I
Caballeros en mulas y a su buen paso de andadura, iban dos hombres por aquel camino viejo que, atravesando el monte, remataba en Viana del Prior. A tiempo de anochecer entraban en la villa espoleando. Las mujerucas que salían del rosario, viéndolos cruzar el cementerio con tal prisa, los atisbaron curiosas sin poder reconocerlos, por ir encapuchados los jinetes con las corozas de juncos que usa la gente vaquera en el tiempo de lluvias, por toda aquella tierra antigua. Pasaron los jinetes con hueco estrépito sobre las sepulturas del atrio, y las mujerucas quedáronse murmurando apretujadas bajo el porche, ya negro a pesar del farol que alumbraba el nicho de un santo de piedra. Voces de viejas murmuraron bajo el misterio de los manteos:
—¡Son las caballerías del palacio!
—Esperaban, días hace, al señor mi Marqués. Viene para levantar una guerra por el Rey Don Carlos.
—¡Y el sacristán de las monjas espareció!
—Bajo el Crucero de la Barca, dicen que hay soterrados cientos de fusiles.
—El sacristán no se fue sólo, que con él se partieron cuatro mozos de la aldea de Bealo. A todos los andan persiguiendo.
—No quedará quien labre las tierras. Aquellos mozos que no van a la guerra por la su fe, luego se van por la fuerza a servir en los batallones del otro rey.
—¡Nunca tal se vio como agora! ¡Dos reyes en las Españas!
—¡Como en tiempo de moros!
—Bárbara la Roja, que tiene al marido contrabandista, va diciendo por ahí que el sacristán dejose ver con una partida en la raya de Portugal.
—¡Santo fuerte, si lo cogen lo afusilan!
—¡Afusilado murió su padre!
—¡No hay plaga más temerosa que la guerra que se hacen los reyes!
—¡Las Españas son grandes, y podían hacer partición de buena conformidad!
—Son reyes de distinta ley. Uno buen cristiano, que anda en la campaña y se sienta a comer el pan con sus soldados: El otro, como moro, con más de cien mujeres, nunca pone el pie fuera de su gran palacio de la Castilla.
Amenguaba la lluvia, y las viejas dejaron el abrigo del porche, encorvadas bajo los manteos, chocleando los zuecos. Se dispersaron, y algunas pudieron ver que estaban iluminadas las grandes salas del palacio de Bradomín. El Marqués acababa de descabalgar ante la puerta que aún conservaba, partidas en dos pedazos, las cadenas del derecho de asilo. El caballero legitimista venía enfermo, a convalecerse en aquel retiro de una herida alcanzada en la guerra.
II
Han encendido fuego en la gran sala del palacio, y allí, al toque de las ánimas, le sirven la colación al viejo dandy. El mayordomo, que había ido a esperarle con las mulas, viene a entretenerle con historias sin interés. Después llegan dos clérigos, canónigos de la Colegiata. Los dos habían recibido recado del caballero, que traía para ellos órdenes del Cuartel Real. Ninguno le conocía, porque eran veinte años los que llevaba ausente el famoso Marqués. Todo entre ellos fue plática de cortesanías, hasta que, levantados los manteles, salió el mayordomo y el caballero cerró con noble empaque las cuatro puertas de la sala. Los canónigos cambiaron una mirada, y el viejo dandy, avanzado hacia el centro de la estancia, exclamó:
—¡Saludémonos, como cruzados de la Causa!
Estas palabras bastaron para que los clérigos se emocionasen. Las habían oído otras muchas veces, ellos mismos solían repetirlas, y sólo entonces, pronunciadas por aquel anciano caballero que volvía de la guerra con un brazo de menos, las sintieron resonar dentro del alma como palabras de oración. Tenían un sentido religioso y combatiente, un rebato de somatén, en el silencio de aquella sala y en los labios de aquel prócer que volvía después de veinte años. Uno de los canónigos dijo con grave dignidad.
—Como sacerdotes, somos cruzados de la milicia cristiana, y el Rey legitimo defiende la causa de Dios.
El otro tonsurado asentía moviendo la cabeza y entornando los ojos: Sólo era canónigo, y por timidez dejaba la palabra a su compañero que era Maestre-Escuela. Después, como todos callasen, murmuró con una llama de amor en los ojos y la voz enajenada:
—¡Cruzados cual aquellos que iban a rescatar el Santo Sepulcro!
El Maestre-Escuela, como era mucho más soldado que contemplativo, interrogó:
—¿Qué tal marchan los asuntos de la guerra, Señor Marqués?
El Marqués de Bradomín meditó un momento, con los ojos distraídos sobre las llamas que se retorcían bajo la gran campana de la chimenea. Al responder mostraba una sonrisa triste:
—Los asuntos de la guerra están inciertos, Señor Maestre-Escuela. Sobran soldados y falta dinero.
El otro canónigo murmuró:
—¡Tenemos corazones, porque esos los da Dios!
El Maestre-Escuela hacía pliegues al manteo, con el ceño adusto:
—¿Y no habrá algún judío que nos preste? Sin oro no hay fusiles y sin fusiles no hay soldados... Es fuerza buscarlo y encontrarlo.
El caballero legitimista repuso casi sin esperanza:
—Por la Junta de Santiago, ustedes conocen el motivo de mi viaje. Es preciso que los leales nos sacrifiquemos; y para dar ejemplo, yo comenzaré vendiendo este palacio y las rentas de mis tres mayorazgos. Todo lo que tengo en esta tierra.
Los dos canónigos se entusiasmaron, y aquél de los ojos místicos e ingenuos juntó las manos con fervor:
—¡Resucitan las antiguas virtudes cristianas en estos tiempos de persecuciones contra la Iglesia de Dios!
El Maestre-Escuela comentó con espíritu menos beato:
—¡Quien heredó grandeza, grandeza muestra!... ¡Y es ascendencia de reyes la de nuestro querido Marqués!
El viejo dandy repuso con una sonrisa de amable ironía:
—De reyes y de papas... En lo antiguo mi familia tuvo enlace con la del cardenal Rodrigo de Borgia.
El Maestre-Escuela afirmó con un dejo militar:
—El papa español Alejandro VI.
Y murmuró el otro canónigo:
—¡Ya no hay papas españoles! En estos momentos un papa español podría decidir el triunfo de la Causa...
Tornó a sonreír el caballero legitimista:
—Sobre todo si era pariente mío.
El Maestre-Escuela, poniéndose una mano sobre la boca, tosió discretamente. Después recogiose los manteos, hasta lucir los zapatos con hebillas de plata, y habló en tono de sermón, accionando solamente con la mano derecha, una mano blanca y un poco gruesa que parecía reclamar la pastoral amatista:
—Por el triunfo de la religión, de la patria y del Rey, haremos cuanto sea dable. Creo interpretar en este momento el sentir de todo el Cabildo de Nuestra Santa Iglesia Colegiata. Haremos por la fe, aquello que hemos visto hacer por el infierno al impío Mendizábal. Nuestra, Iglesia, afortunadamente, aún es rica en plata y en joyas, tesoros que fueron ocultos cuando los bárbaros decretos del Gobierno de Isabel. Hay mucha más riqueza de metales finos y de pedrería, que riqueza artística. Con ella, y con nuestros bienes personales, acudiremos a sostener la guerra. Pero no seremos vandálicos como lo fueron al despojarnos los sicarios de Mendizábal. ¡Pronunciemos el nombre sin adjetivos, porque en sus letras lleva todos los estigmas! Las joyas artísticas serán respetadas, y de esta suerte reservaremos toda entera, para aquel hombre infausto, la triste gloria de haber sido un nuevo Atila.
Y el canónigo de los ojos místicos, aseguró:
—Así debía ser llamado, si no le reclamase el nombre de Antecristo.
El Maestre-Escuela, después de oírle, cruzó las manos con esa gravedad señoril y modesta de algunos eclesiásticos, y al hablar de nuevo lo hizo sin tono de sermón:
—Por mis aficiones, y un poco también por mis estudios, me siento inclinado hacia las cosas de arte... Creo continuar así la tradición do la Iglesia... ¡Los más grandes artistas tuvieron a los papas por Mecenas! Julio II fue protector de Rafael de Urbino, como lo fue Alejandro VI del Pinturichio, y Paulo IV de Tiziano Vecellio. Las riquezas artísticas de nuestra Colegiata me son bien conocidas, y de todas tengo escrita una compendiosa historia. Son donaciones de obispos y de piadosos caballeros. Algunas, ofrendas de reyes... La iglesia es muy antigua, data su fundación de una bula del papa Inocencio II. El primitivo claustro románico se conserva purísimo, y el resto no ha sufrido grandes restauraciones. Como tantas iglesias gallegas, data del arzobispado de Gelmirez. Pertenece al mismo momento que el Real Monasterio de András. ¡Esa joya convertida en cuartel por los vándalos isabelinos!
Después los dos canónigos y el caballero legitimista acordaron verse al día siguiente en la Sala Capitular. Urgía que los soldados tuviesen pronto fusiles.
III
La llegada del caballero legitimista, aquella misma noche corrió en lenguas por Viana del Prior. A la casa grande del vinculero, como seguían diciendo por tradición en la villa, llevó la nueva un criado que llamaban en burlas Don Galán. El amo, un viejo con ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgos de la montaña gallega, dio grandes voces en son de regocijo y de sorpresa:
—¿Dices que acaba de llegar mi sobrino Bradomín? ¡Gran señor, gran ingenio, gran corazón!... ¡Mala cabeza!...
La voz tenía una hueca resonancia en aquella cocina de la casona. Don Juan Manuel Montenegro, sentado ante una mesa cubierta con manteles de lino casero, cenaba al amor del hogar, acompañado por dos de sus hijos. Servíales a los tres una moza, barragana del viejo. Tenía los ojos azules y cándidos, con algo de flor, era casi una niña: Siempre que posaba las viandas sobre la mesa, las manos le temblaban y los hijos del hidalgo la seguían de soslayo, con celo y con rencor. Eran dos mancebos muy altos, cetrinos, forzudos y encorvados. El uno, cruzaba con desgaire bajo el brazo la bayeta de un manteo, y en el remate de su silla había colgado el tricornio que aún usan los seminaristas en Viana del Prior: Se llamaba Don Farruquiño. Al otro, por la belleza de su rostro, le decían en su casa y en toda aquella tierra, Cara de Plata. Los dos comentaron la llegada del Marqués de Bradomín:
—En el aula de Filosofía contó ayer un lagarto viejo, que Bradomín estaba en Santiago.
Y Cara de Plata, mirando a la barragana de su padre, replicó con un gesto sombrío:
—Viene para encender la guerra. Yo haré que me nombren capitán. Desapareceré para siempre.
El seminarista miró también a la barragana y le guiñó un ojo con malicia. El hidalgo vio el guiño, frunció el ceño y apuró el vaso. La barragana se acercó temblando y volvió a llenárselo. Cara de Plata, después de un momento, murmuró reflexivo y melancólico:
—¡Siento no haber sabido antes la llegada del Marqués!
Bajo la bóveda de la cocina resonó la voz de Don Juan Manuel:
—En otro tiempo, mi sobrino hubiera entrado en la villa a son de campanas. Es privilegio obtenido por la defensa que hizo uno de sus antepasados, y también mío, cuando arribaron a estas playas los piratas ingleses.
Al Marqués de Bradomín, el orgulloso vinculero le llamaba sobrino, bien que sólo los uniesen esos lejanos lazos de parentesco que casi se pierden en una tradición familiar. Los hijos permanecieron silenciosos: Cara de Plata con una grave expresión de ensueño en los ojos, y el seminarista sonriendo a la zagala de las vacas que, toda roja en el reflejo del fuego, sorbía las berzas del caldo arrimada a un canto del hogar.
Don Galán, que era un criado nacido en la casa, giboso, y bufonesco a la manera antigua, sacó la lengua fuera de la boca, imitando al papa-moscas de la fiesta:
—¡Habrá que beber un jarro para celebrar la santísima aparición del señor mi Marqués! ¡Jujú!
Don Juan Manuel Montenegro se incorporó dando grandes voces, que hicieron ladrar a los perros atados en el huerto, bajo la parra:
—¡Imbécil! ¿Quién eres tú para celebrar la llegada de tan noble caballero como mi sobrino?
Don Galán sacó otra vez la lengua:
—Algún can traerá consigo... Todo se arregla en este mundo, menos la muerte... ¡Jujú! Beba mi amo por la salud del sobrino, que yo beberé por la del can. ¡Jujú!
Otra vez volvió a gritar el hidalgo:
—¿Pero quién eres tú para beber conmigo?
Don Galán hizo una cabriola:
—¡Jujú! El mismo que bebió tantas otras veces.
—¡Eres un imbécil!
—¡Jujú!
—¡Un día te arranco la piel a tiras!
—¡Jujú! No será hoy.
—Puede que sí.
—¡Jujú! Hoy es de noche.
El vinculero reía con una gran risa violenta que le arrebolaba el rostro. De improviso se alzó de su asiento el hermoso segundón y arrojó al criado el plato lleno de huesos:
—Con los canes se reparten los mendrugos, pero no se bebe.
Descolgó su sombrero, que estaba en el clavo de una viga, y se dirigió a la puerta. Don Galán se apartó arrastras como un perro. Aquel viejo patizambo que, como los bufones reales, jugaba de burlas con su amo, temblaba ante los segundones y procuraba esquivarles. Cara de Plata gritó a la zagala del ganado.
—Rapaza, coge el candil y alumbra.
La zagala ya posaba el cuenco del caldo para requerir el candil, cuando se adelantó la otra niña barragana del vinculero:
—Sigue comiendo. Yo alumbraré.
Tomó el candil y salió delante del segundón. En la puerta, mientras levantaba los tranqueros, le dijo con voz tímida:
—¿De veras te vas a la guerra, Carita de Plata?
El hermoso segundón la miró sorprendido, poniéndose muy pálido:
—Ya lo he dicho.
—Otras cosas dices que no salen ciertas...
Y la niña alzó los ojos inocentes, sonriendo con dulzura. Tardaba en quitar los tranqueros y Cara de Plata la rechazó, alzándolos él y franqueando la puerta. La niña suspiró:
—¡No seas loco, Carita de Plata!
El segundón cogió entre sus manos la cabeza cetrina de la muchacha, y la miró en los ojos, tan cerca que sus pestañas casi se tocaban:
—¡Por qué me has matado?
La niña sollozó:
—No sé cómo fue... Tu padre llegó una noche y tía lo entró...
Cara de Plata le oprimía la cabeza hasta hacerla daño:
—¡Infame viejo! Si no me fuese de esta tierra, acabaría por matarlo.
—¡Ahora los dos tenemos que quererle!...
Y la niña huyó asustada, apagando al correr la luz del candil. Subiendo la escalera oía la voz del vinculero y su risa violenta y feudal:
—¡Don Galán, trae un jarro del vino blanco de la Arnela!
IV
El Marqués de Bradomín madrugó para oír misa en el convento de donde era abadesa una de sus primas, aquella pálida y visionaria Isabel Montenegro y Bendaña. El viejo caballero al recordarla, sentía una tristeza de crepúsculo en su alma. ¡Cuántas veces había pasado la muerte su hoz! De aquellas tres niñas con quienes había jugado en el jardín señorial, sólo una vivía. Como en el fondo de un espejo desvanecido, veía los rostros infantiles, las bocas risueñas, los ojos luminosos. Evocaba los nombres: ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Y aspiraba en ellos el aroma del jardín en otoño con sus flores marchitas, y una emoción musical y sentimental. ¡María Isabel! ¡María Fernándina! ¡Concha! Los claros nombres resonaban en su alma con un encanto juvenil y lejano. El amable Marqués de Bradomín tenía lágrimas en los ojos al entrar en el locutorio del convento donde le esperaba su prima la vieja abadesa, aquella pálida y visionaria María Isabel. La monja se levantó el velo:
—¡Dios te bendiga, Xavier!
Era alta, ojerosa, con las manos tan blancas, que parecían hechas del pan de las hostias. Hizo sentar a Bradomín en un sillón que había al pie de la reja, y seguidamente preguntó por los asuntos de la guerra y de la Corte de Don Carlos:
—¿Cómo están los Señores? ¡Dios los conserve siempre en salud! ¿Y el príncipe está muy crecido? ¿Y la infantina?
—El príncipe, deseando tenerse bien a caballo para salir a campaña con su padre.
Y el caballero legitimista se emocionó como siempre que hablaba de la familia de su Rey. La monja era curiosa:
—¿Dime, hay muchos soldados?
—En las provincias donde hay guerra, todos son soldados, lo mismo los hombres que las mujeres, y hasta las piedras.
—¡Es Dios Nuestro Señor que lo hace!: ¿Dime, y tú qué traes a esta tierra?
—Vender mi palacio y todas mis rentas...
—No lo hagas... Sobre todo el palacio... Esas piedras, aun cuando sean vejeces, deben conservarse siempre.
—Lo vendo para comprar fusiles.
—De todos modos es triste. ¡A qué manos irá!
El Marqués de Bradomín tuvo una sonrisa dolorosa y cruel:
—A las manos de algún usurero enriquecido. No hablemos de ello. Vendo el palacio como vendería los huesos de mis abuelos. Sólo debe preocuparnos el triunfo de la Causa. La facción republicana, que ahora manda, es una vergüenza para España.
La monja murmuró con los ojos brillantes:
—¡Te admiro!
El caballero legitimista repuso con sencillez:
—Son tantos los que hacen esto que yo hago.
La monja acercó su rostro a la reja:
—En el convento tuvimos un sacristán que se fue a levantar una partida en la raya de Portugal. Yo le di todas las alhajas que habían sido de mi madre, y sentí alegría al hacerlo. Se las tenía ofrecidas a la Virgen Santísima, y tuve que conseguir una dispensa. ¿Tú también tratas de levantar gente en armas? ¡Por Dios, si lo haces, no fusiles a nadie! ¡En la otra guerra los dos bandos fusilaron a tanta gente! Yo era niña, y aun me acuerdo de las pobres aldeanas vestidas de luto que llegaban llorando a nuestra casa. Iban a que mi madre les diese una limosna para mandar decir misas de sufragio.
El caballero legitimista sintió despertar su alma feudal:
—Se ha perdido aquella tradición tan militar y tan española.
La monja le miró fijamente, con las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito:
—¡Nuestro Señor Jesucristo nos ordena ser clementes!
—En la guerra, la crueldad de hoy es la clemencia de mañana. España ha sido fuerte cuando impuso una moral militar más alta que la compasión de las mujeres y de los niños. En aquel tiempo tuvimos capitanes y santos y verdugos, que es todo cuanto necesita una raza para dominar el mundo.
La monja repuso con energía:
—Xavier, en aquel tiempo, como ahora, hemos tenido la ayuda de Dios.
El Marqués de Bradomín no respondió, y la monja puso en el suelo sus ojos ardientes y visionarios. Las manos, siempre cruzadas sobre el hábito, eran tan blancas que parecían tener una gracia teologal para obrar milagros. Después de un momento, dijo bajando el velo que hasta entonces había tenido levantado:
—Xavier, es hora de rezo y tengo que dejarte. Yo te rogaría que volvieses mañana, si no te cansa mucho... Aún tenemos que hablar.
El viejo dandy se alzó del sillón dando un suspiro:
—¡Adiós, Madre Abadesa, hasta mañana!
La monja, al retirarse, pegó el rostro a la reja y le dijo en voz muy baja y confidencial:
—¡Estoy pisando sobre fusiles!
V
Después del coro, algunos canónigos y beneficiados quedáronse a esperar la visita del caballero legitimista: Hablaban de la guerra calentándose en pie delante del brasero, en medio de la Sala Capitular. De tiempo en tiempo se oía el golpe de una puerta y el vuelo inocente de un esquilón. Viejos sacristanes y monagos vestidos de rojo, iban y venían en la sombra. La Sala Capitular era grande, silenciosa y con olor de incienso. Tenía el techo artesonado y los muros revestidos de terciopelo carmesí franjeado de oro. En los rincones brillaban algunas cornucopias, colgadas sobre cómodas antiguas con incrustaciones. Por las mañanas el sol doraba los cristales de una ventana enrejada, y tan alta que debajo quedaba espacio para una alhacena con herrajes y talla del Renacimiento. El Marqués de Bradomín entró acompañado de su capellán. Canónigos y beneficiados le recibieron con esa cortesía franca y un poco jovial, que parece timbrar las graves voces eclesiásticas:
—¡Señor Marqués de Bradomín!
—¡Ilustre amigo!
—¡Viejo compañero!
—¡Ya volvemos a tenerle entre nosotros!
—¡Se le abraza como a un náufrago!
—¡Cincuenta años que somos amigos!
Estas palabras las pronunció un viejecillo que sólo era capellán. Llevaba anteojos, tenía una calva luciente y dos rizos de plata sobre las orejas. Parecía próximo a llorar:
—¡Señor Marqués!... ¡Xavierito!... ¡Cincuenta años!... ¡Medio siglo! Estudiamos juntos gramática latina en el convento, con aquel bendito Fray Ambrosio. A mí me costeaba los estudios el padre del Señor Marqués. ¡Dios le tenga en su Gloria! ¡Cuánto tiempo! ¡Medio siglo!... Y no me olvido de aquellos dos bandos, Roma y Cartago. Xavierito capitaneaba en el aula el bando de Roma, era Publio Emiliano Escipión, el Africano... Yo capitaneaba el otro bando, era Aníbal, el hijo de Amilcar, pobrecito de mí, siempre vencido. Y sin envidia, y sin rencor... Comprendía que el lauro debía ser para esa frente... ¡Señor Marqués de Bradomín, Xavierito de mi vida!
Y el viejo abría los brazos delante del caballero legitimista, llorando como un niño:
—¡Ya no se acuerda! ¡Ya no se acuerda!
El Marqués repuso con una sonrisa:
—¡De todo me acuerdo, Minguiños! Después de haber vivido, como yo he vivido, se está siempre con los ojos vueltos hacia el pasado. Al bendito Fray Ambrosio, como tú dices, lo encontré en la guerra, y te aseguro que está más joven que nosotros.
El capellán se limpiaba los ojos con su gran pañuelo de yerbas, y sonreía. El Maestre-Escuela comentó:
—Este abrazo de Aníbal y de Escipión, no se parece ciertamente al abrazo de Vergara.
El capellán protestó:
—Ni el señor Marqués de Bradomín es el ayacucho, ni yo, por suerte, soy el traidor Maroto.
Y el canónigo de los ojos místicos murmuró fervoroso:
—¡Gracias le sean dadas a Dios!
Hubo un murmullo discreto y grave, que fue dominado por la voz del Maestre-Escuela:
—Todos somos aquí amigos y compañeros para poder hablarnos dejando que el corazón salga a los labios. Nos reúne un mismo sentimiento de amor a la Religión y a la Patria. Yo, confiando acaso más que debiera en este sentimiento, ofrecí al ilustre prócer que ahora nos hace visita, auxilios para la Causa. Después todos habéis visto, con dolor, que ello no es posible. Esta Santa Iglesia Colegiata, gobernada en lo terrenal por una voluntad que está más alta que la nuestra, no acudirá en socorro de los leales que dan su sangre por Dios y por el Rey.
Una voz murmuró al oído del caballero legitimista:
—Está fuerte en sus alusiones al Señor Deán.
Era el viejecillo de la calva luciente y los rizos de plata. Luego, oprimiendo con timidez el brazo del caballero y llevándose un dedo a los labios, le indicó por señas que atendiese a las palabras del Maestre-Escuela:
—Pero sobre todas las tiranías y sobre todas las miserias de los hombres, está el divino esfuerzo de la Fe. Nuestra Fe, es la espada que alzamos contra el enemigo, espada de fuego y de luz como la del Arcángel. Si esta Santa Iglesia Colegiata no puede hacerlo, con nuestros bienes y con nuestras personas, acudiremos a sostener la guerra. ¡Los cruzados de la Causa tendrán fusiles para vencer, si tal es la voluntad de Dios!
El viejecillo, comunicando a su cabeza un ligero temblor, volvió a oprimir el brazo del Marqués de Bradomín:
—Nuestro Deán está propuesto para obispo, y quiere congraciarse con los herejes de Madrid: Interpuso su veto, y aquí se quedarán las alhajas hasta que se las lleve otro Mendizábal.
Los canónigos habían acogido con murmullos ardientes y aprobatorios, las últimas palabras del Maestre-Escuela. Sobre una mesa forrada de velludo carmesí había un tintero de plata con plumas de ave, y desfilaron todos, escribiendo su nombre y su contribución en un pliego de papel de barba que se llenó de rúbricas y de borrones.
VI
El Marqués de Bradomín recibió aquel día un pliego de la Junta de Santiago: Eran malas noticias las que le daban: Había caído prisionera una tropa carlista que hacía leva de mozos y requisa de caballos en la raya portuguesa, cerca de San Pedro de Sil: También recordaban los señores de la Junta la falta de dinero, y aquella urgencia con que lo reclamaban de la guerra. El Marqués de Bradomín llamó a su mayordomo y le habló de la venta del palacio con sus tierras y rentas forales. El mayordomo se demudó:
—¿Vender el palacio y las rentas del mayorazgo?...
El Marqués afirmó con entereza:
—Venderlo todo, y como quieran pagarlo.
—Mucha parte es vinculada, y solamente de la mitad libre alcanza a disponer el Señor Marqués.
—Pues se vende la mitad.
El mayordomo meditó un momento, puesta la vista en el suelo. Era un aldeano de expresión astuta, con el pelo negro y la barba de cobre, hijo de otro mayordomo muerto aquel año. Con el dominio que le daban las rentas del marquesado tenía mozas en todas las aldeas, y los parceros y los llevadores de las tierras le aborrecían con aquel odio silencioso que habían aborrecido al padre: Un viejo avariento que, durante cuarenta años, pareció haber resucitado el poder feudal, tan temido era de los aldeanos:
—Aun cuando todo se malvenda, no hay en la redondez de doce leguas quien tenga dinero para comprar este palacio y tantísimo foral... Habría que hacer parcelas, y hoy saltaría un comprador y otro al cabo de los siglos. Solamente que el Señor Ginero...
El Marqués de Bradomín, que comenzaba a sentir enojo de las argucias del mayordomo, preguntó con altivez:
—¿Es rico?
El mayordomo abrió los ojos inmensamente: Eran verdosos, con las pestañas siempre temblorosas y muy rubias:
—Guarda en las arcas más onzas de oro, que barbas blancas tiene mi Señor Marqués.
El viejo legitimista determinó con un gesto imperioso:
—Hoy mismo le buscas y le hablas.
—¡Suerte tiene la raposa, llévanle la gallina al tobo!
Y el mayordomo se retiró andando muy despacio para apagar el ruido de los zuecos. Pedro de Vermo buscó a su mujer en el establo: La encontró sentada en el umbral de la puerta, con la rueca afirmada en la cintura y los ojos atentos sobre el recental que hocicaba bajo las ubres de una vaca lucida. La mujer del mayordomo era menuda, silenciosa, con los ojos bizcos y muy negros. Hablaba el gallego arcaico y cantarino de las montañesas. No tenía hijos, y para conjurar a la bruja que le hiciera tal maleficio, llevaba una higa de azabache colgada del dedo meñique, en la mano izquierda. El marido se detuvo mirando al recental:
—¡Condenado, toda la noche batiendo con la testa en la cancela del cañizo, para juntarse con la madre!
La mujer respondió levantando hacia el marido sus ojos bizcos:
—Si lo dejasen el santo día tirando de las ubres, aun no tendría harto.
—¡Es voraz!
—¡También está guapo!
—Ya puedes desapartarlo, Basilisa.
La mujer alzose del umbral, acorrando con ambas manos la gran rueda de la basquiña, y requirió el palo de la rueca para acuciar al recental. El mayordomo llevose a la vaca tirando de la jereta. Marido y mujer entraron en el establo. Era oscuro, con olor de yerba húmeda. Un cañizo alto y derrengado, ponía separación entre la carnada del recental y la camada de la madre. El mayordomo se movía en la sombra disponiendo en el pesebre recado de yerba verde, para la vaca. Habló cauteloso:
—¿Mujer, sabes lo que acontece?
La mujer exhaló un gemido largo, de aldeana histérica:
—¡Nunca cosa buena será!...
—El amo viene por el mor de vender...
La voz de la mujer se hizo más triste:
—¡Y si a mano viene por un pedazo de pan!
—Así es la verdad. ¡Da dolor del ánima que se lo lleven así!
—Agora era ocasión, si no hubiéramos comprado los Agros del Fraile. Si pudiésemos por la parte nuestra vender alguna tierra.
—En secreto había de ser.
—¡Natural, mi hombre!
—O encontrar quien nos prestare al rédito.
Basilisa se incorporó mirando a su marido, con una brizna de yerba entre las manos, y en la oscuridad del establo su voz cantarina tuvo algo de agorería:
—¡Si de mí te aconsejas, nunca tal hagas! ¡Son los usureros los acabadores de las casas! ¡Las comen por el pie!
Pedro de Vermo no respondió. Acababa de esparcir en el pesebre la ración de heno, y con un brinco encaramose en el borde: Silbando muy despacio, balanceaba a compás los pies calzados con zuecos. Basilisa volvió una cesta boca abajo y se sentó encima. Los dos se miraban en silencio, sin distinguir más que sus sombras. El marido dejó de silbar:
—¿Sabes lo que tengo cavilado, Basilisa? A nosotros lo que mejor nos está, pudiendo ello ser, es seguir con el cargo del palacio y de las rentas... El amo solamente viene por dinero y podría acontecerse que mejor lo topase sin vender cosa ninguna, teniendo tanto como tiene para responder. ¿Qué dices tú, Basilisa?
—Tú que oíste al amo, sabes mejor su sentir...
—Hablaríamos con el Señor Grinero. Inda no hace mucho me preguntó si sabía de alguien, con responsabilidades, a quien prestarle.
De nuevo callaron marido y mujer. Pedro de Vermo fue por la vaca y la trajo al pesebre. El animal sacudió varias veces la cabeza y comenzó a mordisquear la yerba dando leves mugidos de satisfacción y de ansia.
VII
El Señor Ginero, después de la siesta, todas las tardes salía de su casa con la escopeta al hombro y un cestillo de mimbres en la mano. Andaba lentamente, arrastrando los pies, y de reojo atisba al interior de las casas donde veía los camastros sobre caballetes pintados de azul, y a las mujeres sentadas en el suelo haciendo red. A veces asomaba la cabeza por alguna puerta llena de humo, ese humo pobre de la pinocha, con olor de sardinas asadas:
—¿Lagarteira, está tu marido? Respondía una voz dando gritos:
—¡Está en el mar!
Y salía una vieja con los ojos encendidos y las greñas sujetas por un pañuelo anaranjado. El Señor Ginero tosía:
—Que no se olvide de cumplir como es debido. No quisiera llevaros al juzgado...
La vieja hundía los dedos en las greñas, desdichándose:
—¿Son tan malos los tiempos?
El Señor Ginero contestaba huraño:
—Son malos para todos.
Y continuaba su paseo hacia una gran huerta que había comprado cuando la venta de los bienes conventuales. Estaba amurallada como una ciudadela, tenía una vieja y fragante pomareda de manzanas reinetas, y un palomar de piedra, con trazas de torreón, de donde volaban cientos de palomas. Desde hacía treinta años, todas las tardes iba a su huerta el Señor Ginero. Cerca del anochecer se tornaba a la casa con el cestillo cubierto por hojas de higuera, y lleno unas veces de fresones, otras de nísperos, otras de manzanas, según fuese en el buen tiempo de Mayo, o en vísperas de San Juan, o cuando amenguan los días en Octubre. También solía suceder que sobre la fruta soltasen el plumón algunos gorriones muertos de un escopetazo. Aquellos pájaros eran la cena del viejo ricachón que, al sentirlos crujir bajo los dientes, gustaba el placer de devorar a un enemigo. La huerta estaba fuera de la villa, y en el muro negruzco, frente al sol poniente, tenía un gran portal encarnado que flanqueaban dos poyos donde solían descansar del paseo los canónigos y beneficiados de la Colegiata. El Señor Ginero, que era muy beato, se detenia siempre a saludarlos, pero aquella tarde llegó hasta levantar las hojas de higuera que cubrían el cestillo, y ofrecerles si querían merendar. Las voces graves y eclesiásticas se lo agradecieron con un murmullo. Había allí muchos manteos y sombreros de teja. Los canónigos acompañaban a su amigo el Marqués de Bradomín. El Señor Ginero extremaba su cortesía.
—¿El Excelentísimo Señor Marqués, tampoco quiere aceptar una ciruelita de las que llamamos aquí de manga de fraile? No las habrá tomado mejores por esas luengas tierras.
Era un viejo alto, seco, rasurado, con levitón color tabaco, y las orejas cubiertas por un gorro negro que asomaba bajo el sombrero de copa. Se despidió con grandes zalemas.
Desde la mañana sabía la llegada del caballero legitimista, y quedara convenido con el mayordomo Pedro de Vermo.
VIII
Canónigos y beneficiados, al volver del paseo, dieron compañía al caballero legitimista hasta la portalada de su palacio: Allí se despidieron con promesa de tornar en la noche para hacerle tertulia, y el caballero entrose solo por el vasto zaguán. Una sombra paseaba bajo las bóvedas, ya oscuras, y se oía el rumor de pasos y espuelas. Un caballo estaba atado en la puerta. La sombra vino hacia el Marqués de Bradomín:
—¡Soy uno de los hijos de Don Juan Manuel Montenegro!
El Marqués le tendió la mano:
—¡Creo que somos primos!
El segundón, presintiendo una sonrisa de ironía, le clavó los ojos en la oscuridad, con extraordinaria fijeza:
—¡Yo soy Cara de Plata!
Hablaba con aquella arrogancia caballeresca heredada del padre. El viejo dandy puso su única mano sobre el hombro del mancebo:
—¡Bello nombre te dieron!
Y le llevó hacia la gran arcada de la escalera, y subió con él apoyándose familiar y amable como un gran señor:
—¿Está muy viejo tu padre?
—Yo le recuerdo igual toda la vida.
—¡Es un roble!
—En esta tierra los robles tienen ahora un gusano que los seca, y mi padre no adolece de nada... ¡Vivirá cien años!
Llegaron a lo alto de la escalera y, marchando tras el mayordomo que alumbraba, interrogó el Marqués:
—¿Aún dobla una herradura y se come un carnero?
El hijo respondió orgulloso:
—Las dos cosas hizo el día de la fiesta.
—¡Parece aquel Carlomagno, emperador de la barba florida!
Y el caballero legitimista gustó una emoción literaria y legendaria, recordando con aquellas palabras al viejo hidalgo. Sentándose cerca de la luz, hizo sentar a Cara de Plata. Un poco sorprendido detuvo sobre él los ojos, que comenzaban a sentir la falta de vista. La varonil hermosura del mancebo le parecía la herencia de una raza noble y antigua:
—¿Tú te llamas Miguel?
—Así me bautizaron en la iglesia.
—Pero te está mejor Cara de Plata... ¿Y por qué no me esperaste aquí, en lugar de hacerlo en el zaguán?
—Temí que no me abriesen tus criados. Pocos días hace tuve que ponerle los huesos en un haz a ese pillaván...
Y con gesto de señoril insolencia, señalaba al mayordomo que en aquel momento cerraba las ventanas para impedir que el viento apagase la luz. Pedro de Vermo murmuró apenas algunas palabras en voz baja, y el viejo dandy quedó admirado de aquella sumisión. El mayordomo salía sin ruido, pegado a la sombra del muro. El Marqués le gritó:
—Mi primo cenará conmigo.
—Está muy bien Señor Marqués.
El segundón advirtió con mofa:
—No me envenenes con alguna mala yerba, como has hecho con mis perros.
En la puerta de la sala apareció la mujer del mayordomo:
—¡No levante falsos testimonios que le habrá de castigar Dios!
Basilisa apartose dejando la puerta a su marido, que se alejó con andar de lobo, y se pasó la punta del manteo alrededor de los ojos con mucha lentitud: Después dijo con la voz llorosa:
—Piden permiso para ver a vuecencia. Es el Señor Ginero.
En la calle rasgueaban guitarras, y se oía el paso de una rondalla que desfilaba bajo los balcones del palacio. Una voz cantó:
IX
El Señor Ginero se detuvo en la puerta haciendo una profunda cortesía:
—¿Da su permiso, mi dueño y mandatario el ilustre Marqués de Bradomín?
Al tiempo que encorvaba su aventajado talle, abría los brazos con beatitud: En una mano tenía el sombrero de copa y en la otra el cestillo de las ciruelas. El caballero legitimista le acogió con gesto protector y amable. Dio algunos pasos el usurero, hizo otra cortesía, dejó sobre la mesa el cesto de las frutas, y delicadamente le alzó las hojas de higuera con que venía cubierto:
—¡Permítame que le ofrezca este pobre don de una rica voluntad!
Estrujó las hojas de higuera entre las palmas, y muy pulcramente las ocultó en el bolsillo de su levitón. El Marqués comenzó a celebrar la hermosura de la fruta, y el usurero, entornando los párpados, movía la cabeza:
—Vienen de huerto frailuno. Aquella gente tenía gusto por estas cosas.
El Señor Grinero, de tiempo en tiempo, dirigía una mirada rencorosa al hermoso segundón. Al fin no pudo contenerse:
—¡Me alegro mucho de verle, joven del bigote retorcido!
Cara de Plata sonrió con mofa:
—Yo ni me alegro ni lo siento, Señor Ginero.
—¿Ha olvidado que me adeuda cinco onzas y los réditos?
—¿Y usted no tiene noticia de mi caída del caballo?
—Sí...
—¿Y de qué sufrí el golpe en la cabeza?
—Sí...
—¿Y de las consecuencias de ese golpe? Pues sepa usted que he perdido completamente la memoria.
El Señor Ginero aparentó reírse, pero su voz aguda y trémula delataba la cólera:
—¡Está muy bien! ¡Está muy bien! Pero usted no sabe que hay un perro para los desmemoriados... Un perro del juzgado... El Alguacil... ¡Este Don Miguelito es gracioso!... Hijo mío, la deuda espera un año y otro año, pero los réditos hay que satisfacerlos puntualmente.
El Señor Ginero se detuvo y tosió sujetándose las gafas de gruesa armazón dorada: Después, volviéndose adonde estaba el caballero legitimista, saludó profundamente:
—¿Podríamos hablar un momento en secreto?... Ya esta mañana convine con el mayordomo... ¡Ese honrado servidor nacido en la casa y que tanto se interesa por ella!
El Marqués repuso con nobleza:
—Es inútil el secreto, Señor Ginero. El Marqués de Bradomín no oculta que necesita vender sus tierras para acudir a sostener la guerra por su Rey.
Al oírle, el usurero arqueaba las cejas con el gesto del hombre cuerdo que se aviene a los caprichos ajenos:
—No es costumbre... Pero cierto que donde hay legalidad no hay miedo a la luz... Bueno, pues yo comprar no puedo... Un puñado de onzas que tengo ahorradas, a su disposición lo pongo... Cuando quiera convendremos el rédito... ¡El Señor Marqués tiene bienes para responder siete veces de la miseria que yo puedo prestarle!
—Todo eso será tratado por mi mayordomo.
Y el viejo dandy extendió su único brazo con ademán tan desdeñoso, que el usurero, sin esperar más, salió haciendo reverencias y enjugándose la frente con un pañuelo a cuadros que sacó de entre el forro del sombrero. Cara de Plata exclamó sin poder contenerse:
—¡Cómo van a robarte!
El Marqués alzó los hombros:
—Peor sería que tratase conmigo ese zorro viejo.
El hermoso segundón sonrió con amargura:
—¡Ese hombre será el heredero de nuestras casas!
X
Cara de Plata sentose a cenar con el caballero legitimista. De pronto rompió en una carcajada extraña que tenía cierto timbre cruel, y miró al Marqués:
—¿Nos estaremos comiendo tu brazo?
Aquel viejo dandy que amaba tanto la originalidad, la impertinencia y la audacia, hizo, sin embargo, un gesto doloroso. Pero luego sonrió bajo la mirada del bello segundón. Los ojos de Cara de Plata, verdes como dos esmeraldas, tenían una violencia cristalina y alegre, parecían los ojos de un tigre joven. El Marqués de Bradomín repuso con fría elegancia:
—Yo solamente he dado a comer de mi corazón... Pero ha sido a las mujeres más hermosas de mi época.
El segundón, sintiéndose dominado, volvió a reír con su risa desesperada:
—Xavier, yo aquí voy a terminar mal... Algunas veces siento tentaciones de poner fuego a todo este montón de casas viejas... Si no me hago fraile, como los hijos del Señor Grinero, acabaré haciéndome capitán de ladrones.
Ya no reía y en su boca quedaba una gran tristeza. El Marqués le clavó los ojos:
—¿Qué deseas de mí?
—Que me ayudes para levantar una partida por Carlos VII.
Hubo un gran silencio. Entraba la mujer del mayordomo, que se entretuvo llenándoles los vasos, y esperaron a qué saliese. El caballero legitimista habló lentamente:
—Yo soy partidario de extender la guerra como un gran incendio, no de convertirla en hogueras pequeñas.
Cara de Plata le miró sin alcanzar el sentido oculto de tales palabras. El Marqués continuó:
—Debemos concentrar todas nuestras fuerzas en Navarra, en Guipúzcoa, en Álava y en Vizcaya. Mientras se pueda debe conservarse una relación entre todas las partidas, y utilizarlas prudentemente en algaradas y descubiertas para levantar en armas Aragón y Castilla la Vieja. Una partida que se alzase en esta tierra, si estaba sola, en pocos días caería prisionera... Es preciso reunir aquí dinero y levantar hombres, pero la guerra hacerla en otra parte. Cara de Plata interrumpió:
—Cada uno debe ser soldado en su tierra.
El Marqués de Bradomín se irguió con un profundo convencimiento:
—¡Jamás! El mejor soldado es siempre el que cuenta más leguas detrás para volver a su casa. España tiene una rugiente historia militar de cuando hizo la guerra en lenguas tierras: En México, en el Perú, en Italia y en Flandes. Hoy mismo, los soldados que se baten mejor en nuestra guerra, son aquellos que vienen de más lejos.
—¿No son los navarros?
—No.
—¿Ni los alaveses?
—Tampoco. Son los Tercios Castellanos.
—¡Hermoso nombre!
—Se lo ha dado el Rey.
—¿Tú puedes hacer que yo entre a servir en los Tercios Castellanos?
—Puedo llevarte conmigo. Pero tendrás que entrar como soldado en la Compañía de Cadetes. ¿Cuándo quieres ponerte en camino?
—Cuando tú me lo mandes.
El Marqués de Bradomín meditó un momento:
—Acaso te encomiende una importante misión para el Cuartel Real.
El hermoso segundón sonrió con melancolía:
—¡Tú me salvas, Xavier!... Aquí, lo que te dije, hubiera acabado mal...
De pronto oyose en la noche un campaneo de rebato y las pisadas de la gente que pasaba corriendo bajo los balcones del palacio. El mayordomo entró asustado:
—¡Son las monjas del convento!
Y Basilisa, abriendo el postigo de una ventana y mirando a la calle, suspiró:
—Fuego no es, pero algo acontece.
Paseó por la sala sus ojos bizcos y suspicaces, inquietos como los de las gallinas enjauladas, y volvió a mirar hacia la calle. Cara de Plata le dijo con burla:
—Andará alguna bruja por los tejados.
Se oían voces de niños y mujeres al pasar corriendo, chapoteando en el charcal que, en el centro de la plaza, la luna salpicaba de luz. Basilisa, toda consternada, se apartó de la ventana:
—¡Santísimo Señor!
El mayordomo interrogó:
—¿Oíste algo?
—¡Dicen que los soldados están en el convento de las Madres!
El Marqués y el segundón se pusieron en pie mirándose fijamente, con el mismo pensamiento en los ojos. Cara de Plata murmuró a media voz:
—Se decía que las monjas guardaban fusiles bajo el altar mayor.
El Marqués de Bradomín hizo un gesto, recordando ciertas palabras de la Madre Abadesa.
XI
Todas las puertas del convento estaban guardadas por centinelas, y era la consigna no permitir a nadie ni la salida ni la entrada. En lo alto de la torre una monja, loca de miedo, seguía tocando las campanas, mientras hacía ronda en torno del convento y del huerto, una escuadra de marineros desembarcados de la trincadura Almanzora, que aquella tarde, ya puesto el sol, viérase entrar en bahía con todo el velamen desplegado. El comandante, un viejo liberal que alardeaba de impío, recorría el claustro y la iglesia, seguido de cuatro marineros con linternas que hacían cateo bajo los altares, como en la bodega de un barco contrabandista. La comunidad, reunida en el coro, cantaba un miserere, y la voz del órgano era bajo las bóvedas como la voz del viento en un naufragio, temerosa y misteriosa, voz de procelas. El comandante quiso registrar las celdas, y salió a recibirle en el coro, sola y con el velo caído, la Madre Abadesa:
—Señor comandante, quien rompa la clausura incurre en pena de excomunión.
Seguía oyéndose el canto latino de las monjas, medido y guiado por la voz del órgano como por el rugido de un león que fuese pastor. El comandante erguíase adusto tras la reja del locutorio:
—Señora monja, yo sólo conozco las penas en que incurren los que hacen contrabando de armas.
La Madre Abadesa se apretó el velo contra la cara y besó la cruz de su rosario:
—Estas rejas están cerradas para el mundo y solamente serán abiertas por la fuerza inicua de la herejía.
Sus manos albas y mortuorias se arrebujaban entre los pliegues del velo. Era una sombra inmóvil en medio del locutorio, y parecía haber llegado allí desde el fondo de alguna capilla donde estuviese enterrada. El hábito blanco, en largos pliegues, tenía la rigidez de la mortaja, y la sombra velada de la monja daba una sensación de terror, como si fuese a desmoronarse en ceniza, bajo el trueno del órgano, para edificación de aquellos soldados impíos. Los cuatro marineros permanecían en el arco de la puerta, y el foco de luz de las linternas bailaba sobre el techo y los muros. A veces todo el grupo tenía un vaivén de borrachera, y se adelantaba tartajeando para volver, en otro vaivén, a recogerse en el ancho quicio. Las cabezas se adivinaban rojas en la sombra. Una voz vinosa barboteó:
—¡Mi comandante, quiere usía que la afusilemos a la gachí?
El comandante se volvió imponiendo silencio, y un marinero adelantó dando traspiés, empujado por los otros que reían en la puerta con los hombros juntos. El comandante gritó:
—¡Cuadrarse!
Y acompañó la orden batiendo con el sable en la reja del locutorio. La Madre Abadesa se alzó el velo, y todo su orgullo de raza vibró en su voz:
—Señor comandante, no he nacido para ser atropellada por la soldadesca, ni he de consentirlo ahora. Salga usted de aquí. Puede ambicionarse el martirio bajo las garras de los tigres y de los leones, pero no bajo las herraduras de los asnos.
El comandante volvió a golpear con el sable en la reja del locutorio:
—¡Señora monja, modérese!...
De la hoja de acero salían chispas al mellarse. Uno de los marineros dijo a los otros en voz baja y ceceando:
—¡Nos ha salido Sor Patrocinio!
Los otros rieron, tambaleándose sin romper la fila. El comandante comenzó a vociferar:
—¡Estoy autorizado por las leyes! ¡Cumplo con mi deber! ¡Haré uso de la fuerza!
La monja le volvió la espalda y salió sin recoger el vuelo de sus hábitos. La voz ceceosa gritó:
—¡Va a repelarse los bigotes en el fuego! Contestó un clamor confuso de beodos:
—¡Qué baile! ¡Qué baile!
El comandante rompió contra la reja la hoja de su sable:
—¡Cuadrarse! ¡Silencio!
Y adelantó levantando la empuñadura, donde sólo quedaba un palmo de acero:
—¡Cuadrarse!
Los marineros, como si no le hubiesen oído, redoblaron su clamor:
—¡Qué baile! ¡Qué baile!
Y ellos mismos comenzaron a bailar. El comandante pateaba de rabia:
—¡Arrestados! ¡Un mes de arresto! ¡Dos meses de arresto!
Los marineros seguían bailando, cogidos de los hombros. El de la voz ceceosa, rasgueando sobre el fusil como si fuese una guitarra, comenzó a cantar:
XII
En el locutorio apareció una hermana lega que venía rezando y santiguándose: Sus zapatos claveteados resonaban sobre la tarima: Era alta, con el rostro aldeano y el ademán brioso: Llevaba, en vez de hábito, basquiña de estameña, y sobre la frente morena y bruñida, una toca de lienzo pegada a la raíz del cabello. Siempre rezando entre dientes, buscó una llave en el manojo que le colgaba de la cintura y abrió la puerta de la reja:
—Pasen y hagan su escudriña.
El comandante entró mirando a la lega con fiero talante, y los cuatro mozos de la escuadra le siguieron chocando las linternas con una risa estúpida. La lega cogió de un brazo al que tenía más cerca, y le zarandeó:
—¡Guarday otro respeto, Faraones!
Bajo el arco tirante de las cejas los ojos de la lega despedían lumbre. Era hija de labradores montañeses, y por devoción había entrado a servir en el convento, donde al cabo de siete años alcanzaría profesar sin dote. Hacía tres que llegara de su tierra, con los zapatos en la mano para no romperlos en el largo camino y poder presentarse a la Madre Abadesa. Uno de los marineros quiso pasarle el brazo por la cintura:
—¡Vamos a naufragar!
La lega buscó entre sus llaves la más recia, y la empuñó con brío:
—¡Al que me apalpe lo escrismo!
Y marchó delante, rezando en voz baja y santiguándose. Atravesaron una gran cuadra con ventanas enrejadas y subieron una escalera de piedra que llevaba a la galería del claustro alto, donde estaban las celdas. El convento parecía abandonado, y en el silencio de las bóvedas, la voz irreverente de aquella escuadra de marineros borrachos despertaba un eco sacrílego. De tiempo en tiempo llegaba, en una ráfaga amplia y sonora, el canto de las monjas guiado por el órgano, y se extinguía de pronto como en una gran desolación. Los pasos de la escuadra resonaban siempre, y la lega, sacudiendo el manojo de sus llaves, iba abriendo puertas que quedaban batiéndose. Los soldados entraban en las celdas, revolvían los lechos, esparcían la paja de los jergones, y salían riendo, mostrándose furtivamente algún acerico que se llevaban para las novias. Y otra vez la salmodia penitente estremecía el convento con su sollozar de almas, y la voz del órgano parecía el rugido de un león ante el sol apagado, en el día de la ira. Recorrían largos corredores, salas silenciosas, subían y bajaban escaleras profundas. Cuando cruzaban ante alguna imagen, el comandante tenía un alarde de impiedad y se calaba hasta las cejas la visera de su gorra. Los mozos de la escuadra se miraban, entre medrosos y admirados, sin que ninguno osase imitarle. Salieron al huerto, registraron en el pozo y al pie de los limoneros donde esperaban descubrir el contrabando de fusiles. Volvieron al convento airados y despechados. Tornaron a recorrer zaguanes y bodegas, andando bajo velos de telarañas. Alumbrándose con las linternas, asomaban a la boca de las tinajas, y suspendían en alto las tapas de los arcaces del trigo, dejándolas luego caer con gran estrépito. La hermana lega, en la sacristía, se detuvo y los miró con expresión de horror:
—¿También quieren registrar la iglesia?
El comandante, por toda razón, descargó un golpe en la puerta. La hermana lega arrojó la llave en medio de la sacristía y huyó haciendo muchas veces la señal de la cruz:
—¡Es la fin del mundo! ¡Anda suelto el Antecristo! ¡Es la fin del mundo!
El comandante hizo abrir la puerta y entraron en la iglesia. Moviendo las linternas se dispersaron por las capillas, y varias veces fueron y vinieron del presbiterio al cancel, y pasaron y repasaron de una nave a otra nave: Alzaban los paños de los altares y abrían los confesonarios. En el coro, las sombras blancas de las monjas cantaban su latín.
XIII
La calle donde estaba el convento era angosta, y al rebato de campanas habíase llenado de mujerucas y de niños. El huerto daba sobre los esteros del río, un huerto triste, con matas de malva olorosa y cipreses muy viejos, donde había un ruiseñor. En el portón que daba al camino, dos mendigos, hombre y mujer, hablaban con el centinela, sentados en la orilla verde: Eran vagamundos que iban por los mercados vendiendo cribos. La mujer decía:
—Si hay contrabando escondido, no habéis de dar con él.
Y el hombre afirmaba con un gesto desdeñoso, poniendo sobre el pecho una mano negruzca:
—¡Este debía ser el comandante de la Almanzora!
La mujer hundió las uñas en la greña:
—¡Mejor lo harías!
—Solamente con este perro descubriría yo todos los parajes donde hubiese contrabando escondido.
Separó la mano que aún conservaba sobre el pecho, y tiró del rabo a un perro canijo que dormía echado en la alforja. El cribero se rio:
—Y para ser hombre de bien no hay que decir mentiras.
La mujer siguió rascándose la cabeza:
—Ni es menester tampoco. Las mentiras condenan el alma.
—El alma, yo entodavía no la he visto... Pero los galones de almirante, para perseguir el contrabando, le corresponden a mi perro... No te rías tú, marinerito.
El centinela contestó:
—Para el perro los galones, y para ti el plus.
La mujer llamó al perro:
—¡Ven acá, Celeste!
El perro fue a echársele en el regazo, y las uñas sórdidas de la mendiga comenzaron a rascarle las pulgas. Volviéndose al centinela, dijo con encomio:
—¡Tiene más saber que si hubiera andado por el mundo con el Glorioso San Roque!
El centinela reía de soslayo, paseando con el fusil al brazo, delante de la puerca. Era pequeño, alegre, con los ojos infantiles y las mejillas tostadas del sol y del aire. De pronto el cribero se levantó dando voces a un borrico que, cargado de aros, pacía la yerba del camino:
—¡Toma, Juanito! ¡Quieto, Juanito! ¡No seas ladrón, Juanito!
Le alcanzó y le trajo a su lado. Después, como el animal tenía querencia por las matas que había al otro lado del camino, lo sujetó pisándole el ronzal con una piedra que sacó del muro. Hecho esto, se tumbó con las manos cruzadas bajo la nuca:
—¡Marinerito, sabes tú lo que pasa en las Españas?... Tú no sabes cosa ninguna porque eres un rapaz, pero yo te lo diré... En las Españas, pasa que todos los que mandan son unos ladrones... Pero quieren ser solos, y esa no es justicia. La justicia sería abrir los presidios y decirle a la gente: No podemos ser todos hombres de bien, pues vamos a ser todos ladrones. Ya verías tú, marinerito, como así terminábase la guerra y el contrabando, y todo andaba mejor que anda.
La mujer suspiró:
—¡Esa sería una buena ley!
Y el hombre aseguró, dándose golpes en el pecho:
—Esa es la verdadera ley de Dios.
—¿Mejor que ser tú comandante de la Almanzora?
El centinela le miraba con sus ojos alegres e infantiles, mientras bajaba con el fusil al brazo. El cribero repitió con más fuerza:
—Esa es la ley de Dios... Y lo otro, el ser yo tu comandante, sería conveniente para los que mandan, porque yo sé como son mañeros los contrabandistas y conveniente para mi señora que tendría un lorito del Brasil. ¡Palmucena, no te caerá arrastrar cola y estar todo el día dándote aire con un abano!
XIV
Por el camino llegaba un corro de mujeres con algunos niños de pecho. Rodeaban a una vieja que venía dando voces con las manos en la cabeza:
—¡Ladrones!... ¡Enemigos malos!... ¡Sacar a los mozos de la vera de sus padres para luego hacerlos ir contra la ley de Dios!
El centinela se detuvo mirando al camino. La vieja, una sombra menuda y negra, corría ante el grupo de las mujeres, con los dedos enredados en los cabellos y la mantilla de paño, sobre los hombros, como en un entierro:
—¡Arrenegados! ¡Más peores que arrenegados!
El centinela oía aquellas voces replegado en el hueco del portón, y mirando con inquietud al camino. Los dos criberos agitaron los brazos asustando al asno:
—¡Deja paso, Juanito!
Huyó el animal haciendo un corcobo, y su carga de aros bamboleó. La vieja, toda encorvada y con las manos tendidas hacia el centinela, clamaba rabiosa y llorosa:
—¡Lástima de inquisición! ¡Afuera de esa puerta, mal hijo! ¡He de hacerte bueno con unas disciplinas, mal cristiano! ¡Vergüenza de tu madre!
Y llegando, le abofeteó en las dos mejillas.
Después la vieja se volvió hacia los criberos gritando desesperada:
—¡Es mi hijo! ¡Es mi hijo!
Limpiose dos lágrimas, y con los brazos en alto, fue a sentarse en la orilla del camino:
—¿Es esa la crianza que recibiste?
Un sollozo le desgarró la voz. El centinela repuso con otro sollozo, saliendo del hueco del portón y reanudando su paseo:
—Es la ordenanza...
—¡Olvidaste la doctrina cristiana!
—¡Es la ordenanza!
La voz se le hacía un nudo en la garganta, y la madre, sentada sobre la yerba, mirábale con una gran congoja, cruzando las manos bajo la barbeta temblona:
—¡Sacar a los mozos de la vera de sus padres para meterlos en la herejía!
El cribero murmuró con voz hueca:
—Hay que considerar que el rapaz está sin culpa. Es la ordenanza.
Pasó una ronda levantando la centinela, y la vieja, toda encorvada, púsose a caminar tras de su hijo, recriminándole con voz sombría:
—¡Sé buen cristiano rapaz! Si no eres buen cristiano, no podrás ajuntarte con tus padres, bajo las alas de los santos ángeles, cuando te llegue tu hora. ¡Ay, mi hijo, que la muerte no avisa y si agora llegase para ti, arderías en el infierno! ¡Ay, que tu carne de flor habría de ser quemada! ¡Ay, mi hijo, que cuando tu boca de manzana tuviese sede, plomo hirviente le habrían de dar! ¡Ay, mi hijo, que tus ojos de amanecer te los sacarían con garfios! ¡Vuélvelos a tu madre! ¡Mira cómo va arrastrada por los caminos para que Dios te perdone!
La vieja se había hincado de rodillas y andaba así sobre la tierra, los brazos abiertos y la cabeza bien tocada con la mantilla. El hijo se volvió con los ojos en ascuas, saliéndose de la fila:
—¡Alzase mi madre!
Y arrojando el fusil, rompió a correr hacia las casas del pueblo, perdiéndose en la oscuridad, mientras algunas mujerucas levantaban a la vieja, accidentada.
XV
—¡Alto!
—¡Alto!
Era un grito que se escalonaba con el chascar de los fusiles al ser montados. El marinero corría como cuando era niño y le asustaban con los muertos, corría sin saber adonde, con la angustia de ser alcanzado, con un anhelo confuso de que la tierra le tragase y le tuviese escondido, hasta que los otros que venían a su alcance, pasasen y estuviesen lejos:
—¡Alto!
—¡Date!
—¡Alto!
Las voces resonaban a lo largo de tina callejuela oscura, y los pasos en las losas. ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac! Le parecía sentir que un brazo se alargaba y al torcer la calle se torcía. Aun cuando no lo viese, adivinaba que era un brazo como un cirio y que estaba próximo a tocarle en la espalda. Cuanto veía con los ojos, al escapar por la calle, confundíase en su interior con los recuerdos de otro tiempo, recuerdos vagos, perdidos en unos días todos lluviosos, todos tristes, con las campanas tocando por las ánimas, unos días que eran semejantes al mar en la costa de Lisboa. No parecía que viese con los ojos, sino que las cosas se le representasen en el pensamiento, lívidas como los ahogados en el fondo del mar. Y las voces volvían a resonar:
—¡Alto!
—¡Date!
En las puertas de las casas, algunas cabezas asomaban asustadas, y los rostros confusos, apenas entrevistos al pasar corriendo, le daban la sensación de una pesadilla. En ráfagas, creía recordar que un tiempo lejano le habían perseguido como entonces, y que habían corrido por aquella calle tortuosa, y que había pasado por delante de aquellas puertas donde asomaban los mismos rostros que ahora. Era una memoria toda ingrávida, que cambiaba de forma y se desvanecía. Más que las cosas en sí mismas, creía recordar aquella sensación de angustia, que volvía como vuelven en un sueño, las imágenes vistas en otro sueño:
—¡Alto!
—¡Date!
Oyó las voces cuando iba a revolver la calle. Deseó tener alas. Estaba después la casa de su madre, en un campillo: Hallaría franca la puerta, y sin dar tiempo a los otros, entraríase y cerraría poniendo los tranqueros. Por último, se haría invisible entre la ceniza. Era un imaginar pueril, como el de los niños cuando para no tener miedo, se esconden bajo las cobijas. Sentía en el aire la sensación de aquel brazo que se alargaba para cogerle, y unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda, la sombra estaba siempre a su lado. Y volvían las voces:
—¡Alto!
—¡Date!
Sonó un tiro y luego otro. El marinero llegaba a la esquina y la dobló. Los pasos de los perseguidores resonaban en la calle. Muchas cabezas asomaron en las ventanas, se enracimaban y tenían una expresión dolorida, como en los retablos de ánimas. Los perseguidores doblaron también la esquina y se detuvieron. El otro estaba caído sobre la acera, boca abajo, en un charco de sangre. Las dos balas le habían entrado por la nuca, y aún movía una pierna el marinerito.
XVI
Algunas mujeres asomaban en las puertas, se escurrían a la calle con sus hijos agarrados a las basquiñas, alargaban el cuello sin osar acercarse, pálidas, miedosas. Con vago andar de sombras se fueron juntando todas en medio del arroyo, y hablaban en voz baja y miraban al muerto desde lejos. Un perro del vinculero, con la cola entre las patas, atravesó la calle y se puso a lamer la sangre: En medio del silencio, se oía el chapoteo de la lengua sobre las piedras rojas. Una vieja le llamó enseñándole un pedazo de borona:
—¡Toma cadelo! ¡Toma!
Otra vieja le tiró un canto:
—¡Arrenegado seas, ladrón!
Se alzó de pronto un clamor popular, voces de mujeres, violentas, claras, roncas. Pasaban llevando en brazos a la madre del muerto, iba accidentada, con un pañuelo sobre el rostro. El vinculero estaba tras los cristales de un balcón, en la gran casona que prolongaba su alero hasta el centro de la calle. Don Galán salió a la portalada silbando al perro, y se oyó la voz poderosa de Don Juan Manuel:
—¡Saca dos faroles para que alumbren toda la noche al pie de ese infeliz asesinado!
Don Galán y un zagal vinieron con faroles de aceite y los entregaron a unas mujerucas, parientas del muerto, que acababan de llegar sollozando, cubiertas con las mantillas. Las mujerucas suspiraron las gracias, y arrodilláronse comenzando el planto:
—¡Era el rey de los mozos!
—¡Era la flor de los marinos!
—¡Se lo robaron a su madre para las escuadras!
—¡Otro amparo no tenía la madre!
—¡Ay, qué bien cantaba las coplas de la jota!
—¡Ay, qué bien cortaba castellano!
—¡Se lo robaron a su madre, y se lo tornan con los meollos partidos!
Las otras mujerucas, reunidas las primeras en la calle, fuéronse acercando lentamente. Los críos, agarrados a las basquiñas, buscaban esconder la cara entre los pliegues. La campana, del convento hizo señal. Se oyó la voz del vinculero sonora y dominadora:
—¡Malditas brujas! En vez de rezar, debíais correr la villa y levantarla contra esos asesinos.
Algunas voces repitieron en la calle:
—¡Tiene razón! Era menester un levante de hombres y mujeres. ¡Tiene razón! ¡Tiene razón!
—¡Un levante para que a todos nos afusilen!
—¡Muy bien se dice dende lo alto del balcón!
Este comento lo hicieron en la sombra dos montañeses que los dias de mercado tejían cestas, bajo el soportal de la casona. Una vieja replicó:
—Todos los de vuestra tierra sois nacidos en la cama de las liebres.
Los montañeses rezongaron a una voz:
—¡Prosa! ¡Prosa!
La vieja gritó:
—¡Liebres! ¡Más peores que liebres!
Uno de los montañeses tiraba del otro:
—Vámonos de aquí.
—¡Un levante! ¿Por qué no lo hace el vinculero?
Y bajaba la voz y volvía la cabeza, dejándose llevar muy de prisa, arrastrado por el compañero: Otra mujer, poniéndose en pie y sacudiendo los brazos, les gritó colérica:
—¡Irvos a mudar el pañal, maricallos!
Don Galán, el bufón del mayorazgo, les tiró un puñado de lodo:
—No es mi amo de vuestra laña, y habla desde lo alto como desde lo bajo.
La figura patizamba y gibosa se destacaba en medio de la calle, entre la luz y la sombra de los faroles que alumbraban al muerto. Se oyó el clamor de la madre, que venía entre dos vecinas, con la cabeza cubierta, desesperada y ronca:
—¡Permita Dios que se hunda en el mar ese navío de verdugos! ¡Permita Dios que un rayo los abrase a todos! ¡Permita Dios que náufragos salgan a esta playa y los coman los perros!
La vieja llegó adonde estaba el hijo muerto, y se derribó a su lado, batiendo con las rodillas en las piedras: Dando alaridos le enclavijó los brazos y le besó en la boca inerte y sangrienta:
—¡Hijo! ¡Prenda! ¡Bieitiño!
En lo alto del balcón resonó la voz de Don Juan Manuel Montenegro:
—¡Pobre madre!
La vieja levantó los ojos y los brazos:
—No tenía otro hijo, pero mejor lo quiero aquí muerto, como lo vedes todos agora, que como yo lo vide esta tarde, crucificando a Dios Nuestro Señor.
XVII
Don Juan Manuel se retiró al fondo de la sala, que estaba en oscuridad, y comenzó a pasearse con el balcón abierto. Se oía un acompasado plañir de mujerucas, y de tiempo en tiempo el alarido de la madre:
—¡Asesinos! ¡Asesinos!
Don Juan Manuel Montenegro sentía una cólera justiciera y violenta, una exaltación de caballero andante. Soñaba con emular las glorias de su quinto abuelo, que una noche había puesto fuego a tres galeras de piratas ingleses, sin otra ayuda que la de sus hijos, todos niños y el último de nueve años. Entró Don Galán con el resuello jadeante, y el vinculero le recibió gritando desde el fondo oscuro de la sala:
—¡Es preciso que hundamos en el mar a ese navío del rey!
—¿La Almanzora?
—Sí.
—¡Como no sea con oraciones!
—La noche es oscura, y llegaremos al costado sin ser vistos.
—¡Santo, si hay una luna blanca que parece día!
—Tú no vendrás conmigo. ¿Dónde andarán mis hijos?
—No andarán, que estarán echados. Pronto será la media noche.
Don Juan Manuel, con la cabeza caída sobre el pecho, fue y vino varias veces de uno a otro testero de la sala, paseando en silencio: Sólo se veía su sombra cuando cruzaba ante el balcón donde daba la luna. De pronto se alzó en la noche el grito de la madre:
—¡Asesinos! ¡Asesinos!
Los pasos del vinculero cesaron, y en la sala oscura, únicamente se oyó por algún tiempo el acompasado plañir de las mujerucas. Don Juan Manuel tornó a pasearse:
—La sangre de ese muerto ha manchado los muros de mi casa... ¿Habrá de secarse en ellos? Salpicó a mis ventanas, y de estar yo asomado me salpicara la frente... ¿Habría de secarse o de lavarse? ¡Ese crimen es una vergüenza para toda la villa! ¿Y si en lugar de sangre, esos asesinos me tirasen lodo a la casa y a la cara, como les hubiera yo contestado? ¡Si mis hijos quisiesen ayudarme!... Pero ellos no son como yo, y ni aun sabrán ver la afrenta... Yo debía llamarles ahora, como hizo Diego Lainez... ¿Para qué? Dios me ha desamparado y no hallaría entre ellos a mi Rodrigo... ¡Acaso, sin lo que ha mediado, pudo serlo Cara de Plata! Ahora ese mozo está revuelto contra su padre. ¡He sentido pesar sobre mí, su mirada de odio! ¡Y todo por una mujer cuando hay tantas!... Don Galán lavará mañana la sangre del muro. ¿Dónde estarán mis hijos?
El criado bostezó en un rincón:
—Durmiendo en la cama de las mozas. Don Juan Manuel fue a sentarse en un sillón:
—Algunos pasos más, y ese hombre que está muerto sobre las losas de la calle, se hubiera refugiado en mi casa. Si los asesinos querían entrar, yo le hubiera defendido. Dárselo, jamás, ¡Pobre madre, vendría con todas esas mujeres que ahora hacen el planto, y llenarían la calle con sus gritos para que no lo entregase a los sicarios!
El criado se incorporó con un relincho grotesco:
—¡Jujú! Despiértese mi amo.
—No duermo, imbécil.
—Cuidé que estaba soñando.
Don Juan Manuel Montenegro reclinó la cabeza en el sillón:
—Sí, mejor es dormir. Enciende una luz y ven a descalzarme. Dejemos en paz a los vivos y a los muertos.
Al criado se le sentía andar a tientas para encender la luz:
—No topo candela.
—Me acostaré alumbrado por la luna.
El criado, andando muy despacio, llegó adonde estaba su amo y arrodillose ante el sillón:
—Venga un pie. ¡Jujú!
—Tira, imbécil.
—¡Jujú!
—¡Que me arrancas la pierna!
Don Galán, dando un relincho, se dejó caer de espaldas:
—¡Jujú! ¡Jujú!
El vinculero, con la cabeza echada sobre el respaldo del sillón, hablaba a solas devanando sus pensamientos, mientras el bufón le descalzaba arrodillado a sus pies:
—¡Qué asesinato!... Debía levantar en armas a toda la villa... ¡Son liebres!... Estoy solo y no podré hacer nada... Pobre mozo, hubiera buscado asilo en mi casa, le hubiera defendido... Es la verdadera hidalguía, y la verdadera caridad, y la verdadera doctrina del filósofo de Judea... Comprendo la guerra por una causa tan pequeña y no la comprendo por un príncipe. Jesús de Nazaret no hizo guerra, pero dio su sangre por la redención de los humildes, cuando todos la daban por los reyes y los emperadores... El clero reza en latín para que no se enteren los siervos que labran la tierra... Ese pobre mozo merecía ser amparado... Todos hubieran venido contra mí. Claro está que me habría defendido a tiros. ¿Entonces por qué predican el amor al prójimo? Si le amo como a mí mismo, le defiendo como a mí mismo. Ese mozo, hijo de pescadores, era mi prójimo. El que está por encima de mí, puede no serlo... Yo digo que no lo es... Pero ese lo era... Tengo hartura, pues mi prójimo es el que padece hambre... Partimos el pan, partimos la capa... El que tenga tanto como yo, será mi enemigo, aun cuando no quiera... Y el que tenga más, será mi verdugo, aun cuando no quiera... Y los hijos, una parte de nosotros... Mis hijos no son una parte mía... Esos son unos bandidos. Una parte mía, ese imbécil que duerme...
Y Don Juan Manuel despertó con el pie al bufón, que, arrodillado delante del sitial, comenzaba a roncar.
XVIII
La casa del vinculero daba también a una plaza verde y silenciosa, donde algunos clérigos paseaban al sol del invierno. Tenía una gran puerta blasonada y un arco que comunicaba con la iglesia del convento, siendo paso reservado para la tribuna que aquellos hidalgos disfrutaban a la derecha del altar mayor, en la capilla del Cardenal Montenegro. Micaela la Roja, una criada vieja, se levantó cerca de media noche y encendió luz, pero un soplo de aire la dejó a oscuras en el corredor. Parecía que una voz de mujer gritase tras la puerta de la tribuna pegando los labios a la cerradura. De tiempo en tiempo, se oían golpes que despertaban el ladrido de los perros. Era una voz muy afligida la que llamaba:
—¡Don Juan Manuel!... ¡Don Juan Manuel!...
La criada pensó que era el ánima del muerto, y tuvo miedo. En el oscuro corredor sentíase un soplo de aire, y parecía que fuese suya aquella voz. Resonaban los golpes en la puerta de la tribuna, y los perros ladraban atados bajo la parra del corral. Micaela la Roja comenzó a rezar en voz alta, arrodillada en el claro de luna que entraba por el montante de una ventana. Volvía aquella voz de misterio:
—¡Don Juan Manuel!... ¡Don Juan Manuel!...
Micaela la Roja hizo ante ella, en el suelo, el círculo del Rey Salomón, y santiguándose muchas veces, gritó con fuerza las palabras de un ensalmo:
—¡Yo te conjuro, si eres el diaño mayor, a que te espantes de aquí y diez leguas alrededor! ¡Yo te conjuro, a la una, por la cara de la luna! ¡Yo te conjuro, a las dos, por el resplandor del sol! ¡Yo te conjuro, a las tres, por las tallas de Mosén!
Calló estremecida, atenta a los rumores de la noche, y como un sacrilegio oyó el relincho del bufón que descalzaba a su amo, en la gran sala desmantelada. Después volvieron los golpes y aquella voz tan afligida. Ya no dudó que fuese alma en pena. Era sabidora, como todas las viejas, y caviló que a ser burla del demonio, terminado el ensalmo, hubiérase escuchado un gran trueno y toda la casa se llenara de humo de azufre. Comenzó otro ensalmo para las ánimas:
—¡Palabra de misal, lámpara de altar, tu corona de llamas quebrantaran! Yo te conjuro, ánima bendita, para que dejes este mundo y tú tornes al tuyo.
Arrodillada en el claro de luna esperó, con el terror del misterio, oír el vuelo del alma que dejaba el mundo para volver al Purgatorio. Pero los golpes volvieron a resonar en la puerta de la tribuna, y volvieron los perros a ladrar. Entonces, huyendo por el corredor, llegó a la estancia del vinculero y llamó:
—¡Señor mi amo! ¡Señor mi amo!
Don Juan Manuel gritó desde su sillón:
—¿Qué quieres, bruja?
Y ordenó al criado que abriese. La vieja entró despavorida:
—¡Toda la noche estanse oyendo golpes en la puerta de la tribuna!
El vinculero se levantó:
—¿No sueñas?
—¡Ay, soñar!
—¿Será el viento?
—¡No es el viento!
El bufón murmuró bajando la voz.
—¡Serán ladrones!...
Micaela la Roja replicó todavía más quedo:
—¡No son ladrones que, por veces, una voz muy temerosa clama por el amo!
Don Juan Manuel Montenegro se irguió con arrogancia:
—Pues si llaman por mí, será justo que vaya a contestarle. ¿Qué murmuras tú, bruja?
Y el vinculero salió de la estancia. La tarima del corredor temblaba bajo su andar marcial.
Y en la calle, alrededor del muerto, seguía el planto de las mujerucas igual y monótono, como en una pauta, y la luna, desde un cielo frío y raso, parecía mirar a la tierra, bogando en su cerco de sueño, indiferente al amor y al odio.
XIX
—¡Don Juan Manuel! ¡Don Juan Manuel!
Era una voz apagada que parecía deshacerse en el viento y en la oscuridad. El vinculero interrogó, deteniéndose ante la puerta cerrada:
—¿Quién es?
—Un recado de la Madre Abadesa. ¡Abra por la Virgen Santísima!
El vinculero descorrió el cerrojo, y bajo la bóveda tenebrosa del arco, apareció la hermana lega, con un farol en la mano:
—La Madre Abadesa tiene que hablarle con gran urgencia. Si no puede ir a verla, ella vendrá.
La bóveda ahuecó la risa de Don Juan Manuel:
—¿Ha malparido alguna monja con el susto de esta noche?
La lega inclinó los ojos, y tuvo intención de santiguarse, pero se contuvo temiendo nuevas impiedades y echó delante. El caballero la siguió. Por un claustro, que era enterramiento de las monjas, pasaron al locutorio. Tras de la reja adivinábase la sombra de aquella María Isabel Montenegro y Bendaña. Otras sombras, alzándose de los sillones de moscovia, que había al lado de los visitantes, fueron al encuentro del hidalgo. La lega despabiló con los dedos la vela de cera que ardía sobre una mesa, en candelero de altar, y luego alzó el farol para que pudieran verse las caras el yinculero y aquellos que le salían a recibir. Don Juan Manuel abrió los brazos, reconociendo al Marqués de Bradomín:
—¡Bien hallado, sobrino!
Después el viejo hidalgo se acercó a la reja, pasando con altivez entre unos clérigos y Cara de Plata:
—¿Qué desea, mi santa sobrina?
Se oyó primero un gran suspiro, y luego la voz afligida de la monja:
—¡Ay, qué favor tan señalado, tío Don Juan Manuel!
El Marqués de Bradomín, el segundón y los clérigos, se agruparon en torno del hidalgo. La Madre Abadesa tomó asiento en un sitial, al pie de la reja, y ordenó a la lega que aproximase otro sillón para su tío Don Juan Manuel Montenegro. Después se alzó el velo y cruzó las manos:
—¡No sé cómo decirle, tío Don Juan Manuel!...
Hizo un gesto a otra monja, que estaba en la puerta del locutorio, para que viniese con la luz, y sacó del horario un papel plegado en menudos dobleces:
—Acabo de recibir esta carta, donde me anuncian que cayó prisionera una partida en San Pedro de Sil.
El hidalgo miró al Marqués de Bradomín:
—¡Mala tierra es la nuestra para partidas!
El Marqués asintió con la cabeza. Volvió a suspirar la monja, y sus dedos acariciaron distraídos las cuentas del rosario:
—Esa partida la mandaba Roquito. ¿No se acuerda usted de Roquito?
—¿El sacristán que teníais aquí en el convento?
—Sí señor. Le han hecho prisionero y le han dado tormento. La persona que me escribe, le visitó en la cárcel, y dice que le descoyuntaron las manos y los pies, para hacerle declarar lo que supiese de la guerra.
Don Juan Manuel sonrió con menosprecio:
—¡Habrá declarado!
La Madre Abadesa asintió con un leve movimiento:
—Esta persona que me escribe recibió su confesión, y dice que lloraba lamentando no haber sabido morir sin desplegar los labios.
La Madre Abadesa se enjugó las lágrimas. Los demás guardaron silencio. Se oía el chisporroteo de las velas de cera que lloraban sobre los candeleros, y el aletazo de la lluvia en una alta ventana donde el viento mecía una cortina negra. Después de un instante, continuó hablando la Madre Abadesa:
—Roquito llamó a la persona que me escribe para confesarse, rogándole al mismo tiempo que nos avisase, con toda urgencia, del peligro que corríamos. ¡Ay, para que cediese la furia de aquellos verdugos, había declarado que en este convento teníamos escondidos fusiles!... Hoy han hecho un registro... Mañana acaso vuelvan... Roquito no dijo dónde estaban ocultos los fusiles, y hasta ahora eso nos ha salvado.
Don Juan Manuel interrumpió con grave y sonora voz:
—Si no lo dijo, lo dirá. Debisteis haberle arrancado la lengua antes de enviarlo a mandar soldados. Con esos villanos todas las precauciones son pocas.
El hermoso segundón interrumpió a su padre:
—¡Esa partida debí haberla mandado yo!
Su voz tenía una amargura noble y sincera, que dejó admirado al Marqués de Bradomín:
—¿Envidias tú la suerte de un sacristán de monjas?
—No envidio nada... Pero el ánimo para mandar, se necesita haberlo heredado, y mi padre tiene razón en cuanto dice...
Desde lejos, tendiole su única mano el caballero legitimista:
—Si no te entierran, tú mandarás una partida.
—¡Dios te oiga, porque tiemblo de que otro me mande!
La Madre Abadesa murmuró con los ojos brillantes:
—¡Cómo los hijos heredan el genio de los padres!
Y comentó el Marqués de Bradomín:
—¡El genio del linaje!... Lo que nunca pudo comprender aquel desatentado ministro de Doña Isabel.
—¡El destructor de los mayorazgos, y de los conventos!
—¡El destructor de toda la tradición española! Los mayorazgos eran la historia del pasado y debían ser la historia del porvenir. Esos hidalgos pobres y dadivosos venían de una selección militar fuerte y legendaria. Eran los únicos españoles que podían amar la historia de su linaje, que tenían el culto de los abuelos, y el orgullo de las cuatro sílabas del apellido. Vivía en ellos el romanticismo de las batallas y de las empresas aventureras que se simbolizaban en un lobo pasante o en un león rapante. El pueblo está degradado por la miseria, y la nobleza cortesana por las adulaciones y los privilegios, pero los hidalgos, los secos hidalgos de gotera, eran la sangre más pura, destilada en un filtro de mil años y de cien guerras. ¡Y todo lo quebrantó el caballo de Atila!
XX
Se oyó rumor de pasos muy apresurados, y momentos después una sombra se destacaba en la puerta:
—¿Es el amigo Minguiños?
—El mismo, Señor Maestre-Escuela. Mi saludo a todos... En esta oscuridad apenas nos vemos las caras.
El Marqués se acercó a la mesa donde chisporroteaba la vela:
—Aquí nos tienes esperándote.
Tosió varias veces el clérigo, y con gesto amistoso y renació sacó una carta del sombrero. El Marqués interrogó:
—¿Escribe Fray Ángel?
—¡Ya no reconoce su propia letra! ¡Válganos Dios! ¡Ya no reconoce su propia letra!
Mientras el clérigo reía con una risa pueril, el caballero legitimista se acercó a la luz teniendo el pliego en la mano:
—¡Cierto! ¡Es mi letra!...
—¡La carta que me dio para Fray Ángel!
—¿Está ausente?
El clérigo no cesaba en su risa de niño:
—¡Ausente! ¡Ausente!... Bueno, pues le leí la carta, le mostré la firma para que no dudase, y vuelta a guardármela. No es prudente dejar armas en mano de nadie, aun cuando se trate de tan buenos amigos como Fray Ángel.
Vibró con generoso despecho el Marqués de Bradomín:
—¡Siento que le hayas ofendido!
Minguiños se afligió de pronto:
—Xavierito, hay que ser prudente.
Con desdeñosa lentitud, el caballero legitimista dejó caer la carta sobre la mesa, y ante el gesto tímido del clérigo que alargaba una mano, sin decidirse a posársela en el hombro, se detuvo:
—Yo reconozco tu buena intención, y te estoy agradecido.
En la boca desdentada del clérigo volvió a retozar la risa pueril, al mismo tiempo que con un movimiento de ratón recogía la carta y la quemaba en la vela:
—Lo hice todo con arreglo a mis luces. Si erré, ha sido con la mejor voluntad... Pues ahora verán... Llegué a la aldea de Bealo con el mayordomo Pedro de Vermo, y vimos a Fray Ángel. ¡Divino Señor, lo que tardaron en abrirnos aquella puerta! Creo que al pronto nos tuvieron por ladrones. Fray Ángel salió con nosotros, y fue avisando en algunas casas donde tiene amigos, para que al amanecer estuviesen aquí con los carros.
La Madre Abadesa mostró zozobra:
—¿Es gente leal?
Repuso el clérigo:
—Fray Ángel así nos lo asegura... Después bajamos a la aldea de Bradomín, y el mayordomo habló con los que labran tierras del marquesado. Luego, al regreso, nos llegamos al quintero de Rúa, y hablé yo con mis dos sobrinos para que también acudiesen con sus carros. Más no se pudo hacer.
El caballero legitimista estrechó la mano del clérigo, que volvía a reír, los otros le alabaron con un murmullo, y la Madre Abadesa se puso en pie, tras de la reja, llamando con la mano a Don Juan Manuel:
—Tío, aún no le dije el favor que esperaba de usted.
—¡Ya lo he adivinado, sobrina!
Hubo un momento de silencio, en que los ojos de la monja, explorando a través de la celosía, todos grandes y avizorados, parecían solicitar ayuda del Marqués de Bradomín. Pero como el caballero legitimista permanecía retirado en el fondo del locutorio, secreteando con el canónigo y con el segundón, entre un suspiro y una sonrisa la monja aventuró:
—¿Usted que dice, tío?
El vinculero la miró iracundo:
—¡Yo digo, que por quién me tomas!
—¡Salva usted a toda la Comunidad, tío Don Juan Manuel!
—¡Y qué importa la Comunidad! Me importas tú, que eres mi sangre. Necesitas mi ayuda, la tienes... Necesitas mi defensa, la tienes... Y eso no necesitabas preguntármelo, sobrina.
La monja suplicó con gracejo:
—No grite tío Don Juan Manuel... ¡Puede hundirse la bóveda!
El vinculero rió sonoramente:
—¡Tengo esta voz porque jamás ando con secretos!... ¡Porque yo todo lo hago a la luz del sol!... Vamos a desenterrar esos fusiles... Que salga un criado al alto de Bealo para encaminar los carros a mi casa, y que traigan picos para desenterrar esos fusiles.
Minguiños interrogó con timidez:
—¿De dónde se traen los picos, Señor Don Juan Manuel?
—¡Del Infierno, Señor Don Minguiños!
XXI
El Marqués de Bradomín habló a media voz con Cara de Plata:
—¡Tu padre sería un magnífico cabecilla!
El hidalgo se volvió con arrogancia:
—Sobrino, yo cuando levante una partida no será por un rey ni por un emperador... Si no fuese tan viejo, ya la hubiera levantado, pero sería para justiciar en esta tierra, donde han hecho carnada raposos y garduñas. Yo llamo así a toda esa punta de curiales, alguaciles, indianos y compradores de bienes nacionales. ¡Esa ralea de criados que llegan a amos! Yo levantaría una partida para hacer justicia en ellos, y quemarles las casas, y colgarlos a todos en mi robledo de Lantañón.
El Marqués de Bradomín repuso con una sonrisa amable y mundana:
—Esa justicia que deseamos los que nacimos nobles, y también los villanos que aún no pasaron de villanos, la hará por todo el reino, Carlos VII
—Tendría que levantar horcas, durante un año entero, en todas las plazas y a lo largo de todos los caminos reales, y no es hombre para ello vuestro Don Carlos. Alabáis su clemencia en la guerra, y en la guerra no se debe ser nunca clemente. Contáis, como beatas compungidas, que anduvo huido por sus pueblos para no firmar una sentencia de muerte, y eso no acredita su ánimo de Rey. ¿Dónde están las horcas a lo largo de los caminos, y colgados de sus bandas los generales, y de los cordones de sus bolsas los indianos, los avaros, los judíos, toda esa ralea de tiranos asustadizos a quienes dio cruces y grandezas Isabel II?
—Don Carlos aún no gobierna en España.
—En Navarra sí, y en Álava y en Vizcaya.
La monja juntó las manos, con un gesto que era a la vez gracioso y asustadizo:
—¡Ay, tío, para hacer esa justicia, habría que despoblar media España!
La voz del vinculero tuvo una hueca resonancia en la vastedad del locutorio:
—Dios, ha despoblado el mundo con el Diluvio.
Intervino con grave mesura el Maestre-Escuela:
—Más que actos de una justicia cruenta, más que arroyos de sangre, los pueblos necesitan leyes sabias, leyes justas, leyes cristianas, sencillas como las máximas del Evangelio. Los pueblos son siempre niños, y deben ser regidos por una mano suave, y las leyes deben ser consejos, y sentirse en todos los mandamientos del soberano, la sonrisa del Cristo.
Se oyó llorar muy paso. Era la hermana lega que acurrucada en un banco, con el manojo de sus llaves en el regazo, esperaba a que se fuesen los visitantes, para cerrar las puertas del convento. La Madre Abadesa quiso saber lo que ocurría, incorporándose en un sillón, tras de la reja. Pero el banco estaba en la sombra de la pared y apenas se veía el bulto de la lega:
—¿Qué le sucede, hermana Francisca?
La voz muy conmovida de la sierva, se ahiló en un sollozo:
—¡Que tan bien lo pinta, Madre!... ¡Que tan bien lo pinta!...
La Madre Abadesa tuvo una sonrisa indulgente y compasiva:
—¡Válgala Dios, hermana!
Y la sierva aún susurró con la voz quebrada y enajenada:
—¡Qué palabrinas de nardo y de miel, mi Niño Jesús!
Acurrucada en el banco, limpiábase los ojos con los puños y alentaba menudamente, sofocando una congoja: Su alma de aldeana gustaba una emoción infantil y feliz, algo que le recordaba el son de los rabeles en un villancico de pastores. La Madre Abadesa volvió a reclinarse en su sitial, abría y cerraba con dedos distraídos, los broches del horario. Después, levantando los ojos hasta la monja, que alumbraba cerca del sillón, murmuró:
—Tiene la simplicidad de aquella lega, cuya historia refiere nuestra Madre Santa Clara.
XXII
Con Minguiños entra un hombre pequeño, flaco y tuerto, a quien llamaban el Girle. Había sido soldado en la primera guerra carlista y ahora, ya viejo, vivía a la sombra del convento. Era recadero, hortelano, y cavaba la sepultura de las monjas. Venía armado con el pico, y suspiró al dejarlo en un rincón:
—¡Toda la santa noche en la posada esperando al capitán de la goleta!
Interrogó la monja:
—¿Persiste en salir mañana?
—El capitán no desembarcó, Madre Reverendísima.
El canónigo intervino:
—¿Pero no puede retardarse, siquiera el espacio de un día?
—El marinero que saltó a tierra con una carta para la niña, dijo que ni una hora. La goleta está despachada de rol, y al anochecer sale. Dijo el marinero que el capitán solamente se aviene con recalar en alguna playa y tomar a bordo los fusiles, y que si eso no cuadra, se irá con la mitad del flete que tiene en el cinto.
Lamentó el canónigo:
—¡Funesto! ¡Funesto!... Tendrán que salir los carros a la luz del día.
Hubo un silencio lleno de ansiedad. Duró tanto como el temblor del rezo en los labios de la Madre Abadesa, que al terminar se santiguó llevando la albura de sus dedos desde la frente al pecho, de hombro a hombro:
—¡Dios mío, guárdanos de una traición!
Y aquella otra monja silenciosa, que sostenía la luz, se inclinó con recato al oído de la Madre Abadesa:
—¿No es mucho riesgo sacar hoy mismo los fusiles? ¿No valdría más tenerlos algún tiempo escondidos en la casa grande?
La Madre Abadesa le impuso silencio con una mirada, y el canónigo comenzó a pasear en el fondo del locutorio, lamentando en voz baja:
—¡El riesgo es grande, grande, grande!...
Callaba, seguía paseando en silencio, con la cabeza inclinada, con el manteo recogido sobre el pecho, y al cabo de algún tiempo tornaba repetir obstinado:
—¡Grande, grande, grande!...
Le interrumpió Don Juan Manuel:
—Los fusiles pueden estar un año ocultos en mi casa.
Entonces se levantó el viejo dandy, que parecía dormido en el sillón, tal era su inmovilidad:
—Los fusiles hacen mucha falta en la guerra, y la casa será registrada como lo fue el convento. A fuerza de sacrificios, se pudo fletar un barco, que espera anclado desde hace un mes. Ya no puede esperar más...
El Maestre-Escuela interrumpió:
—¿No sospecha una traición?
—Sospecho que tiene a bordo contrabando, y que teme también una visita de registro.
Asintió la Madre Abadesa:
—Eso mismo me dijo la niña cuando me trajo la carta de Míster Briand. Si quisiésemos, esperaría, pero se expone a que le embarguen el barco.
Y continuó el caballero legitimista:
—Mala es la ocasión, pero quizá mejor no llegue nunca. Yo fie toda mi vida en los intentos audaces, y creo que los carros deben salir hoy mismo, a la luz del sol. La temeridad de la aventura alejará la sospecha.
Se oyó la voz admirativa y respetuosa del Girle:
—¡Bien sabe de guerra!... Yo me encargaría de sacar los carros a una playa.
Se adelantó Cara de Plata:
—Abre tu ojo tuerto. ¿Aún no me has visto a mí? Yo saldré con los carros adelante, y embarcaré los fusiles. Ya pasaron los tiempos en que las partidas se confiaban a los sacristanes. Tú quedarás aquí, y si quieres hacer algo, me cavas una sepultura por si caigo en el camino.
¡Que no será!
La Madre Abadesa levantose tras de la reja: — ¡Hijo mío, será lo que disponga Dios Nuestro Señor!
XXIII
El Girle comenzó a golpear con el pico, explorando donde sonaba a hueco. Los fusiles estaban ocultos bajo las losas del locutorio, en la bóveda de una antigua capilla subterránea, cerrada al culto hacía más de cien años. Se dieron prisa a desenterrarlos y conducirlos a la casa del vinculero. En aquella tarea todos ayudaron con ardor silencioso y fanático. Era una procesión a lo largo de los claustros entristecidos por el alba, y a través de la iglesia oscura, donde habían ido poniendo luces de distancia en distancia, para determinar y alumbrar el camino: Brillaban desde lejos agujereando la sombra... Ya era un farol posado en tierra, ya era un cabo de cirio, resto de algún funeral, derramándose erguido sobre el balconaje del pulpito. Don Juan Manuel había despertado a sus criados para que ayudasen en aquel acarreo, y cuando el alijo estuvo en recaudo, los reunió a todos en una sala y cerró las puertas, jurando arrancarles la lengua si no guardaban bien guardado el secreto. Micaela la Roja se arrodilló:
—¡Ay, señor mi amo, puesta en el fuego no lo dijera!
Don Galán se rascaba la greña:
—Pueden otros decirlo y nos penarlo...
Se hincaron sobre el grupo de los criados, los ojos del vinculero:
—Si se divulga, no trataré de averiguar quién lo dijo. Todos vosotros seréis a pagarlo. ¡Fuera de aquí!
Los criados salieron lentamente, y en voz baja se decían los unos a los otros:
—¡Ya lo sabedes!
El hidalgo volviose a la vieja, que se alzaba del suelo con trabajo:
—¡De ti no dudo, bruja del Infierno!
—¡Dios se lo pague, mí reisiño!
En la calle volvía a resonar el planto de las mujerucas que, arrodilladas en torno del muerto, habían velado durante la noche con largos espacios de silencioso descanso. Se despertaban como los pájaros al salir el sol, y daban al aire sus gritos, levantando al cielo los brazos y mesándose los cabellos al modo de antiguas plañideras. La voz de la madre, cansada y oscura, apenas se oía entre el vocerío de las mujeres allegadas:
—¡Asesinos! ¡Asesinos!
Y los aldeanos, avisados durante la noche, comenzaban a llegar con sus carros que traían el recuerdo de las veredas aldeanas, en su viejo canto monótono, evocador de siegas y de vendimias. Trepidaban sobre el enlosado de la plaza, y los bueyes graves, pontificales, lucían en las testas verdes ramos para alejar los tábanos. Delante caminaba algún patriarca vestido de estameña que, de tiempo en tiempo, se volvía acuciando con su larga y flexible vara:
—¡Tó!... ¡Marelo!... ¡Tó!... ¡Bermello!...
Los carros entraban en la era por el gran portón abierto de par en par, y los aldeanos, raposos viejos, a quien les preguntaban, sabían responder sin apresurarse:
—Vamos para una derrama en el robledo de Lantañón.
El Marqués de Bradomín, el segundón y el canónigo, atalayaban tras las vidrieras de un salón que daba a la desierta plaza.
XXIV
Don Juan Manuel se animaba recordando y narrando parecidos lances de la otra guerra, y la monja, que muy en sigilo había venido a la casa del vinculero, quiso mostrar aquel ejemplo a Cara de Plata:
—¡Si tienes el corazón de tu padre, mucha gloria puedes alcanzar bajo las banderas del Rey!
Y advirtió el Maestre-Escuela:
—¡Lástima que no quiera ser de los nuestros, Don Juan Manuel!
Oyó su nombre el viejo linajudo, y volvió la cabeza hacia el rincón donde hablaban:
—¿Qué ocurre?
La monja le dirigió una sonrisa, aquella sonrisa mundana y lánguida del año treinta, con que se retrataban las damas y recibían en el estrado a los caballeros:
—¿Tío, por qué duda usted de la eficacia cristiana de las leyes?
—¡No dudo, sobrina!
El canónigo, que con los ojos bajos hacía pliegues al manteo, le soltó de pronto:
—En la eficacia cristiana de las leyes, tenemos puesta nuestra esperanza, cuantos conocemos el corazón magnánimo de Carlos VII.
Don Juan Manuel rió sonoramente:
—¡Hablan de las leyes como de las cosechas!... Yo, cuando siembro, todos los años las espero mejores... Las leyes, desde que se escriben, ya son malas. Cada pueblo debía conservar sus usos y regirse por ellos. Yo cuento setenta años, y jamás acudí a ningún alguacil para que me hiciese justicia. En otro tiempo mis abuelos tenían una horca. El nieto no tiene horca, pero tiene manos, y cuando la razón está en su abono, sabe que no debe pedírsela a un juez. Pudiera acontecer que me la negase, y tener entonces que cortarle la diestra, para que no firmase más sentencias injustas. La primera vez que comprendí esto, era yo joven, acababa de morir mi padre. El Marqués de Tor me había puesto pleito por una capellanía, pleito que gané sin derecho. Entonces me fui adonde estaba mi primo, y le dije: Toda la razón era tuya, córtale la mano a ese juez y te entrego la capellanía.
La Madre Abadesa murmuró entre asustada y risueña:
—¡No lo haría!
—No lo hizo... Pero yo le devolví la capellanía.
—¡Pobre Marqués de Tor, me lo figuro!... ¡El siempre tan mirado!...
Don Juan Manuel levantó los brazos:
—¡Y aquel mentecato aún siguió en pleitos toda su vida, acatando la justicia de los jueces!
El Maestre-Escuela desaprobaba moviendo la cabeza. Los demás casi hacían lo mismo, y a todos, las palabras del hidalgo les parecían ingeniosas, pero poco razonables. Después el canónigo declaró sin apresurarse, sonriendo con estudiada deferencia:
—Señor mío, que haya un juez venal no implica maldad en la ley.
—No la implica...
En los labios del canónigo se acentuaba la sonrisa doctoral:
—¿Entonces, señor mío?...
Don Juan Manuel hizo un gesto violento:
—¡Pero si con ley buena hay sentencia mala, puede haber con ley mala sentencia buena, y así no está la virtud en la ley, sino en el hombre que la aplica. Por eso yo fío tan poco en las leyes, y todavía menos en los jueces, porque siempre he visto su justicia, más pequeña que la mía.
El Marqués de Bradomín, que paseaba silencioso en el fondo de la sala, se detuvo un momento, y luego, con gran reposo, llegó adonde hablaban:
—Yo también pienso muchas veces, si no convendría pasar una hoz segando las cabezas más altas, antes de que subiese al trono nuestro Rey.
Parecía convencido y, sin embargo, apuntaba en sus palabras un dejo de ironía, aquella ironía con que el viejo dandy lograba dar a todas las cosas, y a todos los sentimientos, un aire de frivolidad galante. La Madre Abadesa cerró los ojos, murmurando con voz interior y meditabunda:
—¡En otro tiempo no eran así los partidarios!...
El Maestre-Escuela interrumpió:
—Ni ahora lo son... ¡Bien se advierte que habla en broma nuestro ilustre Marqués!
El Marqués tuvo una sonrisa ambigua, que ni negaba ni consentía:
—Yo temo la hora del triunfo, porque en ese momento harán profesión de fe carlista, todos los setembrinos, que hoy llevan el gorro frigio, y que antes eran un día devotos y otro día traidores a Doña Isabel.
La monja alzó el cristo de su rosario:
—¡Dios mío, aparta a los malos del palacio de nuestros Reyes!
Y declaró con su tono grave y doctoral el Maestre-Escuela:
—Carlos VII jamás transigirá con los traidores. Nuestro caro Marqués, que ha vivido por largo tiempo en la casa del Rey, puede decir si me equivoco.
Aprobó con un gesto, sin desplegar los labios, el caballero legitimista, y el canónigo volvió a insistir, acentuando sus palabras con esa pureza gramatical, entonada y clásica de los oradores sagrados:
—Confieso que deseara verle más explícito...
y saber por entero lo que piensa nuestro ilustre amigo.
—Señor Maestre-Escuela, yo pienso que será mucho más difícil vencer en las antecámaras reales, que en la guerra.
—¡Pero Don Carlos no transigirá con los traidores!
—Por eso yo digo que antes del triunfo, debía pasar una hoz segando las cabezas más altas. Es preciso destruir y crear. El Rey lo entiende así... ¡Pero sabe que el hierro destinado a destruir, se rompe algunas veces con ese oficio miserable!
Y como si saliese de un ensueño místico, suspiró la monja:
—Tú quieres decir que la mano que arranque la cizaña, no sea la que siembre.
—Yo quiero que la mano real, la que todos debemos besar, no se llene de espinas, y se cubra con regueros de sangre:
—¡Es verdad! ¡Es verdad!
Y aquellos ojos ardientes, sepultos en un cerco amoratado, quedaron fijos un momento sobre los ojos del Marqués de Bradomín. El Maestre-Escuela, que atendía desde una ventana a la faena de estivar los fusiles en los carros y cubrirlos con paja, se volvió para seguir la conversación:
—¡Oh!... ¿Qué otro puede ser el deseo de todos los partidarios?
Y repitió la monja, con los ojos parados sobre la cruz del rosario:
—¡Señor, dale la Gracia para que pueda ser, a imagen tuya, un sembrador!...
El canónigo insistió:
—Pero si las reales manos se desgarran al arrancar la mala yerba, hallarán bálsamo que las fortalezca en el amor y en la gratitud de su reino. La lenidad sólo es condición para el orden sacerdotal.
Y seguía sonriendo doctoralmente.
XXV
Cuando los fusiles estuvieron en los carros, el hermoso segundón bajó a la era, y por sí mismo los fue cubriendo con haces de paja. Era media mañana cuando se pusieron en camino, después de la parva de borona caliente y vino nuevo, que viejos y mozos saborearon puestos en hilera, a la sombra del hórreo. Cara de Plata, ya encima de su caballo, hablaba con el canónigo y la monja, que estaban en una ventana:
—Llegaremos con la puesta y podremos embarcar durante la noche.
La monja alzó los ojos al cielo:
—¡Dios lo haga!
Y el canónigo advirtió:
—¿Pues qué distancia hay a Lantañon?
—Tres leguas... Pero seguiremos el camino del monte. Es el mejor para que podamos defendernos si nos atacan. Todo lo tengo dispuesto, en cada carro van algunos fusiles ya cargados. Nos defenderemos bravamente.
Cara de Plata se levantaba sobre el arzón, bello y arrogante. El Maestre-Escuela pasó recuento con los ojos a la hueste de aldeanos que terminaba la parva:
—¿Hay alguno que sea cazador?
Cara de Plata se volvió buscando entre ellos:
—Hay dos... Los Tovios, que son hermanos. Pero otros han servido como soldados... Y en todo caso, me defenderé yo solo.
Se acercó un viejo alzándose la montera sobre la calva tostada y luciente:
—¿Qué esperamos, señorín?
—¿Está todo dispuesto?
—Todo, señorín.
—Que suba un hombre a cada carro, y que los zagales se pongan delante de las yuntas. Si nos atacan, comenzáis haciendo fuego desde arriba. Ya sabéis que los fusiles con cartucho son tres, y que solamente tienen encima un haz de paja. Os tumbáis a lo largo y lleváis la mano puesta en ellos.
—¿Están todos advertidos, señorín?
—Todos.
La monja se inclinó sobre el alféizar:
—Será bien que se lo repitas, hijo mío.
Cara de Plata recogió las riendas del caballo y dio una vuelta por la era, hablando con los viejos y dándoles la mano. Después, solamente con el gesto, ordenó a un criado de su padre que abriese las hojas del portón. Casi al mismo tiempo apareció el cribero, y un poco zaguera la mujer, que arrastraba del burro:
—¡A la paz de Dios!... Cribos buenos... ¿Hay algún cedazo que componer?
Cara de Plata se adelantó con los ojos violentos, echándoles el caballo encima:
—¡Fuera de aquí, haraganes!
El asno hizo un extraño, y galopó por la plaza arrastrando el ronzal. Corría la mujer para alcanzarle, y el hombre estábase en el umbral, sonriendo cínicamente:
—¡Cedazos finos!... Para harina de maíz, para harina de centeno...
Cara de Plata le suspendió por el cuello:
—¡Voy a echarte en el pozo!
El rostro del vagamundo se amorataba hasta los ojos, y la lengua le pendía sobre el belfo cuajado de saliva. Rodaba las pupilas, ahogándose:
—¡Soy un pobre!
La monja dio un grito:
—¡Qué matas a ese hombre!
Cara de Plata soltó al cribero que se dejó caer en tierra. El segundón saltó del caballo, y amordazándole, le arrastró del umbral hacia la era. Sentía en la palma de la mano el calor de aquella voz rastrera, sofocada e implorante:
—¡Soy un pobre! ¡Compasión, noble caballero!
La monja, muy pálida, interrogó:
—¿Es un espía?
—¡Tres veces le espanté esta mañana!
Con los dientes apretados se incorporaba sobre el pecho del cribero, señalando al portón para que lo cerrasen. Y murmuró el criado al pasar el cerrojo:
—Ronda desde que amaneció Dios.
—¡Venga con que atarlo!
Se acercó un aldeano, llevando el ronzal de sus bueyes:
—Tenga, señorín.
Cara de Plata maniató al pícaro, le puso un pañuelo a guisa de mordaza, y lo echó boca abajo en uno de los carros:
—Si me ocurre algún contratiempo, te corto el cuello. ¡Yo te enseñaré a ser espía!
Estaban los zagales al frente de las yuntas, y los carros comenzaron a salir uno tras otro, en larga y rechinante fila. El hermoso segundón volvió a montar, y sonriendo levantó la vista a las ventanas de su casa:
—¡Hasta mañana!
XXVI
La mañana gris y anubascada, era presagio de tormenta y temporal en la costa. Por las callejuelas que bajan a la playa, aparecían trechos de un mar saltante y espumoso. Era una visión azul, clara y terrible, en la oscuridad lluviosa de aquellas cuestas toldadas por un cielo plomizo, que serpenteaban entre casas mezquinas con escalones en las puertas. Los porches de las iglesias parecían llenos por la voz del mar, se ofrecían sonoros y desnudos al paso del viento.
La tarde transcurrió toda en chubascos, con un largo ulular nocturno. Dos mujeres, madre e hija, con las basquiñas arremolinadas, atravesaron la plaza y entraron en el palacio de Bradomín. El caballero legitimista las recibió sentado cerca del fuego, en la gran biblioteca, donde leía en latín los Comentarios de César. Las dos mujeres se detuvieron en la puerta, haciendo una reverencia, sonrientes y silenciosas: Se tocaban con mantillas de velludo, como las aldeanas ricas, y arrollaban a las manos grandes rosarios de azabache engarzados en plata. Habló la hija, con una gran expresión de inmovilidad extendida sobre la cara, y los ojos llenos de atención:
—En nuestra casa es donde come Mister Briand. Encargó mucho que fuésemos al convento... La Madre Isabel nos encamina aquí...
Tenía una sonrisa casta, que parecía perfumar de una manera triste, su pobre voz apagada, y oscura, que por veces se quebraba en un sonido caótico, dejando escapar el aire como el fuelle roto de una gaita. Se llegó al hueco del balcón más próximo y, vuelta de espaldas, desabrochose con recato el corpiño, y sacó una carca, tibia del calor del seno:
—Nos ha dado este papelito para que supiese quién somos... Pero ya se lo dije...
El Marqués pasó los ojos por la esquela, y contempló el mar a través de los vidrios llorosos. Se descubría una extensión verdosa, crestada de vellones blancos, y las arboladuras de los navíos, desnudas de velamen y cabeceantes:
—¡La Señora Abadesa, mi prima, me advierte de una triste cosa!
La muchacha sonrió sin responder, y murmuró la madre:
—No le ha oído.
Ella se lo dijo por señas, y la muchacha las atajó con gestos vivaces, indicándole que había comprendido:
—Míster Briand temía el temporal, y quería esperar... Está muy bravo el mar, y la goleta tiene resentida una cuaderna de proa... Lo peor, porque el viento y el mar también son de proa...
La madre explicó prolija:
—Sabe de náutica como un piloto... De tanto leer en los libros del hermano. El mayor, que ahora navega como segundo en la Joven Pepita. Estudiaba con él, y las cosas difíciles se las ponía por ejemplos, como si fuese una escolanta.
La hija, con una llama risueña y amable en los ojos, estaba atenta a como la madre movía los labios. Al cabo le tocó en el brazo poniéndose encendida:
—Calle, madrecita.
Y las dos mujeres sonrieron al caballero legitimista, al mismo tiempo que se arreglaban las mantillas. En las dos era igual la sonrisa, da una tristeza lejana y como hereditaria. Habló de nuevo la muchacha:
—Míster Briand, cuando supo que registraban el convento, pensó hacerse a la vela. Como Roquito todo lo declaró, y sabía que estaba fletada la goleta, el capitán recelose...
Los ojos de la vieja tuvieron un guiño astuto, bajo el capuz de la mantilla:
—Recelose de un cateo, porque escondía tabaco en la bodega.
Una onda de sangre arreboló el rostro de la niña:
—¿Habla del contrabando? Era nuestro y el capitán quería salvarlo. Por sí, nunca hizo contrabando Míster Briand.
La vieja se encogía risueña, con un gesto confidencial:
—El furricallo de la posada apenas da para comer y hay que buscarse otro trato.
Continuó la niña:
—Míster Briand esta tarde desembarcó, y como era tanto el mar, dijo que no salía... Fue cuando escribió a la Madre Isabel. ¡Todos pensábamos que los fusiles aún estarían en la villa! Pero en el convento nos dijeron que era muy preciso convencer al capitán, y que viniésemos aquí con su última razón...
La vieja interrumpió:
—¡Saldrá, sí señor, saldrá!...
—¡Me lo ha prometido!...
Y la niña toda en rubor, apartó los ojos del caballero legitimista, mirando aquella rasgadura de mar verdoso y tormentoso que se alcanzaba desde el bancón. Disimuladamente se enjugó los ojos, y la madre le dijo, acompañando las palabras con gestos muy expresivos:
—¡No tengas pena!... ¡Más negros temporales ha corrido, y salió con bien!... ¡Y no tenía por Patrona a la Santísima Virgen del Carmelo!...
La niña lloró un momento, tapándose los ojos con el pañolito perfumado de estoraque, y luego, descubriéndolos, miró al Marqués de Bradomín:
—¡Saldrá, sí señor, saldrá!... La Madre Isabel nos ha dicho que todo estaba perdido de no hacerse hoy a la mar... ¡Saldrá, señor, saldrá!...
¡Sí le dije que nunca más le miraría, como no lo hiciese!...
Calló, ahogándose y dominándose, mientras por las mejillas de la madre rodaban fáciles las lágrimas:
—A la vuelta de este viaje se casarán... Quiérense desde hace muchos años. Mi hija trabajó tanto, que le hizo bautizar, y, de no ser así, nunca casarán. ¡Fue una gran ceremonia que dispuso en el convento la Señora Abadesa.
Otra vez la niña le tocó en el brazo:
—No cansemos, madrecita.
Se despidieron, y el viejo dandy las acompañó como a dos princesas. Con la cabeza descubierta, bajó la gran escalera.
XXVII
Las gaviotas volaban sobre la playa, y el mar entraba y salía en los socavones de las peñas, hirviente y rugiente: Eran las ollas del diablo. Y la niña de la posada, de tiempo en tiempo, aparecía en un ventano abierto bajo el alero y cercado por una banda de añil. Suspiraba mirando hacia la goleta, que aparejaba dos velas. Un bulto que estaba en el puente era el capitán, y la marinería daba bandadazos sobre cubierta, entre la zaloma y grita de la maniobra. Después, la niña de la posada derramaba la vista por el mar, hasta la línea del horizonte donde se confundía con el cielo, y la mirada de sus ojos, y el rosa pálido de su boca, tenían una tristeza sagrada. La estancia era pequeña, toda blanca de cal, y con el techo partido por una gran viga. Percibíase el vaho de la taberna que estaba en el zaguán: El olor de la caña holandesa, de los serones de higos, del azúcar húmedo y moreno, que la vieja, sentada delante de las balanzas, repartía en cartuchos de a cuarto y de a dos cuartos: Era un vasto olor, triste como la llovizna, y como el mar, y como las disputas de aquellos marineros que jugaban a los naipes. La niña tomó la costura y fue a sentarse cerca del ventano, mirando al mar, con la aguja prendida en el lienzo. La goleta parecía esconderse en los pliegues de la llovizna, navegaba con los masteleros calados y dos palmos de vela, a sotavento del faro Ruano. Con un sollozo, la niña inclinó la cabeza y besó su labor. Cosía el ajuar de boda. El Niño Jesús parecía sonreír a la blancura de la estancia, desde su rinconera con mantelillo, en un círculo de caracoles marinos, nacarados, fabulosos y sonoros. Y un barco de juguete, con banderas inglesas y aparejo de goleta, colgaba de la viga, pintada de añil como el encuadre del ventano. Resonaron en la escalera las pisadas de la madre que, al asomar en la puerta, se detuvo y agitó en el aire una carta que traía en la mano. La niña se levantó corriendo:
—¡Suya!
La vieja respondió con un gesto expresivo, y luego gritó al oído de la niña, pasándole la mano por el cabello:
—Vino cuando estábamos en el palacio... No pudo esperar y te dejó carta...
La niña repitió muy despacio:
—¡No pudo esperar!
—No pudo.
—¡Nos retardamos mucho!
—Sí, algo nos retardamos.
—Bueno, lo que Dios...
Y se apretó el pañolito contra los ojos. La madre le dijo:
—¡Vamos, tonta, lee la carta!
La niña se acercó al ventano. Ya era escasa la luz, y abrió la vidriera. El viento le alborotó el cabello, y gruesas gotas de lluvia borraron la tinta de la carta. Bajo el alero revoloteaban dos gorriones. La tarde agonizante, tenía la tristeza de una vida que se acaba, y las luces de la goleta desaparecían en un horizonte de niebla.
La niña, con el rostro mojado por la lluvia, permanecía en el ventano contemplando la carta, sin desdoblarla, y sus ojos tenían un suspiro de luz como la tarde. Se acercó la vieja:
—Si no puedes leer, encenderé candelilla.
Le hablaba al oído, inclinada la cabeza de nieve sobre la crencha negra y brillante de la niña, que se volvió lentamente, los ojos como dos flores:
—No la leeré, madrecita... No la leeré hasta que vuelva él... Se lo ofrezco como un sacrificio a mi Niño Jesús.
Y muy pálida, sonriendo, puso la carta bajo la peana de madera olorosa, y arrodillose. Acudió la madre a cerrar la vidriera, sacudida por una ráfaga, y volvió al zaguán, donde disputaban los marineros jugadores de naipes. El viento, el mar y la lluvia estremecían la casa.
La niña rezó toda la noche con una pena confusa, oyendo el tumbo de las olas al pie de su ventano, y los gritos de los pescadores que volvían de arribada. De pronto la vidriera retembló tan fuerte, que la niña volvió la cabeza. La vio abierta, inmóvil bajo la furia del viento, como si una mano la retuviese, y sintió erizados los cabellos bajo un soplo húmedo y salobre.
XXVIII
En un vaho de niebla aparecía y desaparecía el faro Ruano. La goleta pasó bajo él, ciñendo el viento, y apenas doblada la punta del playazo, rectificó el rumbo, y con todas las luces apagadas hizo proa a la ensenada de Lantañón, paraje desierto al socaire de los picos Lantaños. El arenal, de guijas ásperas y amarillentas, invadía parte del robledo, un bosque de maleza y carballos retorcidos, con los troncos descortezados, y los nudos grandes, lisos y redondos como calaveras. Algunos árboles muy viejos, arraigados entre peñascales, se inclinaban sobre el mar, y sufrían el salsero de las olas que entraban en los socavones del monte. A corta distancia del mar, comenzaban los molinos, que parecían esparcidos por esa mano ingenua que dispone los nacimientos de Navidad: Casucas viejas con emparrados en las puertas, prendidas sobre una quebrada del monte por donde baja el río, un río saltante y espumante que tiene, en la paz dorada de los días, la música del cristal, con remansos de ensueño bajo la sombra verde de los mimbrales. Pero entonces, embarrado y amarillento, tenía la voz soturna del monte y de los lobos. Cara de Plata había llegado anochecido. Los carros se anunciaban en la vereda con su largo canto, que parecía más triste en aquella soledad honda y granítica, bajo aquel cielo de lluvia, donde algún buitre batía las alas. Los aldeanos, encapuchados con las corozas de juncos, iban sentados sobre la carga, silenciosos y cabeceantes. De tiempo en tiempo, oíase una voz acuciando a la yunta:
—¡To!,.. ¡Marelo!... ¡To!.... ¡Bermello!...
Los carros seguían las rodadas que otros carros, en cientos de años, habían labrado en las piedras de aquel temeroso camino viejo como el mundo. Cara de Plata se apeó a la puerta del molino, que regía un viejo antiguo criado de sus abuelos, y dejó el potro atado al abrigo del alpende: Los carros entraron en la era, y el segundón, con tres hombres de escolta, bajó a la playa por un atajo. Sentose sobre los peñascales, mirando al mar. No se distinguía una sola vela. Las gaviotas revolaban en la playa: Una pasó muy alta, batiendo las alas. Cara de Plata la vio remontarse y bajar sobre una ola, y volver a subir dando graznidos. Se puso a pensar: Vuela muy alta, pero seguramente podré matarla de un tiro. Si la mato será buena señal, y embarcaremos los fusiles sin contratiempo... Si no la mato... Si no la mato... El hermoso segundón dudaba sin resolver nada y la gaviota volaba tan alto que iba a perderse en el cielo. Todavía en aquella duda, echose el fusil a la cara y disparó. Al pronto el humo no le dejó ver, y luego creyó que la gaviota volaba más alta, casi en las nubes. Fue solo un momento. Seguía mirando, y comprendió que bajaba muy lentamente, volinando con una ala rota. Cayó en la orilla. Uno de los aldeanos la recogió mojada del mar: Tenía las alas negras y el pecho blanco y sangriento. Ladraban los perros de todos los molinos:
—¡Buen tiro, señorín!
Cara de Plata saltó desde los peñascos a la arena:
—¿Podrán los carros bajar a la playa?
—Peligra de escordarse algún buey, señorín.
—Pues apenas cierre la noche, descargáis en la era, y trasladáis los fusiles a hombros.
Volvió a inquirir hacia el mar, seguía sin descubrirse una vela en toda la extensión verdeante y ululante.
XXIX
Cuando retornaba al molino, el segundón columbró dos bultos que saltaban la cerca, seguidos de un perro. Los bultos agazapáronse entre las zarzas, y el perro quedó avizorando al camino. Cara de Plata dio una gran voz:
—¡Hijos de cabra!
Y corrió adonde los bultos se escondían. El perro huyó con las orejas altas, después de lanzar algunos ladridos, y el segundón, cateó entre los zarzales que orillaban la vereda
—¡Aun cuando os encondáis bajo tierra!...
Uno de sus hombres le mostró la maleza horadada:
—Por aquí alguien pasó, señorín.
Cara de Plata saltó al otro lado. En la oscuridad profunda de la noche sin estrellas, apenas se perfilaba la sombra del robledo. Encaramado sobre un bardal, el hermoso segundón dio su voz a la noche, entre ráfagas de viento y de lluvia:
—¡Mañana os atraparé, hijos de una cabra! Harto sé que estáis ocultos escuchándome. Si me ocurre una desgracia he de cortaros el cuello a vosotros, al perro y al borrico. ¡Yo sí que haré buenos cribos con vuestra piel!
Saltó del bardal, y entrose al molino:
—¿Dónde está el cribero?
Los aldeanos acordaron de pronto. Un viejo vestido de estameña, apoyó tres dedos sobre la frente calva y luciente: Parecía una figura de retablo:
—¡Esquenciérame del todo, señorín!
—¿Venía en tu carro?
—Desuncí los bueyes, mas el cuitado quedose a la intemperie.
—Acaba de escapar. Su mujer ha seguido los carros...
—¿Y le desató?
—Ahora saltaban la cerca... Pero ve tú a mirarlo...
Salió el viejo con dos zagales, y a poco se oyó su voz:
—¡Como el raposo!... ¡Mala centella sea con él!... Talmente como el raposo, que al verse perdido aparenta muerto, y en un cierre de ojos sale rugiendo...
Vino luego el comento de los otros aldeanos que se calentaban a la redonda del hogar:
—¿Cómo no ladrarían los perros?
—Esa gente que anda por los caminos, tiene mañas para los hacer callar.
—¡Parece que con los ojos los encantan!
—Los encantan con un hueso de res, que se ponen bajo el calcañar.
—¡La mujer también es arriscada!
—Dicen que son amancebados.
—Otro tiempo ella andaba con el ciego de Chindar.
—¿Y es probado que llevando un hueso bajo el calcañar?...
—¡Probado!
—¿Tienes hecha experiencia?
—Téngolo siempre oído.
Hablaban graves y lentos, sentados en torno del fuego, con el reflejo bailante sobre los rostros, mientras por una tronera abierta en la tejavana, salía el humo, que el viento devolvía a la cocina, fungando como un gato montes escondido en lo alto. Entró un zagal que estaba de atalaya:
—Señor Cara de Plata, aparece una luz que encienden y apagan por la banda del mar.
El segundón salió al camino, y en el mismo momento un relámpago le mostró la goleta, cabeceando en una extensión de mar lívida, espumosa y desierta. El hermoso segundón se volvió a su gente:
—Sacad los fusiles de los carros.
Entrose al molino, encendió en el hogar un haz de paja, a modo de antorcha, y bajó corriendo a la playa. La goleta se le aparecía en la rasgadura de los relámpagos, sin velamen, batida de costado por el mar. Era un instante todo incierto, todo lívido, y después volvía la noche negra, llena del rugido del viento y del oleaje. De a bordo hicieron señales con una luz que bajaba y subía. Cara de Plata respondió agitando su antorcha, y corriendo a lo largo del arenal. La luz se apagó y volvió a brillar: Parecía que la columpiasen furiosamente, tales eran los bandazos del barco: Tocaba las olas y luego remontábase a las nubes. De pronto se extinguió. Cara de Plata, encaramado en una roca, siguió mucho tiempo agitando la antorcha. Bajo sus pies rompía la resaca, y la ola espumante y saltante, le mojaba el rostro y le ponía en los labios un sabor amargo, como de lágrimas. Estaba atento a los relámpagos, por descubrir el mar y la goleta en la brevedad de aquella luz, y, al volver la oscuridad, agitaba desesperado la antorcha, en duda de cuanto había visto. Le parecía que la goleta se alejaba, zozobrante entre crestas de espuma, con el casco de través. Al fin los relámpagos solamente le mostraron la vastedad tormentosa de las olas. La goleta había desaparecido. Cara de Plata la esperó hasta el amanecer, y, viendo que no tornaba, mandó enterrar los fusiles en la playa. Luego despidió a su gente. El, todavía con una vaga esperanza, quedose en el molino, pero a la tarde pidió su caballo y tomó al galope el camino real.
XXX
Por la Puerta del Deán, que aún queda en pie de la antigua muralla, entraba el hermoso segundón con el caballo cubierto de sudor, y al rodear el huerto del convento, cuya tapia daba sobre los esteros del río, distinguió luces y un gran bulto de gente caminando por aquella calzada aldeana que se aparecía envuelta en el vapor violeta de la puesta solar. Tocaban a muerto todas las campanas, y se oía un acompasado plañir de mujerucas:
—¡Se lo robaron a su madre para las escuadras!
—¡Era el rey de los mozos!
—¡Era la flor de los marinos!
—¡Otro amparo no tenía la madre!
—¡Ay, qué bien cortaba castellano!
—¡Ay, qué galán! ¡Ay, qué galán!
De tiempo en tiempo, entre el plañir monótono de las mujerucas, se alzaba el alarido de la madre:
—¡Asesinos! ¡Asesinos!
Caminaba tras de la caja, que llevaban descubierta, y se inclinaba sobre el rostro yerto del hijo:
—¡Bieitiño! ¡Prenda!
Era una voz íntima y ronca, húmeda de lágrimas, de una tristeza irreparable. Enmudecía y caminaba encorvada sobre la faz lívida del hijo, con una intensidad dolorosa y terrible en los ojos:
—¡Asesinos! ¡Asesinos!
Cara de Plata arrendó su caballo a un lado del camino, y dejó pasar el entierro. Era una larga procesión de niños que corrían delante agitando las gorras, de mujeres que llevaban farolillos de aceite, y de marineros descalzos caminando los últimos, con las cabezas descubiertas. Entre ellos, el hermoso segundón, vio un grupo de canónigos y señores aldeanos que conducían en medio al Marqués de Bradomín. Cara de Plata preguntó a una mendiga centenaria, que se quedaba rezagada en el camino, salmodiando oraciones:
—¿Adonde llevan el muerto?... Porque este camino no es el del cementerio.
—¡Sí lo es, señorín! ¡Sí lo es!... No va a la cueva de los pobres... Tiene sepultura en la Orden Tercera. ¡Pero si lo sabe, bendita sea su alma, y solamente quiere burlar de la pobre vieja!... Mi Marqués, bendito él sea, dispuso que lo enterrasen en el gran sepulcro donde están sus padres y sus abuelos, y todos sus muertos, dende el comienzo de los siglos. Allá va, con este gran cortejo... Y no puede verlo el cuitado. Quiera Dios Nuestro Señor recibirle con su cortejo de ángeles y serafines, y santos y santas. ¡Ave María Purísima!... ¡Dios te salve María!...
La mendiga seguía su rezo, sola, en medio del camino, mientras se perdía a lo lejos galopando el hermoso segundón. Aquella vieja mendiga, temblorosa bajo el capuz del manteo, parecía hecha de tierra, y el vuelo de los murciélagos, y el son de las campanas que tocaban a muerto, aumentaban la desolación de aquella sombra centenaria que caminaba trenqueante, apoyada en su palo, por el camino crepuscular.
XXXI
Cara de Plata se apeó a la puerta del palacio de Bradomín. Ya era noche cerrada y en el charcal de la plaza, donde salpicaba el claro de luna, se columbraba la sombra de un perro, mirándose en el agua fangosa, en medio de un gran silencio y de una gran soledad. La plaza, con su hueca resonancia y sus cipreses, que dejaban caer de las cimas velos de sombras, parecía un cementerio. Muy de tarde en tarde, algún clérigo con los hábitos arremolinados, la atravesaba, salvando los charcos con grandes zancadas, y desaparecía en el zaguán del palacio, apenas alambrado por un farol de retorcidos hierros. Otras veces era un jinete, hidalgo aldeano, que se apeaba goteando agua de su montecristo. Se reunían todos en un salón largo y oscuro, que ostentaba en cada testero un canapé dorado, de gusto francés, con cojines de seda florida y desvanecida. El caballero legitimista los convocara secretamente para hacer recaudo de dineros y acudir a sostener la guerra. Algunos llegaban de villas y de aldeas remotas. Del otro lado del mar habían acudido, el arcipreste de Céltigos, el escribano Acuña, y Don Pedro de Lanzós y Don Diego Montesacro, que eran cuñados. De la montaña, se juntaban el capitán Cantillo, veterano de la otra guerra, el alcalde de San Clodio, el sumiller Aguiar, tres labradores ricos de Barrantes, y los abades de Gondar, de Grondarín, de Brandeso, de Bealo, de Lantañón y de Lantaño. El viejo dandy hizo su aparición tras larga espera, apoyado en el brazo de Cara de Plata: Volvía del cementerio: Estaba muy pálido y sus ojos tristes tenían una misteriosa consonancia con sus manos afiladas, de monje penitente. Llevaba sobre los hombros una taima aforrada en piel de marta, y en el lado izquierdo abría sus lises de sangre, la cruz de Santiago. Cara de Plata, para poder enterarle a solas, había esperado fuera del salón. Al entrar aún hablaban en voz baja:.
—Fletaremos otro barco.
—¡Tú no pierdes la esperanza!
—¡Yo, jamás! Pero guardemos el secreto... Pudiera suceder que nuestros amigos la perdiesen.
Y el caballero legitimista adelantose y dio una vuelta al salón, con empaque de viejo gentil-hombre. A los abades les llamaba leales amigos, a los hidalgos decíales primos y para todos tenía un temblor en la mano, al darles las gracias en nombre del Rey. Estaba atento a las razones de dos abades, cuando entró un viejo apoyado en el hombro de su nieto. Era muy alto, con los ojos apagados y la barba toda blanca y crecida. Los dos abades se admiraron al verle. Dijo el de Gondar:
—Es el Maestrante. ¡Muchos años llevaba sin salir!
Y afirmó el de Gondarín:
—Esta Pascua Florida, recibió la Comunión en su casa.
El Marqués se adelantó a recibirle, y el viejo le tendió la mano balbuceando con un esfuerzo tan angustioso que la boca se le torcía, dejando escapar un hilo de baba. Convulso se volvió a su nieto:
—¡Tú!... Explica...
El nieto explicó:
—El Señor Maestre-Escuela ha visitado al abuelo, y habló de reunir dinero para la guerra... Y el abuelo quiso venir él mismo a traerlo.
El viejo asentía con un alarido, sujetándose a mandíbula siempre convulsa. Al cabo pudo decir:
—¡Muy pobre!... ¡Beh!... ¡Beh!... ¡Muy pobre!... Arruinado... ¡Beh!... Aquel hijo... Ya murió... ¡Beh!... ¡Beh!...
El nieto volvió a explicar:
—Dice que está muy pobre, que mi padre le arruinó, y que no puede dar más para la guerra.
—¡Beh! ¡Beh!
Y el viejo, con los ojos llenos de lágrimas, dejó caer tres onzas de oro que traía apretadas en la mano:
—¡Para la guerra!
Pronunció estas palabras con la voz muy clara, y salió apresurado, vacilante, temblona la gran barba de nieve, los dedos enclavijados sobre el hombro del nieto que al sostenerle flaqueaba. Después, los hidalgos, los abades, los ricos labradores, fueron dejando sobre la dorada consola, los dineros que traían para el sostenimiento de la guerra. Se hacía todo en medio de un gran silencio, y los corazones se volvían, como en una oración, hacia aquel campo de batallas por donde galopaba la sombra procer del Rey.
El huerto del convento. Una tarde, cerca del anochecer. Dos monjas sacan agua del pozo, a su lado unas pajaritas muy gentiles picotean las malvas que crecen en el brocal, y hay un vuelo de campanas que parece diluirse en la tarde azulada, y un ruiseñor que canta escondido entre los laureles de un seto, donde otras tardes bajo el oro del sol, la maestra enseña a las novicias calados y bordados de primor monjil. El huerto tiene el aroma de una leyenda piadosa. Sentadas en un banco de piedra, al pie de los laureles, están la niña de la posada y la Madre Abadesa. La niña viste de luto:
—¡No pude venir antes, Madre!
—¿Te arrepentirás?
—¡Dios es muy bueno para que no me quiera!...
—Ya te esperábamos ayer.
—He tenido que coser toda la ropa de mi hermano el navegante, que llegó de viaje. Sale mañana y quise dejársela dispuesta, ya que era la última vez...
La niña se enjuga los ojos, y la monja le acaricia las trenzas con su mano de fantasma:
—Perdóname tu desgracia, hija mía.
La niña levanta la cabeza, sin comprender, y sonríe con un temblor angustioso en los labios, y los ojos suplicantes:
—¡Me acuerdo del capitán y por eso lloro!... Le traigo sus cartas, Madre. ¿Tendré que quemarlas?
La niña saca del pecho un manojo de cartas atadas con una cinta negra. Le tiemblan las manos. La Madre Abadesa se cubre el rostro con expresión de horror:
—¡Mi remordimiento de toda la vida! ¡Mi remordimiento de toda la vida!
La niña suspira con voz débil:
—Madre, quémelas usted, yo no tengo valor.
La monja se pone en pie, pálida y estremecida:
—¡Guárdalas!
—¿No será pecado?
—No sé... Guárdalas.
La niña queda con el manojo de sus cartas en el regazo, mirándolas tristemente. Luego sus dedos trémulos, picoteados de la aguja, desatan la cinta de luto, y muestran a la monja la cruz que hay en una carta:
—Es la última... Cuando la leí ya no era de este mundo.
La niña cierra los ojos para no llorar, y besa la cruz. El ruiseñor canta escondido en los laureles, a lo lejos, por el sendero de mirtos, pasan dos monjas con cántaras de agua, y el huerto tiene un aroma inocente, de malvas y rosaledas. La niña conserva los ojos cerrados:
—¿Madre, también será pecado guardar esta carta, esta sola?
La monja, con un gran sollozo, se arrodilla al pie del banco, y besa las manos de la niña:
—¿Por qué me preguntas a mí? Nada que tú hagas puede ser pecado. ¡Yo fui tu verdugo! Yo tuve entre mis manos tu corazón y lo oprimí hasta clavarle las uñas. ¡Niña mía! ¡Santa mía!
—¿Qué dice?... ¡Madre Isabel, por su vida, no me bese las manos!... ¡Dios mío, yo no sé bien lo que dice!...
La niña de la posada, toda anhelante, se pone en pie, y la monja queda mirándola con una intensidad dolorosa, sentada sobre la yerba, la cabeza apoyada contra el banco de piedra:
—¡No!... ¡No tenía derecho para sacrificar tantas vidas!... ¡Pobre niña, qué ojos tan tristes me clava!... Los soldados caen en la guerra, y un día también puede caer muerto el Rey. ¡Dios mío, pero yo, cuando entregaba tantas vidas al mar, cuando vestía de luto a esta pobre criatura, era como los verdugos!... ¡Ay, solamente cuando sacrificamos nuestra vida, se puede pedir el sacrificio de otras vidas!...
En el silencio del huerto, la voz tiene una claridad dolorosa, y la monja parece una figura de niebla, toda velada en la sombra de los laureles. La niña, pálida bajo su mantilla de luto, la mira con los ojos suplicantes y tímidos:
—Madre Isabel, no llore señora... Ahora comprendo lo que dice... Por mí no tenga pena... ¿Quién sabe si seré más feliz en esta paz?... Cuando Dios lo dispuso...
La monja se alza transfigurada, se acerca a la niña y la besa en la frente:
—¡Perdóname!... Iré a la guerra, y entre los heridos, en los campos de batalla, ofreceré mi vida a Dios. Tú, hija mía, reza por mí.
Se abrazan en silencio. Oyen el latido de sus corazones, y el canto del ruiseñor. El huerto, inmóvil en la sombra azul de la tarde, les ofrece el perfume inocente de sus rosas. Tras la tapia cubierta de yedra, pasa pregonera una voz:
—¡Cribos! ¡Cribos!... ¡Cedazos buenos!... ¡Para harina de maíz, para harina de centeno!
Appendix A
Así terminan Los Cruzados de la causa
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Los cruzados de la Causa. Los cruzados de la Causa. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2493-3