son chismes de lugar... Entro en casa de Tomás como en otras muchas del pueblo... Es verdad que bromeo algunas veces con Ángela y Rosa, pero sin dirigirme en particular a ninguna...
—Bien, bien... celebraré que así sea... A mí no me consta; me lo han dicho... Pero, de todos modos, te aconsejo que obres con prudencia y procures, me entiende usted, no dar motivo a que la gente murmure... Habla con todas las muchachas y bromea cuanto quieras, pero no te particularices... ¡Nada de particularizarse!...
Siguió D. Fermín dándole consejos otro ratico. El joven los escuchó pacientemente, puesto que una vez que otra le interrumpía para deshacer algún error o disculpar su proceder. Cuando el tema ya no dio más de sí, se levantaron, cambió la conversación, y paso tras paso llegaron hasta la rectoral. El cura subió a tomar el chocolate y Andrés se volvió al pueblo, por no querer meterse tan temprano en casa.
No dejaron de hacer mella en el joven las palabras de su tío. Allá en el fondo ya hacía algún tiempo que pensaba lo mismo y se dirigía idénticas recriminaciones. Los devaneos que traía con Rosa, por más que no fuesen guiados de una intención malévola, de sobra comprendía que no podían acarrear a la chica más que disgustos. Cuando menos la colocaban en mal lugar a los ojos de los vecinos, la estorbaban para hallar otro novio más adecuado y conforme a su clase. Los mozos en las aldeas se alejan, con razón, de las muchachas festejadas de los señoritos.
Por otra parte, sentíase cada vez más aprisionado en las redes de aquel capricho, que podía muy bien transformarse en pasión verdadera.
Las gracias corporales de Rosa le habían dado golpe desde que la vio; mas ahora, la viveza de su genio, su natural tímido y bondadoso con apariencias de desenfadado y huraño, la frescura de su misma ignorancia, le iban cautivando en demasía. Cuanto más tiempo pasase, más dificultoso le sería romper el encanto. «Nada, nada, es necesario cortar esto de una vez. Ya me encuentro bastante fuerte: dentro de algunos días tomo el camino de Madrid,» se dijo mientras bajaba con lento paso, la cabeza baja, los ojos en el suelo, hacia el lugar. Pero al poco trecho se hizo otra reflexión, que vino a modificar la primera algún tanto. «En Madrid aún debe de hacer mucho calor: mejor será que aguarde hasta entrado el otoño; mientras tanto, haré lo que mi tío me ha dicho; frecuentaré menos la casa, y procuraré distraerme de otro modo. Por de pronto, hoy no voy allá.» Caminó con esta resolución en la mente un espacio de cien varas lo menos. Parecía irrevocable. A las cien varas, no obstante, se dijo, levantando la cabeza: «Y al cabo, ¿qué importa que vaya o deje de ir unos cuantos días más? De todos modos, poco después de marcharme, nadie se acordará de tales tonterías, y Rosa seguirá siendo la misma para todos. Lo que interesa es tener fuerza de voluntad para no enamorarse realmente... Y la tendré.»
Bien pertrechado de esta fuerza de voluntad, que procuraba administrarse a grandes dosis por medio de oportunas reflexiones, caminó con paso rápido la vuelta del Molino, cruzando el pueblo y entrando en la cañada. Después de marchar algún trecho por ella, vio a lo lejos, no muy apartada de la casa de Tomás, a una mujer que iba en la misma dirección con una herrada sobre la cabeza. Por la figura y el modo de andar, más que por el traje, pues las aldeanas se visten generalmente de la misma manera, imaginó que era Rosa. Aceleró el paso y, acercándose más, pudo cerciorarse de que no se había equivocado. Entonces corrió sobre la punta de los pies, para no hacer ruido, hasta colocarse detrás de ella, y la sujetó suavemente por los hombros.
—¡Vamos, vamos, poca broma, D. Andrés!—exclamó ella riendo.
Aquél persistió en sujetarla.
—¡Que voy a tirar la herrada, déjeme usted!
No obedeció.
—¡Que la dejo caer sobre usted!
En los movimientos que hizo para desasirse, la herrada se tambaleó y soltó buena parte de agua, que vino a dar sobre el rostro y cuello de la joven. Al sentir la frialdad, dejó escapar un grito.
—¡Pobrecilla! ¿Te has mojado? Perdóname—dijo Andrés realmente compadecido.
Y sin poder resistir la tentación, sujetola un instante por los brazos y la dio un fuerte beso en la mejilla húmeda y brillante.
—¡Eso es peor!... Vamos, déjeme usted... ¡Cómo se conoce que traigo la herrada!... Déjeme usted llevarla a casa, y veremos si después hace burla de mí.
—¿Prometes volver?
—Tengo que ir a la fuente por el jarro de agua para la cena.
—¿Y ésta que traes?
—Es del río.
—Bien; entonces, ¿para qué he de entrar en casa? Te aguardo; ven pronto.
Sentose el cortesano sobre una de las paredillas del camino a esperar. No tardó mucho en aparecer de nuevo Rosa con un jarrito de barro negro en la mano. Y, sin acordarse del desafío, se emparejaron, enderezando el paso hacia la fuente.
Por el camino le fue contando Andrés cómo su tío le había impedido venir primero, aunque sin dar cuenta de la conversación que con él había tenido. Rosa le explicó lo que había hecho en el día. Por la mañana había ido con Rafael a un castañar en busca de hoja para lecho del ganado; después había estado en el molino limpiando centeno; así que comió tuvo que ir a la Formiga, lugar bastante alto de la misma parroquia, por un celemín de maíz para molerlo.
—¡Qué lástima que yo no lo hubiese sabido!
—¿Para qué?
—Para acompañarte.
—No me gustan los acompañamientos... y más por esos sitios... ¿No ve usted que todo el mundo me conoce, y se reirían al verme con un señorito?
Andrés dijo que al primero que se riese le rompería la cabeza. Rosa sostuvo que no había motivo, que cada cual podía reírse cuando bien le antojara.
La fuente estaba un poco apartada del camino, en una hondonada sombreada de arbustos y zarzas. Bajábase a ella por un sendero empinado y resbaladizo. Mientras el jarro se atracaba de agua lentamente con el hilito que caía de la canal, los jóvenes se sentaron en un banco tosco de piedras, y continuaron su charla, entreverada de risa. Andrés sostenía con formalidad que iban aumentando mucho sus fuerzas con el ejercicio, que levantaba ya una porción de libras más a pulso. Rosa se burlaba de este aumento: cada cual tenía las fuerzas que Dios le había dado: no quería creer en la eficacia de la gimnasia, que el joven trataba de explicarle con calor. Quiso que ella le apretase la mano, a ver quién resistía más. El orgullo le impidió chillar, aunque buenas ganas se le pasaron de hacerlo. En cambio, ella no aguantó el apretón sin decir «¡basta!», lo cual llenó de regocijo al joven, a quien hacía sufrir la superioridad muscular de una mujer, por más que fuese aldeana.
Al tiempo de recoger el jarro, jugaron con el agua. Ella le salpicó la cara para vengarse de lo que antes le había hecho. Él arrojó desde lejos una piedra al charco, y consiguió mojarla bastante. Entonces ella corrió a él velozmente, y le paseó repetidas veces las manos mojadas por el rostro. Andrés luchó débilmente por desasirse. El contacto de aquellas manos, un poco deformadas por el trabajo, morenitas y regordetas, le causó exquisito deleite. Cansado de jugar, se sentó y atrajo suavemente hacia sí a la joven por la punta de los dedos. Rosa tenía arremangada la camisa y lucía unos brazos redondos y tersos que, si no eran modelo acabado de perfección escultórica, no dejaban por eso de ser bellos. Andrés sacó el pañuelo, los secó esmeradamente, y después de acariciarlos algún tiempo con la vista, se resolvió a besarlos. La aldeana le dejó hacer, sonriente y sorprendida de que un señorito se humillase a posar los labios en sus rudos brazos de labradora.
—Vamos—dijo al fin,—voy a recoger el jarro, que ya está oscureciendo.
Subieron de nuevo por el senderito al camino real, y tornaron a emparejarse. Andrés le propuso que fuesen de bracero, como los señores en la ciudad, y viéndola suspensa, sin saber en qué consistía, se lo explicó prácticamente. La zagala lo encontró muy gracioso. Se dejó conducir de este modo, soltando a cada instante frescas carcajadas, y haciéndole mil preguntas acerca de las costumbres cortesanas.
El camino estaba solitario. Mas al doblar uno de sus recodos, tropezaron de frente con un hombre, vestido de modo singular en aquel país, con levita negra de alpaca, pantalón y chaleco blancos y sombrero de jipijapa. Era D. Jaime, el tío de Rosa. Ésta, al divisarlo, se apartó bruscamente de Andrés, con señales de grande turbación. D. Jaime, que tuvo tiempo para verlos perfectamente, los saludó con voz melosa y dejo americano.
—Buenas tardes, señores... ¿Vienen de dar un paseíto, verdad? Está bien... la tarde convida.
—No, señor; no venimos de paseo—dijo Andrés.—Encontré a Rosa en la fuente, y la venía acompañando hasta su casa.
—Está bien, señor, está bien. Las jóvenes andan mal solas a estas horas por los caminos... Vengo de tu casa, Rosita: estuve un momentico charlando con Ángela y con Rafael...
Rosa se contentó con sonreír, toda ruborizada aún.
—Vaya, no les quiero interrumpir... Sigan, sigan adelante... Hasta otro ratico.
Y D. Jaime se alejó en dirección al pueblo, mientras su sobrina y Andrés siguieron hacia casa. Después de este encuentro, cesó por completo la alegría de aquélla: quedó pensativa, inquieta. Fueron vanos todos los esfuerzos de Andrés por hacerla reír. Hasta se le figuró que estaba un poco trémula.
—Vamos, chica, no te apures tanto porque tu tío nos haya visto de bracero... Después de todo, aunque se lo dijese a tu padre, no es ningún delito.
Rosa negaba estar apurada, pero su silencio obstinado y la prisa por llegar a casa decían bien claro lo contrario. Al llegar a casa, se despidieron. Andrés la instó de nuevo para que desechase todo temor. Ella repitió lo mismo: que no tenía ningún miedo, pero que era ya casi noche y de seguro la esperaban para cenar. Y después de prometer Andrés volver al día siguiente, se separaron, dándose un largo y afectuoso apretón de manos.
Era la hora del crepúsculo, tan suave y melancólica en el campo. Las montañas que cerraban el valle perdían su relieve, ofreciéndose a la vista como informes y monstruosos bultos. El pedazo de cielo que dejaban ver reflejaba débilmente la luz moribunda del sol, puesto ya hacía bastante tiempo, y rompiendo a duras penas esta cárdena luz, comenzaban a brillar algunos tímidos luceros. Extinguíanse los rumores que las faenas agrícolas despiertan en semejante hora. Ya no chillaban los carros de regreso de las tierras: ya no se oían los gritos de los paisanos azuzando al ganado al meterlo en el establo: ya no sonaban las esquilas de las vacas, ni mugían alegremente los becerros al sentir cerca a sus madres. Sólo las notas prolongadas, tristes, del canto de un aldeano se dejaban oír suavemente, apagadas por la distancia. El rumor creciente, avasallador, de los insectos se había apoderado de la atmósfera enardecida. El grito suave, límpido, aflautado, del sapo rompía una que otra vez la monotonía de este rumor confuso y mareante.
Andrés caminaba hacia la rectoral, lentamente, con el sombrero en la mano para mejor refrescarse, gozando una vez más la poesía encerrada en aquel estrecho valle, el amable sosiego que reinaba en la campiña, la exquisita dulzura de aquella hora plácida y serena. Al principio, cuando tornaba de la casa de Rosa, sentía algún miedo y caminaba con más presteza; mas ahora con la salud le había entrado también confianza en sí mismo; creíase bastante fuerte para tumbar a cualquiera de un garrotazo, y de vez en cuando, para cerciorarse de ello, hacía furiosos molinetes con su bastón de acebo. En los intermedios marchaba tranquilamente, dejando vagar su mirada por los contornos indecisos de los montes y los árboles, y el pensamiento correr libremente por los recuerdos placenteros del día o de otros anteriores. No pocas veces le tiene arrancado a este dulcísimo embeleso el repique lento, argentino, melancólico, de las campanas de la iglesia, doblando a la oración. Sus ecos vibrantes y armoniosos despertaban un instante la campiña dormida y se perdían después como blando suspiro en los senos oscuros de los castañares y en las quebraduras de las rocas.
Iba, pues, el joven cortesano emboscado en sus meditaciones, cuando delante de él, de uno de los lados del camino, se alzó una sombra que al instante tomó la forma humana. Y de esta forma salió poco después una voz que dijo prosaicamente:
—Buenas noches.
El joven había echado un paso atrás y apretado con fuerza su bastón. Al escuchar el saludo se tranquilizó de un modo y se inmutó de otro; porque al momento logró reconocer el que tan inopinadamente le cortaba el paso; el cual no era otro que el americano D. Jaime, a quien había saludado no muchos minutos antes cerca de la casa de Rosa.
D. Jaime se apresuró a explicar el encuentro.
—Me había sentado un momentico a descansar... La tarde está tan grata que no apetece meterse en casa, ¿verdad, señor?
Andrés, que había vuelto en sí perfectamente, puso en duda esta explicación en el fuero interno; pero se limitó a contestar:
—Sí que está muy hermosa... la noche, no la tarde. Pero a mí me espera mi tío para cenar, y no puedo disfrutar de ella... Conque hasta la vista, don Jaime.
—Aguárdese un instante, señor, que caminaremos juntos... Yo también me voy hacia la posada, porque al fin la cena es lo primero, ¿verdad?
Andrés contestó no muy satisfecho:
—¡Claro!
Y se emparejaron, marchando por el sombrío y desigual camino de la cañada en dirección al pueblo.
—Usted, señor, estará encantado de este país, ¿verdad?
—Mucho.
—¡Tan pintoresco, tan verde, tan frondoso!... Y luego con estos aires tan saludables que aquí se respiran... Usted se ha puesto muy bueno, señor... parece otro.
—He mejorado bastante; es cierto.
—No hay como la buena vida y no acordarse de los negocios... Los trabajos de cabeza concluyen con la persona... A mí me han hecho mucho daño también.
«¿Qué trabajos de cabeza habrá tenido este mercachifle estólido?» dijo Andrés para sí, y en voz alta:
—Tiene usted razón, los trabajos intelectuales debilitan: en cambio el ejercicio corporal y la vida del campo obran milagros.
—Así es, señor, así es. Pero a los jóvenes les cuesta trabajo llevar esta vida sencilla. A mí, que ya soy viejo, no me importa... Pero usted no sé cómo puede vivir sin sus teatros y sus cafés y sus círculos de personas instruidas con quien poder hablar de ciencias... y saber lo que pasa en la política.
—¡Oh, perfectamente! Crea usted que lo paso a maravilla.
—Eso consiste en que sabe buscarse distracciones agradables, aunque sea entre estas breñas...
Andrés se puso en guardia observando el tonillo zalamero de estas palabras y la risita falsa que las acompañó.
—Nada de eso. Mis distracciones son idénticas a las de usted y a las de todo el mundo.
—Vamos, señor, no diga eso por Dios. Ya sabemos que trae a todas las chicas del lugar revueltas con sus palabritas de miel. En particular mi sobrinita Rosa no puede ocultar que está chaladita la pobre.
«Este tío me quiere tirar de la lengua; ya comprendo por qué me esperaba,» pensó Andrés.
—¡Bah! el bromear y reírse con las chicas, lo hago yo y lo hace usted y lo hacen todos. Es una distracción que en ninguna parte deja de haber.
—Mucho que sí, señor, mucho que sí; pero las bromitas de un joven tan bien parecido, tan elegante y chistoso como usted suelen traer otro resultado que las nuestras.
—Mil gracias, D. Jaime, es favor. Yo pienso que cuando las bromas son inocentes, ni las de unos ni las de otros producen resultado alguno.
—Eso lo dice, pero no lo piensa. Ningún mozo del pueblo ni de los contornos ha conseguido amansar a mi sobrinita Rosa más que usted... Era una cabra montés, y usted la ha puesto blanda y amorosa como una gatita...
—¡Qué tontería! Ni yo hablo con Rosa de otro modo que con las demás jóvenes del pueblo, ni ella se habrá fijado en mí más que en cualquier otro hombre.
—La verdad es que ha tenido muy buen gusto, señor... Rosa es un pimpollito muy fresco y muy apetitoso—dijo don Jaime, como si no hubiese oído las palabras de Andrés.
—En efecto, es una muchacha muy linda y graciosa... pero yo nunca la he hablado más que como un buen amigo... lo mismo que a su hermana Ángela...
—¡Qué raticos tan agradables habrá pasado cerca de ella después que la ha puesto mansita!
—¿Pero no le digo a usted, hombre de Dios, que no tengo con Rosa más relaciones que las de pura amistad?—dijo Andrés bastante picado.
—No se incomode, señor, no se incomode... Ustedes los jóvenes de la corte son aficionados a divertirse cuando se les presenta ocasión. Nada tiene de particular que juegue y se divierta un poquito con Rosita...
—Yo no me divierto ni juego con Rosa: la trato como a una niña muy decente, hija de una familia a quien estimo... Para jugar y divertirme en el sentido que usted parece indicar, busco otra clase de mujeres.
—¡Vamos, señor—replicó el indiano con acento insinuante y meloso,—que ya se le escapará de vez en cuando un abracico... y algo más!
—Señor D. Jaime, me está usted ofendiendo. Repito a usted que no se me ha pasado por la imaginación nada semejante a eso... Y me sorprende que usted haga a su sobrina también la ofensa de creer que pueda sufrirlo...
—Es una broma, señor, no se ofenda... Como no teníamos de qué platicar, se me ocurrieron estas niñerías por pasar el rato. Ya sé yo que usted es incapaz... y que Rosita, aunque un poco viva de genio, está bien educada por su padre...
—Me alegro de que usted no piense tales disparates... y si los piensa, peor para usted que se equivoca.
El indiano pidió perdón de nuevo. Andrés disertó otro poco contra la chismografía del pueblo; y en estos dimes y diretes dieron sobre él, con lo cual nuestro joven cortó repentinamente y muy a su placer la conversación.
—Vaya, D. Jaime, yo sigo a la rectoral; hasta la vista.
—Vaya con Dios, señor; páselo bien.
Subió el joven madrileño malhumorado y cabizbajo el repechito que le quedaba hasta la casa de su tío, y mientras se iba acercando lentamente a ella, no dejaba de preguntarse con alguna inquietud: «—¿Por qué habrá querido sonsacarme ese bergante?»
XI
La idea que Andrés había formado, por rumores y conjeturas más que por experiencia, del meloso D. Jaime, era la adecuada. El entendimiento escaso, la conciencia turbia, los apetitos despiertos, la condición mansa y peligrosa como la del agua detenida. Su padre le había embarcado a los catorce años entre otros cuantos millares de ovejas humanas que la metrópoli enviaba anualmente a las colonias ultramarinas. A los cincuenta había vuelto, sin instrucción, sin creencias religiosas y sin salud, pero con treinta o cuarenta mil duros, ganados en el fondo de una bodega vendiendo arroz y tasajo para los negros. La vida de bestia enjaulada que observó por espacio de treinta y seis años no era a propósito para desenvolver los gérmenes de inteligencia y bondad que la providencia de Dios no niega a ninguna criatura humana. Sus pensamientos, sus sentimientos y los actos todos de su voluntad eran vulgares y sórdidos. En cambio, el encierro enardeció y sobresaltó su temperamento y lo inclinó a los goces sensuales, buscando en ellos la compensación de los que la libertad, la instrucción y el trato social ofrecen. Bien se declaraban las torpes aficiones en el mirar opaco de sus ojos, hundidos y extraviados, y en la palidez cadavérica de las mejillas, a la cual también contribuía la dolencia crónica que le aquejaba hacía algunos años.
Al llegar en el verano anterior a su pueblo natal habíase alojado en casa de su hermano Tomás, quien pensó que se le entraba con él la fortuna por la puerta. Pronto vino en cuenta de su error. El indiano, aunque tuviese dinero, ni lo mostraba. Largos seis meses lo tuvo de huésped en casa, haciendo por obsequiarle no pocos sacrificios, sin obtener más recompensa que algunos livianos regalos a las chicas y a Rafael. Cuando le pidió dinero para comprar más ganado y pagar algunos picos que debía, D. Jaime puso muy mala cara, pero se lo otorgó en préstamo al diez por ciento: le hacía gracia especial, porque la mayor parte lo tenía colocado al doce. Desde entonces, el indiano estuvo en casa de su hermano como en ascuas: temía a cada instante nuevas demandas y temía además que le faltase el rédito de lo que le había prestado. Si no fuese porque las gracias de Rosa obraban ya sobre su ser vivo y ardoroso influjo, se hubiera ido inmediatamente. Este influjo, de índole grosera, fue el que le retuvo y fue también el que le obligó más tarde a separarse. Veamos cómo.
No el carácter alegre y desenvuelto de su sobrina, ni la gracia singular que imprimía a sus palabras y actitudes, ni la rara altivez que custodiaba su inocencia, fueron las que cautivaron a D. Jaime. De esta suerte, su pasión, aunque senil, hallaría disculpa. Lo único que vio y apreció en Rosa fue la forma, o por aproximarnos más a la verdad, la carne. No era apto para sentir ni aun comprender otras pasiones más subidas. Pareciole, así que la vio, un bocado apetitoso. Al cabo de algunos días de vivir cerca y contemplarla largamente en todas las posturas, concibió por ella una torpe y desenfrenada afición. Guardose de mostrarla, porque detrás de sus vicios, y aun sobreponiéndose a ellos, estaba el hombre práctico, el aldeano egoísta y receloso. Temía que, conocida su flaqueza, la familia se aprovechase para saquearle. Además, no quería verse comprometido. A imitación de otros muchos paisanos que habían llegado con dinero de Cuba antes que él, aspiraba a ennoblecer su sangre y adquirir mayor prestigio uniéndose a alguna señorita pobre de la villa, abandonada por esto y por vieja de los jóvenes. Pero aunque no la mostrase, la procuraba alguna salida. En su calidad de tío carnal, estaba autorizado para usar con la muchacha ciertas familiaridades que no les serían permitidas a otros hombres D. Jaime usaba y abusaba. Como vivía bajo el mismo techo y estaba en continuo contacto con ella para todos los menesteres de la vida, se aprovechaba lindamente de sus facultades muy más de lo que haría otro tío menos sucio. «Rosita, tráeme esto.—Rosita, ve por lo otro.—Rosita, sube sobre este banco y alcánzame aquellos zapatos.—Rosita, átame esta cinta.—Rosita, pégame el botón de la camisa.» Y cuando iba y cuando venía y cuando subía y cuando bajaba, las manos amarillentas y velludas de D. Jaime la pellizcaban, la sobaban, la mimaban y la estrujaban.
Rosa, aunque avergonzada algunas veces, cuando las caricias subían de punto, y mostrando también cierta vaga inquietud que ella misma no se explicaba, las acogía con agradecimiento, creyéndose simplemente la preferida de su tío, o la que más había simpatizado con él. No observaba la infeliz que no se las prodigaba tan frecuentes y vivas a la vista de los demás como al hallarse solos. Y a medida que el tiempo se deslizaba, el requemado indiano se iba derritiendo más y más en halagos, entreteniendo su vergonzosa sensualidad.
Pero llegó un instante en que la hoguera creció de tal modo que fue preciso alimentarla arrojándola combustible o apagarla de pronto, so pena de abrasarse vivo en ella. Y optó por lo primero. No había que pensar en matrimonio: esto lo juzgaba solemne dislate, no solamente por las ventajas que otra unión podía reportarle, sino porque se echaba para siempre sobre los hombros la carga de toda la familia. Y sin considerar que era la hija de su hermano, una pobre niña ignorante que le respetaba en calidad de tío y de caballero, pensó en otra cosa. Y no sólo pensó, sino que puso en vías de obra su pensamiento. Comenzó por preparar el terreno. Al efecto fue desnaturalizando poco a poco la índole de sus caricias paternales; mas la joven, advertida por la voz salvadora del pudor, sin pensar nada malo de su tío, las evitó instintivamente, no acercándose a él cuando podía pasar sin hacerlo y escapándosele de las manos cuando era forzoso colocarse a su alcance. D. Jaime entonces varió de táctica: ya que no podía seducirla con los halagos, intentó corromperla con las palabras. Principió con los cuentos verdes, que Rosa escuchaba sin comprender la mayor parte de las veces, bien que él entonces cuidaba de explicárselos. Siguió más tarde con los dichos groseros y de doble sentido, y concluyó por las frases obscenas vertidas en todos los instantes del día en los oídos de la niña. Tampoco logró el resultado propuesto. Rosa, al oír aquel cúmulo de asquerosidades, pensó que su tío se había vuelto loco o que tenía algún diablo metido en el cuerpo, como había oído muchas veces referir en los ejemplos de las novenas, y huía de él cuidadosamente, y andaba por la casa sobresaltada, inquieta, aterrada, aunque sin atreverse a contar lo que sucedía a su padre ni a Ángela. El americano, desesperado, y desesperando de conseguir nada por estos medios, se arrojó entonces a una intentona criminal.
Largo tiempo anduvo acechando el momento oportuno y buscando ocasión de encontrarse a solas con Rosa y en circunstancias en que pudiera llevar a cabo su propósito con alguna esperanza de buen éxito. Al fin creyó hallarla. La hora mejor era la de misa, los domingos, cuando a la chica le tocase quedar guardando la casa, porque la aldea entonces estaba solitaria y la mayor parte de las casas cerradas. En la de Tomás, por hallarse un poco apartada, siempre quedaba alguno teniendo cuidado de ella, un domingo uno y otro domingo otro. D. Jaime esperó el turno de Rosa con impaciencia y disimulando sus intenciones. Cuando las campanas tocaron a misa se fue a la iglesia con la demás familia. Aquel día, en vez de subir hasta la sacristía, como siempre, se quedó a la puerta, y al poco rato de ponerse el cura en el altar, se alejó sin ruido de la iglesia y tomó precipitadamente el camino del Molino.
Cuando llegó, Rosa estaba al lado del fuego arreglando la comida. Al ver a su tío delante, le dio un vuelco el corazón, se puso pálida, como a la vista de un grave peligro. Mediaron pocas palabras. Don Jaime se quejó de un fuerte dolor de estómago y Rosa se dispuso a hacerle una taza de té. Pero antes de que hubiese terminado, el americano la abrazó de improviso. Ella, que presentía este ataque repentino, no dio un grito ni pronunció siquiera una palabra; pero lo rechazó con fuerza y decisión. Hubo una lucha sorda y rabiosa que duró bastante. La chica se defendía gallardamente y consiguió por tres o cuatro veces zafarse de las manos del viejo; pero éste la perseguía por los rincones de la cocina y volvía a sujetarla. Al principio, ella le guardaba aún cierto respeto y procuraba desasirse sin hacerle daño. Poco a poco, vista la tenacidad brutal de su tío, se fue encolerizando, subiósele la sangre toda a la cara, y al verse nuevamente a punto de ser cogida, alzó la mano, y con ella cerrada le dio en plena faz un tremendo golpe, que le hizo caer hacia atrás, sangrando por la nariz. Al caer se lastimó también en la cabeza con uno de los cortes del escaño. Rosa abrió azorada la puerta y salió corriendo, sin saber adónde.
Cuando volvió, al cabo de una hora de vagar por los caminos, halló a la familia ocupada en prodigar cuidados al descalabrado indiano: Tomás aplicándole paños de vino y romero; Ángela haciendo tila para quitarle el susto. Contra lo que esperaba, nadie se dio por enterado de lo acaecido, ni le dijeron una palabra sospechosa. D. Jaime había arreglado ya el asunto, contando que se había caído por alcanzar un jarro de leche de lo alto de la alacena, mientras Rosa se había ido a ver una vecina. Al cabo de algunos días, y después de curarse la herida de la cabeza, determinó dejar la casa de su hermano y trasladarse al pueblo, donde el tabernero se acomodó a mantenerle, lo mismo que a su otro huésped, el excusador de la parroquia, por un módico estipendio. Varias razones tenía para cambiar de domicilio. La primera y más importante era el temor de que Rosa descubriese su atentado, pues desde aquel día ni le dirigió la palabra ni siquiera le miraba, lo cual podía llamar la atención de su padre, y por ahí venir en conocimiento de lo sucedido. Otro temor era, como ya hemos dicho, el de perder el dinero prestado o el de verse obligado a abrir la bolsa de nuevo.
Tomás lo sintió mucho, pues comprendió al fin que poco o nada podía esperar ya de su hermano. En cambio Rosa tuvo una verdadera alegría. El indiano continuó visitándolos de vez en cuando, siempre para llorar alguna pérdida o quiebra de su caudal, con el objeto de que no se les pasase por la imaginación demandarle auxilios pecuniarios. La pasión hacia Rosa, aunque mezclada ahora de rencor, no mermaba; antes parecía crecer con el alejamiento y el recuerdo del vigoroso mojicón recibido. Particularmente, cuando Andrés llegó en el mes de Abril a Riofrío y comenzó a requebrar a su sobrina, se encendió de modo notable con el combustible de los celos. No se le ocultaba al mísero que Rosa le despreciaba más a medida que iba gustando el trato del jovencito madrileño. Con esto la figura de la chica fue creciendo en su recalentado cerebro, y la que antes le parecía una caprichosa rapazuela buena tan sólo para un fugaz devaneo, al verla ahora festejada y perseguida por un joven distinguido de la corte, adquirió grandes proporciones a sus ojos y la juzgó ¡oh poder de la vanidad! digna de ser amada por lo fino. En esta disposición de ánimo, fácil será comprender cuánto le atormentaría el buen éxito que, al decir de la gente y a lo que él observaba, obtenía Andrés en sus amores. Aparentando absoluta indiferencia, no dejaba de espiar sus progresos, inquiriendo aquí y allá cuando la propia observación no bastaba. Ni perdía uno solo de los pormenores que denotaban la aparición del amor en el pecho de la doncella, padeciendo en cada uno de ellos mil torturas y desviviéndose, no obstante, por averiguarlos.
Al cabo empezó a rondarle un pensamiento que podía concluir de una vez con sus penas, sacarle triunfante y llevarle de pronto a la dicha: el de casarse con Rosa. Era muy duro, sin embargo, renunciar a sus ambiciones señoriales y quedar ligado para siempre a una zafia aldeana y a una familia que había de pesar eternamente sobre sus espaldas. Así que, tan pronto como le acudió a la mente, se apresuró a rechazarlo. Pero la endiablada idea volvió de nuevo a presentársele con más alegres colores. Tornó a rechazarla por medio de un sin número de juiciosas reflexiones. A los pocos días volvió a colársele en el magín más risueña y deslumbradora que antes. Trabose entonces una verdadera batalla en el ánimo de nuestro indiano, de cuyas resultas andaba inquieto, silencioso y desvelado, sin ganas de comer, vagando por los caminos hasta bien entrada la noche. No se cansaba de pesar los inconvenientes de la unión con su sobrina, que no eran pocos ni leves. Pero como al mismo tiempo la pasión le espoleaba y los celos tanto le roían, a veces aquéllos le parecían nada, y decidía en un punto su matrimonio. En una misma hora se casaba y se descasaba varias veces.
En tan congojoso estado de indecisión se hallaba el americano cuando sucedió lo que hemos visto en el capítulo anterior: el encuentro con los amartelados jóvenes y la conversación con Andrés, a quien quiso sonsacar. Aquella noche le picaron los celos crudelísimamente y el demonio de la voluptuosidad le presentó a su sobrina más hermosa y apetecible que nunca. Tanto que, dando al traste con todas sus ambiciones y temores, se resolvió a salir de aquel miserable estado haciéndola suya. Tomada esta resolución, descansó como si le quitasen un gran peso de encima, y logró dormir tranquilamente.
Al otro día, aunque no era domingo, se afeitó como si lo fuese, se puso otro pantalón, metió en los dedos todas sus sortijas, y después de tomar el chocolate en compañía del excusador y de ofrecerle un cigarro puro, generosidad que sorprendió mucho al clérigo, fue a su cuarto a arreglar un poco el cabello, y al instante salió de casa y tomó el camino del Molino con los ojuelos chispeando, seco el gaznate y los labios trémulos. Nunca salvó la distancia que mediaba entre el pueblo y la casa de su hermano tan rápidamente. Cuando llegó, Tomás estaba partiendo leña delante de la puerta.
—¿De dónde diablos vienes tan temprano?—le preguntó levantando la cabeza con sorpresa.
—Oye, Tomás, necesito hablar contigo de un asunto importante... Vámonos arriba.
El molinero se inmutó visiblemente al escuchar estas palabras. Pensó que su hermano le iba a reclamar de golpe el préstamo.
—Vamos—contestó en voz baja, dejando caer el hacha de las manos.
Y ambos entraron en la casa y subieron, uno en pos de otro, la escalera ahumada que conducía a la sala. D. Jaime se sentó: Tomás quedó en pie.
—Pues, Tomás—comenzó aquél echándose hacia atrás en la silla y jugando con la cadena del reloj, gorda como una maroma,—voy a decirte una cosa con toda reserva... Siempre he tenido confianza en ti, y ya sabes que te he dado bastantes pruebas de aprecio... Las circunstancias hacen que uno... vamos... uno no haga las cosas cuando quiere hacerlas, sino cuando puede... ya lo sabes... Sabes también que te aprecio, ¿no es verdad?
Tomás, con la faz despavorida y los ojos en el suelo, hizo señal de afirmación.
—Ya sabes que te he dado bastantes pruebas de apreciarte, y de apreciar a tu familia... Creo que tú me aprecias lo mismo que yo a ti, y la familia lo mismo... Pues, Tomás, tengo que decirte una cosa... A mí me parece que no estoy bien solo... Un hombre no está bien solo, ¿no te parece?
Señal afirmativa de Tomás, que empezaba a dudar y confundirse.
—Yo soy, como tú sabes, muy cariñoso... No lo puedo remediar... Cuando aprecio a una persona, soy capaz de darle la sangre del brazo, ¿estamos?... Pues con la familia siempre he sido muy franco..., ya lo sabes... Lo que yo tuve, siempre ha sido tuyo... Te he tratado siempre como lo que eres... porque a mí nunca me ha dolido gastar uno, dos o tres, estando la familia por medio... Pues, Tomás, yo me voy haciendo ya viejo... Tengo dos años más que tú... ¿No te parece que debo casarme?
Tomás estaba ya menos asustado, pero al oír estas palabras recibió un fuerte desengaño: siempre había pensado heredar a su hermano. Procuró, sin embargo, no dejarlo traslucir, y contestó vagamente, siempre con la vista fija en el suelo:
—Sí... sí... si te parece...
—Estoy decidido... A mí me encanta la familia... Después de trabajar tantos años lejos de su pueblo, necesita uno descanso... No se puede vivir tranquilamente sino casado... rodeado de la familia... cuidando de sus intereses... Yo los tengo muy descuidados, bien lo sabes... A mí me roba cualquiera, y es porque no tengo ningún apego al dinero... ¿Para qué lo he de tener? Si fuese casado, ya sería otra cosa..., miraría más por él y cuidaría de no soltarlo como lo suelto... Tomás, tú bien sabes que puedo casarme con una señorita... Aunque no soy un jovencito, a ninguna de la villa le diría envido que no me dijese quiero... Hoy, entre las muchachas, oros son triunfos... Pero yo soy muy considerado... A mí me tira mucho la familia... y eso de que mañana, u otro día, si el marqués os echa de la casería, tengan tus hijas que ir a servir a un amo, me duele mucho... Puedes creerlo.
Hubo una pausa larga, durante la cual Tomás ardía en curiosidad de saber en qué pararía aquello, aunque lo disimulaba perfectamente. El americano siguió:
—Tú tienes unas hijas trabajadoras y hacendosas... muy bien educadas... Sería lástima que se viesen obligadas a servir las pobrecillas, o que se casaran con un paisano sin recursos que las matase de hambre... En el tiempo que aquí estuve me he encariñado mucho con ellas... Y, francamente... vamos... entre una... que al fin y al cabo es mi sobrina... y otra cualquiera, prefiero que sea una de ellas la que me lleve...
Los ojos de Tomás brillaron de alegría; pero con el dominio que ejercen los paisanos sobre sus emociones, comenzó a santiguarse con cierta sorpresa burlona.
—¡Mal año para tí, demonio!... ¡mal año para tí!... ¡Nunca pensara!... ¿Qué diablo de mosca te ha picado?
—Pues me ha picado tu hija Rosa.
—¡Ya me lo olía yo! Es el mismo diablo esa chica... Más artera que ella no la hay en toda la ría... ¡Mira tú que para atrapar a un pez tan largo como tú, que ha corrido las siete partidas, ya se habrá dado maña la indina!
Tomás halagaba de este modo la vanidad de su hermano, quien reía beatíficamente, a pesar de saber a qué atenerse en cuanto a sus dotes de seductor.
—En fin, Jaime—siguió el aldeano encogiéndose de hombros,—si me la había de llevar otro bribón, más vale que seas tú.
D. Jaime rió también la gracia: estaba para reírlo todo.
—Ella es lista como una anguila y saltarina como una cabra... pero tiene el corazón igual que una manteca fresca... Es muy noble... muy noble... y al mismo tiempo muy amorosa... Teniendo cuidado de sujetarla un poco por la pierna será como una cordera... Después, nada melindrosa para comer... lo mismo se pasa con carne que con unas pocas de judías... En habiendo pan en la masera, ya está satisfecha... No te malgastará un cuarto, Jaime...
Esto llegó al corazón del indiano, que expresó su contento con un silbido especial, dándose al mismo tiempo fuertes palmadas en las rodillas.
—Voy a llamarla para darle la noticia... No andará muy lejos la muy pícara... De seguro que ya sabe lo que estamos hablando... ¡Las coge al vuelo!
El aldeano se asomó a la caja de la escalera y gritó:
—Ángela, di a Rosa que venga en seguida... Está en la huerta escogiendo avellana...
La fisonomía del indiano se nubló al pensar que iba a encontrarse frente a la joven. Por primera vez se le ocurrió que podía ser desairado. No tardó en presentarse Rosa.
—¿Qué me quería, padre?
—Saluda a tu tío, mujer... no te hagas la disimulada—profirió Tomás en tono de zumba, que rebosaba de alegría.
La joven quedó inmóvil y sorprendida.
—¡Vamos, picarona—dijo el padre sacudiéndola rudamente por el hombro,—que buen pájaro has atrapado!
-¡Yo!
—¡Sí, tú!... Ahí tienes a tu tío, que ya se entregó como un borrego... ¿Qué mil diablos le has dado a comer para sujetarle así por las orejas?
Y viendo que la chica le miraba cada vez con más sorpresa:
—¡Abre los ojos, tunanta... abre los ojos!... Acaba de decirme que quiere ser tu marido.
Rosa frunció repentinamente el entrecejo, y después de un instante de vacilación, en que temblaron sus labios, como para decir muchas cosas a la vez, dejó escapar estas palabras secamente:
—Falta que yo quiera ser su mujer.
Tomás soltó una carcajada estrepitosa. Acostumbrado a la salidas originales de su hija, pensó que ésta era una de ellas y la encontró muy chistosa.
—No se ría, padre, no se ría, que lo digo como hay Dios en los cielos; que no quiero.
El aldeano cortó repentinamente el hilo de su risa y se quedó extático mirándola.
—Vaya, vaya, chica... ¡qué me estás ahí cantando!
—Que no quiero.
—¿Que no quieres casarte con tu tío?—dijo clavándola una mirada aguda.
—No, señor, no quiero—dijo Rosa con firmeza.
Padre e hija se miraron un instante a los ojos. Tomás se puso extremadamente pálido. Un relámpago siniestro cruzó por su fisonomía. Después avanzó lentamente y, sacudiéndola por el brazo, le preguntó con ira mal reprimida:
—¿Por qué no quieres, di, por qué no quieres?
Rosa, atemorizada, bajó la cabeza; pero aún dijo con firmeza:
—Porque no me gusta para marido.
Apenas había pronunciado la última palabra, cuando su padre cayó sobre ella como una fiera; la volcó en tierra y se puso a darle coces con increíble ferocidad. Parecía golpear sobre una vaca.
—¡Ah, maldita! ¿Conque no te gusta?... ¿Y esto, di, te gusta?... ¿eh, te gusta?... ¿eh, te gusta?... ¡Toma, toma, recondenada, maldita sea tu estampa!
No se sabe cómo la hubiera dejado a no mediar D. Jaime y no subir Ángela de la cocina. Entre ambos le apartaron. Desde lejos, sujeto por los brazos, le preguntaba con rabiosa sorna:
—¿Conque no quieres, eh?
Rosa, hecha un ovillo en el suelo, sangrando por el rostro, contestaba con el valor pasivo y salvaje de las aldeanas avezadas a los golpes:
—No, no quiero; ¡no quiero!
—¡Ya querrás, remaldita!... ¡yo te haré querer!... ¿Estás orgullosa porque te canta al oído el sobrino del señor cura, verdad?... ¿No sabes para qué te quiere a ti el sobrino del señor cura, verdad? Yo te lo enseñaré, grandísima yegua... yo te lo enseñaré.
D. Jaime, viéndole algo más sosegado, fue a coger el sombrero que tenía sobre una silla, y se dispuso a irse. Tomás, mirándole con inquietud, le dijo:
—Pierde cuidado, Jaime... A ésta ya la curaré yo de su enfermedad... ¡Mira, tengo allí las medicinas!
Y apuntaba a un rincón de la sala, donde estaban arrimados unos cuantos garrotes.
D. Jaime, sin responder palabra, bajó la escalera y salió de casa con traza de ir muy desabrido.
XII
Aquella tarde, reparando Andrés en una herida reciente que Rosa tenía en la mejilla, le preguntó con interés:
—¿Qué es eso, Rosita?
—Que me he lastimado con una rama al coger manzanas.
—¿Por qué te subes a los pomares?... Un día vas a matarte.
—Porque me gustan las manzanas verdes—repuso encogiéndose de hombros.
A los tres días se le presentó con una nueva herida en la frente.
—Pero, chica, ¿te has lastimado otra vez?
—Sí.
—¿Cómo ha sido eso?
—Pues estaba mi padre partiendo leña, saltó una astilla y me dio en la frente.
—¡Qué atrocidad! ¡A riesgo de saltarte un ojo!... Ten cuidado, chica, con tus ojos, que me gustan mucho.
Rosa sonrió tristemente.
Por último, otro día la halló con un brazo en cabestrillo sobre un pañuelo anudado a la garganta. Aquella vez se había caído viniendo de la fuente con una herrada en la cabeza. Andrés quedó preocupado. No acertaba a explicarse tantas coincidencias; pero como no tenía dato alguno que pudiese suministrarle explicación más verosímil, pronto se disiparon sus cavilaciones. Rosa estaba risueña y jovial, tan viva de lengua y de ademanes como siempre. Tomás, cuando le veía, que eran pocas veces, le acogía con el mismo tono entre respetuoso y zumbón que tan mal le sabía en el fondo.
Al cabo supo lo que pasaba, de un modo casual. Se hallaba cierta tarde, contra su costumbre, leyendo en el corredor de casa, resguardado de los rayos del sol por la parra, cuyos sarmientos pendían del alero, formando fresca y tupida cortina. La luz se quebraba entre sus pámpanos, los doraba, los hacía transparentes, y llegaba hasta él suave y dormida. Aunque abstraído en la lectura, percibió claramente los pasos del ama, que entraba en la sala y daba vueltas poniendo en orden los muebles. El cura, que había ido a la iglesia, llegó poco después, y entró en la casa sin ver a su sobrino, y subió a la sala quejándose del calor. Entablose un diálogo, y al instante comprendió que ignoraban su presencia en el corredor.
—¿No le han dicho nada de lo que pasa en el Molino, señor cura?—preguntaba D.ª Rita con su voz nasal, quejumbrosa.
—¿Qué me habían de decir, mujer?... ¿Que Andrés bromea un poco más de la cuenta con Rosa?... Ya estoy cansado de saberlo... Por cierto que hace algunos días le he hablado de ello, aconsejándole que dejase esas tonterías...
—¡Buen caso hace él de sus consejos!... Vamos, veo que usted no está enterado... ¿No sabe que D. Jaime quiere casarse ahora con ella?
—¿Qué dices, mujer?...
—Lo que oye. Hace ya más de ocho días que la pidió a su hermano, que, por supuesto, ¡abrió un ojo!... Pero la chica, pásmese usted, se niega a casarse con su tío, y todos dicen que tiene la culpa el sobrino del cura, que la ha levantado de cascos... El padre, con esto, dicen que la pega cada pie de paliza que la pone como una breva. Pero ella se empeña en que no, y que no, y no hay quien la saque de ahí...
—¡Me dejas tonto!... No sabía una palabra de todo eso...
—¡Claro! usted nunca quiere saber nada de lo que perjudica a su sobrino.
—¿Y qué barajas tiene que ver mi sobrino con que D. Jaime quiera casarse con Rosa, y con que ésta no le quiera a él?
—Porque si su sobrinito no anduviese haciéndole la rosca, la chica se daría con un canto en los pechos por atrapar a su tío... Pero ya se ve, a usted no hay que tocarle el sobrinito, porque en seguida se pone hecho una víbora... Pues sépalo usted, que todo el mundo lo dice, que ha sido y es un calavera perdido... y que si vino tan malo a este pueblo, no ha sido por enfermedad que Dios le haya dado, sino por los excesos de comer y beber, y de otras cosas...
—Vamos, Rita, déjame en paz y no digas simplezas... Demasiado sé lo que es mi sobrino.
—¡No, si yo no digo nada! ¡Ya me libraría yo de decirle nada!... ¡Pues bueno es usted para que le diga nada malo de su familia!... Y eso que bien poco se han acordado de usted siempre, y con bastante despego le han tratado... No parece más que tenían a mengua alternar con usted...
—¡Vaya, la canción de siempre!... O te callas, o me voy...
—Váyase, váyase... Yo no puedo menos de decir la verdad, porque si no, reviento... Y la verdad es que, cuanto mejor es uno en este mundo, peor le pagan. Desvívase usted por dar gusto en todo a una persona, por tenerle las cosas a punto, por cuidarla cuando está enferma... Tuéstese usted la cara al lado del fuego todo el día... Métase en el río hasta media pierna para lavar la ropa, y coja un reumatismo... Pase las noches en claro, cuidando de la lejía... Y mañana u otro día, si falta esa persona, irá una, si a mano viene, a pedir una limosna... mientras la familia, que en la vida se ha acordado del santo de su nombre, se divertirá y triunfará en grande con el dinero que le quede...
Se oyó el ruido de la silla del cura al levantarse con violencia.
—No; no se vaya... yo me iré... ¡si yo soy el último mono! ¡si ya sé que quien priva aquí es el sobrinito!... Pero algún día le abrirá Dios los ojos... Al fin se ha de saber quiénes son los que sirven desinteresadamente, y quiénes los que vienen solamente a pescar una herencia.
Doña Rita salió de la sala disparando este último y envenenado flechazo, y dio un fuerte golpe a la puerta para hacerlo aún más profundo. El cura se quedó solo, desahogando su enojo con un sin fin de ¡porras! y ¡barajas! proferidas en el tono más cavernoso que halló en las concavidades de sus registros vocales.
Fácil es de presumir, conociendo el temperamento vivo y exaltado de Andrés, la triste impresión que esta plática, escuchada por fuerza, le causaría. De las dos noticias desagradables que por ella averiguó, las zurras que su padre daba a Rosa y la hostilidad de D.ª Rita, la que más le disgustó, como era natural, fue la primera. En cuanto a la segunda, tenía demasiado orgullo para no despreciar el odio de una sirviente envidiosa, por más que no lo sospechase.
Pero su situación en aquel instante era crítica. No podía entrar en la sala sin dar a conocer a su tío que había oído la conversación: esto le avergonzaba y avergonzaría aún más al cura. Por otra parte, éste podía salir de un momento a otro al corredor y encontrarse con él, lo cual era peor. ¿Qué hacer? No vio medio más adecuado de salir del apuro que, montar cautelosamente sobre la baranda y descender al suelo por la parra, agarrándose con pies y manos, como había hecho otras veces para probar el progreso de sus fuerzas y agilidad.
Una vez en la calle, corrió a casa de Rosa. Al verse junto a la puerta, vaciló un instante por el temor de hallarse con el molinero, a quien no hubiera podido ocultar en aquella sazón la cólera de que estaba poseído. Por fortuna había salido: sólo Rosa se hallaba en la cocina.
—Oyes... ¿conque tu padre te pega de palos para que te cases con tu tío?—le preguntó con voz alterada, sin darle siquiera las buenas tardes.
La chica quedó sorprendida al verle tan agitado y descompuesto.
—¿Es verdad que te mata a golpes, di?—profirió de nuevo, viendo que no le contestaba.
—Algunos me da... ¿Pero por qué se apura tanto D. Andrés?
—Porque es una infamia que te pegue por ese gaznápiro asqueroso...
Aquí, se desató en improperios contra D. Jaime. Dijo que le iba a romper la cabeza: que él era quien inducía a su hermano para que la maltratara; que buena boda iba a hacer si se casaba con aquel avaro que la mataría de hambre: que más le valía casarse con un aldeano y cuidar cabras en el monte, etc., etc.; un montón de razones proferidas con extraordinaria violencia. Contra Tomás no se atrevió a revolverse por no herir los sentimientos de Rosa, aunque buenas ganas se le pasaron de hacerlo.
Ésta le escuchaba con el asombro pintado en los ojos. Allá, a lo último, soltó la carcajada.
—¿Qué mala yerba pisó hoy D. Andrés, que tan furioso viene?
—Ninguna; lo que hay es que me irrita que te hagan daño... ¡y más por ese tío viejo!
—Pues no se apure tanto... A mí no se me hacen novedad los golpes... Además, es mi padre y puede pegarme cuanto quiera.
Andrés calló un instante; después apuntó tímidamente:
—Tanto te puede maltratar, que al fin no tengas más remedio que hacer lo que él te manda.
—¿Casarme con mi tío? ¡Eso sí que no!... ¡Que pegue, que pegue lo que quiera, ya verá lo que saca en limpio!
Al joven se le ensanchó el corazón al observar el tono resuelto de estas palabras y dirigió a la aldeana una mirada cariñosa.
Desde aquel día no puso más los pies en su casa por no tropezar con Tomás, cuya enemistad ya no ignoraba; pero la vio todas las tardes en el molino. Pasaba tres o cuatro horas y a veces más cerca de ella en aquel rincón, donde únicamente les turbaba de vez en cuando la visita de algún paisano que traía a moler su fuelle de maíz. El molino estaba adosado a la peña, medio oculto entre el follaje. Tan sólo se vislumbraba el color rojo del techo. Las paredes, vencidas, resquebrajadas en muchas partes, vestidas todas de musgo, se confundían con el césped y los árboles. La acequia que le daba movimiento caía partida en tres, de ocho a diez pies de altura, por unas canales de madera toscamente labradas, negras por la humedad y apuntando a las aspas, que al girar levantaban remolinos de espuma y tapaban casi por entero las aberturas en medio punto por donde el agua penetraba. Dentro todo era tosco también como fuera. Una sola estancia rectangular con piso de madera, manchado de harina, lleno de agujeros y rendijas, por las cuales se veía a las ruedas revolver furiosamente con sus brazos de roble el haz del agua. A un lado, y metidas en sendos cajones bruñidos por el uso, estaban las tres piedras moledoras que daban vueltas triturando el maíz o el centeno y arrojando por intervalos iguales un copo de harina en el cajón.
Andrés pasaba dulcemente las horas en aquel recinto. Sentado sobre una medida al lado de Rosa se placía refiriéndole cuentos y aventuras maravillosas entresacadas de las muchas novelas que había leído. Ella escuchaba atenta y ansiosa, interesándose por los personajes lo mismo que si los tuviera a la vista, sonriendo cuando eran felices y derramando alguna lágrima cuando les soplaba demasiado la desgracia. Andrés era implacable al narrar las penalidades de sus héroes. Describíalas con todos los pormenores de que era capaz y no se cansaba nunca de amontonar sobre ellos desdichas. Quizá le estimulase el gusto de ver a Rosa enternecida.
Cuando se cansaba de estar sentado, solía levantarse y trajinar por el molino arreglando lo que le parecía estar desarreglado, estudiando con atención su rudimentario mecanismo, entreteniéndose en pararlo y en echarlo a andar de nuevo. Rosa solía alzar la cabeza y gritarle:
—No enrede, D. Andrés... ¡Madre mía, qué revoltoso es!
El joven volvía a su sitio.
—Bien, pues ahora cuéntame tú un cuento, si deseas que me esté quieto.
—Ya le he contado todos los que sé.
—Rebusca en la memoria.
—¿Quiere que le cuente el cuento de La buena pipa?
—No; ése no—contestaba riendo.
—¿Entonces quiere que le cuente el de aquel pastor que tenía la pierna hinchada, tan pronto se le hinchaba como se le deshinchaba?
—Tampoco.
—Pues no sé otro... Aguárdese un poquito... voy a contarle el de La peña encantada... Vamos, no se acerque tanto a mí, que no puedo coser.
«Una vez era un rey y tenía tres hijas muy hermosas, muy hermosas, muy hermosas. La primera se llamaba Clara, la segunda Ana, la tercera María. Este rey se fue a la guerra, y dejó el reino encargado a un hermano que era muy malo, muy malo, muy malo...»
Andrés parecía escuchar atentamente, pegado a las faldas de la zagala. Lo que hacía en realidad era contemplar con deleite sus labios, que semejaban hechos de carne de cereza, sus mejillas, que tenían el lustre de la manzana, sus ojos negros, donde brillaba el sol de la primavera. Sentía, al cabo de un rato, el mismo adormecimiento suave y feliz que le embargaba, cuando niño, escuchando los cuentos que le refería la costurera de su casa. Ahora se mezclaba con una embriaguez voluptuosa, que suspendía su pensamiento, le columpiaba en los espacios y le disponía a las efusiones tiernas, a los goces inefables, a los sueños de color de rosa. El monótono rumor de la acequia y el traqueteo suave y constante del piso trabajaban también por arrobarle. Rosa concluía su cuento. Él despertaba con pena y, embelesado aún, preguntaba:
—¿No sabes otro?
No, Rosa no sabía otro, o no quería contarlo: gustaba más de oír los suyos, llenos de enredo y movimiento.
Como la alegría de la joven era constante, y ninguna sombra alteraba la serenidad de su rostro ni la paz de aquellos largos y sabrosos coloquios, Andrés había llegado casi a olvidar, en su egoísmo, la triste situación en que se hallaba la pobre niña dentro de casa. Una vez, sin embargo, vino con señales en la cara de los malos tratos de su padre. La fisonomía de Andrés se nubló repentinamente, y con voz conmovida le preguntó:
—¿Te sigue pegando tu padre?
La chica se encogió de hombros y sonrió de modo expresivo.
Él bajó la cabeza y se mantuvo callado unos minutos. De pronto rompió a hablar con violencia.
—Pero ¿no hay un tiro que mate al pillo de tu tío?... ¡Ese bribón cree que te va a entrar el amor con los palos!... Estoy viéndole azuzar a tu padre... «Pégale, pégale, que ya cederá»... Si no fuese por ti, ya le hubiera roto el bautismo... y aun si le tropiezo, no sé si podré contenerme.
—¡Madre mía, cómo se apura D. Andrés!—exclamó riendo la aldeana.—Cualquiera pensaría, al verle tan enfadado, que me quería de veras.
Andrés sonrió también enternecido.
—¡Vaya si te quiero, Rosita!—contestó acariciándole la mejilla.
Pero aquellas palabras le hicieron considerar más tarde, cuando se retiró a su casa, que estaba causando mucho mal a Rosa: se echó justamente la culpa de lo que la pasaba: convino consigo mismo en que su comportamiento dejaba mucho que desear en la ocasión presente: consideró que sería más noble apartarse de ella pronto, antes que sintiese un verdadero y fuerte interés por él; y, por último, falló que a los quince días justos, a contar del de la fecha, se despediría de aquellas altas montañas, verdes praderas y río cristalino, para la villa y corte de Madrid. Mientras llegaba la hora de partir seguiría visitando a Rosa, haciendo lo posible por ser cauto en las palabras y reprimir los ímpetus de su corazón.
Mas al día siguiente de tomada esta resolución, sobrevino un acontecimiento que la modificó bastante. Se hallaba por la tarde, como de costumbre, en el molino sentado al par de Rosa en grata y amorosa plática, cuando repentinamente se apareció por allí Tomás. Como nunca se le había ocurrido ir a aquella hora desde que Andrés frecuentaba el sitio, Rosa se inmutó muchísimo y el mismo joven se sintió también no poco turbado, aunque procuró disimularlo, acogiendo con sonrisa amistosa al molinero.
—Hola, D. Andrés, ¿también viene usted al molino a comerme la harina, como los ratones?—dijo el paisano riendo campechanamente.
—¿No ve usted qué gordo me voy poniendo con ella?—repuso Andrés aceptando la broma.
—Pues tenga cuidado, que he echado por los rincones bolitas de fósforos.
—Soy un ratón muy fino y los huelo de lejos.
—¡Ya! Usted es un ratón madrileño, más tuno que los ratones de la aldea, ¿verdad?
Y al decir esto, sin cesar de reír con malicia burda, entró en el molino, dejó en el suelo un gran cesto que traía sobre los hombros, y se puso a trastear por la estancia. Sacó maíz de un fuelle, lo midió, lo vertió en el cesto, anduvo con el mecanismo de las ruedas y ejecutó otras maniobras. Mientras tanto, Andrés y él seguían tiroteándose como dos grandes amigos. Rosa, que conocía bien a su padre, guardaba silencio obstinado, aplicándose a coser.
Al cabo de un rato Tomás la llamó.
—Rosa.
—¿Qué quería?
—Ven acá.
La chica se levantó y fue hacia su padre. Éste se plantó frente a ella, mirándola severamente.
—Oyes, ¿por qué no has puesto a moler el maíz del tío Ángel, como te mandé?
—Porque vino Telva, la de la Cuesta, con un celemín, diciendo que no tenían qué comer en casa hoy... Tanto me rogó que se lo eché... Esta noche se puede moler el del tío Ángel.
—¿Y a ti quién te mete a hacer favores a Telva sin permiso mío?
—Como otras veces lo hice y no me dijo nada, yo pensé...
—¡Pensaste! ¡pensaste!... Pues para que no pienses otra vez, toma...
Y sin más aviso, le descargó un tremendo bofetón. Tan tremendo, que la chica cayó al suelo como privada de sentido.
Al ver aquel acto de barbarie Andrés, se puso en pie vivamente. La sangre le subió al rostro y no pudo menos de exclamar:
—¡Qué brutalidad!... ¿Por qué le pega usted de ese modo tan bárbaro?
—Porque quiero enseñarla a obedecer.
—Ahora no había motivo.
—¡Ta, ta, ta!... ¿Y a usted quién le mete en esto, D. Andrés?... Soy su padre y hago lo que quiero.
—¡Vergüenza debía darle ensañarse así con una pobre chica!
—Pues si no le gusta, D. Andrés, tómelo en dos veces. En mi casa mando yo. Váyase a la suya si no quiere verlo.
—Ahora mismo—dijo; y echándole una mirada iracunda y despreciativa, salió furioso del molino.
No otra cosa se había propuesto el astuto aldeano. Quedaron las cosas a medida de su deseo. Andrés no fue más al molino por las tardes ni menos visitó la casa. Con esto parecían desatadas aquellas relaciones que juzgaba, no sin razón, como un obstáculo para el logro de sus fines.
Pero como es la contrariedad en los amores cebo apetitoso y señuelo el más eficaz, el amor de Rosa hacia Andrés vago hasta entonces, lleno de vacilaciones y dudas, tomó cuerpo de pronto y se transformó en verdadera pasión. El del joven subió también algunos palmos. Y como natural consecuencia de esto, aunque no se hablaron con la libertad de antes, no por eso dejaron de verse y hablarse con frecuencia, ora en la fuente, ora en los prados, ora en algún camino donde se tropezaban adrede.
Andrés espiaba con afán las salidas de Rosa, se emboscaba detrás de los árboles, y en cuanto la veía sola, ¡allá voy! corría a emparejarse con ella. Y estas entrevistas al aire libre, que el temor de ser observados hacía breves y melancólicas, eran, sin embargo, para ambos más gratas todavía que las tardes serenas del molino. Nunca se cruzaron entre ellos palabras tan cariñosas ni miradas tan suaves y tiernas como entonces. Rosa, que acogía siempre los requiebros del joven cortesano con risa y desconfianza, poco a poco se fue haciendo más grave y sosegada; se ponía encendida al verle; le miraba fijamente mientras él tenía los ojos en otra parte, y cuando llegaba el momento de separarse, en la inflexión temblorosa y enternecida de la voz se adivinaba la emoción que embargaba su alma.
XIII
Transcurrieron algunos días. El enojo de D. Jaime por el desaire recibido fue creciendo. En su interior no daba toda la culpa a Rosa; hacia partícipe a su hermano por haber tolerado el galanteo de Andrés una porción de meses con señales de no disgustarle. Después, pensaba que Tomás no había hecho lo bastante por complacerle, no había obrado con suficiente energía para rendir a Rosa a recibirle por esposo. Porque si bien era verdad que la castigaba, y a veces cruelmente, estos castigos quedaban desvirtuados por el efecto de consentirla pasar tardes enteras con su amante en el molino; y aunque últimamente habían cesado estas visitas, todavía no usaba con ella de la debida vigilancia, porque en todas partes y a todas horas se veían y se hablaban, de lo cual era testigo el pueblo. Él mismo los sorprendió más de una vez en las encrucijadas de los caminos o a la orilla del río, y se había vuelto por no tropezar con ellos.
De todo esto formaba el indiano un capítulo de agravios contra su hermano. Empezó a mirarle de mal ojo, y a bullir en su cabeza la idea de que aquél, so capa de protegerle, tenía la mira puesta en el señorito de Madrid, trabajaba astutamente por encenderle con la contrariedad y hacerle caer en una trampa de donde saliese comprometido y obligado por las leyes divinas y humanas a casarse con su hija.
Con esto dejó de ir al Molino, se mostró seco con Tomás cuando le hablaba; por último, un día le negó el saludo. Al mismo tiempo no se ocultó para decir en confianza por el pueblo lo que en el Molino ocurría: las entrevistas de Andrés con su sobrina, de las cuales sacaba partido para calificar a aquel de disoluto y a su hermano de necio; la presunción de la chica desde que un señorito la requebraba; la fingida oposición del padre, etc., todo adobado con la baba del odio y el despecho.
No pararon aquí las cosas. Resolvió vengarse de las supuestas ingratitudes y ofensas de su hermano. El mejor medio era reclamarle al punto los catorce mil reales que le debía y sacarle a subasta pública los bienes, en el caso seguro de que no pudiese devolverlos. Esta idea le produjo vivo deleite. Mas, después de meditar un poco sobre ella, comprendió que había de causar malísimo efecto en el pueblo, porque al cabo era su familia. Arrojarse él en persona a perseguirla judicialmente y arruinarla iba a parecer un acto de crueldad inusitado, y le haría desmerecer en el concepto de los vecinos.
Entonces imaginó una gran bellaquería. Fue cierta tarde a ver a D. Félix el escribano, y pretextando que necesitaba fondos con urgencia para remitir a América, le propuso el traspaso de la deuda, mediante un razonable descuento. Aceptó D. Félix el negocio, porque era bueno: Tomás poseía bastante ganado, y además una finquita adquirida tiempo atrás de la subasta de los mansos de la parroquia, que bien valía ella sola los catorce mil reales.
No se pasaron veinticuatro horas sin que el escribano le requiriese verbalmente al pago. Tomás quedó sorprendido y aterrado. Nunca había pensado que su hermano pudiera hacerle tal ruindad. Desde luego contestó que no disponía de ese dinero, y pidió prórroga. D. Félix, con reparos y palabras ambiguas, llegó a prometérsela, o tal creyó el desgraciado al menos. Mas, a los dos días, se vio citado de conciliación ante el juez municipal. Se le presentó el recibo, reconoció la firma y volvió a declarar que por el momento no le era posible pagar aquella deuda; que pagaría los réditos vencidos y firmaría nueva obligación, comprometiéndose a saldarla en el término de seis meses. Don Félix no admitió este arreglo, quedó disuelto el acto, y a instancia suya fue expedido por el juzgado de primera instancia de Lada despacho de ejecución contra el molinero, por valor de los catorce mil reales.
Y una mañana, cuando la familia se disponía a comer, entró por la puerta el escribano (D. Félix, no, que era parte; otro) acompañado de dos alguaciles, para ejecutar el embargo. Detrás de ellos, algunos curiosos que les habían visto cruzar por el pueblo, los cuales se mantuvieron un trecho separados de la casa esperando ver en lo que paraba aquello.
Tomás los recibió extrañamente inmutado, como si le viniesen a notificar su sentencia de muerte.
—¡No hay que apurarse, hombre, no hay que apurarse!—le dijo el escribano con semblante risueño.—Las cosas hay que tomarlas como vienen; cachaza y mucho pecho.
Después le preguntaron dónde tenía el ganado. Parte estaba en los prados y parte en el establo. Era necesario juntarlo todo. El infeliz se vio obligado a acompañarles hasta el prado, para traer al establo lo que le faltaba. Iba más muerto que vivo, pálido, silencioso; se le había concluido la vena jocosa de que tanto abusaba. A la vuelta no pudo resistir; se metió en la huerta de casa y se arrojó de bruces debajo de un árbol, mesándose los cabellos sin articular palabra.
Sacaron el ganado del establo y lo juntaron todo delante de casa. Ángela y Rosa, en el corredor, sollozaban fuertemente. Rafael daba vueltas en torno de los alguaciles, agitado y tembloroso, con la faz demudada y reventando por llorar. Cuando aquéllos sacaron las cuerdas que traían enrolladas y se dispusieron a amarrar las vacas, estalló en gemidos lastimeros.
—¡Agapito... Agapito... por Dios, no me las lleve!... ¡Agapito!... ¡señor escribano!... por Dios no me las lleve... por su madre... no me las lleve... ¡por Dios no me las lleve! Y deshecho en llanto, corría de uno a otro lado con las manos plegadas pidiéndoles misericordia.
Los alguaciles ataban en silencio, con la cabeza baja, sin atreverse a mirarle. El escribano, con la misma cara de risa, le dijo:
—Eh, tonto, no grites: ya te las volveremos.
Cuando terminaron y se prepararon a marchar, los alaridos del chico fueron terribles. Los curiosos allí congregados trataban de consolarle en vano. Según pasaban por delante de sus ojos las vacas, llamábalas a gritos por sus nombres.
—¡Parda!... ¡Garbosa!... ¡Salia!... ¡No me llevéis la Salia!... Agapito, por tu madre... ¡no me lleves la Salia!
Pero cuando vio marchar una hermosa novilla, que era su favorita, no pudo contenerse. Corrió a ella y se agarró con todas sus fuerzas a los cuernos.
Los alguaciles quisieron en vano separarle; cuanto más tiraban de él, con más rabioso esfuerzo asía de los cuernos y del cuello del animal, que a su vez se arremolinaba y sacudía la cabeza para zafarse de unos y otros. Algunos de los que presenciaban la escena reían; otros la contemplaban con lástima.
Al fin consiguieron arrancarle la presa. El chico volvió a gritar:
—¡Cereza! ¡Cereza!... Por Dios, me dejéis la Cereza... Señor escribano, déjeme la Cereza...
Pero viendo que se alejaban sin hacer caso, dejó de suplicar. Se puso a recoger piedras del suelo y a arrojárselas lleno de ira.
—¡Ladrones! ¡ladrones!... ladrones de vacas... ¡Déjame la Cereza, ladrón!... ¡Deja esa vaca, ladrón!
Y tanto menudeaba las pedradas y con tal furia, que un alguacil se vio obligado a volverse para castigarle. El muchacho se puso en salvo corriendo. A los dos minutos ya estaba allí otra vez apedreándoles y gritando:
—¡Deja esa vaca, ladrón!... ¡deja esa vaca, ladrón!
Y de esta suerte, huyendo cuando venían a cogerle y tornando en seguida a tirarles piedras, les fue dando por más de media legua una muy pesada escolta.
Los curiosos se habían diseminado. Reinaba completo silencio en el Molino. Ángela y Rosa permanecían en el corredor, cada cual en un rincón, con la cabeza entre las manos.
De pronto oyeron en la escalera los pasos de su padre, torpes y vacilantes, como los de un beodo. Rosa se estremeció. Quiso ocultarse en su cuarto; pero antes de que pudiese hacerlo, ya el bárbaro molinero había caído sobre ella, mudo y rabioso como un tigre. La arrojó al suelo y empezó a darle tremendos golpes con una gruesa vara de fresno. A los pocos segundos la desdichada sangraba por todas partes, pero no exhalaba una queja. En cambio, Ángela gemía pidiendo compasión, sin atreverse a intervenir para defenderla.
La vara se quebró al medio. Con los cachos aún estuvo aporreándola buen espacio. Cuando se cansó, asiola por los cabellos y la arrastró hasta el cuarto, donde la dejó exánime y ensangrentada. Después, volviéndose hacia Ángela, le dijo con voz temblorosa aún por la cólera:
—Ve a abajo y trae un pedazo de borona y un jarro de agua.
Ángela se apresuró a cumplir la orden. El padre fue otra vez al cuarto y colocó uno y otro en el suelo, exclamando:
—¡Ahí tienes lo que has de comer y beber mientras seas tan perra!... ¡Yo te bajaré los humos!...
Después cerró la puerta y se guardó la llave, y, encarándose con Ángela, le dijo con acento amenazador:
—¡Si tratas de darle una migaja más por la rendija, cuenta conmigo!
Bajó de nuevo la escalera. Ángela se fue a un rincón a llorar. El Molino volvió a quedar en silencio.
XIV
Por la noche supo Andrés en la taberna lo acaecido en el Molino. Celesto le refirió la escena con pelos y señales. Tan triste y abatido le dejó el relato, que para confortarse un poco bebió contra su costumbre, y le hizo daño. Entre el excusador y Celesto le llevaron a casa. Por la mañana al despertarse no recordaba nada de lo que había pasado en la taberna. Pero sí recordó con terrible claridad la situación en que sus imprudentes galanteos habían colocado a la pobre Rosa. Después de recapacitar un poco entre sábanas acerca del mejor partido que podía tomar para redimir a la chica de tanto cuidado y dolor, no vio más adecuada salida que partirse cuanto antes de Riofrío: lo mismo que venía pensando hacía ya bastante tiempo sin ponerlo por obra. Su partida restablecería la calma en aquella familia. Tomás y su hermano, no viendo cerca el obstáculo capital para el logro de sus propósitos, apelarían a medios más suaves. La misma Rosa, pasado algún tiempo (y esto era lo que más trabajo costaba imaginar a su amor propio) le iría echando en olvido y se acomodaría a la postre a ser la esposa rica y sumisa de su tío el indiano. Y sin poner los pies fuera del lecho quedó resuelto de modo irrevocable que al día siguiente muy tempranito montaría a caballo para tomar en Lada el tren de la mañana.
Lo primero que hizo después de levantarse fue buscar a su tío para comunicarle aquel designio. Hallolo en la huerta totalmente abstraído en la contemplación melancólica de un pie de berza en que las orugas se habían ensañado. Andrés no anduvo con rodeos. Se lo anunció de golpe y porrazo.
—Tío, mañana me voy.
El pie de berza se sintió abandonado súbitamente.
—¿Cómo... cómo... cómo?
—Que mañana me marcho.
—¡Pero así, tan de repente! ¿Qué mosca te ha picado, chico?
—Demasiado sabe usted, tío, cuál es la mosca que me pica—profirió Andrés con acento triste.—Por mi culpa están padeciendo algunos... No quiero ser más tiempo causa de disgustos...
El pie de berza volvió a ser instantáneamente objeto de la más profunda atención. Un buen rato se estuvo el cura devorándole con los ojos en silencio. Al cabo, sin dejar de examinarle con particular cuidado, articuló por lo bajo:
—Tienes razón, Andrés... En conciencia no puedo retenerte aquí...
Andrés guardó silencio y concentró también lúgubremente su atención sobre la maltrecha planta. El cura fue el primero en levantar la cabeza.
—¿Pero cómo diablo te has metido en esos enredijos?... Mucho me sorprende...
No encontrando explicación que pudiese dejar satisfecho a su tío, Andrés prefirió no dar ninguna. Ambos, pues, se mantuvieron callados. Al cabo, nuestro joven se fue otra vez tristemente hacia la casa y se puso a arreglar el baúl.
Mientras las manos trabajaban poniendo en orden los bártulos, el cerebro tampoco descansaba, saltando por encima de los sucesos del verano, o lo que es igual, por los varios y poéticos lances de su amoroso devaneo. Y observó con cierta sorpresa que su corazón estaba más ligado de lo que presumía a la hermosa y sencilla aldeana. ¡Cosa más rara! No podía pensar en que iba a dejar de verla para siempre sin sentir un frío particular hacia la región izquierda del pecho... ¡Pobre Rosa, tan sencilla, tan buena! ¡dejarla en poder de aquellos bárbaros! (Al meditar esto, volvía unos pantalones del revés y los doblaba con cuidado.) La verdad era que Dios había sido injusto con él: le daba la salud en pago de haber robado la paz y la dicha a una inocente niña. ¿No se cansaría a la postre de sus mercedes y le castigaría de algún modo, que le doliese mucho? (Envolvía unas botas en papeles y las metía en un rincón del cofre.) El que tenía la culpa de todo era aquel asqueroso indiano que se había interpuesto tan inoportunamente entre ellos... No, no; quien tenía la culpa de todo era él; no debía forjarse ilusiones. ¿Quién le había metido a decir amores a una chica con la que sabía de cierto que no había de casarse?... ¿Pero en qué había de pasar el tiempo de otra suerte? La conversación de su tío le cansaba; la de los paisanos más; Celesto le hacía recalar siempre a la taberna. Luego, ¡Rosa era tan linda! ¡tenía tantísima gracia! Era digna por todo de ser una señorita... (Colocaba cuidadosamente una camisa con el cuello hacia abajo para que no se arrugara.) ¿Qué pensaría de él luego que supiese su partida? Por todas partes que se mirase era acción innoble el irse sin decirle siquiera una palabra de consuelo; algo que justificase su conducta. Le causaba fuerte pesadumbre aparecer a los ojos de Rosa como un ser odioso, sin entrañas. Si pudiese tener una entrevista con ella antes de marchar, quizá lograse convencerla de que la separación era el mejor partido que podían tomar: acaso con algunas vivas protestas de cariño y ciertas vagas esperanzas de volverse a ver con el tiempo endulzaría la amarga píldora que le iba a propinar. Pero ¿cómo arreglarse para ello, estando encerrada por el cafre de su padre? (Aprensaba la ropa con ambas manos porque el baúl no quería cerrar.) En vano dio vueltas a la imaginación larguísimo rato para buscar un medio. No parecía.
Mucho tiempo después de haber arreglado el equipaje, todavía seguía la pista de alguna traza que le pusiera en comunicación con Rosa, aunque no fuese más que por breves instantes. Después de comer, saliose a dar un paseo solitario, a ver si el fresco de los campos despertaba en su cerebro alguna buena idea. Nada; no veía ningún punto luminoso. Allá, hacia la tarde, acordose de que comenzaba en la iglesia la novena de San Rafael, patrono del pueblo. Su tío le había anunciado que predicaría D. José, el excusador:—«el mejor orador del concejo, un pico de oro»—tales habían sido las palabras del párroco para encarecer las dotes de su coadjutor. Paso entre paso, deshizo lo andado y se encaminó hacia la iglesia, triste siempre y caviloso.
Había comenzado ya la novena. El pico de oro estaba en el púlpito diciéndola por un libro. El monaguillo le alumbraba con un trozo de cirio, porque la iglesia empezaba a quedarse oscura. Buen número de mujerucas repetían, arrodilladas sobre el pavimento de tierra apisonada, las palabras del exiguo eclesiástico, que salían arrastradas y gangosas de su boca, como es de rigor en casos tales. Un enjambre de chicos rodeaba el altar portátil de San Rafael, que parecía un ascua de oro; otros se mantenían derechos por los contornos del presbiterio, bajo la vigilancia del cura, que no cesaba de dar vueltas, administrando equitativas correcciones con su muleta al que no se estaba quieto. A la puerta de la sacristía tropezó nuestro joven con Celesto, de rodillas, con las manos plegadas, los ojos en blanco, en éxtasis completo; tan arrobado que no le vio. Conservaba todavía en la mejilla izquierda señales de una reyerta que había tenido en la taberna la tarde anterior.
Arrimose Andrés al arca de la vestimenta, debajo del Cristo ensangrentado, y sin atender poco ni mucho a lo que se celebraba, siguió dando rienda a su pensamiento. Según se iba aproximando la hora de partir, el recuerdo de Rosa le hacía más cosquillas en el alma. Fue a la puerta otra vez y echó una intensa mirada a la iglesia, a ver si por casualidad la veía entre las mujeres; pero fue en vano. Ni a Rosa ni a Ángela logró echar la vista encima. A quien vio únicamente entre la gente menuda fue a Rafael, el cual, sin saber por qué, le pareció más simpático que otras veces. La remota semejanza con Rosa quizá fuese parte a ello.
Después que D. José y todos los fieles a coro dijeron buena porción de oraciones, que a nuestro joven le parecieron una misma, o por lo abstraído que estaba, o porque en realidad no discrepasen mucho unas de otras, rompió el excusador a cantar alto y tendido un villancico a la Virgen sin acompañamiento de órgano, porque no lo había, ni de instrumento musical alguno. Así la voz del clérigo, engolada y espesa y muy celebrada en la comarca, se ostentaba más pura. Casi todas las mujerucas contestaron entonando un estribillo, que por cantarse en todas las festividades religiosas de la parroquia sabían de memoria hasta los más duros de oído. Volvió el excusador a cantar otra letra y tornaron las mujerucas a responderle con el mismo estribillo: y así por varias veces. Terminado el canto, bajó D. José del púlpito y se hincó de rodillas ante el altar de San Rafael para pedirle que le inspirase el sermón que tenía escrito y aprendido hacía más de quince días.
Reinó grave silencio en la iglesia. Nadie osaba turbar, ni aun los mismos chicos, la edificante oración del coadjutor. En aquel momento fue cuando a Andrés le acudió la idea de servirse de Rafael para hablar con Rosa por última vez. ¡Si el muchacho se aviniese a llevarle un recado!... Lo intentaría. Y con la esperanza de dar una tierna despedida a la joven aldeana y justificar su proceder, le bailó el corazón de alegría. Cuando el excusador subió al púlpito, terminada su plegaria, no pudo reprimir un gesto de impaciencia.
Mientras D. José, en lo alto de la sagrada cátedra, se sonaba con un pañuelo de yerbas y se limpiaba las narices repetidas veces de un modo mesurado e imponente, propio para ejercer saludable fascinación en el ánimo de aquellos sencillos campesinos, el cura de Riofrío, transformado en hostiario, ordenaba el concurso de suerte que todos pudiesen oír cómodamente al orador. Y para vigilar toda la iglesia y tener cuenta que ningún muchacho se excediese, abrió con la muleta un pasillo por el centro y comenzó a pasear por él gravemente desde la puerta hasta el altar mayor y viceversa, apercibido a moler los cascos al primero que se desmandase.
El excusador principió en tono muy bajito, muy bajito, para mayor solemnidad. Después fue gradualmente levantando el gallo hasta retumbar en la iglesia como un trueno. Parecía obra de milagro que tal estentórea voz saliese de aquel corpúsculo liliputiense. Aunque es verdad que el calor de sus convicciones teológicas debía ser parte muy principal a fortalecerlo. A Andrés, que se dispuso a escucharle por recurso, le pareció muy bien el exordio del sermón, elegante, atildado. Los párrafos que le siguieron desdecían muchísimo de él. Más adelante volvió a soltar otro período majestuoso y grandilocuente, que a nuestro joven le agradó sobremanera; pero luego se despeñó en un fárrago de vulgaridades y chocarrerías, de las que no menos quedó asombrado, «¡Vaya un hombre original!» dijo para sí. Otro período de superior calidad; otro en seguida necio y arrastrado. Finalmente, Andrés, por medio de cierta sentencia original que le pareció haber leído, se puso sobre la pista y vino a comprender lo que aquel revoltijo de cosas buenas y malas significaba. D. José estaba triturando un precioso sermón de Bordalue. El paño era superior, pero el zurcido detestable.
No le parecía así al párroco, que seguía paseando sosegadamente por el centro de la iglesia, puestos sus ojos terribles en todos los rincones, dispuesto a reprimir cualquier irreverencia. No pasaba una vez por delante del púlpito que no asintiese con la cabeza a lo que su coadjutor estaba pregonando. Alguna vez llegaba hasta decir en voz alta: «Muy bien, don José, muy bien.» Con esto el excusador se animaba hasta querer echar las entrañas por la boca a puros gritos. Pero cuando la aprobación del cura se convirtió en entusiasmo y se manifestó más ostensiblemente fue cuando D. José comenzó a trazar la pintura de un animal monstruoso y hediendo: el rostro peludo como el de un mico, el hocico apuntado como la hiena, los ojos hundidos y atravesados, los labios colgantes, las garras como los ogros... El cura no comprendió al pronto. En pie, delante del púlpito, seguía con gran curiosidad las palabras del excusador, haciendo inútiles esfuerzos por adivinar a quién se refería. Al cabo vino a averiguarlo, cuando el excusador puso a su monstruo un gorro frigio sobre la cabeza.
—¡Ah, sí, Garibaldi—exclamó lleno de alegría!...—Muy bien, muy bien... ¡Duro en él, D. José, duro en él; duro en ese pillo!...
Y emprendió de nuevo su paseo murmurando injurias contra el enemigo del Papa. D. José siguió también dándole duro, como le aconsejaban, por un buen rato. Después pasó a otro asunto y por fin terminó deseando la gloria eterna a todos los presentes.
Cuando la gente salió de la iglesia era ya anochecido. Andrés se emboscó por las cercanías, y cuando atisbó a Rafael abocole con las debidas precauciones para no ser notado. El chico se mostró acortado y como descontento de aquella conferencia. Hacía ya tiempo que no oía a su padre más que maldecir del señorito madrileño. Además, él había sido la causa de que le subastasen las vacas. Así que cuando Andrés le propuso llevar un recado a su hermana, dijo resueltamente que no se encargaba de nada y trató de apartarse.
—Espera un poco, Rafael... Yo me voy mañana para Madrid y no volveré más por esta tierra... Pero antes de marcharme quisiera decir adiós a tu hermana... ¿A tí que te perjudica eso ni a tu padre tampoco?... Yo lo hago, porque la pobre no crea que la desprecio... En cuanto me vaya quedaréis en paz. Tu tío se desenfadará y os dará dinero otra vez para comprar las vacas y se casará con tu hermana...
El chico guardó silencio. Andrés comprendió que dudaba de su partida.
—Si piensas que no me marcho puedes preguntárselo al criado de mi tío, que bajó hoy el caballo del monte...
Y como viese que vacilaba sacó del bolsillo una moneda de plata y se la puso en la mano.
—¿Qué quiere que le diga a Rosa?
—Que cuando oiga silbar esta noche en la calle, baje a la cocina y me abra la puerta.
—¿Pero no ve que duerme Ángela con ella?
—Ya lo sé... puede salir del cuarto cuando todos estén durmiendo, sin hacer ruido... Ángela tiene el sueño pesado...
—Bien; yo se lo diré... y luego ella que haga lo que le parezca.
—Eso es: muchas gracias, Rafael.
El chico se alejó sin contestar.
Andrés entró en la rectoral, dio la última mano a su equipaje, fue a la cuadra a ver cómo había bajado el caballo, y cuando llegó la hora se puso a cenar con su tío. Mientras duró la cena hablaron poco. Andrés estaba preocupado e impaciente; su tío mostrábase triste, y viendo que el sobrino lo estaba también, callaba, agradeciéndole esta tristeza, que creía originada por la marcha. Poco después ambos se retiraron a sus cuartos. El cura le dijo:
—Puedes dormir a pierna suelta, Andrés. Yo me encargo de llamarte a la hora.
En vez de hacer lo que su tío le encargaba, salió sigilosamente de casa cuando presumió que todos estaban dormidos, y enderezó los pasos hacia el Molino.
La noche estaba fresca, como todas las de otoño en aquel país; el cielo despejado y cubierto de estrellas; la luna aún no había salido. Al poner el pie fuera de casa, el sosiego del campo le refrescó como un baño y calmó su febril impaciencia. Bajó lentamente la calzada de la rectoral, atravesó el pueblo dormido y entró en la oscura cañada. Allí, a pesar de lo diáfano del ambiente, caminó casi en tinieblas. El ruido monótono del arroyo que corría a su lado y la oscuridad le infundieron melancolía. No pudo menos de pensar que era la última vez que atravesaba aquel camino, tantas veces trillado y con tal alegría durante algunos meses. Al ver entre el follaje marchito de los árboles blanquear la casa de Rosa, se sintió aún peor impresionado. Acercose cautelosamente a ella, se escondió detrás de un árbol, y metiendo los dedos en la boca lanzó un silbido agudo y prolongado. A silbar de este modo le había enseñado su amigo Celesto en las correrías nocturnas que hicieran allá en la primavera. Esperó buen rato, fija la vista en la puerta y el oído atento; pero nada vio ni oyó. Lanzó segundo silbido y tornó a esperar. El alma se le desmayó viendo que la casa guardaba su paz de sepulcro. Tornó a silbar con más fuerza. Entonces imaginó que oía un leve y vago rumor dentro del edificio. Todo fue ilusión; la puerta siguió cerrada. «Vaya, murmuró con ira, abrochándose el gabán, ese granuja no ha dado el recado;» y luego, con tristeza: «Adiós, Rosita, ya no volveré a verte.» Y muy a su pesar, después de aguardar todavía un rato, comenzó a alejarse lentamente de aquellos sitios, caviloso y con el corazón apretado.
Al dar otra vez sobre el pueblo, fue cuando salió de su meditación. En vez de continuar hasta la rectoral, se sentó sobre un madero que había delante de las primeras casas. Sacó el reloj y vio que no eran más de las diez; y no encontrándose aún con deseos de acostarse, determinó de gozar un rato de la hermosura y serenidad de la noche. El fresco era demasiado vivo para estar quieto mucho tiempo. Se puso a dar vueltas por los contornos del lugar.
No supo cómo fue; pero a las once menos cuarto estaba de nuevo delante de la casa de Rosa, con los dedos en la boca y lanzando un silbido que vibró agudo y penetrante en la estrecha cañada. Esperemos. No se oye nada. Nada. ¡Qué fastidio! Me parece... Sí; un rumor casi imperceptible. Algo mayor. ¡Oh dicha, abren la puerta!
—¿Eres tú, Rosa?
—Chiiiis, no hable alto, D. Andrés...
—¿Puedo entrar?—dijo de suerte que no lo oyó más que ella y el cuello de la camisa.
—Sí; muy despacito... ¡cuidado con hacer ruido!... Aguarde; déjeme cerrar la puerta... Va a tropezar con algo. Deme usted la mano; yo le llevaré hasta el escaño.
Quedaron efectivamente en completas tinieblas. Rosa hablaba en falsete, tan bajito que sus palabras salían de la boca como levísimo soplo. Cogió de la mano a Andrés y le guió suavemente hasta el escaño que había delante del hogar, donde tantas veces habían formado tertulia en las tardes de lluvia. Se sentó, y tirando de la mano al joven le obligó a sentarse también.
—Pensé que Rafael no te había dado mi recado. Hace una hora estuve silbando ahí delante—dijo él en falsete y sin soltar la mano de su amiga.
—Bien le oí, bien le oí; pero estaba Ángela despierta y no podía bajar... Por cierto que me hizo reír cuando me dijo: «¿Oyes, Rosa? Ahí está Juan el de la tía María silbando. Querrá que le abra... Pues ya puede aguardar sentado...—Sí, si, dije yo para mí, no está mal Juan de la tía María el que silba.» Me hacía la dormida sin chistar, a ver si ella se dormía también; pero nada; ese pecado parecía tener ortigas debajo hoy. No cesaba de dar vueltas y vueltas...
—Pues por un poco me marcho sin despedirme.
—¿Cómo sin despedirse?—preguntó ella vivamente, dejando el falsete.
—¿Pero no te dijo nada Rafael?
—No me dijo más que usted vendría esta noche a hablar conmigo, y que silbaría para que yo bajase... Nada más.
—Pues yo le dije bien claro que me iba mañana para Madrid y que...
Advirtió un estremecimiento en la mano que tenía cogida y se detuvo. Rosa no dijo una palabra. Él guardó silencio también, y se arrepintió de haberle dado la noticia así tan de repente. El temblor súbito de aquella mano halagó su amor propio y le enterneció. Después de largo rato de silencio dijo ella con voz apagada, como si le faltase el aliento:
—Siento haberle conocido, D. Andrés.
Este, pensando que era una recriminación, se apresuró a contestar:
—Yo no pensé que tu padre llevase las cosas a tal extremo... Me han dicho que por poco te mata ayer...
—No haga caso: me pegó algo más que otras veces.—Y después de una pausa añadió con amargura:—¡Ojalá me hubiese matado!
—¿Quisieras morir?—preguntó él conmovido.
—Sí—repuso ella firmemente.
—¡Pobre Rosa!—exclamó acariciando la mano de la aldeana.—Te he causado mucho daño... perdóname...
—¿Por qué?... Usted no ha tenido ninguna culpa, D. Andrés: he sido yo. ¿Quién me mandaba hacer caso de usted? ¿No sabía demasiado que usted no podía ser para mí? Yo soy una pobre aldeana y usted un señorito... Bien sabe que yo no le escuché al principio; pero usted siguió tan humildito y tan bueno que necesitaba ser de piedra para no quererle... cuanto más—añadió bajando la voz—que usted siempre me gustó mucho.
—No creas que me voy para siempre: el año que viene, Dios mediante, he de volver.
Una voz que sonó arriba los dejó helados de espanto. Era la voz de Ángela que llamaba a Rosa:
—¡Rosa, Rosa, Rosaaa!
Iba gradualmente alzando el tono. Después, como la casa era muy chica y había gran silencio, la oyeron decir por lo bajo:
—¡Madre mía, si no está en la cama!
Y después gritar con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Padre, padre! Levántese, padre; Rosa no esta aquí, Rosa no está aquí, padre...
Oyeron en seguida el golpe de los talones del aldeano al echarse fuera de la cama. Rosa, que apretaba convulsivamente la mano de Andrés conteniendo el aliento, al sentirlo se estremeció fuertemente y exclamó con angustiada voz:
—¡Madre del alma, que va a ser de mí!
Y ambos por un movimiento súbito se levantaron del escaño y dieron algunos pasos hacia la puerta. Al mismo tiempo escucharon arriba rumor de pasos y una voz áspera que dejaba escapar terribles interjecciones y amenazas. Cuando los pasos tomaron la dirección de la escalera, Rosa exclamó acongojada:
—¡Que me mata mi padre, D. Andrés; que me mata mi padre!
Y con rápido movimiento se echó fuera de casa, arrastrando consigo al joven.
No tuvieron tiempo más que para salvar corriendo la distancia que les separaba de un recodo que el camino hacía. Tomás apareció en seguida con el candil en la mano vomitando injurias.
—¡Ah perra, perra! ¿Te has escapado con tu señorito, eh? ¡Ya volverás y nos veremos las caras!
Y se entró otra vez en la cocina, sin hacer caso de Ángela que le instaba con muchas lágrimas y gemidos para que fuesen en busca de su hermana.
XV
Corrieron buen espacio desalados, creyendo que los seguían. El que primero se cansó fue Andrés.
—Es inútil correr—dijo poniendo una mano en el hombro de Rosa para detenerla.—Nadie nos sigue.
Volvió la aldeana hacia atrás el rostro, donde aún se pintaban el terror y la zozobra, escuchó con atención un rato, y cerciorándose de que su padre no la perseguía, respiró libremente y se fue serenando. Mas al tropezar sus ojos con los de Andrés, turbose de nuevo y se llevó rápidamente las manos al pecho para subir el pañolón que se había echado al bajar a la cocina. No traía más que la camisa y una enagua. Al verse en aquella figura delante del joven sintió gran vergüenza. Ambos quedaron confusos un instante, sin saber qué hacer ni decir. Ella fue la que primero rompió el silencio con voz temblorosa.
—Yo me vuelvo a casa, D. Andrés... aunque mi padre me mate.
—¡Eso sí que no!—contestó él reteniéndola por el brazo.—Ahora no puedes volver de ningún modo. Es necesario que antes se temple tu padre un poco... Si esta noche pudieras dormir en otra casa, mañana le echaríamos algunos amigos... y tal vez le calmaríamos...
—Pero ¿dónde voy a dormir?
—¿No tienes ningún pariente en el pueblo?
—A mi tío Jaime nada más.
—¡Bribón!—murmuró el joven con rabia.
Volvieron a quedar meditabundos. Rosa levantó la cabeza con alegría: tenía una idea.
—Mi tía Eugenia vive en Marín. Hace tiempo que no nos hablamos. Mi padre ha reñido con ella... pero ¿qué importa?
—¿Y dónde está Marín?
—A una legua de aquí, camino de Lada.
—Vamos a allá—repuso el joven resueltamente.
Y echaron a andar a buen paso por el angosto camino de la cañada.
La noche estaba más clara. El disco de la luna asomaba grande, rojo, inflamado, por encima de las montañas. El ambiente era diáfano. Corría una brisa fina y helada, encajonada entre las paredes de la garganta.
Los fugitivos marcharon un rato en silencio. Andrés, aturdido por la situación singularísima en que se había puesto, no estaba, sin embargo, disgustado. De vez en cuando miraba con el rabillo del ojo a su amiga, admirando la bravura de aquella chica, que en lance tan apurado marchaba serena, confiándose en él, y segura de sí misma.
No se oía más ruido que el que ellos hacían al pisar las hojas secas sembradas por el camino y el murmullo lánguido del riachuelo. A veces un soplo más fuerte de la brisa levantaba sordo rumor entre las ramas medio desnudas de los árboles. El arroyo estaba cubierto de una bruma blanca y espesa, por encima de la cual asomaban sus puntas los juncos y arbustos que crecían en las orillas. A la luz de la luna este manto de bruma resplandecía tan blanco como la nieve.
Andrés observó, en una de sus frecuentes ojeadas, que Rosa iba descalza, y detuvo el paso.
—No había reparado en que vas descalza, Rosa.
—Tampoco yo—repuso ella mirándose tranquilamente a los pies.—Cuando chica andaba mucho así: no se me hace novedad.
—No, no puedes seguir de ese modo: te vas a hacer daño. ¿Quieres ponerte mis zapatos?
La joven soltó una carcajada.
—¿Sabe que tendría gracia, D. Andrés, que usted fuese descalzo?
—No será más que hasta la rectoral. Cuando pasemos por allí entraré y sacare mis borceguíes de caza... Vaya, póntelos, que me das gusto en ello...
La aldeana se resistió mucho tiempo, en broma primero, en serió después: le parecía un absurdo. Andrés insistía con afán, acometido de impulso caballeroso y galante: mas no pudo vencer su obstinación. Entonces se detuvo y dijo resueltamente:
—No doy un paso más si no aceptas.
Ella le miró sorprendida; pero viendo que, en efecto, no se movía, tomó el partido de aceptar. El joven cortesano se despojó rápidamente de sus zapatos, la hizo sentarse sobre la paredilla del camino, arrodillose delante y la calzó delicadamente, gozoso de dar una prueba de estimación a aquella gentil criatura, que tantas le había dado de constante afecto. Ella la recibió sonriendo, ruborizada y enternecida. Como Andrés tenía el pie chico, los zapatos le ajustaron regularmente.
Se pusieron en marcha de nuevo. Rosa protestaba a cada paso de aquel cambio tan extravagante; se dolía, con frases que revelaban sincera pena, de que Andrés fuese de aquel modo indecoroso, exponiéndose a coger una enfermedad. Pero éste reía y marchaba dando brincos para convencerla de la fortaleza de sus pies, vestidos solamente de un fino calcetín. Al fin ella calló. En vez de proferir palabras, miraba a su amigo de vez en cuando con ternura y admiración. Andrés, que sentía sobre sí estas miradas, las evitaba. Llegaron al pueblo, y en vez de cruzar por él, lo rodearon; no fuese que algún vecino anduviera todavía por la calle. Subieron después el camino de la rectoral. Al llegar a ella, el joven se entró con cautela, sacó sus borceguíes y dejó otra vez la puerta entornada, sin echar la llave. Algo más lejos se sentó sobre una piedra y se calzó.
—Ahora ya te puedo decir, Rosita, que me iba haciendo un daño terrible.
—¡Si es más testarudo!—repuso ella con una mueca de enfado.
Emprendieron otra vez el camino con brío. Subieron otro poco más, traspusieron la colina que cerraba por aquella parte el vallecito de Riofrío, y bajaron la cuesta hasta que dieron sobre el río. El camino, que era el mismo por donde meses antes Andrés había venido de Lada, fue llano desde entonces. El joven cortesano preguntó a su compañera dónde estaba Marín.
—Allá, después de un trecho, dejaremos el camino y tomaremos la cuesta. Marín está detrás de aquel monte que ve a mano izquierda—dijo apuntando con el dedo.
El paisaje estaba bañado de luz. Los árboles resaltaban como en pleno día. Como aquel valle era más abierto, la brisa de la noche no había dejado reposar la bruma sobre el río: manteníala en las orillas formando dos blancas murallas gaseosas, por medio de las cuales el agua se deslizaba suavemente, despidiendo reflejos plateados. Por encima se extendían los pardos castañares, arraigados en las faldas de las colinas. Allá, a lo lejos, cerca de la luna, alzábanse las cimas dentadas de las montañas, envueltas en finísimo cendal blanquecino. El sosiego y la hermosura de tal espectáculo despertaron en el alma de Andrés emoción suave. El mágico atractivo de aquella noche poética le produjo una sacudida de gozo: cruzó por su ser un soplo blando y voluptuoso, que le embargó algunos instantes, y en su corazón palpitaron ansias inefables, indefinibles. Volvió los ojos a Rosa y la halló hermosa y serena como el paisaje que tenía delante. Y acometido de súbita ternura hacia ella, la tomó una mano y la estrechó delicadamente. La joven volvió también el rostro. Sus ojos se encontraron y sonrieron. Después, cogidos por los dedos, caminaron en silencio.
Poco a poco iban acortando el paso. Al cruzar por delante de un caserío, les salió al encuentro un perro ladrando. Bastó que Andrés se bajara a coger una piedra para que el can se alejase. Este suceso les sirvió de tema para charlar algunos momentos. Andrés habló de un perro de caza muy hermoso que le habían robado en Madrid. A Rosa le gustaban mucho los perros, pero no los quería en casa porque su padre, cuando eran viejos y no servían, los colgaba de una cuerda y los mataba a palos.
—¿Y por qué los mata de ese modo?—preguntaba Andrés.
—Para aprovechar el pellejo: todos hacen lo mismo—respondió ella.—¡Qué corazón tienen los hombres!
Algo más lejos oyeron pisadas de caballos, y se detuvieron. Venían hacia ellos. Apartáronse un poco del camino y se escondieron entre los arbustos de las márgenes del río. No tardó en aparecer una recua de mulos: el arriero montado sobre uno de ellos.
—Es el tío Pedro, el mantequero—dijo Rosa al oído de Andrés.—¡Fortuna que no nos haya visto!
Cuando la recua se alejó, salieron de su escondite y siguieron la marcha. Andrés quiso informarse de la familia que Rosa tenía en Marín. Ésta le contó mil pormenores referentes a ella. La tía Eugenia era hermana de su difunta madre: estaba casada, pero el marido andaba por Sevilla ganándose la vida: tenía una hija de la edad de Ángela, llamada Máxima, y un hijo ya mozo también, que era quien llevaba el peso de la labranza: estaban bien de intereses; pero eran muy avaros todos, particularmente su tía: decían que el marido se había marchado por no sufrir su miseria: por cosa de pocos reales en una cuenta de maíz, había reñido para siempre con su padre. Ni a nosotros siquiera nos saluda cuando nos ve en el mercado... Así que tengo miedo que no me admita en su casa—terminó diciendo tristemente. Andrés la tranquilizó acerca de este punto. Si eran tan avaros, con dinero se arreglaría.
Llegaron al paraje en que era forzoso dejar el camino llano y tomar el de la montaña. Dejáronlo, en efecto, y comenzaron a subir por un sendero trazado en zig-zag entre los castaños. Dentro del castañar la sombra era espesa. Como llegaban del camino alumbrado por la luna, apenas veían. La oscuridad les infundió respeto, y guardaron silencio.
Rosa comenzó a marchar más de prisa, dejando atrás a su amigo. Éste a su vez, impresionado dulcemente por el misterio profundo del bosque y la agitación silenciosa de los pájaros e insectos que pululaban por el suelo y el follaje, aflojó el paso.
Al levantar la cabeza se encontró solo.
—Rosa, Rosa, aguarda.
—Vamos, D. Andrés, camine un poco más.
La voz de la aldeana hizo correr de repente por su cuerpo un estremecimiento amoroso. Cuando se juntó a ella y le dio otra vez la mano, Rosa la sintió tan ardiente y temblorosa que separó bruscamente la suya. No intentó de nuevo tomarla, y procuró refrenar el tierno y vago deseo que comenzaba a embargarle. Desde este momento hubo menos confianza entre ellos.
Salieron al cabo de los castañares, y se dispusieron a doblar la colina que les separaba de Marín. Hacia la cumbre estaba desembarazada de árboles. El terreno era más árido. La luna les alumbró nuevamente.
Rosa tornó a ser comunicativa y se aproximó a su protector risueña y confiada. Pero un rumor que creyó advertir detrás la hizo ponerse seria de pronto y detener el paso.
—¿No oyó usted, D. Andrés? Parece que viene gente...
—No oí nada.
Ambos quedaron atentos, silenciosos, sin pestañear siquiera. Después de un rato, los dos percibieron, en efecto, confuso rumor de voces allá abajo, entre los castañares.
—Vienen a buscarnos—dijo la joven empalideciendo.
—Lo peor es—repuso Andrés, echando una mirada ansiosa a todas partes—que aquí no hay donde esconderse. ¡Está tan desnudo esto!
—A la mano de allá, en cuanto se baja un poco, hay un establo...
—Pues vamos a la carrera, a ver si logramos doblar el monte antes de que nos vean.
Corrieron briosamente hasta quedar embazados. Al fin consiguieron trasponer la colina, y deteniéndose un punto a tomar aliento, bajaron otra vez de corrida hacia el establo, que no distaba mucho de la cumbre.
La puerta estaba cerrada con llave. Los fugitivos se miraron acongojados, sin saber qué hacer. En mucho trecho a la redonda no había nada donde guarecerse. Oíase ya formidable rumor de voces hacia la cumbre que acababan de doblar. Rosa señaló con mano trémula al pajar. Andrés escaló la pared prontamente, apoyándose en las estacas que para subir había clavadas: tiró de la portilla enrejada de madera que lo cerraba, y la abrió sin dificultad. Desde adentro extendió las manos a Rosa, que ya subía, y haciendo un gran esfuerzo consiguió suspenderla y colocarla junto a sí.
El pajar estaba mediado de yerba. Subieron por ella ayudándose con pies y manos hasta ponerse en lo más alto, y se dejaron caer exánimes de fatiga sobre el rústico diván, que crujió y se hundió suavemente bajo su peso. Andrés apartó las yerbas que le cubrían la cara y miró por la ventana. Rosa hizo lo mismo. Esperaron.
Al través de las toscas rejas veíase la vasta pradera, en declive, que habían recorrido, iluminada por la luz nocturna. Abajo estaba limitada por algunos árboles, cuyas copas oscuras contrastaban con el césped bañado de resplandor. Allá, a lo lejos, blanqueaba la cima de una montaña en el vapor luminoso. Desde lo alto del cielo, la luna inmóvil dejaba caer sosegadamente sobre el paisaje la onda tibia de su luz.
Fuéronse acercando las voces. El corazón de los jóvenes palpitaba fuertemente. Grande fue su pasmo y alegría cuando vieron cruzar por delante de la ventana un tropel de hombres riendo y gritando. Rosa los reconoció en seguida: era una partida de mozos de Riofrío: entre ellos iba Celesto, gesticulando alegremente, con el descomunal sombrero de fieltro en el cogote.
Los amantes dejaron escapar un suspiro de placer y se miraron risueños.
—Ya no me acordaba—dijo Rosa—de que mañana es la fiesta de Santa Teresa en Marín. Estos mozos van a la hoguera. ¿No vio qué alborotado iba Celesto, don Andrés?
Y al recordar la grotesca figura del seminarista rió con toda su alma. Andrés, por contagio, también se dejó arrastrar hacia la risa. Cuando los ímpetus se iban calmando, Rosa tornaba a despertarlos contrahaciendo los ademanes ridículos del aprendiz de cura; y para mejor fingirlos quitó el sombrero a su amigo y se lo encasquetó en la parte posterior de la cabeza. Así estuvieron algunos momentos, entregados a una alegría infantil, completamente olvidados de la singular y comprometida situación en que se hallaban. Sosegadas al cabo aquellas avenidas, quedaron silenciosos y embarazados, no sabiendo qué decirse. Andrés fue el primero que habló.
—Si hay hoguera en Marín, no puedes bajar en esa traza, Rosa...
Ella no contestó. Ambos meditaron. El joven tornó a decir:
—¿Sabes lo mejor que podíamos hacer?... Pasar aquí la noche... Mañana temprano, yo bajaría al pueblo y avisaría a tu tía para que te subiesen ropa...
Tampoco respondió la aldeana. Sentada sobre la yerba, con la cabeza baja, los ojos extáticos y mordiendo una brizna de paja, parecía abstraída en grave meditación.
Andrés se aventuró al fin a preguntar tímidamente:
—¿Qué dices, Rosa?
La zagala alzó los hombros, y con los labios hizo una mueca expresiva que significaba indiferencia y dolor al mismo tiempo. Andrés la comprendió, y apoderándose de una de sus manos, dijo cariñosamente.
—No te pongas triste... Verás cómo mañana lo arreglo yo todo.
La joven siguió muda. Al cabo de un instante, Andrés observó que por sus mejillas resbalaban algunas lágrimas.
—¡No llores, Rosa, no llores!—profirió con acento conmovido; y rozando con los labios su oído, le preguntó:—¿Es verdad que me quieres?
—¿Pues si no le quisiera—repuso ella, apartándole dulcemente—estaría aquí a estas horas?
Al escuchar su voz, volvió a sentir el joven cortesano el mismo estremecimiento amoroso que le había acometido algunos minutos antes en el castañar. Una emoción deliciosa, una esperanza tentadora de placer sacudió su cuerpo de los pies a la cabeza, arrollando y confundiendo como ola poderosa todos los restantes sentimientos. No quedó más que un deseo. Y sin acertar a reprimirse, estrechó a la joven entre sus brazos brutalmente, aplicó los labios ardorosos a su mejilla y con voz trémula le dijo:
—Dame una prueba de que me quieres... dame una prueba.
Rosa hizo esfuerzos desesperados para desasirse. Al cabo lo consiguió arrojándole, con un empellón, de espaldas sobre la yerba, inerte, sin aliento. Después le miró fijamente, con expresión tan triste y dolorida que el joven se sintió conmovido. Alzose en cuanto pudo, y de nuevo se sentó a su lado con semblante risueño, aunque un poco avergonzado.
Dejó los medios de fuerza, que con una aldeana son inútiles; pero inquieto, febril, espoleado por un deseo omnipotente, comenzó a ensayar con ella todos los recursos de su experiencia amorosa, los mil artificios delicados que había aprendido en el comercio de las damas cortesanas. La tributó, uno tras otro, los homenajes y acatamientos que saben rendir los amantes finos, las caricias apasionadas, el testimonio de un amor respetuoso en la apariencia, en realidad libre y desvergonzado.
La pobre Rosa, que había rechazado con denuedo las acometidas bruscas y groseras, no tuvo fuerzas para resistir este género de ataque tan diferente, tan nuevo para ella. Su naturaleza rústica y perezosa fue despertando, y al cabo se rindió. Se rindió, aturdida por aquella huida de la casa paterna, conmovida por las súplicas y los halagos tiernos del joven cortesano, embriagada por el aroma fresco del heno y el vaho espeso y caliente que subía del establo por los agujeros abiertos sobre el pesebre. Los copos de yerba crujientes y delicados, que rodeaban el nido abierto por sus cuerpos, fueron los cortinajes de su lecho nupcial. La luna, inmóvil en el espacio, que se veía por la ventana, su lámpara veladora.
XVI
El sol había sucedido a la luna en el firmamento cuando los fugitivos despertaron. La luz entraba a torrentes por la ventana del pajar.
Andrés se incorporó el primero sobre su mullido lecho. Rosa, al abrir los ojos, se encontró con los del joven fijos en ella, y por un movimiento instintivo de vergüenza se tapó la cara con las manos. Él se las apartó suavemente, y le dio un tierno y prolongado beso de gratitud en los labios.
Ella se incorporó a su vez, y con semblante asustado dijo:
—Vámonos, vámonos... puede venir de un momento a otro José...
—¿Qué José?
—El hijo del tío Indalecio... el amo del establo.
—¿Y a qué ha de venir ahora?
—A ordeñar las vacas y echarlas fuera.
Andrés quedó un instante pensativo.
—¿Sabes, Rosa—dijo al fin sonriendo—que tengo hambre?... Con lo que me has dicho, me viene deseo de tomar leche... ¿Quieres que le ganemos por la mano a José?
La aldeana manifestó escrúpulos antes de cometer el hurto; pero Andrés prometió dejar algún dinero en pago, y quedó resuelto. Descolgáronse hasta el pesebre por uno de los agujeros que había sobre él. Las vacas, al ver aquellos intrusos bajar apoyando los pies cerca de sus cuernos, sacudieron con susto las cadenas que las sujetaban. El establo se hallaba bastante oscuro; sólo por las grietas de la puerta y por un ventanillo que la pared tenía penetraban algunos delgados hilos de luz, en los cuales bailaba el polvo.
Andrés no sabía ordeñar; Rosa sí, y desde luego se dispuso a hacerlo. Mas se ofreció una dificultad: no tenían vasija. Buscaron y rebuscaron por todos los rincones del establo, y al fin dieron, allá sobre la viga, con una muy tosca de madera. Rosa soltó una de las crías, que fue derechamente a meterse entre las patas de la madre, y comenzó a mamar con ansia, dándole frecuentes cabezadas para que la leche bajase. Los jóvenes contempláronla risueños. Al cabo de un rato, Rosa la arrancó a viva fuerza de allí, y volvió a sujetarla al pesebre: después se puso a ordeñar, dándose muy buena traza. Cuando hubo mediado el jarro de madera, se lo ofreció a Andrés, pero éste negose a aceptarlo galantemente si antes ella no bebía. La leche caliente y espumosa dejó en los labios de Rosa un cerco blanco a modo de bigote. Andrés se lo quitó, riendo, con un beso. En seguida bebió lo que restaba. Aquel desayuno campestre les infundió alegría: sin saber por qué, reían al mirarse. El joven cortesano sacó una moneda de plata y la echó en la vasija. A la aldeana le pareció un despilfarro escandaloso: la leche que habían tomado valía muy poco; quiso metérsela de nuevo en el bolsillo; pero Andrés persistió en dejarla, y la dejó. Después subieron nuevamente al pajar, y convinieron en que Rosa permaneciese inmóvil y bien oculta entre la yerba por si José venía, mientras el joven bajaba al pueblo y avisaba a la prima Máxima para que le subiese ropa.
Saltó desde la ventana al suelo sin apoyarse en nada, y se dispuso a descender a la aldea, que estaba a poco trecho de allí, asentada en la falda de la colina. La mañana era espléndida y fresca. El sol, que relucía vivo y hermoso en el azul del cielo, no bastaba a templar la brisa fina que llegaba de las montañas, donde algún día que otro comenzaba ya a cuajar la nieve. El valle de Marín era más estrecho que el de Riofrío, pero no menos risueño y ameno. Ofrecía, por la estación en que nos hallamos, un tono amarillo que los rayos del sol tornaban brillante y dorado. Los castañares y los bosques de hayas, con su follaje gualdo y verde, semejaban grandes telas de brocado extendidas sobre los collados y las montañas. Los blancos caseríos colgados aquí y allá, unos enfrente de otros, se enviaban un saludo matinal. En torno de la aldea había un círculo de árboles que apenas le daban sombra ya. Allá en el fondo brillaba como un cristal el río, entre el follaje marchito de las plantas acuáticas.
Andrés se sintió alegre y satisfecho, a pesar de los cuidados que le imponía la situación original en que se había colocado. Con la salud le había venido la fuerza para afrontar los reveses de la vida. El sosiego del campo, obrando como un calmante sobre su excitado organismo, había logrado darle confianza en sí mismo y aplomo. En aquel instante gozaba como nunca de la plenitud de la vida: su corazón latía firme y acompasado: la alegría que rebosaba del cielo y de la tierra penetraba en su ser como un bálsamo fortificante. Bajó a paso vivo por la húmeda pradera, después saltó a un camino que iba en dirección a la aldea. La tierra, cubierta de escarcha dura y seca, sonaba bajo sus pies. Llegó a la vista del pueblo y lo atravesó por el medio. Era más chico que Riofrío, y no llano como éste, sino pendiente: las casas pequeñas y desiguales, con toscos corredores de madera, de los cuales pendían largas ristras de mazorcas de maíz que amarilleaban al sol como preciosos tapices de tisú de oro. En aquel instante todo era animación y bullicio por las calles. No sólo los vecinos, sino mucha gente llegada la víspera, discurría por ellas alegremente, hablando en alta voz, riendo y llamándose a gritos. Debajo de los hórreos, descansando sobre tableros improvisados, había grandes zaques de vino bien repletos que no tardarían en deshincharse. Atados a las rejas de las ventanas estaban muchos rocines enjaezados de los romeros que acababan de llegar. Los chicos, aspados dentro de los trajes nuevos que estrenaban, formaban numeroso grupo que giraba anhelante y respetuoso en torno del cohetero. Por encima de las doradas mazorcas asomaban la cabeza, adornada ya con pañuelos de colores chillones, las jóvenes aldeanas. Algunos galanes, de calzón corto de pana y chaqueta verde o amarilla, platicaban con ellas desde abajo, con la montera terciada sobre una oreja para más presumir. Algún que otro borracho matutino excitaba la risa de la gente que andaba cerca con sus groseras ocurrencias.
Andrés pasó por el pueblo despertando curiosidad, no sorpresa, porque solían acudir a la fiesta, muy celebrada en los contornos, algunos señoritos de Lada. Rosa le había dicho que la casa de la tía Eugenia estaba hacia la salida. Cuando se vio cerca preguntó por Máxima a una joven que se peinaba a la puerta de casa, delante de un espejillo roto.
—Allí la tiene usted... ¿No ve aquella moza del pañuelo blanco que limpia la ropa a un chico?... Esa es.
El joven se dirigió a ella, y un poco avergonzado le contó cómo su prima Rosa había huido de casa, a consecuencia de una paliza que el padre la había dado, y que se hallaba escondida en el establo del tío Indalecio esperando que la subiesen alguna ropa, pues estaba medio desnuda. La prima mostrose complaciente y dispuesta a llevarle lo que le hiciese falta en seguida. Andrés le suplicó que guardase el secreto y lo prometió. Quedaron convenidos en que mientras ella subía al establo en busca de Rosa, él se quedaría en el pueblo para disimular. Y, en efecto, comenzó a pasear por la calle, al intento de que le viesen. Al cabo tropezó con dos paisanos de Riofrío, y entró debajo de un hórreo con ellos a beber una copa. Cuando le pareció que Rosa y Máxima tenían ya tiempo para estar de vuelta, despidiose y se dirigió a casa de la tía Eugenia. Recibiole ésta, que ya estaba en el secreto, con la satisfacción hipócrita y el servilismo que despliega la gente del campo ante los señores. Rosa se estaba arreglando en el cuarto de su prima. La vieja se dolió de los malos tratos que el padre la daba, y refirió al joven la historia de todos los disgustos que con su cuñado había tenido, achacándolos al carácter díscolo y egoísta de éste: habló con enternecimiento de su difunta hermana, que había sido muy desgraciada: no se dio por entendida de la escapatoria ni de la clase de interés que su sobrina podía inspirar al joven cortesano. Al fin, presentose Rosa. Llegaba vestida de nuevo con saya negra de estameña que dejaba ver medias blancas y finas, delantal bordado de flores, dengue de pana, corales a la garganta, y ceñida la cabeza con un pañuelo colorado de seda cuyos flecos le caían graciosamente sobre las sienes. Máxima había sacado, por vanidad, el fondo del baúl para vestirla. Presentose sonriente y roja como una amapola. Nunca le pareció tan linda a Andrés. El pañuelo bermejo, por debajo del cual asomaban los rizos de un cabello negro y brillante como el ébano, hacía resaltar su rostro trigueño, iluminado ahora por una sonrisa y encendido por el rubor. Clavó sus ojos en ella con expresión de gozo y de sincero afecto, como si hallase a una prenda del corazón a quien no hubiese visto en mucho tiempo, como si Rosa fuera ya un ser que le perteneciese. Esta mirada llegó hasta el fondo del alma de la aldeana. No supieron qué decirse. Por fin, Andrés pronunció algunas palabras incoherentes sobre lo bien que le sentaba el traje de su prima. La tía Eugenia y Máxima los contemplaban sonriendo maliciosamente.
A las once se celebraba la misa solemne de la parroquia, y como ya habían repicado la segunda vez, todos en la casa se dispusieron a salir para oírla. La tía Eugenia, Andrés, Rosa, Máxima y un sobrinito que tenían consigo se echaron fuera de casa, dejándola cerrada. La gente que circulaba por la calle comenzó a moverse también en dirección a la iglesia. Andrés marchaba delante, con Rosa y Máxima. La tía Eugenia los escoltaba dando la mano al pequeño. Por el camino, que era quebrado y ameno y muy sombreado de árboles, como casi todos los de la montaña, Rosa y Andrés no cesaron de hablarse con los ojos tiernamente, mientras los labios articulaban palabras insignificantes acerca de la fiesta, del tiempo o de la hoguera de la noche anterior. Cuando Máxima sorprendía entre ellos alguna mirada cariñosa, bajaba la vista, sonriendo con malicia: mostrábase complaciente con exceso; les tiraba de la lengua para que se dijesen amores en su presencia; daba leves empujones a Rosa para que se aproximase más al joven; les hacía preguntas un tantico impertinentes que los ruborizaba; adoptaba, en fin, una actitud protectora, que Andrés encontraba muy chistosa. En aquel momento, el joven cortesano lo encontraba todo bello. Sus labios iban constantemente plegados con una sonrisa feliz.
La iglesia era más gallarda que la de Riofrío, muy bien enjalbegadita. Estaba asentada sobre un descanso que hacía la falda de la montaña: detrás tenía por escolta un vasto y hermoso castañar en declive. Como era tanta la gente que acudía a oír la misa solemne, ésta se celebraba al aire libre en un altar erigido en la trasera de la iglesia. Los fieles la oían esparcidos debajo de los castaños. Debajo de los castaños había también una tribuna para los cantores formada con cuatro bancos. El altar estaba protegido por un dosel o toldo formado con colchas: a la izquierda habían colocado un púlpito para el predicador.
Andrés, Rosa, la tía Eugenia y Máxima se sentaron a la sombra de un castaño, aguardando la misa. Los contornos de la iglesia ofrecían grata perspectiva. Los romeros hormigueaban por todas partes con mucha algazara. Algunos clérigos, con sobrepelliz, se movían aceleradamente entre el concurso, arreglando los preparativos. El gaitero y tamborilero ocupaban su sitio de honor en la tribuna, y el cohetero, rodeado siempre de un enjambre de chicos, se mantenía en lugar apartado con un haz de cohetes en la una mano y una mecha encendida en la otra, grave, inmóvil, silencioso, bien persuadido de su alto y principalísimo destino.
Salió por fin el clérigo oficiante, seguido del diácono y subdiácano. La casulla y las capas pluviales brillaron al sol despidiendo vivos reflejos. La muchedumbre se acomodó para asistir al oficio divino con grave y prolongado rumor, que fue poco a poco apagándose. Soltaron la voz los clérigos y aficionados de la tribuna. Detrás de los clérigos que celebraban, a guisa de ayudante, vestido también con sobrepelliz, manejando un enorme incensario, vio Andrés a Celesto. Su nariz relucía a la luz del sol como una guindilla.
La misa era larga y pesada. Andrés no lo advirtió. Mientras el sacerdote oficiaba y la muchedumbre atendía prosternada, sus ojos apenas se apartaban de los de Rosa, que muy a menudo los volvía también hacia él, húmedos y extáticos. El sitio que ocupaban era muy agradable. Descubríase desde allí todo el hermoso valle de Marín. Corría un fresquecillo ligero y sano que agitaba los árboles. Las hojas marchitas se desprendían, giraban un momento y caían después como lluvia sobre el césped. Cuando el sacerdote elevó la Hostia, la gaita y el tambor tocaron con brío la marcha real, el hombre de los cohetes disparó profusión de ellos en un instante; la muchedumbre se inclinó aún más, hasta tocar casi con la frente en el suelo. Andrés sintió un enternecimiento singular, y antes de levantarse, buscó a tientas la mano de Rosa y la apretó suavemente.
Cerca de terminarse la misa, Celesto comenzó a hender trabajosamente la muchedumbre arrodillada, dando a besar un escapulario. Cuando tropezó con Andrés y le vio al lado de Rosa, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa; pero al instante se recobró y les tendió el escapulario, que ellos besaron devotamente.
Cuando todo hubo concluido, Andrés, que conocía la avaricia de los paisanos en general y de los parientes de Rosa en particular, en vez de aceptar los ofrecimientos de la tía Eugenia, la invitó a comer en alguna taberna, juntamente con Máxima, Celesto y D. José el excusador, que había cantado en la misa. Por indicación del seminarista, muy versado en estos asuntos, bajaron al lagar de don Pedro, situado en el fondo del valle, a unos trescientos pasos del pueblo. Era un edificio rústico, que por un lado miraba a la pomarada y por otro a un vasto campo de regadío, en el cual, por ser el único sitio llano y despejado que había cerca, celebrábase la romería, con permiso de su propietario. Como había ya alguna gente dentro del lagar, Andrés preguntó a la tabernera si les podían servir la comida en la pomarada. Respondió que sí, y acto continuo se colaron de rondón en ella. Mientras la recorrían de un cabo a otro para hacer tiempo, Celesto, llamando aparte a Andrés, quiso sonsacarle y enterarse del motivo de estar allí Rosa. El joven replicó que, no pudiendo marcharse aquel día por estar descalzo el caballo de su tío, había venido a la fiesta de Marín, donde se había tropezado casualmente con Rosa. Mirole el seminarista como diciéndole: ¡a mí con esas! pero se calló respetuosamente.
Sentáronse para comer debajo de un manzano, cuyas ramas, pendientes hasta tocar con las puntas en el suelo, formaban una glorieta natural. Andrés se tendió al lado de Rosa como amante rendido, aprovechando todas las coyunturas para decirle al oído palabras azucaradas. La joven escuchábalas aturdida, embelesada, los ojos húmedos, las mejillas encendidas: gustaba con delicia aquella miel, percibiendo, no obstante, un dejo amargo en el fondo, por el vago presentimiento de las desgracias que la amenazaban.
La tabernera les sirvió una fuente enorme de jamón con tomate. Todos la atacaron ardorosamente. Andrés, después de hacer plato a Rosa, se sirvió también con mano larga.
—¿Se acuerda usted, amigo Celesto—dijo metiendo un buen pedazo en la boca,—de cuando usted me compadecía por no poder comerme un plato de jamón con tomate?
—Hombre, es verdad—repuso el seminarista levantando los ojos con admiración.—¡Parece mentira lo que usted ha cambiado, D. Andrés!
Todos le felicitaron. Comieron alegremente; corrió bastante el jarro del vino; Andrés bebía sidra embotellada: cambiáronse muchas pullas entre Celesto, Máxima, Andrés y el excusador. El follaje amarillento del pomar quebraba los rayos del sol. La brisa de la montaña los templaba. Respirábase un ambiente embalsamado por el aroma de la yerba y de las manzanas apiladas. La alegría se apoderó de todos. Rosa, que había sonreído melancólicamente hasta entonces, recobró su carácter bullicioso. Cuando terminaron, ella, Máxima y Andrés se pusieron a retozar entre los árboles, persiguiéndose con gritos. Sentábanse a descansar breves instantes formando grupo debajo de algún árbol y en seguida tornaban al juego con más ardor.
Habían entrado en la finca algunos paisanos de los que bebían en el lagar, para seguir haciéndolo en compañía del excusador y Celesto. La tía Eugenia charlaba con la tabernera algo más lejos. Al cabo de un rato había estallado ya fuerte disputa metafísica entre don José y el seminarista, que los aldeanos escuchaban boquiabiertos. Versaba sobre la diferencia que existe entre la sustancia y el atributo, las cosas que existen per sé y las que sólo existen con relación a otras. Los campeones sostenían encendidos, encolerizados, sus opiniones, tomando como ejemplo para la defensa los objetos tangibles que tenían delante, el jarro, los vasos, los tenedores. Tanto se fue enredando la disputa y tan altas fueron las voces, que Andrés y sus amigos se acercaron. Y pasando de lo abstracto a lo concreto, llegaron a proferirse de la una y la otra parte palabras insultantes y feas. Por último, sonó una bofetada. Hubo datos al instante para creer que quien la había recibido era la mejilla izquierda de Celesto; el cual, lejos de presentar la derecha, como aconseja el Evangelio, se fue sobre el diminuto eclesiástico, iracundo y encrespado, y seguramente le hubiera causado algún grave desperfecto con sus manos sacrílegas a no haberle tenido Andrés y los paisanos. Con todo, mientras hacía inútiles esfuerzos por desasirse, anunciaba verbalmente su intención irrevocable de cortar las orejas al excusador. Éste, muy pálido, parecía manifestar por lo bajo, con frases cortadas, que no consideraba suficiente la corrección infligida, antes bien juzgaba de absoluta necesidad un razonable suplemento de puñadas que completase la obra comenzada.
Sin embargo, los anuncios pavorosos de Celesto no tuvieron inmediato cumplimiento, gracias a la intervención de los bebedores. Al cabo de un rato, el seminarista y el excusador eran los mejores amigos del mundo, y se abrazaban y besaban tiernamente vertiendo lágrimas. Andrés se alejó del grupo riendo, y se puso de nuevo a jugar con Rosa y Máxima.
El sol había traspuesto ya bastante el mediodía. Máxima propuso que saliesen a dar una vuelta por la romería. Andrés y Rosa accedieron gustosos. El campo estaba animado sobre todo encomio: aquí danza, allí fandango, en otro lado merienda. La muchedumbre bullía por todas partes con ruidosa algazara. Nuestros jóvenes cruzaron por el medio lentamente, parándose a contemplar las danzas o las mesas de confites, donde Andrés convidaba a sus compañeras. La gente los miraba con curiosidad. Andrés, que se había despojado del gabán, vestía chaqueta corta y ceñida, pantalón estrecho y sombrero hongo. De suerte que, con un ñudoso garrote en la mano, más parecía jándalo recién llegado de Jerez que el poeta delicado de los salones cortesanos, y formaba con Rosa muy linda y concertada pareja. Aquélla marchaba a su lado con inocente orgullo, risueña y feliz, como una novia que viene de la iglesia mostrando a su esposo. Él también iba justamente pagado de ella: no veía en todo el campo moza más agraciada ni de más alegre gusto.
Pero, sin saber quién la trajera, ya había corrido la voz por la romería de que Rosa se había escapado de casa con el señorito que la acompañaba. Y esto fue causa de que tanto los mirasen y tanta sonrisa maliciosa advirtiesen en los rostros entornados hacia ellos, que, enojados y molestos al cabo, determinaron volverse a la pomarada. Máxima arrastró consigo a algunas de sus amigas y a varios mozos con ellas. Llamaron después a un ciego que tocaba el violín, y debajo de los pomares, sin ser vistos de la gente, armaron un animado baile cerca del grupo de bebedores, donde Celesto y el excusador aún seguían dándose mutuas satisfacciones. Nuestro joven, tocado de la común alegría, alborotó y enredó más que ninguno; bailó con Rosa el fandango, lo cual hizo reír no poco, pues echaba las piernas al aire de modo harto original. Rosa experimentó también la embriaguez del bullicio y mostrose en su verdadero ser, risueña, graciosa, picaresca. De vez en cuando, no obstante, cruzaba por su rostro una sombra: poníase de repente seria y pálida, y clavaba los ojos con obstinación en cualquier objeto. Andrés, en cuanto lo advertía, procuraba distraerla.
En uno de los ratos en que juntos se sentaron sobre el césped a descansar, vieron llegar muy de prisa y demudada a la tabernera, que cuchicheó un instante con Celesto. Éste se vino acto continuo hacia Andrés y, llamándole aparte, le dijo:
—D. Andrés, es necesario que usted se escape en seguidita... Están ahí los guardias...
—¿A prenderme?
—Me parece que sí, señor.
—Pues yo no me escapo—replicó el joven con resolución.—No he cometido ningún delito.
—D. Andrés, por los clavos de Cristo, se esconda... Mire usted que no sabe a lo que se expone. Estos paisanos son muy ladinos y le van a armar una trampa.
—Nada, nada; no me escapo.
A todo esto, Rosa se había acercado, sospechando de lo que se trataba, y con voz anhelante y temblorosa comenzó a decirle:
—Escóndase, D. Andrés, escóndase... ¡Por la Virgen Santísima se esconda!...
Detrás vinieron algunos paisanos y, enterados del caso, le rogaron lo mismo. Uno de ellos llegó a decirle:
—Véngase conmigo, D. Andrés; saltaremos a ese prado, y yo le llevaré a un sitio donde esos perros pachones no den con usted... Por la noche se puede ir adonde guste.
Pero todas las instancias fueron inútiles. El joven se obstinó en no moverse del sitio. Al cabo, los tricornios charolados de los guardias brillaron allá en la puerta del lagar y avanzaron por entre los árboles. Andrés no pudo impedir que su corazón latiese más de prisa. Detrás de los guardias venía Tomás, que se fue quedando rezagado. El joven se adelantó y preguntó a un guardia:
—Vienen ustedes a prenderme, ¿verdad?
—¿Es usted el Sr. D. Andrés Heredia?
—Servidor.
—Pues sí, señor; traemos orden de detenerle y de entregar a su padre la joven que se ha escapado con usted.
—Bien; estoy a su disposición.
Y dirigiéndose a Rosa, que sollozaba perdidamente en brazos de Máxima, le dijo en tono afectuoso:
—No tengas cuidado, Rosita; nos volveremos a ver pronto.
Los guardias hablaron un instante con Tomás para indicarle, sin duda, que podía disponer de su hija. Después se dirigieron a Andrés muy finos.
—Cuando usted guste, caballero.
—Vamos allá... Adiós, D José... Celesto, hágame el favor de avisar a mi tío... Hasta la vista, señores.
Los circunstantes le vieron marchar con asombro y tristeza. Antes de entrar en el lagar tropezó con Tomás. El paisano bajó la vista ante la mirada fija y provocativa del joven.
En la romería la gente estaba ya enterada del suceso; así que todos suspendieron los bailes y danzas para verle pasar. Andrés marchaba charlando con los guardias, afectando indiferencia. Cuando hubo pasado por delante de una danza, a una aldeana se le ocurrió entonar cierta copla de un antiguo canto de aquella comarca:
Andrés no pudo menos de sonreír, y volviendo el rostro hacia aquel sitio hizo un saludo con la mano. Los civiles también sonrieron.
Después que salieron de la romería, caminaron la vuelta de Lada por distintos parajes de los que el joven conocía, salvando un collado y marchando después a campo traviesa buen trecho. Lada, sin embargo, estaba por allí más cerca de lo que él presumía. Llegaron en el momento mismo que anochecía. Durante el viaje los guardias tratáronle muy cortésmente, dejando traslucir que no concedían importancia alguna a su delito, y que sospechaban que todo se quedaría en agua de cerrajas; pero no consiguió hacerles decir si Tomás había estado en Lada a denunciarlo.
Dejáronlo en la cárcel, alojado en el mejor cuarto, que era todavía muy sucio y destartalado. El alcaide le trató con respeto y amabilidad, sabiendo, como los guardias, que el detenido no era ningún criminal. Como estaba rendido de la noche precedente y de las emociones del día, se acostó vestido sobre el catre que le dieron, y durmió unas cuantas horas profundamente. Por la mañana muy temprano ya estaba allí su tío, que había salido de Riofrío antes del amanecer.
—¡Pero hombre!... ¡pero hombre!
El joven no supo qué contestar y bajó la cabeza. Afortunadamente no fueron más allá las recriminaciones del cura. Inmediatamente comenzó a hablar de los medios de sacarle de la cárcel. Tenía su plan formado: ir a ver al juez y decirle quién era el reo y todo lo que había pasado. Y en efecto, así lo hizo. Entonces supo que el tío Tomás era quien había denunciado a Andrés como raptor de su hija Rosa. El juez, en cuanto averiguó que el joven detenido era hijo de un antiguo ministro del Tribunal Supremo, a quien conocía de nombre, escritor público y hacendado, se apresuró a venir a tomarle declaración. Después, mediante fianza, decretó la excarcelación.
—Ea, ya estás libre—le dijo su tío llevándole a almorzar a una posada.—Lo que importa ahora, demonio de muchacho, es que te marches cuanto antes... Lo demás, me entiende usted, corre de mi cuenta... Yo me encargo de probar que no ha habido tal robo ni tales calabazas...
Así se hizo. Aquella misma tarde Andrés subió de nuevo a un coche del ferrocarril minero, pernoctó en la capital de la provincia, y con veinticuatro horas más de viaje se plantó en Madrid.
XVII
¡Qué gordo! ¡qué moreno! ¡qué cambiado está usted, amigo Heredia! ¿Dónde se ha puesto usted de esa manera?
Por donde quiera que iba, llegado a la corte, escuchaba estas o semejantes exclamaciones. Los amigos le abrazaban con efusión; las amigas admiraban su porte varonil, aunque no faltó quien dijo que venía más ordinario; porque los gustos son muy varios.
No hay para qué asegurar que las tales exclamaciones le sonaban bien. Durante algunos días gozó de la sorpresa de sus amigos y conocidos, paseando como en triunfo su rostro atezado por las tertulias y teatros. Entró de nuevo, y con gusto, en la vida animada de Madrid. Como traía provisión de salud, acudió presto a todos los parajes donde se rinde culto al placer, anudó antiguas relaciones, tornó a escribir en los periódicos y a leer poesías en los salones.
Pasados los primeros momentos, en que apuró todas las emociones placenteras que la corte le ofrecía, después de su voluntario apartamiento; cuando estas emociones se gastaron y el espíritu quedó en reposo, acudiole más a menudo el recuerdo de Riofrío y de su devaneo con Rosa. Al principio procuró ahogarlo, aturdiéndose con ocupaciones y recreos; y lo consiguió: después ya no pudo. La imagen de Rosa se le representaba triste y dolorida, padeciendo las crueldades de su padre, que, después de lo pasado, serían, a no dudarlo, mucho mayores. Y comenzó a punzarle el remordimiento, particularmente en ciertos momentos, cuando se quedaba solo en casa o la vista de los árboles y las flores le traía a la memoria la hermosa campiña de las Brañas. Había escrito a su tío para que le enterase de lo que allí acaecía en su ausencia, y no acababa de recibir contestación. Cierta mañana, por fin, almorzando solo en el comedor de la fonda, le trajo el camarero una carta. En cuanto vio el sobre se apresuró a abrirla con mano trémula. Su tío le decía que el proceso seguido contra él no tendría consecuencias; que Tomás había hecho cuanto pudo por enredarle y comprometerle, pero no lo había logrado, porque Rosa declaró repetidas veces que se había huido de casa por miedo de sus castigos, no por instigación de Andrés. Estas declaraciones encendieron de tal modo la ira del molinero, que un día faltó poco para matarla a golpes. El pueblo estaba indignado: algunos vecinos se lo habían recriminado duramente, pero no hacía caso. Por último, el asunto estaba zanjado, porque Tomás, viendo que no sacaría nada en limpio, se vino a las buenas y se apartó de la querella mediante 5.000 reales que el cura le entregó. Todo quedaba, pues, sosegado por entonces. Podía vivir sin temor. Lo que había hecho, sin embargo, era una calaverada de mal género: había destruido la paz de una familia. D. Fermín, al final de su carta, le reprendía severamente y con muy justas razones.
Cuando nuestro joven terminó de leerla, quedó más tranquilo. En cuanto salió de casa se fue derechamente a la de un banquero y giró, a la orden de su tío, el dinero del proceso. Después hizo lo posible por olvidar aquellos sucesos en el bullicio de la vida madrileña; pero no lo consiguió en muchos días. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, el recuerdo punzante de sus amores idílicos se fue suavizando, haciéndose más dulce y melancólico; se transformó en un sueño poético, que solía acariciarle en los instantes de mal humor.
A los tres meses de su regreso había caído ya en la misma vida perezosa, estéril y antihigiénica que antes de irse a las Brañas. Despierto, paraba muy poco en casa: en cambio dormía un número crecido de horas, lo cual le ocasionaba frecuentes disgustos con el cocinero y criado del comedor. Los almuerzos duraban desde las nueve hasta las doce. Nunca pudo cumplir con este precepto del reglamento interior de la casa. Almorzaba a la una, a las dos y algunas veces hasta las tres de la tarde. El sueño le embargaba por la mañana, el letargo más bien, porque era un verdadero letargo el que sentía, un cansancio incomprensible que le privaba de todas las fuerzas. Cuando por las instancias del criado conseguía levantarse, todavía le duraba largo rato esta languidez: apenas podía tenerse en pie; bostezaba a menudo y daría cualquier cosa por tornar nuevamente a la cama.
Poco a poco se fueron disipando los colores de sus mejillas, por más que el organismo no parecía resentirse. No obstante, pasados algunos otros meses, comenzó de nuevo a sentir alguna molestia en el estómago: empalideció aún más y enflaqueció. Achacolo al desarreglo de las horas de dormir y comer. No le dio importancia: siguió haciendo la misma vida.
Por este tiempo recibió carta de su tío en que le noticiaba cómo Rosa se había escapado nuevamente de casa por no poder sufrir los malos tratos constantes de su padre, quien la achacaba la ruina y la miseria en que había caído. Se había marchado a Lada y estaba sirviendo en casa de unos señores ricos. Andrés se conmovió con aquella carta. Acudieron de golpe a su imaginación las impresiones de los seis meses de vida campestre; sintió algo parecido a la nostalgia, deseos vehementes de renovar los sencillos placeres que había disfrutado y anhelo de ver a Rosa. ¡Pobre Rosa! Por espacio de dos días su imagen le persiguió sin cesar: después, las ocupaciones y placeres a que estaba entregado con alma y vida la fueron alejando poco a poco de su imaginación.
Pasó el verano en Madrid, porque no osaba ir otra vez a Riofrío. Los calores no le probaron bien. En el invierno se recrudeció un poco su enfermedad del estómago; además, le acometió un catarro pertinaz que le hacía toser bastante por las noches. Y como se sintiese cada día peor, tomó el acuerdo de irse en la primavera con un amigo, que le brindó a pasar dos o tres meses en una finca de recreo que tenía en la montaña de Cataluña.
Recobrose del estómago con la vida activa del campo; pero la tos siguió molestándole bastante. Para hacerla desaparecer, por consejo de los médicos, se fue a tomar las aguas de Panticosa. No consiguió aliviarse notablemente. Volvió en mediano estado a Madrid en el mes de Setiembre. Desde esta época ya no gozó un día de salud; cada día peor, más flaco y más pálido. En Noviembre le sorprendió un fuerte vómito de sangre que le hizo comprender lo grave de su dolencia. Todavía anduvo cerca de un mes por la calle; pero habiéndole repetido con más fuerza, se vio necesitado a quedarse en casa. Y no volvió a salir. En uno de los últimos días del mes de Enero expiraba en brazos de dos amigos que le acompañaron fielmente en aquellos últimos y angustiosos momentos.
Appendix A
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. El idilio de un enfermo. El idilio de un enfermo. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2CB8-2