[Nota preliminar: Edición digital a partir de la edición de Madrid, Imprenta de M. Tello, 1885, t. III y cotejada con las ediciones críticas de Eamonn Rogers (OO.CC., Santander, Tantín, 1991, t. IV, pp. 371-634) y Joaquín Casalduero (Madrid, Cátedra, 1979, 2ª ed.).]
- I - : Pateta
Si no fuera por ese privilegio maravilloso y descomunal que se ha otorgado a los novelistas para describir lo más recóndito, leer lo que aún no está escrito, y hasta hablar de lo que no entiendes una jota, apuradillo me viera yo en este instante para describir el lugar de la escena con que doy comienzo a la presente historia. Tan oscura es la noche, tan deshecha la tempestad, tan profunda y angosta la hoz en cuyo esófago mismo hemos de penetrar para ver lo que allí pasa.
Cierto que, siguiendo los procedimientos de muy acreditadas escuelas, alguien en mi caso intentara un esfuerzo de inducción, aplicando ora el oído, ora las narices, ora las manos, allí donde los ojos son inútiles por la intensidad de las tinieblas; y anotando este rumor y aquel estruendo, cierto tufillo de sótano o de ortigas o de musgo, tal cual aroma de poleos y zarzamora, y haciendo con todo este acopio una discreta y erudita excursión por los campos de la geología, de la química orgánica, de la física experimental y hasta por la Ley de aprovechamiento de aguas, llegara a darnos, no ya las partes componentes del misterio, sino su panorama en realce, con su flora y su fauna correspondientes. Yo admiro tan ingeniosa sapiencia; pero sin rubor declaro que no la poseo, y que, por ende, no intento salir del apuro valiéndome de tales procedimientos. Lo mismo fuera meterme con los ojos cerrados entre el fragor de un terremoto.
Novelista, aunque indigno, al privilegio me agarro, y amparado con él, allá va en cuatro palabras la descripción del cuadro, como si viéndole estuviera a la luz del mediodía.
Presupuesto que el lector sabe lo que es una hoz, repítole que la de mi cuento es muy angosta, lo que es causa de que el río tenga poco espacio en que detenerse, y de que se estire y se retuerza en su afán de salir cuanto antes a terreno despejado. Álzanse los dos taludes de las montañas casi a pico; circunstancia que no les impide estar bien revestidos de césped y jarales, muy poblados de robles, alisos y abedules ¡y es de ver cómo estos árboles se agarran a las laderas para tenerse derechos, y alargan sus copas a porfía para recoger al paso los pocos rayos de sol que se atreven a colarse por aquella rendija!
El áspero graznido de la ronzuella; el grito lamentoso del cárabo solitario; el susurro de la brisa entre el follaje, y el sordo murmurar del río oculto en las asperezas de su cauce, son de ordinario los únicos ruidos de aquella soledad melancólica y bravía. Los caminantes que la atraviesan a lo largo, oyen el son de sus cantares repercutido en los repliegues de los taludes; y hasta un suspiro halla en ocasiones eco misterioso que le repita y le propague. Nada más tranquilo que aquella naturaleza lóbrega y meditabunda. ¡La calma de los volcanes!
Juzgue el lector si la comparación viene a pelo, acercándose conmigo a la embocadura de la barraca en la noche en que comienza este verídico relato.
El río, impetuoso y embravecido por la lluvia torrencial que cae hace dos horas, no cabe en su estrecho cauce, y muge impetuoso, y salta y se despeña, y se lleva por delante árboles y terrezos, con sus aguas desbordadas, que garras parecen con que trata de asirse a lo que encuentra al paso, asustado de su vertiginosa rapidez. En tanto, el huracán, oprimido entre los muros de tan estrecha y retorcida cárcel, silba y brama haciendo a ratos enmudecer al río; y troncos poderosos, y débiles arbustos, y rastreros matorrales se inclinan a su paso, dejando oír sobre sus copas desgreñadas, al herirlas el pedrisco, el estridente machaqueo de una lluvia de perdigones sobre láminas de acero. Por imposible se tuviera que sobre esos ruidos juntos llegara a descollar otro más fuerte; y, sin embargo, cosa de juego parecen cuando, muy de continuo, retumba el estallido del trueno y crece y se multiplica de cueva en cueva y de peñasco en peñasco. Entonces, al iluminar los relámpagos el temeroso paisaje, los robustos árboles adquieren formas monstruosas. Diríase, al verlos tocar el suelo con sus ramas, y enderezarse luego entre los cien caprichos de la sombra, que son gigantes empeñados en cruenta batalla, y que, en grupos desordenados y tumultuosos, riñen y se abofetean, se insultan y se enardecen con la tremenda voz de la tempestad deshecha.
A los habitantes de las tierras llanas les es muy difícil formarse una idea de estos furores que aparecen, estallan y se disipan en dos horas. Los mismos montañeses de los valles abiertos se dan escasa cuenta de la facilidad con que se desborda un río entre dos montañas de rápidas vertientes, y de cómo retumban allí los truenos, y brama el viento mismo que en sus praderas y cajigales pasa sin causar el menor estrago.
Quiero decir que no son peras de a libra en la Montaña espectáculos como el que voy describiendo, sobre todo en verano; y por ende, que no crea el lector que este modo de comenzar un libro implica la necesidad de que corresponda la magnitud de la escena a la grandiosidad del escenario. Y así es, en efecto. Todo lo que tengo que decirle, después de lo que he ponderado lo temeroso de la tempestad, es que mientras duró su mayor furia, a menos de la mitad de la hoz, en el angosto sendero que serpentea a algunas varas sobre el río, en la vertiente de la izquierda, dos hombres, uno de pie y otro a caballo, permanecían agazapados y al abrigo de un espeso matorral. Habían entrado en la hoz al estallar los primeros truenos; y como este camino puede recorrerse en media hora, andando sin tropiezo, pensaron salir a la otra parte antes de que se desencadenase la tempestad. Pero ésta traía más andar de lo que parecía. Comenzó a arreciar el viento; la lluvia les azotaba el rostro, y el sendero, no obstante la luz de un farolillo que llevaba el de a pie, iba haciéndose intransitable por momentos. Desde lo alto de los taludes y dondequiera que éstos formaban un pliegue, descendían rápidas y bramadoras cascadas, arrastrando con el agua tierras y pedruscos que interceptaban el camino cuando no se llevaban por delante el pedazo correspondiente. Con el fragor de la tormenta, no se dejaban oír del caballero las advertencias del hombre de a pie, más práctico que aquél en el camino que seguían, cada vez más resbaladizo y peligroso. Era urgentísimo aprovechar el tiempo, porque los riesgos de muerte iban creciendo por instantes. A falta de palabras, con señas expresivas excitaba el hombre del farol al caballero a que le siguiera a buen andar; en lo que no siempre era obedecido, porque la cabalgadura harto tenía que hacer con pisar en firme y defenderse de la cellisca, metiendo la cabeza entre los brazos. Así caminaron durante media hora, hasta que, habiendo llegado a un sitio en que una peña coronada de malezas formaba una media gruta, se arrimaron a ella entrambos caminantes. Estaban abrigados del viento, ya que no por completo de la lluvia.
Comenzó el espolique por poner en el suelo el farol, y el garrote que llevaba en la otra mano, arrimado a la peña. Después se quitó el chambergo; le volvió las alas al revés; le retorció entre sus manos para que soltara el agua que había empapado, y, por último, le golpeó contra las asperezas del peñasco. Con la chaqueta hizo otro tanto; y quizás hubiera sometido los pantalones al mismo procedimiento si el lodo con que estaban revocadas las perneras le hubiera dejado por dónde agarrarlas para desprenderse de ellos.
Mientras esto hacía el de a pie, el río seguía mugiendo, el viento rebramando, el agua cayendo, aunque no en tanta copia como antes, los truenos en todo su furor; y el caballero, sin apearse, envuelto en su capotón impermeable, que le cubría de pies a cabeza, inmóvil y negro como su cabalgadura, asemejábase a una estatua esculpida en carbón de piedra. En el relativo sosiego y bienestar que disfrutaba, tal vez se entretenía en meditar sobre lo que seguramente no se le había ocurrido mientras necesitó todas las potencias de su alma para salir del atolladero del mejor modo posible. Es casi seguro que jamás se había visto a sí propio tan diminuto y miserable. Sin contar el rayo, ni el viento furioso, ni el río desbordado, que podían pulverizarle, arrastrarle como a una pluma, o sorberle como a una sabandija, la menor cosa de las que había sobre su cabeza y tuviera el capricho de dejarse rodar montaña abajo, podía sepultarle en un segundo o hacerle una tortilla, sin que sus quejas ni sus esfuerzos valieran más que el débil pataleo de la hormiga con que no se preocupa la humana soberbia cuando las aplasta a centenares con el pie. Es seguro que no iban por este lado las meditaciones del espolique. Hombre más rudo que el otro y más avezado a tales aventuras, sólo se ocupaba de tiempo en tiempo en sacudirse el agua de encima, como perro de lanas al salir del río, y en estudiar en el cielo el curso de la tempestad. Cuando estallaba el trueno movía mucho los labios, señal de que rezaba, mirando de reojo a su acompañado, que parecía no conmoverse por nada. Toda conversación era imposible allí; la angostura de la hoz estaba llena de los ruidos de la naturaleza; aun andaban tan apretados y revueltos, que hasta las montañas temblaban y se estremecían, no pudiendo echarse más atrás. No quedaba el menor espacio para la débil vocecilla del hombre.
Así transcurrió cerca de una hora. Entonces cesó la lluvia por completo; el viento llegó a ser hasta tolerable; agotáronse las cascadas de las laderas por secarse la fuente que las producía, y los truenos se hicieron más raros, aunque no menos fuertes.
Observólo el espolique, y dijo, mirando al de a caballo:
-¿Andando?
-Cuando quieras -respondió éste, que no deseaba otra cosa.
Y los dos tomaron el sendero agua arriba, delante el espolique, y siguiéndole a muy corta distancia el caballero.
-¡Vaya una noche de perros! -dijo éste-. Y ¿no había mejor camino que el que traemos para ir adonde vamos?
-Por todas partes se va a Roma, como dijo el otro -respondió el espolique-: todo aquel está en ir por derecho o en arrodear medio mundo. Tocante a lo presente, entre el valle de usté y el mío no hay otro paso que el de esta hoz.
-¡Parece que el huracán nos estaba aguardando en ella!
-Era de esperar, señor, según la nube que había y lo caliente del aguacero cuando salimos de Perojales... Pero ya se va pasando, gracias a Dios.
-Me alegro por el miedo que llevas.
-¡Caráspitis!..., ¿miedo yo?... Respeto, podrá que sí, porque siempre se lo tengo a Dios, y mayormente cuando se enfada, como esta noche..., ¡pero miedo!...
-¿De manera que tú crees que todo el estrépito que nos envuelve es efecto de la cólera divina?
-¿Será usté capaz de no creerlo así?
-Por consiguiente, no estarás muy seguro de que, como pecador, no te parta un rayo...
-Como cada hijo de vecino, señor. Pero como para estos casos está en el cielo Santa Bárbara, la rezo una oración que yo sé, y hala que te vas..., porque, según dice un libro que yo leí cuando andaba en escuelas menores, «para la ira de Dios no hay castillo fuerte», y si el enfado es conmigo, el rayo me ha de partir, métame donde me meta.
-Entonces, ¿para qué Santa Bárbara?
-Hombre, porque nunca está demás.
-Me gusta esa conformidad.
-Pues mire usté, señor: que valga, que no valga, con ella me arreglo tan guapamente para andar por estos senderos y otros amejaos, de día y de noche, sin temor de cosa alguna... Y eso que dicen lenguas que si estos temporales los traen conjuros que se hacen a gentes con sus mases y sus menos de demoniura, y que si estos truenos y pedriscos son los mengues que ajuyen del hisopo del señor cura cuando lee los Evangelios...
-¿Todo eso dicen?
-Como usté lo oye... Pero yo, ni por esas... Mucho cuidado ahora, señor, que estamos en un mal paso: aquí mesmamente onde tengo el pie... Hay más de veinte varas a plomo hasta el río... Venga el ramal del freno... Poco a poco..., poco a poco... ¡Ajajá! ¡Ya estamos en seguro!... A bien que la caballería, aunque no es muy jampuda, es firme de pie..., pues, como iba diciendo, que vengan rayos y centellas; porque mientras yo me agarre a ésta... ¿La ve usté bien?
Y al hablar así el de a pie, vuelto hacia el de a caballo, le mostraba una cruz formada con el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras con la izquierda arrimaba el farol a ella.
-¿La ve usté bien? -insistió.
-Perfectamente, amigo -respondió el otro sonriéndose, como si penetrase la intención del espolique.
-Pues ahora -concluyó éste-, que vengan... ¡Santa Bárbara bendita!...
Hizo esta invocación el buen hombre tapándose los ojos con la mano, porque hubiera jurado que las llamas sulfúreas del averno brotaban de las aguas del río y por todas las hendeduras de las peñas, y que los montes se desplomaban sobre su cabeza. No se había oído en toda la noche trueno más horrísono, ni se había visto relámpago más deslumbrador, ni intervalo más breve entre uno y otro. Al choque de aquella tremenda descarga, rodó un peñasco hasta el río desde la cumbre del monte del otro lado. Hízoselo observar el caballero al de a pie, y le dijo en son de broma, aunque no sin emoción:
-Resueltamente no van con nosotros estos furores celestiales.
-¡Caráspitis, qué chanzas gasta usté en cosas tan serias!
-Pues mira, te declaro, con toda ingenuidad, que estoy deseando salir cuanto antes de estas peligrosas estrecheces.
-Vamos, eso quiere decir que algo se teme.
-Figúrate que en lugar de herir el rayo a ese peñasco que ha rodado enfrente, le da la gana de desgajar uno de los que hay sobre nosotros... y ayúdame a sentir.
-Eso hubiera jurado yo que sucedía, señor... ¡Válgame Santa Bárbara bendita, qué noche!... Le digo a usté que otra como ésta no vi jamás. Ni aunque se hubiera desatado en la hoz el mismo P...
Y tapóse la boca el hombre, sin pronunciar la palabra por entero. Sonrióse el de a caballo, y dijo:
-Pateta quisiste decir.
-No niego la verdad, señor.
-Y temiste que yo me ofendiera.
-Relative a ese caso... no sé qué decirle.
-Yo sé que me llamáis así.
-¡No es poco saber, que digamos!
-A no ser sordo...
-Pues vaya todo por el amor de Dios.
-¿Y cómo te llamas tú?
-Pusiéronme por nombre Judas, con perdón de usté; pero hablándole con franqueza, Macabeo me llaman las gentes, y por Macabeo respondo, porque no hay injuria en ello.
-Me parece bien. Pues tampoco yo me ofendo de que me llaméis Pateta: antes me hace gracia.
-¡Yo lo creo! -exclamó el espolique con tal acento de ingenuidad, que hizo saltar la carcajada al caballero.
Quedóse un instante perplejo Macabeo, y añadió:
-No veo esa risa muy al símilis de la cosa.
-Con franqueza, Macabeo, y como si te confesaras conmigo: a ti se te viene figurando desde que salimos de casa, y, sobre todo, desde que andamos por la hoz, que a la hora menos pensada me ves escapar monte arriba convertido en nubarrón de azufre.
Ignoro hasta qué punto sería acertada esta suposición del de a caballo; pero me consta que a escondidas de él hizo Macabeo la señal de la cruz, y se encomendó por lo bajo a Santa Bárbara. Después replicó:
-Eso es ya mucho suponer, señor.
-Pues mira, es una suposición que te honra más de lo que te figuras.
-No veo el ite de esa honra.
-Yo haré que le veas. Hay dos cosas, amigo Macabeo, en el trance en que nos hallamos, que me causan mucho asombro. Es la primera el que se me haya buscado para ir adonde vamos; y la segunda, que tú, con el juicio que tienes formado de mí, te hayas atrevido a llevarme el recado y acompañarme en noche tan infernal por sitios como éste. Pensando como tú piensas, ¿te parece que se necesita poco valor para hacer lo que estás haciendo?
-Yo no hago más que cumplir con mi deber, señor, y se estima la alabanza. Pero aunque usté no se equivocara en el pensar de mí como piensa..., y cuente que se equivoca en más de dos tercios, ya le tengo dicho que en agarrándome yo a ésta...
Y volvió el espolique a formar la cruz con los dedos y a mostrársela al de a caballo, iluminada por la mortecina luz del farol.
-No te canses, Macabeo -díjole el otro sonriendo-, no estornudo aunque me enseñes las cruces a puñados.
-Pues téngase firme -replicó Macabeo deteniéndose de pronto y casi arrastrando el farol por el camino-, que sin cruces ni conjuros puede usté irse por este derrumbadero abajo... ¡Pues dígole que se ha llevado el agua medio sendero!... ¡Y que no hay altura que digamos!... Por aquí mesmamente se esborregó el otro mes la jata de la mi vecina... Ni el cuero se aprovechó, que como criba se puso antes de llegar al río... Échese lo más que pueda hacia el ribazo... Así... Fortuna que hay farol, y el viento no alcanza aquí, que si no, no es el hijo de mi padre el que le deja pasar sin apearse.
-Pero, ¿cuándo se acaba este camino de cabras? -preguntó el caballero después de salvar el mal paso.
-Poco nos queda ya de él, señor. Salvo tropiezo, que no es de esperar, en diez minutos llegamos a la salida. Después tomamos a la derecha; luego la carreruca de un can, y aticuenta que estamos en casa.
-Nunca tan larga como esta noche me ha parecido la hoz.
-Es motivao a la nube, créalo usté, y a la espera que tuvimos detrás de la peña. Pero gracias a Dios, el trueno ya está lejos, el viento calmándose, y de agua, ni pizca.
-Ocasión de perlas, amigo Macabeo, para que me cuentes cómo se obró el milagro de que esas almas piadosas se acordaran de este pecador impenitente, que diez años hace no se trata más que con su sombra y su conciencia.
-¡Qué milagro ni qué caráspitis, hombre! -repuso Macabeo sin dejar el trotecillo que llevaba delante del jamelgo-. La cosa vino rodando por sí mesma. Es la pura verdá y no se ofenda: que de usté se digan haches o erres, como de cada hijo de vecino, o un poco más si a mano viene, no quita que al hombre de saber se le tenga en lo que vale. El caso apuraba, créale usté... El otro, aquí que naides nos oye, y esto no sea para ofenderle, a mi modo de ver no sabe andar más que en un carril... Allá tiene su aquel treinta años hace, y lo mesmo lo arrima al hígado que al bazo. Para mí, salvo mejor pensar, no sabe jota de los libros que andan hoy.
-¿Y quién os ha dicho que yo sepa más? -preguntó el encapuchado.
-Voces que han corrido desde que usté bajó a estas tierras.
-No será por los milagros que he hecho en ellas.
-Séase por lo que fuere -continuó Macabeo sin dejar de saltar de morrillo en morrillo, buscando lo menos blando y escurridizo de la senda-, la cosa es cierta, según personas que lo entienden; y digo que, en lo tocante al otro, hubo quien pensó como le estipulo, y como no faltó quien otorgara, díjose en postre y finiquito: «Hágase el milagro, y hágale el diablo». Entonces la señorita doña Águeda... Créalo usté, señor, veinte años tiene escasos, y más de cuarenta se le echaron de estudios, por lo mucho que sabe... Le aseguro a usté que es el remo de aquella casa... Digo que cogió la pluma; y llorando a lágrima viva, porque la infeliz tiene los cinco sentidos puestos en su madre, y lleva ocho días sin desnudarse, ras, ras, escribió la carta que yo entregué a usté en sus manos propias.
-Discreta era la tal carta, y bien sentida.
-¡Le digo a usté que lo hace de perlas, caráspitis! Pues la emperejiló en un santiamén... El miedo de la venturada era que usté dijera que nones.
-Pues mira tú si he sido afortunado la única vez que en diez años no lo he dicho. Ahora, sea usted bueno y caritativo. ¿Qué te parece a ti, Macabeo?
-¡Caráspitis, que no dice usté lo que siente! El mal te pese, que el bien nunca estorba a los ojos de Dios. Con más o menos recua, arrieros somos todos, que en el mundo nos encontramos, y el bien que aquí se nos cae de la mano, porque no nos hace falta, a lo mejor florece donde nos viene de perlas... Pues a lo que le iba y usté perdone. Escrita la carta, faltaba traérsela a usté. Los buenos andadores no abundan en el pueblo; la nube asomaba por la cumbre de los Milanos... ¡Mala señal!, el trueno no podía faltar; la noche había cerrado... Pero ¡qué caráspitis!, los hombres son para las ocasiones: soy de buen andar, conozco la hoz como si la hubiera parido; con un farol y un palo, lo mesmo es para mí el día que la noche y, por último, la caridá es caridá; y si está de Dios que me ha de matar un rayo, igual me ha de caer encima metido en casa que andando a la santimperie... Y ¡caráspitis!, vivos estamos a la presente, y con el recado a medio hacer.
-Cuando yo te decía, Macabeo, que eres todo un valiente...
-Hombre, tanto como valiente, no digamos: pero leal y agradecido al pan, ya es otra cosa.
-Por las trazas, ¿eres sirviente de esas señoras?
-Punto menos que si lo fuera. Mi padre y mi madre de su pan comían, porque sus tierras trabajaban; y yo, al amparo de ellos, no salía de aquella casa. Muriéronse los buenos de Dios, y la plaza de entrambos la ocupo yo solo.
-¿Qué familia tienes?
-Ni padre ni madre ni perruco que me ladre.
-Pero tendrás quien te ayude...
-Naide. Soy Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como.
-¿Viudo, acaso?
-¡Calle usté, señor!; soy mozo soltero.
-Vamos, no te hace gracia el matrimonio.
-Lo que es relative a eso, bien me gusta. ¡Caráspitis si me gusta!
-Entonces, ¿para cuándo lo dejas?
-¿Pues que edá me echa usté?
-A juzgar por las trazas, más de treinta y cinco.
-Cumplidos por febrero.
-¿De qué año?
-Del que corre, señor; pues ¿de qué otro?... Y sépase que en lo tocante a proporciones, así las he tenido, sin alabanza.
Y esto lo decía Macabeo apiñando los dedos de ambas manos, no sin riesgo de soltar el palo y el farol.
-No lo dudo -dice el caballero, a quien hacían suma gracia las genialidades del espolique-; basta con verte para presumirlo.
-Sólo que -continuó Macabeo- a quien le dan a escoger, le dan en qué entender... Pero creo que ahora va de veras.
-¡Hola, hola!
-Sí, señor, lo he pensado despacio, y ¡qué caráspitis!, sobre que ha de ser... Porque es pura verdá que la soltería da muy malos ratos..., ¡malos!
No obteniendo réplica Macabeo a estas palabras, por estar entretenido el caballero en bajarse la capucha del capote sobre la espalda, continuaron en silencio los dos caminantes un buen trecho. De pronto dijo el de a pie, que indudablemente era comunicativo y locuaz por temperamento:
-Hombre, y aunque sea mala pregunta, ¿qué es del señorito don Fernando? No le he visto un año hace.
-Le espero de un momento a otro -respondió el de a caballo, acomodándose mejor sobre la silla, pues, por las trazas, le iba molestando no poco la jornada.
-Córrese que es ya un medicazo como una loma.
-Dicen que no lo entiende del todo mal.
-Ya ve usté..., el que sale a los suyos...
-¡Adulador!... Y ¿de qué le conoces tú?
-Pues de verle por allá muy a menudo. En eso tiene mejor gusto que su padre. ¡Caráspitis!, aunque me diera usté todo lo que tiene, no me pasaba yo la vida, como usté se la pasa, metido en aquel palación, solo que solo, a más de media legua de toda persona humana.
-Amigo Macabeo, nada hay que estorbe tanto como la gente desde que se habitúa uno a la soledad.
-Podrá ser, porque usté lo asegura y al consonante obra; pero no alcanzo a entenderlo... ¡Ea!, ya estamos afuera. ¡Gracias a Dios!... Vea usté el río: Adentro queriéndose tragar al mundo mientras diluviaba, y aquí le cabe la hacienda en una escudilla... Ahora, por el llano de esta sierra; y a la bajada, Valdecines... Dios quiera que lleguemos a tiempo... ¡Buena señal! Vuélvase un poco a la izquierda, y verá asomar la luna entre nubarrones. Se acabó la ira de Dios por esta noche. ¡Caráspitis!, crea usté que si no fuera por el clavo que llevo en el corazón, echaba ahora mismo una relinchada que hacía saltar de la cama a todas las mozas del valle.
-¡Y todavía me negarás que tenías miedo en la hoz!
-¿Por lo del relincho al salir de ella? Ca, señor, esas ganas me entran a mí siempre que vuelvo a ver a mi pueblo, aunque haga dos horas que falto de él. Pequeñuco y escaso de borona es; pero el demonio me lleve si no me parece el mejor de la Montaña: ¡Qué campanas las suyas! ¿Pues en lo relative a mozas?... ¡Caráspitis!, ¡caráspitis!... Ya verá usté qué verbena de San Juan tenemos... Digo, si no se malogra con la pesadumbre que barrunto.
Mientras hablaba de esta suerte el excelente Macabeo, los dos caminantes atravesaban el llano de la sierra, dejando casi a la espalda la mole de la cordillera, por una de cuyas vértebras, partida por el río, acababan de salir. Los pesados nubarrones comenzaban a disgregarse, y dejaban al descubierto fajas de transparente azul, sobre el que titilaba la luz de algunas estrellas; aprovechábase la luna de las mismas ventanas para lanzar por ellas tal cual rayo mortecino; y aunque no muy distintos, se dibujaban en el brumoso horizonte los contornos de los montes lejanos. Hasta entonces, desde que entraron en la hoz, nuestros caminantes no habían visto otra porción del mundo que el pedazo de senda, mal alumbrado por el farol de Macabeo.
Andando, andando, atravesaron la sierra; y como el cielo se iba despejando por instantes, la luna alumbró de lleno el extenso paisaje que desde aquella altura se descubría. Como detalle de él, apareció Valdecines a la bajada de la sierra, con sus casitas diseminadas y medio ocultas entre huertos y arboledas.
-Allí es -dijo Macabeo señalando con el palo a la más grande de todas, y a la única en que se veía la luz por las ventanas.
-¡Ya era hora! -respondió el de a caballo.
Y ambos comenzaron a bajar el suave recuesto que los separaba del lugar.
Pisado habían apenas los morrillos de sus callejones, cuando un perro, habiéndolos olfateado, ladró como si le robaran las cerojas a su amo; otro respondió en el acto al grito de alarma con más recios ladridos; y otro, y otros, y otros cien, en otros tantos rincones del lugar, se unieron al vocerío; y armaron tal barahúnda y alboroto, que el señor de a caballo no las tuvo todas consigo.
-No hay cuidado -díjole Macabeo-. Son moros de paz y amigos que nos saludan. Esto sucede cada noche con cada mosca que se mueve en el pueblo.
-Si están amarrados, menos mal.
-Lo que están es muertos de hambre; y eso es lo que les quita el sueño.
-¿Y por qué están muertos de hambre?
-Porque no comen, señor.
-Ya lo supongo; pero, ¿por qué no comen?
-Porque no lo hay en casa.
-¿Cómo viven entonces?
-De lo poco que roban en la del vecino... Pues, señor, ya estamos acá... Ahora falta que el reventón aproveche. ¡Caráspitis! De pensar lo más malo, me tiemblan las choquezuelas.
Estaban ambos personajes delante de los portones de una ancha corralada o, hablando en puro montañés, delante de una portalada.
Llamó Macabeo con el palo, y abriéronla al punto por dentro.
-Santas y buenas -dijo Macabeo entrando en el corral, mientras el caballero hacía otro tanto sin apearse ni chistar.
Preguntó el primero si había ocurrido alguna novedad particular desde que él faltaba del pueblo; dijéronle que no, y corrió a tener el estribo al de a caballo, que se estaba apeando ya junto al grueso poste del ancho y primorosamente encachado portalón.
Abrióse al mismo tiempo la puerta del estragal, que es el vestíbulo de las casas montañesas, y salió a alumbrar al recién venido una mocetona bien aliñada. Despojóse entonces el caballero del capote y de las polainas, que Macabeo recogió por de pronto, y siguió a la moza escalera arriba. En el último descanso de ella le esperaba, con otra luz en la mano, un sujeto de no buena catadura. Era ya viejo, corto de talla, cargado de hombros y vestido de negro.
-Por aquí -dijo con voz desagradable al recién llegado, sin alzar la enorme cabeza, y poniendo la palma de la mano entre la luz y su cara medio compungida y medio soñolienta.
El forastero le siguió a lo largo de un pasadizo, después de quitarse de la cabeza el casquete con que la había traído cubierta para que no le molestara durante el viaje la capucha del impermeable.
Representaba el tantas veces mencionado personaje sesenta años; y era alto y fornido, y muy calvo, con la barba entrecana, pero fuerte y espesa; tenía el cutis moreno, la mirada sagaz y penetrante, las facciones regulares y bien delineadas, y la expresión general de su fisonomía era risueña, aunque a la manera volteriana.
Después de atravesar un espacioso salón, le introdujeron en un gabinete, a cuya puerta apareció un señor bastante entrado en edad, enjuto, con patilla casi blanca, corrida por debajo de la papada; un poco chato, tierno de ojos, largo de orejas, muy angosto de frente y recio de pelo. Hizo una exagerada reverencia al recién llegado, y le preguntó:
-¿Tengo el gusto de saludar al ilustre doctor Peñarrubia, gloria de la ciencia?...
-Soy, en efecto, el doctor Peñarrubia, y muy servidor de usted -respondió éste, con ánimo bien notorio de rechazar el sahumerio que el otro quería darle.
El de los ojos tiernos le tendió la diestra, diciendo:
-Lesmes Torunda, facultativo titular del pueblo.
-Muy señor mío -dijo el llamado Peñarrubia, estrechando la mano que se le tendía.
-¿Quiere usted -añadió don Lesmes- descansar un ratito, o hablar conmigo antes de...?
-Lo primero es lo primero -contestó el doctor-. Después me tomaré la libertad de pedir una cena y un lecho.
-A todo se proveerá, insigne doctor -replicó don Lesmes-, que encargado estoy de hacerlo así.
-Pues adelante entonces.
Y juntos atravesaron el gabinete. Alumbraba a éste la luz de una bujía con pantalla, a cuya sombra dormía una niña como de ocho o nueve años, apoyando la cabeza en sus brazos entrelazados, y éstos en lo alto del respaldo de la misma silla en que estaba sentada. Cogió don Lesmes la bujía, después de quitada la pantalla, y entró en la alcoba seguido de nuestro personaje, de quien ya sabemos que se apellidaba Peñarrubia, y tenía por mote Pateta; y habrá presumido el lector, por torpe que sea, que era médico y que como tal era llamado a aquella casa.
Pero de este asunto y de otros con él muy enlazados, hablaremos en el capítulo siguiente.
- II - : La comisión del doctor
El cuadro que alumbró la luz que introdujo en la alcoba don Lesmes era poco risueño. He aquí sus figuras y principales accesorios: un lecho revuelto, y en él un cuerpo humano devorado por la fiebre. El cuerpo era de mujer, y de mujer de hermosas facciones, aunque a la sazón alteradas por el fuego de la calentura. Tenía la cabeza en escorzo, con la boca en lo más alto de él; y el óvalo gracioso de la cara recortábase en un fondo de enmarañadas guedejas de cabellos grises, desparramados sobre la almohada. Jadeaba la enferma; y las ropas del lecho alzábanse y descendían al agitado compás de una respiración fatigosa y sibilante, como si al llegar el aire a los resecos labios atravesara mallas de alambre caldeado.
Sentada junto a la cabecera de la cama estaba una joven de cabellos rubios y cutis blanquísimo, con los brazos cruzados bajo el pecho de gallardo perfil, y con los azules, rasgados ojos, velados por las lágrimas, fijos en el rostro de la enferma, y atenta a los menores movimientos de su cuerpo.
Al alcance de su mano había una mesa con jaropes de botica, que desde lejos se daban a conocer por lo subido de sus olores; y entre los jaropes, un reloj de bolsillo con la tapa abierta. Sobre la cabecera de la cama, colgado en la pared, un crucifijo de marfil; y debajo, una benditera y un ramito de laurel sujeto al lazo de seda que la sostenía.
Al aparecer en la alcoba el doctor, se levantó la joven y quiso decirle algo, tal vez como expresión de su agradecimiento; pero el llanto apagó su voz. Comprendióla el médico, al mismo tiempo que don Lesmes se la presentaba como hija de la enferma y autora de la carta que él había recibido, y no le faltaron en aquel momento oportunas frases de las muchas que aún conservaba en su repertorio de médico viejo de la corte y hombre de buena sociedad.
Diose comienzo a la inspección facultativa, que fue detenida y minuciosa. El doctor mostró durante ella el certero desembarazo que da una larga y gloriosa práctica. Se hallaba junto a aquel lecho, que era casi un ataúd, como los buenos generales en los trances apurados de una batalla perdida: explorando, con perfecto conocimiento del terreno, los únicos puntos vulnerables del enemigo. Águeda y don Lesmes, por no poder hacerlo la enferma, respondían a sus preguntas. No cansaré al pío lector con el relato minucioso de estas investigaciones facultativas, porque ni son del caso, ni yo entiendo jota de ellas. Pero he de citar un detalle, por lo que de él corresponde a la figura de don Lesmes.
El doctor había puesto bajo el brazo de la enferma, en contacto inmediato con la piel, un primoroso tubo de cristal graduado. Don Lesmes, como si no supiera qué iba a pasar allí, miraba de reojo la operación y el tubo.
Cuando el doctor retiró el termómetro y hubo consultado la altura del mercurio:
-Vea usted -dijo a don Lesmes poniéndole el aparato delante de la cara.
-Ya, ya..., ya veo -respondió don Lesmes sin saber qué mirar en aquello que le parecía un alfiletero grande.
-¡Cuarenta y uno! -añadió el doctor en voz baja.
-Justos y cabales -repuso el otro por responder algo, pues como no sabía de qué se trataba, lo mismo eran para él cuarenta y uno que cuarenta mil.
Después examinó el doctor los jaropes que había sobre la mesa, arrimando la nariz a todos ellos.
-Sin perjuicio -dijo a don Lesmes, sacando al mismo tiempo un lapicero y un papel de su cartera- de lo que luego acordemos los dos, conviene que inmediatamente se traiga el medicamento que voy a disponer.
Y escribió una fórmula en que entraba el almizcle como base.
Águeda recogió el papel escrito; pero no se atrevió a preguntar al médico una palabra acerca del estado de su madre. ¡Demasiado decían a su corazón la reserva del uno y la creciente postración de la otra!
-Cuando usted guste -dijo Peñarrubia a don Lesmes.
-Estoy a sus órdenes, ilustre doctor -respondió don Lesmes haciendo una reverencia.
Salieron de la alcoba. La niña seguía durmiendo profundamente; don Lesmes colocó la bujía en la mesa de donde la había tomado, y volvió a cubrir la luz con la pantalla. Entonces se fijó en un nuevo personaje que había en escena: el cura.
Junto a la puerta que daba a la sala, y con otra luz en la mano, estaba ya esperando a los médicos el hombre vestido de negro.
-Tengan ustedes la bondad de seguirme -les dijo.
Y, siguiéndole, volvieron a atravesar la sala y entraron en un gabinete frontero al que acababan de dejar. El hombre gordo y vestido de negro puso la luz sobre una mesa con tapete y recado de escribir, arrimó a ella dos sillones, uno enfrente de otro, y dijo con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre la oronda barriga:
-¿Tienen ustedes algo que ordenarme?
-Que nos deje usted solos -contestó Peñarrubia, sin poder disimular lo antipático que le era aquel personaje.
Entre tanto, don Lesmes no cabía en su vestido. La idea de que iba a verse mano a mano con una de las celebridades médicas de la época le espantaba; pero al propio tiempo, considerando que nadie podía robarle la gloria de haberse hallado en consulta con autoridad de tanta resonancia, el alma se le mecía en un golfo de vanidad. Y así le entraban unos trasudores y unos hormigueos, que no le dejaban sosegar.
Conoció el doctor algo de lo que le pasaba, y le brindó a que se sentara el primero. No lo consintió don Lesmes. Hízole el otro con suelto desenfado, y habló de esta suerte, mientras don Lesmes buscaba en su sillón una postura que, sin dejar de ser majestuosa y solemne, fuera elegante y descuidada:
-Sería conveniente que me diera usted algunas noticias de la enferma.
-Como si la hubiera parido, señor doctor -se apresuró a replicar don Lesmes. Acomodóse de nuevo en el sillón, carraspeando mucho, y habló así-: Yo soy de Vitigudino, a once leguas de Salamanca, aunque le parezca mentira...
-¡Hombre!... ¡De ningún modo! -le interrumpió el doctor alegremente.
-Dígolo -rectificó don Lesmes-, porque me ve tan lejos de mi patria. Siendo de Vitigudino tomé el título el año veintisiete, el veintiocho casé con una joven, parienta inmediata de los Vengazones de Cantalejo, a quienes acaso usted haya oído nombrar... porque son gente de viso... El treinta me hallaba desacomodado y con ánimo de revalidarme, para lo cual hice algunos estudios privados...
-¡Cómo que revalidarse! -preguntó el doctor entre impaciente y curioso de oír a aquel notable personaje-. ¿No tomó usted el título el año veintisiete?
-Mucho que sí; pero yo aspiraba a licenciarme en medicina.
-Vamos, ya caigo. Es usted cirujano a secas.
-Esa es la palabra, señor doctor... salvo siempre los estudios privados de que he tenido el honor de hablarle... Pues como iba diciendo, el año treinta me hallaba desocupado; vacó este partido, según pude ver en los anuncios; le pretendí y me le dieron. Desde entonces vengo asistiendo a este vecindario, señor doctor... Digo, ¿conoceré yo la naturaleza de estas gentes? Que entré en esta casa como en la mía propia, de por sí se entiende. ¡Y qué casa, señor doctor! ¡Qué casa! ¡Sepa usted que aquí se apalean los ochentines!
-No lo dudo, señor don Lesmes; pero yo quisiera que habláramos un poquito de la enferma.
-Pues a ello voy caminando, señor de Peñarrubia si usted tiene la bondad de oírme dos palabras más. A esa señora que acaba usted de ver en la cama, la conocí yo así de pequeñita: era la única hija que le quedaba a un riquísimo mayorazgo de este pueblo, con fincas en media España, a quien usted estará cansado de oír nombrar... ¡Pues ahí son poco sonados los Rubárcenas de Valdecines! Era hombre de saber y muy dado a viajar por el mundo; porque, como he dicho, le sobraba el dinero. En uno de estos viajes, recién llegado yo, llevó consigo a su hija y la puso en un colegio de Francia, en que dicen que había hasta hijas de reyes. La niña Marta era lista como la pimienta, y por su aire y su corte parecía que estaba pidiendo aquellos pulimentos de enseñanza. Por cansar menos, diré que cuando al cabo de los años volvió a la tierra, era un sol de buena moza y hablaba lenguas como agua; en lo tocante a pluma y estudios gramaticales, geografía y otros puntos de saber, ¿quién era el guapo que se le ponía delante? Nada le digo a usted de las obras de mano. Eran las suyas moldes de finura y maravillas.
Que con estas cláusulas tuvo los pretendientes a rebaños, por entendido se calla; pero no era mujer dada a los extremos, y ya tenía veinticinco años cuando se decidió por un caballero, rico también y buen mozo si los había. Este tal caballero, don Dámaso Quincevillas, era de Treshigares, pueblo de lo último de la Montaña, donde empieza a nevar en septiembre y no lo deja hasta San Juan.
Un año después de casada doña Marta, murió su padre de una apoplejía; y como don Dámaso, al casarse, ya era huérfano, cátese usted que el matrimonio reunió un mar de riquezas en fincas y sonante.
De este matrimonio nació primeramente Águeda, que es la joven que usted ha visto a la cabecera de la cama... El vivo retrato de su madre, señor doctor, en lo despierta, y un ángel de Dios en la figura y en los sentimientos. En hora conveniente tratóse de dar a la niña educación al consonante de sus talentos y posibles; pero doña Marta, que estaba entusiasmada con aquella criatura, opinó que el mejor colegio para una niña es una buena madre; y cátala cogiendo, como quien dice, con una mano, cuanto había aprendido en Francia con maestros y en su casa con la experiencia de los años, y pasándolo a su hija, que lo recibe sin perder miga, ni más ni menos que si para ella lo hubiera estudiado quien lo enseñaba.
Vino después al mundo otra niña, que es la que dormía en el gabinete cerca de la luz que yo cogí; y doña Marta comenzó a educarla lo mismo que Águeda... Y aquí empieza a nublarse la buena estrella. Un día me llamaron muy deprisa. Don Dámaso estaba muy malo. Con el afán en que le traía el cercado de esa gran posesión que rodea la casa, obra que había emprendido al asomar el verano, cogió una insolación; no la hizo caso; otro día se mojó los pies; resultóle un ataque cerebral... y se murió. En aquella hora puede decirse que murió también la mitad de su señora, que adoraba en él. Hasta entonces había sido alegre y risueña como unas pascuas, y fuerte como una encina; desde entonces se hizo triste y cavilosa y quebradiza de salud. Fuese dejando poco a poco de las cosas del mundo, ¡y allí fue de ver a su hija cómo se puso al frente de todo, y llenó, hasta con sobras, los huecos de su padre muerto, y de su madre casi, casi! Encargóse, por de pronto, de la educación de su hermana; y ahí la tiene usted, a los nueve años de edad, sabiendo poco menos que su maestra. ¡Pasma, señor de Peñarrubia, el don de esa muchacha para hacer milagros de gobierno y enseñanza! ¡No se explica uno cómo en una personita de mujer, tan rubia, tan tiernecita y adamada, caben tanto saber y tanto juicio!
-¿De manera -dijo el doctor, a quien iban interesando estos pormenores- que toda esta familia queda reducida a la señora enferma y sus dos hijas?
-Queda también -repuso don Lesmes- un hermano del difunto don Dámaso, que no ha estado aquí más que el día de la boda y el del entierro de éste. Se llama don Plácido, y no sale jamás de Treshigares, gastando su patrimonio en la manía de sacar gallinas de muchos colores.
-Pues entonces, ¿quién es ese personaje lúgubre y taciturno que nos alumbra a cada paso que damos?
-Ése -dijo aquí don Lesmes bajando la voz y frunciendo los ojos maliciosamente- es don Sotero Barredera, mayordomo de la señora, por de pronto.
-¿Por de pronto?... Pues, ¿qué otra cosa es?
-Oiga usted, y perdone. Don Sotero fue procurador; y llegó aquí, su pueblo natal, hace algunos años, con un gaznápiro a quien llama sobrino, y otros tienen por hijo legítimo. Según lenguas, don Sotero se retiró a comerse lo ganado honradamente; y según otras, porque fueron tales y tan gordas sus demasías ejerciendo el cargo, que le fue imposible la residencia en la capital del partido. Créese que es usurero, porque alguno que le ha necesitado dejó entre sus uñas hasta la camisa. La verdad es, señor doctor, que las trazas no le abonan por rumboso ni caritativo. Tomándole por sus obras que se ven, santo debe de ser; porque, desde que apareció en el pueblo, no sale de la iglesia si no es para entrar aquí.
-¿No me ha dicho usted que doña Marta tenía mucho talento?
-Y lo repito.
-¿Cómo se explica entonces la confianza que ha puesto en ese hombre?
-Porque doña Marta, que siempre fue piadosa, desde que murió su marido llevó la devoción a lo más extremo; y, a mi modo de ver, la claridad de su entendimiento se enturbió bastante en lo relativo a cosas que con su manía se acomodaban. Hízose don Sotero presente en horas oportunas; y como doña Marta le veía confesar cada ocho días y, en su fe y su bondad no podía creer que hubiera hombre nacido de entraña tan perra que fuera capaz de valerse de la Hostia consagrada para engañar al mundo, siendo además listo y advertido el hombre... fue entrando, entrando; y ahí le tiene usted.
-Corriente; pero hasta aquí, no se ve sino al mayordomo: ¿y lo demás?
-Lo demás, señor de Peñarrubia, lo iremos viendo poco a poco. Por de pronto, dícese que el testamento de la señora...
-¿Luego ha testado ya?
-¡A buena parte va usted! Anteayer, apenas vio que la calentura apretaba, confesó y comulgó como una santa. Desde entonces, y por orden suya, puede decirse que no sale el cura de esta casa. En cuanto despachó el negocio del alma, llamó al escribano. Anduvo traficando en la operación don Sotero... y se dice si quedaron las cosas muy amarradas a su mano. Será o no sera; pero bien puede ser; y si fuese, lo sentiría por Águeda, que no le puede ver ni en pintura.
Calló aquí don Lesmes, y no dijo una palabra el doctor.
-¿Le parece a usted, compañero -manifestó éste al poco rato-, que tratemos exclusivamente de la enfermedad de doña Marta?
Don Lesmes se sintió crecer hasta las nubes al oírse llamar «compañero» por tales labios; pero le volvieron los trasudores al considerar que era llegado el trance negro. Hizo una solemnísima reverencia y respondió:
-Los antecedentes que he tenido el honor de manifestar a usted, llevaban por objeto poner a su ilustrado criterio en condiciones de apreciar debidamente las circunstancias patológicas de la señora; circunstancias que pudiéramos llamar «de naturaleza» en ella. Ocho días hace, y estamos ya sobre el punto, me dijo doña Marta que su ordinario padecimiento se había agravado; el cual padecimiento era una dispepsia de carácter nervioso, como usted habrá comprendido por los antecedentes expuestos y el estado de la enferma.
Sonrióse el doctor, y continuó don Lesmes:
-Efectivamente: la enfermedad no había cambiado de naturaleza, aunque sí de intensidad: apetito nulo, pulso discreto, sed ardiente y mucha pesadez de cabeza.
-¿Y cree usted que ese cuadro de síntomas acusaba el padecimiento ordinario?
-De fe, señor doctor, de fe. Dispuse inmediatamente la medicación: bebida a pasto.
-¿Qué bebida?
-Zaragatona: infusión reconcentrada, según mi fórmula número dos. Como era de esperar, cedió bastante la sed; pero quedaba en todo su auge la pesadez de cabeza y, por consiguiente, la calentura no bajaba. La indicación era clara: fórmula número cuatro, en paños a las sienes y cataplasmas saturadas a la parte media posterior.
-¿Saturadas de qué?
-De zaragatona, señor doctor. Observé entonces que si bien el estado cerebral no mejoraba, el pulso se iba endureciendo, y la enferma comenzaba a encontrarse muy inquieta en la cama a consecuencia de un dolorcillo que se le presentó, pasante de pecho a espalda... Lo que tenía que suceder, aquel cuerpo no funcionaba en debida forma, y el flato dijo «aquí estoy»; pero yo, que conozco bien su táctica, le había tomado la delantera y le salí al encuentro con toda la artillería de mis reservas, o séase el clister alternativo.
-No comprendo.
-Enemas de mucílago, alternadas.
-Por supuesto de...
-De zaragatona, señor doctor.
-¿Y con qué las alternaba usted?
-Con la poción... Y ya usted comprenderá que mi intento era coger al enemigo entre dos fuegos.
-O entre dos aguas, que para el caso es lo mismo.
-Exactamente; o como llaman mis enfermos a este procedimiento: una de cal y otra de arena. ¡Ja, ja!...
Antójaseme que aquí se hubiera hecho el doctor unas cuantas cruces con los dedos, si hubiera podido acordarse de cómo se hacían: su expresión de asombro las estaba pidiendo como detalle necesario.
-Ya veo -dijo cuando don Lesmes acabó de reírse que es usted hombre de sistema.
-Dieciséis años de experiencias asombrosas, señor de Peñarrubia -exclamó don Lesmes irguiéndose conmovido-, y otros tantos de desvelos estudiando las virtudes de esa planta maravillosa, puedo ofrecer en abono de él al protomedicato español. Así levanta lo que tengo escrito sobre la materia... Pero -añadió trocando su exaltación en abatimiento- un pobre cirujano de aldea, ya ve usted... ni influjos de arriba, ni apoyos acá; ocho de familia; pocos recursos... ¡Ah! ¡Si yo hubiera tenido la dicha de conocerle a usted cuando me hallaba en la flor de mis entusiasmos por el bien de la humanidad!...
-Señor don Lesmes -le interrumpió el doctor-, volvamos al asunto principal, que el tiempo apremia; y dígame qué resultado obtuvo usted con lo que llama su artillería.
-A eso voy, señor de Peñarrubia -continuó don Lesmes, pasándose por los ojos un pañuelo de yerbas-. El resultado es precisamente el que yo no pude apreciar; porque habiéndosele presentado a la enferma una tosecilla con esputos sanguinolentos, y creciendo la calentura hasta el punto que usted ha visto, Águeda se alarmó; tiró al corral todos los preparados de mi específico, y tuve que recetar medicamentos mas enérgicos, según la vulgar creencia. Quiso al mismo tiempo una consulta; propúsele varios facultativos, y para cada uno tuvo su tacha correspondiente. Como desde el primer instante puso el pensamiento en usted, todo le parecía poco. ¡Ya lo creo! Pero ella erre que erre, viendo cómo su madre se iba postrando, aventuróse, y felizmente le salió bien el intento. Verdad es que no hay modo de resistir el don de Dios que tiene esa criatura. Lo demás ya lo sabe usted. Sobre la mesa ha visto los medicamentos heroicos que dispuse al abandonar mi sistema, que para maldita de Dios la cosa han servido, si no es para infestar la casa. Conque, usted dirá.
-Pues digo, señor don Lesmes, respetando siempre su autorizado dictamen: primero, que la enferma tiene una pleuroneumonía agudísima; y segundo, que sin uno de esos cambios súbitos, inesperados e inexplicables de la naturaleza, que ustedes llaman milagros, la enferma se muere.
-¿Cómo que se muere? -exclamó don Lesmes asombrado.
-Antes de dos horas.
El pobre cirujano, que quería mucho a doña Marta, se llevó las manos a la cabeza, diciendo al mismo tiempo con voz plañidera:
-¡Y yo que he estado entreteniéndole a usted con relatos del otro mundo!
-No le remuerda por eso la conciencia, señor don Lesmes -díjole el doctor con afabilidad-; lo único que podía disponerse, lo dispuse en la alcoba de la enferma. Aquí me ha dicho usted que lo relativo a su última voluntad está ya hecho. Ni un solo minuto ha perdido la ciencia desde que yo he llegado a esta casa.
Al decir esto el doctor, se oyeron en la sala pasos acelerados y sollozos comprimidos; se abrió la puerta del gabinete, y Águeda se lanzó dentro.
-¡Mi madre se muere -exclamó con un acento que sólo cabe en un alma acongojada por el mayor de los dolores.
El doctor y don Lesmes se levantaron precipitadamente y acudieron a la alcoba, no antes que Águeda.
El cura se vestía, acelerado, la sobrepelliz, y don Sotero le ayudaba; la niña, a quien despertaron los lamentos de Águeda y el ir y venir de las gentes, estaba aterrada y como presa de una espantosa pesadilla. Por consejo del doctor la sacó de allí don Lesmes. Las sirvientes de la casa iban llegando de puntillas y se apiñaban en la penumbra del gabinete, contemplando con asombrados ojos la triste escena que alumbraban las luces de la alcoba.
El doctor pulsó a la enferma, la levantó los párpados inertes, hizo, en fin, cuanto es de rúbrica en casos tales, y se retiró lentamente como diciendo: «Esta vida se acaba». Entendióle así el cura, y se dispuso a administrar a la moribunda el último sacramento con que la Iglesia ampara a los que expiran en su fe. Águeda cayó de hinojos ante el Crucifijo.
La cara de doña Marta se iba desfigurando por instantes. Lo rojo se trocaba en amarillo térreo y polvoriento; la nariz se afilaba; los ojos se hundían en sus cuencas, circuidas de una sombra plomiza; dibujábanse bajo la piel descarnada los pómulos y las mandíbulas, las ansias del pecho crecían, y el aire sonaba en él como si se agitara en la rugosa cavidad de un odre reseco.
Terminada la imponente ceremonia, el cura tomó otro libro que a prevención traía, y comenzó a leer con voz vibrante y solemne las oraciones para la recomendación del alma: acto más conmovedor aún e imponente que el anterior. Entre éste y el sepulcro, aunque cercano, cabe una esperanza de vida para el ungido; el otro tiene lugar sobre la fosa abierta, cuando el alma, desprendiéndose de su cárcel de barro, toca ya al pie de las gradas del Tribunal cuya justicia no se tuerce y cuyos fallos se cumplen por los siglos de los siglos.
A las palabras del sacerdote contestaban sollozos mal reprimidos. Águeda, decidida a recoger en su corazón el último suspiro de su madre, oraba reclinando su cabeza en el borde de la cama; don Sotero, hundiendo la cara entre las solapas del chaquetón, respondía en latín al cura.
Excuso decir que el doctor no se hallaba presente rato hacía.
Transcurrió otro no muy largo, y el cura leyó:
-¡Requiem aeternam dona ei, Domine!
El estertor de la moribunda cesó por unos instantes, luego se oyó un quejido profundo y angustioso, como la explosión de un gran esfuerzo.
-¡Requiescat in pace! -dijo el cura.
Al mismo tiempo lanzó Águeda un grito desgarrador, y se abrazó al cadáver de su madre. Los sollozos, hasta entonces comprimidos, trocáronse en llanto ruidoso: moviéronse en desconcertado tropel las figuras vivas del triste cuadro alrededor del fúnebre lecho... y yo dejo aquí los pinceles, lector, declarando, en alivio de mi conciencia, que ni uno solo de los tristes pormenores apuntados en este capítulo son de rigurosa necesidad en la presente historia. ¡Mira tú si hemos perdido el tiempo!
- III - : El sobrino de su tío
Macabeo pasó la noche como un perro fiel a la vera de su amo. Ni siquiera se acercó a la lumbre para secar su ropa, ni se acordó de que no había cenado, ni el cansancio de la pasada caminata le pidió su medicina de sueño. La agonía de la señora, el dolor de sus hijas y el intento de servir de algo en aquellas tan largas horas de desconsuelo le absorbían la atención, y lloró como chiquillo cuando los lamentos de las huérfanas y de los criados hicieron saber que el temido infortunio se había consumado. Después hincó sus rodillas en el duro suelo, y oró por el alma que estaba ya en presencia de Dios.
Calentaban los rayos del sol cuando el doctor bajó al portal con las polainas ceñidas y las espuelas calzadas; y ya Macabeo le aguardaba con el garrote en la mano, el caballo ensillado y el capote sobre el arzón. Con el desvelo y las lágrimas vertidas, tenía el pobre hombre los ojos como puños.
El doctor le miró con interés; y conociendo por las señas lo mucho que había padecido y lo poco que había descansado, diole unas palmaditas en el hombro, y le dijo entre grave y chancero:
-Lo dicho, Macabeo: no sabes tú mismo lo que vales.
-¡Ni me lo miente, señor! -respondió Macabeo-; que cuando anoche andábamos en esas y otras tales, la señora estaba, aunque mal, entre los vivos; ¡mientras que a la presente!... Conque ¡arriba con el cuerpo, antes que el calor apriete!
Dijo esto asiendo con una mano el bocado del jamelgo, y con la otra el estribo del mismo lado, para que montara el doctor, y hasta creo que para que no le viera éste hacer pucheros.
Montó el doctor; y al ver que Macabeo se disponía a acompañarle, prohibióselo terminantemente:
-No lo consiento, amigo -le dijo- Ni te necesito, ni aunque te necesitara lo consentiría.
-Tengo orden de acompañar a usté -insistió Macabeo.
-Y yo dispongo -replicó el otro- que descanses de las fatigas de esta noche. Conque lo dicho, y daca la mano.
-¿Para qué, señor?
-Para que la estreche la mía... Veamos, hombre; y cuenta que no lo hago con todo el mundo.
Como Macabeo vacilase, añadió el doctor sonriendo:
-Te aseguro que no quema, ni huele a azufre.
Atrevióse Macabeo, y dijo, mientras cruzaba su mano callosa y morena con la fina y blanca del doctor:
-¡No iba yo tan allá con el recelo, caráspitis!, sino que bien sabe Dios que más certera la hubiera querido yo anoche.
-También yo, buen Macabeo; pero el trance era apurado, y yo llegué tarde. Ahora ábreme la portalada, y hasta la vista.
-¡No quiera Dios que con igual motivo sea! -murmuró Macabeo, dirigiéndose a complacer al doctor.
Salió después a la calle para indicar a éste la dirección que debía seguir para llegar sin extravío al camino de la sierra.
Apenas el doctor se perdió de vista, después de doblar el ángulo de una callejuela entoldada de bardales, apareció en ella un muchacho alto y desgarbado, con los labios muy gruesos, las cejas espesas y corridas, la tez morena, los pies anchos, planos y en escuadra, las piernas largas y desmadejadas y cargado de hombros. Vestía traje de buen género, no mal hecho, pero muy mal colocado. Por el garrote que llevaba en la mano, lo sucio de sus zapatos, lo reluciente del rostro y el andar inseguro y despeado, se conocía que traía hecha larga jornada.
Reparó en él Macabeo, y exclamó, dando un garrotazo en los morrillos de la calleja:
-Esto sólo me faltaba hoy, ¡caráspitis!... ¡Si lo digo yo!, cuando el año está de piojos, no hay que mudar la camisa.
-¡Hola Macabeo! -gritó al mismo tiempo el caminante, blandiendo el palo sobre la cabeza-. Acá estamos todos, y ¡viva Valdecines! ¡Dios!
-¡Mal rayo te parta, animal de bellota! -murmuró Macabeo; y luego dijo en alta voz-. El demonio me lleve si me acordaba más de ti que de la hora en que me han de enterrar.
-Se estima el aprecio, hombre -respondió el otro, ya junto a Macabeo, con su voz encerruna.
-Pues mira. Bastián: naide te espera en el pueblo.
-Lo sé; pero yo he venido porque quería venir, ¡Dios!, y el que no me vea de buen ojo, que le cierre.
-¿Dónde has pasado la noche?
-En Perojales, tan guapamente. Caía la tarde cuando llegué; amenazaba el trueno y díjeme: «no paso la hoz». Narices tuve, porque aquello fue de lo poco que se ha visto.
-¡Qué lástima, hombre!
-¿De qué, Macabeo?
-De que te hubiera cogido la tormenta en aquella santimperie.
-¡Eso digo yo! Una desgracia sucede en un credo; y luego... ¡Dios!... esta mañana madrugué, y aquí me tienes.
-¿A pie has venido?
-Desde el tren, tan guapamente. El ahorro me sirvió para el pienso de anoche, y aún me queda grano para lo que yo me sé.
-¡Y también yo, caráspitis!... ¿Por qué no pasaste la hoz?
-¡Otra te pego!... ¿No te lo he dicho?... Porque olí la quema.
-¡Por vida de la nariz!... Pues mira, Bastián: tu tío no te espera.
-De voto de mi tío, no saldría yo de Santander hasta que pudiera entrar en Valdecines hecho un caballero. ¡Mira tú si es fantasía de hombre!... Conque, ya hablaremos, que voy a verle.
-¿A quién?
-A mi tío.
-No está en su casa.
-¿Pues en dónde está?
-Aquí.
-Entonces, subiré...
-No se le puede ver ahora.
-¿Por qué?
-Porque... Pero, alma de cántaro, ¿tú no sabes lo que pasa?
-Ni pizca, Macabeo.
-¿No has oído las campanas?
-Sí que las he oído; pero la verdá, no se me ha ocurrido preguntar por quién era el toque. ¿Quién se murió, Macabeo?
-Doña Marta.
-¡Dios! ¿Cuándo?
-Anoche.
-¡Dios! ¿Y de qué, hombre?
-¿Y a ti qué te importa?
-Es de razón, Macabeo; maldito lo que...
-¡Conque, figúrate la falta que haces acá, Bastián!
-Más de lo que tú piensas, Macabeo.
-La de los perros en misa... Vuélvete, Bastián, por donde has venido... ¡Cuando yo te lo aconsejo!...
-Hombre, y a ti, ¿qué te va ni qué te viene con que yo me vaya o me quede? ¡Pues me he dado flojo trote desde ayer para que, sin más ni más, tome el consejo tuyo!... ¡Dios! ¡Vaya con el consejero de chanfaina!
-Miro por ti, Bastián... y por último -añadió Macabeo en un cambio súbito de humor-, ¡que te quedes o te marches, o te parta un rayo por el medio, no se me importa una alubia!
Esto dijo y se encaminó a la portalada, aunque no llegó a abrirla. En cuanto a Bastián, se encogió de hombros por toda despedida de Macabeo, y echó calle abajo. Pasó luego por otras, también formadas por tapias de huertos y solares, cuáles revestidas de hiedra, cuáles exhalando la fragancia delicadísima de la ya florida madreselva; atravesó dos corraladas abiertas; ladráronle otros tantos perros, y entró, por último, en una casa que no era la de su tío.
Macabeo, que le había seguido con la vista desde lejos, exclamó entonces, hiriendo otra vez el suelo con su garrote:
-¡Caráspitis!... ¿No lo dije? ¡Anda, perro... gandul!... Pero no tienes tú la culpa, sino la... ¡Si no fuera por respeto a lo que está pasando aquí, y a lo mucho que me duele!... ¡Caráspitis, recaráspitis!
Y así entró en el corral, apaleando las piedras, y cerró los portones con estrépito.
- IV - : La raza
Decían las gentes de Perojales que los Peñarrubia eran como los vencejos: aparecía uno, arreglaba el nido, formaba una familia y desaparecía con ella, sin saberse adónde ni por qué. Al cabo de los tiempos, volvía un nuevo Peñarrubia, restauraba el caserón de abolengo y etc. Así hasta nuestro doctor.
Todos los de Peñarrubia, según la tradición perojaleña, parecían fundidos en un mismo troquel. Todos eran misteriosos, huraños, poco afectos a la tierra nativa, y señaladamente irreligiosos. Esa cualidad era la que podía llamarse, como ninguna de las otras, el sello de raza. De manera que no tenían número las horrendas historias y los pavorosos relatos que, a propósito de la insigne familia, pasaban de padres a hijos entre el vulgo del país, gente sencilla y cristiana y, por contera, suspicaz y maliciosa.
Apenas hay aldea en la Montaña que no tenga su Casa correspondiente; casa infanzona y de prosapia, no siempre rica, pero muy a menudo tan rica como empingorotada. Esa casa pertenece al pueblo, como el son de las campanas de la iglesia, como la fama de ciertos frutos peculiares a su suelo, la de la altura del monte comunal o la de las truchas del río; y no porque provee de pan a los menesterosos, de consejos a los atribulados, de cartas a los que se van, de padrinos a casi todos los recién nacidos, y hasta de materia de difamación a los ingratos y malévolos, sino por cuestión de vanidad. Que diga un montañés: «¡Los Cuales de mi pueblo! Gran casa, gente de lustre, de mucha hacienda y de buena entraña». No faltará quien replique, royendo la colilla y echándose sobre el palo: «No diré que no; pero ¡cuidado con los Tales de mi lugar! Nada les debo, la verdad sea dicha; pero sin ofensa de nadie, donde está esa casa, que no alce ninguna chimenea. En punto a posibles y señoríos, reyes pueden entroncar con ella, y saldrán muy honrados».
Pues Perojales es la excepción de esta regla. «¡Los Peñarrubia! -dicen allí-. ¡El demonio que cargue con todos ellos! Ni un canto les deben estas callejas, ni un maquilero de borona los necesitados, ni una cabezada el nombre de Dios, ni los buenos días los hombres de bien. Si ese palación se arrasara, los males de este lugar daban fin y remate».
Sobre lo que haya de disculpable en este deseo, y de cierto en los corrientes relatos, no he de hablar yo aquí una palabra. Mi jurisdicción no alcanza más allá de los Peñarrubia de mi cuento, y de ellos voy a tratar sin nuevas digresiones.
El padre del doctor a quien conocemos llegó al caserón solariego en lo más crudo de una invernada que dejó nombre en los fastos montañeses. Acompañábanle su señora, muy próxima a dar a luz el primer fruto de su matrimonio, un médico viejo y la necesaria servidumbre. Según unos, venían de las Indias; según otros, del infierno; y esta opinión fue la más aceptada, teniéndose en cuenta que los señores entraron en el pueblo entre rayos y centellas, y pisando una capa de nieve de media vara de espesor.
A los pocos días llamó el señor al párroco para advertirle que por la tarde enviaría su hijo primogénito, recién nacido, para que le bautizara. Serían padrinos el médico de la familia y la Iglesia. Se le pondrían los nombres de Augusto, César, Juan, Jacobo y Martín.
Así se hizo. Una sirviente llevó el niño debajo del chal, y el médico le acompañó. Pagó éste los seis reales justos de derechos del cura, y dio cuatro cuartos a los muchachos ayudantes. Sentóse la partida de bautismo en los libros parroquiales; recogió el padrino una certificación de ella; pagóla según rezaba el arancel, ni ochavo más ni ochavo menos, y agur del alma.
Mientras la señora se reponía, su marido, como si en ello cumpliera un precepto tradicional en los de su casta, hizo algunas reparaciones en las entrañas del caserón, no costosas ni de buena gana; y transcurrido un mes, desapareció la familia Peñarrubia con todos sus sirvientes y adherentes, cerrando los portones, que no habían de volver a abrirse en muchos años.
Nuevos comentarios: si se los llevó el demonio, o si se fueron a ejercer por el mundo sus malas artes. A mí me toca poner en claro la duda.
El misterioso personaje venía, en efecto, de otro mundo, cuando apareció en su pueblo natal. Había ido a Méjico con una comisión oficial, tan honorífica como lucrativa; y allí se casó con una mejicana. Era ésta, como casi todas las de por allí, muy devota y muy indolente; pero tenía buena dote; y su novio, de anchas tragaderas en materias religiosas, puso enfrente de ambos defectos (que a sus ojos eran a cual más gordo) la virtud de las sonoras macuquinas de la dote, y halló que se podía vivir en tan mala compañía con tan buenas protectoras. En cuanto notó síntomas de primogenitura, activó las hasta entonces descuidadas comisiones, y se trajo a España la mujer y las talegas de su dote. Detúvose en Madrid el tiempo necesario, y vínose a la Montaña con el intento que le hemos visto realizar.
Cuando dejó su casa solariega, volvió a Madrid. Allí se estableció definitiva y ostentosamente, a expensas de lo propio y de lo aportado al matrimonio por la mejicana. A decir verdad, las rentas de todo ello no alcanzaban a sostener el lujo de que se rodeó el vanidoso Peñarrubia; y hubo que comer de la olla grande, como dicen en mi tierra.
En medio de este fausto corrieron los primeros años de la vida de nuestro doctor.
Como la mejicana era devota, cuidaba de enseñar al rapazuelo piadosas leyendas y muchas oraciones; mandábale a la iglesia, y le cargaba de medallas y escapularios. Pero como también era indolente, no hacía maldito el caso de la doctrina que le imbuían el cochero, el ayuda de cámara, los marmitones y toda la legión de tunos que pululaban en aquella casa al amparo de la vanidad de su marido y de su propia dejadez.
Corrieron cinco años más, y con ellos lo mejor del caudal de la mejicana, que acabó por morirse, sin poder incomodarse con los despilfarros de su marido y las crecientes rebeldías del primogénito, muchacho, a la sazón, de diez años, sin conocer todavía la O, aunque le sobraba despejo natural.
No sé si por el bien de éste o por librarse su padre del único cuidado que sobre sí tenía, púsole bajo la férula de un instructor de su gusto, con encargo de que, por de pronto, le domara, y después le enseñara lo que mejor le pareciese, ajustándose en lo posible a las inclinaciones libérrimas del educando.
Pronto conoció el joven Peñarrubia que eran inútiles sus protestas contra la esclavitud a que se le había sometido. Hallábase como potro cerril, entre la espuela del padre y el freno del preceptor, y bajo el peso de cinco asignaturas. No podía moverse sin sentir, o el hierro que le espoleaba, o el hierro que le detenía. Resolvióse a llevar la carga del mejor modo posible, y acabó por aficionarse a ella. Estaba domado, y se le puso en libertad completa. Así pudo tomar en el campo de la enseñanza el rumbo más de su agrado.
Dicho se está con ello que se lanzó, con los bríos de la juventud, a lo nuevo y a lo cómodo, poniendo todo su empeño en romper trabas, en salvar obstáculos a la carrera y en desembarazar de estorbos a su razón y a sus pasiones, que se llevaban como la uña y la carne, aunque a él no le parecía así. Talento investigador y práctico, diose a las ciencias físicas, y comenzó a escarbar en todas, atento sólo, como trapero en su oficio, a acumular en el cesto de su memoria cuanto coloreaba y relucía, lo mismo el trapo sucio, que el metal sospechoso, que el oro fino.
Con este acopio en las alforjas, sin escogerle ni depurarle, ingresó en la escuela de Medicina, adonde le llamaban sus aficiones, y no tardó en distinguirse entre todos sus camaradas de carrera por sus atrevimientos científicos, con más que puntas y ribetes de materialistas. Por entonces le asaltaron las mientes los recuerdos de aquellos poéticos relatos de su madre sobre la vida futura y los milagros de la fe, cosas tan opuestas a las verdades que el dedo de la ciencia le iba señalando en las páginas que devoraba con creciente avidez; y sin detenerse a considerar si aquellas pequeñeces infantiles y candorosas eran el rayo tibio de la aurora, cuyo otro extremo llega hasta el Sol, foco de la luz y del calor del mundo, y pálido reflejo y hechura de otra Luz más grande; si con esta Luz por guía y aquel rayo por senda se podría llegar a ver las cosas del revés de como él las contemplaba o, por lo menos, en perfecta conformidad las unas con las otras, arrojó de su memoria con burlesco desdén los candorosos recuerdos que, aunque de flores, parecíanle trabas puestas a su razón soberana, y se entregó por entero a la manía que a la sazón le subyugaba en el terreno de sus investigaciones. Esta manía era buscar el alma, o el punto de su residencia, o siquiera sus huellas, en el cuerpo humano; y no, ciertamente, porque le atormentase la sospecha de que en el suyo no la había, sino por tener la científica satisfacción de exclamar a la postre de sus ímprobas tareas: «¿Ven ustedes cómo todo esto es materia pura?». «¿Se convencen ustedes de que el hombre no es otra cosa que una bestia, con mejor instinto que otras, por obra y gracia de un poco más de fósforo en la mollera?». Por eso no salía del anfiteatro; y allí cortaba, rajaba, pesaba y medía en los cadáveres de sus congéneres, como el ambicioso minero en las entrañas de la tierra, buscando el filón perdido; y luego compraba gatos y perros, y los hacía añicos con el bisturí, y cotejaba sus organismos con el del hombre para convencerse de que entre el uno y los otros no cabía el canto de una peseta.
Cada conquista que el estudiante hacía en estas regiones la aseguraba en su razón con el dictamen del sabio más de su agrado; y así reunió en poco tiempo un caudal inapreciable de atrevidas negaciones, que le crearon una fama ruidosísima en aulas, ateneos y casinos.
En honor de la verdad, debo decir que no era Peñarrubia de los más llevados del aura popular a todo trance. Gustábale como a cualquiera; pero la quería merecida; y por merecerla, recorría y arañaba hasta los sótanos de la ciencia heterodoxa, por cuyas lobregueces llegó al extremo de sostener, a las barbas del Claustro, congregado para ceñirle la amarilla borla, que el pensamiento y la voluntad son funciones cerebrales; tesis que, impresa y repartida con profusión, dio mucho que hablar a las Revistas científicas, a los papeles diarios, y algo que escribir a los Tribunales de justicia, pues por entonces, aunque esto sucedió ayer, como quien dice, el Código penal lo hilaba muy delgado en esas materias.
Que todo este ruido se resolvió en chaparrones de gloria para el atrevido sustentante, no hay que decirlo. La Escuela le otorgó el diploma de sabio, y nadie se atrevió a dudar que lo fuese; nadie sino el mismo glorificado. Porque es de saberse que un hombre que tantas dificultades había vencido con una dialéctica bien manejada, en sus reposadas y tranquilas meditaciones no desconocía que había algo que no se dejaba vencer de sus armas, ni pactaba alianzas con lo fundamental de sus teorías; algo cuya vulgaridad misma hacía más irritante la resistencia. Este algo era el buen sentido, que no contento con reprochar las conclusiones del filósofo, complacíase en hacerle carantoñas y en remedar la voz de su conciencia para decirle, como ella diría si Peñarrubia se hubiera decidido alguna vez a llamar las cosas por sus nombres:
-«Hay fenómenos palpables, cuyas causas, por muy elevadas, no penetrará jamás la razón humana. El conocimiento de esta verdad deja al hombre subordinado a una fuerza superior e inteligente, de la cual es hechura. Pero, como el hombre debe campar por sus respetos y vivir sin cortapisas, unos cuantos sabios y yo hemos convenido en dar por no hecho o no existente cuanto no explique la razón humana, o se oculte a la investigación científica. No toco, no veo el alma, aunque la siento en mí; pues la niego. No concibo al autor de las maravillas del universo, aunque las palpo y soy yo mismo una de ellas; pues le niego. Me repugna declarar que existe un Creador con poder tan asombroso; pues otorgo ese poder y esa sabiduría a la materia vil, al átomo imponderable; es decir, a algo que yo domine y esté bajo mis plantas, y no pueda meterse en mi conciencia para pedirme cuentas del uso que hago de una vida perecedera y de un espíritu inmortal que he recibido, sin saber de quién, pero que, indudablemente, yo no he creado.
»¡He aquí ilustre sabio, toda tu ciencia, desbrozada del fárrago sectario! Ahora, pavonéate con la borla, y embriágate con el incienso de los aplausos».
A las cuales voces cerraba Peñarrubia los oídos, y saltaba por encima del obstáculo, no pudiendo separarle, y continuaba caminando sin volver los ojos atrás, para forjarse la ilusión de que no había en toda la senda un solo guijarro en que tropezar.
Libre, pues, de lo que llamaba el flamante doctor la tiranía del dogma, y con una naturaleza agradecida y saludable. -Veamos -se dijo un día- lo que dura un cuerpo bien tratado.
Y con estos propósitos, esas ideas y aquellos laureles, comenzó Peñarrubia a ejercer su profesión.
En breve te sobraron los quehaceres que ésta le daba, pues a lo popular de su nombre, por los citados motivos, uníase la circunstancia, y no fuera justo callarla, de que en el arte de curar pocos le igualaban y no le aventajaba ninguno. Pudo elegir, entre lo mucho, lo mejor, y se hizo médico de ricos. Pocas visitas y bien retribuidas; y como tenía cosas también, porque su carácter era abierto, desengañado y hasta zumbón, logró en muy pocos años que los enfermos le visitaran a él, siempre que les fuera posible y, por de contado, no pasar una mala noche, aunque le llamaran para asistir al Preste Juan de las Indias.
Los periódicos celebraban a menudo sus milagros; las Academias científicas le abrían sus puertas de par en par; y en los procesos de ruido jamás faltaba su dictamen inapelable; y, por último, usaba carruajes de su invención con caballos de fantasía y cocheros de Guinea.
Ya para entonces era huérfano; y del caudal de sus padres sólo llegaron a él las rebañaduras de lo de Méjico y el solar de la Montaña, contratiempo que no le afligió gran cosa, porque con lo del oficio le sobraba para darse buena vida y acopiar para el invierno. No era tentado de la codicia, ni siquiera de la vanidad. Su complexión robusta y su carácter campechano le tenían a cubierto de todo género de tiranías, incluso la del amor.
La única mujer que lo esclavizó un tanto fue una viuda joven, a quien asistió durante una larga aunque no grave enfermedad. Era afable, ingeniosa y muy linda; dejóse arrastrar dulcemente hacia ella; y sin que pueda decirse quién amansó a quién, la viuda reclamó un día un nombre para el primer fruto, ya en flor, de sus mutuas simpatías de puro entretenimiento; pero no era hombre de malas entrañas y, en buena justicia, la reclamación de la viuda era pertinentísima. Declarólo así, y amparó a la querellante con su nombre, llevándosela a su casa después de formalizado el matrimonio.
No fue la cruz de ésta muy pesada para el doctor, pues con toda su ciencia, no logró averiguar si fue viudo antes que padre: ¡tan unidos anduvieron el suceso feliz y el desgraciado!
Lo que vino al mundo al salir de él la infortunada compañera de Peñarrubia fue un niño, a quien se puso el nombre de Fernando. Una alcarreña le amamantó; luego le zagaleó un muchacho, y un mozo de pelo en pecho le acompañó en sus juegos y travesuras. Su padre le curaba las indigestiones y le prescribía el régimen que más le convenía para ser robusto y fuerte; y como a la edad en que a otros niños se les enseñaba el «¿quién es Dios?», ya estaba él cansado de saber que no existía, no tuvo que preocuparse lo más mínimo de esas cosas que cuentan a los rapaces las dueñas impertinentes y las madres aprensivas.
El ejemplo del padre forma el modo de ser de los hijos; lo que éstos ven siendo niños, en el hogar, eso hacen en el mundo cuando hombres; porque lo que piensa, lo que dice y lo que hace un padre, siempre es lo mejor en concepto del hijo que a su lado crece, mayormente si lo que piensa, lo que dice y lo que hace el uno halaga los instintos irreflexivos del otro.
Quiero decir que al modelo de su padre se ajustó Fernando cuando llegó la hora de dejar de ser niño y comenzar a ser hombre, con la ventaja de haber pasado éste como una seda por angosturas en que aquél se vio a punto de salir desollado. Y así tenía que suceder, por la lógica irresistible de los hechos. En el doctor germinaban de vez en cuando, entre los recuerdos de su infancia, las enseñanzas de su madre; en la memoria de Fernando no había semillas de esa especie: nada podía brotar allí en daño de otro cultivo; lo que en el padre fueron dudas, en el hijo, negaciones terminantes. Éste tomó las cosas donde y como el otro las dejó hechas, no sin fatigas ni desvelos. El padre construyó la senda; el hijo no tuvo más que caminar sobre ella. Hallábase en aquel terreno como el pez en el agua, convencido de que en otro elemento no se podía vivir. Como no tuvo dudas, no estudió las cuestiones más que por una cara: la de sus simpatías; y así, sin obstáculos ni contradicciones que le detuvieran, antes bien, aguijoneado por el estímulo de los aplausos que nunca faltan a los atrevidos, si por contera son brillantes, como Fernando, llegó éste a ser en Madrid una de las glorias militares de la secta que preparó en España el actual desbarajustado filosofismo que tanta saliva ha costado y ha de costar, sin que sus propios adeptos se convenzan de que bien pudiera estudiarse a fondo lo de casa antes de proclamar como inconcluso lo de fuera. Pero es achaque muy viejo en el libre examen al empeño de contradecirse, no examinando sino lo de su gusto.
Una cuestión de etiqueta separó al doctor Peñarrubia del cuerpo profesional a que pertenecía en la Escuela; otro asunto de parecido género, relacionado con ella, fue causa de que se decidiera a ahorcar los libros y retirarse a vivir tranquilamente a expensas de lo ahorrado. La prensa, metiéndose, como siempre, en todo lo que no le importa, empezando por lamentarse del suceso, en nombre de la doliente humanidad y de la gloria de la ciencia, concluyó por llamarle ingrato, y hasta por poner en duda el derecho con que un hombre semejante hacía lo que le daba la gana. Pero el doctor supo reírse grandemente, así de los sahumerios como de las reconvenciones de esa oficiosa intercesora; y aprovechó los días en que el debate se hallaba en su grado máximo para hacer un viaje a la Montaña y visitar su casa solariega. Le encantó el país, no le disgustó el solar, vio que podría realizarse allí el proyecto que tenía meditado, y se volvió a Madrid para liquidar sus cuentas con el mundo a que hasta entonces había pertenecido.
Pocos meses después, y bien pertrechado de cuanto un hombre de sus necesidades podía apetecer en la soledad, se estableció en la Montaña con el firme propósito de no salir de ella jamás.
Desde aquel rincón del mundo fue siguiendo paso a paso los de su hijo en la carrera que éste emprendió al dar él por terminada la suya. ¡Con qué ansia aguardaba en cada año el verano para abrazar al estudiante y tenerle algunos meses a su lado! Desde que había arrojado de sí el amor a la gloria, todo su corazón le ocupaba Fernando. ¡Con qué avidez observó las primeras evoluciones de su talento en el espacio de las ideas! ¡Con qué orgullo le veía más tarde batir las alas y cernirse descuidado en la región de las tempestades! Lo que no aseguraré es si al doctor le entusiasmaban, a la sazón, lo mismo la fuerza y el valor de su hijo, que el rumbo que llevaba; sólo Dios y él saben si alguna vez se estremeció viéndole tan atrevido; porque también en los sabios cabe el absurdo de romper los diques por sistema, y asustarse luego al contemplar los estragos de las aguas desbordadas. Pudiera ser Peñarrubia uno de estos sabios imprudentes. Si lo fue, no lo confesó entonces; dato que nada resuelve tampoco, pues de sabios es también soplar en el fuego de una consecuencia que les horroriza, por respeto a los principios que proclaman.
Vivía, entre tanto, en su casa solar, sin trato alguno con las gentes del país. Si paseaba, a pie o a caballo, hacíalo por montes y campos solitarios, o dentro de sus propios dominios, en los cuales se entretenía mucho cultivando el arbolado y las flores. En su cuarto de estudio pasaba largas horas, ya con sus libros y papeles, ya haciendo experimentos de física o de química, ya in anima vili, para todo lo cual contaba con una hermosa colección de aparatos en su gabinete, y con un corral bien provisto de víctimas de pluma y de pelo.
Sabían algo de estas matanzas y de aquellas brujerías los vecinos de Perojales, y como se trataba de un Peñarrubia que, como todos los de su casta, nunca iba a misa, ni quería tratos con ningún cristiano, y además se veían por las vidrieras de sus balcones en ciertas noches luces muy raras, algunas de las cuales se escapaban en un rayo verdoso, largo, largo, largo, que llegaba hasta el campanario, a cuyo resplandor salían bufando todas las lechuzas de la iglesia, como si el diablo las llamara a capítulo, y otras veces se oían en el palacio, entre el cacareo de las gallinas y el aullido lastimero de algún can sacrificado, inexplicables estampidos, no quedó la menor duda de que el último de la raza de aquellos señores misteriosos y abominables, era el mismísimo demonio. Pusiéronle por nombre Pateta, y aunque eran bien corridas sus habilidades de médico, ninguno de sus convecinos las solicitó jamás, teniéndolas por cosas reprobadas por la ley de Dios. De otros pueblos tan lejanos, donde la fama del doctor no olía tan mal como en Perojales, acudieron muchas veces en busca de su ciencia; pero siempre se resistió a prestarla. Tengo para mí que su mayor pesadumbre consistió en no poder extender por toda la provincia la fama que tenía en Perojales. Así hubiera vivido completamente aislado y a su gusto.
Diez años iban corridos de esta suerte, cuando nosotros le vimos en la hoz acompañado de Macabeo.
Y ahora que conocemos a los pájaros, digamos cuatro palabras del nido.
Era éste, y debe ser aún si no se ha desplomado en pocos años, un edificio cuadrado, más alto que ancho, con un torreón agregado en el ángulo del norte, y de mayor altura que la casa. Álzase este conjunto, pesado y ennegrecido por el tiempo, en el centro de una meseta de suave acceso por todas partes, y a un cuarto de legua del caserío más próximo. Una viejísima y sólida muralla, coronada por cortos pilares, circunda el edificio. Entre éste y aquélla, a la parte de atrás, están las cuadras, la leñera y el gallinero. Sobre los pilares de la cerca tiéndese el rugoso tronco de una parra que dirige sus vástagos hacia adentro, donde son sostenidos por un armazón de hierro y madera, sostenida a su vez por altos postes paralelos al muro en todo su perímetro. Fuera de él corre una ancha faja de terreno destinado a huerta y jardín. La parte correspondiente a éste se enlaza por el norte, con un bosque bravío que ocupa toda la vertiente del mismo lado, y algo de las dos contiguas. Lo restante de éstas, así como el espacio de la llanura, no cultivado, es una pradera natural, acá verde y lozana, allá áspera y pedregosa, con grupos de castaños a trechos, árgomas y bardales, tal cual álamo disperso y algún roble solitario; todo ello en caprichoso y artístico desorden, como obra de la naturaleza.
Exornan la fachada principal del palacio un balcón de púlpito sobre el claro ojival de la puerta de ingreso; dos ventanas no grandes, y las armas de la familia debajo de la imposta del desván. Otra fachada es por el estilo; las dos restantes sólo tienen algunos ventanillos en desorden y menguados por respeto a las celliscas del invierno.
De la puerta que abre al patio en la muralla, sale un camino que en el mismo llano de la meseta se divide repentinamente en dos, echando el uno hacia la hoz, y el otro en dirección contraria; caminos que parecen los brazos de aquel gigante, extendidos para cerrar, por los términos de sus dominios, toda salida a la aldea, que le contempla desde allá abajo, a la sombra de la montaña, sobre rústico y fragante tapiz de flores y entre verdes maizales, con el oído atento a las murmuraciones del río, que por detrás de ella se desliza alejándose, como si huyera de manchar sus aguas con las tierras de aquel abominable señorío.
- V - : La familia
Mientras el doctor se acercaba a su casa por el camino de la hoz, por el opuesto subía, con igual rumbo, otro viajero, también a caballo. Hubiéranse hallado frente a frente en lo alto de la meseta, pues casi a igual distancia de ella caminaban, si no lo hubiera impedido un grupo de árboles y malezas que ocultaron al doctor al acabarse el recuesto que iba subiendo poco a poco. Así es que cuando apareció en lo despejado, el otro, sin haberle visto, estaba apeándose en el patio del caserón o, como si dijéramos, dentro del rastrillo de la fortaleza. Era el tal viajero, gallardo mozo, ligeramente moreno, pálido, con el pelo, los ojos y el bigote negros como una endrina, y los dientes blancos como la porcelana; cabeza, en una palabra, de árabe de teatro, hasta con su desdeñosa melancolía. Vestía un elegante y cómodo traje de camino, y a la legua se echaba de ver que no eran las rústicas asperezas de Perojales las que producían tantos refinamientos y gallardía en una sola pieza.
Llegó el doctor en esto; y en cuanto le conoció, arrojóse del caballo que montaba, no sin que el joven le viera y se lanzara a su encuentro. Abrazáronse estrechamente.
-Pero ¿qué milagro es éste? -dijo al punto el mozo-. ¡Tú viajando!... ¡y a estas horas!
-De vuelta ya... ¿Qué te parece, Fernando? -respondió el doctor sin acabar de desprenderse de los brazos de su hijo, pues no era otro el recién llegado. Luego continuó-: ¿Y qué me dirás cuando sepas que anoche no he dormido en casa?
-¡Eso más, calaverón!
-¡Resabios, hijo de la mala vida pasada!... Pero ya trataremos de esto. Por de pronto, subamos y hablemos, si es que acierto, pues te aseguro que desde que te marchaste, siete meses ha, no he cambiado hasta anoche diez palabras con el género humano, en el supuesto de que no pertenece a él ni mi epicena servidumbre.
Subieron asidos del brazo padre e hijo, como dos alegres camaradas; entraron en la sala de estudio del doctor, único punto de la casa en que éste se hallaba completamente a gusto, por lo cual había reunido en él lo mejor y más útil de las casas de abolengo, y mucho procedente de su casa de Madrid. Quiero decir que abundaban allí los tallados sillones de vaqueta en estrecha amistad con las muelles butacas de tapicería, los cuadros vetustos de familia, interpolados con las flamantes acuarelas, las cornucopias tradicionales, reflejando mal en las empañadas lunas los étagères de caoba y las ménsulas pulidas sosteniendo bustos de sabios de hogaño; y así lo demás. Ocupa la bien provista librería uno de los lienzos de la sala, que era muy espaciosa; y en el centro de ésta había una ancha mesa sobrecargada de libros, periódicos, revistas y papeles de todas clases. En medio de aquel desorden estudiaba y escribía el doctor, y en otra mesita contigua se desayunaba cada día, y muy de continuo comía y cenaba. En invierno, porque la habitación, cuyo suelo cubría una alfombra, estaba muy abrigada; en verano, porque desde sus balcones se descubría un hermoso panorama, y porque era muy fresca con las puertas abiertas a los dos vientos a que correspondían sus fachadas.
Antes de sentarse, dijo a Fernando su padre:
-Supongo que no te habrás desayunado.
-Muy bien supuesto -contestó Fernando-, porque reservaba el hambre para quitarla en tu compañía.
-Delicada fineza, a la cual correspondo almorzando hoy dos veces. Arrastro una indigestión por ti. ¡Mira si te quiero!
Llamó el doctor, y pidió el almuerzo de costumbre para los dos. Sentáronse padre e hijo, y éste dijo al primero:
-A lo que parece, te han tratado bien anoche.
-A cuerpo de rey, hijo. ¡No lo hubiera creído a no verlo!
-¿Por qué?
-Por la fama que tengo en el país..., digo, que tenemos. En virtud de esa fama, lo procedente era darme solimán, y servido con pala, desde lejos.
-¡Qué exageración!
-¿Lo crees así?
-Y lo pruebo con tu mismo testimonio: te han tratado a cuerpo de rey.
-Es que me necesitaban; y además, hay criterios y criterios.
-¿Sabes que estás excitando en alto grado mi curiosidad?
-¿Sí? Pues castigo tu pecado reservando la historia para después. Ahora, hijo mío, hablemos de ti... y de mí..., de nosotros, ¿entiendes?, de nosotros, ¡de lo único que me interesa en el mundo! Quédense sus miserias y sus pompas para las almas piadosas y las cabezas vacías... y, por de pronto, señor doctor, venga esa mano a estrechar la que te ofrece este viejo colega jubilado.
-La mano es poco -dijo Fernando levantándose y siguiendo el humor de su padre-; los brazos quiero, no del colega, sino del sabio maestro a quien respeto y admiro.
-¡Adulador! -respondió Peñarrubia, estrechando contra su pecho al joven-. Esa lisonja te honra; pero al cabo, no pasa de lisonja.
-¡Remilgos, y a tus años! ¿Ahora te da por hacerte el pequeñito?
-O por no consentir en que te desprendas de lo que en justicia te pertenece.
-Ahora me adulas tú.
-Nada de eso. Estoy contentísimo de ti, y éste es el momento más oportuno para decírtelo. Lo mismo lo aprovechara para reprenderte, si, en mi concepto, lo merecieras... ¡Por remate de tu carrera, dos campañas gloriosísimas!... ¡Napoleón sin Waterloo! Fue un hermoso atrevimiento tu tesis doctoral; pero la proeza del Ateneo, por más ruidosa, fue más radiante. ¡Y qué asunto para un orador de tus bríos, en los días que corremos! «La conciencia es una serie de fenómenos en el tiempo...; los hechos materiales y espirituales son producto de una fuerza única; todo se reduce a sensaciones: el milagro es imposible». ¡Magnífico! Te admiré y te aplaudí, dudando si excedió la magnitud de la causa la valentía de la defensa ¡Dígote que honrarás el nombre que llevas o no habrá justicia en el mundo!
-¿Olvidas, lisonjero, lo que pesa ese nombre en la profesión que voy a ejercer?
-¡Vamos, señor modesto, que buenas espaldas tiene para pasearle en triunfo por la faz de la anchurosa tierra!... Te advierto, para tu tranquilidad, que no soy celoso.
-¡Gran virtud!
-¿Te burlas de ella? Pues no abunda.
-Conoces lo que vales, y te juzgas invencible.
-Respeta mi fuero interno, muchacho; que no es oro todo lo que reluce.
Siguió el diálogo todavía un buen rato sin elevarse a cosa de más importancia, hasta que entró en la sala un mocetón, exótico por la traza, con el desayuno pedido, en la amplia bandeja de latón que al oro remedaba por el color y lo reluciente. Sirviéronse mutuamente padre e hijo, en sendos tazones de porcelana, café y leche a la medida de los respectivos gustos; y mientras revocaban ambos con la dorada manteca del país las tibias rebanadas de pan, habló así el viejo doctor.
-Puesto que hemos convenido en que sea hoy para nosotros el día de las grandes claridades, dígote, hijo, que no fui exacto al declarar que estaba contentísimo de ti.
-¿Esas tenemos ahora, padre cruel?
-Sí, hijo descaminado, esas tenemos.
-Y ¿cuál es mi pecado?
-Tus cartas.
-¡Mis cartas! ¿A quién?
-A mí.
-¿Y qué hubo en ellas que te desagradase?
-En las mías te lo dije: demasiada formalidad: algo como propensión a la melancolía; síntoma de un cambio de carácter que no me agrada. Prefiero el desenfado y la despreocupación que te han acompañado hasta ahora. Esto revela equilibrio en los humores; lo otro acusa un malestar peligroso... Entiende que te quiero despierto y profundo; pero no sabio y quejumbroso.
Fernando se echó a reír, y luego dijo:
-¿Todavía insistes en ese tema?
-Todavía.
-Pues yo insisto en que te vas haciendo viejo.
-¿Por qué me juzgas aprensivo?
-Y hasta visionario.
-¿Quieres que leamos algunas, y las cotejemos con las de tiempo atrás?
-¡Vea usted lo que son estas eminencias fuera de su especialidad! Mortales de tres al cuarto. ¿Olvidas, doctor ilustre, lo que tantas veces has alegado a la cabecera de tus enfermos, por causa mediata de determinados padecimientos? ¿Olvidas, en fin, que los años no pasan en balde?
-¡Los años... y acabas de cumplir veinticinco!
-Por eso no juego al trompo como cuando tenía diez.
-Pero podías pensar como pensabas hace ocho meses. Y por cierto que entonces, y en este mismo sitio, te pregunté en vano por la causa del primer síntoma que en ti noté de esa real o supuesta enfermedad. Atribuíla a meditaciones propias de las tareas a que te dedicabas en aquellos días, o a la nostalgia de la corte; y no di importancia al fenómeno. Pero fuiste a Madrid, saliste airoso del empeño del doctorado, y más tarde adquiriste un ruidoso triunfo en el Ateneo; y, sin embargo, la tinta de melancolía que dio en empañar aquí tu regocijado semblante, continuó velando las forzadas bizarrías de tus cartas.
De buena o de mala gana, Fernando soltó una ruidosa carcajada al oír esto. Su padre, después de contemplarle unos instantes, le dijo:
-¿Olvidas que soy médico viejo?
-¿Por qué me lo preguntas?
-Porque no me equivoco jamás en achaques de carcajadas.
-¿No acabas de reprenderme por serio y meditabundo? Pues ¿cómo me quieres?
-Franco y desengañado.
-¿Volvemos a la manía? ¡A que acabas por ponerte serio, tú que te ríes hasta de la muerte!
-¿Quieres que te diga la verdad, Fernando?
-¿No es hoy día de decirlas? ¿Por qué me pides permiso?
-Pues óyeme ésta más: desde que te has reído de mis reparos a tus cartas tengo el convencimiento de que no soy visionario.
-¡Verás, doctor obcecado, cómo al fin me haces cojear, empeñándote en que cojeo!
-No es ese mi propósito, sino otro muy distinto... Y, sobre todo, hijo mío, entiende que si muestro tanto empeño en revolver los fondos de tu corazón, no es a título de juez severo, sino de amigo cariñoso. ¡Jamás te perdonaría que me hicieras el agravio de olvidarte de mí en las grandes crisis de la vida!
Como al hablar así se conmoviera un tanto el doctor, Fernando se levantó presuroso y le dio un estrecho abrazo.
-Bien está eso -le dijo su padre dejándose abrazar-; pero no basta... Toma un cigarro de éstos, ¡cosa buena! Los he reservado para ti.
-¡Hola! -exclamó Fernando después de recibir el cigarro-. ¿Apelas al soborno también? A fe que el cebo es tentador.
-Ahora lo veremos... Conque, un poco de resolución, y venga tu conciencia al anfiteatro para que la hagamos la autopsia... ¡y digo! entre dos doctores. ¿Qué más honra puede apetecer la muy pícara?... ¡Ah!, no olvides que soy confesor de ancha manga; ni tampoco que, según oí decir a mi madre (y creo que anda en vigor la ley entre la gente negra), es un pecado enorme el ocultar el más leve en el tribunal de la penitencia.
-¿A qué eres capaz de negarme la absolución sin haberme arrodillado a tus pies, confesor sin entrañas?
-Verás qué chasco te llevas si te arrodillas.
-¡Ea!, pues por arrodillado.
-Perfectamente. Y dime ahora: ¿qué demonio te sucede; qué te pasa? ¿Tienes, como dicen los inocentes trovadores, el corazón cautivo? ¿Existe por allá alguna mujer que te haya hecho pensar que vale el sexo para otra cosa que estudiar en él un ramo de las bellas artes, o la anatomía?... ¿Amas con la pulcra e inmaculada pasión de los Lenios y Ricardos?... No cuadra eso mucho que digamos con tu profesión; pero es la edad, y transigiré... ¿Devórate el impuro fuego de la codicia de la mujer ajena? ¿Es libre, y soltaste por armas de ataque promesas que deseas recoger después de la victoria?... ¡Qué diablo!, no te apures en ninguno de los casos: lances son, hijos legítimos de la pícara condición humana. Su ley y la de las conveniencias sociales son incompatibles; a una de ellas hemos de faltar necesariamente. En la duda, opta siempre, hijo mío, por lo más cómodo, y ríete de los caballeros andantes que te motejen, pues todos son locos en este siglo que corren... ¿No va por ahí el conflicto?... ¿Es de otro género?... ¿Deudas quizás, por el empeño de brillar un poco más de lo que se puede?... Más debe el Gobierno, y es un caballero muy respetable... ¡y eso que no paga! ¿Has jugado? Pasión es que envilece siempre que se juega por el ansia de ganar, pero en fin, no deshonra cuando se juega con lealtad. Lo que deshonra es la estafa; y de este caso de presidio no hay para qué hablar entre caballeros... Sigo investigando con otro rumbo. ¿Sientes eso que llamamos alma soledosa y acongojada? ¿Alcanzóla alguna chispa del fuego divino? ¿Abrúmala el peso de las herejías de toda tu casta? ¿Te sientes llamado hacia la buena senda, por la gracia teológica? Carne flaca somos tú y yo, Fernando, como el más estúpido, y de todo se ha visto... ¡Ja, ja, ja!, ¡qué cara de penitente se te ha puesto!... Una de dos: o me oyes como quien oye llover, o te ha dado el tiro en medio de la conciencia.
-Ni lo uno ni lo otro -respondió Fernando saliendo de la preocupación, o del aburrimiento en que lo habían hecho caer las palabras de su padre-. Te oigo, como debo oírte esa sarta de conjeturas enteramente caprichosa que, por convenir a muchos, no puede interesar a nadie.
-Eso se llama huir del enemigo.
-No, pero capitulo si quieres; y eso, por terminar cuanto antes este ocioso altercado que nos roba un tiempo precioso.
-No es mucho conceder, pero es algo. ¿Condiciones?
-Que me refieras la aventura de anoche..., se entiende, si licet...
-¡Oro molido que fuera, ángel de Dios! Y ¿qué ofreces tú?
-Ponerte la conciencia en la palma de la mano, a su tiempo y sazón.
-No se hable más del caso, y firmemos la paz.
-Con un abrazo -dijo Fernando levantándose.
-Y será el cuarto -concluyó el doctor abrazando a su hijo.
Vueltos a sentar, se expresó de este modo el susodicho Peñarrubia:
-Sábete que ayer, no bien anocheció, recibí con un propio una carta llena de lágrimas. Firmábala una hija, cuya madre se hallaba en peligro de muerte, e imploraba el auxilio de mi ciencia y de mi experiencia para salvarla. La sencillez del lenguaje, la profundidad del sentimiento en él reflejado, la hora, el estado de mi ánimo, o todo esto junto, o una veleidad de mi naturaleza, en ocasiones mal avenida con el rígido aislamiento a que la tengo sometida diez años ha, inclináronme a responder afirmativamente. Mandé ensillar un caballo y púseme en seguimiento del hombre que me había traído la carta... ¡y cuidado que la noche estaba poco seductora! Llovía a mares, y comenzaba a tronar. Cuando llegarnos a la hoz, ¡qué espectáculo, Fernando! Aquello parecía el fin del mundo. Hora y media tardamos en atravesarla. Por fin, llegamos a Valdecines...
-¿A Valdecines?
-A Valdecines. Cierta señora, de apellido Rubárcena, estaba agonizando.
-¿Doña Marta?
-Ese era su nombre. Moríase, por de pronto, de una pleuroneumonía agudísima; y digo «por de pronto», porque sospecho que también la mató la asistencia de cierto romancista que pretende curarlo todo con zaragatona.
-Es decir, ¿que se ha muerto esa señora? -exclamó Fernando.
-A las dos de la madrugada.
-¿Y quien a ti te llamó para asistirla fue su hija?
-Ya te lo he dicho... Por cierto que es una rubia preciosa.
-¡Trascendental suceso! -murmuró Fernando, como si respondiera a sus propios pensamientos.
-¿Y qué sabes tú de eso? -le preguntó su padre con acento de extrañeza-. Pero ahora noto que te llega muy a lo vivo el cuento... ¿Por qué?
-Porque conocía y trataba a esa señora.
-¡Hombre, si dicen que era una beata de todos los demonios!
-¿Y eso qué?
-Que no cabían alianzas entre sus ideas y las tuyas.
-No obstante, la traté mucho, y tuve ocasión de apreciar su buen talento, muy de continuo turbado por hondas cavilaciones.
-¿Y dónde la conociste y la trataste?
-En Santander, adonde la llevó la necesidad de los baños de mar, como a mí.
-¿Y también a su hija?
-Su hija la acompañaba: cosa muy natural.
-¡Demonio! ¿Si irán por ahí las corrientes que yo busco?
-¿Otra vez la manía? -dijo Fernando ocultando mal la preocupación en que había caído-. ¿Acabamos de firmar la paz, y ya quieres romper los tratados?
-Tienes razón -respondió su padre, nada resignado.
-Pues mira -añadió aquél levantándose-, para que no vuelvas a caer en semejante tentación, voy a dejarte solo por un rato. ¿Lo permites?... Considera, implacable doctor, que necesito también descansar un poco de las fatigas del viaje que acabo de hacer.
-Es muy justo. Pero antes de marcharte, y sin que esto trascienda siquiera a intento de revisión de tratados, declárame que en lo de marras no he sido un visionario.
-¿Y eso te satisface, viejo fisgón?
-Por ahora.
-Pues declarado... y lo afirmo con otro abrazo, con el cual serán...
-Cinco, si no erré la cuenta -concluyó el doctor abrazando otra vez al gallardo mozo.
-¿Hasta luego, padre tirano? -díjole éste por despedida, desde la puerta, volviendo el rostro bañado en una sonrisa.
-¡Hasta siempre, hijo mío! -respondió el padre contemplándole embelesado.
- VI - : Don Sotero
De las pocas casas que en Valdecines tenían balcón, una era la de don Sotero; pero entre las de esta categoría, era la más vieja y sucia y destartalada. A un lado se le arrimaba una huertecilla mal cercada y al opuesto una casuca baja, a la cual se adhería otra por el estilo y más baja aún; tanto, que las primeras ramas de un breval que la amparaba por el costado descubierto, cuando se zarandeaban sobre las tejas al menor soplo del viento, no las tocaban. Las tres casas tenían una misma corralada, abierta.
En las dos pequeñas todo era ruido, luz y movimiento, como que en ellas hacían vida común los hombres y las bestias; hasta el punto de que por el mismo sarzo pasaban, para salir por entre las tejas, a falta de mejor chimenea, el humo de la cocina y el tufillo del establo, el mugido de las vacas y las voces de la familia. Las puertas sólo se entornaban, y eso, a las horas de dormir. Abiertas de par en par durante el día, cuanto en los pobres hogares se encerraba, lo ponía de manifiesto el primer rayo de sol que llegaba al pueblo. ¡Tan sencillo y tan escaso era, y tan a la vista estaba! Lo propio sucedía con los pensamientos de las honradas gentes que allí moraban: siempre andaban a gritos en el portal, a merced del primer oído que quisiera apoderarse de ellos.
En la casa de don Sotero todo era silencio, oscuridad y misterio. Su puerta no se abría sino para dar paso, muy rara vez en el día, a alguna persona; y en cuanto a las ventanas, de higos a brevas, dejaban un resquicio entre las dos hojas para que entrara el aire o saliera el polvo de la escoba, si es que allí se barría alguna vez. Cito este contraste como disculpa de que la pública curiosidad no apartase nunca los ojos ni el pensamiento de aquella casa.
Habíala comprado don Sotero, ya muy desvencijada, a la testamentaría de un mayorazgo pobre, y nunca quiso gastar un ochavo en repararla. ¡Así estaba ella! Una cuadra, a la sazón destinada a leñera, tres cuartos sin luz ni ventilación, el estragal y un gallinero debajo de la escalera, componían la planta baja, con suelo de tierra, húmedo y desigual. Una sala con dos alcobas, piezas a las que correspondían la puerta y las ventanas abiertas, en la fachada principal, sobre el balcón que la ocupaba de extremo a extremo, se zampaban los dos tercios del piso. El resto se le repartían una mala cocina y dos o tres alcobas oscuras. Las puertas eran macizas y acuarteronadas, con bisagras de perno, desclavadas y herrumbrosas; los tillos, de castaño apolillado y con enormes rendijas; las paredes dobles, mugrientas y jibosas.
Don Sotero ocupaba una de las alcobas de la sala; y sólo había en ella una cama miserable; una mesita de pino con tapete de bayeta descolorida por el tiempo; sobre el tapete un tintero de estaño con plumas de ave; una Semanilla en pasta resobada y pringosa; un Código penal forrado en papel de planas; un cartapacio hecho de periódicos viejos, y un cabo de vela en palmatoria de hoja de lata. Contra la pared, un armario cerrado; y detrás de la cama, un arcón viejísimo con esquineros y cerradura de hierro oxidado; una silla de paja arrimada a la mesa, y a la cabecera de la cama una pililla de agua bendita entre las cuentas de un rosario, colgado en el mismo clavo que ella.
En esta habitación, y como dos horas después de lo que se refiere en el capítulo tercero, vuelvo a presentárselo al lector, que apenas le ha visto la cara todavía. Sentado estaba en la única silla que había allí, exprimiendo con la pluma los cendales del tintero, dispuesto a hacer números con ella en el sobre de una carta, en el que se leía en letra fina, pero como de mano insegura y trémula: Al señor don Plácido Quincevillas.-Treshigares. Cuando oyó fuertes pisadas hacia la escalera, guardó precipitadamente la carta en el pecho; y como perro que olfatea un peligro, alzó la cabeza; dirigió la vista dura y ponzoñosa hacia la sala, y así se quedó, con los anteojos en la frente descansando sobre el fruncido entrecejo. Esta fue una de las pocas ocasiones de su vida en que don Sotero dio la cara. Natural es que la aproveche yo para copiarla.
Aunque grande, muy grande, parecía que estaba llena de narices y de labios; tan inflada, verrugosa y prominente era la una; tan gruesos, separados y corridos eran los otros. Los ojos y la frente, por pequeños y angosta, ocupaban poquísimo terreno allí; y en cuanto a los dientes, si bien eran largos, muy largos, también eran negros, muy negros, y pocos y mal distribuidos; por lo cual se desvanecían en la oscuridad del antro a cuyos bordes asomaban como las piedras mohosas en las cuevas del zorro. La piel, áspera y verdosa; nada más en su lugar; terreno seco, agrietado e infecundo, entre peñas y bardales.
Entre este hombre, tal cual ahora le contemplamos, y el que hemos visto en casa de los Rubárcenas, no cabe comparación, si es cierto que en la cara y en las actitudes del cuerpo se revelan las condiciones del alma. ¿Cuál era la suya, no pudiendo tener dos? Don Lesmes, eco del vulgo de Valdecines, nos ha dicho que la más mala; el interesado trataba de probar lo contrario con su conducta ostensible. Desde que residía en Valdecines no había atravesado otros umbrales ajenos que los de la casa de Dios y los de la otra en que le conocimos. En la calle no saludaba a nadie. No podía darse hombre más indiferente a cuanto le rodeaba. Decíase, sin embargo, que no se movía una mosca en el pueblo sin que lo supiera él. Cuando entraba en el templo, caía de rodillas junto al presbiterio; y allí, doblado el espinazo y humillada la cabeza, turbaba el silencio de los fieles con el plañidero murmurio de sus rezos y el estampido frecuente de los puñetazos que se pegaba sobre el esternón. Solemnidad religiosa sin que él comulgase coram populo, no se concebía. En ausencias o enfermedad del párroco, él rezaba el rosario en la iglesia, y dirigía el Calvario que andaban las mujerucas, y cantaba las vigilias y las misas de encargo, y ayudaba a otras, y pedía para las Ánimas, cepillo en mano, al salir la gente de la iglesia. Pues a pesar de todo esto y de mucho más, la voz pública le ponía de hipócrita y de bribón, que no había por dónde cogerle. La misma fama aseguraba que no había rastro en el pueblo de un acto de caridad de don Sotero. Éste mostraba una pobreza extremada en los menores detalles de su vida; lo que, según las murmuraciones, se compadecía muy mal con la vida regalona y descuidada que llevaba su sobrino, el cual «sobrino» decía, a cada paso, que gastaba de lo suyo, heredado de su madre. Según las gentes, don Sotero era muy rico y tenía el dinero enterrado en la huerta, o en la cuadra, o quizá escondido entre las latas del tejado. Cómo había adquirido tanto caudal un pobre procurador de aldea, nunca pudo averiguarse en Valdecines; y a ese punto oscuro se enderezaban las historias tremebundas que relataban las gentes, siempre dispuestas a ver detrás de personajes como don Sotero, huérfanas esquilmadas, testamentos falsificados, depósitos desconocidos, y hasta poderdantes emparedados.
Yo, por ahora, lector, ni entro ni salgo. Más adelante, veremos.
Entre tanto, vuelvo a tomar el asunto donde quedó pendiente, y digo que los pasos aquellos se fueron acercando a la sala; y que, por último, apareció Bastián a la puerta de la alcoba, no tan retozón ni estrepitoso como cuando se acercó a Macabeo. Verdad que don Sotero estaba terrible en la actitud en que le hemos visto. Detúvose Bastián a respetuosa distancia, y aún continuó aquél un breve rato con la mirada punzante, fija en los desmayados ojos del muchachón.
Cansábase éste de dar vueltas al hongo entre sus manos y de atusarse el pelo, cuando el otro, soltando la pluma, después de limpiarla sobre la haldilla de su chaquetón, le dijo con voz preñada de iras y menosprecio:
-Tan bruto eres, que una sola cosa medio acertada que has hecho en tu vida la has hecho por casualidad.
Asombrado quedó el gaznápiro al ver el poco ruido en que paraba nublado tan imponente. Llenósele de júbilo la caraza y dijo, mientras avanzaba hacia la mesa enseñando todos los dientes:
-¡Tenga usté buenos días, señor tío muy amado!
-¿Oyes lo que te he dicho? -añadió don Sotero, parando a su sobrino con el lanzón de su mirada.
-¡Dios!... ¡ni aunque fuera sordo! -respondió Bastián volviendo a manosear el chambergo. Luego preguntó-: ¿Y se puede saber cuál es la cosa buena que yo he hecho por casualidad?
-Precisamente la que más miedo te daba al ponerte enfrente de mí: el haber venido a Valdecines sin mi permiso.
-Verdad es, tío muy amado, que el venir sin su licencia de usté, dábame acá dentro muchos resquemores; pero de su buen corazón esperaba que tan aina como yo estipulara los motivos...
-Los motivos esos los barrunto y no los trago, por falsos; y en cuanto a los verdaderos, te han de costar a ti disgustos muy gordos, o yo no he de ser quien soy. Digo que sin querer has acertado viniéndote a Valdecines, porque cabalmente estaba pensando yo en mandarte venir.
-Y ¿por qué, tío muy amado?
-¡Menos jarabe, animal, que no cae bien en tu boca! -dijo don Sotero echando por la suya las palabras como latigazos-. Me consta lo que me amas, y mejor te está callarlo, si tienes chispa de vergüenza... Digo que pensaba mandarte venir, porque me convenzo de que es echar margaritas a puercos gastar un ochavo en pulirte esa naturaleza brutal... A ver, date dos pasos por la sala... Párate ahora. Figúrate que pasa a tu lado una persona decente y le haces un saludo... Es una señorita, y te sonríes al mismo tiempo... ¡Cierra esa boca, pedazo de bestia!
Bastián iba ejecutando como un recluta las órdenes de su tío; tan desatinadamente, que éste se tapó los ojos por no verle al decir las últimas palabras que hemos transcrito.
-¡Basta, basta! -añadió.
Su sobrino, encogiéndose de hombros y con las manos en el bolsillo del pantalón y el sombrero encasquetado, volvió a la puerta de la alcoba y allí se plantó.
-No sirves, Bastián..., ¡no sirves! -exclamó don Sotero cuando se descubrió los ojos y volvió a mirar a su sobrino.
Éste, asombrado del dicho, replicó en el acto:
-¿Qué no sirvo? ¡Dios! Y ¿para qué no sirvo, si se puede saber?
-Para tu felicidad, para la mía..., para realizar los propósitos que me han costado tantos desvelos y tanto dinero... ¡y tanta comedia!
-En lo de la comedia y los desvelos usté se entenderá, si a mano viene; respective al dinero, de lo mío gasto.
-¡De lo tuyo..., de lo tuyo, zanguango! -dijo don Sotero con la misma cara que pondría si le sacaran una tira del pellejo-. ¡De lo tuyo! ¿Dónde lo ganaste? ¿De dónde te vino?
-De la herencia. ¿No me lo ha dicho usté cien veces?
-Para que lo divulgues, animal; no para que me lo cuentes a mí. Tú no tienes un ochavo, sábelo bien; ni yo tampoco lo tendré si no te corto las alas que en mal hora te di.
-¿Y por qué me las dio usté?
-Porque esperaba que sabrías volar con ellas; porque pensé que la garlopa de la educación llegaría a pulimentar tu madera, por ingrata y dura que fuese. Por eso te envié dos años hace a la ciudad; por eso te tuve allí hecho un paseante en corte, recibiendo al mismo tiempo enseñanzas que no te han cabido en la cabeza.
-¿Y para qué se empeñaba usté en esos imposibles?
-Ya te lo he dicho, bárbaro; para hacer de ti un hombre capaz de llevar a cabo mis proyectos.
-Pues si se han de lograr dándome a mí tormento en la ciudad, téngalos por finiquitos.
-¡Nunca!
-¿Quiere decir que he de volver allá?
-¡Jamás!
-Pues no lo entiendo.
-Ni lo necesitas. Lo que has de saber es que desde anoche acá, las cosas han cambiado, y que, tal como eres, haces aquí mucha falta... Por eso acertaste en venir hoy, aunque, viniendo, creyeras que obrabas mal... ¿Dónde has estado desde que llegaste?.... porque tú llegaste hace dos horas.
Atarugóse aquí Bastián, y respondió balbuciente:
-Esperando a que usté saliera de casa de la difunta.
-¿En dónde?
-Por ahí.
-¡Mentira!
-¡Dios!
-¡Es preciso que renuncies para siempre a esa inclinación maldita, o te ha de quedar memoria de mí! Desde hoy no darás un paso en el pueblo sin que yo te lo aconseje.
-¡Pues me voy a divertir!
-Es que no trato yo de que tú te diviertas, sino de sacar el jugo, a todo trance, al caudal que me cuestan estas cosas.
-¡Estas cosas!... Siempre está usté con «estas cosas» al retortero; y el demonio que le entienda. ¡Dios! Hable claro de una vez aunque reviente, y medraremos.
Miró don Sotero de alto a bajo a Bastián con un gesto que se resiste a toda pintura, por lo mezclado que anduvo en él lo feo con lo duro, lo irónico, lo amenazador y lo depresivo, y díjole al fin:
-No olvides lo que te he encargado: ¡desde este momento ni un paso tuyo en Valdecines sin que yo le conozca y le autorice! Hay que aprovechar ¡hasta los minutos! Esto es todo lo que te importa saber. Y ahora pedazo de bruto, lárgate de ahí a mudarte esa ropa.
Bastián se dio media vuelta, atravesó la sala de dos zancadas, y entró en la alcoba frontera a la de don Sotero, exclamando al cerrar con ira la desvencijada puerta:
-¡Dios!..., ¡qué hombre!
El tal, cuando se vio solo, sacó del bolsillo la carta que había guardado al acercarse Bastián; tornó a humedecer la pluma en los cendales del tintero; hizo algunos números en la parte no escrita del sobre; luego se entretuvo en despegar el sello, que guardó cuidadosamente entre otros que tenía envueltos en un papel dentro del armario y, por último, rompió la carta en pedacitos muy pequeños, que aún subdividió en otros casi microscópicos.
-¡Que aguarde la respuesta! -murmuró sonriéndose.
Volvió a sentarse, y del cajón de la mesa sacó un libro que, según rezaba el tejuelo de la tapa era de cuentas de su «Administración de las rentas y aparcerías de doña Marta Rubárcena de Quincevillas»; y antes de abrirle, llamó muy recio desde la puerta de la alcoba:
-¡Celsa!
Y al punto apareció en la sala, arrastrando las chancletas, una mujer, ya de años, con no pocos remedos, si es que no era fiel trasunto de aquella piadosísima Pipota, consejera y buscona del archicélebre Monipodio. Y díjola don Sotero en cuanto la vio:
-Avísame cuando oigas tocar a misa, que hoy no es día de perderla.
Con lo cual, la vieja se volvió a su escondrijo, y el hombre a sus papeles.
- VII - : Águeda
Si la superficie de un dormido lago se transformara súbitamente en pradera verde y lozana, y a un extremo de ella brotaran un bardal espeso aquí; un grupo de castaños allá; dos higueras enfrente; un robledal más lejos; una fila de cerezos delante de un barullo de manzanos y cerojales; una mimbrera junto a una charca festoneada de juncos, menta de perro y uvas de culebra, un alisal hacia el monte... y otros cien adornos semejantes, que el buen gusto del lector puede ir imaginando sin temor de alejarse de la verdad; y luego colocáramos una casita, agazapada debajo de su ancho alero, como tortuga en su concha, al socaire del bardal; otras dos parecidas, a la sombra de las higueras; cuatro o cinco, no mayores, detrás de los castaños; algunas con balcón de madera, aquí y allí compartiendo amistosamente con las más humildes el amparo del robledal o los sabrosos dones de los frutales; otras muchas, y cada una de por sí, arrimadas a la setura, de un solar, o a la pared de un huerto; y en el centro de este ordenado y pintoresco desorden, una iglesia modestísima alzando su aguda espadaña como pastor vigilante la cabeza para cuidar de su disperso rebaño; y, por último, subiéramos al monte frontero, y en una de sus cañadas tomáramos la linfa de un manantial, y la dejáramos descender a su libertad, y arrastrarse a las puertas de este caserío, y murmurar entre las lindes de dos huertos de la mala acogida que se le hiciera en las abiertas corraladas, hasta que después de refrescar las raíces de los álamos cercanos a la iglesia y hacer a ésta una humildísima reverencia que le costara un nuevo rodeo en su camino, se largara mies abajo, entre berros y espadañas, tendríamos, lector discreto, pintiparado a Valdecines. Así está tendido al comienzo de un angosto y no muy largo valle, llano como la palma de la mano; así están distribuidos como en un dibujo de hábil artista, sus caseríos, sus huertos, sus arboledas y sus aguas. Montes de poca altura, pero bien vestidos, y la sierra que conocemos, amparan el valle por todas partes: y se une a otro más extenso por el angosto boquete que da salida al riachuelo que, paso a paso y con la ayuda de otros vagabundos como él, va tomando humos de río.
La casa en que han ocurrido los sucesos de que dimos noticia al lector en el capítulo II es de las más próximas a la sierra. Como la mayor parte de las solariegas de la Montaña, sólo en dos fachadas tiene balcones: al oriente y al mediodía. La corralada, de que también hemos hablado, está delante de esta fachada; la del oriente cae sobre un jardín separado de la vía pública por un enverjado que arranca de la pared del corral y se une por el otro extremo a un muro que, después de describir una curva extensísima, va a soldarse con el otro costado de la portalada, dejando encerrado un vasto parque en que abunda, con inteligente distribución, lo útil y lo agradable.
Dentro de esta casa no se busque el muelle lujo de la ciudad. Holgura, comodidad, abundancia, buen gusto y primores de limpieza, eso sí. Durante el feliz matrimonio de la última de los Rubárcenas con el señor de Quincevillas se hicieron en ella notables reformas, procurándose hermanar en lo posible las reliquias de antaño y las exigencias de las necesidades modernas. Son muy venerables los techos de madera, las camas de alto testero y los bancos de encina con tallado espaldar; pero son mucho más cómodos los cielos rasos, las camas metálicas, con jergón de muelles y los sillones tapizados, siempre que se trata de dormir y de sentarse. Cuando se fundó aquella casa, todo el lujo de clase consistía, después de los indispensables blasones esculpidos en piedra sobre el centro de la solana, en una portalada de sillería con adornos y remates de escultura, costoso marco en que encajaban dos portones macizos atestados de clavos de altísima cabeza, para dar ingreso a un corral, obstruido ordinariamente por el acopio de leña para largos meses, un carro de labranza, un horno de pan, el brocal de un pozo con su correspondiente pila, y a menudo un montón de estiércol, amén del perro y las gallinas, cuando no los conejos. Esto al mediodía, en lugar preferente. El huerto, pequeño y sombrado por elevadas tapias, como cosa indigna de verse, estaba relegado a la fachada del norte, es decir, al frío y a la oscuridad. Sin embargo, era otro detalle de clase; por lo cual se cargaba el despilfarro y la fachenda en las tapias que se veían, importando dos cominos que la fruta y las legumbres fueran pocas y malas.
Así estaba aún la casa de los Rubárcenas cuando unió sus blasones a los de los Quincevillas. El avisado matrimonio comprendió que se podía mejorar aquello sin ofensa de la tradición; y fue su primer acuerdo dejar la portalada como la hallaron, por lo que tenía de vieja y, sobre todo, de monumental: pero quitaron el horno y trasladaron los demás estorbos del corral a una casita de labranza, construida a este propósito en terreno que abundaba al otro lado de la casa solariega. El tal terreno fue creciendo en extensión en virtud de compras y cambios hechos por don Dámaso, muy aficionado a estas cosas, que son la salsa de la vida campestre. Redondeada la finca, comenzaron las roturaciones, los plantíos y las siembras y, por último, se cercó a cal y canto, en la cual tarea, como nos dijo don Lesmes, sorprendió la muerte al señor de Quincevillas. El jardín fue proyecto de su mujer, y en su ejecución no intervino poco el buen gusto de Águeda, aunque era a la sazón una niña.
Así andaba en aquella casa, por fuera y por dentro, mezclada la tradición venerable con los estilos del día, como anda en todas las solariegas de la Montaña, que no han acabado en punta, o no se han visto abandonadas por sus señores, más acomodados al bullicio de la ciudad que al silencioso apartamiento de la aldea.
Cuentan los viejos de Valdecines que por aquel entonces la señora de Quincevillas tenía que ver. A creerlos, reinas la vestían y emperatrices la peinaban, no por el lujo, que nunca fue tentada de él, sino por el modo; el sol y la luna llevaba pintados en sus ojos negros; y no parecía sino que los mismos ángeles le plegaban los labios cuando sonreía. Su pelo era más fino y más negro que la seda; el cutis, como nieve entre rosas, y torneros de la gloria debieron de hacer aquel cuerpo gallardo que, al andar, se mecía como el dorado mimbre al blando soplo del terral de la aurora.
Y no digo lo que se refiere de su caridad sin límites, de su amor a los pobres y de su despego de las pompas mundanas, porque sería el cuento de nunca acabar; y callo lo que se ensalza la especie de veneración que sentía por su marido, tan digno de semejante mujer, por sus altas prendas y señaladísimas virtudes; y lo que se pondera su piedad edificante, sin extremos ni gazmoñería; y, por último, lo que se regocijaba su alma en la contemplación de la hija con que Dios había querido estrechar más los lazos de aquel venturoso matrimonio, porque lo uno se adivina fácilmente, y de lo otro voy a hablar yo por mi propia cuenta.
Cierto, certísimo, que la última de los Rubárcenas tenía mucho talento, y evidente y comprobado que no le mostró jamás elevándose a las cumbres de la filosofía, ni a otras alturas en que las mujeres se hacen ridículas, y se marcan muy a menudo los hombres, sino bajándose a los prosaicos pormenores de la vida doméstica. Tengo para mí que es más difícil dirigir una familia sin que ninguno de sus miembros se extravíe, o la discordia arroje de vez en cuando en medio del grupo su manzana, que gobernar un Estado. La señora de Quincevillas fue un modelo admirable en aquel empeño. Ayudáronla en él su fe cristiana, ante todo; es decir, la luz y la fuerza para conocer y cumplir sin desmayo los altísimos deberes de su cargo, como esposa y como madre; y, en segundo término, el rico caudal de conocimientos, a cual más útil en los ordinarios sucesos de la vida íntima, adquirido en germen durante su estancia en el colegio y profusamente desarrollado más tarde por la virtud de su rara inteligencia.
La educación de Águeda, la formación de aquel hermoso carácter de que ya hemos oído hablar, fue la grande obra de su vida, tarea en que, de ordinario, tantos desvelos se malograron por falta de tacto. Cera es la infancia, que así se deshace con el calor excesivo, como se endurece con el frío extremado. Conservarla en el grado preciso para que pueda tomar la forma deseada, sin que se quiebre o se deshaga entre las manos, es el misterio del arte de la educación. Con este tino consiguió la discreta señora dirigir a su gusto el corazón y la inteligencia de su hija hasta formarla por completo a su semejanza. Verdad que se prestaba a ello la dócil masa de la despierta niña; pero en esa misma docilidad estaba el riesgo cabalmente.
Que esta educación se fundó sobre los cimientos de la ley de Dios, sin salvedades acomodaticias ni comentarios sutiles, se deduce de lo que sabemos de la maestra, aunque está de más afirmarlo tratándose de una ilustre casa de la Montaña, todas ellas, como las más humildes, regidas por la misma ley inalterada e inalterable. En lo que se distinguió esta madre de otras muchas madres en casos idénticos, fue en su empeño resuelto de explicar a su hija la razón de las cosas para acostumbrarla, en lo de tejas arriba, a considerar las prácticas, no como deberes penosos y maquinales, sino como lazos de unión entre Dios y sus criaturas; a tomarlas como una grata necesidad del espíritu, no siempre y a todas horas como una mortificación de la carne rebelde. De este modo, es decir, con la fuerza del convencimiento racional, arraigó sus creencias en el corazón. Así es la fe de los mártires; heroica, invencible, pero risueña y atractiva; ciega, en cuanto a sus misterios, no en cuanto a la razón de que éstos sean impenetrables y creíbles. Es de gran monta esta distinción que no quiere profundizar la malicia heterodoxa, y de que tampoco sabe darse clara cuenta la ortodoxia a puño cerrado.
Por un procedimiento análogo, es decir, estimulando la natural curiosidad de los niños, consiguió doña Marta inclinar la de su hija, en lo de puro adorno y cultura mundana, al lado conveniente a sus propósitos; y una vez en aquel terreno, la condujo con suma facilidad desde el esbozo de las ideas al conocimiento de las cosas. Libros bien escogidos y muy adecuados, la ayudaban en tan delicada tarea; al cabo de la cual, Águeda halló su corazón y su inteligencia dispuestos al sentimiento y a la percepción, único propósito de su madre, pues no quería ésta a su hija erudita, sino discreta; no espigaba la mies, preparaba el terreno y le ponía en condiciones de producir copiosos frutos, sanos y nutritivos, depositando en él buena semilla.
Algunos viajes hechos por Águeda, oportunamente dispuestos por su madre, la permitieron comparar, a su modo, la idea que tenía formada del mundo con la realidad de él; y como ya para entonces la previsora maestra la había enseñado a leer en las extensas páginas del hermoso suelo patrio, convencióse la perspicaz educanda de que dice mucho menos la ciudad con sus estruendos, que la agreste naturaleza con su meditabunda tranquilidad. No exageraba su madre cuando la aseguraba, con un famoso novelista, que en todo paisaje hay ideas. ¡Cuántas encontraba Águeda entre los horizontes de su lindo valle!
Y he aquí de qué manera consiguió doña Marta arraigar en su hija el amor al suelo nativo, otro de sus intentos más meditados, por juzgar el caso de suma trascendencia.
Concluida la educación de Águeda, comenzó su madre la de su otra hija, venida al mundo diez años después que aquélla, y en los tanteos andaba, no más, de la candorosa y rudimentaria inteligencia de la niña, cuando la muerte asaltó la risueña morada de aquel venturoso grupo, hiriendo a la figura que más descollaba en él y mayor espacio ocupaba en el hogar.
Todo parecía haberlo previsto la noble dama, menos este insuperable infortunio. Como decreto de Dios, le aceptó con la frente humillada; pero la Naturaleza reclamó su tributo de lágrimas y dolores, y la viuda se lo pagó al cabo con exceso. Tantos años de no interrumpida felicidad, dejan fuertes raíces en el corazón y en la memoria; hiéreles el mismo golpe que detiene el curso del tiempo venturoso, que no ha de volver jamás; y en la amarga sima que abre, el alma de mejor temple cae y se contrista. Así cayó abatido el espíritu de mujer tan animosa.
Águeda sepultó en su pecho el dolor propio para mitigar, en lo posible, el que, de hora en hora, se imponía con creciente fuerza a la virtud de su madre. Remplazóla en las más indispensables atenciones domésticas, por de pronto. Animóse con el ensayo; en otra tentativa echó sobre sí el peso de mayores cuidados; y cuando se cargó con todos ellos, la atribulada madre, como si hubiera estado esperando aquel resultado de una prueba intentada, se abandonó por completo a sus meditaciones y tristezas. Pronto se reflejaron en su cuerpo los dolores de su alma; y de aquella matrona gentil y apuesta, en que todo era escultural y hermoso, fueron desapareciendo la tersura y la redondez de las formas, como si el luto que vestía fuera una cruz de hierro con espinas; comenzaron a encanecer sus cabellos, y estampó en su rostro todas sus huellas tristes la negra melancolía. Acrecentóse en ella el fervor religioso, y se entregó a la vida mística y de mortificaciones.
Águeda contaba entonces dieciocho años, y puede decirse que se hallaba ya en la plenitud de su desarrollo y de su hermosura. Tenía de su madre, en los buenos tiempos de ésta, los contornos artísticos y graciosos, la corrección de facciones y la arrogancia del conjunto; pero era rubia con ojos azules muy oscuros, con larguísimas pestañas, casi negras, detalle que daba a su mirada dulce una extraordinaria intensidad.
De su natural gracejo y de las penas sentidas por el estado de su madre, se había formado un carácter entre abierto y reflexivo, que era su mayor encanto; mezcla peregrina de candor y de madurez, ostentaba todo el brillo de la mujer discreta, sin la insufrible impertinencia de la joven resabida. Naturaleza exuberante y poderosa, había resistido el influjo de las tristezas del hogar en una época de la vida en que ésta es el reflejo de cuanto la rodea: y consiguió tal victoria buscando fuerzas en la misma necesidad, que la obligaba a trabajar sin descanso como madre afanosa, sin dejar de ser niña. Esta práctica admirable fue la mejor piedra de toque de las enseñanzas de su madre. Creo que ha dicho alguien (y si no lo ha dicho, lo digo yo ahora) que la experiencia del mundo no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre que se ha reflexionado, y Águeda había reflexionado mucho; primero, por obra de los acontecimientos. En esto estribaba el secreto de aquel juicio precoz, que tanto asombraba a don Lesmes.
Acostumbraba a pensar y a sentir por todos en el hogar; su entendimiento y su corazón habían formado una alianza admirable; nada aceptaba el uno sin la aquiescencia del otro; allí no cabían pasiones irreflexivas y tumultuosas; pero, en cambio, lo que una vez entraba, era para no salir jamás.
A pesar de la abdicación que parecía haber hecho de todas las facultades, doña Marta, en los pocos asuntos que pudiéramos llamar de pura diplomacia, en los cuales, por su posición y conexiones, se veía precisada a entender, era siempre la mujer de talento superior y de amenísimo trato. El dolor que la producían estas violencias del espíritu, sólo ella podía pintarle.
Tan insufrible debía parecerle, que habiéndosele prescrito los baños de mar como de necesidad inexcusable, al volver con su hija de tomarlos por segunda vez:
-¡No más! -dijo al entrar en su casa-. ¡La muerte antes que esta violencia!
Y la violencia consistía en tener que frecuentar el trato de amigos y parientes durante su permanencia en la ciudad, y corresponder a las molestas atenciones que siempre se consagran en el mundo a las madres ricas de las hijas solteras, aunque no sean tan hermosas y atractivas como Águeda.
Sepultóse, al fin, en Valdecines, llena de pesadumbres y de achaques, y un año después acabáronse las unas y los otros, de la triste manera que ha visto el lector algunos capítulos atrás.
Ofensa muy grave hiciera yo al piadoso corazón de ese caballero si me entretuviera, después de todo lo dicho, en pintarle los grados del dolor sentido por la hermosa doncella al ver morir a su madre; pero ha de saber que, para aumentar este dolor, que tan fácilmente se concibe, hubo un manojito de espinas con que no contaba la huérfana. Pensó la desventurada que después de amortajar a su madre, cerrarle los ojos, poner entre sus manos yertas la bula y la cruz del rosario, y estampar un beso de despedida sobre su frente marmórea, podría desahogar el acongojado pecho rompiendo el dique a las lágrimas. Pues no, señor. De aquellos lances se daban pocos en Valdecines, y Águeda era el jefe de la casa. Tuvo, por consiguiente, que proveer a un sinnúmero de necesidades del momento, y responder a otras tantas preguntas crueles sobre el pormenor de los funerales, el número de curas, la calidad y la cantidad de los invitados forasteros..., ¡hasta sobre el forro y las tachuelas del ataúd! Y pasó aquello, y vino el día del entierro y cuando el corazón se le partía en el pecho al ver que se llevaban a su madre entre cuatro tablas para dar pasto a los gusanos con aquellos míseros restos de la vida, comenzaron los saludos estúpidos, las caras grotescamente tristes, las falsas protestas de sentimiento..., y como los visitantes eran forasteros y habían asistido al funeral, que se acabó al mediodía, hubo que servirles copioso agasajo, y hasta que presidir la mesa, ¡ella, que no se alimentaba sino de lágrimas!
Yo no sé cuándo la sociedad ha de convencerse de que esas atenciones que consagra a los que lloran en casos tales son impertinencias que producen el efecto contrario; y es un dolor que ya que la sociedad sea incorregible en ese pecado, no se resuelva el afligido a decirla, atravesando la puerta de su hogar.
-¡Vaya usted muy enhoramala! ¡No puedo con lo que tengo encima, y viene usted ahora a echarme todo el peso de sus sandeces!
-Pero ¿quieren ustedes apostar una cosa buena a que si la sociedad llegara a dar, en esos trances, una prueba de buen sentido, habían de poner los dolientes el grito en el cielo? «¿Adónde vamos a parar? ¿Qué es esto? ¿Dónde están esos amigos de ayer que no vienen a consolarme hoy?».
Somos así. No obstante, por lo que a Águeda respecta, me atrevo a asegurar que no hubiera exhalado quejas tales al verse aislada en trance tan amargo.
Pero al fin, pasaron los días de prueba..., porque (eso es lo bueno que tiene este pícaro mundo) todo pasa en él como por la posta; y logró quedarse sola con su dolor y sus recuerdos. Lloró muchas, ¡muchas lágrimas! Después, como tenía que pensar en todo, secas ya las fuentes de sus ojos, quiso orientarse en la apurada situación en que la voluntad de Dios la había colocado, quiso saber qué le quedaba en el mundo como abrigo y amparo; qué debía temer, qué debía esperar. Y miró en su derredor, y se vio sola y cargada de deberes, cuyo peso le parecía superior a sus fuerzas. Atrevióse a mirar al fondo de su corazón, y apartó de él la vista con espanto. Allí había algo como una espina, que la punzaba, y no podía arrancarlo por más esfuerzos que hacía; trataba de mitigar el dolor amparándose con el recuerdo de su madre, y más le exacerbaba así. Las dos imágenes no cabían en paz en su corazón, ¡y la desventurada no podía pensar en la una sin consagrar la mitad del pensamiento a la otra! Volvió a verter mares de lágrimas, y llorando seguía cuando una voz infantil dijo a su lado:
-¡Águeda!
Ésta levantó la cabeza que hundía entre sus manos y vio a su hermanita que, de pie enfrente de ella, le contemplaba con el hermoso rostro contristado. También era rubia y blanca, y profusas madejas de rizos envolvían su cuello y descansaban trémulos y brillantes sobre los hombros cubiertos con las negras y ásperas lanas del luto riguroso que vestía.
-¡Pobrecilla! -murmuró Águeda, atrayéndose a la niña y dándola un beso-. Me olvidaba de ti.
-También te olvidas de lo que me prometiste -dijo Pilar, enredando con las puntas del ceñidor de la negra bata de su hermana.
-Pues ¿qué te he prometido, ángel de Dios?
-No llorar más... ¡y siempre estás llorando!
-Es verdad... Pero no volveré a hacerlo para no afligirte.
-Eso dices siempre..., y con todo, lloras... También me prometiste otra cosa.
-¿Qué cosa, hija mía?
-Despachar a don Sotero... ¡Ay, Águeda! ¡Qué miedo me da ese hombre! Desde que se murió mamá parece que tiene los ojos más verdes, y la voz más agria, y la boca más honda, y los dientes más afilados. ¡Algunas veces me manda las cosas con un aire!... Antes no hacía eso...¡Échale, Águeda!
-Pero niña, ¿cómo quieres que yo despida de repente a un hombre que en vida de nuestra madre ocupó tan señalado lugar en esta casa? Parecería eso muy mal. Ya te he dicho que cuando venga nuestro tío Plácido, que no puede tardar, iremos poco a poco separándole del cargo que ahora tiene...
-¡Mira que es muy malo, Águeda!
-Aprensiones tuyas, hija mía.
-Y tuyas también, ¡ea! Que por la cara que le pones, y alguna palabra suelta, conozco yo que no le puedes ver.
-Las niñas discretas no deben meterse con sus juicios en tales honduras.
-Eso es, ¡ríñeme ahora!
-No te riño, hija mía, sino que deseo que dejes a mi cargo ese asunto, que me interesa mucho más que a ti.
-¿Y si me trata mal ese hombre?
-¡Se guardará muy bien de hacerlo!
-¿Y si no se guarda?
-Si no se guarda, no esperaremos a que venga nuestro tío para hacer lo que debamos... Y ahora vete a correr por el jardín, y entiende que desde mañana vas a comenzar tus lecciones interrumpidas.
-¡Tan pronto!
-Más de dos semanas has tenido de vacaciones.
-¡Y bien tristes!
-Por lo mismo nos conviene a las dos volver cuanto antes a esas tareas. Así nos distraeremos.
-Adiós -dijo Pilar, besando a su hermana en la tersa mejilla.
-Adiós, hija mía -contestó Águeda, estrechando a la niña contra su pecho y dándola un beso en los rizos de la frente.
- VIII - : La espina de Águeda
Mientras esto pasaba arriba, abajo, cerca de la portalada, se apeaba un personaje, no desconocido para el lector, y entregaba el caballo a Macabeo, que le había visto llegar y tenido el estribo.
Y decía Macabeo:
-Ya extrañaba yo que, hallándose usted en la tierruca, no se diera una vuelta por acá a rendir su homenaje correspondiente a la pobre señorita... Porque, hablando en punto de verdad, ¡qué caráspitis!, si en vida de la señora, que en paz descanse, hubo entre ustedes sus dares y tomares, nunca mejor ocasión que ésta para echar pelillos a la mar; y nada tiene que ver el que las gentes no congenien, con venir a limpiar las lágrimas de los que lloran por los muertos: la caridad de Dios lo manda y el mesmo corazón lo pide. ¿No es verdad, don Fernando?
Y respondía Fernando, no muy entonado ni seguro de voz, algo receloso de mirada y bastante desconcertado de ademanes, como quien va a cometer una empresa muy arriesgada:
-¿Y qué motivos tienes tú, buen Macabeo, para asegurar que entre esta familia y yo hubo alguna vez esos dares y tomares de que hablas?
-Motivos, por decir motivos, señor don Fernando, no los tengo mayormente; pero ya sabe usted lo que es la gente: cuando ve que uno menudea el trato con otro, y luego se entera de que el trato no sigue, se vuelve tarumba buscando el porqué de la cosa; y muy a menudo da lo que presume por lo que no encuentra. Bien pudiera suceder en lo presente algo de esto; y si sucede, que no valga lo dicho, y salud nos dé Dios. Díjelo al auto de ensalzar el caso de la bienvenida que, por lo demás, yo no entro ni salgo... Y a lo que voy, creo que no miento, caráspitis, si le aseguro a usted que no ha quedado señor de copete en el redondel de la provincia, sin venir a dar su sombrerada a la señorita... ¡Ay, qué días, señor don Fernando; qué laberintos y trajines!... ¡Ya se ve: de los pudientes, todos resultan amigos y parientes!... No juraré yo que muchos de ellos no hayan venido por bambolla, y tal cual por lo que se pesca en el regodeo del bizcocho remojado, cuando no el ollón del mediodía; que de unos y otros hubo. A todo se hace en la vida, créalo usted; y Dios me perdone si en el supuesto levanto algún falso testimonio... Por eso no llamo a nadie por su nombre, aunque bien pudiera. ¡Y qué decirle a usted del entierro de la señora, que en gloria esté a la presente! ¡Caráspitis! Bien que algo ya sabrá usted, porque en él hubo mucha gente de Perojales. Aquello, señor don Fernando, no se ve más que una vez en la vida; y en esa, cuente que los ojos de la cara no alcanzan a ver la mitad. Aquí fue día de fiesta, por lo tocante a no trabajar nadie; la iglesia se llenó con unos y con otros a lo mejor del caso, y en la brañuca de afuera no cabía un mosquito. ¡Pero adentro!... ¡Uf! El señorío más pudiente de la provincia en cuatro ringleras, de arriba abajo; más de cincuenta curas cantando las vigilias en el coro. ¡Qué voces! Cuando el de Piongo echó el Desila (dies illa), la gente lloraba. ¡Cuento parece que con los años que tiene entone de aquella manera!... Después, la misa. ¡Caráspitis! ¡Qué jumera se armó con aquellos incensarios! ¡Qué ruido con aquellos cánticos tan tristes! ¡Qué melanconías daban aquellas casullas tan negras y aquellas luces tan altas al reguedor del tomulto, que se perdía de vista allá arriba! ¡Y todavía había cirios encima de él, y cirios en el suelo, y cirios en todas partes!... ¡Aquello ardía, señor don Fernando, y partía el alma! ¡Y más la partió el rodear después todos los curas el tomulto; y responso va y jisopada viene, incensada por acá, requiem por allí, amén por el otro lado! ¡Corazón de peña había de tener para no llorar con el incienso, techo arriba, hasta el mismo cielo!... ¡Vaya si subirían! Así subiera yo el día de mi muerte... Pues ¿y de limosnas?... Los pobres se aviaron para mucho tiempo... ¡No digamos cosa del sustipendio a los señores curas! Un ochentín a cada forastero... ¡Un ochentín! Onde más se da por lo mesmo, no llega a treinta reales. Dicen que a don Sotero se le iba el corazón detrás de cada moneda que daba, aunque lo hacía por cuenta ajena; pero al que lo tiene de suyo, a la cara le sale, aunque se rasque el vecino.
Como a Fernando le devoraba la inquietud, cortó aquí la narración de Macabeo.
-Muy bien está -le dijo- todo eso que me refieres; pero advierte que deseo saludar cuanto antes a la señora, y dime si podré hacerlo.
-¡Eso no se pregunta, señor don Fernando!... Digo, paréceme a mí, salvo tropiezo que no barrunto a la presente...
-Pues recoge mi caballo... y hasta luego.
Hízolo así Macabeo; y mientras le llevaba de las riendas a la cuadra, Fernando abrió la portalada y entró en el corral.
Águeda se hallaba sola. Anunciáronle una visita; y sin dársele tiempo para preguntar de quién era, ya apareció Fernando en la estancia, pálido y torpe, como colegial delante de su maestro. Águeda, al verle, se puso no pálida, sino lívida.
-¡Virgen santa! -murmuró apartando los ojos de Fernando.
A esta escena siguieron frases descosidas y actitudes violentas que se dejan adivinar fácilmente. ¡Donoso estaba a la sazón el impávido adalid de la nueva ciencia! ¡Temblar delante de una señorita de aldea, él que, erguido sobre la tribuna, ponía en efervescencia a la muchedumbre con el vigor de su palabra!
Precisamente a estos recuerdos se agarró Fernando para adquirir la serenidad que le faltaba en aquel trance, que no dejaba de ser espinoso para él, como se verá por lo que sigue.
Encauzada, al fin, la conversación, gracias al esfuerzo de voluntad del joven, llegó a decir Águeda:
-Veía la muerte junto al lecho de mi madre; juzgué que el doctor Peñarrubia era el único recurso humano que podía salvarla y le busqué.
-Eso es decirme, Águeda -replicó Fernando-, que yo he creído que en la carta escrita a mi padre iba la llave para que yo abriera estas puertas que se habían cerrado.
-Esto es dar a un hecho la única explicación que tiene.
-Y por ventura, ¿le he dado yo otra distinta?
-Expongo la razón de mi conducta.
-¿A quién? ¿A mí? ¡Ay, Águeda! ¡Desgraciadamente, no puedo invocar ese derecho!
-Pero yo le reconozco en quien acaso me escucha en este instante; su memoria es mi juez y ha de serlo.
-No olvido que ese juez me cerró estas puertas.
Águeda calló.
-Ni que tú echaste la llave -añadió Fernando-. Ya ves que es ocioso recordármelo.
-Entonces, ¿por qué has venido?
-Porque no pensé que en estas horas supremas en que la costumbre obliga a ser paciente con tantas protestas falsas de cariño, fueras desdeñosa con el único corazón que mide y siente la magnitud de tu pena.
Águeda oyó el eco de estas palabras en lo más hondo de su pecho, y se abandonó al dulce sentimiento que las inspiró.
-¡Si vieras, Fernando -dijo, con los hermosos ojos arrasados en lágrimas-, qué triste es la soledad en que me hallo! ¡Si vieras qué grande, qué oscura y qué fría me parece esta casa desde que se fue para siempre quien la llenaba toda!
-¡Te crees sola, Águeda -repuso el joven reanimado con esta sencilla denuncia de un afecto aún palpitante-; te crees sola, y te complaces en alejar de tu lado a los que te aman!
Como si estas palabras hubieran vuelto a Águeda la línea de un deber olvidado, preguntó con firme entonación, mirando con valentía a Fernando:
-¿Hubieras venido hoy a esta casa hallándose mi madre viva en ella?
-¡Te juro que sin ese propósito no hubiera vuelto a la Montaña!... ¿Y cómo renunciar a él? Se desecha un antojo pueril; se arroja a los vientos del olvido la ilusión de un día; pero no se arranca del pecho jamás lo que ha arraigado allí con la fuerza y la voluntad del destino. Esto lo sabes tú muy bien, Águeda, o no me decías la verdad cuando el abismo no se había abierto aún entre nosotros. Pues bien, los abismos, o se llenan o se salvan, según sea su profundidad. Yo no conozco todavía la del nuestro; para conocerla hubiera vuelto aquí.
-Te dije que este abismo no es de los que se salvan con puentes, y que es muy profundo para colmado.
-Ese dictamen tuyo pudiera no ser el mío. Lo cierto es que me hablaste del conflicto, que indicaste algo sobre su naturaleza; pero nadie accedió entonces a mis deseos de examinarle con serenidad. Una voluntad de hierro se opuso siempre...
-Pues esa voluntad, Fernando, es la que sigue mandando en esta casa, y entiende que, sin ella, la mía hubiera bastado para cerrarte estas puertas.
-¿Y piensas, Águeda, que eso es obrar con justicia?
-Sé que obro con la ley de Dios, y esto me basta.
-¿Y es ley de Dios negar la luz al que perece en la oscuridad, arrojar en la sima de todos los tormentos al que camina por una senda despejada en busca del bien que ya tocan sus manos?
Águeda miró a Fernando con fijeza y le dijo:
-Cuanto más grande es el bien que se busca, más heroica es la resignación que se necesita para renunciar a él.
-Y si el bien es lícito, ¿por qué no hemos de alcanzarle?
-Recuerda, Fernando, en el caso presente, el abismo de que hablabas. No es necesario que yo te diga su profundidad; tú la conoces. Llénale si puedes, o retrocede. Salvándole a la carrera, no esperes hallarme a la otra parte... Y mira ahora lo que me rodea; ve la ocasión en que me arguyes, vuelve los ojos atrás... ¡y ten compasión de mí!
El llanto ahogó la voz de Águeda. Fernando sintió en su corazón un dolor agudo, como si aquellas lágrimas se le abrasaran, y replicó conmovido:
-Perdona, mi bien, las penas que te causan estos quejidos en que rebosa mi pecho. No vine hoy a tu casa a hacerte llorar, sino a llorar contigo; estábanme cerradas sus puertas y he tenido que asaltarlas para entrar; podías creerte ofendida, podías despedirme sin oír la razón de mi venida, y este temor de un suceso que habría de causarme tantas, tan diversas y tan hondas heridas a la vez, privóme de la serenidad para hablarte como un amigo que deplora tus penas. Lo demás, Águeda, ha venido ello solo; porque de la abundancia del corazón habla la boca. Díceseme que vuelva atrás la vista... Un año ha que no sé mirar a otra parte porque vivo de los recuerdos desde que se cerró el camino de mis esperanzas... ¡Déjame evocarlos, Águeda!
-¡Apartarlos de tu memoria fuera mejor para entrambos! -dijo Águeda con angustia.
-¡Tanto valiera -repuso Fernando con vehemencia- quitar la luz de mis ojos! No tengo fuerzas, Águeda, para arrancarte de mi pensamiento, ni al precio de ese sacrificio quiero la vida.
-Esa vida no es tuya, y has de aceptarla por triste que sea.
-No es mía, es verdad, pues te la consagré al conocerte.
-¡Tu vida es de Dios, Fernando, no lo olvides!
-Yo no sé más sino que es muy amarga sin ti, y que no puedo con ella.
-Arrástrala como una cruz, que calvario es el mundo.
-¡Ayúdame al menos a llevarla!
-Y ¿a quién encomendaré la mía, Fernando? ¡Si vieras lo que pesa!
-¡No lo parece, Águeda!
-¿Porque no me quejo como tú? ¿Porque no me rebelo?
-Porque si esa cruz que arrastras es como la mía, en tu voluntad está librarte pronto de ella... abreviando el camino.
-El que yo sigo no tiene atajos: con cruz o sin ella he de seguirle hasta el fin. Tocóme la cruz y la llevo. Ese es mi deber.
-¡Dichosa tú si a tanto te atreves! Yo no tengo esa virtud.
-Porque falta la fe.
-En ti puse la mía, y en ti la tengo.
-Ponla en cosa más alta, si no quieres perderla.
-No podemos entendernos así, Águeda; yo mido un hecho con el criterio humano, y tú le contemplas desde los ideales de tu fantasía religiosa. Desciende por un instante al mundo de la realidad, y júzgame entre los hombres y con la razón de los hombres. El destino quiso que tú y yo nos halláramos, porque nos había arrojado a la vida para eso. No recuerdo cómo te lo dije, o si te lo dije con palabras; pero sé que cuando sentí que te amaba, ya lo sabías tú, como yo supe que era dueño de tu corazón sin que me lo confesaras. Desde entonces, nuestros pensamientos fueron limpio cristal para los ojos del alma; y mientras la tuya se recreaba en contemplar la pureza de los míos, comprendí que había en el mundo algo más grande y más hermoso que el amor a los aplausos y a la gloria; y era la gloria de ser amado por ti. Ni inquietudes, ni dudas, ni recelos, ni vacilaciones nos atormentaron jamás; como si fuéramos los únicos moradores de la tierra, el afecto que nos unió no podía tener otros partícipes que nosotros mismos. No fueron muchas ni largas nuestras entrevistas, ni el misterio ni el vano alarde las acompañaron; brotaba el amor de nuestros pechos sin esfuerzo ni violencia; una palabra sola bastaba para traer a los labios todo el corazón, como del grano depositado en la tierra brota la flor fragante al dulce calor de la primavera. Al alejarme de ti por largo tiempo, parecíame que no nos separábamos, pues si perdía de vista al sol, acompañábame su luz iluminando todos los horizontes de mi vida... ¿Cabe amor más puro ni más intenso, Águeda?
Ésta, invencible y severa, no dijo una palabra. El otro continuó:
-Hasta aquí lo llano y placentero; las auras perfumadas y el ritmo sublime de todos los cánticos de la naturaleza. Desde aquí, las sombras de la noche, el frío y la soledad. Un día, por virtud de extrañas sugestiones, o por los recelos que produce en el país el nombre que llevo, o porque el destino así lo decretó, tus creencias ortodoxas quisieron registrar el fondo de mi conciencia. Obras son del convencimiento y de la reflexión las ideas que tengo y profeso acerca de ese punto de eterna controversia; y como no sé mentir, no os oculté que había grandes y radicales discordancias entre tu modo y mi modo de ver esas cosas.
-¡Y se abrió el abismo entre nosotros! -dijo Águeda.
-¡Le abristeis! -replicó Fernando-. Tu madre creyó ver en el suceso una providencial advertencia, y discretamente nos trazó el camino que en adelante debíamos seguir. Sin embargo, no fue su boca, sino la tuya, la que me hizo conocer su acuerdo inclemente.
-Si con esa advertencia quieres ponderar mi dureza contigo, recuerda lo que ya te dije otra vez, y verás que no me remuerde la conciencia; yo sola hubiera tomado esa misma determinación, a no tomarla mi madre.
-¡Tan grave te parece aún mi delito!
-¡Enorme, Fernando!
-Y no obstante, jamás quisiste someterme a un juicio desapasionado y sereno.
-En delitos de esa naturaleza no hay grados. O se delinque, o no se delinque. El más o el menos importa muy poco. Desconociendo mi fe, lo mismo nos separa un punto que la inmensidad.
-Eso me dijiste también entonces con harto asombro mío. ¡Qué mal se compadecía, Águeda, el rigor de esas palabras que me mataban, con la dulzura de tantas otras con que me diste la vida!
-No está la muerte en la sentencia, sino en el reo que la merece.
-¿Y por ventura sé yo todavía lo que soy en este proceso extraño? Reo me llamas, y sin oírme me condenas; busco en mi corazón y en mi conciencia el delito de que me acusas, y no hallo sino amor y adoración por ti; y tú, en pago, me matas.
-¡Yo!
-¡Sí Águeda, tú! Mi vida, desde que nos hallamos, está en el ansia de llegar a ti, para no separarnos jamás. En la senda me encontraba ya. Tú me cerraste el paso.
-Sé más justo; te señalé el obstáculo que te le cerraba.
-Abismo le llamaste.
-Y lo es por lo que nos separa. También te dije: «Cólmale y pasa, si quieres acercarte a mí». ¿Lo has intentado siquiera, Fernando? ¿Qué esfuerzos puedes invocar que abonen la razón con que me llamas cruel e injusta?
-¿Y qué esfuerzos cabían en mí? ¿Por ventura se cambian cada día las convicciones? ¿Podía yo dejar de pensar como pienso por el solo hecho de saber que no pensaba como tú?
-Podías, cuando menos, no haber ahondado la sima.
-¿Luego la he ahondado?
-¡Cosa extraña! Antes de surgir el conflicto, la misma prudencia era tu boca en asunto tan grave; desde que la fatal discordancia nos separó, tus actos públicos han sido una incesante batalla contra los dogmas augustos de la fe. ¿Qué juicio debo formar de tus propósitos?
-Ninguno que no me favorezca, Águeda; la casualidad ordena a menudo las cosas de ese modo.
-Y la casualidad no fue, sino la Providencia, la que puso en mis manos los impresos relatos de esas tus proezas.
-Lejos de ti, nimio y pueril consideré el motivo de nuestra desavenencia, e indigno le juzgué de someterle al temple de mis arraigadas convicciones; escrúpulo me pareció de los que se desvanecen con el soplo de la reflexión, y dejele intacto en espera de las que pensaba hacerte.
En esto, arrastráronme las circunstancias a una de las batallas que tú lamentas, y entré a pelear con todas mis armas, sin pensar que pudiera herirte con ellas; antes bien, como los paladines legendarios, invoqué tu nombre en demanda de valor y de fuerzas; y cuando los aplausos (perdona esta candorosa declaración) me anunciaron la victoria, sentí no tenerte a mi lado para depositar los ganados laureles a tus pies. En cuanto a mi tesis doctoral, otra de las nefandas batallas, a lo que presumo, con decirte que la escribí antes del fatal suceso, quito toda la maldad a tu sospecha. ¡Ahí tienes lo que queda de mis supuestos propósitos de hostilidad y rebeldía!
-No te creí movido de los de tal índole, pues para admirar tu talento no he necesitado verle brillar entre los aplausos del mundo. Tú me has dicho que de la abundancia del corazón habla la boca. De la abundancia del tuyo brotaron aquellas herejías cuando yo te soñaba meditando sobre las que me declaraste aquí. Esa abundancia, y la ocasión en que la conocí, son lo que deploro; con ello ensanchaste la sima que nos separaba.
-Águeda -dijo aquí Fernando con acento conmovido, después de meditar un rato con la frente entre las manos-, me persuado de que nuestros criterios son incompatibles para juzgar de este conflicto; sin embargo, el trance es para mí, entiéndelo bien, de vida o muerte. No te pido que, en virtud de estas declaraciones, me abras las puertas de tu casa y vuelvan las cosas al estado en que se hallaban hace un año: pero te suplico, de rodillas si es necesario, por el amor que inunda mi alma, por el que aún late en tu pecho, que me oigas una vez siquiera con oídos humanos, que me juzgues con la razón fría y desapasionada. ¿Quién sabe, Águeda, si la mujer que supo hacer vibrar en mi pecho desconocidas cuerdas, logrará con la luz de su talento y de su fe iluminar eso que tú crees antros de podredumbre y de maldad?... Ya ves si quiero transigir... Además, a mí nunca se me dijo que esas diferencias pudieran ser obstáculo a ninguno de los fines honrados de la vida... Con la buena fe de esta ignorancia te conocí y te amé. Acéptala en descargo de mi culpa, y óyeme... no ahora, sino cuando pasen algunos días, y con ellos lo más amargo del dolor que te aqueja... En suma, Águeda, ¡que no sea ésta la última vez que yo hable contigo con el derecho de decirte que te adoro!
Águeda oyó estas súplicas con el alma acongojada, pero con heroica resolución. El trance en que se hallaba la infeliz era por todo extremo complicado.
-La extensión de tus errores -respondió- me deja sin la menor esperanza de que algún día se acorten las distancias que nos separan. ¿A qué tu empeño en estrechar esos vínculos, que al fin han de romperse? Y cuenta que temo por ti Fernando porque te veo sin armas para luchar contra los obstáculos; sin fuerzas para resistir el peso de tu desdicha. No obstante, si tan extrema es la necesidad que sientes de que te oiga una vez más; si complaciéndote en ese deseo te pongo en ocasión de que tus ideas puedan tomar otro rumbo, satisfáganse tus ansias. Pero entiende que no se quebranta mi fe con argumentos sutiles. Guárdate de hacerlos, y no olvides que sólo con la ley de Dios, no en los labios, sino en el corazón, has de reinar en el mío.
Fernando, educado en la lucha de las ideas, tenía tal confianza en el poder de las suyas, que se atrevió a considerar como señal de victoria la concesión que Águeda le hacía. Despidióse de ella todo lo animoso que podía estar en aquel paréntesis de desesperación, y salió. Cuando el rumor de sus pasos dejó de oírse, Águeda cayó de rodillas ante un hermoso crucifijo que había en la estancia, y exclamó desde lo más hondo de su pecho:
-¡Señor y Redentor mío, inspírale! ¡Envía a su corazón una chispa de tu gracia! ¡Que crea y se salve, aunque yo le pierda; y si el peso de sus errores ha de vencerle, que no me falten fuerzas par llevar con resignación la cruz de mi desventura!
- IX - : Los trapillos de Macabeo
Al mismo tiempo que Fernando abría el postigo de la portalada para salir del corral, iba a entrar en él don Sotero. Halláronse, pues, frente a frente y a media vara de distancia, los dos personajes. Fernando retrocedió como si hubiera pisado una culebra. Don Sotero, con la cabeza gacha, según su costumbre, después de detenerse un rato, como para ceder el paso al joven, díjole, mirándole al mismo tiempo por debajo de la espesura de sus cejas:
-No me pesa verle a usted bueno, caballerito.
-Me explico sin esfuerzo esa satisfacción -respondió Fernando apretando los puños.
-¡Es tan natural! -replicó don Sotero, dando a lo que se veía de su cara toda la expresión de bondad que cabía en ello.
-¡Como todo lo que usted hace y cavila! -dijo el otro, mirándole iracundo y no disimulando la impaciencia que le consumía.
-¿Parece que andamos muy de prisa?
-¡Mucho!
-Pues no se detenga por mi culpa, señor de Peñarrubia... Verdad que hubiera tenido grandísimo placer en hablar un ratito con usted...
-¡Conmigo! -exclamó Fernando entre azorado y desdeñoso-. ¿Aún tiene usted algo que exigirme?
-¡Exigir, señor don Fernando! -repuso don Sotero con asombro-. Pues ¿acaso he exigido yo a usted cosa alguna en todos los días de mi vida?... No, caballerito, no; harto más desinteresadas y piadosas son mis intenciones, como usted tendrá ocasión de verlo..., porque supongo que usted ha de menudear sus visitas a esta casa...
-¡Todo cuanto me sea posible! -respondió Fernando en un arrebato de ira.
-Perfectamente -añadió don Sotero imperturbable-. Pues en una de esas ocasiones, verbigracia, en la primera, se llega usted en dos saltitos a mi casa, que siempre está a su disposición, y allí... o en esta misma, si usted lo prefiere, echamos un párrafo como dos buenos amigos... Conque, señor don Fernando, tengo muchísimo que hacer dentro..., y hasta la vista, si Dios quiere.
Con estas palabras, un gesto muy risueño y un saludito con la mano, se despidió don Sotero y dejó la puerta libre, por la que salió Fernando sin mirarle, pero royéndose los labios de ira.
Al poner los pies en la calle, se le acercó Macabeo con el caballo embridado.
-A tiempo llego, por lo que se ve -dijo el hombre sin poder corregirse de aquella locuacidad que le consumía-. ¡Pus dígote que la visita no ha sido floja, caráspitis!... Me alegraré que sea para bien, señor don Fernando.
-Gracias -respondió éste maquinalmente, mientras ponía el pie en el estribo.
-No hay por qué darlas -añadió Macabeo tirando del otro hacia abajo con todas las fuerzas de su mano izquierda y sujetando con la derecha el caballo por el freno- Si el dinero abundara en mí como los deseos..., ¡madre de Dios! ¡Buenas piernas le llevan, señor don Fernando!... A pique estuvieron de cansar a las mías aquella noche... ¡Caráspitis! Más valiera no acordarme de ella... Quiero decir que conozco el animal como si le hubiera parido. Conque vea usted en qué otra cosa puedo servirle, y buen viaje.
-Gracias, buen Macabeo..., y hasta la vista -dijo Fernando, dejando caer una moneda de plata en el sombrero que aquél tenía entre las manos. Luego arrimó las espuelas al caballo y partió.
-¡Que se deja usté aquí esto! -gritó Macabeo alzando la moneda.
-¡Guárdatela! -respondió sin volver la cara el que se iba.
-¡No la he ganado! -volvió a gritar Macabeo.
-¡Bébela a mi salud! -le respondieron.
-¡Si no lo cato, hombre de Dios! -gritó más recio el otro.
-Pues échala al pozo -se oyó decir confusamente a Fernando al doblar el ángulo de la calleja que conducía al camino de la sierra.
-¡Caráspitis! ¡Eso sí que no! -murmuró Macabeo, guardando la moneda en el bolsillo después de darle unas vueltas en la mano.
Luego se quedó pensativo, mirando en la dirección que había llevado el joven.
-¡Y es galán de veras, y vistoso como una romería! La entraña no puede ser mejor... El ojo, noble como el de un rey... Lo que le pierde es la casta... Relative a la casta..., la casta es mala, ¡mala si las hay! ¡Caráspitis! ¡Vaya una pareja que haría con la señorita!... ¡Ni pintados en un papel!... ¿A que no han dado en ello las almas de Dios?...
En esto cruzó delante de él una moza, bien metida en carnes, no muy fresca de cutis, abierta y desengañada de fisonomía. Iba en mangas de camisa, con refajo corto y en pernetas, y llevaba un sombrero de paja en la cabeza y una azada al hombro. Al cruzarse con Macabeo cantó con toda la fuerza de sus pulmones:
Escuchó Macabeo el cantar y dijo a la cantadora:
-¡Algunos conozco yo, Tasia, que si se visten la seguerilla les asienta como el pellejo!
-No la eché yo porque arrimara al tuyo -respondió Tasia.
-Ni yo te dije porque me resquemara.
-Pues, hijo, lo parecía por lo súpito que la agarrastes.
-Al que más y al que menos, pudo sucederle otro tanto, que limpio no anda naide de esa calentura... y bien lo sabes tú.
-No lo dirás por los memoriales que te he echado.
-¡Ay, Tasia! ¡Con el primero te sobraba!... Dígolo porque no me come la fantasía... ¡Más me comen otros resquemores!
-La que te parió que te entienda, Macabeo.
-Me parece que bien claro lo pongo, caráspitis... ¿Vas al resallo, Tasia?
-No, que iré a rozar!
-Sin sallar tengo yo la heredá del Regato entoavía, y alguna más que no digo!
-¡Y luego saltarás si te ponen el ramo, como antaño!
-Enquina fue, y no otra cosa, Tasia; y maldá sería en el presente si tal pasara. Soledá y desavíos me atrasaron la labor entonces, y penas y laberintos de esta clase me traen ahora como estorneja días y semanas. ¿Y qué hacer? El pan comido tira siempre hacia quien lo dio; y, por otra parte, aquí están los míos, aunque ellos estén altos y yo en el estragal... ¡Ay, Tasia qué solo me veo!
-En llorar esa pena se te va pasando la vida. No hubo moza soltera en Valdecines, de veinte años acá, que no te haya oído la mesma sinjundia.
-¿Y qué?
-Que ni el Señor pasó de la cruz ni tú de ese jito.
-¿Y qué, Tasia?
-Que eres un baldragas, Macabeo.
-¡Caráspitis!
-Que te sobra lengua y te falta arrojo.
-Téngolo como el que más, Tasia.
-Nunca dijiste a una moza: «Por ahí te pudras», y te bailan los ojos hasta delante de la más fea. ¿Qué quieres, hijo? ¿Que ellas te ronden? ¡Pues Luca bien te quiso!
-¡Y se pregonó de la noche a la mañana con Chiscón el de la Rispiona!
-Cansóse, la infeliz, de esperar a que la pidieras. A Toña pudiste arrimarte, que ley te tuvo.
-Pues bien claro se lo dije, Tasia, y me cerró la puerta.
-Porque hablaste cuando ya Selmo estaba adentro.
-Qué quieres, Tasia, no sé llegar a punto y sazón.
-¡Y así te has de morir, meleno! ¡Bien te lo dijo Nisca!
-¡Otra que tal! Buscábame la poca hacienda que tengo.
-¡Y se arrimó a un venturado sin camisa!
-Es que cuando no hay lomo, piltrafas como.
-¿Hiciste tú más que suspirar de ella?
-Al buen entendedor...
-Di que tantas veo, tantas quiero.... y ná en junto.
-¡Eso sí que no, Tasia!... A fiel no me gana un perro.
-Si no lo das a ver, trabajo perdido... ¡Y luego te quejas!
-Porque se ríen de mí, ¡caráspitis!
-Y han de reírse hasta los cantos, y bien harán... Pues ¿cómo lo quieres, rapacín de la casa? ¿Dulce y con jisopo? ¡Ángel de Dios!... Cuando ya los colmillos se te caen de viejos... ¡baldragonas!
-¡Tasia, no me provoques!... ¡Y mire usté cuándo!
-¿Cuando qué?
-Cuando tengo el corazón lo mesmo que una zambomba, reventando por cantar.
-¿No lo dije yo? ¡otra tenemos! Pues canta, serrano.
-¡Pues canto, caráspitis, aunque las hieles mismas me salgan por la boca! Tasia, bien sabes tú que en la vida no más que una vez se quiere... aunque otra cosa se diga... ¡A mí me llegó la hora!
-¡Ajá! Pues ya tardaba, Macabeo. A bien que no has dejado de entretener la espera.
-Tasia, con agua pasada no muele el molino; y por otra parte, aquellos quibiscuobis de que hablabas, nunca tuvieron arte ni concierto. Cosas de los años. Pero a fuerza de ellos maduran los pensamientos; y están los míos a la presente, que se caen del árbol. Auto al consonante, has de saber, Tasia, que es mucho lo que pudiera cantar al respective. Ternezas me desvelan y melancolías me consumen de un tiempo acá. ¿Digo algo?
-Allá veremos, Macabeo. A la presente, no va mal el son.
-Ella me dio cara, o no hay ojos en la mía. Maja es la suya... delante paece que la tengo, ¡y qué personal de cuerpo, Tasia!...
-No te pares, hombre... ¡Vaya, que a lo mejor te falta el resuello!
-¡Pues ha de sobrarme o aquí finiquito! Como te decía, Tasia, la moza, un poco tentada de la cubicia y de la fanfarria, abrió la puerta a un trampantojo con media levita y muchas esperanzas; y cátate a Macabeo boca abajo. Pero fuese el fantasmón por esos mundos, porque en su casa le querían para una principesa; aunque a un pesebre arrimaría mejor, por lo animal, y cátate a Macabeo boca arriba; que así andan las cosas en el mundo: según corren los vientos, allá van los pensares. No soy rencoroso, Tasia; caras buenas se me dieron y de pascuas fue la mía. Mucho zapato rompí paseando la calleja; enronquecí cantándola de noche; y lo que no asomó en paseos y cantares, teníalo ya a la punta de la lengua para salir de una vez de pesadumbres, y ¡recaráspitis!, volvió la nube a Valdecines de la noche a la mañana.
-¿Y qué?
-Que en aquel punto se acabaron las caras de gloria para Macabeo, y empezaron a roerle las entrañas penas y resquemores. ¡Ya se ve! Macabeo pobre, Macabeo solo, Macabeo venturado, Macabeo a sobras y desechos toda la vida...
-¿Y qué más?
-Y el sujeto, pudiente y cabezudo... Ella con barruntos de señorío, porque a nadie le amarga un dulce...
-¡Acaba el cantar, hombre!
-¡Caráspitis! ¡Pues bien claro está! Macabeo muerto. Pero has de saber, Tasia, que como Dios castiga sin palo y sin piedra, al fantasmón ese le echó el alto quien podía echársele... y puede que sepas ya lo demás, que harto se ha corrido por el pueblo. Según lenguas, está abocado a ser el perro del hortelano: privóme de la fruta, pero él no ha de catarla.
-Y dime, baldragazas, chismosón y cizañero, ¿a qué me echas a mí ese cantar? ¿Soy yo la cubiciosa, por si acaso?
-¡Vaya, que el demonio te entienda! Táchasme de collón y de encogido; dícesme que cante mis sentires, porque el hombre ha de ser claro; sóilo, y te embocicas. ¿Cómo me quieres, Tasia?
-¡Ni en pintura!
-¿Pues qué mal te hice? ¿Qué teja te rompí?
-¡La de la buena fama, lenguatón! ¡Yo con fanfarria! ¡Yo cambiando las caras! ¿Cuándo te puse otra que la que tengo? ¿Qué papel firmamos nunca ni tú ni yo al respective? ¿A quién hago yo la rosca por su levita? Si me quiere pobre quien tiene mucho, ¿he de cerrarle yo la puerta?
-¡Tasia, caráspitis! ¡Sin lengua me vea si con el aquel de ofenderte la moví! Yo no he mentado siquiera el santo de tu nombre. ¿Por qué te picastes?
-¿Conque me pones el ajo entre los dientes y quieres que no me pique?
-Pues mira, Tasia, ya que le cataste, allá te dijo; pero ¿por qué te quejas de su picor y no me agradeces la melecina?
-¿Onde está ella?
-En los pesares que te canté. ¿Por quién los tengo? ¿Por quién sospiro?... ¡Y mira tú si me arrojo cuando el caso llega! Otra que tú no me oyó otro tanto.
-¡Vaya una renta la que me ofreces!
-Harto da, Tasia, quien desnudo se queda...
-Para poca salú, morirse es mejor, Macabeo.
-¡Y luego te quejas, caráspitis, si te llamo cubiciosa!... Pues con el otro no cuentes.
-¡Porque a ti se te antoje!
-¡Ay, Tasia, aunque yo no te ganara, más te valiera perderle! ¡Mira que es muy bruto!
-Tú no le has de desasnar.
-¡Mira que lo de rico está en veremos!
-¡Si la envidia fuera tiña!
-¡Mira que si le llaman a firmar, ha de verse en apuro con el apellido!
-Falsos testimonios que el malquerer levanta.
-¡Mira que el que vino al mundo por mal camino, en jamás de los jamases andará derecho!
-Torcidos andan muchos que nacieron como Dios manda.
-Tasia: dos novillas uncideras tengo; veintidós carros labrantíos en la Llosa; buena pradera en el Hondón...
-¿De tu mesmo peculio?
-Como la lengua con que te lo digo. La casa sin un clavo de empeño, y el carro en el portal; que en echándole una trenca y dos armones, cátate nuevo...
-Se corrió que también eso era ya de los señores, Macabeo.
-¡Malos quereres de la envidia, Tasia! A renta llevo, además, tres fincas de lo mejor del valle; y por último, a buenos amos sirvo; ni fumo ni bebo, y ya sabes lo que te estimo...
Cuando llegó aquí Macabeo, Tasia, con la mano libre, atusaba los pliegues del refajo, escarbaba el suelo con el blanco pie desnudo, y parecía que contaba las chinas con los ojos.
Levantólos después, poco a poco, hasta los de Macabeo, y díjole muy risueña:
-¿Y al auto de qué me lo cuentas?
-Pues caráspitis -respondió Macabeo hecho unas mieles y asombrado de su propio atrevimiento-, al auto de que lo rumies y luego escojas entre esta pobreza que te pongo en la mano y la otra fachenda que anda volando. Las cosas, claras.
-De manera es, Macabeo, que en jamás así las pusistes.
-Nunca es tarde si la dicha es buena. ¿Seríalo la mía?
-De menos nos hizo Dios.
-Poco ofreces, Tasia.
-¡No tenías tanto enantes, y con ello pasabas!
-Con apuros, hija, y por salir de ellos me arriesgué.
-¡Cubicioso!
-¿Me la güelves ahora? ¡Al río o a la puente, Tasia! En el burro me puse, ¡vengan ya los palos!
-Pero ¿qué quieres, bobo?
-El sí o el no... Clarito el juego.
-¡Pues no, que es turbio!... ¡Y me está viendo las cartas!
-Los ojos se engañan las más de las veces. El sí o el no con la boca, Tasia.
-¡Vaya que es ahogo! Déjame rumiarlo, que bien vale la pena, y harto llevas de presente, que no llevas el no que merecías.
-¡Por vida del caráspitis!... ¿Y así te marchas, Tasia?
-¡No que se juega!
-Pero ¿me das cara?
-¡Toda la que tengo, eso sí!
Tasia se alejaba haciendo muecas a Macabeo.
-¿Y me abrirás la puerta? -gritóle éste.
-¡Esa es de mi padre! -respondió la moza.
Macabeo se hinchó como un odre, para desinflarse en seguida con este grito:
-¿Y echarás al otro cuando yo entre?
Tasia no se veía ya; pero se oyó su voz, que cantaba esta copla:
Rascóse Macabeo la cabeza, y dijo andando hacia la portalada:
-¡De todas suertes no me pesa el desfogue, porque, así como así, no podía ya con la congoja!
- X - : Las uñas del raposo
Oyéronse a la puerta del gabinete en que Águeda se hallaba unos golpecitos muy acompasados y una voz afectadamente tímida, que preguntaba:
-¿Hay permiso?
Águeda se estremeció, como quien despierta de un largo sueño con el graznido de la corneja, y respondió de muy mala gana:
-Adelante.
Y entró don Sotero, en su actitud habitual en aquella casa; encorvada la cerviz, el paso lento y las manos cruzadas sobre el vientre. Saludó a su modo; preguntó a la joven por la salud, por el apetito, por el sueño, por el dolor de cabeza y por veinte cosas más; oyó lo menos que podía respondérsele, y dijo restregándose muy suavemente las manos, después de avanzar dos pasos hacia Águeda, quedándose a pie firme delante de ella:
-Presupuesto, señora mía, que el bálsamo de la religión, juntamente con el buen sentido con que el Señor, en su divina munificencia, quiso dotarla a usted, habrán amortiguado lo más acerbo de sus dolores morales, en cumplimiento de un sacratísimo deber me tomo la libertad de pedir a usted unos minutos de audiencia para enterarla...
-Si quiere usted hablarme -interrumpió Águeda con desabrimiento- de asuntos en que ha entendido en esta casa, hágame el favor de aplazarlo por unos días.
-Lo haría con todo mi corazón, señorita -replicó don Sotero, cada vez más compungido y meloso-, si los asuntos a que me refiero no fueran otros que esos en que yo he entendido en esta casa; pero los hay mucho más delicados y apremiantes, de los cuales necesito enterarla a usted, aunque al hacerlo se renueven ciertas heridas que a todos nos alcanzan en la debida proporción.
-Razón de más -dijo Águeda con aire imperativo- para que se aplace la entrevista.
-Es que -insistió el otro hecho unas mieles- necesitamos ponernos de acuerdo usted y este humilde servidor sobre ciertos preliminares, sin lo cual tengo atadas las manos para dar comienzo, con el auxilio de Dios, a la delicada empresa que se me encomendó en hora y ocasión bien solemnes.
Más que pueril curiosidad sintió Águeda al oír estas palabras: sonáronle a cosa muy grave por el recuerdo que evocaban, por la persona que las decía, y hasta por el acento con que las pronunciaba. No trató de disimular su alarma, y preguntó en seguida:
-¿A qué empresa se refiere usted?
Carraspeó don Sotero y respondió así:
-Cuando el Señor, en sus inescrutables designios, dispuso que la nunca bastante llorada doña Marta, su santa madre de usted (que en gloria se halle), cayese enferma de algún cuidado, recordará usted que ella misma pidió los sacramentos.
-No es, en efecto, para olvidado por mí -respondió la joven, indignada de que tan sagradas memorias anduvieran en semejantes labios-. Pero ¿y qué?
Don Sotero, imperturbable, continuó:
-Recordará usted, asimismo, que después de orillados de ese modo edificante los asuntos de la vida perdurable, pensó en los de esta otra terrenal y perecedera... y mandó llamar a un escribano...
-Recuerdo también esa otra circunstancia -interrumpió Águeda, aguijoneando al otro con su inquietud-. No hay necesidad de desmenuzarla tanto para llegar pronto adonde yo deseo.
-Vino el escribano -siguió don Sotero haciendo una referencia- y testó la señora.
-También lo sé.
-¿Y sabe usted en qué términos?
-En los más acertados.
-¿Lo sabe usted o lo presume?
-En este caso es igual presumirlo que saberlo.
-¡Y no se equivoca usted! El culto, los pobres, sus hijas... para todos y para todo hay allí algo, y cada cosa en su punto y lugar. En fin, como que se trata de una superior inteligencia y de una santa de Dios.
Acabábase la paciencia de Águeda, y la indignación le arrancó estas palabras:
-¿Y por qué sabe usted esas cosas que yo ignoro todavía?
Don Sotero, como si le mecieran brisas de mayo, respondió sonriente y melifluo:
-Ahí enlaza precisamente el objeto de la audiencia que he tenido el honor de pedir a usted, señorita. Es, pues, el caso, que tuve la honra de ser llamado, en tan solemne ocasión, por su señora madre (que de Dios goce), y la más alta aún de ser consultado sobre determinadas cláusulas.
-Naturalmente -dijo Águeda, deseando explicarse la odiosa intrusión del modo menos irritante.
-Me congratulo de que así juzgue usted del caso.
-Paréceme que, siendo usted su administrador, no estaba de más a su lado en aquel instante.
-Eso pensé yo también cuando se me llamó; pero su señora madre, cuyas bondades nunca serán bastante alabadas, tuvo a bien distinguirme con la investidura de un cargo más elevado.
-¡A usted! -exclamó Águeda con asombro.
-A mí -recalcó don Sotero, humillando la cabeza-. En vano protesté; en vano expuse mi incapacidad y lo espinoso del cometido... No hubo modo de renunciarle.
-¿Y qué cargo es ese?
-El cargo, señorita, de albacea testamentario, con «item» más de curador de las dos huérfanas y tutor de la más joven; por supuesto, con revelación de fianza...
-¡No puede ser eso! -dijo Águeda con indignación, levantándose de su asiento y mirando con ojos de espanto a don Sotero.
Éste, sin inmutarse. llevó su diestra al bolsillo interior de su anguarina, y sacó un protocolo en papel sellado.
-Aquí está la copia del testamento -dijo mostrándola humildemente. Mandé sacarla... por lo que pudiera suceder.
Águeda rechazó los papeles y se dejó caer en el sillón, abrumada por el peso de muy contrarios sentimientos. Tan contrarios eran, tanto se repelían entre sí, por hermosos los unos, por repugnantes los otros, que no quiso detener la consideración sobre ellos. Desprendióse de los últimos, apartando la vista, como quien se sacude de los opresores anillos de una serpiente, y replicó al hombre negro:
-¡Pero no será usted el único tutor nombrado!
-Iba a hablar a usted acerca de ese punto -expuso don Sotero con voz temblona y entrecortada-, cuando fui interrumpido con una expresión cuya dureza..., ¡creálo usted, por la salvación de mi alma!, no corresponde al desinterés ni a la profundidad de mi cariño...
Hizo aquí unos pucheros; se pasó por los ojos un pañuelo de yerbas, y continuó:
-Nómbrase también a su señor tío de usted, don Plácido Quincevillas.
Respiró Águeda.
-¡También mi tío don Plácido! -exclamó-. Por supuesto, con las mismas atribuciones.
-Por supuesto, señorita... Sólo que, si bien hemos de ejercer los cargos de mancomún, podemos también, y debemos desempeñarlos in solidum, es decir, cualquiera de los dos en enfermedad, etc., del otro.
-Bien está; pero como hasta ahora no se ha dado el caso de enfermedad...
-Pero sí el de ausencia; y, además, ha de saber usted que es voluntad expresa y terminante de la testadora, de santa memoria, que desde el instante de su fallecimiento se encargue de la tutela y curatela, y en adelante ejerza preferentemente, aquel de nosotros que se halle más cerca de las huérfanas; porque es también su propósito manifiesto, y aquí consta, que jamás se vean ustedes sin una sombra protectora.
-¿Y usted viene a ofrecerme la suya en este momento?
-Yo vengo, señorita, a notificar a usted humildemente estas disposiciones, para proceder, con su permiso y acuerdo, a hacer el inventario de los caudales. Ha de ser largo y penoso, y el tiempo legal no es mucho. Vea usted la razón única de la entrevista que he tenido el honor de pedirla...
-Y ¿por qué no ha venido mi tío? -pregunto Águeda secamente.
-Eso me pregunto yo a cada instante -respondió don Sotero con la mayor naturalidad-; ¿por qué no viene el señor don Plácido?
-¡Es muy raro que ni siquiera conteste a la carta que le dirigí el día de la desgracia!
-Con esta misma fecha se la notifiqué yo, añadiéndole lo referente a los cargos que le estaban encomendados por la voluntad de la difunta... Le he repetido la carta... y el mismo silencio.
-¡Es raro eso también! -replicó Águeda mirando al hombre con gesto medio burlón y medio iracundo.
-No es tanto, señorita -dijo don Sotero con su habitual sencillez-, si se considera que su señor tío de usted vive, como quien dice, en el último rincón del mundo... Las cartas, por las exigencias del servicio del correo, tardan cinco días desde aquí a Treshigares, cuando menos. Pueden haber tardado más; pueden haberse extraviado... y hasta pueden estar intactas sobre la mesa del señor don Plácido... porque ya usted sabe hasta qué punto le distraen sus especiales ocupaciones y la originalidad de su carácter.
Águeda, que sin duda sospechaba alguna indignidad en aquel hombre, le medía con la vista de arriba abajo, y se empeñaba inútilmente en buscarle los ojos con lo que pudiéramos llamar punta de su mirada. El santo varón no apartaba la suya del suelo que le sostenía. Duró esta muda escena breve tiempo, y dijo Águeda con un desabrimiento inconcebible en su dulzura habitual:
-Y en suma, ¿qué es lo que usted quiere de mí en este instante?
-Ya he tenido el honor de decirlo, señorita; que hay que hacer el inventario de los bienes de la testamentaria, y que necesitamos ponernos de acuerdo, para que yo, con el auxilio de Dios y mi buen deseo, comience desde luego...
-No debe darse paso alguno sin la presencia de mi tío.
-Me permito repetir a usted que el tiempo legal es corto en comparación con la tarea. Además, su señor tío de usted se alegrará mucho si al llegar se encuentra hecha una buena parte de este mecánico y engorroso trabajo.
-En buena hora: puede usted comenzarle cuando quiera.
Don Sotero saludó con una cabezada; pero no movió sus anchos pies del sitio que ocupaban.
-¿Tiene usted más que decirme? -le preguntó la joven.
-Muy poca cosa, señorita -respondió el hombre negro, manoseando el rollo de papel sellado que no había vuelto a guardar-; muy poca cosa; y eso, por lo que respecta a la parte de responsabilidad que me alcanza en la cláusula testamentaria referente al celo con que debo vigilar las inclinaciones, digámoslo así, afectuosas de ustedes...
-¡También eso!
-Aquí está escrito... cláusula catorce, si no me equivoco... Efectivamente; cláusula catorce... Pero esto, señorita, no quiero ni debo hablar con personas de tan firmes y puros sentimientos religiosos. Mi conciencia queda tranquila, por ahora, con advertir a usted la existencia de la cláusula a la cual debo...
-¡Basta! -exclamó Águeda, casi trémula de indignación-. Deme usted esos papeles, y hemos concluido.
Entregóselos don Sotero con una humildísima reverencia y se retiró dulce, suave y mansamente.
En cuanto se quedó sola buscó Águeda, revolviendo las hojas de papel con mano trémula y ansiosa, la cláusula mencionada. Pronto dio con ella. Decía así:
«Recomiendo a mis hijas muy amadas que, si Dios no las llama por otro camino aún más santo y ejemplar, en el momento de la elección de esposo pongan su consideración en las ideas religiosas que han de adornar al hombre que prefieran; que no olviden jamás que fuera de la Santa Iglesia Católica, en la cual he vivido y he de morir, con la gracia divina, no hay salvación para el alma; y encargo a dichos mis albaceas que si, lo que Dios no permita, ni yo espero, las vieren inclinadas a transigir o vacilar en tan gravísimo asunto, las adviertan y amonesten, y se valgan de todos los medios lícitos para enderezarlas, a mejor fin. Las amo con todo mi corazón, y quiero el bien de sus almas».
-Todo esto -se dijo Águeda, arrojando los papeles sobre un velador- es muy santo y muy bueno, y está muy en su lugar... Sí, señor; pero por lo mismo que es tan santo y es tan bueno, ¿por qué puso mi madre en semejantes manos armas tan peligrosas? ¿Por qué dejó hasta los más delicados sentimientos de mi alma sujetos y amarrados al capricho de un hombre grosero y repugnante?... ¿Por qué, Dios mío, la que fue tan sabia y previsora en todos los asuntos de la vida, fue tan ciega y desacertada en sus juicios acerca de ese... bribón... ¡Bribón, sí, bribón! Porque don Sotero lo es, o no los hay en el mundo... ¡Y yo estoy bajo la odiosa tiranía de sus maldades! ¿Y cuando, Señor, cuando me veo oprimida entre los hierros de este grillete afrentoso? ¡Cuando las pocas fuerzas que me quedan las necesito para luchar contra el enemigo que llevo dentro del corazón! Desde que este hombre ha hablado conmigo, todas mis penas toman un tinte más negro; envuélveme el ánimo una nube densa y sofocante, y no hay desdicha que yo no tema. Es preciso que don Plácido sepa todo esto inmediatamente... ¡si es que no entra también en los designios de Dios que hasta ese apoyo me falte! ¡Hágase siempre su voluntad!
Después se puso a escribir una carta.
- XI - : Pasacalle
En cuanto la tuvo escrita y cerrada, mandó llamar a Macabeo. Presentóse éste con la puntualidad que se le impuso en lo apremiante del recado, y le dijo Águeda:
-¡Necesito que inmediatamente me hagas el más grande favor que puedes hacerme en tu vida, por larga que sea!
Macabeo respondió sin titubear:
-La carne soy; usté el cuchillo: corte por donde quiera!
-¿Sabes tú ir a Treshigares?
-Jamás allá estuve; pero quien lengua lleva...
-Pues en Treshigares vive mi tío don Plácido Quincevillas. Es preciso que de tu misma mano reciba esta carta.
-La recibirá.
-Y si por cualquier evento se te perdiera, dile que vas de mi parte a prevenirle que me veo sola y amenazada de grandes peligros...; que me veo sola, porque Dios quiso llevarse del mundo a mi madre... Asómbrate, Macabeo, ¡todavía no lo sabe!
Asombróse el hombre, en efecto, y hasta respondió haciéndose cruces:
-¡Pero si yo mismo llevé a la estafeta la carta en que usté se lo contaba!... Y no me dejará mentir el señor don Sotero, que me la cogió de la mano, al llegar a la puerta, para echarla en el cajón con otras que él sacó del bolsillo.
-¡Conque fue don Sotero quien recogió la carta de tus manos! -exclamó Águeda-. Algo por el estilo tenía que ser. ¡Me lo daba el corazón! El caso es, Macabeo, que mi tío no llega; que urge muchísimo su venida, y que es preciso que con esta carta o con tu recado venga sin perder un instante.
-¡Vendrá, caráspitis! -dijo Macabeo contagiado de la ansiedad en que se hallaba la joven-. Vendrá conmigo aunque tenga que traerle a cuestas. No sé qué males son los que la amenazan a usté; pero sé que hay males que la amenazan, porque usté me lo asegura; y esto me basta.
-No digas a nadie en el pueblo adónde vas, ni preguntes por el mejor camino hasta que salgas del valle... Andando sin detenerte más que lo preciso para descansar, podéis estar aquí los dos en cinco días... Seis faltan todavía para San Juan.
-¡Aunque fuera mañana, caráspitis!... Los hombres son para las ocasiones.
-Lo sé, Macabeo; pero también sé que te costaría una pesadumbre el hallarte ese día fuera de Valdecines... A Dios gracias, todo se puede conciliar esta vez.
-Pues yo digo que no hay que hablar del asunto, sino mover los pisantes... y muy a prisa. Conque venga la carta, que voy de un salto a ponerme las atrevidas y a dejar en orden la poca hacienda.
-Yo me encargo de que te la cuiden bien en tu ausencia.
-Dase por hecho, aunque no se merece, señorita.
-Toma la carta...
Recibióla Macabeo, y un momento después un puñado de monedas que Águeda sacó de un cajón de su escritorio.
-¡Pero si hay aquí para una casa! -dijo Macabeo contemplando el dinero con asombro.
-Pues a la vuelta -repuso Águeda sonriéndose- he de darte para el huerto.
-¡Caráspitis! -dijo el otro-. Siento la oferta porque no se tome a cubicia el reventón que pienso darme!
Y con esto y una reverencia, salió Macabeo de la estancia, y luego del corral.
Por listo y afanoso que anduvo, mientras arregló la ceba de las novillas para cuando se las recogieran por la noche, y se puso la ropa nueva, y se calzó las alpargatas, y guardó las escasas provisiones de boca en el arcón de la harina, y metió a subio la leña que tenía en el corral, y volvió a dejar la llave de la casa en la de su señora, ya era por filo más de media tarde.
Al tomar, por delante de la iglesia, el camino del valle, se encontró con Tasia que pasaba de la heredad que acababa de resallar, a otra que tenía en la Llosa del Cotero. Reanudóse la interrumpida conversación, y púsose Macabeo hecho un jarabe; pero no hubo modo de que dijera adónde se encaminaba, y eso que la moza lo intentó con gran empeño.
-De lo mío -dijo él en conclusión- puedes disponer como de cosa propia. Pero en este viaje mandado soy y a lejanas tierras me llevan, sin lengua en la boca, cuidados ajenos... ¡Quítame tú el mayor de los que tengo encima, y verásme volver en el aire!... ¿Te pido, Tasia?
-¿Ese es el cuidado que te mata, probetón?
-¡Ese mesmo es el que la entraña me consume!
Tasia se royó un poquitín la uña del índice que tenía entre los dientes, y respondió, sacudiéndose toda, como quien torna una pronta y decisiva resolución:
-¡Pídeme a la vuelta, Macabeo!
Éste, fuera de sí, echó el sombrero al aire, y exclamó:
-Pues pide tú ahora por esa boca de bendiciones... ¡y vengan leguas por delante, y sálgame el Ojáncano en el monte; que lo mismo será para mí que si llovieran pajucas!... ¡Tasia, aticuenta que no salgo de Valdecines, y que ya estoy de vuelta!
Pero Tasia la había dado con el cuerpo hacia la Llosa, y se alejaba de Macabeo.
Éste enderezó sus pasos al valle, y al entrar en él, los ojos de su alegría se le pintaron anegados en agua de limón y chocolate: las dos ambiciones insaciables de su deseo, en lo tocante a regalos del paladar y del estómago. Tuvo un relincho en el gaznate y un cantar entre los labios; pero se acordó de que era triste el motivo de su viaje, y de que se había encargado la mayor reserva al emprenderlo, y se contentó con hacer dos zapatetas y restregarse las manos, mientras descendía volteando el garrote que lanzó al espacio.
Aquella misma noche fue Bastián, dando zancadas y recatándose hasta de su sombra, a casa de Tasia. Esperó en el portal a que ésta, según costumbre, saliera a la fuente, que estaba muy cerca, y la dijo, queriendo enfadarse más de lo que podía:
-¡Buen verde te has dado esta tarde!... ¡Dios!
-¿Enónde, animal?
-Yendo a la Llosa, Tasia... ¡A rejalgar me supo a mí! ¡Cómo se arrimaba él!... ¡Ah, perro!... ¡Cómo manoteaba!... ¡Dios!... ¡Si llego a bajar y le echo mano!... Di que me celaban, ¡que si no!...
-¡Vaya un miedo que tiene el obispo a los curas!...
-¿De cuándo acá te ronda ese pelón, Tasia? ¿Conque era verdad lo que se me dijo y yo negaba? ¡Así él me zamarreó con tanto rejo cuando me vio llegar de súpito a Valdecines!... ¡Dios!
-Pero, ¿de quién hablas, borrico?
-¡De Macabeo, Tasia!... ¡De ese pelifustrán malenconido!
-¡Pues dígote, con la sartén que injuria al cazo!... No te quieras hepir tanto, Bastián, que de sandifesio a sandifesio, no va un palmo.
-Saca la cara por él, ¡Dios! ¡Y luego dime que le estimas!
-¿Y a ti qué te importa, al fin y a la postre? ¿Por qué me he de guardar para ti cuando en tu casa me tienen en poco? ¿Piensas que no sé que desde que viniste te tienen a llave y cadena para que no se te manche la casaca en el banco de la mi cocina? Pues el que en él se asiente ha de tenerlo a mucha honra; que la mía está más limpia que los mismos soles.
-Quiérate yo, Tasia, y lo demás es chanfaina.
-Es que yo no puedo querer a quien se recata para quererme; que han de decírmelo a la luz del mediodía, y no por las bardas y a medianoche... Y como a fiel no me ganas tú, sábete ahora que si hablé con Macabeo fue porque se despedía de mí.
-¿De veras, Tasia?... Pues ¿tan lejos iba?
-Muy lejos, Bastián, y no por su culpa.
-Pero volverá.
-En su día, es claro, si allá no fenece.
-¡Dios! ¡Mira que si me engañas!...
-¡Dame a mí el cantazo y ponte tú la venda!...
-¡Tasia... suelto o a pesebre, tuyo he de ser!
Aquí llegaba Bastián, cuando un estacazo que cayo sobre él, como llovido del cielo, le cuarteó de la derecha y casi le dejó sin aliento.
-¡Diossssss!... ¡Qué barbaridáaaa! -exclamó entre quejidos, llevándose ambas manos a los lomos.
Tasia huyó hacia la fuente, y se perdió en la oscuridad de la calleja.
-¡Anda, zopenco! -rugió uno voz detrás de Bastián, mientras un nuevo estacazo le torcía hacia la izquierda-. ¡Yo te daré el remosco entre las nalgas!
La voz y la estaca y los estacazos eran del piadosísimo don Sotero, que salía de la iglesia de rezar el cuarto de oración. Tío y sobrino, éste delante y rengueando, y el otro aguijoneándole con la voz y midiéndole a trechos las costillas con la estaca, tomaron el rumbo del viejo caserón, y llegaron a la corralada sin otra novedad que digna de mencionarse sea en este imparcial y verídico relato.
- XII - : Más notas para un retrato
Trasponía en aquel instante la luna, oronda y mofletuda, las cumbres más lejanas, y derramaba su luz pálida y confusa por todos los ámbitos de Valdecines. Alcanzábale su gratuita ración correspondiente a la casa de don Sotero que, a tener que pagarla, sin ella se pasara tan guapamente; y he aquí que, de pronto, se detienen tío y sobrino, viendo que en el portal había un caballo amarrado al poste, y una persona que entretenía la impaciencia paseando de un lado a otro, entre el caballo y la pared del fondo.
Como en los ojos de don Sotero había algo de la virtud de los del tigre, no tardó en conocer al paseante.
-Sube -dijo a Bastián muy callandito- y di que encienda la vela de mi cuarto.
Llegó Bastián al portal; saludó de mala gana con una sombrerada y un gruñido al caballero, y entró en la casa.
En tanto, acercóse don Sotero a éste, y díjole muy afable:
-¡Usted a estas horas por aquí, don Fernando!
-Yo por aquí a estas horas -respondió secamente nuestro conocido personaje.
-Pues ¿cómo no me hizo la visita esta mañana, y se hubiera ahorrado un viaje molesto?
-Porque a cada cosa hay que darle la luz que conviene. El sol radiante para los ángeles; las tinieblas...
-Para el demonio -concluyó don Sotero con una risotada-. ¿No iba usted a decir esto, señor don Fernando?
-O una cosa muy parecida.
-Alabo la franqueza, y le aconsejo que nunca prescinda de ella cuando hable conmigo... Yo soy así, don Fernando: nada me asusta ni me sorprende. Espinas, bofetadas y cruz sufrió el Señor por nosotros; ¿qué mucho que un pecador como yo padezca injusticias de los hombres?... Por lo demás, repito que me extraña la hora de su visita.
-No fueron a mejor luz las otras dos que le he hecho en toda mi vida. Nada tiene, pues, de raro el presente caso.
-Sea como usted quiera, amiguito; y, si le parece, subamos y honrará mi casa.
-Subamos -dijo Fernando-, que aquí no estamos bien.
Echó por delante don Sotero, y desde el estragal llamó a Celsa, que no tardó en asomar en lo alto de la escalera, con un candil en la mano. A su luz mortecina y pestilente, atravesaron el desnivelado corredor, y luego la desmantelada sala, y entraron en la alcoba que ya conocemos, sobre cuya mesa ardía media vela de sebo en la ya inventariada palmatoria de hoja de lata.
No quiso Fernando sentarse en la única silla que había allí, por más que le instó don Sotero, después de cerrar la puerta de la sala y la de la alcoba.
-Estoy de prisa -dijo mirando con repugnancia cuanto le rodeaba-, y mi visita ha de ser breve. El motivo de ella demostrará a usted que aun sin su advertencia de esta mañana, se la hubiera hecho.
-¿Quiere decir que viene usted ahora a mi casa motu proprio, no porque se lo exigiera?
-Cabalmente.
-Sea en buena hora; que yo no he de pararme en cosas de tan poco momento.
-Ante todo -prosiguió Fernando-, quiero saber qué tiene usted que decirme.
-Poca cosa, caballerito -respondió don Sotero, rascándose la punta de la nariz-; poca cosa... y eso poco, por lo que afecta a la tranquilidad de mi conciencia, pues de otro modo, me guardaría yo muy bien de inmiscuirme en negocio semejante. ¡Harto le desvelan a uno los propios, para que desee enderezar graciosamente los ajenos!
Diciendo así, acercándose más el pío varón a Fernando; y después de tomar la actitud humilde y resobona que le era peculiar en los trances graves, prosiguió:
-No ignoro, señor de Peñarrubia, que en vida de la señora doña Marta Rubárcena de Quincevillas (que en santa gloria esté) hubo entre usted y ella algunas discordancias, que dieron por resultado el quebrantamiento de la amistad que hasta entonces había hallado usted en aquella honrada y opulenta casa.
Fernando frunció las cejas y miró con gesto de ira y despecho a don Sotero. Éste continuó imperturbable:
-El motivo de las discordancias... ya usted lo sabe; los principales móviles que arrastraban a usted a aquella casa, ¿a qué puntualizarlos aquí?... En cuanto a lo cuerdo y trascendental de la medida tomada por la previsora, sabia y santa madre, ¿qué he de decir yo que usted no sepa?
Fernando estuvo a pique de arrancar del gaznate lengua que así profanaba lo que él ponía sobre su corazón, como sagrada reliquia. Tampoco pareció notarlo don Sotero, y siguió hablando así:
-Mantener en todo su vigor el acuerdo tomado fue su pensamiento hasta el último instante de su vida; y para que, más allá del sepulcro, la humana debilidad no hiciera inútiles sus previsiones, dejó el encargo de que la secundaran en sus santos propósitos, a dos personas que la merecieron en vida completa y omnímoda confianza. Yo, aunque indigno, soy una de esas personas; y en este momento, por ausencia de la otra, el único encargado en la Tierra de hacer que se cumpla la última voluntad de aquella santa mujer.
La noticia dejó yerto a Fernando. ¿Qué iba a ser de Águeda en manos tales? Conste, en honra del enamorado joven, que no pensó en otra cosa en aquel instante. Y a lo dicho, añadió don Sotero todavía:
-No me negará usted amiguito, que las prescripciones de la difunta doña Marta, en lo relativo al asunto de que voy hablando, han sido quebrantadas por ustedes mucho antes de lo que yo esperaba, aun teniendo en cuenta los naturales ímpetus de la juventud; y no extrañará, por consiguiente, que le amoneste y excite, a fin de que retroceda en el camino que parece haberse trazado; ni que le prevenga que estoy resuelto a hacer que prevalezcan vigentes los acuerdos tomados con usted en vida de la susodicha y precitada señora, por todos los medios que estén a mi alcance. Es caso, como usted ve, de conciencia; y yo con la conciencia soy muy rígido.
Qué tumultos de ira, de asco, de indignación, de lástima, y de todo cuanto punza, oprime y subleva el alma, sintió Fernando en aquel instante, imagíneselo el lector.
-Renunciando -dijo, dominándose cuanto pudo- al intento de buscar los verdaderos móviles de esas advertencias, porque los fondos cenagosos e infectos no son para todos los estómagos, he de advertirle que si, en lo tocante a los medios de que piensa valerse, confunde los de su cargo con algún otro que ha puesto en sus manos... el oficio, no ha de lograr muy fácilmente el intento que le guía. De todo me creo capaz, menos de pactar con usted, en bien ni en mal, cosa que a ese asunto se refiera.
-Sea todo por el amor de Dios -dijo don Sotero hecho una malva-. Pero conste que está usted advertido... por lo que pueda suceder... Y ahora -continuó, restregándose las manos-, dígame a qué debo la honra de su visita, puesto que no ha sido causa de ella mi indicación de esta mañana.
Fernando, por toda respuesta, arrojó sobre la mesa un cartuchito de monedas, y dijo al mismo tiempo con seca voz y muy mal gesto:
-Cuente usted.
Volvióse lentamente don Sotero; cogió el cartucho, le abrió, examinó las monedas, que eran de oro, en la palma de la mano, y las contó una a una.
-Cuarenta centenes -murmuró-. Poca cosa. Cuatro mil reales justos.
-Esas son -dijo Fernando- mis economías de todo el año; las guardé como un tesoro para aliviar, con el propósito que representan donde ahora están, parte del peso de una deuda que me oprime el alma, como la mayor de las ignominias.
-Hombre -dijo aquí don Sotero con burlona sonrisa-, ¡tiene usted una moral muy chusca!... Porque supongo que esa andanada de palabrotas y actitudes terribles no la ha soltado usted contra sí propio, sino contra mí, que le saqué del apuro.
-Anote usted esa cantidad en mi recibo -repuso imperiosa y secamente el joven, poco dispuesto, por las trazas, a entrar con don Sotero en disputas sobre moral.
Sacó éste, con mucha flema, un legajo del arcón, y del legajo un papel; y después de leerle entre dientes del modo que Fernando le entendiera, sentóse, humedeció la pluma en los no muy empapados cendales del tintero, y escribió, cerca de la firma que en el papel había, lo que el joven deseaba.
-Está usted servido, caballerito.
Se acercó Fernando a la mesa, y leyó lo escrito en el papel, que el otro no soltó de las manos.
-Y ahora -añadió don Sotero, mientras volvía a meter el papel en el legajo, y el legajo y las monedas en el arcón-, hágame usted el obsequio de oírme unas cuantas palabras muy al caso; que también a mí me gusta dar a cada cosa la luz que le corresponde.
Cargóse Fernando, siempre ceñudo y avinagrado, sobre una pierna, mientras se daba golpecitos en la otra con su látigo de montar; y acercándosele don Sotero, le habló así, guardando al mismo tiempo los anteojos en un estuche de hoja de lata, forrado por dentro de bayeta verde:
-No hace todavía un año, se me presentó usted en este mismo sitio, pálido y desconcertado. Jamás había cruzado yo una palabra con usted; pero le conocía de verle entrar, muy pocas veces, por cierto, en casa de la nunca bastante llorada doña Marta de Rubárcena de Quincevillas (que santa paz disfrute). Díjome usted, sobre poco más o menos: «Abusando de mi inexperiencia en las intrigas del mundo, logró un malvado la garantía de mis reiteradas e inexistentes recomendaciones para cometer una estafa en un centro donde el nombre de mi padre goza de grande y merecido prestigio. Acabo de saberlo, y quiero pagar el valor de lo estafado, sin pérdida de un solo momento, antes de que la idea de mi complicidad en tan infame delito pueda cruzar por la mente de la víctima, o de que mi nombre corra el riesgo de figurar junto al del ladrón en un proceso. ¿Puede usted y quiere librarme de estas horribles contingencias, y del bochorno de hacérselas conocer a mi padre para obtener su auxilio, que no me faltaría, proporcionándome la cantidad que necesito, con las condiciones que usted quiera?...». La cantidad, señor don Fernando, ascendía a la friolera de dos mil duros redondos. Púselos a su disposición; y aun, de mutuo acuerdo, yo mismo se los situé en Madrid, sin pérdida de correo. Y pregunto yo ahora: ¿Haría un padre por su hijo más de lo que yo hice por usted?
Fernando miró al prestamista con gesto de amarga ironía, y le preguntó muy sosegadamente:
-¿De qué suma aparezco yo deudor en el recibo que le dejé en prenda?
-De la que procede por ley inexorable de la aritmética: de seis mil duros justos.
-Ya es algo eso, aunque no todo... ¿Y qué le parece a usted de la garantía... que usted se tomó?
-Que es la única que usted tenía y debía ofrecerme. Pagarme, cuando usted herede, con lo primero y más seguro que aparezca en el cuerpo de bienes hereditarios, si antes, o por otros conceptos, o después, a falta de aquéllos, no adquiere usted...
-¡Pues esa es la infamia! -dijo Fernando exaltándose-: ¡hacerme a mí capaz de ofrecer la muerte de mi padre por garantía de un préstamo!
-¿Y por qué lo firmó usted?
-Porque explotando usted maravillosamente la ansiedad en que yo me hallaba entonces, se guardó muy bien de leerme lo que escribió a su gusto en el documento. Cabía en mí la sospecha de que el favor me saliera caro en dinero, aunque no tanto como me ha salido; pero lo inicuo de este contrato no se lo imagina fácilmente quien no es capaz de cometer tal iniquidad. Cuando pasó el peligro que temía, y con él la fiebre que me devoraba, me acerqué a usted para tener exacto conocimiento del compromiso que había contraído. Entonces fue cuando supe que por huir de dar un pasajero disgusto a mi padre, me había puesto en peligro de matarle con la pena de saber que tiene un hijo capaz de firmar lo que yo he firmado.
-Vamos a cuentas -repuso don Sotero muy sosegadamente-, y a cuentas muy claras; y veremos al fin de ellas qué queda de justicia en los cargos que usted me hace. Empecemos por el precio que he puesto, y que tan alto le parece, al préstamo que le hice. El veinte por ciento sobre cuarenta mil reales, importa ocho mil cada un año. Suponiendo que le queden diez de vida (Dios se la dé muy larga y colmada de bienes) al doctor Peñarrubia, se habrían acumulado ochenta mil reales de intereses. Ochenta, y cuarenta mil de préstamo, hacen justamente ciento veinte mil... ¡y todavía renuncio al interés correspondiente a la acumulación! Verdad que puede usted decirme: ¿y por qué me cobras un crédito tan crecido?... Por los riesgos, señor don Fernando, por los riesgos..., que no son pocos. Puede su padre de usted vivir muchos años todavía; puede comerse en vida todo lo que tiene, puede usted morir antes de heredar... ¡Qué sé yo cuánto puede ocurrir en tan largo plazo! Y todas estas contingencias se tienen en cuenta en los usos ordinarios del comercio. En cuanto a las garantías que usted me ofrece en el recibo, ¿tiene usted otra mejor, por ventura? ¿Tanto abundan en el mundo los pródigos que prestan dinero bajo la fe de la palabra o con la hipoteca sola del entendimiento, o de la gallardía de la persona?
-¿Y por qué no dijo usted eso mismo antes de hacerme el préstamo?
-Hablemos claro, señor don Fernando: lo que a usted le inquieta es el temor de que yo pueda esgrimir contra usted esa arma que ha puesto en mis manos una casualidad.
-¿Y por qué no he de temerlo?
-En ese caso, habrá motivos, en opinión de usted, que lo justifiquen.
-Que lo justifiquen, no; que lo hagan posible, sí; ¡de todo creo capaz a quien de tal modo sorprendió mi buena fe!
-Muchas gracias, caballerito, por el juicio que le merezco -respondió don Sotero, risueño y dulce como nunca-. No obstante, y en testimonio de lo acertado que anda en él, quiero declararle que, según sea la conducta de usted en lo referente al asunto que tanto se roza con el cargo que pesa sobre mi conciencia, y del cual hablé a usted antes, así será el uso que yo haga de este documento.
-Pues claridad por claridad -replicó Fernando-: no firmo pactos con usted ni acepto condiciones en nada que se relacione con el asunto a que alude; y ni aun por hallarse investido del cargo a que se ampara, consentiré que se me atraviese usted en el camino. ¡Juzgue, por esto que digo, de lo que seré capaz de hacer si sus inclinaciones, o sus conveniencias, le arrastran a cometer una nueva felonía conmigo!
Con esto abandonó el joven la estancia, bajó a tientas la escalera, desató el caballo, montó en él y salió del pueblo hacia la sierra por caminos desusados, pues no quería ser visto en aquella ocasión, y la luna alumbraba con exceso las callejas frecuentadas.
Don Sotero no se enderezó hasta que oyó sus pasos en el portal; entonces dijo, con sonrisa burlona, hasta enseñar todos los dientes:
-¡Mentecato! ¡Pues no se ha figurado que al herirlo con esa arma voy a descubrir el cuerpo!
Después llamó a Celsa, y la mandó preparar la cena.
- XIII - : Lo que se decía
Ya que en Valdecines estamos, y de noche y con luna, hemos de dar un vistazo a la botica. Porque en Valdecines había, a la sazón, y habrá hoy probablemente, su poco de botica, de la cual se surtían, en los trances muy apurados de la vida, hasta siete pueblos de tres leguas en contorno. «Su poco de botica», dije, porque, en rigor de verdad, la de Valdecines no era botica por entero. Por de pronto, el boticario, hombre que ya pasaba de los sesenta, así manejaba la espátula en su laboratorio, como el zarcillo en la huerta, o el hacha en el monte cuando le pedían muy caro por bajarle un carro de leña, pues como él decía al tachársele estas inconveniencias profesionales, los tiempos corrían apurados, el arte no lucía, y la familia, femenina, sin una sola excepción, abundante y, desacomodada, a eso y a mucho más le obligaba..., por ejemplo, a ser industrial con matrícula, sin dejar de ser científico con real diploma; razón por la que, en el no muy holgado local de la botica, lo mismo se despachaban píldoras y vomitivos, que sogas de esparto, clavos de ripia y jabón de Málaga; de donde resultaba, a creer a los marchantes, que las medicinas de aquella botica supiesen a especies y bacalao, y a cerato y a valeriana los comestibles de aquella tienda. Y como entre la mesa de la oficina y el mostrador no había solución de continuidad, en ausencia del boticario despachaba las recetas aquella de sus hijas que estaba de turno en el mostrador; y por el contrario, en ausencia de la hija, servía el farmacéutico a los parroquianos de la tienda.
No faltaba quien, en el pueblo y fuera del pueblo, murmurase de estas informalidades en el trascendentalísimo manipuleo de los jaropes; pero a esas murmuraciones respondía el farmacéutico, con muchísima razón, que la culpa estaba en los mismos murmuradores que se resistían a pagar, por todo un año de asalareo, más de dos celemines de maíz, o veinte reales en dinero. ¡Vaya usted por todo ese tiempo y esa cuota a surtir de medicamentos a una familia entera, y oblíguese, con las ganancias, a tener mancebo que le supla en ausencias y enfermedades! ¡Gracias si de sus preparados contra lombrices y jaldía, en los cuales achaques era el tal farmacéutico un especialista de cierta fama, sacaba un adarme de jugo para endulzar los amargores de su penuria! Y gracias también a que, con el sistema de don Lesmes, apenas despachaba en el pueblo más que recetas de zaragatona. Lo cual no le impedía acribillar al pobre cirujano con zumbas y dicterios muy a menudo.
Solía ayudarle en la empresa, aunque recargando el auxilio con durezas y groserías jamás merecidas de un hombre tan inofensivo en su conversación como don Lesmes, la tercera capacidad del pueblo, ya que no le fuera por el entendimiento, por la profesión que en él ejercía, aunque también a medias, como el boticario la suya. Refiérome al maestro de escuela, hombre de tanta edad como el cirujano y el farmacéutico, y lo mismo que ellos, forrado en antiguallas y rutinas, con un geniazo bestial, apegado a la pauta y al puntero y, sobre todo, a la palmeta, sin que leyes ni métodos, ni tratados, lograran hacerle cambiar de sistema, ni tampoco obligarle a dejar la plaza en beneficio de profesor más apto y competente, según rezaba y lo exigía la ley imperante. Pero sin duda alguna, las cosas de Valdecines se imponían por su propia virtud al Estado mismo; o, al contrario, tan poco realce tenía el pueblo en el mapa general, que nadie se acordaba de él sino para sacarle las contribuciones y los quintos; por lo que, en punto a médico, botica y escuela, atrasaba dos siglos muy cumplidos en el reloj de los tiempos.
Volviendo al maestro, digo que cobraba mal los cincuenta celemines de maíz que le pagaba el pueblo, amén de veinte ducados para camisa y hogar; y que parecía empeñado en indemnizarse de estos daños y perjuicios con el pellejo de los muchachos, a quienes desollaba vivos cuatro veces a la semana, que eran los días, mal contados, que en ella daba escuela.
Por lo demás, alardeaba de docto y de consagrar lo mejor de su vida al perfeccionamiento de la enseñanza elemental, y aun de la misma lengua patria, contra cuyos perfiles y sutilezas bramaba como una bestia. Déjase comprender por esto que también era hombre de sistema. No había leído a Fray Gerundio de Campazas y, sin embargo, en punto a ortografía y otros requilorios gramaticales, se parecía al Cojo de Villaornate como un barbarismo a otro barbarismo. No he de exponer yo aquí sus luminosas teorías, porque sobre no venir a caso, nos ocuparía mucho terreno.
Esperaba que la Academia, aplaudiéndolas, se las recomendaría al Gobierno para la procedente recompensa; y en eso andaba desde años atrás, faltándole siempre la última mano a la Memoria razonada que tenía escrita.
Estos proyectos y el mucho pan que le comían, sin ganarle para un par de zapatos, los cinco hijos que sumaba, entre hembras y varones, le absorbían la mejor parte del poco entendimiento que le cupo en suerte. El resto lo consagraba a hacer almadreñas y colodras, que se vendían, aquéllas en invierno y éstas en todas las estaciones del año, en la tienda del boticario.
Pues digo ahora que estos tres sujetos, el cirujano, el boticario y el maestro, cada vez que se hallaban juntos reñían indefectiblemente; siendo de advertir que se juntaban todas las noches en la botica y, asimismo, que desde su consulta con el doctor Peñarrubia, el bendito don Lesmes estaba inaguantable de vano y satisfecho, lo cual exasperaba al pedagogo y sacaba de quicio al farmacéutico. De modo que, desde aquella fecha memorable, la discordia aparecía entre las tres susodichas capacidades de Valdecines, anticipándose a los trámites acostumbrados.
En la ocasión en que se las he presentado al lector, el boticario hacía píldoras sobre la mesa, y sus dos amigos departían con él desde la pared de enfrente, acomodados en sendos taburetes de pino, aunque muy separados entre sí.
Apenas comenzaba la sesión, ya chisporroteaba; y eso que don Lesmes, con su comedimiento habitual, había expuesto técnicamente a sus contertulios el estado de cada uno de los enfermos existentes en el pueblo, cosa que hacía todas las noches, y no había citado más que tres veces a su «íntimo amigo» el doctor Peñarrubia; pero cabalmente había visto el maestro a Fernando salir de la casa y con el último sahumerio al padre, asaltó al pedagogo este recuerdo del hijo. Habló del caso con su habitual aspereza, y concluyó diciendo:
-¡Se necesita tener muy poca vergüenza para hacer lo que ha hecho hoy ese mequetrefe!
-Pues ¿qué ha hecho? -preguntó don Lesmes en tono de negar importancia al suceso.
-¡Saltar, como quien dice, sobre el cadáver de quien le echó de casa, para volver a entrar en ella!
-Creo yo- repuso el cirujano-, que para hablar de ese modo de una persona se necesita conocer muy a fondo los motivos.
-¡Pamplinas llamo yo a esos reparos! -dijo el maestro dando un garrotazo en el suelo y echando lumbre por los ojos.
-Pues yo le digo a usted -respondió el cirujano contoneándose en su taburete- que estoy muy al tanto de lo que pasa en la familia de mi querido amigo y compañero el doctor, y que conozco los secretos más íntimos de esas señoras (como que entro y he entrado en su casa con la misma franqueza que en la mía); y puedo asegurar que en la ocasión presente se equivoca usted en cuanto asegura.
Bufó el maestro entre burlón y furioso, y replicó a estas palabras de don Lesmes:
-¡Chanfaina, y rechanfaina, y requetechanfaina! «¡Mi amigo el doctor!...», ¡pua!... «¡Mi compañero el doctor!...» ¡buf!... ¿De cuándo acá, zurriascas, le vienen a usted esas herencias? Ayer era para usted, como para toda la comarca, Pateta el herejote. Habló con él una vez, y eso para matar entre los dos a la señora, y ya es un santo, y un caballero, y un amigo íntimo suyo. ¡Zurriascas! ¡Yo llamo al pan pan, y al vino vino, y no cato hogaño lo que antaño me amargó!
Don Lesmes sufrió impávido esta descarga, y respondió a ella con muy acentuada solemnidad:
-En la vida profesional ocurren a menudo estos lances. En una persona aborrecida por antojo se halla a lo mejor un caballero perfecto y un amado condiscípulo, como a mí me ha sucedido esta vez con el doctor Peñarrubia.
-¡Zurriascas!... ¿Lo oye usted, don Casiano?
Don Casiano era el farmacéutico, que a la sazón tenía los brazos levantados y se ocupaba en redondear una píldora con cada mano, entre el pulgar y los dos primeros dedos. En esta postura siguió, con cara de pesadumbre, los primeros lances de la porfía; pero al llegar el cirujano a decir las últimas palabras, cargó el ceño de tempestades. Así es que a la pregunta del maestro respondió aplastando las píldoras entre las antes suavísimas yemas de sus dedos:
-¿De manera que andará usted a dos palmos de salir de angustias? Amigo y condiscípulo de doctor tan resonado y pudiente, cátate la zaragatona en triunfo; porque el tal leerá la disertación, la mandará arriba... y se declarará de texto en San Carlos: Miserimini mundanorum!
-Pues hombre -replicó don Lesmes con mucha calma-, de menos nos hizo Dios. Por de pronto, sépase usted que se enteró de mi sistema, y le tuvo en mucho; que quedó en enterarse más a fondo de él; que me ofreció todo su valimiento para hacerle triunfar, y que si a la presente no está la memoria en Madrid aprobada a claustro pleno, la culpa mía es por no haberme llegado un día a Perojales... ¡Y a fe que buen empeño tuvo en ello!
-¡Zurriascas! -dijo a esto el intemperante pedagogo-. ¡Si eso fuera verdad, diría yo que era Pateta tan simple como usted!
Tampoco esta vez se descompuso el cirujano; antes bien, echó a broma los dicterios y respondió al pedagogo con estas palabras solas, aunque envueltas en una sonrisilla irónica:
-¡Qué más apeteciera a usted que un padrino así para sacar a flote sus luminosos reparos a la gramática castellana! ¿Quiere usted que le hable del caso?... Porque la obra lo merece, o yo no entiendo jota de esos achaques.
-Como de los que salen del pulso: ni más ni menos -dijo el maestro, apoyando las dos manazas sobre el garrote y mirando, rojo de ira y enseñando los dientes al cirujano-. ¡Y ahora, entienda usted, y entienda ese fantasmón del otro mundo, que de los dejados de la mano de Dios no quiero yo ni el aire para respirar!... ¡Zurriascas!
-¡Bien dicho! -exclamó al oír esto don Casiano, arrojando las dos píldoras que tenía entre los dos dedos sobre un montoncillo de polvos de regaliz...
-Bien dicho estará -replicó don Lesmes, comenzando a enardecerse con la exclamación del farmacéutico, que le dejaba solo en la contienda-; pero ni con ello ni con los específicos de usted contra lombrices y jaldía se me prueba a mí que el señor tenía razón cuando dijo lo que dijo de mi joven e ilustrado compañero, el hijo de mi muy querido amigo y condiscípulo, el egregio doctor Peñarrubia.
-¡Echa lustre... zurriascas! -gritó aquí el maestro-. ¡Date vientos, farolete!
-Miserimini mundanorum -refunfuñó don Casiano, volviendo a su postura, digámoslo así, chinesca.
-Similis congregantur..., latinajos corrompidos -dijo don Lesmes, en tono de zumba-. Lo que aquí hace falta es probar en romance corriente lo que el señor asegura.
-No hay que probar -replicó el aludido- lo que todo el mundo sabe; y todo el mundo sabe que ese mequetrefe fue arrojado de la casa por la hoy difunta señora, por sus ideas diabólicas, por sus herejías escandalosas y por hijo de su padre..., ¡ese amigote y condiscípulo tan querido de usted..., zurriascas! Esta es la fija; y por ello da en cara a todo Valdecines la sinvergüencería con que ahora vuelve a llamar a las mismas puertas, y la no sé qué diga, de la... qué sé yo qué, que se las abre.
-Pues yo, que estoy al tanto de los secretos de esa ilustre casa, donde entro con igual franqueza que en la mía -exclamó don Lesmes, no poco exaltado-, digo que todo eso que se cuenta son supuestos de gentes envidiosas..., cuando no sea obra de algún pícaro a quien, por más señas, hace usted mucho la rosca.
-¡Zurriascas!... ¡Yo no hago la rosca a nadie; que eso se queda para usted y otros matasanos como usted! Y si lo dice por quien yo barrunto, sépase que él me buscó a mí, porque me necesitaba.
-¡Por cierto que supo usted responder al consonante de los propósitos de ese fariseo! ¡Vaya una cría que le sacó usted, lucida y despierta!
-Si el discípulo es alcornoque de por sí, ¿cómo ha de hacerle el maestro madera fina y de lustre?... ¡Pero zurriascas!, cuando menos, lo que cae por mi banda, no lo mato como usted.
-¡Dígalo Polduco, mi chico menor! Si no se lo quito a usted de entre las uñas, en ellas queda, como gorrión entre las del milano.
-¡Polduco es una cabra montuna, zurriascas! Me hizo muchas de las suyas, y al cabo le casqué las liendres; que de mí no se ríe ni la perra que ha de volver a parirle.
-¡Si usted supiera darse a respetar!...
-¡Si ustedes pagaran como deben!... ¡Zurriascas!
-No cobro yo tanto, y trabajo más... y me conformo.
-¡Ya! ¡Pero como que usted tiene el amparo de su amigo y condiscípulo el señor doctor!... ¡Puáaa!
-Y usted la mina de sus colodras y almadreñas. ¡Digo! ¡Vaya un par de copas para un invierno crudo! -expuso a esto don Casiano, comenzando a redondear otras dos píldoras-. ¡Como don Lesmes no saque a la zaragatona más jugo que al doctor!...
-De modo -replicó el cirujano- que como no está al alcance de todos la virtud de matar las lombrices con polvos de salvadera...
-Eso va con usted, don Casiano! -gritó el feroz pedagogo-. ¡Y que la cosa no lleva malicia, zurriascas!
-¿Por qué no le ha vuelto usted antes al cuerpo lo de las colodras, que no iba conmigo? -díjole el farmacéutico muy picado.
-Porque las verdades no ofenden; y es verdad, y a mucha honra, que para ganarme el pan hago colodras y almadreñas.
-Y yo, con el mismo honrado fin, remedios contra lombrices.
-Pero dice este licenciado zaragata que son de polvos de salvadera.
-Miserimini mundanorum, digo yo a eso, y que cada cual mire por su honra, que la mía bien guardada está.
-¡La mía está más alta que la chimenea!...
-Pues la mía levanta un codo sobre el campanario, ¡zurriascas!
-Todos son honrados y la capa no parece...
-A ver, a ver, zurriascas, ¿qué capa es ésa por lo tocante a mí?
-¡Lo mismo digo por lo que me alcanza en la alusión!
-El que se pica, ajo come.
-¡Me pico porque debo!
-¡Mucho que sí, zurriascas!
-¡Pues mucho que no!...
Yo no sé adónde hubiera ido a parar la disputa, sin la repentina aparición de una muchacha que preguntaba ansiosa por don Lesmes.
-¿Qué hay? -dijo éste, mirándola con mal gesto.
-Que vengo a visitar a mi padre.
-¿Quién es tu padre?
-Tío Luco Burciles.
-¿Perrenques?
-Así le llaman por mote.
-¿Qué tiene?
-A modo de un lubieso junto a la nuez, en salva la parte, que no le deja resollar.
-¿Qué le habéis puesto?
-Ajo rustrío le puso mi madre, con unto de lumiaco y ujanas fritas.
-¡Qué barbaridad!
-¡Zurriascas! -dijo aquí el maestro-. ¡Vaya usted a ver a ese pobre hombre, y sabrá lo que pasa... y cumplirá con su deber!
Don Lesmes, que ya se había levantado para seguir a la muchacha, se volvió un instante para decir al pedagogo por despedida:
-Los deberes de un profesor como yo están muy altos para que los conozca un remendón de gramática y un desbastador de colodras como usted.
-¡Miserimini mundanorum! -exclamó con expresión de burla el boticario, envolviendo hasta dos docenas de píldoras en un cucurucho de papel, mientras el maestro se revolvía en su taburete, echando llamas por los ojos, y ternos secos por la boca, contra el mísero cirujano.
Y por fas o por nefas, así cada noche, y todas las del año.
- XIV - : El fondo del abismo
Ya he dicho que Fernando fiaba mucho en la fuerza de sus convicciones filosóficas para desvanecer los reparos de Águeda. Que le dejaran hablar, discutirlos, y el triunfo era infalible. Porque, en su concepto, las ideas religiosas de aquélla no tenían base ni arraigo; eran, más bien, reflejo de las ideas de su madre, que quizá tampoco las tuvo propias acerca de ese punto. Faltaba ya la madre y, por consiguiente, no existía el doble influjo de su autoridad y de su talento; y Águeda le tenía extraordinario, y además le amaba como nunca; porque el mismo obstáculo que entorpece los proyectos, hace que se acrecienten los deseos... De todas maneras, no podía resignarse a perderla, y no la perdería.
«¡Si parece -pensaba- que el mundo está lleno de ella! ¡La siento, la veo en el aire que respiro, en el agua que corre, en la hoja que se mueve, en la nube que cruza el espacio, en el viento que la empuja, en la luz que ilumina y fecunda la Tierra, en mi pensamiento, en mi voluntad y en todas las aspiraciones de mi alma! Unidos están nuestros corazones, acordes nuestros deseos, una misma fuerza nos da vida... ¡Sólo nos separa una palabra, expresión confusa de una idea más vaga todavía!... ¿Cómo es posible que este grano de arena obstruya tan ancho camino?».
Y, a pesar de lo pequeño que a sus ojos era el obstáculo, cuando la serenidad le enfriaba un poco el entusiasmo, dudaba y temía y el pan le amargaba, y el sueño le encarecía con exceso sus halagos.
Águeda, por su parte, también meditaba y discurría, de día y de noche, despierta y soñando; y la quintaesencia de sus meditaciones y discursos podía reducirse a estos sencillos términos:
«¡Por qué diversos modos y caminos vienen aparejadas las grandes desventuras de la vida!... La sed ardiente, el agua junto a los labios, y luego el conocimiento de que en sus transparentes cristales hay ponzoña que mata. ¡La muerte bebiendo; la muerte resistiendo la sed! En la edad de los sueños floridos; cuando nacen las esperanzas, y los horizontes del deseo no tienen límites, y la imaginación es cuadro maravilloso en que se pinta el mundo poblado de armonías y fragancia, para mí sólo hubo penas y tristezas. Dios quiso que en medio de ellas brotara en mi pecho el amor, que es fuente de consuelo y de fortaleza. Dios quiso también que aquello mismo que yo había recibido como prenda segura de mi felicidad se trocara súbitamente en instrumento de martirio... ¡Y qué martirio!... Las deslealtades se olvidan, las tibiezas se perdonan, porque el amor lo suple y lo engrandece todo; pero la causa de esta tribulación, ni admite indulgencia por su índole, ni por su arraigo deja esperar que algún día se desvanezca. Le pierdo y se pierde. ¡Con estos dos filos hiere el puñal de mi pena, dándome con un solo golpe dos muertes!».
Hacíansele a Fernando siglos las horas que pasaban sin realizarse la acordada entrevista, porque todo lo esperaba de ella; al revés que Águeda; alas veía ésta en el tiempo, porque todo lo temía de la misma ocasión. Llegó al cabo, mucho antes de lo que la infeliz quisiera, y mucho después de lo que convenía a las impaciencias del otro.
Lanzó Fernando a la conversación el punto dificultoso. Pero ¡con qué remilgos, miramientos, tanteos y perífrasis! Como el hambriento que adquiere inesperado manjar y, con el temor de que se le concluya pronto, más bien le aspira que le muerde, economizaba el enamorado joven la materia de la porfía para conseguir dos fines a la vez: prolongar todo lo posible la entrevista, y no agravar las dificultades con locas intemperancias. Así es que a la historia detalladísima del mutuo amor, que salió de nuevo a relucir, siguió un discurso melancólico sobre las contrariedades en general; a éste, un razonamiento, dividiéndolas en especies y clasificándolas por trascendencias; al razonamiento, una disertación sobre cada una de las clases establecidas; a la disertación, una memoria bastante minuciosa sobre la diversidad de cultos y creencias del género humano..., hasta que no hubo más remedio que pisar el dedo malo de la cuestión. Pero allí esperaba Águeda abroquelada con su fe inconmovible. Ni saltos ni ardides ni sorpresas lograron hacerla retroceder un paso. La punta de su espada aparecía junto a los labios de su enemigo cada vez que éste se disponía a herir con sutilezas y comentarios lo que para ella era sagrado e indiscutible como la palabra de Dios. En lo demás, dejaba a Fernando despacharse a su gusto, y rara vez le contradecía. Al cabo, perdió éste la serenidad, porque iban faltándole las esperanzas de la victoria.
-Y después de todo -exclamó enardecido, al intentar el asedio por otro flanco, único recurso que le quedaba-, y aun concediéndote que la religión que profesas sea la mejor de todas las conocidas, la verdadera y única, como tú dices, ¿qué tiene que ver el amor con eso?
-¿A qué llamas «eso»?
-A tu religión, con su carácter divino y sus dogmas indiscutibles.
-¡Qué tiene que ver el amor con esa religión! ¿Y qué es un hombre sin ella? ¿Qué es un hogar sin esa luz y sin ese calor? ¡Cielo santo! Yo me imagino una familia que jamás invoca el nombre de Dios. ¡Qué cárcel!..., ¡qué lobreguez! Aquellos dolores sin consuelo; aquellas contrariedades sin la resignación cristiana; aquellos hijos creciendo sin mirar jamás hacia arriba; aquellos niños sin el culto a la Virgen; aquellos labios de rosa mudos para la oración al Ángel de la Guarda..., ¿en qué se emplean? Porque, ¿qué puede enseñar una madre a sus hijos en esa edad, si no les enseña a rezar?
-Todo eso es muy bello, Águeda; pero como cosa de niños, al fin no pasa de una bella puerilidad.
-¡Puerilidad! Y mañana esos niños crecen; y como en su corazón no había semilla alguna, nada fructifica en ellos; y vienen las pasiones y las luchas; y la razón sola no alcanza a sobreponerse a los conflictos. Después llega el desaliento, y el temor a los respetos humanos, que cada uno entiende a su manera y, por último, la desesperación. ¿Te parece el cuadro más serio así?... Pues con amores sin religión se forman las familias de esa especie.
-No extrememos el asunto, Águeda. Al decirte que le juzgo sin conexión alguna con la religión no pretendo que arrojes la tuya de casa al entrar yo en ella, sino que des culto a tus creencias sin reparar en las mías. Déjame como soy, y sé tú como eres; yo no me meteré en tu conciencia; respeta en cambio la mía.
-Aunque eso fuera posible, que no lo es, pues creo que con una obcecación como la tuya no hay salvación para el alma fuera de la fe que profeso, y con esta creencia no cabe acuerdo, en negocio tan grave, con hombres de tus ideas, ¿qué sería mañana... de tus hijos?
-Como yo no me opondría a que su madre los educara a su modo...
-¿Y el ejemplo de su padre? Entre mis enseñanzas y tus impiedades, ¿qué pensarían cuando la razón se sazonara en ellos?
-Elegirían lo que mejor les pareciese.
-Y yo tendría que decirles, para que no se fueran contigo: «Vuestro padre es aquí piedra de escándalo: huid de su ejemplo». ¡Hermoso cuadro de familia!
-¿Por qué habías de decirles eso?
-Porque así cumpliría con un deber de conciencia y con un mandato de mi corazón; porque creo que con mis enseñanzas estarían dentro de la ley de Dios, y que con las tuyas se perderían irremisiblemente. Ya ves cómo es imposible toda avenencia entre nosotros en ese punto.
-No hay imposibles, Águeda, cuando hay amor; el amor es la ley suprema en el mundo; todo lo allana y lo purifica. Eso que tú llamas imposible, es el fanatismo que te ciega.
-Hacíaseme que tardaba en llegar esa palabra, y ya que vino, veamos quién de los dos la merece más. ¿Robarías tú por transigir con quien no viera en el robo cosa censurable?
-No es el caso enteramente igual.
-No lo es, en efecto; en tu ley, todo es convencional y mudable, porque es humano; y no hay razón para que el robo no llegue, con el tiempo, a ser, para alguna secta, o para todas ellas, una virtud. En mi fe todo es permanente y eterno. Esta es la gran diferencia que hay entre ambos casos. Sin embargo, no hay que pensar en que tú puedas transigir robando; y pretendes que yo, faltando en ello a un precepto divino, viva en perfecta tranquilidad con un hombre... rebelde a la ley de Dios. ¿Quién de nosotros es el verdadero fanático?
-Tú, Águeda, aunque creas lo contrario, fascinada por el brillo de un sofisma corriente; causa inverosímil de que aún subsista en todo su vigor el conflicto en que tú y yo nos vemos ahora, conflicto que es el oprobio de la sociedad que le respeta.
-También es del oficio esa palabra, Fernando, y tampoco resuelve la dificultad. Ese conflicto no es más ni menos inevitable que otros muchos que existen, han existido y existirán mientras exista el género humano. Lo absurdo, lo insensato, está en el empeño de pedirle cuenta de él a la sociedad que, en todo caso, dispondría de su propia conciencia, pero no de la mía.
-No hay otro que se le parezca.
-Todos son menos respetables que él. Un hombre, ayer rico y poderoso, en los azares de la guerra padece hambre, frío y desnudez, y hasta la muerte, por ser fiel a su bandera. Este es un conflicto, y no raro. ¿Es, en tu concepto, imputable como una afrenta a la sociedad que no le evita y le consiente y hasta le aplaude so pretexto de que es una virtud sacrificarse al honor y al patriotismo?
-No hay paridad, Águeda, entre ese caso y el nuestro.
-Puedo citarte mil. Si en tus propósitos entrara el de asociarte a otra persona para llevar a cabo una empresa de gran importancia para ti, y cuando más te halagaran las esperanzas del lucro, averiguaras que aquella persona no era honrada, ¿qué harías en tal conflicto? ¿Retroceder inmediatamente, renunciando sin vacilar al lucro prometido antes de exponerte a manchar tu honra en semejante compañía, o volverte airado a la sociedad que te lo aconsejara, para reprenderla porque no enseña a los hombres a transigir en tales pequeñeces? No necesitas decirme cuál de los dos partidos adoptarías; pero yo te pregunto ahora: en la necesidad de que haya conflictos, porque es imposible que los negocios del mundo vengan ordenados a los humanos deseos, ¿por qué han de ser dignos de respeto los que proceden de los azares comunes de la vida, y no los que son hijos de un mandato de Dios?
-Fatigas en vano tu hermosa inteligencia, Águeda... Tus razonamientos son lógicos y concluyentes; pero son castillos en el aire, puesto que proceden de un principio falso a mis ojos. ¿Dónde está escrito y comprobado ese mandato de Dios? ¿Cómo se creen esas cosas que tú tienes por verdades indiscutibles?
-Con la razón natural.
-Con ella me he hecho incrédulo buscando la verdad.
-¿Dónde la has buscado?
-En el único sitio donde puede hallarse: en el examen.
-La has buscado entre los hombres que no creen, y en los libros que empiezan por negarla, no en los que enseñan a creer: has mirado al cielo para estudiar la ley por que se rigen sus maravillas, no para conocer al Legislador.
-No te he dicho jamás que yo le desconozca.
-Ni quiero que me lo digas: harto sé con saber que no crees en un Dios justiciero y misericordioso, que tomó carne humana para morir por los hombres en un madero afrentoso.
-Distingos sutiles que a nada conducen.
-Esos distingos lo son todo, sin embargo: empezando por desdeñarlos, se acaba por negar a Dios... Y dejemos aquí ese punto que yo, pobre mujer, no debo ni puedo dilucidar... ni a ti te conviene tampoco que se dilucide.
-¿Por qué?
-Porque a cada paso que damos en él, descubro mayores profundidades en la sima de tus errores, y no quiero, al perderte para siempre, perder conmigo la esperanza de tu salvación.
-¿Luego te resignas a perderme?... -preguntó aquí Fernando, con la angustia pintada en sus ojos.
-¿Y qué otro recurso me queda? -respondió Águeda en el mayor desconsuelo-. Si al verte tan apartado de la verdad, hasta dudo de la honradez de tus propósitos.
-¡Águeda!
-Yo creyente y tú descreído, empezarías engañándome al unir tu mano a la mía.
-¡Engañarte yo!...
-Sí, Fernando: y si no, dime, ¿crees en la necesidad del Sacramento para formalizar el matrimonio?
-No.
-Luego ¿qué papel sería el tuyo delante del sacerdote que uniera nuestras manos? ¿Qué pensar del sí que pronunciaras, invocando a la fuerza un Dios a quien desconoces? Y el que en tan solemnes momentos es desleal a su conciencia, ¿por qué no ha de serlo a sus deberes en el curso de la vida?
-¡Si me amaras como te amo, Águeda, no clavarías en mi alma el puñal de esa sospecha!
-¿Y qué amor es el tuyo, al fin y al cabo, si le falta la abnegación, que es la virtud que le engrandece?
-Tú, que crees poseer esa virtud, dime qué debo pensar de quien con ella me quita a una pasión generosa el más bello de sus ideales. ¡A menudo, Águeda, se confunde la obcecación con el deber!
-En ti se está viendo ahora palpablemente. Hallas un obstáculo en tu camino, parécete mucho trabajo destruirle, y te empeñas en saltar sobre él a todo trance, para que tus propósitos no se malogren ni se detengan un momento. Nada te supone que ese proceder sea incompatible con mis deseos. Con tal de que los tuyos se cumplan, ¿qué importa el sacrificio de mi conciencia?
-En situaciones como la nuestra en este instante, las reflexiones de una dialéctica fría como la tuya, sólo sirven para acrecentar el martirio. ¡No te complazcas, Águeda, en escarbar la herida que me mata, y dime, si puedes, qué amor es el tuyo que así razona y escrupuliza, cuando el mío es incendio que me devora!
-No lo sé... Pero sé que daría mi vida porque creyeras.
-Entonces, ¿qué fuerza misteriosa es esa que te da alientos para sacrificarle por aquello mismo que, hallado por mí, haría inútil el sacrificio?
-¡Cómo has de verla, ciego!... Tu alma está a oscuras... ¡Cree!
-¡No puedo, Águeda: mi razón se resiste a ello!
-La razón va por donde se la conduce.
Y si el destino quiere que yo no llegue a creer, aunque lo intente, ¿por qué me ha de costar, eso que tú llamas desventura, la más irremediable de perderte?
-Porque así debe ser.
-¿Y mi corazón, Águeda?... ¿Y este amor que me enloquece?
-¡Tu corazón!... ¡Si pudieras ver el mío!...
-¡Esta pasión es mi vida; ahogarla es matarme!...
-He ahí la mejor prueba de lo que vale esa razón que es tu orgullo. Atrévese altanera con el mismo Dios, y la abate, y la humilla, y la vence una simple contrariedad.
-¡A este conflicto llamas simple contrariedad!
-Sí, Fernando; porque no la hay tan grande en la vida humana, que no pueda ser vencida por la reflexión, cuando ésta se inspira en la fe que te falta.
-¡Otra vez la fe!...
-¡Otra vez, y siempre! Un mismo sol alumbra todos los rincones del mundo. ¿Adónde irás con los ojos abiertos sin que los hiriera su luz?
-Resueltamente, Águeda, no cabe inteligencia entre nosotros, si no desciendes de esas alturas ideales.
-O si tú no subes a ellas.
-Yo no hago imposibles.
-Pero los exiges.
-¿Es imposible lo que te propongo?
-¿Aún no te convences de ello?
-¡No, y mil veces no!
-Hemos llegado al fin que yo temía. Caminamos ya en un círculo de hierro, y nos fatigamos ociosamente.
-¡Dogal es que oprime mi garganta!
-Te dije que sería inútil esta entrevista. ¡Mira cómo no me equivoqué! No sueñes siquiera en otra: hablamos por última vez.
-¡Por última vez, Águeda! ¡Y eso te dicta la caridad! ¿Por qué, puesto que conoces mi mal, no intentas su curación antes de abandonarme inclemente? ¿O temes el contagio?
-No lo temo; pero sé que mis fuerzas no bastan para tan grande empresa, y que cuanto más avanza la gangrena, más poderosa es la operación de cortar por lo sano. Eso es lo que vamos a hacer, por mutua conveniencia, ahora mismo, dando por terminada esta ociosa contienda que me mata.
-Con mi despedida. ¿No es eso lo que quieres?
-Eso mismo.
-¡Puede ser eterna, Águeda!
-¡Quién sabe!... -dijo ésta sonriendo amargamente.
-¡Pero es muy cruel -exclamó Fernando exaltado- esa conformidad con que me condenas a no verte más!
-Ya sabes cuál es el camino por donde se llega hasta mí, y no ignores con qué llave se abren estas puertas.
-¡Si no la poseo, Águeda!
-¡Intenta siquiera buscarla, obcecado; y eso tendré que agradecerte!
Fernando, febril, pálido y desalentado, no quiso insistir en su lucha contra aquella roca inconmovible. Levantóse trémulo, y dijo, acercándose más a la joven.
-Estoy al borde del abismo que nos separa; te opones a que pase sobre él, y no puedo retroceder, porque no quiero ni sé volver a lo que fui. Tengo que hundir en el negro fondo mis ojos y mi pensamiento... Si el vértigo me arrastra, no olvides que tú dictaste la sentencia.
Después salió como debe salir de la capilla el reo que ha perdido la última esperanza de perdón.
Águeda no podía más. Había gastado todas las fuerzas de su espíritu en la terrible lucha sostenida entre su corazón y su conciencia. Lloró y oró mucho. Para saber qué súplicas elevó al cielo, sería preciso conocer la magnitud de la tribulación en que estaba sumida aquella alma pura, recta... y enamorada.
- XV - : La astilla y el palo
¡Qué vuelta la de Fernando a su casa! Llevaba una tempestad dentro de la cabeza; y parecíale que aquella tempestad le arrastraba por sendas y parajes desconocidos. El sol esplendoroso derramaba sobre el paisaje torrentes de colores y de vida; y él, sin embargo, veíase envuelto en una nube negra, preñada de horrores y tristezas; el campo no tenía matices ni aromas; los árboles no mecían su follaje ostentoso al blando soplo de la brisa; más bien gemían desnudos como si los fuera deshojando el cierzo de sus pesadumbres. Llegó a la hoz, y féretro se le antojó a su fantasía; canto funerario el lento murmurar del río, y eco de los suspiros de sus marchitas esperanzas el triste quejido del pájaro solitario; y como su imaginación era reflejo de las impresiones de su alma, hasta las peñas, entre arbustos y zarzales, le remedaban con insultante propiedad las hinchadas narices, los punzantes ojos y la infernal sonrisa de don Sotero, que se gozaba en su agonía; y ¡cosa más extraña aún!, por una caprichosa combinación de sentimientos y de ideas, todo este conjunto de objetos, de sonidos, de formas y de colores, venía a delinear la imagen fiel de Águeda inexorable, desoyendo los gritos de su corazón y lanzándole, solo y desarmado, a luchar contra el imposible de su conflicto. Recordaba todas las palabras que oyó de sus labios, como si estuviera oyéndolas todavía; y al pretender despojarlas, con el examen, de la aspereza de su rigor, los negros crespones de su espíritu les daban el color de la muerte y el amargor de la duda.
No supo cuándo, ni cómo, ni por dónde llegó a casa, ni por qué se fue derecho al cuarto de estudio del doctor, ni cuánto tiempo estuvo dando vueltas allí, sin advertir que éste le contemplaba y le seguía con anhelante mirada, en la cual se pintaban a la vez la curiosidad del médico y las angustias del padre.
-¡Fernando! -le dijo éste al fin-. ¡No es vida la que traes, ni la que me haces pasar a mí, viendo cómo tus preocupaciones crecen de día en día, y hasta dónde te llevan hoy!
Detúvose Fernando; y sin tratar de disimular el desasosiego que le dominaba, ni mostrarse sorprendido con la presencia de su padre, respondióle, como si continuara en voz alta un diálogo comenzado mentalmente.
-El día en que llegué a esta casa, y en este mismo sitio, te prometí descubrirte el fondo de mi corazón cuando fuera hora de hacerlo. Esa hora ha llegado, y voy a cumplir mi promesa en este instante.
-¡Acabarás, hijo mío! -exclamó el viejo doctor, viéndose en el acento de sus palabras y en la expresión de su fisonomía el ansia en que estaba viviendo.
Fernando se sentó a su lado, y dijo así:
-Cuando me referiste el triste suceso de Valdecines, unas palabras mías te hicieron sospechar que podía ser causa de mis preocupaciones la joven que hallaste a la cabecera de aquel lecho.
Y he seguido sospechándolo.
-No necesito decirte cómo ni por qué empezamos a querernos. Bástete saber que cuando tratamos de medir la profundidad de aquel amor, que naciente y manso arroyo parecía, era ya inundación que nos arrastraba. Una vez, y porque el rumbo de la conversación así lo quiso, la malhadada cuestión religiosa surgió entre nosotros. Descubrirse mi incredulidad y cerrárseme las puertas de aquella casa, fue obra de un solo día. Al siguiente, y en este mismo sitio, me preguntaste por la causa del disgusto que yo no podía ocultar. Pensaba entonces y seguí pensando mucho después, que el obstáculo se destruiría con la reflexión y el tiempo; y he aquí cómo, hijo de estas esperanzas y de los temores que son inseparables compañeros de ellas, nació aquella melancolía que tu ojo certero descubrió en mi rostro y en mis cartas. Pero pasó el tiempo, y hasta pasó con él lo que yo creía causa principal, si no única, de la rigurosa medida tomada conmigo; y volví a acercarme a Águeda que, por desdicha mía, no me esperaba. Ni razones la convencen, ni súplicas la ablandan. Por incrédulo me cerró sus puertas, y sólo creyente puedo entrar por ellas. Entretanto, la pasión que yo creía llegada a su colmo, crece sin cesar, y a mi mente no baja un rayo de esa luz misteriosa que ha de iluminarla. Este es mi conflicto.
Oyó el doctor a Fernando con viva curiosidad y cuando éste acabó su brevísimo relato, díjole en su tono habitual de zumba:
-¡Conque ese es el conflicto! ¿Ni más ni menos?
-Te he trazado las cuatro líneas confusas del mapa de mi desdicha. La extensión real que representan, su realce y sus colores, no puedo yo descubrirlos; tú debes suponerlos.
-¿Y es esta la primera vez que te ves en apuros tales?
-La primera... y la última.
-¡Pues hay muchachos que a tu edad los cuentan por docenas y no se ahogan así!... ¡Mire usted qué talento y qué motivo para tener a su padre tanto tiempo en una angustia mortal!
-Deja tus burlas inclementes, y no me midas por la talla común. En esos ejemplares que citas, el amor es una necesidad de lujo, y un atractivo más del obstáculo. Nunca fui vencido de esa debilidad; no por virtud, sino por naturaleza, y tú no lo ignoras. No busqué el amor, él brotó en mi pecho aprisionándome. Decreto del destino o ley de la vida, su esclavo soy, y no puedo ni quiero pensar en romper la cadena.
-Pues hijo mío, arrástrala en buen hora; pero no te quejes.
-No me quejo de ella; antes bien, de flores me parecía. Quéjome del obstáculo que me detiene en el camino que esa misma cadena me hacía risueño y placentero.
-Pero ven acá, melenudo, llorón y mal poeta, ¿no habla nada a tu razón la misma naturaleza del obstáculo? ¿No se te ocurre que mujer que por tales pequeñeces te despide, no es digna de que por ella pase un mal rato un hombre como tú?
-No se me ocurre tal cosa; y a ti debiera ocurrírsete, en cambio, que de una mujer frívola y vana no me hubiera enamorado yo.
-Todos los Quijotes dicen lo mismo de sus Dulcineas.
-Un momento te bastó a ti para ver en Águeda cualidades muy superiores.
-Cierto..., pero hay gazmoñas que tienen mucho talento y, sin embargo, son gazmoñas y fanáticas. Bien puede ser esa joven una de ellas.
-No hay tal fanatismo ni tal gazmoñería. El fanatismo está en ti y en mí, que no queremos ver nada en serio ni concertado fuera de nuestras ideas.
-¿En qué quedamos entonces?... Porque de eso que dices se desprende que te ha convencido.
-¡Ojalá! El convencimiento que adquirí oyéndola es harto más triste. Me he convencido de que son irrefutables sus razones para rechazarme por incrédulo.
-Luego estáis conformes.
-Ni podemos estarlo.
-¡El demonio que te entienda!
-Todas sus deducciones son rigurosamente lógicas. Lo falso a mis ojos, lo santo, y de donde parten todos los radios de sus ideas: los dogmas de su fe; lo que yo necesito creer si he de volver a cruzar las puertas de aquella casa.
-Pues insisto en lo dicho: esa tenacidad es lo que se llama vulgarmente fanatismo.
-No; el fanatismo es ciego, irreflexivo, inconsciente; esta resistencia es razonada, persuasiva y heroica, porque en la lucha arriesga Águeda lo mismo que yo, y no la arredra el peligro, ni la detienen humanas contemplaciones.
-Fanatismo... ilustrado, si quieres; debilidad siempre.
-¡Extraña debilidad la que da tales alientos para luchar y vencer en las mayores tormentas del corazón; extraña fuerza la mía, que me abate y enerva cuando necesito ser valiente! Si por los efectos hemos de juzgar de las cosas, entre mi fuerza y su debilidad, cualquiera en mi caso optaría por el fanatismo de Águeda. ¡Cuando menos, tiene grandeza!
-Pues hazte fanático. ¿Quién te lo impide?... ¡Y a fe que sería, como ahora se dice, noticia de sensación para tus conmilitones del racionalismo!
-Ni lo grave de mi situación se presta a tus bromas, ni con ellas has de conseguir tu propósito de disfrazar más hondos sentimientos. Déjalas, pues, a un lado, y dime, si lo sabes, cómo se vence en esta batalla, perdida hoy para tu hijo, o, cómo, en el desastre, se salva... siquiera la vida.
-¡Niño, niño! -exclamó aquí el doctor, hundiendo su mirada hasta lo más escondido de la mente de Fernando-. ¡Eso no se dice ni en chanza!... ¡La vida vale mucho a tu edad para arriesgarla en juegos de esa especie!
-¿Juegos llamas a esto?
-¡Juego lo llamo, y juego es todo aquello en que toma cartas esa víscera tan traída y tan llevada en las comedias del mundo! Y ahora añado que, por serio y complicado que el juego llegue a ser, debe ganar siempre la cabeza, aunque sea con trampas y mala ley... ¡Muérase el demonio! ¡Pero tú, hijo mío!... Vamos a ver, ¿qué proyectos son los tuyos para salir del negro trance?... Descúbremelos y examinémoslos con calma.
-Estoy resuelto a estudiar hasta el fondo de esa cuestión pavorosa; quiero descomponerla fibra a fibra y saborearla gota a gota sin odios ni prevenciones de escuela.
-¿Quieres hallar así la fe que te falta para llegar hasta Águeda?
-O el convencimiento pleno de que no me queda la más remota esperanza de vencer en esta lucha terrible.
-¡Empresa es!
-Pero me hallo en este instante como el que abre los ojos en medio de un desierto sin orillas; no sé hacia dónde dar el primer paso.
-Lo comprendo.
-Pero tú conociste a tu madre. Era piadosa, según mis noticias. Debió enseñarte a rezar; hablarte de Dios... a su modo.
-Hablábame, en efecto, muy a menudo de esas cosas.
-Dicen que «esas cosas» y otras semejantes son a manera de semilla que, aunque olvidada en esa edad, fructifica profusamente en cualquiera otra de la vida, si se la busca y se la cuida con esmero.
-Eso dicen también.
-¡Pues ni esa olvidada semilla encuentro yo entre los escombros de mis recuerdos! No hubo una mano benéfica y previsora que la arrojara sobre la aridez de mi infancia. ¡Mira si es grande mi desdicha en este momento!
El doctor frunció el entrecejo, se pasó la mano por la barba y preguntó secamente a su hijo:
-¿Me lo dices para reconvenirme con ello?
-Quiero que te vayas penetrando poco a poco de la gravedad del trance en que me veo. Sabes cómo pasó mi niñez; cómo entré en la juventud; qué vientos me empujaron; en qué moldes se fundieron mis ideas, y cuáles son éstas.
-Enemigas irreconciliables de las que vas buscando ahora.
-Pero con la desdichada circunstancia de que mientras me hallo a ciegas y atado de pies y manos, ese enemigo me asedia y me acomete, y no puedo retroceder ni defenderme.
-¿Y qué deseas por de pronto?
-Que me guíes y me ayudes.
-¡Guiarte yo!... Hijo de mi alma, ¡a buena parte vienes! Dum caecus caecum ducit... ya lo sabes: al hoyo los dos.
-Si no puedes darme luz, dame aliento siquiera.
-Te daré, hijo, hasta la vida, si te hace al caso... Pero dime en qué forma he de alentarte. Explícate.
-Respóndeme con la franqueza y lealtad con que yo te hablo. ¿Sientes el mismo entusiasmo que sentías en otro tiempo por el triunfo de tus ideas?
-Pues con franqueza y con lealtad Fernando: hace mucho que esas ideas y las otras ideas me tienen completamente sin cuidado.
-¿Y consiste esa diferencia en que se hayan modificado tus opiniones con la edad, o en el apartamiento en que vives de las luchas?
-En un poco de cada causa... y en otras más... Lo que me sucede en mi soledad, cuando vuelvo los ojos al agitado campo de las ideas, es que algunas veces me parecen locos los sabios militantes... lo mismo que los actores de una comedia vista de lejos; no percibo más que los manoteos, las zancadas y las contorsiones..., ¡ni un escrúpulo de sustancia!
-¿Cómo se explica entonces el calor con que aplaudiste mis dos últimas campañas?
-De un modo muy sencillo: teniendo presente que mi indiferencia por las ideas no me quita el entusiasmo que siempre he tenido por todo lo que sobresale de la talla vulgar. Te vi sobresaliente y eres mi hijo... ¡Figúrate si te aplaudiría con todo mi corazón!
-¿De manera que lo mismo me hubieras aplaudido en el campo contrario?
-Probablemente. La tolerancia es mi bandera.
-No le has guardado siempre la mayor fidelidad.
-Se la guardo desde que la plegué.
-¡Eso sí que es raro!
-No podía guardármela cuando peleaba por ella.
-Más raro todavía y absurdo.
-El absurdo está, Fernando, en escribir la palabra tolerancia en una bandera de combate, como se había escrito en la que yo elegí, no por el lema, sino por los soldados que peleaban debajo de ella. Tolerancia y lucha son dos ideas incompatibles. He aquí por qué no he sido yo tolerante hasta que he dejado de ser batallador; es decir, hasta que he cesado en mi empeño de imponer mis ideales de tolerancia a los demás.
-¿Y por qué invocaron ese lema los que alzaron la bandera antes que tú?
-Por contraposición a la intolerancia del enemigo.
-Siquiera, ese es franco.
-Ya se ve que sí.
-En sustancia: tú nunca has tenido gran fe en los principios filosóficos que has proclamado.
-Hombre..., puede que no.
-¡Me asombra la serenidad con que lo declaras!
-Sin embargo, no hay pizca de cinismo en ello; y te lo voy a demostrar. Dos hombres riñen en una calle por una futesa..., por una palabra anfibológica, hinchada y sesquipedal. Pasa un tercero, oye la disputa, se acerca y se para; y desde luego se pone con sus simpatías de parte de uno de los contendientes: tal vez porque grita más, y porque es bello y elegante, al paso que el otro tiene la ropa mal hecha, es feo y nada agradable de voz. No le importa un rábano lo que allí sucede; mas el contagio de la ira le arrastra, y la pasión le inclina hacia el contendiente preferido, pónese a su lado, y ayúdale contra el otro; pero con tal decisión y entusiasmo, que arriesgara en el trance hasta la vida, si fuera preciso. Acábase la contienda... por supuesto, por cansancio, no porque la verdad haya brotado del choque de los argumentos; sigue el intruso su camino, vásele pasando la sobreexcitación poco a poco; vuélvese a casa; y cuando se halla completamente tranquilo y en reposo medita en lo que se ha hecho, y se asombra de los gritos que dio, de los improperios que lanzó sobre el contrario, y de la desazón que le costó una contienda a la que no fue llamado, por una palabra que ninguno de los tres entendía, y que, aun cuando hubieran llegado a interpretarla en su verdadero sentido, ni la humanidad, ni el pueblo, ni el barrio en que pasó la escena, ni los tres personajes de ella, hubieran ganado con el triunfo el canto de un maravedí. Pues bien, Fernando, yo he sido ese tercero en todas las disputas filosóficas en que me has visto. Después me he asombrado del calor con que tomaba cuestiones de pura fantasmagoría.
-Y ese después, ¿se remonta muy allá?
-Quizá penetra un tantico en el campo mismo de mis batallas.
-Pues esa declaración, que yo iba buscando, envuelve un gravísimo cargo contra ti.
-¡Un cargo contra mí!... Y ¿quién puede hacérmele?
-Yo.
-A ver...
-Cuando entré a luchar en el campo de tus proezas, ya andabas tú riéndote de ellas.
-Poco menos.
-Sin embargo, no me lo advertiste.
-¿Por qué y para qué? ¿No eras libre? ¿No elegiste el terreno más de tu agrado?
-Le elegí porque era el tuyo; porque te tomé por modelo. Te vi colmado de aplausos y de coronas; creí en la sinceridad de tu entusiasmo, y en él me inspiré. Pero tú, por la educación que recibiste de niño, acaso comenzaste la lucha con dudas y remordimientos; yo tomé el punto donde tú le dejaste; y con fe en la solidez del cimiento, levantéme hasta donde ahora me hallo, como pájaro con sus alas, sin vértigos ni vacilaciones. Tal cual me ves, obra tuya soy. Ya que no me das la luz que busco, préstame siquiera tus desencantos para que yo socave con ellos la fortaleza de ese exclusivismo filosófico que absorbe toda mi inteligencia.
-Me harías reír, Fernando, si no me diera compasión el estado en que se halla tu espíritu. Te elevas según me dices, en alas de mis laureles al punto que ambicionabas, y me lo imputas como grave delito; consideras inexpugnable el castillo de tus ideas, y al mismo tiempo pretendes que se rinda a los alfilerazos de una dama, con el auxilio de cuatro burlas mías más o menos sazonadas. ¿En qué quedamos? O te crees invencible, o no, en tus posiciones. Si lo primero, ¿qué puedes reprocharme, en buena justicia, a mí que te di esa fuerza? Si lo segundo, pásate desde luego al enemigo, y buen provecho te haga.
-Pudiera reprocharte el descuido de no haberme enseñado ciertas cuestiones más que por una cara.
-¿Y qué ha hecho tu razón libérrima que no les ha buscado la otra?
-La razón se apasiona, como tú has demostrado muy bien en el ejemplo que citaste; y en fuerza de andar siempre en un carril, a él se acomoda, y con dificultad se aviene a otro sendero. El espíritu de bandera propende a mirar al enemigo por el lado más desfavorable o más débil. ¿No puede haberme sucedido a mí algo de esto en la doble ceguedad de mi entusiasmo y de mi educación irreligiosa y descuidada? Esto es lo que quiero ver; y para lograrlo, estoy resuelto a quemar hasta el último cartucho.
-Quema, hijo mío, hasta la cartuchera, cuando llegue el caso, si con ese recurso sales de apuros; pero por de pronto, desciende del volcán de tu fantasía al frío de la realidad, y empecemos por llamar las cosas por sus nombres. Lo que aquí sucede es que te enamoraste de una dama; que esta dama se enamoró de ti, que a pesar de ello te rechazó en cuanto supo que eras un hereje, digno de tu casta; que te impone su ortodoxia como condición de avenencia, y que tú no puedes creer esas cosas, ni fingir que las crees, ni renunciar a la dama... ¿No es esto?
-Precisamente.
-Ocurre también que tú eres vehemente y testarudo, y estás poco avezado a contrariedades; por lo cual quieres poseer inmediatamente el poderoso talismán que ha de abrirte las encantadas puertas, y que ya andas en su busca con el mismo afán con que estarías arrimando las espaldas a los Picos de Europa para derrumbar la gigante cordillera si tal hubiera sido la condición impuesta.
-Supongamos que no te equivocas... ¿Y qué?
-Que tu empresa es superior a las fuerzas humanas, y que no tengo noticias de que en estas regiones habiten hadas benéficas como aquellas que sacaban de apuros idénticos a los honradotes orientales de las Mil y una noches.
-¿Es decir, que me niegas tu auxilio?
-Te le daría, por ahora en un consejo; en el único que aquí cuadra, si fueras capaz de recibirle en lo que vale. Te diría: reserva las fuerzas que has de malgastar luchando contra un imposible, para vencer con ellas esa pasión insensata. Este es tu negocio... y también tu deber.
-¡Consejo digno de quien no ve en el corazón humano más que una víscera con determinadas funciones mecánicas!
Esto dijo Fernando levantándose desesperado y saliendo de la estancia. Y no tuvo la entrevista otro resultado, si no se cuenta como tal la puñalada que sintió en la consabida víscera el doctor con las últimas palabras de su hijo, cuyos dolores estaban quitándole a él la vida.
- XVI - : Raya en el agua
No daba el doctor Peñarrubia dos adarmes de peso a los motivos de la angustia de Fernando; pero no desconocía que el grano de pólvora que, inflamado al aire libre, no mueve una paja, oprimido entre obstáculos levanta una roca. Aun suponiendo en Águeda todos los atractivos imaginables, su amor, con obstáculos y todo, no podía causar estragos en un pecho avezado a esa clase de impresiones y abierto al aire libre de las vulgares corrientes peripecias de la vida galante. Pero en Fernando, el mismo caso ofrecía muy graves peligros. Era, por naturaleza, lo que comúnmente se llama juicioso; es decir, reflexivo, incapaz de encariñarse, y mucho menos de entusiasmarse, con aficiones pasajeras ni con frivolidades pueriles. Podía equivocarse en la elección de una senda; pero se equivocaba en buena ley, es decir, poniendo en sus meditaciones, antes de decidirse, cuanto cabía en su discurso. Así, era entusiasta sin dejar de ser frío. El caudal de sus ideas, buenas o malas, lo formaba adquiriéndolas poco a poco y saboreándolas; y una vez pertrechado de esta suerte, iba hasta el fin de sus proyectos, sin arredrarle los peligros, que antes le enardecían cuanto más inesperados eran y mayores.
Tenía su padre bien conocidas y comprobadas estas y otras análogas condiciones de carácter; y he aquí por qué, no obstante la pequeñez real del motivo, en opinión del doctor, andaba éste sin hora de sosiego, aunque cosa muy distinta aparentaban sus zumbas de dientes afuera.
Muchas veces intentó reanudar la conversación tan bruscamente interrumpida por Fernando, a quien no perdía de vista un momento. No lo pudo lograr. Desde que el mozo se convenció de que en su padre no había lo que él necesitaba para salir del ahogo, todo lo esperaba del aislamiento y de la meditación. Pero tardó dos días en recobrar el equilibrio de sus ideas, y cerca de tres en ser dueño de toda la fuerza de su discurso. Probóla en la contemplación de sí mismo, y vio que la borrasca había pasado; pero que quedaban los estragos de ella. Los examinó con serenidad, y le parecieron enormes. Había que proceder inmediatamente a su remedio; es decir, a ver qué podía alcanzarse del único conocido.
Entretanto, andaba el doctor esparciendo las nieblas de su ánimo con las brisas, el silencio y la fragancia de sus arboledas.
Fernando extendió, como si dijéramos, sobre la mesa junto a la cual se sentaba en su habitación, todo el caudal de sus recursos para la empresa que iba a acometer.
La fe católica, según él la había estudiado y combatido, le ofrecía el siguiente cuadro: Una nube de curas ignorantes y egoístas socavando la sociedad por el agujero del confesonario y con la fábula del purgatorio. Otra nube de frailes groseros, holgazanes, comilones y lascivos, saqueando los hogares, perturbando la paz y mancillando el honor de las familias. Otra nube de jesuitas ambiciosos, intrigantes y envenenadores, corruptores de las conciencias y opresores de los Estados; una gusanera de monjas rebelándose contra las leyes de la naturaleza, y cantando con voz gangosa salmos en latín contrahecho; un tropel de beatas chismosas, haraganas y soberbias; otro rebaño de creyentes invadiendo los templos para dar culto a su fanatismo, y poblando a otras horas las casas de juego, los salones de baile, la plaza de toros, los lupanares... y la Inclusa; muchos obispos disipando, entre los relumbrones ostentosos del cargo, parte del botín de las rapiñas de curas y frailes; y un Papa en Roma, tres veces coronado, sobre esplendente solio, cobrando en oro de buena ley el perdón de todas esas iniquidades, y derrochándolo en orgías y bacanales con la turba corrompida de los purpurados personajes de su corte. Como ornamentos, y para la debida entonación de estas figuras palpables y de todos los días, una mina de horrores históricos de multitud de calibres y de otras tantas cataduras, en la cual mina entraban, por supuesto, Juana la Papisa, Alejandro VI, la matanza de los hugonotes, Felipe II, María Tudor, todas las chamusquinas de la Inquisición, el arzobispo Carranza, fray Froilán Díez, los quemaderos de aquí y de allí..., hasta el «secuestro» del niño Mortara y el suplicio de Monti y Tognetti, y cuanto sabe de cartilla el pío lector, mucho mejor que yo, y tan bien como Fernando, que además sabía, como resumen concluyente y arpegio arrebatador, que el «catolicismo, conjunto de estas repugnantes indignidades, había sido negra mazmorra del entendimiento humano en los tres últimos siglos, y aún trataba en el presente de ser rémora a todo progreso legítimo, desvirtuando así los generosos alientos del espíritu democrático del 'Filósofo' de Judea».
Que la cosa iba pintada de este modo, jamás lo dudó el fogoso sustentador de la idea nueva, puesto que salvas de aplausos y bosques de laureles fueron, de continuo, el premio de esta lucubración y de aquellas pinceladas.
Tampoco le faltaban pruebas de que ni en los aplausos ni en las coronas entraba pasión de bando, ni cosa que lo pareciera. Un cura sin licencia ni sotana, pero con manceba, gran frecuentador de los centros en que nuestro joven peroraba, defensor impertérrito del cristianismo sin «alto clero», ni Papa; un aristócrata tramposo, divorciado de su mujer y podrido por los vicios, pero sostenedor incansable de las «prerrogativas del Altar y del Trono»; algunos jóvenes ilustrados, que en pago de la honra que él les otorgaba saludándolos en público y dejándolos acercarse a oírle cuando oficiaba de pontifical, le referían las comedias que se veían precisados a representar, en bien de la paz doméstica, ya comprando por un vaso de aguardiente al sacristán de la parroquia la cédula de comunión en Semana Santa, ya asomándose cada domingo a la puerta de la iglesia para poder decir al fanático papá de qué color era la casulla del cura, en testimonio de que habían oído misa; porque los pobres chicos tenían la desgracia de pertenecer a familias estúpidas que se confesaban de cuando en cuando y oían misa todos los días de precepto; dos distinguidas marquesas, protectoras de quince cofradías, rezadoras infatigables, caritativas a voces; pero que lo mismo pedían para los gastos de una novena que para regalar un estoque cincelado al torero de moda, y con igual empuje hendían la masa de fieles para oír de cerca en el templo a un orador de fama, que el tropel de locos o borrachos en un baile de máscaras, para dar un bromazo a Pepe Canija o a Ñico Pulgares, calaveras de la aristocracia, muy dados al merodeo llano; un «honrado obrero» que tuvo la dignidad de separarse de la «Iglesia romana», porque el cura de su parroquia no le admitió por padrino en un bautizo, por el único delito de haber declarado el disidente que tenía a mucha honra no saber jota de la doctrina cristiana, y estar a la sazón «un poco bebido»; tres seminaristas resellados de demagogos; una dama virtuosísima que se veía en la dura necesidad de no volver al confesonario desde que una vez le negaron la absolución..., y un sinnúmero de ejemplares por el estilo, a cual más católico, unos con elogios, otros con declaraciones, y todos con su conducta, demostraron a Fernando que el fustigador de la vieja fe estaba en lo firme; y que los aplausos y los laureles consabidos eran fiel expresión de la justicia; la voz del mundo entero que protestaba contra la tiranía de esa secta, escándalo de la civilización y oprobio de la humanidad.
Todo esto estaba bien; ¿pero en qué se parecía a Águeda ni a lo que Águeda decía ni al modo de conducirse de Águeda, ni a lo que en casa de Águeda pasaba? ¿Qué datos eran los que él poseía para buscar el primer eslabón de esa cadena infinita de testimonios, entre un cúmulo de siglos y generaciones, enlazando, en sus múltiples rumbos, mártires y profetas, pueblos y civilizaciones, ciencias y poesía, artes e historia, y cuyo otro extremo, término y origen a la vez, se elevaba hasta la mente sublime de Dios? ¿Qué libros, si es que existían, dignos de crédito, trataban de esas cosas, y dónde se hallaban?
Y nada sacaba en limpio de estas cavilaciones, y no sacándolo, ni su incipiente escepticismo filosófico, ni el recuerdo del muy viejo de su padre, ni sus propias impresiones adquiridas delante de la causa de sus desvelos, eran parte a evitar que el orgullo sectario se le rebelase y le indujese a creer que la culpa de la oscuridad no estaba en su ceguera, sino en Águeda, que, a pesar de su talento, creía en brujas todavía.
Con lo cual, si su razón ganaba un punto, perdían la partida sus deseos. ¡Y vuelta a empezar, y vuelta a no salir del atolladero!
Una idea le asaltó de pronto la mente. La acogió con afán, y se lanzó como un cohete al cuarto de estudio de su padre. Se acercó a la librería, como el sediento a la fuente; clavó los ojos anhelantes en aquellas apretadas filas de volúmenes de todos tamaños y colores, y fue leyendo, uno a uno, todos los rótulos de sus tejuelos. ¡Nada faltaba allí! A los tratados heréticos de Arnaldo de Vilanova y Miguel Servet, médicos entrambos, seguían los materialistas del siglo pasado: Dupuis, Holbach, La Mettrie y Cabanis, y a éstos y a otros tales, los positivistas contemporáneos como Comte, Littré, Stuart Mill, Bain, Herbert Spencer y algunos más ejusdem fúrfuris; y en lugar preferente y más al alcance de la mano, ostentábanse la Antropogenia, de Haeckel; la Historia del desarrollo intelectual y los Conflictos, de Draper; Fuerza y Materia, de Büchner; Pensamientos sobre la muerte, de Feuerbach, y La razón pura, de Kant, con otras razones no menos al caso, de otros tales filósofos críticos.
¡Hermoso acopio de viento para las llamas que estaban devorando al pobre chico! ¡Ni por curiosidad había allí un libro medio ortodoxo!
Maldijo la ocurrencia de su padre y renegó de las herejías de toda su casta.
-¡Eso -dijo, pensando en lo grave de su empeño- es tan imposible como hacer una raya en el agua!
Y como, al revés de lo que dice el proverbio, por Roma iba a todas partes, fuese con el pensamiento a Valdecines, de donde rara vez le separaba, y con el cuerpo insensible y perezoso al retiro de su habitación.
- XVII - : Mar sin riberas
Amaneció el día encapotado y brumoso. Las nubes acumuladas sobre los más altos picos descendían lentamente, como si las montañas tiraran de ellas para cubrirse los pies; y así fueron arrebujándose poco a poco en la densa envoltura, hasta desaparecer por completo debajo de ella. Luego comenzó a caer sobre el valle una llovizna tenue y sosegada, como espeso rocío. Recibiéronla los prados, sedientos con el calor de la víspera, con la fruición voluptuosa del chino que fuma su pipa cargada de opio; hasta que, saturados de ella, como verdaderos borrachos, inclinaron la cabeza soñolientos, y fueron acostándose las verbenas sobre el llantén, el trébol sobre las verbenas, y las centauras sobre el trébol. Una hora después apareció, sin saberse por dónde, un remusguillo juguetón que la emprendió con las nieblas del valle; y soplando aquí y allá, hízolas refugiarse en la montaña; abrió por las cimas más altas algunas rendijas en las densas veladuras; introdujo por ellas sus rayos el sol; y a su contacto, los dispersos jirones blanquecinos reuniéronse en fantásticas moles, y fueron rodando monte arriba, sobre brañas y barrancos, hasta desvanecerse detrás de las cordilleras en el azul intenso del espacio. Entonces aparecieron los campos como desperezándose bajo un pesado velo de perlas y diamantes; y a medida que el sol iba bebiéndole, levantaban las flores la cabeza y abrían el rico broche de sus perfumes, que el blando terral esparcía por todos los ámbitos del valle, en cuyas arboledas entonaban sus mejores cánticos los ruiseñores y los jilgueros; y brillaban aún las trémulas cristalinas gotas de la pasada llovizna.
En tal hora dejó Fernando los blandos colchones de su lecho, y se vistió con la pulcritud que en él era una necesidad, si bien con la holgura propia del lugar en que se encontraba. Desayunóse apenas, y salió al campo a disipar la lobreguez de sus pensamientos con la fragancia y el esplendor de un día tan hermoso.
Ya sabemos que para él no había más que un camino en aquella porción del mundo: el camino de Valdecines. Ese camino tomó, no con ánimo de llegar al pueblo, sino porque sentía la necesidad de moverse y de respirar aire libre y oxígeno puro.
Desde la altura del parque de su casa le pareció que estaría a sus anchas en las sombrías arboledas de la embocadura de la hoz. Abrió la sombrilla, porque el sol calentaba ya, y enderezó lentamente sus pasos hacia aquel sitio. Cuando llegó a él se encontró demasiado a solas con sus negras cavilaciones. Las tintas de su melancolía tomaban allí unos matices que rayaban en desconsuelo. Luz y calor le pedía el alma, presa de la negra cárcel de sus dolores. Pero no se le ocurrió volver atrás para buscarla, sino meterse en la hoz y llegar por ella a la sierra del otro lado, donde los horizontes se ensanchaban y la naturaleza se sonreía.
Durante su tránsito por aquella enorme rendija de la tierra, ¡qué pensamientos tan extraños le asaltaron! ¡Qué ideas le conmovieron! ¡Qué fuerzas tan misteriosas e incontrastables dirigían sus pasos y dominaban su voluntad! ¡Cuántas veces, sin darse cuenta de ello, se detuvo al borde del precipicio! ¡Con qué avidez contemplaban sus ojos el fondo donde el río era más negro y las peñas del cauce más ásperas y sombrías! En el rumor de aquellas aguas, enroscándose, como rabiosas serpientes fugitivas, a los obstáculos que hallaban en su tortuoso camino, oía él gritos y lamentos, súplicas, protestas de amor, repulsas inexorables... y hasta sentencias de muerte; y siempre era su voz la que se lamentaba, y la de Águeda la que le repelía.
La vista sufría allí también fascinación, como el oído. Un tronco seco y desnudo, tendido junto al cauce del río, parecíale la palpable y fiel representación de una idea que ya germinaba en su agitada mente. Cuerpo sin vida, quizá fue desgajado de lo alto por la furia del huracán; y antes fue verde y lozano, y se meció al blando soplo de las auras de abril. Cuando la tempestad le eligió por víctima, gemirían sus ramas azotadas por el viento y crujirían sus raíces al desprenderse de la tierra; pero cayó, al fin, y rodó hasta el fondo, que era su sepulcro, su paz y su descanso. ¡Tras los furores de la Naturaleza y las tempestades del corazón, la muerte siempre! Y la muerte veía hasta en las piedras medio ocultas entre juncos y hortigales, porque le remedaban osamentas descarnadas por los cuervos y emblanquecidas por la intemperie. Después medía con los ojos la altura desde el río a la angosta cornisa en que asentaban los pies. ¡Ni un solo obstáculo en todo el horrible camino!
¿Por qué le dominaban tan extrañas preocupaciones? ¿Por qué hallaba deleite en entregarse a ellas?
De pronto se estremeció con espanto y apartó los ojos del precipicio. Después huyó, casi a la carrera, de aquel lugar que le fascinaba y le atraía. Cuando llegó a la sierra se encontró fatigado y jadeante, no por lo largo de la jornada, que era una parte de su ordinario paseo, sino por lo rudo de la batalla que había sostenido con sus pensamientos.
Éstos, sin dejar de ser tristes, fueron más apacibles y sosegados en cuanto su vista se extendió por el hermoso panorama que se descubría desde aquel paraje.
Bañaban los rayos del sol en torrentes de luz los montes y la llanura; y al soplo continuo y halagüeño de una brisa refrigerante y embalsamada, ondulaban las praderas del valle y se mecían entre cambiantes peregrinos, como las aguas de un lago. El pueblo, con sus casitas dispersas, pero orientadas todas ellas al Mediodía, abría sus puertas y ventanas y hasta por huecos y rendijas parecían sonreírse y aspirar la vida y el regocijo que pródiga derramaba en aquel instante la naturaleza. Allí se alzaba, descollando sobre las demás, la casa de los Rubárcenas, y en ella clavaba su vista Fernando, y en ella tenía sus pensamientos, porque allí estaba el norte del imán de sus aspiraciones. ¿Qué enamorado no taladra los muros más espesos con los ojos del corazón, y no oye a largas distancias los rumores más leves cuando piensa en la mujer amada?
En Fernando se producía este fenómeno como en ningún otro enamorado, por la misma singularidad de sus contrariedades. Creía ver el esbelto talle de Águeda discurrir por salas y pasillos, y su blanca y delicada mano en cada puerta que se movía; llegaba claro a sus oídos el rumor del breve pie al hollar el limpio y bruñido suelo; y cuando consideraba que podía estar contemplando el camino de la sierra detrás de las vidrieras entreabiertas, veía sus ojos azules y rasgados, y jurara que de ellos, y no del sol, nacía la luz esplendorosa que inundaba el pueblo y el valle y las montañas. ¡Y aquella mujer le amaba, y por él padecía dolores sin consuelo..., y sin embargo, le cerraba las puertas de su casa!...¡A él, que la adoraba y que sólo vivía por ella y para ella! ¡Y por qué ese terrible contrasentido, por qué! Jamás le parecieron tan pequeñas las causas de su desdicha... Hasta llegó a creer que Águeda había ido en sus rigores más allá de sus propósitos, o trataba de someterle a una prueba decisiva. ¡Si la casualidad volviera a reunirlos!... ¿Cómo era posible que mujer tan buena y tan enamorada le condenara a horrible muerte por el delito de adorarla! ¡Si llegara a hablar otra vez con ella!... Pero ¿en dónde y cuándo? Le había prohibido volver a su casa, y él no se expondría a sufrir una nueva puñalada con otra nueva negativa. La insinuación debía partir de ella... y partiría. ¿Cómo dudarlo?
Así pensaba Fernando, mientras lentamente iba bajando a Valdecines..., por supuesto, con la protesta de que lo hacía por alargar un poco más el paseo que tanto necesitaba.
Y ya en el pueblo, hallóse, sin saber cómo ni por qué delante de la portalada de los Rubárcenas. Estaba abierta. ¿Por qué estaba así? Lo que él creía curiosidad le acercó todavía más a ella; y algo que no tenía forma ni color, pero sí mucha fuerza, le hizo entrar en la corralada.
La última entrevista que con Fernando tuvo Águeda causó en el alma y en el cuerpo de ésta profundísimos estragos. Hasta entonces no había perdido la esperanza de que aquél llegara a colocarse en la única senda en que podrían encontrarse los dos. Cuando el deber la obligó a cerrarle por última vez las puertas de su casa, y se vio abandonada de aquel débil amparo, tuvo miedo de su propio valor. Los quehaceres domésticos, las obras de caridad, el recuerdo de su madre, su fe inquebrantable, la oración fervorosa..., todo era poco para fortalecerla y alentarla en la tremenda lucha en que la empeñaba la rigidez de su conciencia. Hasta entonces no había logrado medir la intensidad del amor que sentía por aquel mancebo, con quien la naturaleza había sido tan pródiga en dones, y a quien el cielo mismo no había querido negar una de sus más ricas dádivas: el talento; Águeda, aunque mujer fuerte, era al cabo tierra miserable que se conmovía al calor de una pasión humana. ¡Qué días y qué noches! ¡Qué batallas entre su corazón y su conciencia! Saliéronle al rostro las huellas de estos combates, y publicaron los cárdenos cercos de sus ojos las negras tempestades de su alma.
Pisando andaría Fernando las primeras callejas de Valdecines, cuando Águeda, no pudiendo con el peso de sus angustias aquel día, dio por terminada la lección de su hermana, y mientras ésta corría a solazarse entre la fragante espesura del jardín, ella acudió en vano al auxilio de otros cuidados para luchar contra el enemigo que la asaltaba con furia desconocida. Representábase a Fernando poseído de una exaltación febril, buscando a tientas y al borde de un precipicio los fantasmas de su locura sin consuelo.
«¿Adónde -pensaba la infeliz-, adónde le conducirá la desesperación, si su buen sentido no la vence? Le falta la fe, que es la fortaleza. ¡Y yo, que le atribulo, le dejo solo y abandonado! Si el dolor le mata, yo seré la causa de su muerte..., ¡yo, que le amo y acepté su amor como un don del cielo!... Pero su falta es enorme, y Dios no me perdonaría si viéndole aún esclavo de ella, alentara sus esperanzas... ¿Por qué nos conocimos?... ¿Por qué nos amamos?... ¿Decretaríalo Dios para someter mi fe a esta prueba espantosa? ¡Oh, sí!... ¡Veo el cáliz lleno de amargura junto a mis labios, y el deber me exige apurar hasta la última gota!».
Entonces la carne, la pícara carne, el corazón, golpeaba sin descanso en su pecho y la decía a gritos: «¡Levántate, Águeda, y aparta de tus labios esas hieles, que Dios no quiere imposibles. Llámale a tu lado, aliéntale, fortalécele, perdónale, que también la caridad es virtud de los cielos. Si nieblas y tempestades le arrojaron en el escollo en que ahora se agita y perece, la luz de tu fe, iluminándole, le conducirá a puerto seguro. Su vida es tu vida... ¡No le pongas en riesgo de perderla!».
Después se alzaba la losa de un sepulcro, y del fondo de él, entre los pliegues de un sudario, aún no roído por los gusanos, le decía una voz que la hacía estremecer:
«¡Acuérdate, Águeda, de que por impío le arrojé yo de tu casa! Si impío vuelves a admitirle en ella, la maldición de tu madre pesará sobre ti por todos los días de tu vida, y no te abandonará ni a las puertas de la eternidad».
La voz de la fe tampoco callaba:
No es lícito -decía- trato alguno de esa especie con gentes contaminadas del error, pero es obra de caridad, y hasta deber cristiano, poner los medios para conducir al redil la descarriada oveja. ¿Puedes hacerlo tú sin graves riesgos para tu alma? ¿Estás segura de triunfar en la empresa? Si se malogra, ¿serás capaz de retroceder en ella sin extraviarte tú misma, o sin dejar en las espinas del camino jirones del cendal de tu buena fama?».
Y Águeda, como en respuesta a todas estas voces y mandatos, sólo sabía exclamar, atribulada y desfallecida:
«Sí, sí..., os siento, os oigo... ¡Pero le amo, le adoro con todo mi corazón! ¡Dios mío! ¡Que no vuelva, que no me hable; porque si le veo y le escucho, me faltará valor para arrojarle otra vez de mi lado! ¡Señor... tengo fe; pero en este trance amarguísimo vacilo en la senda de mis deberes, porque soy mujer y tengo amor! ¡Fuerzas, Dios mío, fuerzas te pido para no caer!».
En este instante anunciaron a Águeda la llegada de Fernando, y su deseo de hablar con ella.
-¡Jesús! -exclamó la desdichada-. ¡Si esto no es ordenado por el cielo, yo no sé qué es la evidencia! ¿Cabe prueba más terrible? ¿Habrá suplicio más espantoso?
Quiso responder al recado, y no halló movimiento en su lengua, ni voz en su garganta. Padeció, luchando un solo momento, más que había padecido en tantos días de incesantes batallas. El corazón le puso un sí entre los labios; pero al primer grito de su conciencia le devoró con vergüenza de su debilidad; acogióse al recuerdo de su madre y a las advertencias de su fe, y con un esfuerzo sobrehumano, y entre los gritos de su amor despedazado negóse resueltamente al deseo del infeliz amante. Pero en aquellas pocas palabras creyó haber dictado una sentencia de muerte.
Aún esperó algunos instantes, inmóvil y anhelosa, porque cabía en lo posible que Fernando replicara que venía convertido, o siquiera en camino de estarlo; pero el recado no llegó. Ni ¡cómo llegar! ¡Cómo obrarse en tan pocas horas tan grande transformación! Comprendiólo así, y consternada y trémula de dolor y de espanto, se halló sin fuerzas para tenerse en pie.
Si con sus palabras creyó haber dictado una sentencia de muerte, no en otro sentido las recibió Fernando de la persona que se las transmitió. Un frío glacial recorrió todo su cuerpo, y llegó a creer el desventurado que el luminar del día se había cubierto de una nube de sangre y de negros crespones. Retrocedió desalentado y desfallecido, y en su aturdimiento, extravióse en el camino; y cuando creyó salir al encachado portal, encontróse en el jardín del otro lado. Pilar corría allí detrás de las mariposas, sin dejar por eso de leer de cuando en cuando en un librejo que tenía en la mano.
Detúvose sobresaltada cuando vio a Fernando, y éste la dijo, después de besarla y acariciar sus rizos suaves y desordenados:
-Me extravié en el corredor. ¿Quieres abrirme la puerta del jardín?
-¿Viene usted de arriba? -le preguntó la niña, escondiendo el libro con una mano y separando con la otra una madeja de rizos que le caía sobre los ojos-. ¿A que estaba llorando Águeda?... ¡Es más llorona!...
Sonrióse tristemente Fernando y preguntó a Pilar:
-¿Y por qué llora tanto?
-Eso no me lo dice a mí... Y cuando llora, está muy triste... Yo creo que es porque se murió mamá y nos quedamos las dos solitas en el mundo.
Como al decir esto se estremeciera la niña, Fernando volvió a besarla en la frente, y le preguntó, por distraerla y por distraerse:
-¿Qué libro es ese que leías?
-El de confesión.
-¿Luego ya te confiesas?
-Dos veces cada año desde que cumplí siete. Y como me toca hacerlo mañana... También comulgo ya, no crea usted.
-¡Hola!... ¡Grandes pecados tendrás!
-Muy grandes, muy grandes, no señor; pero si no me confesara, puede que los tuviera.
-Así y todo, buen miedo pasarás cuando te confiesas.
-Ni siquiera una pizca... Por ésta que es cruz de Dios. ¡Si es más bueno el señor cura!... Viejecín, viejecín... Lo mismo que un santito del altar. ¡Dice unas cosas tan bien dichas y con cariño!... Yo creo que, si no fuera por él, se había muerto Águeda de pena. Y luego, sabe... ¡madre de Dios! Una vez pasó por aquí un francés que era muy malo... ¡con una mujerona!... Engañó a medio pueblo y robó a la otra mitad... Eran herejes de los peores. El alcalde quería ahorcarlos; pero el señor cura dijo que no... Y va y se los lleva a su misma casa. ¿Qué le parece a usted? Y teniéndolos en su casa a qué quieres boca, les enseñó la doctrina, y les predicó tanto, que devolvieron todo lo robado..., y luego iban a misa de por sí solos, y se confesaban. Ahora están en unas minas ganando buenos dineros.
-¿Con que tan sabio es el cura? -preguntó a la niña Fernando, repentinamente asaltado de una idea que, aunque le hizo sonreír, pensó poner en ejecución sin tardanza.
-¡Muy sabio! -respondió Pilar dando al superlativo toda la exageración posible con la boca, los ojos y los ademanes.
Tornó a acariciarla Fernando, y momentos después salió del jardín, cuya puerta le abrió la misma niña, poniéndose de puntillas para alcanzar, con su mano blanca y diminuta, la palanquita del picaporte.
Al tomar el joven el rumbo de la iglesia, después de permanecer indeciso unos instantes junto a la verja, exclamó para sí, triste y desalentado:
-¡El último esfuerzo!
- XVIII - : El último esfuerzo
La casita del cura de Valdecines, próxima a la iglesia, no se cerraba en todo el día; y como la escalera arrancaba de la misma puerta que daba a la calle, Fernando subió sus peldaños sin necesidad de preguntar a nadie por el camino que buscaba. En aquella pequeñez no había ni cabía más que uno, y no era posible el extravío. Cuando llegó al piso, llamó a la puerta, entreabierta, con el regatón de la sombrilla; contestáronle «adelante», y se halló a los pocos pasos en una salita que se llenaba con una mesa de nogal, con las alas caídas, y cuatro sillas de paja, y se decoraba con las estampas de un Vía-Crucis de papel, pegadas con obleas en las paredes, en el orden conveniente. Esta pieza lindaba por un extremo con otra más pequeña, que pudiéramos llamar gabinete, en el cual había una mesita con tapete verde, arrimada a un viejo sillón de roble; sobre el tapete, un crucifijo y avíos de escribir; a un lado, una cama de haya torneada, con un jergón sostenido por sogas entrelazadas y cubierto con una colcha de indiana; en el otro lienzo de pared, tres estantes de libros en latín, y el Añalejo colgado de un clavo y abierto; en el tercer lienzo, frontero a la sala, una ventana, cuyo alféizar arañaban las ramas de un manzano movidas por el viento, que penetraba suave y cariñoso por los abiertos postigos, trayendo, para distribuirlos por toda la casa, los aromas recogidos en la campiña, que desde allí parecía un ascua de oro, iluminada por el sol canicular.
Hallábase el cura, envuelto en un raído balandrán y cubierta la cabeza con el solideo, acomodado en el sillón de roble. Pasaba, por las señales, de los setenta, y era pequeñito y endeble, de cara afilada y muy pálida, ojos vivos y cejas canas, como el poco pelo que le quedaba hacia las sienes. Tenía abierto sobre la mesa el Flos Sanctorum, y leía en él la vida del santo del día.
Fernando se detuvo delante de aquella reducidísima estancia, que le infundía cierta veneración, si no por la investidura del que la ocupaba, cuando menos por la humildad y el aseo que se respiraba en ella. Hizo notar su presencia con algunas palabras de cortesía; y al oírle, levantó el cura los ojos del libro y los fijó en él con señales de sorpresa y de curiosidad. Después se enderezó el cuerpecillo poco a poco, sin dejar de mirar a Fernando, y por último, le invitó a que pasara adelante. Al mismo tiempo salió a la sala, tan apresuradamente como se lo permitieron sus débiles fuerzas; cogió una silla, la acercó a la mesa del cuartito y brindó con ella al joven. Éste la aceptó, y entonces se sentó el cura en su viejo sillón.
-Sírvase usted indicarme -dijo a Fernando con afable sonrisa- en qué puedo complacerle.
-Por de pronto -respondió el preguntado-, en escucharme. Después..., después..., ¿quién sabe?
Y como al decir esto se oyera rumor de pasos hacia la sala, volvió a levantarse el cura y cerró ambas puertas.
-En lo primero -dijo, sentándose otra vez-, dése usted por complacido, y entienda que mía será también la complacencia. Para lo demás, tenga presente que, fuera del alma, que es de Dios, todo cuanto soy y me pertenece es del primero que lo necesita.
-Señor cura -continuó Fernando, para quien no pasó inadvertida la elocuente sencillez de estas palabras-: mi aspecto y mi lenguaje le dicen a usted harto claro que pertenezco al siglo, en cuanto éste tiene de batallador y aventurero en el orden de las ideas.
-Adelante -dijo el cura con voz serena y faz impasible.
-No conocí a mi madre.
-¡Tremenda desdicha!
-Quiero decir que jamás arrullaron mis sueños de niño los tiernos cánticos de la fe cristiana, ni mis labios balbucearon una oración, ni los ángeles se cernieron sobre mi cuna.
-Pero cuando falta una madre -observó el cura- que dirija los primeros pasos de la vida de sus hijos, la sustituye el padre.
-El mío, señor cura -repuso Fernando-, lidiaba a la sazón bajo la misma bandera a que yo me afilié más tarde. La sed de la ciencia le devoraba, y en satisfacerla se entretenía. Cuidaron de mí manos mercenarias, y me formaron al gusto de quien las pagaba.
-Naturalmente -dijo el cura con expresivo ademán-. ¿Y después?
-Después, como las cosas caen del lado a que se inclinan, cuando me desprendí de los brazos que me sostuvieron, caí en el agitado mar de las ideas reinantes y me dejé llevar del impulso de sus ondas. Aquel fue mi elemento: no conocía otro.
-¿Y luego?
-Luego me complacía en ver cómo aquellas ondas, al llegar a la opuesta orilla, espumosas y rugientes, batían y socavaban el vetusto continente, región extraña, donde yo no tenía una voz que me llamara, ni un brazo que se me tendiera. Cada roca desgajada del áspero valladar arrancaba a mi pecho un grito de triunfo.
-Es decir, en neto romance -añadió el cura-, que se echó usted al mundo campando por sus respetos, y se entregó al frío racionalismo con todas sus consecuencias.
-Precisamente, señor cura.
-Muy bien. ¿Y por último?
-Por último, llegó un día en que en ese camino, hasta entonces cómodo y placentero, se atravesó un obstáculo; dédalo misterioso que sólo podía salvarse con la luz de la fe. Yo no la tenía. Acudí con ansia al depósito de mis recuerdos, y no hallé entre todos ellos una sola chispa que, avivada con cariñosa solicitud, pudiera producir la luz ambicionada. Entonces convertí todas mis fuerzas a un solo propósito, y batí con ellas los muros de mi razón, esperando hallarla débil por alguna parte; pero fue en vano mi intento. Como acero de buen temple, cuánto más la golpeaba, más se endurecía. Conocí mi debilidad para llevar a cabo tamaña empresa y desistí de ella. En esta situación de desaliento acudo a usted, señor cura.
-¡A mí! -exclamó éste con candorosa admiración-. ¿Y para qué?
-Para que me enseñe a luchar... y a vencer.
-Vamos, señor don... ¿Cómo es su gracia?
-Fernando.
-Señor don Fernando, usted se chancea.
-¡Juro a usted que no es ese mi propósito!
-¡Yo!... ¡Un pobre cura de aldea, abrumado por el peso de los años y de las fatigas del sacerdocio; ignorante, sin la menor experiencia del mundo en que usted se ha formado!... ¡Hijo mío, si yo pudiera infundirle la fe que me sobra por la virtud del buen deseo!... porque usted me lo asegura, creo que no son de broma sus intentos; pero preciso es que reconozca que se engaña en lo que se refiere a mis fuerzas. Además, no quiero ni debo ocultar a usted la extrañeza que me causa verle acudir en su conflicto al humilde párroco de Valdecines, cuando en el mundo en que vive deja tantos varones ilustres por su ciencia y sus virtudes.
-Loable es la modestia, señor cura; pero o yo me engaño mucho, o la de usted es excesiva en este caso. De todas maneras, y respondiendo a la observación que me hace, debo decir a usted que si en Valdecines busco lo que tanto le admira, consiste en que cuando andaba en el mundo no lo necesitaba.
-Debí suponerlo; y usted perdone mi indiscreción.
-No merece ese nombre su atinadísimo reparo. Y volviendo ahora al asunto de sus fuerzas, sean éstas lo que fueren, ¿debo deducir de lo que usted me ha dicho que se niega a auxiliarme con ellas?
-¡Eso no! -respondió el anciano sacerdote con gran entereza-. Pero usted me ha indicado que viene a que yo le enseñe a luchar y a vencer; y a tanto como eso no me atrevo a comprometerme.
-Pues dejemos limitado el auxilio a lo que usted quiera.
-A lo que pueda hacer -rectificó el cura-; a poner cuanto tengo al servicio de usted que, en este caso, es el servicio de Dios, y por tanto, mi deber.
-Eso me basta por ahora -replicó Fernando.
Después de un instante de meditación, dijo el cura:
-¿Me permite usted, ante todo, imponer dos condiciones?
-Cuantas usted quiera -respondió el joven-. Vengo resuelto a todo.
-Mucho mejor entonces. Pues la primera -añadió el cura, mirando con escrutadora fijeza a Fernando- que ha de responder usted a todas mis preguntas con entera ingenuidad, sin que reparos ni escrúpulos de escuela se lo estorben.
-Por entendido.
-La segunda condición es que, cuando llegue el caso, ha de someterse usted ciegamente al plan de batalla que yo proponga.
-Eso se supone, señor cura.
-Pues con la ayuda de Dios, doy comienzo a la tarea. Dos causas pueden haber movido a usted a dar el paso que está dando: el deseo de conocer la verdad, porque el alma, esclava de los errores de la mente, se le imponga, o la necesidad de creer porque a ello le obligue algún fin mundano. En el primer caso, me atrevería, señor don Fernando, a prometerle la victoria; porque tendríamos de nuestra parte la conciencia y la voluntad de usted, y lo que más vale, el enemigo desalentado y atento sólo a defender sus falsas posiciones. En el segundo caso, hijo mío, es imposible prever el éxito de la batalla. La misma necesidad del triunfo le hará a usted desatentado y débil en el ataque. El convencimiento es hijo de la serena reflexión, y ésta no cabe en un cerebro perturbado y calenturiento. Ahora bien: del relato que usted me ha hecho deduzco que, desgraciadamente, estamos en el segundo de los casos expuestos.
Fernando, no poco ni desagradablemente sorprendido con tan hábil modo de plantear la cuestión, quiso responder con vaguedades y subterfugios.
-Me ha prometido usted -le interrumpió con entereza el cura- ser franco y sincero conmigo.
-Pues bien -repuso Fernando-: confieso que un fin mundano me movió a buscar eso que se llama verdad, o como le dije al principio, la luz de la fe que necesito para destruir el obstáculo puesto en mi camino. Pero sea cual fuere la causa eficiente, el resultado es que, en este momento, quiero, con toda la fuerza de mi voluntad, descubrir esa verdad absoluta, para abrazarme a ella y acogerla en mi corazón.
-No niego el propósito; pero insisto en sospechar de la calidad del deseo, y en desesperar de los resultados.
-¿Por qué si mi decisión es heroica?
-Porque el enemigo está muy entero, y el alma de usted no siente el peso de las cadenas que la ligan a la tierra, alejándola de Dios.
-¿Y por esa consideración, que no deja de ser fundada he de renunciar yo hasta al intento?
-¡Líbreme Dios de aconsejárselo a usted! Cualquiera que sea el camino que se emprenda para llegar al conocimiento de la verdad debe seguirse. Cuanto mayor y más penosa la jornada, más meritoria. Lo que he querido decir con estos reparos es que no seré yo, por mis pocas fuerzas, el dichoso que le tome a usted de la mano y le conduzca con firme paso al reino de Dios... ¡Pero dejar de intentarlo: dejar de brindarle con el apoyo de mi brazo, aunque trémulo y endeble!... ¡No cumpliera yo con el más sagrado de mis deberes, ni ofreciera a mi alma la más pura y santa de las alegrías! ¡Hijo mío -prosiguió, alzando las enjutas manos y la venerable cabeza hacia el cielo-, la poca vida que me resta diera en este instante porque a mi mente bajara un rayo de la inspiración divina, para llevar el convencimiento a la razón esclava, y el amor de Dios al corazón profano!
Fernando contemplaba con vivísimo interés aquel sencillo y hermoso modelo de humildad cristiana.
-Señor cura -le dijo con respetuosa afabilidad-, cuánto más duda usted de sus fuerzas, más grandes me van pareciendo a mí. ¡Animo, y a la pelea!
-Hijo mío, por mí no ha de quedar. Iremos a ella con toda decisión; pero es preciso, puesto que he de dirigirla, que estudie antes el terreno... Y aquí vuelvo a recordarle a usted el compromiso empeñado de decirme toda la verdad.
-No faltaré a él, señor cura.
-Cuando un médico -prosiguió éste- es llamado a la cabecera de un enfermo, lo primero que averigua es la calidad de la dolencia que le postra. Conocida la calidad, busca la cantidad, a fin de que el remedio produzca el resultado apetecido.
-Perfectamente -dijo Fernando sonriendo muy satisfecho.
-Ahora bien -continuó el anciano-, me ha declarado usted la calidad de la dolencia que le aflige; es necesario que yo conozca también su cantidad; es decir, que me manifieste usted toda la extensión de sus dudas en materias de fe.
-¡Dudas! -exclamó Fernando con acento sombrío-. Yo no tengo dudas.
-Pues entonces... -replicó el cura con vehemente curiosidad.
-¡Es que no creo en nada!
-¡Virgen María..., qué desventura! -exclamó el santo anciano, llevando hasta la boca sus manos entrelazadas.
-¡Pues si yo dudara -prosiguió Fernando con nerviosa exaltación-; si el conflicto en que me hallo consistiera en el más o menos de fe; si entre el dogma católico y los principios de la ciencia impía, como ustedes le llaman, vacilara siquiera mi razón, la batalla estaba ganada! Pero es, señor cura, que en mi mente no cabe... ¡ni la idea de Dios!
-¡Oh!... ¡Calle usted, desventurado! -exclamó el santo hombre, en ademán de tapar la boca a Fernando.
Éste se quedó mirándole con ceño duro. Conoció el cura el errado concepto que el joven había formado de su exclamación y dijo, después de serenarse un poco:
-Hace cincuenta años que ejerzo la cura de almas; en todo ese tiempo no he oído de labios humanos confesión tan espantosa; y en más de setenta que cuento de vida, no me he atrevido a creer que haya un ser dotado de razón que, cuando menos, no la utilice en conocer a quién se la ha dado. Éste es el motivo de mi sorpresa. No tome usted por señal de cambio de sentimientos mis ademanes y palabras. ¡Antes, hijo mío, ha crecido con sus declaraciones la compasión que me inspira su estado moral!
-Gracias, señor cura -dijo secamente Fernando, en quien se rebeló el orgullo de secta al oír que se compadecía de él un pobre cura de aldea; pero considerando que, si había de dar algún fruto su tentativa, necesitaba pasar por esa y otras humillaciones semejantes, dominóse y añadió-: ¿Quiere decir que no se arrepiente usted de sus propósitos de acometer al enemigo, ni por haberle visto en la actitud en que acaba de presentársele?
-¡De ninguna manera! -respondió el cura-. En ocasiones, y ésta es una de ellas, a medida que crecen los peligros aumenta el valor para arrastrarlos. Lo que haré es cambiar de táctica, pues de nada serviría la que pensaba adoptar.
-Es muy justo.
-No quiero que olvide usted, señor don Fernando, que soy un pobre cura de aldea, acostumbrado a luchar con tibios y, descuidados, pero jamás con incrédulos; que mis ataques han sido al sentimiento más bien que a la razón, y en fin, que en el campo que el Señor ha puesto a mi cuidado, más que roturador, he sido jardinero. Hoy me presenta usted un terreno bravío y escabroso, y se trata de ponerle en buenas condiciones de cultivo. Hay que cortar las malezas; extirpar una a una sus raíces; remover el suelo hasta lo más profundo; pasarle, como quien dice, por un tamiz para que en él no quede ni un germen de sus impurezas; darle después condiciones vegetales, y por último, depositar en él buena semilla... La obra no es imposible, ciertamente; pero sí larga y difícil. Yo, señor don Fernando, no puedo argüir a usted con textos, porque empezaría usted por negar su autoridad, y en ello sería muy lógico con su criterio especial; no fío gran cosa en las manifestaciones palpables del poder de Dios, porque delante de los ojos las ha tenido toda su vida y no las ha visto; es usted, creyéndose libre, porque niega lo sobrenatural, esclavo de su razón, que es limitada y le engaña; ésta es la venda que le oculta la verdadera luz; arrancarla de sus ojos es la obra de mayor necesidad. Pero usted es hombre formado en las luchas de la razón, avezado a la controversia y a la disputa de las academias y del periódico; posee, cuando menos, el arte de pelear, el método que, si no conduce por sí solo a la verdad que se busca, alienta a la mentira y le da fuerza y empuje, especialmente contra adversarios tan débiles e inexpertos como yo. No puedo, en una palabra, derribar con mis golpes el castillo de sus errores; necesito socavarle poco a poco, hasta que, falto de base, se derrumbe él por sí solo. Pero esto exige un plan, y el plan una detenida meditación. ¿Me permite usted, como adversario leal, que me retire a mi tienda a meditar sobre el trance y preparar mis armas?
Fernando, a quien devoraba la impaciencia, se avenía mal con plazos y dilataciones.
-¿Y ha de ser larga esa tregua? -preguntó.
-Hasta mañana a estas horas, por lo menos.
Fernando hizo un gesto de inquietud.
-¿Ve usted cómo sucede lo que yo temía? -dijo el cura-. Lo primero que usted tiene que vencer es la impaciencia. Dominados por ella, no hay términos hábiles de reflexionar; y no reflexionando no se hace obra bien concertada. Mañana, si usted quiere y se resigna, le indicaré alguna senda por dónde comenzar... Entiéndalo usted bien: por donde comenzar a caminar en busca del bien que desea. Una vez en marcha, yo cuidaré de desembarazarle de estorbos el camino, si usted no se cansa o no se arrepiente, y no se empeña en retroceder. La empresa, hijo mío, para usted es noble, y para mí..., para mí, si la llevo a cabo, la mejor corona de mis canas y el más glorioso remate de esta carrera, cuyo fin tocan ya mis cansados pies. ¡Bien vale la pena de que nos tomemos el tiempo necesario, siquiera para que yo le pida a Dios que me auxilie con su ayuda para llevar a buen término esta obra, que ha de ser para gloria suya y eterna salvación de usted!
Fernando, dispuesto a marcharse, se levantó.
-Hasta mañana, señor cura -dijo.
-Hasta mañana, hijo mío -repitió el cura, levantándose también.
Luego añadió:
-Cuento con usted.
-Empeño mi palabra de hacer todo lo posible por no faltar.
-Adiós, pues, y que la gracia divina le ayude y le acompañe.
Salió Fernando a la calle, no pesaroso de la entrevista, pero con pocas esperanzas en los convenidos planes, y el corazón lacerado por la inclemencia de Águeda.
Tenía razón el cura de Valdecines, mientras el peso de los errores nos abrume el alma, empresa es de titanes desprenderse de ellos.
- XIX - : Lo que llegó a decirse
Poco después que Fernando, salió de la misma casa el ama del cura, viejecita muy limpia, muy fiel y muy cariñosa, pero fisgona incorregible y charlatana impenitente. Deslizóse a lo largo de las tapias, y muy arrimadita a ellas, encorvado el espinazo y muy diligentes los pies, en un credo llegó a la guarida de don Sotero; alzó la aldabilla de la puerta y entró.
Ya sabía el negro personaje que Fernando había estado en casa de Águeda, y lo que más en alarma le ponía, que había salido por la puerta del jardín; hecho inusitado y por todo extremo ocasionado a gravísimas conjeturas. Pero no sabía más, porque con saber eso sólo se conformó el soplón que se lo dijo.
Traíale el caso con grandes escozores en el espíritu; pero aún le producía mayor desasosiego otro particular de este mismo asunto. Dos días llevaba el hombre cavila que te cavila, midiendo horas, pensando inconvenientes y saboreando propósitos y resultados; y como nunca lograba armonizar por entero los múltiples registros de sus proyectos, sudaba la gota gorda, ¡y eso que era pez de buenas agallas!
Paseábase en el largo y desamparado salón que conocemos, con las manos enlazadas sobre los riñones, carraspeando a veces, bufando muy a menudo, y siempre con la faz cargada de centellas, mientras Bastián, derribado sobre una silla vieja arrimada a la pared, con las zancas extendidas cuanto eran de largas, las manos en los bolsillos del pantalón, la nuca contra el respaldo, la bocaza y la vista vagando por el techo, lamentábase en silencio de la reclusión en que se le tenía desde la noche de los palos; rascábase las ronchas de cuando en cuando, y no olvidaba un punto a Tasia ni se le apartaba de la memoria Macabeo, causas primordiales de aquel nocturno siniestro y de la creciente intranquilidad de su espíritu desde entonces.
Como en la sala reinaba el más completo silencio, porque al acompasado ruido que producía el ir y venir de Don Sotero estaba ya tan hecho que no le oía, sus meditaciones llegaban a presentarle las cosas como se ven en una pesadilla: reales y verdaderas. Así es que en ocasiones, cuando soñaba con los palos, se quejaba recio, y al meditar sobre el motivo, balbucía frases enteras. En uno de estos lances mordióle más fuerte que de costumbre el gusanillo de los celos, y pensando si sería fábula inventada por Tasia lo del viaje de su rival, exclamó con toda su voz:
-Pero ¿por qué ella no quiso decirme adónde iba Macabeo aquella tarde? ¡Dios!
Detúvose repentinamente don Sotero al oír esta exclamación de su sobrino, y le preguntó, mirándole con terrible ceño:
-¿De qué viaje estás hablando, animal?
Desperezóse Bastián sobresaltado, como si realmente saliera de un sueño por la virtud de un garrotazo como los de marras, y respondió a su tío:
-Del de Macabeo.
-¡Un viaje de Macabeo!... ¿Cuándo le hizo?
-Aquella tarde de los trancazos.
-¿Adónde?
-Eso preguntaba yo a la que lo sabía, cuando usted me solfeó las costillas.
-Pero ¿hacia dónde tiró Macabeo? ¿No sabes ni siquiera eso?
-Sí, señor; valle afuera.
-¿Quién te lo dijo?
-Yo le vi.
-Pedazo de bestia..., ¡y te acuerdas ahora de decírmelo!... ¿Por qué no me lo has dicho antes, animal?
-¡Otra!... ¡Dios! Y a usted ¿qué le importa que Macabeo entrara o saliera?
-¿No te tengo dicho que me des cuenta de todo cuanto veas y oigas en el pueblo, estúpido?
-¡Buena memoria me dejó usted aquella noche con la zurribanda que me sacudió, para que yo me acordara otro día de ese encargo! ¡Dios!
Don Sotero ya no oía a Bastián. Volvió a pasearse, pero con febril agitación.
-Fue el mismo día en que yo hablé con ella -murmuraba, sin dejar de moverse como un poseído-. Entraría en sospechas... Habrá querido cerciorarse... Necesariamente había de suceder algo de esto... Hay cosas que no tienen compostura... Lo imperdonable ha estado en mis vacilaciones... ¡Ira de Dios!... Pero todavía no es tarde... Van tres días hasta hoy... Aun suponiendo que todo le salga a pedir de boca..., y ellos vengan a buen andar y sin tropiezo, quedan dos días... Lo que no cabe en ese tiempo es una vacilación... La salida no la veo aún tan clara como yo quisiera; pero lo demás es de éxito seguro..., y sobre todo, no hay otro recurso a mano, ni tiempo para buscarle... Y ¡qué demonio! La fortuna, o Lucifer, que me ha sacado de otros lances de mayor apuro, no ha de faltarme en éste.
Detúvose otra vez, y comenzó a pasear su mirada fulminante por toda la sala; acercóse a su alcoba y la recorrió también con la vista. Luego se volvió hacia Bastián y le dijo, haciéndole estremecer con el horrible sonido de su voz:
-Inmediatamente, ¡en el aire!, vas a hacer un encargo que yo te dé. ¡Ay de ti si tardas un instante más de lo necesario, o hablas una palabra, fuera de las precisas!
En esto apareció en la sala, jadeando, el ama del cura.
-¡Grandes noticias, señor don Sotero! -dijo al entrar con voz temblona y desentonada...
-¡Como traídas por usted! -respondió el hombre negro, a quien hizo un efecto endemoniado aquella visita intempestiva.
-¡Noticias para que con ellas se rechupe las uñas un hombre como usted, que tanto se interesa por la gloria de Dios y el bien de las almas!
-¡Vaya usted con doscientos mil demonios! -dijo con desdeñoso y áspero ademán don Sotero, incomodado con lo que juzgaba impertinencias de la buena mujer.
-¿Sí? -repuso ésta muy segura de su triunfo-. Pues escuche usted el cuento... y escúchale tú también, Bastián, que es de los que merecen andar en letras de molde.
Acomodóse, porque estaba muy fatigada, en la silla que había desocupado Bastián; metió las dos manos, palma con palma, entre las rodillas; echó el enjuto tronco hacia adelante y dijo, alargando la jeta rugosa y siguiendo con la vista a don Sotero en sus vueltas de zorro enjaulado:
-¡Sépase usted que acaba de estar en nuestra casa el hijo de Pateta el herejote!
Oírlo don Sotero y dar una vuelta en redondo hasta quedarse mirando a la viejecilla, fue obra de un solo momento.
-¿A ver, a ver? -díjola, clavando en ella sus pupilas de fuego, y hasta parecía que también los dientes.
Sonrióse la noticiera, y añadió, gozándose en el éxito de su noticia:
-¡Cuando yo decía que el caso tenía que oír!...
-¡Cuando digo que no se la puede aguantar a usted por habladora y destripacuentos! -concluyó don Sotero, carcomido por su impaciencia-. ¿Quiere usted decirme sin rodeos ni pespuntes, a qué iba a casa del señor cura ese mequetrefe?
-Eso mismo me pregunté yo cuando le vi entrar..., porque desde que usted me lo enseñó una vez, por lo que pudiera ocurrir, le conozco como si le hubiera parido; ¿a qué viene aquí ese niquitrefe?... Y fuime arrimando, arrimando a la puerta de la sala, según que él se iba metiendo poco a poco en la alcoba del señor cura... Ya usted sabe que de este modo escucho yo en la casa hasta los pensamientos de los que entran en ella para hablar con aquel santo varón. Pero, hijo de Dios, cátate que, a lo mejor del saludo y otras cortesías, sale el señor cura y cierra las dos puertas. ¿Qué hago yo entonces? Abro la de la sala, como si fuera de algodones, y sin que ni las moscas me sientan, arrimo la oreja derecha a la cerradura, porque de la izquierda ando un poco torpe, como usted debe saber por otros relatos míos...
-¡Si fuera usted sutil de entendimiento como es charlatana insoportable!... ¿Qué mil demonios es lo que usted oyó escuchando por la cerradura con la oreja derecha?
-Pues oí..., ¡bendito y alabado sea el Señor de cielos y tierra, por todos los siglos de los siglos!... Oí que Patetuca, vamos al decir el hijo de Pateta el judío, el herejote..., pide iglesia, señor don Sotero..., ¡pide iglesia!
-¿Cómo que pide iglesia, alma de Dios?
-¡Que quiere convertirse..., aprender la doctrina y cuanto el señor cura crea conveniente enseñarle para su salvación!
-Vamos..., usted no está hoy en sus cabales.
-Es tan cierto como la luz que nos alumbra y no vea yo la de la mañana si miento en una tilde... Palabra por palabra podría yo repetir todas las que se cruzaron en la conversación. ¡Pues poco asombro recibió el señor cura al oír la explicativa al mozalbete!... ¡El Señor me valga, qué garrido es, y qué caballero! Bien dije yo siempre que estampa tan maja no podía ser bocado del demonio. ¡Alabada sea por sinfinito la misericordia divina!
Don Sotero comenzó a revolverse de nuevo en la sala y a lanzar el bufido que temblaban las paredes.
-¿Y en qué paró la entrevista? -preguntó iracundo a la vieja, rascándose la cabeza a dos manos, sin dejar de pasearse.
-Pues paró, señor don Sotero... Yo no sé en qué, porque cuando oí que la cosa iba muy seria y que estaban de acuerdo los dos en punto de hacer entrambos los posibles al auto de la conversión, retiréme sin esperar a la despedida, temiendo que me cogieran en el garlito... ¿Y qué me quedaba que oír ya, bendito sea Dios, después de lo que oí?... ¡Siglos, señor don Sotero, siglos se me hacían los minutos que pasaban hasta venir a dar a usted un alegrón como éste!
-¡Pues entienda usted -dijo don Sotero hecho una pólvora- que le recibo como un dolor de tripas!
-¡Ya me estaba a mí dando en qué pensar -replicó el ama del cura- la poca satisfacción que le salía a usted a los ojos, según yo iba haciendo el relato! ¿Y en qué puede consistir, señor don Sotero, que cosa tan en servicio de Dios no le regocije a usted de alma?
-¡En que la tal cosa tiene más de una cara, y en que usted sólo la ve por la más reluciente...! -dijo el ex-procurador resobándose las mal afeitadas barbas y temblando de ira hasta por las ventanillas de la nariz.
En esto se acercó hasta la puerta del salón y gritó con voz descompasada y rugiente:
-¡Celsa!
Y Celsa apareció en seguida, ahumada, sucia y medio descalza. Se cruzó de brazos al entrar en el viejo páramo; se arrimó a la pared, cerca de la puerta, y desde allí saludó con un gruñido y un gesto diabólico al ama del cura, que respondió en idéntico lenguaje. Colocóse Bastián entre las dos mujeres; y don Sotero, después de medir tres o cuatro veces con agitados pasos lo largo de la sala en medio del mayor silencio, dijo al ama del cura:
-Repita usted, en las menos palabras que pueda, lo que acaba de contarme a mí.
Obedeció la buena mujer, muy descorazonada con el fatal éxito que había alcanzado su noticia, y cuando hubo concluido, dijo don Sotero con la mayor solemnidad:
-Público y notorio es en Valdecines que en vida de doña Marta Rubárcenas fue ese hombre, que había logrado trastornar a Águeda la cabeza, despedido de aquella casa por hereje.
-Verdad es que así se ha dicho -murmuró Celsa.
-Algo he oído de eso -añadió el ama del cura.
-Pues yo ni pizca -balbuceó Bastián.
-Muerta doña Marta -prosiguió don Sotero, taladrando a su sobrino con una mirada-, ese hereje volvió a entrar en la casa... ¡Señal de que le abrieron las puertas manos que debían continuar cerrándoselas! De buena o de mala gana se le ha hecho saber que no puede lograr sus propósitos mientras no se lave las manchas de sus herejías; y hete aquí que el muy sinvergüenza acude al cura de Valdecines haciendo la pamema de que se convierte para casarse con Águeda y llegar a ser dueño de uno de los primeros caudales de la provincia.
-¡Válgame Dios, qué picardía!
-¡Si parece imposible!
-Tengo pruebas irrecusables de que es la pura verdad -exclamó don Sotero con el mayor aplomo; luego añadió-: Ahora bien; Águeda es una joven sin experiencia y, quizá, quizá, enamorada: él es un lagarto madrileño, con todos los ardides y fingimientos de los de su calaña. El resultado se toca y se palpa: esa infeliz, si la criminal farsa continúa, se verá un día cogida, como la mosca en la tela traidora. Yo, como hombre honrado y temeroso de Dios en primer lugar, y en segundo, como encargado por la difunta santa mujer de velar a todo trance por la salvación de las almas y de los intereses mundanos de sus hijas, estoy en el deber imprescindible de oponerme a los criminales intentos de ese miserable... ¡Miserable, sí! Porque habéis de saber que, además de impío, tiene contraídos grandes méritos para estar arrastrando un grillete en el presidio de Ceuta...
-¡Santa Bárbara bendita!
-¡Quién lo creyera!
-¡Esa es más gorda...! ¡Dios!
-¡En Ceuta, sí! -continuó el piadosísimo varón-. En Ceuta dije, y no me arrepiento. Hace un año le persiguió la policía por una estafa que había cometido en Madrid, asociado a otro como él. Por buena compostura se echó tierra al asunto pagando los seis mil duros que importaba la cantidad robada. Las pruebas de este crimen las tengo yo en mi poder; porque... hay que decirlo todo, aunque mi cristiana humildad se rebele contra ello: yo fui quien le dio ese dinero para librarle del presidio... ¡Bendito sea Dios que me puso en ocasión de ejercer, con ese vil y despreciable metal, uno de los más grandes actos de caridad!
Mientras decía esto y caminaba con los ojos en blanco, y las manos alzadas al cielo, hacia su alcoba, los oyentes estaban consternados, y al ama del cura se le caían las lágrimas pensando en el acto generoso de don Sotero.
El cual apareció a poco rato con un papel en la mano.
-Para que veáis que no exagero -dijo-, aquí está el recibo que me dejó, comprometiéndose a pagarme... ¡cuando herede a su padre! ¿Habéis visto escarnio mayor de los santos vínculos de la familia y hasta de los sentimientos del corazón humano?
Sabía leer el ama del cura y se llenó el cuerpo de cruces cuando pasó la vista por aquel documento, que también ojeó Bastián, y palpó Celsa por no conocer la O.
-Ya lo veis -prosiguió el humildísimo don Sotero, guardándose en el bolsillo de su chaquetón el papelejo-. El crimen no puede estar más comprobado. ¿Cómo no había de saberme a hieles la noticia de la conversión de ese tunante? Todos los que me escucháis tenéis una conciencia y sois cristianos como yo; es preciso que me ayudéis a desenmascarar al impostor para librar de su yugo abominable a esa honrada familia, tan querida de mi corazón; ¡es indispensable hasta que el pueblo le apedree si persiste en sus criminales intentos!...
-¿Y qué hay que hacer para eso? -preguntó el ama del cura, tan llena de buena voluntad como vacía de malicias.
-Una cosa muy sencilla -respondió don Sotero-. Desde este instante, usted y cada uno de nosotros debemos ocuparnos en divulgar lo que yo he referido..., pero sin descubrirme a mí..., ¡mucho cuidado con esto! ¡Que corran las noticias como si el viento las llevara, y que no quede cocina en el pueblo donde no entren antes de la noche!... Por lo que respecta a la interesada y al señor cura, queda de mi cargo instruirlos en tiempo y modo convenientes. ¡Que no sepan por nosotros ni una palabra siquiera, o la buena obra se desgraciara, en flor! ¿Me entendéis? ¡Guerra a muerte al impío, al sacrílego impostor! ¡Os la impongo como un deber de conciencia! ¡Guerra sin cuartel! ¡Guerra hasta el exterminio!
Y no dijo más el santo apóstol; pero con un ademán muy expresivo, dejó limpia de gente la sala, como si la hubiera barrido con una escoba.
No por la gravedad que a sus ojos revestía este incidente, olvidó el que tanto le preocupaba cuando llegó el ama del cura; antes le prestó mayor atención todavía que al principio, porque, en su concepto, se enlazaban en gran manera los dos. Así es que llamó a Bastián a la sala, y con parecido preámbulo al que conocemos, le dio el recado que entonces no pudo darle.
Salió Bastián a la carrera; y don Sotero se encerró en su alcoba, con el gorro sobre el cogote, crispados sus pocos pelos descubiertos, reluciente el cuero bruñido de su faz, y saltándosele de las órbitas los ojos sanguinolentos.
Dos horas después, la biografía del pobre Fernando, hecha sobre los apuntes que conocemos, andaba de boca en boca, corría todas las del lugar y, a medida que se propagaba, iba adquiriendo nuevos y más peregrinos rasgos.
Cuando el runrún llegó a la botica y cayó sobre él la bocaza del maestro, el hijo del doctor Peñarrubia era ya un indultado de presidio, en el cual estuvo nueve meses por robo y envenenamiento.
Aquella noche no hubo palos allí, porque el pedagogo era un cobardón, y a don Lesmes le agarró el bastón el boticario, saltando sobre la mesa cuando el cirujano le enarbolaba para cascar las liendres al deslenguado.
- XX - : Lobo y cordero
Llegó la víspera de San Juan, y con aquel día eran ya tres los pasados sin que don Sotero pusiera los pies en casa de los Rubárcenas. Águeda le suponía entretenido en la tarea a la cual dio el celoso administrador tanta importancia en la entrevista que el lector recordará. Un día más transcurrido así, y la atribulada joven se vería libre para siempre de la odiada presión que sobre ella ejercía aquel antipático personaje. Porque don Plácido no podía tardar más que ese tiempo en llegar a Valdecines, si vivía, y tenía que vivir, porque le parecía imposible que hasta de ese amparo la privara su desdicha.
De esta suerte discurría Águeda cuando, por breves instantes, lograba apartar su pensamiento de las hondas y enconadas heridas de su corazón. Éstas eran su perenne martirio, su cruz, su agonía sin el consuelo de la muerte. ¿Qué habría sido de Fernando después de su última y desgraciada tentativa de reconciliación?... Y ¡qué sería de ella, obligada, por una burla cruel de la desgracia, a ser, en tan bárbaro suplicio, víctima, juez y verdugo a un mismo tiempo!
Entretanto, los vecinos de la corralada de don Sotero, andaban asombrados al saber que éste había comprado medio celemín de cal viva en la tejera, y hasta cerca de tres cuarterones de clavos trabaderos en la fragua. Además, se habían oído en la casa fuertes martillazos y como ruido de muebles que se arrastran; era notorio que Celsa hizo, en una sola mañana, más de tres viajes a la fuente, con escala y botijo; y, por último, se había visto a Bastián asomado un instante a la ventana, con una escoba amarrada a la punta de un palo, y el palo, la escoba y Bastián, revocados de blanco como si él y el palo y la escoba se hubieran zambullido en el tinajón de la harina. ¿Qué ocurría en aquella casa de ordinario tan sucia, desmantelada y silenciosa? Para ponemos en camino de averiguarlo, volvamos a la de Águeda.
Cabalmente se hallaba ésta en un momento de reposo y de relativo bienestar, cuando se oyeron a la puerta del gabinete en que hacía labor, aquellos golpecitos acompasados y aquella voz melosa, que ya en otra ocasión oímos, preguntando:
-¿Se puede pasar?
El efecto que esta voz y aquellos golpes causaron en la joven, puede calcularse sabiendo que en aquel mismo instante volvía a contar hasta las horas que podría tardar en aparecer el tan esperado don Plácido a la puerta de su casa.
No respondió una palabra; pero don Sotero, fingiendo haber oído que se le mandaba entrar, entró.
Si Águeda se hubiera atrevido en aquel instante a mirarle con un poco de atención, podría haber observado en él grandes señales de inseguridad y hasta de zozobra. El resobeo de sus manos era muy nervioso, y sin el ritmo dulcísimo que le era peculiar; temblábale la barbilla algunas veces; su mirada, sin dejar de ser punzante, carecía de firmeza, y en el verde sucio de su tez predominaba el ocre con veladuras de cardenillo; señales todas de que la bilis y los nervios traían al hombre, a la sazón, a mal traer.
Después de los saludos y reverencias de costumbre, dijo así con voz enronquecida e insegura:
-¿Será permisión de Dios, señorita, que siempre que me acerque a usted, de algún tiempo acá, haya de ser para ocasionarla un disgusto, no obstante la rectitud y desinterés de la intención que me guía?
La joven, disimulando la tortura en que se hallaba, permaneció en silencio y atenta sólo a su labor. Don Sotero prosiguió así:
-En su día tuve la honra en poner en conocimiento de usted dos de las cláusulas más importantes del testamento de su señora madre (que en santa gloria sea).
El mismo silencio por respuesta. El hombre negro añadió:
-Por la primera de ellas, nombráseme tutor y curador de la niña Pilar...
Aquí alzó Águeda los ojos, y los fijó en lo que se veía de los de don Sotero, que continuó de este modo:
-Por la segunda cláusula se ordena que cuide, vigile y hasta enderece a buen fin, si se torcieren, las inclinaciones, vamos al decir, de ustedes, en un caso que no hay para qué mencionar en este instante.
Águeda sintió al oír estas palabras una impresión indefinible, pero insoportable: el secreto de su corazón, santificado por el martirio, iba a ser profanado por aquella lengua repugnante.
-Siga usted -dijo con heroica decisión, tras un instante de silencio.
Y siguió de esta suerte don Sotero:
-En vida de la santa mujer, a quien todos lloramos, se arrojó de esta casa a un hombre cuyas miras en ella eran tan notorias como su escandalosa rebeldía a la ley de Dios.
-¡Adelante!
-En el supuesto de que usted me ha comprendido, no me detengo a decir qué clase de miras eran aquéllas, ni a ponderar, como debiera, lo atinado y cuerdo, previsor y cristiano de la medida tomada con el precitado sujeto... cerrándole estas puertas.
-¡Acabe usted pronto! -dijo Águeda con imperioso ademán.
-Siendo atinada, cuerda, previsora y cristiana la medida -prosiguió don Sotero fortaleciéndose y serenándose a medida que la joven se exaltaba-, claro y evidente es que el rebelarse contra ella, ni es cristiano, ni previsor, ni cuerdo, ni atinado.
Esta brutal indirecta produjo en el alma tierna y pudorosa de la joven un verdadero estrago. Corriéronle lágrimas por las mejillas, y sólo el impulso de la indignación que sentía le dio fuerzas para responder:
-Ni con los títulos a que se ampara, adquiridos en mal hora, y sabe Dios cómo, reconozco en usted derecho alguno para faltar al respeto que me debe. Sin nuevos rodeos, y sin olvidar la distancia que nos separa, diga usted qué pretende de mí y adónde se encaminan esas atrevidas observaciones.
-Pues sin rodeos, señorita -replicó don Sotero, gozándose de tener tan a la mano la ocasión de vengarse de la altivez con que la joven le había tratado-, necesito decir a usted que he visto tres veces, en muy pocos días, salir de esta honrada casa al hombre a quien arrojó de ella su difunta madre de usted; que conozco los propósitos que aquí le traen, y que, cumpliendo con el sacratísimo deber que se me ha impuesto, vengo hoy a tomar la única medida que está a mis alcances para dejar a salvo la responsabilidad de mi cristina conciencia.
-¿Y qué medida es la que piensa usted tomar en mi casa? -le preguntó Águeda, acentuando mucho las última palabras?
-Con respecto a usted -dijo el hombre, volviendo a dulcificar su voz y sus restregones de manos-, aconsejarla...
-¡Aconsejarme a mí!..., ¡un hombre como usted!
-Cuando menos, recordarla el deber en que me hallo de hacerlo así.
-No hay tal deber, mientras usted no sea capaz de cumplir con él..., aun cuando existieran los motivos con que usted disculpa su inaudito atrevimiento.
-Siento tener que repetir, señorita, que los motivos existen..., son algo más que usted misma ignora y no alcanzó a prever su sabia madre, pero que yo evidenciaré con pruebas irrecusables, si las circunstancias lo exigieren. En cuanto a mi suficiencia para cumplir ese encargo de una santa moribunda, paréceme que la delicadeza del encargo mismo, la alta procedencia que trae, la honradez de mi intención, el desinterés de mi cariño y el santo temor de Dios en que me inspiro, prendas son que la abonan y enaltecen... Y en todo caso, lo escrito, escrito está. Cuanto usted me diga en son de protesta, entiéndese que contra ello va, no contra mí, porque mandado soy, por mal de mis pecados, por aquella a quien usted debe respeto y admiración.
Lo más triste para Águeda en tan bochornoso trance, era que no sabía qué responder a las últimas razones de don Sotero. Aquel hombre sería un pícaro y un atrevido; pero en honor de la verdad, el testamento de su madre y su aparente delincuencia, le autorizaban, en rigor de justicia, para hacer lo que estaba haciendo. Resistirse a sus advertencias equivalía a desconocer la autoridad y el mandato de su madre. ¿Podría inventar, el mismo Lucifer conflictos más insuperables que los que perseguían a la desdichada?
Con el rabillo del ojo leía don Sotero estas y otras reflexiones que Águeda se hacía; y como al propio tiempo observase que sollozaba, conmovíase también él y aun se limpiaba los ojos con el inseparable pañuelo de yerbas. Duró la escena poco tiempo; hasta que el sensible varón lanzó un suspiro muy recio y se guardó el moquero en el bolsillo de su anguarina. Después dijo así, con una dulzura de voz que cautivaba:
-A salvo ya de toda responsabilidad mi conciencia, por lo que a usted respecta, después de prevenirla que estoy al tanto de su, vamos al decir, olvido o desconocimiento de las sabias advertencias de su señora madre (que eterna bienaventuranza goce por los siglos de los siglos), lo cual es tanto como quitar al pecado la disculpa de la ignorancia, paso, señorita, a la segunda y más dolorosa, pero necesaria parte de mi comisión de hoy, la cual se relaciona con su señora hermana de usted, la niña Pilar.
-¿También hay algo para esa inocente?
-Recuerde usted que de esa huérfana soy tutor y curador; y claro es que la responsabilidad que me alcanza en lo referente a su educación, es muy estrecha.
-¿Y qué es lo que usted pretende de ese ángel de Dios?
-Alejarla de todo riesgo de que en su inocente imaginación caigan ciertas semillas, que más tarde habrían de fructificar para perdición de su alma.
-Pero... ¿cómo piensa usted lograrlo?
-Poniendo a la niña en lugar seguro.
-¿En dónde? -preguntó Águeda sin aliento ya.
-En mi casa -respondió con descarada firmeza don Sotero.
-¡En su casa de usted!... Pero ¿por qué, Dios mío? ¿No es mi hermana? ¿No he quedado yo a su cuidado? ¿No es esta la casa de mis padres?... Y usted ¿quién es para atreverse a tanto?
-¿A qué repetirlo otra vez, señorita? -dijo don Sotero con una mansedumbre y una compunción edificantes-. Ya he tenido el honor de decir a usted varias veces que, para expiación de mis pecados, tocóme ser por ahora, al lado de ustedes, el representante de aquella santa mujer, tan celosa del bien de las almas de sus hijas. Con la autoridad que me da este cargo, tan lleno de espinas y sinsabores y, sobre todo, con la ayuda de Dios, pienso llevar a buen término esta determinación, concebida y meditada con todo el reposo que la gravedad del trance requiere, aunque al hacerlo lastime ciertos sentimientos...
-Pero ¿dónde está ese riesgo para mi hermana? -interrumpió Águeda, creyendo perder el juicio en aquel trance, jamás imaginado por ninguna mujer honrada-. ¿Quién puede quererla más que yo? ¿Dónde más segura ha de hallarse que en la casa de su madre?
-En la casa de su madre, señorita -repuso el pío varón-, y al lado de su hermana, está expuesta al mal ejemplo que no verá en la mía. Contra quien da ese ejemplo nada puedo yo, porque está, por su edad, fuera de la jurisdicción de mi cargo, pero debo, en conciencia, evitar el contagio de esa peste, y eso voy a hacer, sin pérdida de un solo momento, recogiendo a la niña hasta la venida de su señor tío, a quien debo entregársela tal como a mí me la entregó su señora madre moribunda. Después, él hará lo que juzgue más acertado, en su doble carácter de pariente y tutor.
El sentido que envolvían estas palabras era un afrentoso ultraje para la desvalida doncella. Encendiósele el pálido rostro de vergüenza, y en medio de su angustia sin ejemplo, lejos de pensar en justificarse ante aquel indigno acusador, respondióle al punto, movida sólo del interés de su inocente hermana:
-¿Y cómo ha podido usted imaginarse que basta concebir una indignidad para verla puesta en obra sin tropiezo? ¿Así se atropella y se escarnece a una familia honrada? ¿No hay justicia en la Tierra que ampare a los débiles contra los inicuos?
-¡Líbreme Dios, señorita -respondió don Sotero humildísimamente-, de negar a usted el derecho de acudir a ese recurso humano! A su alcance se halla a todas horas... Pero el paso tiene sus riesgos graves. La Justicia que la oiga a usted, tendrá que oírme a mi también; por duro y amargo que me parezca, expondré las razones en que me fundo para pretender lo que pretendo; y como el fallo, al cabo y al fin, ha de serme favorable, sólo habrá conseguido usted, con su recurso, dar al diablo que reír y no poco que murmurar a las gentes. He aquí por qué he preferido dar este paso con la mayor reserva, guiado siempre, señorita, aunque usted no me lo agradezca, del entrañable y desinteresado amor que me inspira cuanto se relaciona con el bien y el honor de esta ilustre casa.
-¡Lástima -replicó Águeda- que no pueda yo recompensar ahora mismo, en todo lo que valen, ese celo y ese amor que le merecemos a usted las hijas de la santa mujer a quien tan a menudo recuerda! Pero es muy extraño -prosiguió con la misma amarga ironía- que usted, con esa previsión que tanto encarece, en lugar de hacer lo que pretende, no haya preferido venir a vigilarnos a mi misma casa, estableciéndose en ella con tan piadoso fin.
A lo que respondió don Sotero, rasgando la boca un palmo más por cada lado, y haciendo una reverente cortesía:
-No me gusta ser molesto, señorita; y estableciéndome aquí lo sería para ustedes, amén de carecer de la libertad y de los derechos que tengo en mi propio hogar.
Águeda no escuchaba ya al hombre negro. Aun sin la fe de la virtuosa joven, cuando a los males suceden los males, y a los dolores los dolores, y por todas partes y en todas las ocasiones las contrariedades cierran la salida a todos los caminos emprendidos, el espíritu desfallece y se acobarda, y hasta el intento de la propia defensa parece una insensatez. Águeda recorrió en un solo instante la larga lista de sus pesadumbres sin humano remedio, y se persuadió de que aquel hombre que tenía delante no era otra cosa que un instrumento más de que se valía la Providencia para probar el temple de su fe. Aceptóle como tal, y ya no pensó en rebelarse, ni siquiera en defenderse. Mas no por eso abandonó a su hermana en tan apurado trance.
-Supongo -dijo, cuando se halló fuerte y resignada en su misma abnegación- que no entrará en los cálculos de usted el que sus propósitos se cumplan con riesgo de la vida de mi inocente hermana.
-¡Señorita! -exclamó don Sotero en el más santo y pío de los asombros-. ¿Cómo pudo usted imaginarse que en mis creencias religiosas cupiese tamaña inhumanidad?
-Entonces -dijo Águeda, con la voz debilitada por sus terribles luchas interiores-, es indispensable que yo la acompañe... De este modo -añadió con amarga sonrisa, podrá usted vigilarnos a las dos a un mismo tiempo, y tener más en reposo la conciencia.
-Nada habrá, señorita -repuso don Sotero, frotándose mucho las manos-, a que yo me oponga, dentro de lo lícito y de lo justo, en los benéficos propósitos que me guían. Acompañe usted en buena hora a su hermana, que ambas caben dentro de la honrada pobreza de mi casa. Y si he de decir toda la verdad, me alegro en gran manera de que tome usted esa resolución, porque con ella tiene el hecho mejor disculpa a los ojos de los murmuradores. Esta noche es la verbena de San Juan; noche de ruido y de algazara. ¿Hay cosa más natural que ustedes, por lo doloroso y reciente del luto que llevan en el alma, deseen trocar esta vivienda, tan cercana al lugar de la fiesta, por la mía, tan apartada y silenciosa? Que no llega mañana en todo el día el señor don Plácido: pues lo que digo de la velada, digo de la fiesta subsiguiente.
-¡Es asombroso -exclamó Águeda, mirando a don Sotero con sus ojos tristes y penetrantes- hasta qué extremo de previsión le conduce a usted el amor que nos tiene!
Después se acercó a la puerta y llamó a Pilar. Mientras ésta llegaba, se volvió al hombre negro y le preguntó:
-¿Cuándo va a tener lugar nuestra marcha?
A lo que respondió el preguntado:
-Si he de cumplir dignamente con los delicados deberes de mi cargo, no puedo salir hoy de esta casa sin que ustedes me acompañen a la mía.
Águeda no replicó una palabra; pero elevó al cielo su hermosa mirada llena de dolorosa resignación.
Entró Pilar, y tan pronto como se fijó en don Sotero, se escondió detrás de su hermana. Ésta le miró entonces como si quisiera argüirle con el miedo de la niña; pero el santo varón no alzaba los ojos del suelo, ni daba muestras de fijarse en lo que le rodeaba. Luego dijo así a su hermanita:
-Hija mía, si nuestra buena madre volviera al mundo y te impusiera un deber, ¿dejarías de cumplirle por penoso que fuera?
-¡Ay, no! -repuso al punto la niña, mirando de reojo a don Sotero y arrimándose mucho a su hermana.
-Pues cuando nuestra madre iba a morir -prosiguió Águeda-, escribió en un papel muchos consejos y mandatos para nosotras. Entre estos mandatos hay uno que debemos cumplir tú y yo ahora mismo; porque, por estar en aquel papel, que se llama testamento, es como si nuestra madre hubiera vuelto al mundo para dictárnoslo de palabra.
-¿Y qué nos manda hacer? -preguntó la inocente, sin apartar sus ojos azorados del temeroso personaje.
-Que obedezcamos a nuestro tío don Plácido, que es el encargado de cuidar de nosotras; y, por lo visto, que vayamos tú y yo a esperar su llegada al pueblo a casa de don Sotero, que también quedó encargado de atendernos y vigilarnos.
-Pero, ¿por qué mandó eso nuestra madre? -dijo la niña en un impetuoso arranque, más hijo del miedo que de la resolución.
-Porque así nos convendrá -respondió Águeda besándola-. Ya sabes que los mandatos de las madres, como de Dios, han de ser obedecidos sin replicar.
-¡Es que yo tengo mucho miedo, Águeda!... ¡Y estaba tan bien aquí contigo...! ¿Y si tío Plácido tarda mucho?
-No puede tardar ya... Tal vez volvamos hoy mismo a casa.
-¿Y si no volvemos?...
-Si no volvemos, hija mía, Dios, que conoce el fondo de los corazones y ve tu obediencia, cuidará de nosotras y nos pondrá en lugar seguro, aunque se conjuren en daño nuestro todas las iras de Satanás.
Lloraba Pilar, y como a Águeda le faltaba muy poco para hacer lo mismo:
-Ea -dijo a la niña, animándola y besándola otra vez-, vamos a prepararnos y a dar las órdenes necesarias hasta que volvamos.
Y la llevó consigo, quedando solo en escena don Sotero, que no había desplegado los labios ni movido un músculo de su cuerpo durante el diálogo de las dos hermanas.
Cuando el piadoso varón se halló sin testigos, levantó poco a poco la cabeza, guiñó los ojuelos de tigre, se resobó las manos haciendo chasquear los dedos, y hasta sospecho que anduvo en conatos de pirueta.
Poco tiempo después aparecieron las dos huérfanas, cubiertas de pies a cabeza con negros crespones. La palidez marmórea de Águeda entre las ondas relucientes de sus rubios cabellos, se transparentaba en los profundos pliegues de su manto, y la luz de sus ojos incomparables brillaba allí como el fulgor purísimo de las constelaciones en el negro fondo de los abismos siderales. La niña apenas ocultaba una parte de sus madejas de rizos bajo las mallas tenues de una toca graciosamente recogida sobre los hombros. Daba la mano a su hermana, y ambas manos parecían un solo pedazo de nieve.
-Estamos prontas -dijo Águeda a don Sotero, con voz firme y clara; pero acercándose más a él, añadió, de modo que no lo entendiera su hermana: -En manos de Dios que conoce y juzga las intenciones, pongo la causa de esta inocente, y también la mía. ¡A ese Juez habrá de dar cuenta esa conciencia que tan a menudo usted invoca de este inicuo atropello de nuestro desamparo!
Hizo don Sotero una profundísima reverencia y, sin responder una sola palabra, se puso en seguimiento de las huérfanas.
- XXI - : Un caso de moral
En la alcoba en que vimos encerrarse a Bastián cuando su tío le despidió de la suya de muy mala manera, conversaban los mismos dos personajes, cosa de una hora después de lo referido en el capítulo anterior. Y digo que conversaban, porque don Sotero, contra su costumbre, no maltrataba a Bastián con apóstrofes y dicterios; antes le agasajaba con tal cual sonrisilla placentera, y le buscaba con mimos los pocos registros sonoros que cabían en aquella inteligencia rudimentaria y agreste. Conversaban, repito, muy por lo bajo, con la puerta cerrada, sentado el tío en la única silla que había en el cuarto, y el sobrino al borde de la fementida cama, que le llenaba casi todo.
-No me negarás -decía don Sotero- que Águeda es una perla de hermosura. ¡Qué cuerpo! Oro entre algodones... ¡Qué ojos! Estrella de enero... ¡Qué talle!... ¿Tú has visto bien aquel talle, Bastián?
Bastián oía, se rascaba la cabeza y enseñaba los dientes.
-Nada digamos -prosiguió don Sotero- del timbre de su voz... ¡Aquello es un salterio de perlas y corales; que no otra cosa parece su boca chiquirritina! ¡Qué decirte de su clarísimo entendimiento, de su mucho saber, de aquel fuego con que se purifica su corazón y se engrandece toda pasión que en él arraiga!... ¡Qué modo de sentir! ¡Qué modo de querer!... Pues, ¿y su caudal? ¡Válgame Dios! ¡Qué limpio y qué saneado! Se da el golpe, y brotan las onzas acuñadas, y los vestidos hechos, y la mesa puesta y cubierta de manjares.
Bastián continuaba relamiéndose, con las ponderaciones de su tío, que a la vez le llenaba de asombro con tan desacostumbrada afabilidad.
-Pues has de saber -añadió don Sotero inclinándose mucho hacia Bastián- que esa mina de oro y esa gloria de hermosura las tenía yo destinadas... para ti.
-¡Dios!... ¿Para mí? -exclamó Bastián, sacudiendo la modorra que le arrullaba los sentidos.
-¡Para ti, Bastián, para ti!
-¿Y qué habría de hacer yo con esa jalea tan tiernezuca? ¡Si con echarla la zarpa se me quedaba entre los dedos! ¡Dios!
-¿Qué habías de hacer?... Ser la primera persona de estos contornos y no tener quien te tosiera en toda la provincia. Con ese caudal y ese entronque, y un consejero como el que tú tendrías... ¡ni el rey que se te pusiera delante!
-Y ¿por qué no son ya mías tantas gangas, señor tío muy amado?
-Porque Dios no quiso concederte ni siquiera una cualidad de las que son necesarias para merecerlas. No tienes corte de persona decente, ni pizca de entendimiento, ni con la educación he logrado darte la menor apariencia de lo uno ni de lo otro.
-¿Y ahora que cae usted en la cuenta de que no tengo dientes, es cuando se acuerda de ponerme el pienso delante del hocico?
-Calla, tonto, que nunca es tarde para mejorar la hacienda. Mientras la fruta está en el árbol, no hay que perder la esperanza de alcanzarla... Por de pronto, evitar que otro se la coma. Después, se aguza el ingenio; y, por último... hasta se salta la pared.
-No entiendo, tío muy amado, qué quiere usted decirme con esas cortesías.
-Ni yo te las digo con la esperanza de que me entiendas. Dígolas por decir algo... ¡Pues no faltaba más sino que fueras a tomarlas por donde las tomaría cualquier mozo de entendimiento!...
-¡Otra te pego!... ¡Dios!... Pues si usted no habla conmigo ni para que yo le entienda, ¿qué hacemos aquí?
-Pasar el rato, Bastián; nada más que pasar el rato como dos parientes cercanos que se estiman mucho... Lo que quiero que entiendas es esto que voy a decirte ahora. Esa joven, tan hermosa y tan rica, que pudo haber sido tu mujer, y que aún pudiera serlo si las circunstancias nos ayudaran un poco, está depositada por mí en esta casa: para librarla de la seducción con que la persigue aquel pájaro de cuya conversión nos hablaba el ama del cura.
-¡Ah, vaáaamos!... Ya caigo ¡Dios! -exclamó Bastián, en un estampido de su voz, revolcándose al mismo tiempo en la cama.
-¡Calla, bárbaro! -dijo su tío tapándole la boca-; ¿no reparas que pueden oírte?
-Verdá es -asintió Bastián, volviendo a su postura anterior.
-Pues como te decía -prosiguió don Sotero-, hallándose esa joven en mi casa, está como en lugar sagrado, por lo que hace a su limpio honor...
-Pues por donde yo la toque no ha de podrirse -dijo Bastián con gesto desdeñoso-. ¡Apuradamente no doy dos alfileres por esas pinturucas de sobrecama!
-¡Como que no sé yo hacia qué verde se te van los ojazos ahora! -replicó don Sotero con tremebundo retintín-. ¿Será bestia el hombre a quien se le pone mirra de Oriente en raso de la India junto a la nariz, y pide bodrio trasnochado en trapo de fregar? ¡Guárdate, Bastián, de volver, ni con la memoria, a ese mal paso! ¡Mira que puede haber más palos todavía!
-Pero, ¿quién va, ni quién viene, ni quién anda en malos pasos? ¡Dios! -replicó Bastián, rascándose, por el recuerdo, las ronchas de sus costillas.
-Digo -continuó don Sotero, después de mirar a su sobrino con gesto feroz- que como Águeda tiene tantos atractivos, bien pudiera asaltarte a ti cualquier mal pensamiento...
-¡Dios!... ¡Pues es poco respetosa la dama, para que yo me atreviera!...
-Hombre, ¡qué demonio!... La juventud, en ocasiones, atropella por todo; y como esos arrechuchos vienen cuando menos se los espera, nadie puede decir «de este agua no beberé».
-Verdá es eso.
-Y bien pudiera darse aquí ese caso...
-¡Después de tanto encargarme usté el respeto, y la... ¡Dios!
-Efectivamente, parecería un poco extraño el atentado... Pero esto no quiere decir que yo desconozca el influjo de las circunstancias y de la flaca condición de la humana naturaleza, ni que deje de tomar ambas cosas en disculpa de ciertos actos que, a su primer aspecto, parecen indisculpables...; ¿te enteras tú, Bastián?
-Sospecho que sí.
-¡Hay tanto de eso entre la corrupción del mundo!... ¡Ya se ve!, el demonio no duerme; y como se complace en la perdición de las almas, ¡las asedia y las persigue, en ocasiones, de un modo!... ¡Sabe disponer las cosas con tal habilidad!...
-¡Le digo a usté que eso mete miedo, tío muy amado!... Y hasta creo yo que si siempre se tomara en cuenta, no se darían tanto palos como se dan, a veces sin qué ni para qué, ¡Dios!
-A veces se dan esos palos a que aludes, Bastián, porque para los motivos de ellos no alcanzan las disculpas a que yo me refiero. No es lo mismo salir a buscar la tentación, que verse asaltado de ella... Y he de ponerte un ejemplo a este propósito, para que aprendas a distinguir de colores, y al propio tiempo te penetres mejor del punto de moral de que íbamos hablando. Ya hemos convenido en que Águeda, y a la vista está, como mujer, es un primor de belleza. Águeda se ha metido por las puertas de tu casa, y ocupa el dormitorio en que tantas veces has penetrado tú, aun a las altas horas de la noche, hallándome yo en él. El contraste no puede ser más sobresaliente. De esta escultura a aquella escultura... ¿eh?... ¡Me parece que hay alguna diferencia!...
-Ya, ya, ¡Dios! -respondió Bastián, rascándose la cabeza.
-Pues bien -prosiguió don Sotero con la más candorosa sencillez-. Añade a estas consideraciones que debes hacerte, porque eres hombre y en lo más lozano de la vida, la circunstancia tentadora de que sabes, porque yo te lo he dicho, que esa joven tan hermosa que está en tu misma casa pudo haber sido tu mujer, y que aún pudiera llegar a serlo... ¿Quién desconoce los estragos que causan los pensamientos de este linaje metidos de sopetón en una mollera joven? Pues figúrate que, con ellos en la tuya, te vas esta noche a la hoguera... Nada más puesto en razón, ¡y seguramente que no me opondré yo a ello! Vas a la hoguera, y haces allí lo que es muy natural que haga un mozo de tu edad: florear a esta muchacha, bailar con la otra...
-¡Dios!..., ¡y cómo lo borda usté, hombre! -dijo aquí Bastián, resobándose las manos y dando zancadas al aire.
-¿No ves, tonto -respondió don Sotero con ruborosa humildad-, que también yo, por mal de mis pecados, he sido joven? Pues digo que hallándote de ese modo en la verbena, das en cavilar que ninguna de las muchachas que ves a tu alrededor vale para descalzar el lindo pie de la que está a la sazón casi en tu misma alcoba...
-¡Dios, qué hombre! -exclamó aquí el muchachazo, dándose dos revolcones sobre la cama.
Observóle su tío con diestra y sagaz mirada, y continuó de esta suerte:
-Cavilando así, asáltante como tentaciones de volverte a casa, sabiendo, como sabes, que Celsa anda en la verbena solazándose un rato, por orden mía, y que tu pobre tío se halla en la iglesia pidiendo a Dios por los que le ofenden con sus liviandades y descomposturas. Pero es el caso que la joven Águeda te infunde mucho respeto, porque tú eres muy cobardón para esa clase de empresas; y entonces se te ocurre beber unos traguillos más de lo blanco. Ya te animaste, pero no lo suficiente; vuelves al baile, y brinco va, brinco viene, el vinillo fermenta, confórtate su calor amoroso... y te crees más valiente que Roldán. Emprendes la marcha resuelto a todo, y en el camino te asalta otra vez la cobardía. Como ésta no es tan fuerte como de ordinario, comienzas a considerar que si desaprovechas aquella ocasión, no volverás a verte en otra, porque don Plácido... ¿Te he dicho yo que don Plácido debe llegar mañana a Valdecines?
-Nada me ha dicho usté de eso, tío muy amado -respondió Bastián, no gozoso, sino fascinado ya con el relato de don Sotero.
Y prosiguió éste:
-¡Pues créete que siento haberte hecho saber ahora tan ociosamente que espero a ese señor de un momento a otro!... Pero en fin, ya lo dije; y contando con que no abusarás de la noticia, continúo exponiéndote el susodicho ejemplo de moral práctica. Con la consideración de que si desaprovechas la noche no vuelves a verte en ocasión de lograr lo que deseas, emprendes de nuevo la marcha, y llegas a tu casa. El silencio y la soledad que tú habías supuesto. El corazón te late, las sienes te zumban, los ojos te fingen todo cuanto el demonio quiere que veas y palpes; las piernas vacilan un instante; pero la fiebre te alienta, y subes con mucho cuidado, sin hacer ruido. Abres la puerta de la alcoba, que casualmente no tiene llave desde ayer... Ella duerme. No la ves; pero la sientes; y lo que no ves, lo imaginas...
-¡Dios! -gritó en esto Bastián, echando llamas por los ojos-. ¡Le digo a usté que lo estoy viendo! Pero... ¿y la chiquilla?
-A la chiquilla... se la echa de allí... o se la encierra en esta alcoba... o no se hace caso de ella. ¡Ay! ¡El vértigo de la carne pecadora no sufre obstáculos!
-¿Y si la otra despierta? ¡Vaya si despertará! ¡Vaya si alborotará!... ¡Dios!
-¡He ahí, Bastián, una de las gravísimas consecuencias de un atentado semejante! Gritaría, sí... y muy recio, y se echaría de la cama abajo, y se asomaría a la ventana y llamaría a los vecinos, y tal vez éstos acudieran en su auxilio en una estrecha alcoba, a las altas horas de la noche...
-¡Qué vergüenza! ¡Dios! -exclamó Bastián, sacudiéndose todo.
-¡Para ella, la desdichada! -añadió su tío en tono plañidero y compasivo-. ¡Para ella, que desde aquel momento ponía su honor en quiebra entre la gente murmuradora! ¿Quién, en la duda, la tomaría ya por esposa, Bastián? ¿Quién, si no tú, y por mucha aversión que la causaras, podría remendar aquella carcomida buena fama? ¡Y gracias si a tal remedio se avenía..., que lo dudo!... Conque mira, Bastián, si el asunto vale bien la pena de que te le puntualice y exponga, como acabo de hacerlo, ¡mira si preveo y me pongo en todos los casos, y te marco bien a las claras el camino de tus deberes y conveniencias!
-¡Vaya si caza usté largo! ¡Dios! -dijo Bastián, tan admirado de la sagacidad de su tío como de sus propias dudas acerca de la moral del ejemplo-. Pero un punto se le ha olvidado a usté, que no es flojo, en lo tocante a las resultas del caso.
-¿Cuál?
-Lo que diría el señor Plácido mañana si Dios quiere.
-No se me olvidó ese punto, Bastián. Le pasé en silencio por carecer de importancia. Con ese mentecato ya me entendería yo, por mucho que gritara.
-Vaya, que es usté el mismísimo Pateta, ¡Dios!
-Desengáñate, Bastián: lo grave del suceso que te he referido como si estuviera ocurriendo, sería sólo para mi conciencia, porque fui tan temerario que puse la liebre junto al sabueso, sabiendo lo que son tentaciones del demonio. En cuanto a ti, ni siquiera puede caberte el temor de mis iras; porque, ya te lo he dicho, no me lleva la rigidez de mis cristianos sentimientos hasta el punto de confundir las maldades de los hombres con lo que es obra de los pocos años. Y con esto hemos hablado bastante por ahora, después de advertirte que, en gracia de la fiesta de esta noche y de la solemnidad del día de mañana, te levanto la reclusión en que has estado, por tu bien, durante algunos días... Conque a divertirte mucho sin ofender a nadie, ni acordarse de aquello que te valió lo que todavía te rascas en las costillas... y lo dicho, dicho.
-Así lo haré, tío muy amado -exclamó Bastián, poniéndose de un brinco en el suelo-, ¡y así le quisiera a usté siempre, tan campechano y parcialote!
-Así me tendrás, si con tu conducta te haces digno de ello... ¡Ah!... Se me olvidaba -añadió el afectuoso tío, llevando la diestra mano al bolsillo del chaleco-: toma unos cuartos por lo que pueda ocurrirte.
Y aunque no llegaron a dos reales, Bastián los recibió como una lotería. ¡Tan poco acostumbrado estaba a las larguezas de su tío!
Recomendóle éste el silencio y la prudencia en casa y salió de puntillas de la alcoba, advirtiendo a su sobrino que hiciera otro tanto.
-¡El demonio me lleve! -pensó Bastián delante de la otra alcoba, cuya cerrada puerta taladraba con ojos preñados de torpezas- si a mí me había pasado por la cabeza cosa semejante, hasta que este hombre me la metió entre los sesos! ¡Y vaya si es manejable y hacedera! ¡Pues dígote que, si a mano viene, allá veremos!... ¡Dios!
Y en dos zancadas atravesó la sala, y en pocas más llegó al portal; y como ya hacía rato que se estaban oyendo las campanas de la iglesia y algunos estallidos de cohetes, en cuanto se vio al aire libre comenzó a relinchar y a dar corcovos, como potro cerril que columbra el verde de la rozagante pradera.
- XXII - : La hoguera de San Juan
Cuando entraban las dos hermanas en el portal de don Sotero, ya corrida media tarde, llegaba a la brañuca de la iglesia el primer carro cargado de rozo destinado a la hoguera de aquella noche. Media hora después llegó otro más, y tumbó su talumba sobre la del anterior, ya tendida en el suelo. Entonces subió el campanero a la espadaña, y apenas se oyó en el pueblo su primer repique, lanzó al espacio el mayordomo del santo hasta media docena de cohetes de las ocho o diez cabales que había adquirido para quemarlas en honor del glorioso patrono, entre el día de la fiesta y sus preludios solemnes; a cuyos seis estampidos (y ya se deja ver con este dato que los cohetes no eran de los mejores) el maestro dio por terminada la escuela en aquel día y puso en libertad a los muchachos. Corrieron los más talludos al campanario, y los rapazuelos a contemplar el rozo amontonado, y a tirar después de esta mata y de la otra, creyéndose muy felices con mostrárselas a sus camaradas del campanario, entre brincos y algazara, pero haciéndoseles siglos las horas que faltaban hasta que les fuera lícito prenderlas fuego, juntamente con todas las del montón, que se alzaba en la brañuca, prometiendo a los mirones, para aquella noche, una luz tan clara como la del mismo sol, y más chasquidos y chisporroteos que una función de pólvora mojada.
Silbaban como cien huracanes los chicos del campanario, sin cesar un punto de tocar las campanas, cuyos badajos había dejado a su disposición, y de muy buena gana, el campanero, y en los aires estallaba todavía algún cohete que otro; en los cuales ruidos provocadores la gente de la mies se sintió picada de la impaciencia; dio en la gracia de cortar con la azada tantos maíces como resallaba; convínose por unanimidad en que el estropicio consistía en el aquel de la fiesta, que aceleraba la mano; acordóse por los viejos dar suelta libre a los jóvenes, que ya no habían de hacer cosa con traza; y ahí tienen ustedes a las mozas tornando al pueblo, con las azadas al hombro, echando por parejas, cuando no por grupos de más de cinco, a gañote desplegado, los más alegres y regocijados cantares que habían resonado en el valle en todo el año. Seguíanlas los mozos en idéntico orden de formación; y apenas acababan ellas, con un suspiro, el dejo interminable del cantar, allí estaban ellos con una balada, lenta y dormilona, que prometía no tener fin. Pero le tenía, más tarde o más temprano; y vuelta a cantar ellas, y vuelta ellos a replicar. Y así en todas las mieses, por los cuatro costados de Valdecines; de modo que la poca gente útil que había en el pueblo se echó, también cantando, a la calle; y cátate convertida la comarca en una pajarera, motivo por el cual los viejos que se habían quedado resallando, juzgando de mal ver seguir en la tarea, también la suspendieron por aquel día, volviéndose al lugar, si no cantando, oyendo embelesados los cantares y recordando con gozo los ya remotos años en que ellos, con igual motivo, hacían dos cuartos de lo propio.
Entre tanto, el mayordomo había colocado las doradas andas, que estaban sobre un confesonario cubiertas con una desechada capa pluvial, en una mesa a la derecha del presbiterio, y bajaba luego la imagen del santo de su nicho del altar mayor, y la acomodaba sobre la peana de las andas, y la limpiaba el polvo, y la dejaba en disposición de ser vestida al día siguiente, mucho antes de la misa mayor, con dos pañuelos, bien cumplidos, de espumilla, y adornada con un arco más alto que ella, sujeto por sus dos extremidades a la barandilla de las andas, y profusamente revestido de pañuelos, cintas, relicarios y acericos, prestados a mucha honra por los pudientes del lugar.
Ya en él recogido el vecindario, y sin cesar repicando las campanas, y oyéndose cantar por todas partes, anticipáronse las domésticas tareas más de una hora; es decir, que las gallinas tuvieron que albergarse con el sol, y se pendió el ganado y se le echó la ceba poco después, y se sacó de la lumbre la torta sin estar cocida, y las gentes cenaron, mal y de prisa, mucho antes de anochecer.
Entonces volvió a reinar en el pueblo el ordinario y tradicional silencio; pero fue la tregua de corta duración. En cuanto el sol cayó detrás de las cumbres del poniente, y fue perdiendo el cielo las tintas sonrosadas del crepúsculo, y se disipó, el empedrado celaje, seña infalible de que el Nordeste, enemigo declarado de nubes y aguaceros, había de reinar al día siguiente, y comenzaron a brillar las estrellas, un mocetón que lo entendía y se reservaba para aquella ocasión, trepó al campanario y echó un repique de maestro, con admiración y aplauso de chicos y grandes, que correspondieron a la proeza con una relinchada que aturdió a Valdecines, y salió valle afuera en alas del fresco terral, entre el eco sonoro de las campanas y el estampido de los cohetes que el mayordomo lanzó, espadaña arriba, en aquel solemne instante.
Los chicuelos y gente menuda, que rodeaban el seco montón de escajos y discurrían en torno a la sucursal de la taberna que se había establecido bajo los árboles, sobre la pértiga de un carro, tomando el ruedo y vocerío por señal de comienzo de la fiesta, prendieron una mata a prudente distancia de la pila de rozo, y sobre la mata, ardiendo y chisporroteando, cayeron otras dos; y el punto luminoso que formaron en medio de la oscuridad de la noche fue el aguijón que puso en declarada carrera a la gente moza que le vio y se dirigía hacia el lugar de la fiesta, con relativa parsimonia, por todas las callejas de la aldea.
Llenóse de figuras donosamente cómicas aquel cuadro, que parecía capricho de Teniers por lo alegre, y de Rembrandt por la luz que le alumbraba; y fue la hoguera creciendo, creciendo, saltando los muchachos sobre el centro de ella, primero, a excitación de los grandes; después, por un extremo, y luego, por ninguna parte, pues el fuego formaba ya una pirámide tan alta como las primeras ramas de los vecinos álamos. A todo esto, el mocetón del campanario no daba señales de cansarse: los relinchos no cesaban abajo; debían de pasar de tres docenas los cohetes disparados hasta entonces, y la carral de vino tinto, acostada sobre la pértiga, comenzaba a verse rondada por la sediente y animosa juventud.
Pero no era el riojano mosto, ni tampoco el campaneo, ni la incipiente hoguera, ni lo que ésta podía llegar a ser, la salsa de aquella fiesta. Lo que todos esperaban, y había de dar el tono a la velada y bríos a los menos animosos, llegó cuando el mocetón del campanario se cansó, y se hubo trancado la puerta de la iglesia, y no quedaron otros ruidos en sus inmediaciones que la algarabía incesante de los muchachos, el hablar recio y el obstinado relinchar de los talludos.
Y fue que por tres callejas de las que desembocan en la braña aparecieron las más garridas mozas y cantadoras de mayor renombre, tañendo las sonoras panderetas y echando cada tonada, de cuatro en cuatro lo menos, que levantaba en vilo a los oyentes.
Bastián, en mangas de camisa, con la chaqueta enarbolada en un palo, el sombrero tirado hacia atrás, la bocaza abierta y las babas entre los dientes, iba delante de una de estas comparsas. Cuando llegaron todas a la braña, la hoguera las saludó con tal respingo, que llegó con la ondeante cúspide de las llamas, casi casi a la altura del tejado de la iglesia. Lo que quedaba libre del campuco se llenó de gente, y aún sobró de ella para esparcirse por las contiguas arboledas.
¡Entonces se armó allí la tremenda! Cuatro cantadoras con sendas panderetas se acomodaron en otros tantos asientos que la rústica galantería de los mozos improvisó en el acto; hizo corro la muchedumbre alborozada a dos largas filas de bailadores que se formaron instantáneamente; y al compás de los sonoros y encascabelados parches, recién templados al calor de la hoguera..., ¡adiós hierba de la braña en aquel tramo, que polvo fue pronto bajo los anchos pies de los danzantes; y adiós polvo también, que en espesa nube se le vio subir más alto que las campanas, entre las chispas del rozo que no cesaba de caer, mata a mata, en el foco enorme de aquella lumbre crepitante!
Y cátate lector, que en esto comienza el traca-racatrá-trá de las tarrañuelas con que algunos mozos, diestros en manejarlas, sorprendieron a la muchedumbre, y cuyo charrasqueo repetían y multiplicaban los ecos del frontón de la iglesia y de la bóveda de los árboles de enfrente, entre el incesante sonar de los panderos y el alternado vocear de las cantadoras... ¡Y aquello fue un delirio! Delirio que acometió hasta a los viejos allí presentes, que si no salieron a bailar al corro, se zarandearon de firme en el sitio en que se hallaban, y mecieron el ya tibio pensamiento en un columpio de gratas y refrigerantes memorias.
Como estas cosas sucedían tan cerca de la hoguera como lo consentía su calor, brillaban los rostros ardorosos de las danzantes, y se podían contar las pintas, los remiendos y las pegas de las alegres sayas de las mozas, y distinguir la que llevaba medias de la que iba en pernetas o de la que estaba descalza, pues de todo había; y tanta era la luz que a la sazón derramaba la hoguera, que transformaba, ante los fascinados ojos, en transparentes jirones de verde gasa el espeso follaje de los árboles, y aun llegaba a la carral de vino con fuerza bastante para que desde la braña se conociera, con sus pelos y señales, a todos y a cada uno de los agazapados bebedores; en la pared de la iglesia se leían cuantos letreros habían escrito allí los muchachos con carbón; relucía el entonces mudo metal de las campanas, como si ardiendo estuviera también, y hasta en el cielo parecía haberse extinguido el fulgor de los astros.
Así es que pudo verse perfectamente a Bastián, que no perdía baile, que bailaba por tres en cada uno, y que en cada breve descanso se largaba muy ufano a matar el gusanillo de la sed en la precitada sucursal de la taberna. Bien pronto se puso que echaba fuego por los ojos, y público fue que Tasia le arrimó un soplamocos por yo no sé qué irreverencia cometida por el gaznápiro en una rápida mudanza. Díjose también que de alguna otra muchacha recibió aquella noche igual obsequio que de Tasia por idénticos motivos; y es dicho muy creíble, porque a media jornada del jolgorio andaba el buen sobrino de don Sotero hecho una pólvora.
Con lo indicado tiene el lector lo bastante para saber lo que pasó en la hoguera de San Juan en Valdecines, en la ocasión de que vamos hablando; y hágase cuenta de que ya sabe todo lo que pasa en las demás hogueras de la Montaña, precursoras de la fiesta del lugar, salvo la diferencia de algún detalle, que no conviene más que a las de San Juan, como estos pocos que voy a mencionar, a fuer de minucioso y puntual historiador.
Es el caso que, no bien consumió la fogata el último escajo del acopio y la gente se quedó a oscuras, comenzó el pacífico desfile de los más con rumbo a los respectivos lugares. Los menos, es decir, una pandilla de mozos casaderos, enamorados y correspondidos los unos, pretendientes a secas los otros, aspirantes a serlo los demás, después de tomar un trago en la ya extenuada carral de la arboleda, que poco después fue arrastrada de allí a su correspondiente metrópoli, corrieron a la cercana casa de uno de ellos, donde había, sobre una cama, hasta una docena de arcos revestidos de flores naturales y olorosas. Tomó cada cual el que le pertenecía, y sobró uno, que era el de Bastián; y entonces se supo que éste, empapado en vino hasta los huesos y no muy firme de pies, había marchado hacia su casa mucho antes de apagarse la hoguera.
Dejando el arco sobrante, salieron otra vez a la calle los alegres mozos y entonando perezosas baladas y poniendo, en obsequio a la moza de sus pensamientos, un arco en esta ventana, que se alcanzaba con la mano, y otro en aquel balcón a fuerza de fuerzas, y encaramándose el más ágil sobre los hombros del más fuerte, se pasaron el resto de la noche; y ya querían como asomar los barruntos del crepúsculo sobre las cimas de las montañas fronteras a Perojales, cuando se fueron a descansar, despeados y enronquecidos.
Mientras ellos se acostaban, las revoltosas muchachas, que apenas habían pegado el ojo pensando en la travesura que tenían preparada, echáronse a la calle con sendos ramos de espinoso acebo al hombro. Reuniéronse en la ya desierta braña de la iglesia, donde se veía la enorme calva, hecha por sus mismos y otros tan saltadores pies, en el fino, verde y tupido césped, muy cerca del negro montón de ceniza que había dejado allí, por todo rastro, la hoguera, y en alegre comparsa, por la burlona Tasia dirigida, encamináronse, alumbradas ya por los tibios rayos del sol naciente, a la mies cercana. Allí, entre cháchara y bureo, fueron clavando ramos en otros tantos maizales sin resallar; y como no eran muchos los que se hallaban en tal atraso de labores, tuvieron las pícaras tiempo sobrado para recorrer todas las mieses del lugar sin que lo advirtiera el vecindario.
Y ahora sábete lector, por remate y fin de este capítulo, que no llegaron a seis los ramos puestos; pero que, ¡oh dolor de los dolores e inclemencia de las inclemencias!, de aquellos ignominiosos sambenitos, más de la mitad se alzaban en tierras del pobre Macabeo.
- XXIII - : La moral de aquel caso
No es fácil cosa describir el cuadro de ideas encerrado en la mente de Águeda mientras fue desde su casa a la de don Sotero. Había en él sombras y contornos terribles; esbozos de colosales figuras; tintas indecisas y vagas; confusión, desorden, ruidos extraños que la aturdían y amedrentaban; pero ni una sola concepción detallada y en reposo en qué fijar la atención y dar rumbo al pensamiento. En tal estado de aturdimiento entró en el viejo caserón y llegó, conducida por el atento y comedido mayordomo, a la alcoba en que la hallamos encerrada cuando el tío y el sobrino hablaban de ella, según queda puntualizado más atrás.
Agarrada con ansia a su mano, y medio envuelta entre los pliegues de su vestido, la acompañó Pilar, mirando horrorizada cuanto había que ver en la vetusta guarida de aquel hombre que se llevaba a las dos huérfanas, como si fuera amo y señor de ellas y no su servidor asalariado. Jurara la pobre niña, cuando llegó al estragal y fue subiendo la derrengada escalera, y atravesó el tortuoso y oscuro pasadizo, y luego el desamparado salón, y por último, se vio encerrada en la alcoba, que todo aquello que le sucedía era la realidad de una pesadilla que más de una vez le había atormentado durmiendo. Era frecuente en ella soñar con casas muy grandes, muy viejas y muy solas, llenas de rendijas y de lamparones, con los techos negros ahumados y cubiertos de telarañas, en las que se bamboleaban, cabeza abajo y mirándola con ojos de basilisco, enormes murciélagos; los suelos, medio devorados por la polilla, inundados de ratones, que corrían por todas partes sin hacer ruido; cuartos entreabiertos y oscuros como la noche; desvanes sin fin atestados de muebles viejos muy raros y con las patas hacia arriba, figurando ladrones y difuntos y almas en pena; y por último, allá en el fondo de todo este conjunto de cosas espantables, un hombre, como don Sotero, andando siempre, y sin llegar nunca, hacia la pobre niña, que ya se daba por muerta y comida de ratas y culebrones..., hasta que el exceso del espanto que sentía la despertaba. Pues casi todo esto que tantas veces había soñado, tenía entonces en realidad y verdad delante de los ojos; ni siquiera faltaba el hombre negro y gordo; no mudo, silencioso y a lo lejos, como en la pesadilla, sino a media vara de distancia, con voz que se oía y pies que sonaban al andar, y una intención que sólo Dios podía penetrar en aquel instante.
Y eso que ni el mismo lector que la vio días atrás, conociera la casa de don Sotero cuando las huérfanas entraron en ella. Estaban las paredes de la alcoba y las de la sala recién blanqueadas; tan recientemente, que aún se veían en el suelo y en las puertas los regueros de la lechada, y se olía la cal húmeda, como si acabara Bastián de extenderla con la escoba; y las mayores aberturas del tillado estaban medio tapadas con listones en bruto, sí, pero bien afirmadas con clavos trabaderos; se había barrido la alcoba y sacado de ella el arcón viejo; la mesa no tenía encima más que el tapete y la palmatoria; en la cama había almohadas con funda limpia y una colcha en buen uso y por último, arrimadas a la pared, hasta dos sillas útiles.
-Están ustedes en su casa -dijo don Sotero en cuanto introdujo en la alcoba a las dos aturdidas huérfanas-. No es un palacio, como el que merecen los ilustres huéspedes que la honran; pero hay lo necesario en ella, y sobre todo, una voluntad sin límites para complacer a ustedes en este humildísimo y reconocido servidor.
Águeda y Pilar, sin oír a don Sotero ni fijarse en los pormenores del cuarto, se sentaron maquinalmente en las dos sillas.
-No he puesto -prosiguió el santo hombre- más que una cama, porque supuse que ustedes querrían estar juntas el poco tiempo que yo tengo la honra de hospedarlas en mi casa... Sobre esta mesa hay cerillas y vela para cuando necesiten luz... En cuanto a comida, Celsa, mi ama de llaves, tiene orden de darles cuanto pidan y necesiten y a las horas que lo deseen... Con media voz que se le dé desde esta puerta, acudirá en un instante... No es un primor de belleza pero sí muy servicial y cariñosa... Por esta ventana entra, desde media tarde, un aire fresquísimo y sano; y asomándose a ella se descubren hermosas vistas... Excuso decir a ustedes que, como toda la casa, esta sala, tan espaciosa y desocupada, está a su disposición. Con la puerta del balcón entreabierta, es un hermoso paseo de verano... En aquella alcoba de enfrente duermo yo... No teman molestarme llamándome siempre que de mi utilidad necesiten... En fin, señoritas, repito que están ustedes en su propia casa; y añado que me creería venturosísimo y pagado con usura, en lo que al desinterés y noble objeto de esta mi determinación se refiere, si lograra yo infundirles un poquito más de confianza, siquiera hasta verlas risueñas y descuidadas, como quien llega al hogar de su mejor amigo después de verse fuera en grave riesgo de muerte.
En vano esperó don Sotero una sola palabra por respuesta a todas estas suyas, dichas casi con lágrimas en los ojos. Águeda parecía la estatua de la tristeza, y la inocente Pilar, la imagen del espanto.
-En vista de lo cual -añadió don Sotero, aludiendo sin duda al silencio de las huérfanas-, tengo el honor de despedirme de ustedes por ahora, para dar algunas disposiciones relativas a su mayor comodidad.
Hizo una profunda reverencia, y salió de la alcoba, dejando la puerta cerrada con el pestillo.
En cuanto las dos hermanas se quedaron solas, Pilar se abrazó a Águeda y le dijo llorando:
-¡Ay, Águeda, qué miedo tengo!... ¡Vámonos de aquí!
La joven recogió entonces sobre la cabeza el velo de su manto y dejó ver el hermoso rostro pálido desencajado. Besó a su hermana, abrazándola también estrechamente, y la respondió:
-Tranquilízate, hija mía, que nada malo puede sucedernos. Ya sabes a lo que hemos venido; y tengo la seguridad, porque Dios me la infunde, de que antes de pocas horas hemos de volver a nuestra casa... Para que se te hagan más breves, reza al Ángel de la Guarda, pídele de todo corazón que no te abandone un momento.
-¡Si ni siquiera me acuerdo de esa oración, Águeda, con el miedo que tengo!
-No importa; que con el corazón se reza, y no con las palabras. Inténtalo y verás cómo lo consigues.
Pilar, sin separarse de su hermana, cruzó sus blancas manecitas, y cerrando los ojos llorosos, por no ver lo que la rodeaba, comenzó a poner por obra el consejo de su hermana, entre suspiros de angustia y estremecimientos de espanto.
Águeda quiso rezar también, pero no pudo lograrlo ni con la intención. Tenía mucho más miedo que la niña, aunque lo disimulaba mejor, y no seguramente a los ratones ni a los fantasmas del otro mundo. Desde que se sentó en la silla que en aquel instante ocupaba, la confusión de sus pensamientos fue disipándose rápidamente. A los turbios celajes del crepúsculo sucedió la viva luz del día; y las montañas se perfilaron sobre el horizonte, y los cerros se alejaron de las montañas, y el valle no podía confundirse con el cerro. Cada cosa estaba ya en su sitio, con la forma, el color y el tamaño que debían tener. Había cesado la alucinación, y la realidad aparecía delante de los ojos de Águeda.
Ya no podía creer ésta que la exigencia de don Sotero de llevar a su casa a la inocente niña reconociese por motivo el que él había manifestado, estando para llegar de un momento a otro don Plácido, que nunca aprobaría un exceso de celo y de precaución semejante. Éste, aun creyendo a don Sotero tan escrupuloso como él se pintaba a sí propio, pero teniendo de él la idea que Águeda tenía y sabiendo los esfuerzos que había hecho para que el otro testamentario ignorase lo ocurrido, como lo sabía ella con entera evidencia, por declaración de Macabeo, ¿cómo dudar que en los ya realizados propósitos del aborrecido administrador había una intención oculta? Y ¿qué intención era ésta? Aquí se perdía Águeda en un montón de conjeturas y supuestos; pero temblaba de espanto, porque siendo evidente la intención, debía ser infernal cuando el siniestro personaje se atrevía, guiado por ella, a cometer un atropello que podía llegar a ser escándalo y motivo de una gravísima responsabilidad para él. La imaginación de Águeda, con la espuela de tales pensamientos, volaba de horror en horror; y para que ningún tormento le faltase, su conciencia le acusaba entonces de no haberse defendido bastante contra la osada decisión del hipócrita. ¿Por qué temió la amenaza de que acudiendo a la Justicia en demanda de amparo contra el atropello se pondría su buena fama en tela de juicio? ¿No había quedado ella sirviendo de madre a la inocente huérfana? ¿No era ésta la amenazada y perseguida? Y siéndolo, ¿podía Águeda creer que cumplía con sus estrechos deberes sólo con resolverse a correr el mismo peligro que su hermana? ¿No debe una buena madre sacrificar honra y vida por salvar a su hija de un grave riesgo? Y ¿qué había hecho ella, en suma, sino conducir por su propia mano la oveja a la guarida del lobo?
Esta idea la aterró como ninguna otra; y por un instante se halló resuelta a salir a todo trance de aquel calabozo horrible con su hermana; pero oyó toser a don Sotero y se sintió sin fuerzas para moverse de la silla.
Cuánto tiempo duraron estas meditaciones tumultuosas, cuando las abandonaba un momento para consolar a su hermana, que a ratos la abrazaba, presa del mayor desconsuelo, ni ella misma lo supo. Volvió a perder la noción clara y precisa de las cosas; y el tiempo, y Pilar, y don Sotero, y Fernando, y aquella casa y los peligros que en ella pudiera correr, confundiéronse en un nuevo montón de sombras impenetrables, que ofuscaron el horizonte de sus ideas y fueron poco a poco estrechándolas, hasta oprimirlas y asfixiarlas, como asfixian y oprimen los plúmbeos lazos de una horrenda pesadilla.
Comenzaba a anochecer cuando don Sotero pidió permiso, con los golpecitos de siempre y su dulzura acostumbrada, para entrar en la alcoba. Recorríala entonces Águeda con febril desasosiego, mientras Pilar miraba a la calle, maquinalmente, por una rendija de la ventana, cansada ya de llorar, de temer y hasta de preguntar sin obtener respuesta.
Entró el hombre, a una breve y nerviosa indicación de Águeda.
-Vengo -dijo, suave y humildemente- a tomar las órdenes que tengan ustedes a bien darme.
-Nada se nos ofrece -respondió Águeda volviéndole la espalda, mientras la niña corría hacia ella y se agarraba a los pliegues de su vestido.
-En ese caso -añadió don Sotero-, réstame sólo advertir a ustedes, para su gobierno, que mientras es hora de cenar, y siguiendo con ello mi vieja y piadosa costumbre, voy a la iglesia a rezar un poco. Celsa queda en casa para servirlas en cuanto se les ofrezca y cuidar de la puerta de la calle, cuya llave recogerá cuando yo salga. Dios nuestro Señor las acompañe a ustedes.
Dijo y salió, hecha la indispensable y acompasada reverencia. Se oyó el ruido de sus pasos alejándose, después la de la puerta principal, que rechinaba al moverse, y el de la llave al trancarla..., y después, ni el aleteo de un mosquito. El silencio y la oscuridad reinaron en la casa, como dueños y señores de ella en aquel instante. Pilar se hubiera vuelto loca de espanto, y Águeda poco menos, si alguna que otra vez no llegara a sus oídos el eco lejano de los cantares de la gente que se encaminaba a la hoguera, y el sonido armonioso de las campanas.
Sin estos rumores del mundo, donde había seres libres y contentos, las tristes prisioneras se hubieran creído sepultadas en las profundidades de un calabozo subterráneo.
Pilar recordó a su hermana que había fósforos sobre la mesa. Águeda, a tientas, dio con la caja y encendió la pringosa vela de sebo. Pero aquella luz sólo servía para hacer más patente a los ojos de las prisioneras el pavoroso cuadro de su prisión. Pilar, considerando que estaba expuesta a pasar allí toda la noche, volvió a llorar amarga y copiosamente; y Águeda conoció que había contado con fuerzas que no tenía cuando se resolvió en su casa a correr en la de don Sotero cuantos peligros pudieran amenazarla.
En esto vio la pililla colgada de la pared y la cruz que tenía pintada en medio.
-Aunque profanada -dijo a su hermana-, aquí hay una cruz; hinquémonos delante de ella y recemos para pedir a Dios fuerzas y amparo... Ven, hija mía, arrodíllate junto a mí; cabalmente es la hora en que rezamos todas las noches el rosario a la Virgen.
Y uniendo la acción a la palabra, puso a Pilar a su lado; y ambas, después de arrodillarse, comenzaron a rezar, delante Águeda y respondiendo la niña. Pero ésta en quien, por su edad, no penetraban las pesadumbres como en Águeda, trabajada, por tantos y tan nuevos sobresaltos, y cansada de llorar, respondiendo tarde y confusamente a su hermana, acabó por rendirse a los asaltos del sueño, que jamás se olvida de amparar a los niños con sus alas.
Cuando Águeda la vio plegarse sobre sus rodillas y abatir la rizosa cabecita, sentóse en el suelo y la acomodó en su regazo; y después de observar que estaba profundamente dormida, la cogió con sumo cuidado y, no sin dificultades, la tendió sobre la cama. Luego volvió a arrodillarse, y continuó rezando en silencio largo rato.
Entonces debía hallarse la hoguera en su grado máximo de bureo, a juzgar por el ruido que de hacia allá venía, y el silencio que reinaba en la vecindad y, sobre todo, en la casa.
Este era tan absoluto, que Águeda, cuando acabó de rezar, no se atrevió a moverse del sitio en que se hallaba. ¿A quién llamar? ¿Quién la defendería si en aquella espantosa soledad se veía amenazada de algún peligro? Y si no había peligro que temer, ¿por qué y para qué estaban ellas encerradas allí?
De pronto oyó ruido en el portal: después, en la cerradura; luego, el rechinar de la puerta.
-Será don Sotero -pensó tranquilizándose un poco-. Pero -se dijo en seguida temblando- don Sotero a estas horas y en tal ocasión, ¿no es el mayor enemigo que yo puedo temer? ¿De qué no será capaz ese hombre?
Pronto conoció que no era don Sotero quien subía dando golpes y haciendo mucho ruido en la escalera, como el que anda a tientas en camino extraño y escabroso.
-Será Bastián -pensó la joven-. Si es él, -¡cómo vendrá, Dios mío!
Además de los golpes, se oían interjecciones y bramidos. Águeda tiritaba de miedo. Los bramidos y los golpes iban acercándose a la sala poco a poco. ¡Y don Sotero no había vuelto todavía, y a Celsa no se le oía en casa! ¿Qué horrible conjunto de casualidades era aquél?
Las pisadas, los carraspeos y los bufidos llegaron a oírse junto a la puerta de la alcoba. Águeda se abalanzó a ella y quiso trancarla; pero no tenía llave la cerradura: intentó afirmar el pestillo y no vio a su alcance con qué. Ocurriósele amarrarle con el pañuelo al tosco retenedor, y así lo hizo con cuanta fuerza halló en sus trémulas manos. Hubo en la sala unos instantes de silencio. Águeda aprovechó aquella tregua para entreabrir la ventana que daba a la calle. Pilar, en tanto dormía profundamente. Volvieron a oírse rugidos e interjecciones, y la puerta de la alcoba fue violentamente sacudida. Águeda creyó en aquel instante que se convertía en escarcha toda la sangre de sus venas. Pilar despertó con el ruido, y al ver el espanto de su hermana, se arrojó del lecho y se abrazó a ella.
-¡Silencio, por Dios! -la dijo Águeda al oído mientras la estrechaba contra su corazón.
-Pero ¿qué es?... ¿qué pasa? -preguntaba muy bajito la pobre niña.
-Nada, hija mía... Nada de particular... Creí haber oído...
Otra sacudida más fuerte que la anterior dada a la puerta, dejó sin voz a Águeda y aterrada a la niña. Ésta creyó oír al mismo tiempo ruido en el corral. Díjoselo a su hermana que, al oírlo se lanzó a la ventana y gritó con todas sus fuerzas:
-¡Socorro!...
A este grito, las sacudidas de la puerta de la alcoba redoblaron; pero el pestillo no cedió. Confiada Águeda en esta defensa, volvió a asomarse a la ventana, y de nuevo pidió socorro. Entonces se oyeron fuertes golpes a la puerta de la calle. Lejos de amedrentarse con ello el que pugnaba por entrar en la alcoba, insistió con más bríos, y Águeda temió que el pestillo cediera o que la puerta saltara hecha astillas. Apretó más los nudos del pañuelo y permaneció sujetándola con las pocas fuerzas que le quedaban. Pilar, sin voz y medio accidentada, seguía todos estos movimientos con ojos de espanto. La resistencia de la prisionera parecía enfurecer al hombre de la sala. Crujían a sus golpes los inseguros entrepaños, y a cada golpe acompañaban amenazas y blasfemias.
A veces, las embestidas eran con todo el cuerpo, y entonces temblaba hasta el tabique y el retenedor del pestillo se removía. El nudo de la torcida batista iba a ser inútil. Cuando Águeda cayó en ello, perdió las pocas fuerzas que le prestaba su desesperación.
-¡Virgen María -exclamó lívida de espanto-, tu piedad me ampare, que yo no puedo más!
Se abrazó a su hermana, y las dos se acurrucaron entre los pies de la cama y la puerta. Tembló ésta en aquel instante de arriba a abajo con sordo estruendo, como si hubiera caído sobre ella toda la casa; rechinó el roñoso hierro, saltó la hembrilla del marco hasta la pared frontera, y apareció en medio de la alcoba Bastián con las greñas sobre los ojos, éstos ensangrentados y centelleantes, la bocaza reseca, negros los labios y manchada de vino y sudor la arrugada pechera de su camisa.
Al ver aquella horrible aparición, Águeda y Pilar lanzaron un grito, grito para el que no hay lugar en la escala de los imaginables sonidos, y sólo cabe en la garganta de quien muere cosido a puñaladas.
Tomóle Bastián por norte de su rumbo, porque al abrirse la puerta quedaron medio ocultas a sus ojos las dos hermanas; y embravecido por la no esperada resistencia que hizo acrecentar sus bestiales deseos, atrevióse a poner sus groseras manazas sobre el talle virginal de Águeda. Mas no bien lo hubo hecho, dos tremendos bofetones le tendieron de espaldas en el suelo y dos brazos de hierro le sujetaron por la garganta en aquella postura.
-¡Macabeo! -gritaron a una voz Águeda y Pilar, abrazándose a las rodillas del bravo espolique.
En el paroxismo de su terror, no le habían visto entrar en la alcoba por la ventana. Verdad que el abrirse ésta y el saltar el hombre dentro, y el llegar hasta ellas fue obra de dos segundos.
-¡Daca la entraña, tuno!... ¡Daca la vida, perro! -decía Macabeo a Bastián, mientras le tendía y le sujetaba.
-¡La Virgen te envía en nuestro socorro! -exclamaba Águeda en el colmo del regocijo.
-Bien podrá ser, señorita -respondió Macabeo sin soltar a Bastián- pero algo hay que agradecer también al breval de la esquina, por onde subí al tejado de Antón Roderas..., porque el pasar de éste al de Sico Ñules y luego al balcón, no tiene cencia maldita.
En esto se oyó una voz en el portal, que llamaba a Macabeo.
-¡Sin novedá, caráspitis! -respondió éste a gritos-. Y aguántese un credo, que allá vamos todos.
-¿Quién te llama, Macabeo? -preguntó Águeda anhelosa.
-Pues ¿quién ha de ser -respondió Macabeo-, sino el mismo señor don Plácido en cuerpo y alma, que nos espera abajo?
-¡Dios mío! -exclamó Águeda cruzando las manos-. ¡Y yo que me creía sola y abandonada del cielo y de los hombres!
Y mientras corría hacia la ventana, y Pilar la seguía saltando de gozo y llamando a su tío, y ambas pretendían bajar a reunirse con él sin saber por dónde, Bastián, en un momento en que el dogal opresor de su garganta aflojó un poco:
-¡Que me ahogas, Dios! -dijo balbuciente a Macabeo.
-¿Onde está la llave de la puerta, bribón?
-Puesta la dejé al subir, Macabeo... ¡Mira que yo no me acordaba de esto!... Él me metió en el cantar... ¡Dios! Por su consejo me emborraché... ¡Brrrrrfff!... ¡Entre tus manos debiera verse ahora, y no yo!
-¿De quién hablas, animal?
-De ese hombre, ¡Dios!
-¿Quién es ese hombre?... ¡Dilo o acabo de ahogarte!
-¡Mi tío, Macabeo!
-¡Me lo temí, caráspitis!
Águeda, que había oído estas palabras de Bastián, se acercó a Macabeo y le dijo asaltada nuevamente de los horribles temores:
-¡Vámonos!... Salgamos inmediatamente de aquí... y perdona a ese desgraciado, como yo le perdono.
-Le dejo -respondió Macabeo soltando a Bastián- porque usté me lo manda, y porque ya ha dicho cuanto yo deseaba saber.
Se quedó un momento observando al muchachón, y al ver que se hallaba muy a gusto en aquella postura, libre de las ligaduras que antes le oprimían, cogió la vela que ardía sobre la mesa y dijo a las jóvenes que se habían arrimado a él, llenas de miedo al saber que don Sotero había sido el instigador de Bastián:
-Nada tienen ustedes que temer ya de los hombres; síganme, si les parece bien, y salgamos de esta cueva. Yo me encargo del lobo, si le topáramos escondido en dáque rendija.
Afortunadamente, no hubo necesidad de que Macabeo esgrimiera el garrote que sólo había soltado de la mano para derribar a Bastián. Las dos prisioneras salieron de la horrible cárcel sin nuevo percance, aunque con mucho miedo, y hallaron en el portal al bueno de don Plácido que, por de pronto, las recibió entre sus brazos y en seguida las condujo a casa, llevando a la niña de la mano y dando el otro brazo a Águeda, mientras Macabeo, después de estrellar la vela contra el poste del portal, iba cubriendo la retirada de los tres, con harto sentimiento por no haber hallado a don Sotero en las encrucijadas del caserón.
Entonces llegaban a la corralada los primeros vecinos de ella, que volvían de la hoguera. El atentado de Bastián no produjo el escándalo imaginado por don Sotero.
- XXIV - : De cuerpo entero
Seguro de que el lector, por lo que ha visto y oído, no ha de decirme que levanto falsos testimonios, ni que falto a la caridad sacando a la pública vergüenza lo que es mejor para callado cuando las pruebas no abundan, y los juicios son, por ende, temerarios, voy a referirle en confianza lo poco que le falta saber, aunque parte de ello se lo haya presumido, del piadoso tutor y curador de las huérfanas de nuestra historia.
Es cosa averiguada que sus maldades y picardías le pusieron en la necesidad de abandonar la capital del partido en que por muchos años ejerció el cargo de procurador.
Al establecerse en Valdecines, su pueblo natal, como no era hombre capaz de perder el tiempo en ninguna parte, obedeciendo al impulso de una inveterada costumbre que era en él necesidad, tendió en su derredor los penetrantes ojos, diciéndose al propio tiempo: «¿Qué hay aquí de explotable y provechoso?». Y vio la casa de los Rubárcenas. «¿Cómo se entra en ella? Con la ley de Dios. Yo no la conozco... Pues la falsifico». Y se hizo beato, como pudo haberse hecho en otras circunstancias bandolero.
Doña Marta que, como se ha dicho, era profunda y discretamente piadosa, frecuentaba la iglesia sin perjuicio de sus altísimos deberes domésticos; y don Sotero dio en frecuentarla también, precisamente a las mismas horas que ella. También se ha visto ya que, según gentes, el ex procurador era el mismo demonio, y según otras, un santo de Dios. Doña Marta oía de lo uno y de lo otro; y en lo poco que el caso le interesaba, ateníase, por caridad, a lo que veía; y lo que veía era por todo extremo edificante y ejemplar. No obstante, don Sotero no consiguió, por entonces, meter la cabeza en la casa; porque era cordialmente antipático a don Dámaso; Águeda no le podía ver, y a doña Marta le tenía sin cuidado que entrara o que saliera.
Muerto el señor de Quincevillas, el ex procurador supo hacerse necesario para arreglar algunos asuntos de la testamentaría; y así metió un pie. El estado de desconsuelo en que cayó doña Marta al perder a su marido, fue causa de que se acrecentara en ella, como queda expuesto en su lugar, el fervor religioso. Pues no se arrimó una vez al presbiterio para comulgar sin que se arrodillara a su lado don Sotero..., y entiéndase que doña Marta no comulgaba menos de dos veces por semana.
Con esta aparente mancomunidad de fines, el pío varón visitaba a menudo a la buena señora para proponerla obras de caridad, pedirla u ofrecerla libros de devoción..., hasta consultarla casos de conciencia; y como la inconsolable viuda no estaba para ocuparse en asuntos terrenales, de cuando en cuando encargaba al servicial devoto el arreglo de una cuenta, el pago de una contribución, etc... Así metió en la casa el otro pie. Una vez dentro de ella, lo demás cayó por su propio peso. Llegó a ser administrador general, y consejero áulico, y lector indispensable del Año cristiano; observándose que a medida que crecía la privanza del intruso, mermaba la calidad de las dotes morales de la pobre señora, verdadera mártir entre las tristezas de su espíritu y los dolores de su cuerpo.
Águeda, que adoraba a su madre, complacíase en seguirla el gusto en todo, hasta en lo que la perjudicaba a ella; y así toleraba las altanerías y descomedimientos del gazmoño, y aun le ponía buena cara y daba gracias a Dios porque la dejaba libre el gobierno interior de la casa y la educación de su hermana.
Según don Sotero iba tomando el pulso a aquel caudal tan abundante, limpio y saneado, se acostumbraba a considerarle como filón de mina propia; y tanto más le amaba cuanto más a fondo le conocía. ¿No era un verdadero escándalo que aquellas riquezas, con las que, bien manejadas, se pudieran remover hasta los fondos de toda la provincia, estuvieran en manos de tres mujeres incapaces, una por sobra de achaques y dos por falta de años y experiencia?
Dos medios había a los ojos de don Sotero para arrancar aquel tesoro de manos indignas. Perseverar en la administración y cuidado de él, sin permitir que, con ningún pretexto, los gorriones se acercasen al trigo de las herederas, o dar a doña Marta un yerno de la casa de don Sotero, lo suficientemente dócil y subordinado, para que éste, y no el marido de Águeda, fuera dueño del caudal acumulado de los Quincevillas y Rubárcenas. Bastián, ya mozo casadero entonces, servía para el paso: era tan tosco, tan bruto y tan feo, que no había que soñar en que Águeda le aceptase sin morirse de pesadumbre. Podía contarse con el apoyo de doña Marta, después que don Sotero la demostrara que era indispensable aquel enlace para la salvación de su alma y la de su hija; pero ese intento no podía llevarse a ejecución sin antes ver lo que el cepillo de la educación labrara en la cerril naturaleza del muchacho. Al fin y al cabo, doña Marta había sido mujer de exquisito gusto y de talento extraordinario. Y cátate que don Sotero, aventurando en el enlace algunos cuartos, envió a Bastián a la ciudad por si la fortuna quería obrar el milagro de que la sujeción, el buen ejemplo y algunas enseñanzas le transformaran en persona decente, de una bestia que era.
Por entonces se conocieron Águeda y Fernando, y creyó ver don Sotero todos sus planes patas arriba; pero afortunadamente, ocurrió lo que ya el lector sabe; y así, y con algo que puso también de su cosecha en el ánimo de la celosa madre el pío varón, salió éste con toda felicidad del apurado trance.
El cual podía volver a repetirse; y he aquí por qué no se descuidó un punto en arreglar las cosas convenientemente cuando la señora conoció que se iba a morir. De estos arreglos, hijos de su grande influencia con la santa mujer, también tiene noticias el lector por las cláusulas testamentarias que conoce.
Desde aquel instante comprendió don Sotero que no había que pensar en el siempre aventuradísimo proyecto de casar a Bastián con Águeda. Doña Marta no existía ya para ayudarle, y su hija, que había querido, y que tal vez quería aún, a un hombre como Fernando, no aceptaría jamás a Bastián, ni con la amenaza del patíbulo. Lo que en adelante había que hacer era conservar a todo trance el imperio en aquella casa, y alejar de ella cuanto trascendiera a novios y parientes de las huérfanas. Por de pronto, necesitaba hallarse solo una temporadita en la testamentaría y arreglo de sus cuentas con la casa. De aquí sus esfuerzos para que don Plácido supiera lo más tarde posible la muerte de su cuñada y el cargo que ésta le había señalado en el testamento. Conocía, o creía conocer, la insignificancia del solterón de Treshigares, y pensaba que éste daría por bien hecho cuanto él hiciera, y que se volvería a su pueblo, arrastrado por la fuerza de sus aficiones, tan pronto como llenara la fórmula de hacerse cargo del que le había conferido la voluntad de la difunta. Esta creencia fue causa de que don Sotero, cuando no logró de doña Marta quedarse solo al cuidado de las huérfanas, no hiciera grandes esfuerzos para evitar que le acompañara don Plácido.
Pero éstos y otros parecidos cálculos podían fallar a lo mejor, en el cual caso don Sotero necesitaba acudir a medios extraordinarios; y por eso le era indispensable tener a su lado a Bastián, instrumento inconsciente y grosero para cualquiera de sus diabólicas combinaciones.
Y los cálculos fallaron, volviendo a presentarse Fernando en casa de Águeda. Sabía el bribón lo que es la humana flaqueza; y aunque no dudaba de la arraigada fe de la hija de doña Marta, teníala por mujer y creía posible que, oyendo sólo a su corazón, perdonara a Fernando y se casara con él. De aquí sus esfuerzos para separar a los dos jóvenes. Pero en estos esfuerzos se corría el peligro de que Águeda se alarmase demasiado y de que llegara la alarma hasta Treshigares; y por eso, mientras vigilaba la estafeta con la habilidad con que él sabía hacerlo, no abandonaba un punto sus meditaciones sobre un proyecto que estaba decidido a realizar en un caso extremo. Y el caso llegó, como pudo ver el lector en casa de don Sotero cuando Bastián soñó recio con el viaje de Macabeo y entró el ama del cura a dar la buena nueva de la conversión de Fernando. Con aquel paso espontáneo o embustero, del hereje, o con la venida, ya muy próxima, de don Plácido, Águeda iba a ser libre, ora casada con el uno, ora amparada con el otro. Era preciso difamar a Fernando por todos los medios imaginables, y someter a la joven a una prueba tan terrible que, por de pronto, la deshonrara a los ojos del pueblo entero, y a la vez la pusiera en la necesidad de aceptar a Bastián por marido, o en la de no casarse jamás por falta de pretendiente. Ya se vio lo que hizo la maledicencia con respecto a Fernando. El encargo dado con tanto encarecimiento por don Sotero, de que no se hablara del caso a la interesada ni al cura, fue cuerda previsión del pícaro. Tanto la una como el otro tenían sobrado talento para conocer la hilaza de la noticia en cuanto averiguasen su procedencia.
Para llevar a cabo la segunda parte del infernal proyecto, había que empezar por el secuestro de Águeda. ¿Cómo intentarle sin que ésta se resistiera? El lector lo ha visto ya: llevándose a la niña, sobre la cual tenía don Sotero cierta jurisdicción que no alcanzaba a su hermana. Indudable era que ésta había de seguirla para acompañarla. De este secuestro y de todas sus consecuencias se han dado sobradas noticias en los capítulos precedentes.
Tal era don Sotero en cuerpo y alma. Réstame añadir que tenía mucho dinero; no enterrado en la huerta ni en la cuadra, ni oculto entre las latas del tejado, como era versión corriente. Sobrábale apego al vil ochavo para no dejar a los suyos tan indefensos e improductivos. Teníalos sembrados de modo que le produjeran buena y segura cosecha todos los años, y con un repuesto siempre disponible y a mano, aunque no en su casa, para sacar de apuros a un necesitado..., con su cuenta y razón.
Excuso decir que este caudal era el fruto de sus rapiñas e iniquidades, desde que tuvo uso de razón.
-Pero, señor -decían las gentes de Valdecines que le miraban por el lado malo-, yo comprendo que la señora doña Marta, con las penas que la afligen no caiga en lo pícaro que es ese hombre; pero el señor cura, tan listo, tan santo y con tanta experiencia, ¿cómo se deja engañar de él?
A lo cual respondo yo que el cura de Valdecines no se dejaba engañar de don Sotero. Sospechaba que era un hipócrita siempre, y un sacrílego cada vez que comulgaba; pero esta sospecha no era bastante para echarle del confesonario cuando se arrimaba a él, lo menos una vez cada semana, ni de la iglesia todos los días, cuando en ella estaba reza que te reza y canta que te canta. Hincábase don Sotero delante del bondadoso párroco para acusarse de haber escupido en el templo sin necesidad, o de haberse distraído dos veces rezando el rosario, o de haber mordido un arenque después de comer un torrezno, sin acordarse de que en aquel día no era lícito promiscuar, o de otras pequeñeces semejantes; y aunque el cura, sospechando lo muy gordo que el penitente se callaba, se entretenía un cuarto de hora en hablar del sacrilegio que cometen los que se acercan al comulgatorio con la conciencia impura, y del horrendo castigo que aguarda en la otra vida a los que en ésta tratan de engañar al mundo con un falso temor de Dios, el gazmoño bajaba la cabeza como si le escandalizara el peso de las ajenas culpas, y se iba a comulgar tan fresco y despreocupado. ¿Qué hacer con un pillo así? O matarle o dejarle. Y el cura de Valdecines le dejaba, hasta el punto de no acordarse de él sino para pedirle a Dios que le hiciera bueno, si sus sospechas de que no lo era no le engañaban.
Si en Valdecines hubiera habido sectas o siquiera partidos, ¡qué horrores se hubieran dicho de la comunión a que don Sotero parecía afiliado con tanto fervor!... Porque el lector no ignora que en el mundo andan las cosas así.
En la mala fe de las disputas, tanto da el oro bruñido como la telaraña que sobre él cayó por casualidad. ¡Cuánto más a gusto y en paz viviríamos si cada cual se entretuviera en limpiar de telarañas el oro de sus devociones, en lugar de llamar al oro del vecino montón de telarañas, porque en él hay una que le ensucia!
Por lo que a mí hace, no dirá el lector que no predico con el ejemplo. Otro tanto sucedía en Valdecines, donde no se conocían los partidos ni las sectas a que he aludido. Los que tenían a don Sotero por un bribón, gloriábanse de señalarle como herrumbre del puro metal a que se había adherido, y jamás confundieron la una con el otro.
Continuando la interrumpida historia, digo que desde lugar conveniente pudo observar el muy tunante que el atentado por él dispuesto con diabólica astucia no tuvo los testigos que él se imaginó, porque en la barriada no quedó alma viviente que no fuera a la verbena. En cambio, vio llegar a don Plácido y a Macabeo, y subir a éste por el breval y los tejados contiguos a su casa, y salir de ella a las prisioneras bien escoltadas. La ira le embraveció entonces; y hay quien asegura que la desahogó sobre Bastián, a quien halló roncando en el sitio en que nosotros le dejamos tendido. ¡Como si el pedazo de bestia no hubiera extraído hasta la quintaesencia de la moral que cabía en el caso que el moralista le había pintado con tan vivos colores!
Lo que no dejó lugar a dudas fue que, puesto a considerar las consecuencias que el lance podía tener para él en casa de los Rubárcenas, se encogió de hombros y dijo, poseído de la mayor confianza en su serenidad y en sus recursos:
-Mañana nos veremos. ¡Lo que deploro -añadió echando una mirada triste por suelos y paredes- es el gasto ocioso hecho en la jaula en obsequio de esos pájaros, que se me han escapado de ella sin dejar siquiera las plumas entre los hierros!
- XXV - : Don Plácido
No podía darse hombre más insignificante, en la apariencia, que don Plácido Quincevillas. No había en toda su persona un solo rasgo digno de llamar la atención de nadie. Pertenecía al grupo innumerable de esos individuos con los cuales se codea uno toda la vida en la calle y en los paseos públicos, que nunca van a la moda, se asemejan a todo el mundo, y a quienes jamás llegamos a conocer, por no tomarnos la molestia de preguntar cómo se llaman. Ni en verano se aligeran de ropa, ni en invierno se abrigan con exceso. Parece que nunca cambian de traje, y siempre le tienen en buen uso; andan sin apresurarse, y pisan sin hacer ruido con los pies; nadie los ha conocido jóvenes, ni alcanza, por mucho que viva, a verlos enteramente viejos; siempre han sido y nunca dejan de ser señores formales; tienen bastante buena conversación, pero jamás hablan de cosa que valga dos cominos; son frugales en la comida, gozan de buena salud... y algunos de buena renta, cuyas tres cuartas partes ahorran, no por codicia, sino por falta de necesidades..., y pare usted de contar. De estos últimos era don Plácido. Y es todo cuanto tengo que decir de su carácter y figura. En cuanto a sus aficiones y entretenimientos, ya sabemos por don Lesmes que estaban reducidos a la cría de las gallinas y estudiar sin descanso el modo de obtenerlas de muchos colores.
Con lo que le dijo Macabeo en Treshigares y andando el camino de Treshigares a Valdecines, y lo que sabía por la carta de Águeda, y lo que le refirió ésta tan pronto como se vio en su casa después de salir de la de don Sotero, en la cual ocasión también le hizo enterarse detenidamente de las consabidas cláusulas testamentarias, llegó a conocer al buen ex procurador tan a fondo como le conocemos el lector y yo; tanto, que en un arrebato de indignación de que se vio poseído al referirle su sobrina los pormenores del secuestro, sin ocultarle el gran conflicto de su alma, arrebato que le llenó de asombro porque jamás se había indignado sino contra la desgracia, que le hacía perder algunas veces las echaduras de mejores esperanzas, se creyó capaz de hacer una hombrada con don Sotero en cuanto le viera al alcance de su mano.
Habiendo preguntado Águeda cómo se obró el milagro de que tan a punto entrara Macabeo por la ventana de la casa de don Sotero, dijo así don Plácido:
-¡El demonio del hombre es una alhaja! Entramos en Valdecines haciendo un gran rodeo por no topar con la bulla de la hoguera, aunque yo jurara que por venir a tiempo a ella andaba Macabeo hasta cansar a mi cabalgadura, y llegamos a esta casa. ¡Juzga de nuestro asombro cuando supimos que horas antes os había sacado de ella ese bribón! La noticia que nos dieron tus criados de que habías ido a pasar la noche allí por estar más lejos del ruido de la fiesta, sólo sirvió para aumentar nuestros recelos. Corrimos desalados a esa maldecida casa; y cuando estábamos debajo de su balcón, te oímos pedir socorro. Nos lanzamos a la puerta... Estaba cerrada por dentro. Llamamos en las casas de los vecinos. Cerradas también y en silencio... Todo el mundo estaba en la hoguera. Entonces Macabeo ideó el recurso de trepar por el breval al tejado contiguo; de éste a otro un poco más alto, y por último, al balcón... Lo demás, ya lo sabes tú.
¡Y tan sabido como lo tenía Águeda! ¡Y tan agarrado a la memoria y al corazón, como espinas de hierro, que a la vez la enloquecían de espanto y la mataban de dolor y de vergüenza! ¿Quién era capaz de detener en sus justos límites la murmuración de la gente cuando el suceso se divulgase? ¿Y cómo andaría su honra entre tantas lenguas, si hasta para defenderla las más compasivas tenían que mancharla?
Comprendió don Plácido, al ver las impresiones que se pintaban en el rostro de su sobrina, que no era cuerdo tratar más del asunto y mudó de conversación; pero ninguna conseguía sacar a Águeda de sus imaginaciones. Se habló poco y se cenó mucho menos. Recogiéronse todos, y ¡vaya usted a saber quién de ellos fue bastante afortunado que mereciera las caricias y consuelos de ese brujo de la noche, que no se los niega ni al mísero pordiosero que se tiende sobre sus andrajos en el abandonado rincón de una pocilga!
Al día siguiente, mientras las campanas repicaban a fiesta y el pueblo se echaba a la calle con los trapitos de cristianar, y Macabeo se tiraba de las greñas después de haber contado los ramos que las pícaras mozas pusieron en sus heredades sin sallar, desayunándose don Plácido y sus sobrinas: Pilar, como si nada hubiera ocurrido, pues el bienestar presente le hacía olvidar los sustos pasados; Águeda, trémula todavía y espantada, parecía haber envejecido diez años en pocas horas. Don Plácido la miraba a menudo de soslayo, y hasta hubiera jurado que blanqueaban sus antes rubios y dorados cabellos. Dábale pena la luz de aquellos ojos, que sólo servía para alumbrar los surcos del dolor impresos en cara tan hermosa, y no sabía cómo encauzar la conversación para distraer un poco a su sobrina y hacerla sonreír. Al último, y por probar de todo, dijo así:
-En cuanto a la razón de que, falto de noticias directas tuyas, no me llegaran por otro conducto en tantos días las referentes al triste suceso que se ha hecho público en toda la provincia por la importancia y calidad de persona tan visible como tu difunta madre, has de saber que se explica muy fácilmente. Por aquel entonces acababa yo de hacer la quinta experiencia, no más feliz que las otras cuatro, de cruzar la casta padua con la cochinchina, de tal modo y con precauciones tales, que me diera una nueva especie de siete moños rojos, dos charreteras amarillas y calzas de color lagarto, cuando me dicen que el ejemplar que yo busco con tanto empeño le tiene el cura de Caminucos. Para llegar a Caminucos, que está peñas arriba, necesitaba yo, a un buen andar, dos días desde Treshigares; pero el asunto valía bien ese mal rato y púseme en viaje. Hala, hala, y sube que te sube, aquí cayendo y allí resbalando, llego a Caminucos, doy con el cura, cuéntole el caso y háceseme de nuevas. ¡Todo su gallinero no valía cinco reales en buena venta! Por único regalo tenía dos quiquiriquis habaneros que le había enviado un sobrino indiano la primavera pasada, y ya le habían dado cincuenta disgustos revolviendo todas las gallinas del lugar y robando el grano hasta del arcón de los vecinos. Yo tuve esta casta, por tener de todo, y me deshice de ella si quise vivir en paz con los míos. Pues señor, díceme el cura que quien debe tener algo de lo que yo busco es el escribano de Pindiales. Otros dos días de viaje, siempre subiendo. Pero las cosas o se hacen en regla o no se hacen. Así me dije, y emprendí la marcha; y sábete que en aquellas alturas ya no había hondonada sin su tortillón de nieve, más dura que una peña. Al fin, llego a Pindiales y veo al escribano. Hínchase el hombre de vanidad, como un pavo cebado, al saber el intento que yo llevaba; condúceme al corral con mucho misterio, ¿y qué crees que me enseña como cosa del otro jueves? Pues una papujona de la casta china, de las que yo no quiero en mi casa porque las hay a patadas en toda la provincia. ¿Cómo habían de tener el escribano de Pindiales ni el cura de Caminucos ni el lucero del alba casta que no había podido sacar yo? Esta reflexión me consoló un poco de lo infructuoso del viaje, y volvíme a Treshigares. En resumen, hija mía: entre idas, vueltas y descansos pasé fuera de mi casa semana y media bien cumplida. Nadie se había movido de aquel pueblo, nadie había entrado en él en todo ese tiempo... ni siquiera el cartero de la comarca; pues no trayendo cartas para mí, única persona que allí escribe alguna vez, y sabiendo que me hallaba ausente, ¿a qué perder tiempo en aquella parada? Dos días después llegó Macabeo; diome tu carta; añadió de palabra cuanto yo necesitaba saber, y sin echar siquiera un vistazo al gallinero, aunque dejándolo bien recomendado, pusímonos en camino de este pueblo, y...
Aquí llegaba don Plácido con su relato, cuando le anunciaron que don Sotero deseaba hablar con él.
Águeda tembló de pies a cabeza al saber que se hallaba tan cerca del hombre que más terror y más repugnancia le infundía en el mundo, y huyó del comedor. Pilar salió tras ella agarrándose a la falda de su vestido.
El solterón de Treshigares sintió que la sangre le hervía en las venas; que los dedos se le crispaban solos, y que la ira le ponía de punta los no muy abundantes cabellos de color de castaña.
-¡Que pase! -dijo, dominándose cuanto pudo.
Entró don Sotero con los resobeos, suavidades y reverencias de costumbre, y díjole don Plácido con una valentía inconcebible en hombre tan frío e indiferente a todo cuanto no fuera gallinas y modo mejor de criarlas.
-¡Usted es un infame, un hipócrita... un pillo redomado!
Don Sotero aguantó la descarga sobre el cogote, pues tan humillada tenía la cabeza, y quiso conjurar la tormenta con su táctica habitual de mansedumbre; pero don Plácido, más indignado cuanto más el otro se humillaba, atajó sus dulces palabras con éstas, que salían de su boca echando chispas:
-¡Mire usted que no soy yo lo que parezco! ¡Mire usted que cuando me atraganto con gazmoños no respondo de mí... y que soy muy capaz de arrojarle a usted por el balcón, después de arrancarle a latigazos el pellejo!
El hombrecillo de Treshigares parecía haber crecido medio palmo al decir esto; y don Sotero no dejó de notarlo con el rabillo del ojo. Callóse como un muerto, y añadió don Plácido:
-Va usted a salir inmediatamente de esta casa, que jamás debió deshonrar con su presencia, después de elegir entre la renuncia solemne del cargo que con inicuos amaños obtuvo de la madre de sus inocentes víctimas, o a dar cuenta de su atentado de anoche a los tribunales de justicia.
-El punto vale la pena de ser meditado... por mutua conveniencia. No tardará usted en conocer mi resolución.
Hizo una ligera reverencia, y se encaminó a la puerta por donde había entrado.
-Si tarda más de cuarenta y ocho horas en decidirse -díjole don Plácido-, saltaré por el único respeto que hoy me impide entregar el asunto al juez de primera instancia.
-A todos nos conviene ser cautos en ese particular -respondió el pícaro, volviendo la cetrina cara. Luego, se fue.
Una hora después las campanas volvieron a oírse, y el hinojo tendido alrededor de la iglesia y pisoteado por los chiquillos, que escogían las mejores entre las espadañas esparcidas con él, para hacer pitaderas, se olía desde los últimos rincones del barrio. La procesión iba a salir, y la misa, solemne y regorjeada, comenzaría luego que el santo, llevado en andas por el alcalde y tres personas de viso, precedido del pendón y seguido del pueblo entero, respondiendo ora pro nobis a cada latín del señor cura, volvieron a entrar en la iglesia.
Rodeada estaba ésta de vendedores de rosquillas, caramelos encarnados, perojillos tempranos, cerezas algo tardías, agua de limón y avellanas tostadas. Los chicos andaban oliendo las unas, tentando los otros, regateándolo todo y no comprando nada. En esto se oyeron cohetes por los aires. Las afueras de la iglesia quedaron limpias de gente. Asomó el pendón por la puerta principal; después, el santo, bamboleándose en las andas, según el paso de los que las conducían; luego, el cura, de capa pluvial, y la cruz alzada, y los monaguillos con sendos ciriales y, por último, los fieles. Si aquel día hubiera habido danzas, como otros años en igual ocasión, habrían ido entre el pendón y el santo pero no pudieron arreglarse por no sé qué dificultades surgidas de pronto, y faltó ese detalle, que es la salsa de las grandes festividades montañesas, con harta pesadumbre de propios y colindantes.
Mientras la procesión salía por la puerta principal, entraban en la iglesia por la pequeña don Plácido y sus sobrinas. Águeda, desde el suceso de la víspera, tenía horror a la luz del día y a los ojos de la gente. Por eso había escogido aquel momento para entrar en el templo.
Cuando salió de él dos horas después, tuvo que pasar entre muchos y muy compactos grupos de personas alegres y desocupadas; y aunque no hubo cabeza con sombrero que no se descubriera delante de los señores, ni chico ni grande que no les diera los buenos días con el mayor respeto, Águeda se empeñó en que todos los ojos la miraban de distinto modo que otras veces; así se lo dijo en casa a Macabeo, que le había jurado que nadie sabía en el pueblo cosa alguna de lo ocurrido la noche antes. Como insistiera la joven en que tan extrañas miradas algo querían expresar, dijo Macabeo:
-Pues, ¡caráspitis!, sépalo usté, ya que en ello se empeña. Lo que es cosa corruta de dos días acá es que el señorito Fernando (que, por la cuenta, fue mal visto de la difunta señora por sus herejías), con el aquel de que usté le mire con buenos ojos, se ha presentado en casa del señor cura a pedir iglesia y catecismo.
-¿Cuándo, Macabeo? -preguntó Águeda con ansia.
-Anteayer, por lo visto.
-¿Estás seguro de ello?
-¡Pues poco rute-rute se ha armado en el pueblo sobre el caso! Y como dicen que usté le ha movido a ello... o que por usté hace lo que hace...
Águeda, olvidando con la noticia todas las pesadumbres que la abrumaban, y hasta la presencia de Macabeo, exclamó, con el rostro bañado en una aureola de felicidad:
-Si la fe llega a iluminarle, ¿qué importa lo demás?... ¡Dios mío!... ¡Qué ciego es el que no ve tu misericordia!
No pensó Macabeo limitarse, puesto ya a hablar, a la primera parte de la noticia, pues fue de los contagiados también de la pública indignación contra el hereje, cuando supo lo que había de impostura en la conversión de éste, según la pública voz; pero al ver el efecto causado en su ama por el lado bueno de la noticia, guardóse muy bien de añadirle la contera de las intenciones supuestas y el adorno inventado de los criminales antecedentes del neófito; que dureza de alma le pareció privar de aquel consuelo y alivio, tan baratos, a un corazón tan sin descanso combatido.
Retiróse Águeda, pidiendo al cielo nuevas y mayores pesadumbres, si con su martirio llegaba a redimirse el alma de Fernando, y se echó Macabeo a la calle para acabar de saber (pues en los comienzos andaba desde muy temprano) quién era la desalmada moza que había puesto los ramos ignominiosos en sus heredades.
- XXVI - : La gota del agua
Dejamos a Fernando en camino de su pueblo, más abatido con el peso de la última inclemencia de Águeda, que ufano con los frutos de su entrevista con el párroco de Valdecines. Según iba profundizándose la herida de su corazón, menos se prometía de los remedios para cicatrizarla. Cada paso que retrocedía, le alejaba una inmensidad del término de su jornada. Condición es ésta que se cumple con rigor extremo en las grandes fatigas del espíritu.
Como ya no era nuestro personaje el hombre de los ímpetus apasionados, hijos de las primeras contrariedades de la vida, sino un desdichado más, sujeto a la cadena de un imposible, iba arrastrándola poco a poco, atento sólo a medir las escasas fuerzas que le quedaban, no a buscar en el desierto de imaginación un punto donde arrojar la pesada carga, refrescar las sedientas fauces y alentar el fatigado pecho con aguas cristalinas y aires embalsamados.
En tal grado de desaliento llegó a su casa. Continuaba huyendo de su padre; pero éste hallaba modo de observarle desde lejos, y medía con el diestro compás de su experiencia y de su amor los estragos producidos en su alma por la tempestad que le combatía. Rara vez conversaban; y en estos casos el doctor no respondía con chanzonetas a las escasas palabras de su hijo; antes medía y pesaba las suyas, como se pesa y se mide la sustancia que así puede dar la vida como quitarla, según la dosis en que se emplee.
Con este tacto consiguió el padre que su hijo le refiriese cuanto acababa de sucederle en Valdecines.
-Ese modo de proceder -dijo el doctor, aludiendo al de Águeda-, te pone en el caso de no volver a llamar a aquellas puertas; pero no quiero decir con esto que desistas de tu empeño de que se te abran.
-No te comprendo -replicó Fernando.
-Yo llamaré y tú entrarás.
-¡Tú!
-Yo, sí, hijo mío. Y cuenta que días ha lo hubiera hecho, si tú hubieras sido capaz de comprender la importancia de este acto, en el frenesí de tu pasión. Ahora que la veo más en reposo, te lo propongo. ¡Déjame llamar a aquella puerta, cerrada para ti! ¡Soy viejo, soy tu padre; hablaré sin pasión y con verdad; disputaré tu terreno palmo a palmo; y si no hay otro remedio, imploraré de rodillas la compasión del enemigo invencible; y lo que no consigan mis razones, lo alcanzarán mis canas!
Conmovíase el doctor al decir esto; y aunque trató de ocultarlo con la fuerza de su carácter, lo observó Fernando, y más bien por respeto a la pesadumbre que la emoción revelaba, que por confianza en el fruto del indicado propósito, respondió a su padre, después de reflexionar unos momentos:
-Hazlo en buen hora; pero déjame ver antes qué resultado me da la entrevista que debo tener mañana con ese humilde cura, cuya discreción excede a todo encarecimiento.
Al otro día sintió Fernando el cuerpo perezoso y quebrantado; se acordó del compromiso empeñado con el cura de Valdecines; pero la serenidad de su razón, después del breve sueño de la noche, le hizo ver la última repulsa de Águeda con tan sombríos colores, que apartó con espanto su consideración de aquel camino tantas veces y bajo tan diversas impresiones por él recorrido. Permaneció en la cama hasta muy entrado el día, y cuando horas después le halló su padre discurriendo maquinalmente por las arboledas del parque, se asombró de la profundidad que habían adquirido en su cara, en una sola noche, las huellas de aquel dolor sin consuelo.
Siguió el tiempo su inalterable marcha, y amaneció otro día y Fernando oyó que las campanas de Perojales repicaban a fiesta. Esto le hizo recordar que en Valdecines se celebraba con gran solemnidad, por ser la del santo patrono del pueblo; juzgó la ocasión poco adecuada al objeto de su prometida visita al cura, y la aplazó hasta el día siguiente. Cuando el término de una jornada es oscuro y remoto, ¡qué grandes nos parecen los más pequeños estorbos del camino!
Al fin tomó Fernando el de Valdecines, poco a poco y a caballo, el día siguiente al de San Juan. Quien no le hubiera visto desde que andaba por aquellos mismos lugares suelto y vigoroso, con el calor de su alma juvenil y apasionada reflejándose en sus ojos negros y en la tersura de sus mejillas, no le conociera a la sazón, vencida la altiva cabeza al peso de las ideas, triste y ojeroso el semblante, desmayado el antes gallardo cuerpo, y abandonado al antojo de la bestia que, fiada en el escaso vigor de la mano que la regía, más se cuidaba de caminar a gusto que de llegar pronto. Pero llegó al cabo; no porque la espuela ni el freno le trazaran el rumbo, sino porque le tenía bien conocido; y preciso fue que diera con las narices en las primeras casas de Valdecines, para que el jinete se percatara de ello. ¡Y eso que no había arrojado un punto a Águeda de su memoria!
Cuando tan cerca se vio de ella, sintió otra vez la vida en su corazón y la luz en sus ojos, tan acostumbrados a las negras visiones de su fantasía, desde la última vez que recorrió aquellos mismos parajes. Orientóse en ellos, como si acabara de salir de un sueño fatigoso, y castigó a la perezosa cabalgadura, resuelto a llegar cuanto antes a la casita del párroco y a resistir la tentación, que ya le asaltaba, de llamar otra vez a las puertas guardadoras de aquel raro tesoro, que era, al mismo tiempo, sostén de su vida y causa de su muerte. Y Dios sabe si la tentación le hubiera vencido al fin, a no ocurrir lo que ocurrió.
Y fue que pasó un transeúnte con la azada al hombro, y se le quedó mirando con una curiosidad harto inexplicable, pues para ninguno de aquellos campesinos era nueva la estampa de Fernando. Dos mujerucas se detuvieron luego delante de él, y no solamente le miraron y con torcido gesto, sino que le dijeron, aunque muy entre dientes, algo que no sonó bien en los oídos del joven. Más adelante sucedió otro tanto con unas salladoras que iban a la mies; y un muchacho, que le seguía de puntillas, le tiró una piedra, que dio en las ancas del caballo; le llamó a voces perro judío, y apretó a correr: acto que mereció el aplauso de las salladoras, las cuales no se contentaron con ensalzarle, sino que añadieron nuevas perradas a la perrada del muchacho.
Todo esto valía ya la pena de detenerse; y Fernando se detuvo, no sin miedo, dicho sea en honor a la verdad, de que le viniera un cantazo por cualquiera de las encrucijadas inmediatas. Volvióse hacia las salladoras; pero éstas se alejaron camino de la mies. La fortuna le puso delante de Macabeo, que se dirigía a casa de Águeda. ¡Cosa más rara! También el locuaz y regocijado espolique le miró de mal talante; y fue preciso que Fernando le llamara para que se acercase a él.
-¿Qué significa todo esto, Macabeo? -le preguntó con más aire de sorpresa que de enojo.
-¿Qué es «todo esto», si se puede saber? -respondió el hombre, extrañamente comedido y receloso.
-Este modo de mirarme las gentes; sus palabras y ademanes; la insolencia de los muchachos... tu misma actitud conmigo...
-Pues ahí verá usté... ¡qué caráspitis! -dijo Macabeo, por decir algo que no fuera la verdad.
-Eso es dejarme en la misma duda, y tú puedes sacarme de ella; te lo conozco en la cara.
-¡Sea todo por el amor de Dios! -repuso el buen hombre muy contrariado e indeciso. Pero le venció la fuerza de su locuacidad constitutiva, si la ciencia me pasa el adjetivo, y añadió luego-: Ya sabe usté, señor don Fernando, que en este pueblo todos somos, gracias a Dios, cristianos a machamartillo.
-Bien, ¿y qué?
-Ítem más, es público y notorio que a los señores de esta casa los miramos aquí, chicos y grandes, con mucho respeto y mayor estimación.
-Nada más justo...
-Siendo aquí todos cristianos, claro es que las gentes se han de amañar muy mal con los herejes... y amañándose mal con los herejes, resulta la consonancia al respective del caso.
-O lo que es lo mismo: yo soy un hereje, y por hereje me reciben hoy de mala gana en Valdecines.
-Justo y cabal, ¡qué caráspitis!
-¿Y hasta ahora no habéis caído en la cuenta de mis herejías, Macabeo? Esto no es creíble. Algo más que no quieres decirme, hay en el asunto... ¡Quiero saberlo todo, Macabeo!
Como estas palabras las dijera Fernando en tono asaz resuelto, Macabeo se juzgó descargado de escrúpulos y miramientos, y habló así:
-Parece ser también que usté estuvo el otro día en casa del señor cura.
-Cierto que estuve; y ¿qué mal hay en ello?
-Estando usté en casa del señor cura, díjole que quería hacerse cristiano.
-Tanto más en mi abono, si eso fuera cierto.
-¡Vaya si lo es, caráspitis!
-¿Quién puede asegurarlo?
-Todo el pueblo que le oyó, señor don Fernando.
-Hombre, a no contárselo el cura desde el altar mayor...
-¡A buena parte va usté!... El señor cura es un santo de Dios, y como en confesión, oye y guarda cuanto se le dice pero aquella casa es una pura oreja y una pura lengua, y cuanto en ella se habla que valga dos cuartos lo sabe «ce por be» todo el lugar al otro día. Así se supo aquí cuanto pasó entre usté y el señor cura.
-Pues insisto en lo dicho, Macabeo: si lo que se oyó de mis labios fue lo que tú aseguras, ¿qué más habéis de pedir a un hereje?
-Cierto parece así; pero salió la conversación a la calle, y... púsose el sayo en concejo, metiéronle el diente tijeras que lo entendían y aclaróse, al decir de todo el pueblo a una (pues yo en él me lo encontré al volver de un viaje largo), que si usté entró en aquella casa a la luz del mediodía, y dijo lo que dijo al señor cura, fue con su cuenta y razón.
La curiosidad de Fernando trocóse aquí en alarma grave, y exclamó impaciente:
-¡Dime cuanto sepas; pero claro y pronto!
-Pues claro y pronto lo diré, señor don Fernando, que hasta la caridá me lo ordena; porque, a pesar de los pesares, ley le tengo, ¡qué caráspitis!, y bueno es que el hombre sepa lo que la importa, por si no es todo lo que reluce.
-¿Quieres concluir de una vez?
-Concluyo, y finiquito... Pues sépase usté que si esas gentes le miran hoy de mal ojo, y le maltratan de palabra, y mañana le apedrean (que todo podría ser), es motivado a que se asegura que no queriéndole a usté la señorita doña Águeda por hereje, hace usté la pamema de que se convierte, porque... porque... porque no se le escapen de entre las uñas las riquezas de esta casa.
El dolor y el frío de una puñalada sintió Fernando en el corazón; y a la luz sulfúrea, infernal, en que se creyó envuelto, vio desfilar ante sus ojos, en un segundo, horrenda muchedumbre de fantasmas que las palabras de Macabeo hicieron brotar de los negros abismos, como escuadrón de demonios a la voz del réprobo que las evoca. El amor, el orgullo, los recuerdos, las esperanzas... todo lo sintió herido, pisoteado, muerto a un mismo tiempo; y tan puro, tan alto, tan grande era el linaje de su pasión; tan enorme, tan inmotivada le parecía la calumnia que, aunque con el dolor de un mártir, preguntó a Macabeo con la sinceridad de un niño:
-¿Pero es rica Águeda?
-¡Señor! -respondió Macabeo con asombro-. ¿Quién puede ignorarlo?
-¡Yo!... ¡Yo te juro que ésta es la primera vez que reparo en ello!
Era recto y sano de corazón Macabeo; creyó en la sinceridad de las palabras de Fernando; y no quiso ahondar más sus heridas con el relato que también había pensado hacerle de la segunda parte de la historia que corría por el pueblo.
-¡Qué lenguas! -exclamó, hondamente compadecido del joven.
Éste había caído en un sombrío atolondramiento: miraban sus ojos, pero no veían.
De pronto revolvió el caballo hacia la sierra, y como si aquel suelo, y aquellas casas, y aquellas mieses encubrieran un volcán dispuesto a devorarle, castigó al dócil bruto con la espuela y el látigo, y desapareció como un rayo de la presencia del aturdido Macabeo.
El cáliz estaba lleno: una gota bastó para desbordar las hieles que contenía.
- XXVII - : Lo que encubrió la noche
Muchas horas después de este suceso, Fernando se paseaba en el cuarto de estudio de su padre. Revelaba tranquilidad, aunque era ésta muy semejante a la que tienen en sus comienzos algunas tempestades de verano: ni un soplo de aire, ni el ruido de una mosca, la quietud y el silencio reinan en la naturaleza; pero hay celajes siniestros, tintas en el horizonte que parecen manojos de centellas, aire que asfixia, monstruos que la fantasía dibuja en los plúmbeos nubarrones... Nada sucede en aquel instante; pero toda conflagración es posible al menor choque entre los aletargados elementos.
A la luz que alumbraba la estancia, el doctor leía, o aparentaba leer; porque es lo cierto que más atentos estaban sus ojos al ir y venir de Fernando, que a las páginas del libro: siendo muy de notar que no había tanta alarma como curiosidad en las miradas furtivas del viejo Peñarrubia.
Había visto por la mañana llegar a casa a su hijo en el estado de exaltación en que nosotros le vimos salir de Valdecines; y había logrado, a fuerza de fuerzas y al cabo de muchas horas, reducirle a la calma y a la reflexión. Entonces hablaron. La conversación era la válvula por donde el doctor se proponía desahogar aquel pecho y aquel cerebro henchidos de tumultos. Supo que no era Águeda la causa de ellos; pero no supo la verdad entera, que Fernando cuidó de ocultarle por no afligirle más.
-Pues ahora me toca a mí -dijo el doctor cuando halló a su hijo dócil a sus reflexiones-. Voy a Valdecines.
-¡Guárdate de ello! -respondió Fernando.
-¿No quedó así convenido entre nosotros? -le preguntó el doctor con extrañeza.
-Sí; pero el nuevo giro que han tomado los sucesos hacen hoy inútil y hasta peligroso para mí ese paso... Dale mañana...
-¿Estás seguro de que mañana no me dirás lo mismo que hoy?
-¡Te juro -dijo Fernando- que no me opondré mañana a ninguno de tus deseos!
-Enhorabuena -repuso el doctor-. Y como en garantía de la sinceridad de tu promesa, acompáñame al jardín. A los dos nos conviene ahora un poco de trato íntimo con la madre Naturaleza.
Salieron juntos, y aún hubiera jurado el padre que su amago de chanza había obtenido otro amago de sonrisa de los labios de su hijo.
Hasta la hora muy avanzada de la noche en que volvemos a hallarlos reunidos, no tuvo a los ojos del doctor el menor retroceso el alivio moral de Fernando. De aquí su relativa tranquilidad cuando nosotros hemos comparado la del enfermo a la que precede a las grandes explosiones de la Naturaleza.
-¿Supongo -dijo Fernando, deteniéndose en una de sus vueltas y en tono medio de chanza- que no te habrás propuesto que pasemos la noche de esta manera?
-Hombre, no -respondió el doctor con la mayor naturalidad-. Pero estaba tan entretenido en la lectura, y te creía tan bien hallado con esos higiénicos paseos...
-Pues si te parece -añadió Fernando-, nos recogemos. Siento que me ronda el sueño, y quisiera escribir unas cartas antes de acostarme.
-Nada más acertado, hijo mío, que esa determinación. El sueño es el bálsamo que cura todas las llagas del espíritu. Vamos a descansar.
-¡Descansemos, pues..., que ya es hora! -dijo Fernando, y pagó el abrazo que le dio su padre con otro tan fuerte y detenido, que éste, al salir suspirando de aquellas apreturas, exclamó, como en los mejores tiempos de sus bromas:
-¡Cáspita, qué fuerzas te ha dado el ejercicio de esta noche!
Respondió Fernando con triste sonrisa; salieron juntos padre e hijo de la estancia, y momentos después cada cual se encerraba en su respectivo dormitorio.
Al cabo de una hora abrió el suyo cautelosamente el doctor, y observó desde lejos que del de Fernando salía luz por las rendijas de la puerta; se acercó a ella, y oyó hasta el suave chasqueo de la pluma sobre el papel.
Volvióse tranquilamente a su cuarto. Antes de acostarse salió otra vez de él para observar el de su hijo. Éste había apagado la luz. Entonces se acostó el médico y apagó también la suya.
-¡Se da a partido! -decía para sí-. ¡Pobre muchacho! Que logre él dominar esos arrebatos peligrosos, como los de esta mañana... y lo demás corre de mi cuenta.
Momentos después dormía, y hasta roncaba, el buen doctor Peñarrubia.
Entre tanto, su hijo, de codos sobre el alféizar de la ventana de su cuarto, paseaba la vista errabunda y anhelosa por el inmenso desierto del espacio, donde brillaban las constelaciones como vivos y eternos testimonios de la grandeza y del poder de Dios. Hundíase la tierra en un abismo de sombras y de misterios, y recortábase la línea de sus montañas en el azul confuso del horizonte. A menudo se pasaba el joven la mano por la ardorosa frente; frotábase los ojos como si intentara apartar de ellos desagradables visiones, y volvía a pasearlos desde la inmensidad del firmamento hasta la negra pequeñez del agujero en que él, mísero gusano, se retorcía atormentado y expirante.
-¡Si hubiera infierno -pensaba-, y en él un demonio mil veces más astuto y maléfico que el inventado por el místico fanatismo, no fuera capaz de disponer las cosas en mi daño con tan ingenioso artificio como las ha dispuesto mi negra desventura!... ¡Todo lo había arriesgado ya en este trance! ¡Todo lo sacrificaba, porque era mío!... A este precio adquirí una esperanza, aunque remota. Lancéme con ella a lidiar de nuevo en esta horrible batalla, y se atraviesa en mi camino el único obstáculo que podía detenerme: mi honra; es decir, mi fe, mi religión..., lo que no es mío, sino del mundo que me ve y me juzga. O pisarla o morir. Morir, sí; porque morir es retroceder en esa senda, ¡la única que existe para llegar a lo que había de darme la vida!... Y retrocedí... es decir, decreté mi propia muerte... ¡Vivir sin Águeda!... ¡Intentarlo siquiera!... ¡Qué locura! ¡Desde que se ha hecho imposible para mí, raya en idolatría la fe con que la adoro! Mil vidas que yo tuviera me parecerían poco para sacrificarlas en este singular conflicto. Y entretanto, mis penas son su martirio, y mi muerte acarreará la suya... y yo, que sé todo esto, no puedo detenerme un punto en la pendiente en que me hallo. ¿Habrá suplicio que se iguale a este suplicio?
¡Calumnia! La lengua que la produce y la arroja a la voracidad de las muchedumbres, ¿por qué no se gangrena en la boca del infame y se ve arrastrada en jirones por inmundas bestias? ¿Cómo el veneno que destila y da la muerte no mata al calumniador? ¡Víboras humanas! ¿Quién puede calcular el alcance de vuestra ponzoña? Esos pobres campesinos, inficionados de ella, vanla propagando sin saber el daño que causan; antes creen que obran como los buenos, porque desenmascaran al impostor. Pero la calumnia llamará a las puertas de Águeda y aunque ella no se las abra, algo quedará allí como el hedor de la peste, que corrompa un día su corazón; mala semilla que llegue a dar siquiera frutos de sospechas. Y si tal ocurriera, ¿qué sería de mí entonces? Y sólo con el temor de que pueda suceder, ¿quién que se llame honrado no retrocede como yo? Y retrocediendo, ¿por qué otro camino la busco, si todos van a parar a ese que me está vedado?... ¡Me empujan los huracanes y estoy cercado de abismos, y aun discurro y pienso en que he vivido! ¡Qué necedad!
Alzó otra vez la cabeza y volvió a clavar los anhelantes ojos en la bóveda celeste.
-¡Allí -se dijo con burlona sonrisa-, allí dicen que está, detrás de esa ilusoria techumbre, el sostén de los débiles, el consuelo de los atribulados..., el supremo Juez de la conciencia humana, el árbitro Señor de vidas y almas..., la caridad..., la misericordia!... ¡Y yo, su hechura y su imagen, perezco aquí abajo, mofa y escarnio de la desdicha; y esa fuerza no me ayuda, y esa misericordia no me alcanza!... ¿Por qué? Porque no se baña mi espíritu en los resplandores de una luz fantástica que no llega nunca a los ojos de mi razón... ¡Mentira! -añadió con sacrílega soberbia-. ¡Cuanto veo y toco es fuerza que agita y mueve a la materia: materia agitada y movida por la fuerza! Una ley incontrastable y eterna rige y gobierna a la Naturaleza, y lo inmutable y perpetuo de esa ley excluye lo sobrenatural!... Giran esos astros, porque la fuerza les da movimiento; la fuerza fecunda la materia y produce toda generación y toda destrucción. De la nada no se crea nada. Nada se crea, ni nada se pierde. Todo se transforma y todo es movimiento eterno y continuo. El átomo busca al átomo, y el polvo al polvo. Todo está sujeto a la evolución; y la conciencia humana no es más que el término de esa evolución misma... Y este pensamiento me abrasa la mente y me esclaviza al rigor de mis propias ideas, ¿qué es sino una excitación nerviosa, una secreción de mi cerebro? ¡El espíritu!, ¡fantasma de la razón sometido al dogma, grillete de la libertad de la conciencia... palabra vacía de sentido!... ¡Y la virtud y el vicio, el bien y el mal, cosas convencionales, dependientes del clima, del temperamento y de la educación!
Como en este hervor de conceptos hubiera más atrevimiento, más ira, más desesperación que convicciones, Fernando se sintió poseído de una agitación nerviosa, como si se hubiera empeñado en una disputa ardiente y apasionada. Tuvo necesidad de dar reposo a su espíritu, y volvió a apoyar su cabeza entre las manos. Momentos después tornó a su tema, y el delirio le dio bríos para elevar su desquiciada mente a lo más alto. Asustábale algo que en aquel supremo instante sentía sin entenderlo ni penetrarlo, y quería apartarlo de su conciencia, como el ladrón arroja de su memoria, al cometer el crimen, el recuerdo del juez que puede castigarle.
-¡Dios! -continuó diciendo-. ¿Y qué es Dios sino el ideal, la forma que va tomando en cada edad histórica el contenido de la conciencia; el nombre que da la humanidad a lo que concibe como más grande y perfecto? ¿Quién podrá demostrarme que ese ideal concebido por la fantasía y acariciado por el sentimiento llegue a convertirse nunca en realidad?... ¡Sombras de la imaginación... visiones del fanatismo!... ¿por qué no os disipa la clara luz de la razón humana? ¿Por qué no alumbra hasta el fondo de ese misterio tenebroso?
Y el insensato, en lugar de aplicar esta declaración de su impotencia a aquel blasfemo atrevimiento de su locura y de su ignorancia, lanzóse más a ciegas en el foco de su falsa luz que le deslumbraba. Sintió crecer sus angustias, y exclamó, con una resolución digna de mejor causa, y como si acabara de resolver un gran problema:
-Sólo hay una cosa que no tiene fin, eterna e invariable: el dolor. ¿Quién sabe si él es la fuerza inconsciente, la voluntad ciega, que lo gobierna todo?... Pero es indudable que el reposo está en la muerte, en la aniquilación... Dormir en los brazos de la madre Naturaleza es el apetecible término de la lucha de la vida... ¡Caiga de mis hombros esta pesada carga que me agobia y descansemos de una vez!
Retiróse de la ventana, trémulo por la agitación de sus ideas, y pocos minutos después era una sombra que se movía entre la oscuridad del jardín; y luego en la relativa claridad del camino que iba a unirse al de la hoz, un gusanillo más que se arrastraba sobre la costra de la tierra.
- XXVIII - : Lo que descubrió el día
Y aconteció que al amanecer el siguiente, un hombre de Valdecines que tenía negocios en Perojales, entró cantando en la hoz. Cantando seguía sin cerrar la boca, y mirando tan pronto al río como a las peñas de lo alto, cuando cátate que, hallándose junto al asomo más descarado del sendero que llevaba, fáltanle de repente la voz y movimiento, y quédase con los ojos tan abiertos como la boca, y hasta se le muda el color y se le encrespa la greña debajo del sombrero.
-¡Mil demonios -se dijo cuando el espanto le dejó libre el uso del entendimiento-, si aquello no es tan persona humana como yo mesmo!
Y en esto retiraba el cuerpo hacia la montaña y avanzaba la cabeza sobre el abismo.
-Dígote que no marra, ¡carafles!... ¡Que lo es!... ¡Vaya si lo es! Aquello es pata, como la pata mía... y la otra también; y el cuerpo, cuerpo de veras... con su brazo por acá... y su brazo por allá... el matorral le tapa la cabeza... ¡Y el ropaje es bueno si los hay, o yo no veo pizca desde aquí!... Y el hombre no mueve ni pie ni mano... ¡Qué ha de mover, carafles, si quedaría redondo!... Porque, a mi cuenta, se despeñó anoche por aquí abajo.
Miró a sus pies, y vio al borde del precipicio césped resobado y arbustos rotos.
-¿No lo dije? -pensó estremecido el buen hombre-. Por aquí se esborregó el venturao... ¡El Señor le cogiera en gracia!... ¿Y qué hago yo en esto? ¿Paso o no paso?... ¡Que pase mi abuela!
Dijo y se volvió a Valdecines, pálido, aturdido y jadeante. Su primer intento fue dar parte a la Justicia; pero a la Justicia se la teme de lumbre en tales casos: «A buena cuenta -pensó-, me echará mano, por si he tenido yo la culpa; y después... ¡vaya usté a saber en qué para ello, teniendo yo, como tengo, cuatro terrones y un par de bestias!». Pero también si callaba y acertaba a saberse que él había vuelto al pueblo sin llegar a Perojales, y al mismo tiempo se descubría lo tapado, por boca más atrevida que la suya, ¿qué pensar de su silencio y de su espanto? Ocurriósele, en esto, una idea muy atinada; y fue la de referir el caso al señor cura, bajo el secreto de confesión. Y así lo hizo. El cura, después de enterarse de que el supuesto cadáver se hallaba en término de Valdecines, dio parte al alcalde; éste se le endosó al juez municipal; el juez municipal quiso endosárselo al juez de primera instancia, que residía a más de cuatro leguas de allí; acudióse al pedáneo también, so pretexto de que el caso se rozaba, hasta cierto punto, con el ramo de policía, orden y buen gobierno; el pedáneo puso el grito en las nubes y echó la farda a don Lesmes, como forense nato, por su cargo de facultativo titular de la municipalidad; don Lesmes alcanzó el cielo con las manos, y protestó contra el endoso por improcedente... En fin, que se puso en conmoción a todo el pueblo en menos de dos horas. Al cabo se acordó que fuera a levantar el cadáver el Ayuntamiento en masa, con su pedáneo y alguacil, el juez municipal y el cirujano titular don Lesmes; y lo acordado se llevó a efecto en aquella misma mañana.
Lleváronse a prevención cuerdas, hachas y azadones con la gente necesaria para manejarlos, por si había que labrar algún sendero en la montaña para bajar hasta el sitio en que se hallaba el muerto; y se prohibió a los particulares que acompañasen a la comitiva.
Partió ésta de Valdecines, entre la general curiosidad, y llegó al sitio indicado al cura por el descubridor del cadáver.
-¡Lo es! -dijo don Lesmes en cuanto se asomó al despeñadero.
-¡Lo es! -repitieron los circunstantes, asomados también al precipicio.
Y, en efecto, era un cadáver lo que había allá abajo, muy abajo, tendido sobre la angosta braña, poco más ancha que el cadáver mismo, entre el río y la montaña.
Se buscó una bajada posible aun para aquellos hombres avezados a los precipicios, y se halló en un recodo que mucho más arriba formaba la ladera. Estribando en los peñascos y agarrándose a los arbustos, fueron bajando uno a uno los señores de la Justicia y acompañantes. No fue cosa fácil ni placentera; pero al fin llegaron al temeroso lugar. Adelantóse don Lesmes por orden del alcalde. El cadáver estaba tendido boca abajo y con la cabeza oculta entre unas zarzas. El cirujano dispuso, a su vez, que se le diera vuelta. Hiciéronlo así dos hombres. Éstos, don Lesmes y la Justicia en masa, dieron un salto hacia atrás en cuanto el muerto apareció boca arriba. Todos conocían, cuando menos de vista, a Fernando, y todos conocieron su cadáver en aquel que estaban contemplando allí, no obstante las heridas y destrozos, que había en su cara.
-¡Se despeñó! -dijo el alcalde, medio atolondrado.
-No -respondió don Lesmes, pálido y conmovido-; si eso fuera tendría la tapa de los sesos hundida! pero miren ustedes que la tiene levantada... ¡Y harto será que no haya salido por ella lo que entró por este agujero que hay al ras del pasapán!
En esto, uno de los hombres, que reconocía el terreno y se fijaba mucho en los bardales aplastados de la ladera, entre el camino y el sitio en que se hallaba el muerto, encontró una pistola.
-¡Con esa debió ser! -dijo don Lesmes al verla.
-Pero entonces, ¿cómo estaba tan lejos del cadáver? -observó el alcalde.
-Porque..., porque no lo sé -repuso don Lesmes, cada vez más trémulo.
-Pues él debió de bajar rodando por aquí -dijo el que había hallado la pistola-. Estos ramajos quebrados y la sangre que hay en esta peña... ¡Como no se arrimara el tiro allá arriba, y bajaran después él y la pistola!
-Cuéntate que eso fue -replicó el alcalde.
-Si es que no lo hizo todo una mano alevosa -observó don Lesmes.
-Eso es lo que ha de averiguar la Justicia -replicó el alcalde-; y a buena cuenta, vamos a registrar al muerto, por si topamos con algún aquel de luz sobre el particular.
Registrósele en el acto, y se hallaron en sus bolsillos tres cartas: una «para la Justicia»; otra «para el doctor Peñarrubia», y otra «para la señorita Águeda Rubárcena».
El juez abrió la primera, que decía así:
-Y la fecha es de ayer -añadió el juez-. Pues con esta declaración acabó la presente historia. Y bien mirado, más vale así.
Los circunstantes oyeron estupefactos la lectura del papel, y ni una palabra se oyó allí contra el desdichado a quien el día antes hubieran arrojado a pedradas de Valdecines.
Alguien, más en son de lástima que de vituperio, acertó a decir:
-Quien mal anda...
Pero no llegó a acabar el proverbio, pues el alcalde le atajó con estas expresiones:
-Esa es cuenta de Dios, que le ha juzgado ya... A nosotros no nos toca más que tenerle compasión, cumplir su última voluntad y darle sepultura. ¡Desventurado de él, que por su delito no puede recibirla sagrada!
Y no obstante, por un sentimiento de caridad, aquellos hombres rudos se descubrieron la cabeza, se hincaron de rodillas e imploraron, en fervorosa oración, la divina misericordia para el alma de aquel cuerpo manchado por el mayor de los crímenes.
-Falta -dijo luego el alcalde, hablando siempre en nombre del juez, no muy ducho en tales procedimientos- identificar la persona, vamos al decir, el cadáver.
Llamó al alguacil y al pedáneo.
-Tú -dijo primero-, vas a ir volando ahora mismo a Perojales. Entregarás esta carta a quien reza el sobre, y dirás a esa persona que se le espera aquí, para..., para los efectos consiguientes.
Hízose notar a la digna autoridad que era el golpe harto recio para dado sin advertencia ni contemplaciones.
-Cierto -respondió el alcalde-. Por dura que ese hombre tenga el alma, ha de llegarle muy adentro la noticia, y compasión me da de veras, aunque no la merezca; pero la justicia no debe tener entrañas y la ley es ley... y ya estás andando..., quiero decir de vuelta, porque aquí queda esperando la autoridad.
Y el alguacil, sin chistar echó a gatas por el sendero a cumplir lo mandado.
-Tú -dijo entonces el alcalde al pedáneo-, pica también monte arriba y no pares hasta Valdecines con esta carta, que entregarás en propia mano, con la finura y aquel del caso respective al genial y prosapia de la señora que ha de recibirla. Y ahora -añadió, volviéndose al juez, mientras el pedáneo tomaba el mismo sendero que el alguacil-, hay que escribir todo esto que está pasando y ha pasado, con el ítem más de la declaración del señor facultativo, en la solfa conveniente al resultante; pero como el caso pide buena pluma y mucho sosiego, se hará la diligencia y competente sumaria en la casa consistorial como si hubiera sido hecha de cuerpo presente, y procederemos en su hora al sotierre, que bien puede ser aquí, ya que está prohibido que sea en el camposanto..., si otra cosa no dispone el interesado que ha de reconocer al muerto...
Habrá notado el lector que el bueno de don Lesmes habló muy poco durante las narradas ceremonias. No hay que extrañarlo. Andaba el hombre tan sin tino ni serenidad, que a pique estuvo de desmayarse cuando se le dijo que había que proceder a la autopsia del cadáver. Disfrazó su natural repugnancia a semejantes carnicerías con el aserto de que le faltaba corazón para descuartizar al hijo de su muy querido amigo y condiscípulo el doctor Peñarrubia, y convínose en dar por cumplido este requisito en el expediente que había de formarse. Con lo cual se tranquilizó no poco, y hasta comenzó un discurso sobre lo innecesarias que eran esas «barbaridades» en la mayor parte de los casos en que se empleaban; y perorando estaba, mientras los hombres agregados a la justicia abrían una fosa cerca del muerto, cuando apareció en lo alto del camino de Perojales, a todo correr del caballo que montaba, el infeliz doctor Peñarrubia.
Enmudeció el cirujano a la vista de aquel horrible dolor en cuerpo y alma, y hasta los que más le aborrecían por impío se condolieron de él por padre sin ventura.
No quiero atormentar al lector con el relato de lo que allí pasó poco después. Si no desea ignorarlo, imagíneselo, cosa no difícil para él, pues conoce al padre, ha visto lo que queda y ¡cómo queda! del hijo, y es cristiano y tiene corazón y caridad.
Debo no obstante, y para ayudar a su imaginación, ofrecerle un dato importante. Cuando los criados del doctor le dijeron que habían hallado abiertas las puertas de la casa y la del corral, lanzóse el infeliz, en un movimiento instintivo de su amor, al cuarto de Fernando. Encontróle vacío, vio su cama intacta y se estremeció. Sin atreverse a oír lo que le decían sus propios pensamientos, mandó a sus sirvientes en busca de su hijo en varias direcciones, y él mismo tomó la de Valdecines, por juzgarla más llena de esperanzas.
En la hoz estaba ya, y muy adentro, cuando le encontró el alguacil que le llevaba la carta consabida. Detúvole, entregándoselo, sin miramientos ni precauciones; leyóla el otro, más con el corazón que con los ojos; pidió luego como deben pedir la muerte los que no pueden con la vida, ¡más noticias!, y el alguacil le refirió cuanto sabía, que no era poco. ¡Tan reciente era la que llevaba el doctor clavada en el pecho como un puñal de cien puntas, y tan inhumanamente se le había dado la puñalada! Ahora podrá ver el lector a su verdadera luz la escena que tuvo lugar poco después en el fondo del precipicio.
- XXIX - : De rechazo
Desde que don Sotero vio la obra de Bastián destruida por la inesperada venida de don Plácido a Valdecines, juzgó en descenso su fortuna. Alentábale, sin embargo, la esperanza que ponía en el carácter estrafalario, bonachón y docilote del solterón de Treshigares; pero cuando habló con él y le vio tan firme y resuelto, comprendió que principiaba el fin de sus iniquidades y, lo que era más grave para él, que había quedado preso en la red tendida al caudal de los Rubárcenas. Ni sus atrevimientos hasta allí tenían fácil disculpa, ni el sesgo que tomaban las cosas se prestaba a imponerlos como ley por la fuerza de otros mayores. Meditó seriamente sobre el caso, y le vio muy negro por todas partes. Su mayor aspiración no podía exceder ya de que se le perdonara lo pasado. En cuanto a su intervención en casa de los Rubárcenas, no ya como tutor y curador de las huérfanas, pero ni siquiera como administrador de sus bienes, era una insensatez no darla por concluida. De manera que no solamente tenía que renunciar a la posesión de aquel caudal, con tanta maña perseguido, sino también a lo que de él pudiera pegársele a fuerza de manosearle. Era la primera vez que se le escapaba de entre las uñas una presa señalada con sus ojos. Le costó mucho trabajo resignarse a verlo así; pero la necesidad le obligó a ello.
La mejor jugada de toda su vida había estado a punto de hacerla en la vejez, y aquella jugada la perdió al cabo. Probado está que a esa edad es cuando más estragos causan las grandes pesadumbres y las agudas enfermedades. No se asombre, pues, el lector si le digo que en menos de veinticuatro horas se abatió la entereza de don Sotero, como áspero y bravío roble herido por el hacha en sus raíces, quédase aún enhiesto, pero hasta las brisas le bambolean, y el primer viento le derriba.
Resuelto a implorar hasta la misericordia de sus víctimas para sacar el único partido que le ofrecían las dificultades de su situación, consagró el corto plazo que le dio el indignado señor de Quincevillas para optar entre los dos extremos que le propuso, a arreglar sus cuentas del mejor modo posible; y aun en aquella ocasión demostró el buen ex procurador que, como el gitano del cuento, era una hormiguita para su casa. ¡Qué mano de raspa tan admirable! ¡Qué primor de destreza aquella pluma para imitar recibos de doña Marta! ¡Qué instinto aritmético el suyo para obtener alcances en su favor allí donde no había sino rastro de sus ávidas manos, al sacarlas llenas de lo que no le pertenecía, durante tantos años de administración! Y todos esos milagros los hacía el pío varón en medio del mayor desconcierto cerebral. Porque es de saberse que a la sazón hablaba solo y deliraba; y hasta el escaso mendrugo que comía, menos le servía para alimento del cuerpo que para dar fuerzas a su pesadumbre. ¡Qué no hubiera hecho el santo hombre puesto a la misma tarea en sana salud!
Antojábasele poco cuanto sacaba en números de los libros de su administración; y cuando pasaba la vista por el inventario, bien ordenado y dispuesto, de su propio caudal, aunque éste era bueno y estaba bien asegurado, creíase pobre y a las puertas de la miseria. ¡Tan grande le parecía lo que se le había escapado de entre las uñas, y por tan suyo llegó a contarlo!
El único deudor que aparecía allí sin hipoteca sólida y a todas horas realizable, era Fernando. ¡Dónde tuvo él la cabeza; qué sensiblera estupidez le cegó cuando hizo aquel desatinado negocio! ¡El ansia de tener cogido por ese lado al aspirante al caudal de Águeda; la convicción de que todo ello era un grano más en la semilla que había de darle tan abundante cosecha!... ¡Y la cosecha se perdió al menor soplo de la adversidad! ¡Mentecato, y mil veces mentecato!... ¿Dónde puede haber disculpa para el hombre que así aventura lo que más ama y necesita?... Si, bien mirado, el doctor se hallaba en lo mejor de la vida y al ver cómo la traía de regalona y descuidada, el más lerdo comprendería que hasta los clavos de la puerta se habría comido ya para el día de su muerte. ¡Qué lucida hipoteca para sus seis mil duros! ¡Y el muy torpe hostigaba y perseguía a su deudor exponiéndole a coger una enfermedad, o a cometer un desatino que le costara la vida antes de adquirir con qué pagarle! Afortunadamente, aún era tiempo de enmendar esa torpeza. Buscaría a Fernando, le hablaría al alma, le pediría perdón por sus pasadas inclemencias, y hasta se brindaría a ayudarle en sus proyectos. ¿Y por qué no? Al cabo y a la postre, ¿no era gallardo y excelente mozo? ¿No hacía con Águeda la pareja más hermosa que pudiera buscarse? ¿Que era un tanto descreído?... ¡Bah! ¿Quién se para en tales pequeñeces hoy? Tener o no tener, ésta es la cuestión. Pero ¿aceptaría el vanidoso joven sus excusas y protestas, después de la guerra que le había hecho él?
Así discurría el santo varón según iba leyendo y manoseando el recibo que ya conocemos, tras de llorar las mal aprovechadas horas de su vida (con los cuales discursos sufría congojas mortales y sudaba hieles y borra de azufre por todos los poros de su lacio pellejo, pues es de saberse que ayuno estaba su estómago aquel día hasta del fementido chocolate con que entretenía al levantarse los asaltos del hambre), cuando llegaba a Valdecines el pedáneo con la carta para Águeda, y la noticia, que se propagó por el pueblo como la llama en un reguero de pólvora, de que el cadáver hallado en la hoz era del hijo del doctor Peñarrubia.
Lo oyó Bastián a la puerta de su casa, subió las escaleras de cuatro zancadas; entró en la alcoba sin pedir permiso; y tal como lo cogió en la calle, se lo espetó en crudo a su tío, en la persuasión de que le daba la más sabrosa de las noticias.
No prestando crédito a sus oídos, que desde días atrás le zumbaban muy a menudo, don Sotero, sobresaltado y trémulo, hizo repetir a Bastián todas sus palabras; después le preguntó con la voz medio extinguida, quién le había dado la noticia, y por último, quién la había traído al pueblo; y cuando supo todo lo que sabía el alcalde pedáneo, encontróse sin fuerzas para moverse de la silla, y ni siquiera las tuvo para cerrar la boca y los ojos que se le habían quedado desmesuradamente abiertos; las negras ideas se bamboleaban en su cerebro al mismo compás que el armario y la mesa, y la ventana y las paredes de su cuarto; sentía que por toda su piel se deslizaba un sudor frío, como si la sangre, convertida en suero destilado, se le derramara por los poros y tan amarillo y desmayado se le puso el color, que Bastián, transido de susto, corrió a avisar a Celsa.
Entre tanto notó don Sotero, en medio de su modorra, que se le caía de las manos el papel que entre ellas tenía cuando entró en el cuarto su sobrino; y como ya no veía sino por los ojos de su perturbada imaginación, soñó que aquel documento se convertía en seis pesadísimas y repletas talegas con alas, las cuales seis talegas se alzaron volando y se le pusieron sobre el pecho. Como eran tan pesadas, ahogábase el hombre debajo de ellas; pero carecía de movimiento y de voz, y hubo de sufrir aquel suplicio hasta que las talegas volvieron a volar, todas a un mismo tiempo. Volaron muy alto, como pájaro que se va; pero detuviéronse allá arriba unos instantes en sosegado coloquio. Después se separaron unas de otras, tornaron a reunirse y, por último, muy adheridas entre sí, casi formando una sola masa, dejáronse caer a plomo, con una velocidad vertiginosa, sobre la cabeza de don Sotero. Veíalas éste descender, y no podía separarse un punto para evitar el golpe que le esperaba. ¡Qué golpe! Hubiera jurado el mísero, al sufrirlo, que le oyeron desde el otro hemisferio, que su propio cuerpo se había hundido en la tierra hasta el pescuezo, y que por el agujero abierto en su cabeza entraba todo el agua del regato del valle alborotada y ruidosa, llenándole el cráneo y desalojando de él hasta el último de sus desquiciados pensamientos. Entonces perdió también la sensibilidad y toda noción de su existencia.
Cuando don Lesmes llegó de la hoz al mediodía, Bastián le aguardaba a la puerta de su casa. Díjole lo que ocurría en la de su tío, y el cirujano corrió a ella sin detenerse a descansar un instante, pero apuntando en su memoria aquel día como el más infausto de todos los de su larga carrera profesional.
Hallábase ya tendido sobre el lecho el enfermo, con el rostro amoratado y verde espumarajo entre los dientes, y rodeábanle Celsa y algunos vecinos que habían acudido a sus gritos y los de Bastián, cuando le vieron derribado en el suelo después de la referida visión de las talegas.
Don Lesmes le reconoció detenidamente, y dijo, volviéndose a los circunstantes:
-Es un paralís de carácter apoplético.
Y como alguien le preguntara qué venían a ser en romance estos latines, añadió el cirujano:
-Una hemiplejía lateral derecha.
Tampoco esta explicación satisfizo la natural curiosidad de los presentes. Entonces preguntó Bastián a don Lesmes:
-¿Pero se muere o no se muere?
-Tan cerca está de morirse -respondió el cirujano-, que vas a ir ahora mismo a buscar la unción mientras yo empleo los pocos recursos que caben en lo humano para tratar de volverle a la vida.
Bastián que tal oyó, echóse sobre el agotado cuerpo de su tío, no para llorar ni para mesarse las greñas en testimonio de su pesadumbre, sino para registrarle los bolsillos, hasta dar con la llave de aquellos cajones en que se guardaban los tesoros del avariento. Cuando las tuvo en la mano recogió los libros y papeles que había sobre la mesa, los guardó en el arcón muy sosegadamente, y entonces salió a cumplir el encargo hecho por don Lesmes, entre las maldiciones de Celsa y el asombro de los demás.
- XXX - : El sol de Tasia
En las primeras horas de la tarde del día de San Juan, mientras las campanas repicaban al rosario, y las mozas se vestían y se adornaban par ir a rezarle y andar otra vez la procesión antes de dar comienzo la romería, y se dirigían a Valdecines por sierras, mieses y montañas las gentes de los pueblos circunvecinos, Águeda había llamado a Macabeo a su casa.
-Para que esta tarde celebres la fiesta del santo Patrono más alegremente que lo poco que alcanzaste de la velada de anoche, quiero que sepas que he determinado, con el beneplácito de mi hermana y de mi tío, regalarte cuantas tierras llevas de esta casa en arriendo, sin perjuicio de manifestarte la estimación en que todos te tenemos con otras dádivas, hasta hacer de ti uno de los mejor acomodados labradores del pueblo. En cuanto al servicio que anoche me prestaste, como no es de los que pueden pagarse con dinero, queremos que le vayas cobrando considerándote como persona allegada a nuestra familia... ¿Te satisface lo que te digo, Macabeo?
-¡No señora! -respondió éste entre conmovido y entusiasmado-, y máteme Dios si dejo de agradecer en todo lo que vale esa riqueza que usté me ofrece; pero es el caso que, viéndome ya tan pagado, el día en que usté me pida la vida entera porque la necesite, yo mismo he de creer, al dársela, que se la doy a cuenta de lo recibido, y eso no tendría gracia maldita.
-Pero como yo te aseguro -repuso Águeda, envolviendo sus palabras en una de aquellas celestiales sonrisas con que se imponía a cuantos la trataban- que no has de hallarte jamás en ese trance, queda el trato hecho... y vete ahora a divertirte a la romería.
¿Querrán ustedes creer que por más esfuerzos que hizo Macabeo no pudo complacer a Águeda en lo de divertirse aquella tarde? Mucho le desazonaba el asunto de los ramos puestos en sus tierras, y el no poder averiguar qué manos habían andado en el juego, traíale, además, no poco preocupado lo que se decía en cada casa y en todos los corrillos de Fernando, de sus inicuos propósitos y de sus criminales antecedentes, noticias todas que tan mal se avenían con la idea que él tenía formada del campechano joven, y con el destino que se había atrevido a darle en sus oficiosas figuraciones; contrariábale también la misma bulla del día, que le hacía tan poco a propósito para presentarse en casa de Tasia y pedírsela a su padre, según lo acordado entre la moza y él al emprender su viaje a Treshigares; todo esto junto y cada cosa de por sí, era bastante motivo para aguarle la fiesta robándole el buen humor; pero lo que más le acongojaba y entristecía era el recuerdo de lo sucedido en casa de don Sotero al llegar él de Treshigares. Cuando en ello pensaba, y no lo echaba un punto del pensamiento, no comprendía cómo no estaba ya en la picota el consejero; y en presidio el aconsejado. ¡Ah!, si no fuera por esparcir los sonidos del suceso, hasta entonces de todos ignorado en el pueblo, ¡qué solfa de palos no hubiera llovido ya sobre las costillas de los dos causantes!... ¡Y uno de ellos era el que robaba de vez en cuando las preferencias de Tasia!... ¡Bestia dañina y estúpida!... ¡Ahora lo vería; ahora que él era rico y preferido, y además le tenía cogido por las grañas de un delito abominable!
En éstas y otras meditaciones pasó la tarde culebreando por la romería, olisqueando las avellanas y chupando algunos caramelos; recibiendo las bromas de la gente, no de muy buen talante, y sin verse asaltado una sola vez de la tentación del baile..., ¡y cuidado, que le hubo hasta de tambor, que es cuanto puede pedirse de estimulante y provocativo!
Por más que registró con los ojos todos los rincones de la romería, no vio a Bastián en ninguno de ellos. Resueltamente era ya cosa muerta su enemigo, en lo tocante a pretender a Tasia.
Decidió a pedirla al otro día; pero supo, al ir a ponerlo en ejecución, que su padre había ido al monte. Bajó de él ya muy tarde, y según noticias, no de muy buen humor, por haber mosqueado los bueyes con los tábanos, entornado el carro, rótosele a la pértiga dos trichorías y el cabezón. Aplazó el asunto hasta el día siguiente.
En el cual, como el lector sabe, desde muy temprano comenzó a hablarse en Valdecines del hombre muerto hallado en la hoz. Súpose luego quién era, y Macabeo se consternó. Averiguó después que el pedáneo había traído una carta, encontrada en el bolsillo del difunto, para Águeda, y estuvo a pique de desmayarse. Corrió a la casa, con las pocas fuerzas que le quedaban, a preguntar si le necesitaban para alguna cosa, y dijéronle que no. Quedóse por lo que pudiera ocurrir, arrimado a la portalada; y allí supo que don Sotero se había puesto muy malo. No se lo tomara Dios en cuenta; pero se alegró con el suceso en casa de sus señores, internóse en el lugar a caza de noticias. Y oyó tocar a muerto. Pasaba don Lesmes muy cerca de él a la sazón, y preguntóle por quién tocaban.
-Por don Sotero Barredera -contestó el cirujano-. ¡El paralís le agarró de firme! Dos horas he estado bregando con él, y como si bregara con una peña. Hace diez minutos que fue a dar a Dios cuenta de sus obras.
-¡Buena estará esa cuenta, caráspitis! -dijo Macabeo llevando hasta la boca sus manos entrelazadas.
-¡Buena de veras! -replicó don Lesmes, guiñando un ojo-. ¡Te digo que éste es día de órdago y quince a la mayor! ¡Ni piernas tengo ya que me lleven, con la faena que traigo desde que amaneció, Macabeo! ¡Y Dios quiera que con lo visto acabemos hoy! ¡Esta condenada secura de tantos días acá, tenía que dar sus frutos!
Y como Macabeo no le escuchaba ya, marchóse el cirujano. Y Macabeo no le escuchaba porque se había puesto a cavilar que la muerte de don Sotero, por más de una razón, podía influir mucho en las miras de Bastián y en los pareceres de Tasia.
-De todos modos -se dijo Macabeo-, a seguro llevan preso; y ahora que está el zorro metido en la cueva, salvemos la gallina.
Y enderezó sus pasos resueltamente a casa de Tasia. Entró sin llamar hasta la cocina, alumbrada por la escasa luz que penetraba por la ventana que abría al portal. Sueño le pareció lo que veía; pero no tardó en convencerse de que era pura realidad; allí estaba Bastián en medio de la familia de Tasia leyendo unos papelones, cuyo contenido causaba el más regocijado asombro en los oyentes.
-¡A lo que vengo, Tasia! -dijo Macabeo, anunciado su llegada con estas palabras y un gesto de hiel y vinagre.
-Pues tú dirás a qué vienes -respondió Tasia, volviendo la cara muy desabrida y no poniéndosela su padre más risueña.
Bastián perdió un tantico el color al verse tan cerca de Macabeo; pero estaba bien protegido entonces, y esta reflexión le tranquilizó.
-Si lo ofrecido es deuda, algo me debes, ¡caráspitis! -añadió Macabeo-, y eso es lo que vengo a buscar.
Tasia, muy serena, preguntóle:
-¿Qué te he ofrecido yo, Macabeo?
-¿Qué me dijiste al despedirte de mí la última vez que hablamos juntos? -preguntó a la moza el preguntado-. Venir acá me mandastes.
-¿Díjete, por si acaso, lo que habían de responderte cuando llamaras a la puerta? Además, que de días a días, van muchas horas y bien sabes tú que en cada hora mudan los pensamientos.
-De veleta floja fueron siempre los tuyos ¡caráspitis!...
Alzóse en esto el padre con el papel que cogió de las manos de Bastián, y dijo así, mostrándosele a Macabeo:
-Ni entro ni salgo, ni tan siquiera sé por dónde van esos aires con que andáis ahí sopla que sopla; pero mira en este papel una pizca de lo que el señor ofrece a Tasia.
-El señor -respondió Macabeo señalando a Bastián- haría mejor en dejar ese papel en el arcón en que estaba, siquiera por bien parecer, hasta que la tierra tapara al que apandó tantos caudales..., sabe Dios cómo; y bueno fuera también, caráspitis, que antes de ofrecer esas grandezas supiera si eran suyas.
-¡Y mucho que lo son, Dios! -se atrevió a afirmar Bastián.
-Tocante a eso -añadió el padre de Tasia, tomando otros papelotes que le alargó Bastián-, aquí está el testamento que lo reza todo... y mucho más. Has de saber que Bastián resulta, por estos ites y consonantes, hijo del finado y su heredero único.
-¡Caráspitis! -respondió Macabeo-; sin esos papelotes ni otras pruebas que yo tengo bien flamantes, conociera yo que esta bestia es hijo del padre por lo mucho que le llora... Y con esto finiquito y me voy, y muy campante; que la venganza de la falsía que han querido hacerme, en esta casa la dejo con la cría que meten en ella... Y ahora, sábete -añadió, encarándose con Tasia- que no venía hoy a pedirte, como te has pensado, sino a decirte que para lo que soy y tengo, no es quién una descorazonada, cubiciosa y cicatera como tú.
Con este desahogo salió Macabeo a la calle; pero no tan satisfecho como aparentaba. Cuando menos, la burla le carcomía el puntillo. No obstante, en su buen juicio vio las cosas con completa claridad; diose por vengado con lo dicho al despedirse de la falsa, y dirigióse a buen andar al punto de donde había salido media hora antes.
-¡Esta y no más -decía para sí mientras andaba-, y bien venida sea, caráspitis, por la enseñanza que me trajo!... Y a fe que ya es hora, Macabeo; que años tienes de sobra para no pensar en juegos de galanes. ¡Pobre de mí, caráspitis, si el escarmiento me coge con la cruz a cuestas! Pero Dios me guía, y no me desampara, y Él es quien me dice que no nací para casado, porque, aunque pobre y hediondo, hago falta en otra parte! ¡Allí, Macabeo, allí está tu pan y tu calor y tu descanso! Devuelve esas tierras y esos galardones que te regalan y te brindan; cierra su choza, vende tus ganados; y pues te ofrecen, sin merecerlo, amparo y estimación como a cosa de familia, di que te den siquiera un cacho de rincón debajo de aquel techo y un mendrugo a las horas de comer, ¡y firme, con vida y alma, llorando con los que lloran y riendo con los que rían y trabajando para todos!; y cuando más no puedas porque te rindan los años, ¡muere como perro leal guardando la puerta de quien te da lo que no mereces, y bendiciendo a Dios que, sólo por cumplir con tu deber, te otorgó ángeles por familia y palacios por morada!
Tan abstraído iba en estas meditaciones, que estuvo a riesgo de tropezar con un caballo que, al mismo tiempo que él, llegaba a la portalada. Levantó la vista. El que venía sobre aquel caballo era el doctor Peñarrubia. Pero ¡en qué estado! Si voraces vampiros le hubieran chupado la sangre del rostro, no quedara éste tan descarnado y macilento. En sus ojos no había luz, sino tristeza, desconsuelo, desesperación y surcos de lágrimas; y en su vestido, desaliñado y mordido por las zarzas del monte, notábanse sangrientas señales de que sobre él había descansado la mutilada cabeza del infeliz suicida.
Nada le dijo Macabeo por respeto a su tribulación inmensa y nada dijo el doctor a Macabeo, en quien no se fijó siquiera al apearse del caballo que el otro le tenía. Dejósele abandonado en cuanto puso los pies en el suelo, y entró en la corralada.
Viole alejarse Macabeo, y dijo para sí tristemente, mientras se disponía a conducir el caballo a la cuadra del otro lado:
-Por poca vida que Dios me conceda, ¡cuánto me toca ver todavía en esta casa! ¡Y si ello fuera alegre!...
- XXXI - : Las heces del cáliz
Ningún bálsamo tan prodigioso para templar en la memoria de Águeda los recuerdos de la pasada noche como la noticia que tuvo al día siguiente, de que Fernando había encomendado al cura de Valdecines la tarea de su conversión.
Ya hemos visto que, al considerar los motivos que la alejaban de él, padecía dos tormentos a la vez: el tormento de perderle y el tormento de pensar que el incrédulo se perdía. Ambos dolores se calmaban con aquel remedio.
No hay sol más resplandeciente que el primero que luce después de una tempestad. Así son las ilusiones: las que se forja la imaginación en las treguas de los grandes martirios, son las más agradables. ¿Qué mucho que Águeda se recrease en dar cuerpo y alas y espacio en que volar a las suyas, adquiridas después de tantas y tan deshechas tempestades?
En medio de esta claridad risueña cayó de repente, como noche preñada de horrores, la noticia del suicidio de Fernando. No bastó su carta: fue preciso, para dar al cuadro todo el negro tinte que cabía en él, que el mensajero que la puso en manos de Águeda describiera con inclemente prolijidad los pormenores de la escena que había presenciado en el fondo de aquel inmenso sepulcro. ¿Qué sonda mediría la profundidad del dolor que sintió la desventurada en tan aciago instante? Pero ni una queja brotó de sus labios, ni halló cabida en su mente. Mártir heroica de la fe, recibió el golpe en medio del pecho y a pie firme, convencida por la amarga experiencia de su largo calvario de que para lidiar así la había arrojado Dios a las luchas de la vida; elevó al cielo cuanto de ángel había en su naturaleza formada para el martirio: y ya no pensó en que padecía, sino en padecer más para ofrecer sus tormentos en satisfacción por el delito de Fernando, si era posible, que a su enormidad alcanzase la divina misericordia.
«Si existe ese Dios a quien adoras y me sacrificas -decía un párrafo de la carta del suicida-, ¿por qué siembra de aprobios y de afrentas el único camino por donde puedo buscarle para conocerle y merecerle? O tu Dios no existe o es el mal».
¡Rebelde y blasfemo!... ¡Insensato!... ¡Y adoraba a Águeda, y no alcanzaba a ver en ella el vivo ejemplo del valor cristiano; cómo se lucha y se sufre y se vence en las grandes tribulaciones de la vida; cuál es el deber y cuál es la locura; cuál es la verdad y cuál es el falso brillo de los errores de la conciencia; hasta dónde llega la flaca razón humana, y desde dónde comienza a revelarse la providencia de Dios; cómo es fuerza lo que parece debilidad, y cómo consiste el valor, no en aniquilarse delante del peligro, sino en afrontarle a pecho descubierto!
Concebía a Fernando incrédulo, separado de ella y hasta luchando inútilmente por creer para merecerla; imaginósele alguna vez desesperanzado y desfallecido, y aun sucumbiendo entre dudas... Pero morir por su propia mano y abrazado a sus errores, con la desesperación en el alma y la blasfemia entre los labios, y ser ella el motivo, la chispa que produjo la explosión de tal demencia, pasaba mucho más allá de los límites de sus previsiones. Ni en el cielo podía haber perdón para crimen tan horrendo, ni en la tierra descanso ni sosiego para ella.
El bueno de don Plácido intentó en vano consolarla.
-Vamos, hija mía -díjola cariñoso-, ánimo... ¡Ánimo, y siempre ánimo que, al fin y al cabo, no quedas sola en el mundo!... Bien considerado este suceso, era de esperarse más tarde o más temprano... y, francamente, preferible es que haya ocurrido ahora... Digo que era de esperar, porque donde no hay temor de Dios, no caben obras más cuerdas; y bien sabes tú cómo anda la religión en esa casta. Cierto que su padre, aunque hereje, va arrastrando la vida sosegadamente; pero esto puede consistir en que el aislamiento en que vive le pone a cubierto de las desazones con que se prueba el temple de las almas. Además, según mis noticias, las herejías del padre son tortas y pan pintado comparadas con la incredulidad de que se jactaba el hijo... Y eso tenía que suceder por la fuerza misma de las cosas. De tal palo, tal astilla. De un tibio y descuidado en materia de fe nace un volteriano como el doctor Peñarrubia; de un volteriano, un ateo que pierde los estribos al menor contratiempo, y se vuelve loco, o se quita la vida, que tanto monta... Y en su lógica obran muy racionalmente: muerto el perro, se acabó la rabia... pues mato el perro. En cuanto a los tontos que en el mundo dejan tales sabios llorando su criminal locura, ¿qué vale eso? Quien no acierta a conocer a Dios en toda su vida, ¿cómo ha de fijarse en semejantes pequeñeces en el momento de cometer la heroicidad?... No faltan desventurados que la aplauden..., y hasta la imitan; y a ello hay que atenerse. ¡Admirable raza para regenerar el viejo mundo! ¡Admirable seso el de los hombres que se desviven por echar hacia ese abismo las corrientes de las ideas!
Nada respondía Águeda a estas observaciones de su tío; pero comenzó a llorar en silencio. Entonces dijo don Plácido acariciándola:
-Eso es lo que necesitas por ahora, hija mía: llorar, llorar mucho. Las lágrimas fueron puestas por Dios en los ojos para desahogar las penas del corazón. Llora y descansa.
Después, no pudiendo consolarla, trató de distraerla, y la habló así:
-Díjete que no te quedabas sola en el mundo, y dije la verdad. Has de saber que he convenido con tu hermana en venirme a vivir con vosotras.
Aquí rompió Águeda el silencio para expresar la alegría que la causaba la noticia.
-¿Pudiste creer jamás, que yo os abandonara? -exclamó don Plácido.
-No, señor; pero nunca me hubiera atrevido a pedir a usted tan grande sacrificio.
-¡Me gusta la salida!, ¡sacrificio nada menos! No hay tal sacrificio, hija mía, en mi propósito; antes hay mucho egoísmo... Me he convencido de que para cultivar la única afición que tengo, lo mismo da Valdecines que Treshigares. Con trasladar a tu casa mi gallinero, se acabó la dificultad. Además, no quiero ocultarte que, según van pasando los años, me van pareciendo más largas las horas en aquella soledad... Está visto que los niños y los viejos no pueden vivir sin calor de la familia.
-¡Qué inmenso beneficio hace usted a mi hermana!
-¡Ah, picarilla!... ¡Toda tu gratitud por ella, y nada por ti!..., es decir que me dejas, precisamente, sin lo que yo iba buscando... Bueno, bueno. Sacrifíquese usted por ingratas!
A esta broma respondió Águeda, acompañando sus palabras con una sonrisa que parecía un sudario:
-Pilar empieza a vivir ahora, tío..., es una niña.
-¡Y tú eres otra niña un poco mayor!... Y eso, ¿qué? ¿Quieres decirme que vas a morirte pronto, y que no te hacen falta amparos en el mundo!... ¡Vaya si te leo yo los pensamientos! Pues sábete que te llevas chasco si tal has pensado, ¡y chasco muy grande!... ¡No faltaba más! Cierto que estás quedándote como la estatua de la melancolía, y que no parece sino que te van arrancando las carnes y robándote el color cuantos te hablan y te miran; pero ¿qué ha de suceder si eres una carga de penas y de cuidados? Pasará la borrasca, ¿pues no ha de pasar?, y lucirán días mejores para ti y para todos nosotros... Siempre te quedará allá dentro un poquito de resquemor; pero ¡qué diablo!, la vida sin cruz no es vida de cristiano; y ¡viva la gallina, aunque sea con su pepita!
Entró Pilar en esto, diciendo muy alegre:
-¡Don Sotero está malísimo!
A lo que respondió don Plácido:
-Esa es una noticia que ha echado a volar el tunante, por no vérsela hoy cara a cara conmigo.
Insistió Pilar en lo que aseguraba, dando buen origen a la nueva, y concluyó don Plácido:
-Pues mira: siento que le mate Dios antes de haberle echado yo a presidio.
Y como Águeda siguiera llorando y Pilar lo notara y se abrazara a ella, fuese don Plácido, no sé si movido de la curiosidad en que le habían puesto las noticias traídas por la niña, o del convencimiento de que Águeda necesitaba llorar mucho y hablar poco.
De todas maneras, antes de una hora estuvo de vuelta.
-¡Y hay inocentes -dijo a sus sobrinas- que dudan de la justicia de Dios!... Hijas mías, don Sotero acaba de morir.
Águeda se estremeció.
-¡Qué gusto! -exclamó Pilar, palmoteando muy recio.
-¿Qué dices, niña? -respondió Águeda, reprendiéndola.
-Creo que tiene razón esta chiquilla -observó don Plácido-. Hombres como ése... En fin, Dios sabe muy bien lo que se ha hecho.
-¡Y habrá muerto sin confesión!
-Sospécholo cuando no ha venido el señor cura a restituirme lo que robó en vida esa garduña...
-¡Que Dios le perdone como yo le perdono!
-Pues si tú le perdonas, que no se condene por mí..., ni por ti tampoco. ¿Verdad, Pilar?
-Con tal de que no vuelva, perdónole también -dijo la niña.
-Así me gusta... Pues, sí señor; la cosa no tiene duda, porque acaba de decírmelo don Lesmes en la portalada.
-¿Don Lesmes ha vuelto ya? -preguntó Águeda.
-¡Otra te pego!... ¡Y yo que no me acordaba!... Pues sí; volvió don Lesmes... ¡Hija mía, qué cara de angustia se te ha puesto! Ya sé por qué; y necio fuera el ocultarte cosa alguna... Todo ha concluido allí del mejor modo posible... Estuvo su padre... ¡Figúrate cómo estaría!
-¡Desdichado!
-¡Eso sí!... Cuanto se diga es poco... Se encontró ya la fosa abierta...
-¡Ni tierra bendita para cubrirle, tío!
-¡Ni eso siquiera, hija mía!... ¡Ni eso merecen los que mueren renegando de Dios!
-¡Qué horror!
-Lo mismo dijo su padre, a pesar de lo poco en que tiene las cosas del otro mundo. Por compasión a su dolor y a sus lágrimas, se le ha permitido que lleve aquellos míseros despojos a su propio solar, donde hallarán sepultura menos indigna que en el fondo de una barranca, como las bestias. En los preparativos quedaron el doctor y algunas buenas gentes que por caridad le ayudan. Quizá esté ya el triste cortejo camino de Perojales. Del mal, el menos, hija mía. Y ahora que todo lo sabes, no temo lo que puedas averiguar por bocas imprudentes que se complacen en exagerar los horrores.
Por aquí andaba la conversación, cuando el doctor, a quien hemos visto llegar a la portalada, pidió permiso para hablar a solas con Águeda.
¡Otro golpe de muerte para la infeliz! Don Plácido y Pilar se retiraron.
-¡Vengo -dijo Peñarrubia con voz enronquecida y temblorosa- a cumplir la última voluntad de un moribundo!
Águeda, traspasada de angustia, bajó la cabeza. La presencia de aquel hombre agobiado por el mayor de los infortunios hacía más terrible el cuadro que no se apartaba un momento de su imaginación.
-¡Le mató la tenacidad de un fanatismo inclemente, señora! -añadió el doctor, después de aguardar en vano una respuesta de Águeda.
Tomó ésta el dicho a reconvención; parecióle injusta y cruel, y respondió con energía:
-¡Le mató su rebeldía a los decretos de Dios!
-Un deber mal entendido hizo imposible la única aspiración de su vida.
-La ignorancia de los suyos se la quitó.
-¡Los imposibles no se venden con las humanas fuerzas!
-¡Pero se sufren con la resignación cristiana! Pues si para esas contrariedades no hubiera otra defensa que la muerte, ¿viviera yo en este instante, doctor?
Acertó a mirarla éste con ávida curiosidad, excitada por lo que de amargo y solemne había en el acento de sus palabras, y se asombró al ver los estragos que las penas habían hecho en aquella belleza tan admirada por él al conocerla. Comprendió que iban fuera de toda justicia sus reconvenciones; disculpólas con el dolor que le enloquecía; lloró como un niño, y Águeda tuvo necesidad de olvidarse de sus propias angustias para consolarle.
-Pero ¡qué horrible serie de contrariedades se atravesaron en su camino! -prosiguió el doctor cuando se halló más sereno-. Amó, y sus desdichadas ideas fueron vasto y tormentoso mar que le alejó del objeto amado. El amor le dio fuerzas, y luchó contra el embate de las enfurecidas olas; creyóse rendido, y el ansia de llegar al anhelado puerto le hizo luchar de nuevo. ¡El último esfuerzo, Águeda; el que debía salvarle, le mató! Tradújose por la maledicencia en baja codicia de los bienes de la mujer amada, y en infame apariencia de conversión su postrera tentativa...
-¿Eso se ha dicho? -exclamó Águeda asombrada.
-Eso se ha dicho; esa versión ha circulado en este pueblo; eso le valió hasta los insultos de los ignorantes; eso le alejó para siempre del fin que perseguía; esa pena le enloqueció y armó su brazo y le quitó la vida; y esa horrenda historia me lega en sus postreros instantes para que usted no la ignore... y para tormento de la amarga existencia que aún arrastro; y como no puede ser muy larga jornada tan angustiosa, aprovecho estas horas en que la fiebre del dolor me sostiene para que el encargo no quede sin cumplirse.
-¡Qué ceguedad, Dios mío! -exclamó Águeda-. Si temió que yo pudiera algún día inficionarme con la ponzoña de esa infame calumnia, ¿por qué no me lo dijo?
-¿Y para qué?
-¡Para qué!... Para quitar todo fundamento a sus temores... ¡Para desprenderme de cuanto poseo! ¿Qué menos debiera yo dar por su felicidad y por la mía?
-El amor contrariado, Águeda, es como la mayor de las locuras: ciega a los hombres y los precipita en todo linaje de desatinos.
-No doctor: lo que agita y embravece las pasiones en el corazón humano es el desamparo del alma; lo que debilita al principio y enloquece después es el desconocimiento de Dios... Se lo dije, doctor, se lo dije, porque le veía a oscuras y desesperado... ¡Infeliz mil veces el hombre que para luchar con las tormentas de la vida no busca las fuerzas en los consejos de la religión!
-¡Ni gérmenes de ella había en Fernando, Águeda! -dijo el doctor en un desahogo amargo, pero espontáneo, de su conciencia-. ¡Ni eso siquiera!
-¡Y me culpaba usted de su muerte!
-Hacíame injusto la pena, y era el amor lo que le enloquecía.
-Navegaba en un mar de tempestades a ciegas e indefenso, y dio en ese escollo. En otro hubiera perecido lo mismo.
-¡Infeliz de mí si eso fuera cierto; porque la educación del desgraciado es obra mía!... Yo no le infundí otras ideas ni otro culto que el amor a las glorias mundanas; aplaudí sus triunfos en esas luchas sin caridad; con estas alas se elevó..., y si es cierto que cuanto más libre es la razón, más esclava de las pasiones se hace el alma, su verdugo fui... ¡Y era mi orgullo y mi regocijo! ¡Y cuando le soñaba entre los arreboles de su gloria coronando las canas de mi vejez, la desesperación le mata y la desdicha me ofrece su cadáver mutilado; y hasta la justicia humana le niega el triste consuelo de la sepultura en tierra bendecida para los hombres! ¡Donde le vi crecer lleno de vida y de esperanza, donde más le sonreía la ilusión de sus amores, se pudrirán sus míseros restos señalados con el horror de las gentes, sin compasión a las lágrimas con que yo regaré el mármol que los cubra!
-¡Qué desdicha tan espantosa! -exclamó Águeda anegada en llanto-. ¡Separada de él en la tierra... y eternamente separados después!
-¿También allá?
-Sí doctor... Murió rebelde, impenitente... ¡El único delito que no cabe en la misericordia divina!
-¡Quién sabe si hubo un instante en los postreros de su existencia!...
-¡Virgen María!... ¡Si eso fuera verdad!... ¡Cuánto se lo he pedido a Dios al verle tan cegado por el error!
-Reza, hija mía, reza; reza siempre por él..., ¡y reza también por su padre, que bien lo necesita!
-¡Por usted, doctor!... Pues ¿por ventura cree usted en la eficacia de la oración?
-¡Yo no sé, hija mía, qué es lo que creo ya, ni lo que dejo de creer! ¡Lo único que a mis ojos no tiene duda, es la inmensidad de mi desgracia y la de mi dolor sin consuelo!
Abatió la cabeza entonces; ocultó la cara entre las manos, y lloró mucho. Irguióse después; elevó los ojos, turbios por el llanto, adonde tan pocas veces los había elevado, y exclamó entre gemidos y lágrimas:
-Si este martirio que me acongoja es un castigo del cielo... Señor, ¡tremenda es tu justicia!...
Appendix A
Diciembre de 1879.
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. De tal palo, tal astilla. De tal palo, tal astilla. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2C1A-5